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Title: Juanita La Larga
Author: Valera, Juan, 1824-1905
Language: Spanish
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*** Start of this LibraryBlog Digital Book "Juanita La Larga" ***


JUAN VALERA



JUANITA LA LARGA

PROLOGO DE PAULINO GARAGORRI

SALVAT EDITORES, S.A.

1982 Salvat Editores, S.A.
Impreso en:
Gráficas Estella, S.A. Estella (Navarra)-1983
I.S.B.N. 84-345-8003-9 (obra completa)
I.S.B.N. 84-345-8011-X (tomo 8)
Depósito Legal: NA-40-1983
Printed in Spain
Edición Integra especialmente autorizada
para BIBLIOTECA BÁSICA SALVAT



PROLOGO


Don Juan Valera no fue solamente novelista. Escribió mucho, Algo de
todo, según reza el título de uno de sus libros, y lo hizo a despecho de
vacilaciones y desengaños. «Varias veces me di ya por vencido, y hasta
por muerto; mas, apenas dejé de ser escritor, cuando reviví como tal
bajo diversa forma. Primero fui poeta; luego periodista; luego crítico;
luego aspiré a filósofo; luego tuve mis intenciones y conatos de
dramaturgo, y al cabo traté de figurar como novelista.... Bajo esta
última forma es como la gente me ha recibido menos mal; pero, aun así,
no las tengo todas conmigo.» Hoy, Valera es un autor clásico reconocido
en toda historia de nuestra literatura, pero la frase final de la cita
transcrita no es sólo fórmula de buena crianza para evitar la propia
ponderación, sino confidencia íntima de un hombre que ha corrido mucho
pero sin asiento ni rumbo seguro. Pues, además de tantear la carrera de
escritor, cultivando tan diversos géneros literarios, empeñó su tiempo
en otras profesiones. En su larga vida (muere cumplidos los ochenta y
uno) residió muchos años fuera de España--en Nápoles, Lisboa, Río,
Dresde, Moscú, Francfort, Washington, Bruselas, Viena--, con cargos
diplomáticos que le confería o retiraba el Gobierno según estuviese
regido por amigos o enemigos políticos. Y él quiso y logró intervenir
activamente en la política, como diputado en varias legislaturas, y aun
llegó a Subsecretario de Estado, pero por muy poco tiempo y al favor de
la Revolución de Septiembre de 1868, tan gloriosa como fugaz. Tenía,
además, algo de hacienda propia, heredada, en tierras de Córdoba, con lo
que a veces salía de apuros y otras se veía envuelto en obligaciones.
Casó ya cuarentón con una joven a la que doblaba en edad y cuyo
carácter resultó poco acordado a sus gustos. «Mi casa--escribe a un
amigo--es el rigor de las desdichas. No me ha valido la posición que
aquí tengo (de embajador, en Lisboa), los dineros, tal vez más de lo
conveniente, que gasto, ni nada, para que mi mujer esté alegre y
satisfecha y no me muela.... En suma, yo estoy archifastidiado. No se
case usted nunca. Razón tuvo la Iglesia católica en establecer el
celibato para los clérigos, y clérigos somos usted y yo» (Valera se
dirigía a Menéndez Pelayo). Su vida fue, pues, movediza, con paréntesis
y alternativas, y a los giros de la biografía personal hay que sumar los
grandes cambios que en la sociedad española le tocó presenciar y
compartir, desde el siniestro Fernando VII--nació en 1824--a las
frivolidades de don Alfonso XIII--muere en 1905--. Sufrió, además,
algunos pesares acerbos: la muerte de su hijo primogénito y predilecto,
cuando él estaba lejos y solo, en Washington; el caso de una distinguida
joven americana tan perdidamente enamorada, cuando él tenía cumplidos
los sesenta años, que se suicidó al abandonar Valera aquellas tierras.
Y, sin embargo, creo difícil hallar en toda la literatura castellana un
autor que pueda ofrecer tantas páginas risueñas, divertidas y penetradas
por un amor a la vida que anega las desventuras y limitaciones
inevitables en una comprensión optimista que, al cabo, valora más la
complacencia en lo realmente existente que en los defectos y ausencias
que se echan de menos. No es que don Juan Valera fuese hombre bondadoso
y contentadizo; por el contrario, sus dotes de crítico, su inteligencia
penetrante e irónica fueron superlativas, aunque embozadas, porque el
tiempo que le tocó vivir lo requería. Pero siempre el _panfilismo_--el
«amor a todo»--, como él decía, sobrenada en sus páginas. Y
principalmente en su labor, tardía, de novelista.

Las novelas de Valera aparecen en dos etapas. En la primera, en los
cinco años que median entre 1874 y 1879, se publican _Pepita Jiménez_,
_Las ilusiones del doctor Faustino_, _El comendador Mendoza_, _Pasarse
de listo_ y _Doña Luz_, en una racha de excepcional intensidad; tenía
Valera por entonces entre cincuenta y cincuenta y cinco años, y en la
dedicatoria que antepuso a _El comendador Mendoza_ figuran las
confidencias que cité al comienzo. De haber continuado a ese aire, don
Juan Valera hubiese escrito tanto como Galdós--el más grande de los
novelistas españoles, y no sólo en cantidad--y su vida y su obra serían
otras. Mas, a pesar del esfuerzo del autor y de la benévola aceptación
del público, las cuentas domésticas no cuadraban, se acentuaba la
«escasez de metales preciosos» y, al amparo de otra oportunidad, Valera
volvió a la diplomacia. Son los años de Lisboa, Washington, Bruselas,
Viena. En Viena cumplirá los setenta años, pero al siguiente sale
Sagasta y entra Cánovas al Gobierno, y Valera se considero obligado a
dimitir del que sería su último cargo. Vuelto a Madrid, de nuevo se pone
seguidamente a escribir, o a dictar al amanuense cuando pierde la vista,
y continuará sin tregua hasta el fin de sus días. En esta última etapa,
su primer libro será, precisamente, Juanita la Larga (1895); luego
_Genio y figura_ (1897) y _Morsamor_ (1899), además de componer otros
varios libros, y aun otra novela, de edición póstuma e inacabada, _Elisa
la malagueña_.

Las novelas fueron, pues, frutos tardíos en la vida de Valera y
resultado de dos etapas distantes y relativamente breves. Sin embargo,
su inspiración no procedía de factores azarosos ni circunstanciales. En
rigor, y salvando las excepciones que lo confirman, cabe decir que una y
otra vez Valera escribió y reescribió principalmente una sola novela, la
biografía de un determinado tipo de mujer, situada en un ambiente que no
procede de experiencias en tierras y con gentes extrañas, ni siquiera en
Madrid, sino el de su tierra natal, la ciudad de Cabra, y el municipio
próximo de Doña Mencía; en ambos lugares es donde sus padres tenían
alguna propiedad y él pasó en ellos su infancia y mocedad. Luego los
visitó poco, pero abrigó siempre el propósito de retirarse a Cabra solo
y con sus libros, a escribir y leer, y ocupar así sus postrimerías. Unas
estancias con ocasión de la vendimia, en torno al año 72, debieron
refrescarle emociones y sucesos vividos, y de ese renacimiento de
impresiones añejas salió precisamente la primera racha de sus novelas.
Para la segunda bastaron los recuerdos. Otro elemento se reitera
igualmente en sus novelas: el amor, difícil, entre el varón bastante
maduro y la mujer todavía en agraz.

Entre las páginas más felices de Valera figuran las que título La
cordobesa, descripción y análisis precioso de la mujer de su tierra.
Pues bien, el héroe de sus novelas es precisamente una serie de
cordobesas a las que vemos vivir en el marco andaluz y lugareño que les
presta sus gracias y sus límites. Las novelas de Valera están llenas de
detalles, sin duda observados en la realidad, y no sólo detalles de
objetos y lugares, sino de gentes y aun personas reales. Sin embargo,
Valera, al explayarse en el plano teórico, solía insistir en los
ilimitados fueros de la fantasía y en la postura del arte por el arte.
Frente al naturalismo zolesco y frente a otros realismos más castizos,
estimaba que la novela no ha de recluirse en lo verosímil ni contener
una intención moralizante. Mediante esas afirmaciones amparaba, además,
a sus propias novelas, en las que presumía de libre invención y libres
de tesis. Pero, aludiendo en particular a Juanita la Larga, escribía:
«No sé si este libro es novela o no. Lo he escrito con poquísimo arte,
combinando recuerdos de mi primera mocedad y aun de mi niñez, pasada en
tal o cual lugar de la provincia de Córdoba. A fin de tener Ubre campo
en que fingir una acción, no determino el lugar en que la acción pasa e
invento uno, dándole nombre supuesto; pero yo creo que los usos y
costumbres, los caracteres, las pasiones y hasta los lances de mi relato
han podido suceder, naturalmente, y tal vez han sucedido, siendo yo, en
cierto modo, más bien historiador fiel y veraz que novelista rico de
imaginación y de inventiva. Si no fuese porque ahora está muy de moda
este género de novelas, copia exacta de la realidad y no creación del
espíritu poético, yo daría poquísimo valor a mi obra. No lo tiene
tampoco porque trate de demostrar una tesis metafísica, psicológica,
social, política o religiosa. Juanita la Larga no propende a demostrar
ni demuestra cosa alguna. Su mérito, si lo tuviese, ha de estar en que
divierta.» Y todavía agrega: «Mi libro puede considerarse como un espejo
o reproducción fotográfica de nombres y de cosas de la provincia en que
yo he nacido.» Es decir, que, al cabo, en esta obra de plena madurez,
reconoce el predominio de la vena realista, pero mantiene que en ella no
pretende demostrar nada oculto ni reservado.

Y, sin embargo, la aventura reiteradamente encarnada en ese determinado
tipo de mujer que Valera, se complace en describir y animar constituye,
a mi entender, una tesis y su viviente demostración. Contra el pesimismo
y el determinismo propios del naturalismo, Valera nos mostrará un mundo
en el que la libre decisión y el optimismo alcanzan el triunfo. Todas
sus heroínas tienen algo grave--a los ojos de la sociedad de su
tiempo--que hacerse perdonar. Y lo que Valera nos muestra es, por así
decirlo, de lo que es capaz una mujer si tiene resolución y buenas
hechuras. Pobreza extrema y vileza de nacimiento cierran el horizonte
de Juanita, hija de Juana la Larga, y le prohíben, por ejemplo, vestirse
de seda, mas se trata de una criatura indómita y... el lector va a verla
actuar por sí mismo en las páginas que siguen, y no debo adelantarle las
sorpresas que le esperan. Pero Valera profesaba ciertamente la religión
del arte, y esa y otras tesis se hacen casi invisibles tras las
peripecias de los personajes y la prosa admirable que constituye su
sobrehaz y su atractivo.

Es opinión compartida--a la que, en esta oportunidad, me sumo--que
_Juanita la Larga_ es la mejor entre las novelas que escribió Valera. La
multiplicidad de los personajes con relieve en la trama, sin mengua del
protagonismo de la heroína; las sucesivas transformaciones de la
situación, que sin interrupción reinician y amplían la historia; el
razonable reparto de bondad y malicia entre los que hacen el
papel--inevitable--de buenos y malos; la perfección que alcanzan algunos
de los clisés, ya ensayados por el autor en anteriores producciones, son
algunas de entre las razones que lo justifican, y a las que me cabe
aludir en las contadas líneas de este prólogo.

_PAULINO GARAGORRI_



I


Cierto amigo mío, diputado novel, cuyo nombre no pongo aquí porque no
viene al caso, estaba entusiasmadísimo con su distrito y singularmente
con el lugar donde tenía su mayor fuerza, lugar que nosotros
designaremos con el nombre de Villalegre. Esta rica, aunque pequeña
población de Andalucía, estaba muy floreciente entonces, porque sus
fértiles viñedos, que aún no había destruido la filoxera, producían
exquisitos vinos, que iban a venderse a Jerez para convenirse en
jerezanos.

No era Villalegre la cabeza del partido judicial, ni oficialmente la
población mas importante del distrito electoral de nuestro amigo; pero
cuantos allí tenían voto estaban tan subordinados a un grande elector,
que todos votaban unánimes y, según suele decirse, volcaban el _puchero_
en favor de la persona que el gran elector designaba. Ya se comprende
que esta unanimidad daba a Villalegre, en todas las elecciones, la más
extraordinaria preponderancia.

Agradecido nuestro amigo al cacique de Villalegre, que se llamaba don
Andrés Rubio, le ponía por las nubes y nos le citaba como prueba y
ejemplo de que la fortuna no es ciega y de que concede su favor a quien
es digno de él, pero con cierta limitación, o sea sin salir del círculo
en que vive y muestra su valer la persona afortunada.

Sin duda, don Andrés Rubio, si hubiera vivido en Roma en los primeros
siglos de la era cristiana, hubiera sido un Marco Aurelio o un Trajano;
pero como vivía en Villalegre y en nuestra edad, se contentó y se
aquietó con ser el cacique, o más bien el cesar o el emperador de
Villalegre, donde ejercía mero y mixto imperio y donde le acataban todos
obedeciéndole gustosos.

El diputado novel, no obstante, ensalzaba más a otro sujeto del
distrito, porque sin él no se mostraba la omnipotencia bienhechora de
don Andrés Rubio. Así como Felipe II, Luis XIV, el papa León X y casi
todos los grandes soberanos han tenido un ministro favorito y constante,
sin el cual tal vez no hubieran desplegado su maravillosa actitud ni
hubieran obtenido la hegemonía para su patria, don Andrés Rubio tenía
también su ministro que, dentro del pequeño círculo donde funcionaba,
era un Bismarck o un Cavour. Se llamaba este personaje don Francisco
López y era secretario del Ayuntamiento, pero nadie le llamaba sino don
Paco.

Aunque había cumplido ya cincuenta y tres años, estaba tan bien
conservado que parecía mucho más joven. Era alto, enjuto de carnes, ágil
y recio, con poquísimas canas aún, atusados y negros los bigotes y la
barba, muy atildado y pulcro en toda su persona y traje, y con ojos
zarcos, expresivos y grandes. No le faltaba ni muela ni diente, que los
tenía sanos, firmes y muy blancos e iguales.

Pasaba don Paco por hombre de amenísima y regocijada conversación,
salpicada de chistes con que hacía reír sin ofender mucho ni lastimar al
prójimo, y por hábil narrador de historias, porque conocía perfectamente
la vida y milagros, los lances de amor y fortuna y la riqueza y la
pobreza de cuantos seres humanos respiraban y vivían en Villalegre y en
veinte leguas a la redonda.

Esto, en lo tocante al agrado. Para lo útil, don Paco valía más: era un
verdadero factótum. Como en el pueblo, si bien había dos licenciados y
tres doctores en Derecho, eran abogados _Peperris_, o sea, de secano,
todos acudían a don Paco, que rábula y jurisperito, sabía más de leyes
que el que las inventó, y los ayudaba a componer o componía cualquier
pedimento o alegato sobre negocio litigioso de algún empeño y cuantía.

El escribano era un zoquete, que había heredado la escribanía de su
padre, y que sin las luces y la colaboración de don Paco apenas se
atrevía a redactar ni testamento, ni contrato matrimonial, de
arrendamiento o de compraventa, ni escritura de particiones. El alcalde
y los concejales, rústicos labradores, por lo común, a quienes don
Andrés Rubio hacía elegir o nombrar, le estaban sometidos y devotos, y
como no entendían de reglamentos ni de disposiciones legales sobre
administración y hacienda, don Paco era quien repartía las
contribuciones y lo disponía todo. Cuidaba al mismo tiempo de la
limpieza de la villa, de la conservación de las Casas Consistoriales y
demás edificios públicos y del buen orden y abastecimiento de la
carnicería y de los mercados de granos, legumbres y frutas; y era tan
campechano y dicharachero, que alcanzaba envidiable favor entre los
hortelanos y verduleras, quienes solían enviar a su casa, para su
regalo, según la estación, ya higos almibarados, ya tiernas lechugas, ya
exquisitas ciruelas claudias o ya los melones más aromáticos y dulces.

El carnicero estaba con don Paco a partir un piñón, y de seguro que sí
alguna becerrita se perniquebraba y había que matarla, lo que es los
sesos, la lengua y lo mejorcito del lomo no se presentaba en otra mesa
sino en la de don Paco, a no ser en la de su hija, de quien hablaremos
después.

Asombrosa era la actividad de don Paco, pero distaba mucho de ser
estéril. Con tantos oficios florecía él y medraba que era una bendición
del Cielo, y aunque había empezado en su mocedad por no poseer más que
el día y la noche, había acabado por ser propietario de buenas fincas.
Poseía dos hazas en el ruedo, de tres fanegas la una. La otra sólo tenía
una fanega y cinco celemines; pero como allá en lo antiguo había estado
el cementerio en aquel sitio, la tierra era muy generosa y producía los
garbanzos más mantecosos y más gordos y tiernos que se comían en toda la
provincia, y en cuya comparación eran balines los celebrados garbanzos
de Alfarnate. Poseía también don Paco quince aranzadas de olivar, cuyos
olivos no eran ningunos cantacucos, sino muy frondosos y que llevaban
casi todos los años abundante cosecha de aceitunas, siendo famosas las
gordales, que él hacía aliñar muy bien, y que, según los peritos en esta
materia, sobrepujaban a las más sabrosas aceitunas de Córdoba, tan
celebradas ya en _La gatomaquia_ por el Fénix de los Ingenios, Lope de
Vega.

Por último, poseía don Paco la casa en que vivía, donde no faltaban
bodega con diez tinajas de las mejores de Lucena, un pequeño lagar y una
candiotera con más de veinte pipas entre chicas y grandes. Para llenar
las pipas y las tinajas era don Paco dueño de un hermoso majuelo, que
casi tenía seis fanegas de extensión; y aunque su producto no bastaba,
solía él comprar mosto en tiempo de la vendimia, o más bien comprar uva,
que pisaba en el lagar de su casa.

Era esta de las buenas del pueblo, con corral donde había muchas
gallinas, y con patio enlosado y lleno de macetas de albahaca, brusco,
evónimo, miramelindos, dompedros y otras flores.

Claro está que para las faenas rústicas del lagar, del trasiego del vino
y de la confección del aceite, hombres y bestias entraban por una
puertecilla falsa que había en el corral. En suma, la casa era tal y tan
cómoda y señoril, que si la hubiera alquilado don Paco, en vez de
vivirla, no hubiese faltado quien le diese por ella cuatrocientos reales
al año, limpios de polvo y paja, esto es, pagando la contribución el
inquilino.

Menester es confesar que todo este florecimiento tenía una terrible
contra: la dependencia de don Andrés Rubio, dependencia de que era
imposible o por lo menos dificilísimo zafarse.

Por útiles y habilidosos que los hombres sean, y por muy aptos para
todo, no se me negará que rara vez llegan a ser de todo punto
necesarios, singularmente cuando hay por cima de ellos un hombre de
voluntad enérgica y de incontrastable poderío a quien sirven y de cuyo
capricho y merced están como colgados. Don Andrés Rubio había, digámoslo
así, hecho a don Paco; y así como le había hecho, podía deshacerle. No
le faltarían para ello persona o personas que reemplazasen a don Paco,
repartiéndose sus empleos, si una sola no era bastante a desempeñarlos
todos con igual eficacia y tino.

Don Paco tenía plena conciencia de lo que debía y de lo que podía
esperar y temer aún de don Andrés; de suerte que tanto por gratitud
cuanto por prudencia previsora, le servía con la mayor lealtad y celo y
procuraba complacerle siempre. Don Paco, sin embargo, no recelaba mucho
perder su elevada posición y su envidiable privanza. Además de contar
con su rarísimo mérito, estaba agarrado a muy buenas aldabas.



II


Viudo hacía ya más de veinte años, tenía una hija de veintiocho, que
había sido la más real moza de todo el lugar, y que era entonces la
señora más elegante, empingorotada y guapa que en él había, culminando y
resplandeciendo por su edad, por su belleza y por su aristocrática
posición, como el sol en el meridiano. Hacía ya diez años que ella había
logrado cautivar la voluntad del más ilustre caballero del pueblo, del
mayorazgo don Alvaro Roldan, con quien se había casado y de quien había
tenido la friolera de siete robustos y florecientes vástagos entre hijos
e hijas.

El tal don Alvaro vivía aún con todo el aparato y la pompa que suelen
desplegar los nobles lugareños. Su casa era la mejor que había en
Villalegre, con una puerta principal adornada, a un lado y a otro, de
magníficas columnas de piedra berroqueña, estriadas y con capiteles
corintios. Sobre la puerta estaba el escudo de armas, de piedra también,
donde figuraban leones y perros, calderas, barcos y castillos y multitud
de monstruos y de otros objetos simbólicos que para los versados en la
utilísima ciencia del blasón daban claro testimonio de su antigüedad y
sublimidad de su prosapia.

Decían las malas lenguas, y en los lugares nunca faltan, que don Alvaro
estaba atrasado, que tenía hipotecadas algunas de sus mejores fincas y
que debía bastante dinero; pero yo las supongo hablillas calumniosas,
porque él vivía como si nada debiese. Le servían muchos criados,
constantes unos y entrantes y salientes otros; y como era aficionadísimo
a la caza, no le faltaban una jauría de galgos, podencos y pachones, y
dos hábiles cazadores o escopetas negras, que solían acompañarle.

En la casa había jardín, y además un desmesurado corralón, donde, para
mayor recreo y gala, no se encerraban sólo gallinas y pavos, sino, en
apartados recintos, venados y corzos traídos vivos de Sierra Morena, y
por último, amarrado a fuerte cadena de hierro, por temor a sus
travesuras y ferocidades, un enorme mono que había enviado de Marruecos
un capitán de Infantería, primo del señor.

Doña Inés, que así se llamaba la hija de don Paco, venerada esposa de
don Alvaro Roldan, tenía también muchos costosos caprichos de varios
géneros. Se vestía con lujo y elegancia no comunes en los lugares;
sustentaba canarios, loros y cotorras; era golosísima y delicada de
paladar, y los mejores platos de carne y los almírabes más apetitosos se
comían en su mesa. El chocolate que se elaboraba en su casa dos veces al
año gozaba de nombradla en toda la comarca.

Como don Alvaro Roldan estaba ausente más de la mitad del tiempo, ya
cazando conejos, perdices y liebres, ya en distantes monterías, ya en
las ferias más concurridas de los cuatro reinos andaluces, doña Inés se
quedaba sola, pero tenía para distraerse varios recursos, además de la
lectura de libros serios.

Su criada favorita, llamada Serafina, era una verdadera joya, lo que se
llama un estuche. Sabía tocar la guitarra rasgueando y de punteo;
cantaba como una calandria, tanto las melancólicas playeras como el
regocijado fandango. Su memoria era rico arsenal o archivo de coplas,
tiernas o picantes, en que la casta musa popular no siempre merecía el
mencionado calificativo con que algunos la designaban.

No se entienda por esto que doña Inés gustase de conversaciones libres y
escabrosas. Cuanto no era lícito y puro en el pensamiento y en la
palabra ofendía sus oídos de austera matrona; pero en un lugar hay que
sufrir tales libertades o hay que aparentar que no se oyen. El propio
don Alvaro no era nada mirado en el hablar, ni menos aún lo eran las
personas que le rodeaban. Valga para ejemplo cierto mozo, de unos quince
años de edad, hijo del aperador y favorito de don Alvaro, que este tenía
siempre en casa para que entretuviese a los niños. Como el aperador era
Calvo de apellido, al mozo le apellidaban Calvete. Y para que se vea lo
mucho que hubo de sufrir en ocasiones la pulcritud de doña Inés, he de
citar un caso que de Calvete me han referido.

Antes que cumpliese dos años el primogénito de los Roldanes, logró
Calvete enseñarle a pronunciar con la mayor perfección cierto vocablo de
tres sílabas en que hay una aspiración muy fuerte. Encantado con su
triunfo pedagógico, corrió por toda la casa gritando como un loco:

--¡Señor don Alvaro! ¡Ya lo dice claro! ¡El señorito lo dice claro!

Doña Inés se disgustó y rabió, pero don Alvaro quedó más encantado que
Calvete y le dio en albricias un doblón de a cuatro duros, después que
el niño dijo delante de él la palabreja y él admiró el aprovechamiento y
la precocidad del discípulo y la virtud didáctica del maestro.

Amigas tenía pocas doña Inés, porque casi todas las hidalguillas y
labradoras de la población estaban muy por bajo de ella en
entendimiento, ilustración, finura y riqueza.

Quien más acompañaba, por consiguiente, en su soledad a la señora doña
Inés era el cacique don Andrés Rubio, embobado con el afable trato de
ella y cautivo de su discreción y de su hermosura. Daba esto ocasión a
que los maldicientes supusiesen y dijesen mil picardías. Pero ¿quién en
este mundo está libre de una mala lengua y de un testigo falso? ¿Cómo la
gente grosera de un lugar ha de comprender la amistad refinada y
platónica de dos espíritus selectos? El señor cura párroco era de los
pocos que verdaderamente la comprendían, y así encontraba muy bien
aquella amistad, y acaso daba gracias a Dios de que existiese, porque
redundaba en bien de los pobres y de la iglesia, a quien doña Inés y
don Andrés, puestos de acuerdo, hacían muchos presentes y limosnas.

Era el cura párroco un fraile exclaustrado de Santo Domingo, muy severo
en su moral, muy religioso y muy amigo del orden, de la disciplina y del
respeto a la jerarquía social. Casi siempre en sus pláticas, en sus
conversaciones particulares y en los sermones, que predicaba con
frecuencia porque era excelente predicador, clamaba mucho contra la
falta de religión y contra la impiedad que va cundiendo por todas
partes, con lo cual los ricos pierden la caridad y los pobres la
resignación y la paciencia, y en unos y en otros germinan y fermentan
los vicios, las malas pasiones y las peores costumbres.

El padre Anselmo, que así se llamaba el cura párroco, admiraba de buena
fe a la señora doña Inés como a un modelo de profunda fe religiosa y de
distinción aristocrática. Era el tipo ideal realizado de la gran señora,
tal como él se la imaginaba. Ni siquiera le faltaban a doña Inés
ocasiones en que ejercitar las raras virtudes del prudente disimulo para
no dar escándalos, de la santa conformidad con la voluntad de Dios y de
la longanimidad benigna para perdonar las ofensas. Bien sabía toda la
gente del lugar los malos pasos en que don Alvaro Roldan solía andar
metido. A menudo, sobre todo en las ferias, jugaba al monte y hasta al
cañé; y lo que es peor, era tan desgraciado o tan torpe, que casi
siempre perdía. Para consolarse apelaba a un lastimoso recurso: gustaba
de empinar el codo, y aunque tenía un vino regocijado y manso, siempre
era grandísimo tormento para una dama tan en sus puntos tener a su lado
y como compañero a un borracho.

Por último, aquel empecatado de don Alvaro, aunque tenía tan egregia y
bella esposa, se dejaba llevar a menudo de las más villanas
inclinaciones, y en una o en otra de sus dos magníficas caserías alojaba
con mal disimulado recato a alguna daifa, por lo común forastera, que
había conocido y con quien había simpatizado, ya en esta feria, ya en la
otra.

Como se ve, don Alvaro distaba mucho de ser un modelo de perfección. El
padre Anselmo no ignoraba sus extravíos, contribuyendo esto a hacer más
respetable a sus ojos a la prudente y sufrida señora.

Era tal la distinción aristocrática de doña Inés, que, sin poder
remediarlo, hasta en su padre encontraba cierta vulgar ordinariez que la
afligía no poco; pero como doña Inés tenía muy presentes los
mandamientos de la Ley de Dios y los observaba con exactitud rigurosa,
nunca dejaba de honrar a su padre como debía, si bien procuraba honrarle
desde lejos y no verle con frecuencia, a fin de no perder las ilusiones.

En suma, don Andrés el cacique era la única persona que por naturaleza
estaba a la altura de doña Inés y era capaz de comprenderla y admirarla.
Y digo por naturaleza, porque el padre Anselmo, aunque por naturaleza
era entendido, estaba, además, tan ayudado y tan ilustrado con la gracia
de Dios, que comprendía como nadie el valor y las excelencias de doña
Inés, y era muy digno de su trato familiar, teniendo con ella
piadosísimos coloquios, en los cuales se desataba contra la abominable
corrupción de nuestro siglo y contra la blasfema incredulidad que
prevalece en el día y que se va apoderando de todos los espíritus.



III


Sin el menor artificio he presentado ya a mis personajes, a varios de
los personajes principales que han de figurar en la presente historia;
pero me quedan dos todavía, de los cuales conviene dar previamente
alguna noticia.

Don Paco, según hemos dicho, era un hombre enciclopédico, de varias
aptitudes y habilidades; la mano derecha del cacique y la subordinada
inteligencia que hacía que en el lugar la soberana voluntad del cacique
se respetase y cumpliese.

Había, sin embargo, en Villalegre otra persona, que en más pequeña
esfera y en más reducidos términos, si no competía, se acercaba mucho al
mérito de don Paco por la multitud de sus conocimientos y habilidades y
por lo hacendosa y lista que era.

Hablo aquí de la famosísima Juana la Larga. Imposible parece que esta
mujer atinase a hacer bien tantas cosas diversas. Ella trabajaba mucho,
pero no se ha de negar que con fruto. Tenía casa propia, sin lagar y sin
bodega, pero en lo restante casi tan buena como la de don Paco. Carecía
de olivares y de viñas, pero había hecho algunos ahorrillos, que, según
la voz pública, pasaban de doce mil reales, y que iban creciendo como la
espuma, porque los tenía dados a rédito a personas muy de fiar, y al
diez por ciento al año, porque como era mujer muy temerosa de Dios, de
muy estrecha conciencia y muy caritativa, no quería pasar por usurera.

En sus diferentes oficios, Juana la Larga ganaba por término medio, y
según los cálculos más juiciosos, sobre ocho reales al día, o dígase
cerca de tres mil cada año. Y esto sin contar las adehalas, propinas,
regalos y obsequios que recibía a menudo. Bien es verdad que todo y más
se lo merecía ella.

Nadie era más a propósito para dirigir una matanza de cerdos. Salaba los
jamones con singular habilidad. El adobo con que preparaba los lomos
antes de freírlos en manteca era sabroso y delicadísimo, y teñía la
manteca de un rojo dorado que hechizaba la vista, daba delicado perfume
y despertaba el apetito de la persona más desganada cuando entraba por
sus narices y por sus ojos. Sus longanizas, morcillas, morcones y
embuchados dejaban muy atrás a lo mejor que en este género se condimenta
en Extremadura. Y tenía tan hábil mano para todo que hasta cuando
derretía las mantecas sacaba los más saladitos y crujientes chicharrones
que se han comido nunca. Así es que los labradores ricos y otras
personas desahogadas y de buen gusto se disputaban a Juana la Larga para
que fuese a la casa de ellos a hacer la matanza.

En lo tocante a repostería no era nada inferior; y casi todo el año, y
particularmente en tres solemnes épocas, no sabía ella cómo acudir a las
mil partes adonde la llamaban: antes de Pascua de Navidad, a fin de
confeccionar las chucherías y delicadezas que las personas pudientes y
sibaríticas suelen entonces mandar hacer para su regalo; por ejemplo,
los hojaldres y las célebres empanadas con boquerones y picadillo de
tomate y cebolla que se toman por allí con el chocolate. Hacía, también,
como nadie, tortillas de azúcar y polvorones que se dejaban muy atrás a
los tan encomiados de Morón; roscos de huevo y de vino, y mucha variedad
de bizcochos y de almíbares.

Sí Juana no hubiera sabido tanto de otras cosas, se hubiera podido
asegurar que era una especialidad maravillosa para las frutas de sartén;
de modo que en los días que preceden a la Semana Santa no daba paz a la
mano ni a la mente, acudiendo a las casas de los hermanos mayores de las
cofradías para hacer las esponjosas hojuelas, los gajorros y los
exquisitos pestiños, que se deshacían en la boca y con los cuales se
regalaban los apóstoles, los nazarenos, el santo rey David y todos los
demás profetas y personajes gloriosos del Antiguo y del Nuevo Testamento
que figuraban en las deliciosas procesiones que por allí se estilan.

No estaba ociosa Juana ni carecía de conveniente habilidad para
emplearla en la estación de la vendimia. Sus arropes no tenían rival en
toda aquella provincia, y lo mismo puede decirse de sus excelentes
gachas de mosto. En otoño, por ser cuando se dan los mejores frutos, se
castran las colmenas y está fresca la miel, se empleaba Juana en hacer
carne de membrillo y de manzana, gran variedad de turrones y legítimo y
esponjado piñonate, cuyos gruesos y dorados granos quedaban ligados con
la olorosa miel bien batida.

Fuera de esto, Juana se pintaba sola para disponer cualquier pipiripao o
banquete que debía o quería dar algún señor del pueblo, ya con ocasión
de boda o bautizo, ya para obsequiar al diputado, al señor gobernador o
al propio obispo si venía a visitar la villa.

Y no se crea que Juana sabía sólo hacer los guisos locales, sino que
también había importado y añadido a la cocina indígena no pocos platos
forasteros de más o menos remotos países, entre las cuales platos o
manjares descollaban los celebérrimos bizcochos de yema, que sólo hacían
unas monjas de Ecija, de cuyo secreto tradicional no se comprende por
qué arte o maña prodigiosa ella había sabido apoderarse. Confeccionaba,
por último, varios platos de origen francés, cuyos nombres enrevesados
habían venido a modificarse poniéndose de acuerdo con la pronunciación
española. Así, por ejemplo, chuletas a la _balsamela_, lenguados
_inglatines_ y angulas fritas con salmorejo tártaro.

No era todo esto lo más admirable. Lo más admirable era que Juana, sobre
ser la más sabia cocinera y repostera del lugar, era también su primera
modista.

Casi siempre tenía una o dos oficialas que cosían para ella, y ella
cortaba vestidos con tanto arte y primor como Worth o la Doucet en la
capital de Francia.

Las señoras y señoritas más pudientes y aficionadas al lujo acudían,
pues, a Juana para sus trajes de empeño, cuando había que lucirlos ya en
una boda, ya en una feria o ya en el baile que solía darse en las
Consistoriales el día del Santo Patrón.

Juana, por último, no era sólo sabia y operosa en las artes del deleite,
sino que ejercía también, aunque no estaba examinada ni tenía título, un
menester o profesión de la más alta importancia social.

Era peritísima y agilísima para ayudar a cualquier mujer en los más
duros trances de Lucina, y muchas se confiaban y se entregaban a ella,
porque jamás se le había desgraciado ninguna criatura, y porque la madre
como no fuese muy enclenque, a los seis o siete días de salir de su
cuidado estaba ya en pie, y a menudo iba a misa, y si se presentaba la
ocasión bailaba el bolero.

Con todas estas habilidades y excelencias, Juana la Larga no podía menos
de ser querida y estimada en Villalegre, consiguiendo que su severa y
más alta sociedad o _high-life_ le hubiese perdonado un desliz o
tropiezo que tuvo en sus mocedades.



IV


En el momento en que va a empezar la acción de esta verdadera historia,
Juana tendría unos cuarenta años muy cumplidos, si bien conservaba aún
restos de su antigua belleza, que había sido notable cuando ella tenía
veinte años; pero como entonces era muy pobre y no había descubierto ni
mostrado sus grandes habilidades, no encontró, a pesar de su mérito,
novio que le acomodase, y tuvo que permanecer soltera.

A lo que se cuenta, cierto oficial de Caballería que vino por aquellos
lugares a comprar caballos para la Remonta, y que era guapísimo y muy
gracioso y divertido, se enamoró de Juana y logró enamorarla. No se sabe
si le dio palabra de casamiento o no se la dio; pero lo cierto es que el
bueno del oficial tuvo que irse a la guerra civil, que ardía en las
Provincias Vascongadas, y allí le mató una bala carlista, que le
agujereó el cráneo y se le entró en los sesos.

Juana quedó, pues, semiviuda. Póstuma o no póstuma, tuvo una niña
preciosa, a quien dieron en la pila bautismal el mismo nombre que a su
madre. El vulgo añadió después al nombre el mismo epíteto, por donde
esta niña, que será la principal heroína de nuestra historia, vino a ser
apellidada Juanita la Larga.

Su madre la crió con eran cariño y esmero, sin recatarse y sin disimular
que ella era su hija, lo cual hubiera sido en aquel Jugar, donde todo se
sabía, el más inútil de los disimulos. Juana crió, pues, a sus pechos a
Juanita; siempre la llamaba hija, y Juanita desde que empezó a hablar,
llamaba a Juana madre a boca llena.

Esto era considerado como una gran desvergüenza entre las personas
severas del lugar, que clamaban contra el escándalo y mal ejemplo; pero
poco a poco todos se fueron acostumbrando, y al cabo de algunos años
nada parecía más natural ni más justo sino que Juanita fuese hija de
Juana, a la cual no faltaron tampoco defensores, ya razonables, ya
fervorosos, que alababan el cariño y la devoción maternal de la madre a
la hija, y que cuando eran algo maldicientes no dejaban de comparar a
Juana con otras que pasaban por honradísimas y que hasta tenían la
insolencia de presumir de casi santas. De ellas se murmuraba, con más o
menos fundamento, que habían tenido también fruto, y no de bendición,
del cual se habían desprendido o enviándole a la Inclusa o sabe Dios o
el diablo de qué otra manera.

El epíteto de Larga dado a Juanita no era sólo por herencia; sino que
era también por conquista.

Juanita, a los diecisiete años, había espigado tanto, que era la moza
más alta y más esbelta que había en el lugar. Algo de la sangre belicosa
del oficial de Caballería se había infundido en ella, y la crianza libre
y hombruna que había recibido había desarrollado su agilidad y sus
bríos. Cuando andaba tenía un aire marcial, al par que gracioso; corría
como un gamo; tiraba pedradas con tanto tino que mataba los gorriones, y
de un brinco se plantaba sobre el lomo del mulo más resabiado o del
potro más cerril. Y no a horcajadas, porque esto no lo consentía su
decoro y su estética natural e inconsciente, sino sentada, lo cual es
más difícil; hacía trotar y galopar a la bestia, espoleándola con los
talones o azotándola con el extremo del ronzal o de la jáquima, cuando
la tenía y no iba a pelo, sin brida ni rienda de ninguna clase.

Los primeros años de la mocedad de Juanita habían sido dificultosos,
porque su madre no había alcanzado aún la extraordinaria reputación de
que después gozaba, no tenía el bienestar y la riqueza de que ya hemos
hablado.

Juanita no fue nunca a la miga, pero su madre le enseñó a coser y a
bordar primorosamente; y el maestro de escuela, que le tomó mucho
cariño, la enseñó a leer y a escribir gratis en sus ratos de ocio.

Desde que tuvo nueve años, Juanita fue de grande auxilio a su madre, que
hasta mucho más tarde no se dio el lujo de tener una sirvienta.

Juanita barría y aljofifaba, fregaba los platos, enjalbegaba algunos
cuartos y la fachada de la casa, que era la más limpia de la población,
y hasta agarraba su cantarillo e iba por agua a la milagrosa fuente del
ejido, cuyo caño vertía un chorro tan grueso como el brazo de un hombre
robusto, siendo tal la abundancia del agua, que con ella se regaban
muchísimas huertas y se hacían frondosos, amenos y deleitables los
alrededores de Villalegre, contribuyendo no poco a que la villa
mereciese este nombre.

El agua, además, era exquisita por su transparencia y pureza, como
filtrada por entre rocas de los cercanos cerros, y tenía muy grato sabor
y muy saludables condiciones. La gente del pueblo le atribuía, por
último, algunas prodigiosas cualidades, calificándola de muy _vinagreta_
y de muy _triguera_. Quería significar con esto que el arriero que
compraba en Villalegre vinagre de yema, por lo común muy fuerte, llenaba
sólo dos tercios de la cavidad de la corambre, y la acababa de llenar
por la mañana temprano, antes de emprender su viaje, mitigando y
suavizando con el agua de la fuente la fortaleza y acritud del líquido,
y ganándose así, desde luego, un treinta y tres por ciento, aunque
vendiese el vinagre al mismo precio en que lo había comprado.

Era también _triguera_ el agua de la fuente, porque sus raras cualidades
consentían, aunque era difícil operación y que debía hacerse con gran
sigilo, que valiéndose de una escoba de palma enana, se rociase con ella
el trigo que se iba a vender, dejándolo expuesto al sol para que se
secase. Así el trigo recibía mejor sabor, y aunque por fuera quedaba
seco, guardaba por dentro algo del líquido, y se esponjaba y crecía en
peso y en volumen.

Todavía esta fuente tenía otro mérito y prestaba otro notable servicio,
porque, además de un gran pilar en que iban a beber y bebían todas las
bestias de carga y de labor y los toros, vacas y bueyes, y además de
otro pilar bajo, que solía ser abrevadero del ganado lanar y de cerda,
llenaba con sus cristalinas ondas un espacioso albercón cercado de muros
que lo ocultaban a la vista de los transeúntes, adonde iban las mujeres
a lavar la ropa, remangadas las enaguas hasta los muslos y metidas en el
agua hasta la rodilla, como por allí es uso, aun en el rigor del
invierno. Frondosos y gigantescos álamos negros y pinos y mimbreras
circundan la fuente y hacen aquel sitio umbrío y deleitoso. Al pie de
los mejores árboles hay poyos hechos de piedra y de barro y cubiertos de
losas, en los cuales suelen sentarse los caballeros y las señoras que
salen de paseo. Casi todas las tardes se arma allí tertulia y grata
conversación, siendo los más constantes el escribano, el boticario,
nuestro don Paco y el señor cura, quien al toque de oraciones recita el
_Angelus Domini_, al que responden todos quitándose el sombrero y
santiguándose y persignándose.

En torno del pilar charlan las mozas que vienen por agua, cada cual con
su cantarillo, y suelen hacer el papel de Rebecas con cuantos arrieros
Eliezeres acuden allí para que beban, si no sus camellos, sus muías y
sus borricos. También al lado y dentro del albercón, y a poca distancia
de él, donde hay un vallado o seto vivo de zarzamoras, granados y
madreselvas, que limita y defiende las huertas, y sobre el cual seto se
pone a secar la ropa lavada, se extiende y dilata la tertulia
democrática y popular con mucha charla, risotadas, jaleos y retozos,
pues no faltan nunca zagalones y hasta hombres ya maduros que acuden por
allí atraídos por las muchachas, como acuden los gorriones al trigo.



V


Juana la Larga, según queda indicado, gracias a su constante actividad,
buen orden y economía, en todo lo cual su hija la ayudaba con
inteligencia y celo, había mejorado de posición y de fortuna. Tenía una
criada muy trabajadora, que barría y fregaba, y bajo la dirección de las
señoras guisaba también, dejando a estas el tiempo libre para ejercer
sus lucrativos oficios. El oficio principal de Juanita era coser y
bordar, para lo cual había desplegado aptitud superior a la de su madre.

Juanita no tenía que emplearse en más bajas ocupaciones. Sin embargo,
ora fuese por candorosa coquetería, o sea por deseo de lucir la
gallardía de su persona, deseo de que no se daba cuenta, ora porque
Juanita necesitase del ejercicio corporal y de mostrar y desplegar la
energía de su sana naturaleza, Juanita, aun cumplidos ya los diecisiete
años, gustaba de ir por agua a la fuente del ejido, allanándose a veces,
a pesar de la desahogada posición de su madre y de ella, a ir al
albercón a lavar alguna ropa, cuando la ropa era fina y temía ella, o
aparentaba temer, que manos más rudas que las suyas la estropeasen.

La verdad era que esto de ir al albercón y a la fuente, más que fatiga
era recreo y solaz para Juanita, la cual divertía a las otras muchachas
con sus agudos dichos y felices ocurrencias, las hacía reír a casquillo
quitado y gozaba de popularidad y favor entre ellas.

Era ya Juanita una guapa moza en toda la extensión de la palabra. Las
faenas caseras no habían estropeado sus lindas y bien torneadas manos, y
ni el sol ni el aire habían bronceado su tez trigueña. Su pelo negro,
con reflejos azules, estaba bien cuidado y limpio. No ponía en él ni
aceite de almendras dulces ni blandurilla de ninguna clase, sino agua
sola con alguna infusión de hierbas olorosas para lavarlo mejor. Lo
llevaba recogido muy alto, sobre el colodrillo, en trenza, que, atada
luego, formaba un moño en figura de dos triángulos equiláteros, que se
tocaban en uno de los vértices.

Como Juanita decía que «cabeza loca no quiere toca», casi siempre iba a
la fuente sin pañuelo en la cabeza, luciendo así el primor y la
pulcritud de su peinado y dejando ver lo bien plantada que estaba la
cabeza sobre su airoso cuello, sólo sombreado por algunos ricillos
menudos que se sustraían a la cautividad en que tenía el moño los más
largos cabellos. Por delante, recogido el pelo, dejaba ver la tersa
frente, recta y chiquita, y sobre las sienes tenía grandes rizos
sostenidos con horquillas que llaman por allí _caracoles_, por debajo de
los cuales había una suave patillita, que no fijaba contra la cara con
zaragatona o pepitas de membrillo, como hacen otras muchachas, sino que
dejaba flotar libremente en vagas sortijas o más bien alcayatas donde
colgar corazones.

La misma libertad en que se había criado, y el constante ejercicio
corporal, ya en útiles faenas, ya en juegos más de muchacho que de niña,
habían hecho que Juanita, aunque no tenía la santa ignorancia ni había
vivido con el recogimiento que recomiendan y procuran otras madres
celosas, no hubiese pensado todavía en cosas de amor. Era buscada,
requebrada y solicitada por no pocos mozos; pero, brava y arisca, sabía
despedir huéspedes, imponer respeto y tener a raya a los más atrevidos.

Sólo se le conocía una inclinación que desde la niñez persistía en ella
con constancia; pero esta inclinación, al menos por su parte, más que de
afecto amoroso tenía trazas de fraternal cariño. Quien lo inspiraba,
compartiéndolo sin duda por menos inocente estilo, era Antoñuelo, el
hijo del maestro herrador y sobrino del cacique, quien tenía en el lugar
muy humilde parentela.

Antoñuelo era un mocetón gentil y robusto, muy simpático, aunque de
cortos alcances, y decidido para todo, y singularmente para admirar a
Juanita, a quien consideraba y respetaba, sometiendo a ella toda su
voluntad como por virtud de fascinación o de hechizos.



VI


Entregado don Paco a sus constantes y diversos quehaceres, no o no había
pensado en casarse por segunda vez, sino que nunca había tenido
amoríos, o, al menos, si alguno había tenido, había sido con tan
maravilloso recato, que nadie se había enterado de ello en Villalegre,
lo cual es una inverosimilitud extraordinaria, porque en aquel lugar
apenas había persona, y menos aún si era de tanta importancia y viso
como don Paco, que pudiera hacer o decir cosa alguna que no se supiese.
Hasta los mismos pensamientos se adivinaban allí, se divulgaban y se
comentaban, como el pensador no pensase con mucho disimulo y muy para
dentro. Debemos, pues, creer que don Paco no había tenido amoríos, a no
ser muy efímeros y livianos, y que ni siquiera, durante su larga viudez,
había pensado en semejante cosa.

Tenía, sin embargo, notable aptitud y tino para conocer y admirar la
belleza femenina, y hacía ya meses que, casi sin reparar en ello y muy
involuntariamente, cuando estaba de tertulia con el escribano y el
boticario y con otros señores en los poyos que había junto a la fuente,
sus ojos se fijaban con amorosa delectación en Juanita la Larga, que aún
solía venir a llenar su cántaro y a estar allí de charla con las otras
muchachas mientras que le llegase su turno.

Indudablemente, don Paco había empezado a sentir hacia Juanita viva
inclinación, que era difícil de dominar; pero se le pasó bastante tiempo
sin dar muestra exterior de que la sentía, anhelando acaso ocultársela a
sí mismo por razones que él se daba.

Fundado en la propia modestia, que le hacía formar un pobre concepto de
su persona, hallaba que con sus cincuenta y tres años, treinta y seis
más que Juanita, no podía ya enamorar a la muchacha, la cual o
desdeñaría su cariño o sólo por interés se movería a corresponderé.
Pensaba luego que Juanita, aunque en aparente libertad, estaba muy
vigilada por su madre, y como madre e hija vivían con cierto desahogo,
no era de presumir que, si él tuviese intenciones pecaminosas, ellas
cediesen, sino que en todo caso cederían _in facie Ecclesiae_ y llevando
al cura por delante.

La idea de casamiento aterrorizaba a don Paco, y no porque en absoluto
le repugnase estar casado, sino porque su hija, la señora doña Inés, le
inspiraba un entrañable cariño, mezclado de terror, y porque ella era
tan imperiosa como brava, y sin duda se pondría hecha una furia del
Averno si su padre le diese madrastra, sobre todo de tan ruin posición,
y si a los siete nietos que ella le había dado, y a los que calculaba
que podrían venir todavía persistiendo ella en su actitud productora,
quitase él la esperanza de heredar el majuelo, el olivar y la casa, y de
gozar en vida suya de no poco de lo que él fuese granjeando con sus
varias artes. Temblaba don Paco de incurrir en el enojo de su hija, y
aunque temblaba principalmente por el mismo enojo, no dejaba de recelar
sus malas consecuencias.

Bien conocía él que no había en el lugar una persona, ni varias juntas,
que pudieran reemplazarle con éxito en sus diferentes empleos; pero el
mundo no estaba yermo ni falto de hombres de Estado rústicos, los cuales
podrían buscarse y traerse de fuera del lugar para que a él le
reemplazaran. Y bien conocía también que su hija era punto menos que
omnipotente, porque tenía subyugadas ambas potestades, la temporal y la
espiritual.

El padre Anselmo la tenía por una santa y por una doctora, y cuanto ella
decía era para él, sin poderlo remediar, un legítimo corolario de los
Evangelios y de las Epístolas. El padre Anselmo sería capaz de
excomulgar a quien ella le mandase. Y en lo tocante al brazo secular,
era evidentísimo que doña Inés le tenía sujeto a sus caprichos y que
aplastaría con todo su peso a quien ella quisiese.

Don Paco, en esta disposición de ánimo, razonablemente motivada, aunque
no hemos de negar que él era dulce, pacífico y algo débil de carácter,
adelantaba en su imaginación los casos futuros, y presuponiéndose ya
prendado de Juanita, declarado y aceptado, veía un tropel de males que
salían del corazón enfurecido de doña Inés como de nueva caja de
Pandora.

Pesaban tanto en su espíritu estas consideraciones, que, notando que su
afición oculta iba creciendo, procuraba, o más bien se proponía huir de
la vista de Juanita, no pasar por su calle para no verla en el portal o
asomada a la ventana; y no ir a la tertulia de los poyetes, bajo los
álamos, para no tener que admirarla cuando charlaba con las demás
zagalones o con los mozos en la fuente del ejido, o cuando subía o
bajaba gallardamente, con el cántaro apoyado en la cadera, por la
cuestecilla que se extiende desde la fuente hasta el lugar.

A pesar de sus prudentes propósitos de retraimiento, una fuerza, al
parecer superior a su voluntad, le llevaba a veces a pasar por delante
de la casa de Juanita más de lo que era necesario, a ir a la iglesia
cuando él sabía que iba a ella con su madre a misa o a sus devociones, y
a acudir a la tertulia de los poyetes casi todas las tardes.

Para Juanita, que se había pasado todo el día cosiendo y bordando en
casa, era pretexto solaz o de paseo el ir casi al anochecer a la fuente
por agua. Su madre encontraba que en la posición algo señoril,
desahogada y decorosa en que ya imaginaba hallarse, y atendido el
desenvolvimiento físico de Juanita, que había llegado a transformarse de
muchachuela en una magnífica y real moza, no estaba bien y era darse
poquísimo tono el ir por agua a la fuente como la más plebeya y humilde
pelafustana. Pero a Juanita le divertía este ejercicio, y tenía una
voluntad indómita. A las observaciones que su madre le hacía daba oídos
de mercader; acariciaba a su madre para vencer su oposición y disipar su
disgusto, y seguía yendo a la fuente a pesar de todas las observaciones.



VII


Una tarde del mes de mayo, Juanita se entretuvo en la fuente en larga y
alegre conversación con otras muchachas.

Ya anochecido subía con su cántaro lleno por la cuesta, que en aquel
momento estaba sola.

La tertulia de los poyetes solía, en primavera y en verano, durar hasta
las ánimas, hora en que los tertulianos se retiraban para cenar y
acostarse.

Aquel día don Paco había estado haciendo esfuerzos o, como si dijéramos,
gimnasia con su voluntad para no ir a la tertulia y ver a Juanita. La
lucha entre su voluntad razonable y su inclinación había durado
bastante. Al fin, la voluntad sometida llevó, aunque tarde, a la
tertulia de los poyetes a toda la persona de don Paco.

La picara casualidad hizo que al bajar don Paco subiese Juanita, según
hemos dicho.

Era ya de noche. El cielo estaba despejado, pero sin luna. Las
estrellas, si resplandecían en el éter infinito, vertían muy débil luz
sobre la tierra. Acrecentaban la oscuridad, en el punto en que ambos se
encontraron, algunos frondosos árboles que allí había y el alto vallado
de zarzamoras y de otros arbustos que se extendía a un lado y a otro por
casi todo el camino.

Juanita era muy distraída e iba además pensando en sus travesuras de
muchacha. Don Paco era también distraído. El mismo no sabía en qué
estaba pensando. Era, además, algo corto de vista.

Lo cierto es que no repararon uno en otro al venir en opuestas
direcciones, ni oyeron el ruido de los pasos. Chocaron, pues, y se
dieron un buen empellón.

--Caramba, hombre--dijo Juanita--, mire usted por dónde va y no camine a
ciegas; por poco me tira el cántaro.

Don Paco, que conoció a Juanita por la voz, contestó con mucha dulzura:

--¡Perdona, hija mía! ¿Te he hecho daño? Ella, que también conoció a don
Paco en seguida, replicó riendo:

--¿Qué daño me ha de haber hecho usted? Pues qué, ¿soy yo acaso de
alfeñique?

--No, hija. Bien sólida y firme me pareces. Si en algo eres de
alfeñique, no es por lo quebradiza, sino por lo dulce.--Entonces seré
turrón de Alicante: dulce, pero duro.

--Y vaya si me ha parecido duro.

--Si advirtió usted dureza, hablará sólo de su dulzura por adivinanza.

--Pues qué, ¿no podría yo probarla?

--Ya está usted viejo, don Paco, y no podría meterle el diente.

--Pues te equivocas, que yo no estoy tan viejo, y tengo los dientes tan
cabales y fuertes, que si se tratase de mordiscos, hasta en una piedra
los daría. Pero yo no quiero emplear contigo sino más blandas y amorosas
demostraciones.

--¡Ea, quite usted allá, señor don Paco! ¿Qué demostraciones ha de hacer
usted, si puede ser mí abuelo?

Y como don Paco seguía plantado delante atajándole el camino, Juanita
continuó:

--Vamos, déjeme usted pasar. Si parece usted un espantajo. ¿Qué diría la
gente si le ve y le oye hablar aquí y requebrar en la oscuridad a una
mocita? Capaz será de decir que ha perdido usted la chaveta y que no
sirve para secretario del Ayuntamiento y consejero de don Andrés.

Don Paco se apartó entonces y dejó pasar a Juanita; pero en vez de
dirigirse hacia la fuente, se volvió, siguiéndola, hacia el lugar.

--¿Qué hace usted, señor? ¿Por qué no va a su tertulia? Todavía están en
los poyetes el señor cura, el boticario y el escribano. Váyase usted a
hablar con ellos.

--Ya es tarde, pronto se volverá y desisto de ir hasta allí. Prefiero
volver charlando contigo.

--¿Y de qué hemos de charlar nosotros? Yo no sé decir sino tonterías. No
he leído los libros y papeles que usted lee, y como no le hable de los
guisos que mi madre hace o de mis bordados y costuras, no sé de qué
hablar a su merced.

--Hablame de lo que hablas a Antoñuelo cuando estás con él de palique.

--Yo no sé lo que es palique, ni sé si estoy o no estoy a veces de
palique con Antoñuelo. Lo que sé es que yo no puedo decir a su merced
las cosas que a él le digo.

--¿Y qué le dices?

--¡Pues no quiere usted saber poco! Ni el padre Anselmo, que es mi
confesor, pregunta tanto.

--Algo de muy interesante y misterioso tendrá lo que dices a Antoñuelo,
cuando ni al padre Anselmo se lo confiesas.

--No se lo confieso porque no es pecado, que si fuera pecado se lo
confesaría. Y no se lo cuento tampoco, porque a él no le importa nada, y
a usted debe importarle menos que a él.

A todo esto, como iban a buen paso ambos interlocutores, habían ya
subido la cuesta y se hallaban en el altozano, a la entrada del lugar,
donde están la iglesia parroquial y las primeras casas.

--Déjeme su merced ahora--dijo Juanita--y no venga, con perjuicio de su
autoridad, acompañando a una chicuela que lleva un cántaro. ¡Pues no se
enojaría poco la señora doña Inés, que tiene tantos humos, si viese a su
señor padre sirviendo de escolta, no a una princesa como ella, sino a
una pobrecita trabajadora!

--¿Qué había de decir? Diría que yo te estaba encomendando algún
trabajo.

--No es ésta hora ni ocasión para eso, y, por otra parte, no es a mí,
sino a mi madre, a quien los trabajos se encargan. Acuda usted a ella si
algo quiere encargar.

Y diciendo esto, apresuró el paso, hizo a don Paco un gesto imperativo,
marcándole la calle por donde debía irse y ella se fue por otra que
formaba ángulo recto con la que don Paco debía seguir.



VIII


Mucho caviló don Paco sobre aquel diálogo, midiendo e interpretando la
palabras de Juanita.

Le había llamado abuelo, pero con amable risa. Todos los hombres,
abuelos y nietos, solemos prometérnoslas felices y casi siempre nos
inclinamos a dar la más favorable interpretación a cuanto dicen las
mujeres que pretendemos.

No se podía dudar, por ser cuestión de una ciencia tan exacta como la
aritmética, que él hubiera podido ser el abuelo de Juanita. Don Paco
hacía este cálculo:

--Yo tengo cincuenta y tres años. De diecisiete a cincuenta y tres van
treinta y seis; a los diecinueve años bien pude yo haber tenido una
hija, y esta hija bien pudo haberse casado y tener a Juanita a los
diecisiete.

Después sumaba don Paco:

--Diecinueve más diecisiete, más otros diecisiete que tiene Juanita
ahora, son cincuenta y tres, que es mi edad; luego muy descansadamente
pudiera ser yo el abuelo de esa picara muchacha. _Eppur_, _si
muove_--proseguía, pues era hombre erudito hasta cierto punto, sabía un
poco de italiano porque había oído cantar muchas óperas y conocía las
palabras que se atribuyen a Galilieo, así como varias otras sentencias
expresadas en la lengua de Dante; verbigracia: _Chi va piano, va sano e
va lontano_.

La primera sentencia, aplicada a su situación, quería significar que él,
a pesar de poder ser el abuelo de Juanita, quería y podía ser otra cosa
muy diferente; y la segunda sentencia, que también recordaba don Paco,
quería significar que él debía ir con tiento, con pies de plomo y sin
precipitarse, porque no se ganó Zamora en una hora y porque la muchacha
no era muy arisca en el fondo, ni, probablemente, tan firme y dura de
entrañas como, merced al encontrón que había tenido con ella, le
constaba que era de firme y dura en su juvenil superficie. Además, las
esperanzas, lejos de desvanecerse, crecían en su pecho, hallándose más
inverosímil abuelo que inverosímil amante. Para corroborar esta
lisonjera afirmación, se contemplaba don Paco en el espejo en que solía
afeitarse, el cual, aunque era pequeño, no lo era tanto que no reflejase
casi toda su persona. El exclamaba al verla, como el pastor Coridón de
Virgilio o como el Marramaquiz, de Lope:

          ¡Pues no soy tan feo!

Y, verdaderamente, no era feo don Paco, ni parecía viejo tampoco.

A las últimas palabras de Juanita les dio don Paco una interpretación
lisonjera, pero acaso más comprometida de lo que él deseaba.

Al indicarle la muchacha que hablase con su madre y que le encargase la
obra de costura que ella debía hacer, ¿no estaba claro que Juanita se
mostraba propicia a entrar en cierto género de relaciones, aunque no a
hurto, sino a sabiendas y con beneplácito de la autoridad materna?

Como quiera que fuese, don Paco, sintiéndose prendado de Juanita, se
allanaba a pasar por todo; pero se propuso, como hombre prudente, no
aventurarse más de lo necesario y no soltar prenda por lo pronto.

A que él entrase en relaciones serias con Juanita y conducentes a la
_buena fin_ se oponían dos consideraciones: era la primera la excesiva,
sospechosa e íntima familiaridad que tenía Juanita con Antoñuelo, el
hijo del herrador, y era la segunda la casi seguridad del furioso enojo
de doña Inés cuando llegase a saber que él tenía un compromiso serio con
Juanita. Doña Inés inspiraba a su padre terror pánico, y siempre trataba
de huir de su enojo como de una espada desnuda.

Su decidida afición a la muchacha saltaba, no obstante, por encima de
los obstáculos, como un corcel generoso salta la valla que se le ha
puesto para atajar su carrera.

En resolución, combatido don Paco por harto contrarios sentimientos,
aunque se propuso no desistir de la empresa que había formado de manera
muy vaga, se propuso también proceder con la mayor cautela y ser lo más
ladino que pudiese, aunque en estos negocios no le sucedía como en los
negocios del Municipio, y el ser ladino no era su fuerte.

Así discurriendo, pasó don Paco revista a su ropa blanca. Vio que sólo
tenía media docena de camisas bastante estropeadas y con muchos
zurcidos. Y como esto era muy poco para él, persona de extremado aseo,
que, ¡cosa rara en un pequeño lugar!, se ponía limpia tres veces a la
semana, decidió que estaba justificadísimo el mandar que le hiciesen
media docena de camisas nuevas, que le hacían muchísima falta, ¿Y quién
había de hacerlas mejor que Juanita, que era la costurera más hábil de
Villalegre? ¿Y quién había de cortarlas mejor que su madre, la cual, lo
mismo que con el mango de la sartén en la izquierda y la paleta en la
diestra, era una mujer inspirada con las tijeras en la mano y con
cualquier tela extendida sobre la mesa y marcada ya artísticamente con
lápiz o con jaboncillo de sastre?

Al día siguiente, decidido ya don Paco, acudió muy de mañana a casa de
Juana la Larga, y le mandó hacer seis hermosas camisas de madapolán con
puños y pechera de hilo, ajustándolas a treinta reales cada una. Para
ganarse la voluntad y excitar el celo de ambas Juanas, les llevó don
Paco, envuelto en un pañuelo y sin que los profanos viesen lo que
llevaba, un cestillo lleno de fresas, fruta muy rara en el lugar, y para
mayor esplendidez sacó, además, del bolsillo del holgado chaquetón que
solía vestir a diario, nada menos que tres bollos del exquisito
chocolate que solía hacer doña Inés en su casa, y del cual había
regalado a su padre una docena de bollos de cuatro onzas cada uno.

Juana la Larga, que era muy golosa y muy aficionada a que la
obsequiasen, aceptó el presente con gratitud y complacencia; pero como
no era larga solamente de cuerpo, sino que lo era también de previsión,
y, si vale decirlo así, de olfato mental, al punto olió y caló la
intenciones que don Paco traía y sobre las cuales había ya sospechado
algo.



IX


Reza el refrán, que honra y provecho no caben en un saco; pero Juana la
Larga, sobre ser honrada, rayando su honradez en austeridad para que se
borrase la mala impresión de sus deslices juveniles, era además, una
matrona llena de discreción y de juicio, y sabía que el mencionado
refrán se equivocaba a menudo. Para ella, en el caso que se le acababa
de presentar, en vez de no caber en un saco, el provecho no podía ser
sin la honra, y la honra tenía que producir naturalmente el provecho.

Si Juanita se dejaba camelar a tontas y a locas, se exponía a dar al
traste con su reputación y a ser el blanco de las más feroces
murmuraciones y a perder siempre la esperanza de hallar un buen marido.
Y todo ello por unas cuantas chucherías y regalillos de mala muerte.
Mientras que si Juanita acertaba a ser rígida sin disgustar y ahuyentar
al pretendiente, pero sin otorgarle tampoco el menor favor de
importancia antes que el cura diese en la iglesia el pasaporte para los
favores, convirtiéndolos en actos de deber y cargas de justicia, harto
posible era que don Paco se emberrenchinase hasta tal punto que entrase
por el aro, rompiendo todo el tejido de dificultades que al aro pusiesen
doña Inés y otras personas, y elevando a Juanita a ser legítimamente la
señora del personaje más importante del lugar, después de don Andrés
Rubio, el cacique.

Con tales pensamientos en la mente, a par que con notable destreza, y
desarrollando la cinta que estaba enrollada en una carretilla, tomó
Juana a don Paco las medidas convenientes. Estuvo con él más dulce que
una arropía, y aunque le dijo que no tenía que venir a su casa para
probarse la primera camisa, porque cuando estuviese medio hecha o
hilvanada se la enviaría para la prueba, le convidó a que algunas
noches, de nueve a once, cuando no tuviese nada mejor que hacer,
viniese, sí quería, un rato de tertulia a su casa, porque ni ella ni
Juanita gustaban de acostarse temprano, y aunque estaban casi siempre
solas, velaban hasta las doce. Juanita cosía o bordaba; pero como esto
se hace con las manos, su lengua quedaba expedita y charlaba más que una
cotorra.

--Yo--añadía Juana la Larga--no coso ni bordo de noche, porque tengo la
vista perdida, y así estoy mano sobre mano o paso las cuentas de mí
rosario y rezo. Si alguna vez está usted de mal humor, podemos echar
juntos cuatro o cinco manos de tute, que yo sé que a usted le agrada. A
mí me agrada también, pero mi mala suerte y mis cortos medios no me
permiten jugarlo más que a real cada juego. Y aun así, si se le da a una
muy mal, bien puede perder veinte o treinta reales en una noche, como
quien no quiere la cosa.

Ya se comprende que don Paco aceptó el convite y fue de tertulia a casa
de Juana; al principio, de cuando en cuando; al cabo de poco tiempo,
todas las noches. Casi siempre jugaba al tute y perdía. Sus pérdidas
podían evaluarse, una noche con otra, en una peseta diaria. Todo, no
obstante, lo daba don Paco por bien empleado.

Las camisas estuvieron pronto concluidas y don Paco quedó muy
satisfecho. En la vida se había puesto otras que mejor le sentasen.

No las hubiera hecho más lindas el camisero más acreditado de París. Las
lustrosas pecheras no hacían una arruga; los cuellos eran derechos, a la
diplomática, y los puños muy bonitos y para los botones que en el día se
estilan, Juana le regaló, en compensación de los muchos regalos que de
él recibía, un par de botones preciosos de plata sobredorada que mercó
en la tienda del _Murciano_, tienda bien abastecida, y donde, según
dicen por allí, había de cuanto Dios crió y de cuanto puede imaginar,
forjar, tejer y confeccionar la industria humana: naipes, fósforos,
telas de seda, lana y algodón, especiería, quesos, garbanzos y
habichuelas, ajonjolí, matalahúva y otras semillas. Casi eran los únicos
artículos que allí faltaban las carnes de vaca y de carnero y toda la
pasmosa variedad de sabrosos productos que resultan de la matanza y
sacrificio de los cerdos.

Ya estuviesen hablando don Paco y Juana, ya estuviesen jugando al tute,
Juanita rara vez suspendía su costura o su bordado; pero, sin
suspenderlos, solía tomar parte en la conversación del modo más
agradable. Nadie venía a interrumpir esta tertulia de los tres, salvo
Antoñuelo, que escamaba mucho a don Paco y le llenaba de sobresalto y de
mal humor.

Crecía este de punto porque mientras que don Paco estaba jugando al tute
y Juana le acusaba las cuarenta, Antoñuelo se sentaba muy cerca de
Juanita, en el otro extremo de la sala donde ella cosía, y ambos
cuchicheaban con mucha animación y en voz tan baja, que don Paco no
podía pescar ni palabra de lo que decían. Con esto se ponía como sobre
ascuas y muy alborotado y triste, sin que para ocultarlo le valiese el
disimulo.

Entonces don Paco jugaba peor: solía tener rey y caballo del mismo palo
y se le olvidaba acusar veinte, o bien, si Juana le jugaba un oro y él
tenía el as o el tres, se lo guardaba y no lo echaba. Así es que las
noches en que venía Antoñuelo a la tertulia, sobre la desazón que daba a
don Paco, le hacía perder un par de pesetas y hasta tres a veces.

Viniese o no viniese Antoñuelo a la tertulia, Juana la Larga estaba
siempre presente. Don Pablo no hallaba modo de hablar a solas con
Juanita, ni de abandonar a la madre e imitar a Antoñuelo enredándose en
cuchicheos con la hija.

Alguna vez que lo intentó, hablando bajo a Juanita, esta le contestó
alto, haciendo la conversación general y despojándola de todo misterio.

Bien hubiera querido don Paco, cuando Antoñuelo venía, rodear las cosas
de suerte que le obligase a entretener a la madre, hablando o jugando al
tute con ella; pero Antoñuelo aseguraba que no sabía jugar al tute y
daba a entender que nada tenía que decir a Juana.

Con frecuencia salía don Paco tan cargado de esta tertulia, que se
proponía y casi resolvía no volver a ella o, al menos, ir poco a poco
retirándose. Pero ya había tomado la maldita costumbre de ir, y todas
las noches, si lo retardaba algo, empezaban al toque de ánimas a
hormiguearle y bullirle los pies, y ellos mismos, pronunciándose y
rebelándose contra su voluntad, le llevaban a escape y como por encanto
a casa de ambas Juanas.



X


Pronto notaron todos los vecinos, cundiendo la noticia por el resto de
la población, las constantes visitas nocturnas de don Paco; pero como
Antoñuelo solía ir también, y entre don Paco y Juanita había tan grande
desproporción de edad, la gente murmuradora lo explicó todo suponiendo
que Antoñuelo era novio de Juanita, y que don Paco tenía o trataba de
tener relaciones amorosas con la madre, la cual, a pesar de sus cuarenta
y cinco años y de los muchos trabajos y disgustos que había pasado en
esta vida, apenas tenía canas, y estaba ágil, esbelta, y aunque de
pocas, de bien puestas, frescas, apretadas y al parecer jugosas carnes.

La austeridad esquiva de Juana la Larga durante muchos años, desde que
tuvo su juvenil tropiezo, no pudo en esta ocasión eximirla de la
maledicencia. La gente decía que al fin se había dejado tentar y lo daba
todo por hecho. Cuando veía la gente que Antoñuelo y don Paco iban a las
nueve a la casa y permanecían allí hasta cerca de las doce, no juzgaba
aquella tertulia tan inocente como era en realidad, y la calificaba de
amor por partida doble.

Las bromas que sobre ello dieron a don Paco algunos de sus amigos le
soliviantaron bastante.

Así es que, excitado, si bien no tenía derecho para pedir explicaciones,
con más o menos disimulados rodeos, y cuando Antoñuelo no estaba
presente, se atrevió a pedirlas y a indagar por qué venía Antoñuelo con
tanta frecuencia y de qué trataba con Juanita en sus largos apartes y
cuchicheos.

Ambas Juanas, sin alterarse en manera alguna y como la cosa más natural
y sencilla, lo explicaban todo, afirmando que Juanita y Antoñuelo eran
exactamente de la misma edad, se habían criado juntos desde que estaban
en pañales y podían considerarse como hermanos.

Añadían ambas que Antoñuelo era travieso y muy tronera, que daba a su
padre grandes desazones, que de él podían temerse mayores males aún y
que a Juanita ni remotamente le convenía para novio; pero ella no
acertaba a prescindir del cariño fraternal que le tenía, ni a prohibirle
que viniese a verla, ni a dejar de darle buenos consejos y
amonestaciones, los cuales eran el asunto de los cuchicheos.

Don Paco aparentaba aquietarse al oír tal explicación; pero en realidad
no se aquietaba; y mostrando el verdadero interés que el buen nombre de
Juanita le inspiraba, insinuaba que, aunque todo fuese moral e
inocentísimo, convenía, a fin de evitar el qué dirán, no recibir a
Antoñuelo con tanta frecuencia.

Los sermones que predicaba don Paco, más que morales conducentes a
observar el decoro de Juanita, no se puede decir que fueron predicados
en desierto. Poco a poco dejaron de menudear las visitas de Antoñuelo;
sus cuchicheos con Juanita se acortaron, y al fin, cuchicheos y visitas
vinieron a ser raros.

Esto dio ánimo a don Paco. Creyó notar que se prestaba dócil oído a sus
cariñosas reprimendas, y se atrevió a predicar también sobre otro punto.

En extremo gustaba él de ver a Juanita charlar en la fuente o subir la
cuesta con el cantarillo en la cadera o con la ropa ya lavada sobre la
gentil cabeza, más airosa y gallarda que una ninfa del verde bosque, y
más majestuosa que la propia princesa Nausicaa, que también lavaba la
ropa cuando, sin desconcharse ni echar las ínfulas por el suelo, solían
hacerlo las princesas, allá en los siglos de oro.

Don Paco, que tenía, según hemos apuntado ya, entendimiento de amor de
hermosura, se quedaba extasiado contemplando el andar de la moza, que no
tenía el liviano, provocativo y sucio movimiento de caderas y los
pasitos menudos que suelen tener las chulas, sino que era un andar
sereno, a grandes pasos, noble y lleno de gracia, como sin duda debía de
andar Diana Cazadora, o la misma Venus al revelarse al hijo de Anquises
en las selvas que rodeaban a Cartago.

En Villalegre se gastaban corsés, y hasta era Juana la Larga quien mejor
los hacía; pero la indómita Juanita nunca quiso meterse en semejante
apretura ni llevar aquel cilicio que para nada necesitaba ella y que
entendía que hubiera desfigurado su cuerpo. Sólo llevaba, entre el
ligero vestido de percal y sobre la camisa y enaguas blancas un justillo
o corpiño sin hierros ni ballenas, cosa que bastaba a ceñir la estrecha
y virginal cintura, dejando Ubre lo demás que, derecho y firme, no había
menester de sostén ni apoyo.

En el espíritu de don Paco pudo, sin embargo, más que el deleite de ver
a Juanita en la fuente o volviendo del albercón, la idea de que, estando
ya muy remotos los siglos de oro, no era posible imitar a la princesa
Nausicaa, sin rebajarse o avillanarse demasiado; y así, aconsejó y
amonestó tantas veces y con tan discretas razones a Juanita para que no
fuese a la fuente, apoyándole siempre la madre de ella, que Juanita
cedió, al cabo, y dejó de ir a la fuente y al albercón, retrayéndose,
además, de otros varios ejercicios y faenas que no son propios de una
señorita.



XI


Doña Inés López de Roldan distaba mucho de ser una lugareña vulgar y
adocenada. Era, por el contrario, distinguidísima; y en su tanto de
méritos mirados, o sea guardando la debida proporción, pudiéramos
calificarla de una princesa de Lieveo o de una madame Récamíer aldeana.
Su vida no pasaba ociosa, sino empleada en obras casi siempre buenas y
en fructuosos afanes. Su caridad para con los pobres era muy elogiada,
ayudándola en este ejercicio el señor don Andrés Rubio. No descuidaba
ella por eso el gobierno de su casa, que estaba saltando de limpia, y
todo muy en orden, a pesar de los siete chiquillos que tenía, el mayor
de ocho años; pero como la casa era muy grande, a los cinco mayores,
entregados a una mujer ya anciana y de toda confianza, los tenía en el
extremo opuesto de aquel en que estaba ella, a fin de que no turbasen
con sus chillidos y gritería, ya sus solitarias meditaciones, ya sus
lecturas, ya sus interesantes coloquios con el padre Anselmo, con el
cacique o con alguna persona de fuste que viniese a visitarla.

A las nueve de la noche en verano, y a las ocho o antes en invierno,
mandaba acostar a los niños, y desde entonces, hasta las once, y a veces
hasta más tarde, tenía tertulia, en la cual se discreteaba, y a la cual
rara vez asistía el señor Roldan, que no presumía ni podía presumir de
discreto, y a quien las discreciones de su mujer pasmaban y
enorgullecían, pero al mismo tiempo le excitaban al sueño.

En las horas que le dejaban libre los afanes y cuidados de la casa y aun
de la administración de la hacienda, de la que suavemente había
despojado a su marido por no considerarle capaz, doña Inés solía
ocuparse en lecturas que adornaban y levantaban su espíritu. Rara vez
perdía su tiempo en leer novelas, condenándolas por insípidas o
inmorales y libidinosas. De la poesía no era muy partidaria tampoco, y
sin plagiar a Platón, porque no sabía que Platón lo hubiese preceptuado,
desterraba de su casa y familia a casi todos los poetas como corruptores
de las buenas costumbres y enemigos de la verdadera religión y de la paz
que debe reinar en las bien concertadas repúblicas; pero en cambio,
doña Inés leía Historia de España y de otros países y, sobre todo,
muchos libros de devoción. El cura la admiraba tanto al oírle hablar de
teología que, mentalmente, adornaba sus espaldas con la muceta y su
cabeza con el bonete y la borla.

Era tan grande la actividad de doña Inés, que a pesar de tan varias
ocupaciones, aún le quedaba tiempo para satisfacer su anhelo de
enterarse a fondo de la historia contemporánea y local, que tenía para
ella más atractivos que la Historia Universal o de épocas y países
remotos.

Para conocer bien esta historia contemporánea y local y ejercer sobre
los hechos la más severa crítica, se valía doña Inés de diferentes
medios, siendo el más importante una criada antigua, que hacía recados,
que entraba y salía por todas partes y que se llamaba Crispina, émula en
su favor y privanza de Serafina, la doncella.

Gracias a Crispina, doña Inés estaba al corriente de los noviazgos que
había en el pueblo, de las pendencias y de los amores, de las amistades
y enemistades, de lo que se gastaba en vestir en cada casa, de lo que
este debía y de lo que aquel había dado a premio, y hasta de lo que
comía o gastaba en comer cada familia. A los que comían bien, doña Inés
los censuraba por su glotonería y despilfarro, y a los que comían poco y
mal, los calificaba de miserables, de hambrones y de perecientes.

No tardó, por consiguiente, doña Inés en tener noticia de las aficiones
de su padre y de sus visitas o tertulias en casa de ambas Juanas.
Muchísimo la molestó esta grosera bellaquería, que tan duramente la
apellidaba; pero disimuló y se reportó durante muchos días, sin decir
nada a su padre. Doña Inés estaba muy adelantada en sus concebidas
esperanzas de octavo vástago, y en tal delicada situación se cuidaba
mucho y procuraba no alterarse por ningún motivo, para que las dichas
esperanzas no se frustraran o se torcieran ruinmente, realizándose de un
modo prematuro, con deterioro y quebranto de su salud. Pero aunque doña
Inés no dijo por lo pronto nada a don Paco, se la tenía guardada y
seguía observando y averiguando por medio de Crispina, en la creencia de
que era a Juana y no a Juanita a quien su padre pretendía o cortejaba.

Esta creencia mitigaba no poco el disgusto de doña Inés, porgue no podía
entrar en su cabeza que su padre intentase jamás contraer segundas
nupcias con Juana la Larga. Así es que lo que censuraba en este muy
ásperamente era la inmoralidad y el escándalo de unas relaciones
amorosas contraídas por hombre que tenía más de medio siglo y que iba a
ser pronto por octava vez abuelo. La enojaba también la condición harto
plebeya del objeto de los amores de su padre, los cuales, si no dignos
de aplauso, la hubieran parecido dignos de disculpa a haber sido con
alguna hidalga recatada y de su posición, como había dos o tres en el
lugar, que, según pensaba doña Inés, hubieran abierto a don Paco, si él
hubiera llamado a la puerta de ellas pidiendo entrada. No se cansaba,
pues, doña Inés de censurar las ruines inclinaciones de su padre. Le
dolía asimismo que su padre gustase tanto en obsequiar a Juana la Larga,
suponiendo, según las noticias que le trajo Crispina, que gastaba mucho
más de lo que ganaba.

--¿Conque juega al tute con ella?

--Sí, señora--contestó Crispina--. Y ya por echarla de fino, ya porque
está embobado y embelesado mirando a Juana con ojos de carnero a medio
morir y sin atender al juego, lo cierto es que Juana le pela, ganándole
diez o doce reales cada noche. Además, los regalos de don Paco llueven
sin descampar sobre aquella casa; ya envía un pavo, ya una docena de
morcillas, ya fruta, ya parte del chocolate que le regala su merced,
hecho por el hombre que viene expresamente desde Córdoba a hacerlo a
esta casa.

Lo de que don Paco hubiese regalado también parte de su chocolate irritó
ferozmente a doña Inés; lo consideró una verdadera profanación y casi le
hizo perder los estribos; pero al fin pensó en la situación en que se
encontraba, ya fuera de cuenta, y logró reportarse. Su moderación y sus
cuidados no fueron inútiles.

El 29 de junio, día de San Pedro Apóstol, sintió doña Inés desde muy de
mañana los primeros dolores, y con gran facilidad dio a luz en aquel
mismo día a un hermoso niño. La madre y el señor Roldan decidieron que
debía llamarse Pedro, en honor del Príncipe de los apóstoles en cuyo día
había nacido y del que eran muy devotos. El señor don Andrés Rubio
prometió tener al infante en sus brazos en la pila bautismal. Y como el
infante fue robustísimo y el médico asegurase que no corría peligro su
vida, retardaron su bautismo hasta mediados del mes de julio, así porque
ya estaría levantada la señora doña Inés y podría asistir a las fiestas
que se hiciesen, como porque para entonces se realizaría la anunciada
visita del señor obispo, el cual, a más de confirmar a todos los
muchachos que no lo estuviesen, les haría la honra de bautizar al futuro
Periquito.

El obispo sería hospedado en casa de los señores de Roldan los tres o
cuatro días que estuviese en Villalegre. Doña Inés, por tanto, pensando
en los preparativos y en todos los medios que había de emplear para
hacer con lucimiento recepción tan honrosa, perseveró en refrenar su ira
contra Juana la Larga, a quien imaginaba seductora de su padre. Y
disimulando el odio que le había tomado, no quiso dejar de valerse de
ella en ocasión de tanto empeño. Ya la había llamado el día del
alumbramiento, porque bien sabía por experiencia que no había en el
mundo conocido más hábil comadre que Juana.

Y como tampoco había por allí mujer tan dispuesta para preparar y
dirigir los festines, con tiempo comprometió a Juana a fin de que desde
dos días antes de la llegada del obispo se viniese a su casa, sin volver
a la casa propia sino para dormir, y lo preparase y dirigiese todo.
Juana prometió hacerlo así y lo cumplió muy gustosa.



XII


La víspera de la llegada del obispo, que fue el 15 de julio, víspera
también de la Virgen del Carmen, Juana había trabajado ya mucho, sudando
el quilo para condimentar los manjares y las golosinas, y hasta para
disponer el aparato y la magnificencia que habían de desplegarse en la
recepción y en el hospedaje de su señoría ilustrísima, y en el refresco
y ambigú que había de darse en aquella casa a todo lo más granado e
ilustre de la villa, después de terminadas las cristianas ceremonias de
la confirmación y del bautismo. En ella, doña Inés iba a dar al señor
obispo más trabajo que nadie, pues tenía siete chiquillos no confirmados
aún, y uno todavía _moro_, como apellidan en Andalucía a todo ser humano
antes de recibir el agua sacramental que le trae al gremio de la
Iglesia.

La noche del 15 de julio hacía muchísimo calor. A eso de las nueve, don
Paco, según costumbre, se fue de tertulia a casa de Juana la Larga; pero
Juana seguía trabajando aún en la de los señores de Roldan, y Juanita
estaba sola con la criada, tomando el fresco en la reja de su sala baja.

La vio don Paco, y llegó a hablarle antes de dirigirse a la puerta.
Juanita, después de los saludos de costumbre, dijo a don Paco, que
pretendía que le abriese:

--Mi madre no ha vuelto aún. No sé cuándo volverá. Estando yo sola no
me atrevo a abrir a usted la puerta y a dejarle entrar. La gente murmura
ya contra nosotros, y murmurará mil veces más si yo tal cosa hiciera.
Váyase usted, pues, y perdóneme que no le reciba.

Ninguna objeción acertó a poner don Paco, convencido de lo puesta en
razón que estaba Juanita. Solamente le dijo:

--Ya que no me recibes, no te vayas de la reja y habla conmigo un rato.
Aunque la gente nos vea, ¿qué podrán decir?

--Podrán decir que usted no viene a rezar el rosario conmigo; podrán
creer que yo interesadamente alboroto a usted y le levanto de cascos, y
podrán censurar que pudiendo ser yo nietecita de usted, tire a ser su
novia y tal vez su amiga. Con esta suposición me sacarán todos el
pellejo a túrdigas; y si llega a oídos de su hija de usted, mi señora
doña Inés López de Roldan y otras hierbas, que usted y yo estamos aquí
pelando la pava, será capaz de venir, aunque se halla delicada y
convaleciente, y nos pelará o nos desollará a ambos, ya que no envíe por
aquí al señor cura acompañado del monaguillo, con el caldero y el hisopo
del agua bendita, no para que nos case, sino para que nos rocíe y
refresque con ella, sacándonos los demonios del cuerpo.

--Vamos, Juanita, no seas mala ni digas disparates. No es tan fiero el
león como lo pintan. Y si tú gustases un poquito de mí, y mi
conversación te divirtiese en vez de fastidiarte, no tendrías tanto
miedo de la maledicencia, ni de los furores de mi hija, ni de los
exorcismos del cura.

--¿Y de dónde saca usted que yo no guste de tener con usted un rato de
palique? Pocas cosas encuentro yo más divertidas que la conversación de
usted, y además siempre aprendo algo y gano oyéndole hablar. Yo soy
ignorante, casi cerril; pero sí el amor propio no me engaña, me parece
que no soy tonta. Comprendo, pues, y aprecio el agrado y valor que
tienen sus palabras.

--Entonces, ¿cómo es que no me quieres?

--Entendámonos. ¿De qué suerte de quereres se trata?

--De amor.

--Ya esa es harina de otro costal. Si el amor es como el que tiene el
padre Anselmo a su breviario, como el que tiene doña Inés a sus libros
devotos o como el que tiene usted a las leyes o a los reglamentos que
estudia, mi amor es evidente y yo quiero a usted como ustedes quieren
esos libros. No menos que ustedes se deleitan en leerlos, me deleito yo
en oír a usted cuando habla.

--Pero, traidora Juanita, tú me lisonjeas y me matas a la vez. Yo no
quiero instruirte, sino enamorarte. No aspiro a ser tu libro, sino tu
novio.

--Jesús, María y José. ¿Está usted loco, don Paco? ¿En qué vendría a
parar, qué fin que no fuera desastroso podría tener ese noviazgo? ¿No le
tiemblan a usted las carnes al figurarse la estrepitosa cencerrada que
nos darían si nos casáramos? Y si el noviazgo no terminase en
casamiento, ¿adónde iría yo a ocultar mi vergüenza, arrojada de este
pueblo por seductora de señores ancianos?

Lo de la ancianidad, tantas veces repetido, ofendió mucho a don Paco en
aquella ocasión, y muy picado, y con tono desabrido, exclamó haciendo
demostración de retirarse:

--Veo que presientes graves peligros. No quiero que te expongas a ellos
por mi culpa. Adiós, Juanita.

--Deténgase usted, don Paco; no se vaya usted enojado contra mí. ¿No
conoce usted muy a las claras que yo le quiero de corazón y que mi mayor
placer es verle y hablarle? Como soy franca y leal, procuro no retener a
usted con esperanzas vanas. Mucho me pesaría de que usted me acusase un
día de que yo le engañaba. Por esto digo a usted que de amor no le
quiero y me parece que no le querré nunca. Pero lo que es por amistad,
debe usted contar conmigo hasta la pared de enfrente. ¿Por qué no se
contenta usted con esa amistad? ¿Por qué me pide usted lo que no puedo
ni debo darle? No sería flojo el alboroto que se armaría en el pueblo si
usted y yo fuésemos novios y sí el noviazgo se supiese.

Don Paco se atrevió a decir entonces, en mala hora y con poco acierto:

--¿Pues qué necesidad hay de que nuestro noviazgo se sepa?

--Y usted, ¿por quién me toma para insinuar ese sigilo, dado que sea
posible? Sólo se oculta lo poco decente, y, por tanto, yo no he de
ocultar nada aunque pueda. Si me decidiese yo a ser novia de usted,
sería por considerarlo bueno y honrado, y en vez de ocultarlo como fea
mancha, lo pregonaría y lo dejaría ver a todos con más orgullo que si
enseñase una joya, jactándome de ello, en vez de andar con tapujos. Ya
sabe usted mí modo de pensar. Nada más tenemos que decirnos. Ahora, lo
repito, váyase usted y déjeme tranquila. Malo es siempre dar que hablar;
pero dar que hablar sin motivo es malo y tonto.

Don Paco depuso el enojo, no acertó a responder a Juanita con ninguna
frase concertada y se fue, despidiéndose de ella resignado y triste.



XIII


Pasaron días y vino el obispo, como se espetaba.

Su señoría ilustrísima bautizo a los niños _moros_, que aguardaban su
venida, como los padres del Limbo el santo advenimiento, y confirmó a
los no confirmados, que se contaban a centenares, entre ellos no pocos
harto talludos.

Doña Inés se lució dando hospedaje al señor obispo, y este se fue del
lugar muy maravillado y gozoso de la magnificencia y primor con que allí
se vivía.

Libre ya doña Inés de tanta extraordinaria faena, se consagró con mayor
atención al estudio de la historia contemporánea, y al cabo, auxiliada
por los datos que le suministraba Crispina, y valiéndose de su rara
sagacidad, vino a comprender que no era a la madre, sino a la hija, a
quien cortejaba don Paco. Su furor fue entonces muy grande; pero por lo
mismo se calló y no atormentó a su padre con insinuaciones ni bromas. El
asunto no se prestaba a bromas ni a medios términos. La ira de doña Inés
había de estallar y manifestarse de una manera más seria cuando
estuviese completamente convencida de la locura de su padre, pues de tal
la calificaba.

Don Paco, entre tanto, si bien daba ya menos pretexto a la murmuración,
se sentía más enamorado que nunca de Juanita. Pensaba en sus dulces
desdenes, recapacitaba sobre ellos, hacía doloroso examen de conciencia
y miraba y cataba la herida de su corazón, como un enfermo contempla con
amargo deleite la llaga o el cáncer que le lastima y en el que prevé la
causa de su muerte.

Toda la vida había sido don Paco el hombre más positivo y menos
romántico que puede imaginarse. Aquel imprevisto sentimentalismo que se
le había metido en las entrañas y se las abrasaba, le parecía tan
ridículo que, a par que le afectaba dolorosamente, le hacía reír cuando
estaba a solas, con risa descompuesta y que solía terminar en algo a
modo de ataque de nervios.

Don Paco dejó, pues, de ir todas las noches a casa de ambas Juanas; ya
no veía a Juanita en la fuente y sola, porque él mismo había predicado
para que no fuese, y, sin embargo, no acertaba a sustraerse a la
obsesión que Juanita le causaba de continuo, presente siempre a los
perspicaces ojos de su espíritu, así en la vigilia como en el sueño.

Por dicha, no le atormentaban los celos. Juanita zapateaba, donosa o
duramente, a cuantos mozos la pretendían, y lo que es Antoñuelo iba ya
con menos frecuencia a casa de Juanita. Según en el lugar se sonaba,
andaba él muy extraviado, frecuentando las tabernas en harto malas
compañías y pasando muchas noches en francachelas y jaranas. Villalegre
no era el único teatro de sus proezas, sino que, a pesar de las
amonestaciones y reprensiones de su padre, a menudo muy duras, se solía
ir de parranda al campo o algunos lugares cercanos, y en dos o tres días
no aparecía por su casa.

Don Paco no tenía, pues, rivales. Parecía completamente dueño del campo;
pero el campo estaba tan bien atrincherado, que don Paco no lograba
entrar en él y se quedaba fuera como los otros. No desistió por eso de
ir por las noches a casa de ambas Juanas, aunque no de diario.

Como de costumbre, jugaba al tute con la madre; como de costumbre,
hablaba con Juanita en conversación general, y Juanita hablaba
igualmente y le oía muy atenta manifestándose finísima amiga suya y
hasta su admiradora; pero, como de costumbre también, tas miradas
ardientes y los mal reprimidos suspiros de don Paco pasaban sin ser
notados y eran machacaren hierro frío, o hacían un efecto muy contrario
al que don Paco deseaba, poniendo a Juanita seria y de mal humor,
turbando su franca alegría y refrenando sus expansiones amistosas.

De esta suerte, poco venturosa y triunfante para don Paco, se pasaron
algunos días y llegaron los últimos del mes de julio.

Hacía un calor insufrible. Durante el día los pajaritos se asaban en el
aire cuando no hallaban sombra en que guarecerse. Durante la noche
refrescaba bastante. En el claro y sereno cielo resplandecían la luna y
multitud de estrellas, que, en vez de envolverlo en un manto negro, lo
teñían de azul con luminosos rasgos de plata y refulgentes bordados de
oro.

Ambas Juanas no recibían a don Paco en la sala, sino en el patio, donde
se gozaba de mucha frescura y olía a los dompedros, que daban su más
rico olor por la noche, a la albahaca y a la hierba luisa, que había en
no pocos arriates y macetas, y a los jazmines y a las rosas de
enredadera, que en Andalucía llaman de _pitiminí_, y que trepan por las
rejas de las ventanas, en los cuartos del primer piso, donde dormían
Juanita y su madre.

En aquel sitio, tan encantador como modesto, era recibido don Paco.
Todavía allí, a la luz de un bruñido velón de Lucena, de refulgente
azófar, se jugaba al tute en una mesilla portátil, pero no con la
persistencia que bajo techado. Otras distracciones, casi siempre
gastronómicas, suplían la falta del juego. Juana, que era tan
industriosa, solía hacer helado en una pequeña cantimplora que tenía;
pero con más frecuencia se entretenía comiendo ora piñones, ora
almendras y garbanzos tostados, ora flores de maíz, que Juanita tenía la
habilidad de hacer saltar muy bien en la sartén, y ora altramuces y, a
veces, hasta palmitos cuando los arrieros los traían de la provincia de
Málaga, porque en la de Córdoba no se crían.

Estas rústicas semicenas, dignas de ser celebradas por don Francisco
Gregorio de Salas en su famoso _Observatorio_, deleitaban más a don Paco
que hubieran podido deleitarle las antiguas cenas de Trimalción o de
Apicio y las modernas de la Maison Dorée o del Café Inglés en París,
pareciéndole mejor aquellos groseros alimentos que la ambrosía que comen
las deidades del Olimpo, ya que Juanita, comiéndolos, les comunicaba
cierta celestial u olímpica naturaleza. Dichas chucherías, apéndices de
la verdadera cena que cada uno había tomado ya en su casa antes de
empezar la tertulia, probaban además, cuando las dos Juanas y don Paco
se las comían, sin el menor susto y sin ninguna mala resulta, que
nuestros tres héroes poseían tres estómagos de los más sanos, eficaces y
potentes que hay en el mundo.

Una noche en que estaban aquellas señoras muy familiares, conversables y
benignas con don Paco, se atrevió este a ofrecer algo que pensaba en
ofrecer tiempo hacía, sin acabar de decidirse por temor de que no
aceptasen su obsequio.

Desechado el temor, dijo al cabo:

--De hoy en ocho días, el cuatro de agosto, habrá grandes fiestas en
este pueblo. Habrá procesión, feria, velada, función de iglesia y
sermón, que predicará el padre Anselmo, contando y celebrando la vida y
milagros del glorioso Santo Domingo de Guzmán, nuestro patrono y abogado
en el cielo. Tengo yo una pieza de tela de seda, flexible y rica, por el
estilo de la de, estos mantones que llaman de espumilla o de Manila.
Carece de bordados y es de color verde oscuro. Me la envió meses ha de
regalo mi sobrino Jacinto, que está en Filipinas empleado en Hacienda.
Tiempo hay todavía de hacer con esta tela un precioso vestido de mujer.
¿Y quién lo llevaría con más garbo y lucimiento que Juanita, si aceptase
mi presente? La tela es pintiparada para hacer el traje, y si ustedes
quieren darse prisa, aún tienen tiempo de sobra.

Madre e hija dieron mil gracias a don Paco por su buena intención,
mostrando repugnancia en aceptar por el qué dirán y sosteniendo que
cuando viesen a Juanita con traje tan lujoso todo el lugar se
alborotaría, adivinaría que la seda era regalo de don Paco y él y ellas
darían una estruendosa campanada.

Nada contestó don Paco a tan juiciosos razonamientos; pero hizo algo más
elocuente y persuasivo. Tomó de una silla un paquete que había traído
recatadamente envuelto en un pañuelo, y desdoblándolo, mostró la tela a
la luz del velón.

Ambas mujeres admiraron aquella hermosura; la calificaron de divina. Los
ojos y el alma se les iban en pos de la tela. En suma, no pudieron
resistir y aceptaron el obsequio. Juana quiso mostrarse más difícil y
Juanita tuvo que ceder y que aceptar antes que ella.

No bien se fue don Paco, a eso de las doce, Juanita dijo a su madre.

--Yo no he sabido resistir. La tela es encantadora. Lo que más me agrada
de ella es su flexibilidad, porque no tiene tiesura como otras sedas. Se
ceñirá muy bien al cuerpo y se podrá dar mucho vuelo a las faldas, que
formarán pliegues muy graciosos. Vamos..., he caído en la tentación.
¿Qué no van a murmurar y a morder las envidiosas cuando me vean tan
peripuesta y tan guapa ir a la función de iglesia el día de Santo
Domingo? Porque tú, mamá, irás con tu mantilla de tul bordado, y me
emprestarás o me regalarás la otra que tienes de madroños, que me está
como pintada. Varias veces la he sacado del fondo del arca y me la he
probado, mirándome al espejo. Mucho van a rabiar cuando me vean tan maja
las hijas del escribano, que gastan tanta fantasía como si fueran dos
marquesas, aunque son dos esperpentos y van siempre mal pergeñadas.

--Sí, hija; pues la menor está tan escuchimizada que parece una lombriz
de caño sucio, y la otra es tan pequeñuela y tan gorda como una bolita.
Si llega a casarse, a tener hijos y a engordar más, perderá la forma de
mujer y se convertirá en cochinillo de San Antón. Pero, dejando esto a
un lado, yo no las tengo todas conmigo. Despertaremos la más tremenda
envidia y nos pondrán como un regalado trapo.

--Pecho al agua y preparémonos para la lucha. ¿Qué podrán decir de mí?
¿Que don Paco me viste? Pues yo voy a vestir a don Paco..., y patas.
Mira: con mis ahorrillos iré mañana a la tienda del _Murciano_ y
compraré paño de Tarrasa o del mejor que tenga. Calcula tú cuántas
varas se necesitan. El tiene gabina, castora o como se llame; pero su
levita, aunque no se la pone más que diez o doce veces al año, está ya
desvergonzada de puro raída. Sin chistar, con mucho sigilo, vamos tú y
yo a hacerle una levita nueva, según el último figurín de _La Moda
Elegante e Ilustrada_ que recibiste de Madrid el otro día. Como tú
tienes las medidas de don Paco y eres muy hábil, la levita, sin
probársela ni nada, le caerá muy bien, y ya verás con qué majestad y con
qué chiste la luce en la procesión, cuando marche en ella entre los
demás señores del Ayuntamiento. Así no seré yo sola, sino él también,
quien estrene prenda en tan solemne día.

--Pero, muchacha, eso que dices no es apagar el fuego, sino echarle leña
para que arda más. Si han de murmurar como uno al verte con el vestido
nuevo, murmurarán como dos al ver con levita nueva a don Paco.

--Pues que murmuren. Lo que yo me propongo al regalar la levita, además
de la satisfacción que me cause el obsequiar a don Paco, es que nadie me
acuse, y sobre todo, que no me acuse yo misma de tener el vestido sin
dar en pago algo equivalente.

Decididas así las cosas, al otro día se compró el paño. Juana cortó con
segura destreza la levita y el traje de mujer, y madre e hija y dos
oficialas trabajaron con tal ahínco, que el tres de agosto, víspera del
santo, levita y vestido de mujer estaban terminados.



XIV


Cuando aquella noche vino don Paco de tertulia, le dieron la sorpresa de
enseñarle la levita.

El casi se enojó, y hasta se le saltaron las lágrimas de puro
agradecido.

En el patio mismo se probó la levita; le hicieron dar con ella cuatro o
cinco paseos, y ambas mujeres encontraron que con la levita estaba don
Paco muy airoso; y eso que no se veía todo el efecto, porque no había
traído la gabina, sino el hongo, como de costumbre, y la levita y el
hongo no armonizan bien.

Animados ya los tres y de buen humor, dijo don Paco:

--No comprendo por qué gustan ustedes tanto de la soledad y están tan
retraídas. La plaza esta noche estará animadísima. Todo el mundo habrá
acudido a la verbena y a ver los fuegos, que dicen que serán
magníficos. Empezarán en punto de las once, y como habrá muchos cohetes
y dos o tres soles o ruedas, y a lo último un gran castillo, que
terminará con un espantoso trueno gordo, durará la fiesta hasta después
de medianoche. La gente quiere que el trueno gordo estalle en el momento
mismo que empiece el día del santo, y espera que el santo lo oiga desde
el cielo y se alegre de que sus patrocinados le saluden y feliciten.
¿Por qué no se animan ustedes y van a gozar de todo esto? Iremos juntos.
Yo las acompañaré.

--Bien quisiera yo ir--contestó Juana--; pero temo que nos pongan como
chupa de dómine cuando nos vean reunidos.

--Pues mira, mamá, deja que nos pongan como les de la gana; a mí me sale
de adentro el ir, y no quiero andar con repulgos. Vamos allá, y arda
Troya. Como estamos, vamos bien, sin nada en la cabeza; no tenemos más
que echar a andar.

Sin hacer más reparos, los tres se fueron en seguida a la velada y feria
que había en la plaza, la cual, con los muchos farolillos y candilejas
que la iluminaban, parecía una ascua de oro; y por el bullicio y por la
muchedumbre de gente, que casi la llenaba, era un hormiguero de seres
humanos.

En los balcones, en las ventanas y en las puertas de las casas, las
personas de más edad y fuste estaban sentadas en sillas.

Las jóvenes se paseaban o se paraban a contemplar las tiendas de
mercaderes ambulantes que se extendían por la plaza y por dos o tres
calles de las que en la plaza desembocan.

Las tiendas a las que se agolpaba más gente eran las de juguetes y
muñecos. Apenas había chicuelo que no fuese obsequiado por sus padres o
por los amigos de sus padres con un pito, con una trompeta o con un
tambor. Y como casi todos desplegaban en seguida su capacidad musical en
los instrumentos que les habían mercado, el aire resonaba con marcial y
alegre, aunque algo discordante armonía. Ni faltaban en las tiendas de
muñecos trompas marinas, siempretiesos, sables y fusiles de madera y de
latón, y especialmente Santos Domingos de diversos tamaños, todos de
barro cocido y pintados de vivísimos colores. Estas imágenes eran las
que más se vendían, porque el santo inspiraba en el pueblo devoción
fervorosa.

El ambiente estaba embalsamado por el aroma del aceite frito de más de
quince buñolerías, donde gitanas viejas y mozas freían y despachaban de
continuo esponjados buñuelos, que unas personas se comían allí mismo con
aguardiente o con chocolate y otras se los llevaban a su casa,
ensartados todos en un largo, flexible y verde junco.

Ni faltaban allí tampoco puestos de exquisitas frutas; pero los que más
atraían la atención de los chicuelos eran los de almecinas, ya que,
además del gusto de comérselas, proporcionaban la diversión de ejercitar
la puntería tirando al blanco. Cada muchacho que compraba almecinas
compraba también un canuto de caña, cerbatana por donde, después de
haberse comido la poca y negra carne de la fruta, disparaba soplando el
huesecillo redondo y duro. Estos proyectiles corrían silbando por el
aire como las balas en una reñida batalla, salvo que eran mucho más
inocentes, pues apenas hacían daño, si por una maldita y rara casualidad
no acertaban a darle a alguien en un ojo, pues entonces bien podían
dejarle tuerto. Caso tan lastimoso, sin embargo, rara vez ocurre, y, por
consiguiente, la muchedumbre se paseaba tranquila en medio de aquel
feroz tiroteo. Había, por último, en la feria nocturna siete u ocho
mesillas de turrón, y hasta tres confiterías, donde lo que con más
abundancia se despachaba eran las yemas, los roscos de huevo y las
batatas confitadas.

Se cuenta que cuando algún campesino que presume de muy rumboso quiere
obsequiar a su novia o a la muchacha a quien va acompañando, se dirige
al confitero y le pide yemas o batatas.

--¿Cuántas quiere usted?--dice el confitero poniendo en uno de los
platillos del peso la pesa de cuarterón.

--Eche usted _jierro_--responde el galán.

El confitero pone la pesa de media libra.

--Eche usted más _jierro_--repite varias veces el galán, y el confitero
va echando casi todas las pesas.

Pero siempre la muchacha, llena de exquisita delicadeza, y con los más
modestos remilgos, alega la dificultad que hay en trasladar a casa tanta
balumba y pesadumbre de confites, y asegura que no se los podrá comer en
una o dos semanas, y que se pondrán agrios, secos o rancios. En fin,
ella está tan elocuente, que el galán, aunque al principio se resiste
llamando a la muchacha dama de la media almendra, al cabo se deja
convencer, pero no de repente, sino poquito a poco; y según va entrando
el convencimiento en su ánimo y ella sigue hablando, él la interrumpe a
trechos diciendo al confitero:

--Quite usted _jierro_.

Y de esta suerte acaba por no quedar en el platillo de las pesas más que
la de cuarterón, y a veces la de dos onzas.

Para que no careciere la velada de ningún atractivo, hubo en ella
también una banda de música militar, que se había conservado desde la
época en que hubo milicianos nacionales, gracias a los desvelos y
esfuerzos de don Andrés Rubio, que había sido comandante de la milicia.
Los ocho músicos de que constaba la banda vestían aún, cuando iban a
tocar de ceremonia, el antiguo uniforme de la extinguida institución
defensora de nuestras libertades. Eran los músicos menestrales o
jornaleros de los más listos; no tocaban mal, y siempre el Municipio les
pagaba un buen estipendio: seis y hasta ocho reales a cada uno. De este
modo se libertaba Villalegre del tributo a que estaba sometida en lo
antiguo, haciendo venir de la ciudad vecina, siempre que había función,
a los músicos, a quienes apellidaban en el lugar _tragalentejas_.

Don Paco paseó a sus amigas por toda la feria, dando no poco que
murmurar, según habían previsto.

Como ellas eran más finas que los jornaleros, ninguno se acercaba a
hablarles, y como estaban en más humilde posición que las ricas
labradoras, propietarias e hidalgas, la aristocracia las desdeñaba. El
nacimiento ilegítimo de Juanita hacía mayor este aislamiento. Juanita no
tenía ya una amiga. Entre los mozos, como había desdeñado a muchos, los
pobres no se le acercaban por ofendidos o tímidos, y los ricachos, que
si ella hubiera sido fácil hubieran porfiado por visitarla en su casa,
temían desconcharse o rebajarse acompañándola en público. Antoñuelo era
el único galán que aún se complacía en acompañar a Juanita; pero
Antoñuelo andaba entonces muy extraviado y se hallaba ausente en una de
sus correrías por los lugares cercanos.

Las mozas que solían ir por agua a la fuente del ejido, y los arrieros,
pastores y porquerizos que acudían a dar agua al ganado, considerando
que desde que Juanita dejó de ir allí se daba tono de señora, no se
atrevían ya ni a saludarla.

Toda la noche, o sea hasta que los fuegos terminaron, que fue ya cerca
de la una, madre e hija permanecieron en la plaza, y hubieran estado sin
otro acompañante que don Paco, si don Pascual, el maestro de escuela, no
se hubiera unido también a ellas.

Era don Pascual un solterón de más de sesenta años, delicado de salud,
flaco y pequeño de cuerpo, pero inteligente y dulce de carácter.

Desde que Juanita tuvo seis años don Pascual, prendado de su despejo y
de su viveza, se había esmerado en enseñarle a leer y escribir, algo de
cuentas y otros conocimientos elementales.

Juanita había tenido en el maestro de escuela un admirador constante y
útil, porque había sido para ella, a falta de aya, ayo gratuito y
celosísimo.

Ella, en cambio, hacía mucho honor a su maestro, pues tomando sus
lecciones en horas de asueto y cuando la escuela estaba desierta de
muchachos, salió discípula tan aventajada, que avergonzaba a casi todos
los que a la escuela asistían.

Nadie sabía mejor que ella el Catecismo de Ripalda y el Epítome de la
gramática. Nadie conocía mejor las cuatro reglas.

Había aprendido también Juanita algo de geografía y de historia; y ya,
cuando apenas tenía nueve años, recitaba con mucha gracia varios
antiguos romances y no pocas fábulas de Samaniego.

Tiempo hacía que don Pascual no visitaba a Juanita ni a su madre.

Primero, las frecuentes visitas de Antoñuelo le habían espantado.
Después le retrajo más de ir a casa de las dos Juanas el saber que tanto
las frecuentaba don Paco. Tal vez supuso el bueno del maestro que
Antoñuelo y don Paco bastaban en aquella casa, y que si él iba estaría
de non y sería un estorbo.

Aquella noche pasó por acaso don Pascual cerca de Juanita, y esta se
dirigió a él diciéndole:

--Buenas noches, maestro. ¿Qué le hemos hecho a usted, que tan caro se
vende y que nos tiene tan olvidadas?

Fueron tantas las cordiales zalamerías de la muchacha, que la
preocupación de que él pudiera ser estorbo se le borró por completo del
magín y acompañó a ambas mujeres durante toda la velada, siendo el
cuarto personaje del grupo.

Ya paseaban los cuatro, ya se sentaban en los bancos de piedra que hay
en la plaza. Siempre estaban o iban en medio las dos mujeres, y
alternando, a un lado y otro, ambos galanes.

Ellos quisieron obsequiarlas con confites, pero ninguna de las dos
consintió tamaño despilfarro. Para que don Paco no lo tomase a desaire,
dejó Juana que le comprase un buen puñado de cacahuetes y cotufas, que
se echó en el bolsillo y que iba comiendo. Juanita, que gustaba mucho de
las castañas, como la Amarilis de Virgilio, se avino a que don Pascual
le comprase un cuarterón de pilongas, que también se iba comiendo sin el
menor melindre.

A don Pascual le bastó con una que ella le dio con fineza, porque como
don Pascual no tenía dientes, no la podía roer ni mascar y la tuvo hora
y media en la boca, tratando en balde de ablandarla, y recordando que
sin duda por eso, así como por su baratura, se llaman las castañas
pilongas caramelos de cadete. Agradablemente pasaron, pues, la velada, y
fueron de los que más gozaron en ella, sin perdonar los fuegos con los
que la velada terminó, y que estuvieron espléndidos.


Los galanes, ya cerca de la una, acompañaron a ambas Juanas hasta la
puerta de su casa.

Cada mochuelo a su olivo, como suele decirse. Todos en el lugar se
retiraron a dormir y trataron de dormir profundamente y de prisa, a fin
de estar listos y bien apercibidos, desde muy temprano, para las
magníficas fiestas que había de haber al día siguiente.



XV


Desde el amanecer empezó a solemnizarse el 4 de agosto de manera
estruendosa con repique general de campanas.

Multitud de gente, tanto de la villa como de no pocos lugares cercanos,
circulaba por la vía pública, acudía a la plaza, donde seguía la feria
como en la noche antes, o se agolpaba en la carretera por donde había de
ir la procesión, saliendo de la iglesia de Santo Domingo, que era la
parroquia, y volviendo a entrar en ella después de haber dado gentil
paseo por las calles principales. Estas habían sido bien barridas y
alfombradas luego de juncia y gayomba. Aguardando ver pasar la procesión
se hallaban muchas personas en las puertas, ventanas y balcones,
pendientes de cuyas rejas y barandas lucían vistosas colgaduras de
damasco encarnado, verde y amarillo, o de colchas de algodón estampado
con enormes floripondios y orladas de rizados y cándidos faralaes.

La población toda estaba de gala. Los hombres, bien afeitados, pues la
víspera quedaron abiertas las barberías y afeita que afeita hasta muy
dadas las doce. Los señores más importantes y ricos, cuantos recibían el
tratamiento de don, estaban de levita y castora, hasta con frac dos o
tres, el escribano entre ellos. Los jornaleros, de camisa limpia y con
sus mejores ropas; si eran jóvenes, iban en cuerpo, pero con chivata o
larga vara de membrillo, oliva o fresno; y si eran ya mayores de edad,
con capa, para el conveniente decoro, por ser por allí la capa el traje
de etiqueta, del que no se puede prescindir, aunque se achicharre o
derrita el humano linaje, como era entonces el caso, porque el sol
hacía chiribitas.

Las mujeres de todas las clases sociales habían sacado sus trapitos de
cristianar para adornarse aquel día. Ninguna iba con la cabeza
descubierta. Todas, sí no tenían mantilla, llevaban mantones de lana
ligera, o bien pañuelos que denominaban allí _seáticos_, o sea percal
lustrosísimo, que imita la seda. Las damas pudientes, ya provectas,
vestían trajes negros u oscuros de tafetán, de sarga malagueña o de
alepín o de cúbica; y las señoritas, sus hijas, iban con trajes de
muselina o de otras telas aéreas y vaporosas, pero ninguna sin mantilla,
ora de tul bordado, ora de blonda catalana o manchega. Sobre la pulidez
y el aseo del peinado, y como matorral a pie de enhiesta torre,
relucían, junto a las peinetas de carey, las moñas de jazmines, la
albahaca y otras hierbas de olor, y las rosas y los claveles rojos,
amarillos, blancos y disciplinados.

Las flores abundaban en Villalegre, gracias a la fuente del ejido, cuyas
milagrosas propiedades ya hemos elogiado, y gracias también a otros
caudalosos veneros, que brotan entre rocas al pie de la inmediata
sierra, y a varias norias y a no pocos pozos de agua dulce, con los
cuales se riegan huertos, macetas y arriates.

Por entre los hierros de las cancelas que había en las mejores casas se
veían los floridos patios, en algunos de los cuales los naranjos y las
acacias prestaban grata sombra. Las plantas enredaderas trepaban por las
paredes y formaban tupido cortinaje en las ventanas del primer piso.

En el centro del patio, o refrescaba el ambiente un surtidor que caía en
roja taza de bruñido jaspe, o se levantaba gran pirámide de tiestos,
formando compacta masa de flores y verdura.

Las libélulas y las inquietas mariposas revoloteaban en torno, y las
avispas y las abejas zumbaban buscando miel.

El territorio o término de Villalegre confina con la campiña, donde
todas son tierras de pan llevar o baldíos incultos, sin huertas, ni
olivares, ni viñedos. Si algo verdea por aquellos campos es tal cual
melonar en las hondonadas. Todo lo demás es en aquella estación pajizo,
ya sembrado, ya barbecho, ya rastrojos, los cuales arden como yesca y
suelen quemarse para fecundar el suelo. Las plantas que se elevan más
por allí y dan mayor sombra son las pitas. Son las más leñosas y
arborescentes los cardos y los girasoles. Así es que en los hogares se
guisa con cierto producto animal, que no sólo da calor, sino perfume,
salvando por el aire una o dos leguas de distancia, de suerte que las
poblaciones se huelen mucho antes de llegar a ellas, y aun de
columbrarse en el horizonte sus campanarios.

Los gorriones, los jilgueros, las golondrinas y otras cien especies de
pintados y alegres pajarillos salen a la campiña con el alba, a coger
semillas, cigarrones y otros bichos con que alimentarse; pero todos
anidan en el término de Villalegre, y vuelven a él, después de sus
excursiones, para guarecerse en sus cotos y umbrías, para beber en sus
cristalinos arroyos y acequias, y para regocijar aquel oasis con sus
chirridos, trinos y gorjeos.

Aquel día, que era en extremo caluroso, o no habían salido las aves a
merodear o habían vuelto tempranito, y trinando y piando, mientras que
arrullaban tórtolas y palomas, hacían salva y música al Santo Patrono,
así en los alrededores como dentro de la misma villa.

Para mayor ornato y esplendor se habían erigido en ella seis triunfales
arcos de lozano y verde follaje.

La procesión salió en buen orden de la iglesia a las ocho en punto de la
mañana. Rompían la marcha el sacristán y los monaguillos, que llevaban
el estandarte, la manga de la parroquia y dos cruces de plata, a uno y
otro lado de la manga. Después muchísima cera, esto es, multitud de
hombres con velas encendidas caminaban en dos hueras. A trechos
aparecían, conducidas en andas, hasta seis imágenes de santos, todas
policromas, de barro o de madera. La quinta imagen era la de Santo
Domingo. Su cara, severa y hermosa. Sobre su inspirada frente relucía
una estrella de plata sobredorada. Con su mano derecha echaba el santo
bendiciones. A sus pies había un perro, muy bien figurado, que llevaba
entre los dientes una antorcha, al parecer encendida, con la cual, según
el sueño de Santa Juana de Asas, abrasaba e ilustraba el mundo en amor y
en conocimiento de Dios. Caminaban luego las dos filas de hombres con
velas ardiendo, y por último venía una bella efigie de la Virgen, que
estaba sobre los cuernos de la luna, la cual luna era de plata, lo mismo
que la corona que llevaba la Santísima Celestial Señora.

Era su manto de raso azul celeste, todo él bordado también de plata, y
que había costado un dineral. Tenía la Virgen en el brazo izquierdo,
apoyado contra el corazón, a un precioso Niño Jesús con la bola del
mundo, que ostentaba la cruz en lo más alto. En la mano derecha llevaba
la Virgen el escapulario del Carmen.

Iban delante de la Virgen, con dalmáticas e incensarios, dos diáconos,
que por allí llaman _jumeones_.

En mitad de los _jumeones_ descollaba el hermano mayor de la cofradía,
con túnica de seda azul sobre el frac, y empuñando larga pértiga de
plata. Este hermano mayor era nada menos que el marido de doña Inés y
yerno de don Paco, el ilustre don Alvaro Roldan, uno de cuyos
antepasados había costeado la imagen de la Virgen, así como la de Santo
Domingo, obras ambas de Montañés, según se jactaban de ello los
naturales de Villalegre.

En pos de la Virgen, revestido de riquísima capa pluvial, aparecía el
padre Anselmo, y en torno de él varios capellanes, así indígenas como
forasteros, con roquetes y sobrepellices, sueltos algunos de ellos, y
otros seis sosteniendo los argentinos varales del magnífico palio,
debajo del cual se contoneaba con la debida prosopopeya el ya mencionado
cura párroco.

Inmediatamente marchaban los individuos del Ayuntamiento, con el alcalde
a la cabeza, el cual llevaba bengala con puño y borlas de oro. El
secretario, don Paco, estaba al lado del alcalde, con su levita nueva,
elegantísimo, y excitando la envidia de otros señores cuyas levitas o
fraques eran viejos, fuera de moda, y algunos muy pelados, y ya que no
con remiendos y rasgones, con picaduras de polilla, zurcidos chapuceros
y tal cual lamparón o mancha de pringue o aceite, no menos conspicua que
las que notó y censuró el Cid en el hábito del monje don Bermudo.

El cacique, don Andrés Rubio, brillaba en la procesión por su ausencia.

Cercado de una caterva de muchachos, se mostraba luego el hombre más
forzudo del lugar, con la bandera del santo, cuya asta era larguísima.
La bandera estaba hecha de retazos cuadrados de tafetán de diversos y
vivísimos colores. Y era la gala que aquel jayán, cuando había para ello
espacio bastante, porque el paño de la bandera tenía lo menos cuatro
varas en cuadro, revolotease la bandera girándola en torno, paralela al
suelo, de modo que, agachándose los muchachos y hasta algunos hombres y
mujeres, eran por ella cobijados y benditos. Esta operación del
revoloteo y el cobijo iba siempre acompañada de un precipitado redoble
de tambor, tocado por un tamborilero hasta cierto punto eclesiástico y
consagrado a aquel menester.

No cerraba la procesión ninguna tropa de veras, porque en el pueblo,
desde que se había extinguido la milicia nacional, no había soldados.
Sólo había dos guardias civiles. Sin embargo, en lugar de los
_tragalentejas_; que solían venir en lo antiguo de una ciudad cercana,
iban los músicos municipales casi siempre tocando y vistiendo aún el
uniforme de la extinguida milicia.

No contentos con esto los del lugar y considerando y sabiendo, más o
menos confusamente, que el Santo Patrono había tenido algo de guerrero,
quisieron que aquella pompa fuese más militar, y tuvieron una felicísima
idea. A los soldados romanos que salen allí en las procesiones de Semana
Santa les pusieron en el pecho cruces de terciopelo carmesí y los
convirtieron de perseguidores de Cristo en perseguidores de herejes de
los que los amigos del santo habían metido en costura. Los soldados
romanos estaban vestidos con mucha propiedad, porque en el pueblo había
un santo nacido en él, el cual santo perteneció a la Legión Tebana; y
como en compañía de una de sus canillas, hallada en las catacumbas, vino
de Roma su imagen, el traje que llevaba sirvió de modelo para hacer los
de los soldados romanos.

En cuanto al traje de los judíos, era tan fantástico, que podía valer
para cualquier época, si bien tenía el inconveniente de ser tan rico y
primoroso, que sólo los señoritos más acaudalados del pueblo lo podían
costear; así es que había pocos judíos, muchos menos que soldados
romanos; mas no por eso se sometían del todo, sino que de cuando en
cuando se enredaban a trancazos con los cruzados, armando muy graciosas
escaramuzas o simulacros de pelea, con los cuales el pueblo se reía y
era como el sainete o parte cómica de la procesión.

Debemos advertir que estos judíos herejes, tan elegantes en el vestir,
gastaban ciertas espantosas carátulas, con enormes narices, a veces como
berenjenas amoratadas y llenas de verrugas, porque los judíos de los
tiempos antiguos eran más feos que los de ahora, si bien entonces tenían
la mar de dinero, cuando se vestían con tanto lujo.

La devota muchedumbre no veía pasar la procesión en reverente y mustio
silencio, sino con alborozo y algazara, prorrumpiendo en nutridos y
sonoros vivas, entre los cuales se oían a veces proposiciones
candorosamente heterodoxas y aun un poco blasfemas de puro
entusiásticas, como, por ejemplo: «¡Viva nuestro glorioso Patriarca, que
joroba a todos los demonios!» «¡Viva nuestro Santo Patrono, que achica a
todos los otros santos!»

Para colmo de la devoción y muestras de júbilo, varios mozos tenían
escopetas y trabucos, y disparaban tiros sin bala ni perdigones, pero
con mucha pólvora y muy apretada por el taco, a fin de que retumbase más
el tronido. En suma, la procesión no dejó nada que desear. El público
quedó muy satisfecho.



XVI


A las diez se cantó la misa mayor con órgano, que lo hay allí muy bueno,
y no sucede lo que en Tocina y en otros lugares de la Andalucía baja,
donde dicen que, a falta de órgano, tocan la guitarra en la iglesia. De
esto no respondemos. Puede que sea una calumnia. Lo contamos porque lo
hemos oído contar.

La Virgen estaba ya de nuevo ocupando su camarín en el altar mayor, cuyo
retablo, todo de madera tallada y dorada, subía hasta la cumbre del
ábside, y era caprichoso y atrevido desate del estilo churrigueresco:
complicado laberinto de retorcidos tallos, colosal hojarasca, frutas,
armas, monstruos simbólicos y rosetones, por los cuales asomaban sus
infantiles y aladas cabezas los ángeles y los serafines.

A la derecha, y sobre otro altar, estaba ya también en su nicho el Santo
Patrono.

Ambos altares resplandecían con muchísimas velas y hachones ardiendo, y
ramilletes de flores y festones y guirnaldas de arrayán, laurel y
limonero los engalanaban.

Las paredes del templo, si bien blanqueaban sin mácula por el reciente
enjalbiego, se veían en parte cubiertas de rojo damasco, aunque el
damasco era poco, y era más el filipichín que lo remeda.

A ambos lados del altar de Santo Domingo admiraban los fieles multitud
de exvotos, claro testimonio de la potencia milagrosa de su celestial
abogado. Allí piernas, ojos, brazos y hasta niños completos, y bastantes
tablitas pintadas al óleo, donde el milagro se representaba, y por medio
de un largo letrero escrito al pie quedaba explicado.

La multitud llenaba el templo. En el centro, las mujeres, de rodillas o
sentadas en el suelo, se abanicaban casi todas. El movimiento de los
abanicos de diversos colores alegraba la vista. Alrededor estaban los
hombres, en pie. Sólo ocupaban algunos escaños de nogal los señores del
Ayuntamiento y el cacique don Andrés, que vino a la iglesia, aunque no a
la procesión.

Las miradas de los asistentes se fijaban con pasmo en el pecho del
cacique, donde aquel día brillaba por vez primera la placa de oro,
diamantes y rubíes y lustrosa banda de una gran cruz que el Gobierno
acababa de concederle en premio de sus eminentes servicios.

Ambas Juanas, que tampoco habían estado en la procesión, porque la
habían visto pasar por delante de su casa, sita en la carrera,
aparecieron en la iglesia cuando ya empezaba la misa. Involuntario y
general murmullo de admiración se escapó entonces del pecho de los
hombres. La madre iba delante abriéndose paso con los codos. Detrás
venía la hija, hecha un sol, con su lindo vestido de seda chinesca, su
mantilla de madroños, su alta peineta de concha y un montón de claveles
junto a la peineta. Como el vestido era alto, Juanita no llevaba pañuelo
y mostraba toda la gallardía y esbeltez de su talle. Parecía la señora
principal, la reina de aquella función, y apenas podían comprender sus
compatriotas que fuese ella misma la moza que hacía poco iba con un
cántaro por agua a la fuente. Era marcial y decidido su paso, pero al
mismo tiempo majestuoso y modesto.

En la mano, que, en vez de emplearse en humildes y rudos trabajos
domésticos, se diría que había estado conservada entre algodones, como
delicada joven, tenía un pericón que manejaba con mucha gracia.

El asombro que causó su entrada en la iglesia bien se puede decir que
durante tres o cuatro minutos turbó el orden y la tranquilidad que allí
reinaba. El maestro de escuela, hombre leído y que sabía de memoria el
Romancero, recordó a este propósito, hablando a la oreja de un concejal,
el efecto que hizo entrada semejante en la ermita de San Simón de cierta
niña sevillana, alborotando hasta a los monagos y a los sacristanes,
quienes

          en vez de decir amén,
          decían amor, amor.

Tan disparatado triunfo no cogió de susto a doña Inés. Ya tenía ella
averiguada la transformación de Juanita de zagalona rústica en algo que
presumía de dama, y ya sabía, merced a las investigaciones de Cristina,
que Juanita iba a lucir aquel día un maravilloso traje de lo más a la
moda y señoril que se había visto nunca en aquel lugar y en muchas
leguas a la redonda. El éxito sobrepujó, no obstante, todos los
presentimientos y temores de doña Inés. Aunque todavía estaba guapa, a
pesar de los ocho vástagos que había tenido, se sintió en el fondo del
alma, inferior a Juanita en hermosura; no dejó de notar, con profunda
mortificación, que Juanita estaba vestida con mejor gusto que ella;
hasta en la distinción, aunque doña Inés se preciaba de muy distinguida,
tuvo recelos de que Juanita le llevaba ventaja. Apenas se daba cuenta la
señora de Roldan del arte o de la adivinación con que una chicuela que
se había criado entre pillería andrajosa y casi en medio de la calle,
como vaca sin cencerro, se había hecho sujeto capaz de tan repentina
elegancia.

Como Juana la Larga iba tan engreída y tan ufana con el asombroso
esplendor y con la rara belleza de su niña, no buscó para ponerse con
ella de rodillas un sitio muy apartado, sino el mejor y más visible.
Ambas mujeres fueron a plantificarse en un pequeño claro, inmediato a
los escaños en que estaba el Ayuntamiento y don Paco y don Andrés; claro
que el respeto y la humildad de otras mujeres habían contribuido a
formar, y en cuyo límite, no distante, se hallaba doña Inés López de
Roldan, la cual tomó aquella intrusión por desaforado atrevimiento, y
ardió en sed de imponerle pronto y severo castigo.

Al efecto había ya prevenido al padre Anselmo, y le tenía muy
sobreexcitado contra Juanita y contra su madre.

El padre Anselmo distaba mucho de ser malo y de ser ignorante. Sabía no
poco de teología dogmática y de moral, y poseía notable despejo y
prodigiosa facundia; pero era terco, persistente en las opiniones que
una vez aceptaba, y desconocedor de los asuntos mundanos. Doña Inés,
además, le tenía sorbidos los sesos. Doña Inés le infundía una veneración
y un cariño alambicadamente espirituales, que la convertían para él en
oráculo. Era el devoto afecto que se filtra y se cuela a menudo en el
virtuoso corazón de los ancianos: amor sin deseo y sin vicio; lo que
hasta llamándose platonismo escandalizaría al mismo que lo siente; Lo
que es tan sutil, tan etéreo y tan limpio como aquel semidivino sentir
que describe y pinta con rasgos luminosos el conde Baltasar Castiglione
en las últimas áureas páginas de su _Cortesano_.

El padre Anselmo jamás había leído este libro y no había caído ni podía
caer en que sentía inclinación tan dulce; pero sin tener conciencia de
ello reverenciaba a doña Inés como si fuera ángel o santa. Estaba ciego
para todos los defectos y pecados de ella, y no veía o no creía ver en
ella sino virtudes: la prudencia, la caridad, el recogimiento y la
piedad religiosa. Para el padre Anselmo era doña Inés modelo de casadas
y de madres de familia y dechado ejemplar de señoras distinguidas y
doctas. En todo cuanto le dijo acerca de Juanita no advirtió otro
intento que el de evitar o reprimir el escándalo y el mal ejemplo que en
el Jugar se estaba ya dando.

Influido por estas ideas, había preparado el sermón que predicó aquel
día y que versaba, con aplicación a las circunstancias, sobre el mismo
tema que él gustaba de tratar siempre: sobre la corrupción de nuestro
siglo y sobre sus síntomas ominosos, que son alternativamente efectos y
causas. Porque la falta de religión hace que se hunda la moralidad, como
edificio cuyos cimientos se socavan, mientras que el excesivo regalo y
el esmerado atildamiento del cuerpo apartan a las almas de toda seria
meditación diabólicamente hacia lo temporal y caduco, y abrasándolas en
el infernal apetito de poseerlo y de gozarlo. De aquí la ambición, la
codicia y la lascivia, red que Satanás nos tiende, cebo con que nos
atrae y anzuelo con que nos pesca y nos lleva consigo para devorarnos.
La incredulidad y la herejía nacen de la molicie y del lujo, y por la
ambición y la codicia, cunden, se propagan y lo inficionan todo.

El padre ilustró su doctrina con citas históricas. Los albigenses, a
quienes convirtió Santo Domingo con ayuda de Simón de Monfort, habían
caído en abominable herejía porque se entregaban a los festines,
elegancias y malas pasiones. Una picara mujer que sedujo a Martín Lutero
tuvo la culpa de que se hiciese protestante media Europa. Y la perversa
Ana Bolena fue el medio de que se valió el diablo para apoderarse de los
ingleses, que eran antes fervorosos católicos. La codicia había sido,
sin embargo, peor que la lascivia, ya que, si bien toda revolución
herética o impía empezaba con deportes, amoríos y relajación de
costumbres, siempre era la codicia la que lograba que triunfase,
convirtiendo la revolución en cucaña, en cuyo extremo superior se ponían
los bienes de la Iglesia.

--Tal vez--añadía el padre--las personas honradas y pacíficas andarán
ahora muy confiadas imaginando que ya acabó la era de las revoluciones,
porque la Iglesia es pobre y no tiene bienes que le quiten; pero ¡ay,
cuán lastimosamente se equivocan! A falta de bienes de la Iglesia se
pondrán, o se ponen ya en lo alto de la cucaña, los bienes de los
particulares ricos. Y aún habrá menos escrúpulos para incautarse de
ellos, como ahora dicen, porque la incautación (socorrida palabra para
no emplear otra muy dura que cuadraría mejor) no será sacrílega.

Entonces el padre habló del socialismo, refutándolo y procurando
demostrar que cada una de sus utopías es sueño y delirio insano. Según
él, siempre habrá pobres y ricos, y figurándose ya la revolución social
triunfante, dio por ineludible resultado que los que ahora son ricos
queden pobres; que algunos de los pobres más listos y audaces se hagan
ricos y que la muchedumbre de los pobres se aumente en número y padezca
mayor miseria, porque gran porción de la riqueza se habrá consumido o
destruido con las huelgas, alborotos y guerras civiles. En cambio, si el
orden establecido se conserva y se cuida de que nadie se haga rico
burlando el Código Penal, todos trabajarán y se ingeniarán decentemente,
por donde crecerán la riqueza y el bienestar; y los ricos serán más
ricos y serán más, y los pobres serán menos pobres y menesterosos; y
llegará el día, allá en lo por venir, en que los pobres estén mejor
tratados que los ricos de ahora. Pero ahora y entonces habrá clases y
jerarquías sociales, y será justo que se respeten, porque las hay hasta
en el cielo.

Aquí declamó mucho el padre contra el feroz empeño que muestran hoy
tantas personas por salir de su clase y elevarse sin mérito suficiente:
el tendero, sólo porque se enriquece, pretende ser marqués; el usurero,
duque; el sargento, general, sin ir a la guerra, y las mozuelas
desvergonzadas, damas y grandes señoras. Contra todos estos abusos
disertó con vehemencia, o más bien lanzó centellas y rayos, discurriendo
más por extenso sobre el lujo femenino y encareciendo los males que de
él proceden.

Al cuerpecito de una niña presumida y muy ataviada lo llamó colmena de
Lucifer, cuya miel endulza el veneno, y de donde salen las abejas y los
zánganos de punzantes aguijones, o sea un maldito enjambre de vicios,
pecados y sandeces.

Además de escandalizar con aquel lujo y de provocar a los hombres hasta
en los lugares sagrados, turbando el sosiego de los espíritus e
impidiendo su elevación, se gasta para sustentar dicho lujo más de lo
que honradamente se gana; se aceptan regalos de los pretendientes y se
les sonsaca el dinero. Dejándose ir, pues, por pendiente tan
resbaladiza, las muchachas pobres que se ponen muy majas dan con
facilidad en busconas. «Bien lo comprendió así--dijo el padre--la sabia
y gloriosa reina doña Isabel la Católica, cuando se indignó al ver en
unas fiestas que hubo en Segovia a ciertas aventureras vestidas de seda,
y prohibió el uso de la seda a las que no fuesen hidalgas y
ricashembras, lo cual fue providencia discretísima y moralizadora.»

En suma, el padre Anselmo estuvo muy bien aquel día: censuró el vicio
sin censurar al vicio, y no designó ni aludió a nadie.

De esto se encargó la maliciosa envidia de las mujeres, excitada con
disimulo por doña Inés. Todas hicieron a la emperejilada Juanita blanco
de sus insolentes miradas. La consideración del origen ilegítimo de la
muchacha vino a corroborar la creencia de que era pecadora. Cada cual
recordó allá en sus adentros alguna de las varias sentencias vulgares
que sostienen como verdad la transmisión de la culpa por medio de la
sangre: de tal palo, tal astilla; la cabra tira al monte; quien lo
hereda, no lo hurta; de casta le viene al galgo el ser rabilargo, y así
la madre, así la hija y así la manta que las cobija.

No pecaban las dos Juanas por encogidas ni por medrosas; pero apenas
pudieron resistir la muda y formidable tempestad que descargó sobre
ellas. Aparentemente estaba más conmovida la madre. Juanita no mostró
perder la serenidad y el reposo. Su orgullo y el convencimiento de que
no había incurrido en grave falta la sostuvieron. El dolor, no obstante,
y la cólera por la inmerecida afrenta bañaron sus mejillas en más
encendido carmín. Y bajando ella la vista, veló con los párpados y las
rizadas y largas pestañas la luz de sus ojos, que dos mal reprimidas
lágrimas humedecieron.

Al terminar la función acertaron madre e hija a escabullirse sin ser
notadas y a volver precipitadamente a su casa.



XVII


Juanita se dejó caer desmadejada en un sillón de brazos. Juana paseaba,
yendo y volviendo a largos pasos en su salita, como leona en su jaula.

--¡Habráse visto--exclamaba--mayor descoco! ¡Vaya... las mantesonas, las
pu...ercas! Pues si durase aún la prohibición de seda, ¿cuál de ellas la
llevaría sin contrabando? Mejores hidalgas y ricashembras nos dé Dios.
De seda y muy de seda iban las dos hijas del escribano, pero «aunque la
mona se vista de seda, mona se queda». Son más feas que noche de
truenos. ¿Y de dónde han sacado su hidalguía? Quizá no sabremos que son
hijas de la Frasquita, a quien Dios haya perdonado. Era viuda del
cagarrache del molino de Don Andrés cuando la pretendió y la tomó por
mujer el escribano. ¿Y por qué la tomó por mujer? Para remediarse,
porque ella había allegado bastante dinero con un gran corral de
gallinas, y más aún con su habilidad para aviar pollos. Aunque iba a la
chita callando y no gastaba pito, la llamaban la _gabacha_. ¡Qué tacto
en aquellos dedos verdugos! A escape entrecogía ella como con alicates
lo que andaba buscando a tientas en los pobres animalitos, y los dejaba
aviados por docenas, sin que se le desgraciase ninguno en la operación.
Luego los cebada y ponía gordísimos y los vendía muy caros. Yo
preguntaría al padre Anselmo si oficio tan cruel es propio de
ricashembras.

Juanita se recobró pronto de su momentáneo abatimiento, y dijo:

--Mira, mamá, no me hables de las hijas del escribano. No las quiero
mal. Si me miraban con descaro y con susto, fue de puro tontas.

--Pues, hija mía, no sé de qué habían de asustarse. En la menor no se
reparaba, porque es tan chiquituela y consumida, que parece un gusarapo;
pero la mayor bien llamativa estaba. Vestida de colorado y tan gorda,
parecía un tomate enorme con patas. Y luego, ¡qué desvergüenza! Durante
toda la misa estuvo su novio a la vera de ella, todavía de judío, como
había figurado en la procesión. ¡Buena hidalguía está la de Pepito, el
hijo del albardonero! En vez de mercarle traje tan costoso, su padre
debió hacerle una albarda, que no le vendría mal. Aunque ha vuelto de
Granada licenciado en leyes, sigue tan burro como se fue, salvo que
rebuzna en latín y larga las coces ajustadas a Derecho. Pero, en fin, tú
tienes razón. No debemos quejarnos de ellos. Debemos despreciarlos. El
arrastrado del padre Anselmo tiene la culpa de todo.

--No maldigas del padre--replicó Juanita--. Es un bendito, espejo de
santidad. Mucho de lo que dijo en el sermón era juicioso. Y si incurrió
en exageraciones, bien sé yo por qué. La Reina Católica prohibiría sin
duda la seda porque en su tiempo se entenderían las cosas de muy otra
manera que en el día, y además porque la seda costaría entonces un ojo
de la cara y arruinaría al país. En fin, yo no sé por qué prohibió la
reina la seda. Acaso no sea verdad que la prohibiese. Pero si lo es o no
lo es, ¿a mí qué me importa? Yo no me quejo de la reina ni del cura. De
quien me quejo es de aquella embustera gazmoña de doña Inés, que es la
que ha armado contra mí todo este gatuperio. Ella me las pagará. ¡Voto a
Cristo que me las pagará!

Y levantándose entonces de la silla se dirigió hacia su madre con los
ojos echando chispas, y haciendo la cruz como para persignarse, dijo
solemnemente:

--Por esta cruz lo juro: yo me vengaré. Ella se acordará de mi durante
toda su asquerosa vida o me han de borrar el nombre que tengo.

--Sí, hija mía--repuso Juana--, véngate, véngate. Nada más natural y
razonable, pero sin hacer ninguna barrabasada. Y, sobre todo, no jures,
que es pecado mortal. Véngate sin juramento; con cachaza y mala
intención.

--Pierde cuidado. No me faltará cachaza. He de disimular más y he de ser
más hipocritona que esa indina. Mala intención es lo que no tengo; mi
intención siempre será buena.

Al llegar a este punto de su interesante diálogo, ambas interlocutoras
oyeron en la calle terrible estruendo de voces, silbidos y carreras. Se
asomaron a la ventana y miraron por la celosía. Apenas tuvieron tiempo
de ver pasar atropellada muchedumbre de gente, y una vaca brava, atada a
una larga y recia soga, de la que tiraban catorce o quince mozos de los
más robustos y ágiles. Otros mozos aguijoneaban y enfurecían a la vaca,
apaleándola con las chivatas y punzándola por detrás con pitacos o
bohordos de pita.

No siguieron mirando las Juanas lo que ocurría en la calle, porque más
conmovedor espectáculo se ofreció de repente a sus ojos dentro de la
sala misma. Apareció don Paco, a quien la criada había abierto la
puerta, con una gran pelota colorada entre los brazos. Pronto
reconocieron en aquella pelota a la hija mayor del escribano, que venía
desmayada y con acardenalado y gordo chichón en la frente. Las mejillas
y las narices las traía embadurnadas en una sustancia amarilla y
pegajosa a la que las moscas acudían. Al pronto dio no poco que
sospechar tal sustancia, pero luego se supo que eran yemas
despachurradas.

En un cucurucho, que le había feriado el novio, las llevaba doña
Nicolasita, y no se rompió las narices porque al caer dio con ellas
sobre las yemas.

Embelesada con la conversación de su novio, que iba a su lado, con la
carátula en la cabeza como montera y casi tan majo como ella, y seguida
de su padre y de su hermanita, habían estado todos en la plaza, donde
Pepito se había despilfarrado feriando los dulces. Allí se habían
olvidado por completo de que formaba parte del programa de los regocijos
y festejos con que se celebraba el día del Santo, un toro de cuerda, que
entonces fue vaca, como hemos dicho.

Al pasar un grupo por la calle donde ambas Juanas vivían, oyeron de
repente el alboroto y vieron el tropel de los que huían de la vaca, y
hasta entonces no recordaron el peligro a que se habían expuesto.

El escribano, sin pensar en sus hijas, con frac y todo, se subió por los
hierros de una reja y logró ponerse en salvo. La hermanita menor, que
era muy ligera, tal vez por ser tan ruin y enjuta de carnes, se subió
también a otra reja, donde parecía un mico.

El novio estuvo muy caballeroso y quiso imitar a Edgardo, el héroe de la
novela de Walter Scott, _Lucía de Lammermoor_, que él había leído; pero
la vaca no entendía de heroicidades y le derribó al suelo, dándole un
empellón con el testuz. Por fortuna, la vaca no le hizo daño ni caso,
porque sólo llamaba su atención y la atraía poderosamente aquella masa
redonda y colorada que corría delante de ella agitando mucho las faldas.
Como la calle estaba cubierta de gayomba y de juncia y con muchas gotas
de cera que habían caído al pasar la procesión, el piso resbalaba
demasiado. No es, pues, de extrañar que resbalase doña Nicolasita y
diese en el suelo de hocicos. Gracias a las dos libras de yemas que se
interpusieron entre su cara y las piedras no se despampanó la pobre.
Sólo se hizo en la frente el chichón ya mencionado. Su terror fue
inmenso y causa de su desmayo. Allá, en su fantasía febricitante, creyó
sentir el cuerno que penetraba traidoramente en sus delicadísimas
carnes, ya por un lado, ya por otro; y como por el terror, y antes que
sobreviniese el soponcio, le dio la pataleta, agitaba la falda roja y
llamaba al toro, o digamos a la vaca, que se le venía encima.

La fuerza de los mozos que la detuvieron tirando de la cuerda impidió
que hubiese aquel día un desastre y que la función acabase en tragedia.

Don Paco, que venía por allí para visitar a sus amigas, al ver desmayada
a doña Nicolasita, la levantó en sus brazos y se refugió en casa de
ellas.

Cuando ambas se enteraron de lo sucedido, olvidando el enojo, cumplieron
piadosamente con las leyes de la hospitalidad. Hicieron volver de su
desmayo a la víctima de la vaca, aplicando a sus narices vinagre muy
fuerte; con el mismo vinagre aguado le pusieron compresas en el chichón
y se lo vendaron con un pañuelo blanco, de suerte que doña Nicolasita
parecía un Cupido. Y, por último, le lavaron la cara y le quitaron la
costra y churretes de yemas.

Don Paco auxilió en todo esto a las dos caritativas mujeres.

El escribano, Pepito y la hermana menor recobrados ya del susto,
vinieron a la puerta a llamar a doña Nicolasita, la cual, restablecida
también, salió en busca de ellos, sin dar ocasión ni tiempo a que
entrasen.

Tal vez pudo creerse que esta precipitación en la partida y el no entrar
en la casa los otros había sido de puro avergonzado; pero como doña
Nicolasita no dio las gracias sino de un modo muy seco, y Juana y
Juanita estaban escamadas, ambas lo atribuyeron a desdén y a estúpido
recelo de rebajarse y contaminarse en el trato de ellas.

Más amostazada entonces que nunca Juana la Larga, aprovechándose de un
momento en que Juanita había subido a su cuarto, habló a don Paco de
esta manera:

--Señor don Paco, de sobra habrá visto usted la afrenta que nos han
hecho. Su hija de usted, mi señora doña Inés, tiene la culpa de todo. Se
le figura que le tenemos a usted engatusado, y que le queremos chupar y
le chupamos los parneses. Harto sabe usted que eso no es verdad. Mi niña
aceptó el corte de vestido y algún que otro regalo; pero los hemos
pagado, si no con creces, en lo justo. La levita que lleva usted puesta
bien vale la seda que mi hija ha lucido hoy y que tanto jaleo ha
causado. Nosotras queremos mucho a usted, como buenas amigas; pero no le
queremos tanto para que por usted nos sacrifiquemos; si seguimos
recibiéndole nos tendrán por unas perdidas, y hasta serán capaces de
echarnos del lugar. A Juanita le divierte mucho la conversación de
usted; pero yo no quiero conversación que a nada conduce y que nos puede
salir muy cara. Conque, con pena lo digo, y sin pensamiento de
ofenderle, transponga usted, y no vuelva a parecer por esta casa, al
menos hasta que cambien las circunstancias, sí es que cambian algún día,
y sí no cambian, no parezca usted nunca.

Don Paco se compungió y se aturdió al oír este discurso y no acertó a
dar contestación. Algo tartamudeaba; pero la resuelta Juana no le dejaba
decir palabra. Le empujó hacia la puerta y le echó a la calle antes que
volviese su hija.



XVIII


Atolondrado don Paco con los sucesos de aquel día, y más aún con la
expulsión de que acababa de ser objeto, no sabía qué camino tomar ni a
qué carta quedarse, y maquinalmente se fue a su casa a meditar y a hacer
examen de conciencia. Lo primero que notó fue que la tenía muy limpia.
No era ningún delito, aunque pudiese pasar por extravagancia, el que
estuviese enamorado de aquella muchacha que podía ser su nieta. El haber
ido a su casa todas las noches durante algunas semanas apenas le parecía
imprudente y digno de censura. De Juanita formaba, sucesiva y a veces
simultáneamente, distintos conceptos, como sí en el fondo del ser de
ella hubiese algo de misterioso e indescifrable. De sobra reconocía él
que Juanita, si no le había dado calabazas, era porque él no se había
declarado en regla; pero con sus bromas de llamarle abuelo y con la maña
que ella empleaba para que él no le hablase al oído y para esquivar el
estar a solas con él, harto claro se veía que no quería admitirle por
novio ni por amante. Sin embargo, ¿sería esto cálculo o ladino instinto
de mujer para cautivarle mejor o para entretenerle con esperanzas vagas?
También recordaba don Paco los cuchicheos de Juanita con Antoñuelo y se
ponía celoso.

¿Si estaría ella prendada de Antoñuelo, y considerando que como novio no
le convenía, pensaría en plantarle y en decidirse al fin por don Paco,
como mejor partido y conveniencia? ¿Si titubearía ella entre su propio
gusto y lo que su madre, sin duda, le aconsejaba? Como quiera que fuese,
don Paco tenía estampada en las telas del juicio la imagen de Juanita, y
cada vez le parecía más hermosa y más deseable. Harto bien notaba que ni
su madre ni ella habían tratado jamás de medrar a su costa de un modo
pecaminoso e ilegítimo. La madre acaso le deseaba para yerno. Lo que es
la hija, hasta entonces no había mostrado desearle, ni menos buscarle
para amante ni para marido. El había hecho todos los avances. Culpa suya
era todo aquel furor suscitado contra las dos mujeres, del cual no le
cabía la menor duda de que doña Inés era promovedora. Consideraba luego
don Paco, y esto le lisonjeaba y le ponía muy orondo, que Juanita, ya
que no le amase, se deleitaba con su conversación, le reía los chistes,
le aplaudía las discreciones, y oyéndole hablar, se mostraba muy atenta
y como pendiente de sus labios.

En aquella casa, de donde le habían echado, no había recibido sino
honestos y amistosos favores, en pago de los cuales, y fuese por lo que
fuese, acababan de recibir ambas mujeres un agravio sangriento, para el
cual se creía él obligado de hallar satisfacción. Exaltado por estas
cavilaciones, se decidió don Paco a ir a ver a su hija, a explicarle con
franqueza y lealtad lo que había pasado y a pedirle cuentas de su
maligna conducta.

De mucho valor tenía que revestirse para atreverse a dar aquel paso.
Doña Inés, con su severidad y su tiesura, casi le infundía miedo; pero
le venció la vergüenza, hizo cuanto pudo para apartarlo de sí, y se
dirigió, con todos los bríos que pudo recoger y acumular en su ánimo, a
casa de la señora doña Inés López Roldan, a quien sabía él que hallaría
sola a la hora de la siesta.

En casa de doña Inés se comía entonces a las dos de la tarde. Don
Alvaro, cuando no estaba en el campo, se acostaba en seguida, y como
comía bastante y bebía más del exquisito vino que se cría por allí, y
que es mejor que el de Jerez, con perdón sea dicho, se tendía en su cama
y estaba roncando hasta las cuatro o las cinco de la tarde.

A los niños se los llevaban Serafina, el ama, y Calvete al otro extremo
de la casa, donde no molestaban con su ruido. Doña Inés se quedaba
entonces sola en su estrado o en su despacho, ya haciendo cuentas, ya
entregada a sus oraciones, ya leyendo algún libro de devoción o de
historia.

El cacique don Andrés y otros personajes importantes del lugar no venían
de visita o de tertulia sino por la noche. Las malas lenguas pueden
decir cuanto se les antoja, los mal pensados pueden suponer las mayores
diabluras; pero lo cierto es que doña Inés era recatadísima y, o bien
tenía razón el padre Anselmo y era una Lucrecia cristiana, o bien sabía,
con prodigioso artificio, practicar aquel famoso precepto que dice: «Si
no eres casta, sé cauta.» De aquí que doña Inés pudiese erguir muy alta
la frente y calificar de brutal y grosera calumnia la más leve
insinuación que contra su honestidad se atreviese a hacer algún
deslenguado.

Muy entretenida se hallaba entonces leyendo la vida de Santo Domingo,
porque a causa de la función de iglesia no había leído aquel día muy de
mañana el _Año cristiano_, como tenía de costumbre, cuando entró
Serafina a anunciar que don Paco llegaba a visitarla. Don Paco tenía
entrada franca en aquella casa; pero Serafina le anunció para tener
prevenida a su ama. Apenas transcurrió un minuto entre el anuncio y la
entrada de don Paco diciendo buenos días.

--Buenos días dé Dios a usted, señor padre--dijo doña Inés, levantándose
de la silla, acudiendo respetuosamente a su padre para besarle la mano y
convidándole a sentarse, como se sentó, en un sillón, frente a ella.

--Dichosos los ojos que ven a usted--prosiguió doña Inés--. Hace no sé
cuántas semanas que no pone usted los pies aquí. ¿Qué negocios le traen
a usted tan ocupado? ¿Qué le ha caído a usted que hacer que no le deja
siquiera una hora o dos libres por la noche para venir a mi tertulia,
verme y darme el gusto de que yo le vea, echar algunas manos de tresillo
o tener un rato de agradable conversación con el padre Anselmo y con los
demás señores que honran mi casa con su presencia?

Estas cariñosas quejas parecían todas sin intención y como nacidas del
filial afecto; pero al mismo tiempo era un cruel interrogatorio, que
turbó a don Paco, y al que tuvo que hacer un esfuerzo para contestar. De
nada valía el disimulo. Era menester contestar con franqueza, y don
Paco, armándose de valor, contestó de esta suerte;

--Tienes razón en quejarte, hija mía. Hace tiempo que no vengo a tu
tertulia, ¿qué quieres? Acaso han sido chocheces, extravagancias de
viejo; pero yo había tomado la maña de ir a otra tertulia más modesta y
menos elegante que la tuya, y que, sin embargo, lo confieso, tenía para
mí singular atractivo.

--¡Válgame Dios, señor padre! Lo había oído decir, pero no lo había
querido creer hasta que lo oigo de su boca. Extraño me parece que una
persona de la posición, de la gravedad y de los conocimientos de usted
se deleite rebajándose y dando conversación, durante horas enteras, a
dos mujeres tan ordinarias y tan poco edificantes como las Juanas; pero
más extraño es todavía que no sea la conversación de usted y su tertulia
con ellas solas, sino que haya usted tenido casi siempre por contertulio
a Antoñuelo, el hijo del herrador, el más pillete y el más zafio de
todos los mozos de este lugar. ¡Singular tertulia! ¡Buen par de parejas
estaban ustedes! La verdad..., yo no sabía qué decir cuando me hablaban
de esto. Aseguraban unos que Antoñuelo es el novio, o sabe Dios qué, de
la Juanita, y le endosaban a usted a la Juana. Otros afirmaban que usted
pretendía a Juanita; pero entonces, ¿en qué se empleaba, qué papel hacía
el celebérrimo Antoñuelo? ¿Eran ustedes rivales? Confiese usted que ha
sido una locura, un disparate, lo que ha estado usted haciendo. No niego
yo que la Juanita es guapa, aunque más que de honrada mocita tiene
trazas de desaforada marimacho o de desenfrenada potranca. Pero aunque
fuese Juanita la propia diosa Venus, debía usted (perdóneme, señor
padre, si se lo digo, por el interés y el amor que me inspira), debía
usted no avillanarse yendo a diario a su casa. Pecado y vicio sería ir
allí solo y como favorecido vencedor; pero ir en competencia con
Antoñuelo, francamente, yo no acierto a calificarlo. Lo mejor que se
puede decir es que ha sido un delirio. Vuelva usted en su juicio; deje
de visitar a esas mujeres, y todos trataremos en el pueblo de hacer
olvidar que usted las ha visitado pretendiendo a una de ellas, hasta
ahora tal vez en balde. Si ha pecado sólo con la intención, no por eso
es menor el pecado. Al contrario, ya que no para las personas piadosas y
timoratas, para gente vulgar y profana es pecado más feo. No se ofenda
usted si me atrevo a declararlo, con harto dolor lo declaro: la
ridiculez le acompaña.

Casi todo el valor de que se había armado don Paco a fin de hablar a su
hija y de quejarse de su conducta, cayó derribado a los pies de la
señora de Roldan. Sus contundentes razones abrumaban a su padre como una
lluvia de acicalados chuzos, cuyas puntas se le clavaban en el corazón.
Mirando todo por el lado poético, se explicaba satisfactoriamente:
Juanita era el recato, la virtud, el talento y la modestia en persona.
Era, además, hermosa como una ideal virgen espartana, como la propia
Diana Cazadora, rica en salud y gallardía; esbelta, fuerte y ágil; con
todos los atractivos de la más casta, limpia y juvenil hermosura. Si
Antoñuelo, que era un perdido, iba allí y trataba con la mayor
familiaridad a Juanita, esto consistía en que Antoñuelo se había criado
con ella desde la infancia; en que ella le miraba y candorosamente le
quería como a un hermano, y en que procuraba evitar que se extravíase y
cayese en el precipicio.

La propia madre de Juanita, aunque había tenido en su mocedad lo que
llaman en aquellos lugares un tropiezo, estaba-ya purificada por la vida
ejemplar que había hecho después y por el honroso trabajo con que había
logrado sustentarse y criar y conservar el fruto de sus desventurados
amores. Todo esto y más podía valer como respuesta a las observaciones
de doña Inés. Pero lo cierto era que, despojado el caso de este tinte
poético, y tal como el prosaico vulgo podía entenderlo, doña Inés tenía
razón que le sobraba. Para la generalidad de los habitantes de
Villalegre, Juanita no era más que la mozuela del cántaro, la hija
ilegítima de Juana la Larga, la chica que había corrido y jugado con los
pilletes en medio de las calles hasta la edad de nueve o diez años, y la
que después había conservado una sospechosa e íntima amistad con
Antoñuelo, el cual pasaba entre todos por un tunante de la peor especie.

De aquí el desairado y mal papel que una persona de los años, de la
seriedad y la importancia de don Paco no podía menos de hacer en
apariencia, o bien siendo rival de Antoñuelo, o bien de acuerdo con él
para cortejar a la madre uno y a la hija el otro. Reponiéndose, no
obstante, de la consternación que el tremendo discurso de doña Inés le
había causado, y por lo mismo que ella con su feroz acometida le
acorralaba y, como suele decirse, le ponía entre la espada y la pared,
don Paco habló, al fin, con energía, y dijo de esta suerte:

--La gente podrá decir lo que le dé la gana. Yo me río de la gente,
porque lo que dice es injusto. Tal vez me acusen las apariencias. En
realidad, no hay culpa, ni falta, ni desdoro en lo que he hecho. Mi
yerno será un señor muy noble, pero yo no lo soy, y al tratarme con los
plebeyos, me trato con mis iguales. Sólo se puede exigir de mí que sean
decentes las personas que trato, y no hay el menor motivo para afirmar
que las Juanas no lo sean. La vista y la conversación de Juanita me
deleitaban, y por eso he estado yendo a casa de Juanita todas las
noches. Soy mayor que tú en edad, saber y gobierno. Sé lo que me hago.
No necesito de guía. No quiero ni debo aguantar tus sermones. Me basta
con aguantar el que nos ha echado hoy el padre Anselmo, inocente tal
vez, pero que tú y otras mujeres envidiosas habéis envenenado con
vuestra malicia.

--¡Dios mío!--interrumpió doña Inés--. ¡Esto solo me faltaba: que llegue
la ceguedad de usted hasta suponer que yo envidio a esa hija... de su
madre! Lo ocurrido es muy natural; la desvergonzada mozuela se ha
encajado en la iglesia, no vestida humildemente, según su clase, sino
con el lujo escandaloso de las mujeres cortesanas que bullen en las
grandes ciudades y que son la perdición de los hombres. ¿De dónde ha
salido el traje que llevaba puesto? Aquí nadie lo ignora. Era regalo de
usted.

--No he de negar yo que era regalo mío. Ella lo aceptó por no
desairarme; pero como me ha dado en cambio prenda de más valor, nadie
puede decir que se viste a mi costa. Juanita se viste bien o mal con lo
que gana trabajando de modo honrado y lícito, y no estando vigentes en
el día la pragmática contra la seda ni ningunas otras leyes suntuarias,
no sólo de seda, sino de oro y de perlas puede vestirse Juanita si tiene
dinero para comprar el vestido y si se le antoja engalanarse con él.

--Si el respeto que a usted debo no anudase mí lengua--replicó doña
Inés--, me atrevería a decir que está usted loco de atar. ¿Cómo defender
el escándalo, la campanada que ha dado esa chica, transformada de
repente en princesa, como en los cuentos de hadas? Tiene chiste el que
le haya dado a usted la levita. Ya se la cobrará con usura. Las puntadas
de ella y las morcillas y longanizas que sabe hacer su madre no bastan
para costear levitas a los caballeros, y para seguir emperejilándose con
ricos trajes y mantillas de madroños, como dicen que en Madrid van a los
toros las damas de alto copete y las majas de rumbo. El día menos
pensado, no sólo para ir tan pomposas, sino para comer, faltará dinero a
las Juanas, y entonces acudirán a usted y a otros a fin de retenerle, y
como no podrán dar en cambio levitas, harto sabe el diablo lo que darán,
sí ya no lo han dado.

--Ni han dado ni darán lo que no debe darse--exclamó don Paco, perdiendo
ya los estribos--. Lo que yo te aseguro es que si Juanita quiere darme
su mano, yo la aceptaré gustoso, y tú tendrás que respetarla como madre.

--¡Jesús, María y José!, respetar yo a ese arrapiezo.... Se me caería la
cara de vergüenza si hiciera usted semejante disparate.

--Pues sólo de Juanita depende que no lo haga. Y como no es posible, sin
que nos peleemos, continuar esta conversación, me voy y te dejo. Adiós,
hija.

--Señor padre, vaya usted con Dios y El le ilumine para que no continúe
usted desatinando tan lastimosamente.

Don Paco salió con precipitación y muy enojado de casa de su hija, y no
quedó ella menos furiosa.



XIX


El sermón del padre Anselmo se comentó y se interpretó por todo el lugar
en perjuicio de ambas Juanas. Nadie sacó la cara por ellas, salvo el
maestro de escuela, aquella noche, en la Casilla.

La Casilla era y es todavía en algunos lugares el Casino y el Ateneo
primitivos y castizos.

Por lo general, y así sucedía en Villalegre, la Casilla estaba en sala
relativamente cómoda y espaciosa, detrás de la botica. Allí se leían los
periódicos, se fumaba, se charlaba y se jugaba malilla, al tresillo, al
truquiflor y al tute, y tal vez al ajedrez, al una a la dominó y a las
damas.

Don Policarpo, el boticario de Villalegre, hacía muy bien los honores
del establecimiento, donde concurrían casi todos los personajes del
lugar, a despecho de las mujeres, que eran devotas y que abominaban del
boticario, porque lejos de estar en olor de santidad, alcanzaba la poco
envidiable fama de descreído y materialista. Siempre había permanecido
soltero; tenía una lengua como un hacha, con la que destrozaba las
reputaciones; y en su maligno rostro, en sus ojos vivarachos y algo
bizcos, en su nariz aguileña y en su boca sumida y burlona se revelaba
cierta diabólica y punzante travesura.

En el pueblo se referían estupendas singularidades sobre sus doctrinas y
facultades científicas, sosteniendo muchos que no todo lo que él hacía y
decía era natural, sino en gran parte por inspiración y con auxilio del
demonio; por lo cual, al hablar de sí propio, declaraba él que, si
hubiese Inquisición aún, ya no viviría, porque le hubieran quemado vivo.
Era dogma suyo que todas las cosas son lo mismo, y que la diferencia de
ellas es más aparente que real y más somera que profunda. Produce la
diferencia de las cosas una fuerza que vive y se agita en ellas,
ocultando la raíz de su ser, y que, según sus varios efectos y
operaciones ya se llama calor, ya luz, ya electricidad, ya magnetismo,
de donde transformaciones y mudanzas y vida y muerte. Esta fuerza era el
dios de don Policarpo. Por él se jactaba de estar poseído y de ser
energúmeno.

Para hacer milagros por su medio y en su nombre no tenía don Policarpo
vara de virtudes; pero, en cambio, tenía una recia, puntiaguda y
larguísima uña en el dedo meñique de la mano derecha, la cual uña le
servía de ordinario como mondadientes. Las damas se llenaban de terror
cuando la vetan, como si viesen la de Satanás en persona. Se decía que
el boticario ya magnetizaba, adormecía y sujetaba a su voluntad a las
gentes, despidiendo por dicha uña fluido magnético, ya se electrizaba
todo, restregando con rapidez sus pies contra una piel de lobo, y
lanzaba por dicha uña un chorro o penacho de chispas azuladas y
luminosas. Y no faltaba quien añadiese, jurando haberlo visto, que sólo
con acercar la uña, cuando estaba él bien cargado y saturado de
electricidad, encendía un candil o disparaba un cañoncito muy cuco que
se usaba para esta experiencia.

Yo no respondo de que hubiese o no algo de exagerado en tales
afirmaciones; pero como quiera que fuese, el boticario, aunque
aborrecido de las damas, a lo que debía de contribuir su fealdad nada
común, era persona divertida y hospitalaria.

Ninguna noche faltaban en la tertulia de su casa ocho o diez
tertulianos. No iba el cura por culpa de la impiedad con que allí se
hablaba; pero iban el médico, dos o tres concejales, el propio señor
alcalde, varios de los mayores contribuyentes y don Pascual, el maestro
de escuela.

Don Policarpo comentó el sermón de aquel día con maliciosa agudeza,
sosteniendo irónicamente que el padre tenía razón.

--Si, señores--dijo--; ya no hay bienes de la Iglesia que repartir. El
reparto se ha hecho mal y entre pocas personas que se han enriquecido.
La futura revolución tendrá, pues, por objeto apoderarse de otros bienes
y repartirlos con mayor equidad entre todos los pobres.

El maestro de escuela, que era liberal e individualista, respondió de
este modo:

--No es exacto que la revolución haya despojado inicuamente de sus
bienes a la Iglesia. Si se los ha expropiado, bien la indemniza. El
Estado puede expropiar, indemnizando, para utilidad pública. Sin
embargo, aunque no hubiera tal indemnización, el caso no es idéntico.
Ninguna asociación tiene por sí los derechos radicales e
imprescriptibles de los individuos que la componen. El Estado es
asociación suprema, a la cual están sometidas las otras, sin que puedan
existir en contra suya. Y si el Estado es arbitro de la vida de ellas,
¿cómo no ha de serlo de lo que poseen? Lejos de caminar hacia el
socialismo, yo creo que la civilización propende a extender y afirmar
más cada día los derechos individuales. ¿Quién se atreverá a decir hoy,
si no está loco rematado, que el Gobierno o el rey, por respetado y
poderoso que sea, es señor de vidas y haciendas?

--No nos venga usted con sofismas--interrumpió el boticario--. Sí cada
uno de los individuos que se asocian tienen singularmente derechos
imprescriptibles, incluso el de asociarse, y si no hay rey ni roque que
pueda despojar a nadie a su antojo de la hacienda y de la vida, ¿cómo se
explica que no persista en la suma lo que preexistía aisladamente en
cada uno de los sumandos?

Apuradillo se vio el maestro de escuela para impugnar el nuevo argumento
del boticario; pero lo impugnó al fin con razones, si no juiciosas,
agudas.

Por dicha, los que estaban allí presentes eran propietarios más o menos
ricos, y varios de ellos habían comprado bienes de la Iglesia. Todos,
por consiguiente, hallaron que don Pascual discurría mejor que Solón y
que Licurgo; se pusieron de su lado, dejaron al boticario solo, y
trataron de sofocar su voz y de aturdirle a fuerza de gritos.

Don Policarpo no se dejaba convencer ni intimidar fácilmente, pero todos
se cansaron de chillar y se pusieron roncos, terminando por cansancio
una disputa en que los extremos se habían tocado y en que la impiedad
atea había estado de acuerdo con el más fervoroso catolicismo. Hubo un
entreacto: un rato no corto de sosiego. Después recayó de nuevo la
conversación sobre el sermón de aquel día, sobre el desenfrenado lujo de
las mujeres y sobre las elegancias de Juanita la Larga.

En este punto, el maestro de escuela impugnó igualmente el sermón y
defendió con más calor, ahínco y acierto a Juanita.

--Es--decía--una muchacha discreta, honrada y trabajadora. Dios la ha
hecho hermosísima, y casi, casi estoy por decir que no sólo tiene
derecho, sino que tiene el deber de acicalarse y de realzar y mostrar la
hermosura que Dios le ha dado. Lo contrario sería ingratitud para con
Dios y desdeñar lo que enseña la parábola de los cinco talentos. Y
extraño mucho que ustedes, que han estado conmigo defendiendo la
propiedad individual, se vuelvan ahora contra mí y se pongan del lado de
don Policarpo para impugnar dicha propiedad. Pues qué, si Juanita tiene
dinero, ¿por qué no ha de gastarlo en cuanto se le antoje y vestirse
como una reina? ¿Y qué le falta a ella para ser reina o para ser
emperatriz?

Movido el boticario por su espíritu malicioso, e impulsados los demás
por el odio y envidia de sus mujeres, respondían, si no con buen
discurso, con desvergüenzas y con burlas a cuanto don Pascual alegaba.

Juana la Larga fue declarada una largartona de primera fuerza; Juanita,
una moza extraviada que estaba ya pervirtiendo y corrompiendo las buenas
costumbres, y don Paco, un viejo chinadísimo, a quien hija y madre
ponían en ridículo e iban a chupar cuanto poseía.

En lo más recio de la disputa acertó a entrar en la botica el señor don
Paco, y antes de llegar a la trastienda tuvo el disgusto de oír y de
comprender los horrores que allí se propalaban.

Todos se callaron, porque cara a cara no querían ofenderle. La herida,
con todo, estaba ya hecha. Se dio otro giro a la conversación. Se habló
de cosas distintas. Y don Paco halló lo más prudente no dar a entender
que había oído, y no traer de nuevo la conversación a tema para él tan
enojoso.

A fin de disimular, trató de aparecer sereno y alegre; habló de las
novedades políticas; se congratuló de que don Andrés Rubio acabase de
obtener una gran cruz y fuese ya excelentísimo; y, por último, echó unas
cuantas manos de tute con el maestro de escuela.

Embromó al boticario diciendo que no creía en la fuerza electrizadora de
su uña; y el boticario, a fin de convencerle, le prometió que el día
menos pensado, cuando estuviese él bien dispuesto, le llamaría y haría
delante de él la experiencia de encender el candil y de disparar el
cañonazo.

Don Paco se había reportado, disimulando su pena y su enojo; pero no
bien volvió a su casa, la pena le arrancó lágrimas y el enojo le hizo
crispar los puños como sí estuviese delante algún enemigo a quien dar de
puñaladas.

No podía, sin embargo, reñir con la población entera. Su hija era la más
culpada, y él la había sufrido. Por más que cavilaba, no veía otro modo
de vengarse, de castigar a su hija y de adquirir el derecho e imponerse
el deber de defender a Juanita contra todos que el de ofrecerle su mano
y casarse con ella.

¡Ay de aquel que se atreviese entonces a decir nada ofensivo contra
Juanita, aunque ella estrenase cada día otro vestido de seda!

Pensó bien en todo, interrogó a su corazón-, y su corazón le respondió
que estaba perdidamente enamorado de la muchacha.

Entonces no se paró don Paco en más reflexiones; fue a su bufete y
escribió a la señora doña Juana Gutiérrez (suprimiendo el alias de la
_Larga_) una grave epístola pidiendo en forma la mano de su hija.

Llamó en seguida al alguacil y pregonero, que le servía al mismo tiempo
de criado y ayuda de cámara, y le encargó que al día siguiente, y muy de
mañana, llevase aquel pliego cerrado a Juana la Larga y se lo entregase
en mano propia.


Hecho esto, se acostó y durmió con alguna tranquilidad, como quien ha
cumplido un deber, y con alguna satisfacción, como quien ha puesto una
pica en Flandes.



XX


Juana la Larga se llenó de júbilo cuando, a las siete de la mañana,
recibió la carta y la deletreó con no poca fatiga, porque, si bien sabía
leer, no leía de corrido y le estorbaba lo negro.

No era Juana muy reflexiva ni previsora, y no pensó en las dificultades;
sólo pensó en el triunfo que ella y su hija, en su sentir, habían
alcanzado. Acudió, pues, a la sala baja, donde Juanita estaba cosiendo,
y con el mayor alborozo le dio parte de lo que ocurría.

Como comentario, la madre no sabía sino exclamar:

--¡Qué victoria! Todas esas perras, cochinas, van a reventar cuando lo
sepan.

--Pues oye, mamá--contestó Juanita con el mayor reposo--: yo no quiero
que nadie reviente; lo mejor es que no lo sepa nadie.

--¿Qué quieres decir con eso, muchacha?

--Lo que quiero decir es que nosotros, tú, él y yo, seríamos los
reventados si hiciésemos tal desatino. No lo sufriría doña Inés; y el
cura y el cacique, la Iglesia y el Estado, lo temporal y lo eterno,
caerían sobre nosotros y nos aplastarían. Nos echarían del lugar a
patadas. Y quién sabe si en otro lugar lograríamos, y cuánto tiempo
tardaríamos en lograr, tú la reputación y clientela que aquí tienes, yo
tanta costura, y don Paco el poder que aquí alcanza y su mangoneo
provechoso, debido en mucha parte a su capacidad, pero no menos aún a la
sombra y al apoyo de don Andrés, con quien priva.

--¿Y de dónde sacas tú esos agüeros tan angustiosos?

--No es menester ser profeta ni adivino para sacarlos. Y además, ni yo
estoy enamorada de don Paco, ni él quizá esté enamorado de mí. ¿Para qué
el casorio? ¿Qué vamos ganando en ello? ¿No comprendes que sí me pide es
por un extremo de delicadeza? Yo se lo agradezco; me lisonjea mucho la
prueba de aprecio que me da; pero no paso de agradecida y de lisonjeada.
Porque ha venido a casa de tertulia, y porque me ha regalado el traje, y
porque las malas lenguas murmuran, piensa él remediar el mal casándose
conmigo. Pues entonces la misma razón hay para que contigo se case,
porque también de él y de ti dijeron, o para que me case yo con el hijo
del herrador, ya que más y peor han hablado de mis relaciones con él que
de mi relaciones con don Paco. Nada, mamá: todo eso es una tontería, o
una prueba, si quieres, de que el bueno de don Paco es un caballero
cabal, aunque no tenga los leones, los pajarracos y los otros
chirimbolos que tiene su yerno en el escudo.

--Y si tú, hija mía, reconoces y confiesas que don Paco es todo un
caballero, ¿por qué no le tomas por marido?

--Porque no quiero casarme por cálculo; porque aunque quisiese casarme
por cálculo, este cálculo de ahora estaría muy mal hecho, y, sobre todo,
porque yo por nada del mundo he de aprovecharme de la caballerosidad
generosa de ese hombre para cogerle la palabra y satisfacer mi vanidad y
mi ambición, ya que amor no le tengo. Su trato me deleita; celebro su
discreción; le oigo hablar con gusto; pero de esto a desear ser suya y
casarme con él hay todavía mucha distancia. No quiero salvarla de un
brinco. Aquí, para entre nosotras, algunas veces he sentido inclinación
a ir por esa senda, a andar ese camino, y sabe Dios si lo hubiera andado
sin estos tropezones que ha habido; pero, en fin, aún no lo he andado.

--¡Ay niña, con qué tiquis miquis y sutilezas te me descuelgas! ¡Cómo se
conoce el saber de que don Pascual te ha atiborrado la mollera! Si
parece cuanto dices tomado de esos libros que don Pascual te da a leer.
Pero, en fin, ¿qué contestamos a la carta de don Paco? Yo haré lo que tú
desees, porque el asunto más importa a ti que a mí y porque tú sabes más
que Lepe.

--¿Pues qué hemos de contestar sino darle las gracias y decirle que
nones?

--¿Y a quién le toca escribir eso? Creo que debo escribir yo... y dorar
la píldora. Yo no lograré poner el oro con mí pluma. Tú lo pondrás. Tú
irás diciendo y yo iré escribiendo, aunque hago letras que parecen
garrapatos. ¡Ay!, y más en el día, porque mi escribir ha caído en
desuso. Desde que murió tu padre en la guerra contra los carlistas, yo
no escribo sino las cuentas.

--Con buena o con mala letra, es menester que tú escribas la carta; yo
te la iré dictando.

--Hoy todavía no. ¿Es acaso puñalada de pícaro? ¿Quién nos corre? Antes
de dar un paso tan importante, conviene que lo medites y consultes con
la almohada. No es mucho veinticuatro horas de término. Hoy no escribo.
Mañana, si todavía te aterras a la opinión que ahora tienes, escribiré,
aunque me pese, lo que tú me digas.

Juanita estaba segura de que no había de variar su resolución por mucho
que lo meditase. Tuvo, no obstante, que ceder a los ruegos de Juana y
aguardó hasta el día siguiente, en el cual, dividiéndose el trabajo,
según queda dicho, fabricaron entre ambas la carta, que, por su
trascendencia e influjo en los ulteriores sucesos de esta sencilla y
verdadera historia, hemos de consignar aquí.

La carta decía como sigue:

     Señor don Paco: Muy ufanas estamos mi hija y yo de la honra que
     usted nos hace en la carta que acabo de recibir. Se lo agradecemos
     con toda el alma. La niña le quiere a usted mucho y le estima más;
     pero declara que no puede ni debe aceptar lo que usted propone.
     Cree ella que fue una imprudencia de su parte ir al sermón vestida
     como una princesa, para azuzar más en contra suya a la gente, que
     ya deseaba morderla. Todo el lugar está ahora sublevado. Mal
     remedio sería la boda. Aumentarían la sublevación y el motín. Su
     Hija de usted se pondría a la cabeza. Nosotros no podríamos
     resistir. Los tres tendríamos que irnos con la música a otra parte.
     En fin, don Paco, Juanita sostiene que sería la boda una locura.
     Dice, por último, que ella no manda en su corazón, que la
     diferencia de edad es grande entre ustedes y no quiere a usted de
     amor, aunque le profesa la amistad más fina. Sería, pues, muy feo
     de parte de ella abusar de la generosidad de usted para satisfacer
     su ambición o su vanidad casándose por cálculo, y también sería muy
     tonto, porque el cálculo estaría mal hecho.

     Lo mejor y lo más discreto es que ustedes no se casen y que nadie
     sepa que ha dado usted este paso. Doña Inés nos odiaría si
     aceptásemos la proposición de usted; pero también nos odiará y nos
     declarará más la guerra si averigua que no aceptamos, pareciendo
     como que desdeñamos a su padre con infundada soberbia. Importa,
     pues, ocultar todo esto.

     Ahí devuelvo a usted su carta. Rásguela y rasgue la mía, a fin de
     que no quede prueba escrita de lo ocurrido, y conserve usted en su
     memoria grato recuerdo de nosotras. Crea en nuestra profunda
     gratitud y mande a su afectísima amiga y constante servidora,
     q.b.s.m.,

     _Juana Gutiérrez_.



XXI


Don Paco se sintió lastimado y encantado a la vez con la lectura de la
carta, que calificó de muy discreta y que miró como dictada por Juanita.

Sí ella le hubiera aceptado por marido, el contento de don Paco hubiera
sido grande, pero menor su estimación del valor de Juanita que el que
era entonces al recibir las calabazas. Acaso una vaga sospecha de que
Juanita aprovechaba la ocasión hubiera aguado el contento de ver que
ella le aceptaba. Si en extremo le dolía que ella declarase que no le
amaba, no podía menos de aplaudir la lealtad de la declaración. Don Paco
estaba conforme en lo tocante al aprecio de las circunstancias que se
oponían a la boda y que la hacían aparecer a toda juiciosa previsión
como fuente de disgustos y de males.


De aquí que sus sentimientos al leer la carta fuesen de dolor y de
mortificación de amor propio por el desamor de Juanita; de admiración y
aplauso por la prudente conducta de la muchacha, y de mayor cariño hacia
ella, así por la noble franqueza con que exponía las causas que
justificaban su desdén, como por las amistosas dulzuras con que
procuraba suavizarlo.

Conoció también don Paco que importaba mucho que su petición y la
subsiguiente repulsa no llegaran a saberse, y aunque no tuvo valor para
rasgar o quemar lo que él escribió y la contestación de Juana, guardó
ambos documentos en el más secreto escondite de su escritorio.

Trató, además, de hacerse superior a su pena y de ver sí olvidaba a
Juanita, o al menos si seguía queriéndola con calma y con cierta
tibieza, a fin de esperar sin impacientarse que Dios mejorase las horas,
ya que la esperanza es lo último que se pierde en esta vida.

Y por lo pronto, o bien para conseguir el olvido o bien para enfriar o
entibiar su fervorosa pasión, resolvió no volver a poner los pies en
casa de Juanita y evitar su encuentro en la iglesia, en las calles y en
la plaza.

Juanita, entre tanto, como era poco amiga de la sociedad y gustaba mucho
de la conversación de don Paco, se afligía del aislamiento y deploraba
el sacrificio que había tenido que hacer. Allá, en el fondo de su alma,
cuando estaba a solas con su conciencia, y con el notabilísimo despejo y
la serenidad imparcial con que ella lo miraba todo, hacía repetidas
veces las sutiles reflexiones que trataremos de expresar aquí en el
siguiente soliloquio:

«Me lo tengo bien merecido. He vivido hasta el día desgobernada y muy a
tontas y a locas. Mi madre, Dios me perdone si la ofendo, tiene poco
juicio, aunque bien puede ser que lo pierda por el entrañable amor que
me tiene. Lo cierto es que entre las dos hemos hecho una infinidad de
tonterías. Justo es que las paguemos. No debo quejarme. En primer lugar,
siendo yo mocita casadera, y si no ocupando cierta posición, aspirando a
ocuparla, debí dejar de ir por agua a la fuente y a lavar al albercón.
Debí darme más tono. Y ya que no me lo di, aún fue mayor disparate el
querer de repente transformarme en dama y eclipsar y aturdir y excitar
la envidia y la rabia del señorío mujeril de este lugar. Todavía mi
súbita transformación hubiera podido tener buen éxito si atino a ganarme
antes la buena voluntad de la muy poderosa e ilustre señora doña Inés
López de Roldan. Pero, lejos de eso, lo que hice fue provocar su enojo.
Si el trato de don Paco me agradaba y me divertía, jamás he pensado yo
en casarme con él, y aquí viene bien que yo lamente otra locura mía,
otra completísima falta de cautela en mi madre y en mí. ¿A qué fin
recibir de tertulia todas las noches a don Paco, sola a veces y a veces
en compañía de Antoñuelo, lo que casi es peor? Lo hacíamos porque nos
daba la real gana, sin atender a que somos pobres y a que la gana de los
pobres no es real, sino súbdita que necesita someterse y hasta morir sin
hallar satisfacción, a fin de no exponerse a muy crueles castigos.
Nuestra tertulia era muy inocente; bien puedo sostener que más inocente
que la de doña Inés. ¿Cómo evitar, no obstante, que doña Inés supiese y
hasta creyese de buena fe mil abominaciones, excitada por esa chismosa
de Crispina, que todo lo huele y cuando no lo huele lo inventa? Ella,
sin duda, le diría primero que Antoñuelo era mi amigo y don Paco el de
mamá, y después, que yo me había apoderado de los dos, de uno para el
gusto y del otro para el gasto, y que yo me estaba comiendo las mil
chucherías que él me traía de regalo y hasta el exquisito y sin par
chocolate que se fabrica en casa de ella. Comprendo lo furiosa que doña
Inés se pondría, y más aún al sospechar que don Paco pudiera casarse
conmigo, porque doña Inés quiere heredar o que hereden sus hijos los
ahorros y las finquillas que don Paco va reuniendo, para lo cual importa
que don Paco no se case, o bien que se case con una hidalga viuda que yo
me sé y que le daría cierto lustre aristocrático, y de seguro no le
daría hijos, porque está ya pasada y huera, y el caso de Abrahán y de
Sara no se repite.»

Así, y si no en los términos de que me valgo, en términos muy parecidos,
discurría Juanita a sus solas. Luego continuaba:

«Es indispensable que yo me enmiende y que ajuste mi conducta a la razón
y a la conveniencia. Debo tener doble juicio, por mi madre y por mí. Y
ya que (esto no puede negarse) soy cándida como la paloma, no está bien
que me olvide de la otra mitad de la sentencia evangélica que he oído
decir tantas veces al padre Anselmo en sus sermones. Por tanto, en lo
sucesivo me propongo ser astuta y prudente como la serpiente. La vida de
zagalona rústica no hay que pensar en hacerla de nuevo. Dios me libre
también de recaer en la mala tentación de presumir de princesa. Nada de
volver con la cabeza al aire y con el cántaro por esos andurriales; y
nada tampoco de ponerme el magnífico vestido de seda mientras no gane
posición, autoridad y título duradero, suficiente y legítimo, para
tamaña audacia. Ahora me conviene seguir por un justo término medio:
salir poco de casa, coser y bordar mucho e ir con frecuencia a la
iglesia, a misa y a mis devociones, muy humilde, con vestidito de
percal, y cobijada así, borrar la mala impresión que necia o
inocentemente he causado, y hasta llegar a adquirir reputación de
santa.»

Aquí no podía menos de sonreírse Juanita, a pesar de lo fastidiada que
estaba, y luego proseguía:

«Cierto que yo no soy mala y que amo a Dios sobre todas las cosas y que
me complazco en darle adoración y culto; pero también, ¡qué diantres!,
¿por qué no confesarlo?, también me amo y me doy culto a mí misma. Quizá
sea pecado. Lo que debo hacer es que este segundo culto, para no
escandalizar a nadie, no sea público, sino misterioso. En lo exterior he
de parecer como una beata pobre; mas ¿por qué he de privarme del placer
de cuidar, de asear y de pulir con el mayor esmero este cuerpecito que
Dios me ha dado? Sin que nadie lo sospeche, he de cuidarlo y he de
lavarlo como si fuera el de una infanta de España. ¡Qué horror, cielos
santos, sí llegase a saberlo, por ejemplo, Julián el arriero! Yo le oí
contar en la fuente mientras daba agua a sus mulos, y haciéndose cruces,
la indignación que le causó, cuando servía en Córdoba a una marquesa, el
averiguar, estando él en la cocina, que llevaban a dicha señora un
enorme lebrillo y dos grandes jarros de agua a su cuarto. "¿Qué harías
tú--le preguntó una chica--si tu mujer emplease también un lebrillo por
el estilo?" "Pues yo--contestó él--agarraría una vara y la pondría negra
a varazos, por indecente y por mantesona." Necesario es que yo haga un
misterio de mi limpieza, si no quiero que me excomulgue Julián y la
mayoría de mis compatricios que discurren como él. Mas no por eso he de
dejar de ser limpia. Además, quiero ser cuidadosa y muy regalada en mi
ropa blanca interior. En los ratos de ocio, con mis ahorrillos y cuando
no cosa para la calle, he de hacerme camisas finas y enaguas bordadas
como no las use mejores una archiduquesa de Austria. Tapado todo ello
con el mezquino traje exterior, me pareceré a la violeta, que, escondida
entre las verdes hojas y tal vez entre feos hierbajos, no deja conocer
que exista como no sea al que tenga la nariz muy fina y por su delicado
olor la descubra. Seré como aquel personaje de cierto romance que recita
don Pascual, el cual personaje vestía de peregrino y llevaba una
esclavina

          que no valían un reale;
          debajo llevaba otra
          que valía una ciudade.»

Juanita, al citar estos versos y al aplicárselos, se olvidaba de sus
melancolías y soltaba una carcajada.

--¿De qué te ríes, niña?--le dijo una vez su madre--. Pues no es cosa de
risa lo que nos está sucediendo.

--Sí, mamá; es cosa de risa. Mejor es reír que rabiar. Cuando las cosas
se toman a risa, las penas que causan se mitigan o se consuelan.

Juanita no se contentó con pensar y con proponerse cuanto queda dicho,
sino que lo cumplió todo con la mayor exactitud y perseverancia.

Pasaron muchos meses.

El cambio de Juanita empezó a notarse y a celebrarse entre las personas
más devotas del lugar. El padre Anselmo, singularmente, y sin poderlo
remediar, a despecho de su humildad cristiana y del menosprecio de sí
mismo, sintió un noble orgullo y se dio a entender que había hecho la
más repentina y milagrosa conversión, deteniendo a aquella joven y
simpática pecadora al borde del abismo en que iba ya a precipitarse.



XXII


Su rehabilitación costó a Juanita largo tiempo, y además no pocos
sacrificios, trabajos y esfuerzos de voluntad.

Fue lo más duro para ella el tener que vivir, sobre todo al principio,
en soledad completa.


Se aburría, y a menudo recelaba que iba a enfermar de ictericia. No
podía ni quería retroceder y charlar de nuevo y reanudar amistades con
las mozuelas que antes había tratado, las cuales, ofendidas ya, le
darían acaso mil sofiones; ni menos podía intimar, aunque lo desease,
con las hidalgas y con las hijas de los labradores ricos, que se
preciaban de señoritas y que huirían de ella, así por la humilde
posición de su madre como por su ilegítimo nacimiento y por la mala fama
que le habían dado en el lugar, y que entre todos sus habitantes cundía.

Juanita tuvo que perder hasta la amistad y el trato de Antoñuelo. Y esto
no sólo para no seguir dando pábulo a la maledicencia, sino también
porque Antoñuelo estuvo muy tonto y ella se vio en la precisión de
despedirle con cajas destempladas y para siempre.

Dos días después de haber predicado el padre Anselmo su famoso sermón,
Antoñuelo volvió de sus correrías. Entonces no se hablaba en el lugar
sino del escándalo que Juanita había dado y de la severa y merecida
lección que del padre Anselmo había recibido.

Ya en la plaza, ya a la sombra de algunos álamos que están en el
altozano, cerca de la iglesia, y donde se reúne y platica la gente moza,
varios amigos y conocidos embromaron pesadamente a Antoñuelo por el
papel desairado y ridículo que suponían que había hecho reverenciando,
sirviendo y adorando casi como una deidad a una mozuela que le desdeñaba
y que aceptaba, quién sabe hasta qué punto, los regalos y el amor de un
rival dichoso.

Las relaciones entre Juanita y Antoñuelo tal vez parecerán inverosímiles
a quien piense someramente en ello; pero yo creo que son más naturales y
frecuentes de lo que se imagina.

Desde la infancia habían vivido en la mayor intimidad Antoñuelo y
Juanita.

Con cortísima diferencia, tenían la misma edad, y podía asegurarse que
se habían criado juntos. El era zafio, mal educado, travieso y atrevido;
tenía pocos alcances y una voluntad tan realenga, que ni a su padre se
sometía; peto en estos mismos defectos se fundaba la amistad de Juanita
hacia él. Juanita había adquirido y conservaba tai imperio sobre aquel
muchacho, que lograba que la respetase, temiese y obedeciese como un
perro a su amo.

A ella no se le pasó jamás por la imaginación el querer a Antoñuelo como
una mujer quiere a un hombre. Y él, como por una parte la tenía por un
ser superior y por otra parte sus instintos amorosos eran vulgarísimos,
procuraba emplearlos y satisfacerlos en más fáciles objetos, y sin darse
cuenta de ello, e ignorando su esencia y su nombre, consagraba a Juanita
un afecto puro, ideal y platónico. Sentimientos tales, si bien se
recapacita, no son extraños al alma de los más vulgares sujetos. Todos o
casi todos los hombres tienen sed, tienen necesidad de venerar y de
adorar algo. El espiritual, el sabio, el discreto, comprende con
facilidad y adora a una entidad metafísica; a Dios, a la virtud o a la
ciencia. Pero el rudo, el que apenas sabe sino confusamente lo que es
ciencia, lo que es virtud y lo que es Dios, consagra sin reflexionar ese
afecto, en él casi instintivo, a un ídolo visible, corpóreo, de bulto.

Juanita era este ídolo para Antoñuelo. Juanita era también su oráculo.
El oía con religioso respeto sus advertencias y amonestaciones, y de
buena fe se prometía y prometía al pronto tomarlas para pauta de su
conducta. Siempre que Antoñuelo se hallaba en la presencia de Juanita,
se sentía avasallado por su influjo, deslumbrado por su superior
inteligencia y ligado a la voluntad de ella. Por desgracia, no bien
Antoñuelo se hallaba ausente de Juanita, el influjo bienhechor
desaparecía, y los instintos brutales y las malas pasiones acudían en
tropel y desataban o rompían las ligaduras y arrojaban al olvido los
buenos consejos y preceptos que Juanita le había dado. Antoñuelo, lejos
de la fascinación y del encanto que casi milagrosamente le habían
conservado como ser racional, se convertía en un estúpido y en un
perdido.

A pesar de la ineficacia, por falta de duración, de su poder purificante
sobre el alma de Antoñuelo, Juanita le quería, se interesaba por él y
sentía halagado su orgullo al dominarle, aunque fuera momentáneamente.

Para dar una idea exacta de la inclinación de Juanita hacia aquel mozo,
diré que se parecía a la que yo he visto que tienen ciertas grandes
señoras ya por un alano, ya por un mastín corpulento y poderoso que hay
en casa de ellas, que inspira terror a las visitas, que parece capaz de
derribar a un hombre de un manotazo y de destrozarle de un mordisco, y
que, sin embargo, se echa con la mayor humildad a las plantas de su ama
y siente inexplicable placer si ella con su blanca mano le toca la
cabeza o con el pie le sacude o le pisa.

En la ocasión de que vamos hablando, las feroces burlas de sus camaradas
habían transformado a Antoñuelo; su domesticidad y mansedumbre habían
desaparecido: ya no era perro, sino lobo.

Traía muy estudiado el discurso, si puede llamarse discurso lo que iba a
decir; y a fin de que no se le borrara de la memoria o se le enmarañara
en el caletre, deseaba descargarse de él como quien suelta un peso y
decirlo sin preámbulos. La ocasión se presentó propicia a su deseo.

Juana estaba en la cocina, y Antoñuelo halló sola a Juanita cosiendo en
la sala. Venía él con el entrecejo fruncido y con marcadas señales en
toda la cara de muy terrible enojo. Apenas se saludaron él y ella,
Antoñuelo dijo:

--Vengo a quejarme de ti, a decirte que me has engañado. Por culpa tuya
he estado haciendo el tonto, y no quiero hacerlo más.

--Pues, hijo mío--dijo ella riendo--, yo no sé cómo te las compondrás
para no seguir haciendo el tonto. Lo que yo sé es que no tengo la culpa
de que lo hayas sido hasta ahora, y menos sé aún en qué y cuándo te he
engañado.

--Me has engañado fingiéndote santa, para que yo, embaucado, te adorase,
cuando no eres santa, sino una mala mujer. Por todo el lugar no se habla
de otra cosa sino de tus relaciones con don Paco, y de que te mantiene y
te viste.

--¿Y has creído tú esas calumnias? ¿Y en vez de defenderme y de
enfurecerte contra los calumniadores te enfureces contra mí? Juanita
dejó escapar irreflexiblemente estas últimas frases. Luego se reprimió y
procuró enmendarlas. Creía bruto a Antoñuelo, pero no lo creía cobarde.

Si dejó de defenderla fue, no por cobardía, sino por maliciosa necesidad
que acepta lo malo como cierto. De todos modos, más valía así. Mucho
hubiera contrariado a Juanita que por sacar la cara por ella hubiera
reñido Antoñuelo, resultando tal vez de la riña heridas o mayores
desgracias, que hubieran empeorado la situación.

Juanita añadió entonces:

--Bien pensado, hiciste bien en no defenderme. He sido imprudentísima.
Los que no me conocen tienen algún fundamento para acusarme. Las
apariencias me condenan. Yo me resigno y perdono a los que me acusan.
Perdónalos tú también, pero no los creas. Tú, que me conoces de toda la
vida; tú, que sabes con qué pureza de afecto, con qué ternura de hermana
te he querido y te quiero aún, no debes, no puedes creer esas infamias;
pues qué, ¿no comprendes que yo soy capaz de querer a don Paco por el
mismo estilo que a ti te quiero?

--Esa es grilla, esa es grilla--replicó Antoñuelo--. Tú, con tus
sutilezas y mentiras, quieres volverme tarumba; pero no lo conseguirás.
Te burlas de mí porque me crees bobo. No quiero callar. Aunque me pongas
el dedo en la boca, te morderé y no callaré. En adelante no quiero ser
tu juguete. Quien te conozca, que te compre. Me han abierto los ojos. Ya
te conozco. Eres una tramoyana y una perdida. Y tu madre es peor que tú.

La última frase la decía Antoñuelo para desafiar también la cólera de
Juana, que entraba en la sala de vuelta de la cocina.

--¡Ay niña, niña!--dijo Juana--. ¡Qué paciencia la tuya! ¿Por qué
aguantas los insultos de este animal de bellota, las coces de este mulo
resabiado?

--Señora--replicó Antoñuelo--, mire usted lo que dice y no se
desvergüence conmigo, si no quiere que me olvide yo de que es mujer y le
ponga las peras a cuarto o la emplume, como merece.

Al oír esto Juana ya no contestó palabra, pero se precipitó sobre el que
tan atrozmente la ofendía Juanita se interpuso entre su madre y el mozo,
a fin de evitar la lucha.

--Vete, vete al punto de esta casa y no vuelvas más en tu vida. Para mí
has muerto. Quiero olvidar hasta el santo de tu nombre. No tengo que
darte cuenta de mi conducta. Nada me importa ni me aflige el ruin
concepto que formes de mí. Vete.

Y diciendo y haciendo, interpuesta siempre entre su madre y el mozo,
recelosa de que se empeñasen en un combate tragicómico, fue empujando
con suavidad a Antoñuelo hasta la puerta de la calle. Ella misma levantó
el picaporte, abrió la puerta y echó de su casa al amigo de toda la
vida. Al hacer esto, en el rostro de Juanita se mostraba más bien la
tristeza que la cólera; Antoñuelo, al mirarla tan digna, amainó en su
furor, no persistió en sus improperios, y se fue cabizbajo y silencioso.



XXIII


Al disgusto de vivir aisladas ambas Juanas se añadía otro no menor y más
positivo.

Al principio se difundió tanto la idea de que Juana había llevado su
complacencia inmoral hasta ser tercera de su hija, que la llamaban menos
para trabajar en las casas principales por el temor de que fuese ella la
propia Celestina resucitada y tratara de pervertir a las Melibeas de
dichas casas. No obstante, y como ya he dicho, aquella malísima
situación se fue poco a poco suavizando. Además, eran tan notorios y tan
irreemplazables el arte y la inspiración de Juana para dirigir una
matanza, para hacer arrope, piñonate, empanadas y tortas, y para
preparar festines, que las personas de gusto y de medios desecharon los
recelosos escrúpulos, y, poniéndoles el correctivo de estar a la mira y
ojo avizor para que Juana no ejerciese sus presuntas artes
_proxenéticas_, siguieron llamándola a trabajar a sus casas; y los
ingresos y rentas de Juana, que habían disminuido, volvieron a su estado
normal, aunque no se aumentaron.

El recogimiento y la austeridad de Juanita al fin surtieron efecto. La
idea que el padre Anselmo concibió de que había logrado convertir a
aquella pecadora incipiente y de atraer al aprisco a la ovejita
descarriada antes que cayese entre las uñas y la boca del lobo, fue
adquiriendo resonancia y eco entre el vulgo. Juanita fue, pues, mirada,
si no como paloma sin mancilla, como Magdalena arrepentida y penitente,
no de la culpa, sino del conato.

Transcurrió más de un año antes que Juanita, a fuerza de ingenio y de
fatigas, lograse resultado tan brillante.

La rígida doña Inés era la más difícil de ablandar. No quería creer en
la virtud de la muchacha, y sospechaba que era todo hipocresía.

Cuando llegaban a oídos de Juanita noticias de la terca incredulidad de
doña Inés y de que la sospechaba de hipócrita, Juanita decía para sí:
«No es mal sastre el que conoce el paño»; y sin arredrarse seguía por el
camino que se había trazado.

Llegó en esto el invierno, y doña Inés quiso vestir a todos sus niños
con buena ropa de abrigo; Juanita alcanzaba ya alta reputación de
costurera. Todo lo que pudiesen hacer Serafina y otras del lugar era una
chapucería cursi si se comparaba con las confecciones de nuestra
heroína, que estaba al corriente de las últimas modas de París, que
recibía los figurines y que, ajustándose a ellos, sin encadenar
servilmente su fantasía a una imitación minuciosa, ideaba, trazaba,
cortaba y hacía trajes para las mujeres, dignos de figurar en los
salones de la corte y de ser descritos por _Montecristo_ o por
_Asmodeo_, y para los niños y niñas no inferiores por su gracia y por su
chic a aquellos con que la prole de un milord opulento o de un banquero
inglés se engalana.

Ruego al lector que me dé entero crédito y que no imagine que son
ponderaciones andaluzas, o que mis simpatías hacia Juanita me ciegan. Lo
que digo es la verdad exacta, pura y no exagerada. Yo he estado en
Villalegre, he visto algunos trajes hechos por Juanita y me he quedado
estupefacto. Y cuenta que yo tengo buen gusto. Todo el mundo lo sabe.

En fin, doña Inés se dio a pensar y a repensar en lo muy preciosos que
estarían sus niños con los trajes que Juanita les hiciese; venció la
repugnancia que sentía contra ella, la llamó a su casa y le encomendó
trajes para todos, según la edad y el sexo de cada uno.

Fue Juanita a casa de doña Inés tan pobre y modestamente vestida como si
saliese de un beaterio, y tan modosita en el hablar, en la voz y en los
modales, que parecía, sin visos ni asomos de afectación, una criatura
seráfica.

Esto, sin duda, hubo ya de entreabrirle o de ponerle entornadas las
puertas del corazón de doña Inés, la cual sabía mucho y pensaría y diría
en su interior.

--Si no lo finge, en verdad que es muy buena esta muchacha; y sí lo
finge, sabe más que Cardona: es admirable su fingimiento.

Así, doña Inés se predispuso ya favorablemente.

Su favor valía mucho, y doña Inés acertó a cobrárselo por instinto.
También hay su poco de gorronería en los grandes y poderosos de la
tierra. Viene o propósito esta sentencia, porque doña Inés pagó el
trabajo de Juanita en la tercera parte de lo que valía, aun en aquel
lugar donde se trabaja barato, y pagó las otras dos terceras partes en
el favor tan deseado y apetecido que empezó entonces a alcanzar la linda
costurera.

Los niños, con los trajes hechos por Juanita, salieron tan bien vestidos
el 1 de noviembre, día de Todos los Santos, que daba gloria verlos, y la
gente los miraba y los seguía en la calle. La vanidad maternal de doña
Inés quedó muy satisfecha. Ni la propia Cornelia se ufanó más cuando
enseñaba a sus Gracos. Pero doña Inés fue más allá de Cornelia: no se
contentó con lucir a sus hijos, sino que se propuso competir con ellos y
aun superarlos en indumentaria, y decidió que Juanita también la
vistiese.

Juanita se prestó a todo con el mejor talante y prodigioso acierto e
hizo a doña Inés corsés y varios trajes.

Nacieron de aquí la confianza y alguna familiaridad, hasta donde es
lícito y decoroso que la familiaridad se entable entre una dama
principal y una trabajadora plebeya; pero al fin, como doña Inés tenía
que mostrarse a Juanita en paños menores para probarse corsés y
vestidos, ¿qué mucho que la confianza naciese y creciese?

Juanita supo después, con lentitud y por sus pasos contados, darse tal
maña, que doña Inés, que ya le había confiado su cuerpo para que lo
vistiese, empezó a confiarle también y a descubrirle su espíritu, aunque
sólo hasta cierto punto, porque el espíritu de doña Inés, según pensaba
Juanita, acaso con malicia sobrada, tenía más conchas que un galápago y
jamás se desnudaba y se descubría por completo.

Juanita tenía una voz melodiosa y clara y sabía leer muy bien, lo cual
es bastante raro, dando a lo que leía entonación y sentido. Pronto atinó
a mostrar a doña Inés que ella poseía habilidad tan útil, y no tardó
doña Inés, que se fatigaba algo leyendo, en tomar a Juanita por
lectora.

Claro está que doña Inés, que era mística muy elevada en sus
pensamientos y un tanto cuanto asceta, aunque más en lo especulativo que
en lo práctico, hacía que Juanita le leyese vidas de santos y libros
devotos y morales como _Monte Calvario_, _Gracias de la gracia_, _Gritos
del infierno_, _Espejo de religiosos_, _Casos raros de vicios y virtudes
y Estragos de la lujuria_.

Era doña Inés aficionadísima a disertar y a convencer a sus oyentes y
contradictores cuando disertaba. Si por algo se dolía de haber nacido
mujer, era por no poder transformarse en predicador o en catedrático.

Juanita supo con tanto pulso seguirle el humor, que no se callaba ni lo
aceptaba todo desde luego, sino que impugnaba algo sus tesis y discursos
para darle ocasión de que hablase más y desplegase su elocuencia, a la
cual acababa por ceder, reconociéndose vencida. De esta suerte se
alegraba y se exaltaba el ánimo de doña Inés, corroborando la creencia
que ella tenía en su virtud persuasiva y en su saber y talento, y
haciéndole creer, además, que después de ella, aunque a muy razonable
distancia, no había en todo Villalegre, salvo quizá el padre Anselmo,
persona más talentosa y más sabia que Juanita.

La privanza de esta con doña Inés llegó al fin a su colmo.

En presencia de cualquier persona, Juanita seguía atendiéndola con el
mayor respeto y dándole el tratamiento de _su merced_; pero en momentos
de expansión, una vez que Juanita la oyó atentísimamente, impugnó sus
razones y terminó por ceder a ellas, doña Inés, entusiasmada, se allanó
hasta el extremo de mandarle que cuando estuviesen las dos sólitas la
tutease.

Estas prodigiosas conquistas de la paciente y despejada muchacha le
prestaron desde luego confianza en sí misma, y pudieron darle mucha
honra, sí ella entendiese que la necesitaba; mas apenas le dieron
material provechoso, que era de lo que más necesidad tenía.

Pensaba doña Inés que no había mejor ni más espléndida paga que su
afecto. Suponía tal la elevación de alma de Juanita, que hubiera sido
injuriarla ofrecerle dinero. Un ochavo más que doña Inés le hubiese dado
sobre el jornal que de ordinario ganaba, hubiera parecido una limosna.
No era delicado socorrer a Juanita como a una pordiosera.

Y después de estos razonamientos tan juiciosos, como doña Inés no pagaba
a Juanita sino lo que cosía, y no le pagaba, para no humillarla, ni las
horas que empleaba leyéndole libros ni el tiempo que perdía escuchando
sus disertaciones, resultaba doña Inés, por obra y gracia de lo mirada
que era, tenía lectora y auditorio y acompañante de balde.



XXIV


La gloriosa servidumbre en que Juanita había llegado a ponerse, si no
era útil, era molesta en extremo, porque la amistad de doña Inés no
podía ser más exigente ni más imperativa. Y mientras más rebosaba
entusiasmo y ternura, más se recrudecía también en exigencia y en
imperio.

Había días en que no le quedaba a Juanita ni hora libre ni momento de
sosiego. Doña Inés la llamaba y se valía de ella para todo.

En los lugares, al menos hace algunos años, pues no sé si habrán variado
las costumbres, nunca salía una señora principal de visita o de paseo
sin llevar a una acompañante. Juanita tuvo, por consiguiente, a más de
leer y de escuchar disertaciones, que acompañar a doña Inés en sus
visitas y en sus paseos. Y cuando a esta se le antojaba de súbito
visitar o pasear y no tenía a Juanita en casa, iba a buscarla a la suya,
haciéndose acompañar hasta allí por Serafina.

En los paseos rara vez leía o hacía leer doña Inés; pero, convertida en
filósofa peripatética, disertaba de lo lindo, siempre sobre religión,
moral, menosprecio del mundo, alabanza del recogimiento y de la
conversión interior y aspiraciones a lo sobrenatural y divino.

Conviene que se sepa que doña Inés tenía un carácter tan dominante, que
no se aquietaba ni se satisfacía como no decidiese y gobernase cuanto
hay que decidir y gobernar.

Ella designaba el nombre que había de recibir en la pila bautismal cada
villalegrino que naciese; ella decretaba, después de estudiar aptitudes,
capacidades y recursos, el oficio que cada cual había de aprender y
ejercer, y ella escogía marido para cuantas niñas casaderas vivían en el
pueblo y pertenecían a familias merecedoras por algún título de su
atención y cuidado.

El concepto que formaba doña Inés del universo visible y de cuantas
cosas hay en él y en él se sustentan, era concepto más pesimista que el
del propio Schopenhauer; pero el de doña Inés estaba dulcificado por dos
potencias benéficas y fecundas que había en su alma. Ella podría ser, o
era, más o menos pecadora. Yo no he llegado a ponerlo bien en claro, de
suerte que, al ir escribiendo esta historia, lo probable es que lo deje
turbio o nebuloso. De cualquier modo que fuese, y sin escudriñar los
secretos de doña Inés en lo tocante a la conducta, aseguro con evidencia
que ella, en lo teórico, sin afectación ni mentira, tenía la más
acendrada fe religiosa. Con esta fe, y con las otras dos consoladoras y
divinas virtudes que de ella nacen, doña Inés iluminaba el mundo,
hermoseándolo con celestiales resplandores.

Toda deformidad moral, todo vicio, toda dolencia, la fealdad física, las
enfermedades, la miseria, el dolor y la muerte se despojaban en su
pensamiento de horror y de amargura al considerar que deben sufrirse por
el amor de Dios, y desvanecerse y disiparse, como la oscuridad de la
noche cuando aparece la aurora, ante la esperanza de lo trascendente y
de lo ultramontano. Para doña Inés, este mundo en que vivimos era un
valle de lágrimas y un transitorio lugar de prueba, indispensable camino
para otra vida mejor. La presente, pues, aunque fuese muy mala, no era
nunca mala, ya que en ella, si se padecía con resignación, mientras más
se padeciese, mejor y más abundante cosecha se recogía y se atesoraba de
frutos que no se corrompen y de riquezas que nadie roba. Y como doña
Inés no gustaba de quedarse atrás en nada, sino de adelantarse en todo,
y ser también importante cosechera de los mencionados frutos y riquezas,
muy candorosamente estaba persuadida de que padecía o había padecido
mucho ejerciendo y luciendo su paciencia, compitiendo un poquito con Job
y granjeándose los medios de ir al cielo derechita, sin tropezar en
rama, ya se entiende que contando con la misericordia de Dios, que le
perdonaría sus pecados, si los tenía, pues, según ya he dicho, no lo
sabemos.

La otra potencia de que se valía doña Inés, sin estudio, espontánea y
sencillamente para blanquear y hasta para dorar la tenebrosa negrura de
su concepto _schopenhaueriano_ del mundo, era el sentimiento vivísimo y
atinado, fuente inexhausta de puros deleites, con que percibía su alma
toda belleza, tanto espiritual cuanto corpórea. Llamar a esto buen gusto
me parece poco. El buen gusto, por lo general, es pasivo y estéril. En
doña Inés alcanzaba actividad creadora. La visión de la belleza
concebida por doña Inés relucía en las profundidades de su alma y creaba
allí otro universo ideal, semejante al exterior universo, salvo que de
él todo mal y toda mengua habían sido expulsados.

Como se ve, no era doña Inés mujer adocenada, sino persona memorable, o
dígase digna de la historia, por lo cual me complazco yo en ponerla en
la mía.

Doña Inés, y perdone el pío lector si me repito, a pesar de sus ocho
vástagos, estaba aún muy guapa; en lo mejor de su edad, bien cuidada,
alimentada y vestida.

El asomo de rivalidad que brotó en su alma, el día de la intempestiva y
pomposa aparición de Juanita en la iglesia, había desaparecido
enteramente, merced a la humildad de la muchacha y a la sumisión con que
la acataba y servía. Desechados así los celos, la mente y el corazón de
doña Inés dieron entrada franca al afecto y a la admiración de la
bondad, del talento y de la hermosura de que Juanita estaba dotada.

No había primor en Juanita que doña Inés no advirtiese, celebrase y
ponderase. Llegó a notar, a pesar del pobre pañolito con que se cubría
la chica espalda y pecho, la admirable perfección de toda aquella sana y
virginal estructura. De su rostro no quiero ni puedo decir más sino que
le parecía el de un ángel. Y, por último, ponía en Juanita casi, casi
tanta discreción, ingenio y bondad como en ella misma. En suma, doña
Inés miraba y estudiaba a Juanita como el sabio crítico, buen gramático
y mejor estético mira y estudia un bello poema, o como el gran conocedor
y perito en las artes plásticas mira y estudia una obra maestra de
escultura.

Cualquiera imaginará que, llegadas las cosas a este punto, Juanita
podría apoderarse de la voluntad de doña Inés y hacer de ella lo que le
diese la gana; pero sucedió lo contrarío. Frecuentemente recelaba
Juanita que se le iba a acabar la paciencia, y allá en sus adentros
decía: «Peor está que estaba.» A fin de que se comprenda el fundamento
que tenía Juanita para decir «que estaba peor», pondré aquí uno de los
discursos que doña Inés, con frecuencia, le dirigía:

--Hija mía--exclamaba--, hay en las condiciones y circunstancias que han
de influir en tu destino cierta contradicción que puede ser causa de mil
desventuras. Por tu belleza, por tu talento y por la elevación moral de
tu alma mereces casarte con un príncipe, dechado de todas las
perfecciones. Por tu desventurado nacimiento, por la clase humilde a que
perteneces y por la pobreza que te obliga a residir en este lugar,
tendrás que quedarte soltera o tendrás que casarte con un labrador rudo
y zafio. Si te quedas soltera, de continuo te verás expuesta a los tiros
de la envidia y a las emponzoñadas mordeduras de la calumnia, y te
rodearán, además, groseras seducciones, a alguna de las cuales quién
sabe si cederás en un momento de flaqueza, porque todas somos débiles y
ninguna puede estar segura de no tropezar y de no caer si en un solo
momento la deja Dios de su mano y no la sostiene con su gracia. Pues no
digo nada si, movida por la vanidad o por pasiones más tiernas y propias
de tus verdes años, y cegada por ellas hasta desconocer la ruindad del
sujeto que te enamora, te casas al fin con un hombre de tu clase, con
algún palurdo de esta tierra. ¡Qué desgracia la tuya entonces! ¡Pronto
llegaría el desengaño! Vaya..., me horrorizo de pensar en ello. Sería
una profanación. Sería un sacrilegio nefando. ¿Cómo entregar tanto
tesoro a quien sería incapaz de comprenderlo y de saber lo que vale? En
mi sentir, sería locura semejante a la de echar ramilletes de flores, en
vez de paja y cebada, en el pesebre del mulo, o la de derramar perlas en
la pocilga del marrano en vez de un celemín de bellotas. Por otra parte,
hija mía, ¿cuántos disgustos, desvelos y cuidados no vendrán sobre ti
con el matrimonio? Quiero prescindir de que tu marido acaso sería pobre;
y si era también torpe y holgazán, tendrías que matarte trabajando para
mantenerle; y quiero prescindir de los sobresaltos y penas que te darían
tus hijos, si los tenías. Lo más espantoso..., aunque no lo sé por
experiencia, me horripilo de imaginarlo..., es si descubrías en tu
consorte vicios y miserias que le hiciesen aborrecido y que hasta asco
te causasen. Acudiría entonces a tu espíritu, ¡obsesión diabólica!, un
pensamiento pertinaz que puede conducir a los mayores pecados. Figúrate
tú que pensase y discurriese como ser racional y filantrópico la
turquesa en que se forman las balas: ¡qué desesperación no tendría de
que la empleasen tan en perjuicio de la Humanidad! Pues no es menor la
rabia de la esposa que, cuando va a ser madre, recela que ha de dar al
mundo como copias exactas de la ruindad o de la perversidad de su
marido. Tan horrible pensamiento la inclinará a ser infiel o la
arrastrará a la locura.

Esto, con adornos y variantes, era lo que decía doña Inés casi de diario
a su amiga y acompañante, sentando premisas, pero sin sacar por lo
pronto consecuencia alguna.

Otras veces le describía con viveza y con sombríos colores la corrupción
de nuestro siglo, el bajo nivel en que estaban las almas, las
mezquindades y maldades del mundo y lo agradable y lo conveniente que
sería retirarse de él, en vista de que no puede satisfacer ninguna de
nuestras nobles aspiraciones.

Afirmaba doña Inés que ella había deseado y deseaba siempre buscar un
santo retiro; pero ya que no podía ser por las mil obligaciones que
había contraído y que le era indispensable cumplir por enojosas que
fuesen; porque tenía hijos que criar y educar, marido de que cuidar y
hacienda que ir conservando y mejorando, a fin de transmitirla a los que
habían de heredar un nombre ilustre, que deslustrarían al quedar
huérfanos y abatidos por la villana pobreza.

En resolución, doña Inés quiso persuadir a Juanita, y me parece que
hasta logró persuadirse ella misma, de que deseaba ser monja, de que por
imposibilidad no lo era y de que hacía un sacrificio en no serlo.

De todo ello acabó por deducir y por declarar, como lógica solución, que
Juanita debía huir de los peligros, miserias y adversidades de esta
sociedad corrompida, la cual no merecía gozar de su presencia, y que
debía refugiarse en el claustro mientras permaneciese en la tierra, ya
que la tierra no la merecía y ya que por su valer, para el cielo, sin
duda, estaba predestinada.

A pesar de las vehementes y sabias exhortaciones de doña Inés, Juanita
distaba más cada día de hallar peligroso el mundo (maldito el miedo que
le tenía ella), no lograba persuadirse de que la sociedad fuese tan
viciosa y tan mala, ni de que el enamorarse y el casarse pudieran
acarrear tamañas desventuras. De aquí que no tuviese la menor
inclinación ni vocación a la vida monástica. Pero como a doña Inés se le
había puesto en la cabeza que ella fuese monja, y cuando formaba un plan
era punto menos que imposible hacerla desistir, la pobre Juanita se veía
muy apurada.

A cada momento sentía el conato de echarlo todo a rodar y de declarar a
doña Inés que Dios no la llamaba por el camino por donde ella quería que
fuese. Se contenía, no obstante, a fin de no armar la de Dios es Cristo,
de no perder en un minuto cuanto había conseguido trabajando más de un
año y de no verse de nuevo en guerra con los poderes constituidos y con
toda la población que respetaba y obedecía a dichos poderes.

Juanita no dijo que sí; no aceptó lo del monjío, pero no dijo que no;
pronunció frases vagas o se calló y bajó la cabeza.

Tomando doña Inés para regla de interpretación el refrán de «quien calla
otorga», dio por sentado que Juanita estaba decidida a entrar en un
convento, y ya, en su fantasía entusiástica, se la representaba santa,
cuya vida se intercalaría en las ediciones futuras del _Año Cristiano_.
Doña Inés dio parte de este triunfo al padre Anselmo, quien se llenó de
piadoso júbilo, y aun se sintió lisonjeado al prever que él figuraría en
la vida de la nueva santa como el instrumento de que se valía el Cielo
para convertirla y glorificarla.



XXV


Por dicha no se apresuraba doña Inés pata que el plan del monjío de
Juanita se realizase, y así le daba tiempo de apercibirse a la rebelión
con fuerza bastante para sacudir el yugo sin menoscabo de sus intereses
y proyectos.

Si bien doña Inés sentía y confesaba que iba a hacer un inmenso
sacrificio al desprenderse de Juanita, única mujer que la comprendía en
el mundo y que podía ser su compañera, en manera alguna quería
prescindir de este sacrificio, que le daría honra entre los mortales y
que Dios lo tendría en cuenta para pagárselo en el cielo. Persistía,
pues, con firmeza en su plan, pero lo retardaba, y mientras lo retardaba
lo iba completando en sus pormenores, consultándolo todo con el padre
Anselmo.

Decidió doña Inés pagar ella el dote de Juanita. Sobre lo que vacilaba
aún era sobre el convento en que debía ponerla. Después de haber
desechado muchos, pensó en uno que hay en Ecija, con cuya abadesa se
carteaba, porque era allí donde se hacían los célebres bizcochos de yema
imitados por Juana la Larga. Afirmaba doña Inés que toda persona que
tenía buen paladar reconocía al punto la imitación de Juana, porque
carecía del _quid divinum_ que hay en los legítimos, prestándoles tan
soberano sabor, que si con grosero y material supuesto pudiésemos
imaginar que los querubines, cuando bajan a la tierra con algún mensaje
de arriba, tienen el capricho o se allanan a comer algo, sin duda que no
comerían otra cosa que los tales bizcochos de yema hechos por las
mencionadas monjas.

A despecho de tan importantes motivos, no sabemos por qué doña Inés
desistió de que Juanita fuera al convento de Ecija, y hubo de fijarse al
fin en las Comendadoras de Santiago, en Granada, donde, si no se hacen
aquellos peregrinos e inimitables bizcochos, se hacen los mejores
almíbares de toda Andalucía. Mientras trazaba y preparaba doña Inés todo
esto en favor de Juanita, de quien se había declarado protectora y
directora, su cariño hacia la protegida y la discípula iba creciendo más
y más, dando de sí raras muestras y combinándose en él lo sagrado y lo
profano.

Un día estuvo doña Inés tan sentimental, que deshizo el peinado de
Juanita, admiró su abundante, undosa y suave mata de pelo, la besó
varias veces, calificó de horrible desacato el que las manos rudas e
impuras de un campesino lograsen tocarla y enredar los dedos en ella, y
se la figuró ya como cortada al pie del altar el día en que Juanita
profesase, rogándole que para entonces se la legase a ella, porque ella
la conservaría como reliquia del más subido precio.

Juanita agradeció mucho esta lisonjera petición de doña Inés, y, casi
con lágrimas de gratitud en los ojos, prometió a doña Inés que la mata
de pelo sería suya cuando se la cortase.

Merced a tantas entrevistas y confidencias de las dos amigas, Juanita
estaba casi todas las tardes en casa de doña Inés, no yéndose de su lado
o de su casa hasta pasada la hora en que solían venir los señores de la
tertulia.

Algunos de estos veían a Juanita en la antesala, y como allí estaba sin
cubrirse la cabeza y sin ocultar y dar sombra a la cara, con el mantón
muy echado hacia adelante, según el recato y el beaterio lo exigen,
Juanita, sin poderlo evitar, no les parecía saco de paja, y a menudo la
miraban por estilo pecaminoso.

Quien más se adelantó en esto fue el propio amo de la casa, el señor don
Alvaro Roldan, que era muy tentado de la risa. En varias ocasiones,
hallando a Juanita sola, la requebró con más fervor que chiste y finura,
y Juanita, que veía en aquel caballero sujeto a propósito para descargar
su mal humor, le respondía siempre con feroz desabrimiento o con
sangrienta burla. Y como don Alvaro ni por esas se desengañase y se
atreviese un día a dar a la muchacha una palmadita en la cara, ella le
dijo mirándole de arriba abajo con desprecio y enojo:

--Las manos quietas, señor don Alvaro. Conténtese usted con tocar el
violón, y a mí no me toque. ¡Pues no faltaría más! ¿Será menester que me
queje yo a doña Inés de la insolencia de usted? Para que una mocita
decente esté tranquila en esta casa, ¿necesitará la señora atar a usted
con una cadena al lado del mono?

Don Alvaro, que era tímido, blandengue y avezado a la servidumbre,
receló que Juanita armase un alboroto, le cobró miedo y desistió de su
amorosa empresa.

Había al mismo tiempo, ya se entiende que en otras ocasiones y apartes,
otro personaje más emprendedor y menos asustadizo. Fue este el propio y
respetado cacique de Villalegre: el excelentísimo señor don Andrés
Rubio.

También don Andrés, que no faltaba nunca a la tertulia, encontró no
pocas veces a Juanita, ya en la antesala, ya en los corredores, ya en la
escalera, ya en el zaguán cuando ella se iba.

Don Andrés había admirado mucho a Juanita el día en que ella se mostró
imprudentemente tan engalanada en la iglesia, y había conservado de ella
muy buena impresión. No la defendió en la tertulia por no contradecir a
doña Inés y por no censurar indirectamente la excesiva severidad del
padre Anselmo contra el lujo de las mujeres; pero allá en su interior no
vio nunca malicia en lo que Juanita había hecho, y se limitó a
calificarlo de inoportuna ligereza, de que la madre era más culpable que
la hija. De suerte que don Andrés no creyó en su arrepentimiento y en su
deseo de ser monja.

Don Andrés conocía el carácter de doña Inés y daba por evidente que doña
Inés, así como en un principio había hecho víctima a Juanita de su
enojo, imaginándosela, aunque en cierne, una desaforada pecadora,
después, trocado el enojo en estimación, admiración y cariño, se
proponía, con el mejor intento y por su manía de gobernarlo y de
arreglarlo todo, hacer víctima a Juanita empujándola a la santidad por
un camino que ella no tenía ganas de seguir.

Así predispuesto, don Andrés empezó por mirar a Juanita con cierta
benigna curiosidad cuando casualmente pasaba cerca de ella y la hallaba
sola. Después, sin reflexionar en lo que hacía, don Andrés y quién sabe
si la muchacha misma, ya que hasta la más inocente suele dejarse guiar
por endiablados instintos, prestaron auxilio a la casualidad y la
convirtieron en providencia, hallándose casi todos los días y pasando
tan cerca de ella, que casi tropezaban o se tocaban.

Es natural que Juanita no se escondiese ni huyese, porque ni ella era
medrosa ni don Andrés era el bu ni una fiera.

Don Andrés era un caballero muy bien educado, pulcro y finísimo,
soltero, que no había cumplido aún cuarenta años, y verdadero amo y
señor de Villalegre, donde hacía ya ocho años que reinaba con lo que
podemos calificar de despotismo ilustrado.

No me incumbe aprobar ni reprobar aquí el despotismo, aunque sea con
ilustración, ni mostrame partidario o adversario del cacicazgo. Yo tomo
y empleo el vocablo en cierta acepción, como generalmente se emplea,
aunque siento que contenga implícita una injuria para las poblaciones en
que hay cacique, porque es suponerlas salvajes, y no quiero calificar de
tales a los de Villalegre. Desecho, pues, la suposición implícita y
acepto y empleo los vocablos de «cacique» y «cacicazgo» como los más
usados y adecuados para expresar la condición de don Andrés y el poder
que en Villalegre ejercía. El había heredado este poder de su padre y
luego le había mejorado y engrandecido mucho, ayudado por la actividad y
variadas aptitudes de don Paco, y aun por los consejos e inspiraciones
de doña Inés, quien, según se decía, ya con malicia, ya con sencillo
aplauso, era la ninfa Egeria de aquel Numa.

El, antes de retirarse al lugar después de la muerte de su padre para
cuidar de la hacienda y hacer vida de labriego, desengañado y harto del
estruendo de las grandes ciudades y de sus pompas vanas, había pasado
mucho tiempo en Madrid, en cuya Universidad había hecho sus estudios, y
hasta había viajado algo por Francia, Italia e Inglaterra.

Era, por tanto, don Andrés un cacique archículto y como hay pocos. Y
conviniendo yo en esto con mi entusiástico amigo el diputado novel,
afirmo que si todos los caciques fueran como don Andrés, sería gran
ventura que cada pueblo tuviese su cacique; todo en cada pueblo estaría
bien aseado y mejor cuidado; daría gusto andar por sus paseos y por sus
caminos; el maestro de escuela no se moriría de hambre, y se gozaría de
tan ordenada libertad, que el boticario podría ser impunemente, como don
Policarpo, brujo y ateo, sin que por esto se suprimiesen ni dejasen de
celebrarse con devoción, entusiasmo y regocijo hasta las más candorosas
procesiones, aunque hubiese en ellas judíos, soldados romanos, Longinos
con lanza y lazarillo después de quedarse ciego, paso de Abrahán y
apóstoles y profetas.

Todas estas tradicionales, artísticas y pintorescas manifestaciones de
la piedad religiosa encantaban más a don Andrés que al más sencillo
devoto de todos los habitantes de Villalegre, y por su gusto no se
suprimía nada, sino que se aumentaba y se mejoraba bastante.

Tal era el cacique don Andrés Rubio, inclinado a admirar todo lo bello y
candoroso. ¿Cómo, pues, no había de admirar también a Juanita, dejándose
llevar de su irreflexiva admiración a modo de quien se desliza y cae sin
sentir por un suave declive?



XXVI


Era ya a mediados del mes de enero, y hacía todo el frío que puede hacer
en aquel clima tan benigno.

La tertulia de doña Inés estaba más animada y concurrida que nunca,
sobre todo los jueves, día de gran recepción. En la sala había una
hermosa chimenea de campana, sobre la cual, así como en la puerta de la
casa, relucía el escudo de armas de la familia. En el hogar, saliente y
no empotrado en la pared, alegraban la vista con sus llamas y daban
grato calor la pasta de orujo, los secos sarmientos y la leña de encina
y de olivo.

Abundaban allí los muebles cómodos, y nunca faltaba, por lo menos, una
mesa de tresillo.

De diario eran tertulianos constantes el padre Anselmo y don Andrés. Y
lo era, así mismo, el médico, ya bastante viejo y chapado a la antigua,
hombre de pocas palabras, pero sapientísimo tresillista, que solía hacer
el cuarto en la mesa cuando doña Inés jugaba. A fin de tener esta
satisfacción honrosa, y tal vez para ganar algunos reales, porque se
jugaba a diez por cada cien tantos, y él ganaba casi siempre, se
violentaba el médico hasta el extremo de afeitarse un día sí y otro no,
y dejar en la antesala la capa y el sombrero, sin entrar con la capa
sobre los hombros, cuando no embozado y con el sombrero encasquetado
hasta las cejas, según solía entrar en las demás casas donde iba de
visita. ¡Tan profundo era el respeto que doña Inés le inspiraba!

Los jueves la concurrencia era mucho mayor y solía haber dos y aun tres
mesas de tresillo. Venían el alcalde, cuatro o cinco de los mayores
contribuyentes y el tendero murciano don Ramón, que era la persona más
acaudalada del lugar después de don Andrés. Venían, por último, don
Pascual, el maestro de escuela, y don Policarpo, el boticario.

Doña Inés había mostrado cierta repugnancia a que el boticario viniese;
pero don Andrés había conseguido vencerla, no sin prometer antes leer al
boticario la cartilla para que no se desmandase ni dejase escapar alguna
barbaridad impía o librepensadora. Don Andrés le dijo que él respetaba
como nadie la libertad de conciencia y de enseñanza; pero que si quería
gozar de la tertulia de los señores de Roldan, debía ser como los
catedráticos pagados por el Gobierno, que si son prudentes y juiciosos,
se guardan sus impiedades para mejor ocasión, y en la cátedra, que es su
tertulia de doña Inés, son muy comedidos y procuran no decir nada que
ofenda las creencias de quien los paga o de quien los recibe.

El boticario, que tenía mucha gana de ir a la tertulia, aceptó las
condiciones, y siempre que fue se dejó el libre pensamiento en su casa,
aunque no pudo dejarse ni quiso cortarse su endiablada y taumatúrgica
uña.

Durante mucho tiempo fue doña Inés la única señora que en la tertulia
había. Parecía aquello un club de caballeros con una señora presidenta.

Hacía poco tiempo, no obstante, que se había introducido una
sorprendente novedad.

A la tertulia de los jueves primero, y más tarde a las de diario,
asistía otra señora. Era esta la noble viuda doña Agustina Solís y
Montes de Allende el Agua, matrona de treinta y pico de años, aunque
lozana, fresca, graciosa, de buenas carnes y mejor parecer, y con
veintiocho o treinta mil reales de renta sobre poco o más o menos.

No era menester ser un lince para comprender que doña Inés, cuando
consentía que hubiese otra dama en su tertulia, y aun gustaba de ello,
era porque había decidido y decretado casarla con su padre, don Paco.

Doña Agustina estaba tan satisfecha de aquella inusitada distinción y
tan agradecida y sumisa a doña Inés, que sin dificultad recibiera en su
corazón, como la blanda cera recibe el sello, el nombre, la imagen y el
afecto de la persona que doña Inés quisiese grabar en él. Y era tanto
más fácil este grabado cuanto que don Paco no sólo estaba muy de recibo,
sino que tenía hermosa presencia y la merecida reputación de ser el
hombre más entendido y discreto de Villalegre. Además, doña Agustina--y
doña Inés lo sabía de buena tinta--estaba harta de viudez y de tener el
corazón vacío o como tabla rasa y lisa, y deseaba hallar algo digno de
que en él se grabase.

Tal vez para buscarlo se componía y se atildaba con esmero, y hasta
había ido a varias ferias y romerías en otras poblaciones; pero todo
había sido en balde y no había hallado hasta entonces sujeto que le
petara.

Doña Inés esperaba con fundamento que le petaría don Paco. Y como
necesitaba para esto que don Paco la viese, hablase con ella y estuviese
muy fino, doña Inés, que antes de concebir este proyecto de boda no se
empeñaba mucho en que viniese su padre a la tertulia, le excitaba ahora
y casi le mandaba, con el desenfado imperatorio tan propio de ella, que
no dejase de venir ninguna noche.

Don Paco obedecía y venía, de suerte que de diario Juanita le veía
entrar, cuando ella estaba en la antesala, si bien don Paco, desdeñado
y despedido, no se detenía a hablar con ella y pasaba de largo,
limitándose a decir buenas noches.

Juanita contestaba al saludo con fingida indiferencia; pero a
hurtadillas miraba a su antiguo pretendiente, y cada ves que le miraba
le encontraba mejor. El tinte de melancolía que se mostraba en su
semblante le hacía parecer más digno y más hermoso. Juanita imaginaba,
ufanándose, que el amor de él, aunque mal pagado, había ennoblecido y
hermoseado su alma y sus facciones, desterrando de ellas aquella vulgar
expresión que solía tener antes, cuando él, exento de amor sublime y
poco venturoso, lucía su ingenio diciendo chuscadas a menudo
chocarreras.

Así, y no muy poco a poco, sino de prisa, reconoció Juanita que el
aprecio y la amistad que siempre le había inspirado don Paco se
convertían en amor, y que el amor aumentaba a pesar de tener mas de
medio siglo su objeto.

Influía muchísimo en este aumento el recelo que Juanita tenía de perder
a su desdeñado adorador, de que este acabase por sanar de su pasión
desgraciada y de que al fin cediese a las insinuaciones o casi mandatos
de su hija.

Dice un precepto vulgar: «Lo que no quieras comer déjalo cocer.» Pero
apenas hay hembra que cumpla con tal precepto cuando se aplica a cosa de
amores. Juanita no lo hubiera cumplido aunque no hubiera amado ya a don
Paco. La consolaba y la hechizaba tener aquella víctima constante y ver
arder aquel corazón, cual perpetuo holocausto, en aras de su hermosura.
Aun cuando ella no hubiese aceptado el sacrificio, se hubiese afligido
mucho de que viniese doña Agustina y le robase el corazón sacrificado.
Mayor era aún la aflicción de Juanita al notar que el sacrificio de don
Paco le era cada día más agradable. Tentaciones tenía a menudo de
detener a don Paco cuando pasaba por la antesala, de decirle que se
arrepentía de haberle escrito la carta despidiéndole y de encomendarle
que no entregase a doña Agustina el corazón, porque ella le quería para
sí y le cuidaría con más regalo y mimo que ninguna otra mujer de la
tierra.

Cuando Juanita veía pasar por la antesala a doña Agustina, que iba muy
pomposa a la tertulia, la sangre del valiente oficial de Caballería que
circulaba en sus venas se alborotaba toda, y necesitaba ella del dominio
que tenía sobre sí para contener sus ímpetus y no arañar a doña
Agustina. Otras veces, recordando ciertas mañas, usos y costumbres que
había tenido en su venturosa y libre niñez, sentía el prurito de agarrar
a aquella señora y, según solía hacer _in tilo tempore_ con otras niñas
de su edad y aun mayores, alzarle las faldas y darle una buena mano de
azotes.

Pero si Juanita era brava, también era discretísima; y firme en sus
propósitos de ser prudente, se refrenaba y se vencía. Por coincidencia,
y aunque ella no hubiese leído el soneto de Lope, concebía imágenes
pastoriles y acaso se figuraba a doña Agustina como a una _mayorala_ o
_rabadana_ que llevaba en pos de sí, atado con un cordón, el manso que
ella, la zagala Juanita, había cuidado con esmero, dándole de su sal a
puñados. Y entonces se le antojaba decir a doña Agustina: «Suelta el
manso, que es mío; déjalo en libertad, y verás cómo viene a mí.

          Que aún tienen sal las manos de su dueño.»

Sin embargo, Juanita se limitaba a cavilar y a recelar, permaneciendo
inactiva. Todo lo que entonces hubiese hecho en contradicción con los
dos proyectos de doña Inés del casamiento de su padre y del monjío de
ella, hubiera sido la más audaz rebelión contra la tiranía de la reina
absoluta de Villalegre, y a don Paco y a ella los hubiera puesto en
peligro de tener que emigrar, como Adán y Eva, expulsados del Paraíso.

Por otra parte, Juanita era tan orgullosa, que por más que le doliese el
recelo de que doña Agustina le quitase a don Paco, no quería, llamándole
a sí, acudir al punto a evitarlo y quedarse con la duda de que él, no
llamado, hubiese podido ceder y entregarse a otro dueño.



XXVII


Como en el lugar entendía todo el mundo que cualquier decreto de doña
Inés infaliblemente había de cumplirse, y como se divulgó que estaba
decretado el casamiento de don Paco y de doña Agustina, apenas quedó
persona que no lo diese ya por cosa hecha. No sé encarecer cuan
fieramente soliviantaba esto y enojaba a Juanita.

Todavía, sin embargo, disculpaba a don Paco recordando que ella le había
despedido y que él no tenía que guardarle fidelidad. Pensaba en que él
observaba quizá un prudente disimulo parecido al que ella observaba; y
de esta suerte se avenía a perdonarle que no se rebelase contra doña
Inés; que fuese tan obediente que de diario viniese a la tertulia; que
no pocas noches, según Juanita averiguó, cumpliendo don Paco con el
mandato de su hija, acompañase a doña Agustina hasta su domicilio, para
que no fuese sola con la criada que venía en su busca, y que tal vez se
mostrase cortés y galante con doña Agustina para que doña Inés no
rabiara.

Con tal moderación discurría a veces Juanita, pero con más frecuencia
perdía la moderación y se ponía hecha un veneno.

Entonces calificaba a don Paco de inconsecuente, de voluble y de
interesado; procuraba aborrecerle o despreciarle, y se sentía
predispuesta, tentada y ansiosa de tomar represalias.

Don Andrés Rubio, entre tanto, seguía viniendo todas las noches en casa
de doña Inés, y Juanita, con no aprendida coquetería, le echaba miradas
extrañas, miradas de aquellas que parecen escritura misteriosa, donde la
misma persona que ha escrito ignora o tiene idea confusa de la
revelación que hace y donde el que lee cree leer la revelación y concibe
dulces esperanzas.

De las miradas se pasa a las palabras con suma facilidad, y don Andrés,
procurando hallar siempre sola a Juanita, se acercaba a ella al ir a
entrar en la tertulia y le disparaba a boca de jarro, como si fuera su
boca la ametralladora del dios Cupido, un diluvio de flores y una
descarga cerrada de piropos ardientes.

Ella, más cauta en el hablar que en el mirar, ya bajaba los ojos y se
esquivaba sin responder, ya respondía con desvío, si bien templado y
dulcificado por el respeto y por la afectuosa consideración que
personaje de tantas campanillas no podía menos de inspirarle. Tampoco
atinaba Juanita a disimular el contento consolador que tamaña lisonja y
tales halagos ponían en su pecho.

--Repórtese vuecencia--decía--, y no se burle de una pobrecita muchacha.
¿Cómo he de creer yo que guste vuecencia de mi ordinariez cuando
vuecencia está acostumbrado a tantas delicadezas y a tantas finuras?
Vuecencia ha dado prueba de tan buen gusto, que... vamos, yo no quiero
creer que tenga ahora estragado el paladar. Déjeme, señor, sosegada; no
trate de sacarme de mis casillas. ¡Jesús!, bonita se pondría doña Inés
sí llegase a entender que vuecencia andaba requebrándome y que yo le oía
faltando al decoro que se debe a esta casa tan respetable.

Y con estas palabras o con otras por el estilo se apartaba Juanita de
don Andrés y se iba a otro extremo de la antesala.

Cuando don Andrés la perseguía, Juanita se fugaba por los corredores.

Don Andrés cesaba en su persecución para evitar que le viesen.

Deplorando lo poco o nada que adelantaba en la campaña en que se había
empeñado, y no queriendo ser otro Fabio Cunctator, apeló a más eficaz
estrategia y se apercibió para emboscadas y asaltos. En vez de buscar a
Juanita en la antesala, la aguardó en el zaguán, sin entrar en la casa
hasta que saliese Juanita para irse a dormir a la suya.

Juanita no temía a nadie ni nadie se le atrevía, y se iba sola, aunque
las calles estuviesen oscuras. Su casa, además, no estaba lejos.

Don Andrés no quiso hacerse el encontradizo; confesó con franqueza que
la estaba aguardando y la acompañó varias noches seguidas, aunque ella
siempre lo repugnaba.

Pasmosos fueron el arte que empleó Juanita y el ingenio y la energía de
voluntad que supo desplegar para tener a raya a don Andrés y conseguir,
sin romper con él por completo, que no se viniese a las manos. El genio
de ella, de ordinario alegre y burlón, y la facilidad que tenía para
echarlo todo a broma le valieron de mucho en aquellas circunstancias
difíciles. Porque, a la verdad, ella no quería que don Andrés se
extralimitase, pero no quería tampoco que se le fuese, y era arduo
problema y cuestión de milagroso equilibrio el mantenerse sin caer ni a
un lado ni a otro, yendo sin balancín como por una maroma de cuerda
tirante.

A cada requiebro, a cada proposición que don Andrés le hacía, Juanita
contestaba con un chiste o con un tan incoherente disparate, que don
Andrés, aunque mortificado y chafado, no podía tomarlo a mal y tenía que
reírse.

Juanita, al verse acompañada por don Andrés, apresuraba el paso, y en
cuatro brincos se plantaba en la puerta de su casa. Don Andrés pugnaba
entonces por entrar.

--¡Huy! ¡Huy!--exclamaba Juanita--. ¿Está dejado vuecencia de la mano de
Dios? Pues sería curioso que entrase a jugar al tute con mi mamá, que
aún está despierta con ansia. ¿Cómo puede querer vuecencia, en Jugar de
hacer con doña Inés una partida de tresillo, hacerle conmigo una partida
serrana? ¡Válgame Santo Domingo, nuestro patrono! Yo no me lo
perdonaría.

--Por Dios, no seas retrechera; déjame entrar, déjame entrar, encanto de
mis ojos.

--¡Cielo santo y qué cosas dice vuecencia! ¡Qué lenguaje emplea! Ese
debe de ser «el mal lenguaje del demonio», del que tanto habla el
venerable padre maestro fray Juan de Avila en un libro que me hace leer
mi señora doña Inés para prepararme a monja.

--¿Y tú quieres serlo?

--Allá lo veremos. A menudo se me antoja que la vocación me acude, sobre
todo al ver los peligros que rodean a una infeliz criatura desvalida y
tonta como yo. Pero, en fin, aunque tonta, yo no quiero ser ingrata con
doña Inés, que me guía por el mejor camino y que me va a pagar el dote
para entrar en el claustro.

--¿Y qué ingratitud sería la tuya? ¿En qué ofenderías a doña Inés si me
quisieses?

--¿Le parece a vuecencia que sería la ofensa chica si yo desconcertase
su plan de hacer de mí una santa y si me transformase?... Vamos, váyase
vuecencia a la tertulia de doña Inés y no sea pesado.

Juanita repiqueteaba entonces estrepitosamente el aldabón de su puerta,
y no bien la entreabría o su madre o la criada, se colaba ella, cerraba
de golpe y casi daba a don Andrés con la puerta en los hocicos.

Con estos lances, tratos y conversaciones, don Andrés se emberrenchinaba
más cada día, y su circunspección iba desapareciendo. Fuerza es
confesar, aunque no redunde en alabanza de Juanita, que esta no
desengañaba ni zapeaba a don Andrés por completo y que se deleitaba en
retenerle y en provocarle con sus retrecherías.

Es cierto que reconociendo Juanita que era peligroso dejarse acompañar
por don Andrés todas las noches, espió con maña el momento en que don
Andrés no la aguardaba en el zaguán, y en lo sucesivo logró escaparse
siempre a su casa sin ser por don Andrés acompañada.

Cuando pasaron muchas noches escapándose siempre ella, apesadumbrado don
Andrés, exaltado y como fuera de sí, le dio las más sentidas quejas,
hallándola sola en la antesala. La vehemencia de los sentimientos del
cacique se revelaba en su precipitado discurso, en su gesto, en su
ademán y en su acento conmovido. Sin reparar en nada levantó la voz.

--¡Por las ánimas benditas!--dijo la moza--; témplese vuecencia y mire
por sí, ya que no mire por mí, y no promueva aquí un alboroto ridículo y
se convierta en la fábula del lugar y sea la comidilla de todos los
maldicientes.

--Nada me importan los maldicientes si tú me bendices como yo te
bendigo. Bendita seas mil y mil veces, y bendita sea la madre que te
parió.

Y diciendo esto, sin atender a más razones, se echó como loco sobre
ella, y tan de repente, que ella no pudo sustraerse a sus abrazos y a
sus besos. Cinco o seis, que en el número no están de acuerdo los
historiadores, le plantó en las frescas mejillas, que se pusieron rojas
como la grana. Y no contento, le buscó la boca para besársela, y se la
halló y se la besó.

No estuvieron sus labios junto a los de ella el tiempo que los de don
Tristán de Leonís y la reina Iseo, de los que dice el antiguo romance:


          Tanto estuvieron unidos
          cuanto una misa rezada.


Al contrario, no bien se recobró Juanita del susto y de la sorpresa,
puso una cara tan feroz que daba miedo, a pesar de ser tan hermosa, y
agarrando con ambas manos por los hombros a don Andrés, le sacudió lejos
de sí con tal fuerza, que vaciló como ebrio y faltó poco para que cayese
por tierra. Poco antes había entrado don Paco en la antesala; de suerte
que si vio el empujón, vio también los besos que lo habían motivado.

¿Qué había de hacer don Paco? Hizo como sí nada hubiese visto. Y él y
don Andrés entraron en la tertulia según costumbre.



XXVIII


Al día siguiente ocurrió en Villalegre un caso que sorprendió y dio
mucho que hablar.

Ni por el Ayuntamiento, ni por casa del alcalde, ni por la escribanía,
ni por parte alguna pareció don Paco, que de diario acudía a todas para
desempeñar sus varias funciones. Fueron a casa de él, y tampoco le
hallaron allí. El alguacil y su mujer, que le servían y cuidaban, no
sabían cómo ni cuándo se había ido y no daban razón de su paradero.

Pasó todo el día sin que don Paco volviese y sin que se averiguase dónde
estaba, y creció el asombro. Nadie acertaba a explicar la causa de
aquella desaparición. Mucho tiempo hacía que por aquella comarca, merced
al bienestar y prosperidad que reinaban y a la benemérita Guardia Civil,
no se hablaba de bandidos y secuestradores.

¿Dónde, pues, estaba metido don Paco?

La gente se lo preguntaba y no se daba contestación satisfactoria.

Los amigos, y simultáneamente don Andrés Rubio, se mostraban inquietos.
Sólo no se alteraba doña Inés. Su carácter estoico y su resignada y
cristiana conformidad con la voluntad del Altísimo conservaban casi
siempre inalterable la tranquilidad de su alma. Doña Inés, además, no
veía nada alarmante en el suceso, y a ella misma y a sus amigos don
Andrés y el padre Anselmo se lo explicaba del modo más natural. Suponía
y decía con sigilo que su señor padre, aunque estaba sano y bueno y
tenía más facha de mozo que de anciano, había empezado a envejecer,
claudicar y flaquear por el meollo; culpa quizá de lo mucho que con él
trabajaba y estudiaba. Ello era que, según doña Inés, su padre, desde
hacía tiempo, daba frecuentes aunque ligeros indicios de extravagancia y
de chochez prematura. Tal era la causa que hallaba doña Inés para la
desaparición de don Paco. Y afirmando que sin más razón que su capricho
se había ido paseando y tal vez vagaba por los desiertos y cercanos
cerros, pronosticaba que cuando se cansase de vagar volvería a la
población como tal cosa.

Ni en toda aquella noche ni durante el día inmediato se cumplió, sin
embargo, el pronóstico de doña Inés.

Cuando volvió Juanita a su casa, entre nueve y diez de la noche, don
Paco aún no había parecido.

Juanita, que no era estoica ni tan buena cristiana como doña Inés,
estaba angustiadísima y llena de inquietud y de zozobra, por más que
hasta entonces lo había disimulado.

Cuando se vio a solas con su madre, no pudo contenerse más y le abrió el
corazón buscando consuelo.

--Don Paco no ha parecido--le dijo--. Mi corazón presiente mil
desventuras.

--No te atormentes--contestó la madre--; don Paco parecerá. ¿Qué puede
haberle sucedido?

--¿Que sé yo? Nada te he dicho, mamá; hasta hoy me lo he callado todo.
Ahora necesito desahogarme y voy a confesártelo. Soy una mujer
miserable, indigna, necia. Pude tenerlo por mío y le desdeñé. Ya que le
pierdo, y quizá para siempre, conozco cuánto vale, y le amo;
perdidamente le amo. Y para que veas mi indignidad y mi vileza, amándole
le he faltado: he atravesado su corazón con el puñal venenoso de los
celos. Yo tengo la culpa, y don Andrés está disculpado. Yo le atraje, yo
le provoqué, yo le trastorné el juicio, y sí me faltó al respeto, hizo
lo que yo merecía.

--Niña, no comprendo bien lo que dices. O es que no estoy en autos, o es
que tú disparatas.

--No disparato ahora, pero he disparatado antes. Repito que he provocado
a don Andrés para vengarme de doña Inés y para dar picón a don Paco. Yo
estaba celosa. Temí que él se rindiese a doña Agustina. No comprendí
cuánto me quería él. Ahora lo comprendo. Y ve tú ahí lo que son las
mujeres: me halaga, me lisonjea creer que me ama tanto, y esta creencia
es al mismo tiempo causa de mi pena y del remordimiento que me destroza
el alma. Nada sé de fijo; pero en mi cabeza me lo imagino todo. Sin duda
él me espiaba, y en la oscuridad de las calles me vio y me reconoció, o
me oyó charlar y reír con don Andrés, que me acompañó varias noches. Y
él, lleno de sospechas y apesadumbrado de creerme liviana, siguió
espiándome, y anteanoche, en la misma antesala de doña Inés, me
sorprendió cuando don Andrés me abrazaba y me cubría de besos la cara y
hasta la boca. Yo le rechacé con furia; pero don Paco pudo suponer, y de
seguro supuso, que mi furia era fingida porque él había entrado y porque
yo le había visto y trataba de aparentar inocencia. ¿Sabes tú lo que yo
temo? Pues temo que don Paco, juzgando una perdida a la mujer que era
objeto de su adoración, se ha ido desesperado sabe Dios dónde.

--De todo eso tiene la culpa--interpuso Juana--esa perra doña Inés; esa
degollante, que no pagaría sino quemada viva o frita en aceite.

--Te aseguro, mamá, que no sé cómo la aguanto aún; pero si esto no para
en bien y ocurre algún estropicio, quien la va a quemar y a freír soy yo
con estas manos. No; no soy manca todavía. La desollaré, la mataré, la
descuartizaré. No creas tú que va a quedarse riendo.

Juana, al ver tan exaltada a su hija, temió la posibilidad de un delito,
y exclamó como persona precavida y juiciosa:

--Prudencia, niña, prudencia; no te aconsejaré yo que la perdones. Bueno
es ganar el cielo, pero gánalo por otro medio y no con el perdón de
quien te injuria. Dios es tan misericordioso que nos abre mil caminos
para llegar a él. Toma, pues, otro y no sigas el de la mansedumbre.
Conviene hacerse respetar y temer. Conviene que sepan quién eres. Lo que
yo te aconsejo es que tengas mucho cuidado con lo que haces, porque si
tú castigas a doña Inés sin precaución, la justicia te empapelaría como
un ochavo de especias, y hasta te podría meter en la cárcel o enviarte a
presidio.

--No pretendas asustarme. Si ocurre una desgracia, yo no me paro en
pelillos; la pincho como a una rata, la araño y le retuerzo el
pescuezo. Lo haría yo en un arrebato de locura y no sería responsable.

--No serías--replicó Juana--; pero te tendrían por loca y te encerrarían
en el _manoscomio_, _monomomio_ o como se llame; yo me moriría de pena
de verte allí.

--¿Pues qué he de hacer, mamá, para castigar bien a doña Inés sin que tú
te mueras de pena?

--Lo que debes hacer, ya que tienes con ella tanta satisfacción y trato
íntimo, es cogerla sin testigos y entre cuatro paredes, darle allí tus
quejas, leerle la sentencia y ejecutarla en seguida.

--¿Y qué quieres que ejecute?

--Acuérdate de tu destreza de cuando niña, de cuando con la cólera
hervía ya en tus venas la sangre belicosa de tu heroico padre: agarra a
doña Inés, descorre el telón y ármale tal solfeo en el _nobilísimo
transportín_, que se lo pongas como un nobilísimo tomate. Ya verás cómo
lo sufre, se calla y no acude a los tribunales. Una señorona de tantos
dengues y de tantos pelendengues no ha de tener la sinvergüencería de
enseñar el cuerpo del delito al Jurado ni a los oidores.

Al oír los sabios consejos de su mamá, Juanita mitigó su cólera, y a
pesar del dolor que tenía no pudo menos de reírse, figurándose a doña
Inés, con toda su majestad y entono, azotada e inulta. Luego dijo:

--Aun sin propasarme hasta el extremo de la azotaina, y aun sin cometer
ningún crimen, he de castigarla valiéndome de la lengua, que ha de
lanzar contra ella palabras que le abrasen el pecho. Ha de lanzar mi
lengua más rayos de fuego que la uña del boticario. Cada una de las
palabras que yo le diga ha de ser como uña ponzoñosa de alacrán que le
desgarre y envenene las entrañas.

La iracunda exaltación de Juanita no podía sostenerse y se trocó pronto
en abatimiento y desconsuelo.

--¡Ay Dios mío!--exclamó--. ¡Ay María Santísima de mi alma! ¿Qué va a
ser de mí si hace él alguna tontería muy gorda, se tira por un tajo o se
mete fraile? Entonces sí que tendré yo que meterme monja. Pero yo no
quiero meterme monja. Yo no quiero cortarme el pelo y regalárselo a doña
Inés. Un esportón de basura será lo que yo le regale.

Y diciendo esto, rompió Juanita en el más desesperado llanto. Abundantes
lágrimas brotaron de sus ojos y corrían por su hermosa cara; parecía que
iban a ahogarla los sollozos y se echó por el suelo, cubriéndose el
rostro con ambas manos y exhalando profundos gemidos.

La madre, que estaba acostumbrada a los furores de Juanita, no había
tenido muy dolorosa inquietud al verla furiosa; pero como Juanita era
muy dura para llorar, y como su madre no le había visto verter una sola
lágrima desde que ella tomaba, cuando niña, alguna que otra perrera, su
llanto de entonces conmovió y afligió sobre manera a Juana.

--No llores--le dijo--. Dios hará que parezca don Paco, y ni él será
fraile ni tú serás monja, como no entréis en el mismo convento y celda.

En suma, Juana, llorando ella también, a pesar suyo, hizo prodigiosos
esfuerzos para calmar a su hija, levantarla del suelo y llevarla a que
se acostase en su cama. Al fin lo consiguió, la besó con mucho cariño en
la frente, y dejándola bien arropada y acurrucada, se salió de la alcoba
diciendo:

--Amanecerá Dios y medraremos.



XXIX


No quiero tener por más tiempo suspenso y sobresaltado al lector y en
incertidumbre sobre la suerte de don Paco.

Nuestro héroe, en efecto, había tenido el más cruel desengaño al ver
primero a Juanita, acompañada por don Andrés, atravesar a oscuras las
calles, charlando y riendo, y después al presenciar la última parte del
coloquio de la antesala y el animadísimo fin que tuvo en los abrazos y
en los besos.

No quería conceder en su espíritu que Juanita fuese una pirujilla, y, no
obstante, tenía que dar crédito a sus ojos.

Muy triste y muy callado y taciturno estuvo toda aquella noche en la
tertulia de su hija. Jugó al tresillo para no tener que hablar; hizo
malas jugadas y hasta renuncios, por lo embargado que le traían sus
melancólicas cavilaciones; apenas jugó una vez sin hacer puesta o
recibir codillo, y perdió quinientos tantos, equivalentes a cincuenta
reales.

De mal humor se volvió a su casa antes que nadie se fuese.

En balde procuró dormir. No pudo en toda la noche pegar los ojos. Los
más negros pensamientos caían sobre su alma, como se abate sobre un
cadáver famélica bandada de grajos y a picotazos le destrozan y le
comen.

Por lo mismo que él, durante toda la vida, había sido tan formal, tan
sereno y tan poco apasionado, extrañaba y deploraba ahora el verse presa
de una pasión vehemente y sin ventura. Se enfurecía, y discurriéndolo
bien, no hallaba a nadie contra quien descargar su furor con algún
fundamento. Juanita le había despedido; no era ni su mujer, ni su
querida, ni su novia. Bien podía hacer de su capa un sayo sin ofenderle.
Y menos le ofendía aún don Andrés, el cual sospecharía acaso que él
había tenido, hacía más de un año, relaciones con la muchacha; pero en
aquel momento le creía, según los informes que le daba doña Inés,
decidido pretendiente y casi futuro esposo de la fresca viuda doña
Agustina Solís y Montes de Allende el Agua.

Don Paco se consideraba obligado a echar la absolución a Juanita y a don
Andrés. Y, sin embargo, contra toda razón y contra toda justicia, sentía
el prurito de buscar a Juanita, ponerla como hoja de perejil y darle una
soba, o bien de armar disputa a su valedor y protector el cacique y, con
un pretexto cualquiera, romperle la crisma.

Todo esto, según la pasión se lo iba sugiriendo y según iba pasando y
volviendo a pasar por su cerebro como un tropel de diablos que giran en
danza frenética, no consentía que lograse un instante su reposo. En vez
de dormir se revolcaba en la cama, y sus nervios excitados le hacían dar
brincos.

A pesar de todo, se encontraba más cómico que trágico, y se echaba a
reír, aunque con la risa que apellidan sardónica, no por una hierba,
sino porque--según había oído contar--entre los antiguos sardos se reían
así los que eran atormentados y quemados de feroz y sardesca manera en
honor de los ídolos.

Juanita era el ídolo ante el cual el amor y los celos, sacerdotes y
ministros del altar de ella, atormentaban y quemaban a don Paco. Como no
podía sufrirse, pensó con insistencia en matarse, y luego sus doctrinas
y sus sentimientos religiosos y morales acudían a impedirlo. Y no bien
lo impedían, don Paco se burlaba de sí mismo y se despreciaba,
presumiendo que lo que llamaba él religión y moral fuese cobardía acaso.

Después de aquel tempestuoso insomnio, que convirtió en siglos las
horas, don Paco se levantó del lecho y se vistió antes que llegase la
del alba.

Abrió la ventana de su cuarto y vio amanecer.

La frescura del aire matutino entibió, a su parecer, aquella a modo de
fiebre que en sus venas ardía. Y como no se hallaba bien en tan
estrecho recinto y anhelaba ancho espacio por donde tender la mirada, y
para techumbre toda la bóveda del cielo, determinó salir, no sólo de la
casa, sino también de la población, e irse sin rumbo ni propósito, a la
ventura, pero lejos de los hombres y por los sitios más esquivos y
solitarios.

Se fue sin que despertasen ni le viesen el alguacil y su mujer. Tuvo, no
obstante, serenidad y calma relativa. No huyó como un loco, y tomó su
sombrero y su bastón, o más bien el garrote que de bastón le servía.

Además, como se preparaba para larga peregrinación, aunque sin saber
adonde, y como a pesar de que pensaba a menudo en el suicidio no pensó
en que fuese por hambre, ya que en medio de sus mayores pesares y
quebrantos nunca había perdido el apetito, tomó sus alforjas, colocó en
ellas alguna ropa blanca y los víveres que pudo hallar, se las echó al
hombro y se puso en camino, a paso redoblado, casi corriendo, como si
enemigos invisibles le persiguieran.

Pronto recorrió algunas sendas de las que dividen las huertas que hay en
torno de la villa. La primavera, con todas sus galas, mostraba allí
entonces su hermosura y sus atractivos. En el borde de las acequias, por
donde corría con grato murmullo al lado de la senda el agua fresca y
clara, había violetas y mil silvestres y tempranas flores que daban olor
delicioso. Los manzanos y otros frutales estaban también en flor. Y la
hierba nueva en el suelo y los tiernos renuevos en los álamos y en otros
árboles lo esmaltaban todo de alegre y brillante verdura. Los pajarillos
cantaban; el sol naciente doraba ya con vivo resplandor los más altos
picos de los montes, y un ligero vientecillo doblegaba la hierba y
agitaba con leve susurro el alto follaje.

Don Paco caminaba tan embebecido en sus malos y negros pensamientos, que
en nada de esto reparaba.

No tardó en salir de las huertas y en encontrarse entre olivares y
viñedos; pero él huía de los hombres; no quería ver a nadie ni que nadie
le viese, y tomó por las menos frecuentadas veredas, dirigiéndose hacia
la sierra peñascosa, donde la escasez de capa vegetal no permite el
cultivo, donde no hay gente y donde está pelada la tierra o sólo
cubierta a trechos de maleza y ásperas jaras, de amargas retamas, de
tomillo oloroso y de ruines acebuches, chaparros y quejigos.

Aunque le fatigó algo su precipitada carrera, don Paco no se detuvo a
reposar, sentándose en una peña, hasta que dio por seguro que se
hallaba en completa soledad, casi en el yermo, sin que nadie le viese,
le oyese y le perturbase.

Apenas se sentó, se diría que los horribles recuerdos que le habían
arrojado de la villa, que venían persiguiéndole y que se habían quedado
algo atrás, le dieron alcance y empezaron a picarle y a morderle otra
vez. Recordaba con rabia la dependencia servil con que el interés y la
gratitud le tenían ligado al cacique, el yugo antinatural que le había
impuesto su hija, los desdenes que Juanita le había prodigado y los
favores con que a don Andrés regalaba. Pensó después en la burla de que
sería objeto por parte de todos sus compatriotas cuando se enterasen de
lo que pasaba en su alma, y se levantó con precipitación para huir más
lejos y a más esquivos lugares.

Casi corriendo bajó por una cuesta muy pendiente y vino a encontrarse,
después de media hora de marcha, en una estrecha cañada que se extendía
entre dos cerros formando declive. Iba saltando por él un arroyuelo y
sonando al chocar en las piedras. El arroyuelo, al llegar a sitio llano
y más hondo, se dilataba en remanso circundado de espadaña y de verdes
juncos. Algunos alerces y gran abundancia de mimbrones daban sombra a
aquel lugar y lo hermoseaban frondosas adelfas, cubiertas de sus flores
rojas, y no pocos espinos, escaramujos y rosales silvestres, llenos de
blancas y encarnadas mosquetas.

Sitio tan apacible convidaba al reposo, y convidaba a beber el agua
limpia del remanso, cuya haz tranquila, rizándose un poco, delataba la
mansa corriente o que el agua no estaba estancada y sin renovarse.

El sol, que se había elevado ya sobre el horizonte y se acercaba al
cénit, difundía mucho calor y luz sobre la tierra; y don Paco, buscando
sombra, vino a sentarse en un ribazo y se puso a contemplar el agua
antes de bebería.

En medio de su contemplación, sintió cierta angustia y escarabajeo en su
estómago, porque hacía cerca de veinte horas que no había comido, había
andado mucho y no había dormido nada. En suma, fuerza es confesarlo, don
Paco tuvo hambre.

Miró a todos lados, como si fuese a cometer un crimen, muy receloso de
que alguien pudiera verle, y convencido ya de que su soledad no podía
ser mayor, metió la mano en las alforjas y sacó de aquí una blanca
rosquilla y un bulto envuelto, bien envuelto, en un antiguo número de
_El Imparcial_.

¿Qué había en este envoltorio? El historiador no debe ocultar nada. En
el envoltorio que desplegó don Paco había media docena de hermosos
pedazos de lomo de cerdo, gruesos como el puño, de los que Juana la
Larga había adobado y frito; de los que con el aliño de orégano,
pimiento molido, comino y qué sé yo qué otras especias, ya calentados en
la propia manteca entre la que se conservan en orzas, ya extraídos de la
manteca y fiambres, seducen a las criaturas más desesperadas y afligidas
y les dicen: ¡comedme!

Don Paco se preparó a obedecer el irresistible mandato; pero pensando en
aquel mismo instante en que Juana la Larga, la madre de quien causaba su
tormento, era quien había guisado aquel lomo, las más tristes memorias
se le recrudecieron, y con una magra entre los dedos, al ir ya a tirar
un bocado, se le atragantaron en la garganta los dos tan sabidos versos
de Garcilaso que dicen:


          ¡Oh dulces prendas por mi mal halladas,
          dulces y alegres cuando Dios quería!


No quiso Dios, a pesar de todo, que don Paco las hallase por su mal.
Aunque se le saltaron las lágrimas pudo más el apetito. Ganas tuvo
también, en su desesperación, de que las magras se le volviesen veneno;
pero, en fin, él se comió dos y también la rosquilla.

Hubo un momento en que echó de menos el vino y deploró no haber traído
la bota. Luego se resignó y bebió agua, bajando la boca hasta la
superficie del remanso.

Por último, como estaba molido de tanto andar, velar y rabiar, y sentía
en lo exterior el calor del sol y en lo interior el calor del lomo y de
la rosquilla, a pesar de su enorme pesadumbre, fue vencido por el sueño
y se confortó durmiendo profundamente la siesta, durante la cual sus
desventuras y sus penas se diría que se habían sumergido en aquel arroyo
como si fuese el Leteo.



XXX


Cuando despertó don Paco de su prolongado sueño, el sol se inclinaba
hacia Occidente; el día estaba expirando.

Las vacilaciones que habían atormentado a don Paco volvieron a
atormentarle con mayor fuerza mientras más tiempo pasaba. Su fuga del
lugar le parecía, y no sin razón, que debía de haber sido notada por
todos y mirada con extrañeza. A él, que ejercía tantos oficios, le
habrían echado de menos en muchos puntos.

Se le figuraba que, como no había pedido licencia a nadie, y como su
inusitada desaparición carecía de causa confesada por él, todos sus
compatricios se esforzarían por hallar esta causa y acabarían por
suponerla un acto de desesperación o de despecho. Nadie dejaría de
lamentar su fuga sí él no volvía al lugar; pero si volvía, la compasión
se transformaría inevitablemente en burla y rechifla.

No quedaría un solo sujeto que no le preguntase con sorna qué había ido
a hacer al yermo y por qué lo dejaba tan pronto, arrepentido de ser
anacoreta. Y los que sospechasen, y no dudaba él que algunos
sospecharían, que había querido suicidarse, tomarían a risa lo del
suicidio y atribuirían a miedo el que no se hubiese realizado.

Imaginaba él que, vuelto al lugar, no podría sufrir su nueva situación,
porque se le figuraría que se mofaban de él cuando le mirasen a la cara.

Si se fue, dirían, porque había aquí algo que no podía aguantar, ¿por
qué vuelve ahora, se resigna y lo aguanta?

Don Andrés, sobre todo, le despreciaría y le escarnecería, allá en sus
adentros, calculando que la fuga había sido por lo de los besos a
Juanita y que ahora volvía muy resignado a llevarlos con paciencia y
hasta a verlos dar de nuevo.

A Juanita misma se la presentaba muy afligida por lo pronto, llena de
remordimientos porque era o iba a ser motivo u ocasión de su muerte y
muy inclinada a derramar lágrimas a la memoria de él o sobre su ignorada
tumba, si es que le enterraban y ella sabía dónde y no estaba lejos;
pero si Juanita le veía otra vez tan campante, y en las calles de
Villalegre, acudiendo a sus ordinarios quehaceres, ya en la tertulia de
doña Inés haciendo la corte a doña Agustina, Juanita le tendría por la
persona más ruin y cuitada del orbe. Juanita se mofaría de él, y don
Paco se estremecía al pensar sólo en la posibilidad de semejante
vilipendio.

Era, sin embargo, muy duro matarse sin gana y sólo para que la gente
tome a uno en serio, le compadezca y no le embrome.

Hubo momentos en que sí don Paco hubiera tenido un revólver, acaso, en
contravención de todos sus preceptos religiosos y de todas sus sanas
filosofías, se hubiera pegado un tiro; pero, afortunadamente, don Paco
no gastaba armas de fuego y no llevaba ni pistola ni escopeta en aquella
disparatada excursión que estaba haciendo, perseguido por los celos
como Orestes por las Furias. Una vez se le ocurrió encaramarse en la
cima de un escarpado peñasco, precipitarse desde allí de cabeza y
hacerse una tortilla. Pero si no quedaba muerto al punto y sólo se
rompía un brazo, una pierna o las dos, ¿no le dolería mucho, y
quedándose vivo añadiría los dolores físicos a los dolores morales de
que había querido libertarse?

Rumiando con amargura todo lo dicho, anduvo don Paco sin reparar el
camino que llevaba, hasta que le sorprendió la noche, oscura como boca
de lobo. Ni luna ni estrellas se veían en el cielo, cubierto de densas
nubes. Llovía recio y relampagueaba y tronaba.

Nuestro peregrino advirtió con pena que estaba hecho una sopa, y temió
que la muerte, que anhelaba y repugnaba al mismo tiempo, pudiera
sobrevenir por la humedad esgrimiendo, en lugar de guadaña, reumas y
pulmonías.

A la luz de los relámpagos descubrió que había llegado a una extensa
nava, entre las cumbres de dos cercanos cerros. Había en la nava mucho
heno, grama abundante y a trechos intrincados matorrales, en que
tropezaba, o alta hierba que subía hasta sus muslos, porque no había
senda o porque la había perdido.

De pronto oyó mugidos, y al resplandor fugaz de los relámpagos creyó
entrever un gran tinglado o cobertizo, debajo del cual se movían bultos
mugidores, que eran sin duda toros bravos, cabestros, becerros y vacas.

--Hombre del demonio--dijo una bronca voz--, ¿qué viene usted a hacer
por aquí a estas horas y con esta tormenta tan fuerte?

Don Paco, ocultando el lugar de donde era y sin declarar su nombre, dijo
que yendo de camino se había extraviado, no sabía dónde estaba y buscaba
albergue en que pasar la noche.

El boyero, que era piadoso, movido a compasión por la lamentable voz de
don Paco, salió de debajo del cobertizo, vino a él, le tomó de la mano y
le sirvió de guía.

Así dieron ambos buen rodeo y llegaron a una choza bastante capaz,
donde, al amor de la lumbre y en torno de una gran chimenea que tenía
poco que envidiar a la de doña Inés, aunque carecía de escudo de armas,
había otros dos pastores, viejos ya, y un chiquillo de diez o doce años,
que debía de ser hijo del guía de don Paco.

En el hogar ardía un monte de leña, con cuyo calor pudo don Paco
secarse los vestidos, porque le ofrecieron, y él aceptó, un banquillo
para que se sentase cerca del fuego.

Apartada de él, sobre un poco de rescoldo y en una trébede se aparecía
una olla, exhalando a través de la rota y agujereada tapadera espesos y
olorosos vapores, con no sé qué de restaurante, lo cual produjo en las
narices de don Paco sensación muy grata, porque con tanto andar se le
había bajado a los pies el almuerzo. Era lo que había en la olla un
guiso de habas gordas y tiernas, con lonjas de tocino y cornetillas
picantes que habían de hacerlo suculento y sabroso.

Los pastores, así como le habían dado techo amigo donde abrigarse de la
lluvia y pasar la noche, le ofrecieron también su rústica cena.

El rubor tino las mejillas de don Paco al ir a aceptarla; pero no fue
tan descortés ni tan abstinente que no la aceptase, la agradeciese y aun
se aprovechase de ella, compitiendo en apetito con los boyeros.

Sin querer le avergonzaron también por otro estilo con su leal
franqueza. A él, que se ocultaba y mentía, le contaron cuanto había que
contar de la vida de ellos y de sus lances de fortuna, y de los sucesos
de la pequeña cortijada, no muy lejos de allí, de que eran naturales.
Ponderaron también la ferocidad de los toros que ellos cuidaban, se
quejaron de la poca reputación que tenían y aún pronosticaron que al fin
habían de abrirse camino hasta la magnífica plaza de Madrid, donde
competirían con los de Veragua y los de Miura matando caballos a
porrillo y metiendo en puño los animosos corazones de _Lagartijo_ y de
_Frascuelo_.

Terminada la cena y la conversación, todos se acostaron sobre sendos
montones de hierba seca y durmieron como unos patriarcas.

Don Paco se despertó y levantó al rayar el día imitando a los que le
albergaban. Supuso, para salir del paso, que iba a Córdoba; en este
supuesto los boyeros le indicaron el camino que debía seguir.

Se despidió don Paco mostrándose agradecidísimo, y pronto se alejó de la
nava, marchando de prisa por la senda que le habían indicado.

A solas otra vez consigo mismo, los negros pensamientos resurgieron de
las profundidades de su alma y volvieron a atormentarle.

Como él reflexionaba mucho, se estudiaba y se sumía en el abismo de su
propia conciencia, procuró explicarse el singular fenómeno que en ella
se estaba presentando. Entonces creyó percibir que él hasta muy tarde,
hasta ya viejo, había empleado y gastado la vida en ganarse la vida y
había carecido, acaso por dicha, de desahogo y de vagar para fingirse
primores ideales y ponérselos ante los ojos del alma, como atractivo de
su deseo. Toda aspiración suya había sido hasta entonces modesta,
prosaica y pacíficamente asequible; pero Juanita había venido en mal
hora a turbar su calma y a aguijonear su fantasía para que remontase el
vuelo a muy altas regiones, donde, si bien había más luz, había también
tempestades que su alma pacífica y sólo acostumbrada al sosiego apenas
podía sufrir.

En resolución, don Paco vino a creer que la aparición tardía de lo
ideal, casi muerta ya su juventud, y el nacimiento póstumo de
aspiraciones que sólo por ella deben ser fomentadas, era lo que le traía
tan desatinado, tan infeliz y tan loco. Volver al lugar en aquel estado
de ánimo, con menos pretexto para volverse que el que había tenido para
irse, le harían sin duda objeto del escarnio de todos sus amigos
conocidos, como no hiciese la atrocidad de matar a dos o tres, y él, que
era blando de condición, se consideraba incapaz de ello. Por otra parte,
y mientras en Villalegre permaneciese, juzgaba él que sería ya inútil
para todo y que no valdría ni para secretario de Ayuntamiento, ni para
consejero de don Andrés, ni para colaborador del escribano, ni para
pasante de los abogados Peperris.

En consecuencia de estos no articulados discursos, decidió al cabo:
decidió desterrarse para siempre de su patria e ir a otras villas o
ciudades en busca de reposo y de mejor fortuna.

Sólo así lograría curarse de su amor por la picara e indigna Juanita,
hacer pie y caminar por lo firme, en vez de ir por las nubes o de nadar
por el éter, y sin matarse y sin matar a nadie, sino siendo útil al
prójimo, ser de nuevo respetado y querido de las gentes.

Ya que los boyeros le habían indicado el camino para ir a Córdoba, don
Paco, menos alborotado que el día anterior, siguió en aquella dirección,
pues camino no había. Las estrechas sendas eran muchas, y él a la
ventura las tomaba, sólo procurando hunde la vista de todo ser humano,
porque aún tenía vergüenza de que le viesen.

Ora andando, ora parándose a reposar, se le pasó todo el día y llegó su
segunda noche de vagabundo. No sabía dónde se hallaba; pero creyó que se
despertaba en él una vaga reminiscencia de aquellos sitios. Era una
dilatada dehesa o coto, donde había de haber abundancia de conejos y
liebres. El terreno era quebrado y cubierto de matas o monte bajo. Sólo
a trechos descollaban algunos pinos, hayas y encinas.

Pronto la oscuridad lo envolvió todo. Aunque no llovía, estaba muy
nublado, y él distinguía confusamente los objetos. El silencio era
profundo. Lo rompía sólo, de cuando en cuando, tal cual ráfaga de viento
suave que agitaba las hojas, o alguna liebre que brincaba o atravesaba
corriendo por entre las matas.

No sé cómo reconoció o creyó reconocer don Paco que se hallaba en aquel
momento más cerca de Villalegre; que se hallaba a menos de dos leguas de
distancia, en un coto propiedad de don Andrés y donde don Andrés solía
venir a cazar.

Se afirmó más en esta idea al ver de pronto una lucecita que a cierta
distancia brillaba en las tinieblas, según sucede a menudo a los niños
cuando en los cuentos de hadas se extravían en un bosque.

Don Paco era valeroso y no propendía, sin ser incrédulo, a recelar
frecuentes y medrosas apariciones de vestigios, de almas del otro mundo
o de otros seres sobrenaturales. En aquella ocasión, sin embargo, tuvo
su poquito de miedo, pero lo venció y caminó resuelto y derecho hacia la
luz para ver lo que era.

Se había fundado su miedo en que reconoció que la luz salía de la casita
del viejo guarda del coto, el cual había muerto la víspera de la salida
de don Paco de Villalegre, y era muy poco probable que don Andrés
hubiese nombrado en seguida a otro guarda para donde apenas había cosa
que guardar. La casilla, en opinión de don Paco, tenía que estar
desierta. ¿Quién había encendido luz y estaba en la casilla? ¿Sería el
alma en pena del viejo guarda, que tenía fama de haber sido más que
travieso en sus mocedades y hasta bandolero acogido a indulto?

Don Paco se armó de valor y se dirigió a averiguarlo, contento de
tropezar con una aventura que de sus desventuras le distrajese.



XXXI


Sin hacer ruido, llegó don Paco a la casilla y vio que la puerta estaba
cerrada con cerrojo que había por dentro. La luz salía por un ventanucho
pequeño, donde en vez de vidrio había estirado un trapo sucio para
resguardo contra la lluvia y el frío. Con el estorbo del trapo no se
podían ver los objetos de dentro; pero don Paco se aproximó y reparó en
el trapo tres o cuatro agujeros. Aplicó el ojo al más cercano, que era
bastante capaz, y lo que vio por allí, antes de reflexionar y de
explicárselo, le llenó de susto. Imaginó que veía a Lucifer en persona,
aunque vestido de campesino andaluz, con sombrero calañés, chaquetón,
zahones y polainas. La cara del así vestido era casi negra, inmóvil, con
espantosa y ancha boca y con colosales narices llenas de verrugas y en
forma de pico de loro. Don Paco se tranquilizó, no obstante, al
reconocer que aquello era una carátula de las que se ponen los judíos en
las procesiones de Villalegre.

El enmascarado guardaba silencio y estaba sentado en una silla, apoyados
los codos en una vieja y mugrienta mesa de pino.

En otra silla estaba enfrente otra persona, en quien reconoció al punto
don Paco a don Ramón, el tendero murciano de su lugar, el hombre más
rico después de don Andrés y el más desaforado hablador que por entonces
existía en nuestro planeta.

Don Ramón era pequeñuelo, viejo y flaco; pero tenía mucho espíritu y
agallas y no se acoquinaba por poco.

Notó don Paco que tenía las manos atadas con un cordel a la espalda, y
dedujo que le habían llevado allí y que le retenían por violencia.
Pronto las mismas palabras del tendero murciano, tan pródigo de ellas,
confirmaron la deducción de don Paco.

--Hombre o demonio--decía--, quienquiera que seas, apiádate de mí y no
me atormentes sin fruto. ¿Cómo había yo de imaginar, al volver esta
tarde desde mi caserío al pueblo, que no dista más que un cuarto de
legua, que había de topar contigo y con tu compañero, emboscados entre
las mimbreras del arroyo del Hondón, y que me habíais de traer por
fuerza a este lugar? Yo no sospechaba que hubiese secuestradores en el
día, y caminaba muy seguro. Convéncete, hombre: la ganancia que habíais
de hacer ya la habéis hecho. No tratéis ahora de lograr más ganancia. La
codicia rompe el saco. A mí me mataréis, pero también a vosotros os
darán garrote.

El enmascarado persistió en su silencio, y a lo del garrote sólo
respondió con un ronquido, especie de interjección que en aquella tierra
se usa. Don Ramón continuó:

--No acierto a explicarme por dónde llegasteis a averiguar que acababa
yo de vender mi mejor vino a los jerezanos y que llevaba doce mil reales
en el bolsillo. Pero, en fin, ya tenéis los doce mil reales. ¿Por qué no
os contentáis? Valiéndoos de ese tintero de cuerno que traíais
preparado me habéis hecho escribir a mi mujer para que entregue dos mil
duros si no quiere que me ahorquen.

--Y te ahorcaremos y te descuartizaremos como no los entregues--dijo el
enmascarado con voz disimulada y extraña.

--Pues bien: podéis ahorcarme y descuartizarme ya, sin seguir
moliéndome, porque mi mujer, ¡y vaya si la conozco!, antes que entregar
los dineros entregará mi vida y la de todos sus parientes, aunque nos
quiera y nos llore después a moco tendido. Oye: ¿has visto tú la
tragedia de Guzmán el Bueno?

El enmascarado no dijo que sí ni que no; se limitó a dar otro ronquido.
Don Ramón continuó:

--Pues Guzmán el Bueno, para no entregar a Tarifa, envió a los moros un
cuchillo con que degollasen a su hijo muy amado. Los dineros son la
Tarifa de mi mujer, y no los entregará aunque me degolléis. Lo que no
hará tampoco, echando con esto la zancadilla a Guzmán el Bueno, es el
gasto inútil de enviaros el cuchillo, aunque sea el peor de la cocina.
Ya lo tendréis vosotros, sin que ella lo envíe, para abrirme una gatera
en las tripas. Pero seamos razonables: ¿qué vais a conseguir con eso?
Compadécete de mí. Mira también por ti y no seas imprudente. Hará ya dos
horas que mí mujer me habrá echado de menos, y aun antes de recibir la
carta que lleva tu compañero, y que no sé cómo ni quién pondrá en sus
manos, habrá armado ella una revolución en el lugar, habrá tocado a
rebato, y la pareja de la Guardia Civil y muchos criados míos andarán ya
buscándome. No tientes más a Dios. Ponme en libertad. Déjame ir en mi
mulita y yo te lo pagaré si no quieres aguardar a que Dios te lo pague.

El enmascarado siguió sin contestar, aunque dando más ronquidos.

--¿No oyes que yo lo pagaré? Sobre los doce mil reales que tú y tu
compañero os habéis repartido, yo puedo darte otros ocho mil si me dejas
libre.

--¿Y cómo?--dijo entonces el enmascarado--. ¿Dónde llevas escondidos
esos ocho mil reales?

--No seas tonto, hijo mío, no seas tonto. ¿Dónde quieres que los lleve?
Yo no tenía más que lo que ya habéis tomado; pero tengo un medio seguro
de recompensar tu buena acción.

--¿Y cuál?

Don Ramón titubeó entonces. El deseo de seducir al de la carátula y
salir pronto de aquel mal paso, satisfaciendo su afán de hablar, de
contarlo todo y aun de lucirse, porque era muy jactancioso, luchaba en
su alma con el temor de empeorar la situación en que se hallaba,
sobreexcitando la codicia del bandido.

La manía de hablar pudo más, al fin, que toda otra consideración
juiciosa, y don Ramón explicó que había un ingenioso procedimiento por
cuya virtud tenía él y ponía dinero donde le daba la gana. Bastaba para
ello que él escribiese en un papelito determinada cantidad, diciendo
_páguese_ y firmando. Cualquiera persona que llevase este papelito en la
faltriquera bien podía estar segura de que era como sí llevase la
cantidad expresada.

Don Ramón, impulsado por su locuacidad y su fachenda, no supo lo que se
dijo.... Su explicación de lo que era un cheque o libranza al portador
entusiasmó al bandido, el cual le mandó al punto con amenazas que allí
mismo, y en el acto, por valor de dos mil duros, le escribiese y le
firmase un cheque.

El tendero murciano conoció la tontería que había hecho, pero conoció
igualmente que tenía fácil enmienda, y explicó al de la carátula que los
papelitos que allí escribiese y firmase ningún valor tendrían, porque
habían de ir, para que valiesen, en hojas dispuestas de cierto modo y
arrancadas de un librejo que él se había dejado en casa.

Nada le valió con todo para apaciguar al de la carátula. O por poner en
duda que fuesen indispensables tales hojas o por despecho de que se las
hubiese dejado en casa y no las trajese allí, el bandido, sin atender a
razones y diciendo repetidas veces «escríbeme el papelito», se puso a
maltratar a pezcozones al infeliz maniatado.

Don Paco no pudo sufrir más: fue corriendo a la puerta de la casilla,
por fortuna vieja y desvencijada, y descargando sobre ella con todos sus
bríos un diluvio de patadas, de puñetazos y garrotazos, consiguió en
pocos segundos arrancarla de los goznes y derribarla por el suelo con
estrepitoso sacudimiento, que hizo retemblar las paredes.

El bandido se sobrecogió de terror porque imaginó al principio que el
viejo guarda, o lleno de envidia por la ventura que otros iban a lograr,
o enojado porque le profanaban su mansión, donde el día antes había
estado todavía de cuerpo presente, venía ahora capitaneando una legión
de demonios para llevárselo al infierno.

¿Qué criatura mortal podía aparecer a aquellas horas y en tan apartado
sitio?

El bandido, no obstante, se recobró del susto y acudió a la defensa.

Echó mano del trabuco, que tenía en un rincón de la estancia, y fue al
cuarto contiguo, donde había caído la puerta y estaba la entrada.

Allí apenas se veía, porque la única luz era la de un candil atado en la
otra estancia a una tomiza que pendía de una viga del techo; pero el de
la carátula vio el bulto de un hombre que se precipitaba sobre él, y le
dijo:

--¡Tente o mueres!

Y le apuntó con el trabuco.

Todo ello fue con rapidez maravillosa. Don Paco estaba ya casi encima
del bandido, y al mismo tiempo que éste disparaba, le sacudió tan
tremendo garrotazo en el brazo izquierdo, que le hizo soltar el arma y
dar con ella en el suelo.

El tiro salió antes, pero torcida ya la dirección, las postas, sin tocar
a don Paco, fueron a agujerear el muro.

El de la carátula retrocedió para evitar nuevo golpe, y aunque magullado
por el que había recibido, sacó de la faja que rodeaba su cintura una
truculenta navaja de Albacete, de las de virola y golpetillo, de las que
llevan la inscripción:


          Si esta víbora te pica
          no hay remedio en la botica;


la abrió con el temeroso ruido que produce la rodaja al encajar en el
muelle, y se lanzó otra vez sobre su adversario; pero el bandido estaba
ya falto de serenidad y quebrantado por el dolor del primer golpe. No
supo ser certero y en balde abanicó el ambiente con su mortífero
instrumento.

Don Paco, sereno y decidido, se apartó a un lado, brincó y salvó el
bulto y sacudió otra vez tan fiero garrotazo en los lomos del de la
carátula, que le hizo caer en el suelo boca abajo.

Tendido ya en el suelo el bandido, don Paco se ensañó algo, y sin
compasión le dio cuatro o cinco palos más.

Como no se quejaba ni rebullía, don Paco le creyó muerto. Se agachó, no
obstante, con precaución y le quitó de la mano la navaja.

En seguida llegó don Paco a donde estaba don Ramón, que le reconoció, y
con viva efusión le dio las gracias.

Don Paco desató el cordel que mantenía a don Ramón amarrado.

--Alúmbreme usted con el candil--le dijo--. Voy a ver si ha muerto ese
hombre.

A la luz del candil se llegó don Paco al que estaba boca abajo tendido
por el suelo y le puso boca arriba. La carátula se le había caído.

Don Paco y don Ramón se quedaron absortos al reconocer a Antoñuelo.



XXXII


Por dicha no había recibido ningún garrotazo en la cabeza; pero estaba
derrengado, molido y lleno de contusiones.

Seguro ya de que vivía, y por instigación del tendero murciano, que no
se aquietaba hasta recobrar, en parte al menos, el dinero robado, don
Paco registró a Antoñuelo y le encontró cuatro mil reales, que devolvió
a su dueño.

Los otros ocho mil se los había llevado el compañero de Antoñuelo, el
cual, por director y maestro en el arte, había tomado doble porción de
botín.

Antoñuelo sentía agudos dolores; no formulaba palabra alguna, pero
lanzaba gemidos lastimeros.

Don Paco se apresuró a salir de allí, volviendo cuanto antes al lugar
con el libertado y el vencido.

La poderosa mula de don Ramón, aparejada aún con muy cómoda y ancha
albarda, se hallaba en un corralejo o pequeño cercado contiguo a la
casilla.

Sacó don Paco la mula, hizo que montase en ella su dueño y levantando
después a Antoñuelo, que apenas se podía mover, y llevándole en peso con
alguna dificultad, le plantó a las ancas. El cargó luego con el trabuco
y la navaja, trofeos de su victoria, y echando delante la mula y su
doble carga se dirigió hacia el lugar.

Al ir caminando daba infinitas gracias a Dios porque le había puesto en
ocasión de castigar un delito y de evitar otros mayores, y porque le
había proporcionado un medio de volver a la patria con justo motivo y
sin ningún sonrojo.

Aunque caminaron despacio, llegaron al lugar entre una y dos de la
noche, sin hallar a nadie en el camino.

Inquieto don Andrés por la suerte de don Paco, había enviado en balde a
muchas personas para que le buscasen. También la tendera había enviado
gente en busca de su marido. Todos con mal éxito se habían vuelto al
lugar antes de medianoche.

Cuando mucho más tarde entraron en él don Paco y su comitiva, los
villalegrinos estaban durmiendo.

Don Paco, procurando y logrando no llamar la atención, dejó a Antoñuelo
a la puerta del herrador, su padre. Libre ya don Ramón del poco
agradable socio de montura, se despidió de don Paco con nuevas y
fervorosas manifestaciones de gratitud y se largó a su casa.

Don Paco se fue a reposar a la suya.

Como el médico estaba viejo y averiado y tenía no poco que hacer, don
Policarpo ejercía también, con sentimiento del médico, la medicina y la
cirugía. El herrador le llamó al punto para que curase a su hijo.

Don Policarpo le atendió muy bien y pronosticó que le curaría pronto,
porque sus contusiones, si bien en extremo dolorosas, no eran de peligro
ni daban que temer por su vida.

Apenas amaneció, don Policarpo, sabedor de-que don Andrés estaba
inquietísimo por la suerte de su amigo o como si dijéramos de su
ministro, fue a casa del cacique, que se despertaba con el alba, y le
pidió albricias y le dio la buena nueva de que don Paco había parecido.
Como el boticario sólo había visto al magullado Antoñuelo y no sabía
bien lo ocurrido, hizo su composición de lugar, y fantaseó y dijo a don
Andrés que entre don Paco y Antoñuelo había habido una muy reñida pelea,
sin duda por los bellos ojos de Juanita; que la pelea había sido en
mitad del campo, durante la noche; que don Paco había quedado ileso y
que el pobre Antoñuelo estaba tal que se lo podía comer con cuchara,
pero que él, con su ciencia y sus cuidados, le sanaría muy pronto.

Don Andrés se holgó mucho de que hubiese vuelto sano y salvo el
secretario del Ayuntamiento, que le era utilísimo y a quien profesaba
más amistad que a nadie.

No por eso quiso llamar a don Paco ni ir a verle en seguida, turbando el
reposo de que sin duda había menester; pero no creyó en el duelo o
pendencia que don Policarpo había supuesto y contado.

Don Andrés, aunque muy estimulado por la curiosidad, se armó de
paciencia y de calma y aguardó dos o tres horas antes de dar un paso
para descubrir lo cierto.

Bien sabía él que el mayor amigo y confidente de don Paco era el maestro
de escuela, y a eso de las ocho, cuando ya la escuela había empezado y
don Pascual debía de estar en ella, don Andrés le envió a llamar a su
casa.

El mozo que llevó el recado volvió diciendo que don Pascual había salido
al rayar el alba, que no había vuelto aún, que los niños estaban dando
la lección con el ayudante y que no bien volviese don Pascual y supiese
que don Andrés le llamaba, iría a verle al punto.



XXXIII


Don Paco, después de vagar en la soledad por espacio de dos días y
después de tantas penas, emociones y lances, anheló para desahogo
confiarse por completo con alguien. ¿Y con quién mejor que con el
maestro de escuela, hombre de bien, sigiloso y tan excelente y
desinteresado amigo, primero de Juanita y de él más tarde?

La mujer del alguacil fue, pues, a llamar a don Pascual de parte de don
Paco.

Don Pascual vino y don Paco se lo contó todo. No le dio ninguna comisión
ni embajada para Juanita; pero don Pascual, por una benévola usurpación
de atribuciones y de empleo, se declaró él mismo y se nombró embajador,
se fue a ver a Juanita que, desvelada y triste, se acababa de levantar y
le refirió con fidelidad minuciosa los furores y penas de don Paco, sus
celos, su desesperación, sus propósitos de suicidio o de extrañamiento
perpetuo, y, por último, el combate de la casilla, el delito de
Antoñuelo, los golpes que éste había recibido, así como su vuelta y la
de don Paco a Villalegre.

Contó también que el tendero murciano y su mujer, con más impaciente
furia, no se conformaban con callarse sin delatar a Antoñuelo y sin
enviarle a presidio, si no se les devolvían en el término de tres días
los ocho mil reales que no habían recobrado y que el cómplice de
Antoñuelo se había llevado consigo.

Según informes adquiridos y comunicados por don Paco, Antoñuelo por nada
del mundo diría el nombre y la condición del forastero que había
cometido con él el delito.

Por otra parte, aunque Antoñuelo le delatase, de nada valdría esto para
recobrar los ocho mil reales por medio de la Justicia, sin envolver en
el proceso al hijo del herrador y condenarle y perderle.

El afecto profundo y extraño, como de madre o como de hermana, que
Juanita había sentido por Antoñuelo toda su vida, renació entonces con
vehemencia en su corazón, olvidándose de los groseros agravios con que
la había ofendido aquel mozo.

Juanita se propuso salvarle, lograr que se echase tierra al asunto y
evitar su deshonra y su ida a presidio, aunque para ello fuera menester
buscar los ocho mil reales en el mismo infierno.

A esta penosa agitación de Juanita se contraponía en su alma otra
agitación dulcísima, otro sentir, en vez de aflictivo, delicioso y
beatificante, que aumentaba y enardecía su amor al saberlo tan bien
pagado, y que lisonjeaba su orgullo. A pesar del dolor y del sobresalto
que la conducta criminal de Antoñuelo y sus consecuencias le causaban,
Juanita se juzgó venturosa, y sin duda lo era.

Sólo faltaba ya, y urgía y no daba un instante de espera, el desengañar
a don Paco, el persuadirle de que ella era inocente, y el convencerle de
que ella le amaba.

Ya don Pascual, en su largo coloquio con don Paco, había hecho esfuerzos
para convencerle de la inocencia de Juanita. Don Pascual le aseguró que
él conocía muy bien el noble y leal carácter de ella y cuan virtuosa y
honrada había sido siempre en medio de la completa libertad en que había
vivido, sin que su madre la vigilase y la tuviese siempre a su lado.

Su madre había tenido que ir a las casas donde la llamaban a trabajar,
dejando a Juanita con una criada o completamente sola cuando ni criada
tenían. Juanita, además, sin que nadie la acompañase ni mirase por ella,
había pasado de la niñez a la mocedad en medio de las calles y en trato
y conversación con toda clase de personas.

Nadie, sin embargo, se le había atrevido, porque ella sabía hacerse
respetar, y ni las personas maldicientes habían formulado nunca contra
ella una acusación fundada que pudiera, en manera alguna, deslustrar su
decoro.

Lo que don Paco había visto, lo que había causado su enojo y su
desesperación no era, por consiguiente, culpa de Juanita, sino
inmotivado atrevimiento de don Andrés, quien, si algo logró por
sorpresa, fue rechazado violentamente en seguida.

Don Pascual sostenía, además, que Juanita no había provocado la audaz
acometida de don Andrés, a la que daba por única causa el engreimiento
del cacique y su convicción de que todo había de rendirse a su voluntad
y ser propicio a su deseo.

No bien se enteró Juanita de todo esto oyendo hablar al maestro de
escuela, procuró que terminase la visita y que este se fuera.

Cuando se vio sola, sin hablar a su madre para no perder tiempo, tomó el
pañolón, se lo echó de cualquier modo en la cabeza y se fue a casa de
don Paco, escapada.



XXXIV


Llegó Juanita a la casa, llamó a la puerta y salió a abrirle la mujer
del alguacil. Juanita le dijo:

--¿Está don Paco en casa? ¿Está levantado y solo? Necesito verle y
hablarle sin tardanza.

--Solo y levantado está en la sala de arriba--dijo la mujer del
alguacil.

Sin aguardar más contestación ni más permiso, Juanita apartó a un lado a
su interlocutora, echó a correr, subió las escaleras, dejó el manto en
un banco de la antesalita y entró destocada en la sala donde estaba don
Paco.

La sorpresa y el júbilo de este fueron indescriptibles, por más que
estuviese receloso aún de que en los atrevimientos de don Andrés la
coquetería de Juanita había entrado por algo. Agradecido a la visita no
esperada, don Paco se mostró muy fino, pero disimuló su alegría y
procuró poner el rostro lo más grave y severo que pudo.

--No estés enfurruñado conmigo--dijo Juanita, tuteándole por primera
vez--. Yo estaba celosa de doña Agustina y enojada contra ti con tan
poca razón como tú estás ahora enojado; yo quería darte picón. Soy leal.
Confieso mi culpa y me arrepiento de ella. Es cierto; provoqué a don
Andrés sin reflexionar lo que hacía. Perdónamelo. Me besó por sorpresa,
pero lo rechacé con furia. Te lo juro; créeme; te lo juro por la
salvación de mi alma; no le rechacé porque tú entraste, y más duramente
lo hubiera rechazado yo si tú no entras. Vengo a decírtelo para que me
perdones, porque te amo. Quiero que lo sepas: estoy arrepentida de
haberte despedido y me muero por ti y no puedo vivir sin ti.

¿Qué había de hacer don Paco sino ufanarse, enternecerse, derretirse y
perdonarlo todo al oír tan dulces y apasionadas frases en tan linda y
fresca boca? No sabía, sin embargo, qué decir ni qué hacer, y, como
generalmente ocurre en tales ocasiones, dijo no pocas tonterías.

--Apenas puedo creer--dijo--que no repares ya en mi vejez, que no
pienses en que puedo ser tu abuelo y que me quieras como aseguras.
¿Pretendes, acaso, burlarte de mí y trastornarme el juicio? ¿Te propones
halagarme con la esperanza de una felicidad que no me atrevería yo a
concebir en sueños, para matarme luego desvaneciéndola?

--No, vida mía; yo no quiero desvanecer tu esperanza, sino realizarla.
Yo quiero darte la felicidad, si juzgas felicidad el que yo sea tuya. Si
no me desprecias, si me perdonas, si no me crees indigna, nos casaremos,
aunque rabie doña Inés de que yo no sea monja, aunque don Andrés te
retire su favor, aunque se nos haga imposible la permanencia en este
pueblo y aunque tengamos que irnos por ahí, acaso a vivir
miserablemente. No lo dudes; si fuese posible que don Andrés se prendase
de mí hasta el extremo de querer casarse conmigo, yo le despreciaría por
amor tuyo, aunque fueses tú mil veces más pobre de lo que eres; yo le
cantaría la copla que dice:


            Más vale un jaleo probé
          y unos pimientos asaos
          que no tener un usía
          esaborío a su lao.


Don Paco, al oír esto, apenas pudo ya contenerse y ocultar su emoción.
Un estremecimiento delicioso agitó sus venas, como si por ellas
corriesen luz y fuego en vez de sangre. Estuvo a punto de echarse a los
pies de Juanita y besárselos, pero aún se reportó y dijo:

--Quiero creer, creo en tu sinceridad de este momento. Mi modestia, con
todo, me induce a temer que tal vez te alucinas, que tal vez tú misma te
engañas, que tal vez te arrepientas del paso que das ahora. Eres tan
hermosa, que puedes ambicionar cuanto se te antoje. Y don Andrés no es
un usía desabono como el de la copla; es una persona inteligente,
estimada y respetada por todos: mejor y mucho más joven que yo.

--Será todo lo que tú quieras; mas para mí tú eres el más inteligente,
el más joven y el más guapo.

Todavía, escudado por su humildad, trató don Paco de ocultar que estaba
ya satisfecho, que había depuesto su enojo y que sus recelos se habían
disipado. Con menos seriedad, sonriendo y entre veras y burlas, dijo;

--Me fío de ti; conozco que hablas con el corazón. No, no piensas en
engañarme; pero, sin duda, tú misma te engañas. Y para poner más a
prueba la vehemencia y la firmeza del amor de Juanita, añadió luego:

--Es inverosímil que tú, si don Andrés, como parece evidente, está
enamoradísimo de ti, le desdeñes y me prefieras y me ames ahora, cuando
antes, que no tenías a don Andrés, era a mí a quien despreciabas. Pues
qué, ¿ignoras que yo soy un pobre diablo, dependiente de él, y que él es
poderoso, rico, respetado y temido aquí, estimado y favorecido por el
Gobierno y caballero gran cruz con excelencia y todo?

--¿Y qué me importa a mí su excelencia? A ti y no a él debió el Gobierno
dar la gran cruz, ya que todo lo bueno que se hace en este lugar eres tú
quien lo hace.

Calló un momento y prosiguió con dulce risa, como quien de súbito tiene
una idea que le agrada:

--Esta injusticia quiero remediarla yo; pero necesito antes que tú me
proclames y me jures por tu reina. Sé mi súbdito fiel. Sométeteme.
Júrame por tu reina y tu reina te premiará. Júrame.

Don Paco se sometió sin más resistencia. Se hincó de rodillas a los pies
de ella y exclamó entusiasmado:

--¡Te juro!

Juanita, impulsada irresistiblemente por la idea rara que había
concebido, apartó con gran rapidez el pañolillo, que llevaba al pecho,
prendido con alfileres, sacó sus tijeras del bolsillo del delantal y se
desabrochó dos o tres corchetes del vestido. Don Paco, siempre de
hinojos, la contemplaba embelesado y curioso.

Ella introdujo los dedos por bajo el vestido y desató un listoncillo de
seda azul que le ceñía al pecho la limpia camisa. Tiró de él y la sacó
de la jareta, calada y bordada, trabajo primoroso de su diestra mano.
Cortó, por último, con las tijeras un buen pedazo del listoncillo y se
lo puso a don Paco en el ojal del chaquetón, afirmándolo con una lazada.

--Yo te concedo, en atención a tus altos méritos y servicios--dijo con
solemnidad--, esta bonita condecoración, que vale mil veces más que la
que tiene don Andrés, y te declaro mi caballero y gran cruz de la orden
de los celos disipados. Por eso es azul el listoncillo, como las flores
del romero.

Don Paco se levantó sin pizca de celos, porque todo se convirtió en
amor, y dijo:

--Tú me citaste una copla; no quiero ser menos; voy a citar otra, aunque
tenga que llamarte en ella no por tu nombre, sino como se llama la madre
de tu santo:


            Las flores del romero
          niña Isabel,
          hoy son flores azules,
          mañana serán miel.


--Y si han de ser miel mañana, ¿no es mejor que lo sean en este mismo
instante?

Don Paco se acercó a Juanita para besarla.

Ella le separó con suavidad y se esquivó poniéndose muy seria y
exclamando:

--Déjame. No te llegues a mí. Respétame como a tu reina y como mi
caballero que eres. Las flores del romero serán miel en su día; ahora,
no. Ve mañana a mi casa, a las diez y media de la noche. Allí hablaremos
con mi madre. Adiós.

Juanita se dirigió para salir hacía la puerta de la sala. Ya en la
puerta, volvió la cara, miró a don Paco, se dio a escape más de treinta
besos en la palma de la mano, sopló en ellos y se los envió a su amigo
por el aire.

--De cerca y sin alas los quiero yo.

--Ya les cortaremos las alas. En cuantito no sea pecado mortal, los
tendrás de cerca hasta que te hartes.

Y dicho esto, recogió el mantón en la antesala, bajó brincando por la
escalera y se puso en la calle.



XXXV


En medio de su alegría por haberse reconciliado con don Paco, por estar
segura de su amor y resuelta a casarse con él, aunque doña Inés y el
cacique se opusiesen y tuvieran ella, su novio y su madre que ser
víctimas de la cólera de tan poderosos señores, Juanita sentía profunda
pena por la suerte de Antoñuelo. Su delito le daba horror y no quería
volver a verle ni hablarle en la vida; pero le amaba aún con cariño de
hermana y presentía que ello acibararía con algo como remordimiento las
mayores venturas que pudiera alcanzar sí no evitaba que Antoñuelo fuera
procesado, deshonrado públicamente y condenado a presidio. Con egoísmo
amoroso, sólo del amor mutuo que don Paco y ella se tenían, había ella
hablado con don Paco. Ya en la calle y separada de él, Juanita volvió a
pensar en Antoñuelo y a cavilar en un medio de salvarle sin que nadie le
diese auxilio y siendo ella su única salvadora.

Con este propósito se presentó en casa del tendero murciano, que la
recibió estando con su mujer, doña Encarnación, solos en la trastienda.

No lloró Juanita, porque tenía muy hondas las lágrimas y rara vez
lloraba; pero con acento conmovedor y apasionado les rogó que se
callasen sobre lo ocurrido, prometiéndoles que en el término de seis
meses ella les daría los ocho mil reales que el forastero se había
llevado. Contaba para esto con la voluntad de su madre, de la cual
estaba cierta de disponer como de su propia voluntad. Su madre tenía
dado a premio dinero bastante para salir de aquel compromiso, y en el
término marcado de los seis meses podía cobrar dicho dinero. Su madre,
además, era propietaria de la casa en que vivían, y sí bien la casa
estaba fuertemente gravada con un censo, todavía podía producir,
vendiéndola, muy cerca de los mencionados ocho mil reales.

Doña Encarnación habló antes que su marido, y dijo al oír aquellas
proposiciones:

--Tú estas loca, hija mía, y yo supongo que ni tu locura será contagiosa
ni se la pegarás a tu madre. Imperdonable estupidez sería que ambas os
arruinaseis por salvar a un pillastre. Anda, déjale que vaya a presidio.
Aquel es su término natural e inevitable. Si ahora le salvaseis, en
seguida volvería a hacer de las suyas y a dar nuevo motivo para que le
apretasen el pescuezo. Vuestro sacrificio no sólo sería inútil, sino
también perjudicial.

--Los consejos de usted--contestó Juanita--, y perdone usted que se lo
diga, son aquí los inútiles. Contra mi firme resolución no hay consejo
que valga. No son consejos, sino dinero o crédito lo que yo necesito. Sí
tuviera yo en mi arca los ocho mil reales, los hubiera traído y se los
hubiera dado a ustedes en cambio de un papel, firmado por ustedes, donde
declarasen que Antoñuelo nada les debía y que no tenían contra él la
menor queja.

No tengo dinero, peco estoy segura de poder reunirlo antes de seis
meses. ¿Quieren ustedes firmar el documento de que he hablado
desistiendo de toda queja contra Antoñuelo y recibir en cambio otro
documento en que yo me comprometa a pagar los ocho mil reales? Este es
el asunto, y no hay para qué andarse por las ramas. Conteste usted, don
Ramón, y diga que sí o que no.

--Pues mira, Juanita--contestó el interpelado--, yo digo que no, porque
no quiero ser cómplice de tu locura y porque un papel firmado por ti,
que eres menor de edad, no vale un pitoche.

--El pagaré, aunque apenas tengo veinte años, valdría tanto como si yo
tuviese treinta. Nunca he faltado a mi palabra escrita. Para cumplir el
compromiso que contrajese me vendería yo si no tuviera dinero.

A don Ramón se le encandilaban algo los ojos, a pesar de que doña
Encarnación estaba presente, y dejó escapar estas palabras:

--Si tú te vendieses, aunque en el lugar son casi todos pobres, yo no
dudo de que tendrías los ocho mil reales; pero yo no quiero que tú te
vendas.

--Ni yo tampoco--replicó la muchacha--. Lo dije por decir. Fue una
ponderación. Los bienes de mí madre son míos; ella me quiere con toda su
alma y hará por mí los mayores sacrificios. No dude usted, pues, de que
dentro de seis meses tendrá los ocho mil reales que ahora me preste, sin
necesidad de que yo me venda para pagárselos.

Doña Encarnación le interrumpió entonces diciendo:

--Juanita, nosotros tenemos tan buena opinión de ti, que estamos seguros
de la sinceridad y de la firmeza con que prometes pagar; pero si dentro
de seis meses no allegas los dineros, o porque tu madre, queriéndote
mucho, no quiere darlos, o porque no os pagan vuestros deudores y no
lográis vender la casa, tu sinceridad y tu firmeza nada valdrán
pecuniariamente, aunque moralmente valgan mucho. Tu misma moralidad para
este asunto de los dineros, en vez de ser una garantía, es un indicio
claro del peligro que corremos, si te lo prestamos, de no volverlos a
ver nunca.

--Sí, hija mía--interpuso don Ramón--; si en este caso me hipotecases tu
inmoralidad en vez de hipotecarme tu moralidad, estaría yo más seguro de
cobrar el dinero. Sería una prenda pretoria que daría ricos productos
por mal que se administrase.

Juanita advirtió que el tendero murciano trataba de tomarle el pelo,
valiéndose de una expresión que ahora se emplea en estilo chusco, y,
como era poco sufrida, empezó a perder la paciencia y dijo bajando la
voz, pero aguzando cada una de sus palabras como si fuese una lanceta:

--Es, déjese usted de bromas insolentes, tío marrano. Piense usted bien
mi proposición y verá que le tiene cuenta. Si acude a la Justicia, quizá
tendrá el gusto de ver en presidio a Antoñuelo; pero de fijo que no verá
nunca los ocho mil reales. En cambio, si los da ahora por recibidos y
acepta el pagaré que yo le firme, dentro de medio año o antes, y esto es
tan claro como el sol que nos alumbra, recuperará sus ocho mil reales y
además los intereses que me ponga por ellos, porque yo no quiero que me
los adelante por mi linda cara.

--Aunque me insultes llamándome tío marrano, me permitirás que al menos
por tu linda cara te perdone el insulto. También me mueve tu linda cara,
y no las mezquinas reflexiones que has hecho por mí, a prestarte los
ocho mil reales si me prometes que tu madre ha de conformarse con el
contrato. De todos modos, ya comprenderás tú, porque tienes sobrado
talento, aunque eres inexperta, que yo corro mucho peligro al hacer el
préstamo; que el daño emergente no es flojo, y que, por tanto, tampoco
pueden ser flojos los intereses. No obstante, yo aspiro a que, en vez de
llamarme marrano, me llames generoso y espléndido. Asómbrate.

Doña Encarnación, que hasta entonces había reprimido la cólera,
sufriendo el insulto hecho al enclenque de su marido, por temor de andar
a la gresca con Juanita y aun de quedar vencida y aporreada, no pudo ya
contenerse al ver y al oír a su marido tan melifluo y tan predispuesto a
ser dadivoso, y le interrumpió exclamando:

--No te derritas, hombre; no te vuelvas una jalea, no me obligues a que
sea yo quien te llame tío marrano. Atiende a lo que haces, y ya que te
expones tanto prestando los dineros, que sea con algún fruto.

--Yo no me derrito, yo atiendo a lo que hago--contestó don Ramón--; pero
en vez de responder a las injurias con otras injurias quiero ser
magnánimo y responder con favores y beneficios. Juanita, yo doy por
recibidos los ocho mil reales que me robaron con tal que tú me firmes
un pagaré, que vencerá dentro de seis meses, por la expresada cantidad,
más un pequeño tanto por ciento.

--Mil gracias, señor don Ramón--dijo Juanita--. Escriba usted los dos
documentos. Yo me llevaré, firmado por usted, el que me asegure que
Antoñuelo quedará libre, y firmaré y dejaré en poder de usted el que
declare que le soy deudora.

--Está bien. No hay más que hablar--dijo don Ramón. Y yendo a su
escritorio redactó los dos documentos en un periquete. En el pagaré se
comprometía Juanita a pagar, en el término de seis meses, la cantidad de
diez mil reales.

--Ya ves mi moderación--dijo el tendero murciano al presentar a la
muchacha el documento para que lo firmase--. Me limito a cobrarte sólo
un veinticinco por ciento, a pesar del peligro que corro de quedarme sin
mi dinero, porque, a despecho de todos tus buenos propósitos, no tengas
un ochavo dentro de los seis meses y tengamos que renovar el pagaré, lo
cual me traería grandísimos perjuicios.

--Ya lo creo--dijo doña Encarnación--; como que ahora andamos engolfados
en negocios tan productivos, que ganamos un ciento por ciento al año.
Créeme, Juanita: prestándote los ocho mil reales nos exponemos a
quedarnos sin ellos, y además a perder otro veinticinco por ciento, o
sea, otros dos mil reales, que hubiéramos ganado dando a los ocho mil
más lucrativo empleo; pero, en fin, ¿qué se ha de hacer? Mi señor esposo
pierde la chaveta cuando ve un palmito como el tuyo.

--Sea como sea--dijo Juanita--, agradezco a ustedes mucho el favor que
me hacen. Y guardándose en la faltriquera el otro documento después de
haberío leído y estimado que estaba bien, se despidió de los mercaderes
y se fue a su casa.



XXXVI


Arrebatado yo por la corriente de los sucesos, por la importancia que
les doy y por la rapidez con que quiero narrarlos, he descuidado la
cronología. Está vaga y confusa y conviene fijarla un poco.

Nada más fácil. Baste decir para ello que el día de la fuga de don Paco
acertó a ser Domingo de Ramos.

Como don Paco vagó todo aquel día y el siguiente, resulta que volvió a
Villalegre al empezar el Martes Santo.

Son tales las preocupaciones y el embeleso de todos los habitantes de
Villalegre durante aquella semana, que nadie hubiera notado ni la
desaparición ni la vuelta de don Paco si no hubiera sido el personaje
tan notable, tan activo y que por lo común andaba siempre en todo.

Lo que no se hubiese sabido, ni aun en tiempos normales, eran las causas
de su ida y de su vuelta. Los celos siguieron sepultados en el más
profundo silencio por los que los causaron y los padecieron: por don
Andrés, Juanita y don Paco. Y los delitos de Antoñuelo y los medios que
don Paco empleó para remediar unos y frustrar otros hubo interés en
callarlos, y se logró que los callaran el tendero y su mujer, únicas
personas a quienes interesaba decirlos.

Sólo se sabía que Antoñuelo había vuelto apaleado; pero, a pesar de los
comentarios que se hacían, nadie atinaba con el motivo y pocos
sospechaban quién había sido el autor del apaleo.

El tiempo aquel era el menos a propósito para que en Villalegre fijase
el vulgo su atención en lance alguno, por extraordinario que fuese, de
la vida real contemporánea. La atención general estaba embelesada y
suspendida por la pasmosa representación simbólico-dramática que iba a
verificarse durante cuatro días consecutivos, teniendo por actores a la
mitad o quizá a más de la mitad de los hombres, y por espectadores a la
otra mitad de ellos, a todas las mujeres y niños y a no pocos
forasteros.

Las procesiones de Semana Santa empiezan el miércoles y terminan el
sábado. Yo, pues, las he visto en mi niñez en otra población donde son
muy parecidas a las de Villalegre, conservo de ellas el más poético
recuerdo, por donde imagino que las personas que las censuran carecen de
facultades estéticas o las tienen embotadas. Hasta la rudeza campesina
de algunos accidentes presta a la representación de que hablo candoroso
hechizo.

Acaso había accidentes o episodios en dicha representación en que lo
sagrado y lo profano, lo serio y lo chistoso y lo trágico y lo cómico
desentonaban algo. Celosos y discretos obispos han hecho sin duda muy
bien en suprimir estas discordancias o salidas de tono; pero lo esencial
de la representación, que consta de procesiones y _pasos_, sigue todavía
y hubiera sido lástima suprimirlo; hubiera sido un crimen de lesa poesía
popular.

A mi ver, hasta en corregir, atildar y perfeccionar lo que se hace,
aunque no niego que se presta al atildamiento y a la mejora, es menester
andarse con tiento. Puede ocurrir, si es lícito que yo me valga de un
símil literario, lo que ocurre con un escrito en verso o prosa cuando el
autor, por el prurito de acicalar el estilo, manosea, soba y marchita lo
que escribió y lo deja mustio, lamido y sin espontaneidad ni gracia.

Conviene, además, para ver aquello con fruto y penetrar su hondo
sentido, prescindir de refinamientos y de ideas de lujo y de exactitud
indumentaria, adquiridas en ciudades más ricas y populosas. Sólo así, y
reflexionándolo bien, se percibe lo sublime y lo bello de la verdad
dogmática que bajo el velo del símbolo resplandece.

Menester es que no se arredre por lo áspero de la corteza el que anhele
gozar del dulce alimento que para el espíritu ella cela y contiene.

La representación no se limita a ofrecer al pueblo un trasunto de la
pasión y muerte de Cristo y de la redención del mundo, sino que en
cierto modo abarca todo el plan divino y providencial de la Historia,
como el famoso discurso de Bossuet.

Los seres humanos, sin duda, no se juzgan dignos de representar a los
seres divinos, ni se creen idóneos para ello, y temen profanar la acción
interviniendo en ella inmediatamente. De aquí que todos los momentos del
alto misterio de la redención se figuren por medio de imágenes que se
llevan en andas, y cuyos movimientos silenciosos y solemnes va
explicando un predicador desde un pulpito erigido en medio de la plaza y
que la muchedumbre rodea. Sólo hablan los seres humanos. Los
sobrehumanos callan, salvo algunos ángeles que cantan lo que dicen.

Así, por ejemplo, el pregonero desde el balcón de las Casas
Consistoriales lee en voz alta la sentencia que condena a Jesús a muerte
afrentosa en una cruz, y entre dos ladrones, por enemigo del César y por
otros muchos delitos.

El predicador exclama entonces:

--Calla, falso pregonero; calla, viperina lengua, y oye la voz del
ángel, que dice....

En seguida aparece en otro balcón de la casa mejor que está enfrente del
Ayuntamiento el niño de seis o siete años más bonito, más inteligente y
de más dulce voz que en el lugar hay; y primorosamente vestido de ángel,
con tonelete de raso blanco bordado de estrellitas de oro, con
refulgentes y extendidas alas y con corona de flores, canta una sencilla
y sublime contraesencia, que comienza diciendo: «Esta es la justicia
que manda hacer el Eterno Padre....»

Luego explica, con enérgica concisión que no se opone a la claridad, los
misterios de la encarnación y de la redención, cuando en la plenitud de
los tiempos se une el Verbo increado con la humana naturaleza,
glorificándola y haciéndola digna del cielo, padeciendo en ella y por
ella, a fin de lavar sus culpas.

Sólo hechos meramente naturales, en que intervienen personajes
secundarios, son representados por hombres.

Hay uno, no obstante, que es muy trascendental y que también los hombres
representan. Es la prefiguración, el reflejo profético del sacrificio
del Hijo por el Padre; es el sacrificio de Isaac por Abrahán en la
cumbre del monte Moria, y que otro ángel impide. El monte está
representado en medio de la plaza por un tablado cubierto de verdura.
Abrahán e Isaac no hablan; sólo accionan. Cuando Abrahán tiene ya
levantada la cuchilla para sacrificar a su hijo, el ángel le detiene
cantando un romance. Isaac recibe entonces la palma del martirio, que
ostenta en las procesiones de los días siguientes. Abrahán sacrifica un
cordero, según los antiguos ritos.

Los principales personajes del Antiguo Testamento discurren en la
procesión silenciosos y solemnes, como si la Historia Sagrada tomase
cuerpo y apareciese ante nuestros ojos en visión ideal. ¿Qué daña a la
mente infantil y a la rústica buena fe que no se ajuste con exactitud
esta visión a la verdad arqueológica, y que en ella no se desplieguen el
lujo y la pompa, si la imaginación del vulgo los pone allí con creces? A
su vista aparecen, y van pasando, Elias, Ezequiel, Daniel, Isaías, Amos
y los demás profetas, así como los reyes, jueces y príncipes:
Melquisedec, David, Moisés, Salomón, y qué sé yo cuántos más. Todos
llevan el rostro inmóvil de la carátula, y en las potencias, aureola o
nimbo que coronan sus cabezas, inscrito el nombre de cada uno.
Distínguense, además, por los atributos que en sus manos tienen: David
lleva el arpa; Salomón, un modelo del templo, y Moisés, las Tablas de la
Ley.

Como los profetas hicieron vida áspera y penitente, y no se cuidaron
mucho del primor y de la elegancia en el vestir, se llaman los
_ensabanados_, porque sus túnicas y mantos están hechos con sábanas. Y,
por el contrario, los monarcas y grandes señores se engalanan con todo
el lujo que pueden, llevando por túnica los mejores vestidos de sus
mujeres o de sus novias, y por mantos las colchas más ricas de las
camas, por lo cual se llaman los _encolchados_.

Conforme va pasando cada procesión, que suele permanecer tres o cuatro
horas en la calle, se ejecutan pasillos, que casi siempre explica un
nazareno cantando una saeta.

Para prevenir y llamar la atención del público hacia cada pasillo, otros
dos o tres nazarenos hacen sonar las trompetas con melancólico y
prolongado acento. Así, pongo por caso, cuando los evangelistas van
escribiendo en unas tablillas lo que pasa y unos judíos tunantes vienen
por detrás haciendo muchas muecas y contorsiones y les roban los
estilos, los evangelistas, resignados y tristes, abren entonces los
brazos y se ponen en cruz. Las trompetas resuenan otra vez para dar el
pasillo por terminado.

Cosas hay de cierto primor artístico y de bien inspirada delicadeza. Así
la cruz que llevan en andas, grande y negra, como de ébano bruñido con
remates primorosos de plata, sin Cristo en ella, que ya se supone
resucitado y en el cielo, de la que penden siete anchas cintas verdes,
blancas y rojas, de los tres colores de las virtudes teologales. Del
extremo de cada cinta va asido un niño o un grupo de niños,
representando todos en su conjunto y muy lindamente los siete
sacramentos de la Santa Iglesia.

Otros niños con vestiduras talares y con alas de querubines llevan en
sus hombros el arca de la alianza, como recuerdo de la ley antigua,
anterior a la Buena Nueva y la ley de gracia.

En fin, para mi gusto todo está tan bien, que si no fuera por el temor
de que me tildasen de impertinente y de extenderme demasiado en
descripciones impropias de este lugar, seguiría relatando sin cansarme y
con deleite artístico cuanto se representa en Villalegre en aquellos
cuatro días.

Baste indicar aquí que el Viernes Santo, al anochecer, se celebra el
santo entierro, en el que no parecen ya las figuras simbólicas de los
personajes de la antigua ley; sólo hay nazarenos, hermanos de Cruz,
llevando cada cual a cuestas la suya y haciendo gala de que sea pesada y
grande, y soldados romanos y no pocos judíos, convertidos ya, en prueba
de lo cual llevan en las manos sendos rosarios y van rezando
devotamente. Hay, por último, muchos hombres y niños piadosos que
alumbran el entierro con velas.

Pero la procesión más solemne y conmovedora es la que se verifica el
Sábado Santo, desde tas nueve de la mañana hasta mediodía.

En ella sale únicamente la imagen de María Santísima de la Soledad, que
es como el paladión de la villa y que se custodia y venera en el templo
más antiguo que existe allí, al otro extremo de la nueva parroquia, en
la cumbre del cerro que domina la población, en la Acrópolis, como si
dijéramos, y al lado del abandonado castillo del duque, desde donde este
salía con su mesnada a combatir a los moros fronterizos y a entrar en
algarada por las tierras granadinas.

Aquella imagen es una obra maestra del arte cristiano en la época de su
mayor florecimiento en España. Es cierto que se puede decir que el
escultor no hizo más que la cabeza y las manos; el pensamiento puro y
celestial y el medio por cuya virtud puede convertirse en acción el
pensamiento.

Pero aquellas manos y aquel rostro son de admirable belleza. Aquel
rostro parece divino, combinándose en él la expresión del dolor más
profundo y la humilde conformidad con la voluntad del Altísimo. Los ojos
de la Virgen son hermosos y dulces; el llanto los humedece. En las
mejillas de la imagen hay dos o tres lágrimas como el rocío en las
rosas.

En el resto de la imagen no se advierte forma ni dibujo de cuerpo de
mujer. Todo está cubierto de un riquísimo y extenso manto de terciopelo
bordado de oro.

El artista, al representar el _Eterno femenino_, la fusión en el dolor
de las dos excelencias de la mujer, como virgen y madre, se diría que
huyó de lo corpóreo y sólo quiso prestar forma visible al espíritu.

Sobre los adornos y bordados de la túnica de la Virgen se ven las
empuñaduras de las siete espadas que le traspasan el pecho.

En la procesión del Sábado Santo, todos los personajes del Antiguo
Testamento y los judíos y los soldados romanos se desvanecen y se
eclipsan ante la divina imagen de la Virgen. Sólo la acompañan el clero
y la muchedumbre piadosa con innumerables velas y cirios encendidos.

Con devoción y recogimiento anda la procesión el camino marcado; pero
apenas vuelve y entra de nuevo en su iglesia, todas las campanas de la
villa tocan a gloria con estruendoso repique; un toro de cuerda muy
bravo sale a la calle, y los aficionados lo lidian y capean; en la
cárcel se da libertad a un preso, que hace de Barrabás, y en varios
sitios a propósito, donde hay poco peligro de matar a nadie, se ahorcan
sendos Judas, o sea, grandes muñecos de trapo, rellenos de estopa y de
triquitraques, contra los cuales disparan tiros los mozos que tienen
escopeta, hasta que los Judas arden dando muchos triquitracazos y
tronidos. De esta suerte terminan con el regocijo de la resurrección del
Señor las interesantes fiestas de Semana Santa.



XXXVII


Todo estaba revuelto aquel día en la parte baja de la casa del cacique.
Se entregaba la gente a diversos trabajos para preparar una gran fiesta
que había de realizarse al otro día, Miércoles Santo. La procesión,
preámbulo de las otras, y que debía ser en dicho miércoles por la tarde,
era dirigida y costeada todos los años por el señor don Andrés Rubio,
hermano mayor de la más importante Cofradía.

Habían de salir en esta procesión tres obras maestras de escultura, tan
pesada cualquiera de ellas que para llevarlas en andas por las calles
era menester un ejército de nazarenos.

La primera escultura representa al Señor de la Pollinita; Jesús cabalga
sobre el humilde animal y entra triunfante en Jerusalén.

El pueblo, compuesto de gran número de nazarenos, de soldados romanos y
de judíos, debía marchar delante de la referida imagen con palmas y con
grandes y frondosas ramas de olivo.

Después, precedida de todos los _ensabanados_, _encolchados_ y jumeones
que se pudiese, tenía que salir la _Cena_, cuyo peso es enorme, pues
consta la imagen completa de trece figuras de tamaño natural, y de la
mesa, que algo pesa también y que va cubierta y adornada de flores, de
las más exquisitas frutas que desde el otoño han podido conservarse
hasta aquel día con el mayor esmero, y de un elevado y complicadísimo
ramillete de dulces, donde echa el resto el más listo e ingenioso de los
confiteros.

En pos de la _Cena_, y precedida también de mucha gente, había de salir
la _Oración del Huerto_, donde Cristo ora de rodillas; un ángel que
quiere estar en el aire, pero que se apoya en el ramaje de un olivo,
ofrece a Cristo el cáliz de la amargura, y los discípulos yacen por
tierra dormidos.

Terminada la procesión, el señor don Andrés tenía que echar el bodegón
por la ventana y dar de cenar a los apóstoles, a los profetas, a los
antiguos personajes bíblicos, a la plebe de Jerusalén, a los nazarenos y
a la guarnición romana.

Las tres obras de escultura de que hemos hablado estaban ya expuestas
al público el martes, no en las iglesias, sino en una inmensa sala baja
entapizada de rojo damasco, adornada de cornucopias, flores y verdura, e
iluminada por la noche con profusión de velas de cera.

Para cuidar de todo esto había elegido don Andrés a Juana la Larga,
quien en los dos días del martes y del miércoles apenas podía salir de
casa de don Andrés e ir a la suya, a no ser a la hora de recogerse a
dormir.

El miércoles, singularmente, el trabajo de Juana era atroz. Ella debía
condicionar para toda aquella tropa la espléndida cena de vigilia.
Habría potaje de garbanzos con espinacas; como principal plato de
resistencia, bacalao en sobrehúsa; y como plato ligero o de chanza
delicada, una exquisita alboronía, que pudiese celebrar, si resucitase,
el mismo famoso cocinero de Bagdad, que la inventó, dándole el nombre de
la bella Alborán, sultana favorita del califa Harun Al Raschid, héroe de
_Las mil y una noches_, princesa a quien dicho cocinero tuvo la honra de
dedicarla.

Claro está que para postre no habían de faltar los ineludibles pestiños
y que había de abundar el vino para apagar la sed que causa la sal
conservada en el bacalao, a pesar del remojo, y al picante de las mil
ristras de guindillas y de cornetas que en tal día se consumen.

Se esperaba, además, que llegase a tiempo de Málaga mucho cazón fresco,
que Juana guisaría y haría servir a todos, o bien solamente a los
apóstoles, profetas y reyes, si no llegaba cazón suficiente para el
vulgo.

Por último, Juana había prometido hacer un plato de su invención, con el
que la gente menuda se chupa por allí los dedos de gusto; plato que
tiene la singularidad de remedar, en cuanto cabe en lo humano, el
milagro del pan y peces, pues con dos docenas de huevos y media hogaza
para pan rallado se hartan cien hombres, gracias al sabroso ajilimójili
en que ella rehogaba las livianas tortillas después de haberlas frito, y
en cuyo caldo se remoja pan y se convierte en sopas, que se engullen con
deleite. A este plato de su invención Juana dio el nombre de
_hartabellacos_.

Prometía la cena del miércoles ser muy divertida, amenizándola con sus
chistes un criado muy gracioso que tenía don Andrés y que hacía en todas
las procesiones el papel de Longino, soldado fanfarrón y galante antes
de dar la sacrílega lanzada y ciego después, que persigue al lazarillo,
el cual se le escapa y le hace en las procesiones mil burlas y
perrerías.

Lamentan algunas personas, pero yo no puedo menos de aplaudirlo en vez
de lamentarlo, que el señor obispo haya prohibido desde hace mucho
tiempo que salga en las procesiones otro personaje que salía antes, mil
veces más cómico que Longino. Era este personaje José, el hijo de Jacob,
porque, según decía el vulgo, no era ni fu ni fa. No era _ensabanado_,
porque, como primer ministro y favorito que había sido de Faraón, no
podía vestirse pobremente con sábanas. Y no era tampoco _encolchado_,
porque iba sólo con la túnica y no llevaba colcha, o sea, manto o capa,
a fin de indicar que la mujer de Putifar se había quedado con ella. El
que hacía de José solía ser el más chusco de los campesinos, que
aparentaba asustarse al ver muchachas bonitas en los balcones, y ya se
tapaba los ojos para no verlas, ya huía haciendo contorsiones y dando
chillidos.

Menester es confesar que hizo muy bien el señor obispo en prohibir la
aparición de esta figura, dado que sea exacto lo que se cuenta y que no
se exageren los melindres y chistes del fingido casto José. Comoquiera
que ello sea, el punto se puede pasar por alto, porque no es de los
esenciales en esta historia.

Lo esencial es que Juanita tuvo que pasarse sola y sin su madre casi los
dos días enteros y tuvo que esperar hasta las diez de la noche del
Miércoles Santo para poder hablar a su madre con reposo.

Por eso Juanita había citado a don Paco en casa de ella para media hora
después, para las diez y media.

Ahora me incumbe referir aquí, sin más digresiones, los casos memorables
en que intervino Juanita hasta que llegó dicha hora.



XXXVIII


Don Andrés Rubio, en medio del jaleo y trastorno que había en su casa,
estaba tranquilo sin mezclarse en cosa alguna. Sus dependientes y
criados, con la hacendosísima Juana a la cabeza, cuidaban de todo y se
esforzaban a porfía para que saliese con el mayor lucimiento.

Como la casa era tan espaciosa que a no ser por su sencilla rustiquez y
carencia de adornos arquitectónicos, pudiera pasar por palacio, don
Andrés, refugiado en sus habitaciones del piso principal, se sustraía al
bullicio, y, según he indicado ya, estaba tranquilo.

Enciéndase, con todo, que esta tranquilidad no era mental, sino
corpórea. Mentalmente el cacique estaba agitadísimo. Por medio del
maestro de escuela, a quien había hecho venir y con quien había hablado,
sabía ya cuanto el maestro de escuela sabía.

Don Pascual, creyendo hacer un bien a sus amigos, había revelado a don
Andrés los celos y la desesperación de don Paco, causa de su fuga; lo
que a don Paco había ocurrido en sus dos días de campo; el amor de
Juanita, tan enamorada de él como él de ella, y el sentimentalismo de
Juanita en favor de Antoñuelo y su deseo vehemente de salvarle hallando
los ocho mil reales para tapar la boca del tendero murciano.

Hasta aquí sabía don Pascual, y hasta aquí supo don Andrés, sin llegar a
saber lo del pagaré ni la visita de Juanita a don Paco, que fueron
sucesos posteriores y que don Pascual ignoraba. Don Andrés, por
experiencia propia, no era muy inclinado a creer en la virtud de las
mujeres. No tenía tampoco motivo alguno para hacer de Juanita una
excepción honrosa. Al contrario, la juzgaba desenvuelta, provocativa y
educada en plena libertad por una madre ordinaria e ignorante, de la
clase más baja de la sociedad y antigua pecadora más o menos
arrepentida.

Como hombre a quien la elevada posición no venía de abolengo, porque su
padre y él se habían levantado por saber y esfuerzos sobre la plebe a
que pertenecían, don Andrés, sin poderlo remediar, y más bien a causa
que a pesar de su entendimiento, tenía peor opinión de la gente menuda
que aquellos que desde tiempo inmemorial o después de una larga serie de
antepasados ilustres descuellan entre el vulgo. Suelen estos atribuir la
superioridad que tienen y el acatamiento que se les da a circunstancias
dichosas: a haber nacido donde han nacido; a una ficción social y legal
de que en lo íntimo de su alma no pueden jactarse. De aquí que sean
modestos en el fondo y que por naturaleza consideren igual o superior a
ellos a la más ínfima y cuitada criatura humana. Por el contrario, don
Andrés, como no pocas otras personas que por ellas mismas se encumbran,
se sentía muy superior a cuantos prójimos le rodeaban. Y como él era,
además, inteligente escrutador del valer propio, y se encontraba, aunque
apenas osaba confesárselo, con no pocos defectos o vicios, no podía
menos de atribuir o de conceder muchísimos más a cuantas personas miraba
en torno de él, dominándolas y humillándolas.

Así predispuesto y valiéndose de los datos que ya tenía, trazó don
Andrés en su mente el carácter de Juanita y compuso a su manera la
historia de la muchacha.

Para explicarse el empeño que ella formaba en salvar al hijo del
herrador, dio por cierto que había sido muy prematuramente su amiga. Y
en el amor de Juanita a don Paco no vio más que el plan de casarse con
el hombre más importante que después de él había en la villa.

Ambos planes repugnaban extraordinariamente al cacique. Querer salvar a
Antoñuelo, aunque Antoñuelo fuese su pariente más o menos lejano, le
parecía detestable y absurda aberración. Lo que convenía era la
condenación de Antoñuelo para escarmiento de otros pícaros y para
seguridad y descanso de las personas pacíficas y honradas. Don Andrés
había censurado siempre la compasión malsana que los criminales suelen
inspirar en nuestro país y había apludido la impaciente severidad con
que los yanquis linchan sin escrúpulo a quien la justicia anda reacia en
dar el merecido castigo.

El casamiento de don Paco con Juanita le parecía aún mayor
monstruosidad. Acaso en un principio Juanita gustaría de don Paco, pero
pronto sentiría la desproporción de edad, porque la de don Paco era
triple que la de ella, de suerte que don Andrés preveía y deploraba
proféticamente que Juanita acabaría por poner en ridículo al ilustre
secretario del Ayuntamiento y por hacerle muy desgraciado. Por otra
parte, don Andrés temblaba al pensar en el furor de doña Inés cuando
descubriese que Juanita, con su hipocresía y sus embustes, la había
estado engañando, y que en vez de meterse monja se casaba con don Paco,
y daba por madrastra a ella, enlazada ya con la familia más noble de
toda aquella comarca después de la familia del duque, a la hija
ilegítima de una mondonguera.

Doña Inés, si tal cosa se realizase, sería capaz de tener un ataque de
rabia o de estallar como una bomba.

Calculaba don Andrés que él podía prestar dos muy importantes servicios:
uno, a doña Inés, impidiendo que su padre la avergonzase casándose con
una muchacha de tan ruin y humilde clase, y otro a don Paco, abriéndole
los ojos, para que al fin comprendiese que Juanita no le quería sino por
interés, y que él no debía casarse con ella por ser indigna de su
cariño.

El desengaño sería cruel para don Paco; pero don Andrés se disculpaba la
crueldad recordando aquello de «quien bien re quiere te hará llorar» y
lo otro de «la letra con sangre entra».

Al prestar estos dos servicios no se le ocultaba a don Andrés lo mucho
que él se exponía. Se exponía, por una parte, a que doña Inés llegase a
saber que él quería seducir o había seducido a Juanita, lo cual
enfurecería a doña Inés por dos razones: porque contrariaba sus planes
místicos de que Juanita fuese monja y porque deslucía o manchaba el
amor, sin duda platónico, con que el propio don Andrés la estaba, hacía
más de siete años, complaciendo, tal vez poetizándole la vida y
consolándola de tener un marido tan perdulario. Y se exponía, además, a
que don Paco no quisiese aguantar la lección, prescindiese de todos los
favores que le debía y le buscase camorra.

Don Andrés no se arredraba ante la previsión de un duelo. Manejaba bien
la espada y la pistola, y don Paco no sabía de esgrima y jamás había
tomado una pistola en la mano; pero bien podía don Paco, como lugareño
que era y nada acostumbrado a perfiles y a ceremonias, perder un día la
cabeza y rompérsela a él, porque tenía la mano pesada y manejaba bien el
garrote, de lo cual, aunque pacífico, había dado ya diversas pruebas,
además de la que salió tan cara a Antoñuelo.

La primera vez huyó don Paco porque se juzgaba desdeñado de Juanita y
razonablemente no podía darse por ofendido ni de que ella favoreciese a
otro, ni tampoco del amante favorecido.

El caso era muy diferente; don Andrés, aunque no lo sabía, sospechaba
que Juanita y don Paco se verían o se habrían visto y estarían de
acuerdo. Cualquier favor, por consiguiente, que a él hiciera Juanita
sería una infidelidad de esta, y para don Paco un agravio, que
probablemente no se resignaría a sufrir y del que resolvería tomar
venganza.

A pesar de tales inconvenientes, don Andrés no se arredraba. Se sentía
picado de que a él, omnipotente en Villalegre, se le desdeñase de aquel
modo. El mismo desdén estimulaba más su deseo. Hasta por amor propio
quería a toda costa triunfar de Juanita. Ardua era la empresa, pero él
no se la figuraba tan ardua. Juanita había coqueteado con él y le había
provocado. Era cierto que, cuando la besó en la antesala, ella le
rechazó con furia; pero ¿no fue, acaso, furia fingida porque entró don
Paco y le vio entrar ella? Don Andrés dio por seguro que fue furia
fingida.

«Ya veremos--decía para sí--si me rechaza donde y cuando esté ella
segura de que no entrará don Paco a interrumpirnos.»

A pesar de su momentánea rivalidad, don Andrés quería de corazón a don
Paco, reconocía todo su mérito, apreciaba todos sus servicios y distaba
mucho de querer hacerle el menor daño. Lejos de eso, lo que anhelaba
era desengañarle en sazón y oponerse a su absurda boda.

De todos modos, a fin de precaverle contra el peligro de que don Paco no
gustase de ser desengañado, y de que en un instante de celosa locura
llegase al extremo de apelar al garrote, don Andrés, que de ordinario no
llevaba armas, tomó un pequeño revólver de seis tiros y se lo guardó en
la faltriquera.

Antes de salir de casa, a eso de las diez de la mañana, habló don Andrés
con el criado de mayor confianza y más listo que tenía. Era su
secretario, su ayuda de cámara, su confidente favorito y al mismo tiempo
su bufón, porque tenía mucho chiste: baste decir que hacía de Longino en
las procesiones.

Don Andrés, recomendándole el más profundo sigilo y la mayor cautela,
hubo de hablarle así:

--Deseo y necesito tener una entrevista a solas con cierta persona, que
de seguro no querrá venir a mi casa, al menos la vez primera, aunque
después aprenda el camino y venga con gusto. Posible es también que
dicha persona se niegue a recibirme sí yo directamente, o valiéndome de
ti, pido a ella que me reciba. Importa, pues, que tú te dirijas a la
criada de dicha persona y ganes su voluntad, con presentes o comoquiera
que sea, para que ella hable con su ama y la convenza y la indine a
darme la cita. Quiero que esto sea en todo el día de hoy o en el de
mañana, hasta las nueve de la noche. Durante este tiempo la ocasión es
propicia y conviene no perderla. Acaso ocurra que la persona que yo
pretendo me cite no se preste a confesar que accede a la cita y gusta de
aparentar que yo, por traición de su criada, entro, a pesar suyo, en su
casa y la sorprendo. Para que nadie se entere, porque no quiero
disgustar ni ofender a nadie, debe ser la cita, y debo ir yo a ella,
después de anochecido.

--¿Y quién es la persona que ha de citar a vuecencia y que gasta tanto
melindre?--se atrevió a preguntar Longino.

--Pues la persona--contestó don Andrés bajando más la voz--es Juanita la
Larga.

Muy sorprendido se mostró Longino al oír esto, lo cual agradó sobre
manera a don Andrés, porque era prueba evidente del misterio y del
disimulo con que él hasta entonces había perseguido a la muchacha.
Cuando Longino no había sospechado lo más leve, era indudable que nadie
en el lugar lo sospechaba, y que el secreto hasta entonces se había
guardado entre don Paco, él y ella.

Muy satisfecho Longino del encargo delicadísimo que su señor acababa de
confiarle, prometió hacer prodigios de destreza para que nada se
divulgase y para que todo se lograse. Informó, además, a su amo de que
Rafaela, la criada de ambas Juanas, a quien él conocía, era muy callada,
muy lista y muy experimentada, porque frisaba ya en los cincuenta años y
la había corrido en su mocedad, y si bien la Fortuna siempre le había
sido adversa, ella sabía dónde le apretaba el zapato.

--Otro gallo le cantara--dijo Longino--y no estaría de fregona si la
Fortuna no fuese tan caprichosa y tan ciega.

Terminado este coloquio, todavía antes de salir de casa tuvo don Andrés
otra conversación interesante.

Quien habló con él fue una mujer que entraba a verle con frecuencia y
que le traía y llevaba recados de la señora doña Inés López de Roldan,
sin duda para los negocios y obras de caridad que ellos trataban y
hacían juntos.

La interlocutora de don Andrés, ya comprenderá el lector que fue
Serafina.

Venía a decirle que su ama quería hablar con él y que le rogaba que
fuese a su casa a la hora de la siesta.

Tan preocupado estaba don Andrés que, por más que el menor deseo de doña
Inés fuese para él soberano mandato, se excusó de ir por la multitud de
quehaceres que le agobiaban y sólo prometió ir a la tertulia por la
noche.

Para que doña Inés se entretuviese en su soledad o en compañía de
Juanita la Larga, dio don Andrés a Serafina dos bellísimos libros
devotos que acababan de reimprimirse en Madrid, y que el librero Fe le
enviaba, sabedor de las inclinaciones ascéticas y místicas de la señora
principal de Villalegre. Eran estos dos libros _Tratado de la
tribulación_, de fray Pedro de Ribadeneyra, y _La conquista del reino de
Dios_, de fray Juan de los Angeles.

Serafina dio a entender a don Andrés que su ama tenía grandísima
curiosidad de saber quién había apaleado a Antoñuelo y por qué motivo. Y
juzgando don Andrés que la verdad era el mejor disimulo en este caso,
contó a Serafina, para que se lo refiriese a su ama, que don Paco,
después de haber vagado por extravagancia y capricho, descubrió el
secuestro del tendero murciano, y que para libertarle, y aun para
defender la propia vida, tuvo que apalear al hijo del herrador, sin
conocerle hasta después, porque llevaba carátula. Todo se explicaba así
con la misma verdad, y don Andrés alejaba de la mente de doña Inés hasta
la menor sospecha.



XXXIX


Juanita, después de haber declarado su amor a don Paco y después de
tener por seguro que no procesarían a Antoñuelo, se puso tan contenta y
se aquietó de tal suerte, que desistió de todo propósito de venganza
contra doña Inés, a pesar de lo mucho que doña Inés la había molido. Se
arrepintió también de su prolongado disimulo y se propuso, sin
retardarlo ya más que hasta el día siguiente, miércoles, entre diez y
once de la noche, hacer público su noviazgo y su futuro casamiento con
don Paco.

Hasta entonces tenía ella una vaga esperanza de poder preparar el ánimo
de doña Inés, a fin de evitar su enojo; pero si esto no se lograba,
Juanita estaba decidida, contando con la decisión de don Paco, a
arrostrar el enojo de doña Inés y el de todo el mundo y a hacer su gusto
casándose, aunque ella, su futuro y su madre tuvieran que abandonar por
insufrible el pueblo de Villalegre, perdiendo la posición que en él
gozaban.

A Juana la había visto un breve instante; pero confiaba tan poco en su
circunspección y en la serenidad de su juicio, que no se atrevió a
decirle nada ni a informarla de sus proyectos de repente y sin preámbulo
alguno. Aguardó, pues, hasta el día siguiente, cuando su madre volviese
ya de casa de don Andrés después de concluido su trabajo, a la hora en
que había citado a don Paco, para que él también hablase a su madre y
los tres se pusiesen de acuerdo.

Entre tanto, Juanita creyó prudente y decoroso no ver a don Paco, y
violentándose, le impuso la condición de que no la buscase ni tratase de
verla. Juanita tenía tantos negocios que arreglar y tantas cosas en que
pensar y que hacer, que no quería que por lo pronto la distrajesen de
ello sus amores. Era Juanita devotísima de la Virgen de la Soledad, y
subió a la iglesia que está cerca del castillo y donde se venera su
imagen a darle gracias por los beneficios ya recibidos y a rogarle
fervorosamente para que le fortaleciese en sus propósitos, que ella
creía santos y buenos.

Casi toda la gente estaba en la parte baja y llana de la villa. La parte
alta, donde está el castillo y la antigua iglesia, se hallaba aquel día
muy solitaria.

Juanita oró largo rato en el templo, casi desierto. Al salir de él tuvo
la desagradable sorpresa de encontrarse con don Andrés, que la había
espiado, que la había visto subir, que la había seguido, y que la
aguardaba a la puerta.

Grandes fueron la desazón y el sobresalto de la muchacha. Aunque ella
creía haber disipado todos los celos de don Paco y haberle inspirado
confianza bastante para que no la vigilara, todavía temió que don Paco,
o la viese en compañía de don Andrés o supiese por alguien que iba en su
compañía, y aunque contra ella no formase queja, acabase por ofenderse
de la obstinación con que don Andrés la perseguía y rompiese con él de
una manera estruendosa.

Su desazón y sus temores se acrecentaron al ver que don Andrés se acercó
a ella; la acompañó mientras bajaba la cuesta, la requebró con más
fervor que respeto, le recordó los besos de la antesala y le hizo las
más atrevidas proposiciones. Como don Andrés ignoraba el concierto de
Juanita con el tendero murciano, venció su repugnancia a dejar impunes
ciertos delitos, y entre otras ofertas, hizo a Juanita la de dar los
ocho mil reales para que no fuese acusado Antoñuelo.

--Ya no necesito el dinero, señor don Andrés--dijo Juanita--. Don Ramón
ha recuperado lo que se le debía y ha prometido callarse. Ahora yo
suplico a vuecencia que me deje y no me persiga, y que no me ofenda
proponiéndome lo que no puede ser. Y si vuecencia no se retrae de
seguirme por mí respeto, porque yo se lo suplico con humildad,
retráigase por el temor de ofender a personas que le son queridas.

--Yo no temo que esas personas se ofendan.

--Pues yo sí lo temo. Temo que se ofenda mi señora doña Inés, a quien
bien quiero y a quien debo mil favores. Y temo más aún que se ofenda don
Paco, quien..., fuera disimulo, ya es tiempo de que lo sepa vuecencia si
no lo sabe..., es mi novio.

--¿Y cómo--dijo don Andrés--recelas tú que don Paco se escape otra vez y
se vaya a vagar por esos andurriales?

--Mucho me pesaría--replicó Juanita--de que hiciese tal cosa; pero en
esta nueva ocasión no sería eso lo que él haría, sino algo que yo
lamentaría mil veces más. Yo quiero que él y vuecencia, a quien debe él
tantos favores, sigan siendo buenos amigos. Para ello es indispensable
que se reporte vuecencia y no me falte.

--Al contrario--dijo don Andrés sonriendo con sonrisa algo forzada--.
Quien me falta eres tú. Dame una cita para verte en tu casa a solas y ya
verás cómo no te falto. Todo será con recato y sigilo. Nada sabrán ni
don Paco ni doña Inés, y no tendrán de qué quejarse ni de ti ni de mí.

Llegaban en esto a la plaza, después de haber bajado la cuesta. Juanita,
sin hacer atención a las últimas palabras de don Andrés, y temerosa de
que la vieran con él, porque allí había mucha gente, exclamó con cierta
angustia:

--Por amor de Dios, señor don Andrés, déjeme vuecencia en paz y no se
comprometa ni me comprometa.

Don Andrés conoció sin duda que tenía razón la muchacha; cedió a su
súplica y se apartó de ella. Juanita volvió sola a su casa,
afligidísima, descorazonada y humillada al ver cuan poco respeto
infundía.

Era mayor su humillación al considerar que en aquellos dos días últimos
hasta el idiota de don Alvaro, a pesar de los sofiones de que había sido
objeto, había vuelto a las andadas, mostrándose con ella insolente y
atrevido.

Luego que entró Juanita en su cuarto, cerró los puños con cólera, se
echó boca abajo en la cama y sollozó con; amargura.



XL


Era doña Inés López de Roldan personaje de carácter tan enrevesado y
complejo, que a menudo me arrepiento de haberla sacado a relucir como
una de las dos heroínas de esta historia, porque hallo difícil
describirla bien y transmitir a mis lectores concepto igual al que tengo
formado de ella, investigando y dilucidando con claridad el móvil de sus
pasiones y de sus actos.

Ella misma, como era reflexiva y pensadora, y como en sus ratos de ocio,
que no eran pocos, había leído y aprendido bastante, se afanaba por
lograr el propio conocimiento y lo encontraba harto oscuro.

Las doctrinas de esto que llaman teosofía, novísima en Europa, aunque
antiquísimas en la India, no habían aportado aún por Villalegre, y doña
Inés no podía, fundándose en ellas, suponer que su ser íntimo constaba
de siete diversos principios; pero doña Inés sabía que Platón daba, poco
más o menos, tres almas a todo ser humano. Haciéndose, pues, platónica,
se puso a sospechar que ella tenía tres almas.


Confirmó sus sospechas y casi las convirtió en certidumbre el ver que,
lejos de tener algo de mérito aquel pensamiento, concordaba en cierto
modo con la más sana y católica filosofía.

Uno de los libros que con frecuencia y gusto leía doña Inés era el que
escribió el iluminado y extático varón fray Miguel de la Fuente acerca
de _Las tres vidas del hombre_. De aquí que no titubease doña Inés en
compaginar que tenía tres vidas. Yo también lo imagino, y casi me atrevo
a darlo por seguro. Sólo de esta suerte atino a entrever el tenebroso
enigma de su figura moral y de su extraña condición y naturaleza.

Había en doña Inés tres energías o poderes distintos, escalonados y
sobrepuestos, ora de acuerdo los tres, ora independientes y en guerra,
aunque formando, durante esta vida mortal, la unidad inseparable de su
singular individuo.

Para cada uno de estos poderes se había buscado doña Inés un ministro, o
si se quiere, una ministra. Para su alma sensual, que entendía y se
empleaba en las cosas y negocios corpóreos y vulgares, tenía a Crispina,
que la ponía al corriente de todos los sucesos del lugar sin elevación
ni trascendencia. Para su alma sentimental, concupiscible, irascible y
discursiva; para su facultad y aptitud de aborrecer, amar y calcular,
sobre todo en relación con lo temporal visible, tenía a la discreta
criada Serafina. Y para el alma pura o ápice del alma para la suprema
porción de entendimiento y del afecto, porción toda espiritual y divina,
simple inteligencia o mente, había estado doña Inés sin ministra durante
largos años, hasta que por último la había hallado o la había creído
hallar en Juanita la Larga, a quien tan injustamente despreció y odió de
oídas y al verla por vez primera.

Fue como perla que se descubre en un muladar y que se estima más cuando
el que la descubre se persuade de que es fina. Fue flor como hallada en
tierra inculta, fuera de la cerca del huerto que se cultiva, por eso
mismo sorprende y enamora más, celándola quien la posee por el temor de
que la huelle y pisotee a su paso algún animal inmundo.

Así se comprende, en mi sentir, el amor y celoso cuidado con que doña
Inés miraba a Juanita, que era ya para ella lo más ideal de cuanto podía
concebir en lo humano.

Tal vez doña Inés reconocía con dolor que su propia alma suprema se
había inficionado e impurificado un tanto por culpa de circunstancias
exteriores que habían hecho prevalecer y triunfar en varios puntos las
otras dos almas, inferior y media. Y a fin de que no se le inficionase
también el alma pura y superior de la amiga y ministra que había
encontrado y que era su regalo y consuelo, quería doña Inés que Juanita
fuese monja, o sea, transplantar la flor del campo abierto y sin defensa
al huerto cerrado y defendido; pero como al propio tiempo se complacía
y deleitaba con tener a Juanita cerca de sí, vacilaba aún y retardaba el
día en, que pensaba obligar a Juanita a retirarse al claustro.

En el momento presente de nuestra historia prevalecía en doña Inés el
empeño de empujar a Juanita hacía el monjío. Preveía para ella peligros
inminentes y ansiaba salvarla, aun a costa de privarse de su agradable
presencia y de su dulce trato.

Se comprenderá qué clase de peligros temía la señora de Roldan si
echamos una ligera ojeada retrospectiva y ponemos al lector en
antecedentes.

Dios me libre de ser calumniador y de pecar de malicioso. Quizá fuesen
ponzoñosas hablillas de la malvada lengua del boticario, a lo que
parece, acérrimo enemigo de Serafina.

Serafina, que era también burlona y maldiciente, murmuraba, y haciendo
mucha befa había referido por todas partes que la hija menor del
escribano, de cuya mala salud y ruin catadura se ha dado ya cuenta,
estaba prendada del boticario y le deseaba como marido, aunque sólo
fuese para no ser menos que su hermana mayor, doña Nicolasa, la cual iba
pronto a casarse con Pepito, el hijo del albardonero, famoso doctor en
leyes. Sólo se aguardaba para celebrar la boda que el diputado sacase al
novio un empleo de diez o doce mil reales que le habían pedido hacía más
de un año. Doña Nicolasita estaba más impaciente que nadie; echaba mil
maldiciones al diputado, decía que no servía de nada y conspiraba para
que en las próximas elecciones eligiesen a otro que sacase empleos con
más facilidad y prontitud.

Entre tanto, o de veras o fingiéndolo, había enfermado su hermana menor,
y el boticario, que con permiso del médico visitaba también y tenía
bastantes igualas, era quien asistía a la enfermita, y tenía que
visitarla dos veces al día o por lo menos de diario.

Don Policarpo no se daba por entendido de la verdadera enfermedad y
distaba mucho de querer aplicarle el conveniente remedio.

La iguala que tenía con el escribano era de las más cuantiosas del
lugar: cada año cincuenta reales. Esto, no obstante, le parecía muy poco
para pagar tanta visita, por lo cual, según Serafina, el boticario
buscaba compensación recetando mucho y obligando al escribano a gastar
su dinero en potingues de los que él elaboraba en su casa.

Yo me inclino a presumir que, ofendido el boticario por las burlas de
Serafina sobre el mencionado negocio, divulgó contra ella lo que voy a
contar como me lo han contado, sin-responder de que sea verdad,
exageración o mentira.

A lo que parece, don Alvaro Roldan, que andaba antes extraviadísimo,
lejos de su casa, muy a menudo en otras poblaciones entregado a mil
liviandades y francachelas y gastándose los dineros con doncellitas
andantes que hospedaba en sus caserías, se había vuelto sedentario,
casero, morigerado y mucho más económico. El pícaro del boticario
colgaba a Serafina el milagro de esta conversión, y aun se atrevía a
sostener que la señora doña Inés hacía la vista gorda y no se percataba
de tal milagro, cuya comodidad y baratura no podía menos de celebrar en
el fondo del alma.

Como quiera que fuese, la verdad es que Serafina, que jamás notó que don
Andrés persiguiese a Juanita, aunque si lo hubiera notado no lo hubiera
dicho, porque no le convenía decirlo, notó muy bien los atrevimientos de
don Alvaro y sus persecuciones a Juanita, y enojada y temerosa de una
usurpación de atribuciones, acudió a doña Inés con el soplo.

Al principio no dio doña Inés grande importancia a la acusación; pero en
aquellos últimos días la renovó Serafina con tal vehemencia e
insistencia, que doña Inés se puso sobre ascuas.

Se puso como se pondría apasionada jardinera si viese que un sapo u otro
bicho feo y viscoso tratara de deshojar o marchitar la planta florida
que más la deleitase.

Doña Inés estaba furiosa contra el sapo y llena de miedo también de que,
interviniendo el diablo, que todo lo añasca, pudiese conseguir el sapo
su detestable propósito. La misma inocencia de Juanita y la libertad y
el abandono en que vivía, sin el arrimo y el consejo que suele prestar la
prudencia de una madre, aumentaban el sobresalto de doña Inés. De aquí
que ahora estuviera impaciente por consumar su sacrificio de separarse
de la muchacha enviándola a un convento cuanto antes mejor.



XLI


De harto mal talante, y a fin de no faltar a la costumbre convertida ya
en deber, Juanita acudió a casa de doña Inés para las lecturas y
coloquios que ambas tenían a solas.

Aquella tarde no hubo lectura, a pesar de los nuevos libros devotos que
doña Inés había recibido.

La agitación de la ilustre señora no le consentía leer ni tratar de
nada que no estuviese en inmediata relación con el punto o que no fuese
el punto mismo que la traía tan inquieta y azarada.

Lo que hizo doña Inés fue extremarse con Juanita en demostraciones de
cariño. Ella misma se calificó de pastora y apellidó a Juanita inocente
cordera, dándole a entender, casi con lágrimas y con entrecortados
suspiros, el fundado temor que la afligía de verla entre las uñas y los
dientes del lobo. Persistiendo en su metáfora pastoril, exclamó:

--Sí, hija mía; mi dolor sería inmenso si por imprevisión y descuido te
dejase yo caer entre las garras de la infame bestia que anhela devorarte
y viese el cándido vellón de la cordera teñido en sangre y manchado con
la impura baba del monstruo. Es menester que yo te defienda y te ponga
en salvo. Por mí sola no puedo vigilarte. Lo que puedo hacer, y haré, es
conducirte pronto al redil, donde irás dócil y estarás segura. No
acierto a encarecer, ni tú acertarás a figurarte cuan inmenso será mí
sacrificio al separarme de ti, porque eres mi consuelo y mí encanto.
Pero Dios quiere que nos separemos y tendré que conformarme con su
voluntad.

Juanita, más sorprendida que asustada, abría mucho los ojos y no sabía
qué responder ni qué pensar de todo aquello. Seguía silenciosa y sólo
decía para sí:

«¿Qué monstruo será este que, según doña Inés, trata de devorarme?
¿Sabrá ella que don Andrés me persigue y me solicita, y le llamará por
eso monstruo e infame bestia? Como quiera que ello sea, yo no me atrevo
aún a decirle que no me da la gana de ir al redil y que fuera de él, y
sin pastora ni nada, ya cuidaré que no me coma el lobo. Lo mejor, por lo
pronto, es callarme y aguantar sus majaderías. El redil está lejos aún y
ya tendré ocasión de sublevarme, de arrancar el cayado de manos de la
pastora y hasta de sacudirle con él sí se obstina en guiarme y en
disponer de mí a su antojo.»

Con esta bien meditada resolución, Juanita iba, sin embargo, agotándose.
Bien podríamos asegurar que a Juanita no le quedaba ya paciencia ni para
veinticuatro horas. Mucho le dolía no sacar al fin la menor ventaja de
su sufrimiento y de su disimulo durante año y medio, y tener que
retroceder al estado de guerra y a la situación en que después del
sermón del padre Anselmo se había colocado. Por esto determinó sufrir
aún y esperar hasta el siguiente día.

Después de despedirse de doña Inés a las siete de la noche para volver a
su casa, Juanita se encontró en la antesala con el señor don Alvaro, el
cual vino hacia ella con suma galantería, y le dijo:

--Ingrata, cruel hechizo de mi vida, ¿por qué eres tan tonta y tan
terca? Quiéreme y amánsate. No sabes lo que te pierdes con no quererme.

--¿Qué he de perder yo, so peal?--contestó Juanita dándole un bufido,
porque allí no había la menor razón para que ella refrenase su cólera.

Bajó las escaleras, y antes de salir a la calle se encontró en el zaguán
con don Andrés, que estaba aguardándola en acecho y que intentó
retenerla asiendo su cintura.

Con ligereza se escapó Juanita sin que don Andrés la tocara, y se puso
en la calle de un brinco. Don Andrés la siguió.

--Déjeme en paz vuecencia--dijo ella--; no sea pesado, no sea
imprudente. Mire que puede salirle mal este juego.

--¡Hola, hola! ¿Te me vienes con amenazas?

--No son amenazas, son advertencias amistosas, señor don Andrés. Yo no
pretendo asustarle, sino persuadirle de que tiene ya dueño lo que
vuecencia pretende poseer por un liviano capricho o por antojo de un
momento.

--No quiero yo--replicó don Andrés con insolencia--privar al dueño de su
propiedad. Imagínatela como un hermoso jardín. ¿Dejará de ser suyo y
perderá el jardín su lozanía y sus primores porque un forastero de buen
gusto y sigiloso entre en él por algunos momentos o de cuando en cuando
y goce de sus flores, de su verdura y de sus galas?

--Señor don Andrés, el jardín de que aquí se trata no tiene verduras ni
flores sino para su amo. Para los demás, sin excluir a vuecencia, sólo
tiene ortigas, aulagas, cardillos y cardos ajonjeros. Conque así no
suene vuecencia con entrar en él para deleitarse, porque se expone a
quedar preso y pegado con el ajonje, y a salir respingando, picado por
las ortigas y todo cubierto de pinchos y de púas.

Mientras hablaba así y mortificaba a don Andrés, Juanita apretaba el
paso, y cuando estuvo ya cerca de su casa dio una carrerita, llegó a
ella, abrió a escape con la llave que guardaba en el bolsillo y cerró la
puerta de golpe.

Tratando de distraer su mal humor, Juanita se puso a coser con
precipitación, como si tuviese que terminar una tarea.

Rafaela, la vieja criada, entraba y salía con frecuencia en la sala
baja, donde se hallaba Juanita, y abandonando la cocina dejaba ver que
tenía mucha gana de enredar conversación con la joven. Le habló varias
veces, pero distraída Juanita por sus pensamientos, sólo respondía con
monosílabos, sin dar pábulo a la conversación, y la conversación
expiraba.

Rafaela se quedó una vez mirando en silencio la costura de la joven, y
luego dijo:

--¡Ay, niña, qué pena me da de verte tan afanada trabajando siempre! Tu
madre también trabaja mucho. ¿Y qué ganan ustedes con esto? Muy poco. El
trabajo de las mujeres está muy mal pagado. Es casi imposible el ahorro.
Lo comido por lo servido. Vienen las enfermedades y la vejez y traen
consigo la miseria. Entonces solemos arrepentimos de no haber sabido
aprovecha la juventud y de haber desperdiciado las buenas ocasiones.

--Veo que estás muy sentenciosa, Rafaela--interpuso Juanita--. ¿Qué
quieres indicarme con eso?

--Pues quiero indicar que tú vives con mil apuros, te cansas la vista y
te estropeas las manos trabajando, y dejas que tu madre trabaje también
como un azacán. Y todo ¿para qué? Para vivir pobremente, comer mal y
andar por esas calles hecha un guiñapo, cubierta la cabeza con un
mantoncillo de mala muerte, cuando si tú quisieras podrías ir vestida
como una reina y ser la envidia de las más encopetadas y ricas señoras
de este lugar, sin que la propia doña Inés dejara de contarse en el
número de las envidiosas.

--¿Y cómo he de hacer yo ese milagro?--preguntó Juanita.

--Nada hay más fácil--contestó Rafaela--. Estamos solas y te hablaré sin
rodeos. Hay un hombre, el más poderoso del lugar, que se pirra por tus
pedazos. Con tu sandunga le tienes embobado, y con tu desdén le tienes
frito. Todo depende de ti. Deja de ser arisca, pronuncia una sola
palabra y tendrás cuanto quieras.

Disimulando su enojo con una sonrisa, dijo entonces la muchacha:

--¿Y qué palabra es esa que he de pronunciar? ¿Qué conjuro es ese que ha
de poner en mis manos por arte mágico tan pasmosas riquezas? ¿Quién es
el hechicero que acudirá a mi evocación y que será tan generoso conmigo?

--¿Pues quién ha de ser, niña?--contestó Rafaela al ver o al imaginar
que se recibían sin enojo sus insinuaciones--, ¿Quién ha de ser sino el
propio excelentísimo señor don Andrés Rubio?

--¿Y por dónde lo sabes tú? ¿Quién te encomendó que me vinieses con ese
recado?

--Me lo encomendó..., nada más natural..., el confidente de don Andrés.
Me lo encomendó Longino.

--Ahora lo comprendo: como Longino es tan bromista ha querido darnos una
broma, porque supongo que no me tomará por Cristo ni pensará en darme la
lanzada.

--Ni lanzada ni broma. Longino te mira con el mayor respeto porque eres
el ídolo de su señor, y pretende con toda seriedad, que recibas a su
señor en tu santuario.

--Pues mira, Rafaela--contestó Juanita--, di a Longino con toda seriedad
también, que es un galopín sin vergüenza, y que él y su amo vayan a
escardar cebollinos.

--No te alteres, hija; no te subas a la parra--dijo Rafaela al ver
enojada a Juanita--. ¿Qué se pierde ni qué ofensa se te hace en tentar
el vado?

--Mejor será que tiente usted al diablo, tía bruja. ¡Arre, fuera de
aquí; móntese usted en el escobón y transponga al aquelarre!

--No es para tanto furor. Yo te lo proponía por tu bien y sin interés
alguno. De desagradecidos está el infierno lleno.

Rafaela se fue a la cocina refunfuñando.

Juana volvió poco después de casa del cacique.

Juanita siguió guardando silencio, sin decirle nada de lo ocurrido.

Aquella noche estuvo Juanita inquieta y desvelada. Su orgullo, en su
sentir humillado, le hería el corazón y no le dejaba dormir. ¿Conque no
podría ella, por sí misma y libre, hacerse respetar? ¿Sería menester
acudir a don Paco para que la defendiera, comprometiéndose? ¿Tendría
razón doña Inés en aconsejarle que fuese monja? ¿Eran tan viles sus
antecedentes que no podría ella ser estimada y acatada sino bajo la
protección y tutela de un hombre generoso que le tendiese la mano y la
sacase del fango en que al parecer había vivido?

Estas y otras semejantes reflexiones atormentaban horriblemente a la
muchacha y espoleaban su soberbia.

Triste y ojerosa se levantó apenas fue de día.

Dos o tres horas estuvo cavilando, rabiando y formando distintos
proyectos.

Varias veces pensó en ir a ver a don Paco, a quien había prohibido venir
a verla hasta las diez y media de la noche, y a quien se había
propuesto no ver antes. Pensó contarle la insolente pretensión de don
Andrés para que don Paco le tuviese a raya; pero pronto desistió de tan
cobarde propósito.

Al fin, como Juanita era muy devota, tomó su mantón y se fue a rezar a
la iglesia, esperando encontrar allí inspiración y consuelo.

Juana se había ido ya de nuevo a casa de don Andrés a continuar sus
ocupaciones culinarias y sus preparativos de la gran cena.

No ya esta vez en la iglesia de la Soledad, que está en lo alto del
cerro, sino en la nueva parroquia, antiguo convento de Santo Domingo,
donde fue tan maltratada por el sermón, Juanita estuvo rezando
fervorosamente durante mucho tiempo.

Al salir de la iglesia para volver a su casa se encontró con Longino de
manos a boca. Longino se acercó a ella, la saludó con socarrona finura y
le dijo en voz baja, casi al oído:

--No sea usted tan dura y tan sin entrañas. No deje morir a quien se
muere por usted de mal de amores. Déle la cita que humildemente le pide.

Juanita dio un paso atrás, como quien se aparta de objeto que le inspira
asco, y lanzó a Longino una mirada de soberano desprecio.

Longino no la comprendió.

Después, con todo sosiego y con toda la frescura de quien ha tomado una
resolución firme y sabe lo que dice y lo que hace, Juanita contestó:

--Diga usted a su amo que le aguardo esta noche en mí casa, a las ocho
en punto. Rafaela abrirá la puerta. Yo estaré sola en la sala alta.



XLII


Don Paco pasó varias veces aquel día por la puerta de la casa de
Juanita, pero no se atrevió a entrar en ella antes de la hora convenida.

Aunque Juanita le vio no quiso llamarle ni hablarle, tal vez por temor
de revelar involuntariamente cosas que quería tener calladas.

Hasta las cuatro de la tarde estuvo sin salir de casa, cosiendo con la
mayor tranquilidad.

Entonces llamó a Rafaela y le dijo:

--Oye, Rafaela: he mudado de opinión. Tus razones me han convencido.
Esta noche recibiré al señor don Andrés. Ya está avisado, y creo que no
faltará. Estáte a la mira tú; ábrele, si es posible, antes que llame, y
dile que suba a la sala alta, donde yo le aguardo. Tú no subirás ni
acudirás, suceda lo que suceda. Hasta que no vuelva mi madre ha de
parecer como si no hubiese nadie en esta casa, sino yo y el señor
Andrés. ¿Me has comprendido?

--Te he comprendido, y haré como lo dices--contestó Rafaela.

En seguida se marchó Juanita a pasar la tarde con doña Inés, según tenía
por costumbre.

Con gran devoción y serenidad leyó a su madrina no pocas devociones y
rezos propios de la Semana Santa, en que estaban.

Quiso en seguida doña Inés preparar y adoctrinar a Juanita para el
monjío, y echando mano a las obras del padre maestro Juan de Avila, a
que ella era muy aficionada, le leyó, con comentarios y anotaciones de
su cosecha, párrafos y aun capítulos enteros del muy edificante tratado
que el mencionado padre escribió para una monja, explanando profusamente
aquellas palabras del santo rey David, que dicen: «Oye, hija, e inclina
tu oreja y olvida tu pueblo y la casa de tu madre--aquí ponía doña Inés
madre en vez de padre, para que viniese mejor a cuento--, y codiciará el
rey tu hermosura.» Claro está que este rey era Cristo con quien quería
doña Inés que Juanita se desposase.

En extremo alabó y ponderó doña Inés los elevados pensamientos de
Juanita; pero añadió que, a pesar de esos pensamientos elevados, podían
brotar en su alma imaginaciones feas, de cuyas importunidades y peligros
debía defenderse.

El engreimiento y la soberbia son muy malos, enojan mucho al Cielo y tal
vez hacen que el Cielo, para castigarnos, para humillarnos o para
probarnos mejor, permita que los enemigos del alma le den feroces
ataques en la parte baja, mientras que su porción elevadísima se cree
punto menos que glorificada y en íntimos coloquios y en unión estrecha
con lo divino. Así Moisés, para ejemplo de esto, se hallaba en la cumbre
del Sinaí conversando con el Altísimo, y la plebe, entre tanto, se le
alborotó allá abajo, y se puso a adorar los ídolos y se entregó a
liviandades y torpezas. En vista de lo cual doña Inés aconsejó a Juanita
que desconfiase de sus bríos y que no se juzgase muy aprovechada y
segura de su poder sobre la plebe sediciosa ni muy adelantada en el
camino de la perfección, pues aunque siguiese el camino, bien podían
estar emboscados cerca de él y salirle al encuentro ladrones, que
intentasen robarle la joya de la castidad. Para la custodia de esta
joya, tanto más que la fortaleza, importan la modestia y el constante
cuidado.

Conviene no desechar el temor de perderla, y conviene huir del peligro,
porque quien ama el peligro en él perece.

Como doña Inés era muy elocuente, y los puntos susodichos se prestan a
variadas amplificaciones, el discurso de doña Inés, interrumpido a
trechos por Juanita, más que para acortarlo para avivarlo, duró hasta
después de las siete, que era lo que Juanita deseaba.

Cercana ya la hora en que había citado a don Andrés, Juanita consideró
indispensable hacer a su amiga gravísimas revelaciones.

--He oído con la debida atención--dijo la muchacha--todo lo que acabas
de decirme, y te confieso que estoy atribulada y amedrentada.

--¿Y cuál es la causa, hija mía, de tu tribulación y de tu susto?

--Pues..., fuera vergüenza...; a ti, que eres mi guía, debo confesarlo
todo. Tus consejos y advertencias de hoy vienen ya tarde. El
engreimiento y la soberbia se han apoderado de mí y me han hecho pecar
acaso mortalmente.

--¿Y cómo es eso?--interrumpió doña Inés, sorprendida y sobresaltada.

--Te diré la verdad--contestó Juanita--. Yo no he querido huir del
peligro, sino buscarlo y arrostrarlo para triunfar de él. No he querido
siquiera considerarlo peligro y lo he despreciado. Es más la necia y
constante amenaza me ha hecho perder la paciencia, y yo misma, para
acabar de una vez, he emplazado, citado y llamado a singular combate al
enemigo, que me tiene ya frita y harta de oír sus bravatas y
provocaciones.

--No te entiendo, explícate bien. ¿De qué bravatas hablas? ¿Quién es el
enemigo que te provoca?

--Es el enemigo un caballero principal, tan audaz como rico, el cual
entiende que no debe haber obstáculo que se le oponga ni voluntad que se
resista.

Muy poética y elevada idea daban las palabras de la muchacha del
caballero su enemigo; pero doña Inés supuso que la elevación y la poesía
eran obra de la imaginación de la muchacha, y despojando el concepto de
las mencionadas cualidades, pensó reconocer en él, sin la menor duda, a
su marido, don Alvaro, de cuyas pretensiones estaba ya informada por
Serafina y de cuyos atrevimientos andaba recelosa. Por algo a modo de
pudor no excitó a Juanita a que pronunciase el nombre del atrevido. Ella
creía saberlo sin que Juanita lo pronunciara.

Inquieta doña Inés, procuró investigar lo que más le importaba y dijo:

--Pero ¿qué cita es esa a que aludes? ¿A qué duelo, a qué singular
combate te preparas?

--Haré un esfuerzo--replicó la muchacha--; todo, todo lo sabrás, aunque
me condenes por audaz o me tengas por loca. El hombre de que te he
hablado me asedia, me acosa y viene a mí en la calle, en la iglesia y en
tu misma casa y me hace las más insolentes proposiciones. Espera
deslumbrarme y seducirme y que le rinda mi albedrío. La fatuidad con que
él presume y se jacta de lograr todo esto, me ha humillado, me ha vejado
y me ha ofendido. Quiero vengarme y me vengaré. Quiero desengañar a ese
hombre y le desengañaré con el más duro desengaño. Por sí mismo y por
medio de viles terceros se obstina en que yo le reciba a solas en mi
casa, y me pide una cita. Cansada yo de negársela, sin conseguir que
desista, que me respete, que forme de mí la opinión que debe y que me
trate como se trata a una mujer honrada, he accedido a la cita para que
venga y vea y sepa quién soy, y para tratarle como merece.

--¡Animas benditas!--exclamó doña Inés, poniéndose las manos en la
cabeza--. Tú no sabes lo que has hecho. Eso es aventuradísimo. Aunque
sepas resistir, aunque no caigas en la tentación ni peques, ¿no ves que
te expones a echar tu reputación por los suelos y a que ese malvado
seductor te venza, y si no te vence se vengue de ti deshonrándote y
suponiendo que logró lo que deseaba? ¿No adviertes cuan indecoroso es
para una doncella conceder esas citas, aun cuando sea con el fin de
quedar en ellas triunfante? ¿Qué horrores no estará él pensando de ti
desde el momento en que le concediste la cita? Es indispensable que le
envíes a decir que te arrepientes y que la cita ya no tendrá lugar.

Juanita conoció que el momento era llegado en que tenía que echar a
rodar su humildad y obediencia, declarándose independiente de su maestra
y amiga y manifestando lo enérgico e indómito de su voluntad, que a nada
ni a nadie se doblegaba.

Puesta en pie y yendo hacia doña Inés, le dijo:

--Tú no me conoces todavía. Yo no me arrepiento ni cejo. Bueno fuera que
creyese el tal señor que yo había tenido un momento de debilidad y que
luego me había arrepentido. ¿No adviertes que de ese modo me confesaba
yo culpada, si no del delito, del conato? No; yo no soy débil. Tú te has
empeñado en creerme cordera, y soy leona. Por el extraño afecto que me
has cobrado me requiebras y crees linsojearme comparándome a la Sulamita
y llamándome suave y graciosa como Jerusalén. Ya verás tú que también
soy terrible como un escuadrón de Caballería que carga a galope sobre el
enemigo.

Juanita, cerca de doña Inés, la fascinaba mirándola con ojos felinos,
cuya luz roja parecía mezcla de fuego y de sangre.

Luego prosiguió:

--¿Y qué decoro es ese al que me recomiendas que no falte? ¿Quién
reconoce ese decoro en la mal nacida como yo, en la hija de una mujer
que lava mondongos y hace morcillas para ganar su sustento? Todos me
menosprecian, me tratan mal y piensan peor de mí. Hasta ahora lo he
sufrido; pero ya se me agotó el sufrimiento. He de ser atroz si es
necesario. En los mismos libros que tú me has hecho leer no se ensalza
sólo la servil mansedumbre de Rut, sino más, si cabe, la ferocidad de
Judit, que degüella al capitán de los asirios, y la espantosa hazaña de
Jahel, que atraviesa con martillo y clavo las sienes de Sisara.

Notando Juanita que doña Inés se asustaba un poco al verla y al oírla
tan bárbaramente bíblica, prosiguió sonriendo:

--Pero no te apures ni te sobrecojas. No será menester tocar en tales
extremos; no llegará la sangre al río. Aunque será severa la lección que
yo dé, no pasará a ser tragedia, y quedará en sainete.

--Pero ¿qué piensas hacer, hija mía? ¿Qué frenesí es el tuyo?--preguntó
doña Inés, muy conmovida y cariñosa.

--Ya lo verás, si quieres--contestó Juanita--. Todo lo tengo pensado;
mas no has de saberlo como no lo veas.

--¿Y cómo? ¿Y dónde?

--Ven conmigo a mi casa. Sólo faltan algunos minutos para que llegue la
hora de la cita. Con tu presencia me infundirás valor.

--Eso ya es otra cosa--respondió doña Inés.

Doña Inés pensó, sin duda, en el rato de gusto que iba a tener
contribuyendo a chasquear a don Alvaro, que acudiría muy ufano a la cita
y se encontraría en ella a su austera consorte.

En efecto, si el lance pasaba así, más que tragedia sería sainete.

Doña Inés perdió el miedo y sintió la irresistible tentación de ver el
sainete y aun de hacer en él uno de los principales papeles.

--Está bien, Juanita--dijo--. Iré en tu compañía y te prestaré mi
auxilio. Muy fina prueba de mi amistad te daré con esto, porque yo
también puedo comprometerme.

--Entendámonos--repuso Juanita--. Yo no quiero tu auxilio. ¿Qué mérito
tendría entonces mi victoria? Tú no te comprometerás, porque te quedarás
escondida y nadie sabrá que has estado en mi casa. Y tampoco te
expondrás a ningún percance, porque verás los toros desde el andamio.

--Sí..., pero explícate...; no me hagas ir a ciegas...; explícate....

--Se va a pasar la hora. Urge ir a mi casa. No hay tiempo para darte
explicaciones, ni tú las necesitas. Ea, despáchate. Toma un mantón,
échalo bien a la cara para que no te la vean. La gente anda embelesada
con la procesión, que probablemente termina en este momento, y no
reparará ni en ti ni en mí.

Y hablando de esta suerte, la misma Juanita buscó un mantón, se lo puso
a doña Inés en la cabeza y, llevándola por delante de sí, la empujó y la
hizo andar.

Dominada doña Inés por aquella imperiosa criatura, se dejó llevar por
ella.

Ambas llegaron a casa de Juanita. Esta, para que Rafaela no viese que
entraba en su casa acompañada de otra persona, abrió la puerta con la
llave que tenía en el bolsillo.

Las dos mujeres, calladas y de puntillas, subieron a la sala alta.

Faltaban ya pocos minutos para dar las ocho.

La alcoba en que dormía Juanita no tenía más luz que la que entraba por
un ventanillo redondo, abierto sobre la puerta de la alcoba que daba
salida a la sala. En esta, y no en la alcoba, donde no había espacio
bastante, se lavaba, se peinaba y se vestía Juanita todas las mañanas.
En la alcoba apenas había más muebles que la cama, una mesita de noche,
un armario para vestidos y tres sillas.

Juanita llevó a doña Inés a la alcoba.

--Tú, subida en una silla, verás por ese ventanuco todo lo que pase.
Acaso no tengas poco de qué admirarte y de qué reírte.

Dicho esto, salió Juanita de la alcoba y dejó en ella a doña Inés como
presa, cerrando de súbito la puerta y echando por fuera la llave.

--¿Qué haces?--exclamó doña Inés--. ¿Qué necedad es la tuya? ¿Por qué me
encierras?

Juanita contestó riendo:

--Te encierro para estar segura de tu neutralidad. No te quiero por
aliada, sino por testigo. Cállate y mira.

Doña Inés, bastante enojada, replicó todavía:

--Abreme. ¿Tendré que arrepentirme de haberme fiado de ti? ¿Qué burlas
son estas?

--Perdóname, perdóname--dijo Juanita con voz suplicante y dulce--. Tú
eres mí madrina, mi protectora y yo no quiero ni debo burlarme de ti. No
dudes que conviene lo que hago. Cállate, por Dios. Ten paciencia. Mira y
observa sin hablar. Cállate. Oigo ruido. Nuestro hombre ha entrado en
casa. Ya sube por la escalera. ¡Chitón! Si él sospecha que hay alguien
aquí, darás un escándalo y harás una tontería.

Doña Inés se resignó y se calló.

Pocos segundos después entró don Andrés Rubio en la sala.



XLIII


Juanita no se arrepentía nunca de lo que había hecho, después de haberlo
reflexionado bien o mal; pero si su voluntad era firme y hasta terca, su
entendimiento vacilaba y cambiaba a menudo, porque, sucesivamente cuando
no al mismo tiempo, veía el pro y el contra de todas las cosas.

Al hallarse en presencia de don Andrés le asaltaron dudas y sintió algo
como remordimiento.

«¿Hasta qué punto--pensó--me puedo permitir la burla que quiero hacer a
este hombre, y hasta qué punto se la tiene merecida? ¿He sido
suficientemente acosada para llegar a este extremo?»

Como si ella misma se contestase, y sin dar tiempo a que don Andrés
dijese palabra, Juanita habló de esta suerte:--Perdone vuecencia, señor
don Andrés, si le he atraído a mi casa con algo que puede calificarse de
engaño. Me pidió vuecencia una cita amorosa, y yo se la he concedido....

--Pues entonces--dijo don Andrés--no es mi perdón, sino infinitas
gracias lo que tengo que darte.

--Así sería--dijo la muchacha--si yo, desmintiendo la lealtad de mi
carácter, no hubiese en esta ocasión engañado a vuecencia.

Don Andrés era un hombre de mucha calma y de bastante mundo. Presumió
que la muchacha quería hacerse valer, ir cediendo poco a poco y no
declararse, desde luego, vencida. Tomó, pues, una silla y se sentó con
mucho reposo, apercibiéndose a oír lo que la muchacha dijese y hasta a
contestarle discutiendo tranquilamente con ella. Aunque la discusión y
el coloquio durasen media hora, serían el andante de un dúo y harían más
vivo y más grato el _allegro_ que vendría después.

Echados estos cálculos y ajustando a ellos su conducta, don Andrés dijo:

--Veo con sorpresa que he venido a hacer aquí el extraño papel de tu
confesor. Te me confiesas desleal y engañosa. ¿Qué quieres? Feos pecados
son esos; pero la pecadora es tan bonita, que yo la perdonaré y la
absolveré si se arrepiente.

--De nada tengo que arrepentirme. Lo que he hecho lo he hecho porque no
podía por menos. Vuecencia me perseguía, me comprometía, me exponía y se
exponía a sí mismo a tener un lance con mi novio. He sido leal y no he
ocultado a vuecencia que tengo novio y que le quiero y que por nada y
por nadie del mundo le faltaré nunca. Vuecencia ha sabido por mi boca
que ese novio mío es su amigo de toda la vida. Si él debe a vuecencia
muchos favores, también vuecencia se los debe. Y si esto no le arredra,
y sí no desiste de perseguirme y solicitarme, ¿quién es aquí el desleal
y engañoso, vuecencia o yo?

--No hay de mi parte--contestó don Andrés--ni deslealtad ni engaño. El
lazo reciente que a don Paco te une bien puede desatarse con la misma
prontitud con que se ha atado. Ni a él ni a ti os conviene. A él y a ti
os sirvo y os valgo interviniendo para que el lazo se rompa. Quizá le
dolería a él por lo pronto, pero más tarde me lo agradecería. Más tarde
sentiría la satisfacción de verse libre de un absurdo compromiso.

--El compromiso--exclamó Juanita enojada--no es absurdo ni repentino.
Hace ya cerca de dos años que él me ama de amor, que me respeta cuando
todos me desdeñaban, que me trata como a una señora y como a una santa
cuando todos me juzgaban una perdida, que no ha sentido vergüenza ni ha
vacilado en ofrecerme su mano y en darme su nombre, que aun viéndose
desdeñado por mí ha seguido amándome y que me ha celado, y creyéndome
pocos días ha prendada de otro hombre o harto liviana para concederle
favores, ha faltado poco para que se muera de pena. ¿Qué hay, pues, de
absurdo ni de repentino en este compromiso? Yo le quiero, y sería la más
ingrata de las mujeres si no le quisiese. Yo le amo desde hace tiempo,
aunque hasta ayer no se lo he declarado y no le he dicho que soy suya.
Suya soy ahora y lo seré siempre, y sería yo muy vil si sólo con el
pensamiento y si sólo por un leve instante quebrantase la fe que le
tengo prometida.

--Todo esto estará muy bien. No vengo aquí a discutirlo contigo. Ni para
que tú me lo digas ni para que yo lo discuta te he pedido yo y tú me has
concedido la cita. Yo no soy un personaje ridículo y tú no tienes
derecho para querer hacerme objeto de una necia burla.

--Yo estaba exasperada, señor don Andrés, y si alguna falta hubo en mí,
harta disculpa tiene. Por mi humilde cuna, por mi baja condición social,
todos me despreciaban, incluso vuecencia. Confieso que he querido
vengarme de este desprecio, y aun convertirlo en acto de aprecio,
haciendo sentir a vuecencia que valgo más de lo que imagina.

--Ahí está tu equivocación, Juanita--dijo don Andrés--. Yo no he creído
que te menospreciaba y que te humillaba al requebrarte. Sobre poco más o
menos, tan plebeyo soy yo como tú y tan humilde es mi cuna como la tuya.
Si tu madre se emplea en adobar cerdos, mi padre, antes de hacerse rico
como arriero y como labrador, guardó los cerdos en sus primeros años,
porque fue porquerizo. Conque ya ves que nada nos debemos. Ya ves que es
una tontería imaginar que yo te he solicitado por la bajeza de tu
extracción. Lo mismo te hubiera solicitado y te hubiera perseguido,
porque me enamoras, aunque fueses una reina extraviada por estos
andurriales o la princesa heredera del mayor imperio del mundo. Además,
tú eres libre y yo también lo soy. ¿A qué juramentos, a qué deberes
hubiéramos faltado queriéndonos? ¿Me habías tú dado seriamente parte de
tu compromiso con don Paco? ¿No podría yo suponer que era una coquetería
sin formalidad ni consecuencia? Desengáñate: tú has querido mofarte de
mí sin motivo alguno; tú has querido vengar en mí agravios, imaginados o
reales, que otros y no yo te han hecho. A decir verdad, tú debiste
enamorar al padre Anselmo y atraerle a esta cita, si es que la cita
sigue siendo de burla. El y no yo fue quien reprobó que te vistieses de
seda. Lo que es yo, aprobé y aplaudí el verte tan bien vestida. Y por
mi gusto cada día estrenarías tú trajes mejores y más lujosos.

Juanita se aturdió un poco con esta no esperada salida del señor don
Andrés.

Casi receló que él tenía razón y que ella se había conducido irreflexiva
y arrebatadamente.

Al fin habló así:

--Yo no voy a sostener ahora que he procedido contra vuecencia con
motivo bastante. Lo que digo es que estaba, y aún estoy, fuera de mí.
Nada me importaría que me considerasen con la obligación de no vestirme
ni de seda, ni de lana, ni de algodón siquiera, sino de esparto. Lo que
me importa es que me respeten. ¿Qué segundo pecado original es el mío,
que no hay bautismo que lave? ¿Qué mancha indeleble ha caído sobre mí
que no hay nada que limpie? ¿Qué vicio innato hay en mi sangre del que
yo no puedo purificarla? ¿Por qué se supone tal mí flaqueza que necesite
yo refugiarme en un convento para resistir las seducciones y los
peligros del mundo? Crea vuecencia, señor don Andrés, que, aunque yo
tuviera vocación de monja, la perdería si imaginase que era para huir de
peligros que desprecio y que me siento capaz de arrostrar con el mayor
denuedo.

Don Andrés se sonrió, halló graciosa y algo disparatada a Juanita al
oírla quejarse y lamentarse de aquel modo, y le dijo con dulzura:

--Pero, hija mía, con todo eso que dices sólo me pruebas que estás
quejosa de doña Inés. Quéjate enhorabuena y no me hagas a mí
responsable. Ni yo quiero que te metas monja, sino todo lo contrario, ni
por más que miro alrededor de ti descubro los peligros que te cercan. Yo
no deseo que te vengues de doña Inés ni de nadie; pero, en todo caso, de
ella y no de mí tendrás razón para vengarte. Y perdona, además, que sea
franco contigo y que te acuse de un pecado constante y aun prolijo en
ti: tu hipocresía tenaz. Ha tiempo que debiste tener el valor de no
fingirte mística y devota, si no lo eras, y de decírselo a doña Inés y
no seguir engañándola. En tu franqueza pudo haber peligro, aunque tú lo
exagerabas; pero ya que te jactas de valiente, debiste hacer cara a ese
peligro sin apartarlo de ti por medio de una falsía.

Juanita se mordió los labios, se compungió un poco y empezó a sospechar
que, en vez de dar una lección, era ella quien iba a recibirla. Pronto,
no obstante, se repuso. La misma dureza de la acusación le hizo ver más
clara su injusticia.

Juanita no había tomado asiento como don Andrés. En pie se agitaba,
hablaba e iba de un lado a otro.

Parándose y encarándose con don Andrés, le dijo:

--¡Cuán injustamente me acusa vuecencia de hipócrita y de falsa! ¿Qué
había de hacer yo? La aprobación y el aplauso que vuecencia dice que me
daba eran tan ocultos como inútiles; eran la carabina de Ambrosio. La
reprobación general cayó sobre mí y sobre mi madre, y vuecencia no
protestó ni volvió por nosotras. Se supuso que yo era una perdida. Huyó
la gente de mí para evitar el contagio, como si yo tuviera la peste.
Hasta ese desventurado de Antoñuelo me insultó y me abandonó. Sólo don
Paco fue constante en amarme y en respetarme. Pero, repito, ¿qué había
yo de hacer? Si yo apreciaba todo el valer de don Paco, aún no le amaba
de amor. ¿Podía yo abusar entonces de su caballerosidad y tomarle por
marido y por escudo, arrastrándole conmigo al basurero en que todos los
del lugar me habían echado? Si yo fuese en realidad una perdida o
tuviese inclinación a serlo, ¿me cree vuecencia tan estúpida que ignore
lo que valdría y lo que alcanzaría si a tal oficio me dedicase? Al verme
en aquel humillante aislamiento por haber querido lucir entre patanes la
gallardía de mi persona, en vez de quedarme aquí y de ser hipócrita y
falsa, como vuecencia dice, me hubiera ido a Madrid, a Barcelona, quién
sabe si a París, donde se entiende lo que es hermoso y elegante y se
paga bien cuando se pone a la venta, y hace tiempo que viviría yo en un
palacio y andaría en coche y gastaría en una semana más de lo que vale
todo el caudal de vuecencia bien dividido. Pues ¿qué ventaja he sacado
yo de la hipocresía de que vuecencia me acusa? Vivir con más apuros y
con más miseria que antes, emplear mí tiempo en oír discursos de doña
Inés y en leer con ella libros devotos y no haber logrado hasta ahora
con todo ello sino la amistad de doña Inés, que yo apreciaría infinito
si ella me la diese incondicionalmente y sin sujetarme a sus tiránicos
caprichos. También he logrado con mi hipocrecía llamar hacia mí la
tardía atención de vuecencia, que ahora, y no antes, me aprueba y me
aplaude, pero de un modo según el cual no quiero yo ser aprobada ni
aplaudida.

--Juanita--dijo don Andrés--, yo no he venido aquí a disputar contigo.
Tendrás razón en estar quejosa de todo el género humano, pero de mí
debes estar menos quejosa que de nadie.

Mi pecado, si lo hubo, fue de tardanza. No volví por ti a tiempo; ahora
estoy dispuesto a enmendarme; pero quiéreme. ¿No gustas tú de que te
respeten? Pues yo también gusto de ser respetado. No debo sufrir que de
mí hagas tu juguete.

--Yo soy una chica de tan buen humor, que, por fortuna, huyo de lo
trágico y todo lo tomo a risa. Y más vale así, porque mis compatricios
me han desesperado tanto, que si yo lo hubiese tomado más por lo serio,
hubiera sido cosa de armarme de una caja de fósforos y de una lata de
petróleo y de pegar fuego al lugar. Conque así, mejor es que yo tome a
vuecencia por juguete que no me le pegue fuego.

--Prefiero el fuego a la burla que ahora quieres hacer de mí.

--Cuánto yerra al decir eso el señor don Andrés--dijo Juanita casi
cariñosamente--. ¿Por qué ha de tenerse por burlado un hombre de noble
corazón, si en vez de lograr los fáciles favores y de gozar de las
compradas caricias de una mujer sin vergüenza, se halla con una mujer
digna y honrada que anhela merecer y obtener su estimación, que le
brinda con su más fervorosa amistad y que le tiende confiadamente las
manos?

Al hablar así con verdadera efusión, Juanita tendió, en efecto, las
manos a don Andrés. Don Andrés las tomó entre las suyas.

Juanita apareció entonces tan confiada y tan hermosa a los ojos del
cacique, que este le dijo:

--¿Por qué tu amistad solamente? ¿Por qué no tu amor? Ambos somos
libres. Amándonos no tendremos que engañar a nadie. No tendremos que
disimular ni que ocultar nuestro amor como un delito, como un robo.

--Eso no puede ser; yo no amo a vuecencia de amor--contestó Juanita--.
Yo amo de amor a otro hombre--y desprendió sus manos de las de don
Andrés, que aún las retenía.

Durante todo este coloquio, doña Inés miraba por la claraboya, y a
menudo sentía la comenzón de tomar parte en él, hablando desde allí;
pero el temor de lo ridículo enfrenaba su lengua.



XLIV


Don Andrés perdió entonces su circunspección y su calma. No pudo
contenerse más.

--Ámame--dijo.

Y se abalanzó a Juanita y la ciñó con fuerza entre sus brazos.

Juanita recordó en aquel trance toda su antigua destreza en la lucha,
cuando se peleaba con los muchachos a brazo partido y los tumbaba en
medio del arroyo. Ella también se abrazó a don Andrés, le puso la barba
en el pecho, le empujó al mismo tiempo en sus espaldas con las manos de
ella y le echó una zancadilla tan hábil, que le derribó al suelo.

Con maravillosa rapidez apartó Juanita sus manos y su cuerpo del cuerpo
del enemigo, derribado, y quedó erguida sobre él, con la rodilla derecha
en tierra y con la rodilla izquierda sobre el estómago y el pecho de don
Andrés, donde pesaba y oprimía como pujante prensa de hierro.

Con la mano izquierda había Juanita agarrado a don Andrés por el
pescuezo para que no levantase la cabeza, y con la mano derecha tenía
asido su siniestro brazo.

Juanita estaba así tan guapa, que se parecía, aunque sin alas, al propio
arcángel San Miguel dando una soba al diablo.

Don Andrés la contemplaba con tal embeleso, que apenas sentía enojo de
verse vencido. Y como era hombre muy versado en fábulas y en narraciones
verídicas, trajo a su pensamiento, para que quedasen eclipsadas por
Juanita, a Pentesilea, a Clorinda y a Bradamante y a otras mujeres
heroicas que han florecido en el mundo, desde el Ebro, glorioso por las
zaragozanas, hasta el claro Termodonte, en cuyas fértiles orillas
reinaron las amazonas.

Por acaso se tocó don Andrés con la diestra, que tenía libre, en el
bolsillo del chaquetón y notó con amargura los medios inútiles que en él
traía: de conquista, de ofensa y de defensa. Traía allí un cartucho con
veinticinco onzas peluconas de Fernando VI y de Carlos III, dignas hoy
por su rareza de figurar en el más rico gabinete de numismática. Y traía
asimismo el revólver de seis tiros, bien preparado y cargado; pero como
hubiera sido felonía villana emplearlo contra una mujer, lo dejó allí
reposar tranquilo para mejor ocasión.

Entre tanto, y todo esto fue en menos tiempo que el que yo empleo en
decirlo, la mencionada mano libre se hizo atrevida; pero contra todo
atrevimiento son valladar y estorbo los bríos del alma, y estos valieron
bien a la gallarda vencedora.

Al sentir el insolente contacto, el rubor tino sus mejillas; brillaron
como ascuas sus ojos, la ira trocó en espantosa su linda cara.

Aterrorizaba doña Inés, sacó la cabeza fuera del ventanuco y empezó a
gritar; pero nadie podía oírla, y menos aún don Andrés, que no estaba
para oír ni ver cosa alguna.

Juanita le apretaba el cuello con ambas manos, haciéndole sacar tres
pulgadas de lengua fuera de la boca, como perro jadeante.

Harto le pesaba tener que matarle. No había previsto Juanita que pudiese
llegar a aquel extremo; pero, puesta en él, estaba resuelta a todo por
más que le pesase.

Apeando a don Andrés el ya inoportuno tratamiento de vuecencia, le dijo:

--¡Ríndete, o mueres!

Nada contestó don Andrés, porque no podía contestar. Lo que hizo fue
retirar la diestra atrevida.

Aflojó entonces Juanita el dogal que tenía echado al cuello del cacique,
y le dijo:

--¿Te rindes a discreción? ¿Te declaras vencido?

--Me declaro vencido; haz de mí lo que quieras.

--¿Aprobarás y aplaudirás ahora que yo me case con don Paco, y serás en
la boda su padrino?

--Aprobaré, aplaudiré y seré padrino en la boda.

--¿Serás, además, constante y bondadoso amigo mío, sin guardarme rencor
y pagándome como debes la amistad pura que yo te profeso y la estimación
con que te miro?

--Seré tu mejor amigo, como lo mereces.

Juanita, entonces, se levantó de un brinco, dejando libre a don Andrés,
que se levantó también, algo maltrecho, mohíno y humillado por la
derrota.

Trocada así en piedad la cólera, Juanita hizo esfuerzos de imaginación,
y entre cándida y maliciosa inventó desatinos para disimular o explicar
su triunfo.

--No te aflijas--dijo--. Lo que te pasa le hubiera pasado a un jayán: al
propio Goliat. No soy yo quien te ha vencido, sino el demonio que
ahogaba a los impuros novios o amantes de la que fue luego mujer de
Tobías, a fin de guardarla entera para él. Sin duda, don Paco, que es
muy devoto de San Rafael, Patrono de Córdoba, halló al tal demonio en el
desierto en que ha estado, y con el auxilio del arcángel le desató y le
envió a esta casa para que me defendiese. Por él estuviste poco ha, y
volverías a estar si de nuevo te desmandaras, muy a punto de morir
ahorcado como un zorzal entre mis dedos, convertidos en percha. Pero no
pienses más en eso. ¡Qué lástima si hubiera dado yo, sin querer, un día
de luto a la ya entonces mal llamada Villalegre! Ahora no debemos pensar
sino en el gran placer que hay en renovar amistades después de una brava
batalla. Aquí no ha habido ni vencido ni vencedor. Digamos ambos a la
vez, tú a mí y yo a ti:


          Valiente eres, capitán,
          y cortés como valiente;
          con tu espada y con tu trato
          me has cautivado dos veces.


Tú eres mi cautivo y yo quiero ser tu cautiva; es decir, más amiga tuya
que antes.

Y diciendo así, tendió de nuevo ambas manos a don Andrés, más
cariñosamente y con mayor confianza que la vez primera. Luego añadió:

--Ahora vete con Dios y vuelve por aquí dentro de poco, a las diez y
media, para que, en presencia de mi madre y de varios amigos, se
celebren con don Paco mis esponsales.

--Volveré como deseas. Antes de irme te dejaré aquí, para rescate de mi
pariente Antoñuelo, a quien tanto o más que tú tengo obligación de
proteger, los ocho mil reales que hay que dar al tendero murciano.

--Ya está arreglado eso. No necesito los ocho mil reales.

--Pues aunque no los necesites, quédate con ellos, y tú y don Pablo
contad con otros ocho mil más, que os daré como regalo de boda.

Dicho esto se fue don Andrés a la calle, no sin besar galantemente, al
despedirse, la linda mano que había estado a punto de estrangularle.

Apenas salió don Andrés, Juanita abrió la puerta de su alcoba, donde,
como en chiquero, había estado doña Inés encerrada. Salió esta de allí
algo atontada y muda de espanto. Salió igualmente muy mansa y muy
benigna, y aunque perdidas sus ilusiones respecto al misticismo de
Juanita, casi tan prendada ahora de su patente bizarría como antes de su
misticismo, ya convertido en humo.

De todos modos, doña Inés siguió admirando la virtud de Juanita, y aun
formó desde allí en adelante sobre su casta entereza un concepto muy
superior al que tenemos de las antiguas heroínas que nos ponen por
modelo las historias sagradas y profanas.

Doña Inés, discurriendo sobre esto, pensó que al fin y al cabo Susana
sólo tuvo que defenderse de dos viejos petates y no de un hombre guapo,
rico y joven aún, como el cacique. Lucrecia, a lo que doña Inés
entendía, sucumbió, aunque se mató después. Y en cuanto a Timoclea, tan
ensalzada por Plutarco, y a la que el macedón Alejandro concedió su
admiración, todavía doña Inés tenía más que criticar, porque Timoclea,
durante el saco de Tebas, no acertó a defenderse del capitán de los
tracios, y sólo después le mató arrojándole a un pozo, porque aquel
bárbaro le pidió dinero; de suerte que, si se lo hubiera dado, en vez de
pedírselo, él hubiera quedado vivo y la anterior violencia impune.

Razón tenía, pues, doña Inés en seguir admirando a Juanita; en decirle,
como le dijo, que se alegraría de tenerla por madre política; en
desistir con gusto de que Juanita se hiciese monja para que no eclipsase
a la Monja Alférez y fuese la Monja Generala, y en ofrecerle para el
regalo de su boda la cantidad que pensaba dar para la dote de su monjío.

Llamada por Juanita, acudió Rafaela, que se quedó estupefacta y
boquiabierta al ver allí a doña Inés, a quien acompañó a su casa. Doña
Inés prometió volver con don Alvaro a las diez y media.



XLV


Cuando Juanita se quedó sola se lavó la cara y las manos, se alisó el
pelo y sacó del armario el famoso vestido de seda regalo de don Paco.

Ella había tenido cuidado de refrescarlo y de modificarlo, dejándola a
la moda del día. Con tela que tenía de sobra el corte, y que ella había
guardado, se había hecho un nuevo corpiño de medio escote, a propósito
para recepciones y tertulias. Se puso este vestido, se miró al espejo y
quedó muy satisfecha encontrándose bien.

Al volver Rafaela y al ver a Juanita vestida de gala, tuvo nuevo motivo
de admiración.

Juanita y la criada encendieron después los tres velones que tenían,
cada uno con cuatro mecheros.

Encendieron además veinte o veintidós velas de cera, y lo iluminaron
todo tan ricamente, que la casa parecía aderezada para una solemne
fiesta.

A poco llegó Juana la Larga, no trastornada, porque era sobria y
prudente, pero algo sobreexcitada y de buen humor por haber presidido
la opípara cena en casa de don Andrés Rubio, cenando entre el rey David
y San Pedro.

Al ver Juana la Larga la iluminación que en su casa había, y cuyo fin
ignoraba, receló por un instante que se había excedido en beber vino y
que a causa de aquel exceso veía tantas luces.

Pronto la tranquilizó Juanita explicándoselo todo.

Juana se puso más contenta que unas pascuas.

No bien dieron las diez y media entraron casi a la vez todos los
convidados. Eran estos doña Inés y don Alvaro, don Andrés Rubio, el
maestro de escuela don Pascual, el tendero murciano y doña Encarnación,
su mujer; el padre Anselmo y don Paco, personaje principal de la fiesta.
Venía este hecho un brinquillo, muy bien afeitado y peinado, con la
levita nueva, regalo y obra de Juanita, y en el ojal con la
condecoración azul que ella le había concedido.

Todos estaban ya informados de lo que iba a suceder, unos directamente
por Juanita, según ya hemos visto, y otros por medio del maestro de
escuela, a quien Juanita había dado el encargo de convidarlos. No
fueron, pues, indispensables ni discursos ni explicaciones. Reinó allí
muy cordial alegría.

Rafaela, auxiliada por Calvete, a quien llamó para este fin, sirvió un
delicado piscolabis. Para los que no habían cenado o tenían suficiente
capacidad estomacal hubo chocolate con hojaldres y con torta de aceite;
y para todos, mostachones, roscos y bizcochos de espumilla con mistela y
dos o tres clases de rosolis.

Cuando cundió el regocijo y se aumentó la animación de todos, Juanita
los formó en círculo, asidos de las manos, y se puso a cantar con mucha
gracia y con muy afinada y buena voz, aunque no había estudiado música,
el célebre cantar del conde de Cabra:


            Yo no quiero al conde de Cabra,
          conde Cabra, ¡triste de mí!,
          que a quien quiero solamente,
          solamente es, ¡ay!, a ti.


Al cantar ese «¡ay!, a ti», Juanita miró con ojos muy dulces a don Paco.
Luego siguió cantando:


            Arroz con leche,
          me quiero casar
          con un guapo mozo
          de porte real.

Y tocando con sus manos en los hombros de cuantos había en el corro, sin
excluir al cura, que la miraba complacido, Juanita fue diciendo:

--Ni con este, ni con este, ni con este.

Al llegar a don Paco, que dejó Juanita para lo último, dijo: «Sino con
este», y le dio un abrazo muy apretado.

Don Paco la tomó por la cintura, la chilló, la aupó y la levantó a pulso
dos o tres veces en el aire.

Todos aplaudieron y gritaron:

--¡Que vivan los novios!

Anunciada ya la boda para lo más pronto posible, los futuros esposos
fueron felicitados.

El padre Anselmo, viendo que don Andrés y los señores de Roldan hacían
regalos muy lucidos, no quiso ser menos, hasta donde sus recursos lo
consintieran. Y con el fin de que su regalo tuviese el significado de
retractación y palinodia, prometió hacer venir de Madrid un lujoso corte
para un vestido de seda.

El maestro don Pascual estaba harto mal de dinero, pero tenía buenos
libros, y quiso dar inmediatamente, para regalo, a Juanita algunos tomos
de la Biblioteca de Ribadeneyra, entre ellos _El Romancero general_ y
las _Comedias_ Tirso, a cuyas heroínas era Juanita muy semejante por lo
desenfadada y traviesa.

Don Ramón, que traía en cartera el pagaré para que Juana lo refrendase y
pusiese en él su visto bueno, en vez de dar o prometer, recibió, por lo
pronto, las veinticinco onzas peluconas, o sean los ocho mil reales.
Pero don Ramón se sintió estimulado a competir y hasta a vencer su
generosidad a los otros. Dijo al oído a su mujer el prurito que sentía
de ser generoso y doña Encarnación tuvo que dominarse para no arañarle.
La generosidad triunfó, a pesar de todo, en el corazón del tendero
murciano.

--Juanita--dijo--, yo te doy dos mil reales para que te merques un
hermoso brazalete de oro, diamantes y perlas.

Al hablar así, don Ramón devolvió a Juanita el pagaré que ella había
firmado. En seguida añadió:

--Según el pagaré, tú me eres deudora de diez mil reales, y como me has
dado ocho mil, me debes dos mil aún. Yo te los perdono.

La generosidad de don Ramón fue solemnizada por toda la concurrencia con
los más ruidosos aplausos.

       *       *       *       *       *

Veinte días después de lo que acabamos de contar se celebraron las bodas
de Juanita y don Paco.

Los mozos del lugar no prescindieron de la cencerrada que debía darse a
don Paco como viudo.

El y Juanita la oyeron cómoda y alegremente desde la casa y alcoba de
don Paco, donde Juanita estaba ya, sin que hasta la una de la noche los
molestase el desvelo que podía causar aquel ruido. Cesó este al fin,
convirtiéndose en vivas y aclamaciones, merced a la simpatía que
inspiraban los novios y a una arroba de vino generoso y a bastantes
hornazos y bollos que el alguacil y su mujer repartieron entre los
tocadores de los cencerros.

Así don Paco se durmió al fin con reposo y merced al silencio, y también
se durmió Juanita, a la vera suya, como mansa cordera y no como fiera
leona; suave y graciosa como Jerusalén y no terrible como un escuadrón
de Caballería.

       *       *       *       *       *



EPILOGO


Después de los sucesos referidos han pasado seis o siete años.

Posible es, por más que a mí no me apesadumbre, que los personajes
principales que en esta historia figuran a nadie interesen; pero como yo
he tenido que tratar con ellos y que describir sus caracteres, les he
cobrado bastante afición, despertando en mi alma curioso interés la
situación y término en que hoy se hallan.

Interrogado por mí el diputado novel a quien debo el relato, me ha
comunicado las noticias que voy a transcribir como contera o remate,
aunque los críticos lo tachen de superfluo.

Don Paco sigue gozando de la privanza del cacique y gobernando en su
nombre cuanto hay que gobernar en la villa. Juanita, casada con él, le
adora, le mima y le ha dado dos hermosísimos pimpollos: una niña, que se
llama Juanita la Larga, tercera de este nombre y apellido, y que promete
valer tanto como su madre, porque ya es muy linda, picotera y graciosa;
y un Ricardito, como su abuelo materno, que es un diablejo, ágil,
robusto y bullicioso, por lo que sus padres le destinan a que sea,
también como su abuelo, oficial de Caballería.

Juanita no ha embarnecido. Está gallarda y bonita como siempre. Se viste
de seda, sin que el padre Anselmo la censure en sus sermones, y parece
una princesa encantada, pues no pasan días por ella. Tampoco envejece
don Paco, porque la felicidad mantiene, conserva y hasta remoza, y él es
feliz de veras.

El pobre don Alvaro de Roldan es el que está muy averiado. Hace ya
tiempo que se quedó lelo, paralítico y con los dedos engarabitados. No
se sabe si es falta de la lengua o de algún otro órgano del aparato
vocal; pero lo cierto es que ya no puede decir ni dice, sino:

--Ta, ta, ta, ta, ta.

Doña Inés le cuida con esmero y cariño de esposa; pero como es tan
moralizadora y tan conmocionante, le reprende a menudo con suavidad.

Cuando, a pesar de su deplorable situación, a Serafina, que le cuida, la
mira con ojos encandilados y lo ve doña Inés, esta le dice:


--¿Es posible, Alvarito, que no te abandone el demonio que te posee? ¡El
vicio, que huye de todo tu cuerpo, se te mete en la cabeza y no te deja!
¡Da asco y vergüenza!

--¡Ta, ta, ta, ta, ta!--contesta don Alvaro. Si por señas se queja del
estómago o del vientre, que le muge como si tuviera allí, no una
borrega, sino dos o tres becerras, doña Inés exclama:

--Si te lo tengo dicho mil y mil veces: siempre has sido un glotón de
siete suelas; pero ya, hijo mío, no estás para eso. Tus fuerzas
digestivas son muy pocas. Menester es que te moderes y que seas sobrio
si no quieres reventar el día menos pensado.

Y don Alvaro responde:

--¡Ta, ta, ta, ta, ta!

Calvete, que ha pasado de zagalón a ser un mozo muy gentil y brioso, que
es al mismo tiempo travieso y más malo que la quina, viendo que don
Alvaro no puede quejarse de sus travesuras, ya que ni habla ni escribe,
se deleita a menudo en ponerle furioso.

Para ello acude a Serafina, que está muy frescachona y floreciente y que
sigue tan regocijada como en su primera juventud. En las barbas de don
Alvaro se pone el bellaco de Calvete a retozar amorosamente con
Serafina; y don Alvaro, fuera de sí, con espumarajos en la boca, grita
como un energúmeno:

--¡Ta, ta, ta, ta, ta!

Y cada «ta», por el tono con que don Alvaro lo suelta, parece un centón
de blasfemia y una letanía de maldiciones.

Doña Inés suele acudir entonces, y dice:

--¿Por qué chillas tanto, diantre de hombre? Lo que tú padeces nada vale
en comparación de la hiel y vinagre que dieron a Cristo. ¿Piensas tú que
chilló nunca Job en el muladar tanto como tú chillas ahora? ¡Sufre y
ganarás el cielo!

--¡Ta, ta, ta, ta, ta!--dice don Alvaro, algo resignado. Doña Inés suele
también moverse a compasión y dice a Calvete:

--¡Muchacho!, haz alguna de tus chuscadas para que el señor se distraiga
y regocije.

Y contesta Calvete:

--Pues si las hago a manta y el señor rabia y chilla más. Como está tan
jaquecoso....

Y exclama don Alvaro:

--¡Ta, ta, ta, ta, ta!

Se cuenta en el lugar--casi no queremos creerlo--que cuando está don
Alvaro muy mal y siente físicamente muchos dolores arma tan incesante y
fatigosa retahíla de «ta, ta, ta», que aburre a todo el mundo, alborota
la casa y hace que doña Inés pierda la circunspección y la paciencia que
ella suele recomendar, llegando una o dos veces hasta decir a su marido:

--Cállate, hombre indigno, y padece por el amor de Dios, que no sin
justo motivo te castiga. No te verías así sí no hubieras tenido una vida
tan depravada. Y, al fin, yo creo que te quejas un poco de vicio. Tú
tienes miedo porque piensas que te vas a morir. Ya, ya; bien pesado has
sido para todo y me parece que vas a serlo también para morirte.

Y como don Alvaro contesta con acento muy triste: «¡Ta, ta, ta, ta,
ta!», el noble corazón de su esposa se enternece; y arrepentida ella de
las frases duras que se le han escapado, se acerca a don Alvaro con
cariño, y para función de desagravios le da un blando cogotazo, le pasa
la blanca mano por la papada y le pega en las narices un amoroso
capirotazo.

Don Alvaro sonríe consolado, y, beatificado, exclama:

--¡Ta, ta, ta, ta, ta!

Así va tirando aún el ilustre descendiente, según pretende su
ejecutoria, del más heroico de los doce pares.

En cuanto a doña Inés, afirma mi amigo el diputado que está hermosa y
fresca todavía, y que pudiera hacer el papel de Angélica, aunque algo
metida en carnes. Conserva todas sus virtudes, incluso la prolífica, y
en estos últimos años ha conseguido que los vástagos de su ilustre casa
lleguen a la docena.

El cacique permanece soltero e imperando en el lugar con la sabiduría y
la moderación de los Antonios en Roma.

La señora doña Agustina Solís y Montes de Allende el Agua ha sufrido con
resignación algunos reveses de fortuna. Entre otros, ha perdido un
pleito de importancia. Sus rentas han quedado reducidas a menos de la
mitad. Apenas tendrá ahora doce mil reales al año. La disminución de sus
rentas, en vez de disminuir, ha aumentado sus ganas de casarse. Ha
buscado compañía doméstica que la consuele. Y tal vez por no encontrar
partido mejor ha apechugado con el boticario don Policarpo, el cual, sí
bien es feo, es inteligente y tan gracioso que nadie debe maravillarse
de que seduzca y enamore con su labia a una mujer de talento. Doña
Agustina, además, se manifiesta muy ufana de haber vencido la
repugnancia al matrimonio de tan pertinaz solterón, y lo que es más
trascendental, de haber traído al gremio de los fieles a aquel impío
extraviado, que ahora va a misa y cumple con todos los preceptos.

A lo que se presume, desde que doña Agustina empezó a mostrársele
propicia, don Policarpo discurrió sobre poco más o menos de esta suerte:

«No se comprende ni se explica cómo el proceso evolutivo del ser, aunque
haya durado millones de años, por el concurso fortuito de los átomos, y
por su fatal y ciego prurito y constante tendencia a la perfección, ha
podido aparecer sobre nuestro planeta, después de prolongadísima serie
de transformaciones, un mamífero tan primoroso y apetecible como doña
Agustina, dotado, además, de claro entendimiento y de voluntad tan
benigna y con el portentoso don de la palabra, que le sirve para
transmitir las ideas agradables en contestación a las que salen de mi
cabeza y a las voliciones de mi corazón. Acrecienta lo inexplicable de
este prodigio, si no presuponemos una Providencia personal y
sapientísima que todo lo dirige, el que posea aún el mencionado mamífero
doce mil reales de renta y el que se vista y calce con sumo primor,
elegancia y decoro, lo cual implica, por un lado, el desenvolvimiento de
la sociedad a través de los siglos para crear las leyes, para hacer que
haya herencia y propiedades individuales; e implica por otro lado, según
se comprende muy bien cuando se estudia la economía política, la
multitud de milagros del comercio, de la industria, de las artes
textiles, indumentarias y de curtidos de cueros, y otras mil agudas
invenciones, como la división del trabajo y como el objeto que vale por
sí y representa además y mide con exactitud lo que valen los otros
objetos, facilitando la circulación y los cambios, sobre todo si se le
añade cierto descubrimiento más sutil aún, o sea, la virtud
representativa de todo lo que vale por algo que por sí vale poco o nada
y que se llama crédito, difícil de adquirir, no obstante, pues yo
carezco de él, aunque lo deseo. La primera causa de todo lo cual es
absurdo que sea el acaso, sino una potencia suprema y anterior a todo,
la cual dio el impulso inicial al linaje humano, le marcó el camino y
guió con orden su marcha por la interminable senda del progreso.»

Esto o algo por el estilo pensaba don Policarpo, y era creyente.

En aras de su amor a doña Agustina y de su renaciente fe, se cortó
aquella uña maldita del dedo meñique, vara de virtudes de Satanás, y no
volvió a electrizar, ni a magnetizar, ni a encender candiles, ni a tirar
cañonazos con ella.

Se cortó la uña como se cortan los toreros la coleta cuando dejan de
torear y se retiran a la vida privada.

Se cortó la uña despojándose de sus fuerzas taumatúrgicas y
teratológicas, por obra y gracia de las tijeras de doña Agustina, que
fue la piadosa Dalila de este Sansón de nuevo cuño.

Doña Agustina, sobre un fondo de raso color de púrpura, para que
resaltase mejor, colocó y guardó la uña como trofeo de su victoria en un
passe-partout muy bonito que colocó en su alcoba.

Por bajo de la uña quiso poner un letrero explicatorio, y rogó a don
Andrés que lo pusiese. Don Andrés, que, como ya sabemos era muy erudito
y que así mismo era algo guasón, recordó el cambio glorioso de Napoleón
I en los últimos años de su vida, y no creyendo menos glorioso el cambio
del boticario, le aplicó los versos de Manzoni y escribió de buena
letra, por bajo de la uña y defendido todo por un cristal:


            _Bella_, _immortal_, _benéfica_,
          _fede ai trionfi avezza_,
          _scrivi ancor questo_.

Juana la Larga es dichosísima al ver la felicidad de su hija y de su
yerno; adora a sus nietecillos, los consiente, los mima y les ríe todas
las gracias, hasta las más pesadas y olorosas.

Para que se críen robustos, después que los ha amamantado Juanita, Juana
los desteta con chorizos, longaniza y asadura de cerdo.

Su actividad culinaria no decae, a pesar de su edad. Sigue haciendo la
matanza, la carne de membrillo, el arrope y las frutas de sartén en las
casas más principales. Ha importado nuevos guisos en la cocina local y
hasta inventado dos o tres, con sorpresa y general aplauso de los
gastrónomos.

El padre Anselmo está achacosillo y muy viejo, pero alegre y sereno con
la esperanza de su tránsito a mejor vida. Ya no le pesa, antes se
regocija, de que Juanita no sea monja, porque la quiere mucho y se le
cae la baba cuando la ve tan hermosa y cuando oye su dulce voz y sus
discretas razones.

Doña Inés, no obstante, sigue siendo su preferida, por lo mística que es
y por la mucha teología que sabe.

Por último, el diputado novel ha pedido y recibido con frecuencia las
noticias que de Antoñuelo se tienen en el lugar. Allá en el Río de la
Plata adonde el cacique le obligó a que emigrase, se dedicó al comercio
y prosperó mucho. Aunque nunca quiso inscribirse en el Consulado, por
ahorrarse tres o cuatro duros, acudió con frecuencia a la Legación
pidiendo que España reclamase diplomáticamente en su favor contra mil
agravios y danos que del Gobierno argentino había recibido, y que
exigiese, con amenazas de bombardeo, que dicho Gobierno le diera una
indemnización muy cuantiosa. Pero ni le indemnizaron de nada ni por amor
suyo hubo bombardeo, y él adquirió tan mala reputación y crédito, que
consideró prudente irse a Cuba. Ya en La Habana, como es mozo gentil y
de rostro blanco y sonrosado, logró cautivar el sensible corazón de una
rica heredera, muy subídita de color. Casado con ella, vivió con tanta
pompa y decoro, dando comidas y saraos y paseando en quitrín, acompañado
de su mujer, tan ricamente vestida que parecía la reina de Saba, que se
empeñó, hipotecó los predios urbanos y rústicos y acabó por tener más
deudas que pelos en la cabeza.

A lo que parece, a fin de consolarle y de remediarse, se ha hecho ahora
partidario de la independencia de la Perla de las Antillas, y ya sueña
con ser en Cuba libre un dictador como el doctor Francia en el Paraguay
o como Rosas en Buenos Aires, o un emperador como Faustino I en Haití,
aunque tenga que tiznarse con hollín; ya con más modestia, forma un plan
que muchas personas creen desatino, aunque tal vez no lo sea. Espera que
por filibustero y laborante le secuestren los bienes, porque entonces,
según dice, se irá a Nueva York, se hará ciudadano de la gran República,
y, nuevo Coriolano español, obligará a su ingrata patria a darle una
indemnización _di primo cartello_. Aunque tenga que ceder a los
Fabricios, Cincinatos y Catones de escalera abajo y de quinta clase, que
acaso haya en las orillas del Potomac, las cuatro quintas partes de lo
que se extraiga a la paciente y semiforzada longanimidad de España,
siempre le quedará otra quinta parte, con la cual podrá vivir como un
príncipe en una magnífica casa de la Quinta Avenida. Allí brillará su
morena consorte, que habla ya el idioma de Shakespeare y de Milton,
como la más ilustrada _talkative_ y _funny_ inglesita.


          De la fecunda zona,
          que al sol enamorado circunscribe
          el vago curso, y cuanto ser se anima
          en cada vario clima,
          acariciada de su luz, concibe.





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