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Title: El Comendador Mendoza - Obras Completas Tomo VII
Author: Valera, Juan, 1824-1905
Language: Spanish
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JUAN VALERA
NOVELAS

El Comendador Mendoza

OBRAS COMPLETAS TOMO VII



Á LA EXCMA. SEÑORA *DOÑA IDA DE BAUER*

Nunca, estimada señora y bondadosa amiga, soñé con ser escritor popular.
No me explico la causa, pero es lo cierto que tengo y tendré siempre
pocos lectores. Mi afición á escribir es, sin embargo, tan fuerte, que
puede más que la indiferencia del público y que mis desengaños.

Varias veces me dí ya por vencido y hasta por muerto; mas apenas dejé de
ser escritor, cuando reviví como tal bajo diversa forma. Primero fuí
poeta lírico, luego periodista, luego crítico, luego aspiré á filósofo,
luego tuve mis intenciones y conatos de dramaturgo zarzuelero, y al cabo
traté de figurar como novelista en el largo catálogo de nuestros
autores.

Bajo esta última forma es como la gente me ha recibido menos mal; pero
aun así, no las tengo todas conmigo.

Mi musa es tan voluntariosa, que hace lo que quiere y no lo que yo le
mando. De aquí proviene que, si por dicha logro aplausos, es por falta
de previsión.

Escribí mi primera novela sin caer hasta el fin en que era novela lo que
escribía.

Acababa yo de leer multitud de libros devotos.

Lo poético de aquellos libros me tenía hechizado, pero no cautivo. Mi
fantasía se exaltó con tales lecturas, pero mi frío corazón siguió en
libertad y mi seco espíritu se atuvo á la razón severa.

Quise entonces recoger como en un ramillete todo lo más precioso, ó lo
que más precioso me parecía, de aquellas flores místicas y ascéticas, é
inventé un personaje que las recogiera con fe y entusiasmo, juzgándome
yo, por mí mismo, incapaz de tal cosa. Así brotó espontánea una novela,
cuando yo distaba tanto de querer ser novelista.

Después me he puesto adrede á componer otras, y dicen que lo he hecho
peor.

Esto me ha desanimado de tal suerte, que he estado á punto de no volver
á escribirlas.

Entre las pocas personas que me han dado nuevo aliento descuella V., ora
por la indulgencia con que celebra mis obrillas, ora por el valor que
los elogios de V., si prescindimos por un instante de la bondad que los
inspira, deben tener para cuantos conocen su rara discreción, su
delicado gusto y el hondo y exquisito sentir con que percibe todo lo
bello.

Aunque yo no hubiese seguido de antemano la sentencia de aquel sabio
alejandrino que afirmaba que sólo las personas hermosas entendían de
hermosura, V. me hubiera movido á seguirla, mostrándose luminoso y vivo
ejemplo y gentil prueba de su verdad.

No extrañe V., pues, que, lleno de agradecimiento, le dedique este
libro.

Por ir dedicado á V., quisiera yo que fuese mejor que _Pepita Jiménez_,
á quien V. tanto celebra; pero harto sabido es que las obras literarias,
y muy en particular las de carácter poético, sólo se dan bien en
momentos dichosos de inspiración, que los autores no renuevan á su
antojo.

En esto como en otras mil cosas, la poesía se parece á la magia.
Requiere la intervención del cielo.

Cuentan de Alberto Magno que, yendo en peregrinación de Roma á Alemania,
pasó una noche á las orillas del Po, en la cabaña de un pescador.
Agasajado allí muy bien, quiso el doctor probar su gratitud al huésped,
y le hizo y le dió un pez de madera, tan maravilloso que, puesto en la
red atraía á todos los peces vivos. No hay que ponderar la ventura del
pescador con su pez mágico. Cierto día, con todo, tuvo un descuido, y el
pez se le perdió. Entonces se puso en camino, fué á Alemania, buscó á
Alberto, y le rogó que le hiciera otro pez semejante al primero. Alberto
respondió que lo deseaba (también deseo yo hacer otra _Pepita Jiménez;_)
mas que, para hacer otro pez que tuviese todas las virtudes del antiguo,
era menester esperar á que el cielo presentase idéntico aspecto y
disposición en constelaciones, signos y planetas, que en la noche en que
el primer pez se hizo, lo cual no podía acontecer sino dentro de treinta
y seis mil y pico de años.

Como yo no puedo esperar tanto tiempo, me resigno á dedicar á V. _El
Comendador Mendoza_.

Este simpático personaje, antes de salir en público, no ya escondido y á
trozos, sino por completo y por sí solo, pasa, con la venia de Lucía, á
besar humildemente los lindos pies de V. y á ponerse bajo su amparo.
Remedando á un antiguo compañero mío, elige á V. por su madrina. No
desdeñe V. al nuevo ahijado que le presento, aunque no valga lo que
_Pepita_, y créame su afectísimo y respetuoso servidor.

JUAN VALERA.



*El Comendador Mendoza.*



I

Á pesar de los quehaceres y cuidados que me retienen en Madrid casi de
continuo, todavía suelo ir de vez en cuando á Villabermeja y á otros
lugares de Andalucía, á pasar cortas temporadas de uno á dos meses.

La última vez que estuve en Villabermeja ya habían salido á luz _Las
Ilusiones del Doctor Faustino_.

D. Juan Fresco me mostró en un principio algún enojo de que yo hubiese
sacado á relucir su vida y las de varios parientes suyos en un libro de
entretenimiento; pero al cabo, conociendo que yo no lo había hecho á mal
hacer, me perdonó la falta de sigilo. Es más: D. Juan aplaudió la idea
de escribir novelas fundadas en hechos reales, y me animó á que siguiese
cultivando el género. Esto nos movió á hablar del Comendador Mendoza.

--¿El vulgo --dije yo,-- cree aún que el Comendador anda penando,
durante la noche, por los desvanes de la casa solariega de los
Mendozas, con su manto blanco del hábito de Santiago?

--Amigo mío --contestó D. Juan,-- el vulgo lee ya _El Citador_ y otros
libros y periódicos librepensadores. En la incredulidad, además, está
como impregnado el aire que se respira. No faltan jornaleros escépticos;
pero las mujeres, por lo común, siguen creyendo á pie juntillas. Los
mismos jornaleros escépticos niegan de día y rodeados de gente, y de
noche, á solas, tienen más miedo que antes de lo sobrenatural, por lo
mismo que lo han negado durante el día. Resulta, pues, que, á pesar de
que vivimos ya en la edad de la razón y se supone que la de la fe ha
pasado, no hay mujer bermejina que se aventure á subir á los desvanes de
la casa de los Mendozas sin bajar gritando y afirmando á veces que ha
visto al Comendador, y apenas hay hombre que suba solo á dichos desvanes
sin hacer un grande esfuerzo de voluntad para vencer ó disimular el
miedo. El Comendador, por lo visto, no ha cumplido aún su tiempo de
purgatorio, y eso que murió al empezar este siglo. Algunos entienden que
no está en el purgatorio, sino en el infierno; pero no parece natural
que, si está en el infierno, se le deje salir de allí para que venga á
mortificar á sus paisanos. Lo más razonable y verosímil es que esté en
el purgatorio, y esto cree la generalidad de las gentes.

--Lo que se infiere de todo, ora esté el Comendador en el infierno, ora
en el purgatorio, es que sus pecados debieron de ser enormes.

--Pues, mire V. --replicó D. Juan Fresco,-- nada cuenta el vulgo de
terminante y claro con relación al Comendador. Cuenta, sí, mil confusas
patrañas. En Villabermeja se conoce que hirió más la imaginación popular
por su modo de ser y de pensar que por sus hechos. Sus hechos conocidos,
salvo algún extravío de la mocedad, más le califican de buena que de
mala persona.

--De todos modos, ¿V. cree que el Comendador era una persona notable?

--Y mucho que lo creo. Yo contaré á V. lo que sé de él, y V. juzgará.

Don Juan Fresco me contó entonces lo que sabía acerca del Comendador
Mendoza. Yo no hago más que ponerlo ahora por escrito.



II

Don Fadrique López de Mendoza, llamado comunmente el Comendador, fué
hermano de don José, el mayorazgo, abuelo de nuestro D. Faustino, á
quien supongo que conocen mis lectores.

Nació D. Fadrique en 1744.

Desde niño dicen que manifestó una inclinación perversa á reírse de todo
y á no tomar nada por lo serio. Esta cualidad es la que menos fácilmente
se perdona, cuando se entrevé que no proviene de ligereza, sino de tener
un hombre el espíritu tan serio, que apenas halla cosa terrena y humana
que merezca que él la considere con seriedad; por donde, en fuerza de la
seriedad misma, nacen el desdén y la risa burlona.

Don Fadrique, según la general tradición, era un hombre de este género:
un hombre jocoso de puro serio.

Claro está que hay dos clases de hombres jocosos de puro serios. Á una
clase, que es muy numerosa, pertenecen los que andan siempre tan serios,
que hacen reir á los demás, y sin quererlo son jocosos. Á otra clase,
que siempre cuenta pocos individuos, es á la que pertenecía D. Fadrique.
Don Fadrique se burlaba de la seriedad vulgar é inmotivada, en virtud de
una seriedad exquisita y superlativa; por lo cual era jocoso.

Conviene advertir, no obstante, que la jocosidad de D. Fadrique rara vez
tocaba en la insolencia ó en la crueldad, ni se ensañaba en daño del
prójimo. Sus burlas eran benévolas y urbanas, y tenían á menudo cierto
barniz de dulce melancolía.

El rasgo predominante en el carácter de D. Fadrique no se puede negar
que implicaba una mala condición: la falta de respeto. Como veía lo
ridículo y lo cómico en todo, resultaba que nada ó casi nada respetaba,
sin poderlo remediar. Sus maestros y superiores se lamentaron mucho de
esto.

Don Fadrique era ágil y fuerte, y nada ni nadie le inspiró jamás temor,
más que su padre, á quien quiso entrañablemente. No por eso dejaba de
conocer y aun de decir en confianza, cuando recordaba á su padre,
después de muerto, que, si bien había sido un cumplido caballero,
honrado, pundonoroso, buen marido y lleno de caridad para con los
pobres, había sido también un _vándalo_.

En comprobación de este aserto contaba D. Fadrique varias anécdotas,
entre las cuales ninguna le gustaba tanto como la del bolero.

D. Fadrique bailaba muy bien este baile cuando era niño, y D. Diego,
que así se llamaba su padre, se complacía en que su hijo luciese su
habilidad cuando le llevaba de visitas ó las recibía con él en su casa.

Un día llevó D. Diego á su hijo D. Fadrique á la pequeña ciudad, que
dista dos leguas de Villabermeja, cuyo nombre no he querido nunca decir,
y donde he puesto la escena de mi _Pepita Jiménez_. Para la mejor
inteligencia de todo, y á fin de evitar perífrasis, pido al lector que
siempre que en adelante hable yo de la ciudad entienda que hablo de la
pequeña ciudad ya mencionada.

Don Diego, como queda dicho, llevó á D. Fadrique á la ciudad. Tenía D.
Fadrique trece años, pero estaba muy espigado. Como iba de visitas de
ceremonia, lucía casaca y chupa de damasco encarnado con botones de
acero bruñido, zapatos de hebilla y medias de seda blanca, de suerte que
parecía un sol.

La ropa de viaje de D. Fadrique, que estaba muy traída y con algunas
manchas y desgarrones, se quedó en la posada, donde dejaron los
caballos. D. Diego quiso que su hijo le acompañase en todo su esplendor.
El muchacho iba contentísimo de verse tan guapo y con traje tan señoril
y lujoso. Pero la misma idea de la elegancia aristocrática del traje le
infundió un sentimiento algo exagerado del decoro y compostura que
debía tener quien le llevaba puesto.

Por desgracia, en la primera visita que hizo Don Diego á una hidalga
viuda, que tenía dos hijas doncellas, se habló del niño Fadrique y de lo
crecido que estaba, y del talento que tenía para bailar el bolero.

--Ahora --dijo D. Diego,-- baila el chico peor que el año pasado, porque
está en la _edad del pavo_; edad insufrible, entre la palmeta y el
barbero. Ya Vds. sabrán que en esa edad se ponen los chicos muy
empalagosos, porque empiezan á presumir de hombres y no lo son. Sin
embargo, ya que Vds. se empeñan, el chico lucirá su habilidad.

Las señoras, que habían mostrado deseos de ver á D. Fadrique bailar,
repitieron sus instancias, y una de las doncellas tomó una guitarra y se
puso á tocar para que D. Fadrique bailase.

--Baila, Fadrique, --dijo D. Diego, no bien empezó la música.

Repugnancia invencible al baile, en aquella ocasión se apoderó de su
alma. Veía una contrariedad monstruosa, algo de lo que llaman ahora una
_antinomia_, entre el bolero y la casaca. Es de advertir que en aquel
día D. Fadrique llevaba casaca por primera vez: estrenaba la prenda, si
puede calificarse de estreno el aprovechamiento del arreglo ó
refundición de un vestido, usado primero por el padre y después por el
mayorazgo, á quien se le había quedado estrecho y corto.

--Baila, Fadrique, --repitió D. Diego, bastante amostazado.

Don Diego, cuyo traje de campo y camino, al uso de la tierra, estaba en
muy buen estado, no se había puesto casaca como su hijo. D. Diego iba
todo de estezado, con botas y espuelas, y en la mano llevaba el látigo
con que castigaba al caballo y á los podencos de una jauría numerosa que
tenía para cazar.

--Baila, Fadrique, --exclamó D. Diego por tercera vez, notándose ya en
su voz cierta alteración, causada por la cólera y la sorpresa.

Era tan elevado el concepto que tenía D. Diego de la autoridad paterna,
que se maravillaba de aquella rebeldía.

--Déjele V., señor de Mendoza --dijo la hidalga viuda.-- El niño está
cansado del camino y no quiere bailar.

--Ha de bailar ahora.

--Déjele V.; otra vez le veremos, --dijo la que tocaba la guitarra.

--Ha de bailar ahora --repitió D. Diego.-- Baila, Fadrique.

--Yo no bailo con casaca, --respondió éste al cabo.

Aquí fué Troya. D. Diego prescindió de las señoras y de todo.

--¡Rebelde! ¡mal hijo! --gritó:-- te enviaré á los Toribios: baila ó te
desuello; y empezó á latigazos con D. Fadrique.

La señorita de la guitarra paró un instante la música; pero D. Diego la
miró de modo tan terrible, que ella tuvo miedo de que la hiciese tocar
como quería hacer bailar á su hijo, y siguió tocando el bolero.

Don Fadrique, después de recibir ocho ó diez latigazos, bailó lo mejor
que supo.

Al pronto se le saltaron las lágrimas; pero después, considerando que
había sido su padre quien le había pegado, y ofreciéndose á su fantasía
de un modo cómico toda la escena, y viéndose él mismo bailar á latigazos
y con casaca, se rió, á pesar del dolor físico, y bailó con inspiración
y entusiasmo.

Las señoras aplaudieron á rabiar.

--Bien, bien --dijo D. Diego.-- ¡Por vida del diablo! ¿Te he hecho mal,
hijo mío?

--No, padre --dijo D. Fadrique.-- Está visto: yo necesitaba hoy de doble
acompañamiento para bailar.

--Hombre, disimula. ¿Por qué eres tonto? ¿Qué repugnancia podías tener,
si la casaca te va que ni pintada, y el bolero clásico y de buena
escuela es un baile muy señor? Estas damas me perdonarán. ¿No es verdad?
Yo soy algo vivo de genio.

Así terminó el lance del bolero.

Aquel día bailó otras cuatro veces D. Fadrique en otras tantas visitas,
á la más leve insinuación de su padre.

Decía el cura Fernández, que conoció y trató á D. Fadrique, y de quien
sabía muchas de estas cosas mi amigo D. Juan Fresco, que D. Fadrique
refería con amor la anécdota del bolero, y que lloraba de ternura filial
y reía al mismo tiempo, diciendo _mi padre era un vándalo_, cuando se
acordaba de él, dándole de latigazos, y retraía á su memoria á las damas
aterradas, sin dejar una de ellas de tocar la guitarra, y á él mismo
bailando el bolero mejor que nunca.

Parece que había en todo esto algo de orgullo de familia. El _mi padre
era un vándalo_ de D. Fadrique casi sonaba en sus labios como alabanza.
D. Fadrique, educado en el lugar y del mismo modo que su padre, D.
Fadrique cerril, hubiera sido más vándalo aún.

La fama de sus travesuras de niño duró en el lugar muchos años después
de haberse él partido á servir al Rey.

Huérfano de madre á los tres años de edad, había sido criado y mimado
por una tía solterona, que vivía en la casa, y á quien llamaban la
chacha Victoria.

Tenía además otra tía, que si bien no vivía con la familia, sino en casa
aparte, había también permanecido soltera y competía en mimos y en
halagos con la chacha Victoria. Llamábase esta otra tía la chacha
Ramoncica. D. Fadrique era el ojito derecho de ambas señoras, cada una
de las cuales estaba ya en los cuarenta y pico de años cuando tenía doce
nuestro héroe.

Las dos tías ó chachas se parecían en algo y se diferenciaban en mucho.

Se parecían en cierto entono amable y benévolo de hidalgas, en la piedad
católica y en la profunda ignorancia. Esto último no provenía sólo de
que hubiesen sido educadas en el lugar, sino de una idea de entonces. Yo
me figuro que nuestros abuelos, hartos de la bachillería femenil, de las
cultas latini-parlas y de la desenvoltura pedantesca de las damas que
retratan Quevedo, Tirso y Calderón en sus obras, habían caído en el
extremo contrario de empeñarse en que las mujeres no aprendiesen nada.
La ciencia en la mujer hubo de considerarse como un manantial de
perversión. Así es que en los lugares, en las familias acomodadas y
nobles, cuando eran religiosas y morigeradas, se educaban las niñas para
que fuesen muy hacendosas, muy arregladas y muy señoras de su casa.
Aprendían á coser, á bordar y á hacer calceta; muchas sabían de cocina;
no pocas planchaban perfectamente; pero casi siempre se procuraba que no
aprendiesen á escribir, y apenas sí se les enseñaba á leer de corrido
en _El Año Cristiano_ ó en algún otro libro devoto.

Las chachas Victoria y Ramoncica se habían educado así. La diversa
condición y carácter de cada una estableció después notables
diferencias.

La chacha Victoria, alta, rubia, delgada y bien parecida,
había sido, y continuó siendo hasta la muerte, naturalmente sentimental
y curiosa. Á fuerza de deletrear, llegó á leer casi de corrido cuando
estaba ya muy granada; y sus lecturas no fueron sólo de vidas de santos,
sino que conoció también algunas historias profanas y las obras de
varios poetas. Sus autores favoritos fueron doña María de Zayas y
Gerardo Lobo.

Se preciaba de experimentada y desengañada. Su conversación estaba
siempre como salpicada de estas dos exclamaciones: --¡Qué mundo éste!
--¡Lo que ve el que vive!-- La chacha Victoria se sentía como hastiada y
fatigada de haber visto tanto, y eso que sus viajes no se habían
extendido más allá de cinco ó seis leguas de distancia de Villabermeja.

Una pasión, que hoy calificaríamos de romántica, había llenado toda la
vida de la chacha Victoria. Cuando apenas tenía diez y ocho años,
conoció y amó en una feria á un caballero cadete de infantería. El
cadete amó también á la chacha, que no lo era entonces; pero los dos
amantes, tan hidalgos como pobres, no se podían casar por falta de
dinero. Formaron, pues, el firme propósito de seguir amándose, se
juraron constancia eterna y decidieron aguardar para la boda á que
llegase á capitán el cadete. Por desgracia, entonces se caminaba con
pies de plomo en las carreras, no había guerras civiles ni
pronunciamientos, y el cadete, firme como una roca y fiel como un perro,
envejeció sin pasar de teniente nunca.

Siempre que el servicio militar lo consentía, el cadete venía á
Villabermeja; hablaba por la ventana con la chacha Victoria, y se decían
ambos mil ternuras. En las largas ausencias se escribían cartas amorosas
cada ocho ó diez días; asiduidad y frecuencia extraordinarias entonces.

Esta necesidad de escribir obligó á la chacha Victoria á hacerse
letrada. El amor fué su maestro de escuela, y le enseñó á trazar unos
garrapatos anárquicos y misteriosos, que por revelación de amor leía,
entendía y descifraba el cadete.

De esta suerte, entre temporadas de pelar la pava en Villabermeja, y
otras más largas temporadas de estar ausentes, comunicándose por cartas,
se pasaron cerca de doce años. El cadete llegó á teniente.

Hubo entonces un momento terrible: una despedida desgarradora. El
cadete, teniente ya, se fué á la guerra de Italia. Desde allí venían las
cartas muy de tarde en tarde. Al cabo cesaron del todo. La chacha
Victoria se llenó de presentimientos melancólicos.

En 1747, firmada ya la paz de Aquisgrán, los soldados españoles
volvieron de Italia á España; pero nuestro cadete, que había esperado
volver de capitán, no parecía ni escribía. Sólo pareció, con la licencia
absoluta, su asistente, que era bermejino.

El bueno del asistente, en el mejor lenguaje que pudo, y con los
preparativos y rodeos que le parecieron del caso para amortiguar el
golpe, dió á la chacha Victoria la triste noticia de que el cadete,
cuando iba ya á ver colmados sus deseos, cuando iba á ser ascendido á
capitán, en vísperas de la paz, en la rota de Trebia, había caído
atravesado por la lanza de un croata.

No murió en el acto. Vivió aún dos ó tres días con la herida mortal, y
tuvo tiempo de entregar al asistente, para que trajese á su querida
Victoria, un rizo rubio que de ella llevaba sobre el pecho en un
guardapelo, las cartas y un anillo de oro con un bonito diamante.

El pobre soldado cumplió fielmente su comisión.

La chacha Victoria recibió y bañó en lágrimas las amadas reliquias. El
resto de su vida le pasó recordando al cadete, permaneciendo fiel á su
memoria y llorándole á veces. Cuanto había de amor en su alma fué
consumiéndose en devociones y transformándose en cariño por el sobrino
Fadriquito, el cual tenía tres años cuando supo la chacha Victoria la
muerte de su perpetuo y único novio.

La pobre chacha Ramoncica había sido siempre pequeñuela y mal hecha de
cuerpo, sumamente morena y bastante fea de cara. Cierta dignidad natural
é instintiva le hizo comprender, desde que tenía quince años, que no
había nacido para el amor. Si algo del amor con que aman las mujeres á
los hombres había en germen en su alma, ella acertó á sofocarlo y no
brotó jamás. En cambio tuvo afecto para todos. Su caridad se extendía
hasta los animales.

Desde la edad de veinticuatro años, en que la chacha Ramoncica se quedó
huérfana y vivía en casa propia, sola, le hacían compañía media docena
de gatos, dos ó tres perros y un grajo, que poseía varias habilidades.
Tenía asimismo Ramoncica un palomar lleno de palomos, y un corral
poblado de pavos, patos, gallinas y conejos.

Una criada llamada Rafaela, que entró á servir á la chacha Ramoncica
cuando ésta vivía aún en casa de sus padres, siguió sirviéndola toda la
vida. Ama y criada eran de la misma edad y llegaron juntas á una extrema
vejez.

Rafaela era más fea que la chacha, y, hasta por imitarla, permaneció
siempre soltera.

En medio de su fealdad, había algo de noble y distinguido en la chacha
Ramoncica, que era una señora de muy cortas luces. Rafaela, por el
contrario, sobre ser fea, tenía el más innoble aspecto; pero estaba
dotada de un despejo natural grandísimo.

Por lo demás, ama y criada, guardando siempre cada cual su posición y
grado en la jerarquía social, se identificaron por tal arte, que se
diría que no había en ellas sino una voluntad, los pensamientos mismos y
los mismos propósitos.

Todo era orden, método y arreglo en aquella casa. Apenas se gastaba en
comer, porque ama y criada comían poquísimo. Un vestido, una saya, una
basquiña, cualquiera otra prenda, duraba años y años sobre el cuerpo de
la chacha Ramoncica ó guardada en el armario. Después, estando aún en
buen uso, pasaba á ser prenda de Rafaela.

Los muebles eran siempre los mismos y se conservaban, como por encanto,
con un lustre y una limpieza que daban consuelo.

Con tal modo de vivir, la chacha Ramoncica, si bien no tenía sino muy
escasas rentas, apenas gastaba de ellas una tercera parte. Iba, pues,
acumulando y atesorando, y pronto tuvo fama de rica. Sin embargo, jamás
se sentía con valor de ser despilfarrada sino por empeño de su sobrino
Fadrique, á quien, según hemos dicho, mimaba en competencia de la chacha
Victoria.

Don Diego andaba siempre en el campo, de caza ó atendiendo á las
labores. Sus dos hijos, D. José y D. Fadrique, quedaban al cuidado de la
chacha Victoria y del P. Jacinto, fraile dominico, que pasaba por muy
docto en el lugar, y que les sirvió de ayo, enseñándoles las primeras
letras y el latín.

Don José era bondadoso y reposado, D. Fadrique un diablo de travieso;
pero D. José no atinaba hacerse querer, y D. Fadrique era amado con
locura de ambas chachas, del feroz D. Diego y del ya citado P. Jacinto,
quien apenas tendría treinta y seis años de edad cuando enseñaba la
lengua de Cicerón á los dos pimpollos lozanos del glorioso y antiguo
tronco de los López de Mendoza bermejinos.

Mientras que el apacible D. José se quedaba en casa estudiando, ó iba al
convento á ayudar á misa, ó empleaba su tiempo en otras tareas
tranquilas, D. Fadrique solía escaparse y promover mil alborotos en el
pueblo.

Como segundón de la casa, D. Fadrique estaba condenado á vestirse de lo
que se quedaba estrecho ó corto para su hermano, el cual, á su vez,
solía vestirse de los desechos de su padre. La chacha Victoria hacía
estos arreglos y traspasos. Ya hemos hablado de la casaca y de la chupa
encarnadas, que vinieron á ser memorables por el lance del bolero; pero
mucho antes había heredado D. Fadrique una capa, que se hizo más
famosa, y que había servido sucesivamente á D. Diego y á D. José. La
capa era blanca, y cuando cayó en poder de D. Fadrique recibió el nombre
de la capa-paloma.

La capa-paloma parecía que había dado alas al chico, quien se hizo más
inquieto y diabólico desde que la poseyó. D. Fadrique, cabeza de motín y
de bando entre los muchachos más desatinados del pueblo, se diría que
llevaba la capa-paloma como un estandarte, como un signo que todos
seguían, como un penacho blanco de Enrique IV.

No era muy numeroso el bando de D. Fadrique, no por falta de simpatías,
sino porque él elegía á sus parciales y secuaces haciendo pruebas
análogas á las que hizo Gedeón para elegir ó desechar á sus soldados. De
esta suerte logró D. Fadrique tener unos cincuenta ó sesenta que le
seguían, tan atrevidos y devotos á su persona, que cada uno valía por
diez.

Se formó un partido contrario, capitaneado por D. Casimirito, hijo del
hidalgo más rico del lugar. Este partido era de más gente; pero, así por
las prendas personales del capitán, como por el valor y decisión de los
soldados, quedaba siempre muy inferior á los fadriqueños.

Varias veces llegaron á las manos ambos bandos, ya á puñadas y luchando
á brazo partido, ya en pedreas, de que era teatro un llanete que está
por bajo de un sitio llamado el Retamal.

Siempre que había un lance de éstos, D. Fadrique era el primero en
acudir al lugar del peligro; pero es lo cierto que no bien corría la voz
de que _la capa-paloma iba por el Retamal abajo_, las calles y las
plazuelas se despoblaban de los más belicosos chiquillos, y todos
acudían en busca del capitán idolatrado.

La victoria, en todas estas pendencias, quedó siempre por el bando de D.
Fadrique. Los de don Casimiro resistían poco y se ponían en un momento
en vergonzosa fuga: pero como D. Fadrique se aventuraba siempre más de
lo que conviene á la prudencia de un general, resultó que dos veces regó
los laureles con su sangre, quedando descalabrado.

No sólo en batalla campal, sino en otros ejercicios y haciendo
travesuras de todo género, don Fadrique se había roto además la cabeza
otra tercera vez, se había herido el pecho con unas tijeras, se había
quemado una mano y se había dislocado un brazo: pero de todos estos
percances salía al cabo sano y salvo, merced á su robustez y á los
cuidados de la chacha Victoria, que decía, maravillada y santiguándose:
--¡Ay, hijo de mi alma, para muy grandes cosas quiere reservarte el
cielo, cuando vives de milagro y no mueres!



III

Casimiro tenía tres años más de edad que don Fadrique, y era también más
fornido y alto. Irritado de verse vencido siempre como capitán, quiso
probarse con D. Fadrique en singular combate. Lucharon, pues, á puñadas
y á brazo partido, y el pobre Casimiro salió siempre acogotado y
pisoteado, á pesar de su superioridad aparente.

Los frailes dominicos del lugar nunca quisieron bien á la familia de los
Mendozas. Á pesar de la piedad suma de las chachas Victoria y Ramoncica,
y de la devoción humilde de D. José, no podían tragar á D. Diego, y se
mostraban escandalizados de los desafueros é insolencias de D. Fadrique.

Sólo el P. Jacinto, que amaba tiernamente á don Fadrique, le defendía de
las acusaciones y quejas de los otros frailes.

Éstos, no obstante, le amenazaban á menudo con cogerle y enviarle á los
Toribios, ó con hacer que el propio hermano Toribio viniese por él y se
le llevase.

Bien sabían los frailes que el bendito hermano Toribio había muerto
hacía más de veinte años; pero la institución creada por él florecía,
prestando al glorioso fundador una existencia inmortal y mitológica.
Hasta muy entrado el segundo tercio del siglo presente, el hermano
Toribio y los Toribios en general han sido el tema constante de todas
amenazas para infundir saludable terror á los chachos traviesos.

En la mente de D. Fadrique no entraba la idea de la fervorosa caridad
con que el hermano Toribio, á fin de salvar y purificar las almas de
cuantos muchachos cogía, les martirizaba el cuerpo, dándoles rudos
azotes sobre las carnes desnudas. Así es que se presentaba en su
imaginación el bendito hermano Toribio como loco furioso y perverso,
enemigo de sí mismo para llagarse con cadenas ceñidas á los riñones, y
enemigo de todo el género humano, á quien desollaba y atormentaba en la
edad de la niñez y de la más temprana juventud cuando se abren al amor
las almas y cuando la naturaleza y el cielo debieran sonreír y acariciar
en vez de dar azotes.

Como ya habían ocurrido casos de llevarse á los Toribios, contra la
voluntad de sus padres, á varios muchachos traviesos, y como el hermano
Toribio, durante su santa vida, había salido á caza de tales muchachos,
no sólo por toda Sevilla, sino por otras poblaciones de Andalucía,
desde donde los conducía á su terrible establecimiento, la amenaza de
los frailes pareció para broma harto pesada á D. Diego, y para veras le
pareció más pesada aún. Hizo, pues, decir á los frailes que se
abstuviesen de embromar á su hijo, y mucho más de amenazarle, que ya él
sabría castigar al chico cuando lo mereciese; pero que nadie más que él
había de ser osado á ponerle las manos encima. Añadió D. Diego que el
chico, aunque pequeño todavía, sabría defenderse y hasta ofender, si le
atacaban, y que además él volaría en su auxilio, en caso necesario, y
arrancaría las orejas á tirones á todos los Toribios que ha habido y hay
en el mundo.

Con estas insinuaciones, que bien sabían todos cuán capaz era de hacer
efectivas D. Diego, los frailes se contuvieron en su malevolencia; pero
como D. Fadrique (fuerza es confesarlo, si hemos de ser imparciales)
seguía siendo peor que Pateta, los frailes, no atreviéndose ya á
esgrimir contra él armas terrenas y temporales, acudieron al arsenal de
las espirituales y eternas, y no cesaron de querer amedrentarle con el
infierno y el demonio.

De este método de intimidación se ocasionó un mal gravísimo. D.
Fadrique, á pesar de sus chachas, se hizo impío, antes de pensar y de
reflexionar, por un sentimiento instintivo. La religión no se ofreció á
su mente por el lado del amor y de la ternura infinita, sino por el
lado del miedo, contra el cual su natural valeroso é independiente se
rebelaba. D. Fadrique no vió el objeto del amor insaciable del alma, y
el fin digno de su última aspiración, en los poderes sobrenaturales. D.
Fadrique no vió en ellos sino tiranos, verdugos ó espantajos sin
consistencia.

Cada siglo tiene su espíritu, que se esparce y como que se diluye en el
aire que respiramos, infundiéndose tal vez en las almas de los hombres,
sin necesidad de que las ideas y teorías pasen de unos entendimientos á
otros por medio de la palabra escrita ó hablada. El siglo XVIII tal vez
no fué crítico, burlón, sensualista y descreído porque tuvo á Voltaire,
á Kant y á los enciclopedistas, sino porque fué crítico, burlón,
sensualista y descreído tuvo á dichos pensadores, quienes formularon en
términos precisos lo que estaba vago y difuso en el ambiente: el giro
del pensamiento humano en aquel período de su civilización progresiva.

Sólo así se comprende que D. Fadrique viniese á ser impío sin leer ni
oir nada que á ello le llevase.

Esta nueva calidad que apareció en él era bastante peligrosa en aquellos
tiempos. D. Diego mismo se espantó de ciertas ideas de su hijo. Por
dicha, el desenvolvimiento de tan mala inclinación coincidió casi con la
ida de D. Fadrique al Colegio de Guardias marinas, y se evitó así todo
escándalo y disgusto en Villabermeja.

Las chachas Victoria y Ramoncica lloraron mucho la partida de D.
Fadrique; el P. Jacinto la sintió; D. Diego, que le llevó á la Isla, se
alegró de ver á su hijo puesto en carrera, casi más que se afligió al
separarse de él; y los frailes, y Casimirito sobre todo, tuvieron un día
de júbilo el día en que le perdieron de vista.

D. Fadrique volvió al lugar de allí adelante, pero siempre por brevísimo
tiempo: una vez cuando salió del Colegio para ir á navegar; otra vez
siendo ya alférez de navío. Luego pasaron años y años sin que viese á D.
Fadrique ningún bermejino. Se sabía que estaba, ya en el Perú, ya en el
Asia, en el extremo Oriente.



IV

De las cosas de D. Fadrique, durante tan larga ausencia, se tenía ó se
forjaba en el lugar el concepto más fantástico y absurdo.

D. Diego y la chacha Victoria, que eran las personas de la familia más
instruidas é inteligentes, murieron á poco de hallarse D. Fadrique en el
Perú. Y lo que es á la cándida Ramoncica y al limitado D. José, no
escribía D. Fadrique sino muy de tarde en tarde, y cada carta tan breve
como una fe de vida.

Al P. Jacinto, aunque D. Fadrique le estimaba y quería de veras, también
le escribía poco, por efecto de la repulsión y desconfianza que en
general le inspiraban los frailes. Así es que nada se sabía nunca á
ciencia cierta en el lugar de las andanzas y aventuras del ilustre
marino.

Quien más supo de ello en su tiempo fué el cura Fernández, que, según
queda dicho, trató á don Fadrique y tuvo alguna amistad con él. Por el
cura Fernández se enteró D. Juan Fresco, en quien influyó mucho el
relato de las peregrinaciones y lances de fortuna de D. Fadrique para
que se hiciese piloto y siguiese en todo sus huellas.

Recogiendo y ordenando yo ahora las esparcidas y vagas noticias, las
apuntaré aquí en resumen.

D. Fadrique estuvo poco tiempo en el Colegio, donde mostró grande
disposición para el estudio.

Pronto salió á navegar, y fué á la Habana en ocasión tristísima. España
estaba en guerra con los ingleses, y la capital de Cuba fué atacada por
el almirante Pocok. Echado á pique el navío en que se hallaba nuestro
bermejino, la gente de la tripulación, que pudo salvarse, fué destinada
á la defensa del castillo del Morro, bajo las órdenes del valeroso D.
Luis Velasco.

Allí estuvo D. Fadrique haciendo estragos en la escuadra inglesa con sus
certeros tiros de cañón. Luego, durante el asalto, peleó como un héroe
en la brecha, y vió morir á su lado á D. Luis, su jefe. Por último, fué
de los pocos que lograron salvarse cuando, pasando sobre un montón de
cadáveres y haciendo prisioneros á los vivos, llegó el general inglés,
Conde de Albemarle, á levantar el pabellón británico sobre la principal
fortaleza de la Habana.

D. Fadrique tuvo el disgusto de asistir á la capitulación de aquella
plaza importante, y, contado en el número de los que la guarnecían, fué
conducido á España en cumplimiento de lo capitulado.

Entonces, ya de alférez de navío, vino á Villabermeja, y vió á su padre
la última vez.

La reina de las Antillas, muchos millones de duros y lo mejor de
nuestros barcos de guerra habían quedado en poder de los ingleses.

D. Fadrique no se descorazonó con tan trágico principio. Era hombre poco
dado á melancolías. Era optimista y no quejumbroso. Además, todos los
bienes de la casa los había de heredar el mayorazgo, y él ansiaba
adquirir honra, dinero y posición.

Pocos días estuvo en Villabermeja. Se fué antes de que su licencia se
cumpliese.

El rey Carlos III, después de la triste paz de París, á que le llevó el
desastroso _Pacto de familia_, trató de mejorar por todas partes la
administración de sus vastísimos Estados. En América era donde había más
abusos, escándalos, inmoralidad, tiranías y dilapidaciones. Á fin de
remediar tanto mal, envió el Rey á Gálvez de visitador á Méjico, y algo
más tarde envió al Perú, con la misma misión, á D. Juan Antonio de
Areche. En esta expedición fué á Lima D. Fadrique.

Allí se encontraba cuando tuvo lugar la rebelión de Tupac-Amaru. En la
mente imparcial y filosófica del bermejino se presentaba como un
contrasentido espantoso el que su Gobierno tratase de ahogar en sangre
aquella rebelión, al mismo tiempo que estaba auxiliando la de Washington
y sus parciales contra los ingleses; pero D. Fadrique, murmurando y
censurando, sirvió con energía á su Gobierno, y contribuyó bastante á la
pacificación del Perú.

Don Fadrique acompañó á Areche en su marcha al Cuzco, y desde allí,
mandando una de las seis columnas en que dividió sus fuerzas el general
Valle, siguió la campaña contra los indios, tomando gloriosa parte en
muchas refriegas, sufriendo con firmeza las privaciones, las lluvias y
los fríos en escabrosas alturas á la falda de los Andes, y no parando
hasta que Tupac-Amaru quedó vencido y cayó prisionero.

Don Fadrique, con grande horror y disgusto, fué testigo ocular de los
tremendos castigos que hizo nuestro Gobierno en los rebeldes. Pensaba él
que las crueldades é infamias cometidas por los indios no justificaban
las de un Gobierno culto y europeo. Era bajar al nivel de aquella gente
semisalvaje. Así es que casi se arrepintió de haber contribuído al
triunfo cuando vió en la plaza del Cuzco morir á Tupac-Amaru, después de
un brutal martirio, que parecía invención de fieras y no de seres
humanos.

Tupac-Amaru tuvo que presenciar la muerte de su mujer, de un hijo suyo
y de otros deudos y amigos: á otro hijo suyo de diez años le condenaron
á ver aquellos bárbaros suplicios de su padre y de su madre, y á él
mismo le cortaron la lengua y le ataron luego por los cuatro remos á
otros tantos caballos para que, saliendo á escape, le hiciesen pedazos.
Los caballos, aunque espoleados duramente por los que los montaban, no
tuvieron fuerza bastante para descuartizar al indio, y á éste,
descoyuntado, después de tirar de él un rato en distintas direcciones,
tuvieron que desatarle de los caballos y cortarle la cabeza.

Á pesar de su optimismo, de su genio alegre y de su afición á tomar
muchos sucesos por el lado cómico, D. Fadrique, no pudiendo hallar nada
cómico en aquel suceso, cayó enfermo con fiebre y se desanimó mucho en
su afición á la carrera militar.

Desde entonces se declaró más en él la manía de ser filántropo, especie
de secularización de la caridad, que empezó á estar muy en moda en el
siglo pasado.

La impiedad precoz de D. Fadrique vino á fundarse en razones y en
discursos con el andar del tiempo y con la lectura de los malos libros
que en aquella época se publicaban en Francia. El carácter burlón y
regocijado de D. Fadrique se avenía mal con la misantropía tétrica de
Rousseau. Voltaire, en cambio, le encantaba. Sus obras más impías
parecíanle eco de su alma.

La filosofía de D. Fadrique era el sensualismo de Condillac, que él
consideraba como el _non plus ultra_ de la especulación humana.

En cuanto á la política, nuestro D. Fadrique era un liberal anacrónico
en España. Por los años de 1783, cuando vió morir á Tupac-Amaru, era
casi como un radical de ahora.

Todo esto se encadenaba y se fundaba en una teodicea algo confusa y
somera, pero común entonces. D. Fadrique creía en Dios y se imaginaba
que tenía ciencia de Dios, representándosele como inteligencia suprema y
libre, que hizo el mundo porque quiso, y luego le ordenó y arregló según
los más profundos principios de la mecánica y de la física. Á pesar del
_Cándido_, novela que le hacía llorar de risa, D. Fadrique era casi tan
optimista como el Dr. Pangloss, y tenía por cierto que todo estaba
divinamente bien y que nada podía estar mejor de lo que estaba. El mal
le parecía un accidente, por más que á menudo se pasmase de que
ocurriera con tanta frecuencia y de que fuera tan grande, y el bien le
parecía lo substancial, positivo é importante que había en todo.

Sobre el espíritu y la materia, sobre la vida ultra-mundana y sobre la
justificación de la Providencia, basada en compensaciones de eterna
duración, D. Fadrique estaba muy dudoso; pero su optimismo era tal, que
veía demostrada y hasta patente la bondad del cielo, sin salir de este
mundo sublunar y de la vida que vivimos. Verdad es que para ello había
adoptado una teoría, novísima entonces. Y decimos que la había adoptado,
y no que la había inventado, porque no nos consta, aunque bien pudo ser
que la inventase; ya que cuando llega el momento y suena la hora de que
nazca una idea y de que se formule un sistema, la idea nace y el sistema
se formula en mil cabezas á la vez, si bien la gloria de la invención se
la lleva aquel que por escrito ó de palabra le expone con más claridad,
precisión ó elegancia.

La idea, ó mejor dicho, la teoría novísima, tal como estaba en la mente
de D. Fadrique, era en compendio la siguiente:

Entendía el filósofo de Villabermeja que había una ley providencial y
eterna para la historia, tan indefectible como las leyes matemáticas,
según las cuales giran en sus órbitas los astros. En virtud de esta ley,
la humanidad iba adelantando siempre por un camino de perfectibilidad
indefinida; su ascensión hacia la luz, el bien, la verdad y la belleza,
no tenía pausa ni término. En esto, el humano linaje, en su conjunto,
seguía un impulso necesario. Toda la gloria del éxito era para el Ser
Supremo, que había dado aquel impulso; pero, dentro del providencial
movimiento que de él nacía, en toda acción, en toda idea, en todo
propósito, cada individuo era libre y responsable. El maravilloso
trabajo de la Providencia, el misterio más bello de su sabiduría
infinita, consistía en concertar con atinada armonía todos aquellos
resultados de la libertad humana á fin de que concurriesen al
cumplimiento de la ley eterna del progreso, ó en tenerlos previstos con
tan divina previsión y acierto, que no perturbasen lo que estaba
prescrito y ordenado; así como, aunque sea baja comparación, cuenta el
inventor y constructor perito de una máquina con los rozamientos y con
el medio ambiente.

Tal manera de considerar los sucesos se avenía bien con el carácter de
D. Fadrique, corroborando su desdén hacia las menudencias, y su prurito
de calificar de menudencias lo que para los más de los hombres es
importante en grado sumo, y transformando su propensión á la alegría y á
la risa en serenidad olímpica, digna de los inmortales.

En su moral no dejaba de ser severo. No había borrado de sus tablas de
la ley ni un tilde ni una coma de los mandamientos divinos. Lo único que
hacía era dar más vigor, si cabe, á toda prohibición de actos que
produzcan dolor, y relajar no poco las prohibiciones de todo aquello que
á él se le antojaba que sólo traía deleite ó bienestar consigo.

En aquella edad, pensar así en España y en sus dominios ya hemos dicho
que era expuesto; pero D. Fadrique tenía el don de la mesura y del tino,
y sin hipocresía lograba no chocar ni lastimar opiniones ó creencias.

Concurría á esto la buena gracia con que se ganaba las voluntades, no
con inspirar trivial afecto á todo el mundo, sino inspirándole muy vivo
á los pocos que él quería, los cuales valían siempre por muchos para
defenderle y encomiarle.

En la primera mocedad, dotado D. Fadrique de tales prendas, y siendo
además bello y agraciado de rostro, de buen talle, atrevido y sigiloso,
consiguió que lloviesen sobre él las aventuras galantes, y tuvo alta
fama de afortunado en amores.

Después de terminada la rebelión de Tupac-Amaru ascendió á capitán de
fragata, y su reputación de buen soldado y de sabio y hábil marino llegó
á su colmo.

Casi cuando acababan de espirar en el Cuzco los últimos indios parciales
de la independencia de su patria, siendo atenaceados algunos con tenazas
candentes antes de ahorcarlos, llegó la nueva á Lima de que habíamos
hecho la paz con Inglaterra, logrando la independencia de su colonia, en
pro de la cual combatimos.

Don Fadrique pudo entonces obtener licencia para navegar á las órdenes
de la Compañía de Filipinas, y salió para Calcuta mandando un navío
cargado de preciosas mercaderías. Tres viajes hizo de Lima á Calcuta y
de Calcuta á Lima; y como llevaba muy buena pacotilla y un sueldo
crecido, y alcanzó ventas muy ventajosas, se halló en poco tiempo
poseedor de algunos millones de reales.

En las largas temporadas que D. Fadrique pasó en la India se aficionó
mucho á la dulzura de los indígenas de aquel país y tomó en mayor
aborrecimiento el fervor religioso y guerrero de otras naciones. Tippoo,
sultán de Misor, se había empeñado en convertir al islamismo á todos los
indostaníes y en dilatar su imperio hasta el Cabo Comorín, á donde nunca
habían penetrado las huestes de otros conquistadores musulmanes. La
horrible devastación del floreciente reino de Travancor, en las barbas
de los ingleses, fué la consecuencia de la ambición y del celo muslímico
del sultán mencionado. El Gobernador general de la India se resolvió al
cabo á vengar y á remediar lo que hubiera debido impedir, y partió de
Calcuta á Madrás con muchos soldados europeos y cipayos, y grandes
aprestos de guerra. En aquella ocasión D. Fadrique tuvo el gusto de
ganar bastantes rupias, sirviendo una buena causa y conduciendo á Madrás
en su navío, con la autorización debida, tropas, víveres y municiones.

Parece que poco tiempo después de este suceso, y aun antes de que el
rajah de Travancor fuese restablecido en su trono, y el sultán Tippoo
vencido y obligado á hacer la paz, D. Fadrique, cansado ya de
peregrinaciones y trabajos, con la ambición apagada y con el deseo de
fortuna más que satisfecho, logró, de vuelta á Lima, obtener su retiro,
y se vino á Europa, anhelante de presenciar la gran revolución que en
Francia se estaba realizando, cuyos principios se hallaban tan en
concordancia con los suyos, y cuya fama llenaba el mundo de asombro.

Don Fadrique, sin embargo, sólo estuvo en París algunos meses: desde
fines de 1791 hasta Septiembre de 1792. Este tiempo le bastó para
cansarse y hartarse de la gran revolución, desengañarse un poco de su
liberalismo y dudar de sus teorías de constante progreso.

En Madrid vivió, por último, dos años, y también se desengañó de
muchísimas cosas.

Entrado ya en los cincuenta de su edad, aunque sano y bueno, y
apareciendo en el semblante, en la robustez y gallardía del cuerpo, y en
la serenidad y viveza del espíritu mucho más joven, le entró la
nostalgia de que padecen casi todos los bermejinos, y tomó la
irrevocable resolución de retirarse á Villabermeja para acabar allí
tranquilamente su vida.

Las cartas que escribió á su hermano D. José y á la chacha Ramoncica,
que vivían aún, anunciándoles su vuelta definitiva y para siempre,
fueron breves, aunque muy cariñosas. En cambio, escribió al P. Jacinto
una extensa carta, que se conserva aún y que debe ser trasladada á este
sitio. La carta es como sigue:



V

Mi querido P. Jacinto: Ya sabrá V. por mi hermano y por la chacha
Ramoncica que estoy decidido á irme á ese lugar á acabar mi vida donde
pasé los mejores años y los más inocentes de ella (¡buena inocencia era
la mía!), jugando al hoyuelo, á las chapas, al salto de la comba y
algunas veces al cané, y andando á pedradas y á mojicones con mis
coetáneos y compatricios.

Entonces estaba yo cerril; pero ya V. se hará cargo de que me he pulido
bastante peregrinando por esos mundos, y de que ahora son otras mis
aficiones y muy diversos mis cuidados. Los frailes compañeros de V. no
tendrán ya necesidad de amenazarme con los Toribios.

Mi estancia en el lugar no traerá perturbación alguna; antes, por el
contrario, yo me lisonjeo de que reporte algunas ventajas. He hecho
dinero y emplearé ahí mucha parte en fomentar la agricultura. El vino que
ahí se produce es abominable y puede ser excelente. Trabajando se
logrará hacerle potable y bueno.

Soñando estoy con las agradables veladas que vamos á pasar en el
invierno, jugando á la malilla y al tute, disputando sobre nuestras no
muy concordes teologías, y refiriendo yo á V. mis aventuras en el Perú,
en la India y en otras apartadas regiones.

Sé que V., á pesar de los años, está firme como un roble, por lo cual me
prometo que ha de dar conmigo largos paseos á caballo y á pie, y ha de
acompañarme á cazar perdices. Tengo dos magníficas escopetas inglesas,
que compré en Calcuta, y con las cuales he cazado tigres, tan grandes
algunos de ellos como borricos. Ya verá V. qué bien le va tirando con
cualquiera de estas escopetas á las pacíficas y enamoradas perdices que
acuden al reclamo en la estación del celo.

Á pesar de nuestra edad, hemos de emplearnos todavía, si V. no se opone,
en algunas cosas harto infantiles. Hemos de volver al Pozo de la Solana,
como hace cuarenta años, á cazar colorines y otros pajarillos, ya con la
red, ya con liga y esparto. Téngame V. preparado un buen par de
cimbeles.

Todas las cosas de por ahí se me ofrecen á la memoria con el encanto de
los primeros años. Entiendo que voy á remozarme al verlas y gozarlas.
Tengo gana de volver á comer piñonate, salmorejo, hojuelas, gajorros,
pestiños, cordero en caldereta, cabrito en cochifrito, empanadas de
boquerones con chocolate, torta-maimón, gazpacho, longanizas y los demás
primores de cocina y repostería con que suelen regalarse los sibaritas
bermejinos. No por eso romperé con la costumbre contraída en otras
tierras, sino que pienso llevar en mí compañía á un gabacho que he
traído de París, el cual condimenta unos manjares que doy por cierto que
han de gustar á V., aunque tienen nombres imposibles casi de pronunciar
por una boca de Villabermeja; pero ya V. se convencerá de que, sin
pronunciarlos, los mastica, los saborea, se los traga y le saben á
gloria.

Por más extraño que á V. le parezca, llevo también vino á esa tierra del
vino. Yo recuerdo que V. era un excelente catador; que V. tenía un
paladar muy fino y una nariz delicadísima. Espero, pues, que ha de
comprender y estimar el mérito de los vinos de _extranjis_ que yo lleve,
y que no caerán en su estómago como si cayesen en el sumidero.

Estoy muy contento de que me viva aún la chacha Ramoncica. Me han dicho
que en su casa sigue todo como antes. Los mismos muebles, la misma
criada Rafaela, y hasta el grajo, bien sea el mismo también, que por
milagro de nuestro Santo Patrono vive aún, ó bien sea otro que le
reemplazó á tiempo, y parece el fénix renacido de sus cenizas.

Mucha gana tengo de dar un abrazo á la chacha Ramoncica, aunque, dicho
sea entre nosotros, yo quería más á la pobre chacha Victoria. ¡Qué noble
mujer aquélla! Aseguro á V. que no he hallado igual mujer en el mundo.
Si la hubiera hallado, no sería yo solterón.

En este punto he sido poco feliz. No he hallado más que mujeres ligeras,
casquivanas, frívolas y sin alma. Una sola, allá en Lima, me quiso de
veras con amor fervoroso, pero criminal. Yo también la quise, por mi
desgracia, porque tenía un genio de todos los diablos, y queriéndonos
mucho, la historia de nuestros amores se compuso de una serie de
peloteras diarias. Aquellos amores fueron pesadilla, y no deleite. Ella
era muy devota, había sido una santa y seguía en opinión de tal, porque
procedimos siempre con cautela y recato. Sin embargo, en el fondo de su
atribulada conciencia, en lo profundo de su mente, orgullosa y fanática
á la vez, sentía vergüenza de haber humillado ante mí su soberbia y de
haberse rendido á mi voluntad, y tenía miedo y horror de haber dejado
por mí el buen camino, ofendiendo á Dios y faltando á sus deberes. Todo
esto, sin darse ella mucha cuenta de lo que hacía, me lo quería hacer
pagar, considerándome en extremo culpado. Lo que yo tuve que aguantar
no tiene nombre. Créame V., P. Jacinto, en el pecado llevé la
penitencia. Así es que me harté de amores serios para años, y me dediqué
desde entonces á los ligeros. ¿Para qué atormentarse en un asunto que
debe ser todo de amenidad, regocijo y alegría?

Quizás por esta razón, y no porque apenas se dé _in rerum natura_, no
alcancé nunca el amor de una chacha Victoria joven. Si le hubiera
alcanzado, poco tierno soy de corazón, pero no lo dude V., hubiera
muerto bendiciéndola, como murió el cadete, ó hubiera conquistado por
ella y para ella, no el grado de capitán, sino el mundo.

En fin, ya pasó la mocedad, y no hay que pensar en novelerías.

Yo estoy desengañado y aburrido, si bien con desengaño apacible y suave
aburrimiento.

Se me acabó la ambición; no siento apetito de gloria; no aspiro á ser
del vano dedo señalado; tengo más bienes de fortuna de los que necesito;
estoy sediento de reposo, de obscuridad y de calma, y por todo esto me
retiro á Villabermeja; pero no para hacer penitencia, sino para darme
una vida regalada, tranquila, llena de orden y bienestar, cuidándome
mucho y viendo lo que dura un Comendador Mendoza bien conservado. Hasta
ahora lo estoy. No parece que tengo cincuenta años, sino menos de
cuarenta. Ni una cana. Ni una arruga. Todavía me llaman señorito, y no
señor, y no faltan hembras de garbo que me califiquen de real mozo,
ofendiendo mi modestia.

Mi mayor desengaño ha sido en mis ideas y doctrinas, si bien no ha sido
bastante para hacerme variar.

Dios me perdone si me equivoco á fuerza de creerle bueno. Yo, creyendo
en él y figurándomele como persona, tengo que figurármele todo lo bueno
que concibo que una persona puede ser. Por consiguiente, no completando
mi concepto de su bondad la gloria de la otra vida por inmensa que sea,
supongo en esta vida que vivimos, por más que sirva para ganar la otra,
un fin y un propósito en sí, y no sólo el ultramundano. Este fin, este
propósito es ir caminando hacia la perfección, y sin alcanzarla aquí
nunca, acercarse cada vez más á ella. Creo, pues, en el progreso; esto
es, en la mejora gradual y constante de la sociedad y del individuo, así
en lo material como en lo moral, y así en la ciencia especulativa como
en la que nace de la observación y la experiencia, y da ser á las artes
y á la industria.

El mejor medio de este progreso, y al mismo tiempo su mejor resultado en
nuestros días, es, á mi ver, la libertad. La condición más esencial de
esta libertad es que todos seamos igualmente libres.

Figúrese V. cuánto me encantaría la revolución francesa y su Asamblea
Constituyente, que propendía á realizar estos principios míos; que
proclamaba los derechos del hombre.

Pedí mi retiro, dejé mi carrera, y vine, lleno de impaciencia, desde el
otro hemisferio á bañarme en la luz inmortal de la gran revolución y á
encender mi entusiasmo en el sagrado fuego que ardía en París, donde
imaginé que estaban el corazón y la mente del mundo.

Pronto se desvanecieron mis ilusiones. Los apóstoles de la nueva ley me
parecieron, en su mayor parte, bribones infames ó frenéticos furiosos,
llenos de envidia y sedientos de sangre. Vi al talento, á la virtud, á
la belleza, al saber, á la elegancia, á todo lo que por algo sobresale
en la tierra, ser víctima de aquellos fanáticos ó de aquellos
envidiosos. Las hazañas de los soldados de la revolución contra los
reyes de Europa coligados no podían admirarme. No me parecían la defensa
serena del que confía en su valor y en su derecho, sino el brío febril
de la locura, excitada por la embriaguez de la sangre y por medio de
asesinatos horribles. París se me antojaba el infierno, y no atino ahora
á comprender cómo permanecí tanto tiempo en él. Todo estaba trocado: la
brutalidad se llamaba energía; sencillez el desaliño indecente;
franqueza la grosería, y virtud el no tener entrañas para la compasión.
Recordaba yo las épocas de mayor tiranía, y no hallaba época alguna
peor, sobre todo si se considera que estábamos en el centro de Europa y
que llevábamos tantos siglos de civilización y cultura. El tirano no era
uno, eran varios, y todos soeces y sucios de alma y de cuerpo.

Huí de París y vine á Madrid. Otra desilusión. Si por allá creí
presenciar una abominable y bárbara trajedia, aquí me encontré en un
grotesco, asqueroso y lascivo sainete. Por allá sangre; por acá
inmundicia.

No por eso apostaté de mi optimismo ni eché á un lado mi doctrina de
indefinido progreso. Lo que hice fué reconocer mi error en cálculos de
cronología, para los cuales no había contado yo con la feroz y
desgreñada revolución de Francia.

En vista de esta revolución, el bien relativo, el estado de libertad y
de adelantamiento para las sociedades, que yo fantaseaba como inmediato,
se hundió hacia adentro, en los abismos del porvenir, lo menos dos ó
tres siglos.

Como para entonces no viviré yo, y como en el estado presente del mundo
estoy ya harto de la vida práctica, he resuelto refugiarme en la
contemplación; y á fin de gozar del espectáculo de las cosas humanas,
mezclándome en ellas lo menos posible, voy á tomar asiento, como
espectador desapasionado, en la propia Villabermeja.

Mi hermano, que tiene ya una hija casadera, á quien naturalmente desea
que salte un buen novio, se va á vivir á la vecina ciudad, donde ya
tiene casa tomada, y á mí me deja á mis anchas y solo en la casa
solariega de los Mendoza, donde le daré albergue siempre que venga al
lugar para sus negocios.

Yo me atengo al refrán que dice _ó corte ó cortijo_; y ya que me fugo de
París y de Madrid, no quiero ciudad de provincia, sino aldea.

En la gran casa de los Mendoza bermejinos voy á estar como garbanzo en
olla; pero se llenarán algunos cuartos con la multitud de libros que voy
á llevar.

Vamos á tener una vida envidiable; y digo _vamos_, porque supongo y
espero que V. me hará compañía á menudo.

Mi determinación es irrevocable, y me voy ahí, para no salir de ahí,
salvo cuando vaya como de paseo á caballo, á visitar á mi hermano y á su
familia, en la ciudad cercana, la cual, á pesar de su pomposo título de
ciudad, tiene también mucho de pueblo pequeño y rural, con perdón y en
paz sea dicho.

Adiós, beatísimo padre. Encomiéndeme V. á Dios, con cuyo favor cuento
para escapar de esta confusión ridícula de la corte, y poder pronto
darle, en esa encantadora Villabermeja, un apretado abrazo.



VI

Veinte días después de recibida esta carta por el P. Jacinto, se realizó
la entrada solemne en Villabermeja del ilustre Comendador Mendoza.

Desde Madrid á la capital de la provincia, que entonces se llamaba
reino, nuestro héroe vino en coche de colleras y empleó nueve días. En
la capital de la provincia se encontró con su hermano D. José, con el P.
Jacinto y con otros amigos de la infancia, que le estaban aguardando.
Entre ellos sobresalía el tío Gorico, maestro pellejero, hábil
fabricador de corambres y notabilísimo en el difícil arte de echar
botanas á los pellejos rotos. Este había sido el muchacho más diabólico
del lugar después de D. Fadrique, y su teniente cuando las pendencias,
pedreas y demás hazañas contra el bando de D. Casimiro.

El tío Gorico no tenía más defecto que el de haberse entregado con
sobrado cariño á la bebida blanca. El aguardiente anisado le encantaba.
Y como al asomar la aurora por el estrecho horizonte de Villabermeja el
tío Gorico, según su expresión, mataba el gusanillo, resultaba que casi
todo el día estaba calamocano, porque aquel fuego que encendía en su ser
con el primer fulgor matutino, se iba alimentando, durante el día,
merced á frecuentes libaciones.

Por lo demás, el tío Gorico no perdía nunca la razón; lo que lograba era
envolver aquella luz del cielo en una gasa tenue, en un fanal primoroso,
que le hacía ver las cosas del mundo exterior y todo lo interno de su
alma y los tesoros de su memoria como al través de un vidrio mágico.
Jamás llegaba á la embriaguez completa; y una vez sola, decía él había
tenido en toda su vida alferecía en las piernas. Era, pues, hombre de
chispa en diversos sentidos, y nadie tenía mejores ocurrencias, ni
contaba más picantes chascarrillos, ni se mostraba más útil y agradable
compañero en una partida de caza.

En el lugar gozaba de celebridad envidiable por mil motivos, y entre
otros, porque hacía el papel de Abraham en el paso de Jueves Santo por
la mañana, tan admirablemente bien, que nadie se le igualaba en muchas
leguas á la redonda. Con un vestido de mujer por túnica, una colcha de
cama por manto, su turbante y sus barbas de lino, tomaba un aspecto
venerable. Y cuando subía al monte Moria, que era un establo cubierto de
verdura, que se elevaba en medio de la plaza, adquiría la majestad
patética de un buen actor. Pero en lo que más se lucía, arrancando
gritos de entusiasmo, era cuando ofrecía á Isaac al Todopoderoso antes
de sacrificarle. Isaac era un chiquillo de diez años lo menos. Con la
mano derecha el tío Gorico le levantaba hacia el cielo, y así, extendido
el brazo, como si no fuera de hueso y carne, sino de acero firmísimo,
permanecía catorce ó quince minutos. Luego venía el momento de las más
vivas emociones; el terror trágico en toda su fuerza. Abraham ataba al
chiquillo al ara, y sacaba un truculento chafarote que llevaba al cinto.
Tres ó cuatro veces descargaba cuchilladas con una violencia increíble.
Las mujeres se tapaban los ojos y daban espantosos chillidos, creyendo
ya segada la garganta del muchacho que prefiguraba á Cristo; pero el tío
Gorico paraba el golpe antes de herir, como no atreviéndose á consumar
el sacrificio. Al fin aparecía un ángel, con alas de papel dorado, en el
balcón de las Casas Consistoriales, y cantaba el romance que empieza:

        "Detente, detente, Abraham;
        No mates á tu hijo Isaac,
        Que ya está mi Dios contento
        Con tu buena voluntad."

El sacrificio del cordero en vez del hijo, con lo demás del paso, lo
ejecutaba el tío Gorico con no menor maestría.

En más de una ocasión trataron de ganarle, ofreciéndole mucho dinero
para que fuese á hacer de Abraham á otras poblaciones; pero él no quiso
jamás ser infiel á su patria y privarla de aquella gloria.

Don José, el P. Jacinto, el tío Gorico y los demás amigos, muy contentos
de haber abrazado á D. Fadrique, contentísimo también de verse entre los
compañeros de su infancia, emprendieron á caballo el viaje á
Villabermeja, que, con madrugar y picar mucho, pudo hacerse en diez
horas, llegando todos al lugar al anochecer de un hermoso día de
primavera, en el año de 1794.

Doña Antonia, mujer de D. José, y sus dos hijos, D. Francisco, de edad
de catorce años, y doña Lucía, que tenía ya diez y ocho, acompañados de
la chacha Ramoncica, recibieron con júbilo, con abrazos y otras mil
muestras de cariño al Comendador, quien ya tenía por suya la casa
solariega. D. José y su familia se habían establecido en la ciudad, y
sólo por dos días habían venido al pueblo para recibir al querido
pariente.

Éste, como era de suyo muy modesto, se maravilló y complació en ver que
alcanzaba en Villabermeja más popularidad de lo que creía. Vinieron á
verle todos los frailes, desde los más encopetados hasta los legos, el
médico, el boticario, el maestro de escuela, el alcalde, el escribano y
mucha gente menuda.

Al día siguiente de la llegada la chacha Ramoncica quiso lucirse, y se
lució, dando un magnífico _pipiripao_. D. Fadrique, cuando oyó esta
palabra, tuvo que preguntar qué significaba, y le dijeron que algo á
modo de festín. En cambio, se cuentan aún en Villabermeja los grandes
apuros en que estuvo aquella noche la chacha Ramoncica cuando volvió á
su casa, cavilando qué sería lo que su sobrino le había pedido para el
festín, y que ella ansiaba que le sirviesen, á fin de darle gusto en
todo. El vocablo, para ella inaudito, con que su sobrino había
significado la cosa que deseaba, casi se le había borrado de la mente.
Por último, consultando el caso con Rafaela, y haciendo un esfuerzo de
memoria, vino á recomponer el vocablo y á declarar que lo que su sobrino
había pedido era _economía_.

--¿Qué es eso, Rafaela? --preguntó á su fiel criada.

Y Rafaela contestó:

--Señora, ¿qué ha de ser? ¡_Ajorro_!

No le hubo, sin embargo. La chacha Ramoncica echó aquel día el bodegón
por la ventana.

Al siguiente le tocó lucirse al Comendador, y á pesar de toda su
filosofía gozó en el alma de que sus deudos y paisanos viesen
maravillados su vajilla de porcelana, su plata y los demás objetos raros
ó bellos que de sus viajes había traído, y que había mandado por delante
de él con su criado de más confianza. Hasta la extraña fisonomía de
éste, que era un indio, pasmó á los bermejinos, con deleite y
satisfacción de D. Fadrique. Tuvo además un placer indescriptible en
contar sus aventuras y en hacer descripciones de países remotos, de
costumbres peregrinas y de casos singulares que había visto ó en los que
había tomado parte.

Nada de esto debe movernos á rebajar el concepto que del Comendador
tenemos. Por más que parezca pueril, tal vanidad es más común de lo que
se cree. ¿Á quién no le agrada, cuando vuelve al lugar de su nacimiento,
darse cierto tono, sin ofender á nadie, manifestando cuán importante
papel ha hecho en el mundo?

Gente hay que no espera para esto á ir á su lugar. Nacido en uno muy
pequeño de Andalucía tuve yo cierto amigo que, como llegase á ser
personaje de gran suposición y de muchas campanillas, cifraba su mayor
deleite en mandar á su pueblo todos los años un ejemplar de la _Guía de
forasteros_, con registro en las varias páginas en que estaba estampado
su nombre. Un año fué la _Guía_ con ocho registros, y el pasmo de los
lugareños, participado por carta á mi amigo, le dió un contento que
casi rayaba en beatitud ó bienaventuranza.

No es menor el gusto que se tiene en contar lances y sucesos y en
describir prodigios. De aquí sin duda el refrán: _de luengas vías,
luengas mentiras_. Baste, pues, decir, en elogio de D. Fadrique, que el
refrán no rezó con él nunca, porque era la veracidad en persona. Lo que
no aseguraremos es que fuese siempre creído en cuanto refirió. Los
lugareños son maliciosos y desconfiados; suelen tener un criterio allá á
su manera, y á menudo las cosas más ciertas les parecen falsas ó
inverosímiles, y las mentiras, por el contrario, muy conformes con la
verdad. Recuerdo que un mayordomo andaluz de cierto inolvidable y
discreto Duque, que estuvo de embajador en Napóles, fué á su pueblo con
licencia. Cuando volvió le embromábamos suponiendo que habría contado
muchos embustes. El nos confesó que sí, y aún añadió, jactándose de
ello, que todo se lo habían creído, menos una cosa.

--¿Qué cosa era esa? --le preguntamos.

-Que cerca de Napóles --respondió,-- hay un monte que echa chispas por
la punta.

De esta suerte pudo muy bien nuestro D. Fadrique, sin apartarse un ápice
de la verdad, dejar de ser creído en algo, sin que sus paisanos se
atreviesen á decirle, como decían al mayordomo del Duque cuando hablaba
del Vesubio: "¡Esa es grilla!"

Al día tercero después de la llegada de D. Fadrique, su hermano D. José
y su familia se volvieron á la ciudad; y entonces, con más reposo, pudo
entregarse el Comendador á otro placer no menos grato: el de visitar y
recordar los sitios más queridos y frecuentados de su niñez, y aquéllos
en que le había ocurrido algo memorable. Estuvo en el Retamal y en el
Llanete, que está junto, donde le descalabraron dos veces; fué á la
fuente de Genazahar y al Pilar de Abajo; subió al Laderón y á la Nava, y
extendió sus excursiones hasta el cerro de Jilena y el monte de
Horquera, poblado entonces de corpulentas y seculares encinas.

Tomó, por último, D. Fadrique verdadera posesión de su vivienda,
arrellanándose en ella, por decirlo así, poniendo en orden los muebles
que había traído, colocando los libros y colgando los cuadros.

En estas faenas, dirigidas por él, casi siempre estaba presente el P.
Jacinto; y al cabo D. Fadrique quedó instalado, forjándose un retiro,
rústico á par que elegante, y una soledad amenísima en el lugar donde
había nacido.



VII

Encantado estaba D. Fadrique con su modo de vivir. Ya leyendo, ya de
tertulia ó de paseo con el P. Jacinto, ya de expediciones campestres y
venatorias con el mismo padre y con el iluminado y ameno tío Gorico, el
tiempo se deslizaba del modo más grato. Ningún deseo sentía D. Fadrique
de ir á otro pueblo, abandonando á Villabermeja; pero D. José tenía
cuarto preparado para recibirle en su casa de la ciudad, y sus
instancias fueron tales, que no hubo más que ceder á ellas.

El Comendador fué á la ciudad á pasar todo el mes de Mayo. Llegó en la
tarde del último día de Abril, y como el viaje es un paseo, aquella
noche estuvo de tertulia hasta cerca de las once, que en 1794 era ya
mucho velar. Dos ó tres hidalgos; otras tantas señoras machuchas; dos
jóvenes amiguitas de Lucía, sobrina de D. Fadrique; un respetable señor
cura y un caballerito forastero y muy elegante componían la reunión de
casa de D. José, que empezó antes de que anocheciera.

Nadie llamó la atención de D. Fadrique, que era harto distraído.
Necesitaba que las personas le gustasen ó le disgustasen para fijarse en
ellas, y con gran dificultad acertaba la gente á gustarle, y mucho menos
á disgustarle. Así es que, mostrándose muy urbano con todos, apenas
reparó en ninguno.

Al toque de oraciones sirvieron el refresco.

Primero pasaron dos criadas repartiendo platos, servilletas y
cucharillas de plata; luego entraron otras dos criadas, que traían
sendas bandejas llenas de tacillas de cristal con almíbares diferentes.
Cada tertuliano fué tomando en su asiento una tacilla del almíbar que
más le gustaba. Las criadas de las bandejas pasaron de nuevo recogiendo
las tacillas vacías, y rogando á los señores que tomasen otra de otro
almíbar, como en efecto la tomaron muchos.

La historia, prolija en este punto, cuenta que los almíbares eran de
nueces verdes, de cabellos de ángel, de tomate y de hoja de azahar. Hubo
también arrope de melocotón.

Las ninfas fregonas, muy compuestas y con muchas flores en el moño,
sirvieron luego copitas de rosoli, del que sólo bebieron los caballeros;
y por último trajeron el chocolate con torta de bizcocho, polvorones,
pan de aceite y hojaldres. Terminó todo con el agua, que en vasos de
cristal y en búcaros olorosos repartieron asimismo las criadas.

Duró esto hasta que dieron las ánimas.

El refresco se tomó con toda ceremonia y con pocas palabras. Las sillas
pegadas á la pared, y todos sentados sin echar una pierna sobre otra, ni
inclinarse de ningún lado, ni recostarse mucho.

Después de tomado el refresco, hubo alguna más libertad y expansión, y
Lucía se atrevió á rogar al caballerito que recitase unos versos.

--Sí, sí --dijeron en coro casi todos los tertulianos;--que recite.

--Recitaré algo de Meléndez, --dijo el joven.

--No, de V. --replicó Lucía.-- Sepa V., tío, --añadió dirigiéndose al
Comendador,-- que este señor es muy poeta y gran estudiante. Ya verá
usted qué lindos versos compone.

--V. es muy amable, Srta. Doña Lucía. La amistad que me tiene la engaña.
Su señor tío de V. va á salir chasqueado cuando me oiga.

--Yo confío tanto en el fino gusto de mi sobrina --dijo el Comendador,--
que dudo de que se equivoque, por ferviente que sea la amistad que V. le
inspire. Casi estoy convencido de que los versos serán buenos.

--Vamos, recítelos V., D. Carlos.

--No sé cuáles recitar que cansen menos, y que á V. que me fía, y á mí
que soy el autor, nos dejen airosos.

--Recite V. --contestó Lucía,-- los últimos que ha compuesto á Clori.

--Son largos.

--No importa.

Don Carlos no se hizo más de rogar, y con entonación mesurada y cierta
timidez que le hubiera hecho simpático, aunque ya por sí no lo fuese,
recitó lo que sigue:

        El plácido arroyuelo
        Rompe el lazo de hielo,
        Y desatado en onda cristalina
        Fecunda la pradera.
        Flora presta sus galas á Chiprina;
        Reluce Febo en la celeste esfera,
        Y en la noche callada
        La casta diosa á su pastor dormido,
        Con trémulo fulgor, besa extasiada.
        Del techo antiguo á suspender su nido
        Ha vuelto ya la golondrina errante;
        Dulces trinos difunde Filomena;
        El mar se calma, el cielo se serena;
        Sólo Céfiro amante,
        Oreando la hierba en los alcores.
        Y acariciando las tempranas flores,
        Con música y aroma el aire agita.
        En la rica estación de los amores
        Amor en todo corazón palpita;
        Pero en el alma del zagal Mirtilo
        Halla perpetuo asilo.
        Allí ingenioso el dios labra un dechado
        De gracia encantadora,
        Donde con fiel esmero ha retratado
        Á Clori bella, á la gentil pastora.
        Por quien Mirtilo muere.
        Clori, en tanto, amistosa y compasiva,
        Quiere que el zagal viva,
        Mas amarle no quiere;
        Antes, dicen que piensa dar su mano
        Á un rabadán anciano.
        Con celos el zagal su pena aumenta,
        Y así en la selva oculto se lamenta:

        --¡Tú no sabes de amor, encanto mío!
        ¡Ah! Tu ignorancia virginal te engaña.
        Seré merecedor de tu desvío,
        Mas no comprendo la ilusión extraña
        Que á dar tanta beldad te precipita,
        Inútil don, tesoro inmaculado,
        Á la vejez marchita.
        La amapola del prado
        No despliega la pompa de sus hojas,
        De púdico amor rojas,
        Hasta que el sol derrama
        En su velado seno estiva llama;
        Ni la rosa se atreve
        Á abrir el cáliz entre escarcha y nieve.
        No censurara yo que Galatea
        Al cíclope adorase: la hermosura
        Bien en la fuerza y el valor se emplea;
        Bien con estrecho, cariñoso nudo,
        La hiedra ciñe firme tronco rudo.
        Mas nunca á quien apenas
        Sostener puede el peso de la vida
        Á llevar sus cadenas,
        Si dulces, graves, el amor convida.
        Huyen del mustio viejo las Camenas;
        Si la flauta de Pan su labio toca,
        Allí perece el desmayado aliento,
        Sin convertirse en melodioso viento,
        Y la risa del sátiro provoca.
        Con vacilante pie mal en el coro
        De ninfas entra; y el alegre giro
        Y canto de las Ménades sonoro,
        Ó con flébil suspiro,
        Ó con dolientes ayes turba acaso;
        Que, en el misterio de la santa orgía,
        Ni el hierofante el tirso le confía,
        Ni él llega hasta la cumbre del Parnaso.
        ¡Ay Clori! ¿Qué demencia te extravía?
        Ya que por tí se pierde
        Mi tierno amor, mi juventud lozana,
        De frescas rosas y de mirto verde
        No ciñas ora una cabeza cana.
        Trepa la vid al álamo frondoso,
        Y á la punzante ortiga
        Deja que adorne el murallón ruinoso.
        ¿Qué riesgo, qué fatiga
        No aceptará mi amor por agradarte?
        Por tí en el bosque venceré las fieras;
        Por tí el furor arrostraré de Marte;
        Y el rey de las praderas,
        Cuya bronceada frente
        Arma ostenta terrible, que figura
        De nueva luna el disco refulgente,
        De mi garrocha dura
        Sentirá en la cerviz la picadura.
        El rabadán, por la vejez postrado,
        Tu solícito afán reclamaría,
        ¡Oh, Clori! mientras yo, por tu mandado,
        Al abismo del mar descendería,
        Sus perlas para ver en tu garganta,
        Y acosaría al lobo carnicero,
        Su hirsuta piel con plomo ó con acero
        Ganando para alfombra de tu planta.
        Alucinada ninfa candorosa,
        Desecha ese delirio que te lleva
        Á ser del viejo rabadán esposa.
        Pues ¡qué! ¿te he dado en balde tanta prueba
        De amor? Ya ves que por seguirte dejo
        El templo de Minerva y los verjeles
        Por do Betis copioso se dilata.
        De mis padres me alejo,
        Y huyo también de mis amigos fieles
        Para sufrir crueldades de una ingrata.
        No estriba tu desdén en mi pobreza,
        Que no oculta tan bajo sentimiento
        Tu noble corazón, y ni en riqueza
        Me vence el rabadán, ni en nacimiento.
        Sólo un funesto error, una locura,
        ¡Oh, Clori! ¡Oh, rosa del pensil divino!
        Le hará exhalar tu aroma y tu frescura
        Entre las secas ramas del espino;
        Te hará romper el broche delicado,
        No para abril, para diciembre helado.
        No así me hieras, si matarme quieres;
        Mira que así te matas cuando hieres.

No bien terminaron los versos, fueron estrepitosamente aplaudidos por el
benévolo auditorio; pero, si hemos de decir la verdad, ni D. José ni
doña Antonia prestaron atención durante la lectura; las señoras mayores
se adormecieron con el sonsonete; el señor cura halló la composición
sobrado materialista y mitológica y un poco pesada, y las amiguitas de
Lucía más se entusiasmaron con la buena presencia del poeta que con el
mérito literario de su obra.

Don Carlos, en efecto, era un morenito muy salado de veintidós á
veintitrés años. Sus vivos y grandes ojos resplandecían con el fuego de
la inspiración. Su cabellera negra, ya sin polvos, lucía y daba reflejos
azulados como las alas del cuervo. Los movimientos de su boca al hablar
eran graciosos. Los dientes que dejaba ver, blancos é iguales; la nariz,
recta, y la frente, despejada y serena.

Iba D. Carlos vestido con suma elegancia, á la última moda de París. Era
todo un petimetre. Parecía el príncipe de la juventud dorada,
transportado por arte mágica desde las orillas del Sena al riñón de
Andalucía. El cuello de su camisa y el lienzo con que formaba lazo en
torno de él, estaban bastante bajos para descubrir la garganta y la
cerviz robusta sobre que posaba airosamente la cabeza. La estatura, más
bien alta que mediana, y el talle, esbelto. El calzón ajustado de
casimir, la media de seda blanca y el zapato de hebilla de plata, daban
lugar á que mostrase el galán la bien formada pierna y un pie pequeño,
largo y levantado por el tarso.

Sin duda las niñas contemplaron más todas estas cosas, y se deleitaron
más con la dulzura de la voz del señorito que con el que nos atreveremos
á calificar de idilio, la mitad de cuyas palabras estaba en griego para
ellas.

Don Fadrique había reparado en todo. Como la mayor parte de los
distraídos, era muy observador, y prestaba atención intensa cuando se
dignaba prestarla.

Los versos le parecieron regulares, no inferiores á los de Meléndez,
aunque, ni con mucho, tan buenos como los de Andrés Chénier, que había
oído en París. Lo que es el chico le pareció muy guapo.

Advirtió también, con cierto gusto mezclado de zozobra, que Lucía, su
sobrina, había escuchado con ademán y gesto propios de quien entiende la
poesía, y con cierta afición, que no atinaba él á deslindar si era
meramente literaria, ó reconocía otra causa más personal y más honda.

Por lo pronto, en consecuencia de tales observaciones, calificó á su
sobrina, de quien hasta entonces apenas había hecho caso, de bonita y de
discreta. Se puede decir que la miró concienzudamente por primera vez, y
vió que era rubia, blanca, con ojos azules, airosa de cuerpo y muy
distinguida. De todos estos descubrimientos no pudo menos de alegrarse,
como buen tío que era; pero hizo, ó creyó haber hecho, otros
descubrimientos, que le mortificaban algo. "Tal vez serán cavilaciones",
decía para sí.

En punto de las diez se acabó la tertulia.

Sola ya la familia, Doña Antonia convocó á los criados, y en compañía de
todos, y en alta voz, se rezó el rosario.

Por último, no bastando el chocolate y el refresco, que pudiera pasar
por merienda, para gente que comía entonces poco después de mediodía, se
sirvió la indispensable cena.

Durante este tiempo D. Fadrique buscó y encontró ocasión de tener un
aparte con su sobrina, y le habló de este modo:

--Niña, veo que te gustan los versos más de lo que yo creía.

Ella, poniéndose muy colorada y más bonita desde la primera palabra que
el tío pronunció, respondióle, algo cortada:

--¿Y por qué no han de gustarme? Aunque criada en un lugar, no soy tan
ruda.

--Basta con mirarte, hija mía, para conocer que no lo eres. Pero el que
te gusten los versos no se opone á que puedan gustarte los poetas.

--Ya lo creo que me gustan. Fr. Luis de León y Garcilaso son mis
predilectos entre los líricos españoles, --dijo Lucía con suma
naturalidad.

Casi se disipó la sospecha de D. Fadrique. Parecía inverosímil tanto
disimulo en una muchacha de diez y ocho años, que rezaba el rosario
todas las noches, iba á misa y se confesaba con frecuencia.

Don Fadrique no tenía tiempo para rodeos y perífrasis, y se fué
bruscamente al asunto que le mortificaba.

--Sobrina, con franqueza: ¿los versos que hemos oído los ha compuesto D.
Carlos para tí?

--¡Qué disparate! --respondió Lucía, soltando una carcajada.

--¿Y por qué había de ser disparate?

--Porque nada de aquello me conviene: porque yo no soy Clori.

--Bien pudieras serlo. El poeta no describe á Clori. Afirma vaga é
indeterminadamente que Clori es bella, y tú eres bella.

--Gracias, tío; V. me favorece.

--No; te hago justicia.

--Sea como V. guste. Pero dígame V., ¿de dónde sacamos á mi viejo
rabadán? porque yo no doy con él.

--Pues mira, yo creí haberle encontrado.

--¿Cómo, tío, si no estaba en la tertulia más que el señor cura?

--Y yo, ¿no soy nadie?

--¿Qué quiere V. decir con eso?

--Quiero decir que tengo cincuenta años, que te llevo treinta y dos, y
que no estoy loco para aspirar á que me quieran; pero los poetas fingen
lo que se les antoja, y el barbilindo de D. Carlos puede haber levantado
esa máquina de suposiciones absurdas para escribir su idilio. En tal
caso, no está muy conforme con la verdad todo aquello de que el viejo
rabadán no puede ya con sus huesos, ni baila, ni corre, ni guerrea, ni
es capaz de cazar lobos como el zagal. Con mi medio siglo encima, me
apuesto á todo con el tal D. Carlitos. Todavía, si me pongo á bailar el
bolero, estoy seguro de que he de bailarle mejor que cuando mi padre me
hizo que le bailara á latigazos. Y en punto á pulmones y á resuello, no
ya para encaramarme al Parnaso corriendo detrás de las bacantes, no ya
para tocar todas las flautas y clarinetes del mundo, sino para mover las
aspas de un molino, entiendo que tengo de sobra.

--Pero, tío, si D. Carlos no ha soñado en V. ni ha pensado en mí.

--Vamos, muchacha, no seas hipocritilla. Á mi se me ha metido en la
cabeza que ese chico te quiere, que ha sabido que yo venía á pasar aquí
un mes, que ha oído decir que yo era viejo, y, con estos datos, el
insolente ha supuesto lo demás.

Don Fadrique decía todo esto con risa, para embromar á su sobrina; y,
aunque dudoso de su recelo, algo picado de la desvergüenza del poeta,
que por otra parte no había dejado de caerle en gracia.

--Tío --dijo por último Lucía con la mayor gravedad que pudo,-- V. no es
el viejo rabadán. El viejo rabadán es de Villabermeja como V.: hace dos
años que está establecido aquí, y merece, en efecto, las calificaciones
que le prodiga el poeta, porque está muy asendereado y estropeado. El
viejo rabadán se llama D. Casimiro. V. debe de conocerle.

--¡Ya lo creo! ¡Y vaya si le conozco! --dijo el Comendador recordando á
su antiguo adversario y víctima de la niñez.

--Pero entonces, ¿quién es Clori? --añadió en seguida.

--Clori es una linda señorita, muy amiga mía. Su madre vive con gran
recogimiento y no sale ni deja salir á su hija de noche. Por eso no ha
estado Clori de tertulia; pero es mi vecina, y su madre consiente en
que venga conmigo de paseo, en compañía de mi madre. Si mañana quiere V.
ser nuestro acompañante, iremos á las huertas, á las diez, después del
almuerzo, por sendas en que haya sombra. Clori vendrá, y V. conocerá á
Clori.

--Iré con mucho gusto.

--¡Ah, tío! Por amor de Dios, que no se le escape á V. lo de que D.
Carlos está enamorado de mi amiga y lo de que ella es Clori. Mire V. que
es un secreto. Nadie más que yo lo sabe en la población. Hay que tener
mucho recato, porque los padres de ella no quieren más que á D. Casimiro
y nada traslucen del amor de D. Carlos. Yo se lo he confiado á V. para
que no fuese V. á creer que yo era Clori y que sin razón de ningún
género habíamos convertido á V. en viejo rabadán enclenque, á fin de dar
motivo á los versos.

--Quedo satisfecho, muchacha, y no diré nada. Te aseguro ya que me
interesa tu amiga Clori y que tengo curiosidad de verla.

De esta suerte, de improviso, vino D. Fadrique á tener, apenas llegado,
un secreto con su sobrina, y á figurar en intrigas y lances de amor.

Pensando en ello, se retiró á su cuarto, como los demás se retiraron
cada cual al suyo, y durmió hasta las ocho de la mañana, mejor que un
mozo de veinte años.



VIII

Doña Antonia amaneció con un tremendo jaquecazo, enfermedad á que era
muy propensa. Tuvo, pues, que guardar cama y no pudo acompañar á paseo á
su hija Lucía; pero, como el mal no era de cuidado, y ya Lucía tenía
concertado el paseo con su amiga, se decidió que el Comendador las
acompañase.

La amiga de Lucía vivía en la casa inmediata. Un muro separaba los
patios de una casa y otra. Á la hora convenida, en punto de las nueve y
media, pronta ya Lucía para salir y con su tío al lado, gritó desde el
patio, al pie del muro:

--Clara (así se llamaba Clori en la vida real), ¿estás ya lista?

No se hizo aguardar la contestación.

Oyóse primero la voz de una criada que decía:

--Señorita, señorita, Doña Lucía está llamando á su merced.

Un momento más tarde sonó en el patio contiguo una voz argentina y
simpática, que respondía:

--Allá voy; sal á la calle; ¿para qué he de entrar en tu casa?

Salieron D. Fadrique y Doña Lucía, y hallaron ya á Doña Clara en la
puerta.

El Comendador, á pesar de sus distracciones, miró á Doña Clara con
extraordinaria curiosidad. Era una niña de poco más de diez y seis años.
El color de su rostro, de un moreno limpio, teñido en las mejillas y en
los labios del más fresco carmín. La tez parecía tan suave, delicada y
transparente, que al través de ella se imaginaba ver circular la sangre
por las venas azules. Los ojos, negros y grandes, estaban casi siempre
dormidos y velados por los párpados y las largas y rizadas pestañas; si
bien, cuando fijaban la mirada y se abrían por completo, brotaban de
ellos dulce fuego y luz viva. Todo en Doña Clara manifestaba salud y
lozanía, y, sin embargo, en torno de sus ojos, fingiéndolos mayores y
acrecentando su brillantez, se notaba un cerco obscuro, como el morado
lirio.

Era Doña Clara más alta que su amiga Lucía, bastante alta también, y,
aunque delgada, sus formas eran bellas y revelaban el precoz y completo
desenvolvimiento de la mujer. El cabello de Doña Clara era negrísimo,
las manos y el pie pequeños, la cabeza bien plantada y airosa.

Ambas amigas iban vestidas de negro, con mantilla y basquiña, y algunas
rosas en el peinado.

Lucía dijo á su amiga la indisposición de su madre, y que su tío el
Comendador, recién llegado de Villabermeja, las acompañaría en el paseo.
Salvos los cumplimientos y ceremonias de costumbre, no hubo en la
conversación nada memorable, hasta que los tres, que iban juntos,
salieron de la ciudad y llegaron al campo.

La pequeña ciudad está por todas partes circundada de huertas. Muchas
sendas las cortan en diversas direcciones. Á un lado y otro de cada
senda hay una cerca de granados, zarza-moras, mimbres y otras plantas.
En muchas sendas hay un arroyo cristalino á cada lado; en otras, un solo
arroyo. Todas ellas gozan, en primavera, verano y otoño, de abundante
sombra, merced á los álamos corpulentos y frondosos nogales, y demás
árboles de todo género que en las huertas se crían.

La tierra es allí tan generosa y feraz, que no puede imaginarse el
sinnúmero de flores y la masa de verdura que ciñen las márgenes de los
arroyos, esparciendo grato y campestre aroma. Campanillas, mosquetas,
violetas moradas y blancas, lirios y margaritas abren allí sus cálices y
lucen su hermosura.

El sol radiante, que brilla en el cielo despejado y dora el aire
diáfano, hace más espléndida la escena. Increíble multitud de pájaros
la anima y alegra con sus trinos y gorjeos. En Andalucía, huyendo de la
tierra de secano, buscando el agua y la sombra, se refugian las aves en
estos oásis de regadío, donde hay frescura y tupidas enramadas.

Tales eran los sitios por donde paseaba el Comendador con las dos
bonitas muchachas. Apenas salieron de la población, tomaron la senda que
llaman _del medio_. Ellas cogían flores, se deleitaban oyendo cantar los
colorines ó reían sin saber de qué. El Comendador meditaba, sentía gran
bienestar, gozaba de todo, aunque más tranquilamente que ellas.

Al llegar á sitio más ancho, no ya á otra senda, sino á un camino, los
tres, que, por ser la senda casi siempre estrecha, habían ido uno en pos
de otro, se pusieron en la misma línea. Clara estaba en el centro. Lucía
dijo entonces, dirigiéndose á su tío:

--Vamos, ya habrá satisfecho V. su curiosidad. Ésta es Clori. ¿No es
verdad que merece haber inspirado el idilio?

Doña Clara, que si bien más moza que Lucía, era más reflexiva y grave,
sintió que su amiga hubiese confiado á su tío aquel secreto, y no pudo
reprimir las muestras de su disgusto, frunciendo el entrecejo,
poniéndose más seria y tiñéndose al mismo tiempo de grana sus mejillas
con la vergüenza y el enojo.

Nada dijo Doña Clara, á pesar de ello; pero Lucía advirtió su disgusto y
prosiguió de esta suerte:

--No te ofendas Clarita. No me motejes de parlanchina. Mi tío me puso
anoche entre la espada y la pared, y tuve que confesárselo todo. Tuve
que disculparme y que disculpar á D. Carlos. Á mi tío se le metió en la
cabeza que él era el viejo rabadán y que yo era Clori. Además, mi tío es
muy sigiloso y no dirá nada á nadie. ¿No es verdad tío?

--Descuide V., señorita --respondió el Comendador, encarándose con Doña
Clara, que se puso más encarnada aún:-- nadie sabrá por mí quién ha
inspirado el idilio, que es, por cierto, precioso.

El Comendador advirtió que Clara se tranquilizaba, si bien no acertó,
con la turbación, á pronunciar palabra alguna.

Doña Lucía continuó:

--¡Vaya si es precioso el idilio! Créame V., tío: desde Vicente Espinel
hasta nuestra edad, Ronda no ha producido más ingenioso poeta que
nuestro amigo D. Carlos de Atienza, ilustre mayorazgo de la mencionada
ciudad, el cual vive en Sevilla con sus padres, trata de tomar en
aquella Universidad la borla de doctor en ambos Derechos, y ahora
descuida bastante los estudios por seguir á Clori, que, desde Sevilla,
se ha venido aquí de asiento con su familia, á quien V. sin duda conoce.

--Sobrina, yo no sé si tengo ó no la honra de conocer á la familia de
esta señorita, cuyo apellido no me has dicho. ¿Cómo un forastero recién
llegado ha de adivinar la familia de quien sólo sabe que se llama Clori
en poesía y Clara en prosa?

--¡Ay, es verdad! ¡Qué distraída soy! No había yo dicho á V. cómo se
llamaba mi amiga. Pues bien, tío: esta señorita se llama Doña Clara de
Solís y Roldán. Y ahora, ¿qué dice V.? ¿Conoce V. ó no conoce á su
familia?

Al oir en boca de Lucía el nombre y apellidos de su amiga y la última
inocente pregunta, el Comendador se estremeció, se turbó; el color rojo,
que había teñido antes las mejillas delicadas de Clarita, se diría que
había pasado con más fuerza á encender el rostro varonil de D. Fadrique,
curtido por el sol de India y por los vientos de los remotos mares.

Lucía, sin advertir la turbación de su tío, siguió diciendo:

--Pero ¿qué digo á su familia? Á la misma Clara es posible que V. la
conozca, sólo que ya no se acuerda. Cuando era ella chiquirritita, tal
vez cuando ella nació, estaba V. en Lima. Clara es limeña.

Dominándose al cabo el Comendador, contestó á su sobrina:

--Mal puedo acordarme y mal puedo haber olvidado á esta señorita, á
quien nunca he visto. Á quien sí he conocido y tratado mucho es á su
señor padre; y también, á pesar de la vida retirada y austera que
siempre ha hecho, tuve el gusto de tratar y ser amigo de mi señora Doña
Blanca Roldán. ¿Cómo está su señora madre de V., señorita?

--Sigue bien de salud --contestó Doña Clara;-- pero, entregada como
nunca á sus devociones, apenas se deja ver de nadie.

--¿Y el Sr. D. Valentín, está bueno?

--Gracias á Dios, lo está, --dijo Clara.

--Se ha retirado ya de la magistratura --añadió Lucía;-- ha heredado los
cuantiosos bienes de su hermano el mayor, que murió sin hijos, y vive
aquí, donde tiene su mejores fincas, de que Clarita es única heredera.

Como una nueva oleada de sangre subió entonces á la cara del Comendador,
enrojeciéndola toda. Reportándose luego, dijo de la manera más natural á
su parlera sobrina:

--¿Con que esta señorita, además de ser tan guapa, es muy rica?

--Para estos lugares lo es. ¿No es verdad, tío, que es muy extraño que
la quieran casar con don Casimiro? ¡Si viera V. qué viejo y qué feo
está! Vamos, es ofender á Dios. Yo, si fuera el Papa, negaba la licencia
que habrá que pedirle.

--Pues qué --exclamó D. Fadrique,-- ¿son ustedes parientes tan
cercanos?

--Don Casimiro Solís es el pariente más cercano que tiene mi padre,
--contestó Clara.

--Sería su inmediato heredero si Clara no viviese, --añadió Lucía, que
no dejaba por contar nada de cuanto sabía, cuando se hallaba entre
personas, como Clara y su tío, que le infundían tanta confianza y
cariño.

Don Fadrique no llevó adelante la conversación. Quedó callado y como
pensativo y melancólico.

En silencio continuaron, pues, paseando hasta que llegaron al
_nacimiento_. En mitad de un bosque de encinas y olivos, que pone
término á las huertas, se alza un monte escarpado, formado de riscos y
peñascos enormes, que parecen como suspendidos en el aire, amenazando
derrumbarse á cada momento.

Higueras bravías, jaras de varias especies, romero y tomillo, musgo,
retama y otras mil hierbas, plantas y flores, nacen en las hendiduras de
aquellas peñas ó cubren los sitios en que no está pelada la roca viva, y
hallan alguna capa vegetal donde fijar y alimentar las raíces.

Los peñascos horadados abren paso á diversas grutas ó cuevas en no pocos
sitios del cerro, á cuyo pie, más bajo aún que el nivel del camino,
están como socavadas las piedras, formando una gruta mayor y de más
grande entrada que las otras. En el fondo de esta gruta, que se ve todo
sin penetrar allí, brota de una grieta, sin hipérbole alguna, un
verdadero río. Por eso se llama aquel sitio el nacimiento del río, ó
sencillamente _el nacimiento_.

El agua que mana de entre las peñas cae con grato estruendo en un
estanque natural, cuyo suelo está sembrado de blanquísimas y redondas
piedrezuelas. Por aquel estanque se extiende mansa el agua, creando y
desvaneciendo de continuo círculos fugaces; mas, á pesar de los
círculos, son las ondas de tal transparencia, que al través de ellas se
ve el fondo, aunque está á más de vara y media de profundidad, y en él
pueden contarse las guijas todas.

En la margen del pequeño lago crecen juncos, juncia, berros y otras
plantas acuáticas.

El estanque ó lago llena la gruta y se dilata buen espacio fuera de
ella, reflejando el cielo en su cristal. Á derecha y á izquierda hay dos
acequias, por donde el agua corre, dividiéndose después en infinitos
arroyuelos, y yendo á regar las mil y quinientas huertas que hacen del
término de aquella pequeña ciudad un verde y florido paraíso.

Como todo por aquellas cercanías es terreno quebrado, el agua baja á las
hondonadas con ímpetu brioso: á veces se precipita en cascadas, y á
veces pone en movimiento aceñas, batanes y martinetes. No obstante,
cerca del nacimiento el agua va por tierra llana, con sosegada corriente
y apacible murmullo, sin que haya ruido mayor en aquella amena soledad
que el que produce el nacimiento mismo; el golpe del agua que brota de
la peña y cae dentro de la gruta.

Á la orilla del estanque rústico hay varios sauces, y junto al tronco
del más alto y frondoso un poyo ó asiento de piedra. Allí estaba sentado
el poeta rondeño D. Carlos de Atienza cuando llegaron el Comendador, su
sobrina y Doña Clara.

Don Fadrique, como si anhelase apartar de sí tristes y enojosos
pensamientos, impropios de su carácter y risueña filosofía, se pasó la
mano por la frente, y creyendo que recobraba su serena y alegre
condición, dijo en voz alta:

--Hola, ilustre poeta, ¿qué nuevo idilio compone V. en estas soledades?

Don Carlos se levantó del asiento, y yendo hacia los recién venidos,
dijo:

--Buenos días, Sr. D. Fadrique. Beso los pies de Vds., señoritas.

El Comendador le allanó el camino para que se viniese con él y con las
niñas y los acompañase un rato en el paseo. Habló á D. Carlos de sus
estudios, le ponderó lo mucho que le agradaba la poesía, le encomió el
idilio y se le hizo repetir.

No podía haber dado mayor gusto á D. Carlos, ni mayor satisfacción de
amor propio; porque, como todos los que escriben, han escrito ó
escribirán versos en el mundo, era D. Carlos aficionadísimo á recitarlos
en presencia de un benévolo y discreto auditorio, y siempre se inclinaba
á calificarle de discreto, con tal de que fuese benévolo.

Don Fadrique miró con disimulo, pero con mucha atención, á Clarita
mientras que D. Carlos recitó el idilio. Si aun le hubiera quedado la
menor duda de que Clara era Clori, la duda se hubiera disipado. Á
Clarita, valiéndonos de una expresión en extremo vulgar, si bien muy
pintoresca, un color se le iba y otro se le venía mientras los versos
duraron. Ya se ponía pálida, ya se cubrían de púrpura sus mejillas.
Hasta cuando exclamó D. Carlos recitando:

"Pues¡qué! ¿te he dado en balde tanta prueba
De amor?"

vió ó imaginó ver D. Fadrique que los párpados de Doña Clara se
contraían más de lo ordinario, como para recoger y ocultar indiscretas
lágrimas, que ansiaban por brotar de los hermosos ojos.

Después de recitados los versos, D. Carlos, menos atrevido en prosa,
apenas se acercó á Clara, y no le dijo palabra que todos no oyesen. Sólo
con Lucía habló en voz baja y como en secreto.

Los cuatro se internaron, prosiguiendo el paseo y volviendo á la ciudad
por otro camino, en medio de una frondosísima alameda. Allí Clara, ó
adelantándose ó quedándose atrás y dejando al Comendador con su sobrina,
hubiera podido hablar á su placer con D. Carlos; pero no parecía sino
que le tenía miedo, que temblaba de oir su voz sin testigo, y que
deseaba demostrar á los ojos del Comendador que no quería pertenecer á
D. Carlos, sino á D. Casimiro. Ello es que en los lugares más agrestes,
Clara no se apartaba del lado de D. Fadrique, como si temiese que
saliese una fiera á devorarla y buscase en él su amparo y defensa.

¿Quién sabe lo que pasaba en aquellos instantes en el alma del
Comendador? Lo cierto es que casi no se atrevía á hablar á Clara; pero
de repente, en una ocasión en que D. Carlos y Lucía se adelantaron y se
perdieron de vista entre los árboles, el Comendador detuvo á Clara, la
contempló de un modo extraño y dulce, y tomando su semblante una
expresión solemne y en cierto modo venerable, exclamó:

--¡Hija mía! Es V. muy buena, muy hermosa... inocente de todo; Dios
bendiga á V. y la haga tan feliz como merece.

Y diciendo esto, alzó las manos como para bendecir á la muchacha, tomó
su cabeza entre ellas y le dió en la frente un beso.

Clara halló, sin duda, muy raro todo aquello, fuera del uso y del
estilo común; pero la cara de D. Fadrique estaba tan seria, y su
expresión era tan simpática y noble, que, á pesar de las ideas con que
personajes devotos habían manchado precozmente la conciencia de la niña,
hablándole de pecados y faltas, Clara no pudo ver allí ningún
atrevimiento liviano.

Más aún se afirmó en la idea de lo puro é impecable del extraño é
inesperado beso, cuando le dijo el Comendador:

--Don Carlos me parece un mozo excelente. ¿Le ama V. mucho?

Había en el acento de D. Fadrique un suave imperio, al que Clara no supo
resistir.

--Le he amado mucho --contestó,-- pero yo acertaré á no amarle. He sido
muy culpada. Sin que lo sepa mi madre le he querido. En adelante no le
querré. Seré buena hija. Obedeceré á mi madre. Ella sabe mejor que yo lo
que me conviene.

Don Fadrique no se atrevió á replicar ni á hacer un discurso subversivo
de la autoridad materna.

Á poco volvieron á reunirse, en un solo grupo los cuatro.

Antes de entrar de nuevo en la ciudad, D. Carlos se despidió del
Comendador y de las dos señoritas, y se fué por otros sitios.

Apenas Lucía y su tío dejaron á Clara á la puerta de su casa, el tío
preguntó á la sobrina:

--¿Qué te ha dicho D. Carlos?

--¿Qué ha de decir? Que está desesperado; que Clara le desdeña, que le
rechaza, y que, por obedecer á su madre, se casará con D. Casimiro.

--Y D. Valentín, ¿qué hace?

--Nada. ¿Qué quiere V. que haga? Pues qué, ¿ignora V. que D. Valentín es
un gurrumino? Una mirada de Doña Blanca le confunde y aterra; una
palabra de enojo de aquella terrible mujer hace que tiemble D. Valentín
como un azogado.

--De suerte que Doña Blanca es quien ha decidido el casamiento de Clara
con D. Casimiro.

--Sí, tío; en esa casa Doña Blanca es quien lo decide todo. Ella manda y
los demás obedecen. No se atreven á respirar sin su licencia. No se
puede negar que Doña Blanca tiene mucho talento y es una santa. Sabe más
de las cosas de Dios que todos los predicadores juntos. Reza muchísimo;
lee y estudia libros piadosos; lleva una vida ejemplar y penitente, y
hace muchas limosnas á los pobres y á las iglesias; pero, á pesar de
tantas virtudes y excelentes prendas, nada tiene de amable. Antes al
contrario, es terrible. Á mí me pone miedo.

--No lo dudo, sobrina; ya era como tú la describes cuando yo la conocí.

--¡Ay, tío! ¿Y la veía V. con frecuencia?

--No con frecuencia, sobrina; pero al fin la traté algo.

--No extrañe V. que en una semana no vengan á casa, ni para cumplir.
Doña Blanca vive con la mente tan lejos de todo, y se resiste tanto á
que le cuenten cosas del mundo exterior que distraigan su espíritu de la
contemplación íntima en que vive, que de seguro ni ella ni su pobre
marido sabrán que V. ha llegado. D. Valentín no creo que sea hombre muy
interior, espiritual y contemplativo; pero como tiene tanto miedo á su
mujer y quiere darle gusto siempre, vive también á lo místico, apartado
del trato humano, y yo le juzgo capaz de azotarse con unas disciplinas,
no tanto por amor de Dios, cuanto por amor y por miedo de Doña Blanca.

Don Fadrique escuchaba y callaba. No tenía humor de despegar los labios.
Lucía, que era aficionada á hablar, soltó la tarabilla y prosiguió
diciendo:

--¡Pobre Clara! Figúrese V. lo divertida que estará. Yo no lo dudo; ella
se irá al cielo; pero ¡qué! ¿no puede ir uno al cielo con menos trabajo?
No acierto á ponderar á V. los prodigios de astucia, los portentos de
habilidad, aunque esté mal que yo me alabe, que he tenido que hacer para
ganarme un poco la voluntad y la confianza de Doña Blanca y lograr que
su hija se trate conmigo y salga á veces en mi compañía. Si no fuera por
mí, Clara estaría como enterrada en vida, entre cuatro paredes. No sé
cómo ha podido entenderse con D. Carlos. Gracias á que él es muy listo y
capaz de todo. Clara ha estado con él, no diré que en relaciones, sino
casi en relaciones. Ello es que Clara le amaba. Luego ha tenido
remordimientos de amar á un hombre á escondidas de su madre, y sobre
todo cuando su madre la destina para otro. Así es que ahora rechaza al
pobre D. Carlos, y el infeliz zagal Mirtilo se muere de pena.

El Comendador oía con interés á su sobrina, y no ponía en la
conversación ni una exclamación siquiera. Parecía que se había quedado
mudo ó que no sabía qué decir.

--Clara --prosiguió Lucía,-- ahora que cree pecado amar á D. Carlos, y
que no halla posible oponerse á la voluntad de su madre, piensa á veces
en ser monja; pero ni este deseo se atreve á confiar á su madre.
Considera ella, en primer lugar, que no es buena su vocación; que quiere
tomar el velo por despecho y como desesperada; y, por otra parte, cree
que decir á su madre que quiere ser monja es un acto de rebeldía, es
oponerse á su voluntad de casarla con D. Casimiro. ¿Qué piensa V. de la
situación de mi desgraciada amiga?

Interrogado tan directamente el Comendador, tuvo al cabo que romper el
silencio; pero respondió con laconismo:

--Mala es, en verdad, la situación; pero, ¿quién sabe? Todo tiene
remedio menos la muerte. Entre tanto --añadió D. Fadrique, hablando con
lentitud y bajo, dejando caer las palabras una á una, como si le
costasen grandes esfuerzos, y como si en vez de responder á su sobrina
hablase consigo mismo y á sí propio se respondiese;-- entre tanto, Doña
Blanca es discreta, es piadosa y es buena madre. Razones de mucho peso
tiene... sin duda... para querer casar á su hija con D. Casimiro. En
fin, muchacha, sigue siendo buena amiga de Clara; pero no caviles ni
formes juicios acerca de la conducta de Doña Blanca. Voy, además, á
hacerte otra súplica.

--Mande V., tío.

--Es algo difícil lo que exijo de tí.

--¿Por qué?

--Porque te gusta hablar, y lo que exijo es que calles.

--¿Y qué he de callar? Ya verá V. cómo me callo. Yo no quiero que V. se
disguste y forme mal concepto de mí.

--Pues bien; calla que me has puesto al corriente de los amores de D.
Carlos y Doña Clara, y calla también cuanto sabes acerca de estos
amores.

--¡Tío, por amor de Dios! No me crea V. tan amiga de contarlo todo. El
pícaro idilio tiene la culpa. Sin el idilio, ni á V. le hubiera yo
confiado nada.

Oído esto, sonrió el Comendador á su sobrina; y como ya estaban en la
casa, se apartó de la muchacha, yéndose algo meditabundo y ensimismado,
cual si procurase resolver un difícil problema.



IX

Mientras el Comendador y Lucía tenían el diálogo de que acabamos de dar
cuenta, Clara había entrado en el cuarto de su madre.

Doña Blanca estaba sentada en un sillón de brazos. Delante de ella había
un velador con libros y papeles. D. Valentín estaba allí, sentado en una
silla, y no muy distante de su mujer.

El aspecto de Doña Blanca era noble y distinguido. Vestida con sencillez
y severidad, todavía se notaban en su traje cierta elegancia y cierto
señorío. Tendría Doña Blanca poco más de cuarenta años. Bastantes canas
daban ya un color ceniciento á la primitiva negrura de sus cabellos. Su
semblante, lleno de gravedad austera, era muy hermoso. Las facciones,
todas de la más perfecta regularidad.

Era Doña Blanca alta y delgada. Sus manos, blancas, parecían
transparentes. Sus ojos, negros como los de su hija, tenían un fuego
singular é indefinible, como si todas las pasiones del cielo y de la
tierra y todos los sentimientos de ángeles y diablos hubiesen
concurrido á crearle.

Don Valentín, tímido y pacífico, enamorado de su mujer en los primeros
años de matrimonio, y lleno después de consideración hacia ella, no se
atrevía á chistar en su presencia, si ella no le mandaba que hablase.

Era D. Valentín un virtuoso caballero, pero débil y pusilánime. Había
sido, por amor y respeto á su honra, un magistrado íntegro. Nada había
podido apartarle del cumplimiento de su deber, y hasta había mostrado
admirable entereza fuera de casa, donde la entereza, por grande que deba
ser, basta con que dure un instante; pero en la casa, con la doméstica
tiranía de una mujer dotada de voluntad de hierro, cuya presión es
perpetua é incesante, D. Valentín no había sabido resistir, y había
abdicado por completo. La hacienda, los negocios, la educación de la
hija, todo dependía y todo era dirigido y gobernado por Doña Blanca.

El aspecto de D. Valentín era insignificante y neutral.

Ni alto ni bajo, ni pelinegro ni rubio, ni flaco ni gordo. Parecía, con
todo, un señor, por decirlo así, muy correcto en sus modales, en su
continente y en su habla. La devota sumisión á su mujer añadía á dicha
calidad de correcto una tintura de mansedumbre.

Don Valentín había sido en su mocedad muy buen católico, pero sin
fervor penitente y sin inclinaciones místicas y contemplativas. Ahora,
por no desazonar á su mujer, se esforzaba por remedar á San Hilarión ó á
San Pacomio.

Tenía D. Valentín cerca de sesenta años de edad, pero parecía mucho más
viejo, porque no hay cosa que envejezca y arruine más el brío y la
fortaleza de los hombres que esta servidumbre voluntaria y espantosa, á
que por raro misterio de la voluntad se someten muchos, cediendo á la
persistencia endemoniada de sus mujeres.

No bien entró Clara en el cuarto, Doña Blanca le preguntó:

--¿Dónde has estado, niña?

--Mamá, en _el nacimiento_.

--No sé cómo tiene pies mi señora Doña Antonia para dar paseos tan
disparatados. Con ir y volver, eso es andar cerca de una legua.

--Doña Antonia no ha estado hoy con nosotras --dijo Clara, no
atreviéndose á mentir, ni siquiera á disimular.

El rostro de Doña Blanca tomó cierta expresión de sorpresa y de notable
desagrado.

--Entonces ¿quién os ha acompañado en el paseo? --preguntó Doña Blanca.

--No se enoje V., mamá: hemos ido bien acompañadas.

--Sí; pero ¿por quién? ¿Por alguna fregona? ¿Por alguna tía cualquiera?

--Mire V., mamá, Doña Antonia tenía la jaqueca y no pudo acompañarnos.
En su lugar ha venido con nosotras el tío de Lucía.

--¿Y quién es ese tío?

--Un señor marino que estuvo en la India y en el Perú, que dice que
conoce á V., que hace poco ha venido á vivir á Villabermeja, y que
anoche llegó aquí á pasar una temporada.

--Ese es el Comendador Mendoza --dijo D. Valentín, con cierto júbilo de
saber que había llegado un antiguo amigo.

--Justamente, papá, así se llama: el Comendador Mendoza; un señor muy
fino, si bien algo raro.

--Oye, Blanca, será menester que vayamos á ver al Comendador, que vive
sin duda en casa de su hermano --exclamó D. Valentín.

--Cumpliremos con ese deber que la sociedad nos impone --dijo Doña
Blanca con reposo y dignidad serena--; pero tú, Clara, no debes volver á
salir de paseo ni tratarte con ese hombre malvado é impío. Si la santa
fe de nuestros padres no estuviera tan perdida; si las perversas
doctrinas del filosofismo francés no nos hubiesen inficionado, ese
hombre, en vez de vestir el honroso uniforme de la marina, vestiría el
sambenito; en vez de andar libre por ahí, piedra de escándalo, fermento
de impiedad, levadura del infierno, corrompiendo lo que aun en el
cuerpo social se conserva sano, estaría en los calabozos de la
Inquisición ó ya hubiera muerto en la hoguera.

Clara se aterró al oir en boca de su madre aquella diatriba. Se
representó en su mente al Comendador como á un personaje endiablado; y,
acordándose del tierno beso que de él había recibido, se llenó toda de
espanto y de vergüenza.

Don Valentín, con el recuerdo del Comendador, que le traía á la
imaginación mejores tiempos, cuando él estaba menos viejo y menos
sumiso, se sentía, contra su costumbre, con ánimo de contradecir y no
someterse del todo. Así es que dijo:

--¡Válgame Dios, mujer, qué falta de caridad es esa! Eres injusta con
nuestro antiguo amigo. No te negaré yo que era algo _esprit fort_ en su
mocedad pero ya se habrá enmendado. Por lo demás, siempre fué el
Comendador pundonoroso, hidalgo y bueno. ¿Qué tienes tú que decir contra
su moralidad?

--Cállate, Valentín, que no dices más que sandeces. Y las llamo
sandeces, por no calificarlas de blasfemias. ¿Qué moralidad, qué
hidalguía, qué virtud puede haber donde faltan la religión y las
creencias, que son su fundamento? Sin el santo temor de Dios toda virtud
es mentira y toda acción moral es un artificio del diablo para engañar á
los bobos que presumen de discretos y que no subordinan su juicio á los
que saben más que ellos. Ya lo he dicho y lo repito: el Comendador
Mendoza era un impío y un libertino, y seguirá siéndolo. Nosotros iremos
á visitarle para no chocar, procurando no hallarle en casa y ver sólo á
doña Antonia y á su bendito marido. En cuanto á Clarita, se buscará un
pretexto cualquiera para que no salga más con Lucía, exponiéndose á ir
en compañía de ese renegado, jacobino, volteriano y ateo. Primero
confiaría yo á Clara al cuidado de la más vil y pecadora de las mujeres.
Esta mujer, con el auxilio de la religión, puede regenerarse y llegar á
ser una santa; pero de quien niega á Dios ó le aborrece, del empedernido
de toda la vida, ¿qué esperanza es lícito concebir?

Clarita y D. Valentín se compungieron y amilanaron con el sermón de Doña
Blanca, y nada supieron contestarle.

Quedó, pues, resuelto que Clarita, por culpa del Comendador y para que
no se contaminase, no volvería á pasear con Lucía.



X

Las resoluciones de Doña Blanca Roldán eran irrevocables y efectivas.
Ella sabía darles cumplimiento con calma persistente.

Una mañana, después de oir misa con D. Valentín, estuvo Doña Blanca á
visitar á Doña Antonia y á felicitarla por la venida de su cuñado; y fué
con tal tino, que no se hallaba el Comendador en casa.

Ni antes ni después de esta visita se dejaron ver Doña Blanca y D.
Valentín de sus vecinos y amigos. Retirados siempre en el fondo del
antiguo caserón en que vivían, y pretextando enfermedades, no recibían
visitas, á pesar de lo difícil y odioso que es negarse á recibir,
estando en casa, cuando se vive en un pueblo pequeño.

En balde intentó repetidas veces Lucía sacar á paseo á Clara. Siempre
que envió recado, le contestaron que Clara estaba mal de salud ó muy
ocupada y que le era imposible salir.

Lucía fué ella misma á ver á Clara, y sólo dos veces pudo verla, pero en
presencia de su madre. Estas pruebas de retraimiento y hasta de desvío
estaban suavizadas por una extremada cortesía de parte de Doña Blanca;
aunque bien se dejaba conocer que si esta señora ponía de su parte
cuantos medios le sugería su urbanidad á fin de no dar motivo de
agravio, preferiría agraviar, si por agraviado se daba alguien, á cejar
un punto en su propósito.

Fuera del día en que visitó á Doña Antonia, no ponía Doña Blanca los
pies en la calle sino de madrugada, para ir á la iglesia, á misa y demás
devociones. D. Valentín la acompañaba casi siempre, como un lego ó
doctrino humilde, y Clara la acompañaba siempre, sin osar apenas
levantar los ojos del sueldo.

Lucía, cavilando sobre las causas de aquella poco menos que completa
ruptura de relaciones, llegó á temer que Doña Blanca hubiese averiguado
los amores de Clara con D. Carlos de Atienza, la presencia de éste en la
ciudad y la entrada y protección con que contaba en su casa.

Doña Clara no hablaba á solas ni escribía á su amiga; por los criados
nada podía averiguarse, porque los de Doña Blanca eran forasteros casi
todos, y ó no tenían confianza en la casa, ó hacían una vida devota y
apartada, imitando y complaciendo así á sus amos.

Sólo podía afirmarse que la única persona que entraba de visita en casa
de D. Valentín era su cercano pariente D. Casimiro.

De esta suerte se pasaron diez días, que á don Carlos, á Lucía y al
Comendador parecieron diez siglos, cuando al anochecer, en una hermosa
tarde, el Comendador estaba en el patio de la casa sólo con su sobrina.
Ésta traía con su tío una conversación muy animada, mostrándole las
plantas y las flores que en arriates y en multitud de tiestos adornaban
aquel patio, contiguo, como ya hemos dicho, al de la casa de D.
Valentín. Salvando el muro divisorio, la voz de ambos interlocutores
podía llegar al patio inmediato. La voz llegó, en efecto, porque en
medio de la conversación sintieron Lucía y el Comendador el ruido de un
pequeño objeto pesado que caía á sus pies. Lucía se bajó con prontitud á
recogerle, y no bien le tuvo en la mano, dijo á su tío, toda alborozada
y en voz baja:

--Es una carta de Clarita. ¡Qué buena es! Me quiere de veras. Menester
es conocerla como yo la conozco, para estimar lo que vale esta fineza de
su amistad. ¡Burlar por mí la vigilancia de su madre! ¡Escribirme
furtivamente! Calle V... tío... si parece imposible. ¡Por mí, esa
infeliz, que es una santa, ha faltado á su deber de obediencia filial!
¿Y cómo, dónde, á qué hora habrá podido escribirme? Vamos ... si le digo
á V. que es un milagro de cariño. Y la picarita ¿con qué angustia habrá
estado espiando la ocasión de echarme la carta, segura de que yo la
recogería? ¡Benditas sean sus manos!

Y diciendo esto había desatado el papel de la china en que venía liado
con un hilo, y se diría que quería comérsele á besos.

--Ven á leer esa carta --dijo el Comendador,-- donde haya luz y donde no
vengan á interrumpirnos. En el despacho no hay nadie y ahora acaban de
encender el velón. Ven, que es ya de noche y aquí no verás.

Lucía fué al despacho con su tío, y con acento conmovido, casi al oído
del Comendador, leyó lo siguiente:

"Mi querida Lucía: De sobra conoces tú lo mucho que te quiero.
Considera, pues, cuánto me afligirá verte tan poco y no poder hablarte.
Mi madre lo exige, y una buena hija debe complacer á su madre. No creas
que mi madre ha sospechado nada de mis desenvolturas con D. Carlos de
Atienza. Me echo á temblar al representarme que hubiera podido
sospecharlo. Nadie sabe más que tú, el Comendador y yo, que D. Carlos me
pretende; pero Dios sabe mi pecado, del que estoy arrepentida. Ha sido
enorme perversidad en mí dar alas á ese galán con miradas dulces y
profanas sonrisas... casi involuntarias... te lo juro. No por eso me
pesan menos en la conciencia. Algo he hecho yo, ó arrastrada por mi
maldad nativa, ó seducida por el enemigo común de nuestro linaje, para
alborotar á ese mozo, hacerle abandonar su Universidad y sus estudios, y
moverle á venir aquí en persecución mía. En medio de todo, harto tengo
que agradecer á Jesús y á María Santísima, que se apiadan de mí, á pesar
de lo indigna que soy, y disponen que no se solemnice mi falta con el
escándalo. Favor sobrenatural del cielo es, sin duda, el que siga oculto
el móvil que ha impulsado á D. Carlos á venir aquí. La gente cree que
vino y está aquí por tí. ¡Cuánto debo agradecerte que cargues con esta
culpa! Si yo no hubiera sido atrevida, si yo no hubiera animado á D.
Carlos, si yo hubiera tenido la severidad y el recato convenientes, no
me vería ahora en tan amargo trance. ¡Ay, mi querida Lucía! El corazón
humano es un abismo de iniquidad ... y de contradicciones. ¿Quieres
creer que, si por un lado me desespero de haber dado ocasión para que D.
Carlos haya venido persiguiéndome, por otro lado me lisonjea, me encanta
que haya venido, y advierto que si no hubiera venido sería yo más
desgraciada? En medio de todo... no lo dudes... yo soy muy mala. Estoy
avergonzada de mi hipocresía. Estoy engañando á mi madre, que es tan
perspicaz. Mi madre me juzga demasiado buena... y vela por mí, como el
avaro por su tesoro, cuando el tesoro está ya perdido. No acierto á
decírtelo para que no te enojes, y, no obstante, quiero decírtelo. No
cumpliría con un deber de conciencia si no te lo dijese. La causa de
que mi madre me aparte de tí es tu tío. Á mí me pareció un caballero muy
fino, y bueno; pero mi madre asegura ¡qué horror! que no cree en Dios.
¿Es posible ¡hija mía! que hiera el demonio con tan abominable ceguedad
los ojos de algunas almas? ¿Se comprende que la copia, la imagen, la
semejanza, renieguen del original divino, que les presta el único valor
y noble ser que tienen? Si ello es cierto, si el Comendador está
obcecado en sus impiedades, ármate de prudencia y pide al cielo que te
salve. Procura también traer á tu tío al buen camino. Tú tienes
extraordinario despejo y don de expresarte con primor y entusiasmo. El
Altísimo, además, se vale á menudo de los débiles para sus grandes
victorias. Acuérdate de David, mancebo, que era un pastorcillo sin
fuerzas, y venció y derribó al gigante en el valle del Terebinto.
¿Cuántas hermanas, hijas, madres y esposas no han logrado convencer á
sus descarriados maridos, hermanos, hijos ó padres? Á gloria parecida
debes aspirar tú, y Dios te premiará y te dará brío para alcanzarla. En
cuanto á mí, aun siendo tan niña, soy una miserable pecadora, y bastante
tarea tengo con llorar mis locuras y apaciguar la tempestad de
encontrados sentimientos que me destrozan el pecho. Dame la última y
mayor prueba de amistad. Persuade á D. Carlos de que no le amo. Díle que
se vuelva á Sevilla y me deje. Convéncele de que soy fea, de que gusto
de D. Casimiro, de que mi ingratitud hacia él merece su desprecio. Yo
debiera haberle hablado en este sentido; pero soy tan débil y tan tonta,
que no hubiese atinado á decírselo, y tal vez le hubiera inducido
estúpidamente á que creyese todo lo contrario. Por amor de Dios, Lucía
de mi alma, despide por mí á D. Carlos. Yo no puedo, no debo ser suya.
Que se vaya; que no disguste por mí á sus padres; que no pierda sus
estudios; que no motive un escándalo cuando se sepa que vino por mí y
que yo soy una malvada, provocativa, seductora, quién sabe ... Adiós.
Estoy apuradísima. No tengo á nadie á quien confiar mis cosas, con quien
desahogar mis penas, á quien pedir consejo y remedio. Espero con ansia
la llegada del P. Jacinto, que es el oráculo de esta casa. Sé que lo que
yo le diga caerá como en un pozo, y que sus consejos son sanos. Es el
único hombre que tiene algún imperio sobre mi madre. ¿Cuándo vendrá de
Villabermeja? Adiós, repito, y ama y compadece á tu--CLARA."



XI

Esta carta inocente, tan propia de una niña de diez y seis años,
discreta y educada con devoción y recogimiento, gustó mucho al
Comendador; pero también le dió no poco que pensar. No entraremos
nosotros en el fondo de su alma á escudriñar sus pensamientos, y nos
limitaremos á decir que tomó tres resoluciones, de resultas de aquella
lectura.

Fué la primera buscar modo de ver y de hablar á la severísima Doña
Blanca; la segunda, sondear bien el ánimo de D. Carlos para conocer
hasta qué punto amaba de veras á la niña y merecía su amor, y la
tercera, tratar con el P. Jacinto y proporcionarse en él un aliado para
la guerra que tal vez tendría que declarar á la madre de Clarita.

Á fin de conseguir lo primero, en vez de escribir pidiendo una
audiencia, que con cualquier pretexto y muy políticamente se le hubiera
negado, discurrió D. Fadrique levantarse al día siguiente de madrugada,
aguardar en la calle á Doña Blanca cuando ella saliese para acudir á la
iglesia, é ir derecho á hablarle, sin miedo alguno.

Así lo hizo el Comendador. Doña Blanca, antes de las seis, apareció en
la calle con Clarita y don Valentín. Iban á misa á la Iglesia Mayor.
Apenas los vió salir D. Fadrique, se acercó muy determinado, y saludando
cortésmente con sombrero en mano, dijo:

--Beso á V. los pies, mi señora Doña Blanca. Dichosos los ojos que
logran ver á V. y á su familia. Buenos días, amigo D. Valentín. Clarita,
buenos días.

Don Valentín, al oírse llamar amigo tan blandamente y por una voz
conocida y simpática, no se pudo contener; no reflexionó, se dejó llevar
del primer ímpetu cariñoso y se fué hacia D. Fadrique con los brazos
abiertos. Por dicha, no obstante, D. Valentín tenía la inveterada
costumbre de no hacer la menor cosa sin mirar antes á su mujer para
notar la cara que ponía y si le retraía de consumar ó le alentaba á que
consumase su conato de acción. Á pesar, pues, de lo entusiasmado que iba
á abrazar á D. Fadrique, el instinto le indujo á que mecánicamente
volviera la cara hacia Doña Blanca antes de llegarse á dar el abrazo.
Indescriptible es lo que vió entonces en los fulminantes ojos de su
mujer. Casi no se puede describir el efecto que le produjo aquella
mirada. Creyó D. Valentín leer en ella el más profundo desdén, como si
le acusase de una humillación estólida, de una bajeza infame; y creyó
ver, al mismo tiempo, la ira y la prohibición imperiosa de que llevase á
cabo lo que se había lanzado á ejecutar. El terror sobrecogió de tal
suerte el ánimo de D. Valentín, que se paró, se quedó inmóvil de súbito,
como si se hubiera convertido en piedra. Sólo con voz apagada y apenas
perceptible exhaló, por último, como lánguido suspiro, un

--Buenos días, Sr. D. Fadrique.

--Buenos días, --dijo también Clara, no con más aliento que su padre.

Doña Blanca miró de pies á cabeza al Comendador, y con reposo y suave
acento, sin alterarse ni descomponerse en lo más mínimo, le habló de
esta manera:

--Caballero: Dios, que es infinitamente misericordioso, tenga á V. en su
santa guarda. No por amor suyo, de que V. carece, sino por el mundano
honor de que V. se jacta y por los respetos y consideraciones que todo
hombre bien nacido debe á las damas, ruego á V. que no nos distraiga del
camino que llevamos, ni perturbe nuestra vida retirada y devota.

Y dicho esto, hizo Doña Blanca al Comendador una ceremoniosa y fría
reverencia, y echó á andar con sosegada gravedad, siguiéndola D.
Valentín y llevando delante á Clara.

Don Fadrique pagó la reverencia con otra, se quedó algo atolondrado, y
dijo entre dientes:

--Está visto: es menester acudir á otros medios.

No bien la familia de Solís se hubo alejado treinta pasos del
Comendador, vió éste que Doña Blanca se volvía á hablar con su marido.

Es evidente que el Comendador no oyó lo que le decía; pero el novelista
todo lo sabe y todo lo oye. Doña Blanca, que trataba siempre de V. y con
el mayor cumplimiento á su señor marido cuando le echaba un sermón ó
reprimenda, le habló así mientras Clara iba delante:

--Mil veces se lo tengo dicho á V., Sr. D. Valentín. Ese hombre, que V.
se empeñó en introducir en casa, allá en Lima, es un libertino, impío y
grosero. Su trato, ya que no inficione, mancha ó puede manchar la
acrisolada reputación de cualquiera señora. Yo tuve necesidad poco menos
que de echarle de casa. Motivos hubo, en su falta de miramientos y hasta
de respeto, para que en otras edades bárbaras, olvidando la ley divina,
alguien le hubiera dado una severa lección, como solían darlas los
caballeros. Esto no había de ser: era imposible... Nada que más repugne
á mi conciencia; nada más contrario á mis principios; pero hay un justo
medio... Delito es matar á quien ha ofendido... pero es vileza
abrazarle. Sr. D. Valentín, V. no tiene sangre en las venas.

Todo esto lo fué soltando, despacio y bajo, casi en el oído de D.
Valentín, su tremenda esposa Doña Blanca.

Fueron tan duras y crueles las últimas frases, que D. Valentín estuvo á
punto de alzar bandera de rebelión, armar en la calle la de Dios es
Cristo y contestar á su mujer lo que merecía; pero el olor de mil flores
regalaba el olfato; la gente pasaba con alegre aspecto; el día estaba
hermosísimo; la paz reinaba en el cielo; un fresco vientecillo
primaveral oreaba y calmaba las sienes más ardorosas; la familia de
Solís iba al incruento sacrificio de la misa; Clara marchaba delante tan
linda y tan serena: ¿cómo turbar todo aquello con una disputa horrible?
D. Valentín apretó los puños y se limitó á exclamar con acento un si es
no es colérico:

--¡Señora!...

Luego añadió para sí, cuidando mucho de que no lo oyese Doña Blanca:

--¡Maldita sea mi suerte!

Y no bien lanzada la exclamación, se asustó don Valentín de la blasfema
rebeldía contra la Providencia que su exclamación implicaba, y se tuvo
un instante por primo hermano del propio Luzbel.

Como se ve, el éxito del Comendador en este primer intento de reanudar
relaciones amistosas con la familia de Solís no pudo ser más
desgraciado.



XII

No se arredró por eso nuestro héroe.

Aguardó un rato en medio de la calle á fin de que no pudiese decir ni
pensar Doña Blanca que él la seguía, y al cabo se fué á la iglesia
Mayor, á donde sabía que la familia de Solís se había encaminado.

Don Fadrique no iba allí, sin embargo, con el intento de acercarse á
Doña Blanca otra vez y de sufrir nueva repulsa, sino á fin de hallar á
D. Carlos, quien, á su parecer, no podía menos de estar en la iglesia,
ya que no había otro medio de ver á Clara.

En efecto, D. Fadrique entró en la iglesia y se puso á buscar al poeta,
á la sombra de los pilares y en los sitios donde menos se nota la
presencia de alguien. Pronto le halló, detrás de un pilar y no lejos del
altar mayor. Parecía D. Carlos tan embebido en sus oraciones ó en sus
pensamientos, que nada del mundo exterior, salvo Clara, podía distraerle
ni llamarle la atención.

Llegó, pues, D. Fadrique hasta ponerse á su lado. Entonces advirtió que
Clara estaba no muy lejos, de rodillas, al lado de su madre; que D.
Carlos la miraba, y que ella, si bien fijos casi siempre los ojos en su
libro de rezos, los alzaba de vez en cuando rápidamente, y miraba con
sobresalto y ternura hacia donde estaba el galán, declarando así que le
veía, que se alegraba de verle, y que tenía miedo y cierto terror de
profanar el templo y de pecar gravemente engañando á su madre y
alentando á aquel hombre, de quien decía que no podía ser esposa.

No ha de extrañarse que todo esto se viera en las miradas de Clarita.
Eran miradas transparentes, en cuyo fondo fulguraba el alma como
diamante purísimo que por maravilla ardiese con luz propia en el seno de
un mar tranquilo.

El Comendador estuvo un rato observando aquella escena muda, y se
convenció de que ni Doña Blanca ni D. Valentín recelaban nada de los
amores de la niña. Calculó, no obstante, que su presencia allí podría
atraer hacia él la mirada de Doña Blanca, excitar de nuevo su ira,
hacerle reparar en el gentil mancebo que estaba á su lado, y darle á
sospechar lo que no había sospechado todavía.

Entonces, si bien con pena de interrumpir aquellos arrobos y éxtasis
contemplativos, tocó en el hombro á D. Carlos y le dijo casi á la oreja:

--Perdóneme V. que le distraiga de sus devociones y que turbe la visión
beatífica de que sin duda goza; pero me urge hablar con V. Hágame el
favor de venir conmigo, que tengo que hablarle de cosas que le importan
muchísimo.

Sin aguardar respuesta echó á andar D. Fadrique, y D. Carlos, si bien
con disgusto, no pudo menos de seguir sus pasos.

Ya fuera de la iglesia, salió D. Fadrique al campo; D. Carlos fué en pos
de él; y cuando se hallaron en sitio solitario, donde nadie podía oirlos
ni interrumpir la conversación, D. Fadrique se explicó en estos
términos:

--Vuelvo á pedir á V. perdón de mi atrevimiento en obligarle á abandonar
la iglesia, y más aún en mezclarme en asuntos de V. sin título bastante
para ello. Apenas conozco á V. Esta es la séptima ó la octava vez que le
hablo. Á Clarita la he visto hoy por segunda vez en mi vida. Sin
embargo, el bien de Clarita y el de V. me interesan mucho. Atribúyalo V.
á un absurdo sentimentalismo; al afecto que profeso á mi sobrina Lucía,
que llega á Vds. de rechazo; á lo que V. quiera. Lo que le ruego es que
me crea un hombre leal y franco, y no dude de mi buena voluntad y
mejores propósitos. Quiero y puedo hacer mucho en favor de usted. En
cambio, aspiro á que oiga V. mis consejos y á que los siga.

Don Carlos oyó al Comendador atentamente y con muestras de respeto y
deferencia. Luego le contestó:

--Sr. D. Fadrique, por V. y por ser V. el tío de la señorita Doña Lucía,
tan bondadosa y excelente, estoy dispuesto á oir á V. y hasta á
obedecerle en cuanto esté de mi parte, sin considerar el provecho que
por mi obediencia V. me promete.

--No me he explicado bien --replicó D. Fadrique.--Yo no prometo premios
en pago de obediencias: lo que quiero significar es que de seguir V.
ciertos consejos míos se ha de alcanzar naturalmente lo que de otra
suerte se malogrará acaso, con gran pesar de todos.

--Aclare V. su pensamiento, --dijo D. Carlos.

--Quiero decir --prosiguió D. Fadrique,-- que este modo que tiene V. de
enamorar á Clarita no va, días hace, por buen camino. Hasta ahora nadie
sospecha en esta pequeña ciudad sus amores de V., gracias á mi sobrina.
Como ella estuvo, dos meses há, en Sevilla, donde V. la conoció, y V. ha
venido luego aquí, y V. va á su casa de tertulia todas las noches, y
habla V. mucho con ella, y no pocas veces en secreto; y como mi sobrina
es joven y graciosa y linda, si el amor de tío no me engaña, todos creen
que ha venido V. por ella, que V. la enamora, que V. es su novio. ¿Quién
había de imaginarse que chica tan mona y en tan verdes años se
limitaría á hacer el triste y poco airoso papel de confidenta? Por esto,
pues, se desorientan los curiosos, y sus amores de V. siguen secretos;
pero Lucía lo paga. Confiese V. que es mucha generosidad.

--Yo... Sr. D. Fadrique...

--No se disculpe V. No hablo de ello para que V. se disculpe, sino para
narrar los sucesos como son en sí. En este lugar creen todos que V. ha
venido, abandonando á sus padres, su casa y sus estudios, para pretender
á Lucía; pero este engaño no puede durar. Imagine V. el alboroto, los
chismes, las hablillas á que dará V. ocasión y motivo el día en que se
sepa, como no podrá menos de saberse, que V. pretende á Clarita, á quien
todos creen ya prometida esposa de D. Casimiro Solís.

-Eso no será nunca mientras yo viva, --exclamó D. Carlos con grandes
bríos.

--Tratemos de impedirlo --continuó con calma D. Fadrique.-- Yo le
ayudaré á V. cuanto pueda, y repito que algo puedo; pero toda la energía
de usted y toda la prudencia que yo emplee serán inútiles si desoye V.
mis advertencias y consejos.

--Ya he dicho á V. que deseo seguirlos.

--Pues bien, amigo D. Carlos, es menester que V. se persuada de que
Clarita, de cuyo amor hacia V. estoy convencido, está criada con tan
santo temor de Dios y con tan grande, y hasta si V. quiere exagerado é
irracional respeto á su madre, que por obedecerla, por no darle un
disgusto, por no rebelarse, será capaz de casarse con D. Casimiro,
aunque se muera de amor por V. al día siguiente de casada, aunque su
vestido de boda sea la mortaja con que la entierren.

--Pero si Clara dice á su madre que no ama á D. Casimiro...

--Clara no se atreverá á decirlo.

--Si declara á su madre que me ama...

--Antes morirá que confesar á su madre ese amor.

--Y si tanto miedo tiene á su madre, ¿no podrá huir conmigo?

--No creo que dé jamás tan mal paso. De todos modos, aunque tan mal paso
fuese posible, no se debía apelar á él sino apurados antes otros medios
más prudentes y juiciosos. Reitero, con todo, mi afirmación. Creo capaz
á Clarita de morir de dolor; pero no la creo capaz de prestarse al
escándalo de un rapto.

--Entonces ¿qué quiere V. que yo haga?

--Lo primero, volver á Sevilla con sus señores padres, y dejar á Doña
Clara tranquila con los suyos.

--Bien se conoce que V. no ama. Á su edad de usted...

--Dale... con la tontería... Caballerito poeta... yo no soy ni viejo ni
rabadán... ni me parezco en nada al del idilio. Váyase V. á Sevilla hoy
mismo. Salga V. de esta ciudad antes de que Doña Blanca se percate de
que hay moros en la costa. Yo velaré aquí por los intereses de V. Y si
peligran; si es menester apelar á medios violentos, cuente V. también
conmigo... hasta para el rapto. Á poco me aventuro prometiéndoselo á V.,
porque doy por firme que no se dejará robar Clarita.

--¿Y por qué, para qué he de irme á Sevilla?

--¿Pues no se lo he dicho á V. ya? Porque aquí no hace V. sino
perjudicarse, sin gusto y sin ventaja. Estoy seguro de que no logrará V.
más que ver á Clara en la iglesia, con más angustia que deleite por
parte de la pobre muchacha. Y esto mientras Doña Blanca no descubra
nada. El día en que descubra Doña Blanca su juego de V., será para
Clarita un día tremendo y V. no volverá á verla. Váyase V., pues, á
Sevilla.

--¿Y qué ganaré con irme?

--Que yo trabaje con tranquilidad en favor de V. Usted me estorba para
mis planes. Si V. se queda, precipitará la boda de D. Casimiro y hará
que se envíe á escape por la licencia á Roma. Si V. se va, no afirmo yo
que evitaré la boda de Clara con el viejo rabadán y conseguiré que sea
para Mirtilo; pero, ó yo he de valer poco, ó he de lograr que se nos dé
tiempo y... quién sabe... Nada prometo. Sólo ruego á V. que se vaya.
Váyase V. hoy mismo.

El interés que el Comendador le mostraba, su empeño de que se fuese, la
decisión con que se entrometía en sus asuntos, todo chocaba á D. Carlos
y le tenía desconfiado y descontento.

El Comendador apuró todas las razones, empleó todos los tonos, pero
singularmente el de la súplica; D. Carlos le contestó varias veces de
mal humor, y fué menester la prudente superioridad del Comendador para
calmar y contener á D. Carlos y evitar que llegase á ofender á quien le
aconsejaba y casi le mandaba.

Por último, tanto rogó, prometió y dijo D. Fadrique, que D. Carlos hubo
de someterse y salir aquel mismo día para Sevilla, si bien ofreciendo
sólo ausencia de poco más de un mes: hasta que llegasen las vacaciones
de verano. En cambio, exigió y obtuvo de D. Fadrique que le había de
escribir dándole noticias de Clara, y avisándole del menor peligro que
hubiese, para volar en seguida donde estaba ella.

Don Carlos, aunque no era tímido ni torpe, no había obtenido jamás que
Clara recibiese carta suya, y menos aún que le escribiese. Pero ¿qué
mucho, si ni siquiera de palabra Clara le había dado á entender que le
amaba? Clara le amaba, sin embargo. Bien sabía el galán que era falso,
de puro modesto, aquello de que

        ... Amistosa y compasiva,
        Quiere que el zagal viva,
        Mas amarle no quiere.

Clara le amaba, y á su despecho, contra su voluntad, había declarado su
amor; pero sólo con los ojos, por donde se le iba el alma en busca del
bizarro y gracioso estudiante, sin que todos sus escrúpulos religiosos v
filiales fuesen bastante poderosos para detenerla.

Don Fadrique pudo convencerse, en el largo coloquio que tuvo con D.
Carlos, de que su pasión por Clara era verdadera y profunda. Del amor de
Clara por el poeta rondeño estaba más convencido aún. Con este doble
convencimiento, de que se alegraba, precipitó más la partida de D.
Carlos, y antes de mediodía consiguió que saliese del pueblo con
dirección á Sevilla.

Don Carlos salió á caballo con un su criado; y D. Fadrique, á caballo
también, se unió con él en el ejido, y le acompañó más de una legua,
dándole esperanzas y hablándole de sus amores. Al llegar á una
encrucijada, D. Fadrique se despidió cariñosamente del joven, y tomó el
camino de Villabermeja con el intento de conferenciar con el padre
Jacinto.

La sencillez y la modestia de este santo varón no habían dejado ver á D.
Fadrique la inmensa importancia que durante su larga ausencia había
adquirido.

Como predicador, gozaba el padre de extraordinaria nombradía por toda
aquella comarca. Era igualmente celebrado por los tres estilos que tenía
de predicar. En el estilo llano ó de homilía encantaba á la gente
rústica y ponía la religión y la moral á su alcance, amenizando tan
graves lecciones con chistes y jocosidades que un severo crítico
condenaría, pero que eran muy del caso para que los zafios campesinos se
aficionasen á oirle y se deleitasen oyéndole. En sermones de empeño, en
días de gran función, el padre Jacinto era otro hombre: echaba muchos
latines, ahuecaba la voz y esmaltaba su discurso de un jardín de flores,
de un verdadero matorral de adornos exuberantes, que también gustaban á
los discretos y finos de aquellos lugares. Y tenía, por último, el
estilo patético de la Semana de Pasión y de la Semana Santa, durante las
cuales los sermones, más que hablados, eran en Villabermeja, y siguen
siendo aún, cantados, sin que gusten de otra manera. Sermón de Semana
Santa, sin lo que llaman allí el _tonillo_, no gusta á nadie ni se tiene
por sermón. Cuando en el día va á Villabermeja un cura forastero, tiene
que aprender el _tonillo_. En este _tonillo_ fué el padre Jacinto un
dechado de perfección, que nadie ha superado hasta ahora. Al oirle,
aunque sea reminiscencia gentílica, dicen que se comprendía cómo Cayo
Graco se hacía acompañar por un flautista cuando pronunciaba en el Foro
sus más apasionadas arengas. El P. Jacinto predicaba también en el Foro,
ó dígase en medio de la plaza pública, durante la Semana Santa. Allí se
hacían todos los pasos á lo vivo, y el padre los explicaba en el sermón
conforme iban ocurriendo. Así, había sermón que duraba tres horas, y
siempre sin dejar el tonillo, lo cual no obstaba para que el padre
expresase los más varios afectos, como piedad, dolor y cólera. Cuando
aparecía el pregonero en el balcón de las Casas Consistoriales y leía la
sentencia de muerte contra Jesucristo, ha quedado en la memoria de los
bermejinos el furor con que el padre se volvía contra él, gritando:

"Calla, falso, ruin, necio y miserable pregonero, y oirás la voz del
Ángel que dice:"

Y entonces salía un ángel muy vistoso por otro balcón de la plaza, y
cantaba el inefable misterio de la Redención, empezando:

"Esta es la sentencia que manda cumplir el Eterno Padre..." y lo demás
que tantas veces hemos oído los que somos de por allí.

Pero, volviendo al P. Jacinto, diré que su mérito como predicador era
quizás lo de menos. Su gran valer fué como director espiritual. Se
pasaba horas y horas en el confesionario. Desde el convento bermejino
tenía con frecuencia que ir al convento de la ciudad cercana, donde
tenía no pocas hijas de confesión entre el señorío. Era además hombre
de consejo y tino en los negocios mundanos, y acudían todos á
consultarle cuando se hallaban en tribulación, apuro ó dificultad. En
suma, el P. Jacinto era un gran médico de almas, aunque duro y feroz á
veces en los remedios. Gustaba de aplicarlos heroicos, como suelen hacer
los demás médicos de los lugares, que tal vez recetan á un hombre el
medicamento que convendría recetar á un caballo. Á pesar de esto, tenía
el padre tal autoridad y discreción; era tan ameno en su trato y tan
resuelto valedor y defensor de las mujeres, que gozaba de inmensa
popularidad entre ellas, y era fervorosamente reverenciado, así de las
jornaleras humildes como de las encopetadas hidalgas.

Aunque tocaba en los setenta años, estaba firme y robusto aún, si bien
había perdido ciertos ímpetus juveniles, que le habían hecho famoso,
llevándole en ocasiones á imitar al Divino Redentor, más que en la
mansedumbre, en aquel arranque que tuvo cuando hizo azote de unos
cordeles y echó á latigazos á los mercaderes del templo. El P. Jacinto
había sido un jayán y había sacudido el polvo á algunos desalmados y
pecadores contumaces, sobre todo cuando eran maridos, que se
emborrachaban, gastaban el dinero en vino y juego y daban palizas á sus
mujeres.

Contra esta clase de hombres había sido duro de veras el P. Jacinto. Ya
no tenía aquellos arrestos de la mocedad; pero su virtud y su fuerza
moral, unida al recuerdo de la física, infundían gran respeto entre los
rústicos.

Tales eran las cualidades principales y la brillante posición del
antiguo maestro del Comendador, con quien éste iba ahora á consultar y
tratar negocios arduos, y de quien esperaba obtener poderoso auxilio.



XIII

No bien llegó el Comendador á Villabermeja y dejó el caballo en su casa,
se dirigió al convento, que distaba pocos pasos, y como era la hora de
la siesta, halló en su celda al P. Jacinto, el cual no dormía, sino
estaba leyendo, sentado á la mesa.

Mis lectores deben de formarse ya, por lo expuesto hasta aquí, cierta
idea bastante aproximada de la condición del mencionado fraile. Fáltame
añadir, para que sea completo el retrato, que era alto y seco; que veía
y oía bien; que tuteaba á todo el género humano, y que se preciaba de no
tener pelillos en la lengua, esto es, de decir cuanto se le ocurría, con
una franqueza que tocaba y hasta pasaba á menudo sus límites, entrando
con banderas desplegadas por la jurisdicción y término de la
desvergüenza. Sólo con D. Fadrique se mostraba el Padre respetuoso y
deferente, suponiendo que él tenía, sin poderlo remediar, un afecto por
su antiguo discípulo, que le hacía sobrado débil.

--Muchacho --dijo á D. Fadrique, apenas le vió entrar,-- ¿qué buen
viento te trae por aquí de improviso?

--Maestro --contestó el Comendador,-- he venido expresamente para
consultar á V.

--¿Para consultarme á mí? ¿Y sobre qué? ¿Qué hay, que tú no sepas mejor
que yo y mejor que nadie?

--Mi consulta es de suma importancia.

--Vamos... ¿de qué se trata?

--Se trata... se trata... nada menos que de un caso de conciencia.

Al oir _caso de conciencia_, el padre miró fijamente al Comendador con
aire de incredulidad y de recelo, y exclamó al cabo:

--Mira, hijo mío, si es que te aburres en estos lugares y quieres
chancearte y divertirte, toma una tabla y dos cuernos, y no te diviertas
ni te chancees conmigo. Ya está duro el alcacer para zampoñas.

--¿Y de dónde infiere V. que me chanceo ó que me burlo? Hablo con
formalidad. ¿Por qué no he de exponer yo á V. formalmente un caso de
conciencia?

--Porque todo hombre de cierta educación, criado en el seno de la
sociedad cristiana, aunque haya perdido la fe en Nuestro Señor
Jesucristo, tiene la conciencia tan clara como yo, y no hay caso que no
resuelva por sí, sin necesidad de consultarme. Si tuvieses fe, podrías
acudir á mí en busca de los consuelos que da la religión. No acudiendo
para esto, ¿qué podré yo decirte, que ignores? La moral tuya es idéntica
á la mía, aunque en sus fundamentos discrepe. Y al fin, harto lo conoces
tú, no hay caso de conciencia, meramente moral, cuya solución no sea
llana para todo entendimiento un poco cultivado. Sin duda que Dios, para
ejercitar nuestra actividad mental y aguzar nuestro ingenio, ó para dar
precio á nuestra fe, ha circundado de tinieblas los grandes problemas
metafísicos; los ha envuelto en misterios, impenetrables á veces; pero
en lo tocante á la moral, en lo que atañe al cumplimiento de nuestros
deberes no hay misterio alguno: todo está claro como el agua. El
soberano Señor, en su infinita bondad y misericordia, no ha querido, á
pesar de nuestras maldades, que nadie tenga que ser un Séneca para saber
perfectamente cuál es su obligación, ni mucho menos que nadie tenga que
ser un héroe estupendo para cumplirla. Ni para conocerla te falta
entendimiento, ni para cumplir con ella debe faltarte voluntad. ¿Qué es
lo que buscas, pues en mí?

--Mucho pudiera argumentarse contra lo que V. dice; pero no quiero
disputar, sino consultar. Quiero convenir en que la moral no es ninguna
reconditez, y en que no es tan arduo cumplir con ella.

--Se entiende --interrumpió el Padre,-- para todos aquellos pueblos
donde la luz del Evangelio ha penetrado. Tú imaginas que el natural
discurso ha bastado á los hombres para formar la ley moral: yo creo que
han necesitado de la revelación; pero tú y yo convenimos en que, una vez
presentada esa ley, la razón humana la acepta como evidente. Es gran
bellaquería suponer esa ley obscura y vaga, y forjarse casos terribles,
conflictos espantosos entre los sentimientos naturales y el sencillo
cumplimiento de un deber. Esto equivaldría á suponer la necesidad de ser
un pozo de ciencia y de sentirse capaz de sobrehumanos esfuerzos para
ser persona decente. Ya tú comprendes que esto sería disculpar y dar
casi la razón á los tunos. Al fin y al cabo, no todos los hombres son
sabios ni tienen las fibras de hierro ni el corazón de diamante. Realzar
así la moral es hacerla poco menos que imposible, salvo para algunos
seres privilegiados y de primera magnitud, más profundos que Crisipo y
más constantes que Régulo.

--Mucho tiene que ver el caso que quiero presentar con todo lo que está
V. diciendo. No es curiosidad ociosa, sino interés muy respetable, el
que me induce á resolver una duda.

--Imposible... tú no puedes dudar.

--Déjeme V. que acabe. Yo no dudo sobre el caso... Tengo formado mi
juicio... que me parece de no menor certidumbre que este otro: dos y
tres son cinco. Mi duda está en si V., por razones que se fundan en la
inexhausta bondad divina, tiene la manga más ancha que yo, ó si por
razones de la ley positiva, en que cree, la tiene más estrecha. ¿Me
entiende V. ahora?

--Te entiendo muy bien; y desde luego te declaro que no he de tener la
manga ni más ancha ni más estrecha que tú. Lo mismo calificaremos ambos
un pecado, una falta, un delito, y lo mismo marcaremos y determinaremos
la obligación que de él nazca. Las razones teológicas tienen que ver con
la penitencia, con la expiación, con el perdón, con la gloria ó el
infierno, allá en el otro mundo, y en esto para nada tienes tú que
meterte ahora. Veamos, pues, ese caso, ya que quieres consultarme.

--Desde luego V. convendrá en que lo robado debe devolverse á su dueño.

--Indudable.

--Y cuando, por efecto de un engaño, algo que pertenece á uno viene á
pertenecer á otro, ¿qué debemos hacer?

--Debemos poner fin al engaño para que lo que posee alguien sin derecho
pase á manos de su señor legítimo.

--¿Y si al poner fin al engaño resultan males evidentemente mayores?

--Aquí importa distinguir. Si tú tienes que hablar, no debes decir
jamás mentira por inmensos que sean los males que de decir la verdad
resulten. Condenada está la mentira oficiosa como la perniciosa. No
debes mentir ni por salvar la vida del prójimo, ni por salvar la honra
de nadie, ni por el bien de la religión; pero yo me atrevo á sostener
que debes callar la verdad cuando nadie la inquiere de tí y cuando de
decirla resultan más males que bienes. Pensar algo en contra es delirio.
Lo sostengo sin vacilación. Voy á explanar mi doctrina en breves
palabras. Tú cometes un pecado. Eres, por ejemplo, mentiroso. Los males
que nazcan de tu pecado debes remediarlos hasta donde te sea posible y
lícito, esto es, sin cometer pecado nuevo para remediar el antiguo.
Dios, para hacernos patente la enormidad de nuestras culpas, consiente á
veces en que nazcan de ellas males cuyos humanos remedios son peores.
Tratar tú de evitarlos ó de remediarlos entonces, no es humildad, sino
soberbia, orgullo satánico; es luchar contra Dios; es tomar el papel de
la Providencia; es dar palo de ciego; es querer enderezar el tuerto que
tú mismo hiciste, torciendo y ladeando lo que está recto, y tirando á
trastornar el orden natural de las cosas.

--Hablando con franqueza --dijo el Comendador,-- la doctrina de V. me
parece muy cómoda. Veo que tiene V. la manga más ancha de lo que yo
pensaba.

--Vete á paseo, Comendador --repuso el padre, bastante enojado.-- En
ninguna ocasión pasé yo por complaciente. Me diriges la acusación más
dura que á un confesor puede dirigirse. Un santo ha dicho: _Non est
pietas, sed impietas, tolerare peccata_, y yo disto mucho de ser impío.
Todo proviene, sin duda, de que tú confundes las cosas. Aquí no hablamos
de penitencia, de expiación, de castigo de la culpa. Sobre este punto no
tengo que decirte yo lo que exigiría de un penitente para absolverle.
Aquí hablamos sólo de la obligación de satisfacer el agravio que nace
del pecado ó del delito. Y á esto he respondido con sencillez. El
pecador ó delincuente debe ir hasta donde le sea posible y lícito. Si ha
de cometer nuevos pecados, si ha de hacer nuevas maldades y desatinos,
mejor es que lo deje y no se meta á remediar el mal que ha hecho. Pues
¡qué! ¿estaría bien, por ejemplo, que tú hirieses á uno, y luego, sin
saber de cirujía, tratases de curarle y le acabases de matar? Dices tú
que la tal doctrina es cómoda. ¿Dónde está la comodidad? Aunque yo te
excuse de poner el remedio, no te libro de la penitencia, del
remordimiento y del castigo. Antes al contrario, lo cómodo es lo otro:
remediar el mal de mala manera, y creerse ya horro y darse ya por
absuelto. Así un criado torpe te romperá un día el vaso más precioso de
los que has traído de la China, le pegará luego chapuceramente con cola,
y se quedará tan fresco como si no te hubiese causado el menor
perjuicio. Lo que debe hacer el criado es andar siempre muy cuidadoso
para no romper el vaso, y si le rompe, sentir mucho su falta, y ya que
no puede ni componer bien el vaso ni comprarte otro nuevo é igual,
sufrir con humildad la reprimenda que tú le eches.

--Me complazco en ver que estamos de acuerdo en lo general de la
doctrina. En la aplicación á casos particulares es en lo que veo que
cabe mucha sutileza. Contra la opinión de V., el buen camino se presenta
muy anublado y confuso. ¿Cómo determinar á veces hasta dónde es posible
y lícito lo que quiero hacer para reparar el daño?

--Es muy sencillo. Si para repararle causas otro daño mayor, deja
subsistir el primero, que es más pequeño; y esto aunque en el segundo
daño que causes no haya pecado de tu parte. Habiendo nuevo pecado, nueva
infracción de la ley moral en el remedio, aunque este segundo pecado sea
menor que el primero que cometiste, no debes cometerle. Dios, si quiere,
remediará el mal causado.

--¿De suerte que no hay más que cruzarse de brazos; dejar rodar la bola?

--No hay más que dejarla rodar, ya que deteniéndola puedes hacer que
todo ruede. Las Sagradas Letras vienen en mi apoyo con no pocos textos.
David dijo: _Abissus abyssum invocat_; Salomón, _Est processio in
malis_; el profeta Amos, _Si erit malum quod Dominus non fecerit?_ con
lo cual da á entender que Dios permite ú ordena el mal como pena del
pecado y escarmiento de las criaturas; y el mismo Salomón, antes citado,
dice, de modo más explícito, que no podemos añadir ni quitar de lo que
Dios hizo para ser temido: _Non possumus quidquam addere nec auferre
quae fecit Deus ut timeatur_.

--Á pesar de los textos, á pesar de los latines me repugna esa cobarde
resignación.

--¿Cómo cobarde? ¿Dónde viste tú que para con Dios haya cobardía? La
resignación á su voluntad no implica, por otra parte, el que te aquietes
y te llenes de contentamiento de tí propio. Sigue llorando tu culpa;
desuéllate el alma con el azote de la conciencia y el cuerpo con unas
disciplinas crueles; haz de tu vida en el mundo un durísimo purgatorio;
pero resígnate y no trates de remediar lo que sólo de Dios debe esperar
remedio. Hasta el sentido común está de acuerdo en esto, miradas las
acciones humanas por el lado de la utilidad y conveniencia, las cuales,
bien entendidas, concuerdan con la moralidad y con la justicia. ¡Qué
atinado es el refrán que reza: _No siento que mi hijo pierda, sino
que quiera desquitarse_! Si malo es jugar, peor es aún volver á jugar;
reincidir en el pecado para remediar el mal del pecado. Pero á todo
esto, tú no hablas sino de generalidades, y el caso de conciencia no
parece.

--Voy al caso, --dijo el Comendador.

--Soy todo oídos, --repuso el fraile.

--¿Qué debe hacer el que no es hijo de quien pasa por su padre, según la
ley, y usurpa nombre, posición y bienes que no son suyos?

[Nota del autor: Esta novela, que se ha publicado á pedacitos en el
periódico _El Campo_, tiene plan trazado en Noviembre de 1876. El drama
del Sr. Echegaray _Ó locura ó santidad_ no había sido representado aún.
Yo no tenía de él la menor noticia, dado que ya estuviese escrito. Ha
sido, pues, una coincidencia, para mí harto desagradable, la semejanza ó
analogía del asunto de tan aplaudido drama con el asunto de mi pobre
novela. Entiéndase que al hacer esta observación no quiero defenderme de
los que pudieran acusarme de imitar ó remedar, sino de aquéllos que se
inclinen á creer que yo, bajo la forma de un cuento, me entrometo en
censurar, impugnar ó controvertir las ideas ó doctrinas que en el citado
drama resplandecen.]

--¡Hombre... tú eres famoso! ¿Después de tanto preámbulo te vienes con
una preguntilla tan baladí? Prescindo ahora de la dificultad ó
imposibilidad en que ese hijo postizo estaría de probar el delito de su
madre. Yo no sé de leyes; pero la razón natural me dicta que contra la
fe de bautismo, contra la serie de actos y documentos oficiales que te
han hecho pasar hasta hoy por un hijo de un determinado y conocido López
de Mendoza, no pueden valer testimonios sino de un orden excepcional y
casi imposible. Doy, con todo, de barato que posees tales testimonios.
Creo, decido que no debes valerte de ellos. ¿Sabes los mandamientos de
la ley de Dios? ¿Sabes que el orden en que están no es arbitrario? Pues
bien; ¿qué dice el séptimo?

--No hurtar.

--¿Y el cuarto?

--Honrar padre y madre.

--Es, pues, evidente que para quitarte de encima el pecado contra el
séptimo ibas á pecar contra el cuarto, deshonrando á tu madre y á tu
padre, que padre sería siempre el que te tuvo por hijo, te crió, te
alimentó y te educó, aunque no te engendrara.

--Tiene V. razón, P. Jacinto. Y, sin embargo, los bienes que no son
míos, ¿cómo sigo gozando de ellos?

--¿Y quién te dice que goces de ellos? Pues ¡qué! ¿es tan difícil dar
sin expresar la causa por qué se da? Dálos, pues, á quien debes. Ya los
tomarán... En el tomar no hay engaño. Y si, por extraño caso, hallares á
alguien en el tomar inverosímilmente escrupuloso, ingéniate para que
tome. Lejos de oponerme, pido, aplaudo la reparación, siempre que para
llevarla á cabo no sea menester hacer mayor barbaridad que la que
remedie.

--Está bien... pero si no es el hijo, sino la madre culpada... ¿qué debe
hacer la madre culpada?

--Lo mismo que el hijo... no deshonrar públicamente á su marido... no
amargarle la vida... no desengañarle con desengaño espantoso... no
añadir á su pecado de fragilidad el de una desvergüenza cruel y sin
entrañas.

--La madre, no obstante, no tiene medios de devolver bienes que por su
culpa van á pasar ó han pasado á quien no corresponden.

--Y si no los tiene, ¿qué se le ha de hacer? Ya lo he dicho. Que se
resigne. Que se someta á la voluntad de Dios. Todo eso lo debió prever
antes de pecar, y no pecar. Después del pecado no le incumbe el remedio
si implica pecado nuevo, sino la penitencia. ¿Has expuesto ya todo el
caso?

--No, padre; tiene otras complicaciones y puntos de vista.

--Dílos.

--¿Qué piensa V. que debe hacer el hombre pecador, cómplice de la mujer,
en aquel delito cuya consecuencia es el hurto, la usurpación de que
hemos hablado?

--Lo mismo que he dicho del hijo y de la madre.

--¿Y si posee bienes para subsanar el daño causado á los herederos?

--Subsanar ese daño, pero con tal recato, discreción y sigilo, que no se
sepa nada. En el libro de los Proverbios está escrito: _Melius est
nomen bonum quam divitiae multae_. Así es que por cuestión de
intereses no se debe perjudicar á nadie en su buen nombre.

El historiador de estos sucesos escribe para narrar, y no para probar.
No decide, por lo tanto, si el P. Jacinto estaba atinado ó no en lo que
decía; si hablaba guiado por el sentido común ó por la doctrina moral
cristiana, ó por ambos criterios en consonancia completa; y no se
inclina tampoco á creer que dicho padre tenía una moral burda y grosera,
y el atrevimiento y la confianza de un rústico ignorante. Quédese esto
para que lo resuelva el discreto lector. Baste apuntar aquí que el
Comendador mostraba una satisfacción grandísima de ver que su maestro,
como él le llamaba, pensaba exactamente lo que él quería que pensase.

El P. Jacinto, desconfiado como buen lugareño, no advertía el interés
vivísimo con que su antiguo discípulo le interrogaba; y temiendo siempre
una burla, una especie de examen hecho por el Comendador para pasar el
rato, volvió á hablar un tanto picado, diciendo:

--Me parece que estoy archi-cándido. ¿Á dónde vas á parar con tanta
preguntilla? ¿Quieres examinarme? ¿Piensas retirarme la licencia de
confesar si no me crees bien instruido?

--Nada de eso, maestro. Yo ignoro si está V. ó no de acuerdo con sus
librotes de teología moral; pero está V. de acuerdo conmigo, lo cual me
lisonjea, y lo está también con mis propósitos, lo cual me llena de
esperanza. Yo buscaba en V. un aliado. Contaba siempre con su amistad,
pero no sabía si podía contar también con su conciencia. Ahora comprendo
que su conciencia no se me opone. Su amistad, por consiguiente, libre de
todo obstáculo, vendrá en auxilio mío.

El P. Jacinto conoció al fin que se trataba de un caso práctico, real, y
no imaginado, y se ofreció á auxiliar al Comendador en todo lo que fuese
justo.

Aguardando, pues, una revelación importante, quiso tomar aliento
haciendo una pausa, y trató de solemnizar la revelación yendo á una
alacena, que no estaba lejos, y sacando de ella una limeta de vino y dos
cañas, que puso sobre la mesa, llenándolas hasta el borde.

--Este vino no tiene aguardiente, ni botica, ni composición de ninguna
clase --dijo el padre al Comendador.-- Es puro, limpio y sin mácula.
Está como Dios le ha hecho. Bebe y confórtate con él, y cuéntame luego
lo que tengas que contar.

--Bebo al buen éxito de mis planes, --contestó el Comendador, apurando
el vino de su caña.

--Así sea, si Dios lo quiere, --replicó el fraile, bebiendo también, y
se dispuso á atender á don Fadrique con sus cinco sentidos.



XIV

La celda no tenía mucho que llamase la atención. Sobre la mesa ó bufete,
que era de nogal, había recado de escribir, el Breviario y otros libros.
Dos sillones de brazos, frente el uno del otro, con la mesa de por
medio, y donde se sentaban nuestros interlocutores, eran de nogal
igualmente. Á más de los dos sillones, había cuatro sillas arrimadas á
la pared. Los asientos todos eran de enea. Un _Ecce-Homo_, al óleo, á
quien cuadraba el refrán de _á mal Cristo mucha sangre_, era la única
pintura que adornaba los muros de la celda. No faltaban, en cambio,
otros más naturales adornos. En la ventana, tomando el sol, se veían dos
floridos rosales; dentro del cuarto, cuatro macetas de brusco, y
colgadas en la pared cinco jaulas, dos con perdices cantoras, y tres con
colorines, excelentes reclamos. Otro bonito colorín, diestro cimbel,
asido á la varilla saliente que estaba fija á una tabla de pino, volaba
á cada momento hasta donde lo consentía el hilo largo que le
aprisionaba, y volvía con mucho donaire á posarse en la varilla.

Los jilgueros cantaban de vez en cuando y animaban la habitación.

Arrimadas á un ángulo había dos escopetas de caza.

Y, por último, en una alcobita que apenas se descubría, por hallarse la
pequeña puerta casi tapada del todo por una cortina de bayeta verde,
estaba la cama del buen religioso. La alacena de donde éste sacó el vino
y que era bastante capaz, servía de bodega, ropero, despensa, caja ó
tesoro y biblioteca á la vez.

Todo, aunque pobre, parecía muy aseado.

El P. Jacinto, con el codo sobre la mesa, la mano en la mejilla y los
ojos clavados en D. Fadrique, aguardaba que hablase.

Don Fadrique, en voz baja, habló de este modo:

--Aunque yo no soy un penitente que vengo á confesarme, exijo el mismo
sigilo que si estuviese en el confesonario.

El padre, sin responder de palabra, hizo con la cabeza un signo de
afirmación.

Entonces prosiguió D. Fadrique:

--El hombre de que he hablado á V., el pecador causa del engaño y del
hurto, soy yo mismo. La ligereza de mi carácter me había hecho olvidar
mi delito y no pensar en las fatales consecuencias que de él habían de
dimanar. El acaso... ¿qué digo el acaso?... Dios providente, en quien
creo, me ha vuelto á poner en presencia de mi cómplice y me ha hecho ver
todos los males que por mi culpa se originaron y amenazan originarse
aún. Dispuesto estoy á remediarlos y á evitarlos, de acuerdo con la
doctrina de V., hasta donde me sea posible y lícito. Es un consuelo para
mí el ver que está V. en concordancia conmigo. Yo no he de buscar
remedio peor que la enfermedad; pero hay una persona que le busca, y es
menester oponerse á toda costa á que le halle. Sería una abominación
sobre otra abominación.

--¿Y quién es esa persona? --dijo el padre.

--Mi cómplice, --contestó el Comendador.

--¿Y quién es tu cómplice?

--V. la conoce. V. es su director espiritual. V. debe tener grande
influjo sobre ella. Mi cómplice es... Cuenta, maestro, que jamás he
hecho á nadie esta revelación. Al menos nadie pudo jamás tildarme de
escandaloso. Pocas relaciones han sido más ocultas. La buena fama de
esta mujer aparece aún, después de diez y siete años, más
resplandeciente que el oro.

--Acaba: ¿quién es tu cómplice? Haz cuenta que echas tu secreto en un
pozo. Yo sé callar.

--Mi cómplice es Doña Blanca Roldán de Solís.

El P. Jacinto se llenó de asombro, abrió los ojos y la boca y se
santiguó muy deprisa media docena de veces, soltando estas piadosas
interjecciones:

--¡Ave María Purísima! ¡Alabado sea el Santísimo Sacramento! ¡Jesús,
María y José!

--¿De qué se admira V. tan desaforadamente? --dijo el Comendador,
pensando que el padre extrañaba que tan virtuosa y austera matrona
hubiese nunca sucumbido á una mala tentación.

--¿De qué me admiro?... Muchacho... ¿De qué me admiro?... Pues ¿te
parece poco? Bien dicen... Vivir para ver... El demonio es el mismo
demonio. Miren... y no lo digo por ofender á nadie... ¡miren con qué
ramillete de claveles te acarició y te sedujo nuestro enemigo común!...
Con un manojo de aulagas. Suave flor trasplantaste al jardín de tus
amores... ¡Un cardo ajonjero! Hermosa debe haber sido Doña Blanca...
todavía lo es; pero ¡hombre! ¡si es un erizo! Yo... perdóneme su
ausencia... no la creía impecable, pero no la creía capaz de pecar por
amor.

Don Fadrique respondió sólo con un suspiro, con una exclamación
inarticulada, que el padre creyó descifrar como si dijese que diez y
siete años antes Doña Blanca era muy otra, y que además la misma dureza
de su carácter y la briosa inflexibilidad de su genio hacían más
vehemente en ella toda pasión, incluso la del amor, una vez que llegaba
á sentirla.

Repuesto un poco de su pasmo, dijo el P. Jacinto:

--Y dime, hijo, ¿qué trata de hacer Doña Blanca para remediar el mal?
¿Qué proyectos son los suyos, que tanto te asustan?

--¿Quién sería el inmediato heredero de su marido si ella no tuviese una
hija? --preguntó el Comendador.

--Don Casimiro Solís, --fué la respuesta.

--Pues por eso quiere casar á su hija con D. Casimiro.

--¡Pecador de mí! ¡Estúpido y necio! --exclamó el padre, todo lleno de
violencia y dando en la mesa unos cuantos puñetazos.-- ¿Quieres creer
que soy tan egoísta, que el egoísmo me había cegado? Yo no había visto
en el plan de Doña Blanca ninguna mala traza. Me parecía natural que
casase á Clarita con su tío. Yo no miraba sino á mi pícaro interés: á
que nadie se llevase á Clarita lejos de estos lugares. Es menester que
lo sepas... Clarita me tiene embobado. Por ella, no más que por ella,
aguanto á su madre. Lo que yo quería, como un bribón de siete suelas, es
que se quedase por aquí... para ir á verla y para que ella me agasajase,
como me agasaja ahora, cuando voy á casa de su madre, sirviéndome, con
sus blancas y preciosas manos, jícaras de chocolate y tacillas de
almíbar. Se me antojó que Clarita era una muñeca para mi diversión. Yo
no caí en nada... no me hice cargo... pensé sólo en que, ya casada,
haría una excelente señora de su casa, y me recibiría al amor de la
lumbre, y yo le llevaría flores, frutas y pajaritos de regalo. ¡Si
vieses qué corza he hecho venir para ella de Sierra Morena! Es un
primor. La tengo abajo en el corral... y se la iba á llevar mañana.
Nada... ¿has visto qué bárbaro?... sin dar la menor importancia á lo del
casamiento. Ahora lo comprendo todo. ¡Qué monstruosidad! ¡Casar aquel
dije con semejante estafermo! Ya se ve... ella no lo repugna... no lo
entiende... ¿quién diablo sabe?... pero yo lo entiendo... y me
espeluzno... me horrorizo.

--Razón tiene V. de horrorizarse... Ella lo repugna... lo entiende...
pero cree que no debe resistir á la autoridad materna.

--Eso será lo que tase un sastre. ¡Pues no faltaba más! Obedecerá á su
madre; pero antes obedecerá á Dios. _Diligendus est genitor, sed
praeponendus est Creator_. Es sentencia de San Agustín.

--Además --dijo el Comendador,-- Clarita ama á otro hombre.

--¿Cómo es eso? ¿Qué me cuentas? ¿Qué mentira, qué enredo te han hecho
creer? Si amase á un galán, Clara me lo hubiera confesado.

--Ella misma ignora casi que le ama; pero me consta que le ama.

--Vamos, sí, ya doy en ello: ciertas miradas y sonrisas con un
estudiantillo... Me las ha confesado. Está arrepentida... ¡Con un
estudiantillo!... ¿Pues se había de ir Clarita á correr la tuna?

--P. Jacinto, V. chochea.

--¡Desvergonzado! ¿Cómo te atreves á decir que chocheo?

--El estudiantillo no es de esos que van con el manteo roto y con la
cuchara puesta en el sombrero de tres picos, pidiendo limosna, sino que
es un caballero principal, un rico mayorazgo.

--¿De veras? Ya eso es harina de otro costal. De eso no me había dicho
nada aquella cordera inocente. Oye... ¿y es buen mozo?

--Como un pino de oro.

--¿Buen cristiano?

--Creo que sí.

--¿Honrado?

--Á carta cabal.

--¿Y la quiere mucho?

--Con toda su alma.

--¿Y es discreto y valiente?

--Como un Gonzalo de Córdoba. Además es poeta elegantísimo, monta bien á
caballo, posee otras mil habilidades, es muy leído y sabe de torear.

--Me alegro, me alegro y me realegro. Le casaremos con Clarita, aunque
rabie Doña Blanca.

--Sí, querido maestro. Le casaremos... pero es menester que seamos muy
prudentes.

--_Prudentes sicut serpentes_... Pierde cuidado. Harto sé yo quién es
Doña Blanca. Es omnímodo el imperio que ejerce sobre su hija. El respeto
y el temor que le infunde exceden á todo encarecimiento. Y luego, ¡qué
brío, qué voluntad la de aquella señora! Á terca nadie le gana.

--No soy yo menos terco... y no consentiré que Clara sea el precio del
rescate de nadie; que sobre ella, que no tiene culpa, pesen nuestras
culpas; que Doña Blanca la venda para conseguir su libertad. Sin
embargo, importa mucho la cautela. Doña Blanca, llevada al extremo,
pudiera hacer alguna locura.

Después de esta larga conversación, y perfectamente de acuerdo el
Comendador y el P. Jacinto, el primero se volvió á la ciudad en aquel
mismo día para que su ausencia no se extrañase.

El P. Jacinto quedó en ir á la ciudad al día siguiente de mañana.

Los pormenores y trámites del plan que habían de seguir se dejaron para
que sobre el terreno se decidiesen.

Sólo se concertó el mayor sigilo y circunspección en todo y disimular en
lo posible la íntima amistad que entre el fraile y el Comendador había,
á fin de no hacer sospechoso y aborrecible al fraile á los ojos de Doña
Blanca.

Se convino, por último, en que, á pesar de la gravedad de la situación,
no era ninguna salida de tono, ni tenía una inoportunidad cómica ó
censurable, que el P. Jacinto llevase á Clarita la corza y se la
regalara.



XV

Al volver aquella noche á la ciudad, el Comendador tuvo que sufrir un
ínterrogatorio en regla de su sobrina, que era la muchacha más curiosa y
preguntona de toda la comarca. Tenía además un estilo de preguntar,
afirmando ya lo mismo de que anhelaba cerciorarse, que hacía ineficaz la
doctrina del P. Jacinto de callar la verdad sin decir la mentira. Ó
había que mentir ó había que declarar: no quedaba término medio.

--Tío --dijo Lucía apenas le vió á solas,-- V. ha estado en
Villabermeja.

--Sí... he estado.

--¿Á qué ha ido V. por allí? ¡Si le traerán á usted entusiasmado los
divinos ojos de Nicolasa!

--No conozco á esa Nicolasa.

--¿Que no la conoce V.?... ¡Bah!... ¿Quién no conoce á Nicolasa? Es un
prodigio de bonita. Muchos hidalgos y ricachos la han pretendido ya.

--Pues yo no me cuento en ese número. Te repito que no la conozco.

--Calle V., tío... ¿Cómo quiere V. hacerme creer que no conoce á la
hija de su amigo el tío Gorico?

--Pues digo por tercera vez que no la conozco.

--Entonces, ¿qué hay que ver en Villabermeja? ¿Ha estado V. para visitar
á la chacha Ramoncica?

El Comendador tuvo que responder francamente.

--No la he visitado.

--Vamos, ya caigo. ¡Qué bueno es V.!

--¿Por qué soy bueno?... ¿Porque no he visitado á la chacha Ramoncica,
que me quiere tanto?

--No, tío. Es V. bueno... En primer lugar porque no es V. malo.

--Lindo y discreto razonamiento.

--Quiero decir que es V. bueno, porque no es como otros caballeros, que
por más que estén ya con un pie en el sepulcro, de lo que dista V.
mucho, á Dios gracias, andan siempre galanteando y soliviantando á las
hijas de los artesanos y jornaleros. Ahora no... por el noviazgo; pero
antes... bien visitaba D. Casimiro á Nicolasa.

--Pues yo no la he visitado.

--Pues esa es la primera razón por la que digo que es V. bueno. Nicolasa
es una muchacha honrada... y no está bien que los caballeros traten de
levantarla de cascos...

--Apruebo tu rigidez. Y la segunda razón por la cual soy bueno, ¿quieres
decírmela?

--La segunda razón es, que no habiendo ido V. ni á ver á Nicolasa ni á
ver la chacha Ramoncica, ¿á qué había V. de haber ido tan á escape como
no fuese á ver al P. Jacinto y á tratar de ganarle en favor de Mirtilo y
de Clori? ¿Vaya que ha ido V. á eso?

--No puedo negártelo.

--Gracias, tío. No es V. capaz de encarecer bastante lo orgullosa que
estoy.

--¿Y por qué?

--Toma... porque, por muy afectuoso que sea V. con todos, al fin no se
interesaría tanto por dos personas que le son casi extrañas, si no fuese
por el cariño que tiene V. á su sobrinita, que desea proteger á esas dos
personas.

--Así es la verdad, --dijo el Comendador, dejando escapar una mentira
oficiosa, á pesar de la teoría del P. Jacinto.

Lucía se puso colorada de orgullo y de satisfacción, y siguió hablando:

--Apostaré á que ha ganado V. la voluntad del reverendo. ¿Está ya de
nuestra parte?

--Sí, sobrina, está de nuestra parte; pero, por amor de Dios, calla, que
importa el secreto. Ya que lo adivinas todo, procura ser sigilosa.

--No tendrá V. que censurarme. Seré sigilosa. V., en cambio, me tendrá
al corriente de todo. ¿Es verdad que me lo dirá V. todo?

--Sí, --dijo el Comendador teniendo que mentir por segunda vez. Luego
prosiguió:

--Lucía, tú has dicho una cosa que me interesa. ¿Qué clase de amoríos
das á entender que hubo ó hay entre D. Casimiro y esa bella Nicolasa?

--Nada, tío... ¿No lo he dicho ya? Fueron antes del noviazgo con
Clarita. D. Casimiro no iba con buen fin... y Nicolasa le desdeñó
siempre; pero de esto informará á V. mejor que yo el P. Jacinto. Yo lo
único que añadiré es que el tal D. Casimiro me parece un hipocritón y un
bribón redomado.

--No es malo saberlo --pensó el Comendador.

--¡Ah! diga V., tío. Ya sé que se fué á Sevilla D, Carlos. Envió recado
despidiéndose y excusándose de no haberlo hecho en persona por la
priesa. Es evidente que V. le ha hablado al alma y le ha convencido para
que se vaya, asegurándole que esto convenía al logro de nuestro
propósito. ¿No es así, tío?

--Así es, sobrina --respondió el Comendador--. Veo que nada se te
oculta.



XVI

Cuando ocurrían los sucesos que vamos refiriendo, no había tantas
carreteras como ahora. Desde Villabermeja á la ciudad puede hoy irse en
coche. Entonces sólo se iba á pie ó á caballo. El camino no era camino,
sino vereda, abierta por las pisadas de los transeuntes racionales é
irracionales. Cuando había grandes lluvias, la vereda se hacía
intransitable: era lo que llaman en Andalucía un camino real de
perdices.

Poseía el padre Jacinto una borrica modelo por lo grande, mansa y
segura. En esta borrica iba y venía siempre, como un patriarca, desde
Villabermeja á la ciudad y desde la ciudad á Villabermeja. Un robusto
lego le acompañaba á pie. En el viaje que hizo á la ciudad, al día
siguiente de su largo coloquio con el Comendador, le acompañó, á más del
lego, un rústico seglar ó profano, para que cuidase la corza.

Seguido, pues, de su lego, de la corza y del rústico, y caballero en su
jigantesca borrica, el padre Jacinto entró sano y salvo en la ciudad á
las diez de la mañana. Como el convento de Santo Domingo está casi á la
entrada, no tuvo el padre que atravesar calles con aquel séquito. En el
convento se apeó, y apenas se reposó un poco, se dirigió á casa de D.
Valentín Solís, ó más bien á casa de Doña Blanca. El cuitado de D.
Valentín se había anulado de tal suerte, que nadie en el lugar llamaba á
su casa la casa de D. Valentín. Sus viñas, sus olivares, sus huertas y
sus cortijos eran conocidos por de Doña Blanca, y no por suyos. Aquella
anulación marital no había llegado, con todo, hasta el extremo de la de
algunos maridos de Madrid, á quienes apenas los conoce nadie sino por
sus mujeres, cuya notoriedad y cuya gloria se reflejan en ellos y los
hacen conspicuos.

Pero dejemos á un lado ejemplos y comparaciones, que pueden tomar
ciertos visos y vislumbres de murmuración, y sigamos al P. Jacinto, y
penetremos con él en casa de Doña Blanca, donde tan difícil era entrar
para el vulgo de los mortales.

Merced á la autoridad del reverendo, y siguiéndole invisibles, todas las
puertas se nos franquean.

Ya estamos en el salón de Doña Blanca. Clara borda á su lado. D.
Valentín, á respetable distancia y sentado junto á una mesa, hace
paciencias con una baraja. D. Casimiro habla con la señora de la casa y
con su hija.

Los lectores conocen ya á D. Casimiro, como si dijéramos de fama, de
nombre y hasta de apodo, pues no ignoran que para D. Carlos, Lucía,
Clara y el Comendador, era _el viejo rabadán_. Veamos ahora si logramos
hacer su corporal retrato.

Era alto, flaco de brazos y piernas y muy desarrollado de abdomen; de
color trigueño, poca barba, que se afeitaba una vez á la semana, y los
ojos verde-claros y un poquito bizcos. Tenía ya bastantes arrugas en la
cara, y el vivo carmín de sus narices no armonizaba bien con la palidez
de los carrillos. En su propia persona se notaba poco esmero y aseo;
pero en el traje sí se descubrían el cuidado y la pulcritud que en la
persona faltaban, lo cual denotaba desde luego que D. Casimiro más se
cuidaba la ropa por ser ordenado, económico y aficionado á que las
prendas durasen, que por amor á la limpieza. Iba vestido muy de hidalgo
principal, si bien á la moda de hacía quince ó veinte años. Su casaca,
su chupa, sus calzones y medias de seda no tenían una mancha, y si
tenían alguna rotura, ésta se hallaba diestra y primorosamente zurcida.
Gastaba peluca con polvos y coleta, y lucía muchos dijes en las cadenas
de sendos relojes que llevaba en ambos bolsillos de la chupa. Su caja de
tabaco, que él mostraba de continuo, pues no cesaba de tomar rapé, era
un primor artístico, por los esmaltes y las piedras preciosas que le
servían de adorno. Al hablar usaba D. Casimiro de cierta solemnidad y
pausa muy entonada; pero su voz era ronca y desapacible, asegurándose
provenir esto en parte de que no le desagradaba el aguardiente, y más
aún de que en su casa y despojado de las galas de novio ó de
pretendiente amoroso, fumaba mucho tabaco negro.

La expresión de su semblante, sus modales y gestos no eran antipáticos:
eran insignificantes; salvo que no podía menos de reconocerse por ellos
en D. Casimiro á una persona de clase, aunque criada en un lugar.

Se advertía, por último, en todo su aspecto, que D. Casimiro debía de
padecer no pocos achaques. Su mala salud le hacía parecer más viejo.

Dado á conocer así somera, y no favorablemente, por desgracia, podemos
ya lisonjearnos de conocer á cuantas personas ocupaban la sala cuando
entró en ella el padre Jacinto.

Doña Blanca, Clarita, D. Valentín y D. Casimiro se levantaron para
recibirle, y todos le besaron humildemente la mano. El padre estuvo
sonriente y amabilísimo con ellos, y á Clarita le dió, como si no fuese
ya una mujer, como si fuese una niña de ocho años, y con la
respetabilidad que setenta bien cumplidos le prestaban, dos palmaditas
suaves en la fresca mejilla, diciéndole:

--¡Bendito sea Dios, muchacha, que te ha hecho tan buena y tan hermosa!

--Su merced me favorece y me honra --contestó Clarita.

Doña Blanca se lamentó del mucho tiempo que el padre había estado sin
venir de Villabermeja, y todos le hicieron coro. Se trató de que el
padre tomase algo hasta la hora de comer, y el padre no quiso tomar
nada, salvo asiento cómodo. Desde su asiento habló de mil cosas con
animada y alegre conversación, resuelto á aguardar allí á que Don
Casimiro se fuese y á que D. Valentín y Doña Clara despejasen, para
hablar á solas con Doña Blanca.

Doña Blanca adivinó la intención del fraile, entró en curiosidad, y
pronto halló modo de despedir á D. Casimiro y de echar de la sala á D.
Valentín y á Clarita.

Verificado ya el despejo, dijo Doña Blanca:

--Supongo y espero que, después de tan larga ausencia, honrará V.
nuestra mesa comiendo hoy con nosotros.

El P. Jacinto aceptó el convite, y Doña Blanca prosiguió:

--He creído advertir que estaba V. impaciente por hablarme á solas. Esto
ha picado mi curiosidad. Todo lo que V. me dice ó puede decirme me
inspira el mayor interés. Hable V., padre.

--No eres lerda, hija mía --contestó éste.-- Nada se te escapa. En
efecto, deseaba hablarte á solas. Y lo deseaba tanto, que dejo para
después de tu comida, que acepto gustoso, dejo para sobremesa la
aparición de un objeto que traigo de presente á nuestra Clarita, y que
le va á encantar. Figúrate que es una lindísima corza, tan mansa y
doméstica, que come en la mano y sigue como un perro. Pero vamos al
caso: vamos á lo que tengo que decirte. Por Dios, que no te incomodes.
Tú tienes el genio muy vivo: eres una pólvora.

--Es verdad; yo soy muy desgraciada, y los desgraciados no es fácil que
estén de buen humor. V., sin embargo, no tiene derecho á quejarse del
mío. ¿Cuándo estuve yo, desde que nos tratamos, desabrida y áspera con
V.?

--Eso es muy verdad. Convendrás, con todo, en que yo no he dado motivo.
Yo no soy como otros frailes, que se meten á dar consejos que no les
piden, y quieren gobernar lo temporal y lo eterno, y dirigirlo todo en
cada casa donde entran. ¿No es así?

--Así es. Más bien tengo yo que lamentarme de que V. me aconseja poco.

--Pues hoy no te quejarás por ese lado. Tal vez te quejes de que te
aconsejo mucho y de que me meto en camisón de once varas.

--Eso nunca.

--Allá veremos. De todos modos, tengo disculpa. Tú sabes que Clarita es
mi encanto. Me tiene hecho un bobo. ¿Quién ignora mi predilección hacia
las mujeres? Menester ha sido de toda mi severidad para que allá cuando
mozo no me quitaran el pellejo los maldicientes. Hoy, hija mía (alguna
ventaja ha de traer el ser viejo), con treinta y cinco años en cada
pata, puedo, sin temor de censura, quereros á mi modo y trataros con la
íntima familiaridad que me deleita. Te confieso que para querer á los
hombres tengo que acordarme á menudo de que son prójimos y quererlos por
amor de Dios. Á las mujeres, por el contrario, las quiero, no ya sin
esfuerzo, sino por inclinación decidida. Sois dulces, benignas,
compasivas y muchísimo más religiosas que los hombres. Si no hubiera
sido por vosotras, lo doy por cierto, hubiérase perdido hasta la huella
de la primitiva cultura y revelación del Paraíso, y los hombres jamás
hubieran salido del estado salvaje. Si yo fuera un sabio, había de
componer un libro demostrando que todo este ser de la Europa del día,
que todos estos adelantamientos sociales de que el mundo se jacta, se
deben, en lo humano, principalmente á las mujeres. Calcula, pues, cuán
alto y lisonjero es el concepto que tengo de vosotras. Pues bien; en los
últimos años de mi vida, tu hija Clara ha venido á sublimar mucho más
aún este concepto de mi mente. En mi mente tenía yo como un tipo soñado
de perfección, al cual ninguna de las mujeres que he conocido se
acercaba ni en diez leguas. Clarita ha ido más allá. ¡Qué inocencia la
suya, tan rara por su enlace con la discreción y el despejo! ¡Qué fe
religiosa tan sana y atinada! ¡Qué amor á su madre y qué sumisión á sus
mandatos! Clara es una santita en este mundo, y al verla hay que alabar
á Dios, que la ha criado á fin de dejarnos rastrear y columbrar por ella
lo que serán en el cielo los angelitos y las bienaventuradas vírgenes.

--Mucho lisonjean mi orgullo de madre --interpuso Doña Blanca,-- esos
encomios de Clarita que oigo en boca de V.; pero mi amor á la justicia
me induce á creerlos exagerados. Yo me los explico de cierto modo, que
voy á tener la sinceridad de declarar á V. En el puro amor que en
general profesa V. á las mujeres, hay algo del antiguo caballero
andante, algo del hechizo que tiene para todo ser fuerte dar protección
á los débiles y desvalidos. En el concepto superior á la realidad que de
las mujeres V. forma, hay gran bondad é instintiva poesía. Todos estos
nobles sentimientos de V. se han empleado, durante una larga y santa
vida, en lugareñas, jornaleras unas, é hidalgas ó ricachas otras, pero
toscas las más, en comparación con Clara, criada en grandes ciudades,
con otro barniz, con otra más elevada cultura, con mayor delicadeza y
refinamiento. Ventajas tales, meramente exteriores y debidas á la
casualidad, han sorprendido y alucinado á V., y le han hecho pensar que
lo que está en la superficie está en el fondo; que modales más
distinguidos, mayor tino y mesura en el hablar, y ciertas atenciones y
miramientos que nacen de más esmerada educación, y que llegan á tenerse
maquinalmente, gracias á la costumbre, son virtudes y excelencias que
brotan del centro mismo de un alma que se eleva sobre las otras.

--No, hija mía; nada de eso basta á explicar mi predilección por
Clarita.

--¿Cómo que no basta? Sea V. franco. ¿No quiere V. y estima casi tanto á
Lucía?

--Las comparaciones son odiosas, y las del cariño más. Supongamos, á
pesar de todo, que estimo y quiero á Lucía casi tanto. Eso probaría sólo
que Lucía vale casi tanto como Clara.

--Y que ambas están educadas con más esmero.

--Bueno... ¿Y qué?... Concedo que así sea. ¿Quién te ha negado el poder
de la educación? Lo que niego es que la educación valga hasta ese punto
sobre un espíritu estéril é ingrato; y lo que niego también es que su
influjo no pase de la superficie y no penetre en el fondo, y no mejore
el ser de las personas. Es, pues, evidente que Clara debe mucho á Dios,
y luego á tí, que la has educado bien; pero esto que debe á tí no es
superficial y externo: los modales, las palabras, las atenciones y los
miramientos no son signos vanos. Cuando no hay en ellos afectación, es
porque brotan del alma misma, mejor criada por Dios ó por los hombres
que otras almas sus hermanas. Cierto que yo no he visto ni conocido más
gente en mi vida que la de esta ciudad y la de Villabermeja; pero
adivino y veo claramente que ha de haber duquesas y hasta princesas cuyo
barniz no me engañaría ni me alucinaría. Yo conocería al momento que era
falso y de relumbrón, y que en el fondo eran aquellas damas más vulgares
que tu cocinera. Conste, por consiguiente, que no me alucino al encomiar
á Clarita.

--¿Y no provendrá la alucinación, --dijo Doña Blanca,-- de la cándida y
espontánea propensión de Clarita á hacerse agradable?

--Sin duda que provendrá; pero esa misma propensión, siendo espontánea y
cándida, prueba la bondad de alma de quien la tiene.

--¿V. no sabe, padre, que eso se califica con un vocablo novísimo en
castellano, y que suena mal y como censura?

--¿Qué vocablo es ese?

--Coquetería.

--Pues bien; si la coquetería es sin malicia, si el afán de agradar y el
esfuerzo hecho para conseguirlo no traspasan ciertos límites, y si el
fin que se propone una mujer agradando no va más allá del puro deleite
de infundir cordial afecto y gratitud, digo que apruebo la coquetería.

Doña Blanca y el P. Jacinto se tenían mutuamente miedo. Ella temía la
desvergüenza del fraile, y el fraile el genio violentísimo de ella. De
este miedo mutuo nacía el que se tratasen por lo común con extremada
finura y con el comedimiento más exquisito y circunspecto, á fin de no
terminar cualquier coloquio en pelea ó disputa.

Llevada de esta consideración, Doña Blanca no impugnó la defensa de la
coquetería; dió por satisfecha su modestia de madre, y acabó por aceptar
como justos y merecidos los encomios de su hija Clara.

Luego añadió:

--En suma, mi hija es un prodigio. En las alabanzas de V. no toma parte
sino la justicia. Me alegro. ¿Qué mayor contento para una madre?
Imagino, con todo, que tan lisongero panegírico bien se podía haber
pronunciado en presencia de testigos. Lo que sigilosamente tenía V. que
decirme no ha salido aún de sus labios.

El P. Jacinto se paró á reflexionar entonces, al verse tan directamente
interrogado, y casi se arrepintió de haber venido á tratar del asunto de
la boda de Clarita, dejándose llevar de un celo impaciente, sin ponerse
antes de acuerdo con el Comendador, según habían concertado; pero el
padre Jacinto no era hombre que cejaba una vez dado el primer paso, y
después de un instante de vacilación, que no dejó percibir á ojos tan
linces como los de su interlocutora, dijo de esta manera:

--Allá voy, hija; ten calma que todo se andará. Mi encomio de Clarita
estaba muy en su lugar, porque de Clarita voy á hablarte. Me consta,
como su director espiritual que soy, que te obedecerá en todo; pero
dime, ¿no consideras tú que para algunas cosas, de la mayor importancia,
convendría consultar su voluntad?

--¿Y quién ha informado á V. de que yo no la consulto cuando conviene?

--¿Has preguntado, pues, á Clara si quiere casarse tan niña?

--Sí, padre, y ha dicho que sí.

--¿Le has preguntado si aceptará por marido á D. Casimiro?

--Sí, padre, y también ha dicho que sí.

--¿Y no serán parte el temor y el respeto que inspiras á tu hija en esas
respuestas?

--Creo que no merezco sólo inspirar á mi hija respeto y temor, sino
también cariño y confianza. Prevaliéndose, pues, mi hija del cariño y de
la confianza que debo inspirarle, hubiera podido contestar que no quería
casarse con D. Casimiro. Nadie la ha violentado para que diga que
quiere. Querrá cuando lo dice.

--Es cierto; querrá, cuando lo dice. No obstante, para que una decisión
de la voluntad sea válida, importa que la voluntad esté previamente
ilustrada por el entendimiento acerca de aquello sobre lo cual decide.
¿Crees tú que Clarita sabe lo que quiere y por qué lo quiere?

--Acaba V. de hacer el encomio más extremado de mi hija, y ahora me
induce á pensar que la tiene por tonta, por incapaz de sacramento. ¿Cómo
quiere V. que una mujer de diez y seis años ignore los deberes que el
santo matrimonio trae consigo?

--No los ignora... pero no me vengas con sofismas... una niña de diez y
seis años no sabe toda la transcendencia del sí que va á dar en los
altares.

--Por eso tiene á su madre, para iluminarla, aconsejarla y dirigirla.

--¿Y tú la has iluminado, aconsejado y dirigido según tu conciencia?

--La menor duda sobre eso, la mera pregunta que me hace V. es una ofensa
terrible y gratuita. ¿Cómo presumir, sospechar, ni por un instante, que
había yo de aconsejar á mi hija en contra de lo que mi conciencia me
dictase? Tan mala me cree V.?

--Perdona; me expliqué con torpeza. Yo no creo, ni puedo creer que hayas
aconsejado á tu hija contra tu conciencia; pero sí puedo creer que en
tu entendimiento cabe error, y que, llevada tú de algún error, induces á
tu hija á dar un paso deplorable.

--Extraño muchísimo los razonamientos de usted en el día de hoy. ¡Qué
diferentes de lo que eran antes! ¿Qué cambio ha habido en V.? Seré yo
víctima de un error, y en virtud de ese error daré malos consejos y
tomaré funestas resoluciones; pero usted lo sabía tiempo há, y nada
había dicho en contra cuando no había aún compromiso alguno contraído.
¿Cómo ha venido de pronto á hacerse patente á los ojos de V. ese error,
que antes no percibía? ¿Qué luz del cielo le ha ilustrado á V. el alma?
¿Qué santo ó qué ángel bendito ha bajado á la tierra á descubrir á V. lo
bueno y á distinguirlo de lo malo?

Doña Blanca, según se ve, iba ya perdiendo su aplomo y su dificultosa
dulzura. El P. Jacinto empezaba también á amostazarse; pero hizo un
esfuerzo heroico, y en vez de seguir adelante y de excitar la tempestad,
procuró calmarla por cuantos medios se le ocurrieron.

--Tienes razón que te sobra --contestó con mucha humildad.-- Yo debí
disuadirte á tiempo de que concertaras esa boda. Del error que noto en
tí, confieso que he participado. Por lo menos, ha sido en mí un descuido
atroz, una ligereza imperdonable, el no hablarte antes como te estoy
hablando hoy. Pero si yo erré, con reconocerlo ya y con apartarme del
error, te induzco á que me imites, aunque te dé armas en contra mía. Lo
que afirmas, probará mi inconsecuencia, mas no prueba nada contra mi
consejo.

--¿Cómo que no prueba nada? Quita á su consejo de V. toda la autoridad
que de otra suerte hubiera tenido. Consejo dado tan de repente... hasta
pudiera sospecharse... que no se funda en pensamiento propio del
consejero.

Doña Blanca, al pronunciar esta última frase, lanzó al padre una
penetrante y escrutadora mirada. El padre, que no era tímido, se cortó
un poco y bajó los ojos. Serenándose al instante, repuso:

--No se trata aquí de más autoridad que de la autoridad de la razón.
Para darte el consejo, válganme la amistad y el cariño que tengo á tu
persona y á los de tu familia: para que le aceptes ó le deseches, no
pretendo que valga sino el ingenio, que pido á Dios me conceda, para
llevar el convencimiento á tu alma.

--Está bien. ¿Quiere V. decirme qué razones hay para que Clara no se
case con D. Casimiro? V. es el confesor de Clara. ¿Ama Clara á otro
hombre?

--Por lo mismo que soy su confesor, si Clara amase á otro hombre y ella
me lo hubiera confiado, no te lo diría sin que ella me diese su venia,
que yo sabría pedir y exigir en caso necesario. Por dicha, para nada
tiene que entrar aquí la cuestión de si Clara ama ó no á otro hombre.

--No me venga V. con rodeos y sutilezas. Yo he educado á mi hija con tal
rigidez y con tal recogimiento, que no tengo la menor duda de que no ha
tenido amoríos. Clara no ha mirado jamás con malicia á hombre alguno.

--Así será. Pero ¿no podrá mirarle el día de mañana? ¿No podrá amar, si
no ama aún?

--Amará á su marido. ¿Por qué no ha de amarle?

--Vamos, señora --dijo el P. Jacinto ya con la paciencia perdida:-- no
amará á su marido, porque su marido es feo, viejo, enfermizo y
fastidioso.

--Quiero suponer --contestó Doña Blanca con el reposado entono que
tomaba cuando más tremenda se ponía,-- quiero suponer que las
caritativas calificaciones de V. cuadran perfectamente al sujeto, á la
persona de mi familia, á quien V. honra con ellas. Su exquisito gusto de
V. en las artes del dibujo halla feo á D. Casimiro; sus conocimientos de
V. en la medicina le han hecho comprender que está el pobre mal de
salud, y la amenidad y discreción que en V. campean, es natural que le
induzcan á fastidiarse de todo ser humano que no sea tan ameno y tan
ingenioso como V., cosa, por desgracia, rarísima; pero V. no me negará
que mi hija, menos instruida en las proporciones y bellezas de la
figura del hombre, puede no hallar feo á D. Casimiro, como no le halla;
menos docta en ciencias médicas, puede creerle más sano, y menos
chistosa que V., puede muy bien hallar en D. Casimiro algún chiste y no
aburrirse de su conversación. Y por otra parte, aunque mi hija viese en
D. Casimiro los defectos que V. señala, ¿por qué no había de amarle?
Pues qué, ¿una mujer de honor, una buena cristiana, ha de amar sólo la
hermosura física y el desenfado en el hablar? ¿Será menester buscarle
para marido, no á un caballero de su clase, honrado, temeroso de Dios,
virtuoso lleno de atenciones y buenos deseos de hacerla dichosa, sino á
algún saltimbanquis robusto, á algún truhán divertido, que provoque en
ella con sus chocarrerías una risa indecorosa y un regocijo poco
honesto?

--Mira, Doña Blanca --dijo el fraile, que jamás abandonaba el tuteo,
aunque se incomodara,-- no creas que se necesite ser un Apeles ó un
Fidias para conocer que es feo D. Casimiro. Su fealdad es tan patente y
somera, que no hay que ahondar mucho para descubrirla. Y en cuanto á su
ruin salud y escasa amenidad, te aseguro lo mismo. Sin haber cursado
medicina, sin ser un Hipócrates, ve cualquiera que D. Casimiro está por
demás estropeado. Y sin haber estudiado el _Examen de ingenios_, de
Huarte, se descubre en seguida que el de don Casimiro es romo y huero.
Yo no pretendo que busques para Clarita á Pitágoras y á Milón de Crotona
en una pieza; pero ¿qué diablura te lleva á darle por marido á Tersites?

El P. Jacinto se abstenía de echar latines cuando hablaba á las mujeres;
pero no podía menos de citar en romance, siempre que se dirigía á damas
de distinción, hechos, personajes y sentencias de la antigüedad clásica
y de las Sagradas Escrituras. Por lo demás, era tan claro el sentido de
lo que decía, que Doña Blanca, aunque no hubiera sabido más ó menos
confusamente la condición de los personajes citados, no hubiera tenido
la menor duda sobre lo que el fraile quería significar. Así es que le
respondió:

--Reverendo padre, esos son insultos y no consejos; pero jamás me
enojaré con V. Lo único que afirmo es que todos los defectos que pone V.
á mi futuro yerno han de estar menos al descubierto de lo que V. supone
ahora, cuando antes de ahora no los ha conocido V. Y si los conocía,
¿por qué antes no me los dijo? Repito que alguien ha venido á ilustrar
su claro entendimiento de V. Alguien le induce á dar este paso. No hay
que disimular. Sea V. leal y franco conmigo. V. ha hablado con alguien
acerca de la proyectada boda de Clarita. Sus consejos de V. no son
consejos, sino un mensaje solapado.

El P. Jacinto era fresco de veras; pero con Doña Blanca no había
frescura que valiese. El pobre fraile estaba sofocado, rojo hasta las
orejas. Por él hubiera podido inventarse aquella frase con que se denota
que á alguien le han dado una buena descompostura: _tenía encarnadas las
orejas como fraile en visita_.

Hasta su lengua, que por lo común estaba tan suelta, se le había trabado
un poco y no atinaba á contestar.

Doña Blanca, notando aquel silencio, le excitaba á que se explicase y
añadía:

--No me cabe duda. Está V. convicto y casi confeso. V. desaprueba hoy lo
que ayer aprobaba, porque un enemigo mío le ha llenado la cabeza de
ideas absurdas. Atrévase V. á negar la verdad.

Interpelado, acusado con tan desmedida audacia y con tan ruda serenidad,
el P. Jacinto sacó fuerzas de flaqueza; puso á un lado la causa de su
inusitada timidez, que era sólo el recelo de perjudicar los intereses de
Clara y de su amigo y antiguo discípulo, y, ya libre de estorbos,
contestó tan enérgica y sabiamente, que su contestación, la réplica á
que dió lugar y todo el resto del diálogo tomaron un carácter distinto y
solemne, por donde merecen capítulo aparte, el cual será de los más
importantes de esta historia.



XVII

El P. Jacinto, sin alterarse, imitando el entonado reposo de su ilustre
amiga, contestó lo que sigue:

--Ya he confesado con ingenuidad que debí aconsejarte antes. No lo hice,
no porque aprobase tu plan, sino porque, llevado de ligereza vergonzosa
y de indiferencia villana y grosera, no advertí todo el horror de la
boda que tienes concertada. ¿Debo el advertirlo ahora á mi propio
espíritu, ó bien al de otra persona que me ha ilustrado? Punto es éste
que podrá interesarte sabe Dios por qué y que podrá afectar mi
reputación de hombre entendido; pero en nada altera el valor de mis
consejos. No quiero ni puedo justificar mi inconsecuencia. Puedo y debo,
con todo, mitigar un poco la rudeza de tu acusación, y lo haré al
exponer las razones en que fundo mis consejos de ahora. Sentiré
expresarme con impropiedad, aunque espero de tu buena fe que no me armes
disputa sobre las palabras, si entiendes la idea y la sana intención con
que la expreso. Tal vez está educada Clara con rigidez que raya en
extremos peligrosos. Temiendo tú que un día pueda caer, le has
exagerado los tropiezos. Temiendo tú que la nave pueda zozobrar é irse á
pique, has ponderado los escollos y bajíos que hay en el mar del mundo,
el ímpetu y violencia de los vientos que combaten la nave y hasta su
fragilidad y desgobierno. Esto tiene también sus peligros. Esto infunde
una desconfianza en las propias fuerzas que raya en cobardía. Esto nos
hace formar un concepto de la vida y del mundo mucho peor de lo que debe
ser. ¿Cómo ha de negar un creyente que de resultas de nuestros pecados
el mundo es un valle de lágrimas; que el demonio tiende su red de
continuo para perdernos; que nuestra flaca condición es propensa al mal,
y que es necesario el favor del cielo para no caer en las tentaciones?
Todo esto es innegable, pero conviene no exagerarlo. Una vez muy
exagerado, ó hay que huir al desierto y hacer la vida ascética de los
ermitaños, y entonces todo va bien, porque la belleza y la bondad que no
se ven en la tierra, se esperan, se presienten y casi se ven ya en el
cielo, en éxtasis y arrobos, ó hay que dar, faltando el amor divino,
faltando la caridad fervorosa, en un desesperado desprecio de uno mismo
y en tal desdén y odio á todo lo creado y á nuestros semejantes, que
hacen á quien así vive odioso y enojoso á sí y á los demás seres. Hija,
no sé si me explico, pero tú eres perspicaz y me irás entendiendo. Otro
grave peligro nace también de tu método de educar. La conciencia se
halla con él más apercibida y precabida para la lucha; pero al mancharlo
todo, se mancha; al inficionarlo todo, se inficiona; al presentir en
todo un delito, una impureza, provoca y hasta evoca las impurezas y los
delitos. Clarita tiene un entendimiento muy sano, un natural excelente:
pero, no lo dudes, á fuerza de dar tormento á su alma para que confiese
faltas en que no ha incurrido, pudiera un día torcer y dislocar los más
bellos sentimientos y convertirlos en sentimientos pecaminosos; pudiera
concebir del escrúpulo de su conciencia, inquisidora del pecado, el
pecado mismo que antes no existía. No tengo que asegurarte que yo por
mil motivos no he procurado relajar la rigidez de los principios que has
inculcado á Clarita, si bien mi modo de ser me lleva, por el contrario,
á la indulgencia; á ver en todo el lado bueno, y á tardar muchísimo en
ver el lado malo, y á no descubrirle sino después de larga meditación.
Así es que al principio, contrayéndonos al asunto de la boda, no vi sino
el lado bueno. Vi que D. Casimiro es un caballero de tu clase, honrado,
religioso, prendado de Clarita y deseando hacerla feliz. Vi que,
casándose con ella, seguiría ella aquí y no se la llevarían lejos de su
madre y de nosotros, que la queremos tanto. Vi que con su mucha hacienda
y la de su marido haría un bien inmenso en estos lugares, empleándose
en obras de caridad. Y vi en la misma austeridad con que está educada la
garantía de que para Clarita no podía ser el matrimonio el medio de
satisfacer y aun de santificar, merced á un lazo sagrado é indisoluble,
una pasión violenta, profana y algo impía, ya que consagra al hombre
cierta adoración y culto que á sólo Dios se debe, y una ilusión caduca,
efímera, que se disipa tanto más pronto cuanto más vivo y ardiente es el
resplandor con que la fantasía la finge y colora. Todo esto vi, y por
haberlo visto trato de cohonestar, ya que no disculpe, el no haberme
opuesto antes á la boda. Imaginaba yo, además, que Clarita no la
repugnaba. Clarita nada me ha dicho después; pero mis ojos se han
abierto, y ahora comprendo que la repugna con repugnancia invencible,
allá en el fondo de su alma. Ahora comprendo que Clarita no ve sólo en
el matrimonio un voto de devoción y sacrificio. Clarita quiere amar y
que el matrimonio sancione y purifique su amor. El matrimonio, por lo
tanto, no puede ser para ella el mero cumplimiento de un deber social,
un acto de abnegación, un padecimiento á que hay que resignarse, una
penitencia, una prueba, un castigo. El profundo respeto que te tiene, la
ciega obediencia con que se somete á tu voluntad, la creencia de que
casi todo es pecado, no consentirán que ella confiese nunca ni á sí
misma lo que te digo; pero yo no dudo ya que lo siente. Ahora bien; ¿es
merecedora Clarita de esa penitencia? ¿Es digna de ese castigo? ¿Qué
derecho tienes para imponérsele? Y si es prueba, ¿quién te da permiso
para poner á prueba su bondad? ¿Por qué, si lo grave y áspero de un
deber, como es el del matrimonio, puede mezclarse y combinarse con
lícitos contentos que aligeren la cruz y con satisfacciones y gustos que
suavicen la aspereza del camino, quieres tú sólo para tu hija la
aspereza del camino y la pesadumbre de la cruz, y no también la
permitida dulzura?

Doña Blanca escuchó impasible, y al parecer muy sosegada, todo el sermón
del buen fraile. Al ver que no seguía, dijo, después de un instante de
silencio:

--Aun conviniendo en que casarse con un hombre de bien, lleno de afecto
y de juicio, fuese una penitencia, fuese una cruz, Clarita la debiera
llevar y resignarse. La mujer no ha venido al mundo para su deleite y
para satisfacción de su voluntad y de su apetito, sino para servir á
Dios en esta vida temporal, á fin de gozarle en la eterna. Y V.
convendrá conmigo, si en estos días no ha tratado con gentes que han
perturbado su razón y le han apartado del camino recto, que el modo
mejor de servir á Dios es, en una hija, el obedecer á sus padres. Usted
mismo reconoce que el santo sacramento del matrimonio no fué instituido
para santificar devaneos. Cierto que es mejor casarse que quemarse;
pero aún es mejor casarse sin quemarse, á fin de ser la fiel compañera
de un varón justo y fundar ó perpetuar con él una familia cristiana,
ejemplar y piadosa. Este concepto puro, cristiano y honestísimo del
matrimonio no es fácil de realizar; mas para eso he educado yo tan
severamente á Clarita: para que con la gracia de Dios tenga la gloria de
realizarle, en vez de buscar en el casamiento un medio de hacer lícito y
tolerable el logro de mal regidos deseos y de impuras pasiones. Más
pudiera decir en mi abono acerca de este asunto, pero no se trata aquí
de una discusión académica. Yo carezco de estudios y de facilidad de
palabra para discutir con V. sobre la cuestión general de si el
matrimonio ha de ser un estado tan difícil y estrecho como otro
cualquiera que se toma para servir á Dios, y no un expediente mundanal
para disimular liviandades. Aquí debemos concretarnos al caso singular
de Clarita, y para ello vuelvo á lo dicho: necesito, exijo que sea usted
leal y sincero. ¿Quién envía á V. á que me hable? ¿Quién le aconseja
para que me aconseje? ¿Quién le ha abierto los ojos, que tenía V. tan
cerrados, y le ha hecho ver que Clarita, si no ama, amará? Vamos,
respóndame V. ¿Por qué disimularlo ó callarlo? Hay un hombre que ha
hablado á V. de todo eso.

--No lo negaré, ya que te empeñas en que lo declare.

--Ese hombre es el Comendador Mendoza.

--Es el Comendador Mendoza--repitió el fraile.

Tal declaración, aunque harto prevista, dejó silenciosos y como en honda
meditación á ambos interlocutores durante un largo minuto, que les
pareció un siglo.

Doña Blanca, aunque sin precipitar sus palabras, mostrando ya, en lo
trémulo de la voz y en el brillo de los ojos, viva y dolorosa emoción
mal reprimida, habló luego así:

--Todo lo sabe V. y me alegro. Quizás hice mal en no decírselo yo misma
la vez primera que me arrodillé ante V. en el tribunal de la penitencia.
Sírvame de excusa que ya mi mayor delito había sido varias veces
confesado, y la consideración de que cada vez que le confieso de nuevo
hago sabedora á una persona más del deshonor de quien me ha dado su
nombre. Todo lo sabe V. sin que yo se lo haya dicho. Bendito sea Dios,
que me humilla como merezco, sin que yo, tan culpada, cometa la nueva
culpa de infamar á mi pobre marido. Pues bien: sabiéndolo V. todo, ¿cómo
se atreve á aconsejarme lo que me aconseja? ¿Cómo quiere apartarme del
camino que llevo, único posible para una reparación, aunque incompleta?
Si contra su parecer de V., si contra la ley del decoro, manchásemos la
conciencia de Clara, descubriéndole su origen, ¿qué piensa V. que haría
ella? ¿No la despreciaría V. si no buscase la reparación? Y para ello,
sin hacer pública la infamia de su madre y de aquél á quien debe venerar
como á padre, ¿qué otro recurso tiene Clara sino entrar en un convento ó
dar la mano á D. Casimiro? ¿Por qué, dirá V., ha de pagar Clara la falta
que no cometió? Harto la pago yo, padre. Los remordimientos, la
vergüenza, me asesinan. Pero Clara también debe pagarla. Si esto parece
á V. inicuo, vuélvase usted impío y blasfemo contra la Providencia, y no
contra mí. La Providencia, en sus designios inescrutables, con ocasión
de mi culpa, ha puesto á mi hija en la alternativa ó de sacrificarse ó
de ser falsaria y poseedora indigna de riquezas que no le pertenecen.

--No he de ser yo, por cierto --interrumpió el fraile--, quien disimule
ó atenúe lo difícil de la situación y la verdad que hay en lo que dices.
Convengo contigo. Sé la nobleza de alma de Clara. Si ella supiera quién
es... pero no, mejor es que no lo sepa.

--¿Qué piensa V. que haría si lo supiese?

--Sin vacilar... Clara se retiraría á un convento. Tu plan de casarla
con D. Casimiro le parecería absurdo, malo, no ya siendo feo y viejo D.
Casimiro, sino aunque fuese precioso y estuviese ella prendada de él.
Con ese casamiento ni se remedia el mal nacido del embuste ó la falsía,
ni se despoja tu hija de bienes que no son suyos.

--Es, sin embargo, la única reparación posible, aunque incompleta,
ignorando Clara el motivo que hay para la reparación. Convengo en que
entrando Clara en un claustro el mal se remediaría mejor, menos
incompletamente. Pero ¿cómo la hija de un ateo ha de tener vocación para
esposa de Jesucristo?

Al pronunciar estas últimas palabras, el rostro de Doña Blanca tomó una
expresión sublime de dolor; sus mejillas se tiñeron de carmín ominoso
como el de una fiebre aguda; dos gruesas lágrimas brotaron de repente de
sus ojos.

El P. Jacinto vió á Doña Blanca transfigurada; reconoció en ella un
corazón de mujer que antes no había sospechado siguiera bajo la aspereza
de su mal genio, y le tuvo lástima y la miró con ojos compasivos. Ella
prosiguió:

--He meditado en largas noches de insomnio sobre la resolución de este
problema, y no veo nada mejor que el casamiento de Clara con D.
Casimiro. No piense V. que me falte valor para otra cosa. No me falta
valor; me sobra piedad. Mil veces, ansiosa de que me matase, he estado á
punto de revelar mi pecado al hombre á quien ofendí cometiéndole. Yo
misma hubiera puesto gustosa el puñal en su mano; pero, le conozco,
¡infeliz! hubiera llorado como un niño; yo le hubiera muerto de pena, en
vez de recibir el merecido castigo; él, con mansedumbre evangélica, me
hubiera perdonado, y mi duro pecho y mi diabólico orgullo, lejos de
agradecer el perdón, hubieran despreciado más aún al hombre que me le
otorgaba. Manso, pacífico, benigno, Valentín hubiera apurado un cáliz de
hiel y veneno al oir mi revelación; no hubiera sido mi juez inexorable,
sino hubiera acabado de ser mi víctima, y yo, réproba, llena de satánica
soberbia, hubiera ahogado el manantial de la compasión y de la ternura
con desdén, hasta con asco, de una resignación santa, que el demonio
mismo me hubiera pintado como enervada flaqueza. Mi deber era, pues,
callar; hacer lo menos amarga posible la vida de este débil y dulce
compañero que el cielo me ha dado, disimular, ocultar, hasta donde
cabe... mi falta de amor... mi injusta, impía, irracional, involuntaria
falta de estimación. Así se explican el engaño y la persistencia en el
engaño; pero la vileza del hurto no cabe en mí. Mi alma no la sufre.
¿Pretende quizás ese ateo malvado que me envilezca yo con el hurto? ¿Qué
razón, qué derecho, qué sentimiento paternal invoca quien tan olvidado
tuvo durante años el fruto de su amor... y de la cólera divina? V. dice
bien: lo mejor sería que Clara se sepultase en un claustro, se
consagrase á Dios. Yo he hecho lo posible por disgustarla del mundo
pintándosele horroroso; pero en ella han podido, más que mis palabras,
la confianza juvenil, el brío maldito de la sangre, el deleite y la
exuberancia de la vida. ¿Qué arbitrio me queda sino casarla con D.
Casimiro? ¿Por qué la compadece V.? Pues qué, ¿no sale ganando? La hija
del pecado no debiera tener bienes, ni honra, ni nombre siquiera, y todo
esto conservará y de todo podrá gozar sin remordimientos, sin sonrojo.

En la última parte de su discurso Doña Blanca estuvo hermosa, sublime
como una pantera irritada y mortalmente herida. Se había puesto de pie.
Al fraile se le figuraba que había crecido y que tocaba con la cabeza en
el techo. Hablaba bajo, pero cada una de sus palabras tenía punta
acerada como una saeta.

El P. Jacinto conoció que había confiado por demás en su serenidad y en
su elocuencia. Se hizo un lío y no supo decir nada. Se encontró tan
apurado, que la vuelta de Clarita al salón le quitó un peso de encima y
le dió tregua para poder replicar en momentos más propicios y después de
meditarlo.

Doña Blanca, no bien entró su hija, supo dominarse y recobrar su calma
habitual.

Un poco más tarde vino el benigno D. Valentín, y todos fueron á comer
como si tal cosa.

El P. Jacinto echó la bendición al empezar la comida, y rezó al
sentarse y al levantarse.

Ya de sobremesa, tuvo efecto la grata sorpresa de la corza. Clarita la
halló encantadora. La corza se dejó besar por Clarita en un lucero
blanco que tenía en la frente, y se comió cuatro bizcochos que ella
misma le dió con su mano.

Don Valentín se maravilló, simpatizó y hasta se enterneció con la
mansedumbre de aquel lindo animalejo.

Cuando, terminado todo, salió el P. Jacinto de casa de Doña Blanca, se
apresuró á ir á ver al Comendador, quien le aguardaba impaciente, no
habiéndole visto al llegar de Villabermeja, porque el fraile había
adelantado más de una hora su venida á la ciudad. Excusándose de esto y
de su precipitación en dar pasos sin consultar al Comendador, el P.
Jacinto le relató cuanto había pasado.

Don Fadrique López de Mendoza no era de los que condenan todo lo que se
hace cuando no se les consulta. Halló bien lo hecho por su maestro, y lo
aplaudió. Hasta la turbación y mutismo final del fraile le parecieron
convenientes, porque no habían traído compromiso, porque no se había
soltado prenda. Ya hemos dicho que el Comendador era optimista por
filosofía y alegre por naturaleza.



XVIII

Después de haberse enterado de la conversación entre el fraile y Doña
Blanca, el Comendador se abstuvo de tomar una resolución precipitada. Se
contentó con rogar á su maestro que no se volviese á Villabermeja, que
siguiese frecuentando la casa de Doña Blanca y que tratase de desvanecer
todo recelo en dicha señora, prometiéndole no hablar con Clarita de la
proyectada boda ni decirle nada en contra de los deseos de su madre.

El Comendador quería meditar, y meditó largamente, sobre el asunto. Sus
meditaciones (ya hemos dicho que el Comendador era descreído) no podían
ser muy piadosas. Era también el Comendador alegre, fino y sereno, y
nada podían tener de apasionadas sus meditaciones. Su espíritu analítico
le presentaba, sin embargo, todas las dificultades del caso.

No cabía la menor duda. La criatura lindísima y simpática que á él debía
el ser estaba condenada, ó á vivir como usurpadora indigna de lo que no
le pertenecía, ó á casarse con D. Casimiro, ó á ser monja. Uno de estos
tres extremos era inevitable, á no causar un escándalo espantoso ó á no
realizar un difícil rescate.

Doña Blanca tenía razón, salvo que para tenerla no era menester
mostrarse tan hosca y tan poco amena con todo el género humano,
empezando por su infeliz marido.

Para D. Fadrique había un ideal económico más fundamental que el
político. Este ideal era que toda riqueza, todos los bienes de fortuna
llegasen á ser un día, cuando la sociedad tocase ya en la perfección
deseada, signo infalible de laboriosidad, de talento y de honradez en
quien los había adquirido; que el ser rico fuese como innegable título
de nobleza, ganado por uno mismo ó por el progenitor que le ha dejado
los bienes.

Bien sabía D. Fadrique que este término estaba aun remotísimo, pero
sabía además que el mejor modo de acercarse á él era el de hacer todo
negocio suponiéndole ya llegado; esto es, como si no hubiese riqueza mal
adquirida en la tierra. Lo contrario sería conspirar á que prevaleciese
el villano refrán de que _quien roba á un ladrón tiene cien años de
perdón_, y contribuir á que la vida, la historia, el desenvolvimiento
civilizador de la sociedad sean una trama inacabable de bellaquerías.

Fundado en estos principios, desechaba de sí D. Fadrique el pensamiento
de que en cada lugar del mundo habría de seguro un enjambre de madres
en el caso de Doña Blanca y una multitud de hijas ó de hijos en el caso
de Clarita, para los cuales el problema moral, de tan difícil solución,
que atormentaba á Doña Blanca, era como si no fuese, dejándolos
disfrutar de la hacienda que la suerte y la ley les otorgaban, sin el
menor escrúpulo y con la mayor frescura. Desechaba también la idea, algo
cómica, pero más que posible, de que el mismo D. Casimiro, por
circunstancias análogas, podría tener menos derecho que Clarita á la
herencia, aunque toda fuese vinculada; de que D. Valentín, su padre ó su
abuelo, podrían también no haber tenido derecho, y de que sólo Dios
sabe, aunque tal vez el diablo no lo ignore, por qué arcaduces
subterráneos y por qué intrincados caminos ha venido á cada cual lo que
por herencia disfruta. En estos casos la fe debe salvar; pero en el caso
de Doña Blanca no había fe que valiese contra la evidencia que ella
tenía. Cerrar los ojos, vendárselos y remedar fe era una infamia. D.
Fadrique, condenando en su corazón y en su inteligencia serena los
furores de Doña Blanca, la aplaudía y ensalzaba de que pensase con
rectitud y con nobleza. Vaya á quien vaya, merézcale ó no, tenga derecho
ó no le tenga aquel á quien un bien se destina, son cosas que importan
poco ante la superior consideración de que ese bien me consta que no es
mío y de que sólo le gozo por engaño, por delito y por mentir.

Como D. Fadrique era persona de mucho seso y sentido común, aunque se
hallaba en época de reformas, sistemas y ensueños de toda clase, no
pensó en condenar la herencia. Sin el grandísimo deleite de dejar ricos
á nuestros hijos, se perdería el mayor estímulo para el trabajo, para el
buen orden, para la aplicación y para aguzar y ejercitar el ingenio. D.
Fadrique reconocía no obstante, que si estaba lejos aún el día en que
sea casi imposible adquirir mal lo que uno mismo adquiere, estaba aún
mucho más lejos el día en que sea casi imposible heredar mal lo que se
hereda. El modo de no empujar hacia más hondo porvenir la aurora de ese
día, era dar buen ejemplo en contra. La razón de Doña Blanca salía
siempre triunfante de cada laberinto de reflexiones en que D. Fadrique
se abismaba.

Había un mal moral que pedía remedio. Hasta aquí iba D. Fadrique de
acuerdo con la idea de Doña Blanca. ¿Era el remedio peor que el mal? El
remedio era duro; pero D. Fadrique comprendía que no era peor que la
enfermedad, y que era menester aplicarle no habiendo otro.

El remedio podía aplicarse de dos maneras. Ó casando á Clarita con D.
Casimiro, y esto era fácil, ó haciéndola tomar el velo. Esto segundo, á
pesar de lo mundano, impío y anti-religioso que era D. Fadrique, le
parecía mil veces mejor. Comprendía, no obstante, que para que Clarita
entrase en un convento sin saber ella por qué, era necesario que alguien
le infundiese la vocación. Tal trabajo no podía tomarle su madre. Sólo
el P. Jacinto podría persuadir á Clarita á que se retirase al claustro.

Para un hombre lleno del espíritu del siglo XVIII, alimentado con la
lectura de los enciclopedistas, creyente en Dios, pero hablando siempre
de la naturaleza, no hay que exponer aquí cuán horrible aparecía el
sacrificio de la hermosura, de la vida, del brío juvenil, sintiendo ya
sin duda fervorosamente el amor y reclamándole, en aras de un
sentimiento misterioso, de un objeto, á su ver, impalpable y hasta
incomprensible. Al Comendador se le antojaba esto una nefanda
monstruosidad; pero la prefería á ver, á imaginar á Clara entre los
secos brazos de D. Casimiro; y en su orgullo de hidalgo, y en su afán de
no verse él mismo mentiroso y fullero, y de no pensar menos noblemente
que una mujer fanática y desatinada, lo prefería todo á que Clarita se
alzase en su día con los bienes de D. Valentín.

El punto final de las meditaciones de D. Fadrique era siempre el mismo,
por cuantas sendas y rodeos tratase de llegar á él. No quería á Clara
poseedora de lo que le constaba que no era suyo; no la quería mujer de
D. Casimiro; no la quería monja tampoco, y no quería dar escándalo ni
amargar la vida de D. Valentín con afrentoso desengaño. Era, pues,
indispensable que él fuese el libertador, el rescatador de Clarita.

Á pesar de tener preocupado el ánimo con estas cosas, el Comendador
ejercía tanto dominio sobre sí, que nada dejaba notar.

Paseaba con Lucía por las huertas ó charlaba con ella y procuraba
esquivar sus preguntas inquisitoriales.

Así transcurrieron ocho días. Durante ellos se informó el Comendador,
con el mayor secreto y diligencia, del valor exacto de todos los bienes
de D. Valentín. Pasaban de cuatro millones de reales.

Bastante se apesadumbró, no debemos ocultarlo, de que D. Valentín
hubiese llegado á ser tan rico. El Comendador tenía poquísimo más
capital, sumando el valor de algunas finquillas que había comprado cerca
de Villabermeja, y lo que tenía en varias casas de banca en la Gran
Bretaña y en Madrid. Su decisión, á pesar de la pesadumbre, fué firme,
con todo.

El Comendador sabía y estimaba cuánto vale el dinero. La vanidad de
haberle adquirido diestra y honradamente le daba para él mayor hechizo.
Pero ¿en qué mejor podía emplearse el caudal, la ganancia y el ahorro de
toda una vida activa, el fruto del brío, del trabajo y del ingenio, que
en salvar á un ser tan querido y que tan digno era de serlo?

Suponiéndose ya el Comendador despojado de cuatro millones, se miraba
reducido á la triste condición de un hidalgo labriego, que ó tendría que
salir otra vez á buscar fortuna, ó tendría que acomodarse á vivir mal y
humildemente en Villabermeja. Esto no le arredró.

Eliminadas, pues, varias soluciones, el problema quedó claro y sencillo.
La única dificultad que había que vencer era la de pasar á poder de D.
Casimiro, de modo tan natural, que apartase toda sospecha, una suma de
cuatro millones, y hacer valer y constar, como era justo, este
sacrificio cerca de Doña Blanca, para que la terrible señora reconociese
á su hija por libre de toda obligación y por apta para recibir, en su
día, los bienes todos de D. Valentín, como devolución, y no como
herencia.



XIX

La familia de Solís continuaba incomunicada con sus vecinos.

Sólo entraban en aquella casa D. Casimiro y el fraile. Éste, á pesar de
sus consejos, había sabido ingeniarse, volver á la gracia y recobrar la
confianza de aquella adusta señora. No es tan llano desechar á un
director espiritual, á quien se tiene por santo ó poco menos, aunque
este director nos contraríe, y sobre todo haga cosas opuestas á nuestro
modo de pensar. La mayor falta del padre Jacinto, lo que apenas acertaba
á explicarse Doña Blanca, era que aquel virtuoso varón, aquel hijo de
Santo Domingo de Guzmán, fuese tan íntimo amigo de un hombre á quien
debía más bien llevar á la hoguera, si los tiempos no estuviesen tan
pervertidos y la cristiandad tan relajada.

Doña Blanca no se calló sobre este punto, y varias veces manifestó al
fraile su extrañeza; pero el fraile le contestaba:

--Hija mía, piensa lo que se te antoje. Yo no quiero calentarme la
cabeza explicándotelo. Bástete saber que yo tengo á D. Fadrique por muy
amigo, aunque incrédulo, como él me tiene por muy amigo, aunque fraile.
Cavilando en ello me asusto, y prefiero no cavilar. No quiero dar por
seguro que haya en las almas humanas algo que, á pesar de la radical
oposición de creencias, sea lazo de unión amistosa y constante y
fundamento de alta estimación mutua.

--Vaya si hace V. bien en no cavilar --contestaba Doña Blanca.-- No
cavile V., no venga á caer en herejía al cabo de sus años, fantaseando
algo más esencial, más sublime que la creencia religiosa.

--No caeré en herejía --replicaba el fraile, que ya hemos dicho que era
muy desvergonzado;--no caeré en herejía cuando tú no caíste. Nunca mi
amistad será más inexplicable que lo fué tu amor.

Con esto Doña Blanca exhalaba un suspiro, que tenía su poco de bufido, y
se amansaba y se callaba.

Por lo demás, el padre Jacinto era leal y no abusó de su derecho de
hablar en secreto con Clarita para excitarla en contra de la boda con
Don Casimiro.

Sólo una noticia se atrevió á dar á Clarita por instigación de D.
Fadrique: que D. Carlos, amonestado por el Comendador, se había vuelto á
Sevilla con sus padres.

De esta suerte, Clarita hubo de tranquilizarse y no sobresaltarse de no
ver á D. Carlos por la mañana en la iglesia. Á quien vió varias veces
casi en el mismo lugar en que D. Carlos se colocaba fué al Comendador,
cuya maldad su madre le había ponderado, y que ella se inclinaba
irresistiblemente á creer bueno.

El Comendador, como en desagravio de haber tenido olvidada tantos años
aquella prenda de su amor, no se contentaba con disponerse á hacer por
ella un gran sacrificio, sino que ansiaba verla y admirarla, aunque
fuese á distancia.

Así iban lentamente los sucesos, cuando una mañana, en que Doña Antonia
había tenido una de sus jaquecas y no se hallaba con gana de salir,
Lucía fué á paseo sola con el Comendador. Ambos llegaron á la fuente ó
nacimiento del río que ya conocemos. Sentados á la sombra del sauce,
oyendo el murmullo del agua, hablaron de las estrellas, de las flores,
de mil diversas materias, hacia donde el tío procuraba llevar la
atención de su sobrina, para distraerla de su curiosidad sobre los
asuntos de Clara.

Lucía, no llegando á distraerse lo bastante, dijo por último:

--Tío, V. va á hacer de mí una sabia. Á veces me habla V. del sol y de
lo grande que es y de cómo atrae á los planetas y cometas; y á veces me
describe los abismos del cielo, y me señala las más hermosas estrellas,
y me declara sus nombres y la inmensa distancia á que están de nosotros,
y el tiempo que tardan los rayos alados de su luz en herir nuestras
pupilas. Todo esto me deleita y pasma, haciéndome concebir más adecuado
concepto del infinito poder de Dios. También me ha explicado V.
misterios extraños de las flores, y esto me ha interesado más,
infundiéndome en el alma superior idea de la bondad y sabiduría del
Altísimo. Pero desechando el disimulo, recelo que V. no me instruye
tanto sino para no responder á mis preguntas sobre sus proyectos de V.
acerca de Clarita. Tal sospecha, lo confieso, me quita las ganas de oir
las lecciones de V., que de otro modo me entusiasmarían; tal sospecha
disminuye el valor de dichas lecciones, que se me figuran interesadas y
maliciosas: más que medio de enseñarme, me parecen medio de embaucarme.

--La malicia la pones tú, sobrina--respondió el Comendador.--Yo procedo
con la mayor sencillez. Cuanto hay que saber de Clarita lo sabes mejor
que yo. ¿Qué puedo añadir á lo que tú sabes?

--Oiga V., tío: aunque niña, no soy tan fácil de engañar. Aquí hay
varios puntos obscuros, inexplicables, y yo no sosiego hasta que todo me
lo explico.

--Pues ya estás aviada, hija mía, si no te sosiegas hasta que halles la
explicación de todo. Condenada estás á desasosiego perpetuo.

--No confundamos las especies. Yo me aquieto sin explicación sobre
muchos puntos en que usted, por desgracia, no se aquieta. No hablo de
eso. Hablo de materias más llanas y más al alcance de mi inteligencia.
En éstas requiero explicación, y sin explicación no hay reposo. ¿Qué
diablo de palabra enrevesada fué aquélla de que se valió V. el otro día
para significar una suposición que se forja uno para explicar las cosas,
y que se da por cierta, cuando las explica?

--Esa palabra es _hipótesis_.

--Pues bien; yo no hago más que forjar hipótesis á ver si me explico
ciertas cosas. ¿Quiere usted que le exponga alguna de mis hipótesis?

--Exponla.

El Comendador respondió aparentando serena indiferencia al dar aquel
permiso; pero se puso colorado, y tuvo miedo de que Lucía, por arte
mágica ó poco menos, hubiese adivinado el lazo que unía á Clara con él.

Lucía, prevaliéndose del permiso y animada con lo poco de turbación que
en su tío advirtió, expuso así una de sus hipótesis:

--Pues, señor, yo me cegué al principio por exceso de vanidad. Pensé que
el cariño de tío que V. me tiene le llevaba, para complacerme, á mirar
con interés á Clori y á Mirtilo, y á procurar e buen fin de sus amores.
Ya he variado de opinión. Ya la hipótesis es otra. El interés de V. es
demasiado para ser de reflejo. Noto también que es muy desigual: menos
que mediano por Mirtilo; inmenso por Clori. ¡Ay, tío, tío! ¿Si querrá V.
jugar una mala pasada al pobre zagal? Todo se sabe. Pues qué, ¿cree V.
que no ha llegado á mi noticia que se ha hecho V. devoto (¡ojalá fuese
de buena ley la devoción!) y que toditas las mañanas de madrugada va V.
á la iglesia Mayor á misa primera?

--Sobrina, no disparates, --interrumpió el Comendador.

--Yo no disparato. Hallo extraña, para explicada sólo por una simpatía
cualquiera, esa devoción de V., y recelo que la santita que se la
infunde ha cautivado á V. con más dulces cadenas que las de la piedad.

--Te repito que no disparates --volvió á decir el Comendador poniéndose
muy serio.-- Confieso que es difícil de explicar el extraordinario
cariño que Clarita me infunde. Aseguro, no obstante, por mi honor, que
nada tiene de lo que tú imaginas. Si me quieres tú un poco, y si me
respetas, te suplico, y si crees que puedo mandarte, te mando que
apartes de tí ese pensamiento. Yo quiero á Clarita, aunque entre ella y
yo no median los vínculos de la sangre, del mismo modo que te quiero á
tí, que eres mi sobrina: con amor casi paternal, con el amor que es
propio de los viejos.

--¡Pero si V. no es viejo, tío!

--Pues aunque no lo sea. No amo á Clarita de otro modo. Y si esto sigue
pareciéndote raro, no caviles ni busques más hipótesis para explicártelo
satisfactoriamente.

--Está bien, tío. Suspenderé mis tareas de forjar hipótesis.

--Eso es lo más prudente.

--Ya que no valen las hipótesis, ¿vale hacer preguntas?

--Hazlas.

--¿Persiste V. en favorecer los amores de Mirtilo?

--Persisto y persistiré mientras Clara crea yo que le ama.

--¿Espera V. triunfar de la tenacidad de Doña Blanca é impedir la boda
con D. Casimiro?

--Lo espero, aunque es difícil.

--¿Me atreveré á preguntar de qué medios va V. á valerse para vencer esa
dificultad?

--Atrévete; pero yo me atreveré también á decirte que esos medios no
tienes tú para qué saberlos. Confía en mí.

-Aunque V., tío, está tan misterioso conmigo, que todo se lo calla, voy
á portarme con generosidad: voy á revelar á V. mis secretos. Sé que Don
Carlos de Atienza le escribe á V. También á mí me ha escrito. Pero V. no
ha hecho lo que yo. V. no ha puesto al pobre desterrado en comunicación
con Clara: yo sí. Yo he escrito á Clara tres cartas nada menos, y á
fuerzas de súplicas he logrado que el P. Jacinto se las entregue. En mis
cartas copio á Clara algunos párrafos de los que me ha escrito D.
Carlos.

--Ese secreto le sabía en parte. El P. Jacinto me había dicho que había
entregado tus cartas.

--Pues, ¿vaya que no sabe V. otra cosa?

--¿Qué?

--Que Clara me ha contestado. La contestación vino ayer por el aire,
como la carta primera que juntos leímos.

--¿Tienes ahí la nueva carta?

--Sí, tío.

--¿Quieres leerla?

--No lo merece V.; pero yo soy tan buena, que la leeré.

Lucía sacó un papel de su seno.

Antes de leer, dijo:

--En verdad, tío, esto me pone muy cuidadosa y sobresaltada. Clara, en
los días que lleva de soledad, ha cambiado mucho. ¡Hay en su carta tan
singular exaltación, tan profunda tristeza, tan amargos pensamientos!...

--Lee, lee --dijo el Comendador con viva emoción. Lucía leyó como
sigue:

"Amada Lucía: Mil gracias por todo cuanto estás haciendo por mí. Sería
yo desleal si te ocultase nada de lo que siento. Ni al P. Jacinto me he
confiado hasta ahora; pero á tí todo te lo confío. En mi ser pasa algo
de extraño, que no acierto á entender. Quiero aún á D. Carlos. Y, no
obstante, conozco que no debo darle esperanzas; que no debo casarme con
él nunca; que me toca obedecer á mi madre, la cual anhela mi boda con D.
Casimiro. Pero lo singular es que ha entrado en mi alma, en estos días,
un sentimiento tan hondo de humildad, que hasta de D. Casimiro me hallo
indigna. Á solas conmigo he penetrado en el fondo de mi conciencia y me
he perdido allí en abismos tenebrosos. Cuando mi madre, que es buena y
me ama, encuentra en mí no sé qué levadura, no se qué germen de
perversión, no sé qué mancha más negra del pecado original que en las
demás criaturas, razón tendrá mi madre. Sí, Lucía: quizás en este pecho
mío, en apariencia tranquilo; bajo la inocencia y superficial sencillez
de mis pocos años, van adquiriendo ya ser y vida vehementes y malas
pasiones, como nido de víboras bajo apiñadas rosas. Lo conozco: mi madre
tiembla por mí; recela de mi porvenir, y tiene razón. Yo me examino, me
estudio y me asusto. Descubro en mí la propensión, difícil de resistir,
á todo lo malo. Veo mi maldad nativa y mi inclinación al pecado por
instinto. ¿Como comprender de otra suerte que yo, educada con tanto
recogimiento y en tan santa ignorancia de las cosas del mundo, haya
tenido la diabólica malicia de ponerme en relaciones con D. Carlos, de
hacerle creer que le amaba, mirándole sólo (figúrate con qué perversidad
le miraría), y de atraerle hasta aquí, obligándole á que me siguiera, y
todo con tan infernal disimulo, que mi madre nada sabe? Todavía, si es
posible, hay en mí algo peor. Lo noto, lo percibo y no sé, ni quiero, ni
me atrevo á examinarlo. Lo que sí te declararé es que para mí el mundo
ha de ser más peligroso que para otras mujeres, por naturaleza mejores.
Lo que no hay en mí por naturaleza debo pedirlo por gracia al cielo. En
él cifro mi esperanza. Procede, pues, que yo me aparte del mundo y
busque el favor del cielo. Ya sabes tú cuánto he repugnado hasta aquí
entrar en religión. No me juzgaba merecedora de ser esposa de Cristo. En
esto no he variado, sino para juzgarme aún menos merecedora. En lo que
sí he variado es en reconocer que, por mala que sea una persona, jamás
debe desesperar de la bondad de Dios. Su Divina Majestad, si hago una
vida santa, si me arrepiento, si me mortifico durante el noviciado, me
dará fuerzas y merecimientos después para tomar el velo, sin que sea
insolente audacia tomarle. Nada he dicho aún á nadie de esta reciente
resolución; pero estoy decidida. Hablaré de esto al padre Jacinto para
que él hable á mi madre, la convenza de que me conviene y quiero ser
monja, y en vista de mi resolución desengañe á D. Casimiro. Desengaña
tú, desde luego, al infeliz D. Carlos. No te niego que le he querido,
que le quiero aún; pero no se lo digas. Díle que quiero á otro; que en
mi corazón hay un inmenso vacío, donde reinan pavorosas tinieblas. No
basta D. Carlos á llenar ni á iluminar este vacío, y si Dios no le llena
y le ilumina, me moriré de miedo, y lo menos doloroso que ocurrirá será
que le llene mi perturbada imaginación con espectros horribles que
surgen de mi atribulada conciencia. Adiós."



XX

La lectura de escrito tan melancólico aguó el contento del paseo del
Comendador y de su sobrina. Apenas se hablaron ya hasta volver á casa.

Aquella crisis repentina del alma de Clara puso á D. Fadrique taciturno.

Las ideas que acudían á su mente no eran para reveladas á su sobrina.

Pensaba el Comendador que el perpetuo roce del espíritu de Doña Blanca
con el de su hija; que la presión que ejercía en aquella joven de diez y
seis años el severo y atrabiliario carácter de su madre, y que los
terrores de que había cargado su conciencia, tenían á la pobre Clara en
un estado de ánimo no muy distante del delirio. La carta á Lucía era la
señal alarmante que Clara daba de aquel estado.

El Comendador, empero, aunque lleno de zozobra, decidió no intervenir
aún en nada. La resolución de la crisis podía ser favorable si él no
intervenía. Su intervención podía hacerla más peligrosa.

La sinceridad de Clara era evidente. De súbito sin que el P. Jacinto, ni
nadie, se lo inspirase, había cambiado de propósito y se hallaba
resuelta á ser monja. Harto se comprende que para las creencias del
Comendador esta resolución era funesta; pero en virtud de esta
resolución era casi seguro que D. Casimiro sería despedido. Iba á
eliminarse un obstáculo; iba á descartarse un adversario.

D. Fadrique determinó, pues, aguardar con calma, sin dejar de estar á la
mira.

Al mismo P. Jacinto no le insinuó ningún aviso que pudiera servirle de
regla de conducta. Se fió por completo, de su buen natural, y le dejó
seguir libremente sus propias inspiraciones.

La prudencia del Comendador se vió coronada del éxito al cabo de pocos
días.

Doña Blanca, persuadida de que la súbita vocación de su hija era sincera
y profunda, tuvo con D. Casimiro una conversación muy afectuosa y grave,
y le dió sus pasaportes.

El P. Jacinto ponderó el fervor de Clara y animó á Doña Blanca para que
á la mayor brevedad la dejase entrar de novicia en un convento de
carmelitas descalzas que en la ciudad había.

D. Valentín se avino á todo sin chistar.

Clarita hubiera, pues, entrado en seguida en el convento, como lo
deseaba y lo pedía; pero la crisis de su alma había influído
poderosamente sobre su hermoso cuerpo. Sus ojeras eran más obscuras y
extensas que de ordinario; había adelgazado mucho; la palidez de su
rostro hubiera inspirado miedo, si su rostro no hubiera sido tan
hermoso; su distracción y su embebecimiento parecían á veces más propios
de un ser del otro mundo que de una criatura de éste, y en su andar
vacilante y en el brillo momentáneo de sus ojos, seguido siempre del
prolongado adormecimiento de tan divinas luces, había como un mal
agüero, como un anuncio fatídico, que no pudo menos de perturbar la
férrea conciencia de Doña Blanca, de doblegar bastante su
inflexibilidad, y de aterrarla por último.

Las causas del cambio de Clara eran vagas y confusas; pero Doña Blanca
reconocía que de su modo de educar á Clara, de su involuntario y tenaz
prurito de mortificarla y asustarla con los peligros del mundo y con su
propia condición de pecadora, y de aquel duro yugo que desde la infancia
había hecho pesar sobre la conciencia de su infeliz hija, provenía en
gran parte la situación en que se hallaba. El motivo, ó mejor dicho, la
ocasión de exacerbarse el mal y de aparecer de repente con tan medrosos
síntomas, era para todos un misterio. Esto no obstaba para que Doña
Blanca empezase á temer que pudiera caer sobre ella el crimen de
infanticidio por esquivar el delito de hurto.

Doña Blanca procedió, pues, con inusitada blandura y exquisita
prudencia; pero sin desmentir su carácter y sin faltar á su más
importante propósito.

No contenta con estar persuadida de la firme resolución que tenía Clara
de tomar el velo, hízola prometer que profesaría. Y esto de suerte que
la promesa no pareció arrancada por instigación de Doña Blanca, sino á
su despecho. Así se aseguraba Doña Blanca de que su hija, renunciando al
mundo, renunciaría á los bienes de D. Valentín y no podría transmitirlos
á nadie.

Pero Doña Blanca no quería matar á su hija. Atormentábase previamente
con el remordimiento de que fuera al claustro desesperada y herida de
muerte. Deseaba verla profesar, pero alegre, lozana, llena de vida; no
apareciendo como una víctima, sino con el deleite, el gozo y la
satisfacción de una esposa que vuela á los brazos de su gallardo y feliz
prometido.

Á fin de lograr que las cosas fueran así, Doña Blanca puso á un lado su
constante severidad; empezó á tratar á Clara hasta con mimo, y anhelante
de que recobrase la alegría y la salud, rompió el entredicho; abrió las
puertas de su casa para Lucía, y consintió en que Clara volviese á salir
con ella de paseo, aun á pesar del Comendador.

Doña Blanca, no obstante, antes de dar este permiso, preparó á su hija
contra D. Fadrique, pintándosele como un monstruo de impiedad y de
infamia, y recomendándole mucho que hablase con él lo menos posible.

Doña Blanca, entre tanto, se propuso seguir encastillada en su caserón,
sin ver á nadie más que al P. Jacinto, y á Lucía, si acaso.



XXI

El destino de D. Casimiro es el más extraño y caprichoso entre los de
cuantos personajes figuran en esta historia. En el tejido de su vida
había puesto él un orden envidiable y gastado poquísimo. Así es que, por
más que D. Casimiro distase mucho de ser un águila en nada, había
atinado á darse tan buena traza con economía y juicio, que era un señor
acaudalado para lo que entonces se usaba en Villabermeja. Esto se lo
debía á sí mismo, y de ello podía estar con razón y estaba orgulloso. Lo
que debió á la casualidad, á un conjunto de hechos para él
inexplicables, fué el momentáneo encumbramiento á novio de su linda y
rica sobrina la señorita Doña Clara.

Con cincuenta y seis años de edad, no pocos padecimientos y la facha que
ya hemos descrito, don Casimiro mismo, á pesar de su amor propio, que no
era flojo, había hallado, allá en el centro de su conciencia, un si es
no es inverosímil que le quisiesen casar con aquel pimpollo. El amor
propio, no obstante, es ingeniosísimo, estando casi siempre su ingenio
en razón inversa del ingenio de las personas; por donde D. Casimiro
imaginó pronto que en su alma había de haber tan escondidos tesoros de
bondad y de belleza, y que en sus modales y porte habían de transcender
tal distinción hidalga y tal elegancia ingénita, que, descubierto todo
por los ojos zahoríes de Doña Blanca, bastó y sobró para que ella
ansiase tener á D. Casimiro por yerno. Don Casimiro, pues, desde que
empezó á ser novio de Clara, se puso más orondo y satisfecho que antes.

Terrible fué el desengaño cuando Doña Blanca le despidió. El enojo
interior de D. Casimiro no fué menos terrible; pero él era encogido y
muy torpe para expresarse; Doña Blanca hablaba bien y con autoridad é
imperio, y el Sr. D. Casimiro se tragó su enojo, y recibió los
pasaportes, hecho manso cordero.

Como sucede á todas las personas débiles y soberbias á la par, la ira de
D. Casimiro se fué aglomerando después y poco á poco en el corazón,
cuando se detuvo á considerar el chasco que se le daba y el desaire
grandísimo que se le hacía.

Cierto que el rival por quien Clara le dejaba era Dios mismo; pero D.
Casimiro no se aplacaba con esto.

--¿Si querrá ser monja --decía,-- para no casarse conmigo? Valiera más
haberlo pensado con tiempo y no ponerme en ridículo ahora. Sin duda que
para mí es menos cruel que me deje por tan santo motivo que no que me
deje para casarse con otro mortal. Yo no hubiera consentido esto último.
Nos hubieran oído los sordos. Yo hubiera tenido un lance con mi rival.
Pero ¿contra Dios qué he de hacer?

Don Casimiro se consolaba algo con la imposibilidad de tener un lance
con Dios, y hasta con la obligación piadosa en que se veía de
resignarse.

Su encono contra Doña Blanca y contra Clarita no se mitigaba, á pesar de
todo. No había quedado perro ni gato, en diez leguas á la redonda, á
quien D. Casimiro no hubiera dado parte de su ventura. Ahora, su caída y
su desventura debían de ser é iban siendo no menos sonadas, y, por
desgracia, harto más aplaudidas.

La vanidad del hidalgo bermejino recibía desaforados golpes. Pero ¿cómo
vengarse?

--La venganza es el placer de los dioses --exclamaba á sus solas el
dichoso hidalgo;-- pero decididamente yo no soy un dios. ¿Qué me
conviene hacer? Es refrán frailuno, y muy discreto, que _la injuria que
no ha de ser bien vengada ha de ser bien disimulada_. Disimulemos pues.
También hay otro refrán que reza: _Cachaza y mala intención_. Sigamos lo
que prescriben dichos refranes. Lo primero que me importa es dejar ver
que no me afligen los desdenes de Clarita. Si ella no me quiere, otra
que vale tanto como ella, más que ella, estoy seguro de que me querrá.
Voy á volver á pretender á Nicolasa. No es rica, pero es mejor moza que
Clarita.

Sin desistir, por consiguiente, de vengarse si se presentaba ocasión
cómoda para ello, D. Casimiro resolvió enamorar estrepitosamente á
Nicolasa, esperando que así daría picón á la futura carmelita, ó
probaría al menos que tenía por amiga una mujer de mucho mérito.

Nicolasa, en efecto, lo era. Hija del tío Gorico y de su primera mujer,
alcanzaba fama en casi toda la provincia por su singular hermosura,
discreción y rumbo. Caballeros, ricos hacendados y hasta usías ó señores
de título, menos comunes entonces que ahora, habían suspirado en balde
por Nicolasa, la cual, con modesta dignidad, había respondido siempre en
prosa aquello que dice en verso cierta dama de una antigua comedia nada
menos que al Rey:

Para vuestra dama, mucho;
Para vuestra esposa, poco.

Nicolasa excitaba y provocaba con sus risas, con sus ojeadas lánguidas y
con su libertad y desenvoltura. Los hombres se prendaban de ella, la
perseguían y se llenaban de esperanzas; pero, no bien querían
propasarse para que se lograsen, Nicolasa se revestía de gravedad y
entono, propios de la mejor heroína de Calderón, hablaba de la
inestimable joya de su castidad y limpísima honra, y ponía á raya todo
atrevimiento, todo desmán y todo propósito amoroso algo positivo que no
llevasen por delante al padre cura.

Nicolasa había heredado de su madre ciertas prendas que valen más que
los bienes de fortuna, porque los conservan, si los hay, y suelen
proporcionarlos, si no los hay. Tenía don de mando y don de gentes,
extraordinaria energía de voluntad y perseverancia en sus planes. Se
había propuesto ó ser una señorona principal ó quedarse para vestir
imágenes, y, sirviéndole esto de pauta, ajustaba á ella todos los actos
de su vida.

Aunque el tío Gorico había contraído segundas nupcias, y Nicolasa tuvo
madrastra en vez de madre casi desde la infancia, lejos de contribuir
esto á que se criase con menos mimo, había ocasionado lo contrario. La
madre de Nicolasa había sido tremenda, dominante, feroz: una Doña Blanca
á lo rústico; mientras que Juana, la segunda mujer del tío Gorico, era
la propia dulzura, sometida siempre á su marido, quien á su vez no hacía
más que lo que á Nicolasa se le ocurría. Nicolasa lo podía y mandaba
todo en casa de su padre, menos impedir que el tío Gorico dejase de
beber bebida blanca.

Los preliminares amorosos de Nicolasa, que estaba entre los veinte y
los treinta años de su edad, habían sido ya innumerables. Todos sus
amores habían muerto al nacer. Á los pretendientes encopetados los había
Nicolasa despedido, apelando al cura. Á los pretendientes de su clase
los había desdeñado cuando ya llegaban á lo serio y hablaban del cura
ellos mismos.

Nicolasa, no obstante, como todas las mujeres frías, pensadoras y
traviesas, había sabido retener en sus redes, en este crepúsculo de
amor, que califican de platónico, á varios suspiradores perpetuos, de
los que llaman en Italia _patitos_. Uno, sobre todo, pudiera servir de
ejemplo portentoso por su pertinacia, resignación y fervor en las
incesantes adoraciones. Tal era el hijo del maestro herrador, Tomasuelo.

Desde los diez y siete hasta los veinticinco años que ya tenía, estaba
como en cautiverio agridulce. Jamás Nicolasa le dijo que le amaba de
amor, y jamás le quitó la esperanza de que tal vez un día podría amarle.
En cambio, le declaraba de continuo que le amaba más de amistad que á
ningún otro ser humano; y cuando le declaraba esto, se le veía al chico
hasta la última muela, sentía una beatitud soberana, y daba por bien
empleados sus, para otras cosas, inútiles y perennes suspiros.

Y no se crea que Tomasuelo era canijo, ruín y tonto. Tomasuelo era
listo, despejado y fuerte: el mozo más guapo del lugar; pero Nicolasa le
había hechizado. Con un rayo de luz de sus ojos podía darle una dosis de
aparente bienaventuranza que le durase una semana. Con una palabra sola
podía hacerle llorar como si fuese un niño de cuatro años.

Las cadenas en que Tomasuelo gemía y gozaba á la vez de verse cautivo,
estaban suavizadas para el mozo, y en cierto modo justificadas para el
público, con notable habilidad y profundo instinto. Tomasuelo podía
entrar cuando se le antojase en casa del tío Gorico, ver á Nicolasa,
requebrarla, mirarla con amor, acompañarla cuando salía; en suma,
servirla y cuidarla, sin que nadie fuese osado á censurar lo más mínimo.
Aunque entre Nicolasa y el hijo del herrador no había el más remoto
grado de parentesco, Nicolasa había preconizado á Tomasuelo por su
hermano. Dios naturalmente no le había dado objeto en quien poner amor
fraternal; pero ella, que sentía con viveza y hondura este amor, se
proporcionó á Tomasuelo para consagrársele. Con frases sencillas y con
ánimo imperturbable, Nicolasa explicaba de esta manera sus extrañas
relaciones con Tomasuelo; y como Tomasuelo hacía gala de su adoración
espiritual y se lamentaba resignado de no ser querido de otra suerte,
todos en el lugar, lejos de censurar, se maravillaban de aquel purísimo
y angélico lazo que estrechaba así dos almas.

Cuanto pretendiente se acercaba á Nicolasa era respetado por Tomasuelo,
quien no le ponía el menor estorbo, durante los preliminares y
coqueteos; pero si más tarde se extralimitaba y dejaba ver que venía con
mal fin, ya podía temer el enojo y las pesadas manos de aquel hermano
adoptivo, celoso de la honra de su familia. Asimismo Tomasuelo se ponía
zahareño y poco agradable en su trato con todo aquel rival que por
cualquier causa era despedido definitivamente y seguía importunando.

Don Casimiro había estado, antes del noviazgo con Clara, en un largo
período de coqueteo con Nicolasa, la cual, con exquisita circunspección,
había sabido ir templando y moderando la máquina de los efectos, á fin
de no precipitar al hidalgo en declaraciones y demostraciones tales, que
no tuviesen ya más salida que la de ponerle en la disyuntiva de prometer
boda ó de abandonar la empresa. Gracias á esta conducta, que pasa de
hábil y raya en primorosa, D. Casimiro no había sido despedido; sus
amores con Nicolasa habían sido como aurora, como amanecer poético de un
día, que no llegó por haberse interpuesto el compromiso con Clarita.
Roto ya este compromiso, don Casimiro pudo volver, previo el perdón de
su inconsecuencia, pedido con humildad y concedido magnánimamente, al
mismo punto en que lo había dejado: al amanecer, á la aurora.

Las cosas estaban dispuestas con tal arte, que en lugar de escamarse un
pretendiente con Tomasuelo, lo primero que tenía que hacer era como
impetrar el beneplácito de aquel espiritual hermano, tan celoso,
vigilante é interesado en el bien de su hermanita. D. Casimiro obtuvo la
confianza y venia de Tomasuelo, y lo consideró buena señal.

Abandonada la ciudad, y vuelto D. Casimiro á reales de Villabermeja, se
puso á galantear á Nicolasa con la imprudencia y el ímpetu del
despechado. Ella era harto discreta para no conocer que entonces ó
nunca: que la fortuna le presentaba el copete y que importaba asirle. D.
Casimiro buscaba en Nicolasa refugio y compensación contra el desdén de
Clarita. D. Casimiro estaba en su poder.

Nicolasa provocó la declaración seria y definitiva. Hecha ésta, planteó
los dos términos del fatal dilema: ó promesa formal de casamiento, ó
despedida y nuevas calabazas ruidosas. D. Casimiro no pudo resistir y
prometió casarse.

Espantoso día de prueba fué aquel en que supo este triunfo el platónico
Tomasuelo. Hasta entonces no había tenido rival que fuese más dichoso
que él. Ya le tenía. La amargura de los celos le acibaró el corazón;
las lágrimas brotaron en abundancia de sus ojos.

Cuando vió á solas á Nicolasa, con los ojos encarnados de llorar y con
voz trémula le dijo:

--¿Conque cedes al amor de D. Casimiro? ¿Conque vas á casarte? ¿Conque
me matas?

--Calla, tontito mío, contestó ella.--¿Á qué vienen esas quejas? ¿Te he
engañado yo jamás?

--No; no me has engañado.

--¿Querías que dejase pasar tan buena proporción de ser señora principal
y millonada? ¿Tan mal me quieres, egoísta?

--No porque te quiero mal, sino porque te quiero á manta, lo siento y lo
lloro.

Y Tomasuelo lloraba en efecto.

--Anda, no llores, majadero. ¡Si vieses qué feo te pones! ¿Quién ha
visto llorar á un hombrón como un castillo?

--Pero ¡si no puedo remediarlo!

--Sí puedes; haz un esfuerzo, ten valor y sosiégate. Ten en cuenta que,
de aquí adelante, no sólo hallarás en mí á una hermana, sino á una
madrina y á una protectora muy pudiente.

--¿Y á mí qué se me da todo eso? Nada. Lo que yo codiciaba era tu
cariño.

--Y no lo tienes como antes, ingrato? Pues qué, ¿los buenos hermanitos
dejan de amarse aunque se case uno de ellos?

--No seas tramayona, no me aturrulles. Ya sabes tú que la ley que yo te
tengo no puede sufrir...

--Vamos, vamos; déjate de niñerías. ¿Quién crees tú que ocupa y llena el
lugar más bonito, principal y escondido de mi corazón? Tú. Mi alma es
tuya. Te la dí toda con el amor que en ella se cría; con afecto de
hermana. ¿Qué sombra puede hacerte que sea yo la mujer legítima de D.
Casimiro? ¿Por eso hemos de dejar de querernos como hasta aquí, más que
hasta aquí? Nos querremos cuanto tú quieras y cuanto sea posible
quererse, sin ofender á Dios. ¿Supongo que tú no querrás ofender á Dios?
Contesta.

--No, mujer; ¿cómo he de querer yo ofender á Dios? Pues qué, ¿no soy
buen cristiano?

--Lo eres. Es una de las partes que más aprecio en tí. Por eso confío en
que pienses que voy á ser esposa de otro y no desees nada. Sólo el deseo
es ya pecado. Acuérdate de los mandamientos.

--Oye, ¿y está en mi poder no desear?

--Sí. Cállate; no digas nada á nadie, ni á tí mismo, cuando desees, y el
silencio matará el deseo.

--Me matará á mí antes.

Tomasuelo lloró más fuerte que nunca. Las lágrimas caían á modo de
lluvia, acompañadas por tempestad de sollozos.

--¡Por vida de los hombres endebles! --exclamó Nicolasa.-- ¿Qué locura
es ésta? Cálmate, por Dios y ten pecho ancho.

Nicolasa, con suma blandura, enjugó las lágrimas del mozo con el propio
pañuelo de ella; luego le dió tres ó cuatro palmaditas en el grueso y
robusto cogote; luego le hizo unas cuantas muecas como remedando la
desconsolada cara que ponía, y, por último, le pegó un afectuoso y
archi-familiar tirón de las narices.

Tomasuelo no supo resistir á tanto favor y regalo. Como rayos de sol
entre nubes, la alegría y la satisfacción aparecieron en sus ojos á
través de las lágrimas. La boca de Tomasuelo se abrió, enseñando la
blanca, completa y sana dentadura. No pudo sonreír, porque se quedó
boquiabierto y como traspuesto.

Nicolasa entonces repitió los cogotazos; añadió al tirón de las narices
unos cuantos tirones de las orejas, y Tomasuelo pensó que se le llevaban
al paraíso y que era el más feliz de los mortales.

En esta situación de ánimo convino en que Nicolasa debía casarse con D.
Casimiro; en que él debía seguir siendo su hermano, sin pensar, ó sin
decir al menos que pensaba en otra cosa; y concibió con claridad, más
que por el discurso y las razones, por los blandos cogotazos y por los
tirones de orejas, toda la suavidad, hechizo, consistencia y deleite del
amor espiritual que á Nicolasa le ligaba.

Así venció Nicolasa los obstáculos todos y aseguró su proyectada boda
con D. Casimiro.

La fama difundió al punto la noticia por toda Villabermeja; salvó luego
su término y la llevó á la ciudad, y á los oídos del Comendador, de su
familia y de los señores de Solís.

El Comendador había sido visitado por D. Casimiro y le había pagado la
visita. No se habían hallado en casa y no se habían visto. La frialdad
de sus relaciones no hacía necesario más frecuente trato.

No bien supo el Comendador el resuelto proyecto de boda entre D.
Casimiro y Nicolasa, fué á Villabermeja; visitó á la chacha Ramoncica y
tuvo una larga conferencia con ella, de cuyo objeto se enterará más
tarde el curioso lector. Después de esto se volvió á la ciudad D.
Fadrique.



XXII

Clara había vuelto á salir de paseo con Lucía y acompañada del
Comendador y de Doña Antonia; pero Clara estaba cambiada.

Su palidez y su debilidad eran para inspirar serios temores. Su
distracción continua asustaba también al Comendador. Cuando éste le
dirigía la palabra, Clara se estremecía como si la sacasen de un sueño,
como si cortasen el vuelo remontado de su espíritu y le hiciesen caer de
pronto del cielo á la tierra, á modo de pajarillo herido por el plomo
allá en lo sumo del aire.

Á pesar de la benignidad y dulce condición de Clara, D. Fadrique
advertía con pena que aquella linda criatura esquivaba su conversación;
casi no le respondía sino con monosílabos, y hasta procuraba que él no
le hablase.

Con Lucía era Clara más expansiva, y Lucía seguía siéndolo siempre con
el Comendador. Por medio, pues, de Lucía penetraba aún el Comendador en
el espíritu de aquel ser querido y comunicaba algo con él.

Las nuevas que Lucía le daba eran en substancia siempre las mismas, si
bien más inquietantes cada vez.

--No lo comprendo, tío --decía Lucía,-- pero á veces me doy á cavilar
que á Clara le han dado un bebedizo. ¡Tiene unos terrores tan
inmotivados! ¡Siente unos remordimientos tan fuera de razón!... No sé
qué sea ello. Doña Blanca le ha puesto tan feroces escrúpulos en el
alma, le ha hecho recelar tanto de su apasionada natural condición...
que la infeliz se cree un monstruo, y es un ángel. Tal vez imagina que
la persiguen las furias del infierno, los enemigos del alma, una legión
entera de diablos, y entonces no se considera en salvo sino acogiéndose
al pie del altar. Es menester que avisemos á D. Carlos que venga pronto,
á ver si liberta á Clara de este género de locura.

El Comendador y Lucía escribieron con la misma fecha á D. Carlos de
Atienza, participándole la novedad de la despedida de D. Casimiro, de la
resolución de Clara de retirarse á un convento y del estado poco
satisfactorio de su salud. Don Carlos partió desatentado de Sevilla, y
estuvo en la ciudad á poco.

Con el mismo recato y disimulo de siempre Don Carlos volvió á ver á
Clara en los paseos que ésta daba con Lucía; pero la delicada salud de
Clara le llenó de desconsuelo. Y más aún, si cabe, le atormentó y
afligió el ver á Clara esquiva, tímida como nunca, apartándose de él y
no queriendo apenas hablarle, aunque mirándole á veces con involuntarias
amorosas miradas, que se conocía que ella dejaba escapar á su despecho,
y con las cuales, más que amor, reclamaba piedad, conmiseración y hasta
perdón por su inconsecuencia de dejarle, de haber alentado sus
esperanzas, y de matarlas ahora entrando en el claustro.

La desesperación de D. Carlos de Atienza llegó á su colmo. Con no poca
amargura echaba la culpa de todo al Comendador.

--Para esto --decía-- me obligó V. á que me ausentase. En esto han
parado las promesas de arreglarlo todo en menos de un mes: en que Clara
se me esté muriendo, y en que además haya dejado de amarme y quiera ser
monja; en que acabe por tomar el velo... y luego la mortaja. Pero yo me
moriré también. Yo no quiero sobrevivir. Me mataré si no me muero.

El Comendador no sabía qué responder á tales quejas. Procuraba consolar
á D. Carlos, que le juzgaba indiferente y extraño; que ignoraba que él
tenía mayor necesidad de consuelo.

Iba D. Fadrique á buscarle en el P. Jacinto. Iba asimismo á buscar en él
alguna luz sobre aquel misterio; pero ¡caso extraño! el P. Jacinto, todo
franqueza y jovialidad antes, se había vuelto muy grave, muy misterioso
y muy callado.

Don Fadrique entrevía, no obstante, que el padre Jacinto aprobaba la
resolución de Clara de ser monja. Esto le ponía fuera de sí, y á veces
estaba á punto de romper con el P. Jacinto y de mirarle como á amigo
desleal ó como á fanático sin entrañas.

Con todo, en medio de sus tribulaciones el Comendador se reportaba y no
perdía la calma. Había tomado sus medidas. Su conducta estaba prescrita
y determinada con firmeza, y aguardaba sereno el resultado.

Este no tardó mucho en venir.

Era muy de mañana cuando trajo un criado desde Villabermeja una carta
para D. Fadrique. Don Fadrique la leyó rápidamente, estando en la cama
aún. Se levantó á escape, se vistió y se fué al convento de Santo
Domingo en busca de su maestro.

El padre acababa de levantarse y recibió á Don Fadrique en su celda.
Sentados ambos, como en la otra celda de Villabermeja, hablaron de este
modo.



XXIII

--Padre Jacinto --dijo el Comendador con aire de jubiloso triunfo--,
Clara es libre ya. No es menester que se case con D. Casimiro ni que sea
monja.

--¿Cómo es eso, hijo mío?

--He dado por ella una suma igual á todo el caudal de D. Valentín.

--¿Á quién?

--Á D. Casimiro.

--¿Y con qué razón? ¿Con qué pretexto ha podido aceptarla?

--La ha aceptado con una razón que promete callar; por un motivo
secreto.

--¡Válgame Dios, hijo mío! ¡Qué delirio! ¡Qué sacrificio inútil: Y
dime... ese motivo secreto... ¡Confiar así á D. Casimiro la honra de una
familia ilustre!...

--Yo no le he confiado nada.

--¿Pues de qué medio te has valido?

--De una mentira; pero mentira indispensable y con la cual nadie pierde.

--¿Puedo saber esa mentira?

--Todo lo va V. á saber.

El padre prestó la mayor atención. Don Fadrique prosiguió diciendo:

--De sobra sabe V. que Paca, la primera mujer del tío Gorico, fué una
mala pécora.

--Es evidente. Dios la haya perdonado.

--La buena reputación de Paca no tiene nada que perder.

--Absolutamente nada.

--Pues bien. Hay la feliz coincidencia de que Nicolasa nació pocos meses
después de mi ida de Villabermeja, cuando estuve allí de vuelta de la
Habana.

--¿Y qué?

--He hecho creer primero á la chacha Ramoncica, con el mayor sigilo, que
Nicolasa es hija mía. Le he dicho que un deber imperioso de conciencia
me obliga á dotarla, ahora, que ella se va á casar. La chacha entiende
poco de números. Se ha espantado, no obstante, de la enorme cantidad que
yo quería dar por dote; pero la he echado de espléndido y me he supuesto
más rico de lo que soy. Á las observaciones que la chacha me ha hecho,
he respondido que mi resolución era irrevocable. He persuadido, por
último, á la chacha de que no conviene que Nicolasa sepa los lazos que á
ella me unen, y que es más delicado y honesto que lo sepa sólo el
sujeto que va á ser su marido. He logrado, pues, que la chacha se
encargue de persuadir á D. Casimiro á que tome lo que libre, aunque
misteriosamente, quiero dar y doy á su futura. No creo que la chacha
haya tenido que hacer grandes gastos de elocuencia para convencer á D.
Casimiro de que debe aceptar. Don Casimiro me ha escrito esta carta,
donde me dice que acepta, me colma de elogios por mi generosidad, y me
promete callar el motivo de la donación que le hago, y la misma
donación, hasta donde sea posible.

El P. Jacinto leyó la carta que le entregó D. Fadrique. Luego sacó éste
del bolsillo un paquete de papeles. Le puso sobre la mesa y dijo:

--Aquí están los papeles todos que se requieren para formalizar la
donación, la cual deseo que se lleve á feliz término por medio de V.
Éste es el poder más amplio, otorgado ante un escribano de esta ciudad,
para que V. disponga, venda, enajene y haga lo que convenga con todo
cuanto me pertenece. Éstas son las cartas á los banqueros que tienen
fondos míos, poniéndolos todos á la orden de V. Ésta, por último, es la
lista, inventario, cuenta ó como quiera llamarse, de lo que en poder de
dichos banqueros tengo hasta ahora; y esta otra es la cuenta de lo que
valen los bienes de D. Valentín, justipreciados por peritos. Escasamente
llegará lo mío á cubrir el importe de lo que disfruta dicho señor; pero
V. sabe que poseo algunas finquillas, y, si fuere menester, supliré la
falta. Querido maestro, V. va á ser ejecutor fiel y pronto de mi
decidida voluntad, de la cual pretendo que dé V. noticia y testimonio á
Doña Blanca, exigiéndole en cambio de mi parte la libertad de mi hija. Y
digo exigiéndole la libertad de mi hija, porque si no le da libertad, si
no procura quitarle de la cabeza tanto insano delirio, si no determina
curarla de la mortal enfermedad de alma y de cuerpo, que su orgullo, su
fanatismo y sus remordimientos, mil veces más odiosos que el pecado, han
hecho nacer, yo me he de vengar, dando el más insolente escándalo que se
ha dado jamás en el mundo. Espero que aceptará V. gustoso mi encargo.

--Le acepto, --respondió el padre;-- mas no sin condiciones. Yo no he de
ser el instrumento de tu ruína, si tu ruína es inútil.

--¿Y por qué inútil?

--Porque Clara, á mi ver, no desistirá ya de tomar el velo.

--¿Cómo que no desistirá? Sobre Clara pesa el yugo férreo de su madre.
Quitémosle ese yugo, y Clara volverá á vivir, y volverá á amar á su
gallardo estudiante, y se casará con él, y será dichosa.

--Lo dudo.

--Yo no lo dudo. Lo que no me explico es cómo se ha vuelto V. tan
tétrico.

--Me parece que es ya tarde, --dijo el P. Jacinto, suspirando.

--Voto al mismo Satanás --replicó D. Fadrique:--no es tarde aún, si la
dicha es buena. Vaya usted hoy mismo á ver á Doña Blanca. Infórmela de
todo. Convénzala de que es libre Clara; de que los bienes que de D.
Valentín ha de heredar están ya pagados. Sepa Doña Blanca que yo rescato
misteriosamente á nuestra hija. Sepa también que si no admite el
rescate, romperé todo freno; lo diré todo; seré capaz de una villanía;
la deshonraré en público; leeré á D. Valentín cartas que aún de ella
conservo; haré doscientas mil barbaridades.

--Vamos, hombre, modérate. En seguida iré á hablar con Doña Blanca. Ella
es madrugadora. Estará ya de punta y me recibirá. Aguárdame en tu casa,
y allá acudiré á referirte mi entrevista.

--En casa aguardaré á V. Apresúrese, padre, porque estoy devorado por la
impaciencia.

Dicho esto, el fraile y D. Fadrique se levantaron y salieron juntos de
la celda á la calle, por la cual caminaron en silencio, hasta que el uno
entró en casa de su hermano y el otro en casa de Doña Blanca Roldán.

Dando paseos por su estancia; despidiendo desabridamente á la curiosa
Lucía, que asomó la rubia cabeza á la puerta, y preguntó, como de
costumbre, qué había de nuevo, y lleno todo de agitación, esperó D.
Fadrique más de hora y media.

El fraile llegó al cabo; pero, antes de que abriese los labios, columbró
D. Fadrique, en lo melancólico que venía, que era portador de malas
nuevas.

No bien entrado el fraile, cerró la puerta con llave el Comendador, para
que nadie viniese á interrumpirlos, y en voz baja dijo, mientras él y su
maestro tomaban asiento:

--Cuente V. lo que ha pasado. No me oculte nada.

--Hablaré en resumen, porque ha sido larga la discusión. Doña Blanca ha
celebrado tu generosidad. Dice que no atina á comprender cómo un impío
es capaz de acción tan noble. Supone que es obra del orgullo; pero al
fin la celebra. Mas no por eso te excita á que consumes el sacrificio.
Afirma que será inútil, y te ruega que no le hagas. Doña Blanca
considera que su hija tiene hoy una verdadera vocación; que Dios la
llama á ser su esposa; que Dios la quiere apartar de los peligros del
mundo; que Dios quiere salvarla, y que ella no puede, sin gravísima
culpa, retraer ahora á su hija de tan santos propósitos.

--¡Hipocresía! ¡Refinamiento de maldad! --interrumpió D. Fadrique.-- ¿Y
V. no la ha amenazado con mi venganza? ¿No le ha dicho V. que estoy
determinado á todo; que le arrancaré la máscara; que se acordará de mí;
que la burla que de mí hace no quedará sin afrentoso castigo?

--Se lo he dicho todo; pero Doña Blanca ha contestado que, si bien te
cree un hombre sin religión, todavía te tiene por caballero, y que no
teme de tí esas villanas é infames acciones con que en tu rabia la
amenazas. Añade, no obstante, que, aun cuando se engañase, aun cuando tú
te olvidases de la honra y te vengases así, lo sufriría todo antes de
disuadir á su hija contra lo que la conciencia le dicta.

--Esa mujer está loca, P. Jacinto. Esa mujer está loca, y creo que su
locura es contagiosa; que á Clara y á V. los tiene ya enloquecidos, y
que falta poco para que yo también lo esté. Pero, lo juro por mi honor,
por Dios, por lo más sagrado: mi locura será de muy diversa índole.
Soñará con mi locura. Pues qué, ¿imagina que soy yo un segundo D.
Valentín? ¿Piensa que me someteré á sus monstruosos caprichos? ¿Entiende
que soy necio y que voy á creer lo que á ella se le antoje hacerme
creer? Clara tiene trastornada la cabeza, y por eso quiere ser monja de
repente. ¿Qué vocación ha de tener, cuando me consta que estaba, que
está aún, enamorada de ese muchacho rondeño, con quien podría ser
felicísima? Aquí hay algún misterio abominable. Algo se ha hecho para
infundir el delirio en Clara y perturbar su natural despejo. Yo ni
puedo, ni quiero, ni debo consentir extravagancias tan criminales. ¿No
comprende esa mujer de Satanás que la educación que ha dado á su hija,
que esos terrores que le ha infundido son como un veneno? ¿Quiere saciar
el odio que me tiene, asesinando á su hija, porque también es mi hija?

--Comendador, ten sangre fría; mira que te engañas. Mira que Clara no
siente hoy la vocación religiosa por causa de su madre.

--Me importa poco que sea hoy ó ayer cuando su madre le ha dado la
ponzoña. El corazón me dice que las rarezas, que los extravíos de Clara
provienen del tormento espiritual que le está dando su madre desde que
la niña tiene uso de razón. Esto es menester que acabe. Si Clara, cuando
esté en completa tranquilidad y serenidad de espíritu, sanos su cuerpo y
su alma, persiste en ser monja, que lo sea: yo no me opondré. Mi
sacrificio habrá sido inútil. No exhalaré una queja. Que disfrute de
todos mis bienes D. Casimiro. Pero mientras Clara esté enferma, casi
fuera de sí, con una especie de fiebre continua, no he de sufrir que se
tome ese estado febril por éxtasis místico, y esos ataques nerviosos por
llamamientos del cielo. Es mi hija, voto á quince mil demonios, y no
quiero que me la maten. Ahora mismo voy á ver á Doña Blanca. Romperé la
consigna para entrar. Romperé la cabeza á quien quiera oponerse á mi
entrada. Si no la veo y la hablo, estallo como una bomba. No me detenga
V., P. Jacinto. Déjeme V. salir.

El Comendador había abierto la puerta, se había puesto el sombrero, y
forcejeaba por salir con el P. Jacinto, que procuraba detenerle.

--Quien está desatinado eres tú --decía el padre.--¿Á dónde vas? ¿No
calculas el escándalo de lo que te propones hacer?

--Déjeme V., Padre. Yo no calculo nada.

--Esto es una perdición. Dios te ha dejado de su mano. Oye cuatro
palabras con reposo y haz luego lo que quieras. Carezco de fuerzas para
detenerte.

El P. Jacinto cedió en su resistencia y el Comendador se paró á
escucharle.

--Quieres ver á Doña Blanca, y la verás, pero con menos peligro de
lances y de escándalo. Pasado mañana va D. Valentín á la casería con el
aperador, á vender unas tinajas de vino. Entonces podrás ver y hablar á
Doña Blanca. Para evitar mayores males, te llevaré yo mismo. Yo
entretendré á Clara á fin de que hables á solas con Doña Blanca y le
digas cuanto tienes que decirle. Ya ves á lo que me allano. Ya ves á lo
que me comprometo. Vas á sorprender desagradablemente á Doña Blanca con
tu inesperada visita. Vuestra conversación va á tener algo de un duelo á
muerte; mas prefiero intervenir en él, ser cómplice en el delito de
vuestro espantoso diálogo, á que sucedan cosas peores. Por las ánimas
benditas, Comendador, aguarda hasta pasado mañana. Vendrás conmigo.
Verás á Doña Blanca. Por la amistad que me tienes, por la pasión y
muerte de Cristo te suplico que te calmes para entonces, y trates de que
sea lo menos cruel posible la entrevista que te voy á procurar.

El Comendador cedió á todo, y agradeció al P. Jacinto los consejos que
le daba y la protección que le ofrecía.



XXIV

Con febril impaciencia aguardó D. Fadrique el plazo que el padre le
había pedido.

No hay plazo que no se cumpla, y dicho plazo se cumplió al cabo.
Cumpliéronse también los pronósticos del Padre. D. Valentín salió aquel
día muy de mañana con el aperador para ir á la casería, de donde no
pensaba volver hasta la noche.

El Comendador, que lo espiaba todo, se preparó para la entrevista
prometida. El P. Jacinto no se hizo aguardar mucho tiempo y vino á
buscarle.

Reconociendo que lo menos peligroso, lo menos ocasionado á males, era
que se viesen ambos cómplices, por si lograban entenderse y convenir en
algo acerca de la hermosa Clarita, no quiso el padre hablar con Doña
Blanca y proponerle una conferencia con el Comendador. Tenía por seguro
que se negaría, y que, ya sobre aviso, le haría más difícil, casi
imposible, el hacer entrar al Comendador hasta donde ella estuviese.
Así, pues, se resolvió por la sorpresa. Sabía las costumbres de la
casa, sabía las horas de todo, y todo lo dispuso con sencillez y
habilidad.

Antes de las diez de la mañana, una hora después del almuerzo, Clara se
retiraba á su cuarto y Doña Blanca se quedaba sola en la sala donde
estaba de diario.

El padre se puso en marcha en punto de las diez llevando al Comendador
en pos de sí. Entraron en el zaguán, y el padre dió dos aldabonazos.

La voz de una criada gritó desde arriba:

--¿Quién es?

--Ave María purísima. Gente de paz, --contestó el padre.

La moza, que reconoció la voz, tiró del cordel desde un balcón del piso
principal que daba al patio. Con este cordel se abría la puerta sin
bajar la escalera.

La puerta se abrió, y entraron el Comendador y el fraile, sin que los
viese nadie, ni la misma criada que les había abierto, pues entre el
patio, á donde daba el balcón en que se hallaba la criada, y la puerta
de la calle, había otro zaguán, del cual arrancaba la escalera principal
ó de los señores.

No bien entró el P. Jacinto con su compañero, cerró de nuevo la puerta y
dijo en alta voz:

--Dios te guarde, muchacha.

--Dios guarde á su merced, --contestó ella.

Entonces el Comendador y su guía subieron rápidamente la escalera. Ya
en la antesala, donde tampoco había un alma, dijo el fraile á D.
Fadrique, señalándole una puerta:

--Allí está Doña Blanca. Entra... háblale; pero ten juicio.

Don Fadrique, con ánimo decidido, con verdadero denuedo, se dirigió á la
puerta señalada, entró, y la volvió á cerrar.

No bien desapareció D. Fadrique, llegó la criada.

--¡Hola! --dijo el P. Jacinto.-- ¿Está Doña Blanca sola?

--Sí, padre. ¿No entra su merced á verla?

--No; más tarde. Déjala tranquila. No entres ahora, que estará ocupada
en sus negocios. No la distraigamos. ¿Está Clarita en su cuarto?

--Sí, padre.

--Ea, vete á tus quehaceres, que yo voy á ver á Clarita.

Y, en efecto, el P. Jacinto y la criada se fueron por su lado cada uno.

Entre tanto, D. Fadrique se hallaba ya en presencia de Doña Blanca,
sorprendida, pasmada, enojada de tan imprevisto atrevimiento. Sentada en
un sillón de brazos, había levantado la cabeza al sonar el pestillo y la
puerta que se abría, había visto que la volvía á cerrar quien había
entrado, había reconocido al punto al Comendador, y aun casi inmóvil,
silenciosa, le miraba de hito en hito, sospechaba si estaría soñando, y
apenas si se atrevía á dar crédito á sus ojos.

El Comendador se adelantó lentamente dos ó tres pasos.

No saludó de palabra; no pronunció una sola: no hallaba, sin duda,
fórmula de saludo que no disonase en aquella ocasión; pero con el gesto,
con el ademán, con la expresión de toda su fisonomía, mostraba que era
un caballero respetuoso, que pedía humildemente perdón de la astucia y
de la audacia que se había visto obligado á emplear para llegar hasta
allí. En su rostro se veían las disculpas que de palabra no daba. Si
atropellaba respetos, lo hacía con razón suficiente. Á par de estas
cosas, se leía asimismo en el rostro varonil del Comendador la firme
resolución de no salir de allí hasta que se le oyese.

Doña Blanca se hizo al punto cargo de todo esto. Conocía tan bien á
aquel hombre, que no necesitaba á veces oirle hablar para penetrar sus
intenciones y sus sentimientos. Doña Blanca comprendió que lo menos malo
era oirle; que no podía echarle, sin exponerse á dar el mayor de los
escándalos. No quiso, sin embargo, aparecer desde luego resignada. Se
alzó de su asiento, y antes de que el Comendador hablase, le dijo:

--Váyase V., D. Fadrique, váyase V. ¿Qué palabras, qué explicaciones
pueden mediar entre nosotros, que no produzcan una tempestad, sobre todo
si nos hablamos sin testigos? ¿Para qué me busca V.? ¿Para qué me
provoca? No podemos hablarnos; apenas si podemos mirarnos sin herirnos
de muerte. ¿Es V. tan cruel, que desea matarme?

--Señora --contestó el Comendador:-- si no creyese que cumplo un deber
imperioso viniendo hasta aquí, no hubiera venido. Cuando penetro
furtivamente en esta sala, es porque tengo razones suficientes para
ello.

--¿Qué razones alega V. para venir á turbar mi reposo?

--El interés que me inspira un ser á quien me une estrechísimo lazo.

--Muy disimulado, muy oculto ha tenido V. ese interés durante diez y
seis años. No se ha acordado V. de ese ser hasta que por casualidad ha
tropezado con él en su camino. Ha sido menester que salga V. de paseo
con una sobrina suya, y que esta sobrina tenga una amiga, y que esta
amiga vaya con ella, para que el amor paternal, que vivía latente y ni
siquiera sospechado allá en las profundidades de su magnánimo corazón,
se revele de pronto y dé gallarda y briosa muestra de sí. Si el acaso no
nos hubiese traído á vivir en la misma población, ó si Clara no hubiese
sido amiga de Lucía, aunque en la misma población viviésemos, su
interés de V., su amor paternal, sus deberes imperiosos, confiéselo V.,
dormirían tranquilos en el fondo de esa envidiable y harto cómoda
conciencia.

--Justo es que me moteje V. No debo defenderme. Confieso mi culpa. Voy,
con todo, á tratar de explicarla y de atenuarla. Yo no podía sospechar
que al lado de V., bajo el amparo de una madre cariñosa, corriese mi
hija ningún peligro, hallase motivo para ser desventurada.

--Su desventura no proviene de mí solamente. Su desventura proviene del
pecado en que fué concebida, y del cual ni V. ni yo, que somos los
pecadores, podemos salvarla ni redimirla.

--Ella no es responsable: nadie es responsable de faltas que no comete.
Esa transmisión es un absurdo. Es una blasfemia contra la soberana
justicia y la bondad del Eterno.

--No llevemos la conversación por ese camino, Sr. D. Fadrique. Si á V.
le parece blasfemia lo que yo creo, impiedad y blasfemia me parece á mí
cuanto V. dice y piensa. ¿Á qué, pues, hablar conmigo de Dios? Deje V. á
Dios tranquilo, si por dicha cree en Él, allá á su modo. La desventura
de mi hija, llámela V. fatal, llámela como guste, procede de su
nacimiento. Pues qué, ¿no ha reconocido V. mismo esa desventura, al
querer librar de ella á mi hija, haciendo un gran sacrificio, que yo le
agradezco, pero que juzgo ya inútil?

--Alguna verdad hay en lo que V. dice. Yo reconozco que Clara, sin
culpa, estaba condenada por la suerte ó á sacrificarse ó á ser una
usurpadora indigna.

--Estamos de acuerdo, salvo que donde V. dice por la suerte, digo yo por
el pecado, y no por el pecado de ella, sino por el pecado de otros. Esto
es inicuo para V., que no acata los inescrutables designios de la
Providencia. Esto es solo misterioso para mí. Por eso es lo mejor no
tocar tales cuestiones. Hablemos de aquello en que convenimos.
Convenimos en que Clara estaba, sin culpa suya, condenada á una pena.

--Convenimos; pero convenga V. también en que yo la he libertado.

--Si la ha libertado V., habrá sido por una serie de casos fortuitos:
porque vió V. á Clara y la reconoció; porque Clara es bonita, ya que, si
hubiera sido fea, no se hubiera V. entusiasmado tanto, ni la vanidad de
padre hubiera provocado con ímpetu el amor de padre, y porque, en suma,
tiene usted bastante dinero que dar, y halla V. un hidalgo con bastante
poca vergüenza para tomarle sin motivo justificado.

--Á mi vez suplico yo también á V. que no entremos en cuestiones
inútiles. Yo no he venido aquí á discretear ni á filosofar.

--Yo no discreteo ni filósofo. Digo lo que es cierto. El pecado no fué
un acaso; no fué algo independiente de nuestro libre albedrío. El que
usted haya encontrado á Clara; el que ella sea bonita, por donde juzga
V. que no debe casarse con D. Casimiro ni ser monja, y el que tenga V.
más de cuatro millones, no son cosas que de su voluntad de V. han
dependido. Para V. son casuales, aunque por Dios estuviesen previstas y
preparadas, como lo está cuanto ocurre en el universo.

--Vamos, señora, no apure V. mi paciencia. Tan casual será todo eso,
como el haber yo encontrado á V. en Lima, el que fuese V. bonita y el
que yo no fuese un monstruo de feo. Lo que no fué casual, sino
voluntario, fué la caída; pero tampoco es casual, sino voluntario, el
rescate. Será casual, no dependerá de mi voluntad el tener cuatro
millones; pero es voluntario, es mi voluntad misma el darlos. Clara, no
por casualidad, sino por un acto libre, está ya rescatada del
cautiverio, al cual, según V. juzga, y no sin razón, se hallaba sometida
por otro acto, que no supongo que considere V. más voluntario, más
reflexionado, más meditado y más deliberado con perfecta claridad en la
conciencia.

Hasta este punto el diálogo había sido de pie. Doña Blanca ni se sentaba
ni ofrecía asiento al Comendador. Éste, después de un momento de pausa,
porque Doña Blanca no respondió al punto á su último razonamiento, dijo
con serenidad:

--Mire V., señora: yo no quiero que disertemos ni que divaguemos.
Tengo, no obstante, mucho que hablar; y para que la conferencia sea
breve, importa proceder sin desorden. El desorden no se evita sino con
la comodidad y el reposo. ¿No le parece á V., pues, que sería bueno que
nos sentásemos?

Doña Blanca siguió silenciosa, lanzó una mirada al Comendador, entre
iracunda y despreciativa, y se dejó caer de nuevo en el sillón, como
aplanada. Entonces se sentó el Comendador en una silla, y prosiguió
hablando.

--Mi resolución --dijo,-- es irrevocable. Sea por lo que sea: por un
capricho, porque Clara es bonita, porque he tropezado con ella
casualmente en mi camino, por lo que á V. se le antoje, yo la he
rescatado. Todo lo que herede ella por muerte de su marido de V. lo
gozará ya, con años de anticipación, el que debiera heredarle, si Clara
no viviese. Viva, pues, Clara. Vengo á pedir á V. su vida.

--Á lo que viene V. es á insultarme. ¿Mato yo acaso á Clara?

--Lejos de mí el propósito de insultar á V. Sin querer, podría V. acaso
matar á Clara, y esto es lo que vengo á evitar. Para ello estoy resuelto
á apelar á todos los medios.

--¿Me amenaza V.?

--No amenazo. Declaro mi pensamiento sin rebozo.

--¿Y qué me toca hacer, según V., para evitar que Clara muera?

--Disuadirla de que sea monja.

--Eso es imposible. Yo no creo que entrar monja sea morir, sino seguir
la mejor vida.

--Ya he dicho que no discuto, ni trato de teologías con V. Concedo,
pues, que la vida del claustro es la mejor vida; pero es cuando hay
vocación para seguirla; cuando no se va al claustro desesperada, casi
loca, llena de desatinados terrores.

--Vuelvo á repetir á V. que me deje, Sr. D. Fadrique. ¿Para qué hablar?
Nos atormentaremos y no nos entenderemos. Usted llama terrores
desatinados al santo temor de Dios, desesperación al menosprecio del
mundo, y locura á la humildad cristiana y al recelo de caer en tentación
y de faltar á los deberes. Usted considera muerte la vida que en este
mundo se asemeja más al vivir de los ángeles. ¿Cómo, pues, hemos de
entendernos? Usted me honra más de lo que merezco, pensando que me
acusa, al suponer que yo he inspirado á mi hija tales ideas y tales
sentimientos.

--Por amor del cielo, mi señora Doña Blanca, yo no sé por quién conjurar
á V., en nombre de quién suplicarle, que no involucre las cosas, que no
me oiga con prevención, que atienda al bien de su hija, y que no dude
de que yo vengo aquí, la molesto con mi presencia y la mortifico con mis
palabras, sin prevención también, y sólo por el deseo de ese bien
impulsado. ¿Cómo he de condenar yo el santo temor de Dios, el
menosprecio del mundo, si es razonable, y la humildad cristiana, que nos
lleva á desconfiar de nuestra flaca y pecadora naturaleza? Lo que yo
condeno es el delirio. Concedería que Clara tomase el velo aun cuando no
le tomase después de pensarlo reflexivamente; aun cuando lo tomase por
un rapto fervoroso de devoción; pero lo que no concedo, lo que no
consiento es que le tome en un arrebato de desesperación. Sería un
suicidio abominable y sacrilego.

--¿Y de dónde infiere V. que Clara está desesperada? ¿Quién se lo ha
dicho á V.? ¿Qué motivos tiene ella para desesperarse?

--Nadie me lo ha dicho. Basta mirar á Clara para conocerlo. Usted misma
lo conoce. No disimule V. que lo conoce. Si no temiese V. hasta por su
vida corporal, ¿no hubiera ya dejado que entrase en el convento? Al
darle ahora la libertad que le da, ¿no lo hace V. excitada por el deseo
de que su salud se mejore? En cuanto á los motivos de su desesperación,
concretamente yo los ignoro; pero los percibo de cierta manera confusa.
Usted la ha hecho dudar de sí más de lo que debiera: sin prever un
resultado tan funesto, ha infundido V. en su espíritu que está
predestinada á pecar si no busca asilo al pie de los altares. En suma,
V. la ha envenenado con tal desconfianza, que ella, al sentir los
latidos de su corazón juvenil y la lozanía de la vida en su verde
primavera; al ver el fuego, si puro, ardiente de sus ojos; al oir la voz
de la naturaleza, que la incita á que ame; al soñar acaso con lícitas
venturas, logradas en este mundo al lado de un ser de su misma humana
condición, se ha figurado que era presa de impuras pasiones, se ha
creído perseguida por los monstruos del infierno, y para no ser ella un
monstruo, ha querido refugiarse en el santuario.

--Demos que todo eso sea exacto --replicó imperturbable Doña Blanca.--
Demos que los hechos son los mismos para V. y para mí. La diferencia
subsistirá siempre en la manera de apreciarlos. Si Clara se va al
claustro, no ya por puro amor de Dios, sino por temor de ofenderle, por
considerarse sobrado frágil para resistir las tempestades del mundo y
por miedo de sí misma y del infierno, Clara, á mi ver, no desatina:
Clara procede con recto juicio y consumada prudencia. Los motivos de su
vocación para la vida religiosa, si no son los más elevados, son buenos.
Lejos de mí el tratar de disuadirla, aunque pudiese. Á fin de que goce
Clara una efímera é incierta dicha en la tierra, no he de oponerme yo á
que tome el camino que más derechamente pueda llevarla al cielo. No por
dar gusto á V. he de aconsejar yo á Clara, cuando la nave de su vida va
á entrar ya en el puerto segurísimo y abrigado, que vuelva la proa y que
se engolfe en el piélago borrascoso, donde puede zozobrar y hundirse con
eterno hundimiento.

--Sí --interrumpió el Comendador, harto ya,--lo mejor es que se muera
para que se salve.

--¿Y cómo negarlo? --respondió fuera de sí Doña Blanca.-- Más vale morir
que pecar. Si ha de vivir para ser pecadora, para su eterna condenación,
para su vergüenza y su oprobio, que muera. ¡Llévatela, Dios mío! Así me
hubiera muerto yo. ¡Cuánto más me valiera no haber nacido!

--Los mismos furores de siempre. Está V. como atormentada de un espíritu
maligno. Yo me lo sabía. Yo tengo la culpa de todo. Yo hubiera debido
robar á mi hija de la casa de V., y criarla conmigo, y hacerla dichosa,
y darle mi nombre.

--Bendito sea Dios porque no ha sido así. ¡Criada mi hija por un impío!
¿Qué hubiera sido de ella? ¡Debe de ser repugnante una mujer sin
religión!

-No sé lo que será una mujer sin religión, ni hubiera sido mi propósito
que mi hija no la tuviera. Lo que sé es que una mujer exaltada por el
fanatismo religioso puede hacerse insufrible.

--¡Qué feliz sería yo si tal hubiera aparecido á los ojos de V. desde
el principio! ¡Cuántos males se hubieran evitado! Pero V. pensaba
entonces de otra manera, y me persiguió con constancia, me pretendió con
terquedad, y no hubo medio de seducción, ni mentira, ni engaño, ni
blandura de regaladas palabras, ni encarecimiento de amante que muere de
amor, ni promesa de darme toda el alma, que V. no emplease para vencer
mi honrado desvío. Llegó V. á alucinarme hasta el extremo de anhelar yo
perderme por salvar á V. ¡Aquél sí que fué delirio! ¿Pues no llegué á
soñar con que, cayendo yo, iba á ganar su alma de V. y á sacarla de la
impiedad en que estaba sumida? ¿Pues no me desvanecí hasta el punto de
creer que, incurriendo con V. en el pecado, había de levantarle y
traerle luego conmigo en la purificación y en la penitencia? ¿De qué
artificios no se vale el demonio para envolvernos en sus redes? Yo
estaba ciega. Creí ver en V. un hombre extraviado que me enamoraba, que
estaba prendado de mí, á quien por amor mío iba yo á cautivar el alma,
haciéndola capaz de más altos amores. No advertí que ni siquiera era V.
capaz del bajo y criminal amor de la tierra. Usted buscaba sólo la
satisfacción de un capricho, un goce fácil, un triunfo de amor propio.
V. creyó que, una vez vencido mi desvío, que después de un instante de
pasión y de abandono, todo sería paz, todo lo olvidaría yo por V., para
que V. me hallase siempre sumisa, alegre, con la risa en los labios. V.
imaginó que yo iba á matar en mi alma todo remordimiento, toda
vergüenza, toda idea del deber á que había faltado, todo temor de Dios,
todo respeto á mi honra, todo sentimiento amargo de su pérdida, todo
miedo á las penas del infierno, todo aguijón en la conciencia. Se
equivocó V., y por eso le parecí insufrible. Era V. dueño de mi alma;
pero, así como en tierra de valientes y generosos, que jamás olvidan lo
que deben á su patria, sólo posee el feroz conquistador la tierra que
pisa, así V. no me poseía sino cuando hasta de mí misma me olvidaba.
Cuando no, me alzaba yo contra V., trataba de limpiar mi culpa con la
penitencia, y luchaba siempre por libertarme. ¿Cuánto, no obstante,
hubiera debido enorgullecer á V. cada una de sus victorias, aun siendo
impío, si hubiera V. acertado á comprender la grandeza sublime y
tempestuosa de las grandes pasiones? Horribles eran aquellas frecuentes
luchas; pero V., cuando triunfaba, triunfaba, no sólo de mí, sino de los
ángeles que me asistían; de mi fe profunda; del cielo, á quien yo
invocaba; del principio del honor arraigado en mi alma, y de mi
conciencia acusadora y severa contra mí misma. V., que sólo buscaba
alegría y deleite, se fatigó de luchar. Así me liberté del cautiverio
infame. Alabado sea Dios, que lo dispuso. Alabado sea Dios, que ha
castigado después tan justamente mi culpa; pero, se lo confieso á V.,
el castigo que más me ha dolido siempre, el que más me duele todavía, es
el tener que despreciar al hombre que he amado. Ya lo sabe V. Usted me
halla insufrible: yo le hallo á V. despreciable. Váyase de aquí. Salga
de aquí, ó haré que le echen. ¿Quiere V. delatarme? ¿Quiere V.
declararme culpada? Hágalo. No temo ya desventura ni humillación, por
grande que sea. Sépalo V. de una vez para siempre: me alegro de que
Clara entre en un convento. No seré tan vil, que por miedo de V. falte á
mi deber inculcándole lo contrario. Ahora, márchese; salga de mi casa;
déjeme tranquila.

Doña Blanca, puesta de pie otra vez, con ademán imperioso, señalando la
puerta con la mano, expulsaba al Comendador. ¿Qué había de hacer, qué
había de contestar éste? Doña Blanca pareció frenética á los ojos del
Comendador, lleno de piedad y casi de susto. Temió ser cruel y mal
caballero si respondía. Guardó silencio. Vió el asunto perdido, al menos
por aquel lado, y no quiso prolongar más el doble martirio.

Don Fadrique inclinó la cabeza y salió de la sala harto apesadumbrado.
Apenas se vió en la antesala, bajó la escalera, abrió la puerta del
zaguán y se lanzó á la calle, respirando con delicia el ambiente, como
quien se está ahogando y logra sacar la cabeza del agua en que se
hallaba sumergido.



XXV

Á pesar de su optimista y regocijada filosofía; á pesar de su propensión
natural á reir y á ver las cosas por el lado cómico, D. Fadrique estuvo
todo aquel día meditabundo, callado, con una seriedad melancólica harto
extraña en él.

Á la hora de comer apenas probó bocado; apenas si habló con su hermano,
con su cuñada y con su sobrina, los cuales, cada uno por su estilo, le
agasajaban mucho.

Don José era un señor excelente, que no hacía más que cuidar de su
hacienda, jugar á la malilla en la reunión de la botica y dar gusto á
Doña Antonia.

Esta señora tenía una pasta de las mejores: cuidaba de la casa con
esmero, cosía y bordaba. Era buena cristiana, iba á misa todos los días
y rezaba el rosario con los criados todas las noches; pero en todo ello
había algo de maquinal, de fórmula, costumbre ó rutina, sin que Doña
Antonia se metiese en honduras religiosas. Sólo salía algo de sus
casillas y mostraba cierto entusiasmo apasionado en favor de la Virgen
de Araceli, de Lucena (Doña Antonia era lucentina), prefiriéndola á las
otras Vírgenes y hallándola más milagrosa.

En cuanto á director espiritual, Doña Antonia tenía á un capuchino
fervoroso y elocuente, cuya fama eclipsaba entonces la del P. Jacinto,
el cual, como más tibio en el predicar y en el reprender, no hacía
tantas conversiones ni traía al redil tantas ovejas descarriadas como su
cofrade barbudo.

Lucía tenía por confesor al P. Jacinto, y se llevaba tan bien con su
madre, que las únicas discusiones que había entre ellas eran sobre los
méritos de sus respectivos confesores. Por lo demás, como Doña Antonia
no tenía voluntad ni opinión, y de todo se le importaba lo mismo,
francamente no era gran prueba de sumisión y deferencia en Lucía el no
discutir nunca con su madre, salvo sobre el capuchino, y alguna que otra
vez, aunque raras, acerca de la Virgen de Araceli. Lucía no era muy
devota, y careciendo de otra Virgen predilecta, concedía pronto á su
madre la superior excelencia de la suya.

La única causa de disidencia era, pues, el P. Jacinto, en quien Lucía
hallaba superior entendimiento é ilustración; mas al cabo, como buena
hija que era, y á fin de contentar á su madre, declaraba que el
capuchino había reunido á un sinnúmero de malos casados, que andaban
campando por sus respetos y viviendo aparte engolfados en mil
marimorenas, y había logrado que no pocos pecadores y pecadoras dejasen
las malas compañías y peores tratos, é hiciesen vida ejemplar y
penitente: de todo lo cual podía jactarse muchísimo menos el P. Jacinto;
de donde infería Lucía que el capuchino era mejor director espiritual de
los extraviados, y el P. Jacinto mejor director de los que estaban en el
buen sendero ó dentro del aprisco. El uno valía para vencer y reducir á
la obediencia á los rebeldes; el otro para gobernar sabia y blandamente
á los sumisos.

Con esto se aquietaba Doña Antonia y vivía en santa y dulce paz con su
hija, á quien había enseñado todas sus habilidades caseras, reconociendo
la maestra, sin envidia y con júbilo, que casi siempre se le aventajaba
ya la discípula. Lucía bordaba con todo primor, en blanco, en seda y en
oro; hacía calados, pespuntes y vainicas como pocas, y en guisos y
dulces nadie se le ponía delante, que no saliera con la ceniza en la
frente. Sólo resplandecía aún la superioridad de Doña Antonia en las
faenas de la matanza. Era un prodigio de tino en el condimentar y
sazonar la masa de los chorizos, morcillas, longanizas y salchichas; en
adobar el lomo para conservarle frito todo el año, y en dar su
respectivo saborete, con la adecuada especiería, á las asaduras, que ya
compuestas llevan siempre el nombre de pajarillas, sin duda porque
alegran las pajarillas de quien las come, y á los riñones, mollejas,
hígado y bazo, que se preparan de diverso modo, con clavo, pimienta y
otras especies más finas, excluyendo el comino, el pimentón y el
orégano.

El lector no ha de extrañar que entremos en estos pormenores. Convenía
decirlos, y, distraídos con la acción principal, no los habíamos dicho.

El niño mayorazgo, hijo de D. José y de Doña Antonia, había ido, hacía
poco, al Colegio de guardias marinas de la isla, con buenas cartas de
recomendación de su señor tío.

Doña Antonia andaba siempre con las llaves de una parte á otra, ya en la
repostería, ya en la despensa, ya en la bodega del aceite, ya en la del
vino, ya en la del vinagre.

La casa tenía todo esto, como casa de labrador, á par que de señores,
pues D. José, al trasladarse á la ciudad, había traído á ella muchos de
sus frutos para venderlos con más estimación y darles más fácil salida.

Don José, cuando no hacía cuentas con el aperador, ó bien oía á los
caseros, que venían á verle y á informarle de todo desde las caserías, ó
se largaba á la botica, donde había tertulia perpetua y juego por
mañana, tarde y noche.

Resultaba, pues, que el Comendador, salvo á las horas de las tres
comidas, y un rato de noche, cuando había tertulia, á la cual no
faltaba jamás D. Carlos de Atienza, se hallaba en una grata y apacible
soledad, no interrumpida sino por la rubia sobrina, la cual le buscaba
siempre, preguntándole qué había de nuevo respecto á Clara.

Don José y Doña Antonia, que estaban en Babia, nada sabían de los
disgustos y cuidados del Comendador. Lucía los sabía á medias; distando
infinito de presumir, á pesar de sus hipótesis, que Clara estaba ligada
á su tío con vínculo tan natural.

Los criados de la casa y el público todo seguían desorientados en punto
á D. Carlos de Atienza. Viéndole joven, elegante y lindo, que venía con
frecuencia á la casa, y que cuchicheaba siempre con Lucía, supusieron
con visos de fundamento que era su novio, y ya en la casa le apellidaban
el novio de la señorita.

Tal era la situación de cada uno de los personajes secundarios de esta
historia cuando el Comendador, después de su entrevista con Doña Blanca,
se hallaba tan desazonado.

Durante la comida le colmaron de cuidados, creyéndole indispuesto. Doña
Antonia supuso que tendría jaqueca y le excitó á que fuese á reposar. D.
José, después de decirle lo mismo, se largó á la botica. Lucía, con más
vivo interés, trató de informarse mil veces de la causa del disgusto de
su tío; pero no consiguió nada.

El Comendador, á sus solas, no hacía más que pensar sobre su diálogo
con Doña Blanca, y concebir los más encontrados pensamientos, aunque
siempre poco gratos.

Ya se le figuraba que dicha señora tenía un orgullo satánico, un genio
infernal, y entonces se culpaba á sí mismo de no haberle robado á la
hija; de haberla dejado en su poder para que la enloqueciera y la
hiciera desgraciada. Ya imaginaba, por el contrario, que, desde su punto
de vista, Doña Blanca tenía razón en todo.

El Comendador entonces calificaba su persecución en pos de Doña Blanca y
su victoria ulterior (que en otro tiempo había mirado como una ligereza
perdonable, como una bizarría de la mocedad) de conducta inicua y
malvada á todas luces, aun juzgada por su criterio moral, lleno de
laxitud en ciertas materias.

--Por cierto que no merezco perdón --se decía D. Fadrique.-- La maldita
vanidad me hizo ser un infame. ¡Había tantas mujeres guapas cuando yo
era mozo, á quienes cuesta tan poco otro tropiezo, una caída más ó
menos! ¿Por qué, pues, no siendo arrastrado por una pasión vehemente,
que ni siquiera tengo esta excusa, ir á turbar la paz del alma de
aquella austera señora? Tiene razón sobrada. Soy digno de que me
aborrezca ó me desprecie. Lo único que mitiga un tanto la enormidad de
mi delito es la mala opinión que tenía yo entonces de casi todas las
mujeres. No me cabía en la cabeza que ninguna pudiera (después sobre
todo) tomar tan por lo serio los remordimientos, la culpa... En fin, yo
no preví lo que pasó después. Si lo hubiera previsto... me hubiera
guardado bien de pretender á Doña Blanca. Aunque no hubiera habido otra
mujer en la tierra... su corazón hubiera quedado entero para D.
Valentín, sin que yo se le robara. Pero nada... ¡esta picara costumbre
de reir de todo... de no ver sino el lado malo! Me gustó... me
enamoró... eso sí... yo estaba enamorado... y como creí que la
gazmoñería era sal y pimienta que haría más picante y sabroso el logro
de mi deseo, y que luego se disiparía, insistí, porfié, hice
diabluras... sí... hice diabluras: creé dentro de su conciencia un
infierno espantoso; por un liviano y fugitivo deleite dejé en su
espíritu un torcedor, una horrible máquina de tormento, que sin cesar le
destroza el pecho, diez y siete años hace. ¡Como tengo este carácter tan
jocoso!... Las cañas se volvieron lanzas. La burla fué pesada. Pero
¡Dios mío... si yo no podía sospecharlo! Aunque me lo hubieran asegurado
mil y mil personas, no lo hubiera creído. Lo repito, no cabía en mi
cabeza. Yo no comprendía arrepentimiento tan feroz y tan persistente,
simultáneo casi con el pecado. Yo no había medido toda la violencia de
una pasión que, á pesar del grito airado y fiero de la conciencia, que
á despecho del sangriento azote con que el espíritu la castiga, rompe
todo freno y sale vencedora. Cuando exclamaba ella, casi rendida ya á mi
voluntad, cayendo entre mis brazos, doblándose quebrantada al toque de
mis labios, recibiendo mis besos y mis caricias, cediendo á un impulso
irresistible, y no obstante luchando: "¡Dios mío, mátame antes que caiga
de tu gracia! ¡Prefiero morir á pecar!;" cuando decía esto, que hoy ha
repetido á propósito de su hija, no me inspiraba compasión, no me
apartaba de mi mal propósito; antes bien era espuela con que aguijoneaba
mi desbocado apetito. ¡Cuán hermosa me parecía entonces, al pronunciar,
con voz entrecortada por los sollozos, aquellas palabras, á las cuales
yo no prestaba sino un vago sentido poético, y en cuya verdad profunda
yo no creía! Hasta la dulzura de su misma religión se maleaba y viciaba
en mi mente, interpretada por mi concupiscencia, y quitaba á mis ojos
todo valor á aquella desolación suya, á aquella angustia con que miraba
y repugnaba la caída, sin hallar fuerzas para evitarla. Yo me atrevía á
decidir que no era tan gran mal el que tenía tan fácil remedio. Yo me
convertía en redentor del alma que cautivaba y en salvador del alma que
perdía, parodiando la sentencia divina y diciendo en mi interior:
"Levántate: estás perdonada, por lo mucho que has amado." ¡Ah, cielos!
¿Por qué ocultármelo? Procedí con villanía. Era yo tan bajo y tan vil,
que no comprendí nunca el vigor, la energía de la pasión que sin
merecerlo había excitado. Era yo como salvaje que, sin conocer un arma,
la dispara y hiere de muerte. La grandeza y la omnipotencia del amor me
eran tan desconocidas como la persistencia y el indómito poderío de una
conciencia recta, que acepta el deber y le cumple, ó jamás se perdona si
no le cumple. ¿Será que soy un miserable? ¿Tendrán razón los frailes y
los clérigos al sostener que no hay verdadera virtud sin religión
verdadera?

De esta suerte se atormentaba D. Fadrique en afanoso soliloquio, en que
volvía cien y cien veces á repetirse lo mismo.

El que no viniese el P. Jacinto á hablar con él inspiraba al Comendador
la mayor inquietud. Varias veces se asomó al balcón de su cuarto, que
daba á la calle, á ver si le veía salir de casa de Doña Blanca. Varias
veces salió á la calle y fué hasta el convento de Santo Domingo, aunque
estaba lejos, á preguntar si el P. Jacinto había vuelto. El P. Jacinto
no parecía en parte alguna.

Á la caída de la tarde, estando D. Fadrique en su estancia, oyó pisadas
de caballos que paraban cerca. Salió al balcón y vió apearse á D.
Valentín, que volvía de la casería.

Llegó la noche y no pareció el P. Jacinto.

Don Fadrique echaba á volar su imaginación con vuelo siniestro. Hacía
las suposiciones más extrañas y dolorosas. --¿Qué habrá sucedido?-- se
preguntaba.

Á las ocho de la noche, por último, el Comendador vió aparecer al P.
Jacinto bajo el dintel de la puerta de su cuarto.

Al verle, le dió un vuelco el corazón. El padre traía la cara más grave
y melancólica que había tenido en su vida.

--¿Qué es esto? ¿Qué pasa? --dijo el Comendador.--¿Dónde ha estado V.
hasta ahora?

--¿Dónde he de haber estado? En casa de Doña Blanca, donde hice mal y
remal en introducirte traidoramente. ¡Buena la has hecho! ¿Qué demonios
te aconsejaron cuando hablabas? ¿Qué dijiste á la infeliz? ¡Vaya un
berrinche que ha tomado! Está mala. ¡Dios quiera que no se ponga peor!

El Comendador se mostró consternado, se quedó mudo. El fraile añadió:

--Clarita es una santa. Allí la dejo cuidando á su madre. No sé para qué
todas estas desazones. La chica está resuelta, firmemente resuelta. Todo
es inútil. Bien hubiera podido evitarse tu endemoniada conversación con
la madre. Tiempo es de evitar aún que te arruines á tontas y á locas.

El Comendador, recobrando el habla, respondió:

--Lo hecho, hecho está. Yo no gusto de arrepentirme. Yo no deshago mis
promesas. Yo no me vuelvo atrás nunca. Lo que prometí á D. Casimiro y él
ha aceptado, tiene que cumplirse. Pero, ¿qué enfermedad es esa de Doña
Blanca? ¿Sigue Clara poseída de su lúgubre locura? Voto á todos los
demonios y condenados que hay en el infierno, que jamás hubiera yo
podido soñar que iba á ser víctima de tan enrevesados sentimentalismos.

El Comendador se paseaba á largos pasos por la estancia. El padre le
miraba con pena y algo aturdido.

En esto, Lucía, que había visto entrar al padre, asomó la rubia y linda
cabeza á la puerta, que había quedado entornada, y dijo con dulce
ansiedad.

--Tío, ¿qué hay de nuevo?

--Nada, niña. Por Dios, déjanos en paz ahora que vamos á tratar asuntos
muy graves.

Lucía se retiró, lastimada de inspirar tan poca confianza.



XXVI

Cuando el padre y el Comendador se quedaron solos de nuevo, cerró éste
la puerta é interrogó al padre en voz baja sobre lo que había oído á
Doña Blanca, sobre lo que había hablado con Clarita; pero nada sacó en
limpio.

El P. Jacinto parecía otro del que antes era. Mostrábase preocupado;
buscaba evasivas para no contestar á derechas: sus misterios y
reticencias daban á su interlocutor una confusa alarma.

Al fin tuvo D. Fadrique que dejar partir al fraile, sin averiguar nada
más que lo que ya sabía.

Aquella noche no salió de su cuarto; no quiso ver á nadie; pretextó
hallarse indispuesto, para encerrarse y aislarse.

Se pasaron horas y horas, y aunque se tendió en la cama, no pudo dormir.
Mil tristes ideas le atormentaban y desvelaban.

Rendido de la fatiga, se entregó al sueño por un momento; pero tuvo
visiones aterradoras.

Soñó que había asesinado á Doña Blanca, y soñó que había asesinado á su
hija. Ambas le perdonaban con dulzura, después de muertas; pero este
perdón tan dulce le hacía más daño que las punzantes palabras que aquel
día había escuchado de boca de su antigua querida. Ésta y Clara se
ofrecían á su imaginación con la palidez de la muerte, con los ojos
fijos y vidriosos, pero como triunfantes y serenas, subiendo lentamente
por el aire, hacia la región del cielo, y entonando un antiguo himno
religioso, que siempre había atacado los nervios y contrariado los
sentimientos harto gentílicos del Comendador por su fúnebre ternura, por
su identificación del amor y de la muerte, y por su misantrópica
exaltación del ser del espíritu por cima de todo deleite, contento,
esperanza, consolación ó bien posible en la tierra.

Las mujeres, que iban subiendo al cielo, cantaban; y D. Fadrique oía, á
través del ambiente tranquilo, los últimos versos del himno, que decían:

        _Mors piavit, mors sanavit
        Insanatum animum_

Con estos dos versos en la mente se despertó D. Fadrique.

Apenas se hubo vestido, oyó que daban golpecitos á la puerta.

--¿Quién es? --preguntó?

--Soy yo, tío --dijo la dulce voz de Lucía.-- Tengo que hablar con V.
¿Puedo entrar?

--Entra, --contestó el Comendador con bastante zozobra de que Lucía
trajese malas noticias.

La cara de Lucía estaba demudada. Los ojos algo encarnados, como si
hubiesen vertido lágrimas.

--¿Qué hay? --dijo D. Fadrique.

--Que Doña Blanca está muy mala. Clara me escribe diciéndomelo, y me
ruega que haga la caridad de ir á acompañarla.

--¿Y se sabe qué tiene Doña Blanca?

--Yo, tío, no lo sé. El mal ha venido de súbito. La criada, que me trajo
la carta de Clarita, dijo que su ama cayó enferma como herida por un
rayo; que eso es verdad, la señora estaba delicada, pero que al fin lo
pasaba regular, como casi todos, cuando de repente, cual si hubiera
tenido alguna aparición de los malos y hubiera peleado con ellos, cayó
en tal postración, que ha sido menester ponerla en la cama, donde está
aún con calentura.

Don Fadrique sintió un frío repentino, que discurría por todo su cuerpo
y que hasta los huesos le penetraba. Imaginó que se le erizaban los
cabellos. Se inmutó; pero con habla interior dijo para sí:

--En efecto, ¿habré sido tan brutal que la haya asesinado?

Notando después que Lucía no tenía más que decir y aguardaba respuesta,
el Comendador hizo un esfuerzo para aparentar serenidad, y dijo á su
sobrina:

--Ve, hija mía; ve á cumplir con ese deber de caridad y de amistad para
con Clarita. Procura consolarla. ¡Ojalá que el padecimiento de Doña
Blanca no tenga peores consecuencias!

--Voy volando, --replicó Lucía.

Y sin aguardar más, con la venia de su madre, que ya tenía, bajó la
escalera y se fué á la casa inmediata.



XXVII

La sobrina del Comendador tenía tan alegre carácter como su tío. Era,
por naturaleza, tan optimista como él. Casi todo lo veía de color de
rosa; pero, compasiva y buena, tomaba pesar por los males y disgustos de
los otros, si bien procurando más consolarlos ó remediarlos que
compartirlos.

Con esta disposición de ánimo entró Lucía á ver á Clara. Apenas se
vieron, se abrazaron estrechamente.

Clara, al contrario de Lucía, era melancólica, vehemente y apasionada,
como su madre. Sobre esta condición del carácter, que era ingénita en
ella, la educación severísima de Doña Blanca, su continuo hablar de
nuestra perversidad nativa, su concepto del mundo y del vivir como valle
de lágrimas y tiempo de prueba, y su terror de la eterna condenación y
de lo fácil que es caer en el pecado, habían difundido por toda el alma
de Clara una sombra de amarga tristeza y de medrosa desconfianza. Por
dicha, Clara carecía de aquel orgullo, de aquel imperio de su madre, y
el lado obscuro y tenebroso de su espíritu estaba suavemente iluminado
por un rayo celeste de humildad, resignación y mansedumbre.

Clara era mil veces más amante que su madre, y se abandonaba á la
dulzura de amar, si bien con recelo siempre de pecar amando.

Ambas amigas se hallaban en un cuarto contiguo á la alcoba de Doña
Blanca.

El cuitado de D. Valentín no sabía qué hacer: andaba inquieto; bullía de
un lado á otro, sin atreverse á entrar en la alcoba de su mujer para que
no le despidiese á gritos, porque venía á turbar su reposo, y sin
atreverse tampoco á no estar allí cerca para que su mujer no le acusase
de indiferente, egoísta y desalmado, que no miraba con interés sus
males, y ni siquiera preguntaba por su salud. En esta perplejidad, D.
Valentín entraba y salía; asomaba de vez en cuando la nariz á la alcoba,
á ver si le veía Doña Blanca y le decía que entrase, y, sin decidirse á
entrar, mientras no alcanzaba la venia, preguntaba á Clara por su madre,
ni en voz muy alta para que Doña Blanca se incomodase, ni en voz muy
baja para que fuera posible que Doña Blanca le oyese y comprendiese que
su marido cuidaba de ella y no era un hombre sin entrañas.

Este procedimiento prudentísimo no le valió, sin embargo. Ya una vez,
como repitiese con harta frecuencia lo de asomar la nariz á la puerta
de la alcoba, Doña Blanca había dicho:

--¿Qué haces ahí? ¿Vienes á molestarme? Pareces un buho que me espanta
con sus ojos. Déjame en paz, por Dios.

Poco después se descuidó algo D. Valentín, alzó la voz demasiado al
preguntar á Clara por su madre, y ésta exclamó desde la alcoba:

--¡Qué pesadilla de hombre! Se ha propuesto no dejarme descansar. ¡Si
parece que está hueco! Valentín, habla bajo y no me mates.

D. Valentín salió entonces zapeado de la estancia en que se hallaban
Clara y Lucía, y las dejó solas.

Aunque Doña Blanca era buena cristiana, estos raptos de mal humor contra
su marido se comprenden y explican como en cierto modo independientes de
su voluntad. Doña Blanca no había encontrado en él ni un átomo de la
poesía, ni una chispa de las sublimidades que había soñado hallar, en su
inexperiencia, en el hombre á quien dió su mano, siendo aún muy niña.
Luego, hacía diez y siete años, no veía ella en D. Valentín sino un
hombre cuya serenidad era el perpetuo sarcasmo de las borrascas de su
corazón; cuya unión con ella había hecho que lo que pudo ser un bien
lícito, una felicidad santificada, fuese un pecado abominable, y cuya
salud corporal parecía una burla de los achaques y padecimientos que á
ella la atormentaban. Hasta la paciencia con que D. Valentín la sufría
era odiosa á Doña Blanca, cual si implicase bajeza, gana de no
incomodarse por no molestarse, desdén ó menosprecio.

En balde procuraba Doña Blanca formar mejor opinión de su marido, á fin
de respetarle, como reflexivamente conocía que era su deber: Doña Blanca
no lo lograba. Las mejores prendas de alma de D. Valentín, con
intervención quizás de algún demonio astuto, se trocaban, en el alma de
Doña Blanca, en defectos ridículos. En balde pedía á Dios Doña Blanca
que le concediese, ya que no amar, estimar á su marido. Dios no la oía.

Zapeado, pues, D. Valentín, Doña Blanca quedó sola en la alcoba,
abismada, sin duda, en sus hondos y amargos pensamientos, y Clara y
Lucía, casi al oído la una de la otra, hablaron así:

--¿Qué ha dicho el médico, Clara? ¿Qué tiene tu madre? --preguntó Lucía.

--El médico hasta ahora --respondió Clara,--no ha dicho más que lo que
cualquiera de nosotros ve y comprende: que mi madre tiene calentura;
pero la calentura es sólo síntoma de un mal que el médico desconoce aún.
Anoche la calentura fué muy fuerte y nos asustamos mucho. Hoy de mañana
ha cedido.

--Vamos, Clarita, ya veo que exageraste en tu carta y me alarmaste sin
motivo. Tu madre se curará pronto. Apuesto que la causa de toda su
indisposición ha sido alguna rabieta que ha tenido con D. Valentín.

--Pues te equivocas. Mi madre no ha tenido la menor rabieta con nadie en
todo el día de ayer. Papá estuvo en el campo.

--Entonces se concibe que no rabiase con él. ¿Y contigo no rabió?

--Hace días que mi madre está dulcísima conmigo. Te repito que ayer no
se sofocó mamá con nadie; no riñó á ninguna criada; estuvo apacible y
silenciosa.

Clara, si bien era una criatura de singular despejo, se forjaba la
extraña ilusión de que una buena madre de familia tenía forzosamente que
rabiar, y así no decía nada de lo dicho para censurar á su madre, sino
candorosamente.

Lucía no insistió en buscar el origen del mal de Doña Blanca: se inclinó
á creer que este mal era pequeño, á fin de no tener que afligirse; y
volviendo la conversación hacia otros puntos, preguntó á su amiga:

--Clara, ¿sigues firme en tu resolución de tomar el velo?

--Estoy más resuelta que nunca. Una voz misteriosa me grita en el fondo
del alma que debo huir del mundo; que el mundo está sembrado de peligros
para mí.

--Confieso que no te entiendo. ¿Qué peligros tendrá el mundo para tí,
que para los demás no tenga?

--¡Ay, querida Lucía; el desorden de mi espíritu, los extraños impulsos
de mi corazón, la violencia de mis afectos!

--Pero, muchacha, ¿qué violencia, ni qué desorden es ese? Yo no hallo
desordenado ni violento el que ames á D. Carlos, que es muy guapo y
joven, y el que no gustes de D. Casimiro, que es viejo y feo. Esto me
parece naturalísimo.

--Será natural, porque la naturaleza es el pecado.

--¿Dónde está el pecado?

--En desobedecer á mi madre, en engañarla, en haber atraído á D. Carlos
con miradas amorosas y profanas, en complacerme en que guste de mí y en
que me persiga, en desear que siga queriéndome hasta en este instante,
cuando ya estoy decidida á no ser suya. En suma, Lucía, mi alma es un
tejido de marañas y de enredos, que el mismo diablo trama y revuelve.
Además, yo he prometido á mi madre que seré monja, y para que lo sea, ha
despedido ella á D. Casimiro. ¿Cómo faltar ahora á mi promesa, burlarme
de mi madre y hasta de Cristo, á quien he dado palabra de esposa? ¿Qué
infamia me propones?

--Es verdad, hija mía: el caso es apurado; pero ¿quién te mandó que
dijeses que querías ser monja y que lo prometieses? ¿Por qué no
declaraste con valor á tu madre que no querías á D. Casimiro y que no
querías ser monja tampoco?

--Bien sabe Dios --respondió Clara,-- que deseo desahogarme contigo,
depositar en tu amistoso corazón el secreto de mi infortunio,
confiártelo todo; pero yo misma no me comprendo sino de un modo
imperfecto, y lo que de mí misma comprendo está tan enmarañado, que no
encuentro palabras para explicártelo. Siento la razón y causa de todas
mis acciones, y no las percibo bien para exponerlas. Quiero, no
obstante, sincerarme y tratar de probarte que no es absurda mi conducta.
Voy á ver si lo consigo. Yo he amado, yo amo aún á D. Carlos de Atienza.
Yo detesto á D. Casimiro. Esto es verdad; pero mi amor por D. Carlos y
mi odio á D. Casimiro no han tenido jamás la suficiente energía para
hacerme arrostrar la cólera de mi madre, declarándole que amaba al uno y
odiaba al otro. Así, pues, te aseguro que durante meses he estado
resignada á sofocar en mi alma el naciente amor á D. Carlos y á casarme
con D. Casimiro para ser una hija obediente. Hubiera yo preferido á todo
ser esposa de Cristo; pero me consideraba indigna. Para ser mujer de D.
Casimiro me sentía con fuerzas. Yo esperaba vencer mi fatal inclinación
á D. Carlos, y, logrado esto, ser modelo de casadas: cuidar al achacoso
D. Casimiro, y hasta quererle, imponiéndome como deber el cariño.
Hallándome de esta suerte, nuevos y extraños sentimientos han combatido
mi alma y han hecho que mi espíritu dude más de sí. Me he llenado de
terror. En mi humildad, no me he creído digna ni de ser mujer de D.
Casimiro. Me he espantado de mi flaqueza, de la perversidad de mis
inclinaciones, y entonces he pensado en refugiarme en el claustro.
Juzgándome menos digna que antes de ser esposa de Cristo, he pensado en
la infinita bondad de aquel Soberano Señor, padre de las misericordias,
y he comprendido que, aun siendo yo indigna de todo, podía acudir á Él y
refugiarme en su seno, segura de que no me rechazaría, de que me
acogería amoroso, purificándome y santificándome con su gracia.

--Tú me hablas de nuevos y extraños sentimientos, pero sin decir cuáles
son --dijo Lucía.-- Aquí hay un misterio que no me dejas penetrar.

--¡Ay! --exclamó Clara,-- apenas si yo le penetro. ¿Cómo declarártele?
Mira, Lucía, yo conozco que amo siempre á D. Carlos. Si me finjo en
completa libertad de elegir mi vida, me parece que mi elección será ser
mujer de D. Carlos. Su talento, su bondad, su delicada ternura, me hacen
presentir que sería yo dichosa viviendo á su lado. Te lo confesaré. Á
pesar del horror que mi madre ha sabido inspirarme á la complacencia de
los sentidos, la imagen material de D. Carlos, su porte, la gallardía
de su cuerpo, la elegancia y pulcritud de su vestido, el fuego de sus
ojos y la viva animación de su semblante y la frescura de su boca me
atormentan y me hieren, y me distraen de mis piadosas meditaciones.

--Te lo repito, Clarita: en nada de eso veo yo la obra del diablo; en
nada descubro influencias sobrenaturales: todo es naturalísimo. Y si,
como tú afirmas, la naturaleza es el pecado, bien es menester, ó que
Dios nos dé medios sobrenaturales para vencerla, ó que nos perdone con
muchísima generosidad cuando ella nos venza. ¿Dónde están esos
sentimientos singulares que te perturban?

--Lucía, tú hablas con suma ligereza. Tus razones tienen no sé qué fondo
de impiedad. Me da miedo. Mi madre no se engañaba. El trato, la
conversación con tu tío debe de ser muy peligrosa.

--No disparates, Clara. Á mi tío no se le ha ocurrido jamás darme
lecciones de impiedad. Si lo que yo sostengo es poco piadoso, la culpa
es completamente mía. Seré yo la que está endiablada. Pero dejemos á un
lado esas cuestiones: vamos á lo que importa. Dime qué raros
sentimientos te asaltan el alma, inspirándote esa humildad, esa
desconfianza profunda, que te induce á tomar el velo.

--No acierto á decírtelo. Me falta valor.

--Ea... ánimo... dí lo que es.

--Mi madre no ha hecho más que hablarme de tu tío desde que apareció en
esta ciudad... desde que yo le vi y paseé con él una tarde. Me le ha
pintado como pudiera haberme pintado á Luzbel, rodeado aún de hermosos
fulgores de su primitiva naturaleza angélica, valeroso, audaz,
inteligente como pocos seres humanos. Me ha hecho creer que ejerce tal
imperio sobre las almas, que las atrae y las cautiva, y las pierde si
gusta. En su mirada hay una luz siniestra que ciega ó extravía. En su
palabra, una música seductora que embelesa los entendimientos y
ensordece la voz del deber en la conciencia. Según mi madre, tu tío es
la maldad personificada, el dechado de la irreligión, un rebelde contra
Dios, de quien conviene apartarse para no contaminarse. En resolución,
cuanto mi madre ha dicho de tu tío debiera infundirme hacia él un odio,
una aversión grandísima. Sé por mi madre que el Comendador es un
réprobo. No hay esperanza de que se salve. Está condenado. Es como
Luzbel. Y, sin embargo, lejos de producir en mí los discursos de mi
madre el horror hacia el Comendador que ella deseaba, tal es mi
perversidad, tan pecaminoso es mi espíritu de contradicción, que han
avivado mis simpatías hacia tu tío. Yo no debiera decírtelo, yo no sé
cómo tengo la desvergüenza de decírtelo. Apenas si á mi confesor le he
dejado entrever algo de lo que siento en el negro abismo de mi corazón.
Pero, si no te lo digo... ¿con quién me desahogo?... Lucía, tú eres mi
mejor amiga... Yo quiero al Comendador de un modo inexplicable. Me
siento arrastrada hacia él. Creo en todas sus maldades porque mi madre
me las ha dicho; y creo que Dios, á quien el Comendador es simpático, se
las va á perdonar, como yo se las perdono. ¿No es una monstruosidad, no
es una aberración este cariño hacia una persona casi desconocida? Yo me
condenaba antes por mi inclinación á D. Carlos, á despecho, á escondidas
de mi madre. Ahora me sucede casi lo mismo que á tí: mi inclinación á D.
Carlos me parece natural. Lo diabólico, lo abominable es mi inclinación
á tu tío. Es un sentimiento tan distinto, que no destruye ni aminora mi
afecto á D. Carlos. Esto prueba mi desordenada índole, mi pecadora y
perturbada manera de ser. No sé con qué pretexto, bajo qué título, con
qué nombre cariñoso he de acercarme á él, hablarle, llegar á su
intimidad, y lo deseo. Cuantas cualidades detestables mi madre le
atribuye, se me antoja que no lo son en él, porque es un ser de superior
natural jerarquía y está exento de la ley común para los demás mortales.

Con la mirada fija, con el semblante no risueño, como le tenía de
costumbre, sino triste y grave, y sin acertar á contestar palabra, oyó
Lucía la inesperada confesión de Clara.

Después de unos instantes de silencio Clara prosiguió:

--Nada me respondes; nada observas; te callas; reconoces que soy un
monstruo. Será amor de otro género, será un sentimiento indefinido, que
carece de nombre en la clase é historia de las pasiones; pero yo quiero
á tu tío y le quiero por esa misma pintura con que mi madre ha procurado
que yo le aborrezca.

Á este punto llegaba Clara, cuando vino á interrumpirla la voz de Doña
Blanca, que decía:

--¡Hija, hija!

Lucía y Clara se estremecieron. Aunque era imposible que Doña Blanca las
hubiese oído, imaginaron por un instante que milagrosamente las había
oído y que iba á terciar en la conversación por estilo terrible.

--¿Qué manda V., mamá? --dijo Clara temblando.

--Agua. Dame un poco de agua. ¡Me ahogo!

Las dos amigas acudieron á la alcoba á dar agua á la enferma. Entonces
notaron con pena y sobresalto que la fiebre había crecido. Las
palpitaciones del corazón de Doña Blanca eran tan violentas, que se
hacían perceptibles al oído.

--¿Qué siente V., señora? --preguntó Lucía...

--Una ansiedad... una fatiga... --respondió Doña Blanca,-- el corazón me
late con tanta fuerza.

Lucía posó suavemente la mano sobre el pecho de Doña Blanca. Entonces
notó con pena que los latidos de su corazón habían perdido el ritmo
natural: eran desordenados y anormales; pero no dijo nada por no asustar
á la paciente y á su hija.

El cuidado que requería Doña Blanca no consintió que prosiguiese el
diálogo entre Clara y Lucía.



XXVIII

Tantos años de pesares y de tormentos habían ido destruyendo la salud de
Doña Blanca. Su tristeza sin tregua; su oculta vergüenza, con la que de
continuo tenía que verse cara á cara, sin poder hallar alivio
comunicándola y confiándose á una persona amiga; sus luchas de compasión
y de desprecio por su marido y de amor y de odio por el Comendador; su
horror del pecado que creía sentir sobre ella y que le pesaba como lepra
asquerosa é incurable; su orgullo ofendido; su temor del infierno, al
que á veces se creía predestinada, y su preocupación incesante de la
suerte de Clara, á quien amaba con fervor y á quien en ocasiones
aborrecía, como vivo testimonio de su más grave falta y de su más
imperdonable humillación, habían influido lastimosamente sobre todos los
órganos de aquella vida corporal.

Doña Blanca hacía mucho tiempo estaba sujeta á frecuentes paroxismos
histéricos. Había momentos en que le parecía que se ahogaba: un
obstáculo se le atravesaba en la garganta y le quitaba la respiración.
Entonces le daban convulsiones que terminaban en sollozos y lágrimas.
Después solía calmarse y quedar por algunos días tranquila, aunque
pálida y débil.

El carácter violentísimo de aquella mujer, exacerbado por la continua
contemplación de una desgracia, que hacía mayor su melancólica fantasía,
la impulsaba á tratar á su marido, á su hija y á muchos de los que la
rodeaban, con un despego, con una dureza cruel, de la que en el fondo
del corazón, que era bueno, se arrepentía ella al cabo, no siendo
fecundo este arrepentimiento sino en nuevos motivos de disgustos y de
amarguras.

La energía de las pasiones había así, poco á poco, fatigado
materialmente el corazón de Doña Blanca, excitándole á moverse con
impulso superior á sus fuerzas. No padecía sólo de las palpitaciones
nerviosas de que daba muestras en aquel instante. Tal vez (los médicos
al menos lo habían afirmado) Doña Blanca tenía una enfermedad crónica en
aquel órgano tan importante.

Á pesar de su cansancio, tal vez el excesivo ejercicio había agrandado y
robustecido de una manera peligrosa aquel activo corazón.

Como quiera que fuese, Doña Blanca hacía tiempo que estaba harta de
vivir.

La única idea, el único propósito, el solo fin que en su vivir estimaba
era el de cumplir un deber terrible: el evitar que su hija heredase á
D. Valentín.

Cuando su hija le prometió con solemne promesa entrar en el claustro, y
cuando después supo, de boca del P. Jacinto, y más tarde de los labios
del mismo D. Fadrique, el rescate de Clara, si bien le rechazó y le
juzgó inútil ya, se tranquilizó, creyendo su propósito cumplido en
cualquier evento, y considerándose desligada del mundo; sin nada que
hacer en él sino atormentarse, y sin razón alguna para desear, estimar y
conservar la vida.

El reposo relativo del espíritu de Doña Blanca cuando pensó haber
hallado la solución de su difícil problema, la hizo caer en una
postración, en una atonía peligrosa. Por otro lado, no obstante, su
imaginación, fecunda en atormentarla, le ofrecía mil motivos de
aflicción y de ira. La generosidad del Comendador humillaba su orgullo,
y por más que trataba de empequeñecerla ó de afear y envilecer sus
causas fingiéndoselas vulgares, absurdas ó caprichosas, dicha
generosidad resplandecía siempre y la ofendía.

La voluntad de Doña Blanca era de hierro: pocas personas más pertinaces
y firmes que ella; pero su espíritu vacilaba y no se aquietaba jamás. La
fuerza de cualquier encontrado pensamiento bastaba á descontentarla de
lo que había hecho, y no bastaba á hacerle cambiar y á moverla á hacer
otra cosa. No producía sino nueva mortificación estéril.

Así es que Doña Blanca percibía vivamente la presión que había ejercido
sobre el alma de su hija, que, sin querer, acaso la había hecho infeliz,
y que su hija iba á encerrarse en un convento, no devota, sino
desesperada. Las rudas acusaciones del Comendador durante la fatal
entrevista, acusaciones contra las cuales se había ella defendido con
valor y tino, terminada aquella lucha de palabras, acudían á su mente
con mayor fuerza, sin que las dijera el Comendador, sin que se pudieran
rechazar merced al calor de la disputa, y labrando en su ánimo como una
honda llaga.

El ardiente amor que el Comendador le había infundido, siendo causa de
que ella se humillase, se había convertido en espantoso aborrecimiento y
sin perder este carácter, sin volver á su ser primero, porque ya no era
posible, porque su alma tenía mucha hiel para poder amar, habíase
recrudecido en su seno durante la entrevista con el hombre que le
inspiraba.

Todos estos dolores, tribulaciones y combates espirituales no es de
maravillar que produjesen en Doña Blanca una enfermedad aguda,
sobrexcitando sus males crónicos.

Poco después de la conversación entre Clara y Lucía, de que acabamos de
dar cuenta, visitaron á la enferma los dos médicos mejores de la
ciudad. Ambos convinieron en que su dolencia era de cuidado. Ambos
reconocieron cierta alarmante alteración en la circulación de la sangre,
que por la fiebre sola no se explicaba. El corazón tenía una actividad,
enfermiza y un excesivo desarrollo. El pulso era vibrante y duro. El
lado izquierdo del pecho de la enferma se estremecía con las
palpitaciones. Un vivo carmín teñía las mejillas de Doña Blanca, de
ordinario pálidas.

Los médicos auguraron mal de éstos y otros síntomas: la principal
dolencia estaba complicada con otras muchas. No hallando, pues, remedio
eficaz por lo pronto, recetaron algunos paliativos, y entre ellos la
digital en pequeñas dosis.

Aunque disimularon bastante la gravedad y el carácter poco lisonjero de
sus observaciones y pronósticos, dejaron á las dos amigas en extremo
afectadas.

Todo aquel día permaneció Lucía al lado de Clara, auxiliándola en sus
faenas y cuidados; pero ya no era ocasión propicia para volver á las
confidencias.

Si bien Clara no volvió á hablar del estado de su alma, sin duda pensaba
en él, según lo preocupada que estaba. Lo que antes de confiarse á Lucía
había ella percibido en imágenes vagas y como borrosas, había adquirido,
en su propia mente, mayor ser, consistencia y determinada figura al
formularse en palabras. Así es que, en medio del afán y del dolor que
por su madre sentía, Clara se atormentaba con la idea de aquella
inclinación hacia un sujeto, á favor del cual, por extraordinario
hechizo, se trocaban en causas y motivos de simpatía y afecto todas las
razones que para aborrecerle le daban.

Lucía, por su parte, también estaba meditabunda y triste en extremo. Su
taciturna tristeza, dado su carácter regocijado, parecía superior á la
pena que pudiera sentir por el mal de Doña Blanca, y aun al mismo
disgusto que los devaneos mentales y los dolores fantásticos de su amiga
debieran causarle.

Don Valentín, combatido por los opuestos sentimientos de la compasión y
del terror que su mujer le inspiraba, seguía viniendo con frecuencia á
informarse del estado de la paciente; pero, en vez de entrar en el
cuarto y asomar la nariz á la alcoba, se quedaba fuera y asomaba sólo al
cuarto la nariz, preguntando á su hija:

--¿Cómo está tu mamá?

Clara respondía: --Lo mismo;-- y D. Valentín se iba.

Fuera de la criada de más confianza, que ya venía á traer un recado, ya
á dar algún auxilio indispensable, nadie más que el P. Jacinto entraba
en la habitación donde se hallaban Clara y Lucía.

Al anochecer subió de punto, llegó á su colmo la agitación febril de
Doña Blanca. El P. Jacinto estaba acompañando á las dos amigas y
asistiendo con ellas á la enferma.

Ésta, que había estado por la tarde soñolienta y postrada, empezó á dar
señales de vivísima exaltación: se quejó de que le dolía la cabeza;
mostró en el semblante cierta movilidad convulsa; pronunció frases sin
orden ni concierto. Lo que más repetía era:

--Vete, Valentín. Déjame, no me atormentes. --Sin duda la enferma tenía
la alucinación de ver á D. Valentín, que allí no estaba.

Así permaneció Doña Blanca hasta cerca de las diez. Entonces se agravó
el mal: el delirio se declaró; estalló con ímpetu.

El cerebro sintió por completo la reacción del mal que la infeliz tenía
en las entrañas. Los pensamientos todos, que durante años la
atormentaban, y que hacía más de treinta horas habían cobrado mayor
brío, se barajaron en tumulto; se rebelaron contra la voluntad, se
hicieron independientes de ella, rompieron todo freno; y, buscando y
hallando maquinal é instintivamente palabras adecuadas en que
formularse, salieron del pecho en descompuestas voces.

Doña Blanca se incorporó en la cama; miró con ojos extraviados á Lucía y
á Clara y al fraile, y habló de esta manera:

--¡Vete, Valentín! ¿Por qué quieres matarme con tu presencia? Mátame
con un puñal... con una pistola. Échame una soga al cuello y ahórcame.
No seas cobarde. Toma la debida venganza.

--Sosiégate, Doña Blanca --interrumpió el fraile, á quien ella se
dirigía como si fuera D. Valentín.--Sosiégate; tu marido está fuera...
Idos, muchachas --añadió, dirigiéndose á las dos amigas.--Dejadme solo
con la enferma, á ver si logro que se sosiegue.

Clara y Lucía, como si estuviesen allí clavadas, no se movieron. Doña
Blanca prosiguió:

--Ten valor y mátame. Tu honra lo exige. Es necesario que mates también
al Comendador. Está condenado. Se irá al infierno y me llevará consigo.

--¡Madre, madre, V. delira! --exclamó Clara.

--No, no deliro --respondió Doña Blanca.-- Y tú, necio --añadió
dirigiéndose al fraile,-- ¿eres ciego? ¿no la ves? --y señalaba con el
dedo á su hija.-- ¡Cómo se le parece! ¡Dios mío! ¡Cómo se le parece! Es
un retrato suyo. ¡Apártate de mi vista, vivo testimonio de mi vergüenza!

Clara, llena de horror y de ansiosa curiosidad á la vez, oía á su madre y
pugnaba por comprender todo él arcano tremendo. Al sonar las últimas
palabras, que iban dirigidas á ella, se cubrió Clara el rostro con ambas
manos.

--Bien puedes estar satisfecha --continuó Doña Blanca.-- Te tenía
olvidada; pero al cabo se acordó de tí é hizo un gran sacrificio. Ya
pagó de antemano lo que has de heredar de mi marido. Te rescató de Dios
para entregarte al mundo. Quédate en el mundo. Tú no puedes ser monja.
La mala sangre del Comendador hierve en tus venas. ¿Cómo dudar que eres
la hija maldita de aquel impío?

Clara, al oir estas últimas palabras, dió un grito inarticulado y cayó
desmayada entre los brazos de Lucía.

Lucía sacó á Clara fuera de la alcoba, sosteniéndola por debajo de los
brazos y tirando de ella.

Doña Blanca, entre tanto, no pudiendo resistir más á la honda emoción,
extenuada, rendida, cayó de nuevo en la cama, con temblor convulso y
rigidez de los tendones, lo cual fué cediendo con lentitud y dando lugar
á un desfallecimiento profundo.

El P. Jacinto acudió entonces á donde estaba Clara, que Lucía había
recostado en un sofá.

Clara volvió en sí del desmayo, exhaló un suspiro y rompió á llorar con
desatado y copioso llanto.

--¡Clara, amiga querida! dijo Lucía.

--Cálmate, niña, cálmate, --exclamó el P. Jacinto.

--¡Dios santo y misericordioso! --dijo Clara.--Tu mano omnipotente me
hiere y me sana al propio tiempo. ¡Pobre madre mía de mi alma! ¡Cuán
infeliz has sido! Y él... ¡ay! él... no puede ser impío y perverso como
tú supones... ¡Ahora comprendo por qué y cómo yo le amaba!



XXIX

La enfermedad siguió su curso ascendente. Tres días después de la escena
que hemos descrito, Doña Blanca estaba tan mal, que no había esperanza
de salvarla.

Su hija y Lucía la habían cuidado, la habían velado con el mayor cariño
y esmero.

Los accesos de delirio se habían renovado con largas intermitencias de
postración.

La cabeza de Doña Blanca se despejó al cabo por completo; pero su estado
era digno de lástima: la respiración, corta y anhelante; la voz,
alterada y ronca; imposibilidad de estar acostada; necesidad de estar
incorporada.

Los médicos declararon al P. Jacinto que había sobrevenido un grave
impedimento á la circulación de la sangre en el mismo corazón, y que, si
crecía el impedimento, se seguiría la muerte.

El padre dejó percibir á Clara aquel terrible pronóstico, con la mayor
delicadeza que pudo, y confesó y administró á la paciente.

En aquel momento supremo, á las puertas de la eternidad, Doña Blanca
depuso la dureza de su genio, su orgullo y su amargura, y no guardó en
el alma sino la fe vivísima, que hizo renacer en ella las esperanzas
ultramundanas y abrió el manantial de las más puras consolaciones.

Doña Blanca llamó á D. Valentín, le abrazó y le suplicó que la
perdonase. D. Valentín, muy afligido y lloroso, y no menos humilde,
contestó que nada tenía que perdonar; que él era el culpado, pues no
había sabido hacer dichosa á una mujer tan santa y tan buena.

El rostro macilento de Doña Blanca se tiñó entonces de ligero rubor. Sus
labios exhalaron un triste suspiro.

Á Clara la llamó á sí Doña Blanca, le dió un beso en la frente, y le
dijo al oído con acento apenas perceptible:

--Di á tu padre que le perdono. Tú, hija mía, sigue los impulsos de tu
corazón. Eres libre. Sé honrada. No te cases si no le amas mucho. Mira
no te engañes. Lo sé todo... Me lo ha dicho el padre Jacinto. Si le amas
y merece tu amor, cásate con él.

Pocos instantes después exhaló Doña Blanca el último suspiro, diciendo
con ahogada y sumisa voz:

--¡Jesús me valga!

El dolor de Clara fué profundo. Silenciosamente lloró la muerte de su
madre.

Lucía lloró también y trató de mitigar con su afecto el dolor de su
amiga.

El P. Jacinto, acostumbrado al espectáculo de la muerte y familiarizado
con ella, cerró piadosamente los ojos y la boca de la difunta, que se
habían quedado abiertos; puso sus manos en cruz, y la extendió en el
lecho.

El débil D. Valentín, cuando vió muerta á su mujer, sintió por un lado
una pena muy viva, porque todavía la amaba; pero, por otro lado, según
aseguran malas lenguas, que siempre están de sobra, advirtió cierto
alivio, cierto desahogo, cierto infame deleite en su alma, como si le
quitaran un enorme peso de encima, como si le libertaran de la
esclavitud. Tan opuestas pasiones, batallando dentro de su nerviosa y
débil constitución, le hicieron romper en risa sardónica. Después se
asustó de sí mismo; se creyó peor de lo que era, tuvo miedo del diablo;
tuvo vergüenza de que Dios, que todo lo ve, viese la sucia fealdad de su
conciencia, y se compungió y amilanó. Acudieron entonces á su memoria
los amores pasados, los dulces días de la ilusión, el tiempo en que su
mujer le quería; y todo ello enterneció por tal arte aquel pecho nada
varonil, que el desgraciado se deshizo en lágrimas, dando sollozos,
gemidos y hasta gritos, moviendo á gran compasión el verle y el oirle.

El P. Jacinto llevó á D. Fadrique la noticia de la catástrofe.

Don Fadrique, retirado en su cuarto, aguardaba siempre con ansiedad
noticias de la enferma. Esta vez, al mirar al P. Jacinto, el Comendador
leyó en su rostro lo que había ocurrido.

--Ha muerto, --dijo el Comendador.

--Ha muerto, --respondió el fraile.

El Comendador no replicó palabra. Inmóvil, de pie, callado, sintió un
dolor mezclado de remordimiento. Dos gruesas y amargas lágrimas rodaron
por sus mejillas.

--Te ha perdonado --dijo el P. Jacinto.

--¡Ah, padre!... yo no me perdono... Me sería menos insufrible en la
memoria el recuerdo de una afrenta no vengada... de una vileza en que yo
hubiese incurrido... de una mancha en mi honor... En cualquiera otro
caso me sería más fácil conciliarme conmigo mismo. Aunque Dios me
perdone... yo no me perdono.



XXX

Á los seis meses de la muerte de Doña Blanca, en pleno invierno, se
reunían todas las noches en torno del hogar, en el piso alto de la casa
del mayorazgo D. José López de Mendoza, á más de su mujer y de su hija
Lucía, el Comendador D. Fadrique, el viudo D. Valentín, Clara y á veces
el padre Jacinto.

El joven D. Carlos de Atienza había estado dos ó tres veces en Sevilla á
ver á sus padres; pero en seguida se había vuelto. Tenía abandonada la
Universidad; no pensaba en los estudios ni en la carrera. Habíase
consagrado enteramente á idolatrar, á consolar, á adorar á Clarita, á
quien ya veía sin dificultad, de diario.

Don Fadrique y el P. Jacinto iban y venían á Villabermeja; pero estaban
más tiempo en la ciudad.

La donación de los bienes de D. Fadrique se había hecho en toda regla y
con el posible sigilo.

Don Fadrique vivía modestamente de su paga de oficial retirado.
Habitaba, no obstante, en Villabermeja la casa del mayorazgo, alhajada
con los preciosos muebles que trajo cuando vino.

El carácter de D. Fadrique no había cambiado, pero se había modificado.
Su optimismo natural sufría interrupciones frecuentes. Negra nube de
tristeza ofuscaba á menudo el resplandor de su abierta y franca
fisonomía.

Aunque el dolor por la muerte de Doña Blanca se había ido mitigando en
todos aquellos corazones, Clara la recordaba con ternura melancólica, y
el Comendador con cariño y con penoso arrepentimiento á la vez.

Sólo D. Valentín, que comía como un buitre, y que había engordado, y no
hallaba quien le riñese ni quien le dominase, se creía en la obligación
de llorar cuando menos ganas tenía. Entonces la consideración de aquello
á que se juzgaba obligado, y el ver que no le salían de adentro la
aflicción y el lloro, le compungían de nuevo y producían en él el
prurito y el flujo. D. Valentín era un mar de lágrimas dos ó tres veces
por semana.

Clara, viendo ya á todas horas á D. Carlos y á D. Fadrique, había
penetrado la diferencia de los afectos que á ambos la ligaban, y cada
día los hallaba más compatibles. El Comendador le inspiraba cada día más
veneración, ternura y gratitud por su sacrificio generoso. D. Carlos le
parecía cada día más agraciado, bello, enamorado, ingenioso y poeta.

Pasaron así algunos meses más. Vino la primavera. Llegó el verano.
Solemnizóse el primer aniversario de la muerte de Doña Blanca con llanto
y con misas y otras devociones.

El escrúpulo de faltar á la promesa de ser monja se borró al fin de la
mente de Clarita. Su madre, al morir, la había absuelto de la promesa.
El amor inspirado y sentido la excitaba á no cumplirla. El bueno del P.
Jacinto, confesor de Clarita, le aseguraba que la promesa era nula.

Clarita al cabo la anuló, haciendo otra promesa dulcísima para D.
Carlos. Le prometió darle su mano, confesándole al fin que le amaba.

Una alambicada cavilación había detenido á Clara en dar el sí á D.
Carlos. Clara juzgaba probable que D. Casimiro muriese sin sucesión y
que alguna parte de los bienes del rescate viniese á ella; pero hasta
esta duda, que si bien delgada y sutil, la mortificaba, se disipó del
todo.

Nicolasa, ó mejor dicho, la señora Doña Nicolasa Lobo de Solís, esposa
legítima de D. Casimiro, dió á luz un robusto infante.

Cuando el Comendador, al volver un día de Villabermeja, trajo esta
noticia, fué Lucía la primera persona á quien se lo comunicó.

--Calle V., tío --exclamó la muchacha;-- de seguro que el niño de D.
Casimiro será un escomendrijo; parecerá un gazapillo desollado.

--No, sobrina --contestó el Comendador;-- el recién nacido Solís es
fuerte como un becerro.

Así era la verdad, según hemos sabido después. El primogénito de los
Solises parecía, no un becerro, sino un toro.

Don Casimiro era el varón más bienaventurado de la tierra. Estaba lleno
de satisfacción y de orgullo de verse tan amado de su mujer, y de tener
por hijo á un Hércules tebano, sin pensar en el Saturnio y sin mirarse
como Anfitrión, pues ignoraba la mitología.

El tío Gorico, desde el casamiento de Nicolasa, había empezado á pugnar
porque le llamasen Don Gregorio; habíase jubilado del oficio de Abraham
y del de pellejero, y no se empleaba más que en beber aguardiente y
rosoli, y en ponderar la ventura y la grandeza de su hija, sus virtudes
y la vida beata que daba á su ilustre esposo.

Después del bautismo de la criatura, iba el tío Gorico de casa en casa,
refiriendo el júbilo de su yerno, quien ya se volvía hacia la cama donde
estaba Nicolasa, ya hacia la cuna donde estaba el niño, y ya se paraba á
igual distancia de la cama y de la cuna, y exclamaba, levantando las
manos al cielo:

--¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Qué he hecho yo para ser tan dichoso?

En efecto, la dicha pudo más que D. Casimiro, y pronto le hundió en la
sepultura.

Aunque sea adelantar los sucesos, se dirá aquí que la viuda llevó una
vida retirada, sin recibir ni tratar, durante un año, sino al platónico
Tomasuelo, y que tuvo dos gemelos postumos, los cuales, si el
primogénito merecía llamarse Hércules, no merecían menos pasar por
Castor y Pólux.

La rectitud de la conciencia de Doña Blanca y sus severos fallos,
hallando un leal y decidido ejecutor en D. Fadrique, daban así sus
resultados naturales, proporcionando pingüe herencia á aquellos
mitológicos angelitos, vástagos lozanos de la familia de Solís.

Como quiera que fuese, toda persona delicada y noblemente orgullosa no
repara en las bajezas y bellaquerías del vulgo de los mortales y en la
utilidad que proporcionan: no acepta jamás, sino en sentido irónico y de
burla, la picaresca sentencia de la fábula:

        "Tómelo por su vida: considere
        Que otro lo comerá, si no lo quiere."

Así es que D. Fadrique se reía de las consecuencias de su
desprendimiento, y no por eso dejaba de aplaudirse de haberle tenido. Lo
que á él le importaba era que su pura y hermosa hija no disfrutase de
nada que no fuese suyo ó por lo que en compensación no hubiera él dado
lo equivalente con usura.

La boda de Clara y D. Carlos de Atienza se celebró al cabo en un bello
día del mes de Octubre de 1795, año y medio después de morir Doña
Blanca.

Los padres de D. Carlos vinieron de Sevilla para asistir á la boda.

Los desposados se quedaron á vivir en la ciudad donde ha sido la escena
de nuestra historia.

Durante el año y medio, que tan rápidamente hemos recorrido, el
Comendador había vivido, ya en Villabermeja, ya en la ciudad en casa de
su hermano; pero más en la ciudad que en Villabermeja.

El afecto hacia Clara le atraía á la ciudad; pero, como Clara andaba muy
distraída en sus amores y era muy dichosa, no consolaba tanto las
melancolías del Comendador como su rubia sobrina.

Ésta era la que llamaba al Comendador cuando se tardaba en volver de
Villabermeja; la que más le escribía diciéndole que viniese, y la que le
enviaba recados con el mulero y con el aperador para que dejase la
soledad bermejina.

Como Lucía estaba ya enterada de todos los secretos de su amiga Clara, y
como tampoco ocurrían cosas importantes, no había motivo ni pretexto
para acudir á cada momento al tío, preguntándole, como en otro tiempo,
qué había de nuevo. En cambio Lucía, libre ya de los cuidados en que la
suerte de su amiga la había tenido, sintió despertarse en su alma la más
viva curiosidad científica. La astronomía y la botánica, que antes la
enojaban cuando había secretos de Clara que ansiaba penetrar, la
entusiasmaban ahora extraordinariamente, y nunca se cansaba de oir las
lecciones que su tío le daba, excitado por ella. No había lección que no
le pareciese corta. No había misterio de las flores que no quisiese
descubrir. No había estrella que no quisiese conocer.

La discípula ponía en grandes apuros al maestro, porque si se trataba
del movimiento de los astros, de su magnitud, de la distancia á que se
hallaban de la tierra y de otras afirmaciones por el estilo, ella quería
saber la razón y el fundamento de las afirmaciones, y D. Fadrique
hallaba disparatado y hasta absurdo enseñar las matemáticas á una
sobrina tan guapa, tan alegre y graciosa; y, por el contrario, si se
trataba de flores, Lucía quería que le explicase su tío lo que era la
vida y lo que era el organismo, y aquí el Comendador hallaba que no
había ciencia que respondiese á las matemáticas y que explicase algo.
Sin querer se encumbraba entonces á una filosofía primera y fundamental,
y Lucía le escuchaba embebecida, y, como vulgarmente se dice, metía
también su cucharada, porque de filosofía habla, en queriendo, y no
habla mal, toda persona de imaginación y viveza.

En suma, Lucía se iba haciendo una sabia. Mientras más aprendía, más iba
creciendo su afición y su empeño de saber. Las lecciones y conferencias
duraban horas y horas.

El Comendador se acostumbró de tal suerte á aquel dulce magisterio, que
el día en que no daba lección le parecía que no había vivido.

Sus días de Villabermeja fueron disminuyendo, y alargándose cada vez más
los que pasaba con la discípula.

Siempre que volvía de Villabermeja, el Comendador traía á su discípula
libros de su biblioteca, flores y plantas de su huerto, y pájaros que
cazaba vivos. Lucía gustaba mucho de los pájaros, y, merced al
Comendador, no había ya casta de aves en toda la provincia, ora de paso,
ora permanentes, de que Lucía no tuviese un par de muestra en su
pajarera.

Notado todo esto por Clara y D. Carlos, daba ocasión á bromas inocentes,
pero que turbaban algo al Comendador y que ponían á Lucía colorada como
la grana.

Los novios hablaban á Lucía con cierto retintín de su excesivo amor á la
ciencia.

En fin, aunque el Comendador y Lucía no se hubieran dado, ni hubieran
querido darse cuenta de lo que les pasaba, Clara y D. Carlos les
hubieran hecho reflexionar, pensar en ellos mismos y despejar la
incógnita.

El Comendador y Lucía, á pesar de la diferencia de edad, estaban
perdidamente enamorados el uno del otro.

Lucía admiraba en su tío la discreción, la nobleza de carácter, el saber
y la elegancia natural del porte y de los modales. Le encontraba
hermoso, de varonil hermosura, y no le parecía posible que hubiese otro
tal hombre como él en todo el mundo.

Á D. Fadrique le parecía Lucía tan bonita, tan buena y tan inteligente
como Clara, que era todo cuanto él podía encarecer la alabanza, allá en
su pensamiento. La alegría de Lucía concordaba además muchísimo mejor
con el carácter del Comendador que la seriedad un poco triste que Clara
había heredado de su madre.

El Comendador, que al fin no era una criatura inexperta, conoció pronto
que amaba á Lucía y que de ella era amado; pero, pensando en su edad y
en el idilio de D. Carlos, no se atrevía á declarar su amor, si bien le
manifestaba con su constante solicitud en servir á Lucía.

Ella no atinaba, entre tanto, á comprender la timidez del Comendador, á
quien juzgaba enamorado.

De aquí que se dijesen toda clase de requiebros y finezas, que
literalmente podrían tomarse por efecto de amistad tiernísima, pero que
ocultaban el fervoroso espíritu de verdadero amor.

Don Fadrique, á más de sus años, creía tener otro inconveniente, que en
su delicadeza no le permitía aspirar á ser amado de Lucía. Este otro
inconveniente era su pobreza; pero Lucía, precisamente por esa pobreza y
por el motivo que la había causado, amaba y admiraba más al Comendador.
El descuidado desdén, la alegre calma y el nada trabajoso ni lamentado
abandono con que D. Fadrique se había desprendido de más de cuatro
millones, valían más de mil en la poética y generosa mente de Lucía.

Ésta llegó á veces á preguntar á su tío (sabido es que tenía el defecto
de ser muy preguntona) que por qué no se casaba.

Cuando el tío le contestaba que porque era viejo, Lucía le aseguraba que
era mozo ó que estaba mejor que los mejores mozos. Cuando el tío
contestaba que porque era pobre, Lucía afirmaba que la paga de oficial
retirado era más que suficiente; que además la chacha Ramoncica estaba
poderosísima con lo que había ahorrado, é iba á dejarle por heredero, y
que, por último, podía casarse con una rica.

Todo esto lo decía Lucía con mil rodeos y disimulos; pero el Comendador,
si bien lo comprendía, juzgaba aún que ella podía engañarse y tomar por
amor otros sentimientos de respeto y afección casi filial; por donde no
hallaba justo ni honrado prevalerse tal vez de una alucinación de
aquella linda muchacha para lograr lo que consideraba una felicidad para
él.

En esta situación se hallaban Lucía y el Comendador la noche en que se
celebró la boda de Clara y de D. Carlos en casa de D. Valentín.

El Comendador estuvo alegre, aunque hondamente conmovido, en aquella
solemne ocasión, en que una persona tan querida de su alma se unía con
lazo indisoluble al hombre que debía hacerla dichosa.

Don José y Doña Antonia se volvieron temprano á su casa.

Lucía permaneció al lado de Clara hasta más tarde. También se quedó con
ella el Comendador.

Juntos y solos volvieron ambos á la casa. La noche estaba hermosísima,
la calle silenciosa y solitaria, el ambiente tibio y perfumado, el,
cielo lleno de estrellas y sin luna.

Lucía iba callada, contenta, pensado en la ventura de su amiga.

No estaba D. Fadrique menos soñador é imaginativo.

El tránsito de una casa á otra era cortísimo; pero, sin reflexionar, le
alargaron ellos, parándose en medio de la calle y contemplando la bóveda
inmensa del firmamento, como si quisiesen interrogar á las eternas
luces, que allí fulguraban, sobre la suerte de los recién casados y
quizá sobre la propia suerte.

Lucía, dando un suspiro, dijo al fin:

--¡No lo dude V... serán muy felices!

--Alégrate sólo y no estés envidiosa --respondió el Comendador;-- tú
hallarás también un hombre que te merezca, que te ame y á quien ames tú
con toda la energía de tu corazón.

--No, tío, no me amará --replicó Lucía.-- Yo soy muy desgraciada.

Y Lucía suspiró de nuevo. El Comendador, á la dulce y escasa luz de los
astros, vió entonces que corrían dos hermosas lágrimas por las mejillas
de Lucía. La luz de los astros se quebraba en aquellos líquidos
diamantes y daba reflejos de iris.

El Comendador no fué dueño de sí mismo. Acercó su rostro al de Lucía y
puso los labios en una de aquellas lágrimas. Luego exclamó:

--¡Te amo!

Lucía no contestó palabra. Echó á andar hacia su casa; llamó, abrieron,
y entró seguida del Comendador.

Al llegar á la escalera, se volvió y le dijo:

--Buenas noches, tío. Adiós, hasta mañana. Mamá me estará aguardando.

El Comendador puso la cara más afligida del mundo, viendo que tan
secamente respondía la muchacha, ó mejor dicho, no respondía á su
repentina y vehemente declaración.

Ella se apiadó entonces, sin duda, y añadió sonriendo:

--Hable V. mañana con mamá...

--¿Y qué?... --interrumpió D. Fadrique.

--Y pida V. la licencia á Roma.

Dicho esto, muy avergonzada, pero muy satisfecha, Lucía subió á brincos
la escalera, y dejó al Comendador no menos contento que ella iba.

Cuando supo Clara que Lucía y el Comendador habían decidido casarse, se
alegró en extremo.

Don Carlos de Atienza compartió la alegría de su mujer, y recordando que
debía una especie de satisfacción al Comendador, el cual se había creído
aludido cuando le oyó leer el idilio contra el viejo rabadán, compuso
otro idilio en defensa de un rabadán no tan viejo y en alabanza del amor
de los rabadanes.

Este segundo idilio, que viene á ser como la palinodia del primero, se
conserva aún en los archivos de Villabermeja, de donde mi amigo D. Juan
Fresco me ha remitido copia exacta y fidedigna, que traslado aquí para
terminar. El idilio es como sigue:

        IDILIO

        En la vid, con sus pámpanos lozana,
        Relucen cual topacio los racimos.
        Quita lluvia temprana
        Al alma tierra la aridez estiva,
        Y los frutos opimos
        Medran con nuevos jugos en la oliva
        Y en el almendro que entre riscos brota.
        Recobra el claro río
        El caudal que perdiera en el estío;
        Y el áspera bellota
        Se madura y endulza entre el pomposo
        Follaje, donde el viento,
        Para las gentes de la edad primera,
        Con fatídico acento
        La voluntad de Júpiter dijera.
        No como en primavera
        El campo está de flores matizado;
        Que el labrador cansado
        En las flores cifraba su esperanza,
        Y ora en cosecha sazonada alcanza
        El premio de su afán y su cuidado.
        Embalsama el membrillo con su aroma
        Los céfiros ligeros;
        Y en el limón y en la madura poma,
        Y en los sabrosos peros
        El oro luce y el carmín asoma.
        Que brillaron en rosas y alelíes;
        Mientras, por celos de su flor, empieza
        Á romper la granada su corteza,
        Descubriendo un tesoro de rubíes.
        Con la otoñal frescura
        Nace la nueva hierba, y su verdura
        La palidez de los rastrojos cubre.
        Serena está la esfera cristalina,
        Y hacia el rojo Occidente el sol declina
        En una hermosa tarde del Octubre.
        Filis, la pastorcilla soñadora,
        Bella como la luz de la alborada,
        Abandonando ahora
        Su tranquila morada,
        Va de las ninfas á la sacra gruta;
        Y en vez de flores, por presente lleva
        Un canastillo de olorosa fruta.
        Con que á vencer la resistencia prueba
        Que hacen á sus amores
        Las Ninfas que en el suelo
        Á Cupidos traviesos y menores
        Dan vida y ser contra el amor del Cielo.
        No bien el antro con su planta huella,
        Donde reinan las sombras y el reposo,
        Con terror religioso
        Se estremece la tímida doncella.
        Su presente coloca
        De las silvestres Ninfas en el era.
        Y altas razones de prudencia rara,
        Que pone el Numen en su fresca boca,
        Con esmerada concisión declara:
        "Ninfas, no os ofendáis de mi desvío;
        No déis vuestro favor á los zagales
        Que cautivar pretenden mi albedrío.
        Son como los rosales,
        Que lucen mucho en la estación florida
        Y dan amarga fruta desabrida.
        De su orgullosa mocedad el brío
        Apetece y no ama;
        Y con enojo en sus palabras leo
        Que poética llama
        Ni ennoblece ni ilustra su deseo;
        Y que el conato que imprimió natura
        En todo ser viviente,
        No se acrisola allí ni se depura
        Del Cielo con la luz resplandeciente.
        Ya sé que los Cupidos,
        Vuestros hijos queridos,
        Dan á la tierra su vil tud creadora;
        Mas el amor, que en el Empíreo mora.
        Esa misma virtud en ellos vierte,
        Y difunde do quier su vida arcana,
        Vencedora del mal y de la muerte.
        Pues bien; la que se afana
        Los misterios ocultos y supremos
        Por saber de este Amor, ¿lograrlo puede
        Con un zagal sencillo y sin doctrina?
        Las que tesoro tal gozar queremos,
        ¿No es mejor que busquemos
        Al varón sabio á quien el Dios concede
        El vivo lampo de su luz divina?
        Por esto, Ninfas, á mi Irenio adoro:
        Como en arca sagrada,
        Guarda dentro del alma inmaculada
        Del Amor el tesoro;
        Y arde su llama bajo el limpio hielo
        Con que el tenaz trabajo de la mente
        Corona ya su frente,
        Como corona el cano Mongibelo.
        Así Irenio recobra por la ciencia
        Lo que roba del tiempo la inclemencia.
        ¡Cuánto zagal con incansable mano
        Toca el rabel en vano
        Por carecer de gracia y maestría;
        Mientras que Irenio, con su blando tino
        Y su plectro divino,
        Produce encantadora melodía,
        Y hace sentir al alma lo que quiere,
        No bien la cuerda hiere!
        Si el zagal inexperto
        Persigue al perdigón en la carrera,
        Ó le pierde ó le coge medio muerto;
        Mas la diestra certera
        Pone Irenio prudente
        En el oculto nido,
        Do el pájaro reposa con descuido,
        Y su pluma naciente
        Sin destrozar, sus alas no fatiga,
        Y le aprisiona al fin para su amiga.
        Ni resplandece menos el ingenio
        Del doctísimo Irenio
        En componer cantares
        Y en referir historias singulares.
        Cuando me alcanza de la rama verde
        La tierna nuez, la alloza delicada,
        Elige lo mejor, sin tronchar nada.
        Cuando algún corderillo se me pierde,
        El le busca y á casa me le lleva;
        Y de continuo me regala y prueba
        Su cariño sincero,
        Ó haciendo con esmero
        De los huesos de guinda
        Ya un barquichuelo, ya una cesta linda.
        Ó enseñando á sacar á mi jilguero
        El alpiste menudo
        De entre mis labios con su pico agudo.
        Tan sólo me perturba y me desvela
        Que Irenio á veces con el alma vuela
        Por donde de su amor terreno dudo.
        Pero si Irenio de verdad me amara,
        Mayor triunfo sería
        El lograr la victoria,
        No de pastoras de agraciada cara,
        Sino de la poesía,
        De la ciencia, del arte y de la gloria."
        Irenio á Filis, escondido, oía;
        Y apareciendo y dándole un abrazo,
        Dijo con modestísima dulzura:
        "Este amoroso lazo,
        Que labra mi ventura,
        En vano, Filis, explicar pretendes
        Con tus alambicadas discreciones.
        ¡Ay, candorosa Filis! ¿No comprendes
        Que, á pesar del saber que en mi supones,
        Amor no te infundiera
        Tu rabadán si muy anciano fuera?
        Cuando mi amor al del zagal prefieres
        Por viejo no, por rabadán me quieres."



Madrid, 1876.

ACABÓSE DE IMPRIMIR ESTE LIBRO EN LA IMPRENTA ALEMANA EN MADRID Á XXXI
DÍAS DE AGOSTO DE MCMVI AÑOS





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