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Title: El pecado y la noche
Author: Hoyos y Vinent, Antonio de, 1885-1940
Language: Spanish
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*** Start of this LibraryBlog Digital Book "El pecado y la noche" ***


EL PECADO Y LA NOCHE

ANTONIO DE HOYOS Y VINENT

[imagen]



MADRID
RENACIMIENTO
SOCIEDAD ANONIMA EDITORIAL
PONTEJOS, 3
1913+

Es propiedad. Queda hecho
el depósito que marca
la ley.

Imp. José F. Zabala.--Valverde, 40, Madrid.



INDICE

Las Ciudades Sumergidas

La Noche del Walpungis

Hermafrodita


FICHAS ANTROPOMETRICAS

El Hombre de la Música Extraña

Una Hora de Amor

La Santa

La Caja de Pandora

Los Cómplices

La Domadora


EL DEMONIO

Embrujamiento

Las Preciosas Ridículas

Madame d'Opporidol

Miss Decency

Ninón



La Noche.--¿Peligroso? Yo misma no sé cómo me las compondría si alguna
de estas puertas de bronce se abriesen sobre el abismo... Hay aquí, todo
alrededor de esta sala, dentro de cada una de esas cavernas de basalto,
todos los males, todas las enfermedades, todos los horrores y todas las
catástrofes que afligen a la humanidad desde el comienzo del mundo.
¡Bastante trabajo me ha costado encerrarles con ayuda del Destino, y no
sin trabajo mantengo el orden entre todos esos indisciplinados
personajes!... Ya se ve lo que sucede cuando alguno logra escapar y se
presenta sobre la faz de la Tierra.

MAURICIO MÆTERLINCK



LAS CIUDADES SUMERGIDAS


Agua, fuego, lodo. Quiméricas nubes de maravilla que dormís sepultadas
por una venganza de la Naturaleza; ciudades en que florecieron los siete
pecados, en que las manos bíblicas trazaron sus misteriosos conjuros y
las voces de los Profetas fulminaron anatemas; ciudades de pecado y de
abominación en que las cortesanas bailaron desnudas en los templos y las
reinas se prostituyeron a los mercenarios; ciudades de leyenda en que
reinó la Lujuria, en que los apóstoles fueron lapidados y la hija del
Rey de Is evocó al Demonio. Los hombres os han hecho salir a la
superficie, han arrancado la lava que el cielo escupió sobre vosotras, y
cínicas, desnudas en vuestra liviandad, vais surgiendo en los lúbricos
frescos de vuestros lupanares y en los libertinos mosaicos de vuestros
baños patricios. Algunas veces, en las estancias recatadas de una
habitación, surge una momia en un espasmo de lubricidad grotesca.

Y su gesto es el mismo gesto de siempre.

Y el Demonio ha vuelto a reinar sobre la Tierra.



LA NOCHE DEL WALPURGIS



I


--¿Will we go in?

--As you like.

Se miraron burlones y echáronse a reír. En los ojos de ambos brillaba el
mismo deseo, la misma perversa curiosidad de seguir la aventura equívoca
hasta el fin. Pese a los disfraces innobles que les sirvieran para, en
las propicias promiscuidades del Carnaval, embarcarse con rumbo a
aquella Citerea canalla, los dos tenían una elegancia frívola, alada y
aristocrática de personajes de la Comedia Italiana.

Bajo el blanco atavío de Pierrot (un Pierrot de percal, sórdido y
sucio), conservaba Jimmi la nobleza de su figura vagamente andrógina,
pero no afeminada, si no más bien pueril, resuelta y petulante, con una
gracia de héroe niño o de arcángel insexuado. Eso era, un arcángel. El
rostro correcto, voluntarioso; la boca pálida y sonrosada; los ojos
azules, cándidos, luminosos, y los largos y lacios cabellos de oro que
escapaban del gorro de punto negro, dábanle extraña semejanza con esos
vagos ensueños del hermafroditismo cristiano. Revestido de larga túnica
transparente y un nimbo de oro en torno a la cabeza, pequeña y bien
moldeada, o pertrechado de argentada coraza, casco incrustado de
pedrerías, flamígera espada entre las manos y grandes alas blancas,
hubiese servido a un Sandro Botticelli o a un Filippo Lippi para uno de
los ambiguos personajes que se yerguen sobre sus cándidos paisajes, un
Gabriel amenazador o un vengador San Miguel.

Frente a él, Nieves Sigüenza, más actual, más perversa, más complicada,
tenía un encanto ultramoderno, acre y voluptuoso de flor del mal, el
inquietante encanto de esos iconos que asomando entre las vestiduras de
oro muestran el rostro de marfil bajo su cabellera de negro jade. Era el
suyo de una blancura de hostia, absoluta, cegadora, sin matices ni
claroscuros, sólo interrumpida por la sangrienta sonrisa de los labios,
rojos como cerezas, gruesos, golosos, sensuales. Nimbando aquella
eucarística palidez, la cabellera de ébano, pesada, espesísima,
retorcíase en pequeños rizos. Los ojos...

    ...son regard qui voltige et butine
    Se pose au bord de tout, prand a tout un reflet.

Sus ojos, grandes y luminosos, tenían bajo la sombra de las largas
pestañas negrísimas, una líquida transparencia de ámbar. El contraste
con las cejas aterciopeladas, de fino trazo, hacíanles aún más dorados,
más claros, dándoles la cabalística apariencia de dos grandes y tostados
topacios. Y aquellas pupilas de reina fabulosa miraban unas veces con
burlesco descoco de pilluelo y reflejaban otras una melancolía casi
dolorosa.

Y completando la figura frágil y graciosa de marquesa del siglo XVIII,
en tren de aventuras, bajo el hórrido capuchón de satín rosa, lazado de
verde manzana, asomaban los detalles de la mujer elegante: los zapatos
de terciopelo negro, hebillados de diamantes; las medias de transparente
seda, las manos finas, blancas, cuidadas, de uñas como pétalos de rosa.

Tornaron a consultarse con los ojos y tornaron a reír. Al deseo que se
leía en las pupilas de Nieves, respondían con su curioso deseo las de
Jimmi. Se habían quitado las caretas, y con pueril inconsciencia, como
si ignorasen los peligros que les rodeaban en el antro prostibulario
donde su enfermizo e inquieto decadentismo les llevara en busca de
sensaciones raras, sin prestar mientes a la curiosidad que su presencia
despertaba, ni leer los malos deseos--odios, concupiscencias, envidias,
lujurias--que se asomaban en las miradas como se asoman los criminales a
las rejas de la cárcel y las fieras a los barrotes de la jaula, reían
alegres.

Los tres toreros, en pie ante ellos, esperaban su respuesta.

Eran tres figuras muy diferentes. _Joselete_, el matador, representaba
el tipo clásico del espada, el torero que pintaron Goya y Lucas: bien
plantado y arrogante, pero tosco y vulgar, bronceado de rostro, de pelo
negro, áspero y rizado, ojos negros y brillantes y dientes blanquísimos
de salvaje; el traje _de señorito_ que vestía despegábase del cuerpo
fuerte, musculoso, que perdía la mitad de su plebeya belleza encerrado
en el antiestético atavío, y solo rimaban bien con su persona el grueso
calabrote de oro que pendía sobre el chaleco, sosteniendo enorme
herradura de pedrería, y las sortijas con gruesos brillantes ostentadas
en las manos grandes y ordinarias. El segundo, _el Serranito_, era un
torero de Zuloaga: alto, delgado, esbelto, casi aristocrático dentro del
atavío gris claro, tenía una distinción un poco cansada de raza. Su
rostro era enjuto, alargado, y en la morena palidez los ojos muy
abiertos, grandes, negros y profundos como la noche--ojos de petenera o
de saeta--, lucían melancólicos y soñadores con la serena tristeza del
alma mora. Sobre la frente noble, libre del cordobés echado a la nuca,
caían los sombríos cabellos, apenas ondulados. Por último, completaba la
trilogía Pepe, _el Marrón_, el picador. Era el tal un bruto; ni en el
rostro de gruesos belfos, chata nariz y frente estrecha, a que el pelo
cerdoso, espesísimo, recortado en el centro y peinado en tufos sobre las
sienes robaba toda nobleza, había el menor vestigio de inteligencia; ni
en los ojillos pequeños, turbios y saltones, vivacidad ninguna; ni en la
sonrisa que rasgaba los morrudos labios de negro cimarrón sobre los
dientes sucios, negros, podridos por el tabaco, el alcohol y el
mercurio, la menor simpatía. Era un animal salvaje que no pensaba sino
en comer, dormir y las hembras. ¡Las hembras! A la evocación de la mujer
sus labios se cubrían de saliva y sus ojos rebrillaban como los de los
chacales en la noche. ¡Las hembras! Ninguna idea sentimental, pasional,
ni aun utilitaria, despertaba su evocación en él, sino tan sólo una
lujuria feroz, rabiosa, exasperada, de fiera en celo. Vestía de corto, y
el castizo atavío marcaba más lo innoble de su figura; cuadrado de
torso, tenía las piernas y los brazos demasiado cortos, peludas y
gruesas las manos, y el cuello de toro, ancho, formidable, con venas
como sogas.

Como pasaba el tiempo y Nieves, en vez de responder, limitábase a mirar
a su amigo y a reír luego, _Joselete_ reiteró su invitación:

--¿Acepta _usté_?... La _convío_ con _er_ amigo a beberse una botellita
de _Agustín Blázquez_.

Pero venía un chulo--un chulo clásico de los de la antigua escuela:
traje perla, pantalón de talle, pañuelo azul al cuello y onda rizada
sobre la frente, a sacarla a bailar:

--Oiga usted, joven... ¡como me diga que sí, nos vamos a marcar una
polca usted y yo que ni los de la aristocracia!

Nieves ladeó la cabecita, estirando los labios con una mueca
deliciosamente pueril, de chiquilla voluntariosa a quien ofrecen algo
que desea, pero que quiere hacerse rogar. Y luego, de improviso, soltó
el fresco chorro de su risa cristalina y echose en los brazos de su
improvisado galán, con una entrega absoluta, como si en lugar de la
efímera posesión del baile, tratasen de otras más trascendentales
posesiones; echose con uno de esos impulsos de abandono frecuentes en
ella y que le hacían semejar a esas gatas mimosas que gustan de la
caricia, y al sentir la mano de su amo, cierran los ojos, esconden las
uñas y se dan con una pasividad de muerte. Volviendo el rostro hacia sus
interlocutores, ofreció:

--Vuelvo ahora mismo... Un par de vueltas...

Bailaban lentamente; el organillo, en un rincón, cantaba las cadenciosas
notas de una polca popular--uno de esos números zarzueleros que se pegan
al oído y que tararean las modistas al ritmo de la máquina y las
cocineras acompañadas por el chisporrotear de los sarmientos al
quemarse--, y Nieves, a los lánguidos acordes de la música, se movía con
ritmo voluptuoso. El chulo mantenía uno de los brazos rígido,
sosteniendo en su mano abierta la de su pareja, mientras que con la
otra, colocada un poco más abajo de la cintura frágil de la dama, la
oprimía contra sí. Danzaba pausadamente, muy serio, la cara casi
contraída por la atención, los ojos en alto, como si desempeñase papel
importantísimo en algún sagrado rito. Danzaba muy despacio, marcando el
compás con todo el cuerpo, deteniéndose un instante para, al atacar el
piano de manubrio una nota más viva, girar rápido y recomenzar otra vez
el lento balanceo. Nieves reía ante la gravedad de su pareja, tratando
de distraerle y de hacerle perder el compás. Sus ojos pícaros buscaban
los del galán, y sus labios, purpúreos y codiciables, se le ofrecían con
impudor burlón.

Pasaban las demás parejas--chulos pálidos, descoloridos, la color
enfermiza y los ojos grandes y tristes de bestias de amor, cernidos de
libores; señoritos achulados, guasones, chabacanos; horteras de
cursilería agresiva, presumiendo de chulos, de Don Juan y de elegantes;
artesanos de una alegría ruidosa, grosera, molesta, llevando entre sus
brazos hembras de enjalbegados rostros, en que el bermellón de los
labios formaba un contraste casi macabro con el albayalde de las
mejillas--; y los miraban curiosamente, con ironía un tanto despectiva.

Los amplios salones de «La Dalia», _sociedad recreativa de baile_,
hallábanse de bote en bote. Bien acreditados estaban los festejos que en
honor de madama Terpsícore verificábanse en el local; famosos eran los
_grandes bailes_ con que celebraban Gervasio, _el Rubio_, y Froilán
Cascajares, _el Chicuelo_, su beneficio; bailes que ellos, con singular
galantería (y advirtiendo que el ambigú corría por cuenta de los
organizadores), dedicaban «A las señoritas siguientes: a las hermanas
Frascuelo, a Rosario (la _Descarada_) y su hermana Petra, a Vicenta (la
_Modista_) y sus tres primas, a Lucía R., a Juanita y su hermana
Sinforiana, a Josefina Gómez, y a los señores siguientes: a los cuatro
amigos de Gervasio, a Ramón (el _Chofer_), a la pareja de baile
Fuentes-Oñoro, al distinguido matador de novillos-toros _el Pelusa_, a
Diego y Nemesio y a Don Romualdo Cazorro y a toda su distinguida
clientela.» Pero aquel no era un baile así como así, si no un festejo de
carnaval, un _Gran baile de trajes_, organizado por la _Sociedad
recreativa El Jipi-Japa_, y dedicado a todas las _artistas de varietés_
y camareras de Madrid, y como tal, la concurrencia, además de numerosa
era de _èlite_.

Las dos grandes salas que formaban _la sociedad_ hallábanse adornadas
para tan trascendental acontecimiento, además de las bombillas
eléctricas (pocas y de no muy rutilantes resplandores), y de los
carteles de toros que, pegados sobre el papel oscuro, con flores doradas
de los muros, constituían el habitual decorado, por policromas
guirnaldas, tejidas con cadenas de papel, cruzadas en todas direcciones.
En el primer salón hallábase la cantina (_ambigú_ llamábanlo
pomposamente), con cuantos bebestibles inventaron la naturaleza y la
química, y en el segundo el organillo, y a su lado Serafín, _el de la
Polita_, que muy fachendoso, con su abotinado pantalón tórtola y su
negra americana de altas hombreras, no cesaba de dar vueltas al
manubrio.

Los disfraces eran pocos y vulgares, y si de algo pecaban, no podía
decirse ciertamente que fuera de lujosos. De hombres apenas veíase algún
horterilla vestido de patudo bebé, o tal cual tendero de comestibles,
que en plena madurez ya, desahogaba su vehemente necesidad de hacer el
burro, escondiendo la redonda panza en astrosa indumenta de diablillo,
ocultando el curtido rostro, de grandes bigotes negros, en una careta de
perro, arrastrando mugriento rabo y adornando su frente con dos cuernos
(además de los que por clasificación le correspondían) de pelote y
percalina. Con el sexo débil ya era otra cosa. No que abundasen los
disfraces, pero los que había presentábanse más limpios y cuidados que
los masculinos. Fuera de unos cuantos trajes de niño chico que permitían
lucir las pantorrillas a sus dueñas, de un par de atavíos de torero en
traje de calle que servían para mostrar formas de exuberancia tentadora,
de algún disfraz de albañil que hacía las veces de válvula al
androginismo grosero de tal cual prójima, lo que dominaba eran los
mantones de Manila. Las arreboladas rosas, los purpúreos geráneos y los
claveles de color de fuego envolvían los cuerpos, que bajo el gayo iris
y entre los pliegues blandos, suaves, moldeadores del crespón, aparecían
más garbosos, más finos, más llenos de ritmo y elegancia. Y entre
aquella orgía de colorines, los rostros asomaban con una inquietante
semejanza de combinación de espejos cóncavos y convexos. Efectivamente,
fuera de unas cuantas mujeres que, sudorosas, despeinadas, el moño
torcido y las ropas en desorden, bailaban, denunciando en su falta de
gracia, en la torpeza de sus movimientos tardos y pesados y en su
antiestética indumentaria, su calidad de criadas o menegildas, y fuera
también de unas pocas que, más modositas y recatadas e inseparables de
un mismo varón toda la noche, podían clasificarse entre el comercio
modesto, las demás eran iguales. Gordas o flacas, altas o bajas, rubias
o morenas, todas se parecían con un extraño aire de familia. Parecían la
misma; la misma, con zancos o en cuclillas, con peluca rubia o negra, en
los huesos o con exagerados rellenos, pero la misma siempre. Todas
tenían el mismo rostro blando, fofo, embadurnado de rojo; las mismas
mejillas marchitas bajo el carmín; iguales labios chorreando bermellón;
idénticos ojos pintarreados; peinados semejantes.

Bailaban las unas muy lento y muy ceñido, casi con tanta solemnidad como
sus parejas ventilaban las otras por los rincones sus diferencias con
algún galán; dos o tres, echándoselas de rumbosas (¡ellas tenían siempre
cinco duros para gastárselos con un hombre!), obsequiaban en el _bufet_
a sus chulos; no unos chulos así como así, a la antigua, sino chulos
_modernistas_, de los de _jersey_ y gorra con vistosas insignias de
fantásticos _clubs_, chulos _sportsmants_, como si dijésemos maestros en
artes mecánicas, _chauffeurs_ y aviadores.

Acababa la polca; el organillo emitió algunas notas vertiginosas y calló
súbitamente con un golpe seco, sin que las armonías se prolongasen en
sonoras ondas, como sucede con otros instrumentos musicales. Nieves
volvió al grupo en que los tres toreros esperaban su respuesta. Jimmi la
interrogó:

--Con que tú dirás... Estos señores aguardan tu contestación.

Sonriendo picaresca, mientras los ojos de princesa remota les desafiaban
cínicos y tentadores, formuló:

--¿De veras tienen tanto empeño en que vaya?

_Joselete_ se encargó de dar una respuesta galante:

--¡Figúrese usted!... ¡Siempre hay ganas de ver una mujer bonita de
cerca!

Conquistada por el piropo rió, aceptando.

--¡Pues vamos allá!



II


_Joselete_ palmoteó:

--¡Chico!... ¡Vino!--Y como el camarero, previniendo el objeto de la
llamada, entrase trayendo en una bandeja de zinc dos botellas de
_Agustín Blázquez_ y algunos chatos y empezase a romper los lacres
trabajosamente para descorchar, el torero se la arrancó de las manos:

--¡Esto se _jace_ así!

Formó un anillo con los dedos, y, girando rápidamente la botella, saltó
el lacre.

Nieves, encantada de todo aquello, conceptuándolo muy castizo, muy
típico y hasta muy _chic_, palmoteó:

--¡Bravo! ¡Bravo!

_La Ansiosa_, sin hacer caso de los demás, prisionera por completo de su
nuevo amor, inclinose hacia Jimmi, descansando sobre el brazo del
Pierrot la enorme mole de sus ubres bovinas:

--¡Chaval! ¡Gitano! ¡Que te voy a querer!...--Y en el rostro enharinado
de luna llena, los ojos grandes y salientes, voltearon voluptuosos.

Sin entusiasmo ninguno por su conquista, sino por el contrario, harto
de su pesadez, Jimmi se dejó besar. Una aceituna disparada con certero
tino por la _Pechuguita_, que pueril, cínica y procaz, con su rostro
pálido y demacrado de cortesana enferma de tuberculosis, su flequillo de
paje y sus ojos burlones de golfo callejero, atalayábase entre Don
Simeón y Gorritua, vino a interrumpir el idilio, acompañado de amicales
apóstrofes:

--¡Ladrona! ¡Ansiosa!

Habían salido del baile Nieves y Jimmi con los tres toreros, cuatro
prójimas que estaban con ellos, más algunos amigos que se les
incorporaron. Ambularon por unos cuantos callejones silenciosos y
desiertos para llegar por fin al colmado que había de ser escenario de
la juerga. Una vez allí, en vez de penetrar por la tienda, cruzaron el
portal, internáronse por un pasillo largo y oscuro, atravesaron un
patinillo lóbrego, húmedo y sórdido, donde, de unas cuerdas, pendía ropa
puesta a secar; luego otro pasillo, otro patio, y, por fin, llegaron a
los reservados, construidos al fondo de la casa para mayor garantía de
discreción. Al ver el lugar, casi temeroso, donde les conducían, el
Arcángel anunciador buscó con sus ojos inquietos los de su amiga, pero
ella, posando de valiente, sacole la lengua con un gesto delicioso de
burla, y se echó a reír.

Ahora, en el gabinete con tabiques de madera que les servía de cenáculo
y en que apenas cabían las trece personas que formaban el elenco, a la
menguada luz de la bombilla eléctrica, prensábanse en torno de la mesa
cargada de botellas.

Nieves, deliciosa de inconsciencia, en sus labios carmesíes una sonrisa
de chicuela que, prisionera en la jaula de las fieras, creyese dominar a
los leones con una caricia de sus manitas de marfil, presidía entre
_Joselete_ y el _Marrón_. Frente a ella, Jimmi era disfrutado como una
presa--presa de juventud, de gracia y de vida--por la _Ansiosa_ y Pilar
la _Redicha_. La _Ansiosa_ ponía en la conquista toda la abundosa
exuberancia de sus pechos colosales y de sus caderas formidables; la
Pilar, en cambio, no era fea; un poco agarbanzada también, tenía, sin
embargo, una arrogancia castiza, una gracia muy madrileña, que vivía en
el ritmo entero de su persona, en sus ojos de gacela, grandes y oscuros,
y en su boca fresca y reidora. El _Serranito_, sentado junto a su
querida, permanecía mudo, melancólico y soñador, con los ojos fijos en
el espacio y los labios plegados por un rictus casi doloroso. Ella, la
_Vinagre_, era una mujer alta y delgada, artificialmente rubia; tenía
los ojos grises, fríos; la nariz larga y recta y los labios crueles;
arropada en el mantón alfombrado parecía friolenta; era muy antipática;
apenas bebía, y hablaba escupiendo las palabras con chasquidos secos,
como si siempre estuviese irritada con una irritación contenida,
rabiosa. Los demás--un sastre aficionado a los toros, un pelotari
bilbaíno, de cabeza amelonada, pelo rizado, apenas cubierto por la boina
de inverosímil pequeñez, rostro enjuto y anguloso y lacios bigotes, y
dos chulos sietemesinos, esmirriados y descoloridos--habíanse instalado
a la buena de Dios.

Todos reían; Nieves, contenta de sentir rugiente a su lado la bestia del
deseo, aquel deseo animal, salvaje, feroz, que tantas veces evocase
nostalgia ante las almibaradas palabras y las románticas razones de sus
admiradores. ¡Ah, el encanto de sentirse deseada hasta la violencia,
hasta el crimen! Los demás reían borrachos, estúpidos: la _Vinagre_, con
risa casi estridente; el _Serranito_, con una sonrisa pálida, que sólo
brillaba en los labios, mientras las pupilas tristes seguían el vuelo de
un ensueño.

_Joselete_ y el _Marrón_ hacían la corte a su manera a la aristocrática
muñequilla, y ella, inquietante y perversa, complacíase en excitarles
con miradas lánguidas, sonrisas prometedoras, algún furtivo apretón de
manos y tal cual fortuito pisotón; pero mientras ellos, cada vez más
excitados, se inclinaban hacia ella, los ojos dorados de reina de Saba,
buscaban los melancólicos ojos del gitano y tropezaban a veces con las
frías miradas de la _Vinagre_.

La _Ansiosa_ se inclinó hacia Jimmi:

--¡Tu boca, mi nene!... ¡gitano! ¡lucero! ¡cielo!... ¡me vas a querer tú
a mí!--Y trató de morder los rojos labios del chiquillo.

El la rechazó impaciente:

--¡No seas sobona!

--¡No me quieres!--gimió ella, con su vozarrón de vaca.

Jimmi se sintió chulo:

--¡Que te voy a querer! ¡_Amos_, tú estás _chalá_!

Mientras tanto, _Joselete_ formalizaba en toda regla el sitio que tenía
puesto a Nieves:

--Porque si usted quisiese, prenda, iba a ver lo que es un hombre.

Ella rió hermética, y mientras el torero, en rapto de mal contenida
pasión, se inclinaba para besar su mano, buscó con los ojos al
_Serranito_.

La _Vinagre_, alerta siempre por los rabiosos celos que todas las
mujeres despertaban en su desconfiado espíritu de mujer madura,
interceptó la mirada, y encarándose con la traviesa dama, apostrofó:

--¡Cochina! ¡puerca! ¡bribona! ¡púa!

Todos la miraron asombrados por el exabrupto, y el matador,
contemplándola severo, interrogó:

--¿Qué es esto? ¡_Pa_ gritar a la plaza de la Cebada! ¡A ver si va a
poder ser que te calles y no metas el remo!

La _Pechuguita_ intervino a su vez:

--¡Mujer! ¡no eres tú nadie chillando! ¿Qué mosca te ha _picao_!

--¡Que qué mosca me ha _picao_! ¡Que el _Serranito_ es mío, mío y mío, y
_na_ más que mío, y no me da la pajolera gana que venga ninguna señora
con su pan _comío_ a _camelármelo_! ¿estás tú?--Calló un instante, roja
de ira, y luego, con risa epiléptica y voz chirriante, ahogándose de
coraje, siguió:--¡Señoras! ¡señoras! ¡Ja! ¡Ja! ¡Aparte usted, hija, que
me tizno! ¡Señoras! ¡Y luego, en cuantito que ven unos pantalones!...
¡catapum! ¡adiós, señorío! ¡Señoras! ¡me río yo de _tantismo_ señorío!
¡Más señora soy yo, que me lo gano con mi cuerpo _pa_ gastármelo con un
hombre a quien quiero, que otras que yo me sé, que andan por ahí
presumiendo _pa_ luego venir a quitarnos lo nuestro!... Pues...

Joselete cortó airado, empuñando una botella en ademán de tirársela a la
cabeza:

--¡A ver si va a poder ser que te calles, burra, o te rompo los morros
de un botellazo!

Y como rezongando siempre, la prójima obedeciera, se encaró galante y
rendido con Nieves:

--¡Qué van a mirar estos ojitos de sol al banderillero, teniendo al
matador _mochales_ por ellos! ¿Verdad, lucero?--e inclinándose hacia
ella, intentó robar un beso a los labios de grana.

Pero Nieves, echándose hacia atrás rápidamente, rehuyó la caricia, y ni
corta ni perezosa le plantó una bofetada:

--¡Quieto!

La _Vinagre_ rió con cruel satisfacción:

--¡Anda! ¡_Pa_ que te metas con señoronas!

Los demás, conociendo la saña feroz del torero, aquella ira blanca que
hervía en él, sobre todo cuando tenía los nervios excitados por el
alcohol, le miraron temerosos; pero _Joselete_ pareció echarlo a broma:

--¡Mozo! ¡Vino!--Y siguió como si tal cosa. Sólo en los ojos había una
luz maligna, cruel.

Ahora era Jimmi el que se defendía de las mujeres:

--¡Basta de besos, que no soy el Niño de la Bola!

--¡Pero te quiero! ¡Te quiero, mi negro!--Musitaba la _Ansiosa_ con
suspiros que levantaban con sacudidas volcánicas la enorme pechera.

--¡Ay, nene! ¡Qué rico eres!--Y la Pilar le besaba anhelante.

Seguía la juerga. La _Pechuguita_ se había arrancado con una copla; los
chulos palmoteaban, y el peligro parecía conjurado. Pero Nieves, incapaz
de estarse quieta, deseosa de emociones fuertes, no dejaba dormir a las
fieras. Habíase encarado con el _Marrón_, que echado hacia atrás en la
silla, apoyada en la pared, el cordobés a la nuca, los cabellos
pegoteados a la frente por el sudor, desabrochado el chaleco y el rostro
abotargado, dormitaba la borrachera, y esbozando una caricia pasole la
mano por la cara e interrogó:

--¿Y tú, chotillo? ¡A ver si no te duermes!

El picador, despierto por el contacto de la piel perfumada, suave y
sedeña, lanzó un mugido de toro satisfecho y aprisionó el brazo. Comenzó
a cubrir de besos ansiosos los finos dedos y luego la palma de la mano.
Nieves le dejaba hacer risueña. Pero él, enardecido, seguía subiendo,
paseando por el brazo los gruesos labios. Entonces ella quiso arrancarle
la presa, pero él, brutal, enloquecido por el vino y la lujuria, la
mantuvo prisionera entre sus brazos, buscando ansioso con la boca voraz
la fresca boca de la chiquilla. Ella forcejeaba por desasirse,
bromeando primero, furiosa luego; sus manos caían sobre la cara enorme
del sátiro, abofeteándole sin piedad; las uñas de pétalos de rosa
clavábanse en la piel dura, áspera, curtida, haciendo correr la sangre;
pero él, sordo y ciego, insensible a todo lo que no fuera su sed de
posesión, se enardecía más y más.

La _Vinagre_ le animaba:

--¡Duro con ella!

Y el mismo _Joselete_, mostrando en una sonrisa mala los dientes de
carnívoro, insinuó burlón:

--¡Que te puede!

Nieves, vencida, sintiendo flaquear sus fuerzas, impetró auxilio de su
amigo:

--¡Jimmi, a mí!

Quiso él levantarse para ayudar a su compañera, pero la _Ansiosa_ le
echó los brazos al cuello:

--¡Déjala! ¡Qué te importa! ¡Tú _pa_ mí!

Jimmi sacudiole un puñetazo en pleno rostro que la hizo echarse hacia
atrás, manando abundante sangre por las narices.

Iba ya a levantarse el muchacho, cuando la mujerona tornó a caer sobre
él; no se podía decir esta vez si para matarlo o para poseerlo. Las
otras siguieron su ejemplo, y las tres arpías comenzaron a su vez una
lucha épica de mordiscos, besos, golpes.

De pronto, la bombilla eléctrica cayó rota y se hizo la oscuridad. En
las tinieblas seguía la lucha bárbara entre gritos, lamentos, gemidos,
juramentos y maldiciones. Rodó la mesa, y sobre ella cayeron todos en
montón, y en el suelo prosiguieron aún. En las sombras resonó,
angustiosa, la voz de Jimmi:

--¡Me han matado!

Hubo un momento de confusión y luego un impulso de fuga.

Cuando acudieron con luces, en el suelo, en el montón que formaba la
mesa hecha astillas, sobre el mantel manchado de sangre y vino, yacían
yertos, rígidos, inanimados, Nieves y Jimmi, como dos pobres muñecos de
cera.



HERMAFRODITA

    Vers l'archipel limpide, ou mirent les Iles.
    L'Hermafrodite nu, le front cenit de jasmin,
    Épuise ses yeux verts en un rêve sans fin;
    Et sa souplesse torse empruntée aux reptiles,

    Sa cambrure élastique et ses seines érectiles
    Suscitent le désir de l'impossible hymen,
    Et c'est le monstre éclos, exquis et surhumain,
    Au ciel supérieur des formes plus subtiles.

    La perversité rôde en ses courts cheveux blonds
    Un sourire éternel frère des sous profonds
    S'estope en velours d'ombre a sa bouche ambiguë,

    Et sur ses pales chairs se traîne avec amour
    L'ardent soleil païen, que la fait naître un jour
    De ton écume d'or, ô Beauté suraiguë.

Albert Samain.



I


Primero había sido la palabra grave, sonora, un poco enfática y engolada
de Don Clodoveo Zurriola, el sabio arqueólogo, la que en períodos
acabados, correctos, académicos, que armonizaban bien con la noble
serenidad de la fábula griega, narrara la historia del hijo de Hermes y
Afrodita. La figura venerable del escritor, que suplía con la rigidez lo
escaso de la estatura; su gesto sobrio, pero oratorio y elegante; su
empaque un poco finchado dentro de la corta y estrechísima levita,
adornada en el ojal por multicolor roseta, y del enorme cuello que
aparecía en dos inacabables picos por cima de la formidable corbata,
sostenida con un camafeo, sentaban a maravilla al severo decorado del
salón. Pero lo que sobre todo daba suprema nobleza al viejo caballero
era el rostro, un rostro de pergamino en que lucían dos ojos azules,
claros y serenos, ojos de niño o de poeta habitante de una Arcadia
feliz. Completaban el conjunto larga perilla de plata y nevada trova
que nimbaba de luz la cabeza. Hablaba lentamente, mejor dicho recitaba
su prosa con enfática entonación, cambiando de registro según convenía a
la índole de los períodos descriptivos, trágicos o jocosos, hacía largas
pausas y sabía rematar las parrafadas.

Mientras peroraba, sus manos blancas y delgadas de patriarca bíblico
trazaban un gesto abarcador, y de vez en cuando posábanse en la amplia
frente. Gustábale de recrear a aquellas señoras con alguna de las
leyendas de la mitología griega, en que mezclaba con su portentosa
erudición un humorismo un poco pueril, muy _vieux jeu_, pero honesto,
limpio y de buen gusto.

Oíanle ellas embelesadas, pese a su gran recato y a lo escabroso de los
asuntos, que abundaban en episodios asaz libres; pero la mitología tiene
eso: aun en los momentos en que narra las liviandades a que tan
aficionados mostrábanse los señores del Olimpo, aun en aquellos otros en
que nos presenta las mayores aberraciones, hasta cuando Parsifae se
entrega bajo la apariencia de una vaca de bronce a las caricias del toro
o Calimante pone sus pecaminosos deseos en el melenudo rey del desierto,
incluso en las creaciones de equívocos personajes, hay en ella una
diafanidad, una serena fe en el amor y la vida, que permite a los oídos
más pudibundos y fáciles de ofender escucharla sin menoscabo de su
honestidad. Guardan los amores y aventuras de dioses y diosas, de héroes
y ninfas, de reinas y monstruos, sobre todo evocados por la severa
palabra de un sabio-poeta, un no sé qué de estatuario, de ecuánime, de
plástico, que ahuyenta toda idea de lubricidad y de morbosa delección.

La mitología fue esencialmente moral. Era, sí, la religión del amor;
pero, al mismo tiempo, era la religión de la Naturaleza, de la fuerza,
de la juventud. Nunca el espíritu ha estado más lejos de la carne; la
carne vivía y el espíritu somnolaba plácidamente alejado de enfermizas
inquietudes. Nuestras almas son como el mar, como él tienen sus mareas,
su movimiento de aproximación y de retraimiento; sino que en ellas es al
través de los siglos. Hay momentos en la historia de la humanidad en que
las almas han estado a flor de piel, y es el momento de las inquietudes,
de los grandes pecados y de los monstruosos impulsos de santidad. El
amor tiene el perverso encanto del pecado, y no es el _amor_, es algo
macerante que puebla las noches demasiado castas de calenturientas
aberraciones. En otros períodos, al contrario, el alma duerme y la carne
reina. Entonces se ama con impudor inconsciente, las mayores
aberraciones parecen juegos de niños egoístas; apartan los humanos de
su lado a los débiles, a los deformes, a los tristes, y si alguna vez se
mata es con un gesto magnífico de desdén por la inutilidad de los
viejos, de los enfermos o de los cobardes. En la India, en Egipto, en
todos los países del remoto pasado, fue el reinado del alma; en Grecia y
Roma triunfó el cuerpo y fue como un paseo victorioso de Venus y Baco a
través del mundo entre faunos, sátiros, silvanos y tigres y panteras,
montadas por bacantes coronadas de pámpanos. En la Edad Media la carne
torturada por el ayuno y las disciplinas agoniza entre alucinaciones, y
el espíritu bulle siniestro como un fuego fatuo: es el tiempo de los
iluminados y los poseídos, de las brujas y de los quirománticos, de
Prelatti y Gilles de Rais.

Contó, pues, Don Clodoveo, la historia de Hermafrodita, su peregrina
belleza y cómo sorprendido en el momento de bañarse en una fuente
situada en las cercanías del Halicarnaso por la indiscreta y seguramente
no muy pudibunda ninfa Salmacis, enamorose ésta perdidamente del apuesto
mozo. Describió los desdenes con que el doncel agobiara a la infeliz
enamorada, y por fin la gracia que, presa de loca desesperación, imploró
ella de los dioses, de fundirse en una sola persona con su amado, y aún
hizo algunas veladas y discretas alusiones a cómo, concedido tal favor,
conservara el nuevo ser los caracteres de ambos sexos.

Hasta aquí habíanse mantenido las cosas en las serenas esferas de las
especulaciones estéticas, pero comenzaba a llegar gente joven procedente
del Real y de otras tertulias, y con ellos vientos revolucionarios. Las
últimas palabras del sabio prestáronse a chirigotas, salieron a relucir
anécdotas picantes, y las malas lenguas emprendieron la caritativa tarea
de disecar a los amigos ausentes.

Doña Recareda Witiza, que acurrucada en su sillita de tijera, la
inseparable labor de gancho entre los dedos y las gafas en la punta de
la nariz, había escuchado la narración embebecida y sin comprender muy
bien aquello de los dos sexos, que, como lo de la manzana del Paraíso,
lo del sacrificio de Santa María Egipciaca, las tentaciones de los
Padres del yermo y tantas otras cosas, era para sabido, creído y aun
admirado, pero no para que una mujer honrada metiese las narices en
ello; comenzaba a sentir sobresaltos ante las pseudoprocacidades de la
juventud.

Doña Elvira era una institución en aquella casa; lloviese o hiciese
luna, helárase el aliento o asáranse los pájaros, allí estaba ella,
sentada en su sillita de tapicería, sin darles paz a los dedos,
escuchando atenta y alzando, cuando oía algo que le causaba gran
efecto, los ojillos grises por cima de los redondos quevedos de plata.
Bajita, menuda, lisa como una tabla, sin que ni pecho ni caderas
acusasen su feminilidad, tenía, pese a su frágil contextura, cierta
apariencia masculina agravada por el rostro desproporcionado, demasiado
grande para la pequeñez del cuerpo. Era el suyo un rostro largo,
arrugado, bigotudo y hasta con algo de barba; la nariz de gancho; la
boca grande, de gruesos labios y dientes caballunos, puntiagudos y
amarillos, y la frente anchísima, coronada de escasos cabellos grises,
dábanle aspecto hombruno. Sabíalo ella e irritada por aquella jugarreta
de la naturaleza, exageraba lo menudo de sus gestos, ya harto dengosos,
y atiplaba su vozarrón de bajo profundo. Si bien con ello no conseguía
ser completamente femenil, en cambio adquiría el ambiguo aspecto de esos
viejos pulcros, atildados, untuosos, que pasean por los jardinillos de
las plazas públicas en las primeras horas de la noche su sonrisa húmeda
y sus pupilas lascivamente escrutadoras. El sencillo hábito del Carmen
que vestía siempre y los gruesos zapatones en que escondía sus pies,
desentonaban con la elegancia de las damas que desfilaban por el salón;
pero la condesa, verdadera gran señora a la antigua española, mujer de
corazón, aleccionada además por el destierro y los años, era consecuente
con sus viejos amigos y no olvidaba a los que fueron buenos con ella en
los días de prueba; y si, mujer de mundo, acogía con una sonrisa de
benévola complacencia y una buena palabra a las elegantes que acudían
todas las noches a casa de _tía_ Malvina, porque era _chic_ y tenía un
_gran aire_ hacer una paradita allí después del Real y de otras
tertulias de trueno, guardaba las efusiones de su generoso corazón para
sus amigas _de siempre_, y en boca de la dama aquel _siempre_
significaba muchas cosas.

Era la tertulia de la condesa de Campazas cosa única en su género. En
primer lugar la composición de la escena no tenía nada de teatral.
Aquello no era una decoración _para interior de casa grande_ (término de
entre bastidores, que viene aquí como anillo al dedo). Ni reposteros
blasonados, ni fantásticos retratos de guerreros y obispos, ni armaduras
históricas; nada. Fuera quedaba el estrado, más solemne (aunque tampoco,
a decir verdad, con pretensiones de feudal, si no más bien tocado de la
amazacotada elegancia que a mediados del siglo XIX presidiera el triunfo
de las plutocracias), con su zócalo de madera imitando mármol, su techo
de falso artesonado blanco y oro, las paredes revestidas de raso
amarillo _capitoné_, lunas encerradas en marcos enormes, arañas y
brazos de pared de cristal y bronce, pesados, de mal gusto y hasta un
tanto de pacotilla, y muebles grandes dorados, recargados de molduras,
sin la suntuosa armonía de Luis XV ni la gracia alada del Luis XVI; y en
contraste con tanta cosa fea y como sello de la estirpe, dos retratos de
Goya prodigiosos--un caballero de ancha frente, penduliforme nariz y
mandíbula prominente, vestido con bordado casacón de terciopelo azul, y
una dama pícara de ojos, golosa de labios, fosca de cabellera y morena
de color, muy grácil y movida en los albos tules de su traje, que se
rasgaba en cuadrado escote mostrando el provocativo repujado de los
senos--. También veíanse en la sala dos braseros, pues la condesa, pese
al calor de las chimeneas, no renunciaba al clásico artefacto que, según
ella, fue su único compañero en algunas veladas del destierro. La sala
también, a última hora, llenábase de gente; quedaba para los extraños,
sin embargo, mientras Doña Malvina con los de su tertulia preferían el
billar. Aquello ya era otra cosa, aunque tampoco un dechado de buen
gusto, pues en aquellos días de mescolanzas de estilos en que triunfaban
los muebles de _Boule_ y los rasos abullonados, época cuya
característica podría considerarse el reinado del tapicero, el mal gusto
era endémico; el billar tenía un aspecto más familiar, simpático y
habitable. Sobre las paredes de damasco verde lucían algunos cuadros,
casi todos modernos. Dos marinos de Monteleón, una Sagrada Familia, que
si no fuese por aquello de que la intención salva, hubiese valido el
fuego eterno a su perpetrador; unas monjas de Franco, dos cuadros
pintados por la dueña de la casa--paisajes de una Bucólica feliz--una
Concepción de colorido chillón y otra atribuida con algún fundamento a
Antolínez, el Malo. La mesa de billar, de troneras, aparecía cubierta
por un paño de peluche rojo con aplicaciones de bordados antiguos, y los
muebles, salvo la mesa, que cubría un tapete bordado también en oro y
sedas, eran amplios y cómodos, tapizados de paño verde con franjas e
iniciales de paño negro.

En aquel ambiente familiar encontrábase la condesa a gusto, rodeada de
sus íntimos, _sus fieles_ llamábales ella cariñosamente. Para ser
admitidos en tal intimidad no eran menester sino dos cosas: talento y
corazón. Allí la gente no era lo que representaba en el mundo, sino lo
que merecía ser. No había valores convencionales, que el gran espíritu
de bondad y de rectitud de la dama, defendidos por su prestigio y
posición, rechazaban, si no valores reales. Luego, a última hora,
tocábale el turno a la feria de vanidades pero a prima noche sólo
formaban los elegidos.

Componían la tertulia seis u ocho invitados a mesa (clásica, española,
sencilla y abundante) y cuatro o cinco más que llegaban al café. Allí,
en primer lugar, y como uno de los habituales, Facundo Robledo, el gran
político, el árbito de la Restauración, hacía pinitos literarios, decía
chistes de _su pueblo_, y hasta alguna vez, excitada su confianza y buen
humor por la cordialidad que flotaba en el ambiente, mostraba, como uno
de esos modernos ilusionistas que fían más en su arte que en la
curiosidad del público, los secretos de la política menuda. Allí también
Manuel Salgado, el estilista portentoso, abandonadas las palmetas de
crítico y el cincel de artífice único, contaba, con el gracejo de la
tierra de María Santísima, cuentos subiditos de color. Junto a ellos, el
general marqués de San Florentín defendía los viejos moldes y recitaba
con énfasis versos de Don Juan Nicasio Gallego, de Hartzenbusch y de
García Gutiérrez. El general era un escritor menos que mediocre, pero
por aquellos tiempos de generales poetas y curas guerreros había
alcanzado gran boga, y así como era moda entre las damas tener un
retrato pintado por el duque de Rivas, éralo también guardar en el
álbum de tapas de peluche y bronce una composición poética en que las
Musas colaboraron con harta mala gana. Aquello era lo más saliente de la
tertulia; como discretos comparsas había otras gentes oscuras, cuya
única razón de ser era su amistad con la condesa; gentes que en el
destierro fueron amables con la gran dama y que cuando hallábase sola
ofrecieron el noble homenaje de las personas de corazón a las majestades
caídas; un pintor de historia premioso, machacón, pesadísimo, acompañado
de su esposa, mujer insignificante, y de su hija, una señorita redicha,
que ahuecábase constantemente los pompones de la falda y abría y cerraba
el abanico dengosamente a cada instante; Doña Recareda y dos o tres
insignificancias más.

Y presidiéndoles a todos, con su aire inimitable de gran señora, fresco
el rostro a pesar de los años, los blancos cabellos cubiertos por la
negra cofia, y por los hombros la manteleta de encaje, que prendía al
pecho con antiguo broche de lapizlázuli y brillantes, la condesa
sonreía, abanicándose lentamente con uno de aquellos admirables abanicos
que constituían su pasión. Porque los abanicos eran su vicio: teníalos
de oscura concha, incrustada de oro y plata a la moda del reinado de
Luis XIV; de nácar, con soberbias incrustaciones, como los que en
algunas escenas violentas de la Corte rompieran las blancas manos de la
Pompadour; de largas varillas de marfil, con pintadas miniaturas, como
los que entre los dedos de la Dubarry señalaron a los Borbones la ruta
de la guillotina.

Era la condesa de Campazas mujer de talento extraordinario: sabía hablar
sin pedantescos desplantes, pero con la autoridad que le daban los años
y la experiencia, y lo que es mejor, tenía el raro arte de saber
escuchar. Con singular gracejo ponía el comentario, lleno de filosofía,
o colocaba un chiste de buena ley, terciaba en las discusiones
acaloradas, suavizaba asperezas de juicios apasionados, velaba la broma
con exceso subida de color, y, sin ofender al maldiciente, echaba un
capote por el ausente amigo.

Aquella noche, sin embargo, las horas habíanse deslizado gracias a la
serena palabra de Don Clodoveo Zurriola, con una placidez que, puesto
que a ella contribuían las ninfas y pastores de la fábula, podemos
llamar pastoril. Aún no había acabado el sabio su disertación y el grupo
de oyentes (cuyas exclamaciones y dicharachos asustaban a la Witiza),
engrosado, llegaba ya al salón.

Iban llegando damas procedentes del Teatro Real, donde la Saralto había
cantado un _Bale in Maschera_, y junto con ellas los muchachos que
hacían su escala allí antes de irse al _Veloz_ a tirar de la oreja a
Jorge, y los viejos del palco de _la Infantil_, más entusiastas de la
bella tiple que de la ópera, que, por no ser menos, seguían la misma
ruta de los muchachos.

Pero ni la voz admirable de la Bezké, ni los devaneos de la Sanz, ni los
simpares gorgoritos de la Patti, consiguieron distraer la atención del
primer sujeto. Había, por el contrario, tomado la palabra Ramón Alvarez
de Simancas, uno de los recién llegados, y con su estilo jocoso,
desvergonzado, hacía la aplicación de la fábula de Hermafrodita a
algunos amigos y amigas ausentes.

Alto, fornido, guapo, con varonil belleza, era arrogante, bravucón,
rendido con las damas, a las que trataba con una mezcla extraña de
respetuosa pleitesía y atrevimiento, confianzudo, mirándolas siempre en
mujer, nunca en señora; sencillo con sus amigos, altivo con los
extraños, aficionado con exceso a cuentos y chascarrillos verdes.
Constituía el tipo perfecto del antiguo elegante español, antes que el
sport convirtiérale en una caricatura del extranjero, transnochador,
aficionado a alternar con pelanduscas y toreros, dado a la burla,
apasionado de la fiesta nacional, jugador y pendenciero.

Contaba ahora la historia de cierta dama que, culpable de lesbiana
pasión por una amiga suya, no había discurrido mejor ardid que en una
noche de fiesta escabullirse del salón, merced al bullicio, e irse a
esperarla en su propio lecho.

Y proseguía su historia, contando cómo cierto galán, harto audaz en
lides de amor, y animado por no sé qué insinuaciones de la dama, decidió
seguir la misma ruta que la descarriada señora, y cómo, tras un discreto
desposeerse de ropas en la oscuridad, habíanse encontrado entre las
sábanas, con los episodios a que tan donosa equivocación dio lugar. El
salón entero, convertido en Decamerón por obra y gracia de aquellos
cuentos dignos del señor de Bocaccio, reía de buena gana la
desvergonzada aventura. La misma condesa sonreía benévola; sólo Doña
Recareda, estremecida de horror, ansiaba que se la tragase la tierra
para no ver profanados sus castos oídos con tales aberraciones, y miraba
a todas partes buscando la manera de escapar. Imposible. El salón
rebosaba gente. ¡Y qué gente!

En pie, junto a la mesa de billar, la duquesa de Lorena escuchaba
risueña, reverberando en el esplendor de su distinción suprema. Era una
belleza del norte, fría y dura, que por su boda con el duque de Lorena
había venido a ocupar uno de los primeros puestos en la sociedad
madrileña, ciñendo sus sienes, que en lejano país de brumas oprimiera la
diadema de los Príncipes mediatizados, con los ducales florones de los
Grandes de España. Tenía un aire portentoso, una elegancia señoril que
se reflejaba en sus menores gestos, una nobleza innata, inimitable. Su
perfil correcto, enérgico, sus ojos dominadores y sus labios desdeñosos,
aislábanla en una impenetrabilidad de diosa. El cabello castaño caía
sobre la frente en abundantes rizos, que escalonándose por la cabeza,
concluían en la nuca alabastrina en catarata de pequeños bucles; el seno
blanco, nevado, emergiendo del cuadrado escote del vestido, servía de
estuche a soberbio collar de perlas negras; el corpiño de raso corinto
oprimía el talle inverosímil, y mientras por delante formaba largo pico
sobre el delantal de terciopelo, de igual color que el vestido, bordado
en dorados vidrios, por detrás formaba graciosas aldetas que caían sobre
los pomposos _petits motives_ de raso, sostenidos, primero por el oculto
polisón, luego por grandes golpes de abalorios, y acabados por fin en
larga cola redonda, pomposa, frufruante, prendida a la enagua de
almidonados encajes por grandes lazos de seda. Y completando el
conjunto, tenía brazos de estatua, que enfundados hasta el codo en las
estrechas mangas, ocultábanse luego en largos guantes de Grecia; y poco
más allá, y compartiendo su atención entre las historias y las tonterías
que murmuraba a su oído Fernando Román, Julia Rialta, morena, graciosa,
vivaracha, más morena aún en el traje de gro rosa con grandes _poufs_
lazados de terciopelo negro, triunfaba en su castiza gracia de madrileña
neta. Junto a ella, Felisa Zamora sonreía, sonreía siempre con su eterna
sonrisa estereotipada, contenta de su belleza de Ofelia, de sus cabellos
de oro pálido, que, tras partirse en dos rizos sobre la frente, formaban
gruesa trenza en torno a la cabeza; de sus ojos cándidos, azules de
cielo; de su blancura maravillosa de nardo, que lucía entre el tul
celeste del escote, en forma de corazón, y de su talle inverosímil. Era
tonta, con tontería inofensiva de grabado de modas; ahora mismo,
mientras los demás hablaban, ella estaba pendiente de no descomponer los
frágiles pompones de pálido matiz azulado, que sostenidos sobre la falda
de pequeños volantes por guirnaldas de rosas salvajes, constituían la
obra más elegante que salió jamás de las manos de Worth.

En contraste con ella, toda malicia, gracia e inteligencia, la baronesa
de Montevideo, sentada en un _puf_ turco, vestida toda de raso coral con
guiones de terciopelo azul; menuda, frágil, los ojos verdes de gata, y
el pelo de oro rabioso subrayaba los equívocos con risitas burlonas o
hacía comentarios cortantes como filos de cuchillo, y daba empujones con
el codo a Escipión Cimarra, que pretendía compartir el asiento con ella.

La Witiza se sintió anonadada. ¡No podía salir! Y las cosas tomaban cada
vez peor cariz. Ahora habían dejado a un lado las historias burlescas y
tocábale el turno a las narraciones truculentas. El marqués viudo de
Casa Guzmán contaba cosas horribles, misteriosos hechos, fenómenos de
transformación, raros caprichos de la Naturaleza; descubría monstruos
humanos, casos de locura... La conversación despeñábase por los abismos
de la pesadilla, y como en los cuadros de Bosco o en las aguas fuertes
de Goya, iban y venían en raras zarabandas seres absurdos, criaturas
híbridas, que se contorsionaban saliendo de lo grotesco para entrar en
los linderos de lo doloroso.

Doña Recareda no pudo resistir más, y poniéndose en pie se despidió de
la condesa:

--Yo me voy.

--¿Pero ha venido ya Rosendo--Rosendo era un viejo servidor de la
Witiza--a buscarte?--interrogó la dama cariñosamente.

Habíase dado perfecta cuenta del malestar de su amiga; si hubiese
habido menos gente, hubiese intentado cortar la conversación; pero con
la casa llena era punto menos que imposible. Además, no la gustaba
actuar de _dómine_, y mientras permaneciesen en los límites que marca la
buena educación, prefería dejarles en libertad de desbarrar.

Doña Recareda mintió por primera vez en su vida:

--Sí, ya me han avisado.

--Pues no he oído nada--murmuró extrañada la dama.

Cruzó la vieja el salón haciendo equilibrios para no pisar las colas que
se abrían en insolentes abanicos, y repartiendo reverencias, que la
Montevideo calificó burlescamente de _reverencias para uso de artista
pedicure en Versalles_, llegó al fin a la antesala, fría y
destartaladota, adornada con dos o tres reposteros y algunos bancos.
Allí esperaría. ¿Que estaban los criados? ¡Bah! Eran viejos servidores
respetuosos, que la conocían bien y la rendirían pleitesía y que
seguramente no contarían cuentos verdes delante de ella. Pero ¡sí, sí!
¡No contaba con la huéspeda! Para evitar a las señoras la molestia del
humo y para hablar con más libertad, habíanse salido allí unos cuantos
muchachos a fumar un cigarro, y en cuanto la vieron rodeáronla con
afectuosas cuchufletas. Desesperada la infeliz, decidió partir, aunque
hubiese de esperar en la escalera la llegada de su criado, y zafándose
de sus manos, salió.

Estaba de Dios que en ninguna parte pasase tranquila aquella infausta
noche. Como a los viejos Padres del desierto, Satanás entreteníase en
ponerle a cada paso, ante los ojos, un cuadro de disolución o una imagen
de pecado. En el último descansillo de la escalera, Petra Galván hablaba
con Gaspar Monóvar, y el calor con que discutían y la distancia que les
separaba no eran precisamente los exigidos por el recato. Doña Recareda
Witiza creyó que su sola presencia tendría la virtud de separarles y
hacerles tornar a los senderos del bien; pero se equivocó. La Galván
limitose a alzar sobre sus hombros, iluminados por los fulgores de
soberbio collar de esmeraldas, la amplia capa de seda blanca, forrada de
albas pieles de cabra del Tibet, y dando un puntapié a la cola de
terciopelo café, forrada de raso café con leche y bordada en cuentas de
colores, siguió hablando como si tal cosa con el apuesto húsar, que a su
vez limitose a pasar una mano acariciadora por la sedosa barba negra,
partida por raya central.

Después de poner su pensamiento en Dios, la buena señora tomó una
resolución heroica. Se helaría en el portal, pero prefería cualquier
cosa a la contemplación de tales vergüenzas. Abrió la puerta y... estuvo
a punto de desmayarse. En el amplio zaguán, enarenado, bajo la vacilante
luz del farol central, los cocheros y lacayos, con sus gorras de visera
y sus capotones oscuros, cubiertos por siete esclavinas de vivos
chillones--el amarillo, el rojo, el verde de la heráldica de
librea--hablaban, y lo que es peor, retozaban con retozos de faunos
salvajes con cuatro o cinco ninfas callejeras, que entre pellizcos,
achuchones y encontronazos, reían, aullaban y barbarizaban. ¡La
apocalipsis! ¡Y para eso Dios había redimido al género humano!
Indudablemente el fuego del cielo volvería a caer para arrasar tanto
pecado como antaño cayó sobre las urbes malditas. ¡Las ciudades de
Pentápolis quedaban en mantillas ante tanto vicio triunfante! Pero
mientras las divinas llamas venían a purificar el fango, el ángel que
había de ser guía del justo (encarnado ahora en la vulgar figura de
Rosendo) no llegaba, y Doña Recareda decidió irse sola. ¡Todo menos
quedarse allí! Santiguose mentalmente, y como quien en los horrores de
un naufragio se echa al agua, lanzose a la calle.

Deprisa, muy deprisa, con andares hombrunos, subió la calle de Segovia.
Por aquel camino, cruzando la de la Pasa, la Plaza del Conde de Barajas
y la Escalinata, en un momento estaba en la Plaza Mayor, y de allí al
Postigo de San Martín, donde vivía, no había más que un paso. El camino
érale harto conocido, y lo modesto de su atavío la ayudaba a pasar
desapercibida, de modo que, fuera de los encuentros con las nocturnas
palomas y con algún rezagado borracho, nada había que temer.

En Puerta Cerrada respiró. Pese al valor que procuraba infundirse
repitiendo a cada paso y como entreacto a las oraciones que rumiaba para
impetrar auxilio de la Providencia frases alentadoras: «Estoy a un paso
de casa». «En dos minutos estoy en mi calle». «A lo mejor me tropiezo
con Rosendo». Iba temblorosa y llena de pavura. Las extrañas historias
oídas en casa de la condesa bullían en su cerebro, poblando su
imaginación de raros monstruos. Las escenas más absurdas--escenas de
Sabat en que se mezclaba lo lúbrico y lo terrible--aparecíanse ante ella
con una claridad de linterna mágica. Como las monjas poseídas por el
_Malo_ de la Edad Media, veía poblarse la noche de seres absurdos,
inclasificables, dotados de los más extraños e indescriptibles
atributos. Y los monstruos enlazábanse y desenlazábanse en nunca vistas
combinaciones, hacían muecas lascivas o burlonas, tejían guirnaldas de
cuerpos deformes, y entre aullidos y risotadas, que sonaban alucinantes
en sus oídos, se desvanecían en las tinieblas.

Apretó el paso, y cruzando rápida el callejón de la Pasa, llegó a la
Plaza del Conde de Barajas. Al desembocar en ella sintió una impresión
de inmensidad o de vacío y se detuvo con el corazón oprimido por súbita
angustia. Parecíale hallarse ante un precipicio sin fondo, abismo de
negruras o enorme lago de quietas aguas turbias y verdosas; o mejor aún,
haber llegado a la inmensa plaza de una ciudad muerta, donde no quedaban
ni vestigios de la vida remota que en ella debió haber antaño. La
atmósfera transparente y fría y el cielo de una serenidad polar,
contribuían a la sensación de soledad y quietud mortuorias. Dominose;
santiguándose cruzó la pequeña explanada y tomó la calle de Cuchilleros.
Helada de espanto tornó a pararse. Ahora escuchaba tras de ella pisadas,
pero no unas pisadas vulgares, sino unas pisadas opacas, silenciosas,
pisadas de orangután, de secubo o de personaje felino. Permaneció
quieta, sin atreverse ni aun a respirar; pero como nada sucedía y las
pisadas parecían haber cesado, hizo un esfuerzo y miró atrás. Nada.
Riose de su miedo y continuó la ruta.

En los escalones que suben a la Plaza Mayor dormían, hacinados,
miserables trotacalles, golfos y pordioseros. Entre los montones de
andrajos surgían de vez en cuando caras barbudas, enjutas, amarillentas,
dignas de los viejos mendigos de Rivera; deformes rostros de goyescas
zurcidoras de gustos, trágicas caretas pintarreadas de vendedoras de
amor. Parecía aquello los despojos de un campo donde en una noche de
aquelarre se hubiese librado una batalla. Un hedor a suciedad y miseria
flotaba sobre los durmientes, apestando el aire. Y, sin embargo, Doña
Recareda Witiza respiró satisfecha. Se encontraba más segura allí que en
la soledad de la noche, perseguida por los trasgos evocados en las
fatales conversaciones de casa de su amiga.

Al desembocar en la Plaza Mayor y cuando ya casi se conceptuaba segura,
tropezó con un grupo de mozas del partido que se dejaban conquistar por
unos arrieros. Trató de esquivarles y ellas, que notaron la maniobra,
empezaron a lapidarla con groseras cuchufletas. Huyendo de la rociada,
la dama cruzó a los jardinillos. Allí la luz era más escasa; los
faroles, con sus temblorosos mecheros, no bastaban a disipar las
tinieblas, y árboles y arbustos adquirían apariencias fantasmagóricas.
La Witiza redobló el paso; de pronto surgieron ante ella tres hombres.
Vestían a la moda chulesca: de ancho sombrero y capa uno de ellos, a
cuerpo, con altas gorras de seda que dejaban escapar los tufos peinados
en persianas sobre las sienes, los otros dos. Debían de ser borrachos,
por cuanto despedían un olor a vinazo que tiraba de espaldas. Uno de los
tres, el de la capa y el sombrero cordobés, cortola el paso, y
plantándose ante ella, saludó jacarandoso:

--¡Olé las mujeres!

Doña Recareda, dando un rodeo, procuró zafarse; pero cuando ya lo
conseguía, los otros dos la cogieron por las faldas:

--¿Desprecios? ¡Recontra con la señora! A nosotros no nos desprecia
_naide_ ¿está usté?

Indignada y aterrada a un tiempo, conminó:

--¡Suéltenme ustedes!

El vozarrón hombruno sonó más bronco y áspero que nunca.

Ellos parecieron ligeramente desconcertados. El más entero de los tres
sacó una caja de cerillas, y encendiendo una con no poco trabajo, la
aproximó al rostro de la asustada señora.

Un triple juramento, bárbaro, grosero, salió de las tres bocas:

--¡Remonche, si es un tío!

Aprovechando el primer momento de asombro, la Witiza consiguió librarse
de ellos y echó a correr con toda la fuerza de sus piernas; pero pasada
la sorpresa, los otros, con el tesón y la tozuda pesadez de los
borrachos, echaron tras ella gritando:

--¡A ese! ¡A ese!

Al estrépito de los gritos y carreras, las prójimas y sus adoradores
lanzáronse también a la persecución de Doña Recareda, y al fin
consiguieron detenerla en el momento en que jadeante, próxima a
desmayarse, se había detenido. Todos la interrogaron a la vez:

--¿Pero qué pasa?

--¿Qué, _lan querío robá_?

--¿Los _guindas_?

Con palabra entrecortada, comenzó:

--Es que... que...

Pero llegaban sus perseguidores:

--¡Que es un tío que anda disfrazada de mujer!

El grupo prensose curiosamente en torno de la infeliz. Seis o siete
voces distintas formularon otras tantas preguntas:

--¿Un ladrón?

--¿Un alcahuete?

--¿Un guasa viva!

-¿Un...

--¡Un tío faroles que anda buscándole tres patas al caballo de bronce!

--¡Soy una señora, y hagan el favor de dejarme en paz!

El vozarrón sonó bronco, áspero. Uno imitó el rugido de un trombón. Otro
anunció con cavernoso sonido:

--¡Paso! ¡Paso, que es doña Trueno!

Aunque tarde, comprendió que su voz empeoraba la situación, y trató de
dulcificar el tono, consiguiendo sólo aflautarla:

--¡Déjenme, por Dios! Soy una señora...

Una voz de tiple gimió burlona.

--¡Ay, mamá, que me comen, que me comen!

Y otra, también con relamido acento:

--¡Ay, Jesús!

Trató de imponérseles:

--O me dejan o llamo.

Pero sus enemigos encendían cerillas y estudiaban su rostro hombruno,
adornado de barba y bigote.

--¡Es un hombre!

--¡Un tío!

--¡Ladrón¡ ¡gorrino!

--¡Asqueroso!

Las mujeres eran las más indignadas. Convertidas en furibundas arpías,
azuzaban a los hombres:

--¡Arrastrarle!

--¡Matarle!

--¡A darle una paliza que lo deslome!

Enloquecida de miedo, gemía:

--¡Soy una señora! ¡Por Dios! ¡Por Dios!

Una de las hembras tuvo una idea luminosa:

--¡A verlo! ¡Desnudarle!

Diez manos audaces se posaron en ella para consumar el sacrificio; pero
atraídos por el escándalo, acudían ya el sereno y unos guardias:

--¡A ver si _sus llevamos_ a la Delegación! ¿Qué _escándalo_ es este?

Todos quisieron explicar a la autoridad su acción vindicadora:

--Es que...

--El tío este...

--Nosotros...

Una, más expedita, narró el suceso:

--Es un tío marrano que anda con faldas.

Doña Recareda, casi sin fuerzas ya, protestó débilmente:

--¡Soy una señora!

Pero el vigilante nocturno, escamado por la voz de bajo profundo, había
aplicado la luz al velludo rostro y lanzaba una exclamación:

--¡Pues sí que es un _tiu_!--Y como ella aún intentase un postrer
esfuerzo...--¡Hala para allá; en la Delegación _veremus_!

En aquella crisis de espanto, algo absurdo, inaudito, sucedió en el
cerebro de la infeliz señora. Las historias oídas cobraron realidad; los
monstruos quiméricos se animaron con calenturienta vida. Ella no era
Doña Recareda Witiza, la honesta y noble dama, era uno de aquellos seres
ambiguos, insexuados, híbridos, de la fábula. Y de pronto se irguió, y
con los ojos fulgurantes como los de una iluminada, apostrofó a sus
sayones:

--¡Atrás, canallas! ¡Yo soy la hija de Hermes, hijo del Cielo y de la
Noche, y de la divina Afrodita, hija de Urano y el Mar! ¡Soy
Hermafrodita!

Y cerrando los ojos rodó por tierra.



FICHAS ANTROPOMETRICAS



EL HOMBRE DE LA MUÑECA EXTRAÑA


--La fábula de Prometeo creando la estatua e infundiéndole vida. Pero
esta vez animándola no con el fuego del cielo, sino con llamas robadas
qué sé yo dónde, creo que al mismísimo infierno, a Satanás en persona;
un fuego maldito de locura, de pecado, de horror; en fin, algo
escalofriante, terrible, ultramoderno...

--¿Poe?

--No. Poe es demasiado metafísico y la historia de Guillermo Novelda es
más pedestre; no hay nada que no sea explicable, fácil, comprensible;
pero al mismo tiempo se unen de tal modo en ella la locura, el vicio y
el miedo, que llegan a un paroxismo de horror alucinante.

--Vamos, como en Teresa Raquin.

--No, tampoco; Zola resulta excesivamente sucio y no tiene el instinto
de la estética. La muerte de Guillermo es algo tan tremendo, tan
trágico, que sin querer hace pensar en los poseídos del demonio.
Justamente, eso fue él, un poseído del demonio de la lujuria. Quiso
asomarse al abismo en que el monstruo de los cien tentáculos dormía,
bajar al fondo del mar para contemplar la sepulta ciudad de Is y quedó
prisionero para siempre. Tuvo una hora de supremo goce, y luego fue
resbalando hasta caer en la muerte.

Nos habíamos reunido en el despacho de Gustavo Mondragón, a pretexto de
tomar una taza de té y charlar, unas cuantas damas y algunos amigos,
enfermos todos de literatura.

Anochecía. Fuera, entre hilos de lluvia que caían con monotonía
abrumadora, finaba el crepúsculo de un día invernal, frío, gris y
tristón, en que el cielo plomizo se reflejaba en los grandes charcos de
la calle. Dentro, una penumbra temerosa iba invadiendo los rincones.

El despacho era el de un artista, el de un refinado, quizás el de un
decadente, pero sobrio, sencillo, sin estrafalarias suntuosidades de
novela. Nada de emular las magnificencias de Bizancio, ni los estéticos
alardes de Corte de los Médicis, ni siquiera las, elegancias del XVIII
francés; menos aún uno de esos rebuscados y artificiosos decorados del
snobismo moderno; limitábase a ser grande, alto de techo, con amplio
ventanal sobre un jardín vulgar. Damasco verde oscuro cubría los muros;
los muebles eran ingleses, de cuero; en un rincón, un gran diván de
damasco agobiado de almohadones, hechos con viejos brocados; dos
bibliotecas de caoba y bronce encerraban libros de Poe, de Baudelaire,
de Wilde, de Essebacc, de D'Anunzio, de Moreas, de Rollinat, Lorraine,
Rodenbach, Verlaine, Rossetti, Ekheold, Rachilde--la flor y nata del
decadentismo--, con raras encuadernaciones; sobre las librerías, por
cima de la chimenea del escritorio y de las mesillas volantes que
llenaban la habitación, veíanse retratos de aristocráticas damas, de
actrices, de aventureras, de mujeres famosas en el mundo de la
galantería, de tenores, de grandes artistas, de literatos, de toreros,
de acróbatas, con pomposas dedicatorias o extrañas fórmulas; mezclados
con ellos algunas armas antiguas--dagas de puño enjoyado y puñales cuya
adamasquinada hoja triangular se hundía entre las páginas de un libro--y
algunos barros y porcelanas antiguos, y, por fin, sobre el damasco de
los muros y pendientes de largos cordones de seda, unas cuantas
acuarelas y algunas aguafuertes. Nada de Moreau, ni de Goya, ni de
Durero; por el contrario, eran obras de principiantes, obras ingenuas,
demasiado brillantes de color o sombrías con exceso, pero en que la
fantasía, exaltada por cierto perverso intelectualismo y sin el freno
aún de la experiencia y del temor a los juicios del mundo, galopaba por
campos de quimera. «Las tres ciudades del pecado», «Salomé, Belkis y
Cleopatra», unos interiores de mancebía muy goyescos, algunos personajes
mitológicos--Gaminedes, Narciso, Hermafrodita--interpretados de un modo
ambiguo, y unas imágenes alucinantes de brevario medioeval.

Sobre aquel fondo propicio, destacábanse las figuras actuales. En primer
lugar, Lidia Alcocer y Nieves Sigüenza, presidiendo la asamblea,
sentadas en el diván; en torno a ellas las demás.

Lidia Alcocer era una belleza provocativa. Sin ser exuberante, más que
moldeada podíasele decir repujada en el traje de terciopelo negro muy
llamativo, muy cocotesco, con demasiadas pieles y demasiados encajes. El
rostro absurdamente maquillado era excesivamente blanco, excesivamente
rosa, tenía ojeras azules con exceso y labios que sangraban
exageradamente embadurnados de pintura. El pelo teñido de rubio oro
(_blond d'or, goold watter_) rizábase artificialmente bajo la toca
empenachada de enormes plumas. Aunque frisaba en los cuarenta, en
extravagante contraste con aquel rostro de cortesana de Alejandría
vestida a la moda de París, poseía dos ojos de mirada cándida, luminosa
y azul, que sabían mirar con ternura apasionada.

Nieves Sigüenza encarnaba otra modalidad femenina. Firme también de
líneas, pero más mujer y menos muñeca, era mimosa, ondulante, gatuna.
Tenía un rostro inquietante que destacábase a modo de careta de
alabastro azulado, traslúcida, bajo una cabellera de ébano tallado en
grandes bucles, y en contraste absurdo, como puestos en aquella máscara
de Pierrot por el capricho de un artista atrabiliario, unos labios
rojos, gruesos, golosos y sensuales, reían provocativos, y engarzados en
dos levísimos trozos de azabache que fingían las pestañas, dos tostados
topacios de cábala lucían a modo de pupilas. Por fin, completaban la
extraña incongruencia, un lunar de terciopelo que se destacaba frívolo y
galante sobre el libor de la trágica mascarilla. Más complicada y
erudita, el amor era para ella un espejismo de sus secretos ensueños, y
sabía hacer de cualquier coqueteo vulgar un idilio de Teócrito, y de la
más prosaica aventura de encrucijada una historia de Poe o un cuento de
Lorrain.

Frente a ellas, sentada en un sillón, las manos cerúleas cruzadas sobre
el regazo y los ojos azules perdidos en la vaguedad de un ensueño, Nora
Halm, una noruega de abombada frente y rubias trenzas de Gretchen de
balada, que peinaba formando dos rodetes sobre las orejas, escuchaba con
atención meditativa. Muy mujer, un poco sentimental, poseía, en
contraposición con la exuberancia de las otras, una alegría serena, un
callado arte de saborear la vida, aprendido en los interminables
inviernos pasados en la mortuoria tristeza de los _fiords_.

Junto a ella, _Beni_ Rosal fumaba cigarrillos turcos, y de vez en cuando
reía con su risa seriecita de _buen chico_. Aquella muchacha con el pelo
corto, peinado en raya, el rostro fino, un poco alargado, el atavío
sastre y el alto cuello almidonado, tenía una _allure_ muy varonil, que
subrayaba con la brusquedad del gesto y cierta dejadez masculina.

Eran los demás contertulios, Pepito Montesa, un pintor adolescente que
tenía el gesto rígido, de esas figuras etruscas que ilustran los vasos
encontrados en las excavaciones; el conde de Medina la Vieja, _el señor
Heliogábalo_, siempre con su inquietante apariencia de personaje de
ultratumba invitado a una fiesta de espíritus; Julito Calabrés,
abracadabrante en su atavío _fasshionable_, y Jaime Sigüenza y Gregorito
Alsina.

Hablaban del _caso_ de Guillermo Novelda. Lidia Alcocer fue la que
sacara la conversación. Ella había amado mucho. En un tiempo, su frágil
belleza de muñeca realzada con la estrepitosa elegancia, fue el ornato
de los salones. Su gracia, su ingenio, su hermosura, la hizo ser deseada
y, piadosa, no supo negarse. El _Club_ entero pasó por sus brazos. No
exigía de sus amantes sino una condición: la elegancia. Jóvenes o
viejos, altos o bajos, rubios o morenos, chatos o narilargos, a todos
sabía encontrarles una gracia especial, un oculto encanto, un chiste,
_un no sé qué_... Con lo único que era inexorable era con el _chic_. Y
los hombres se la disputaron entre el odio y la saña de las demás
mujeres. Hubo desafíos, suicidios, broncas, escándalos. Pero envejeció y
los amantes escasearon, fueron menos fieles, menos constantes; entonces
la Alcocer entregose en alma y cuerpo al espiritismo. Las cosas
misteriosas del más allá la atrajeron con su peligroso encanto y su
escalofriante interés, que sacudía sus nervios de _detraquée_ con nuevas
emociones. Adoraba las historias de fantasmas y aparecidos y gustaba de
contarlas y oírlas contar, sin perjuicio de luego, en la soledad del
lecho (¡oh crueldad inexorable de los años!), estremecerse de miedo, y,
tapándose la cabeza con las sábanas, santiguarse muy deprisa. Cada vez
que moría un amante (cosa que, tratándose de una señora que tuvo tantos,
forzosamente tenía que suceder con harta frecuencia), Lidia sufría un
ataque de terror ante el miedo de su visita, ataque que sólo se
extinguía cuando al correr de los días, el difunto, bien hallado de su
nuevo estado, defraudaba las esperanzas de la dama. Pero cuando el
espanto de ésta llegó al paroxismo fue cuando el suicidio de Pepe
Madariaga. Aunque ella nada tenía que ver, pues las causas fueron el
tapete verde, cierto Don Isaías Iscariote que practicaba la usura y una
pájara francesa, metiósela en la cabeza ser la razón del drama. Pasó
noches atroces en que a cada instante creyó ver la sombra del difunto, y
hubo momento en que pensó en la conveniencia de implorar al sereno.

Ahora, como siempre, había sido ella la que en los azares de la charla
evocó aquellas cosas. Rodando, rodando la conversación, había llegado a
Guillermo Novelda, y Gustavo Mondragón, gran amigo suyo en vida, contaba
el sucedido.

--Yo no sé si ustedes se acordarán bien de Guillermo...

--¡No habíamos de acordarnos!--habló Lidia--. Era un artista, músico,
literato, pintor, escultor... y, al fin, moldeador de figuras de cera.
Todavía recuerdo las palabras con que explicaba su amor a esos muñecos.
«El mármol o el bronce--decía el pobre Noveldason demasiado inmutables,
y, como tales, se alejan mucho de la naturaleza humana; en cambio, la
cera es más dúctil, se transforma insensiblemente, palidece, envejece...
Una estatua siempre es un trozo de mármol o de bronce, mientras que una
figura de cera, una vez creada, tiene vida, nos acompaña, nos habla en
el silencio de la noche, y, sobre todo, sabe escuchar...»

--Sí; Guillermo fue un gran _dilettante_ de todas las artes.

Lidia protestó con vehemencia:

--_Dilettante_ no; un artista, un verdadero artista. En sus obras hay
chispazos, llamaradas de genio...

--Justamente--concedió Gustavo, razonando con las palabras de la dama--.
Llamaradas, chispazos, pero nada más. Un contraste de color, la
ejecución de un trozo al piano, la mueca de un rostro, la crispación de
una mano, el detalle de un aguafuerte... Fue un genio fracasado; su obra
maestra quedó por hacer. Dejó retazos, fragmentos, bocetos; pero todo
incompleto, inacabado. Por eso digo que no fue sino un _dilettante_,
genial si ustedes quieren, pero al fin y al cabo nada más que un
_dilettante_.

--¿Y las figuras de cera?

--En eso, sí--asintió Mondragón--En las figuras de cera fue un artista
único. Ese arte, pueril y complicado a un tiempo, le tentó siempre.
Puso en él una inspiración enfermiza, malsana, que rimaba a maravilla
con la materia prima.

Lidia Alcocer se estremeció al recuerdo. Casi temerosa, interrogó:

--¿Ustedes llegaron a ver el museo? Yo no le olvidaré nunca. Jamás he
visto nada más atroz, más impresionante, que aquella colección de
muñecos. Casi todos eran personajes de novela ¡pero con una vida! ¡con
una expresión! Había caras monstruosas, deformadas; caras de idiotez, de
lujuria, de gula; otras aviesas o amenazadoras; algunas con una
expresión de angustia suprema. Cuando me las enseñó estuve mala tres
días; luego, soñé con ellas mucho tiempo--. Y añadió a modo de
conclusión:--¡Era un gran artista!

Gustavo sostuvo tercamente:

--Un gran _dilettante_.

Nieves terció en defensa del amigo muerto:

--Pues lo que es simpático lo era y de verdad.

--Eso no quiere decir nada. Ya sabe usted la teoría de Oscar Wilde: «El
sólo hecho de publicar un libro de sonetos mediocre hace encantadora a
una persona. Vive el poema que no supo escribir, así como otros escriben
el poema que no supieron vivir». Guillermo vivió el arte que no supo
crear.

--¡Qué agradable y qué divertido era!--insinuó la rubia Nora.

_Beni_ adhiriose a la opinión de su amiga:

--Encantador.

Nieves, más psicóloga, dio una opinión complicada, en consonancia con su
laberíntica espiritualidad:

--Era muy simpático, con aquella alegría ruidosa, comunicativa, en cuyo
fondo había como un yacimiento de amargura, una tristeza un poco
irónica, un desdén compasivo para las flaquezas de los demás y para sus
propias flaquezas. Y era artista por naturaleza, artista del gesto, de
la palabra, de la idea. Poseía el secreto de encontrar belleza en todo,
una belleza refinada, quintaesenciada; una belleza de contraste que
estaba en sus ojos de él y que sabía hacer sentir a los demás. Parecía
superficial; pero lo íntimo de su espíritu...

--Yo, que he ambulado por ahí con él a las altas horas de la
noche--interrumpió Gregorito Alsina--, podría hablar mejor que nadie. La
verdad, creí que era _posse_, pero su muerte trágica fue la firma que
selló la veracidad de todo ello. Guillermo tenía como nadie el arte de
saborear la sensación. El analizaba, escrutaba, buscaba el por qué de
las cosas, el origen de las ideas, de los deseos y hasta de los impulsos
generosos. Era implacable con todos y con todo. Su alma misma
complaciose en someterla a cruel autopsia y exponerla luego a la
vergüenza. ¡Y en el fondo, qué cruel escepticismo!

Callaron todos un momento, y luego Gustavo reanudó:

--Pues ya se acordarán ustedes que primero le dio por frecuentar los
salones, donde le acogieron en palmas. La vida fácil, alada,
insustancial; la moral harto elástica y convencional, la frívola
perversidad de todas aquellas gentes, le encantaron. Luego sintió la
curiosidad de los viajes. Fueron unos viajes en que, según el mismo, no
hizo más que buscar el escenario en que vivir sus novelas; viajes
incongruentes, en que unas veces aparecía en las misteriosas ciudades
del remoto Oriente y otras en las estaciones de moda. Yo casi llegué a
creer que dábase esas caminatas por el gusto de epatarnos con una
acuarela exuberante de color desde la India, una narración misteriosa
desde el viejo Egipto, un cuadro de decadentismo ultramoderno desde la
Costa Azul, o una de esas turbadoras aguafuertes de apaches y
trotacalles desde París o Londres. Así recorrió la India, China, Persia,
Egipto; rehizo el Calvario, buscó las huellas de las ciudades del
Pentápolis, soñó con el Templo de Salomón y las magnificencias de
Tadmor, y un día...

Y un día desapareció. Por lo menos desapareció para todo el mundo; pero
yo, que estaba unido a él por antigua y sincera amistad, aún seguí
recibiendo vagas noticias de él. Primero unas postales fantásticas desde
Ceylán, unas postales en que me hablaba de triunfos misteriosos, en que
decía haber encontrado el Paraíso terrenal; después unos renglones desde
París, deslabazados, inconexos, que reflejaban un vencimiento absoluto,
un descorazonamiento sin límites, y por fin nada. Cesó toda
correspondencia e ignoré su paradero.

Un año después y otoñando en la capital de Francia, supe casualmente sus
señas. Al día siguiente me encaminé a visitarle. Vivía al otro lado de
los puentes, en una calle del viejo París, junto a la rue de
l'Université, que viene a ser al bullicio de los bulevares, por su calma
provinciana, su poco tránsito y lo vetusto de las edificaciones, lo que
la Plaza del Conde de Aranda a la Puerta del Sol. Caminé un rato entre
los altos edificios de piedras grises y uniformes, rasgados por grandes
ventanas; en la calle silenciosa resonaban mis pisadas sobre el asfalto;
los grandes portones con pesadas aldabas de bronce, permanecían
cerrados, mudos y misteriosos, como si guardasen el secreto de otras
vidas arcaicas, que permaneciesen estacionadas, y mi imaginación me
ofrecía extrañas imágenes, cuadros de la vida que fue. Parecíame que al
través de los vidrios de emplomados cuarterones, divisaba viejos
estrados _Regencia_ de raso amarillo o verde musgo, con grandes sillones
de talla y panzudas consolas, que sostenían bajo fanal un reloj rematado
por amorosa escena, y flanqueado por dos jarrones con flores de cera. En
el salón había un clavicordio, y una damisela momificada, vestida con
pomposas sedas, polvorientas y desvaídas, pasaba por el teclado
amarillento sus manos de esqueleto, entonando una romanza sentimental;
mientras, un galán, no menos acartonado, aguardaba inclinado hacia ella,
para pasar las hojas del papel de música, y en una _bergère_, junto a la
chimenea apagada, dormía un viejo caballero de blanca peluca y casaquín
bordado.

Por fin tropecé con la casa de mi amigo. Era uno de esos amazacotados y
sombríos hoteles, construidos a la moda del reinado de Luis XIV, entre
patio y jardín, que sirvieron de morada, a fines del siglo XVIII y
principios del XIX, a la aristocracia de la toga. Era pequeño, macizo,
con ventanas estrechas, casi siniestro, sin adorno alguno en la fachada.
A un lado y por encima de alto muro, divisábanse algunos árboles
centenarios, que aumentaban aún el aire de tristeza de la casa. Vacilé
un instante, sobrecogido por el aspecto lúgubre de la morada que había
ido a elegir Guillermo, y al fin, con súbita decisión, llamé.

Pasó un rato, y cuando comenzaba a desesperar temiendo haberme
equivocado, la puerta giró silenciosamente y en el dintel apareció un
hombre:

--¡Tú!

--¡Tú!

Era Guillermo en persona. Vestía un pijama a rayas blancas y amarillas,
y al primer golpe de vista me pareció demacrado y envejecido. Al verme
había esquivado un gesto de sorpresa; pero ahora, dominándose, sonreía
forzadamente. No cabía duda, mi presencia allí le sobresaltaba
penosamente, como si acabasen de descubrir un secreto que desease tener
oculto. Cortado ante la glaciedad de aquella recepción, balbuceé:

--Si te molesta mi visita...

Dueño de sí mismo, halló los tonos de su antigua cordialidad.

--¿Molestarme?... ¡Qué disparate! Ya sabes que te quise siempre... Es
que al primer momento tu llegada me ha sorprendido, pues ni remotamente
la esperaba.--Y luego animó:--Entra, entra...

Penetré en la morada misteriosa y los batientes de la puerta cochera
cerráronse tras de mí. Guillermo explicó:

--Estoy solo, sabes, y por eso te he abierto yo mismo.

El zaguán era grande, lóbrego. Había allí un fuerte olor a humedad, a
moho, característico de las viviendas abandonadas. Hacía frío, y mi
amigo, tiritando, me propuso:

--Vamos arriba. Todo esto está helado.

La escalera que arrancaba del zaguán partíase al llegar al primer
descansillo en dos ramales. Era una escalera señoril, con bóveda de
cristales que la suciedad había empañado y oscurecido. Los muros
agrietados tenían por todo adorno escudos de armas labrados en yeso,
rotos y maltrechos, que alternaban con misteriosas ventanas de cerrados
postigos. El pasamanos de terciopelo rojo caíase a pedazos, y sobre los
escalones de madera pintados de blanco, que con los años había tomado un
tinte crema, veíase la señal de una alfombra que debió de haber en otros
tiempos.

A media escalera notó que mi amigo jadeaba; pero como al mirarle con el
rabillo del ojo vi pintada en sus labios la misma forzada sonrisa que
mostraba los dientes largos y amarillos, no me atreví a decirle nada y
seguimos subiendo. Cruzamos dos o tres salones que parecían surgidos
allí a la evocación de mis sueños callejeros. Eran los viejos estrados
que mi imaginación colocara tras los cerrados postigos; muebles Luis
Felipe, de ébano, tapizados de reps granate, verde o azul, grandes,
amazacotados, exentos de toda gracia; cómodas de _Boule_, horarios de
pesas, cuadros de campestres paisajes, muy mal pintados, muy relamidos,
con sus riscos de mazapán y sus corderillos de cartón piedra, y pesados
cortinajes, llenaban las estancias, cuadradas, vastas, altas de techo.
Sobre todo ello habían caído inexorables los años; los sofaes, rotos,
despanzurrados, mostraban el pelote y los desvencijados muelles; los
muebles, descascarillados, arrancadas las incrustaciones, yacían
rajados, con el mármol partido; los cronómetros, parados en horas
misteriosas; los cuadros, cubiertos de polvo, y en el rígido abandono de
las cortinas, no sé qué inquietante secreto. De las bóvedas, cubriendo
los ángulos y enlazándose con las pesadas lámparas de cristal y bronce,
pendían telas de araña. Por todas partes reinaba una semipenumbra
temerosa y un acre, violentísimo, olor a humedad.

Guillermo se disculpó:

--Perdona, chico: pero no he tenido tiempo de arreglar la casa y está
como la encontré al alquilarla.

Después, abriendo una puerta y dejándome paso murmuró:

--Mi estudio.

El cuarto era mayor que los anteriores. Al través de una vidriera
entraba la luz tristona del patio; sólo un rincón parecía haber sido
arreglado; allí habían colocado un amplio diván hecho con tapices de
Smirna, pieles de oso y de cabra del Thibet, y almohadones de bordadas
sedas orientales; junto a él una mesilla de ébano y marfil, y
defendiéndolo todo, un biombo de tapicería, sobre el que caía al
desgaire antigua capa pluvial de brocado. El resto de la estancia
correspondía en decorado y adorno al de lo demás de la casa; pero por
todas partes veíanse en revuelta confusión, tiradas, cubiertas de polvo,
dejadas de cualquier modo, obras comenzadas en un momento de
inspiración, abandonadas luego en el desaliento de una impotencia
absoluta. Cuadros empezados y sin concluir; luego estatuas inacabadas,
rotas, maltrechas, sin brazos ni cabeza; trozos de cera comenzados a
modelar y abandonados luego en una monstruosa deformación, y por fin,
sobre la mesa desordenada y polvorienta, cuartillas garrapateadas,
libros deshojados... Respirábase allí una atmósfera enrarecida, cargada
de humo, de aroma de opio, de perfumes violentos y de ese extraño olor
a cera quemada y flores marchitas que se respira en las cámaras
mortuorias.

Novelda dejose caer en el diván; parecía aniquilado por el esfuerzo;
estaba lívido, jadeaba y sin dejar de tiritar, gruesas gotas de sudor
resbalaban por su frente; sus cabellos se pegaban a las sienes y sus
manos temblaban levemente. Con un gesto cansado me señaló una butaca.
Luego suspiró, sonriendo con la sonrisa dolorosa que ahora parecía no
abandonarle nunca:

--¡El amor cansa mucho!

Así el cable y deseoso de provocar una conversación que disipase la
glaciedad que había en la atmósfera, echeme a reír bromeando:

--Por eso temí haber llegado en mal momento: que estuvieses con alguien
o esperases alguna visita...

Movió la cabeza negativamente:

--Mi amor está siempre conmigo.

Extrañome la frase, pero deseando distraerle y sacudir a mi vez cierta
inquietud indefinible que me azoraba, comencé a hablar de unas cosas y
otras. Parecía como adormilado, dándome la sensación de que su
pensamiento estaba muy lejos de allí. Mientras charlábamos le examinaba
disimuladamente; ¡parecía imposible que aquel hombre fuese el mismo
Guillermo Novelda que yo conociera antaño, alegre y dicharachero! Bajo
la liviana seda del pijama marcábase la osamenta; el rostro demacrado
tenía un color plomizo, y los ojos mortecinos brillaban en el fondo de
dos profundos surcos amoratados.

Le interrogué a boca de jarro:

--¿Fumas opio? Aquí huele a él.

--A mi _Lady_ le gusta el olor del opio.

¡Otra respuesta cabalística! Tras ella quedamos en silencio largo rato.
Guillermo parecía nervioso, inquieto, como si fuese presa de una lucha
interior. Al fin, en la resolución del gesto adiviné que acababa de
decidirse a algo trascendental. Encarose conmigo:

--Te voy a contar la verdad, toda la verdad.

Sentí una sacudida eléctrica, frío en la raíz del pelo, un temblor que
me corría por la espalda. ¿Qué atroz historia iba a escuchar? ¿Qué
abismo del corazón humano iba a abrirse ante mis ojos?

--¡Ah, mi historia!--prosiguió Novelda--. Mi historia es algo
extraordinario y vulgar, encantador y terrible. ¡Mi historia! Si yo
hubiese vivido en la Edad Media puede que la Inquisición me hubiese
quemado como poseído, como uno de esos brujos que hechizaban a las
gentes clavando una aguja en el corazón de un muñeco de cera y bailando
luego ante el Malo en las noches de aquelarre; si tuviese familia,
quizás me encerrasen en una casa de salud... y sin embargo, en lo que me
sucede no hay nada de extraordinario ni de inexplicable.

Hablaba ahora con calor. Sus ojos brillaban húmedos y pasábase
nerviosamente las manos por los cabellos que debían erizársele.

Reanudó:

--¿Te acuerdas de mí en otros tiempos? Yo era el prototipo del hombre
feliz: alegre, incansable, dispuesto siempre a divertirme... Todo el
mundo (¿para qué falsas modestias?) me encontraba encantador, divertido,
insustituible. Un poco _poseur_...

Hizo una pausa, durante la que pareció meditar. Al fin siguió:

--La _pose_... ¿Si yo te dijese mi creencia de que en realidad la _pose_
no existe? La cultivamos más o menos, la combatimos con armas de
vulgaridad o la exaltamos con venenos sabios, pero en realidad está en
el fondo de nosotros. Es una enfermedad, un desequilibrio, algo trágico
o ridículo, pero más fuerte que nuestra voluntad; algo que alienta pese
a nosotros, que nos vence, nos arrastra, nos hace estrafalarios, locos o
geniales a pesar nuestro.--Excitábase al hablar. Continuó--: Yo, por lo
que a mí se refiere, sé decirte que lo que las gentes llamaban mi _pose_
y que yo cultivaba cuidadosamente, era más fuerte que mi menguada
voluntad. Siempre he sentido una atracción invencible por el misterio,
por la vesania, por el dolor y la muerte. Las cosas inquietantes, los
inexplicables fenómenos de que está llena la vida humana, esas
escalofriantes coincidencias que nos hacen detenernos ante un hecho
imprevisto como ante la puerta de un cuarto en que se guardan no sé qué
misteriosos males, me inquietaron, despertaron en mí el anhelo de rasgar
el velo de Isis. ¡Ah! ¡Si yo hubiera poseído la caja de Pandora, la
hubiese abierto, y luego entre ansioso y aterrado me habría entretenido
en contemplar el progreso de todos los males! Recuerdo que de chico la
oscuridad me inspiraba infinito terror; pues bien, por un masoquismo
moral, extraño en un niño, complacíame en pasar largo rato con los ojos
fijos en ella, adivinando la mirada de unos ojos, esos ojos de color
indefinido, luminosos e hipnóticos; esos ojos en que brilla la atracción
terrible del misterio, la locura, el delirio, la muerte; ojos agoreros
de no sé qué secretos horrores. Pues con las cortinas me sucedía igual.
Cuando vivíamos en la calle del Sacramento, en el viejo caserón de mis
abuelos, tan propicio con sus enormes salas y sus inacabables pasillos,
con su cuarto azul y su galería de retratos, a todas las alucinaciones,
llegué a sentir como una verdadera inquietud el miedo a los cortinajes.
Mi imaginación enfermiza los plegaba en inquietantes formas, ceñialos a
invisibles cuerpos, moldeaba absurdos torsos, les hacía temblar en
imperceptibles estremecimientos, o los entreabría, mostrando al fondo de
oscuras cavidades figuras borrosas imposibles de definir. De vez en
cuando, veía surgir de ellos, en la penumbra crepuscular o en el aún más
temeroso claroscuro de las lámparas de aceite, una mano negra y peluda o
una mano blanca, traslúcida, de dedos largos y descarnados que, parecía
llamarme...

--Pues ¿y las figuras de cera?...

Detúvose un momento. Gruesas gotas de sudor resbalaban por su frente. Al
fin continuó--: ¡La obsesión de las figuras de cera! Esa la he sentido
siempre; creo que de muy niño me perseguía ya con su inquietud, que se
traducía en una opresión, en un malestar extraño ante esos muñecos,
frívolos al parecer y que, sin embargo, tienen una vida tan misteriosa,
tan honda y turbadora. En las ferias, en esos barracones donde exhiben
fantoches, me gustaba ir estudiándoles uno a uno; tendía la mano para
tocarles, entre asustado y curioso, como hacen otros chicos con los
reptiles, y costaba trabajo arrancarme de allí. Luego, hombre ya, cuando
descubrí mis disposiciones para la escultura en cera, sentí un gran
alivio, algo así como si me quitasen un peso de encima. ¡Era el pretexto
conque engañarme a mí mismo! Años después, en Viena, mi rara obsesión
resurgió súbitamente. Habíamos recorrido las instalaciones de un parque
de recreos establecido en el Pratter, cuando al penetrar en un Grevin
admirable que había, sentí otra vez angustia anhelante que se tradujo en
un deseo absurdo. ¡Era preciso que pasase una noche allí, entre todos
aquellos mudos personajes, cuyas historias nos iba contando pomposamente
el cicerone.--Hubo otra pausa.--Nunca--, prosiguió el pobre Guillermo
con voz estragada--nunca, por mucho que sea el horror de tu situación,
podrás imaginarte nada semejante! Sólo el que herido y tenido por
muerto, haya pasado la noche rodeado de cadáveres en un campo de
batalla, puede figurarse algo igual. ¡Y aun ése está al aire libre!
Oculto por un empleado complaciente a fuerza de oro, vi llegar la noche.
Los visitantes desfilaron, el director giró la última ronda y al fin
sentí cerrarse las puertas, correrse los cerrojos ¡y me encontré solo,
rodeado de los misteriosos personajes! Había luna, y al través de los
altos ventanales penetraba una tenue claridad que, una vez acostumbrados
los ojos a las relativas tinieblas, bastaba para distinguir los objetos.
Entonces, alardeando de un valor que no sentía, giré mi visita _de
cumplido_ a mis compañeros de la noche. Allí estaban todos: rígidos,
hieráticos, inmóviles, en posturas que durante el día se nos antojaban
ridículas, afectadas, cómicas o prosopopéyicas, y que así, en el
misterio de la noche, tenían no sé qué prestigio de una sinceridad casi
dolorosa. Allí estaban, en el _hall_ central, de pie o sentados en los
bancos, parados o en actitud de romper a andar, espectadores todos de la
ceremonia de ungir el Papa, Emperador a Napoleón, que las figuras
centrales reproducían, damas y caballeros que en la fantasmagoría lunar
eran herméticos e inquietantes; allí estaban el _chasseur_ que tiende
perpetuamente un programa a los visitantes, el caballero que se ha
dormido, la enlutada triste...

Al principio anduve de un lado para otro, sacando fuerzas de mis
flaquezas. El ir y venir de empleados que trajinaban por el jardín
contribuía a infundirme valor, pero llegó un momento en que se hizo un
silencio absoluto. Aún me dominé. Fui a sentarme en el banco entre la
dama enlutada y el caballero. Ella gemía quedamente; por el rostro muy
pálido resbalaban lágrimas. ¡Bah! ¡Qué tontería! La volví la espalda y
entonces mis miradas cayeron sobre mi otro compañero de banco. ¡Era un
loco!; su rostro grande y blanco plegábase en absurdas muecas; sus
cabellos crespos, peinados con cepillo, se habían erizado, y sus ojos de
cristal fosforecían siniestros. Horrorizado, me alcé de allí y caminé a
la ventura. Pero el botones me hacía muecas burlonas; los paseantes que
permanecían petrificados, como habitantes de una ciudad maldita
sorprendida por el fuego, volvían la cabeza a mi paso o tendían la mano
para detenerme. Si yo me paraba, volvían a la forzada inmovilidad, pero
yo les _sentía_ remover. Entonces me confesé por primera vez que tenía
miedo. Desmoralizado por aquella confesión, empecé a vagar de un lado
para otro, prisionero de la siniestra mascarada.

Y comenzó para mí espantosa pesadilla.

En mi fuga, y buscando tinieblas absolutas que borraran las figuras
alucinantes, había dejado atrás la sala central, y descendiendo por una
escalerilla, me encontraba en las cuevas. Allí estaban reproducidas
escenas de la corte de Luis XVI y de la Revolución francesa. Primero los
días felices, las pastoriles escenas del petit Trianón, el skating de
Versalles, las recepciones de Corte. Y era Marie Antoniette, la
archiduquesa austriaca, Delfina de Francia, rodeada de sus damas,
jugando con corderillos lazados de azul y rosa; y era la misma
archiduquesa, cubierta de pieles, los ojos entornados por una
voluptuosidad que no se sabía si estribaba en el vértigo de la rapidez o
en la apostura del galán, el vizconde de Charny, el infortunado
caballero de Tavernay Maison Rouge, que empujaba el trineo.

Eran luego las horas terribles en que una fatalidad cruel llevaba por
senderos de frivolidad la tragedia del desenlace. Y venían las extrañas
escenas de la cubeta de Mesmer, los experimentos de Cagliostro, las
nocturnas escapadas de Versalles, las entrevistas del cardenal de Rohan
con Juana de la Motte Valois, las violencias del collar, las aventuras
de Monseñor el Conde de Artois. Y eran, en fin, los bárbaros furores del
pueblo, el asalto de Versalles, la Conserjería, el Temple... Toda
aquella historia de Francia, muy Dumas, que con gente y luz me había
parecido casi risible, así, a la débil claridad lunar que se filtraba
trabajosamente hasta allí, tenía un espanto de evocación. Los decorados
falsos, contrahechos por la falta de espacio, adquirían en la
semipenumbra una realidad pasmosa, y los personajes hablaron y me
contaron su historia. No eran las historias, picarescas o tristes,
jocosas o sangrientas, pero siempre triviales, que narraba el empleado
al explicar los grupos a los visitantes. Eran historias amargas,
dolorosas; porque no eran la historia vista por el público, sino la
historia _verdad_, la que sólo alentó en las almas, la historia _del por
qué_ de las cosas. Y la Reina me dijo de su amor por el caballero de
Charny, de su alma de mujer, fiera y apasionada, que sentía latir el
odio en derredor; Cagliostro me habló de su pasión por la infortunada
Andrea de Tavernay, y Juana de la Motte de sus locos anhelos de
ambición. Y todos me dijeron cómo entre corderos lazados de raso,
embarques para Citerea, juegos de _ecarté_ y sesiones de patines,
prepararon el drama. Sólo la Lamballe, insustancial, graciosa,
inconsciente, limitábase a mover la cabeza coronada de bucles y
enguirnaldada de rosas.

Huyendo de los obsesionantes fantoches, bajé aún algunos escalones y me
encontré en lo que representaba las cárceles: prisiones históricas,
inquisitoriales, o simplemente modernas celdas, en ellas yacían grandes
criminales o grandes mártires. Allí estaban _la Máscara de hierro_,
Juana de Arco, Gilles de Rais, Señor de Thiffages, el Marqués de Sade,
el Príncipe Don Carlos (hijo de Felipe II), la Voisín, la Marquesa de
Brinvilliers, y junto a ellos unos cuantos feroces criminales de
relativa actualidad. Yo no sé si la luz llegaba hasta allí o si eran mis
ojos alucinados los que me fingían claridad en aquellas lóbregas
catacumbas; pero yo _veía_, veía sobre la sórdida miseria de los
calabozos las extrañas figuras, que la tristeza y el largo encierro
habían demacrado y como traslúcido, cobrar vida para hablar conmigo. Y
fue primero el rostro enjuto, los ojos negros, fosforescentes,
dominadores, la boca cruel y el gesto elegante bajo la chupa de
terciopelo negro, bordada de azabache, del Marqués de Sade; luego la
bárbara y altiva brusquedad del señor de Thiffages; más tarde el
alucinado fervor de la Pucelle, la amable elegancia de la Voisín o el
ademán equívoco de la heroína de la rue de la Lune, y por fin la grosera
torpeza de Salvarose, el feroz asesino. Y ellos también me dijeron su
secreto. Sade, galante mundano, me habló de la voluptuosidad de ver
correr la sangre como un ardiente lacre que sellase el placer, aquel
placer más fuerte que su voluntad; Gilles gimió en uno de sus místicos
arrebatos todo el horror y toda la delicia de aquellas carnes inocentes
que temblaban entre sus manos, mientras en la capilla, de una
fastuosidad salomónica, toda recargada de oro y pedrerías, el órgano
entonaba el oficio de los Santos Inocentes; la libertadora de Orleans,
con su voz de plegaria, narrome sus visiones, y Salvarose bramó aún
bestial al recuerdo de sus víctimas. Y en el fondo de todas aquellas
vidas, latía la cosa misteriosa y horrenda, el monstruo devorador que
para la antigüedad remota fue la voluptuosidad, para la Edad media el
pecado y para nosotros es el vicio, el huracán asolador de vidas, el
extraño monstruo que yo sentía latir en mis entrañas! Fue una noche de
locura, de vértigo; una noche en que a cada instante sentí vacilar mi
razón; por la mañana me encontraron yerto, exánime. Llevado a mi hotel
declaróseme intensa fiebre cerebral. Repuesto de ella, partí para la
India.

--Calló un momento Guillermo. A mi pesar sentíame impresionado por tales
historias. El ambiente del salón, el olor a opio y cera, aquel abandono
de casa deshabitada, todo contribuía a acrecentar mi obsesión. El
parecía fatigado por las evocaciones; al fin, con voz rota, desvalida,
prosiguió;--dábase ya en mi vida un fenómeno horrible, capaz de erizar
el cabello a cualquiera. Yo temeroso de hacer el vacío en derredor mío,
jamás he confesado esto a nadie; pero ahora, seguro ya de saber vivir en
la soledad cuando soy dueño del secreto de, en la soledad, poseer a la
persona amada, no me importa revelártelo. Una misteriosa fatalidad
parecía acompañarme, algo así como una _jettatura_ que pesaba sobre
cuantas personas se acercaban a mí. Yo era el manzanillo; mi sombra era
fatal. Bastaba que pusiese mi amor, mi cariño o mi amistad en alguien;
bastaba que entrase en una casa con una mayor intimidad, para que la
desgracia se cerniese inmediatamente sobre ella. Y fueron los tiempos
del suicidio de Illana Floriani, la gran actriz; aquel suicidio en el
Rhin, que tuvo la magnífica teatralidad de la última escena de una
tragedia antigua; de la fuga de Lady Georgina Greem; del asesinato por
los terroristas del Gran Duque Sergio; de la ruina fraudulenta de Simeón
Róssend, el gran banquero semita, y de la catástrofe automovilista que
costó la vida al duque d'Arconville, y de la que yo salí milagrosamente
ileso; la época de todos aquellos extraños escándalos mundiales en que
yo me veía envuelto, según vosotros, por _snobismo_, en realidad por una
fatalidad cruel. Huyendo de ella comencé mi éxodo, y en Ceylán conocí a
Lady Judith Woodstons. Ya sabes lo que son esos centros de elegancia
mundial donde entre tantas gentes que se curan, por hacer algo, de
enfermedades imaginarias, hay algunos verdaderos moribundos que gozan
ansiosamente de las postrimerías de la existencia--uno de los encantos
de la muerte es dar todo su valor a lo que nos queda de vida, y que los
mismos que se aburren cuando creen tener una vida ilimitada por
delante, en cuanto ven la muerte a plazo fijo, descubren nuevas delicias
al mundo--son verdaderas ferias de vanidades, en que se vive en una
perpétua exhibición de joyas, de trajes, de honores y bellezas más o
menos auténticas; pues, sin embargo, en cuanto entra en el _hall_ del
Indian-Palace, mis ojos se fijaron en Lady Judith y quedé deslumbrado.
No es dable imaginar nada más bellamente frágil, más delicado, más sutil
y espiritual que aquella criatura. Semicubierta por los toisones de un
gran abrigo de raras pieles, aparecía envuelta en un traje de antiguos
encajes de Venecia bordados en nácar; un fastuoso collar de perlas
resbalaba en nacarado iris sobre el terciopelo del escote y caía hasta
las rodillas rematado por gruesos borlones de esmeraldas y brillantes,
y, surgiendo de aquellas magnificencias, bajo la cabellera de oro
pálido--ese oro que en los cuentos de encantamientos hilan las
princesas--, el rostro de fino perfil y óvalo perfecto, y en el rostro
los ojos. ¡Los ojos! Eran dos zafiros pálidos que rebrillaban bajo la
dorada sombra de las pestañas. Había en ellos algo misterioso y trágico:
el dolor de morir. Desde entonces le amé; veíala todos los días, siempre
sutil, frágil, quebradiza, cubierta de pieles, de perlas, y de encajes,
con no sé qué de irreal, de imaginario. No parecía una criatura humana,
sino una de esas evocaciones fantásticas de los ensueños de los paraísos
artificiales, la abstracción de un pintor infiltrado por una mezcla de
paganismo y misticismo, la tentación de un escultor asceta. En las
promiscuidades de hotel no es difícil trabar conocimiento con las
gentes, y además Lady Judith no se hacía inabordable; así que a los ocho
días había conseguido conocerla, a los quince éramos amigos y algunos
después hacíale la corte.

Una noche estábamos solos en la terraza del _Indian_. El cielo era como
una inmensa bóveda de zafiro incrustada de brillantes; al través de un
bosquecillo de palmeras, divisábase el mar como un encantado espejo que
reflejase el cielo. Lady Judith reclinada en la _chaisse longue_,
vestida de gruesos encajes de Irlanda sostenidos por lazos de seda azul,
tiritaba bajo la amplia pelliza de _renard argente_, haciendo rebrillar
el portentoso aderezo de zafiros que ostentaba. Yo la hablaba de amor.
Ella parecía escucharme con arrobo, sin atenderme, atenta sólo a la
armonía de la voz como atenta estaba a las notas de la orquesta de
tzíganes, al rumor de los pájaros en el bosquecillo de palmeras o al
lejano murmullo del mar. De improviso, se incorporó: «Le creo a usted
sincero y voy a ser leal--habló con su voz cristalina en que vibraba
sin embargo un extraño timbre de energía.--No sé si le quiero o no; sé
únicamente que no seré nunca suya... suya, ni de nadie--añadió, al
sorprender en mi un gesto de amargura.--Quizás le parezca raro en una
mujer, mujer de mundo y gran señora por añadidura, esta crudeza. Lo
lógico y lo corriente sería que yo flirtease, diese largas, me negara a
tiempo... Pero hay una razón para borrar todos estos convencionalismos
sociales: la muerte. Me muero y me muero a plazo fijo. Y esta seguridad
de morir da un extraño, un imprevisto, valor al tiempo. Para una mujer
cualquiera, perder una semana, un mes, un año, no importa nada. Para mí
una hora, un minuto, un segundo, tienen un valor extraordinario. ¡Tres
meses de vida! ¡Tengo tres meses de vida!...--Hizo la inglesa una
pausa.--Si le dijese que no sentía morir, mentiría. Pero segura de que
no hay remedio para mí, me he resignado, y entre manchar mi agonía con
potingues, fealdades, terrores, o ennoblecerle con todo lo que es bello
en el mundo, he preferido esto último. Ya sabe usted el verso

    Un bel morire tutta una vida honora

* * *

Una sonrisa triste vagaba por sus labios. Siguió:

--La muerte, sin embargo, es implacable usurera, y esta portentosa
belleza mía (cuando le quedan a uno noventa días de vida la modestia es
una estupidez) a la muerte se la debo. Así, viéndome sólo en las horas
de respiro, en las treguas que la enfermedad me deja, únicamente puede
apreciarse el lado bello de las cosas, la trasparencia de nácar de mi
cutis, el fulgor de zafiro de mis ojos y estas dos pálidas rosas que se
marchitan en mis mejillas. Pero si yo fuese suya, si entre nosotros
existiese la intimidad de dos amantes, vería usted también el lado feo
de mi mal, y serían los espasmos de amor cortados por golpes de tos, y
los besos que sabrían a sangre y a creosota... Además, ¡quién sabe!, yo
soy muy fuerte, pero mujer al fin y al cabo, y, quizás interesada en el
juego, no tendría valor para acabarlo a tiempo, y asistiría usted al
horror de una agonía, agravada aún por las ansias de vivir. Vería usted
el desmoronamiento, la descomposición de mi hermosura, y en vez de un
bello recuerdo, tendría la sensación de una pesadilla casi repulsiva.

--Comencé a formular un ruego--prosiguió Guillermo
dificultosamente--pero ella no me dejó hablar.

--Usted es artista, un grande, único y admirable moldeador y le voy a
dar a usted lo que un artista estima más: la belleza. Mi cuerpo será de
los gusanos, pero mi belleza será de usted. Moldeeme una estatua; en
estos tres meses de vida yo seré su modelo, y así, cuando yo muera, en
vez de un recuerdo repulsivo, le quedará, hasta que a su vez le llegue
la hora de morir, una imagen de belleza que ni años ni enfermedades
podrán borrar. Como las heroínas antiguas, reinaré en su vida después de
muerta.

--Y me tendió en señal de pacto una mano blanca y fina, enjoyada como la
de un icono.

Guillermo enjugose la frente con el pañuelo y luego con trabajo continuó
hablando:

--Tres días después, comenzaron aquellas extrañas sesiones de modelado.
En la pesada atmósfera del invernadero convertido en estudio, siempre
tendida sobre un lecho de pieles, Lady Judith se ofrecía a mis ojos toda
desnuda, con un impudor de diosa, mejor, de marmórea escultura. Yo
temblaba de deseo, con un ansia loca de poseerla, de acariciarla,
contenido por su amenaza de que al primer gesto aquellas horas habrían
acabado irremisiblemente para siempre. Exasperado, presa de una fiebre
pasional rayana en el delirio, ensañábame en el trabajo, encontrando un
acre placer en perpetuar la maravilla del modelo que nunca sería mío. ¡Y
qué modelo! Jamás pintor ni escultor alguno pudo soñar nada más bello
que aquella viviente estatua que modelaba la muerte. ¡Nada de mórbidas
delgadeces ni de angulosas osamentas; nada de amarillentas palideces ni
de agónica viscosidad. Una elegancia insuperable, una maravillosa
armonía de línea y de contorno y una piel fina, blanca y
aterciopelada...! ¡Su piel! Era tan lechosa y transparente, que algunas
veces hacíale semejar una estatua de alabastro iluminada por interior y
misteriosa claridad. Luchaba yo por fijar aquellas maravillas, pero como
por obra de sortilegio, cada día acrecentábanse más. De hora en hora,
parecía espiritualizarse, afinarse, hacerse más sutil y transparente,
sin perder jamás la ecuanimidad de su hermosura. Al fin un día di mi
obra por concluida. Ya no me faltaban más que los cabellos y los ojos,
aquellos cabellos de princesa legendaria y la líquida transparencia que
se filtraba por entre las pestañas de oro y que hacía pensar en la
serena belleza del cielo reflejada en las aguas de un lago en calma.
Lady Judith tuvo una de sus enigmáticas sonrisas.

--Es tarde--murmuró.--Esta es la última sesión.

--Y como yo, desesperado protestase de ver mi obra condenada a quedar
sin concluir, añadió:--Me encuentro muy mal. Mi hora se acerca; sé que
me muero...--Y como yo intentase atajarla, sin permitírmelo, con un vago
tinte de ironía, aseguró:--Tan mal me encuentro, que ya he avisado a mi
marido y mañana vendrá con un _yacht_ a recogerme.

«Yo imploré aún:--¡Esos ojos!... ¡ese pelo!...--Sonrió.--Los tendrá
usted.

--Pasó un mes. Yo no sabía nada de Lady Woodstons. El _yacht_ seguía
anclado en la bahía. Al fin, un día, al salir a la terraza, vi que el
barco se hacía a la mar. ¡Lady Judith había muerto! Loco de dolor, me
precipité al _hall_ del hotel para informarme de la catástrofe. Allí un
_groom_ me entregó un paquete. ¡Su letra! Desfalleciendo de emoción subí
a mi cuarto y lo abrí. Había dos cajas. Rompí las cintas que sujetaban
la mayor. Allí estaba la maravillosa cabellera de Lady Judith! Un papel
rezaba: «mi pelo». Tembloroso abrí la otra: «mis ojos», y vi en el fondo
del estuche dos pálidos y admirables zafiros. Con todo ello completé mi
estatua, y nuevo Prometeo, me enamoré de ella.

Hizo aún otra pausa nuestro pobre amigo. Estaba tan pálido que temí por
un momento que fuera a desmayarse. Al fin, con un gesto enérgico se puso
en pie.

--Voy a presentarte a mi Lady.

Les confieso a ustedes que sentí un vago malestar. Todas aquellas
historias, agravadas por las tinieblas crepusculares y el fuerte olor a
opio y cera, me turbaban. Hubiese querido irme, pero algo más fuerte que
mi voluntad me retenía prisionero allí, y con los ojos fijos en la
puerta por donde había salido Guillermo, esperé. Al fin apareció en el
dintel el escultor, sosteniendo una mujer casi por completo cubierta por
un enorme abrigo de chinchilla. Parecía enferma--una de esas irreales
enfermas que van a morir a la _corniche_, entre sonrisas, rosas y
naranjos en flor--, entregada por completo a su galán.

El gabán sólo dejaba ver la parte alta del rostro en que lucían los ojos
admirables y la cabellera de hilado oro, y por debajo del abrigo salía
la fastuosa cola de encajes. Lentamente acercose la extraña pareja al
diván, y con cuidado exquisito depositó Guillermo su carga en él.
Después, con un gesto rápido, nervioso, como si temiese quemarse, abrió
la pelliza que cubría la muñeca.

Lancé un grito y me puse de pie. Ante mis ojos, en lugar de la figura
admirable que la pureza de la frente, el oro de los cabellos y el
luminoso azul de los ojos hacía presentir, acababa de ofrecerse a mi
vista algo horrendo, abominable, alucinante. Las mejillas deformadas,
los labios mordidos, el cuello destrozado, el escote hendido por las
huellas de las uñas que se habían clavado en él; en vez de la admirable
estatua que esperaba tenía ante mí una de esas figuras que los
inquisidores hallaban en los antros de las brujas medioevales y que
quemaban ante el Patriarca de Indias en las hogueras de la plaza Mayor.

Guillermo rió sarcástico y encarose con la estatua:

--¡Ah! ¡Parece que ya no gustáis tanto, Milady! ¡Parece que vuestra
belleza está en el ocaso!

Después, dirigiéndose a mí, habló con voz estridente, en que vibraba un
odio feroz:

--¿Comprendes? ¡La odio y la amo! Y veo llegar para ella la vejez y el
olvido!... ¡Es la liberación!... ¡La batalla! ¿Comprendes? _¡Reinaré en
su vida después de muerta! Si ahora me entregase a usted, vería el lado
feo de las cosas, y día por día, hora por hora, enrojecería ante sus
ojos; mientras que así... así mi belleza le sobrevivirá!..._ ¡Y ha
envenenado mi vida para siempre! Si hubiese sido mía, mía una vez
siquiera; si hubiese sido mujer, su memoria estaría para mí llena de
dulzura; mientras que así, quimérica e impasible, reproduciendo su piel,
que para mí no tiene otra realidad que la cera, y sus ojos, que son dos
piedras yertas, y sus cabellos, que han adquirido la sequedad de los de
las muñecas, la visión perpétua de su desnudo maravilloso me persigue,
me obsesiona, aniquila mi vida... ¡Y es la batalla! ¡Ahora es mía! ¡Mía!
Aquel amor que en vida le asustaba porque podía marchitar su hermosura,
la destroza día por día. Y hora llegará en que, fea y repulsiva, la
arroje a un braserillo, donde se derretirá como los endemoniados muñecos
que quemaban en las noches de aquelarre. ¡Y ese día, por fin, seré libre
y el maleficio estará roto para siempre!

Se había puesto de pie, el pelo erizado y los ojos fuera de las órbitas.
En el diván, la figura abandonada parecía mirarle con sus pupilas azules
de cristal y sonreír irónica con los labios destrozados a mordiscos.

Hubo una pausa. Nadie hablaba ni se movía. Todos escuchábamos anhelantes
la extraña historia de Guillermo Novelda que Gustavo nos contaba. Al fin
reanudó el hilo:

--Un año después volví a París. Durante el invierno, el recuerdo de
nuestro infortunado amigo me persiguió como un remordimiento. ¡Había
hecho mal en dejarle allí solo y abandonado a su extraña locura! Mi
deber era haber avisado a su familia... El egoísta que todos llevamos en
nosotros salía a mi encuentro con sus fríos razonamientos. ¿A qué
familia? Guillermo no tenía sino parientes lejanos a quienes nada
importaban sus cosas. Además, ¿con qué derecho iba yo a meterme en sus
asuntos? ¿Quién era yo para inmiscuirme en el misterio de aquella vida,
revelado a mí en un momento de confianza? Un amigo de azar, un conocido
de los salones. Y me había cruzado de brazos. Ya en París, decidí volver
a visitar a mi amigo; pero la pereza y una vaga inquietud de perturbar
mis nervios con todas aquellas raras historias, me hacían retrasar de
día en día mi visita. Además ¡hacía tanto calor! Esto sucedía el verano
pasado, y ya recordará usted la temperatura senegalina de que
disfrutamos en todas partes, pero sobre todo en París. Por fin, un día
hice un esfuerzo, me armé de valor y me encaminé a la rue de
l'Université. Desde que pisé la calle, un presentimiento me oprimió. Un
grupo no muy numeroso de gente permanecía estacionado precisamente ante
la casa de Guillermo. Acerqueme inquieto, e interrogando a unos y otros
acabé por averiguar lo que sucedía: iba transcurrido más de un mes sin
que el inquilino diese señal de vida. Como era harto misantrópico, al
principio a nadie extrañó no verle, pero a la larga concluyeron por
inquietarse. Fueron entonces al amo de la casa, el cual, a su vez,
acudió allí, y como, pese a sus reiterados llamamientos, nadie abría la
puerta, acudió a la Comisaría, y por fin iban a forzar la puerta.
Inquieto por la suerte de mi amigo, presintiendo una desgracia, pedí
hablar al comisario; presenteme a él, no como amigo, sino como pariente,
que, inquieto ante un injustificado silencio, había hecho un viaje
exclusivamente para saber a qué atenerse, exhibir documentos, y al fin
fui autorizado a acompañar a la justicia en sus indagaciones. La puerta
acababa de ser forzada y entramos todos en el zaguán. Un olor
nauseabundo nos dio el alto. No era sólo el olor a humedad que percibí
la primera vez que pisé aquella casa, era un olor a podredumbre, a carne
muerta, agravado de emanaciones de opio y de cera quemada, lo que salía
ahora a nuestro encuentro. Al fin, tras un momento de vacilaciones,
seguimos avanzando y cruzamos los mismos salones de mi anterior visita,
pero aún más lúgubres, más polvorientos, llenos de telas de araña y de
cucarachas que corrían ante nuestros pasos. Y el olor hacíase cada vez
más intenso y violento, tornando la atmósfera en irrespirable. Los
agentes iban abriendo a nuestro paso puertas y ventanas. Al fin llegamos
ante la entrada del estudio: el Comisario empujó la puerta y todos
retrocedimos un paso helados de horror.

Sobre el diván, semidesnudo, yacía el cadáver de Guillermo, pero el
cadáver devorado por ratas y gusanos, el cadáver sin labios ni nariz,
con los ojos vacíos y las mejillas descarnadas; el cadáver negro,
purulento, en plena fermentación, que estrechaba ferozmente, en una
crispación sarcástica de las mandíbulas descarnadas, la figura
atrozmente deformada de Lady Judith. El calor y la podredumbre habían
fundido absurdamente cera y carne y en la confusa masa pululaban los
gusanos. Una larva amarillenta salía de una de las vacías cuencas del
cadáver y resbalaba sobre los labios destrozados de la muñeca. Sobre la
escalofriante masa zumbaba una nube de moscones. Y desde el fondo de
aquella miseria los ojos azules de Lady Judith me miraban burlones.

* * *

Había concluido de anochecer. En el despacho no se oía más que el
castañetear de los dientes de Lydia Alcocer, que temblaba. Después, un
suspiro de descanso de Claudio Hernández de las Torres, que acababa de
darse una inyección de morfina. Al fin Nieves Sigüenza, estirándose con
voluptuosidad de gata perversa, murmuró, presa de delicioso terror:

--Me hubiese gustado ver a Guillermo; pero sobre todo conocer a Lady
Judith.

Sonó la voz irónica de Gregorito Alsina:

--Lady Judith... ¿Te acuerdas, Claudio, de ella? La conocimos el otoño
pasado, con sus perlas y sus encajes, en Venecia, en un té de la
princesa Fornarina Pescari. Allí no moría tísica, moría del veneno de
Venecia, de una rara fiebre que, embelleciéndola, la mataba poco a
poco. Y para eternizar aquella agonía, había encendido el incendio de
una pasión que devoraba los últimos chispazos del genio del pobre
Gustavo Golderer, el gran pintor alemán.



UNA HORA DE AMOR



I

    Donde la Sacerdotisa de Venus empieza a creer
    en la despoblación del Bosque Sagrado.


¡Tan!... ¡tan!... ¡tan!... El reloj de la cercana iglesia de Santa Cruz
desgranó las campanadas de la tercera hora, que, entre el gemir del
viento y el gotear del agua, sonaron lúgubres, fatídicas, agoreras.

Llovía a mares. Ni por la calle Mayor, ni por la cercana plaza,
transitaba nadie; sólo en la esquina de la calle del Factor, brillaba,
mortecino, el farol de un sereno. De tarde en tarde, el vigilante
nocturno cambiaba de sitio, y entonces la lucecita corría, temblorosa,
con inquietante apariencia de fuego fatuo.

Estrella sintió ganas de llorar. ¡Las tres de la mañana y no se había
estrenado aún! ¡Y era el tercer día que regresaba con las manos vacías!
¡Y ama Dolores ya le había advertido que aquello no podía seguir; que su
casa no era ningún asilo, sino excelso templo del Amor--a dos pesetas
hora--; que no estaba para alimentar pánfilas, ni imágenes mandadas
recoger; en una palabra: que aquello no podía continuar. Ahora, parada
bajo los soportales, sentía inmenso desaliento, mientras miraba con aire
estúpido caer la lluvia, y evocaba la alegre facilidad de los primeros
días de galantería, sobre todo antes de su ida al Hospital. Entonces, no
había sino mimos y halagos: ¡hasta bata de seda tuvo! Mientras que ahora
no quedaba, de tanta belleza, más que escaseces, palabras agrias y malos
tratos. En su sensibilidad enteramente animal, sólo apta para el dolor
físico, más que las humillaciones y que el sentimiento de su abyección,
dolíanla los quebrantos materiales. Ama Dolores había llegado hasta
amenazarla, si las cosas seguían así, con echarla a la calle. La idea de
perder de vista la mancebía, con su olor a almizcle, que disimulaba mal
el hedor de miseria y podredumbre, su lujo de relumbrón, digno a sus
ojos de los alcázares de Solimán, el Magnífico, y, sobre todo, aquel
tener la comida segura, sin necesidad de preocuparse de buscarla con el
trabajo, le aterraba. ¡Recomenzar la vida! Levantarse al amanecer para
salir cargada como una bestia a ganar el pan con el sudor de su frente;
pasar hambre, frío, sueño... ¡no, y mil veces no! Prefería la vida de
animal de amor, acariciada unas veces, maltratada otras, brutalizada las
más; pero, al fin y al cabo, sin necesidad de violentar su voluntad.

Su verdadero nombre no era Estrella. Aquel fue el apodo de guerra conque
la bautizó ama Manola, cuando, después de cerrado el trato entre la
Celestina y Juan Ramón, su hermano de ella, quedó definitivamente
adscrita como vestal del Amor en aquel templo de la calle de Tudescos,
su primera estancia en el calvario de la liviandad. Respondía la moza al
feo, malsonante y nada poético nombre de Robustiana. Su vida había sido
una de esas oscuras y tristes vidas, que empiezan en un chamizo, entre
gemidos y maldiciones, y acaban en la cárcel o en el hospital. De origen
campesino, fue en su casa primero burro de carga, luego lecho de
concupiscencia, por donde, entre vahos de alcohol y estallidos de
bestialidad, pasaron padre y hermanos; al fin, objeto de rapacidad. Ya
en la villa y corte, llegaron los días buenos de tocados abracadabrantes
y comidas pantagruélicas; tras ellos, como obligado cortejo, la
miseria, la enfermedad y la vejez.

Sobre su fondo puebluno, estúpido, rapaz, temeroso y áspero, la vida
canalla de la urbe populosa puso un barniz de procacidad y de descoco.

En otros tiempos, sino guapa, a lo menos tuvo la frescura de las
manzanas maduras; después de su ida al hospital, de aquella belleza no
quedó nada. Si bien en su cuerpo la gallardía no era, como en
Maritornes, contrapeso de la fealdad del resto, pues ni contaba los
siete palmos, ni la carga de las espaldas hacíale mirar al suelo, sino
al contrario, podía decírsele alta y derecha; en cambio, como la
asturiana, era ancha de cara, llena de cogote, y sino _tuerta de un ojo
y del otro no muy sana_, faltábale poco, pues de los pasados males
quedáronle ambos asaz turbios y pitañosos.

Se había, pues, detenido en la esquina de la calle de San Miguel.
Tiritando de frío e intentando defenderse de él, apretando el raído
mantón sobre los pechos, que pendían como dos odres vacías, apoyose en
una de las columnas que sostienen los soportales, decidida a no moverse
hasta encontrar algo. A la menguada luz de los reverberos de gas,
destacábase toda la miseria de su figura lamentable. Los cabellos ralos,
pegados por la lluvia, brillaban, grasientos, como los de acuática
alimaña; en el rostro lívido, desposeído de pintura y afeites por la
humedad, los ojos turbios, sin cejas ni pestañas, miraban asustados; el
mantón, empapado en agua, ceñíase a las ruinosas formas del cuerpo,
moldeando una figura contrahecha de mujer, como esos lienzos mojados en
que los escultores envuelven a las estatuas a medio hacer; la falda de
percal, llena de agua, pegábase a sus piernas.

Tenía los pies ateridos dentro de los zapatos encharcados, y sentía
frío, un frío intenso que le subía a lo largo de las espaldas. Pero no
se iría, no se iría por nada del mundo. Había recorrido ya los barrios
bajos, los lugares sospechosos, llenos de ladrones y borrachos, expuesta
a groserías y malos tratos, y ahora aventurábase por las calles
céntricas, desafiando las iras de los policías. ¡Qué le importaba! El
caso era no volver así, sola y con las manos vacías, a la presencia de
ama Dolores.

Inmóvil, los ojos fijos en el suelo, miraba caer las gotas de agua que,
al chocar en los charcos, rompían el quieto cristal en grandes círculos
temblorosos. En el reloj sonó el cuarto de las cuatro.

Pasos...



II

    En que hace su aparición un caballero, a quien
    personas duchas en letras tomarían, quizás,
    por el de la Triste Figura.


En dirección a la de Bailén, bajaba la calle Mayor un hombre. Si
Estrella fuese mujer leída (una de esas hetairas que posan de artistas,
hacen versos y se saben a Zorrilla--afinidades nominales--de memoria),
hubiera tenido un movimiento de asombro al comprobar el gran parecido de
aquel buen burgués con el ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha.
Pero Estrella era una bestia, ni aun sabía leer, y no estableció
concomitancias.

El individuo era alto, anguloso, tan pobre en carnes como rico en
osamenta; sus piernas abríanse a modo de gigantesco compás, y sus
brazos fingían aspas de molino. Enjuto de rostro, ancho de frente,
prominente de mandíbula y terroso de color; sus labios, bajo los
chinescos bigotes amarillentos, dibujábanse delgados y blanquecinos, y
sus ojos, entre las cejas hirsutas, brillaban con matiz indefinido.
Tenía el cabello escaso y cano, tirando a blanco. Un pantalón a cuadros,
un gabán café con leche, de tan deficientes proporciones, que hacía
pensar en la imposibilidad de encerrar aquel esqueleto en él. Y un
pequeño sombrero hongo, ladeado sobre el lado izquierdo y muy echado a
la cara, completaban su figura.

La pecadora murmuró, sin esperanza de éxito:

--¡Spch!, ¡spch!, buen mozo.

El no pareció haberla oído, y entonces ella repitió:

--Moreno, buen mozo, ¿vienes?

El hombre se detuvo a cuatro pasos de la prójima, y ella entonces
apresurose a acercarse al desconocido cliente que le deparaba la
fortuna. Buscó en su repertorio de cortesana callejera la más
acariciadora de sus expresiones, y mostrando en una sonrisa la dentadura
mellada y verdosa, musitó insinuante:

--¡Anda, moreno, buen mozo, que te voy a dar más gusto!...

El hombre flaco permaneció impertérrito. De sus labios exangües no
salió ni una palabra. La tentadora redobló sus esfuerzos:

--¡Anda, bonito, saleroso! ¡_Pa_ mí que nos vamos a dar la gran noche!
¿Quieres?... Anda.

Igual silencio; sólo entre las pestañas grises lució un momento una
llamita azulada de alcohol, algo así como los gases que se desprenden en
la noche de los cuerpos en estado de podredumbre.

Pero la vendedora de amor no vio nada. El mutismo de su conquista
comenzaba a inquietarla. ¿Sería un mudo? ¿Un extranjero? ¿Un policía que
se fingía cliente? Estrella habíase cogido de su brazo, y con el cuerpo
entero ceñíase a él, tratando de encender el fuego del deseo. Sus
vestiduras mojadas adheríanse a las mojadas vestiduras del silencioso
individuo, y con voz que, pese a sus esfuerzos para que pareciese dulce,
sonó bronca, redobló las ofertas:

--¡Verás! ¡Verás cómo lo vas a pasar! ¡En la vida te has echado a la
cara una mujer como yo!

E insensiblemente tiraba de él, que, sin oponer resistencia, se dejaba
llevar. Cruzaron la plaza del Conde de Aranda, la calle del Sacramento,
y llegaron a la del Conde:

--Aquí es.

Y Estrella empujó a su amado dentro de un sucio y lóbrego portalillo.
Luego alzó la cortina de percal de la sala en que, tiradas sobre los
desvencijados divanes, dormitaban pesadamente tres o cuatro hembras más,
pintarrajeadas y rotas, como abandonadas marionetas, y asomó la cabeza.
Se oyó la voz áspera de ama Dolores:

--¡Grandísima cerda! ¿Te parece que?...

Pero al ver al cliente, su mal humor se dulcificó como por ensalmo, y
melosamente trató de arreglar su pifia:

--¡_Josús_ me valga! ¡Tú! Usted disimule; pero estaba con _cuidao_. ¡Con
la nochecita perra que hace, esta alhaja andando por ahí! ¡Porque es una
perla, caballero, una perlita de coral! ¡Se da una maña!...

Estrella descolgó una llave y, seguida de su compañero, encaramose por
estrecha escalerilla de altos y crujientes peldaños de madera.

[imagen]



III

    Que cuenta cómo hace su aparición el divino
    marqués de Sade.


Después de cruzar la sala, pieza vulgar de mancebía pobre, con muebles
de reps, cromos chillones en las paredes y cortinas de percal rameado
tapando puertas y ventanas, penetraron en la alcoba y Estrella encendió
la luz.

El cuarto era frío y triste; las paredes, enyesadas, hallábanse
cubiertas de letreros indecentes y pinturas obscenas. Una cama de hierro
pintada de negro, tapada por blanca colcha de percal, florida de azul,
la ocupaba casi del todo; el resto del ajuar componíanlo un lavabo de
latón, sin agua, y una silla, sobre la que descansaba la palmatoria con
una vela.

Estrella aproximose a su adorador, y echándole los brazos al cuello le
besó en la boca:

--¿Quién te va a querer a ti, saleroso?

A la menguada claridad le examinó. Parecía así, despojado del gabán, aún
más flaco y huesudo. Los escasos cabellos, erizados sobre el cráneo
color pergamino, partíanse, formando dos cuernecillos diabólicos;
entreabríase la boca, negra y cavernosa; los ojos, hundidos en grandes
círculos de arrugas, fosforecían con los extraños reflejos de las llamas
de azufre, y en el centro del rostro consumido, la nariz inmensa,
larguísima, penduliforme, aparecía lívida, teñida solamente en la punta
de tenue pincelada de carmín.

Estrella, por primera vez sintió vaga sensación de temor. ¡Bah! ¡Qué más
daba aquel u otro!...

--Echate--ordenó él.

La prójima comenzó a desnudarse.

--No hace falta; así estás bien--apresuró el viejo.

Las manos le temblaban y la voz surgía de la garganta ronca, opaca, con
extrañas discordancias.

Ella, indiferente, obedeció con pasividad de bestia. Tan sólo desabrochó
los botones de la blusa, dejando en libertad los senos, que pendían
flácidos, gelatinosos.

El sátiro había saltado junto a ella. Sus manos, unas manos frías,
húmedas, de largos dedos, curvos, huesudos, que tenían cierta semejanza
con las garras de un ave de rapiña, la palpaban febriles, estrujaban sus
pobres carnes, maceradas por el amor, la pellizcaban cruelmente; la boca
mordía su cuello, sus senos, sus labios, con ansia furiosa. Al
principio, Estrella, llevada de la costumbre, trató de reír; pero pronto
la risa huyó de sus labios, y un hondo miedo enseñoreose de ella.

El dejola un momento en reposo, e irguiendo el busto junto a ella,
interrogó ansioso:

--¿Me dejas, di, me dejas?

Las palabras sonaban rotas, destempladas, chirriantes, con algo de
rugidos de bestia en celo. La cara estaba toda roja, congestionada,
filigranada de venas negras; los ojos hinchados, inyectados de sangre,
parecían próximos a salirse de las órbitas.

Temblorosa, presa de loca pavura, la infeliz musitó con voz débil:

--¿Qué? ¿Qué quiere? ¡Déjeme ya, por Dios!

Con un timbre extraño, destemplado, en que había gritos contenidos,
brutalidades que trepidaban apenas enfrenadas por un resto de voluntad,
propuso él:

--Aquí... un cortecito... en el pecho... nada ¡un poco de sangre!

--¡No! ¡No, por Dios!--clamó la prójima, próxima a prorrumpir en gritos
de socorro.

--¡Qué te importa! ¡No te haré daño! Un cortecito, uno nada más... Te
daré lo que quieras... cinco duros... diez...

Balbuceaba en un paroxismo de lujuria:

--¡No, no!--resistiose Estrella.

--¡Quince!... ¡Veinte duros! ¡Lo que quieras!

¡Veinte duros! ¡Sus deudas con ama Dolores saldadas! ¡Unos días de
tranquilidad! Y al fin y al cabo, ¿qué importaba? Un rasguño. Si le
hacía daño, pediría socorro. ¡Bah! ¡Más dolía una paliza! Desfalleciendo
de terror, pero galvanizada por la codicia, murmuró:

--Bueno. Pero a ver el dinero.

De un brinco púsose él de pie y corrió a su ropa. De los profundos
bolsillos extrajo un billete de cien pesetas y un cortaplumas.

La sacerdotisa le vio acercarse a ella espeluznante y grotesco, con su
figura de Quijote, sus brazos de aspas y sus largas piernas cubiertas de
pelos erizados. Cogió el billete que le tendía, guardole en una media y
cerró los ojos.

Sentíale ahora a su lado jadear fatigosamente; después, la sensación de
las manos glaciales, que manipulaban con uno de sus senos, y al fin un
dolor agudo. Lanzó un grito y, alzando los párpados, fijó sus pupilas en
el sitio donde experimentaba el dolor. Del pecho flácido, y por pequeña
herida, manaba la sangre en abundancia. Estrella, aterrorizada, quiso
levantarse, llamar; pero el monstruo, precipitándose sobre ella,
impidiole todo movimiento. Forcejearon; en la lucha, la luz rodó por
tierra. Prosiguieron la batalla en las tinieblas. Ella le sentía jadear,
profiriendo sonidos guturales, inarticulados. Al fin, en un momento en
que flaquearon sus fuerzas, la boca del vampiro adhiriose a la herida y
comenzó a chupar la sangre. La vendedora de amor sentía que la sangre
manaba en purpúreo surtidor, en chorros, en ríos, en cataratas; que la
boca, húmeda y desdentada, le sorbía la vida, y, en un esfuerzo supremo,
librose del monstruo, saltó al suelo, abrió la puerta, y descendiendo,
presa de invencible pánico, las escaleras, se precipitó a la calle, e
inconsciente, semidesnuda, corrió, corrió hasta caer al suelo, rendida
de cansancio.

[imagen]



LA SANTA



I


En la magia lunar, la gran Avenida cubierta de nieve tenía el prestigio
de una escenografía teatral. Arriba, el cielo azul oscuro era como un
viejo dosel florecido de lises de oro; abajo, los blancos copos tejían
un tapiz sobre la tierra y posándose en las desnudas ramas de los
árboles, trasformábales en extraños arbustos de alabastro. Otros copos
pendían en cristalinas estalactitas de las torrecillas, filigranadas
como encajes, de los vetustos palacios, o confundidos con las hojarascas
de los ventanales y cresterías, mentían grandes brillantes, que,
engastados en el granito, relucían heridos por la pálida claridad de la
luna.

A un lado el río, aquel río de balada, ancho, hondo y azul, helado
ahora, fingía un largo espejo de plata, cruzado de trecho en trecho por
los audaces arcos de algunos puentes: unos, antiguos, con pináculos de
peregrina arborescencia, estatuas de santos labradas en gigantescos
bloques y barandales de pétrea pesadez, en que monstruos de la fauna
imaginaria de los siglos de cruzada se perseguían por entre laberintos
de una floración absurda; otros, monumentales puentes modernos con
columnatas y pretiles de blanco mármol, que sustentaban famas, esfinges
y pegasos de bronce.

Frente al río alzábanse los palacios, toda aquella serie de portentosos
edificios que como un anillo de ensueño encerraba la antigua urbe de
curtidores y tintoreros, capital antaño del heroico principado de la
Corona de Hierro, hoy cabeza del Imperio. Dominaban las viejas
residencias históricas, las moradas de los Electores, Madgraves,
Burgomaestres y Condes Feudatarios, las Casas de los Gremios, los
Monasterios de monjes guerreros--San Teodoredo, San Eurico, Santa
Sisebuta--, antiguas habitaciones de la Edad Media, sustentadas por
columnas, altas y finas como troncos de un bosque de piedra, con grandes
balconajes labrados con minuciosidad y rematados por airosas ojivas,
grandes vitrales emplomados, filigranados herrajes y gárgolas,
florones, arbotantes y torrecillas de una aérea elegancia de ensueño, y
flanqueando las ventanas, nobles escudos, historiados de lanzas,
castillos, lises y turbantes, hablaban de las conquistas en Tierra
Santa, de las guerras del Sarraceno y de las empresas contra el Turco.
Al lado de las vetustas edificaciones, los modernos monumentos--Museos,
Bibliotecas, Cámaras Consistoriales, Universidades, Institutos,
Academias, Teatros--procuraban imitar en su exuberante decoración la
esotérica espiritualidad de las construcciones góticas; pero faltábales
la intensa emoción de fe traspuesta, el místico ardor, aquel no sé qué
de sobrehumano que infundían los artistas de los siglos medios a su
obra, sacrificando a ella su vida entera y dejando prisionera entre sus
piedras su alma en pena.

Sin embargo, gracias al sortilegio lunar, todos aquellos edificios
entrevistos al través de las trágicas arboledas, desnudas de follaje, de
los jardines y del helado sudario de nieve, dormían envueltos en un gran
encanto de poesía arcaica.

Caminaba yo rápidamente, gozándome en la soledad que aumentaba el
aspecto de ciudad encantada de la gótica urbe. En aquel silencio, mis
pasos resonaban crujientes sobre la nieve. Soledad y silencio ponían a
veces un estremecimiento en mis espaldas, haciéndome temblar bajo la
amplia pelliza que me defendía del frío. En el fondo estaba contento;
contento con bienestar de burgués que ha vencido su neurastenia y que,
bien abrigado, camina, tras suntuosa cena, en busca del mullido lecho.
La verdad era que estaba satisfecho de mi jornada: primero, mi visita al
fabuloso palacio de Fernando Augusto; luego, la velada de gala en el
teatro Imperial, donde pude contemplar a mi gusto a la familia augusta,
lívidos príncipes y a las altivas princesas, marcadas por el sello fatal
de los Westfalias. Y evoqué el día entero.

Muy de mañana, y todavía tiritando por el frío y el madrugón, habíame
acomodado en el tren que debía llevarme a Rosemburg. Había arrancado el
convoy, y, tras de serpentear algunos minutos por nevados campos,
habíase precipitado en los túneles que horadaban las enormes montañas,
coronadas de eternos hielos. Tras una hora de negruras, de las que
apenas si salíamos unos minutos para, en la loca carrera, contemplar
cómo se perdía en las nubes la ciudad sagrada, el tren había penetrado
en las sombrías selvas en que viven aún las consejas de lobos y de
trasgos, de crueles guerreros y doncellas sin fortuna, selvas milenarias
en que nunca penetra el sol, y en que las altas siluetas de los pinos
fingen los pilares de una gigantesca catedral. Otra hora aún, y de nuevo
el tren se lanzó a través de un túnel interminable. Y de pronto, como
por arte de tramoya, la decoración cambió, y tras un bosquecillo de
palmeras, rodeado de maravillosos jardines, destacose sobre la lámina
azul que fingían mar y cielo, un palacete bizantino, flanqueado por
escalinatas de mármol, con columnas de jaspe y alabastro, y coronado por
doradas cúpulas, que brillaban heridas por el sol. ¡Rosemburg!

Aquel era el palacio de Fernando Augusto, el niño lunático, delicado y
endeble como una damisela, que, en un momento de quimera, soñó con
emular las magnificencias del Imperio de Oriente. Y, sin embargo, por
capricho del destino, aquel príncipe pálido, exangüe y triste, con la
irreal apariencia de una gran lis de muerte, había conquistado los
vastos estados y había sido el primero en ceñir sus sienes con la corona
Santa. Allí estaba su imagen tejida en los fabulosos tapices del
castillo, a caballo sobre blanco corcel, prisionero el cuerpo en
argentada coraza, en la mano la espada vencedora, ornada la cabeza de
lacia guedeja rubia con el laurel y las rosas de la victoria; precedido
de fastuosos heraldos, seguido de feroces hombres de guerra; con más
apariencia de iluminada doncella libertadora que de joven héroe. El
había construido aquel castillo, buscando sol, flores y alegría, incapaz
de encerrarse en la ciudad legendaria, perdida en las brumas de las
altas mesetas.

¡Rosemburg!

Recorriendo sus salas, ornadas de portentosos mosaicos, donde sobre el
fondo de oro, héroes y monstruos, santos y demonios, cantaban la gloria
de los Westfalia; visitando el panteón en que el orgullo intentó
eternizar la muerte, evocaba yo la historia extraña de aquella familia,
desde Wifredo, el fundador, que, nuevo azote de Dios, descendiera de la
montaña, seguido de sus bárbaros, una honda en la mano y un puñal entre
los dientes, hasta Claudio, el príncipe cruel, vicioso y sanguinario,
que en sus incongruencias de loco y sus furores de epiléptico, quiso
emular a Nerón, incendiando la ciudad; desde Federico, el Navegante, que
murió al frente de sus galeras en batalla con el turco, hasta este otro
príncipe nauta, Luis Augusto, que erraba por los mares en su _yacht_
convertido en nuevo buque fantasma; desde Otton, el Monje, que, retirado
en su monasterio de la Trapa, rigió, con mano de hierro, el Imperio,
hasta la duquesa Eudoxia, histérica e iluminada, encerrada en una casa
de salud a raíz de ciertas raras visiones.

Una fatalidad extraña pesaba sobre los Westfalias: era un raro
sortilegio que les hacía héroes o locos, santos o criminales; algo
anómalo, un desequilibrio que les llevaba a tambalearse entre las
cumbres de la gloria y los abismos de la nada.

Aquella noche había yo podido contemplarles a mis anchas. Mi calidad de
periodista extranjero habíame proporcionado un sitio para la función de
gala, y sentado en mi butaca había visto el espectáculo, fastuoso sobre
toda ponderación, de la corte de Nordlandia. Sobre la severa suntuosidad
de la sala, severidad que acrecentaba la riqueza de los uniformes y los
tocados recargados de piedras preciosas de las damas, destacábase en el
palco regio la familia imperial. Allí, inmóviles, graves, con aposturas
de retratos, estaban los príncipes; pálidos, de opacas pupilas y
cansados labios, unos; demacrados, amarillentos, con ojos de brasa que
ardían en el fondo de moradas cuencas, otros. Allí, las princesas de
desvaída tez y lacios cabellos color de miel, tímidas, afectadas, con
aspecto de rancias figuras de cera, las más jóvenes; acartonadas,
tiesas, finchadas en las crujientes sedas, con sus pechos planos, sus
labios llenos de desdenes, sus gestos banalmente ceremoniosos, las que
ya habían salido de la juventud. Y destacándose entre todas ellas, la
figura, llena de nobleza, del viejo soberano, con su amplia frente de
pensador, su sonrisa bondadosa y su blanca barba de patriarca bíblico
cayendo sobre el pecho, constelado de cruces de diamantes. Allí estaban
todos: príncipes y princesas, grandes duques y grandes duquesas; todos,
menos la princesa Elvira.

¡La princesa Elvira! ¡Cuántas veces había yo oído hablar de ella!
¡Cuántas veces tropezaron mis ojos con su retrato entre las páginas de
una revista! Siempre modesta, humilde, vestida con pobreza, el cabello
sencillamente recogido, era el ángel de la caridad que descendía de los
palacios en busca de los humildes, de los desdichados y de los
miserables. Aquel extraño estigma que hacía de los Westfalias héroes o
locos, había hecho de la princesa Elvira una santa, pero no a la manera
de la duquesa Eudoxia, histérica y visionaria, sino toda abnegación y
heroísmo. Jamás se le veía en una fiesta mundana; jamás asistía a una de
aquellas fastuosas ceremonias que hacían famosa la corte de Nordlandia;
en cambio, no había catástrofe, ni guerra, ni epidemia, en que ella no
estuviese predicando con su ejemplo las más puras máximas de la caridad
cristiana. No había privación que ella no resistiese, ni sacrificio que
no se impusiese en bien de sus semejantes, ni dolor, por horrendo que
fuese, que no hallara en ella amparo y consuelo. Amigos y enemigos
inclinábanse al espectáculo de sus virtudes, y desde el Emperador hasta
el último socialista, descubríanse respetuosamente ante la princesa
Elvira.

Otra vez la figura de la princesa santa se ofrecía a mí tal como la
contemplaba cientos de veces en los grabados de los semanarios,
destacándose sobre el trágico escenario de los campos de batalla,
ataviada con el heroico uniforme de damas de la Cruz Roja, o en el
cruento horror de las salas de los hospitales, junto a los cuerpos
mutilados por horrendos males. Mentalmente detallaba yo su rostro de
perfil prodigiosamente sereno, su frente alta y luminosa, sus ojos
grandes, azules, llenos de dulzura, y me detenía en la boca, aquella
boca que me inquietaba vagamente con su mueca enigmática, que me traía a
la memoria, sin saber por qué, la de la Gioconda.

Recordé hechos memorables de su vida: la noche de la batalla de Orsova,
cuando permaneció interminables horas en medio del horror de aquella
carnicería, rodeada de cadáveres que devoraban las aves de rapiña, entre
el aullar de los lobos y el lejano retumbar de los cañones, cuidando
heridos, alentando enfermos... Rememoré también algunos espeluznantes
lances, en que una extraña fatalidad parecía pesar cruel sobre ella:
aquel hospital de sangre en la campaña de Oriente, donde la princesa
Elvira, casi sola, en la nerviosa energía de su heroísmo, veía morir los
soldados a cientos, asistiendo a la agonía, precipitada por una extraña
fiebre de locura, de los pobres muchachos; recordé también las escenas
de la peste en Salstracia, cuando en la ciudad, desierta por el terrible
azote, ella sola recorría las calles asoladas, y sosteniendo entre sus
brazos a los apestados, como bíblica heroína, les llamaba hermanos.

Me detuve. Había llegado a la Gran Plaza. En el centro, y rodeado de
admirables jardines, poblados de fuentes y de estatuas, alzábase el
monumento a Wifredo, el Fundador, en que el héroe, blandiendo la espada,
lanzaba su bridón sobre una multitud, enloquecida de entusiasmo, que se
doblaba a su paso. A un lado, la catedral--San Miguel Arcángel--,
labrada en mármol, semejaba así, en el sortilegio sideral, un gótico
relicario de marfil. Frente a ella, el palacio moderno, suntuoso, bien
proporcionado, imitando, en su presuntuosa arquitectura, los palacios de
los siglos medios, uníase, por cubierto puentecillo, con el antiguo
alcázar, de enormes murallones, sombrío, rodeado de gruesas cadenas y
almenado como una fortaleza. Llamábase el Palacio de los Suplicios, y
tenía su leyenda cruel y trágica de los tiempos del Santo Oficio.
Durante muchos años fue residencia real, hasta que, concluido el nuevo
alcázar, trasladó el Emperador a él su habitación.

Entre la catedral y el palacio, abríase el laberinto de callejones de la
ciudad vieja, aquella urbe medioeval de curtidores y tintoreros, en que
las calles eran negros y hediondos arroyos, y las habitaciones sucios
chamizos que se apoyaban unos en otros, rasgados de tarde en tarde por
la maravilla de bizantino ventanal.

Permanecí un momento perplejo. Los sombríos laberintos me atraían con su
malsano encanto. ¡Ah la escalofriante delicia de las nocturnas caminatas
al través de las viejas ciudades en que aún viven la lujuria, la
superstición y el miedo! Yo he amado siempre las viejas ciudades de
grandes cuestas, de encrucijadas y de claroscuros, las ciudades en que
la lujuria es una hembra flácida y marchita, la superstición una vieja
ducha en artes de tercería y hechizos, y el miedo un truhán disfrazado
de fantasma. En las ciudades modernas, en los grandes barrios, la
civilización ha desterrado lo imprevisto; la luz eléctrica, los
tranvías, los automóviles, han ahuyentado al miedo, y la lujuria se
llama galantería; pero en algunas grandes ciudades, antiguas aún, hay
barrios en que vive la inquietud, y en que en el cuadro de luz de una
puerta vemos una mujer pintarrajeada que, con su peinado atrabiliario y
su roja bata de percal, tiene una inquietante apariencia de muñeca de
cera. ¡Sevilla, Venecia, Toledo, Amberes! ¡Viejas urbes de pecado y de
gloria, cómo os he amado!

Al fin, mi deseo fue más fuerte que mi voluntad, y crucé la plaza. Ante
palacio, dos centinelas, envueltos en amplios capotones grises, al
hombro el fusil, paseaban lentamente; en el pórtico de la catedral,
algunos mendicantes dormían indiferentes al frío. Con resolución penetré
por bajo el puente que une los palacios, y, como por arte de magia, la
decoración cambió por completo. A las amplias avenidas, teatralmente
magníficas, sucedieron tortuosas callejuelas, sombrías y hediondas. Eran
vías y pasadizos que bordeaban los muros del palacio real, tan
estrechos, que apenas si podían avanzar dos personas de frente; tan
altos, que la luna, que brillaba fantasmagórica en el cielo, no llegaba
a iluminarlos con su luz espectral. A mi izquierda, macizos,
misteriosos, alzábanse los muros de la regia residencia, hendidos por
algunas ventanas de gruesos barrotes, y alguna misteriosa puertecilla,
que debieron servir, en otros siglos de aventuras, para nocturnas
escapadas; a mi derecha, los agrietados muros de algunos viejos
caserones erguíanse mudos y tétricos. Sin embargo, en contraposición con
la imponente soledad de los grandes bulevares, aquí sentíase próximo un
pulular de vida, y cruzábame con algunos transeúntes. Eran tipos
ambiguos, rufianes, lúbricos vejetes, a quienes la lujuria, como escoba
de aquelarre, arrastraba por las calles, vetustas celestinas y pecadoras
de ínfima condición, mas algunos soldados, lanceros reales, con blancos
uniformes de flotante capa y casco de plata, rematado por negras alas de
águila, que, retardados en los templos de Venus y Baco, volvían
presurosos a sus cuarteles. De improviso surgió del muro, como una
visión de ultratumba, una mujer, que comenzó a caminar algunos pasos
delante de mí. Pasado el primer sobresalto, sonreí: ¡Bah! ¡Qué tontería!
Una mendiga que iba a pedirme limosna. Pero no: la incógnita seguía
tranquilamente su camino sin importunarme. Indudablemente, debía de ser
una celestina en funciones, que, de un momento a otro, brindaríame con
mahometanos paraísos. Tampoco. ¡Aquella vieja, menuda y vivaracha, con
andares de ardilla, trabajaba por su cuenta! Cuando se tropezaba con un
transeúnte, observábalo, y si era viejo, parecía despreciarlo; en
cambio, si era joven, acudía solícita.

Púseme a examinarla curiosamente. Un manto o chal envolvía casi por
completo la cabeza, dejando en la sombra el rostro, del que no se
divisaba más que la punta de la nariz y el fulgor de los ojos. Una
pelerina de lana, caída hasta más abajo de la cintura, y sencilla falda
de paño, completaban su indumentaria. Su peregrino tejemaneje me
interesó, y, sin darme casi cuenta, púseme a seguirla. Realmente, sus
tretas eran curiosas: caminaba lentamente; hacíase la encontradiza con
los rezagados caminantes, y concluía trabando conversación con ellos,
que al cabo hacían un gesto de desdén y seguían su ruta. Pero sus
preferencias eran por el ejército. Apenas veía un lancero real,
precipitábase a su encuentro, cogíase a él, acariciadora, suplicante,
hasta que los pobres chicos, aturdidos por el alcohol y el sueño,
entorpecidos los movimientos por las vistosas capas y los cascos
lohengrinescos, encontraban fuerzas en el temor de un próximo arresto
para rechazar la vieja bacante y huir camino del cuartel.

Llevábamos un rato caminando a la ventura, sin que surgiesen nuevas
presas para aquella infeliz poseída del demonio; en el reloj de la
catedral sonaron las campanadas de la media noche, y yo pensé: «¡Bah! Se
acabó. Los soldados están ya recogidos, y esta buena señora tendrá que
acostarse con el amante de las patas de chivo...» Cuando gran estrépito
de espuelas y sables, arrastrados sobre los guijarros de la calle,
anunciaron la llegada de dos nuevos guerreros. Eran dos mocetones altos
y fornidos; venían enteramente borrachos, los cascos ladeados y los
blancos mantos barriendo las inmundicias del arroyo. No se amilanó la
prójima, sino que, yendo a su encuentro, les abordó resueltamente.
Primero, oí risotadas y juramentos, palabras soeces, burlas; luego,
parecieron rechazarla; pero ella volvió a la carga; hubo algo como un
conciliábulo, y sonó tintineo de dinero que contaba. ¡Dinero! ¡Le daban
dinero! Y el asombro ahuyentó la prudencia, y, procurando ocultarme en
la sombra, di algunos pasos hacia el grupo. ¡Era ella, ella, con su
miserable pelaje, la que les mostraba monedas de oro! Desconcertado por
el encuentro con aquella extraña compradora de amor, permanecí un
instante perplejo. Cuando volví a mirar, uno de los soldados se
inclinaba y la besaba en los labios. Después, parecía implorar algo;
ella se negaba tercamente y él insistía, y, al parecer, en son de broma,
intentaba apoderarse de su bolsa. Ella resistía, negándose con firme
obstinación, y poco a poco las bromas se tornaron en veras, y a las
risas sucedieron las amenazas. La vieja resistía siempre; exasperado el
soldado, tiró la capa al suelo y forcejeó. Ella, no dándose por vencida,
resistía con bravura. Súbitamente, en el silencio de la noche, resonó un
juramento, y el ladrón, cogiéndola brutalmente, intentó arrancarle por
fuerza su tesoro. Entonces ella, en gesto rápido de alimaña nocturna,
mordió la mano que le oprimía. El agresor dio un grito, soltó su presa,
retrocedió un paso, y luego, ciego de ira, embravecido por el castigo,
cayó sobre ella y, arrojándola al suelo, comenzó a golpearla
bárbaramente. Después, alzose lleno de sangre, y borracho de ira,
pisoteó aún a la caída. Luego cogieron el dinero y, súbitamente
despejados, huyeron los dos.

Petrificado de horror, incapaz de gritar ni de acudir en defensa de la
infeliz, había yo sido mudo espectador de la terrible escena. Al fin, me
aproximé a la víctima, que yacía inmóvil en el suelo. Sobre un charco de
sangre descansaba la cabeza, convertida en informe montón de
sanguinolentos despojos. Las espuelas habían desgarrado las carnes,
arrancado los ojos, taladrado las mejillas, y las gruesas botas de
montar habían machacado los huesos.

Erizado el cabello, la frente bañada en helado sudor, me alcé del suelo
y pensé en llamar. Entonces la idea de mi responsabilidad se me presentó
claramente. Y si me encontraban allí, junto al macerado cadáver, ¿qué
explicación dar? ¿Cómo contar la extraña aventura? ¿Me creerían?

Sonaron los pasos de una ronda nocturna, y maquinalmente eché a
correr.



I


Cuando despierto por la mañana, después de un sueño agitadísimo,
entreverado de horrorosas pesadillas, y sentado en la cama, la bandeja
del desayuno al lado, pasé los ojos por los periódicos matinales, tuve
un momento de estupor. ¡La princesa Elvira había muerto! Una angina de
pecho había matado a la santa princesa, gloria de la casa imperial,
consuelo de desvalidos, espejo de cristianas virtudes. Los periódicos,
todos los periódicos, imperialistas o republicanos, liberales o
moderados, lloraban aquella desgracia, y volcaban sobre el cadáver la
avalancha de sus convencionales flores de trapo. Y otra vez surgían los
retratos, los fantásticos retratos, hechos en las salas de los
hospitales de epidemias y en los campos de batalla. ¿Artificiosos?
¿Teatrales? No. Había en el rostro de la santa una tensión tan dolorosa,
tanta dulzura en sus ojos de Madona, que era imposible que no fuese sino
afectación. ¡Y, sin embargo, aquella sonrisa, o mejor, aquella equívoca
mueca de Gioconda! ¡Ah, el inquietante misterio de aquella sonrisa!
Volví a examinar los retratos. En una fotografía, la princesa Elvira,
sentada junto al lecho de un colérico, le oprimía la mano, mientras, los
ojos en alto, parecía rezar; en otra, arrodillada en los campos de
Orsova, sin importarle las balas que silbaban en derredor suyo, sostenía
a un pobre soldado moribundo, mientras le envolvía en una mirada llena
de maternal dulzura; en otra aún, curaba con sus manos, manos
admirables, manos de Santa y de Reina, manos de Santa Isabel de Hungría,
a un pobre leproso. ¡Y la sonrisa estaba allí, en el campo de batalla y
en la cabecera del lecho de los agonizantes; allí siempre, misteriosa e
inquietante!

Por tercera o cuarta vez llamé al timbre. Al fin abriose la puerta y,
todo azorado, se presentó el criado del hotel. Era preciso que
perdonase. El Exelsior estaba en revolución. Habían expuesto al público
el cadáver de la princesa Elvira en la catedral, y todo el mundo quería
verlo.

Yo también sentí la comezón de contemplar a la mujer cuyo enigma me
inquietaba, sin saber por qué, y saltando del lecho, comencé a
vestirme.



III


Hacía mucho frío. Un cielo muy bajo, plomizo, en que se apelotonaban
grandes nubarrones parduzcos, pesaba como un sudario sobre la ciudad.
Una neblina, húmeda y glacial, envolvía las cosas; la nieve, mancillada
por millares de pisadas, se desleía sucia, negruzca, y sobre aquella
escenografía melancólica, inmensa avalancha de gentes caminaba presurosa
hacia la Gran Plaza, llevando en la mano flores, guirnaldas, coronas,
lazos, homenajes del humano dolor a la santa muerta. Todos caminaban
enlutados, con aspecto de profunda tristeza; en algunos ojos había
lágrimas, y en todos los labios una palabra de sentimiento. Las campanas
de todas las iglesias tocaban a muerto, y en la tristeza inmensa del
ambiente su son era aún más angustioso.

Dejeme arrastrar por la corriente humana, y al fin me hallé ante la
catedral. Allí, organizada por los agentes, formábase larga cola de
curiosos, que iba penetrando lentamente en el templo. En ella hube de
tomar puesto. Una hora de espera. Al fin me tocó el turno, y penetré en
el sagrado recinto.

Cuatro hileras de columnas, de una elegancia insuperable, sostenían las
góticas ojivas; altos sepulcros de mármol flanqueaban los dos lados de
la iglesia, con sus orantes estatuas de héroes y prelados, que semejaban
fantasmagóricas en el claroscuro del recinto, extraña teoría de
ultratumba, una de esas espectrales procesiones que surgen en las
leyendas de la Edad Media. Sobre los muros, tapices de terciopelo negro,
con las armas imperiales bordadas en plata, cubrían cuadros y altares,
unidos por cordonajes rematados por argentados borlones. El altar mayor
había desaparecido, cubierto por otro enorme paño de terciopelo, sobre
el que se destacaba una gran cruz de ébano, en que agonizaba un Cristo
de marfil. En el centro del recinto, ocho candelabros sosteniendo
hachones, y ocho soldados de la guardia real, vestidos de blanco,
inmóviles como estatuas, daban guardia de honor al cadáver de la
princesa Elvira, que, tendida en humilde féretro, dormía en el suelo
sobre negros paños cubiertos de flores.

El órgano salmodiaba las graves notas de los oficios de difuntos, y,
mezclados con sus voces, oíanse los cantos de los sacerdotes y los
gemidos de las mujeres.

Lentamente fuime acercando al lugar donde yacía la muerta, y al fin me
hallé ante ella.

Jamás he visto un rostro de una dulzura, de una serenidad y una placidez
igual. Sólo la muerte, consagrando la santidad, era capaz de cincelar un
rostro así. Destacándose de las sombrías tocas de religiosa, el perfil
de una perfección asombrosa tenía, sin embargo, una gran bondad de
expresión. La frente era estrecha y ligeramente abombada, la nariz recta
y fina, la mejilla enjuta y la boca pálida, de una casta suavidad de
líneas. Parecía dormir, y los párpados cerrados tendían sobre la cara la
azulada sombra de las largas pestañas. Nada de la equívoca sonrisa de
Gioconda, nada de la mueca mitad cruel y mitad burlona, del tenue y
apenas perceptible rictus que me obsesionara en los retratos. Por el
contrario, una calma tal, una tan bienaventurada paz, que de verla a la
luz de la luna en alguna olvidada capilla, con su corrección de perfil y
su azulada transparencia, las manos cerúleas cruzadas sobre el pecho, y
sus ocho guerreros blancos dándole guardia de honor, tomárala por la
yacente estatua de alabastro de una princesa santa.

¡Santa! ¡Era santa! Sólo la santidad era capaz de una tal serenidad de
expresión en la muerte. Seguramente, siglos más tarde, en una vitrina de
cristal y plata, mostraríase, para edificación de devotos y confusión
de incrédulos, el cuerpo incorrupto de la santa princesa Elvira.

Alguien me empujó; una voz me advirtió que era hora de marchar, y,
confundido entre la multitud que sollozaba, salí.



IV


Otra vez me vi en el tren. No sé cómo fue; desde el momento en que me
arrancaron a mi extática contemplación, viví una vida tan intensa de
horror, de alucinación y de locura, lo sobrenatural, lo absurdo, lo
quimérico, instalose de tal modo en mi vida, que aun ahora, que han
pasado muchos años, recuerdo todo, como al través de un espeso velo, con
esa vaguedad escalofriante con que evocamos unos meses pasados en una
casa de locos, o las horrendas pesadillas que nos acarrearon las
frecuentaciones de los venenos sabios, y mis cabellos se erizan.

Vime, pues, en el tren camino de Rosemburg. Era el departamento una
berlina, colocada junto al furgón de equipajes. Al otro extremo del
convoy, al lado de la máquina, iba el furgón mortuorio en que, rodeada
de luces y flores, dormía la princesa Elvira. En dos coches del tren
regio iban el Emperador, rodeado de los príncipes, grandes duques,
prelados y altos dignatarios de la Corte. En el resto de los vagones, el
Estado Mayor del soberano, los caballeros de San Teodorico, a quienes,
según el ceremonial, correspondía llevar el féretro, y más dignatarios,
empleados, sacerdotes y militares. El convoy mortuorio caminaba rápido;
sólo al pasar por las estaciones refrenaba el paso, para, entre los
nobles acordes de las marchas guerreras, tocadas en sordina, desfilar
magestuosamente entre las multitudes, que permanecían en pie, aguantando
la lluvia, descubiertas las cabezas e inclinados los rostros en un dolor
mudo y respetuoso. Al fin llegamos a Rosemburg. Hacía un tiempo de
invierno, frío y triste; llovía sin tregua, y el cielo gris, sucio,
reflejábase en un mar de zinc. Una gran multitud invadía el andén, presa
de inmenso dolor, pero no del silencioso dolor de las otras poblaciones,
sino de un dolor ruidoso, violento, agitado por ráfagas de intensa
desesperación. Rosemburg adoraba a la santa princesa, y la amargura
desconsolada de aquel pueblo decía mejor que nada el historial de sus
virtudes.

Habíase organizado el fúnebre cortejo. Cuatro caballeros de San
Teodorico, graves, impasibles, con quimérico aspecto de animadas
estatuas, avanzaban, tocada la cabeza venerable con el birrete azul, y
dejando arrastrar en el barro los largos mantos de lana blanca,
caminaban delante, llevando en hombros el féretro, envuelto en un paño
de terciopelo negro, bordado con las armas imperiales. Tras ellos,
rodeado del alto clero, venía el patriarca de Oriente, revestido de
atavíos de una magnificencia insólita, cubierto de bordados de oro y
pedrerías. Seguíales un escuadrón de soldados de la Guardia Real, con
albos uniformes y argentados cascos, coronados por las sombrías alas de
águila. Tocaba el turno luego al viejo Emperador, con uniforme rojo y
gris, sobre el que caía patriarcal la nieve de la barba, cercándole los
príncipes y los grandes duques, y formando el séquito generales,
ministros, magnates. Toda aquella brillante procesión desfilaba
lentamente a los heroicos acordes de las marchas guerreras por entre una
muchedumbre que sollozaba amargamente.

Seguía lloviendo, y bajo el velo de agua que implacable caía del cielo,
la multitud permanecía quieta, inmóvil, rendida de pesar. Eran mujerucas
campesinas, flacas y acartonadas, vestidas con los aldeanos atavíos de
colorines, y toscos labradores rígidos, dentro de los bastos trajes de
fiesta, que contemplaban, entre tristes y embobados, la fastuosa
procesión, presidida por los cuatro fantasmagóricos caballeros
conduciendo la urna cineraria con los restos de la princesa Elvira. De
vez en cuando, sobre la quietud poblada de sollozos, alzábase una voz
que gemía:

--¡Ha muerto nuestra madre! ¡Ha muerto la madre de los pobres!

Y un coro de plañideras hacía eco:

--¡Ha muerto la madre de los miserables!

Otras veces era una campesina que se arrojaba al paso del entierro, y
arrodillada en el agua y el lodo, intentaba besar los enlutados paños
que cubrían la caja mortuoria. Entonces la multitud contagiada,
prorrumpía en lamentos:

--¡Ha muerto el amparo de los menesterosos! ¡La paloma blanca ha volado
al cielo!

Algunas mujeres se desmayaban; otras, caídas en el suelo, mesábanse los
cabellos; algunas, trágicas, alzaban en brazos a sus hijos, y les
mostraban el féretro como el destino inexorable. El coro clamaba
siempre:

--¡Ha muerto la madre de los desvalidos! ¡La estrella de plata se apagó
en los cielos!

Y los himnos heroicos resonaban confundidos con los cantos litúrgicos.

Al fin, llegamos a la capilla del palacio; las puertas abriéronse, dando
paso al cortejo. El pueblo esperó con paciencia a que se le franquease
la entrada para contemplar una vez más a la que fue su amparo y
consuelo. En todos los labios había una palabra de loa, y en todos los
ojos una lágrima. Al fin, la gran puerta de bronce tornó a descorrerse,
y la gente penetró en el templo. Al pisar el umbral, quedé deslumbrado.
Jamás en correrías de viajero, ofreciose a mis ojos espectáculo de mayor
magnificencia ni de arte más refinado y suntuoso. Admirables mosaicos,
en que sobre el fondo de oro, de cegadora luminosidad, destacábanse con
brillante colorido; las figuras, llenas de hierática nobleza, cubrían
los muros. Representaban la ceremonia de ungir el papa Silvestre V
Emperador a Fernando Augusto, y de ceñirle la corona de hierro de los
Reyes Santos. Las figuras, cubiertas de extrañas vestiduras, recamadas
de piedras preciosas, tenían esa ingenuidad que prestaban los artífices
de la Edad Media a sus creaciones, y agrupadas, en posturas
inverosímiles, rendían pleitesía al joven soberano, que, más que la
belleza de las deidades paganas, tenía la elegancia un poco melancólica
de los héroes de la leyenda cristiana. El viejo pontífice sostenía en
sus manos la saya sagrada, y coronando la apoteosis, la Santa Virgen,
apareciendo entre nubes pobladas de ángeles concertantes, bendecía al
nuevo Rey. Monstruos quiméricos, dragones de lengua de fuego, alados
grifos, unicornios y otras alimañas de la fauna fantástica, mezclábanse
con los personajes reales.

A la entrada de la iglesia alzábanse dos altos pilares de mármol negro,
soportando, el uno, espantable basilisco de dorado bronce; el otro, la
imagen de San Miguel Arcángel pisando a Lucifer. Y por fin, en el centro
del templo, cuatro columnas de lapizlázuli sustentaban un baptisterio de
oro enriquecido de esmaltes y diamantes.

Avancé con el gentío enloquecido en ruidosas manifestaciones de duelo, y
otra vez me hallé la santa muerta. Mis ojos irreverentes buscaron
instintivamente la sonrisa de Gioconda, la enigmática mueca que me
obsesionara siempre. Nada. El rostro conservaba su admirable serenidad
de yacente estatua. Una palidez cerúlea cubría la mascarilla, encuadrada
en las blancas tocas, y la paz de los bienaventurados había descendido
sobre su frente.



V


Temblé. Aquello era peor que una impiedad o una profanación; aquello era
un sacrilegio. Hacía siglos que ningún viviente (excepción hecha de los
frailes), ni aun los mismos Emperadores, entraba allí. ¡El pudridero!
Para penetrar en la trágica cripta, en que se descomponían los cuerpos
de los Westfalias, era preciso haber traspuesto antes ese misterioso
umbral que se llama la muerte. Habitante ninguno de este mundo tenía
derecho a visitar aquel recinto, que, como ciertos trágicos jardines de
conseja, formaba parte del _más allá_. Sólo los religiosos de la sombría
Orden del Descendimiento poseían el privilegio de entrar en los reinos
de la muerte. ¿Y acaso ellos pertenecían al mundo? Sus votos de
silencio, de castidad, oscuridad y ayuno, hacían de ellos fantasmas que
habitaban un mundo imaginario de renunciamiento.

Sentí el frío de ultratumba y mis dientes castañeteaban. Miré en
derredor. La pieza era una sala pequeña, alta de techo, con el suelo y
los muros revestidos de basalto. En la bóveda, una alegoría egipcia de
la muerte; en el centro de la estancia, un lecho bajo de mármol negro; a
la derecha, abierta en el muro, una puerta de ébano y plata. En el
dintel, una estatua del Dolor, labrada en alabastro, doblada la cabeza,
oculta por el largo velo; al otro lado, un ángel, con las alas plegadas,
llevábase un dedo a los labios ordenando silencio.

¿Cómo estaba yo allí? El dinero es una gran arma que esgrimen hoy las
poderosas empresas periodísticas; pero yo, algunas veces creo que dinero
e influencia no son sino armas de la Fatalidad, que, agazapada en la
sombra, juega con los humanos. ¿Por qué estaba yo allí? Fuera de las
suntuosidades externas y del dolor popular, ¿qué interés podía ofrecerme
el sepelio de aquella princesa? Y, sin embargo, aquella mujer a quien no
conocía, a quien ni siquiera había visto más que en las páginas de los
semanarios gráficos, a quien unas veces creyera hábil política, otras
fanática, y algunas tocada de diletantismo de abnegación teatral, me
atraía con fuerza superior a mi menguada voluntad.

Resonaron los cantos funerales que salmodiaban los frailes; a lo lejos,
las charangas militares repicaban las bélicas notas del himno guerrero
de Nordlandia; los cañones hacían las salvas de ordenanza, y las
campanas tocaban a muerto. Los batientes de la puerta se abrieron y
apareció el féretro, llevado por cuatro hermanos, con el negro hábito,
bordados sobre el pecho la calavera y las tibias, la capucha caída sobre
los rostros, de los que sólo se divisaban las barbas blancas, y de
improviso hízose un silencio absoluto.

Desde mi escondite, vi al viejo Emperador inclinarse, y luego, rodeado
de su séquito, desaparecer. Los monjes colocaron el féretro sobre el
marmóreo lecho, rociaron el cuerpo con agua bendita y salieron,
dejándome solo con el enigma de aquel cadáver. Entonces, haciendo acopio
de valor, salí de mi encierro y me acerqué.

Apesar de los cinco días transcurridos desde la muerte, no se notaba en
la muerta síntoma alguno de descomposición. El perfil correcto, los
labios pálidos, los ojos cerrados, todo el conjunto del rostro
conservaba la misma beatífica dulzura. Ni una alteración de color, ni
una mancha que denunciara la intensa fermentación; nada. La princesa
dormía su apacible sueño, como esas bienaventuradas milenarias que
duermen en los pétreos sepulcros de las viejas catedrales. ¡Era una
santa!... Y, sin embargo, la imagen de la sonrisa equívoca volvía
inquietadora. Para ver mejor me arrodillé, y púseme a examinar el
rostro, sin hallar vestigios de putrefacción. Ni una mancha, ni una de
esas azuladas vetas que anuncian que vuelve el polvo al polvo cuando el
alma, libre de su cárcel, vuela; ni esa sombra negruzca que sombrea los
labios y las aberturas de la nariz; nada, nada, nada. Súbitamente, me
eché hacia atrás con un gesto instintivo de repulsión: un violentísimo
olor a podredumbre, un hedor insoportable a cuerpo en descomposición, un
perfume acre y macabro de tumba removida, acababa de herirme. ¡Y el
rostro seguía inmutable, sereno, dulcísimo! Mi mano sacrílega tendíase
hacia la cara de la santa, y mis dedos, en vez del helado horror de la
muerte, tropezaron con una sensación tibia. Resbalé; mi mano apoyose en
el rostro de la difunta princesa, y entonces una careta de cera rodó por
tierra. Y mudo de espanto, alucinado, tembloroso, meciéndome sobre un
abismo de locura, vi el rostro sanguinolento, deshecho, machacado, que
contemplara la noche trágica. Pero ahora, en la informe masa pululaba el
negro hervir de los gusanos.



LA CAJA DE PANDORA



I


Entró resueltamente en el cuarto, encendió luces, muchas luces, todas
las que encontró a mano; desposeyose, con un gesto amplio, teatral, del
enorme abrigo de chinchilla, que arrojó desdeñosamente sobre una
butaquita; dejó caer al suelo el capuchón de raso negro que le envolvía
de pies a cabeza, y en pie, ante el gran espejo de tres lunas, arreglose
nerviosamente el peinado.

Tras ella, pesado, vacilante, el rostro pálido, los ojos turbios,
despeinado el cabello, el sombrero caído a la nuca y la pechera sucia y
arrugada, venía Esteban. Al penetrar en la estancia habíase desplomado
en una _bergère_, y allí, despatarrado, innoble, sin tomarse el trabajo
de quitarse el gabán ni el sombrero, parecía próximo a dormirse.

Filomena, siempre en pie ante el espejo, trepidaba de impaciencia. Era
una mujercita deliciosa, una figura frágil y quebradiza, llena de una
gracia efímera de _bibelot_. _Muy Luis XV_, hacía pensar involuntaria en
las pastorelas de Watteau, en las escenas de Boucher y en los grabados
libertinos del XVIII francés. Sus gestos de gracia alocada tenían, sobre
todo, una elegancia innata, que reflejábase hasta en sus menores
movimientos, aun en las ocasiones en que desterraba la euritmia de sus
ademanes, el enfado, la pasión o la alegría. Era una de esas mujeres
que, sin saberse por qué, recuerdan una época; una de esas mujeres que a
cuanto tocan, imprimen el sello de un arte o de una moda, y que nos
llevan a exclamar: ¡Así debió ser Teodora, o Margarita de Valois, o la
Pompadour, o la condesa de Dubacry, o Madame de Recamier!

Baja, menuda, aunque de firmes y apetitosas curvas; pie breve, mano
fina, con uñas sonrosadas como pétalos de flor; el rostro blanco y rosa,
tenía los ojos de porcelana azul, de ese azul cielo cuyo secreto
guardaba la fábrica de Sèvres; la boca de coral, en forma de corazón
(una boca perversa e irónica, hecha a los besos furtivos y a los
epigramas de Beaumarchais); y poseía también una cabellera sedosa y
rizada, de un rubio miel tan pálido, que parecía empolvada. Al andar,
tenía unas veces el ritmo ceremonioso de las pavanas; otras, la gracia
alocada de las ninfas del Trianón (ninfas de pomposas sayas y altos
tacones rojos) jugando a las pastoras, con los corderillos lanados de
azul.

El traje de gasa blanca, vaporoso, de una gracia casi irreal, prendido
en _paniers_ por anchas bandas de seda celeste, salpicada de pálidas
flores y sostenidas por diamantinas hebillas, contribuía a marcar la
originalidad de la figura; y el cuarto, con su suntuosa elegancia _muy
Versalles_, sirviéndole de fondo, hacíale resaltar aún.

Era aquella una habitación amplísima, alta de techo, con dos grandes
balcones, uno al jardín, otro a un antiguo callejón del viejo Madrid.
Situado en el ángulo del palacio de los Quintalvo, habíale elegido
Filomena, a raíz de su boda con Florencio, como más independiente para
hacer su habitación. Un damasco de color rosa muy pálido, cubría los
muros, encerrado en molduras blancas recargadas de conchas y hojarascas
doradas. Mofletudos amorcillos jugaban entre las nubes del techo, y aun
rodaban al azar de sus retazos en las sobrepuertas, entre guirnaldas de
frutas y flores. Algunos retratos de empolvadas damas y unos cuadros de
maestros franceses, un tanto amanerados en su mitología convencional,
pendían de largos cordones de seda sobre los muros. Muebles de _boule_,
de moquetería y de dorada talla, llenaban la estancia, y por todas
partes, sobre las cómodas, tras los cristales de las vitrinas y sobre
las minúsculas mesas, puestas al alcance de divanes y butacas, antiguos
grupos de Sajonia y Capo di Monti, en que dioses y diosas se perseguían,
y marquesas y abates danzaban pastorelas; admirables miniaturas y
abanicos de prodigioso varillaje y chinescos países, lucían su belleza
quebradiza. Al través de amplia arcada, sostenida por columnas, y a
medias defendida por antiguas cortinas de brocado, divisábase la alcoba,
con su lecho muy bajo, muy ancho, de talla y seda, cubierto por bordada
colcha china, como un barco ideal próximo a bogar con rumbo a Citerea.

De pie siempre ante el espejo de tres lunas, sobre cuyo dorado marco dos
palomas de talla se arrullaban, Filomena corregía nerviosamente la
imaginaria rebeldía de un rizo. De vez en cuando, como chispazos que
anunciasen la tempestad próxima, rumiaba algunas palabras en que rugía
una ira sorda y concentrada:

--¡Es una porquería!... ¡Una vergüenza!... ¡Indigno de un caballero!

Esteban, derrengado en la butaca, no parecía prestar valor a las
palabras de su querida. Ni aún removía siquiera, y hasta parecía haberse
dormido.

Filomena seguía:

--¡Qué asco!... ¡Dios los cría!...

Extrañada por la silenciosa indiferencia que oponía el muchacho a sus
apóstrofes, miró disimuladamente con el rabillo del ojo. ¡No faltaba
más! ¡Estaba bonito aquello! ¡Se había dormido! ¡Ella desgañitándose, y
el señor tan fresco!

Furiosa, abandonó sus cuidados capilares, y dando algunos pasos,
plantose ante su amigo, y allí permaneció en actitud expectante, entre
asombrada y rabiosa.

Esteban dormía con el pesado sueño de los beodos. El rostro desvastado,
terroso; los ojos hundidos en anchos cercos plomizos; los labios secos y
la frente cubierta de sudor, era aquello, más que descanso reparador,
plúmbea modorra.

Filomena no pudo contenerse más, y con el pie, como se hace para
despertar a un bichejo que nos repugna, empujó al durmiente. El abrió
los ojos, fijando en ella unas pupilas turbias, que permanecían lejanas,
estúpidas, ayunas de toda luz de inteligencia, como si no se diesen
cuenta del lugar donde estaban ni de la personalidad de su
interlocutor.

Le apostrofó vehemente:

--¿Te parece bien esto? ¿Tú crees que es decente?... ¡Ja ja,--rió
sarcástica.--¡Qué cara de idiota!--Y bajando el tono y hablando con
reconcentrado furor:--¿Pero tú te has creído que yo soy una de esas
pirujas amigas tuyas, una de esas tiorras que estaban en el Real
contigo?--Y siguió con creciente saña:--¿Tú te has figurado que voy a
aguantarte esto, yo, yo, Filomena Roldán de Undaneta; yo, la condesa de
Quintalvo? ¡Ja, ja!--tornó a reír. Luego, cruel, segura de herir en lo
vivo, añadió:--¡Tú te has creído que todas somos ese pendoncillo de
Constantina Gil!

Un relámpago de ira y con él un fulgor de inteligencia, pasó por los
ojos del borracho al oír aquel nombre; pero pronto apagose, y una
inexpresión de imbecilidad absoluta enseñoreose nuevamente del rostro.
Había vuelto a cerrar los párpados y sumiose otra vez en el sopor de que
por breves instantes arrancáranle los furiosos apóstrofes de la irritada
dama.

La ira ahogaba a Filomena con tal intensidad, que por un instante
privola del habla. Sus ojos echaban chispas, y en el cuadrado descote,
orlado de encajes, los senos, duros, redondos, procaces, palpitaban.
¡Aquello era demasiado! ¡Dormirse otra vez! Al fin halló tonos épicos
en que manifestar su justa indignación:

--¡Eres un canalla! ¡Ningún caballero, ninguno, ¿oyes?, ninguno hubiese
hecho lo que tú has hecho esta noche! ¡Eso no tiene nombre! ¡Es una
canallada; peor, una grosería, algo innoble, repugnante, estúpido! ¡Si
no me querías, hubiese preferido la franqueza; pero esos engaños son
bajunos, indignos de ti y de mí!... ¡Ja, ja, ja!--rió epiléptica:--Me
parece estar viendo tu cara de pobrecito que en la vida ha roto un
plato! «¡Qué fastidio! Esta noche no podré llevarte al Real, porque mi
madre no está buena y me quedo en casa...» ¡Ja, ja! ¡Y yo, bestia de mí,
que me cuelgo, loca de contenta, del teléfono, para darte la noticia!
«Florencio se va de caza y, como me quedo sin marido, me puedes pasear
por el baile». ¡Burra, burra de mí! ¡Te juro que no me vuelve a suceder!
¡Tú no sabes de lo que yo soy capaz!

Era verdad. Nadie sabía, bajo su aire frágil y delicado de figurita de
Sajonia, de lo que ella era capaz, ni la suma de energía que se ocultaba
bajo el picudo corpiño y la falda con pompones Luis XV. Apesar de la
inexperiencia de hallarse en el segundo amante (no llevaba sino dos años
de casada), no había dudado en jugarse el todo por el todo. En vez de la
escena de lágrimas y reproches que otra mujer cualquiera hubiese hecho
en su caso, supo callar y disimular, para luego, sola, tener el valor de
ir al baile y allí sorprenderle. ¡De ella no se reía nadie! Y no había
parado aquí la cosa, sino que, a fuerza de audacia, habíale arrancado a
sus rivales, y así, borracho y todo, aprovechando la ausencia de su
marido, habíalo llevado a su casa. ¡Ah, nadie la conocía, ni podía
adivinar la voluntad que dormía en el fondo de su cuerpo gracioso y
liviano de muñeca bonita! Siempre había sido así. Famosa era de soltera,
por arrostrar impertérrita lances que a otras mujeres más maduras
amilanarían. Gustábale de hablar con gentes que pasaban por osadas,
empujarles, lanzarles por despeñaderos peligrosos, y luego contenerles
con una mirada. Adoraba los ejercicios violentos; jugaba al tennis medio
desnuda, con un impudor inconsciente que desconcertaba a todo el mundo;
nadaba como una sirena y arrastraba a sus adoradores mar adentro, para
dejarles luego vencidos, casi en peligro de ahogarse; bailaba, entregada
en un pecaminoso abandono de voluptuosidad, hasta que sentía desfallecer
a su pareja; pero, sobre todo, gustaba de galopar en un loco vértigo de
velocidad. Quien la hubiese visto una vez, no podría olvidar aquella
figulina airosa, llena de _chic_, con la elegancia exquisita de las
estampas cinegéticas del siglo galante, que, de improviso, a lomos del
ardiente potro, seguida de su jauría de galgos, convertíase en un
centauro, que galopaba enloquecido a través de bosques y viñedos,
saltaba obstáculos, salvaba ríos, en una loca carrera de pesadilla. Y
había más, lo que sólo ella, el cielo, los árboles y las flores
conocían: las tardes de _Las Chumberas_, aquellas tardes andaluzas de un
bochorno imposible, cuando, tras inverosímiles galopadas, deteníase en
un campo de labor, y entablando conversación con algún tosco campesino,
iba poco a poco encendiendo en él la llama de todos los deseos. ¡Ah! ¡La
salvaje, la bárbara voluptuosidad de sentirse deseada así! ¡El acre
encanto de ir viendo alumbrarse en los ojos negros de abismo el fulgor
de todos los malos deseos! ¡El placer feroz de sentir rugir la bestia
que despertaba, se desperazaba e intentaba herir! ¡Cuántas veces en
aquel juego peligroso, el látigo frío y cruel abatió una mano audaz!
Pero lo que no olvidaría nunca fue su lucha con José Manuel, el vaquero.
Uno de los mayores placeres de Filomena era bajar a la dehesa, y allí, a
caballo en su jaca, bien empuñada la garrocha, torear a los feroces
brutos. Pronto a aquel gusto unió otro. José Manuel, el garrochista, el
hombre casi salvaje, le amaba. Desde entonces, la muñequilla comenzó a
jugar con aquel amor. Los toros parecíanle inofensivos junto al bruto
negro, velludo, sudoroso, que temblaba de deseo en su presencia. Ella le
irritaba, le desafiaba, le exasperaba con sabias coqueterías, con
amicales caricias llenas de ternura protectora, con una impudicia
cándida e indiferente que mostraba a los inyectados ojos del galán
prodigiosas desnudeces, turgencias de nardo, curvas suavísimas, como si
se tratase de un viejo servidor o de una bestezuela familiar. Y un día
sucedió lo que fatalmente tenía que suceder, lo que era ley que
sucediese: el bárbaro saltó sobre ella. Fue una lucha feroz en que la
ninfa se defendió del fauno a golpes, a puntapies, a arañazos, a
mordiscos; él, jadeante, enloquecido, creciéndose al dolor como un
animal feroz, pugnaba por dominarla sin poderlo lograr. Cien veces
sintió Filomena deseos de dejarse tomar, y otras tantas se rehizo. Al
fin consiguió desasirse, y su látigo azotó muchas veces el rostro del
salvaje. Luego comenzó la retirada. ¡Ah! ¡La emoción tremenda y
deliciosa de aquella retirada entre los toros desmandados, teniendo que
dar cara a la fiera vencida! ¡El escalofrío único, supremo, de aquella
marcha!

Ante su amante, ahora, dio una tregua a su ira para tomar respiro. Luego
reanudó:

--¿Pero es que tú te has creído que yo voy a tolerar esto? ¿Es que te
figuras que yo soy una pánfila, buena para todo? ¡No, hijo mío,
no!--prosiguió, mientras su ira iba en _crescendo_--. ¡De mí no te ríes
tú, ni nadie! Prefiero la lealtad, aunque sea cruel (¡en este caso no lo
hubiese sido, porque me importas tú y todos los hombres habidos y por
haber, un comino!). Pero las mentiras son innobles!--Y como el
indiferente parecía adormilarse, alzó el diapasón:--¡Esos líos y esos
engaños no son dignos de personas bien nacidas! ¡Son tretas de chulo!

Detúvose de improviso. Una extraña semejanza acababa de herirle, y una
idea rara cruzaba su cerebro como la sombra de un pájaro extravagante.

Carlos permanecía siempre despatarrado, la camisa manchada de vino,
arrugada y entreabierta, y la cabeza tronchada sobre el hombro; en el
rostro, de amarillez enfermiza, las noches de crápula habían puesto un
sello de cansancio, y los cabellos, despeinados, cayendo en un gran
mechón sobre los ojos, estrechaban la frente. ¡Un chulo! La extraña
semejanza que hallaba por primera vez en el elegante, causábale
indefinible turbación. Era verdad; así parecía un chulo. La rigidez de
persona _comme il faut_ huía con la borrachera y, en cambio, el cuerpo
adquiría una elasticidad fofa de felino en reposo, esa extraña
distensión muscular que se observa en los golfos y en los gatos dormidos
al sol. La cara hacíase más dura bajo la lividez malsana (una lividez de
hombre que vive del amor y para el amor) que la cubría; la mandíbula
destacábase cuadrada, dura, cruel; un gesto cansado, malo, dañino,
arrastraba la comisura de los labios avejentándole, y bajo la frente
pequeña, terca, inexpresiva, frente de esclavo, de gladiador o de
torero, que, deshecho el británico planchado del pelo, aparecía más
estrecha, oculta por lacios mechones, los ojos, cerrados, dormían en el
cansancio infinito de las ojeras parduzcas. ¡Un chulo! Carlos así no era
el hombre elegante, el tipo _chic_, el moderno Brummel: era, lisa y
llanamente, el macho, el chulo, el hombre de placer, como dicen las
francesas, el amante. En el sutil espíritu lleno de análisis de Filomena
surgió una pregunta inquietadora: ¿Le amaría por eso? La idea aumentó su
rabia. Apostrofole.

--¿Sabes lo que me das? ¡Asco!--Pero como viese que él sin indignarse
tornaba a dormilar plácidamente, buscó algo que le hiriese mucho:--¡Eso
sí que no! Para dormir te vas a casa del pendón de Constantina.

El golpe dio en el blanco. Carlos abrió los ojos, y con voz bronca
tartamudeó:

--¡Deja a Constantina en paz!

Pero la otra acababa de ver deslizarse por las pupilas, tras los vahos
de alcohol, una llamarada de ira, y sintió la necesidad perversa de
azuzar a la fiera:

--¡Jesús! ¡Que no toquen a Constantina, que se rompe! ¡Haces bien, hijo,
haces bien, porque la verdad que es una santa de mírame y no me
toques!--Y como él, despejado a medias por la indignación, la mirase
casi amenazador, insistió:--¡No sé por qué me miras así! ¡Ni que fuese
alguna novedad! ¡Todo el mundo está harto de saber que Constantina Gil
es una perdida!

Libre como por ensalmo de la torpeza, púsose en pie y, cogiéndola por un
brazo, conminola a callar:

--¡Cállate!

Forcejeó ella:

--¡Ja, ja! ¡Pégame, anda! ¡Era lo único que te faltaba! ¡Aunque me
mates, no me cansaré de decir que tú eres un chulo y ella una golfa!

Sombrío, amenazador, murmuró:

--¡Te prohíbo que la nombres! Sólo con nombrarla la manchas.

--¡Ja, ja!--rió otra vez, procaz, Filomena--. ¡Si sois el uno para el
otro! ¡Un chulo y una golfa!

La ira le cegó, quitándole toda noción de decoro y delicadeza. Como un
villano cayó sobre ella, y comenzó a vapulearla. Fue una escena bárbara,
cruel y repugnante: la hembra, caída en el suelo, mordía, arañaba,
pateaba, repelía la agresión con las uñas y con los dientes; él,
golpeaba cruel, despiadado, borracho ahora de bestialidad. Al fin
dominose y, desplomándose en una butaquita, ocultó la cabeza entre las
manos con desesperada saña.

Filomena, caída en el suelo, medio desnuda, gemía quedamente.



II


--¡Ya no me quieres!

--¡Calla!

Puso Filomena en sus palabras un dejo de impaciencia, y sus ojos azules
clavaron una mirada rencorosa en el muchacho. Estaban acodados al gran
balcón que se abría sobre el jardín. La noche de junio bañaba la tierra
en una paz llena de poesía. El cielo tenía la serenidad demasiado
luminosa y demasiado azul de los firmamentos que pintaron los cándidos
astrónomos de los siglos medios. Sobre la bóveda de zafiro, la luna,
como un ópalo gigantesco, brillaba pálida. Bajo la plateada luz del
satélite, los árboles del viejo jardín de los Quintalvo formaban oscuras
masas pobladas de rumores. Entre las frondas albeaban algunas estatuas,
y al fondo de una calle blanca, bordeada de arrayanes, una fuente, como
un espejo roto, reflejaba, temblorosa, la faz de la luna.

Sobre los altos muros que cerraban el jardín, divisábase un trozo de
calle, una callejuela de los barrios bajos, sórdida, llena de burdeles y
cafetines, por donde transitaban los chulos y las vendedoras de amor.
Tras la encantada barrera del jardín, el cuadro innoble de la calleja
era más violento, más detonante, más agrio e inarmónico. Las manchas de
luz y sombra tenían una violencia hórrida, exenta de matices, y las
figuras rotundas, lamentables y grotescas, figuras de mendigos, de
golfos, de hampones, de prostitutas y celestinas, destacábanse con una
crudeza repulsiva.

Filomena y Carlos hallábanse hacía rato en el balcón. Vestido él de
frac, correcto, impecable, como correspondía a un hombre de mundo que
había venido a comer al palacio de la condesa de Quintalvo; ella,
envuelta ya en los pliegues de amplio ropón de seda, blanco, adornado de
viejos encajes de Malinas, en el abandono de un _deshabillé_ de mujer
elegante, asomáronse a la ventana, buscando tal vez, con un vago anhelo
irrazonado, la sombra de la ilusión que había huido para siempre.

Desde la noche carnavalesca en que, en la ceguera del alcohol,
comportárase como un jayán, el encanto de su amor habíase quebrado. Al
día siguiente de la escena canallesca, Carlos, al volver a ser el
hombre correcto, el _gentleman_ de siempre, sintió vergüenza y amargura.
Un canastillo inmenso de orquídeas y una carta devota, humilde,
ferviente y apasionada, fue el primer paso. Filomena perdonó fácilmente,
y las cosas volvieron a su cauce. Pero, sin saber por qué, el encanto
estaba destruido. La Quintalvo sentía que le faltaba algo. No es que le
guardase rencor por las brutalidades; pero... Trató de analizar el
origen de su inquietud, y no acertó a encontrar la causa. Decididamente,
rencor no era. Pero anhelaba algo extraño, desconocido; una sensación
inexplicable le invadía; la tristeza de un vacío inmenso gravitaba sobre
su vida, dándole la impresión de tedio invencible, de monotonía, de una
neblina gris y uniforme que lo envolvía todo. Algunas veces sorprendiose
a sí misma espiando los menores gestos de su amante, buscando en ellos
la huella o el conato de una brutalidad; nada. Carlos, impecable,
caballeresco, galante, rendido, mostrábase cada vez más enamorado, más
entusiasta, más fervoroso. Cada nuevo día despertaba en él una
delicadeza; hacía vibrar una nueva fibra espiritual, como si esperase, a
fuerza de bondad y dulzura, hacer olvidar la hora cruel. Y, sin embargo,
Filomena no era feliz. Según él, se entregaba haciéndose romántico y
quintaesenciado; el abismo abierto en la vida de la condesa de Quintalvo
se agrandaba. Involuntariamente le zahería; involuntariamente en
injustificadas crisis de mal humor; llevábale constantemente la
contraria; trataba de irritarle, de soliviantarle, procurando, malévola,
provocar la explosión de brutalidad.

--¡Ya no me quieres!--repitió Carlos tristemente--¡Ya no soy para ti lo
que era antes! ¡Yo no me engaño y sé leer en tu corazón!--Hablaba con
reprochadora melancolía. Sus ojos soñadores de niño grande mirábanle con
una imploración suprema de piedad.--Yo te quiero más que
nunca--prosiguió.--Tu frialdad me hiere, me entristece, me hace daño.
Casi te preferiría...

--¡Calla!--interrumpió ella--¡Qué inoportuno eres! ¡No sientes el
encanto de la noche!

Sorda ira hervía en ella contra el indiscreto que, por dos veces, rompía
la inefable sensación de melancólica dulzura que la embriagaba como el
aroma demasiado intenso de una flor venenosa. Por vez primera, desde
hacía muchos días, hallábase bien así: no deseaba nada ni esperaba nada,
en un nirvana voluptuoso y triste. Doblada sobre el barandal, con
abandono casi absoluto, dejaba colgar sus manos de marfil, largas y
finas, raramente enjoyadas, a la caricia de la brisa nocturna, y
entregábase en cuerpo y alma a la sensual dulzura que subía de la tierra
húmeda:

--¿Ves cómo ya no me quieres?--gimió él.

--¡Calla!--Ahora fue brusca e imperativa. Habíase incorporado
súbitamente, y sus ojos azules, en que brillaba una claridad perversa,
hecha de lascivia y de crueldad, la luz que debió de fosforecer en los
ojos de las emperatrices ante los cristianos arrojados a las fieras,
seguían un drama lejano.

En la callejuela lóbrega, situada al otro lado de los muros del jardín,
desarrollábase una escena de barbarie callejera. Una mujer de las que
hacen profesión de sus encantos, hablaba con un chulo, un tipo fuerte y
arrogante de macho. Poco a poco, los gestos, en un comienzo untuosos,
tiernos, acariciadores, fueron tornándose sobrios primero, bruscos
luego, amenazadores después, violentos al fin. Estalló la bronca. El,
violento, airado, había cogido a la infeliz por el mantón y
zarandeábala. Luego siguió una pausa, en que tornaron a hablar unos
instantes. Pero ella debía haberse negado a algo muy transcendental, por
cuanto el galán comenzó a darla golpes. Eran unos golpes crueles,
dirigidos a la parte más delicada de la infeliz: al rostro, al pecho, al
vientre; eran unos golpes violentísimos, mal intencionados, feroces. En
el claroscuro que formaban los cuadros reflejados por las puertas de las
buñolerías en las sombras del callejón, la escena tenía una ferocidad
cruel, que ponía un escalofrío en las espaldas.

Filomena, inclinada sobre el barandal, las manos crispadas, los labios
secos, jadeante el pecho y los ojos dilatados, seguía la escena con un
interés de pesadilla.

La mujer, por fin, cayó al suelo, y allí el bárbaro coceola a mansalva.
Al fin la abandonó y, lentamente, comenzó a alejarse. Sucedió entonces
algo extraño, absurdo; la hembra alzose trabajosamente y corrió tras él.
Colgose suplicante, mimosa, de su brazo, y como él la rechazase aún,
siguiole humildemente como un can.

Un velo se rasgó en el espíritu de la Quintalvo, y a la luz lívida de
los cafetines, bajo el maleficio de la luna, sintió el terror de la
revelación: ¡Ella, Filomena Roldán de Undaneta, condesa de Quintalvo,
tenía un alma de prostituta!



III


Temblando de frío y de miedo, detúvose junto a la puertecilla del
jardín. ¿Por qué estaba allí? ¿Por qué en vez de permanecer en el suave
abrigo de la alcoba, cálida y blanda como un nido de amor, disponíase a
correr las callejuelas de los suburbios bajo el velo glacial de la
lluvia, como una ramera? ¿Por qué ella, tan frágil, tan delicada, tan
quebradiza, lanzábase así en la noche cómplice al encuentro de lo
ignorado? Todos sus esfuerzos eran inútiles; algo más fuerte que su
voluntad le arrastraba hacia aquella _cosa_ misteriosa y terrible que
vivía en el fondo del misterio. Desde que una noche nefasta la trágica
revelación se hizo en su vida, sentíase arrastrada por la resaca a no sé
qué ignorados abismos. Era inútil que ella, lectora de Platón y de
Descartes, familiarizada con Schopenhauer y Nietzche; ella, tortuosa y
erudita como una de aquellas marquesas de Versalles que representaban
farsas ante el Rey, flirteaban con Monseñor el Cardenal de Rohan y eran
amigas de Juan Jacobo y de Voltaire, tratara de sonreír y fuese
escéptica hasta en la liviandad. Algo terrible, monstruoso, fatal,
alzábase en su vida, y toda la amable frivolidad, hecha de amor y de
filosofía, descorríase como bambalinas de un teatro, y quedaba la aridez
horrible de yermo, de una vida desvastada por la lujuria, en cuyo fondo
brillaba, como único faro, el misticismo. A él había vuelto los ojos
angustiados, pero también fue estéril. ¡Era pronto aún! Ante la cruz, el
macho cabrío danzaba lúbrico y burlón, y el signo redentor no era sino
un ensueño remoto, mientras los pecados, como enfurecidas avispas,
clavaban los aguijones en su carne. Todos los días el hambre insaciable
de los poseídos le arrancaba del lecho y le arrojaba al través de la
noche.

Abrió la puerta y, recatándose en la sombra, salió a la calle. Después
comenzó a caminar en busca de lo desconocido.



LOS COMPLICES



I


Cuando Narciso Alvear penetró en su despacho, desplomose en un sofá, y
dejando caer, con un gesto de supremo cansancio, la máscara de altiva
satisfacción, reflejó en su semblante todo el enorme desaliento que
anonadaba su espíritu.

Todavía resonaban en sus oídos los aplausos entusiastas, fervorosos,
inacabables; todavía cegaba sus ojos el intenso fulgor de las luces, el
relumbrar de las joyas y el chisporroteo de las pupilas femeninas
incendiadas en llamaradas de entusiasmo; todavía las auras del triunfo
le envolvían, y, sin embargo, sentíase hundir en el abismo de vergüenzas
y miserias.

Allí, en el cajón, al alcance de su mano, estaban las cartas, en que
Petra (aquel nombre sin apellido habíale hecho el extraño efecto del
número de una ficha antropométrica), averiguada, sin que él pudiese
sospechar cómo, la personalidad del grande hombre, le imploraba, le
exigía, le imponía, amenazadora, una nueva cita. Y aquel contacto
súbitamente establecido, en la hora de la apoteosis, entre su pública
vida de glorias y su misteriosa vida de abyecciones, hacíale temblar
como un azote de la fatalidad que era impotente a vencer.

Petra, Rosa, Catalina... Aspasias de una hora, Thais de mancebía barata,
Margaritas de encrucijada, Magdalenas de cafetín, eran para él engendros
de pesadilla, que vivían unos momentos y luego se evaporaban. ¡Petra!
¿Quién podía ser aquella mujer que le conminaba, con rebuscados
términos, en una carta, que de puro remilgada transcendía a falsedad, a
acudir a una cita? ¡Bah! Sería instrumento de cualquier tentativa de
_chantage_.

Con amargura pensó en el desnivel inmenso que hay entre la inmortalidad
y las pasiones. Sus ojos, irónicos, pasearon por el despacho, lleno de
trofeos de las victorias. Recordó cómo entraban allí sus discípulos, sus
admiradores, sus amigos, con unción casi religiosa. Aquel era el templo
donde la luz divina descendía sobre la frente del genio; el laboratorio
donde se elaboraban aquellas obras admirables. Irónico, sonrió. ¡Si
supiesen! Apenas si en aquel recinto ponía en limpio cuartillas
nerviosamente garrapateadas en horas de fiebre. Su inspiración no estaba
allí, ante los sombríos retratos de santos y guerreros, o ante las
cándidas vírgenes boticellescas; su inspiración vivía muy lejos: en los
suburbios de las ciudades populosas, en los oscuros rincones de las
tabernas, en los sombríos callejones donde pululan las sacerdotisas de
Venus, guardadas por sus fieles galanes los barateros; en los misérrimos
lechos de las casas de lenocinio. Su musa no era ninguna de las nueve
hermanas: era una musa canalla que peinaba negros bucles con bandolina,
y los aprisionaba con vistosas peinetas, en los callejones del Lavapiés
madrileño; ataba rojos pañolillos a su cuello en los _impassés_ del
_Sebasto_ de París; tocábase con ligeros sombrerillos en el Graben
vienés, y paseaba envuelta en el tschaffs por las calles de
Constantinopla. Su jardín interior no era el vergel de las Hespérides,
sino un museo patibulario, en que absurdas criaturas, de rostros
atrozmente embadurnados de pintura, se retorcían en muecas
trágicogrotescas de lascivia demoníaca.

Volvió al asunto que le preocupaba. ¿Iría? Sentíase arrastrado por una
oculta fuerza y, al mismo tiempo, temía. ¡Qué más le daba! ¡Una vez
más!



II


Con precauciones de ladrón, miró con azoramiento a un lado y otro, para
cerciorarse que no había más testigos de sus nocturnas correrías que la
luna, serena como el rostro de un aparecido, y las estrellas, que
parpadeaban en la azul magnificencia de la noche. Como efectivamente
nadie transitaba por el callejón a tales horas, franqueó la puertecilla
del jardín, y a buen paso se alejó del hotel. Por la calle de Alfonso
XII salió al paseo de Atocha, y cruzándole rápidamente se internó por
las Rondas. Ya allí, bajose el cuello del gabán y comenzó a caminar más
despacio.

Sin querer, volvía a su memoria, con la obsesionante pesadez conque nos
atormenta, en una noche de insomnio, el estribillo de cualquier tribial
canción, una frase de su comedia. Moderno Nabucodonosor, entre el fulgor
de luces y el resonar de aplausos de la apoteosis triunfal, veía
destacarse ígneas las palabras amenazadoras: «En la vida, tarde o
temprano, la hora del balance llega siempre. Los hombres, al destruir
los dioses, han creído libertarse de sus jueces, sin pensar que la vida
es el supremo juez».

Todo el horror de su existencia se alzaba ante él. ¡Su existencia!
¡Aquella extraña cosa que, bajo los armónicos pliegues de la clásica
clámide del arte, como cuerpo impuro, roído por los gusanos, el deseo,
se contorsionaba trágico o grotesco! ¡Ah! ¡Cuando, después de las
cálidas horas de un día de gloria, lanzábase en las sombras temerosas de
la noche, preso en el verde maleficio de la luna! El, el grande hombre,
como los extraños engendros de quimera, como las brujas y los trasgos,
como las poseídas y los ajusticiados, vivía una vida misteriosa y
escalofriante, al amparo de las tinieblas nocherniegas. Mientras los
demás le creían en el santuario, recibiendo la visita de la diosa
inspiración, corría los suburbios en busca de aventuras, deslizábase por
tenebrosos callejones, penetraba en pestilentes chamizos o asomábase a
extrañas fiestas en que el hambre, el frío y la miseria, danzaban en
brazos de la lujuria, la embriaguez y el crimen, y algunas veces huía,
al través de los campos, perseguido por un arma homicida, entre el
aullar de perros vagabundos y el gemir del viento.

Rememoró las palabras de Dante-Gabriel-Rosetti: «Hay almas débiles,
altivas y apasionadas, que no pueden sacrificar sus deseos ni renegar
de su ideal. Y así su vida sentimental es una extraña mezcla de caídas y
redenciones, de indulgencias vergonzosas y de abnegaciones heroicas».

Según avanzaba, el cuadro hacíase más típico, más temeroso e
inquietante. Quedaron atrás las calles bien empedradas, iluminadas con
arcos voltáicos o luces incandescentes; los altos edificios de ladrillo
y piedra; los coches y tranvías. Las casas, bajas, deformes, absurdas,
apoyábanse las unas en las otras para no desplomarse, mostrando el
cinismo de sus fachadas llenas de grietas y desconchaduras, rasgadas de
vez en cuando por la roja ventana de una taberna o el lóbrego portalón
de una posada. Por las aceras sin empedrar, en el espacio que quedaba
libre entre las construcciones y la menguada hilera de árboles
raquíticos, torcidos, que alzaban sus ramas esqueléticas al cielo,
transitaban tipos sospechosos--chulos, golfos, rufianes--con bizarros
atavíos de gavilanes de amor; gentes patibularias--hombres sucios,
desgarrados, con trajes de pana, revueltas pelambreras que se salían de
la mugrienta boina, y rostros de siniestra catadura a que la barba de
ocho días aumentaba aún el torvo pelaje--, o esos extraños mendicantes
que parecen escapados de una novela de Quevedo. Por el centro del
arroyo, convertido en barrizal, pasaba de tarde en tarde un carro
rezagado, que se bamboleaba, se hundía, salía dificultosamente de un
bache para caer en otro, entre furiosos juramentos y el restrallar del
látigo carreteril. En las esquinas, a la menguada luz de los temblorosos
mecheros de gas, veíanse grupos de mujeres que llamaban a los
transeúntes con absurdas promesas de amor formuladas en voz
aguardentosa. Unas, viejas, sucias, desgreñadas, acometedoras y
procaces, hacían pensar en los aquelarres reunidos a la luz de la luna;
las otras, miserablemente ataviadas, parodiando con guiñapos las soñadas
galas, y embadurnados los rostros, cómicos y dolorosos, de afeites,
remedaban máscaras trágicas.

Narciso siguió avanzando; la visión de la miseria canalla, la percepción
de aquel vicio truculento en que había hedores de sangre, de podredumbre
y calentura, ponía un escalofrío de terror delicioso en su medula. Sus
narices se dilataban, venteando el heterogéneo perfume--perfume de
miseria, de guisotes, de alcoba y de suciedad--que flotaba en el aire. Y
sus ojos escudriñaban las tinieblas, tratando de precisar las inciertas
formas que temblaban, desbaratándose en la semipenumbra con apariencias
de goyesco capricho.

Llegó a la Ronda de Valencia. Por allí estaba el lugar de la cita. A
mano izquierda, abríase, entre rotas vallas y ruinosos muros, un
callejón, especie de pasadizo, que debía dar al campo. A la entrada, un
montón de escombros obstruía el paso casi por completo. Allí debía de
ser. Sus ojos, acostumbrados, como los de los felinos, a tales
exploraciones, escudriñaron las tinieblas; entre las sombras temerosas
de los muros, en que el miedo fingía espantables figuras, creyó
discernir una silueta de mujer, y oyó que le llamaban:

--¡Spch! ¡Spch!

Resueltamente internose en el callejón; sus pies se hundían en el barro,
que parecía querer retenerle prisionero, y de vez en cuando, en las
estrecheces del camino, enganchábasele el gabán en un clavo y se
desgarraba; un perro, tras la empalizada de un solar, lanzó un aullido
lúgubre, agudo, penetrante; otro perro contestó de lejos, y luego otro y
otro. Un silbido rasgó los aires, y Narciso se detuvo para mirar hacía
atrás. Nadie. Delante de él, a treinta pasos, el fantasma femenil se
había detenido también, y parecía esperarle. Como Alvear no se moviese,
tornó a llamarle:

--¡Spch! ¡Spch!

Reanudó la marcha. El camino hacíase cada vez más angosto; el barro más
espeso y pegajoso; más altos los muros y valladares.

El buscador de lances comenzó a sentir miedo. ¿Sería, en vez de la
sempiterna aventura, un lazo que le habían tendido? Miró otra vez hacia
atrás; ahora, en el cuadro de claridad que proyectaba la calle en el
comienzo del sendero, veía destacarse una figura de hombre. Vaciló
Narciso un momento; el hombre avanzaba rápido, con firmes pasos, como
persona conocedora del terreno que pisa; la mujer alejábase, sendero
adelante, cada vez más a prisa.

Narciso Alvear sintiose presa del pánico. Tanteose febrilmente los
bolsillos: nada. Ni revólver, ni arma ninguna. Entonces, vencido de
terror, echó a correr tras la desconocida.



III


Corría, corría, ciego de miedo. Tras él resonaban los pasos de su
perseguidor, cada vez más firmes y cercanos. El camino hacíase
interminable; los muros, más elevados, acercábanse hasta casi
imposibilitar el paso, y el barro, espesándose por momentos, no le
dejaba correr. Sudoroso, jadeante, agonizando de horror, el fugitivo
sentía flaquear sus piernas; tropezó con una piedra, y cayó de rodillas
en el fango. Alzose trabajosamente y recomenzó su carrera de pesadilla.
Los perros aullaban en macabro concierto; tras una nube asomó la luna.

¡No podía más! Ahora oía distintamente los pasos del incógnito que le
daba caza y casi sentía su respiración. ¡Allí estaba! Su mano se tendía
hacia él; el frío de la hoja de un cuchillo le desgarraba las
espaldas...

Tropezó y rodó por el suelo. Intentó levantarse y un golpe seco le hizo
caer por tierra nuevamente. Trató de luchar, de defenderse aún; pero una
lluvia de palos descargando sobre su cabeza le hizo rodar por tierra con
el cráneo partido y la cara bañada en sangre.



IV


El asesinato de Narciso Alvear, del gran escritor, del poeta insigne,
justamente al día siguiente del triunfo, alzó enorme polvoreda. Los
periódicos hicieron de ello un crimen sensacional, lleno de folletinesco
misterio. ¿Cómo el cadáver del dramaturgo había ido a parar allí desde
el hotel en que, amigos y admiradores, le habían dejado? ¿Qué robo, qué
venganza personal, había sido el móvil del crimen? Y se habló de novelas
extrañas, de represalias femeniles, de misteriosos artes de hipnotismo,
de... ¡qué sé yo cuántas cosas!

Sólo la verdad no se dijo. ¿Para qué empañar la fama de aquel hombre que
a nadie estorbaría ya, y cuya memoria a muchos podría servir? La muerte
es el Jordán en que los grandes hombres dejan vicios, debilidades y
cobardías, para entrar limpios de mácula en la inmortalidad.

Poco a poco el crimen, como tantas otras cosas, cayó en el olvido. Sólo
los jueces siguieron buscando. Aquella Petra de la carta era una pista.
Había que buscar los cómplices. Si ella podía desaparecer entre la
infinidad de mujeres que pululan en los suburbios, ellos, los asesinos,
habían de ser forzosamente pájaros de cuenta en el hampa madrileña. ¡Los
cómplices!

Y buscaron inútilmente, porque de aquel crimen, como de tantos otros
crímenes impunes, los cómplices habían sido la lujuria y la noche.



LA DOMADORA



I


En la glacial serenidad de la atmósfera, resonó un alarido de dolor;
luego, otro alarido más angustioso, más violento, hendió los aires, y
luego otro y otro. El látigo fino, nervioso, vibrante, silbó para caer
sobre las desnudas espaldas del marinero; tornó a serpentear, para
tornar a caer, y luego recomenzar aún una vez más.

Era la víctima un mocetón fornido, cuadrado, de enormes espaldas y ancho
cuello. Desnudo de medio cuerpo para arriba, sus carnes se amorataban
con el frió espantoso del crepúsculo ártico, y el látigo, al caer,
dejaba hondos surcos azules. Tenía las manos atadas a un palo del buque,
y la cabeza, pequeña y bien hecha, doblada sobre el pecho. Su rostro
estaba cubierto de mortal palidez; los dientes, blancos y fuertes,
clavábanse en los labios, tratando de contener los gritos de dolor, y en
sus ojos, claros y azules, de niño grande, había una angustia infinita.

Vanda Orloff, tendida en el seudolecho de almohadones y pieles,
contemplaba impasible el martirio de su víctima. Era una mujercita
menuda y frágil, toda nervios. Tenía pupilas grises, vagas, borrosas,
con extraños reflejos verdes; el pelo rubio muy claro; la nariz recta;
el mentón enérgico, voluntarioso, y la boca, de labios muy pálidos y
delgados, cruel. Un gorro de chinchilla cubría su cabeza casi por
completo, y amplia pelliza de la misma piel envolvíala toda. A cada
golpe del látigo, que repercutía en un aullido desgarrador, angustioso,
del mártir, sus ojos fulguraban, en sus labios vagaba una sonrisa de
sádica voluptuosidad, y su mano, fina y menuda, crispábase sobre la
noble cabeza de Azor, el danés favorito. A su lado, Georgette Lebrune,
la lectora, esperaba, el libro caído en el regazo, la orden para
proseguir la lectura de _La Agonía_, de Lombard, aquel libro lleno de
magnífica crueldad con que recreábase el espíritu cansado de la
millonaria. En el rostro vulgar de la asalariada reflejábase también
crueldad, pero una crueldad innoble, vulgar, lejana de la refinada
crueldad de la Orloff.

La princesa Vanda Orloff era rusa. Si en vez de en estos tiempos de
prosa hubiese vivido en los siglos remotos, fuera seguramente una de
aquellas princesas legendarias que asombraron al mundo con la
magnificencia de sus crímenes. Tal vez con la tiara de oro y pedrería
aprisionando la cabellera pálida, y los senos desnudos bajo los collares
de perlas, de ópalos, de topacios, de peridotos, de turquesas y
esmeraldas, hubiese pedido la cabeza del Bautista para beber en sus
labios el veneno de la voluptuosidad y de la muerte, o tendida en la
tienda de púrpura y oro, cubierta de extraños tejidos de seda, de
vagorosos velos y de cabalísticas joyas, como Soemias, hubiérase
estremecido al cálido contacto de la sangre de las víctimas. Pero vivía
en días de prosa y había de contentarse con su efímero imperio de
millonaria caprichosa y cruel.

Ya de niña, su mayor placer era martirizar a los pájaros, a los perros,
a todas las bestezuelas familiares; luego, adolescente, asistía,
estremecida de voluptuosidad, a los castigos que su padre, borracho,
despótico, violento, acometido de feroces ataques de ira blanca, hacía
infringir a los siervos por la menor falta; mujer al fin, sintiose presa
de una lascivia taciturna y cruel, que la poseyó como un maleficio
diabólico. Obligada, por no sé qué sombrías historias, a abandonar
Rusia, aquel maravilloso _yacht_ fue el misterioso alcázar de Is, en que
la hija del Rey vivía aprisionada por el demonio de la lujuria. Como
fantasmagórico barco de maldición, el flotante palacio, en una pesadilla
de sangre, de lascivia y de muerte, vagaba por los mares polares, o
mecíase sobre las azules ondas de las aguas del trópico, entre atroces
aullidos de dolor que se perdían en la inmensidad de la noche,
sangrientas voluptuosidades y horas de tedio anonadante.

Unos cuantos mujiks bestiales, serviles por naturaleza y por hábito,
rodeaban a la dama, siendo sus defensores y sus sayones, y el resto de
la tripulación componíanlo marineros rusos, españoles, italianos u
holandeses, unos pobres muchachos ignorantes y aventureros, que
asistían, mudos de estupor, a los dramas de que eran protagonistas,
incapaces de otra protesta que la de su resistencia física, vencida por
el número, y la de la huida en la primera ocasión que se ofrecía. Cuando
uno de ellos, más avisado, sabedor de que en el mundo había jueces y
tribunales de justicia y de que, desaparecido para siempre el viejo
despotismo feudal, la sociedad defendía a los débiles contra los
caprichos de los poderosos, llenábanle las manos de oro, con oro sanaban
sus heridas, y luego, como a un testigo peligroso, abandonábanle en la
primera ocasión que se ofrecía.

La tarde tenía una yerta serenidad de maravilla. El mar era azul, muy
claro; en el cielo, casi blanco, el sol, un sol pálido y amarillento, se
apagaba lentamente. Al horizonte, grandes montañas de hielo se
perfilaban extrañas en las postreras reverberaciones solares, con la
apariencia de quimérico alcázar de diamante.

El _Afrodita_, sereno, majestuoso, navegaba sobre las quietas aguas del
mar del Norte. En la proa, Venus victoriosa surgía de las espumas, y su
gracia frágil, alada, pedía el mar de peridotos, y la lluvia de flores
de una evocación boticellesca. El _yacht_ era todo blanco, un soberbio
navío creado por la moderna industria para recreo de soberanos y
plutócratas. En la proa, una a modo de tienda de campaña, formada por
tapices de Smirna, chinescos bordados y estofas indias, defendía del
aire helado el diván donde Vanda reposaba, menuda, vibrante, perversa y
cruel como una bestezuela sanguinaria y lasciva.

Proseguía el suplicio. El látigo sutil, insaciable, pintaba un enrejado
azul sobre las espaldas del desdichado; los músculos, crispados de
dolor, se anudaban, formando gruesos bultos bajo la piel macerada. Los
gritos resonaban, unas veces violentos, estridentes, desesperados;
otras, tenues, apagados, temblorosos como gemidos de agonía. Al fin,
saltó la sangre; por las espaldas rodaron gruesas gotas rojas. La
víctima, no pudiendo resistir más, desplomose al suelo, y allí quedó
retorcido, los brazos en alto sujetos al palo, la cabeza caída hacia
atrás, los ojos cerrados y entreabiertos los labios.

Vanda sonreía.



II


Despertó sobresaltada. Su primer pensamiento fue el de un motín, una
súbita rebeldía conque la tripulación sacudía su yugo, y su primer gesto
fue echar mano del minúsculo revólver que dejaba siempre a la cabecera
del lecho. Pero la presencia de Georgette y de sus _mujiks_ hízole
comprender su error, y aturdida aún por el sueño interrogó:

--¿Qué pasa?

--¡Que nos hundimos!

Saltó del lecho y, rápidamente, sin hacer caso de sus siervos--¿no ha
sido Cleopatra la que dijo que un esclavo no es un hombre?--, comenzó a
vestirse.

No había concluido aún, cuando bajó un marinero, mandado por el capitán.
Había que darse prisa; el barco hundíase rápidamente, y antes de media
hora se iría a pique. De vez en cuando escuchábanse sordos ruidos, y en
el silencio sonaba siniestro el gluglu del agua al invadir las bodegas.

Envuelta en amplia bata, por los hombros una gran capa de pieles, Vanda
subió a cubierta. La noche era serena, glacial. En la frialdad azul del
cielo rutilaban las constelaciones árticas y la luna brillaba blanca y
yerta. Al horizonte, las montañas de hielo, heridas por la claridad
lunar, subrayaban fantástica apariencia de aladinesco alcázar. Arriba,
sobre cubierta, todo en confusión; el capitán daba sin cesar órdenes, y
los marineros, aturdidos, corrían de un lado a otro. Misteriosas
sacudidas agitaban el barco con estremecimientos rápidos, secos,
violentos, y crugidos agoreros sonaban con extrañas y escalofriantes
intermitencias de silencio. Las hélices enmudecieron, y el barco,
inmóvil, cabeceaba de tarde en tarde.

La rusa encarose con el capitán, que salía a su encuentro. Con voz dura,
metálica, en que vibraba concentrada ira, interrogó:

--¿Qué sucede?

--Que hemos chocado contra un banco de hielo y nos hundimos.

Ella aseguró, con ese impulso dominador de los que no están hechos a
encontrar obstáculos:

--¡No puede ser! Tiene que salvarnos.

Con serenidad afirmó el marino:

--Es imposible. He hecho cuanto había que hacer, y todo ha sido inútil.

--¡Tiene usted que salvarnos, tiene usted que salvarnos!--repitió Vanda
tercamente.

El se encogió de hombros, y sonrió entre compasivo e irónico.

Irritada, enloquecida por aquella fuerza mayor que su voluntad,
apostrofole:

--¡Usted tiene la culpa! ¡Todo esto es un complot, una traición para
perderme!

Tornó él a sonreír. Más enfurecida amenazó:

--¡Cuando lleguemos a tierra, sabré castigar las traiciones...

--Dudo que llegue nadie--interrumpió su interlocutor--. Yo por lo menos
no llegaré.

Como para subrayar la trágica verdad de sus palabras, las luces del
barco apagáronse súbitamente.

--El agua ha entrado en las máquinas--afirmó sin perder su serenidad--.
Dentro de diez minutos, nos iremos a fondo. Si quiere salvarse, es
preciso que se embarque enseguida en un bote.

Vanda bajó la cabeza, vencida, y encaminose a la escalerilla. Cuatro
marineros, empuñados los remos, esperaban ya en una barca. La Orloff
descendió seguida de Georgette. Azor saltó tras ella.

Los remos hendieron el agua, y el barco comenzó a alejarse. El agua
estaba quieta, tranquila; veíanse flotar en la argentada superficie
grandes pedazos de hielo, semejantes a cristalinos sillares que
espantable tormenta hubiese arrancado a los palacios de la sumergida
ciudad de Is. Una calma impasible pesaba sobre el mundo; una calma de
muerte, impregnada de trágica desolación; y así, bajo la luz blanca de
la luna, había en la noche un horror de planeta muerto, una sensación
abrumadora de cesación, de acabamiento. De improviso, viose a lo lejos
la fantasmagórica silueta del _yacht_ que se alzaba un instante, y
luego, rápido, hundíase en el mar. Formose un remolino horrendo, las
aguas rugieron con hervor de catarata, la barca corrió hacia el sombrío
abismo abierto para tragar al buque. Vanda, caída en el suelo, sintió
una sacudida espantosa; luego, violentos cabeceos; oyó un grito de
angustia suprema, y al fin, nada. El Afrodita había desaparecido, y el
bote flotaba quieto sobre el mar de hielo. En la catástrofe habíanse
perdido los remos, los víveres y el timón. En sus sitios, los cuatro
marineros yacían aturdidos por el golpe. Georgette Lebrun había
desaparecido tragada por las aguas. Azor nadaba junto al barco.



III


Amanecía. Por tercera vez, en el cielo blanquecino elevábase el sol, un
sol anaranjado, frío, sin rayos ni reverberaciones, que parecía próximo
a apagarse de un momento a otro. El barco, perdidos remos y timón,
permanecía quieto, con la rara apariencia de una nave de juguete sobre
la luna de un espejo. Las aguas yacían inmóviles, grisosas; grandes
masas de hielo flotaban a flor de agua; entre ellas veíanse sobrenadar
trozos de maderamen del sumergido buque, y al horizonte alzábase, roto
en prodigiosas estalactitas, como gótica catedral de embrujamiento, el
murallón de hielos. Tirados en el suelo, envueltos en trozos de manta y
en sus recios capotones, dormían tres marineros; en la proa uno solo,
sentado, los codos en las rodillas y el rostro en la palma de las manos,
contemplaba desesperadamente la solitaria lejanía. Era el mismo mocetón
que Vanda hiciera azotar días antes; pero ahora en su rostro juvenil,
demacrado por el hambre, la boca se crispaba en una mueca de ansiedad y
de deseo, mientras los ojos de niño grande, redondos, dilatados de
horror, tenían una mirada cruel de carnívoro, de hiena desenterradora de
cadáveres. Aquellas pupilas, antes tan claras y luminosas, parecían
arder en un fuego malsano de vesania, mientras la boca se estiraba
voraz, insaciable.

La rusa, que, sentada en la proa, dormitaba extenuada por el largo
ayuno, tiritando bajo sus pieles, abrió lentamente los ojos, y sus
miradas mortecinas tropezaron con las pupilas fosforescentes del hombre.
Sintió miedo, el oscuro presentimiento de no sé qué nuevo y horrendo
peligro, y rápidamente abatió los párpados fingiendo dormir. Su rostro
estaba muy pálido, como traslúcido, con tonos amarillentos de marfil
antiguo; sus labios de coral, descoloridos, se fruncían amargos, y dos
círculos cárdenos cercaban sus ojos, que se apagaban en la atroz
maceración de sus mejillas.

Mientras, un fuego maldito ardía en las entrañas del marinero; el hambre
de pan y la sed atroz, rabiosa, exasperada por algunos sorbos de agua
salada que en su ansiedad había bebido, transformábanse en un hambre de
amor furiosa, vesánica, en una lujuria ardiente, monstruosa, una
lujuria macabra de bestia agonizante en un largo suplicio de ardores.

Cautelosamente deslizose hacia la hembra, con gestos perezosos, sordos y
lánguidamente elásticos de fiera próxima a caer sobre su presa.

Vanda sintió una respiración quemante, que le abrasaba el rostro en un
aliento seco, febril, con emanaciones violentas de animal feroz. Dio un
grito e intentó incorporarse; pero era ya tarde. El marinero, caído
sobre ella, forcejeaba por poseerla. La víctima defendíase furiosamente
en un esfuerzo supremo de ira, con los dientes y con las uñas, mientras
él, enloquecido, indiferente para el dolor, luchaba por adueñarse de su
presa. En la yerta paz de la mañana, el grupo bárbaro y trágico,
debatíase con violentas sacudidas, que hacían oscilar la barca como si
fuese a volcar. Azor, a los pies de su ama, gruñía amenazador y enseñaba
los dientes. Al fin, Vanda, sintiéndose desfallecer, pidió auxilio:

--¡Aquí, Azor!

El perro, de un salto, cayó sobre el forzador. Entonces sucedió algo
horrible, inhumano; hombre y bestia formaron confusa masa; agitábanse en
tremendas palpitaciones de dolor; los dientes fuertes y blancos del
animal, hicieron presa en una mano de su enemigo, que lanzó un alarido
de dolor, pero no renunció a la batalla, sino que, por el contrario,
enardecido, batallaba por estrangular al perro.

Los otros tres marineros se habían despertado, y estúpidos,
embrutecidos, contemplaban, con los ojos agrandados de estupor, la
salvaje refriega. La heroína, perdidas las fuerzas, medio desnuda,
permanecía rota, tronchada, incapaz de moverse. Y hombre y perro
forcejeaban caídos en el suelo, mientras el barquichuelo, en los
furiosos vaivenes, se inclinaba hasta tocar con sus bordes el agua que
se deslizaba en él helada y cortante. Al fin consiguió el hombre sacar
un cuchillo y de un tajo abrir el vientre al perro, que cayó pesadamente
al mar. Entonces, echose sobre la mujer, y ensangrentado, jadeante,
chorreando agua, la poseyó.



IV


Borrachos de aguardiente, presas de un ataque de delirio, chillaban,
aullaban, cantaban y trataban de danzar unos danzones absurdos que
hacían tambalearse la barca como si fuera a hundirse. Eran como
fantasmas trágicos, como esos monstruosos fantasmas que contemplamos en
las láminas de los libros que anuncian el fin del mundo por la locura
universal. En las caras lívidas, consumidas, llenas de oquedades, las
bocas se deformaban en muecas de agonía, en muecas de una ansiedad plena
de angustia, mientras las pupilas, dilatadas de espanto, tenían una
fijeza de obsesión. Al través de los trajes desgarrados, aparecían los
cuerpos esqueléticos, las carnes amoratadas por el frío...

Ni un soplo de aire, ni un barco en lejanía, ni una ola, nada. Una paz
suprema, una paz de mundo muerto, una paz de cataclismo que dormía en
las aguas quietas, en el cielo blanco, en el sol que se extinguía y en
el muro infranqueable de hielos.

¡Cinco días más! ¡Cinco días de frío, de hambre, de soledad y de calma,
sobre todo de calma, de aquella calma yerta, abrumadora, lapidaria,
calma de panteón, de cementerio, de _nada_, peor que todas las
borrascas!

Vanda, acurrucada en un rincón, sentíase morir. La habían robado sus
pieles, sus mantas, sus abrigos, y, aterida, agonizaba de frío, de
hambre y sed. Desde la mañana de su derrota, había perdido todo
prestigio, aquella superioridad que le daba fuerzas para imponerse y
vencer, y convirtiose en una bestezuela humilde y castigada, en que
saciaban todos sus apetitos, sus crueldades, su brutalidad, la ferocidad
inconsciente que dormía en sus almas primitivas, todas aquellas cosas
exacerbadas hasta el paroxismo por el hambre.

Como una cohorte de endemoniados chillaban y brincaban con gestos
violentos, inacordes, rotos, bruscos; sus voces roncas se apagaban o se
agudizaban extrañamente. John, el más joven, cayó al suelo y siguió
retorciéndose. Sus gestos siguieron siendo los mismos, pero haciéndose
más violentos; sus risas trocáronse en aullidos, y palpitante de dolor
comenzó a llorar, apretándose el estómago con las manos. Nino, el
italiano, el más viejo de los cuatro, un esqueleto apergaminado, con dos
fuegos fatuos por pupilas, propuso:

--¡La ley del mar!

Todos asintieron, resignados de antemano con su suerte:

--¡La ley del mar!

De improviso, una voz opaca propuso:

--¡Ella primero!

--¡Es la más blanca!

--¡Será la más tierna!

--¡La más sabrosa!

--¡Ella tiene la culpa de todo!

El coro de voces alzábase amenazador en el silencio de la naturaleza,
como la fatídica condenación de la asamblea de una tribu primitiva.

Avanzaron hacia ella. Loca de terror, Vanda les vio llegar. Un grito
supremo se escapó de su pecho, y desmayose, mientras el cuchillo se
alzaba sobre su cuello y unos dientes impacientes se clavaban en su
brazo.



EL DEMONIO


    O toi, le plus savant et le plus beau des Anges,
    Dieu trahi par le sort et privé des louanges,

    Ô Satan, prends pitié de ma longue misère!

    Ô Prince de l'exil, a qui l'on a fait tort,
    Et qui, vaincu, toujours te redresses plus fort,

    Ô Satan, prends pitié de ma longue misère!

    Toi qui sais tout, grand roi des chosses souterraines,
    Guériseur familier des angoisses humaines,

    Ô Satan, prends pitié de ma longue misère!

    Toi qui, même aux lépreux, aux parias maudits,
    Enseignes par l'amour le goût du Paradis,

    Ô Satan, prends pitié de ma longue misère!

Les Letanies de Satan,

Charles Baudelaire



EMBRUJAMIENTO


     El Laberinto estaba ingeniosamente distribuido en numerosas salas y
     pasadizos tortuosos, con el fin de ocultar a todas las miradas el
     vergonzoso ser nacido de un deseo inmundo y que había de habitar
     allí.

OVIDIO


I

EL PARAISO TERRENAL


Llegaron a la caída de la tarde, un día en los comienzos del mes de
septiembre. El crepúsculo espléndido tenía en su magnificencia y en su
lentitud la tristeza punzadora de ciertas agonías, esas inacabables
agonías de muchachas pálidas y soñadoras a que la tisis presta la alegre
neblina de las ilusiones color de rosa. En el ambiente tibio, perfumado
de aromas campesinos, había una gran quietud. Envuelto en la claridad
violeta del atardecer, el parque dormía callado y misterioso. Era un
viejo jardín galante cortado a la moda del siglo XVIII. Tenía sus
macizos de arrayanes, sus calles de rosales, su laberinto de bojes
poblado de rotas estatuas de mármol, su fontana, su cascada y sus
puntiagudos cipreses que destacaban las negras siluetas sobre la palidez
dorada del cielo. Pero el tazón de mármol, presidido por alado Cúpido,
estaba vacío ahora; las aguas del estanque hallábanse cubiertas de
nenúfares, y sólo algunos tardíos capullos blancos florecían en un
rosal. Al través de los árboles, divisábase la casa con su presuntuosa
arquitectura Luis XV, sus conchas, hojarascas, lazos y delfines, llena
de desconchaduras, de manchas de humedad y de goteras que trazaron
negros surcos sobre el gris sucio de la fachada. Las persianas cerradas
estaban rotas, despintadas, carecían de listones, y la puerta, adornada
de clavos, permanecía hermética, con goznes y cerrojos oxidados por las
injurias del tiempo, de la lluvia y del sol, en complicidad con el
abandono.

Mientras José Ignacio forcejeaba por abrir la verja, Fuencisla, sentada
sobre la pila de muebles y enseres que constituían su ajuar,
contemplaba, por encima de los barrotes, un poco pasmada, entre
sorprendida y satisfecha, la hermosura del parque, que se destacaba,
como un oasis, en la hosca aridez de la llanura.

Vulgar, insignificante, resultaba Fuencisla el tipo perfecto de la
muchacha pueblerina que pasa de niña a mujer, de mujer a madre, de madre
a abuela, pare, cría, muere en perenne negación espiritual, sin pensar
jamás, sin afrontar la vida, acostumbrada a obedecer al padre, al
marido, al hijo, sin haber tenido sino una confusa noción de las cosas.
Corta de estatura, apaisada, los senos flojos y el vientre hinchado bajo
las frondosas sayas de percal y los refajos multicolores, tenía el pelo
rubio, lacio, áspero; el cutis tosco, malsano el color, los labios
resecos, resquebrajados, y los ojos grisosos, opacos, un poco embobados,
siempre bajos en humildad temerosa. El ademán muy tímido, muy apocado,
las manos perennemente cruzadas sobre la tripa, las pupilas abatidas al
suelo y el andar de palmípedo, acababan de subrayar la vulgaridad casi
animal del conjunto. Su habitual estupor redoblárase ahora ante la grata
sorpresa. Las ocho leguas que había tenido que recorrer, la idea,
abrumadora para su apocamiento, de alejarse del terruño nativo, la voz
popular que marcaba con un estigma de brujería la posesión y, sobre
todo, las palabras de la _señora_, había llevado la turbación a su
harto cuitado ánimo. Incapaz de ninguna rebeldía, no había chistado,
limitándose a obedecer, a ojos cerrados, la voluntad de José Ignacio.
Pero en el largo viaje, en los interminables paréntesis de silencio que
su seca concisión castellana dejaba entre sobrios y espaciados períodos
de conversación, el temor, un temor supersticioso, asaltábale y veía las
futuras noches del caserón como algo pavoroso en que brujas y trasgos
celebrarían ritos, danzas y conciliábulos, y el mismísimo diablo
vendría, con su rabo y sus cuernos, a infestar la casa de olor a azufre.

Pero José Ignacio llegaba ahora a interrumpir sus divagaciones. Con tipo
clásico de labriego castellano, enjuto, anguloso, la color cetrina, los
ojos negros y negro y ondulado el pelo; el servicio militar y la
permanencia en las ciudades (capitales provincianas de segundo orden),
habíanle hecho perder algo del empaque rural, aunque dejándole intacta
la alegría inocentona, una alegría meramente física que le llevaba a
pueriles expansiones de contento, traducida en gritos, brincos y
cabriolas, que contrastaban extrañamente con su mutismo de otras veces.

--¿Ves qué hermoso?

María Ignacia sonrió:

--¡Sí que es hermoso!

--¿Llevaba razón?--interrogó con sobriedad muy de la tierra de Castilla.

Limitose ella a volver a sonreír con su sonrisa franca de humilde
contento.

No es que ella se hubiese metido a discutir con su marido la
conveniencia del viaje; su respeto de mujer y esposa cristiana vedábale
tal género de polémicas; pero en la vaguedad de un gesto, en la
indecisión de sus escasas palabras y, sobre todo, en el silencio turbado
con que respondía a las razones que él hallaba para aquel éxodo, leía
José Ignacio la inquietud de su compañera.

Hacía ya días que la marquesa--la noble dama recluida desde la muerte de
su hija, de aquella divina María de la Luz, apenas entrevista rara vez
envuelta en un aura de elegancia y de perfumes, en su caserón con
honores de palacio y de convento, en Segovia--, habíales llamado a su
presencia. Era Fuencisla hija de antiguos servidores campesinos; madrina
de su boda fue _la señora_, y contenta de su modestia y recato siguiola
protegiendo después de su matrimonio. Pese a la proverbial bondad de la
dama, no las tenían todas consigo cuando se encaminaron al palacio.
Aquella aristócrata severa, perpetuamente enlutada, que no salía jamás
como no fuese para hacer una breve visita a _El Laberinto_, la finca
trágica en que María de la Luz se agostó en plena juventud, les imponía.
Endomingados, Fuencisla con su atavío de paleta, sus huecas sayas y su
pañuelo de colorines; José Ignacio, más currutaco, a la moda de la
ciudad; iba ella francamente cohibida con susto de pájaro bobo; él
fingiendo, con chabacanería aprendida en la vida cuartelera, un aplomo
que estaba muy lejos de sentir. La señoril magnificencia del palacio,
sus enormes galerías, sus salas adornadas de tapices, cuadros sagrados y
retratos de familia, acabaron de hacerles perder todo aplomo. Pero
cuando su turbación llegó a los límites del atontamiento, fue cuando se
vieron en presencia de la _señora_. Aquella dama, pálida y triste, con
su sola presencia imponía respeto. Más que vieja, envejecida por una
secreta pena que había derrumbado de un hachazo el robusto tronco de su
vida, permanecía hundida en su butaca, la nevada cabeza caída sobre el
pecho, y las manos, largas y blancas, de una aristocrática elegancia
insuperable, abandonadas sobre el regazo como dos prodigiosos juguetes
de marfil. Tenía la palabra afectuosa, impregnada de un vago matiz de
desencanto y amargura, el gesto reposado y la mirada dulce, pero con una
bondad indiferente, impuesta, como si su espíritu estuviese muy lejos y
no le importase nada de nada.

Habíales hablado llena de benevolencia afectuosa. Ella necesitaba un
guardián para su finca _El Laberinto_, y había pensado en ellos. El
cargo era cómodo, bien retribuido; la casa del guarda, buena, alegre;
quizás necesitase alguna obra, pero ella haría lo que fuera menester;
trabajo ninguno, puesto que no quería que se tocase ni a una flor, ni a
un árbol, ni a una piedra, (y esto significaba condición especialísima)
ni muchísimo menos a la casa. Aquello era terreno vedado; jamás bajo
ningún pretexto pondrían los pies allí. Ellos tendrían las llaves, pero
sólo para un caso de fuerza mayor, un incendio, un robo... Por lo demás,
podían aprovechar los frutos del huerto, amén de, en el pequeño corral
asignado al guarda, tener gallinas, cerdos, etc., etc.

José Ignacio, gorra en mano, escuchaba. Había ido recobrando el aplomo
y, ante la perspectiva del paraíso de ociosidad y bienestar que se le
abría, contenía a duras penas su júbilo. Fuencisla, azorada, escuchaba a
su protectora con un sentimiento de honda gratitud, que su timidez le
impedía exteriorizar.

La marquesa quedóseles mirando un instante, y luego interrogó:

--¿Qué les parece a ustedes?

La paleta balbuceó palabras incomprensibles de agradecimiento. El, más
resuelto, aseguró:

--¿Qué quiere la señora que le digamos? ¡Que bendeciremos su nombre toda
la vida!

La dama interrumpió sus efusiones. Antes de decidirse era preciso
decirles toda la verdad, los inconvenientes lo mismo que las ventajas,
su conciencia se lo exigía así. No es que creyese en semejantes
historias; sin embargo, ya sabían ellos la fama de hechicería que pesaba
sobre _El Laberinto_. Cosas de la leyenda popular, así todo... Para ella
fue cruel aquella finca, pero...

--La muerte de mi pobre hija, de mi pobre María de la Luz, ha sido la
desgracia más grande de mi vida, y allí tuvo lugar. Verdad que allí o en
otro lado hubiese muerto lo mismo, si esa era la voluntad de Dios.
¡Nunca, nunca sufrirá nadie lo que yo sufrí con la agonía de mi María de
la Luz; pero, como Job, he repetido muchas veces: «Dios me lo dio, él me
lo ha quitado; bendito sea su Santo Nombre». ¡Quién sabe si fue mejor
para la salud de su alma que El se la llevase que no siguiera vegetando
en este mundo de miseria y pobredumbre.--Hizo una pausa, durante la cual
esforzose en dominar su emoción, y luego con voz serena prosiguió:--En
fin, esto son penas mías, que sólo a mí atañen; lo demás, todas esas
historias de fantasmas y apariciones me parecen paparruchas indignas de
un buen cristiano...

Al verles silenciosos, al parecer perplejos, encarose con ella:

--Conque, Fuencisla, usted dirá?

La lugareña balbuceó:

--Yo, lo que la señora mande.

--¡No, no!--protestó con gran viveza la marquesa--. Yo no mando nada.
Eso ustedes sabrán lo que les conviene.

Con su incapacidad volutiva, tuvo Fuencisla un ademán de renunciamiento:

--Yo, lo que quiera José Ignacio.

Apresurose él a aceptar. ¿No había de querer? ¡Ya lo creo que quería!
Todo aquello de duendes y embrujamientos era como los fantasmas de la
sábana que paseaban de noche por las calles del pueblo; pamplinas para
asustar niños y viejas. ¡Fantasmitas! ¡Ja! ¡Ja! El hombre que tiene
buenos puños y la conciencia tranquila no tiene que temer más que a
Dios.

Y así quedó cerrado el trato.

Ahora, después de meter el carro dentro del jardín, trataba José Ignacio
de abrir la puerta del pabellón que les estaba asignado. Al fin, tras
no pocos esfuerzos, consiguieron franquear el paso y penetraron los dos.
La primera impresión fue de tristeza: una atmósfera de humedad, de moho,
de casa de larga fecha abandonada, salioles al encuentro. La primera
estancia del pabellón era una rotonda minúscula, imitación de esos
vestíbulos de mármol que se ven en algunos pabellones de caza y lugares
de descanso de los parques reales. Columnas de estuco imitando mármol
rodeaban el cuarto, rotas, descascarilladas, maltrechas; grandes
hornacinas en que faltaban las estatuas hendían las paredes
resquebrajadas, manchadas de musgo; unos lienzos despintados pendían en
jirones del techo, mientras que las arañas tejían entre ellos sus
colgantes puentes de seda. Pasaron al segundo cuarto, una habitación
pequeña, baja de techo, con muros encalados y una gran ventana de
cuarterones que cerraba mal. También la humedad y el abandono habían
hecho estragos en ella; pero así todo, era más habitable. Junto a esta
salita había una alcoba muy pequeña, y luego la cocina. Y nada más.

Oprimida por una sensación angustiosa de tristeza, por un presentimiento
supersticioso de desgracia, Fuencisla sintió el ansia de respirar aire
puro, y salió al jardín. El ambiente tenía una dulzura adormecedora; de
la tierra subía un vaho de humedad lleno de fragancias, y en un triunfo
de aromas morían las últimas rosas en los rosales. Sobre el cielo azul
oscuro, espolvoreado de estrellas, destacábanse las negras siluetas de
los cipreses. Y por detrás de los cipreses, enorme, redonda, teñida de
sangre, una luna de presagio nefasto se alzaba lentamente.



II

EL CUARTO VEDADO

Apoyada en el quicio de la puerta, Fuencisla la miró alejarse. Su
silueta de aquelarre destacábase enérgica sobre el fondo hostil de los
campos resecos por la helada. El cuerpo sarmentoso, cubierto de hórridos
harapos, de la pordiosera; sus ojos de lechuza y su nariz ganchuda,
armonizaban a maravilla con la llanura yerma, cerrada al horizonte por
abruptos riscos.

Aquella era la única bruja que viera en los dos meses transcurridos
desde su instalación en _El Laberinto_, y los únicos fantasmas los que
ella evocaba con las extrañas historias que Fuencisla no acababa de
comprender, pero que le apasionaban con un interés malsano. Giraban
siempre aquellas consejas en torno de los mismos hechos, la historia del
abandonado palacete y de la agonía misteriosa de sus dos dueñas, la
condesa Agueda y María de la Luz. Mezclábanse en ambas briznas de verdad
con follajes de fantasía popular, excitadas por arcaicas prácticas de
hechicería.

La condesa Agueda había vivido en los tiempos del Rey Sol. Su belleza
peregrina triunfó en la corte galante, escandalizó un poco la severa de
Madrid, y, después de algunos pecaminosos devaneos, un día, sin saberse
la razón, tal vez porque su femenil vanidad resistíase a doblar el cabo
de la edad peligrosa, fue a sepultarse en aquella olvidada posesión. De
su retiro fantaseose mucho; achacáronle no sé qué misteriosos tratos con
el Malo, y crearon sobre ella una leyenda oscura, poblada de ritos
nefandos. Algunos muñequillos de cera, más unos cuantos libros de
ciencia secreta y de práctica libertina, hallados después de su muerte,
acrecentaron las sospechas. La violación de su sepultura y la
desaparición del cadáver acabó de confirmar la leyenda.

María de la Luz fue la hija única de la marquesa. Nobles y plebeyos
cayeron siempre prisioneros en las redes del raro encanto de sus ojos
verdes y de la sonrisa de sus labios rojos. Tenía una blancura de nardo
y una gracia efímera, voluptuosa y apasionada. También ella anduvo
errante por el mundo, por los mágicos paraísos que crearon los hombres,
y también en una hora de hastío vino a refugiarse en _El Laberinto_.
¿Qué misterioso drama tuvo lugar entre los muros del palacete? Sólo la
marquesa y algunos viejos servidores fueron testigos, y ellos callaron
herméticos. María de la Luz diose a adelgazar y a entristecerse. Una
melancolía invencible apoderose de su ánimo, sus ojos se enturbiaron y
acabó por desaparecer. Sólo muy de tarde en tarde veíasele pasear
lánguidamente por el jardín, cubierta de joyas, de sedas y de encajes.
Por el país comenzó a correr la especie de que la hija de la Marquesa
estaba poseída por el Enemigo. ¿Qué lúbricas escenas de locura
desarrolláronse entre la damisela y el cornudo amante de las pezuñas de
chivo? Nadie pudo averiguarlo jamás. Unicamente veíanse entrar primero
sacerdotes y frailes que exorcizaron a la poseída y conjuraron a Belcebú
entre bendiciones y rociadas de agua bendita, para que abandonase su
víctima; más tarde oyéronse los gemidos de la infeliz, y los médicos
sucedieron a los religiosos; la casa olía a éter, a antistérica, a
azahar. Un oído indiscreto creyó percibir un día, al través de la puerta
de un salón, en que la madre y cierta eminencia médica celebraban
consulta, la voz de la dama, que desgarrada, amarguísima, pero firme,
enérgica, con resolución inquebrantable, afirmaba entre dos sollozos:
«¡Nunca! ¡Antes muerta! ¡Antes tendida en una caja entre cuatro luces!»
Al fin, las visitas facultativas cesaron, y sobre la casa impregnada de
fuerte olor a medicamentos cayó un silencio de plomo, sólo interrumpido
por los aullidos de la enferma a quien el _Malo_ visitaba a las altas
horas de la noche. Era algo horrendo, trágico y misterioso, aquella
ficticia calma, en que los alaridos angustiosos, desesperados, se
alzaban como una imploración suprema en la paz nocherniega. Y mientras
la marquesa, horrorizada, rezaba, María de la Luz revolcábase en el
lecho en atroces crisis de vesania. Al fin murió.

La bruja contaba estas historias entreverándolas de pintorescos
episodios, de filtros y bebedizos, de fórmulas cabalísticas y conjuros
mágicos, en que se mentaba a Salomón, el de la sabiduría, y a los Magos
de Oriente; hablando de Felipe II y del Príncipe de los Hechizos, de
nuestro señor el Rey D. Carlos II y de otras cosas de romance. Y en el
fondo de todo aquello, vivía una fuerza desconocida, violenta,
arrolladora, capaz de agostar las vidas en flor.

Fuencisla había vuelto a la puerta del pabellón, y la labor abandonada
sobre el regazo, permanecía perdida en penosa divagación, presa de
aquellas perezas anonadadoras que le acometían desde que habitaba allí.

La mañana tenía melancólico encanto en el gran parque. Sobre el cielo
muy pálido, casi blanquecino, brillaba el sol amarillento. Los árboles,
desnudos de sus galas, se retorcían esqueléticos; sólo los cipreses
dibujaban sus pináculos sobre el fondo claro.

Fuencisla estaba triste. Acostumbrada al trajín de una casa de labor, en
que hallábase rodeada de gente a todas horas del día y de la noche, en
que mecía su sueño el hervor de la respiración, de sus bestias
familiares, aquella soledad y aquel silencio augusto le inquietaban.
Imágenes turbadoras, desconocidas hasta entonces, poblaban sus sueños;
las historias evocadas por la mendicante despertaban en ella una
curiosidad malsana, un deseo vago de saber, y la casa, con su prestigio
de misterio, le tentaba. ¿Qué habría detrás de aquellos postigos siempre
cerrados? ¿Por qué la prohibición de la señora? ¿Qué huellas quedaban de
la condesa Agueda y sobre todo de María de la Luz? Sentía algo que
alentaba cerca de ella. El _Malo_ la rondaba; algunas veces, en medio de
la calma de la noche, se despertaba sobresaltada creyendo sentir en la
piel el roce de unas velludas patas de macho cabrío y veía fosforescer
en las tinieblas dos ojos de brasa que le miraban anhelantes. El
misterio habíase instalado en su pacífica existencia y sentía tras la
puerta cerrada algo terrible que le atraía con fuerzas sobrehumanas.
Hasta su mismo amor por José Ignacio habíase modificado; ya no era aquél
cariño de bestia humilde y resignada que se traducía en un trabajo
abnegado y un renunciamiento absoluto de la voluntad; era una ternura
temerosa y apasionada que la hacía apretarse contra su pecho y buscar
sus labios en un anhelo infinito de algo desconocido.

El también se transformaba insensiblemente; la vida sedentaria, en vez
de aumentar su caudal de salud y de alegría, parecía mermarlo
insensiblemente, haciendole más reconcentrado y taciturno. En vez del
júbilo ruidoso, un mucho pueril, de sus antiguas horas de asueto,
invadíale una melancolía soñadora, que le hacía arrastrarse
trabajosamente al través de las interminables horas de los días de
inacción. Permanecía largos espacios de tiempo sin hacer nada, con los
ojos perdidos en el vacío, o bien leía trabajosamente en unos novelones
hallados en un desván. Había perdido el apetito magnífico de hombre
primitivo y su sueño no era ya el descanso reparador del que trabaja
doce horas, sino un dormir ligero, poblado de sueños y cortados por un
despertar sobresaltado. Su cariño por Fuencisla había sufrido la misma
trasformación que todo lo demás, y en vez del impulso fuerte del macho,
era una cosa nueva, morbosa, llena de temores, de vagas delecciones.

Hacia ella venía ahora José Ignacio al través del jardín, la escopeta al
hombro y el sombrero caído a la nuca. Había adelgazado y palidecido. Su
cara cetrina habíase demacrado y los huesos se marcaban enérgicos sobre
la piel curtida. Los ojos negros brillaban en el fondo de las oscuras
cuencas y los labios contraíanse en una extraña tirantez de todos los
músculos. Parecía agitado, inquieto, y como Fuencisla, pronta ahora a
todas las inquietudes, le interrogara con sobresalto, explicaba lo
sucedido.

Venía de dar su vuelta por el jardín, como, vigilante, hacía todas las
mañanas, y había encontrado caída en el suelo una de las persianas de la
casa. No sabía si habría sido el aire el que arrancara las carcomidas
maderas o era obra el desaguisado de nocturnos merodeadores; ni tampoco
la significación que podía tener: si eran los preliminares de un golpe
de mano o si sólo representaba un desperfecto fácilmente reparable.
Estaba inquieto, perplejo... Detúvose ante su mujer, como solicitando
consejo, más por una de esas fórmulas que nos dicta la perplejidad que
por esperar ayuda de la sobria castellana.

Pero por primera vez en su vida la lugareña mostró su voluntad. Era
preciso entrar en la casa, asegurarse de que no habían robado nada, y
hacerse cargo de lo que allí había, para futuras contingencias. ¡Dios
sabe lo que podría pasar el día menos pensado!...

--Ya ves, la señora prohibió...--comenzó a argüir él.

Pero con extraña videncia Fuencisla adivinó los peligros. Como si el
velo de ignorancia que cubría su pensamiento hubiérase rasgado de
improviso, halló argumentos y palabras con qué expresarlos. Si por
casualidad se efectuaba un robo, ¡qué responsabilidad para ellos! ¡Ni
aun sabrían lo que se habían llevado los asaltantes! La prohibición eran
palabras de la señora, que exageraban su pensamiento; lo que ella había
querido indicar era que no curioseasen, ni se metiesen allí; pero de eso
a que no vigilaran... ¡Si la misma señora les había dicho que sólo
entrasen en _un caso de fuerza mayor!_

Fuencisla seguía hablando; sus palabras hallaban eco en un secreto deseo
que germinaba en el espíritu de José Ignacio. Al fin se dejó vencer,
murmurando:

--¡Vamos allá!

* * *

Al penetrar en el pequeño peristilo que servía de entrada a la casa, los
dos estaban turbados y sentían latir precipitadamente su corazón. Como
los niños de los viejos cuentos que, desobedeciendo a su protectora,
abren la puerta del cuarto prohibido y se disponen a explorar el
misterio, ellos, faltando a la consigna, iban a violar el secreto de
aquellos muros, tras los que dormían las dolientes sombras de la condesa
Agueda y de María de la Luz.

La antesala constituíala minúscula rotonda, rodeada de columnas de
madera con capiteles dorados. El suelo estaba cubierto de baldosines
blancos y negros, y en el centro, un Narciso de mármol se miraba en el
tazón de una fuente sin agua. Había allí violento olor a cueva, que daba
sensación penosa de abandono. Abrieron otra puerta, disimulada con
espejos, y halláronse un gran salón flanqueado por dos gabinetes
tapizados de damasco, uno rosa, azul el otro, frívolos y galantes, del
que sólo les separaban unos arcos sostenidos por pilares de cartón
piedra. Era una sala grande y baja de techo. Las paredes, pintadas de
blanco y adornadas con áureas conchas y hojarascas, obedecían a la moda
del reinado de Luis XV. Retratos de empolvadas damas y amanerados
paisajes imitación de Watteau y de Boucher, pendían de rojos cordones de
seda; una Anfítrite surgía de las aguas en un medallón que ocupaba el
centro del techo; barrocas consolas sostenían relojes y candelabros de
bronce; los muebles, de dorada talla, eran grandes y amazacotados, y un
piano de cola, con el teclado abierto, aparecía semicubierto por
chinesco bordado. Pero el tiempo inexorable, ayudado por el abandono,
había puesto su pátina a las cosas; las paredes amarilleaban; los
dorados, descascarillados y maltrechos, habían perdido su esplendor; el
suelo, de incrustadas maderas, lucía opaco, mortecino; los retratos y
los paisajes estaban cubiertos por neblinosa capa de polvo; Anfítrite,
arrugado el lienzo, aparecía deforme, monstruosa; los péndulos, parados
en horas enigmáticas, inquietaban como mudas interrogaciones, y en las
barrocas jardineras, las plantas resecas tenían un aspecto de desolación
opresora.

Mientras Fuencisla, extasiada ante aquel lujo amable que contrastaba con
los santos macilentos, los oscuros estrados y los cortinones evocadores
de fantasmas del palacio de _la señora_, única riqueza que ella conocía,
pasmábase de todo y en plétora de curiosidad olvidaba inquietudes, José
Ignacio pasaba revista a las ventanas. Todas estaban intactas, cerradas
las verdes persianas. Allí no era, pues. Volvió al lado de su mujer:

--Aquí no ha sido... Y ahora ¿qué hacemos?

Tornó ella a hallar los acopios de la desconocida resolución que, como
una fuerza ciega de la naturaleza, le impelía:

--Seguir, a ver dónde...

--Pero...--objetó él, vacilante.

Ella, más resuelta, animole:

--Ya... Una vez dentro, más vale seguir adelante.

Salieron a un gran pasillo, decorado más modestamente, pero formando un
todo armónico con el salón y los gabinetes. Allí había dos puertas más.
Abrieron la primera: el cuarto de la marquesa. Frío, triste, conventual,
tenía por todo mueblaje una cama con colgaduras de seda granate, una
cómoda y algunas sillas, y por todo adorno un enorme Cristo. Tampoco
allí faltaba nada. Volvieron a encontrarse en el corredor. Ante la
puerta de la otra habitación se detuvieron. La voz de Fuencisla tembló:

--El cuarto de María de la Luz.

Súbitamente asustado, comenzó a balbucear:

--Mejor era dejarlo.

--¡No, no! Aquí debe ser.

El pestillo habíase enmohecido y costaba trabajo franquear el paso. Al
fin, en un esfuerzo de José Ignacio cedió, y los batientes se abrieron
de par en par. Retrocedieron aterrados, esperando quizá una súbita
aparición infernal. Pero si el demonio estaba allí, no se dignó
presentarse, y sólo se ofreció a sus ojos el más bello nido de amor que
una mujer artista y apasionada pudo soñar. Era allí donde faltaba la
persiana, y a la luz pálida que se filtraba al través de rosadas
cortinillas, aparecía el refugio en ideal sinfonía de sedas pálidas,
terciopelos y gasas... Sobre los muros de damasco rosa muy pálido,
antiguos Malinas formaban pabellones sostenidos por dorados lazos.
Grabados libertinos del siglo XVIII (bellas damas de Versalles
sorprendidas en el recato de los boscajes por robustos faunos de patas
de chivo; marquesas que en la enguirnaldada elegancia de la alcoba,
desnudábanse ante los ojos concupiscentes de un negrito; gentiles
doncellitas para quienes los jardines del Trianón eran frondas de Pafos
y de Citerea) pendían encerrados en dorados marcos de talla; un Psiquis
de tres lunas abríase en el centro de un muro; muebles de _boule_ llenos
de cajoncitos y secretos, parecían guardar no sé qué misterios
pecadores, mientras sobre sus tableros de marquetería danzaban las
figuritas de Sajonia, y ocupando el centro de la estancia, el lecho, un
lecho muy bajo de palo de rosa y bronces, era en su apoteosis de
batistas, sedas y encajes, como un altar de Eros. Ante la ventana, la
mesa de tocador sostenía ringleras de frascos en que se habían
evaporado los perfumes, dejando al fondo un poso oscuro, y entre peines,
cepillos, bruñidores y otros instrumentos de embellecimiento, veíase
caída una coronita de blancas rosas de terciopelo, que debió de servir
para embellecer la frente de María de la Luz. Y todo aquel galante
interior hallábase agravado de un mohoso olor a perfumes, a flores
marchitas, a éter, el angustioso olor a podredumbre e incienso de las
cámaras mortuorias.

Fuencisla habíase aproximado al tocador y miraba reflejada en la luna
orlada de cincelada plata, su rostro bobalicón y sus ojos de pájaro
asustado. Inconscientemente, sus dedos amorcillados apoderáronse de la
corona y posáronse sobre los cabellos lacios y descoloridos. Sonrió. En
aquel instante vio reflejarse en el azogado cristal un rostro tras el
suyo. Dos ojos negros y ardientes brillaron, y sintió unos labios de
fuego que se posaban en su cuello. La voz de José Ignacio suspiró:

--¡Qué maja, mi nena!



III

EL ARBOL DE LA CIENCIA


Por centésima vez, Fuencisla acercose a la puerta y escuchó; nada. Fue
entonces al balcón y, apoyando la frente en los vidrios, trató de
adivinar, en la semioscuridad, la silueta de José Ignacio; nada.
Anochecía; desde las tres de la tarde había dejado de nevar, y un cielo
gris, negruzco, cubierto de espesos nubarrones, pesaba anonadante sobre
la tierra. El jardín, bajo el sudario de nieve, tenía un aspecto trágico
y desolado; al otro lado de las tapias; la llanura extendíase blanca,
inacabable, como una estepa inhabitable. Fuencisla, sobrecogida por el
silencio y la soledad, cerró las maderas del balcón y encendió la
lámpara de petróleo, que esparció su claridad, primero amarillenta,
vacilante, luego intensa, por el divino nido de amor. La lugareña echó
unos troncos en la chimenea, y temerosa, inquieta, sentose a la vera del
fuego.

La profanación habíase realizado. Los temores de un golpe de mano en el
palacete que abrigaba José Ignacio, lleváronles a abandonar el pabellón
del jardín para vivir allí; lo destartalado e inconfortable del resto de
la casa recluyoles en el santuario. Dormían abajo, en la pequeña
antesala, pero pasaban las veladas en el cuarto de María de la Luz. En
un principio, él opúsose a lo que consideraba abuso de confianza; pero
Fuencisla, tan tímida, tan cobarde, tan insignificante siempre, sentíase
atraída por una fuerza irresistible, y halló razones y palabras con qué
apoyarlas. Sin embargo, había algo a que él, en su recta conciencia,
negose siempre, y ese algo era violar el secreto de aquellos muebles,
abrir los cajones, los armarios, los cofrecillos, todos los sitios donde
dormía _el por qué_ del embrujamiento de María de la Luz.

Fuencisla, inquieta ante la larga ausencia de su marido, que habiendo
salido para girar su visita de guardián a la posesión antes de
recogerse, llevaba más de dos horas fuera, acercose a la puerta, y,
abriéndola, exploró la galería, sumida en silencio y tinieblas. Una
bocanada de frío y de olor a abandono, que le azotó el rostro, hízole
retroceder estremecida de misterioso pánico. Otra vez, sola en la
estancia, paseó los ojos azorados por los rincones, como si esperase ver
surgir de ellos el secreto. Al fin detúvolos en una _secretaire_ de
ricas maderas, adornadas de bronces y porcelanas. ¡Allí estaba la clave!
Aproximose al mueble y lo examinó curiosamente. No tenía llave ni
vestigios de cerradura, que, indudablemente, quedaba oculta por los
bronces. Sus dedos, torpes, de lugareña, tantearon los adornos, y de
pronto, como por obra de magia, sonó un débil crujido, y la compuerta
abriose lentamente, dejando ver el interior lleno de minúsculos
departamentos, cerrados con esos cándidos secretos que tanto gustaban a
nuestros abuelos. Repuesta del primer pavor, la curiosidad venció al
miedo supersticioso y abrió un cajón. Cartas atadas con cintas de
colores, flores marchitas, pedazos de cinta... Abrió otro: unas cartas,
retratos de un guapo mozo, apuesto y fanfarrón; una corona dorada con
dos cierres de piedras preciosas, un libro de versos... Deletreó:
«Amor». Ya sólo quedaba el departamento central, que fingía la puerta
dorada de misterioso alcázar. Una ligera presión aún y la puertecita
abriose, dejando caer una avalancha de papeles: libros, muchos libros,
estampas de gentes desnudas, grabados de un libertinaje obsceno, figuras
ambiguas, extrañas, inquietantes, gentes que se retorcían en posturas
inverosímiles, monstruos nunca vistos... Y todo ello en una apoteosis,
en una exaltación ferviente, apasionada, mística, casi diabólica de la
carne. Fuencisla cerró los ojos para no ver aquello, pero el ruido de
alguien que entraba hízoselos abrir con sobresalto. ¡Su marido!

Entró José Ignacio aterido de frío y acercose a ella, que le reprochaba
quedamente:--¡Cuánto has tardado!

No contestó él, y estrechola entre sus brazos. Fue una caricia larga,
voluptuosa, impregnada de deseo, en que los labios subían de la boca a
los ojos en suave cosquilleo y tornaban a descender hasta la boca, para
posarse allí voraces, en un lento sorber de vida. Ella, a su vez, caída
sobre el pecho del varón, abandonábase en un arrobo sensual, con un
deseo loco de que la tomara allí mismo, de que la macerase, la anonadase
en una caricia de macho fuerte y vencedor. Aquello no era ya el humilde
amor cristiano que santificase antaño su unión, aquello era una
delección enfermiza, apasionada y triste; era el monstruo de cien
tentáculos y sed inaplacable; era el abismo que no se ciega nunca; era
el mar sin fondo; la cosa misteriosa e inquietante que los paganos
llamaron la voluptuosidad y los cristianos el pecado. De pronto, José
Ignacio rompió el abrazo y acercose al mueble:

--¿Por qué?...--comenzó a interpelar con el ceño fruncido.

Fuencisla explicose balbuciente. Ella no tenía la culpa; limpiando los
dorados apoyó el dedo en un resorte, y el armario abriose solo... Pero
su marido ya no la escuchaba. Cautiva su atención de las estampas,
habíase puesto a examinarlas. Fuencisla, lentamente, aproximose a él, y
juntos comenzaron nuevamente el registro. La Historia Sagrada, el
Paganismo, los mitos del mundo antiguo, desfilaban por los cartones en
una turbadora sucesión de desnudos bellísimos o lamentables. Y mientras
la luna visitaba a Eudimion en su encantadora gruta y Parsifae se
entregaba al toro, la mujer de Putifar ofreció a José el banquete de sus
senos desnudos, y los santos medioevales eran tentados por _el Malo_.

Había acabado la serie de dibujos, y poseídos ahora de una ansia loca de
saber, era el secreto de las cartas lo que violaban con la macabra
voluptuosidad de los necrófilos profanadores de sepulturas. Desatadas
las cintas, los trozos de papel, amarillentos por los años, mostraban
los largos períodos, apasionados, tiernos, incoherentes. Con trabajo, el
campesino comenzó a deletrear al azar:

--«... No puedo vivir sin ti--decían aquellos trozos de letra nerviosa y
apretada en uno de los párrafos--. A todas horas del día y de la noche
tengo tu imagen adorada ante mí. No es la sensación dulce y resignada
del bien perdido: es algo tormentoso, violento, asolador; algo que seca
mi cerebro y pone calentura en mis venas. Siento la obsesión de tus
ojos, de tus labios, de tu cuerpo todo; la obsesión atroz, alucinante,
de la voluptuosidad exquisita, _única_, que brota de cada uno de tus
gestos, que flota en la más leve de tus sonrisas y se deslíe en la luz
verde de tus miradas... ¡Ah, la obsesión de la voluptuosidad que se
exhala de tu cuerpo como un perfume perverso y embriagador!...»

Otro decía:

--«... ¿Por qué para nosotros el amor no ha sido nunca esa cosa
sentimental y melancólica que es para otras gentes? Para nosotros, el
amor ha sido una batalla que ha tenido mucho de horror bíblico; para
nosotros, el amor ha sido un fuego infernal, devorador, doloroso y
sublime, inmundo y divino!... ¡Ah, el amor, tu amor, el amor único,
hecho de llamas del infierno, de cieno y de luz! ¡Ah, el portentoso
encanto de tu cuerpo moldeado para el placer, el sabio anhelo de tus
brazos, el arcano delicioso de tus labios!...»

En otra aún:

--«¡No puedo más! Hoy, en la horrible soledad de mi _garçonière_, he
invocado al Demonio, le he pedido el bien de tu cuerpo en cambio de
nuestras almas. Para nosotros, el alma no ha sido más que la lucecilla
temblorosa que ha iluminado los ritos nefandos de la carne!... He pasado
una noche atroz. Horas y horas he llamado a Satanás. Me he revolcado en
el lecho como un perro rabioso y he gemido tu nombre. ¡María de la Luz!
¡María de la Luz! Te necesito: tus labios son la única fuente en que
puedo apagar mi sed de amor; tus ojos los únicos faros que pueden
guiarme en la oscura noche de mi alma...»

Dejaron de leer. Un río de lava ardiente corría por sus venas; una
sensación de anhelo, pleno de angustia y de delicia, desconocido hasta
entonces, adueñábase de ellos. En los ojos de José Ignacio había
fulgores de vesania, y en las mejillas de Fuensanta rosetones de fiebre.
Sentían el vago pavor que anuncia la presencia del _Enemigo_; pero una
fuerza desconocida, superior a su menguada voluntad, les impulsaba a
seguir, a seguir siempre por las ardorosas veredas de aquella vida en
que se internaban como en un jardín maldito. Tendieron las manos
temblorosas y abrieron otro cajón. En el fondo había un pequeño estuche
cuadrado, envuelto en un papel, con una palabra escrita: «Yo. María de
la Luz». Apretaron el cierre y una miniatura prodigiosa se ofreció a su
vista.

Sobre el fondo clásico de un jardín pagano, una mujer toda desnuda, en
el triunfo de su belleza admirable, jugaba con un cisne. Era blanca como
la leche, grácil, aérea, casi irreal. En sus pupilas verdes dormían las
aguas de un lago misterioso. Tenía los senos firmes, suave la línea del
torso, largo y fino el cuello y rubio el cabello, prendido por dorada
corona a la moda de Grecia. Poseía la gracia de Venus, la altivez de
Juno y la resolución de Minerva.

Los dos permanecieron mudos, extáticos, ante la aparición. De improviso,
los ojos de José Ignacio claváronse, alucinados, en Fuencisla, mientras
murmuraba:

--¡Se parece a ti!

Halagada en su femenil vanidad, sonrió ella, y, sin saber lo que hacía,
buscó maquinalmente la corona vista antes en el museo de recuerdos. La
encontró y colocósela sobre las ásperas greñas.

El paleto contemplola embebecido, y preso en una fiebre de deseo, gimió
implorador:

--¡Desnúdate!

No se sublevó el pudor de la campesina. Lejos, muy lejos de toda idea
convencional, perdida en un extraño laberinto, obedeció.

Fue una escena ridícula y caricaturesca; una de esas atroces ironías
conque los humoristas flagelan los desvaríos humanos, agravada ahora por
la exquisita elegancia del fondo. Las burdas prendas de la indumentaria
puebluna iban cayendo: primero, la toquilla color naranja y el delantal
de percal azul; luego, los refajos, polícromos, huecos y abultados; tras
ellos, el cuerpo de lana negra; siguioles el corsé gris, deforme y
remendado, las rojas medias de punto, la camisa de arpillera, y, al fin,
libre de velos, lamentable y repulsiva como una monstruosa deformación
de la divina imagen de María de la Luz, el espejo reflejó la figura
desnuda de la paleta. La cara y el cuello, rojos, ásperos, curtidos por
el aire y el agua fría; los brazos, hinchados; las manos, juanetudas:
los pechos, flácidos; el vientre, hinchado, hidrópico; las piernas,
zambas, y los pies, deformes, aplastados, anchos como remos de un
palmípedo; tenía la figura una repulsión alucinante de pesadilla Goya.

José Ignacio, los ojos brillantes y las manos temblorosas, saltó sobre
ella y la tendió sobre el lecho de sedas y encajes.



IV

EL JARDIN DE HÈCATE


--¡Jesús! ¡Jesús! Si Dios quiere que no les haya pasado nada a esas
criaturas, le aseguro a usted que regalo la casa para fundar un convento
de la Trapa o de alguna Orden bien severa, donde no haya cuidado de que
el _Malo_ haga de las suyas. Y la marquesa abanicose precipitadamente.

Don Rosendo, el venerable capellán, instalado a su lado en el viejo
_landeau_ que les llevaba al _Laberinto_, sonrió, asegurando
tranquilidad:

--No les habrá pasado nada. Cálmese la señora.

--¡Dios le oiga! Pero le aseguro a usted que tiemblo cada vez que me
acuerdo de mi pobre hija! ¡Si aquella casa está embrujada! ¡Ha sido un
crimen, un verdadero crimen mío enviar a esas criaturas ahí!

Siempre conciliador, aseguró el anciano:

--No habrá pasado nada; pero, de todos modos, a la señora no le cabe
culpa ninguna. La guió la mejor intención: la de hacerles un bien...

Callaron, y durante un largo espacio de tiempo permanecieron sumidos en
sus meditaciones. Hacía un calor tropical, y un sol calcinador caía
implacable sobre los yermos campos de Castilla. El desvencijado vehículo
avanzaba por la blanca carretera entre nubes de polvo; los moscones
zumbaban con pesadez obsesionada, y de tarde en tarde un pájaro cruzaba
sobre el cielo añil en la bochornosa quietud de la atmósfera. Una
sensación de invencible sopor pesaba sobre todo y sobre todos, y los
campos de tojos y trigales parecían asolados por una hecatombe
geológica.

--¡Qué ganas tengo de llegar!--murmuró la dama--. ¡Nunca he estado tan
inquieta, tan nerviosa!

--¡Paciencia!--confortó el capellán--. ¡Ya falta poco!

En la lejanía, como un oasis en el desierto, desvastado por aquel sol de
justicia, divisábanse las arboledas de la quinta. Al fin llegaron, e
impacientes hicieron repicar la campanilla. Pasó un rato sin que nadie
acudiese al llamamiento. Volvieron a tirar del cordón muchas veces, pero
inútilmente. La finca parecía deshabitada. Entonces Pacorro, el cochero,
saltó la tapia, y ya dentro, franqueó la entrada a la marquesa y al
capellán.

En la casa del guarda no había nadie, y como permanecía cerrada a piedra
y lodo, en vez de perder tiempo en tratar de penetrar allí, avanzaron
hacia el palacete.

El jardín, abandonado, tenía la salvaje frondosidad de una selva virgen;
los caminos se habían borrado al crecer de la hierba y de las plantas
parásitas; árboles y arbustos se enlazaban, formando misteriosas
murallas de verdura; en las fuentes, los líquenes y las adelfas cubrían
el misterio de los quiméricos espejos, y por todas partes flotaba una
sensación de abandono, sobre la que se alzaba el canto de los pájaros
con ensordecedora algarabía.

Caminaban trabajosamente, apartando los jaramagos que obstruían el paso
y les desgarraban las vestiduras. De pronto, la marquesa se detuvo,
ahogando un grito, y muda de horror llevose las manos al corazón.

Por una avenida de geranios en flor avanzaba lentamente Fuencisla,
arrastrando guiñapos de seda que apenas cubrían sus carnes. Como una
Ofelia de pesadilla, monstruosa y grotesca, coronaba su frente de lirios
y margaritas, y sus dedos deshojaban una rosa. Tras un macizo de hojas,
José Ignacio, un José Ignacio primitivo, negro, desnudo, repulsivo, le
acechaba.

La marquesa se santiguó. Acaba de ver reflejada por el sol la sombra del
_Demonio_ que huía.



LAS PRECIOSAS RIDICULAS


Las encontramos al través del mundo, casi siempre en la feria de los
millonarios, los reyes sin trono y los aventureros, y nos hacen una
reverencia muy siglo XVIII, una reverencia que dice aún de una Arcadia
de guardarropía, con pastoras de chapines de raso y Amarilis de zamarra
de terciopelo azul, ocultas en los convencionales boscajes del Trianón;
o esquivan con la mano un gesto de colegiala tímida, un gesto digno de
las damiselas del año sesenta, que usaban miriñaque, peinaban bucles,
cantaban arias sentimentales y se sabían de memoria los versos de
Alfredo de Musset; o se inclinan con un saludo grave y severo, lleno de
austera dignidad.

Unas, pintadas, repintadas, llenas de gasas, sedas, tules, terciopelos,
lentejuelas, flores; con grandes pelucas cargadas de rizos y
empenachadas de plumas; al cuello, collares de admirables perlas
(falsas, naturalmente); son mundanas, conversadoras exquisitas,
benévolas para las debilidades ajenas, discretas hasta ignorar todo
aquello que no deben de saber, serviciales, decorativas. Otras, son
alocadas, con un grato barniz de diletantismo, prontas siempre a ser la
musa que recite la estrofa del poeta de moda, acompañe al piano al
virtuoso millonario, o a la heredera acometida de furor filarmónico, que
se cree una Patti o una Storchio, cargue con la culpa de cualquier
desafinación e inicie los aplausos. Otras, en fin, son devotas y
filantrópicas; hablan de la caridad y del sacrificio, y en la humildad
de sus atavíos de santas laicas tienen un gran prestigio de
respetabilidad.

Y todas son siempre las mismas. Siempre el mismo rostro, igual atavío,
las mismas palabras, idénticas ideas. Jamás se les conoce ni una gran
pena ni una gran alegría; nunca una queja, ni una mueca de dolor, ni un
gesto de fatiga, ni un ademán de impaciencia. Las decorativas, viven
siempre sobre el fondo banal de un paisaje de Boucher o de Watteau; las
románticas, entre las páginas de _La Melitona_; las devotas, inflamadas
en las santas palabras de la caridad cristiana. Pero ni las unas se
salen de un paso de _minuetto_, ni las otras del compás de una sonata
sentimental, ni las últimas del cristianismo que resbala cristalino por
las páginas de Fray Luis de León o de Ruisbrook, el _Admirable_. Nada
que desentone, nada que rompa la armonía.

Un día desaparecen. Aun después de muertas, su recuerdo nos arranca una
sonrisa. Y cuando llega la hora suprema de los balances, sabemos casi
siempre que en aquellas vidas que transcurrieron a nuestro lado, y de
las que veíamos lo que de un actor se ve desde la sala del teatro, no
había nada sino un vacío inmenso, que ellas cubrían con guirnaldas de
flores de trapo. Pero también sabemos alguna vez que en ellas había un
gran dolor, una gran amargura, una gran vergüenza, un vicio, y aun,
raramente, un crimen.

[imagen]



MADAME D'OPPORIDOL


--La princesa Charlensko.

--¿Rusa?

--Rusa.

--¿Princesa auténtica?

--¡Lo más auténtica posible!

Después de saludar a la eslava, que, fastuosa en su pelliza de _renard
bleu_ y su sombrero empenachado de plumas negras, desfilaba con aire
espléndido de gran señora, más de notar en el cosmopolitismo ferial del
_restaurant_ elegante, Julito Calabrés tornó a sentarse entre Olmeido y
el marqués del Valle.

Estábamos en el _Carlton Grill_ acabando de almorzar. Era día de
carreras, y bajo la claridad de las luces eléctricas, que ocultas tras
los cristales del techo creaban un día artificial, muy en consonancia
con el público cosmopolita que entraba y salía en incesante vaivén,
veíanse mujeres a la moda, abracadabrantes en sus extraños atavíos,
hombres de _sport_, banqueros, personalidades del chic mundial,
cortesanos célebres... Era un desfile de Tanagras, de figuras de vaso
etrusco y de jeroglífico egipcio, apenas moldeadas por crespones y
brocados, sobre los que resbalaban las pieles y las perlas.

Olmeido, tornado escéptico por sus frecuentes permanencias en
Cosmópolis, explicó su incredulidad:

--¡Hay tanta princesa de pacotilla por esos mundos de Dios!

El marqués del Valle quitose los lentes, y con la experiencia de sus
doce años de viajes, impuestos por no sé qué historias de sadismo
habidas en su tierra, aseguró:

--Yo he conocido muchas. Mujeres de teatro a quienes el capricho senil
de un lord convirtió en pairesas de Inglaterra; exbailarinas y
exqueridas de toreros, transformadas en grandes duquesas consortes, y
hasta alguna viuda de reyezuelo medio idiotizado, que, _in articulo
mortis_, había hecho reina a una titiritera.

--¡Bah!--interrumpió Julito, incapaz de callar--. Yo también he conocido
muchas... Sin ir más lejos, madame d'Opporidol...

--¿Griega?... ¿Servia?... ¿Albanesa?--interrogó Olmeido.

--Turca; por lo menos, ella lo decía así... Pero os voy a contar la
historia.

Bebió un sorbo de Chablis, y, entre la atención de sus amigos, comenzó:

--¡Madame d'Opporidol!... ¡Jamás he encontrado tipo más curioso y
original que el de aquella mujer! El primer trámite de nuestra amistad
fue una reverencia. Sucedió en el _hall_ del Austerlitz. Ya sabéis que
algunas veces, a mi paso por París, cuando estoy muy cansado o tengo
demasiadas cosas que hacer, me gusta refugiarme en un hotel tranquilo,
huyendo del tráfago del Magestic, del Astoria, del Ritz o el Meurice.
Pues bueno: allí la conocí una tarde. Yo había pedido no sé qué
aclaración sobre unas señas, en el _bureau_; el encargado era nuevo y no
daba pie con bola, y yo comenzaba a desesperarme, cuando una voz
femenina vino en mi ayuda. Volvime para dar las gracias, y entonces la
propietaria de la voz se inclinó ante mí en una reverencia. ¡Y qué
reverencia! Aquello, más que reverencia, era una zalamea oriental, pero
de un orientalismo visto al través del siglo XVIII francés. Era una
reverencia de corte, profunda, ceremoniosa, llena de majestad; una
reverencia que estaba pidiendo la música de _minuetto_; una reverencia
que la hubiese envidiado madame Tallien, _Notre Dame de Thermidor_, y
aun la vizcondesa de Beauharnais, la gentil Zoloé y sus dos acólitas
Laureda y la Volsange, las perversas heroínas del divino marqués; una
reverencia que, ahuecando las pomposas sedas en su traje, hacía de ella
una figura digna de la galería de Versalles.

Olmeido rió:

--¡Qué exageración!

--¿Exageración? No lo creas, era tal y como yo os lo describo; la señora
tenía el secreto de las reverencias. Me fijé en el rostro, en el
peinado, en el traje... y vi con asombro que ello constituía un todo
armónico con la genuflexión y la voz, hecho de trémolas y gorgoritos. El
rostro era una careta trágica; la caricatura sangrienta de una mujer que
debió de ser muy bella un rostro desvastado por los años y las luchas,
cansado, arrugado, entristecido, pero tan atrozmente estucado,
maquillado, pintado y retocado, que, bajo la capa de pomadas, polvos y
colorete, era punto menos que imposible adivinar su edad. Los ojos
debieron ser admirables, de un verde luminoso y transparente de agua de
mar; ahora aparecían enturbiados bajo las pestañas y las cejas dibujadas
con lápiz. Entre los labios, muy rojos, aparecía una dentadura
prodigiosa (seguramente, postiza). Sobre aquella mascarilla burlesca de
mujer bonita, destacábase la peluca, una peluca de muñeca rubia, dorada,
rizada, llena de horquillas de pedrería. El cuerpo, sostenido por el
corsé cruel, rígido, fue, indudablemente, esbeltísimo, ágil, flexible,
aunque ya de tanta belleza quedaban únicamente ruinas, sostenidas por el
andamiaje de ballenas. Envolvíala una elegancia de guardarropía,
frufruante, aérea, pomposa, juvenil, vaporosa, hecha de gasas marchitas,
encajes falsos, pieles no menos ilegítimas y perlas imitadas. Tenía, eso
sí, pies de pequeñez inverosímil y manos admirables. Pero lo que le
hacía realmente extraordinaria era lo rítmico, pausado y armonioso de
sus movimientos, la gravedad ceremoniosa de sus pasos; decididamente,
aquella mujer requería música, música de opereta: unas veces, noblemente
pausada; otras frívola y juguetona, llena de escalas locas y fugas
rientes, y algunas, falsamente sentimental. No sé por qué, pero es el
caso que la buena señora me daba la sensación de una profesora de baile,
o mejor aún, de elegancia, de las que formaban las damiselas del siglo
de Trianón, haciéndolas duchas en artes de sociedad, bachilleras en
alquimia y doctoras en coquetería.

--Sin darme yo mismo cuenta,--prosiguió Julito--intimé con ella. Ya
sabéis lo fácil que eso es en la vida de hotel (cuando el hotel es
tranquilo y la vida un poco retraída), una vez cambiado el primer
saludo. Una leve enfermedad de ella, correcto interés por mi parte,
luego la recíproca, la grippe que me obliga a quedarme en cama, madame
d'Opporidol, que se preocupa por mi salud y se ofrece amablemente, y
henos convertidos en los mejores amigos del mundo.

--Los primeros días de charla--y Calabrés, apasionado con su narración,
había dejado de comer--, la señora me habló de cosas sin transcendencia;
pero, según fue tomando confianza, acabó por abrirme su pecho.

«Era turca. La fatalidad cayó sobre ella, y la desgracia cerniose en su
vida. No me explicaba el género de desgracia a que se refería, y sólo
dejaba adivinar que un drama terrible había truncado su existencia,
tronchando sus ilusiones en flor. De aquella catástrofe misteriosa,
quedole un desencanto infinito de todos y de todo; una amargura
melancólica que matizaba de interés sus palabras. Culta, conocía bien
los poetas y novelistas en boga, y su conversar, esmaltada de una
erudición un poco a la violeta, resultaba interesante».

Me hablaba de Turquía; de la belleza dulce y triste de Stambul; me
hablaba de la ciudad quimérica envuelta en ensoñadora neblina azul,
durmiendo sumida en un silencio opresor. Stambul, la ciudad secular, la
que contemplaron los viejos Califas; la ciudad de magia concebida por
Solimán, _el Magnífico_, coronada de soberbias cúpulas y empenachada de
dorados minaretes; la ciudad que aparecía a los ojos como un portentoso
fantasma del pasado, como una de esas raras urbes que la leyenda hace
dormir en el fondo del mar...

--¿Loti?--interrumpió Olmeido, burlón. Julito rió:

--¡Eso mismo pensaba yo!... Pero, déjame seguir... Madame d'Opporidol me
hablaba también de la infinita tristeza del vivir de las mujeres turcas
contemporáneas; me decía de cómo sus almas de excepción, cultivadas en
la soledad de los harenes del día, esos harenes semejantes en todo,
menos en su inexpugnable aislamiento, a la casa de cualquier mujer
elegante; sus almas, pulidas en la lectura, purificadas en la soledad;
sus almas, que, aisladas por las celosías, como las flores de una estufa
están al abrigo de las violencias del aire libre, sufrían de verse
tratadas en odaliscas, en bestezuelas de placer, sin más razón de
existir que el capricho de su amo y señor. Me hablaba de los veranos, en
que tras la inacabable monotonía de los eternos días invernales,
sacudidos por el aire del mar Negro, el Bósforo relucía como colosal
zafiro, y la población patricia turca refugiábase en el lado de Asia,
junto al agua.

--¡Decididamente, la señora sabía sus clásicos!--volvió a interrumpir el
portugués.

--Si no me dejas contarlo, me callo--y Julito hizo ademán de reanudar el
yantar, abandonando su historia.

--No, no; sigue--imploró el marqués del Valle--. Las aventuras de tu
madama me van interesando.

Desagraviado el narrador, prosiguió:

--Así estábamos, cuando la buena señora cayó enferma. Un interés
discreto y una caja de bombones no menos discretamente enviada para
endulzar las horas de convalecencia, acabaron; indudablemente, de
captarme su confianza, por cuanto casi repuesta ya me envió un recado,
diciéndome que tendría sumo placer en verme.

Subí al cuarto (piso sexto). La _mise en scène_ estaba cuidada como
siempre. Sobre la modestia de la habitación, su buen gusto había marcado
un sello de elegancia un poco original. Algunos marfiles, algunos cobres
y unos viejos terciopelos con versículos del Corán, bordados en oro y
plata, imprimían un exotismo un poco de bazar a la estancia. Cortiníllas
de color de rosa tamizaban la luz, dejando todo en una favorecedora
semipenumbra; algunos ramos de flores mustiábanse en búcaros de cristal.
Tendida en la _chaisse-longue_, sobre las pilas de almohadones
multicolores, madame d'Opporidol yacía lánguidamente envuelta en un
_teagow_ de gasa y seda negra, adornado de grandes cintas de moaré rosa.

Al entrar, me tendió la mano y hasta me agració con una sonrisa lejana.
Comenzamos a hablar de cosas baladíes, y llevábamos agotados dos o tres
temas, en que la conversación se arrastraba lánguidamente, cuando de
improviso, Schezerarda (la dama se llamaba así) suspiró, cerrando los
ojos:--¡Qué desgraciada soy!--Y como yo, un poco asombrado, la mirase
interrogador, me tendió la mano en un gesto supremo de abandono,
mientras suspiraba un enigmático:--¡Si supiérais!... Volví a
contemplarla; una lágrima brillaba en sus ojos y se detenía en el borde
de las pestañas, asustada de los estragos que su paso podría causar en
la obra de estucado del rostro. Al fin, madame d'Opporidol pareció tomar
una determinación transcendental, una de esas determinaciones
definitivas que marcan una efeméride en la vida humana, y con voz _de
hora suprema_ comenzó:

--Amigo mío: voy a contarle mi historia, mi verdadera historia, la que
nadie conoce. ¡Es algo tan espantoso, tan terrible, que casi parece una
pesadilla. A ningún nacido se la he contado nunca; pero mi pobre corazón
no puede ya con el peso de su secreto: usted es artista, usted es un
hombre de sentimiento y sabrá comprenderme!--Su voz era patética,
altisonante.

--Soy turca--prosiguió ella--. Mi padre era Kiazim Pachá, y me educó
como educan ahora a todas las hijas de gran familia; como podría
educarse cualquier parisién, qué digo, ¡mil veces mejor!, según he
podido observar luego. Narraros mi infancia de princesa salvaje en el
viejo palacio, escondido en un rincón de Circasia, mi adolescencia de
muchacha mimada y voluntariosa, sería el cuento de nunca acabar. Fui
feliz o casi feliz. Pero casáronme y con mi boda comenzaron mis
desdichas. Mi matrimonio fue lo que son allí la mayoría de los
matrimonios: una cosa arreglada por las familias, en que la novia
desempeña el papel de _algo_ sin voluntad ni discernimiento, del que
disponen a su antojo. Mi marido era frío, taciturno, concentrado. Muy
_vieux jeu_, no comprendía a la mujer sino en cuanto era bella. Y heme
aquí a mi culta, erudita, tan vibrante, tan moderna, condenada al papel
de odalisca. ¡Y aquello no era lo peor! Lo peor, lo irresistible, lo
anonadante, era la monotonía atroz del vivir sedentario, la uniformidad
de los días que se deslizaban iguales, tristes, inacabables, en aquel
acolchado que defiende de cualquier choque exterior y que hace que, en
el atroz guateado que nos torna insensibles, echemos de menos las
zarzas y las espinas del camino.--¡Loti! ¡No me cabía duda de que la
cita era de Loti!

Julito hizo una pausa, y luego continuó:

--Madame d'Opporidol había callado un momento, para, con tonos más
peripatéticos, proseguir después:--Un día ¡día aciago, marcado con
piedra negra en la tragedia de mi vida! encontré a Jacobo. No sé cómo
fue; desde entonces he creído ciegamente en la fatalidad. Si conoce
usted las costumbres turcas, debe saber la imposibilidad casi absoluta
de que una mujer musulmana hable con un infiel. En primer lugar, lo
inabordable del harem; luego, el misterio del _tcharchaf_, ese negro
capuchón que usan las mujeres en Constantinopla para salir a la calle;
la vigilancia de los esclavos que nos rodean a todas horas; pero, sobre
todo, la inconsciente vigilancia del público, que conceptuaría un crimen
tremendo que una turca hablase a un europeo, hacen imposible todo
intento de aproximación. ¡Y, sin embargo, conocí a Jacobo; me amó y le
amé! Contarle todas las peripecias de nuestro idilio sería evocar horas
felices para mí; horas de melancólicos paseos al través de los viejos
cementerios, entre los altos cipreses centenarios, o largas caminatas
hacia Eyoub, bajo un cielo triste, sobre cuyo fondo plomizo pasaban
empujados por el viento de Asia grandes nubarrones negros; sería ir día
por día haciendo la historia de los extraños ardides de que tuvimos que
valernos para lograr encontrarnos. Todo fue bien al principio; pero el
éxito engendra la audacia, y la audacia nos perdió. Una tarde, mientras
mi marido estaba en el Ildiz, hablaba yo con Jacobo. De pronto... No sé
cómo fue. De todo lo ocurrido después, conservo el recuerdo confuso de
acontecimientos borrosos entrevistos al través de una pesadilla. Cosas
terribles, irreales, espeluznantes, me arrastraron hasta las cumbres
supremas de la tragedia. El último eco de la voz de mi amante
confundiose con el primer eco de la voz de mi marido que clamaba
venganza. En el tropel de sensaciones que con rapidez vertiginosa
pasaron por mi alma, conservo tan sólo la impresión de los ojos de
Abul-Bajá, la mirada de suprema angustia de Jacobo al caer herido y la
glutinosa y tibia caricia de la sangre que humedecía mis manos. No sé
cómo fue; una ráfaga de vesania pasó por mis venas, y, enloquecida de
dolor e ira, salté sobre el bárbaro Otelo. Entonces pasó algo salvaje,
monstruoso; mis uñas se clavaron en su cuello; le sentí palpitar un
segundo, y luego, nada.

Madame d'Opporidol jadeaba, trágica, sudorosa. Después de breve respiro,
siguió:--Huí. De aquella hecatombe conservo dos memorias sagradas: un
cofrecillo precioso, que procede del tesoro de los Osmalíes, una de
esas raras joyas de la orfebrería oriental y uno de los zapatos que
llevaba yo la tarde aquella--. Púsose en pie, y con ojos de iluminada y
gesto profético me dijo:--¡Venga usted!--Llevome ante el armario y abrió
un cajón: de allí sacó una cajita, y con respetos de sacerdotisa que va
a mostrar una santa reliquia, la puso ante mis ojos. Luego, abriendo la
tapa, sacó una babucha y anunció peripatética:--¡He aquí el zapato, aún
conserva las manchas de la sangre!--Les confieso a ustedes que me sentí
defraudado. El cofrecillo era una caja de filigrana de plata; una de
esas fáciles labores orientales de escasísimo mérito. Aquello, más que
del tesoro de los Osmalíes, pareció procedencia de bazar cosmopolita. En
cuanto a la zapatilla de terciopelo rojo, bordada en oro y aljófar,
juraría haber visto otras semejantes en la rue Rívoli, un poco antes de
llegar a los almacenes del Louvre. Extrañado, fijé mis ojos en la
heroína de la tragedia. Schezerarda, erguida, lejana, con el aspecto de
la protagonista de un drama de Sófocles, permanecía en pie, tremolando
con una mano la babucha trágica.

--¿La continuación?--pidió Olmeido al ver que Julito, tras el postrer
efecto, callaba, haciéndose el interesante.

--¿La continuación? Sencillísima. Estuve más de un año sin volver por el
Austerlitz. Cuando el azar me llevó allí, lo primero que noté fue la
ausencia de madame d'Opporidol. Interrogué al gerente del hotel.
Confieso que su respuesta me dejó yerto. ¡Mi amiga había muerto!--Pero
¿y avisaron a Turquía, a su familia?...--pregunté. Una sonrisa irónica
fue la respuesta. Y como yo pidiese explicaciones sobre el fin de la
princesa Circasiana, el empleado se echó a reír. ¡Madame d'Opporidol no
era turca! ¡Era lisa y llanamente una buena burguesa, que vivía de una
pensión insignificante! ¡La descendiente de los Osmalíes, la esposa de
Abul-Bajá, la heroína del drama sangriento, era la viuda de un vista de
aduanas francés!

_París-Octubre 1912._

[imagen]



MISS DECENCY


--¿El pudor de las inglesas? Yo creo que es una cuestión de moral
pública, es decir, más bien decoro que pudor.

Olmeido interrumpió:

--Más bien cuestión de recato. El evangelismo es una religión muy
severa, y como los hombres y las mujeres son los mismos en todas partes,
impone el culto a las conveniencias.

--¡Pues lo que es algunas se ríen de las tales conveniencias!

--¡Que lo digan las inglesas que andan por París!...

Las pantorrillas, bastante flacas, y enfundadas, por añadidura, en unas
medias lamentables, de tres damas que habían subido a un _taxi_, fueron
las que provocaron la conversación.

Estábamos en el pabellón Madrid, del _Bois_; un inoportuno chubasco nos
había recluido dentro, y entreteníamos el malhumor de la pasajera
contrariedad criticando a todo bicho viviente.

Corría el mes de agosto, y para nosotros, habituales del otoño parisién,
ofrecía la gran ciudad aspectos imprevistos. Dedicábamonos por las
tardes a tomar el té en los pabellones del Bosque de Bolonia. En la
_limoussine_ de Olmeido dábamos largos paseos, que tenían siempre como
punto de arribada uno de los _restaurants_ en boga. Tocole el turno
aquella tarde al de Madrid; en él sorprendionos la lluvia, y como el
coche era abierto, no hubo más remedio que esperar.

Sobre el decorado Luis XV, recargadísimo, tan lejos en su barroco
amazacotamiento de la elegancia versallesca del _Pre Catalán_,
destacábanse los tipos híbridos de la fauna estival; faltaban los
elegantes de los días primaverales, los artistas y los millonarios, y
veíanse, sustituyéndoles, inglesas feas y escuálidas, muy marimachos en
sus antiestéticos atavíos sastre muy _Cook-Tours_, y americanas del sud
demasiado languiadas y demasiado vestidas, mal peinadas bajo las
pastoras cargadas de floripondios, apestando a perfumes violentísimos y
arrastrando con desvaído ademán gasas y encajes de una limpieza dudosa.
Oíase constantemente hablar español por gentes que gritaban demasiado y
reían con estrépito, mientras los del Reino Unido hablaban en sordina y
hacían observaciones de Beædæker.

--¡Las inglesas de viaje!--habló el marqués del Valle--. Yo, que he
corrido tanto, he visto cosas deliciosas. ¡Si os contara la historia de
una miss que conocí en el _Scheweizerhof_, de Lucerna!...

--Cuenta--animó Julito.

Olmeido insistió a su vez:

--Será una obra de caridad... además de todo, nos ayudarás a matar el
aburrimiento...

El marqués del Valle quitose los lentes, limpiolos concienzudamente,
parpadeó y comenzó su historia:

--Miss Decency. Se llamaba miss Decency. Un nombre casi simbólico: ¡la
señorita Pudor! El génesis de nuestra amistad, como la de Julito con
madame d'Opporidol, fue una reverencia; pero no una reverencia de corte,
grave, ceremoniosa, llena de pompa, sino una reverencia severa, rígida,
muy finchada y muy _convenable_.

Había estallado una tormenta, produciendo no sé qué avería en la luz, y
nos habíamos quedado a oscuras. Eran las nueve de la noche, y acabada la
comida, las gentes comenzaban a invadir los salones de _Scheweizerhof_.
Yo había sido de los primeros en salir del comedor, y, cómodamente
instalado en el salón de tapices, disponíame a saborear mi café y a leer
los periódicos que acababan de llegar, cuando hiciéronse de improviso
las tinieblas.

Me gusta el _Scheweizerhof_, porque, quizá menos chic que el _National_
y menos cosmopolita que el _Palace_, es, sin embargo, el más
confortable, y ya sabéis que en la vida moderna el _confort_ es el
superlativo del bienestar. Los hoteles, muy elegantes o de mucho
movimiento, son buenos para temporadas cortas o para sitios en que riman
con el género de vida que uno lleva; pero para Suiza, donde se busca paz
y descanso, son mejores los hoteles cómodos.

Hallábame, pues, en el salón de música, y encontrábame bien en la
suntuosidad discreta, alegre y simpática, de las columnas de mármol rosa
y los tapices de cartón bucólico, la orquesta de tzíganes tocaba un vals
vienés, frívolo y amable, que me arrullaba, mientras curiosamente
contemplaba el desfile de tipos exóticos--familias alemanas, compuestas
de matrimonios gordos, colorados, un poco toscos, pero dotados de una
gran simpatía cordial y acompañados de unas chiquillas deliciosas,
blancas, rubias, gentiles, y de muchachitas de frágiles bellezas de
Gretschen; adolescentes del Norte América, altos, fuertes, enérgicos,
curtidos por los _sports_; damas francesas de una elegancia equívoca--;
cuando de improviso se apagó la luz en el preciso momento que una
señora, en quien no había fijado atención, llegaba ante mi. Sorprendida
por las tinieblas, lanzó un «¡ay!» de susto y se detuvo perpleja. Me
compadecí de su desairada situación, y, poniéndome en pie, cogile de una
mano y le ayudé a instalarse. Momentos después, y arreglada la avería,
la desconocida me dio las gracias con una reverencia. Fue más que
reverencia un saludo sobrio, rígido, muy correcto, muy severo, una
inclinación de cabeza llena de dignidad. Fijeme entonces en ella y
experimenté el asombro un poco irónico que nos inspiran esas figuras
pasadas de moda que encontramos al través del mundo, y que son como
rezagadas de otros tiempos. Era la interesada una dama madura, a que el
cabello cano, muy sencillamente recogido y adornado con cofia de encaje
negro, que le caía por la espalda a modo de mantilla de corte, y las
arrugas del rostro, que libre de afeites y fregado con agua de colonia,
relucía curtido, avejentaban. Más bien alta, aunque un poco doblada en
la cintura por el talle del corsé--uno de esos talles inverosímiles que
hinchan el vientre y elevan los pechos a la hipérbole--; vestía una
falda de _gro_ malva, que formando pabellones por delante, iba a
recogerse detrás en un gran puf, sobre el que descansaban las pequeñas
aldetas de terciopelo negro de la chaquetilla. Sobre el escote cuadrado,
cubierto por espeso camisolín de batista blanca, lucía un camafeo, y de
las mangas hasta el codo surgían los brazos enfundados en mitones de
seda. Era, en conjunto, un figurín de hace veinticinco o treinta años;
uno de esos figurines que nos sorprenden como una cosa carnavalesca en
las viejas revistas de modas, porque, sin ser algo familiar, tampoco han
llegado a esa consagración artística que da el tiempo. Llevaba un libro
en la mano, y sus ojos, de un azul pizarroso, casi gris, tenían una
extraña vaguedad. Muchas veces, luego, sentí la curiosidad de aquellos
ojos; en unas ocasiones, mientras se le hablaba, permanecían alejados,
dando la sensación de que su dueña no se enteraba de nada de lo que se
le decía, y de que su pensamiento seguía el dibujo de una imagen muy
alejada de allí; otras, relucían con un extraño apasionamiento, que no
estaba en consonancia con la banalidad de los motivos de conversación, y
algunos, al evocar una cosa trivial cualquiera, se llenaban de lágrimas,
como si fuese el enigma de una imagen misteriosa, que repercutía en el
fondo de su ser. Luz u opacidad en aquellas pupilas, no se ajustaban
nunca a sus palabras, y alguna vez, muy rara, teníase la sensación
exacta de que o los ojos o las palabras mentían.

Hablamos. Era inglesa: no tenía familia (su único pariente, un primo
lejano, había muerto en la guerra del Transvaal, y la dama ostentaba su
efigie, encerrada en un grueso medallón de oro, que llevaba pendiente de
una cadena al cuello) y andaba errante por el mundo. Su solo consuelo
era Dios, y por eso amaba tanto a Suiza, porque sólo en medio del mar y
en las altas cumbres nevadas se dialoga con El, y el mar le mareaba.
También la literatura la interesaba mucho... Me fijé entonces en el
libro. Era italiano: una edición antigua de «La Divina Comedia».
Confesome conocer el idioma de Petrarca. Yo, amablemente, cité unos
versos del Dante:

    Per me si va nella cittá dolente,
    Per me si va nell'eterno dolore
    Per me si va tra la perduta gente.

Puso cara de extrañeza, como si no comprendiese bien. Apunté, a modo de
aclaración:--Los versos que leyó el poeta a la puerta del Infierno--.
Entonces ella, ante la palabra Infierno, tuvo una sonrisa de vago
sobresalto:--¡Oh!, no. ¡Yo no he leído más que «El Paraíso».

* * *

--Desde aquel día--continuó el marqués del Valle, mientras oscurecía y
el cielo desplomábase en cataratas de agua sobre el Bosque--hablamos
muchas veces de sobremesa. Miss Decency era una entusiasta fervorosa de
España. Según ella, sólo dos ciudades habían grabado una huella
indeleble en su espíritu: Sevilla y Venecia. ¡Ah! ¡Sevilla! Y la inglesa
ponía los ojos en blanco y me hablaba de las noches perfumadas de
azahar, del gemir de las guitarras, y de los naranjos floridos. Para
ella, Andalucía no tenía más que un defecto: el amor.--¡El amor!--y la
solterona hacía un gesto de espanto supremo:--¡Esa facilidad que hay en
su país--me decía--para amarse, para hablar del amor, para vivir en el
amor y del amor!... Allí no se puede vivir; todo el mundo habla del
amor; el amor está en todas partes: en las canciones y en las estampas,
en las danzas y en las ceremonias de liturgia sagrada, en los labios y
en los ojos... ¡Es una obsesión, una cosa horrible! Allí las gentes no
tienen verdadera religión, ni ideas morales, ni pudor... Viven como
faunos y bacantes en un bosque ¡qué horror!--Y la dama, ruborizada por
lo atrevido del símil, callaba.

Porque a Miss Decency podía considerársele la personificación del pudor.
Era la suya una pudibundez tan frágil y quebradiza, que los hechos más
sencillos y vulgares le sobresaltaban. Sin saberse cómo, hablando con
ella, todas las conversaciones iban a parar al mismo tema resbaladizo.
Pero su obsesión no era el sentimiento empalagoso de las solteras
sensibles, era el vicio, algo pecaminoso y nefando hecho de aberraciones
y brutalidades. Presentábasele siempre el sentimiento de Hero y Leandro,
de los amantes de Teruel, como una cosa diabólica, grotesca y
alucinante, hecha de horrores y abominaciones. Sabía raras historias,
lances extraños, en que pasaban cosas terribles, equívocas y
escalofriantes, y en que el amor alzábase trágico y amenazador como un
rito satánico, como esas misteriosas nigromancias a que se entregaron
Gilles de Reis, Prelatti, la Brinvilliers y el marqués de Sade. Mientras
hablaba, bosquejaba gestos de espanto, y por sus ojos dilatados de
miedo, pasaban extrañas irisaciones de vesania. Era tal su obsesión, que
hasta en las cosas más triviales y corrientes para todo el mundo, veía
ella extrañas coincidencias, semejanzas turbadoras y tendencias a un
erotismo malsano, sanguinario y cruel. En el fondo de todo amor
aparecíasele una inconsciente crueldad obscena y triste. De Andalucía,
de aquella encantadora tierra de sol, que decía adorar, conservaba un
recuerdo que tenía algo de estampa de Rops, algo de aguafuerte de Goya,
y algo de pintura de Sorolla. En Andalucía no había visto sino el cielo
implacable, los campos polvorientos llenos de chumberas, las danzas
bárbaras de espasmos y gestos desgarrados en desesperaciones de agonía
y los crímenes pasionales. ¡Y qué escalofriantes e imprevistos detalles
descubría en aquellos crímenes! En todos adivinaba ella una lascivia
sanguinaria, un vicio concentrado, algo tremendo y alucinante. Veía
España como una mezcla de barbarie, fango y sangre: un Crucificado
desmelenado y trágico, presidiendo el patio de caballos de una plaza de
toros; la Imperio bailando un garrotín en la procesión del Santo
Entierro. Por eso temía a nuestro país, apesar de los aromas de azahar y
de los naranjos en flor.

En cambio, amaba la paz de las altas cumbres, porque en ellas moraba
Dios. En los nevados riscos que se alzaban polares bajo la luz de la
luna, en las mesetas donde nace el _edelweiss_, se oye la voz del Señor.
Su palabra tiene la terrible magnificencia del trueno y la dulzura de la
caricia. El alma, libre de impurezas, vuela por los etéreos espacios, y
el humo del sacrificio se eleva directamente al cielo.

Por eso deseaba que yo hiciese una ascensión con ella.

* * *

--Confieso--reanudó Valle, tras una pausa en que apuró la cuarta taza de
té--que el anochecer, pese a todas las profecías, no me había hecho
efecto. Si bien la puesta del sol tenía efectos de luz muy bellos, es
lo cierto que el paisaje había defraudado mis esperanzas y que la vista
no me indemnizaba del trabajo que me costara subir, ni de la noche de
frío que se nos preparaba. Aquello estaba demasiado alto y desde allí
daba la impresión de estarse viendo todas las cosas en un mapa de
relieve; la distancia borraba los detalles que con sus contrastes forman
el encanto del paisaje, su movimiento, como si dijéramos, y quedaba una
naturaleza de mundo muerto, una perspectiva árida de cataclismo
geológico. Veíanse los lagos como manchas grisosas, los pueblos
borrosos, los bosques de pinos fingían sombríos borrones, y las enormes
cadenas de riscos parodiaban la osamenta de imposibles monstruos.

El ascenso, para mí, poco hecho a tales hazañas, había sido penoso en
demasía. Desde las siete de la mañana, en que había comenzado, hasta las
cinco de la tarde, que llegamos allí, fue la excursión una marcha
continuada, sin más que breves minutos de descanso y una parada más
larga en el _Seigfred Palace_ (última estación elegante de la montaña)
para almorzar. Confieso que ni el paisaje ni las peripecias me
compensaron del cansancio, y que así, poco a poco, fuese apoderando de
mí un humor de todos los demonios. Miss Decency, en cambio, parecía
rejuvenecida, más ágil, alegre y emprendedora que nunca. Hasta había
perdido algo de su habitual sequedad y hacíase más comunicativa y
parlanchina. Un color saludable invadía sus mejillas, y sus ojos,
cansados, relucían llenos de viveza. Rota su corrección británica,
hablaba al guía en alemán, le hacía preguntas, bromeaba con él.
Realmente, la dama era incansable.

Y así fue todo el día. Delante, el tirolés, un mocetón fornido,
musculoso y ágil, ataviado a la moda del país; las piernas, medio
desnudas, en las gruesas polainas de lana; pantalón de pana verde,
sostenido por bordados tirantes; blanca camisa, que, desabrochada,
dejaba el robusto cuello al descubierto; chaquetón de paño al hombro, y
caído sobre la oreja un fieltro verde con enhiesta pluma de águila;
detrás, la inglesa, y, por fin, yo, lamentable, arrastrándome
trabajosamente en su seguimiento. Ya arriba, izaron las tiendas de
campaña para pasar la noche (una para la buena señora y otra para mí,
pues el guía dormía sobre unas mantas, a la intemperie), y disponíamonos
a descansar, pues era preciso levantarse a las tres de la madrugada,
para ver la salida del sol.

Envuelto en amplio abrigo intenté dormir, pero el frío y la intensidad
misma de mi cansancio me tenían nervioso, impidiéndome conciliar el
sueño. Al fin, desesperado, me alcé del improvisado lecho y salí al aire
libre.

La noche era bellísima; en el cielo azul y luminoso, la luna brillaba
como una patena de plata. A la pálida claridad del satélite, las cumbres
nevadas tenían una desolación infinita de paisaje astral. Un silencio
augusto me envolvía, y a mis pies, borrados por las tinieblas, las
minuciosidades, los abismos, eran misteriosas sombras, rotas de vez en
cuando por el espejo de un lago que reflejaba la luna. De improviso oí
un quejido, un lamento de angustia, una imploración de auxilio.
Permanecí quieto, reconcentrado, prestando una atención anhelante. El
quejido volvió a escucharse más desgarrado que la primera vez. Ahora
dime cuenta exacta de que venía de la tienda en que dormía la inglesa. Y
el guía, ¿qué había sido de él? Angustiado por la soledad en que seguían
escuchándose siniestros los lamentos, hice un esfuerzo para dominarme y
me aproximé a la tienda. Junto a ella me detuve, y, conteniendo hasta la
respiración, escuché. ¡Ya no me cabía duda! Se estaba cometiendo un
crimen. Tembloroso, horrorizado, alcé con precaución un pico del lienzo
y ahogué un grito. En el suelo, en confuso montón a que la claridad
lunar daba imprevistos claroscuros, luchaban la dama y el tirolés. Era
una lucha salvaje, feroz, trágica y grotesca, en que se agitaban, se
contorsionaban, se retorcían, en posturas absurdas. Medio desnudos,
jadeantes, se revolcaban en el lecho de nieve. Una de las piernas de la
vieja, enfundada en una media escocesa a cuadros verdes, rojos,
amarillos y azules, se agitaba en el aire. ¡El guía estaba violando a
miss Decency! Mi primer impulso fue acudir en su socorro; pero en aquel
momento él dejose caer al suelo, y la púdica saltó sobre él. ¡Era ella,
ella la vestal sagrada, la que atentaba al pudor del pobre chico!
Retrocedí anonadado, y silenciosamente volví a mi lecho.

* * *

Al cesar las risas, el marqués siguió su historia:

--A la mañana siguiente, miss Decency vino a buscarme. Su rostro
resplandecía; semejaba así en el arrobol de las mejillas, y el fulgurar
de los ojos, más joven, más ágil, liberada por un milagro del peso de
unos cuantos años. Con voz velada de emoción, me interrogó:--¡Ha visto
usted, amigo mío, qué prodigio! ¡Verdaderamente; sólo en estas alturas
nuestras almas pueden volar libres de las impurezas del mundo!

_Lucerna-Agosto._



NINON


Púsose en pie, haciendo valer la innata elegancia de su figura, ese no
sé qué de distinción suprema, que en el frívolo lenguaje de los salones
se califica de _un gran aire_. Era alta y delgada; el traje, de
terciopelo negro, ceñía la esbeltez un poco fatigada de su figura; la
piel de zibelina que rodeaba su cuello, la negra toca empenachada de
plumas que cubría sus cabellos teñidos de rubio Ticiano y el espeso velo
de encaje, disimulaban los estragos del tiempo; el rostro desvastado, el
cansancio de las pupilas verdes que brillaban mortecinas en el fondo de
las cuencas violetas, y la mueca atrozmente amarga de la boca, en que
entre los labios arrugados y marchitos aparecían en una sonrisa
cruelmente dolorosa los dientes amarillentos.

--Me voy. Desde mi enfermedad de Venecia, el médico me ha prohibido
estar en la calle al anochecer.

Maud Simson interrogó con extrañeza:

--¿Su enfermedad?... No sabía...

Y Julito, a su vez, con un leve matiz irónico:

--¿Tal vez el veneno de Venecia?...

La sonrisa triste acentuóse:

--El veneno de Venecia, sí. Las emanaciones de las aguas estancadas, la
humedad malsana, el relente del anochecer... no sé; una calentura
horrible, que por poco me cuesta la vida--. La voz era armoniosa,
ligeramente cascada, voz de mujer que se aleja a pasos agigantados de la
juventud. Después, amable, encarándose con el dueño de la casa:--Ya sabe
usted que no salgo casi. Una excepción para venir aquí.

Fred de la Croix, el baroncito atrabiliario y petulante, deslizose del
diván de damasco azul cielo con cojines de antiguo brocado y pieles de
blancas cabras del Tibet, en que yacía, y con su paso, a la vez perezoso
y elástico, que le daba una inquietante semejanza con algunos felinos,
aproximose a ella y la cogió las dos manos:

--¡Querida amiga!

La Fronshire sonrió, y luego alejose por la galería, con su ademán
cansado de vencimiento.

El saloncillo olía a rosas y a cigarrillos turcos. Era una estancia
amable que tenía de _baudoir_ de _cocotte_ y de despacho de artista:
damasco azul pálido y maderas alegres; muebles cómodos, voluptuosos,
tallados en roble claro de ese estilo borroso en que el Luis XVI se ha
adaptado al _confort_ inglés; algún pastel fácil, dos o tres grabados
equívocos, y rosas, rosas por todas partes: rosas en los jarrones de
mayólica, y en los búcaros venecianos y en los antiguos Sèvres; rosas
pálidas, de suave coloración carnosa, y bengalas rojas como la sangre;
rosas blancas, livianas y eucarísticas, y rosas amarillas; muchas,
muchas rosas, que hacían pesada la atmósfera, con pesadez de jardín
invernal.

Volvía el baroncito, y los comentarios, prudentemente contenidos hasta
cerciorarse de la partida de la víctima, estallaron como implacable
pedrisco sobre la dama que acababa de marcharse.

--¡Qué estropeada está!

--¡Qué vieja!

--¡Yo no la hubiese conocido!--aseguró Maud.

Y la Croix, cruel, implacable, con su sonrisa burlona, la nariz
respingada y los labios alzados en las comisuras, hacían aún más cínica
e insolente su ambigüedad de colegial vicioso, flageló:

--Ninón, comienza a envejecer.

--Es que, realmente, es un bajón atroz--colaboró la Simson.

--¡El veneno de Venecia!--ironizó Calabrés.

Y Olmeido, con su voz un poco estridente, tan propicia a los sarcasmos,
afirmó muy serio:

--El veneno de Venecia ha sido--. Y, como todos rieran, incrédulos:--No
se figuren ustedes que es broma mía--aseguró. Al ver que no le creían,
insistió en sus afirmaciones:--Si yo les contase la historia.

--¡Sí, sí!--Y Fred, que se moría por los _potins_, palmoteaba.

A su vez, Julio unió, sus imploraciones a las del dueño de la casa:

--¡Cuenta!

Y Maud Simson, pereciendo de curiosidad, anunciole:

--Es temprano.

Como lo deseaba casi tan ardientemente como ellos, se dejó convencer:

--Estábamos en Venecia el otoño pasado--comenzó--. Habíamos ido a bordo
del _Hamlet_, el prodigioso _yacht_ de Ofir, el judío multimillonario.
Llevábamos un mes embarcados y comenzábamos a aburrirnos. De la frívola
elegancia de las playas del Norte habíamos pasado a la luminosidad
radiante de Cádiz y Nápoles, y de allí a la glauca transparencia de
Venecia. Al principio, la novedad de la vida a bordo se nos antojó
encantadora; pero pronto, la eterna prisión, con su forzada monotonía,
nos cansó. Además, causas imprevistas disminuyeron el número de
invitados, y después de haber perdido en Biarritz al gran duque Sergio,
llamado con urgencia a Moscou, Lina Monrreal y su marido acababan de
dejarnos en Cádiz. Quedábamos la princesa Orlasky, los Rodríguez Torres,
los peruanos de París, la Fonseca, Nino Alcolea, Lady Fronshire y yo. No
era la primera vez que me tropezaba con la inglesa; habíala encontrado
ya en Escocia, en una cacería en Warthon-Castle, el castillo de lord
Warthon, en el _Pera-Palace_, de Constantinopla, y en la feria de
Sevilla. Y no sé por qué, en todas partes, la elegancia serena de
aquella mujer, su extraña juventud que se conservaba prodigiosamente,
desdeñosa al tiempo; su mirada altiva de diosa que camina por las nubes
indiferente para las miserias humanas, me inquietaron. Había en su
hermetismo, en la mueca de sus labios rojos, en un gesto de rara dejadez
que parecía aflojar los resortes de su cuerpo, transformando por un
segundo su gran aire en una blanda elasticidad felina, y, sobre todo, en
sus ojos azules y profundos, unas veces, verdes y transparentes, otras,
un algo que me turbaba. ¡Sus ojos!... Sobre la máscara de frialdad
altiva de la dama, aquellos ojos inquietaban como una desgarradura en un
tapiz de terciopelo heráldico, por la que se entreviese una escena de
burdel. Yo había sorprendido aquellos ojos una tarde de cacería, brumosa
y gris, a orillas de un lago, en un rincón de Escocia, después de un día
de insaciable galopar, ante el cuadro cruento de los jabalíes muertos y
los galgos despanzurrados, fijos con una mirada ardiente en los rojos
palafreneros; había vuelto a hallarla, siguiendo como una sombra
fatídica los pasos de un torero en el ruedo sevillano, como si esperasen
la visión cruenta de una catástrofe; y, por fin, fijos, hipnotizados por
la bárbara zalagarda de unos soldados árabes en Constantinopla. Y
siempre en el fondo de las pupilas había adivinado el mismo anhelo, la
misma ansiedad dolorosa, la misma angustia de contenido deseo.

Apesar de nuestro cansancio, Venecia nos galvanizó. ¡Venecia! Venecia es
con Avila, quizás las dos únicas ciudades del mundo en que _se siente_
palpitar el alma de la Edad Media. Tiene de las urbes antiguas la
magnificencia y la miseria, la teatralidad propicia a los desfiles
triunfales y a las pompas litúrgicas, la inconfortabilidad, la suciedad
y la incongruencia. ¡Ah!, la quimérica maravilla de la Piacetta, con su
gótico palacio ducal, su oriental San Marcos de oro y pedrerías, sus dos
obeliscos coronados por San Jorge y el Dragón, su campanile y su luz
violeta que da a las cosas un aspecto irreal! ¡Ah la inquietadora
belleza del Gran Canal, con su doble fila de palacios de nombres
sonoros; la extraña interrogación de la vieja ciudad con su laberíntica
red de callejuelas y sus intrincados canalillos, donde al volver de un
recodo sospechoso, lleno de negros y miserables tugurios, surge el
prodigio de bizantina balconada! En Venecia queda todavía la huella de
la vida remota, cruel, malsana, apasionada y fervorosa, y todavía se
adivina en ella el triunfo del orgullo, de la lujuria y de la muerte.

Encantados, andábamos de un lado para otro. Mis compañeros, pasado el
primer entusiasmo, jugaban al _tennis_ o tomaban el té en el Lido, o
surcaban la laguna en las canoas automóviles; pero yo, más curioso,
atraído por la vida misteriosa de la ciudad vieja, vagaba,
complaciéndome en perderme en el laberinto de puentes, callejones y
encrucijadas. Un día, sin saber cómo, había ido a parar al barrio de _la
Marinería_. Comenzaba a anochecer; en las callejas, a que la angostura,
oscuridad y elevación de los edificios daba un aire sombrío, abríanse,
bañadas en la claridad lívida de los mecheros de gas, tabernas y
chiscones, donde, al través de la espesa atmósfera cargada de humo,
divisábanse equívocas figuras de la fauna del hampa mezcladas con
marineros y soldados. Mujeres sospechosas que, envueltas en sus
pañuelos de crespón, tenían una extraña semejanza con las que pululan en
las noches estivales por los barrios bajos de Madrid, paseaban las
calles ofreciendo su mercancía de amor. Del fondo de las antros surgían
notas truncadas de canciones canallescas, estrofas de barcarolas
románticas o cantos patrióticos, y voces que disputaban o que gritaban
simplemente por al gusto de gritar, formando horrísona batahola.
Avanzaba entre curioso y sobrecogido, cuando una callejuela más oscura y
angosta llamó mi atención. Era un pasadizo de metro y medio de ancho,
apenas alumbrado por la mortecina luz de un farol colocado al fondo. Un
vaho húmedo, cargado de emanaciones pestilentes de miseria, de suciedad
y de prostitución, salía de él; un arroyo de agua fétida, negra y
viscosa, corría por el centro, y veíanse confusamente figuras
sospechosas que iban y venían en las tinieblas. Valientemente, impulsado
por una curiosidad más fuerte que el temor, me entré calle adelante. La
vía, según se avanzaba, hacíase más estrecha; a ambos lados abríanse
portales negros y profundos, y al fondo de los zaguanes adivinábanse
sombras humanas, borrosas y confusas, en una hibridación inquietadora,
de la que destacábase de tarde en tarde la falda clara de una mujer o la
blanca blusa de un marinero. Llegué al final; el pasadizo era un
callejón sin salida; en el ángulo, una mujercita, de alto peinado,
discutía con un _bersaglieri_ borracho; entonces, no sin cierta escama,
emprendí la retirada. Iba a medio camino, cuando de improviso surgió de
la sombra una silueta conocida. ¡Lady Fronshire! Dudé: no era posible
aquéllo. ¿De dónde había salido? Allí no había sino antros
prostibularios o tascas infectas; indudablemente, la inglesa, paseando,
habíase extraviado, y al verse en aquel callejón, retrocedía. Pero ¿cómo
no había yo visto antes la silueta de elegancia inconfundible que
contrastaba de manera tan violenta con el ambiente canallesco? ¡Juraría
que Lady Fronshire había surgido de uno de aquellos inmundos
portalillos! Y era ella, ella con su gran aire, su cuerpo ágil y
serpentino bajo el chic irreprochable del traje sastre. Corrí para
alcanzarla, pero en aquel momento llegaba a la calle central, y dando la
vuelta desaparecía. Y cuando yo, a mi vez, llegué, no quedaba huella.

--¡Bah! ¡Ilusiones tuyas!--rió Julito.

--¿Ilusiones?--Y Olmeido, amostazado, hablaba con calor:--¡Pues falta la
segunda parte!

--¡A ver! ¡A ver!--Y todos, interesadísimos, aprestáronse a oír.

El portugués continuó:

--Cuatro o cinco días después volví a tropezarme con ella. Era nuestra
última jornada de Venecia. Ofir, reclamado con urgencia por sus
negocios, tenía que volver a Londres, y el _Hamlet_ levaría anclas al
día siguiente. Todos nuestros amigos habían aprovechado el esplendor del
día (uno de los últimos de septiembre) para hacer su postrera excursión
a Murano; pero yo había preferido ir a dar mi adiós a la vieja urbe
ducal. Después de visitar San Marcos y el Palacio del Dux y ambular por
las calles, retornaba hacia el Lido en uno de los vaporcillos que hacen
la travesía, gozándome en la magia del atardecer. Como al través de un
lente de amatista, veía, alzándose de la glauca superficie de la laguna,
destacarse sobre el cielo violeta la ciudad arcaica, coronada de
orientales campaniles. A la izquierda, en un islote, quedaba Santa María
de la Salute, que nos habla de uno de los azotes de la Edad Media, de la
peste; a la derecha, los jardines, y sobre la esmeralda líquida, las
viejas góndolas, fúnebres y románticas. Una evolución del barco me hizo
perder de vista la ciudad, y deseoso de contemplarla aún, decidime a
bajar a los departamentos de segunda clase. Descendía las escaleras,
cuando algo, sobresaltándome, obligome a detenerme. ¡Aquella silueta!
Lady Fronshire estaba allí. Indudablemente, había tenido la misma idea
que yo, y quería también dar su adiós a Venecia. Mi primer impulso fue
dirigirme a ella, pero una fuerza misteriosa me detuvo; ¿por qué estaba
allí? Dudé; ¿sería realmente ella? Ella, en persona; no era fácil
confundir su porte de gran señora, su elegancia innata, de raza; pero,
además, si aún fuese poco, pregonaban su personalidad el atavío de
franela blanca, que moldeaba el cuerpo de una juventud pasmosa, el hilo
de enormes perlas pendiente de su cuello (aquellas famosas perlas que
pertenecían a la Reina Isabel de Inglaterra) y los solitarios que
fulguraban en sus orejas. Disipadas mis dudas, iba a seguir descendiendo
para hablar con ella, cuando una maniobra extraña que acababa de
chocarme me detuvo. Cerca de la inglesa, dos marineros, dos mocetones
napolitanos o corsos, de tinte bronceado, casi oliváceo, y rizados
cabellos, vestidos con el traje de los marineros italianos, que dejaba
al desnudo sus cuellos de hércules, la miraban, sonreían, tornaban a
mirarla; en una palabra: ¡la hacían el amor! Indignado por lo que
reputaba como incalificable grosería, iba a encararme con ellos, tomando
la defensa de mi amiga, cuando noté con asombro que, en vez de
indignarse, parecía ella complacerse y aún prestarse a ello.
Efectivamente, en lugar de alejarse de allí con un gesto de asco, Lady
Fronshire les animaba con rápidas ojeadas y fugaces sonrisas, que
revoloteaban un instante en sus labios. Envalentonados, fueron
acercándose, hasta que la mano de uno, apoyada en el barandal, rozó la
de la dama. Lejos de retirarla, sonrió ella; entonces, el muchacho
comenzó a hablar con su compañero, disimulando con risotadas y
chocarrerías su turbación. Pero la inglesa, sin volverse, sin perder su
ecuánime serenidad, murmuró unas palabras que sumioles en súbito
silencio. El barco se detuvo y me apresuré a desembarcar. Oculto, vi
surgir la figura elegantísima de la Fronshire, ágil, garbosa, noble. Una
vez en tierra, vaciló un segundo, y luego, en vez de seguir el paseo que
lleva a los grandes hoteles, internose resueltamente por los arenales y
boscajes que bordean el mar, perdiéndose en las tinieblas nocherniegas.
Detrás de ella, a algunos pasos, los marineros la seguían.

Tres horas después, unos paseantes rezagados recogiéronla medio muerta
entre las malezas. Semidesnunda, tenía el cuerpo lleno de cardenales, el
rostro ensangrentado, arrancado el pelo. Las portentosas perlas, las
sortijas extrañas y los gruesos solitarios, habían desaparecido. Una
oreja desgarrada, llena de sangre, pregonaba la brutalidad del drama.
Lleváronla al hotel; terrible fiebre cerebral túvola muchos días entre
la vida y la muerte, y, al fin, cuando logró salvarse, su juventud, la
prodigiosa juventud que desafiaba burlona al tiempo, se había fundido.
Por eso pasea melancólica la convalecencia de ese terrible mal, y nos
habla tristemente del veneno de Venecia.

_Venecia-Septiembre 1912._

TITULO DE LAS OBRAS


=Cuestión de ambiente.= Novela con un prólogo de la Condesa de Pardo-Bazán
y una portada de D. José Garnelo. (Tercera edición.) (Agotada.)

=Mors in Vita.= Novela, con una portada de don José Rodríguez Acosta.
(Agotada.)

=Frivolidad.=

=A flor de piel.=

=Los emigrantes.=

=Bohemia triste.= (Edición de _Los Contemporáneos_).

=Mandrágora.= (Idem.)

=La torería.= (Idem.)

=La Reconquista.= (Edición de _El Cuento Semanal_.) (Agotada.)

=Bestezuela de amor.= (Edición de _Los Contemporáneos_.)

=Del Huerto del Pecado.= Cuentos. Portada e ilustraciones de
Julio-Antonio. (Agotada.)

=La estocada de la tarde.= Novela, con una portada de D. Maríano
Benlliure. (Edición de _El Cuento Semanal_.) (Segunda edición.)
(Agotada.)

=La Turbadora.= Novela, (Edición de _Cuentos galantes_.)

=Memorias de un neurasténico.= Novela, (Edición de _Los Cuentistas_.)

=Mi alma era cautiva...= Novela de Colette Willy; traducción del autor.
(Edición de _El Cuento Semanal_.)

=Las Cortes de la Muerte.= Novela, con una portada de D. José Moreno
Carbonero. (Edición de _Los Contemporáneos_.)

=San Sebastián Cyterea.= Novela, con una portada de D. Juan Antonio
Benlliure. (Edición de _El Cuento Semanal_.) (Agotada.)

=La Pantera Vieja.= Novela. (Edición de _El Cuento Semanal_.) (Agotada.)

=La vejez de Heliogábalo.= Novela. (Edición de la _Biblioteca
Renacimiento_.)

=Los Héroes de la Puerta del Sol.= Novela. (Edición de _Los
Contemporáneos_.)

=La hora de la caída.= Novela. (Edición de _El Libro Popular_.)

=Una aventura de la Condesa.= Novela. (Edición de _Los Contemporáneos_.)

=El Retorno.= Novela. (Edición de _El Libro Popular_.)

=La Primera de Abono.= Dibujos de R. Marín. (Edición de _El Libro
Popular_.)

=El Capricho de Estrella.= (Edición de _El Cuento Galante_.)


EN PRENSA

Oro, seda, sangre y sol. Novela del Toreo.


TEATRO


=Un alto en la vida errante.= (Comedia en tres actos y un prólogo, en
colaboración con Ramón Pérez de Ayala.)

=Una cosa es el amor...= (Comedia en dos actos, en colaboración con
Melchor Almagro.)

=Frivolidad.= (Comedia en tres actos y cuatro cuadros.)

=El Fantasma.= (Drama Grand Guignol, en un acto.)





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