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Title: Tristán o el pesimismo
Author: Palacio Valdés, Armando, 1853-1938
Language: Spanish
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*** Start of this LibraryBlog Digital Book "Tristán o el pesimismo" ***


OBRAS COMPLETAS

DE

D. ARMANDO PALACIO VALDÉS

TOMO XV

TRISTÁN

O EL PESIMISMO

NOVELA DE COSTUMBRES

MADRID

LIBRERÍA DE VICTORIANO SUÁREZ

Preciados, número 48.

1922

Imp. Helénica. Pasaje de la Alhambra, 3. Madrid.



ÍNDICE


I.--El dueño de la finca

II.--Felices esposos

III.--¡Quieto, Fidel!

IV.--Una Visita y otras visitas

V.--Lo que dicen las abejas

VI.--La familia de Tristán

VII.--Sus amigos

VIII.--Un buen día que concluye mal

IX.--Un tropezón de Gustavo Núñez y otro de su amigo Tristán

X.--Una noche de novios

XI.--El estreno de una obra de carácter

XII.--La novena sinfonía

XIII.--Vida literaria

XIV.--Un descubrimiento del paisano Barragán

XV.--El paisano Barragán comercia con los espíritus y luego con los cuerpos

XVI.--¡Corazón, arriba!

XVII.--La boda de Araceli

XVIII.--La flecha del desterrado

XIX.--Fieros desengaños de Tristán

XX.--Consecuencias de unos celos

XXI.--La maldición

XXII.--Hacia otro mundo



I

EL DUEÑO DE LA FINCA


Un bando prodigiosamente grande de palomas vino a posarse sobre el
tejado de la casa. Este quedó blanco como si una copiosa nevada hubiese
caído sobre él. Las palomas todas, sin fallar una, eran blancas. En la
pared enjalbegada de la casa, encima del amplio corredor con rejas de
madera se abría un ventanillo que daba acceso al palomar. Las palomas ni
por un instante soñaron con acercarse a él; ninguna intentó siquiera
ponerse sobre la tabla que, a guisa de recibimiento, tenía delante. El
día era demasiado espléndido para meterse en casa; un día tibio y claro
de primavera en Castilla.

Por el ventanillo del palomar, con toda precaución y cuidado, asomó el
rostro un hombre; un rostro atezado, varonil, de bigote gris. Giró sus
ojos recelosos, inspeccionó minuciosamente los contornos y se retiró en
seguida; volvió a asomarse y otra vez se retiró, como si espiase la
llegada de un ladrón.

El ladrón llegó, en efecto. Dio un brinco y se plantó sobre la baranda
del corredor; ascendió luego fácilmente por el grueso sarmiento de la
parra que se enlazaba retorciéndose a las columnas de madera que
sostenían el tejadillo, encaramose sobre éste y echando una mirada
recelosa en torno y otra de ávido anhelo a la ventana del palomar, sacó
la lengua y se relamió repetidas veces con repugnante ausencia de
sentido moral. Luego, no sin cierto estremecimiento nervioso que corrió
por todo su cuerpo, se preparó a dar el gran salto. Grande era, en
efecto; enorme. Sólo un bandido avezado a correrías peligrosas tuviera
la audacia de intentarlo. Después de algunas vacilaciones lanzose al
espacio, logró tocar con las uñas la tabla, y presto se encaramó sobre
ella. Y sin pérdida de tiempo se introdujo en el palomar. ¡Desdichado!
La traición le acechaba. Apenas puso allí la planta, un pesado garrote
con furia manejado le hizo pagar cara su osadía. El criminal comenzó a
arrastrarse por el suelo dando mayidos bien lastimeros. Su feroz agresor
le contempló estupefacto con ojos extraviados, los brazos caídos y
respirando anhelante. Quiso acercarse a su víctima, pero ésta huía
arrastrándose por el sucio aposento donde estaban colocados, como en
anaquelería de tienda, los nidos de los pichones.

--¡Válgate Dios! Le he roto una pata--exclamó con voz temblorosa el
hombre.

Era un caballero alto, fornido, de unos cuarenta años de edad, la tez
morena, los ojos negros, los cabellos crespos y comenzando a blanquear;
fisonomía abierta y simpática. Vestía traje de casa, chaqueta obscura y
gorra de cazador.

--¡Bis, bis...! ¡menino...! ¡pobrecito, pobrecito!

El gato permitió al fin que se le acercase y le dirigió una mirada
triste y medrosa.

--¡Vaya por Dios! ¡vaya por Dios!--murmuró el caballero con acento que
distaba mucho de sonar como el grito de triunfo del vencedor satisfecho.

Le pasó la mano suavemente por el lomo y quiso reconocerle la herida;
pero el pobre animal lanzaba mayidos cada vez más dolorosos.

--¡Qué diablo! ¡qué diablo!--profirió en el colmo del disgusto.

De pronto, como si le hubiese ocurrido una idea feliz, se irguió de
nuevo y abandonando al estropeado gato en el suelo salió del aposento,
bajando un poco la cabeza para no chocar con el dintel de la puertecilla
que le daba acceso. No tardó muchos minutos en presentarse otra vez con
un canasto en las manos guarnecido en el fondo por un cojín de lana.
Tomó al gato con infinitas precauciones y lo depositó sobre él. Luego,
sacando del bolsillo un paquete de vendas, se puso a liarle la pierna
rota con la delicadeza de un cirujano. El gato le dejaba hacer como si
entendiese que de aquello dependía su salud. Cuando estuvo hecha la
operación cogió de nuevo el cesto, transformado ya en camilla de
hospital, y a paso lento y prevenido lo sacó de allí, bajó la escalera y
lo depositó en una de las estancias del único piso alto que tenía la
casa.

Era ésta una mansión de hidalgo o labrador acomodado. Los pisos de
ladrillo rojo, las paredes enjalbegadas, los techos con las vigas al
descubierto. Los muebles eran viejos, macizos, lustrosos; en las alcobas
camas enormes de madera sin pabellón; en las paredes colgados grandes
cuadros al óleo renegridos y confusos.

Reynoso, que así se nombraba el inventor de la emboscada descrita,
contempló largo rato a su víctima que a su vez le miraba con expresión
indefinible de temor, reconvención y tristeza dejando escapar débiles
mayidos. El agresor respondía a estos mayidos con otros obscuros sonidos
guturales que expresaban remordimiento. Al fin, no pudiendo resistir más
tiempo la vista de aquella tragedia dolorosa, giró sobre los talones y
salió de la estancia. Recorrió algunas otras desiertas en busca de su
bastón de boj hasta que, recordando que lo había dejado en el palomar,
hizo un gesto de pesar y no atreviéndose a empuñar otra vez el fatal
instrumento descendió a la planta baja, también desierta, y salió a la
calle.

Delante se abría un anchuroso patio recientemente empedrado, cercado por
elevada verja de hierro. Nadie pensaría que aquel magnífico patio
pertenecía a la hidalga pero humilde morada de donde salía nuestro
caballero. Y en realidad no era así. Aquella casita de paredes blancas y
balcones de madera estaba allí solamente como un recuerdo de familia. A
su lado, apartado treinta o cuarenta pasos, se alzaba un moderno y
suntuoso hotel que bien pudiera denominarse palacio. Gran escalinata de
mármol, montera de pizarra a lo Luis XIV, lunas enormes de cristal en
los balcones, todo el arreo, en fin, de que ahora hacen gala los hombres
opulentos cuando fabrican una mansión para su regalo. Las cuadras y las
cocheras, también suntuosas, cerraban el patio por la izquierda.

Así que las palomas del tejado le divisaron en medio del patio abrieron
las alas repentinamente y vinieron a posarse sobre él transformándole en
informe estatua de nieve. Reynoso no recibió aquella acostumbrada
caricia con la benevolencia de otras veces. El peso de su culpa le hacía
atrabiliario.

--¡Quitad, quitad! ¡Fuera!

Y abriendo los brazos como aspas de molino y sacudiendo puntapiés a un
lado y a otro las rechazó groseramente.

Herida la susceptibilidad de las cándidas palomas por aquel insólito
recibimiento, se escaparon nuevamente al tejado. Algunas más zalameras
que persistieron en querer picotearle la cabeza, fueron llamadas a la
dignidad por sus compañeras y no tardaron también en remontar el vuelo.

Reynoso se acercó a las cocheras y dirigiéndose a un mozo que limpiaba
un carruaje:

--Dile a Pedro que enganche antes de las diez para ir a buscar a la
estación al señorito Tristán.

Sacó luego su cronómetro. Eran las ocho. Dejó las cocheras y abriendo la
gran puerta enrejada se introdujo en el parque. Bello, esmeradamente
cuidado, pero no de grandes dimensiones. En el centro había una
plazoleta rodeada de cañas de la India y dentro una glorieta con
enredadera de madreselva y pasionaria. En el fondo y en uno de los
ángulos, adosada al alto muro que lo cercaba, estaba la casita del
jardinero. Reynoso, sin pasar delante de ella como tenía por costumbre,
quiso abrir la puerta de madera que comunicaba con el bosque, pero antes
de hacerlo lo divisaron los chicos del jardinero que volaron hacia él
dando chillidos penetrantes. Quedó un instante inmóvil y una sonrisa de
alegría iluminó su semblante enfoscado. Las palomas habían tenido menos
suerte.

--¿Qué queréis?--preguntó fingiéndose serio.

--Un beso... un beso--respondieron los chicos, una niña y un niño de
seis y cinco años respectivamente.

--¿Nada más?

La niña, avergonzada, hizo signos negativos con la cabeza. Reynoso se
inclinó para besarla. Mas he aquí que cuando lo estaba haciendo, el niño
le introdujo suavemente la mano en el bolsillo.

--¿Qué haces, pícaro?--exclamó el caballero alzándose bruscamente y
mirándole con afectada severidad.

El chico, aterrado, se dio a la fuga. La niña reía: sus carcajadas
sonaban frescas y cristalinas como el gorjeo de los pájaros.

--¡A ése! ¡a ése...! ¡Al ladrón!--gritaba Reynoso.

Luego, sacando del bolsillo un caramelo, se lo dio a la niña diciendo:

--Tú, que eres buena, toma. A ese tunante nada.

Pero el chico, advertido, comenzó a volver sobre sus pasos gimoteando:

--¡A mí! ¡a mí también!

--Tú ya lo has robado.

--¡No! ¡no!

Y movía la cabeza a un lado y a otro hasta querer descoyuntársela, y
enseñaba las palmas de sus manecitas untadas de tierra.

--Bien. ¡Pero lávate esa cara y esas manos, gorrino!

El chico, sin vacilar, se fue corriendo al pequeño estanque de una
fuente de mármol y comenzó a echarse agua a la cara. En vez de quitarse
la tierra, la esparció de tal modo por sus rosadas mejillas que daba
horror. Reynoso no pudo menos de soltar la carcajada. El niño comenzó a
llorar perdidamente. Entonces su hermanita se brindó con maternal
solicitud a lavarle. Le llevó al estanque, le restregó la cara
haciéndole pasar sucesivamente del negro al gris, luego al blanco,
después al rojo subido, tan rojo que el niño chillaba como un condenado
y estuvo a punto de renunciar de una vez y para siempre a aquel caramelo
tan dolorosamente comprado.

Reynoso estaba enajenado. Su faz resplandecía como la de un justo,
aunque distaba mucho de serlo, como acabamos de ver. Después que se
hartó de besar a los chicos salió del parque en una felicísima
disposición de ánimo, prueba irrecusable de que un fútil suceso basta
no pocas veces para acallar los más atroces remordimientos de nuestra
alma.

El bosque contiguo al parque era delicioso: una espesura casi
impenetrable formada de robles, olmos y fresnos que había dado nombre a
la finca. Esta era conocida con el nombre de _El Sotillo_ y estaba
situada en las inmediaciones de Escorial de Abajo: toda ella, desde la
casa, en suave declive hasta la cañada, por donde corría un arroyo.
Después ascendía de nuevo el terreno. Reynoso atravesó el bosque por un
lindo y retorcido camino enarenado que él mismo había hecho construir.
Al cabo de algún tiempo de marcha el bosque dejaba de ser espesura
sombría, impenetrable, y se transformaba en monte ralo de olmos y
encinas por cuyos grandes claros pastaban algunas vacas negras y bravas
con sus chotillos al lado. El pastor le salió al encuentro. Llevose la
mano a su sombrerote de fieltro y le informó con rostro alegre de que
aquella misma madrugada una de las vacas había parido. El propietario se
acercó con satisfacción también a la vaca que lamía al tierno chotillo,
echado debajo de ella, dejando escapar débiles mugidos de amor y de
orgullo. Después emprendió de nuevo su paseo. Según caminaba, el monte
se hacía cada vez más ralo y más bajo: las robustas encinas se
transformaban en chaparros. La naturaleza rocosa del terreno, oculta en
el parque y en el bosque, se mostraba ya al descubierto. Las piedras
asomaban por todas partes. Algunas veces veíaselas desprendidas y
yacentes en enormes bloques unas sobre otras en perenne equilibrio. En
la tierra que había entre ellas, ardiente y feraz, crecían innumerables
especies de flores silvestres de formas caprichosas, de aroma
penetrante.

Reynoso arrancó a puñados el tomillo, lo aspiró con voluptuosidad y se
lo guardó en los bolsillos.

--Rico olor el de la mejorana, ¿verdad, mi señor?--dijo una voz a su
espalda.

--No es mejorana, Leandro, es salsero. ¿No ves sus florecitas?

--Verdad es. Muy rico también, muy majo; pero me gusta más la mejorana.

Leandro se había acercado. Era el anciano pastor encargado de los
grandes rebaños de ovejas que Reynoso poseía, el personaje más
considerable de aquellos campos, grave, prudente, sentencioso. En pos de
él otros tres zagalones que le ayudaban, y más tarde el pastor de las
vacas que acudía como siempre al señuelo del cigarro. Porque Reynoso
gustaba de pararse en compañía de sus servidores y fumar con ellos un
cigarro.

--Hasta ahora no hemos disfrutado de una mañana tan templada como esta.
Mirad los trigos qué verdes aún. El cierzo y la escarcha no les ha
dejado crecer; pero unos cuantos días como este bastarán para hacerles
ganar lo perdido. No sé por qué sospecho que este año vamos a tener una
abundante trilla.

Así dijo el propietario pasando su petaca en torno. Los pastores, con
sus grandes sombreros de fieltro y sus medios calzones de cuero,
formaban círculo. Tomaron gravemente un cigarrillo, lo pusieron en el
rincón de la boca y cada cual sacó sus avíos: yesca de trapo quemado,
eslabón y pedernal. Bastaría con que uno encendiese; pero se hubiesen
juzgado desairados si no se mostrase claramente que eran poseedores de
todos los medios conducentes a producir el fuego. Chocaron los eslabones
contra los pedernales, saltaron las chispas, ardió la yesca y más tarde
los cigarros, todo en medio de un silencio solemne como el caso
requería. Se dieron algunos ansiosos chupetones, y uno de los zagalones
con inclinaciones más señaladas a la retórica dejó al cabo escapar esta
declaración inesperada:

--Me paece a mí, me paece a mí que si el tiempo no tuerce el hocico, en
cosa de ocho días levantarán los trigos un par de palmos más... Es un
decir, mayormente.

El auditorio guardó silencio, dando tiempo para que estas notables
palabras penetrasen lenta y profundamente en su espíritu. El tío Leandro
las rebatió al fin severamente.

--Cuando se habla una cosa, Celipe, es porque se sabe. ¿Sabes tú, por un
si acaso, que han de levantar los trigos dos palmos?

--Es un decir, tío Leandro.

--Bien, pero ¿se sabe o no se sabe?

Nadie chistó. La lógica inflexible del tío Leandro pesaba como una losa
sobre todos los cerebros, particularmente sobre el del zagalón que tanto
se había aventurado en su discurso. Pero haciendo al cabo terribles
esfuerzos para levantar el enorme peso que le agobiaba, logró al fin
proferir, dando a su fisonomía una impresión de increíble astucia:

--Me paece a mí, tío Leandro... Yo he visto...

--Tú no has visto na--replicó el viejo pastor con un gesto de supremo
desdén.

Nuevo y profundo silencio. Aquel osado Ícaro que había querido elevarse
con alas de cera, vino al suelo para no levantarse ya. La sabiduría del
tío Leandro cayó sobre él y le dejó sepultado por siempre. La paz y el
silencio debidos a los que han desaparecido le acompañaron piadosamente.
Se dieron algunos chupetones funerarios para honrar su memoria.

Mas he aquí que al pastor de las vacas se le ocurre resucitarlo de entre
los muertos.

--Tío Leandro, yo no diré mayormente dos palmos... pero que han de
crecer ¡eh! ¡eh...! que han de crecer ¡eh! ¡eh!

Y se puso a reír bárbaramente, abriendo una boca de oreja a oreja sin
que nadie le secundase.

El tío Leandro dio un profundo y amenazador chupetón al cigarro, y se
disponía a disparar una de sus granadas formidables para reducir al
silencio a aquel zángano, cuando no muy lejos de allí sonaron dos tiros.

--¿Cómo?--exclamó Reynoso levantando súbito la cabeza--. ¿Un cazador
furtivo?

--¡Quiá!--replicó un zagal--. Es la señorita Clara. Bien tempranito pasó
por aquí con los perros.

El rostro del amo se serenó, dilatándose con una sonrisa de
complacencia.

--¡Qué chica! ¡Qué chica!

Todos los rostros se volvieron hacia el sitio en que habían sonado los
disparos, expresando cordial alegría.

--¿Y para cuándo es la boda, mi amo?--se atrevió a preguntar uno.

--Allá para octubre--respondió amablemente el caballero.

El tío Leandro extendió la mano solemnemente y habló de esta manera:

--Que Dios, nuestro Señor, esparza a puñados la felicidad sobre esa
buena señorita. La hemos visto nacer, la hemos visto crecer y volverse
más hermosa que una azucena. Más de uno y más de dos entre nosotros la
han llevado en los brazos. No levantaba una vara del suelo y ya le
gustaba montar a caballo como ahora. Una tarde la bestia se le espantó y
se metió ala adentro por una charca. La madre (que en gloria esté)
gritaba. Sólo yo, que estaba cerca, la oí; me planto en dos saltos a la
orilla, me echo al agua, y cuando ya andaba cerca de llegarme al cuello,
pude alcanzar el caballo y sujetarlo. Salimos chorreando y la niña me
abrazó y me besó. Podéis creerme--añadió volviéndose a sus compañeros--,
más estimé yo aquel beso que si me hubieran puesto una onza de oro en la
palma de la mano.

--¡Está visto, hombre!--¡Pues bueno fuera!--¡Ni que decir tiene!

Así aplauden todos las nobles palabras del viejo pastor.

--Lo único que siento--prosiguió éste--es que nuestro amo se nos vaya de
esta finca donde tanto dinero tiene enterrado cuando se concluya el
palacio que está fabricando, según creo, allá en el camino de la Fuente
Castellana de Madrid.

--Me paece a mí, tío Leandro--dijo el imprudente Felipe--, que nuestro
amo no se va de buena gana, porque aquí bien se regala... Pero como la
señora es tan amiga del lujo...

--¿Qué dices?--exclamó Reynoso levantando vivamente la cabeza y
encarándose con el zagalón.

Este se puso pálido y balbució miserablemente:

--Es lo que tengo oído por ahí...

--¿A quién se lo has oído?--preguntó el caballero afectando calma, pero
con el rostro contraído.

--¡Calla, zángano, calla! ¡Si eres más cerrado que un cerrojo! ¿No te da
vergüenza, grandísimo zote?

Todos le recriminan duramente. Reynoso un poco dulcificado le dijo:

--Ni a ti ni a nadie puedo consentir que pronuncie una palabra que
redunde en desprestigio de la señora. Hasta ahora no ha hecho más que
vivir con arreglo a su clase; pero aunque gastase todo el lujo que puede
ostentarse en Madrid, todo sería poco para lo que ella merece...
Entiéndelo tú y los que te lo hayan dicho.

--¡Bien puede usted perdonarlo, mi amo--manifestó el tío Leandro--,
porque este mozo no es más que una caballería salvo el alma que es de
Dios y no de él...! Es que cavilo que si tarda un cuarto de hora más en
nacer, nace ya con la albarda puesta... En fin, señor, que es una
grandísima bestia... No hay más que verlo.

Como nadie, ni el mismo interesado, tuvieron por conveniente oponer el
menor reparo a los extremos de este sensato discurso, todo él quedó
aprobado por unanimidad. Nuestro caballero se serenó por completo.
Despidiose afectuosamente y caminó de nuevo la vuelta de su casa sin
volver la cabeza atrás. Si la hubiese vuelto habría visto con cuánta
solicitud los pastores seguían inculcando en el ánimo de su compañero
Felipe la idea enteramente panteística de su identidad esencial con la
familia de los équidos.



II

FELICES ESPOSOS


Reynoso hizo una visita a su víctima y le mandó proveer de agua y
alimento. Luego subió lentamente la gran escalinata de mármol y se
introdujo en el hotel. Pasó a las habitaciones de su esposa que se
hallaban en el piso principal.

--¿Quién es la que está durmiendo todavía? ¿Quién es...? ¿quién?

--¡Nadie... nadie... nadie!--respondió una voz femenina de timbre claro
y armonioso.

--¿No es Elena?

--¡No, no es Elena!

Y al mismo tiempo hizo irrupción en el gabinete una hermosa joven y le
echó los brazos al cuello.

Era la esposa del propietario, rubia, con ojos negros; poseía un cutis
nacarado. Su talle esbelto lo ocultaba un espléndido _salto de cama_.

--¿Para qué necesito yo salir al campo de madrugada, si el campo viene a
mi cuarto...? Hueles a mejorana... hueles a romero... hueles a malva
rosa--decía colgada a su cuello como una niña mimosa.

Era una niña por la frescura de su rostro y por la viveza de sus
movimientos, aunque ya tenía cumplidos veintidós años.

--Te equivocas; hoy no puedo oler más que a tomillo--respondió Reynoso
sacando el puñado que traía en el bolsillo.

--¡Milagro sería!--exclamó la joven soltando a reír y apoderándose de
aquella yerba y restregando con ella la cara de su marido--. ¿Para qué
has atravesado la mar? ¿Para qué has estado tantos años trabajando y
metiendo en la hucha dinero? Hubieras sido tan feliz aquí comiendo
ensaladas de pimientos, corriendo tras las ovejitas, plantando
árboles... y metiendo puñados de tomillo en los bolsillos.

--¡Bien puedes decirlo!--repuso Reynoso con franca sonrisa--. El cielo
me destinaba para pobre. No me agradan los alimentos de los ricos, no me
agradan los colchones de pluma, no me agradan los muebles suntuosos. Una
camita blanca sin cortinas, unas sillas de rejilla, una mesa de pino, y
leche y judías a pasto... ¡he aquí mi felicidad!

--Pero entonces, gran perverso--replicó la joven esposa con voz de mimo
y atusándole el bigote con la punta de los dedos--, no podrías regalar a
tu Elena un aderezo tan hermoso como le has regalado el día de su santo,
no podrías llevarla en coche, no podrías vestirla con trajes elegantes,
no podrías traerle pastelitos de casa de Lhardy, ni bombones de la
Mahonesa.

--Ni sobreasada de Mallorca.

--¡Oh, Dios mío, cómo me gusta a mí la sobreasada...! Hoy mismo la como,
aunque me haga daño... Tú te tienes la culpa por haberla mentado... ¡Y
por fin, y por fin! ¿quién le hubiera dado a Elena un hotelito en la
Castellana, con un _budoir_ tan lindo que no hay otro en todo Madrid,
con su _serre_, con su cuarto de baño...? Mira, vamos a hablar un poco
de la casa de Madrid. Voy a desayunarme aquí mismo.

Puso el dedo en el timbre, acudió un criado y no tardaron en servirle
café con leche y picatostes en un primoroso juego de plata. Se sentó
delante de una mesilla volante mientras su marido se dejó caer en un
diván de raso azul bordado en blanco.

Y hablaron largamente de la casa de Madrid aún no terminada. Reynoso
daba pormenores del decorado, consultaba el asunto del mobiliario. Su
mujer le pedía una cosa, y después otra y después otra para su
saloncito, para su cuarto de baño mientras engullía lindamente.

--¡Elena, Elena! Que no vas a tener apetito a la hora de almorzar.

--Ya verás que sí. Déjame ser feliz.

--¿Eres feliz de verdad?

--Muchísimo... No puedo serlo más.--Y al decir esto extendió la mano a
su esposo que la besó repetidas veces.

--¿Y tú lo eres también?--dijo levantándose de la silla y viniendo a
sentarse a su lado.

--¿Yo?--exclamó Reynoso pasándole el brazo por detrás de la cintura--.
¡Yo estoy gozando de un cielo anticipado! Dios no tiene ya nada que
darme cuando me muera.

--Pues yo te digo... te digo... que eres un grandísimo embustero (y le
tiraba de las guías del bigote, que era al parecer su ocupación más
apremiante). Porque me han dicho... me han dicho... que no te vas de
buena gana a vivir a Madrid.

--Pues te han engañado.

--¿No serás tú el que me engañas...? Mira, Germán, voy a pedirte un
favor y es que me hables con toda franqueza. Sé que por condescendencia,
por lo bueno que eres y por lo mucho que me quieres, serías capaz de
fingir que vas contento a Madrid aunque te disguste. Me parece gran
locura ese disimulo. Ya sabes que me hallo bien, que soy feliz en todas
partes estando a tu lado, y que si me agrada ir a Madrid, he vivido
hasta ahora bien contenta en el Sotillo. En realidad, más que por mí voy
a Madrid por proporcionarte a ti una sociedad más escogida. Yo estoy
acostumbrada a la vida de pueblo... ¡como que no he salido de él...!
Pero tú, aunque goces en el campo, has viajado mucho y no puedes menos
de sentir el aburrimiento de esta soledad... Háblame, pues, francamente.
¿Vas con gusto a Madrid? Pues Elena va con gusto a Madrid. ¿Prefieres
quedarte en el Sotillo? Pues Elena se queda tan ricamente en el Sotillo.

Reynoso la miró prolongadamente con ojos escrutadores.

--Está bien, hija mía; ya que quieres a todo trance que te hable con
franqueza, y ya que veo que no tienes ese empeño en vivir en Madrid que
yo imaginaba, te lo confesaré... No dejo el Sotillo con placer. Aquí he
nacido y me he criado y aquí y en todas partes donde he vivido la
soledad ha sido mi fiel compañera. Aunque tengo un carácter sociable,
según dicen, la Providencia ha querido tenerme alejado de los hombres
acaso porque no sea capaz de hacerles mucho bien... ¿Pero quién habla de
soledad estando cerca de ti, Elena mía? ¿Qué sociedad en este mundo
podrá proporcionarme goce alguno no estando tú presente? ¿Y si tú estás
presente qué falta me hacen los demás? Ninguna conversación vale lo que
tu silencio, ninguna música lo que tu voz, ningún rumor más suave ni más
grato que el de tus menudos pies sobre la alfombra, ningún espectáculo
más delicioso que el de tu cabellera rubia cuando la dejas caer sobre la
espalda... ¡No busco, no quiero, no necesito más en este mundo!

Y al pronunciar estas palabras la estrechaba contra su pecho.

Estaba en verdad bien enamorado aquel caballero. ¡Feliz el hombre que,
como él, no ha tenido más amor que el de su esposa!

Don Germán Reynoso era hijo de un agente de Bolsa. Cuando sólo contaba
seis o siete años, su padre, por virtud de algunas operaciones
desgraciadas, quedó arruinado. El matrimonio se vio necesitado a
abandonar la casa lujosa de Madrid y a refugiarse en el Sotillo, finca
que pertenecía a la esposa por herencia de sus padres. Donde antes
solían pasar solamente algunos días de primavera, en uno de los cuales
había nacido Germán, tuvieron que residir forzosamente todo el año. Con
los escasos productos de ella, pues no era entonces lo que ahora es, y
con un cortísimo caudal que habían salvado, vivió aquel matrimonio
algunos años en la soledad bastante más feliz que lo había sido entre
los negocios y los esplendores de la corte. Germán seguía sus cursos del
bachillerato en el colegio del Monasterio; su padre le destinaba a los
negocios, pero el chico no mostraba afición a la carrera de comercio:
todo su amor y entusiasmo era por la música. Con las nociones que había
adquirido en Escorial tocaba ya medianamente el piano. Tantas
disposiciones mostraba, tanto le instaron los amigos y su misma esposa,
que tenía sobrados motivos para odiar los negocios, que al fin consintió
el viejo Reynoso en enviar a su hijo a Madrid para estudiar en el
Conservatorio. Residía en casa de unos amigos y venía al Sotillo los
sábados por la tarde para marchar el lunes por la mañana. Tenía ya
catorce años y llevaba dos de carrera con brillantes notas cuando
falleció su padre. Su pobre madre tuvo la debilidad de casarse antes de
cumplir los dos años de viudez con un sujeto de carácter bondadoso, pero
dominado por el vicio del juego, y después de casado también por la
embriaguez. Aquello fue un desastre. Germán, desesperado, viendo a su
madre desgraciada y previendo una ruina inminente, pues su padrastro
estaba ya terminando con su caudal y no tardaría en comenzar con el de
su esposa, decidió emigrar a América, abandonando sus esperanzas de ser
un artista de fama.

En Guatemala un hermano de su padre beneficiaba algunas fincas,
dedicándose principalmente al cultivo del café. Allá se fue Germán
cuando no contaba aún diez y ocho años. ¡Cuántas horas transcurridas en
la soledad y en el silencio! Nadie con quien hablar y reír a la edad
precisamente en que más lo exige el hombre si Dios le ha dotado de un
temperamento abierto y sociable. Su tío era de carácter adusto y los
trabajadores tan rudos que no era posible conversar con ellos de nada
placentero. La vida se deslizaba igual, monótona, soñolienta. Pero al
fin se acostumbró a ella. El campo, donde permanecía casi todo el día,
vigorizó su cuerpo y comunicó a su espíritu un equilibrio que le
preservó para siempre del tedio. Al principio no disponía de más
instrumento musical que un violín, y con él se entretenía por las
noches; mas andando el tiempo logró traer hasta aquel desierto un piano,
y fue feliz. Horas dulces, horas dichosas aquellas en que, después de
una jornada laboriosa, regresaba a su casa y se ponía delante del piano
para interpretar una sonata de Beethoven o un concierto de Chopin.

Su tío regresó a España poco después, retirándose de los negocios y
dejándole en arriendo dos fincas. La suerte favoreció al joven Reynoso.
Las cosechas de café, que últimamente habían sido bien limitadas,
principiaron a ser abundantes, copiosísimas. En pocos años Germán logró
hacerse dueño de las dos fincas comprándoselas a su tío; tomó en
arrendamiento otra magnífica y al cabo se hizo también dueño de ella.
Viajó por la América del Sur y por los Estados Unidos. A los treinta y
cinco años Germán era un hombre rico, mucho más rico de lo que se le
suponía en Escorial, aunque se le suponía bastante.

En el transcurso de este tiempo su padrastro había muerto: el niño que
el matrimonio había tenido y que Germán conocía, también: sólo vivía una
niña, nacida después que él se marchara a América. La finca del Sotillo
estaba hipotecada y corría riesgo de pasar a manos de acreedores. Germán
envió bastante dinero para rescatarla y mantuvo a su madre y a su
hermana con holgura. Cuando, atendiendo a las reiteradas súplicas de
aquélla, pensaba en realizar su hacienda, recibió la triste noticia de
su fallecimiento. Inmediatamente se puso en camino para España, a fin de
encargarse de aquella hermanita de trece años que quedaba abandonada.

Al llegar la sacó de casa de unos parientes donde provisionalmente se
albergaba y la trajo de nuevo al Sotillo, tomó un aya francesa para
ella, tomó criados, compró coche y caballos, hizo algunos reparos en la
casa y la montó con boato. No pasaba, sin embargo, mucho tiempo en
Escorial. Tan pronto hacía una excursión a París, tan pronto a Londres,
tan pronto a Berlín y Roma; todas rápidas, porque no quería dejar a su
hermanita sola mucho tiempo. En los días que pasaba en el Sotillo solía
subir alguna que otra tarde al Escorial y allí conoció a Elena.

Elena era huérfana de un farmacéutico. Su madre, que sabía de farmacopea
casi tanto como él, regentó la botica algún tiempo después de viuda con
anuencia del vecindario. Pero vino una denuncia del subdelegado; se vio
obligada a traer un regente con título; y como el producto de la botica
no era bastante para pagar este sueldo y mantenerse, la enajenó al fin a
uno de sus cuñados que tenía un hijo en Madrid estudiando la carrera de
farmacia. Con el dinero que le dieron puso una tiendecilla heterogénea,
bisutería, mercería, cacharrería, debajo de los arcos. Las ganancias
fueron muy exiguas. Elena y su madre vivían bien estrechamente a la
llegada de Reynoso al Escorial.

Cuando aquél entró por casualidad un día en la tienda fue reconocido por
doña Dámasa. Se habían conocido de niños. Saludáronse afectuosamente, y
el indiano comenzó a tutear a la madre y por de contado a la hija, que
contaba entonces diez y siete años. Siempre que subía al Escorial daba
su vueltecita por la tienda de doña Dámasa y allí se estaba charlando un
rato. Estas visitas, al principio raras, se fueron haciendo más
frecuentes y prolongadas. La hermosura espléndida de Elena comenzó a
impresionarle. Y a medida que le impresionaba le hacía más tímido.
Cuando la niña estaba sola en la tienda mostrábase embarazado,
silencioso. Y, sin embargo, era evidente que buscaba las ocasiones en
que estuviese sola. A ninguna mujer se le hubiera escapado esta táctica,
pero mucho menos a Elena que era traviesa y picaresca y se gozaba en
verle apurado. La timidez de un hombre tan maduro halagó mucho su
vanidad y la riqueza que se le suponía también. Principió a coquetear
con él de lo lindo. Pero cuanto más segura y aun atrevida se mostraba
ella, más tímido aparecía él. Esta timidez y el sufrimiento que le
acarreaba llegaron a tal punto que le retuvieron de subir al pueblo y
visitarla. Sus visitas comenzaron a ser más raras y cuando las hacía se
ingeniaba para quitarles el objetivo que tenían. O pasaba al Escorial
para un negocio en el Ayuntamiento, o venía acompañando a un amigo para
enseñarle el Monasterio, o había subido para buscar un operario... Estos
pretextos, aunque bien sabía que eran falsos, irritaban, sin embargo, a
Elena y la iban interesando en la aventura. Había juzgado al principio
que era cosa de pocos días que aquel hombre se le declarase, y cuanto
más tiempo transcurría más lejos veía esta declaración. Por otra parte,
sus conocidos la embromaban y ya se hablaba en el pueblo no poco de
aquellas supuestas relaciones amorosas.

La noticia de que Reynoso se iba otra vez a América cayó como una bomba
en la pequeña tienda de doña Dámasa. El mismo la comunicó con afectada
indiferencia; tenía muchos negocios pendientes; necesitaba liquidar; no
sabía el tiempo que permanecería por allá. Elena recibió la nueva sin
pestañear, pero el corazón le dio un vuelco. No sabía si amaba a Reynoso
aunque estaba segura de que pensaba en él todo el día. Aquel golpe le
reveló su amor. Sí, sí, estaba enamorada de él, no porque fuese rico
como se decía en el pueblo, sino por su figura arrogante, por su
caballerosidad, por su bondad, por su esplendidez, por todo, por todo,
hasta por aquellas hebras de plata que asomaban en sus cabellos y en su
bigote.

Después que él partió estuvo algunos días enferma y aunque mucho trabajó
sobre sí misma para vencer la tristeza, no pudo conseguir que dejase de
ser observada y comentada. Pero transcurrieron los meses y se fue
olvidando su abortada aventura. Ella misma vivía ya tranquila sin pensar
más en el indiano cuando una tarde le entregó el cartero una carta de
Guatemala. Era de Reynoso; se informaba de su salud, de la de su madre y
amigos de la casa, le hablaba en tono jocoso de su viaje, de su vida en
aquellas soledades; por último, antes de despedirse le decía que había
llegado a sus oídos por medio de un paisano recién desembarcado que se
casaba. Le daba la enhorabuena y lo mismo a su mamá y le deseaba toda
suerte de felicidades.

Elena tuvo una inspiración. Tomó la pluma para contestarle; adoptó el
mismo tono amical y jocoso; le dio cuenta de su vida y de las noticias
más culminantes en el pueblo. Pero al concluir estampó con increíble
audacia las siguientes palabras: «En cuanto a la noticia de mi boda es
absolutamente falsa. Yo no me caso ni me casaré jamás con nadie si no es
con usted.»

La contestación a esta carta fue un cablegrama que decía: «Salgo en el
primer correo. Prepara todo para nuestro matrimonio.»

He aquí cómo aquella linda y picaresca niña logró, invirtiendo los
papeles, alcanzar la meta de sus afanes. Con el amor vino la opulencia
que no suele ser su compañera. Los recién casados se instalaron en el
Sotillo. Elena y Clara, que ya eran amigas, lo fueron en seguida
muchísimo más y aunque la una tenía catorce años y la otra diez y ocho
se trataron como si no mediase tal diferencia, a lo cual ayudó la
disparidad de sus caracteres; la una era más niña, la otra más mujer de
lo que reclamaban sus respectivas edades.

Los dioses no se fatigaron en cuatro años de verter sobre aquella casa
toda suerte de mercedes. Sólo se reservaron una. El matrimonio no tuvo
hijos. Elena se mostraba por esta privación inquieta y dolorida algunas
veces; otras lo echaba a broma y abrazaba y besaba con entusiasmo una
perrita que su marido le había regalado, diciendo que aquella era su
hija y que muy pronto la casaría para darse el gusto de tener nietos a
los veinte años. Don Germán aún lo sentía más que ella, pero lo
disimulaba mejor. Entregose con afán a la mejora de su finca: logró
comprar otra contigua de enorme extensión y la añadió a la suya. Esta
nueva finca, que había sido residencia antiguamente de una comunidad de
frailes, se componía de monte y tierras laborables, y contenía además
dos grandes charcas donde se criaban sabrosas tencas y se cazaban las
aves emigrantes que allí se reposaban. Aunque no necesitaba más que su
antigua casa, porque estaba acostumbrado a una vida sencilla, Elena le
excitó a construir el magnífico hotel que se ha visto. Con tristeza dejó
el pequeño pero dulce hogar que albergó su niñez, para habitar la nueva
y suntuosa morada. Pero conservó aquél con el mismo esmero con que se
guarda una joya de sus padres; y nunca dejó de ir a dormir la siesta a
la cama en que nació y en que sus padres durmieron la primera noche de
novios.

Elena recibió la confesión de su esposo con sorpresa y secreto despecho
que se esforzó en disimular.

--Me alegro, me alegro en el alma de que hayas sido franco--exclamó con
afectación--. ¡Qué dolor sería para mí si al cabo hubiera descubierto
que te ibas a Madrid sólo por complacerme! Te vería de mal humor, te
vería huraño y silencioso, y la pobre Elena tan inocente, sin saber que
ella era la causa.

--¡Huraño, Elena! ¡Silencioso!

--Sí, huraño, incivil... inaguantable.

--¿Pero cuándo me has visto...?

--Si no te he visto te vería... Ea, hablemos de otra cosa pues que ésta
ya está resuelta.

Hablaron de otra cosa, pero la joven no podía disimular su decepción.
Saltaba de un asunto a otro con nerviosa volubilidad, se placía en
llevar la contraria; por último, cayó en un silencio obstinado,
fingiendo hallarse absorta en la franja de la tapicería que estaba
bordando. Su marido la observaba con disimulo y en sus ojos brillaba una
chispa maliciosa.

--Vaya, vaya--dijo frotándose las manos--. ¡Cuánto me alegro de que nos
hayamos entendido! Yo sin atreverme a decirte que no tenía ninguna gana
de ir a Madrid, y tú sacrificándote por proporcionarme una sociedad más
escogida.

Elena levantó los ojos y dirigió una rápida mirada recelosa a su marido.
Este miraba fijamente al reloj de estilo Imperio que había sobre la
chimenea.

--No sé cuándo me he de convencer--prosiguió--de que tu temperamento se
acomoda admirablemente a todas las circunstancias y que tu felicidad no
se cifra en vivir en un sitio o en otro, sino en el sosiego y la
comodidad de tu casa.

Nueva mirada y más recelosa por parte de Elena. Reynoso seguía en
contemplación extática del reloj.

--Y no era yo solo: había mucha gente (sin sentido común, por supuesto)
que suponía que estabas encaprichada con vivir en Madrid. Yo les diría
ahora: ¡no conocen ustedes a mi mujer...! ¡no la conocen!

Elena, cada vez más desconfiada, volvió a levantar los ojos. Esta vez
chocaron con los de su marido. Este no pudo aguantar más y soltó una
estrepitosa carcajada. Elena se levantó airada, y presa de un furor
infantil se arrojó sobre él y comenzó a apretarle el cuello con sus
preciosas, delicadas manos, a tirarle de las orejas y del bigote.

--¡Toma! ¡por cazurro...! ¡por malo! ¡por gañán!

Reynoso no podía defenderse; se lo impedía la risa.

--¡Pues sí, quiero ir a Madrid! ¡quiero ir a Madrid! ¿Qué hay...? Y tú
te darás por muy satisfecho con que te admita en mi hotelito y no te
deje aquí para siempre entre las vacas y las ovejas...

Al fin, cansada de golpearle, se dejó caer a su lado en el diván.
Reynoso, acometido de un acceso de tos, estuvo algún tiempo sin hablar.

--¿Pero es de veras que quieres ir a Madrid?

--Mira, Germán, no empecemos, o...

Y se levantó otra vez para echarle las manos al cuello.

Reynoso cogió al vuelo aquellas lindas manecitas y trató de llevarlas a
los labios.

--¡No! ¡no!

--¿Qué quiere decir no?

--No quiero que me beses... no quiero... Eres un gañán... Te pasas la
vida haciendo burla de mí...

Y se defendía furiosamente. Al cabo se dejó caer de nuevo en el diván,
se llevó las manos al rostro y se puso a llorar.

--¡Hija mía, no llores!--exclamó Reynoso conmovido.

--¡Sí, lloro! ¡lloro...!, y lloraré hasta que se me pongan los ojos
malos--decía sollozando con dolor cómico--. Porque eres muy malo...
Porque te complaces en hacerme rabiar... Si no quieres ir a Madrid, ¿por
qué no lo dices de una vez...? Y no que te pasas la vida
atormentándome...

--¡Atormentándote, Elena!

--Sí, sí, atormentándome.

--Mira, prefiero que me arranques el bigote a que me digas eso.

--¡Oh, no por Dios! ¡Qué feo estarías sin bigote!--exclamó separando sus
manos de los ojos, donde brilló una sonrisa maliciosa detrás de las
lágrimas.

Reynoso aprovechó aquel furtivo rayo de sol para consolarla. Pero no fue
obra de un instante. Elena estaba muy ofendida, ¡mucho! Era preciso que
el detractor cantase la palinodia, hiciese una completa retractación de
sus errores.

--Confiesa que tienes más ganas que yo de ir a Madrid.

--Lo confieso a la faz del mundo.

--Porque te aburres aquí.

--Porque me aburro soberanamente.

--Y porque necesitas un poco de expansión con tus amigos.

--Y porque necesito mucha expansión.

--¿Bromitas todavía, socarrón?--exclamó la mujercita tirándole de la
nariz.

En aquel momento se oyó el ruido de un coche en el patio.

--Ya está ahí Tristán... Sal tú a recibirlo... Voy a peinarme y vestirme
en un periquete. Adiós, gañán... ¡Toma, por malo! (Y le dio una
bofetada.) ¡Toma, por bueno! (Y le dio un sonoro beso en la mejilla...)
¡Rosario! ¡Rosario! Venga usted a peinarme.



III

¡QUIETO, FIDEL!


El joven que descendía del carruaje en el momento en que don Germán
ponía el pie en la escalinata era alto, delgado, de agradable rostro
ornado por unos ojos de suave mirar inteligente y por un pequeño y
sedoso bigote negro. Se saludaron alegremente con un cordial apretón de
manos.

--No entremos en casa--dijo Reynoso--. Clara anda por ahí cazando y
Elena se está vistiendo. Vamos a la glorieta a descansar y tomaremos una
copa de vermut o de cerveza, lo que tú quieras.

Se introdujeron en el parque, penetraron en la glorieta de pasionaria y
madreselva y se acomodaron en dos butacas rústicas de paja delante de
una gran mesa de mármol. No tardaron en servirles los aperitivos pedidos
por el amo.

--¿Cómo has dejado a tus tíos?

--Sin novedad: mi tía casi loca y mi tío demasiado cuerdo--respondió el
joven riendo.

--¡Oh, es un matrimonio que me encanta!--replicó don Germán también
riendo--. Son dos elementos químicos que se neutralizan y forman un
compuesto admirablemente sólido.

--¡Y tan sólido! Como que mi tío es de mampostería.

--No, hombre, no; tu tío es un hombre de una razón muy clara. No sabrá
escribir, como tú, libros y comedias ni tendrá gran ilustración, pero
discurre con acierto, juzga con justicia y sabe lo necesario para
conducirse en la esfera en que Dios le ha colocado. Desgraciadamente los
que como él y yo hemos pasado nuestra vida dedicados al comercio no
pudimos disponer de mucho tiempo para ilustrarnos...

--¡Oh, no se compare usted con él!

--¿Por qué no? Que yo he conservado alguna mayor relación con el mundo
espiritual gracias a la música eso significa poco. Ambos, como vosotros
decís, somos mercachifles.

--Usted ha leído mucho.

--Algunos libros que llegaban a mis manos allá en las soledades del
campo. Lectura dispersa, heterogénea que entretiene el hambre
intelectual sin nutrir el cerebro... Por lo demás, si tu tío carece de
las cualidades de hombre de estudio, las de hombre de acción las posee
largamente. Yo le he visto no hace mucho tiempo en circunstancias bien
críticas dar pruebas relevantes de ello. Acababa de estallar la guerra
con los Estados Unidos. El pánico se había apoderado de los hombres de
negocios: por la Bolsa, por todos los círculos financieros soplaba un
viento helado de muerte; los más audaces huían; los más valientes se
apresuraban a poner en salvo su dinero; a las puertas del Banco de
España se acumulaba la muchedumbre para cambiar por plata los billetes.
En aquel día memorable he visto a tu tío en la Bolsa hecho un héroe, la
actitud tranquila, los ojos brillantes, la voz sonora, lanzando con
arrojo todo su capital a la especulación. «¡Compro! ¡compro! ¡compro!»
gritaba. Y su voz sonaba alegre, confiada, en medio del terror y la
desesperación. No sabes el aliento que infundió y cuánto levantó el
ánimo de todos en aquellos instantes aciagos. No contento con esto hizo
poner en los balcones de su casa un cartel que decía: _Se cambian los
billetes del Banco de España con prima._ Y esto lo llevó a cabo sin ser
consejero del Banco ni tener sino una parte pequeña de su capital en
acciones.

--Sí, ya sé que hizo esa locura.

--¡Locura sublime! Locura de un mercachifle que acaso no realizara un
poeta... Si tú lo eres, Tristán, si tú puedes tranquilamente entregarte
a la contemplación de la belleza y verter en las cuartillas tus ideas y
tus sueños, lo debes a que tu padre hizo el sacrificio de sus ideas y de
sus sueños para labrarte un capital... Él también era un poeta, él
también tenía talento... Pero naciste tú y comprendiendo que su lira no
podía darte de comer la arrojó lejos de sí y se puso a trabajar...
Agradece al _diario_, al _mayor_, al _copiador_, a esos prosaicos libros
en blanco que tú desprecias el que puedas recrearte ahora con otros más
amenos. ¡Feliz el que en su juventud no necesita luchar por la
existencia y puede gozar libremente de su propio corazón y de los
tesoros de poesía que la Providencia ha depositado en él!

--Vamos, no me sermonee usted más, don Germán. Lo que he dicho de mi tío
es una broma. Ya sabe usted demasiado que le estimo.

--Serías un ingrato si otra cosa hicieras. Tu padre no dejó mucho más de
cincuenta mil duros y tu tío acaba de entregarte ochenta mil.

Tristán Aldama era hijo de un periodista que abandonó muy joven su
profesión para dedicarse a asuntos comerciales. Cuando sólo contaba
cinco años falleció su madre y aún no tenía doce cuando quedó también
huérfano de padre. Este tenía una hermana casada con don Ramón Escudero
y a este encomendó por testamento la tutela de su hijo. Escudero había
sido cuando joven, primero criado, luego cobrador y más tarde
dependiente y hombre de confianza del padre de Reynoso. Cuando éste hizo
quiebra, gracias a la reputación de honrado, activo e inteligente que
había adquirido entre los hombres de negocios se abrió pronto camino en
la Bolsa, montó una casa de banca y logró adquirir un capital
considerable. Claro está que así que don Germán regresó a España, la
primera persona que visitó en Madrid fue al antiguo y fiel dependiente
que tantas veces le había llevado de niño al colegio. En su casa fue
donde Tristán y Clara se conocieron y entablaron las relaciones amorosas
que estaban a punto de consolidarse tan felizmente con la bendición
nupcial.

--¿Cómo van las obras del cuarto?--preguntó Reynoso.

--Así, así... Madrid no es una capital; es un lugarón. En cuanto
tratamos de introducir en la vida algo elegante o cómodo, algo parecido
a lo que en otras naciones es ya de uso corriente, tropezamos con
nuestros operarios desmañados, rutinarios, zafios...

Los futuros esposos habían elegido para vivir un piso en la calle del
Arenal y lo estaban arreglando. Tanto Escudero como Reynoso poseían
magníficas casas en Madrid y ambos les habían ofrecido habitación en
cualquiera de ellas; pero Tristán había rehusado la oferta de su tío y
Clara la de su hermano. Este, resarciéndola de la parte que la
correspondía en el Sotillo, la había dotado generosamente con medio
millón de pesetas.

Hablaron del piso alquilado y de los preparativos matrimoniales. Tristán
se mostraba sobrio de palabras y ensimismado.

--¿Qué es eso...? Parece que estás de mal humor.

--Nada tengo distinto de otros días. En general no encuentro en la vida
grandes motivos para estar muy contento.

--Así hablan solamente los que son demasiado felices en este mundo.

--¿Lo cree usted?--preguntó distraidamente el joven.

--Sin duda; y tu ejemplo me lo confirma. Eres un hombre mimado por la
fortuna. Naciste rico, inteligente, dotado de buena figura, y aunque
perdiste temprano a tus padres hallaste en tus tíos un afecto parecido y
una vigilancia igual. Los éxitos universitarios comenzaron a halagar
desde niño tu amor propio, siguieron después los del Ateneo, escribiste
un libro y lograste llamar sobre ti la atención pública; presentas un
drama en el teatro y te lo aceptan.

--Me lo aceptan... pero no lo representan... Mire usted, don Germán,
como todo el mundo, usted juzga por las apariencias. Se adivina que ha
habido un esfuerzo cuando se ve un resultado; pero aquellos otros que no
han logrado cuajarse en el espacio, tomar cuerpo y gozar de la luz,
aquellos que viven y mueren en la sombra miserables y desgraciados,
aquellos el mundo los ignora y no se le echan en cuenta al hombre
feliz.

--Porque no deben echársele. Las aspiraciones del hombre son infinitas y
quisiera beber la eternidad de un trago. ¿Pero son todas ellas
legítimas? ¿Todas deben realizarse? Mete la mano en tu seno y verás que
muchos de tus deseos no podrían satisfacerse sino a expensas de la
satisfacción de tus semejantes... ¡Y todos tenemos que vivir, qué
diablo!

--Es que si tenemos que partir la felicidad con todos tocamos a muy
poco.

--Sería mucho si la felicidad de los demás fuera la nuestra; si
supiésemos salir de nosotros mismos.

Tristán soltó una carcajada. Don Germán se puso un poco colorado.

--Comprendo bien que en estos asuntos no estoy en disposición de medirme
con los que como tú los estudian y los discuten a diario...

--No es eso, don Germán... Me río porque toda la vida estoy oyendo esa
misma frase sin haber logrado saber lo que significa. No sé por qué
puerta o balcón podemos salir fuera de nosotros mismos... Es decir, he
averiguado que haciendo un agujero en la sien con la bala de un revólver
se sale inmediatamente fuera de sí..., pero es para no volver a entrar.

--Repito que carezco de conocimientos y de medios de expresión para
explicarte esa frase ni ninguna otra por ese estilo. Pero si no puedo
explicarla siento su verdad en el fondo del alma y me basta... Pero
volvamos a ti. Por un don gracioso de Dios tú eres de los pocos que aun
encerrados en sí mismos encuentran la dicha. Después de todos los
elementos de felicidad de que hemos hablado te enamoras; la mujer que es
objeto de tu amor te corresponde; vas a casarte y al satisfacer los
ardientes deseos de tu corazón, te encuentras con que el ángel de tus
sueños no viene a ti con las manos vacías...

Esta frase causó una mordedura en el amor propio de Tristán. Disimuló,
sin embargo, lo echó a risa y siguió la plática en tono jocoso.

Pocos minutos después saltaban ladrando en la glorieta dos perros de
caza y detrás de ellos una gallarda joven de tez morena, cabellos negros
ensortijados que apretaba una gorrilla rusa de piel, pecho exuberante,
amplias caderas ceñidas por una falda corta de color gris, calzada con
botas altas y llevando colgada del hombro una primorosa carabina.
Recordaba por su arrogancia la estatua de Diana cazadora que se admira
en el Museo del Louvre; pero esta arrogancia estaba templada por unos
grandes ojos negros de suave y afectuosa expresión. Era a la vez Diana y
Clorinda la heroína del poema del Tasso.

Los ojos de los futuros esposos se encontraron y brillaron con alegría.
A Tristán se le disipó repentinamente su mal humor.

--Tus perros, linda cazadora, han descubierto este par de piezas...
¡Tira, tira sobre ellas!--exclamó don Germán riendo.

--¡Fuego!--respondió la joven acercándose a él y dándole un beso en la
mejilla.

--Dispara el segundo. Mira que la otra pieza se escapa.

Clara se ruborizó.

--Aunque se escape volverá de nuevo al tiro como las palomas torcaces.

Y alargó al mismo tiempo su mano a Tristán que la estrechó tiernamente.

--Ya estoy encañonado, y por lejos que me vaya el tiro de Clara me
alcanzará.

--¡Oh, si supieseis qué lejos he disparado a uno de estos ánades!--y
mostraba los dos que traía colgados al cinto--. Una verdadera casualidad
que haya caído... Del lado de allá de la charca grande Fidel levantó los
dos. ¡Pan! Tiro al primero y cae a la orilla. ¡Pero el otro...! El otro
estaba ya en lo alto en medio de la charca. Disparo sin esperanza alguna
y con gran sorpresa le veo caer al agua. ¡Allí vierais a Fidel echarse
al agua y nadar como un pez mientras este otro animalito, la Dora, a
quien tenía sujeta por el cuello, aullaba y se estremecía de afán por
seguirle!

La joven se animaba narrando los incidentes de la cacería. Tristán la
miraba embelesado, admirando en lo íntimo de su ser la juventud, el
vigor y la hermosura de su prometida.

--¿Pero estás segura de que has alcanzado con los perdigones a ese
ánade?

--¿Cómo no, puesto que ha caído?

--Es que yo no creo una palabra de la eficacia de tu puntería. Ese ánade
como el otro y como todos los demás que has cazado mueren de orgullo de
verse tiroteados por ti.

--¡Sería mucha galantería!--replicó la joven ruborizándose de nuevo.

Don Germán quiso dejarlos solos algunos momentos y salió de la glorieta
con el pretexto de dar orden para que pintasen las canoas de las
charcas. Llamó a los perros para que le acompañasen. Los animales
salieron gozosos en su compañía, pero viendo que Clara se quedaba
vacilaron unos instantes, ladraron a Reynoso como recriminándole por
ponerles en aquella disyuntiva y al fin se decidieron a volverse a la
glorieta, echándose a los pies de su ama.

--Te lo digo con todas las veras de mi alma, Clarita; yo quisiera morir
de un tiro de tu mano como han muerto esos patos.

--No te acerques tanto. A mí me gusta tirar de largo--dijo la joven
riendo.

Tristán se sentó frente a ella delante de la mesa de mármol.

--Lo que me sorprende es que tengas tanta afición a la caza: ¡porque
cuidado que es aburrido eso de cazar! Yo no salí más que tres o cuatro
veces en mi vida y pensé que moría de tedio.

--¡Aburrido!--exclamó Clara en el colmo de la sorpresa.

--¡Aburridísimo! Levantarse de madrugada cuando más a gusto se encuentra
uno entre sábanas, echarse al monte, sufrir los rigores del sol y a
veces los de las nubes, caminar todo el día con la lengua fuera, caerse,
pincharse, ensuciarse, y de vez en cuando tropezar con uno de esos
animalitos que se encuentran en todas las pollerías y restauranes de
Madrid.

--Calla, calla, Tristán; estás diciendo disparates. Tú no sabes lo que
es sentir la brisa matinal en las mejillas porque te has acostumbrado
al aire viciado de la cervecería y del círculo; no gozas con el sol
porque vives la mayor parte de la vida con luz artificial; te repugna el
caminar porque has estado demasiado tiempo tendido en las butacas...
Pero yo soy otra cosa... yo he nacido en el campo; el sol me conoce y
las nubes también y las piedras y los abrojos... Para mí es un gran
disgusto que tú no seas cazador.

--¿De veras...? Pues no tengas cuidado, hermosa mía, que por tu amor soy
capaz, no diré de cazar patos y conejos, sino hasta tigres y leones...
Aún más: soy capaz, si tú lo exiges, hasta de pescar con caña.

--¡No tanto!--exclamó la joven riendo--. Bastará con que alguna vez me
acompañes. Te prometo no llevarte lejos.

--¡Qué hermosa eres, Clara! Si no fueses el emblema de la belleza serías
el de la salud y de la fuerza. Dice Gustavo Núñez que si me dieses una
bofetada me harías polvo... y voy creyendo que tiene razón.

--¿Pues cuándo me ha visto tu amigo Gustavo Núñez?

--Días pasados cuando íbamos de compras con Elena.

--Debe de ser muy burlón ese amigo.

--Es el hombre más gracioso que conozco.

Y acto continuo se puso a hacer el elogio caluroso de aquel su amigo
Gustavo, un pintor eminente que hacía ya algunos años había obtenido
primera medalla en la Exposición, un hombre de mundo, elegante, fino,
culto ¡y con unas salidas! Todo el mundo las celebraba en Madrid.
Sofocado por la risa nuestro joven narró algunas de ellas.

Clara escuchaba con fingida atención. En realidad estaba distraída.
Aquellos chistes de café, aquella maledicencia que se revelaba en ellos
no podía producir efecto en una naturaleza sencilla y recta como la
suya. Así que cuando Tristán dio tregua a su panegírico desvió la
conversación a otro sitio. Le preguntó por las obras del cuarto, por una
joya que había encargado a Holanda, por los muebles que les estaban
construyendo.

La conversación languideció al cabo. Tristán comenzó a mostrarse
preocupado, a emplear un estilo más conciso, que poco a poco se
convirtió en displicente. Clara lo observó, pero como ya estaba
acostumbrada a estos cambios repentinos de humor, que rara vez
persistían largo tiempo, no hizo en ello mucho alto. Sin embargo, se
trataba de asuntos que atañían a su próximo enlace y el acento de su
novio sonaba por momentos más displicente.

--¿Qué te pasa?--preguntó al fin desazonada--. Hace un momento eras más
suave y más blando que una piel de liebre y ahora pinchas por todas
partes como los cardos del monte.

Tristán hizo un gesto de indiferencia y permaneció silencioso.

--¿He dicho algo que pudiera molestarte?

El mismo silencio.

--O hablas o me marcho--dijo con energía haciendo ademán de levantarse.

Tristán clavó en ella sus ojos con expresión colérica.

--Me estás probando de esa forma--dijo con acritud--que mis recelos no
son infundados. Desde hace algún tiempo parece que todo el mundo pone
empeño en hacerme comprender que debo estar no sólo satisfecho sino muy
agradecido a que se me conceda tu mano. Es decir, quieren a toda costa
persuadirme de que soy un quídam que ha buscado su negocio y lo ha
hallado al fin...

--¿Qué palabras son esas, Tristán, tan feas... tan indignas de ti?

--Sí, que soy por lo visto un buscavidas--insistió el joven con más
violencia--y que si me caso contigo no lo hago tanto por amor como por
tu dote... Hace un momento tu mismo hermano me decía que debo estar
satisfecho porque tú no vienes a mí con las manos vacías... ¿Qué quiere
decir eso? O no quiere decir nada o es una grosería...

--Eso no es cierto--profirió la joven con acento vibrante de
indignación--, no puede ser más que un mal sueño de los muchos que tú
tienes... Y si Germán hubiera pronunciado esas palabras lo habría hecho
burlando y sin intención de causarte la más pequeña ofensa, porque mi
hermano es el hombre más bueno y más delicado de la tierra.

--No soy un náufrago, hija mía--siguió diciendo con sonrisa amarga y
como si no hubiese oído la interrupción de su prometida--, no soy un
náufrago que corriendo un temporal deshecho viene a refugiarse en tu
puerto para abrigarse dentro de él. Yo he navegado siempre con las velas
desplegadas en un mar de aceite, iluminado por el sol radiante, empujado
por la brisa y acompañado de las musas y las gracias. Estoy acostumbrado
a vencer; he hallado en la vida todas las puertas abiertas y todos los
corazones también. Cuando me acerqué a ti y te ofrecí el mío no reparé
si estabas dorada o plateada: te vi buena, inocente, hermosa y me bastó
para quererte y me sigue bastando.

--¿Tiene eso algo que ver con la ofensa que has inferido a mi hermano?

--Primero me la ha inferido él a mí. Estoy fatigado... estoy harto de
recoger alusiones más o menos embozadas a tu fortuna presente y futura.
Esto hiere mi amor propio y no estoy dispuesto a sacrificarlo por ningún
matrimonio, ni contigo ni con nadie.

--¿Quieres decir que no me estimas lo bastante para sufrir por mí
ninguna molestia?

--Esa clase de molestias no.

--Entonces tu amor es más ligero que esa niebla que cae sobre las
charcas y que barre un pequeño soplo de viento.

--Ligero o pesado, mi amor es como yo, y yo soy como la naturaleza me ha
hecho. El gozo de unirme a ti no es bastante poderoso para cambiar mi
condición...

--No necesitas hablar más... ¡Basta...! Leo en tu corazón bien
claramente que buscas un pretexto para romper nuestra unión. No te
esfuerces tanto, porque si no estás satisfecho y no esperas ser feliz,
yo te devuelvo tu palabra.

--En tu actitud altiva advierto que estás infiltrada de la misma idea de
que están llenos al parecer tus parientes y tus amigos. ¿Me devuelves mi
palabra? Pues yo la recojo. Mi dignidad se subleva ante esa idea.

Tristán profirió estas palabras exasperado como si realmente acabaran de
dar a su dignidad un golpe de pronóstico reservado. La joven se puso
pálida y llevándose la mano al corazón se alzó del asiento para salir de
la glorieta.

Tristán había sido su primero y su único amor. Cuando se conocieron ella
tenía trece años y él veintiuno. La impresión que en su naturaleza
infantil produjo aquel joven guapo, elegante y de cuya inteligencia toda
la familia se hacía lenguas no se borró jamás. Paró él muy poco la
atención en ella, embriagado por sus triunfos en la cátedra y en la
sociedad; la trató con la protección amable que concede un grande hombre
a un niño. Pero don Germán hizo su segundo viaje a América, transcurrió
más de un año sin verla y cuando al cabo se encontraron Clara se había
transformado en mujer. Nuestro joven la miró entonces con más atención y
bajando de su pedestal académico la trató con menos condescendencia. Se
vieron a menudo, unas veces en casa de Escudero, otras en el Sotillo,
adonde éste solía ir con su familia algunos días. En cada una de estas
entrevistas el sabio ateneísta perdía un poco de su majestad. Esta ruina
llegó a tal punto que hay quien asegura haberle visto pegando
calcografías en los cristales en compañía de aquella niña grande y, lo
que es más absurdo, ella dando a la cuerda sujeta a un árbol por el otro
cabo y él con las mejillas inflamadas y los cabellos pegados a la frente
saltando y gritando «¡tocino! ¡tocino!» Realmente hay cosas que la
imaginación no puede representarse. Preferimos creer que ésta es una de
tantas calumnias a las que han estado siempre expuestos los hombres
serios y científicos. De todos modos cierto es, porque hay personas que
lo certifican, entre ellas mademoiselle Amelie, el aya de Clara, que un
día porque le ganó dos partidas de _tennis_ ella le llamó antipático, le
dijo que no le quería y se fue muy desabrida y que él entonces desahogó
su pecho en el de la citada _mademoiselle_ y lloró a hilo como un buey.
Pero aun aquí la historia llega a nosotros tan envuelta y obscurecida
por la leyenda que es casi imposible discernir lo que hay en ella de
verdad y de error. ¿La misma _mademoiselle_ no pudo equivocarse? ¿Quién
sabe si Tristán sacó el pañuelo para sonarse y a ella se le antojó que
era para secarse las lágrimas?

Reynoso vio con buenos ojos aquellos amores. Era hombre a quien el
talento y los libros inspiraban un respeto idolátrico. La familia de
Tristán apetecía unión tan ventajosa por todos conceptos. Todo marchó
viento en popa, aunque durante más tiempo de lo que los novios hubieran
deseado. Reynoso se opuso resueltamente a que su hermana se casase antes
de tener diez y ocho años. Iba a cumplirlos y su dicha a colmarse.
Porque realmente amaba profundamente a aquel hombre a pesar de su humor
sombrío y fantástico, o tal vez por esto mismo. La armonía de los
contrarios no pudo jamás mostrarse de un modo más cabal que en aquella
gentil pareja.

Clara iba a salir de la glorieta con el corazón mortalmente herido, pues
en las muchas reyertas que habían tenido nunca habían llegado a palabras
tan agrias, cuando entraba Elena en su busca. Al verla de aquella forma,
descompuesta y pálida y observar la actitud airada de Tristán, hizo alto
sorprendida.

--¿Qué es eso, habéis reñido...? ¡Qué feo, qué feo en vísperas de boda!

Pero Clara en aquel momento se abrazó a ella y estalló en sollozos. La
estupefacción de su cuñada llegó a los últimos límites.

--¡Cómo! ¿Qué significa esto...? ¿Qué le ha hecho usted a mi hermana,
caballero...? ¡Dígalo usted ahora mismo! ¡Ahora mismo o me pierdo y le
tiro a usted del bigote!

Esta feroz decisión que expresaba muy bien la nativa incompatibilidad de
sus preciosas manos con los bigotes masculinos abatió por completo el
ánimo ya muy alterado de Tristán.

--Hágame usted el favor de no poner esos ojos de besugo a medio
asfixiar. ¿Lo oye usted? A mí no me gustan los besugos ni crudos ni
guisados... ¡Hable usted...! ¡Hable usted en seguida...!

--Acaso...--profirió el joven balbuciendo.

Elena llevó a su cuñada hasta la butaca de paja, la hizo sentarse en
ella y cubrió su rostro de besos. Después vino a plantarse delante de
Tristán que continuaba sentado.

--¿Acaso qué...? vamos a ver.

--Acaso haya dicho a Clara algunas palabras mortificantes...

--¿Y con qué derecho dice usted a Clara palabras mortificantes?

--Con ninguno.

--¡Ah, con ninguno! ¿Entonces conviene usted en que es un hombre
atrevido, intratable, digno de que le vierta toda la cerveza de esta
botella por el cuello abajo?

--Convengo.

--¿Confiesa usted, además, que es un novio fastidioso, antipático,
pesado, insufrible?

--Lo confieso.

--¿Promete usted enmendarse y no decir en adelante a Clara más que
palabras suaves y cariñosas?

--Lo prometo.

--Está bien. Ahora pida usted perdón de su fechoría que no conozco ni
quiero conocer.

--Clarita--dijo Tristán mirando a su prometida que continuaba tapándose
los ojos con la mano--, perdóname lo que te he dicho. Te juro que te
adoro, que te quiero con toda mi alma...

--¿Cómo? ¿Cómo...? ¿Qué modo de pedir perdón es ese...? Hágame usted el
favor de hacerlo como se debe.

Y la esposa de Reynoso señalaba enérgicamente el suelo con su índice.
Las mejillas de Tristán se tiñeron de carmín.

--Bueno: ¿se pone usted colorado? Mejor, así se demuestra que le queda
todavía un poco de vergüenza... Saque usted el pañuelo y póngalo debajo
que se va a manchar los pantalones en la arena.

Tristán se arrodilló delante de su novia sonriente y ruborizado.

--Bésele usted la mano... Digo no... No se la des, Clara, no la merece.

El perro que estaba echado a los pies de la joven al verse molestado
gruñó.

--¡Muérdele, Fidel...! ¡Muerde a ese antipático, muerde a ese soso...!
¡a ese! ¡a ese!

El animal, así azuzado, comenzó a gruñir de un modo amenazador y estaba
a punto de arrojarse sobre el soso. Clara levantó la cabeza riendo al
través de sus lágrimas.

--¡Quieto, Fidel!



IV

UNA VISITA Y OTRAS VISITAS


Apenas se había llevado a feliz término la reconciliación de los novios
oyéronse en el parque altas y alegres voces y carcajadas.

--¿Cómo? ¿Están ahí Visita y Cirilo?--exclamó Elena con el semblante
iluminado de alegría.

Y acto continuo salió corriendo de la glorieta. Clara y Tristán la
siguieron. Los dos huéspedes venían acompañados de don Germán
conversando y riendo. El marido, que arrastraba mucho el pie izquierdo y
parecía también imposibilitado del brazo correspondiente, se apoyaba en
el de su esposa. Esta era alta, rubia, corpulenta y sus ojos abiertos,
inmóviles, mostraban que estaba ciega. Ninguno de los dos pasaría de
treinta años.

--¡Pero qué sorpresa!--dijo Elena besando con efusión a la ciega y
estrechando la mano sana del paralítico.

--¡Sorpresa la nuestra, querida...! Llegamos a la estación, nos apeamos
del tren y ni un alma que nos dé los buenos días. Pues señor, ¿qué
hacemos...? La carta sin duda no ha llegado a sus manos, nos dijimos.
¡Ni un coche siquiera por allí! Era necesario pasaros un recado y
esperar más de una hora. En esto ve Cirilo un carro de bueyes que había
venido a traer madera. «¡Eh, buen hombre! ¿Quiere usted llevarnos al
Sotillo?»--«Por allí tengo que pasar; _amóntense_ ustedes.»

--¡En un carro de bueyes!--exclamó Elena.

Tristán se excusó de no haberles visto aunque había venido en el mismo
tren. Saltó del coche precipitadamente, salió con la misma velocidad de
la estación y montó en el landau que le aguardaba fuera.

--En nada nos ha perjudicado usted. Hemos hecho el viaje más divertido
que os podéis imaginar. El carretero tendió una manta y yo me acosté
sobre ella. Este iba en pie mirando el paisaje y contándome todo lo que
miraba. Los bueyes resoplando, el buen hombre cantando todo el camino y
nosotros riendo. ¡Qué sacudidas! ¡Qué traqueteo! Una de las veces éste
no pudo sujetarse y cayó sobre mí y sin querer me dio un beso...

--Sería muy bien queriendo; Cirilo es pícaro--dijo Elena.

--¡No, no; sin querer! ¡Qué risa, hija mía, qué risa...! El carretero
pensó que nos había pasado algo y vino asustado, pero al vernos reír de
tan buena gana soltó también la carcajada como un tonto... Allá le
levantamos como pudimos. El buen hombre dijo que si quería podía
amarrarle para que no se cayese. Este aceptó en seguida y se dejó
amarrar como un santo. Yo me desternillaba de risa...

--Ha sido un viaje delicioso--corroboró Cirilo con toda su alma.

Tristán disimuladamente sacudía la cabeza mirando a Clara con expresión
de burla y sorpresa; pero aquélla, gozando con la risa de Visita, no le
hacía caso. Era en efecto la risa de la ciega tan fresca, tan
comunicativa que no se la podía oír sin sentirse tentado de ella.

Aquel matrimonio tenía un parentesco lejano con don Germán. Cirilo era
hijo de un primo en tercero o cuarto grado de su padre; ella de un
modesto empleado en Hacienda. Cuando Reynoso llegó de América, Cirilo
trabajaba con corto sueldo en una casa de banca y estaba ya en
relaciones amorosas con su actual esposa; ambos perfectamente sanos. Era
un joven activo, inteligente, de una honradez a prueba. Don Germán, que
advirtió en seguida estas cualidades, le protegió con toda decisión; le
nombró su administrador y su agente, y logró que Escudero hiciese lo
mismo. Viéndose ya en posición desahogada pensó en casarse; pero en
aquella misma sazón su prometida comenzó a padecer de la vista y en
poco tiempo quedó ciega por atrofia del nervio óptico, enfermedad
incurable. ¡Cuánto lloró aquella buena y hermosa joven! Desesperada por
tan terrible desgracia, y todavía más pensando en que Cirilo suspendería
definitivamente el matrimonio, estuvo a punto de suicidarse. Pero aquél
se condujo en tal ocasión como un hombre de alma grande y generosa; no
sólo no suspendió la boda, sino que la precipitó cuanto pudo. Tal
proceder impresionó fuertemente el corazón de la pobre ciega; si antes
amaba entrañablemente a su novio, desde entonces su amor se convirtió en
adoración. Efectuose el matrimonio, casi por la misma época que el de
don Germán con Elena. No se pasaron muchos días sin que una nueva
desgracia cayese sobre ellos y les pusiese a prueba. En el mismo salón
de la Bolsa sufrió Cirilo un ataque de hemiplejia, le trajeron a casa
accidentado y aunque recobró prontamente el conocimiento, se notó que
había quedado herido del brazo y pierna izquierdos. Mejoró bastante
luego gracias a ciertos baños, pero en el brazo apenas tenía movimiento
y la pierna la arrastraba penosamente. Visita fue para él entonces su
providencia como él lo había sido antes para ella. No sólo le ayudaba en
los menesteres de la vida, sino que apoyado en su brazo podía ir a todas
partes. Siguió desempeñando a conciencia sus tareas habituales sin que
desapareciera tampoco toda su dicha, como se ha visto.

Don Germán reía también hasta sofocarse. Cuando se hubo sosegado un poco
puso la mano en el hombro de Tristán.

--Tú has venido con más comodidad, pero ellos se han divertido más que
tú.

--No es muy seguro que hubiera gozado fuertemente cayendo, aunque fuese
sobre tan grato lecho, y amarrado después a un poste--repuso aquél con
sonrisa irónica.

--Porque tú no sabes lo que es divertirse, ni acaso lo sepas en tu
vida--replicó el caballero.

Y sin aguardar respuesta echó a andar en dirección de la casa.

--¡Ea!, a almorzar, que ya me parece que va llegando la hora.

En alegre charla se dirigieron todos hacia la escalinata y entraron en
el suntuoso comedor, situado en la planta baja del edificio. Contigua a
él había una _serre_ donde crecían plantas tropicales y en medio de
ellas una fuente rústica formando cascada. Colgadas con disimulo entre
el follaje había algunas jaulas con ruiseñores, canarios y un sinsonte
que Reynoso había logrado aclimatar después de haber fracasado con otros
dos.

Clara subió a cambiar de traje y mientras tanto los invitados bebieron
aperitivos, escuchando a la ciega que no cesaba de charlar y reír
contando como si lo hubiese visto todo lo que pasaba en Madrid, las
obras dramáticas que habían tenido éxito, las bodas aristocráticas, las
óperas, los conciertos, hasta las sesiones borrascosas del Congreso.

--¿No sabéis? El jueves estuve a oír a Pérez en el Congreso y ayer a
Marconi en _Hugonotes_. ¡Qué discurso, queridos, qué discurso! Se metió
a todos los diputados en el bolsillo. ¡Y el decir que había a mi lado
una señora que sostenía que López habla mejor! No sé cómo me contuve.
Pero éste me tocó con el codo y me dijo al oído que era prima de una
cuñada de López y me reprimí. Al parentesco hay que perdonárselo todo...
El otro, ¡qué dulzura!, ¡qué brío al mismo tiempo!, ¡qué modo de filar
las notas!

--¿Pero filan también las notas en el Congreso?--preguntó Elena con
asombro.

--¿Qué estás diciendo ahí, criatura? Hablo de Marconi.

--Perdona, hija: pensé que te referías a Pérez, de quien estabas
hablando.

--¡Y el sainete de Ruiz que se estrenó en Lara! Delicioso, delicioso.
Tiene unos chistes que es para morirse de risa. Hay uno sobre todo, el
que hizo más efecto... ¿Está por ahí Clarita? ¿No ha venido todavía...?
Pues entonces os lo diré...

Y bajó un poco la voz y lo contó. Elena soltó la carcajada. Reynoso se
contentó con sonreír. Pero Tristán dejó escapar un bufido despreciativo
y acto continuo se puso a disertar sobre la decadencia del arte
dramático: los autores unos ganapanes que miraban sólo a las ganancias
repitiendo hasta la saciedad los mismos chistes y las mismas
situaciones, los músicos unos plagiarios que sin pudor fusilaban a los
maestros franceses y alemanes, los cómicos unos payasos amanerados
insufribles...

Cirilo le atajó suavemente haciéndole observar que del arte sublime son
pocos en la tierra los que pueden gozar, que es necesario otro más
asequible a los pequeños. Pero Tristán, que no sufría la contradicción,
se lanzó aún con más violencia contra el teatro moderno. La discusión
iniciada con prudencia fue adquiriendo un temple sobrado caluroso. Elena
la cortó resueltamente.

--¡Ea!, dejemos las disputas. Hasta ahora no he oído ninguna en que se
convenciese nadie... ¿Qué me cuentas, Visita, qué me cuentas de Rosarito
Abella?

--Muchas, muchísimas cosas te voy a contar. En primer lugar te diré que
se ha pintado de rubia... Está, según dicen, para darle un tiro. Pero su
marido cree que tiene en casa a la Venus de Milo, a la de Médicis y a la
bella Otero, todo en una pieza, y cuando sale de casa sella los balcones
con papel de goma para saber si se ha asomado...

En aquel momento entraba Clara con traje distinto. Don Germán dijo por
lo bajo sonriendo:

--Veréis a Clarita. En cuanto se entere de que se está haciendo burla de
una persona se escapará sin decir palabra.

Y así sucedió en efecto. La joven se sentó al lado de Tristán, puso el
oído a lo que se hablaba. Visita y Elena, siguiendo la broma, forzaron
la nota alegre a costa de aquel infeliz matrimonio. Clara se movió en la
silla con visible inquietud y al cabo de un momento se levantó para
salir. Los circunstantes estallaron en una carcajada. La joven volvió la
cabeza con asombro y viendo todos los ojos posados sobre ella con
expresión maliciosa se ruborizó.

Poco tiempo después se sentaban a la mesa. Era ésta suntuosa, refinada,
provista de todas las adquisiciones gastronómicas. Pero don Germán era
enemigo de ellas; las dejaba a su esposa y a los convidados; él se
mantenía de verduras, judías, huevos y tal cual trozo de carne asada.
Aquella alimentación primitiva servía para embromarle y armar algazara.
Sobre todo lo que despertaba siempre más risa era verle comer a puñados
el maíz cocido, costumbre adquirida en América.

--Yo no necesito viajar por las tierras vírgenes--decía Elena--.
Teniendo al lado a mi marido que huele a todas las yerbas del campo y
viéndole comer patatas asadas y forraje me creo transportada a las
pampas.

--¡Allí te quisiera ver yo!--exclamaba Reynoso con su clara risa de
hombre feliz--. Entonces sabrías lo que es comer.

--¿Pues qué es lo que estoy haciendo?

--Pillando una indigestión. Sois unos locos de remate. Pasáis la vida
envenenándoos con la química de los cocineros.

--Para ti fuera del maíz todo es química.

--Sí; me harto de maíz, me harto de judías, pero mañana no imploro como
tú los auxilios de la magnesia. Los granos de maíz se van solitos al
estómago sin temor de que les den escolta las pastillas de Vichy.

Los comensales reían. Elena concluyó por impacientarse y dar puntapiés a
su marido por debajo de la mesa.

Pero otra desazón más grave la aguardaba. Fue a beber el burdeos y
estaba frío. La consternación se pintó en su rostro.

--¿Cómo no ha templado usted el vino, Inocencio?

--Dispense la señora, pero se lo he encargado a la Dolores y había
quedado en hacerlo--respondió confuso el criado.

--A ver, llamar a la Dolores.

Se presentó la Dolores.

--¿Por qué no ha templado usted el vino como se lo ha encargado
Inocencio?

--Dispense la señora, pero en aquel momento estaba poniendo las flores
en la mesa y se lo encargué a Manuel que pasaba por aquí. Pensé que lo
había hecho.

--Llamen a Manuel.

--No llames ya a nadie--manifestó Reynoso--. Nada sacarás en limpio.

--¡Pero es bien triste...!--exclamó su esposa en el colmo de la
contrariedad.

--¡Tristísimo!--respondió él haciendo esfuerzos para no reír--. Pero es
mejor resignarse, porque no conseguirás más que disgustarte y que te
haga daño la comida.

Elena siguió a medias el consejo. No propuso la comparecencia de nuevos
delincuentes, pero hizo repetidas veces la grave declaración de que eran
todos, ¡todos! unos necios y unos antipáticos.

Pasada aquella nube sombría, volvió el regocijo a la mesa. Visita comía
con apetito, pero no le imposibilitaba de charlar y reír
prodigiosamente. Su marido la ayudaba lindamente en todo ello. Tristán,
después de la reconciliación con su novia, había llegado hasta ponerse
de buen humor; charlaba y narraba anécdotas y aun se autorizaba algunos
donaires, aunque esto último siempre por cuenta de su amigo Núñez, el
hombre más gracioso de España, ya se sabe.

--No charles tanto, Tristán--le decía Reynoso--, no estás acostumbrado a
ello y te va a hacer daño.

--Verdad. El hablar demasiado nos perjudica. Pero también el tabaco es
perjudicial. Sin embargo, afirma Núñez que el que no fuma y dice alguna
vez tonterías, se priva de dos grandes placeres en la vida.

Había también sus entremeses de murmuración, aunque suave y piadosa. Así
y todo, esto molestaba a Clara que, no pudiendo levantarse, se permitía
algunas tímidas observaciones en favor del ausente.

--Que hable el abogado de pobres. ¡Dejadle que hable!--decía su hermano
riendo.

Y ella entonces enrojecía y callaba.

--Ese señor de la Peña no es malo, porque no puede serlo--manifestaba
Tristán con asombro de todos.

--¿Cómo que no puede? Todos los seres en la tierra pueden hacer el mal.
Hasta una pulga te muerde si le da la gana--respondía don Germán.

--Créanme ustedes, muchos de los hombres que en el mundo pasan por
buenos, si no hacen daño es porque les falta tiempo. Y eso le pasa a
Peña. Está tan ocupado en su importantísima persona que no le queda un
momento libre para hacer algo malo.

--¡Qué atrocidad!--exclamaron riendo algunos.

--¡Vamos, vamos, Tristán!--expresó por lo bajo Clara pellizcándole
suavemente el brazo.

--Además Peña es muy gordo--proseguía él sin hacer caso de la cariñosa
advertencia--y dice con razón Gustavo Núñez que los hombres gordos no
son capaces de bondad ni de maldad. Sólo los delgados son realmente
buenos o malos.

Reynoso principió cómicamente a palparse y a palpar a Cirilo.

--¿Tú y yo somos delgados o gordos, querido?

--¡Pero qué chistosísimo es ese amigo de usted!--exclamó Elena con una
entonación irónica que hirió a Tristán.

--No hay nadie que deje de reconocerlo--respondió friamente.

--Tampoco yo lo dudo, pero es lástima que ese talento no lo emplee en la
pintura, de la cual hace ya tiempo al parecer que anda divorciado.

--Núñez ha obtenido la primera medalla y su cuadro está colgado en el
Museo.

--Lo sé, pero desde entonces dicen los inteligentes que no ha producido
nada que valga la pena, que se limita a pintar cuadritos de _budoir_,
donde vive mucho más tiempo que en el estudio.

--Ese es el rumor de la envidia. Hay muchos en Madrid a quienes duelen
sus triunfos: los hay también a quienes escuecen los latigazos que sabe
propinarles.

--¿Es envidia también el decir que ya no vive de los pinceles, sino a
costa de las mujeres?

--¡Sí; lo es...! ¡Y además una calumnia!--repuso el joven próximo a
enfurecerse.

--Me sorprende, Elena, que tú te hagas eco de rumores tan feos--saltó
Clara con una viveza bastante rara en su naturaleza--. Pienso que ningún
daño te ha hecho Núñez para que le trates de ese modo.

Elena soltó una carcajada.

--¡Anda! ¿No aguardas a que el cura te eche la bendición para defender a
los amigos de tu futuro?

Don Germán intervino con palabras conciliadoras. Aunque los hombres que
gozan de notoriedad viven sometidos a la crítica y por lo mismo lo que
contra ellos se dice tiene escaso valor, en este caso había que tener
presente que se trataba de un amigo íntimo de Tristán. ¿Por qué
molestarle haciéndole oír murmuraciones y críticas de las cuales jamás
se ven libres los hombres de gran valer?

Tristán se calmó, y Elena, con su natural ligereza, pasó inmediatamente
a otra conversación.

--¡Pero qué lindísimo _budoir_ el tuyo, Elena, qué coquetón, qué
elegante!--le decía Visita aludiendo al del hotel que estaba terminando
en Madrid.

--¿Te gusta?

--Muchísimo. ¡Qué guirnaldas talladas! ¡qué rico mosaico el del
pavimento! ¡qué pinturas tan finas las del techo!

La ciega hablaba como si no lo fuera y así hacía siempre. Los comensales
se miraban unos a otros sonriendo con una mezcla de alegría y de
compasión. Elena, entusiasmada con el elogio, no parecía fijarse y le
hacía preguntas y consultaba detalles.--«¿Qué te parece, pondré sobre la
chimenea un reloj imperio o una estatua? ¿Pondré la luz en el techo o en
los rincones? Pocos muebles, ¿verdad? Es ya cursi eso de amontonar
trastos...»

--Supongo que encargará usted para su _budoir_ algún cuadrito a
Núñez--dijo Tristán con sonrisa maliciosa.

--¡Vamos, no sea usted rencoroso ni impertinente!--replicó Elena dándole
con la servilleta suavemente en la cara.

Y la charla prosiguió viva y alegre. La bella esposa del anfitrión no se
cansaba de decir y hacer travesuras, de tal modo que el regocijo no
decaía un instante. Mas ¡ay! aquella nube sombría, temerosa, que había
cruzado sobre la mesa no mucho antes, el viento de la fatalidad la
empujó de nuevo hacia ella. El helado que sirvieron al terminar la
comida era de avellana. A Elena no le gustaba el helado de avellana.
Repetidas veces lo había dicho en alta voz. El cocinero estaba harto de
saberlo. ¿Por qué, pues, lo mandaba a la mesa? Indudablemente por
molestarla, por inferirle una ofensa.

Esta patética consideración la enterneció de tal modo que estuvieron a
punto de saltársele las lágrimas. Pero Reynoso, secundado noblemente por
todos los demás, declaró con voz conmovida (aunque haciéndoles guiños
disimuladamente) que no era posible achacar al cocinero tamaña perfidia
indigna de la naturaleza humana, y que solamente por haber bebido
demasiado o por un trastorno inconcebible de sus facultades mentales
pudo haber olvidado hasta aquel punto sus deberes. De todos modos él
cuidaría severamente de recordárselos.

Con estas graves palabras y con ciertos ¡bah! y ¡oh! muy expresivos y
cariñosos de los comensales la joven señora se dio por satisfecha y para
demostrarlo se desquitó de aquella inesperada privación atacando de un
modo alarmante a las yemas de coco. Pasaron a la _serre_ a tomar el
café, donde les sorprendió poco después la llegada del marquesito del
Lago.



V

LO QUE DICEN LAS ABEJAS


Sólo por su juventud, pues no contaría más de veinte años, merecía el
marquesito este diminutivo que todo el mundo le aplicaba. Por lo demás
era un muchacho corpulento, rubio como el oro y con una expresión
infantil en el rostro que contrastaba con la apariencia atlética de su
musculatura. Los modales correspondían a aquella expresión: parecía un
niño grande. Entró diciendo en alta voz que a él no le engañaba nadie,
que allí había habido una huelguecita y que él deseaba beber una copa de
champagne a la salud de la reunión. Todas las manos quisieron llamar
para que se le sirviese y en todos los rostros brilló una sonrisa
benévola. Aquel chico inspiraba general simpatía por su franqueza y
bondad tanto como por el sello de inocencia que se leía en su rostro. Al
único a quien no había caído en gracia era a Tristán, quien solía decir,
alzando los hombros con desdén, que era un imbécil. En efecto, la
inteligencia del joven marqués no era muy despierta y sólo poseía los
escasísimos conocimientos que le había introducido casi a la fuerza un
abate francés que le sirviera de ayo hasta hacía poco tiempo. Pero se le
perdonaba de buen grado esta limitación en gracia de su sencillez y
natural afectuoso.

Así que bebió la copa de champagne se puso a narrar incidentes de caza.
Era su recreo y su ocupación sempiterna. O cazando o hablando de caza.
Por este lado simpatizaba mucho con Clara y en esta simpatía acaso se
halle la oculta razón de la antipatía de Tristán. Estaba bien persuadido
éste del amor apasionado que le profesaba su prometida; comprendía que
ni por su edad ni por las circunstancias de su carácter e inteligencia
era capaz de despertar una violenta pasión en ninguna mujer, pero así y
todo estaba celoso de él. En cuanto se le ofrecía ocasión ya estaba
dedicándole alguna palabrita amarga.

Pertenecía el joven marqués a la colonia veraniega del Escorial. Su
madre, la marquesa viuda, poseía un bonito hotel en la parte alta del
pueblo y solía venir con su hijo temprano y marchar tarde porque a éste,
supuestas sus aficiones, le placía extremadamente la estancia allí. Y su
madre le seguiría no sólo a este real sitio, sino a otro infernal si
fuera preciso. Pocas veces se había visto una pasión más viva, más
frenética que la que esta señora sentía por su hijo. Para ella seguía
siendo el mismo niño que arrullaba en la cuna, consolándose de la muerte
repentina de su esposo. Decíase burlando entre los veraneantes que
seguía acostándole calentándole previamente la cama y haciéndole repetir
su oración al santo ángel de la guarda. No sería cierto, pero poco le
faltaba. La noble marquesa se consolaba con este hijo no sólo de la
pérdida de su esposo, sino también de los sinsabores que le
proporcionaba una hija que también tenía. Era ésta mucho mayor que
Fernando, casi le doblaba la edad pues no andaba ya muy lejana de los
cuarenta: se había casado con el conde de Peñarrubia y estaba hacía
algunos años separada de su marido por motivos poco honrosos para ella.
Vivía sola en Madrid. Sus aficiones a la sociedad y aun a la galantería,
según murmuraban, no encajaban en la austera y piadosa mansión de su
madre. Alguna vez venía al Escorial, pero sólo por pocos días, y casi
siempre para recabar de la marquesa algún dinero con que hacer sus
correrías por San Sebastián y Biarritz. La grave señora no la mentaba
nunca y lloraba en secreto la posición equívoca en que se había colocado
para mal de su alma y menoscabo de la familia.

Desde la _serre_ pasaron al salón. Se trató de que don Germán les
hiciese oír al piano alguna sonata o concierto, pero no lo consiguieron.
Aunque dominaba este instrumento como un maestro era muy difícil, por no
decir imposible, hacerle tocar delante de gente. Sea modestia o temor de
profanar el misterioso encanto que las obras musicales le producían, es
lo cierto que sólo le placía tocar a solas. Elena lo sabía bien y por
eso hizo señas de que no le molestasen más con sus instancias.

Fue Visita quien se sentó delante del piano. Ella no sabía nada de
Chopin ni de Haendel, pero conocía todos los valses y polcas que corrían
por Madrid.

--A ver, niños, a bailar. Voy a tocaros el vals de los _Pajeles_.
Marqués, dé usted una vuelta con Clara porque ya sé que Tristán no
baila.

El marquesito sin aguardar más tomó de la mano a la joven, la sacó al
medio y comenzaron a girar acompasadamente por el amplio salón. Tristán
sintió de pronto vivo despecho. La invitación de la ciega le irritó
sobremanera porque llovía sobre mojado. Había creído observar desde
hacía algún tiempo que el matrimonio de los inválidos guardaba grandes
deferencias y una simpatía por extremo afectuosa hacia el marquesito. Y
de ello dedujo que no verían con malos ojos que se rompiesen sus
relaciones con Clara y que ésta las anudase con aquél. De esto a pensar
que trabajaban secretamente para ello no había más que un paso y con su
habitual impetuosidad Tristán lo dio inmediatamente. ¡Claro! Los títulos
nobiliarios ejercen siempre fascinación sobre los plebeyos. Era
necesario vivir prevenido. Lo estaría.

Cuando se hubieron cansado de valses y mazurcas, salieron al patio.
Reynoso les mostró de nuevo con orgullo no sólo su maravillosa colección
de palomas blancas, sino otra porción de aves y bichos que tenía
enjaulados, un águila, una ardilla, un jabalí, etcétera. Admiraron la
paciencia y la maestría con que había sabido domesticar a algunos de
ellos.

--Este es un prodigio para entenderse con toda clase de
bichos--manifestó Elena--. Figuraos que ha llegado a domesticar un bando
de gorriones... ¿Os sorprende...? Pues es como lo oís. Un día entraron
en nuestra habitación por casualidad. Germán cierra los balcones y no
sé qué hace con ellos. Al día siguiente vuelven, y lo mismo. En fin,
llegaron a dormir en nuestro gabinete encima de las lámparas. Por la
mañana al despertarnos, Germán les gritaba: ¡Chiquitines! Y los pájaros
venían volando hasta nuestra cama y se comían el alpiste y los cañamones
que tenían preparados en la mesa de noche.

Celebrose con risa esta aptitud singular del amo de la casa. Tristán,
pensativo y con acento concentrado, dio la explicación metafísica del
fenómeno.

--Hay hombres cuya alma se halla tan próxima a la de la madre naturaleza
que apenas parece desprendida de ella. Por eso hablan y entienden el
lenguaje de todos los seres vivientes, penetran fácilmente en los limbos
obscuros de la animalidad y viven allá adentro como en su propia morada.

--¡Gracias, querido!--exclamó Reynoso poniéndole una mano sobre el
hombro--. En pocas y filosóficas palabras me has llamado un animalito de
Dios.

--¡Oh, don Germán, no lo tome usted así!--respondió Tristán turbado.

--Tampoco tú debes tomar así mis palabras y ponerte colorado--replicó
riendo el indiano--. De todos modos convendrás en que soy un animal
inofensivo... ¡Vaya por los que son dañinos!

Entraron en el parque y se diseminaron por él. Tristán y Clara se
apartaron del grupo; Reynoso se fue a dar algunas órdenes al jardinero.
Elena con Visita, Cirilo y el marquesito entraron en el cenador. Pero al
poco rato Elena vino a buscar a Clara para hablarle de un gran lavadero
cubierto que su marido proyectaba hacer fuera del jardín; invitaron a
Tristán a venir con ellas para ver el sitio, pero se excusó pretextando
que tenía más deseos de sentarse que de andar. En realidad estaba
preocupado, no podía vencer sus recelos y quería cerciorarse, saber si
sus sospechas eran fundadas, qué significaba aquella amistad súbita,
aquella ternura que la ciega y el manco mostraban hacia el marquesito
del Lago.

Clara y Elena salieron por la puerta de madera del jardín y, sin
internarse en el bosque, siguiendo el muro llegaron hasta uno de los
ángulos, examinaron el paraje en que se iba a erigir el lavadero y
dieron su opinión acerca de él. Pero Elena pronto se distrajo echando
miradas codiciosas a una mata de nísperos que crecía un poco más lejos.

--Mira, Clarita, aguárdame un instante...

--¡Elena! ¡Elena! Te van a hacer daño. Hace poco que has comido--repuso
la joven riendo.

--¡Dos nada más...! Nada más... No se lo dirás a Germán, ¿verdad...? Me
muero por los nísperos...

Y a paso menudo y ligero, un poco temblorosa como quien va a cometer un
hurto corrió hacia la mata. Mas al llegar a ella y cuando ya se disponía
a comer del fruto prohibido surgió de entre los árboles un hombre, ¿qué
diremos un hombre? ¡Un monstruo!

Gastaba zamarra negra, sombrero ancho de fieltro. Las barbas le llegaban
hasta el vientre. El color de su rostro era moreno aceitunado, la nariz
ancha, los ojos atravesados y todo el conjunto espantable.

Elena al ver al bandido dio un grito penetrante y extendiendo las manos
exclamó:

--¡Oh por Dios! ¡Por Dios no me secuestre usted...! Ya le daremos todo
el dinero que quiera... Déjeme ir a casa... Le traeré todas mis joyas...
Déjeme usted por Dios.

Clara al oír el grito de su cuñada había corrido hacia el sitio y al
encontrarse con el bandido se encaró intrépidamente con él.

--¿Cómo...? ¿Qué es eso...? ¿Qué hace usted aquí?

El secuestrador trató de acercarse sonriendo de un modo horrible.

--¡No se acerque usted o le tiro una piedra a la cabeza!--dijo la
heroica joven haciendo ademán de bajarse a cogerla.

Elena viéndose libre se dio a correr hacia casa, dejando a su infeliz
cuñada en las garras del monstruo.

--¡Germán! ¡Germán!--iba gritando--. ¡Germán, un secuestrador!

Y Reynoso, que por encima del muro había oído el grito, salía ya por la
puerta del jardín y venía corriendo hacia ella.

--¡Un secuestrador! ¡Un secuestrador!--seguía gritando cada vez más
sofocada Elena.

Don Germán dirigió la vista al sitio que su esposa había dejado y vio a
su hermana hablando tranquilamente con el bandido, aunque a respetable
distancia uno de otro. Acercose velozmente a ellos y cuando ya estuvo
próximo exclamó con sorpresa:

--¡Si es el paisano Barragán...! Pero Barragán ¿tú por aquí...?

Y sin vacilar se acercó a él y ambos quedaron abrazados.

Elena en el colmo de la desesperación le gritaba:

--¡Germán, no le abraces! ¡por la Virgen no le abraces...! ¡Mira que va
a echarte un lazo al cuello...!

--¡Pero, mujer, si es el paisano Barragán! ¿No ves que es el paisano
Barragán...? Ven acá, Barragán, ven a saludar a mi mujer.

--¡No, no!--gritó Elena dando un salto atrás y disponiéndose a correr.

Costó trabajo convencerla de que el paisano Barragán no era un
secuestrador y aún no pudo llegar a convencerse por completo. La verdad
es que jamás bandido ni criminal alguno tuvo un aspecto más aterrador.

--Pero hombre, ¿sigues todavía con la manía de dejarte esas barbas
disparatadas?--manifestó Reynoso, un poco amostazado por el susto que
había recibido su esposa. Sin duda creía que la traza terrorífica de su
amigo dependía exclusivamente de la barba. Era un error. No dependía de
la barba, ni de la nariz, ni de los ojos, ni de los cabellos, sino de la
aciaga combinación que la naturaleza pérfidamente se propuso hacer con
todos estos elementos. ¡Cuántos disgustos le había costado!

Los ojos de Barragán quisieron sonreír y sonrieron en efecto, como si un
buldog se hallase dotado de esta facultad.

--¿Crees tú que la barba...?

--Sí, hombre, sí. Quítatela.

--¡Pero si me la quité hace dos años y al día siguiente me llevaron a la
cárcel en Veracruz!

Don Germán soltó a reír y le abrazó de nuevo. Elena le tiró de la manga
diciéndole por lo bajo:

--¡Basta, Germán, basta!

En efecto, el paisano Barragán, según explicaba más tarde Reynoso a sus
amigos, nunca había logrado quitarse de encima aquella gran traza de
ladrón, aunque lo intentó repetidas veces. Por consejo de sus amigos
empezó en cierta ocasión a vestirse de levita y sombrero de copa; pero
con esta indumentaria estaba tan horrible, tan patibulario que los
mismos amigos le aconsejaron que se volviese a la chaqueta y al sombrero
de fieltro. Había nacido en Escorial (por eso le llamaba siempre
paisano), pero le había conocido en Guatemala, donde también se empleaba
en el comercio del café, con el cual logró juntar un pequeño capital.
Poco antes de regresar Reynoso a España se había trasladado de Guatemala
a México, y no supo ya más de él sino que allí se había casado.

A los gritos habían acudido también el jardinero y su mujer y un peón de
los que trabajaban por allí cerca. Todos emprendieron juntos el camino
de la casa satisfechos de que no hubiera acaecido nada malo. Pero
Barragán tocó en el hombro a Reynoso y le dijo:

--Dispénsame un instante que vaya a recoger el caballo.

--¡El caballo!--exclamó su amigo en el colmo de la sorpresa--. ¿Pero has
venido a caballo?

--Sí, he venido desde Madrid... Ya te explicaré... Seguid andando, que
yo os alcanzo en seguida, porque está amarrado ahí cerca.

Siguieron, en efecto, a paso lento el camino que ceñía el muro. Reynoso
aprovechó la ocasión para darles brevemente noticias de su amigo.

--Por lo demás--terminó diciendo--Barragán es de los hombres más
honrados que he conocido. Un poco agarrado en cuanto al dinero, pero
decente, pacífico, conciliador, incapaz de hacer daño a nadie... En fin,
un cordero.

--¡Un lobo!--murmuró Elena al oído de Clara volviendo al mismo tiempo la
cabeza atrás con susto.

Barragán llegaba ya con el caballo del diestro. Reynoso ordenó al peón
que allí venía que lo llevase a la cuadra, y emparejándose después con
su amigo marcharon un poco delante. Este le informó, mientras llegaban a
la puerta del parque y lo atravesaban, de los últimos sucesos de su
vida. Se había casado, en efecto, en México con una viuda que ya tenía
dos hijos bien crecidos, casi hombres. («¡Claro--decía para sus adentros
Reynoso--una joven no se atrevería contigo!») Al poco tiempo empezaron
las disensiones en el seno de la familia. La madre tenía muy mimados a
sus chicos y les dejaba gastar cuanto querían. Como no tenía mucho
dinero que darles, se empeñaba en que él subvencionase a sus vicios.

--Naturalmente, yo...

--Ya, ya; no me digas más.

Pues bien, el asunto se había ido poniendo tan serio, las pretensiones
de los mocitos crecieron a tal punto, que ya le injuriaban y le
amenazaban cuando no soltaba los cuartos. Por fin, uno de ellos le
disparó un tiro...

--¿Qué dices?--exclamó don Germán.

--¡Ni más ni menos...! Es posible que fuera por asustarme nada más,
porque la bala quedó incrustada en el techo... pero de todos modos...

--¡Ya lo creo que de todos modos!

--En fin, decidí escaparme. Realicé a la callandita casi todo mi dinero
y lo envié en letras a Europa. Después una mañana les dejé plantados,
tomé el vapor y anduve viajando algunos meses por Inglaterra y Alemania
para despistarlos, porque sospecho que me seguirán los pasos. Por fin,
vine a Madrid, y allí estoy desde hace quince días. Tenía grandes deseos
de verte, pero, francamente, el Escorial es un sitio peligroso para mí
porque han de suponer que he venido a recalar a esta tierra.

--¡Pero hombre, parece mentira que con ese aspecto tremendón y esas
barbas tengas miedo de tus hijastros!

--Es que no los conoces, Germán. ¡Mis hijastros son dos gauchos, dos
leopardos!

--¡Pero tú pareces un tigre!--repuso riendo Reynoso.

Mientras esto sucedía en las afueras del parque, dentro de él Tristán
llevaba a cabo un gravísimo descubrimiento. Hostigado por los recelos
que Cirilo y Visita le infundían y ardiendo en deseos de cerciorarse de
la intriga que contra él se tramaba, no dudó en faltar a la delicadeza
espiándolos. Sabía que el matrimonio se hallaba en el cenador con el
marquesito, y hacia allá se dirigió sin hacer ruido. Metiéndose en el
macizo de las cañas que lo circundaban, observó en qué situación se
hallaban colocados y se aproximó buscándoles la espalda. Las primeras
palabras que oyó le dejaron yerto.

--¡Pero si ya está arreglado!--exclamaba el marquesito.

--Lo que está arreglado se desarregla y lo que está hecho se
deshace--respondía Visita.

Una ola de sangre subió al rostro de Tristán. Estuvo a punto de caer.
Quiso avanzar más para escuchar la conversación que se le escapaba por
haber bajado la voz los interlocutores, pero uno de los perros que allí
estaban lo olfateó y se puso a ladrar. Entonces no tuvo más remedio que
descubrirse, fingir que llegaba en aquel momento haciendo de tripas
corazón, sonreír y dirigir palabras amables a aquellos traidores. Ellos
le recibieron con la más perfecta tranquilidad fingiendo pasmosamente
que tenían gusto en verle por allí y preguntándole por Clara. Imposible
llevar a grado más alto la hipocresía. ¡Qué abismo de maldad es el
corazón humano!

No hacía mucho rato que estaban allí sentados cuando llegó la caravana
que conducía en triunfo al paisano Barragán. El marquesito y Cirilo, al
verle, se pusieron en pie y sus ojos no pudieron menos de expresar la
sorpresa y la inquietud. El mismo Tristán, a pesar de hallarse bajo el
peso de un desengaño doloroso, miró con estupor a aquel extraño
personaje. Reynoso lo presentó con palabras afectuosas y cordiales,
desvaneciendo la primera desagradable impresión. Se narró en medio de
algazara la terrible aventura de Elena y el valor desplegado por Clara
en aquellas críticas circunstancias. Tristán, cuyo corazón estaba
henchido de amargura, tomó la palabra para dejar caer una gota de hiel.

--Nada tiene de extraño el susto de Elena. Los peligros de toda clase
hormiguean en el mundo y nos vemos acechados constantemente por un
enjambre de enemigos que espían nuestros pasos para caer de improviso
sobre nosotros al menor descuido. No sólo la naturaleza es nuestra
enemiga y se halla dispuesta siempre a trituramos sin compasión, sino
que los riesgos más tristes, por ser los más insidiosos, nos llegan de
nuestros semejantes, de aquellos que juzgamos nuestros amigos, nuestros
hermanos. De tal suerte que el mísero ser humano vive en el mundo como
el pájaro en el bosque, afinando la vista y el oído para huir ante la
sombra más fugaz y al menor ruido. El egoísmo es la esencia del mundo,
es su mismo sostén y jamás podremos guardarnos bastante los hombres los
unos de los otros. «El hombre es el lobo del hombre», ha dicho con razón
Hobbes.

Elena se inclinó al oído de Clara para decirle muy bajo:

--¿No te he dicho yo que era un lobo? ¡Mira qué pronto le ha conocido
Tristán!

Clara llevó el pañuelo a la boca para no soltar la carcajada.

--No tanto, Tristán, no tanto--replicó Reynoso--. Existe mucho egoísmo
en el mundo, pero existe también mucho amor. Los hombres amamos más de
lo que pensamos. Tú mismo, que acabas de afirmar que el egoísmo es la
esencia del mundo, no hace mucho tiempo que viendo salir de un portal a
una pobre mujer con los vestidos ardiendo, envuelta por las llamas, te
quitaste el abrigo, te arrojaste sobre ella, la envolviste y, quemándote
las manos, con peligro de tu vida, lograste salvarla de una muerte
horrorosa... Lo que hay es que el amor no levanta tanto estrépito como
el egoísmo. En nuestras almas suele entrar cubierto de harapos como un
mendigo, se sienta en el rincón más obscuro y allí espera silencioso a
que le arrojemos algunos mendrugos de nuestra mesa. ¡Ay del mortal que
le niegue esos mendrugos! Más le valiera no haber nacido, dice Jesús en
su Evangelio.

--Más nos valiera a todos no haber nacido. La raíz inconsciente de
nuestro ser proclama la identidad, es cierto, y yo, por un movimiento
irreflexivo, me lancé en socorro de aquella mujer; pero ¡ay! en cuanto
reflexionamos se desvanece la ilusión y los hombres quedamos unos
enfrente de los otros como seres radicalmente distintos, como
adversarios que se disputan encarnizadamente el tiempo y el espacio.
Nuestras más caras ilusiones, el amor conyugal, el amor filial son
«imágenes de oro bullidoras», como dice Espronceda, que brillan mientras
la luz del sol las hiere, pero así que ésta empieza a faltarles se
vuelven fantasmas repugnantes, hijos legítimos del pérfido destino, como
aquella hermosa doncella que el moro Ferragut, en el poema del obispo
Valbuena, tenía entre sus brazos y al caerse la vela vio transformada a
la luz de la luna en una flaca vieja con el rostro lleno de verrugas...

Quedó un momento pensativo con los ojos melancólicamente puestos en el
vacío y luego añadió bajando más la voz:

--Hace algún tiempo fui a visitar a un amigo cuyo padre se había muerto.
Estaba sumido en la desesperación: el llanto bañaba sus mejillas. Y no
le faltaba motivo. Era un padre bondadoso, justo, un perfecto caballero,
de rara modestia a pesar de ser título de Castilla y poseer cuantiosas
riquezas... A los ocho días volví por allá. Encontré a mi amigo tan
afanoso y preocupado dictando órdenes, conferenciando con sus
administradores, escuchando las peticiones de una nube de parásitos, que
no tuvimos tiempo a dedicar un recuerdo a aquel noble varón que desde
hacía pocos días descansaba en la cripta. Viéndole tan activo, tan
solicito, tan poseído de su papel de amo, me acometió un deseo punzante,
que con dificultad logré reprimir, de preguntarle: «Vamos a cuentas,
amigo mío: yo no dudo que amases entrañablemente a tu padre; pero si por
un movimiento libérrimo y absolutamente secreto de tu voluntad pudieses
resucitarle para entregarle de nuevo ese título y esa gran fortuna que
ahora posees, ¿lo harías? ¡No mientas! ¿lo harías...?» Después de esto
le he tropezado muchas veces en sociedad, saludado, acatado por todo el
mundo. Y siempre la misma pregunta indiscretísima retozó en mis labios,
la misma curiosidad oprimió mi corazón.

--¡Pero eso que estás diciendo es horrible!--profirió Clara con ímpetu.

--¡Horrible!--repitieron a un tiempo Elena y Visita.

Tristán se dio cuenta instantáneamente de su indiscreción al hablar en
tal forma delante de su prometida y de Elena (en cuanto a Visita se
alegraba) y dijo echándolo a broma:

--No tomen ustedes en serio estas metafísicas. Son curiosidades malsanas
que nos acuden cuando no tenemos otra cosa más seria en que pensar.

Pero Reynoso no se dejó engañar por la rectificación.

--Nadie ha dudado jamás, y la misma religión cristiana nos lo repite a
cada momento, que en el fondo de nuestra alma viven instintos
depravados, se agitan apetitos bestiales, dormita, en una palabra, la
fiera. Pero la experiencia me ha enseñado que es más fácil adormecerla
con el humo de la lisonja que con los gritos del miedo. Mostrando
confianza a nuestros hermanos solemos hacerlos mejores: recelando de
ellos, jamás... Recuerdo que hace bastantes años tuve necesidad en
Guatemala de ir desde mi finca a la capital para cobrar unas letras. Me
acompañaba un criado de confianza que lo había sido también de mi tío.
Cuando regresábamos observé en aquel hombre extrañas señales que me
infundieron sospechas: se mostraba taciturno, preocupado; examinaba con
atención mis armas; dirigía miradas penetrantes en torno suyo; apenas
comía. Recelé, en suma, que aquel hombre proyectaba robarme, tal vez
asesinarme. Llegamos al anochecer a una miserable estancia, donde nos
albergamos. Antes de acostarnos le llamé aparte y le dije
confidencialmente: «Pepe, el estanciero y la gente que aquí tiene no me
inspiran confianza. Toma mi revólver y mi estoque y hazme el favor de
vigilarlos mientras yo duermo tres o cuatro horas. Luego despiértame y
yo te velaré a ti otras tres o cuatro.» No pueden ustedes figurarse cómo
cambió la fisonomía de aquel hombre en un instante. En sus ojos volvió
a brillar de repente la alegría y la serenidad. «Pierda usted cuidado,
mi amo--respondió con voz clara y gozosa--; antes que le tocasen a usted
el pelo de la ropa ya había yo despachado tres o cuatro al otro barrio.»
Me acosté en la íntima persuasión de que decía verdad. Y, en efecto, me
dejó dormir toda la noche, velando mi sueño con la solicitud de un
padre... Siempre he imaginado que todos los hombres tienen en el fondo
de su alma un gato, Tristán, un gato de bondad y de nobleza. ¡Hay que
buscárselo, hay que buscárselo!

--Se busca el gato y se halla el ratón--respondió aquél alzando los
hombros.

Mientras Tristán y Reynoso departían de esta suerte, el paisano
Barragán, sorprendido y asustado de aquellas filosofías, miraba a uno y
otro interlocutor, haciendo rodar sus ojos feroces, encarnizados, de un
modo tan odioso que Elena, al tropezar con ellos, sintió un escalofrío
correr por todo su cuerpo.

--Vaya, vamos a dar una vuelta por el jardín--dijo levantándose para
huir aquella visión siniestra.

Pasearon un rato por el parque. Reynoso les dijo de pronto:

--Os he mostrado casi todos mis bichos, pero aún nos falta algo digno de
verse, aunque sea bien modesto. Venid conmigo.

Les hizo salir por la puerta del jardín y, dando la vuelta por él, los
llevó hasta un paraje donde adosadas a la pared sobre tableros había
hasta veinte o más colmenas de corcho.

--Ni un paso más--les dijo--porque es peligroso. Dejadme a mí solo.

Se adelantó él efectivamente y cuando hubo llegado salieron de pronto
los enjambres y le cubrieron todo, cabeza, rostro, manos, como si de
repente hubiera quedado negro. Un grito de susto salió de todas las
bocas.

--¡No hay cuidado!--exclamó don Germán en voz alta--. No se muevan
ustedes.

Dio algunas vueltas en esta forma y luego, pasando por delante de las
colmenas y deteniéndose en cada una, las abejas fueron levantando el
vuelo y metiéndose cada cual en su casa.

--Ya lo ven ustedes como no había miedo--dijo viniendo hacia ellos
completamente limpio--. Ni una sola me ha picado; no han hecho las
pobrecitas más que darme la bienvenida.

--Pero ¿cómo ha logrado usted...?--dijo el marquesito.

--De un modo muy sencillo. Empecé aproximándome con cautela, cada día un
poco más.

--¿Sin careta?

--Sin careta ni guantes. Me fui acercando poco a poco. Dos o tres veces
me picó alguna, pero lo sufrí con resignación. No les hacía ningún daño
y al cabo logré convencerlas de que nada debían temer de mí. Desde
entonces me dejan acercarme todos los días, y no sólo eso, sino que me
saludan del modo afectuoso que acaban ustedes de ver... ¿No piensas,
querido Tristán--añadió dirigiéndose alegremente a éste--, que el mismo
procedimiento es el que debemos emplear con los hombres? Persuadámosles
de que no queremos perjudicarles, de que no deseamos siquiera
utilizarlos en nuestro provecho, y entonces nuestras relaciones con
ellos serán dulces y cordiales.

--Todo eso está muy bien--repuso Tristán en el mismo tono jocoso--, pero
usted las utiliza seguramente en su provecho quitándoles la miel y la
cera.

--¡Tienes mucha razón, amigo mío!--exclamó Reynoso riendo--. En este
caso soy un traidor... Pero ellas me perdonan porque las dejo lo
bastante para alimentarse y las estimulo a trabajar. De otro modo se
aburrirían...

--No se apure usted, don Germán. Los traidores saltan en todas
partes--replicó Tristán dirigiendo una mirada penetrante a Cirilo y
Visita.



VI

LA FAMILIA DE TRISTÁN


Por no regresar con ellos a Madrid prefirió quedarse a comer en la casa
y partir en el tren que debía pasar a las nueve de la noche. En cuanto a
Barragán, fue instado para que pernoctara allí, pero no aceptó. A la
hora de obscurecer montó de nuevo a caballo y la emprendió hacia
Villalba, donde pensaba dormir. Reynoso quedó haciendo comentarios
alegres.

--Es un hombre original mi amigo Barragán, ¿no es cierto? Añadan ustedes
a esa traza de salteador, que Dios o el diablo le han dado, la manía que
siempre ha tenido de caminar de noche y por veredas apartadas, de hacer
los viajes a caballo, de pernoctar en las ventas y comer en las
tabernas, y comprenderán la serie de aventuras cómicas unas y
desagradables otras que le han sucedido. En más de una ocasión le
llamaron aparte para proponerle _un negocio_, esto es, desvalijar o
asesinar a alguno.

--¿Y estás seguro de que no ha mojado nunca en alguno de esos
negocios?--preguntó Elena con acento dubitativo.

--¡Mujer, qué estás diciendo!--exclamó su marido soltando a reír.

Elena sacudió la cabeza reservándose su opinión.

Ya bien cerrada la noche se enganchó el coche y Tristán fue transportado
a la estación.

Al entrar en uno de los departamentos de primera no había allí más que
dos señoras, una joven y otra vieja, que parecían madre e hija. Tristán
se arrellanó cómodamente en un rincón frente a ellas. Cuando sonó la
campana y el tren iba a ponerse en marcha subió al coche un señor de
rostro apoplético y aspecto rural.

--Caballero, ése es mi sitio--dijo encarándose un poco rudamente con
Tristán.

Este, cuya susceptibilidad siempre viva se hallaba ahora exacerbada,
respondió con calma afectada e impertinente:

--En este momento es el mío.

--Es cierto que no he dejado en él señal ninguna porque creí que no
subiría nadie, pero estas señoras son testigos de que he venido
ocupándolo desde Valladolid.

Las señoras corroboraron el aserto con un murmullo y una inclinación de
cabeza.

--La opinión de estas señoras es muy respetable, pero no me parece
suficiente para darle a usted el derecho de reclamar el sitio del modo
perentorio que lo ha hecho.

--¡Qué modo perentorio ni qué calabazas!--exclamó el buen señor
perdiendo la paciencia.

Tristán, que ya la tenía perdida de antemano, replicó en el mismo tono.
La disputa se fue haciendo cada vez más agria. Por último Tristán
poniéndose un poco pálido y mirándole fijamente a los ojos profirió
resueltamente:

--¡Hágame usted el favor de sentarse y no molestar más!

El caballero también se puso pálido y le dirigió una larga mirada
centellante. Hubo un instante en que pareció que iba a arrojarse sobre
él; pero haciendo un supremo esfuerzo sobre sí mismo alzó los hombros
con desdén, dejó escapar un bufido expresando el mismo sentimiento y fue
a sentarse en el rincón opuesto. Tristán permaneció en el suyo y
afectando indiferencia cerró los ojos como si se dispusiera a dormir.
Bien comprendía que las señoras le estaban mirando y no con gran
benevolencia.

Al cabo de un rato, como en realidad no podía ni tenía deseo de
conciliar el sueño, se alzó del asiento y se asomó a la ventanilla. La
noche era clara y tibia; la vasta llanura erizada de lomas se extendía
debajo de un cielo tachonado de estrellas. Aspiró algunos minutos con
placer el fresco y cuando se disponía nuevamente a sentarse una ráfaga
de viento le llevó el sombrero.

Las dos señoras levantaron la cabeza al oír la interjección que soltó,
pero no dieron muestras de pesar ninguno por el accidente. Tristán se
puso a maldecir en voz baja y con rabiosa cólera de su mala suerte, pues
no traía gorra y le era preciso llegar hasta su casa con la cabeza
desnuda. El caballero de la reyerta le miró con expresión de
indiferencia y luego, levantándose y tomando de la red una sombrerera,
se la presentó abierta diciéndole:

--Vea usted si ese sombrero le sirve.

--Muchas gracias--respondió avergonzado--. En cuanto llegue me meto en
un coche...

--Los coches están fuera del edificio. Pruebe usted a ver si le
sirve--insistió con acento rudo y franco el caballero.

Tristán sacó el sombrero y en efecto le estaba bastante bien.

--Pero yo no puedo... No tengo el honor de conocer a usted.

--Lo envía usted mañana al hotel de París. Aquí tiene usted mi tarjeta.

Tristán dio las gracias repetidas veces sin poder disimular su embarazo.
Estaba realmente abochornado por su intemperancia pasada. El caballero
se volvió a su rincón y de nuevo reinó el silencio. Tristán creía notar
que las dos señoras le miraban con desprecio y acaso no le faltaba
razón.

Poco después el generoso caballero se asomó también a la ventanilla. Al
cabo de algún tiempo dio un grito y Tristán le vio sin sombrero.

--¡Qué! ¿también a usted?--dijo sin poder disimular su satisfacción.

Pero el caballero presentó su sombrero diciendo con sorna:

--No; yo he sido más listo que usted y he podido atraparlo en el aire.

Las señoras, que se hicieron cargo de la broma, soltaron la carcajada y
aun exageraron un poco su risa. Tristán también hizo un esfuerzo
desesperado para reír, pero estaba irritadísimo y no volvió a pronunciar
palabra hasta llegar a Madrid. En la estación el caballero se despidió
muy atento: las señoras ni le miraron siquiera.

La casa de su tío Escudero, con quien vivía, estaba situada en la calle
de Alcalá y era grande y lujosa. Ocupaba aquél todo el piso principal,
tenía destinado el bajo a oficinas y los demás alquilados. El criado les
dijo que los señores se hallaban en el teatro y Tristán se retiró a su
habitación sin esperarlos.

Pasó la noche intranquilo, agitado por tristes presentimientos. Ninguna
cosa en el mundo puede tener solución feliz y aquel matrimonio que él
había acariciado durante algunos años, aquel sueño de amor acompañado de
los ricos presentes de la fortuna estaba a punto de disiparse también
como todo. La pérfida voluntad que rige el universo nos hace ver la
felicidad a algunos pasos de distancia sin permitirnos jamás llegar a
ella. Ya le parecía haber entrado en una de las ratoneras que el genio
de la especie tiene armadas siempre para los mortales. Sin embargo, no
era todavía bastante filósofo para dejarse estrangular como un mísero
ratón sin tratar de romper la malla. Estaba resuelto a luchar aunque
persuadido ¡ay! de que en la lucha sería vencido.

Apenas pudo trabajar aquella mañana. Los libros que sucesivamente iba
poniendo delante de los ojos no le interesaban: las cuartillas
permanecían en blanco a pesar de sus esfuerzos desesperados para
llenarlas. Cuando se aproximaba la hora del almuerzo se encaminó a las
habitaciones de sus tíos con ánimo de hablar con ellos acerca del asunto
que le preocupaba. Don Ramón Escudero estaba ya en el comedor sentado en
una butaca y echando frecuentes ojeadas al reloj, que no se daba tanta
prisa a caminar como él quisiera. Era un hombre grueso con el pelo
blanco, las mejillas rasuradas, la fisonomía plácida. Su esposa, que
entraba también en el comedor cuando Tristán, formaba con él raro
contraste; delgada, ojos inquietos, rostro afilado, movimientos
espasmódicos.

--¿Han llegado los niños, Eugenia?--preguntó Escudero--. Buenos días,
Tristán. ¿Qué tal de excursión? ¿Han quedado todos buenos?

La señora respondió que los niños acababan de llegar. Tristán dio cuenta
sumaria también de la salud de sus amigos del Escorial. Después, sin
preámbulo alguno, antes que llegaran los niños y su prima Araceli,
delante de la cual por nada hubiera entrado en tales confidencias,
abordó el asunto que le preocupaba y celebró consulta con sus tíos.
Narró todo lo que había sucedido en el Sotillo en tono dramático y con
reticencias adecuadas para infundir las sospechas que atormentaban su
espíritu. Escudero escuchó el relato sin pestañear. Doña Eugenia
bastante distraída.

--Todo eso--manifestó aquél con acento perfectamente tranquilo, como si
se tratase de un asunto insignificante y baladí--no es prueba suficiente
para acusar a Cirilo de que trabaje para deshacer tu matrimonio... Pero
aunque trabajase, ¿qué? Yo estoy seguro completamente de Germán. ¿No lo
estás tú de Clara...? ¡Pues entonces...! Ella tiene cien mil pesos. Tú
tienes ochenta mil... Pero tú eres licenciado en Filosofía... Total
iguales... Vaya, vamos a almorzar.

Don Ramón Escudero poseía el triste privilegio de descomponer el sistema
nervioso de su sobrino Tristán por sosegado que estuviese (que no solía
estarlo). Este don natural no falló tampoco en la ocasión presente.
Nuestro joven se encrespó terriblemente y como no se atrevía con su tío,
a quien de buena gana hubiera llamado imbécil, la emprendió contra
Cirilo y su esposa a quienes cubrió de dicterios. Don Ramón estaba ya
acostumbrado a estas cóleras insensatas y no hacía caso alguno de ellas
por haberle persuadido, no se sabe quién, de que era achaque común de
todos los jóvenes que estudiaban filosofía y letras. Las presenciaba
impasible y hasta con cierto respeto como señal de su alta vocación,
pues inclinaba su cabeza delante de las ciencias filosóficas y nada en
el mundo le causaba tanta admiración como oír a un hombre hablar una
hora seguida sin lograr comprender una palabra. Sin embargo, como era
la hora del almuerzo y podía hacer daño a su sobrino, trató de calmarle.
Se alzó de la butaca y acercándose a él le dijo al oído:

--Pierde cuidado, querido, que como resulte cierto eso que sospechas, yo
me encargaré de poner un buen castigo a Cirilo... Le reduzco el tanto
por ciento de la administración al cuatro... ¡Ya ves, le doy el
cinco...! Me parece que no le quedarán más ganas de meterse donde no le
llaman...

Y miraba a su sobrino con tal semblante triunfal y satisfecho, que éste
temió perder la razón y darle un golpe con el puño cerrado sobre las
narices. Para evitar semejante catástrofe, determinó sentarse a la mesa.
Don Ramón quiso hacer lo mismo, pero su esposa le detuvo con un grito:

--¡No, Ramón...! Hazme el favor de desinfectarte las manos.

--¡Pero, mujer, si no he tocado nada infectado!

--Sí; has estado en la oficina y todos esos empleados suelen tener
microbios.

--¡Mis empleados no tienen microbios!--replicó Escudero saliendo por el
honor de su dependencia.

--Todo el mundo los tiene. En esa botella hay una solución de sublimado.

Doña Eugenia hablaba con tal autoridad y firmeza que parecía no admitir
la posibilidad de una réplica. Su esposo, sin intentarla siquiera, se
dirigió al pequeño gabinete de _toillette_ que estaba contiguo al
comedor y de buen o mal grado llevó a cabo la operación higiénica.

En aquel instante llegaba su hija Araceli. Era ésta una joven de veinte
años de tipo distinguido, o lo que es igual, un manojito de huesos con
ojos interesantes. Ninguna otra cosa de interés ofrecía su persona, pero
resultaba agradable si no bella. Tristán la había encontrado tal en otro
tiempo cuando la niña comenzó a hacerse mujer, y esto ayudado de la
fortuna cuantiosa que su tío poseía acaso le hubiera decidido a fijar en
ella sus miras matrimoniales. Por su próximo parentesco, por habitar
bajo el mismo techo, y por la alta estimación que merced a su aplicación
y talento había logrado Tristán inspirar a sus tíos, parecían
destinados el uno para el otro. Pero la niña había mostrado desde su más
tierna edad una vocación decidida y fervorosa por el estado de marquesa,
y sus padres, como es natural, no quisieron echar sobre su conciencia el
peso de contrariársela. Apenas sabía coger la aguja y ya se entretenía,
con inocencia angelical, en bordar una corona más o menos torcida en el
peto de sus delantales o sobre su almohadilla de costura. En el colegio
no admitía conversación sino con las hijas o por lo menos sobrinas de
algún título del reino, y cuando los jóvenes comenzaron a seguirla, su
primera mirada no era al bigote, sino a los gemelos de la camisa por ver
si descubría grabada en ellos la corona de sus ensueños. Se puede
asegurar que sin este precioso símbolo de nobleza y poderío, aunque
fuese bordado en cañamazo, la vida le parecía un árido desierto de
horror y tristeza. Así, pues, ni los triunfos universitarios ni la
simpática figura de su primo lograron hacer la más pequeña mella en
aquel tierno corazón, inflamado de amor por la aristocracia. Tristán,
despechado, la guardó toda su vida oculta ojeriza. Ella, por su parte le
correspondía con un desdén tan efectivo, tan manifiesto, que era capaz
de encender la ira del hombre más paciente.

Antes de sentarse a la mesa llegaron los niños, un chico de nueve años y
otra niña de seis. Como era domingo, después de misa la doncella los
había llevado en coche al Retiro: allí se habían apeado, habían corrido
por prescripción facultativa media hora (ni un minuto más ni un minuto
menos) y los habían restituido a casa en perfecto estado de
conservación. El criado comenzó a servir el almuerzo y la doncella se
colocó detrás de los niños para su cuidado. Araceli no había podido
lograr de sus padres que comiesen en mesa aparte según las pragmáticas
de la buena sociedad.

La distinguida joven estaba de humor jovial aquella mañana. Había ido a
misa de once a San José con mademoiselle (la cual también se sentaba a
la mesa) y le había ocurrido una aventura... verán ustedes qué aventura.

--Pues señor, oí misa cerca del altar de la Virgen del Carmen, y al
salir de la iglesia siento que me tocan en el hombro. ¿Quién me toca? me
pregunto. Vuelvo la cabeza y me veo a la vizcondesa de Mazorca. ¡Pero
vizcondesa! ¿es usted? Me informo de la salud del vizconde y de los
niños y de buenas a primeras me dice con mucha gracia: «Araceli, por ser
día señalado le regalo este bolsillito.» Miro el bolsillo y veo que es
el mío, que había dejado olvidado sobre la silla. La vizcondesa había
estado arrodillada cerca de mí sin que la viese y advirtiendo cuando me
levanté que dejaba el bolsillo se apresuró a recogerlo. ¡Lo que pudimos
reír...! Al salir, en las escaleras de la iglesia tropezamos al marqués
de Cabezón de la Sal, íntimo amigo del vizconde, y nos propuso dar una
vuelta por la calle de Alcalá. Después quiso que entrásemos en el
reservado del Suizo, pero yo tenía mucha prisa porque papá no retrasa
por nada un minuto la hora del almuerzo y allá los dejé a la puerta.

Realmente aquella tierna escena era a propósito para regocijar a todo el
mundo, pero si se ha de confesar lisamente la verdad a nadie regocijó
más que a la gentil narradora. Su papá rumiaba tranquila y
filosóficamente como un buey; su mamá, como siempre, se hallaba
distraída, inquieta, en espera a cada instante de una desgracia; y en
cuanto a Tristán es imposible que nadie pudiese mostrar en su rostro un
gesto de displicencia y de tedio más señalado.

La doncella aprovechó una pausa para dar a su señora noticia de un
encuentro agradable que habían tenido en el Retiro.

--¿No sabe la señora a quién vimos en el paseo? Pues estábamos ya para
venirnos cuando veo cruzar una mujer de mantón... Aquella mujer parece
Aurora, digo para mí... Y así fue como lo pensé: la misma Aurora que
había venido a Madrid a comprar zapatitos para los niños y se marchaba a
su casa.

Aurora era una joven que había sido segunda doncella durante algunos
años en casa de Escudero, se había casado con un tipógrafo y vivía en el
Puente de Vallecas.

--¡Ay, señora, qué cambiada está! No la conocería si la viese. ¡Qué
delgada, qué descuidada, qué sucia! Vergüenza me dio siquiera que
hubiera besado a los niños...

Doña Eugenia dejó escapar un grito doloroso y se puso en pie de repente.
Escudero, asustado del susto de su esposa, soltó el tenedor que cayó en
el plato con estrépito; los niños chillaron, la doncella se puso pálida.

--¡Cómo!--profirió la señora con voz alterada--. ¿No sabe usted que le
tengo prohibido que nadie bese a los niños...? ¡Y les besa una mujer que
vive en uno de esos barrios sucios, llenos de miseria, y habita en una
casa que será seguramente un foco de infección...! ¡Ahora mismo a
desinfectar a estos niños! ¡Ahora mismo, sin pérdida de tiempo!

--Pero, mujer--se atrevió a apuntar Escudero, recogiendo el tenedor y
volviendo a engullir tranquilamente--, no es tan seguro que la casa de
Aurora sea un foco de infección, porque ella también tiene niños y es de
suponer que los besará...

Doña Eugenia no escuchaba nada.

--¡Que los contagie ella si quiere...! ¡Yo no quiero contagio...! ¡yo no
quiero que se mate a mis niños!

Y diciendo y haciendo los agarró con mano crispada del brazo, y
bajándolos de la silla los arrastró hasta el lavabo del gabinete
contiguo, y quieras que no les metió la cabeza en una disolución de
sublimado y les restregó los labios y las mejillas casi hasta hacerles
brotar la sangre. Los niños protestaban con altos gritos de aquel
lavatorio intempestivo y cruel. La consternación se pintaba en el rostro
de los espectadores, exceptuando el de Escudero que reaccionaba
admirablemente ante los continuos sobresaltos que su espasmódica esposa
le proporcionaba.

Todo quedó en calma al fin, pero la doncella delincuente se marchó
llorando y vino otra a sustituirla. Sin embargo, al cabo de pocos
minutos se presentó de nuevo con una carta urgente para el señor. Se
puso éste con calma los anteojos, la leyó atentamente y luego sacudió la
cabeza con tristeza.

--¡Pobre Manuel!

Un antiguo agente de negocios, compañero suyo, había quedado arruinado
tiempo hacía; venía viviendo en la mayor miseria y por fin le
notificaba que el casero le había puesto los muebles en la calle y le
pedía por el amor de Dios que le diese veinte duros.

--¡No faltaba más...! ¡Ya lo creo que se los daré!--exclamó don Ramón,
que era hombre caritativo, echando mano a la cartera.

Pero de pronto se detuvo, quedó un instante suspenso y por fin,
levantándose, fue a su despacho. Miró su libro de gastos y vio que el
día anterior había quedado agotada la consignación mensual de limosnas.
Así que volvió diciendo con cara compungida:

--Dile que no puede ser... Lo siento mucho... pero no puede ser.

--¡Pero, papá!--exclamó Araceli.

--No puede ser, hija... no puede ser...--repuso con impaciencia.

Escudero hacía cuantiosas limosnas, tenía destinada para ello una
partida crecida de su presupuesto mensual, pero era un hombre tan formal
y tan exacto que, una vez agotada ésta, por nada ni por nadie haría un
adelanto sobre el presupuesto del mes siguiente. Fue necesario
conformarse. Sin embargo, Tristán sacó disimuladamente del bolsillo un
billete y haciendo seña a la doncella, se lo dio por debajo de la mesa.

Araceli seguía de humor placentero. La poética aventura con la
vizcondesa había exaltado sus sentimientos de grandeza. Mecida con
deleite sobre las nubes irisadas del cielo aristocrático, no daba paz a
la lengua. Las costumbres excéntricas pero respetables de la marquesa de
C.***, tía de su amiguita Enriqueta, la belleza de la condesa de B.***,
los trajes de la duquesa H.***, los escándalos del barón de S.***, un
verdadero loco, pero ¡tan fino! ¡tan distinguido! Siempre se acordaría
de aquella tarde en que se sintió indispuesta en las carreras y el mismo
barón fue por una taza de te y se la sirvió por su propia mano.

La misma sobrexcitación heráldica le impulsó a dirigirse a su primo en
tono jovial.

--¿Y qué tal, qué tal el marquesito del Lago? Dicen que es un cazador de
primera fuerza.

Tristán se encogió de hombros con desdén.

--No sé si es de primera o de última, pero no le oí hablar nunca de otra
cosa.

--Me ha dicho Visita que es un chico muy simpático.

Una pedrada en la cara no le hubiera hecho peor efecto a nuestro joven
que aquella frase. Obscureciose su rostro y dijo con acento de
concentrado desprecio:

--¡El marquesito del Lago es un imbécil!

--Para ti todos son imbéciles--repuso picada la prima--. No asistiendo
al Ateneo y no citando a los filósofos alemanes... ya se sabe, un
imbécil.

--Lo digo y puedo probarlo. Ni aun sabiendo de antemano lo que iban a
preguntarle en el examen y preparándole su ayo toda una noche, fue
posible que aprobase el derecho romano.

--¿Y para qué necesita saber derecho romano si es marqués?--replicó con
audacia irritante la joven.

La disputa prosiguió con acritud por ambas partes, sobre todo por la de
Tristán. Sin embargo, Escudero hizo callar a su hija, porque después de
lo que Tristán había revelado era disculpable su cólera.



VII

SUS AMIGOS


Al entrar de nuevo Tristán en su cuarto después del almuerzo, encontró
allí a su amigo García.

--¡Hola! ¿estás tú aquí? No me han dicho nada--dijo en un tono entre
cariñoso y displicente.

Claro que no le habían dicho nada, ni había para qué. García, en opinión
de los criados de la casa, no representaba nada porque traía el
_chaquet_ raído, los pantalones deshilachados, el sombrero con grasa y
las barbas terriblemente aborrascadas. Y sin embargo, García era el
amigo más íntimo que tenía el señorito Tristán, su condiscípulo y un
catedrático en ciernes.

Su amistad databa de la Universidad. Un día en que a Tristán le tocó la
conferencia, la pronunció con tal galanura que el profesor, sorprendido
agradablemente, manifestó que se felicitaba de haber hallado al fin un
discípulo de tan claro entendimiento y de palabra tan fácil. Al salir de
clase un muchacho feo, peludo y desaseado, con quien nunca había cruzado
la palabra, le abrazó y le felicitó con entusiasmo. Era García. Desde
entonces no tuvo Tristán otro amigo más leal, más cariñoso, más
abnegado. Al compás de los progresos que nuestro joven hacía tanto en la
Universidad como en el Ateneo y la prensa, crecía en proporción
geométrica la admiración de García. Cuando Tristán publicó sus primeros
artículos y poesías en una revista, juzgole de golpe un gran hombre, y
de esta opinión ya no le apeó nadie en toda la vida. Al ponerse a la
venta el año anterior su volumen de poesías titulado _Engaños y
Desengaños_, García le creyó en el pináculo de la gloria y él a su lado
para compartirla. Recorría las calles con el tomo en la mano, entraba en
las librerías y se enteraba de cuántos ejemplares se habían vendido, iba
a los cafés y leía en alta voz algunos versos dejando estupefactos a los
parroquianos, y en todas partes voceando y gesticulando dilataba la fama
del poeta. Tristán agradecía aquella devoción; pero no lo bastante; hay
que decirlo sin ambages. Así es nuestra pecadora naturaleza.

Como venía de la mesa malhumorado no hizo más que saludarle,
encerrándose después en un silencio sombrío y poco cortés. Pero García
estaba habituado a estos silencios y respetaba el carácter caprichoso y
a ratos poco comunicativo de su amigo. Encendió éste un cigarro, le
ofreció otro y se puso a pasear de una esquina a otra del despacho
exactamente como si estuviera solo. García tenía un libro en la mano,
aparentaba leerlo, pero cuando Tristán volvía la espalda levantaba los
ojos hacia él y le miraba con mezcla de inquietud y respeto. Al fin,
sonriendo con humildad, se atrevió a decir:

--¿No sabes, Tristán? Hoy he tenido una agarrada en el _Colegio
Platónico_.

Tristán sin interrumpir su paseo dejó escapar por la nariz un sonido que
indicaba que le había oído.

--Sí, una agarrada con el director y por tu causa.

--¿Por mi causa?--expresó de mala gana el joven dignándose apenas volver
la cabeza.

--Sí; no sé quién le fue con el soplo de que yo en la clase de Retórica
citaba tus composiciones y se las hacía aprender de memoria a los niños
y me llamó y me dijo muy hosco:--«Amigo García, tengo entendido que se
permite usted en clase hablar de los versos de un amiguito de usted y
ponerlos nada menos que al lado de los grandes modelos literarios. Sepa
usted que eso no es tolerable y debiera usted considerar que el afecto y
la amistad por apasionada que sea no dan derecho a mixtificar (es una
palabreja que emplea a troche y moche), a mixtificar la tierna
inteligencia de sus discípulos.»--«Señor director--le contesté--,
cuando yo me autorizo el citar con elogio una composición cualquiera es
porque estoy persuadido de que lo merece sin que la amistad ni otro
motivo cualquiera tenga parte en ello.»--«¿Acaso se figura usted que su
amigo (que no pasa de ser un principiante) puede colocarse a la altura
de los grandes poetas que hemos tenido y que tenemos en España?»--me
pregunta cada vez más encrespado.--«No señor, no me lo figuro, sino que
estoy convencido de ello»--le replico.--«¡Vamos, García, déjese usted de
badajadas y no sea ganso!» Sí; creo que me llamó ganso. Yo debiera
responderle: El ganso y el avestruz y el cernícalo es usted que dirige
un colegio en España sin saber castellano... Pero ya ves, amigo Tristán,
necesito los quince duros mensuales que me da...

En efecto, García vivía sosteniendo también a su anciana madre con los
quince duros que le daban en el Colegio Platónico, veinte del colegio
_Greco-latino_ y algunas lecciones particulares. En total cincuenta o
sesenta duros al mes. Había hecho ya tres oposiciones a cátedras de
Retórica y Poética ocupando segundo y tercer lugar en las ternas y
estaba resuelto a oponerse a todas las que vacaran hasta apoderarse de
una.

--¡Tú siempre haciendo tonterías, García!--exclamó Tristán con acento
donde se transparentaba la complacencia con que las observaba.

Y como se pusiera repentinamente de mejor humor propuso a su amigo el
salir a tomar café. Lo tomaron en la _Cervecería Inglesa_ y desde allí
bajaron a _Recoletos_ dando un paseo y siguiendo por la _Castellana_
hasta el final. Allí Tristán quiso entrar un momento en el tiro de
pistola. Era un aficionado ardoroso de este ejercicio, en parte porque
conociendo su carácter temía a cada instante verse obligado a acudir al
terreno del honor; en parte también porque había mostrado desde el
principio excepcionales disposiciones para él. Frecuentaba asimismo las
salas de armas, pero aquí sus éxitos habían sido muy inferiores.
Penetraron, pues, en el recinto del tiro y fue recibido por los tres o
cuatro parroquianos que allí había con muestras de respeto como una
lumbrera del arte. Tristán dio claras pruebas de que merecía este honor
metiendo ocho balas seguidas a voz de mando en un pequeño círculo del
tamaño de un duro. Es imposible imaginarse el rendimiento, la veneración
con que el mozo que cargaba las pistolas se las iba presentando después
de cada tiro. Un sacerdote ofreciendo la mirra y el incienso en el altar
no adoptaría una actitud más humilde y contemplativa. En cuanto a
García, aunque era un hombre enteramente retórico de los pies a la
cabeza, miraba a su amigo desde el diván donde se había sentado con ojos
alegres y triunfantes y los volvía a los parroquianos con ganas de
decirles: «¿Ven ustedes qué ojo tiene para meter la bala en el blanco?
Pues es tan certero para medir los _sáficos adónicos_.»

Salieron por fin de allí y regresaron al centro por el mismo paseo.
Estaba éste, como domingo, muy concurrido, pero aunque García iba
bastante mal trajeado y contrastaba con la elegancia perfilada que
ostentaba siempre su amigo, éste no se avergonzaba poco ni mucho de
llevarle a su lado: una buena cualidad que hay que reconocerle. García
la agradecía con todo el calor de su alma. No habían andado mucho cuando
tropezaron con el gran poeta don Luis de Rojas, el amigo cariñoso y el
maestro venerado de Tristán. Era un viejecito pulcro, de facciones
correctas y ojos vivos que gastaba perilla y bigote enteramente blancos
ya y el cabello cortado en media melena como tributo pagado a su
gloriosa juventud romántica. Traía un nietecito de la mano que Tristán
besó y agasajó mientras García se apartó respetuosamente algunos pasos.
Maestro y discípulo departieron con afecto unos momentos, y en la forma
cordial con que Rojas le abordó podía observarse que Tristán era su
predilecto. Así lo había declarado en efecto el maestro francamente en
el prólogo que puso al volumen de poesías titulado _Engaños y
Desengaños_, publicado por nuestro joven el año anterior. Merced a este
prólogo, el libro había logrado una resonancia que no alcanzan de
ordinario las producciones de los poetas noveles.

--Adiós, Aldama--concluyó diciéndole y apretándole al mismo tiempo la
mano--; que no falte usted el viernes. Hace dos o tres semanas que no
le vemos.

Rojas recibía a sus amigos los viernes por la noche en su casa. Era una
tertulia casi exclusivamente de literatos donde predominaban los
jóvenes.

Tristán, que le admiraba de corazón y estaba muy pagado de su
predilección afectuosa, comenzó luego que se hubo emparejado con García
a cantar sus alabanzas.

--¡Qué poeta, amigo mío! ¡Qué fantasía! ¡Qué vena fácil, armoniosa,
fresca! Jamás se han escrito en español ni imagino que en idioma alguno
unos versos más melodiosos. Hasta en sus últimas composiciones, cuando
ya no es más que un pobre viejo caduco, asoma en todas partes la garra
del león. ¡Mira que _La barca a pique_ es hermosa de veras...! ¡Hermosa,
hermosa!

Y al paso que caminaban se puso a recitar con un poco de énfasis las
octavas de aquella famosa composición del más famoso poeta español.
García aprobaba con el gesto y con algunas palabras sueltas la belleza
de la canción. «¡Grandioso en verdad! ¡Muy patético! ¡Qué pompa! ¡Qué
ornato...!»

Cuando Tristán terminó, caminaron algún tiempo en silencio. De pronto
García se detiene y exclama en tono resuelto:

--¿Sabes lo que te digo, Tristán...? _La barca a pique_ es una pieza de
relevante mérito. La pompa es magnífica, muy patética y de mucho
artificio... pero yo no cambiaría por ella tu _Golpe de viento_...

Tristán se puso rojo, no sabemos si de vergüenza o de placer; acaso de
ambas cosas a un tiempo.

--¡Hombre, por Dios, no desbarres!

--Yo no te diré que tenga tanto estro y tanto número. Rojas es único
para el número en España... Pero prefiero la tuya porque tiene más
variedad de tropos...

--¡Por Dios, García!

--Lo dicho... Tiene más riqueza de tropos. De eso no hay quien me
apee... Además, te lo diré francamente--añadió parándose y ahuecando la
voz--, no transijo, no puedo transigir con la metonimia que Rojas emplea
en el quinto verso de la segunda octava. Es más que atrevida,
disparatada. Eso de «las estrellas sus rayos esgrimiendo» podrá haber
críticos que lo aprueben, no te lo niego, pero mi conciencia literaria
me impide en este punto emitir un dictamen favorable.

Tristán siguió protestando. García manifestó con creciente energía:

--Te lo digo y te lo repito. Me juzgaría indigno del título de
licenciado en Filosofía y Letras y de inculcar en la inteligencia de mis
discípulos las primeras nociones de la Poética si no sostuviese que tu
composición ostenta mayor variedad de tropos que la de Rojas.

¿Qué iba a hacer Tristán en vista de esta decisión inquebrantable? Se
resignó como es natural.

Y paso entre paso llegaron hasta el salón del Prado y subieron por la
calle del mismo nombre hasta el Ateneo. Allí se despidieron. García no
era socio, no ciertamente por falta de ganas, sino de recursos
pecuniarios.

Columpiándose en una mecedora con un periódico en las manos halló
Tristán a su amigo Núñez en una de las salitas de conversación de aquel
centro docente. Era hombre de treinta y cuatro a treinta y seis años: de
más edad por lo tanto que nuestro joven; rubio, con ojos de color
indefinible tirando a verde, penetrantes y maliciosos; la barba rala y
partida por el medio. Vestía con la elegancia un poco fantástica y
afectada que alguna vez usan los artistas para apartarse de la
vulgaridad burguesa. Saludáronse con frialdad de buen tono que mostraba
al mismo tiempo confianza y Núñez siguió leyendo.

--¡Cuidado que se pone cursi el paseo de la Castellana los domingos...!
Es decir, se pone más porque lo está siempre. Esas niñas que van
rezumándose con los papás detrás de ellas; esos jóvenes que marchan
ciñendo la orilla de los coches vuelta hacia ellos la cabeza y
quitándose el sombrero cada cuatro pasos, sin conocer a nadie, sólo para
que las damas pedestres los admiren y veneren; esos aristócratas que
pasean en carruaje y se miran y se remiran sin cesar como si no se
conociesen, aunque se están mirando desde que nacieron y se seguirán
mirando hasta la hora de la muerte... Dime, ¿no causa grima a
cualquiera?

Núñez dejó escapar un murmullo de aprobación sin levantar la cabeza,
pero miró con el rabillo del ojo a su amigo y una chispa de malicia
atravesó por sus ojos.

--Dudo que exista en el mundo--prosiguió Tristán--una ciudad más
aburrida, más prosaica y cominera que la capital de España. Aquí la
gente se vuelve para mirarse por la espalda como si todos fuesen seres
raros o admirables; delante de cada ciego que toca la guitarra hay una
muchedumbre apiñada; las señoras pasan la vida averiguando lo que comen
sus vecinas y los caballeros cuánto ganan sus amigos; la juventud se
ocupa en descifrar las charadas o en contestar a las preguntas que
proponen los periodiquitos ilustrados: «¿cuál es el mejor literato?
¿cuál es el torero más bruto?», etc. Y contestan siempre los que no han
leído un libro ni han asistido a una corrida. Los viejos piropean a las
jóvenes y las siguen y hablan de política y no saben una palabra de la
profesión que han ejercido toda la vida. Los generales discuten la
separación de la Iglesia y del Estado y los obispos se preguntan si
estamos preparados para una guerra con el extranjero. Y en las calles y
en los paseos, en los teatros y en las iglesias, se observa en las
fisonomías la misma vulgaridad, el signo indeleble de cursilería y de
ignorancia que caracteriza a nuestros amables convecinos...

Al tiempo de pronunciar estas palabras, como estuviese jugando con el
bastón, se le cayó al suelo con estrépito.

Dejó escapar una interjección de impaciencia, lo recogió y se quedó unos
instantes pensativo.

--¿Por qué se habrán de caer las cosas, vamos a ver?--exclamó al cabo
como si hablase consigo mismo--.¿Por qué no habían de quedarse donde se
las colocase? Esta ley de la gravedad que nos encadena al suelo, que nos
pone grillos al nacer como si fuéramos presidiarios, ¿no es una ley
estúpida? ¡Y luego nos hablan de inteligencia en la naturaleza!
¡Menguada inteligencia que corre parejas con su bondad!

Núñez soltó una carcajada.

--Amigo Páramo, hoy vienes más páramo que nunca te he visto. ¡Me río yo
de las estepas de la Siberia y de los ventisqueros del monte de San
Bernardo!

Era una de las bromitas que se autorizaba con Tristán el ponerle este
sobrenombre a causa de sus ideas sombrías. A menudo, cuando tenía que
enviarle una carta por el correo interior o por medio de mensajero,
escribía en el sobre: «Señor don Tristán Aldama del Páramo», o bien
añadía al apellido «y Fernández Yermo» o «Desierto Arenoso». Tristán
toleraba estas bromas porque respetaba y admiraba a su amigo. Núñez,
como ya se ha dicho, le llevaba ocho o diez años de edad, gozaba de un
nombre ilustre como pintor, frecuentaba la alta sociedad y era temido y
agasajado por su mordacidad. Estas circunstancias hacían que Tristán se
sintiese halagado por aquella amistad que, aunque nacida hacía dos años
nada más, había adquirido gran intimidad, hasta llegar a tutearse. Por
su parte Núñez hizo de Tristán su amigo porque le halló inteligente y
figurando entre los jóvenes de más porvenir en la literatura, porque
vestía con elegancia y pertenecía a una familia opulenta. La vida de
ambos no era igual, sin embargo. La de Núñez, más disipada; frecuentaba
más el Casino que el Ateneo, tenía queridas y gastaba mucho dinero, sin
que se supiese de dónde procedía, pues hacía años que pintaba poco.

Tristán sonrió, avergonzado de aquellas extemporáneas lamentaciones.

--¿Y qué tal lo has pasado ayer en el Escorial? Apenas hay necesidad de
preguntarlo, porque en medio de ese páramo, el Sotillo viene a ser un
jardincito abrigado y delicioso... Y a propósito, ¿cuándo me llevas al
Sotillo?

Hacía ya algún tiempo que Núñez le venía instando para que le llevase a
ver la posesión de su futuro cuñado, de la cual se hacían lenguas en
Madrid. Tristán, prometiendo hacerlo, dilataba la presentación por
cierto vago recelo que en momento ni ocasión alguna podía desechar de
si. Por esto y aún más porque el nombre del _Sotillo_ le trajo de nuevo
a la imaginación la intriga indigna tramada contra él, su semblante
volvió a obscurecerse. Núñez no reparó o no quiso reparar en ello y le
apretó con su desenfado habitual para que le señalase día. Tristán al
cabo se vio obligado a fijar uno de la próxima semana en que por
celebrarse el aniversario del matrimonio de sus futuros cuñados había
allí otros invitados.

--¿Y qué tal? Esa linda joven del Escorial ¿está conforme con tu cuñado?

--¿Qué quieres decir?--repuso con gravedad Tristán.

--Si está conforme con él en las cosas temporales y en las espirituales.

El joven se sintió herido por aquella desvergonzada pregunta y replicó
secamente:

--No hay otro matrimonio más feliz sobre la tierra.

--Me alegro... me alegro que no discutan... Ella es una hermosa mujer,
un ejemplar admirable de nereida... Quisiera hacer su retrato desnuda,
saliendo del agua...

Pero viendo que Tristán se ponía cada vez más hosco cambió de
conversación.

--¿Sabes tú? Hace poco, cuando venía hacia aquí, tropecé en la carrera
de San Jerónimo a tu amigo Morel. Me para y me pregunta, mientras se
dibuja en sus labios una sonrisa de lástima: «¿Ha leído usted el libro
de Sánchez Abellán...? ¡Qué extravagancia! ¡Qué majadería! Imposible
llegar más allá en el arte de disparatar. Es la obra de un idiota o de
un loco.» Y las carcajadas fluían de su boca y tenía que apoyarse en la
pared para no caer de risa. Sigo caminando y unos cuantos pasos más
allá, al dar vuelta a la calle del Príncipe, encuentro al mismo Sánchez
Abellán. Nos saludamos, cambiamos algunas palabras, y de buenas a
primeras, sonriendo mefistofélicamente, me pregunta: «¿Ha leído usted
los últimos artículos de Morel en _El Noticiero_...? ¡Prodigioso...!
¡Enorme...! Léalos usted si quiere pasar un buen rato... Indudablemente
ese hombre es un loco o un idiota.» Los dos habían empleado iguales
calificativos. ¿No tiene gracia?

--Para mí no tiene ninguna--dijo Tristán malhumorado.

Núñez le miró un momento con curiosidad burlona y repuso tranquilamente:

--Consiste en que ese molino que tienes en el cerebro no tritura más que
cosas negras. Pero el mío muele rico trigo candeal y produce harina
blanca superior... Vamos a ver, ¿no es una satisfacción observar cómo
esos dos hombres se han conocido perfectamente? ¿No es puro y legítimo
el deseo de que la luz penetre en los espíritus?

En el curso de la conversación había cruzado por delante de ellos un
chico imberbe a quien Núñez saludó inclinándose muy reverente y
quitándose el sombrero. A Tristán le sorprendió un poco aquel saludo
aunque no dijo nada. Pero ahora, como cruzara otro jovenzuelo de diez y
ocho a veinte años y Núñez volviese a inclinarse y saludar con la misma
reverencia, no pudo ocultar su sorpresa.

--Dime, Gustavo, ¿por qué saludas tan respetuosamente a esos chiquillos?

--Te lo explicaré en pocas palabras--repuso Núñez tranquilamente--. El
primero que ha cruzado por aquí hace un rato es secretario tercero de la
sección de Ciencias morales y políticas y ha presentado una Memoria
acerca de la _Cuestión social_, que se discutirá el año próximo. Este de
ahora ha publicado ya tres artículos en _El Defensor de los
Ayuntamientos_ sobre _El individuo y el Estado_. Ahora bien, estos
jóvenes que discuten la cuestión social y escriben sobre las relaciones
del individuo y el Estado son indudablemente los futuros gobernadores,
los consejeros de Estado, los directores generales, los ministros. Estos
jóvenes, no te quepa duda, serán nuestros amos por aquello de que «joven
sociólogo en puerta, cacique a la vuelta». Hay que tenerlos satisfechos,
hay que ganarse su amistad.

--Pero, hombre, ¿a ti, que eres un artista, qué te importa la amistad de
los políticos?

--¡Anda! ¿Imaginas que se puede ser en España un mediano colorista sin
tener algún amigo ministro?

Tristán sonrió levemente, quedó unos instantes pensativo y al cabo le
preguntó:

--¿Y nosotros los poetas también necesitamos la amistad de los
ministros?

--No, vosotros necesitáis pertenecer a uno de los dos Cuerpos
colegisladores--respondió gravemente el pintor.

--¡Vamos, Gustavo, hoy traes la guasa verde!

--No es broma, querido, es la pura verdad. Tú escribes un tomo de versos
y pones en la cubierta: «Poesías, por Tristán Aldama». Eso no dice nada;
el público no sabe a qué atenerse, porque lo ignora todo de ti. Pero
estampa debajo del título, verbi y gratia: «por Tristán Aldama,
_diputado por Puertocarnero_ o _senador vitalicio_», y ya el público
tiene motivos para conocerte y la crítica para guardarte
consideraciones. Tus versos no son advenedizos; demuestran que tienen
algún arraigo en el país.

--¡Vaya, vaya, Gustavo!--exclamó riendo Aldama.

--¡Que sí, querido, que sí! El público necesita siempre una garantía...

Un joven de agradable rostro y correctamente vestido iba a pasar por la
salita, pero viendo a nuestros amigos se volvió recelosamente para no
cruzar por delante de ellos.

--¡Eh! ¡eh...! amigo Valleumbroso, no se nos escape usted.

El joven dio la vuelta y quedó en pie frente a ellos.

--Atraque usted, querido--dijo Núñez--. Bien se conoce que quiere usted
sustraerse a las felicitaciones de los amigos. Los grandes espíritus
desdeñan el aplauso de la muchedumbre.

--¡Yo...! ¿Qué motivo hay para felicitarme?--exclamó el joven sonriendo,
haciéndose de nuevas y rebosando de orgullo.

--¡Casi nada! Aunque por mi profesión, y aun más por mi holgazanería, no
pueda estar muy al tanto de las novedades literarias, la trompeta de la
fama ha traído a mis oídos la noticia de que ha publicado usted un
volumen de poesías muy notable, que esos _Pelillos a la mar_ son
deliciosos y que se venden como pan bendito.

Las mejillas del poeta enrojecieron súbitamente y repuso en tono
desabrido:

--Mi libro no se titula _Pelillos a la mar_.

--No, hombre, se titula _Pétalos al aire_--se apresuró a decir Tristán.

--¡Ah...! perdone usted, amigo Valleumbroso. No sé cómo se me metió en
la cabeza... Es que suena algo parecido... Bien se conoce que soy
profano en asuntos literarios. En fin, de todos modos me consta que es
precioso el libro.

--Muchas gracias--dijo el poeta secamente.

--Todavía no hace muchos minutos que preguntándole al amigo Aldama
acerca de las últimas publicaciones, me decía: «Lo único que puede
leerse entre lo recientemente publicado son los _Pelillos_... (usted
perdone)... los _Pétalos_ de Valleumbroso.» Yo le respondí: «En cuanto
salgamos de aquí paso por la librería y los compro.»

--Muchas gracias: no se moleste usted: yo se los enviaré.

--No acepto el regalo. En España son tan pocos los libros que se
publican dignos de comprarse, que el presupuesto del más aficionado a
las letras no padece mucha alteración aunque se proponga ser
despilfarrador. Lo único que me atrevo a esperar de su amabilidad es que
me firme el ejemplar.

--Lo haré con mucho gusto.

El joven poeta estaba sobre brasas. El carácter de Núñez le inspiraba un
vivo recelo. Así que no fue posible retenerle allí más tiempo a pesar de
los esfuerzos que aquél hizo para ello. Mientras se alejaba a paso
rápido todavía le gritaba:

--Mil enhorabuenas. En cuanto lea el libro ya hablaremos de esos Peli...
de esos Pétalos. Que agote usted la edición pronto.

Cuando Tristán reprochaba a su amigo que se sirviese de él para burlarse
de un compañero, se presentó en la sala un hombre alto, enjuto, pálido,
con los bigotes largos y caídos como los de los chinos y unos ojos
saltones, resplandecientes, que sonreían al vacío. Vestía levita negra,
larga, amplia, flotante y no muy limpia. Más que levita parecía una
basquiña. Sobre la cabeza grande y despeinada llevaba un sombrero de
copa bastante viejo y también despeinado que no la tapaba sino a medias.

--¡Viva mil años el ilustre Pareja--exclamó Núñez--, el sabio
enciclopédico, que es honra del Ateneo y gloria de su patria!

El hombre de la basquiña se acercó a paso lento y reposado y su faz
académica se dilató con una sonrisa de plácida condescendencia.

--El amigo Núñez--dijo quitándose el sombrero, que sin duda le
molestaba, y acomodándose en una mecedora--siempre tan galante, tan
lisonjero.

Núñez, volviéndose hacía Tristán y como hablándole en tono confidencial,
le dijo:

--Cuando uno de estos hombres tan profundamente observadores se acerca a
mí, no puedo menos de sentirme inquieto, cohibido. Parece que está uno
delante de una máquina fotográfica y teme verse reproducido en mala
postura.

--Hasta ahora me parece que no tiene usted motivo para pensar que le
haya _enfocado_.

--Pero lo temo. Esa máquina que usted lleva en el cerebro no se cansa
jamás de impresionar. Hace pocos días entré en el café de Levante y le
vi a usted en un rincón comiéndose una ración de riñones salteados.
«¿Ves aquel señor que está en la mesa de la esquina?--le dije al amigo
que conmigo venía--. ¿Qué piensas que está haciendo?»--«Comiendo
riñones»--me contestó--. «Pues no señor, está observando, observando
siempre; para él no hay riñones que valgan.»

--No tanto, amigo Núñez, no tanto. Bien se señalan en usted a la par que
los estigmas sintomáticos de la idiosincrasia artística los caracteres
étnicos de la naturaleza andaluza.

--No soy andaluz, señor Pareja; soy extremeño.

--Mucho mejor. ¡Raza de conquistadores!

--Pero yo, aunque le parezca una gran inmodestia, estoy persuadido de
que soy el hombre más notable de mi raza. Cuando tenía veinte años,
conquisté a mi patrona que tenía cincuenta. No creo que Hernán Cortés
ni Pizarro, ni Alvarado ni García de Paredes...

--¡Nada, nada, se le concede a usted la primacía!--exclamó el sabio
soltando una carcajada vibrante y majestuosa.

--Lo que me admira principalmente en este señor--prosiguió Núñez
volviéndose de nuevo hacia Tristán--no es tanto su talento de observador
como la profunda ironía que comunica a todo lo que sale de su pluma y de
sus labios.

--La ironía, querido Núñez, es la flor que brota siempre del
conocimiento adecuado de las cosas y muestra la imposibilidad de reducir
el conocimiento intuitivo al conocimiento abstracto--expresó Pareja
dejando caer las palabras una a una como perlas destinadas a enriquecer
la tierra.

--Pero de todos los grandes irónicos que hoy florecen en España, estoy
convencido de que es usted el que ofrece mayor solidez.

--¿Quiere usted decir con eso que los demás suenan a hueco?--preguntó el
sabio con fina sonrisa maliciosa.

--Cabalmente y que el hombre verdaderamente macizo que conozco es usted.
Una cosa para mí incomprensible, señor Pareja, es cómo ha llegado usted
a profundizar materias tan diversas, la filosofía, las ciencias
naturales, la historia, la política, la música...

--Cuestión de método, querido Núñez; adecuada distribución del tiempo;
ése es el secreto. Horas destinadas a la observación; horas destinadas a
la especulación; horas destinadas a la práctica, sin que jamás ni por
ningún motivo se compenetren. Si en las horas destinadas a la
especulación hacemos una observación, todo está perdido.

Hablaba Pareja con tal acento de suficiencia, recalcaba de tal modo las
sílabas, sonreía, dirigía a Núñez y Tristán miradas tan amables y
condescendientes que resisten a toda descripción. Imposible manifestar
con más claridad la íntima satisfacción de sí mismo de que se hallaba
poseído.

--Ayer tarde--prosiguió--estuve en Alcalá a visitar el penal. ¡Curioso!
¡curiooooso! ¡curio-sí-si-mo! No pueden ustedes formarse idea del
número de notas que he tomado. Hablé con muchos penados, me enteré de
infinidad de historias, verdaderos casos clínicos, y por último,
distribuí entre ellos, con permiso del director, algunos ejemplares de
mi folleto _El delincuente ante la ciencia_.

--Nada me parece más a propósito para infundirles algún consuelo--dijo
Núñez--. Realmente en los momentos de tristeza y desesperación, si algo
puede llevar el sosiego al alma ulcerada del delincuente, es la
consideración de que se encuentra delante de la ciencia y de que ésta le
contempla.

--Así es, amigo Núñez, así es. Usted sabe poner los puntos sobre las
íes.

--Alguna vez se me olvidan.

--¡Nada, nada, pone usted los puntos sobre las íes!

Y al decir esto se balanceaba sobre la mecedora y echaba sus piernas
didácticas al alto con tal alegría que ningún emperador la sintió mayor
al poner una placa sobre el pecho de alguno de sus generales
victoriosos.

--Creo que se alegrará usted de saber--expresó después en tono más
placentero si cabe--que desde hace algunos días vengo haciendo estudios
también en los barrios bajos de Madrid. ¡Qué cosas he visto! ¡Qué cosas
he oído! ¡Curioso! ¡Curioooso! ¡Curio-sí-si-mo!

--Supongo que allí no habrá usted repartido el folleto de _El
delincuente ante la ciencia_.

--¡No, hombre, no!--exclamó riendo y añadió luego con ático humorismo--.
Porque si bien me figuro que se encontrarán allí igualmente bastantes
delincuentes, éstos no son _in actu_, sino _in potentia_. Dejando, pues,
aquellos folletos para mejor ocasión, he distribuido algunos otros sobre
_El sentimiento religioso como un desequilibrio en la nutrición_.

--Bien hecho. Me parece lo más urgente para las clases trabajadoras
restablecer el equilibrio en la nutrición. La creencia en Dios y en la
inmortalidad del alma en resumidas cuentas no sirve más que para turbar
la digestión.

--Es así, querido Núñez, es así. Usted sabe poner los puntos sobre las
íes.

Tristán se llevó la mano a la boca para reprimir un bostezo. Así que se
presentaba este síntoma de aburrimiento, la enfermedad se declaraba en
él con tal violencia que no se pasaron tres minutos sin que se alzase
bruscamente de la mecedora y les dijese adiós.

Cuando Gustavo montaba sobre uno de estos asnos no se hartaba nunca de
hacerle correr. Pero entre todos los asnos antiguos y modernos ninguno
estuvo más satisfecho de su naturaleza asnal que el ilustre Pareja.



VIII

UN BUEN DÍA QUE CONCLUYE MAL


Cirilo quedó sorprendido cuando oyó tocar suavemente en la puerta de su
despacho. Conocía perfectamente la mano que daba aquellos golpecitos.

--¡Pero ya!--exclamó--. ¡Adelante, adelante!

Visita se presentó peinada y vestida como para salir. La sorpresa de su
esposo fue mucho mayor. Ordinariamente él se levantaba muy temprano como
hombre de negocios que era, y apoyándose en su bastón iba hasta su
despacho y allí trabajaba hasta las nueve, hora en que venía a desayunar
al dormitorio con su mujer, que aún permanecía en la cama. Luego la
ayudaba a vestirse sin llamar a la doncella y tornaba al escritorio.

Visita reía a carcajadas adivinando, sin verlo, el rostro asustado de su
marido. Avanzó lentamente llevando extendidas las manos y acercándose le
tomó la cabeza y le besó repetidas veces.

--¡Pero, hija mía, si no son más que las ocho!--dijo él, que como hombre
de vida metódica y escrupulosamente regularizada aún no volvía de su
asombro--. ¿Cómo estás ya peinada y vestida?

--Porque hoy nos desayunamos antes, iremos a misa antes... y después...,
después Dios dirá.

--Pero necesito concluir de extender estos recibos.

--Pues no se concluyen.

--Entonces no es que Dios dirá; es que dices tú--repuso él en tono
jocoso.

--Eso es, digo yo... y mando que te vengas conmigo ahora mismo a
desayunar.

Así se hizo. Arreglose después prontamente y salieron de casa poco antes
de las nueve para oír misa en la Encarnación. Habitaba nuestro
matrimonio un cuartito bajo en la plaza de Oriente, amueblado con
elegancia y provisto de todas las comodidades compatibles con su
fortuna, que desde hacía algún tiempo iba prosperando lindamente. Cirilo
trabajaba firme. Además de la administración de Reynoso y Escudero tenía
alguna otra y se ocupaba en negocios como agente privado. Menos a la
Bolsa, a todas partes se hacía acompañar por su esposa que estaba ya
enterada de bonos, pagarés, cheques, talones y resguardos como un
consumado zurupeto. Visita le ayudaba a subir y bajar las escaleras del
Banco y los coches de punto, le llevaba los rollos de valores, le tenía
por el bastón mientras firmaba documentos o contaba billetes y le echaba
la goma a la cartera. ¡Y que no hacía ella estas cosas con poco gozo! La
cuitada se juzgaba tan inútil que cuando podía prestar algún servicio su
corazón se inundaba de alegría.

Al salir de la iglesia le dijo resueltamente:

--Hoy, quieras que no, tienes que dejarte guiar por una ciega. Hazme el
favor de buscar un coche.

Se fueron al primer puesto y en el trayecto Cirilo no dejó de
preguntarle adónde pensaba conducirle.

--Ya lo sabrás.

Hasta que subieron al vehículo y Visita dijo triunfalmente «a la
Bombilla» no logró averiguarlo.

Ya están en la Bombilla. Allí se apean un momento, entran en un
café-restaurant y encargan el almuerzo para las doce: vuelven a montar y
siguen paseando por la Moncloa, dejan el coche cerca de la fuente de las
Damas y suben lentamente por un montecillo cubierto de pinos hasta
colocarse en un alto y deleitoso paraje tapizado de césped desde donde
se divisa el único paisaje digno que tiene la capital de España. A la
izquierda el río oculto entre el follaje de la Casa de Campo; delante el
Guadarrama con su crestería recortada que se destaca puramente con el
azul del cielo; a la derecha la Dehesa de la Villa, el camino de
Amaniel, los campos verdes de la Moncloa.

Cirilo dejó escapar un suspiro de satisfacción y contempló arrobado el
espléndido panorama que tenía delante murmurando «¡Qué hermoso! ¡Qué
hermoso!» A su lado Visita también parecía aspirar su belleza grave y
solemne, si no por los ojos por la boca y por la nariz que se abrían
para dejar paso a la fresca brisa de la sierra.

--¿Verdad que es muy hermoso?--dijo apretándose contra su marido--. Tú
apenas has visto esto, pero yo lo conozco perfectamente porque de
soltera venía con mi padre a merendar a este sitio todos los domingos.
Algunas veces venía la criada con nosotros, traíamos el almuerzo y
pasábamos aquí todo el día. Puedo decirte cómo es el paisaje lo mismo
que si lo estuviera viendo... ¡Es decir, lo estoy viendo, lo estoy
viendo de veras! Mira aquí debajo la Puerta de Hierro, las encinas del
Pardo que se extiende hasta las faldas del Guadarrama. ¡El Guadarrama!
¡Qué hermosas montañas de color violeta...! Y el cielo, el cielo azul
encima, profundo, inmenso, convidando a volar por él.

A Cirilo se le apretó el corazón. Aquella alegría de su pobre esposa,
ciega en lo mejor de la vida, le removía las entrañas como si quisieran
arrancárselas. No pudo contestar; hubo una larga pausa. De repente
Visita aproximó su rostro al suyo y le besó en los ojos.

--¡Ya sabía que estabas llorando...! No llores, tonto... ¡Si soy feliz,
enteramente feliz! ¿Qué importa que no pueda ver esas montañas? Ya las
he visto y acaso en mi imaginación las finja ahora más hermosas aún de
lo que son. Además, Dios me permite estar al lado de ellas, sentir su
aliento embalsamado y fresco... y tenerte a ti al mismo tiempo. Peor,
mil veces peor sería que las viese y no pudiera tener tu mano en la mía
como la tengo ahora.

Cirilo le pasó el brazo por detrás de la cintura y la apretó tiernamente
contra sí.

--¡Ea!--dijo ella dejándose caer en el césped--. Basta de paisajes y de
enternecimientos. Yo soy la ciega más dichosa que existe a la hora
presente en Madrid, y tú el cojito más guapo, más simpático, más bueno y
más feliz... ¿Verdad que sí...? ¡Di que sí!

Cirilo se sentó con algún trabajo a su lado. Ella sacó de su ridículo un
libro y se lo dio diciendo:

--Ahora tendrás la amabilidad de leerme un poquito, estoy segura de
ello. He traído esta novela porque es de tu autor favorito y quiero que
el día de hoy te diviertas mucho, mucho... porque si tú no te diviertes
mucho, mucho, yo estoy decidida a aburrirme.

Cirilo cogió el libro riendo y se puso a leer. La lectura siempre tenía
atractivo para ellos porque eran aficionados a la buena literatura y
devotísimos de los mejores autores; pero ahora al aire libre, en tan
poético paraje y con la excitación placentera que el paseo dado y la
perspectiva que el suculento almuerzo les producía, era sin duda
doblemente grata. A menudo Visita le interrumpía para hacer comentarios,
unas veces deplorando la maldad de algún personaje o alegrándose de que
la heroína fuese tan simpática, otras veces vaticinando alguno de los
sucesos o peripecias de que la narración les iba a dar cuenta. Reían a
carcajadas en alguna página y a la siguiente sin saber cómo se
enternecían y hacían pucheritos, porque aquel autor gozaba el privilegio
de subyugarlos y arrastrarlos al sentimiento que bien quería. Cuando
Visita notó que su marido comenzaba a fatigarse le hizo cerrar el libro
y lo guardó de nuevo en su bolsita. Se aproximaba ya la hora del
almuerzo y se disponían a levantar el vuelo de aquel delicioso sitio
cuando Visita percibió un leve ruido a su espalda.

--¿Quién anda ahí?--preguntó a Cirilo.

--Una pobre mujer--respondió éste.

--¿Qué hace?

--Me parece que anda recogiendo plantas.

En efecto, con una raída navajita aquella mujer iba cortando cardillos y
guardándolos en una falda. Cuando se aproximó a ellos les dio los buenos
días. Visita inmediatamente trabó conversación con ella y se enteró de
su tarea. Los guardas le dejaban cortar cardillos: los que en algunas
horas podía recoger los llevaba a la mañana siguiente a la plaza.
Visita le preguntó cuánto solían valerle.

--Un día con otro treinta céntimos.

--¡Treinta céntimos!--exclamó asombrada.

--¡Ay, señorita! y esos días me doy por satisfecha porque al fin podemos
comer pan en casa... Pero la señorita... (dijo un poco acortada
fijándose en los ojos inmóviles de Visita).

--Sí, la señora tiene la desgracia de estar ciega--respondió Cirilo
tristemente.

Hubo una pausa y al cabo la mujer profirió con acento desesperado:

--¡Ciega quisiera estar yo para no ver lo que veo en mi casa!--Y al
mismo tiempo prorrumpió en amargo llanto--. Hace pocos meses que salí
del hospital, donde me han cortado un pecho... Con el otro solamente
alimento a mi niño..., es decir, pudiera alimentarlo si tuviese qué
comer... ¡Pero no lo tengo! Mi marido es cochero, pero está enfermo de
reumatismo sin poderse apenas mover y le han despedido de la casa...
Ahora que está un poco mejor, no encuentra trabajo... Sin la caridad de
los vecinos, que son casi tan pobres como nosotros, ya hubiéramos muerto
de hambre hace tiempo... Algunas veces me dan pan y otras veces un poco
de sopa... Pero la casa ¡ay la casa! Ya debemos cinco meses y de un día
a otro nos pondrán los pocos trastos que tenemos en la calle... ¡Dios
mío, Dios mío, qué va a ser de nosotros!

--¡Vaya por Dios! ¡Infeliz mujer!--exclamó Visita por lo bajo.

Cirilo sacó una moneda del bolsillo y se la entregó.

--¿Qué le has dado?--le preguntó su esposa al oído.

--Una peseta.

--Dale más.

Sacó un duro y se lo dio.

--¿Qué le has dado?

--Un duro.

--Dale más. Nosotros no tenemos hijos. Dios nos ha protegido hasta ahora
y nos seguirá protegiendo.

Cirilo echó mano a la cartera y le entregó un billete de cincuenta
pesetas. La mujer, sorprendida y roja de emoción y de alegría, no
encontraba palabras para dar las gracias. Se deshacía en fervorosas
bendiciones.

--¡Dios se lo pague, señorita, Dios se lo pague! ¡Bendita sea la hora en
que su madre la ha parido! ¡Bendita la leche que ha mamado...!

--Pase mañana por nuestra casa. Ahora le dará una tarjeta mi
marido--dijo Visita--. Tenemos amigos que están en mejor posición que
nosotros y acaso puedan colocar a su esposo.

Iban ya lejos y todavía les seguía la voz de la pobre mujer que gritaba
sin cesar:

--¡Dios les bendiga, señoritos! ¡Que nunca pase la desgracia por su
casa...! ¡Que Dios la proteja, señorita, que Dios la proteja y ya que no
ve la tierra le haga ver el cielo!

--Ya lo estoy viendo--murmuró Visita mientras dos lágrimas resbalaban
por sus mejillas.

El coche les esperaba abajo. Montaron de nuevo en él y se trasladaron a
la Bombilla. Antes de entrar en el gabinete que les tenían reservado
dieron orden para que sirviesen también de almorzar al cochero. Pasaron
después, y en un comedorcito agradable con vistas al río hicieron los
honores al almuerzo, cuyos platos habían de antemano elegido. El paseo,
el aire puro les había despertado el apetito. Visita bebió un poco más
de lo ordinario y se quedó traspuesta algunos instantes en un sofá,
mientras su marido leía el periódico que había enviado a comprar.

--¡Ea, ahora con la música a otra parte!--exclamó al cabo la ciega
levantándose y sacudiendo la pereza.

--¿A qué parte?--preguntó Cirilo riendo.

--Adonde la proporcionan mejor en Madrid; al circo del Príncipe Alfonso.

Y así se verificó rápidamente. Oyeron el concierto que en las tardes
dominicales de primavera allí se celebraba y ya de noche se restituyeron
a su casa, no sin haber dado antes una vuelta por la confitería para
comprar los postres de la comida.

--¡Buen día...! ¡Superior, hija, superior!--exclamaba Cirilo después de
comer, reclinado cómodamente en una butaca y saboreando una taza de café
al par que chupaba un fragante tabaco de la caja que el día antes le
había regalado Reynoso.

--¿Te has divertido? ¿Has estado a gusto con tu mujercita?--le respondía
Visita, que también tomaba café sentada a su lado en una sillita baja.

--Con mi mujercita estaría yo a gusto aunque viviese en una zahurda
comiendo berzas y pan negro.

Y al mismo tiempo se inclinó para besar sus cabellos. Hubo una larga
pausa en que ambos parecían paladear su dicha enternecidos.

--¿Sabes lo que estoy pensando?--profirió ella al cabo buscando a
tientas su mano y apretándola tiernamente--. Pues pienso que si yo no
fuese ciega no te querría tanto como te quiero... y me parece que tú
tampoco me querrías a mí de este modo. Por tanto que no seríamos tan
felices.

--Quizá sea como piensas--repuso él inclinándose otra vez para
besarla--. Pero daría la vida por que recobrases la vista.

--Y estoy pensando también que el invierno próximo lo vamos a pasar aún
mejor que este, porque tendremos en Madrid a don Germán y a Elena, y más
cerca aún de nosotros a Clara y Tristán... Ya ves, vienen a vivir a
cuatro pasos de aquí, en la calle del Arenal. Todas las noches al teatro
es monótono y además costoso: algunas iremos a su casa, o vendrán ellos
a la nuestra. ¿Qué gusto, verdad? ¡Qué tertulitas íntimas, agradables,
vamos a tener aquí los cuatro!

En aquel instante sonó el timbre de la puerta y la doncella se presentó
anunciando al señorito Tristán. Este apareció detrás de ella. La faz de
Cirilo y la de Visita se iluminaron con una sonrisa de alegría. La de
aquél se apagó, sin embargo, al observar el rostro serio y contraído del
joven.

--Buenas noches.

Al oír el saludo, la sonrisa de Visita también se apagó: su fino oído de
ciega había notado algo extraño en el timbre de la voz.

Después de preguntarse por la salud y de unas cuantas frases
superficiales, Tristán abordó con premura, pero en tono afectadamente
sosegado, la magna cuestión que allí le conducía.

--El objeto que me trae a estas horas (aparte del placer que siempre
tengo en verles y en departir con ustedes) es un poco raro, un poco
molesto... acaso también un poco ridículo... Pero en fin, en este mundo
no es todo corriente y agradable por desgracia: alguna vez hay que tocar
también en lo molesto y en lo ridículo, y a mí me llega el turno a la
hora presente. Desearía obtener de su amabilidad me dijese si en el
tiempo que llevamos de relación amistosa he incurrido en su desagrado
por alguna acción o por alguna omisión que les haya molestado, si han
observado ustedes en mí algo que no estuviese de acuerdo con una franca
y leal amistad, o bien si inadvertidamente creen ustedes que les
ocasioné algún perjuicio.

Cirilo y Visita permanecieron mudos, estupefactos ante aquel extraño
discurso.

--Deseo saber--repitió al cabo de un instante, recalcando más las
palabras--, si en el curso que hasta ahora ha seguido nuestra amistad
tienen ustedes algún motivo de queja contra mí.

--Me parece ociosa la pregunta, Tristán--manifestó Cirilo
recobrándose--. Demasiado sabe usted que nunca nos ha dado motivos para
otra cosa que para estimarle en lo mucho que vale y considerarle como
uno de nuestros buenos y cariñosos amigos.

--¿Tampoco les he ocasionado perjuicio alguno de un modo indirecto, esto
es, sin darme cuenta de ello?

--Absolutamente ninguno que yo sepa.

--Está bien... ¿Entonces por qué conspiran ustedes contra mí y me hacen
la guerra?

--¿Conspirar contra usted...? ¿Hacerle la guerra?

--Sí. ¿Por qué me hieren en la sombra y trabajan cautelosamente a fin de
desbaratar mi próximo matrimonio?

--¿Qué está usted diciendo?

--Comprendo perfectamente--profirió Tristán sin querer hacerse cargo del
asombro de Cirilo--que el afecto que les liga a sus parientes los
señores de Reynoso (por más que el parentesco sea lejano) les haga ver
el matrimonio de Clara poco ventajoso y apetecer para ella otro de más
relieve. Comprendo igualmente que mi persona les inspire una secreta
antipatía... que les hastíe, que les cargue. Eso pasa no pocas veces con
aquellas personas que las circunstancias nos imponen la obligación de
tratar... Lo que no puedo comprender es que hayan aguardado a última
hora para hacer a Clara el favor de proporcionarle un enlace más ilustre
o para mostrarme a mí su hostilidad... Bien es cierto--añadió con amarga
ironía--que _lo que está arreglado se desarregla y lo que está hecho se
deshace_.

--Permítame usted que le diga, amigo Tristán, que no entiendo lo que
usted quiere decir ni aun el paso que usted acaba de dar visitándonos en
esta forma brusca y desusada... es decir, sí veo que está usted irritado
y que juzga que nosotros le hemos hecho algún agravio en lo que se
refiere a su próximo matrimonio, pero por más que discurro no sé dónde
está ese agravio. Lo mismo Visita que yo nos hallamos tan contentos y
nos parece tan bien esa boda que precisamente en este momento hablábamos
de ella con alegría y nos felicitábamos de que...

--¡Bien, bien, dejemos eso!--exclamó Tristán con aspereza. Aquellas
palabras le parecían el colmo de la hipocresía y de la impudencia.--No
necesito decir a usted que la alegría o la tristeza de ustedes en lo que
a mi boda se refiere, aunque en sí mismas tengan mucha importancia, para
mí la tienen secundaria. Puedo casarme o permanecer soltero y vivir bien
o mal y ser feliz o desgraciado sin que en ninguna de estas cosas
influya de un modo decisivo la alegría o la tristeza de ustedes... Pero
si no influyen sus sentimientos pueden influir las acciones. Todos
estamos expuestos en la vida a tristes desengaños, a las asechanzas de
nuestros enemigos... y a la traición de nuestros amigos.

--¡Vea usted lo que está diciendo, señor Aldama!--profirió Cirilo
perdiendo la paciencia e incorporándose en la butaca--. Considere usted
que con esas reticencias me está usted ofendiendo y que yo no le he
dado motivo alguno para ello.

--«Lo que está arreglado se desarregla y lo que está hecho se
deshace»--repitió Tristán sonriendo sarcásticamente--. Hasta ahora nada
le he dicho ofensivo... No ha sido más que la queja de quien se siente
herido. Pero no respondo de que más tarde no pueda decirle algo que le
moleste de veras.

--¡Pues entonces cortemos inmediatamente esta conversación!--exclamó
Cirilo apoyándose con mano crispada sobre la mesa para levantarse--.
Considero a usted un hombre de honor y sé que se arrepentiría de haber
ofendido a quien carece de medios para pedirla reparación de la ofensa.

Visita se había puesto en pie también vivamente y Tristán hizo lo mismo.

--Tampoco es noble ampararse de su debilidad para dar rienda suelta a
rencores injustificados y hacer daño a quien nunca se lo ha hecho a
usted.

--Repito que no se me ha pasado por la imaginación jamás ocasionar a
usted daño alguno y que sólo un chisme de algún malintencionado pudo
hacérselo creer y ponerle tan obcecado.

--¡Obcecado! ¡obcecado!--exclamó Tristán con voz enronquecida ya por la
ira--. No hay chismes, no hay malintencionados. Yo no puedo creer que
tengan mala intención ni pretendan engañarme mis propios oídos. A la
postre todo se descubre. Para quien no procede con lealtad el mundo es
transparente. A hacérselo ver es a lo único a que he venido a aquí, o lo
que es igual a decirles a ustedes que ya no me engañan y que desprecio
como merecen sus falsos testimonios de amistad... Ahora queden ustedes
con Dios. Me han declarado la guerra... Está bien, lucharemos.
Lucharemos sí; ustedes en la sombra; yo cara a cara y a la luz del día.
Buenas noches.

Y tomando el sombrero que tenía sobre una silla se lo encasquetó
violentamente y salió como un huracán de la estancia.

Visita, cuyo estupor le había impedido pronunciar una palabra en esta
breve escena, se dejó caer de nuevo en la silla y rompió a llorar.

--¡Dios mío, un día tan feliz como habíamos pasado!

Cirilo se pasó la mano por la frente y respondió con amargura:

--Ya ves, querida, que ningún día puede llamarse feliz hasta que suenan
las doce de la noche.



IX

UN TROPEZÓN DE GUSTAVO NÚÑEZ Y OTRO DE SU AMIGO TRISTÁN


Al día siguiente recibió Tristán una carta de Cirilo. En términos dignos
le hacía presente que si su enojo procedía de ciertas palabras que con
insistencia había repetido en la conversación habida la noche anterior,
_lo que está arreglado se desarregla y lo que está hecho se deshace_,
Visita recordaba en efecto haberlas pronunciado hablando con el marqués
del Lago. Estas palabras se referían al proyecto que tenía la marquesa
de abandonar a Madrid para irse a vivir con su hijo a sus posesiones de
Extremadura. El citado marqués del Lago podía dar testimonio de ello si
fuese interrogado.

Tristán ya estaba arrepentido de su violencia. Aunque la carta no
disipase enteramente sus dudas, le hizo pensar que pudiera haber
incurrido en un error. Por otra parte comprendía el daño que tal
precipitación podía ocasionarle en el ánimo de la familia Reynoso.
Respondió a Cirilo dándole excusas y rogándole guardase reserva de lo
ocurrido.

Llegó el día del aniversario del matrimonio de los Reynoso, que siempre
se celebraba con alegría. Sólo el segundo año dejó de hacerse por estar
reciente el fallecimiento de doña Dámasa, madre de Elena. Tristán
cumplió su compromiso llevando al Sotillo a su amigo Núñez, previamente
anunciado hacía tiempo. Clara lo recibió con toda la expansión de que
era capaz su carácter circunspecto. Se trataba de un amigo íntimo del
elegido de su corazón y se esforzó en mostrarse locuaz y afectuosa.
Elena, en cambio, prevenida contra él, lo acogió con toda la gravedad de
que era susceptible su temperamento infantil y bullicioso. De suerte que
equilibrándose por el esfuerzo ambas naturalezas vinieron a producir
resultados análogos. Mas no se pasó mucho tiempo sin que la distinta
condición de ambas recobrase sus derechos. La charla viva, irónica,
chispeante de Núñez empezó a causar secreta alegría a la gentil señora
de Reynoso; su rostro serio comenzó a iluminarse y no tardó su linda
boca en estallar en carcajadas ruidosas celebrando los donaires casi
siempre maliciosos del pintor. En cambio en el dulce y grave semblante
de Clara no tardó en señalarse la inquietud y el tedio que tanta charla
frívola, tanta frase picante le producían.

Reynoso había hecho colocar la mesa para almorzar en una isleta que
había en el centro de una de las dos charcas que en la gran finca
adquirida por él y agregada al Sotillo existían. Era la más pequeña y
estaba casi siempre vacía, y crecían en ella bosquetes de juncos y
cantaban las ranas. Los frailes, a quienes la mansión perteneciera en la
antigüedad, habían hecho construir para su recreo sobre esta isleta un
gran cenador formado de columnas de granito a modo de templete griego.
Estaban las columnas en pie, pero el techo había desaparecido. Don
Germán, que tenía instinto artístico, no quiso restaurar ninguna de las
ruinas que la pesadumbre del tiempo había causado en las construcciones
de los frailes y todos los hombres de gusto se lo aplaudían. Los restos
de la abadía, de la iglesia, de los cenadores y los muros estaban
cubiertos de maleza y exhalaban la dulce melancolía de las cosas
pasadas. Para llegar a la isleta del cenador había un puente de piedra
de fábrica suntuosa como todas las demás antiguas construcciones, pero
igualmente deteriorado; el piso, formado por grandes bloques de granito,
alguno de los cuales se había desprendido. En torno de la derruida
columnata crecían algunas acacias y todo lo demás invadido por la yerba
y la maleza.

Formaba extraño contraste la gran mesa adornada al gusto moderno, la
vajilla resplandeciente, los criados de frac, con la tristeza y
desolación de aquellas ruinas. Núñez lo encontró original en alto grado
y felicitó calurosamente a Elena por más que no había partido de ésta la
idea. Sentáronse a la mesa a más de la familia, de Tristán y Núñez,
Cirilo y Visita, el marquesito del Lago, su hermana la condesa de
Peñarrubia que se hallaba pasando unos días en el Escorial con su madre,
Escudero y su hija Araceli, Narciso Luna, muy popular en el mundo
elegante y disipado de Madrid, amigo íntimo de la condesa de Peñarrubia,
Gonzalito Ruiz Díaz, primogénito de los duques del Real-Saludo que
pertenecían también a la colonia veraniega del Escorial y habitaban en
un suntuoso hotel de su propiedad, dos hermanas de éste amigas de Clara
y de la edad de ella aproximadamente, el farmacéutico Vilches, primo
hermano de Elena, con su señora, el paisano Barragán y otros pocos
invitados más hasta el número de treinta.

El gasto de la conversación hiciéronlo Tristán, Gustavo Núñez, la
condesa de Peñarrubia y Narciso Luna. Los tres últimos se conocían y se
trataban íntimamente, y Gustavo y Narciso se tuteaban como socios
asiduos de la Peña. Aquél era ingenioso y culto como ya sabemos; éste un
hombre vulgar que suplía a menudo el ingenio con la desvergüenza.
Imposible saber los años que tenía: lo mismo podía ser un joven de
treinta años envejecido que un anciano de sesenta remozado: el rostro
bastante arrugado, pero ninguna cana en la barba ni en los cabellos, de
suerte que a primera vista hacía el efecto de llevarlos teñidos; la voz
tomada y el aspecto crapuloso.

--Hace un sin fin de tiempo que no veo ningún cuadro de usted,
Núñez--dijo la condesa de Peñarrubia dirigiéndose al laureado pintor.

--¡Oh cielos! ¿También usted, condesa?--exclamó aquél con aspaviento
cómico de susto.

--¿Qué quiere usted decir?--replicó sonriente la dama.

--Quiero decir que me pareció usted una persona segura tratándose de
ese género de terribles inquisiciones... Pero veo que no lo es usted...
La pregunta que acaba de hacerme es mi sombra negra, es mi castigo. No
voy a ninguna parte que no resuene en mis oídos... Salgo de casa por la
mañana, doy unos cuantos pasos y me encuentro con un señor mi conocido
que me estrecha la mano efusivamente. Al cabo de un instante se echa un
poco hacia atrás y exclama con acento rudo y campechano:--¡Hombre, hace
muchísimo tiempo que no veo ningún cuadro de usted!--El año pasado pinté
uno para la Exposición de Bellas Artes--contesto.--¿Y desde el año
pasado no ha pintado usted ningún otro?--No, señor.--Pero lo estará
usted pintando.--Tampoco... La fisonomía de aquel señor, mi conocido, se
contrae; sus ojos adquieren una expresión severa que me infunde tristeza
y pavor.--¿Y entonces qué se hace usted?--No sé qué responder, vacilo y
tiemblo.

La condesa soltó una carcajada, dejando ver el oro de algunos de sus
dientes empastados.

--Me arrepiento y pido perdón humildemente. Tiene usted razón; no hay
nada más estúpido que fiscalizar el trabajo de los artistas. Alegrémonos
del resultado de sus esfuerzos cuando nos lo ofrecen y no les persigamos
con nuestras prisas.

La de Peñarrubia frisaba ya, como sabemos, en los cuarenta. Fisonomía
bastante ajada, aunque no desprovista de belleza; pintado el rostro y
teñidos de rubio los cabellos.

--El predominio de las ideas utilitarias en nuestra sociedad--dijo
Tristán--, la fiebre de progreso, el interés social sustituido a la
felicidad individual tiende a convertir el hombre en máquina. Una vez
determinada su función en virtud de la división del trabajo se le exige
un esfuerzo sin tregua. El industrial debe ocuparse noche y día en la
fabricación de sus productos, el militar no debe perder de vista jamás
la espada, el abogado no debe pasar un día sin pronunciar su discurso,
el minero allá en su pozo arrancará noche y día el metal del seno de la
tierra y el poeta en su gabinete compondrá desde que Dios amanezca odas,
elegías y epitalamios.

--Pero amigo Tristán--repuso la condesa--, he oído decir que el que
trabaja es el único hombre feliz.

--Cierto; eso es lo que se dice. En la imposibilidad de emanciparse del
trabajo los hombres han convenido de algún tiempo a esta parte en que no
es una pena, como se dice en la Biblia, sino un goce. Y razonan del modo
siguiente: «Si no trabajásemos nos aburriríamos. Luego el trabajo no es
una maldición, sino una bendición.» La conclusión no es legítima, como a
primera vista se observa. Lo único que se puede afirmar es que el
aburrimiento significa para nosotros una pena mayor que la del trabajo.

--Pues yo no me aburro jamás sino cuando estoy acatarrado y el médico me
obliga a sudar en la cama--dijo Narciso Luna: y la frase fue celebrada
por su amiga la de Peñarrubia.

--Llámese usted un hombre excepcional--dijo Tristán dirigiéndole una
mirada de desdén--, porque la vida, para la casi totalidad de los
humanos, oscila siempre entre la pena y el aburrimiento. Cuando no nos
domina el tedio nos hallamos en plena catástrofe.

--Con tu permiso, querido Tristán--manifestó Núñez--, para mí el mundo
es una comedia muy interesante. El único defecto que la encuentro es que
decae un poco al final... del espectador.

--Para entonces también hay ciertos recursos--apuntó Narciso Luna
dirigiendo una mirada amorosa a la condesa.--Mientras uno es joven una
mujer de veinticinco años le hace feliz. Cuando lleguemos a viejos acaso
una botella de Jerez de igual edad nos haga el mismo efecto.

--Pero oye tú--dijo una de las chicas del Real-Saludo al oído de su
hermana--, ¿Narciso Luna es joven?

--Naturalmente--respondió la otra--. ¿No has oído que Marcela Peñarrubia
tiene veinticinco años?

A las dos les acometió una risa tan loca que los ojos de todos se
volvieron hacia ellas. La de Peñarrubia, que sospechó que ella era la
causa, les clavó una larga y fría mirada. Pero las chicas no podían
reprimirse... ¡no podían...! ¡vamos, que no podían!

--Pues yo, con tu permiso también, querido Gustavo--manifestó Tristán
adoptando el mismo tono jocoso--, no pienso que la vida sea una comedia
interesante. Me parece que es o una tragedia espeluznante o un sainete
no siempre gracioso. En el primer caso debemos retirarnos temprano del
teatro. Las emociones fuertes turban la digestión. En el segundo debemos
esforzarnos por reír... siquiera para no perder el dinero de la
localidad.

--¿Y nuestro anfitrión, el hombre cuya unión feliz celebramos hoy, qué
piensa de la vida?--dijo la de Peñarrubia dirigiéndose a Reynoso.

--Como he tenido que luchar con ella casi desde niño la respeto y la
honro como hacen los viejos combatientes. En general sólo hablan mal de
la vida aquellos a quienes se les muestra amiga desde los comienzos de
su carrera. ¿Será que los hombres nacemos todos con un hueco destinado a
los disgustos y que cuando se vacia no sosegamos hasta que logramos otra
vez llenarlo? No lo sé, pero estoy persuadido de que apenas hay ningún
hombre a quien Dios no haya proporcionado en algún momento de su vida
los medios necesarios para una existencia segura y tranquila, pero son
muy pocos los que saben aprovecharlos. Nos entregan los vientos
encerrados en un odre como el rey Eolo a Ulises: pudiéramos caminar por
la vida sin fuertes tropiezos y llegar a la muerte sin graves desazones;
pero nuestro egoísmo, nuestra imprudencia o nuestra curiosidad nos
excita a desatar el odre. Entonces los vientos se precipitan fuera y nos
arrastran al través de mil desgracias y conflictos.

Tristán se creyó aludido por estas palabras, y poniéndose serio, dijo
con seguridad impertinente:

--Todos los hombres de espíritu elevado llevan dentro de sí un gran
fondo de melancolía. Las circunstancias hacen que este fondo se
manifieste de un modo o de otro. Cuando el hombre tropieza con serios
obstáculos, la envidia, la calumnia, la hipocresía o la miseria, se
ostenta de un modo violento y trágico unas veces, otras de suave
resignación o de amarga ironía. Cuando por un conjunto de circunstancias
felices no tropieza en su vida con obstáculos serios este fondo no se
produce y de ahí que se crea que no existe. Es un error. Existe siempre,
porque esta melancolía es la medula misma de la existencia.

--En buen hora que sean melancólicos los hombres de espíritu
elevado--dijo Reynoso--y que la alegría sea patrimonio de los que no
alcanzamos ciertas alturas. Pero creo que tenemos derecho a pedirles que
no turben con su hipocondría nuestra vulgar existencia, que no nos agüen
la fiesta.

Aunque pronunciadas estas palabras en tono jocoso, Elena, que conocía
bien a su marido, descubrió en la inflexión de la voz un poco de cólera.
En efecto, don Germán estaba enterado de la escena de Tristán con su
amigo y pariente Cirilo. Visita se la había contado _en secreto_ a Elena
y ésta también _en secreto_ a él. Con tal motivo nuestro caballero
empezó a sentirse inquieto por la suerte de su hermana. Si no fuera por
el amor entrañable, frenético, que ésta profesaba a su prometido quizá
hubiera pensado en desbaratar su unión. Elena se apresuró a cortar la
conversación.

--¡Ea, basta de filosofías!--exclamó con acento mimoso--. Yo soy la
obsequiada en este día y nadie se ocupa de mí para nada. Si no fuese por
Núñez, creo que me hubiera muerto ya de hambre y de sed.

El pintor, que como nuevo huésped se sentaba en el puesto de honor a su
derecha, la envolvió efectivamente en una red de atenciones delicadas.
No tardó en pasar a las galanterías. Antes de terminarse el almuerzo le
estaba haciendo la corte descaradamente. Pero con todo eso atendía a la
plática y no perdía la ocasión de mostrarse ingenioso, incisivo y
dominar a los demás por su donaire. Abandonada la filosofía, se había
entrado en el terreno de las personalidades. Se trajo a cuento los
defectos, las manías y ridiculeces de las personas conocidas de la alta
sociedad. Núñez supo excitar la risa a su costa de tal manera unas
veces, otras meter el bisturí tan adentro en las carnes de los
desgraciados ausentes, que aparecían sus pobres entrañas palpitantes a
la vista de los regocijados comensales.

Clara estaba horrorizada de aquella murmuración insolente, de tanta hiel
y tanta injuria. Hubo un instante en que no pudo más y encarándose
repentinamente con el pintor le dijo sonriendo, pero en tono resuelto:

--Señor Núñez, hace ya bastante tiempo que se está usted cebando en los
defectos de los otros, de los que están ausentes. ¿Acaso los que estamos
aquí no tenemos ninguno? ¿Por qué no los saca usted a relucir y los
castiga con la gracia que le caracteriza? Eso estaría mejor hecho.

Núñez quedó suspenso y acortado ante aquel exabrupto, pero reponiéndose
instantáneamente replicó:

--Porque eso, señorita, sería una insolencia.

--¿Y el burlarse de los que están ausentes qué es?--replicó Clara.

--Lo que usted quiera. Me entrego a las severas pero bellas manos de
usted y sólo le pido que no me haga demasiado daño--dijo Núñez con
galantería un poco irónica.

Tristán, que se hallaba sentado al lado de su prometida, la reprendió
por lo bajo aquella descortesía con un amigo suyo que por primera vez
venía a la casa; pero ella, tan dócil generalmente a sus observaciones y
hasta a sus reprensiones, esta vez se mantuvo firme. De todos modos, la
píldora hizo su efecto: cortose la murmuración y se habló de asuntos más
inocentes.

A los postres llegaron algunas otras personas del Escorial y de la
colonia de Madrid, entre éstas los duques del Real-Saludo y la marquesa
viuda del Lago. Era ésta una anciana de elevada estatura, los cabellos
enteramente blancos, la faz dolorida y los ojos imponentes, que sólo
adquirían una expresión dulce cuando se posaban sobre su niño (que así
llamaba siempre al joven marqués).

A este niño obeso, a este botón de oro (como también solía llamarle su
mamá) le estaba moviendo terrible guerra otro niño también rubio y
hermoso, el dios Cupido, por mediación de los preciosos ojos de la hija
de Escudero. Había acudido ésta a la fiesta con su padre. Doña Eugenia
no había podido venir por hallarse un poco indispuesta. No tendría nada
de extraño que esto fuese una disculpa y que el motivo real estuviera en
su invencible temor al contagio, porque nunca le habían satisfecho las
aptitudes antisépticas de los señores de Reynoso. Las aspiraciones
heráldicas de Araceli hallaron inmediatamente digno objetivo en la
persona del joven marqués. Araceli le dirigía las miradas más
incendiarias y explosivas de su variado repertorio, le adulaba, le
mimaba, le aturdía con el ruido de su charla insinuante, hacía, en suma,
esfuerzos prodigiosos por acapararle y hacerle suyo con exclusión del
resto de la sociedad. Pero el joven marqués no entendía lo que aquello
significaba, se aburría, y más de una vez se le escapó para preguntar a
Narciso Luna si no pensaba ir este año a Álava a cazar codornices y si
éstas eran tan gordas como las de Castilla, o bien se acercaba a Clara
para decirle que dentro de algunos días esperaba de Londres la carabina
que tenía encargada y que era una maravilla, al decir del amigo que allí
se la había comprado. Y en cada una de estas escapatorias se espaciaba
más de la cuenta, y Araceli no podía reprimir su impaciencia y daba con
el piececito en el suelo y clavaba miradas iracundas en los
interlocutores, y al fin se veía necesitada a acercarse ella también y,
como los toreros, echarle de nuevo el _capote_ y sacarle del sitio con
una _larga_ que no siempre daba resultados.

Las últimas escapatorias más que a ella molestaban aún a Tristán. No
podía ver al marquesito hablar con su novia sin sentirse acometido de un
furor ciego, irracional. Irracional, sí, porque no existía motivo alguno
para temer ni para sospechar que aquel niño pensase en sustituirle.
Existía en el fondo, no hay que dudarlo, un acuerdo entre las
naturalezas de ambos. Aquellos dos cuerpos vigorosos, aquellas dos almas
quietas, inocentes, debían comprenderse: esto lo advertía Tristán: de
ahí sus recelos, transformados presto en negras visiones por su
imaginación inquieta.

Tomado el café la sociedad juvenil se derramó por la finca. Los viejos y
las personas serias permanecieron sentados en torno de la mesa. Cerca de
la pequeña charca estaba la gran charca que se comunicaba con ella.
Merecía el nombre de laguna, si no de lago, pues no mediría menos de un
kilómetro de largo por medio de ancho. Estaba circundada por pequeñas
lomas cubiertas de jara y maleza, donde se albergaban las aves
acuáticas, emigradoras, que al cruzar de Norte a Sur o de Sur a Norte
descendían allí para reposarse y para ser tiroteadas por la gentil
hermana de Reynoso. Había comprado éste dos esquifes para surcarla y
pescar cuando le acomodase. A ellos se lanzaron los jóvenes con alegría
y hubo risas y choques y sustos, y si no hubo más que un remojón (el de
un señorito indígena que trató de lucirse a la salud de una de las niñas
del Real-Saludo y cayó al agua) fue porque Dios no quiso.

Mas al poco rato surgió entre la bulliciosa juventud el proyecto de
trasladarse al pueblo, hacer una excursión en borrico por los jardines
de la Herrería, salvar la pequeña sierra que los separa de Zarzalejo y
regresar desde este punto en el tren de las siete y media. No es posible
afirmar de un modo terminante de quién partió tan salvadora idea, aunque
no es aventurado el pensar que brotó en el cerebro malicioso de algún
joven madrileño de los que gustan pescar, no en laguna tranquila, sino
en río revuelto. Porque este género de excursiones es venero inagotable
de riqueza para los mocitos aprovechados. Pero es indudable que fue
acogida con entusiasmo y llevada a la práctica con energía y celeridad
pocas veces vistas. Enviose aviso al pueblo para que allí les esperase
una razonable cantidad de borriquitos, y en los coches de la casa y en
los que habían traído las personas que últimamente habían acudido se
trasladó no mucho después la dorada juventud a la gran plaza que hay
delante del Monasterio, punto inicial de la correría.

Elena quiso quedarse con las personas serias, pero su marido, que
conocía y adoraba su naturaleza infantil, la instó para que formase
parte de los excursionistas. Al mismo tiempo dio orden para que los
criados llevasen algunas vituallas para merendar. A todo atendía la
previsión eficaz y la cortesía llana y tranquila de aquel hombre
respetable. Clara, entusiasta de los ejercicios físicos y muy
especialmente de la equitación, insinuó a Tristán la idea de hacer el
viaje a caballo. Aceptó aquél, porque había aprendido este arte aunque
no lo practicaba mucho. Se puso ella un lindo traje de amazona y montó
en su caballo favorito, una jaca viva y revoltosa de miembros finos y
ojo ardiente. ¡Oh, qué gozoso espectáculo ver a aquella apuesta joven
brincar sobre ella, revolverla, agitarla, lanzarla, contenerla, ponerla
furiosa y calmarla a su talante!

--¡Lo dicho, Tristán!--le gritó Núñez desde el _landau_ abierto en que
iba--. No riñas nunca con Clara, porque preveo tu desaparición del
número de los cuerpos sólidos.

La joven sonrió dirigiendo una suave mirada amorosa a su prometido. Su
fisonomía, tan dulce, tan humilde, tan plácida, formaba contraste
singular con la figura arrogante y poderosa que el cielo la había
asignado.

Delante del Monasterio se les reunieron otros jóvenes de ambos sexos que
quisieron compartir con ellos los goces del paseo. Dejaron el pueblo y
entraron en los famosos y reales jardines, riendo, zumbando, chillando
como un bando de pájaros grandes que puso en suspensión y miedo a los
otros chicos que cantaban entre la fronda de los árboles. Pero el ave
guiadora, la abeja reina de aquel bando o enjambre era la esposa de
Reynoso. ¡Cuánto rió, cuánto chilló, cuántas travesuras hizo aquella
linda criatura! Gustavo Núñez no se apartaba de ella, sirviéndola de
espolique y fiel escudero, porque caminaba a pie como la mayoría de los
hombres, mientras las damas iban sentadas sobre los clásicos
borriquitos. Con audacia creciente el pintor cambiaba con ella palabras
y bromas no siempre respetuosas; la galanteaba y la requebraba
abiertamente, aunque disfrazando su insolencia con la burlona
excentricidad de que hacía gala. Elena, como un niño en asueto, marchaba
tan alegre, tan aturdida con la algazara, con sus propios gritos y
graciosas salidas, que no se daba cuenta apenas del galanteo de que era
objeto. Considerábalo como una de tantas bromas a propósito para
aumentar el regocijo de aquel viaje.

La hija de Escudero, persuadida al cabo de que al marquesito del Lago se
le paseaba el alma por el cuerpo y que no era más que un hermoso pedazo
de carne, enderezó sus tiros al primogénito de los duques del
Real-Saludo, Gonzalito. Este no era un pedazo de carne, sino más bien de
hueso. Unos decían que se hallaba en segundo grado de tisis, otros que
en tercero, y había también quien sostenía que sólo se hallaba en
primero. De todos modos, nadie dejaba de asignarle alguno de estos
grados confortables. Era un ser apacible y transparente o por lo menos
traslúcido, como si estuviera fabricado de porcelana de Sevres, que
vivía, sonreía y tosía. Araceli procuró acercar su borriquito al que él
montaba y no tardó en trabar animada conversación, todo lo animada que
permitía la extrema languidez de tan interesante joven. Como la mayor
parte de los seres débiles era Gonzalito Ruiz Díaz muy sensible al calor
y al frío, lo mismo en lo físico que en lo moral. Una atención afectuosa
le impresionaba y le conmovía; un pequeño desaire le martirizaba. Por
eso acogió con gratitud las muestras de cariñoso interés que Araceli
empezó a darle.

--Gonzalo, tenga usted cuidado con esa ramita que le va a dar en la
cara. No vaya usted tan a la orilla que ese animal puede resbalar y caer
en la cuneta. ¿Ve usted qué aire se ha levantado? ¿Por qué no alza usted
el cuello de la americana?

En poco tiempo la hija de Escudero ganó la confianza del primogénito del
Real-Saludo. No se pasó mucho más sin que hiciese su conquista.

Al llegar a la falda de las colinas que separan los jardines reales de
Zarzalejo y la vía férrea hay una fuente en paraje apacible y deleitoso.
Allí echó pie a tierra la caravana y se dispuso a descansar un rato y
luego a restaurarse con el contenido de las fiambreras. La juventud se
diseminó por los alrededores, que eran amenísimos, principalmente
siguiendo el cauce del arroyo que surtía la fuente, todo sombreado de
sauces y olmos.

Clara se prendió su larga falda de amazona y se internó con Tristán por
los bosquetes recogiendo florecitas silvestres y charlando de su casa y
de sus proyectos. No tardó en seguirles y unirse a ellos el marquesito
del Lago. Este pobre chico parecía estar dotado del don de la
importunidad, al menos en lo tocante a sus relaciones con los novios. A
Tristán le supo malísimamente aquella reunión y apenas pudo disimular su
disgusto. Clara, que se daba cuenta de ello, tampoco pudo menos de
turbarse y ponerse un poco encarnada. Siguieron el paseo hablando poco y
deteniéndose a cortar las florecillas más vistosas para hacer un
_bouquet_. El marquesito se entusiasmó en la busca y corría de un lado a
otro, saltando las zanjas y los arroyos, trepaba por las escarpas y se
pinchaba en los setos, fatigándose por traer alguna florecita rara y
vistosa.

--No se moleste más, Nanín, ya tengo bastantes--dijo Clara.

Nanín era el diminutivo de Fernando, con que nombraban cariñosamente al
joven marqués la familia y los amigos íntimos. Este diminutivo en los
labios de su prometida hacía daño a Tristán. Había estado muchas veces a
punto de decírselo; pero sólo ahora a impulsos del desabrimiento que
experimentaba se arrojó a hacerlo.

--¿Por qué le llamas Nanín?--le dijo con aspereza en voz baja.--Llámale
marqués o Fernando, pues que no es tu pariente ni tu amigo íntimo.

Clara le miró con asombro unos instantes y luego se encogió de hombros.

El marquesito vino gozoso a traerle una linda flor de un azul muy vivo.

--¡Esta sí que es hermosa! Hasta ahora no he hallado otra mejor.

Clara tomó la flor, pero en cuanto el marquesito volvió la espalda para
ir en busca de otras, Tristán se apoderó de ella y la dejó caer al
suelo. Vino poco después Nanín con una nueva y la entregó a Clara con
igual alegría, pero Tristán volvió a apoderarse de ella y, haciéndose el
distraído, la arrojó otra vez al suelo. Cuando al cabo de algunos
instantes llegó por tercera vez el marqués con una nueva ofrenda, no
pudo menos de advertir que sus lindas flores azules no estaban en las
manos de Clara. Entonces, sin darse cuenta cabal de lo que aquello
significaba, pero entendiendo vagamente, quedó un instante suspenso con
sus grandes ojos azules muy abiertos. Y ya no volvió a coger más flores.

Mientras tanto la condesa de Peñarrubia, sentada cerca de la fuente,
hacía las delicias de los excursionistas recitando con alta declamación
_La siesta_, de Zorrilla. Desde niña había adquirido fama de decir muy
bien los versos. En los salones suele haber señoras que cantan, y se las
aplaude; las hay que tocan el arpa, y a éstas también se las aplaude,
aunque no tanto; otras, por fin, bailan sevillanas, y éstas son, en
realidad, las que más entusiasmo inspiran y consiguen arrastrar los
corazones masculinos. Marcela Peñarrubia no pertenecía a ninguna de las
tres categorías. Su esfera de dominación no salía del noble recinto de
la poesía. Sus aristocráticas amigas sabían que nada lograba halagarla
más que pedirle el recitado de alguna composición romántica y se lo
pedían por darle gusto, aunque ellas no lo sintiesen muy vivo. Cómo
arraigaran tales aficiones románticas en una mujer que arrastraba una
vida prosaica con ribetes de escandalosa, entre aprietos y trampas, en
relación constante con las prenderas y las casas de préstamos, es lo que
cuesta trabajo explicar. Pero suelen ofrecerse en el mundo estos
singulares contrastes: basta recordar que durante la revolución
francesa, cuando funcionaba la guillotina sin descanso, se representaban
en los teatros de París los más suaves y tiernos idilios. De todos
modos, si la condesa de Peñarrubia tuviese una voz mejor timbrada y no
la ahuecase, si declamase con menos énfasis y le quitasen el acento
extremeño, no hay que dudar que sería una notable recitadora de versos.

Elena había comenzado a impacientarse por el galanteo asiduo de Gustavo
Núñez. Durante la merienda y en ocasión en que el pintor estaba sentado
a sus pies sirviéndole con rendido alarde había sorprendido entre las
dos niñas del Real-Saludo una mirada muy maliciosa seguida de una risa
más maliciosa aún. Quedose seria y mal impresionada y levantándose
bruscamente se reunió a otras personas. Poco después le acometieron
deseos de espaciarse por el campo y sin ser notada se apartó de los
excursionistas y se introdujo por el bosque adelante. Aunque la tarde
era calurosa, entre la espesura de aquella selva umbría se gozaba un
fresco delicioso. La naturaleza ejerció presto su influencia sedante. No
tardó en recobrar aquélla su inagotable alegría que tanto realzaba el
brillo divino de sus ojos.

Unos cabellos más dorados, unos dientes más menudos, unos ojos más
picarescos, un talle más esbelto, unos pies mejor torneados no se habían
presentado jamás en aquellos parajes solitarios. El bosque se estremeció
de júbilo, las flores se dieron prisa a exhalar de una vez sus aromas
más delicados, los pájaros agitados por tan celeste aparición se
deshacían en trinos y gorjeos sin perderla de vista, los árboles
inclinaban paternalmente su cabeza venerable en señal de aprobación.

Elena marchaba sonriendo a las flores, a los árboles, a los pájaros,
sonriéndose a sí misma que era más bella que todas estas cosas. Ahora se
detenía un instante, recogía del suelo una florecita, la tocaba, la
examinaba atentamente, la llevaba a la boca (¡oh venturosa florecita!),
ahora corría sobre el césped saltando como una cervatilla, ahora se
quedaba repentinamente inmóvil con el oído atento a la canción de un
pájaro que allá en lo alto de una rama al columbrarla y cerciorarse de
que se había parado a escucharle, convulso, enfervorizado, agotaba todo
el repertorio de sus arpegios y florituras en su honor. Pero he aquí que
al salir de uno de estos éxtasis idílicos y ponerse de nuevo en marcha
acierta a ver delante de sí... ¿Qué? ¿Qué es lo que había visto? ¿Por
qué se pone pálida como la cera y deja escapar de su garganta un grito?
Nada menos que la figura odiosa, espantable, bárbara del paisano
Barragán. En cualquier paraje de la tierra el rostro de este hombre era
muy apto para producir una impresión de espanto. En medio de un bosque
solitario no hay para qué encarecer lo que haría. Elena no había podido
acostumbrarse a mirarle y cuando necesitaba dirigirle la palabra lo
hacía bajando los ojos o volviendo la cabeza. Todas las seguridades que
su marido se complacía en darle acerca del carácter pacífico de aquel
hombre se desvanecían en cuanto le miraba a la cara. Estaba íntimamente
convencida de que un día u otro concluiría por asesinar a Germán o
secuestrarla a ella.

Este hombre terrible ¡quién lo diría! se hallaba completamente abstraído
recogiendo florecitas del suelo. Al oír el grito de Elena levantó la
cabeza y en sus labios sinuosos y amoratados se dibujó una sonrisa
feroz.

--¿Conque también se viene usted por aquí, Elenita? ¿Y no tiene usted
miedo a las fieras?

La esposa de Reynoso quedó inmóvil, petrificada, sin poder responder una
palabra. Hizo esfuerzos por sonreír, pero resultó una mueca.

--¡Oh! Aquí en estos bosques no hay peligro ninguno--prosiguió
Barragán--. Pero si usted caminase por algunos de América ya podría
usted ir con más cuidadito. A lo mejor salta el tigre o se tropieza con
los bandidos...

Barragán al proferir estas palabras dio un paso hacia Elena. Esta se
puso más pálida aún y sin saber lo que decía con voz alterada exclamó:

--¡Haga usted el favor!

--¿Qué? ¿La he asustado con mis palabras, verdad?--dijo sonriendo de
nuevo más pavorosamente, sin presumir el pobre hombre que no eran sus
palabras sino su rostro lo que la asustaba--. Aquí no hay peligro
ninguno. Ni en estos sitios se crían fieras ni hay temor de bandidos.
Está muy bien guardadito esto.

Y dio otro paso hacia ella. Elena volvió a exclamar con acento más
afligido:

--¡Haga usted el favor!

Y volviendo repentinamente la cabeza se puso a gritar desesperadamente:

--¡Tristán! ¡Clara! ¡Tristán! ¡Nanín!

El buen Barragán quedó asustado de aquel susto y acercándose más exclamó
con dulzura:

--¡No tenga usted miedo, Elenita! ¡Si estoy aquí yo! Además, esto está
muy bien guardado.

--¡Clara! ¡Tristán! ¡Nanín!

--¡Pero, Elenita, si estoy aquí yo!

Felizmente para Barragán, no tanto para Elena, se presentó allí Gustavo
Núñez que la había seguido los pasos. Recobró aquélla la calma y
disimulando la causa de su turbación para no herir al amigo de su
marido, contó que había visto un bicho negro y largo, así como una
serpiente. Barragán y Núñez se pusieron a buscar, pero, es natural, no
dieron con él.

Cuando de nuevo se unieron a los excursionistas, Elena, arrastrada por
su humor alegre y travieso, hizo a Núñez la confianza de decirle la
verdad. El pintor se desternillaba de risa y no dejó de hacer
comentarios muy sabrosos, consiguiendo con ello ponerla de buen humor.
En realidad, Barragán había logrado interesarle mucho desde que le
viera. Decía que si pintase su retrato y lo presentara en la Exposición
sería el éxito más grande de la temporada.

Pero se llegaba la hora de emprender nuevamente la marcha. Era necesario
salvar aquellas colinas cubiertas de árboles, luego una pequeña sierra y
llegar a Zarzalejo antes de las siete y media. Todo fue ruido, júbilo y
algazara antes que las damas se acomodasen en sus borriquitos. Los
jóvenes se apresuraron a ayudarlas; pero lo hicieron con tal ardor que
no lograban más que asustarlas y ponerlas nerviosas. Hubo en tan
memorable ocasión un verdadero derroche de rubor, de gritos, de risas
maliciosas y de frases más o menos felices.

Gustavo Núñez, en su calidad de escudero de la señora de Reynoso, hizo
lo posible por llenar a conciencia su cometido. Pero cuando la bella
dama se hallaba ya sentada en su cabalgadura, tuvo el insolente la
audacia increíble de pellizcarla una pierna. Elena, arrebatada de
cólera, le dio un puntapié en el rostro con tal ímpetu que el pintor
vaciló y estuvo a punto de caer. Se llevó la mano a la cara y se le
declaró una violenta hemorragia por la nariz.

--¿Qué es eso? ¿qué es eso?--dijeron varios acudiendo en su auxilio.

--Nada, que al bajarme el borriquito de la señora alzó la cabeza y me
dio un golpe en la nariz--tuvo la habilidad de decir.

Después fue a lavarse al arroyo y mientras los demás mostraban su
disgusto con frases de compasión, él las hacía jocosas.

--No dirán ustedes ahora que en esta ocasión no ha llegado la sangre al
río, porque ha llegado... o por lo menos al arroyo.

Mientras tanto Elena, con la hermosa frente fruncida y un poco pálida,
le miraba aún con ojos centelleantes de ira. Gracias a que los demás
estaban vueltos al pintor, no se observó su actitud que hubiera hecho
sospechar la verdad.

A pesar de todo, Núñez, siempre audaz, quiso de nuevo acercarse a ella,
pero se vio inmediatamente defraudado, porque la dama no volvió a
separarse un instante de la condesa de Peñarrubia, con quien trabó
conversación animada. Esta le había propuesto tutearse: entre jóvenes no
hay nada más grato ni que inspire más confianza.

Por espacio de media hora caminaron entre árboles con todas las
molestias y todos los goces que esto produce. Al cabo salieron al
descubierto atravesando una sierra pelada. Algunos rebaños de cabras
pastaban la poca yerba que crecía en las hendiduras de las peñas.
Hicieron un alto, y algunos bebieron leche que los pastores ordeñaron a
su vista. Poco después llegaron a lo más encumbrado, dando vista a
Zarzalejo. Desde aquel sitio elevado se divisaba la gran llanura
ondulante que se extiende delante del Escorial. Monte bajo, mieses,
rocas peladas, todo formaba un conjunto armónico debajo del hermoso sol
radiante que descendía ya majestuosamente escoltado de nubes rojas. Y en
medio de aquella llanura la gran charca del Sotillo parecía una pequeña
mancha de plata.

La bajada fue rápida. Llegaron a la estación de Zarzalejo poco antes de
la hora señalada, pero aún el sol no se había puesto porque estábamos en
los días más largos del año. Clara y Tristán sintieron deseo de
proseguir el viaje a caballo y ganar el Sotillo al través de las trochas
que surcan las llanuras. Estaban seguros de llegar allá antes que Elena.
Consultaron con ésta el caso, y teniendo en cuenta lo próximo que se
hallaba su matrimonio, la joven señora no tuvo inconveniente en darles
permiso para hacerlo.

Llegó el tren. Un minuto de parada. Dejaron las cabalgaduras en poder de
los mozos y se abalanzaron a los coches, produciendo disturbios y
curiosidad en los viajeros que no contaban con la novedad de aquella
numerosa caravana.

Gustavo Núñez, cada vez más terco e insolente, quiso sentarse al lado de
Elena, pero no logró más que experimentar un claro y doloroso desaire.
La joven se alzó instantáneamente de su asiento.

--A ver, Gonzalito, déjeme usted ese sitio; quiero estar al lado de
Araceli.

El pintor se mordió los labios de coraje. Cuando pocos minutos después
llegaron al Escorial estaban allí esperándolos Reynoso y casi todos los
invitados que habían asistido a la fiesta. Los que habitaban en el
pueblo se apearon del tren; los que vivían en Madrid se quedaron en él,
uniéndose a ellos los que como Cirilo y Visita no habían participado de
la excursión. Despedidas, besos, plácemes, risas, gritos y promesas.
Silba la máquina. ¡Adiós, adiós!

Elena se agarró fuerte y afectadamente al brazo de su marido en cuanto
se bajó del tren y no volvió a soltarlo. Gustavo Núñez asomado a la
ventanilla les vio alejarse en esta forma para montar en el landau que
les aguardaba. En los ojos expresivos del pintor se pintaban al mismo
tiempo diversos sentimientos; la cólera, el deseo, la amenaza, la burla.

Mientras tanto Clara y Tristán caminaban en amor y compaña la vuelta del
Sotillo a campo traviesa. Dejando los caballos al paso conversaban
animadamente. A solas con su amada, Tristán recuperó la tranquilidad que
la presencia del marquesito del Lago turbaba y se dejó arrastrar
dulcemente a una alegría que muy contadas veces había disfrutado.

--¿Quieres que pongamos los caballos al trote?--dijo Clara que veía con
cierta inquietud acercarse rápidamente el sol a la tierra.

--¿Para qué? Tiempo tendremos a galopar un poco cuando el sol se
ponga--dijo él.

Y paseando sus ojos con admiración y arrobo por la campiña exclamó con
acento recogido:

--¡Qué hermoso! ¡Qué hermoso está esto! ¡Qué deliciosa naturaleza!

Atravesaban en aquel instante por un extenso sembrado. Los trigos
comenzaban a amarillear. Soplaba sobre ellos la brisa fresca del Norte
que pasaba estremeciéndolos con leve, fugaz escalofrío, inclinándolos
suavemente bajo la llama del sol. Parecían un mar ondulante con
transparencias verdes del cual partía vago rumor de sederías que se
despliegan. Y entre estas olas verdes hería los ojos el brillo
sangriento de alguna amapola o la nota delicada de los azules
chupamieles. Las figuras de algunos labriegos que atravesaban las
trochas se destacaban con admirable pureza. Por entre los trigos corría
un perro de caza del cual se divisaba solamente su cola, agitada con
movimiento vertiginoso; alguna vez aparecía su cabecita de color canela.
El sol moribundo, con resplandores rojizos, esparcía sus rayos oblicuos
por las eras. El Guadarrama sin relieve alguno parecía una larga mancha
violácea pintada con difumino sobre un fondo lechoso. Un pastor a lo
lejos clavaba las estacas del redil. Se escuchaban los golpes
amortiguados por la distancia. Allá en lo alto del cielo un pájaro se
cernía batiendo las alas con celeridad unas veces, otras permaneciendo
inmóvil con ellas extendidas.

--¡Cuánto me alegro de haber venido por estos sitios! ¡Me encuentro tan
bien!

Clara le miraba con ojos brillantes de satisfacción.

Dejaron los sembrados y empezaron a caminar por las praderas cortadas
aquí y allá por grupos de árboles, esmaltadas de florecitas blancas,
amarillas, rojas. Por entre estos macizos de florecitas silvestres
asomaba de vez en cuando el lomo turgente de una roca enorme, como un
gigante que durmiese oculto entre ellas.

Se aproximaba el crepúsculo. La tierra exhalaba con calma su aliento
perfumado preparándose a dormir. Del cielo bajaba un silencio grave,
solemne, que sólo interrumpía la sonoridad de sus pasos, el leve
resoplido de los caballos. Los cascos de éstos al pisar las yerbas
aromáticas, la mejorana, el hinojo, la yerbabuena, el romero, alzaban
vapores penetrantes que les embriagaban produciéndoles un vértigo feliz.

--¿No quieres que corramos un poco, Tristán?

--No, déjame gozar de esta hora dichosa. La naturaleza aquí no tiene más
que algunos momentos en ciertos días del año, pero estos momentos son
tan dulces, son tan espléndidos, que dudo haya nada sobre el planeta que
los supere. Mira ese cielo que aquí parece un rubí y allí una amatista
transparentes, mira esa llanura tan caprichosamente manchada con todos
los matices del verde y del gualdo, mira la masa informe de esa sierra
envuelta en neblina azulada. ¿No respiras esa oleada de perfumes
penetrantes que oprime las sienes, que corre hacia el corazón anegándolo
en una languidez de felicidad inefable...? Escucha. Allá a lo lejos
suena el canto del cuco. No tardará en comenzar el ruiseñor.

Clara sonreía viéndole feliz. Pocas veces le había oído aplaudir con tal
entusiasmo ni aun a la misma naturaleza.

Al llegar cerca del Sotillo el terreno descendía formando una cañada por
donde saltaba el torrente que surtía de aguas las charcas de aquella
finca. Antes de salvarlo por un puentecillo de madera, Tristán propuso
apearse y descansar un poco. Clara se resistió débilmente; era ya tarde;
deseaba llegar a casa antes que regresasen de la estación sus hermanos.
Pero cedió al fin por complacerle.

--¿Un ratito nada más, verdad? Cinco minutos echando por largo.

El agua bajaba brincando entre rocas manchadas de musgo. El lecho rocoso
era demasiado grande para tan pequeño arroyo; pero en los meses de
invierno cuando venía rugiente, amenazador, no bastaba a encauzarlo. Sus
orillas en fuerte declive estaban tapizadas de tan menudo césped que
parecían una colcha de terciopelo verde. Sombreábalo por entrambos lados
un macizo de mimbreras y sauces, bardagueras y chopos.

Allí se sentaron dejando los caballos amarrados. Tristán se mostraba por
momentos más tranquilo, más feliz y más tierno.

--No sé lo que me pasa, Clara mía--murmuraba reclinado a sus pies y
contemplándola con embeleso--, pero me hallo distinto de lo que hace
unos momentos era, distinto de lo que he sido toda la vida. Me siento
inquieto, pero es una inquietud deliciosa, muy lejana de esa otra
dolorosa y amarga que tantas veces me acomete; es una inquietud que
corre por mis venas como un bálsamo, que me oprime el corazón dulcemente
y me hace dichoso. Estos árboles, este césped, estas flores, este sol
tienen la culpa... Pero sobre todo son tus ojos, Clara, son tus ojos tan
brillantes, tan nobles, tan serenos los que me arrancan de las tristezas
de la tierra para trasportarme al cielo.

--¿Estás contento de ser mío dentro de poco?--preguntó ella inclinando
suavemente su cabeza.

--Tanto, que el tiempo que falta quisiera pasarlo dormido.

--Yo no; yo quiero estar despierta y sentir los pasos del tiempo. Quiero
ver mi equipo, tocarlo, guardarlo, quiero ver mi blanco traje de novia,
quiero pensar en mis zapatos, en mis camisas, en mis gorros, quiero
sacar de su estuche las joyas, quiero recibir los regalos que me envíen
las amigas. Vosotros los hombres no sabéis lo que pasa por nuestro
corazón en este tiempo.

--Quisiera dormirme, sí, quisiera despertar en tus brazos y que
infundieses de una vez en mi alma ese sosiego adorable que se escapa de
tu rostro, que hicieses correr por mis venas esa frescura virginal en
que se baña tu pura naturaleza, que soplases en mi corazón el aliento de
tu caridad inagotable. Aborrezco a los hombres y quisiera amarlos,
quisiera amarlos como me amo a mí mismo cuando tú me miras, Clara de mi
alma. Aquí dentro hay algo bueno, algo santo, pero el sagrario en que se
encierra no está guardado por ángeles, sino por diablos.

--No temas, Tristán--profirió la joven sorprendida y enternecida por
aquellas palabras--, no temas; yo no soy un ángel, pero sabré guardar y
respetar los sentimientos nobles de tu corazón. Esos diablos no podrán
nada contra la fuerza de mis manos.

Tristán tomó una de ellas entre las suyas, una bella mano fría, tersa,
maciza, de virgen amazona y la llevó con pasión a los labios.

--¡Vamos, vamos!--exclamó la joven haciendo ademán de alzarse--. Se va a
caer la noche en un instante.

--Espera, déjame sentir el beso de adiós de ese sol que se está
hundiendo.

El astro rey ocultaba ya la mitad de su disco en la llanura y enviaba
uno a uno sus rayos de púrpura con sonrisa melancólica, colgándolos
suavemente a las ramas de los árboles.

--¿Lo ves? Ya el sol se ha ido. ¡Vámonos, vámonos!

--Espera un instante; déjame escuchar la serenata de ese ruiseñor que
canta encima de nosotros. Si yo tuviese su voz y su inspiración, hermosa
mía, también pasaría la noche cantándote al oído el himno del amor.

--No aquí--dijo ella riendo y poniéndose en pie--, porque aquí no te
escucharía.

--¡Un instante, un instante nada más! Gocemos el encanto de esta hora
fugitiva, retengámosla por los cabellos, dejemos que nos acaricie
blandamente. ¡Quién sabe si en pos de esta tan dulce vendrán otras
tétricas! Permite que la retenga un minuto más por su manto azul y
flotante...

Y al decir esto, sujetaba la falda de su prometida.

--¡Arriba, Tristán, arriba!--replicó ella riendo.

--Pues ayúdame.

La joven le entregó sus manos. Mientras se apoyaba en ellas para
alzarse, ¿qué iba a hacer Tristán sino besarlas con transporte? En
efecto, fue lo que hizo.

Montaron de nuevo, pusieron los caballos al galope para salvar los tres
kilómetros que aún restaban antes de llegar a casa.

Frescas por el corto descanso y mecidas por la dulce ilusión de alcanzar
presto el pesebre, corrían las jacas sobre el campo con creciente brío
sin ayuda de espuelas. Ellos, con el corazón henchido aún por la
suavidad que aquellos instantes felices habían dejado en él, sonreían
vagamente, aspiraban con deleite el aliento embalsamado del crepúsculo.
Guardaban silencio, pero este silencio les decía mil cosas tiernas y
placenteras que sus labios no serían capaces de pronunciar.

Clara dio un grito. El caballo de Tristán había metido su casco en la
madriguera de un conejo, y cayó de cabeza arrastrando al jinete,
envolviéndolo.

--¡Tristán, Tristán!--gritó la joven arrojándose a tierra.

Pero Tristán no resollaba, había perdido el conocimiento y yacía debajo
de la cabalgadura abrumado bajo el peso de ella.

Clara corrió a él y con un supremo esfuerzo logró arrancarlo de aquella
situación. El caballo no quería moverse; debía de estar herido.

--¡Socorro! ¡socorro!--gritó desesperadamente.

Pero nadie había entonces por los contornos y sólo el campo y los
pájaros oyeron sus gritos.

--¡Dios mío!--murmuró echando una mirada en torno.

Miró después a Tristán que parecía dormido, y no advirtió en su rostro
señales de sangre; palpó sus brazos y sus piernas, pero no pudo
cerciorarse si se había fracturado algún hueso; puso el oído a sus
labios y notó que respiraba.

Era necesario echarle agua a la cara para hacerle volver en si, pero el
agua estaba lejos. ¿Iría corriendo hacia casa hasta encontrar a alguna
persona que le socorriese? Apenas brotó esta idea en su mente aturdida
la desechó con horror. No, no podía dejar a su prometido solo y privado
de sentido en medio del campo.

Sin embargo, al cabo de un instante, Tristán pareció volver en sí y dejó
escapar un débil gemido.

--Tristán, Tristán, ¿cómo te sientes? ¿Tienes dolores?--le gritó
sofocada por la emoción.

El joven se llevó la mano a un hombro.

--No te asustes... sólo aquí siento algún dolor--murmuró con aliento
casi imperceptible.

--¿Quieres que nos quedemos esperando que alguien pase?

Tristán hizo un signo negativo con la cabeza.

--¿Voy a casa a buscar socorro? ¿Puedes quedar aquí?

Hizo un signo afirmativo.

Entonces la intrépida joven saltó con increíble energía sobre su jaca y
la puso a un galope furioso. El animal, como si comprendiese lo que su
ama exigía de él, devoró en cortos minutos la distancia.

Cuando llegó al Sotillo su hermano salía ya a su encuentro. El valeroso
esfuerzo de la joven se disipó a su vista. Cayó en sus brazos sollozando
y sólo pudo decir:

--¡Corred, corred! Tristán está herido más acá del puente de madera.



X

UNA NOCHE DE NOVIOS


Por fortuna la conmoción cerebral que Tristán padeció fue pasajera. Pero
se vio que tenía el brazo derecho dislocado por la articulación del
hombro. Los médicos del pueblo que fueron llamados por teléfono vinieron
prontamente y le hicieron la reducción no sin agudos dolores. El enfermo
quedó tranquilo, durmió y amaneció sin fiebre al día siguiente.
Escudero, que avisado por telégrafo llegó en el primer tren de la
mañana, viéndole en estado satisfactorio quiso llevárselo a Madrid.
Reynoso se opuso enérgicamente. Tristán ya pertenecía a su familia de
derecho; iba a ser su hermano próximamente y no saldría de casa sino
enteramente curado.

No hay para qué encarecer el esmero afectuoso con que fue atendido y
mimado en los pocos días que permaneció postrado. Todos querían hacerle
compañía, todos querían agasajarle envolviéndole en una atmósfera tibia
de vigilancia y amor. En cuanto a Clara se puede decir que no vivía más
que para él.

Una tarde en que por haberse ausentado momentáneamente Elena quedaron
solos los novios, Tristán aprovechó aquellos instantes para repetir a su
amada la admiración y la gratitud de que estaba poseído. Después,
quedando pensativo, dijo melancólicamente:

--¡Era yo tan feliz en aquel momento, Clara! Jamás había visto el cielo
tan diáfano ni el campo tan hermoso, jamás percibí tan grato el aroma de
las flores ni oí más suave las notas del ruiseñor, jamás sentí mi
cuerpo tan vigoroso y mi espíritu más lúcido. Pero ¡ay! el hombre es
siempre un niño que persigue mariposas al borde de un abismo. La
naturaleza se ríe de nuestro amor y nuestra admiración; es una madre
loca que estrangula a su hijo cuando éste la besa.

--Desecha esas ideas lúgubres, Tristán. No vuelvas tanto los ojos hacia
atrás. Ya que Dios ha permitido que salvaras de este peligro en que
fácilmente pudiste perecer o quedar lisiado para siempre, es que
consiente en hacerte feliz.

Tristán tomó la mano de su prometida, la apretó tiernamente y dijo
sonriendo:

--La edad de oro, querida mía, se ha vuelto al cielo.

--Pero tu felicidad no se ha deshecho; sólo se ha interrumpido un
instante... si es que me quieres como aseguras. Dentro de pocos días
estarás sano... Yo te quiero mucho más que antes porque al verte caer
comprendí de una vez hasta dónde habías entrado en mi corazón... Y mi
hermano--añadió bajando los ojos y ruborizándose--quiere adelantar la
fecha de nuestro matrimonio.

Los ojos de Tristán brillaron con alegría.

--¿Cómo...? ¿Es de veras?

--Eso me ha dicho ayer--respondió Clara dulcemente.

En efecto, Reynoso pensó que estando ya Tristán alojado en su propia
casa razones de delicadeza le aconsejaban no demorar la boda hasta
octubre y realizarla en cuanto fuera posible. Todos en la casa
aplaudieron esta determinación, y Elena fue la primera en celebrarla con
gritos de júbilo.

--¡A ver si se le quitan de una vez esos malditos celos!--le dijo al
oído a su cuñada.

Tristán los sentía cada día más rabiosos del marquesito del Lago. Este
chico, sin darse cuenta de ello, hacía lo posible por mantenerlos vivos;
se juntaba a Clara en cuanto tenía ocasión y no sabía luego apartarse de
ella. Era seguro que no hablaba más que de caza y lo que con ella se
relacionase, pero el obcecado Tristán hallaba en estas conversaciones un
sentido misterioso. Cuando el marquesito, por ejemplo, pedía noticias a
Clara de las garzas, se imaginaba que el amor salía volando de sus
palabras como salen estos graciosos animales de entre los juncos. No
solamente, pues, por el cariño profundo que aquélla le inspiraba sino
por verse libre de estos celos crueles que le mordían las entrañas
experimentó viva satisfacción al saber la noticia.

Apresuráronse los preparativos de boda. En cuanto pudo levantarse se fue
a Madrid, pero allí recibía todos los días la visita de Clara y Elena y
las acompañaba a las tiendas para comprar lo que aún faltaba y para
apremiar a las modistas, joyeros y maestras de confecciones. Él por su
parte vigilaba los últimos trabajos realizados en el piso de la calle
del Arenal. A última hora se les juntó un día Gustavo Núñez y entró con
ellos en el Suizo a tomar un helado. La acogida que Elena le hizo fue
desconcertante; pero el pintor tenía la cara dura, no se dio por
enterado y tan bien se las arregló con su charla graciosa, insinuante,
que al cabo logró hacerla sonreír. No tardó en tomar parte en la
conversación y mostrarse como siempre locuaz, traviesa y un poco
aturdida. A los pocos días volvieron a encontrarse y Elena mostró desde
luego que había olvidado su atroz insolencia. Gustavo, arrepentido de
ella, se presentaba respetuoso, amable, cordial, huyendo de toda
galantería. Pero esto sólo era en la apariencia; su propósito firme y
oculto era bloquear la plaza con todas las reglas del arte, hacer su
corte con juicio y cautela. Tanta empleó que cuando las damas se
despedían para montar en coche y trasladarse a casa se abstenía de
estrechar su mano y sólo se la daba a Tristán. Con éste y otros rasgos
de delicadeza logró presto volver a la gracia y a la confianza de la
gentil señora de Reynoso.

Llegó por fin el día señalado, uno de los últimos de julio que amaneció
como los antecedentes claro, sofocante, abrasador. La familia de
Escudero había ido la noche anterior a dormir en casa de Reynoso.
Tristán se trasladó por la mañana acompañado de Gustavo Núñez y el
paisano Barragán.

Gran parte de la colonia veraniega y mucha también del vecindario quiso
presenciar la ceremonia nupcial. Con este motivo rodaron los coches y
hubo no poca confusión a las puertas del templo, que estaba adornado
suntuosamente para el acto. La novia se presentó pálida y sonriente con
su traje blanco y su corona de azahar, debajo de la cual saltaban
juguetones los rizos de sus cabellos negros. Hubo mucha admiración para
ella, pero también quedó algo para Tristán, cuya figura elegante
despertó en los corazones femeninos una ola de incondicional aprobación.
¡Hermosa pareja! ¡Gentil pareja! Bendijo la unión un personaje
eclesiástico de Madrid auditor del Tribunal de la Rota; hubo misa,
órgano y orquesta.

Terminada la ceremonia y la misa Tristán se acercó a su amigo Núñez en
la misma iglesia y le dijo:

--¿Sabes, Gustavo, que esa epístola de San Pablo que nos acaban de leer
me parece un poco grosera?

Núñez soltó una carcajada discreta y exclamó poniéndole la mano sobre el
hombro:

--Pero hombre, ¿hasta con San Pablo te has de meter? ¡Eres delicioso,
Tristán!

Los novios regresaron con los padrinos en un coche. La comitiva se fue
acomodando en otros, y a Núñez y Barragán les tocó venir juntos en una
berlina. No era empresa llana y de gusto meterse solo en un coche con
hombre de tan endiablado rostro como el paisano. Alguno había en la
comitiva que hubiera preferido viajar con un lobo. Pero Núñez no sentía
aprensión alguna: al contrario, había simpatizado mucho con él y le
estudiaba atentamente, lo mismo en lo físico que en lo moral. Pero ahora
hablaron poco en los comienzos. Barragán estaba preocupado y él también,
aunque por muy diferente causa. La del primero era divina: la del
segundo demasiado humana.

En efecto, el paisano Barragán se sintió acometido en el templo por un
tropel de ideas metafísicas. Desde niño, en que se fuera a América, no
había entrado en una iglesia más que el día en que se casó con la viuda,
hacía ya bastantes años. En aquella sazón los afanes matrimoniales no
permitieron el paso a los pensamientos ultramundanos que ahora soplaban
lúgubremente por su cerebro vacío. Sumergido toda su vida en el golfo
de los intereses materiales, trabajando, comerciando, lucrándose y no
tratando más que con hombres que hacían lo mismo, no se le presentó
nunca a la imaginación la idea de Dios, del alma y de la otra vida.
Ahora, viejo ya, sereno, desocupado, se filtraron de rondón cuando menos
podía esperarse en su espíritu financiero. Las luces, las vestiduras de
los sacerdotes y sobre todo el órgano tuvieron de ello la culpa.

Al cabo de unos minutos de silencio dijo el paisano con voz sorda:

--Estaba pensando en la iglesia, señor Núñez, estaba pensando en que
este asunto de la religión es cosa curiosa.

--¿Le parece a usted?--respondió Núñez completamente distraído.

--Mucho. Sería interesante saber si después de esta vida hay otra, como
dicen... Pero, en realidad, debo confesarle a usted que aquellos
vestidos dorados de los curas, aquel doblarse y levantarse, aquellas
vueltas en redondo y aquel ir y venir de una punta a otra del altar
estará muy bien, pero no me parece serio.

--Pues yo no lo encuentro nada risueño--afirmó el pintor con el mismo
ensimismamiento.

--Pero vamos a ver, señor Núñez, ¿piensa usted que haya infierno?

--Realmente no he podido hasta ahora formar clara idea de él, porque si
los condenados cuecen allí a fuego lento, como aseguran, no comprendo
cómo al poco tiempo no se convierten en papilla y si se asan no se
transforman en carbón... Pero, en cuanto al cielo, lo concibo
admirablemente. Es un sitio encantado, con buenos restauranes, donde se
almuerza siempre con ostras y champagne y donde los ángeles camareros no
le presentan a uno la cuenta ni quieren recibir propina.

El paisano sonrió, pero poniéndose pronto serio exclamó como si se
hablase a sí mismo:

--Si Dios no existe, ¿quién hizo el mundo?

--Acaso se haya hecho por sí mismo como el anís escarchado--replicó
Núñez asomando la cabeza por la ventanilla para ver si divisaba el
coche que conducía a Elena.

Hubo algunos minutos de silencio durante los cuales el cerebro de
Barragán daba terribles vueltas en el piélago de lo insondable. Al cabo
murmuró sordamente:

--De todos modos es curioso, ¡muy curioso! Yo daría cinco mil duros por
saber si hay Dios o no hay Dios.

--Por mucho menos dinero se lo dirían a usted en Alemania, donde hay
personas dedicadas a averiguar esas cosas. Y hasta me figuro que si
llevase una carta del embajador le harían a usted una rebaja de un
veinticinco por ciento.

El carruaje se detuvo al fin delante del hotel cerca de otros que habían
descargado. Elena estaba asomada ya a uno de los balcones presenciando
la llegada de la comitiva.

--¿Con quién ha venido usted, Núñez?--le preguntó desde arriba.

--¡No sea usted indiscreta, Elena, no me obligue usted a ruborizarme!

--Bueno, si usted no me lo dice pronto lo averiguaré--replicó ella un
poco intrigada.

--No hay secreto ninguno, Elenita: ha venido conmigo--dijo--Barragán.

Elena sacudió la cabeza riendo a carcajadas.

En el amplio comedor se habían colocado dos mesas a las cuales se
sentaron más de cincuenta invitados. A los postres se desbordó un río de
champagne y otro río aún más caudaloso de brindis en prosa y verso. Los
desdichados novios quedaron por más de una hora sumergidos entre ellos.
No faltó al cabo una mano caritativa que los sacó de aquel abismo. Los
comensales se levantaron y se distribuyeron por los salones.

Reynoso se acercó a su cuñado, le pasó un brazo por la cintura y le
llevó al hueco de un balcón.

--Dentro de un rato--le dijo--, cuando yo te haga seña, podéis bajar. El
coche estará a la puerta enganchado. Montáis en él y os vais sin que
nadie se entere... Y ahora, Tristán--añadió poniéndole una mano sobre el
hombro--, sólo me resta que decirte una cosa. Te entrego a mi hermana,
mejor dicho, te entrego a una hija adorada, pues eso ha sido para mi
siempre la que hoy es tu esposa. Mi cariño y mi vigilancia han protegido
sin descansar jamás su inocencia. No llevas una dama elegante,
distinguida, espiritual para brillar en los salones, pero sí una esposa
noble y tierna que te acompañará fielmente en la carrera de la vida, que
compartirá tus penas y tus alegrías. La elevación de tu espíritu suplirá
lo que haya de limitado en el suyo. Y si alguna vez te impacienta esta
limitación, si una sombra de malestar se interpone entre vosotros,
considera que es una pobre huérfana que ya no tiene a nadie más que a ti
en el mundo: ten compasión de ella, sé generoso como un padre y Dios te
lo pagará.

Tristán se sintió enternecido por aquellas palabras y dijo con efusión:

--Responderé a esa confianza con todo el amor de que es susceptible mi
corazón. Velaré sobre Clara como si fuese un tesoro que me fuese
encomendado, un tesoro de inocencia, de ternura y de nobleza que estoy
muy lejos de merecer.

--Gracias, Tristán, gracias--repuso don Germán a su vez conmovido y
apretándole la mano fuertemente--. Ya somos hermanos, y puesto que el
parentesco ha borrado la diferencia de edad llamémonos de tú en
adelante.

--Como tú quieras--dijo Tristán devolviéndole con creces su apretón--.
No olvidaré jamás tu generoso proceder y que te debo la felicidad.

Se separaron. Aquella breve escena dejó en el corazón de Tristán una
alegría suave, íntima que se advertía en su mirada. Mas era el sino de
este joven que jamás pudiera perdurar en él la calma. En cuanto se
mezcló a los invitados advirtió un grupo de señoritas que rodeaban al
marquesito del Lago y con él parecían divertirse. Este muchacho, de
excelente natural, dócil, modesto y respetuoso siempre, tenía el defecto
de beber más de lo conveniente en todos los banquetes y festejos a que
asistía. Se le había metido sin duda en la cabeza que era de rigor en
tales casos. Y en cuanto tenía en el cuerpo algún vino de más perdía
aquél su natural reservado y se transformaba en un charlatán insufrible.
Unas cuantas jóvenes se complacían en burlarse de él haciéndole soltar
un chorro de simplezas.

En cuanto el marquesito divisó a Tristán desde el centro del grupo en
que se hallaba apartó a las damas bruscamente y se vino hacia él
diciendo en voz alta:

--¡Aquí llega el novio! ¡Aquí está el hombre feliz...! Déjeme usted
darle un abrazo (y le abrazó en efecto)... Me parece, amigo Aldama, que
en este momento no le abrazo a usted solamente sino al matrimonio
completo.

Aquella salida hizo reír a las damas. A Tristán le causó malísimo
efecto.

--Usted es un sabio, amigo Aldama, y si yo hubiera adivinado que
estudiando bien el latín y las matemáticas llegaría a casarme con una
mujer tan guapa como la suya no hubiera sido tan zángano, me hubiera
aplicado más.

--Aún está usted a tiempo--manifestó Tristán.

--¿Para casarme con su mujer?

Las damas rieron a carcajadas.

--¡Hombre, no!--replicó Tristán haciendo esfuerzos por reír también--.
Eso ya no puede ser mientras yo esté vivo, pero aplicándose, y aun sin
aplicarse, hallará usted una mujer más guapa.

--Usted me permitirá que le diga una cosa, amigo Aldama... ¿Verdad que
me lo permitirá...? Pues bien, su novia es muy guapa, es guapísima...,
yo no he encontrado nunca otra más guapa. ¿He dicho algo? ¿Eh, eh? ¿He
dicho algo...?

El marquesito con la faz congestionada y los ojos un poco extraviados
hacía guiños maliciosos y metía su cara por la de Tristán.

--Usted me permitirá que le diga otra cosa, ¿verdad que me lo
permitirá...? Sí, sí, me lo permite usted... Pues bien, amigo Aldama,
usted es muy sabio, tiene mucho talento, pero ¿qué falta le hace a ella
el talento? ¿No le parece a usted?

--Yo no tengo talento, es usted demasiado amable--profirió Tristán
visiblemente molesto ya.

--Sí, sí; lo tiene usted..., pero don Tristán, es usted demasiado
tristón para ella... Esa niña merecía un marido más alegre..., así como
yo, por ejemplo...

Tristán se puso pálido repentinamente. Las señoras, aunque no podían
adivinar todo el efecto que tales palabras debían producir en el novio,
comprendieron que aquel chico se estaba volviendo asaz insolente. Se
apresuraron, pues, a cortar la conversación llevándolo consigo a otra
parte. Tristán los miró alejarse inmóvil con la frente fruncida y los
ojos cargados de cólera.

Mientras tanto Clara, vestida con un sencillo traje de viaje, hacía ya
para él los últimos preparativos. Una de las doncellas se acercó a ella
y le dijo:

--Ahí abajo está el tío Leandro con los pastores y los guardas que piden
por favor que les permitan despedirse de la señorita.

--¡Ya lo creo que iré!--respondió Clara apresurándose a bajar a la gran
cocina del sótano.

Allí estaban en efecto los pastores y dos guardas jurados con sus
sombrerotes de fieltro en la mano. El tío Leandro, el hombre más grave y
sentencioso de toda la comarca, estaba al frente de ellos y habló de
esta manera:

--Perdone nuestra ama a estos probes que la hayan incomodao. Hacíasenos
muy cuesta arriba no verla antes que se nos fuese para siempre a los
Madriles y más entovía no decirle nuestros sentires. La señorita se va y
nos deja... Pues hati cuenta que pa nosotros cayó la noche encima y que
no amanece más. ¿Verdad, amigos...? Vosotros bien sabéis que cuando allá
por detrás de los chaparros y las matas sonaban los tiros que disparaba
la señorita, cuando oíamos su voz llamando a los perros, al que más y al
que menos de nosotros le bailaba el corazón dentro del pecho como si
quisiera salir a su encuentro. Y cuando la veíamos aparecer entre los
árboles más galana y más fresca que una azucena de mayo, no hubo nunca
un lucero en el cielo que nos pareciese más hermoso. No la veremos ya
con su carabina maja corriendo por el monte y por las eras, pero dende
aquí en adelante las piedras que ella haya pisao, las fuentes en que
haya bebió, las sombras en que hacía alto para descansar serán para
nosotros sagradas como si allí hubiese puesto sus pies benditos la mesma
Virgen del Carmen.

Clara escucha ruborizada estas nobles palabras y murmura:

--Gracias, gracias, tío Leandro... Gracias todos. Jamás les olvidaré y
espero que pronto nos hemos de ver.

Y volviéndose a un criado añadió:

--Ve al comedor y bájame champagne y cigarros. Quiero que ustedes beban
una copa y fumen un cigarro a mi salud y a la de mi marido.

Estas últimas palabras las pronunció con un acento de orgullo y ternura
a la vez que mostraban bien clara la alegría que rebosaba de su inocente
corazón.

Vino el champagne y los cigarros, se destapó una botella y luego otra, y
la misma desposada lo escanció y lo sirvió a sus servidores. El tío
Leandro, con una copa del vino chispeante en la mano, tomó de nuevo la
palabra.

--No se hizo este regalo, nuestra ama, pa la boca de los probes. Ni
sabemos gustarlo, ni sabemos estimarlo. Pero ya no nos moriremos sin
probar cómo sabe el vino de los ricos. Y cuando alguna vez oigamos esos
tiros tan alegres que suenan en el café y dentro de las casas, podremos
decir: «Gracias a nuestra ama hemos sentido también dentro del cuerpo
esa descarga.» Bendita sea la mano que sabe dar cosas tan buenas y que
no arrepara a quién las da. Amigos, bebamos a la salud de nuestra
señorita; pidamos a Dios que el esposo nuestro amo la haga tan feliz
como merece, que si lo hace, tan estimado será entre nosotros como el
arcángel San Rafael.

Estas graves palabras determinaron una explosión en la cocina, donde se
habían congregado también criados y criadas y mozos de labranza. Con las
mejillas encendidas y los ojos brillantes de entusiasmo todos la colman
de bendiciones, todos piden al cielo dicha interminable para la
caritativa señorita. Las mujeres más atrevidas se abalanzan a ella y le
besan las manos, los hombres agitan sus sombreros y de sus gargantas
salen hurras y vivas que estremecen gozosamente el recinto.

Clara, conmovida hasta saltársele las lágrimas, de todos se despide,
sube por la escalerilla y todavía desde lo alto les envía con su hermosa
mano un beso de despedida.

Sin embargo, arriba ya estaban buscándola su hermano y Tristán. El coche
enganchado esperaba a la puerta. Don Germán les dice al oído algunas
palabras y les ordena que cada uno por su lado se dirijan a la puerta
sin llamar la atención de los convidados. Así lo hacen, pero cuando ya
han subido al carruaje, alguien les hace traición; los invitados se
enteran, se lanzan a los balcones y les hacen una delirante ovación.

El coche era un faetón tirado por seis mulas rojas que habían sido
adquiridas por don Germán en diversas ferias de España. No poco trabajo
y dinero le había costado juntarlas tan iguales. Pero ahora este
soberbio tiro causaba la admiración de los transeúntes, cuando enjaezado
a la calesera con madroños verdes entraba por las calles de Madrid. Los
novios habían resuelto ir en coche para evitarse la curiosidad de la
gente en la estación: además, la hora de los trenes no les pareció
conveniente.

Las seis mulas de tostado lomo corrían arrastrando a la pareja feliz
hacia su nido. Los gritos de júbilo de los invitados y la rapidez de la
marcha los embriagó por unos instantes: permanecían mudos sin saber qué
decirse. Pero Tristán volvió los ojos hacia su esposa y le clavó una
larga mirada de amor apasionado y tierno. Ella bajó la suya. El joven le
tomó una de sus manos, la llevó a los labios y en voz queda comenzó a
cantarle al oído el himno del amor acompañado de los chasquidos del
látigo y del tintineo de los cascabeles. Era Tristán elocuente, poseía
una imaginación viva. Clara con los ojos cerrados y una leve sonrisa
divina esparcida por su rostro no se hartaba de oírle.

Cuando llegaron a Madrid anochecía. Las calles rebosaban de gente: las
luces de los faroles comenzaban a encenderse y despedían una claridad
blanca azulada al chocar con la del crepúsculo. La gran ciudad abrasada
por el calor del día se preparaba con gozo a refrescarse. La
muchedumbre discurría por las aceras. Ya no se veían aquellos rostros
rojos y fruncidos que pasan rápidos en el centro del día buscando
sombra. Ahora se dilataban gozosos, sonrientes, contemplando los
escaparates bajo la luz blanca y fantástica de los arcos voltaicos. El
coche de los novios hacía volverse a todos y le seguían con la vista
curiosos y admirados hasta que se perdía a lo lejos.

A los balcones de su piso de la calle del Arenal estaban ya asomados
desde hacía más de dos horas los criados, la cocinera, las dos doncellas
y el criado. En cuanto divisaron el coche se apresuraron a bajar al
portal y los recibieron humildes, agasajadores.

Tristán y Clara, tímidos y embarazados, recorrieron las habitaciones de
la casa, pequeñas comparadas con las del suntuoso hotel que acababan de
dejar, pero amuebladas con refinado gusto y coquetería. Clara lo
hallaría todo precioso aunque fuese mucho peor. Pero la cocinera ardía
en deseos de mostrarles hasta dónde llegaban los primores de su arte.
Antes que se hubiesen reposado convenientemente fueron invitados a comer
y los jóvenes aceptaron no como señores de la casa, sino como huéspedes,
dejándose dirigir por los criados. La comida fue alegrísima. Tristán
esperaba que el criado volviese la espalda llevándose los platos para
robar algunos besos a su mujercita. Cuando terminaron y hubieron tomado
el café con algún espacio, Tristán propuso salir a tomar el fresco y dar
una vuelta por casa de sus tíos y ver a los niños, pues aquéllos con
Araceli no vendrían del Sotillo hasta la mañana siguiente. La primera
doncella se opuso: los señoritos habían madrugado; luego el viaje no
tenía más remedio que haberles fatigado; debían acostarse temprano. ¿Qué
iban a hacer sino someterse? Pero en aquel instante sonó el timbre de la
puerta. Un joven que traía un bulto debajo del brazo quería verles. Era
García, el peludo García, que dejando su bulto sobre una silla corrió a
abrazar a Tristán y a dar la mano a Clara. No pudo conseguir aquél que
fuese a su boda y no insistió mucho en la invitación por delicadeza,
comprendiendo que el motivo de rehusar era el no poseer traje adecuado.
No había podido venir antes porque tenía una lección en aquella misma
hora y tuvo luego que ir a casa por aquel encarguito. El encarguito, que
se apresuró a destapar, era nada menos que un barómetro con caja de
madera barnizada, que ofrecía a su amigo como regalo de boda. Lo había
comprado en un bazar, le había costado seis duros y había estado dos
meses privándose de café para ello. Tristán no pudo reprimir una sonrisa
de lástima y le preguntó que por qué se había molestado. Pero Clara con
la intuición de las esposas amantes que adivinan a primera vista cuáles
son los amigos verdaderos y los falsos de sus maridos encontró el regalo
precioso y no se hartaba de alabarlo. Mostrose con García amable y
cordial, de tal modo que el pobre opositor a cátedras al poco rato
hubiera andado de cabeza por ella.

Arrimaron las butacas al balcón abierto y fumaron un cigarro. García,
que estaba haciendo oposiciones a una cátedra de Retórica en Pontevedra,
les enteró del curso de ellas a conciencia, con toda exactitud. No le
quedó en el cuerpo un solo pormenor. «--Alvarez, que es muy largo, muy
sutil me dice:--¿Cree el señor García que Cervantes escribió con pureza
el idioma castellano?--Yo que le vi venir en seguida le respondo:
Distingamos: ¿Qué entiende el señor Alvarez por escribir con pureza un
idioma? ¿Es acaso aceptar en absoluto como un esclavo todos sus giros y
locuciones? Pues en ese caso Cervantes no fue un escritor castizo de su
tiempo porque pululan en su obra inmortal los italianismos...»

Y el pobre chico sin dar paz a la lengua les encajaba las objeciones de
sus contrarios y sus respuestas victoriosas y el efecto que ellas habían
producido en el tribunal. Valera se había rascado la cabeza con señales
de alegría y Cañete le había dirigido una sonrisa de aprobación.

Del aspecto teórico pasó después al práctico y narró con prolijidad
todas las intrigas, todas las arterías de que se valían sus contrarios
para arrancarle la cátedra. Particularmente Alvarez, el infecto Alvarez
no reparaba en valerse de los medios más reprobados, más odiosos. A un
miembro del tribunal carlista muy exaltado le había dicho que era
republicano y que no oía misa los domingos. A Cañete le fue con la
embajada de que se reía de sus críticas en el café. En fin una serie de
canalladas que levantan el estómago.

Y en efecto, García al narrarlas se ponía pálido y parecía estar atacado
de náuseas. Tristán le escuchaba distraído, pensando en sus cosas; Clara
con toda atención, aprobando con el gesto, dejando escapar frases de
conmiseración y sacudiendo la cabeza indignada contra sus enemigos,
sobre todo contra Alvarez, el infecto Alvarez. Últimamente García ya no
hablaba más que para ella y no se dirigía a Tristán. Entre aquellos dos
seres buenos se había establecido una corriente de tierna simpatía.

Pero la noche avanzaba. Tristán empezó a dar muestras de impaciencia,
bostezando, levantándose y poniéndose de bruces sobre el balcón. García
entendió al fin y se dispuso a marcharse. Tomó el sombrero, volvió a
abrazar efusivamente a Tristán, apretó con el mismo cariño la mano de
Clara y salió. Tristán le acompañó hasta la puerta. Al llegar a ella
García le dijo misteriosamente:

--Espero que marchará bien, ¿sabes? Pero si se descompone no tienes más
que avisarme, que yo lo llevaré para que lo arreglen.

--Bien, hombre, gracias--respondió Tristán sin poder reprimir una
sonrisa.

Luego, cuando tornó al comedor, entró diciendo:

--¡Pero qué pesadísimo es este pobre García!

--¿Por qué?--preguntó Clara--. Yo le encuentro un chico muy bueno.

--Bueno sí; pero no tiene las piernas ligeras.

Estuvieron algunos momentos aún asomados al balcón. Al cabo se retiraron
a su dormitorio. Habían sonado las doce. Tristán estaba jovial,
cariñoso, prodigando a su esposa mil respetuosas atenciones. Pero de
pronto, mirando un primoroso vaso de agua que había sobre la mesa de
noche, se quedó serio. Aquel servicio de cristal era regalo de la
marquesa viuda del Lago. Una arruga se dibujó en su frente pálida que
fue poco a poco haciéndose más honda. Al volver los ojos hacia él Clara
quedó sorprendida.

--¿Qué tienes?--le preguntó con afectuoso interés.

--Nada--respondió secamente.

Transcurrieron algunos instantes de silencio. Tristán habló al fin con
voz sorda:

--Un destino fatal parece descender de lo alto para interponerse
constantemente entre la felicidad y yo. Su mano fría me sacude con
rudeza para despertarme de todo sueño dichoso, de toda dulce ilusión.
Ese vaso me recuerda que hace pocas horas también se hallaba mi espíritu
nadando en una atmósfera de paz y de dicha como hace un instante, y que
una voz para mi antipática, odiosa, la voz del marquesito...

--¡Todavía el marquesito!--interrumpió Clara vivamente.

--Sí, todavía. Y si él no hubiera sido, la fatalidad se encargaría de
buscar otro instrumento animado o inanimado para recordarme que este
mundo es dolor, siempre dolor... Unos ojos que me miran agresivos,
impudentes, una faz congestionada por el alcohol, una lengua estropajosa
que me suelta algunas insolencias rayanas en la injuria. Y eso he tenido
que sufrirlo en el momento mismo en que todas las potencias del cielo y
de la tierra parecían haberse reunido para hacerme dichoso.

--Pero si ese niño estaba ebrio como dices, ¿qué podían importarte sus
tonterías?

--En la embriaguez como en los sueños manifestamos lo que somos, lo que
guarda el fondo de nuestra alma y que no confesamos a los demás ni a
nosotros mismos. Ese niño está enamorado de ti y a mí me odia; es
lógico. Ignoro si ha dado algún paso para obtener tu amor y desbaratar
nuestra unión, aunque lo presumo. Pero eso no es lo principal. Lo
capital en este asunto, lo verdaderamente importante para mí es el saber
si tú has alentado directa o indirectamente ese amor.

--¿Acaso no te lo he repetido infinitas veces? Estoy persuadida de que
ese amor del marquesito no existe más que en tu imaginación: nadie lo ha
echado de ver en la casa más que tú. Pero aunque así fuese, ni yo he
escuchado de su boca jamás sino frases insignificantes, ni le he tratado
más que como un amigo.

Tristán guardó silencio. Se había sentado sobre el borde de la cama y
con la mirada fija en el suelo permaneció algunos minutos inmóvil,
abstraído. Clara le contemplaba con expresión ansiosa que por momentos
se iba haciendo más dolorida.

--¡Es raro! ¡es raro!--murmuró al cabo como si se hablase a sí mismo.

--¿El qué es raro, Tristán?--profirió ella con voz angustiada que
parecía haber pasado entre sollozos.

--Es raro que no habiéndole dado tú ningún aliento haya osado ese chico
soltar palabras tan atrevidas.

--¿Es que dudas de lo que acabo de decirte? Esas dudas cuando éramos
novios tenían poco valor, no engendraban más que riñas pasajeras que
según me aseguraban eran la salsa de las relaciones amorosas, aunque yo
jamás quise creerlo. Pero ahora no somos libres y la sombra de cualquier
sospecha que se interponga entre nosotros puede ocasionar nuestra
desgracia. Considéralo, Tristán, medita que ya no puedes hablarme de
ciertas cosas sin ofenderme gravemente.

--Quisiera creerte, Clara. Tú no sabes lo que me hace sufrir la duda de
que no seas toda mía en cuerpo y alma, de que permanezca escondida en el
fondo de tu corazón una pequeña inclinación, una leve simpatía germen de
amor hacia otro hombre. ¡Pero no puedo! La duda se me ofrece siempre
como un fantasma delante de los ojos. No puedo apartarla de mi
presencia. Me agarra cuando menos lo pienso y se introduce dentro de mi
ser, se filtra en mis venas como un veneno sutil y me inflama...

Clara le miró fijamente con ojos donde además de la tristeza se pintaba
la cólera y murmuró sacudiendo la cabeza:

--¡Está bien! ¡está bien!

--¿Qué quieres decir?--profirió él mirándola a su vez a la cara--. ¿Te
está pesando de haberte casado conmigo, verdad...? ¡Sí, sí... no lo
niegues...! Lo estoy leyendo en tus ojos.

--No, no me pesa el haberme casado contigo, pero sí el que me des a
entender que no puedo hacerte feliz.

Hubo algunos instantes de silencio. Al cabo Tristán comenzó a decir
lentamente mirando al suelo:

--Una tarde estábamos tu hermano y yo hablando en su despacho. Tú te
fuiste al balcón y apoyaste tus codos en el antepecho. Poco después
entró ese chico y apenas nos hubo saludado fue a reunirse contigo. Y
comenzasteis a hablar en voz baja y a reíros mientras yo tenía la vista
clavada sobre vosotros. Y como si mis ojos os penetrasen por la espalda
uno y otro volvisteis la cabeza para mirarme y un poco de rubor subió a
tus mejillas. ¿Por qué te ruborizabas?

--Tristán, ¿qué estás diciendo?--gritó ella con voz desesperada.

--Otra noche--prosiguió el joven sin hacer caso de aquel grito
doloroso--estábamos en el teatro de la Comedia en un palco contiguo al
de proscenio. Yo charlaba contigo y nunca había estado más alegre y más
enamorado que aquella noche. Frente a nosotros había un espejo. Cuando
una vez se me ocurre levantar los ojos hacia él, veo allí pintada la
imagen del marquesito, que detrás de nosotros, en otro palco, te estaba
contemplando a su sabor. Tú lo habías visto y no me decías nada...

--¡Tristán!--tornó a exclamar la joven con acento aún más desesperado.

Y llevándose las manos al rostro profirió estallando en sollozos:

--¿Dios mío, qué me está pasando? ¡Esto no es verdad, esto es una
horrible pesadilla!

Tristán la miró un instante confuso y arrepentido. Pero alzándose
bruscamente comenzó a pasear con agitación por la estancia mientras
decía gesticulando nerviosamente:

--¿Y yo qué culpa tengo...? Quisiera, aun a costa de mi sangre,
arrancarme de la imaginación estas escenas, pero ellas no quieren huir.
Si por algunos momentos se eclipsan es para aparecer nuevamente más
vivas, más crueles.

Clara se había dejado caer sobre la almohada y sollozaba con el rostro
metido en ella. Él también se sentó al cabo y acometido de una tristeza
profunda, infinita, contagiado por las lágrimas de su esposa, comenzó
igualmente a llorar. Pronto se alzó otra vez; volvió a su paseo agitado,
volvió a su monólogo amargo y exaltado; pero de nuevo vino a sentarse al
lado de su esposa abatido y sollozante.

Las primeras claridades de la aurora les sorprendieron todavía llorando
sentados sobre el borde de la cama.



XI

EL ESTRENO DE UNA OBRA DE CARÁCTER


Algunos días después salieron de Madrid. Viajaron por Suiza y por
Alemania; en el mes de octubre visitaron a Inglaterra. A Madrid
regresaron bien entrado ya noviembre. El viaje ejerció influencia
saludable en el temperamento de Tristán, serenando sus ideas y
amortiguando sus celos. Mostrose en el transcurso de aquellos meses con
su joven esposa lo que era realmente, galante, sensible, extremadamente
afectuoso. Hasta pudo pagarle en Suiza aquel auxilio solícito que le
prestara cuando cayó del caballo. También la intrépida Clara resbaló en
una de sus excursiones alpestres, desapareciendo de la vista de Tristán,
quien se lanzó por la escarpada pendiente en su auxilio y rodó por ella
sin lograr prestárselo. Felizmente ambos quedaron detenidos en una mata
de arbustos y se salvaron de una muerte cierta. Clara fue quien primero
se alzó. Rojos de emoción, con lágrimas en los ojos se abrazaron
estrechamente y se besaron en medio de la soledad de aquellas montañas
que una vez al menos se mostraron piadosas. Clara era dichosa. Sin
embargo, el recuerdo fatal de su primera noche de novia le asaltaba
alguna vez estremeciéndola; fue una visión siniestra que la persiguió
toda la vida.

Cuando llegaron a Madrid, sus hermanos aún no se habían instalado en el
nuevo hotel de la Castellana: los últimos retoques habían llevado más
tiempo de lo que pensaban. Fuéronse a pasar unos días con ellos al
Escorial para dar satisfacción al cariño fraternal de Clara y algo
también a su afición a la caza. Era el tiempo propicio: días claros y
frescos: la gentil cazadora los empleaba corriendo por el monte a tiros
con las perdices y conejos.

--Corre, corre, hija mía--le decía don Germán viéndola llegar sudorosa y
jadeante a casa--. Aprovéchate de que el _pobrecito_ aún pesa poco.

Clara sonreía ruborizada. Su estado interesante ya era conocido en la
casa y empezaba a ser visible para los de fuera.

Tristán también corría los montes, si no con la carabina al hombro, al
menos con un libro en la mano. Placíase en tenderse en el fondo de las
cañadas a la sombra de los sauces y pasar allí largas horas saboreando a
ratos las páginas de algún escritor admirado, a ratos escuchando los
gorjeos de los pájaros, el manso ruido del viento en los árboles y el
rumor cristalino de las aguas corrientes. Se hallaba en un período de
gran actividad intelectual: la placidez y amenidad del sitio, la paz del
hogar, la tranquilidad de sus nervios invitábanle al trabajo. Hasta tuvo
la dicha de no tropezar a su vuelta con el marquesito del Lago que
inconscientemente tan malos ratos le había hecho pasar: la marquesa
viuda había decidido al fin trasladar su residencia a sus posesiones de
Extremadura huyendo de los escándalos de su hija y de los peligros que
amenazaban a su hijo. Muchos y vastos proyectos de libros y dramas
germinaban en la mente del joven autor de _Engaños y Desengaños_.
Escribía poco, sin embargo, aunque meditaba mucho. Alguna vez se
acordaba de su drama entregado al teatro Español hacía más de un año y
entonces se ponía de mal humor. Estévanez, el famoso dramaturgo, el que
empuñaba a la sazón el cetro del teatro, lo había tomado bajo su
protección, le había prometido hacerlo representar, pero hasta la hora
presente ninguna noticia tenía del éxito de sus gestiones. Era demasiado
orgulloso nuestro joven para pedir estas noticias ni menos convertirse
en pretendiente. Don Germán le había hablado más de una vez del asunto
desde que llegaron, pero no daba su brazo a torcer y esquivaba la
conversación por temor de que se le fuera la lengua.

Al fin se le fue cierto día estando de sobremesa. Habían comido con
ellos Cirilo y Visita y el farmacéutico Vilches con su esposa, primos de
Elena. Visita inocentemente le preguntó cuándo se representaba su drama.
Tristán secamente respondió:

--Nunca.

Estupefacción en todos los comensales. Viendo el efecto que había
causado añadió al cabo de un momento:

--Nunca mientras Estévanez ejerza en el Español el supremo mangoneo, sea
el cancerbero que la Empresa tiene a la puerta.

--¿Pero no fue Estévanez quien lo ha presentado y el que prometió
hacerlo poner en escena?--preguntó el primo Vilches.

--Precisamente por eso--replicó con displicente laconismo.

Hubo unos instantes de silencio. Tristán comenzó a hablar en voz baja y
afectando mucha calma. En realidad, había padecido una equivocación
lamentable depositando su confianza en Estévanez, porque éste jamás
había dejado pasar ninguna obra apreciable. No quería decir que la suya
lo fuese, mas si algún amigo se lo había dado a entender o si él mismo
había encontrado en ella algo que le hiciera dudar de su fracaso, tenía
por seguro que estorbaría su representación. Todos se asombraron de tal
ruindad y la deploraron: algunos le propusieron que retirase su
manuscrito del Español y lo llevase a otro teatro. Sólo don Germán se
atrevió a protestar aunque tímidamente de aquel juicio precipitado.

--Tú estás mejor enterado que yo de las miserias de la vida literaria,
Tristán, pero se me hace muy duro pensar que una persona que se halla en
el pináculo de la gloria y que espontáneamente te ha brindado protección
te traicione tan pronto y con tal vileza.

--Pues las cosas duras son las que se deben pensar en este
mundo--respondió Tristán alzando los hombros con desdén.

No se habló más del asunto. Al cabo de un rato se levantaron de la mesa
y fueron al parque. Algunas horas después, hallándose reunidos en el
gran cenador de vuelta del paseo, llegó un criado con un telegrama para
Reynoso. Leyólo éste y una sonrisa mitad maliciosa, mitad placentera, se
esparció por su rostro.

--Toma, Tristán; el contenido es para ti--dijo alargando el papel a su
cuñado.

El telegrama decía textualmente:

«Ignoro si Aldama regresó de su viaje. Hágale saber que ensayos de su
drama comenzarán semana próxima.--_Estévanez._»

Las mejillas de Tristán se tiñeron levemente de rojo. Don Germán soltó
una carcajada. Los demás, cuando se enteraron del asunto, también
rieron. Elena se aprovechó lindamente para embromar a su concuñado y
ponerle de veras amoscado.

Comenzaron en efecto los ensayos del drama o más bien alta comedia según
el tecnicismo teatral. Tristán se trasladó a Madrid con su esposa y
comenzó a asistir a ellos. No los dirigió porque la Empresa tenía
contratado para ello un viejo académico irascible que llamaba a los
autores badulaques cuando osaban hacer sobre la representación de su
obra la más tímida advertencia. ¿Qué sabían los autores del _arte_? ¿Qué
sabían los cómicos del _arte_? ¿Qué sabía el público ni los periodistas
del _arte_? Del _arte_ nadie sabía nada más que él: pronunciaba la
palabra ahuecando la voz y paseando su mirada fulgurante por los
circunstantes como si temiese cualquier profanación y estuviese
apercibido a reprimirla de un modo sangriento.

El amigo García gozó el privilegio de asistir a estos ensayos y hacer
sobre ellos profundas y sabias disquisiciones, aunque siempre
confidenciales, esto es, cuando se ponía al habla con Tristán. De otra
suerte, sentía por el anciano académico un medroso respeto. Desde que
comenzaron los ensayos todas las facultades psíquicas de García se
concentraron en este magno acontecimiento. No vivió ni respiró más que
para la obra de Tristán. Hasta puede decirse que no se alimentó
siquiera. Su madre se hallaba profundamente contristada viéndole
engullir los garbanzos del cocido como un perro de caza y renunciar
generosamente a los cuatro higos pasos que indefectiblemente le ponía
para postre.

--¡Pero, hijo, no masticas!

--¿Cómo he de masticar, mamá, si a la una y media comienza el ensayo de
la _obra_?

García pronunciaba esta palabra con el mismo aliento sonoro y la unción
con que el director del Español decía _el arte_. Y al teatro se iba y
vagaba como una sombra espectral del escenario a las butacas y desde
aquí a las galerías meditando el efecto que harían tales versos oídos
desde lo alto y desde lo bajo, cómo resultarían los apóstrofes y los
apartes. Pero hay que decir que aquellos malditos cómicos le llenaban de
indignación y excitaban su bilis de un modo alarmante. No tomaban en
serio el ensayo de la _obra_. El primer actor declamaba con las manos en
los bolsillos y dando paseos de un cabo a otro del escenario. La primera
dama se estaba arrellanada en una butaca y no cesaba de chupar bombones.
El barba no se desembozaba de su capa bajo el especioso pretexto de que
se hallaba acatarrado, y el galán joven se pasaba la mayor parte del
tiempo diciendo recaditos al oído a la dama joven, riendo después de lo
que había dicho y volviendo a reír de lo que la joven le respondía. Era
cosa para hacer perder la paciencia a un santo. Por fortuna estos
excesos se fueron corrigiendo según avanzaron los ensayos; el primer
actor sacó al fin las manos de los bolsillos; la primera dama cesó de
engullir bombones y se alzó de la butaca; el barba deshizo el embozo de
la capa. Sólo el galán joven persistió cínicamente en hablar al oído a
la dama joven y en provocar su risa y en reír él mismo de haberla
provocado. Este galán joven era un ser perfectamente ligero y
superficial, indigno de desempeñar un papel en la _obra_. No sabía
pronunciar, ni distinguía los sonidos, ni separaba las palabras, ni
sostenía los finales. Además su tono era siempre familiar cuando en
algunos casos precisaba emplear el sostenido, por ejemplo en la bella
hipotiposis del segundo acto, cuando narraba un interesante incidente
de caza. No sabía accionar. Sus movimientos eran desproporcionados. No
mantenía el cuerpo recto, ni las rodillas derechas, ni el pie izquierdo
un poco trecho delante del otro, ni los hombros quietos, ni los brazos
algo separados del cuerpo. Además (y esto era lo más grave) cuando
bajaba el brazo, en vez de dejar caer primero la mano y que las demás
partes siguiesen por su orden, en vez de presentar los dedos doblados
con suavidad y conservar entre ellos la gradación natural, extendía
siempre el brazo precipitadamente y con rigidez y mantenía los dedos de
la mano tiesos y abiertos. Naturalmente estas y otras infamias iban
nutriendo en el corazón de García un odio feroz. Al principio este odio
se exteriorizó por una serie de fruncimientos de cejas, de sonrisas
sarcásticas y de bufidos desdeñosos en cuanto aquel impostor entraba en
parlamento. Después comenzó García a hacer círculos en tomo de él como
un ave de presa alrededor de su víctima y a expresar en voz bien
perceptible su descontento, haciendo ademán de dirigir la palabra a
Tristán. Por último en uno de los últimos días le abordó resueltamente y
con sonrisa contraída y voz alterada le dijo:

--Me parece, señor mío, que está usted equivocado respecto al modo de
representar esta obra. La está usted representando como si fuese una
obra de _enredo_ y esta es una obra de _carácter_.

El galán joven le miró estupefacto. Aquel ser menudo, velloso, de
ojillos vivos y hundidos, con su sombrero grasiento y su capa raída
había excitado ya la curiosidad de los actores. Le contempló unos
instantes en silencio, y después sin dignarse responder le volvió la
espalda. Pero no dejó de comunicar al momento el lance con la dama
joven. García pudo cerciorarse de ello por la risa y la algazara que
armaron y por las miradas insolentes y burlonas con que desde entonces
le regalaron.

Llegó por fin el día del estreno. Desde veinticuatro horas antes el
estado de agitación de García superaba a todo lo imaginable. Atacado de
una especie de epilepsia ambulatoria corría de su casa a la de Tristán,
de aquí al teatro, después al colegio _Platónico_ a prevenir al
mayordomo, al inspector y a uno de los pasantes, hombres de toda su
confianza, que estuviesen preparados para _todo_, en seguida al
_Greco-Latino_ a hacer lo mismo, más tarde a buscar al marido de su
lavandera para entregarle una entrada de paraíso, luego al café de
Madrid para ver a Fariñas, su camarero favorito, quien le había
prometido tres o cuatro hombres de buenas manos callosas que sonaban
como tablas, luego a visitar a un dependiente de la Dalia Azul que había
conocido una tarde de merienda en los Viveros. Entre todos estos amigos
y conocidos había repartido treinta o cuarenta entradas de galería y
paraíso que Tristán le había entregado para el caso. Pero García no se
había limitado a repartirlas, sino que como un general experto recorría
a menudo las líneas, daba instrucciones, infundía alientos y exaltaba la
imaginación de aquellos honrados alabarderos, haciéndoles pensar que del
choque adecuado de sus manos una contra otra dependía el porvenir de la
literatura española.

Pero he aquí que cuando venía rendido y jadeante de una de estas
revistas se le acerca en la Carrera de San Jerónimo un amigo y le dice
al oído:

--García, te prevengo que la obra de tu amigo será estrepitosamente
silbada. Yo sé de una casa de la calle de Toledo donde se han reunido
esta tarde hasta veinticuatro reventadores y esa ha sido la consigna.
Además, en la calle de la Escalinata creo que ha habido ayer otra
reunión por el estilo.

Oír esto García y perder la razón fue todo uno. Y en su locura furiosa
comenzó a desbarrar de un modo lamentable. Lo mejor que se le ocurrió
para contrarrestar la obra tenebrosa de aquella vil canalla fue ir a
visitar al inspector de policía del distrito y prevenirle de tales focos
de conspiración. El inspector escuchó su denuncia con indiferencia y
sólo respondió con un «bien, bien; ya veremos: no hay que preocuparse de
eso» que dejó descorazonado a nuestro profesor.

--Es que, señor inspector, si esa canalla se obstina en armar bronca no
respondo de lo que pueda suceder en el teatro.

--Pierda usted cuidado; yo respondo de ellos... y de usted
también--replicó el inspector con sorna.

Media hora antes de abrirse el teatro la noche del estreno ya estaba
García rondándolo provisto de un enorme garrote.

--¡Vaya un código que lleva usted, amigo!--le dijo un revendedor de los
que estaban a la puerta.

--Todo puede hacer falta--murmuró García con feroz expresión.

Poco a poco fueron llegando los del zaguanete, los leales, el mayordomo
y el pasante del colegio Platónico, dos alumnos espigados del
Greco-Latino y el lavandero, la guardia negra del camarero Fariñas,
etc., etc., todos provistos asimismo de iguales razones contundentes que
su digno jefe.

Tristán no quiso ir al teatro a primera hora: se reservaba conocer el
éxito del primer acto para salir de casa. Clara le acompañaba, resuelta
a no participar de las emociones del estreno. Si la obra tenía buen
éxito ya la vería al día siguiente. En cambio Elena y la condesa de
Peñarrubia, que eran ya íntimas amigas, se acomodaron en dos butacas a
primera hora. Aquélla no quiso asistir desde un palco por no hacerse
demasiado visible, cosa harto enojosa, si la obra no lograba buen éxito.
Reynoso se quedó también con Tristán en casa, dispuesto a trasladarse al
teatro en cuanto se viese el cariz que presentaba el asunto.

El primer acto produjo agradable efecto en el público, aunque no se le
tributaron aplausos muy ruidosos. Apenas se bajó el telón García corrió
como un cohete a participar a su amigo la fausta nueva. Este la recibió
con aparente frialdad, aunque vivamente satisfecho en el fondo. García
se volvió inmediatamente al teatro, acompañado solamente de don Germán,
pues Tristán, haciéndose un poco el displicente, manifestó que no iría
hasta que se supiese el éxito del segundo, clave de la obra.

El éxito del segundo fue brillante. El público complacido, tanto por la
feliz disposición de las escenas como por aquella espléndida
versificación donde se advertía al discípulo predilecto del gran Rojas,
llamó al autor repetidas veces. García desde el paraíso también le
llamaba con voz estentórea a sabiendas de que no podía presentarse.
Esta vez no quiso salir del teatro: era imposible abandonar la batalla.
Envió un emisario a su amigo con estas palabras trazadas con lápiz:
«Éxito indescriptible. Ven inmediatamente.» Una vez cumplido su deber,
se creyó en el caso de recorrer el teatro de arriba abajo para felicitar
a sus valerosas huestes y recibir de ellas la misma enhorabuena. La faz
de García brillaba pura y radiante como una aurora de primavera. Cuando
subía al paraíso, cuando entraba en las galerías, cuando bajaba al
vestíbulo creía sentir todas las miradas posarse sobre él, creía
escuchar a su paso rumores lisonjeros: «Ese es García, el amigo íntimo
del autor, ¡son como hermanos!» Y el glorioso opositor a cátedras se
balanceaba lleno de importancia aunque haciendo esfuerzos por aparecer
modesto y sereno en medio del triunfo.

Pero he aquí que al entrar una de las veces en el vestíbulo escucha
voces acaloradas de dos personas que disputaban con sobrada viveza. Eran
dos caballeros, uno de edad madura, el otro joven. En torno de ellos
había un grupo numeroso que escuchaba la discusión. Versaba ésta sobre
los méritos de la obra. El viejo la atacaba: el joven la defendía.
García sintió el estremecimiento del soldado que va a entrar en fuego.
El caballero maduro no comprendía por qué se aplaudía aquella obra.
Ningún efecto teatral que tuviese novedad, ningún carácter con verdadero
relieve; nada más que versos sonoros, es decir, hojarasca.

García creyó escuchar una voz misteriosa en sus oídos que le gritaba:
«¡Arráncale la vida! ¡Bebe toda su sangre!» Se abrió paso al través de
la muralla de carne que le separaba de aquel ser abyecto y encarándose
con él le dijo temblando de cólera:

--Sólo por un desconocimiento absoluto de los principios que informan el
arte dramático se puede hacer una crítica tan ligera, tan superficial y
tan injusta como la que usted está haciendo de la obra que se
representa.

El caballero, poseído de viva indignación ante aquel grosero exabrupto
le miró de los pies a la cabeza en silencio y al cabo dijo dando a su
voz una increíble inflexión de desprecio:

--¿Y usted quién es?

--Yo soy quien soy--respondió García plagiando al Supremo Hacedor--. Por
supuesto--añadió con énfasis--el autor de la obra se halla a demasiada
altura para que puedan alcanzarle las críticas de los pasillos y las
habladurías de los ignorantes.

El caballero refractario se puso pálido y mirando a García fijamente a
los ojos le preguntó:

--¿Es usted el autor de la obra?

--No, señor, soy su amigo.

--Pues lo mismo usted que el autor son dos solemnísimos mamarrachos.

García soltó el garrote, cuya arma no podía jugar en aquella ocasión a
causa de la estrechez del recinto, y se arrojó al cuello del crítico no
diremos como un tigre, pero sí como el animal que más se le parece. Gran
confusión en el vestíbulo. Intervinieron los circunstantes, intervino
después un agente de orden público, pero no fue posible que García
soltara su presa y salió colgando de ella a la calle empujados por el
agente y otros guardias que acudieron a secundarle. Poco después era
conducido ignominiosamente a la Prevención. En vano suplicó que se le
dejase en el teatro hasta el final de la representación prometiendo
constituirse inmediatamente preso. Los guardias fueron insensibles.
García hubo de pasar por el trance fiero de no ver el estreno de la
_obra_.

Mientras tanto Reynoso y Elena, Escudero, doña Eugenia y Araceli, todos
los parientes en suma del afortunado autor recibían alegrísimos las
enhorabuenas de los amigos y conocidos. Elena había tenido en el
entreacto la visita de algunos, entre ellos de Gustavo Núñez, quien sólo
permaneció a su lado algunos instantes grave y ceremonioso. Se despidió
para ir al escenario a ver a Tristán y si no estaba para ir a buscarle a
su casa. Mientras Elena hablaba con uno de sus amigos acercose por
detrás a saludar a su compañera la condesa un caballero de mediana edad
y elegante porte, se estuvo un rato departiendo con ella y se despidió
al cabo amable, sonriente, reteniendo algún tiempo en su mano la de
Marcela.

--¿Quién es ese caballero?--le preguntó Elena.

--No te lo he presentado porque estabas muy distraída... Es el conde de
Peñarrubia.

--¿Tu marido?--exclamó Elena dando un salto en la butaca.

--Él mismo... ¿Te sorprende?--añadió sonriendo--. Siempre se ha
manifestado muy fino conmigo. En cualquier parte adonde voy, sea al
teatro o a las carreras, nunca deja de hacerme su visita y de enviarme
flores o bombones. Es un perfecto caballero aunque no tiene pizca de
vergüenza.

Elena se hallaba aturdida. Hacía lo posible por encontrar aquello
natural, pero en sus ojos se pintaba tal sorpresa que la condesa reía a
carcajadas.

--Y si nos encontramos en cualquier reunión o baile me hace su mijita de
corte y baila conmigo un rigodón... Esto no impide que nos aborrezcamos
cordialmente, ¿sabes? Pero la corrección ante todo, hija... ¿Lo
ves?--añadió volviendo la cabeza--. El consabido ramito.

En efecto, la florista se estaba abriendo paso por la fila posterior de
butacas para entregar un ramo de flores a cada una.

Escudero rebosaba de contento y su digna esposa igualmente. Pero Araceli
se mostraba en absoluto indiferente al triunfo de su primo. Su corazón
virginal no latía ya sino con los recuerdos feudales, y Gonzalito Ruiz
Díaz era el encargado de refrescárselos. Allí lo tenía a su lado en
todos los entreactos. No podía bajar la vista a sus gemelos ornados de
una corona ducal sin sentirse agitada por un estremecimiento de placer,
de anhelo y de veneración al mismo tiempo. Acaso el feudalismo se
hallara mejor representado si Gonzalito estuviese más provisto de
carnes, pero Araceli no parecía echarlas de menos y se decía a sí misma
con razón que en esta época sólo los plebeyos engordan. La interesante
joven tenía, sin embargo, una espina en el corazón. El duque del
Real-Saludo no la quería por nuera. Era un caballero tan almidonado y
tan tieso que a serlo de igual modo el noble fundador de su estirpe
fuera imposible que hiciese al rey aquel saludo que le valió el ducado.
Naturalmente mientras este señor no se ablandase un poco con la humedad
no había que pensar en boda, porque Gonzalito tenía más miedo a su padre
que al mar embravecido. La hija de Escudero sufría mucho con esta
repulsa, pero la encontraba justificada y aun por ella profesaba hacia
el duque un respeto sin límites. La duquesa, en cambio, se le había
mostrado propicia. La saludaba desde su coche en el Retiro con extrema
amabilidad, la convidó a su palco del Real dos o tres veces y le envió
un precioso regalo el día de su cumpleaños. No era extraño, pues, que
tuviese esperanzas de que a la postre lograse reducir a su marido.
Gonzalito procuraba alimentárselas, pero en el fondo dudaba mucho de
ello, porque su claro papá era más tozudo que un caballero de la Tabla
Redonda.

Vencida la indiferencia del público, o por mejor decir enardecido ya por
el aplauso, el tercer acto fue un gran triunfo para el autor. Llamadas a
escena, palmoteo ruidoso, bravos y otras señales de complacencia.
Tristán, rojo de emoción, avanzaba por la escena entre los actores
recibiendo los aplausos y haciendo profundas cortesías... Después en el
saloncillo una nube de amigos que brotan siempre al calor de los
aplausos como se cuenta que nacen los sapos con la lluvia de verano. El
autor se sintió abrazado y tuteado por una porción de sujetos con
quienes jamás en la vida había cambiado un saludo. El gran dramaturgo
Estévanez recibía casi tantos plácemes como Tristán por haber
descubierto a aquel muchacho y ponerle en el camino de la celebridad.
Realmente el viejo se sentía contento y se mostraba orgulloso de haberle
adivinado.

Cuando ya se había sosegado un poco el entusiasmo y Aldama departía
entre un círculo de amigos distribuidos por los divanes, apareció en el
saloncillo la figura prolongada del ilustre Pareja, el sabio ateneísta,
con su levitón flotante y el deslucido sombrero de copa en el cogote.
Avanzó majestuosamente hasta el autor y estrechando su mano con fuerza
exclamó:

--¡Bravo, joven, bravo! Le doy a usted mi cordial enhorabuena. Ha
demostrado usted mucho talento. Creo que no es posible hacer más sin la
ayuda de la cultura científica que entre ustedes los literatos (me
perdonará usted que se lo diga) es por lo general bien deficiente.

A Tristán no le supo bien aquella enhorabuena, pero la aceptó
disimulando.

Pareja se volvió hacia los circunstantes sonriente, benévolo, dichoso de
sentirse tan sabio.

--No es posible hacer más, lo repito. Mi amigo Aldama es uno de los
literatos que pudiéramos llamar simplistas; pero en la estrecha esfera
en que se mueve, pocos, poquísimos le aventajarán. Yo apetezco, sin
embargo, un arte más alto. ¿No es verdad, señores, que es una tristeza
el observar cuán pobre es la cultura de nuestras escuelas en elementos
científicos? Los literatos ignorantes, los que juzgan que basta escribir
una novela agradable o un drama interesante sin preocuparse de los
grandes intereses sociales y de los problemas científicos, son los que
aún dominan. De ahí procede ese arte frívolo, inconsistente, sin
enjundia que durante tantos siglos nos ha inmovilizado y con el cual es
preciso acabar. Un arte en el cual el concepto no tiene valor ¿qué
significa? Una obra literaria sin análisis científico ¿qué es? Hace
falta una nueva dirección. Si mis ocupaciones me lo permiten, señores,
no será difícil que me entretenga algún día en escribir una novela y un
drama. Y entonces les diré a los literatos: «Ahí tenéis la nueva
fórmula; ahí tenéis la fórmula de la novela y del drama modernos.
Recogedla si queréis: sacad de ella el partido que os fuere posible. Yo
os la dejo y me retiro a mis queridos trabajos científicos sin intentar
por más tiempo invadir vuestros dominios.»

Este discurso, pronunciado de un solo aliento, produjo efecto gratísimo
en la reunión a juzgar por la disposición a la alegría que se manifestó
inmediatamente en todos los rostros. Uno de aquellos jóvenes se levantó
del asiento y estrechó la mano del sabio con veneración diciéndole:

--Señor Pareja, me haría usted el más desgraciado de los hombres si no
influyese para que me reservaran una butaca el día del estreno de su
drama.

Otro le fue acompañando hasta la puerta haciéndole presente que pensaba
dedicarse a la poesía lírica y consultándole al propio tiempo si debía
comenzar por el estudio de la Biología o el de la Patología interna.

Cuando ya había terminado el sainete y se disponía el autor a retirarse
con sus amigos, el inspector de policía vino a decirle que había hecho
detener por sospechoso a un hombre de mal aspecto que se hallaba en el
paraíso y que decía conocerle.

--¿Mal aspecto?--preguntó Tristán.

--Malísimo.

--¿Unas barbas muy largas? ¿Cara de asesino?

--Sí, señor, sí--se apresuró a decir el inspector.

--Suéltenlo ustedes: es un santo.

El funcionario quedó estupefacto, y aunque nunca quiso convenir en la
santidad del paisano Barragán (pues no era otro el detenido) al fin se
decidió a soltarlo.

En aquel instante entraba en el saloncillo Reynoso con García. Este,
para no turbar a su amigo Aldama, había escrito desde la delegación una
esquelita a aquél haciéndole saber lo que le ocurría. Don Germán se
apresuró a ir allá y afianzarle. Llegaba el buen García feliz,
resplandeciente. En cuanto divisó a Tristán se precipitó hacia él y cayó
en sus brazos llorando de alegría:

--¡Hemos triunfado! Ya sé que has salido siete veces a escena... Si yo
hubiera estado en el teatro me dejo cortar las manos si no sales
catorce.

--¿Pero es de veras que has estado preso?

--Ya lo creo, por haber querido explicar el argumento a un tío que no
comprendía por qué gustaba tu obra. Me parece que a estas horas ya lo ha
visto claro.

Tristán le abrazó riendo.

Una porción de amigos de última hora acompañaron al autor hasta su casa
en unión de Reynoso y de García. Este hubiera querido organizar una
procesión nocturna con hachas de viento como las que solía improvisar la
empresa en los triunfos de Estévanez, pero el percance de la detención
había hecho abortar su idea.

Tristán durmió mal aquella noche. La embriaguez de la gloria como la del
vino enciende la sangre y agita los nervios. Por la mañana se hizo traer
los periódicos y se regaló con su lectura. En general se mostraban no
sólo benévolos, sino lisonjeros con la producción del poeta novel. A
Tristán no le parecía, sin embargo, bastante todo aquello: recordaba las
revistas dedicadas a los estrenos de Estévanez, las comparaba con las de
su obra y éstas se le antojaban bien frías. Pero al tomar en manos _El
Universal_ y leer la revista del famoso crítico _Leporello_ la ira le
hizo empalidecer. Era un artículo desdeñoso, irónico, todo él
traspirando amargura y malevolencia. Un furor ciego le acometió.
Borráronse de repente de su imaginación los aplausos de la noche
anterior, los elogios del resto de la prensa; borráronse también todas
las prosperidades que disfrutaba en este mundo, y en un instante se
juzgó el hombre más desgraciado de la tierra. Cuando don Germán y su
amigo Gustavo Núñez entraron en su cuarto por la mañana le hallaron
paseando de un lado a otro con el periódico en la mano y rechinando los
dientes.

--¡Claro, esto ya me lo presumía yo! ¿Cómo es posible que Estévanez
viera con buenos ojos mi triunfo? ¡Y abrazándome ayer el hipócrita! ¡el
canalla!

--Pero ¿qué tiene que ver Estévanez con ese artículo de _El
Universal_?--preguntó con asombro Reynoso.

--Pero, ¿no sabes, inocente--profirió Tristán sonriendo
sarcásticamente--, que _Leporello_ está casado con una parienta de
Estévanez y que no ve más que por sus ojos ni piensa más que por su
cerebro?

A don Germán no le pareció aquello una prueba irrefutable de que el gran
dramaturgo fuese el inspirador del artículo, pero no quiso llevarle la
contraria abiertamente observando el estado de agitación en que se
hallaba.

--Pero en ese caso ¿por qué ha tomado tal interés por tu obra y por qué
la ha hecho representar?

--¿Sabes por qué?--respondió Tristán apretándole la mano y con una
expresión de infinita perspicacia--. Porque estaba persuadido de que mi
obra haría fiasco. Así lo creían los cómicos todos y éstos no se
atreven a respirar si Estévanez no se lo permite.

Reynoso guardó silencio.

Gustavo Núñez se sentó en una butaca, encendió un cigarro y cruzando las
piernas dijo con su habitual displicencia:

--Cuando era niño mi madre acostumbraba a leerme el _Año cristiano_
antes de dormirme. Pues bien, recuerdo la historia de un santo que por
espacio de muchos años se hizo pasar por idiota, sufriendo con admirable
paciencia para ganar el cielo toda clase de burlas y de escarnios tanto
de los hombres como de los niños. Después de haber vivido un poco
encuentro igualmente admirable el procedimiento para ganar la tierra. Si
quieres, amigo, lograr algún resultado en las letras es menester que
comiences por fingirte tonto y que lleves el convencimiento a todos de
que lo eres. La empresa no es fácil porque los literatos son suspicaces
y bien despiertos, y no se les engaña de buenas a primeras. Toda clase
de obstáculos se te enredarán en las piernas y no podrás dar un paso.
Pero si persistes y logras convencerles y te ponen el marchamo de
medianía incurable, entonces verás cuán desembarazado caminas; las
selvas enmarañadas se abrirán para dejarte paso, las montañas se
abatirán, los ríos quedarán en seco y entre nubes de incienso
proseguirás tu marcha gloriosa arrullado por los ¡hosanna! de la
crítica.

Tristán, sin hacer caso de estas palabras, siguió paseando agitado y
colérico. Don Germán sonrió y replicó suavemente:

--Todo eso, amigo Núñez, me parece más gracioso que exacto. Jamás ha
existido unanimidad de pareceres en este mundo. Mucho menos puede
haberla en las obras literarias en que se trata de lo feo y lo bonito.
Pero eso no impide que aquí como en todas partes prevalezca al cabo lo
que debe prevalecer y perezca lo que debe perecer. Yo he vivido siempre
bien alejado del mundo de las artes y las letras, pero tengo el
presentimiento de que en la literatura los enemigos contribuyen más a
formar las reputaciones que los amigos. Unas veces con un silencio
injustificado y receloso, otras con un ataque intempestivo como el que
ahora ha experimentado Tristán, señalan al público el sitio donde está
lo bueno. En las aldeas de Francia he visto que para descubrir las
trufas sueltan los cerdos al campo. En el sitio donde las hay se
detienen y comienzan a hozar estos animales. Entonces acuden a
separarlos, se cava la tierra y se recoge el fruto. Así los envidiosos
delatan el paraje donde existen las trufas literarias; allí acude el
público, los separa y se las come. Perdone usted lo feo de la
comparación en gracia de su exactitud...

Núñez no quiso conceder la exactitud del símil y se desbordó
inmediatamente en un torrente de paradojas e ingeniosidades, todas bien
amargas y resquemantes. Don Germán le respondió con su habitual
sencillez y se entabló una discusión prolongada. Tristán se puso en
seguida de la parte del pintor y le superó si no en gracia en amargura y
exaltación. Al fin Reynoso la cortó jocosamente advirtiendo que les
esperaba el almuerzo. Núñez se despidió.

Durante el almuerzo Tristán se mostró tan taciturno que Clara,
sorprendida y dolorosamente impresionada, no apartaba de él los ojos.
Reynoso y Elena se dirigían miradas furtivas, sonriendo unas veces,
otras sacudiendo la cabeza con señales de enfado. Particularmente Elena
se iba poniendo nerviosa con el silencio descortés y embarazoso de su
cuñado. En poco estuvo que no le interpelase bruscamente y sólo
atendiendo a las señas de su marido logró contenerse. Pero no pudo menos
de murmurar una de las veces:

--¡Parece mentira que un hombre tan majadero haya escrito una obra tan
bonita!

Tristán alzó la cabeza y preguntó distraído:

--¿Qué decías?

--Que está admirable esta salsa.

Don Germán sonrió y Tristán bajó de nuevo la cabeza persistiendo en su
silencio desconsiderado.

En cuanto terminó el almuerzo se encerró en su despacho. Allí vino a
llamar no mucho tiempo después García, que traía igualmente un número de
_El Universal_ en la mano. En cuanto entró apretó la de Tristán
fuertemente y dejó escapar estas fatídicas palabras:

--¡Hay que aplastar a la víbora!

Tristán se estremeció. García se dejó caer en una butaca y paseando sus
ojos relampagueantes por la estancia como si esperase descubrir oculto
en algún rincón al odioso reptil se echó mano al bolsillo interior del
_chaquette_, sacó un manojo de cuartillas, dejó caer hacia atrás la capa
y se puso a leer con voz hueca. Era una respuesta aplastante, en efecto,
a la crítica de _Leporello_ nutrida de sana doctrina retórica y adornada
con todos los recursos que proporciona al discurso la ortografía
española; signos de admiración, interrogantes, puntos suspensivos,
paréntesis, etc., etc. Tristán, muy caviloso, apenas le escuchaba.

«¡Pero váyase a _Leporello_ con las diferencias entre el estilo adornado
y el vehemente y patético! ¿Qué sabe el crítico zorrocloco de
humanidades? De éstas no sabe más que lo que a la suya se refiere, y
como ésta no ve mucho más allá de sus narices... de ahí que... ¡tente
pluma! ¿Cómo es posible que un hombre de tan corta vista logre entender
que el fin moral de la tragedia es purgar nuestras pasiones por medio de
la compasión y del terror, mientras que el de la comedia es corregir
nuestros vicios por medio del ridículo? Pero no hablemos de ridículo, no
mentemos la soga en casa del ahorcado. Si el escritor insigne a quien
_Leporello_ moteja...»

--¡Por Dios, García!--exclamó Tristán avergonzado.

--¡Déjame! Yo sé lo que escribo--exclamó García con la misma voz
vibrante, campanuda, con que leía su artículo.

«Si el escritor insigne a quien...»

--¡Pero García, eso es demasiado! ¿No comprendes?...

El retórico extendió su mano para atajarle y sin hacerle caso volvió a
repetir con más énfasis:

«Si el escritor insigne a quien _Leporello_ moteja pudiera descender a
responderle; si la pluma brillante que ha trazado los prodigiosos versos
de _Magdalena_ pudiera mancharse una sola vez, etc.»

García, trémulo y gritando como un energúmeno, concluyó al cabo la
lectura del artículo. Una mirada feliz, triunfante brilló en sus ojillos
negros, debajo de sus pobladas pestañas, como una linterna dentro de un
bosque. Envolvió las cuartillas lentamente, las metió en el bolsillo y
acercando la boca al oído de Tristán y haciendo una serie prodigiosa de
muecas pronunció estas palabras memorables:

--Este artículo saldrá en el correo de esta noche, y pasado mañana o a
todo más el sábado se publicará en _El Clamor_ de Alicante. El sábado,
pues, ya podrás caminar por la calle con la cabeza bien levantada.



XII

LA NOVENA SINFONÍA


En un billetito perfumado, muy perfumado, y las armas de la noble casa
de Peñarrubia estampadas en lacre de color rosa, invitaba la condesa a
comer a su entrañable amiga Elena.

«Cherie: Ya que tu señor marido te ha dejado hoy por aquellos bichos tan
feos que guarda en el _Sotillo_, ven a alegrar unos instantes esta
humilde casita comiendo conmigo esta noche. A las ocho. Tú puedes venir
cuando se te antoje que para eso eres el ama. Adieu, ma petitte poupée
de biscuit. Muchos besos, muchos, muchos...

MARCELA.»

El matrimonio Reynoso se hallaba instalado desde el 1.º de enero en su
magnífico hotel de la Castellana. Corrían los últimos días de febrero.
Don Germán, que había aceptado con semblante risueño por no disgustar a
Elena el traslado de domicilio, se aburría mortalmente en la corte. Sólo
la ópera y algunos conciertos le indemnizaban de aquellas horribles
horas de paseo con los coches en fila viendo cruzar a su lado una ristra
de rostros contraídos y de cuellos almidonados. Luego otra vez a verlos
en el teatro, en las soirées, después de haberlos visto por la mañana en
la acera de la calle de Alcalá y por la tarde en algún _five o'clock_,
en la exposición de pinturas, en las carreras, en dondequiera que
repicasen. Cualquiera diría, pensaba Reynoso, al observarlos tan
presurosos, tan sedientos de verse a todas horas, que estos señores se
aman entrañablemente. Y, sin embargo, el día que uno de ellos se
presenta con un nuevo tren tirado por un tronco de raza sería asesinado
gozosamente por sus más íntimos amigos.

Casi todas las semanas se escapaba el indiano algunas horas o un día
entero a su finca. Hasta entonces no había dormido nunca allá, pero como
necesitase hacer una larga excursión al monte, determinó quedarse
aquella noche y regresar al día siguiente.

A las ocho en punto se detenía la berlina de Elena delante de una casa
de la calle de Serrano donde vivía la de Peñarrubia. Ocupaba esta dama
un modesto entresuelo sin lujo ni ostentación; la escalera estrecha, los
muebles pocos y sencillos, la servidumbre reducida a una cocinera y una
doncella. El único lujo que se autorizaba era un exceso de luz y de
perfumes. Los vecinos de los otros cuartos al subir la escalera y cruzar
por delante de su puerta advertían por el montante una viva,
esplendorosa iluminación y sentían en la nariz un penetrante aroma de
violeta. No necesitaban más para penetrarse de la clara estirpe de la
inquilina.

Cuando Elena llegó no estaba Marcela y aún se pasó un buen rato sin que
apareciese. Al cabo hizo su entrada en compañía de Narciso Luna, de
Gustavo Núñez y de otra dama que llamaba Enriqueta. Venían de una
_matinée_ en casa de la de Somorrostro, donde decía que se habían
encontrado casualmente. Marcela había invitado a comer a Gustavo. Todo
parecía muy claro. Sin embargo, Elena sintió un leve estremecimiento
olfateando la trampa. Aquella dama a quien no conocía se llamaba
Enriqueta Atienza, hermana del marqués de Raigoso, de treinta y ocho a
cuarenta años de edad, casada con un banquero, rubia y separada de su
marido.

Pasaron inmediatamente al comedor. El criado de Narciso Luna servía la
comida. Este vivía en un cuartito de la calle de Recoletos, haciendo sus
comidas en el Club. Un criado arreglaba su habitación, limpiaba su ropa
y le ayudaba a vestirse. Muchas veces se vestía en el mismo Club,
haciéndose traer el frac y la camisa. La de Peñarrubia utilizaba al
muchacho para sus recados y aun para servir la mesa cuando tenía
invitados.

--No; ahí no, Elena... Siéntate aquí.

Y después que la tuvo acomodada la condesa sentó a su lado a Gustavo
Núñez.

Elena no pudo menos de sentir un poco de malestar mezclado de miedo.
Esta mala impresión se disipó al cabo en el curso de la comida. La
alegre conversación y el vino hicieron efecto en su cerebro volátil.
Todos la colmaban de atenciones y de mimos. Elena que era propensa a
ellos, como una niña de pocos años, pronto se halló en su centro dejando
pasar al través de sus ojos y su boca aquella infantil, inagotable
alegría que formaba su principal encanto.

Antes que hubiesen terminado de comer llegó el vizconde de las Llanas,
el cual, por ciertos signos indubitables, pronto hizo comprender a Elena
que era el amante de Enriqueta Atienza. Un noble de traza innoble, joven
aún pero bien estropeado; el pelo lacio, las mejillas hundidas, la nariz
amoratada, la voz aguardentosa, los ojos levemente torcidos y aviesos. A
Elena le produjo malísimo efecto aquel aristócrata que tenía todo el
aspecto de un caballero de industria. Además hablaba con un cinismo
repugnante bien lejano del culto e ingenioso de Núñez.

La conversación era animada aunque reducida casi toda a la narración y
comentario de las intrigas amorosas que se anudaban y se desanudaban en
el círculo de sus conocimientos. Pepita Z*** había entrado al fin en
relaciones con el marqués de G***. ¡Cuánto tiempo le había estado
despreciando! Como que esperaba que el duque de A*** se rindiese a sus
encantos. Convencida al fin de que el duque no se hallaba dispuesto a
morder aquella manzana pasada, cayó arrepentida en los brazos del
marqués. Blanquita H*** estaba pasando las grandes ducas por Manolo L***
y éste sin hacerle caso.

--¿Y por qué no la quiere Manolo?--preguntó Núñez--. Blanquita es una
preciosa criatura.

--Porque está enamorado de su mujer según dicen--respondió Enriqueta
Atienza.

--¡Qué mal gusto!--exclamó la condesa--. Gorda como una barrica de
aceite y bizca por añadidura... ¿Pero Manolo no se había casado con ella
por el dinero?

--Todo el mundo pensaba eso y él mismo no se ocultaba para decirlo.
Ahora al cabo de seis años resulta que se pone loco perdido por ella y
tiene unos celos atroces de Marquina.

--¡Válgate Dios! ¡Después de tanto tiempo como llevan de relaciones! Me
parece que Marquina entró en amores con ella antes de ser ministro,
¿verdad?

--Ya lo creo; ni soñaba con serlo. Pues a pesar de eso Manolo está
furioso, persigue a su mujer y la vigila. El día menos pensado va a dar
un escándalo provocando a Marquina.

--Muy mal hecho--profirió la condesa.

--Muy mal hecho--repitió Gustavo Núñez.

--Muy mal hecho--corroboraron el vizconde de las Llanas y Narciso Luna.

--Unos amores tan largos es cosa que debe respetarse--manifestó
Enriqueta con profunda convicción.

Los demás expresaron también su aprobación poniéndose muy serios.
Parecía que aquel adulterio era cosa sagrada e intangible.

A los postres llegó Rosita León, una mujercilla que sólo tenía de joven
la figura grácil, elegante y vivaracha. El rostro bastante ajado y con
pronunciadas ojeras. Rubia también y separada de su marido.

--Es una observación que vengo haciendo desde largo tiempo--dijo Gustavo
Núñez echándose atrás en la silla y limpiándose la boca para beber--.
Todas las señoras que no están de acuerdo con sus maridos se pintan el
pelo de rubio. Parece así como la primera señal ostensible de su
independencia, una declaración enérgica y valerosa de que están hartas
del yugo matrimonial y que no se hallan dispuestas a soportarlo por más
tiempo.

--Eso no es exacto--repuso la condesa un poco picada--. Aquí tiene usted
a Elena que es rubia y sin embargo se halla bien conforme con su
marido.

Núñez no dio su brazo a torcer y replicó inclinándose correctamente:

--Cuando se tiene un marido tan amable y tan simpático como Elena, no
sorprende esa conformidad.

El vizconde de las Llanas y Enriqueta levantaron hacia él los ojos con
curiosidad no exenta de malicia.

--Eso de la conformidad--manifestó Rosita León aceptando una copa de
champagne que le tendía la condesa--es cosa complicada. Se puede estar
de acuerdo desde ciertos puntos de vista y sin embargo no estarlo desde
otros.

El vizconde soltó una estrepitosa carcajada.

--¿Y cuál es el punto de vista desde donde su marido no es aceptable, se
puede saber?--preguntó groseramente.

--¿Se puede saber cuándo dejará usted de ser un sinvergüenza?--Luego
añadió bajando la voz:--Yo estimo mucho, muchísimo a mi marido, pero...
francamente no le quiero, ¿por qué no he de decirlo?

--Él en cambio la quiere a usted muchísimo, pero no la estima--dijo
sonriendo Núñez.

--¿Por dónde le ha venido a usted esa noticia?--replicó la de León
vivamente y con señales de cólera. Era sino del pintor despertarla
fácilmente; pero como hombre bien educado y cauto sabía restañar
prontamente las heridas.

--Por lo que a mí me sucede. Yo cuando quiero mucho a una mujer desearía
estrujarla.

Rosa no pudo menos de reír.

--Está visto, Marcela, que te complaces en recibir en tu casa a los
hombres más desvergonzados de Madrid.

Mas el pintor tenía la atención puesta en otro punto y temía que aquel
libre chisporroteo ahuyentase la caza que perseguía. Poniéndose serio y
con ademanes de hombre sensato y convencido principió a decir
lentamente:

--En este asunto de la fidelidad conyugal pienso que casi todos nos
equivocamos. Así que vemos a una mujer casada corriendo una aventura, lo
primero que decimos es: «Esa mujer no está conforme con su marido», si
es que no aseguramos: «Esa mujer aborrece a su marido». Si meditásemos
con calma y observásemos con cuidado comprenderíamos que es injusta la
sospecha. Estoy absolutamente persuadido de que la mayoría de las
mujeres que faltan a sus maridos no lo hacen porque dejen de hallarse
conformes con ellos ni menos porque los aborrezcan...

--¿Entonces por qué les faltan?--preguntó Narciso Luna riendo.

--Por la tendencia invencible que todos los seres sentimos hacia la
variedad, a lo menos como seres corporales. Sería muy bello que fuésemos
espíritus puros. Entonces acaso existiera en los matrimonios fidelidad,
aunque lo dudo, porque la inclinación al cambio reside igualmente en el
fondo de nuestra naturaleza espiritual. Pero ¿cómo ni por qué
contrarrestar los impulsos vitales con que la naturaleza nos advierte
que por encima de nuestros mezquinos intereses están los suyos, que esas
convenciones que llamamos sagradas son cosas para ella absolutamente
despreciables? Toda mujer percibe instintivamente que la promiscuidad no
es un crimen natural como el robo o el asesinato, sino artificial
inventado por el egoísmo de los hombres. Si no falta a su marido será
porque teme a las consecuencias, no porque le aterre el pecado.

--¡Choque usted, Núñez: eso mismo he pensado yo siempre!--exclamó
Enriqueta Atienza alargando su copa que Gustavo se apresuró a tocar con
la suya.

--Una mujer puede amar mucho a su marido--prosiguió el pintor--, pero
llega un momento en que sin darse ella misma cuenta, por un impulso vivo
pero fugaz de su naturaleza se entrega a otro hombre. ¿Quién no tiene en
el mundo caprichos? ¿Quién no siente estos impulsos inconscientes de su
naturaleza? ¿Qué tiene que partir con ellos nuestra alma ni nuestras
verdaderas y profundas afecciones? El mundo injusto y cruel como siempre
condena a aquella pobre mujer, la persigue y la maldice.

--Sin embargo--apuntó la condesa que presumía de dialéctica sutil--, la
responsabilidad que el mundo exige a la mujer no se funda precisamente
en la conciencia o inconsciencia de su capricho, sino en las
consecuencias que consigo arrastra. Hay maridos tranquilos, que tienen
la piel dura... que no son muy aprensivos...

--Vamos, maridos sin vergüenza--exclamó Rosa León.

Los comensales rieron y la condesa también.

--A esta clase de maridos no se les hace ningún daño. Pero hay otros
susceptibles, de una sensibilidad exquisita y a éstos una falta que en
sí misma tiene tan poco valor puede herirles de muerte.

--Si les hiere de muerte es porque padecen una aberración--replicó el
pintor--. No son espíritus sanos, bien equilibrados. Pero en fin, no se
trata de eso. A la mujer corresponde evitar disgustos a su marido por
medio de una gran prudencia, del más profundo secreto. Basta con eso,
porque repito y sostengo que no hay tal crimen. Si lo hubiese sería
igual para los dos cónyuges, y bien saben ustedes que las faltas del
marido, cuando no son excesivamente escandalosas, ni atentan al
matrimonio ni extinguen por lo general el amor de la esposa.

Elena escuchaba con intensa atención. Las palabras del pintor le
sorprendían y aunque no les diese completo asentimiento, no pudo menos
de hallarlas razonables.

Núñez con astucia cambió en seguida la conversación. Las señoras dieron
permiso para encender los cigarros y, con asombro de Elena, la condesa
aceptó un cigarrito de tabaco turco que Narciso le ofreció.

--¿Y dónde anda ahora Menelao, amigo Gustavo?--preguntó con sonrisa
insolente el vizconde de las Llanas.

Núñez se turbó levemente y echó una rápida mirada de reojo a Elena.
Luego se puso serio y murmuró de mal humor:

--No lo sé.

--¿Viaja lejos de Esparta?

El pintor visiblemente molesto se contentó con alzar los hombros,
dirigiendo en seguida la palabra a la condesa. El vizconde hizo un guiño
a Narciso Luna y dejó escapar una risita maligna.

Se levantaron de la mesa. El café se les sirvió en el gabinete de la
condesa. Esta se fue a la sala antes de terminar, abrió el piano y
comenzó a teclear suavemente: luego llamó a Elena, la hizo sentar a su
lado en un diván y comenzó a charlar perdiéndose en un mar de graciosas
y menudas confidencias que aún alegraron más a Elena con estarlo ya
mucho a causa del champagne. Cuando se hallaban más distraídas vino a
interrumpirlas Gustavo Núñez.

--¡Usted siempre tan importuno!--exclamó la condesa.

--¡Perdón! Me daba el corazón que se estaban ustedes contando
secretos... y los secretos de las señoras me fascinan. Dios no ha hecho
ni puede hacer otra cosa más interesante. Me retiro--añadió dando un
paso hacia la puerta--, pero conste que lo hago con todo el dolor de mi
alma.

--Acérquese usted, granuja, arrime usted una silla y venga usted a pedir
perdón a Elena de haberla escandalizado hace un momento.

Elena nada había hablado a la condesa de las opiniones de Núñez.

--Siento mucho que no le parezcan bien y si hubiera sabido su
disconformidad me guardaría de emitirlas.

--Debiera usted suponerlo, malvado, porque Elena adora a su marido.

--Volvemos a lo mismo, condesa. Las mujeres que adoran a sus maridos me
encantan. Y si cometen alguna falta (de lo cual nadie está libre en el
mundo) yo las perdono de buen grado porque tienen corazón.

Elena soltó una carcajada.

--Sabe usted decir las cosas de un modo, Núñez, que cualquiera pensaría
que habla usted en serio.

--¿Tan absurdas encuentra usted mis ideas?

Efectivamente Elena las hallaba completamente disparatadas y así lo
manifestó sin rodeos. Se inició una discusión viva pero amical entre el
pintor y la dama. La condesa les dejó enfrascados en ella y fue a
reunirse con sus amigos en el gabinete. Núñez se mostró paradójico y
chispeante como siempre, pero más delicado, más insinuante que nunca.
Elena no pudo menos de reír muchas veces admirando su gracia y
habilidad. Gustavo tuvo espacio y ocasión para decir todo, todo lo que
bullía en su mente desde hacía algunos meses sin que la dama encontrase
motivo para enojarse. El tiempo transcurría, la charla fue haciéndose
cada vez más íntima. Elena, un poco aturdida, se iba dejando arrastrar a
las confidencias. Como se veía aplaudida y mimada por aquel hombre, le
mostraba su interior inocente, pero voluble y caprichoso. Núñez
comprendió que el vicio no arraigaría jamás en su temperamento infantil
pero podía caer por la ligereza increíble de su espíritu.

Al cabo se alzó sofocada del diván. Cuando entró en el gabinete debía de
tener el rostro encendido. Todos la miraron con insistencia y creyó
notar en sus ojos cierta curiosidad burlona. Vio que a hurtadillas el
vizconde de las Llanas apretaba la mano del pintor como si le diese la
enhorabuena. Bruscamente se despidió.

--¡Tan pronto!--exclamó la condesa.

En vano la suplicaron que se quedara otro ratito. Resueltamente se iba.
Se sentía sofocada, con un deseo irresistible de salir de aquella casa.
Bajó la escalera precipitadamente, montó en el coche y se dejó caer en
un rincón. Pero allí su agitación fue en aumento, tenía toda la sangre
acumulada en las mejillas; latían sus sienes, temblaban sus manos,
sonaban en sus oídos aquellos requiebros delicados en la superficie, en
el fondo desvergonzados. Lentamente se despojó del guante de la mano
izquierda que acababa de ponerse. En aquella mano habían estampado un
beso hacía un instante y ella, en vez de castigar la insolencia, se
había limitado a levantarse del asiento roja como una amapola. ¿Cómo
había perdido la fuerza para rebelarse? Esta idea dolorosa trazaba una
arruga profunda en su frente. Su imaginación volaba, volaba hacia el
Escorial. ¡Qué feliz había sido allí siempre! ¿Por qué había tomado
tanto empeño en venir a Madrid? Esta ciudad empezaba a causarle miedo.
Jamás en su vida se había hallado tan humillada y tan inquieta. Cuando
llegaron a la puerta del hotel y el lacayo vino a abrir la portezuela,
sin hacer movimiento alguno para salir le preguntó:

--¿El tiro de mulas está aquí o en el Sotillo?

--Está aquí, señora.

--Quitad éste y enganchadlo.

--Está bien, señora--replicó el lacayo sorprendido.

Y como permaneciese de pie con la portezuela abierta esperando que la
señora bajase, ésta le dijo con alguna impaciencia:

--Cierra, yo no salgo del coche.

La sorpresa del lacayo fue mucho mayor. Habló en voz baja con el
cochero, bajó éste del pescante, tomó otra vez la orden de la señora y
se dispuso a cumplimentarla. Un buen cuarto de hora se tardó en cambiar
los tiros de la berlina, porque el de mulas no estaba enjaezado. El
cochero propuso cambiar el coche por una carretela de camino, pero Elena
se negó a ello. Era poco más de las once.

--Al Sotillo--dijo con firmeza al lacayo cuando todo estuvo a punto. Ni
éste ni el cochero sintieron esta vez sorpresa porque ya se lo habían
tragado--. ¡Vivo! ¡vivo!--Apenas salieron por la puerta de San Vicente
emprendieron el galope. La noche era obscura; el cielo estaba
aborrascado; grandes nubes negras, informes, monstruosas corrían por él
dejando por intervalos descubierto algún rincón de azul obscuro. La
tierra se extendía negra, amenazadora como el cielo. En poco más de tres
horas alcanzaron el Sotillo, que dormía el sueño profundo y tranquilo
del labriego. Ladraron los perros furiosos, pero al oír la voz del
cochero se amansaron repentinamente. Elena subió a las habitaciones de
su marido. Este al sentir el ruido del coche y los ladridos de los
perros se había vestido apresuradamente. Cuando la vio aparecer quedó
estupefacto. ¿Qué ocurría? ¿Cómo a tales horas...?

--Nada--replicó ella turbada--. He sentido mucho miedo y no pude
resistir.

Don Germán tuvo una sonrisa cariñosa para aquel capricho infantil. Ya
estaba acostumbrado a ellos.

--¡Vendrás muerta de frío, hija mía!--dijo acariciándole el rostro,
palpando su espalda.

--No, he venido muy bien abrigada.

Reynoso mandó encender las chimeneas del dormitorio y del saloncito
contiguo que ya estaban apagadas; luego despidió a los criados y se
encerró con su esposa.

--¿Pero qué es eso? ¿qué es eso?--dijo paternalmente tomándole una mano
y arrastrándola suavemente hacia un diván. Elena le echó los brazos al
cuello y rompió a llorar. Don Germán asustado, confuso la instó para que
se explicase. ¿Qué había pasado? ¿Había tenido algún disgusto con los
criados? ¿Le habían dado algún susto? Elena callaba, llorando cada vez
con más sentimiento. Al cabo profirió entre sollozos:

--No sé lo que tengo... nada me ha pasado... pero he sentido miedo de
pronto... ¡un miedo tan horrible...! Pensé que no te volvería a ver
más...

Reynoso sonrió aplicando sobre sus mejillas algunos besos prolongados.

--Es que estás nerviosa, hija mía.

--Sí, muy nerviosa.

--Voy a llamar para que te traigan una taza de tila con azahar.

Elena se opuso resueltamente. Se encontraba bien; no necesitaba otra
cosa que tranquilidad y sentirle cerca de sí. Y se estrechaba contra él
y le apretaba la mano y de vez en cuando la llevaba a sus labios.
Reynoso a su vez la apretaba tiernamente contra su pecho y le acariciaba
la cabeza rozando con los labios sus cabellos dorados.

Al cabo de un largo silencio, Elena levantó sus ojos mojados de lágrimas
y sonriente y confusa balbució con mimo:

--¡Si me hicieses un favor, Germán!

--¡Cuanto tú quieras, alma mía!

--Es que acaso te moleste...

--Si me molesta, mejor: así tendrá algún mérito.

--Quisiera que tocases la novena sinfonía de Beethoven, esa obra que
tanto me gusta... Yo pienso que me tranquilizaría más que la tila y el
azahar.

--¡Pero eso no es molestia, hija mía! Es un placer--replicó riendo el
caballero.

Y abrazándola de nuevo y estampando un beso en su frente se alzó del
asiento, se acercó al piano y lo abrió.

Elena comenzó a escuchar con tal inmovilidad y silencio que parecía la
estatua simbólica de la atención. Aquel ser pueril, de natural tan
ligero y aturdido hallaba repentinamente en el fondo de su alma una
seriedad increíble. Las frases graves, solemnes de la inmortal sinfonía
le revelaban el acuerdo misterioso de las cosas entre sí y el de su
propio corazón con el universo. Su espíritu se bañaba en lo infinito y
percibía como uno de los más escogidos de la tierra la eterna, profunda
armonía que reside en el centro de la vida inmortal. No lloraba: sus
grandes ojos abiertos parecían absorber oleadas de luz. De vez en cuando
los cerraba con un gesto aprobador. ¡Así es; así es el mundo; así es la
vida! Reynoso que había advertido vagamente el efecto que aquella obra
producía siempre en su esposa la tocaba ahora con singular maestría, con
un sentimiento arrobado y una unción que hasta entonces jamás había
sentido.

Cuando terminó y se alzó del asiento, Elena vino hacia él, se colgó de
su cuello y dejó caer la cabeza sobre su pecho sin decir palabra. Así
estuvieron unos instantes. Suavemente Reynoso la condujo al diván y la
sentó sobre sus rodillas. ¿Y ahora estaba contenta? Sí, sí, Elena estaba
muy contenta; todo se le había pasado. Y volviendo repentinamente a su
acostumbrada alegría comenzó a charlar con animada volubilidad. ¡Qué
susto le había dado! ¿verdad? ¡Vaya una cara chistosa que había puesto
cuando la vio aparecer! ¡Ni que fuera la estatua del Comendador! Él se
defendía; se había asustado, es cierto, pero inmediatamente había
sentido una extraordinaria alegría.

--¡Mentira! Tú te dijiste: «Vaya unas horas oportunas que tiene mi
mujercita para visitarme.» Y echaste de menos en seguida tu hermoso
sueño interrumpido.

--¡Qué idea! Al contrario; por ver estos ojos divinos, por acariciar
estos cabellos de oro, por besar estas manos de nieve y de rosa velaría
yo toda la vida.

--No seas embustero. Confiesa que dormías a pierna suelta y muy a gusto
lejos de tu pobrecita Elena.

--Que dormía, sí, lo confieso; pero niego que durmiera a gusto. Mientras
el sueño no me rindió tu imagen no se apartó de mi pensamiento.

Elena alegre con estas palabras como un pajarito en el árbol aparentaba
no creerle, le tiraba del bigote, le daba suaves bofetadas en las
mejillas, le tapaba la boca, «el frasco de las mentiras» como ella
decía. Pero él, aunque enajenado por aquella lluvia de caricias,
concluyó por mostrarse inquieto. Tal vez su ruidosa alegría dependiera
del mal estado de sus nervios, fuese una continuación de la crisis. Así
que con timidez le insinuó la idea de acostarse. Elena protestó
inmediatamente. Se hallaba admirablemente: no sentía ningún sueño.

--Pero, hija mía, es imposible que después del sacudimiento nervioso que
has tenido, después del viaje tan molesto en carruaje, no te sientas
fatigada. ¿No sería mejor que fueses a la cama?

Hizo nuevas protestas de que no estaba fatigada, de que no tenía sueño.
Quien lo tenía era él, el grandísimo cazurro, que con el achaque de que
ella se reposase sentía unas ganas atroces de meterse otra vez entre
sábanas y roncar como un gañán. Don Germán reía asegurando que sólo
temía por la salud de ella.

--¡Pero cuántas mentiras me has dicho hoy, Virgen del Carmen! ¿No te
remuerde la conciencia de engañar de ese modo a una infeliz mujer?

Y de nuevo volvió a su charla voluble, incoherente, hablando del adorno
de la casa, que era su tema favorito, saltando por intervalos al teatro,
a las tertulias que había asistido, a las amigas, para volver de nuevo a
la casa, a sus eternos proyectos de reforma, echar abajo el tabique del
comedor, levantar en el jardín sobre columnas una _serre_ que comunicase
con él, cambiar la decoración del despacho de su marido que era muy
vulgar por un mobiliario estilo americano que había visto en la calle de
Alcalá. Porque Elena se metía a reformar hasta las habitaciones
particulares de su marido y éste la dejaba hacer, feliz de verla tan
divertida.

Poco a poco, no obstante, aquel chorro de palabras se fue haciendo menos
copioso. Su marido se lo hizo notar. ¿Tendría sueño por ventura? Elena
se mostró indignadísima ante aquella superchería y para castigarla le
dio unos cuantos pellizcos y le tiró del bigote con refinada crueldad.
Pero entonces, ¿por qué comenzaba a apoyar la cabeza en su pecho? ¿Por
qué no se mantenía derecha?

--Porque hablo mejor así, antipático. ¿No comprendes que tengo la boca
más cerca de tu oído?

Sin embargo cada vez hablaba menos. Últimamente se quejó de que su
marido no decía nada. ¿Por qué no hablaba? ¿Todo lo había de decir ella?
Reynoso por complacerla se puso a contarle lo que había hecho durante el
día, su excursión a la sierra. Elena escuchaba cediendo cada vez más al
letargo que la invadía. Su marido sonrió. Ella advirtió su sonrisa.

--¿De qué te ríes socarrón? ¿Te figuras que tengo sueño?

No, no tenía sueño: y para demostrarlo abría desmesuradamente sus
hermosos ojos negros.--¡Habla, habla que te escucho!

Don Germán siguió hablando maquinalmente, sin preocuparse de lo que
decía. Al cabo aquellos ojos brillantes quedaron inmóviles unos
instantes y de pronto se cerraron. Elena se durmió como un niño en los
brazos de su marido.



XIII

VIDA LITERARIA


El estreno feliz de su drama fue una verdadera desgracia para Tristán.
Los reparos que algunos críticos pusieron a la obra, particularmente los
del famoso _Leporello_, le hirieron como graves injurias. Además,
esperando fundadamente que permaneciese mucho tiempo en el cartel, la
empresa, atendidas ciertas circunstancias de renovación de abono, la
retiró después de la quince representación. Fue un golpe mortal para su
amor propio. Desde luego sospechó que la mano de Estévanez, del traidor
Estévanez había intervenido en este asunto. Así que vio que comenzaban
los ensayos de un drama de éste ya no le cupo duda alguna. Un odio
frenético prendió en su corazón. Para desahogarlo un poco comenzó a
asistir a las tertulias literarias de los cafés y cervecerías, con
predilección a una que se reunía por las noches en un rincón del café de
Fornos. Allí, sobre aquellas dos mesas de mármol pegadas, se hacía
diariamente la disección en vivo de los escritores de más nota.
Naturalmente Estévanez, en su calidad de astro de primera magnitud, era
quien más a menudo ofrecía sus carnes palpitantes al estudio de aquellos
jóvenes anatómicos. Tristán gozaba voluptuosidades desconocidas metiendo
en ellas el bisturí de su lengua. Sus aptitudes quirúrgicas se
desenvolvieron prodigiosamente con el ejercicio. Él, que había sido
hasta entonces hombre de estudio, en pocos meses se hizo un maldiciente
de café. Pasaba aquí horas y horas no sólo sin preocuparse de sus
libros sino, lo que era peor, sin preocuparse mucho de su joven esposa.
Esta, que cada vez se encontraba más pesada a causa de su embarazo,
salía poco de casa. La acompañaban Elena y Visita; recibía también las
frecuentes visitas de doña Eugenia y Araceli, pero su señor marido no
hacía mucho polvo en casa.

El caso es que Tristán, pasando la vida en el café y en los saloncillos
de los teatros, juzgaba de buena fe por una increíble aberración de su
espíritu que llevaba la existencia más adecuada para un literato.
Ocupado incesantemente en triturar las obras de los demás, aguzaba, es
cierto, su sentido crítico, pero se le iba embotando la inspiración
creadora. Así que cuando se ponía delante de la mesa de trabajo le
costaba insuperable emborronar algunas cuartillas. Y cuando al día
siguiente las leía parecíanle tan desabridas que solía dar casi siempre
con ellas en el cesto de los papeles rotos. Hervía no obstante su
cerebro en proyectos, sentía cada día más vivo el deseo de la gloria,
pero cada día se hallaba también más incapaz de cualquier esfuerzo tenaz
y serio para conquistarla. Por otra parte, una vez alcanzada preveía los
sinsabores que consigo arrastra, sentíase débil para sufrir las
objeciones de la crítica como ya lo había experimentado, comprendía que
en cuanto se levantase un poco tendría contra sí a todos sus camaradas
de café y de saloncillo y se sentía intimidado. Veíase yacente y desnudo
sobre aquellas dos mesas pegadas del café de Fornos. ¡Cuán torvas
brillaban las cuchillas y los bisturíes! Ya los creía sentir en sus
entrañas. Y de hecho estaba bien seguro de que la amistad con los
jóvenes anatómicos no aplacaría, sino que exacerbaría su fiereza.
Indudablemente era más dulce buscar las articulaciones de los otros. Ya
no frecuentaba tanto a Gustavo Núñez porque a éste le agradaban más los
apartes con las damas que las reuniones con los hombres aunque fuesen
literatos. Sin embargo, alguna vez paseaban o comían juntos. El pintor
no había dejado de visitar la casa de los recién casados aunque estaba
seguro de que no era santo de la devoción de la señora. Y en estas
conversaciones solía embromar lindamente a Tristán con sus nuevos
amigos reprochándole el tiempo que perdía. Tristán se defendía alegando
que el trato con la gente de la misma profesión era de absoluta
necesidad para sostenerse y confortarse.

--No lo pienses, querido Páramo, no lo pienses. La unión hace la fuerza
en todas partes menos en el arte. En el arte el aislamiento es el que
hace la fuerza.

Nuestro joven se daba alguna vez cuenta de ésta y otras verdades que
Núñez le soltaba a quema ropa. En ciertos momentos veía lo estéril de
aquellas críticas y lo triste de estar acechando y comentando el trabajo
de los otros descuidando el suyo. Por otra parte, tanto en el café como
en los saloncillos de los teatros, había tenido ya más de un rozamiento,
alguna disputa agria que no había terminado en el campo del honor por
milagro. Acaso no fuera milagro, sino el temor que inspiraba la misma
violencia de Tristán y su extraordinaria habilidad en la pistola, ya
conocida de algunos. Pero por más que despreciase en el fondo del alma
aquellas resquemantes tertulias y se propusiera más de una vez huirlas,
no le era posible. Después de almorzar, los pies le arrastraban quieras
que no al café de Fornos y después de comer hacia el saloncillo del
Español o de la Comedia. Para ello a menudo necesitaba despertar a su
joven esposa, que después de las comidas gozaba en sentarse sobre sus
rodillas y quedar un momento traspuesta con la cabeza apoyada en su
hombro. Crueldad estúpida de la cual no se daba bien cuenta. La pobre
Clara sentía el corazón apretado cuando su marido por ir a gozar la
compañía de sus amigos la obligaba a levantarse de aquel asiento donde
el amor la clavaba. ¡Si supiera que aquellos amigos por quienes la
abandonaba le aborrecían cordialmente como se aborrecían entre sí y
estaban siempre aparejados para inferirle todo el mal que pudieran!

Una de las pocas, casi la única admiración que ya le quedaba a Tristán
en literatura era la de Rojas, su maestro y protector. No asistía con
puntualidad a sus tertulias nocturnas de los viernes, pero iba de vez en
cuando. Y cuando tropezaba en la calle al célebre poeta, nunca dejaba
de departir con él algunos instantes y solía acompañarle hasta el paraje
adonde se dirigía. Además se complacía en defenderle en todas partes y a
boca llena le apellidaba el primer poeta español de su siglo. Un día fue
invitado para la velada que en honor suyo debía celebrarse al día
siguiente en el salón paraninfo de la Universidad. Como admirador, como
discípulo y amigo íntimo, ocupó un puesto en primera fila, «entre los
alabarderos» como él mismo decía riendo a su maestro. Leyó éste con su
reconocida maestría, admirada en toda España, lo mejor de su repertorio,
_La oda a Gravina_, _La barca a pique_, _La cita_, _El cóndor_ y sobre
todo las _leyendas_, las incomparables _leyendas_. El público
electrizado no se hartaba de aplaudir y pedir más. Mas he aquí que a
Tristán le acomete repentinamente un grande, un inmenso tedio. Toda
aquella poesía ¿qué era en el fondo? Palabritas sonoras enlazadas unas a
otras para halagar el oído. ¿Qué pensamiento, qué emoción se agitaba
debajo de esa brillante cascada? Cierto que las descripciones eran
felices, ¿pero el don de la poesía consiste solamente en describir los
objetos exteriores? El espíritu humano no se alimenta de descripciones,
sino de ideas y sentimientos. Todo le pareció pueril, primitivo en
aquella poesía. En una época de duda, de tristes desengaños como la
nuestra se le debe exigir al poeta que remueva nuestra alma con las
ideas más caras y tentadoras, que eche alguna vez la sonda en los
grandes misterios que a todos nos fascinan...

Acometiole tedio y tristeza. Miraba a aquel hombrecillo ya caduco con
sus largas melenas grises que había pasado cincuenta años describiendo
los ojos de las odaliscas y el galope de los caballos, los rugidos de la
mar, el vuelo de las mariposas. ¿Y _esto_ es un gran poeta?--se
preguntaba con un bufido desdeñoso. En un punto pasó de la admiración al
desprecio. Le pareció que caía la venda de sus ojos y se rió de sí mismo
que por mucho tiempo había adorado a aquel idolillo de marfil. Cuando
instado por el público Rojas se puso de nuevo a leer _La danza de las
ondinas_ no pudo resistir más; se alzó del asiento y salió a la calle.

Aburrido y encolerizado bajó hasta la Puerta del Sol y entró en un café
a tomar chocolate. Poco después entró Gustavo Núñez con otros amigos,
pero los dejó unos instantes y vino a sentarse a su mesa. Bajo la
impresión del cambio brusco de ideas, cuando se habían cruzado algunas
palabras indiferentes, Tristán desahogó con el pintor aquel nuevo
desprecio que sentía. Pocas cosas en este mundo le quedaban ya por
despreciar. Núñez hacía tiempo que las despreciaba todas. Escuchole
sorprendido y risueño. En sus ojos verdosos chispeaba una alegría
burlona observando con qué furor Tristán acometía toda la obra literaria
de Rojas. En verdad que no le dejó hueso sano. Como si se hallase bajo
el resquemor de un agravio personal se mostró tan excesivo en sus
críticas, tan descompuesto y exasperado que producía un efecto cómico.
Núñez soltó la carcajada.

--¡Anda con él, hijo! ¡Chúpale la sangre! ¡Arrástrale por las melenas!

Tristán se sintió un poco avergonzado.

--No te imagines que éstos son solamente desahogos de café. Antes de
muchos días pienso publicar un estudio sobre Rojas y se sabrá lo que
ahora pienso de su poesía anodina.

--No harás bien--dijo fríamente Núñez.

--¿Por qué?

--Porque siendo hasta ahora su amigo y admirador se supondrá, como es
natural, que habéis reñido.

--No diré una palabra en desdoro de su persona; al contrario, le trataré
con el mayor miramiento. ¡Pero en cuanto a su obra...!

--Eso es peor, porque entonces se achacará tu ataque a los celos del
oficio.

Tristán levantó la cabeza con orgullo.

--Jamás he sentido la envidia.

Núñez alzó los hombros con indiferencia, se quedó unos instantes
silencioso y pensativo, y al cabo poniéndose en pie para irse repuso en
voz baja:

--¡La envidia...! La envidia, querido Tristán, es un sentimiento tan
constante en el corazón del hombre que aun los juicios más exactos, más
imparciales acerca de nuestros contemporáneos cuando no les son
absolutamente favorables se atribuyen a envidia.

Le dio la mano y se despidió.

No hizo caso de la juiciosa advertencia. Pocos días después aparecía en
_El Independiente_ el primer artículo de la serie de tres que dedicaba
al estudio de la obra poética de Rojas. Aunque hizo lo posible por
moderarse y de buena fe pensó haberlo logrado, el estudio resultó un
ataque violento que dejó estupefacto al mundo literario. Como lo había
previsto Núñez, levantó polvareda y produjo indignación. Aun los mismos
enemigos de Rojas censuraron con acritud la conducta de Tristán. Al cabo
se trataba de un anciano cubierto de laureles. Nadie menos que él, su
protegido y discípulo, tenía derecho a escribir semejantes artículos.
Tales censuras que llegaron pronto a sus oídos y que no tardó tampoco en
ver estampadas en la prensa le mortificaron enormemente, le pusieron de
un humor endiablado.

No necesitaba de este pequeño tropiezo para vivir malhumorado. La vida
para él era un continuo tropiezo. Donde los demás veían el camino raso y
cómodo, él encontraba una carrera de obstáculos. El descuido de un
criado, la informalidad de un amigo, la pérdida de cualquier objeto, una
visita pesada, el frío, la lluvia, el sol, todo servía para obscurecerle
y era pretexto para un torrente de amargas reflexiones sobre el
universo, la vida, el destino del hombre, etc., que dejaban atónita a
Clara. Esta padecía bastante del humor tétrico de su marido. Sin
embargo, el misterio adorable que en su ser se efectuaba y el fausto
acontecimiento que esperaba con impaciencia manteníanla en un estado de
embelesamiento y de éxtasis del cual no era fácil sacarla.

Un disgusto producido por el temperamento receloso y suspicaz de su
marido vino no obstante a arrancarla de él y desazonarla por algunas
horas. Había encargado Tristán a un agente privado llamado Samper la
venta de ciertos efectos y la compra de otros. Este agente había sido en
otro tiempo dependiente de su tío y entonces había hecho amistad con él.
Era hombre afectuoso, trabajador y exacto en el cumplimiento de sus
deberes. Por esto y por la buena amistad que con él mantenía solía
encargarle de sus pequeños negocios, cobro de intereses, permutas de
efectos, etc., con preferencia a otros demás posición y categoría. El
asunto de que ahora se trataba era de alguna entidad, ventilándose una
cantidad de treinta mil pesetas aproximadamente. Por la mañana le había
entregado Tristán los títulos con el objeto de negociarlos en la Bolsa
por la tarde, y quedaron en verse aquella misma noche en el café a
primera hora para que le diese cuenta de la operación. Tristán acudió
puntual, pero Samper no pareció por allí. Aguardole media hora, una
hora, hora y media. Nada. Entonces acometiole de pronto la sospecha de
que se hubiese fugado con el dinero. Apenas nacida esta sospecha se fue
enseñoreando rápidamente de su espíritu. Samper no era rico y treinta
mil pesetas pudieran haberle seducido. Aguardó todavía algún tiempo y al
cabo se lanzó a la calle dirigiéndose a paso largo hacia la casa de
huéspedes en que aquél habitaba. En efecto, Samper había salido aquella
misma noche de Madrid para Santander. Había llegado turbado a casa
diciendo que tenía a su padre muriendo, metió apresuradamente alguna
ropa en la maleta y había partido. Tristán quedó sofocado de
indignación. Comprendió que todo aquello no era más que una comedia. Sin
pérdida de tiempo se dirigió al Gobierno civil, habló con el secretario
que era su amigo y logró que se pusieran telegramas para que se le
detuviese en el camino.

Al día siguiente supo que se le había detenido en Palencia y que
regresaba aquella noche conducido por la guardia civil. Pero antes que
llegase recibió el paquete de los nuevos títulos comprados que le
enviaba un banquero amigo de Samper a quien éste los había dejado con
tal objeto. Tristán quedó estupefacto y aterrado de su precipitación. No
se atrevió a ir a la estación a esperarle, pero envió a García para que
le diese toda clase de excusas y escribió al mismo tiempo al secretario
del Gobierno haciéndole saber lo que había pasado y lamentándose mucho
de ello. García llegó de la estación pálido y tembloroso. La escena que
allí se había desarrollado fue violenta en extremo. Samper, más
desesperado aún por el retraso del viaje que por la vergüenza sufrida,
se había desbordado en palabras de indignación. Los presentes
compartíanla con él y censuraban acremente a Tristán, a quien García no
osaba apenas defender. El desgraciado agente, sin ir a su casa, tomó
otra vez el tren.

Pocos días después un hombre enlutado se presentó en casa de Tristán.
Era Samper. Había salido aquél y el agente iba a retirarse cuando vio en
el corredor la figura de Clara que se asomaba para ver quién era la
visita.

--Sólo venía, señora--le gritó desde la puerta--, a dar las gracias a su
marido por el buen concepto que le merezco...

--Ha sido una equivocación según creo--respondió Clara toda turbada.

--Yo también me he equivocado, señora, porque pensé que los sabios como
su marido serían los hombres más prudentes y los más delicados.

--Perdone usted... Él ha tenido un disgusto bien grande...

--Siento muchísimo habérselo proporcionado--replicó Samper con sonrisa
sarcástica--. No deje usted de decírselo de mi parte y de darle las
gracias igualmente por haber impedido que abrazase por última vez a mi
padre y le cerrase los ojos...

Aquí la voz se le anudó en la garganta al pobre hombre y rompió a
sollozar. Clara, llorando también, acudió a consolarle y después que
partió se sintió indispuesta.



XIV

UN DESCUBRIMIENTO DEL PAISANO BARRAGÁN


Elena había logrado tener sus martes. Desde las cuatro recibía en su
lindo _boudoir_ a los amigos y amigas de más intimidad. Se charlaba, se
reía, se tomaba te, se comían bastantes emparedados y se decían no pocas
tonterías. Hecho lo cual entre siete y ocho de la tarde marchaba
dignamente la elegante sociedad a prepararse con recogimiento para los
emparedados y las tonterías de los miércoles de otra no menos amable
señora. La institución de estos martes, por venerable que fuese, no
había encontrado eco simpático en el corazón de Reynoso. No se opuso a
su erección porque jamás contrariaba los gustos de su esposa, pero se
reservaba el derecho de no contribuir a su esplendor. Pocas veces se le
veía en aquel círculo, y cuando se dejaba ver sólo era por cortos
momentos. Formábanlo, en su mayoría, las familias de la colonia
veraniega del Escorial que Elena había tenido ocasión de tratar, pero
también acudían otros elegantísimos miembros de la alta sociedad
madrileña que no reparaban en sacrificar para ello algunas horas de su
precioso tiempo.

Aquel día rebosaba de distinción y de elegancia el gabinete y el
saloncito contiguo de la bella esposa de Reynoso. Una duquesa, tres
condesas, una marquesa y dos vizcondesas; además las de Domínguez y las
de Mínguez, emparentadas con lo más elevado e inaccesible de la
aristocracia española. Araceli estaba en sus glorias. Empezaba a
perdonar a Elena su obscura estirpe en gracia de los muchos títulos que
ya acudían a sus martes. Además allí celebraba largas e interesantes
conferencias con el primogénito del duque del Real-Saludo y Elena
protegía sus amores y la duquesa los toleraba. La razón de esto último
consistía en que sus principios impedían a la duquesa el estar de
acuerdo con su marido en ningún asunto de este mundo. Erigido en sistema
tan saludable precepto, es preciso confesar que desde su juventud fue un
modelo de consecuencia. El duque por su parte lo fue igualmente toda la
vida de noble terquedad. El matrimonio de Araceli no adelantaba pues un
paso, pero sus amores iban a galope. Por la mañana en el balcón, por la
tarde en la Castellana o el Retiro, por la noche en el teatro o en los
saraos los enamorados no se perdían apenas de vista y aun puede decirse
de oído. Pero donde más se placían por la libertad y confianza que
gozaban era en casa de Reynoso.

Hablaba pues animadamente Araceli con Gonzalito en un rincón; hablaba en
otro con no menor animación el chico de Domínguez con una de las chicas
de Mínguez; y distribuidas por la estancia en butaquitas y sillas
volantes charlaban las señoras con zumbido de cigarras a la hora de la
siesta. Clara, por instinto, se había acercado a otra joven señora
también encinta y comunicaba con ella sabias y profundas observaciones
acerca del arte de fajar los infantes. Elena, la condesa de Peñarrubia y
otra señora se decían ardorosamente los últimos secretos de la moda.
Tristán bostezaba con la mayor elegancia hojeando un álbum de retratos.
Pero había allí una mamá, la señora de Goyeneche, cuya hija alta,
huesuda, era una notabilidad en el piano. Como es natural se la instó,
se la suplicó con vehemencia para que hiciese feliz por algunos cortos
instantes a la reunión. La joven se resistía con palabras humildes como
todas las notabilidades: «¡Oh, felices! ¡Si yo no hago más que
cencerrear un poquito...! Tendrán ustedes que taparse los oídos.» Y
otras frases por el estilo acompañadas de un poquito de rubor que
impresionaba gratamente a los tertulios y les obligaba a redoblar sus
esfuerzos. No obstante, la mamá ni aun en broma podía oír que su hija
cencerreaba y decía en voz baja que Mr. Lamotte, su profesor, había
declarado más de una vez que jamás había tenido una discípula tan
aprovechada.

Al fin se logró que la niña se acercase haciendo contorsiones hasta el
piano.

--¿Qué toco, mamá?--preguntó dulcemente encarándose con la autora de sus
días.

--Toca _Les premieres feuilles du printemps_--respondió la mamá con una
pronunciación que hubiera hecho dar un salto a cualquier parisién.

--No sé si me acordaré... ¡Hace tanto tiempo que no toco esa pieza!

¡Mentira! Aquella misma mañana la había tocado dos veces con el
profesor. La mamá guardó el secreto.

Se puso al cabo a teclear. Los tertulios escucharon dos o tres minutos
con atención: luego cada cual anudó la conversación interrumpida con su
vecino. De tal suerte que a los cinco minutos nadie escuchaba a la
notable joven más que su entusiasta mamá. Esta, con los ojos fijos en el
suelo, las mejillas encendidas, el espíritu recogido, estaba pendiente
de los dedos de su niña como si entre ellos se estuviese ventilando la
salvación del género humano. De vez en cuando Elena suspendía la
conversación un instante y exclamaba en voz alta:

--¡Qué hermoso! ¡Qué delicadeza de ejecución! ¡Es una preciosidad!

Los demás volvían también la cabeza y murmuraban: «--¡Precioso!
¡precioso!»

Inmediatamente todos anudaban su cuchicheo interesante, empezando por la
señora de la casa: «--El sombrero malva, el vestido malva, la sombrilla
malva, el forro del coche malva...»

La pianista animada por los elogios ponía el alma y la vida en la
interpretación de _Les premieres feuilles du printemps_. Pero las nuevas
hojitas primaverales brotaban en medio de una espantosa soledad. Sólo la
señora de Goyeneche apreciaba sus matices delicados y su frescura
virginal.

La pieza terminó. Transcurrieron unos momentos sin que la reunión
distraída se diese cuenta de ello. En cuanto se comprendió estallaron
los bravos; todo el mundo felicitaba con elogios hiperbólicos a la
artista que confusa y ruborizada se agitaba en contorsiones humildes,
mientras su mamá embargada por la emoción estaba a punto de romper a
llorar.

Algunos minutos después, abrumada quizá por el peso de su gloria y
sintiendo generosamente el deseo de compartirla, la pianista preguntó
por qué el señor Aldama no leía alguna de sus hermosas poesías que tanto
renombre le habían dado. Como se trataba de un hermano de los amos de la
casa los demás también lo preguntaron. Tristán, que no era aficionado a
esta clase de lecturas domésticas, rehusó bruscamente la invitación. Sin
embargo, la condesa de Peñarrubia con un gesto melodramático le pidió
permiso para recitar ella misma una de sus mejores composiciones, _El
golpe de viento_, que sabía de memoria. Tristán se lo otorgó con
galantería. La condesa obtuvo un triunfo ruidosísimo. Hubo necesidad de
repetir. Entonces el poeta animado por el tufillo de gloria que le
entraba por la nariz se aventuró a sacar de la cartera una poesía que
había terminado el día anterior, aunque adivinase que no era muy a
propósito para ser leída en una reunión mundana.

En efecto, la poesía se titulaba _Mi cadáver_. Era una visión fúnebre de
lo que sería su cuerpo después de la muerte. El poeta describía
prolijamente todas las fases de su descomposición cadavérica con verdad
y relieve admirables. ¿Cómo estarán mis ojos?--se preguntaba. Sus ojos
quedarían opacos, vidriosos y poco a poco se irían poblando de gusanos
que concluirían presto con ellos dejando negras, vacías las órbitas.
¿Cómo quedaría su cabeza? La masa de sus cabellos se iría desprendiendo
de ella cayendo al cabo en el fondo del ataúd como un montón de
barreduras, la piel se huiría dejando al descubierto blanca como la
porcelana la tapa del cerebro. ¿Cómo quedarían sus manos? ¡Ah! sus
pobres dedos, aquellos dedos que tantas veces habían acariciado las
sortijas de tus cabellos de ébano, que oprimieron las rosas de tus
mejillas y humildes y temblorosos buscaban los tuyos en la obscuridad,
servirían durante algunos días de festín a una legión de gusanos y
serían pronto objeto de horror aun para ti misma, hermosa, si los
vieses...

La tertulia de Elena quedó estupefacta y aterrada. La composición estaba
escrita con talento y esto mismo la hacía aún más aterradora. Muchos se
despidieron inmediatamente; otros quedaron haciendo comentarios en voz
baja, poco halagüeños para el poeta. Elena, cuyo miedo infantil a la
muerte era proverbial en la familia, se sintió indispuesta a los pocos
momentos. Fue necesario que le diesen algunas cucharadas de azahar y le
hicieran oler el frasco de sales. Al cabo con gesto de indignación dijo
a su cuñada:

--Me alegro, hija, de no hallarme en tu caso, porque si lo estuviera
abortaría seguramente.

Cuál sería el asombro y el susto que recibió cuando a las dos de la
madrugada vinieron a decirle que Clara estaba con los dolores de parto.
Vistiose apresuradamente diciendo para sus adentros: «¡Estaba previsto!
¡Cómo no había de suceder esto después de haber escuchado aquella poesía
de los gusanos!»

Reynoso y ella se trasladaron lo más pronto que les fue posible a la
calle del Arenal, pero ya llegaron tarde. Clara acababa de dar a luz un
hermoso niño. Elena apenas podía creerlo; tan persuadida estaba de que
su cuñada tendría un aborto. Inmediatamente se apoderó del infante, y
después de arreglado convenientemente se lo llevó a su padre que
arrellanado en una butaca del despacho estaba comiendo melancólicamente
unas rajas de jamón en dulce. La emoción le había producido hambre.

--¡Aquí está el botón de rosa...! ¡Aquí está el tesoro...! ¡Este es el
rey Salomón! ¡Este es el emperador de la China!

Detrás de Elena venían doña Eugenia y Visita, a quienes se había enviado
aviso, y algunas criadas. Tristán tomó a su hijo en las manos y
clavándole una larga mirada de infinita compasión exclamó:

--¡Desdichada criatura condenada a la vida! El Destino me ha elegido a
mí como instrumento para dártela. Si así no fuese te pediría perdón por
ello. ¡Qué preferible sería para ti que permanecieras eternamente en los
limbos de la nada! Dentro de pocos días abrirás los ojos, el telón se
alzará y la escena del mundo quedará al descubierto. Sorprendido y
ansioso esperarás con impaciencia las bellas, las dulces, las alegres
aventuras como yo las he esperado, como las espera todo el mundo. Pronto
sabrás a tu costa que en este planeta alumbrado por el sol no hay más
que dolor, trabajo, pesares y miseria.

--¡Quita allá, majadero!--exclamó Elena furiosa arrancándole el niño--.
¡Vaya un modo gracioso que tienes de saludar a tu hijo! ¡No hacía falta
ya sino que le leyeses la _Oda de los gusanos_ de esta tarde!

Los demás mostraron también en su rostro el mal efecto que les causaba
aquel exabrupto.

--Tienes razón, Elena--repuso el joven engullendo un pedazo de jamón y
aplicando a sus labios la copa de Jerez--. Hay cosas que deben
reservarse. Al enamorado no se le puede decir que la novia es fea aunque
lo sea. Después de todo tampoco hace falta. La miseria de este mundo es
tan visible que ni aun el que voluntariamente cierra los ojos deja de
percibirla, porque si no la ve la siente.

--Y si hubiera muchos antipáticos como tú este mundo sería sin duda más
desgraciado--replicó Elena saliendo bruscamente de la estancia con el
niño.

Contra lo que podía presumirse, supuesto el recibimiento que le había
hecho, Tristán se mostró desde el principio como padre atento y
vigilante hasta caer en lo ridículo. Así que su hijo tuvo a bien
presentarse en este mundo de horror y tristeza, se creyó en el deber de
hacérselo más llevadero. El medio más adecuado para ello pensó que sería
comprar los libros recientes que trataban de la higiene y educación de
los niños. Día y noche se entregó a su lectura con verdadero furor. En
pocos días adquirió una suma increíble de conocimientos que puso en
conmoción a todos los criados de la casa. El modo de lactarlo, el modo
de vestirlo, el modo de bañarlo, todos los agentes internos y externos a
los cuales pudiera estar expuesto el infante cayeron inmediatamente
bajo la crítica inflexible de su enorme sabiduría. Clara, que como buena
y robusta madre criaba a su hijo, estaba sorprendida, pero acataba los
fallos de su marido porque los creía fundados en las prescripciones de
los sabios. Lo peor del caso era que ¡cosa rara! éstos no solían estar
conformes en sus métodos. Un libro afirmaba que a los niños no se les
debe poner más que vestidos holgados; otro decía que esto es
expuestísimo a las desviaciones de la columna vertebral. Un sabio
aconsejaba que desde los primeros meses se les calzara con zapatos de
suela; otro tronaba contra esta horrible costumbre y vaticinaba
resultados tristísimos si se les aprisionaba los pies. El uno
preconizaba el uso del agua fría en los baños; el otro se revolvía
contra este procedimiento y afirmaba con datos estadísticos que el agua
fría aumentaba la mortalidad un treinta y cuatro por ciento, mientras el
uso del agua caliente la rebajaba hasta un veintitrés.

El resultado de esto era que nadie sabía a qué atenerse en la casa y
todo el mundo andaba de cabeza. Se le estaba bañando unos días en agua
fría; de pronto venía la orden de que se usase el agua caliente. Se le
estaba fajando con una docena de vueltas; cuando menos podía pensarse
quedaba proscrita la faja. Mamaba el infante cada dos horas; pues bien,
un día cambiaba radicalmente el sistema y se le dejaba mamar en cuanto
llorase. Todo a merced del último libro o revista que cayese en las
manos del amo de la casa.

Todavía no era esto lo que causaba más desazón en la familia. Tristán
leyó un artículo en que se descubrían los abusos infames que las criadas
cometían algunas veces con los niños más tiernos, unas veces
atormentándoles, otras acariciándoles demasiado. Inmediatamente se puso
a sospechar de cuantos tomaban al niño en las manos, a ejercer una
vigilancia incesante sobre la servidumbre. En cuanto una muchacha cogía
el niño, ya estaba su papá con los ojos clavados en ella; la seguía a
todas partes, le prohibía tocarle si no fuese por encima de la ropa.
Procuraba también ocultarse y hacerles pensar que estaban solas,
espiándolas por el quicio de las puertas o presentándose de golpe
cuando menos lo esperaban. Al principio las domésticas no podían
comprender qué significaban aquellos desusados pasos y lo tomaban como
una de sus muchas extravagancias; pero así que lo supieron se mostraron
tan ofendidas que resolvieron marcharse. Sólo por los ruegos de Clara, a
quien adoraban, consintieron en quedarse.

Hacía ya dos meses que había nacido el niño y corrían los últimos días
del mes de junio. Una noche, antes de ponerse a comer, cuando aún estaba
Tristán en su despacho, entró una doncella a anunciarle que preguntaba
por él aquel caballero que los señoritos llamaban paisano...

--¡Ah! sí, Barragán... Pase usted, Barragán, pase usted--añadió en voz
alta y dando algunos pasos hacia la puerta.

--No; si no ha entrado aún, señorito--respondió la criada confusa.

--¿Cómo que no ha entrado? ¿Le ha dejado usted en la escalera?

Efectivamente le había dejado en la escalera y con la puerta cerrada.
Cuantas seguridades se habían dado a la servidumbre de que Barragán era
una buena persona y no un malhechor fueron insuficientes a disipar sus
recelos. En el fondo las criadas estaban convencidas de que un día u
otro aquel sujeto jugaría una mala partida a sus señoritos.

--Pásele inmediatamente y no vuelva usted a hacer eso.

Un instante después aparecía en el despacho el rostro espantable del
paisano Barragán. Lo primero que hizo antes de saludar fue cerrar
cuidadosamente la puerta. Luego, dirigiendo miradas torvas en derredor y
entregándose a una serie de muecas a cual más odiosa y espeluznante,
avanzó cautelosamente hacia Tristán y le puso una mano sobre el hombro.
A pesar de la absoluta convicción que éste tenía de su honradez no pudo
menos de retroceder un paso, dando señales de susto.

--Usted me perdonará, Tristanito, que le moleste un momento. Tengo que
hablarle de algunas cosillas serias.

Barragán era el hombre de los diminutivos.

--Estoy a sus órdenes, amigo Barragán--respondió Tristán completamente
asegurado...--Pero siéntese usted.

Barragán se sentó y a su lado Tristán. Aquél volvió a pasear una mirada
salvaje por la estancia y sonriendo ferozmente preguntó con la mayor
finura:

--¿Cómo está usted, Tristanito? Bien, ¿eh? ¿Y Clarita? ¿y el niño? Me
alegro, me alegro muchísimo.

Una vez enterado de la salud de todos pensó Tristán que el paisano
pasaría a explicarle el asunto serio que allí le traía. Pero no fue así.
Lo único que hizo fue mirarle durante largo rato fijamente como si
tratase de inquirir si efectivamente se hallaba bien de salud o es que
le ocultaba alguna secreta dolencia.

--¿Conque bien, Tristanito? ¿bien de verdad, eh?

Tristán un poco impaciente le aseguró que nada le dolía. Pero disipadas
estas dudas parece que renacieron más vivas las referentes a la salud de
Clara. Hubo necesidad de asegurarle igualmente que la joven madre jamás
se había sentido más vigorosa. ¿Y el niño? ¿Cómo seguía el pobrecito?
Inmediatamente el paisano se puso a disertar sobre el tiempo y a hacer
comparaciones geográficas entre España y Guatemala, y dando un salto
después llegó hasta Méjico y habló de los gauchos y de las vacas
salvajes y de las diligencias donde los viajeros iban pertrechados de
todas armas y de los asaltos de los bandidos, etc. En fin, después de un
largo rato de vagar por aquellos lejanos países se levantó de la silla y
se dispuso a marcharse. No quería estorbar; sin duda irían a comer...
Tristán asombrado también se levantó del asiento y le acompañó hasta la
puerta del despacho, pero una vez allí no pudo menos de decirle:

--¿Se ha olvidado usted de que tenía que hablarme de cierto asunto?

Barragán se puso un poco pálido, y como si le hubiesen aplicado en los
riñones una fuerte corriente eléctrica, agitado y convulso comenzó a dar
vueltas por la estancia mientras Tristán le contemplaba presa de la
mayor estupefacción. Al cabo parándose delante de él le dijo:

--Siéntese usted, Tristanito, siéntese usted... Voy a hablarle... pero
me permitirá que no me siente... No puedo; me encuentro alterado,
completamente alterado.

--¿Quiere usted una taza de tila?--preguntó Tristán sonriendo
interiormente de ofrecer tila a aquel monstruo.

--No, señor, muchas gracias; sólo le pido que me permita estar de pie y
dar algunos paseos...

--Pasee usted cuanto quiera, amigo Barragán--repuso Tristán mirándole
con curiosidad.

Pero con gran sorpresa suya en vez de hacer uso de esta facultad el
paisano se dejó caer como un plomo sobre el diván, sacó el pañuelo y se
lo llevó a la frente empapada de sudor.

--¡Es tan triste! ¡Es tan triste!--murmuró con abatimiento.

--Ha tenido usted algún disgusto, ¿verdad? ¡Oh! la vida es una cadena
que no se compone de otros eslabones--dijo Tristán con filosófica
conmiseración que ocultaba una positiva indiferencia.

--Sí; un disgusto bien grande... Pero aún siento más el que va usted a
tener.

Tristán dio un salto en la butaca a pesar de su metafísica resignación.

--¿Cómo? ¿Cómo? ¿Qué es ello? ¿Qué disgusto voy a tener?

--¡Es una desgracia, es una verdadera desgracia!--murmuró con más
abatimiento aún Barragán.

--¿Qué desgracia es esa? ¿Qué ha pasado?--profirió el joven en el colmo
de la impaciencia.

Barragán, que parecía más inclinado a las vagas lamentaciones que a las
confidencias, repitió cada vez con acento más desolado:

--¡Qué tristeza! ¡Qué tristeza!

--Pero vamos a ver... ¡hable usted!--profirió el joven exasperado
sacudiéndole por el hombro.

--¡Cálmese usted, Tristanito! Le aconsejo a usted que tenga calma en
estas circunstancias.

No hay consejo menos calmante que el de la calma. Tristán, ya fuera de
sí, comenzó a patear con furor, soltando al mismo tiempo una serie de
interjecciones bien enérgicas.

--¿Quiere usted hablar o no? ¡Maldita sea mi suerte!

--Allá voy... Ya sabe usted, Tristanito, que a mí no me gusta pasearme
por las calles y que muchos días monto a caballo y me salgo por las
afueras.

--Sí, sí, ya lo sé. ¡Adelante!

--Y que suelo comer donde me pilla... a lo mejor en cualquier taberna...
Creo que con eso no ofendo a nadie y que usted no me despreciará,
¿verdad, señor Aldama?

--Ni más ni menos. ¡Adelante!

--Pues había ido esta tarde hasta Vallecas y a la vuelta entré en una
taberna del camino, y como tenía hambre, mandé que me frieran unos
huevitos y me guisasen un pisto. Es admirable cómo guisa los pistos la
tía Bibiana del Puente de Vallecas. No deje usted de probarlo si algún
día llega hasta allá...

--¡Lo probaré...! ¡Adelante!

--Pues como le digo, estaba comiendo, no en la taberna precisamente,
sino en una piececita contigua donde suelen servir a los parroquianos
que quieren estar solos. Esta habitación tiene una ventanilla al camino,
y por ella vi que se detenía un coche de punto frente a la taberna y que
bajaba de él ese pintor amiguito de usted...

--¿Núñez?

--Sí, señor. Entró en la taberna y le vi que pedía un vaso de agua para
una señora que quedaba en el coche. La chica de la tía Bibiana quiso
salir para servírselo, pero no lo consintió y él mismo fue a llevárselo.
Yo había notado al través de los visillos que la señora procuraba
ocultarse retirándose hacia el fondo del carruaje y esto despertó un
poquito mi curiosidad. Así que con disimulo alcé un si es no es el
visillo, apliqué el ojo, y cuando la señora se inclinó para tomar el
vaso de agua quedé asustado viendo que era Elenita.

--¿Cómo? ¿Qué está usted diciendo? ¿Mi cuñada Elena?

--La misma, Tristanito, la misma.

--¡No puede ser!

--Le digo que la he visto tan bien como le estoy viendo a usted ahora.

--¿Y no pudo usted haberse equivocado? ¿Que fuese una mujer parecida?

--Le repito que estoy bien seguro de ello. Ya se hará usted cargo del
disgustillo que habré tenido. Con decirle que no pude probar otro bocado
está dicho todo. Allí se quedó el pisto de la tía Bibiana sin que lo
tocase. Yo quiero a Germán como si fuese mi hermano y le digo a usted en
conciencia, Tristanito, que hubiera preferido perder cuatro mil pesetas
a saber lo que he sabido. Me vine a casa y no pude parar en ella. Hace
dos horas que ando dando vueltas por las calles y tantas cosas he
pensado que tengo la cabeza como un volcán...

No había más que mirarle para cerciorarse de la verdad. Sus ojos
sanguinolentos semejaban lava encendida: la boca un negro, espantoso
cráter.

Tristán quedó unos momentos pensativo y luego poniéndole una mano sobre
el hombro le preguntó:

--¿Ha dicho usted una palabra de esto a alguien?

--La primera persona con quien hablo desde el suceso es usted.

--Pues bien, le invito, le exijo por el interés de toda la familia que
guarde usted absoluto silencio sobre lo que ha visto... o cree haber
visto.

--Lo guardaré, Tristanito, lo guardaré.

--Ya pensaremos lo que se ha de hacer. Pero entre tanto, le repito,
¡silencio, mucho silencio!

Luego se puso a dar paseos por la estancia sin decir palabra, como si
Barragán no estuviese allí. Este comprendió que estorbaba y se despidió,
anunciando otra vez, más que con palabras por medio de signos
desesperados, que si había hombre en el mundo que semejase un sepulcro
ese hombre era él, el paisano Barragán.

Cuando quedó solo Tristán siguió paseando absorto en profunda
meditación. Y pensando, pensando, resultó que a los pocos minutos
adquirió el convencimiento de que Barragán había visto visiones. No
tenía nada de extraño. Como era hombre tan poco acostumbrado a vivir
entre damas ni aun entre personas civilizadas, bastaba cualquier
semejanza de rostro o de _toilette_ para que el infeliz se confundiese.
Ni en el carácter de Elena ni menos en el de Núñez entraba semejante
ruindad. Además, caso de que fuesen amantes no era verosímil que
cometiesen la imprudencia de exhibirse paseando en coche por las
cercanías de Madrid. ¡El pobre Barragán...!

Y bien tranquilo, con la sonrisa en los labios se dirigió al comedor,
donde ya le esperaba Clara. No pudo resistir a la tentación y dio cuenta
a ésta de la conversación que acababa de tener con el paisano en tono de
broma y haciendo comentarios humorísticos como quien está bien seguro de
lo disparatado del asunto. Clara se puso pálida, luego roja como una
brasa, y renunció a comer por el momento dando señales de profundo
abatimiento. Tristán se manifestó sorprendido de aquella emoción y se
esforzó en calmarla adoptando cada vez un continente más tranquilo.
Llovieron sobre la atribulada joven multitud de reflexiones, unas
serias, otras jocosas. ¿No sabía que Barragán era un hombre primitivo y
selvático para quien todas las señoras eran una misma señora como para
los niños su papá todos los caballeros que encuentran en la calle? Esto
en cuanto a la explicación material del suceso. En cuanto a la moral no
había motivo alguno para dudar de la fidelidad de Elena, cuyo carácter
inocente y afectuoso ella podía conocer mejor que nadie. Y por parte de
Núñez bien podía estar segura de que era incapaz de faltar a las leyes
de la caballerosidad. Gustavo tenía un temperamento burlón, le gustaba
pasar por escéptico y original, pero en el fondo era el honor y la
rectitud personificados.

Clara levantó hacia él una mirada donde se leía el asombro. Y realmente
era asombroso que aquel hombre que de todo el mundo recelaba sólo en
Núñez tenía completa confianza.

Por lo demás él era ya hermano de Germán y le interesaba tanto su honor
como a ella misma. Era ofenderle el suponer que si aquella especie de
Barragán tuviera asomo de fundamento no le ofendería gravemente y no se
arrojaría inmediatamente a poner remedio. Esta última observación
impresionó un poco a Clara, si no la tranquilizó por completo.

Tristán se levantó de la mesa, encendió un cigarro puro, jugó un momento
con el niño y salió a la calle en la misma actitud que todas las noches.
Sin embargo, en el fondo de su alma aunque no quisiera confesarlo había
una leve preocupación, algo que le escocía. Este escozor fue el que le
obligó a encaminar sus pasos al Ateneo en vez del café de Fornos. Un
célebre crítico de arte estaba dando en aquel centro unas conferencias
acerca del pintor Velázquez. Le tocaba la segunda aquella noche, y
aunque él no había asistido a la primera porque desde hacía algún tiempo
le interesaban más los donaires y murmuraciones del café que las
disquisiciones estéticas, sabía perfectamente que Núñez no dejaría de
estar allí y a todo trance quería verle. En efecto, a los pocos pasos
que dio por el espacioso corredor donde se amontonaban los socios en
espera del aviso de la conferencia vio a su amigo en el centro de un
grupo de artistas, sorprendiéndoles y haciéndoles reír como siempre con
sus paradojas. Tristán se dirigió a este grupo, terció en la
conversación y en cuanto le fue posible se arregló para sacar a Gustavo
de allí y llevarle hacia un rincón donde había dos mecedoras. Ambos se
sentaron uno frente a otro. Hablaron unos instantes de asuntos
indiferentes. De pronto Tristán afectando una risita irónica:

--¿A que no sabes, Gustavo, dónde te han visto hoy?

--Seguramente en ningún sitio donde no haya estado--repuso el pintor con
su habitual displicencia.

--¿Has estado en una taberna del Puente de Vallecas?--replicó Tristán
sin abandonar la sonrisa, pero mirándole con atención intensa a la cara.

Ni un pliegue de ésta se descompuso, ni el más ligero cambio en su
color, ni una ráfaga de sorpresa por los ojos. Sólo en las manos hubo un
leve temblor que no llegó a percibir Tristán.

--¿Has estado tú?

-No; Barragán es el que ha estado y pretende haberte visto nada menos
que servir un vaso de agua a mi cuñada Elena que habías dejado en el
coche.

Nada, ni un imperceptible signo de confusión o de sorpresa. La más
completa, la más absoluta tranquilidad. Hubo una pausa. Núñez dio un
prolongado chupetón al cigarro, sacudió la ceniza con el dedo meñique.

--¿Barragán ha visto o ha olido a tu cuñada?--preguntó al cabo con
afectada indiferencia.

--Dice haberla visto cuando se inclinó para tomar el vaso--replicó
Tristán sin perderle de vista.

--¡Oh! entonces no hay cuidado. El sentido infalible en los hombres como
Barragán es el olfato... Al menos eso dicen todos los viajeros y
naturalistas.

--Desde luego he pensado que ha sido una equivocación muy explicable en
quien no ha frecuentado toda su vida más sociedad que la de los
gauchos...

Después de estas palabras Tristán pensó que su amigo iba a manifestar de
una vez si había estado o no en la taberna y en caso afirmativo dar una
explicación. Pero no fue así. Núñez adoptó un continente más glacial aún
que de costumbre y empezó a columpiarse suavemente chupando el cigarro
por intervalos y mirando al techo. Aunque no creyese ni más ni menos en
la aventura, a Tristán le irritó un poco tanta displicencia. Fingiendo,
sin embargo, alegre desembarazo le dijo al cabo poniéndole una mano
sobre la rodilla:

--Vamos a ver, ¿quién era la incógnita, Gustavo?

--¿Qué te importa?

--¿Una duquesa?

--Lo es a ratos solamente--repuso el pintor sin poder reprimir la risa.

--¡No necesito más! ¡La Trini!--exclamó Tristán riendo también; luego
añadió bajando la voz--: Efectivamente... rubia con ojos negros... no es
extraña la equivocación.

--¡No digas sandeces, Tristán! Si tu cuñada te oyese te arrancaría los
ojos. ¡Confundir una madonna de Rafael, una estatua de Praxíteles con
esa moza de cántaro! Y a propósito, ¿te pega mucho Clara?

--¡Todavía no!--exclamó el poeta riendo.

--Efectivamente aún no te he visto con la cara hinchada... ¡Pero no te
descuides!

Todavía charlaron unos momentos embromándose mutuamente cuando se oyó el
grito del conserje--: Conferencia del señor Jiménez... Conferencia del
señor Jiménez.

--Vamos a oír a Jiménez--dijo Núñez alzándose de la mecedora.

Sin embargo, Tristán todavía sentía un vago malestar en su espíritu. Al
tiempo de avanzar hacia la cátedra cogidos del brazo dijo a su amigo,
mitad en serio mitad en broma:

--Conste, querido, que la equivocación de ese bruto me ha dejado
completamente frío. Te he considerado siempre como una buena persona y
tengo absoluta confianza en tu fidelidad.

--Haces mal--repuso Núñez gravemente--. Yo soy un hombre lleno de
virtudes como todo el mundo sabe, pero el día en que tu cuñada me haga
una seña estoy dispuesto a arrojarlas todas por la ventana.

Tristán rió de buen grado y las últimas sombras de duda se disiparon.

Cuando terminó la conferencia y salieron a los corredores el pintor se
juntó a sus amigos dejando a Tristán sin ceremonia. Este vagó todavía un
rato de grupo en grupo escuchando comentarios. Tenía ganas de irse, pero
había visto en un corro cerca de la puerta a su antiguo maestro y ex
amigo Rojas. Desde la publicación de los artículos había evitado
cuidadosamente el tropezar con él y por no pasar cerca se estuvo quieto.
En el amplio corredor iluminado resonaban cada vez más altas las voces
de los socios. Había risas, violentas discusiones, ensayos vergonzantes
de discursos. En un grupo se discutía el panteísmo, en otro la necesidad
de rebajar el presupuesto de marina; más allá se narraba una aventura
escandalosa, mientras cerca comentaban unos señores la última encíclica
de Su Santidad.

--¡Curioso! ¡curioso! ¡curio-sí-si-mo!

En el centro de un grupo tronaba y relampagueaba el ilustre Pareja.

--Porque yo en mis modestísimos estudios he aprendido... Reconozco en
usted, amigo Valleumbroso, la psicosis epileptoides del genio...

--Muchas gracias--decía el mosquito lírico ruborizándose--. Me favorece
usted demasiado...

--Nada, nada: es justicia seca. Esa instabilidad en sus estudios, esa
originalidad excesiva en el absurdo, ese agotamiento de que usted se
queja a menudo son los estigmas reconocidos del genio...

--Muchas gracias, muchas gracias--balbuceaba el mosquito.

--Pero el señor Valleumbroso no padece convulsiones, y según me han
dicho, los genios...--apuntó tímidamente uno de los admiradores que
rodeaban a Pareja.

Este sonrió de un modo tan suficiente que tal sonrisa bastaría por si
sola para reducir a ceniza cualquier argumento por poderoso que fuese.
Hay que imaginar cómo quedaría cuando el ilustre Pareja manifestó
agitando su brazo derecho y haciendo imprimir a las faldas de su levita
un principio de movimiento rotativo:

--Porque la forma clínica aplicable al señor Valleumbroso no es la de
los caracteres bien conocidos de convulsibilidad, pérdida de conciencia,
etc. Pero, amigo Rodríguez, hay otra--¡hay otra!--. Esta forma, más o
menos larvada, más o menos esfumada, escapa a la investigación de los
espíritus superficiales, pero no a los temperamentos reflexivos.
¿Estamos, amigo Rodríguez? ¿Estamos?

El pobre Rodríguez se encogió, se encogió hasta quedar convertido en un
trapo.

--Hay en Valleumbroso--prosiguió el sabio con voz resonante--una
preocupación de la personalidad propia, que es uno de los caracteres
típicos de la forma clínica genial. ¿No es verdad, amigo
Valleumbroso?--añadió poniéndole con protección una mano sobre el
hombro--¿no es verdad que vive usted excesivamente preocupado de sí
mismo?

El autor de los _Pétalos al aire_ comenzó a tragar saliva como si algo
le estorbase en la garganta. Era duro afirmar su vanidad; pero como de
no hacerlo se le escapaba uno de los caracteres típicos del genio
concluyó por estar conforme con que jamás pensaba en otra cosa más que
en sí mismo. Y ruborizándose aún más de lo que estaba añadió en voz
baja dirigiéndose a Rodríguez:

--Cuando niño me ha dicho mi mamá que he padecido convulsiones.

--¡Lo ven ustedes!--exclamó Pareja en alta voz.

Y henchido de entusiasmo dio una vuelta en redondo y su levita flotó
como las alas de una mariposa.

--Sería acaso por la alferecía--murmuró el recalcitrante Rodríguez.

--¡Qué alferecía, señor mío, ni qué calabazas!--gritó el ilustre
Pareja--. Eso no es más que un efecto de la ley binomial, según la cual
ningún fenómeno se produce aislado. Esas convulsiones infantiles eran la
voz de la naturaleza que anunciaba ya la aparición de un genio. Yo tengo
la seguridad de que cuando Valleumbroso compone sus poesías el acceso
creador se manifiesta siempre en él instantáneo, inconsciente y con
intermitencias. ¿Verdad, amigo Valleumbroso? ¿verdad que padece usted
intermitencias?

--¡Oh, muchísimas!

--No era posible otra cosa. La ciencia sólo consiste en descubrir las
leyes eternas de la naturaleza. Cesaron las convulsiones, pero vino como
compensación fatal, como equivalente psíquico la creación genial. O lo
que es igual, Valleumbroso ya no es un convulsivo, pero sigue siendo un
epiléptico en el momento que siente el estro creador. Si usted me lo
permitiese, querido Valleumbroso, yo quisiera una vez estar a su lado en
el instante de componer para hacer sobre usted algunas experiencias
científicas.

--Cuando usted guste--replicó el mosquito, rojo de placer.

--Tengo la seguridad de encontrar la insensibilidad dolorífica en mayor
o menor grado y la irregularidad del pulso engendrada por el impulso
convulsivo de las arterias...

Tristán que se había parado un instante a escuchar, sintió un
estremecimiento de ira. Y rechinando los dientes murmuró: ¡Imbéciles!

Se alejó de aquel interesante grupo dispuesto a salir a la calle aunque
tuviese que pasar por delante de Rojas. Felizmente éste ya no estaba
allí. Salió, pues, confiado del corredor, pero al pasar por el vestíbulo
salía el anciano poeta del guardarropa donde acababa de ponerse el
abrigo. Se encontraron de frente. Tristán tuvo un instante de
vacilación. Al cabo bajó los ojos y trató de ganar la puerta sin
saludar. Rojas no le dejó:

--Buenas noches, Aldama. ¿Por qué no quiere usted saludarme? ¿Teme usted
los reproches de su víctima?

--¡Mi víctima!--exclamó el joven visiblemente confuso--. ¡Oh no, don
Luis! ¡Yo no hago víctimas de tal categoría!

--Déjeme sorprenderme, amigo mío, al saber que conservo aún alguna
categoría. Yo pensaba que después de sus artículos ya no quedaban del
poeta Rojas ni los huesos, que estaba no sólo enterrado, sino
putrefacto.

La sonrisa con que el anciano vate acompañó estas palabras hirió a
Tristán como un latigazo.

--Carezco del poder de enterrar a nadie porque no soy
sepulturero--repuso en tono algo desabrido--. Me he limitado siempre a
expresar con toda franqueza mi opinión sin cuidarme de saber a quién
exaltó o a quién deprimió esa opinión, ya que no versa jamás sobre
asuntos que atañen a la honra.

--¿Está usted seguro de que siempre ha expresado con franqueza su
opinión?

--El dudarlo es una ofensa.

--¿También cuando afirmaba usted que yo era el primer poeta español no
sólo de los tiempos modernos, sino también de los antiguos?

--Entonces lo creía.

--Usted lo creía: yo no. En cambio yo pensaba que era posible ganar el
corazón de un joven dedicándole un cariño apasionado, alentando y
protegiendo sus esperanzas; creía que el afecto desinteresado de los
viejos debía engendrar el respeto y consideración de los jóvenes. Eso no
lo creía usted.

--La cualidad que más he estimado siempre en los hombres y por tanto en
mí mismo es la sinceridad. Si usted imagina que pudiera enajenar tesoro
de tal valía a cambio de favores literarios, vive usted en un error. Me
considero no sólo con el derecho, sino también con el deber de decir
claramente lo que siento acerca del arte y de los artistas.

Rojas sonrió, guardó silencio unos instantes y al cabo dijo:

--A un general se le confía la dirección de una campaña. Este general
combina su plan estratégico y el enemigo le derrota. Una casa de
comercio entrega poderes a un empleado para la gerencia de sus negocios
y la casa experimenta graves pérdidas. El general y el gerente son
hombres muy sinceros, no hay que dudarlo, pero ni la nación ni la
sociedad depositarán ya en ellos jamás su confianza. ¿No teme usted,
amigo Aldama, que el público haga con usted lo mismo?

--Eso no es cuenta de usted, don Luis, ni debe preocuparle--replicó
Tristán con mal disimulada irritación--. Si el público no acepta mis
juicios, yo sufriré las consecuencias de su desvío.

--Está usted bien pagado, hijo mío, de sus juicios.

--Cada uno lo está de sus propias obras por poco que valgan.

--Las hay que lo merecen y las hay también que merecen ser despreciadas
por su mismo autor.

--Comprendo, don Luis, que usted se halle bien ufano de las suyas, pero
¿por qué no quiere usted dejar a los demás la ilusión de que no escriben
cosas despreciables?

--He sido el primero en apreciar y elogiar las suyas, pero no puedo
hacer el mismo caso de una obra realmente literaria escrita con la
frescura de una imaginación juvenil que de un ataque injustificado y
violento inspirado por la musa del tedio y fraguado por la de la
hipocondría.

--¿Ese juicio tan severo no estará inspirado ahora por la del despecho?

El anciano vate le miró fijamente a los ojos durante unos momentos;
luego alzando los hombros replicó suavemente:

--Me encuentro en una edad, señor Aldama, en que las rosas y los
laureles que la benevolencia del público acumuló sobre mis sienes
quieren escaparse de ellas temiendo la obscuridad de la tumba. El
barquero fatal me hace ya señas: las potencias celestes me invitan a
desprenderme de todo humano cuidado. He llegado al fin de mi carrera y
puede usted creerme que los aplausos de los hombres no me embriagan,
porque apetezco ya los de los ángeles. Si aquéllos me alegrasen podría
morir tranquilo, porque no está en el poder de usted ni en el de ningún
critico el arrebatármelos. El pueblo olvida fácilmente a los ricos, a
los guerreros, a los hombres de Estado, pero recuerda siempre con amor
al artista que una vez le proporcionó algunos instantes de alegría
espiritual. Aunque todos los críticos de España se armasen hoy para
arrancarme de la cabeza la corona y de los hombros la púrpura, mañana al
salir a la calle las miradas de los hombres me saludarían como a un rey.
Perdóneme usted este rasgo de orgullo póstumo. Hoy ya no lo siento, y
porque no lo siento puedo decirle, amigo Aldama, que por encima de la
gloria literaria, por encima de toda gloria humana, hay algo que los
hombres deben respetar, y cuando no lo respetan dejan de ser hombres.
Quede usted con Dios.



XV

EL PAISANO BARRAGÁN COMERCIA CON LOS ESPÍRITUS Y LUEGO CON LOS CUERPOS


¿Hay Dios o no hay Dios? Si lo hay ¿dónde está? Si no lo hay ¿quién hizo
este mundo? ¿Morimos para siempre o resucitamos después en otra vida?
¿Por qué nacemos? ¿por qué morimos? ¿Qué es el cielo? ¿qué es el
infierno? Tales eran las graves cuestiones metafísicas que se agitaban
incesantemente en el cerebro tenebroso del paisano Barragán. La misa
nupcial de Clara y Tristán habíalas despertado y desde entonces nuestro
indiano ni había podido darles solución (¡cosa rara!), ni había logrado
sosegar. Se puede decir que apenas vivía ya para otra cosa que para
pensar en ellas, salvo el cortar puntualmente el cupón de sus títulos y
comer algún guisado en el Puente de Vallecas o en los Cuatro Caminos.
Doña Mónica, la patrona que le tenía alojado por la módica cantidad de
tres pesetas cincuenta céntimos diarios en un cuarto de la calle de las
Hileras, le aconsejaba prudentemente «que no hiciese caso y comiese»,
pero él no podía seguir este consejo prosaico al menos en su primera
parte. En lo que a la nutrición se refería acaso lo siguiera más
decididamente si doña Mónica al cabo de sus años hubiera adquirido la
costumbre de poner los garbanzos más blandos.

--Es terrible, es terrible pensar--decía Barragán engulléndolos con la
dificultad que debe suponerse--, es terrible pensar, doña Mónica, que
cuando nos muramos quede tanto de nosotros como de las mulas del
tranvía, aunque sea mala comparación.

--Y si usted se entristece ¿por qué piensa en ello? Lo mejor es pensar
siempre en cosas alegres, en los teatros, en los toros, en las sesiones
del Congreso... ¡Ay!, yo me muero por las sesiones del Congreso. Es cosa
que enamora ver a aquellos señores que hablan tan bien y sin
equivocarse. Unas veces se enfadan y echan fuego por los ojos como si
les hubiesen quitado la cartera, otras lo toman a broma y hacen
desternillarse de risa a todo el mundo. Sobre todo cuando se llevan la
mano al corazón y mueven la cabeza a un lado y a otro y les tiembla la
voz, le digo a usted señor de Barragán que es cosa de comérselos. En
vida de mi difunto no perdía una sesión, porque era primo hermano del
portero mayor; pero ahora ya ve usted... las cosas han cambiado, y los
parientes gracias que le saluden a uno en la calle. Vaya usted, vaya
usted, señor de Barragán, porque le digo a usted que si allí no se cura
la ictericia en ninguna parte se la curará usted.

--Señora, yo no padezco de ictericia ni me duele nada--repuso gravemente
Barragán--. Lo único que tengo es que quisiera saber... vamos, quisiera
saber si hay algo o no hay nada...

--Para usted hay bastante. ¿No es usted un hombre rico? ¿Pues para qué
quiere lo que tiene? Coma, beba, triunfe y ríase de la muerte.

El semblante de Barragán se obscureció. Cualquier alusión a su dinero le
crispaba como si temiese que inmediatamente le pidiesen algo.

--¿Por dónde sabe usted que yo soy rico?

La fealdad de su rostro era tal cuando formuló esta pregunta, que doña
Mónica no pudo menos de apartar los ojos con horror. Sin embargo, sabía
a qué atenerse sobre su carácter y le apreciaba tanto que tenía
confianza bastante para no barrerle el cuarto hasta las cuatro de la
tarde y llevarle el chocolate quemado dos o tres veces por semana.
¡Buena diferencia con Freire el huésped de la sala! Este que era un
hombrecillo, flaco, rasurado, de aspecto tímido e inofensivo, empleado
en el Tribunal de Cuentas, guardaba bajo capa de cordero un corazón de
lobo. Jamás se vio un nombre más exigente para las patatas fritas y el
chocolate. Doña Mónica temblaba en su presencia como la hoja de un
árbol. Como ocupaba la mejor habitación de la casa y pagaba cinco
pesetas, se creía con derecho a mantenerse constantemente en una actitud
rígida. No sólo doña Mónica y la doméstica, sino también los otros
huéspedes sentían el peso de su autoridad inflexible. ¿Será aventurado
el suponer que Freire en el fondo del alma despreciaba a sus compañeros?
Por el momento no tenía otro que Barragán, porque don Matías, el
capellán castrense que ocupaba el gabinete, se había marchado con el
regimiento a Valladolid. Sobre Barragán, pues, solamente caían los
desdenes y vejámenes del empleado del Tribunal de Cuentas. En la mesa le
llevaba la contraria constantemente. No podía nuestro indiano emitir un
concepto cualquiera, por sensato que fuese, sin que Freire dejase
escapar una risita maligna o se llevase el dedo a la frente como si
quisiera indicar que el paisano Barragán carecía de sustancia gris en la
masa encefálica. Le hablaba siempre en tono protector o despreciativo,
apenas contestaba a su saludo cuando le daba los buenos días por la
mañana y se reía en presencia de doña Mónica y la criada de sus luengas
barbas. Aquí estaba el toque probablemente de su furiosa antipatía. Las
barbas de Barragán crispaban al tirano y más de una vez había amenazado
con ir a cortárselas por la noche mientras durmiese. Además tenía la fea
costumbre de servirse primero siempre y servirse lo mejor. No pocas
veces le quedó sólo al paisano la salsa y algunas patatas del escaso
guisado de carne que doña Mónica les ofrecía. Barragán era hombre sobrio
y no se enfadaba demasiado por estas impertinencias. Solía vengarse de
ellas en el queso, con harto sentimiento de aquella señora.

Pero cuanto más comedido se mostraba el indiano, tanto más insolente se
iba haciendo el empleado del Tribunal de Cuentas. Sobre todo desde que
Barragán se autorizó de sobremesa el dudar de la capacidad financiera de
Juan Bautista Trúpita que había sido el protector del empleado en su
juventud la rabia de éste ya no tuvo límites. Y cierto día en uno de sus
accesos coléricos motivado porque Barragán se había atrevido a leer _El
Imparcial_ antes que la criada se lo llevase a él planteó repentinamente
la cuestión de confianza.

--Está visto, doña Mónica, está visto: Barragán y yo no podemos vivir
bajo un mismo techo. Uno de los dos tiene que salir de esta casa. Elija
usted.

Doña Mónica, sorprendida y confusa, no supo qué responder.

--Vamos, decídase usted, señora. ¡O uno u otro!

La patrona vaciló unos instantes, dirigió una mirada compasiva a
Barragán que inmóvil, con el tenedor suspendido sobre el plato miraba
estupefacto al empleado, y profirió con trabajo:

--Pues bien, señor de Freire, si he de decirle la verdad... prefiero que
se quede el señor de Barragán.

Lo mismo éste que doña Mónica esperaban una terrible explosión de
cólera. Nada de eso acaeció. Freire, con la mayor alegría pintada en el
rostro, miró unos instantes al indiano en silencio y luego echándose
hacia atrás en la silla exclamó:

--¿Qué le ha hecho usted, amigo Barragán, qué le ha hecho usted a doña
Mónica para que así le quiera?

Naturalmente, la digna señora sintiose herida por esta pregunta grosera
y así lo hizo entender inmediatamente dirigiendo a Freire las miradas
más furiosas y despreciativas de su repertorio. En cuanto a Barragán
parecía no comprender nada de todo aquello. Desde entonces la alegría de
Freire fue en aumento cada vez que se sentaba a la mesa con Barragán. En
cuanto aparecía por allí doña Mónica se ponía a hacer guiños a aquél con
tan poco disimulo, acompañándolos de una tosecilla tan falsa y burlona,
que la buena señora enrojecía de indignación, y tanto llegó a irritarse
que, aun perdiendo las cinco pesetas cada día, pensó en arrojar a aquel
insolente de su casa.

Los pensamientos de Barragán eran más altos, como ya sabemos. Estas
minucias domésticas no lograban detener el torrente de sus meditaciones
ultramundanas. En el recinto doméstico no daba cuenta de ellas a nadie,
porque doña Mónica no parecía interesarse, y en cuanto a Freire, una vez
que le comunicó tímidamente algunas de sus lucubraciones filosóficas
hizo indigna chacota de ellas y le preguntó si pensaba solicitar la
cátedra de metafísica de la Universidad Central que estaba vacante. Pero
en cuanto ponía el pie en la calle se placía extremadamente en
comunicarlas y consultarlas con cuantas personas se le acercasen. No
sólo con sus amigos, sino también con sus conocimientos eventuales, con
los comerciantes a quienes compraba algo, con los acomodadores de los
teatros, con el camarero que le servía en el café, en todas partes
dejaba escapar el flujo de sus dudas crueles, esperando siempre que
alguno le pusiese en camino de descifrar el terrible misterio. Había un
zapatero en la calle de Carretas atormentado también de la necesidad
metafísica con quien echaba largos párrafos. Este honrado industrial
había leído la Biblia y el tratado de la Razón de don Pedro Mata, un
tomo de la historia de España de Lafuente y varios folletos de Buckner,
_¿Qué somos? ¿Adónde vamos?_ etc. Era hombre ingenioso, afluente,
profundo. Barragán le admiraba. Sin embargo, la mayor parte de las veces
no lograba penetrar el recóndito sentido de sus razonamientos, quizá
porque como neófito no estaba al tanto del tecnicismo filosófico usado
en las escuelas.

Por esta razón su confidente más asiduo no era el zapatero, sino un
guarda del Retiro. Este le instruía como un maestro de la escuela
peripatética paseando bajo las amplias avenidas de olmos. Era un
espíritu prudente, metódico, fértil en recursos para explicar el origen
y el fin de las cosas, y procedía casi siempre en sus disquisiciones por
medio de símiles que extraía del reino vegetal y alguna rara vez también
del animal. Sentíase inclinado a creer en la metempsicosis y era capaz
de fumarse en media hora una cajetilla de treinta y cinco si Barragán se
la hubiera dado, que no se la daba. Sin embargo, cada lección podía
costarle bien de tres a cuatro cigarrillos.

Por fin Barragán cayó en el espiritismo. El camarero del café le
descubrió que su amo era poseedor de una mesa giratoria por medio de la
cual consultaba con los espíritus cuanto quería. Bastó esto para que el
paisano ardiese en deseos de conferenciar con el cafetero y asistir a
alguna de aquellas sesiones maravillosas. Realizóse este deseo y desde
entonces quedó absolutamente convencido de que había resuelto el gran
problema de la vida futura. Buscó en el barrio de Chamberí un carpintero
que por poco precio le fabricó otra mesa giratoria semejante a la del
cafetero, y así que la tuvo en su poder ya no dejó en paz a ninguno de
sus amigos difuntos. Generalmente era en las altas horas de la noche
cuando éstos se veían obligados a venir a conferenciar con él; pero
también durante el día solía molestarles, como si no tuvieran en el otro
mundo otra ocupación más perentoria.

Después de tomar café y pasear un rato entre calles buscando fresco, se
restituyó cierta noche el paisano a su casa resuelto a tener una
conferencia importante con Fernández, un sargento que se había muerto en
sus brazos hacía algunos años en Méjico. Deseaba enterarse de algunos
detalles referentes a la familia que allí había dejado, y nadie mejor
que él podía dárselos sí, como era de suponer, vagaba su espíritu aún
por aquella república...

--Fernández... ¡Fernández...! ¿Estás aquí?

La mesa giró y señaló las dos letras de la palabra _sí_.

Una vez enterado de que el sargento se había decidido a atravesar el
Atlántico, Barragán procedió con toda solemnidad a hacerle una multitud
de preguntas referentes a su esposa: «¿Estaba buena? ¿Podía vivir con lo
que le había dejado? ¿Cómo iban sus negocios? ¿Explotaba la finca por su
cuenta o la había arrendado? ¿Le guardaba rencor por haber roto el yugo
matrimonial?»

Fernández respondía a estas preguntas con muchas vacilaciones, con
incongruencia también. Barragán necesitaba formularlas repetidas veces,
instarle con vehemencia, amenazarle, forzar de mil maneras la
interpretación de las palabras que la aguja iba componiendo. Al fin la
palabra salía bien o mal construida y Barragán podía adivinar que los
negocios no marchaban bien, que su esposa estaba muy triste pero que no
le guardaba rencor.

Era de ver al paisano en aquel momento agitado, convulso, hablando muy
quedo pero con singular vehemencia en la expresión, unas veces
imperativa, otras suave, acariciadora, otras terrible y amenazante.
Algunas gotas de sudor le rodaban por la frente; sus luengas barbas
negras y ásperas barrían como una escoba la mesa cuando bajaba hacia
ella la cabeza para invitar dulcemente a Fernández a que se explicase
mejor; sus ojos encarnizados rodaban por las órbitas con inquietud y
ansiedad.

Al fin se decidió a preguntar:

--¿Y mis hijastros?

--Muerte--dijo la mesa.

Barragán dio un salto en la silla y preguntó otra vez con voz temblorosa
y la garganta seca:

--¿Han muerto?

--Sí--respondió la aguja.

--¿Los dos?

--Sí.

Ya sabemos que Barragán a pesar de sus ojos, de sus narices y sus
barbas, todo ello excepcional y temeroso, guardaba dentro del pecho un
corazón excelentísimo. Sin embargo no pudo evitar al saber la
desaparición de sus enemigos que corriese por su cuerpo un
estremecimiento placentero.

--¿De qué han muerto?--preguntó con el rostro inflamado y acercándolo
hasta casi besar a la mesa.

--Hinchazón--respondió la aguja.

--Se le hinchó algo, ¿verdad?--insistió Barragán cada vez más dulce y
más insinuante con Fernández--. ¿Sería el vientre quizá?

--El vientre--dijo Fernández.

--¿Y el otro?

--Caída--señaló la aguja.

--Caída de caballo, ¿verdad?

--Si.

--¡Ya lo creo que sería!--exclamó levantando la cabeza con expresión
triunfal--. Federiquito era un temerario que montaba los caballos
salvajes en pelo. ¡Cuántas veces le he dicho a su madre que a ese chico
le mataría un caballo!

Arrepentido de su inevitable alegría, el paisano sacudió la cabeza a
guisa de oración fúnebre, se echó hacia atrás en la silla, sacó la
petaca y se dispuso a fumar un cigarro a la memoria de aquellos
malogrados jóvenes.

Fumándolo estaba y envolviéndose en nubes de humo y en otras aún más
espesas de cavilaciones trascendentales cuando llamaron suavemente con
los nudillos y se oyó la voz de doña Mónica:

--¿Está usted visible, señor de Barragán?

Este se apresuró a encerrar la mesa giratoria en el armario.

--Adelante, doña Mónica.

Apareció la buena señora.

--Pues aquí preguntan por usted unos caballeros.

--¿Qué caballeros?--replicó vivamente Barragán, acometido de
inexplicable inquietud.

--No se alborote, padre, somos nosotros--pronunció una voz juvenil y
melosa con dejo americano.

Al oír esta voz fue precisamente cuando se alborotó el paisano. Dio un
salto como si le hubieran pinchado y avanzó dos pasos hacia la puerta
con los brazos extendidos como si fuera a cerrarla violentamente. Pero
ya los visitantes se habían colado dentro pasando por delante de doña
Mónica.

--Buenas noches, padre... ¿Cómo sigue, padre?--dijo uno tomándole la
mano con ademán respetuoso. El otro vino a hacer lo mismo.

Eran dos jovenzuelos exiguos y morenos, de cabellos negros ensortijados
que gastaban un cuello de camisa tan descotado que casi se les veía el
pecho. Ambos sonreían haciendo muecas y contorsiones como monos
amaestrados. Barragán se había puesto muy pálido y les miraba con ojos
de extravío sin responder a sus repetidas salutaciones. Doña Mónica
estupefacta les miraba a unos y a otros olfateando un misterio y no se
decidía a salir de la habitación. Al cabo, como los dos extranjeros se
volviesen hacia ella mostrando sorpresa de verla aún allí, no tuvo más
remedio que abandonar el gabinete. Pero, ¿cómo abandonar el agujero de
la cerradura? ¿Qué era aquello? ¿Por qué estos jóvenes le llamaban
padre? Barragán jamás le había dicho que tuviera hijos. ¿Sería por
desgracia un sacerdote renegado que se hubiera dejado crecer las barbas?
El ademán de uno de los chicos le pareció a la buena señora que era de
besarle la mano. De esto a darlo por hecho no tardó tres segundos. Por
otra parte la manía de hablar siempre de cosas del otro mundo, ¿no era
también indicio de su profesión? ¡Tendría gracia que hubiera alojado en
su casa a un cura apóstata! ¿Qué diría don Matías el capellán castrense?
¿Qué diría Freire?

Los chicos volvieron a enterarse con creciente interés de la salud de
Barragán.

--¿Cómo se encuentra, padre? No ha habido novedad, ya lo vemos. Está
gordo, señor; está usted muy lúcido... Pero siéntese, padre, siéntese...
No queremos que se moleste.

Barragán se dejó caer en la silla que ocupaba y los dos leopardos
(porque eran ellos como ya se habrá supuesto) se acomodaron en otras
frente a él sin perderle de vista.

--¿No ves qué gordo y qué florido está el padre?--dijo Federiquito
dirigiéndose a su hermano.

--Está brillante como un espejo. Parece que le han dado barniz de
muñequilla--respondió Fabricianito (que así se llamaba el otro).

--Yo creo que el sol de América le echaba a perder el cutis.

--Los mosquitos le hacían más daño todavía.

Barragán permanecía silencioso con el fiero semblante contraído,
mostrando bien lo poco grata que le era aquella visita. Los chicos no
parecían advertirlo y siguieron piropeándole todavía tirándose uno al
otro la pelota en el tono más suave y meloso que puede imaginarse.

--Bien se conoce que se da buena vida el padre, ¿no te parece,
Fabriciano?

--¿Y cómo no, compadre? Yo haría lo mismo si tuviese tanta plata como él
en el bolsillo.

Al oír esto Barragán se encrespó como si le hubiesen hecho una ofensa
mortal.

--Yo no tengo ni plata ni oro, ¿estamos? Y si es que habéis hecho un
viaje tan largo para enteraros de ello pudisteis haberlo excusado.

--¿Se habrá gastado ya el padre toda la plata que ha traído de allá,
Fabriciano?

--No lo pienses, compadre. ¡Si era un montón tan alto que tocaba en el
techo! Estoy seguro de que no le ha desmochado todavía el pico.

--¿Qué queréis decir con eso? ¿Que yo he traído algo de allá que no
fuera mío?--preguntó Barragán con dignidad.

--Las cuentas estaban muy embrolladas, padre, y sin quererlo se ha
podido traer lo que no le pertenecía. ¿Verdad, Fabriciano, que sólo
venimos a deshacer ese enredo?

--¡Y que lo digas! Ten confianza en que el padre no nos dejará marchar
sin llenarnos bien los bolsillos.

--Si vosotros no lo sabéis, vuestra madre sabe que todo lo que había en
la casa me pertenecía. Cuando me casé con ella la finca en que vivís
estaba hipotecada. Yo la he desempeñado con mi dinero y al marcharme se
la he dejado sin reclamar un centavo. Ya os he hecho, pues, bastante
regalo.

--Pero oye, Fabriciano, ¿la finca no ha producido nada en los diez años
que el padre la ha explotado?

--¿Que si ha producido, compadre? ¡Una mina de oro! ¡El oro en pepitas,
niño! Lo menos le han quedado al padre después de mantener la casa
cincuenta mil pesos.

--¿Pero es tanto, Fabriciano? Entonces veinticinco mil pesos son de la
madre.

--¡Y que lo digas, amigo! No vayas a figurarte que nos dará menos el
padre.

--¡Que yo os voy a dar veinticinco mil pesos!--exclamó Barragán
trémulo--. Ya quisiera tener para mí esa cantidad. ¿Sabéis lo que os
digo? Que me dejéis en paz y os vayáis por donde habéis venido, porque
aquí no estamos en Méjico.

--No se ponga tan bravo, señor--respondió con calma amenazadora
Federiquito--. Afloje el bolsillo un poco y ya verá qué pronto
embarcamos.

--Os he dicho que estáis equivocados. No sólo no me he llevado nada de
vuestra madre, sino que la he dejado los quince mil pesos de la
hipoteca. Si habéis venido con intención de correr algunas huelgas a mi
costa, podéis esperar sentados, porque no veréis un cuarto.

--¿Es de veras eso, señor?

--¡Y tan de veras!

--Ya lo oyes, Fabriciano. El padre no quiere entregar lo que es nuestro.
¿Qué debemos hacer nosotros?

--Pues sacarle las tripas al aire a ese pendejo--respondió Fabricianito
con la misma calma y acento meloso que si ordenara servirle una
limonada.

--Toma el fierrito, niño.

Fabricianito no se hizo esperar y echó mano al cuchillo. Federiquito
hizo otro tanto. Barragán, dando un salto, gritó: «¡Socorro!» y se
abalanzó a la puerta; pero viendo que sus enemigos le cerraban el paso
retrocedió velozmente, se dejó caer sobre la puerta vidriera de la
alcoba, que se abrió con rotura de algunos cristales, y pudo ganar la de
escape que comunicaba con el corredor.

--¡Socorro, que me asesinan!

Los dos leopardos, viendo que su presa se les escapaba, en vez de
seguirle hicieron irrupción por la puerta del gabinete para cortarle la
retirada, pero allí tropezaron con doña Mónica que había estado
escuchando y que ya gritaba desesperadamente también:

--¡Socorro! ¡Asesinos!

Gracias a este encuentro, que les hizo vacilar algunos instantes,
Barragán pudo abrir la puerta de la escalera y precipitarse por ella.
Sus hijastros le siguieron al instante con los cuchillos abiertos y
gritándole:

--¡Suelta la plata, ladrón!

Pero una vez en la calle el paisano les llevaba gran ventaja porque
conocía ya bien las de Madrid y pudo muy presto ocultarse a su vista,
mientras ellos no tardaron en ser detenidos por los guardias de orden
público.

Barragán después de esquivarse llegó a la calle del Arenal y corrió
derecho a la casa de Tristán, subió en cuatro saltos la escalera y
apretó el timbre de la puerta hasta que vinieron a abrirle. Aquel
repique prolongado y angustioso a las once de la noche sobresaltó a
Tristán que vivía siempre bajo el temor de una desgracia inmediata.
Salió precipitadamente del comedor donde se hallaba con Clara y su niño.
Al ver a Barragán su faz se obscureció y dirigiéndose a él con paso un
poco teatral y apretándole la muñeca le dijo al oído en voz baja pero
con vehemencia trágica:

--¡Los he visto ya!

--¿Los ha visto usted?--preguntó Barragán abriendo los ojos hasta querer
salírsele de las órbitas.

--¡Sí, hoy mismo he visto a los traidores!

--Vengo huyendo de ellos. No faltó nada para que me asesinasen.

Tocó la vez a Tristán de abrir los ojos desmesuradamente.

--¡Asesinarle a usted! ¿Pero cómo...? ¿Qué está usted ahí diciendo?

--Sí, en mi misma casa abrieron los cuchillos para mí... Si no escapo a
tiempo allí me degüellan sin remisión.

--¿Pero está usted loco, amigo Barragán? ¿De quién habla usted?

--¡De esos granujas! De mis hijastros.

--Yo me refería a Gustavo Núñez y a mi cuñada Elena--replicó Tristán
friamente.



XVI

¡CORAZÓN, ARRIBA!


Elena se mostraba reacia aquel verano para ir al Escorial. Con el
pretexto de esperar la terminación de unos muebles que había encargado
para su salón iba retrasando días y días el traslado definitivo, por más
que solía pasar allá uno que otro. Reynoso ya no podía más. Su amor y su
prudencia le retenían de tomar la iniciativa, pero empezaba a mostrar en
su semblante la impaciencia que le dominaba. Elena lo comprendió y le
propuso que se fuese antes que ella, aguardándola allí los pocos días
que faltaban ya para que el ebanista y el tapicero dejasen terminada la
reforma del salón. Aceptó gustoso contando que solamente una semana
tardaría su esposa en juntarse con él. Transcurrió la semana, corrían ya
los últimos días del mes de julio y Elena no daba aviso de su partida.
Pensaba ya don Germán en volverse a Madrid y renunciar a sus placeres
campestres cuando recibió un telegrama urgente de Tristán concebido en
los siguientes términos: «Vente en el primer tren. Urge mucho tu
presencia aquí.»

Justamente acababa de almorzar; eran las doce y media y el primer tren
para Madrid salía a la una. Mandó enganchar a toda prisa y se trasladó a
la estación. El telegrama le había trastornado. No sabía lo que pensar,
pero sentía una zozobra inmensa. Lo primero que le había venido al
pensamiento era que Elena estuviese enferma, le hubiese ocurrido
cualquier accidente. Sin embargo, no parecía natural que le avisasen en
aquella forma enigmática. Luego pensó en Clara, en el niño. Tampoco
imaginaba que era forma adecuada de darle la noticia. Al fin, presa de
la mayor congoja, llegó a Madrid. Cuando puso el pie en el andén y vio a
Tristán acompañado de Escudero y de Barragán le dio un salto terrible el
corazón. Se dirigió corriendo hacia ellos.

--¿Qué pasa? ¿Elena está enferma...? ¿Clara?

--Las dos están buenas--respondió Tristán gravemente--. Vamos a tomar el
coche y allí te hablaremos del asunto que me ha obligado a
telegrafiarte.

Estas palabras causaron un frío singular en el corazón de Reynoso.
Vagamente adivinó una desgracia mayor que la enfermedad, mayor que la
muerte misma, y quedó paralizado sin osar decir otra palabra. Siguió
dócilmente a sus amigos, cuyas caras largas, contristadas, eran aún más
inquietantes que las palabras de Tristán. Fuera de la estación les
esperaba el landau de Escudero.

--A la Moncloa--dijo Tristán al lacayo.

La mayor estupefacción se pintó en los ojos de Reynoso, pero guardó
silencio. Prontamente el coche dejó las cercanías de la estación del
Norte y se internó en el largo y umbroso paseo de la Moncloa, que se
hallaba en aquella hora completamente solitario. Tristán, con los ojos
bajos y voz levemente enronquecida, principió al cabo a hablar.

--He vacilado mucho, muchísimo, antes de darte el susto que te he dado y
hacerte pasar por una prueba bien triste... Hubiera querido, aun a costa
del sacrificio más grande, ahorrártela. Conozco tu corazón confiado,
noble, afectuoso y sé perfectamente la herida profunda que ha de abrir
en él un desengaño... Pero... yo no puedo olvidar que eres mi hermano,
que mi mujer lleva tu nombre y que tengo el sagrado deber de velar por
que este nombre no sea arrastrado por el suelo... Yo no quiero--añadió
exaltándose--que este nombre, que ha de llevar también mi hijo, sirva de
burla y escarnio a la gente. Antes que eso suceda estoy resuelto a hacer
justicia por mi propia mano...

Reynoso horriblemente pálido le contemplaba atónito, sin pestañear.

--Antes de dar este paso he consultado con tus amigos más fieles, con
los que te quieren como un hermano y ellos han visto como yo que era de
todo punto necesario esta operación dolorosa. Ten valor, pues...
Prepárate a saber que se ha hecho befa de tus sentimientos más íntimos,
que se ha olvidado infamemente tu nobleza y tu generosidad, que se ha
pisoteado tu corazón y tu nombre... Elena...

Un grito áspero y extraño, mezcla de rugido y de lamento, salió de la
garganta de Reynoso.

--¡La prueba! ¡la prueba!

Tristán, Escudero, Barragán quedaron aterrados viendo la palidez
cadavérica de aquel hombre, su mirada centellante de fiera acorralada.

--¡La prueba! ¡la prueba!--repitió apretando el brazo de su cuñado.

--Dentro de pocos momentos la tendrás.

Reynoso paseó una mirada anhelante por el rostro de sus amigos, y viendo
que los dos bajaban la cabeza confirmando las palabras de Tristán, se
llevó ambas manos crispadas a los cabellos mesándoselos con furor. Fue
un acceso de loca desesperación. Gritos, sollozos, interjecciones,
movimientos convulsivos. Sus amigos turbados y confusos hacían vanos
esfuerzos por calmarle. No duró mucho tiempo, sin embargo, aquel ataque.
Dejó al cabo caer la cabeza contra el rincón, se tapó con una mano los
ojos y extendiendo la otra hacia Tristán dijo con voz débil:

--Habla. Quiero saberlo todo.

--Todo está dicho ya--repuso Tristán visiblemente afectado--. ¿Para qué
necesitas más palabras? Ahora mismo te llevaremos a un sitio donde
puedes quedar bien persuadido... ¡Manuel!--añadió sacando la cabeza por
la ventanilla--da la vuelta y llévanos a la calle de Atocha. Para
delante de la iglesia de San Sebastián. ¡Vivo!

Obedeció el cochero, entraron en la ciudad y llegaron al punto designado
en pocos minutos. Se apearon allí y dieron orden de que el carruaje les
esperase. Dejaron la calle de Atocha y se internaron por una de sus
travesías laterales. Tristán marchaba delante con Escudero, detrás
Barragán con Reynoso. Este no había despegado los labios, pero pocos
momentos después de caminar los acercó al oído del paisano.

--¿Quién es?

--Núñez--murmuró Barragán apretando al mismo tiempo con afectuosa
ternura la mano de su amigo.

Tristán y Escudero se detuvieron delante de una taberna, abrieron la
puerta e invitaron a los otros a entrar con ellos. Reynoso se dejaba
conducir dócilmente. Tristán, que parecía haber estado ya allí algunas
veces, hizo ademán de sentarse a una mesa próxima al escaparate. Tenía
éste doble cierre de cristales y a su través se veía perfectamente la
calle que era estrecha. Enfrente había una casa de reciente construcción
que hacía contraste con las del resto de la calle, casi todas viejas.

--¡Ahí dentro están!--dijo en voz baja apuntando hacia ella.

Reynoso levantó los ojos y volvió a bajarlos rápidamente. Barragán pidió
unos vasos de vino. El chico de la taberna los sirvió prontamente
mirando al mismo tiempo con temor y curiosidad las barbas insólitas y el
rostro espantable del paisano. Nadie más que él llevó a los labios el
vaso. Aguardaron allí largo rato. Reynoso con los ojos en la mesa y la
mano en la mejilla permanecía en una actitud de indiferencia
desesperada. Barragán, Escudero y Tristán hablaban en voz baja espiados
por la tabernera y el chico que mostraban en su rostro inquietud.
Aquella conferencia misteriosa de cuatro señores en su tienda y sobre
todo la traza de bandido que uno tenía les intrigaba. Quizá se les
pasara por la mente que estaban fraguando un crimen.

Al cabo de una hora, lo menos, Tristán, que no cesaba de echar ojeadas
impacientes a la casa de enfrente, exclamó:

--¡Ya salen!

Reynoso levantó la cabeza y su faz se puso lívida viendo salir del
portal a su esposa en compañía de Núñez. Dieron unos cuantos pasos
precipitadamente por la calle y se metieron en un coche de punto que un
poco más allá les esperaba. El rostro de Elena en aquel instante parecía
turbado y pálido, y sus ojos miraban con espanto a todos lados. Esta fue
la impresión que les produjo. Reynoso quiso levantarse de la silla al
verla, pero cayó de golpe otra vez en ella y metió la cabeza entre las
manos. Tristán se llevó la suya al bolsillo y dejando asomar la culata
de un revólver profirió con reconcentrada ira:

--¡Mátalos! ¡Mata a esos traidores!

Reynoso no se movió. Se oyó el ruido del coche que se alejaba. Nadie
habló una palabra en algunos minutos. Al fin Escudero puso una mano
sobre el hombro de aquél y dijo con voz conmovida:

--¡Germán! ¡amigo mío! ¡valor!

Y por el rostro de aquel hombre, que no parecía sensible más que a los
cheques y talones, rodaban dos gruesas lágrimas. Reynoso se alzó y
tambaleándose como un beodo salió de la taberna seguido de sus amigos.
Cuando estuvieron en la calle se volvió hacia su cuñado y apretándole la
mano dijo:

--¡Tienes razón, Tristán, la vida es un asco!

Guardaron todos silencio y caminaron hacia el sitio en que habían dejado
el coche. Don Germán manifestó su resolución de volverse al Escorial.
Todos ellos se brindaron a acompañarle, particularmente Tristán, pero
opuso una enérgica negativa a sus instancias. Tampoco aceptó el coche de
Escudero que hablaba de añadir otros dos caballos a los que llevaban.
Nada, sólo pedía que le dejasen en la estación. Salía un tren a las
siete y sólo faltaba una hora. Acataron su voluntad aunque de mala gana.

--Os suplico que os volváis a vuestras casas y me dejéis ya--les dijo
cuando hubieron llegado. Y llamando aparte a Tristán:--Cuida mucho de
Clara. Conozco su corazón y sé que este golpe puede hacerle mucho daño.
Os espero dentro de cuatro o cinco días. Hasta entonces dejadme solo.

Tristán le miró con asombro.

--Pero ¿qué piensas hacer?

--Nada.

--¿No quieres castigar a ese miserable?

--No.

--Entonces voy yo a provocarle.

--Nada. No hagas nada, Tristán. En este mundo todo es nada, ¡nada, nada!

Y diciéndoles adiós con la mano y haciéndoles al mismo tiempo seña de
que no le siguiesen, se metió en la estación uniéndose a la multitud que
en aquella hora la llenaba.

--¡Nada! ¡nada! ¡nada!--murmuraba reclinado en el fondo de un coche
mientras la locomotora le arrastraba velozmente al través de los campos
adustos, melancólicos que cercan a Madrid. El humo se esparcía delante
del paisaje ocultándolo por momentos. El sol moría a lo lejos entre
resplandores carmesíes. Una dulce serenidad se desprendía del cielo
pálido. Reynoso dejó el rincón y puso su rostro enardecido al golpe
violento de la brisa que se iba haciendo más fresca según se aproximaban
a la sierra. Con los ojos atónitos sentía más que veía el raudo cruzar
de los objetos por delante. Todo huía, todo se escapaba causándole una
extraña impresión de desquiciamiento universal. El mundo se deshacía, se
evaporaba, rodaba vertiginosamente a los abismos de la nada.

--¡Todo es nada! ¡nada! ¡nada!--repetía sin cesar con voz ronca.

Cuando el tren se detuvo en la estación de Escorial, salió del coche sin
darse cuenta de ello y emprendió como un autómata el camino del Sotillo.
Estaba anocheciendo. En el cielo brillante e inmóvil centelleaban
algunas estrellas. A su espalda la mole de la sierra se ocultaba entre
cendales de un violeta profundo. Delante el inmenso horizonte de los
campos parecía cerrarse fundiéndose todo en un tenue vapor gris.

Alcanzó su casa y penetró en ella sin ruido, casi furtivamente como si
fuera un intruso. Uno de los criados se asombró de verle al cruzar un
pasillo y se excusó de no haber prevenido a los demás. Don Germán
ordenó que todos permaneciesen tranquilos. Se encerró en su despacho,
sacó legajos y papeles y estuvo trabajando largo rato. Llamaron a su
puerta humildemente y una doméstica preguntó si el señor bajaba a cenar.
Respondió que le subiesen a la habitación contigua caldo y algunos
fiambres y siguió trabajando. Al cabo se alzó del sillón y pasó al
saloncito contiguo donde ya le habían preparado la mesa. Ordenó en
seguida que todos se acostasen y volvió a su trabajo que aún duró mucho
tiempo. Cuando terminó eran las altas horas de la noche. Descansó unos
instantes y escribió una carta de pocas palabras que depositó sobre la
mesa en sitio visible. Luego sacó de uno de los cajones un revólver, lo
examinó con detenimiento, lo cargó con nuevas cápsulas, lo colocó sobre
la mesa y echó de nuevo la llave al cajón. Abrió la puerta del salón,
abrió la de la habitación contigua, que era el dormitorio matrimonial,
encendió un cigarro y se puso a pasear a lo largo de la crujía con
aparente calma.

Allá en el fondo entre las camas de los esposos pendía un crucifijo. En
uno de los paseos los ojos de don Germán tropezaron con él. Quedó
inmóvil, clavado al suelo, los ojos fijos en aquella imagen sangrienta.
¿Cuánto tiempo estuvo así? ¿Una hora? ¿Un minuto? Jamás pudo él mismo
saberlo. Al fin dejó escapar un suspiro, se tapó el rostro con las manos
y cayó de rodillas sollozando.

Cuando se puso en pie había recobrado el sosiego, todo el sosiego del
alma. Su resolución estaba tomada. Se dirigió con paso firme a su
despacho, guardó de nuevo el revólver y se puso a escribir algunas
cartas. Una larga para Tristán, otra para Cirilo. La última para su
mujer.

«Elena: Perdona que por última vez me dirija a ti. Es de absoluta
necesidad para tu futura existencia. Cuando recibas ésta me hallaré
lejos y jamás volveré a importunarte con mi presencia. Te dejo toda mi
fortuna: sólo me llevo lo necesario para vivir. Gasta todas las rentas
que te entregará Cirilo. Es el último favor que te pido y también que
disculpes mi ausencia. Puedes decir que estoy en América, donde tenía
comprometidos algunos intereses. Nada más. Que Dios te proteja y que a
mí no me abandone.»

Cerró la carta y lo mismo que las otras la guardó en el bolsillo para
enviarlas al correo en la oportuna ocasión. Hizo después pedazos la que
había dirigido al juez y sacó otro cigarro y de nuevo se puso a pasear,
esta vez no con calma aparente sino bien verdadera. Por fin abrió el
balcón y salió a una pequeña terraza, recostándose de bruces sobre el
antepecho de mármol. La noche era caliente y poblada de estrellas. El
paisaje severo, erizado, dormía bajo su dosel alargando la sombra
inmensa de sus collados. Reynoso abría los ojos sin ver, tendía los
oídos sin oír, no viendo ni oyendo más que los latidos de su corazón
desgarrado. Este corazón latía y hablaba. ¿Qué importa todo? ¿Qué vale
cuanto existe en el mundo? Riqueza y miseria, grandezas y humillaciones,
desgracia o ventura todo cambia, todo se hunde al fin en los abismos de
la noche eterna... ¿También se hundirá el amor? ¿Nada quedará de esta
emoción incomprensible que parece transformarnos por momentos,
arrebatarnos de la tierra a otras esferas más altas? Don Germán
contempló el cielo, largo rato, escrutando con avidez sus abismos
azulados, sus millones de luminarias maravillosas. Al fin los bajó de
nuevo murmurando: «¡No; el amor no se hundirá porque el amor es Dios!»
Paseó después su mirada por el campo. Allá, hacia el oriente, en los
confines del horizonte un tenue reflejo del firmamento señalaba el sitio
donde se asentaba Madrid. Apartó los ojos con horror. Del cielo viene el
rayo que nos abate, del mar viene la ola que nos traga, del campo la
dentellada de la fiera o la puñalada del bandido. ¡Pero de allí...! ¡ah,
de allí viene el daño que no puede explicarse, la agonía sin muerte, el
dolor increíble!

Permaneció algún tiempo perdido enteramente en una meditación profunda.
Era un torrente de pensamientos graves, de sensaciones confusas que
atravesaba su cerebro y su corazón. Apenas guardaba la conciencia de que
fuesen suyos. Una ola de olvido le envolvía poco a poco; una voz bien
alta subía invitándole a mirar hacia arriba y a despreciar lo de abajo.
Después haciendo un esfuerzo alzó sus codos de la baranda, contempló
todavía con distracción el horizonte obscuro, sacó del bolsillo su
llavero, del llavero un lápiz y escribió tres palabras sobre el mármol.
Entró en sus habitaciones, se dirigió a su armario y tomando de allí la
ropa y los objetos más indispensables los empaquetó en una maleta.
Cuando la tuvo hecha bajó cautelosamente hasta la puerta del jardín y
salió de casa. Atravesó el parque, atravesó el bosque y en pocos minutos
se encontró a campo raso. Emprendió por los senderos el camino de
Zarzalejo para montar allí en el primer tren que le alejase de Madrid.
Cuando hubo caminado algún tiempo se detuvo y volvió los ojos hacia su
casa. Allí quedaba, silencioso, tranquilo, el que había sido su paraíso
en la tierra. Jamás, jamás volvería a entrar en él. ¡Cuánta felicidad
deshecha en un instante! Tomó la maleta que había dejado caer al suelo y
emprendió de nuevo la carrera. Los sollozos le rompían el pecho, las
lágrimas le cegaban. Así marchaba aquel hombre al través de la noche
desierta en busca de Dios.



XVII

LA BODA DE ARACELI


Araceli, la niña espiritual y aristocrática de los señores de Escudero,
tocaba a la meta de sus ambiciones heráldicas. Iba a ser duquesa. Poco
después de la catástrofe sobrevenida a don Germán y de su viaje
misterioso, se le ocurrió al duque del Real Saludo el morirse de una
apoplejía fulminante. Cuando recibió la noticia Araceli sintió que las
piernas le flaqueaban; todo su cuerpecito distinguido se estremeció con
un escalofrío de ansiedad y de gozo. Supo disimular, sin embargo, puso
la cara larga, se vistió de negro y dio el pésame a la familia y la
acompañó muchos ratos en aquellos días de tristeza. Había que verla en
tales momentos, entrar y salir en las habitaciones, recibir recados,
pronunciar órdenes y darse aire de pariente. Sus esperanzas no quedaron
fallidas. La duquesa viuda no pensó que un sepulcro abierto la eximía de
permanecer fiel a sus principios de contradicción doméstica, y otorgó el
consentimiento a su hijo, realizando así contra el duque un acto de
oposición de ultratumba. Se dejó transcurrir por respeto un plazo de
seis meses. Comenzaron al fin los preparativos de la boda. Sin embargo,
hubo en ciertos instantes temor de que ésta zozobrase al tratarse la
cuestión de intereses. La duquesa sólo ponía a disposición de su hijo
una renta de treinta mil pesetas, que era lo que le correspondía por
herencia de su padre. Escudero, hombre exactísimo, metódico, ordenado,
manifestó que en ese caso él daría a su hija otro tanto. Pero estas
cantidades no bastaban para que el joven matrimonio viviese con arreglo
a su rango. Se trabajó con empeño para que el suegro aumentase la renta;
hubo en la casa reyertas, desmayos, lágrimas en abundancia. Don Ramón
consintió al fin en doblar la cantidad, pero a condición de que tal
excedente se dedujese en su día de los gananciales atribuidos a su
esposa en el caso de que falleciese antes que él.

Corrían ya los días precedentes de la boda. Se habían cambiado los
regalos y Araceli había recibido de la sociedad elegante y de la que no
lo era un bazar completo de bisutería. Los periódicos publicaron largas
columnas con la lista de los objetos como si se tratase de una
liquidación. «Señores de L***: neceser de viaje en piel de Rusia
guarnecido de plata.--Señor de C***: juego de tocador en cristal de
Bohemia.--Marqueses de H***: bandeja de plata repujada.--Duquesa de
N***: cajita de oro esmaltada, etc., etc.» Araceli exhibía estos
chirimbolos a las visitas con singular complacencia. Sólo faltaba sobre
ellos un cartoncito con el precio para que semejase por completo un
almacén de saldos. Pero lo que mostraba con mayor deleite la hija de los
señores de Escudero era su equipo, un soberbio _trousseau_ confeccionado
en París, donde sobre cada pieza se ostentaba una corona ducal, pequeña
o grande, bordada en blanco o en color. Había coronas hasta sobre los
paños de la cocina.

Algunas amigas íntimas se reunían la víspera del día señalado para el
enlace en el gabinete de la prometida. Se la felicitaba, se la
acariciaba, se la besaba, se le decían mil ternezas. Había sinceridad en
unas, había falsedad en otras, que en el mundo el bien y el mal no se
encuentran jamás solos. Aquella juventud se entregaba a la alegría y
retozaba acordándose de los tiempos en que hacían lo mismo en el jardín
de las Ursulinas.

--No te darás tono de señora casada con nosotras, ¿verdad, Araceli?

--¿Ni de duquesa tampoco?

--¡Oh, madame la duchesse!

Y una de las amiguitas se inclinaba delante de la novia con reverencia
cómica que despertaba las carcajadas de las otras. Araceli, lisonjeada,
sonreía con benevolencia.

--¿No tardarás en tomar la almohada?

--¡Quién piensa en eso todavía!--respondió Araceli que había pensado ya
infinitas veces.

--Es una ceremonia imponente, muy imponente--manifestó con gravedad y
poniendo los ojos en blanco una jovencita rubia que seguía las huellas
de Araceli--. Cuando la tomó mi prima la marquesa de la Suave-Conquista
vino antes a ensayarse con mamá, que ha sido camarista de la reina
Isabel. Hay que esperar en un salón; vendrá a buscarte la madrina y
otras damas, se te anunciará y al entrar harás tres reverencias... una
así... otra así... y por último otra así.

La jovencita rubia, puesta en pie y en medio del corro, hacía las
genuflexiones con tal unción, delicadeza y primor, que parecía que en su
vida había hecho otra cosa. Sin embargo, Araceli irguió su cabecita con
altanera indiferencia.

--Ya sé, ya sé todo eso, querida.

--¡A ver, que la tome aquí ahora mismo ante nosotras!--exclamó la
amiguita de humor jocoso que la había saludado en francés--. ¡Yo soy la
reina! Dejad que me siente ahí en lo más alto. Margarita, echa ese cojín
en el suelo. Esa es la almohada. Carmen, tú serás la madrina. A ti,
Beatriz, te nombro mi camarista mayor. No reírse, que éstas son cosas
serias, ¿verdad Mimí? (dirigiéndose a la jovencita rubia). Vamos,
llevadme a esa chica fuera. La llamaré cuando me dé la _real_ gana.
Vosotras aquí en semicírculo haciéndome la corte...

La traviesa niña empujando a unas, arrastrando a otras, cambiando sillas
y cerrando puertas improvisó presto un salón de corte. Se representó la
escena con no poca algazara. Araceli vino del gabinete de su mamá donde
la tuvieron recluida largo rato, hizo sus reverencias casi tan bien como
la rubita Mimí (prueba de que ya las había ensayado a solas) y se sentó
sobre el cojín naciendo tantos remilgos que la reina incomodada le tiró
otro a la cabeza.

--Pero, duquesa, ¿cómo tiene usted valor de presentarse sin
diadema?--exclamó S. M. en el colmo de la estupefacción.

--¡Ah! ¡La diadema, es verdad!--exclamaron a su vez todas las damas de
la corte.

--Póngase usted la diadema inmediatamente--prorrumpió con energía la
augusta persona.

Araceli se disculpó diciendo que estaba guardada en la caja de hierro de
su papá, pero no le valieron excusas. Fue necesario que bajase al
escritorio de Escudero y que éste sacase de la caja la preciada joya
regalo del novio. Enteradas por este paso algunas criadas de la
ceremonia que iba a realizarse, no dejaron de acudir para ver si
percibían algo espiando por las cerraduras y los quicios de las puertas.
El acto se efectuó de nuevo con mucha mayor solemnidad a causa de la
diadema y también del ensayo previo que se había hecho. Terminado, S. M.
se dignó felicitar con las palabras más amables a la gentil duquesa del
Real Saludo, y dio su mano a besar y una bofetada en la mejilla a todas
sus damas.

Araceli durmió muy poco aquella noche. En cuanto se levantó comenzó a
hacer sus preparativos de tocado, aunque la ceremonia nupcial no había
de celebrarse hasta la tarde en su propia casa. Se hizo venir para que
la peinase a Mr. Gaston, famoso peluquero de la corte, y acudieron a
adornarla dos oficialas de Mme. Verlet, la gran modista. No se perdonó
gasto alguno para que la ceremonia se celebrase con inusitada pompa y
suntuosidad. Escudero puso a disposición de su esposa y de su hija una
cantidad respetable, la cargó en sus libros y no volvió a ocuparse del
asunto. Pero he aquí que su esposa, no poco confusa porque le conocía
bien, vino a anunciarle que faltaban mil doscientas pesetas para pagar
las flores de la quinta del Pilar, y su hija Araceli, menos confusa pero
también un poco asustada, le manifestó que aún restaba por abonar al
joyero una pequeña cantidad. Escudero montó en cólera, una cólera ciega.
«¡Cómo! ¿Qué formalidad era aquélla? ¿No sabían que ya estaba agotado el
presupuesto de los gastos de boda, que no se podía andar en los libros,
que él era un hombre de negocios, un hombre de orden?» Doña Eugenia
viéndole tan irritado determinó pagar con sus ahorros aquella suma y
dejar en paz los libros de su esposo. Doña Eugenia era una mujer
económica, pero había adquirido un vicio considerable, el del papel.
Cada día más enemiga de los microbios y resuelta a darles guerra
crudísima mientras le quedase un soplo de vida, desde hacía algún tiempo
ni daba la mano a nadie sino enguantada ni tocaba objeto alguno si no
era interponiendo entre los bacilus y sus dedos un papel. Lo compraba
por resmas en un almacén de la calle de las Infantas. El dueño de este
almacén solía decir burlando que la señora de Escudero le consumía tanto
como una imprenta.

Otro de los asuntos que dio origen a algunos disturbios domésticos que
hubieran degenerado en graves conflagraciones si uno de los bandos no
hubiese operado una prudente retirada, fue el de las invitaciones.
Escudero, que a causa del citado desequilibrio en el presupuesto de boda
se hallaba en un estado alarmante de disgusto y de profunda decepción,
exigió que se invitase a la ceremonia a sus amigos y compañeros de
tresillo en el Círculo Mercantil, Buceta, Trompeta y Rubau. Esta
monstruosa exigencia llevó la desolación al espíritu refinado de su
hija. En vano doña Eugenia agotaba para convencerla toda clase de
razonamientos y representaciones. Araceli, en el colmo de la
desesperación, torciéndose las manos, exclamaba:

--¡Pero mamá de mi alma! ¿qué dirá la duquesa de Colmenar de la Oreja,
qué dirá el marqués de Cabezón de la Sal al verse junto a un hombre que
se llama Trompeta?

Todavía el hado adverso reservaba una prueba más cruel al temperamento
primo y elevado de la prometida. Escudero, enardecido con su victoria,
después de haber impuesto a Buceta y a Trompeta, llevó su audacia hasta
proponer a Barragán. El paisano se había hecho su amigo íntimo, le había
confiado la gestión de sus intereses y por último había tenido el rasgo
feliz de ofrecer a la novia no un regalo como cualquier hombre vulgar,
sino un billete de quinientas pesetas para que ella comprase el objeto
que más le gustase. Este procedimiento generoso y práctico a la vez le
había elevado considerablemente en el concepto de Escudero. La
consternación más profunda se pintó en el semblante de su hija al tener
conocimiento de la fatal decisión. No valieron súplicas ni lágrimas ni
se logró nada con la intervención oficiosa de algunos amigos diputados
para ello. Don Ramón permaneció inflexible. O Barragán era invitado o él
mismo dejaría de asistir a la ceremonia. Se tragó, pues, a Barragán, ¡un
trago bien amargo! Araceli, pateando de cólera en su gabinete, se
prometía tomar en lo futuro una digna venganza. En cuanto estuviese
casada ¡ni uno solo de aquellos hombres ordinarios pondría los pies en
la casa ducal! Por su parte Escudero, temiendo haber llevado demasiado
lejos sus exigencias, suplicó a Barragán en términos sentidos «que si
era posible se recortase un poco las barbas». Cedió éste, bien
convencido sin embargo en su interior de que no se lograría con ello
borrar la odiosa traza de bandido con que, implacable, la naturaleza le
había dotado. Pero como hombre dócil y de buena pasta, no sólo cedió a
recortarse un si es no es la barba, sino que se vistió una flamante
levita, se puso botas de charol, pantalón bombacho, sombrero de copa y
en la corbata un alfiler con una enorme esmeralda falsa. ¡Estaba
horrible! ¡patibulario! Los invitados al pasar junto a él no podían
menos de sentir un escalofrío. Uno de los amigos del novio le llamó
Rebolledo, aludiendo al bandido de la zarzuela _Los diamantes de la
corona_, y la palabra hizo fortuna entre la juventud maleante.

La ceremonia debía de celebrarse a las cinco de la tarde. Los novios
partirían en el sud-express poco después. A las tres, la multitud de los
convidados invadía los fastuosos salones de la casa de Escudero, en la
calle de Alcalá. Tristán estaba allí. Era uno de los testigos designados
por la novia. Andaba solo, huyendo de juntarse a nadie según su
costumbre. El sensible lance acaecido a su cuñado y en el cual había él
tomado parte no había contribuido a mejorar su genio difícil y sombrío.
El matrimonio de su prima, a la cual nunca había profesado mucha estima,
le inspiraba un poco de risa, un poco de lástima y otro poco de
desprecio. ¡Casarse, por ser duquesa, con un espectro!

Efectivamente Gonzalito Ruiz Díaz lo era. Al principio de sus relaciones
con la niña de Escudero pareció animarse un tanto su naturaleza, pero a
medida que transcurría el tiempo se fue debilitando nuevamente hasta
inspirar miedo. Se decía en la familia que la oposición tenaz de su
padre era la causa de tal decaimiento. Sin embargo, después del
fallecimiento del duque nada mejoró de aspecto. Entonces se achacó a los
amores. En cuanto satisficiese, uniéndose a Araceli, los vivos anhelos
de su corazón engordaría hasta ponerse como una bola. Esta era la
profecía que había encontrado más eco en la familia de Escudero y de
todos sus allegados.

Cuando se presentó en el salón ataviado con el uniforme de maestrante de
Granada, su faz lívida, el círculo azulado que rodeaba sus ojos, la
fatiga que se leía en todos sus rasgos no pudo menos de sorprender a los
circunstantes que empezaron a hablarse al oído. «Es el uniforme--decían
algunos--lo que le da ese aspecto de muerto desenterrado.» «¡Qué
uniforme! Es la emoción. ¡Ha sido siempre un chico tan sensible!» El
pobre Gonzalito se sentía en efecto bien fatigado, bien conmovido, bien
amarrado dentro de su vistoso uniforme. Todos los amigos se apresuraron
a rodearle vertiendo en su oído palabras de felicitación. Unos lo
tomaban por lo serio, le hablaban de su preclaro nombre que pronto iba a
encontrar quien lo perpetuase, otros echaban el santo sacramento a
broma.--«¡Ánimo, Gonzalo! Para sostenerte en este trance fiero aquí
tienes a los amigos. ¡No tiembles a la vista del patíbulo!» Y señalaban
al altarcito erigido allá en el fondo del salón contiguo y que se veía
por la puerta entreabierta.

Al fin llegó monseñor Isbert que debía bendecir la unión de los jóvenes.
Era un prelado doméstico de S. S., hombre de mundo, jovial, diplomático,
tolerante. Por estas razones gozaba de gran crédito en la alta sociedad
madrileña y había casado ya un número considerable de sus miembros.
Señoras y caballeros le rodearon al instante y gozaron de su
conversación culta y jocosa. Cuando se hubo cansado monseñor sacó el
reloj.

--Ya se acercan las cinco--manifestó dirigiéndose con graciosa sonrisa a
Araceli--. Perdone usted, señorita, que le recuerde el dulce y solemne
momento que se aproxima en que cumpliendo los mandatos divinos entregará
usted su libertad al elegido de su corazón.

Araceli bajó los ojos ruborizada.

--¿Dónde está el novio?--preguntó después monseñor con su voz clara y
pastosa de orador.

--Eso es, ¿dónde está el novio?--preguntaron algunos dirigiendo miradas
en torno.

--¿Dónde está Gonzalo? ¿donde está Gonzalo?--repitieron otros.

Al fin se le halló en un gabinete solitario sentado, con la cabeza entre
las manos.

--¿Qué es eso?--se apresuraron a preguntarle su madre, su novia y las
personas que se le acercaron corriendo--. ¿Qué te pasa? ¿Te sientes
indispuesto?

--Sí, me siento mal.

Y al levantar la cabeza dejó ver un rostro tan pálido que su madre dio
un paso atrás, aterrada.

--Sí, me siento mal, ¡muy mal!

Apenas había pronunciado estas palabras una ola de sangre se escapó de
su boca. Gritaron las mujeres, se conmovieron los hombres, acudieron los
criados. Todos están tan asustados que no saben más que gritar:

--¡Un médico...! ¡una jofaina...! ¡un vaso de agua!

El vómito fue terrible. Pensaron que se quedaba en él. Cuando cesó le
transportaron a una cama en las habitaciones que había ocupado Tristán
de soltero. El doctor Ustariz, que se hallaba como invitado entre los
presentes, le prodigó sus cuidados. Sin embargo, pocos minutos después
le repitió el vómito. El doctor se apresuró a hacer salir del cuarto a
todo el mundo, haciendo seña a monseñor Isbert para que se acercase. El
sacerdote le dio la absolución de sus pecados sin oírlos, porque el
pobre Gonzalito no volvió a pronunciar otra palabra.



XVIII

LA FLECHA DEL DESTERRADO


La masa de follaje del Sotillo se teñía de amarillo. Con una ojeada
perezosa y distraída Elena abrazaba el bosque y el vasto horizonte,
fijándola con insistencia en sus confines azulados. Aquel noviembre
venía seco, pero frío ya. El aire era transparente, la sierra tomaba un
color de violeta obscuro, la llanura se teñía de gris; por el ambiente
corrían las frías claridades, el aliento fresco que denunciaba la
proximidad del invierno.

--No hace más que cuatro días que la señorita ha llegado y ya parece
otra--dijo la doncella que se hallaba a sus pies arrodillada cambiándole
el calzado.

--Sí, el Escorial me ha probado siempre bien--repuso la señora sin
apartar su mirada distraída del horizonte.

--¿Por qué no viene más a menudo?--se atrevió a preguntar la mimada
doncellita.

Elena no contestó.

Al cabo de un rato apartó los ojos del paisaje y los volvió al armario
de espejo que tenía delante. Se miró prolongadamente en la luna y
murmuró como si hablase consigo misma:

--¡De todos modos me encuentro bien cambiada, bien decaída, bien fea!

--¿Cómo fea?

La doncellita protestó con todas sus fuerzas de aquella monstruosa
aserción. Jamás había estado tan hermosa la señorita.

--Parece mentira--prosiguió ésta--que una fiebrecilla gástrica me haya
arruinado tanto.

--Quince días en el campo y se pondrá la señorita tan gorda que habrá
que enviar todos los trajes a la modista.

--¡Más, más...! Me convendría tal vez pasar todo el invierno aquí.

La doncellita se puso seria. ¡El invierno! ¡Alegre humor echaría su
novio el encargado de la tienda de ultramarinos de la calle de Olózaga
si tardase más de quince días en volver a Madrid! Así que trató por
todos los medios que estaban a su alcance (que no eran muchos) de
disuadir a la señorita. Esta parecía no escucharla. Sus ojos volvieron a
perderse al través del balcón abierto en las lejanías del horizonte
inmenso. En vano tocó los recursos que en otras ocasiones habían surtido
efecto para distraerla, los vestidos, los sombreros, las reformas de la
casa, los coches. Elena permanecía absorta, ensimismada, sin dignarse
siquiera volver la cabeza. Viendo sus esfuerzos defraudados, la
doncellita adoptó el acuerdo de salirse de la estancia sin hacer ruido.

El Sotillo le causaba ahora una impresión extraña, mezcla de dolor y de
alegría, de agitación y de sosiego. Desde el día fatal, hacía ya más de
un año, en que su esposo huyera para siempre, no había puesto los pies
allí. Pero desde hacía ya tiempo soñaba con él. Su espíritu se volvía
hacia aquel paraje ansiando la frescura de sus árboles, el rumor de sus
aguas, la paz de su ambiente. ¡La paz, la paz! Esto era lo que
necesitaba su cuerpo gastado, su corazón deshecho. La carta de su marido
le había producido el efecto de un rayo. Cayó de bruces sobre el suelo
privada de conocimiento. Cuando la alzaron y la transportaron a la cama
se le declaró una violenta fiebre que la tuvo postrada muchos días y
amenazó su vida. Durante su enfermedad ni Clara ni Tristán ni Visita
parecieron por su casa. Sólo Marcela Peñarrubia la veló como una hermana
cariñosa. Cuando entró en convalecencia supo por ella que Tristán había
provocado secretamente a Núñez y que éste había rehusado el duelo
alegando que no era él quien tenía derecho a exigirle una reparación.
Entonces Tristán le había abofeteado. No otra cosa buscaba el pintor
para tener la elección de armas, pues aunque no era cobarde, ninguna
gracia le hacía servir de blanco a la certera puntería de su amigo. Se
batieron a espada y Tristán salió herido ligeramente en el brazo
derecho. Después se vio rodeada por aquellas amigas de última hora,
Marcela Peñarrubia, Enriqueta Atienza, Rosita León y sus respectivos
amantes que la asistían y la mimaban con asiduidad conmovedora.

Pero en cuanto pudo salir a la calle fue a casa de Visita resuelta a
enterarse adónde había ido su marido y correr a pedirle perdón. En ver a
Clara y Tristán no soñaba siquiera. La recibió Cirilo con ceremoniosa
cortesía hablándole de dinero, presentándole cuentas y libros,
anunciándole que al día siguiente le enviaría los intereses vencidos de
las acciones del Banco. Visita no se presentó. Se hallaba un poco
indispuesta, al decir de su esposo. Salió de aquella casa con el corazón
tan apretado que en cuanto montó en el coche estalló en sollozos. No se
había atrevido siquiera a pronunciar el nombre de su marido. Cuando
llegó a su casa escribió una larga carta a Tristán. Este no le contestó.
Entonces la pobre mujer, rechazada y despreciada por todos los deudos y
amigos de Reynoso, aislada y avergonzada se dejó marchar por la suave
pendiente que delante se le ofrecía. Recibió por fin a Núñez, que
diariamente le enviaba billetes inflamados; intimó con las amigas que se
desvivían por distraerla y entró a formar parte de aquella sociedad
divertida y galante. Fue una rebelión, una necesidad de su naturaleza,
que de otro modo hubiera sucumbido.

Y para más aturdirse, para olvidar la pena que le roía el alma fue más
allá de lo que la prudencia aconsejaría a una mujer en su caso. Lanzose
a una vida de placeres ruidosos; teatros, paseos, partidas de tresillo,
tiendas, modistas, cenas a última hora con sus flamantes amigas y
_adláteres_. Estas no la dejaban ni de noche ni de día. Gustavo Núñez la
mantenía en perpetua risa con sus bromas picantes y excéntricas. El
lindo hotel de la Castellana se convirtió en centro bullicioso de
placer. Elena se entregaba a él más que con pasión con verdadera rabia.
No quería quedarse sola un instante, y para evitarlo intentaba nuevos
pretextos y correrías, derrochaba a manos llenas las rentas cuantiosas
que Cirilo le entregaba cada trimestre. Naturalmente, no había mujer más
mimada, más agasajada de sus amigos. Todo el mundo estaba pendiente de
su sonrisa, de sus gestos, de su apetito y no se escatimaban los medios
de divertirla y aun aturdirla.

Así transcurrió un año. Al cabo, aquella vida, más que agitada, febril,
agotó sus nervios. Acometiole un decaimiento físico y moral que en vano
trataron de combatir los que a la continua la rodeaban. El primero que
sintió los efectos de este desmayo fue Núñez. Hasta entonces Elena había
sido con él, si no extremadamente afectuosa, a lo menos complaciente,
risueña, generosa, una querida agradable en suma y que le realzaba en la
sociedad que frecuentaban. A última hora empezó a mostrarse fría,
exigente, caprichosa y sobre todo a sentir una extraña melancolía que la
tenía horas enteras taciturna, sin poder arrancarle ni una sonrisa ni
una palabra. Elena empezó a meditar. Aquella cabecita ligera, evaporada,
principió a darse cuenta vagamente del carácter de la gente que la
rodeaba, sobre todo del carácter de su amante. Este había principiado
por mostrar con ella un desinterés desdeñoso, susceptible, que aun
haciéndola sufrir un poco no dejaba de lisonjearla en el fondo. Hasta
tal punto parecía celoso el pintor de su dignidad que no podía hacerle
el más corto obsequio sin que al día siguiente se viera regalada con
otro de más precio. Sin embargo, con el tiempo fue cambiando este modo
de ser, se dejó mimar y regalar sin protesta, comía casi a diario en
casa de ella y aceptó por fin que Elena abonase los gastos de un viaje
que hicieron por Francia y Alemania. Duró cerca de dos meses, se gastó
por largo, y la galantería de Núñez sufrió en el curso de él bastante
menoscabo. La vida íntima, marital, descubrió a los ojos de Elena los
puntos negros de aquel temperamento tan jovial y simpático en sociedad.
Dominante unas veces hasta la brutalidad, otras incisivo y cruel y casi
siempre egoísta, hacía recordar a Elena la paciente dulzura de su
marido, aquella galantería nunca desmentida, aquella protección paternal
que tanto calor daba a su corazón. Elena no era mujer de pasiones
ardientes; poseía un temperamento infantil; la gran necesidad de su vida
era la de ser mimada. Defraudada en este impulso de su naturaleza y no
sabiendo fingir, pronto empezó a mostrar a Núñez un claro desvío. Cuando
habían llegado de Alemania, a fines de octubre, estaba harta ya de aquel
hombre.

Si no rompió con él abiertamente fue por miedo no tanto hacia él como
hacia la camarilla que le rodeaba. Sentíale apoyado por todas sus amigas
y creía la inocente de buena fe que si le despedía éstas se despedirían
también y volvería a quedarse sola. ¡Buena gana tenían de hacerlo!
Aquellas amiguitas la utilizaban lindamente. Comían bien en su casa,
asistían al teatro en su palco, iban a paseo en sus coches y además de
vez en cuando le tomaban algún dinero prestado. La condesa de Peñarrubia
se lo había pedido dos veces, una seis mil pesetas y otra diez mil para
un negocio seguro según decía. De todos modos Elena no volvió a ver su
dinero. Últimamente al regresar de Alemania Marcela vino a proponerle
que comprase acciones de una mina de plata que su amigo común el
vizconde de las Llanas poseía en Albacete. Se trataba solamente de un
desembolso de veinte mil pesetas que antes de un año se convertirían en
cuarenta mil. Elena no las tenía en aquel momento, pero no las hubiera
entregado aunque las tuviese. Había entrado ya la desconfianza en su
espíritu. Esta desconfianza se hizo más viva cuando observó el mal humor
que mostró Núñez al conocer su negativa. No pudo menos de sospechar,
viendo su gesto de contrariedad, que Marcela y él estaban en
connivencia. Tal sospecha, que el recuerdo de otros incidentes
autorizaba, convirtió su desvío en desprecio. Pocos días después se vio
precisada a guardar cama; la fatiga del viaje y las comidas de hotel
habían estropeado su estómago. Mientras estuvo enferma meditó mucho: la
fiebre exaltaba su imaginación, exacerbaba su aburrimiento, hacía
crecer los agravios que creía haber recibido de su amante. Cuando se
levantó del lecho estaba decidida a romper sus relaciones con él. Se
hallaba harta de aquel sinapismo. Se quedaría sola, trasladaría su
residencia al extranjero, entraría en un convento, tomaría otro amante,
¡todo, todo menos continuar unida a aquel pomito de ácido nítrico! Sin
decirle una palabra ni avisar tampoco a ninguna de sus amigas, en cuanto
se sintió con fuerzas para ello se trasladó un día al Sotillo. Desde
aquí había escrito a Núñez una carta anunciándole que estaba resuelta a
cortar el lazo amoroso que los unía. No queriendo decirle el motivo real
que a ello le impulsaba y no siendo extremadamente hábil en el género
epistolar, se perdía en una serie lamentable de frases sin sentido,
reticencias y exclamaciones inútiles. Cuando leyó la carta antes de
enviarla comprendió que no estaba bien, que todo aquello era ridículo.
Sin embargo no quiso escribir otra. Alzó los hombros con desdén y
exclamó sonriendo maliciosamente:--«¡Bien está! Que lo tome como
quiera.»

En el Sotillo sintió los únicos momentos de sosiego que había disfrutado
desde hacía quince meses. Una dulce melancolía penetraba en su alma al
contacto de aquellos sitios donde tan feliz había sido. Le parecía que
su dicha no había muerto, que aún estaba allí guardada esperándola.
Vagamente soñaba con ver surgir del parque la gran figura atlética de su
marido y escuchar su risa sonora. No era posible, no, que todo aquello
hubiera muerto para siempre. Recorría la casa, se tendía sobre el sillón
de lectura de su marido, escrutaba el parque, daba de comer a las
palomas y esperaba. Una esperanza irracional pero no por eso menos
poderosa se había apoderado de su alma en aquellos cuatro días; sentía
la impresión del que se halla soñando una siniestra pesadilla y guarda
la conciencia de que lo es y no tardará en despertar. No había subido al
pueblo, nadie había venido a visitarla ni aun sus mismos parientes,
acaso porque no supieran que estaba allí. Sin embargo, aquella
excitación placentera que acude siempre en toda convalecencia como una
resurrección de la vida comenzaba a ceder. El cuervo de la soledad y el
desconsuelo comenzaba a batir ya las alas negras sobre su frente.
Aquella pequeña y tersa frente de estatua griega sentía su sombra y se
obscurecía.

Elena dejó escapar un suspiro, apartó sus ojos extáticos del horizonte y
se alzó del asiento. Miró el reloj de la chimenea: eran las once. Tomó
el quitasol y bajó al parque. Hasta entonces no había salido de él,
satisfecha de recorrerlo en todos sentidos, de tocar sus flores, de
acariciar sus árboles y sentarse largas horas en el gran cenador leyendo
una novela. Ahora le había entrado curiosidad de verlo todo, un deseo
vivo de espaciarse por el campo imitando a su cuñada Clara. De buena
gana hubiera tomado una carabina como ella. Entró en el bosque y lo
atravesó con pie ligero: la sombra espesa aún de su follaje la sofocaba.
Cuando los árboles se enrarecieron dejando paso a los rayos del sol se
detuvo un instante y respiró a plenos pulmones con la sonrisa en los
ojos. Y ya más libre y tranquila siguió caminando lentamente entre las
encinas y chaparros hasta tocar en los bordes de la laguna. Una lancha
estaba amarrada a la orilla: saltó sobre ella con alegría y no habiendo
remos se balanceó un rato gozando la grata impresión de hallarse a
flote. ¡Lástima de remos! Si los tuviera se habría lanzado al medio
segura de no haber olvidado aún su manejo. Con pesar volvió a saltar a
tierra. Un poco más allá vio la columnata del vetusto cenador derruido,
atravesó el puente brincando sobre los agujeros que habían dejado las
piedras desprendidas y se sentó entre la maleza de los espinos y acacias
que lo envolvían. Se acordó del último banquete que allí se había
celebrado. ¡Qué feliz, qué inocente era entonces! ¡Cuán poco podía
presumir lo que le aguardaba! La frente arrugada, los ojos serios,
volvió a pasar el puente y marchó por el monte a paso más vivo. Los
árboles se hicieron cada vez más raros y más bajos, la maleza obstruía
los senderos. En algunos sitios libres crecían el tomillo y el romero.
Acometida de un fuerte enternecimiento al recuerdo de su marido arrancó
algunos puñados y se los llevó a la nariz con los ojos mojados de
lágrimas. Pero allá más lejos una columnita de humo blanco se elevaba
hacia el cielo. Sin darse cuenta marchó hacia ella, pero cerca ya se
detuvo vacilante. En torno de una hoguera donde ardían hojas y ramas
secas se hallaban de pie y fumando algunos pastores y mozos de labranza.
Quiso volverse acometida de una vergüenza inexplicable, pero ya la
habían divisado y el tío Leandro venía hacia ella con el sombrerete en
la mano.

--Buenos días tenga nuestra ama, ¡buenos días! Ningún pájaro hay aquí
más alegre cuando sale el sol que nosotros lo estamos viéndola por sus
posesiones, mi señora.

--Gracias, gracias. Todos están buenos, ¿verdad?--profirió Elena con
extraña timidez y deseos de volverse.

--La salud es la riqueza del pobre. Viene el agua, viene la escarcha,
calienta el sol hasta quemarnos, pero todo eso no nos quita de dormir a
pierna suelta y comer lo que hay con apetito.

--Pues lo demás vale bien poco--murmuró Elena con un suspiro.

--Ya teníamos viento de que había llegado la señora y que había estado
un poco enferma...

--Sí, sí... he estado enferma, pero ya estoy bien--respondió con un poco
de impaciencia.

Los pastores y los mozos se habían ido acercando lentamente, todos con
sus sombreros en la mano, avergonzados y confusos con una estúpida
sonrisa estereotipada en el rostro. Elena estaba más confusa que ellos.

--¿Y los rebaños han crecido?--preguntó haciendo un esfuerzo por
recobrar su aplomo.

No, los rebaños no habían crecido. El ganado lanar estaba de baja. Una
enfermedad maligna había entrado por las ovejas y se había llevado
muchas. En cambio las vacas tenían unos terneros muy lucidos. El pastor
de las vacas trató de llevar a la señora para que los viese, pero ésta
manifestó que no tenía tiempo: por la tarde o al día siguiente los
vería.

--¿A que no sabéis por qué viene la señora en este tiempo?--preguntó con
increíble finura y sonriendo con una boca que le llegaba de oreja a
oreja el zagalón Felipe.

Nadie respondió. El tío Leandro dirigió hacia él los ojos con inquietud.

--Pues a recoger la bellota--profirió rotundamente después de haberse
gozado en tenerlos unos instantes suspensos.

--¡Celipe, Celipe, no seas burro!--exclamó el tío Leandro con acento
severo.

--¡Anda!--replicó Felipe encrespándose--. ¡Pues poco que se recreaba el
amo el día de San Eugenio viéndonos cargar con los costales llenos y
emborrachándonos dimpués! Bien seguro que allá por las Américas no se
reirá tanto ese día como aquí se reía.

Las mejillas de Elena enrojecieron al oír mentar a su marido. El tío
Leandro, que algo sabía a qué atenerse sobre el viaje de don Germán,
clavó una mirada iracunda sobre el bárbaro zagal y se le vieron
intenciones claras de arrojarse sobre aquel «piazo animal».

De esta confusión vino a sacar a Elena una voz que sonó a su espalda.

--Estoy convencido de que hubiera podido ser un gran explorador de
tierras vírgenes. He llegado hasta aquí perfectamente sin planos y sin
brújula.

La sangre de Elena se agolpó a su corazón dejando las mejillas pálidas.

--¿Verdad que ni Marco Polo ni Magallanes lo hubieran hecho mejor que
yo?--dijo Núñez avanzando hacia ella con la mano extendida. Su rostro
pálido de barba partida sonreía con la acostumbrada expresión irónica.
Elena no pudo reprimir un gesto de disgusto, pero recobrándose súbito le
tendió la mano con un esbozo de sonrisa.

--¡Ya, ya! Hay que darle a usted una condecoración por su audacia.

--La fortuna nos ayuda siempre a los audaces--replicó el pintor
recogiendo la intención que parecía desprenderse de las palabras de
Elena. Y echando una mirada en torno:--¡Pero ésta es una escena de la
antigüedad griega! Penélope sale de su palacio, recorre sus dominios en
la rocosa Itaca, encuentra a Eumeo y sus zagales celosos guardadores de
sus manadas de puercos, y departe con ellos.

--Escena que usted ha venido a interrumpir con su figura y sus aires
modernistas--dijo Elena sonriendo, pero con voz ligeramente cambiada.

--La hospitalidad es la única virtud que resplandece en los poemas
griegos. Soy un pobre viajero que cansado y hambriento viene pidiendo
una tarima donde descansar y pan para satisfacer su apetito.

--Vamos en busca de la tarima--manifestó Elena secamente y echando a
andar con una resolución que sorprendió a Núñez. Este, antes de
seguirla, se volvió hacia los pastores:

--¡Salud, amigos! Seguid cuidando fielmente de los puercos de vuestro
señor.

--Aquí no ha habido puercos, caballero, hasta el día de hoy--respondió
el tío Leandro gravemente.

Núñez le clavó una mirada insolente y escrutadora. El viejo pastor la
sostuvo sin pestañear. El pintor se emparejó con la dama exclamando con
risita irónica:

--¡Parece que Eumeo sigue aborreciendo como antes a los pretendientes!

Elena no dijo nada y siguió caminando con paso vivo hacia la casa. Una
cólera sorda rugía dentro de su pecho y tenía miedo de dejarla estallar
donde pudieran verla. Es decir que aquel hombre no sólo no había hecho
caso de la resuelta despedida que le daba en su carta, sino que llevaba
su osadía hasta presentarse en el Sotillo. ¡En el Sotillo, donde después
de la marcha de su marido no había puesto ella misma los pies por temor
de cometer una profanación! Elena tenía un corazón tierno, inocente,
pero un carácter impetuosísimo que los mimos de su marido y de la gente
que la rodeaba desde hacía algunos años no habían atenuado. Estaba
acostumbrada a que sus caprichos fuesen ley. Mientras el pintor se
mostró sumiso y cariñoso obtuvo de ella cuanto quiso; mas así que por la
confianza dejó su actitud rendida y mostró su verdadero carácter frío y
egoísta, instantáneamente nació en ella una violenta rebelión. Núñez se
había equivocado de medio a medio con ella. Pensó dominarla a fuerza de
sarcasmos y lo que éstos produjeron fue un incendio de ira muy difícil
de apagar.

--Penélope era la más amable de las mujeres, al decir de Homero, y sabía
encontrar para todos una palabra cortés y una sonrisa graciosa. ¿Es que
con el tiempo se ha convertido en una viejecita huraña y gruñona?

Elena guardó silencio. Núñez siguió bromeando unos instantes; pero
viendo que no lograba arrancarle una palabra, despechado, concluyó por
imitarla y dejarse conducir hasta la casa. Al llegar a ella Elena subió
a sus habitaciones. Núñez la siguió.

--¿No has recibido mi carta?--le preguntó rudamente así que puso el pie
en su saloncito.

--Las malas noticias llegan siempre--respondió Núñez.

--Entonces, ¿qué vienes a hacer aquí?

--A buscar una explicación. Tu cartita tiene más clara la letra que el
espíritu. No te ofenderás si te digo que nunca serás la émula de madama
de Sevigné.

--¡Ah! ¿No la has entendido? Pues entonces hay que convenir en que
estaba demasiado bien dorada la píldora. No necesitabas tanto.

--Será porque yo no entienda tanto de píldoras como tú.

Elena se puso roja. Aquella alusión a su nacimiento la hirió en lo más
vivo. Hizo un esfuerzo para reprimirse y dijo con calma:

--Nuestras relaciones, Gustavo, no pueden ni deben continuar. El lazo
que nos une, como tú comprenderás, nada tiene de sagrado y poco importa
romperle un día u otro si al cabo se ha de romper. Tú has sentido un
capricho: yo también. Solamente que a nosotras las mujeres estos
caprichos nos salen siempre más caros. Me parece que es bastante.
Despidámonos como buenos amigos.

--¿Es que ya no te gusto?--preguntó el pintor cínicamente clavándole sus
ojos verdosos chispeantes de malicia.

Elena le miró fijamente sin turbarse y alzando los hombros profirió con
displicencia:

--Tienes demasiado talento para mí.

Núñez guardó silencio unos instantes, sacó un cigarro, lo encendió y
arrellanándose con toda comodidad en una butaca dijo:

--Siempre he sospechado que el talento me había de perder. Es realmente
un exceso, lo comprendo, pero bien sabe Dios que no pocas veces me he
prosternado diciéndole: «Señor, no hay que exagerar. ¿Por qué me has
dotado de tantas facultades y has dejado desmantelados a muchos
ministros, profesores y académicos a quienes hacen más falta que a mi?»
No seas injusta, Elena. Compadécete de mí. ¿Piensas que es una ganga el
tener talento en España?

Elena no estaba para bromas. Escuchó con indiferencia lo que su amante
le decía y sin responderle abrió el balcón y salió a la terraza. Núñez
la siguió. Ambos se reclinaron sobre el antepecho y guardaron silencio
unos momentos. Entonces Núñez, a quien su táctica habitual no valía, se
puso serio, habló de su amor, de los felices instantes que juntos habían
pasado en sus viajes, le hizo ver que aquella fatiga moral que parecía
sentir era engendrada por la fatiga física. En cuanto se repusiera del
todo volvería a ella la alegría, que era su estado natural, el tesoro de
más valía con que la naturaleza la había dotado. Un poco de debilidad,
un pequeño desequilibrio nervioso nos hace ver el mundo como un pozo;
pero descansamos, nos fortalecemos y el mundo vuelve a ser el mismo, un
venero de goces para quien posee hermosura, dinero y un carácter jovial
y feliz como ella...

Era ya tarde. El alma de Elena, conmovida, llena de melancolía por la
influencia de aquellos sitios, donde se había deslizado su infancia,
donde había gozado después unos años de felicidad inefable, no podía
responder al llamamiento brutal de la pasión. La ironía, la malignidad,
el ingenio de su amante, que al principio la habían cautivado, ahora le
causaban aversión y hasta desprecio. Sin abrir la boca hacía signos
negativos con la cabeza, mirando fijamente al horizonte azulado. En
vano Núñez derrochó su ingenio para convencerla, en vano apeló después
a las súplicas ardientes, a los dictados cariñosos. Nada, nada, el mismo
inflexible signo negativo respondía constantemente a sus argumentos y a
sus quejas.

Al bajar los ojos una de las veces Elena creyó ver algunas palabras
escritas sobre el mármol del antepecho. Bajó un poco más la cabeza y las
leyó. Súbitamente acudió la sangre a su rostro, poniéndose roja como una
brasa; inmediatamente pálida. Se irguió con extraño ímpetu y mirando al
pintor con ojos extraviados le dijo:

--Tenga usted la bondad de salir por un momento. Me siento mal.

Núñez la miró sorprendido: su actitud y sobre todo aquel tratamiento
ceremonioso que nunca había usado si no es en público desde que se
hallaban en relaciones le dejaron estupefacto. Y como no se moviera,
Elena exclamó con impaciencia:

--¡Me siento mal! ¡me siento mal...! Haga usted el favor...

Señaló imperiosamente a la puerta.

--¿Qué te ocurre? ¿Quieres que llame? ¿Quieres que vaya a avisar al
médico?

--¡Salga usted... salga usted!

Núñez obedeció al fin. Sin consideración alguna en cuanto traspasó la
puerta, Elena dio vuelta a la llave. Luego vino en dos saltos al
antepecho y volvió a leer las tres palabras que su marido había escrito
con lápiz la noche aciaga en que se apartó de aquellos lugares para
siempre. Estas palabras decían: «_Acuérdate de mí_.» Elena cayó de
rodillas.

--¡Sí, sí, Germán de mi alma, esposo mío, me acuerdo de ti, y me
acordaré mientras me quede un soplo de vida! ¡Dios mío, Dios mío!, ¿qué
es lo que he hecho?

Y la infeliz apretaba sus labios contra el frío mármol y regaba la
inscripción con sus lágrimas.



XIX

FIEROS DESENGAÑOS DE TRISTÁN


Tristán se había ido después de almorzar al café según costumbre. Clara
en el comedor jugaba con su niño y éste con el perro. El niño había
envejecido terriblemente desde la última vez que tuvimos el gusto de
verle, que fue, si la memoria no nos es infiel, en el día feliz de su
nacimiento. Podría tener ya unos diez y seis meses, mal contados. El
perro era mucho más provecto. Aquel Fidel, feroz corredor de conejos y
de ánades, hacía ya largo tiempo que estaba jubilado. Su ama al casarse
le había traído del Sotillo concediéndole un honroso descanso, al cual
ya tenía derecho por sus dilatados servicios. La vida regalona y
sedentaria le hizo echar un poco de tripa como esos militares a quienes
el ministro premia concediéndoles una plaza en el ministerio o en el
Consejo Supremo y al cabo de dos años no pueden meterse el uniforme,
porque les estallan las costuras y les saltan los botones. Si le
hablaban de las perdices y los conejos hacía un mohín de disgusto y
movía el rabo con impaciencia como si tratase de pasar a otro asunto.
Las perdices y los ánades eran para él cuentos del tiempo viejo,
calaveradas de la juventud; que le dejasen de romanticismos y le
hablasen de las buenas siestas al pie de la chimenea y de los buenos
platos de cocido con desperdicios.

Pues a pesar de la diferencia de edad Fidel y Paquito (que éste era el
nombre del infante) parecían amigos íntimos y se llevaban bastante bien.
La experiencia del uno hacía contrapeso a la natural irreflexión y
fogosidad del otro. Algo debía de sufrir con ello el veterano sabueso.
Cuando Paquito se ponía guasón lo era de todas veras: le tiraba
bárbaramente de las orejas, le tapaba el hocico y hasta llegaba en
ocasiones ¡oh sutil refinamiento de crueldad! a meterle los dedos por
los ojos. Pero Fidel sabía zafarse de estas vejaciones y cuando advertía
que su camarada mostraba tendencias a ponerse _pelma_ se largaba pian
piano moviendo el rabo hacía la cocina dejándole en la más espantosa
soledad. En cambio se aproximaba demasiado cuando Paquito tenía entre
manos y boca algún pedacito de pastel o una galleta. Entonces, si el
amiguito se hacía el remolón y no se apresuraba a compartir con él la
golosina, arrimaba el hocico y, no se la arrancaba violentamente, que
esto no cuadraba a su educación ni a su carácter diplomático, pero con
sutileza increíble se insinuaba, se insinuaba; principiaba por lamer
tímidamente el pastel y concluía por abrir con extrema delicadeza la
mano del niño y engullírselo. Hecho lo cual, siempre prudente y
previsor, se eclipsaba. Paquito, viéndose estafado, ponía el grito en el
cielo.--«¿Quién ha sido, rico? ¿Quién te ha llevado el
pastelito?--exclamaba su niñera.--¿Ha sido el Fidel? Vamos a pegarle con
el látigo.» ¡Dónde estaba ya el Fidel! En un buen rato no se le veía por
ninguna parte.

Clara jugaba con su niño teniéndole en brazos, mientras éste sujetaba
con sus tiernas manecitas las orejas del Fidel. Eran los grandes
placeres de la gentil hermana de Reynoso, casi puede decirse los únicos.
Desde el grave disgusto que aquél había sufrido y su marcha repentina,
apenas había vuelto al teatro por temor de encontrarse con Elena; no
asistía a ninguna tertulia, ni había tomado en manos la escopeta para
cazar. El verano lo habían pasado en Santander. Además, a pesar de las
instancias de Tristán, que no veía ya la necesidad, persistía en
amamantar a su hijo y se empeñaba en hacerlo hasta que cumpliese los
veinte meses. Esto la sujetaba mucho a la casa, pero nada le costaba.
Sentía tal voluptuosidad penetrante teniendo a su hijo colgado a sus
pechos, mirándola con ojos graves, acariciándole la cara con su manecita
mientras saciaba ávidamente el apetito, que no cambiaría aquellos
momentos por todos los goces de la tierra. ¿Por ventura se refugiaría la
joven esposa en el amor maternal con tanto ímpetu para consolarse de
algunas decepciones conyugales? No es fácil decirlo. Seguía tan
enamorada de su marido como el primer día de casada; pero Tristán no
había respondido a sus anhelos de dicha y amor. No es que se mostrase
con ella despegado; al contrario, ordinariamente más que marido era un
amante fogoso y rendido, pero las desigualdades y suspicacias de su
genio la hacían sufrir bastante. No había instante seguro con él. En
medio de una expansión placentera, cuando fluían de la boca de ambos
alegres carcajadas, de pronto aparecía una arruga en su frente, quedaba
repentinamente grave, luego sombrío y comenzaba a pensar y hablar de las
desgracias que en pos de tales alegrías le podía aportar el Destino. ¡Si
se muriese aquel niño! ¡Si Clara se quedase ciega como Visita! ¡Si él se
arruinase y quedasen en la miseria sujetos a pedir limosna! ¡Si
cualquiera de los dos enfermase y se viese obligado a permanecer en la
cama paralítico como tal o cual persona de su conocimiento! La vida
nunca trae consigo más que sorpresas desagradables. La vida es
esencialmente instabilidad y dolor. ¿Cómo es posible pensar en la
alegría y la paz aquí donde nada permanece, donde todo está sujeto a un
cambio irresistible? Y se lanzaba inmediatamente al análisis y a la
exposición de los dolores del mundo dejando a la pobre Clara con el
corazón apretado y ganas de llorar. La pobre mujer estaba harta ya de
las verdades santas del budhismo, de la verdad santa sobre el dolor. «El
nacimiento es dolor, la vejez es dolor, la enfermedad es dolor, la
muerte es dolor, la unión con lo que no se ama es dolor, la separación
de lo que se ama es dolor», etc.

«Pero Tristán--le decía ella cuando ya no podía más--, el temor de las
desgracias multiplica nuestro sufrimiento. Yo creo que ese temor nos
hace padecer aún más que la misma desgracia cuando llega. En la vida hay
muchos disgustos, es cierto, pero entre unos y otros Dios nos concede
algún respiro y si lo aprovechásemos para ser felices, para vivir
alegres, acaso las calamidades nos hallaran más fuertes y pudiéramos
soportarlas mejor y sabríamos cuando llega la ocasión mostrarnos
valerosos como mi hermano, que no ha sido ante su desgracia ni un
cobarde ni una fiera.»

Clara estaba orgullosa de su hermano. Este orgullo inspiraba celos a
Tristán, que se sentía humillado. Aunque tenía la consideración de no
contradecir estas expansiones del cariño fraternal guardaba, cuando
estallaban, un silencio desdeñoso, y este silencio hería a su vez a
Clara.

Se hallaba, pues, ésta jugando con su niño como se ha dicho cuando
apareció el criado anunciándole que había a la puerta un caballero que
deseaba visitar a los señores.

--¿No le has dicho que el señorito ha salido?

--Sí señora, pero me ha dicho que estando la señora es igual.

--¿No te ha dado su tarjeta?

--No señora.

Clara vaciló un instante, pero al cabo dijo alzando los hombros:

--Está bien; pásalo al salón.

Y entregando su hijo a la niñera fuese a ver quién era el visitante.
Cuando puso el pie en el salón una ola de rubor subió a sus mejillas. En
medio de él, grande, colosal, más colosal aún que antes, se hallaba el
marquesito del Lago. Este se puso también fuertemente colorado al verla.
Se saludaron afectuosamente, pero ambos extremadamente embarazados.
Clara pensaba en los celos tan infundados, tan pueriles que Tristán
sentía de aquel chico. El marquesito no podía menos de recordar la
escena del día de la boda, cuando un poco ebrio había soltado algunas
palabras inconvenientes delante de un corro de señoras. Sin embargo, no
tardaron en recobrar su aplomo. Nanín era el mismo niño grande, un poco
más grande, un poco más moreno. Su mamá le había tenido cerrado aquellos
dos años en una finca enorme, solitaria, de la provincia de Badajoz, sin
salir más que una que otra vez a la capital en tiempo de ferias o
cuando algún negocio lo requería. Pero al fin le había dejado venir a
Madrid para asistir al matrimonio de un primo hermano suyo y aquí estaba
desde hacía cuatro días.

--No se habrá usted aburrido mucho, sin embargo, porque me han dicho que
por allí hay caza abundante.

¡Oh, Dios mío! ¿Caza? Cuanta se quería y de todas clases, mayor y menor.
Inmediatamente el marquesito, puesto ya en el disparadero, se lanzó a
una serie interminable de descripciones cinegéticas, de aventuras
maravillosas, de lucha espantable con los jabalíes. En todo cazador por
honrado que sea dormita siempre un embustero. Cuando despierta cuesta
trabajo dormirle. Clara lo sabía, pero así y todo se hallaba arrobada
escuchándole. La boca se le hacía agua viendo desfilar por delante de su
vista aquellas legiones de perdices, aquellos ejércitos innumerables de
conejos, aquellos venados corredores y jabalíes feroces. ¡Ay! ella no
había tenido el gusto de tirar a un jabalí. ¡Cuánto apetecía encontrarse
frente a uno!

--¿Sí? Pues no tiene usted más que venirse a pasar unos días con
nosotros y yo le haré matar una docena de ellos. ¡Poco gusto que le
daría a mamá verles a ustedes por allá!

--¿Pero, Nanín, no sabe usted que tengo un niño y que le estoy
criando?--exclamó ella riendo.

--¿Y eso qué importa? Se lleva al niño y la servidumbre que ustedes
necesiten. Tenemos casa para alojar dos familias numerosas... ¿Y dónde
está ese niño? Quiero verle--añadió con su franqueza y aturdimiento
habituales.

Clara hizo traer a su hijo. El marquesito le alzó entre sus manos de
gigante y le zarandeó un rato con no poca alegría del infante, que
soltaba carcajadas y se agarraba a sus orejas con igual confianza que a
las de Fidel. Entre aquellos dos niños el uno grande y el otro chico
nació súbitamente una tierna simpatía. Cuando la niñera quiso tomarle de
nuevo en brazos Paquito se resistió fuertemente, persistiendo en
agarrarse al cuello del marqués, que entusiasmado con tal preferencia
no cesaba de acariciarle y divertirle con todo el repertorio de sus
payasadas.

--Este niño tiene que ser un gran cazador. ¡Mire usted qué manos, Clara!
Verá usted... es capaz de alzar una silla en peso.

Y le hacía coger con sus manecitas una silla y le alzaba con ella sin
que el chico la soltase.

--¿No lo decía yo? Bastaba ver estas muñecas. ¡Tan fuerte como su mamá!
En cuanto pueda coger una escopeta me lo llevo a la dehesa. Ya verá
usted qué buena cuenta da de las perdices.

--¡No, no, me lo va usted a fatigar demasiado!--respondió riendo la
mamá, entusiasmada por la perspectiva de ver a su hijo hecho un hombre y
en traje de cazador.

--¡Qué se ha de cansar! Le montaremos a caballo. Además allí no se
necesita andar mucho para hallar las perdices. Desde el balcón de mi
cuarto las veo muchas mañanas.

--¡Oh, qué gusto! ¡Qué bien estaría yo allí!

--Si viviera usted allí, mientras el niño echaba un sueñecito podía
disparar media docena de tiros y traerse en el morral otras tantas
perdices.

El marquesito seguía fantaseando, pero esto le hacía gozar. Clara
también hallaba deleite en aquellas exageraciones convenidas ya entre
cazadores. Así se estuvo un largo rato de visita, alternando las
narraciones cinegéticas con los juegos de Paquito que a cada instante
hallaba más de su gusto el nuevo camarada que le había salido. Al cabo
se despidió con no poco pesar del chiquillo, a quien dejó llorando.
Clara también había pasado un rato agradable. Hacía ya tiempo que nadie
le hablaba de caza y sintió renacer dentro de sí aquella antigua afición
que la dominaba. Pero cuando el criado cerró la puerta, cuando oyó al
marquesito gritar aún desde la escalera: «Muchos recuerdos a Tristán:
dígale usted que ya le veré uno de estos días», entonces nació
repentinamente en su alma una inquietud. ¿Cómo tomaría su marido aquella
visita? Dados sus celos rabiosos por aquel chico que tantos disgustos
le habían costado, no podía menos de producirle un efecto desagradable.
Entonces le pesó fuertemente de haberlo recibido. Pasó toda la tarde
preocupada. A medida que el tiempo transcurría y se acercaba la hora en
que Tristán solía regresar a casa su inquietud fue en aumento. No era
una mujer nerviosa y fantástica, pero conocía ya bastante bien y a sus
expensas el temperamento de su marido, para quien los granos de arena
eran montañas y los céfiros violentos huracanes. Recordaba con terror su
triste noche de novios y temblaba ante la idea de que se repitiesen
aquellas escenas de desesperación y de lágrimas. Felizmente, hacía ya
tiempo que Tristán no se mostraba celoso sino por fugaces intervalos. Si
en la calle, en los tranvías o en los teatros la miraba demasiado algún
hombre solía disgustarse y aun enfurecerse, pero todo aquello pasaba
pronto con la ocasión que lo producía. Su vida retirada, el poco o
ningún trato que últimamente tenían y sobre todo el carácter de Clara
serio, tranquilo, sin asomo de coquetería habían concluido por
infundirle sosiego sobre este asunto. Además, otros celos eran los que
desde hacía tiempo embargaban su espíritu, los celos del oficio. Cada
día se sumergía más y más en esa llamada vida literaria que consiste en
maldecir de sus compañeros y vivir constantemente preocupado de lo que
hacen. Las rivalidades, las intrigas, las minucias y ruindades de esta
vida mantenían su espíritu en un estado de tensión dolorosa y en sus
quebrantos y decepciones hallaba siempre la confirmación de sus teorías
filosóficas.--«¡Oh, la vida!»--exclamaba cuando algún crítico no
encontraba bonitos sus versos.--«¡Oh, la vida!»--cuando veía aplaudir la
obra (estúpida por supuesto) de uno de sus amigos.

Cuando llegó a casa venía de un humor extremadamente sombrío. Clara, que
iba a comunicarle la visita que había tenido, se sintió tan cohibida,
tan paralizada al ver su rostro contraído que no se atrevió a hacerlo.

--¿Qué te pasa? ¿qué es lo que tienes?

Tristán se encogió de hombros sin responder, dio unos cuantos paseos por
la estancia y al cabo como si hablara consigo mismo, más que
dirigiéndose a su mujer:

--Nada, que jamás, ¡jamás! puede uno convencerse de todas veras de que
los desengaños y sinsabores particulares de cada uno no son una
excepción, y que la tristeza es la ley general de la vida.

Luego siguió paseando sin pararse a hacer una caricia a su hijo.

Efectivamente, Tristán había sufrido aquella tarde uno de los mayores
desengaños de su vida, y eso que ésta, a lo que él decía, no había sido
otra cosa que una serie interminable de ellos. Su fraternal, su abnegado
amigo García era un traidor como todos los demás. Lo había averiguado
del modo siguiente: Iba paseando por una de las avenidas solitarias del
Retiro cuando acertó a ver delante de sí y por la espalda dos figuras
que le parecieron conocidas. Se acercó un poco más y se cercioró de que
una de ellas era la del gran dramaturgo y su enemigo mortal Estévanez.
¿Por qué era su enemigo mortal Estévanez? Tristán lo demostraba por
medio de una serie de razonamientos que no a todos convencían. Sin
embargo, él cada día parecía más persuadido y cada día le dedicaba mayor
odio. Es más, suponía que después de haber inspirado el artículo de
_Leporello_ en _El Universal_ que tanto le había herido, después de
haber influido para que retirasen prematuramente su drama del cartel,
todavía se empleaba villanamente en perseguirle y desacreditarle. No
había insinuación en los artículos literarios de los periódicos que
pudiera perjudicarle en que no viese la mano de Estévanez, no llegaba a
sus oídos ninguna frase mortificante de la cual no le atribuyese la
paternidad.

Acercose un poco más y vio con sorpresa y horror que la persona que le
acompañaba era ni más ni menos que su amigo García. Sintió un frío
extraño en el corazón, el frío que nos causan las grandes decepciones de
la vida. Disimuladamente, ocultándose detrás de los setos y de los
árboles los siguió largo rato. Observó que se hablaban con franqueza y
animación, que García se mostraba con el célebre literato lleno de
deferencia y que éste a su vez le pagaba otorgándole una confianza
afectuosa. Acercose todavía por ver si podía escuchar algo de su
conversación; percibió algunas palabras sueltas, pues hablaban en voz
alta, y al cabo de unos instantes creyó oír distintamente la siguiente
frase en boca de García: «El pobre Tristán, aunque se cree un gran
poeta, no pasa de ser una medianía.» Esta frase jamás fue pronunciada
por el buen García, ni era posible, pero Tristán la oyó claramente. Es
un fenómeno de autosugestión que casi todos hemos podido comprobar
alguna vez. Cuando nos hallamos temerosos o profundamente convencidos de
que se ha de decir una cosa, llevamos mucho adelantado para oírla aunque
no se diga.

Una rabia insensata le mordió en las entrañas. De buena gana les hubiera
tocado en la espalda para decirles: «¡Aquí estoy yo!» y estuvo a punto
de hacerlo, pero se contuvo. Dio la vuelta con presteza y se puso a
marchar agitadamente por los caminos más solitarios del parque, presa de
una violenta cólera.

--¡Miserable...! ¡traidor...! ¡granuja...! ¡Después de lo que yo he
hecho por él!

Iba murmurando por intervalos estas y otras frases por el estilo.
Recordaba los favores que había hecho a García sin pensar, por supuesto,
en los que éste le había hecho a él. Al cabo de algún tiempo de dar
vueltas y más vueltas sin saber por dónde andaba, con el cerebro
encendido y el cuerpo convulso, al atravesar por uno de los parajes más
recónditos del parque oyó detrás de un seto la voz y la risa de persona
conocida. Asomó la cabeza por encima del follaje y pudo ver a sus amigos
Cirilo y Visita sentados en un banco. El paralítico leía por un libro;
la ciega escuchaba y a menudo interrumpían la lectura para reír y
comentar con admiración los pasajes que más les agradaban. Aquella
simple y tranquila felicidad hirió a Tristán como una bofetada en tal
momento. Los contempló con ojos cargados de desdén y de cólera y al fin
se alejó murmurando:--«¡Qué par de imbéciles!»

--¿Pero qué te ha ocurrido?--volvió a preguntarle su mujer.

--Nada, hija mía, que hoy se me ha caído la venda de los ojos. El
amiguito García, ese desdichado a quien sólo por compasión admitía en mi
casa, me estaba arrancando esta tarde la piel de lo lindo con mi otro
amigo Estévanez.

Hay que advertir que Tristán sentía particular predilección por esta
metáfora de la venda y que solía emplearla con bastante frecuencia. En
cuanto cualquier persona de su conocimiento no satisfacía todas sus
pretensiones y hasta sus caprichos, era sabido, «le caía la venda de los
ojos».

--No puede ser--respondió resueltamente Clara con el instinto seguro que
tienen las mujeres para juzgar el carácter de los amigos de sus maridos.

--¿Cómo no ha de ser, si yo mismo le he oído?

Clara quedó un instante suspensa, pero volvió a decir con mayor
resolución:

--No puede ser. García es absolutamente incapaz de cometer contigo una
villanía.

--¡Qué sabes tú de lo que son capaces o incapaces los seres
humanos!--replicó alzando los hombros con desdén--. Lo ha dicho con
profunda sabiduría el maestro alemán, el maestro clarividente: sólo
cuando llegamos a cierta edad comprendemos en qué cueva de bandidos
hemos caído.

--García no sólo te quiere entrañablemente, sino que te admira como a
ningún otro hombre.

--De la admiración a la envidia no hay más que un paso. Yo he caído en
el error de tratar con excesiva familiaridad a un hombre tan vulgar como
García. Estas naturalezas se sublevan al aspecto de otra naturaleza
opuesta. Disimularán su envidia durante algún tiempo, el tiempo que les
convenga, pero en la primera ocasión favorable la mostrarán. Si se ha
hecho amigo de Estévanez, mi amistad le importa ya poco y se vengará del
tiempo que ha perdido adulándome.

--¡Oh, qué atrocidad! Tristán, no pienses eso.

En vano con la elocuencia que le dictaba su recto corazón trató de
disuadirle y desvanecer aquellas negras sospechas. Agarrado con
irresistible presión como siempre a sus ideas, su marido no quiso
escucharla, oponiendo a todas sus razones una actitud altiva y
desdeñosa.

Comió poco y estuvo sombrío y silencioso mientras duró la cena. Cuando
habían llegado a los postres sonó el timbre de la puerta. El criado fue
a abrir y entró después sin decir nada.

--¿Quién llamaba?

--El señorito García--respondió con indiferencia--. No quiso pasar: dijo
que se iba al despacho.

Tristán se alzó de la silla. Clara también se levantó y sujetándole con
mano trémula por una manga le dijo:

--No vayas allá, Tristán. Déjame ir a mí... Le diré que estás
indispuesto, que te duele la cabeza y no puedes hablar con nadie.

--¡Suelta, suelta!--respondió él haciendo un movimiento brusco y
zafándose de su mano.

Y con paso vivo se dirigió al despacho, dejando a Clara acongojada.

García leía ya atentamente por un libro a la luz del quinqué.

--¡Hola, amigo!--profirió Tristán con una voz tan extraña que García
levantó la cabeza sorprendido.

--¿Cómo estamos, amigo?--siguió con la misma inflexión de voz y
acercándose a la mesa.

--Bien, ¿y tú?--respondió García mirándole cada vez con mayor sorpresa.

--¿Yo...? ¡Divinamente!

Y se sentó frente a él y le clavó una larga mirada insistente y dura.

--Desde que hago una vida más higiénica--añadió--me encuentro
perfectamente. Ya no paso las tardes en el café, como antes; ahora me
dedico a dar paseos entre los árboles, buscando atmósfera más pura. Hoy
he paseado por el Retiro... y ¡mira tú lo que son las cosas,
amigo!--prosiguió con acento irónico--, también debajo de los árboles se
suelen encontrar cosas impuras.

García se puso levemente colorado. Tristán mirándole aún con mayor
fijeza continuó:

--Su verdura no sólo tiene la propiedad de descomponer el ácido
carbónico del aire, sino también de corromper los más puros
sentimientos y de poner al descubierto el fondo de los corazones. Es un
experimento que pienso comunicar a la Academia de Ciencias y que como
todos los grandes inventos se debe a la casualidad...

--¡Basta, Tristán! Si te has ofendido porque haya paseado con
Estévanez...

--¿Ofenderme...? No, querido, no; el espectáculo de la miseria humana no
ofende; entristece solamente.

--Tristán, ¿qué estás diciendo? Repara que ahora me ofendes tú. Yo no he
buscado la amistad de Estévanez. Él me ha hablado en el saloncillo del
Español, y sabiendo que estaba haciendo oposiciones a una cátedra se
brindó espontáneamente a recomendarme a dos de los miembros del
tribunal. ¿Querías que me mostrase ingrato con él?

--Yo no quiero nada--respondió con sequedad desdeñosa Tristán.

--Además, ahora que le trato puedo decírtelo, estás en un error
suponiendo que es tu enemigo: las pocas veces que ha hablado de ti
conmigo lo ha hecho en términos muy lisonjeros. Te considera como el
joven más brillante de la nueva generación literaria y se lamenta de que
sin motivo alguno hayas dejado de saludarle.

--¡Ah, sin motivo!--exclamó Aldama con acento sarcástico--. Los hombres
perversos nunca encuentran motivo para que se les odie. Y en el fondo
tienen razón. ¿Qué culpa tienen ellos de haber nacido perversos? A ti te
consta mejor que a nadie la serie de ruindades que ese hombre ha hecho
conmigo.

--A mí sólo me consta porque tú me lo has dicho.

--¡Sí te consta, y si no lo confiesas es porque eres un traidor como
él!--exclamó con furiosa exaltación.

--¡Tristán!--dijo García levantándose.

--¡Un traidor peor que él, porque él no me debe nada y tú si!--gritó aún
con mayor exaltación agarrándose con manos crispadas a la mesa para
alzarse.

--Me estás insultando sin motivo y en tu propia casa--profirió el pobre
joven pálido ya como la cera.

--Un traidor es quien sin tener en cuenta la amistad fraternal que le
liga a otro hombre va a desacreditarle y a murmurar de él con sus
enemigos.

--¡Eso es falso!

--No es falso, no, porque son testigos de ello mis propios oídos.

--¡Pues mienten tus propios oídos!--exclamó con valerosa indignación
García.

Tristán, muy pálido también, quedó unos instantes silencioso y al cabo
dijo haciendo visibles esfuerzos para hablar con calma:

--Es inútil que hablemos más. Todas las cosas tienen un término triste
en este mundo y la amistad es de las que primero se marchitan. Yo he
cometido la locura de estrechar demasiado mis relaciones contigo sin
tener en cuenta que todo lo que se aprieta demasiado acaba por romperse.
Ha llegado el momento en que la cuerda estalle, pero conste que se ha
roto por tu lado, no por el mío. Alejémonos, García, alejémonos para
siempre el uno del otro y comencemos en el mundo otros ensayos que
tendrán idéntico resultado.

--Nada se ha roto por mi lado, Tristán. Esa es una de tantas visiones
negras como has tenido en tu vida, sobre todo de poco tiempo a esta
parte. Mi amistad por ti es tan firme, tan verdadera, que nadie más que
tú en el mundo ha podido dudar de ella.

--La amistad verdadera entre los hombres es algo que pertenece a la
fábula. Si yo lo hubiera tenido bien presente no tomaría el grave
disgusto que me ha causado tu proceder. Debiera analizarla como un
mineralogista examina una piedra; hubiera visto que aunque sincera en la
apariencia descansaba sobre motivos secretamente egoístas, y viviendo
así prevenido la traición me hubiera dejado tranquilo.

--¿Quién habla de traición? ¡Miente! ¡miente quien lo diga!--volvió a
exclamar con la misma indignación García.

--Basta, repito. Mi resolución está tomada. Tú y yo hemos concluido para
siempre.

Al pronunciar estas palabras dio unos pasos hacia la puerta mirando
fijamente a su amigo. Este también le miró estupefacto haciéndose cargo
por aquel ademán que le arrojaba de su casa. Hubo un instante en que
ambos permanecieron inmóviles mirándose a los ojos. Al fin García se
dirigió con paso precipitado a la puerta. Antes de traspasarla se volvió
y con los ojos llenos de lágrimas le dijo:

--¡Que no te tome Dios en cuenta, Tristán, la injusticia que estás
cometiendo!



XX

CONSECUENCIAS DE UNOS CELOS


Tristán sólo entró en el comedor para despedirse de su mujer y besar a
su hijo. Viéndole pálido y trémulo Clara no quiso darle la noticia de la
visita, aquella visita que tanto le pesaba ya sobre el alma. Ella
también se hallaba bien turbada por la escena que acababa de adivinar,
más que de percibir. Su espíritu, siempre recto, se rebelaba contra el
proceder brutal de su marido. Si le hubiera visto menos alterado se lo
habría expresado con toda franqueza porque era una valerosa mujer y toda
injusticia sublevaba su sangre. Aplazó, pues, también esta explicación
para el día siguiente y procuró distraer como siempre sus inquietudes
con las gracias de su hijo, mientras Tristán caminaba la vuelta
acostumbrada del café. La tertulia literaria, cuando llegó, ardía ya en
disputas y bromas. Pronto se dejó vencer por el influjo de aquella
ruidosa alegría y se disiparon las sombras que obscurecían su frente.
Olvidó su disgusto. Pero cuando más enfrascado se hallaba en la algazara
apareció en la puerta la figura siniestra del paisano Barragán con su
eterna zamarra negra, su enorme sombrero y sus barbas hasta el medio del
pecho. Los ojos de todos los tertulios se volvieron con sorpresa hacia
él y hubo un instante de silencio.

--¡Hola! ¿qué vendrá a hacer aquí este _pájaro_?--dijo uno.

--¡Soberbia figura para mi drama! Estoy por ir a preguntarle si se
quiere contratar--dijo otro.

--¡A que no te acercas a él!

Mientras tanto Barragán avanzaba por el medio del café echando miradas
sanguinarias a todos los rincones como si buscase a alguno para
arrojarse sobre él y degollarlo. Al fin divisó al desgraciado que
buscaba. Era un sujeto de faz bermeja. En los labios sinuosos del
paisano se dibujó una sonrisa feroz y se dirigió hacia el sitio que
ocupaba. Pero al pasar cerca de la mesa de los literatos percibió a
Tristán y exclamó sonriente y espantoso:

--¡Adiós, Tristanito! Hace ya una temporadita que no nos hemos visto.
¿Cómo va esa salud? Por Clarita y el chiquitín no le pregunto porque sé
que están buenos. Nanín me lo ha dicho esta tarde.

--¿Qué Nanín?--preguntó Aldama por cuyos ojos pasó una nube.

--¿Qué Nanín ha de ser? El marquesito del Lago. Me ha dicho que los ha
visto en su casa y que había sentido mucho no encontrarle a usted.

La impresión que Tristán sintió con estas palabras fue tan violenta, que
un golpe en la cabeza no le hubiera dejado más aturdido y paralizado.
Sólo pudo exclamar con forzada y estúpida sonrisa:--«¡Ah!»

--Bueno--siguió Barragán viendo que Tristán no decía más--. He venido a
buscar a aquel amigo que me ha citado aquí y voy a hablar un rato con
él. Es maestro cortador de _La Confianza_, esa gran sastrería de la
calle Mayor; un hombre instruidísimo, Tristanito, un verdadero filósofo.
Conoce la historia de España al dedillo. Le dice a usted todos los reyes
godos de memoria sin faltar uno, ¡es que sin faltar uno, Tristanito,
créalo usted! En Calatayud, que es su pueblo, ha publicado unos
artículos contra el celibato eclesiástico que levantaron roncha en el
clero. Ahora está escribiendo un folleto contra Moisés, ¡una verdadera
hermosura!

En aquel momento el sujeto en cuestión acercaba su nariz escarlata a una
copa de cognac, haciendo concebir la sospecha de que su rencor contra el
caudillo de los israelitas quizá naciese por no haber logrado entrar en
la tierra de Canaan y disfrutar de sus famosos viñedos.

Mientras duró esta breve conversación los amigos de Tristán se burlaban
de lo lindo, aunque en voz baja, del paisano. «¡Guardias,
socorro!»--exclamaba uno--. «Tome usted la cartera. ¡No me haga usted
daño por Dios!»--decía otro llevando la mano al bolsillo--. «Pues habla
en diminutivo con mucha dulzura.»--«Será un bandido generoso como Diego
Corrientes.»--«Mirad qué pálido se ha quedado Aldama.»

En efecto, Tristán se había quedado tan descompuesto que apenas podía
articular una palabra. Sin embargo, hizo un esfuerzo heroico sobre si
mismo y sonrió balbuciendo que aquel amigo de tan fea catadura era una
persona honrada e inofensiva.--«¡Ya, ya, bien inofensivo te dé
Dios!--Pues tú buen susto has llevado. Estás más yerto que Hamlet viendo
el espectro de su padre.» Hizo cuanto le fue posible por mostrarse
tranquilo; pero a los pocos instantes, con no poca sorpresa de los
tertulios, se levantó bruscamente y sin despedirse se dirigió con paso
rápido al sitio que ocupaba Barragán.

--Amigo Barragán--le dijo en el tono más indiferente que pudo--, ¿sabe
usted en qué hotel para el marqués del Lago?

--No está en ningún hotel. Vive, según me ha dicho, en casa de su primo
el marqués de Henares... Un hermano de éste creo que se casa ahora con
la hija de Roda...

--Ya. ¿Y dónde vive el marqués de Henares?

--Eso sí que no puedo decirle, Tristanito. Mañana puede usted
averiguarlo en el Congreso, porque es diputado.

Sin dirigir siquiera una mirada a la mesa donde se hallaban sus amigos
salió apresuradamente del café. Una vez en la calle, quedó un instante
inmóvil. La cabeza le ardía y el corazón le palpitaba fuertemente. Al
cabo emprendió a paso largo el camino de su casa. Se acercó a la
portería donde los porteros formaban tertulia en torno de una mesa con
algunos amigos. Llamó con los dedos en los cristales.

--Diga usted, Juan, ¿esta tarde ha venido algún caballero a verme?

El portero vaciló un momento sin acordarse, pero su mujer respondió en
voz alta:

--Sí, hombre, ¿no te acuerdas de un señorito joven que preguntó por los
señores de Aldama?

--¡Ah! sí, un señorito alto, grueso, de pelo rubio. Le dije que no
estaba el señorito. Me contestó que era igual y subió...

--Bien; ése ya sé quién es porque ha entrado en casa--respondió para
disimular--. ¿No ha venido ningún otro a preguntar por mí?

--Me parece que no señor.

Inmediatamente se trasladó a una librería de la Carrera de San Jerónimo
que aún estaba abierta, pidió la _Guía de Madrid_ y se enteró dónde
vivía el marqués de Henares. Era en una calle del barrio de Argüelles.
Tomó un coche en la Puerta del Sol y dio las señas. Pocos minutos
después se bajaba delante del hotel que ocupaba el marqués. Preguntó al
portero. El señor y la señora habían salido hacía ya una hora con su
primo el marqués del Lago y una señorita.

--¿No sabe usted dónde han ido?

--No, señor..., pero aguarde usted un momento.

Tomó la bocina del tubo acústico y llamó.

--María Luisa, ¿sabes dónde han ido los señores esta noche?

El portero escuchó lo que le respondían y colgando la boquilla dijo:

--Los señores tenían tomado un palco en el teatro de Apolo. Allí deben
de estar.

Tristán subió de nuevo al coche dando estas señas. Cuando cruzaba por la
Puerta del Sol sonaban en el reloj del ministerio de la Gobernación las
diez. Se apeó delante del teatro y despidió el coche, y usando de su
privilegio de autor entró sin detenerse en la taquilla. Había comenzado
ya el acto segundo. Se acercó a la puerta central de las butacas, la
entreabrió y echó una rápida mirada a los palcos. En seguida le vio.
Había dos señoras en primer término y él con otro caballero detrás de
ellas. Se cercioró bien del número del palco y subió hasta colocarse
detrás de la puertecita, y por un movimiento irreflexivo llamó con los
nudillos de los dedos sobre ella. El mismo marquesito se levantó para
abrir. Su semblante se dilató con una franca y cordial sonrisa.

--¡Amigo Aldama, usted por aquí! Pase usted. ¡Cuántos deseos...!

Pero la frase expiró en sus labios. La sonrisa que contraía el rostro de
Tristán era tan extraña y su rostro se hallaba tan descompuesto, que el
marquesito quedó paralizado.

--¿Tendría usted la amabilidad de escucharme dos palabras?

--Con mucho gusto... ¿Pero no quiere usted pasar?

--No señor, gracias.

--¿Es tan urgente el asunto?

--Lo es.

Nanín quedó un instante suspenso.

--Bien, bien--dijo al cabo--. Será como usted guste. Y dirigiéndose a
sus primos añadió:--Soy con vosotros al instante. Necesito hablar unas
palabras con este amigo.

Salió y cerró la puerta del palco.

--Estoy a su disposición--dijo ya con semblante grave para acomodarse al
de Tristán.

Este echó a andar hacia la escalera y Nanín le siguió al vestíbulo que
se hallaba solitario. Sólo los encargados de recibir los billetes de
entrada charlaban a la puerta.

--Acabo de saber que ha estado usted en mi casa.

--Efectivamente, esta tarde he tenido el gusto de ver a Clara...

--¿Y no hubiera usted hecho mejor en haberse privado de ese gusto?--dijo
Tristán, a quien la frase del marqués calentó aún más la sangre.

Nanín le miró estupefacto.

--No comprendo...

--Quiero decir que visitar a las señoras jóvenes en ausencia de sus
maridos no siempre es oportuno. Generalmente esta confianza se la
autorizan los amigos de mucha intimidad... Y francamente, por ahora no
puedo contarle a usted entre ellos.

El marquesito, cada vez más sorprendido, balbuceó:

--No pensé que eso tenía nada de particular... Con Clara y con su
hermano siempre hemos mantenido relaciones muy íntimas.

--Pero conmigo muy superficiales... y yo soy ahora el amo de la casa y
quien puede autorizar o desautorizar las visitas de mi mujer.

Nanín avergonzado y queriendo sacudir el embarazo que sentía replicó:

--¿Y para una tontería como ésta me hace usted salir del palco? ¡Hombre,
no merecía la pena!

--Permítame usted que le diga--profirió Tristán con reconcentrada
ira--que jamás he concedido ni pienso conceder a nadie el derecho de
calificar de tonterías mis actos. Y si alguien es bastante atrevido para
tomarse esa libertad se expone a sufrir las consecuencias.

--Pero ¿qué motivo hay para enfadarse de ese modo?--exclamó el
marquesito--. Que a usted no le gusta que vaya a su casa, ni quiere ser
mi amigo... Bueno; para eso no tenía usted necesidad de venir con esos
humos a llamarme estando con señoras. Bastaba con haberme enviado una
carta.

--Si a usted le parece que vengo con humos debe tener presente que donde
sale humo es que hay fuego. Ni para enfadarme ni para desenfadarme le
pido a usted permiso... Por lo demás, me acomoda mejor hacerle a usted
esa advertencia de palabra. No quiero que usted ponga los pies en mi
casa. ¿Se ha enterado usted?

El marquesito alzó los hombros con desdén.

--Lo mismo usted que su casa me tienen sin cuidado.

--Y a mí menos que mis palabras le desagraden--respondió Tristán
dirigiéndole una mirada provocativa.

El marquesito le miró a su vez en silencio unos momentos y volviendo al
cabo la espalda con un gesto desdeñoso murmuró:

--Razón tienen en decir que está usted loco.

--Más razón tienen en decir que es usted un imbécil.

Nanín se volvió rojo, exasperado, y avanzando hasta acercar su cara a la
de Aldama exclamó con furor:

--¿Qué decía usted?

Tristán, sin retroceder poco ni mucho, respondió con igual fiereza:

--Lo que todo el mundo sabe: que es usted un imbécil.

El marquesito alzó la mano y Aldama rodó por el suelo. Los dependientes
de la puerta y un caballero que cruzaba a la sazón y se había detenido
al oír la disputa acudieron a levantarle. Mientras esta operación se
realizaba Nanín pálido y con los ojos extraviados parecía decidido a
repetir la suerte. Tristán por su parte, una vez en pie, también quiso
arrojarse sobre él. Ambas cosas fueron impedidas por los porteros y el
caballero que les auxiliaba.

--¡Déjenme ustedes!--exclamaba Tristán--. ¿No ven ustedes que me ha
abofeteado?

Nanín guardaba silencio. Al fin volvió de nuevo la espalda y con
tranquilo paso se dirigió a la escalera para subir al palco. Tristán,
sujeto por las manos de los dependientes, le gritó:

--¡Pronto tendrá usted noticias mías!

El marquesito siguió caminando con desdeñosa indiferencia.

Tristán corrió al café. Tenía la mejilla roja y un poco inflamada.
Cuando se acercó a la tertulia de sus amigos, éstos le acogieron con las
alegres chanzas de siempre, pero al verle tan descompuesto y al observar
que se dirigía a un joven capitán, único militar de la reunión, y a otro
amigo que tenía fama de tirador de armas y duelista, entendieron de lo
que se trataba y se callaron con respeto. Tristán llevó a otra mesa a
sus dos amigos y conferenció con ellos brevemente.

--Tengo, sin ninguna clase de duda, la elección de armas, porque he sido
abofeteado delante de varias personas. Elegid la pistola en las
condiciones más graves que podáis.

Los amigos se dirigieron al Teatro de Apolo. El marquesito, que ya había
contado a su primo el de Henares la aventura y esperaba la visita,
eligió por padrinos por indicación de éste a González de la Riva, un
hombre político muy conocido que se hallaba a la sazón en el teatro, y a
un joven teniente de artillería. Como el teatro no era sitio a propósito
para ventilar aquel asunto, se dirigieron los cuatro al Círculo de la
Peña y conferenciaron en un saloncito completamente solos. González de
la Riva, acostumbrado a las transacciones de la política y a los
cabildeos del salón de conferencias del Congreso, quiso desde luego
arreglar pacíficamente el asunto y empleó para ello aquella facundia
persuasiva que todo el mundo le reconocía. Sus frases aliñadas, todas
sus habilidades parlamentarias se estrellaron contra la resuelta y
arrogante decisión de los padrinos de Aldama.

--No queremos acta, porque el acta que propusiéramos no la aceptaría
ningún hombre de honor, y no tenemos intención de ofender al marqués del
Lago.

Luego, al tratar de las armas, hubo también su poquito de discusión. Se
reconocía el derecho de Aldama a elegir, pero los padrinos del marqués,
sobre todo González de la Riva, expresaron su deseo de quitar gravedad
al duelo. Con igual firmeza los de Aldama rechazaron este deseo e
impusieron sus condiciones. Dos disparos simultáneos a treinta pasos:
inmediatamente otros dos a veinte avanzando cinco cada uno. Cuando
salían del saloncito después de haberlas convenido llegaba Narciso Luna,
aquel joven-viejo o viejo-joven amante de la condesa de Peñarrubia.
Había tenido noticia de lo que se trataba y venía desde el billar
jadeante, trémulo, como si se tratase realmente del desafío de un
hermano. Se dirigió con voz alterada a los padrinos diciéndoles que
aquel lance no podía efectuarse, que era necesario arreglarlo y que él
estaba dispuesto a hacer cuanto fuese necesario para ello dejando el
honor de ambos a salvo. Los padrinos del marqués (con el cual ni su
misma hermana la condesa de Peñarrubia se trataba ya) hicieron
comprender cortésmente a aquel cuñado _sui generis_ que no debía
mezclarse para nada en el asunto que les estaba confiado. Los de Aldama
ni siquiera se dignaron contestarle pasando fríos y arrogantes por
delante de él. Cuando se hallaban ya a alguna distancia uno de ellos
dejó escapar en voz bastante alta una frase sangrienta que Narciso Luna
no oyó o no quiso recoger.

Tristán les esperaba en el café impaciente. En cuanto llegaron y le
dieron cuenta de las condiciones convenidas quedó repentinamente
tranquilo y satisfecho. Se puso a charlar y bromear con sus amigos con
una alegría y serenidad que éstos admiraron. Poco después se despidió no
sin haber convenido con sus testigos la hora y el sitio en que debían
verse. Para evitar sospechas en las familias se concertó el lance por la
tarde en una finca situada en Leganés. El marquesito debía salir del
Veloz-Club con sus amigos a las dos en punto y Tristán de la Peña a la
misma hora con los suyos. Cuando se vio en la calle y solo, una arruga
profunda se marcó en su frente: desapareció súbitamente la alegría, un
poco forzada, que a última hora había mostrado. Un problema negro,
pavoroso se alzó delante de él. Clara. ¿Por qué había recibido la visita
del marquesito? ¿Por qué se la había ocultado? Mucho menos que esto
necesitaba su espíritu caviloso para lanzarse a todas las sospechas, a
las hipótesis más graves. El corazón comenzó a palpitarle fuertemente,
las sienes le latían como si su cabeza fuese a estallar: emprendió la
carrera hacia su casa. Cuando llegó, Clara aún estaba vestida
esperándole aunque era ya más tarde que de costumbre. Al ver la
descomposición de su rostro, al sentir sobre sí la mirada fulgurante de
su marido comprendió que éste tenía conocimiento de la visita del
marqués. La escena que se desarrolló fue violentísima: gritos, lágrimas,
recriminaciones, protestas. Sin embargo, la verdad vibraba tan elocuente
en la voz de la joven esposa, resplandecía en sus ojos tan nobles, tan
sinceros que Tristán no pudo menos de rendirse en el fondo de su corazón
a la evidencia. La visita había sido inevitable porque el criado no dijo
el nombre del marqués, se había hecho en presencia de la niñera y sólo
por el temor de aumentar su desazón había aplazado darle conocimiento
hasta verle más tranquilo. Tristán se rindió en el fondo a estas
verdades, pero no en la apariencia. Cuando después de un rato de
silencio Clara fue a darle un beso la rechazó y levantándose bruscamente
se fue a dormir a otro cuarto dejándola bañada en lágrimas.

Clara era inocente, así lo comprendió; mas por una de esas misteriosas
depravaciones que experimenta el espíritu de los hombres preocupados
por una idea fija, aferrados tenazmente a una abstracción, casi se
sentía molesto de que lo fuese. Quisiera poder gritar con furor «¡ah!
¡la vida!» y maldecir como siempre de la creación. Sufrir, morir, tal es
el destino del hombre. Todo amor, aun el más tierno, aun el más santo,
no es más que el instinto sexual disfrazado. El matrimonio es un lazo
que la naturaleza nos tiende, etc.; todos los pensamientos en fin de que
estaba atiborrado su cerebro y que buscaban el más mínimo pretexto para
exhalarse. Aquello de haber encontrado un ser tan noble, tan puro, tan
exento de egoísmo como su esposa constituía para él una verdadera
decepción. Pero ya que por este lado no podía refocilarse en sus ideas
negras, desesperadas, halló manera adecuada de darles satisfacción
pensando en el marquesito. No le cabía duda que aquel majadero insistía
en pretender a su mujer, que la visita a solas había sido calculada, y
aun llegaban sus sospechas a imaginar que había estado espiando su
salida para entrar, sabiéndole ausente. Por esto, por la profunda
antipatía que desde luego le inspiraba y sobre todo por la afrenta que
de él acababa de recibir, su sangre hervía de odio y ansias de vengarse.
Su habilidad suprema en el manejo de la pistola le ponía en condiciones
de saciar este deseo, pero al mismo tiempo despertaba en su conciencia
ciertos leves escrúpulos que procuraba sofocar por medio de reflexiones
más o menos fundadas. «Nanín es un gran cazador--se decía--. Conoce
admirablemente el manejo de la carabina. ¿Por qué no ha de tirar también
la pistola?»

A la mañana siguiente hizo la vida de siempre. Después de desayunar en
compañía de su esposa, estuvo leyendo o trabajando en su despacho. Con
aquélla, aunque todavía serio, se mostró dulce y afectuoso. Clara,
sorprendida, fue tan dichosa, que antes de encerrarse le besó con
transporte y luego lloró de felicidad a solas. Las vagas sospechas de
que Tristán pudiese provocar al marqués se disiparon. Almorzaron con
tranquilidad, y después de haber pasado un rato jugando con el niño
mientras fumaba un cigarro, tomó el sombrero y salió como de costumbre.
Se hallaba perfectamente tranquilo. Sin embargo, cuando Clara, que
salía siempre a despedirle, cerró la puerta, cuando bajó los primeros
escalones, un pensamiento lúgubre atravesó su cerebro: «¡Si ese chico me
matase!» Quedó un instante inmóvil y tuvo intenciones de volverse y
besar a su hijo y a su esposa con más efusión de lo que lo había hecho.
Pero se arrepintió inmediatamente comprendiendo el efecto que esto
causaría a Clara. Se trasladó a pie hasta la Peña.

Ya le esperaban allí sus testigos. Con ellos iba un amigo médico.
Subieron al carruaje al sonar las dos y cuando montaban vieron que
arrancaba también del _Veloz_ otro carruaje donde debía de ir el
marqués. Mientras duró el trayecto tanto él como sus amigos afectaron
alegría. El médico, que era aragonés, les fue contando una serie de
chascarrillos baturros y el capitán, nacido en Málaga, correspondió con
buen golpe de _timos_ andaluces. Al llegar a la posesión la gran puerta
enrejada de hierro estaba abierta y un criado al pie de ella
esperándoles. Les dijo que los otros señores ya estaban dentro. Hechos
los saludos de rúbrica los testigos conferenciaron brevemente. Luego uno
después de otro hicieron entrar a sus apadrinados en la casa y escribir
sobre una mesa de comedor una carta dirigida al juez, la consabida carta
del suicida. Salieron de nuevo todos, caminaron largo trecho por la
posesión hasta salir de ella y buscar un sitio retirado detrás de sus
tapias. El dueño de la finca se había negado a que el duelo se realizase
dentro aunque les facilitó todos los medios para que no tuviesen
necesidad de hacerlo.

Se cargaron las pistolas, se eligió terreno, se midió, se sortearon los
sitios. Por fin se le puso a cada uno una pistola en la mano. Mientras
duraron todas estas operaciones Tristán estaba más que grave, ceñudo. El
marquesito sonreía. Cuando le entregaron la pistola y le invitaron a
ponerse en guardia todavía se dibujó una sonrisa en sus labios, pero
aquella sonrisa expresaba una mezcla de sorpresa y confusión. En
realidad Nanín se sentía sorprendido y avergonzado de hallarse en una
situación que dado su carácter pacífico y bondadoso ni remotamente pudo
prever.

--¡Prevenidos!--gritó uno de los testigos. Y dio tres palmadas...

Los dos tiros sonaron casi simultáneamente sin hacer blanco. Tristán no
pudo reprimir un imperceptible gesto de sorpresa. Ya contaba con que las
pistolas no estarían montadas al pelo, pero no sospechó que estuvieran
tan duras, y _dio gatillazo_ como dicen los tiradores. Se cargaron
nuevamente, tomó cada uno la suya y el mismo testigo gritó:

--¡Avanzar!

Pero antes de hacerlo González de la Riva se acercó velozmente a la
línea de los combatientes y dijo con su voz recia de orador tribunicio:

--Señores: Sean cuales fueren los motivos que a este penoso trance han
conducido a los caballeros que tenemos la honra de apadrinar ya no puede
ofrecer la menor duda que el honor de ambos ha quedado plenamente
satisfecho, limpio de toda mácula, puro y diáfano como un día
esplendoroso de sol. El valor, la serenidad, la perfecta hidalguía de
que han dado gallarda muestra lo atestiguan mejor que pueden hacerlo mis
humildes palabras. Inútil y temerario y contrario a todas las leyes de
humanidad sería que prosiguiesen dando iguales pruebas. Nada añadiría ya
a su acabada caballerosidad, quitando mucho a su prudencia y a sus
sentimientos humanitarios. ¡Ah señores! el hombre no es una fiera de los
bosques a quien enardece en vez de calmar la sangre de su enemigo y
lucha con él hasta destrozarlo y no queda satisfecha hasta que le
arranca sus entrañas palpitantes. El sol de la inteligencia resplandece
en nuestro cerebro, el rayo del amor penetra en nuestro corazón. Somos
hombres, estamos sellados por la naturaleza como reyes de la creación y
nuestros actos deben responder a esta sagrada rúbrica. ¿Queréis por una
triste y mentida susceptibilidad arrancaros de la cabeza la corona
insignia de vuestra majestad, despojaros del manto de púrpura que señala
vuestra grandeza? ¿Queréis que habiendo nacido hombres envidiemos la
condición de las fieras? Lejos de mi ánimo el suponerlo. Yo sé que
vuestro corazón es demasiado noble para albergar los instintos
sanguinarios de la bestia feroz, yo sé que este mismo corazón os dice en
este mismo momento que habiéndoos portado como valientes es hora de
mostraros generosos... ¡Basta ya, señores! ¡basta ya! Dad la
satisfacción a vuestros amigos de depositar en el suelo esas armas y
estrecharos la mano como lo que sois, como hombres de honor, como claros
y perfectos caballeros.

Hablaba acompañándose con la acción desenvuelta y elegante del orador
encanecido en las lides parlamentarias, ahuecando la voz y haciéndola
temblar por momentos lo mismo que cuando trataba de hacer pasar un
proyecto de ley que la mayoría se obstinaba en rechazar.

Cuando terminó, Tristán, que le escuchaba sin pestañear, volvió la
cabeza con desdeñosa indiferencia y avanzó los cinco pasos que le habían
señalado. Nanín hizo lo mismo. El testigo volvió a dar las palmadas
convenidas. Los dos tiros partieron. Entonces se vio al marquesito
soltar la pistola, llevarse ambas manos al pecho, sonreír de un modo
doloroso y dando media vuelta desplomarse de bruces sobre la tierra con
un ruido sordo que heló la sangre de los circunstantes.

Los dos médicos se precipitaron a su socorro. Desgraciadamente se
cercioraron en seguida de que estaba muerto. Con una intensa emoción
pintada en los semblantes cambiáronse algunas palabras y Tristán,
acompañado de sus amigos, entró apresuradamente en la finca y volvió a
salir por la puerta enrejada, subiendo al coche que les aguardaba.



XXI

LA MALDICIÓN


Poco antes de la hora de comer Clara recibió una carta suya
previniéndole que no le esperase, que comía con unos amigos y no
volvería a casa hasta la hora de costumbre. No le sorprendió porque
alguna vez lo había hecho, aunque muy rara. Pero sí quedó admirada de
que hallándose aún en el comedor se presentase Escudero. Después de los
saludos y de algunas palabras indiferentes, el tío de Tristán le
manifestó, con emoción mal disimulada, que su sobrino había tenido un
lance de honor aquella tarde y que había herido a su adversario. Para
evitarse molestias y para sustraerse a la curiosidad de sus amigos había
resuelto dormir aquella noche en casa de sus tíos, adonde podía ir ella
también si gustaba.

Clara quedó yerta y preguntó sabiendo ya de antemano la respuesta:

--¿Con quién fue el lance?

--Con el marqués del Lago.

Se puso pálida y permaneció un instante pensativa.

--No le ha herido, le ha matado, ¿verdad?

Don Ramón bajó la cabeza sin contestar.

Ambos quedaron silenciosos. Al cabo Clara, alzando la frente, dijo con
resolución:

--Vamos allá. Voy a ponerme otra ropa y a prevenir a la niñera.

Lo que pasaba por el corazón de la joven esposa en aquel momento no es
fácil definir. No se le ocultaba que el lance había sido provocado por
Tristán a causa de sus ridículos celos, y aunque amaba ciegamente a su
marido su conciencia no podía menos de sublevarse contra tal barbarie,
contra una injusticia tan notoria. Aquel desenlace trágico la llenaba de
confusión y de terror. ¿Qué hombre era éste que por una estúpida
aprensión llegaba a dar muerte a un chico inocente? La entrevista con
Tristán en casa de Escudero se resintió de tal confusión de ideas, de
este choque de sentimientos tan diversos. Hubo instantes de emoción
intensa, de demostraciones de cariño frenético; pero los hubo también de
visible y extraña frialdad. Tristán, turbado por las emociones de la
tarde, aturdido por las consecuencias fatales que sus celos habían
ocasionado, no pudo advertir la singularidad de la conducta de su
esposa. Pasaron allí la noche. Clara no quiso acostarse y se estuvo
hasta las primeras horas de la madrugada con su tía Eugenia, que dormía
poco y vivía cada vez más miserable bajo un constante terror de todas
las calamidades posibles e imaginables; unas veces de los grandes
agentes físicos, el aire, el fuego, el agua, otras de los organismos
microscópicos, bacilos, microbios, etc. Escudero había aconsejado a su
sobrino que saliese unos días de Madrid. Aquel desafío seguramente iba a
levantar mucho ruido, los periódicos hablarían, las autoridades acaso
hicieran averiguaciones: nada más oportuno que mantenerse alejado hasta
que la marejada se calmase. Por la mañana salieron, pues, los esposos en
el gran familiar de su tío, acompañados solamente de la niñera y la
cocinera, para una finca que aquél poseía en los límites de la provincia
de Toledo. Allí permanecieron aproximadamente quince días. Durante este
tiempo, la influencia del campo, la vida más íntima y sobre todo la
necesidad de acallar el grito de su conciencia, hicieron a Tristán más
cariñoso y atento con su esposa. Apartado de la vida de café y de
círculo y de las rivalidades de la vida literaria, el lazo del amor
conyugal se estrechó. Clara por su parte hacía esfuerzos extraordinarios
por apartar de su imaginación aquel desafío fatal. Alguna vez, sentada
al lado de su marido al pie de una fuente o caminando emparejada con él
por el monte, llevando ambos colgada del hombro la escopeta, se sintió
feliz. Hubiera permanecido allí toda la vida.

Cuando volvieron a Madrid la casa se le cayó encima. Adiós ilusiones de
paz y de amor, adiós aire puro, adiós gratas correrías, adiós sueño
tranquilo. Otra vez a la soledad de su casa, a las tristes alternativas
de un humor suspicaz y sombrío. En la tarde del mismo día en que
regresaron se hallaban los esposos en el despacho de Tristán. Clara
sentada en un diván tenía al niño en sus brazos mientras aquél a su lado
se esforzaba en hacer reír al pequeñuelo retozando con él. El criado se
presentó.

--Una señora pregunta por los señoritos.

--¿Quién es? ¿Ha dado su nombre?

--No, señor. Ha dicho que es de confianza y quiere darles una sorpresa.

Tristán quedó un momento vacilante. Clara se puso repentinamente seria
como si un presentimiento triste atravesase su corazón.

--Bien; haz que pase.

El criado se retiró y a los pocos instantes apareció en la puerta la
marquesa viuda del Lago. Clara sintió que toda la sangre de sus venas
fluía al corazón. Tristán se alzó del asiento como movido por un
resorte. La marquesa, alta, delgada, vestida con un manto negro hasta
los pies, parecía un fantasma.

--¿No me esperaban ustedes, verdad?--dijo con voz enronquecida, extraña,
que jamás le habían oído--. Sin embargo, yo les aguardaba a ustedes
desde hace muchos días; les aguardaba con impaciencia. Los vecinos de la
calle pueden dar testimonio de ello. Ellos me habrán visto pasear día y
noche bajo el sol y bajo la lluvia sin perder de vista los balcones de
esta casa que con ansia deseaba ver abiertos. Allí ha dormido, me decía
mirando hacia acá, allí ha dormido tranquilo mucho tiempo, pero no
dormirá más el asesino de mi hijo...

--¡Señora! ¿qué está usted diciendo?--profirió Tristán con ímpetu dando
un paso adelante.

--¡No dormirá más, no!--prosiguió la marquesa sin hacer caso de la
interrupción--. Yo me encargaré de envenenar su sueño, de tener abiertos
sus ojos hasta que apunte la aurora. No quiero que para él haya ya
aurora ni luz, quiero que se agite entre las sábanas como entre
envolturas de llamas, que le persiga el fantasma del inocente que ha
sacrificado, que mil demonios le taladren sin cesar el corazón...

--¡Vea usted lo que dice!--gritó Tristán rojo de cólera--. Si hago
llamar para que escuchen estas palabras dará usted cuenta de ellas ante
la justicia.

--Llame usted a sus criados, llame usted a los vecinos, llame usted a
todo el mundo para que se enteren de que ha provocado usted a un
desgraciado joven para matarle no como hacen los caballeros, con riesgo
igual de su vida, sino como los traidores y cobardes, buscando la
ventaja para hurtar el cuerpo. Lo mismo usted que los amigos que le han
apadrinado sabían que mi hijo marchaba como un cordero al sacrificio,
porque su infernal habilidad en el arma que había elegido le daba sobre
él una superioridad indudable.

--¿Quería usted que habiendo sido abofeteado le diese a elegir el arma
que más le conviniese?--replicó Aldama con más humildad.

--Pero ¿quién ha ido a provocarlo? ¿Quién fue a sacarle de su palco para
injuriarlo? ¿Quién es el que fríamente concierta las condiciones de un
desafío en que sin remedio había de perecer un pobre joven, casi un
niño? Únicamente el que no tiene ni nobleza, ni valor, ni sentimientos
honrados en el corazón... ¡Ah, mi pobre hijo! ¡hijo de mis entrañas!
¡Cómo has caído en el lazo que te tendieron los traidores...! No estaba
aquí tu desgraciada madre para prevenirte, la madre que te ha tenido
colgado de sus pechos, la que besaba los rizos dorados de tu pelo al
acostarte y volvía a besarlos cuando te despertabas. Ya no existes,
pobre hijo mío... Una bala traidora ha agujereado tu pecho, y cuando
empezabas a vivir, cuando todo el mundo te sonreía y tu madre vivía
pendiente de tu sonrisa, tú tan noble, tan hermoso, tan valiente, ya no
eres más que ceniza... Dios que estás en los cielos, ¿por qué me dejas
vivir sin mi Nanín...?

La voz de la marquesa sollozaba al pronunciar estas palabras. Tristán,
presa de honda emoción, no supo más que balbucir:

--Señora, para mí ha sido también una desgracia irreparable...

--¡Miente usted!--exclamó revolviéndose furiosa con los ojos
llameantes--. Es usted incapaz de sentir lo que ha hecho, porque en
usted no hay más que envidia y vanidad.

--En el estado en que usted se halla sus palabras no tienen valor
alguno. Créalo usted o no lo crea, su dolor de madre conmueve hasta lo
profundo de mi alma, y daría con gusto en este momento mi vida por
devolverle la de su hijo...

--¡No me hable usted con dulzura! No quiero de usted la compasión.
Prefiero el odio. Ya que odiaba usted a mi hijo, ódieme también a mí.
Máteme usted como le ha matado a él. Acaso fuera el único bien que usted
puede hacer en este mundo... ¡Oh, mi Nanín! ¡oh, hijo de mi corazón...!
Venganza del cielo, ¿no caerás sobre la cabeza de su verdugo? Sí, sí...
caerá... Dios es justo. ¡Jamás vivirá tranquilo el que ha matado a un
ángel...! ¡Maldición, maldición sobre él!

La marquesa avanzó un paso todavía. Sus ojos brillaban como ascuas
debajo de sus cabellos blancos; todo su cuerpo temblaba de odio y de
cólera como el de una fatal euménida.

--¡Maldito sea usted y quien le ha engendrado! ¡Maldita sea la hora en
que ha nacido! ¡Permita Dios que su esposa vea siempre esas manos
teñidas de sangre! ¡Maldita sea ella también! ¡Maldita la leche que ese
niño está mamando...! ¡Malditos seáis todos, malditos, malditos,
malditos...!

Clara cayó sobre la alfombra con el niño entre los brazos. Tristán
acudió a socorrerlos. Cuando volvió la cabeza, la marquesa había ya
desaparecido.

Al recobrar el conocimiento y después de haberle prodigado los cuidados
necesarios se hizo venir al médico. Este, teniendo en cuenta el estado
de la madre y el tiempo que ya contaba el niño, ordenó que se le
destetase. Se dispuso, pues, que durmiese en un cuarto separado con la
niñera. Clara pasó el resto de la tarde llorando. Tristán salió un
momento después de comer y quiso distraerse en el café, pero no pudo
lograrlo. Se hallaba tan melancólico, tan abatido que muy presto se
restituyó a su casa. Clara se disponía a acostarse, pero no en la alcoba
del gabinete donde dormía el matrimonio, sino en otra habitación
alejada. Al presentarse Tristán y mostrar en los ojos su sorpresa le
dijo balbuciendo:

--Dispénsame, Tristán, me encuentro muy débil, me duele mucho la cabeza
y temo que me molesten allí los ruidos de la mañana... Ya ves, está tan
próxima a la puerta... Aquí hay más silencio...

--Está bien--dijo Tristán fingiendo creer la disculpa--. No te levantes
mañana. Yo encargaré a todos que no hagan ruido.

Hablaron unos momentos de cosas indiferentes, procurando ocultarse su
emoción y el abatimiento que los dominaba. Pero cuando Tristán al
despedirse quiso darla un beso, Clara se echó hacia atrás con un
movimiento de terror gritando: «¡No!»--Después se puso roja y bajó los
ojos. Tristán la miró largamente en silencio. Luego girando sobre los
talones salió de la estancia. Por la mañana saliendo de su despacho se
encontró en el corredor con ella. Estaba pálida. Se acercó a él y cayó
en sus brazos. Tristán la estrechó contra su pecho. Lloraron en silencio
largo rato. Ambos sentían que su felicidad estaba rota, que algo
siniestro se cernía sobre ellos y que no les dejaría hasta secar el amor
en su corazón.

Clara luchó denodadamente en los días sucesivos contra sus negros
presentimientos, contra sus terrores, contra la sangrienta visión que
las palabras de la marquesa habían dejado en su mente. Se mostró con su
marido cariñosa y solícita hasta el exceso, procurando envolverle en una
red de atenciones. Este cuidado alejaba de ella otros pensamientos, pero
era demasiado exagerado para que no se advirtiese el esfuerzo. Tristán
lo adivinaba y se sentía más herido en su orgullo que en su amor.
Hubiera podido, hubiera debido dar explicaciones, rebatir la terrible
acusación de la marquesa; los ojos de Clara se las demandaban con
insistencia; pero la innata y fiera altivez de su naturaleza le cerraba
los labios. Suponer que él era capaz de dejarse abofetear con el objeto
de tener facultad para elegir armas era una injuria que su esposa no
tenía derecho siquiera a imaginar. Este silencio fue fatal para ambos.
Clara al cabo de algún tiempo sintió desfallecer su fe. Cuando un alma
pura pierde la fe, la desesperación se apodera de ella. Amaba a su
marido porque creía en él, porque creía tanto en la nobleza de su
corazón como en su talento. Al filtrarse la duda en su mente todo lo vio
negro, todo lo vio horrible y le acometieron deseos de huir o de morir.
Se fatigó de aquellas calurosas expresiones de amor que no encontraban
la debida correspondencia. Tristán cada día más frío, más serio, más
encerrado en sí mismo, detenía sus caricias y congelaba sus expansiones.
El malestar fue creciendo y el alejamiento de los esposos haciéndose más
ostensible. Y ¡caso estraño! este alejamiento, provocado principalmente
por su actitud, hirió a Tristán tan cruelmente que le volvió loco de
ira. Era frío y altivo; comenzó a mostrarse grosero. Su carácter,
inclinado al despotismo, se agrió todavía más, particularmente con los
criados. Con Clara un cierto respeto, que aún no había perdido, le
detuvo durante algún tiempo. Pero también llegó a perderlo. Por
cualquier negligencia promovía en la casa un fuerte disturbio, se
exasperaba, gritaba como un loco. Nadie le entendía, nadie le daba
gusto. Habiendo sorprendido una sonrisa de inteligencia entre el criado
y la doncella le bastó esto para imaginar que en la casa se conspiraba
contra él, que todos estaban de acuerdo para vejarle y Clara la primera.
Entonces comenzó para ésta una vida bien miserable. Tristán apenas le
hablaba: algunas veces se sentaban a la mesa y se levantaban sin haber
despegado los labios. Sólo se dirigía a ella alguna vez cuando
necesitaba desahogar su mal humor para reprenderla ásperamente, para
injuriarla también en ocasiones. La joven contestaba a estas violencias
con lágrimas y sollozos. Llegó un momento, sin embargo, en que su
corazón herido, deshecho, ya no pudo más. Se secaron las lágrimas
repentinamente y un día en que su marido enloquecido se desbordaba en
palabras ultrajantes le clavó una mirada larga, fría, despreciativa que
le dejó paralizado. «Mi mujer me odia», se dijo estremecido. Y desde
entonces aquella idea no se apartó de su mente. Se puso a observarla con
ansiedad queriendo sorprender en sus ojos, en sus ademanes aquel odio
que él mismo había trabajado por despertar. No era verdad, sin embargo.
Clara no le odiaba, le despreciaba. Armada de este desdén como de una
coraza que la naturaleza piadosa colocara en su corazón escuchaba los
insultos de su marido sin pestañear y seguía ejecutando lo que tenía
entre manos con la misma calma que si oyese el ruido de la mar.

Tristán comenzó a padecer del estómago. Sus digestiones se hicieron
penosas, contribuyendo esto a exacerbar aún más su mal humor. No
resignándose a pensar que fuese una enfermedad enviada por la naturaleza
espontáneamente, se puso a imaginar que tenía la culpa la cocinera, que
los alimentos eran de mala calidad, que se los servían unas veces
crudos, otras salados o picantes, etc. Por reflejo, Clara tenía la culpa
de todo. Se despidió a la cocinera; vino otra y pasó lo mismo. A veces
se marchaba a comer al restaurant, y entonces llegaba triunfante a casa
y decía en alta voz que aquel día se sentía admirablemente aunque no
fuese verdad. Un día le preguntó a un amigo médico en el café:

--Dime, ¿es verdad que existen venenos lentos?

--Cualquier sustancia nociva es un veneno lento si se administra a la
continua--le respondió.

Aquel día estuvo doblemente preocupado y caviloso. Desde entonces
comenzó a observar con intensa atención los movimientos de su esposa, a
reconocer a hurtadillas todos los cacharros que había en el aparador, a
dirigir rápidas y penetrantes miradas a aquélla cada vez que gustaba los
alimentos. Cierta noche, después de comer, no sintiéndose con ganas de
salir, se acomodó en una butaca y pidió que le hiciesen te. Al oír los
pasos del criado que se lo traía, Clara que estaba bordando debajo de
la lámpara, se alzó precipitadamente de la silla, reconoció la azucarera
donde sospechaba que ya no quedaba azúcar, y viendo confirmada su
presunción, corrió al encuentro del criado y le hizo volver a la cocina.
Mandó sacar azúcar de la despensa, le echó los tres terrones que su
marido necesitaba siempre, y ella misma vino a servírselo. Mientras
tanto Tristán, que había seguido la maniobra de su esposa con vivo
recelo, esperaba anhelante acometido de una terrible inquietud que se
revelaba en su respiración y en sus ojos. Tomó con mano temblorosa la
taza que le presentaban, y después de vacilar un instante, se decidió a
llevarla a los labios. Fuese aprensión o que en realidad el te estuviese
mal hecho, lo cierto es que percibió un extraño y desagradable sabor.
Dejó caer la taza al suelo, y sujetando a su esposa por la muñeca con
fuerza le preguntó furiosamente:

--¿Qué has echado en este te?

--¿Cómo...? ¿Qué dices?--respondió Clara aterrada al ver los ojos de su
marido, pero sin comprender todavía.

--¡Te pregunto qué es lo que me has echado en el te!--gritó con más
furor sacudiéndole el brazo y soltándolo después con un movimiento de
repulsa que la hizo tambalearse.

Clara comprendió al fin y llevándose las manos a los ojos exclamó con
espanto:

--¡Dios mío, qué horror!

Después como si fuese acometida súbitamente por un rapto de locura se
puso a gritar a la niñera:

--¡Juana! ¡Juana...! ¡El niño! ¿Dónde está el niño? ¡Traerme el niño...!

--¿Qué haces? ¿Qué quieres?--preguntó a su vez sorprendido Aldama.

--¡El niño! ¡El niño!--seguía gritando Clara sin hacer caso.

Corrió a su habitación, se echó un abrigo encima de los hombros y
tomando al niño que le presentaba ya Juana se dirigió a la puerta de la
calle. Tristán le interceptó el paso.

--¿Adónde vas?

--Adonde no te vea--replicó resueltamente la joven.

Entonces en el cerebro de Aldama brilló un rayo de luz; tuvo por un
instante la visión clara de su injusticia, de su increíble necedad, y
cayó de rodillas.

--¡Clara, perdón! ¡No te vayas!

--¡Aparta, aparta, miserable! Ya he sufrido bastante. ¡Mi corazón no
puede más!

Y como Tristán tratase de retenerla, le dio con su brazo vigoroso un
empujón que le hizo caer de espaldas.

Cuando se levantó, su esposa bajaban ya la escalera con el niño y Juana
detrás de ella.

Se puso en pie. La vergüenza y la cólera ardían al mismo tiempo en su
pecho. Escuchó unos instantes, hasta que el ruido de los pasos dejó de
percibirse, y cerró la puerta, que había quedado abierta. Luego se
dirigió al salón, encendió las luces y comenzó a pasearse de una esquina
a otra con las manos en los bolsillos. Un frío cortante como una espada
entraba en su corazón. Veíase solo, y con profundo estupor se daba
cuenta de que todo había concluido para él. Se hallaba en la situación
de un jugador que acaba de arriesgar su fortuna a una carta y la pierde.
Al cabo de un rato llamaron con suavidad en la puerta de la estancia.

--¡Adelante!--dijo parándose.

Entró la doncella, cuya adoración por Clara era conocida.

--Señorito--manifestó con resolución--, habiéndose ido la señorita yo no
puedo quedar en esta casa. Si tuviese la bondad de darme la cuenta...

--Ahora mismo--replicó Tristán cuya frente se frunció terriblemente.

Fue al despacho, le pagó y se vino de nuevo al salón. Pero a los pocos
instantes se presentó el criado balbuciente, ruborizado. Él también
quería irse, no porque estuviese descontento del señorito, pero era
novio de la doncella... pensaba casarse en abril... Lucila se lo había
exigido...

--Basta--dijo Aldama secamente.

Y sin pronunciar otra palabra fue al despacho y le entregó su cuenta.
Sintió después el ruido que hacían al arrastrar sus baúles, oyó abrirse
la puerta, oyó la voz de unos hombres que debían de ser los mozos de
cuerda, y luego se cerró la puerta y todo quedó en silencio. Pero
inmediatamente se presentó la cocinera. Era una mujer de más de cuarenta
años y de tan fea catadura que inspiraba risa.

--Aunque hace poco tiempo que estoy en la casa ya cogí ley al señorito,
porque es simpático y amable... y tiene ángel... ¡vamos porque sí,
porque me gusta! Pero ya el señorito puede comprender que una joven sola
en una casa con un caballero no parece bien... La gente es muy mala y se
agarra a cualquier cosa para hacer daño... Necesito mirar por mi honra.

Tristán la contempló fijamente con curiosidad burlona. Le dio por
completo la razón. Nada, nada, los jóvenes de distinto sexo no estaban
bien solos bajo un mismo techo. Le pagó y la pudorosa doméstica se
despidió hecha una jalea diciendo que al día siguiente vendría a buscar
el baúl.

Entonces Tristán quedó solo en la casa. Una tristeza inmensa, infinita,
pesaba sobre su alma. Sentía deseos de sollozar. Acaso esto hubiera
aliviado su corazón, pero el orgullo dominaba sus lágrimas, las obligaba
a volverse atrás cuando querían salir.

Largo rato paseó por la estancia sin detenerse, con el rostro pálido,
los ojos secos y febriles, la frente dolorosamente fruncida. A la puerta
oyó los leves aullidos del perro que quería entrar. Fue a abrirle. El
Fidel comenzó a recorrer el salón con la cola agitada, oliendo en todas
partes: luego salió como un torbellino, recorriendo los pasillos,
entrando en las habitaciones, buscando, olfateando. Entró de nuevo, miró
a Tristán, dejando escapar quejidos lastimeros, se fue a la puerta de la
calle, volvió y repitió varias veces esta maniobra. El pobre animal
buscaba a su ama.

Una sonrisa amarga se dibujó en los labios de Aldama.

--¿Tú también quieres irte? ¡Anda, anda, marcha cuando quieras!

Se dirigió a la puerta y la abrió. El perro se precipitó raudo por la
escalera. Tristán volvió al salón y entonces, sí, quedó enteramente
solo.



XXII

HACIA OTRO MUNDO


Cuando Elena quedó sola, después que Núñez hubo marchado, se dirigió al
salón donde se hallaba un magnífico retrato de su marido pintado por
Pradilla.

--Lo hecho ya no tiene remedio, Germán... ¡Pero sabré pagar con la vida
lo que he hecho!--dijo en voz alta hablando con la efigie como con un
ser vivo.

Una resolución sombría, inquebrantable, animó sus ojos desde entonces.
Después que le sirvieron el almuerzo, que apenas tocó, vistiose
apresuradamente y dio orden de que engancharan la berlina y que la
condujesen a la estación. Una vez allí despidió el coche y subió a pie
por la carretera hasta el pueblo. Se fue dando rodeos para no ser vista
hasta la farmacia de su primo, cuyas costumbres conocía. Después de
comer solía pasar éste un par de horas en el casino jugando al dominó.
Sin embargo, cruzó rápidamente por delante de la botica para
cerciorarse.

--Don Manuel, ¿no está?--preguntó al dependiente, un chico de quince a
diez y seis años.

--No, señora; hasta las cuatro no suele venir.

Elena hizo un gesto de contrariedad y manifestó que no podía aguardar
tanto tiempo. Necesitaba encargarle con urgencia una medicina que ya le
había preparado otras veces. El chico insinuó que estaba en el casino,
que subiría para que la muchacha fuese a avisarle. Elena se opuso. Como
la distancia era corta, le suplicó que él mismo fuese y mientras tanto
ella quedaría al cuidado de la botica. El muchacho, que no podía tener
desconfianza viendo una señora elegantemente vestida, salió corriendo a
evacuar el recado. Inmediatamente Elena, que había pasado los primeros
años de su vida en aquella farmacia y la conocía tan bien como su primo,
se dirigió con presteza a la trastienda, abrió la _cordialera_, buscó el
tarro del _curare_ y sacando del pecho un frasquito que llevaba echó en
él unos pedazos de este veneno. Después lo guardó de nuevo y se sentó a
esperar tranquilamente a su primo. No tardó en llegar.

--¡Elena! Pero ¿eres tú?

El primo Vilches la saludó con efusión un poco embarazada. La conducta
de Elena había disgustado a toda la familia. Desde hacía ya tiempo el
farmacéutico, que iba con frecuencia a Madrid, no había puesto los pies
en su casa. Elena, también confusa, le explicó que había llegado hacía
pocos días para reponerse de una ligera fiebre que había padecido y le
suplicó que le preparase una poción calmante para dormir que en otro
tiempo, cuando vivía en el Escorial, le había probado muy bien. Vilches
se apresuró a complacerla. Mientras duró la confección charlaron.
Vilches tenía niños y se habló de ellos y de otros asuntos, pero se
abstuvo de preguntar por Reynoso y lo mismo de invitarla a subir a ver a
su esposa. Esto último hirió profundamente a Elena, que al despedirse
apenas se atrevió a decir: «Recuerdos a Rosa.»

Aquella misma tarde regresó a Madrid. Al día siguiente a la hora en que
Cirilo salía de casa para la Bolsa se fue a la plaza de Oriente y dio
orden al cochero de que se detuviese en las proximidades. Desde el coche
estuvo vigilando hasta que vio asomar al paralítico apoyado en su
bastón. El portero salió a llamar un coche de punto y le ayudó a subir a
él. Elena bajó del suyo, entró en la casa y llamó en la puerta de Visita
al tiempo que cruzaba por el pasillo una persona, la cual, así que sonó
el timbre, tiró del pestillo y abrió. Elena se encontró frente a frente
con su cuñada Clara. La estupefacción de ambas fue inmensa. Elena pensó
que allí mismo iba a morir. Clara muy pálida y con el entrecejo
fruncido le preguntó al cabo secamente:

--¿Qué deseaba usted?

Pero Elena sin responder clavó en ella una mirada de angustia y de dolor
tan intensos que traspasó el corazón de su cuñada. Dio ésta un paso
hacia ella y tomándola por la mano y cerrando después la puerta le dijo
gravemente:

--Ven conmigo.

Y así la llevó hasta la habitación que ocupaba y la obligó a sentarse en
una butaca. Elena estaba más muerta que viva: hizo algunos esfuerzos
para hablar, pero la voz no salía de su garganta. Clara, que estaba en
pie frente a ella, le dijo observándolo:

--No hables todavía. Voy a mandar que te hagan una taza de tila.

Elena se apoderó de una de sus manos y la besó. Clara la retiró
velozmente.

--No necesito nada, Clara, no necesito más que verte y que me mires con
un poco de compasión. Ya sé que no la merezco, pero hay momentos en que
una gota de compasión puede detener a la muerte, puede salvar un alma
del infierno... Yo te lo pido, Clara, yo te lo imploro por la memoria de
tu madre.

Clara se acercó más a ella, volvió a entregarle su mano, que Elena besó
repetidas veces con transporte, y le dijo con dulzura:

--Sosiégate y habla sin desconfianza. No temas que ninguna palabra
ofensiva ni aun dura salga de mis labios. ¿A qué has venido hasta aquí?
¿Sabías que yo estaba?

--No; venía a suplicar a Visita que me dijese dónde se halla mi... dónde
se halla tu hermano.

Clara guardó silencio y quedó unos instantes pensativa, mientras que su
cuñada permanecía sentada con la cabeza inclinada al suelo y el pañuelo
en los ojos.

--Ni Visita ni yo podemos decírtelo. Estamos obligadas, si no por
juramento, al menos con promesa sagrada a guardar el secreto de su
retiro. Ya comprenderás que el revelártelo sería hacerle traición,
añadir un clavo más a su cruz.

--¡Lo comprendo, Clara, lo comprendo!--replicó la pobre mujer
sollozando--¡pero si supieras...! ¡si supieras...! Demasiado entiendo
que por la ley de Dios no merezco ser su esposa y por la de los hombres
no debo serlo ya... Sólo quería llegar hasta él y decirle ¡perdóname,
Germán! y morir a sus pies...

Clara la miró largamente con infinita tristeza y murmuró:

--¡Desgraciada Elena!

--¡Mucho más de lo que puedas figurarte! Mira mi semblante, Clara, mira
mi cuerpo deshecho; acuérdate de aquella Elena que jugaba y corría
contigo en el Sotillo cuya alegría decíais que era comunicativa,
acuérdate de aquella mujercita mimosa de quien tanto os burlabais que os
hacía rabiar y os hacía reír a un mismo tiempo. ¡Mírala ahora bien rota,
bien hundida en el fango! Acuérdate también, Clara mía, de lo que la has
querido. ¿Cómo es posible que me odies a mí que te quiero tanto, a mí
que te miro y te he mirado siempre como un ángel bajado del cielo?

--Yo no te odio, Elena... pero amo a mi hermano como hermano y como
padre.

--Tienes razón. Despreciadme, maldecidme. Hice traición al mejor de los
hombres. No merezco pisar la tierra que vosotros pisáis... Adiós,
Clara--añadió levantándose--. No tengo más que un medio de pagaros la
ofensa que os he hecho... ¡Rogad a Dios por mí!

Y dio precipitadamente algunos pasos hacia la puerta. Clara corrió a
ella y la detuvo por la mano.

--¿Adónde vas, criatura?

La arrastró de nuevo hasta la butaca y volvió a sentarla. Luego
permaneció frente a ella inmóvil como una estatua, sumida en profunda
meditación. Elena, sin levantar los ojos, sentía sin embargo su mirada,
adivinaba los contrarios pensamientos que luchaban en su mente y su
corazón latía dentro del pecho hasta dejarse oír.

--Está bien--dijo al cabo la hermana de Reynoso con voz grave--. Mi
conciencia me dice que por encima de todas las consideraciones y de
todas las promesas está la ley de la caridad. Yo no puedo consentir que
realices lo que me has dejado adivinar. Sabrás dónde está tu marido.

Elena dio un salto y se arrojó sobre ella estrechándola, estrujándola
mejor dicho contra su pecho como si quisiera asfixiarla, cubriéndola al
mismo tiempo el rostro de sonoros besos. Luego se dejó caer de rodillas
e intentó besarle los pies, pero Clara la alzó entre sus brazos
vigorosos y la sentó a la fuerza de nuevo. Después cogiendo una silla
vino a sentarse a su lado, y tomándole una mano le dijo con voz que
temblaba ligeramente:

--No eres tú sola desgraciada, Elena. Yo también lo soy.

--¿Tú?--exclamó aquélla alzando la cabeza y mirándola con estupor.

--Sí, hace dos días que me encuentro en esta casa porque me he visto
obligada a huir de mi marido.

Y le narró con sencillez y concisión su vida desdichada en los últimos
tiempos y el suceso increíble que había dado origen a la separación.
Elena volvió a besarla con transporte y alzando los ojos al cielo
exclamó:

--¡Oh, Dios! Los malos merecemos ser desgraciados, pero los buenos ¿por
qué también lo son?

Ambas guardaron silencio.

--¿Le amas todavía?--preguntole dulcemente al oído.

--No--respondió Clara secamente--. Ese hombre ha ido arrancando una a
una las raíces que tenía en mi corazón. El último tirón le ha separado
por completo.

--Entonces, huye.

--Sí, hoy mismo pienso marchar a reunirme con mi hermano. Mañana irás
tú. Yo prepararé su ánimo para recibirte.

Elena guardó silencio y una arruga dolorosa surcó su frentecita de
estatua.

--Perdona, Clara--dijo al fin tímidamente--. Si debiese mi perdón a tus
súplicas nunca podría creer en él y mi existencia sería un continuo
tormento.

--Tienes razón--respondió aquélla quedando un momento perpleja--. Marcha
tú esta tarde. Mañana saldré yo.

Después le dio cuenta del sitio donde se hallaba su hermano. Don Germán
Reynoso habitaba en aquel momento una aldea de Guipúzcoa llamada
Anzuola, próxima a Zumárraga. Saliendo aquella misma noche, por la
mañana temprano llegaría a este punto y de allí podría trasladarse a
Anzuola rápidamente. Era necesario preguntar por don Ricardo Vázquez, su
segundo nombre de pila y su segundo apellido, pues así se hacía llamar
desde que había salido de Madrid. Cuando hubieron convenido el asunto
del viaje, Clara salió un instante a prevenir a Visita de lo que
ocurría. No tardó en presentarse de nuevo con ésta. La ciega echó los
brazos al cuello a Elena y la besó con la misma efusión que antes.
Después, en las horas que siguieron hasta la de la partida, se mostró
tan jovial, tan charlatana, que en más de una ocasión logró que la
frente de Elena se desarrugase y una sonrisa contrajese sus labios. En
fin, hasta les cantó los _couplets_ de los _Pajaritos fritos_ y tocó el
_tango_ de las _Cacerolas_. Pero Elena no podía dominar un sentimiento
de vergüenza que se leía claramente en sus ojos. Particularmente cuando
se presentó Cirilo su confusión fue tan grande que Clara, advirtiéndola,
se apresuró a sacarla de la estancia y llevarla a su gabinete y allí la
dejó entretenida con el niño.

Se pasó recado al hotel de la Castellana para que enviasen el coche con
el equipaje y, después que hubieron comido, las tres mujeres se
dirigieron a la estación. Al despedirse de Cirilo le dijo Elena:

--Hazme el favor de pagar a los criados y cerrar la casa.

--¿Cerrar la casa?--exclamó aquél.

--Sí--replicó Elena rompiendo a llorar--. Yo no volveré ya más, suceda
lo que suceda.

Y se apresuró a montar en el coche. En el trayecto a la estación Visita
la besaba cariñosamente y le decía al oído:

--¡Ánimo, Elena! El corazón me dice que volverás a ser feliz.

En el momento de partir el tren Clara se abrazó a ella.

--¡Que Dios te proteja! Hasta pasado mañana.

--¡Hasta nunca, quizá!--murmuró Elena sepultándose en su berlina.

Se detuvo en Zumárraga toda la mañana, pues el tren no partía para
Anzuola hasta las tres de la tarde. Pasó aquellas horas en el
abatimiento y la indecisión. Cuando llegó el momento, sin embargo, salió
como un autómata de la fonda y subió al tren que en pocos minutos la
trasladó al fin de su viaje. La estación de Anzuola se halla bastante
alta en la falda de la montaña. Para bajar al pueblo hay un hermoso
camino, y Elena lo salvó con paso rápido. Es un lindo pueblecito situado
en el fondo de un valle, rodeado por todas partes de verdes montañas y
de árboles. Cuando llegó a las primeras casas, se encontraba tan
fatigada que se detuvo un instante para reposar. La primera tienda que
vio abierta era un estanquillo. Entró resueltamente, y dirigiéndose a
una mujer que cosía detrás del mostrador le preguntó:

--¿Conoce usted a don Ricardo Vázquez?

La mujer levantó la cabeza con sorpresa.

--¡Oh señora! Aquí todos conocen, sí, todos conocen bien a ese señor.

--¿Dónde vive?

La mujer se levantó de la silla, vino a la puerta y extendiendo el
brazo:

--¿No ve usted aquella casa donde hay un establecimiento de comestibles,
de donde sale aquel hombre ahora mismo? Pues allí es donde él está de
huésped... Pero si usted quiere verle no tardará en pasar por
aquí--añadió volviendo a su sitio--. Todas estas tardes va a ensayar a
los niños a la iglesia para la fiesta de la Virgen.

--¡Ah!

--Sí; mi chico, que también canta, se ha ido ya hace un rato y estará
jugando con los otros delante de la iglesia. Don Ricardo ha sido quien
le enseñó la música como a todos los demás.

--¿Es maestro de música?

--¡Oh, no señora!--exclamó la estanquera con un poco de enfado--. Don
Ricardo es un gran caballero. Si enseña la música a los niños es por
favor, por caridad como otras muchas caridades que hace. También ha
formado aquí eso que llaman _orfeón_. El pueblo ha cambiado mucho desde
que vino ese señor. Antes los hombres pasaban la noche en la taberna
malgastando su jornal y hablando cosas feas. Ahora se van después de
cenar al local de las Escuelas y allí se están cantando como unos
benditos toda la noche. Cuando los ve cansados don Ricardo les da un
cigarro, les entretiene un rato charlando y ya los tiene usted tan
contentos. ¡Oh, señora, qué bien cantan ya! Parece que está uno en el
cielo oyéndoles. Si usted se queda aquí, para el día de la Virgen los
oirá porque han de cantar por la tarde en la plaza.

Elena dijo que sí que se quedaría, pero temiendo que pasase por allí su
marido y que la estanquera le llamase se despidió de ésta. Iba hacia la
iglesia para ver el ensayo y hablar a don Ricardo cuando terminase. La
buena mujer le indicó el camino que había de seguir.

Delante del templo jugaba un enjambre de niños y niñas con ruidosa
algazara. Elena fue a sentarse algo más lejos en un banco de piedra,
procurando que un árbol la ocultase. Antes de un cuarto de hora de
espera vio llegar a su marido. El corazón le dio un terrible vuelco. Su
estatura elevada, su cuerpo fornido y la boina que le cubría la cabeza
le daban un aspecto completamente vasco. Elena observó con sorpresa que
no había envejecido poco ni mucho; ni una cana más; la misma o mayor
frescura en la tez; igual marcha decidida y ligera. ¡Qué diferencia con
ella, tan flaca, tan estropeada! En cuanto los chicos le divisaron
corrieron a rodearle como un bando de gorriones alborotadores. Don
Germán se sentó a descansar en uno de los bancos de piedra, charlando,
riendo con ellos. Sus carcajadas llegaban alegres, sonoras, como en otro
tiempo a los oídos de Elena, pero ahora sin saber por qué ¡ay! le
partían el corazón. Una zagalita de trece a catorce años de puro perfil
virginal y el moño de la cabeza apretado por un pañolito azul al estilo
del país se acercó a Reynoso y apoyó el brazo en su hombro con
encantadora familiaridad. Elena sintió la mordedura de los celos y le
clavó una mirada fulgurante capaz de reducirla a ceniza.

--Vamos, vamos, hijos, que ya se hace tarde--dijo el caballero
levantándose y entrando en la iglesia.

Poco después los siguió Elena, pero ya no vio a nadie. Sólo oía sus
voces allá en el coro. Paseó una mirada de angustia por el ámbito del
templo y, divisando en un altar una imagen de la Virgen, dio algunos
pasos y se prosternó delante de ella y oró con fervor.

--¿Estamos ya?--dijo Reynoso en voz alta.

Inmediatamente se dejó oír en el órgano el preludio de Bach que suele
servir de acompañamiento al _Ave María_ de Gounod. Y el coro de niños
entonó este canto admirable de amor y de dolor, de angustia y esperanza
al mismo tiempo.

--¡Suave, hijos míos! Dulcemente... ¡como un murmullo!--se oía decir a
Reynoso.

El obscuro recinto del templo se estremeció. Una ola de armonía celeste
llenó instantáneamente todo su ámbito llegando hasta los más tenebrosos
rincones. Elena se sintió enajenada. Se acordó de los días puros de su
infancia, se acordó de aquellas oraciones fervorosas que dirigía a la
Virgen antes de acostarse y volvió a murmurarlas con los labios
trémulos. ¡Oh! ¿por qué no había muerto entonces? ¡Pero morir ahora, con
el alma ennegrecida, después de haber engañado vilmente al ser que más
la había querido en este mundo! ¡No, no, por Dios!

--¡Fuerte, fuerte, hijos míos! ¡Echad vuestra alma por la boca!

¡Morir ahora con la maldición de Dios y la de su marido! ¿Quién iría a
poner una flor sobre su tumba? ¿Quién no miraría con horror la tumba de
una pérfida mujer, de una suicida?

--¡María! ¡María!--clamaba el coro angélico haciendo vibrar el aire con
aquel grito anhelante.

--¡Madre, madre, sálvame...! ¡Madre, escúchame!--sollozaba Elena con la
frente apoyada en el altar de la Virgen, mientras apretaba con mano
crispada el pomo fatal que guardaba en el pecho.

El templo quedó otra vez en silencio. Cuando Elena volvió de su éxtasis
observó que el pelotón de niños salía por la puerta rodeando como antes
a su marido. También ella salió, pero no podía andar; los pies le
pesaban como si fuesen de plomo. Dejose caer sobre uno de los bancos del
pórtico y allí aguardó un rato. Estaba ya obscureciendo. Levantose al
fin y con paso vacilante se dirigió por la única calle del pueblo hasta
la casa que le habían designado. La tienda estaba iluminada por una
menguada lámpara de petróleo. Una mujer de media edad, gruesa, de
fisonomía simpática, vestida de negro y ataviada la cabeza con el
característico pañuelo de seda, escribía en un libro viejo de comercio
sobre el mostrador.

--¿Don Ricardo Vázquez?

La mujer alzó la frente y clavó en Elena una larga mirada escrutadora.

--Aquí vive, si señora--respondió con esa gravedad peculiar de la raza
vasca.

--Desearía verle.

La mujer volvió a mirar con insistencia desconcertante a la viajera y
después de una pausa dijo:

--Bueno... iré a prevenirle... ¿A quién debo anunciar?

--No anuncie usted a nadie: quiero darle una sorpresa.

Entonces el semblante de la tendera reflejó la sorpresa, la duda y la
alegría al mismo tiempo.

--¿Sería usted por ventura, señorita, su hermana, la hermana de quien
tantas veces nos habla?

Elena vaciló un instante, pero respondió al fin:

--Sí; yo soy.

--¡Oh señorita!--exclamó la buena mujer viniendo hacia ella con el
rostro iluminado de placer--. ¡Cuánto se va a alegrar! No sabe usted lo
que la quiere. Siempre la tiene en los labios y yo creo que la tiene a
usted más guardada todavía en el corazón... Si es usted tan buenaza como
él, todos daremos gracias a Dios de verla por aquí. En el pueblo no hay
nadie que no le quiera ya, porque es un caballero de lo mejor, llano,
caritativo, amigo de los pobres... Al principio de venir, como no se le
conocía, corrieron algunas voces sobre si era esto o lo otro...
habladurías de gente necia, ¿sabe usted, señorita? Pero el señor vicario
nos dijo que cuidado con hablar una palabra de este señor porque era un
santo...

--¡Sí que lo es!--murmuró Elena con voz temblorosa.

--Se le puede tener por la mitad del dinero que a otro. Nunca se queja,
a nadie causa molestia: a veces por no llamar él mismo viene abajo a
buscar a la cocina lo que le hace falta. En fin, no se le siente en la
casa y por lo mismo todos andamos de coronilla para servirle.

--Estará triste, ¿verdad...? Ha tenido algunas pérdidas de fortuna...

--¿Triste? En los diez meses que lleva en esta casa todavía no le hemos
visto un día triste. Cuando no está arriba tocando el piano, está aquí
jugando con los niños. No se conoce, no, señorita, que haya tenido
pérdidas.

Elena sintió que flaqueaba su valor.

--Con permiso de usted voy a subir... ¿Dónde está la escalera?

La buena mujer la condujo hasta el primer peldaño de una escalerita
estrecha y obscura. Subió casi a tientas por ella. Cuando ya estaba a la
mitad llegaron a sus oídos los acordes solemnes, penetrantes, de la
_novena sinfonía_. Se agarró con ambas manos a la barandilla para no
caer. Al fin hizo un esfuerzo supremo y subió los últimos peldaños.
Entró en una salita modestísimamente amueblada. El piano sonaba más allá
en un gabinete cuya puerta estaba entreabierta. Atravesó la sala y miró
por la rendija. Su marido tocaba vuelto de espaldas a la puerta. Elena
permaneció inmóvil algunos instantes y sintiendo que sus piernas
flaqueaban y que iba a caer, apretó convulsivamente el frasco que
llevaba y se aventuró a decir:

--¡Germán!

Pero la voz no salió apenas de su garganta. Reynoso no la oyó. Entonces
atacada de súbita energía abrió de par en par la puerta y volvió a decir
reciamente:

--¡Germán!

Reynoso dio un salto en su taburete y quedó en pie frente a ella. Una
intensa palidez cubrió su rostro; pero inmediatamente brilló en él la
cordial, la amable sonrisa de siempre y dio algunos pasos hacia ella
con las manos extendidas.

--¡Bien venida seas, Elena, bien venida, bien venida!

La esposa infiel dio un grito y desplomándose cayó a sus pies sin
sentido. Aquel recibimiento inesperado la hirió como un rayo. Don Germán
se apresuró a levantarla, la colocó sobre un sofá y con una toalla
mojada roció sus sienes. Luego le hizo oler un frasco de esencia. Elena
tardó poco en abrir los ojos. Se apoderó de las manos de su marido y
exclamó con voz apenas perceptible:

--¡Jamás, jamás le he querido...! ¡Jamás, jamás he dejado de quererte a
ti...! Un capricho infame...

--¡Calla, Elena! En ti no caben los caprichos infames porque estás
amasada con la pasta de los ángeles... Sintieron que tu corazón era
inexpugnable y atacaron tu cerebro, que es más débil, pobre Elena...

--Gracias... bendito seas... ¡bendito seas por toda la eternidad...! ¿Me
perdonas?

--Si no te hubiera perdonado, hace ya mucho tiempo que estaría muerto.
¿Cómo es posible vivir con un odio en el corazón?

--¡Ya no quiero, ya no pido más!--exclamó la infeliz mujer
incorporándose y secándose los ojos--. Déjame marchar. Ahora ya puedo
morir tranquila en cualquier rincón del mundo. Déjame marchar. Mi
presencia te deshonra.

Al decir esto se puso en pie, pero Reynoso la retuvo por una mano y la
obligó a sentarse.

--No, no marcharás. Una mano invisible y todopoderosa te ha traído de
nuevo a mis brazos. Acepto ese don como los acepto todos. Hoy era feliz;
mañana lo seré también porque ¡nadie, nadie en este mundo puede hacerme
ya desgraciado! Nunca te ha dejado mi corazón, Elena. Mi mente te ha
hecho vivir siempre conmigo tal como eres realmente en el fondo del
alma, como serías también en la apariencia si no te hubieran arrastrado
en un momento de desmayo las fuerzas infernales y misteriosas que aún
palpitan en los obscuros rincones de nuestra naturaleza... Escucha:
Allá, lejos, muy lejos, en el fondo de América, detrás de los Andes,
conozco un valle tibio y risueño como un nido de amor. Un cielo siempre
azul se extiende sobre él. El soplo de la brisa que llega del mar
inclina la copa de los árboles y levanta un rumor más grato que ninguna
música humana; los pájaros cantan; las flores exhalan de sus cálices
perfumes embriagadores; el espíritu de Dios flota sobre el ambiente. En
aquel valle la planta soberbia del hombre aún no ha dejado mucha huella.
Allí correremos a refugiar nuestra dicha, lejos de este mundo que se
llama cristiano y cubre de ignominia al que perdona. Allí viviremos el
uno para el otro. Si no quieres ser mi esposa serás mi hija, serás mi
hermana...

--¡Tu esposa hasta la muerte y más allá de la muerte!--exclamó Elena
echándole los brazos al cuello anegada en llanto.

--Allí comenzaremos de nuevo la vida. Alzaremos una casita blanca con
ventanas verdes. Vivirás rodeada de flores y yo de pájaros. Por la
mañana te llevaré hasta la playa y revolverás sus arenas y recogerás
preciosas conchas. Nos sentaremos sobre una roca y contemplaremos
silenciosos aquellas olas azules que llegarán de lejos a mirarse en tus
ojos y a besar tus pies. Al pie de una fuente clara tu cabeza reposará
por las tardes sobre mi hombro, y el aire de la montaña, cargado de
aromas, jugará otra vez con esos bucles de oro...

--¡Calla, calla...! Es demasiada felicidad. ¡Yo me ahogo!

--Aún quedan para ti días de sol en la vida, Elena mía. Para mí nunca ha
dejado de lucir, porque lo llevo en el corazón. Huyamos, huyamos hacia
la dicha.

--¡Sí, sí, huyamos!--exclamó Elena apretando sus labios con frenesí
contra los de su esposo.

Pero repentinamente quedó inmóvil con los ojos extáticos.

--¿Y Clara que llega mañana?

--¿Clara?--preguntó Reynoso en el colmo de la sorpresa.

Entonces su esposa le dio cuenta de la desgracia que sobre aquélla
pesaba y de la firme resolución que había manifestado de alejarse para
siempre de su marido. Reynoso nada sabía de sus disgustos domésticos,
porque jamás le hablaba de ellos en sus cartas. Sólo tenía conocimiento
de la muerte desastrosa del marquesito del Lago. Quedose pensativo y una
lágrima silenciosa rodó por sus tostadas mejillas.

--¡Pobre Clara!--murmuró--. Merecía ser feliz. Un destino fatal encadenó
su vida a la de ese desdichado, víctima de su temperamento, víctima
también de su egoísmo y de su orgullo... Está bien--añadió al cabo
serenándose--. Mañana llega Clara, pasado saldremos todos para el Havre
y dentro de tres días navegaremos en alta mar respirando el aire de la
libertad y de la dicha. Dios, al devolverme una esposa y una hermana, me
da también un niño a quien amar, un niño que será hijo de los tres y que
endulzará nuestras horas con sus juegos y su risa. Aún pueden lucir para
Clara también días de sol si sabe resignarse... la más alta sabiduría
que podemos alcanzar los mortales sobre la tierra.

--Los tres te deberemos nuestra felicidad. Donde tú respiras, la
atmósfera se llena de nobles y puros sentimientos. Eres, esposo mío, la
imagen de Dios sobre la tierra, todo bondad, todo misericordia.

Guardaron ambos silencio y se miraron largamente a los ojos paladeando
la dicha intensa de los primeros días de su matrimonio. Después de una
pausa prolongada Elena sacó el frasco de veneno que llevaba en el pecho
y sonriendo ruborizada:

--Mira--le dijo--. Si me hubieras arrojado de aquí, cuando salieses
encontrarías detrás de esa puerta un cadáver.

--¡Eso nunca!--exclamó Reynoso apoderándose vivamente del pomo y
arrojándolo al suelo--. ¿Me he suicidado yo cuando vi el cielo
desplomarse sobre mí? El cielo se desplomó sobre mí, es cierto, pero yo
me abracé a él y... ya lo ves, me he salvado.

FIN

* * *



OBRAS DE PALACIO VALDÉS

4 PESETAS TOMO


EL SEÑORITO OCTAVIO, un tomo.

MARTA Y MARÍA, un tomo. Traducida al francés, al inglés, al sueco, al
ruso y al tcheque.

EL IDILIO DE UN ENFERMO, un tomo. Traducido al francés y al tcheque.

AGUAS FUERTES (novelas y cuadros, un tomo). Traducidas al francés, al
inglés, al alemán, al holandés, al sueco y al tcheque. Edición española
con notas y vocabulario en inglés.

JOSÉ, un tomo. Traducida al francés, al inglés, al alemán, al holandés,
al sueco, al tcheque y al portugués. Edición española con notas en
inglés para el estudio del español en Inglaterra y E. U. A.

RIVERITA, un tomo. Traducida al francés.

MAXIMINA (segunda parte de _Riverita_), un tomo. Traducida al inglés.

EL CUARTO PODER, un tomo. Traducida al francés, al inglés y al holandés.

LA HERMANA SAN SULPICIO, un tomo. Traducida al francés, al inglés, al
holandés, al ruso, al sueco y al italiano.

LA ESPUMA, un tomo. Traducida al inglés.

LA FE, un tomo. Traducida al francés, al inglés y al alemán.

EL MAESTRANTE, un tomo. Traducida al francés y al inglés.

EL ORIGEN DEL PENSAMIENTO, un tomo. Traducida al francés y al inglés.

LOS MAJOS DE CÁDIZ, un tomo. Traducida al francés y al holandés.

LA ALEGRÍA DEL CAPITÁN RIBOT, un tomo. Traducida al francés, al inglés,
al sueco y al holandés. Edición española con notas y vocabulario en inglés.

LA ALDEA PERDIDA, un tomo.

TRISTÁN O EL PESIMISMO, un tomo. Traducida al inglés.

SEMBLANZAS LITERARIAS _(Los oradores del Ateneo, Los novelistas
españoles, Nuevo viaje al Parnaso),_ un tomo.

PAPELES DEL DOCTOR ANGÉLICO, un tomo. Traducidos al alemán.

AÑOS DE JUVENTUD DEL DOCTOR ANGÉLICO, un tomo.

LA NOVELA DE UN NOVELISTA. Un tomo, 5 pesetas.





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