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Title: Oriente
Author: Blasco Ibáñez, Vicente, 1867-1928
Language: Spanish
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*** Start of this LibraryBlog Digital Book "Oriente" ***


produced from images available at The Internet Archive)



Nota del transcriptor: En esta edición se han mantenido las convenciones
ortográficas del original, incluyendo las variadas normas de acentuación
presentes en el texto.



ORIENTE


OBRAS DEL MISMO AUTOR

=En el país del arte= (viajes).

=Cuentos valencianos.=

=La condenada= (cuentos).

=Arroz y tartana= (novela).

=Flor de Mayo= (novela).

=La barraca= (novela).

=Entre naranjos= (novela).

=Sónnica la cortesana= (novela).

=Cañas y barro= (novela).

=La Catedral= (novela).

=El Intruso= (novela).

=La Bodega= (novela).

=La Horda= (novela).

=La maja desnuda= (novela).

=Sangre y arena= (novela).

=Los muertos mandan= (novela).

=Luna Benamor= (novela).

=ARGENTINA Y SUS GRANDEZAS=

OBRAS TRADUCIDAS DEL AUTOR

TERRES MAUDITES (Traducción de G. Hérelle), París.

FLEUR DE MAI (Traducción de G. Hérelle), París.

BOUE ET ROSEAUX (Traducción de Maurice Bixio), París.

CONTES ESPAGNOLS (Traducción de G. Menetrier), París.

DANS L'OMBRE DE LA CATHÉDRALE (Traducción de G. Hérelle), París.

TERRAS MALDITAS (Traducción de Napoleão Toscano), Lisboa.

A CATHEDRAL (Traducción de Riveiro de Carvalho y Moraes Rosa), Lisboa.

DIE KATHEDRALE (Traducción de Josy Priems), Zurich.

FLOR DE MAYO (Traducción de Josy Priems), Zurich.

ERDFLUCH (Traducción de Wilhelm Thal), Berlín.

SCHILF UND SCHLAMM (Traducción de Wilhelm Thal), Berlín.

DER EINDRINGLING (Traducción de J. Broutá), Berlín.

DE VLOEK (Traducción del doctor A. A. Fokker), Haarlem.

WAAR ORANJEBOOMEN BLOEIEN (Traducción del Dr. A. A. Fokker), Amsterdán.

CHALUPA (Traducción de A. Pikhart), Praga.

MARNÁ CHLOUBA (Traducción de A. Pikhart), Praga.

AH, IL PANE!... (Traducción de F. Gelormini), Palermo.

HVAD EN MAND HAR AT GOVE (Traducción de Johanne Allen), Copenhague.

VINNYI SKLAD (Traducción de M. Watson), Petersburgo.

BODEGA (Traducción de K. G.), Petersburgo.

PROKLIATAC POLE (Traducción de M. Watson), Petersburgo.

SOBOR (Traducción de M. Watson), Petersburgo.

DUOYÑOY VISTREL (Traducción de M. Watson), Petersburgo.

GELEZNODOROGNOY ZAIAZ (Traducción de M. Watson), Petersburgo.

NALOGUIZA OBNAGENNAIA (Traducción de M. Watson), Petersburgo.

ARÉNES SANGLANTES (Traducción de G. Hérelle), París.

LA HORDE (Traducción de G. Hérelle), París.

A CORTEZAN DE SAGUNTO (Traducción de Riveiro de Carvalho y Moraes Rosa),
Lisboa.

O INTRUSO (Traducción de Carvalho), Lisboa.



Vicente Blasco Ibáñez

ORIENTE

28.000

F. SEMPERE Y COMPAÑÍA, EDITORES

Calle de las Germanías, F S

Sucursal: Mesonero Romanos, 42

VALENCIA MADRID

_Esta Casa Editorial obtuvo Diploma de Honor y Medalla de Oro en la
Exposición Regional de Valencia de 1909 y Gran Premio de Honor en la
Internacional de Buenos Aires de 1910._

_Derechos de traducción reservados en todos los países, incluso Suecia y
Noruega._

Imp. de la Casa Editorial F. Sempere y Comp.ª--VALENCIA

       *       *       *       *       *

_Este libro--algunos de cuyos capítulos aparecieron antes en_ EL LIBERAL
_de Madrid_, LA NACIÓN _de Buenos Aires y_ EL IMPARCIAL _de México--va
dedicado al ilustre periodista_

                       =Miguel Moya=

_claro talento, voluntad enérgica, poderoso reformador de la prensa
española._

       *       *       *       *       *



CAMINO DE ORIENTE



I

La peregrinación cosmopolita


Recuerdo que en cierta ocasión tuve en mis manos un ejemplar de la
_Gaceta Imperial_ de Pekín, y al revolver sus finas hojas de papel de
arroz, entre las apretadas columnas de misteriosos caracteres, sólo
encontré dos anuncios comprensibles por sus grabados: el que llaman
vulgarmente _tío del bacalao_, ó sea el marinero que lleva á sus
espaldas un enorme pez, pregonando las excelencias de la Emulsión Scott,
y una botella de largo cuello con la etiqueta «Vichy-État».

Pocas empresas en el mundo habrán hecho la propaganda que la Compañía
Arrendataria de las aguas de Vichy.

Circulan por las calles de la pequeña y elegante ciudad francesa los
pesados carromatos cargados de cajones, camino de la estación del
ferrocarril. Marchan las botellas alineadas en apretadas filas al salir
de Vichy, para luego esparcirse como una esperanza de salud. ¿Adonde
van?... La fama de su nombre les asegura el dominio del mundo entero.
Una botella irá á morir, derramando el líquido gaseoso de sus entrañas,
en una aldea obscura de las montañas españolas, y la que cabecea junto á
ella no se detendrá hasta llegar á alguna población sueca, cubierta de
nieve, vecina al Polo; y la otra irá á Australia; y la de más allá
arrojará su burbujeante contenido, bajo el sol del África, en un
campamento de europeos, de estómago quebrantado por las escaseces de la
colonización.

Y así como el agua de Vichy se esparce por el mundo, para llevar á
remotos países sus virtudes curativas, los médicos de toda la tierra por
un lado, y la moda por otro, empujan hacia aquí á las gentes más
diversas de aspecto y de lengua.

París, con ser la más cosmopolita de las ciudades, por la atracción que
ejercen sus placeres y sus elegancias, no ofrece el aspecto mundial que
el pequeño Vichy, con sus miles de extranjeros. En las primeras horas de
la mañana, la muchedumbre que llena el Parque y se agolpa en torno de
las fuentes, hace recordar los muelles de Gibraltar ó ciertos puertos de
Asia, que son como encrucijadas marítimas, en los que se tropiezan y
confunden todos los pueblos y todas las lenguas.

La gente europea, igual y monótona al primer golpe de vista, muestra su
infinita variedad de trajes, gestos y actitudes bajo los paseos
cubiertos del Parque. Desfilan los ingleses con la cara impasible bajo
su pequeña gorra, moviendo al andar sus anchos calzones cortos sobre las
pantorrillas enfundadas en medias escocesas; pasan los alemanes con
sombrerillos tiroleses rematados por enhiesta pluma; los españoles y
americanos, de corbatas vistosas y conversación á gritos; los italianos,
que copian con exagerado servilismo las modas británicas; los franceses,
todos con una roseta ó una cinta en la solapa. Las mujeres se exhiben
envueltas en velos como odaliscas, con el rostro sombreado por el panamá
ó el sombrero enorme, de alas caídas y cargado de flores, copiado de los
retratos de los pintores ingleses. Las blusas de encajes transparentan
en su trama sutil rosadas desnudeces; las faldas, cortas y blancas,
dejan en su revoloteo una estela de perfumes. Confundidos en esta
avalancha de tonos uniformes, pasan los egipcios y turcos, de levita
clara y elevado fez; los chinos, de túnica azul y bonete negro con rojo
botón sobre el trenzado pelo de rata; los malayos, de blancos calzones,
con femeniles trenzas arrolladas en torno de su rostro amarillo y
simiesco; los persas, vestidos á la europea, pero coronando su bigotuda
cara con un gorro de astrakán; dos ó tres _rajahs_ indios, de albas
vestiduras, graves, hermosos y perfumados, como sacerdotes de una
religión poética que tuviese por deidades á las flores; judíos sórdidos,
cubiertos de sedas tan brillantes como sucias, y moros ricos de Argel y
Túnez, _jeiques_ de tribu, que ostentan sobre el nítido albornoz la
mancha roja de la Legión de Honor y unen á su arrogancia tradicional la
satisfacción de hallarse en su propia casa, como súbditos de la
República francesa. Y juntos con estas gentes extrañas se muestran los
franceses exóticos, los militares venidos de lejanas Francias, los
oficiales del ejército colonial, que llegan á reponerse de las fiebres
de los pantanos tonkineses, del sol que devora á los hombres en las
casas de tierra de Tombouctu, en los puestos avanzados del Sahara ó en
las factorías del Senegal y del Congo; spahis y cazadores de África, de
teatrales uniformes; marinos y coloniales con traje blanco y casco
ligero de lienzo y corcho.

El agua turbia y burbujeante que salta en las fuentes, bajo una gran
cúpula de cristal, es la que realiza el milagro de reunir gentes tan
diversas y de origen tan lejano en esta pequeña ciudad del centro de
Francia, que hace menos de tres siglos dió á conocer la pluma de Mad.
Sévigné.

Nada hay nuevo en el mundo. Lo mismo que la gente viene ahora á las
estaciones termales de las que es reina Vichy, iba hace tres mil años,
con un fin religioso y de curación al mismo tiempo, á pequeñas ciudades
de Grecia, famosas por sus aguas y sus profetisas, buscando á la vez la
salud del cuerpo y la certeza del porvenir.

No hay aquí ninguna Pitonisa que, montada en un trípode sobre la fuente
de la _Grand Grille_ ó de los _Celestinos_, profetice nuestra vida
futura; pero diarios y prospectos anuncian la presencia en Vichy de
acreditadas profesoras de cartomancia y magia, venidas de París para
rasgar los sombríos misterios de lo futuro, á razón de veinte francos
por consulta.

No se encuentra una Friné que se muestre desnuda en medio del Parque,
como la irresistible cortesana griega, despojándose de sus velos ante
los peregrinos enfermos de Delfos para alegrar su miseria con la regia
limosna de la exhibición de sus gracias; pero las Frinés vestidas son
legión; se cuentan á centenares: unas hablan francés, otras español,
otras ruso; son ortodoxas, heterodoxas, hebreas ó simplemente impías;
las hay rubias, morenas, amarillas y hasta negras, y repitiendo á puerta
cerrada la suerte de la bella ateniense, ahorran para la campaña de
invierno en París ó Marsella, Argel ó Madrid.

Los graves sacerdotes, majestuosos y sibilinos, de este moderno
santuario de la salud universal, son los médicos. Ochenta y cuatro he
contado en la lista que figura por todos lados, en las esquinas, en los
programas de los conciertos, en las cartas de cafés y restaurants, y
hasta en las paredes de los mingitorios, para recordar á todas horas al
olvidadizo viajero que estos imponentes personajes son los verdaderos
soberanos de Vichy, y no debe nadie beber una gota de agua sin previa
consulta.

Siendo á modo de grandes sacerdotes, inútil es decir que ocupan las
mejores casas de la ciudad, lujosos hoteles, sonrientes _villas_
rodeadas de flores, cuyos salones de espera están siempre llenos de
clientes.

Con las aguas de Vichy no se puede jugar. Los graves hombres de la
ciencia hablan de ellas como si fuesen terribles venenos. Cada vez que
hay que aumentar la dosis en un sorbo, conviene consultarles
previamente, con un luis de oro en la mano. Causa admiración la
sabiduría, el tino con que estos respetables arúspices de la ciencia
combinan la toma de las aguas de las diversas fuentes, armonizando unas
con otras.

--Un vaso de la _Grand Grille_ á tal hora; luego uno de _Celestinos_ á
tal otra. Más adelante variaremos y serán _Chomet_ y _Hôpital_. Sobre
todo, nada de prisas. La curación debe seguir su marcha.

¡Nada de prisas!... Lo mismo que los graves doctores piensan los
hoteleros de Vichy, los dueños de cafés, los empresarios de teatros,
hasta las Frinés del Parque, y esta unanimidad de pareceres convence al
viajero, que no sabe cómo agradecer el interés que todos muestran por
retenerle á su lado.

En torno de las fuentes, los bebedores de agua, apurando lentamente sus
vasos, se preguntan á veces por sus dolencias. Uno tiene enfermo el
hígado, otro la garganta, el de más allá sufre diabetes; una señora
calla y enrojece, pensando en la tristeza de los árboles, que mueven
sus copas sin llegar nunca á dar fruto... ¡Y todos beben lo mismo!

La humanidad, que desprecia la salud mientras la posee, guarda su fe más
ciega para los que la consuelan y entretienen en la gran cobardía de la
dolencia.



II

Aguas y música


El sol de las primeras horas de la tarde, filtrándose al través del
follaje del Parque de Vichy, extiende un manto temblón de harapos de
sombra y retazos de luz sobre la muchedumbre sentada en sillas de
hierro, en torno del kiosco de la música. La orquesta, acompañada de
lejos por las bocinas de los automóviles que pasan veloces, por el
vocerío de los vendedores de periódicos que pregonan las últimas hojas
llegadas de París, y por los gritos de los cocheros que invitan á
pintorescas excursiones por las riberas del Allier, puebla el espacio
con los lamentos de las ondinas del Rhin, llorando el mágico tesoro
arrebatado por el maligno Nibelungo, con el melancólico adiós de
Lohengrin al alejarse de Elsa, ó con la romántica _Canción de la
Estrella_ que entona Wolfram, el grave trovador, contemplando el astro
del atardecer.

Vichy es la ciudad de la música. Los viajeros que ocupan los hoteles
inmediatos al Parque, despiertan, apenas comenzada la mañana, arrullados
por el primer concierto del día. El _Sigur_, de Reyer, lanza sus bélicos
apóstrofes, ó la _Thais_, de Massenet, se entrega á su mística
meditación, arrepintiéndose de sus desórdenes de cortesana, mientras el
viajero se viste y se lava y va á beber el primer vaso del día en la
fuente de la _Grand Grille_. Luego, á las once, empieza otro concierto
en el café de la Restauración, con aditamento de cantantes, y á éste
sigue el grande de la tarde, en pleno Parque, que dura hasta las cinco,
sin que entre las piezas existan otros intermedios que brevísimos
instantes de descanso, como si la orquesta se avergonzase de su inacción
y Vichy no pudiese vivir sin una melodía interminable vibrando en su
ambiente. Y á las siete, después de la comida, empiezan á la vez, para
durar hasta media noche, tres grandes conciertos en los tres casinos
importantes, á más de una representación de ópera en el Gran Teatro y
los innumerables concertistas que _actúan_ en los cafés y _music-halls_.

Parece como que todos los instrumentistas de Francia vengan á Vichy,
durante la temporada termal, para entretener el ocio del público
cosmopolita, que digiere las famosas aguas al arrullo de las orquestas.
Toda la música del mundo es devorada por el enorme consumo melódico de
esta población, que llaman orgullosamente los franceses la _Reine des
Villes d'Eaux_. Desde el _Fuego encantado_, de Wágner, hasta la _Jota
Aragonesa_ y la _Marcha Real_, la música de todos los tiempos y de todos
los países halaga los oídos de la muchedumbre extranjera, tropel de aves
de paso que llena Vichy durante algunas semanas; y tan pronto suenan las
graves notas de una composición de Bach, como se desarrollan picarescos
y juguetones los cantos del _género chico_ español, y se contonea
chulescamente el diabólico tango, haciendo murmurar á los graves señores
condecorados: _Ollé, ollé!_ y moverse los pies de las señoras, que
exclaman: _Comme c'est joli!_

Música y aguas á todo pasto. ¿Y los enfermos?... Los enfermos no se ven
en ninguna parte. Á Vichy se viene á descansar. Además, la mayor parte
de las enfermedades que curan estas aguas son de «larga espera»: males
de estómago, diabetes, etc., y los dolientes no se diferencian, en su
aspecto exterior ni en su gesto, de los sanos. De vez en cuando se ve un
señor que, escuchando el concierto, deposita un pie hinchado, enorme,
elefantíaco, sobre la silla que tiene delante; pero las bandas de
franela y la pantufla son lo único que revela su enfermedad al
contrastar con el otro pie calzado de charol. Pasan algunas señoras
sentadas en sillones de ruedas, de los que tiran mozos de cordel; pero
van pintadas y compuestas como las demás mujeres, con tal estiramiento
elegante en su enfermedad y tal respeto de sí mismas, que hacen pensar
si en Vichy morirá la gente vistiendo traje de _soirée_ al arrullo del
último vals de moda.

En los bailes del Gran Casino se ven jóvenes con muletas, ó muchachas
que cojean ligeramente, esforzándose por ocultar la flojedad de sus
huesos, triste herencia de las diversiones de sus progenitores; pero el
frac de los unos y las _toilettes_ escotadas de las otras, parecen
borrar la gravedad de sus dolencias, y todos sonríen, con un deseo
vehemente de divertirse. Cuando suena la orquesta, el que puede bailar,
baila, y el que se ve imposibilitado de hacer esto, se mete en la sala
de juego.

Vichy se divierte: los enfermos malhumorados, que alborotan en sus casas
y llevan á mal traer á los suyos, sonríen aquí, y á las seis de la tarde
visten su traje de ceremonia. Venir á tomar estas aguas sin traer un
_smoking_ en la maleta equivale á un sacrilegio.

Hay que descansar, y aunque una gran parte de los que llegan á Vichy son
favoritos de la fortuna, que no conocen la rudeza del trabajo, descansan
y descansan, bebiendo dos vasos de agua por día y charlando durante el
curso de tres ó cuatro conciertos diarios.

Las buenas relaciones entre Francia y España, su acción común en
Marruecos, han influído para dar mayor boga á nuestra música. Los mismos
compositores de segundo orden, que hace algunos años escribían danzas
rusas y melodías moscovitas en honor de la Doble Alianza, producen ahora
la _Marche des gitanos_, la _Marche des Aficionados_ y otras obras de no
menos color, con fragmentos de la _Marcha Real_ en sordina, repiqueteo
de castañuelas, tintineo de triángulo y golpes de pandero.

La música del género chico, tangos dislocantes, pasacalles alegres, dúos
de ligera pasión y jotas alborozadas, al alternar con las obras de los
maestros más famosos, alcanza un éxito que no consiguen éstos muchas
veces.

Yo respeto y admiro el llamado _género chico_. De sus libretos, dramas
comprimidos ó sainetes coloristas, apenas si me acuerdo una semana
después de haberlos visto. Pero la música de esas obras es una de las
manifestaciones artísticas más respetables y más grandes de la España
actual. Se ha hablado mucho de la necesidad de una ópera española. ¿Para
qué? España ya tiene su música, que no puede ser más suya. Á los pueblos
no hay que forzarlos para que produzcan artísticamente en determinada
dirección, sino aceptar lo que den espontáneamente y celebrarlo, siempre
que tenga una individualidad marcada.

El ilustre maestro Bretón se ha pasado gran parte de su vida batallando
y penando por crear y afirmar la ópera española. Yo he viajado por
varios países de Europa sin oir en ninguna parte fragmentos de sus
óperas, que pudiéramos llamar solemnes ó grandes, y en cambio, he
escuchado y he visto aplaudir en Francia y en Italia _La verbena de la
Paloma_, y la he oído canturrear á gentes de los Estados Unidos.

En Nápoles (país de los concursos de romanzas, que cada año da al mundo
una canción de moda) los músicos callejeros y las orquestas de los cafés
no tienen otra música amada que la de Caballero, Chapí, Chueca y otros
españoles.

En Venecia, la de las serenatas románticas, he visto las góndolas
cargadas de cantores y orladas de luces, navegar por el Gran Canal, bajo
las ventanas de los hoteles, poblando el silencio de la noche con la
«Marcha de los marineritos» de _La Gran Vía_.

Cada país debe alegrarse por lo que tiene, sin detenerse á desentrañar y
aquilatar su mérito, pues peor es no poseer nada y no despertar la
atención más allá de las fronteras.

La fama de hermosura y gracia de la mujer española la sostienen hoy,
desde París á San Petersburgo, todas esas muchachas que, con apodos más
ó menos extraños, bailan ó cantan «cosas de la tierra». Sólo cuando
aparece en la escena un mantón con flecos y un pavero ladeado sobre un
moño con claveles se acuerda el gran público de que existe España.
Cuando las orquestas acarician los nervios de la muchedumbre con la
música fácil, alegre y bizarra del llamado _género chico_, se enteran en
Europa de que existe un arte español y de que en la Península nos
dedicamos á algo más que á matar toros.

Á muchos les parecerá un sacrilegio lo que voy á decir, pero no por esto
es menos cierto. La música de _La Gran Vía_ la tocan más en el mundo y
es más conocida que la de _El anillo del Nibelungo_. Ya sabemos que
Chueca no es Wágner. Pero la inmensa mayoría de los que escuchan
conciertos en el extranjero, aunque fingen por _snobismo_ una admiración
de personas correctas hacia las obras consagradas, prefieren en su
interior el «Caballero de Gracia» á todos los caballeros del Santo
Graal.



III

Las mesas verdes


El Casino de Vichy es una construcción enorme y blanca, con adornos
serpenteantes de «arte nuevo». Contiene un teatro espléndido, en el que
todas las noches se cantan óperas ó actúan las «estrellas» de la Comedia
Francesa y del Odeón, que hacen su _tournée_ anual: sala de conciertos,
grandes salones de baile, gabinete de lectura, una rotonda con espejos
colosales, y el oro chorreando por todas las tallas y adornos de los
muros... Es, en fin, á modo de una catedral moderna, dedicada á toda
clase de diversiones.

De día se forman elegantes grupos de claros colores, bajo las
marquesinas de sus terrazas ó á la sombra de los plátanos de sus
jardines; de noche brilla como un palacio de leyenda, marcando con
innumerables bombillas eléctricas, sobre la lobreguez del espacio, las
líneas de sus cornisas, la esbeltez de sus columnas y las armónicas
curvas de su cúpula central.

En este santuario de las diversiones, al que acude todo Vichy, existe
como capilla predilecta un salón blanco, enorme y de alto techo, que
tiene sus fieles inconmovibles y fijos desde las primeras horas de la
tarde hasta las últimas de la madrugada, y en el que se entra con cierto
recogimiento, bajando el tono de la voz y aminorando el ruido de los
pasos. Imponentes criados de empaque principesco indican al abrir la
cancela de cristales que hay que despojarse del sombrero, y el visitante
avanza respetuosamente después de esta advertencia, pisando muchas veces
las colas de los vestidos femeniles y pidiendo perdón á todas las
espaldas que empuja á su paso.

Aglomérase la gente en torno de una docena de mesas verdes. Junto á
ellas están sentados los jugadores de importancia, graves, mudos, con
caras de palo y ojos inexpresivos, moviendo las manos cargadas de
billetes y fichas sobre los cuadros marcados en la bayeta verde, ó
llevándoselas al pelo con lentos rascuñones que delatan la emoción.
Contra sus dorsos se empuja y se aplasta la turba de los mirones, que
_apunta_ de tarde en tarde y sigue con interés anhelante las peripecias
del juego; señoras maduras y pintarrajeadas, cubiertas de joyas de
empañado brillo; _cocottes_ de perfil hebraico; correctos señores
condecorados con un _tic_ de maniáticos en sus hoscas facciones. Todos
se empujan con una vehemencia febril. Brilla en las miradas un fuego
malsano. Los ojos, que siguen el vaivén de los azules billetes, entre
la paletada del banquero y las manos de los jugadores, son ojos que se
ven en los juicios orales ó en la primera plana de los periódicos cuando
relatan un crimen sensacional. Pero el aspecto de esta gente no puede
ser más correcto y honorable. Ellas, aventureras de incierta
nacionalidad y edad misteriosa, descotadas y con grandes sombreros;
ellos, elegantes, ostentando en la solapa del _smoking_ condecoraciones
de raros colores, son hombres de una gallardía profesional que hace
recordar á las mundanas retiradas del pecado, y todavía caprichosas, que
aparecen una mañana degolladas en su lecho, con la caja de las alhajas
vacía.

En Vichy son muchos los que confiesan su llegada sin motivo alguno de
enfermedad. Vienen _pour s'amuser_, según declaran con maliciosa
sonrisa. Unos, sencillos en sus gustos, encuentran diversión sobrada en
el gran rebaño femenino que atrae la fama de Vichy. Otros, más
complicados en sus pasiones y temibles en sus apetitos, se encierran
tarde y noche en la sala de juego del Casino. Los exóticos, los venidos
de muy lejos, son los que con más asiduidad se sientan junto á la bayeta
verde.

Todas las noches contemplo en un extremo de la mesa donde se juega más
fuerte á un fantasma blanco é inmóvil. Es un jeique de Argel. Pálido,
con una palidez de hostia, entre la blancura de sus tocas y la orla
nevada de su barba, el viejo jeique parece una figura de cera. Sus ojos
brillan, inmóviles, como si fuesen de vidrio, fijos en las manos del
banquero. Esa frialdad musulmana, desdeñosa y altiva, que permite á los
árabes contemplar impasibles las mayores grandezas de nuestra
civilización, mantiene al venerable moro inmóvil y sin pestañear.
Pierde, pierde siempre, y su vida parece concentrarse en sus manos, que
se ocultan bajo las blancas vestiduras, escarabajean en el sitio donde
la Legión de Honor se marca como una gota de sangre sobre el nítido
albornoz, y vuelven á crujir, estrujando azules papelillos que arrojan
ante ellas.

¡Pobre jeique!... Veo praderas abrasadas por el sol junto á un riachuelo
africano casi seco. Los grupos de palmeras se destacan en negro sobre el
horizonte rojo y oro de la tarde. Los perros flacos y lanudos ladran y
corretean en torno de las tiendas; las mujeres, con el rostro cubierto
por un trapo blanco, van y vienen, llevando sobre su cabeza un cántaro
derecho, ó hunden sus brazos gordos y tostados en la harina amasada,
preparando el pan para el día siguiente y haciendo sonar á cada
movimiento los pesados brazaletes de cobre. Los pequeñuelos, panzudos,
de color de ladrillo, con la cabeza rapada y un pincel de pelos en el
cogote, corren persiguiendo á los saltamontes. El jefe está ausente; el
amo se fué, y una tristeza de orfandad pesa sobre la tribu. El médico
del inmediato puesto militar le recomendó unas aguas milagrosas de la
lejana Francia, país de maravillas, y allá vive el gran jefe, mientras
el campamento parece más solo, más triste. ¡Están lejos los días en que
los hombres de la tribu hacían galopar sus caballos y disparaban sus
fusiles en alborazada _fantasía_, para recibir al personaje de kepis
rojo, que en nombre del gobernador general de Argel colocó sobre el
pecho del jefe la cinta encarnada con la estrella de cinco puntas,
motivo de envidia y respeto para las demás tribus del contorno!...

Comienza á morir el sol en el rápido crepúsculo africano; álzase en el
horizonte la nube de polvo de los rebaños; óyese el trote de los
caballos; ladran los mastines, y los jinetes pastores, al echar pie á
tierra ante las tiendas, luego de encerrar sus lanudos tesoros, formulan
todos la misma pregunta, sin despojarse del fusil ni haber hecho la
oración de la tarde: «¿Nada de Francia?...» ¡Nada! Y cuando cierra la
noche, los hijos, los yernos, los sobrinos y nietos del ausente, todos
los hombres de la tribu, se duermen envueltos en su albornoz pensando en
el jefe, interpretando su silencio como una señal de grandezas, que les
llenarán luego de orgullo al ser relatadas junto á las hogueras del
invierno. Creen en su sencillez que el jeique condecorado alcanza en el
lejano país de las maravillas los honores que corresponden al venerado
jefe de un centenar de arrogantes centauros. Y á la misma hora, las
manos finas y pálidas, manos de cera, dejan sobre la mesa verde, de
minuto en minuto, con la regularidad de un reloj que suena la desgracia,
la fortuna y el bienestar de los que sueñan en el lejano campamento
africano, bajo la luz difusa de las estrellas, entre el pataleo de las
bestias, el ladrido de los perros y el monótono canto de los grillos. Un
puñado de papeles azules representa una parte de los corderos que se
aprietan durante su sueño, como si presintiesen en el obscuro horizonte
la bestia carnicera que ronda; otro, un caballo de larga crin, narices
de fuego y patas finas, orgullo de la tribu. Todo lo que el jeique deja
en el montón del banquero significa la esperanza perdida de aplacar á
Nathán ó á Samuel, el prestamista hebreo, cuando, al llegar el invierno,
se presenta en la tienda del jefe á hablar de negocios.

Salgo de la sala de juego, y en la rotonda central, entre brillantes
_toilettes_, veo dormitando en un diván á una mujer obesa y morena. Es
una judía, relativamente joven, pero con su belleza ahogada bajo una
marea ascendente de grasa. El vientre, libre de corsé, se marca como una
cúpula bajo la falda de seda de anchas y vistosas rayas; el rostro,
moreno y abultado, con los ojos perdidos en bullones de carne y unas
cejas gruesas y unidas como una barra de tinta, asoma en el marco de un
rebozo de seda y oro, tan majestuoso como sucio. Contempla impasible las
miradas de curiosidad de las mujeres, y vuelve á adormecerse, ansiando
que llegue el instante de regresar al hotel. Su marido está en la sala
de juego, y la buena Rebeca ó Miryam, sumida en su coraza adiposa,
aguarda horas y horas, viendo en sus cortos ensueños, como ángeles de
luz, algunos nuevos billetes y luises de oro que vengan á unirse al
capital que amasan los dos con una avidez de raza.

En todas partes, los usureros, los prestamistas, los adoradores de la
fortuna, son los fieles más fervientes del juego. Parece una
incongruencia, pero cuanto más se ama el dinero, llegando en esta
adoración hasta la manía, más dispuesto se está á arriesgarlo á un azar,
con la locura de la ganancia rápida. En España, los principales
consumidores de billetes de la Lotería Nacional son avaros que apenas
comen. En las timbas y casinos, los _puntos_ más asiduos son
prestamistas y usureros, capaces de cometer una mala acción por una
peseta y que pierden mil sin desesperarse, bajo la ilusión de una
próxima ganancia.

Los artistas, los escritores, hombres poco prácticos, faltos de
habilidad para conservar el dinero, y que parecen despreciarlo por la
prisa que se dan en separarse de él, apenas se sienten tentados por el
juego, y eso que no pretenden pasar por ejemplos de virtud. Son muchas
veces alcohólicos; el eterno femenino complica y desordena los días y
las horas de los más; hasta los hay que en sus pasiones y gustos
desobedecen las órdenes de la Naturaleza... pero jugadores tenaces y
convencidos yo no conozco ninguno.

Todo jugador es un avaro que desea el dinero de los demás y siente la
fiebre de quitárselo sin arrostrar persecuciones de la justicia. En
fuerza de adorar al dinero, el jugador acaba por no saber para lo que
sirve, y sólo lo admira como una divinidad majestuosa de la que no puede
sacarse provecho alguno.

Yo he conocido un viejo famélico y haraposo, que dormía durante la
mañana en los bancos del Retiro y pasaba la tarde y las noches en las
casas de juego. Comía las sobras de los otros jugadores, asistía con
preferencia á los círculos donde le obsequiaban con algún café, como
_punto fuerte_, y cuando perdía, que era las más de las veces,
ocultábase por unos instantes en el lugar más nauseabundo de la casa, y
extraía billetes de Banco de sus zapatos rotos, del sudador del
grasiento sombrero, de las ropas haraposas, esparciendo sobre el tapete
verde una parte de sus pegajosos habitantes.

--El dinero se ha hecho para jugar--decía sentenciosamente--. Y lo que
quede, si queda algo... para comer.



IV

La ciudad del refugio


Bandas de cisnes, unos blancos, otros negros, cortan, con majestuosa
natación, las atropelladas aguas de un río ancho y azul; casas enormes,
de puntiagudos techos, asoman por encima de la arboleda de los muelles;
más allá, las verdes colinas se abren, mostrando por el ancho desgarrón
una superficie glauca y ligeramente ondulada, como un pedazo de mar; más
allá aún, cierra el horizonte una muralla de montañas, esfumadas por la
distancia, y entre dos de sus cumbres se ve algo así como un
amontonamiento de nubes que á ciertas horas, bajo la luz anaranjada del
sol, toma las formas de un bloque inmenso de cristal, con agudas
aristas. El río en que nadan los cisnes es el Ródano, que acaba de
nacer; la ciudad es Ginebra; el pedazo de mar, el azul lago de Leman, y
el cristalino amontonamiento que parece flotar en el espacio, más allá
de las montañas, el famoso Mont-Blanch.

En Ginebra la realidad no responde á las ilusiones y simpatías que trae
el viajero como producto de sus lecturas. ¿Quién no ha amado á la
tranquila ciudad suiza, la _Roma protestante_, que durante dos siglos
fué el refugio de todos los rebeldes de Europa, en guerra con los papas
y los reyes? El respeto á la libertad humana fué y es aún un dogma
religioso del pueblo ginebrino. Teniendo que luchar siglos y siglos
contra los duques de Saboya y contra sus propios arzobispos soberanos
para conseguir la independencia, los ginebrinos, conocedores de lo que
cuesta la libertad, la respetaron siempre en la persona del extranjero.
Aquí se refugiaron los réprobos perseguidos por la Inquisición española
ó por los reyes de Francia; aquí encontraron un asilo, en la República
cristiana, gobernada por el ascético Consistorio, todos los que por
desear una conciencia libre no encontraban en Europa tierra donde
colocar sus pies y una piedra en la que descansar la cabeza; todos menos
nuestro compatriota Miguel Servet, víctima de los rencores de Calvino.
Aquí vinieron los fugitivos de Francia luego de la revocación del edicto
de Nantes, y en los modernos tiempos Ginebra dió asilo á los románticos
defensores de la moribunda Polonia, á los revolucionarios italianos, á
los revolucionarios españoles, á los apóstoles de _La Internacional_ y á
los nihilistas y anarquistas, acosados y arrojados de otras tierras como
perros rabiosos.

Esta ciudad liberal y clemente, que abre sus puertas en el centro de
Europa, como los antiguos templos poseedores del derecho de asilo,
ofrece el más rudo contraste entre sus habitantes y su historia. Parece
que debiera ser una ciudad de pensadores y de artistas, una república de
hombres de estudio, llegados á la suprema tolerancia por la elevación de
su pensamiento, y es una población burguesa, llana y monótona, en la que
no creo exista una mediana imaginación: un Estado de relojeros
pacienzudos y vendedores de peletería, que come bien, fabrica excelentes
cronómetros, despacha tabaco barato y da gracias á Dios, cantando lo más
desafinadamente que puede, al son de un mal órgano, en el interior de
los desnudos templos calvinistas ó en grandes mítines religiosos al aire
libre.

En varios siglos de libertad y horizontes sin límites para el
pensamiento, Ginebra no ha producido un gran artista ni un escritor
célebre. Toda su gloria intelectual se concentra en Rousseau, ginebrino
de ocasión, bohemio inquieto, complicado y enfermizo, que se honró con
el título de ciudadano de Ginebra, siendo lo más contrario del pacífico
y tranquilo burgués de la ciudad del Leman.

Á Ginebra le basta para su esplendor intelectual con la gloria de las
ilustres personalidades que se refugiaron en ella buscando reposo: desde
el batallador español Servet que, huyendo del brasero inquisitorial
encendido en nombre de Cristo, cayó aquí en la hoguera, iluminada en
honor de la Biblia, hasta Voltaire, Rousseau, madame Stael y los
modernos revolucionarios, como Bakounine, Mazzini, etc.

El recuerdo de Rousseau llena la ciudad de Ginebra, y el de Voltaire
sale en los alrededores al encuentro del viajero.

Los cisnes blancos, que mueven su cuello sobre las aguas como serpientes
de marfil, y los cisnes negros de pico de escarlata, se refugian tras
una isleta que marca el límite donde el lago Leman se convierte en el
impetuoso Ródano. Es la isla de Rousseau. Hoy está convertida en pulcro
paseo, con una estatua del pensador, y ocupa el verdadero corazón de la
ciudad. Hace siglo y medio era un apacible retiro, algo agreste, donde
el artista meditaba sentado en la hierba, bajo la sombra de los grandes
álamos, con los ojos fijos en el azul horizonte del lago.

En este paisaje sonriente y dulce, que parece exhalar un intenso amor á
la Naturaleza, inspirando nuevos entusiasmos por la vida, se comprende
la originalidad artística de Rousseau y su poderosa influencia
literaria, que aun dura y durará por los siglos de los siglos. Rousseau
introdujo la Naturaleza en la literatura; fué el padrino que tuvo en sus
brazos al arte moderno en el instante de su nacimiento.

Antes de él, sólo aparecía el hombre como único protagonista en novelas
y poemas. Rousseau infundió vida á cosas hasta entonces inanimadas, y
gracias á su poder de evocación, los pájaros, las flores, las montañas,
el cielo, entraron como nuevos personajes en el escenario de la
literatura.

Al relatar su infancia introdujo por primera vez como elemento artístico
el revoloteo y el canto de una alondra, y «este canto--como dice
Sainte-Beuve--saludó el nacimiento de la literatura moderna, con sus
descripciones que hacen de la Naturaleza el primer protagonista». Sus
hijos fueron primeramente Chateaubriand, y luego Víctor Hugo con toda la
escuela romántica, que infundió el alma de los hombres á las cosas,
haciendo hablar á las viejas catedrales. Sus nietos son los modernos
naturalistas, y su posteridad acabará cuando perezcan la vida y el arte.

Ginebra y su lago infundieron á Rousseau este amor á la Naturaleza. El
gran artista sentimental soñaba rodeado de obesos comerciantes y
tranquilos relojeros, incapaces de sentir otros anhelos que los de una
buena mesa y una familia sana.

Sus _Confesiones_ hablan con ternura de la paz de Ginebra, de la belleza
del lago, de su tranquilo refugio en Vevey, en la posada de «La Llave».
Su _Nueva Eloísa_ tiene á Clarens por escenario, con la superficie azul
del lago, y enfrente las verdes y sombrías cumbres de los montes
saboyanos.

Cuando los azares de su existencia errante le arrancaron de Ginebra,
otro huésped ilustre, pero más rico y ostentoso, vino á ocupar su sitio.
Era un artista, un bohemio como él, pero en esferas más altas, con un
egoísmo sonriente que le permitió extraer de la vida sus mejores
dulzuras. Rodaba de palacio en palacio, así como el otro iba de hostería
en hostería. Sus acreedores eran reyes y duques; sus amantes, damas de
la corte, mientras las de Rousseau eran infelices criadas ó burguesas. Á
su puerta llegaban con exótica curiosidad lores y boyardos, deseando
conocer al árbitro de los elegantes cinismos y de la gracia francesa.
Era Voltaire.

Su vejez quebrantada buscó refugio en los alrededores de Ginebra,
estableciéndose en la pequeña aldea de Ferney, donde adquirió la
majestad de un patriarca sonriente. El contacto con la Naturaleza hizo
tierno, sentimental y bondadoso al terrible burlón de los salones de
Versalles, é infundió una religiosidad deísta á su escepticismo.

Los últimos años de su vida, en medio del campo, á la vista de las
inmensas montañas, fueron de bondad y filantropía. Educó á los
campesinos, pleiteó y escribió por librarles de las gabelas feudales,
estableció riegos y escuelas y expuso su tranquilidad por defender á los
Dreyfus de su tiempo. Vivía como un príncipe en Ferney. Habitaba un
gracioso palacio en el fondo de un parque, y allí escribía á sus buenos
amigos Federico de Prusia y Catalina de Rusia, ó recibía las visitas de
todos los grandes señores que pasaban por Suiza.

El palacio de Ferney es hoy una de las peregrinaciones obligatorias de
los viajeros que visitan Ginebra. Los salones se conservan como en
tiempos de su ilustre dueño, con muebles de estilo rococo y cuadros que
recuerdan á los soberanos y las beldades que distinguieron con su
amistad al poeta.

En un extremo del parque se eleva una pequeña iglesia de aldea,
construída por el impío autor del _Diccionario filosófico_ en sus
últimos años.

«_Dea erexit Voltaire_», dice una dedicatoria grabada en la fachada.
Esto, que parece una blasfemia, fué una de tantas humoradas del anciano
de Ferney.

--Esta iglesia que he construído--decía Voltaire--es la única de todo el
universo elevada en honor á Dios. Inglaterra tiene iglesias construídas
para San Pablo; Roma, para San Pedro; Francia, para Santa Genoveva;
España, para innumerables vírgenes; pero en todos esos países no hay un
solo templo dedicado á Dios.

En el salón principal del palacio, sobre una enorme chimenea, se ve un
pequeño mausoleo que guardó el corazón del poeta poco después de su
muerte.

«Su corazón está aquí, pero su espíritu está en todas partes», dice una
inscripción.

Esto es verdad, pero no por completo. El espíritu que está en todas
partes no es el de Voltaire, sino el de su siglo. Voltaire fué como esas
estrellas solitarias que anuncian con su fría luz un amanecer ardoroso.

Sus burlas destructoras no bastaban para preparar una revolución. El
plebeyo y dolorido Rousseau, si resucitase, encontraría su espíritu
difundido en la sociedad moderna, mucho más que el aristocrático
patriarca de Ferney.



V

El lago azul


Desciende el viento de las montañas sobre la inmensa copa del lago. Las
aguas, de un azul celeste, se obscurecen al rizarse, con una opacidad
semejante á la del mar, y blancos vellones ruedan sobre las ondas, como
rebaños dispersos por el pánico trotando hacia las lejanas riberas. Las
barcas destacan su doble vela latina sobre las colinas verdes, moteadas
de rojo por las techumbres de los _chalets_ y coronadas por la diadema
negra de los bosques. Los grandes vapores de pasajeros ensucian por un
instante el puro azul del cielo con su penacho de humo. La soberbia
cadena del Jura alza en la orilla francesa sus colosales moles, y en la
ribera de enfrente, las montañas suizas alinean sus declives cubiertos
de viñedos, de bosquecillos y de casitas que parecen extraídas de una
caja de juguetes, lo mismo que las vacas que pastan en sus prados y los
aldeanos vestidos como los coros de una ópera cómica. En el último
término de la azul extensión, las montañas se aproximan, las riberas se
estrechan hasta desaparecer, las cumbres descienden casi verticalmente
sobre las aguas, entenebreciéndolas con su densa sombra, y todo adquiere
un carácter áspero y bravío.

Es el Leman, el lago azul, el más famoso de los pequeños mares
interiores de Europa, el amado de los poetas é idealizado mil veces por
el pincel de los artistas. En sus riberas puso Rousseau las aventuras
sentimentales de sus mejores novelas: aquí imaginó madama Stael las
desventuras amorosas de su «Corina», que fué una _superhembra_ de su
época; por estas aguas vagó la barca de lord Byron, y en nuestros
tiempos han visto pasar sus orillas las merovingias melenas y la fina
sonrisa de Alfonso Daudet, preocupado en el arreglo de las aventuras
alpinas de su Tartarín, ó han presenciado la lenta agonía de un anciano
de áspera barba, robusto y rudo, que llevaba en su entrecejo la
desesperada obstinación de todo un pueblo moribundo, y se llamaba Pablo
Krüger.

Las aguas azules, rizadas y espumeantes, parecen las de una inmensa
bahía. La imaginación, olvidando las alturas del macizo país suizo,
forja, al través de las montañas, invisibles y lejanos estrechos que
ponen al Leman en comunicación con el Mediterráneo, del cual tiene el
color de las aguas. Pequeños puertos frente á cada población del lago
revelan en sus escolleras de peñascos la irritación de que es
susceptible este poético lago cuando llega el invierno y las ráfagas
que descienden de los montes mueven en espumoso revoltijo este mar
encajonado, batiendo las riberas con el martilleo de su ola corta é
incesante. En estos puertos, el cisne majestuoso que parece haber
presenciado las más remotas leyendas, y la barca de dobles velas igual á
la de los tiempos de la independencia helvética, se rozan y mezclan con
el yate de vapor de los millonarios y las canoas automóviles que
revuelven las aguas con un hervor de tempestad.

La orilla francesa y la suiza, Thonon y Evian á un lado, y enfrente
Lausana, Vevey y Montreux, son iguales en su aspecto exterior: risueños
bosques, hoteles enormes como ciudades, todas las alturas coronadas por
palacios destinados al hospedaje y orquestas malas á las puertas de los
cafés, bajo las arboledas de los muelles y sobre las cubiertas de los
buques.

Las diferencias entre ambos países, con ser de poca monta, resultan de
gran interés.

En la orilla francesa se ven mujeres hermosas y elegantes, rodeadas de
hombres que las siguen y las envuelven en las más respetuosas
atenciones, como sagradas vestales. Son _cocottes_ que poseen el chic,
ese espíritu indefinible y misterioso que nadie sabe en qué consiste,
santo _tabou_ que hace caer de rodillas á los salvajes de la imbecilidad
elegante.

En la orilla suiza se ven mujeres solas, de ademanes sueltos y aire
decidido, que van de un lado á otro con la más tranquila audacia. Son
señoras decentes, que pueden moverse con entera libertad, sin miedo á
verse confundidas con una clase que no existe, ó caso de existir,
excepcionalmente, se ve repelida por la hostilidad del ambiente
protestante.

Á un lado del lago campea el anuncio francés, gracioso y ligero; damas
escotadas, con grandes sombreros y las piernas al aire, que pregonan las
excelencias de un chocolate ó unos baños. En la ribera suiza, el cartel
de macizos colores representa siempre una niña ordeñando una vaca, una
osa dando el biberón á un osezno, ó un _chalet_ á cuya puerta bebe
glotonamente la tranquila familia el licor de sus rebaños. La leche y el
oso (animal amado de los suizos y símbolo de su país) son los dos
principales elementos artísticos de este pueblo, que es siempre pesado y
sólido cuando se propone _hacer_ imaginación.

El lago Leman tiene en un extremo más cerrado y abrupto una joya
histórica, un lugar de peregrinación, al que acuden todos los
extranjeros.

El castillo de Chillón vale tanto para los suizos como el recuerdo de
Guillermo Tell. Hasta tiene sobre éste la ventaja de que, siendo muchos
los que dudan de la existencia del héroe suizo, nadie puede dudar de la
del castillo, pues ahí está, cuidadosamente conservado y restaurado,
hundiendo sus cimientos en las aguas profundísimas del Leman y
destacando sobre el verde de las montañas las caperuzas rojas de sus
torres.

Cada país ama lo que no tiene y se lo apropia inventándolo. El plácido
montañés suizo, que vive en plena libertad, en el tranquilo equilibrio
de una buena digestión, sin conocer brujas ni temer ánimas en pena, en
medio de un paisaje sonriente y gracioso, necesita salpimentar su
existencia con algo terrorífico y espeluznante.

Así como España se esfuerza en demostrar que la Inquisición y las
expulsiones de judíos y moriscos no fueron tan terribles como se ha
dicho, y Francia arregla á su modo lo de San Bartolomé y las Dragonadas,
y todos los países se sacuden como pueden las ferocidades del pasado, el
buen suizo amontona horrores sobre horrores en el castillo de Chillón,
especie de Bastilla helvética, con vistas al lago y las montañas, lo
mismo que cualquier hotel de los alrededores, en los que se paga con
generosidad principesca el honor de vivir alojado. La prisión de
Bonivard, un patriota ginebrino, mártir igual ó inferior á los miles de
miles de mártires que suman todas las patrias de este planeta, ha
servido de punto de partida á los suizos para cargar al pobre y
sonriente Chillón con toda clase de crímenes.

Entráis en el castillo, confundidos en un rebaño de viajeros ingleses, y
la guardiana, una suiza peliblanca, seca y de ojos claros, que da
vueltas á una enorme llave introducida en uno de sus índices, os señala
un hecho espeluznante á cada paso, con una voz monjil, como si estuviera
cantando el domingo en la capilla de lo que llaman «religión nacional».

Ve una viga y os dice al momento: «De aquí colgaban los duques de Saboya
á sus enemigos.» Ante un montón de piedras: «Aquí dormían los condenados
á muerte su último sueño.» En un cuartucho, sin otros muebles que unos
cofres viejos: «Esta era la cámara de tormento donde despedazaban á los
hombres.» Frente á una poterna que se abre sobre el lago: «Por aquí
arrojaban los cadáveres de los condenados. Cien metros de fondo, señores
míos.» En la cocina del castillo, su indignación patriótica, no sabiendo
qué inventar, señala la chimenea, afirmando que en ella se asaban bueyes
enteros, para que el buen auditorio se diga escandalizado: «¡Pero qué
tíos tan brutos eran los duques de Saboya!...»

Y mientras se suceden las horripilantes explicaciones, en los llamados
subterráneos, que tienen grandes ventanas por las que penetra á raudales
la luz, ó en las altas cámaras, con miradores por los que se ve el
mágico espectáculo del lago, el castillo sonríe, hundidos sus pies en el
azul y su cabeza rodeada de un nimbo. Y la hiedra que escala los góticos
ventanales, moviéndose al soplo de la brisa, como con un ademán
negativo, las ondas que susurran al morir dulcemente contra los fuertes
bastiones, el sol que colora con un tono naranja las vetustas piedras,
dándolas palpitaciones de vida, todo parece decir á gritos: «No la
creáis; ¡mentira! ¡todo es mentira! Su oficio es dar una sensación
emocionante á los viajeros, para que á la salida le suelten medio
franco.»

Lord Byron fué quien inmortalizó este castillo con sus versos «El
prisionero de Chillón». El pobre Bonivard le debe la inmortalidad.

Pero ¡ay! el ridículo mata las mayores sublimidades, y después que el
poeta inglés grabó su nombre en una columna del _subterráneo_ de
Chillón, otro artista ha pasado por él, «mezcla de bayadera y de
pilluelo parisién», como dijo Zola, y poseedor de esa gracia grotesca
que los hijos del Mediodía franceses comunican á cuanto tocan.

Desde que á Alfonso Daudet se le ocurrió encerrar al desventurado y
heroico Tartarín en el castillo de Chillón, se acabó su romántico
encantamiento. ¡Adiós, pobre Bonivard! Es inútil que la guardiana
salmodie con su voz de beata calvinista:

--En esta columna estuvo atado seis años Bonivard, héroe de la libertad
de Ginebra.

Por encima del organismo escuálido y haraposo, y de la cabeza de Cristo
del patriota cantado por Byron, aparece el cuerpo rechoncho y la fiera
cabezota morena y barbuda del intrépido hijo de Tarascón, nieto
ilegítimo de Don Quijote é incansable cazador de leones... y de gorras.



VI

Los osos de Berna


Cuando llegan los extranjeros á la capital de la Confederación
Helvética, su primer deseo es siempre el mismo.

--Lléveme usted á ver los osos--dicen al cochero ó al guía del hotel.

Y al extremo de un puente, en el fondo de un foso circular, semejante á
una pequeña plaza de toros cuidadosamente enlosada, encuentran á los
hijos favoritos de Berna, á los famosos osos, que figuran en el escudo
nacional, sirven de adorno á los monumentos y se exhiben como motivo
decorativo en las fachadas y salones de los edificios públicos.

Numeroso gentío ocupa siempre la balaustrada del gran redondel, hablando
de lejos á los pesados animales, excitándolos con gritos cariñosos,
enviándoles una nube de mendrugos y frescas zanahorias. En torno del
foso hay una pequeña feria, con puestos en los que se venden vituallas
para la bestia amada y tarjetas con los retratos de estos personajes
populares. De vez en cuando uno de ellos se encarama por las ramas
transversales de un viejo tronco plantado en el centro del redondel, y
el gentío se entusiasma ante la gracia y la agilidad del pesado animal.

Los osos de Berna son ricos. Han heredado un sinnúmero de veces, pues
ciertas solteronas patrióticas les legan al morir una parte de su
fortuna. Viven en opulenta abundancia, soberbiamente alimentados, como
el pueblo suizo, del cual son á modo de un símbolo; y como si no les
bastase la manutención que les da el municipio bernés, administrador de
sus bienes, la admiración popular los acosa y abruma bajo un espeso
aguacero de regalos.

Ahora son seis nada más. Sentados sobre las patas traseras, ventrudos,
enormes, con lanas cuidadosamente lavadas, miran á lo alto, contestando
con sonrientes colmillos al griterío de la fila circular de admiradores.
Ahítos hasta la inmóvil pesadez, cogen al vuelo la zanahoria ó el pan
untado con miel, que les viene directamente á la boca; pero si el
donativo resbala ante sus colmillos y cae á sus pies, no hacen el menor
esfuerzo por recogerlo. Nuevos regalos llueven en torno de ellos, y
dejan lo que cae para sus compañeros de foso, para los parásitos que les
acompañan en su agradable cautiverio, centenares y tal vez miles de
pájaros del inmediato parque, que saltan sobre las losas buscando
migajas en los intersticios, ó picotean en el vientre y las patas de los
enormes camaradas, animando su lanudo volumen con inquietos aleteos.

Cada pueblo, en los albores de su vida, cuando aun balbucea el infantil
lenguaje de la tradición, simboliza su carácter y su existencia en un
animal. La Roma antigua, ávida y feroz, escogió á la loba; Francia tiene
al gallo fanfarrón, arrogante y belicoso; los Estados del Norte ostentan
águilas de pico rapaz y estómago insaciable; España es el león solemne
hasta en su decadencia, cuando los piojos invaden sus flácidas melenas y
la consunción de la vejez amenaza romper el pellejo con las aristas del
esqueleto; Suiza es el oso.

El fundador de Berna, que según la tradición se dejó guiar por uno de
estos animales, escogió, tal vez sin saberlo, la más exacta
representación del carácter de sus conciudadanos.

Es inútil repetir una vez más las glorias pacíficas de la República
Helvética. Todo el mundo las conoce. En cada ciudad, y hasta en la más
pequeña aldea, los dos mejores edificios son siempre la escuela y la
casa de correos. La gente come bien y tiene un aspecto saludable; sólo
se ven soldados en tiempo de grandes maniobras, cuando el gobierno
federal convoca á las reservas; en campos y caminos apenas se encuentran
gendarmes; la policía es escasa en las calles; la suprema graduación en
el ejército es la de coronel, y el que más sabe entre todos ellos toma
el mando supremo; la gran mayoría de los suizos no conoce el nombre del
presidente de la República, que sólo ejerce el cargo un año, y este
presidente, que cobra poco más que uno de nuestros subsecretarios, sale
en las mañanas de verano del magnífico palacio del Gobierno en Berna y
va á tomar un vaso de cerveza en el café Federal, alegre tabernilla que
está enfrente. En los _cabarets_ berneses se sienta uno al lado de un
señor vestido descuidadamente, con sombrero de paja viejo, el chaleco
abierto, la panza en libertad, mientras lee un periódico de apretados
caracteres alemanes, y resulta luego que es un ministro federal ó un
presidente de cantón venido á Berna para hablar mano á mano con los
gobernantes centrales. Cada uno hace lo que quiere y vive como quiere,
con la tranquilidad de que le avisarán apenas estorbe ó perjudique á los
otros, y de que su carácter pacífico, simple y disciplinado, le
aconsejará obedecer, sin el más leve intento de protesta.

¡Un país dichoso la Confederación Helvética! ¡La mejor de las
repúblicas!... Realmente, la nacionalidad más apetecible del mundo es
ser ciudadano de Suiza... pero habiendo nacido suizo.

Yo creo firmemente que esta paz del país helvético, esta tranquilidad,
este orden, es una condición de raza. Así como en la vida individual los
seres más felices y satisfechos son los que piensan menos y sólo se
inquietan de lo que toca directa é inmediatamente á sus apetitos y
necesidades, en la vida de los pueblos los que alcanzan existencia más
tranquila y ordenada son los que carecen de imaginación.

El suizo sólo contempla lo presente. Su pensamiento, tardo, pesado y un
tanto espeso, pero de paso seguro (las mismas condiciones del animal
favorito), no va más allá de lo que le rodea. La vida pública se
concentra para él en el municipio, ó cuando más en el cantón. Ni
siquiera llega á preocuparse de lo que ocurre en Berna. Encuentra
aceptable lo que le rodea, y esto basta para que no sienta deseos de
novedad.

Si de la noche á la mañana los suizos se convirtiesen en franceses, una
parte de la población fijaría su entusiasmo en el coronel Tal ó Cual,
viendo en su rostro los rasgos de un Bonaparte; se enardecería con el
redoble de los tambores, creyendo que el ejército helvético estaba
llamado á grandes glorias, y en odio á la variedad y el fraccionamiento,
borraría cantones, unificando la nación como bajo un rasero, y
convirtiendo á Berna en un París, depositario de toda la vida suiza.

Que los suizos se convirtiesen en españoles, y antes de un mes los
católicos de Friburgo, cantón que tiene más conventos y más frailes de
todos colores que cualquiera ciudad nuestra, declararían deshonroso para
su cuerpo y peligroso para su alma el hacer vida común con los cantones
que son protestantes, y las plácidas montañas verdes se llenarían de
partidas capitaneadas por curas, y la causa del Dios verdadero
intentaría convencer á tiros á los herejes para que no persistiesen en
el error.

Que fuesen italianos todos los habitantes de la libre Helvecia, y sin
perjuicio de atraer y desvalijar en sus hoteles á los extranjeros, los
insultarían con su desprecio de pueblo escogido, llamándolos _barbari_.

Pero los habitantes de Suiza son suizos, «están bien donde se
encuentran», reconocen como muy aceptable su vida presente, y no piensan
nada nuevo ni se sienten agitados por originales aspiraciones.

Viendo de cerca á Suiza, hay que decir: «¡Benditos los pueblos que
carecen de imaginación! ¡De ellos serán la tranquilidad y las virtudes
vulgares!» La falta de individualidad permite mantener á los hombres en
el goce de sus completas libertades, sin miedo á que abusen de ellas
saliéndose del nivel común. La carencia de imaginación evita el peligro
de que los más inquietos y audaces tiren impacientes de las riendas de
la ley, turbando la marcha lenta, ordenada y mecánica de este pueblo,
que por su carácter monótono ha hecho de la relojería un arte nacional.

Todas sus aspiraciones hacia lo desconocido, lo inesperado y novelesco,
se cifran en la servidumbre. En otro tiempo se vendían como soldados á
los reyes de Europa, y los hijos de la libre Helvecia formaban los
regimientos suizos, favoritos de las cortes, que se encargaban de
acuchillar á los pueblos para que se mantuviesen por el miedo sometidos
á los déspotas. Verdaderos mercenarios, pasaban del servicio de unos
Estados á otros, y esto hacía que en los combates se batiesen sin
entusiasmo, con ciertos miramientos, convencidos de que en las filas
enemigas figuraban hermanos suyos igualmente á sueldo.

Ahora se dedican á fondistas y cafeteros, y corren el mundo para servir
platos ó bocks, lo mismo en California que en Australia ó el Cabo, pero
siempre con el pensamiento fijo en las verdes montañas y los azules
lagos, imágenes que les siguen en su peregrinación, sin que logren
borrarlas nuevos espectáculos.

Yo creo que ningún suizo sueña cuando duerme. Su obligación al cerrar
los ojos es dormir: un ensueño sería un desorden inútil de la «loca de
la casa», que no tiene aquí amigos ni adeptos.

En Ginebra he comido todos los días en un modesto restaurant, donde
entré casualmente al llegar á la ciudad. Una irresistible simpatía me
atrajo á este establecimiento.

El reloj, una soberbia pieza con la hora de París, la hora de la Europa
Central y todas las horas del mundo, estaba siempre parado.

¡Un reloj parado en Ginebra, la Salamanca del muelle real, la Sorbona de
la rueda catalina!... ¡Un suizo á quien no importa saber qué hora es,
ni se preocupa del buen orden de su vida!

Me he ido de Ginebra sin conocer al dueño del restaurant, pero estoy
convencido de que es un poeta que se pierde Suiza.



VII

El lago y el Concilio


Escribo junto á una ventana, por cuyo amplio rectángulo se ve, en primer
término, el follaje de los árboles y la saliente redondez de un pequeño
torreón; más allá una superficie azul, tranquila y tersa, que se pierde
hasta juntarse con el cielo, y en esta línea indecisa del horizonte, una
bruma que no consiguen disipar los rayos del sol de la mañana, y en la
que se dibujan vagamente obscuras siluetas, que tan pronto parecen nubes
rastreras como altivos montes.

La ventana es del _Insel Hôtel_, antiguo y famoso convento de dominicos,
situado en una isla, entre soberbios jardines, y convertido por los
artistas alemanes en uno de los más hermosos hoteles del mundo; la
torrecilla es la prisión en la que vivió Juan Huss antes de ser
conducido á la hoguera; la inmensa extensión azul, el tranquilo lago de
Constanza, límite entre Suiza y Alemania, y los obscuros perfiles
esfumados por la niebla, los lejanos Alpes del Tirol.

Hace unas horas he abandonado la tranquila, burguesa y antipática
Zurich, convertida, por las maniobras militares de verano, en una ciudad
belicosa, con las calles llenas de suizos uniformados, arrastrando el
sable; me he detenido en Schaffhouse para ver el _Rheinfall_, la
prodigiosa caída del Rhin, dividiéndose en dos soberbias cascadas al
chocar con una isleta saliente, que parece imposible pueda resistir el
ímpetu de las espumas hirvientes y ruidosas, y después, saliéndome del
camino que habitualmente siguen los viajeros, he venido á la tranquila
ciudad de Constanza, penetrando en los dominios del gran duque de Baden.

Suiza acaba en la misma estación de Constanza. Para seguir el viaje á
Munich hay que volver al territorio helvético, embarcarse en Romanzhon y
atravesar el lago hasta Lindan, entrando de nuevo en Alemania. Cuatro
aduanas, con otros tantos registros de equipaje en el transcurso de unas
cuantas horas.

Constanza, antigua ciudad episcopal, venerable y plácida, fué libre
durante muchos siglos. Los españoles la atacaron en el siglo XVI. Los
austriacos la hicieron suya, matando la república protestante que se
había organizado dentro de sus muros, y perteneció á los emperadores de
Viena hasta 1806, en que entró á formar parte del gran ducado de Baden.
Hoy es un resto de aquella Alemania anterior á los triunfos militares,
pacífica, alegre y poética, con sus costumbres patriarcales y su
tranquila libertad. Se ven pocos soldados en su recinto. Las calles
venerables, con edificios de puntiagudos techos y puertas blasonadas,
resuenan de tarde en tarde bajo los pasos de los transeuntes. En los
muelles, limpios y sombreados por los tilos, pasean las muchachas de
trenzas rubias, brazos sonrosados y ojos de un azul clarísimo. Á las
puertas de las cervecerías, bajo la frondosa parra, apuran lentamente
los ciudadanos el jarro de barro blanco chorreante de espuma.

Es una ciudad vieja, en la que la vida se desliza sin sentir, falta de
intensas alegrías, pero limpia de grandes dolores. Los ciudadanos de
Constanza hacen recordar la plácida existencia de _El amigo Fritz_, y es
indudable que cuando sueñan bajo la parra, con el estómago lleno de
cerveza, canta en sus cerebros la satisfacción de vivir, con una
lentitud majestuosa, semejante á la del _Himno á la alegría_, de
Beethoven. Es una de esas ciudades en las que se entra como en un lugar
amigo que no se ha visto nunca, pero que evoca confusamente simpatías y
familiaridades de una misteriosa existencia anterior. El viajero parte
con pena, prometiéndose volver, y piensa en la felicidad de pasar en
ella el resto de sus días, apartado del mundo, si las exigencias de la
vida no le obligasen al movimiento, tirando de él hacia otro país.

Sin embargo, esta ciudad de vida placentera debe su celebridad á un gran
crimen. Este paisaje sonriente, este lago tranquilo y casi desierto, con
gaviotas que rizan bajo el contacto de sus plumas las tranquilas aguas,
y bandas de gorriones que caen sobre las barcas solitarias, han
presenciado uno de los conflictos que trajo más revuelta á la humanidad
y fué motivo de guerra y otros males.

El _Múnster_, la gran Catedral gótica de Constanza, el _Kaufhaus_,
caserón de los Museos históricos de la ciudad, las casas venerables de
sus calles, y hasta el antiguo convento de dominicos, cuyas ruinas se
han utilizado para el hotel en que vivo, todo recuerda la gran gloria y
la gran vergüenza de la tranquila ciudad: el famoso Concilio que lleva
su nombre y el suplicio de Juan Huss con su compañero Jerónimo de Praga.

Cuatro años duró el tal Concilio. Nunca atravesó el cristianismo una
crisis tan ruidosa y aguda. Tres papas tenía á un tiempo la Iglesia:
uno, vagabundo por Cataluña, Aragón y Valencia, el testarudo español
Luna; otro, en Italia; otro, en Alemania, y de continuar la anómala
situación, los sumos pontífices iban á multiplicarse hasta el punto de
que el Espíritu Santo, con toda su divina sapiencia, no podría bastarse
para atender á la tarea de tan numerosas inspiraciones.

De 1414 á 1418 duró la gran reunión de autoridades eclesiásticas y
laicas, convocada en Constanza para poner remedio á tales males. El
emperador Segismundo, primer soberano de la tierra en aquellos tiempos,
y gran _métomentodo_ de la época (algo semejante al kaiser actual),
presidía el Concilio, rodeado de toda la pompa de su majestad: guerreros
bigotudos de Bohemia, rubios barones alemanes, feudatarios cubiertos de
hierro, de la Europa Central. Frente á su trono, guardado por los cuatro
grandes dignatarios, uno con la corona en un almohadón, otro con el
cetro, el de más allá con la espada y el último con el globo de oro,
símbolo de universal grandeza, alineábanse los cardenales, vestidos de
rojo, con su perfil de pájaro sombreado por el ancho sombrero escarlata
de pendiente borlaje; los prelados venidos de todas las naciones
cristianas y los frailes multicolores, que leían horas y horas
interminables rollos de pergamino ó peroraban en latín, con una facundia
pesada, para sostener las pretensiones de sus respectivos partidos. Cada
personaje llevaba detrás un séquito interminable. El emperador traía con
él un verdadero ejército y todo cardenal arrastraba tras su cola roja un
pequeño pueblo de familiares, pajes, cocineros y reposteros, caballos y
acémilas. Los príncipes de la Iglesia, rivalizando en lujo, habían
acudido á la cita seguidos de interminable mesnada, y la pequeña
Constanza no sabía cómo contener y guardar todas las grandezas
terrenales, llegadas á su seno para examinar y fallar el gran pleito
surgido en el arreglo de la herencia de Cristo.

Un vasto campamento rodeaba la ciudad. Miles de caballos agitaban por
las mañanas las riberas del lago al bañarse en sus aguas; las barcas,
cargadas de víveres y forraje, iban en interminable rosario de una
orilla á otra; en las calles, repletas de gentío, sonaban todos los
idiomas de Europa, y cada semana se veían llegar nuevas gentes de países
lejanos: frailes de España, venidos á pie de convento en convento, para
sostener las pretensiones de su pontífice; sacerdotes procedentes del
fondo de la Bohemia ó de las lejanas riberas del Báltico, que parecían
traer con ellos un olor de herejía y eran los precursores de la Reforma,
á la que sólo le faltaba un siglo para nacer.

Transcurría el tiempo, y el concilio no adelantaba en sus decisiones.
Todo acuerdo exigía una información en lejanos países ó provocaba
protestas, y mientras tanto, el pequeño mundo aglomerado en Constanza se
aburría, sumiéndose en los mayores pecados por culpa del tedio. Los
mercenarios del emperador correteaban á las muchachas en los
bosquecillos inmediatos al lago; la cerveza y el vino del Rhin rodaban á
torrentes; los santos cardenales cerraban bajo llave á los pajecillos
italianos, para librarles de incurrir en pecado con gentes que no fuesen
eclesiásticas, y para general distracción y derrota del diablo tentador,
se organizaban procesiones ostentosas, amenizadas con la quema de algún
que otro miserable judío.

He visitado el _Kaufhaus_, enorme edificio, vecino al puertecillo
actual, en el que se celebraron las sesiones del Concilio. Es un caserón
de piedra, con las puertas negruzcas, de ojiva chata, rematadas por
groseros relieves góticos. El último piso, de madera carcomida, está
rematado por un techo de barraca, de ruda pendiente, igual al usado en
todos los países donde abunda la nieve.

Un día, el Concilio, reunido en el salón que ocupa todo el piso
superior, vió comparecer á un sacerdote de gran barba rubia y ojos
azules, vestido de raída sotana y cubriendo con un cuadrado bonete sus
cabellos ensortijados. Era Juan Huss.

Traía revuelta á Hungría con sus predicaciones. La muchedumbre marchaba
tras sus pasos, y el sacerdote deteníase en los caminos, predicando al
pie de los árboles sus nuevas doctrinas. La gran masa, ansiosa de
rebelión, adoraba al profeta. El emperador Segismundo le había invitado
á venir al Concilio, para explicar sus creencias, dándole un
salvoconducto y empeñando su palabra imperial para convencerle de que su
vida no corría peligro. La espada del Imperio velaba sobre él. Su
existencia era sagrada.

Al verle aparecer y escuchar su voz, corrió un estremecimiento por la
santa asamblea, semejante al que agita á la jauría cuando huele la caza.

Los hábitos negros y blancos de los dominicos palpitaron de emoción;
las cabezas severas y duras de los frailes alemanes, intolerantes y
rudos, y de los frailes españoles, sus discípulos y herederos,
agitáronse con aullidos de muerte.

El sacerdote bohemio se explicó tan claramente, que, á los pocos días,
estaba preso, y para mayor seguridad, en el convento de los dominicos,
en este torreón que puedo tocar con sólo extender el brazo fuera de mi
ventana. El emperador se olvidó de él y de la palabra dada, ejemplo de
villanía repugnante que no siguió Carlos V cuando un siglo después
compareció Lutero ante la Dieta de Worms.

La muchedumbre reunida en Constanza gozó al fin de una gran fiesta. Los
padres del Concilio, que llevaban tanto tiempo sin hacer nada y se veían
desobedecidos en sus acuerdos, pensaron satisfechos en que iban á hacer
algo sonado.

Una mañana, el prisionero del convento de la Isla fué sacado del
torreoncillo, por cuyas estrechas ventanas contemplaba la extensión azul
del lago buscando las montañas de su lejano país. Cruces en alto;
blandones encendidos; largas filas de monjes encapuchados; un canto
lúgubre, que contrasta con el piído de los pájaros y el susurro del lago
al morir en la orilla. Como representantes del brazo secular, los
barbudos _lansquenetes_, oliendo á cerveza, empujan al sacerdote, lo
amarran, lo visten con una mitra y una túnica pintadas de diablos y
serpientes y la procesión de muerte emprende el camino hacia el arrabal
de Brülh, donde hoy se alza una roca cubierta de inscripciones en honor
del mártir. Otra procesión igual surge en el camino conduciendo á
Jerónimo de Praga, el fiel compañero y discípulo.

La gloria de la cristiandad, lo más selecto é ilustre de la época, ocupa
la llanura de Brülh. El emperador no ha osado contemplar su obra, pero
allí están, junto al montón de leña seca, rematada por dos postes, los
cardenales á caballo, con sus séquitos de príncipes; los nobles
guerreros y las hermosas damas alemanas, rubias, blancas y pechonas,
montadas en vistosas hacaneas y avanzando todo cuanto pueden para no
perder nada del interesante espectáculo.

¡Prodigios de la fe! El inmenso montón de leña ha sido traído
voluntariamente pieza á pieza, por la piedad de los fieles, por el buen
populacho, que desea la quema de estos dos hombres, á los que no conoce,
pero cuya maldad le parece indudable.

Empiezan á crepitar las llamas, asomando sus lenguas rojas entre los
leños. Surge el humo de las ropas carnavalescas que cubren á los
condenados como un último insulto.

De pronto se abren las filas de soldados sonrientes, y sonríen también
las hermosas damas, los príncipes eclesiásticos y los jinetes de
luciente coraza.

Una vieja, arrugada y casi ciega, miserable andrajo humano, avanza,
encorvada bajo un pequeño haz de sarmientos. Viene de muy lejos, y teme
haber llegado tarde para depositar su ofrenda, perdiendo la ocasión de
hacerse grata á Dios. Al arrojar su haz en la hoguera, suspira
satisfecha, como si librase su alma de un gran peso.

Juan Huss también sonríe. Sus ojos azules, de dulce profeta,
lagrimeantes por el humo, miran al cielo. Su barba rubia, que empieza á
chamuscarse, muévese á impulsos de una admiración lastimera.

--_¡Oh sancta simplicitas!_--gime.

Las últimas palabras del mártir fueron para la santa y eterna
imbecilidad de los simples, que creen lo que les enseñan, odian lo que
les señalan, y con la sencillez de la inconsciencia, matan ó persiguen,
creyendo realizar una gran hazaña, á los que se preocuparon de su
suerte, trabajando y sufriendo por ellos.



VIII

La Atenas germánica


Munich es una de las capitales de Europa de fundación más moderna, y sin
embargo, muy pocas le igualan en el aspecto, majestuosamente venerable.

En el siglo XII, cuando eran viejas ya las grandes ciudades europeas,
Munich se componía de un puente sobre el Isar, con algún caserío y un
fuerte convento. _Forum ad Monachos_ la llamaban entonces, y de aquí su
nombre actual, München (Monje), y el fraile que figura en su escudo de
armas, y los pequeños y graciosos encapuchados que se ven en todas
partes como símbolos de la ciudad, en los escaparates de juguetes, en
los adornos de las esquinas, en los toneles de cerveza y en las jarras
de las _braserías_.

Munich, por sus edificios, por sus escuelas, por el respeto oficial de
que rodea á las artes, es la Atenas germánica. No significa esto que sus
habitantes, morenos, católicos, habladores y ruidosos, que hacen de la
Baviera una especie de Andalucía alemana, formen una democracia
intelectual y refinada como la ateniense. Aquí los verdaderos artistas
han sido los príncipes--simpáticos desequilibrados que se entregaron al
culto de la Belleza con un fervor rayano en la manía--, y el buen
pueblo, obedeciéndoles con ciega disciplina germánica, les siguió en sus
deseos.

La pintura, la poesía y la música han sido las grandes manifestaciones
de la vida de Munich, y sus habitantes admiran, como dioses tutelares, á
los célebres artistas protegidos por los reyes. Wágner figura en todos
los escaparates: su perfil de bruja pensativa adorna hasta las muestras
de las tiendas. Goethe y Schiller, coronados de laurel y semidesnudos
como griegos, yerguen sus cuerpos de bronce en grandes plazas,
acompañando á monarcas y príncipes de la casa bávara, cuyos hechos
fueron superiores á los de Mecenas. El lujoso estudio del pintor Lenbach
se visita como un templo, y un culto igual recibe la memoria de
Cornelius, Kieuze y todos los demás pintores y escultores que desde los
tiempos de Luis I á los del infortunado Luis II (el Lohengrin coronado),
contribuyeron en menos de un siglo al embellecimiento de la ciudad.

Los palacios ostentosos, los museos, los arcos de triunfo, los teatros
monumentales, ocupan casi una mitad de Munich. Los reyes de Baviera
trabajaron sin descanso. Su manía de embellecimiento no les dejaba
dormir. El demonio de la construcción turbaba sus días con nuevas
sugestiones. La caja del Estado estaba abierta para todo el que se
presentaba con una idea nueva. Los favoritos de la corte fueron artistas
alemanes, que no habían nacido en Baviera, y sin embargo, llegaron hasta
á intervenir en la vida política y aconsejar á los soberanos. Un músico
silbado en París, de costumbres bizarras y humor intratable, llegaba á
ser á modo de un virrey, derrochando la fortuna pública en la erección
de extraños teatros y organizando misteriosas representaciones que sólo
presenciaba el monarca. Éste era casi un actor, bajo las órdenes de su
amigo Wágner, imperioso artista contra el cual gruñía el pueblo, próximo
á sublevarse como años antes se alzó contra Lola Montes. El entusiasmo
dilapilador del abuelo por la bailarina española, reina bávara de la
_mano izquierda_, lo sintió el nieto por el autor de _El anillo del
Nibelungo_. No existe más diferencia entre ambas pasiones que el amor
físico regaló joyas y dejó como única huella un gran escándalo
histórico, mientras el amor intelectual creó teatros y monumentos,
haciendo nacer las mayores obras musicales de nuestra época.

Cuando Wágner, olvidado momentáneamente de la música, se dedicó á
filosofar, é hizo una confesión de creencias, dijo que sus dos dioses
eran Cristo y Apolo, inventando para la humanidad del porvenir una
religión, mezcla de cristianismo y helenismo, en la que se unen y
confunden la humilde piedad hacia el semejante con la adoración de la
soberbia belleza.

Cristo y Apolo fueron también los dioses de los soberanos bávaros, y
todavía imperan juntos, partiéndose equitativamente el dominio de este
pueblo.

Munich, capital de la Alemania católica, tiene unos veinte templos que
son como catedrales, y cuyo interior ostentoso recuerda el de las
iglesias españolas, así como el exterior es puramente italiano. Al lado
de estos monumentos de Cristo, álzanse majestuosos, con la autoridad de
un origen más antiguo, las innumerables obras de los monarcas bávaros á
la gloria de nuestra madre Grecia: los museos de la Pinacotheca antigua
y la Pinacotheca nueva; la Glyptotheca; los Propyleos; el Templo de la
Gloria con su estatua colosal de la Bavaria, predecesora de «La Libertad
iluminando al mundo», de Nueva York; el palacio de la Residencia; los
varios teatros griegos con sus frontones, en los que danzan las Musas al
son de la lira de Apolo; las vastas salas en las que brilla
discretamente el mármol ambarino de las estatuas clásicas, y se exhiben
fragmentos de templos traídos de Egina y otros lugares helénicos. La
columnata dórica alínea su bosque de piedra en las fachadas de los
palacios ó encierra en su armónico cuadrilátero jardines, grandes como
bosques. El rojo de los vasos griegos, con sus pequeños cuadros de
figuras negras ó polícromas, cubre muros interminables, cortado á
trechos por las manchas blancas de bustos y cariátides.

Asombra el trabajo realizado por los reyes de Baviera en menos de un
siglo. Sus buenos súbditos de la ciudad de Munich han debido de vivir
años y años entre andamios, tragando yeso y oyendo á todas horas el
choque del martillo sobre la piedra. La manía constructora de los reyes
debió constituir su gloria y su suplicio.

El arte se muestra en amontonamiento, como creado de real orden, en
pocos años, ejecución admirable, pero sin la originalidad y la noble
armonía que es producto de los siglos. Se ve que todo está hecho de una
sola vez, que ha surgido del suelo en una sola pieza, falto de esas
capas de sucesiva formación que va secretando el paso de las
generaciones.

El aspecto monumental de Munich--una vez desvanecida la primera
impresión de asombro por lo grandioso de la obra--causa igual efecto que
esas sinfonías cuyos motivos agrandan ó conmueven, al mismo tiempo que
la memoria se estremece con la sensación de haber oído antes los mismos
sonidos.

--Esto no es nuevo--se dice el viajero al contemplar la ciudad--. Todo
me parece haberlo visto en otras partes.

Indudablemente los monumentos griegos nada tienen de originales, y en
esto consiste su mérito. Son reconstrucciones ingeniosas, evocaciones
sabias de las obras que han llegado hasta nosotros, mutiladas é
indecisas. Pero ¿y los otros monumentos?

Á los pocos días de estar en Munich, van surgiendo en la memoria
imágenes del pasado, recuerdos de viajes por otros países. El aire de
familia se marca cada vez más en las cosas, como en esos rostros que nos
parecen extraños al primer instante y acaban por ser de antiguos amigos.
Unas iglesias recuerdan las de Florencia; tal vivienda real es el
palacio Pitti; tal otro un palacio de Roma; la Logia de los Mariscales
es una copia de la Logia de Orcagna en la capital toscana; los mástiles
enormes, ante la Residencia, son hijos de los mástiles de la República
en Venecia, y así todo.

Hasta los palomos que aletean en los frisos y descienden al pavimento,
animándolo con el reflejo de sus plumas metálicas, son palomos
«traducidos del italiano», que no pueden menos de saludar como
venerables abuelos á los que contemplan el Adriático desde los aleros de
mármol de la plaza de San Marcos ó saltan en la columnata florentina
junto al Arno.

Munich no tiene de original más que dos cosas: la cerveza y la música.

Las famosas _braserías_ de estilo germánico, con sus frontones agudos,
rematados por complicadas veletas, y sus fachadas de pesados balconajes
y torrecillas salientes, valen más que todos los templos griegos que
llenan las plazas de Munich.

De la música ya hablaremos. La capital bávara está celebrando, en estos
momentos, el Festival Wágner. Por las tardes la muchedumbre se agolpa á
ambos lados de la enorme avenida del Príncipe Regente, para presenciar
el paso de los que van á escuchar _El anillo del Nibelungo_, lo mismo
que el vecindario de Madrid se congrega en la calle de Alcalá en un día
de toros.

Cuando el viajero se familiariza con Munich, su entusiasmo por las
glorias artísticas de la ciudad va restringiéndose hasta el punto de que
sólo queda erguida una sola admiración: Wágner y su obra.

¡Pobre Atenas germánica! De sus monumentos nada malo puede decirse. Son
notables reproducciones del arte griego: la sabiduría artística luce en
ellos, pero son fríos y repelentes como cuerpos sin alma. Es Atenas sin
atenienses y sin el cielo de la Ática. En verano, el espacio se muestra
azul y brilla un hermoso sol. Pero el invierno germánico, duro y cruel
en Baviera, muerde con sus dientes negros estos monumentos que nacieron
en la tibia atmósfera del archipiélago, favorable á la desnudez.

El mármol en el país del sol se dora en el curso de los siglos, tomando
el majestuoso matiz anaranjado del oro viejo. Aquí, en unos cuantos
años, se ennegrece, con una opacidad antipática de ceniza de carbón.

Los dioses olímpicos, los héroes coronados de laurel y ligeros de ropa,
parecen temblar en pleno verano, recordando los largos meses de frío. El
rojo griego del interior de las columnatas se destiñe con las lluvias.
Los frescos se esfuman y desaparecen. Todo se vuelve gris y opaco.

Sí; esta ciudad es una Atenas... Pero pasada por cerveza.



IX

El Festival Wágner


Un periódico satírico de Munich publicaba hace cuarenta años una
caricatura de Wágner, saliendo del hermoso palacete en que le tenía
alojado el rey Luis II de Baviera.

--Voy al teatro--decía el gran maestro--y de paso entraré en palacio á
dar un golpe á la caja del amigo Luis.

Nunca se ha conocido una protección tan generosa como la que el monarca
bávaro dispensó á Wágner. La prodigalidad de Luis II tomó el carácter de
una locura. Este _rey virgen_, que creaba en su palacio de la Residencia
una galería de bellezas célebres, y sin embargo, prohibía que asistiesen
damas á las fiestas íntimas de su corte, fué un Nerón, pero Nerón
tranquilo, que construyó en vez de quemar, y semejante al déspota de
Roma, puso sus amores musicales y poéticos por encima del orgullo de su
majestad.

Sus caprichos y aficiones costaron muy caros á Baviera, y sin embargo,
el pueblo le recuerda y le respeta. Fué un monarca que, en fuerza de
excentricidades, prestó un gran servicio al arte, logrando al mismo
tiempo que la atención del mundo entero se fijase en Baviera.

Por él vienen todos los años aquí, en artística peregrinación, los
intelectuales de remotos países. Su retrato está en todas partes.
Baviera le compadece con maternal ternura y guarda su memoria. También
la tumba de Nerón, veinte años después del suicidio del imperial
cantante, aparecía muchas mañanas cubierta de rosas, ofrenda del popular
recuerdo.

Famosa época la de la amistad de Luis II y Wágner. El monarca, llena la
mente de los dioses germánicos y de los héroes cuyas hazañas ponía su
amigo en rotundos versos, acompañándolos de prodigiosa orquestación,
apartábase cada vez más de la existencia real, viviendo como un
sonámbulo, en medio de legendarios ensueños. Odiaba el traje moderno y
hasta sus uniformes á la prusiana, por parecerle vulgares y
antiartísticos. Los cortesanos ocultaban su turbación al verse recibidos
por él, vestido como un gran señor del Renacimiento. Las verdes aguas
del lago Stanberg cruzábalas en barcas doradas, con ninfas y quimeras en
la proa, y grandes paños de escarlata arrastrando sobre la estela.
Durante las noches de invierno, corría los campos de nieve, en veloces
trineos con luces eléctricas, pasando entre resplandores como una
aparición fantástica. Una orquesta invisible sonaba en la famosa _Gruta
Azul_ del castillo de Linderhof, mientras Luis, vestido de Lohengrin,
paseábase erguido sobre un esquife de nácar. Un día acabó este ensueño,
ahogándose el simpático perturbado en una laguna del castillo de Bergi.

El gran músico le había precedido algunos años en su salida del
escenario mundanal; pero mucho antes de que Wágner muriese, ya había
dado la generosidad de Luis todo lo necesario para la realización de los
ensueños del maestro.

Wágner ansiaba un teatro suyo, con arreglo á su genio inventivo y
revolucionario, el cual no sólo realizó innovaciones en la música, sino
en la escenografía y en la construcción. El coliseo de Bayreuth fué su
obra. Luego Munich, siguiendo los mismos planos, ha elevado el teatro
del Príncipe Regente, dedicándolo á la representación de las obras de
Wágner. Hoy el _Prinz-Regenten-Theater_, de Munich, celebra todos los
años un Festival Wágner que atrae á una muchedumbre cosmopolita, y
triunfa sobre Bayreuth por el esmero con que presenta las obras. Su
maquinaria escenográfica es muy superior á la de los tiempos de Wágner,
que aun funciona en el primitivo teatro.

Gentes de todos los países de Europa y de mucha parte de América, se
encuentran en Munich, con motivo del Festival. Inútil describir lo que
es este teatro con sus novedades y misterios, pues todo el mundo conoce
las innovaciones introducidas por Wágner en la representación de sus
obras. La orquesta es subterránea é invisible, lo que llamaba el maestro
«el abismo místico» de donde surgen las melodías como si viniesen de
otro mundo, sin ver el espectador á los músicos, que sudan y gesticulan,
y al director, que se mueve como un loco. El teatro está completamente á
obscuras. Las puertas de los pasillos se cierran al empezar cada acto,
sin que exista poder terrenal capaz de abrirlas antes de que aquél
termine. La disciplina alemana reglamenta el curso del espectáculo; el
programa marca las horas y minutos que se invertirán, tanto en el
conjunto de la obra como acto por acto. Las trompetas, sustituyendo á
los toques de campana, hacen correr á los espectadores lo mismo que
reclutas que temen faltar á la lista.

Las representaciones del Festival Wágner empiezan á las cuatro de la
tarde y acaban á las nueve y media de la noche. El último entreacto es
de media hora, para que el público pueda cenar en los grandes comedores
del teatro. Una admirable igualdad reina sobre el público. Todos los
asientos son iguales y cuestan lo mismo, veinte marcos (veinticinco
pesetas). El teatro, aparte de los seis palcos del fondo, destinados á
la familia real y á los potentados extranjeros, sólo se compone de
butacas que se alínean en peldaños, subiendo desde la concha circular,
que cubre el foso de la orquesta, hasta lo más alto de la sala. Todos
ven el espectáculo de frente. Las dos paredes laterales son lisas, sin
otros adornos que las portadas de salida y unas hornacinas con vasos
griegos.

¿Á qué hablar de _El anillo del Nibelungo_?... Wotan, Brunilda,
Sigfrido, todos los dioses, los héroes, las beldades desventuradas, los
gigantes espantosos y los nibelungos enanos, que figuran en esta serie
de óperas, con su fantástica Historia Natural de dragones que cantan,
pájaros que aconsejan y serpientes y osos, son personajes conocidos del
público y no ofrecen ya novedad. La _Walkyria_ y el _Sigfrido_ los
cantan en Munich lo mismo que en el Real de Madrid, ó tal vez un poco
peor. Todos los artistas de lengua alemana tienen empeño en cantar en
este Festival, porque _da cartel_. Algunos proceden de Nueva York, y
creo que hasta después de trabajar gratuitamente, dan dinero encima.

Además, en este teatro, donde no se admiten manifestaciones del público,
el artista puede atreverse á todo, sin ese miedo que inspiran los
espectadores exigentes de Italia y España, los cuales llevan á la ópera
algo del espíritu de la gente que asiste á una corrida de toros. Total,
que al lado de buenos artistas, encanecidos en el culto wagneriano,
aparecen otros indignos de cantar en su compañía. Por fortuna, la
orquesta, las maravillas del decorado y la escrupulosidad y atención en
el juego escénico, justifican el largo viaje que ha tenido que realizar
una gran parte de este público, híbrido en su aspecto exterior, y tan
interesante casi como las obras de Wágner.

La uniformidad militar del teatro contrasta con la variedad infinita de
los espectadores. En lugar alguno de Europa puede encontrarse un público
tan heterogéneo. Una amable libertad impera en el vestido. Las damas
alemanas y algunas francesas se presentan en traje de ceremonia; los
oficiales marchan tiesos, en sus apretadas levitas de alto cuello,
arrastrando el sable; los _herr_ germánicos llevan frac y se cubren la
cabeza con fieltros de anchas alas; pero revueltos con estas gentes
elegantes, pasan inglesas y americanas, vistiendo blancos trajecitos de
falda corta; viajeros con su terno gris á grandes cuadros, los gemelos
en bandolera y la gorrilla en la mano; gruesos y rubicundos sacerdotes
católicos, con levita y pechera negras, que, recordando lo que acaban de
oir, mueven los dedos como si estuviesen ya ante los órganos de sus
catedrales; vírgenes de lacias faldas, con el exangüe rostro asomado
entre dos caídos cortinajes de pelo; jóvenes melenudos, que estiran la
afeitada cara sobre las innumerables roscas de una corbata obscura;
muchachas enfurruñadas, que al llegar tarde y encontrar las puertas
cerradas, se tienden en las escalinatas de los pasillos, ansiando oir un
eco del lejano misterio por debajo de los pesados _portiers_, junto á
las piernas de los impasibles acomodadores; mujeres con cierta
originalidad en su traje y sus maneras, que son grandes cantantes en
vacaciones ó famosas concertistas; viejos condecorados, de cabellera
gris y cara arrugada, que inspiran un vago recuerdo de retratos vistos
en ilustraciones extranjeras.

Es un público de sorpresas. Todos presienten en el vecino que pueda ser
_alguien_. La mayoría está formada de artistas, de escritores, de gentes
que gozan celebridad en sus países, pero que pasan inadvertidas en esta
reunión universal, que sólo dura algunos días.

Esta importancia del público que parece presentirse, como si flotase en
el ambiente, obliga á una extremada sencillez á los grandes de la
tierra.

Yo me he codeado, del modo más irreverente, al pasear por las galerías,
con una señora joven, tan elegante como granujienta y fea. Un poco más
allá dos viejas damas, cargadas de brillantes, pusieron al verla una
rodilla en tierra, con esa sumisión germánica, al lado de la cual el
cortesanismo español resulta de costumbres democráticas.

--¡Alteza! ¡Alteza!...

Y le besaron la mano como si llevase en ella el Santísimo Sacramento.
Era una hija ó una nieta (no me enteré bien) del emperador de Austria. Y
de igual categoría que ésta, aunque más simpáticas por su modestia,
encontré en los pasillos á otras altezas, cuyo nombre no necesité
preguntar por serme sus caras bien conocidas.

Cuando termina el espectáculo, la gran mayoría del público sale en
silencio; pero algunos manifiestan su fervor á gritos.

--¡Sublime! ¡Inmenso!

Casi siempre son españoles, italianos ó franceses los que gritan
entusiasmados. Pero sus voces suenan á falso, y parece que gritando
intentan convencerse á sí mismos.

Han oído hablar del Festival Wágner como de algo extraordinariamente
misterioso; han venido atraídos por la curiosidad, creyendo en lo
sobrenatural del espectáculo, y salen de él dudando de la sensatez de su
viaje, sintiendo cierta sospecha de haber sido engañados, diciéndose
que, aparte de la sala á obscuras y de la orquesta subterránea, nada
nuevo han visto.



X

El "Mozarteum"


Al ir de Munich á Viena, la primera población que se encuentra, pasada
la frontera austriaca, es Salzburgo, famosa desde hace siglos como uno
de los lugares más hermosos de la vieja Alemania.

Es una ciudad episcopal que hasta principios del siglo XIX estuvo regida
por un príncipe-arzobispo, y sólo en 1816, después que el Congreso de
Viena, repartiéndose los despojos del vencido Napoleón, rehizo el mapa
de Europa, pasó á incorporarse á Austria. Construída en las dos orillas
del Salzach, que corre entre verdes montañas, la población extiéndese
por ambas laderas, rompiendo los densos bosques y asomando á trechos su
edificación roja y negruzca y sus altas torres sobre el verde follaje.
Una catedral gótica recuerda el gobierno de los príncipes mitrados; un
castillo, el Hoen, domina uno de los panoramas más hermosos del mundo.

Pero Salzburgo no es famosa por su belleza y su antigüedad. Á pesar de
las glorias históricas de sus arzobispos, de la hermosura de sus
paisajes y de haber habitado en ella el famoso médico Teofrasto
Paracelso, hoy dormitaría olvidada, como muchas poblaciones de la
antigua Alemania, sin que un viajero curioso descendiese en su estación
y sin otra vida que el trompeteo del regimiento acuartelado en el
castillo y el arrastre de sables de los oficiales bajo los tilos del
paseo. Un niño nacido en Salzburgo en 1756 ha bastado para dar una
celebridad universal é imperecedera á la pequeña población alemana.

El príncipe-arzobispo de dicha época, amante de la música, como todos
los señores alemanes, tenía á su servicio un maestro de capilla, pagado
miserablemente y abrumado por un continuo trabajo.

Este pobre músico ocupaba un cuarto piso en una calle estrecha de
Salzburgo; una casa de vecindad, con su escalera en forma de túnel y sus
galerías, dando acceso á innumerables puertas. Un día el necesitado
maestro vió aumentarse sus apuros con el nacimiento de un nuevo hijo. Le
pusieron los nombres de Wolfgan Amadeo y el obscuro apellido de su
padre, llamado Leopoldo Mozart.

Los vecinos del viejo caserón vivían en continuo concierto. Por las
tardes, cuando terminaban sus ocupaciones en la catedral ó en el palacio
del arzobispo, los músicos de la capilla, tan pobres y entusiastas como
el maestro, reuníanse en la casa de éste. No tenían dinero para ir á la
cervecería, y se juntaban trayendo sus instrumentos, para deleitarse
mutuamente con interminables conciertos, en los que ejecutaban las obras
de su gusto, sin tener que seguir los caprichos del señor. Llegaban con
sus raídas casacas negras, de largos faldones, sus pelucas de un blanco
rojizo, las medias con puntos sueltos, los zapatos viejos, y se
agrupaban ávidos en torno del bondadoso Leopoldo, que les aguardaba con
un voluminoso cuaderno en la mano, última novedad musical enviada por el
_kapells-meister_ de algún otro principillo alemán.

Sentábase al piano el maestro, gemían los violines, roncaba el
contrabajo, extendía el violoncello la caricia aterciopelada de su
varonil suspiro, lanzaba la flauta sus trinos de alegría pastoril, y la
vieja casa parecía rejuvenecerse con esta alma melódica que corría por
las arterias de sus escalas y corredores. La mujer del maestro, la
hacendosa y dulce Ana María Pertlin, cosía con los ojos bajos y el oído
atento; la hija mayor, Mariana, de pie junto á su padre, seguía con
admiración el desarrollo de la música; el pequeño Amadeo, á gatas por la
habitación, interrumpía con sus balbuceos el sonido de los instrumentos.
Cuando apenas sabía hablar se quejó amargamente viendo que llegaba un
amigo de sus padres con las manos vacías.

--¡Hoy no traes tu violín de manteca!--exclamó con acento de decepción.

La manteca era para el pequeño salzburgués lo más fino y más dulce del
mundo.

No sabía aún modular palabras con su boca y hacía ya hablar al piano;
los signos del solfeo los aprendió antes que los caracteres del
alfabeto. Mariana dominaba la música lo mismo que él. En Salzburgo,
todos se hacían cruces del niño prodigioso, que á los seis años tocaba
el piano como un concertista. El mismo príncipe-arzobispo se dignó
llamarlo al palacio, admirando la habilidad del hijo de su maestro de
capilla, pero sin ocurrírsele aumentar el sueldo de éste en unas cuantas
_coronas_.

Las necesidades de la vida impulsan de pronto á Leopoldo á una
resolución digna de nuestros tiempos. Despiértase en él una avidez de
empresario. Un día, el pequeño Amadeo, ante los ojos llorosos de la
madre, que ve próxima una separación, contémplase en un espejo, ridícula
y graciosamente vestido como un gran señor, con casaca galoneada, blanca
peluca de corte y una espadita al costado. Va á correr el mundo con su
padre y su hermana, dando conciertos, y empieza sus peregrinaciones
penosas de corte en corte, durmiendo en malas posadas ó en palacios de
potentados _dilettanti_; teniendo que tocar unas veces ante reyes, y
otras ante muchedumbres que discuten con Leopoldo el precio de la
entrada. En la corte de Viena, le tratan como un príncipe y juega con
la archiduquesa María Antonieta, futura reina de Francia. En Versalles
le besan y lo adormecen sobre sus grandes faldas las beldades amigas de
Luis XV. En Italia, la muchedumbre fanática de Nápoles, asombrada de su
precocidad, cree que el músico niño ha hecho pacto con el diablo y le
obliga á tocar quitándose una pequeña sortija que lleva, á la que
atribuye la superstición un poder mágico. En Milán compone una ópera á
los nueve años, dirige la orquesta la noche del estreno, y el público le
saca en hombros, gritando: _¡Eviva il maestrino!_

Muere el padre; la hermana, simple compañera de ejecución musical,
vuelve al lado de la madre; Mozart, hecho ya hombre, se ve sumido en la
obscuridad que llega de pronto para los artistas precoces, cuando
pierden el encanto de la infancia. Empieza entonces su vida en Viena de
luchas y miserias. Es un innovador, y la corte prefiere á los músicos
italianos que llenan la capital austriaca. El mismo emperador le
aconseja pedantescamente que imite al primer músico de la época, el hoy
olvidado Sallieri. Para vivir, escribe sus graciosos _minuettos_, por
unos cuantos florines, cada vez que un gran señor da un baile en su
palacio. Los rivales abusan de su carácter bondadoso y dulce, acosándolo
con insultos, dificultando su trabajo con toda clase de intrigas. Entre
la nube de músicos y poetas de todos los países, caída sobre Viena por
la atracción que ejerce una corte aficionada á las artes, encuentra
pocos amigos. Su dulce debilidad sólo halla apoyo y consuelo en el
español Vicente Martín, un músico procedente de Valencia, autor de
óperas olvidadas y que figura en la historia de la música como inventor
del vals. También son sus amigos el italiano Daponte, abate bohemio y
licencioso, que escribe los versos de sus _libretos_ en plena
embriaguez, y un alemán feo, sombrío y malhumorado, incapaz de intrigas
y de numerosos afectos, llamado Luis Beethoven.

Las óperas que escribe gustan á lo más selecto del público, pero no le
dan dinero. Cuando se casa con Constanza Wéber, sus amigos Martín y
Daponte van á visitarle en su pobre casita, al día siguiente de la boda,
y le encuentran bailando con la mujer.

--Hace tanto frío y la leña cuesta tan cara, que nos calentamos
así--dice el maestro sonriendo.

Y continúa el baile, moviendo su cuerpo débil, elegante y gracioso, que
hacía de él uno de los más distinguidos danzarines de la época.

En Praga, con el estreno de _Don Juan_, empieza para él la celebridad.
Tiene dos hijos, su mujer puede reunir algún dinero; los empresarios le
piden nuevas obras; la corte fija su atención en él y le encargan misas
ó contradanzas... y cuando el bienestar entra en la casa, se introduce
igualmente la muerte siguiendo sus pasos.

Un día, un señor vestido de negro y de aspecto siniestro llega á la
vivienda de Mozart, y entregándole como adelanto una bolsa llena de oro,
le encarga que escriba cuanto antes una misa de muertos.

Es el testamentario de un gran señor fallecido en el campo, pero á
Mozart, roído por la tisis y perturbado por las supersticiones que
acompañan á toda enfermedad, le parece que el hombre vestido de negro es
la misma Muerte que viene á anunciarle su próximo fin, y se lanza á
escribir la famosa _Misa de Requiem_ convencido de que se estrenará en
sus propios funerales. ¡Las noches de cruel insomnio, con la certeza de
que toda nota trazada es un segundo menos de vida, de que avanza el
temido final con cada nueva hoja añadida á la partitura, amontonando
sobre el pentagrama lágrimas y melancolías!... Su vida iba
extinguiéndose así como avanzaba su obra. Casi moribundo, quiso oirla, y
con un esfuerzo supremo cogió en sus manos el papel del tenor.

Un discípulo se sentó al piano; otros se encargaron de las diversas
partes de la obra; Mozart, hundido en un sillón, con el papel ante los
ojos, cantaba con una voz trémula y dulce, como el cisne de las leyendas
antes de morir. Al llegar al _Lacrimosa_, su voz se cortó con un gemido.

--¡No, no puedo más!

Y echó la cabeza sobre el respaldo, para no levantarla nunca, entre las
lágrimas de amigos y discípulos, y los alaridos de Constanza, que, al
fin, podía dar expansión á su dolor.

Al día siguiente fué el entierro, día tempestuoso y gris que arrojaba
sobre Viena un verdadero diluvio.

Gran concurrencia en la casa mortuoria: todos los músicos de Viena,
algunos grandes señores de la corte y delegaciones de la Masonería,
agradecida á Mozart por su _Cantata de los fracmasones_, que aun se toca
en muchas logias.

El fúnebre cortejo emprendió la marcha bajo la lluvia torrencial. El
agua saltaba furiosa sobre los rojos paraguas de ballena; los zapatos de
hebillas y las negras medias de los acompañantes hundíanse en los
arroyos fangosos. Hay que conocer Viena, enorme ciudad, para darse
cuenta de lo penoso de una marcha hasta el cementerio, por calles
interminables. En una esquina se quedaba un grupo del cortejo,
diciéndose que ya había acompañado bastante al difunto camarada en un
día como aquel; más allá desertaban otros; las carrozas de los señores
habían desaparecido; los más valientes y más fieles llegaron hasta las
afueras. Total, que al anochecer, con los caballos chorreando y á un
paso vacilante, en la penumbra del crepúsculo, llegó al cementerio un
coche fúnebre... sin que lo siguiese nadie.

Algunas semanas después, cuando la viuda quiso saber dónde estaba el
cuerpo de Mozart, nadie supo contestarle. Ninguno del cortejo había
presenciado el entierro. Los sepultureros no supieron explicarse, ni
pudieron nunca ponerse de acuerdo. ¡Se entierra tanta gente durante un
solo día en una ciudad enorme!... La Nada tragó para siempre el cuerpo
del maestro, y la Duda le sirvió de lápida mortuoria. Se sabe de cierto
que sus restos están en el cementerio viejo de Viena, y esto es todo.

La ciudad de Salzburgo ha convertido en museo la vieja casa del maestro
de capilla Leopoldo Mozart, donde nació el prodigioso compositor. El
_Mozarteum_ contiene en sus pobres habitaciones, de techo bajo y
pavimento de vieja madera, todos los recuerdos de la vida del maestro:
instrumentos, retratos, vestidos y hasta cartas. En una vitrina figura
un cráneo... ¡El cráneo de Mozart! El catálogo no lo asegura, pero el
conserje lo afirma bajo su palabra, y los más de los visitantes admiran
la cúpula ósea bajo la cual nacieron tantas bellas melodías.

Si el alma es inmortal y se entera de lo que ocurre en este mundo, tal
vez á estas horas algún antiguo mozo de cordel de Viena estará riendo en
el Paraíso, al ver que atribuyen á su pobre calavera la paternidad del
_Don Juan_.



XI

Viena la elegante


Desde Munich á Viena los hombres del pueblo, y aun muchos burgueses,
bien sean bávaros ó austriacos, muestran todos tres aficiones comunes:
aman el canto, se agujerean las orejas para llevar pequeñas monedas á
guisa de pendientes, y no pueden usar un sombrero sin adornarlo con una
pluma ó un grupo de flores silvestres.

Los pequeños chambergos de felpa verde ó acaramelada, con el ala caída
sobre el bigotudo rostro, están siempre rematados por enhiestas plumas
de gallo, que se cimbrean junto al cogote. El pueblo de la Baja Alemania
siente una gran simpatía por el Tirol y sus pintorescos montañeses,
únicos que en días de desgracia para la patria supieron resistir á la
invasión napoleónica, imitando á los guerrilleros españoles.

La _tirolesa_, canción robada al gorjeo de los pájaros, hace oir sus
trinos desde Munich á Viena, en caminos y ferias, teatros y montañas.
En el _Theresien-Wiese_, de Munich, extensa explanada frente á la
estatua de Bavaria, se verifica á fines de verano la feria anual de los
tiroleses, y de la mañana á la noche trina el ruiseñor, canta el mirlo y
gorjea la alondra, no con notas vagas, sino intercalando en sus escalas
versos que hablan de amores y luchas en las montañas verdes, coronadas
de nieve.

La música es una necesidad para los pueblos de la Baja Alemania. Cuando
se les ve de cerca se comprende que las estatuas de grandes
compositores, compatriotas suyos, llenen calles y plazas. No hay café
que no tenga orquesta, ni restaurant al aire libre sin banda militar. En
Munich, el público de las cervecerías canta á coro, acompañado por los
violines y chocando los bocks como los bebedores de Goethe en el
_Fausto_. En Viena, la patria de Strauss y de Suppé, el vals lánguido y
elegante ó la marcial retreta suenan en todos los establecimientos
públicos.

El catolicismo austriaco es el más armonioso de la cristiandad papal.
Una simple misa rezada en la catedral de San Esteban, ó en cualquier
otro templo de Viena, es en los domingos un verdadero concierto. Suena
el órgano un ligero preludio, como para dar el tono; los fieles,
hombres, mujeres y niños, tiran del librito que les sirve de guía para
recordar los versos de los himnos, y la misa se desarrolla en medio de
un coro de centenares y aun de miles de voces, sin que ni una sola
desentone, siguiendo todas instintivamente el ritmo, sin necesidad de
dirección, con un ajuste maravilloso. Las voces graves acompañan con
artísticas disonancias el canto femenino ó infantil, y este coro, de
música difícil, suena durante una hora como el del mejor teatro de
ópera.

En Viena, la música es algo nacional, que constituye el orgullo del
pueblo. Las bandas de los regimientos austriacos son verdaderas
orquestas. Cuando Austria dominaba la Alta Italia, los patriotas
venecianos y milaneses ocultábanse en sus casas para no ver á los
abominables invasores; pero así que sus bandas sonaban en las calles,
abrían instintivamente las ventanas, confesándose que los malditos
_tedescos_ manejaban como ángeles sus instrumentos.

Viena ha visto ella sola nacer más obras musicales de fama universal que
todo el resto del mundo. En modestas callejuelas vecinas al Palacio
Imperial y al teatro de la Ópera, vivieron Mozart, que escribía
_minuettos_ originales para cada baile que se celebraba en Viena, y
Beethoven, que componía una cantata por cada victoria de los ejércitos
aliados, ó producía todas las semanas algo nuevo para los conciertos y
fiestas de los grandes plenipotenciarios, arregladores de Europa, en el
famoso Congreso de 1815.

Viniendo de Alemania, se presenta Viena como una ciudad encantadora,
resumen de toda clase de bellezas y elegancias. Las tiendas de modas
del imperio germánico, en su deseo de aislar á Francia creándola el
vacío, pretenden ignorar que existe un París, al que las mujeres de todo
el mundo piden el último tipo de elegancia. _Modelo de Viena_, dicen en
los escaparates alemanes las etiquetas de los sombreros y vestidos.

Si fuera posible colocar juntos á París y Viena, para abarcarlos en una
sola ojeada, es seguro que la capital austriaca saldría vencida de la
comparación. Pero Viena está muy lejos, y para llegar á ella hay que
atravesar las ciudades alemanas, con sus mujeres vestidas como
institutrices pobres, de malfachada gordura, y que para colmo de
desdicha, por un patriótico orgullo de su exuberante maternidad,
raramente usan corsé.

Por eso la elegancia de Viena causa mayor impresión, desde el primer
momento, que la que se siente en París cuando se llega á éste procedente
de España ó de Italia.

Hay que confesar también que las vienesas son físicamente superiores á
las parisienses, y su fama universal de belleza no es usurpada. La
española hermosa es muy superior á la vienesa; pero en las calles de
Viena se encuentra mayor número de mujeres guapas que en las calles de
Madrid. Las nuestras las vencen por la calidad, pero ellas son
superiores por la variedad y el número.

Austria es la verdadera frontera de la Europa central... y _europea_.
Más allá, hacia el Oriente, están acampados pueblos que, aunque de
aspecto semejante al nuestro, son de origen asiático y han sido
depositados en el lugar que ocupan por el oleaje de las invasiones. Por
dos veces llegó la avalancha turca hasta el pie de los muros de Viena.
Los doscientos y pico de pueblos que constituyen hoy el imperio
austriaco, con su carnavalesca variedad de colores, lenguas, trajes y
costumbres, unos rubios, como los germanos más septentrionales, otros
obscuros ó amarillentos, cual las tribus del interior de Asia, han
producido con sus cruzamientos extraños tipos de belleza. En esta tierra
ha ocurrido el último choque de Oriente y Occidente. Hasta aquí llegó el
supremo empujón del Asia invasora, y como núcleo de un pueblo perdido en
las remotas lobregueces de la historia, viven en Austria los _tzíganos_
ó bohemios, de los que son ramas sueltas los gitanos y _romanicheles_
que vagan por Europa.

Conjunto de mil caracteres extraños á su raza, es la mujer vienesa. Su
color resulta incierto. Puede ser morena y de ojos de brasa como una
gitana, ó rubia y de mirada azul como si hubiese nacido en Berlín. Es
devota como una española, y al mismo tiempo alegre como una italiana, y
elegantemente desenvuelta cual la parisién. La blanca piel de las razas
del Norte no tiene en ella la fría pasividad germánica, pues parece
caldeada por la voluptuosa sangre de la odalisca.

El amor no la enloquece, á juzgar por los conflictos de su vida, que se
reflejan en el teatro y la novela.

El lujo, el deseo de parecer aun más hermosa la dominan tan
imperiosamente, que en su alma no queda espacio para otras pasiones.

En Viena todos visten bien, hombres y mujeres. En ninguna capital de
Europa se ve á la gente mejor presentada. Los hombres parecen recién
salidos de la tienda del sastre. Las mujeres elegantes son incontables.
Todas, aun las más modestas, si son hermosas, parecen escapadas de las
láminas de un periódico de modas.

Algunas son ricas; una gran parte sólo gozan de cierto bienestar; la
inmensa mayoría son pobres, como en los demás países. ¡Y sin embargo,
Viena, por lo mismo que es una ciudad elegante, resulta muy cara y exige
grandes gastos para el sostenimiento de lo superfluo!...

La emperatriz Elisabeth, asesinada en Ginebra, odiaba á Viena, donde
había pasado la mayor parte de su vida. Para no verla, iba errante por
Europa, viviendo tan pronto en las islas griegas como en las montañas
suizas, hasta que la hirió el puñal anarquista en las riberas del Leman.

--Viena...--decía con indignación--. ¡La ciudad bella y engañosa! ¡El
lugar más corrompido de la tierra!...

Hoy la soberana de las tristezas errantes, la infatigable lectora de
Heine, poeta de las inmensas amarguras, se pudre en el panteón
imperial, con todas sus decepciones y protestas.

En calles y jardines siguen sonando las valses; las enaguas revolotean
en las aceras con rítmica marcha que deja tras los graciosos pies una
estela de perfumes; los lujosos carruajes, tirados por caballos
húngaros, corren por las avenidas del Prater; á la entrada del célebre
paseo, en el _Wurst el Prater_ ó «Prater del Polichinela», el buen
pueblo, satisfecho de su emperador, baila y se emborracha con cerveza,
esperando la noche para fabricarle nuevos súbditos al soberano, y por
encima de los tejados de Viena suenan á todas horas las campanas de cien
iglesias y conventos, lo mismo que en una ciudad española.



XII

El subterráneo de los emperadores


El fraile capuchino, un arrogante mocetón de barba rubia, agita sus
brazos blancos y fuertes fuera de las mangas del hábito, al mismo tiempo
que me habla en alemán. La expresión negativa de su voz me hace
comprenderle. Es domingo, y hasta el día siguiente no se abre el Panteón
Imperial. Estoy en la sacristía del _Capuzinekirche_, templo en cuya
cripta reposan los cadáveres de los emperadores de Austria.

--El caso es que mañana no podré volver--digo yo por contestar algo al
fraile.

--¿Es usted francés?--balbucea él en dicho idioma, al mismo tiempo que
sonríe, mirando á una de mis solapas, en la que llevo la roseta de la
Legión de Honor, como si tuviese cierta satisfacción en molestarme.

--No señor; soy español.

Su rostro parece iluminarse. El azul de sus ojos toma una ternura
acariciadora.

--¡Ah, español!...

Puede correrse Europa entera sin que la condición de español despierte
en hoteles y ferrocarriles otro interés que la vaga curiosidad que
inspira un país novelesco y lejano. Pero allí donde se tropieza con un
fraile, bien sea italiano, francés, alemán ó austriaco, la nacionalidad
española atrae inmediatamente la más graciosa de las sonrisas, como si
España fuese el pueblo feliz elegido de Dios, algo así como las doce
tribus depositarias del Arca Santa, que no tenían otro quehacer que
alabar al Señor y engullirse el maná caído del cielo.

--¡Español! ¡español!--repite en su francés balbuciente el hermoso
capuchino.

Y después de descolgar una llave, me invita con bondadosa protección á
seguirle por los corredores que conducen al Panteón Imperial. Siendo
español, soy católico de primera clase y nada puede negárseme.

De pronto se detiene para decirme con amigable confianza, como si
hubiese encontrado un nuevo parentesco entre los dos:

--La reina de usted es de Viena. La conozco mucho... y á su madre, la
señora archiduquesa, también. Nos distinguen mucho á los capuchinos.

Cruzamos otro pasadizo y vuelve á detenerse para comunicarme sus
impresiones.

--Yo he estado en España; un día nada más. Fui á Lourdes y pasé á San
Sebastián para ver á la reina. Me regaló un pequeño Cristo muy
milagroso: el Cristo de... de...

Y se calla, con el pensamiento embrollado y la lengua torpe, no pudiendo
recordar el nombre de la famosa imagen y mirándome con ojos suplicantes
para que eche una mano á su memoria.

--No sé--murmuro algo avergonzado de mi escandalosa ignorancia--. ¡Hay
tantos allá!... ¡Tantos!...

El también adopta un tono vago, como si contemplase una bella y remota
visión.

--¡España! Mucho gusto en volver á verla... ¡Pero tan lejos!

Hace girar una llave de luz eléctrica y descendemos por una escalera,
recta y abovedada como un túnel, cubierta de azulejos blancos. Al final
de ella entramos en unas cuevas mal enjalbegadas, con un resplandor gris
de bodega que penetra por los tragaluces. Unas cuantas verjas oxidadas;
dos tumbas monumentales con estatuas yacentes, y en todas las cuevas del
imperial subterráneo cajones de cinc, muchos cajones, unos ciento
cuarenta, con breves rótulos en la tapa superior y esparcidos al azar,
lo mismo que los bultos depositados en un almacén. Un olor nauseabundo
de humedad de siglos y podredumbre encerrada, apesta el ambiente. Este
es el último asilo de los orgullosos emperadores de Austria, que han
reinado sobre media Europa y dado reinas á la otra media.

El subterráneo de los Capuchinos era sólo para la tumba de María Teresa,
hembra gloriosa que vale en la historia por todos los emperadores de
Austria. Pero después de muerta ella, sus descendientes han venido á
sumirse en la nada cerca de su tumba, y faltos de espacio para tener
mausoleo propio, están encerrados en ataúdes de plomo y de cinc,
pudriéndose en su propia corrupción, sin el contacto de la madre tierra,
que limpia y consume al envolvernos en su caricia.

La dinastía imperial de Austria, como si pretendiese vencer á la muerte,
se resiste á desaparecer en las entrañas del suelo, y está como de
cuerpo presente dentro de su panteón. Es algo semejante á su imperio,
que en la geografía política representa un cuerpo enorme que un día
vivió, pero cumplida ya su misión, abruma á Europa con la pesadez de un
cuerpo muerto, en que se notan próximas descomposiciones, origen de
nuevas vidas.

Este vulgar subterráneo, almacén sin grandeza de la muerte, con sus
cajas metálicas, feas y pesadas, tiene, sin embargo, un ambiente
trágico.

Una implacable maldición parece gravitar sobre esta familia
todopoderosa, la más católica y la más venerable de todas las reinantes.
Por ella conserva el Vicario de Dios una enorme parte de Europa.

La revolución protestante hubiese arrebatado á Roma sus mejores Estados
espirituales, á no ser por la casa de Austria. Los reyes de España,
después de largas guerras, sólo pudieron conservar fiel al Papado la
católica Bélgica. Los emperadores de Austria, con la espada implacable
de Wallestein y los horrores de la guerra de los Treinta Años,
mantuvieron sumisos al Pontífice enormes Estados.

Este buen servicio á la causa de Dios ha sido pagado al pueblo austriaco
con toda clase de derrotas, hasta el punto de que sus ejércitos, con ser
muy valientes, parecen sin otra misión en la historia que la de ser
vencidos por franceses, alemanes é italianos. Sus monarcas han sido
objeto de toda clase de infortunios, como si el Todopoderoso les
distinguiese con especial antipatía.

La cripta de los Capuchinos recuerda los subterráneos de las
terroríficas novelas de Ana Radcliffe, donde cada tumba encierra una
tragedia, vagando entre ellas espectros ensangrentados. En menos de un
siglo se han amontonado en este lugar los despojos de las más tristes
historias.

Dos féretros de plomo, cubiertos de coronas, rasgan, con la brillantez
de los colores de sus cintas y el oro de sus franjas, la penumbra gris
del subterráneo. Uno de ellos guarda los restos de la emperatriz
Elisabeth, la esposa del emperador actual, asesinada en Ginebra. Vagaba
por el mundo de riguroso incógnito, como una viajera cualquiera. Nadie
la conocía; ella misma deseaba olvidar su rango de emperatriz;
transcurrían años sin que volviese á sus dominios; pero sin embargo, la
fatalidad, que respeta á los monarcas ostentosos rodeados de la pompa de
su investidura, hizo que una mirada feroz se fijase en la modesta
viajera, vestida de negro.

En la otra caja está su hijo Rodolfo, el heredero de uno de los más
grandes Estados de Europa, muerto misteriosamente en un drama de alcoba,
como un protagonista de «Crónica de sucesos», dejando, al abandonar el
mundo, la duda entre un suicidio voluntario, una monstruosa amputación ó
un asesinato bestial, perpetrado en la locura de la embriaguez.

Unos ataúdes, sin adorno, oxidados por los años, encierran los dos
últimos pensamientos de Napoleón. En uno está María Luisa, graciosa y
casquivana archiduquesa, esposa del primero de los guerreros modernos,
entregada cobardemente por su padre á un sublime advenedizo, ansioso de
ennoblecerse históricamente tomando mujer de la casa austriaca, antiguo
y acreditado centro de exportación de reinas. Ser esposa amada de un
Napoleón, sentir en sus sienes la mayor de las coronas, y al llegar la
hora de las gloriosas desgracias y las tristezas ennoblecedoras,
abandonar al marido sin un recuerdo, ahogando su memoria con amorcillos
vulgares y muriendo en un ridículo principadillo italiano... ¡qué final
puede hallarse más triste!

Junto á ella duerme el _rey de Roma_, el _Aiglon_, el joven paliducho,
soñador y vacilante, que Napoleón dió al mundo, como esas ramas faltas
de savia que echan los árboles gigantescos cansados de producir. La
sangre de la madre atrajo sobre su cabeza el eterno infortunio de la
dinastía austriaca. Sus ojos, al abrirse á la luz, vieron en torno de
él, como servidores, á los hombres más poderosos de la época: brazos que
conquistaban reinos se emplearon en pasear su infancia; el imperio de
Europa figuraba en su canastilla al nacer; los primeros guerreros del
mundo sentían rodar lágrimas por los canos mostachos al contemplar su
retrato en los nevados campamentos de Rusia; y sin embargo, cuando le
sorprendió la muerte en las habitaciones de Schoenbrunn (un palacio en
el que se instaló su padre como conquistador y que habitó él como nieto
pobre, portador de un apellido odioso), este engendro triste del genio y
la sangre rancia sólo dejó como recuerdo de su paso por el mundo un
melancólico vals. La última vez que le vió el pueblo de Viena fué
mandando un piquete en el entierro de un general obscuro. ¡El hijo de
Napoleón escoltando el cadáver de un militar sin nombre, que más de una
vez habría corrido ante su padre!...

Un ataúd aislado, junto á una pilastra, guarda otra tragedia. El nombre
de _Queratarus_, que figura en la inscripción latina de la tapa, hace
surgir el recuerdo de Méjico y la fantástica tentativa de un imperio
americano, derrumbada al estampido de un fusilamiento. En esta caja
está Maximiliano I y último de Méjico, que llevó al otro lado de los
mares el destino fatídico de su familia.

El pensamiento abandona el fúnebre subterráneo para esparcirse por el
mundo, y abarca á los innumerables archiduques errantes sobre la tierra,
como si quisieran huir de las glorias terrenales de su familia, que
equivalen á una maldición, y olvidar un apellido famoso, que parece
atraer la muerte ó la locura. El fantástico Juan Ort desaparece como un
héroe de novela en la punta más avanzada de la América meridional; otro
archiduque vive como un labriego en una isla del Mediterráneo; otro
reniega de su apellido para ser capitán mercante; otro más se casa con
una cómica, ansioso de aplebeyarse y que todos olviden su origen... La
desesperación ó la locura guían los pasos de estos descendientes de la
más católica y rígida de las monarquías.

La familia se deshace. ¡Quién sabe la suerte de su vasto imperio, simple
expresión geográfica, sin cohesión de razas ni de espíritu, que
lógicamente debe fraccionarse, dando vida á organismos más homogéneos!

La densa humedad del subterráneo, su vulgar desnudez, cargada de hedores
de corrupción y moho, me hace ansiar la vuelta á la luz y al aire libre.

Al llegar arriba, el capuchino mira su reloj, y espontáneamente me
indica qué templo debo escoger para oir misa.

--Cuando usted vuelva á España--añade con tono insinuante--, si ve usted
á la reina...

--¡Gracias! No la conozco, no la trato...--digo modestamente, ante su
mirada de asombro.

Y al irme, para agradecerle sus molestias y que no pierda el alto
concepto que tiene de los españoles (¡los primeros de los católicos!),
le alargo una peseta austriaca.



XIII

¡Hermoso Danubio azul!...


De Viena á Budapest se va en cuatro horas por el tren y en trece horas
por el Danubio. Escoger entre ambos modos de locomoción no ofrece duda
para los más de los viajeros. Sin embargo, yo me embarqué á las siete de
la mañana en un vaporcito, frente al muelle del Prater, y dije adiós á
Viena, envuelta todavía en las neblinas del amanecer.

_¡Hermoso Danubio azul!_... como cantan en el famoso vals. Lo de azul es
una exageración patriótica del músico Strauss, pues yo no lo he visto de
tal color un solo instante, ni en los muelles de Viena, de reciente
construcción, ni en las revueltas de su curso, que forma más de cien
islas, ni en las inmediaciones de Budapest, donde muge al tropezar con
altivos y negros promontorios, que son como estribaciones avanzadas de
los montes Karpatos. Su color es un blanco gris y luminoso, semejante al
reflejo del acero pulido.

Pero hermoso sí que lo es el célebre río, de una belleza majestuosa,
imponente y algo salvaje, que bien merece los versos y los suspiros de
violín dedicados á su gloria.

Cerca del puente del Brünn transbordamos á un vapor grande, y empieza la
navegación río abajo, moviendo el buque las ruedas en una corriente
veloz que acelera su marcha.

¡Famoso viaje! Sobre la cubierta agrúpase una multitud pintoresca y
abigarrada, que parece resumir el amontonamiento de pueblos del imperio
austriaco: gitanas bronceadas, envueltas en mantones y con un pañuelo
sombreando los ojos de brasa, lo mismo que las que se ven en Madrid
cerca del puente de Toledo; aldeanas con blancas camisetas de mangas de
farol y faldellín corto y hueco, como el de las bailarinas, que al menor
descuido deja ver la carne sonrosada y maciza más allá de las medias
atadas bajo las rodillas; campesinos húngaros de fiero bigote y
encintado sombrerillo, moviendo al andar los pantalones blancos de
campana y la blusa ceñida por una faja multicolor; soldados azules con
las piernas ajustadas en un _colant_ que les da aspecto de gimnastas, y
mezclado con todo este mundo un revoltijo de fardos, cestos, cuerdas y
maletas, un oso y varios monos de una banda de bohemios y una cantidad
regular de perros enormes, que se espeluznan y enseñan los dientes cada
vez que llega hasta nosotros un ladrido de las lejanas orillas.

El vapor danubiano es un arca de Noé por el amontonamiento de personas,
animales y lenguajes. Cada grupo habla diferente idioma, y sin embargo,
de la proa á la popa no hay quien entienda una palabra de francés, ni
menos de español. El capitán, lobo fluvial de rudas maneras, sabe que
existe en el mundo un pueblo italiano, y conoce vagamente de su lengua
hasta media docena de palabras: esto es todo. En el comedor del barco,
donde sólo entran los contados pasajeros de primera, los dos criados
puestos de frac sonríen estúpidamente, encogiendo los hombros, y hay que
emplear con ellos el más universal de los _esperantos_, el idioma de la
seña. En la cubierta, el pasaje, abigarrado y movedizo como un coro de
ópera, me habla con palabras extrañas, y yo contesto con la misma
sonrisa de los mozos del comedor.

El Danubio, al alejarse de Viena, ensancha su superficie y toma un
aspecto más majestuoso, libre ya de las cadenas de piedra en que le
aprisiona la gran ciudad. En ambas orillas se extiende una ancha faja,
deshabitada, desnuda de cultivos y arboleda, sin otra vegetación que
espesos juncos, cañas y matorrales enmarañados. Es el terreno reservado
á las crecidas del gran río, que éste invade durante el invierno. De vez
en cuando, agítase la silvestre vegetación y surgen de ella, como
espantados por los bramidos del buque, rebaños de toros blancos ó de
color de canela, con los cuernos enormes, pero tímidos y mansos como
vacas.

Más allá de este Danubio en seco, los bosquecillos, de árboles delgados,
pero de apretado follaje, dejan ver en sus claros campos, de intenso
cultivo, granjas en torno de las cuales agítanse hombres y mujeres
vestidos de blanco, aldeas de casitas rojas, agrupadas en torno de la
iglesia, como una pollada alrededor de la madre.

El curso del río, uniforme y grandioso, se bifurca y parece borrarse al
través de innumerables islas. Vamos por canales que tienen muchos
kilómetros de longitud. Las orillas están próximas; se oyen los gritos
de los labriegos en los campos, el ladrido de los canes, el canto de un
gallo, el tintineo de las campanas en las aldeas. Una de ellas se llama
Essling, otra se llama Wagram. Las dos no son más que dos puñados de
casitas, y sin embargo, sus nombres corren por el mundo, figuran
esculpidos en uno de los arcos de triunfo más grandes de la tierra, y
han servido para bautizar grandes bulevares de París.

Hace próximamente un siglo, un hombrecillo de levitón plomizo y pequeño
tricornio, montado en una yegua blanca, encontró magníficos estos campos
para hacer pelear, en condiciones ventajosas, á los miles de hombres que
le seguían, contra otros miles de hombres que intentaban defender sus
familias y sus medios de vida, ó sea lo que se llama la patria. Aquí
ocurrieron las famosas batallas que aseguraron á Napoleón su dominio
sobre Austria. Nada recuerda en las tranquilas aldeas estos sucesos
_gloriosos_ que las hacen inmortales. Un perro de pastor ladra sobre una
altura que tal vez sirvió de pedestal durante unas horas al gran
conductor de pueblos. Un rebaño blanco rumia la hierba en el mismo suelo
que conmovieron hace noventa y ocho años, con pataleos de rabia ó de
agonía, numerosos rebaños de hombres. Brilla el acero de unas guadañas
en los campos, cortando algo que no puedo ver, pero que seguramente
sirve para el sustento de la vida y es producto de la corrupción de
quince ó veinte mil hombres que se mataron sin conocerse y sin odiarse.

En las alturas inmediatas al río, van apareciendo, fuera del dédalo de
islas, viejas iglesias góticas, ruinosos castillos, pueblos con antiguas
fortificaciones. Es el Austria venerable y heroica, que data de las
correrías de los turcos, y logró contener y esterilizar ante los muros
de Viena el empuje oriental, librando al centro de Europa de una
invasión que hubiese cambiado el curso de la Historia. Sobre una colina
elévase una pirámide de tierra, de 19 metros, llamada el _Hütelberg_,
que conmemora la expulsión definitiva de los otomanos. Su nombre
proviene de que la tierra la llevaron los habitantes de los alrededores
en sus sombreros (_hüte_).

Al llegar á la desembocadura del Morava en el Danubio, acaba el
territorio austriaco y empieza el de la autónoma Hungría, que tiene por
rey al emperador de Austria, pero se gobierna aparte, con toda la
altivez de un pueblo de vieja historia.

Hasta Budapest, todas las poblaciones de la ribera del Danubio tienen un
nombre alemán y otro magyar.

Presburgo, la segunda ciudad húngara, que un tiempo fué la capital, la
llaman los magyares Pozsony. Su catedral, donde antiguamente se
coronaban los reyes de Hungría, levanta por encima de los tejados una
aguja de piedra con calados que transparentan el azul del cielo.

Gran movimiento de personas y fardos en el muelle de desembarque. Frente
al vapor suena una alegre música. Es una orquesta de zíngaros, negros y
melenudos, que saludan á los pasajeros, haciendo sonar sus instrumentos,
al mismo tiempo que ruedan los ojos y sonríen con una expresión
inquietante, como si la música les inspirase proposiciones deshonestas.
Son los violinistas de los cafés de París, los famosos _tzíganos_ de
todos los restaurants elegantes del mundo, pero al natural, sin casacas
rojas ni peinado brillante de pomada, servidos en su propia salsa de
andrajos y suciedad. No llegan á diez y parecen una orquesta enorme por
el terreno que ocupan y la _autoridad_ con que tocan.

En primera fila están los pequeños, abiertos en extensa guerrilla y casi
ocultos tras el violín; mucho más lejos, los padres, y todos tocando la
_cazarda_, de ritmo desigual, endiablado y loco, con el busto echado
atrás, el vientre saliente y la mirada perdida en lo alto, como si
fuesen á desmayarse á impulsos de desconocida voluptuosidad. Es la
actitud tradicional, el gesto de Rigo, que trastornó algo más que el
seso á la inflamable princesa de Caramán-Chimay.

Al alejarnos de Presburgo ó de Pozsony, la navegación adquiere una
hermosura monótona; siempre ante la proa una extensión de río enorme,
con el horizonte cerrado por una revuelta, que lo convierte
aparentemente en mansa laguna. En las riberas se ven colinas cubiertas
de cepas, que producen los vinos rojos de Hungría y el famoso _Tokay_, ó
enormes peñones, cuyas cimas coronan castillos arruinados.

Empiezo á arrepentirme de la larga navegación. Cae la tarde. El sol no
es ya más que un charco de oro, que parece hervir en el horizonte entre
montones de nubes negras. Su agonía se refleja en el Danubio, poblando
de impalpables peces de fuego las aguas que rebullen en torno de las
paletas de las ruedas. La fatiga de una navegación entre orillas que
parecen siempre iguales, como si el río se repitiese á cada revuelta,
empieza á apoderarse de mí. ¡Qué mala idea venir por el río! Fatal
afición á lo raro, que hace preferir los viajes difíciles siempre que
sean extraordinarios y no los hagan los demás.

Una isla cierra el horizonte. Entramos en un canal entre ella y la
orilla. En la ribera opuesta, sobre una altura, empiezan á surgir
blancos grupos de caserío y torres puntiagudas.

¡Budapest!... Nunca he experimentado sorpresa tan grande. La decepción
de poco antes se cambia en alegría. Bendita idea la de venir por el
Danubio y llegar embarcado á la capital de los magyares. Budapest es
sencillamente la ciudad más hermosa de Europa al primer golpe de vista.
No lo digo yo: lo afirman todas las guías y todos los viajeros.

Á la derecha del río, Buda, la ciudad antigua, extendiendo sobre una
cadena de alturas sus recuerdos históricos. En la ribera izquierda,
Pest, la población enorme, donde están los edificios recientes y las
industrias modernas. Enormes puentes colgantes unen una orilla á otra,
siendo como el guión que junta el nombre doble de la ciudad: Buda-Pest.

Nos detenemos en la isla Margarita, que parte al río en una regular
extensión antes de penetrar éste entre las dos ciudades.

En una colina inmediata, rodeada de jardines, existe una pequeña
mezquita de forma octógona. Llama la atención este templo musulmán,
blanco y escrupulosamente cuidado, en el católico Budapest, que ostenta
junto al Danubio la iglesia de San Matías, semejante á un castillo.

La mezquita guarda bajo su blanca cúpula la tumba de Gül Baba, santón
turco, que sus compatriotas juzgaron sacrílego llevarse á Constantinopla
al evacuar á Budapest. La obligación de conservar en buen estado la
tumba del santo musulmán, figura en un artículo del Tratado de paz de
Carlowitz, entre Austria y Turquía, en el siglo XVII, y los austriacos
respetan el antiguo compromiso.

Esta huella de la dominación turca me hace recordar que estoy ya en las
puertas del imperio de Oriente.



XIV

La ciudad de los magyares


De noche parece Budapest una población de ensueño. La doble ciudad
refleja en el Danubio--que tiene cerca de medio kilómetro de
anchura--los fuegos de su espléndida iluminación. Desde los muelles de
Pest, que es la más grande por estar en el llano, se contempla enfrente
á Buda, enroscando sus rosarios de luces de gas por las sinuosidades de
las colinas y sembrando las rocas de faros eléctricos, que brillan como
lunas.

Por las negras aguas pasan las linternas de los vaporcillos invisibles,
borrando momentáneamente, con el remolino de su marcha, los temblones
reflejos de las luces de los muelles.

De los cafés, que brillan como bocas de horno en la orilla opuesta,
llegan á intervalos, con los soplos de la brisa, suspiros de violines ó
el rugido metálico de una banda militar. En los paseos, campesinas de la
Galitzia austriaca ó de Transilvania, con trajes pintorescos, que
recuerdan las invasiones turcas ó las guerras de María Teresa, van de
restaurant en restaurant, llevando sobre el vientre grandes cestos de
frutas. La sandía, casi desconocida en los pueblos del centro de Europa,
se muestra aquí y parece sonreir amigablemente con su purpúrea y redonda
boca, anunciando que el Oriente está cerca. Los violines bohemios suenan
tras los verdes arbustos de las terrazas, y las canciones melancólicas
de Rumania sorprenden con sus palabras de origen latino, que hacen
recordar al glorioso español Trajano, fundador y civilizador de dicho
pueblo.

De vez en cuando truena el suelo de los muelles y pasa un carruaje
tirado por caballos húngaros, incomparables animales que marchan siempre
al trote largo, como si éste fuese su paso natural, y unen el vigor y la
corpulencia á la esbelta ligereza del corcel árabe.

Cuando los esplendores del sol disuelven el negro misterio, moteado de
luces, que envuelve á la doble ciudad, se muestra ésta monumental y
grandiosa. En el moderno Pest, los grandes hoteles, los edificios del
Estado, los templos de diversas religiones y los establecimientos de
enseñanza, asoman sus masas arquitectónicas por encima del caserío. En
el antiguo Buda, ciudad de alturas, hay una larga colina, que es como el
Capitolio del pueblo magyar, pues la extensa meseta soporta los
principales monumentos de su vida política. Sobre la ondulada cresta,
cubierta de profundas manchas de jardinería, está el San Matías, templo
del siglo XV, fortificado como un castillo. Á sus naves tuvo que venir
á coronarse, como rey de Hungría, el actual emperador de Austria, entre
las corvas cimitarras de los señores magyares, vestidos con el dolmán
tradicional, haciendo sonar las espuelas de sus botas de cuero rojo, y
ondulando sobre su gorro de húsar el blanco penacho sujeto con un joyel.

Al lado de San Matías extiende sus innumerables cuerpos arquitectónicos
el _Királyi palota_, palacio real, en el que no ha vivido ningún rey
desde hace más de un siglo, pero que no por esto respetan menos los
húngaros como un símbolo de su relativa independencia. Ochocientas
sesenta habitaciones tiene este palacio, que comenzó á construir María
Teresa, todas lujosas, todas deshabitadas, y muchas de ellas con muebles
modernísimos que nadie ha usado. El palacio, con su ostentosa frialdad
de mansión vacía, tiene algo de tumba; pero los húngaros lo adoran,
viendo en él una prueba de que en nada dependen del grandioso alcázar
que se alza en el corazón de Viena.

El palacio real, el Parlamento y la Academia, son los tres orgullos de
los ciudadanos de Budapest. Los rudos señores magyares, que en el campo
llevan aún una vida casi feudal, que no poseen otra ciencia que la
hípica, educando los caballos en los pantanos inmediatos al Danubio, y
cuando quieren obsequiar á un compatriota ilustre, pianista ó poeta, le
regalan... _un sable de honor_, hablan de la Academia de Budapest con el
respeto supersticioso que inspira lo desconocido. La Academia húngara
es una institución particular, fundada hace años por el conde Szechenyi,
quien la instaló en lujoso palacio y la legó un excelente museo.

Compuesta de trescientos miembros, se dedica, según los estatutos que
dictó su fundador, al estudio de la historia y la lengua húngaras, y al
de todas las ciencias, menos la Teología. Su biblioteca la forman medio
millón de volúmenes; su museo de Pinturas tiene mil cuadros, de los
cuales unos cincuenta (los mejores) son de la escuela española,
figurando á la cabeza cinco de Murillo.

Pero de todos los edificios públicos, el que más entusiasma á los
magyares es el Parlamento. Los hijos y nietos de aquellos húngaros
revolucionarios que en 1848 fundaron la República, presidida por Kosuth,
ya que no pueden lanzarse al campo sobre veloces caballos de batalla,
vestidos con su uniforme tradicional de húsar y blandiendo el corvo
sable contra los opresores austriacos, se han refugiado en el
Parlamento, el _Uj Orszaghaz_, como en un lugar de combate, donde dan
expansión á sus resentimientos históricos.

El edificio, de construcción reciente, es digno de la importancia que
atribuyen los húngaros á la vida parlamentaria, última manifestación,
por el momento, de su antigua rebeldía.

Visto este palacio por primera vez, asombra é intimida con su grandeza.
Examinado más despacio, parece un disparate arquitectónico, una
fanfarronada de piedra, con centenares de habitaciones y alas enteras
que para nada sirven. El deseo de los húngaros fué poseer un Parlamento
más grande que el de Viena y todos los del mundo; algo que por su
inmensidad estuviera en relación con la importancia de sus aspiraciones
políticas, y construyeron como gigantes.

El palacio ocupa una superficie de 15.000 metros cuadrados; su cúpula
central tiene 106 metros de altura; su coste ha sido de 36 millones de
coronas.

El exterior, mezcla de gótico y bizantino, ofrece cierta semejanza con
San Marcos de Venecia, pero considerablemente amplificado. Su interior
tiene algo que recuerda las doradas filigranas del decorado árabe.

--Esto se parece á la Alhambra--afirman con irresistible convicción los
húngaros entusiastas, que jamás han estado en España ni han visto del
palacio árabe más que alguna tarjeta postal.

Nada tienen de la Alhambra sus salones; pero algunos recuerdan vagamente
las cámaras del Alcázar de Sevilla.

Bajo la gran cúpula central, al término de una escalinata de mármol
construída para colosos, está la rotonda de oro y mármoles polícromos
titulada Salón del Trono. En ella, al abrirse el Parlamento, se reunen á
escuchar el discurso del invisible rey de Hungría, que vive en Viena,
los 450 individuos de la Cámara de Diputados y los 300 de la Cámara de
los Señores, todos vistiendo el uniforme nacional, cargados de
cordones, con cinturón y collares de pedrería, la pelliza flotante sobre
un hombro, el sable haciendo sonar las losas con el tintineo de su vaina
de bronce, prolijamente cincelada; la mayoría con ojos belicosos,
prontos á tirar del acero, como sus remotos abuelos se presentaron á la
abandonada emperatriz de Austria para gritar: _¡Moriamo pro regem
nostrum Maria Teresa!_; pero éstos si desean morir por alguien, es por
la independencia de Hungría.

El partido llamado independiente cuenta con más de la mitad de los
individuos del Parlamento, acaudillados por el hijo de Kosuth, el héroe
magyar. Los amigos incondicionales de Austria no llegan á cincuenta. Los
misioneros viven gracias á la desdeñosa protección del partido de la
independencia, que aun no cree llegada la hora de moverse, por miedo á
la Alemania aliada del emperador austriaco. Cuando muera el anciano rey
de Hungría ó cuando surja un conflicto en Europa que distraiga las
fuerzas de la Triple Alianza, los húngaros harán indudablemente algo más
que asistir á las sesiones de su Parlamento.

Mientras tanto, procuran dar á éstas la mayor amenidad posible, para
entretenimiento del pueblo magyar, y que no se pierda la tradicional
acometividad de la raza.

Los húngaros no son hermosos, arrogantes y bigotudos, como los pintan
generalmente, con sus uniformes de fiesta. Los hay pequeños, con una
amarillez asiática, pómulos salientes y mirada salvaje, que parecen
verdaderos kalmucos. Las tradiciones magyares hablan de Atila como de un
héroe del país, y atribuyen á los hunos la fundación de Buda. En el
techo de uno de los salones del Parlamento aparece el temible guerrero
«Azote de Dios», en compañía de Wotan, Sigfrido y demás héroes
mitológicos.

Cuando los diputados magyares se enfurecen contra el gobierno, tratan su
magnífico palacio como una ciudad tomada por asalto. Rompen bancos y
pupitres en el salón de sesiones y arrojan los pedazos á la cabeza del
presidente del Consejo y sus ministros, si éstos son tan inocentes que
aguardan á pie firme la contundente rociada.

Después se restaura el mueblaje, se reparan las estatuas descabezadas,
se muestran más blandos y tolerantes los amigos de Austria, y... hasta
que llegue la hora en que las escenas interiores del Parlamento se
repitan fuera, á lo largo de las riberas del Danubio, donde piafan los
caballos salvajes, y los pastores, con capas de pieles, hablan de la
corona de San Esteban y de los héroes de su raza, desde el valeroso rey
Matías Corvino hasta el abogado Kosuth, convertido en general, que dijo
adiós á la patria y prefirió morir en suelo extranjero, tras larga y
obscura ancianidad, antes que verla gobernada por austriacos.



EN ORIENTE



XV

Los Balkanes


El tren deja atrás Kiskörös, patria de Petofi, el famoso poeta húngaro,
y la ciudad de Carlowitz, célebre por su tratado de paz entre Austria y
Turquía y por ser cuna del poeta servio Branko Radichevié.

En los corredores de los vagones suena un ruido de sables, y un capitán
del ejército servio, seguido de varios gendarmes, va pidiendo el
pasaporte á los viajeros. Salimos de la verdadera Europa. En adelante,
imposible viajar, ni aun moverse, sin exhibir á cada momento el
pasaporte, contestando á bulto las preguntas del policía, á quien no
entendéis y que no os entiende.

Empieza el Oriente, al que sirven de avanzada los Balkanes, con sus
pequeños y revoltosos Estados. Pasamos el Save, amplio afluente del
Danubio, por un puente larguísimo, y la ciudad de Belgrado, capital de
la Servia, aparece sobre un promontorio, dominando con su antigua
ciudadela turca la confluencia de los dos ríos.

Al apearme en la estación, gran extrañeza de los viajeros, todos los
cuales van directamente á Constantinopla, y de los mismos servios que
llenan el andén: gendarmes, policías de uniforme ó de paisano, simples
curiosos habituados á ver pasar los trenes de Oriente sin que á ningún
extranjero se le ocurra detenerse en su capital.

Es de noche, hace frío y llueve. En la Aduana vuelven á examinar mi
pasaporte varios oficiales de gendarmería y un comisario joven, de largo
gabán, con perfil de ave de presa, que hace adivinar bajo el sombrero un
cráneo puntiagudo y pelado. Es el sabio de la compañía. Después de
examinar largamente el papel, atina con la nacionalidad.

--_¡Spaniske!_--exclama con cierto asombro.

¡Un español en Belgrado!... Y la pregunta, que parece reflejarse en los
ojos de los oficiales servios, la formula el policía en una jerga mezcla
de italiano y servio. Les asombra mi propósito de entrar en Belgrado, y
aun se extrañan más al enterarse que es sólo un capricho, una curiosidad
de viajero.

Me abstengo prudentemente de decir que mi detención no tiene otro objeto
que ver de cerca el Konak, el trágico palacio donde, hace cuatro años,
fueron asesinados en la cama el rey Alejandro y la reina Draga por los
oficiales sublevados.

Los nuevos gobernantes de Servia viven en perpetuo recelo. Bien se nota
en las precauciones de la policía y en su deseo manifiesto de aislar al
país del resto de Europa. El nuevo rey, Pedro, cuenta con el ejército,
que le dió inesperadamente la corona cuando más desesperanzado vivía en
un tercer piso de la ciudad de Ginebra, sufriendo grandes estrecheces;
pero á pesar de este apoyo, no olvida que existe en Constantinopla un
hijo natural de Milano, hermano, por consiguiente, del asesinado
Alejandro, al cual educan para pretendiente, y que, cualquier noche, un
grupo de oficiales que se juzguen ofendidos pueden reunirse en el Casino
Militar, inmediato al Konak, y entrar en éste sable en mano, como
entraron hace cuatro años.

Al fin, el bicho raro, el _spaniske_, puede penetrar en la ciudad,
dentro de un coche de alquiler que salta sobre el suelo mal empedrado y
pendiente de las calles empinadas. Las casas son bajitas; las calles,
obscuras. Á grandes trechos farolas de electricidad, como para fingir
una civilización occidental; pero su luz turbia se pierde en las
tinieblas de Belgrado, haciendo aun más palpable la lobreguez. La
capital de Servia tiene por la noche cierto aspecto de ciudad española;
algo así como un gobierno civil de quinta clase, ó una de esas
poblaciones episcopales, sin otra vida que la que le proporcionan el
palacio del prelado y el seminario. Aquí, el obispo que da importancia á
la ciudad es un rey.

Ni un transeunte en las calles. Son las diez de la noche y Belgrado está
muerta. Cada cien pasos, inmóvil bajo un cubertizo ó en el quicio de una
puerta, veo un gendarme. No existe en Europa ciudad mejor guardada. El
gendarme servio da una alta idea del país, con su aire arrogante de
funcionario bien mantenido y su uniforme azul obscuro con vueltas
encarnadas, altas botas y gorra de plato. Son jóvenes, con una expresión
insolente de bravura en sus duros ojos. Ciertos objetos tienen una
fisonomía y un alma lo mismo que las personas, y el revólver que llevan
al cinto los gendarmes servios parece suelto y vivo dentro de su funda,
con deseos de saltar y hacer fuego por sí solo, sin mirar contra quién,
por un exceso de recelo y de fervor monárquico. Los que piensen
conspirar contra el anciano Pedro Karageorgewitch, tienen que pasarlas
muy duras.

Encuentro abrigo en el «Hotel de los Balkanes», especie de posada, á
pesar de su pretencioso título, en cuyo piso bajo, al través de una
espesa nube de tabaco, veo bebiendo cerveza á media docena de popes
griegos, sacerdotes morenos, melenudos y barbones, de expresión feroz,
con la aceitosa cabellera coronada por un gorro en forma de bellota. Más
allá llenan varias mesas como dos docenas de oficiales de diversos y
vistosísimos uniformes, blancos, rojos, grises ó azul celeste,
excelentes jóvenes con un perfil de ave de rapiña semejante al de su
rey, que mueven sables y hacen sonar espuelas con cierta delectación,
como saboreando la omnipotencia de su fuerza, que les permite cambiar de
monarca al final de una cena. En las otras mesas, simples paisanos,
acompañados de sus mujeres é hijas, beben con cierto encogimiento
respetuoso y sonríen cuando logran cambiar alguna palabra con los
sacerdotes y los soldados.

Son tenderos judíos ó griegos, que saben venerar á estos firmes pilares
de la sociedad, y por esto el Señor bendice sus negocios y hace que
prosperan á costa de los pobres campesinos servios.

Muchos de ellos se animan al conocer mi nacionalidad, y hablan un
castellano fantástico, mezcla de palabras anticuadas y de voces
orientales.

--Yo espanyol... Los mayores, de allá... Espanya terra bunita.

Abren los ojos desmesuradamente al decir esto; sonríen señalando al
vacío, como si viesen á los mayores en su éxodo doloroso al ser
expulsados de la _terra bunita_, y acaban por mirarme con la misma
expresión de humildad sonriente que á los popes y á los fierabrás
uniformados, cual si la vista de un español les abriese las carnes con
amenazas de hogueras y degollinas. Pero su atávico terror de raza
acobardada por luengos siglos de palos y despojos, no impide á estos
dulces _espanyoles_ que al día siguiente le suelten al compatriota
moneda falsa en sus tiendas, ó le hagan pagar doble el paquete de
cigarros ó la tarjeta postal.

En la plaza del mercado, poco después de la salida del sol, puede
apreciarse el carácter pintoresco que aun guarda el pueblo servio.
Llegan los campesinos de los alrededores de Belgrado, llevando al hombro
largos palos, de los que penden en balanza verduras, frutas ó volatería.
Los hombres, de ojos salvajes y bigotes felinos, llevan el gorro
nacional, una tiara de felpa, y por debajo de su chaleco de colores caen
unas faldillas blancas que ocultan los bombachos y dejan al descubierto
unas polainas de piel de cordero, ceñidas por las correas de puntiagudas
abarcas. Las mujeres tapan sus trenzas con pañuelos puestos á la
oriental, encierran el busto en una chaqueta redonda de amplias mangas,
y sobre la ropa interior, de dudosa blancura, llevan arrollada, á guisa
de falda, una pieza de tela gruesa de anchas fajas de colores semejante
á un pedazo de alfombra. Son aún los campesinos de la dominación turca,
el pueblo formado con los sedimentos de innumerables invasiones
guerreras. En vano ofrece Belgrado cierto aspecto de civilización
occidental, con sus tranvías, su alumbrado, sus tiendas, sus periódicos
y su único teatro. El pueblo servio no es más que una tribu belicosa que
cultiva la tierra.

La tragedia del Konak debió parecerle el suceso más natural del mundo.
Matar á unos reyes para poner á otros en su sitio todavía caliente, es
un hecho vulgarísimo en Servia. Alejandro no fué el primer soberano
asesinado, ni será, ciertamente, el último.

Los vecinos de Belgrado aprecian como un gran honor el ir por las calles
al lado de un oficial ó de un pope. Los sacerdotes son innumerables, y
en cuanto á militares, se ven, relativamente, más en Servia que en
Alemania. Hay sotanas negras, verdes y azules, popes con faja y sin
ella, con grandes pectorales ó con una simple cruz, y los uniformes
militares son tan incontables que, dada la pequeñez de Servia, hay que
creer que cada regimiento usa traje distinto. Pero todos los servios,
vistan como vistan, lo mismo los que imitan las modas occidentales con
la exageración propia de una ciudad de provincias, que los que siguen
fieles á los antiguos usos; así los sacerdotes, los militares, los
estudiantes saturados de teología ortodoxa y los altos empleados del
Estado, como las damas que copian las novedades de Viena y París, todos
tienen algo de inquietante, de rudo, de oriental y violento,
adivinándose que una ligera raspadura en su moderno exterior basta para
dejar al descubierto al bárbaro, al servio belicoso de otros tiempos,
que fué el más implacable de los guerreros.

Mi curiosidad me lleva ante el Konak, un palacio no más grande que
cualquier hotel de la Castellana. Esta monarquía, que sólo lleva
cuarenta años escasos de existencia y ha tenido que improvisar todos los
servicios de la vida moderna, manteniendo, además, por halagar el
sentimiento nacional, un gran ejército, no permite á sus soberanos
grandes lujos.

Recuerdo que cuando fueron asesinados Alejandro y Draga, al hacerse el
inventario de la _aventurera_, de la _Mesalina_ odiada por el pueblo, su
ajuar resultó más insignificante que el de una mediana _cocotte_. Creo
que, entre nuevos y usados, sus vestidos no pasaban de media docena. Su
dormitorio lo tenía adornado con esas baratijas que regalan en los
cotillones, lo mismo que una señorita pobre. Sobre la mesa de noche se
encontró abierta una novela de Anatole France, que estaba leyendo en el
instante que entraron los oficiales sable en mano para hacer pedazos á
ella y á su esposo, como una pareja de bestias dañinas. Seguramente que
este volumen era el único libro francés que existía en Belgrado.

Paso un día entero aburridísimo en la capital de Servia, aguardando la
noche para tomar otra vez el tren de Oriente. Amortiguada la primera
impresión de novedad, Belgrado me parece una odiosa población de
provincias. Militares por todas partes, con su aire de perdonavidas, de
bravos sin instrucción, que tienen metido en el puño á su país; popes
que van de café en café empinando el codo con una sed insaciable;
señoritas de ojos asiáticos y sombreros copiados de París, que pasean
por la calle principal seguidas de estudiantes y cadetes; una banda de
música que toca en el jardín de la Ciudadela, en una plazoleta rodeada
de bustos de servios ilustres...

Salgo de la ciudad con el propósito de visitar, en una llanura lejana,
la famosa «Torre de los Cráneos». Los turcos, para intimidar á los
belicosos hijos del país, que les molestaban con una incesante lucha de
guerrillas, elevaron la torre, cubriendo sus paredes con cráneos de
servios desde los cimientos á las almenas. Hoy los cráneos han sido
enterrados por la veneración patriótica, pero la torre sigue en pie,
mostrando en su argamasa los innumerables alvéolos que contenían las
calaveras.

Al ir á la estación y ver por última vez las calles de Belgrado, paso
ante el pequeño teatro Real, que exhibe en su portada los anuncios de la
función del día. Por ellos me entero con sorpresa de que estamos á 24 de
Agosto, cuando yo creía vivir en el 6 de Septiembre. El calendario de la
religión ortodoxa griega me regala trece días más de vida al pasar por
el país de los Balkanes.



XVI

Los turcos


Un río, el Maritza, el Hebro de los antiguos, padre ó abuelo por el
nombre de nuestro río aragonés, y en cuyas orillas destrozaron las
Furias al dulce Orfeo, corre con grandes tortuosidades por el territorio
de Servia y Bulgaria, cruza la Rumelia y penetra en la Turquía europea.
Allí donde alcanza la benéfica influencia de sus aguas, el suelo
balkánico es fértil y bien poblado. Frondosos bosques orlan las orillas
de los torrentes, en cuyos cauces brama y se despeña una agua roja que
arrastra la envoltura de tierra de las montañas. En los extensos prados
pacen salvajes potradas ó rebaños de bueyes con las astas echadas atrás,
en compañía de corderos enormes, de cuernos retorcidos como caracoles, y
tan extraordinaria y majestuosamente voluminosos, que se comprende que
los artistas de la antigüedad los escogieran para el adorno decorativo
de palacios y altares.

En los terrenos pantanosos de la Bulgaria y la Rumelia crece el arroz;
en los campos secos amarillea el maíz; por las pendientes espárcense las
viñas que producen el vino de los Balkanes, único que beben los
cristianos y judíos del imperio turco. Las aldeas apenas si sobresalen,
con débil relieve, sobre el fondo rojo de los montes, faltas de
campanarios ó de minaretes, con la llana monotonía de la religión
griega, que no siente el menor deseo de escalar el espacio y dirigir sus
plegarias á las nubes.

Sofía, la capital de Bulgaria, es otro Belgrado, aunque sus habitantes
parecen de carácter más dulce. Su gobierno, dirigido por un príncipe de
origen francés, que ha vivido largas temporadas en París, muestra gran
empeño en asimilarse los progresos de otros pueblos. Los dos mejores
edificios de Sofía son la Escuela de Medicina y la Imprenta Nacional, de
donde salen importantes publicaciones. Esto, en un país como el de los
Balkanes, significa algo notable.

En Filopópolis, capital de la Rumelia oriental, todavía se ven los
uniformes búlgaros; sables pendientes del hombro, altas botas, bonetes
de astracán copiados de los rusos, grandes protectores del país; pero
las mezquitas cortan el horizonte, incendiado por la puesta del sol, con
la línea blanca y esbelta de sus alminares sutiles y puntiagudos como
agujas. La huella de la dominación turca no se borra fácilmente.

Cambia de pronto el personal del tren: los empleados de amplia gorra á
la alemana son sustituídos por otros con fez rojo. Este gorro otomano,
de color uniformemente purpúreo, empieza á verse por todas partes, dando
á la muchedumbre vestida de obscuro el aspecto de una aglomeración de
botellas lacradas. Suben á los vagones los aduaneros, arrastrando el
corvo sable y llevándose para saludar una mano á la frente y otra al
corazón. Gran registro de maletas, para no tocar nada más que los libros
y los papeles. Luego se presenta la policía, graves señores de barba
negra, pálidos y tristes como ascetas, con algo de clerical en sus
levitas negras y sus gorros rojos é inmóviles.

Examinan los pasaportes con cierto aire de cansancio, sin hablar apenas,
y se van lo mismo que han venido, después de copiar los nombres en
caracteres turcos, desfigurándolos al capricho de su pronunciación
gutural.

Estamos en el imperio otomano, en la estación de Adrianópolis, segunda
capital de la Turquía europea, que sigue en importancia á
Constantinopla. Los andenes están llenos de militares, con sus sombríos
y elegantes uniformes europeos, semejantes á los de Alemania, pero
rematados invariablemente por el fez rojo.

Adrianópolis es la gran población militar de Turquía. Un ejército de
80.000 hombres está acuartelado en la ciudad y sus alrededores. Los
rusos, la última guerra con Turquía, llegaron á Adrianópolis y
acamparon en su recinto. ¡Quién sabe si tardarán mucho, los mismos
extranjeros ú otros, en vivaquear en esta ciudad de hermosas mezquitas y
enormes fortificaciones!...

Turquía es el «gran enfermo» de Europa, según una frase mil veces
repetida, y los pueblos importantes que no osan asesinarlo, por cerrarse
el paso unos á otros, aguardan á que el enfermo se muera para repartirse
sus bienes, procurando cada uno asistirle traidoramente en su dolencia,
para familiarizarse con los secretos y costumbres de la casa y escoger
con más seguridad cuando llegue el momento de la rebatiña general.

Yo soy de los que aman á Turquía y no se indignan, por un prejuicio de
raza ó religión, de que este pueblo bueno y sufrido viva todavía en
Europa. Todo su pecado es haber sido el último en invadirla y estar, por
tanto, más reciente el recuerdo de las violencias y barbaries que
acompañan á toda guerra. Si sólo debieran vivir en Europa los
descendientes directos de sus remotos pobladores, expulsando á las razas
invasoras que llegaron después procedentes de Asia ó África, nuestro
continente quedaría desierto.

Yo amo al turco, como lo han amado, con especial predilección, todos los
escritores y artistas que le vieron de cerca. Diez y nueve razas pueblan
el vasto imperio otomano. Mahometanos, judíos y cristianos, divididos en
innumerables sectas, forman esta aglomeración de seres, distintos por
orígenes y tradiciones, que lleva el nombre de Turquía, y sin embargo,
como dice Lamartine, «el turco es el primero y el más digno entre todos
los pueblos de su vasto imperio».

Existe una concepción imaginaria del turco, que es la que acepta el
vulgo en toda Europa. Según ella, el turco es un bárbaro, sensual, capaz
de las mayores ferocidades, que pasa la vida entre cabezas cortadas ó
esclavas que danzan desplegando sus voluptuosidades de odalisca. Con
igual exactitud piensan sobre nosotros los viejos de Holanda ó los
Países Bajos, los cuales no pueden oir hablar de España sin imaginarse
un país de implacables inquisidores, capaces de quemar por una simple
errata en una oración, y donde todos los ciudadanos somos duros é
inexorables como el antiguo duque de Alba.

Los turcos han sido crueles porque han guerreado mucho, y la guerra
jamás ha sido ni será escuela de bondades y de dulces costumbres. Otros
pueblos civilizados, que llevan en los labios el nombre de Cristo, han
tratado por medio de sus cañones y fusiles á los indígenas de África y
Asia peor que los turcos á las poblaciones de los Balkanes.

Todos los escritores que han viajado por Turquía, se irritan contra la
injusticia con que es apreciado este pueblo. El turco es bueno y franco.
Su dulzura se manifiesta por un gran respeto á los animales. Jamás se le
ve maltratarlos.

La injusticia y la traición son los dos resortes que disparan su cólera.
Esto hace que aunque el turco oculte, bajo las formas de una exquisita
cortesía, su pèna por las injurias ó las humillaciones sufridas,
aproveche la primera ocasión para saciar su resentimiento.

La hospitalidad es la más visible de sus virtudes. No hay aldea en
Turquía, especialmente en Asia, donde la falta de aglomeración de
europeos aun no les ha enseñado lo que somos, que no tenga en todas sus
casas la «habitación para viajeros», el _mussafir odassi_, donde todo
viandante encuentra abrigo por una noche, sin tener que pagar nada y sin
que el dueño muestre el más leve empeño en saber quién es y cuáles son
sus opiniones.

El turco es el más religioso de los hombres. Su fe es inquebrantable: ni
la menor sombra de duda viene á turbar sus creencias. Está convencido de
que posee la verdad; pero no siente el afán de los occidentales por
imponer esta verdad á los otros, despreciando ó escarneciendo lo que el
vecino piensa. Podrá creerse superior á los demás por ser musulmán y
tener su religión como la única verdadera; pero no hace el menor
esfuerzo por imponerla á nadie. El fanatismo mahometano del moro de
África no lo conoce el turco. En sus ciudades funcionan diversos cultos,
y sacerdotes y templos son respetados con el escrúpulo que inspira á los
otomanos todo lo que representa la fe en Dios.

Su prudencia silenciosa y un tanto altiva da en Constantinopla grandes
muestras de tolerancia. Jamás entran los turcos en los templos
católicos, en las capillas protestantes, en las sinagogas ó las iglesias
griegas á turbar el culto de los fieles. En cambio, fervientes
mahometanos, tienen que irse á las mezquitas de los arrabales á hacer
sus plegarias, pues en las céntricas y famosas se ven molestados por las
bandas de europeos y europeas que entran con el _Baedecker_ en la mano y
el guía al frente de la expedición, tocándolo todo, queriendo verlo
todo, riéndose de las ceremonias y de la cara en éxtasis de los fieles,
y apostrofándolos algunas veces porque siguen las creencias de sus
padres y no quieren conocer la verdad descubierta por los padres de los
otros.

Las matanzas de _cristianos_ que ocurren de vez en cuando en Turquía, no
tienen nada de religioso. Á ningún turco se le ocurre matar porque la
plegaria ordenada por el Profeta sea mejor que la misa de los armenios.
En tal caso, dirigiría sus ataques contra los templos. Esas matanzas de
cristianos, que explotan en Europa el fanatismo religioso y el interés
político, desfigurando su carácter, son simples conflictos por el pan;
choques sociales semejantes á las sangrientas peleas que ocurren á veces
en Marsella entre trabajadores franceses é italianos, ó á los asesinatos
de chinos que perpetran los trabajadores de los Estados Unidos cuando
ven que, por la concurrencia terrible de los asiáticos, pierde su
precio la mano de obra.

El armenio, que es en Turquía el cristiano por excelencia, se atrae las
mismas cóleras populares que el judío de la Edad Media. El turco, señor
del país, no puede moverse sin tropezar con el armenio, raza vencida que
aprieta el dogal á sus dominadores con un odio de siglos. Los armenios
son los comerciantes, los tenderos, los prestamistas, los ricos que poco
á poco se apoderan de todo, consumiendo con las artimañas de la usura la
vida entera del pobre osmanlí, que trabaja y trabaja sin verse libre
nunca de la esclavitud del dinero. De propietario pasa insensiblemente á
ser mísero arrendatario de la tierra que cultiva; si toma una industria,
el armenio le empobrece fingiendo protegerle; si, acosado por el hambre,
quiere hacerse _hamal_ y cargar fardos en los puertos turcos, su
enemigo, más musculoso y listo que él, le quita el sitio, trabajando por
menos dinero.

Caballeresco hasta en sus defectos, el turco gusta mucho de proteger á
los demás y es magnánimo en sus dádivas; pero por esto mismo resulta
ávido de dominación y la resistencia le vuelve cruel. Sus odios se
condensan, su orgullo de raza se subleva ante estos antiguos siervos que
se convierten astutamente en sus amos, y entonces apela á la espada,
suprema razón del Profeta.

¡Pobre Turquía! Viéndola de cerca se la ama más, porque se aprecian
mejor sus cualidades y se ven con mayor claridad los peligros que la
amenazan.

Al llegar á ella, sorpréndese el ánimo viendo los enormes territorios
que ha perdido casi recientemente.

En nuestros días ha sido expulsada del Montenegro, de la Bosnia y la
Herzegovina, de Servia, Bulgaria y Rumania, y recientemente de la
Rumelia. Esos despojos de su antigua dominación forman reinos.

La Europa Occidental sueña con arrojar á los turcos al otro lado del
Bósforo, arrebatándoles los territorios que poseen en el continente,
enormes todavía, pero insignificantes comparados con sus dominios del
pasado.

Algunos ven en esto una gran victoria histórica, un desquite de la vieja
Europa, que devuelve el territorio asiático á los invasores que tanto
miedo la hicieron sufrir.

Error: el turco ya no es asiático, como nosotros no somos latinos, á
pesar de que nos agrupamos bajo este nombre. Ningún pueblo del mundo
merece con justicia el origen que ostenta.

Los turcos del Asia Central, que aun existen en el territorio de los
Mongoles, son hermanos de estos otros que les abandonaron para marchar
hacia Occidente como una ola devoradora. Los turcos asiáticos son de
raza amarilla. Los turcos del imperio otomano, los que todos conocemos,
son ya caucásicos como nosotros. Sus incesantes cruzamientos con la
raza blanca y los azares de la guerra con sus alborotadas mezcolanzas,
han fundido y hecho desaparecer el primitivo elemento étnico.

Ir por una calle de Constantinopla es casi lo mismo que por una calle de
Madrid. Cada cara recuerda un nombre. Á veces se duda, al cruzar la
mirada con los ojos de un transeunte, y se lleva la mano al sombrero
para saludar. Se cree uno en Carnaval y dan ganas de decir:

--Amigo López... ó amigo Fernández: ¡basta de broma! ¡Quítese el gorrito
rojo, que le he conocido!



XVII

Constantinopla


Cuando Constantino hizo de Bizancio la capital del imperio y la llamó
_Nueva Roma_, estaba lejos de imaginarse que su propio nombre
prevalecería como título de la enorme ciudad.

No hay población que pueda compararse, por su belleza topográfica, con
la famosa Constantinopla, compuesta de tres ciudades. Pera y Galata,
formando una sola agrupación urbana; Stambul, que ocupa el solar de la
antigua Bizancio, y Scutari, en la ribera asiática.

Para dar una idea aproximada de la situación de esa triple ciudad, hay
que imaginarse una inmensa Y de forma irregular. El tronco de la Y es el
final del mar de Mármara y la entrada del Bósforo; la rama de la
izquierda, el famoso Cuerno de Oro, profundo brazo de mar que atraviesa
la ciudad y se pierde tierra adentro; la rama de la derecha, la
continuación del Bósforo, hasta dar con el Mar Negro.

En el espacio comprendido entre el tronco de la Y y el final de la rama
izquierda, está Stambul. En el espacio que existe entre las dos ramas, ó
sea en la península limitada por el Cuerno de Oro y el Bósforo, se
hallan asentadas Galata y Pera. Á lo largo del Bósforo, ó sea en todo el
lado derecho de la Y, desde la base de la letra á su remate superior,
están Scutari y demás poblados que pertenecen igualmente á
Constantinopla. El lado izquierdo de la Y y el espacio comprendido entre
las dos ramas, es Europa: todo el lado derecho de la letra, es Asia. Dos
piastras (que son unos 60 céntimos) bastan para que un vigoroso remero
turco, gran maestro en el arte de sortear las corrientes que van y
vienen por el enorme callejón acuático, entre el mar de Mármara y el mar
Negro, os lleve en unos cuantos minutos de un continente á otro.

Las tres ciudades más importantes en la historia de la humanidad son
Atenas, Roma y Constantinopla.

Grecia enseñó á los hombres el arte de pensar, el culto de la belleza, y
aun hoy vivimos de sus lecciones. Las leyes y usos de Roma regulan
todavía la vida moderna. Constantinopla fué la intermediaria
indispensable entre el mundo antiguo y el actual, hasta el punto de que
si ella no hubiese existido, el mundo veríase privado de su más noble
herencia, ignorando lo que filósofos, poetas y artistas pensaron y
produjeron para nosotros hace tres mil años.

Es de uso corriente despreciar á Bizancio y desconocer la importancia
histórica del imperio de Oriente.

Es cierto que la existencia del llamado Bajo Imperio fué poco noble, por
su historia de miserias, crímenes y disensiones religiosas, que acababan
siempre en derramamientos de sangre. El populacho, capitaneado por
monjes bárbaros y falsos profetas, mataba ó moría defendiendo sutilezas
teológicas que no le era dado entender. Por si los templos cristianos
debían tener imágenes ó privarse de ellas, por si el Hijo era más ó
menos que el Padre y el Espíritu Santo superior á los dos, el pueblo de
«las discusiones bizantinas», saturado de nimias sutilezas de la
decadencia griega, andaba á palos y cuchilladas en las callejuelas de
Bizancio. Además, el Hipódromo, con los mil incidentes de sus carreras
de carros, monopolizaba toda la vida nacional. El color de los dos
bandos de cocheros, el verde y el azul, dividía al pueblo bizantino en
dos grandes partidos, y _verdes_ y _azules_ ocupaban el poder á fuerza
de revoluciones, derrocando emperadores y convirtiendo el circo en campo
de batalla.

Á todas estas desgracias se unieron las grandes hambres, los incendios,
la peste y los continuos ataques de los búlgaros durante los mil años
que sobrevivió el decaído Bajo Imperio.

Pero á pesar de su larga agonía. Constantinopla, centro del imperio de
Oriente, tuvo su grandeza y sirvió noblemente á la civilización. Ella
guardó las tradiciones del arte griego, la legislación romana, los
monumentos literarios, toda la antigüedad; y cuando en el siglo XI
surgió el primer intento de Renacimiento, y en el XV llegó á ser un
hecho el hermoso despertar de la Humanidad, de su seno salieron los
hombres y las ideas que realizaron en Italia el retroceso bendito hacia
la antigüedad clásica. Además, durante la Edad Media fué Constantinopla
la gran muralla que contuvo el empuje de las invasiones asiáticas.
Europa, defendida por este puesto avanzado, pudo constituirse lentamente
á su abrigo. La cristiandad se dió cuenta de la importancia de
Constantinopla cuando después de caer ésta en poder de los turcos, los
vió avanzar en unos cuantos años hasta el corazón de Europa, siendo
precisa una acción común para atajarlos junto á los muros de Viena y en
las aguas de Lepanto.

Grecia, aunque mutilada por los siglos y los hombres, guarda grandezas
de su pasado en el Partenón y otros monumentos; Roma conserva el
esqueleto de su gloria en ruinas, casi enteras, de termas, templos y
circos; pero de la antigua Bizancio apenas quedan vestigios. El turco lo
arrasó todo, más que por barbarie, por afán de dominación, por celos del
pasado, por su deseo de que ninguna obra antigua pudiera rivalizar con
las del período de gran esplendor que vino tras la conquista. Si respetó
Santa Sofía fué para convertirla en una mezquita, borrando de ella todo
signo del cristianismo griego.

Otros conquistadores no menos temibles que los turcos cayeron sobre la
ciudad. En 1204 los cruzados creyeron más cómodo y lucrativo conquistar
la gran metrópoli cristiana que pelear con los musulmanes de Asia, y su
asalto fué terrible. En la ciudad de Constantino y Justiniano no quedó
piedra sobre piedra. Los guerreros de la Cruz robaron templos y palacios
y los marinos genoveses y venecianos que conducían en sus galeras la
expedición, se cobraron el pasaje de la cruzada llevándose á sus
repúblicas lo mejor de Constantinopla. Los famosos caballos de Lissippo,
los cuatro corceles de bronce dorado que se encabritan en la fachada de
San Marcos de Venecia, son un recuerdo de este gran saqueo. Cuando,
expulsados al fin los cruzados, volvió á restablecerse el imperio
griego, la ciudad conservaba sus famosos monumentos, pero empobrecidos
por el despojo, y antes llegó la conquista de los turcos que el nuevo
florecimiento de Bizancio.

Nada queda en Constantinopla del pasado; pero ¡cuán hermosa es con su
aspecto musulmán! No existe ciudad que pueda comparársela en grandeza.
Londres ó París son más enormes, pero el viajero se convence de esto
porque así lo dicen los libros, no porque lo vean sus ojos. Es imposible
encontrar en ellas una calle ó una plaza que proporcione la sensación
exacta de la grandeza de la ciudad. Constantinopla, en cambio, puede
abarcarse de un solo golpe de vista. Basta colocarse en mitad del Cuerno
de Oro sobre un caique, ligero y movedizo como una piragua, ó en el Gran
Puente, para admirar toda la importancia de la metrópoli musulmana.
Ninguna ciudad del mundo, al decir de viajeros famosos, tiene tal
aspecto de inmensidad. Su vecindario es de millón y medio de seres, pero
cualquiera puede atribuirle cuatro ó cinco millones.

Á lo largo del Cuerno de Oro, en ambas riberas, el caserío ondula
apretado sobre las colinas. En primer término se ven dos ciudades,
siguiendo las tortuosidades de las orillas, y sobre éstas aparecen
otras, en alturas que se alejan, y más allá continúa el caserío hasta
esfumarse en el horizonte, azuleando como las montañas remotas. Y cuando
la vista, cansada de esa inmensidad de edificios, se vuelve hacia la
extensión de agua azul, ve al través de un bosque de mástiles una ribera
que cierra el horizonte, la de Asia, y en ella nuevas agrupaciones
urbanas, que cubren llanuras, escalan montañas y son también
Constantinopla.

La torre de Galata, pesada y enorme, mira desde lo alto de su península
al viejo Stambul, erizado de minaretes, sutiles y blancos como la
plegaria del buen creyente, y en cuya cima tiembla la flecha como una
llama de oro. Las grandes mezquitas son amontonamientos de plomizas
cúpulas que ascienden en torno de la cúpula central, rematada por una
media luna que arde bajo los rayos del sol.

¡El atardecer de mi primer día en Constantinopla!... Venía yo de
contemplar, á cierta distancia, la santa mezquita de Eyoub, donde jamás
ha puesto su pie ningún cristiano. Eyoub es un arrabal, en el fondo del
Cuerno de Oro, que se conserva como lo más turco y creyente de
Constantinopla. Su mezquita viene, en rango de santidad, detrás de la
Meca. Las viejas del barrio, envueltas en su manto negro, escupen á los
pies de todo cristiano que encuentran al anochecer en sus calles, y le
desean á gritos las mayores desgracias.

La corriente del Cuerno de Oro empujaba el caique dulcemente, y el
remero sólo tenía que dar débiles paletadas para seguir el viaje. Había
desaparecido el sol. Los minaretes de Constantinopla cortaban con su
blanca línea un cielo suave, teñido de rosa y violeta. Una estrella
centelleaba en este intenso telón de seda, como un brillante perdido. En
lo alto del cielo brillaba un fragmento de luna en creciente, como la
que se muestra en el escudo otomano: la media luna de los turcos.

La enorme ciudad aparecía partida en diversos términos, como los
bastidores de un teatro. Los barrios inmediatos á la ribera, negros y
levemente moteados de rojo por las luces de las ventanas iluminadas; los
de segundo término, ligeramente sonrosados por los reflejos del
atardecer; los remotos, marcándose, azulados é indecisos, como
montañas, reflejando con fulgores de incendio los últimos rayos de un
sol invisible en los cristales de los miradores, y sobre esta
aglomeración, envuelta en el misterio del crepúsculo, los bosques de
marfil de los agudos minaretes, los enormes huevos blanquecinos de las
cúpulas de las mezquitas.

Un silencio sagrado descendía del cielo, esparciéndose en compañía de la
sombra sobre la ciudad y las aguas. Pasábamos entre buques de guerra,
anclados en el puerto militar: acorazados grises de triple chimenea,
cruceros de una sola cofa, esbeltos avisos, yates imperiales que
aguardan la visita del sultán, el cual no los ha visto nunca.

De pronto, la roja bandera con la media luna blanca comenzó á descender
de los mástiles. Sobre las cubiertas veíanse agrupadas las
tripulaciones, con el fez, que iguala á oficiales y marineros. En el
cuartel del Almirantazgo, la infantería de marina extendía sus pelotones
á lo largo del muelle, destacándose en la penumbra la línea roja de sus
cabezas alineadas.

Á un mismo tiempo se conmovió la calma majestuosa del crepúsculo con
gritos que parecieron rasgar el espacio como disparos cruzados. En los
balconcillos circulares de los minaretes, hombres liliputienses, con
turbante blanco, agitaban los brazos, acompañando estos movimientos con
las modulaciones de un chillido sobrehumano. Sobre los puentes de los
buques de guerra, un hombre entonaba un canto majestuoso y triste,
semejante á las saetas de la Semana Santa en Andalucía.

_¡La Ilah il Allah ve Mohammed resoul Allah!_ cantaban con melancolía
religiosa, en el misterio del crepúsculo, los hombrecillos semejantes á
hormigas, sobre los puentes de los acorazados. Los centenares de gorros
alineados á lo largo de las bordas, entre las bocas de los enormes
cañones y las torres blindadas, rugían al contestar como un estampido:
_¡Allah! ¡Allah!_ Y al ver esa fe de los desiertos asiáticos, este ardor
fervoroso de los jinetes errantes de otros tiempos, repetirse á bordo de
los buques acorazados, última expresión de los adelantos científicos que
repelen y destruyen con sus bocas de acero las fantasmagorías del
pasado, tuve una visión exacta de lo que es la Turquía moderna: europea
exteriormente, pero cuando escucha la voz del Profeta, siente
despertarse en ella la misma alma de los que llegaron tras el caballo de
Mahomed II á la conquista de Constantinopla.



XVIII

El Gran Puente


Para el que desea conocer en conjunto la variadísima población de
Constantinopla, el mejor punto de observación es el Gran Puente, que va
de Galata á Stambul.

Tiene medio kilómetro de extensión, y su piso de maderos desiguales, en
los que tropieza el transeunte, está asentado sobre pontones
insumergibles, pues la profundidad del Cuerno de Oro, que en algunos
lugares tiene cerca de cien metros, no permite sostenes más sólidos.

Á un lado descuella, sobre el caserío en pendiente, la maciza torre de
Galata, empavesada con los pabellones de las grandes potencias, que
parecen proteger los barrios europeos. En el extremo opuesto, como si
cerrase el paso por la parte de Stambul, alza la mezquita de la Sultana
Validé sus esbeltas torrecillas y sus cúpulas con medias lunas de oro,
cual una construcción de _Las mil y una noches_.

Desde el centro del puente se abarca en todo su esplendor el espectáculo
del Cuerno de Oro, grandioso puerto que lleva tal nombre por su forma
curva, rematada en punta, y por las riquezas incalculables desembarcadas
en él.

Navíos de todos los países forman una segunda ciudad flotante á ambos
lados del puente. En las primeras horas de la madrugada se abre una
parte de éste para dar paso hacia el Bósforo á los grandes navíos de
guerra y los vapores comerciales que anclan en el fondo del Cuerno de
Oro. Los vaporcillos de viajeros para los pueblos del Bósforo; las islas
de los Príncipes ó Brussa, parten con gran frecuencia de los muelles del
Puente. Cada cuarto de hora sale uno agitando sus ruedas, con la doble
cubierta repleta de gorros rojos. Braman las sirenas, humean las
chimeneas, tiemblan los pontones con el encontronazo de los veloces
cascos, y sobre las aguas verdosas, agitadas naturalmente por las
corrientes y que el continuo paleteo de ruedas y hélices conmueve con
violento oleaje, pasan los caiques, ligeros como flechas, con una
inestabilidad que les hace danzar locamente, volcando á la menor
imprudencia del viajero, que debe conservarse en la popa inmóvil y medio
tendido.

Los bergantines turcos, de arcaica forma, que recuerda á las galeras de
la piratería, extienden sus velas amarillentas y salen cabeceando como
venerables mendigos entre las elegantes parejas de yates y la revoltosa
é inquieta granujería de vaporcitos _moscas_ y botes automóviles, que
parecen burlarse de estos ancianos del mar, pasando y repasando ante sus
tardías proas. Las barcas griegas despliegan sus velas triangulares
hacia los puertos del Mármara: los buques del Occidente europeo van
hacia el Mar Negro en busca de trigo y de petróleo. Grandes bandas de
gaviotas, ebrias de sol y de azul, flotan inertes sobre las violentas
ondulaciones del agua, hasta que una proa las despierta con su revoltijo
de espumas cortadas, y todas ellas levantan el vuelo con ruidoso crujir
de plumas. Una niebla de humo de carbón flota sobre el Cuerno de Oro en
los días de calma, y por encima de esta nube parda, á la que da el sol
doradas transparencias, aparecen las cúpulas y minaretes del viejo
Stambul, blanco y rojo, como una ciudad de ensueño flotando en el
espacio.

Para ser capitán de buque ó simple remero de caique en el Cuerno de Oro
y el Bósforo, se necesita tanta habilidad como para ser cochero en
Constantinopla, donde las callejuelas se abrieron con el propósito de
que pasase por ellas cuando más un carruaje, y sin embargo, circulan dos
en distinta dirección.

La primera vez que se navega por los citados callejones marítimos, el
alma parece subirse á la garganta. El caique, mísero cascarón que apenas
puede sostenerse, se pega con la mayor tranquilidad á las ruedas ó las
hélices de los vapores, que le hacen danzar locamente. Otras veces pasan
los caiques ante la proa de un gran buque en movimiento con una precisa
exactitud para no ser alcanzados. Un instante más y desaparecerían. Los
vaporcillos se van sobre los barcos de vela, y cuando parece inevitable
el abordaje pasan por su lado rozándolos, pero sin choque alguno.

Los buques, tanto de vela como de vapor, tienen que marchar en zig-zag,
sorteando un obstáculo á cada instante, navegando con la misma atención
que le es precisa al viajero al transitar por primera vez las calles de
Constantinopla. El capitán ve cerrado su derrotero por otros buques que
vienen hacia él ó que oblicuan su marcha cortándole el camino, y á esto
hay que añadir el enjambre de caiques que trasladan pasajeros de una
orilla á otra; de vaporcillos _moscas_, que llevan en su popa banderas
de todas las naciones; de largas góndolas blancas y doradas, con remeros
negros, en cuya popa se muestran damas misteriosas, cubiertas con
antifaces y capuchones que sólo dejan visibles los pintados ojos. Gritan
los barqueros en todas las lenguas; saltan de un barco á otro las malas
palabras de todos los idiomas; chillan los silbatos, rugen las sirenas;
arrastra el viento asfixiante vedijas de humo sobre el corto y violento
oleaje; álzanse unos remos contra otros con impulso homicida para vengar
un descuido, un choque insignificante; á cada momento parece inevitable
una colisión, y sin embargo, nadie se ahoga ni ocurren naufragios más
que muy de tarde en tarde.

Á lo largo del Gran Puente han ido extendiéndose, como hongos adheridos
á él, un sinnúmero de casuchas flotantes, muelles y pequeños cafés, todo
miserable, de maderas carcomidas por la lluvia y el aire salino, pero
con esa alegría dorada que el sol oriental comunica á las mayores
suciedades.

Estos hijos del Puente cabecean con el continuo movimiento del agua
removida por los buques, y parecen temblar con las palpitaciones de la
extensa plataforma de medio kilómetro, por la que pasa toda
Constantinopla, tronando la madera bajo las ruedas de los carruajes. Los
cafetines flotantes tienen terrazas embreadas, á las que una línea de
macetas de flores dan el aspecto de pensiles. Viejos turcos, sentados á
la oriental y con la barba descendiendo hasta el abdomen, fuman el
_narghilé_ y pasan las cuentas de su rosario de ámbar, gozando al
permanecer impasibles é indiferentes en medio de este movimiento loco y
ensordecedor. El tropel de gorros rojos y de mujeres encapuchadas como
máscaras, se precipita en los muelles salientes que dan acceso á los
vapores de viajeros. El suelo, inseguro, es de tablones desiguales, por
entre los que puede pasar un pie, y además, están cubiertos de residuos
de frutas.

Á ambos lados de estos muelles amarrados al Gran Puente, hay casuchas
que ocupan los vendedores de comidas y bebidas. Judíos que hablan un
español extravagante, van de un lado á otro pregonando rosarios
musulmanes, sorbetes, rollos de pan espolvoreados de ajonjolí, y
bizcochos, á los que llaman en Constantinopla «pan de España». En las
puertas de los tenduchos se elevan pirámides de melones amarillos y
enormes sandías con su verdor cortado por blancas inscripciones en
árabe. En los cafetines se exhiben en primera fila las ventrudas
botellas de limonada ó naranja con un limón por tapadera, y más adentro
humean las pequeñísimas tazas de café turco, líquido pastoso digno de
los dioses. Los perros vagabundos, que son en Constantinopla algo así
como una institución pública venerada y popular, pasan por entre las
piernas del gentío, mansos, corteses y silenciosos, buscando su comida.

Los extranjeros se mueven desorientados en este torbellino de gente, y
si desean tomar un barco siempre llegan tarde.

Hay dos problemas en Constantinopla que el viajero no resuelve nunca y
mira como un misterio: la hora y la moneda.

En Constantinopla hay dos horas: la hora _á la franca_, que es la de los
relojes de la Europa occidental, y la hora _á la turca_, que es por la
que se rigen vapores, tranvías, etc.; todo lo que depende del municipio
y del gobierno.

La jornada empieza para el turco al ponerse el sol, y de aquí que todos
los días los buenos otomanos tengan que arreglar su reloj, sin que ni
aun ellos mismos sepan ciertamente en ningún momento cuál es la hora
exacta. La medida del tiempo cambia por día y por estación. Cuando
nuestro reloj _á la franca_ marca el mediodía, el turco dice
tranquilamente que son las cinco ó las seis, así como unos meses después
dirá que son las tres ó las cuatro.

No hay en esto otro daño que el llegar tarde á todas partes, perdiendo
trenes y vapores, ó verse obligado á largas esperas: pero lo de la
moneda trae mayores perjuicios.

En Turquía hay _buena moneda y mala moneda_, y según se recibe un pago
en una ó en otra, la cantidad vale más ó menos. Hay también moneda
borrosa, que nadie toma, pero que todos procuran dar al viajero; hay
papel emitido por el gobierno otomano, llamado _kaimé_, que carece de
valor, y otros misterios crematísticos que requieren un largo estudio.
Pero lo más original es el cambio. Exceptuando algunos cafés y
restaurants europeos, nadie cambia gratuitamente una moneda.

En las calles importantes de Constantinopla, junto al Gran Puente, cerca
de los tranvías y muelles de embarque, en el Gran Bazar y en todos los
lugares de algún tránsito, existen numerosos puestos de cambiadores de
moneda, antiguos compatriotas nuestros, que siguen fieles á Abraham y
Moisés.

En Constantinopla, el que no lleva á mano _moneda menuda_, aunque guarde
en su bolsillo oro y billetes á puñados, como si no llevase nada. El
cochero ó el conductor de tranvía le hace bajar para que vaya al
cambiador más inmediato, y el que despacha billetes en una taquilla ó
cobra peaje en el Puente, le enviará al judío más próximo, sin dejarle
pasar.

Cambiáis una moneda de oro, y el cambiador os da el dinero en
_medjidiés_ de plata, especie de duros turcos, quedándose por el cambio
con una piastra, que es aproximadamente lo que un real en España.
Después se os ofrece cambiar uno de los _medjidiés_, y el cambiador os
entrega _cuartos de medjidié_, que son como las pesetas turcas, y se
queda otra piastra. Luego cambiáis en otro sitio una de esas pesetas y
se quedan otra piastra... y así, de cambio en cambio, de cada veinte
francos el cambiador se queda con uno ó más. El que conoce esta
costumbre cambia de golpe una pieza de oro en _pequeña moneda_, y tiene
que ir con los bolsillos repletos de piastras y _paras_, monedas más
pequeñas que botones de camisa.

La moneda de oro tomada de un judío, es pérfida y peligrosa. No pasa por
sus manos que no la lime hábilmente para arrancarle un poco de polvo de
oro, y así, de rascuñón en rascuñón, juntando limaduras, se gana doce ó
quince francos _extraordinarios_, según las piezas que toca durante el
día. Después, en los Bancos y demás establecimientos públicos donde
conocen la artimaña, someten las monedas al peso, y el incauto que las
ha tomado pierde dos ó tres francos.

La discusión con el _compatriota_ que intenta estafaros, es interesante
por la fogosidad con que se expresa y los ademanes dramáticos que
acompañan á su castellano especial.

--Que por mis hixos que no te engaño, señoreto... Que toma la pieza, que
yo soy un buen trocador de dinero... Que la tomes como si fuese una
alahaxa... Que por mis viexos te lo juro, que antaño vinieron de allá,
como tú vienes agora; porque yo, señoreto, también soy espanyol.



XIX

Los que pasan por el Gran Puente


Unos mocetones, con la gordura musculosa de los turcos, vistiendo largas
blusas blancas, semejantes á camisones de mujer, cortan el paso al
transeunte, extendiendo una mano. Son los cobradores del puente, que
exigen el peaje: diez _paras_.

Toda Constantinopla pasa por el Gran Puente. Los turcos del viejo
Stambul necesitan ir á Galata y Pera, donde están los Bancos, los
consulados, las embajadas, los grandes almacenes, y los habitantes de
estos dos barrios europeos se ven obligados á pasar á la ciudad turca,
porque en ella se encuentran los centros administrativos del gobierno
otomano, la Sublime Puerta, con sus ministerios é innumerables
dependencias.

No hay en las grandes calles de Londres ni en los bulevares de París
lugar alguno tan concurrido como el Gran Puente. La plataforma de madera
tiembla bajo el rodar de los carruajes y el paso de millares de
transeuntes. Aturde y ensordece el vocear de este pueblo políglota,
donde el que menos habla cinco idiomas, y son mayoría los que poseen más
de doce. Asombra y deslumbra la carnavalesca variedad de los trajes.

Al entrar en el puente, parece éste un campo interminable de rojos
geranios. Miles de gorros oscilan al marchar, sirviendo de remate lo
mismo á tocados puramente turcos que á trajes europeos. Los marinos
otomanos completan su uniforme, igual al de todas las marinas del mundo,
con el fez, que da una gracia exótica á su aspecto de navegantes
europeos. Los oficiales, con sus insignias á la inglesa, enguantados de
blanco, calzados de charol y el sable bajo el brazo, cubren también su
cabeza con el gorro turco, que es obligatorio para todo súbdito otomano
y para todo extranjero dependiente del gobierno.

El ejército de tierra, uniformado á la alemana, guarda también el
cubrecabezas nacional, y el mismo fez escarlata sirve al último soldado
que al pachá, que se muestra en caballo brioso, con dorada silla,
saltando sobre sus hombros el oro de las pesadas charreteras al compás
del galope.

Sobre la nota obscura y dorada de los uniformes militares, destácase la
muchedumbre variadísima de Constantinopla, formada de diez y nueve
pueblos distintos, que aun guardan sus usos y sus trajes tradicionales.
Pasan los árabes del lejano Yemen ó los moros africanos de la
Tripolitania con sus chilabas pardas y la cuerda de pelo de camello
anudada á las sienes; los croatas, que sirven de porteros en las grandes
casas de Constantinopla, vestidos de rojo y azul, con gran profusión de
galones y bordados, un bonetillo redondo sobre la bigotuda cabeza y un
enorme revólver de Eibar atravesado en la faja; los albaneses y
macedonios, con faldillas blancas, planchadas y encañonadas, sobre el
traje oriental; los judíos, con la túnica á rayas de los días de fiesta,
y encima un gabán de pieles, aunque sea verano; los armenios, con un
pañuelo de hierbas anudado en torno del gorro; los griegos, vestidos á
la europea, pero con una palidez aceitunada y unos ojos como tizones,
que revelan su origen; el clero innumerable, de _imanes_, _soffas_ y
derviches, unos con el turbante blanco, otros con el turbante verde,
recuerdo de su peregrinación á la Meca; algunos con gorros de grotesca
forma, y todos ellos con el rosario de ámbar en la mano, repitiendo á
cada cuenta la monótona alabanza á Alláh.

La muchedumbre tiene que apartarse, abriendo sus filas á cada momento,
para dejar paso á los carruajes, que avanzan veloces, ó á las sillas de
mano, que todavía son aquí de uso corriente; aparatosas literas, dentro
de las cuales van las damas turcas á sus visitas en los estrechos
callejones.

Un pelotón de jinetes, carabina en mano, escolta á un coche que todos
saludan. Es el Gran Visir que va á la Sublime Puerta. Tras él pasan
varios cargadores armenios, no menos temibles que un vehículo, pues
marchan abrumados por pesos inauditos que no les permiten mirar ni
apartarse.

En Constantinopla es donde se ve con asombro hasta dónde pueden llegar
las fuerzas del hombre. Por algo dice el proverbio «fuerte como un
turco». La estrechez de las calles y el respeto amoroso que siente el
otomano por los animales, son causa de que en Constantinopla se haga
todo á brazo: el comercio, las mudanzas, etc. Se ven venir por el Gran
Puente pilas de cajas que parecen marchar solas, pues apenas si se
distinguen entre ellas y el suelo unos pies entrapajados y un fez, tras
el cual suena un bufido de asfixia. Yo he visto á un cargador armenio
echarse un piano á la espalda, en una mudanza, y emprender la marcha
vacilante bajo el peso, pero sin detenerse un momento. Los hombres,
abrumados por este esfuerzo sobrehumano, caminan á ciegas, y el público
tiene que huir de sus fatales encontronazos.

Por el centro del puente se abren paso de pronto, con las manos cruzadas
sobre el estómago, en una actitud frailuna de mansedumbre, varios
señores vestidos de negro. Llevan la elegante levita de corte, llamada
_stambulina_, sin solapas y cerrada como una sotana, que es aquí el
traje de ceremonia. Tras ellos marcha lentamente una carroza que todos
saludan, y en su interior se ven varias damas envueltas en velos
blancos, ó un caballero de gorro rojo, con bigotes á lo _kaiser_. Son
señoras del harem imperial que vienen á comprar á la ciudad, con un
séquito de empleados palatinos, ó alguno de los innumerables hijos,
hermanos ó sobrinos del sultán.

Con aire de superioridad, se abren paso á codazos unos negros
elegantemente vestidos del mismo color de su piel, con la _stambulina_
de ceremonia y el fez muy recto sobre las pasas de la crespa cabeza.
Tienen las piernas larguísimas; el cuello es enorme, y en su rostro
chato é insolente hay algo de infantil y meticuloso, que hace imaginar
una vida de chismorreos, intrigas y murmuraciones. Cuando abren la boca
sale de sus gruesos labios un chillido estridente, semejante al del pavo
real; algo extrahumano, falso y grotesco, que hace reir é irrita al
mismo tiempo. Son personajes que viven aparte, y á los que mira la gente
con cierto respeto; son eunucos del palacio imperial ó de los haremes de
los grandes pachás, que, habituados á su existencia entre beldades
misteriosas y grandes magnates, parecen tristes y descontentos cuando se
dejan ver en las calles de Constantinopla.

Algunas veces van sentados en el pescante de un coche de lujo, en cuyo
interior ríen y comen dulces cuatro beldades turcas, vestidas con trajes
parisienses de la _rue de la Paix_, y con el rostro cubierto por una
finísima nube de gasa, que realza engañosamente sus facciones pintadas.
Estas mujeres de pachá, que van á las grandes tiendas de Pera, son
turcas modernas que hablan francés é inglés, tocan el piano, leen
novelas _psicológicas_ con cubierta amarilla traídas de París y conocen
todas las seducciones de la vida europea... todas menos el adulterio,
que es aquí imposible, no por falta de ganas, sino por la vigilancia
brutal, continua é incorruptible, que nadie consigue vencer, por más que
digan é inventen poetas y novelistas.

Las turcas más modestas, esposas de musulmanes pegados á la tradición
que viven en Stambul, ó las simples mujeres del pueblo, van á pie,
vistiendo amplios trajes semejantes á dominós de gruesa seda adamascada,
negra, roja, verde ó azul. Por las amplias mangas de esta envoltura
asoman los brazos de la blusa interior, encintada y vaporosa. Las manos
enguantadas sostienen la sombrilla y el bolso. La abertura del capuchón
que corresponde al rostro tiene un teloncillo de seda negra á modo de
máscara, que en unas es tupida é inaccesible á toda mirada, y en otras
diáfana y atrayente, como una invención de la coquetería.

La calidad de estas mascarillas permite apreciar el valor de lo que se
oculta detrás, aun antes de verlo. Regla general: todo velo espeso
esconde una vieja dama ó una fea desfigurada por las horribles
enfermedades de Oriente. Al través de los velos claros se encuentra
siempre alguna cara de criadota española ó de monja fresca, con triple
barbilla, carrillos de luna arrebolados por el colorete y unos ojos
hermosos, de vaca tranquila, agrandados por tiznajos negros.

La moral y la decencia son frágiles invenciones humanas, que cambian con
la mayor facilidad, según los tiempos y los pueblos. Estas damas turcas,
para las cuales es una indecencia levantarse el velo ante otro hombre
que su legítimo señor, y á las que vigila en todas partes la terrible
policía otomana para que no cambien una palabra con el extranjero, se
arremangan la faldamenta hasta más arriba de la rodilla, aunque no
llueva, y muestran con la mayor naturalidad sus pantorrillas enormes,
con medias á rayas, multicolores y chillonas, que, según dicen los
comerciantes de aquí, proceden de Cataluña.

Estas máscaras, encapuchadas y misteriosas, bajo la luz del sol, que
caldea los maderos del Gran Puente, dan un atractivo novelesco á la
multitud. Las mujeres circulan entre el gentío con la mayor
tranquilidad, sabiendo que nadie osará mirarlas, que todo musulmán
bajará la vista para no verlas, como el que evita una acción vergonzosa,
y por esto, cuando se encuentran sus ojos con los ojos audaces del
europeo, unas, las más hermosas, sonríen con cierta turbación, y otras
crispan su cara, indignadas, encabritándose su fealdad bajo el acicate
religioso.

De toda la multitud cosmopolita que diariamente circula por el Gran
Puente, el más simpático y cortés es el turco. Yo no entiendo su lengua,
pero los ademanes constituyen un idioma inteligible y claro para el
extranjero que, privado del habla, observa con mayor atención. Además,
los que conocen el turco, elogian con entusiasmo la cortesía y mesura de
este pueblo, grave, un tanto triste, pero bueno y generoso. No hay
idioma, según ellos, que contenga iguales expresiones de afecto. La
madre turca habla siempre á sus pequeños dándoles el nombre de flores ó
graciosos animales; el hombre tributa al extranjero ó al amigo los más
extremados elogios, al par que le da hospitalidad y protección.

La caridad cristiana de los pueblos occidentales, que tiene las calles
llenas de mendigos y deja morir de hambre á muchos infelices, es bien
poca cosa considerada desde Constantinopla. Aquí los pobres son
muchísimos miles, y sin embargo, sólo se encuentran pordioseros en el
Gran Puente ó en los alrededores de alguna mezquita, y éstos nunca son
turcos, sino griegos y judíos. El pobre es sagrado para el turco, y no
se contenta con darle unos céntimos, abandonándolo después, satisfecha
la conciencia, sino que le abre su casa y le da cuanto necesita. En este
pueblo generoso, que tiene la noble manía de la protección, todos los
pobres están _colocados_; todos cuentan con una casa á la que se
adhieren como si fuese suya.

De los actos exteriores del otomano, el que más admiro, como suprema
expresión de nobleza, es el saludo. Los europeos no sabemos saludar.
Cogemos el sombrero, lo levantamos con más ó menos rudeza, sonreímos, y
ya está todo hecho. El turco es un verdadero artista de la cortesía. Su
gorro rojo es inconmovible. Se lo pone al levantarse y no se despoja de
él, ni un instante, hasta la noche. Descubrirse la cabeza es la mayor
descortesía y algo así como una blasfemia religiosa. Quitarse el
cubrecabezas para saludar significaría lo mismo que si un europeo se
despojase de un zapato para dar la bienvenida á una señora. Esta
necesidad de mantener el fez recto é inmóvil sobre la cabeza, como si
estuviese metido á tornillo, ha confiado á la mano y á los ojos todo el
saludo.

¡La noble dignidad oriental de los turcos al encontrarse!... La mano,
que parece hablar, desciende á la rodilla, y de allí se remonta al
corazón, pasando luego á la frente, al mismo tiempo que el cuerpo se
inclina con majestad y los ojos expresan el respeto y la alegría del
encuentro, con un arte y una gracia que ningún europeo puede imitar.

De vez en cuando, entre esta muchedumbre que transcurre por el Gran
Puente, se ven ojos negros de mirada inquietante, perfiles de aves de
presa, sonrisas melosas que hacen llevar las manos á los bolsillos,
gentes corteses que infunden pavor.

Constantinopla es el gran vertedero del continente. Aquí se ocultan y
se pierden los más temibles aventureros. Turquía es un pan blando, en el
que vienen á hincar el diente los lobos más temibles del mundo.

Esos turcos de aspecto inquietante, que sólo son turcos por el fez que
llevan en la cabeza, inspiran miedo con sobrado motivo... Son europeos,
y el europeo es lo peor de Turquía.



XX

El Gran Visir


Mi amigo Mizzi es un abogado inglés notabilísimo, que desde hace treinta
y cinco años vive en Constantinopla. Habla y escribe con la mayor
facilidad doce idiomas, y en un mismo día perora ante el tribunal
consular de Inglaterra, hace una defensa en turco, escribe una demanda
en griego ó en ruso y acaba su jornada en el consulado español
expresándose en castellano.

Desde Constantinopla ha ido á defender pleitos á Siberia. Otra vez fué á
Bagdad y á Bassora, países de leyenda, para intervenir como abogado en
una herencia de príncipes árabes, que se disputaban sacos de diamantes,
de rubíes y esmeraldas. Sólo en Oriente pueden encontrarse estos
litigios de cuento fantástico.

Mizzi es inglés porque nació en Malta; pero su madre era española, y él
siente un gran afecto por España. Es consejero legista de casi todas las
embajadas y consulados; condecoraciones y títulos llueven sobre él de
las más importantes naciones de Europa, y sin embargo, lo que más
aprecia es su nombramiento de vicecónsul de España. _The Levant Herald_,
el diario más grande de Constantinopla, es propiedad suya, y en él
trabaja diariamente, dando al público una información del mundo entero.
Ir con Mizzi por las calles de Pera y Galata, es asistir á un desfile de
popularidad. Saludo á un turco en su lengua, conversación con un griego,
diálogo con un francés ó un italiano, sombrerazos, apretones de manos,
frases cariñosas; un curso completo de idiomas.

Una mañana me lleva Mizzi á saludar al Gran Visir, antiguo amigo suyo de
la juventud.

¡El Gran Visir!... Este nombre evoca visiones de inmenso poder; hace
recordar las lecturas de la niñez, los mágicos cuentos de _Las mil y una
noches_; presenta ante la imaginación un imponente personaje de luenga
barba y turbante blanco enorme como un globo, con una majestuosa cohorte
de esclavos, ejecutores, escribas y fanáticos santones.

El Gran Visir de Turquía, que es más que nuestros jefes de Gobierno
(algo así como el vicesultán), resulta uno de los personajes más
importantes del mundo. Gobernar naciones como, por ejemplo, España,
puede hacerlo cualquiera. Con tener una mayoría en las Cámaras, todo
está asegurado. Ningún peligro exterior amenaza al país, y la vida
interior se desarrolla plácida y entretenida al través de chismes y
comadreos, á los que se da el nombre de política, entendiéndose todos
al final, pues la estrechez de horizontes impone la vida en familia á
unos y á otros.

Para llegar á Gran Visir hay que ser un hombre extraordinario. Sustentar
unidas y en paz las diez y nueve razas del imperio separadas por odios
históricos y radicales diferencias religiosas; gobernar desde
Constantinopla el lejano Yemen, poblado de fanáticos que se irritan al
ver que Turquía hace una vida europea, ó Bagdad, alejada de la capital
por un viaje de cincuenta y cuatro días (casi tantos como se necesitan
para dar la vuelta al globo), y al mismo tiempo hacer frente con engaños
y energías al tropel de lobos de las grandes potencias europeas, que ya
han arrancado miembros enteros del cuerpo otomano, y cada vez aullan más
fuerte, pidiendo nueva carnaza, todo esto es empresa que requiere la
inteligencia y la firme voluntad de un hombre superior.

Vamos á visitar al Gran Visir en su casa, antes de que se traslade á su
despacho de la Sublime Puerta, en las primeras horas de la mañana, pues
este personaje, sobre cuya inteligencia pesa todo un imperio, es un gran
madrugador.

Llegamos al palacio, situado en las afueras de Pera, cerca de un gran
campo de maniobras, donde galopan, en traje de campaña, varios
escuadrones de caballería. Un cuerpo de guardia, con numerosos
centinelas, se eleva frente á la vivienda del Gran Visir, precaución que
no es superflua en este país, donde han sido frecuentes los atentados
contra el sultán y sus ministros.

El palacio no tiene nada de oriental. Es una gran casa, con amplias
escaleras de mármol. El fez de los empleados y servidores, que van de un
lado á otro, y la falta de alumbrado eléctrico, son los únicos detalles
que recuerdan á Turquía.

Entramos en una pequeña antesala, saludamos á otros visitantes que
aguardan, y ellos nos contestan con la grave cortesía oriental,
inclinándose, llevando su diestra de las rodillas al corazón y á la
frente. Son turcos de correcto exterior, con el fez muy planchado y
erguido y la negra levita militarmente abrochada; _imanes_ jóvenes, de
luenga barba, elegantes y limpios, que para entretener la espera pasan
entre sus dedos, con vertiginosa rapidez, las cuentas del rosario. Nos
distraemos fumando cigarrillos orientales, hasta que un oficial del Gran
Visir viene á advertirnos que Su Alteza nos espera, recibiéndonos antes
que á los demás visitantes. Estos aguardarán con su paciencia turca, que
ignora el valor del tiempo y del número.

Mizzi me advierte que debo llamar Alteza al Gran Visir. En Turquía,
fuera de la familia del sultán, no hay más que dos altezas: el Gran
Visir... y el Gran Eunuco del harem imperial.

Pasamos ante un salón de enormes proporciones, que parece un almacén de
muebles por la gran cantidad que contiene de sillerías, lámparas,
cuadros, cojines y espejos, todo europeo. Son regalos de los gobiernos
extranjeros al primer ministro turco, y que éste amontona en el salón
destinado á las fiestas diplomáticas. Los objetos de Europa, con su
abigarrada y rica variedad, quedan en la pieza destinada á recibir á los
europeos. Más allá, está la vida íntima, la vida turca.

Me veo de pronto en un pequeño gabinete. Tres hombres están de pie, con
levita negra, calado el fez, la mirada en el suelo y las manos cruzadas
sobre el abdomen, en actitud rígida y respetuosa. Otro hombre, también
de levita, avanza hacia nosotros, sonriendo, con una mano tendida. Creo
estar en una antesala, desde la cual van á anunciarnos al poderoso
personaje... Pero no: estoy en el gabinete del primer ministro de
Turquía, y el hombre que sonríe y nos tiende la mano es el propio Gran
Visir.

Me siento desconcertado por esta sencillez. El gabinete es una pieza de
paredes blancas y desnudas, sin otro adorno que una fotografía del
Sultán. En un extremo, dos pequeñas librerías con cristales de colores.
Unos divanes bajos, de sedas obscuras, son los únicos muebles, y junto á
una ventana que encuadra un pedazo de cielo y de jardín, acaba de tomar
asiento el poderoso personaje.

Nada hay en él que recuerde _Las mil y una noches_. Ni su aspecto ni su
habitación revelan el poder inmenso de que está investido. Parece un
señor europeo que, por exótico capricho, se ha calado el fez como gorra
casera. Viste de negro, y por entre las solapas de su levita asoma un
rico chaleco de seda oriental. Al colocar una pierna sobre otra, la boca
del pantalón deja ver en el interior de éste una alta bota á la turca,
unico detalle que desentona en su aspecto europeo.

Tomamos asiento junto á él y empieza á hablarme en francés, con acento
claro y sonoro, dando á sus palabras una majestad natural, á la que
acompañan los más nobles ademanes.

Realmente, Ferid-Pachá, Gran Visir de Turquía desde hace nueve años,
período de gobierno que no alcanza ningún político de Europa, es un
hombre extraordinario. Me siento subyugado por la majestad de sus
maneras de gran señor, por la sonoridad poética de su voz de barítono,
por el fuego de su mirada, que quiere hacer amable, y sin embargo, es
imperiosa y firme: la mirada del Visir en los cuentos orientales.

Es un hombre de gran estatura, fuerte y musculoso, sin dejar de ser
delgado, y con una hermosa barba negra que empieza á blanquear. Tendrá
poco más de cincuenta años, y en sus ojos brilla el fuego entusiasta de
la primera juventud. Sobre su rostro europeo se destaca la nariz, como
un signo de raza, una nariz de turco peleador, encorvada como pico de
combate, con les aletas anchas y palpitantes.

Ferid-Pachá, con esa benevolencia protectora de los otomanos, me sonríe
y muestra interés por conocer mis impresiones sobre Constantinopla y si
me es grata la estancia en ella.

Mientras él habla, yo le contemplo y evoco rápidamente su historia.
Ferid-Pachá es un albanés, un turco que ha nacido cerca de Italia y de
Grecia. Su juventud en la Universidad de Janina fué brillantísima. El
futuro gobernante asombró á los profesores griegos con sus profundos
estudios sobre los poetas de la antigüedad. Luego vino á Constantinopla,
entrando en la administración pública, donde escaló con rapidez los
primeros puestos. Fué gobernador de lejanos pueblos de Asia (algo así
como los antiguos virreyes americanos), hasta que su talento político
llamó la atención del Sultán, que le hizo su Gran Visir.

Al mismo tiempo que le escucho, mis ojos vagan por la habitación,
admirando su sencillez. Sobre una librería portátil, vecina al gran
personaje, hay un busto de mármol, el único que adorna el gabinete. Yo
conozco esta cara arrugada, de vieja maliciosa; pero me desorienta su
cráneo pelado. Yo la he visto en muchos sitios, y sin embargo, no puedo
recordar su nombre. ¿Quién es?... ¿Quién es?...

La hermosa voz de Ferid-Pachá toma una expresión más grave, la temblona
majestad del _imán_ que declama su plegaria, y dice así:

--De todos los pueblos con los que vive Turquía en excelentes relaciones
de amistad, España es uno de los que amamos más sinceramente. Ningún
mal hemos recibido de ella; siempre la amistad y el cariño guiaron
nuestras relaciones; sus desgracias las sentimos como nuestras, pues
aunque vivimos alejados, existe algo inexplicable entre los dos pueblos
que los une con sincera amistad.

Hasta aquí su expresión era de majestuosa cortesía; pero de pronto cerró
enérgicamente la mano derecha, y añadió con sincero entusiasmo:

--¡Ah, España! ¡Qué tenacidad para vivir! ¡Qué fuerza para levantarse
cuando tropieza! Admiro á vuestra nación, más aún por su enérgica
voluntad en tiempos de paz que por su valor en la guerra. Todo un siglo
de calamidades ha pesado sobre su historia: guerras civiles,
revoluciones, pérdidas de territorios, y sin embargo, se ha levantado de
tantas caídas, y sigue su camino, y resucita cuando la creen muerta, y
desarrolla sus riquezas naturales. ¡Ah, España, noble pueblo de la firme
voluntad de vivir!...

Y al hablar de territorios perdidos, de guerras desgraciadas y de la
voluntad de vivir, por encima de toda clase de infortunios, sus ojos
miraron en torno de él con cierta tristeza.

En el fondo de la habitación seguían en fila y de pie los tres
subordinados, como testigos mudos, con las manos cruzadas sobre la
levita y las cabezas inclinadas hacia el suelo.

El Gran Visir recobra su majestuosa frialdad y empieza á hacerme
preguntas, aprovechando la ocasión para enterarse de un lejano país.

--¿Vuestra flota la vais á rehacer ahora?

--Eso dicen, Alteza.

--Bien, muy bien. Una gran nación necesita barcos. Pero creo que á los
españoles les ocurre lo que á los turcos. Les gusta más pelear por
tierra que por mar... ¿Quién es ahora el generalísimo de vuestro
ejército?

Yo le digo que en España no hay generalísimo, y que el ejército lo
dirige el ministro de la Guerra. Su Alteza frunce el ceño como para
recordar un nombre.

--Y Weyler, ¿qué hace ahora?

--Es un general como los otros.

--Martínez Campos murió, ¿no es así?... Aquel era un hombre.

Y Ferid-Pachá sonrie y vuelve á cerrar el puño con expresión de energía.

Me hace otras preguntas sobre España, y yo, mientras las contesto, sigo
mirando el busto. ¿Pero de quién será?...

--¿Conocéis á _monsieur_ Moret? Es abogado nuestro. Nos lo ha
recomendado el emperador de Alemania para que intervenga en un asunto de
Turquía.

Y Ferid-Pachá, con una expresión triste, me cuenta en breves palabras el
asunto. Uno de tantos abusos de la rapacidad europea: grandes empresas
de Occidente que vienen á establecerse en Turquía con el pretexto de
civilizarla, y luego de enriquecerse engañando la sencillez otomana,
todavía se fingen perjudicadas y exigen enormes indemnizaciones al
gobierno.

Su Alteza sigue haciéndome preguntas sobre mi país, y yo continúo
mirando el busto con excitada curiosidad.

--¿Y vuestro rey?--pregunta sonriendo el Gran Visir.

No sé qué contestar á esta breve interrogación, y el personaje añade con
dulce sonrisa:

--¡Qué actividad! ¡Qué exuberancia de vida! ¡Oh, la juventud!... Vuestro
rey nos inspira grandes simpatías. Viaja, se entrega á los _sport_, le
gusta ser soldado, se divierte... Hace bien, hace bien.

Luego añade con expresión sentenciosa:

--Los monarcas deben divertirse. Para eso tienen servidores fieles que
se encargan de gobernar por ellos, sufriendo las amarguras del poder.

Llega el momento de despedirnos con solemnes saludos orientales. Al
pasar junto al busto lo reconozco de pronto y me explico mi torpeza.
Estaba acostumbrado á ver con peluca esta cabeza de mono malicioso.

Es Voltaire.



XXI

El palacio de la Estrella


El marqués de Campo Sagrado, nuestro ministro en Constantinopla, es el
más conocido de los representantes diplomáticos. Hasta los turcos
modestos de Stambul conocen su nombre. Nueve años de permanencia en
Turquía y un carácter franco y bondadoso de gran señor, que para
inspirar respeto no necesita imitar á ciertos embajadores, altivos é
inabordables como reyes, han dado al marqués una gran popularidad en
Constantinopla.

Cuando se citan los nombres de los representantes de Europa, el de
Constans, embajador de Francia, y el de Campo Sagrado, son los primeros
que acuden á la memoria de los turcos. Al pasar yo la frontera otomana,
apenas dije á los encargados de los pasaportes que iba recomendado al
embajador de España, todos, funcionarios y viajeros del país, le
designaron por su nombre.

--¡Su Excelencia el marqués de Campo Sagrado!... Un gran señor muy
simpático. Lo conocemos: le vemos muchas veces en su carruaje por la
gran calle de Pera.

Hasta las damas turcas que parecen vivir aisladas del mundo cristiano y
fingen ignorar la existencia de _infieles_ en Constantinopla, conocen
todas al representante de España, y cuando le ven, sonríen amablemente
bajo sus velos.

Es un excelente embajador para un país como el nuestro, que tiene pocas
relaciones con Turquía. Ya que le faltan ocasiones para ejercitar su
acción diplomática, mantiene el prestigio de España á honrosa altura con
su generosidad y su cortesía, condiciones que alcanzan profundo respeto
en este pueblo oriental, amigo de imponentes exterioridades.

Cuando llegué al palacio que tiene España en Buyuk-Deré, en la ribera
del Bósforo, cerca del Mar Negro, vi avanzar á Campo Sagrado, sonriente
y corpulento, con un aire animoso de segunda juventud, tendiéndome su
fuerte diestra de cazador asturiano. Este Nemrod infatigable, luego de
perseguir al oso en sus montañas natales, ha pasado muchos años en las
estepas rusas cazando con el zar y los grandes duques, y ahora acosa á
los venados turcos en compañía de los pachás más poderosos. Cuando el
sultán conversa con él, se entera con interés de sus hazañas venatorias.

--Está usted en su casa--dice el marqués con graciosa amabilidad--. Esta
es la casa de España.

Y nos da un almuerzo, en el que figura como plato de circunstancias un
buen arroz á la valenciana.

El almuerzo es bueno; al final se brinda por la lejana patria... pero
más notable es aún el comedor. Por un lado, las ventanas dejan ver el
parque de la legación, que extiende su arboleda cuesta arriba por la
ribera europea. En el lado opuesto, las arcadas de una logia sirven de
marco al mágico espectáculo del Bósforo y á las verdes montañas de la
vecina costa de Asia. Por la extensión azul pasan caiques con remeros
vestidos de blanco, y sentadas en el fondo de estas ligeras
embarcaciones, damas turcas, que sólo dejan ver encima de la borda su
cabeza encapuchada, teniendo frente á ellas esclavas negras, libres de
velos. El sol del mediodía hace temblar las aguas con chisporroteos de
oro. Un viento frío, que viene del Mar Negro, aligera la ardorosa
temperatura estival.

--Verá usted en Constantinopla muchas cosas interesantes--dice el
ministro de España--. Pero créame usted á mí, que llevo en esta tierra
algunos años; los dos espectáculos extraordinarios, lo que no puede
verse en ninguna otra parte, son el Bósforo y el Sélamlik.

El Bósforo ya lo había visto yo, en toda su extensión, al dirigirme á la
legación de España. Me quedaba por ver el Sélamlik, cosa difícil para la
gran mayoría de los extranjeros, pues se necesita para ello la
recomendación de un embajador. Pero Campo Sagrado es incansable cuando
se trata de favorecer á un compatriota, y á pesar de encontrarse un
tanto enfermo, me acompañó en persona á la ceremonia palaciega.

Todos los viernes, al mediodía, el sultán va con gran pompa á hacer su
plegaria á la mezquita Hamidié, vecina á su palacio. Es el único momento
en que se deja ver públicamente.

Abdul-Hamid podía prescindir de esta ceremonia, especialmente desde hace
tres años, en que estuvo próximo á perecer, por la explosión de una
máquina infernal, á la salida de la mezquita. Pero el «Comendador de los
Creyentes» quiere cumplir sus deberes de supremo jefe religioso, y en
treinta y cinco años sólo dos viernes, por causa de enfermedad, ha
dejado de presentarse en el Sélamlik.

Esta asistencia voluntaria á una fiesta en la que ha sido objeto de
atentados, demuestra que Abdul-Hamid no vive sometido á locos temores ni
le trastorna una manía persecutoria, como han hecho creer los armenios
que escriben desde París.

El sultán vive más allá de los arrabales de Constantinopla, en Yildiz
Kiosk ó «Palacio de la Estrella», extensión amurallada, como diez ó doce
veces Madrid, en la que hay un lago donde pesca y navega á vapor,
caminos por los que corre en automóvil, bosques plagados de caza y unos
cincuenta palacios, que habita y abandona á su capricho, mudando su
residencia varias veces en una misma semana. Con una instalación tan
completa se comprende que el majestuoso señor no sienta ningún deseo de
visitar Constantinopla. Sólo una vez por año entra en la gran ciudad;
pero es por mar, atravesando el Bósforo en dorado caique, para hacer una
visita religiosa al Viejo Serrallo, donde se guardan como milagrosas
reliquias el manto y el estandarte del Profeta.

Todos sus caprichos y deseos puede cumplirlos sin salir del inmenso
jardín que le sirve de palacio. Entre esposas legítimas, odaliscas y
parientas, su harem guarda unas trescientas mujeres.

No por esto hay que suponer al sultán entregado á pecaminosas
diversiones. Hombre de gran actividad para los negocios públicos, quiere
saber todo lo que ocurre en sus vastos dominios, y le falta el tiempo
para tantos estudios, consultas y audiencias. Su harem numerosísimo es
puro aparato; necesidad de seguir las tradiciones musulmanas,
Abdul-Hamid repite--según dicen--, con la certidumbre de la experiencia,
que el hombre sólo debe acordarse de tarde en tarde de las mujeres, para
no ser un esclavo.

Cinco mil personas forman su servidumbre alta y baja. Las cocinas
imperiales dan de almorzar y de comer diariamente á cinco mil bocas, con
la generosidad propia de una vivienda imperial. Imagínese el lector los
carros de pan, los rebaños de ovejas y carneros, los cargamentos de
hortalizas, las tinajas de miel y otras vituallas que diariamente
entran en las despensas del palacio. Á los cinco mil servidores hay que
añadir los regimientos que acampan en el recinto de Yildiz Kiosk, lo que
forma un total de diez mil personas.

El intendente del palacio es un importante personaje; pero el Gran
Eunuco es superior á él, y exhibe con orgullo su título de Alteza. En
realidad, es el más poderoso de los funcionarios de una monarquía
absoluta, pues conoce de cerca las debilidades del señor, y esto crea
siempre cierta confianza.

Tenía grandes deseos de ver de cerca á este extraño personaje, y amigos
influyentes preparaban nuestra entrevista. Después he desistido. ¿Para
qué? El Gran Eunuco iba á recibirme en su casa, una casa á la europea,
con muebles seguramente traídos de Viena, que serán su orgullo. Además,
sólo habla turco. Para ver la colección de blondas artísticas que está
formando y que exhibe á los extranjeros, no vale la pena de molestarse y
llamar Alteza á este grotesco y triste personaje.

No es fácil el acceso al «Palacio de la Estrella». El día del Sélamlik
los embajadores, que son en Turquía los personajes más respetados
después del sultán, se quedan fuera del palacio en un elegante y
grandioso pabellón de dos pisos, entre el Yildiz Kiosk y la mezquita
Hamidié. Allí, en un palacio anexo, recibe el sultán á los embajadores,
después de la ceremonia religiosa, si es que tiene algo que preguntarles
ó comunicarles.

Cuando por algún asunto urgente entran los representantes diplomáticos
en el interior del inmenso jardín, siempre los recibe Abdul Hamid en un
palacio ó kiosco distinto.

Los banquetes en Yildiz Kiosk son algo semejante á las fiestas de _Las
mil y una noches_. El convidado se ve en un salón con gruesos
candelabros de oro de la altura de dos hombres. Los platos son de oro
trabajado á martillo; los cubiertos, de oro; de oro las botellas y hasta
las argollas de las servilletas.

Casi siempre estos banquetes son de treinta ó cuarenta cubiertos; pero
hace poco se dió en palacio una comida á la oficialidad de la flota
inglesa (unas doscientas personas) y el servicio fué de oro, tan
completo como siempre, sin que se notase la menor falta por el excesivo
número de convidados. Este palacio de misteriosas riquezas es
inagotable. Comerían mil á la mesa del sultán, y es posible que á nadie
le faltase su pila de platos de oro y su áureo cubierto.

En Turquía, la riqueza ostentosa resulta aplastante. El viajero se
marcha hastiado para siempre de las piedras preciosas, enormes hasta la
ridiculez, y tan exageradamente ricas, que se acaba por perderlas todo
respeto.

Algo semejante ocurre con las condecoraciones. El sultán, al darlas,
regala las insignias en brillantes. Los _maîtres_ que dirigen el
servicio en un banquete del sultán, llevan el pecho cruzado de bandas y
constelado de estrellas de diamantes. El Gran Señor condecora también á
las damas turcas, hijas ó parientes de los pachás, y muchas de las
encapuchadas que pasan en carruaje por las calles de Stambul, yendo á
visitas y fiestas, llevan bajo el misterioso dominó bandas multicolores
y estrellas y medias lunas de brillantes.

       *       *       *       *       *

Trotan los escuadrones de jinetes por las fangosas calles vecinas al
Bósforo, camino de Yildiz Kiosk; pasan en sus carruajes imponentes
pachás, bordados, galoneados y con pesadas charreteras de oro; desfilan
los batallones, precedidos de una música con alegres chinescos;
presentan las armas los cuatro centinelas de cada cuartel á los coches
de los diplomáticos, que llevan en el pescante al _cabás_, criado que
sirve de insignia á toda la legación, con su uniforme de oficial turco,
completado por el sable corvo y el revólver de funda dorada.

La Constantinopla oficial y vistosa, el ejército, los pachás, la
diplomacia, los jefes árabes venidos de los lejanos _vilayetos_
asiáticos, todos marchan en la misma dirección.

Vamos al Sélamlik.



XXII

El Sélamlik


Desde el kiosco destinado al cuerpo diplomático, contemplo el más
asombroso de los panoramas que ofrece Constantinopla.

En el horizonte, el mar de Mármara une su azul intenso con el azul del
cielo, blanqueado por el sol, y extiende la corriente del Bósforo entre
la ribera asiática, cubierta de bosques y palacios, y la ribera europea,
que desaparece como abrumada bajo el caserío de Constantinopla. El
oleaje de tejados rojos y negruzcos se pierde de vista, siguiendo las
ondulaciones de las colinas y los ángulos entrantes y salientes de la
costa.

Los agudos minaretes, con balconcillos circulares, semejan los mástiles
con cofas de blancos navíos encallados é invisibles en la inmensa masa
de la ciudad. En la azul extensión del mar, se destacan, cual dormidos
insectos, los buques de guerra, negros é inmóviles, con manchas de
vivos colores temblando junto á sus colas. Sus banderas de las grandes
potencias que ondean en la popa de los buques _estacionarios_, ó el
pabellón otomano, rojo, con media luna y estrellas blancas, que se
exhibe en las vergas de varios yates imperiales que el sultán no ha
visto nunca, ó de modernos navíos que envejecen sin levar sus anclas.

De la ventana del kiosco diplomático se domina el mar, las colinas y la
ciudad. Desde las hondas orillas del Bósforo remóntanse, formando
distintas mesetas, las barriadas y los jardines, hasta las alturas en
que se halla situado el palacio de la Estrella. Un ancho camino pasa por
debajo de la ventana. Es el que conduce desde la puerta del palacio á la
mezquita Hamidié: un trayecto de unos cuatrocientos metros en suave
pendiente. En este espacio, que ocupa toda la cumbre de la colina de
Orta-Keni, se verifica todos los viernes la ceremonia del Sélamlik.

Van llegando las tropas. No existe ejército de exterior más impotente
que el turco. Contra todas las precauciones que puede inspirar la
afición de los orientales á lo vistoso y abigarrado, las tropas turcas
ofrecen un aspecto sombrío y grave. Sus uniformes obscuros sólo están
animados por los vivos toques del rojo de las bocamangas y del fez.
Visto desde lo alto, este ejército no ofrece ninguna distinción de
categorías. El mismo gorro llevan los generales, y aun el mismo Sultán,
que el último soldado. El fez, cobertera uniforme de todos los
otomanos, unifica las filas. No hay aquí la diversidad de penachos,
galones y cascos de los ejércitos occidentales, que clasifica á los
guerreros según el aspecto de las cabezas. Hay que mirar de cerca á los
militares turcos para reconocer en los dorados de sus hombreras las
diferencias de categorías.

Desfilan al son de estrepitosas bandas de bárbara marcialidad los
regimientos de línea, vestidos de obscuro azul, llevando al frente á sus
jefes, montados en pequeños caballos turcos, que aun parecen más
diminutos bajo la obesidad de sus jinetes. Los batallones árabes se
distinguen, en esta aglomeración de cabezas rojas, por sus turbantes
verdes, color religioso exaltado por el Profeta. Los albaneses, vestidos
de blanco, á la zuava, forman en la puerta del palacio como tropa de
preferencia, encargada de la guarda del sultán. Llegan los marinos de la
escuadra, con sus oficiales á caballo: unos marinos de altas botas, que
llevan al cinto por toda arma el ancho sable de abordaje. Al pie de la
colina de Orta-Keni, ondean las rojas banderolas de los lanceros. Los
regimientos de caballería tienen bandas de música, y se ve á los
trombones, enroscados al cuerpo de los jinetes, como enormes serpientes
de metal, saltar bruscamente á impulsos de los botes de los caballos,
ocultos tras un pliegue del terreno.

El aspecto imponente de estas tropas se debe á la edad de los soldados.
El ejército turco es un ejército _duro_. No se ven en sus filas
muchachos barbilampiños y á medio formar, como en los ejércitos de
Europa. El soldado turco es hombre de veinticinco á treinta años,
fuerte, macizo, bigotudo, en todo el esplendor de su desarrollo. Unase á
esto la fe ciega del mahometano, ese fervor religioso que inspira
respeto por su ingenuidad aun á los más escépticos, y se comprenderá lo
que es una masa de siete ú ocho mil soldados otomanos. Después de
verlos, nada puede asombrar de cuanto se diga sobre su resistencia ante
el enemigo y su fiera conformidad ante la muerte. Se lo imagina uno mal
dirigido en los campos de batalla, y dejándose matar, sin retroceder un
paso. Pero volviendo la espalda, no hay quien se lo figure.

Al detenerse y extender sus filas á lo largo del camino, descansan sus
fusiles en tierra con un golpe seco y uniforme, y quedan inmóviles, con
una inmovilidad que parece de ensueño.

Nadie diría que al pie de la ventana hay formados algunos miles de
hombres. Ni un susurro, ni una palabra, ni una tos. Hasta los caballos
permanecen inmóviles, sin el más ligero relincho. Parece una inmensa
exhibición de figuras de cera. La brisa mueve las borlas de los gorros,
el oro de las charreteras, las gualdrapas de los caballos; pero esto es
todo lo que se agita y parece tener vida en la enorme aglomeración de
hombres. Los cuerpos no se mueven; los ojos, vagos y como de vidrio,
miran sin ver; las bocas, cerradas, no parecen respirar.

Un silencio absurdo lo envuelve todo; un silencio de pesadilla, un
silencio más profundo que el de la noche, reproduciéndose bajo la luz
del sol.

En el kiosco, los embajadores y las grandes damas del cuerpo diplomático
hablan con entera libertad; pero, sin embargo, sus voces suenan con
cierta sordina, como cohibidas instintivamente por el silencio exterior.
Campo Sagrado, con su hidalga cortesía española, cumplimenta á las
señoras; Constans, el famoso embajador de la República francesa, habla
en correcto español, recordando sus años juveniles de Madrid: todo un
mundo de oficiales extranjeros, puestos de gran uniforme, agregados
diplomáticos, secretarios, dragomanes y elegantes damas, rodea á los
embajadores europeos, que son en Constantinopla algo así como
semidioses, con más poder que el mismo sultán, pues muchas veces amargan
sus días con enérgicas reclamaciones y turban su sueño.

Las palabras, las risas y los cuchicheos caen de las ventanas, como
involuntarias irreverencias, sobre la muchedumbre guerrera, silenciosa é
inmóvil. Ni una mirada se eleva; ni un rostro se contrae. No ven, no
oyen; están como muertos bajo la doble mortaja de la disciplina militar
y el fervor religioso. Esperan al _Padichá_, nombre que dan los turcos á
su emperador. El título de _Sultán_ sólo lo emplean los árabes.

La conversación y la risa de los europeos tampoco conmueven á los
ayudantes de campo del emperador, cubiertos de oro, y á los empleados
palatinos, de negra _stambulina_, que permanecen erguidos é inmóviles en
las puertas y ventanas de los salones del kiosco. Imposible moverse sin
tropezar con ellos. Levantáis un cortinaje, y vuestra mano tropieza con
el pecho de un coronel, inmóvil como un adorno del salón, y que no
cambia de lugar ni os mira. Vais á una ventana, é inmediatamente
percibís la sensación de que alguien está detrás: un señor de levita y
gorro, con un rosario de ámbar en las manos, que jamás fija sus ojos en
los vuestros, como si ignorase vuestra presencia.

El sultán recibe á sus huéspedes con la mayor cortesía, enviándoles
orientales saludos de amistad. Estáis como en vuestra casa; los esclavos
negros ofrecen cigarrillos; bajo tapices de seda, con flores doradas,
llegan las humeantes tacitas de café y los vasos de oro llenos de
confitura de rosas; pero no podéis dar un paso sin que unos ojos os
sigan; no podéis sentaros sin que alguien se siente cerca de vosotros;
no podéis hablar sin que un señor de uniforme ó de levita venga á
situarse á pocos pasos, volviéndoos la espalda, para mayor disimulo. Al
asomaros á una ventana, debéis arrojar antes el cigarro. Nadie puede
llevar nada en las manos. Las señoras deben abandonar sus sombrillas,
aunque las tueste el sol. Una maquinilla fotográfica es un crimen que
se paga con la expulsión. El alto espionaje, que consume con enormes
sueldos una gran parte de la renta pública, vela por la existencia del
_Padichá_ con una meticulosidad ridícula.

Un crujido de arena, bajo la marcha acompasada de muchos pies, turba el
profundo silencio exterior.

Me asomo á la ventana. Dos filas de pachás descienden la cuesta, camino
de la mezquita, con el sable en una mano enguantada de blanco, y
moviendo la otra al andar con una regularidad de simples soldados. Son
los generales que tienen empleo palatino ó están en los ministerios.
Salen del palacio y van á la mezquita, agrupándose en la puerta de ésta
para recibir al señor. Sobre sus levitas de obscuro azul, adornadas con
grandes charreteras de oro, brillan condecoraciones de un esplendor
fantástico; estrellas de brillantes, soles de rubíes y esmeraldas, todas
las insignias que puede regalar un monarca oriental de fabulosa
generosidad.

Estos pachás son la flor del imperio. Los hay viejos, tostados y secos,
con grandes barbas blancas y gafas de oro, antiguos generales que
pelearon con los rusos en las orillas del Danubio y resistieron en
Plewna con la tenacidad inconmovible del musulmán. Otros, jóvenes,
morenos y obesos, son altos oficiales por la voluntad del Gran Señor;
generales por nacimiento, que nunca han mandado tropas; almirantes
hereditarios que jamás pisaron el puente de un acorazado.

El silencio se agranda. En las muchedumbres occidentales, la emoción se
manifiesta con empujones de impaciencia y sordos rugidos. Los turcos, al
llegar el momento esperado, lo anuncian con una inmovilidad mayor, con
un silencio absoluto, absolutísimo; con la ausencia de todo signo de
vida.

En el balconcillo del minarete de la mezquita Hamidié aparece un hermoso
_imán_, de barba negra y turbante blanco. Visto de lejos, parece un
muñequillo asomado á un balcón de encajes. Extiende, como alas de
murciélago, las grandes mangas negras de su sotana, y un canto plañidero
y dulce, semejante á una _saeta_ andaluza, rasga el denso silencio,
descendiendo hasta nosotros, como si viniera del cielo.

Empiezan á bajar carrozas por la enarenada cuesta, camino de la
mezquita. Son las sultanas y odaliscas del harem imperial; unas cuantas
nada más, pues de ir todas en el cortejo, duraría éste horas enteras.

Los eunucos negros, con las manos cruzadas sobre el vientre, marchan
formando un círculo en torno de cada coche. En unos van las hermanas é
hijas del _Padichá_; en otros, sus tías; en los que rompen la marcha,
las odaliscas preferidas. Entre los generales y almirantes que, sable en
mano, forman un grupo ante el kiosco, hay hijos y hermanos del
emperador. Lo mismo pueden llegar un día al trono, que morir desterrados
en una provincia de Asia, ó amanecer con las venas cortadas y unas
tijeras junto á la cama, para que todos crean en un suicidio.

Al través de los vidrios de las carrozas se ven blancos velos, ojos
pintados de negro, joyas enormes, mantos bordados de oro con una
suntuosidad oriental... y vestidos parisienses, chillones y de mal
gusto, de esos que los costureros de París guardan, según ellos dicen,
para las damas turcas y las millonarias de América.

Un rugido feroz corre al frente de las filas. Los soldados presentan las
armas. Un _landeau_ sencillo, tirado por seis caballos de una belleza
inexplicable, como sólo puede poseerlos el soberano de la Arabia, avanza
lentamente. Delante de él y á los lados marchan, en revuelta confusión,
guardias albaneses con el fusil al hombro y la bayoneta calada; pachás
que se codean y pisotean con los simples soldados; palafreneros de
dalmática bordada, gruesa como coraza de oro; simples dignatarios de
palacio vestidos de negro; jefes árabes, de nítido albornoz, venidos del
Yemen para saludar al descendiente del Profeta. Los grupos de generales
y almirantes situados al paso se unen á este grupo que corre en torno
del carruaje, oprimiéndose contra sus ruedas y agrandándose por
momentos.

Solo en el _landeau_, con la capota caída, se muestra el emperador, el
hombre omnipotente, el _Padichá_, el Sultán, el Comendador de los
Creyentes, rey y pontífice á un mismo tiempo de muchos millones de
hombres.

Al pasar ante el kiosco diplomático, levanta los ojos hacia las ventanas
y saluda levemente, con gravedad musulmana. Es un hermoso tipo
masculino; una figura de guerrero y de creyente. Sin duda va pintado
como las mujeres de su harem. Á juzgar por los años que ocupa el trono y
su anterior juventud, debe estar en los setenta, y sin embargo, la
luenga barba es de un negro intenso y el rostro tiene un aspecto de
juventud. Este hombre, que es señor de una parte considerable de Asia y
de una de las primeras capitales de Europa, que posee tesoros como los
de _Las mil y una noches_, que es rey de Bassora, la de las perlas, y de
Bagdad, la de las fantásticas riquezas, se muestra simplemente vestido
de negro, sin un adorno, sin una alhaja, con algo de clerical y severo
en su indumentaria.

Lo que se admira al momento en él es la tranquilidad, la resignación
valerosa del musulmán. Este hombre no tiene miedo ni puede tenerlo, á
pesar de cuanto han dicho los periodistas franceses. Es un fatalista. Si
está escrito que le maten, le matarán de todas maneras, por ser así la
voluntad de Alláh. Y á pesar de que en el Sélamlik intentaron
asesinarle, valiéndose de un vehículo cargado de dinamita, va á él todos
los viernes, y pasa bajo las ventanas del kiosco diplomático, desde las
cuales se le puede alcanzar fácilmente, y se exhibe más allá, ante una
muchedumbre que aguarda bajo el sol, contenida por las filas de la
tropa.

Las bandas de música hacen sonar el himno imperial, una especie de
mazurca alegre; los gritos del _imán_ llegan de lo alto durante las
breves pausas del himno; los soldados lanzan por tres veces una
aclamación feroz, un grito de guerra que es un viva.

El sultán penetra en la mezquita. Fuera, en el gran patio, aguardan las
damas del harem, dentro de sus carrozas, con los caballos
desenganchados, por una precaución tradicional. Todas las tropas vuelven
el frente á la mezquita para no estar, ni aun á gran distancia, de
espaldas al emperador.

Cuando media hora después, terminada la plegaria del Sélamlik, vuelve el
sultán al palacio, el regreso parece menos ceremonioso y más entusiasta.
El Comendador de los Creyentes, dejando partir las carrozas de las
mujeres, los caballos de respeto que llevan de la brida los dorados
palafreneros, toda la pompa de su corte, avanza en un ligero cochecillo
de dos ruedas, tirado por un tronco de hermosas bestias que él mismo
guía, acariciándolas con el látigo. Su hijo favorito, vestido de
almirante, se sienta al lado de él.

El tumulto de generales, dignatarios y simples soldados de la guardia,
se hace mayor en torno del ligero cochecillo. Corren jadeantes los
pachás y los oficiales, pisoteándose y aclamando al emperador. Suenan
otra vez las músicas; pero apenas se oyen, sofocadas por el griterío de
muchos miles de hombres.

Los soldados, silenciosos antes como estatuas, rugen al presentar las
armas y ver de cerca á su emperador: «¡Larga vida al _Padichá_!»

No son los fríos vivas de ordenanza de otros países. Las aclamaciones
del turco vienen de adentro, de lo más hondo.

En este país es inútil soñar con reformas y revoluciones.

Turquía podrá desaparecer; pero cambiar... ¡nunca! Sólo puede ser como
es, y así vivirá ó morirá.

El buen musulmán jamás discute á su soberano. El _Padichá_ es algo más
que un rey de la tierra: es representante de los poderes del cielo.
Cuanto él hace, bueno ó malo, lo hace Dios, y el turco es el más
religioso y resignado de los hombres.

Aun en sus mayores desgracias, al verse en la miseria ó ante el cadáver
de un ser amado, nunca tiene una lágrima ni una palabra de protesta. Le
basta, para consolarse, suspirar melancólicamente:--¡Alláh lo ha
querido!



XXIII

Los perros


Antes de conocer Constantinopla, cuando yo evocaba en la imaginación la
gran ciudad oriental, reconstruyéndola con arreglo á ciertas lecturas,
lo primero que veía eran los perros, los famosos perros de la metrópoli
turca.

Muchas cosas que amaba por los libros, no las he encontrado al llegar
aquí. Unas han desaparecido bajo las huellas del tiempo; otras eran
mentiras poéticas, que jamás tuvieron realidad. Pero los perros, los
célebres perros, aquí están, como en otros siglos, llenando las calles,
obstruyendo las aceras, dificultando el paso de los vehículos, sin casa,
sin amo, sin otro medio de subsistencia que el respeto tradicional y la
ternura que siente el turco por todos los animales.

¿Quién no ha oído hablar de los perros de Constantinopla? Hasta hace
pocos años eran la única policía urbana de la gran ciudad; el cuerpo de
limpieza pública, encargado de que las calles no quedasen totalmente
obstruídas por carroñas de animales y montones de estiércol. Ahora, la
influencia europea ha logrado que la triple ciudad de Constantinopla, ó
sea Stambul, Pera y Scutari, tengan tres municipios, compuestos
exclusivamente de ciudadanos turcos, que velan á su modo por la limpieza
de las calles. Hay barrenderos indolentes y carretillas de riego para
las principales vías; mas no por esto los perros han perdido sus
antiguos privilegios. Al anochecer, de todas las casas arrojan á la vía
pública el estiércol y los desperdicios; acuden los perros; la noche
entera pasa entre ladridos, mordiscos y estrépito de lucha en torno del
festín, y á la mañana siguiente, los barrenderos «quitan la mesa»,
llevándose lo que no han podido devorar estos pupilos de Constantinopla.

Venecia tiene sus palomas, que han vivido y procreado durante siglos á
expensas de la República, como una institución nacional.

Constantinopla tiene sus perros, respetados por el turco con cierta
superstición, como si su suerte fuese unida á los destinos del pueblo
otomano en el suelo de Europa.

Vinieron, según la tradición, desde el fondo del Asia, siguiendo al
ejército turco. Cuando éste tomó á Constantinopla, los perros se
aposentaron en las calles y en las ruinas, considerando á la enorme
ciudad como conquista propia. Eran perros vagabundos y guerreros,
acostumbrados á toda clase de privaciones; perros de soldado, sin dueño
fijo, acariciados y mantenidos por todo un ejército; animales de
campamento hechos á la vida común, á buscarse el sustento por sí mismos.
Dentro de Constantinopla continuaron su vida de vivac. Su parte de
gloria en la gran hazaña turca, su muda colaboración en la marcha de
siglos, desde el centro de Asia á las bóvedas de Santa Sofía, la cobran
estos animales con el respeto de todo un pueblo, con una consideración
popular que parece elevarlos casi al nivel del hombre.

Yo me los imaginaba feos, hirsutos, flacos, amenazantes, con colmillos
babosos de rabia y ojos amarillentos de fiebre: una especie de leopardos
urbanos, que hacían peligroso el tránsito por las calles de
Constantinopla. Me sorprendí al verlos por primera vez, gordos,
lustrosos, de una belleza ruda y silvestre, con hocico y gestos de lobo,
pero de buen lobo, cortés y juguetón, con un pelo de color de miel,
lavado por las lluvias. Son de regular alzada; muestran unos colmillos
de espeluznante blancura; casi os derriban cuando se alzan sobre las
patas traseras para acariciaros, y sin embargo, á nadie inspiran miedo.
Peléanse entre ellos con encarnizamiento de fieras: todos llevan en su
cuerpo señales de mordiscos; un combate de dos perros es algo horrible
que pone en conmoción á toda una calle, y á pesar de esto, basta que un
niño les amenace con un palo, para que se retiren, basta que un turco
les largue una patada, para que huyan sin revolverse, pasando del
rugido feroz al lamento lacrimoso. Saben que su subsistencia depende del
hombre, y lo respetan como á un dios que dispone de sus vidas. Rara vez
atacan á las personas; nunca se ha conocido la enfermedad de la rabia en
estos vagabundos, y cuando muerden, muy de tarde en tarde, á los
transeuntes, casi siempre son mujeres las víctimas de sus ataques.

¿Cuántos perros vagabundos existen en las calles de Constantinopla?
Nadie lo sabe. Los más parcos en sus cálculos dicen que 80.000. Otros
los hacen ascender á centenares de miles. Un comerciante francés ofreció
al gobierno otomano una enorme cantidad para exterminar los perros y
aprovechar sus pieles. Un buen negocio industrial, según parece. El
vecindario turco se indignó. ¡Matar sus perros! ¡Exterminar á los fieles
camaradas de los conquistadores de Constantinopla!...

Los extranjeros van por las calles con grandes pedazos de pan, para
obsequiar á estos pupilos de Turquía. Así como en la plaza de San Marcos
las damas viajeras tienden sus manos llenas de trigo á los palomos
venecianos, desapareciendo envueltas en una nube de plumas palpitantes y
picos acariciadores, aquí se las ve, hundidas hasta las rodillas, entre
pelos rojizos, hocicos babeantes y rabos inquietos, partiendo un
mendrugo con los enguantados dedos y arrojando pellizcos de pan á las
fauces glotonamente abiertas.

Causa admiración el orden de esta república perruna, falta de
gobernantes y de leyes escritas, pero sometida, por el instinto de
vivir, á una disciplina social. Muchas veces, al abandonar yo el comedor
del hotel, recolecto en todas las mesas los pedazos de pan olvidados,
tarea en la que se me adelantan con frecuencia otros viajeros. Salgo á
la calle y me rodea un grupo de perros estacionados frente á la casa; la
familia ó tribu á la que corresponde por derecho tradicional este trozo
de vía. Ni ladridos ni empujones de impaciencia. El jefe de grupo, el
patriarca, el guerrero, alcanza en el aire el primer pedazo, y va á
situarse lejos de los suyos, vigilando la calle para evitar que ningún
intruso se ingiera en el banquete. Mientras tanto, la familia va
cogiendo al vuelo los otros pedazos, siguiendo un turno riguroso, sin
que á nadie se le ocurra adelantarse á otro y arrebatarle su parte. De
vez en cuando se aproximan otros perros, azuzados por el hambre,
queriendo introducirse en el grupo, y una ruidosa batalla pone en
conmoción á la calle entera.

El guerrero, erguido sobre las patas traseras, hace frente á los
invasores, y pelea él solo, mientras la tribu come. Aullidos, mordiscos,
lucha á brazo partido; pues los perros de Constantinopla combaten
poniéndose de pie y agarrándose como hombres, al mismo tiempo que
dirigen á la cara del enemigo las acometidas de sus colmillos. Cuando el
peleador sale ensangrentado del encuentro, se tiende en el arroyo, y
toda la familia le rodea, con aulladora gratitud, lamiendo horas y
horas sus heridas.

Marcháis por una callejuela seguido de varios perros que os husmean las
manos y se empinan hasta vuestros bolsillos, con la esperanza del pan.
De pronto, os veis solo. Los perros quedan atrás, y no os seguirán por
más que intentéis atraerlos con silbidos y exclamaciones cariñosas.
Están en los límites de «su jurisdicción»: han llegado al término del
trozo de calle que les pertenece, y no pasarán de allí. Otros perros os
salen al encuentro, os acarician, os siguen, hasta llegar al término de
su territorio, y allí os dejan rodeados por una nueva tropa canesca.
Así, de escolta en escolta, podéis correr por la noche toda
Constantinopla. Cuando estalla una tempestad de ladridos, es que un
grupo ha osado introducirse en terreno enemigo. Cuando una riña feroz
conmueve el barrio, es que un perro vagabundo, sin familia y sin
domicilio, es atacado por los burgueses de la raza, gente de bien, amiga
del orden, que no puede tolerar tales faltas de disciplina social. El
bohemio canino que vaga por Constantinopla, acaba inevitablemente sus
días asesinado y devorado por las familias honradas de su especie.

Según es la calle, así es el aspecto de los perros acampados en ella. En
las vías modernas más elegantes de Pera y Galata, donde están las
grandes tiendas de bisutería, ropas, muebles y libros, los perros
ofrecen un aspecto lamentable; flacos, piojosos y lanudos, mirando
melancólicamente á las enormes lunas de los escaparates, tras los cuales
se exhiben cosas hermosísimas, pero que no sirven para comer. En las
callejuelas turcas, llenas de inmundicias y de pequeños puestos de
comestibles alineados en el arroyo, el perro es alegre, juguetón y de
sano aspecto.

Dice un antiguo refrán turco: «Si mirando se aprendiese un oficio, todos
los perros serían carniceros.»

No hay carnicería de Constantinopla que no tenga ante la puerta unos
veinte ó treinta perros, todos en fila, sentados sobre el cuarto
trasero, silenciosos, con una gravedad de gentes bien educadas, fijos
sus ojos en el dueño, con expresión de súplica, y abriendo la roja
garganta á impulsos de insinuantes bostezos. Aguardan lo que caiga, y lo
que cae las más de las veces es una mano de latigazos, pues el carnicero
turco acaba por enojarse con esta tertulia muda que obstruye la puerta
de la tienda y hace tropezar á los parroquianos.

En medio de las bandas de perros que corretean por las calles á la caída
de la tarde y duermen enroscados en las aceras á la hora del sol, se ven
animales grotescos y repugnantes, tristes caricaturas de su especie.
Unos llevan los ojos saltados; otros el lomo partido por sanguinolentas
dentelladas ó el hocico medio devorado y con un morro pendiente. Son
recuerdos de sus batallas con los compañeros de raza. Otros caminan á
saltos, con una pata rota vuelta hacia arriba, ó arrastran por el suelo
su inmóvil parte trasera, como si fuesen extraños lagartos. Las ruedas
de un vehículo les han dejado así, á pesar del respetuoso cuidado con
que los turcos tratan á los animales. El cochero de Constantinopla antes
prefiere volcar que aplastar á los perros. Los carruajes se detienen á
cada instante ó dan bruscos rodeos para salvar sus vidas. Pero estos
animales, habituados á un respeto tradicional, abusan de él, durmiendo
tranquilamente en mitad de las calles de más tránsito.

Cuando una perra lanza su prole en plena vía pública, el buen turco saca
un cajón, un tonel, un gran cesto lleno de paja, y lo coloca en mitad de
la acera para que sirva de cuna á los reciennacidos. La gente tiene que
dar un rodeo y bajarse de la acera desafiando el peligro de los coches;
la circulación se dificulta é interrumpe, pero nadie protesta ni mueve
el obstáculo. Sálvense los animales, aunque perezcan las personas.

Las primeras noches de estancia en Constantinopla son horribles. Los
viajeros buscan en los hoteles las habitaciones interiores, lejos de la
calle. Ladridos toda la noche; batallas en torno de los montones de
estiércol; concierto de aullidos cada vez que pasa un trapero con un
farol, ó cuando un transeunte les parece sospechoso. Las noches de luna,
Constantinopla se estremece con ruidosas y feroces contorsiones. Hasta
las piedras parecen ladrar al astro de la noche. Al fin, el viajero
adquiere oídos turcos, y se duerme arrullado por esta tempestad de
ladridos, como podría dormir bajo el susurro de las olas ó la brisa
perfumada de un jardín lleno de ruiseñores.

¡Las obscuras tragedias que se desarrollan en esta sociedad animal,
regida por el misterioso idioma de la mirada y el ladrido! ¡Las leyes
crueles é inexorables de esta república de los perros!...

Una tarde fuí al santo barrio de Eyoub en un vaporcito, siguiendo el
Cuerno de Oro en toda su extensión. Un perro flaco, triste, de mirada
dulce, pasaba y repasaba durante el viaje, entre las piernas de los
viajeros. Al abordar al pontón de Eyoub, intentó deslizarse, oculto
entre el gentío, pero un estrépido horripilante estalló de pronto,
asustando á las buenas turcas encapuchadas que salían del vapor. Más de
una docena de perros se arrojaron sobre el recién llegado como bestias
feroces, mordiendo de veras, «tirándose á matar», buscando su cabeza con
los agudos colmillos. El pobre can, como si esto no le sorprendiese,
como si fuera algo esperado, corrió á refugiarse en el barco que volvía
á Constantinopla.

Pasé la tarde en Eyoub. Al anochecer esperé en el pontón la llegada del
barco que iba á hacer su último viaje á la ciudad. Llegó el vapor, y
entre la avalancha de viajeros intentó pasar el mismo perro. Pero otra
vez salieron á su encuentro los enemigos, con terrible acometida de
aullidos y mordiscos, y tuvo que refugiarse de nuevo en la cubierta.

¡El triste regreso hacia Constantinopla! En vano di pan al mísero
animal. Comía con avidez de hambriento, pero sus ojos iban hacia Eyoub,
que se perdía en el fondo del Cuerno de Oro, con sus cristales
inflamados por la agonía del sol; hacia Eyoub, al que le atraía el
instinto, y en el que no podía desembarcar. Cuando llegamos, ya de
noche, al Gran Puente, el pobre perro se alejó á la luz de las
estrellas, para refugiarse entre dos tablones y esperar el primer vapor
de la mañana, emprendiendo de nuevo su viaje. Y al día siguiente
comenzaría su triste peregrinación, sin otro resultado que mordiscos y
una fuga vergonzosa; y al otro y al otro lo mismo; y aun estoy seguro de
encontrarle si emprendo el viaje; y así vivirá hasta que muera ó le
maten; empujado hacia la santa barriada de Eyoub por un buen recuerdo
del pasado, y detenido siempre por la ferocidad implacable de unos
enemigos que ladran y muerden, tal vez á impulsos de una antipatía de
raza, de una venganza de familia ó de un obscuro drama de animalidad
inferior... ¡Quién sabe!



XXIV

Los Derviches Danzantes


El muro oriental de la mezquita de Bakarié, en las afueras de Eyoub,
está rasgado por grandes ventanales con celosías encristaladas, y á
través de ellas, mientras llega la hora de los oficios, veo cabrillear,
bajo la lluvia de oro del sol del mediodía, las aguas azules, densas y
como muertas del Cuerno de Oro, allí donde éste se confunde con las
llamadas Aguas Dulces de Europa.

De vez en cuando, como una visión cinematográfica, pasa por la extensión
azul que tiembla más allá de los ventanales una lancha de vela con un
cargamento de mujeres, ó un caique blanco y dorado, con damas envueltas
en obscuro dominó, llevando como escolta de honor, junto á los remeros
sudorosos, una esclava negra.

Adivino que desembarcan en el muelle de la mezquita, invisible para mí.
Después pasan otra vez estas mujeres misteriosas, ante los ventanales,
pero á pie, siguiendo lo largo del muro, como actrices que cruzan el
fondo de una escena dejándose ver sólo por los huecos de la decoración.

Á cada entrada de éstas crece el zumbido de conversaciones y risas que
se escapa de todo un lado del piso superior de la mezquita, galería
cerrada con espeso enrejado, tras el cual asisten á la fiesta las
mujeres turcas.

Yo estoy en lo que pudiera llamarse el coro de la mezquita; una tribuna
de madera, sobre la puerta de entrada, frente á los ventanales que dan á
la ría azul, y al lado de la galería enrejada, tras cuyas celosías se
adivinan vagamente los mismos bultos blancos y negros, é iguales
movimientos de curiosidad misteriosa que en una iglesia de monjas.

Es miércoles y la respetable cofradía de los Derviches Danzantes va á
celebrar la fiesta en Bakarié, que es su templo más importante en
Constantinopla. Los viernes dan otra _representación_ en pleno barrio de
Pera, en una mezquita perdida entre edificios europeos, rodeada de cafés
y tiendas modernas, interrumpida muchas veces la solemnidad del rito por
el pitar de los tranvías y los gritos de los vendedores de periódicos.
Es una fiesta para los extranjeros de paso; algo semejante á las
diversiones pintorescas que organiza la Agencia Cook para que los
viajeros se enteren de las costumbres tradicionales de un país, á tanto
por ejecutante.

En Bakarié la fiesta religiosa no tiene otro público que los devotos, y
asiste á ella el Cheik, sacerdote jefe de los Derviches Danzantes.
Bakarié sólo atrae á las gentes del país. Es una mezquita perdida entre
risueños cementerios y jardines abandonados en las afueras de Eyoub,
barrio extremo de Constantinopla, donde no vive ningún europeo, donde
subsiste la santa mezquita cerrada é inabordable á todo infiel durante
siglos, donde es molesto á ciertas horas transitar por las tortuosas
callejuelas, pues las viejas fanáticas, encapuchadas de negro, escupen
con entusiasmo religioso á los pies del cristiano y le siguen con un
barboteo senil de palabras incomprensibles, en las que sólo se adivina
la palabra _perro_ seguida de misteriosas maldiciones.

En el coro de la mezquita de Bakarié no hay otro europeo que yo. Me
siento como avergonzado por las cien miradas de curiosidad desdeñosa que
adivino tras las espesas celosías y por el gesto impasible de los
músicos sentados junto á mí, que parecen no haberse enterado de mi
presencia. Ocupo una silla mugrienta, algo coja y con el asiento de paja
próximo á desfondarse, único mueble europeo que el sacristán, tras larga
rebusca, ha podido encontrar en la mezquita. Los músicos se sientan en
el suelo, con las piernas cruzadas sobre esteras de fresca y amarilla
limpieza, y todos ellos visten el traje de los derviches danzantes;
largas túnicas de pesado paño rojo, verde, blanco ó azul, y sobre ellas
un manto negro. Sus caras barbudas, bronceadas, feroces, de cejas
hirsutas y ojos con manchas de color de tabaco, parecen empequeñecerse,
abrumadas bajo la enormidad del respetable gorro que sirve de distintivo
á la cofradía: un cono truncado de fieltro gris, sin alas y sin otro
saliente que un ligero reborde circular. Algo así como una maceta de
flores, de barro cocido, puesta boca abajo. Unos tienen en sus manos la
flauta turca y soplan en ella ligeramente, haciendo sordas escalas para
convencerse de la bondad del instrumento; otros colocan junto á ellos
los _darboukas_, pequeños timbales que sirven de acompañamiento. Los
cantores abarcan entre sus rodillas unos catrecillos de madera que
sustentan el libro abierto, de amarillento papel, con caracteres negros
y rojos.

Miro al fondo de la mezquita. Las columnas de madera que sostienen las
galerías superiores están unidas por una barandilla blanca y roja. Entre
esta barandilla y los muros se hallan las tumbas de los derviches de la
cofradía que murieron en olor de santidad, catafalcos de paño verde,
apolillado por el polvo de los siglos, y con enormes turbantes que
usaron en vida los varones bienaventurados. Entre las tumbas, sobre
frescas esteras de junco, se sientan en cuclillas ó se arrodillan
descansando el cuerpo en los talones todos los fieles que acuden á la
fiesta; gruesos tenderos de Eyoub, burgueses venidos en barca desde
Constantinopla, jardineros de las cercanías, marinos de los acorazados
turcos eternamente inmóviles en el Cuerno de Oro, todos con los zapatos
en la mano y el fez erguido sobre la frente.

Las barandillas de las cuatro columnatas cierran el centro de la
mezquita, formando á modo de un gran salón de baile con el pavimento de
madera, limpio, encerado y brillante. Allí están aguardando su hora los
sagrados ejecutantes de la fiesta, los derviches acurrucados en el
suelo, formando tres filas, frente al Cheik, que ocupa él solo la parte
de Oriente, sentado en una piel de cordero. Envueltos en sus mantos
negros, que forman en torno de ellos amplio embudo, é inclinando á
impulsos de la meditación el alto gorro que cubre su cabeza, parecen
extraños insectos que se repliegan para saltar de pronto sobre una presa
invisible.

Un cantor se ha puesto de pie y avanza con el libro abierto hasta la
barandilla del coro. Su manto, al entreabrirse, deja descubierta una
gruesa túnica anaranjada, de pliegues rígidos: una prenda venerable, con
la respetabilidad de varias generaciones sacerdotales, y que parece
tejida al mismo tiempo de lana y de plegarias. Es un joven barbilampiño
y rubio. Su pescuezo blanco se hincha y colorea de sangre con los
esfuerzos de la voz de falsete. Una ruda protuberancia del cuello, la
nuez de la garganta, se agita convulsa, sube y baja, marcando las
modulaciones de la voz.

La plegaria tiene el ritmo de un canto oriental, monótona, soñolienta,
de misteriosa lentitud, retardándose cada palabra con reflexivas pausas,
prolongándose con repeticiones é interminables gorjeos, como ciertas
canciones de Andalucía.

Los derviches, abajo, con la frente en una mano y el codo en la rodilla,
parecen soñar replegándose cada vez más dentro de sus embudos negros,
empequeñeciéndose con el reconcentramiento de la meditación.

¿Qué dice la plegaria?... Nada. Interminables alabanzas á Alláh
invisible, señor del universo, misterioso justiciero sin forma material
ni otra imagen que los dorados caracteres árabes de elegantes rabos que
lucen en la mezquita sobre el fondo verde de redondos escudos; nombres
de sultanes que, agrupados en lista cronológica, son como la historia
del pueblo turco. Y sin embargo, esta oración, cuyas palabras carecen de
mérito literario y sólo tiene el encanto de la música adormecedora,
causa en el auditorio un efecto de recogimiento sincero que rara vez se
encuentra en los ritos occidentales. La voz del cantor parece hipnotizar
á los oyentes. Los fieles, con la mirada perdida y el cuerpo rígido,
empiezan á moverse sobre su cintura, siguiendo con un vaivén cada vez
más enérgico las palabras del derviche. Los rostros se colorean como si
reflejasen las llamas de una combustión interior. Las narices se dilatan
y en los ojos brilla como chispa perdida un punto de luz azulada y
misteriosa. De vez en cuando un rudo suspiro se escapa de estos pechos
contraídos por la emoción religiosa. El europeo, solo y aislado en esta
mezquita lejana, entre la vehemencia silenciosa de unas ceremonias que
parecen resucitar siglos lejanos, bárbaros y belicosos, se siente
invadido por la inquietud.

Calla el cantor, cierra el libro, se retira remontando sobre sus hombros
anaranjados el negro aleteo de su capa, y una música tenue y dulce, un
suspiro pastoril se extiende en el silencio profundo de la mezquita,
donde los hombres parecen cuerpos sin alma.

Es una flauta. La media hora de meditación que precede á la danza
sagrada la llena el gorjeo de este instrumento bucólico. El músico,
inmóvil entre sus compañeros en cuclillas, que parecen maniquíes, hincha
sus carrillos, enrojece, suda con el continuo esfuerzo, pero al mismo
tiempo sus ojos mates, perdidos en éxtasis, delatan el fiero orgullo de
tener pendiente de su soplo el fervor de los fieles y de los santos
hermanos de cofradía.

El tierno vagido del instrumento parece enardecer á los orientales,
creyentes de una religión, en la cual la ausencia de estatuas y pinturas
litúrgicas obliga al devoto á un continuo esfuerzo imaginativo para
representarse los poderes ultraterrenos. Los fieles de la mezquita de
Bakarié sueñan en pleno mediodía, bajo la luz de las ventanas llenas de
azul y de sol, mecidos suavemente por los lentos trinos de la flauta.

¿Qué ven en sus ensueños? Huéspedes nada más del continente civilizado,
europeos de paso, obligados á soportar una vida moderna extraña á sus
costumbres y su tradición, su pensamiento va al más viejo de los mundos,
á la venerable y misteriosa Asia, cuyas montañas casi pueden
contemplarse desde los ventanales de la mezquita. El pastoril
instrumento les hace ver los amarillentos rebaños escalando lentamente
las colinas tostadas de la Siria y ramoneando sus hierbas olorosas; el
fresco pozo del desierto al que llega el rudo jinete, mezcla de pastor y
de pirata de la llanura, saludando á la doncella envuelta en velos que
extrae el cubo con sus brazos redondos, en los que tintinean anillos de
bronce; los arenales del Yemen, obscuros á la caída de la tarde, por
cuyo horizonte pasan las filas de camellos, como cabeceantes y gibosos
monstruos, sobre el cielo inflamado de rojo; los grupos de palmeras que
ondean sus penachos de verdes plumas en los oasis que marcan el camino
solitario hacia la Santa Meca; las tumbas venerables de Medina,
cubiertas de polvo secular y ostentando entre andrajos de oro las
pesadas cimitarras de los guerreros de Dios: las plácidas callejuelas de
Damasco, de húmeda sombra y cerrados jardines; las rojizas y pedregosas
colinas de Jerusalén, sobre las cuales parece haber pasado el soplo de
hoguera del Gran Implacable; Bagdad, con sus mezquitas de cúpulas
partidas y sus bazares como pueblos, adonde acuden las caravanas
portadoras de fantásticas riquezas; Bassora, cuyos marineros desnudos
pescan la perla: toda la gloria y todo el esplendor, latentes aún, de la
raza semita, despreciada ó perseguida por los hombres modernos, y que
sin embargo, un día, siguiendo las palabras de paz de Jesuhá, el hijo
del carpintero, se hizo dueña de medio mundo y siglos después,
repitiendo los gritos de Mohamed, el hijo del camellero, se enseñoreó
del otro medio.

Un nuevo espectador de la fiesta se sienta junto á mí. Es un oficial de
la escuadra turca, un joven teniente de navío, con su uniforme inglés
modificado únicamente por el gorro rojo que cubre su cabeza. Los galones
de oro de la bocamanga, rematados por un óvalo, brillan sobre el paño
azul obscuro de la levita. Entre el alto cuello de inmaculada blancura,
que refleja los objetos inmediatos como un espejo, y la nítida pechera
de su camisa, resalta la corbata anudada de seda negra, con una gruesa
perla. Lleva en la mano sus zapatos de charol y sus pies huellan la
alfombrilla de junco con sus calcetines de seda. Al pasar, parece
sonreirme con los ojos, como á una persona que no se conoce, pero que se
ha visto con frecuencia. Todas las noches le encuentro en el barrio
europeo de Pera, en el teatro de Petits-Champs, donde actúa una compañía
de opereta francesa. Unas veces lleva su uniforme, otras viste de
_smoking_, y mientras se atusa los empinados bigotes á lo kaiser, mira
amorosamente, á través de sus lentes de oro, á las _cocottes_ de
diversas nacionalidades que pululan en Constantinopla, y habla con ellas
en diversos idiomas. Se adivina que ha vivido en París y en Londres, que
es un marino de largos viajes... en tierra, un secretario de comisiones
internacionales, un agregado militar de embajadas. ¿Qué extraña
curiosidad le guiaba á la mezquita de Bakarié?...

Se sentó en el suelo, cruzando sus piernas, oprimiéndolas con las manos
para aproximarlas más al tronco. Escuchó inmóvil la plegaria del cantor,
y poco á poco su cuerpo empezó á moverse con un balanceo creciente, lo
mismo que los otros fieles. Luego el susurro de la flauta le sumió, como
á los demás, en profunda meditación.

Cuando volví á mirarle, sus lentes habían caído sobre el pecho. Un
arrebol de sangre coloraba su rostro, antes pálido. Su pelo, lustroso y
plano á los dos lados de la raya central, parecía alborotado por un
espeluznamiento de cólera. Su ancha nariz turca, nariz de caballo leal y
arrogante, ensanchábase palpitante como si oliese pólvora. Sus ojos
miopes, al encontrarse con los míos, reflejaron una extrañeza hostil y
salvaje. El azul uniforme, con sus insignias europeas, parecía despegado
de su cuerpo.

Aquel marino era la personificación de la Turquía europea que se
apropia los inventos modernos, copia la organización alemana, habla
todos los idiomas de los pueblos civilizados, y adopta las modas de
París... pero guardando bajo este exterior su alma asiática.

Me imaginé al amigo de las _cocottes_ de Petits-Champs, al marino casi
inglés, al elegante agregado de embajada, al que yo creía un escéptico y
alegre vividor, escuchando á un _imán_ que proclamase la guerra santa; y
vi al asiático despojándose de golpe de su complicado disfraz de europeo
y agitando en una punta del sable una cabeza cortada, lo mismo que los
grandes capitanes de Mohamed blandían sus cimitarras tintas en sangre
para demostrar la unidad de Dios.

       *       *       *       *       *

En el coro de la mezquita de Bakarié, el flautista sagrado sigue
improvisando trinos ó lanza agudas y gimientes notas, mientras abajo,
acurrucados sobre el lustroso pavimento, meditan los derviches
danzantes.

De pronto suena un golpe sobre la madera. Es el Cheik, que ha salido de
su inmovilidad dejando caer las dos manos sobre el suelo, como si fuese
á desplomarse. Un sonoro redoble contesta á este movimiento. Todos los
derviches dejan caer igualmente sus manos á un mismo tiempo, quedando á
gatas, con el enorme gorro junto al suelo.

Al gemido de la flauta se unen los _darboukas_, que baten una marcha
lenta, cortada por endiablados repiqueteos, y al compás de esta marcha,
los derviches se yerguen y emprenden un lento paseo á lo largo de las
barandillas. Al erguirse han dejado caer los mantos obscuros, y quedan
al descubierto sus trajes de ceremonia, cada uno de uniforme color, pero
abarcando en su variado conjunto todas las tintas del iris.

¡Extraña vestimenta que haría reir en otro lugar, y á la que da cierto
respeto el gesto solemne de las barbudas cabezas, iluminadas por el
fuego hostil de unos ojos de fanático!... De cintura arriba son hombres,
con chaquetilla á la turca, alto chaleco y faja rayada. De cintura abajo
son mujeres, arrastrando una falda amplísima de rígidos pliegues, que
roza el entarimado con crujidos de pesadez.

Avanzan descalzos, contoneándose ligeramente al compás de la marcha, con
los brazos cruzados sobre el pecho y las manos extendidas junto á los
hombros. El Cheik camina al frente de la hilera, marcando las ceremonias
del lento paseo. Al llegar junto al Mirab, gira sobre sus talones y
saluda profundamente al derviche que le sigue, con tan profunda
inclinación, que las dos caperuzas de fieltro se tocan. Los demás
repiten el mismo saludo. Al pasar ante la barandilla, tras la cual están
las tumbas de los santos varones de la orden, se reproduce igual
ceremonia.

Tres veces da vuelta á la sala la procesión de los derviches, y este
desfile dura mucho tiempo, con la rígida lentitud que es para los
orientales el signo más imponente de la majestad. Los pies, descalzos,
se mueven incesantemente al compás de la música, pero sin adelantar
apenas. Por fin, el Cheik, al pasar por tercera vez ante el Mirab, queda
inmóvil en el centro del muro oriental, con los brazos en el pecho,
destacando su figura sobre los vidrios iluminados de una gran ventana.

Los derviches, formados en larga fila, parecen bailarinas que se
preparan á lanzarse, haciendo piruetas, hasta el borde de un escenario.
Poco antes, al despojarse de los mantos sombríos y aparecer en todo el
esplendor de sus vestiduras deslumbradoras, recordaban á las danzarinas
de ciertas óperas que surgen de entre bastidores como negras brujas, y
de pronto, abandonando sus disfraces, muéstranse luminosas, envueltas en
gasas y colores rosados.

Los instrumentos del coro adoptan un ritmo semejante al del vals, y al
repiqueteo de los tamborcillos y el dulce ganguear de las flautas, se
unen las voces de los cantores, que entonan una salmodia bailable,
monótona y chillona, sin otra variación que el cambio de tono al final
de cada estrofa.

Avanza un derviche hacia el gran sacerdote, lo saluda con reverente
inclinación, como pidiendo su venia, el Cheik le contesta con ligero
gesto, y el sagrado danzarín empieza á girar sobre sus talones, con una
velocidad cada vez mayor, añadiendo á este vertiginoso movimiento de
rotación otro ligerísimo de traslación, que le hace avanzar lentamente,
siguiendo el contorno de la sala. La falda pesadísima arremolina sus
pliegues en torno de las piernas, y poco á poco, con la velocidad, toma
aire y se hincha... se hincha, adquiriendo proporciones gigantescas.
Primero es un enorme paraguas á medio abrir, luego un globo, después un
paracaídas, y el paño pesadísimo se extiende casi horizontal, girando
con loco vértigo sobre las piernas desnudas, que dan vueltas y vueltas
como una peonza loca.

Al comenzar su movimiento de rotación, el derviche lleva los brazos
cruzados sobre el pecho, en actitud sacerdotal. Poco á poco los despega,
los extiende sonriente, con gracioso desperezo de bailarina, hasta que
al fin los mantiene rígidos, en cruz, ayudándole esta tensión á la
rapidez de su volteo. Apenas se sume en esta embriaguez rotatoria, ya no
sonríe. Sus ojos quedan vidriosos y vagos, su rostro palidece y se
contrae con un gesto de estupidez extática, de voluptuosidad dolorosa.

Tras el derviche vestido de blanco, empieza á girar otro verde; luego
otro azul; después otro rojo, y así van saliendo en ruidosa ondulación
circular faldas rosadas, azules, vinosas, amarillas y naranja, con esa
intensidad profunda de color que es la gloria de los tintoreros
orientales.

La mezquita se llena de peonzas vistosas que giran y giran, dando al
espectador el mareo del vértigo. En las raras pausas de la música se oye
el aleteo del pesado paño cortando el aire y el roce de los pies. El
espectáculo es original, obsesionante, con el extraño poder que ejerce
la mezcla de lo bello y lo ridículo. Son flores gigantescas que bailan,
rematadas por hombres feos y barbudos. Rosas fantásticas que giran
llevando hundidos en el centro de su corola unos gnomos de rostro feroz
coronados por un gorro de fieltro.

Los cantores aceleran el ritmo, gritando cada vez más fuerte; los
_darboukas_ repiquetean con redobles de trueno; las flautas saltan y
balan como cabras locas, y los danzantes giran y giran con tal rapidez,
que sus brazos y piernas son pálidas sombras, borrosas por la velocidad,
y las faldas cortan el aire como sierras horizontales... ¿Cuánto tiempo
dura la sagrada danza?... No lo sé. Siento, á pesar de mi inmovilidad,
los efectos del vértigo: mi vista se deslumbra y marea con este continuo
girar de colores. Creo estar rodando por una pendiente que no termina
nunca. La música infernal y el volteo de los derviches embriaga á los
fieles. Encogidos en el suelo, mueven sus cuerpos al compás de la
música, y la mezquita parece una enorme caja de juguetes donde
centenares de monigotes mecánicos, con gorro rojo y cara de palo, se
balancean impasibles á los sones de un cilindro de música.

El Cheik hace un gesto; cesa el coro; los derviches contienen su
rotación; van descendiendo sus faldas con la falta de movimiento; se
deshinchan; dejan de ser un paraguas para convertirse en un embudo;
luego se achican más aún, surgen los pesados pliegues, que acaban por
rozar el suelo, y los sagrados bailarines vuelven á formarse en fila, á
un lado del templo. Sus rostros brillan con el gotear del sudor: los
ojos vidriosos tienen aún la locura del vértigo. Agítanse sus pechos
como fuelles con el jadear de la fatiga. Algunos, mareados por la
repentina inmovilidad, se tambalean como ebrios. Pero á pesar de esto
todos miran al Cheik, esperando un gesto suyo para pedir de nuevo la
venia y reanudar la loca danza.

Los cantores entonan durante el descanso una especie de himno litúrgico,
lento y solemne, pero sus voces vuelven pronto á adoptar el ritmo del
sagrado baile, y otra vez las peonzas animadas tornan á girar en el
centro de la mezquita.

Por tres veces bailan los derviches, y durante una hora larga giran y
giran, con un movimiento vertiginoso, que agotaría las fuerzas, la razón
y aun la existencia de cualquier occidental. Al fin cesan de voltear, y
vacilando sobre sus congestionados pies salen para despojarse de los
trajes de ceremonia en una casa ruinosa, inmediata á la mezquita,
atravesando el huerto de nopales y palmeras que rodea á ésta.

El Cheik hace su oración ante el Mirab, se prosterna varias veces sobre
la piel de cordero, extiende los brazos invocando el nombre de Alláh y
se retira también.

La ceremonia ha terminado... ¡Ridícula!... Los que la vieron desde
pequeños, cuando su razón comenzó á abrirse á las cosas del mundo
aceptándolas tal como las encontraron, asisten á ella con sincero fervor
y la consideran como el más noble y poético de los cultos... ¿Quién sabe
lo que un oriental, entusiasta de los derviches danzantes, pensará al
ver por vez primera las ceremonias litúrgicas de los occidentales? Todos
los pueblos del misterioso Oriente, tierra natalicia de dioses, han
danzado ante las potencias celestes, haciendo del baile una ceremonia
religiosa. La danza es seguramente un acto más elevado y menos material
en honor de la Divinidad que beber vino, aunque sea en copas de oro.

De todas las cofradías musulmanas de Oriente, la de los derviches
danzantes es la más aristocrática. Sus afiliados gozan de general
respeto. El Sumo Sacerdote, al que pudiéramos llamar el Papa de los
derviches, reside en Konia, la gran ciudad turca de Asia, hogar de las
tradiciones otomanas, adonde no ha llegado aún la influencia europea que
atrofia y envilece á la vieja Turquía.

Cuando muere el sultán y hay que consagrar un nuevo Comendador de los
creyentes, el jefe supremo de los derviches viene desde Konia á la Santa
Mezquita de Eyoub, donde se verifica la ceremonia de investir al
emperador. Este no tiene corona. El signo visible de su majestad y su
poder es el sable del Profeta, que se guarda en la famosa mezquita de
Eyoub. El gran derviche ciñe la venerable cimitarra de Mohamed á la
cintura del nuevo soberano, y Turquía entera aclama á su _Padichá_.

La Santa Mezquita de Eyoub es el único lugar que guarda el misterio y el
aislamiento religioso del pueblo turco. Ningún cristiano ha pisado ni
siquiera las losas de sus patios interiores. Los viajeros, al pasar ante
ella, procuran no mirar por las puertas y rejas de los muros que rodean
sus patios y jardines.

Al salir yo de Bakarié, buscando la ribera del Cuerno de Oro para que
una embarcación me condujese á Constantinopla, me perdí en unas
callejuelas inmediatas á Eyoub, formadas por blancos panteones, kioscos
funerarios al través de cuyas rejas se ven túmulos de sultanes y santos,
coronados de turbantes y cubiertos de terciopelo y oro.

Al final de un callejón vi una gran arcada con la verja abierta. Me
aproximé. Enfrente, un patio solitario y fresco; más allá una arcada; en
último término, una gran extensión inundada de sol y cerrada por
murallas, en cuyo centro, como un monstruo vegetal, alzábase la
enormísima pilastra de un plátano de quinientos años, con el ramaje
invisible. Cantaban las fuentes en la sombra de los claustros de
azulejos, desgranando sus surtidores sobre tazas de verde mármol;
centenares de palomos obscuros aleteaban en los capiteles de las
columnas, cortando con sus arrullos el silencio animado por el gotear
del agua. En el último patio jugueteaban varios grupos de pilluelos casi
desnudos, y permanecían acurrucadas viejas horribles, esperando una
limosna.

Eran los patios de la Santa Mezquita, del templo inabordable para el
cristiano, donde no pudo entrar ni el mismo emperador de Alemania en su
visita á Constantinopla. Á un lado una fachada misteriosa, de azulejos
verdes y negros, con un fanal turco pendiente ante el arco de herradura.

Apenas asomé mi cabeza, un _zapethie_, gendarme turco, vino hacia mí.
Los pilluelos inclinaron sus gorros al suelo como si buscaran piedras,
chillando y manoteando con belicosa alegría: «¡_Giaour_! ¡_Giaour_!»
(¡Un cristiano!)

Me alejé prudentemente, pero la rápida visión del patio solitario con
sus palomos y sus chorros de agua, y de la fachada verde y negra, de
feroz misterio, no se borrará fácilmente de mi memoria.

¿Qué habrá en el interior de la Santa Mezquita de Eyoub?...



XXV

El heredero de «Las mil y una noches»


La punta de Stambul, que avanza ante Galata formando de un lado la
entrada del Bósforo y del otro la embocadura del Cuerno de Oro, la ocupa
el palacio del Serrallo, enorme como una ciudad, y que hace muchos años
dejó de servir de residencia á los soberanos de Constantinopla.

Los occidentales confunden con frecuencia el serrallo con el harem.
Serrallo es simplemente un palacio: sólo el harem (_lugar sagrado_) es
el departamento destinado á las mujeres.

Este extremo de Stambul forma una altura desde la cual se abarca el más
asombroso de los panoramas. Á un lado la azul extensión del mar de
Mármara, infinita á la vista, con las deliciosas islas de Prinkopo, que
parecen inmóviles bajeles, de casco sonrosado y velas verdes: enfrente
la ribera asiática de montañas rojas, con el Bósforo que oculta en sus
revueltas los veleros de blancas lonas y los buques modernos de negro
penacho: al lado opuesto, Constantinopla, extendiendo en pendiente su
caserío por ambas riberas del Cuerno de Oro, que tiene sus aguas casi
invisibles bajo los cascos de toda una ciudad flotante.

En esta colina, que avanza como un cabo, estuvo situada la acrópolis de
la antigua Bizancio. Aquí, el maravilloso palacio de la emperatriz
Placidia, las mansiones de los personajes más importantes del imperio,
las termas de Arcadio, la iglesia de la Madre de Dios Hodégetria
(conductora de los ciegos) y el alcázar de los emperadores bizantinos,
monumento de monstruosa grandeza, mezcla de harem y de convento, donde
las vastas salas destinadas á la orgía y á la muerte estaban decoradas
con escenas bíblicas sobre fondos de oro.

Cuando Mohamed II conquistó Constantinopla, sus construcciones de gusto
oriental se elevaron sobre los escombros de los palacios del vencido, y
en esta colina vivieron los _Padichás_ hasta los primeros años del siglo
XIX. Los motines de Constantinopla y las amenazas de la milicia de los
jenízaros, hicieron levantar el campo á Mahmoud II. El Serrallo era una
vivienda demasiado grande para que el Comendador de los creyentes
pudiese subsistir con entera seguridad. Enclavada en el corazón de
Stambul, dominadas sus murallas por edificios pegados á ellas, el pueblo
sublevado ó los pretorianos descontentos podían invadirlo con gran
facilidad. El sultán abandonó el antiguo Serrallo en 1808, trasladándose
á la otra ribera del Cuerno de Oro, y desde entonces los emperadores
viven en plena campiña, apartados de su ciudad y rodeados de un pueblo
fiel de guardias y cortesanos que ellos mismos se forman.

Sólo algunas sultanas viejas, con su corte olvidada y pobre de parientas
del emperador, viven como monjas en los abandonados palacios del antiguo
Serrallo.

Éste se halla dividido en tres partes: los jardines, el Patio de los
Jenízaros y los palacios ó kioscos esparcidos caprichosamente en la
meseta de la colina. Los jardines son viejos, con todo el encanto de la
vegetación secular abandonada á la libre expansión de sus fuerzas;
terrazas en escalones con enormes cipreses ó seculares plátanos; rosales
que crecen y se enmarañan como bravías malezas, y en medio de este
oleaje de verde sombrío, kioscos de simples líneas y amarillenta
blancura. Un cinturón de murallas rojas, con puntiagudas almenas y
gruesos torreones, cierra el recinto del Serrallo, como una ciudad
aparte dentro del antiguo Stambul.

Lo más notable que encierra es el tesoro de los sultanes, la colección
de riquezas históricas de estos soberanos del fabuloso Oriente, que
conquistaron Bagdad y guerrearon con la opulenta Persia. Para visitarlo
se necesita una invitación del sultán, y aun así la visita no está al
alcance de todos. Yo mismo, después de recibir la invitación, tuve que
aguardar durante muchos días la oportunidad de que otros viajeros
sintiesen el mismo deseo.

Para visitar el Tesoro se moviliza en el antiguo palacio un verdadero
ejército de criados, funcionarios de corte, ayudantes del sultán, pachás
depositarios de las llaves, soldados de la guardia, en total unos
trescientos hombres, y como en Turquía es natural y corriente la
costumbre del _batchis_ ó propina, y nadie cree envilecerse tomándola,
la tal visita cuesta unos setecientos francos, y los viajeros, para
realizarla, se reunen, poniéndose á escote.

Dos personajes de Rumania venidos á Constantinopla para una conferencia
con el gobierno turco sobre las minas de petróleo, recibieron la
invitación de visitar el Tesoro al mismo tiempo que yo, y junto con
ellos y sus esposas, entré en este depósito de fabulosas riquezas, á las
tres de la tarde, precedido de una doble fila de eunucos negros y
personajes pálidos de espesa barba y ojos tristes, todos con levita
_stambulina_ y gorro rojo, marchando con la frente baja y las manos
cruzadas sobre el vientre.

Así atravesamos el extenso Patio de los Jenízaros, pasando bajo la
Puerta Augusta, un arco de mármol blanco y negro con columnas de jaspe
verde. Á cada lado de la puerta hay un nicho que aun conserva señales
de escarpias. De estas escarpias se colgaban para terrible ejemplo las
cabezas de pachás cortadas por orden del Gran Señor.

Nuestros conductores nos entran en un kiosco blanco, cuyos grandes
ventanales dan sobre una terraza que domina la entrada del Bósforo. Una
alfombra sedosa de finos colores, ámbar y rosa, se hunde bajo nuestros
pies. Grandes espejos nos reflejan con toda nuestra escolta de empleados
palatinos y negros eunucos. Los muebles (¡oh anacronismo!) son de estilo
Luis XV, aunque enormes y en extremo dorados, como para satisfacer el
gusto oriental, amigo de exuberancias. Desde la terraza se admira el
agua azul y mansa que bate silenciosamente el pie de la colina del
Serrallo. La roca, casi cortada á pico, da al Bósforo en este lugar una
gran profundidad: cien metros, ¡Los misterios que guarda esta superficie
límpida, débilmente rizada por la brisa que viene del mar de Mármara, y
en la que tiemblan como pedazos de espejo los suaves rayos del sol de la
tarde!... Aquí caían en el eterno misterio, con una piedra al cuello,
los hermanos de los sultanes, estrangulados para evitar á Turquía una
guerra civil; aquí desaparecían para siempre los pachás ambiciosos y en
desgracia; aquí acababan las perfumadas sultanas y las odaliscas de
voluptuosos ojos, sospechosas de infidelidad, cosidas dentro de un saco
de cuero, antes de rodar á las tenebrosas profundidades.

Entran nuevos criados en el kiosco, portadores de grandes bandejas
cubiertas de tapices de seda con bordados de oro. Es el obsequio del
sultán á los extranjeros que visitan su antigua residencia.

El maestro de ceremonias tira de las ricas envolturas. Dos eunucos
sostienen una bandeja de bronce cincelado, enorme como un escudo, y en
ella se yergue majestuosa una compotera de cristal y oro llena de
confituras de rosas y flanqueada de cucharillas del mismo metal. Es el
eterno presente de toda visita turca. Un criado circula una bandeja con
vasos de agua y tras él llega otro con un gran incensario dorado lleno
de brasas, en el que humea una cafetera. Las minúsculas tacitas de
porcelana persa se llenan de café espeso como pasta, y el perfume
intenso del negro y delicioso brebaje se une al olor de rosa que
impregna el ambiente. El maestro de ceremonias manda ofrecer los
cigarrillos de dorada boquilla, y todo el grupo de invitados, hombres y
mujeres, sentándonos en divanes de rayada seda, contemplamos durante un
cuarto de hora las espirales de humo en los cuadros de puro azul (azul
de cielo y azul de mar), á los que sirven de marco las ventanas del
kiosco.

Otra vez en marcha, precedidos de la procesión de servidores de negra
levita y gorro rojo, que parece haber aumentado considerablemente. Son
ya más de cien.

Atravesamos un patio extenso, ó más bien una llanura cerrada por un
sinnúmero de claustros, kioscos sueltos y palacios ruinosos, en los
cuales se abren los muros bajo el peso de los siglos, de los mantos de
hiedra y de las parras trepadoras.

Junto á una puerta de arco, y bajo un porche de tejas viejísimas,
cubiertas de moho y desunidas por las raíces de plantas parásitas, están
formados los soldados de una compañía de infantería, en cuatro filas,
dos á cada lado del espacio por el que debemos pasar. Un oficial de
marina con cordones de ayudante avanza hacia nosotros, una mano en la
empuñadura del sable y la otra en el fez, saludando con una rigidez
alemana. Puesto que somos europeos é invitados del sultán,
indudablemente debemos ser grandes personajes en nuestro país. Los
soldados, al pasar nosotros, lanzan el rugido de ordenanza, elevando sus
fusiles y presentándolos. Después vuelven á aullar con unidad atronadora
y los dejan caer al mismo tiempo, conmoviendo con las culatas las viejas
losas, en cuyos intersticios crece la hierba.

Estamos en la entrada del _Hasné_, del famoso Tesoro, puerta venerable
de cedro, roída por los años, con clavos oxidados y cerraduras que
parecen olvidadas durante siglos y de imposible funcionamiento. Junto á
ella aparecen nuevos personajes como si surgiesen de la tierra. Son
viejos pachás de miembros trémulos y barbillas blancas, arrugados
personajes con el paño del dorso de la levita tirante sobre la
curvatura de la espina dorsal. Cada uno saca su llave pesada y
brillante; se abre con estridente _cric-cric_ un enorme candado, giran
con doloroso gemido los pernos de las cerraduras y se quejan los
cerrojos al ser arrancados de la inmovilidad de su sueño. Los
respetables gnomos del Serrallo van de un lado á otro trabajando en su
penosa obra, y al fin giran chirriantes las hojas de cedro en el
silencio conventual del Serrallo, y de la penumbra surge una bocanada de
aire húmedo y espeso, una respiración de lugar cerrado, de antigua
bodega.

Todos los criados que nos preceden entran apresuradamente, mientras
nosotros, contenidos cortésmente por el ayudante y el maestro de
ceremonias, permanecemos en la puerta. Se oyen sus precipitadas carreras
en el interior, el roce de sus sordas babuchas, la rápida confusión del
grupo que penetra de golpe y se desgrana inmediatamente, encontrando
cada cual el sitio que tiene designado con anticipación.

Cuando entramos, cada mesa, cada vitrina, ofrece como nuevo adorno una
pareja de hombres inmóviles, tan inmóviles como las estatuas y los
maniquíes que contiene el Tesoro, las manos sobre el vientre y sin
respirar apenas, pero que os siguen con ojos fijos en todas vuestras
evoluciones. Imposible moverse sin tropezar con ellos. Se adosan á los
descansos de las escaleras, se introducen en el hueco entre armario y
armario, se empequeñecen y disimulan para no ocultar con su cuerpo la
vista de ningún objeto, pero ni por un instante podéis encontraros más
allá del fuego cruzado de sus miradas.

Todos los visitantes deben ser excelentes personas, ya que el Comendador
de los creyentes los honra con su invitación, pero los pachás
guardadores del Tesoro conocen el impulso tentador de Eblis y demás
potencias infernales, y desconfían de la codicia del hombre y de la
demencia de la mujer ante el oro que embriaga y la piedra preciosa que
enloquece.

¡El Tesoro del sultán, dueño desde hace siglos de la prodigiosa Bagdad!
¡La colección de riquezas de este heredero de _Las mil y una noches_!...

Al abarcar con la vista el amontonamiento de objetos preciosos,
experimenté una profunda decepción. Los objetos están guardados como en
un museo europeo, pero las vitrinas palidecen bajo el polvo, y los
vidrios se enturbian, dando á todo un aspecto de pobreza y falsedad.
Ocurre aquí como en los tesoros de las catedrales católicas, donde los
siglos y la inercia dan al oro un tono miserable de cobre, y convierten
los diamantes en vidrio y las perlas en gotas de cera.

El Tesoro del sultán (que no ha visto nunca el sultán actual ni
visitaron jamás muchos de sus antecesores) parece una enorme tienda de
anticuario, abandonada. Hasta los vidrios de las ventanas están rotos en
parte, y las goteras del techo hacen caer en grandes desconchados el
enlucido del cielorraso. Polvo, telarañas y vejez por todas partes.

Este abandono y la enormidad absurda de las riquezas que contiene, hacen
dudar en el primer momento del valor del Tesoro.

--¡Todo mentira!--murmuran en nuestro interior la malicia y la
desconfianza--. ¡Baratijas orientales para deslumbrar al pueblo de otros
siglos! Esto no es posible: es demasiado sobrehumano para que pueda ser
verdad.

Y sin embargo, es verdad, por más que la razón se subleve ante lo enorme
de semejantes riquezas. Por algo los poetas de todos los tiempos, cuando
han querido cantar magnificencias fabulosas, han vuelto sus ojos á
Oriente.

Un trono es el primer objeto que se encuentra al entrar en el Tesoro; un
trono para descansar en él con las piernas cruzadas, bajo y casi tan
grande como un lecho. Lo robaron los turcos á los persas en el siglo
XVI, durante la guerra del sultán Selim contra el sha Ismail. Es de oro
macizo, y sus cortas patas, al descansar en el suelo, dan una sensación
de ruda pesadez. El precioso metal sólo es visible en pequeñísimos
espacios. Un mosaico de fina labor, formado con riquísimos materiales,
cubre todas sus caras, hasta las que son poco visibles, como la parte
inferior del asiento. Son millares y millares de perlas, de esmeraldas,
de rubíes, todos de igual tamaño, que se repiten formando flores y
hojas. La razón, que parece rebelarse ante tanta magnificencia y duda de
su autenticidad, sólo se convence tras largo examen de la riqueza de
este mueble.

En otra sala se encuentra el verdadero trono de los sultanes, semejante
á un púlpito de musulmán. Es á modo de una garita de ébano, dentro de la
cual se sentaba el _Padichá_ con las piernas cruzadas. De cada ángulo
del asiento se levanta una columna sosteniendo el techo en forma de
cúpula, y en el centro de ésta se eleva un joyel de inverosímil
magnificencia, un ramillete de diamantes tan enormes, que parecen
simples pedazos de empañado cristal. Todo este pequeño edificio de ébano
y sándalo está incrustado de nácar, concha, plata y oro. Por todas sus
caras interiores y exteriores corre un dibujo de plantas fantásticas en
nácar, y el centro de cada flor está formado de grandes cabujones de
rubíes, esmeraldas, zafiros y perlas. En su interior pende del techo una
cadena de oro que venía á caer sobre la cabeza del sultán. La cadena
sostiene un corazón también de oro y de éste cuelga una esmeralda de
forma irregular, pero de un tamaño inaudito, gruesa de cinco centímetros
y grande como una mano abierta.

¡Las esmeraldas del sultán! Después de visitar el pabellón del Tesoro se
hace igual caso de esta piedra preciosa que de los guijarros de un
camino.

Apenas se entra, el maestro de ceremonias os lleva ante una vitrina,
donde sobre el fondo de terciopelo polvoriento se ven tres pedruscos
planos de un verde obscuro, algo así como tres adoquines de vidrio
opaco. ¡Son esmeraldas!... Las tres más grandes que existen en el mundo.
Una de ellas pesa cerca de tres kilos.

Y á lo largo de las otras vitrinas empieza el aturdidor espectáculo de
las riquezas amontonadas por el heredero de _Las mil y una noches_:
armas que son verdaderas joyas; yataganes y grandes sables con la vaina
cubierta de perlas y rubíes y la empuñadura formada de brillantes y
esmeraldas: armaduras antiguas de gruesas placas de oro, con dibujos de
brillantes y topacios; telas de seda de brocado y terciopelo, en cuyo
bordado se mezclan con los brillantes hilos centenares y miles de
piedras preciosas; vasos de cristal de roca, de jade, de onix; copas y
frascos de cincelado oro persa; joyas indias de sutil labor; cofrecillos
de menudas incrustaciones en maderas perfumadas ó ricos metales, que
reproducen escenas al borde del Eufrates, en las riberas del Ganges ó
sobre las mesetas del Isphan llenas de rosas, donde cantaron los poetas
Shadi y Ferdussi.

Una gualdrapa de caballo (la del corcel favorito de los antiguos
sultanes) llena todo el fondo de una vitrina. Tiene dos metros y medio
de ancha y casi tanto de larga. Es de terciopelo carmesí y está bordada
con miles de perlas, todas exactamente del mismo tamaño, que es el de
un garbanzo grueso. El color de la tela apenas se deja entrever como un
rojo arabesco entre el apretado mosaico de granos preciosos.

La armadura que Mourad IV llevó á la toma de Bagdad en el siglo XVII,
deslumbra majestuosa frente á dos ventanas. Es una cota de mallas de oro
con placas damasquinadas, y á su lado está la cimitarra, con la guarda y
el puño cubiertos de brillantes en forma de tablero de ajedrez, todos de
la misma dimensión y de trece milímetros de grueso.

En una galería superior está lo más interesante del Tesoro: las
vestiduras de gala, los trajes de aparato de los antiguos sultanes,
desde Mohamed II, que conquistó Constantinopla, hasta Mahmoud, que murió
en 1839. Estas vestiduras están puestas sobre maniquíes, sin cabeza,
coronadas por un turbante de aparato, enorme como un globo. Cada
turbante está rematado por un penacho sujeto con un joyel magnífico, y
en la faja de todo maniquí luce un puñal, que es obra maestra de
cincelado y un alarde de fantástica riqueza. Los hay que parecen
trabajados por Benvenuto Cellini. La empuñadura de una daga está formada
de una sola esmeralda. Otra se compone simplemente de cinco brillantes:
dos en cada cara del puño y el restante sirviendo de pomo.

La profusión de pedrerías sobre las armas y en los penachos de los
turbantes, deslumbra y confunde. Uno de los joyeles que retienen estos
ramilletes de plumas, está formado de dos esmeraldas y un rubí, que
tienen pulgada y media de gruesos. Las túnicas son de brocado magnífico,
tan cubierto de bordados y de oro, que pueden sostenerse derechas sin el
apoyo interior del maniquí. Las fajas de rica seda, sustentan los
puñales, y cada uno de ellos representa una enorme fortuna; maravillosos
símbolos de la majestad de estos soberanos, para los cuales era la daga
lo que el cetro para los monarcas de Occidente.

La larga fila de sultanes, inmóviles y sin cabeza, cubiertos de las
mayores magnificencias de la tierra, encierra la historia del pueblo
turco. Dentro de estas rígidas y deslumbrantes túnicas vivieron hombres
respetados como dioses, que se hacían obedecer desde las orillas del
golfo Pérsico hasta los muros de Viena y obligaban á temblar á toda la
cristiandad, en perpetuo escalofrío de miedo, turbando el santo reposo
del Vicario de Cristo.

La imaginación, entre estas vestiduras pesadas y deslumbrantes como
corazas y los hinchados turbantes faltos de cabeza, evoca rostros
barbudos y morenos, de picuda y ancha nariz, de ojos sensuales é
imperiosos. Bastaba un gesto de estas caras entristecidas por el exceso
de poder y las harturas del harem, para que centenares de galeras
aparejasen en el Cuerno de Oro y miles y miles de arqueros negros y
jinetes turcos emprendiesen la marcha por las riberas del Danubio,
queriendo llegar conquistadores hasta sus fuentes.

«¡Que baja el turco!», gritaba pavorosamente la cristiandad desde Viena
á Lisboa, desde Cádiz á Londres, y la vida pacífica quedaba en suspenso,
y las naves mercantes de Venecia, Génova y España convertíanse en barcos
guerreros, haciéndose á la vela para salir al encuentro del enemigo en
los mares de Grecia, y los monarcas de Europa alistaban ejércitos, y el
continente entero quedaba inmóvil, en angustiosa espera, sin saber
ciertamente si había llegado su última hora ó si tendría aún derecho á
seguir existiendo.

Los hechos que en la historia parecen más lejanos y faltos de relación,
están unidos por el misterioso engranaje, generador del movimiento de
avance que desde hace siglos empuja á la humanidad. Sin los sultanes de
Constantinopla, fanáticos koranistas ansiosos de someter Europa entera á
la ley del Profeta, la Reforma religiosa iniciada por Lutero habría
perecido, lo mismo que otros intentos anteriores, y tal vez el Norte
europeo seguiría á estas horas con la conciencia sometida al gran
sacerdote de Roma.

Los reyes católicos de Europa (especialmente nuestro Carlos V), á
instigaciones del Papa, hubiesen acabado por entrar á sangre y fuego en
Alemania, sometiendo con mano férrea á los pequeños señores germánicos
partidarios de la nueva doctrina, como siglos antes habían sido
vencidos los provenzales heréticos y los húngaros entusiastas de Huss.
Pero el miedo al turco no dejaba espacio para pensar en esto. El peligro
exterior no permitía al catolicismo ocuparse de los asuntos internos de
su casa. Como si los déspotas de Oriente estuviesen de acuerdo con los
partidarios de la Protesta religiosa, cada vez que los soberanos
europeos, á impulsos de una paz momentánea, volvían los ojos hacia el
hogar de la herejía, en Constantinopla se armaba una nueva expedición y
el grito pavoroso corría por todo el continente: «¡Que baja el turco!»

La cristiandad necesitaba combatientes, Alemania era un plantel
inagotable de soldados, y el Papa y los monarcas católicos, para salir
del peligro inmediato, procuraban no ver la rebelión espiritual del país
que les ayudaba en la santa empresa militar de impedir los avances de
los infieles. Cuando el turco, escarmentado en Lepanto y en las llanuras
del centro de Europa, ya _no bajó_ más, era tarde para el catolicismo
romano. La herejía, fácil de matar en la cuna, había crecido
desmesuradamente. La necesidad de hacer frente al turco costó á Roma la
pérdida de media Europa.

       *       *       *       *       *

Salgo del Tesoro con un deslumbramiento en los ojos, con el mareo de una
borrachera de riquezas. Dentro del pabellón vetusto se pierde la noción
del valor de las cosas. La retina, habituada al brillo del oro y al
centelleo de las piedras, como si esto fuese un espectáculo ordinario,
experimenta una gran extrañeza al reflejar la desnuda miseria que existe
fuera del pabellón.

Tardo un buen rato en volver á la realidad al salir del _Hasné_. En los
primeras momentos me extraña que los fusiles de los soldados formados
junto á la puerta no sean de oro; que sus tristes y viejos uniformes no
estén rígidos, bajo una capa de preciosos bordados, como las túnicas que
quedan allá dentro; que la hierba de las losas no esté formada de
esmeraldas, y que no sean brillantes las gotas de agua que cantan y
ruedan en un tazón al final del patio.

Al fin logro serenarme, y me habitúo al nuevo ambiente, como el que pasa
de un salón iluminado con vivas luces á una callejuela lóbrega. ¡Adiós,
esplendores absurdos, riquezas turbadoras é inauditas de _Las mil y una
noches_, que quedáis invisibles, sumidas en el polvo y la penumbra, tras
la venerable puerta de cedro que vuelven á cerrar los gnomos de barbilla
blanca, con chirridos de herrumbre!... Sólo el recuerdo me llevo de
vosotros, pero juro que en adelante no habrá escaparate parisién de la
_rue de la Paix_ que me haga detener el paso con asombro, y que sonreiré
como hombre que está en el secreto cuando en noches de gala vea en la
Grande Opera ó en el Real de Madrid el desfile de la centelleante
pedrería sobre los hombros desnudos.

En el centro del patio del Tesoro vemos el _Kafess_, un kiosco enrejado,
una prisión que casi es una jaula, dedicada antiguamente á los hermanos
de todo sultán, príncipes infelices, esclavos de la razón de Estado, que
así habían de vivir para no turbar el sueño del soberano con amenazas de
rivalidades. Esta prisión en pleno Serrallo casi resultaba para ellos
una felicidad. Peor era que un día su augusto hermano, no satisfecho del
encarcelamiento, les hiciera cortar las arterias, colocando después unas
tijeras junto al lecho ensangrentado para hacer creer en un suicidio.

Al otro lado del patio del Tesoro está la sala del Trono, el famoso
_Diván_. Aquí recibían los sultanes á los embajadores de la cristiandad,
bajo un techo, que aun subsiste, de dorados arabescos. En el fondo de la
sala está el trono, en forma de diván, lecho enorme con un toldo de
viejo terciopelo sostenido por columnas incrustadas de piedras
preciosas. Existe una ventana enrejada junto al _Diván_, y tras ella
escuchaba el _Padichá_ á los embajadores, que ocupaban una pieza
inmediata. Merced á tal precaución, los sultanes, que vivían en continuo
miedo al asesinato, y las más de las veces no acababan sus días en la
cama, creíanse á cubierto de una agresión de parte de los enviados
extranjeros, á los que apenas conocían.

Cerca de la ventana hay una fuente. El sultán, apenas comenzada la
entrevista, la hacía correr, y el murmullo del agua ensordecía y apagaba
la conversación para que no la oyesen los familiares de los dos
séquitos.

¡Los caprichos de estos déspotas, ahítos de poder, y semejantes en sus
bromas terribles á los emperadores romanos de la decadencia!...

Cierto día un duque francés, embajador de Luis XIV, fué admitido como
gran honor en el mismo salón del Trono, manteniéndose de pie ante el
diván en el que estaba tendido el _Padichá_.

--Mira lo que tienes al lado--dijo el déspota sonriendo, con una malicia
infantil en la mirada.

El embajador miró á la derecha, miró á la izquierda, y sin la más leve
emoción, continuó el discurso, exagerando más aún su actitud rígida y
tranquila.

Dos fieros leones estaban junto á él, frotando la melena alborotada
contra sus piernas, rugiendo de extrañeza, mirando al intruso y mirando
á su amo, como si sólo esperasen un ademán de éste para caer sobre él.
El sultán experimentó una gran decepción al no poder divertirse con el
miedo del extranjero. El embajador terminó su conferencia y salió
dejando aturdidos á todos con su serenidad.

Un héroe el tal embajador: un diplomático que sabía sobreponerse á las
terribles emociones. Pero después, al llegar al palacio de la embajada,
cuenta el duque modestamente en sus Memorias que se apresuró á
despojarse de la vistosa casaca cubierta de condecoraciones y bandas,
que se quitó los calzones de terciopelo... y llamó á la lavandera, para
entregarla su ropa interior.



XXVI

Santa Sofía


Estoy en el gran patio de la mezquita «Aya Sophia» (la famosa Santa
Sofía de los bizantinos), sentado bajo las ramas de un plátano
venerable, ante una mesilla en la que humean dos tazas de café, y
aspirando el perfume de sándalo de un rosario musulmán que acabo de
comprar á un mercader sirio.

Á mi lado está Nazim-Bey, joven capitán de caballería que ha viajado por
toda Europa, y ostenta sobre el pecho los cordones de oro de los
oficiales del cuarto militar del emperador.

¡Lo que me costó entrar en Santa Sofía!... Todos los viajeros que han
visitado Constantinopla hasta hace unos meses, han podido verla con
entera libertad. «Aya Sophia» estaba abierta á todo el mundo, como las
demás mezquitas. Pero una comisión de jefes del Yemen, árabes fanáticos,
habituados á la vida de los desiertos arenales, que no entienden de
relaciones internacionales y desprecian á los infieles, vino á
Constantinopla á visitar al _Padichá_, y al entrar en la más famosa de
las mezquitas, todos ellos se indignaron viendo el poco respeto con que
la frecuentaban los cristianos, viajeros en su mayoría, que iban de un
lado á otro hablando fuerte y con el _Baedeker_ en la mano.

Pocos extranjeros entrarán ya en ella. El sultán, para dar gusto á los
revoltosos jefes del Yemen, ha prohibido el acceso á los infieles, y yo
tuve que invertir más de quince días en ruegos, visitas y gestiones casi
diplomáticas para visitar la famosa mezquita. ¡Irse de Constantinopla
sin conocer Santa Sofía!... Al fin, una tarde, á la hora en que escasean
los fieles en el templo, y acompañado de un ayudante del sultán, pude
entrar en la antigua basílica.

Sentados en un cafetucho del patio, junto á las fuentes de abluciones,
que chorrean incesantemente, aguardamos á que un servidor del templo nos
avisase el momento más propicio para la visita, después de la salida de
ciertos devotos rezagados y antes que los _muezines_ se asomaran á los
balconcillos de los cuatro alminares llamando á los fieles á la oración
de la tarde.

Por fin, entramos... ¡Inolvidable impresión! No todos los días puede
pisarse un pavimento fabricado por hombres que vivieron hace mil
cuatrocientos años; no se respira con frecuencia bajo unas bóvedas que
cuentan catorce siglos de antigüedad.

Inútil es describir Santa Sofía. Su atrevida cúpula, agujereada por
estrechas é innumerables ventanas, sus nobles y grandiosas proporciones,
sus tribunas sostenidas por columnatas de jaspe verde, y desde las
cuales se ven como enormes insectos pender sobre el suelo las lámparas,
los huevos de avestruz y demás adornos de la religiosidad musulmana, son
conocidos en todo el mundo. El grabado antiguo, la fotografía y la
tarjeta postal han popularizado el interior de este monumento, que es el
más antiguo de la cristiandad europea, y puede ser llamado el Partenón
del arte bizantino.

La luz que penetra por las ventanas de la cúpula toma una densidad
amarillenta de ámbar. La capa de pintura con que han cubierto los turcos
las imágenes de los muros, contribuye á colorar el ambiente de este tono
suave. La repugnancia religiosa de los musulmanes á toda representación
de la forma humana, ha borrado los deslumbrantes mosaicos bizantinos, en
los cuales santos y emperadores de rostro puntiagudo y miembros
alargados, destacábanse con rigidez hierática sobre un fondo de oro.

Es el único vandalismo que se han permitido los otomanos. Las hermosas
columnas, los arcos de graciosa majestad, los huecos de las capillas,
las balaustradas de jaspe, todo se mantiene lo mismo que en tiempo de
los emperadores de Bizancio. La costra de pintura amarilla se ha caído
en algunas partes del muro, y el mosaico antiguo brilla con una luz mate
y discreta, como una venerable armadura de oro al través de los
desgarrones de una capa vieja. Unos cartelones verdes de diez metros de
diámetro, con inscripciones gigantescas en honor de Alláh, y cuatro
ángeles pintados en el arranque de la bóveda, son todos los adornos que
el arte turco ha osado añadir al templo erigido por Justiniano. Los
ángeles son convencionales. Cada uno de ellos está representado por
cuatro alas en forma de rueda. La pintura musulmana no puede ir más
allá.

Un interminable susurro, un batir incesante de plumas, llena el ambiente
ambarino y crepuscular de la mezquita, uniéndose al crepitar de las
lámparas y á la cantinela monótona de los aprendices eclesiásticos, que,
encogidos sobre las rodillas, balancean el cuerpo cantando de memoria
_suras_ enteras del Korán, mientras un efebo, con el libro entre las
piernas, sigue con la mirada el texto, para corregir el más leve olvido.
Centenares de palomos obscuros, con plumas de metálicos reflejos,
aletean en las bóvedas, descansan en capiteles y cornisas, ó descienden
hasta las cabezas de los fieles, inmóviles como estatuas en su oración,
posándose por unos instantes en sus brazos. Con frecuencia abandonan
desde lo alto sus superfluidades digestivas, y los servidores de la
mezquita tienen que limpiar continuamente la fresca estera del
pavimento, sobre la cual marchan los fieles descalzos y con los pies
limpios, para que después el buen creyente, al prosternarse, pueda
besarla sin contagio alguno.

Ocurre en este grandioso monumento, al contemplarlo por primera vez, lo
que en San Pedro, de Roma. La vista lo abarca todo sin extrañeza alguna.
Un templo poco más grande que los otros... y nada más. Sólo cuando se
avanza, y la perspectiva va prolongándose á cada paso, es cuando se da
cuenta el visitante de la enormidad de proporciones que van surgiendo de
esta armonía general. Lo que de lejos parecían esbeltas columnas, son
troncos enormísimos de piedra, junto á los cuales el hombre se iguala á
la hormiga: las distancias entre una arcada y otra se prolongan
mágicamente, como si el templo fuese creciendo y estirándose á cada paso
que se avanza.

La antigua basílica es enorme, abrumadora, soberbia, y sin embargo, da
una impresión dulce, de suave ligereza.

Su historia es tan accidentada como la de una nación.

Santa Sofía no fué elevada en honor de una santa de este nombre, como
muchos creen. _Sancta_ _Sophia_ es una invocación á la Santa Sabiduría,
y en honor de la Sabiduría divina elevó Constantino la primera basílica,
en el mismo lugar que ocupa la actual. Cien años después la quemó el
populacho, creyente y revoltoso, excitado por el destierro de San Juan
Crisóstomo. Teodosio II la volvió á construir, y en 532 la incendió de
nuevo el pueblo de Bizancio, amotinado esta vez, no por un santo, sino
por una cuestión de Circo, el motín de los _Victoriatos_, en los
primeros tiempos de Justiniano.

Fué este emperador legista, manso marido de la interesante Teodora,
mezcla de voluptuoso tirano oriental y austero teólogo, quien creó el
monumento que aun hoy subsiste, y que vivirá siglos y siglos.

Quiso en sus ambiciones de gloria que el templo á la Santa Sabiduría
fuese «la obra más magnífica que se hubiese visto después de la
creación», y en todas las partes del vasto imperio de Oriente hizo
recoger los materiales más preciosos: mármoles, columnas y esculturas.
Los monumentos de la antigüedad griega fueron saqueados. Éfeso le envió
las columnas de jaspe verde de su famoso templo de Diana; Roma, las que
había robado del templo del Sol en Heliópolis, é igualmente fueron
puestos á contribución los santuarios de Atenas, Delos, Cizica é Isis y
Osiris, en Egipto. Dos arquitectos griegos, los mejores de la época,
Antemio de Tales é Isidoro de Mileto, se encargaron de la dirección de
los trabajos; pero la credulidad popular, ansiosa de lo maravilloso,
propaló que un ángel había entregado á Justiniano los planos del
monumento con el dinero necesario para construirlo.

Diez mil obreros, dirigidos por cien maestros alarifes, trabajaron á la
vez. Una capa de betún de veinte varas de espesor, que llegó á adquirir
la dureza del hierro, sirvió de base al edificio. Los alfareros de Rodas
hicieron los ladrillos para la bóveda de una tierra tan ligera, que doce
de ellos no llegaban á pesar lo que un ladrillo ordinario. Todos ellos
llevaban una inscripción: «Es Dios quien me ha fundado y Dios me
socorrerá.»

La construcción fué una mezcla de esfuerzos arquitectónicos y ceremonias
religiosas. Los sacerdotes bendecían los materiales, acompañaban con
plegarias la erección de cada columna, y al elevarse los muros, los
albañiles introducían en la argamasa huesos de santos y otras reliquias.

Sumas inmensas se consumieron en este alarde arquitectónico, y
Justiniano se vió en los mayores apuros, y recurrió á los medios más
criminales para conseguir dinero y terminar la casa de la Santa
Sabiduría. Por fin, en 537 la obra quedó acabada. Después de una marcha
triunfal por el Hipódromo, con todo el esplendor de su corte bizantina,
y de pródigas distribuciones al populacho, hambriento de pan y ahíto de
disputas teológicas, Justiniano inauguró el monumento.

--¡Gloria á Dios, que me ha juzgado digno de terminar esta obra!--gritó
al entrar--. ¡He vencido á Salomón!

Catorce días duraron las plegarias, los festines públicos y las
distribuciones de dinero.

La Santa Sapiencia vivió siglos en una relativa tranquilidad, sin otros
accidentes que los que sufren los monumentos gigantescos, eternos
enfermos necesitados de cuidados y reparaciones. Toda la vida del
imperio de Bizancio se reconcentró en ella. Bajo sus bóvedas se
consagraron aquellos emperadores que se asesinaban unos á otros, se
sacaban los ojos, ó degollaban en masa á sus súbditos, por si el Hijo
era igual al Padre, y otras sutilezas teológicas, que tomaron el
carácter de verdaderos programas políticos.

El día que los turcos sitiadores acabaron por penetrar en
Constantinopla, una muchedumbre de sacerdotes, mujeres y combatientes
fugitivos se amontonó en la santa basílica, que tenía ya cerca de mil
años de antigüedad. El caudillo victorioso entró á caballo hasta el
altar mayor, y gritó agitando su cimitarra: «No hay más Dios que Dios, y
Mohamed es su Profeta.»

¡Se acabó la Santa Sapiencia! Las cruces rodaron por el suelo, los
sables se enrojecieron hundiéndose en la muchedumbre cristiana, y el
saqueo y la matanza dentro de la basílica duraron tres días.

En el momento de la entrada de los turcos, un sacerdote celebraba la
misa, y huyó del altar con el sagrado cáliz, desapareciendo por una
puertecilla practicada en una de las galerías. Inmediatamente la puerta
se cerró milagrosamente, con una pared de piedra que nadie pudo
distinguir del resto del muro. El día que Santa Sofía sea devuelta al
culto cristiano y los turcos huyan expulsados de Constantinopla, volverá
á abrirse la puerta y el mismo sacerdote acabará su misa interrumpida.

Esto lo sé por mi guía Stellio, un honrado griego, verídico y creyente,
que me acompaña á todas partes, discurriendo el medio más rápido y
seguro para extraer el dinero de mis bolsillos.

Los historiadores de Santa Sofía dicen que esto es una leyenda; pero
Stellio se ríe de su ignorancia.

Todas las viejas del barrio del Fanar, residencia de las antiguas
familias griegas, piden á Dios que no las llame á su seno sin haber
visto antes á ese pobre sacerdote, que aguarda entre paredes, durante
cuatro siglos y medio, el momento de terminar su misa.



XXVII

El Papa griego


El barrio del Fanar es Bizancio que se sobrevive. Los griegos, antiguos
señores de la gran ciudad, se refugiaron en este barrio después de la
conquista turca, y allí continúan, en viejos palacios adosados á
murallas medio derruídas del tiempo de los Paleólogos.

Los guerreros bizantinos se hicieron comerciantes después de la derrota,
ó mejor dicho, continuaron siéndolo, pues en tiempo de su imperio
siempre fueron mercaderes, dejando la defensa de su país confiada á
bravos mercenarios comprados en Asia ó en Bulgaria.

La fama de los comerciantes _fanariotas_ ha sido universal. Durante
siglos, el oro de todo el mundo se amontonó en este barrio del Fanar.
Los turcos belicosos, ocupados en hacer la guerra á la cristiandad,
dejaron á los griegos, vencidos y astutos, el manejo de sus riquezas, y
el _fanariota_ fué el intermediario entre Asia y Europa, el mercader de
los objetos preciosos de Oriente, y al mismo tiempo el proveedor y
prestamista de sus señores otomanos. Este barrio del Fanar ha sido
durante siglos una Venecia, una Génova, de poderoso movimiento
comercial. Una gran flota mercante movíase en los mares de Oriente y en
todo el Mediterráneo, siguiendo las inspiraciones de sus mercaderes. El
Cuerno de Oro, que lame con sus aguas las piedras verdosas de los
edificios del Fanar--palacios obscuros con balcones bajos, que casi se
tocan con la cabeza--, veíase cortado incesantemente por las galeras que
llegaban de las escalas de Siria y el Mar Negro y partían hacia los
puertos de Nápoles y Marsella.

Hoy el Fanar está solitario y tranquilo. Junto á sus muelles no se ven
más que viejas barcazas en reparación, y enfrente, al otro lado del
brazo de mar, los navíos de guerra turcos, los buques antiguos que
sirven de pontones, y el palacio del Almirantazgo rodeado de las
innumerables construcciones del Arsenal. Mas los _fanariotas_ aun viven
tan ricos y poderosos como en otros tiempos. Los nuevos puentes que
dificultan la navegación en el Cuerno de Oro, el gran calado de los
buques modernos y las exigencias del comercio, les han obligado á
trasladar sus oficinas á Galata, cerca del Bósforo, en medio de los
chorros de vapor, rugidos de sirena, chirriar de grúas y ensordecedora y
negra actividad de un puerto de nuestros días.

Pero las venerables casas del Fanar son, como en otros siglos, á modo
de un título de nobleza para los que las habitan, y en ellas siguen
viviendo las familias de estos griegos, más griegos que los que habitan
Atenas, y que hacen remontar sus orígenes en línea recta á los tiempos
gloriosos del imperio bizantino.

El pequeño reino actual de Grecia se nutre de la rica savia del Fanar.
Todos estos helenos de Constantinopla son grandes patriotas, con el
entusiasmo nacional excitado por largos siglos de servidumbre y
desgracia. Son riquísimos, pero no tienen una patria. Fingen sumisión al
turco, á quien explotan, pero su pensamiento va á todas horas á la
pequeña nacionalidad formada en torno de la acrópolis ateniense, viendo
en ella como un huevo del que resurgirá un pasado glorioso.

¡Atenas! ¡Constantinopla!... Estos dos nombres de gran sonoridad excitan
á todas horas su entusiasmo. Todos conocen en el Fanar los misterios del
porvenir. Grecia volverá á ser lo que fué: se apoderará de la Macedonia,
se extenderá por las riberas de Asia, pasará un día los Dardanelos, y la
antigua Bizancio será otra vez helena, brillando sobre la cúpula de
Santa Sofía la cruz del Santo Sínodo, en vez de la media luna de oro. Y
enardecidos por una fantasmagoría tan generosa, no hay sacrificio que no
hagan estos comerciantes avaros, capaces de los mayores crímenes en el
curso de los negocios, y que, sin embargo, desparraman el dinero á manos
llenas en empresas patrióticas.

Los griegos del archipiélago vuelven sus ojos al Fanar cada vez que
intentan moverse. La sublevación de los isleños de Candía, las
guerrillas macedónicas, la misma guerra turcohelena de hace pocos años,
que tan grotesco y vergonzoso final tuvo para los nietos de Temístocles,
y la agitación presente, que convierte las fronteras griegas en perpetuo
campo de combate, todo es obra del dinero _fanariota_, que corre
pródigamente, como sangre vivificadora del patriotismo. El griego de
Constantinopla es un buen súbdito del sultán, incapaz de provocar ningún
disturbio. Procura separarse del armenio revoltoso, que intenta
revoluciones dentro del imperio, pero trabaja y sacrifica su fortuna por
crear á éste en el exterior toda clase de conflictos.

No sólo piensa en su pequeña patria para lanzarla á la guerra contra el
país en que vive. Sabe que los pueblos son grandes por algo más que las
armas y que la fama imperecedera de la antigua Grecia no se asienta en
los ruidosos triunfos sobre los persas, sino en las enseñanzas y las
inspiraciones de los filósofos, poetas y artistas, gloriosos abuelos de
la presente humanidad. La grandeza intelectual de su raza preocupa á los
_fanariotas_ hasta el punto de que en Grecia es insignificante la
instrucción pública costeada por el gobierno, en comparación con la que
sostiene la iniciativa particular. No muere un griego rico de
Constantinopla que no deje fuertes legados para las escuelas de su
país. Muchos han dejado dos y tres millones de francos. Innumerables
escuelas del archipiélago, grandes universidades, valiosas bibliotecas
se sostienen con herencias de patriotas del Fanar, que pasaron su vida
explotando á turcos y cristianos y dando las más fieles muestras de
adhesión al sultán que aborrecen.

Además, el Fanar es para todos los griegos del mundo el barrio santo, la
tierra sagrada donde tiene puesto un pie Dios: algo semejante á lo que
es para el católico el barrio de Roma inmediato al Tíber, donde alza la
basílica de San Pedro su enorme cúpula y se alínean perforando la piedra
las innumerables ventanas del Vaticano.

En el Fanar está el palacio del Patriarcado, la residencia del Papa
griego, llamado vulgarmente Patriarca de Constantinopla.

Este representante de Dios es un personaje poderosísimo, un sacro pastor
que extiende su cayado de oro sobre millones de místicas ovejas. Si el
Papa de Roma no tuviese al otro lado del Atlántico la antigua América
española, su colega de Constantinopla sería tan poderoso como él.
Grecia, Bulgaria, Servia, Rumania, Montenegro, los cristianos ortodoxos
de la enorme Turquía, que son millones, y la inmensa Rusia, que aunque
autónoma religiosamente, respeta, sin embargo, al sumo sacerdote de
Constantinopla, forman el feudo espiritual de este pontífice que vive en
el barrio del Fanar y una vez al año bendice toneladas y toneladas de
aceite, convirtiéndolo en óleo santo que envía á los metropolitanos y
popes de sus Estados.

El patriarca actual es Joaquín II. Un amigo suyo, que á la vez lo es
mío, me invita á visitar al Pontífice, ensalzando la llaneza de su trato
y costumbres. ¿Por qué no?... El amigo añade que ya ha hablado de mí á
Su Santidad, y una tarde á las dos, llegamos juntos al palacio del
Patriarcado.

Es un enorme caserón sin adorno alguno, situado en la cumbre de una
colina vecina al Cuerno de Oro. Una tapia alta cierra los patios
exteriores, y ante la triple puerta de entrada hay un cuerpo de guardia.

Su Santidad es después del Gran Imán el primer funcionario religioso del
Imperio. El sultán lo recibe con frecuencia y vive en las mejores
relaciones con él, temiendo la influencia que puede ejercer sobre varios
millones de almas que forman parte del pueblo otomano. Los soldados
turcos, fervorosos musulmanes, velan, bayoneta en el fusil, sobre la
existencia y el reposo de este sacerdote extraño á sus creencias, lo
mismo que en Jerusalén montan la guardia cerca del sepulcro de Cristo.
Además, Su Santidad recibe del sultán una paga enorme, uno de esos
sueldos inauditos que sólo puede concebir la prodigalidad de un soberano
oriental.

Joaquín II es bueno y tan generoso al repartir como el sultán al dar.
Vive sin aparato, como en los tiempos que era un pobre teólogo en una
universidad de Grecia, y su enorme asignación la devora el populacho del
Fanar, que descansa en sus tugurios como una nube de langosta en torno
del Patriarcado.

Entramos en éste por una puerta lateral. El arco del centro está
cerrado, y sólo se abre, con largos intervalos de años, en las grandes
conmemoraciones religiosas.

En el interior encontramos unos criados, bigotudos y morenos, semejantes
á los piratas antiguos del archipiélago, y popes jovencitos que deben
ser familiares de Su Santidad. Subimos una escalera de madera con
esterilla de junco. Las paredes están adornadas con pinturas de imágenes
bizantinas y retratos de patriarcas. Entramos en un salón de espera
igualmente modesto, con la misma esterilla é idénticos retratos de
patriarcas: cabezas venerables y barbudas, con la mitra cuadrada y
lóbrega envuelta en una gasa fúnebre que pende sobre los hombros y la
cruz de oro destacándose sobre el pecho negro.

Se abre una puerta, y avanza unos pasos en la inmediata habitación un
pope de estatura enorme, un venerable gigante que mueve los brazos
invitándonos á entrar.

Hermoso hombre. Yo, que no soy bajo de estatura, tengo que echar atrás
la cabeza para verle bien. Tiene blancas, con una nitidez de nieve, las
barbas luengas y ensortijadas; blancas igualmente, las guedejas que se
escapan de su alto gorro, semejante á un sombrero de copa sin alas. Pero
el rostro es joven, y aunque algo demacrado, da una impresión de fuerza
y salud, por el lustre de la tez, de un moreno rojizo, y la solidez ósea
de la faz. La nariz, un tanto grande y demasiado aguileña, es sin
embargo hermosa por su pureza de líneas, sin la más leve desviación. Los
ojos, grandes é imperiosos, ojos de mando que se esfuerzan por ser
dulces, parecen gotas de densa tinta, brillando un pequeñísimo punto de
luz en su negra intensidad.

Este gigante, blanco, fuerte y majestuoso como un Padre Eterno, se agita
al andar con enérgicos movimientos y encorva la espalda para ponerse al
nivel de los que llegan. Mi amigo se inclina al coger su diestra y besa
un gran anillo. Entonces reparo en la faja de seda que ciñe la sotana
del arrogante sacerdote y en la cruz que brilla sobre su pecho, con un
suave fulgor de oro antiguo. Es Joaquín II.

Mi amigo le habla en griego brevemente, y yo adivino por las miradas que
hace mi presentación.

--¡Ah, Blascos!--dice el Patriarca con una voz sonora de barítono, al
mismo tiempo que me coge una mano y tira de mí para que avance--.
¡Blascos Ibañides!...

Cualquiera diría que Su Santidad se había pasado la existencia no oyendo
otro nombre que el mío. Es la amabilidad superior de los soberanos, de
los grandes personajes que fingen conocer á todos los que llegan y
parecen recordar sus nombres, que les han dicho momentos antes. Y
repitiendo mi apellido desfigurado á la griega, con una expresión
satisfecha, como si no conociera otra cosa, me empuja con su volumen de
coloso, me hace sentar en un diván redondo en el centro de la pieza, y
él vuelve al sillón dorado y viejo que ocupaba momentos antes.

La sala, larga y estrecha, es una galería cerrada con cristales. Al
través de ellos, se ve abajo parte del caserío del Fanar, y más allá de
los tejados, una mitad del Cuerno de Oro, los navíos de guerra, el
Arsenal, y los montes desnudos de la ribera de enfrente, con abandonados
cementerios turcos, en los cuales las blancas fichas de las tumbas dan
la sensación de lejanos corderos rumiando inmóviles en las laderas.

El Patriarca está sentado de espaldas á los cristales, con el cuerpo en
la sombra y rodeado de un nimbo de luz que forma el sol de la tarde en
torno de su alba cabellera. Junto á él sonríe un joven pequeño, vestido
como un _gentleman_, el monóculo brillante sobre el rostro afeitado y el
pelo rubio y lustroso partido por una raya central en dos bandós que
caen sobre la frente cual lacios cortinajes. Es el secretario de la
legación de Grecia, que está en conferencia con el Patriarca y juntos
pasan el tiempo hablando de los asuntos del amado país.

Joaquín II habla en su idioma, de sonora armonía, ininteligible para
mí, y al terminar mi amigo, que parece emocionado en presencia del
Patriarca y apenas osa levantar los ojos, me dice en francés:

--Su Santidad está muy contento de verle, y dice que le es usted
simpático... Además le desea una estancia muy feliz en Constantinopla.

--Su Santidad es muy amable. Dele usted las gracias.

Quedamos los cuatro en profundo silencio, mirándonos, como es de buen
tono en toda visita oriental, donde la conversación animada no surge más
que tras larguísima pausa luego de haber tomado el café.

El Patriarca ha dado sus órdenes con una voz de marino que ordena una
maniobra, y aparecen los criados trayendo el inevitable obsequio de toda
visita.

El café no es gran cosa, los cigarrillos son comunes y el servicio de
porcelana de lo más vulgar. Joaquín II vuelvo á repetir que vive
pobremente, como un hombre de escasas necesidades. Nos ofrece las tazas
y los cigarrillos con ademanes de graciosa cortesía, pero él no bebe ni
fuma. Sólo la confitura es magnífica: un dulce de exquisitez monacal,
formado de diversos y misteriosos aromas: un regalo tal vez de lejano
convento, ó de algunas griegas devotas, enclaustradas voluntariamente en
algún ruinoso palacio del Fanar.

El Patriarca, sin dejar de mirarme, habla al joven que tiene al lado.
Este sacude su actitud indolente, se desenrolla en el interior de su
sillón, y avanza la cabeza, en la que parece pegado el monóculo,
sonriéndome con diplomática calma. Su Santidad sólo habla el griego y el
turco, pero desea conversar conmigo. Es la primera vez que ve á un
español. Él me traducirá en francés lo que diga Su Santidad y á
continuación le comunicará en griego lo que yo responda.

--Puede preguntar Su Santidad lo que guste.

Y Joaquín II se lanza á hablar apresuradamente, con un ímpetu de orador
tribunicio, rodando como truenos los párrafos sonoros, en los que
abundan las armoniosas onomatopeyas.

Cuando el Papa se calla, el diplomático hace la traducción,
acompañándola de fina sonrisa.

--Su Santidad dice que siente muchísimo las desgracias de España; que
durante la guerra con América, dedicó muchas veces sus oraciones á
vuestro pueblo, que le es muy simpático, y que comprende que en vuestro
país aun estará vivo el dolor por tan grandes pérdidas.

La lástima bondadosa de Joaquín II me irrita un poco.

--Dígale á Su Santidad que no hay para qué lamentarse de lo pasado; que
en mi país ya nadie se acuerda de eso, y que habiendo perdido hace un
siglo casi toda la América, no había razón para conservar unas cuantas
islas que eran en cierto modo un bagaje pesado.

El Patriarca, de ojos imperiosos, es un intuitivo, de rápida
penetración. Mirándome fijamente parece adivinar mis palabras, mueve la
cabeza como si me entendiese, y cuando el secretario hace su traducción,
él se adelanta completando las ideas.

Continúa el diálogo entre Su Santidad y yo, con la mediación del
elegante intérprete. Joaquín II se entera con gran interés de las
costumbres españolas, de las que tiene una vaga y fantástica idea, y me
pregunta especialmente por nuestra literatura nacional.

Él, gran erudito en letras clásicas, comentador de Homero, como todo
griego ilustrado que se respeta un poco, no conoce nada de España. Hace
muchos años, cuando no era en Atenas más que un simple pope dedicado á
enseñanzas teológicas, vió un drama español traducido al griego, un
drama de un señor que se llamaba... se llamaba...

Y el patriarca y el diplomático se consultan con la mirada, al mismo
tiempo que pugnan por pronunciar un hombre, sin llegar á completarlo en
sus dudas.

--Echegaray--digo yo, adivinando sus balbuceos.

Su Santidad sonríe moviendo la cabeza. Eso es, Echegaray. El Patriarca
guarda un hermoso recuerdo de la obra. Indudablemente fué la única vez
que asistió al teatro el austero sacerdote.

--¿Vive aún _monsieur_ Echegaray?--pregunta Su Santidad con gran
interés por mediación del secretario.

--Vive, y á pesar de sus años es animoso como un muchacho y no descansa.

Su Santidad vuelve á sonreir, como si bendijese con el gesto al lejano
poeta que alegró con la magia del arte algunas horas de su existencia. Y
yo sonrío también, pensando en el ilustre don José, muy ajeno á
imaginarse que el Papa griego es uno de sus más sinceros admiradores,
con esa admiración del que sólo ha ido una vez al teatro y se acuerda
del magno suceso durante toda su vida.

El Patriarca, después de esto, habla de la literatura griega
contemporánea. Hay en Atenas poca producción; escasos dramas y muy
contadas novelas. Los literatos, antes de dedicarse al trabajo, viven
enzarzados en interminable disputa sobre si deben escribir en griego
antiguo ó en el griego vulgar que hoy se habla en el archipiélago. Esta
disputa apasiona á la nación entera, dividida en dos partidos.

--Su Santidad pregunta qué opina usted sobre esto--dice el secretario.

--Pues dígale á Su Santidad que si novelas y dramas tienen por
protagonistas á personajes de ahora, lo natural es que hablen el griego
moderno, aunque no sea puro. Un mozo de cordel del Pireo no va á
expresarse como el Aquiles homérico.

El Patriarca acoge mis palabras con un gesto cortés, pero deja adivinar
en sus ojos que piensa todo lo contrario.

La conversación languidece y yo me preparo á marcharme. Llevo más de
media hora con Su Santidad é indudablemente muchos fieles de importancia
aguardan en la antesala.

El Pontífice de Constantinopla es un Papa _constitucional_. Ni es
infalible por sí solo, ni puede tomar una resolución en materias de fe.
Dos veces por semana se reune bajo su presidencia el Santo Sínodo,
compuesto de eclesiásticos y laicos influyentes, y esta asamblea es la
que legisla, dejando al Patriarca el poder ejecutivo.

Voy á abandonar mi asiento, cuando Joaquín II emprende una larga arenga
dirigida al secretario, en la que percibo varias veces la palabra
_democraticón_. El Patriarca parece poner un gran interés en lo que
dice, y cuando al fin calla, el diplomático me habla gravemente.

--Su Santidad pregunta si en España los sacerdotes son muy respetados,
si la religión tiene el mismo prestigio que en otros tiempos, si los
reyes son queridos, y sobre todo, si existen partidos democráticos como
en otras naciones desgraciadas, y si el pueblo, movido por malas
enseñanzas, intenta levantarse contra sus mayores.

Quedo indeciso algunos momentos. ¿Qué contestar al buen Patriarca?...
Después de tan buena acogida, siento cierto escrúpulo de decirle la
verdad. ¿Para qué discutir con él? ¿Para qué desvanecer la santa
ignorancia de este sacerdote, que ya no volverá á acordarse de España y
jamás podrá influir en nuestra suerte?...

--Dígale á Su Santidad que allá no hay partidos democráticos ni nada de
esas pestes modernas que como él dice hacen la infelicidad de los
pueblos. Los reyes velan por nuestra dicha; los sacerdotes son
veneradísimos; todos los españoles somos católicos...

Joaquín II sonríe, adivinando otra vez mis palabras, y mueve sus melenas
blancas y su gorro negro, como diciendo: «Muy bien.»

--Su Santidad--añade el diplomático al poco rato--dice que se alegra
muchísimo de las palabras de usted, que éstas son para él un inmenso
consuelo, y que España será siempre grande si no se aparta del buen
camino.

Me levanto, despidiéndome del Papa con una solemne inclinación. Su
Santidad está alegre, parece encantado por mis afirmaciones, y me
acompaña hasta la puerta, repitiendo mi nombre con paternal sonrisa.

--¡Blascos! ¡Ah, Blascos! ¡Blascos Ibañides!...

No me entrega su mano á besar como á los otros. Respeta mis escrúpulos
de buen católico español, pero me acompaña, dándome cariñosos golpes en
un hombro con sus manos fuertes, y la más paternal de las sonrisas
contrae las ondas de nieve de su barba.

Cuando llego á la puerta le parece poco esta despedida, y eleva la
diestra con su gran sortija de oro... y me bendice.

Salgo del Patriarcado admirando la espontánea solidaridad de todos los
que viven á la sombra de la cruz. ¡Extraña y poderosa fracmasonería de
los hombres de sotana! Durante siglos y siglos, el Vicario de Dios en
Roma y el Vicario de Dios en Constantinopla se han insultado con baba
rabiosa, llamándose hijos del diablo, asquerosas víboras y demás
insultos inventados por el rencor eclesiástico, maldiciéndose con
acompañamiento de cirios llama abajo y cánticos de muerte. Ahora fingen
no conocerse, ignoran mutuamente su existencia, viven vueltos de
espalda, asumiendo cada uno la verdadera herencia de Cristo, y sin
embargo, por encima de tantos siglos de abominación y de odio, se entera
cada uno de la existencia del otro, y celebra que ésta sea próspera y
fuerte. Lo mismo hacen los comerciantes cuando preguntan con interés por
los negocios de los colegas, y se alegran de que marchen bien, aunque
nada les produzcan, viendo en ellos una prueba de que el mercado no se
debilita, de que sigue la demanda y de que mientras los clientes no se
llamen á engaño habrá ganancia para todos.

       *       *       *       *       *

Algunos días después, al volver al centro de Europa, el tren que me
conducía chocó con otro de mercancías en las inmediaciones de Budapest.
Cinco muertos y un número enorme de heridos. Yo salí ileso.

Luego en París recibí una carta del amigo que me había presentado al
Patriarca.

Su Santidad, al leer la noticia en los diarios griegos de
Constantinopla, había celebrado mucho la inspiración que tuvo al
bendecirme, y repetía sobre mi cabeza el gesto pontifical,
recomendándome de nuevo en sus oraciones.

Leyendo esto me expliqué mi buena suerte.

En adelante, siempre que vaya á un país donde exista Papa, pienso no
salir de él sin la correspondiente bendición.



XXVIII

Turcas y eunucos


Cuando un occidental relata su viaje á Turquía, la curiosidad, excitada
por todo lo que es extraño y misterioso, le interrumpe siempre con las
mismas preguntas:

--¿Y las turcas? ¿Y la vida del harem?... ¿Y los eunucos?

¡Las turcas!... Se las ve en todas partes; pasean por los cementerios,
frondosos como jardines; entran tapadas á hacer sus compras en las
lujosas tiendas á la europea, van en la buena estación á solazarse en
las Aguas Dulces de Asia, lugar de moda á orillas del Bósforo; salen en
carruaje, ó transitan á pie por el Gran Puente; se visitan unas á otras;
gozan de más libertad que las europeas; salen á la calle tanto como
éstas, y sin embargo, no hay en Constantinopla nada tan misterioso é
inabordable como las mujeres.

Viviendo aquí, se convence el europeo de la frescura con que han mentido
los novelistas y los poetas al describir amores entre turcas y
cristianos. En otros tiempos, tal vez pudo ser esto. Durante el reinado
de Abdul-Aziz, loco generoso, Nerón oriental, que condecoraba á sus
gallos de pelea con las mismas bandas usadas por los generales, y se
divertía arrojando al populacho espuertas de monedas de oro, tal vez
podrían desarrollarse estos amores internacionales. Abdul-Aziz,
apasionado romántico de la emperatriz Eugenia, debió ser tolerante con
las pasiones de sus súbditas.

El actual emperador Abdul-Hamid, austero creyente que se encierra en la
tradición y el aislamiento de raza para defenderse de la codicia
europea, muestra empeño en evitar que la mujer musulmana tenga contacto
alguno con el cristiano, y vela sobre ella con una minuciosidad de
déspota curioso y activo, que lo mismo ansía conocer el pensamiento del
emperador de Alemania que las intrigas del harem del último de sus
pachás.

Las damas turcas marchan encubiertas por las calles de Pera,
contemplando al través del velo á los europeos, que las siguen con ojos
ávidos. Aburridas por la soledad del harem y la indiferencia de un señor
en el cual el exceso de cantidad embota y debilita todo afecto, ¡cuántas
veces su pequeño cerebro de niña, apenas educada, experimenta la
embriaguez del deseo, viendo en este barrio cristiano la gran abundancia
de hombres, venidos solos del otro extremo de Europa, y á los que un
celibato forzoso da audacias y ademanes de lobo carnívoro!...

Viven libres, sin ver al esposo más que de tarde en tarde; pueden entrar
y salir de su casa sin otra vigilancia que la del eunuco, fácil de
sobornar; disponen de su tiempo mejor que una europea, y sin embargo, la
intriga amorosa es dificilísima para ellas, por no decir imposible.

Que levanten un poco el velo sobre su rostro para dejarlo visible al
hombre que pasa, y al momento, un otomano, que parece distraído en medio
de la acera tomando el aire, seguirá sus pasos cautelosamente, para
saber en qué termina la inusitada audacia. Que se permita un gesto, una
mirada significativa ó volver la cabeza, y el polizonte avisará en el
mismo día al marido ó al padre.

La policía y la fuerza tradicional de las costumbres velan sobre la
mujer turca, la rodean á todas horas, dejándola en completa libertad
para todo... para todo, menos para lo que ella desearía.

Una tercera parte del presupuesto del imperio se consume en servicio
policíaco. Un importante personaje de la corte es el jefe de los espías,
y á su vez hay espías de los espías... y así hasta lo infinito. Todas
las clases de Turquía figuran en el inmenso cuerpo de la delación. Los
policías se reclutan lo mismo entre los mozos de cordel de los muelles
que entre los grandes personajes. Algunos cobran un sueldo mucho mayor
que el de un ministro de Europa. Lo que cuesta al sultán este servicio,
representa más que lo invertido por algunos Estados en ejército, marina,
administración y obras públicas. Muchos de los señoritos turcos que
pasean en caique, llenan los cafés y teatros de Pera y son clientes de
los sastres europeos, luciendo empinados bigotes á lo kaiser, bajo el
erguido fez, no tienen otro medio de existencia que lo que cobran por
repetir al ministro de Policía cuanto ven y cuanto oyen.

Además, para las mujeres, todo turco es un agente que vigila por las
buenas costumbres. El europeo no puede mirar mucho tiempo, y con marcada
atención, á las mujeres que pasan. Imposible seguir sus pasos, como
ocurre en las ciudades europeas. Si es en el barrio puramente turco de
Stambul, corre peligro de recibir como aviso una pedrada ó un palo. Si
es en las demarcaciones europeas de Pera y Galata, cualquier respetable
_effendi_ que pasa junto á él le preguntará cortésmente si es forastero,
ya que le ve faltar tan abiertamente á las costumbres del país.

La mujer, sitiada por la vigilancia del policía y el fanatismo nacional
de todo compatriota, obligada á no hablar con otro hombre que el que
tiene en su casa, se venga de este aislamiento con un orgullo rencoroso,
que la hace antipática las más de las veces. En las aceras empuja al
hombre con soberano desprecio para que le ceda el paso. Cuando van en
carruaje se ríen del transeúnte europeo con una insolencia de colegialas
en libertad.

La mujer pobre ó de la clase media sigue fiel al dominó de pesado
damasco y á la cortinilla de gruesa seda que le sirve de antifaz. Así se
la ve pasar, como máscara misteriosa, llevando en una mano la sombrilla
cerrada ó tirando de un turquito cabezudo, y sosteniendo con otra la
crujiente faldamenta, que deja ver las pantorrillas enormes, hinchadas,
elefantíacas, por ir encerrados, dentro de las medias, los extremos de
los calzones interiores.

Pero las grandes damas, las elegantes esposas de los pachás y los turcos
ricos, las moradoras de los haremes lujosos, hace tiempo que, valiéndose
de la moda, han acabado con los trajes tradicionales, que recluían á la
mujer en obscuro incógnito. Bajo el gabán oriental, semejante á una
_salida de teatro_, llevan trajes de París recargados de adornos y en
extremo vistosos. Se cubren el pelo y parte del rostro siguiendo las
exigencias de la costumbre religiosa, pero lo hacen con el _yachmaks_,
velo tenue y transparente como una nubecilla, suspiro de seda casi
impalpable, que sirve para dulcificar su rostro, pintado de rosa y
adornado con lunares artificiales, para dar mayor realce á sus ojos,
agrandados por una aureola negra de _kool_. Ocupando grandes carrozas
con ruedas doradas, y bajo la escolta de eunucos negros, á los que la
perturbación del sexo hace luchar con las señoras en chismes, odios é
histéricas rabietas, van á las tiendas ó visitan á las amigas de otro
harem, situado á tres ó cuatro horas de distancia, al final del Bósforo.

Algunas veces un harem se traslada á la orilla de Asia para ver á las
compañeras de un gran señor amigo del suyo. La visita dura tres ó cuatro
días, y esposas y odaliscas, libres de velos y escrúpulos, en el
misterio de las habitaciones privadas, hacen en común sus comiditas de
muñecas, abundantes en dulce, duermen juntas, tocan y cantan, y sobre
todo, hablan... hablan mucho, con una verbosidad de prisioneras ó de
monjas, repitiendo los chismes del silencioso Stambul, donde las casas
parecen cárceles, con sus puertas siempre cerradas y sus ventanas de
celosía, tras las cuales espía á todas horas la curiosidad maligna, la
sospecha calumniosa, como en una muerta ciudad de provincias.

Estas damas, mujeres opulentas á los diez y seis años, saben pintarse
las mejillas de carmín, los ojos de negro y las uñas de rojo, y en esto
invierten la mayor parte del día. Además, las mejor educadas saben
fabricar agua de rosas, dulces de varias clases y á veces hasta bordan
gruesas flores de oro sobre telas de seda.

Hablar, con una charla interminable de pájaro loco, embriagándose en sus
propias palabras, hablar bien de ellas y mal de sus amigas, es su mayor
placer. Se comprende que el buen turco, temiendo pasar el resto de su
vida frente á frente con una sola de estas hermosas muñecas, vacía de
cráneo y expedita de lengua, multiplique su número para encontrar
alivio. Pero esta variedad, cuando todo el harem ha perdido el encanto
de lo nuevo, sólo sirve para aumentar el tormento.

Los turcos modernos, que han viajado por Europa amoldándose á nuestras
costumbres, sólo tienen una mujer y sonríen cuando les hablan del harem.
Están enterados de lo que es la poligamia y compadecen á los turcos á
estilo antiguo, á los tradicionalistas, que por seguir la costumbre
tienen varias esposas.

Sólo un pachá del viejo régimen poseedor de una paciencia inagotable ó
aficionado á murmuraciones y futilidades como una mujer, puede soportar
durante toda su vida el contacto con el rebaño femenino del harem.

Es un error generalizado en Europa creer que la mujer turca, porque se
compra las más de las veces, es una esclava, un objeto, un ser sin
derechos y sin libertad, fuera de las leyes. La religión del Profeta
nunca habló con desprecio de la mujer, ni vió en ella un ser impuro, un
aborto del demonio, como los Padres de la Iglesia cristiana. El hombre
tiene sin disputa un alma superior, porque es el guerrero y pesan sobre
él los más rudos deberes de la vida, pero la mujer es igual á él en toda
clase de derechos. La ley musulmana sólo es implacable y feroz en caso
de infidelidad conyugal. Conoce la escasa solidez de estos seres
adorables y sin seso, y presiente que si abriese la mano y no se
impusiera por el terror, ningún musulmán podría llevar su turbante sobre
la frente con entera comodidad.

En los antiguos haremes de Turquía figuraban sobre la puerta dos versos,
que poco más ó menos dicen así:

      Nada iguala
    la astucia de la dama.

El encierro (que no es tal encierro, pues la turca sale á todas horas, y
ellas y los eunucos se entienden con la fraternal solidaridad del
interés común) y la prohibición de hablar con los hombres, son las dos
únicas tiranías que pesan sobre las mujeres de alta clase. Pero junto á
esto, ¡qué insoportables derechos, exagerados por la susceptibilidad
femenil, gravitan sobre el infeliz otomano, que entusiasta de las
glorias de la vieja Turquía, se empeña en mantener un harem, como alarde
de patriotismo!...

Si hace un regalo á una de sus esposas, por costoso que éste sea, las
otras tienen derecho á otro igual, y pueden llevarlo á los tribunales
para exigírselo. Si una riñe con sus compañeras y declara que le es
imposible seguir viviendo en el harem, la ley turca obliga al marido á
que le construya una casa aparte; igual, absolutamente igual, hasta que
satisfaga los gustos de la esposa. Y se han visto pleitos que han durado
años y años, sin darse nunca por contenta la reclamante al visitar la
nueva vivienda, exigiendo unas veces que tuviese igual número de
ventanas que la antigua, pretextando otras que las lámparas eran menores
en número, que los muebles no estaban tapizados con la misma seda, que
las alfombras no eran antiguas, y así hasta lo infinito de una histeria
caprichosa, agravada por la rivalidad femenina.

Y á más de esto, el amontonamiento de hijos que se forma en pocos años
en un harem rico, donde las esposas y odaliscas son un par de docenas y
el Señor, poderoso personaje falto de ocupaciones, se queda en casa los
fríos días de invierno, y únicamente sale los viernes para ver al sultán
en el Sélamlik.

Yo he conocido á un viejo pachá, entusiasta de las tradiciones, que
tiene trescientos cuarenta y dos hijos. Es un hombre virtuoso, dado á
los estudios teológicos, poco amigo de pecados carnales, y que desprecia
á los europeos, como seres inferiores que á todas horas tienen el
pensamiento puesto en la mujer. Á pesar de la extensa prole, yo no creo
en su concupiscencia. En la vida del harem no hay golpe perdido, y
aunque los olvidos de la virtud sean poco frecuentes, todos tienen
consecuencias por la variedad y el número de la colaboración, llegando
el respetable padre á no conocer á sus hijos ni saber sus nombres, á
pesar de que viven bajo el mismo techo.

La poligamia es un lujo de personajes, y pocas fortunas la soportan.
Los hijos son más costosos aún que las mujeres, pues hay que darles
colocación. Cada sultán se basta él solo para fabricar la mayor parte de
los gobernadores, generales y altos funcionarios de su imperio, y las
demás plazas las proveen, con su fuerza reproductora, los personajes que
viven junto á él.

El harem imperial y el de los grandes pachás son incubadoras de altos
empleados que no dejan lugares libres á los turcos de más bajo origen.
Por algo se transmite el imperio de Turquía de hermano á hermano y no de
padre á hijo, como en las monarquías europeas. Si la sucesión imperial
fuese por este último sistema, Turquía viviría en eterna guerra civil,
siendo centenares los pretendientes al trono que se combatirían, con una
saña de hermanos, cada uno de distinta madre.

Los turcos modernos y jóvenes ríen y ríen del viejo harem. ¡La
poligamia! ¡Tonta inutilidad del pasado!... Ellos viven con sólo una
turca, ó con ninguna, admirando los grandes adelantos de la civilización
europea, la más perfecta de todas para la satisfacción de las
necesidades humanas, y cuando sienten el deseo de la variedad, pasan los
puentes y suben á Pera, y allí encuentran en las calles un harem suelto
y por horas, de rumanas, italianas, austriacas y judías.

       *       *       *       *       *

La afición de ciertos personajes á los progresos modernos, ha creado una
clase de turcas más infelices y dignas de compasión que la antigua dama
otomana, devota y contenta de su vida, satisfecha de sus visitas y sus
lujosos trajes, sin otro ideal que una joya nueva ó una banda con placa
de brillantes, regalo del sultán, sin otros horizontes que las montañas
de la ribera asiática, ni otros deberes que incubar nuevos turcos.

Los grandes pachás que envían sus hijos á correr Europa, han traído
institutrices ingleses y francesas para sus hijas. Muchas de las tapadas
que pasan en carruaje, delatando bajo sus orientales velos la frescura
esbelta de los pocos años, la delgadez de una mujer en formación,
desprecian las confituras, odian como perfume vulgar el aceite de rosas
y consideran el bordado como obra de esclavas, sonriendo ante las obras
de juventud que les enseñan con orgullo sus obesas madres. Tienen en una
pieza del harem donde nacieron un piano de cola, en el que tocan los
valses melancólicos de Chopín ó el último _couplet_ de moda en París, y
cerca del sonoro Erard una biblioteca llena de novelas inglesas y
francesas. Algunas hasta han roto con la preocupación religiosa de la
raza, que prohibe la reproducción de las formas vivas, y pintan
acuarelas con palomos, flores ó barquitos.

Conozco á una francesa vieja, que vive hace muchos años en
Constantinopla de dar lecciones de su idioma y entra diariamente en
ricos haremes. ¡Las confidencias de estas pobres jóvenes, que han de
vivir como las mujeres del tiempo de Mohamed II, y por la imprudencia de
sus padres llevan bajo las vestiduras orientales la misma alma que una
muchacha de París ó Londres!...

--Sabemos francés, sabemos inglés--dicen á la vieja confidente--.
Tocamos el piano, cantamos, pintamos. ¿Para qué todo esto?... La mujer
aprende para lucir sus conocimientos, para hacer vida de sociedad...
para hablar con los hombres.

Y la pobre turca de moderno estilo sólo podrá hablar con uno, el que les
designe su padre como esposo. Un día la adornarán de piedras preciosas y
se casará con un joven turco, al que sólo habrá visto de lejos, al
través de una celosía, y con el que cruzará la palabra por vez primera
en el momento de ser su esposa. La llevarán á una casa nueva, en la que
vivirá como única señora si su marido no ama las costumbres antiguas, ó
en la que se confundirá con otras, iguales á ella en derechos, distintas
á ella en alma, como si fuesen de otro planeta. Su madre se extrañará de
sus lágrimas y melancolías. Así vivió ella, así vivieron sus abuelas y
todas las honradas damas temerosas de Dios. Pero la madre era feliz,
abroquelada en su santa ignorancia: no la habían hecho morder el fruto
embriagador de la cultura occidental... Y la infeliz reclusa de las
tradiciones de su pueblo, asustada ante el porvenir, y mientras llega
el momento del matrimonio, se consuela con la lectura, y devora las
novelas francesas que llenan los escaparates de las librerías de la gran
calle de Pera.

Sus autores favoritos son los mismos de las damas europeas; novelistas
elegantes y discretos que creen en Dios y sólo describen personajes con
buenas rentas, faltos de ocupación y dedicados al amor. La pobre turca
admira á la duquesa rubia y _espiritual_, que en cada capítulo luce un
traje nuevo de Paquin ó de Doucet; se crispa con los dulces diálogos
entre ella y el conde ó el artista de moda; se conmueve ante las «crisis
de alma» que obligan á la noble señora á cambiar de amante todos los
años; la sigue palpitante de emoción cuando á la caída de la tarde va
cautelosa al estudio ó á la _garçonniére_ de su nuevo ídolo, cubierta
con espeso velo (lo que llaman los grandes modistos _velo de
adulterio_); desfallece con la descripción de los sabios besos, en el
saloncito caldeado discretamente por la chimenea, sobre cuyo mármol hay
rosas, muchas rosas, como es de ritual en toda cita novelesca de
personas que se respetan... y la pobre turquita acaba por abandonar el
libro sobre sus rodillas, y queda con sus ojos de gacela pensativos y
lacrimosos.

Esa es, indudablemente, la vida de las europeas: no puede ser otra, pues
todos los libros dicen lo mismo. Ella sabe inglés y francés; ella toca
en el piano cosas sentimentales; ella hablaría tan bien como la duquesa
y la sentaría igual ó tal vez mejor el misterioso velo de la caída de la
tarde. ¡Y tiene que acabar su vida en un harem, murmurando con las
esclavas zafias y el eunuco negro, de risa infantil! ¡Y todos sus viajes
serán al Bósforo asiático, ó cuando más á Brussa, en el mar de Mármara!
¡Y el conde de sus ensueños, el artista de complicadas pasiones, será un
señor con el fez eternamente calado, que vivirá en una mitad de la misma
casa ocupada por ella, que entrará y saldrá por distinta puerta, que
tendrá diferente servidumbre, como si fuese un huésped, y sólo una ó dos
veces por semana vendrá á tomar con ella varias tazas minúsculas de
café, y fumará cigarrillo tras cigarrillo, pensando en el último gesto
del Gran Señor y en las intrigas del Yildiz Kiosk!...

La virgen musulmana siente que un impulso de rebeldía rompe la costra de
su mansedumbre oriental, y tiende sus brazos con un crispamiento de
inmensa angustia, como si llamase en su auxilio el misterioso poder que
convierte en paraíso la tierra maldita del Profeta, donde viven los
_giaoures_.

--¡Oh Europa!... ¡París! ¡París!

Algunas, más audaces ó afortunadas, llegan á consumar la rebeldía. Las
hay que han conseguido librarse por procedimientos novelescos de esta
tierra, donde para entrar y salir se necesita pasaporte. Viven en el
Paraíso soñado, en París, y repiten á la inversa la afición poligámica
de sus ascendientes. En Constantinopla nadie quiere hablar de esto, como
no sea para negarlo. El Gran Señor sufre enormes disgustos con estas
fugas.

Hace poco tiempo, en un mitin feminista de Suiza, al que asistieron
mujeres de todas las naciones, subió á la tribuna una joven de ojos
orientales, que hablaba con facilidad varios idiomas, y se expresó con
reconcentrado odio contra la tiranía masculina.

Era una parienta del sultán fugada del harem imperial.

       *       *       *       *       *

En Turquía todavía existe la venta de esclavas.

Yo quise cándidamente ver un mercado. No existe mercado. Desde que
Inglaterra y otras potencias intervinieron en la vida interna de
Turquía, se acabó la trata de esclavas. Los antiguos caravanserrallos,
enormes posadas de vastos claustros donde hace cincuenta años se
exhibían libres de velos los lotes de carne juvenil llegados de la
Circasia, sólo están ocupados hoy por mercaderes de Trebisonda y Bagdad,
que fuman su _narghilé_ exhibiendo pacientemente los rollos de tapices y
los cofrecitos repletos de piedras preciosas.

Las esclavas se guardan y se venden en las casas de los particulares.
Todo turco á la antigua tiene una irresistible tendencia á la mercadería
de carne femenil. Es una afición atávica heredada de sus ascendientes,
invasores de reinos y bandidos del mar. Cuando un personaje de Stambul
tiene un crédito por cobrar en las provincias de Asia, las más de las
veces le paga éste con una pareja de niñas flacas, mal comidas, pero de
espléndidos ojos, que á su vez ha adquirido de los padres, míseros
montañeses de la Georgia.

Las pequeñas sirven de criadas de lujo en la casa de Stambul, hasta que
la pubertad empieza á hinchar sus formas y el señor propone la mercancía
á sus conocidos, verificándose la venta amigablemente, sin intervención
alguna de los representantes de la ley.

Cuando se visita la morada de un turco á la antigua, salen á vuestro
paso, en el departamento de los hombres, pequeñas niñas sin velo, con
anchos calzones y la trenza colgando sobre la espalda, que os toman el
sombrero y el bastón, dándoos la bienvenida como si fuesen hijas del
dueño. Son las esclavas que esperan su hora para ser vendidas ó que
acaban por pasar al harem del señor convertidas en esposas.

Las agentes de carne conocen las casas donde existen géneros, y todos
los días hacen sus negocios. No sólo venden para los ciudadanos ricos de
Constantinopla y de todos los _vilayetos_ de Turquía, sino que mantienen
negocios continuos con clientes de Egipto, Túnez y Marruecos. La
circasiana y la georgiana siguen siendo, como en otros tiempos, el
adorno elegante de todo harem respetable, y el género, impulsado por una
continua demanda, parece multiplicarse con arreglo á las exigencias.

Ningún miedo acerca del porvenir, ningún terror futuro se transparenta
en la límpida mirada de estas hermosas bestiezuelas, delgados capullos
que esperan para esparcirse la tibia y cerrada atmósfera del harem. Son
esclavas porque han costado dinero á los dueños, pero su suerte es igual
á la de todas las mujeres turcas que nacieron libres. Siempre las compra
algún otomano viejo, para unirlas al batallón de sus antiguas esposas ó
para darlas á un hijo tan joven como ellas. Por poca influencia que
ejerzan sobre el dueño, éste las convierte en mujeres legítimas, deseoso
de establecer cierta igualdad entre sus hembras, medio seguro para
conseguir en la casa una paz relativa. Muchas sultanas comenzaron siendo
esclavas.

Los precios de estos animalillos de lujo, que viven alegres con una
inconsciencia infantil hasta los días de la vejez fumando rubios
cigarrillos en un diván, tragando confituras y haciendo danzar las
babuchas amarillas sobre los pulgares de sus pies sonrosados, varían
según los méritos del género.

Una muchacha defectuosa y de miembros secos puede adquirirse por
quinientas pesetas. Las de buena dentadura, largo pelo, ojos grandes, y
que prometen ensancharse de formas, hasta llegar á una gordura blanca,
firme y sedosa, valen dos mil ó dos mil quinientas.

Un caballo turco, de escasa alzada, largas crines, cabezón y con
inquietos remos, cuesta mucho más.

       *       *       *       *       *

Los eunucos son más caros.

En realidad no sirven para nada. Son seres de lujo, signos de poder y de
riqueza para el amo. Equivalen á los lacayos que se exhiben majestuosos
en los pescantes de los coches de Europa. Estorban al cochero las más de
las veces, se pasean sin que los dueños necesiten casi nunca de sus
servicios, molestan con su presencia estirada y solemne, pero ninguna
persona rica puede pasarse sin ellos.

En otros tiempos, el turco celoso confiaba en la vigilancia de su
eunuco, feroz guardador de las mujeres. Hoy es escéptico, sabe que estos
hombres-hembras, por un irresistible impulso de su naturaleza neutra,
aunque riñan con la mujer por celos femeniles acaban entendiéndose con
ella y prestándose á toda clase de tercerías. Sin embargo, el eunuco
negro sigue en favor, como una manifestación de poder y de riqueza. Es
algo así como el blasón de armas de la casa, y los señores rivalizan en
tenerlos agasajados y bien vestidos. Un harem no puede salir á la calle
si no marcha escoltado por un par de eunucos de señorial aspecto.
Cuando las mujeres van en carroza, los negros trotan junto á las
portezuelas, jinetes en los mejores caballos del amo. Si de noche sale
el rebaño femenil á hacer visita á otro harem, ellos marchan á la
cabeza, por las solitarias calles de Stambul, garrote en mano y con
grandes farolones que trazan en el camino una danza de pálidos
resplandores y gesticulantes sombras.

El eunuco es el administrador que corre con los gastos de la casa; el
intermediario obligado entre las esposas y el marido. El da el dinero
para las compras, regatea con las mujeres, se muestra quisquilloso,
avaro y gruñón, como no lo es nunca el turco. El esclavo chilla á las
señoras, las empuja, es un gallo sin cresta que picotea continuamente á
las habitantes del gallinero, y éstas, que temen sus delaciones y su
malhumor, lo acarician como un niño grande, y acaban por reirse de él.

Sólo el sultán y los grandes personajes de la corte tienen un numeroso
cortejo de eunucos. Los turcos de cierta posición se contentan con dos ó
con uno solo.

Un eunuco cuesta casi una fortuna, pues escasean mucho.

Antes se fabricaban con mayor facilidad, y la abundancia rebajaba los
precios.

En esta monstruosa deformación del hombre, ha habido sus modas. El arte
de formar el eunuco ha progresado, pero extremando su crueldad. El
refinamiento del turco en sus sospechas y sus celos, ha sido fatal para
estos infelices negros, lúgubres mamarrachos, enormes como colosos, de
rostro fiero, y con una vocecilla estridente y crispadora, semejante al
chasquido de una caña que se rompe.

Antes les bastaba para cumplir su oficio con verse libres de las
preciosas superfluidades cuya ausencia motiva, según dicen, la angélica
voz de los cantores del Papa.

Pero algo quedaba en ellos, después de la monda, que constituía un
motivo de perpetua alarma para los señores turcos. La mujer, ociosa y
triste en el encierro, discurre mil diabluras: la eterna presencia del
eunuco, único hombre compañero de clausura, la inspiraba según parece
los más refinados ardides. Y echando mano á lo que aun podían encontrar,
las malditas pasaban horas y horas recreándose en un entretenimiento sin
fin, tranquila la conciencia porque no aumentaban ilegítimamente la
prole del señor, pero faltando á la fidelidad descaradamente en el
sagrado del hogar.

Los turcos, escamados por estos abusos, extreman actualmente la humana
poda. Sobre los pobres negros, guardianes del honor, se abate una furia
semejante á la de los leñadores de bosques vírgenes, que nada perdonan,
echando abajo ramas y tronco. Su obscura piel es campo roturado y liso,
en la que no queda el más leve rastro de frutos humanos.

La espeluznante operación la realizan los crueles fabricantes en negros
de pocos años, allá en los arenales de Africa. Los cuerpos los hunden en
el suelo hasta la cintura, y así permanece el operado semanas y meses,
entre sus verdugos que le cuidan y le alimentan, hasta que la arena
cicatriza la cuchillada atroz ó se les va por ella la sangre y el alma.

El noventa y cinco por ciento de los eunucos muere tras la cruenta
amputación.

Por esto los que quedan son personajes poseídos de su importancia,
influyentes en la vida turca, caprichosos é irresistibles, lo mismo que
una tiple que se considera indispensable y precisa.



XXIX

Los derviches aulladores


En la orilla asiática de Constantinopla, entre el barrio puramente turco
de Scutari, en el que no vive ningún europeo, y el cementerio que lleva
el mismo nombre, vasta extensión bordeada de kioscos funerarios y
sombreada por plátanos seculares, está la mezquita del Roufat, donde
todos los jueves, á las dos de la tarde, celebran su ceremonia religiosa
los derviches aulladores.

Esta mezquita no es grande y luminosa como la de Eyoub, donde los
derviches danzantes voltean, como flores, sus pesadas faldas. La secta
de los aulladores es sombría y feroz, y parece guardar en sus extraños
ritos el alma fanática é implacable del antiguo turco, terror de Europa.
Una sala baja y casi obscura, con el techo sostenido por columnas de
madera, y desnuda de todo adorno arquitectónico, es el lugar de la
ceremonia. En las paredes, algunos cartelones, con versículos del Korán,
y unos negruzcos panderos. Sobre el tapiz que cubre el Mirab, una
panoplia de armas antiguas, turcas é indias: espadas onduladas,
cimitarras venerables, hachas de curva entrante y mazas erizadas de
clavos.

Sobre la piel de cordero tendida en este sitio de honor, se sienta, con
las piernas cruzadas, el _imán_, el gran sacerdote de los derviches
aulladores, que ostenta en su turbante blanco la arrollada faja verde de
los que se tienen por descendientes del Profeta.

Este _imán_ es un árabe que goza de gran popularidad, aparte de su poder
de hacer milagros, por ser el hombre más hermoso de Constantinopla. No
he visto tipo más perfecto de la belleza semita. De regular estatura,
parece, sin embargo, muy alto, por la gallardía de su cuerpo enjuto y
ágil, en el cual el esqueleto sólo está revestido de los tejidos
indispensables para la vida. Las facciones son de un moreno brillante,
entre rojizo y verdoso; el mismo tono de los bronces florentinos. La
nariz, aguileña y fina, avanza sobre una barba clara y rizosa, de un
negro azulado, y los ojos, enormes y misteriosos, tienen una veladura de
color de tabaco en sus córneas, que hace resaltar el fuego de las
luminosas pupilas. Es un jinete de los desiertos arábigos, un pirata del
mar de arena, un caballero andante de las soledades asiáticas,
majestuoso y melancólico, que se ha dedicado á sacerdote y vive en la
civilizada Constantinopla, rozándose con los europeos.

Las viajeras que ocupan las galerías de la mezquita contemplan con
admiración á este Apolo árabe; pero él permanece inmóvil en la piel de
cordero, envuelto en su sotana negra, por cuya abertura luce un rico
chaleco de seda, de rayas menudas y multicolores. No sé por qué
presiento que el jefe de los derviches aulladores, que forman la
cofradía más fanática de Constantinopla, es un hombre _enterado_, sin
ninguna fe en las ceremonias que preside. Tiene la expresión demasiado
inteligente para creer en tales cosas. Un día, hablando de él con
Constans, el embajador de Francia, éste rompió á reir, con la
irreverencia de un viejo republicano:

--Le conozco mucho. Un _blagueur_. Lo que ustedes llaman un guasón. Un
hombre inteligente que se amolda á las circunstancias.

Pero aunque este árabe majestuoso engañe á los suyos, no teniendo fe en
los mismos ritos que ejecuta, hay en sus actos una gran nobleza. Es un
buen turco, que cree necesario para la vida de su pueblo el
mantenimiento de las tradiciones, y las sigue con solemne gravedad, sin
creer en ellas.

Frente á él están los derviches, formados en fila, llevando sobre la
cabeza, como distintivo de la cofradía, un solideo de fieltro, semejante
á media corteza de coco. Unos son negros, medio desnudos, de lanuda
cabellera y ojos diabólicos; otros, blancos, que conservan el traje de
calle y parecen tenderos del inmediato barrio de Scutari.

Todos ellos repiten á coro una especie de letanía monótona, y balancean
su cabeza adelante y atrás, como si estuviera muerta sobre los hombros,
doblando al mismo tiempo el cuerpo por la cintura. Este vaivén continuo,
acompañado de un canturreo semejante al de los niños en la escuela,
acaba por dar una especie de vértigo. El sudor rueda por el cuerpo de
los negros, cubriéndolos de una capa húmeda y goteante. Los blancos
pierden por momentos su correcto exterior de burgueses. Los cuellos de
camisa se arrugan y ennegrecen como trapos; las corbatas se esparcen
deshechas; las cadenas de reloj saltan locas sobre el vientre, como si
fuesen á romperse.

«¡_La Ilah il Allah_!», cantan los derviches con un furor creciente,
extremando su loco vaivén de muñecos mecánicos, y el gran sacerdote los
contempla inmóvil, como un maestro que preside su escuela, y cuando el
movimiento parece debilitarse, hace una imperceptible señal á uno de sus
acólitos, encogido junto á él, y éste grita y palmotea para acelerar el
curso de la oración.

Formando una larga cadena, y apoyado cada uno en el hombro del vecino,
los derviches se mueven, como un péndulo humano, á un lado y á otro, con
monótona regularidad. Este balanceo, y la repetición monótona de su
plegaria, parece embriagarles. Unos tienen los ojos casi salidos de las
órbitas, con una expresión feroz. Otros los cierran, como si estuviesen
dormidos, moviéndose y cantando en pleno ensueño. Los derviches
empiezan á justificar su título de aulladores. La letanía se corta con
gritos estridentes, verdaderos ladridos, que espeluznan de horror á los
espectadores europeos. La movible cofradía semeja una aglomeración de
fieras amaestradas. Sus voces no tienen ya nada de humano. Hay momentos
en que parece que van á saltar las barandillas para morder á los
occidentales curiosos, agrupados detrás de ellas.

De pronto, un golpe ensordecedor sobre la madera del pavimento. Un
cuerpo que se desploma. El auditorio se estremece como ante la caída de
un cadáver. Es un negro grande y enjuto, cubierto de sagrados harapos,
que se revuelca en el suelo con los miembros torcidos, la boca espumosa
y los ojos en blanco por un estrabismo loco. Según cuentan, este negro,
que dentro de la mezquita parece un mendigo fanático, es capitán de
caballería en el ejército del sultán. De su pecho oscilante sale un
rugido, que es al mismo tiempo una queja de dulce agonía. ¡_Allah
hou_!... Y en la crispación de su rostro lustroso, en su mirada
completamente blanca, hay algo de éxtasis, como si contemplase á su Dios
asomando entre esplendores de oro sobre las tiendas celestiales, en
cuyas aberturas aguardan las huríes de redondas formas y húmedos ojos á
los guerreros fieles del Profeta.

Tras el negro cae otro derviche, y luego otro. Ruedan sobre el
entarimado los cuerpos, convulsos por la embriaguez hipnótica, lanzando
aullidos espeluznantes. Las viajeras occidentales huyen desfallecidas,
ocultando los ojos en el pañuelo, sintiendo que ellas también van á
desplomarse á impulsos del excitado histerismo de su sexo; y mientras
tanto, los derviches que aun se mantienen de pie se agitan cada vez con
mayor ímpetu y desfiguran sus voces hasta convertirlas en ladridos.

Cerca de una hora dura esta pesadilla feroz, esta escena que parece de
otro mundo.

Al fin, el gran sacerdote se mueve, hace un gesto y se rompe la fila de
los derviches. Los que aun se mantienen de pie salen de la sala con paso
vacilante, en pleno vértigo, para ir á secarse el sudor y tomar aliento
en una pieza vecina. Los que están inertes en el suelo, como si
durmiesen, son sacados á brazos.

Un ayudante del gran sacerdote entra en la mezquita llevando de la mano
larga fila de niños y niñas. Todos se arrodillan ante el _imán_,
esperando el momento de la curación. Vienen de los barrios más apartados
de Constantinopla, han pasado el Bósforo, para llegar á la mezquita de
los derviches aulladores. El gran sacerdote, descendiente del Profeta,
venido de la misteriosa Arabia, donde reside toda sabiduría, cura con el
soplo de su aliento y el contacto de sus pies. Unos á otros se
transmiten, con el alto sacerdocio, este divino poder. Esto lo saben
desde el sultán hasta el último _hamal_ de los muelles del Cuerno de
Oro.

Las criaturas se tienden boca abajo en el suelo de la mezquita. El
hermoso _imán_ se yergue despojándose de las babuchas, y apoyado en uno
de sus ayudantes camina lentamente sobre los riñones de las criaturas.
Poco debe pesar el enjuto y esbelto árabe, pero aun así parece imposible
que no revienten estos cuerpecillos, que forman un pavimento animado
bajo sus pies. ¡El noble y sereno gesto de resignación del hermoso
sacerdote! ¡Su triste gravedad al volver á repasar sobre los cuerpos de
los pequeños!...

Éstos se levantan, se sacuden, salen riendo y empujándose, como
criaturas acostumbradas á venir todas las semanas, y para las cuales el
viaje es una verdadera fiesta. No presentan ninguna enfermedad exterior.
Parecen sanos y robustos. Sus padres quieren curarlos de embrujamientos
é inapetencias, males de los que triunfa casi siempre el santo _imán_...
con ayuda del tiempo. Después se prosternan ante él, implorando la
huella de sus pies, hombres de todas clases; viejos cargadores, soldados
y marineros.

Cerca de mí está sentado un joven turco, elegantemente vestido á la
europea, con alto cuello, vistosa corbata y un gabán inglés á rayas. El
fez es lo único que delata su nacionalidad. Tiene cara de alegre
vividor, falto de escrúpulos; sus ojos son de fría insolencia; en su
rostro lleva marcas recientes de enfermedades irrevelables. ¡Cómo reirá
este turco ultramoderno de la credulidad de sus compatriotas!...

El _imán_, ocupado en marchar sobre los riñones de los fieles, lanza
rápidas miradas á unas celosías tras las cuales se adivina cierta
agitación, acompañada de sordo zumbido. Son las damas turcas que se
impacientan. El sacerdote debe subir para la curación de las enfermas en
una pieza aparte.

Acurrucado en la piel de cordero, se prepara á hacer su oración ante el
Mirab antes de partir, cuando llega el último enfermo. Es el joven turco
vestido á la inglesa, el elegante del gabán rayado, que se arrodilla
compungido, brillantes de fe los audaces ojos.

El _imán_ escucha con un gesto de inmensa misericordia la corta
confesión de sus pecados y enfermedades. Le abraza, le sopla varias
veces en los ojos y en la boca, sin perder su noble gravedad, y luego
pasa varias veces sobre él, manteniéndose derecho en sus riñones con la
calma de un filósofo, convencido de que la humanidad cobarde quiere ser
engañada en sus dolores, y que la mentira es buena cuando puede servir
de consuelo.



XXX

Libertad religiosa


En ninguna ciudad del mundo existe la libertad religiosa que en
Constantinopla.

Los que confunden á todos los mahometanos en un concepto común, y creen
que el fanático y cruel marroquí es semejante al turco, se extrañarán de
esta afirmación; y sin embargo, nada más cierto. En Constantinopla viven
todos los cultos con entera libertad y todos sus ministros gozan de
igual respeto. El patriarca griego, el patriarca armenio, el gran
rabino, el arzobispo armenio católico y el arzobispo católico romano,
todos son funcionarios del imperio, iguales en respeto al gran _imán_ y
retribuídos por el emperador con generosa largueza, según el número de
adeptos que cada religión cuenta en sus Estados.

Es más: el Comendador de los creyentes, el heredero del Profeta, que
muchísimos occidentales se imaginan como un mahometano feroz é
intolerante, tiene en su Consejo de Estado y entre los altos pachás que
le rodean hombres de todas las religiones para poder atender á los
diversos servicios sin lastimar las creencias de sus súditos.

Si ha de nombrar el gobernador del Líbano, elige siempre á un pachá
católico, por ser ésta la religión de los pobladores de dicha provincia;
si se trata de Samos ó cualquiera isla turca vecina al archipiélago,
designa á un pachá griego; y así hace en los demás _vilayetos_ de su
vasto imperio.

Los turcos no sienten la fiebre del proselitismo. Á sus imanes no se les
ocurre jamás catequizar á nadie. Es más: desprecian al _renegado_, y
miran con inquietud al hombre que cambia de religión, aunque sea para
abrazar la suya. Lo que ellos aman es el poder político, la dominación
conquistadora, y les basta con que los hombres se sometan á su autoridad
y sus leyes, sin importarles el secreto de su conciencia.

Siempre hablan con respeto de las religiones ajenas.

--Están equivocados--dice el viejo turco con superioridad bondadosa--.
No conocen la verdad; pero al fin creen en Dios, que es lo importante, y
le honran y glorifican á su manera, lo mismo que nosotros.

Los turcos sólo tienen un odio religioso, irracional y feroz: el odio al
persa, musulmán que es para ellos un conjunto de todas las herejías y
abominaciones: lo que el protestante para un católico rancio.

Los musulmanes de Persia, partidarios de la secta chiíta, que creen en
el Profeta, pero le dan distintos descendientes, inspiran un odio
irreductible al buen turco.

--¡Esos perros!--exclaman cuando ven un rostro de verde aceitunado,
cubierto con gorro de astracán--. Los _giaoures_ (los cristianos) no son
culpables de sus errores. Siguen la religión que les enseñaron sus
padres. ¡Pero esos persas, que conocieron la verdad y se apartaron de
ella!...

Un desprecio invencible separa al turco del persa. Los numerosos
súbditos del sha que viven en Constantinopla se ven rodeados de la
general animadversión. Las guerras con Persia han sido siempre
popularísimas en Turquía. Si no existiese la vigilancia de las grandes
potencias y el llamado «equilibrio de las naciones», hace tiempo que el
ejército del _Padichá_ habría entrado vencedor en los palacios de
Teherán.

Pero á pesar de este odio, que resulta implacable por lo mismo que se
desarrolla entre próximos parientes, el persa goza en Constantinopla de
una libertad absoluta. Cuando llega su cuaresma--cuaresma asiática,
sanguinaria y salvaje--, los fieles se reunen públicamente para
entregarse á crueles fiestas. Se azotan con látigos de hierro; se
atraviesan las carnes con puñales; se hieren, al compás de los himnos,
con agudos sables, hundiendo siempre las hojas entre los labios de la
misma herida; danzan haciendo ondular sus blancas túnicas manchadas de
sangre, aullan como poseídos, y el turco les contempla impasible, sin
intervenir jamás en su delirio, alabando á Alláh omnipotente, que
castiga á los enemigos con tales errores y locuras.

En los países que monopolizan el título de civilizados, en las naciones
de mayor tolerancia religiosa, Inglaterra y los Estados Unidos, por
ejemplo, los diversos cultos gozan de libertad, pero ven limitados sus
derechos cuando intentan salir á la vía pública.

En Constantinopla la libertad es más completa, pues ni siquiera existe
dicha limitación. La Gran Calle de Pera podría titularse la calle de las
religiones. En la misma acera, y casi tocándose, existen una mezquita de
derviches danzantes, la iglesia de San Antonio de los frailes franceses,
el pequeño convento de franciscanos españoles de Jerusalén, dos
sinagogas, un templo armenio, una capilla evangélica alemana y otra
inglesa. El paseante ve al través de las grandes rejas de un ventanal
túmulos venerables de viejo terciopelo, coronados de enormes turbantes y
alumbrados por tenues lámparas; más allá un patio con claustros y una
cruz en medio, á la sombra de árboles seculares: y al mismo tiempo que
suena la campana del templo católico, se escapa por ciertas ventanas el
coral luterano, lento y solemne, de los que cantan la gloria de Jesús
libre de las corrupciones de Roma, y llega hasta la calle el ruido
monótono de flautas y tamboriles que acompaña el baile de los derviches.

El turco, tolerante con todas las creencias, se detiene á la puerta de
los templos, y por poco que insista el celo catequizador del sacristán ó
el empleado que está á la entrada, penetra en ellos con una gravedad
respetuosa. No se quita el fez, porque esto sería en él señal de
menosprecio, y cubierto, asiste á las ceremonias de un culto que no es
el suyo, con una rigidez respetuosa, sin parpadear, sin darse cuenta de
la curiosidad que despierta entre los fieles.

Hay que oir hablar á un turco de sus visitas á los templos extraños,
para darse cuenta de la gravedad con que trata la fe ajena. Allí no está
Mohamed, el amado Profeta, pero hay algo de Alláh, poderoso señor cuyo
poder reverencian los infieles, aunque indirectamente.

No hay miedo de que el contacto con las otras religiones perturbe la
conciencia del turco, convirtiéndole. Si él no se preocupa de catequizar
á los infieles, considerándolo tarea inútil, es porque los juzga con
arreglo á su fe, inconmovible y á prueba de seducciones. Si á un turco
llegan á convencerle de lo irracional de sus creencias, vivirá en
completo escepticismo, será ateo, pero jamás se le ocurrirá reemplazar
con una nueva religión las doctrinas muertas. La apostasía tiene para él
una importancia más que religiosa: es renegar de la raza, de los padres
y del nacimiento; una descalificación por toda la vida; una abyección
incompatible con el honor.

Jamás mezcla el turco la religión del enemigo en los odios que le
impulsan contra éste. Le combate y le extermina porque cree que desea
apoderarse de su territorio, porque amenaza con quitarle el pan, porque
es valeroso y arrogante como él y no pueden subsistir juntos; pero nunca
porque adore á un Dios distinto del suyo. Tiene en poco aprecio al
judío, porque es rapaz y de mala fe en sus tratos, á pesar de lo cual
los hijos de Israel gozan aquí de una ciudadanía que les negaron en el
resto del mundo. Ha degollado recientemente al armenio en las calles de
Constantinopla, porque éste, más malicioso y activo, le arrebataba la
hacienda y además soñaba con trastornar la sedentaria vida turca
arrojando bombas de dinamita en mezquitas y calles. Le exterminó por
rivalidad económica y por librarse de las angustias del terrorismo; no
porque fuese cristiano. Mira con desconfianza al griego porque la
religión cismática es la del ruso, eterno peligro de su patria, y porque
tras sus melosas cortesías oculta el deseo de una sublevación general en
los países de la antigua Grecia. Pero á pesar de todos estos odios, más
ó menos justificados, jamás el populacho de Constantinopla, en sus
terribles motines, ha penetrado en las sinagogas ni en los templos
griegos y armenios. Mata al enemigo en las calles y se detiene
respetuoso ante los umbrales de las iglesias, convencido de que allí,
como en todos los lugares donde se reverencie á Dios, vive Alláh con
distinto nombre.

Su fe religiosa, sincera, profunda, inconmovible, únicamente se permite
cierta ironía despectiva ante la fe de los judíos y cristianos. Su
pensamiento, un tanto primitivo, discurre en salvaje línea recta, sin
desorientarse entre esas concesiones que enmarañan y retuercen nuestros
razonamientos de civilizados.

Ellos tienen sus lugares santos en la Meca y Medina, y las dos ciudades
venerables son suyas. Jamás un lugar donde puso sus pies el Profeta
caerá en poder de los _giaoures_: antes morirán todos los creyentes.
Europa se burla de la pobre Turquía, la explota, la escarnece, pero
Turquía guarda su herencia de Dios. En cambio los pueblos civilizados
hablan á todas horas de Cristo. Sus religiones, sus costumbres, sus
leyes, todo está moldeado en el nombre y conforme al espíritu de un
judío que hace muchos siglos vivió en Jerusalén... ¡Y Jerusalén, Belén y
todos los lugares por donde paseó el hombre-dios, señor ahora de los
pueblos más poderosos del planeta, siguen en poder del Comendador de los
creyentes, del soberano de Constantinopla! ¿Para qué los grandes barcos
que escupen fuego y muerte, los enormes ejércitos, las máquinas de
mágico poder, las inmensas riquezas de los banqueros judíos, si la tumba
del Dios de los unos y la ciudad santa de los otros continúa bajo el
dominio del sucesor del Profeta?... El buen turco, pensando esto,
sonríe, y cree firmemente en la grandeza de su religión y de su raza, ya
que conserva en cautividad de siglos la cuna religiosa de los pueblos
más fuertes de la tierra.

Su tolerancia, producto del carácter más que de la imposición de las
leyes, es una manifestación de la bondad orgullosa con que el turco
protege siempre al que considera débil. Nada le importa que las
religiones extrañas se establezcan junto á las mezquitas y que salgan en
sus ritos á las calles de Constantinopla. Las considera con la benévola
sonrisa del guerrero que durante su descanso contempla un juego de
niños; y las religiones se aprovechan de esta benevolencia, gozando de
una libertad que no tienen en ninguna parte.

Desde la ventana de un hotel del barrio de Pera, he asistido al desfile
de todas las religiones de Europa. Suenan graves cantos litúrgicos,
acompañados de una calma repentina en los ruídos de la calle. Me asomo.
Los carruajes de alquiler se han detenido junto á la acera: los turcos á
caballo tiran de las riendas á sus cabalgaduras y se alínean á lo largo
de la calle: los _hamal_, encorvados bajo sus cargas, y los simples
transeuntes se agolpan junto á las paredes, formando dos masas de gorros
rojos. Es un entierro. Al frente avanza la cruz, entre candelabros
sostenidos por monaguillos, lo mismo que en los pueblos católicos.
Detrás vienen en dos filas barbudos frailes, cantando el oficio de
difuntos. Luego se agolpan, con grandes blandones encendidos ó
disputándose el honor de llevar en hombros el féretro, un sinnúmero de
súbditos otomanos, todos con el fez en la cabeza. Unos son católicos,
otros no lo son, pero todos acompañan con fraternal piedad al amigo
muerto, y se unen á los sacerdotes y los símbolos de la que fué su
religión. Al pasar la cruz, los turcos parecen saludarla con sus ojos
graves. Algunos se llevan una mano á la frente, acogiéndola con el
solemne saludo oriental.

Tras el entierro católico, pasa una boda griega, con su charanga al
frente, y el pope barbudo sentado junto á los novios; y el cortejo
fúnebre de un niño de la misma religión, en el que marchan los parientes
con sacos de bombones para obsequiar á los amigos cuando termine el
sepelio; y un casamiento armenio, en el cual llevan los contrayentes
enormes cirios labrados, verdaderos monumentos de cera, con rizadas
volutas y prolijos capiteles. Y todas estas manifestaciones de los
diversos cultos, con sus sacerdotes y sus ritos, sólo producen en la vía
pública un movimiento de curiosidad, acompañado de cortés benevolencia.

La fiesta semanal de cada religión se observa con entera libertad. Los
turcos, señores del país, son los que menos ocupan la atención de los
otros: los que menos molestan á sus conciudadanos. El viernes (que es
su domingo) pasaría inadvertido, á no ser por el movimiento de tropas y
funcionarios que acompañan al _Padichá_ en la fiesta del Sélamlik. El
sábado, fiesta de los judíos, se cierran las principales tiendas de
Constantinopla, más de la mitad de los puestos del Gran Bazar, y queda
en suspenso una buena parte de la vida comercial. El domingo repican las
campañas de los numerosos templos católicos de Galata y Pera, suena el
armónium en las capillas evangélicas, ciérranse bancos y tiendas, y las
gentes, endomingadas, van á misa ó á los oficios, lo mismo que en
Europa, ante la mirada benévola del turco, que supeditado al poderoso
occidental, se ve obligado á observar un nuevo día de fiesta.

De todas las religiones que existen en el imperio, la cristiana es la
que parece más allegada á la simpatía del turco. Este habla de Jesuhá
como de un profeta algo inferior al suyo, pero igualmente venerable: una
especie de segundón de Mahoma. Es más: como el turco sabe poco de
historia y su pensamiento espeso no tiene una noción clara de los años y
la distancia, cree de buena fe que los dos vivieron á un mismo tiempo,
que fueron grandes amigos y trabajaron juntos en la obra de Dios, aunque
al final cada uno tomó distinta dirección.

En Constantinopla es popular la anécdota de un soldado turco, que entró
en un templo católico durante la Semana Santa.

El soldado turco es lo más leal, lo más noblote, y al mismo tiempo lo
más salvaje y duro de mollera que existe en el imperio. El servicio de
las armas pesa únicamente sobre los otomanos musulmanes, y como á
Turquía le quedan pocos territorios en Europa, comparados con los que
poseía hace medio siglo, su ejército se nutre de reclutas extraídos de
las entrañas del Asia, de las lejanas y bárbaras provincias. Son
mocetones semisalvajes, silenciosos, de facciones rígidas y ojos
inmóviles, como si estuviesen abstraídos continuamente en una laboriosa
reflexión para comprender lo que les hablan. La ruda disciplina á la
alemana y la severidad de unos oficiales que no se andan en
contemplaciones, mantienen á estos soldados semibárbaros en una
subordinación automática. Sólo así, bajo las amenazas del castigo,
pueden vivir en una gran ciudad estos asiáticos, en cuyo interior
dormita el alma de los hombres primitivos. En los tiempos en que se
amotinaba el ejército turco, la soldadesca al correr libre por las
calles de Constantinopla, violaba á las mujeres con una lubricidad
feroz, excitados por la privación en el seno de una sociedad que
mantiene recluídas á las hembras, y hacía sufrir á los hombres odiosos
ultrajes, más que por vicio por menosprecio de raza. Hoy, que viven
acuartelados y obedientes, sin el más leve intento de rebeldía, aun se
permiten tímidos desmanes á impulsos de su ardorosa naturaleza oriental
y del hambre del celibato. La mujer que es de su raza les inspira
respeto y miedo, pero en las calles de Constantinopla se aprovechan de
la confusión y el tránsito para tentar con bárbara galantería el dorso
de todas las señoras vestidas á la europea.

Junto con este salvajismo, tienen una noble franqueza para confesar sus
delitos. Jamás ha habido que castigar en masa á un regimiento. Cuando
los oficiales, enterados del crimen de un soldado, preguntan á su gente
quién es el autor y la amenazan con penas generales, el delincuente sale
de las filas para marchar tal vez al cuadro de fusilamiento, resignado á
morir antes de que sufran por su culpa los compañeros inocentes.

Este salvaje, disciplinado y uniformado á la alemana, es de una
credulidad y de una ignorancia que hacen reir á las gentes. Deslumbrado
por las maravillas de Constantinopla al llegar de su lejana aldea de
Asia, todo lo cree posible, y escucha sin pestañear las más estupendas
mentiras, limitándose á un mugido de asombro. Sobre su puro cerebro,
surgen como débiles eflorescencias muy contadas ideas. Sólo indiscutible
considera que Mohamed es el Profeta de la verdad, el _Padichá_ el
monarca más poderoso de la tierra, y los turcos los hombres más
valerosos del mundo. Fuera de estas creencias, inconmovibles, lo demás
lo acepta sin discusión, con la indiferencia de un pensamiento que no
quiere darse el trabajo de funcionar.

Un Viernes Santo, cierto soldado turco, falto de distracción, sintióse
atraído por una gran puerta del barrio de Pera. Entraba y salía el
gentío europeo al través de ella, y en el fondo brillaban luces, como
estrellas rojas en un cielo negro. Era un templo católico. El soldado
entró, erguido el fez sobre la frente, llevándose á él una mano con
expresión de respeto y examinando impasible los altares enlutados y el
traje sombrío de los fieles.

Un europeo, de carácter alegre, conocedor del idioma turco, se unió á él
para gozarse en su estupefacción y su ignorancia.

--¿Quién es ese?--preguntó el soldado señalando un cadáver tendido en
rico lecho, cerca del altar mayor.

--Ese es Jesús que ha muerto. ¿Tú conoces á Jesús?... Jesuhá, el amigo
de Mohamed, el hijo de María.

El mocetón, tras larga pausa reflexiva, movió la cabeza.

--¡Ah!... Jesuhá... hijo de Miryam... amigo de Mohamed... Conozco--dijo
al fin, con la concisión del idioma turco.

Se acercó para contemplar de más cerca el sagrado cuerpo, y así
permaneció mucho tiempo en rígida actitud de respeto, como si estuviese
en presencia de su coronel. Sus ojos parecieron conmovidos al fijarse en
las heridas sangrientas.

--¿Lo han matado?--preguntó.

--Sí; lo han matado.

--¿Quiénes?...

--Los judíos.

El buen osmanlí hizo un gesto como si no le sorprendiese la noticia.
¡Los judíos! ¡Las gentes malditas que viven allá en el barrio de Galata!
¿Quiénes otros podían ser?...

--¡Pobre Jesuhá!... ¿Y cómo fué?

El europeo, animado por la grave credulidad del turco, creyó del caso
aumentar aun más su estupefacción.

--Iban juntos de camino, Mohamed y Jesuhá, predicando la gloria de Dios.
Salieron los judíos á su encuentro. Mohamed pudo huir, pero el pobre
Jesuhá, como era más débil, fué asesinado, y ahí le tienes.

Quedó en silencio el soldado.

--¿Y los judíos querían matar á Mohamed?...

El europeo lo afirmó varias veces, gozándose en las exclamaciones de
asombro del crédulo mocetón.

--¡Ah! ¡Mohamed! ¡Querer matarle!

Cansado de contemplar el cadáver de Jesuhá y las gentes que se
arrodillaban para besarle los pies, el soldado salió á la calle.

Los turcos tienen un sentido especial para reconocer al judío, aunque se
vista á la europea. Lo olfatean, lo adivinan al través de toda clase de
disfraces. Á los pocos pasos tropezó con un israelita. Impávido, con su
flema de oriental, levantó el puño, y rodó el judío por el suelo con el
rostro lleno de sangre. Un puñetazo de osmanlí es terrible. «Fuerte
como un turco», dice el proverbio.

Se arremolinó la gente, surgieron en un instante numerosos
correligionarios del caído, pues los israelitas están en todas partes
para ayudarse, y la policía militar se apoderó del agresor, llevándolo
al cuartel entre las vociferaciones y lamentos de la muchedumbre judía.

En el cuarto de banderas, los oficiales se asombraron del suceso. ¡Un
buen soldado, que nunca había dado motivo de queja! «¿Por qué has hecho
eso?»

El mozo, intimidado en presencia de sus superiores, balbuceó como el que
repite una lección:

--Mohamed y Jesuhá iban juntos... Salieron judíos y mataron á Jesuhá...
Mohamed huyó porque es fuerte y tiene buenas piernas. ¡Pero si llegan á
alcanzarlo!...

Y como los oficiales rompieran á reir, asombrados de tanta simplicidad,
el soldado añadió con la fe del buen creyente:

--Yo lo sé... Yo lo he visto.



XXXI

Restos de Bizancio


La _At Meidan_, ó «Plaza de los Caballos», es el antiguo Hipódromo de
Bizancio. Antes que el sultán Mahmoud reformase la vida turca á
principios del siglo XIX, aquí venían los _itchoglans_ ó pajes del
Serrallo á ejercitarse en el manejo de la jabalina. Aquí también, en
esta plaza, teatro tantas veces de las revueltas de los jenízaros, acabó
el enérgico sultán con la terrible milicia que después de haber salvado
á Turquía hacía imposible su existencia. Fué en 1826. Mahmoud dió á los
jenízaros un gigantesco banquete en la Plaza de los Caballos, y á los
postres cerráronse todas las bocacalles con regimientos fieles y
numerosas baterías. Los cañones vomitaron metralla sobre la plaza, y en
unos cuantos minutos perecieron aquellos guerreros feroces que habían
hecho temible en Europa el nombre de Turquía.

La plaza es un rectángulo prolongado, que comunica por uno de sus
extremos con otra plaza más pequeña, donde está Santa Sofía.

_At-Meidan_ es el Agora del viejo Stambul. En los cafetuchos y pequeños
puestos de la plaza se reunen á charlar tomando café ó pasando las
cuentas del rosario los turcos más turcos de la ciudad; los
tradicionalistas de grueso turbante y caftán multicolor, los derviches
silenciosos de capa parda y gorro de fieltro, los imanes jóvenes, de
rostro ascético, vestidos de negro, que permanecen con la mirada fija en
el espacio, como si contemplasen la gloria de Alláh.

Todo un lado de la gran plaza lo ocupan un gran cuartel y el palacio de
Justicia, flanqueado de sombrías prisiones. En el lado opuesto está la
mezquita del sultán Ahmed, la más grande de Constantinopla por el
terreno que ocupa, rodeada de muros con rejas que dejan ver los patios y
jardines interiores, y coronada por seis minaretes blancos, altísimos y
sutiles, con remates de oro.

En el centro de la plaza, siguiendo una línea que marca la divisoria de
las antiguas arenas del Hipódromo, mantiénense en pie tres monumentos
interesantes de la antigüedad: el Obelisco de Teodosio, la Columna
Serpentina y la Pirámide Murada.

El Obelisco de Teodosio es padre venerable del de la plaza de la
Concordia de París y de todas las agujas egipcias que adornan jardines
en Inglaterra y los Estados Unidos. Fué el monarca bizantino el primero
á quien se le ocurrió aprovechar para su propia gloria los monumentos
con obscuros jeroglíficos extraídos del misterioso Egipto. Este
Obelisco, enorme aguja de granito rosa, fué traído de Heliópolis y
erigido en el centro del Hipódromo, sobre una base esculpida en honor de
Teodosio. La base aun subsiste con sus altos relieves, que apenas han
sufrido desgaste después de una existencia de diez y seis siglos. Las
lluvias y el aire, más que la irreverencia de los hombres, han roído los
salientes de las figuras, achatando sus rostros. Las escenas de la vida
pública de Bizancio hace mil seiscientos años reviven en este monumento.
En una de sus caras, Teodosio, con su esposa y sus hijos Arcadio y
Honorio, muéstrase rodeado de toda la pompa oriental. Los cortesanos se
prosternan á sus pies, y en el fondo, como espeso bosque, agrúpanse las
lanzas de los pretorianos. En otra cara aparece erguido en el palco
imperial, presidiendo los juegos del Circo. En otra recibe el homenaje
de los enviados extranjeros. Y junto á estas escenas de la vida
bizantina, vense esculpidas las máquinas, las grúas, los primitivos é
ingeniosos artefactos que sirvieron en aquella época para erigir la
pesada mole.

Algunos metros más allá álzase la Pirámide Murada, triste ruina que hace
sonreir cuando se piensa en su pretencioso origen. El emperador
Constantino Porfirogente, al erigirla, la llamó el Coloso, afirmando que
era digno rival del de Rodas; pero hoy del pobre Coloso sólo queda un
obelisco de piedra vulgar, sin adorno alguno. En otros tiempos estaba
revestida, desde la base hasta el vértice, de gruesas láminas de bronce,
que ciertamente le darían un aspecto deslumbrador. Pero llegaron los
guerreros de la cuarta Cruzada, soldados de Dios que hicieron más daño á
Constantinopla que los turcos, y tomando el bronce por oro, despojaron á
la pirámide de su envoltura, dejándola en su desnudez actual.

De los tres monumentos del Hipódromo, el más antiguo é importante es la
llamada Columna Serpentina. Maltratada por los hombres y los siglos;
reducida á una tercera parte de su altura, rota y casi informe como un
andrajo del pasado, da sin embargo la impresión de esos monumentos
venerables en los que se admira más lo que no se ve que lo todavía
visible. El suelo del Hipódromo, con las ruinas de la ciudad, el paso de
los siglos y los temblores de tierra, se ha elevado más de tres metros,
y la columna famosa, lo mismo que los otros monumentos del Hipódromo,
está á cierta profundidad, en el fondo de un hoyo rodeado de barandilla.

Esta columna es el monumento más auténtico é importante que poseemos de
la antigüedad griega. Fué fundida en Atenas para conmemorar la victoria
de Platea sobre los persas, y la colocaron en el templo de Delfos,
frente al gran altar. Representaba tres serpientes de bronce enlazadas
tan estrechamente, que formaban á modo de un solo reptil, con tres
cuerpos y tres cabezas. Los nombres de todas las ciudades griegas que
tomaron parte en los gloriosos combates de Salamina y Platea, figuraban
grabados en ella. Un trípode de oro consagrado á Apolo reposaba sobre
las cabezas de las tres serpientes. Este trípode fué robado por los
focios, pero la columna mantúvose intacta en Delfos hasta los tiempos de
Constantino, en que éste la arrancó de la tierra sagrada de Grecia para
embellecer su nueva ciudad del Bósforo.

Las mutilaciones de la Columna Serpentina datan de muchos siglos. El
fanatismo cristiano de los bizantinos se ensañó en el monumento, viendo
en las tres serpientes una obra del demonio. Varias veces el populacho
la atacó con palos y piedras. En tiempos del emperador Teófilo, el
patriarca de Constantinopla vino cauteloso una noche, y á martillazos
rompió las cabezas de los reptiles. Solamente pudo destruir dos. Siglos
después la superstición musulmana reemplazó al fanatismo cristiano.

Al entrar Mohamed II vencedor en Constantinopla, sobre su caballo
ensangrentado, ebrio de cólera y de matanza, llegó á la plaza del
Hipódromo, deteniéndose ante la triple serpiente, á la que tomó por un
ídolo de los vencidos. ¡Pueblo execrable de infieles, adoradores del
demonio!... Y lanzó su maza de guerra con tal fuerza contra la bestia,
que partió la única cabeza que aun se mantenía intacta. Después de este
acto--según cuenta la tradición turca--, una invasión de serpientes
vivas se esparció por Constantinopla, y el pueblo, poseído de
supersticioso terror, respetó y reparó el monumento. Pero los ladrones
acabaron la obra destructora de la superstición. La columna tentó su
codicia, se dedicaron á robar fragmentos de ella, y fué vendido como
vulgar metal el bronce contemporáneo de Temístocles, que aun conservaba
legibles los nombres de las treinta ciudades griegas que tomaron parte
en la guerra contra los persas, las mismas que menciona Plutarco.

Para encontrar otros vestigios de la dominación bizantina en esta
Constantinopla modificada por los turcos, hay que salir de ella y seguir
el extenso recinto de sus murallas.

Más de ocho kilómetros de longitud tienen las antiguas fortificaciones
de Bizancio. Se sale de Stambul en ferrocarril, y el tren atraviesa
extensas campiñas con pueblos que no son más que barrios apartados de
Constantinopla. Desde la ventanilla del vagón se ven tierras desoladas,
pedazos de desierto, cementerios que se pierden de vista con sus
pequeñas tumbas blancas y apretadas, como un rebaño inmóvil que en vano
busca un hierbajo en la tierra árida. ¡Y todo este suelo muerto, hollado
muy de tarde en tarde por los pies del hombre, fué la antigua
Bizancio!...

El tren, después de detenerse en varias estaciones, llega al lugar de
donde arrancan las murallas, á orillas del Mármara, para extenderse
hasta las riberas del Cuerno de Oro, formando una línea de ocho
kilómetros en la parte más ancha de la península triangular.

Al descender del vagón el viajero cae en una soledad de cementerio.
Míseros bancales mal cultivados vegetan á la sombra de las murallas, que
son enormes, rojizas, con profundos socavones, más semejantes á restos
de un cataclismo geológico que á obra de los hombres. Los torreones que
antiguamente la flanqueaban son informes montículos por los que trepan
las plantas parásitas huyendo del matorral que rodea sus bases como una
inundación sombría y pinchosa. Sobre sus plataformas, semejantes á bocas
viejas, en las que sólo queda el diente aislado de algunas almenas,
crecen higueras salvajes, árboles silvestres que tienen siglos, parias
de la vegetación que hunden sus raíces en sillares y argamasa y viven de
chupar el jugo de la piedra; parasoles verdes y frondosos que agitan su
cúpula bajo el viento de la estepa, en esta soledad, libres del hombre.

La llamada Torre de Mármol descuella en la confusión de escombros rojos
y obscura hojarasca, con el brillo de su nítida blancura. Está en la
orilla del mar, ó más bien dicho, en el mismo mar. La emanación
salitrosa del agua azul, el paso de los siglos, las inclemencias del
cielo no han conseguido empañar ni modificar su blancura. La torre
parece sonreir al reflejarse invertida en la glauca entraña del Mármara
que riza sus blancos contornos. Los sillares son de pilastras de remotos
templos, de columnas griegas, de lápidas sagradas. Vista de lejos
parece de una sola pieza. De cerca revela el origen de sus materiales,
en las inscripciones, los capiteles y las estrías arquitectónicas que
aun se marcan en sus diversos sillares. Parece el fantasma gracioso de
Bizancio surgiendo entre la destrucción, obra de siglos, y el
aniquilamiento, obra del invasor. Su cúspide está limpia de melenas
vegetales. Las semillas silvestres no han encontrado jugo vital en el
pulido mármol. Abajo los blancos cimientos se hunden en las aguas
profundas y las algas agarradas al mármol forman una cabellera verde y
ondulante. _¡Chap!... ¡chap!_ susurran las olas del Mármara, con lento
compás, al batir esta torre desde hace más de mil años; y los largos
filamentos verdes se rizan estremecidos á cada vaivén de las aguas, y
arriba responden las cigarras y los abejorros rozando sus chirriantes
élitros en la rumorosa soledad. Y así vivirá aún, siglos y siglos, la
Torre de Mármol, blanca como un panteón, olvidada de los tiempos en que
lucían á sus pies las lanzas de los guerreros bizantinos, entraban en
sus cámaras las damas del Bajo Imperio arrastrando túnicas bordadas, con
escenas bíblicas. Apenas si presume ya este venerable monumento que
existe el hombre. La vida humana sólo va á su encuentro de tarde en
tarde, en forma de algún pelotón de viajeros que la fotografía de lejos.
Ninguna nave atraca junto á sus muros, que aun guardan vestigios de
anillas de bronce. Los barcos modernos son para ella leves manchas de
humo que resbalan por el lomo remoto del mar solitario.

¿Cómo describir la gigantesca y aplastante monotonía de las murallas que
partiendo de aquí van á buscar las aguas azules al otro lado de
Stambul?... Media jornada se invierte en el viaje á lo largo de este
recinto que un día fué la más imponente de las fortificaciones de la
tierra, y hoy, visto de lejos, da la sensación de una barda de corral
arruinada. Se marcha durante horas y horas viendo siempre á la derecha
el murallón rojizo, flanqueado de torres. Á trechos, la obra está entera
y ofrece un aspecto majestuoso: más allá cae en ruinas, y por las
brechas se ven terrenos yermos ó blancos cementerios. Las puertas
antiguas que aun abren paso entre los dos desiertos, á un lado y á otro
de la muralla, parecen gargantas del vacío. La soledad y la muerte por
todas partes. Á la izquierda, la tierra es una inmensa necrópolis. Los
turcos ricos buscan su tumba en la santa colina de Eyoub, en los
cementerios próximos al Bósforo ó en el inmenso de Scutari. Aquí vienen
á pudrirse los pobres, los esclavos, los griegos, los armenios, todos
los que no tienen fortuna ó una familia que vele por ellos.

Inmenso el cementerio, sin tapias que lo limiten ni escaseces de terreno
que obligan á amontonar un cadáver sobre otro, cada muerto goza como
dueño absoluto su pedazo de tierra; cada ficha funeraria marca sólo un
cuerpo, y la necrópolis se extiende hasta perderse de vista,
confundiendo sus mojoncillos de piedra con la línea del horizonte.
Parece que un ejército incalculable, superior á toda imaginación,
millones y millones de muertos, envuelven en apretado bloqueo á la
ciudad antes de asaltar sus muros.

¡Los cementerios turcos!... En el corazón de Constantinopla, en el mismo
barrio europeo de Pera, existen aún, sin que el transeunte se sienta
impresionado al pasar junto á ellos. La muerte no tiene en Turquía el
aspecto horripilante que en los países occidentales. Los que sobreviven
recuerdan al difunto amado á todas horas, le lloran, pero nunca se les
ocurre visitar la tumba que guarda sus despojos y cubrirla de adornos
repugnantes. Este pueblo sabe que el ser perdido no está ya en la
tierra, que su verdadera esencia no es lo que se pudre en el suelo, y
olvida la tumba, no imitando á las gentes cristianas, extraños
espiritualistas, falsos charlatanes de la inmortalidad del alma, que
rinden á la materia en descomposición y al pelado esqueleto un culto
casi igual al que los egipcios tributaban á sus momias.

Este olvido de los cuerpos da á los cementerios turcos el majestuoso
encanto de la verdadera soledad. Los de Constantinopla y Stambul se ven
frecuentados, porque sus arboledas y kioscos los convierten en lugares
de recreo; pero los cementerios de los grandes muros son el verdadero
campo de la muerte, el desierto de la nada. Se caminan leguas sin
encontrar un ser viviente. Hasta los pájaros huyen espantados por la
falta de vegetación: hasta los lagartos emigran de esta tierra seca,
donde apenas crecen hierbas. Sobre el suelo no se ven más que tumbas y
tumbas, todas semejantes, todas pequeñas, con una sobriedad serena y
tranquila que despoja á la muerte de su aparato terrorífico. Son simples
láminas de mármol, anchas y semicirculares por arriba, y estrechas
abajo, clavadas en el suelo: una especie de corazones muy prolongados.
El remate de cada uno de estos mojones indica el sexo y la calidad del
cadáver. Las tumbas de las mujeres tienen esculpido en lo alto un grupo
de flores; las de los sacerdotes un turbante; las de los simples
ciudadanos un fez. Cuando la tumba es reciente, las flores están
pintadas de oro y los gorros de rojo: las inscripciones de plácida
resignación brillan doradas sobre un fondo verde, pero esto dura poco.
Las lluvias y el viento devoran los colores, nadie viene á repararlos, y
todos, pobres y ricos, santos y pecadores, hombres y mujeres, toman la
amarillez uniforme del mármol en el gran abandono de la muerte.

Nadie transita en este bosque bajo, de pétreos matorrales, que se pierde
de vista. De tarde en tarde se columbra, en lo más remoto del horizonte,
el negro hormigueo de un grupo humano. Es un entierro. Bajarán el
cadáver á la fosa, plantarán el mojón fúnebre y volverán las espaldas
para no acordarse más del lugar donde dejaron los restos del muerto
querido, cuya memoria llevan siempre en el pensamiento.

La soledad por todas partes: una soledad absoluta, sin huellas humanas,
sin cantos de pájaros, sin estremecimientos de hierba, sin roce de
insectos; un silencio de esterilidad y de muerte, como no se encuentra
jamás en un paisaje europeo.

Este vacío fúnebre hace que la visita á las grandes murallas sea la
única excursión de Constantinopla en la que se recomienda al viajero la
necesidad de llevar armas. Cuando se tropieza con seres vivientes, el
encuentro es más inquietante que la soledad. En un torreón acampan
familias de zíngaros, de aspecto salvaje: diez ó doce torres más allá,
unos cíclopes han instalado su fragua bajo un trozo de cúpula bizantina,
pero sus ojos inquietantes de bandido revelan que viven de algo más que
de batir el hierro. En las ruinas de los que fueron palacios de
Paleólogos y Comennos, pululan los más inquietantes ejemplares de la
mendicidad oriental; gentes roídas por la miseria y desfiguradas por las
más atroces enfermedades; leprosos con media cara devorada por la
putrefacción; ciegos que muestran sus órbitas sin globos, rojizas,
piltrafosas, rodeadas de zumbantes moscardones; mujeres esqueléticas,
comidas de piojos, que enseñan entre los harapos el flácido pellejo de
sus pechos.

De hora en hora se ve en las murallas el túnel de una gran puerta. En
otros siglos fueron espléndidos arcos de triunfo. Uno de ellos se llamó
la _Puerta Dorada_. Aun quedan en el muro vestigios de águilas
imperiales. Hoy nadie entra ni sale por ellas, y su profundo arco,
ennegrecido por las hogueras, sirve de refugio á los vagabundos de las
más extrañas nacionalidades.

Tristes restos que nada guardan de su pasado, son también las famosas
_Siete Torres_, el _Heptapyrgión_ de los emperadores griegos. Cuando
llegaron los turcos era ya una ruina, y Mohamed el Conquistador lo
reedificó, haciendo de él algo semejante á lo que fué la Bastilla para
los reyes de Francia. Este castillo, en cuyos restos acampan hoy, como
fieras ahuyentadas del trato humano, los mendigos y los vagabundos, era
una de las fortalezas más famosas de Europa. Aquí encerraban los
sultanes á los embajadores de Europa cuando entraban en guerra con sus
naciones. Aquí permanecieron años y años los enviados de Venecia y
Génova. Los jenízaros, omnipotentes pretorianos de la vieja Turquía,
encerraban aquí á los sultanes destronados, ó los degollaban en el gran
patio. Siete sultanes murieron en las _Siete Torres_, y es incontable el
número de grandes visires y pachás cuyas cabezas se pudrieron
enganchadas á las escarpias de las almenas. En uno de los patios del
antiguo castillo, que es hoy una extensión de malezas limitada por
ruinas, está el llamado _Pozo de la sangre_, donde se sumían los
cuerpos de los decapitados. Otro patio se titulaba la _Plaza de las
cabezas_, y los cráneos iban apilándose en él, después de las
ejecuciones, hasta que el lúgubre montón llegaba á la altura de las
almenas.

Nos alejamos de las _Siete Torres_ siguiendo el monótono camino, á lo
largo de las murallas, siempre entre ruinas y cementerios. Llevamos
muchas horas de marcha. El recinto fortificado se extiende como una
cinta roja sin fin, subiendo y bajando con las ondulaciones del terreno.
Una puerta abandonada recuerda la muerte de Constantino Dragecés, el
último emperador de Bizancio, valeroso é infortunado combatiente, que
cayó de los muros y siguió luchando con su hacha de armas hasta
desaparecer bajo un montón de cadáveres. Otro lugar evoca la muerte de
Eyoub, el santo portaestandarte del Profeta, el compañero de Mohamed el
Conquistador, que pereció en el sitio de la ciudad y dió su nombre al
barrio del Cuerno de Oro.

Vamos aproximándonos al término de nuestro viaje. Aparecen en la
desolada extensión grupos de habitaciones humanas, y entramos á
descansar en el pequeño monasterio de Balouki. En sus criptas surge la
fuente milagrosa de Zootocos, cuyas aguas obran prodigios, según los
griegos. Es una cisterna, bajo cúpula sombría, en cuyo líquido nadan
muchos peces rojos.

El monje griego que nos la enseña, relata la historia de la prodigiosa
fuente; el famoso «milagro de los peces».

En el mismo instante que los turcos entraban por asalto en
Constantinopla, un monje de este convento estaba friendo unos pescados.
Otro monje, consternado por el suceso, se presentó en la puerta dándole
la terrible noticia.

--¡Bah!--repuso el primero no admitiendo que Bizancio pudiera ser
tomada--. Creeré en eso cuando vea á mis pescados saltar de la sartén.

Y los pescados saltaron, medio rojos y medio negros, pues sólo estaban
fritos por un lado, y fueron á refugiarse en el agua de la cisterna,
donde nadan aún.

El barbudo monje de ahora nos cuenta esta leyenda, simple hasta la
estupidez, con grandes aspavientos dramáticos para demostrar su fe: pero
indudablemente cree en ella lo mismo que nosotros.

Después, siguiendo la costumbre, nos hisopea con el agua prodigiosa, á
guisa de bendición, y... tiende la mano.

He aquí el verdadero milagro de los peces. Este sí que es indiscutible.

Convertir en monedas las gotas de agua de la santa cisterna.



XXXII

La Noche de la Fuerza


Va á comenzar el Ramadán, el mes sagrado de los musulmanes, la extraña
Cuaresma que es, mientras luce el sol, ayuno y angustias, y así que
cierra la noche, una orgía sin término.

Constantinopla brilla en la sombra, coronada de luces. La piedad
musulmana cubre con guirnaldas de fuego los balconcillos de los
minaretes y los arcos de las mezquitas, al mismo tiempo que la fidelidad
al _Padichá_ y á las tradiciones ilumina los palacios, los puentes,
todos los edificios oficiales y las viviendas de los personajes.

En tiempos normales, Constantinopla es una ciudad discreta y recatada
que se entrega al descanso apenas se oculta el sol. El turco se acuesta
pronto para levantarse antes del alba, y fuera de los barrios europeos,
donde teatros y cafés prolongan la vida hasta pasada media noche, la
gran metrópoli tiene sus calles obscuras, sin otra luz que el pálido
resplandor de las lámparas transparentando por los ventanales de
mezquitas y kioscos funerarios, ni otros transeuntes que los perros
vagabundos y el sereno que marca las horas con fuertes garrotazos en el
suelo.

Al llegar el Ramadán, Pera y Galata continúan su vida nocturna de
siempre, pero el viejo Stambul, Scutari y todos los distritos turcos,
sobrepujan durante la noche en luz y movimiento á los barrios europeos.
Apenas suena el cañonazo de la puesta del sol, el musulmán, que ha
pasado el día sin comer, sin fumar y hasta privado del agua, se abalanza
como bestia famélica á los bodegones y cafés, asaltándolos. Es la orgía
de toda una ciudad. No comen, tragan: no beben, sino cuelan; y este
devorar feroz, va acompañado de risas, aullidos, danzas y peleas. El
turco no prueba el vino, pero la comida parece embriagarle, y ciertos
líquidos fermentados acaban por dar á su borrachera una alegría bestial
y peligrosa.

Mientras abajo, en las tortuosas calles donde brillan como bocas de
infierno las puertas de bodegones y cafés, aulla el populacho turco,
arriba lucen las coronas de fuego de las mezquitas, y la luna, símbolo
del pueblo musulmán, rueda por el cielo de suave azul, presenciando con
cara bonachona la ruidosa orgía de sus amigos.

¡Las iluminaciones de Constantinopla!... Esta ciudad europea, que aun
vive privada de la electricidad, por orden del emperador, y no conoce
otro gas que el de los macilentos faroles de las calles, muestra un
gran talento artístico, una rara habilidad, al iluminar sus fiestas. El
farolillo de aceite ó la linterna con bujía, le bastan para realizar las
más asombrosas combinaciones de su imaginación oriental. El día que el
foco incandescente y los rosarios interminables de bombillas eléctricas
aparezcan en Constantinopla, ésta habrá perdido una de sus mayores
originalidades; el encanto de sus fantásticas iluminaciones. No tienen
el estallido deslumbrante y brutal de las luces modernas; son reflejos
dulces, velados, discretos; una iluminación de ensueño, un esplendor
vagoroso y poético, semejante al de las fiestas de _Las mil y una
noches_.

Vistas de cerca, las iluminaciones en palacios y templos son miles y
miles de vulgares linternas colgadas en clavos, en andamios de madera.
Contempladas de lejos, se convierten en maravillosas luces de color de
oro, que forman las más extraordinarias visiones: flores fantásticas,
lunas, estrellas, soles, arcadas aéreas, un mundo de encantamiento, que
parece flotar impalpable, ligero y sin realidad, en la negrura del
ensueño, para disolverse apenas despertemos.

La luna rompe sus reflejos en las inquietas aguas del Bósforo, trazando
un extenso triángulo de luz, y junto á los peces de plata que rebullen
en su enorme estela, nadan enjambres de peces de oro, al reproducirse
invertidos los palacios iluminados de ambas riberas.

Una noche alquilo un caique de un solo remero para recorrer el Bósforo á
la luz de la luna. Es noche de fiesta extraordinaria dentro del Ramadán:
la llamada «Noche de la Fuerza». Necesito llevar conmigo una
autorización de la policía, pues al ocultarse el sol está prohibido
circular sin permiso de una á otra orilla, y la vigilancia es tan grande
sobre el agua como en tierra.

¡La inolvidable excursión por el mar encajonado y silencioso! Al seguir
el Bósforo contra la corriente, la barca queda envuelta de pronto en un
nimbo de luz, viéndose como una figura de oro viejo el remero casi
desnudo, que jadeante mueve sus brazos junto á la proa. Es el resplandor
de un palacio de la orilla. El agua tiembla luminosa en torno de la
embarcación con ondulaciones doradas, como si transparentase una fiesta
de ondinas en las profundas entrañas del Bósforo. Después la barca
vuelve á sumirse en la sombra; las aguas son negras, casi invisibles,
adivinándose por los violentos vaivenes que imprimen á la ligera
embarcación y por el sordo chirriar de su corriente chocando con la
quilla y los remos. Y así, pasando de la sombra á la luz y del
resplandor á la obscuridad, vamos Bósforo arriba, bogando en lo
desconocido con cierta emoción al pensar en la profundidad de las aguas,
agrandada por el misterio, y en la fragilidad del esquife, balanceados
como una pluma por el sombrío elemento que se abre siempre ante nosotros
en la pavorosa lobreguez. En las lejanas orillas brillan luces, suenan
músicas y se adivina la presencia del gentío, como si las ráfagas
rumorosas de la brisa nos trajesen su respiración. En lo alto brilla la
luna, pálida y anémica al contrastar con las guirnaldas de oro de los
edificios.

De tarde en tarde, entre los palacios del Bósforo con sus estrellas y
sus lunas de colores, se adivina un edificio vagoroso que hunde en el
misterio azul sus tentáculos blancos. Es una mezquita. La discreta luz
de la lámpara del Mirab tiembla como una lágrima amarilla en las opacas
vidrieras, que parecen de un panteón.

La embarcación salta y gime en ciertos parajes, chapoteando su proa en
las aguas invisibles. Son las rudas corrientes del Bósforo que rugen en
los recodos y los estrechos. El remero sigue adelante con la confianza
del que ejerce su oficio. De pronto un ojo deslumbrante surge de la
obscuridad. Un haz de vivos resplandores viene de él, paseándose sobre
las aguas, á las que da una blancura funeraria. Es el reflector
eléctrico de un buque que marcha al Mar Negro. Pasa el monstruo obscuro
á corta distancia, con ojos deslumbrantes en las antenas, y otros ojos
rojizos y más tenues formando doble línea en sus flancos negros, donde
están los camarotes. El agua que desplaza su gigantesco vientre
arremolínase en este callejón marítimo, formando unas cuantas olas,
seguidas, cortas y violentas, que crecen y se prolongan hasta las
orillas, para morir en ruidoso asalto.

El caique, que parece de papel, salta y se acuesta en este remolino
negro, amenazando zozobrar. ¡Ya hay bastante! Ser tragado por el
Bósforo, á la vista de palacios iluminados, oyendo músicas y el ruido de
una muchedumbre que no puede enterarse de lo que ocurre en las aguas
obscuras, á cincuenta metros de distancia, es un final inaceptable.
Todas las semanas se traga víctimas este Bósforo de enorme profundidad y
orillas cortadas como á pico. De día, gentes que caen en los
desembarcaderos, aturdidas por el empuje de las muchedumbres que asaltan
los vaporcillos ó tranvías acuáticos; de noche caiques que zozobran. Y
estos turcos, familiarizados con el brazo de mar, que es la primera de
sus calles, no prestan atención á tales sucesos, y los periódicos apenas
si le dedican dos líneas... ¡Atrás!

Vamos ahora Bósforo abajo, siguiendo el impulso de la corriente. El
remero descansa, dando sólo de vez en cuando alguna paletada para no
abordar á la orilla. Otra vez saltamos de la luz á la sombra y de la
sombra á la luz, pasando ante los palacios de los parientes del sultán,
de los grandes pachás y de los buques de guerra otomanos, con sus
guirnaldas de luces que marcan todos sus contornos, bordas, palos y
chimeneas.

Nos aproximamos al palacio del ministro de Marina. La muchedumbre llena
el muelle. Grupos de mujeres con cerrado manto que van como colegialas
en ruta, haremes enteros, pasean entre el gentío, en esta noche de
libertad y de fiesta. Los vendedores de bebidas gritan pregonando sus
mercancías. La banda de música de un crucero toca bajo las ventanas de
Su Excelencia, y el público parece entusiasmado. No baila como en las
fiestas de Europa, pero su alegría infantil se desborda á impulsos de la
música amada, de la música popular, _La Mascota_, y sobre todo _La Gran
Vía_, de la cual el «coro de los marineritos» es insustituíble para el
populacho de Constantinopla.

Nos alejamos Bósforo abajo. Va amortiguándose el movimiento en las
orillas; las iluminaciones lucen solitarias en los muelles abandonados.
Una hora después desembarco, siguiendo á pie las calles pendientes que
conducen á las alturas de Bechik-Tach, donde están los palacios de los
principales personajes de Turquía.

Soledad completa. Todos los edificios están iluminados, las calles
envueltas en un resplandor rojizo que expulsa la sombra hasta de los
últimos rincones. En ambas aceras se elevan andamios con miles y miles
de linternas, formando dibujos inabarcables de cerca. ¡Luces y luces,
hasta donde alcanza la vista!... Y nadie: ni un hombre, ni un perro. Las
bestias vagabundas, acostumbradas á la lobreguez, han huido de la luz y
de la momentánea limpieza, buscando los callejones y solares donde se
amontona el estiércol.

Los pasos despiertan en las losas una sonoridad fúnebre. Se marcha como
en un ensueño. Pueden surgir facinerosos en esta soledad luminosa, y ser
uno asesinado, sin que de los palacios esplendorosos y mudos salga el
menor auxilio. Parece que los turcos, después de cubrir la ciudad de
luces, la han abandonado para siempre.

Todo buen musulmán se ha encerrado en su casa, aislándose del mundo. Es
la gran noche, la más dulce de las noches. ¡La Noche de la Fuerza!

El sabio Mohamed pensó en todo al legislar para su pueblo. Predicó la
guerra como elemento indispensable para sostener la vida; prohibió
manjares y líquidos incompatibles con la salud en un clima oriental;
elevó la limpieza y el agua á la categoría de dogmas, conociendo el amor
ancestral de la bestia humana á la suciedad y el abandono; y para que
sus pueblos no decreciesen, como les ocurre á ciertas naciones modernas,
decretó en nombre de Alláh la Noche de la Fuerza.

En esta noche, todo musulmán que tiene su compañera no debe dormir, sino
velar mientras le queden alientos. El buen creyente, con el pensamiento
puesto en Alláh y en la reproducción de su raza, debe gustar todos los
frutos que guarda su harem... mientras tenga dientes para ello. La
prescripción religiosa es severa é ineludible. El amor por orden del
Profeta: el supremo escalofrío como grata oración á Dios. Nadie se
escapa á este supremo mandato. El viejo trémulo, exprimido y seco por
largos años de poligamia, debe probar á cumplirlo (con probar nada se
pierde); el adolescente recibe la iniciación del misterio de la vida,
por obra de alguna esclava de la casa, y entusiasmado con la dulce
novedad de la ceremonia repite sus oraciones hasta que cae extenuado; el
hombre en plena virilidad hace un llamamiento á sus fuerzas y ora toda
la noche en diversos altares, con la convicción de que será grato á Dios
si el sol le sorprende ocupado todavía en tales ritos.

La piedad musulmana se exalta y sobrepasa en esta noche, queriendo cada
cual ir lo más lejos posible, para satisfacción de Alláh y orgullo de
las propias fuerzas. Y todos corren y corren por el camino del santo
deber, sin más pausa que la de los relevos, cambiando de montura para
enardecer su energía con el incentivo de la novedad, y llegando en el
sacro deporte á límites donde sólo pueden alcanzar el entusiasmo
religioso y el apasionamiento oriental.

Esta Noche de la Fuerza es la de la «Ceremonia del Pañuelo» en el Yildiz
Kiosk. Es vulgar la creencia de que los sultanes, desde hace muchos
siglos, cada vez que desean hablar aparte con una de sus innumerables
mujeres, la avisan arrojándola un pañuelo. Nada hay de esto. La
ceremonia del pañuelo existe, pero es sólo una vez por año: la Noche de
la Fuerza. Las tradiciones ordenan que en esta noche el Comendador de
los Creyentes, para cumplir el deber religioso como todas sus súbditos
musulmanes, sacrifique una doncella.

En un salón del harem imperial se alínea, bajo la mirada del Gran Eunuco
y sus tropas de negros, un centenar de vírgenes. Unas son esclavas de la
Circasia enviadas como regalo por los gobernadores de los _vilayetos_
asiáticos; otras, hijas de pachás, entusiastas del emperador, que
aprovechan esta ocasión para introducir la influencia de su familia en
los departamentos secretos del Yildiz Kiosk. Todas, esclavas y señoras,
confundidas en la igualdad femenil de las costumbres turcas, que no
reconocen más que dos rangos, la belleza y la fealdad, aguardan trémulas
la presencia del Gran Señor, sabiendo que en breves instantes puede
decidirse su suerte.

Aparece el _Padichá_. Con ojos impasibles examina la fila, el Gran
Eunuco secretea en su oído, y al fin arroja con indiferencia el
pañuelo... ¡Cualquiera! Su tranquilidad es igual á la del católico que
todos los domingos va á misa, sabiendo que es un espectáculo santo, pero
sin emoción alguna. La ha oído tantas veces, que no encuentra en ella el
encanto de la novedad.

¡Pobre Abdul-Hamid! ¡Augusto Comendador de los Creyentes, con sus
sesenta años bien contados!... Me lo imagino en esta noche, á puerta
cerrada con la virgen, hermoso potro, bello y salvaje, con el fuego de
los pocos años y el deseo de agradar, excediéndose en toda clase de
iniciativas. El majestuoso _Padichá_, que tal vez lleva ocupado el
pensamiento por alguna nueva reclamación de los embajadores de las
potencias, tiene que pasar una noche, por deber religioso, junto á esta
primavera ardiente, que vela junto á él, excitada y nerviosa. Sus
preocupaciones de gobernante, sus pensamientos de Felipe II, papelista
enterado minuciosamente de todo lo que ocurre en su vasto imperio, le
preparan mal indudablemente para estas encerronas, ordenadas por el
Profeta. La soberana de una noche sonríe invitadora con sus labios
coloreados de carmín, levanta la mirada de sus ojos agrandados por la
pintura negra, saca incitante las curvas de su cuerpo en celo... pero al
tender sus manos encuentra ¡ay! el ánimo del Gran Señor flácido y
desmayado, como el pañuelo simbólico.

Pensando en estos desastres y tormentos, impuestos por el deber
religioso, que no tiene en cuenta edades ni circunstancias, sigo las
calles iluminadas y silenciosas, acompañado únicamente del eco de mis
pasos. ¡Nadie! ¡Siempre ante mí la soledad, roja y brillante! Pueden
robarme, pueden matarme sin que al sonar mis gritos se abra una ventana
ó una puerta de estos palacios luminosos. Sus habitantes están demasiado
ocupados para fijarse en lo que ocurre en la calle.

El palo del sereno chocando contra las baldosas no altera esta noche el
silencio profundo del barrio señorial. También para él, musulmán
fervoroso, es esta noche la de la Fuerza. Los ladrones, los vagabundos
deben igualmente estar dedicados á la santa ceremonia. Allá lejos, en la
depresión del terreno por donde corren las aguas del Cuerno de Oro, el
cielo tiene resplandores de incendio y se eleva un zumbido de colmena
gigantesca. El populacho sigue divirtiéndose en Stambul y Galata.

Voy hacia allá, por las calles abandonadas, muertas y luminosas, como si
marchase por una ciudad fantástica, mirando con despecho las puertas
cerradas, pensando con cierta amargura en la fría cama del hotel que me
espera, lamentando mi condición de mísero _giaour_, de despreciable
cristiano, que me hace vagar triste é inútil en esta noche de la
abundancia hasta el desfallecimiento: la santa Noche de la Fuerza.



XXXIII

La entrada en Europa


¡Adiós, Constantinopla!

En plena noche atravieso por última vez el Gran Puente, sintiendo como
caricias amistosas de despedida los estremecimientos y saltos que
imprimen al carruaje los tablones de la plataforma. El Cuerno de Oro es
una zanja profunda y brumosa, en la que brillan los ojos inflamados de
las embarcaciones. Enfrente, el venerable Stambul recorta su silueta
negra de cúpulas y minaretes, sobre un cielo esfumado, en el que brilla
pálida la luna menguante. Las luces del Ramadán parecen flotar en el
espacio como constelaciones perdidas.

¡Adiós!

Hace más de un mes que vivo en estos lugares á los que nada me une, ni
el nacimiento, ni la raza, ni la historia, y sin embargo, la partida es
melancólica y penosa.

Cuando se viaja se abandonan las ciudades, por gratas que sean, con un
sentimiento de alegría. Es la curiosidad que se despierta de nuevo, el
instinto ancestral de cambio y movimiento, que llevamos en nosotros como
herencia de nuestros remotísimos abuelos, nómadas incansables del mundo
prehistórico. ¿Qué habrá más allá? ¿Qué nos espera en la próxima
etapa?...

Pero al partir de Constantinopla, este sentimiento alegre y curioso se
amortigua y desvanece. Por interesante que sea lo futuro, no llegará á
serlo tanto como el presente. La Europa occidental, con sus ciudades
cómodas y uniformes, seguramente que no puede borrar el recuerdo de esta
aglomeración de razas, lenguas, colores, libertades inauditas y
despotismos irresistibles, que ofrece la metrópoli del Bósforo.

¡Adiós!... Y á la melancólica despedida se une la incertidumbre del
porvenir, la sospecha de que no volveré á contemplar estos lugares
amados, de que las circunstancias de mi vida harán que ésta se extinga
antes de poder cumplir mi deseo.

Al recuerdo de Constantinopla va unido el del mar de Mármara con sus
aguas tranquilas y verdes, por cuyas transparentes entrañas pasan
flotando las medusas como un desfile de paraguas de nácar. Recuerdo
también las poblaciones del Asia Menor, que acabo de visitar, Mudania y
Brussa, ciudades puramente turcas, donde vive el musulmán sin nada de
europeo que desfigure y envilezca su existencia. Algún día hablaré de
Brussa, la de la Mezquita Verde, edificada por alarifes de la Andalucía
musulmana: Brussa, la de las sedas brillantes como oro, la Granada
turca, dormitando al pie del Olimpo de Bitinia, frente á una vega
situada á muchos centenares de metros sobre el nivel del mar y
eternamente frondosa, lo que hace que los otomanos la llamen con orgullo
_Brussa la Verde_. Y también hablaré, en una novela, del barrio de
Galata en Constantinopla, «el barrio de los españoles», como lo titula
la topografía popular, donde veintiocho mil judíos que se apellidan
Salcedo, Cobo, Hernández, Camondo, etc., emplean en el seno de la
familia un castellano arcaico que es la lengua sagrada, el medio de
comunicación para librarse de la vigilancia de los enemigos.

--¡Ah, Espania! ¡La bella Sión de Occidente! Los míos, los viexos,
baxaron de allá.

Los cuentos que entretienen á la familia en las noches de sábado,
leyendas de enormes tesoros enterrados, tienen siempre por escenario la
lejana España, país fantástico del que hablan los patriarcas á los niños
con grave misterio, como hablamos nosotros de Bagdad, la de _Las mil y
una noches_. Y en las fiestas israelitas, las viejas descuelgan los
panderos y entonan con sus bocas desdentadas villancicos del siglo XV,
aprendidos por sus abuelas en Toledo, que fué como el París del mundo
judío.

Abandono Constantinopla después de pasar por las innumerables
ceremonias del pasaporte, que son aquí tan precisas para salir del país
como para entrar. Rueda el tren durante la noche por las desoladas
llanuras de la Tracia. Al amanecer estamos en Rumelia y después en
Bulgaria. Se acabaron los gorros rojos. Los soldados que ocupan los
andenes de las estaciones ó acampan en tiendas grises al pie de alguna
loma, van vestidos á la rusa. Los campesinos, con una tiara negra de
piel de oveja y rudas abarcas, marchan por los caminos amarillentos,
ante los tardos bueyes que arrastran unas carretas chirriantes de ruedas
macizas. Al cerrar la noche atravesamos Servia, y al lucir de nuevo el
sol estamos en tierra húngara.

Nos aproximamos á Budapest, á las verdaderas puertas de la Europa
europea.

Es la hora del almuerzo. En el vagón restaurant, que va á la cola del
tren, nos juntamos los viajeros del exprés de Constantinopla, gentes de
diversas nacionalidades. Ocupo una mesa con dos viajeros desconocidos y
una señora rubia y elegante, sentada frente á mí. Silencio absoluto ó
lacónicos ofrecimientos de platos, con esa reserva cortés y fría de los
que van por el mundo y no saben quién pueda ser su compañero de mesa. El
almuerzo toca á su fin. Tomamos el café. Por el cristal de la ventanilla
veo pasar barriadas de casas blancas con grandes anuncios. Se adivina la
proximidad de una enorme población. Debemos estar en las afueras de
Budapest. Veo un cartel de teatro, impreso en magyar, del cual sólo es
inteligible para mí el título de la obra, _Carmen_.

De pronto un choque, un tropezón gigantesco contra un obstáculo. Luego,
la milésima de un segundo, que nos parece un siglo, y durante este
espacio nos contemplamos todos con los ojos desmesuradamente abiertos, y
en ellos una expresión loca de espanto. Á continuación el rudo
movimiento de retroceso que lo desordena todo, que lo rompe todo, que
nos hace saltar y rodar en medio de una lluvia y un estrépito mortales.
Es mediodía; luce el sol; el cielo es azul, sin una nube, y sin embargo,
nos sentimos ciegos, como si hubiésemos caído en plena noche.

La mesa en que estamos rompe con la violencia del retroceso los goznes
de bronce que la unen á la pared del vagón. Rueda sobre mí con sus
platos, tazas y cafeteras y me arroja al suelo. Siento sobre el pecho su
doloroso filo, á más del peso de la señora de enfrente y otros cuerpos
que se agitan con el pasmo del terror.

Pasan unos instantes brevísimos, pero la imaginación los llena
vertiginosamente, poblándolos de miedos y esperanzas como si fuesen
años. ¿Estaré herido? ¿Qué se habrá roto en mi organismo? ¿Iré á morir
pasado el primer aturdimiento? ¿Qué encontraré en mí cuando llegue á
incorporarme?...

Me levanto. Un pie se me hunde en una cosa blanda y elástica, envuelta
en paño azul con botones de oro. Es el vientre del camarero que nos
servía momentos antes. Está de espaldas, con los brazos en cruz, los
ojos agrandados por el espanto, y no se mueve del suelo á pesar de mi
pisotón.

Frente á mí se incorpora la señora, que parece haber envejecido en unos
instantes; pálida, con amarillez de cirio; los rubios cabellos en
desorden, el sombrero aplastado, las facciones afiladas y trémulas por
la emoción.

--No somos más que una porquería--dice en francés.

Tal vez fué la influencia del momento, pero juro que jamás he oído una
frase tan _profunda_ y tan justa.

Al mirar en torno no conozco el comedor. Todo roto, todo demolido, como
si un proyectil de cañón hubiese pasado por él. Cuerpos en el suelo,
mesas caídas, manteles rasgados, líquidos que chorrean, no sabiéndose
ciertamente lo que es café, lo que es licor y lo que es sangre; platos
hechos trizas y todos los cristales del vagón, los gruesos cristales,
partidos en láminas agudas, esparcidos como transparentes hojas de
espada.

Instintivamente arranco de la espalda de la señora una especie de puñal
de vidrio clavado en su corsé. Es un fragmento de la luna que estaba
detrás de ella. Un poco más arriba, y queda degollada en el sitio.

Sin saber cómo, me veo pisando tierra, corriendo á lo largo de la vía,
junto á un talud altísimo. Otros viajeros corren también, tropezando en
los guijarros. Un hervor gigantesco llena el espacio de humo, viéndose
entre sus vedijas el caserío blanco de Pest en una montaña. El vapor se
escapa con un chirrido de sartén enorme. Llegamos á la cabeza del tren,
que parece haberse desdoblado, y vemos dos locomotoras caídas y
mugiendo, como dos toros que acaban de embestirse, desplomándose
moribundos. A un lado nuestro tren; al otro lado un largo rosario de
vagones de mercancías. El encuentro ha sido en lo más hondo de un
desmonte, bajo un puente de madera que desaparece entre la humareda de
las dos máquinas heridas de muerte. Unas vagonetas cargadas de
materiales de construcción se han roto, esparciendo á ambos lados de la
vía, entre las ruedas sueltas y retorcidas, una cascada de yeso y de
ladrillos.

Los dos primeros vagones de nuestro tren ya no existen. Son á modo de
acordeones cerrados por el choque, con pliegues trágicos que dan un
escalofrío de terror. Como ocurre casi siempre... de tercera clase. El
furgón de los equipajes es un amasijo de maderos y hierros, que á cada
estremecimiento del tren moribundo vomita maletas y cofres. Hombres
sangrientos que aun no se han dado cuenta de sus heridas, corren
excitados por la emoción y gritan en magyar, en alemán, en servio, en
turco. Los empleados se mueven, queriendo servir de algo, pero sin saber
ciertamente por dónde empezar. Siguiendo el impulso de los demás,
intento subir á los vagones demolidos. Al poner el pie en la rota
plataforma chapoteo en algo negro, que es líquido y sólido á un tiempo.
Una mosca revolotea ansiosa sobre este banquete de sangre y piltrafas,
anunciando la llegada de sus compañeras. ¿Para qué añadir el horror á la
emoción sufrida?...

Recojo mis dos maletas y subo el talud, para salir cuanto antes de esta
zanja maldita. Al verme arriba me asombro de la fuerza nerviosa que da
la emoción, de la ligereza con que he subido cargado por la ruda
pendiente.

Me siento al borde del declive sobre mi equipaje y quedo en una
insensibilidad estúpida, aturdido, sin saber qué hacer, contemplando los
restos de la catástrofe, viendo cómo el humo rojizo de las locomotoras
empieza á incendiar el puente de madera.

Por todos los caminos de la campiña llegan corriendo grupos de húngaros
melenudos. De las casas inmediatas salen mujeres. Abajo aumenta el
número de los que se agitan junto á los dos trenes y penetran en los
vagones demolidos.

Una catástrofe estúpida. En la estación de Budapest han dejado salir un
tren de mercancías á la hora en que diariamente llega el tren de
Constantinopla. Esto pasa en la Europa central, la de los grandes
ferrocarriles organizados militarmente, y nadie parece indignado... ¡Y
después hablamos de las «cosas de España»!...

Veo de pronto sombras que se interponen ocultándome la luz del sol. Son
mujeres húngaras, con sus chiquillos: buenas mozas, gordas, morenotas y
ventrudas, que visten batas de percal y llevan el pañuelo de seda
formando visera sobre los ojos, lo mismo que las chulas de Madrid.

Sienten la curiosidad de los grandes sucesos, la necesidad de rozarse
con alguien que ha visto el peligro de cerca, y me hablan en su idioma
ininteligible, mirándome con simpática compasión. Adivino que me
preguntan si estoy asustado; se asombran al verme entero, sin un
rasguño, sin una gota de sangre. Una joven se empeña en hacerme beber un
vaso de agua. Una vieja, arrugada y negra como una gitana, me pasa las
manos por el rostro con sonrisa de bruja bondadosa.

El puente es una gran llama que esparce intenso hedor de madera vieja.
La muchedumbre se agita con vaivenes de audacia y de miedo. Estupendas
noticias la conmueven, haciéndola huir talud arriba en espantoso
desorden. ¡Que las locomotoras van á estallar!... ¡Que el tren contiene
dinamita!... Se esparcen con pánico de rebaño, pero transcurridos
algunos minutos, la curiosidad tira de ellos otra vez, y descienden la
cuesta para mezclarse con los empleados y trabajadores, dificultando las
operaciones de salvamento.

Ha transcurrido cerca de una hora. Por un camino se ve avanzar al galope
un escuadrón de caballería. Por otros se presentan compañías de
infantería y escuadras de polizontes. Llegan carruajes cerrados, con el
escudo de la Cruz Roja. Empiezan á descender camillas por la cuesta del
desmonte.

De los fúnebres acordeones de abajo salen grupos de hombres arrastrando
bultos inánimes. Uno... dos... tres... cuatro... cinco. ¡Cuándo acabará
esa extracción horripilante! Junto á mí pasan hombres y mujeres
sostenidos en brazos y con la cabeza entrapajada. Unos la dejan pender
sobre los hombros vecinos con mortal desmayo; otros gimen con palabras
extrañas que no puedo entender.

La caballería da una carga á la muchedumbre curiosa, para limpiar los
alrededores. Los infantes austríacos entran á la bayoneta, con furiosos
gritos de los oficiales y victorioso tremolar de sables.

Las mujeres se apelotonan en torno mío, como si mi calidad de víctima
las sirviese de amparo para permanecer en su sitio... ¿Por qué sigo
aquí? ¿De qué sirve mi presencia?

Me restriego el pecho, contusionado por el choque de la mesa y el peso
de mis vecinos. El costillaje me duele cada vez más, al desvanecerse el
primer aturdimiento de la emoción. Escupo sin cesar, pensando medroso en
el color púrpura... No; no hay nada roto.

Empleando el idioma universal de la mirada y la seña, coloco una de las
maletas en la cabeza de un muchacho, me defiendo galantemente de las
mujeres que quieren encargarse de la otra, y escoltado por estas amigas,
que hablan y hablan sin descorazonarse ante mi silencio, emprendo la
marcha, al través de campos recién labrados y movedizos, hacia un camino
por el que veo pasar un tranvía eléctrico.

¿Para qué permanecer aquí, donde á nadie conozco y nadie me entiende?
Voy á Budapest á tomar otra vez el tren, que me inspira un pánico
invencible.

Y así entro en la verdadera Europa, á pie, al través de los campos,
llevando mi hato al hombro, lo mismo que un invasor oriental de hace
siglos, atraído por los esplendores de Occidente.

FIN

Agosto-Noviembre 1907.



INDICE

                                                                    Págs.

CAMINO DE ORIENTE

I.--La peregrinación cosmopolita.                                      9

II.--Aguas y música.                                                  16

III.--Las mesas verdes.                                               23

IV.--La ciudad del refugio.                                           31

V.--El lago azul.                                                     39

VI.--Los osos de Berna.                                               46

VII--El lago y el Concilio.                                           54

VIII.--La Atenas germánica.                                           64

IX.--El Festival Wágner.                                              72

X.--El _Mozarteum_.                                                   80

XI.--Viena la elegante.                                               89

XII.--El subterráneo de los emperadores.                              96

XIII.--¡Hermoso Danubio azul!.                                       105

XIV.--La ciudad de los magyares.                                     114

EN ORIENTE

XV.--Los Balkanes.                                                   123

XVI.--Los turcos.                                                    132

XVII.--Constantinopla.                                               142

XVIII.--El Gran Puente.                                              151

XIX.--Los que pasan por el Gran Puente.                              160

XX.--El Gran Visir.                                                  170

XXI--El palacio de la Estrella.                                      180

XXII.--El Sélamlik.                                                  188

XXIII.--Los perros.                                                  200

XXIV.--Los Derviches Danzantes                                       210

XXV.--El heredero de _Las mil y una noches_                          229

XXVI.--Santa Sofía                                                   249

XXVII--El Papa griego                                                258

XXVIII.--Turcas y eunucos                                            275

XXIX.--Los derviches aulladores                                      296

XXX.--Libertad religiosa                                             304

XXXI.--Restos de Bizancio                                            319

XXXII.--La Noche de la Fuerza                                        334

XXXIII.--La entrada en Europa                                        346

       *       *       *       *       *

Estas correcciones hizo el transcriptor del texto electronico:

cisnes negros de pico de escarleta=>cisnes negros de pico de escarlata

al que acuden todos los extranjeroe=>al que acuden todos los extranjeros

cabeza rodeaba de un nimbo=>cabeza rodeada de un nimbo

para que á á la salida le suelten medio franco=>para que á la salida le
suelten medio franco

pasando entre resplandores como una aparición fantásticas=>pasando entre
resplandores como una aparición fantástica

sus acupaciones en la catedral=>sus ocupaciones en la catedral

trina el ruiseñor, canta si mirlo=>trina el ruiseñor, canta el mirlo

clase de iufortunios=>clase de infortunios

todas lujosas, todas deshabitatas=>todas lujosas, todas deshabitadas

Podrá creerse superior ó los demás=>Podrá creerse superior á los demás

arrendatario de la tierra que cultima=>arrendatario de la tierra que
cultiva

poserlos el soberano=>poseerlos el soberano

todas las mesas las pedazos de pan olvidados=>todas las mesas los
pedazos de pan olvidados

Eran los patios de la Santa Mezquita, del temblo?>Eran los patios de la
Santa Mezquita, del templo

volvían los ojos hacia al hogar=>volvían los ojos hacia el hogar

para hacer creer en una suicidio=>para hacer creer en un suicidio

el mansjo de sus riquezas=>el manejo de sus riquezas

enclaustradas voluntamente=>enclaustradas voluntariamente

el gesto pontifical, recomendánme=>el gesto pontifical, recomendándome

institutrices ingleses y franceses=>institutrices ingleses y francesas

envuelto en su sotana uegra=>envuelto en su sotana negra

creencias de sus súdditos=>creencias de sus súditos

abrazar al suya=>abrazar la suya

láminas de bronce, qne ciertamente=>láminas de bronce, que ciertamente





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