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Title: La Política de los Estados Unidos en el Continente Americano
Author: Echarte, Raúl de Cárdenas y
Language: Spanish
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*** Start of this LibraryBlog Digital Book "La Política de los Estados Unidos en el Continente Americano" ***

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EN EL CONTINENTE AMERICANO***


generously made available by Internet Archive/American Libraries
(https://archive.org/details/americana)



Note: Images of the original pages are available through
      Internet Archive/American Libraries. See
      https://archive.org/details/polbiticaestados00cbarrich


Nota del Transcriptor:

      Letras itálicas son denotadas con _líneas_.



LA POLÍTICA DE LOS ESTADOS UNIDOS EN EL CONTINENTE AMERICANO

Imprenta El Siglo XX. de la Sociedad Editorial Cuba Contemporánea.
Teniente Rey 27, La Habana.


BIBLIOTECA "LA CULTURA CUBANA"
VOL. III

RAÚL DE CÁRDENAS

LA POLÍTICA DE LOS ESTADOS UNIDOS EN EL CONTINENTE AMERICANO



[Ilustración]

La Habana.
Sociedad Editorial Cuba Contemporánea
O'Reilly, 11.
1921.



       _A mis amigos, los Doctores Antonio S.
       de Bustamante y Cosme de la Torriente;
       en testimonio de afecto y admiración._



ÍNDICE


PRIMERA PARTE

LA EXPANSIÓN TERRITORIAL


                                                                   Págs.

  I. _La ocupación de territorios contiguos._

     (A) (1783) Área comprendida entre los montes Alleghanies
        y el río Mississippi                                           1

     (B) (1803) Louisiana                                              9

     (C) (1819) Florida                                               22

     (D) (1845) Tejas                                                 28

     (E) (1848) Alta California y Nuevo Méjico                        45

     (F) (1846) Oregon                                                50

     (G) (1854) El valle de Mesilla                                   57

  II. _La adquisición de territorios distantes._

     (A) (1867) Alaska                                                58

     (B) (1898) Haway                                                 60

     (C) (1898) Puerto Rico, las Filipinas y Guam                     75

     (D) (1899) Tutuila                                               80

     (E) (1816) Las Antillas danesas                                  81

  III. _Notas críticas acerca del movimiento expansionista._          83


SEGUNDA PARTE

LA DOCTRINA DE MONROE

  I. _Su antecedente: la política del "aislamiento" o de "las
     dos esferas_".                                                   89

  II. _Sus orígenes._                                                 93

  III. _Relación de los casos en que ha sido aplicada._              105

     Afirmaciones positivas                                          106

     Afirmaciones negativas                                          106

  IV. _Notas críticas._

     Verdadera significación de la Doctrina de Monroe                174

     Contribuyó a darle popularidad y fuerza, la circunstancia de
     que defendiera el principio del gobierno propio                 176

     El mantenimiento de la Doctrina de Monroe es siempre de
     actualidad para los Estados Unidos                              177

     Sobre los casos en que ha sido infringida la Doctrina de
     Monroe                                                          179

     Fué en un tiempo de carácter "presidencial" exclusivamente,
     pero hoy es también "congresional"                              181

     La Doctrina de Monroe y el Derecho Internacional                181

     La Doctrina de Monroe en los actuales momentos                  184


TERCERA PARTE

LA PREPONDERANCIA EN EL CARIBE


  I. (A) Cuba                                                        187

     (B) Panamá                                                      212

     (C) Santo Domingo                                               231

     (D) Haití                                                       246

     (E) Nicaragua                                                   253

     (F) Costa Rica                                                  260

     (G) Guatemala                                                   262

     (H) Méjico                                                      263

  II. _Notas críticas._

     I. La política intervencionista de los Estados Unidos en el
     mar Caribe. Sus precursores. Sus causas. Caracteres
     que le son propios                                              269

     II. La ingerencia norteamericana en las Repúblicas de
     Cuba, Panamá, Santo Domingo, Haití y Nicaragua, a
     tenor de los tratados vigentes y en la práctica. Censuras
     de que ha sido objeto                                           275

     III. El factor económico en las relaciones de los Estados
     Unidos con las Repúblicas que se encuentran bajo su
     esfera de influencia                                            282

     IV. Ingerencia de la Administración del Presidente Wilson
     en determinados asuntos, de orden interno, de las Repúblicas
     de Méjico, Costa Rica y Guatemala                               283



PRIMERA PARTE

LA EXPANSIÓN TERRITORIAL



I

LA OCUPACIÓN DE TERRITORIOS CONTIGUOS


(A)

(1783) ÁREA COMPRENDIDA ENTRE LOS MONTES ALLEGHANIES Y EL RÍO
MISSISSIPPI.

A principios del siglo XVIII, el extenso territorio que hoy ocupa la
República norteamericana formaba tres distintas colonias: una española,
otra francesa y otra inglesa. Esta última ocupaba un área muy reducida
en proporción a las otras dos. No era más que una faja de territorio que
corría desde el río Penobscot, en Maine, hasta el cabo Romano en la
Carolina del Sur, y desde el Atlántico hasta la cordillera de los
Alleghanies. Sin embargo, con el andar de los tiempos, la colonia
inglesa primero, los Estados Unidos después, uniendo la acción social a
la política, lograron terminar con las dominaciones europeas y agregaron
a su territorio el área inmensa de sus colonias.

Comenzó la expansión de los Estados Unidos antes de que los
norteamericanos alcanzaran la independencia. Esta manifestación,
aparentemente paradójica, no lo es. Los primeros pasos del proceso
expansionista se dieron a principios del siglo XVIII por los colonos
virginianos directamente, sin recibir el apoyo moral ni el auxilio
material de la corona británica; y a fines de este mismo siglo, esos
esfuerzos, que aún no habían desmayado, resultaron coetáneos con los que
hicieron los colonos por alcanzar la independencia.

El territorio de las trece colonias primitivas tenía tan sólo 341,752
millas cuadradas, y el que se le asignó a los Estados Unidos por el
Tratado de París de 3 de septiembre de 1783, que puso término a la
guerra de independencia, abarcaba además otra área de 488,248 millas,
comprendida entre los Alleghanies y el río Mississippi. Los delegados de
las colonias insistieron con razón en que ese territorio pertenecía a la
nueva República, porque había sido adquirido merced al esfuerzo de los
colonos.

Vamos a examinar los hechos en que se fundaron los delegados
norteamericanos para reclamar un territorio mayor que el que
correspondía a las colonias.

Pretendieron siempre los colonos ingleses que los dominios británicos se
extendían por el oeste hasta el río Mississippi; y los franceses, por su
parte, dueños entonces del Canadá, alegaban que era de ellos el
territorio que limitaban los ríos Mississippi y Ohio y los grandes
lagos, o séase el que hoy ocupan los estados de Ohio, Indiana, Illinois,
Michigan, Wisconsin y parte de Pensylvania, y que hacia el oeste de los
Alleghanies, tan sólo pertenecía a Inglaterra el territorio situado al
sur del río Ohio, es decir, lo que hoy forman los estados de Kentucky,
Tennessee y parte de Virginia.

En 1718, Alexander Spottswood, Gobernador de Virginia, cruzó al frente
de una expedición la cordillera de los Alleghanies. Iba a explorar; iba
como quien va a tomar posesión de algo de que se es dueño y se quiere
conocer. No llegó más que hasta el río Shenandoah, y no produjo la
expedición ninguna consecuencia, como no fuera la de instituirse una
orden que se denominó "Tramontana" y con la que Spottswood quiso
condecorar a sus acompañantes en recuerdo de su viaje. Así y todo, los
escritores consideran siempre a Spottswood, como al que dió el primer
paso en el camino de la expansión.

A mediados del mismo siglo, en tiempos de otro Gobernador de Virginia,
Robert Dinwiddie, se ponen en conflicto los intereses de los colonos
ingleses con los de los franceses por la posesión del territorio situado
al norte del río Ohio. Mientras la pretensión de los virginianos no se
tradujo en hechos, el asunto carecía de interés. Tratábase de una
inmensidad de territorio, inexplorado, habitado tan sólo por tribus
indias. Pero he aquí que Dinwiddie, siguiendo el sistema de colonización
a que tan aficionados fueron los ingleses, le otorga a una Compañía que
se formó entre virginianos, y que se denominó de "Ohio", el derecho al
disfrute de dicho territorio y manda a construir un fuerte en la orilla
del río de ese nombre; y que los franceses, que de esto se enteran, le
hacen saber a dicho Gobernador que no les permitirán a los virginianos
explotar ese territorio; y ya tenemos en conflicto, por primera vez, a
los norteamericanos por la posesión de terrenos contiguos a los suyos.

El Gobernador Dinwiddie quiso conocer cuál era la actitud de los
franceses en este asunto; cuáles eran sus verdaderas aspiraciones acerca
del discutido territorio situado al norte del río Ohio, y decidió enviar
un comisionado que se entrevistara con las autoridades francesas y se
hiciera cargo de sus pretensiones. Para desempeñar tan difícil encargo
se comisionó a un joven perteneciente a una ilustre familia de Virginia,
cuyo nombre excelso habría de llenar después una de las páginas más
grandes de la historia de la humanidad, y que con esa aventura se inició
en la vida pública de su país: George Washington.

A fines del año 1753, Washington salió de Virginia y, dirigiéndose hacia
el Norte, venciendo obstáculos y distancias inconcebibles, llegó hasta
las inmediaciones del lago Erie, entrevistándose en el fuerte Le Baeuf
con el jefe de las fuerzas francesas, Gardeur de Saint Pierre. Este lo
colmó de atenciones; pero le hizo presente, para que así lo hiciera
saber al Gobernador de Virginia, que si los colonos ingleses no
evacuaban la parte norte del río Ohio, se vería compelido a expulsarlos
por la fuerza. Al conocer Dinwiddie esa actitud, reclamó auxilios de
Inglaterra; pero esta nación ni siquiera prestó oídos a la petición.

A pesar de esta actitud de la Corona Británica, los virginianos
decidieron pelear. En 2 de abril del año 1754, Washington, con el grado
de Teniente Coronel y al frente de dos compañías, se dirigió al Norte.
La suerte le fué adversa: en 4 de julio de ese año tuvo que rendirse a
los franceses en el fuerte "Necesidad".

Inglaterra hasta entonces no había dado pruebas de preocuparse de las
luchas de sus colonos con los franceses; pero esta vez se preocupó, por
el sesgo que llevaban estos asuntos, y envió a América al general
Braddock al frente de algunos refuerzos. Braddock, con las fuerzas
traídas de Inglaterra y con otras americanas, inició en el verano del
año 1755 una nueva campaña; pero el éxito sonrió otra vez a las armas
francesas.

Al año siguiente comienza la guerra de los siete años, y tuvo ésta por
escenario no sólo a Europa, sino también los campos de América. El
territorio hasta entonces disputado, el situado al norte del río Ohio,
fué el teatro de la lucha. Al principio la suerte fué adversa a los
ingleses, pero como se enviara desde Inglaterra un contingente de 50,000
hombres, el éxito se cambió para esta nación; y desde el año 1759, con
la toma de los fuertes Niágara y Ticonderoga, quedó decidido el triunfo
de la campaña.

Con el tratado de París, de 10 de febrero de 1763, dió término la guerra
de los siete años; y al quedar resueltos definitivamente los destinos de
Francia en América, con la cesión que hizo del Canadá en favor de
Inglaterra, quedó decidida también la suerte de los terrenos del norte
del río Ohio, es decir, el conflicto que desde mediados del siglo armó
en guerra a los virginianos.

La Gran Bretaña, al quedar en posesión del territorio que nos ocupa,
cometió una injusticia. En vez de agregarle a Virginia el referido
territorio, ya que por su posesión tanto había combatido esta colonia,
lo puso bajo la dependencia del Canadá. Los virginianos no pudieron
decir, sin embargo, que habían perdido el tiempo. Su esfuerzo no fué
infructuoso: consiguieron adiestrarse en las artes de la guerra, y esa
práctica había de resultarles de gran provecho pocos años después,
cuando estalló la insurrección de las colonias.

Expuesta ya, a grandes rasgos, la acción de los colonos ingleses en el
territorio situado al norte del río Ohio, antes de la independencia,
ocupémonos ahora del situado al sur de dicho río, es decir, del que
forma el área que hoy tienen los Estados de Kentucky y Tennessee.

Los franceses no les negaron nunca a los ingleses su derecho a ese
territorio. Disputaron siempre la dominación del territorio del norte
del río Ohio, pero los del Sur los consideraron siempre como de la
pertenencia de Inglaterra, y para esta nación formaban parte de
Virginia.

La ocupación de ese territorio por Virginia, puede citarse como un
ejemplo de que la expansión norteamericana fué, más bien que obra de la
acción política del gobierno, un producto o un resultado de la actividad
individual. En Virginia, el eje de la organización social estaba
constituído, por así decirlo, por los propietarios rurales; y estimando
éstos que ya los terrenos de dicha colonia resultaban insuficientes para
sus cultivos, se fueron extendiendo poco a poco hacia el Oeste. El
cultivo, del tabaco especialmente, requería nuevas tierras. La
iniciativa individual comenzó, pues, la expansión, antes que la
actividad política. Tuvo tal importancia la actividad privada, que una
de las compañías formadas para la explotación de las nuevas tierras, la
llamada de "Los propietarios de la Colonia de Transilvania", instituyó
un gobierno propio formado por los colonos; gobierno que fué suprimido
después por el de Virginia, pero cuando ya su Cámara había tenido tiempo
de votar seis leyes.

A medida que los nuevos territorios iban ganando en importancia, fué
arraigando en sus moradores el propósito de que los mismos fueran algo
más que una simple posesión de Virginia; y cuando esa idea estuvo firme
en las conciencias, el pueblo, reunido en convención en 7 de junio de
1778, designó dos Delegados que se dirigieron a Williamsburg, capital de
Virginia, para pedir su incorporación a esta colonia como un nuevo
Condado dentro de la misma. Llegaron dichos Delegados cuando la Asamblea
de Virginia declaraba su independencia de Inglaterra; pero obtuvieron su
objeto: seis meses después, el tan citado territorio formaba un nuevo
Condado.

La revolución, por la fuerza de las armas, consagró para las colonias el
dominio del territorio situado al norte del río Ohio. El joven
virginiano George Rogers Clark, al frente de un ejército, sostuvo dos
admirables campañas durante los años 1778 y 1779, que culminaron con la
rendición del coronel Hamilton, jefe de las fuerzas inglesas en
Vicennes, quedando toda la región en poder de los revolucionarios.

Expuestos ya los esfuerzos de los colonos norteamericanos por adquirir y
dominar la región situada entre los Alleghanies y el río Mississippi,
réstanos referirnos a la actividad de los comisionados de la paz, en
1783, a fin de asegurarla definitivamente, para la nueva nacionalidad.

Cuando se trató de ese asunto en las conferencias de París, con tal
tesón defendieron los delegados norteamericanos la aspiración de la
nueva República, de que el río Mississippi señalara su lindero
occidental, que los ingleses se allanaron, aunque de mal grado, a dicha
petición. Pero inesperadamente surgió un serio obstáculo: el Gobierno de
Luis XVI se opuso a que el dominio de ese territorio pasara a los
Estados Unidos.

Francia y España en aquel entonces marchaban de perfecto acuerdo, y Luis
XVI aspiraba a que Inglaterra conservara el dominio del territorio
situado al norte del río Ohio y España el situado al sur de dicho río.
Los Delegados americanos se veían en un trance apurado. El Congreso de
los Estados Unidos, creyendo en la buena fe y en la amistad de Francia,
así como en la espontaneidad del auxilio que le había prestado a los
revolucionarios, había encargado a dichos delegados que tomaran por
Consejero al rey de Francia. Con efecto, por un acuerdo adoptado por el
Congreso en 8 de junio de 1781, se les confería a los delegados esta
instrucción:

     Deben Uds. tener muy al corriente de cuanto ocurra en las
     conferencias a los Ministros de nuestro generoso aliado el rey de
     Francia; no deben dar ningún paso, ni convenir nada, sin su
     consentimiento; han de inspirarse en sus consejos y opiniones.

¿Cómo se explica tan difícil situación? ¿Qué significaba que mientras
los ingleses no oponían obstáculos a la aspiración de darle a la nueva
República la extensión reclamada por sus delegados, se viniera a colocar
frente a esa aspiración el Gobierno de Francia, su gran amigo y aliado?
Vamos a explicarlo. En primer lugar, la amistad de Francia hacia los
revolucionarios no fué nunca tan espontánea como éstos se la imaginaban.
Los ayudaban, no por otra cosa que por el deseo de perjudicar a
Inglaterra, entonces su enemiga y rival; y hasta tal punto es esto
cierto, que Turgot, uno de los ministros de Luis XVI, en un caso declaró
que a la larga a Francia no le convenía que en la lucha entre Inglaterra
y sus revueltas colonias triunfara aquélla, porque entonces retiraría de
éstas y traería al Continente el contingente de tropas que en ellas
combatía. El mismo Luis XVI y sus ministros, en más de una ocasión
significaron que aun cuando ayudaban a los revolucionarios, no por
simpatía, sino porque esta ayuda redundaba en daño de Inglaterra, no por
eso dejaban de experimentar ciertos escrúpulos, pues era un mal ejemplo
que un monarca auxiliara ostensiblemente la formación de una República
democrática.

Francia sabía lo que quería al oponerse a las pretensiones de los
delegados americanos:

     Vió con mirada profética, dice el insigne escritor norteamericano
     Willis Fletcher Johnson, que el acceso de los americanos al río
     Mississippi habría de significar en lo futuro el control de éstos
     sobre dicho río, y en definitiva su completo predominio sobre el
     hemisferio occidental.

Tenía además otra mira: vislumbraba que cedido a España el territorio
situado al sur del río Ohio, dicho territorio, en fecha próxima,
llegaría a ser suyo, dado su predominio en los asuntos de esta monarquía
con la que marchaba en completa inteligencia.

     Ya veía en lo futuro, dice el referido autor, el Tratado de San
     Ildefonso.

Para conseguir su propósito, la diplomacia francesa ponía en juego toda
su habilidad. Le hacía ver a los delegados ingleses que los americanos
tenían que seguir sus consejos; y nada mejor, por otro lado, para
excitar la codicia de aquéllos, que halagarlos con la adquisición de
todo el territorio situado al norte del río Ohio. Les decía que se
hicieran fuertes, y al propio tiempo les hacía ver que en sus manos
estaba vencer la resistencia de los norteamericanos.

Los comisionados americanos, John Adams, John Hay y Benjamín Franklin,
dándose cuenta de que al conferirles el Congreso sus instrucciones, éste
no conocía cuál era la verdadera disposición y cuáles eran los
propósitos del Gobierno de Francia, no tuvieron inconveniente en
desobedecer dichas instrucciones. Franklin tenía sus escrúpulos, pero
Hay se los supo desvanecer. Como decía Adams, esa desobediencia los
llenaba de gloria.

Los ingleses se allanaron a la petición de los americanos; y una vez
firmado el Tratado, fué éste llevado para su ratificación al Congreso,
que sin duda se felicitó de que los comisionados hubiesen desobedecido
sus instrucciones. De esta manera las trece colonias, al obtener su
independencia, consagraron la adquisición de un territorio aun mayor que
su área. Las colonias, como antes dijimos, contaban con 341,752 millas
cuadradas, y el terreno que además se les reconocía contaba 488,248
millas.

El estudio del régimen a que fué sometido ese territorio es del mayor
interés. Los estados de New York, Connecticut, las dos Carolinas,
Virginia y Georgia, se habían distribuído el área de esa región; y
primeramente New York, y sucesivamente los otros estados fueron cediendo
la que se habían agregado, al Gobierno de la Confederación. Este hecho,
la conversión de esta región, que dejaba de pertenecer a determinados
estados para ser del dominio común, tuvo para la confederación, en el
orden moral, una importancia trascendental, de la que quizás la nación
misma no se dió cuenta, dice Willis Fletcher Johnson.

     La idea, dice, de que tan enorme propiedad era del dominio de
     todos, fué un fuerte lazo de unión que hizo sentir, quizás más que
     ningún otro, la fuerza y la conveniencia de mantenerse unidos.

Fué, dice el historiador John Fiske, la primera cuestión en que estuvo
interesado todo el pueblo después que hubo obtenido su independencia.

Establecida la nueva nacionalidad, era necesario proveer de alguna
manera al Gobierno de la región situada al norte del río Ohio, o sea,
como antes dijimos, la que hoy ocupan los cinco grandes estados de Ohio,
Illinois, Michigan, Indiana y Wisconsin. A tal objeto se promulgó, en 13
de julio de 1787, la famosa "Ordenanza para el gobierno del territorio
de los Estados Unidos, situado al noroeste del río Ohio", y se puede
decir que el Congreso, al confeccionarla, se colocó a la altura del
genio político de los norteamericanos. Con razón se ha considerado esa
Ordenanza, junto con la Declaración de Independencia y la Constitución,
como los grandes monumentos del Derecho Constitucional de los Estados
Unidos.

La Ordenanza abrazaba cuatro materias: consignaba disposiciones para el
gobierno del territorio; les otorgaba derechos individuales a sus
moradores; establecía ciertos requisitos mediante los cuales dicha
región se podía convertir en Estado, y últimamente prohibía en ella la
esclavitud.

Con respecto al gobierno, se disponía que éste habría de radicar en un
Gobernador; un Secretario y tres jueces designados por la Confederación;
una Legislatura con amplias facultades, compuesta por una Asamblea
General de elección popular, y otra Cámara, compuesta de cinco miembros,
designada por el Congreso de la Confederación de entre una propuesta de
diez personas formada por la Asamblea. Los habitantes del territorio
debían contribuir con determinada suma a los gastos de la
Confederación, pero la Legislatura era la encargada de asignar y
distribuir los ingresos.

Se reconoció a los habitantes el Habeas Corpus, el derecho de propiedad,
el de ser juzgados por un jurado y, en fin, todas las garantías que
constituyen la esencia de la libertad individual en los anglosajones.

Acerca de la formación de nuevos Estados, se proveía que éstos habrían
de ser no menos de tres, ni más de cinco, y se daban facilidades para
dicha formación. Bastaba con que en una región existiera una comunidad
compuesta de sesenta mil habitantes; que se diera su constitución, y que
estableciera su gobierno; eso sí, era necesario que éste fuese
republicano y no estuviera en contradicción con los intereses
fundamentales de la Confederación.

No es posible pedir mayor sabiduría, ni mayor consecuencia que la que
demostró el Congreso de la Confederación para con el principio del
gobierno propio al calor del cual habían surgido los Estados Unidos. Por
primera vez se dió ante el mundo el ejemplo de que un Estado,
espontáneamente, al adquirir por expansión un territorio, les ofreciera
a los habitantes del mismo el gobierno propio.

Diez y seis años después de promulgada la Ordenanza, Ohio era admitido
como Estado, y antes de que transcurriera la primera mitad del siglo
pasado, fueron reconocidos los otros cuatro.


(B)

(1803) LOUISIANA.

En 1803, es decir, a los veinte años de constituída la República
norteamericana, se vió duplicada su extensión territorial con la compra,
a Francia, de la Louisiana, compuesta de 883,072 millas cuadradas. Basta
decir, para darnos cuenta de lo que abarca tan dilatada extensión, que
dentro de la misma cabrían las superficies de Francia, Alemania,
Austria-Hungría y España. Las causas de la adquisición de ese
territorio, y su destino dentro de la Unión, va a ser ahora objeto de
estas líneas.

Apenas obtenida la independencia, la colonización de Kentucky y de
Tennessee había obtenido proporciones inconcebibles; hasta el punto de
que, antes de que terminara el siglo XVIII, ya esas dos regiones habían
sido proclamadas como Estados. La inmigración hacia ellas, que había
tomado gran auge, ya no se conformaba con llegar hasta el río
Mississippi, que era su límite occidental, sino que después de
atravesarlo, hubo de extenderse por la otra banda. En pleno territorio
español se habían establecido varios millares de colonos americanos
dedicados al cultivo de la tierra, con la ventaja, para ellos, de no
estar sometidos a gobierno alguno, pues la soberanía española, en gran
parte de tan dilatada extensión, era más bien nominal que efectiva. En
San Luis, en Nuevo Madrid, en Santa Genoveva, en las principales
poblaciones de la Louisiana, había un gran número de americanos.

Con tales antecedentes, fácilmente se comprenderá que para el desarrollo
de la nueva nación, para el crecimiento de su comercio y de su
industria, en aquella época en que no había ferrocarriles, ni buenos
caminos, había de ser de excepcional importancia la facilidad en la
navegación del río Mississippi; y que para los norteamericanos tenía que
entrañar honda gravedad el hecho de que se pusiera inconvenientes a
dicha navegación. Eso fué lo que hizo España, torpemente inspirada.

El río Mississippi, en la última parte de su curso, corría por
territorio español: por un lado bañaba la Louisiana y por otro la
Florida Occidental; y España, ya predispuesta, pues siempre vió a los
anglosajones en América con gran recelo, por creer que ella debía ser la
única dueña de los destinos del Continente, como se enterara de cierta
cláusula secreta del Tratado de París, de 1783, entre los Estados Unidos
e Inglaterra, que la afectaba, al año siguiente puso serios obstáculos a
la navegación del río.

Por la cláusula de dicho Tratado que tanto alarmó a España, se convenía,
al fijar el límite meridional de los Estados Unidos con la Florida
Occidental, que, en el caso de que ésta pasara al dominio de Inglaterra,
ese límite se correría hacia el Norte; y más al Sur, como en unas cien
millas, en el caso de que permaneciera en poder de España. Este
territorio, de tan problemático destino, llamábase Yazoo.

No hay que decir que al interrumpirse la navegación del río, los
intereses norteamericanos, perjudicados por tal medida, reclamaron
protección de manera imperiosa. Thomas Amis, comerciante de la Carolina
del Norte, que había fletado una embarcación con productos que debían
salir al Océano, vió éstos confiscados y él reducido a prisión por las
autoridades españolas; y como este caso se repitiera, toda la nación
pidió que se exigiera la libre navegación por el río.

Los habitantes del Estado de Kentucky, a quienes interesaba tanto como a
los que más la navegación del río, extremaron la nota de la protesta.
Dirigidos por George Rogers Clark se armaron en pie de guerra,
amenazando con separarse de la Unión si ésta no podía conseguir que
triunfara su petición. Todo el Estado se aprestó a la lucha: o se
conseguía la libre navegación del río, o Kentucky se declaraba separado
de la Unión. Los gobernantes españoles de Nueva Orleans, por su parte,
avivaban el fuego diciéndole al oído a los kentuckianos que, si se
declaraban independientes, España les reconocía el derecho a la libre
navegación del río.

George Washington, a la sazón Presidente de la República, juzgó que ese
asunto se debía gestionar y resolver de una vez en la misma España, y a
tal objeto, en 1795, envió a Thomas Pinckney, como Ministro a dicha
nación, con terminantes instrucciones. Pinckney, puesto al habla con el
Príncipe de la Paz, el famoso ministro español, ventiló las diferencias
entre las dos naciones, y los esfuerzos de dichos diplomáticos
culminaron en el Tratado de 20 de octubre de 1795.

Dicho tratado constituyó un verdadero triunfo para la diplomacia
norteamericana. Se les reconoció a los Estados Unidos el lindero con la
Florida, que se había fijado en el Tratado de París, quedando, por
tanto, en poder de la nueva nación el territorio de Yazoo, cuya posesión
era objeto de tantos recelos, y se les reconocía además a los americanos
el derecho de depositar sus mercancías en Nueva Orleans, durante tres
años, pasados los cuales se podía escoger ese lugar, u otro, para dicho
depósito. Con esto quedó calmada la agitación en Kentucky, y el
desasosiego en todos los demás estados bañados por el río Mississippi y
su afluente el río Ohio.

No pasó mucho tiempo sin que el interés del pueblo americano volviera a
concentrarse en los asuntos de Louisiana. No habían transcurrido más que
cinco años de haberse firmado el Tratado de Madrid, antes citado, de 20
de octubre de 1795, cuando se firmó el de San Ildefonso, de 1º de
octubre de 1800, por el que España transfería a Francia el dominio de
dicha provincia. ¿Por qué se hizo esa cesión? España tuvo una razón:
temerosa del auge e importancia que día por día iba cobrando la Unión,
pensó que el río Mississippi era una frontera muy endeble, y que mejor
convenía a sus intereses retirarse a sus posesiones de Méjico y colocar
entre ella y los Estados Unidos a una gran potencia europea, que fuera
capaz de oponer resistencia a la expansión de la gran República. Además,
España quería adquirir una provincia en la península italiana, y
Napoleón estaba en condiciones de cederla a cambio de la Louisiana.

Por otra parte Napoleón, en sus delirios de grandeza y de dominación, se
sentía halagado con la idea de poseer en América un vasto imperio
colonial. Ya soñaba no sólo con la posesión de la Louisiana, sino en
fomentar desde ella una insurrección del elemento francés residente en
el Canadá, la cual, al triunfar, le daría de nuevo a Francia el dominio
de tan vasto territorio.

El tratado de San Ildefonso se debía mantener en secreto. Se quería
esperar a que las guerras del viejo Continente le dieran una tregua a
Napoleón que le permitiera enviar un contingente que ocupara la nueva
provincia; y mientras tanto ésta seguiría gobernada por las autoridades
españolas. España no consignó los límites de la Louisiana; transfirió su
territorio sin expresar linderos; pero de lo que sí se preocupó--y esto
se consignó en una cláusula--fué de exigirle a Francia el compromiso de
que en ningún caso la transferiría a otra nación: debía conservar su
dominio para siempre; lo que prueba que fué el temor a que la expansión
norteamericana tocara sus confines lo que la llevó a ceder tan valiosa
posesión.

Hasta la primavera del año 1802 no se enteraron en los Estados Unidos de
la existencia del tratado de San Ildefonso. Honda preocupación produjo
ese hecho. No era lo mismo tener por vecina a una nación arruinada y
decadente, como era España, que a Francia, cuyos alardes de fuerza
traían inquieta a Europa desde hacía tiempo. Además, no se sabía qué
sesgo tomaría ante este cambio la batallona cuestión de la navegación
del río Mississippi, y se temía también que la América--dada la
importancia de las colonias inglesas y españolas, y ahora de la
francesa--se convirtiera en un nuevo centro de las eternas rivalidades,
cuestiones e intrigas de las cancillerías europeas. En 18 de abril de
dicho año, el Presidente de la República, Thomas Jefferson, le escribía
sobre este suceso a Robert R. Livingston, Ministro en París, y lo
lamentaba expresándose así:

     La cesión que ha hecho España a Francia, de la Louisiana y de las
     Floridas, ha causado en los Estados Unidos un verdadero disgusto,
     pues afecta de manera directa a todas nuestras relaciones
     políticas. Hay en el mundo un lugar, que tanto nos interesa poseer,
     que cualquiera otra nación que lo disfrute tiene que ser,
     naturalmente, nuestra enemiga. Ese lugar es Nueva Orleans. La
     producción de las tres octavas partes de nuestro territorio tiene
     que pasar por allí antes de ir al mercado, con la particularidad de
     que esas tres octavas partes de nuestro territorio son tan ricas y
     fértiles, que sostienen a más de la mitad de nuestra población y
     rinden más de la mitad del valor de nuestros cultivos. De ahí que,
     al colocarse Francia en esa puerta, veamos en su actitud un acto de
     desafío, y dudo que las dos naciones puedan seguir manteniendo
     buenas relaciones.

A pesar del malestar que produjo la noticia de la cesión de la
Louisiana, el asunto quizás no habría tenido más consecuencia que el
disgusto y el mal efecto que produjo, de no haber precipitado los
sucesos una medida imprudente de Morales, Intendente de Nueva Orleans.
En 16 de octubre de 1802, dicho funcionario revocó la orden por la cual
los comerciantes americanos podían depositar las mercancías que
descendieran por el Mississippi, en Nueva Orleans. Según se ha dicho,
Morales procedía por su cuenta; sin que hubiera recibido instrucciones
en tal sentido del rey de España, ni del Gobierno de Francia. Sea ello
lo que fuere, es lo cierto que la medida exasperó los ánimos. En los
Estados fronterizos con los ríos Mississippi y Ohio no se hablaba más
que de ir a la guerra; y la nación, que ya tenía el convencimiento de
que le era indispensable obtener lo de la libre navegación, ahora se
hizo el propósito de tomar alguna acción que produjera el resultado de
dominar y controlar, en forma segura, tan importante vía.

El recuerdo de los perjuicios que había causado en alta mar la marina de
guerra francesa al comercio norteamericano, contribuía a aumentar la
inquietud; y, sobre todo, sabiéndose que la nación, más temprano o más
tarde, tendría que librar una batalla para asegurar de manera eficaz la
navegación del río, se quería dejar resuelto este asunto de manera
definitiva.

La excitación pública culminó en una verdadera exaltación cuando se
conocieron los motivos que tuvo el Intendente Morales para revocar la
disposición sobre el depósito de las mercancías en Nueva Orleans. En 28
de octubre, William C. Claiborne, Gobernador del territorio de
Mississippi, le dirigió una comunicación a Manuel de Salcedo,
Gobernador General de la Louisiana, inquiriendo los motivos por los
cuales se había adoptado semejante resolución, y en 15 del mes siguiente
le contestó explicando esos motivos. Le decía en la contestación que no
era él, sino el Intendente, quien en uso de las facultades que tenía en
materia de comercio y navegación--y las que eran ajenas a las
suyas--había dictado la medida, la cual se había fundado, en primer
lugar, en el hecho de haber transcurrido con exceso los tres años que se
fijaron en el Tratado de 1795, y durante los cuales los americanos
podían depositar sus mercancías en Nueva Orleans; y después, en que a la
sombra del derecho de depósito de los norteamericanos, se cometían
irregularidades y fraudes en alto grado perjudiciales a los intereses
del estado español.

Esa correspondencia fué remitida a la Cámara de Representantes--que la
había pedido al Presidente de la República--en 28 de diciembre, y en los
primeros días del mes de enero del año siguiente dicho cuerpo legislador
adoptó la siguiente moción:

     Se declara que esta Cámara se ha enterado con verdadero asombro de
     las medidas tomadas por determinadas autoridades españolas de Nueva
     Orleans y que dificultan la navegación del río Mississippi, la que
     había sido garantizada a los Estados Unidos por medio de formales
     estipulaciones; y que de acuerdo con la política de prudencia y de
     humanidad que debe guiar a los pueblos libres, y de la que siempre
     han sido devotos los Estados Unidos, se confía en que el Ejecutivo
     sabrá velar por los derechos de la nación, que han sido
     desconocidos, no por Su Majestad Católica, sino más bien por
     determinados funcionarios españoles; debiendo manifestar el
     inquebrantable propósito de mantener los derechos de navegación y
     comercio en el río Mississippi, tal como lo tienen establecido los
     Tratados vigentes.

El Presidente Jefferson era partidario de solucionar esta cuestión por
medios pacíficos; confiaba en la diplomacia y atribuía el ardor bélico
que dominaba la nación a maquinaciones de sus adversarios, los
federalistas, para halagar a los habitantes de los estados occidentales,
cuyos sufragios se deseaba obtener para las futuras elecciones.

Este cargo era infundado. Los federalistas en este caso no hacían más
que seguir las inspiraciones de la más grande de sus figuras, el ilustre
Alexander Hamilton; pues así como Jefferson representaba los ideales
democráticos de su pueblo, Hamilton encarnaba la idea de la expansión,
del engrandecimiento de la nación.

Las ideas de Hamilton sobre el destino de su país estaban condensadas en
estas palabras de _El Federalista_: "Tener un verdadero ascendiente en
los asuntos americanos". Desde el Congreso de la Confederación había
pedido que se declarase que la navegación del río Mississippi era un
derecho esencial de la nación, y siendo miembro del Gabinete del
Presidente Washington, había dicho también que la libertad de navegar
por dicho río era indispensable para la unidad del país. En 1798 y en
1799, en varias ocasiones, dijo algo más: manifestó que los Estados
Unidos debían adquirir todo el Continente Septentrional, menos Canadá,
pero incluyendo desde luego Louisiana y las Floridas. Su verdadero
ideal, lo que ambicionaba, era que su patria se engrandeciera y dominara
en el Norte, y que las diversas colonias de la América meridional se
constituyeran en Repúblicas, unidas a los Estados Unidos por los lazos
de la amistad y de la gratitud.

Una particularidad ofrece este asunto, y es la de que Hamilton, que tan
esencial juzgaba el derecho a la navegación del río Mississippi, no
creía que los Estados Unidos podían hacer valer sus peticiones en el
campo del derecho internacional. A su juicio, desde el punto de vista
jurídico, España podía disponer las medidas que juzgase oportunas; pero
era tan necesario a los Estados Unidos el disfrute de las ventajas de la
navegación, que era justo no sólo imponerlo, sino apoderarse de la
Louisiana como medio de garantizar dicho disfrute. Jefferson, por el
contrario, creía que había un derecho natural a la navegación del río,
cualquiera que fuese la nación que poseyera sus márgenes; y quizás por
esta razón, quizás por la convicción que abrigaba de que estaba el
derecho de su parte, fué por lo que siempre confió en la posibilidad de
un arreglo sin llegar a la guerra.

En manos del Presidente, y en las de la mayoría con que contaba en el
Congreso, estaba la solución definitiva del problema. Los federalistas
presentaron diversas proposiciones, que por considerarlas exageradas y
un tanto comprometedoras fueron desechadas, y en definitiva se adoptó la
que fué presentada por S. Smith, Representante por Maryland. Nada se
decía en dicha proposición sobre el asunto de que se trataba. Se juzgó
discreto limitarse a autorizar al Presidente de la República para gastar
hasta la cantidad de dos millones de pesos en las atenciones que se
originaran.

A pesar de los términos de esta proposición, el Congreso, pocas semanas
después, autorizó el alistamiento de ochenta mil voluntarios; y el
propio Presidente no descuidó un detalle en los preparativos para la
guerra, pues creía indispensable llegar a ella si fracasaban las
negociaciones que se proponía iniciar. Jefferson no tenía otro propósito
que el de obtener garantías, "que aseguraran los derechos e intereses de
los Estados Unidos con respecto a la navegación del Mississippi y al
territorio bañado por su ribera oriental". Así lo hizo constar en su
Mensaje al Senado el 11 de enero de 1803. Para lograr esa finalidad,
juzgó que lo más conveniente era comprar a Francia la parte situada al
Este de la margen de dicho río, y a España la llamada Florida
Occidental, ya que entre ésta y la Louisiana corría el Mississippi en la
última parte de su curso. En ese sentido le confirió instrucciones a
Robert R. Livingston, Ministro en París, y a Charles Pinckney, que lo
era en Madrid. Además se nombró a James Monroe Enviado Extraordinario y
Ministro Plenipotenciario, a fin de que actuara de acuerdo con aquellos
dos.

No creían los comisionados que les fuera fácil conseguir sus propósitos,
pues aunque la posesión de un sitio en la desembocadura del río
Mississippi para depositar las mercancías, y la adquisición, además, de
parte de la Florida Occidental, representaba muy poco para Francia,
había llegado a noticias de aquéllos que Napoleón, en su afán de abatir
el poder de Inglaterra, pensaba formar en América un imperio colonial
más vasto e importante que el Canadá.

El asombro de los comisionados, por esos motivos, llegó al colmo cuando,
entrados ya en negociaciones con Napoleón y con los Ministros Talleyrand
y Marqués de Marbois, y sin que los primeros hubieran revelado otra cosa
que los propósitos contenidos en las instrucciones recibidas del
Presidente Jefferson, súbita e inesperadamente el propio Napoleón les
propuso la venta de toda la Louisiana en quince millones de pesos. Una
ojeada a la posición internacional de Francia en aquellos críticos
momentos nos explica tan repentina determinación. Vamos a darle la
palabra al escritor americano Willis Fletcher Johnson, que la describe
en estos términos:

     Si la paz de Amiens hubiese durado más tiempo, Napoleón hubiera
     podido realizar sus ambiciosos planes; pero al cesar esa paz,
     Inglaterra y Austria se colocan de nuevo frente a Francia e inician
     una campaña que sólo había de terminar con lo que terminó: con el
     desastre de Waterloo. La flota inglesa constituía un insuperable
     obstáculo para enviar un ejército a la Louisiana. Al propio
     tiempo, el reciente desastre de la campaña de Haití, restaba
     alientos a una empresa de esa clase. Los agentes secretos
     aseguraban que la única manera de resistir la invasión de los
     norteamericanos, que ya parecía inminente, como lo demostraba el
     reciente alistamiento de ochenta mil voluntarios, consistía en
     enviar a aquellas regiones un fuerte ejército; sin que pareciera
     suficiente el de veinticinco mil hombres que se estaba preparando.
     Además, todos los recursos de Francia resultaban escasos para
     luchar en su propio territorio. Agréguese a esto que Napoleón
     necesitaba dinero, y que le convenía granjearse la amistad de los
     norteamericanos a fin de evitar que algún día llegaran a ser
     aliados de Inglaterra.

Los comisionados norteamericanos no estaban facultados para tanto; no se
había previsto el caso de que se les propusiera la venta de toda la
Louisiana. Su misión se reducía a asegurar de modo efectivo la
navegación del río, adquiriendo parte del territorio inmediato a sus
márgenes; y aunque nunca pensaron en que fuera la venta de toda la
Louisiana la solución del problema, no titubearon en aceptarla; sin que
se pusieran a discurrir en si podían gastar quince millones en lo que se
les autorizó para emplear sólo dos millones.

Todo se hizo rápidamente. El 12 de abril de 1803 había llegado Monroe a
París, y el día 30 de ese mismo mes, él y Livingston por parte del
Gobierno de los Estados Unidos, y el Marqués de Marbois por parte del de
Francia, estipulaban la venta.

Obsérvese una coincidencia: estos comisionados, como los de la paz en
1803, infringían las instrucciones recibidas del Gobierno; infracción
que había de producir el resultado, en esta oportunidad como en aquélla,
de doblar el área de la Nación.

Fué de esta manera como los Estados Unidos adquirieron el vasto
territorio que hoy está distribuído entre los estados de Louisiana,
Arkansas, Missouri, Nebraska, Iowa, Dakota del Norte, Dakota del Sur,
gran parte de Minnesota, Wyoming, Colorado, Kansas y Oklahoma, y una
parte también de Mississippi, Alabama y Montana.

Apenas suscrito el Tratado, fué remitido al Presidente Jefferson;
dirigiéndose después Monroe a Londres, donde debía desempeñar el cargo
de Ministro. La impresión que produjo el Tratado, apenas fué conocido en
los círculos oficiales de Washington, sobre todo entre los amigos del
Gobierno, fué de sorpresa y de júbilo; pero, pasados los primeros
momentos, le asaltó al Presidente una preocupación: pensó que la
Constitución no facultaba al Ejecutivo ni al Senado para anexar a la
Unión parte alguna de territorio extranjero. Jefferson era, según la
denominación entonces en boga, un "construccionista"; y, para éstos, al
Gobierno le estaban vedadas aquellas facultades que no le estuvieran
atribuídas expresamente.

Pensó Jefferson, para salir del trance, en la conveniencia de añadirle
una enmienda a la Constitución, por la que se facultase al Presidente y
al Senado para celebrar tratados de anexión; pero su Gabinete lo
disuadió de ese propósito, entre otras razones por la de que el Tratado
debía quedar ratificado dentro de seis meses, y en plazo tan apremiante
no era posible pensar en la reforma constitucional. Se decidió, pues, a
darle su curso al asunto, y en 18 de julio convocó al Congreso a sesión
extraordinaria para el día 17 de octubre. No expresó el objeto de dicha
convocatoria; se limitó a consignar que habría de tratar de asuntos de
gran interés para la nación. Llegado el día de la reunión, dirigió dos
Mensajes, uno al Senado, sometiéndole el Tratado para su ratificación, y
otro a los dos cuerpos sugiriéndoles la necesidad de promulgar
determinadas leyes, una vez obtenida dicha ratificación.

Dos días después de la fecha en que se reunió el Congreso, el Senado
ratificó el Tratado por una votación de 24 contra 7; y pasados otros dos
días, el Presidente se dirigió de nuevo al Congreso recomendándole que
adoptara la legislación procedente sobre el orden de cosas que creaba la
adquisición de la Louisiana. Fueron varias las proposiciones presentadas
por los legisladores amigos del gobierno: una declarando bien hecha la
compra, otra disponiendo medidas para el gobierno del nuevo territorio,
otra autorizando una emisión de bonos para amortizar la deuda contraída
con motivo del pago a Francia del importe de la compra, y otras de
índole parecida. A todas esas proposiciones fueron opuestos los
federales, dirigidos por Griswold, Representante por Connecticut, e
inspirados no en otra cosa que en la política partidarista. ¡Curiosos
vaivenes de la política! Los federales, cuyo jefe Hamilton era el
prototipo de los expansionistas, ahora eran opuestos a la adquisición de
la Louisiana, y el mismo Jefferson resultaba el más ardiente defensor de
los planes que antes había censurado en aquél.

Así y todo, a pesar del marcado sabor político de la discusión, ésta se
mantuvo a gran altura; los debates tuvieron una trascendencia
extraordinaria, agitándose por vez primera algunas de las cuestiones que
aun en este siglo dividen el parecer de los estadistas y mueven la
opinión pública.

John Quincy Adams, a la sazón Senador por Massachusetts, dijo que el
Tratado envolvía una verdadera infracción de la Constitución. Se dijo
por otros que no estaban claros los títulos por los cuales Francia había
adquirido la Louisiana; a lo que se contestó que el hecho de que aquella
nación la vendiera, y el de que las propias autoridades españolas de
Nueva Orleans, al recibir las protestas con motivo de los obstáculos
sobre la navegación del río, hubieran contestado que ya no eran ellas,
sino el Gobierno de Francia el llamado a resolverlas, eran prueba de que
Su Majestad Católica había transferido su dominio; y se apuntó también
lo significativo que resultaba el hecho de que los federales, antes tan
dispuestos a tomar a Nueva Orleans por medio de las armas, ahora
pusieran reparos a los papeles del nuevo territorio. Se dijo también que
el Presidente y el Senado se habían excedido; que la Constitución no
facultaba al Gobierno de los Estados Unidos para adquirir nuevos
territorios; a lo que se contestó que si en la declaración de
independencia se había estipulado que la Unión, como Estado soberano, se
colocaba en las condiciones de los otros que también lo eran, era
indudable que podía hacer todo lo que a éstos les estaba permitido,
incluso adquirir nuevos territorios; lo que, por lo demás, podía
entenderse como una derivación de la facultad de hacer Tratados y de la
de declarar la guerra.

Apelaron también los impugnadores de la venta al recuerdo del nacimiento
de la Unión, a que había surgido a virtud de un pacto o de una
convención, para sostener que siendo su origen contractual, no se la
podía hacer extensiva a territorios ajenos a la Confederación; pero se
adujo en contra de este argumento el precedente del territorio que no
estaba comprendido dentro del área de las primitivas colonias, a que nos
referimos antes, y cuya adquisición consagró el Tratado de París (3 de
septiembre de 1783).

No quedó por ser examinado un solo aspecto del problema. Se denunció
como una infracción constitucional la circunstancia de que el Tratado
les otorgara a los barcos franceses y españoles, en Nueva Orleans,
determinadas ventajas de que no disfrutaban en los Estados de la Unión.
Se habló de la mucha distancia que separaba la Louisiana de la capital
de la nación; de que el pueblo era de otra raza; de que gran parte de la
población de los primitivos Estados era posible que abandonara su
antigua residencia en busca de nuevas tierras, lo que habría de redundar
en perjuicio de aquéllos; de que España era opuesta al Tratado, lo que a
la larga traería serias desavenencias con dicha nación; de que la Unión
iba a tener que distraer todo un ejército en la vigilancia y custodia
del nuevo territorio; y se habló también, por último, de este aspecto
que con seguridad tuvo que ejercer más impresión que ninguno otro en los
jeffersonianos, ya que éstos se consideraban como los voceros de la
democracia: ¿con qué derecho se disponía de la suerte de un país, sin el
consentimiento de sus moradores?

Indudablemente que el principio según el cual los poderes de todo
gobierno no debían tener otra base que no fuera la del consentimiento de
los gobernados, y al que con tanta brillantez se había referido el
propio Jefferson al redactar la declaración de independencia, sufría
ahora un paréntesis. El día 30 de noviembre de 1803, en la casa del
Cabildo de Nueva Orleans, el Marqués de Casa Calvo y don Manuel Salcedo,
a nombre del rey de España, transferían la Louisiana, en medio de
ceremonias rodeadas de mucho aparato y esplendor, al Gobierno del Primer
Cónsul, representado en aquel acto por Pedro Clemente Laussat; y con el
mismo ceremonial, el día 20 del mes siguiente, era transferido el
dominio de la Louisiana al Gobierno de los Estados Unidos, representado
por W. C. Claiborne, Gobernador de Mississippi; sin que en ninguno de
esos dos actos tuvieran los habitantes de la vieja provincia española
otro carácter que el de meros espectadores.

Pero el principio en cuestión no tardó en resplandecer de nuevo y en
brillar con toda intensidad. Véase, si no, lo ocurrido con el gobierno
de Louisiana en los nueve años que transcurrieron desde 1803 hasta 1812,
fecha en que parte del territorio fué admitida como un Estado de la
Unión. Nada más digno de admiración que el estudio de las cuatro fases
por que atravesó el gobierno de la nueva región durante dichos nueve
años. Obsérvese dicho proceso, y se verá que cada nueva etapa significó
un paso de avance hacia el principio del gobierno propio.

Con efecto, al verificarse la cesión en 1803, el Congreso dejó en manos
del Presidente cuanto se refería al Gobierno de la Louisiana, y dicho
funcionario nombró un Gobernador con las facultades de que durante la
soberanía española estuvieron investidos el Gobernador General y el
Intendente, y un Comandante Militar, los dos con omnímodas facultades.
Este gobierno duró pocos meses: ante las protestas de los comerciantes y
de las personas más influyentes de Nueva Orleans, el Congreso de la
Unión votó una ley dividiendo la antigua provincia en dos partes, una al
sur, con categoría de "Territorio", que se denominó de Orleans, y otra
al Norte, que se llamó Louisiana y que no había de ser más que un
"Distrito". El territorio de Louisiana se regiría por un Gobernador y
trece consejeros designados por el Presidente; y como este sistema de
gobierno tampoco agradara a los habitantes del territorio de Orleans, ni
a los del Distrito de Louisiana, ante las nuevas protestas, en enero de
1805 el Congreso resolvió elevar el citado distrito de Louisiana a la
categoría de "Territorio" y otorgarle a Orleans una Cámara de origen
popular, con promesa de ser admitido como Estado cuando contara sesenta
mil habitantes libres; y como esto ocurrió en 1812, en este año dicho
territorio fué reconocido como Estado, con el nombre de Louisiana.

Un detalle de la discusión, en el Congreso, sobre la admisión del nuevo
Estado, evidenció que los principios democráticos continuaban animando
el espíritu de los hombres que ostentaban los poderes públicos. Una
parte del Congreso, inspirada en principios conservadores, veía con
desconfianza y recelos la formación de nuevos estados; temía que éstos
hicieran prevalecer dentro de la confederación ideas y principios que no
fueran los que habían caracterizado a la Unión de los trece Estados
primitivos. El Representante Josiah Quincy estaba entre los disgustados
con la admisión de Louisiana; y como en el calor de su oposición llegara
a hablar de que la formación de un nuevo Estado facultaba a los antiguos
para separarse de la Unión, fué llamado al orden por el Presidente de la
Cámara, quien dijo que no podía consentir que públicamente se hablara
del derecho de secesión. De este requerimiento apeló Quincy ante la
Cámara, y ésta, por una mayoría de 56 votos contra 53, declaró que era
lícito referirse al derecho de secesión e invocarlo.

De esa manera quedó reconocido, por la Cámara de Representantes, que por
lo menos era lícito discutir el derecho de secesión.


(C)

(1819) FLORIDA.

Si la adquisición de la Louisiana significó, por una parte, la doble
extensión territorial de los Estados Unidos, por otro lado trajo, como
consecuencia, nuevos motivos de inquietud para la nación. Tenía ésta un
frente al Atlántico y otro al Golfo de Méjico, y era motivo de
preocupación que la continuidad de las costas se viera interrumpida en
la Florida, pues aunque por el momento no existía ningún peligro
inminente, ¿quién podía asegurar que no se presentaría en lo futuro?
¿Quién podía afirmar que España, sometida entonces a tantas calamidades,
no se pudiera ver en el trance de tener que ceder esa posición, de grado
o por fuerza, a otra potencia europea?

Había, además de esa causa de inquietud respecto a la seguridad exterior
de la Unión, otro motivo de malestar, atinente a la tranquilidad
interior. La Florida--en la que no existía una verdadera colonización, y
en la que España no había podido o no había querido establecer un
Gobierno con recursos suficientes para defender todos los
intereses--constituía el refugio de las tribus de indios "semínolas," de
instintos salvajes; y éstos, en sus continuas incursiones en el
territorio de la Unión, asolando cuanto a su paso encontraban, hicieron
nacer la zozobra en los ánimos. Agréguese a esto la resistencia pasiva
de España a determinar cuáles eran los verdaderos linderos de la
Louisiana, particular en que hicieron los Estados Unidos gran hincapié
porque quedase resuelto, apenas suscrito el Tratado de 30 de abril de
1803, y se explicará que en la vecina República se comenzara a acariciar
la idea de la anexión de la Florida.

Ciertas cartas escritas por Jefferson a significados políticos, cuando
aún no habían transcurrido cuatro meses de la fecha en que fué suscrito
aquel Tratado, nos revelan que el propio Presidente no se ocultaba para
decir que ambicionaba dicha adquisición. No hay más, les decía, que
esperar a que España se encuentre en guerra y ofrecerle dinero, con la
amenaza de que si no lo acepta recurriremos a la fuerza para ocupar la
Florida.

Los Estados Unidos pudieron, de una acometida, haber conquistado la
Florida; y sin embargo no lo hicieron. A pesar de aquellos propósitos; a
pesar de que era del dominio público la idea de que la seguridad y la
conveniencia de la nación exigían la posesión de la Florida, no
recurrieron a la violencia. Confiaron sus propósitos a la diplomacia, la
cual, como se ha de ver, produjo sus frutos. Hemos de ver, sin embargo,
que antes de que llegue el momento de que los Estados Unidos compren la
Florida por medio de un Tratado, en más de una ocasión el Gobierno de
Washington perturbó la posesión que ostentaba España; por más que a ello
le obligara el desgobierno reinante en la Florida.

Nada mejor, para conocer el proceso que culminó en la compra de la
Florida, que recurrir a los documentos oficiales.

En 20 de mayo de 1804, el Presidente, haciendo uso de una ley que
recientemente había votado el Congreso, declaró, por medio de una
proclama, que a los efectos del cobro de los derechos de aduana se había
establecido el "Distrito de Mobila", que comprendía el territorio que
corría desde la ribera occidental del río de ese nombre, hasta
Pascagoula. Contra esa medida estableció su protesta el Ministro español
en Washington, por entender que se trataba de un territorio sometido a
la dominación de España; mas aquel Gobierno no tomó en cuenta dicha
protesta.

En el Mensaje anual al Congreso, de 3 de diciembre de 1805, refirió el
Presidente de la República que las relaciones con España no eran lo
satisfactorias que se deseaba; que esta nación se negaba a solucionar
sus diferencias con los Estados Unidos, consignando además, entre otras
cosas, que constantemente se realizaban incursiones dentro de la
frontera americana, que causaban positivos daños y a las que no eran
ajenos los oficiales y soldados españoles. Tres días después, en un
Mensaje especial, el Presidente insiste sobre el mismo asunto,
exponiendo que a pesar de los esfuerzos del Ministro residente en
Madrid, a fin de solucionar la cuestión de los linderos de la Louisiana,
así como otras que estaban pendientes con España--gestiones en las
cuales había colaborado Monroe, que a ese objeto se dirigió expresamente
a esta nación--, nada se había obtenido, como no fuera la declaración de
que los Estados Unidos sólo tenían derecho, en el territorio situado en
la parte oriental del Mississippi, a una estrecha faja de territorio
inmediato a este río.

Por el mes de febrero del año 1806, el Congreso acordó en secreto votar
un crédito de dos millones de pesos para la compra de la Florida; y a
fin de estudiar el asunto en Madrid, el Presidente nombró dos
Comisionados que no pudieron adelantar nada.

En el mensaje anual de 2 de diciembre de 1806, aludió el Presidente a
que una fuerza española había penetrado en el territorio de la Louisiana
y a que era necesario fortificar a Nueva Orleans y la desembocadura del
río a fin de evitar esos hechos; y en el de 27 de octubre de 1807 hizo
mención de un Decreto que acababa de dictar el rey Carlos IV, remedando
el que había dictado Napoleón en 21 de noviembre de 1806, y por el que
les resultaba imposible mantener su comercio a los que fueran neutrales
en los conflictos de Europa.

Pronto toman los acontecimientos un nuevo sesgo. En la parte de la
Florida Occidental, situada desde el río Amita hasta la Louisiana, se
había establecido un gran número de ciudadanos norteamericanos; y
reunidos éstos en 1810, cerca de Baton Rouge, resuelven no reconocer la
soberanía de España; y aunque en los primeros momentos acordaron
establecer un gobierno independiente, después recurrieron a los Estados
Unidos pidiendo la anexión.

Desde el mes de marzo del año anterior ocupaba James Madison la
presidencia de la República; y éste, en vista de esos sucesos, lanza una
proclama en 27 de octubre de 1810 ordenándole al Gobernador del
territorio de Nueva Orleans que ocupara, a nombre de los Estados Unidos,
todo el territorio situado entre el río Mississippi y el Perdido. Esta
orden estaba razonada. Se decía en ella que era bien sabido que ese
territorio siempre había formado parte de la colonia de la Louisiana, y
aunque España lo había retenido, los Estados Unidos no habían cesado de
reclamarlo; que si hasta entonces no se habían decidido a ocuparlo, era
porque siempre se pensó que España, convencida de la justicia de la
reclamación, no dejaría que las cosas llegaran hasta el punto de que el
Gobierno de Washington tuviera que proceder por su propia cuenta, y que
el nuevo orden de cosas creado en dicho territorio podía ser, por la
proximidad de éste a los Estados Unidos, altamente perjudicial a su
comercio y a sus intereses, supuesto que a los que quisieran violar las
leyes que prohibían la introducción de esclavos y las que establecían
impuestos de aduanas, había de resultarles fácil desenvolver sus
actividades desde aquellos lugares. En cumplimiento de dicha proclama, a
fines del año 1810 el Gobernador del territorio de Nueva Orleans,
William C. C. Claiborne, toma posesión no de todo el territorio
enclavado entre los ríos Mississippi y Perdido, sino de una parte del
mismo, o séase de la situada entre el primero de dichos ríos y el
llamado Perla; y al año siguiente, por orden del Presidente Madison, fué
fortificada esa región y agregada al territorio del Mississippi. Contra
esa ocupación protestaron los Gobiernos de España, Inglaterra y Francia,
por medio de sus diplomáticos acreditados en Washington.

Dada la comprometida situación de España frente a las guerras entre
Francia e Inglaterra, el Gobierno de los Estados Unidos temía, con
sobradas razones, que alguna de estas dos naciones ocupara la Florida. A
veces se le atribuían esos propósitos a una y a veces a otra, y a ese
estado de cosas, inquietante para la República americana, supuesto que
tenía que ser motivo de preocupación que tal cosa ocurriera, obedeció la
siguiente Resolución Conjunta, aprobada por el Congreso en 15 de enero
de 1811:

     Teniendo en cuenta la situación especial por que atraviesan España
     y sus provincias de América; y considerando que es del mayor
     interés para los Estados Unidos, desde el punto de vista de su
     seguridad, de su tranquilidad y de su comercio, el futuro destino
     del territorio con que lindan por el Sur.

     Se resuelve: que los Estados Unidos, dada la peculiaridad de las
     actuales circunstancias, no pueden asistir, sino en medio de la
     mayor inquietud, al hecho de que parte del antes referido
     territorio pase a manos de otro poder; que se verán compelidos, si
     lo requieren las circunstancias, a ocupar temporalmente dicho
     territorio, por exigirlo así su seguridad, sin perjuicio de iniciar
     después las oportunas negociaciones para tratar de su destino
     ulterior.

Al mismo tiempo que se votaba esa Resolución Conjunta, se autorizaba al
Presidente de la República para ocupar todo o parte del territorio de la
Florida, siempre que existiera el temor de que lo pudiera ocupar una
nación extranjera, y para emplear con ese objeto la Marina y el Ejército
de los Estados Unidos.

Unos días después se presenta en el Congreso un _bill_ declarando que
los límites del territorio de Orleans llegaban hasta el río Perdido. Se
quería, sin duda, darle la sanción del Congreso a la acción del Poder
Ejecutivo; pero dicho _bill_ tropezó en la Cámara con una fuerte
oposición. Se dijo, por los adversarios del Gobierno, que esa medida
envolvía una violencia, y al fin se acordó que aquel lindero fuera
fijado en Iberville. Adoptado el _bill_ en esa forma, fué sancionado
por el Presidente en 20 de febrero de 1811.

No pasó mucho tiempo sin que el Gobierno de los Estados Unidos se viera
en la necesidad, por causas diversas, de mandar que sus fuerzas
penetrasen en la Florida. Los indios semínolas vivían y tenían su
refugio en la Florida, pero continuamente penetraban en el Estado de
Georgia y asesinaban, saqueaban las propiedades y cometían todo género
de depredaciones. El Gobierno de España no disponía de medios para
someterlos, ni para evitar tampoco que aquella región fuera un refugio
de los piratas y de todos los malhechores que se escapaban de los
Estados Unidos. En noviembre de 1812, la legislatura de Georgia resolvió
que era esencial para la seguridad del Estado ponerle un término a
semejante situación, y a principios del año siguiente el general Andrew
Jackson, al frente de un ejército, penetra en territorio español y les
da una batida a las tribus de los semínolas.

Poco tiempo después, a mediados del año 1814, el general Jackson penetró
nuevamente en territorio español. Con motivo de la guerra entre los
Estados Unidos e Inglaterra, iniciada en 1812, dicho general, nombrado
Jefe del Departamento del Sur, estableció su cuartel en Mobila; y como
llegara a sus noticias que en Pensacola había desembarcado un
contingente inglés, que había tomado dicha población como base de sus
operaciones, y que se estaba armando a las tribus de indios enemigas de
los Estados Unidos para combatir contra éstos, allí se dirigió Jackson,
sin esperar órdenes de su Gobierno. Con poco esfuerzo desalojó a los
ingleses, devolviéndoles la población, pocos días después, a los
españoles y regresando a Mobila.

Con motivo de la ocupación de la Florida Occidental, España había roto
sus relaciones con los Estados Unidos desde 1808. En 1815 las reanudó.
Nombrado Ministro en Washington don Luis de Onís, éste le dirigió al
Secretario de Estado, a nombre de su Gobierno, una petición que abarcaba
tres extremos: ante todo, previamente, debía ser devuelta a España la
Florida Occidental, sin lo cual no se continuarían las negociaciones; se
debía impedir que en Nueva Orleans se armaran expediciones que fueran a
auxiliar a los insurrectos mejicanos y en las que se afirmaba que
tomaban parte oficiales y soldados del ejército de los Estados Unidos, y
se debía impedir que en los puertos de la Unión penetraran barcos con
banderas de las revueltas colonias de la América del Sur.

James Monroe, Secretario de Estado, contestó esas peticiones por medio
de una comunicación de 15 de enero de 1816, la que después de hacer
relación a todas las cuestiones suscitadas entre las dos naciones desde
1802 y a que los Estados Unidos se habían esforzado por arreglarlas,
mientras que el Gobierno de Madrid no había querido abordar ninguna
solución, se expresaba en estos términos: rechazaba, desde luego, la
demanda sobre devolución de la Florida Occidental, como trámite previo
para entrar en las negociaciones; negaba la afirmación relativa a que
oficiales y soldados del ejército de los Estados Unidos estuviesen
ayudando a los revolucionarios mejicanos; y con respecto a la solicitud
de que no fueran admitidos en los puertos de la Unión barcos de las
colonias insurreccionadas de la América española, replicaba que según la
política de los Estados Unidos, la bandera de una nación, fuese cual
fuera, no era obstáculo para impedir la entrada de ninguna embarcación.

No es posible referir punto por punto estas negociaciones. Tendríamos
que extendernos más de lo que queremos. Basta consignar que antes de que
llegaran a su término, hubo que vencer grandes obstáculos; unas veces se
llevaban en Madrid y otras en Washington, y en más de una ocasión
estuvieron a punto de romperse. Al fin culminaron en el Tratado de 22 de
febrero de 1819. Por dicho tratado, el rey de España cedía a los Estados
Unidos todo el territorio situado al Este del río Mississippi, conocido
por la Florida Occidental y Oriental y recibía una indemnización de
$5,000.000. También se fijaban en dicho tratado los linderos, por el
Oeste, de la Louisiana; renunciaban las dos naciones a las reclamaciones
pendientes por daños a sus ciudadanos; se le concedía a los barcos
españoles, durante doce años, el derecho de entrar en "Pensacola" y en
"San Agustín" en las mismas condiciones que los americanos,
estipulándose, por último, que el nuevo territorio sería admitido como
Estado tan pronto como esto no resultara incompatible con la
Constitución federal.

A pesar de que el tratado prevenía que habría de ser ratificado dentro
de seis meses, pasaron cerca de dos años antes de que fuese aprobado por
las Cortes españolas. En San Agustín y en Pensacola, en 10 y 17 de julio
de 1821, respectivamente, tuvieron efecto las ceremonias del cambio de
soberanía. Fué de esa manera como los Estados Unidos agregaron a sus
adquisiciones territoriales una nueva área compuesta de 59,268 millas
cuadradas.


(D)

(1845) TEJAS.

El tratado de la Florida dió a la Louisiana por límite oriental el río
Sabina, con lo cual le reconoció a España su dominio sobre el territorio
de Tejas, que en lo político formaba parte de Méjico y que
posteriormente, al obtener el país azteca su independencia, fué erigido
en un Estado de la confederación. Cronológicamente, tiene el turno ahora
dicho territorio en el estudio del movimiento expansionista de los
Estados Unidos.

Los orígenes de la expansión norteamericana hacia Tejas se encuentran en
este caso, como en otros, en la iniciativa particular. Comenzó por la
ambición de gran parte de la población, principalmente la del Sur, de
obtener nuevos terrenos para su actividad productora. Cuando cesó en
Méjico la soberanía española, estaban establecidos en Tejas unos tres
mil norteamericanos y apenas ocurrido ese cambio político, los
"empresarios" de terrenos pusieron sus miras en dicho territorio. El
Gobierno mejicano, deseoso de que se poblase, no fué remiso en otorgar
concesiones de tierras. A la primera, hecha a Moisés Austin, de
Connecticut, para establecer una colonia de trescientas familias, y que
fué el fundador de la ciudad que lleva su nombre, siguieron otras muchas
otorgadas a ciudadanos de diversos estados de la Unión, especialmente
los del Sur. Bien pronto casi todo el territorio del Estado tejano fué
repartido entre norteamericanos; todo el que estaba ávido de correr
fortuna decidía ir allí. "Vaya a Tejas", llegó a ser la frase en boga,
según nos refiere Edwin E. Sparks, en su obra _La expansión social y
territorial del pueblo norteamericano_. A consecuencia de esa corriente
migratoria, en 1830 llegó a haber en dicho Estado más de 20,000
ciudadanos de la Unión.

La comunidad norteamericana, residente en Tejas, apenas formada, comenzó
a acariciar la idea de declararse independiente. Desde 1819, es decir,
desde antes de cesar la dominación española, un grupo numeroso,
dirigido por James Long, proclamó la libertad e independencia del país;
y, efectuado aquel cambio de soberanía, reunióse una convención en 1826,
que abogó por esa misma aspiración. Esas declaraciones, sin embargo, no
tuvieron la sanción de todos, ni verdadera trascendencia en los destinos
de Tejas.

El Gobierno de Washington, desde aquella época, pensó en la conveniencia
de la anexión de Tejas. En 1819, el Secretario de Estado, John Quincy
Adams, propuso en el Gabinete demandarle al gobierno de Madrid, con toda
formalidad, el dominio del territorio tejano, por pertenecerle a la
Louisiana todo el que corría hasta el río Bravo; pero, por razones de
diversa índole, el Presidente Monroe y los otros Secretarios no hubieron
de apoyar semejante determinación. Apenas ocupó Adams la presidencia,
dióle instrucciones a Poinsett, Ministro en Méjico, para comprar a
Tejas; pero dicho Ministro, después de explorar la situación, juzgó
oportuno no dar ese paso; y no bien cesó Adams y ocupó el cargo Jackson,
su Secretario de Estado, Van Buren, le dió instrucciones al propio
Ministro para que propusiera la compra del territorio tejano, situado
entre los ríos Sabina y Nueces, en $5,000.000.00. La oferta esta vez fué
hecha, declinándola el Gobierno mejicano.

Alarmado el Gobierno de Méjico ante los propósitos de adquirir a Tejas,
revelados por el de Washington, y pensando sin duda en que dichos
propósitos tenían su antecedente en el hecho de que aquel Estado tuviera
en lo social y en lo económico más conexiones con los Estados Unidos que
con la República azteca, en 1830 prohibió la entrada de nuevos colonos
americanos, canceló las concesiones de terrenos otorgadas a ciudadanos
de los Estados Unidos y estableció una tarifa de aduana para los
productos procedentes de la Unión, que hasta entonces no devengaban
derechos de importación. Estas medidas, y la de abolir la esclavitud,
adoptada el año anterior, causaron gran disgusto entre los
norteamericanos residentes en el país, quienes al tomar la resolución de
no dar la libertad a sus esclavos, se colocaron, de hecho, en una
situación revolucionaria.

La abolición de la esclavitud en Méjico impresionó grandemente al
elemento residente en los estados del Sur de la República
norteamericana, empeñados en mantener aquella odiosa institución. Se
daban cuenta los esclavistas de que no les convenía quedar colocados,
como ahora lo estaban, entre territorios antiesclavistas; y de esa
preocupación nació después en dichos elementos la idea de separar a
Tejas de la confederación mejicana.

Más les interesaba a los esclavistas que Tejas fuera anexado a los
Estados Unidos, que no que se convirtiera en una República
independiente. Anexándola a los Estados Unidos, era fácil convertirla en
uno o en varios Estados, y era para los del Sur de vital interés la
entrada de nuevos estados esclavistas, a fin de contar con mayoría en el
Congreso. Una ligera reseña sobre el estado de ese asunto en aquella
época, nos lo habrá de explicar.

En los estados del Norte no hubo dificultad para hacer desaparecer la
esclavitud, pero en los del Sur, dedicados a cultivos extensivos,
principalmente el del algodón, resultaba muy apreciado el trabajo de los
negros esclavos. De hecho se había establecido una especie de equilibrio
político, entre unos y otros estados, a fin de que ninguno de los dos
grupos llegara a ejercer un completo predominio.

Cuando se trató de formar el Estado de Maine, se opusieron los del Sur,
dado que los votos de ese nuevo estado, en el Congreso, daban mayoría a
los contrarios de la esclavitud. Debido a eso los esclavistas se
opusieron a la admisión del nuevo estado, a menos que Missouri, que
había de ser esclavista, no fuese también admitido como otro estado. La
cuestión conmovió a todo el país, y al fin, a manera de transacción, se
adoptó el famoso "compromiso de Missouri", que consistió en aceptar el
paralelo 36° 30' como línea divisoria entre los estados esclavistas y
los antiesclavistas. Este "compromiso" se adoptó en 1820; pero si se
recuerda que en 1803 había sido comprada la Louisiana, y si por otra
parte se observa la configuración que tenía ésta, se verá que era mucho
mayor la parte de la misma situada al norte de dicho paralelo, que la
colocada al sur de él. Al norte de esa línea había una extensión de
964,667 millas cuadradas, mientras que la del sur era tan sólo de
224,667.

Había, pues, más campo para formar estados antiesclavistas que
esclavistas; de aquí que la anexión de Tejas fuera de gran interés para
estos últimos.

No por esto se ha de entender, ha dicho Roosevelt, que el único factor
que influyó para la separación de Tejas de la confederación mejicana,
fué la gestión de los esclavistas. Tanto como este factor influyó en ese
suceso el afán desmedido por adquirir nuevas tierras, que ha
caracterizado siempre a los habitantes del Oeste, quienes juzgaron como
un estorbo a sus propósitos y planes, primero, la ocupación del valle
del Mississippi por los franceses, y después la de los territorios que
baña el río Grande por los descendientes de los españoles. Pero hay aún,
agrega después, un argumento mucho más trascendente y en presencia del
cual cede el interés de todos los demás: la lucha entre las dos razas y
la imposibilidad de que los mejicanos, que eran incapaces de gobernarse
por sí mismos, pudieran gobernar a otro pueblo.

Desde 1833 Méjico era presa de una revolución. La nación toda, incluso
Tejas, estaba sumida en el mayor desorden. En 1835 el general Santa
Anna, Presidente de la República, pudo abatir la revolución en todo el
país, menos en Tejas. Los revolucionarios, en aquel entonces, no
aspiraban a la independencia. Abogaban solamente porque el Estado
tuviera los fueros reconocidos por la Constitución federal de 1824 y
suprimidos por el gobierno militarista y centralizador de Santa Anna.
Así lo proclamó la convención que en 17 de octubre de 1835 se reunió en
San Felipe de Austin. Si en aquellos momentos el Gobierno de Méjico
hubiera sabido o podido desenvolver una política prudente y justa en los
asuntos de Tejas, probablemente las cosas no habrían llegado donde
llegaron.

En el mes de marzo del año 1836 se reúne una nueva Convención en
New-Washington. De los cincuenta y ocho miembros que la formaron, sólo
había tres mejicanos; los demás eran anglo-americanos. Esta vez se
declaró la independencia y se adoptó una Constitución, por la que se
previno la organización del gobierno. Se formaron tres poderes: el
Ejecutivo, que sería ejercido por un Presidente, el Legislativo, que
habría de residir en dos Cámaras, y el Judicial. Se abolieron los
privilegios y los títulos de nobleza y se adoptó la "common law" inglesa
como base del derecho privado. Por esta Constitución, además, se
autorizaba la esclavitud y se prohibía la entrada de los negros libres.

El general Santa Anna, poniéndose al frente de un ejército, fué a
combatir a los revolucionarios, quienes recibían recursos, en armas y
hombres, de diversas poblaciones de los Estados Unidos. Al principio la
suerte fué favorable a los mejicanos, pero después les volvió la
espalda; y atrocidades como el fusilamiento de todos los prisioneros
hechos en "El Álamo", sólo sirvieron para aumentar el ardor bélico de
los tejanos.

En 27 de abril del propio año libróse en San Jacinto la batalla decisiva
de la guerra. El ejército mejicano fué completamente derrotado,
figurando entre los prisioneros, hechos por los tejanos, el propio
general Santa Anna. En esa fecha se puede decir que quedó decidida la
suerte de Tejas, perdida ya por siempre para Méjico. El día 14 de mayo
se suscribió el tratado de Velasco en el que no sólo se puso fin a la
contienda, sino que se reconoció por el Presidente Santa Anna la
independencia de Tejas. Esta última estipulación, por sugestión de Santa
Anna, se debía mantener en secreto. Quizás porque no quería que la
nación tuviera conocimiento de ella, hasta tanto él estuviera de regreso
en la capital y pudiera tomar medidas que evitaran que al conocerse
semejante noticia produjera tan mal efecto que lo derribaran del poder;
quizás porque pensaba burlarse del tratado después que recobrara su
libertad. El Congreso de Méjico se enteró del tratado; rechazó lo hecho
por Santa Anna y mandó continuar la guerra.

Apenas suscrito el tratado de Velasco, Burnett, Presidente de Tejas, se
dirigió públicamente al pueblo de los Estados Unidos pidiéndole el
reconocimiento de la nueva República. Esta apelación fué acogida por los
estados esclavistas, los que a su vez se dirigieron al Congreso
excitándolo a que hiciera dicho reconocimiento. Aparentemente no se
trataba más que de un acto de la soberanía nacional: el reconocimiento
de un nuevo estado; pero en el fondo, y era esto lo más importante,
tratábase de una nueva batalla que pretendían librar los esclavistas. El
"compromiso de Missouri", dice el escritor Edmund J. Carpenter, fué el
primer episodio de la gran controversia esclavista; el reconocimiento de
Tejas iba a ser el segundo.

En el Senado se inició un extenso debate sobre el asunto, en el que se
distinguieron, entre otros, Daniel Webster, Walker y Porter. El tono de
los discursos revela que por parte de casi todos había la mejor voluntad
hacia la nueva República, pero que se temía, por no haberla reconocido
Méjico, que al darse ese paso se rompieran las relaciones con esta
nación. El Comité de asuntos exteriores del Senado, al que fueron
enviadas para su dictamen todas las peticiones relacionadas con el
reconocimiento de Tejas, propuso a dicho alto Cuerpo, en 20 de junio de
1836, una resolución que fué aprobada y que era algo así como un compás
de espera, según se ve en su parte dispositiva, que rezaba así:

     Se resuelve declarar que los Estados Unidos reconocerán la
     independencia de Tejas tan pronto como se obtengan informes de que
     en dicho país se ha establecido un gobierno de carácter civil,
     capaz de cumplir con los deberes y obligaciones inherentes a las
     naciones independientes.

En 21 de diciembre de 1836, el Presidente, en un mensaje especial, dió
cuenta al Congreso de la información que le había suministrado Henry M.
Morfit acerca de la situación de Tejas; aconsejando, al mismo tiempo,
que no se hiciera el reconocimiento de la independencia. Después de
hacer alusión a que los Estados Unidos habían adoptado por sistema no
reconocer la independencia de ninguna colonia, hasta que su separación
no fuese un hecho sin disputa, se extendía en estas consideraciones:

     Median circunstancias, en las relaciones entre los dos países, que
     exigen que en este caso seamos más cautos que en ningún otro. Tejas
     ha sido reclamado como parte de nuestro territorio, y aun en
     nuestros tiempos muchos de nuestros conciudadanos siguen pensando
     en que debe integrarlo. Gran número de sus habitantes son
     emigrantes de nuestro país, hablan nuestra lengua, profesan
     nuestros principios políticos y religiosos y están unidos a muchos
     conciudadanos nuestros por lazos de parentesco y amistad; y, sobre
     todo, es sabido que el pueblo de ese país ha establecido un
     gobierno a semejanza del nuestro, y que después de vuestra última
     sesión ha resuelto pedirnos, tan pronto reconozcamos la
     independencia, su admisión como un Estado de la Unión. Esta última
     circunstancia, por su delicadeza y gravedad, tiene que preocuparnos
     grandemente. Tejas nos pide que reconozcamos la independencia, y
     sabemos que ese reconocimiento es el antecedente de la anexión.
     Debemos, pues, proceder con gran cautela, a fin de que no se piense
     que si reconocemos los derechos de nuestros vecinos es con miras
     interesadas.

     La prudencia parece dictar, por consiguiente, que seamos cautos y
     que sostengamos nuestra actual actitud, hasta que Méjico mismo, o
     alguna de las grandes potencias, reconozca el nuevo gobierno, o al
     menos hasta que el transcurso del tiempo o el curso de los
     acontecimientos hayan demostrado evidentemente la habilidad del
     pueblo de ese país para mantener su soberanía independiente y
     conservar el gobierno por él establecido.

     Si observamos esta conducta, ninguno de los contendientes tendrá
     derecho a quejarse. Si la seguimos, continuaremos observando
     nuestra tradicional política, esa que nos ha dado respeto e
     influencia en el exterior y completa confianza en casa.

Poco tiempo después, o sea en 18 de enero de 1837, el Presidente Jackson
remitió al Senado copia de una carta que desde su prisión en Columbia,
Tejas, le había dirigido en 4 de julio de 1836 el general Santa Anna, y
de su contestación de 4 de septiembre.

El general Santa Anna decía en dicha carta que a pesar de su convenio
con los tejanos, según el cual él debía regresar a Méjico, desde donde
podía hacer que se respetaran las estipulaciones que había celebrado, se
le mantenía en prisión; y que mientras tanto el Gobierno de Méjico,
ignorante de lo que pasaba, había resuelto continuar la guerra; y le
pedía a Jackson que promediara, que les hiciera ver a los tejanos el
deber en que estaban de dejarlo regresar a Méjico, en la seguridad de
que si esto se hacía habían de terminar los horrores de la guerra.

Consistían las estipulaciones aludidas, y que no se expresaba cuáles
eran, en el reconocimiento, que había hecho Santa Anna en el tratado de
Velasco, de la independencia de Tejas, que se debía mantener en secreto
hasta tanto que él estuviera de regreso en Méjico.

El Presidente Jackson hubo de contestar al general Santa Anna que en
cualquier circunstancia le sería muy grato evitar una guerra, pero que
su gobierno había sido notificado por el de Méjico de que mientras él se
encontrara prisionero, de sus actos no se podía derivar compromiso
alguno para los mejicanos.

Por esta misma época el Presidente Jackson envió a la frontera tejana al
general Gaines, a fin de evitar las incursiones de los indios. Esto no
era más que un pretexto, dice el escritor Edmund J. Carpenter, antes
citado en su obra _El Avance Americano_; en realidad esa medida se
adoptó de acuerdo con el general Houston, que había sucedido a Burnett
en la Presidencia de la República Tejana. El Ministro de Méjico en
Washington, Eduardo Gorostiza, protestó de tal medida, pidiendo se
retiraran de las fronteras las fuerzas del general Gaines; y como fuera
rechazada esta petición, tanto por este hecho como por el de que
públicamente se alistaran hombres en Nueva Orleans para engrosar las
filas tejanas, dicho Ministro hubo de retirarse.

En los mismos días en que ocurría en Washington este incidente
diplomático, se desarrollaba en Méjico otro de la misma naturaleza entre
el Gobierno de dicha República y Powhatan Ellis, Encargado de Negocios
de los Estados Unidos, y el cual, al producir el mismo resultado que
aquél--la retirada del representante diplomático--, hizo que se
completara de esa manera la ruptura de las relaciones entre los dos
países. Tratábase de ciertas reclamaciones relativas a perjuicios
causados a varios ciudadanos de los Estados Unidos, en sus personas e
intereses, de que se hacía responsable al Gobierno de Méjico, y acerca
de los cuales éste, por lo visto, no quería tratar.

El Presidente Jackson se refirió a este asunto en un Mensaje que dirigió
al Congreso en 6 de febrero de 1837. Pidió por dicho documento que se
votara una ley autorizando las represalias y facultándolo para usar de
la marina de guerra, a fin de hacer valer las reclamaciones, por la
fuerza, en el caso de que el Gobierno de Méjico no conviniera en
someterlas a un arbitraje.

Cuando estas noticias sobre la ruptura de las reclamaciones diplomáticas
con Méjico llegaron a conocimiento del Congreso, produjeron el efecto de
excitar a los esclavistas, partidarios como eran del reconocimiento de
la independencia de Tejas. En el mismo mes a que nos acabamos de referir
presentóse una moción en la Cámara de Representantes concediendo un
crédito con que atender a los gastos de un representante diplomático en
Tejas. Dicha moción fué defendida vigorosamente por Bynum, de Carolina
del Norte, y por otros Representantes, y atacada por John Quincy Adams y
Samuel Hoar, de Massachusetts, quienes expresaron, entre otras cosas,
que la finalidad que se perseguía no era la de reconocer la
independencia, sino la de llegar después a la anexión; que no se podía
sostener que Méjico no se pudiera reponer de sus quebrantos y
restablecer su autoridad en Tejas, y que la facultad de reconocer los
nuevos estados era de la incumbencia del Poder Ejecutivo. Esta fué la
fórmula que en definitiva se adoptó: en 28 de febrero se aprobó una
moción facultando al Presidente para hacer el reconocimiento, y el 3 de
marzo el general Jackson envió al Senado el nombramiento de Alcee la
Branche como Encargado de Negocios en la República de Tejas. Al día
siguiente Jackson debía cesar en su elevado cargo; quiso, sin duda, que
dicho reconocimiento fuera obra de su gobierno.

Pasó algún tiempo, y como el Gobierno de Méjico no pudo restablecer su
autoridad en Tejas, a los tres años de aquella fecha los Gobiernos de
Inglaterra, Francia, Bélgica y Holanda ya habían reconocido la nueva
República.

No quedaría completa esta relación si no nos refiriéramos, antes de
seguir adelante, a la verdadera posición del Presidente Jackson ante el
conflicto tejano. Si examinamos su actuación según lo que rezan los
documentos oficiales, se ve que se redujo a observar la más estricta
neutralidad; pero si tenemos en cuenta otros antecedentes, que
trascendieron al dominio público, se echa de ver que su conducta no
guardaba relación con sus palabras: que mientras en mensajes y
manifiestos proclamaba la neutralidad, indirectamente era un colaborador
decidido de los revolucionarios tejanos.

Ningún testimonio más elocuente que el del propio Jackson. Varios años
después de haber abandonado la Presidencia, en una carta dirigida a
William B. Lewis le decía: "Después de la batalla de "San Jacinto", puse
todo mi empeño en que se reconociera la independencia de Tejas, como
medio de admitirla después en la Unión, pero las maquinaciones de Adams
me impidieron realizar ese propósito."

Los escritores norteamericanos que se ocupan en estos asuntos, convienen
en que el envío del general Gaines a la frontera no tuvo justificación,
que las demandas formuladas al Gobierno de Méjico, por medio del
Encargado de Negocios Powhatan Ellis, no fueron más que un ardid para
provocar una guerra; y en que de haberlo podido impedir las autoridades,
no se hubiera dado el caso de que en los puertos del Sur se equiparan
las expediciones destinadas a auxiliar a la revolución.

Carpenter, en su obra antes citada, al referirse al Mensaje presidencial
de 21 de diciembre de 1836, cuyos párrafos más esenciales antes
transcribimos, y al aludir a la neutralidad que según dicho Mensaje
debían guardar los Estados Unidos a fin de no provocar el enojo de
Méjico, hace este comentario:

     Aparentemente, según dicho Mensaje, el Gobierno tenía el propósito
     de proceder con verdadera cautela en el asunto de la independencia
     de Tejas. No se le quería causar ofensa alguna al Gobierno de
     Méjico, pero en el Norte se pensaba por todo el mundo,
     especialmente por los antiesclavistas, que las palabras del
     Presidente no eran sinceras. En primer lugar, una gran parte de la
     población de Tejas estaba formada por emigrantes del Sur de los
     Estados Unidos, y con este elemento se había formado casi todo el
     ejército tejano. En Nueva Orleans se reclutaban hombres
     públicamente para dicho Ejército, sin que las autoridades
     realizaran el menor esfuerzo para impedirlo; y, sobre todo, se
     sabía hasta la saciedad que la verdadera causa de la revolución
     tejana reconocía su origen en el hecho de que el Gobierno mejicano
     había decretado la abolición de la esclavitud.

Hechas estas breves indicaciones acerca de la verdadera actuación de
Jackson en los asuntos tejanos, sigamos nuestra relación en el punto en
que la dejamos: en el momento en que dicho Presidente reconocía la
independencia de Tejas, la víspera de cesar en su cargo, en el que había
de sustituirlo quien era de esperar que, por haber sido un colaborador
de su Gobierno, habría de seguir su misma conducta política: Martin Van
Buren.

Apenas reconocida la independencia de Tejas, su legislatura facultó al
Presidente de la República para gestionar su admisión en la Unión; y
habiendo recibido instrucciones en tal sentido Menucan Hunt, Ministro
Plenipotenciario en Washington, este funcionario depositó una nota en la
Secretaría de Estado, en 4 de agosto de 1837, formulando aquella
pretensión. Transcurrió todo el mes de agosto sin que por la Secretaría
de Estado se hiciera público el asunto, ni se tomara decisión alguna. En
4 de septiembre el Presidente convoca al Congreso a una sesión especial
para tratar de diversos asuntos, y nada dice acerca de éste; pero, ya
reunidas las Cámaras, John Quincy Adams, representante por
Massachusetts, en 13 de ese mes interesó que por el Presidente de la
República se informara acerca de si el Gobierno de Tejas había propuesto
la anexión, y, en caso afirmativo, lo que se hubiere contestado.

Apoyó Adams su petición con un discurso en el que sostuvo que sólo el
pueblo de los Estados Unidos directamente, de una parte, y el de Tejas,
de la otra, podían resolver lo de la anexión, y que ésta constituía un
problema tan grave, que una gran parte de la opinión prefería que se
disolviera la Unión antes de que se consumara ese hecho. Por estos
mismos días se reunieron las legislaturas de ocho Estados, declarándose
también contrarias a la anexión; y en vista, sin duda, de todo esto,
antes de que transcurriera el citado mes, el Secretario de Estado, John
Forsyth, le contestaba al diplomático tejano que ni la proposición en
cuestión, ni ninguna otra por su estilo, sería tomada en consideración
mientras no cesara el estado de guerra existente entre Méjico y Tejas.

Este incidente, al poner sobre el tapete la cuestión de Tejas, produjo
el efecto de despertar las iniciativas de los esclavistas. Si hubo
Estados que se significaron contra la anexión, en cambio otros, como los
de Tennessee, Alabama, Mississippi y Carolina del Sur, abogaron por
dicha solución. John C. Calhoun figuraba como leader de los
anexionistas. Desde mayo del año anterior, es decir, a raíz de la
batalla de San Jacinto, había declarado que los Estados del Sur
necesitaban a Tejas indispensablemente, como único medio de no ser
aniquilados por los del Norte. Ahora se mostraba más radical aun: hay
que escoger, decía, entre la anexión o la secesión.

Los esclavistas echaron sobre Adams la responsabilidad de que el
territorio de Tejas no perteneciera a los Estados Unidos. Dicho
territorio, decían, por haber formado parte siempre de la provincia
española de la Louisiana, fué adquirido en 1803, cuando Jefferson compró
dicha provincia; pero había sido devuelto a España en 1819, en el
tratado de la Florida, efectuado bajo la dirección de Adams, al fijar a
los Estados Unidos como límite por el Oeste el río Sabina. Suponían que
Adams, al proceder de esa manera, se había inspirado en el propósito de
impedir, por ese medio, que se formaran nuevos estados esclavistas; e
invocaban el testimonio de Erving, Ministro que había sido en Madrid
cuando se negociaba el tratado de la Florida, y que había declarado que
si esas negociaciones se hubieran concluído en aquella Capital, o, por
mejor decir, donde se iniciaron, y no hubiesen sido llevadas después a
Washington, donde fueron concluídas, España hubiera convenido en el
dominio de los Estados Unidos sobre Tejas, desde el momento en que él
hubo conseguido que se reconociera el río Grande como lindero.

Es por esto por lo que los anexionistas adoptaron como lema la palabra
"reanexión"; pero lema, dice Roosevelt, que no era más que el barniz de
derecho con que querían cubrir sus pretensiones. Tenemos que
reanexarnos, decían, el territorio que es nuestro y de que nos ha
privado la maldad de un estadista del Norte. Se olvidaban los acusadores
de Adams de que, según dijimos antes, siendo éste Presidente de la
República había iniciado gestiones para obtener de Méjico la cesión de
Tejas, y que anteriormente, como Secretario de Estado, en la época de la
presidencia de Monroe, quiso demandarle a España el reconocimiento del
dominio de los Estados Unidos, oponiéndose sus compañeros de Gabinete, y
el propio Monroe, a que se formulara semejante pretensión.

No se arredró el insigne ex Presidente ante las imputaciones de sus
adversarios. En junio de 1838 presentó en la Cámara de Representantes la
siguiente moción:

     Se resuelve que la facultad de anexar a esta Unión un estado
     independiente, no está delegada por la Constitución en el Congreso,
     ni en ningún otro Departamento del Gobierno, sino que es privativa
     del pueblo; y que cualquier tentativa del Congreso para realizar la
     anexión de la República de Tejas, ya se intente efectuarla por
     medio de una ley o por medio de un Tratado, ha de constituir una
     usurpación de poder, un acto ilegal y nulo, que el pueblo libre de
     la Unión tendrá el derecho de resistirla y el deber de anularla.

Adams, en defensa de esta moción, pronunció un discurso que por su
resonancia, por el efecto que produjo, se puede decir que hizo época,
hasta el punto de que en tres años, hasta que expiró el mandato de Van
Buren, no se volvió a hablar de la anexión. Sus adversarios han negado
tal cosa, atribuyendo este hecho al propósito, que se hizo Van Buren, de
no darle oídos a nada que se relacionase con la anexión de Tejas,
mientras entre ésta y Méjico existiera un estado de guerra.

En 4 de marzo de 1841, ocupó la Presidencia de la República William
Henry Harrison. Dados sus antecedentes, su amistad personal e
identificación política con Adams, se pensó que no cambiaría de aspecto
la cuestión tejana; pero al mes de ocupar el cargo lo arrebató la
muerte, y fué sustituído por John Tyler, virginiano y de ideas opuestas
a las suyas. Procedía Tyler, políticamente, de elementos que se habían
significado como esclavistas genuinos, y se recordaba que siendo Senador
había sostenido que el Congreso carecía de atribuciones para prohibir la
esclavitud en ningún territorio. Todo esto presagiaba que no había de
transcurrir mucho tiempo antes de que se agitara la opinión y se
planteara de nuevo la anexión de Tejas. La ocasión era propicia para que
los esclavistas, cuyas aspiraciones habían estado dormidas, pero no
muertas, se pusieran de nuevo en actividad. Hemos de ver que así
ocurrió; que los esclavistas supieron aprovechar la oportunidad que con
la muerte de Harrison les deparaba el destino.

Al abrirse el Congreso en diciembre de dicho año, se dió cuenta con las
solicitudes de varios estados del Sur, que nuevamente venían a reclamar
de los poderes federales que se realizara la anexión. Por estos mismos
días se equipaba en Santa Fe, por cuenta del Gobierno de Tejas, una
importante expedición, sin que el de los Estados Unidos tomara medidas
para evitarlo, a pesar de que los soldados habían sido reclutados
públicamente; y en estos mismos días, también, dispuso Tyler que se
activase la ejecución de un tratado celebrado desde hacía años entre los
Estados Unidos y Tejas, fijando el lindero de los dos países. Al darle
cuenta al Congreso, en su mensaje de 7 de diciembre, de haber concluído
dicho Tratado, la comisión nombrada por las dos naciones aludía en
términos tan lisonjeros a la República de Tejas, que al leerlo se
sospechaba que tales afectos nacían de algún propósito.

En marzo del año 1842, el Ministro de Tejas en Washington se entrevista
con Daniel Webster, Secretario de Estado, y le trata de la anexión de su
país. Webster se negó a entrar en negociaciones, entre otras razones
porque estaba convencido de que si se celebraba el Tratado, el Senado
habría de rechazarlo. No parecía Webster muy decidido por la anexión; no
era el hombre que podía ayudar a Tyler en el propósito de realizarlo,
siendo este motivo una de las causas de que abandonara la Secretaría de
Estado, lo que ocurrió en mayo de 1843.

A Webster lo sustituyó Upshur, de Virginia, muy conocido como
esclavista. Apenas ocupó la Secretaría de Estado, se dedicó con ahinco a
estudiar el problema de la anexión de Tejas. Por esta época se presentó
un nuevo aspecto en este asunto, que sirvió para que los esclavistas
redoblaran sus energías. Inglaterra quería mezclarse en los asuntos de
la nueva República, a fin de que ésta suprimiera la esclavitud; y,
aprovechando la circunstancia de que la situación financiera del
Gobierno tejano era deplorable, lo halagaba ofreciéndole facilidades
para salir de la crisis. Había, pues, que darse prisa, supuesto que el
peligro era grave: la supresión de la esclavitud en Tejas podía
quebrantar el mantenimiento de esta institución en los estados del Sur.
Francia había unido sus esfuerzos a los de Inglaterra, y los gobiernos
de éstas dos naciones habían conseguido que entre Méjico y Tejas cesaran
las hostilidades, que se firmara un armisticio. Era fácil, además, que
se firmara la paz definitiva.

Upshur se apresuró: no convenía que Méjico y Tejas hicieran la paz; y,
decidido a no demorar la anexión por más tiempo, en 16 de octubre del
año a que nos venimos refiriendo la propuso con toda formalidad a Van
Zand, representante diplomático de Tejas en Washington, sin que le
preocuparan, en lo más mínimo, las protestas que formuló Juan Almonte,
Ministro plenipotenciario de Méjico. Al llegar a conocimiento del
general Houston, Presidente de Tejas, la proposición de la anexión,
pensó, acertadamente, que si la tomaba en cuenta, que si iniciaba las
negociaciones, el gobierno de Méjico seguramente habría de reanudar las
hostilidades; y ante este temor preguntó al Gobierno de Washington si en
caso de una agresión por parte de aquella República, se podría contar
con el apoyo de los Estados Unidos, mientras el tratado de anexión
estuviera pendiente de aprobación. Upshur no se atrevió a contestar;
pero Murphi, agente diplomático de los Estados Unidos en Tejas, dió por
su cuenta una contestación afirmativa; aseguró que en caso de que Méjico
pretendiera realizar una invasión, se podía contar, para repelerla, con
las fuerzas de los Estados Unidos; y tan en serio se tomó Houston esta
contestación, que al serle sometido el armisticio con Méjico, concluído
en esos días, hubo de rechazarlo.

En esa situación, en 17 de enero de 1844 muere Upshur a bordo de la
fragata _Princeton_, por consecuencia de la explosión de un cañón; y
John Nelson, Procurador General, que interinamente se hace cargo de la
Secretaría de Estado, adopta una actitud inexplicable: le dice a Murphi,
por una parte, que se ha excedido al hacer su ofrecimiento, supuesto que
el Presidente, sin la autorización del Congreso, no puede emplear la
marina y el ejército contra una nación amiga, y por otra, que el Poder
Ejecutivo

     no tenía inconveniente en concentrar una escuadra en el golfo de
     Méjico y un contingente militar en la frontera, en defensa de los
     habitantes de Tejas y de su territorio.

Rápidamente se fueron precipitando las cosas. En 29 de marzo ocupó la
Secretaría de Estado John C. Calhoun, quien había figurado siempre como
uno de los directores de la tendencia esclavista, y que declaró, al
ocupar su cargo, que no llevaba al mismo otro fin que el de realizar la
anexión, y que lo renunciaría una vez obtenida ésta. Al día siguiente
llegó a Washington Henderson, el delegado tejano que debía negociar el
tratado de anexión. Calhoun no tuvo inconveniente en ratificar las
manifestaciones de Murphi y de Nelson acerca del envío de fuerzas que
defendiesen a Tejas en caso de una agresión mientras se ratificaba el
tratado; sin que lo preocupase el hecho de que con semejante medida, que
en cierto modo equivalía a una declaración de guerra, se invadieran las
atribuciones del Congreso. El día 12 de abril se suscribió el Tratado y
diez días después fué enviado al Senado por medio de un mensaje.

La causa de que se perdieran diez días en este trámite, en un asunto a
que se le había impreso tanta celeridad, obedeció a un hecho que los
norteamericanos, celosos de su Historia, no hubieran querido que hubiese
ocurrido. Demoró Calhoun de intento el envío del mensaje; quiso que el
Senado conociera al propio tiempo, y se impresionara con ella, la
respuesta dada por él al despacho de Lord Aberdeen, Primer Ministro
inglés, en que se exponía que uno de los propósitos que llevaba la Gran
Bretaña al mediar con Méjico en el asunto de Tejas, era el de obtener la
abolición de la esclavitud en este país. Decía Calhoun en su
contestación, que fué dada a Lord Aberdeen en 18 de abril, que en vista
de dicha actitud del Gobierno inglés, el de Washington se había
apresurado a suscribir el tratado de anexión, con objeto de que no se
realizaran aquellos propósitos, ya que en ello estaban empeñadas la paz
y la seguridad de los Estados Unidos.

Esa contestación, ha dicho el profesor Von Holst, era algo así como una
proclama elevando la esclavitud a institución nacional, ya que se
exponía la Unión a los riesgos de una guerra sólo por defenderla. Por su
parte el notable escritor Carl Schurz se expresa en estos términos:

     Los Estados Unidos, al anexarse a Tejas, corrían los riesgos de una
     guerra, y lo hacían nada más que por defender y mantener la
     esclavitud. Ese fué el verdadero móvil de la conducta del
     Presidente y del Secretario de Estado; en semejante posición
     colocaron estos señores ante el mundo a la gran República
     Americana.

Nada de esto, sin embargo, nada acerca de que fuera el mantenimiento de
la esclavitud el verdadero móvil de la anexión, se decía en el Mensaje
antes citado, dirigido al Senado, acompañando el tratado de anexión. Se
hablaba de que el territorio tejano había sido cedido a los Estados
Unidos por el tratado del año 1803; de que la población de Tejas, por su
origen, por sus antecedentes y hábitos, era homogénea a la de los
Estados Unidos; de que la anexión habría de reportar beneficios
positivos a los intereses de la Unión, y, últimamente, de que dicha
solución sólo interesaba a Tejas, que era un Estado independiente, y a
los Estados Unidos; pero ni una palabra acerca de la conveniencia de
favorecer los intereses esclavistas.

A pesar de los esfuerzos del Gobierno y de los esclavistas para que el
Senado aprobara el tratado, después de varias semanas de
deliberaciones, en la sesión del día 8 de junio fué rechazado por 35
votos contra 16; lo que se debió, en parte, al fuerte espíritu
antiesclavista que dominaba, y en parte al temor de provocar una guerra
con Méjico.

No se arredró Tyler ante la decisión del Senado. Interesado en realizar
la anexión, en cualquier forma, ya no quería reparar en los medios, aun
cuando éstos no fueran lícitos. Dos días después de la resolución de
aquel Cuerpo, se dirigió por un Mensaje a la Cámara de Representantes
sugiriéndole a ésta la conveniencia de que el Congreso acudiera a
cualquier otro procedimiento, a fin de realizar la anexión. Ese otro
procedimiento no podía ser más que el de una Resolución Conjunta. En
realidad, a lo que se aspiraba era a burlar la necesidad de la
concurrencia de las dos terceras partes de los miembros que formaban el
Senado. Se trataba de un tratado, y éstos, según la Constitución,
necesitan para su aprobación el asentimiento de las dos terceras partes
de los senadores, y con la _joint resolution_ se evitaba la necesidad de
ese quórum extraordinario; bastaba la mayoría simple u ordinaria. Desde
luego que se infringía la Constitución, que se apelaba a un
procedimiento inadecuado; pero los esclavistas pensarían, sin duda, que
el fin justificaba los medios.

Apenas leído el Mensaje en la Cámara de Representantes, inicióse un
intenso debate sobre el mismo, es decir, sobre la legalidad del
procedimiento de acudir a una _joint resolution_. Stephen A. Douglas, de
Illinois, y Charles J. Ingersoll, de Pennsylvania, sostenían la
afirmativa, rebatiéndoles Robert C. Winthrop, de Massachusetts. A pesar
de los esfuerzos de los esclavistas, terminó la legislatura sin que se
acordase nada.

Mientras tanto, fuera del Congreso, se iniciaba un movimiento que fué el
último y decisivo esfuerzo de los esclavistas para anexar a Tejas. Hasta
este momento se puede decir que partidarios y adversarios de la anexión
no habían llevado sus aspiraciones a determinado partido político: unos
y otros pertenecían, indistintamente, a una u otra agrupación; pero en
la campaña presidencial efectuada el año de 1844, a que nos venimos
refiriendo, se deslindaron los campos entre demócratas y "_whigs_".

La convención nacional de los _whigs_, reunida en Baltimore en 1º de
mayo, designó candidato a la Presidencia al ilustre Henry Clay, quien
días antes había escrito una carta afirmando que si bien los Estados
Unidos habían adquirido a Tejas por el tratado de 1803, la habían
perdido después por el de 1819; que hacer la anexión era provocar una
guerra con Méjico y romper el equilibrio entre los estados esclavistas y
los antiesclavistas.

Los demócratas por su parte, al reunir su convención en 27 del mismo
mes, hicieron algo más que proclamar a un candidato simpatizador con sus
ideas: aprobaron una moción recomendando la "reanexión" de Tejas y la
reocupación de Oregon. El candidato de los demócratas, James K. Polk,
era poco menos que desconocido, hasta el punto de que se puso en boga la
frase: "¿Quién diablos es Polk?"; pero, en cambio, se adoptó un
estribillo en la campaña, a manera de lema, más interesante y
significativo que la figura del candidato presidencial: "Tejas o la
desunión".

Había gran diferencia entre uno y otro candidato. Clay, dice Roosevelt,
estaba sostenido por los mejores elementos del país; mientras que Polk
tenía sus mantenedores entre los esclavistas y entre esa clase de
políticos viciosos y corrompidos de las grandes ciudades del Norte y de
Nueva Orleans. Las probabilidades de la victoria estaban de parte de
Henry Clay; pero éste, mal aconsejado, dió un paso que, según se dice,
le arrebató la victoria. Ocurrió que en el Sur, donde predominaban los
esclavistas, como se viera Clay muy combatido por sus ideas contrarias a
la anexión de Tejas, expuestas en la carta antes citada, y le pidieran
algunos amigos de Alabama que hiciera alguna manifestación que atenuara
aquel mal efecto, no tuvo inconveniente en declarar que él,
personalmente, no era contrario a la anexión; que, antes al contrario,
la vería con gusto siempre que se pudiera realizar sin deshonor, sin
guerra y en términos justos y equitativos. Esta contradicción entre lo
dicho antes y lo que se decía ahora, sin duda que debilitó a Clay ante
la opinión, que vió en él, dice Schurz, a un político de la clase
corriente, de los que no tienen otro principio que el de su
conveniencia. Semejantes declaraciones, agrega, lo debilitaron donde
estaba fuerte y no le dieron más fuerza donde estaba débil.

La elección de Polk significaba que se habría de realizar la anexión;
pero ésta se verificó antes de lo que se esperaba, antes de que aquél
inaugurase su período presidencial. ¿A qué se debió esto? A lo
siguiente: Tyler había aspirado a la designación o "postulación"; pero
los demócratas, su partido, lo desairaron; y un tanto despechado, no
queriendo que otro se llevara la gloria por él tan acariciada de
realizar la anexión, puso en juego todas sus influencias para que ésta
se consumara antes de abandonar su cargo. En 3 de diciembre dirigió un
Mensaje al Congreso, exponiendo que supuesto que el país se había
significado por la anexión, no se la debía demorar por más tiempo.
Moviéronse sus amigos en las Cámaras y recabaron de éstas la aprobación
de la _joint resolution_, tan deseada por los esclavistas. En 1º de
marzo fué aprobada por Tyler, que tres días después había de cesar en su
elevado cargo.

Mientras estas cosas ocurrían en los Estados Unidos, los gobiernos de la
Gran Bretaña y de Francia, interesados, como antes vimos, en que entre
Méjico y Tejas cesara el estado de guerra, habían conseguido que la
primera de estas dos Repúblicas suscribiera la paz, a condición de que
la última se comprometiera a no anexarse nunca a otra nación. Se había
redactado el oportuno tratado y éste había obtenido ya la sanción del
Gobierno mejicano. Faltaba la de Tejas.

En 16 de junio del año 1845 debía reunirse el Congreso tejano. Podía
optar entre la paz ofrecida por Méjico y la anexión a los Estados
Unidos. Decidióse por esto último; y, habiendo ratificado el pueblo,
directamente, esa decisión, por medio de un plebiscito celebrado el día
4 de julio del propio año, se adoptó después la constitución local, por
la que se debía regir como nuevo Estado de la Unión.

En 29 de diciembre el Congreso de los Estados Unidos acordó admitir el
"Estado de Tejas", en las mismas condiciones que los demás. La República
norteamericana no sólo aumentaba el número de las comunidades políticas
que la formaban, sino que ensanchaba notablemente su extensión
territorial. El área que nuevamente se adquiría tenía una extensión de
371,063 millas cuadradas; algo así como la superficie de la antigua
monarquía Austro-Húngara, Italia y Suiza unidas.


(E)

(1848) ALTA CALIFORNIA Y NUEVO MÉJICO.

Tan pronto como fué sancionada la _joint resolution_ por la que se
aprobó la anexión de Tejas, el Ministro de Méjico en Washington pidió
sus credenciales y se retiró, quedando rotas, de esa manera, las
relaciones entre las dos naciones. Este detalle, por lo visto, preocupó
bien poco a los hombres que en aquel entonces dirigían los destinos de
los Estados Unidos. Es que la esclavitud, dice Mc. Laughlin, había hecho
en el país el efecto de un veneno. Parecía natural que después de la
adquisición del territorio tejano, el Gobierno permaneciera tranquilo,
preocupado en reanudar sus relaciones con el de Méjico; pero no fué así;
hemos de ver ahora que ambicionó un plan que suponía un verdadero
despojo. Se pretendió que el límite entre Tejas y Méjico no lo
constituyera el río "Nueces", como hasta entonces, sino que se quiso
llevar dicho límite más al Sur, hasta el río "Grande", en perjuicio
desde luego de la República Mejicana, que contaba como parte de su
territorio la extensión situada entre dichos dos ríos. Vamos a referir
cómo desenvolvió el Presidente Polk su plan de conquista.

En 30 de julio del año 1845, el general Taylor recibió órdenes de cruzar
el río "Nueces", al frente de cuatro mil hombres, e invadir el
territorio situado entre este río y el "Grande", aunque sin aproximarse
a los destacamentos del ejército mejicano situados en la margen
septentrional de este último. Taylor cumplió esa orden; pero apenas
había cruzado el río "Nueces", y encontrándose acampado en Corpus
Christi, fué instruído de que en el caso de que los mejicanos cruzaran
el río "Grande", debía rechazarlos y ocupar la ciudad de Matamoros. Al
mismo tiempo que se comunicaban estas órdenes al Ejército, se disponía
que dos escuadras, una en el Pacífico y otra en el Atlántico, se
aproximaran a las costas de Méjico.

Estos preparativos bélicos no eran todavía el comienzo de la campaña de
conquista; no tenían más finalidad que la de impresionar al pueblo y al
gobierno mejicanos, para de esa manera crearle un ambiente, propicio a
un arreglo, a un representante que se pretendía enviar a la capital de
Méjico. Pensaba el gobierno del Presidente Polk que si la diplomacia
podía actuar con eficacia, era preferible confiar a ella sus propósitos,
antes que a las armas. Animado de estos deseos, en septiembre el
Secretario de Estado, Buchanan, inquirió del Gobierno de Méjico si
estaba dispuesto a recibir a un enviado de los Estados Unidos, con
plenos poderes para arreglar las cuestiones pendientes entre los dos
gobiernos; y como se obtuviera una contestación favorable, se nombró
para desempeñar ese encargo a John Slidell, quien partió inmediatamente
para su destino. No se reducía la misión de Slidell a obtener que se
fijara el río "Grande" como límite de las dos naciones; eran más
extensas ahora las pretensiones de los Estados Unidos. Se debía
gestionar la cesión de Nuevo Méjico y de la California, a cambio de
recibir el Gobierno de Méjico una indemnización de $25,000.000, y a
cambio, también, de que el Gobierno de los Estados Unidos renunciara al
cobro de unas indemnizaciones pendientes. Un encargo más llevaba
Slidell: debía realizar ciertas averiguaciones para saber cuál sería la
actuación de las potencias europeas, caso de que se rompiesen las
hostilidades.

Al presentarle Slidell sus credenciales al general Herrera, Presidente
de Méjico, vióse que no era un comisionado especial para arreglar las
diferencias entre los dos países, sino un funcionario de carácter
permanente, un Enviado Extraordinario y Ministro Plenipotenciario; y
como se estaba en la inteligencia de que aquél habría de ser su
carácter, y no éste, dado que estaban rotas las relaciones entre los dos
países, el Gobierno se negó a recibirlo; y encontrábase haciendo
gestiones el diplomático norteamericano para ser admitido, cuando un
movimiento revolucionario depuso a Herrera y elevó a la presidencia a
Paredes. Negóse también el nuevo Presidente a recibir a Slidell, y
perdida ya por éste toda esperanza de ser admitido, en 21 de marzo de
1846, regresó a los Estados Unidos.

Al enterarse el Presidente Polk de la ineficacia de la actuación
diplomática, le dió órdenes a Taylor de que avanzara; y antes de que
hubiera transcurrido el mes antes citado, las fuerzas al mando de este
General se habían aproximado a la ciudad de Matamoros, emplazando tan
cerca de la plaza sus baterías, que la dominaban perfectamente. Al mismo
tiempo la escuadra bloqueaba la boca del río Grande, a fin de impedir
que por esta vía recibieran recursos y alimentos los habitantes de dicha
ciudad. De hecho los Estados Unidos iniciaban la guerra, y
comprendiéndolo así el Presidente Paredes, en 23 de abril publicó un
manifiesto declarando que frente a la actitud de la vecina República,
Méjico no tenía otro camino que el de responder a la guerra con la
guerra, y que ya había dispuesto que el General en Jefe de la división
de la frontera del Norte hostilizara al enemigo.

El 24 de abril tiene lugar la primera escaramuza. Una fuerza mejicana se
encontró con un destacamento de dragones americanos y le hizo 16
muertos. Este era el pretexto que el Gobierno de Polk necesitaba para
romper las hostilidades de manera oficial. El día 9 de mayo llegó a
Washington la noticia de dicho combate, y el día 11 el Presidente se
dirigió al Congreso para que éste, reconociendo la existencia de un
estado de guerra, proveyera lo conducente a facilitar al Ejecutivo
hombres y recursos. Achacábase en ese documento la responsabilidad de la
guerra al Gobierno de Méjico.

     Después de reiteradas amenazas--se decía--Méjico ha roto nuestra
     frontera invadiendo el territorio de los Estados Unidos y
     derramando sangre americana en nuestro suelo; por otra parte,
     también ha declarado su gobierno que las hostilidades han comenzado
     y que las dos naciones se encuentran en guerra. Ante estos hechos,
     ocurridos a pesar de nuestros esfuerzos por evitarlos, nos exigen
     el deber y el patriotismo que reivindiquemos con toda energía el
     honor, los derechos y los intereses de nuestro país.

No nos extrañan las palabras de Polk. No recordamos que en ningún caso
la nación agresora, en una guerra injusta, no haya tratado de eludir la
responsabilidad de su conducta.

El propio día 11 la Cámara de Representantes declaró, sin que hubiera
debate, que existía el estado de guerra, y además autorizó al Presidente
para alistar 50,000 hombres y para disponer de un crédito hasta de
$10,000.000. Sólo catorce representantes votaron en contra del "bill",
figurando entre éstos John Quincy Adams. Al día siguiente fué aprobado
en el Senado por cuarenta votos contra dos.

No pasó mucho tiempo antes de que el propio Presidente Polk se encargara
de decir, de manera encubierta, pero indudable, que la guerra que se
estaba haciendo era de conquista. En 8 de agosto del año que acabamos de
citar, envió un Mensaje al Congreso: empezaba diciendo que lo que se
ventilaba en la guerra era una cuestión de límites entre las dos
Repúblicas, y que se le debía autorizar para disponer hasta de
$2,000.000 a fin de pagarle a Méjico, en justa compensación, "cualquier
concesión que tuviera que hacer"; y terminaba recordando que cuando el
Gobierno estuvo en negociaciones para adquirir primero la Louisiana y
después la Florida, se había autorizado al Presidente para disponer de
determinadas sumas de dinero. ¿A qué otro cosa que a la compra de
territorios mejicanos se podía aludir por el Presidente al hablar de
retribuirle a Méjico "las concesiones que hiciera"?

El Congreso se dió cuenta de que el Presidente se había referido a la
posibilidad de que se compraran territorios mejicanos. Lo prueba el
hecho de que con motivo del "bill" que se presentó en la Cámara de
Representantes, concediendo el crédito pedido, introdujo una enmienda el
Representante David Wilmot, de Pensylvania, prohibiendo la esclavitud en
"el territorio que se adquiriera de Méjico". El "bill", con la enmienda,
fué aprobado en la Cámara, pero fracasó en el Senado; y tan necesario lo
estimaba el Presidente, que en su Mensaje anual de 8 de diciembre volvió
a insistir en que se le otorgara el crédito en cuestión.

Con motivo de esta petición se inició un debate en el Senado, que duró
varios días, pudiéndose apreciar que el Norte y el Sur estaban más
separados que nunca. La famosa enmienda de Wilmot prohibiendo la
esclavitud "en los territorios que se adquirieran en Méjico", fué
reproducida, combatiéndola el senador Colquitt, de Georgia, en un
violento discurso. Daniel Webster, por su parte, pidió se declarase que
los Estados Unidos no hacían la guerra para ensanchar sus linderos a
costa de Méjico, y que sólo aspiraban a que esta nación se prestara a
tener un arreglo sobre sus límites. John C. Calhoun presentó otra moción
pidiendo se declarara que "la aprobación de cualquier ley que directa o
indirectamente privase a los ciudadanos de cualquier estado de la Unión
del derecho de emigrar con sus propiedades a cualquier territorio de los
Estados Unidos, sería considerada como una violación de la
Constitución". Thomas H. Benton combatió esta moción, y por cierto que
al hacerlo no tuvo inconveniente en declarar que el principal
responsable ante la historia, de la guerra, era Calhoun. Al fin, después
de tanta discusión, se autorizó al Presidente para disponer de un
crédito de $3,000.000.

Mientras estas cosas ocurrían en Washington, la campaña se desenvolvía
en forma bien desdichada para Méjico. Los diversos ejércitos que
invadieron el territorio mejicano no encontraron la resistencia que era
de esperar se les hiciera. Debióse esto a que ni aun en situación tan
angustiosa los partidos supieron darse una tregua en sus eternas
rivalidades; el patriotismo no se pudo imponer al espíritu partidarista,
y de ahí que la mayor parte de los Estados se mostraran "poco menos que
indiferentes" ante el invasor, según nos dice el historiador Jerónimo
Becker.

El ejército mandado por Taylor, después de derrotar a los mejicanos en
Palo Alto y en Resaca de Guerrero, se apoderó de Matamoros y otra
fuerza mandada por el general Scott puso sitio a Veracruz, logrando que
la plaza capitulara, tras un tremendo bombardeo, en 27 de febrero de
1847. Otros lugares, como Nuevo Méjico y California, fueron ocupados sin
resistencia.

Tantos contratiempos sirvieron de pretexto no para que el país
reaccionase, sino para que un nuevo movimiento revolucionario arrojara
de la presidencia a Paredes y colocara de nuevo en su lugar a Santa
Anna. Este, poniéndose al frente de un ejército, trató de cortarle el
paso al general Scott, que se dirigía sobre la capital; pero, derrotados
los mejicanos en Cerro Gordo, Puebla y Churubusco, en 14 de septiembre,
tras un corto armisticio, penetraron los invasores en aquélla.

En 22 de noviembre del año 1847, a que nos venimos refiriendo, los
mejicanos pidieron la paz. Las dos naciones nombraron sus comisionados;
se iniciaron las negociaciones en Guadalupe Hidalgo, y en 2 de febrero
del año siguiente se firmó el tratado que lleva el nombre de esta
ciudad.

Por este tratado se fijó como lindero entre los Estados Unidos y Méjico,
el río Grande, por una parte; por otra, el Gila, afluente del Colorado,
y últimamente la línea divisoria entre las dos Californias. En
compensación, Méjico recibiría $15,000.000. De esta manera se anexaban
los Estados Unidos todo el territorio de la Alta California y de Nuevo
México, con una extensión superficial de 522,568 millas cuadradas.
Dentro de esa área se formaron después los estados de California, Nevada
y Utah y parte de Wyoming, Colorado, Arizona y Nuevo Méjico.


(F)

(1846) OREGON.

El tratado de Gante, celebrado a fines del mes de diciembre de 1814,
puso fin a la guerra entre la Gran Bretaña y los Estados Unidos,
iniciada en 18 de junio de 1812. Pero apenas suscrito ese Tratado, una
nueva cuestión puso en pugna los intereses de las dos naciones: nos
referimos a la discusión sobre el mejor derecho a ocupar el territorio
de Oregon, limitado al Norte por el paralelo 54° 40', al Sur por
California, al Este por las Montañas Rocallosas y al Oeste por el
Océano Pacífico. Antes de que se originara esa discusión, habían
visitado dicho territorio arriesgados exploradores españoles, ingleses,
rusos y franceses, pero ninguna de las expediciones había realizado una
verdadera ocupación. España, por su carácter de nación descubridora,
parecía estar asistida de mejor derecho a poseer el Oregon, pero en
realidad nunca le reconoció importancia a esa posesión. Con tales
antecedentes, ¿cuáles podían ser los títulos de los Estados Unidos y de
la Gran Bretaña para ejercer semejante dominación? Vamos a examinarlos.

Los títulos de los norteamericanos eran éstos: 1º El viaje de la
"Columbia", embarcación mandada por el capitán Robert Gray, que con
fines comerciales llegó en 1792 a las costas de Oregon, navegando y
remontando después un caudaloso río, hasta entonces desconocido, que fué
bautizado con el nombre de aquella embarcación; tomando además los
expedicionarios posesión del país en nombre de los Estados Unidos. 2º El
viaje de Meriwether Lewis y William Clark, enviados en 1803 por el
presidente Jefferson--a quien no se ocultaba la necesidad de que la
nación tuviera un frente al Océano Pacífico--y los que después de
atravesar la cordillera de las Rocallosas llegaron hasta el nacimiento
del río "Columbia", navegando éste hasta el Pacífico; suministrando a su
regreso preciosos datos y antecedentes sobre el país. 3º La compra a
Francia de la Louisiana; por estar comprendido Oregon en los términos de
la cesión de dicho territorio, no obstante la aparente vaguedad de
aquéllos. Y 4º El hecho de que la ciudad de Astoria, fundada y habitada
por ciudadanos norteamericanos, y que había sido ocupada por los
ingleses durante la guerra de 1812, hubiese sido devuelta a los Estados
Unidos en cumplimiento de la cláusula del Tratado de Gante, según la
cual las dos naciones se debían devolver las posesiones que
respectivamente se hubiesen arrebatado.

Frente a esos títulos, invocaba la Gran Bretaña los diversos viajes de
sus navegantes a Oregon, algunos anteriores al del capitán Gray; y,
especialmente, los aprovechamientos que realizaba en dicha región la
"Hudson Bay Company", empresa fundada desde 1670 y a la que el Gobierno
Británico había otorgado el monopolio en el comercio de las pieles,
desde Montreal hasta la isla de Vancouver.

En 1818, las dos naciones concertaron un modus vivendi. Por el tratado
de este año, en que se fijó el paralelo 49 como límite al Este de las
montañas Rocallosas, entre los Estados Unidos y el Canadá, se convino al
mismo tiempo, con respecto al territorio de Oregon, que durante diez
años habría de estar abierto a la colonización de los dos países, sin
que esto alterase las respectivas posiciones de los reclamantes, esto
es: los derechos de que creían estar asistidos al pretender el dominio
de dicha región.

Al año siguiente de suscrito este Tratado, se concertó el de la Florida,
a que antes nos hemos referido, y de sus términos hicieron derivar los
norteamericanos un nuevo título a su pretensión. Por este Tratado, según
se recordará, no sólo fué cedida la Florida a los Estados Unidos, sino
que quedaron fijados de manera definitiva, según su artículo tercero,
los límites entre la Louisiana y las posesiones españolas situadas al
Oeste, quedando comprendido, como parte de ésta, el territorio que nos
ocupa.

Había otra nación, que creía también tener derecho a explotar el
territorio de Oregon: Rusia. En junio de 1799 el Emperador Pablo le
otorgó a una Compañía formada por rusos el privilegio exclusivo de hacer
el comercio en las islas Aleucianas y costas inmediatas, y como esta
Compañía pretendiera, algunos años después, instalar un Establecimiento
en la bahía de Bodega, situada al Norte del sitio en que hoy está
emplazada la ciudad de San Francisco, en 22 de julio de 1823 el
Secretario de Estado, John Quincy Adams, protestó por medio de una nota,
diciendo que los Estados Unidos no habían de consentir nuevas
colonizaciones en la América y la que se recordará fué uno de los
antecedentes de la doctrina de Monroe. A consecuencia de esta protesta,
en 17 de abril del año siguiente, se concertó en San Petersburgo un
tratado entre los Estados Unidos y Rusia, por el cual este Imperio
renunció a todo derecho y soberanía sobre los territorios situados al
Sur del paralelo 54° 50' y a su vez por otro tratado suscrito entre
Rusia y la Gran Bretaña, en 28 de febrero de 1825, la primera reiteró
esa renuncia y obtuvo de la segunda que se le reconociera el derecho a
una estrecha faja de territorio, a lo largo de la costa, desde el Océano
Artico hasta el mencionado paralelo.

Quedaban pues en manos de los Estados Unidos y de la Gran Bretaña, los
destinos de Oregon. La situación no llevaba trazas de variar, y en 6 de
agosto de 1827 las dos naciones suscriben un tratado, prorrogando
indefinidamente el concertado en 1818; pudiendo cualquiera de las dos
partes darlo por terminado, mediante aviso a la otra con un año de
anticipación. Permanecía pues el país abierto a la colonización de las
dos naciones, sin restricciones de ninguna clase.

En la lucha entre las dos colonizaciones, indudablemente que la
norteamericana habría de llevar y llevaba sobre la inglesa la mejor
parte. Los ciudadanos de los Estados Unidos que se dirigían a Oregon, se
iban a establecer, a fijar su residencia; con lo cual está visto que
dicha región habría de llegar a ser el asiento de una comunidad de
norteamericanos; mientras que por parte de los ingleses no había más
actividad que la de la "Hudson Bay Company." Los ingleses iban pues de
tránsito, a obtener del país los mayores rendimientos y a retirarse
después. Eran "aves de paso", podríamos decir, recordando la frase de un
insigne cubano, dicha en memorable ocasión.

Así y todo, por el año 1838, la "Hudson Bay Company" daba señales de una
actividad tan absorbente, que el Senador Linn propuso en el Alto Cuerpo
de que formaba parte que se pusiese término al tratado y que el Ejército
de los Estados Unidos ocupara el país. Nada acordó el Senado; mostró la
mayor indiferencia y en ella permaneció también cuando, en enero del año
1839, dió lectura Linn a un escrito que suscribían los norteamericanos
residentes en Oregon, demandando el reconocimiento y la protección de
los Estados Unidos y en el que decían que si éstos lograban establecer
en dicho país un gobierno adecuado a la protección de vidas y haciendas,
éste no tardaría en asombrar al mundo por sus riquezas, atrayendo un
gran número de inmigrantes; pero que mientras esto no se hiciera, no
pasaría de ser lo que era, "un refugio para los renegados de la
civilización".

Indudablemente que para el gobierno no constituía motivo de preocupación
la adquisición de Oregon. A los esfuerzos realizados por Linn en el
Senado y a que nos acabamos de referir, siguieron otros en diciembre de
1839 y en enero de 1841, pero en estas ocasiones dicho congresista no
fué más afortunado que en las anteriores. Al suscribirse el Tratado
llamado de Aushburton, entre la Gran Bretaña y los Estados Unidos, por
el que se resolvió una cuestión de linderos entre el estado de Maine y
las provincias inglesas adyacentes, así como otros asuntos de menor
cuantía, con poco trabajo se hubiera podido dejar resuelta la cuestión
de Oregon, pero ni siquiera se intentó el esfuerzo. Hay que tener en
cuenta que en aquel entonces ocupaba la Secretaría de Estado Daniel
Webster y que probablemente los mismos intereses que lo impulsaban a
favorecer la anexión de los territorios situados al Sur de la línea del
"compromiso de Missouri", le exigían que se opusiera a la adquisición de
los que estaban situados al Norte de dicha línea.

El senador Linn volvió a las andadas. En diciembre del año 1842 propuso
que la soberanía de los Estados Unidos se hiciera extensiva al
territorio de Oregon. Esta vez fué más afortunado. En 3 de febrero de
1843, después de un debate en que intervinieron Benton, Choate y
Calhoun, fué aprobada dicha resolución. No tuvo ésta la misma suerte en
el otro Cuerpo colegislador. La Cámara, en 16 del propio mes, acordó
rechazarla, de acuerdo con el informe que emitiera la Comisión de
Relaciones Exteriores.

Tres semanas después de haber rechazado la Cámara el citado proyecto de
resolución, llegaba a Washington, procedente de Oregon, el Dr. Marcus
Whitman, misionero norteamericano enviado a aquel país desde el año 1834
por la iglesia metodista y quien habiéndose enterado, cuando se
negociaba el Tratado de Aushburton, de que se proyectaba cederlo a la
Gran Bretaña, se decidió a ir a la capital de la República con ánimo de
convencer a todos de que los Estados Unidos no debían abandonar sus
derechos sobre tan rico país. El viaje del Dr. Whitman revela lo que
puede una voluntad enérgica puesta al servicio de una causa. Había que
salvar una distancia de cuatro mil millas, cruzando territorios
inexplorados, habitados por indios, sin vías de comunicación y cuando
comenzaba el invierno. Nada de eso lo detuvo: "sé que arriesgo la
vida--decía al emprender su viaje--pero ésta vale bien poco al lado de
lo que significa salvar este país para los Estados Unidos."

Cuando Whitman llegó a Washington, se enteró de que ya el Tratado se
había firmado, pero que en éste no se resolvía nada acerca de Oregon.
Dióse entonces a la tarea de impresionar los ánimos en favor del país, e
indudablemente que consiguió su propósito. Celebró entrevistas con el
Presidente y con algunos Secretarios y legisladores y a todos les
arrancó la promesa de que Oregon no sería abandonado por los Estados
Unidos en manos de Inglaterra. En el verano del mismo año, emprendió su
viaje de retorno, llevando un crecido número de familias inmigrantes.

Al año siguiente, al iniciarse la campaña presidencial, los demócratas
consignaron entre los puntos de su programa de gobierno la ocupación de
Oregon, lo que demuestra que la visita de Whitman había producido una
reacción en la opinión pública en favor de la adquisición de dicho
territorio. Fué en esa misma campaña en la que, según se recordará, los
demócratas ofrecieron al país la "reanexión de Tejas". Con respecto a
sus propósitos sobre Oregon, se adoptó esta frase o estribillo, repetida
en todos los actos de propaganda: "fifty-four forty or fight"; es decir,
o se llegaba hasta el paralelo 54° 40', límite Norte de Oregon, o de lo
contrario habría guerra.

Obtenido el triunfo por el Partido Demócrata, los miembros
pertenecientes al mismo en la Cámara, queriendo hacer buenas las
promesas hechas, en febrero de 1845 aprobaron un _bill_ por el que se
disponía que el gobierno ocupase a Oregon. Pero en este _bill_ se
proveía, además, que en el nuevo territorio se habría de prohibir la
esclavitud, y como este extremo no agradase a la mayoría en el Senado,
el proyecto "quedó sobre la mesa", en dicha alta Cámara,
indefinidamente. Por su parte el Presidente Polk, candidato triunfante
por dicho partido, una vez electo, no dió muestras de tener interés en
que se activase el asunto de Oregon. Limitóse la Secretaría de Estado a
continuar con calma las negociaciones iniciadas desde enero de 1844,
entre dicho centro y Richard Pakenham, Enviado por el Gobierno de la
Gran Bretaña con ese objeto. En estas negociaciones Inglaterra había
exteriorizado su aspiración, que no era otra que la de llegar hasta la
ribera Norte del río Columbia.

En 16 de abril de 1846 el Congreso, tras dilatadas discusiones, en que
se mantuvieron puntos de vista muy diversos, aprobó una resolución
conjunta, en cuyo preámbulo se decía que era necesario resolver de una
vez la cuestión de Oregon, tanto porque a este país no le convenía el
estado de incertidumbre en que se encontraba, sometido a dos
jurisdicciones, lo que era causa de continuos conflictos, cuanto porque
semejante situación era un obstáculo para la buena inteligencia entre la
Gran Bretaña y los Estados Unidos. Su parte dispositiva rezaba así:

     Se resuelve por el Senado y la Cámara de Representantes de los
     Estados Unidos de América, reunidos en Congreso, autorizar al
     Presidente de los Estados Unidos, para que cuando lo juzgue
     discreto, le haga saber al gobierno de la Gran Bretaña, de acuerdo
     con lo dispuesto en el artículo 2º del tratado de 6 de agosto de
     1827, que esta convención debe quedar sin efecto.

Como se ve, el Congreso echaba sobre los hombros del Presidente la
responsabilidad del asunto, y comprendiendo Polk que estaba obligado a
actuar de manera eficaz, decidióse a acelerar las negociaciones
iniciadas.

Dos meses después enviaba al Senado un proyecto de tratado, resultado de
las negociaciones con el Enviado de la Gran Bretaña, pero que aún no
había sido suscrito y por el cual se fijaba el paralelo 49 como la línea
divisoria entre las dos naciones. Esto rompía los precedentes. Los
tratados siempre habían sido enviados al Senado para su ratificación,
después de suscritos, pero nunca habían sido elevados en consulta antes
de ser firmados. Esta nueva práctica obedecía, dice Willis Fletcher
Johnson, a que estando Polk comprometido con el país a que el límite
Norte del tan discutido territorio habría de llegar hasta el paralelo
54° 40' y no hasta el 49°, lo que reducía el área a que creían tener
derecho los Estados Unidos, no quería asumir, por sí solo, la
responsabilidad de su traición. Con efecto, Polk no ya en la campaña
política que lo llevó a la presidencia, sino en su discurso de cuatro de
marzo de 1845, al inaugurar ésta, había dicho: "nuestro título a todo el
territorio de Oregon es claro e indiscutible."

Poco esfuerzo costó, sin embargo, que el Senado mostrase su conformidad
con el Tratado. A los demócratas, que eran amigos del Presidente,
decididos a aprobarlo, sumáronse los whigs.

Realmente la opinión del país no era unánime en este asunto. Si había
quienes creían que los Estados Unidos debían ocupar todo el territorio
de Oregon, había también quienes opinaban que esa ocupación debía llegar
solamente hasta el paralelo 49° y hasta había quienes pensaban que los
Estados Unidos debían renunciar a todo derecho en dicho territorio. Si
no era, pues, unánime la opinión del país y si la fijación del paralelo
49º equivalía a transigir el asunto asignándole una parte del territorio
a los Estados Unidos y otra a la Gran Bretaña, se explica que el Senado,
deseoso ya de solucionar este asunto, mostrase su conformidad con el
Tratado. Tal acuerdo se adoptó en 18 de junio, y el 17 del mes siguiente
se canjeaban las ratificaciones en Londres.

En el área del territorio adquirido por los Estados Unidos en esta forma
y compuesta de 288.859 millas cuadradas, erigiéronse después los Estados
de Oregon, Washington e Idaho y parte de los de Montana y Wyoming.


(G)

(1854) (EL VALLE DE MESILLA).

Poco después de suscrito el Tratado de Guadalupe-Hidalgo, a que antes
nos hemos referido, surgieron de nuevo algunas dificultades entre el
gobierno de los Estados Unidos y el de Méjico, originadas por cierta
incertidumbre acerca de cuál era la verdadera línea divisoria entre el
Estado de Chihuahua y el territorio de Nuevo Méjico. Tratábase de
determinar a cuál de las dos naciones pertenecía un área de 45.535
millas cuadradas dentro de la cual estaba situado el Valle de Mesilla,
famoso por la feracidad de sus tierras y por sus ricas minas de plata.

En 1851, puestos de acuerdo los dos gobiernos, designan una comisión
formada por miembros de una y otra parte, que trasladándose al
territorio objeto de la disputa, debía estudiar el asunto y emitir
dictamen; pero el trabajo de esta comisión resultó estéril. En el seno
de los mismos comisionados norteamericanos ocurrieron desavenencias, se
mantuvieron puntos de vista diversos, y el resultado fué que dicha
comisión dió por terminados sus trabajos, sin que los mismos hubieran
dado resultado.

No se detuvo el gobierno de Washington ante esta dificultad. Apenas
ocupó Pierce la presidencia, el año de 1853, nombró a James Gadsden
Ministro en Méjico y le dió instrucciones para solucionar el asunto de
la diferencia de linderos. Apenas se inició Gadsden en el desempeño de
sus funciones, dedicóse con ahinco a gestionar la solución de la
cuestión pendiente y al fin culminaron sus esfuerzos en un tratado que
suscribió con el gobierno mejicano, en trece de diciembre de dicho año.
A tenor de esta convención, el territorio objeto de la disputa pasaba al
dominio de los Estados Unidos, recibiendo Méjico en compensación la
cantidad de $20,000.000.00. En 10 de febrero de 1854, el Presidente
envió dicho tratado al Senado con la recomendación de que fuera aprobado
siempre que se introdujeran en el mismo algunas modificaciones, entre
otras, la de reducir a $15,000.000.00 el importe de la indemnización que
se debía pagar.

En 25 de abril el Senado aprobó el Tratado, reduciéndose el importe de
la indemnización a $10,000.000.00 y aceptada esta modificación por el
Gobierno de Méjico, quedó realizada la adquisición del nuevo territorio;
que después, por acta del Congreso de 4 de agosto del propio año, fué
incorporado al territorio de Nuevo Méjico.



II

LA ADQUISICION DE TERRITORIOS DISTANTES


(A)

(1867) ALASKA.

En 15 de julio de 1741 el navegante ruso Capitán Fschirikow descubrió
las tierras del Alaska, las que desde entonces, por razón de dicho
descubrimiento, quedaron agregadas a la corona de los Czares. A fines
del siglo XVIII radicaban en Alaska unas sesenta compañías rusas
dedicadas al comercio de pieles, que se refundieron en 1799 en una sola:
la "Compañía Ruso-Americana", que, política y comercialmente, llegó a
ser muy poderosa. Era la que ejercía las funciones de gobierno en dicho
territorio; incluso nombraba a los jueces; y en su afán de dominación
pretendía que las posesiones de Rusia se extendieran hacia el Sur,
ocupando, según vimos en el capítulo precedente, todo el Oregon y que el
Océano Pacífico, en su parte septentrional, fuera un mar cerrado al
comercio de otras naciones.

Así las cosas, en septiembre del año 1821 el Czar lanza su famoso úkase
declarando que el dominio de Rusia se extendía por toda la costa del
Pacífico, hacia el norte del paralelo 51°, y prohibiendo a los
extranjeros que comerciaran en aquella región y fué, esta disposición,
la que motivó la célebre nota de Adams, de julio de 1823, negándole a
Rusia el derecho de fundar nuevos establecimientos en este continente, y
la que constituye el antecedente de una de las dos declaraciones que
encierra la doctrina consignada por el Presidente Monroe en su Mensaje
de 2 de diciembre de ese año.

Ante la resuelta actitud de los Estados Unidos, el Gobierno de Rusia se
apresuró a suscribir el tratado de 17 de abril de 1824, a que nos
referimos en el capítulo precedente. Por este tratado se reconocía la
dominación de los Estados Unidos sobre los territorios situados al Sur
del paralelo 54° 40', así como el derecho de navegar libremente por
aquellos mares.

Con la libertad de navegación, reconocida a los Estados Unidos, cesó el
monopolio que ejercía la "Compañía Ruso-Americana", cuyos negocios
habían venido a menos hacía años, desde que sus directores convirtieron
a Silka, población de la Alaska en que radicaba el centro de las
operaciones de aquélla, en una pequeña corte que competía en esplendor y
derroche con la de San Petersburgo. Al decaer la "Compañía
Ruso-Americana", tuvo que decaer también la importancia de los intereses
rusos en dicha región. Nada ocurrió, sin embargo, por el momento. Pero
algunos años después habría de acaecer otro hecho que hizo nacer en el
Gobierno de San Petersburgo el propósito de abandonar la Alaska. Ese
suceso no fué otro que el Tratado de 1846, por el cual la Gran Bretaña y
los Estados Unidos se dividieron el territorio de Oregon. Pudo
convenirle a Rusia mantener aquella posición mientras fué la única gran
potencia que dominó en el Pacífico, pero desde el momento que la Gran
Bretaña, por razón de su nueva posesión, estaba en condiciones de
discutirle ese predominio, conveníale, más que ir a mantener esa
disputa, reforzarse en sus posiciones del Asia.

A Rusia le convenía, pues, deshacerse de la Alaska, y no había mejor
comprador que los Estados Unidos; por la posición de éstos y porque de
acuerdo con la doctrina de Monroe, no habrían de tolerar que dicho
territorio fuese enagenado en favor de otra potencia europea.

En 1854, durante la guerra de Crimea, necesitando dinero el Gobierno de
Rusia, le propuso al de los Estados Unidos, por medio de su Ministro
acreditado en Washington, la venta de la Alaska; pero la propuesta no
encontró un ambiente preparado y ni siquiera fué tomada en
consideración. Cuatro años más tarde algunas personas influyentes del
Gobierno de los Estados Unidos hacen saber al Ministro ruso que dicho
gobierno pagaría hasta $5,000.000 por la Alaska y éste contesta, después
de consultar con el gobierno imperial, que dicha suma resultaba muy
pequeña. Y no se mueve más el asunto, hasta que en enero de 1866,
durante la presidencia de Johnson, la legislatura del territorio de
Washington acuerda pedir a los poderes nacionales que gestionen la
adquisición del territorio que nos ocupa, como conveniente y necesario a
la nación. Esta idea fué recogida en las esferas del Gobierno por
William Henry Seward, que desempeñaba la Secretaría de Estado, y de
cuyas ideas favorables a la expansión territorial de la Nación tenemos
muchos ejemplos.

Inició Seward las gestiones con el barón de Stoeckl, y tras pocos
esfuerzos redactaron ambos el tratado por el cual los Estados Unidos
compraron en precio de $7,200.000.00 el territorio que durante 126 años
había pertenecido a la corona de los Czares y que ocupa un área de
quinientas setenta y siete mil trescientas noventa millas cuadradas. En
9 de abril de 1867 el Senado aprobó el Tratado y en 20 de junio fueron
canjeadas las ratificaciones en Washington.

Este Tratado encierra una novedad con respecto a los anteriores, es
decir, aquellos por los cuales los Estados Unidos realizaron las
adquisiciones territoriales de que precedentemente nos hemos ocupado, y
es, la de que no le ofrecieron a la parte vendedora que el territorio
enagenado en ninguna oportunidad habría de ser admitido en la Unión. No
se ha previsto la posibilidad de que algún día la Constitución sea
aplicada a Alaska: parece que su destino es el de ser siempre una
colonia. Hasta 1844 estuvo gobernada como un Distrito militar, y a
partir de este año se estableció un gobierno civil nombrado por el
Presidente, pero sin la representación popular concedida siempre por la
Unión a sus territorios. No tiene, pues, esta región, para los Estados
Unidos, otro carácter que el de una mera dependencia.


(B)

(1898) HAWAY.

En la Polinesia, en pleno Océano Pacífico podríamos decir, encuéntrase
el grupo de islas Sandwich, aisladas de todo sistema continental o
insular. Más próximas a la América que al Asia, distan sin embargo de
San Francisco de California unas 2.100 millas. Ocho de ellas son
habitables y tienen un área de 6.800 millas cuadradas, de la que
corresponde las dos terceras partes a Haway, que es la más importante de
todas y con cuyo nombre generalmente se conoce el grupo. Descubriólas en
1535 el piloto Juan Gaetano, italiano de nacimiento, puesto al servicio
del Rey de España, pero ni dicho navegante ni el explorador Cook, que
las visitó en 1778, tomaron de ellas posesión. En 1784 desembarcó
Vancouver, pretendiendo ocuparla para la Corona Británica, pero ésta no
se dió por enterada de semejante ocupación y los nativos continuaron,
como hasta entonces, sometidos al reyezuelo que los gobernaba.

Al estudiar la forma en que surgieron en las Islas Sandwich los
intereses norteamericanos, otra vez nos encontramos con que es la
iniciativa individual, la actividad privada, el factor primordial a que
se hace forzoso acudir. Con efecto: apenas suscrito con la Gran Bretaña
el Tratado de 1783, que puso término a la guerra de independencia,
iniciaron los comerciantes de Boston el tráfico de mercancías con China.
En 1784 llegó a Cantón el primer barco; dos años después llegaban cinco,
y al siguiente nada menos que quince. Iban los barcos cargados de pieles
y regresaban con te, sedas y otros productos chinos. Varias causas, de
diversa índole, contribuían a dar importancia a este comercio, y de
ellas era la más importante la de que por estar empeñadas por aquel
entonces las naciones de Europa en las guerras que duraron desde fines
del siglo XVIII hasta principios del siguiente, no pudieron dedicar sus
actividades a las empresas mercantiles.

Los navegantes norteamericanos, desde que se iniciaron los primeros
viajes, deteníanse en Haway, que les quedaba en la ruta, y donde había
elementos para reparar las averías y para aprovisionarse. Añádase a esto
que los nativos, que fueron siempre de superior condición a los de las
otras islas del Pacífico, acogían hospitalariamente a los viajeros, y se
comprenderá fácilmente que Haway, por estas y otras razones, había de
resultar una "estación" de inmejorables condiciones.

Pero no pasó mucho tiempo antes de que Haway fuese para los
norteamericanos algo más que una simple estación para el avituallamiento
de los barcos, para secar las pieles que habían de ser vendidas en
Oriente, o para resguardarse de las tempestades en los meses de
invierno. Muy pronto llegó a ser el centro de una importante actividad
comercial. Descubriéronse en las islas espléndidos bosques de sándalo, y
los norteamericanos se dedicaron a extraer dicha madera en grandes
cantidades, que vendían a precios muy remuneradores. La pesca de la
ballena en el Pacífico llegó a constituir también un negocio muy
lucrativo; y Haway, como lugar de depósito, resultaba de excepcional
interés. Júzguese cuál no sería su auge que en una ocasión, en 1822, se
llegaron a contar en Honolulu hasta veintidós barcos pescadores de
dichos cetáceos.

Pero al mismo tiempo que los intereses comerciales de los
norteamericanos en el Archipiélago iban tomando cada vez mayor
incremento, los hijos de la poderosa República dejaban sentir su
influencia bajo otros aspectos. A los ciudadanos que iban en busca de
negocios, de ganancias, siguió un buen golpe de misioneros protestantes,
guiados por el deseo de convertir a los nativos al cristianismo,
logrando su empeño gracias a las buenas relaciones que se mantuvieron
entre indígenas y americanos desde que llegaron los primeros de éstos, a
fines del siglo XVIII.

Vióse en todo el influjo de la mano civilizadora de los norteamericanos:
en las escuelas que se levantaron, los caminos que se trazaron, la forma
de cultivar la tierra y sobre todo en la adopción de leyes y de un
sistema constitucional de gobierno. No tardaron en establecerse
relaciones diplomáticas entre los Estados Unidos y Haway. En 1820 se
envió un Cónsul al Archipiélago, y en 1828 se celebró entre los dos
países un Tratado de "comercio, amistad y navegación", que aunque no
llegó a ser ratificado por el Senado de los Estados Unidos, el Gobierno
de Haway, le concedió una completa eficacia. Al año siguiente, por
último, dicho gobierno recibió un Mensaje del Presidente de los Estados
Unidos, reconociendo con toda formalidad la independencia de Haway.

No tardó la codicia de las naciones europeas en fijarse en Haway. En
1836 la Gran Bretaña obtiene casi a viva fuerza, enfilando sobre
Honolulu los cañones de sus barcos de guerra, la celebración de un
tratado análogo al que fué estipulado con los Estados Unidos, y en 1839
Francia obtiene otro, recurriendo a iguales medios, y como se susurrara
que no habían de quedar en eso dichas ambiciones, al menos las de
Inglaterra, en marzo de 1842, Legare, Secretario de Estado, le dirigió
una carta a Everet, Ministro de los Estados Unidos ante el gobierno de
Londres--y que no fué otra cosa que la aplicación de la doctrina de
Monroe a un territorio no americano--significándole le hiciera saber a
dicho gobierno que aquella nación no habría de consentir que Haway
cayera en manos de una potencia europea y que si para evitarlo era
necesario acudir a la fuerza, a ella se apelaría.

Diéronse cuenta los habitantes de Haway de que ante el peligro de las
amenazas europeas y para preservar la independencia, no había más camino
que el de estrechar las relaciones de las islas con los Estados Unidos,
y, convencidos de ello, pusieron sus empeños al logro de ese propósito.
A fines del propio año de 1842, el Gobierno de Haway envió al de
Washington dos comisionados, Timoteo Haalillo, indígena, y William
Richards, sacerdote de origen norteamericano, que debían recabar de este
gobierno el compromiso de que gestionase de los europeos un
reconocimiento tan formal y eficaz que pusiera a salvo al país de
futuros temores y acechanzas. Dichos comisionados iniciaron sus
gestiones en la Secretaría de Estado, y en verdad que su resultado no
pudo ser más satisfactorio. En el mes de diciembre del referido año de
1842, obtuvieron de Daniel Webster, que desempeñaba aquel Departamento,
la siguiente declaración, que colmaba sus deseos:

     Los Estados Unidos consideran que el Gobierno que rige las islas
     Sandwich ha emanado del pueblo, y en tal virtud entiende el
     Presidente que está en el interés de todas las naciones que
     sostienen relaciones comerciales con dichas islas que ese gobierno,
     lejos de ser amenazado, sea respetado en el exterior. Es sabido que
     la mayoría de los barcos que visitan las islas pertenecen a los
     Estados Unidos, lo que indica que esta nación ha de estar más
     interesada en el destino de las islas que ninguna otra. Por este
     motivo el Presidente no tiene inconveniente en declarar,
     interpretando los sentimientos del gobierno, que el de las islas
     Sandwich debe ser respetado; que ninguna nación puede tomar
     posesión de dichas islas para fines de conquista o de colonización,
     ni podrá tampoco controlar dicho gobierno para recabar ventajas
     comerciales ni para ningún otro propósito.

Estos principios fueron ratificados por el Presidente Tyler en su
Mensaje al Congreso de 30 de diciembre del tan citado año. El párrafo
más importante de dicho mensaje decía así:

     A pesar de las estrechas relaciones que los Estados Unidos
     mantienen con dichas islas, no es el propósito de nuestro gobierno
     recabar ninguna ventaja de nuestra posición; nos basta con que el
     gobierno de Haway mantenga, mediante su independencia, su seguridad
     y prosperidad; y si alguna nación pretendiera atentar contra dicha
     independencia, la importancia de aquellas relaciones sería
     suficiente para justificar que nos colocáramos frente a semejante
     actitud.

No obstante el tono claro y terminante de estas declaraciones, la Gran
Bretaña y Francia pretendieron desconocerlas; pero apenas puesta en
evidencia esa disposición o esa actitud, el Gobierno de los Estados
Unidos supo y pudo exigir que la política que había enunciado con
respecto a las islas Sandwich fuera respetada. En febrero de 1843 se
presentó en la bahía de Honolulu un barco de guerra inglés, enviándole
su comandante Lord George Paulet, al Rey, un despacho en que formulaba
una serie de reclamaciones por supuestos daños y ofensas inferidas a
súbditos de Su Majestad Británica, bajo la amenaza de que si dichas
reclamaciones no eran satisfechas dentro de veinticuatro horas, habría
de bombardear la población. Pareciéronle al rey de Haway muy exageradas
las reclamaciones, y como por otra parte pensó que no le convenía entrar
en negociaciones con quienes en forma tan violenta se producían, adoptó
el partido de poner el gobierno en manos de los reclamantes. Apenas dada
a conocer al Comandante del crucero inglés la actitud del Rey, exigióle
aquél la entrega del gobierno, izándose en los edificios públicos la
bandera inglesa.

Acto seguido el Rey apeló al Gobierno de Washington; la Secretaría de
Estado protestó, por medio de su ministro en Londres, invocando las
declaraciones a que precedentemente nos hemos referido, de las que
constaba la actitud de los Estados Unidos con respecto a Haway, y el
gobierno británico resolvió desautorizar la conducta de Lord George
Paulet y que se devolviera a los nativos su independencia.

Hubo más: no sólo en abril del propio año reconoció la Gran Bretaña con
toda formalidad la independencia de las islas, sino que temerosa de que
Francia abrigara algún propósito con respecto a las mismas, en
noviembre, por iniciativa suya, puestos de acuerdo los dos gobiernos, se
comprometieron a respetar dicha independencia y a no ocupar las islas en
ningún caso, ni como protectorado ni en ninguna otra forma.

No tardó el Gobierno de Francia en olvidarse de ese compromiso. En 1849,
so pretexto de que el Gobierno de Haway había violado un tratado de
comercio que con el mismo tenía celebrado, comenzó a realizar
determinados actos que constituían verdaderos atentados contra la
soberanía de las islas. Unas veces se ocupaba un edificio público; otras
se desembarcaban fuerzas y ya cansado el gobierno de Haway, en 1851,
previo acuerdo de las dos Cámaras, apeló al de los Estados Unidos,
poniendo todos sus derechos de Estado soberano bajo la protección de
éstos y confiándoles, al propio tiempo, la solución de las cuestiones
pendientes con Francia. No fué necesario llegar a esto. Daniel Webster,
que desempeñaba de nuevo la Secretaría de Estado, inició ciertas
gestiones con el gobierno de Luis Napoleón y por consecuencia de las
mismas éste retiró sus demandas e hizo protestas de que habría de
respetar la soberanía de las islas.

Con motivo de estos sucesos hubo de declarar una vez más el Gobierno de
Washington, por boca de John M. Clayton--que durante la ocurrencia de
los mismos desempeñó también la Secretaría de Estado--que aquél no
habría de consentir que las islas Sandwich pasaran a manos de una
potencia europea; sin que esto quisiera decir que los Estados Unidos
tuvieran el propósito de controlarlas, pues sólo aspiraban a que
mantuvieran su independencia.

Pocos años después cambiaba radicalmente la actitud del gobierno de los
Estados Unidos con respecto a la soberanía de Haway. Hasta ahora lo
hemos visto decidido a que las islas mantengan su independencia, pero a
fines del año 1853 William L. Marcy, Secretario de Estado, dirige una
carta al Ministro en París reveladora de que el gobierno acariciaba el
proyecto de anexarlas a la República.

     Parece cosa indudable, decía, que las islas han de caer
     definitivamente bajo el control de los Estados Unidos, y a eso de
     seguro que no se habrán de oponer la Gran Bretaña ni Francia,
     siempre que tal cosa ocurra por medios justos.

Obedecía semejante cambio en la actitud del Gobierno de Washington a que
con posterioridad a la adquisición de California se había iniciado un
intenso comercio entre San Francisco y el Asia, y con tal motivo para
los Estados Unidos ofrecía más interés que nunca la posesión de
Honolulu, por la necesidad de dar garantías a aquel comercio y por el
peligro de que las islas fueran ocupadas por la Gran Bretaña o por
Francia.

Contaba Marcy, para realizar su proyecto de anexión, con algo más que
con el estímulo de los intereses americanos vinculados en Haway: contaba
con la cooperación del gobierno de las islas. Con efecto, a principios
del año 1854, el Rey de éstas y el Representante de los Estados Unidos
concertaron la anexión por medio de un tratado. Pero contenía éste una
cláusula que fué causa de que el Presidente se decidiera a abandonarlo,
a no presentarlo al Senado, ante la seguridad de que este cuerpo lo
habría de rechazar: la relativa a que Haway ingresaría en la Unión como
un Estado. Por muy grande que fuera el interés de los Estados Unidos en
adquirirlo, ese interés no era suficiente para establecer el precedente
de que un territorio, que no era continental y que estaba poblado por
otra raza, ingresase como un Estado.

Algunos años después, al terminar la guerra de secesión, decayó el
comercio americano en el Pacífico, y en consecuencia decayó también el
interés de Haway para los Estados Unidos. Obedeció esto a varias causas.
En primer lugar, porque ante el temor a los buques de guerra de los
confederados, casi todos los mercantes de bandera americana se habían
ausentado de aquellos mares, y después, porque la pesca de la ballena
había decaído notablemente, en parte debido a que el número de estos
cetáceos había disminuído y en parte a que su aceite fué sustituído,
para muchos usos, por el aceite mineral. Todo esto fué causa de que los
norteamericanos, que estaban interesados en negocios en Haway,
demandaran protección. Particularmente la industria azucarera necesitaba
que se le ofrecieran algunas ventajas, y como ninguna resultaba más
adecuada que la que podía reportar el tratado de reciprocidad, el
gobierno de Washington, atento a esos clamores, en mayo de 1867 hubo de
concertar semejante tratado, a la sazón en que Johnson ocupada la
Presidencia y Seward la Secretaría de Estado. La legislatura de Haway
inmediatamente lo ratificó, pero no le cupo la misma suerte en el Senado
de los Estados Unidos, que hubo de rechazarlo debido, más que nada, al
espíritu de oposición de que estaba animado a cuanto emanara del
Presidente Johnson.

No desmayaron los defensores de aquellos intereses. El proyecto de
anexión parecía abandonado, pero el deseo de concertar un tratado de
reciprocidad que mejorase las condiciones económicas de las islas era
cada vez más sentido. Al fin, en 1876, se concertó dicho tratado y, por
consecuencia del mismo, la exportación de azúcar a San Francisco tomó un
incremento muy grande.

En 1881, el gobierno de la Gran Bretaña pretendió celebrar un tratado
análogo con el gobierno de Haway, pero los Estados Unidos se opusieron.
El ilustre James G. Blaine, que desempeñaba en aquel entonces la
Secretaría de Estado, se opuso franca y abiertamente al concierto de ese
tratado. A su juicio, el tratamiento que le daba Haway a los Estados
Unidos, de ser "la nación más favorecida", no se podía aplicar al mismo
tiempo a otro país. E hizo más dicho funcionario: aprovechó la ocasión
para declarar no solamente que los Estados Unidos, en ningún caso,
permitirían que dichas islas pasaran al dominio de una potencia europea,
sino que por no formar parte del "sistema asiático", en el caso de que
obtuvieran la independencia, se asimilarían al "sistema americano", por
exigirlo así las leyes naturales y las necesidades de la política.

En 1887 el gobierno de Haway alquiló la Bahía Perla, para una estación,
a los Estados Unidos. Resultaba dicho lugar un punto estratégico
excelente para una base de operaciones. Comprendió el Gobierno de
Washington que era necesario dar ese paso, no sólo porque había que
brindar garantías a los capitales norteamericanos invertidos en las
islas, sino para ganar consideración e importancia, para infundir
respeto al Gobierno Británico, que habría de temer, en caso de una
guerra, los perjuicios que a su comercio podía causarle la armada de los
Estados Unidos. Fué por esto, sin duda, por lo que la Gran Bretaña
protestó de la cesión; pero semejante protesta no fué tomada en
consideración.

Pocos años después se iniciaron en las islas los acontecimientos que
habían de dar al traste con su independencia.

El año 1891, por muerte de la reina Kalakaua, ocupó el trono su hermana
Liliuokalani, la que apenas inició su gobierno reveló estar poseída de
instintos reaccionarios y tiránicos. El sistema liberal de Gobierno la
estorbaba y como no quería que se le opusiera inconveniente a cuanto se
le antojaba, no tardó en verse en conflicto con las Cámaras. Quería
derogar la Constitución vigente y promulgar otra en su lugar, dentro de
la cual cuadraban mejor sus medidas arbitrarias y en la que no se
reconociera más autoridad que la suya, y como entendiera que no podía
dar este paso sin contar con la voluntad del Congreso, para ganárselo
trató de corromperlo, repartiendo entre sus miembros los productos de
una lotería que estableció, al estilo de la de Louisiana, y los del
monopolio del opio, que también implantó. A principios del año 1893 dió
la reina el golpe de estado, derogando por medio de un Decreto la
Constitución vigente y promulgando en su lugar otra redactada a su
antojo, en la que de hecho quedaba suprimido el gobierno representativo
y en la que los blancos quedaban privados de los beneficios de la
ciudadanía, excepto aquellos que se casasen con las indígenas.

Apenas dado el golpe de estado, el elemento blanco y numerosos
ciudadanos nativos de las islas se aprestaron a combatir el nuevo
régimen, iniciando en todo el país un movimiento de protesta tan
vigoroso, que la reina, temerosa de la suerte que le pudiera caber, se
rodeó de numerosas fuerzas del ejército. Entre una y otros, entre la
reina y los protestantes, decidióse el país por estos últimos, y como
aquélla se diera cuenta de toda la gravedad de la situación, abandonó el
poder antes de que los sucesos, tomando para ella un sesgo más
desagradable, hicieran peligrar su vida. En lugar de la autoridad
monárquica, hízose cargo del gobierno, con carácter provisional, un
Comité que se denominó de salvación pública. La rapidez con que actuó
este Comité y la eficacia de las medidas que adoptó, no fueron
suficientes para impedir que los elementos refractarios al orden, ávidos
siempre de saciar sus malsanos apetitos, hicieran de las suyas,
dedicándose, principalmente, al saqueo de la propiedad privada. Para
conjurar el conflicto, el Comité apeló al Ministro de los Estados
Unidos, pidiéndole que dispusiera el desembarco de la marinería del
crucero "Boston" que acababa de arribar a Honolulu. El Ministro atendió
la solicitud y como desembarcaron varios pelotones, no tardó en
restablecerse la normalidad. A esta medida siguió otra de mayor
trascendencia: la deposición de la reina, por ser incompatible su
gobierno con la existencia de las libertades públicas. Casi al mismo
tiempo el ejército se sometió al Gobierno Provisional, acto que vino a
consagrar y a afianzar la autoridad de éste, y por su parte los
representantes de todas las Naciones extranjeras acreditados en Haway no
tardaron también en reconocer la nueva situación.

No sin protesta resignó la reina su autoridad. Apenas abandonó el poder
redactó una proclama en la que hizo constar que de no ser por la
cooperación que brindó el Ministro de los Estados Unidos a los elementos
que la combatían, cooperación que se tradujo en el desembarco de las
fuerzas del crucero "Boston", probablemente no hubiera perdido su trono.
Al propio tiempo designó la reina una Comisión que se había de dirigir a
Washington para protestar contra lo que se había hecho y a pedir que se
la restableciera en su trono, mediante la protección del Gobierno de
los Estados Unidos.

Mientras tanto el Gobierno provisional inclinaba la suerte de las islas
del lado de los Estados Unidos. Primero pidió al Ministro Stevens que
proclamara el protectorado de su nación sobre las islas, y dicho
funcionario no sólo lo hizo así, sino que sustituyó la bandera de Haway
por la de los Estados Unidos. Después designó dicho gobierno una
Comisión que debía negociar en Washington la celebración de un tratado
de anexión. Integraban dicha Comisión, Lorrin A. Thurston, W. C. Wilder,
William R. Castle, Charles L. Carter y Joseph Marsden, todos nacidos en
Haway pero de origen norteamericano. El día tres de febrero del año 1893
llegaron a Washington los comisionados. Dentro de breves días debía
cesar en su cargo el Presidente Harrison. En aquella fecha, Grover
Cleveland, que cuatro años antes había abandonado el propio cargo, ya
estaba elegido. Se iba a efectuar algo más que un cambio de personas:
iba a ocurrir un cambio de política: Harrison era republicano y su
ilustre sucesor pertenecía al Partido Demócrata.

Harrison era partidario de la anexión, y a instancias suyas, por haber
dispuesto que se activase la negociación del Tratado, dentro de breves
días quedó éste suscrito. El día quince del propio mes en que arribaron
a Washington los comisionados, envió el Presidente el Tratado al Senado
para su ratificación. He aquí los términos en que defendía la solución
anexionista.

     Nuestra administración ha hecho algo más que respetar la existencia
     del Gobierno independiente en las islas Haway: ha favorecido esa
     independencia; pero es claro que ese respeto sólo debe mantenerse
     en tanto que dicho gobierno sea capaz de proteger las vidas y
     haciendas y en tanto en cuanto no dé lugar a la ocupación de las
     islas por un poder extraño. Se había podido observar, en nuestras
     amistosas relaciones diplomáticas con Haway y en nuestra cortesía
     para con sus gobernantes, que a éstos les habíamos brindado siempre
     nuestro apoyo moral. No hemos sido nosotros los culpables de la
     caída de la monarquía; la única responsable ha sido la reina
     Liliuokalani por su política reaccionaria al par que
     revolucionaria, que ha puesto en peligro los intereses de los
     Estados Unidos y los de todos los extranjeros en las islas,
     haciendo imposible la paz de éstas, e impidiendo al propio tiempo
     la posibilidad de que se mantenga una administración civil que sea
     decente. Era imposible que se mantuviera la monarquía en esas
     condiciones; el gobierno de la reina resultaba muy débil, aparte de
     que sólo la rodeaban personas desacreditadas y sin escrúpulos. La
     restauración de la reina no es deseable; resulta imposible, y si
     tal restauración se obtuviera--que sólo se podría conseguir merced
     a la acción de los Estados Unidos--la misma sería seguida de
     desastres incontables, de la desorganización de todos los negocios.
     La influencia e intereses de los Estados Unidos en las islas,
     debemos tratar de que vayan en aumento, no de que disminuyan.

     Estamos hoy frente a dos caminos: el protectorado de los Estados
     Unidos o una anexión total y completa. Esta última solución es la
     que se ha adoptado en el tratado, y es, sin duda alguna, la que ha
     de promover mejor los intereses del pueblo de Haway y la que ha de
     brindar mejores garantías a los de los Estados Unidos. Estos
     intereses hoy no están seguros: necesitan la garantía de que las
     islas no serán ocupadas en el futuro por ninguna otra gran
     potencia. Nuestros derechos resultan tan indiscutibles, tan clara
     resulta nuestra posición, que ningún gobierno ha protestado contra
     la anexión. Todos los representantes extranjeros acreditados en
     Honolulu, han reconocido al gobierno provisional y es unánime la
     opinión de que la reina no debe ser restaurada.

Nada pudo hacer el Senado en aquella legislatura. Otros asuntos, tan
importantes como éste, entretenían su atención y fué así que en 4 de
marzo, al ocupar la presidencia Grover Cleveland, aquel alto cuerpo aún
no había sometido el tratado a discusión.

Uno de los primeros actos realizados por Cleveland al inaugurar su
gobierno fué el de pedir al Senado que le devolviese dicho tratado, "con
el propósito de reexaminarlo". Esa petición fué correspondida. Deseaba
el Presidente examinar detalladamente todos los antecedentes
relacionados con los sucesos acaecidos en Haway, pues era su propósito
que las cosas volvieran al estado que tenían cuando fué destronada la
reina, si se comprobaba el cargo, hecho por ésta, de que su deposición
había sido el resultado de las maquinaciones ilegítimas del
representante de los Estados Unidos en las islas. Había, pues, a juicio
de Cleveland, que investigar la verdad de lo que había ocurrido y para
emprender ese trabajo designó a James H. Blount, prominente
personalidad, que había sido Presidente de la Comisión de Relaciones
Exteriores de la Cámara, y quien para llenar su misión debía trasladarse
a Haway en concepto de representante personal del Presidente. Fué esta
la primera vez que se hacía semejante nombramiento. Después, en otras
ocasiones ha sido hecho, cuando el Presidente ha tenido necesidad de
realizar ciertas gestiones en otro país. Dicho nombramiento no fué
sometido al Senado. Blount iba dotado de plenas facultades, en todo lo
que se refiriese a las relaciones de los Estados Unidos con las islas.

En 29 de marzo llegó Blount a Honolulu, y a los dos días ya había
dispuesto que se arriara de los edificios públicos la bandera americana;
que se izara en su lugar la de Haway y que se embarcaran las tropas de
los Estados Unidos que cuidaban del orden. Durante varias semanas estuvo
entregado a la tarea de investigar los hechos. Celebró infinidad de
entrevistas; habiéndosele formulado, por cierto, el cargo de que esas
entrevistas se celebraban casi exclusivamente con los amigos de la ex
reina. Como resultado de estas investigaciones, rindió un informe al
Presidente, exponiéndole que la caída de la reina había obedecido a
determinados actos, carentes de toda justificación, realizados por el
Ministro de los Estados Unidos, y el apoyo que las fuerzas de éstos
habían prestado a los insurrectos.

El Presidente, en su Mensaje anual de diciembre de 1893, informó al
Congreso que aquél era el resultado de la investigación de Blount, y
expuso además que abrigaba el propósito de que se restaurase a la reina,
restableciéndose el orden de cosas anteriores; reservándose para después
suministrar al Congreso, por medio de un Mensaje especial, todos los
antecedentes del asunto, a fin de que lo conociera en todos sus
detalles.

Ese Mensaje fué el de 19 de diciembre de 1893. Comenzaba Cleveland en
dicho documento por hacer la historia, con verdadero lujo de detalles,
de cuanto había ocurrido en Haway, y después de discurrir acerca de que
la moral internacional debía ser una sola y no una para las naciones
fuertes y otra para las débiles, y de explicar que por lo mismo que el
Derecho Internacional carecía de un Tribunal que lo hiciera cumplir y
respetar, resultaba más punible la infracción de sus cánones, terminaba
refiriendo que le había dado instrucciones al Ministro de los Estados
Unidos para que, poniéndose de acuerdo con la reina, trabajase para que
ésta fuera repuesta en el trono, siempre que de antemano se
comprometiera a conceder una amplia amnistía a todos los que habían
tomado participación en los sucesos que produjeron su caída.

Desde el mes de octubre de 1893 ocupaba Albert S. Willis el cargo de
Ministro en Honolulu, acreditado ante el Gobierno provisional que
presidía Stanford B. Dole; pues Stevens había renunciado desde que
públicamente fué desautorizada su conducta por el Presidente. Nada más
difícil, dice Fletcher Johnson, que la posición de Willis: estaba
acreditado ante el gobierno provisional y recibía órdenes de laborar por
que ese gobierno fuera sustituído por otro. Sin pérdida de tiempo
dedicóse el Ministro a la ardua tarea que se le había encomendado; se
trataba de órdenes que no podía discutir, aun cuando éstas lo colocaran
en una situación reñida con la lógica. Al principio la reina se negó a
aceptar la condición que le imponía el gobierno de los Estados Unidos
para ayudarla. No quería prometer amnistía alguna; antes al contrario,
hablaba de que los que habían sido sus contrarios habrían de responder
de su conducta con sus vidas y de que expatriaría a todos los blancos,
menos los casados con las indígenas; pero ante la actitud sostenida del
Ministro, ofreció al fin la amnistía.

Una vez dado ese paso, se dirigió Willis al gobierno provisional
pidiéndole resignara su autoridad en favor de la reina, pero aquí surgió
el obstáculo insuperable: dicho gobierno, en forma terminante, negóse a
ello. Stanford B. Dole, que lo presidía, armado de toda razón, respondió
al Ministro que el asunto relativo a la restauración de la reina era
puramente nacional, ajeno por completo a todo poder extraño; que sólo
era lícita la intervención del gobierno de los Estados Unidos, en el
caso de que los dos bandos lo hubieran llamado como árbitro y que si en
los sucesos anteriores se habían mezclado oficiales del Ejército
norteamericano, éste era un problema que interesaba sólo a dicho
gobierno, pero no al que provisionalmente regía en Haway. Comunicada
dicha respuesta al Presidente Cleveland, no le quedaba otro medio, para
hacer cumplir sus órdenes, que el de acudir a la fuerza; pero no pensó
en ello. Prefirió dar cuenta del asunto al Congreso, y éste por su parte
nada hizo.

Mientras tanto, el día 4 de julio de 1894 se proclama la República en
Haway, estableciéndose un gobierno constitucional bajo la presidencia de
Dole. Surgió el nuevo régimen en las mejores condiciones de viabilidad,
las que pocos meses después se vieron acrecentadas cuando con motivo de
una intentona de revolución por parte de los realistas, sofocada apenas
surgió, la reina, después de ser arrestada, hubo de renunciar al trono
con toda formalidad.

Poco tiempo después de establecida la República, ocurrió un suceso que
de hecho constituyó un reconocimiento por parte de los Estados Unidos,
para aquélla. El Gobierno de la Gran Bretaña se dirigió al de Haway,
pidiéndole autorización para establecer en una de las islas del grupo
una estación para un cable submarino.

El gobierno fué propicio a conceder el permiso, pero como de acuerdo con
un tratado celebrado el año 1850 entre los Estados Unidos y Haway, no se
podía otorgar una concesión a un gobierno extranjero sin el
consentimiento del de Washington, a éste se acudió en demanda de dicha
autorización. El Presidente Cleveland trasmitió el asunto al Congreso,
recomendando favorablemente la concesión, pero aquél la desestimó por no
considerarla compatible con los intereses de la Unión.

Nada más se volvió a tratar con respecto a Haway, durante el término de
la presidencia de Cleveland; pero en 1897, apenas lo sustituyó William
Mc-Kinley, renovaron sus esfuerzos los partidarios de la anexión,
logrando su propósito, pues se suscribió en 16 de junio un Tratado en el
cual el gobierno de las islas hacía cesión de éstas al de los Estados
Unidos. Dicho Tratado estaba concebido en los mismos términos que el
redactado en 1893; sólo diferían en que en aquella oportunidad se le
otorgaba una pensión a la reina, mientras que ahora no. Al conocerse el
Tratado en el Senado, se levantó contra el mismo una viva oposición. Los
demócratas, especialmente los amigos del expresidente Cleveland, eran
opuestos al Tratado, mientras que los republicanos lo defendían. Pasaron
algunos meses, y como no se viera la posibilidad de obtener las dos
terceras partes que se necesitaban para conseguir la ratificación, ante
el peligro de la derrota, que fué el mismo que se corrió cuando la
anexión de Texas, se apeló al propio remedio a que entonces se recurrió:
el de salvar la dificultad por medio de una "resolución conjunta", ya
que ésta, para ser aprobada, sólo requería la mayoría ordinaria. A
principios del año 1898 se presentaron en el Senado y en la Cámara,
simultáneamente, sendos proyectos de "resolución conjunta", y de acuerdo
con los reglamentos de dichos cuerpos debía quedar detenida la discusión
del Tratado hasta tanto que no fueran votados dichos proyectos. En
éstos, con toda habilidad, se introdujo una modificación con respecto a
algo muy importante que se establecía en el Tratado. Se había consignado
en éste que Haway habría de ser en el futuro un Estado de la Unión, y
como fuera éste, precisamente, el blanco a que se dirigían los tiros de
los opositores, se excluyó tal promesa de los citados proyectos de
"resoluciones conjuntas", limitándose éstas a consignar, que los Estados
Unidos admitían a Haway como parte de su territorio.

Por estos mismos días ocurrían otros sucesos, de tanta importancia que
hicieron decaer el interés del asunto de Haway: nos referimos a la
tirantez de relaciones con España con motivo de la cuestión cubana y que
culminó en la declaración de guerra que hizo el Congreso en 21 de abril.
Mas, por singular coincidencia, los sucesos de esta misma guerra
pusieron de manifiesto la conveniencia de adquirir a Haway. El ejército
que debía pelear en Filipinas no podía emprender su largo viaje sin
contar con hacer alguna escala, y ningún lugar más a propósito que la
bahía de Honolulu. El Gobierno de Haway hizo el ofrecimiento, y éste fué
aceptado y cuando la expedición llegó a las islas, el pueblo la acogió
con muestras de entusiasmo. No tardó, pues, en agitarse de nuevo en el
Congreso el asunto de la anexión de Haway, iniciándose el debate en la
Cámara. Se adujeron por los opositores algunos de los argumentos
esgrimidos cuando se trató de la compra de la Louisiana. Otra vez se
dijo que con la anexión se infringían los principios políticos
contenidos en la declaración de independencia y que no se podía
considerar como una posible consecuencia de la facultad de hacer
tratados la adquisición del territorio extranjero. También se dijo que
con la adquisición de Haway se infringía la doctrina de Monroe, supuesto
que si los Estados Unidos no admitían en su continente la ingerencia de
un poder extraño, tampoco ellos, por su parte, debían adquirir
territorio en otro continente, y que el resultado de la anexión habría
de ser el de convertir a la nación en potencia colonial, lo que
implicaba un aumento considerable del Ejército y la Marina de guerra.
Casi toda la oposición, especialmente la que se hizo en el Senado,
estuvo inspirada en los intereses de los azucareros de los Estados
Unidos, los que veían un perjuicio en la competencia que habría de
hacerles el azúcar de Haway; pero a pesar de ella, en 15 de junio aprobó
la Cámara el proyecto de anexión, y el Senado lo hizo en 6 del mes
siguiente.

El día 12 de agosto del propio año tuvo efecto en las islas el acto de
su ocupación por el Gobierno de los Estados Unidos, y en abril de 1900
aprobó el Congreso la Ley por la cual se rigen. Está inspirada dicha ley
en las que anteriormente habían sido redactadas para gobernar los
territorios contiguos a la Unión. La Constitución fué aplicada a Haway,
gozando sus hijos de la ciudadanía de los Estados Unidos y en cuanto al
gobierno, constituyóse éste con un gobernador, nombrado por el
Presidente, y una Cámara de origen popular, la que tiene el derecho de
enviar a Washington un delegado ante la Cámara de Representantes, con
voz, pero sin voto.


(C)

(1898) PUERTO RICO, LAS FILIPINAS Y GUAM.

Apenas iniciada la revolución cubana que estalló el año de 1895, púsose
de manifiesto la simpatía del pueblo norteamericano por la causa de los
revolucionarios. El Gobierno se había mantenido impasible ante el
conflicto, no obstante las excitaciones que le dirigía una buena parte
de la opinión para que actuase, de alguna manera, en favor de los
cubanos. Resistió cuanto pudo, pero llegó un momento en que tuvo que
ceder a la opinión. Fué entonces, cuando la Secretaría de Estado le
dirigió al Gobierno de Madrid la famosa nota de 23 de septiembre de 1897
requiriéndolo para que el mes siguiente dejara pacificada la isla.
España en 25 de noviembre le concedió a Cuba la autonomía; pero ya era
tarde: los revolucionarios no quisieron aceptarla y continuó por parte
del pueblo norteamericano el sentimiento de hostilidad hacia la
dominación de aquella nación en la isla. Después, la explosión del
acorazado _Maine_ en el puerto de la Habana, en la noche del día 15 de
febrero del año siguiente, producida, según informó la comisión
americana nombrada al efecto, por una mina submarina, precipitó los
acontecimientos y decidió la suerte de Cuba. En 18 de abril ambas
Cámaras, aprobaron la siguiente "Resolución Conjunta" que dos días
después sancionó el Presidente:

     Considerando que el aborrecible estado de cosas que ha existido en
     Cuba, durante los tres últimos años, en Isla tan próxima a nuestro
     territorio, ha herido el sentido moral del pueblo de los Estados
     Unidos, ha sido un desdoro para la civilización cristiana y ha
     llegado a su período crítico con la destrucción de un barco de
     guerra norteamericano y con la muerte de 266 de sus oficiales y
     tripulantes, cuando el buque visitaba amistosamente el puerto de la
     Habana;

     Considerando que tal estado de cosas no puede ser tolerado por más
     tiempo, según manifestó ya el Presidente de los Estados Unidos, en
     Mensaje que envió el 11 de abril al Congreso, invitando a éste a
     que adopte resoluciones:

     El Senado y la Cámara de Representantes, reunidos en Congreso
     acuerdan:

     "Primero: Que el pueblo de Cuba es y debe ser libre e
     independiente.

     "Segundo: Que es deber de los Estados Unidos exigir y por la
     presente su Gobierno exige, que el Gobierno español renuncie
     inmediatamente a su autoridad y gobierno en Cuba y retire sus
     fuerzas, terrestres y navales, de las tierras y mares de la Isla.

     "Tercero: Que se autoriza al Presidente de los Estados Unidos y se
     le encarga y ordena que utilice todas las fuerzas militares y
     navales de los Estados Unidos y llame al servicio activo las
     milicias de los distintos Estados de la Unión, en el número que sea
     necesario para llevar a efecto estos acuerdos.

     "Y cuarto: Que los Estados Unidos, por la presente, niegan que
     tengan ningún deseo ni intención de ejercer jurisdicción, ni
     soberanía, ni de intervenir en el Gobierno de Cuba, si no es para
     su pacificación y afirman su propósito de dejar el dominio y
     gobierno de la Isla al pueblo de ésta, una vez realizada dicha
     pacificación."

El Gobierno de Madrid estimó que la negación de la soberanía de España
en Cuba y la amenaza de una intervención armada equivalía a una
declaración de guerra e inmediatamente retiró su representación
diplomática de los Estados Unidos, quedando rotas las hostilidades.

Realmente, la acción de los Estados Unidos se encaminaba a obtener la
independencia de Cuba; pero eso no significaba que las operaciones
militares habrían de tener por único escenario a dicha isla. Las
necesidades de la guerra exigían que las actividades militares se
desenvolvieran en las diversas posesiones españolas y así se hizo, según
inmediatamente hemos de ver.

Cuatro días después de votada la Resolución Conjunta, el Comodoro Dewey,
al mando de la escuadra americana del Pacífico, estacionada en aguas
chinas, se dirigió en busca de la española, mandada por el Almirante
Montejo y que se encontraba en la bahía de Manila, frente al puerto de
Cavite. La noche del día 30, la escuadra americana, aprovechando la
obscuridad, inesperadamente, con gran sorpresa para las autoridades
españolas, penetró en la bahía y al amanecer del día siguiente, apenas
había aclarado, se inició la batalla, quedando hundidos o apresados
todos los barcos españoles, poco después del mediodía.

El Comodoro Dewey no disponía de tropas de desembarco y debido a esto,
no pudo atacar a Manila, permaneciendo la escuadra, en espera de
refuerzos. A los tres meses llegaron éstos, e iniciado el ataque se
rindió la ciudad el día 13 de agosto.

La otra batalla naval de esta guerra tuvo por teatro a Santiago de Cuba.
La escuadra española, que estaba anclada en dicha bahía, desde el 19 de
mayo, recibió órdenes de salir. El Almirante Cervera sabía que iba al
sacrificio, pero obedeció. Así sucedió: en la mañana del día 3 de julio
la escuadra se hizo a la mar y apenas había abandonado el puerto, a
corta distancia de éste, la escuadra americana que lo bloqueaba fué
destruyendo uno a uno los barcos que la formaban.

Al mismo tiempo, el ejército americano que había desembarcado y que en
1º de dicho mes había sostenido los combates del _Caney_ y _San Juan_,
ponía sitio a la ciudad, la que se rindió el día 16 de ese mes.

A fines de este mismo mes, otro ejército desembarcaba en Puerto Rico y
se hacía dueño de las poblaciones más importantes sin encontrar
resistencia.

Ante situación tan difícil para España, su Gobierno juzgó oportuno pedir
la paz y así lo hizo, dándole instrucciones al efecto a Cambon,
Embajador de Francia en Washington. España pretendió, en esas
negociaciones, salvar del desastre la posesión de sus colonias con
excepción de Cuba. No era justo, se decía, considerar como una conquista
definitiva a todas las colonias por el simple hecho de que en una de
ellas la suerte de las armas haya sonreído al soldado americano; y con
respecto a Cuba, temerosa de "los peligros de una independencia
prematura" y "en interés de las personas y de los bienes de los
españoles, de los extranjeros y aun de los americanos que allí residen",
era preferible cederla a los Estados Unidos.

Varios días duraron estas negociaciones y al fin el 12 de agosto firmóse
el protocolo preliminar. Se estipulaba en este documento, que España
renunciaría su soberanía sobre Cuba; que cedería a los Estados Unidos la
isla de Puerto Rico y las demás de las Indias Occidentales, así como una
del grupo de las Ladronas y que con respecto a las Filipinas, el Tratado
de Paz determinaría lo concerniente a su intervención, disposición y
gobierno y que cada nación nombraría cinco comisionados que se reunirían
en París el día 1º de octubre, lo más tarde, para negociar la paz y que
mientras tanto se suspenderían las hostilidades.

En la expresada fecha se reunieron en París, en uno de los salones del
Ministerio de Negocios Extranjeros, los comisionados de la paz. El Rey
de España estaba representado por Eugenio Montero Ríos, Buenaventura de
Abarzuza, José de Garnica, Wenceslao Ramírez de Villa-Urrutia y Rafael
Cerero y representaban al Presidente de los Estados Unidos, William R.
Day, Cushman K. Davis, William P. Frye, George Gray y Witelaw Reid.

El primer asunto de que se trató en las conferencias, fué el relativo a
Cuba. Pretendieron los comisionados españoles que se estipulara en el
Tratado que los Estados Unidos asumirían la soberanía de la isla; pero
los americanos negáronse a semejante pretensión, como no podían por
menos, dado que en la Resolución Conjunta que provocó la guerra, había
declarado el Congreso que el pueblo cubano debía ser libre e
independiente. Cuando se convencieron los comisionados españoles de que
esa pretensión era inaceptable, plantearon otra, la de que la isla se
hiciera cargo de la llamada deuda cubana, que sumaba unos $350,000.000.
Igualmente se opusieron los comisionados americanos a dicha pretensión,
por estimar que la referida deuda no había sido contraída en beneficio
de Cuba. Lo que en definitiva se convino con respecto a esta isla, fué
objeto del artículo 1º del Tratado, cuyo tenor es el siguiente:

     España renuncia todo derecho de soberanía y propiedad sobre Cuba.

     En atención a que dicha isla, cuando sea evacuada por España, va a
     ser ocupada por los Estados Unidos, los Estados Unidos mientras
     dure su ocupación, tomarán sobre sí y cumplirán las obligaciones
     que por el hecho de ocuparlas, les impone el Derecho internacional,
     para la protección de vidas y haciendas.

Pocos inconvenientes pusieron los españoles a la cesión a los Estados
Unidos de la isla de Puerto Rico y de las demás islas que poseía España
en las Indias Occidentales, así como a la de Guam, en el Archipiélago de
las Marianas o Ladronas. Donde surgieron las dificultades, fué al tratar
de las Filipinas. El protocolo preliminar no contenía una solución
definitiva y el presidente de los Estados Unidos, por su parte, no le
había dado instrucciones concretas a los comisionados. Estos estaban
divididos en sus opiniones. Day y Gray entendían que dichas islas debían
quedar en poder de España; Davis y Frye eran partidarios de que los
Estados Unidos adquirieran una de las islas, la de Luzón, para
destinarla a estación naval y por su parte Reid entendía que los
Estados Unidos se debían anexar todo el Archipiélago. Esta última fué la
opinión que prevaleció, en definitiva, entre los comisionados.
Contribuyó a que la misma imperase, un informe que le pidieron los
comisionados al General Merrit, recién llegado a París, de las
Filipinas. Dijo el General Merrit, que el pueblo filipino no estaba en
condiciones de establecer un gobierno independiente y eficaz y que la
parte más ilustrada de la población era partidaria de que las islas se
sometieran a la soberanía de los Estados Unidos. Realmente, esta
solución era la más adecuada. Dejar el destino de las islas, en aquellos
momentos, en manos de los filipinos, era entregar el país a la anarquía;
y por otro lado, tampoco era justo que quedaran sometidas a España, pues
como entonces se dijo por los que defendían la anexión, si la guerra se
había hecho para terminar con el desgobierno de una colonia ¿por qué se
había de permitir que otra colonia quedara sumida en ese mismo desorden?

Los comisionados españoles resistieron cuanto pudieron a la cesión,
alegando que la toma y ocupación de Manila no equivalía a la conquista
de las islas y que el Embajador Cambon había sido instruído, cuando
negoció el protocolo preliminar, a nombre de España, de que ésta se
reservaba su soberanía sobre las Filipinas. No negaron los americanos
que el Embajador Cambon hubiera pretendido hacer esa declaración, pero a
su vez adujeron que el Gobierno de Washington, frente a la misma, había
sostenido que la situación de Filipinas habría de ser resuelta en el
Tratado de Paz, criterio que en definitiva se había consignado en el
Protocolo y como insistieran en exigir semejante condición, los
comisionados españoles al fin accedieron a ella, en la siguiente forma:
España cedía las islas a los Estados Unidos y recibía $20,000.000.00,
como indemnización, no como venta.

Tales fueron las estipulaciones del Tratado de Paz, en lo referente a la
cesión de las islas de Puerto Rico, Guam y las Filipinas. Fué suscrito
en 10 de diciembre y ratificado por el Senado de los Estados Unidos en 6
de febrero del año siguiente.

Puerto Rico y Filipinas se gobiernan hoy, respectivamente, por un
Gobernador nombrado por el Presidente de los Estados Unidos y dos
cámaras legislativas; una baja de origen popular y otra alta formada por
funcionarios de cierta categoría y por un corto número de prominentes
ciudadanos designados por el Gobernador. La organización del gobierno de
estas posesiones, se asemeja mucho a la de las colonias británicas. En
cambio la isla de Guam, se gobierna, como la de Tutuila, por un oficial
de la marina investido de plenas facultades. La escasez y poca cultura
de la población de esta isla ha sido sin duda el motivo de que el
Gobierno de Washington no haya establecido en la misma, cual lo ha hecho
en Puerto Rico y las Filipinas, el principio de la representación
popular.


(D)

(1899) TUTUILA.

El grupo de islas Samoa o de los Navegantes, se encuentra en la
Polinesia, Oceanía. Sus tierras ocupan un área de 2,787 kilómetros.
Hasta ya entrado el siglo XIX no fueron bien conocidas estas islas.
Fueron los norteamericanos los primeros que sostuvieron relaciones
comerciales con ellas. En la segunda mitad de dicho siglo, se estableció
en el archipiélago, la "Polynesian Land Company" que llegó a adquirir
gran importancia y a ejercer una verdadera influencia en sus destinos.
Los alemanes no tardaron en seguir a los norteamericanos; establecieron
a su vez la casa de comercio de Goddeffroy, cuyos negocios tuvieron
verdadera importancia. Unos y otros pretendieron siempre mezclarse en
los asuntos políticos interiores, a fin de ponerlos al servicio de sus
respectivos intereses, hasta tal punto, que la historia de Samoa, en la
segunda mitad del siglo pasado, no es más que la historia de la
rivalidad entre dos familias, la de los Malietoa y la de los Tubua,
alentadas y mantenidas en sus aspiraciones por americanos y alemanes.

El año 1875 los Malietoa, apoyados por el Cónsul de los Estados Unidos,
Coronel Steinberger, lograron elegir Rey a uno de sus miembros; pero los
Tubua, apoyados por los alemanes, promovieron una revolución que les
arrebató el gobierno y una vez que consiguieron el poder, concertaron,
en julio de 1877, un tratado con Alemania por el que le dieron el
tratamiento de nación más favorecida. No se conformaron los intereses
norteamericanos vinculados en las islas, con el predominio de Alemania;
agitáronse y obtuvieron a su vez del gobierno de las mismas, en enero
del año siguiente, la cesión a los Estados Unidos de la espléndida
bahía de Pago-Pago. El gobierno alemán protestó de dicha cesión y
deseoso de aumentar su influencia en Samoa, en enero de 1879 celebró un
nuevo tratado, que casi equivalía a la cesión del archipiélago en su
favor y que produjo el resultado de poner el comercio, en su casi
totalidad, en manos alemanas.

La lucha entre los dos bandos que se disputaban el poder, no
desapareció: se mantuvo en las mismas condiciones, avivada siempre por
los elementos extranjeros, alemanes y norteamericanos, al que se agregó
uno más, deseoso también de ejercer influencia en las islas: el inglés.
El año de 1889, Bismarck convoca a una conferencia en Berlín a la Gran
Bretaña y a los Estados Unidos a fin de tomar una orientación definitiva
y como resultado de esa conferencia, se suscribió una convención, cuyas
estipulaciones más importantes fueron éstas: se mantendría la soberanía
e independencia de las islas, pero las tres naciones controlarían el
poder judicial y las aduanas, sin que ninguna de ellas pudiera tener
mayor autoridad y mayores privilegios que las otras; los Estados Unidos
conservarían el puerto de Pago-Pago y a su vez Alemania podría
establecer una estación carbonera en Apia.

Durante diez años se mantuvo esa convención, pero como en 1898 se
reprodujeron los disturbios en las islas, Alemania propuso darla por
terminada; suprimir su soberanía y repartirse el territorio. Así se
acordó por el tratado concertado entre la Gran Bretaña, Alemania y los
Estados Unidos, en 2 de diciembre de 1899. De acuerdo con esta
convención, los Estados Unidos se quedaron con una de las islas, la de
Tutuila y Alemania con las de Upolu y Sawaii y por su parte la Gran
Bretaña recibió de este Imperio, determinadas compensaciones en Africa.

Los Estados Unidos gobiernan la isla de Tutuila por medio de un oficial
de marina, investido de plenos poderes.


(E)

(1916) LAS ANTILLAS DANESAS.

A unas cincuenta millas al Este de Puerto Rico, se encuentra el grupo de
islas conocidas con el nombre de antillas danesas. Son tres: San
Thomas, San Juan y Santa Cruz. La primera de éstas es la más importante,
teniendo su costa sur la ciudad de Carlota Amalia, con un magnífico
puerto. Entre las tres ocupan un área de unas 140 millas cuadradas y se
calcula la población en más de 30,000 habitantes.

A principios del año 1865, a la sazón en que Lincoln ocupaba la
Presidencia y Seward la Secretaría de Estado, el Gobierno inició
negociaciones con el de Dinamarca para la compra de las islas. Por
consecuencia de dichas negociaciones, en 24 de octubre de 1867 se
celebró un Tratado en Copenhague. Según sus estipulaciones, Dinamarca
cedía a los Estados Unidos, en precio de $7,500.000.00, dos de las
islas, la de San Thomas y la de San Juan, previo un plebiscito de los
habitantes de las mismas y bajo la condición de que éstos fueran
admitidos, como ciudadanos de la Unión, una vez realizada la anexión.

El pueblo de las islas, casi unánimemente se decidió por la anexión;
pero ésta no se pudo realizar porque el Senado de los Estados Unidos,
después de haber demorado por mucho tiempo la aprobación del Tratado, en
definitiva lo rechazó.

En 24 de enero de 1902, ocupando Roosevelt la presidencia y Hay la
Secretaría de Estado, se celebró en Washington otro Tratado, por el cual
se anexaban las islas a los Estados Unidos, pagando éstos, en precio de
las mismas, la suma de $5,000.000.00. Esta vez el Senado de los Estados
Unidos aprobó el Tratado. También lo aprobó el "Rigsdag" o cámara baja
en Dinamarca, pero no corrió la misma suerte en el "Landsthing" o cámara
alta; pues este cuerpo, en 21 de octubre de dicho año, obedeciendo según
se dijo, a poderosas influencias alemanas que se pusieron en juego, hubo
de rechazarlo.

En 1916, ya iniciada la guerra europea, el Gobierno de Washington, por
medio del Secretario de Estado Robert E. Lansing, inició negociaciones
con Constantino Brun, Ministro de Dinamarca en aquella capital, para la
compra de las islas. El éxito coronó esta vez los esfuerzos de ambas
partes. En 4 de agosto del citado año se celebró el Tratado y
debidamente aprobado éste, en 17 de enero del siguiente año, se
canjearon en Washington las ratificaciones. Los Estados Unidos pagaron
por las islas $25,000.000.

La opinión pública en los Estados Unidos consideró la compra de estas
islas como una necesidad, no tanto por su importancia como por su
posición. Se temía que Alemania en el futuro, en cualquier momento,
utilizara su influencia sobre Dinamarca para obtener que se las cediera
y era evidente que semejante cesión habría de significar un serio
peligro y una constante amenaza para la defensa del canal de Panamá. En
cambio la posesión de las islas por los Estados Unidos, habría de
constituir un punto avanzado de defensa del canal; algo así como lo que
representa para la Gran Bretaña, la posesión de la isla de Malta: un
centinela del canal de Suez.

Pero no era solamente el interés de la defensa del canal lo que
aconsejaba la anexión de las islas. Es que éstas en manos de Alemania o
de cualquier otra gran potencia militar, significaba algo más: la
amenaza constante de los intereses norteamericanos en el Caribe. Por
otra parte, para el comercio también era de positivo valor la
adquisición de las islas, pues los dos puertos existentes en las mismas
hacen de ellas una estación de inapreciable valor, en la ruta de los
barcos que se dirigen a la América Meridional.



III

NOTAS CRITICAS ACERCA DEL MOVIMIENTO EXPANSIONISTA


Según se habrá podido observar, tres aspectos o fases se descubren en el
movimiento expansionista de los Estados Unidos: primero, la ocupación
del territorio inmediato a las trece colonias primitivas, ocurrida antes
de la independencia; después, las sucesivas anexiones de territorios
contiguos, que se fueron convirtiendo en Estados de la Unión y en último
lugar, la adquisición de posesiones no contiguas, gobernadas como
colonias.

El primer movimiento expansionista, según vimos oportunamente, se
refirió al extenso territorio situado entre la cordillera de los
Alleghanies y el río Mississippi, atravesado de Este a Oeste por el río
Ohio. Dentro de ese movimiento, hay que distinguir el que tuvo por
teatro el territorio situado al Norte de este río, del que tuvo lugar
al Sur del mismo. Pretendieron los colonos ingleses, desde principios
del siglo XVIII, dominar la región situada al Norte del Ohio, tropezando
en su empeño, con igual pretensión alimentada por los franceses, que
dominaban en el Canadá. En aquel entonces no se pensaba, ni remotamente,
en la idea de independencia; los norteamericanos luchaban como ingleses
nada más. Basta leer las páginas que hemos dedicado a este asunto, para
darse cuenta de que aquella lucha no fué más que un reflejo de las que
sostuvieron ingleses y franceses en el siglo XVIII. En aquellas guerras
luchaban, unos y otros, por la supremacía y América no fué más que una
parte del escenario de la contienda. No se trataba, en realidad, de
principios religiosos, ni de la necesidad de adquirir territorios
nuevos, sino tan sólo de obtener el predominio de una raza sobre otra; y
al quedar resuelta la contienda en favor de la Gran Bretaña, por el
Tratado de París de 10 de febrero de 1763, que puso término a la guerra
de los siete años, quedó el Canadá en poder de esta región.

El esfuerzo mantenido por ocupar y dominar el territorio situado al Sur
de Ohio, que en realidad no estaba poseído por ninguna nación, tuvo otro
carácter. Fué un movimiento expansivo de los propietarios virginianos,
ansiosos de acaparar y hacer productivos nuevos territorios. Actuó la
actividad privada y después que ésta tuvo realizada la mayor parte de su
labor, la acción gubernamental terminó la obra. Fué en esta oportunidad,
en la que por primera vez el esfuerzo individual jugó su papel, que tan
importante fué siempre, después, en el movimiento expansionista de los
Estados Unidos.

La segunda fase de ese movimiento, que se refirió, según antes dijimos,
a la ocupación de territorios inmediatos a la Unión y que ocurrió
durante la primera mitad del siglo pasado, se desenvolvió a impulsos de
diversas aspiraciones e intereses. Así vemos, con efecto, que la
adquisición de la Louisiana la determinó el ofrecimiento de su venta,
hecho por Napoleón, inesperadamente, a la comisión que se encontraba en
París gestionando garantías para la navegación por el Mississippi; que
la compra de la Florida, a España, la inspiró el temor de que esa
posesión se desprendiera del poder de esta monarquía y cayera en manos
de alguna gran potencia, cuya vecindad había de ser peligrosa para los
Estados Unidos; que la anexión de Tejas, fué el desenlace de un proceso
iniciado por la importante colonia americana que residía en dicho país
y completado por el elemento esclavista, predominante en aquel entonces
en las esferas gubernamentales de Washington y al que interesaba la
adquisición de los territorios que se pudieran convertir en Estados
esclavistas, siendo estos mismos elementos, los que llevaron al país a
la guerra que produjo la conquista de Nuevo Méjico y de la alta
California; y que las negociaciones que se sostuvieron con la gran
Bretaña, y que determinaron la anexión de Oregon, se iniciaron por las
instancias y exigencias de los colonos americanos que se habían
establecido en dicha región.

Frente a esa diversidad de aspiraciones e intereses, que produjeron la
expansión de la Nación, los territorios que sucesivamente se fueron
ocupando ofrecen una misma característica y es, la de que estaban
poblados solamente por indios y teniendo poca importancia el elemento
blanco extranjero residente en ellos, podían ser el asiento de
comunidades que desde su origen habrían de estar asimiladas a la Unión.

Esa expansión fué obra, en tesis general, de la actividad privada; de
los agricultores, principalmente. Fué un movimiento espontáneo,
instintivo, guiado por la voluntad de la comunidad antes que por la
acción política. Fué el proceso de expansión de una comunidad joven,
pletórica de vida, que sentía la necesidad de engrandecerse; y fué algo
más: fué, como dice un escritor, "la lucha de la civilización contra el
caos". Con efecto, cada territorio que se adquiría, era una nueva zona
que se abría al progreso y a la actividad productora del hombre.

El pueblo norteamericano, a fuerza de presenciar durante medio siglo la
sucesiva adquisición de territorios contiguos y no poblados, a no ser
por las tribus de indios, se llegó a formar un estado de conciencia
según el cual, resultaba inexplicable la conquista de un territorio
lejano y mucho menos, si la población que lo ocupaba no asentía en ella.
De esas ideas participaba el gobierno. El Secretario de Estado Calhoum,
en 1844 había declarado lo siguiente:

     La política que hemos observado al expansionarnos, ha sido la de
     adquirir siempre territorios no ocupados y fácilmente asimilables.
     En una palabra: hemos engrandecido nuestro territorio por
     crecimiento, y nunca hemos conquistado poblaciones que tengamos que
     mantener unidas a nosotros por la fuerza.

Pero el Gobierno evidenció en forma más concluyente, por algo más que
por simples declaraciones, que participaba de aquellas ideas. Con
efecto, el hecho de que el Senado rechazara en 1867, el tratado de
anexión de las Antillas danesas y en 1870 el de Santo Domingo y el gesto
de Cleveland en 1893, retirando de dicho alto cuerpo el de Haway, ¿qué
otra cosa fueron que afirmaciones de ese estado de conciencia?

En 1867 ocurrió un hecho que vino a romper la que podríamos llamar
tradición anti-imperialista de los Estados Unidos. Nos referimos a la
compra a Rusia de la Alaska. Se trataba de un país no contiguo y de un
pueblo de otra raza, de cuya voluntad se prescindía al realizar su
transferencia al dominio de los Estados Unidos. Pero como dicho
territorio estaba situado en la región ártica y se le atribuía poco
valor, hasta el punto de que fué vendido en $7,200.000 no obstante
abarcar un área de 577.390 millas; habitado además por una población
relativamente escasa y sin aspiraciones políticas; como se trataba de
una región situada en el propio Continente Septentrional y como sobre
todo, era del mayor interés excluir a Rusia de la América del Norte, tan
natural, tan indicada estaba la adquisición, que la opinión no reparó en
aquel otro aspecto: el de que se rompía la tradición anti-imperialista.

Fué en las postrimerías del siglo, "en sus últimos diez y ocho meses",
como dice un autor, cuando ocurrieron otros hechos, otras adquisiciones
territoriales, que le llevaron al pueblo la evidencia de que se había
roto de una vez su antigua tradición. En julio de 1898, se realiza la
anexión de Haway; en diciembre del mismo año, tiene lugar la adquisición
de Puerto Rico, las Filipinas y Guam y en diciembre de 1899 la de
Tutuila. Todavía la adquisición de Haway tenía su explicación: había
allí intereses americanos muy importantes; la población nativa, frente a
esos intereses, desempeñaba un papel secundario y veía la anexión con
indiferencia, casi con agrado, y era seguro, por otra parte, que de no
dar ese paso los Estados Unidos, habría de darlo la Gran Bretaña o
Francia. También tenía su explicación la adquisición de las Filipinas y
de Puerto Rico, porque si la guerra con España se había hecho por librar
de su mal gobierno a una de sus colonias, ¿por qué aquellas dos, que
padecían del mismo mal, no iban a cambiar de situación? Y ya
desprendidas del Gobierno de España, ¿qué otra cosa podían hacer los
Estados Unidos, que retenerlas, a Puerto Rico definitivamente, a
Filipinas por el momento?

Lo que no tenía explicación era la adquisición de dos islotes en el
Pacífico: el de Guam en el Archipiélago de las Ladronas y el de Tutuila
en el de Samoa. Ninguna otra doctrina que no fuera la del imperialismo,
podía justificar estas anexiones.

Mucho se discutieron todas estas adquisiciones. Tuvieron sus partidarios
y sus contrarios; con esta particularidad: que los amigos de las
anexiones no aceptaban el nombre de imperialistas que les daban sus
adversarios; negaban que lo fuesen. ¡Véase hasta qué punto la tradición,
la política del aislamiento, la voluntad de no adquirir territorios
fuera del Continente, había actuado en la conciencia pública! Pero la
exactitud del nombre era cuestión de poca monta. Lo positivamente
cierto, era que la nación abandonaba su aislamiento; que adquiría
territorios distantes, habitados por pueblos de otras razas, no
asimilables al norteamericano y con cuya voluntad no se contaba al
someterlos a la nueva soberanía; lo esencial era que quedaba rota, como
dice el escritor H. H. Powers, la triple tradición observada hasta
entonces por la nación en su movimiento expansionista: la de "la
continuidad territorial", la de "la homogeneidad de la raza" y la del
ejercicio del poder basado en "el consentimiento de los gobernados". Los
mismos que no se querían llamar imperialistas, proclamaban con orgullo
que el nuevo orden de cosas ofrecía tres vías que constituían la mejor
garantía para el desarrollo del comercio americano en Oriente: Haway
estaba en la ruta de Asia, Guam en la de las Filipinas y Tutuila en la
de Nueva Zelandia y Australia.



SEGUNDA PARTE

LA DOCTRINA DE MONROE



I

SU ANTECEDENTE: LA POLÍTICA DEL "AISLAMIENTO" O DE "LAS DOS ESFERAS"


El movimiento revolucionario de las trece colonias inglesas de la
América del Norte, que culminó en su independencia, ofrece un sello
especial: no fué obra de la pasión exaltada ni de un mero
sentimentalismo; fué el producto de una voluntad reflexiva y consciente,
inspirada en el más sincero y juicioso patriotismo. En la generalidad de
las revoluciones ocurre cosa bien distinta: las huellas más marcadas las
traza la pasión desordenada, o un sentimiento mal inspirado y peor
dirigido.

En la revolución de los Estados Unidos, los Washington, los Hamilton,
los Madison, los Franklin, el grupo de hombres que de tan sabia manera
supo guiar los destinos de aquel gran pueblo, tuvo una intención
deliberada: constituir un gobierno adecuado y estable, y acarició al
propio tiempo el ideal de que su patria llegara a ser poderosa y grande.

Pero los "Padres de la República" se dieron cuenta de que para que la
"Unión" perdurase no bastaba con levantar el edificio de la
confederación en condiciones de estabilidad, sino que era necesario
además, por su misma conveniencia y seguridad, mantener a la nueva
nacionalidad completamente separada, ajena a las luchas y problemas de
Europa. Pensando en esa finalidad, trazaron idealmente, en mitad del
Océano Atlántico, una línea divisoria entre el Nuevo y el Viejo
Continente.

Esa idea, ese presentimiento, hizo nacer en la mente de estadistas y
patriotas la política del "aislamiento" (_isolation_) o de las "dos
esferas" (_two spheres_), y tuvo dicha política su mayor arraigo y
fuerza en la creencia popular, más generalizada entonces que ahora, de
que los dos continentes, en todos los órdenes, eran cosa absoluta y
totalmente distinta.

Se puede decir que esa política fué concebida desde años antes de que se
reuniera la Convención de Filadelfia.

En noviembre de 1782 conversaban en París John Adams y Mr. Oswald,
Comisionado para tratar de la paz por el Gobierno Británico, y el
primero le decía al segundo:

     No dude usted que las naciones de Europa se esforzarán en atraernos
     dentro de su sistema político, pero nuestro interés está en
     mantenernos alejados de todo eso.

En 1788, por la época en que se discutía la actual Constitución,
Washington le escribía a Sir Edward Newenham y se expresaba así:

     Confío en que los Estados Unidos se sabrán mantener alejados del
     intrincado laberinto de las guerras de Europa y de su política, y
     que antes de poco, y merced a la adopción de un buen gobierno, nos
     haremos respetables ante los ojos del mundo, hasta tal punto, que
     las naciones que tienen posesiones en este Continente no podrán por
     menos que tratarnos con todo género de consideraciones.

En 1793, el Secretario de Estado, Thomas Jefferson, temía que la
posesión de Louisiana y de la Florida hiciera a estos territorios teatro
de las luchas entre Inglaterra, Francia y España, y le escribe al
Ministro en Madrid que no éntre en ningún pacto o alianza que envuelva a
los Estados Unidos en esa discordia.

Al estallar la guerra entre Francia e Inglaterra, Jorge Washington, por
su declaración de 5 de junio de 1794, ordenó a sus conciudadanos que
observaran la más absoluta neutralidad.

Dos años más tarde, al abandonar el poder, tuvo ocasión de exponer los
principios de la política del aislamiento en su famoso discurso de
despedida de 17 de septiembre de 1796, en los términos siguientes:

     Seamos sinceros y justos en nuestras relaciones con todas las
     naciones. La religión y la moralidad nos aconsejan esta línea de
     conducta, que es inmejorable. Dentro de poco tiempo podremos
     ofrecerle a la humanidad el ejemplo de un pueblo guiado por
     sentimientos de justicia y de bondad.

     Aconsejo a mis conciudadanos que se prevengan contra las
     influencias extrañas, que estén alerta, pues el mayor enemigo de un
     gobierno republicano es esa influencia extranjera. Nuestra línea de
     conducta debe ser la de estrechar nuestras relaciones comerciales
     con las otras naciones, pero apartarnos, al propio tiempo, de toda
     conexión política con ellas.

     Europa tiene un conjunto de intereses que son motivo de frecuentes
     controversias y con los cuales sostenemos muy remotas relaciones.
     En tales circunstancias sería una imprudencia ligarnos por lazos
     artificiales a alianzas o combinaciones amigas o enemigas.

     La distancia, más que nada, nos aconseja seguir por otro rumbo.

     ¿Para qué perder las ventajas de nuestra situación? ¿Para qué
     abandonar nuestro terreno y nuestra situación? ¿Para qué abandonar
     nuestros destinos y mezclarnos en las luchas, rivalidades y
     ambiciones de las naciones de Europa? La prudencia aconseja que no
     nos alejemos de la política que consiste en no entrar en ninguna
     alianza con las naciones extranjeras.

John Adams, sucesor de Washington en la Presidencia de la República,
perseveró en la misma política. En mensaje especial de 16 de mayo de
1797, dijo:

     Bajo ningún concepto debemos envolvernos en el sistema político de
     Europa. Debemos estar prevenidos para no vernos atraídos al lado de
     ninguno de los grupos de naciones que forman la balanza de los
     poderes; así lo aconseja nuestro interés.

Jefferson, a su vez, sucedió a Adams y mantuvo la misma política. En su
mensaje de 18 de octubre de 1803, expuso los mismos principios ya
enunciados por Washington y por Adams.

Pero la política del "aislamiento" o de las "dos esferas", no se redujo
a mantener a los Estados Unidos completamente apartados de toda
ingerencia en los asuntos y problemas del Viejo Continente. A juicio de
los estadistas norteamericanos, había que prevenirse también contra la
posibilidad de que los territorios vecinos cayeran en manos de alguna
gran potencia, toda vez que esto, al par que los obligaría a adoptar
grandes precauciones militares, impediría la tan anhelada separación
entre los asuntos europeos y los norteamericanos.

Algunos de los territorios inmediatos a los Estados Unidos estaban en
poder de España, pero eso no preocupaba al Gobierno de los Estados
Unidos. Aquella nación, aniquilada, empobrecida, en aquel entonces ni en
el futuro podía ser un peligro para la naciente República. El peligro
estaba en la posibilidad de que alguna de esas posesiones se
desprendiera del poder de España y entrara a formar parte del dominio de
potencias tan fuertes como Inglaterra o Francia. Contra ese peligro
siempre estuvo prevenida la cancillería norteamericana.

A fines del año 1800, King, Ministro de los Estados Unidos en
Inglaterra, en una conversación con el Primer Ministro, Lord Hawkesburg,
le hizo presente que su gobierno estaba tranquilo con que las Floridas
permanecieran en poder de España, y que de ser transferidas, sólo podían
serlo a la nueva República.

En abril de 1803, el propio embajador le hace análoga manifestación al
Gobierno inglés con respecto a la Louisiana y obtiene seguridades, por
parte de éste, de que no se hará nada que perjudique a los intereses de
los Estados Unidos.

En 1808, el Presidente Jefferson le escribe al Gobernador Claiborne, de
Louisiana, en estos términos:

     Estamos satisfechos con que Cuba y Méjico continúen en su actual
     situación; y veríamos con verdadero desagrado que, política o
     comercialmente, pasaran a ser una dependencia de Inglaterra o
     Francia. El interés de aquellos pueblos y el nuestro está muy
     ligado y es el mismo: excluir de este hemisferio toda influencia
     europea.

Tres años más tarde, y a solicitud del Presidente James Madison, esta
política mereció la sanción del Congreso, en la forma que se va a ver. A
principios del año 1811 había fundados temores de que Inglaterra ocupase
parte de la Florida, entonces en poder de España; y como Madison le
recomendara al Congreso, por medio de un mensaje, que hiciera a nombre
de la nación alguna declaración protestando contra esa probable
ocupación, el 15 de enero de ese año el Poder Legislativo, reunido en
sesión secreta, acordó la siguiente resolución:

     Teniendo en cuenta la situación anormal por que atraviesan España y
     sus provincias americanas, y teniendo en consideración la
     importancia que para la seguridad, tranquilidad y comercio de los
     Estados Unidos ha de tener la suerte de los territorios limítrofes,
     situados al Sur, se resuelve: que los Estados Unidos, bajo las
     críticas circunstancias imperantes, no pueden ver sin inquietud que
     parte de los referidos territorios pasen a manos de otra potencia;
     y a ese efecto, y velando por su propia seguridad, habrán de
     ocuparlos, si las circunstancias así lo demandaren.

Con lo expuesto quedan referidos cuáles fueron los primeros actos de los
estadistas norteamericanos que dieron vida a la política del
"aislamiento" o de las "dos esferas". La seguridad y la conveniencia de
los Estados Unidos la hicieron nacer; pero hemos de ver después que de
aquella política se derivó la doctrina de Monroe y en fecha reciente la
acción de predominio en el mar Caribe; sostenidas, en parte por aquellas
ideas de seguridad y en parte por otros sentimientos y aspiraciones.



II

SUS ORIGENES


La insurrección de las colonias españolas del Continente americano
encontró en los norteamericanos franca simpatía. Este es un hecho de
evidencia innegable y de fácil explicación. Los norteamericanos habían
hecho surgir su nacionalidad al calor de su amor al republicanismo, y
por fuerza tenían que sentirse identificados con aquellos pueblos que
moraban en el mismo Continente, que como ellos tenían su origen en la
colonización europea, y que sobre todo aspiraban a la independencia
inspirados y alentados por su ejemplo.

Que los hombres que por aquella época ejercían los poderes públicos en
los Estados Unidos participaban de ese estado de opinión, está
demostrado por muchos antecedentes que figuran en documentos oficiales.

Véase la resolución del Presidente de la República enviando un cónsul a
Caracas, a mediados del año 1810, como respuesta a la solicitud de la
"Junta" de dicha ciudad reclamando el envío de ese funcionario, después
de decretada la libertad de comercio; las frases que se emplean en la
comunicación de 19 de diciembre de 1811, por la que el Secretario de
Estado, a nombre del Presidente, avisa el recibo de la notificación que
se le hace de la declaración de Independencia de las "Provincias Unidas
de Venezuela", así como el dictamen de un Comité especial, a que fué
deferida dicha "Declaración", en la Cámara de Representantes, y por el
que se recomendaba se incitase a los revolucionarios para que
perseveraran en sus esfuerzos; los términos del Mensaje Presidencial de
2 de diciembre de 1817, en que por el primer magistrado se le expone al
Congreso que en la lucha entre España y sus colonias había puesto todo
su empeño en tratar bajo el mismo pie a los dos bandos contendientes,
manteniéndose neutral y permitiendo a unos y a otros abastecerse en los
puertos de la nación; léanse esos y otros documentos de aquella época,
relativos a la misma materia, y se comprobará la exactitud de nuestra
afirmación.

Pero nada de esto es comparable al paso que dió la Cancillería Americana
en pro de la Independencia de aquellas colonias, el año 1818, esto es,
cuando aún no había reconocido dicha Independencia y cuando todavía el
poder de España combatía la rebelión. Inmediatamente nos vamos a referir
a él.

La "Santa Alianza", la liga sombría y funesta que para acabar con todas
las libertades, como medio de afirmarse en sus tronos, idearon los
soberanos de Europa, se había constituído en 1815, y en 1818 debía
celebrar sus sesiones en Aix-La-Chapelle. Entre los asuntos que iban a
ser materia de discusión ocupaba lugar la manera de mantener el poder de
España en sus colonias.

El Gobierno de Washington se enteró de que por algunos de los de Europa
se pretendía recabar el apoyo de los Estados Unidos en aquella empresa,
y en 31 de julio del año a que nos referimos, Richard Rush, en aquel
entonces Ministro en Londres, procediendo de acuerdo con instrucciones
de la Secretaría de Estado, le hizo saber a Lord Castlereagh, Ministro
de asuntos exteriores, que el Gobierno de los Estados Unidos, tras
detenida deliberación, había resuelto no tomar parte, bajo ningún
concepto, en ningún plan de pacificación que tuviera otra finalidad que
no fuera la de la independencia de las colonias. Análoga manifestación
hicieron a los Gobiernos de Francia y Rusia los Enviados de los Estados
Unidos ante los mismos.

Al enterarse el Gobierno Inglés de la resuelta actitud de los Estados
Unidos, le retiró todo su apoyo al proyecto de la Santa Alianza de
someter las revueltas colonias.

La Gran Bretaña se colocaba en una situación eminentemente práctica. Por
arriesgarse en una empresa cuyas consecuencias desconocía, no se iba a
atraer el odio de los pueblos de la América del Sur y a perder el
magnífico comercio que con los mismos había emprendido y que hasta
entonces estuvo monopolizado por España. Ni siquiera podía seducirla la
adquisición de nuevos territorios, pues la India, Australia y el Africa
del Sur ofrecían ancho campo a su actividad exterior.

Si algún temor hubo de quedar con respecto a la actitud que en lo futuro
pudiera adoptar Inglaterra, quedó desvanecido poco tiempo después, el
año 1822, cuando, con ocasión de reunirse la Santa Alianza en Verona,
protestó aquella nación, por boca del Duque de Wellington, en términos
tan enérgicos contra el acuerdo de que Francia pudiera intervenir en
España con objeto de restablecer el orden, y contra aquel otro por el
que se eliminaba la representación popular y se suprimía la libertad de
imprenta, que de hecho quedó separada de la Santa Alianza; y sin su
cooperación parecía aventurado que las otras naciones se arriesgaran en
la empresa de someter a las colonias.

       *       *       *       *       *

El mes de abril del propio año en que se reunió el Congreso de Verona y
cuando todavía combatía España en suelo americano, por no perder su
soberanía, el gobierno de Washington reconoció la independencia de las
nuevas nacionalidades.

Este hecho, revelador de la actitud de los Estados Unidos--francamente
favorable a los nuevos Estados--, unido al de la desviación de
Inglaterra del proyecto de la Santa Alianza, de someter a las colonias,
parecía alejar todo peligro de que España recuperase sus perdidos
dominios. Pero no era así: hemos de ver inmediatamente cómo al año
siguiente la funesta Santa Alianza se ofreció más amenazadora que nunca.

       *       *       *       *       *

En el verano del año 1823, después que las huestes francesas invadieron
con éxito la península española, se aseguraba como cosa corriente, en
todas las cancillerías, que el próximo paso que daría Francia,
respaldada por la Santa Alianza, sería el de ayudar a España a mantener,
recobrar, mejor dicho, su dominación en las colonias.

A Inglaterra le infundía serios temores la probabilidad de que tal
empresa se realizara, no ciertamente por la suerte que pudieran correr
los nuevos Estados, pues no había reconocido su independencia, como ya
lo habían hecho los Estados Unidos, sino porque, según antes se había
dicho, iba a perder su cada vez más próspero comercio con las antiguas
colonias, dado que en aquella época sólo la Metrópoli podía comerciar
con sus posesiones, y, además, porque iba corriendo el peligro de que
Francia obtuviera compensaciones territoriales y fuera a convertirse, de
esa manera, en fuerte rival suyo como potencia colonial.

El Gobierno Inglés pensó en prevenirse contra ese peligro, y como
conocía ya la opinión del pueblo norteamericano, hacia éste volvió la
vista. Véase cómo procuró un acercamiento con el gobierno de Washington,
para evitar la posible acción de la Santa Alianza en Hispano-América.

En 16 de agosto de 1823, George Canning, Ministro de Relaciones
Exteriores en el Gabinete Británico, sostuvo una conversación con el
Ministro de los Estados Unidos, Richard Rush, y después de exponerle el
hecho de que hacía pocas semanas le había significado al gobierno de
París, por medio de una "nota", que Inglaterra estaba confiada en que
Francia no se prevalería de su posición para obtener concesiones
territoriales en las posesiones españolas, hubo de manifestarle que, a
su juicio, los Estados Unidos pensaban de la misma manera; y que el
hecho solo de que las naciones de Europa vieran a éstos y a su nación
abundando en la misma opinión, sería suficiente para evitar la
proyectada acción militar.

Cuatro días después, o sea el 20 de agosto, quiso Canning ser más
preciso y hubo de librarle una comunicación al diplomático
norteamericano proponiéndole que los dos se unieran, a nombre de sus
respectivos gobiernos, para formular estas declaraciones:

1º--Consideramos imposible la reconquista de las colonias por España.

2º--Consideramos la cuestión de su reconocimiento como Estados
independientes, sujeta al tiempo y a las circunstancias.

3º--No estamos, sin embargo, dispuestos a poner obstáculos para un
arreglo entre ellas y la madre patria, por medio de negociaciones
amistosas.

4º--No pretendemos apropiarnos ninguna porción de esas colonias.

5º--No veríamos con indiferencia que una porción de ellas pasase al
dominio de otra potencia.

En 23 de agosto Rush le acusó recibo a Canning de su proposición, en
términos admirables. Le expuso que tenía la seguridad de que el Gobierno
de Washington abundaba en el mismo parecer que el de Londres, y que en
ese sentido no tendría inconveniente en formular las cinco declaraciones
en cuestión, pero que la forma de hacer dichas declaraciones es lo que
él no podía decidir sin antes recibir instrucciones; y aprovechó la
ocasión para hacer resaltar, por cierto que con mucha delicadeza, el
hecho singular de que Inglaterra, que tanto se preocupaba al parecer de
la suerte de las colonias, no hubiera reconocido aún su independencia.
Expresóse en estos términos:

     Los Estados Unidos ya han reconocido la independencia de las
     provincias españolas de la América y lo único que desean es ver
     mantenida dicha independencia en condiciones de estabilidad, para
     ventura y provecho de las mismas y del resto del mundo. Para el
     mejor éxito de esta finalidad nada sería más conveniente que el
     hecho de que las naciones de Europa, muy especialmente la Gran
     Bretaña, recibieran a las referidas provincias en la familia de las
     naciones.

¿Por qué el diplomático norteamericano, al consignar que aunque tenía la
seguridad de que su Gobierno participaba del pensamiento encerrado en
las cinco declaraciones, aseveraba que desconocía la forma en que podría
formularlas?

La explicación la revelan los términos de la comunicación que el propio
día 23 de agosto le dirigió Richard Rush al Secretario de Estado al
remitirle la proposición del Ministro inglés. Le llamaba la atención a
su Gobierno con respecto al peligro que podría encerrar tomar una medida
que los envolviera en el sistema político europeo, y que por otra parte
podría acarrearles la enemistad de Francia, que por sí sola, a su
juicio, no podía emprender tan magna empresa.

Se ve, pues, que Rush no creía conveniente que los Estados Unidos
dieran paso alguno que implicara una negación del principio de "las dos
esferas".

El día 31 del propio mes de agosto, Canning hubo de dirigirle otra
comunicación a Rush, que éste, a su vez, remitió a Washington, donde
llegó el 5 de noviembre, exponiéndole que las proposiciones que le había
hecho eran meramente confidenciales, desprovistas de todo carácter
oficial; pero, en cambio, en 18 y 26 de septiembre, le consultó si, caso
de reconocer la Gran Bretaña la independencia de las provincias
españolas, los Estados Unidos suscribirían las declaraciones propuestas,
a lo que contestó el diplomático norteamericano que nada resolvería
mientras no tuviera instrucciones.

Rush, en una comunicación fechada en 10 de octubre y que llegó al
Departamento de Estado el 19 de noviembre, reveló estar al cabo de
cuáles eran los móviles que guiaban a la Gran Bretaña en este asunto:

     No la guía--decía--ninguna buena disposición hacia la Independencia
     de los nuevos estados... No se inspira más que en su interés y en
     su ambición, y hasta no me extrañaría que en el fondo estuviera de
     acuerdo con el propósito de la Santa Alianza de suprimir en Europa
     las reformas populares.

En 22 de octubre Rush vuelve a escribir para decir que Canning guardaba
completo silencio en el negocio en cuestión, que nada le había vuelto a
decir sobre el particular.

En 24 de noviembre Canning y Rush celebran una conferencia, en la que el
primero le da cuenta al segundo de la que a su vez había celebrado el
día 9 de octubre con el Embajador francés Príncipe de Polignac.

Le expuso que en esas conferencias él había declarado que la Gran
Bretaña permanecería neutral en la disputa entre España y sus colonias,
a menos que promediara en dicha lucha alguna potencia extranjera; que no
aspiraba a ventajas territoriales, sino a sostener relaciones de amistad
y comercio con las referidas colonias, y que reconocería la
independencia de éstas caso de que alguna nación interviniera en el
referido conflicto, ya por la fuerza, ya por medio de la amenaza.

Asimismo le dió a conocer a Rush que el Príncipe de Polignac, por su
parte, había declarado que Francia no se aprovecharía de las ventajas de
su situación en España para realizar adquisiciones territoriales en
América, y que no emprendería contra las colonias acción alguna por
medio de las armas.

Ahora Rush se lo explicaba todo. Canning fué a buscar alianzas con los
Estados Unidos cuando temió que Francia aprovechara su situación para
conseguir buenas posiciones en la América, y desistió de ese empeño
cuando esta nación le dió la seguridad de que no iba a emprender ese
camino.

Veamos ahora qué acogida se había dispensado en Washington, mientras
tanto, a las proposiciones de Canning.

El Presidente de la República, James Monroe, quiso oir la opinión del ex
Presidente Jefferson, y éste la expuso por medio de una carta fechada en
22 de octubre.

Dijo Jefferson, en esa carta, que tanto la América del Norte como la del
Sur tenían un sistema distinto al de Europa, razón por la cual debían
mantenerse alejadas de las cuestiones y disputas de ésta; que la única
nación europea de quien se podía temer algo, por su potencia, era la
Gran Bretaña, y que si ésta se desprendía del bando enemigo para
engrosar el de los gobiernos libres, la suerte de éstos estaba decidida.
En ese sentido mostrábase partidario de la alianza con la Gran Bretaña.

En parecidos términos se expresó el ex Presidente Madison, a quien
Monroe también pidió consejo.

A principios de noviembre del año 1823, a que nos venimos refiriendo, el
Presidente Monroe dió cuenta con este asunto de las proposiciones de
Canning a su Gabinete. En un principio pareció inclinado a que los
Estados Unidos hicieran conjuntamente con la Gran Bretaña las
declaraciones propuestas por Canning; pero alguien que había en ese
Gabinete, y que, tanto por el temple moral de su carácter como por su
patriotismo y talento, figura entre los primeros ejemplares de la gran
democracia americana, hizo ver a todos la verdadera situación. Nos
referimos a John Quincy Adams, a la sazón Secretario de Estado. Hizo ver
a todos, con su extraordinaria sagacidad, que lo que buscaba hábilmente
la Gran Bretaña al procurar esa liga con los Estados Unidos era, más
bien que oponer una barrera a las pretensiones de la Santa Alianza,
impedir a éstos excederse de los linderos de su territorio en lo futuro.
Siguiendo esta opinión el Presidente, abandonó la que le indicaba
Calhoun, otro de sus Secretarios, que se mostraba partidario de darle un
voto de confianza a Rush. En definitiva, nada se acordó sobre las
proposiciones de Canning.

       *       *       *       *       *

Hemos narrado punto por punto todos los detalles relacionados con las
proposiciones de Canning, con toda intención. Por muchos se consideran
las gestiones de Canning en este asunto como causa de la enunciación de
la famosa doctrina de Monroe, a que después nos referiremos, cuando no
es así.

Toda la significación y trascendencia de las proposiciones de Canning
queda señalada. No produjeron otras consecuencias que las que dejamos
dichas. El verdadero origen de la doctrina de Monroe hay que buscarla en
una causa mediata: el deseo del Gobierno de Washington de evitar que la
Santa Alianza trajera a América sus principios reaccionarios, y en otra
inmediata: la actitud adoptada por la Cancillería Americana con ocasión
de determinadas situaciones que sobrevinieron en las relaciones
diplomáticas con Rusia, y a que a renglón seguido nos vamos a contraer.

       *       *       *       *       *

En 16 de septiembre del año 1821 el Emperador de Rusia expidió un úkase
prohibiéndole a los extranjeros comerciar y navegar dentro de una zona
de cien millas italianas, situada entre la costa noroeste de América, el
estrecho de Behring y el paralelo número 51 de latitud norte.

La Gran Bretaña y los Estados Unidos se creían con derecho a esa zona, y
sus respectivos gobiernos protestaron contra aquella disposición.

En 17 de julio de 1823 el Secretario de Estado J. Q. Adams se encontraba
tratando de este asunto con el Barón de Tuyl, Ministro ruso, y hubo de
hacerle esta arrogante declaración que resumía su manera de pensar en el
asunto y que era una expresión del estado general de la opinión ante las
amenazas de Europa:

     Le negamos a Rusia derecho a ningún establecimiento territorial en
     este Continente, y desde ahora proclamamos el principio de que los
     Continentes americanos, en lo futuro, no serán objeto de nuevas
     colonizaciones por parte de Europa.

Cinco días después, Adams le enviaba instrucciones a Middleton, Ministro
en Rusia, con respecto a este asunto, y le decía:

     Ninguna ocasión más a propósito que ésta para expresarle al
     Gobierno de Rusia, con toda franqueza, que el mantenimiento de la
     paz y el interés mismo de Rusia son incompatibles con el
     establecimiento, por esta nación, de nuevas posesiones en el
     Continente Americano. Con excepción de las colonias británicas
     situadas al Norte de los Estados Unidos, el resto de los dos
     Continentes no debe ser gobernado más que por manos americanas...
     Negamos, pues, el derecho de Rusia a establecer colonias en este
     Continente... Las nuevas repúblicas americanas sentiríanse
     intranquilas si vieran a Rusia de vecina con los Estados Unidos;
     esto aparte de que las pretensiones rusas en esta materia resultan
     incompatibles con las de la Gran Bretaña.

Obsérvese que esta declaración de Adams está perfectamente inspirada en
la doctrina de "las dos esferas". Lo propio aconteció con otra
declaración que formuló también por aquella época, con motivo de
determinadas gestiones del propio Ministro ruso, según vamos a ver.

En 16 de octubre del año 1823, el Ministro ruso, Barón de Tuyl, visitó a
Adams en la Secretaría de Estado y le expuso, siguiendo instrucciones de
su Gobierno, que al conocimiento de éste había llegado que la República
de Colombia había designado como Ministro en aquel Imperio al General
Devereaux, y que se había resuelto no recibirlo y adoptar análoga
determinación con todos los diplomáticos que enviaran los nuevos
gobiernos de Hispano-América.

Adams hubo de contestarle que por encontrarse ausente en Virginia el
Presidente de la República, no podía darle una contestación oficial;
pero que podía hacerle presente que la declaración de los Estados
Unidos, al reconocer la independencia de los Estados americanos, de
continuar en la neutralidad hasta entonces observada respecto a España y
sus colonias emancipadas, había tenido por base la observancia de igual
neutralidad por todas las potencias de Europa con respecto a dicha
lucha; que mientras aquel estado de cosas continuara sin modificación,
podía asegurarle que los Estados Unidos no se apartarían de la
neutralidad declarada; pero que si uno o más Estados europeos se
separaban de este camino, el cambio de circunstancias necesitaría
consideraciones de parte del gobierno americano, cuyo resultado le era
imposible predecir.

El día 5 de noviembre, de regreso el Presidente, Adams le dió cuenta de
la entrevista y de las manifestaciones que había hecho, y aquél no sólo
las aprobó, sino que le expuso que así se lo hiciera saber al
diplomático ruso; cumpliéndose esto en una entrevista que tuvo efecto
tres días después.

Pero no terminó con eso este asunto. Se continuó tratando del mismo en
el Gabinete, y el 25 del propio mes se redactó una declaración, dos días
después leída por Adams a Tuyl, concebida así:

     Los Estados Unidos ni su Gobierno pueden ver con indiferencia que
     ninguna nación europea, no siendo la propia España, trate de
     restablecer, ya el dominio de ésta sobre sus colonias emancipadas,
     ya de fundar monarquías en dichas colonias, ya de adquirir alguna
     de las que aún se encuentran bajo el dominio de España.

Bueno es hacer constar, para la mejor inteligencia de esta declaración,
que uno de los proyectos que acariciaba la Santa Alianza era el de
establecer monarquías en América.

Se ve, pues, por lo expuesto, que desde el mes de julio del año 1823 la
Cancillería norteamericana había levantado, frente a las ambiciones de
Europa, el principio de la "no colonización", y que en noviembre de ese
mismo año había levantado, también frente a la ingerencia que pudieran
adoptar las naciones del Viejo Continente en los asuntos americanos, el
principio de la "no intervención".

Estos principios, que no son otra cosa que una enunciación de la
doctrina de "las dos esferas", fueron repetidos por el Presidente Monroe
en su Mensaje al Congreso, de 2 de diciembre del citado año. Desde
entonces se conocen las ideas expuestas en ese documento, con el nombre
de "Doctrina de Monroe".

El principio de la "no colonización" está expuesto así:

     En las discusiones a que han dado origen estos intereses, y en los
     arreglos que deben terminarlas, he creído llegada la ocasión de
     afirmar, como un principio en que están envueltos los derechos e
     intereses de los Estados Unidos, que los continentes americanos,
     por la libre e independiente condición que han asumido y mantienen,
     no deberán considerarse en lo adelante sujetos a futuras
     colonizaciones por las potencias europeas (_are henseforth not to
     be considered as subjects of future colonization by any European
     powers_).

Y a su vez se refirió al principio de la "no intervención" en los
términos siguientes:

     Respecto de los acontecimientos en esa parte del Globo, con que
     tenemos tantas relaciones y de donde derivamos nuestro origen,
     hemos sido siempre interesados y ansiosos espectadores. Los
     ciudadanos de los Estados Unidos alimentan los sentimientos más
     amigables en favor de la libertad y felicidad de sus prójimos en
     aquella parte del Atlántico. Jamás hemos tomado parte en las
     guerras de las potencias europeas, sobre los asuntos que a ellas
     tocan: ni nuestra política permite hacerlo. Unicamente cuando
     nuestros derechos son invadidos o seriamente amenazados, nos
     resentimos por la injuria o nos preparamos a la defensa.

     Estamos, por necesidad, más inmediatamente relacionados con los
     movimientos en este hemisferio, por causas fáciles de comprender a
     todas las personas ilustradas y a los observadores imparciales. El
     sistema político de las potencias aliadas es esencialmente
     distinto, en este respecto, del de América. La diferencia procede
     de la que existe entre los respectivos gobiernos. Nuestra nación
     está interesada y decidida a defender el propio hogar, que ha sido
     construído a expensas de tanto tesoro y de tanta sangre y
     acrecentado por la sabiduría de los más inteligentes ciudadanos, y
     en el cual hemos disfrutado de una felicidad envidiable.

     Cumple por consiguiente a la ingenuidad y a las amigables
     relaciones existentes entre los Estados Unidos y aquellas
     potencias, el deber de declarar: que consideraríamos cualquier
     tentativa por su parte, de extender su sistema a cualquier porción
     de este hemisferio, como peligrosa para nuestra paz y seguridad.
     Nosotros no hemos intervenido ni intervendremos en las colonias o
     dependencias existentes de ninguna potencia europea. Pero respecto
     de los gobiernos que han declarado y mantenido su independencia,
     que hemos reconocido, apoyados en grandes consideraciones y justos
     principios, veríamos cualquier intervención con el propósito de
     oprimirlas o disponer en cualquiera otra forma de sus destinos, por
     cualquier potencia europea, como la señal de una no amigable
     (_unfriendly_) disposición hacia los Estados Unidos.

     En la guerra entre aquellos nuevos gobiernos y España declaramos
     nuestra neutralidad al tiempo de su reconocimiento, que hemos
     observado y observaremos, con tal que no ocurra cambio alguno que,
     a juicio de competentes autoridades o de este Gobierno, amerite,
     por parte de los Estados Unidos, un cambio correspondiente a
     indispensable a su seguridad.

     Los últimos acontecimientos en España y Portugal demuestran que la
     Europa está todavía perturbada (_unsettled_). La mejor prueba que
     puede producirse respecto de ese importante hecho, es que las
     potencias aliadas han creído conveniente y satisfactorio para ellas
     la intervención por la fuerza en los asuntos interiores de España.
     Hasta qué punto pueda llevarse tal intervención, bajo los mismos
     principios, es cuestión en que están interesadas todas las naciones
     independientes cuyos gobiernos difieran de los suyos, incluso las
     más remotas, y de seguro ninguna con mayor motivo que los Estados
     Unidos.

     Nuestra política respecto de Europa, adoptada desde el comienzo de
     las guerras que han agitado por largo tiempo aquella parte del
     Globo, permaneció siempre igual en el hecho de no intervenir en los
     asuntos interiores de aquellos Estados; considerar el gobierno de
     facto como legítimo; cultivar con él relaciones amigables y
     conservarlas con franca, firme y varonil política; aceptar siempre
     las justas reclamaciones de todas las potencias; y no someternos a
     las injurias de ninguna de ellas.

     Pero respecto de estos continentes, las circunstancias son
     enteramente distintas. Es imposible que las potencias aliadas
     puedan extender su sistema político a cualquiera porción de este
     hemisferio, sin peligro para nuestra paz y felicidad, ni nadie
     puede creer que nuestros hermanos del Sud, si se les dejase solos,
     lo consintiesen de buen grado. Es igualmente imposible, por lo
     tanto, que nosotros mirásemos con indiferencia tal intervención, en
     cualquier forma que ocurriese.

     Si comparamos las fuerzas y los recursos de España con los de
     aquellos gobiernos, y la distancia que los separa, es claro que la
     primera nunca podrá subyugar a los segundos.

     Es también política de los Estados Unidos la de dejar las partes
     entenderse entre sí, en la esperanza de que las otras potencias
     adopten el mismo principio.

Repetimos lo que antes dijimos. No se expuso en el Mensaje ninguna idea
nueva. Eran las mismas consignadas con ocasión de los dos incidentes con
el Gobierno de Rusia.

Está fuera de discusión que el verdadero autor de la doctrina en
cuestión fué Adams, no sólo porque fué concebida por el criterio de
éste, sino porque fué él quien redactó los párrafos que se acaban de
transcribir.

Cuando en Europa se conoció el Mensaje de Monroe, produjo un efecto
sorprendente. A todos causó verdadero asombro que una nación que había
surgido hacía poco, que no contaba más que con diez millones de
habitantes, se atreviera a encararse, por así decirlo, de una manera tan
atrevida, con las viejas monarquías europeas. Las declaraciones
formuladas con este motivo por el Príncipe de Metternich, por Von Gent,
por Chateaubriand, por los más insignes estadistas europeos, denotan que
el Mensaje les había producido la sorpresa que ocasiona un acto de
arrojo y de valor.

El periódico francés _L'Etoile_ se expresaba así:

     Mr. Monroe no es más, después de todo, que el Presidente temporal
     de una República situada en la costa oriental de la América del
     Norte. Esa República está situada entre unas posesiones del Rey de
     España y otras del Rey de Inglaterra, y no hace más que cuarenta
     años que fué reconocida su independencia. ¿Con qué derecho coloca
     ahora bajo su control a las dos Américas, desde la bahía de Hudson
     hasta el Cabo de Hornos?

Al mismo Canning no le agradaron los términos del Mensaje.

     Probablemente--le decía a Rush en 2 de enero de 1824--la Gran
     Bretaña se verá en el caso de tener que combatir el principio de la
     no colonización.

Pero, a pesar de todos esos comentarios, el Mensaje produjo el efecto
que se buscaba; pues aunque Francia le había dado la seguridad a la Gran
Bretaña de que no ayudaría a España en la Empresa de someter a las
colonias, la actitud de la Santa Alianza, a ese respecto, lejos de ser
franca, era aun para inspirar desconfianza en América.

La mejor prueba de que el Mensaje tuvo eficacia, la revela el hecho de
que todos los sudamericanos lo recibieron con marcadas señales de
regocijo.

Y por lo pronto, Rusia, antes tan amenazadora, transiguió sus
diferencias con los Estados Unidos, en cuanto al comercio y la
navegación de la zona situada al noroeste del Continente, por un tratado
que se apresuró a suscribir en la primavera del año 1824.



III

RELACIÓN DE LOS CASOS EN QUE HA SIDO APLICADA


La doctrina de Monroe ha sido invocada por el gobierno de Washington en
casos tan distintos, en circunstancias tan diversas, haciéndose en unos
casos afirmaciones positivas y en otros negativas, que nos parece
oportuno hacer una clasificación de tales casos en la siguiente forma:


AFIRMACIONES POSITIVAS.

(A).--Los Estados Unidos no consienten que naciones europeas adquieran
territorios en América; ni que realicen acto alguno del que se pueda
derivar esa adquisición.

(B).--Los Estados Unidos tampoco consienten que una nación europea
obligue a otra de América a cambiar su forma de gobierno.

(C).--Los Estados Unidos no toleran que una colonia europea sea
transferida por su Metrópoli a otra potencia europea.


AFIRMACIONES NEGATIVAS.

(D).--Los Estados Unidos no hacen materia de pacto los principios que
envuelve la "Doctrina de Monroe".

(E).--La "Doctrina de Monroe" no reza con las colonias europeas
existentes al ser promulgada; ni se aplica a la lucha de una colonia con
su metrópoli.

(F).--Los Estados Unidos no intervienen en las demostraciones puramente
punitivas que hagan los gobiernos europeos contra naciones americanas,
con tal de que de esos actos no se derive una ocupación de territorio.

(G).--Los Estados Unidos no intervienen en caso de guerra entre naciones
americanas.

(H).--Los Estados Unidos no se oponen a que una nación europea sea
árbitro en una cuestión entre naciones americanas.

       *       *       *       *       *

Hecha la anterior clasificación, entremos de lleno en sus diversos
apartados. Veamos las afirmaciones positivas.

(A).--"Los Estados Unidos no consienten que las naciones europeas
adquieran territorios en América; ni que realicen acto alguno del que se
pueda derivar esa adquisición."

(1825). En 25 de marzo de 1825, a la sazón en que John Quincy Adams
ocupaba la Presidencia de la República y Henry Clay la Secretaría de
Estado, este último hubo de dirigir una comunicación a Joel R. Poinsett,
Ministro en Méjico, la que, después de hacer una extensa referencia al
famoso mensaje de Monroe, terminaba así:

     Los dos principios en cuestión fueron enunciados por la última
     administración, después de una detenida deliberación. El actual
     Presidente, que formaba parte de aquella administración, sigue
     manteniendo dichos principios con el mismo entusiasmo que su
     antecesor. Entre los deberes que confiamos a usted está el de
     indicarle al Gobierno de Méjico que mantenga nuestra misma
     doctrina, si llega la ocasión.

(1835). A principio de este año, un grupo de inmigrantes ingleses,
establecidos en el territorio inmediato a la bahía de Honduras,
proyectaron convertir dicho territorio en colonia de la Gran Bretaña, e
iniciaron sus gestiones enviando un comisionado a Londres. Deseosa la
Corte de Saint James, a la que por lo visto no desagradaba el proyecto,
de proceder de acuerdo con el Gobierno de Madrid, hizo ir a esta ciudad
a dicho comisionado. Alarmado el Gobierno de Centro América se dirigió
al de Washington, y en 30 de junio de 1835, Forsit, Secretario de
Estado, libró una comunicación a Barry, Ministro en Madrid, la que,
después de contener extensos detalles sobre el asunto, terminaba así:

     Espero, pues, que usted esté muy al corriente de las gestiones que
     realice, en Madrid, el Comisionado y que prevendrá, por cuantos
     medios prudentes estén en sus manos, que se llegue a ningún acuerdo
     entre los Gobiernos de España y la Gran Bretaña, pues esto, aparte
     de que sería incompatible con los derechos de la República de
     Centro América, resultaría altamente perjudicial a los intereses
     comerciales del mundo entero, incluso a los de la misma España.

(1845). El territorio que actualmente forma el Estado de Tejas,
perteneció antes, como es sabido, a la República Mejicana; y una colonia
de norteamericanos, que ocupaban su parte oriental, en 1835 se sublevó
proclamando la República de Tejas. El Gobierno de esta efímera República
pidió que se la admitiera en la Unión, y, tras dilatadas discusiones, en
1845 el Presidente James Knox Polk envió al general Taylor, al frente de
un ejército, a ocupar el territorio tejano. Vencedor este ejército
contra los mejicanos, este mismo año se verificó la anexión.

Las cancillerías europeas, temerosas del poderío y extensión que iban
tomando los Estados Unidos, comenzaron a discurrir sobre la necesidad de
extender a América su doctrina de la "Balanza de los Poderes", como
medio de impedir ese incremento. El Gobierno de Washington se enteró de
esto, y el Presidente Polk, en su mensaje anual del 2 de diciembre de
1845, explicó con diafanidad cuáles eran los derechos de los gobiernos
de Europa y cuáles los de los Estados Unidos, frente a los problemas de
América.

Se refirió, en primer término, a que de la misma manera que los Estados
Unidos no se mezclaban en los asuntos de Europa, a ésta tampoco debían
interesarle las cosas de América.

     Por eso--decía--el pueblo de los Estados Unidos no puede ver con
     indiferencia que los Poderes Europeos se mezclen en los actos que
     realicen las naciones de este Continente. Si un pueblo americano
     que constituye un estado independiente--añadía--quiere entrar a
     formar parte de nuestra confederación, esa cuestión sólo a nosotros
     incumbe y no consentiremos que Europa se mezcle en ella invocando
     la doctrina de la "Balanza de los Poderes", que no hay razón para
     que se extienda a este Continente.

Terminaba afirmando que los Estados Unidos estaban decididos a mantener
la doctrina del Presidente Monroe.

Como se ve, los principios de Monroe se alegaron ahora en condiciones
distintas de las del año 1823. En 1823 las naciones de Europa querían
desenvolver en América determinada acción, y los Estados Unidos les
salieron al encuentro; y en 1845 fué Europa la que quiso salirle al
encuentro a los Estados Unidos por la anexión de Tejas, y entonces la
República Norteamericana alegó que, de acuerdo con la "Doctrina de
Monroe", ese asunto sólo incumbía a América, nunca a Europa. No se puede
afirmar por esto, como lo hacen algunos escritores, que el Presidente
Polk realizara la anexión de Tejas invocando la doctrina de Monroe, pues
esto no lo proclaman ni los hechos, ni las palabras.

(1846). A fines del año 1845 Francia e Inglaterra realizaron una
intervención armada en la Plata, como consecuencia de ciertas
diferencias habidas con el Gobierno de la República Argentina. El
Gobierno de Washington se dirigió al de Londres para que le explicara el
alcance de esa intervención, y éste, según consta de una comunicación
que le fué entregada al Ministro de los Estados Unidos en 3 de octubre,
le garantizó que dicha intervención no tenía por finalidad adquirir
territorios.

En 30 de marzo de 1846, Buchanan expidió un despacho a Harris, Ministro
en la Argentina, en el que le decía, con relación a las protestas hechas
por el Gobierno de la Gran Bretaña, lo siguiente:

     Debe usted velar cuidadosamente los movimientos de Francia e
     Inglaterra en ese país; y si violan su declaración, si pretenden
     realizar adquisiciones territoriales, comuníquelo inmediatamente a
     esta Cancillería.

(1848). El año 1848 estalló en Yucatán un formidable levantamiento de
los indios, y las autoridades de dicha península determinaron ofrecerle
su dominio al Gobierno de los Estados Unidos. Análogo ofrecimiento se le
hizo a los Gobiernos de la Gran Bretaña y España. El Presidente, en un
Mensaje especial que dirigió al Congreso en 29 de abril, se expresaba de
este asunto en estos términos:

     Aunque no es mi propósito recomendar la adopción de ninguna medida
     que implique la adquisición del dominio y de la soberanía de
     Yucatán, debo hacer constar, de acuerdo con la política que tenemos
     adoptada, que no consentiremos que Yucatán pase a poder de España o
     de Inglaterra, ni al de ninguna otra nación europea... De acuerdo
     con los términos empleados en el Mensaje del Presidente Monroe, de
     diciembre de 1823, considero que cualquier intento, por parte de
     las naciones de Europa, de extender su sistema a cualquier parte de
     este hemisferio, sería perjudicial a nuestra paz y a nuestra
     seguridad.

Terminaba con esta declaración:

     Las actuales circunstancias son oportunas para declarar, una vez
     más, mi decidida adhesión a la sabia y juiciosa política proclamada
     por Mr. Monroe.

Ninguna decisión se llegó a adoptar, pues en mayo de ese mismo año las
autoridades yucatecas pudieron conjurar el conflicto.

Por este mismo año, y en ocasión no menos importante, hubo de invocar el
Gobierno de Washington la "Doctrina de Monroe". Decíase desde 1846 que
el general Flores preparaba desde Europa una expedición con la que iba a
atentar contra la soberanía de la República del Ecuador, deseoso de
ganar la Presidencia.

En 9 de diciembre de ese año, Stanhope Prevost, cónsul de los Estados
Unidos en Lima, había informado a su Gobierno sobre los planes de dicho
General. Preocupado Buchanan, Secretario de Estado, por lo que pudiera
ocurrir, encargó a los funcionarios de su Gobierno en Europa que
investigaran lo que hubiera de cierto en el particular; y como se
comprobara que los planes expedicionarios de Flores no ofrecían peligro,
así se le hizo saber a Prevost, para que lo pusiera en conocimiento del
Presidente del Perú, en un despacho, fechado en 24 de marzo de 1847, en
el que además se hizo alusión a que el Gobierno de España había dado la
seguridad de que era completamente ajeno a la expedición.

En 13 de mayo de 1848 el propio Buchanan dirigió un despacho a
Livingston, Ministro en el Ecuador, en el que después de hacerle una
detenida exposición de las gestiones que había practicado la Secretaría
de Estado, con relación a la proyectada expedición de Flores, le
confiaba el encargo siguiente:

     Usted le hará saber al Ministro de Relaciones Exteriores del
     Ecuador que la intervención o la presión directa o indirecta de los
     gobiernos europeos en los asuntos de los Estados independientes del
     Continente Americano, jamás será vista con indiferencia por el
     Gobierno de los Estados Unidos. Antes al contrario, cuando menos,
     se pondrá en ejecución nuestra fuerza moral para evitar que se
     realice esa intervención.

(1852). En 22 de febrero de 1850 el Ministro de Relaciones Exteriores de
la República de Santo Domingo se dirigió a los Cónsules de los Estados
Unidos, la Gran Bretaña y Francia, pidiéndoles que ocurrieran a sus
respectivos Gobiernos a fin de que éstos promediaran y pusieran término
a la guerra que venía sosteniendo aquella República con Haití. Las tres
poderosas naciones aceptaron el encargo e iniciaron sus gestiones; y en
la primavera del año 1851 obtuvieron del Gobierno Haitiano una solución
que al parecer conjuraba el conflicto. Y como hubiera rumores de que
Inglaterra acariciaba el proyecto de establecer una estación carbonera
en la bahía de Samaná, los Estados Unidos se previnieron. Así lo revela
una comunicación que en 17 de diciembre de 1852 le dirigió Everett,
Secretario de Estado, a Rives, Ministro en París, y que contiene éste,
entre otros extremos:

     Si le consintiéramos a alguna de las naciones que se distingue por
     su poderío marítimo, el obtener ventajas exclusivas en algunas de
     las islas antillanas, las otras potencias la querrían imitar y en
     definitiva el Archipiélago se convertiría en un teatro de luchas
     por alcanzar territorios y ventajas, lo que sería fatal para la paz
     del mundo.

(1858). Por el otoño del año 1858 llegó a conocimiento del Gobierno de
Washington que en España se preparaba una expedición militar contra
Méjico, y en 21 de octubre Cass, Secretario de Estado, le dió
instrucciones a Dodge, Ministro en Madrid, para que le hiciera saber al
Gobierno de España que aunque los Estados Unidos no podían evitar que
una nación europea le declarase la guerra a una República de América, no
consentirían que, como consecuencia de esa guerra, la primera alcanzara
ventajas territoriales en perjuicio de la segunda.

Por esta misma época el Ministro de España en los Estados Unidos
visitaba al Secretario de Estado para significarle que la demostración
proyectada por su Gobierno sólo tenía por objeto demandarle al de Méjico
una reparación de los perjuicios causados en las vidas y haciendas de
muchos súbditos españoles; y como si esto fuera poco, en 2 de diciembre
el Secretario de Estado se dirigió de nuevo al Ministro de los Estados
Unidos en Madrid, encareciéndole le hiciera saber al Ministro de
Relaciones Exteriores que los Estados Unidos consideraban a Méjico como
completamente libre de futuras conquistas, y que cualquier empeño por
adquirir territorios en esa República sería considerado como un acto de
enemistad hacia los Estados Unidos.

Por este mismo año, y con otra ocasión, el Gobierno de Washington tuvo
oportunidad de invocar la "Doctrina de Monroe".

Se decía que en territorio de los Estados Unidos se había preparado una
expedición contra el Gobierno de Nicaragua, y éste, creyendo que a esa
empresa no era ajeno el Gobierno de Washington, pidió protección a
Francia y a Inglaterra. El Secretario de Estado del Gobierno de los
Estados Unidos se dirigió al Gobierno de Londres, no sólo para afirmar
que el Gobierno de Washington era ajeno a la referida expedición, sino
para hacerle saber a la Gran Bretaña que ni a ésta ni a ninguna nación
europea se le consentiría la realización de acto alguno de fuerza. He
aquí algunos de los términos de la comunicación que al efecto hubo de
dirigir Cass al Ministro en Londres en 26 de noviembre de 1858:

     Nuestras razones están fundadas en la situación política del
     continente americano, que tiene intereses que le son peculiares (y
     debería tener una política propia) y están separadas de las
     innumerables cuestiones que tan a menudo se presentan en el antiguo
     continente acerca del equilibrio europeo y otros temas discutibles,
     que provienen de las condiciones de sus estados y que
     frecuentemente se resuelven o encuentran su solución por medio de
     la guerra. Para los Estados de este Hemisferio es de capital
     importancia no mezclarse con las potencias del Viejo Mundo, porque
     mezclándose se verían irresistiblemente arrastrados a tomar parte
     en guerras que ningún beneficio les reportarían, y que es posible,
     a menudo, las obligaran a luchar con Estados Americanos, vecinos o
     remotos. Los años que han transcurrido desde que los Estados Unidos
     anunciaron este principio, han demostrado su sabiduría al pueblo
     norteamericano y han servido para fortificar su resolución de
     mantenerlo a toda costa.

(1859). Por el mes de abril del año 1859 se encontraba Méjico en estado
de revolución, estando la ciudad de Veracruz en poder de los
revolucionarios. Inglaterra, que tenía pendientes algunas reclamaciones
contra esta República, determinó ocupar aquella ciudad; pero, gracias al
éxito de las gestiones realizadas por el Ministro de los Estados Unidos
en Londres, que pidió se detuviera toda acción hasta que se
restableciera totalmente la normalidad en Méjico, y las que le fueron
confiadas por el Secretario de Estado según despacho de 12 de mayo del
año a que nos referimos, no se llevó a cabo la ocupación proyectada.

(1860-1867). Por el año 1860 parecía evidente que Inglaterra, Francia y
España, aprovechándose de la caótica situación que existía en Méjico,
donde imperaban dos gobiernos, el de Juárez y el de Miramón, se
aprestaban a sacar partido de esa situación. Pero frente a su actitud y
frente a sus actos de hostilidad se colocó el Gobierno de Washington en
la forma que vamos a ver.

A mediados de julio, Lord Lyons, Embajador de la Gran Bretaña, invitó al
Gobierno de los Estados Unidos a que se uniera al de su país y al de
Francia en el propósito, que tenían éstos, de invitar a los gobiernos de
Juárez y Miramón a convocar una Asamblea Nacional que resolviera todas
las cuestiones pendientes. El Presidente Buchanan negóse a tomar parte
en esa mediación, alegando no solamente que ninguna nación debía
inmiscuirse en los asuntos de otra, sino que semejante acción podía
desacreditar al Gobierno de Juárez, en cuya eficacia y solvencia
confiaban los Estados Unidos.

A fines de agosto, el Encargado de Negocios de Francia en Washington se
dirigió a la Secretaría de Estado con análoga pretensión; solicitó de
los Estados Unidos que cooperaran con Inglaterra y con su nación a
intervenir en los asuntos interiores de Méjico.

Negóse a ello Cass, Secretario de Estado, quien le hizo al diplomático
francés las siguientes declaraciones:

     Los Estados Unidos no le niegan a Francia el derecho de establecer
     cualquier reclamación contra el Gobierno de Méjico, apoyándola en
     la fuerza si fuere necesario; pero la ocupación permanente de
     cualquier parte del territorio mejicano por un poder extranjero, o
     cualquier tentativa para mezclarse en sus asuntos interiores o
     influir en su desenvolvimiento político, sería vista con gran
     desagrado por nosotros... Nuestra política en esta materia es bien
     conocida, como bien conocida es nuestra constante adhesión a la
     misma.

Por esa misma época, es decir, a mediados del año 1860, como llegase a
conocimiento del Gobierno de Washington que el de España había
despachado una importante escuadra a Veracruz, con instrucciones de
atacarla si el Gobierno de Juárez no daba satisfacción a ciertas
reclamaciones que se le habían presentado, dispuso el envío de otra
escuadra a aquella ciudad, con el encargo no sólo de defender los
intereses de los norteamericanos que peligraran, sino de evitar, de
cualquier manera, que la expedición española realizara acto alguno de
violencia contra Méjico.

Esto se le hizo saber por el Secretario de Estado a Tassara, Embajador
de España en Washington, quien aseguró que su nación no quería ocupar
territorio ni ejercer influencia en los destinos de Méjico. Además, el
propio Secretario, en 7 de septiembre de 1860, le dió instrucciones a
Preston, Ministro en España, para que le hiciera saber al Gobierno de
esta nación que, a juicio del de los Estados Unidos, las diferencias con
Méjico podían solucionarse amistosamente y que parecía muy oportuno
recurrir a un arbitraje.

Por esta época se sabía ya que los Gobiernos de Francia e Inglaterra no
eran ajenos a los proyectos y maquinaciones del de España.

El Presidente Buchanan, en su Mensaje anual de 3 de diciembre de 1860,
se refirió a la situación revolucionaria de Méjico y hubo de consignar
que, a su juicio, el Gobierno constitucional de Juárez había de
restablecer la normalidad, brindando a todos protección adecuada.

     Si esto se logra--decía--, los Gobiernos europeos no tendrán
     pretexto para mezclarse en los asuntos territoriales y domésticos
     que sólo a Méjico conciernen, y nosotros nos veremos relevados del
     compromiso de tener que resistir, aun por medio de la fuerza,
     siguiendo la tradicional política del pueblo americano, cualquier
     acto de aquellos gobiernos contra la integridad de nuestra vecina
     República.

Inglaterra, Francia y España no confiaron en que el Gobierno de Juárez
atendería sus reclamaciones. En 21 de octubre del año 1861 suscribieron
un Tratado por el que se decidieron a emprender una acción militar
contra la República Mejicana, hasta obtener que fueran satisfechas
dichas reclamaciones. Por una de las cláusulas de esa Convención se
determinó que se solicitaría la adhesión, a la misma, de los Estados
Unidos; y por otra se consignó que las Altas Partes Contratantes no
estaban animadas del deseo de adquirir territorio ni ventajas
particulares, ni tampoco del deseo de ejercer influencia alguna que
pudiera afectar al derecho de la nación mejicana a escoger libremente su
forma de gobierno.

En los primeros días del mes de enero de 1862 llegaron a Veracruz los
contingentes de las tres naciones, y el día 14 le enviaron una nota
colectiva al Gobierno de Juárez, haciendo protestas de que no era la
finalidad de la intervención atentar contra la independencia de la
Nación Mejicana, sino más bien cooperar a que el país saliese del estado
de postración en que se encontraba. A esto contestó el Gobierno Mejicano
que agradecía los propósitos de los interventores, pero que ante todo
debían reembarcarse las fuerzas, e indicaba la conveniencia de que se
reunieran los representantes de las naciones aliadas con otra
representación del Gobierno de la República, en la ciudad de Orizaba,
para tratar del arreglo de las cuestiones pendientes.

Los aliados acogieron las indicaciones del Gobierno de Juárez y
designaron al general Prim, conviniendo éste con el Ministro Mejicano de
Relaciones Exteriores, general Doblado, en La Soledad, en 19 de febrero
de 1862, los preliminares de la Convención que se debía reunir en
Orizaba y a la que concurrirían tres Comisionados, uno por cada una de
las naciones aliadas, y dos Ministros del Gobierno de la República.

Pocos días después de firmado el convenio de La Soledad, desembarcaba en
territorio mejicano el general Almonte, que era un contrario decidido
del Gobierno de Juárez. Se le vió llamar y agrupar a los enemigos de
dicho Gobierno, se le vió además moverse de acuerdo con los franceses, y
no tardó en enterarse todo el mundo de que lo que tramaban éstos era
ejercer una influencia decisiva en los destinos del país, procurando
nada menos que levantar un trono en Méjico. Al darse cuenta de esto los
expedicionarios ingleses y españoles, se retiraron para dejarles a los
franceses solos la responsabilidad de sus planes.

No tardaron en romperse las hostilidades. Se generalizó la lucha entre
los mejicanos, bajo la dirección del Presidente Benito Juárez, y los
expedicionarios franceses mandados por el general Forey y auxiliados por
algunos centenares de mejicanos mandados por Almonte. En definitiva la
victoria quedó para los invasores, que entraron en la Capital en 10 de
junio de 1863.

Un mes después una Junta de Notables, reunidos en la Capital, hubo de
acordar establecer un Imperio con un Príncipe Católico, y ofrecerle la
Corona a Maximiliano, Archiduque de Austria.

Maximiliano ocupó el trono, pero los meses que duró el Imperio
transcurrieron entre luchas e intranquilidades. Los patriotas mejicanos,
fieles a Benito Juárez, lejos de someterse a la monarquía, se
insurreccionaron; y tras sangrienta lucha lograron vencer, y en 19 de
junio de 1867 Maximiliano fué pasado por las armas.

Una famosa carta que pertenece a la Historia, escrita por Napoleón III
al general Forey, Jefe de la expedición francesa, en 3 de julio de 1862,
revela cuáles eran los fines que con dicha expedición se perseguían:

     No faltarán gentes--decía--que os pregunten por qué vamos a gastar
     hombres y dinero para sentar en un trono a un príncipe austríaco.
     En el estado actual de la civilización del mundo, la prosperidad de
     América no es indiferente a la Europa, puesto que alimenta nuestra
     industria y hace vivir nuestro comercio. Tenemos interés en que la
     República de los Estados Unidos sea poderosa y próspera; pero no
     tenemos ninguno en que se apodere de todo el Golfo de Méjico,
     domine desde allí las Antillas y la América del Sud, y sea la única
     dispensadora de los productos del Nuevo Mundo. Dueños de Méjico, y
     por consiguiente de la América Central y del paso entre ambos
     mares, no habría en lo adelante más potencia en América que la de
     los Estados Unidos. Si, por el contrario, conquista Méjico su
     independencia y mantiene la integridad de su territorio; si por las
     armas de la Francia se constituye en gobierno estable, habremos
     puesto un dique insuperable a las invasiones de los Estados Unidos;
     habremos mantenido la independencia de nuestras colonias de las
     Antillas y de las de la ingrata España; habremos extendido nuestra
     influencia benéfica en el centro de la América, y esa influencia
     irradiará al Norte y al Mediodía, creará inmensos mercados a
     nuestro comercio, y procurará las materias indispensables a nuestra
     industria. En cuanto al Príncipe que pudiera subir al trono de
     Méjico, se verá obligado a obrar siempre en bien de los intereses
     de la Francia, no sólo por reconocimiento, sino, sobre todo, porque
     los de su nuevo país estarán de acuerdo con los nuestros y no podrá
     siquiera sostenerse sin nuestra influencia. Así, pues, nuestro
     honor militar comprometido; la exigencia de nuestra política; el
     interés de nuestra industria y de nuestro comercio; todo nos impone
     ahora el deber de marchar sobre la capital de Méjico, de plantar
     atrevidamente allí nuestra bandera, y de establecer, ya una
     monarquía, o bien un gobierno que prometa ser estable.

A pesar de los términos de esta carta, por el mes de enero del año 1866,
Napoleón III decía tranquilamente, en plena Cámara, que el único objeto
de las naciones que habían intervenido en Méjico era el de asegurar el
cumplimiento de ciertas obligaciones contraídas con anterioridad.

Dice John A. Kasson, en su _Historia de la Doctrina de Monroe_, que a su
juicio al Emperador francés lo guiaba no tanto el deseo de adquirir
ventajas comerciales, como el de desacreditar el sistema republicano en
América y quitarle todo prestigio en Europa.

     Napoleón había observado--dice M. Petin--cuán antieuropea era la
     Doctrina Monroe; comprendía que la del quinto Presidente de los
     Estados Unidos era nada menos que una declaración de guerra al
     Viejo Mundo, y decidió mostrar a América que Europa había recogido
     el guante.

Casi todos los escritores que se esfuerzan en desacreditar la Doctrina
de Monroe se refieren con alborozo a estos sucesos, preguntándose qué se
hizo, mientras se desarrollaba, aquella famosa doctrina:

     El Gobierno de los Estados Unidos, contra cuya supremacía en
     América se fundaba la monarquía de Maximiliano--dice el culto
     escritor mejicano Carlos Pereyra--, dejó pasar sin protestas cuanto
     hizo Napoleón.

No es exacta esta afirmación. Los Estados Unidos consignaron su protesta
en diversas ocasiones contra lo que hacía Napoleón, y hay que creer a
los escritores norteamericanos que afirman que si no se opusieron con la
fuerza a las expediciones y planes europeos fué por estar enfrascados,
en aquel entonces, en la guerra de secesión, que tan en peligro puso a
la misma Unión. Buena prueba de esto la constituye el hecho de que
apenas hecha la paz entre el Norte y el Sur, el Gobierno de Washington
exigió y obtuvo de Napoleón que ordenara la evacuación de sus soldados
del territorio mejicano.

Vamos a ver cuál fué la actitud del Gobierno de Washington en relación
con los acontecimientos a que nos hemos referido.

Desde que, en 17 de julio de 1861, el Gobierno Mejicano dictó su famoso
decreto sobre pago de la deuda extranjera, que produjo nada menos que el
rompimiento de relaciones con los ministros de Francia y la Gran
Bretaña, los Estados Unidos, deseosos de conjurar el conflicto,
quisieron concertar un tratado con Méjico, por el que asumirían el pago
de la deuda; pero el Gobierno de Juárez se negó a aceptar la oferta.

El día 2 de marzo del año 1862, el Gobierno de Washington dirigió una
circular a las potencias aliadas en la expedición contra Méjico, en la
que se consigna el desagrado con que los Estados Unidos veían dicha
empresa. He aquí los términos de esa circular:

     El Presidente ha contado con las seguridades dadas por los aliados
     sobre que no llevaban ningún fin político. Sin embargo, el
     Presidente considera que es su obligación comunicar a los aliados,
     amistosa y cándidamente, que un gobierno monárquico, establecido en
     Méjico, no promete ni seguridad ni permanencia: en segundo lugar,
     que la inestabilidad de dicha monarquía sería mayor si algún
     extranjero ocupara el trono: que en tal virtud el Gobierno caería
     instantáneamente, salvo que lo sostuvieran las alianzas europeas
     que, bajo la influencia de la primera invasión, constituirían
     verdaderamente el principio de una política de constantes
     intervenciones armadas por la Europa monárquica, que serían, al
     mismo tiempo, dañosas y contrarias al sistema de gobierno aceptado
     generalmente en este hemisferio. Estas opiniones están basadas
     sobre el conocimiento del espíritu y costumbres de los pueblos
     americanos. No hay duda de que en este asunto los intereses
     permanentes y las simpatías de nuestro país estarían del lado de
     las otras Repúblicas americanas.

Por la época en que se expidió dicha circular, ya los Estados Unidos
estaban enfrascados en la guerra de secesión; con lo que se comprenderá
que hicieron los único que les era posible: consignar su protesta.

Algunos días después, es decir, en 31 del propio mes, el Secretario
Seward le dió instrucciones a Dayton, Ministro en París, para que
hiciera declaraciones en el sentido de que el Gobierno de los Estados
Unidos veía con verdadera inquietud que la expedición europea tuviera
fines políticos.

En 26 de septiembre de 1863, al conocerse en Washington que era cosa
resuelta convertir a Méjico en Monarquía, Seward de nuevo dió
instrucciones a Dayton para que protestara de ese hecho ante Drouyn de
l'Huys, Ministro de Relaciones Exteriores en el Gobierno de Napoleón
III; y como contestara éste que dicha forma de gobierno había sido
escogida por el pueblo mejicano, en 23 de octubre del propio año, Seward
de nuevo le dió instrucciones a Dayton para que le hiciera saber, al
Gobierno francés, que mientras en Méjico no cesara la guerra y la
situación anormal y caótica en que estaba sumido, no se podía estimar
que su pueblo estaba en condiciones de discurrir con cordura sobre el
gobierno que convenía a sus intereses.

El día 4 de abril de 1864 la Cámara de Representantes de los Estados
Unidos declaró, por el voto unánime de los que se encontraban presentes,

     que los Estados Unidos, siguiendo su tradicional política, no
     podían reconocer en América un gobierno monárquico erigido sobre
     las ruinas de un gobierno republicano y bajo los auspicios de un
     poder europeo.

Por el mes de abril del año 1865 terminó la guerra civil en los Estados
Unidos y, en 6 de noviembre de ese año, Seward dió instrucciones a
Bigelow, Ministro en París, para que le hiciera saber al Gobierno de
Francia que

     La presencia y las operaciones del ejército francés en Méjico, que
     apoya a un gobierno que no descansa en la voluntad del pueblo de
     Méjico, era motivo de gran inquietud para los Estados Unidos, que
     consideraban, además, que era impracticable establecer un gobierno
     monárquico en dicho país.

A esta nota respondió el Gobierno de Francia con la manifestación de que
el ejército abandonaría a Méjico, pero que era conveniente, antes de
hacerlo, que los Estados Unidos reconocieran al Gobierno de Maximiliano;
y Seward, a su vez, replicó en 6 de diciembre del citado año, 1865, que
esa condición era para los Estados Unidos impracticable, toda vez que

     un Gobierno monárquico era incompatible con la adhesión del pueblo
     americano a sus muy amadas instituciones republicanas.

Diez días después, Seward se mostró más apremiante. Le libró un despacho
a Bigelow para que le formulara al Gabinete de París las siguientes
declaraciones:

     Primera: Los Estados Unidos desean sinceramente continuar y
     cultivar cordial amistad con Francia.

     Segunda: Esta política será cambiada, inmediatamente, a menos que
     Francia considere compatible con su honor e intereses desistir de
     todo empeño de intervención armada en Méjico.

Napoleón III se dió cuenta de que si se negaba a retirar las tropas se
iba a ver envuelto en un conflicto con los Estados Unidos, y accedió a
las demandas de esta nación, sin que tuviera para ello que vencer
ninguna dificultad, pues la expedición y los planes que se trató de
desenvolver en Méjico, en realidad no encontraron nunca simpatías en el
pueblo francés.

Los detalles de la evacuación no hay para qué referirlos. Están
consignados en los documentos adjuntos al mensaje especial que en 29 de
junio de 1867 dirigió el Presidente de los Estados Unidos al Congreso.
Dos años después Seward visitaba a Méjico y se le prodigaban honores de
héroe, confiriéndole la Academia Nacional de Ciencias el título de
"Defensor de la Libertad de América".

(1864-1865). Por el mes de marzo del año 1864, con ocasión de un
conflicto surgido entre España y la República del Perú, una escuadra
española se presentó en las costas peruanas. En 19 de mayo Seward le dió
instrucciones a Koerner, Ministro en Madrid, para que le hiciera
presente al Gobierno que los Estados Unidos no podían ver con
indiferencia cualquier tentativa que se hiciera para reconquistar el
territorio del Perú; y, según la contestación del diplomático americano
al Secretario de Estado, contenida en un despacho de tres de junio, el
Primer Ministro en el Gabinete Español le hizo presente que España no
tenía intención de readquirir sus antiguos dominios del Perú, ni
abrigaba el propósito de mermar su independencia.

A pesar de esta declaración, la escuadra española ocupó las islas
Chinchas, y Seward protestó de ese hecho, según reza la comunicación que
le libró al Ministro en Madrid en 16 de junio de 1866, en la que
auguraba que si España se mantenía en su propósito de ocupar las
referidas islas, los Estados Unidos se verían en el caso de romper las
buenas relaciones que mantenían con el Gobierno de su Majestad Católica.

Felizmente, las diferencias entre Perú y España quedaron transigidas por
un tratado suscrito en 27 de enero de 1865.

(1861-1865). La acción de los españoles en el Perú, a que nos acabamos
de referir, no constituye la única tentativa realizada por aquéllos para
recobrar sus dominios en América. Hicieron también un esfuerzo para
reanexarse a Santo Domingo; y enfrascados como estaban los Estados
Unidos en su guerra civil, sólo pudieron consignar su protesta.

A principios del año 1861 se decía, como cosa corriente, que el
Gobierno de España preparaba desde Cuba una expedición para tomar
posesión de Santo Domingo.

En 2 de abril de ese año Seward se dirigió a Tassara, Ministro de España
en Washington, preguntándole lo que hubiera de cierto en el particular y
haciéndole presente, al propio tiempo, que contra semejante proyecto los
Estados Unidos no sólo protestaban, sino que en último caso lo
resistirían. Tassara contestó que nada podía manifestar mientras no
recibiera instrucciones de su Gobierno, y entonces Seward se dirige a
Schurz, Ministro en Madrid, encareciéndole le hiciera presente a dicho
Gobierno cuál era la actitud de los Estados Unidos en este asunto y el
extraordinario interés con que lo veían.

En 21 de mayo y 7 de junio del mismo año, Seward vuelve a dirigirse al
Ministro en Madrid para que le reitere al Gobierno de su Majestad
Católica las protestas de los Estados Unidos.

El día 1º de julio Tassara le muestra al Secretario de Estado la
resolución, del Gobierno de España, de anexarse a Santo Domingo; y como
pocos días después el Ministro de los Estados Unidos en Madrid le
pidiera instrucciones al propio Secretario, éste hubo de contestar,
según despacho de 14 de agosto, que la gravedad y diversidad de los
asuntos que por entonces embargaban la atención del Gobierno impedían
darle una contestación terminante.

Los dominicanos no se sometieron con facilidad a la dominación española.
La lucha estalló entre los nativos y los invasores, declarándose
neutrales los Estados Unidos; pero, afortunadamente, convencida España
de los esfuerzos y sacrificios que iba a costarle afirmar su soberanía
en Santo Domingo, en abril de 1865 resolvió abandonar la empresa.

(1871). El día 1º de junio del año 1871, el Barón Gerolt, Ministro de
Alemania en Washington, celebró una entrevista con Hamilton Fish,
Secretario de Estado, en la que le hizo presente que su nación
proyectaba realizar una demostración, en unión de otras naciones
europeas, contra Venezuela, con objeto de exigirle a esta República que
fuera más respetuosa con sus compromisos, que se quería que los Estados
Unidos tomaran parte en dicha demostración, pero que no se les invitaría
oficialmente hasta tanto no se tuviera la seguridad de que acogieran con
agrado el proyecto.

El Secretario de Estado hubo de manifestar al diplomático alemán que
nada le podía contestar mientras no conociera el verdadero alcance de
la _demostración_, así como la forma y los límites de las operaciones
militares, pues para los Estados Unidos siempre había sido objeto de
preocupación cualquier acción de las naciones de Europa contra una
República del Continente, y veían aumentados sus recelos y temores por
lo ocurrido recientemente en Méjico.

Alemania no llevó a cabo sus planes.

(1880). Se decía, a principios del año 1880, que la Gran Bretaña
pretendía adquirir determinadas islas de la costa de Honduras; y en 4 de
marzo el Secretario de Estado le dirige una comunicación al Ministro en
Centro América encargándole que estuviese muy al tanto de lo que hubiera
en el particular, pues los Estados Unidos no podían permanecer
indiferentes ante el hecho de la cesión de parte de un territorio de
América a una nación de Europa.

Con motivo de otro asunto, invocó el Gobierno de Washington la doctrina
de Monroe, este mismo año. Las Repúblicas de Chile, Perú y Bolivia se
encontraban en guerra, por una cuestión de linderos; y como se hablara
de que Francia e Inglaterra querían mediar en el conflicto, con la
cooperación de los Estados Unidos, para ponerle fin, el Secretario de
los Estados Unidos, el ilustre James Blaine, hizo esta declaración:

     Los Estados Unidos no pertenecen al grupo de naciones de que forman
     parte Inglaterra y Francia, y jamás se han inmiscuído en sus
     controversias; pero, con respecto a las Repúblicas de este
     Continente, es distinta nuestra posición; y por esta razón, aunque
     el Gobierno está persuadido de que en este caso no guían a las
     naciones de Europa móviles interesados, por tener los Estados
     Unidos mayor cantidad de intereses políticos y comerciales que
     ningún otro poder, deben actuar con entera independencia.

(1881). Desde el año 1880 el Gobierno de Venezuela discutía con el de
Francia acerca de unas reclamaciones que habían formulado al primero
varios ciudadanos franceses; y, como no se llegara a ninguna avenencia,
a mediados del año 1881, cuando se decía y parecía inminente que aquella
nación europea iba a ocupar algunos puertos venezolanos, James Blaine,
Secretario de Estado, le dirigió un despacho a Noyes, Ministro en París,
indicándole hiciera presente al Gobierno que los Estados Unidos se
ofrecían para intervenir en el asunto a fin de obtener una solución.

Consistía el plan propuesto por Blaine, en el que estaba de acuerdo el
Gobierno Venezolano, en que el Gobierno de Washington enviara un
Delegado a Venezuela que recaudase los fondos necesarios para ir pagando
a prorrata a los acreedores extranjeros; que eran no sólo franceses,
sino súbditos de otras naciones de Europa.

El Gobierno de Francia contestó que no quería entrar en prorrateos y que
no admitía dilaciones. Blaine insistió, según reza una comunicación
librada al Ministro en París, en 16 de diciembre, haciendo una apelación
a la armonía que debía existir entre todas las Repúblicas. Sería un
deplorable espectáculo, decía, que la Gran República Europea rompa las
hostilidades con la República de Venezuela.

Afortunadamente el Gobierno de Francia no mantuvo su actitud.

(1884). El año 1884 el Gobierno de Washington envió un Ministro a
Bolivia, que era el único país de la América en que aún no había
constituído dicho Gobierno representación diplomática. Por aquella época
Bolivia le disputaba al Perú la posesión del puerto de Arica, y al darle
instrucciones Buchanan, Secretario de Estado, a Appleton, que fué el
ministro designado, según comunicación de 1º de junio, le recomendó
aconsejara a aquellos países que no se enfrascaran en luchas que los
debilitasen y dieran motivo para pensar que eran incapaces de
gobernarse.

     Su conveniencia e independencia requieren--decía--el
     establecimiento y mantenimiento de un sistema político americano,
     diferente en todos sentidos del que por tanto tiempo ha existido en
     Europa; tolerar la intervención de cualquiera de los gobiernos
     europeos, que aún tienen asuntos pendientes en América, y
     permitirles que establezcan nuevas Colonias junto a nuevas
     repúblicas libres, sería tanto como sacrificar voluntariamente en
     el mismo grado nuestra independencia. Estas ideas deberían
     permanecer impresas en la mente de todos los americanos.

(1885). El año 1883 el Gobierno de Washington había rechazado la oferta,
hecha por el de Haití, de venderle la Península de San Nicolás o la Isla
Tortuga; y como llegara a conocimiento del primero que análoga
proposición se le había hecho después por el segundo al Gobierno
francés, en 28 de febrero de 1885, Frelinghuysen, Secretario de Estado,
le dirige una comunicación a Morton, Ministro en París, para que le
hiciera presente al Ministro de Relaciones Exteriores que la
adquisición por Francia de cualquier porción del territorio haitiano
sería considerada como una infracción de la política de los Estados
Unidos, conocida por la doctrina de Monroe.

(1886). A mediados del año 1886, Scott, Ministro de los Estados Unidos
en Caracas, le comunicó a Bayard, Secretario de Estado, que el Ministro
de Inglaterra y él habían acordado indicarles a sus respectivos
Gobiernos la conveniencia de que se unieran para formular conjuntamente
a Venezuela ciertas reclamaciones pendientes.

Según reza una comunicación de 14 de octubre, Bayard contestó al
diplomático que de la reclamación podía derivarse un acto de fuerza, y
que estaba en desacuerdo con la política de los Estados Unidos unirse a
una nación europea en circunstancias semejantes.

(1888). A fines del año 1888 corría el rumor de que el Gobierno Francés
proyectaba constituir un protectorado sobre Haití, y en 21 de diciembre,
Bayard, Secretario de Estado, se dirigió a Mc-Lane, Ministro en París,
con el encargo de que le hiciera saber a aquel Gobierno que semejantes
proyectos estaban en abierta contradicción con la política de los
Estados Unidos.

     Queremos que se entienda siempre--le decía--que no nos apartaremos
     de la política nuestra, que consiste en impedir que parte alguna
     del territorio americano sea objeto de nueva colonización por parte
     de alguna potencia europea.

(1894-1899). Con ocasión del conflicto surgido entre Inglaterra y la
República de Venezuela, el año de 1895, aplicaron los Estados Unidos con
tal energía y decisión la doctrina de Monroe, que se puede decir, con
propiedad, que es el caso más importante de los que ocupan lugar en la
relación que venimos haciendo.

Desde el año 1840 venía quejándose el Gobierno de Venezuela de que los
límites de la Guayana Inglesa se iban extendiendo en perjuicio de
aquella República; y, ya cansada, en 1881 pidió a la Corona Británica
que accediera a someter la cuestión a un arbitraje. En distintas
ocasiones, en los años posteriores, reiteró esa petición; y como ésta no
fuera aceptada, en 1897 dió por terminadas sus relaciones diplomáticas
con la nación inglesa.

A pesar de esto, la Gran Bretaña no cejaba en su actitud. Cada vez se
mostraba más abusiva con la débil República Sud-Americana y amenazaba
apropiarse de todo el dilatado territorio que corre desde la Guayana
Inglesa hasta la misma boca del río Orinoco.

El Gobierno de Washington en diversas ocasiones quiso intervenir en el
asunto para ponerle término, y, al fin, en las postrimerías del año
1894, se decidió a actuar de una manera más eficaz, según vamos a ver
inmediatamente.

El Presidente Grover Cleveland, en el mensaje que dirigió al Congreso en
tres de diciembre de 1894, y al tratar de los asuntos exteriores, se
refirió a dicho particular en los siguientes términos:

     La cuestión de los linderos de la Guayana Inglesa, aún es objeto de
     disputa entre la Gran Bretaña y Venezuela. En la inteligencia de
     que un acuerdo justo sería conveniente para ambas partes y que,
     consecuentes con nuestra política, debemos eliminar cuanto pueda
     ser objeto de contienda entre las naciones de este hemisferio y las
     del otro, me he esforzado en conseguir que las dos naciones
     reanuden sus relaciones diplomáticas y sometan la cuestión a un
     arbitraje; siendo esto lo que desea Venezuela, y a lo que no se ha
     de negar Inglaterra, a menos que quiera contradecir los principios
     que a menudo proclama.

El Congreso acogió la idea del Presidente de la República con el mayor
calor. En 22 de febrero de 1895, se votó la siguiente resolución
conjunta:

     Se resuelve, por el Senado y la Cámara de Representantes, que el
     plan sugerido por el Presidente de la República en su último
     Mensaje, consistente en que la Gran Bretaña y Venezuela sometan su
     controversia a un tribunal de arbitraje, es objeto de la adhesión
     de este cuerpo y esperamos sea acogido por las dos partes.

El Gobierno de la Gran Bretaña no quiso seguir la recomendación del
Presidente y del Congreso de los Estados Unidos; y, en vista de esto, en
20 de julio del propio año, Olney, Secretario de Estado, dirigió a
Bayard, Embajador en Londres, una famosa "nota" que debía leer a Lord
Salisbury, Ministro de la Corona, y que es uno de los documentos más
notables expedidos por la Cancillería norteamericana.

Comienza dicha nota por hacer una extensa relación de todos los
antecedentes del caso, y a renglón seguido dice que, dados los términos
en que está planteado y las posibles consecuencias que del mismo se
podrían derivar, los Estados Unidos se ven obligados a intervenir en al
asunto, consecuentes con su constante adhesión a la doctrina de Monroe.
No se contenta Olney con esta alegación. Para demostrar lo exacto de su
afirmación, hace un extenso estudio de cómo surgió la doctrina de Monroe
y cuál es su verdadero alcance.

Dice que veinte años después de haber aconsejado Washington a la nación,
en su famoso discurso de despedida, que se mantuviera siempre alejada de
los planes y controversias de Europa, cuando se vió que los Estados
Unidos aumentaban en importancia y poderío, se cayó en la cuenta de que
el principio de no mezclarse los americanos en los asuntos europeos,
necesitaba un complemento, que era el de que los europeos tampoco se
inmiscuyeran en los asuntos americanos.

Este sentimiento, decía, hizo nacer la doctrina de Monroe; doctrina que
los estadistas no se han limitado a enunciar, sino que han tenido el
buen cuidado de hacerle saber a Europa que su desconocimiento, en
cualquier caso, se consideraría como un acto de enemistad o de
provocación hacia los Estados Unidos.

Explica el verdadero sentido y la verdadera significación de la doctrina
de Monroe, en estos términos:

     En los primeros tiempos de promulgada la doctrina de Monroe,
     parecía como que Europa nunca la iba a respetar; pero con el tiempo
     la ha ido aceptando, y hoy nos interesa mucho se sepa que cualquier
     acto de una nación europea, que la infrinja, ha de ser considerado
     como una manifestación de enemistad hacia los Estados Unidos. Es
     por eso por lo que resulta del mayor interés fijar, precisar el
     alcance de dicha doctrina. No significa un protectorado ejercido
     por los Estados Unidos sobre todas las naciones de América; no se
     la puede invocar, por una nación de este continente, para eludir el
     cumplimiento de obligaciones legítimamente contraídas y exigibles
     según el derecho internacional; ni le impide a la nación europea
     que sea acreedora en esas obligaciones, el ejercicio de los medios
     que estime adecuados para hacerlas respetar. No nos faculta para
     mezclarnos en los asuntos interiores de las naciones de este
     hemisferio, ni en las relaciones de éstas entre sí. No podemos
     alterar la forma de gobierno de esas naciones, y si éstas la
     quieren cambiar, hemos de respetar su voluntad. La doctrina de
     Monroe no tiene más que un alcance: impedir que una o varias
     naciones de Europa se mezclen en los asuntos interiores de las de
     América, ya para variar su forma de gobierno, ya con cualquier otro
     propósito.

     Nadie puede negar que hemos considerado siempre esas normas como
     parte de nuestro derecho público. Fué precisamente la Gran Bretaña
     la nación que hubo de sugerir a la administración de Monroe la idea
     de promulgar la doctrina en cuestión, y la adhesión que desde un
     principio hubo de demostrarle no ha sido desmentida en ninguna
     oportunidad; sin que por esto querramos decir que la doctrina no
     tuviera, desde sus orígenes, un carácter eminentemente americano.
     En su mantenimiento estaban vinculadas la seguridad y la
     prosperidad de los Estados Unidos; el Gabinete que la adoptó, antes
     de enunciarla la estudió con todo detenimiento, figurando entre los
     miembros de dicho cuerpo John Quincy Adams, Calhoum, Crawford y
     Wilt, quienes consultaron y tuvieron en cuenta los pareceres de
     Jefferson y Madison; y cuando el pueblo la conoció, la acogió con
     verdadero calor, sin distinciones políticas.

Hace después una relación de los casos más importantes en que se ha
invocado la doctrina de Monroe, y añade:

     La relación que antecede, demuestra no solamente que en múltiples
     casos ha sido aplicada la doctrina de Monroe, sino también que la
     controversia sobre los linderos de Venezuela es de esos casos en
     que resulta pertinente la aplicación de dicha doctrina. En tal
     virtud, y tratándose de una doctrina acogida por el derecho público
     americano, no podemos disimular su aplicación en cualquier caso que
     surja, sean cuales fueren las circunstancias en que éste se
     produzca. Tal como nosotros la hemos definido y aplicado, no se le
     puede dirigir ninguna objeción; descansa en principios que son
     irrebatibles. Las tres mil millas de Océano que nos separan de
     Europa, proclaman que física y geográficamente es improcedente todo
     lazo o nexo político que se pretenda establecer entre los dos
     continentes. Europa, como con gran juicio observó Washington, tiene
     un conjunto de intereses que sólo a ella le puede preocupar y con
     los cuales nada tiene que ver la América. Cada una de las grandes
     potencias europeas, por ejemplo, tiene que mantener un ejército
     enorme y una marina formidable, a fin de protegerse contra las
     demás potencias. ¿Qué conseguirían las naciones de América teniendo
     que hacer lo mismo, cuando después de todo los problemas que
     preocupan a las naciones europeas a ellas no les interesan? ¿Qué
     tenemos nosotros que ver, pongamos por caso, con los problemas de
     Turquía? Si nos mezcláramos en sus luchas, con seguridad que
     tendríamos que cargar con los gastos y las pérdidas que resultasen,
     pero sin obtener ventajas ni beneficios.

     Si eso podemos decir en cuanto a los intereses materiales, otro
     tanto podemos afirmar en cuanto a los morales. Los intereses
     morales que preocupan a Europa son totalmente distintos de los que
     preocupan a la América. Europa, con excepción de Francia, se
     mantiene adicta a los principios monárquicos, mientras que en
     América, por el contrario, se rinde culto al principio de que cada
     pueblo tiene derecho a escoger su propio gobierno; principio
     mantenido con verdadero interés por los Estados Unidos, empeñados
     siempre en demostrar que en las instituciones liberales está
     vinculada la prosperidad nacional y la felicidad de los ciudadanos.
     Es por esto por lo que siempre hemos considerado ofensivo para la
     América que Europa pretenda extender su sistema político a este
     Continente; y como quiera que son los Estados Unidos la única
     nación americana que está en condiciones de resistir cualquiera
     agresión que en ese sentido se pudiera hacer, de ahí nuestra
     actitud en casos como éste.

     ¿Es cierto que la prosperidad y la seguridad de los Estados Unidos
     hasta tal punto están empeñadas en el hecho de que las naciones de
     América mantengan su independencia, que en caso de agresión a una
     de éstas están compelidos a defenderla? Desde luego que sí. Todas
     las naciones de la América, tanto las del Norte como las del Sur,
     por su proximidad geográfica, por la simpatía que las une y por
     haber establecido todas el gobierno constitucional, son amigas y
     aliadas, tanto comercial como políticamente, de los Estados Unidos;
     y si permitiéramos que alguna nación de Europa dominara a una de
     aquéllas, perderíamos todas las ventajas de nuestra posición. Pero
     hay más. El pueblo de los Estados Unidos tiene un interés vital en
     el mantenimiento del principio del gobierno popular, por nosotros
     proclamado a costa de mucha sangre y muchos sacrificios y arraigado
     con admirable lozanía; y hasta tal punto tenemos fe en dicho
     principio, que entendemos que el grado de civilización de un pueblo
     se puede medir por el mayor o menor esplendor con que lo mantenga.
     Dominado por este sentimiento el pueblo de los Estados Unidos, no
     es de extrañar que se mantenga tan adicto a esa causa. Pero ya pasó
     la edad de las cruzadas: si los Estados Unidos mantienen con tanta
     devoción el principio del gobierno popular, es porque en su
     sostenimiento está vinculada su seguridad y su prosperidad. Es por
     esto por lo que no toleramos que ninguna nación de Europa controle
     a una de la América.

     Tenemos que prevenirnos contra ese mal; y si podemos, debemos
     evitar que ocurran las circunstancias que puedan acarrearlo. Las
     naciones cristianas, en sus relaciones entre sí, deben mantener
     análogos principios a los que regulan la conducta de los hombres.
     Los estados más fuertes están obligados a enseñar, con su ejemplo,
     que los pueblos se deben gobernar de acuerdo con las reglas del
     derecho y la justicia. Cuando un estado poderoso se sienta tentado
     del deseo de engrandecerse a costa de otros, debe tener presente
     que, por lo mismo que es poderoso, no debe hacer mal uso de su
     fuerza. Los Estados Unidos, de hecho, son soberanos en este
     Continente; y al mezclarse en esta cuestión, lo hacen invocando
     títulos muy legítimos. Si se mezclan en esta cuestión, es no sólo
     por razones de amistad y de civilización, no sólo por su invariable
     adhesión a los principios de justicia y equidad, sino porque sus
     enormes recursos y su aislamiento los hacen dueños de la situación
     y les exigen que se pongan frente a las pretensiones de los otros
     estados.

     Todas las ventajas de esta superioridad las perderíamos si alguno
     de los estados de América se convirtiera en colonia de una nación
     europea. Perderíamos nuestras ventajas desde el momento en que cada
     nación de Europa tuviera en América una base de operaciones contra
     nosotros. Las ventajas que adquiera una potencia, querrían
     conseguirla también las otras; y, en definitiva, el espectáculo de
     las luchas por el reparto de Africa tendría un nuevo escenario en
     la América. Se comenzaría por el reparto de los países menos
     fuertes; pero, en definitiva, toda la América del Sur sería objeto
     de reparto entre las potencias de Europa. Las consecuencias que de
     semejante orden de cosas se derivaría, serían desastrosas para los
     Estados Unidos. Perderíamos toda nuestra autoridad y todo nuestro
     prestigio, y en definitiva no vendríamos a significar nada en la
     comunidad de las naciones desde el momento en que tuviéramos a
     nuestras puertas a los que en la paz vendrían a ser nuestros
     rivales y nuestros enemigos en caso de guerra. Hasta ahora,
     afortunadamente, no hemos necesitado acumular los enormes recursos
     militares con que cuentan otras naciones, y quizás de esto dependa,
     en gran parte, no sólo nuestra riqueza, sino hasta la felicidad de
     los ciudadanos. Nuestras condiciones variarían desde el momento en
     que las naciones de Europa tuvieran posiciones en este Continente.
     Por lo pronto, nos veríamos obligados a armarnos hasta los dientes;
     nuestra juventud tendría que ingresar en la marina o en el
     ejército, y, al distraerla de las industrias de la paz,
     suprimiríamos en gran parte nuestra poderosa energía productora.

     Es difícil precisar la magnitud del mal que tal cosa nos traería.
     No es que nos preocupe el hecho de que pudiéramos mantener buenas o
     malas relaciones de amistad con las potencias europeas, si
     semejante eventualidad ocurriese. Es que el pueblo de los Estados
     Unidos sabe por experiencia que las relaciones exteriores de los
     estados no se inspiran en sentimientos, ni en principios, sino en
     su propia conveniencia. No se nos olvida que en momentos, para
     nosotros de grave peligro, todos nuestros temores y nuestras
     calamidades se vieron agravados con actos, atentatorios para
     nuestra nacionalidad, por parte de potencias con las que habíamos
     mantenido las mejores relaciones. Todavía tenemos presente que
     Francia aprovechó la circunstancia de vernos envueltos en una
     guerra civil, para pretender convertir en una monarquía la vecina
     República Mejicana. No abrigamos duda con respecto a que, de buen
     grado, Francia y la Gran Bretaña aumentarían sus actuales
     posiciones en este hemisferio, hasta conseguir ponerle fin al
     predominio de nuestra gran República. De todos estos peligros hemos
     escapado hasta el presente, gracias a la manera eficaz, aunque sin
     mucho ruido, con que hemos mantenido la doctrina que enunció el
     Presidente Monroe, y la que no podemos abandonar a menos que nos
     decidiéramos a abandonar los consejos de la experiencia,
     renunciando a la política que, al par que nos ha evitado agresiones
     exteriores, ha sido causa, en gran parte, de nuestra prosperidad.

     Tal es la doctrina del Derecho Público Americano, que se inspira en
     principios admirables y que, fundándose en múltiples antecedentes,
     le exige a los Estados Unidos que consideren como atentatorio a
     ellos mismos el acto de una potencia europea por el que se pretenda
     ejercer control sobre una nación americana.

Demuestra por último la "nota" la pertinencia de la aplicación de la
doctrina de Monroe a la cuestión planteada, en esta forma:

     Es indiscutible la aplicación que en este caso tenemos que hacer de
     la doctrina de Monroe. La controversia se refiere al dominio--por
     tanto, al control político--sobre una extensión territorial que
     abraza, según las reclamaciones inglesas formuladas en estos dos
     últimos años, unas 33,000 millas cuadradas. Esa extensión
     superficial llega hasta la misma boca del río Orinoco y su posesión
     tiene, por eso, gran importancia en relación con la navegación de
     dicho río, y hasta para las regiones del interior de la América del
     Sur. De ninguna manera podemos mirar la disputa entre una nación de
     la América y otra de Europa, por el hecho de las posesiones que
     tenga ésta en este Continente, cual si se tratara de una cuestión
     surgida por la fijación de los linderos entre Venezuela y Brasil o
     entre Venezuela y Colombia. Este caso, en que no sería procedente
     la intervención, es distinto al de que aquí se trata.

     En este caso, la controversia no es con la Colonia de la Gran
     Bretaña, sino con la Gran Bretaña directamente. No tendríamos
     inconveniente en que se apelara a la fuerza, si la lucha fuese
     entre Venezuela y la Guayana Inglesa; pero bajo ningún concepto
     podemos admitir la tesis de que, por tratarse de una posesión que
     es europea, no es de aplicarse la doctrina de Monroe, supuesto que,
     de admitirla, perdería toda su fuerza y todo su prestigio dicha
     doctrina y se autorizaría a las naciones europeas, que tienen
     posesiones en este Continente, para ensancharlas, ya por la fuerza,
     ya por medios pacíficos.

     El extremo de la doctrina de Monroe relativo a que los Estados
     Unidos nada tendrían que ver con las colonias o dependencias
     europeas existentes cuando aquélla se promulgó, se refiere a dichas
     dependencias y colonias con la extensión que tenían en el momento
     de promulgarse la citada doctrina; y no podemos concederle a ese
     extremo otra interpretación, so pena de quitarle a ésta toda su
     importancia. Es evidente que tanto infringe la doctrina de Monroe
     la Gran Bretaña ensanchando los linderos de su antigua colonia en
     perjuicio del territorio venezolano, como pretendiendo establecer
     una nueva colonia. Se trata de casos distintos en la apariencia,
     pero, en el fondo, idénticos.

En 26 de noviembre del propio año, Lord Salisbury expidió un despacho
contestando la nota de Olney. En él dice que la doctrina de Monroe tuvo
su razón de ser en la época que se promulgó, esto es, en momentos en que
determinadas naciones de Europa pensaban en la reconquista de los
territorios de América; que en el caso en cuestión, como no se trataba
por Inglaterra de establecer una colonia en Venezuela, ni de obligar a
esta República a cambiar su forma de gobierno, sino que sólo se debatía
una simple cuestión de linderos, era improcedente la apelación que se
hacía a la referida doctrina del quinto Presidente.

La doctrina de Monroe no establece--añadía Lord Salisbury--que cuando
surja una cuestión de linderos se deba recurrir al arbitraje; y, en su
consecuencia, una tercera nación, que no sea parte en el asunto, no
tiene derecho a imponer soluciones. Por otra parte, decía, la doctrina
de Monroe será muy respetable dada la elevación de quienes han sido sus
mantenedores, pero no por eso estamos en el deber de acatarla. Los
cánones del Derecho Internacional obligan cuando han sido aceptados por
todas las naciones, pero éste no es el caso de la doctrina de Monroe.

La réplica a la contestación de Lord Salisbury se encuentra en el
Mensaje especial que en 17 de diciembre dirigió el Presidente Cleveland
al Congreso. Rebatió la alegación referente a que la doctrina de Monroe
no tenía fuerza obligatoria por no formar parte del Derecho
Internacional, aduciendo que, de acuerdo con ese derecho, un Estado
debía intervenir en la disputa de otros dos cuando considerara afectados
sus derechos; y en cuanto al particular relativo a que la doctrina de
Monroe para nada tenía que rezar con una simple cuestión de linderos,
alegó que lo mismo se infringía dicha doctrina por la conquista de
territorios, que por el ensanche de las fronteras de una colonia. He
aquí las palabras de Cleveland:

     Si una potencia europea, que tenga una colonia en América, extiende
     sus linderos en perjuicio y contra la voluntad de una República
     vecina, es incuestionable que extiende su sistema político al
     territorio que se quiere apropiar. La ocurrencia de estos hechos es
     lo que el Presidente Monroe consideraba peligroso a nuestra paz y a
     nuestra seguridad, sin que para el caso interese que el territorio
     se ocupe por extensión de unos linderos, o por cualquier otra
     causa.

     Se dice en la respuesta inglesa que no es pertinente en esta
     controversia la apelación a la doctrina de Monroe, en atención a
     que ésta no descansa en ningún principio de derecho internacional
     que se funde en el consentimiento general de las naciones; y que
     ningún estadista, por eminente que sea, ni ninguna nación, por
     poderosa que se sienta, tienen autoridad bastante para incluir
     entre los cánones del Derecho Internacional un principio que no ha
     sido reconocido ni aceptado por el Gobierno de ninguna otra nación.

     Realmente, el principio de que se trata tiene para los Estados
     Unidos peculiar importancia, por no decir excesiva; y aunque
     oficialmente no ha sido incluído en ningún Código de Derecho
     Internacional, es evidente que en todas las convenciones
     internacionales se le han respetado a las naciones determinados
     derechos, como indiscutibles; esto es, cual si estuvieran
     consagrados por dicho Derecho. En ese sentido nosotros mantenemos
     la doctrina de Monroe como si figurase entre las disposiciones del
     Derecho Internacional, hasta el punto de que si tuviéramos que
     recurrir a algún tribunal encargado de aplicar este derecho,
     tenemos la seguridad de que la invocación que hiciéramos de la
     doctrina en cuestión guardaría consonancia con los principios de
     justicia en que se inspira.

     La doctrina de Monroe está respaldada por el principio de Derecho
     Internacional según el cual toda nación debe exigir que se le
     respeten, como indiscutibles, determinados derechos y determinadas
     aspiraciones.

     Este Gobierno se asienta, pues, en una base firme cuando invoca ese
     principio para sostener sus derechos. Estos, después de todo, no se
     nos niegan en la respuesta inglesa. El Primer Ministro ha dicho, en
     ésta, que la actitud adoptada por el Presidente Monroe, frente a
     las ambiciones de Europa, mereció todas las simpatías del Gobierno
     de la Gran Bretaña; que los ingleses han estado de acuerdo con la
     política de dicho Presidente, por más que no consideran que la
     misma forme parte del Derecho Internacional, y que era improcedente
     cualquiera alteración que quisiera hacer una nación europea en la
     distribución territorial del hemisferio americano.

     En la inteligencia de que la doctrina por nosotros mantenida era
     clara y terminante, de que se fundaba en principios tan elementales
     como los de nuestra seguridad y nuestra prosperidad, y de que
     debemos mantenerla hoy porque así lo exigen nuestras condiciones
     actuales y la civilización mundial, es por lo que la hemos invocado
     en la presente controversia, sin que pretendamos inclinarnos en
     favor de nadie, sino tan sólo impedir que la Gran Bretaña, so
     pretexto de una reclamación sobre fijación de unos límites, amplíe
     injustamente la extensión territorial de su colonia; y nos ha
     parecido que ningún medio era más adecuado para poner término de
     una vez a la acalorada controversia, que el de acudir a un
     arbitraje.

Pero lo más importante de este Mensaje es la petición que le hizo al
Poder Legislativo, y que se encuentra a su final. Pidió se le autorizara
para disponer de los fondos necesarios al objeto de subvenir a las
necesidades de una comisión que se proponía designar, y la cual debía
rendir un informe bien detallado con respecto a cuál de las dos naciones
tenía derecho al territorio en disputa.

     Cuando ese informe esté emitido y aprobado por
     nosotros--decía--sabremos resistir, por todos los medios a nuestro
     alcance, la acción que pretenda realizar Inglaterra para apoderarse
     del territorio que sea, de derecho, de la pertenencia de Venezuela.

Como se ve, el Gobierno de Washington estaba decidido a todo antes de
permitir que Venezuela fuese objeto de un atropello por parte de la Gran
Bretaña. La Comisión de referencia fué nombrada designándose para
presidirla al Juez de la Corte Suprema Federal, David J. Bewer, e inició
sus trabajos; pero convencida Inglaterra de que los Estados Unidos
estaban dispuestos a no cejar en su actitud, aceptó la proposición de
someter la cuestión a un arbitraje.

Con efecto, en 2 de febrero de 1897 se concertó un tratado entre
Inglaterra y Venezuela, por el que se designó un Tribunal que debía
resolver la disputa. Venezuela designó dos miembros, que fueron Fuller,
Presidente de la Corte Suprema de los Estados Unidos, y el propio Bewer,
Juez de este Tribunal; y la Gran Bretaña, por su parte, nombró a Lord
Herschell y a Sir Richard Collins, notables jurisconsultos. Para
presidir el Tribunal fué designado el insigne tratadista ruso M. F. de
Martens, de reputación mundial en materia de Derecho Internacional.

El Tribunal emitió su laudo en 3 de octubre de 1899. Por dicha
resolución se fijaba la verdadera situación de la línea divisoria entre
la Guayana Inglesa y Venezuela. A la Gran Bretaña se le reconocía
derecho a una faja de territorio, no en el litoral, sino en el interior;
y, en cambio se reconocía la soberanía de Venezuela sobre otra dilatada
extensión del territorio objeto de la disputa, incluyendo los terrenos
contiguos a la boca del río Orinoco.

No hay que negar que la solución de esta controversia fué un verdadero
triunfo para el Gobierno de los Estados Unidos. De tal manera se
llegaron a apasionar los ánimos en esta República, durante dicha
controversia, que hubo momentos en que parecía inminente la guerra con
la Gran Bretaña; y con seguridad que a ella se hubiera llegado si el
Gobierno inglés no hubiese aceptado la proposición de arbitraje.

Es tanto más digna de elogio la actitud del Gobierno de Washington, si
se compara la debilidad de las fuerzas militares y navales de la nación
norteamericana con las de la Gran Bretaña; pero, como con razón ha
observado John W. Foster, nunca la debilidad de la marina de los Estados
Unidos ha sido causa de que se deje de mantener, con toda energía, la
doctrina de Monroe.

Los Estados Unidos, por aquella época, recibieron de la América Latina
múltiples testimonios de agradecimiento; entre los que se pueden citar
el del Congreso del Brasil y el del Gobierno de Costa Rica.

(1899). En 29 de julio del año 1899, los Delegados al Congreso de la
Paz, reunido en La Haya, suscribieron la convención que llegaron a
acordar; pero antes, o sea el día 25 de ese mes, la Delegación de los
Estados Unidos hizo constar que la suscribía con la siguiente reserva:

     Nada de lo contenido en esta convención podrá apartar a los Estados
     Unidos de su tradicional política de no mezclarse, en ningún caso,
     en los asuntos políticos o administrativos de otra nación; así como
     tampoco se podrá estimar su adhesión a dicha convención en el
     sentido de que dejará de mantener, como hasta el presente, su
     conducta tradicional en lo que concierne a las cuestiones puramente
     americanas.

Este hecho reviste importancia excepcional. La circunstancia de que las
naciones de Europa no se opusieron a que los Estados Unidos suscribieran
la convención con la salvedad relativa a que por ello no se consideraban
obligados a dejar de mantener su tradicional política en los asuntos
americanos, supone por dichas naciones un reconocimiento, por lo menos
tácito, de la doctrina de Monroe, que es a la que se quiso aludir.

(1900). A principios del año 1900 el Tribunal Supremo de Haití hubo de
resolver, en un litigio, que los Tribunales de dicha República no tenían
competencia para fallar los pleitos sostenidos entre extranjeros. El
Ministro de Alemania en Port-au-Prince propuso al Gobierno Haitiano la
formación de un Tribunal especial, designado por las naciones
extranjeras para conocer de esos casos; pero el Secretario de Estado del
Gabinete de Washington se opuso, según un despacho enviado a Powell,
Ministro en Haití, en 18 de marzo de 1900.

A juicio de la cancillería norteamericana no se podía crear semejante
tribunal sin inferir grave ofensa a la soberanía de Haití. Para resolver
la cuestión basta--decía Hay--con que por los poderes haitianos se le dé
competencia a los tribunales para fallar los pleitos entre extranjeros.

(1901). Por el mes de marzo del año 1901, a la sazón en que Cuba se
encontraba sometida al régimen interventor norteamericano establecido al
cesar la soberanía de España, hallándose reunida en la Habana la
Convención que debía redactar la Constitución Nacional y como parte de
ella proveer y acordar las relaciones con los Estados Unidos, el
Congreso de esta última nación fijó dichas relaciones en un proyecto de
ley, conocido vulgarmente con el nombre de Enmienda Platt y cuyas
disposiciones se exigió figurasen como un Apéndice de aquella
Constitución y que fuesen objeto además de un Tratado Permanente entre
las dos Repúblicas. El art. I de dicha Ley es del tenor siguiente:

     El Gobierno de Cuba nunca celebrará con ningún Poder o Poderes
     extranjeros ningún Tratado u otro convenio que pueda menoscabar o
     tienda a menoscabar la independencia de Cuba ni en manera alguna
     autorice o permita a ningún Poder o Poderes extranjeros, obtener
     por colonización o para propósitos militares o navales, o de otra
     manera, asiento o control sobre ninguna porción de dicha Isla.

Este mismo año, en el mensaje anual del Presidente Roosevelt, del día 3
de diciembre, se hacen extensas consideraciones sobre la doctrina de
Monroe. A juicio del insigne estadista, dicha doctrina no tiene otra
finalidad que no sea la de impedir que las naciones de Europa adquieran
territorios en perjuicio de las Repúblicas de América; sin que los
Estados Unidos pretendan derivar, en su provecho, consecuencias
beneficiosas por el hecho de que la mantengan. He aquí sus palabras:

     La doctrina de Monroe debe ser punto cardinal en la política
     exterior de todas las naciones de las dos Américas, como ya lo es
     en la de los Estados Unidos. Han pasado nada menos que setenta y
     ocho años desde que el Presidente Monroe dijo, en su Mensaje anual,
     que los continentes americanos no podrían ser considerados como
     objeto de futuras colonizaciones para Europa. En otras palabras, la
     doctrina de Monroe no es otra cosa que la declaración de que
     ninguna potencia, que no fuera americana, podría adquirir
     territorios en América, en perjuicio de alguna de sus naciones. No
     se trata de una declaración de hostilidad contra ninguna nación del
     Viejo Mundo, y mucho menos se trata de autorizar a unas naciones
     del Nuevo Mundo para que aumenten su poderío a expensas de las
     otras. Se trata, sencillamente, de que nos damos cuenta de que la
     paz del mundo se sostiene conservando la de este hemisferio.

     Durante el siglo pasado, merced a otras influencias, se ha logrado
     mantener la existencia y la independencia de las naciones pequeñas
     de Europa. En América, merced a la doctrina de Monroe, hemos
     logrado mantener la existencia y la independencia de las naciones.

     Esta doctrina es absolutamente ajena a las relaciones comerciales
     que quieran mantener las naciones de la América; se trata,
     efectivamente, de una garantía de la independencia comercial de
     esas naciones, y, a cambio de sostener dicha doctrina, no
     reclamamos preferencias comerciales. Pero tampoco impedimos que un
     estado, que no sea americano, tome las represalias que estime
     oportunas contra una nación de la América, con tal de que el
     castigo no traiga, como consecuencia, la adquisición de territorio.

     Nuestro proceder con respecto a Cuba, constituye la mejor garantía
     de nuestra conducta. No tenemos el propósito de adquirir
     territorios en perjuicio de ninguno de nuestros vecinos. Queremos
     laborar con ellos mano a mano, y podemos declarar que los casos de
     su prosperidad y de su estabilidad política nos congratulan tanto
     como nos disgustan aquellos en que se entroniza el caos en la vida
     de la industria o de la política. Nosotros no podríamos contemplar
     a una potencia militar del Viejo Mundo cobrando fuerza e
     importancia en éste, sin que nos viéramos compelidos a convertirnos
     también en una nación militarista. La prosperidad de los pueblos de
     América queremos hacerla depender solamente del trabajo.

     Nuestro pueblo está convencido de que sólo manteniendo la doctrina
     de Monroe podrá asegurar la paz de este hemisferio.

(1905). El año 1905 el Presidente Roosevelt aplica en una nueva forma la
doctrina de Monroe.

Por este año, la situación financiera del Gobierno Dominicano era más
angustiosa que nunca. La deuda pública alcanzaba proporciones
inconcebibles, sin que hubiera esperanzas de que se restableciera la
normalidad en ése ni en ningún otro orden. Entre los acreedores había un
gran número de europeos, y sus respectivos gobiernos hicieron saber al
de Washington, que, a menos que los Estados Unidos tomaran cartas en el
asunto, se verían en el caso de adoptar medidas rápidas y eficaces para
que fueran pagadas dichas deudas.

El Gobierno de Washington se veía en situación especial. Negarse a dar
oído a los gobiernos reclamantes era provocar un conflicto; y
aconsejarle a la República Dominicana que se negase a atender toda
petición, era decirle que procediera de mala fe con quienes era posible
que tuviesen razón. Ante tal dilema optó Roosevelt por celebrar un
tratado con el Gobierno de Santo Domingo, por el que las Aduanas de esta
nación quedarían bajo el control del Gobierno Federal de los Estados
Unidos, que iría aplicando al pago de los acreedores extranjeros los
fondos que se recaudasen.

Con este caso el Gobierno de los Estados Unidos inició la política
denominada de prevención, consistente en realizar aquellos actos
tendientes a evitar los pretextos que puedan tener las naciones de
Europa para infringir los principios en que descansa la doctrina de
Monroe.

Todos los detalles de este importantísimo asunto están referidos en el
mensaje especial que en 15 de febrero de 1905 remitió al Senado el
Presidente Roosevelt, en unión del protocolo concluído con la República
Dominicana. He aquí lo más esencial de dicho mensaje:

     Es notoriamente público que las condiciones de la República de
     Santo Domingo son cada vez peores; los disturbios y las
     revoluciones han sido muchos, y son muchas también las atenciones,
     pendientes de satisfacer, que tiene el Gobierno. Muchas de las
     deudas que ha contraído son exactas, legítimas; pero hay otras que,
     si se redujeran a sus justas proporciones, se verían notablemente
     disminuídas.

     Algunas naciones extranjeras se encuentran enojadas por tener entre
     sus súbditos algunos acreedores a quienes no se les quiere pagar.
     El único medio de cobrar que tendrían esos acreedores sería el de
     que sus respectivos gobiernos se decidieran a invadir y tomar
     posesión del territorio dominicano, o a ocupar las Aduanas, lo que
     también significaría ocupación de territorio.

     Es indiscutible que quienes de la doctrina de Monroe recaban
     algunos beneficios, deben, en justa correspondencia, tener también
     obligaciones. Esto mismo se puede aplicar a nosotros, que somos los
     mantenedores de dicha doctrina. Ya hemos dicho, en tono bien alto,
     que los Estados Unidos no quieren adquirir nuevos territorios en
     perjuicio de sus vecinos del Sur; que la doctrina de Monroe no
     puede encubrir planes de expansión. No tenemos el propósito de
     ejercer ningún control sobre la República de Santo Domingo; y si
     vamos a ser los recaudadores de sus impuestos, no es porque nos
     guíe otro fin que el de coadyuvar a su rehabilitación financiera,
     pues parte de los ingresos los reintegraremos a su Gobierno para
     que atienda a sus gastos, y el resto lo distribuiremos,
     equitativamente, entre los acreedores de la República. Al proceder
     de esta manera es indudable que nuestra actitud se encuentra
     perfectamente justificada, desde el momento en que los Estados
     Unidos no se colocarían en un terreno de equidad si les prohibieran
     a los gobiernos de los acreedores acudir a los medios que
     resultaran viables para obtener el pago de sus créditos, y si, por
     su parte, no dieran paso alguno para facilitar dicho pago.

     Una nación, que sea acreedora, puede, sin infringir la doctrina de
     Monroe, acudir a los procedimientos que a su juicio la lleven a
     lograr el cobro de su crédito, con tal que la acción que adopte no
     suponga cambio alguno en la forma de gobierno del país deudor, ni
     pérdida para éste de su territorio. Aparte de esto, cuando se trata
     de una reclamación de dinero, el único medio para conseguir ese fin
     estriba en acudir al bloqueo, al bombardeo, o a la ocupación de las
     Aduanas; y estos medios, según antes se ha dicho, suponen una
     ocupación de territorio, siquiera ésta sea temporal. Pero si esto
     ocurre, los Estados Unidos tienen que intervenir en el asunto,
     porque, según la doctrina de Monroe, ningún poder europeo puede
     ocupar permanentemente territorio alguno en la América; y como la
     nación acreedora, para hacerse pago, tiene que recurrir a aquellos
     medios de fuerza, de aquí la necesidad de que promedien los Estados
     Unidos.

(1907). En la segunda conferencia reunida en La Haya, que aprobó la
convención de 18 de octubre de 1907, relativa al arreglo pacífico de las
diferencias internacionales, la delegación de los Estados Unidos formuló
dos días antes de esta fecha, una reserva análoga a la que fué aprobada,
según antes vimos, en la primera conferencia del año 1899.

(1912). Por el año 1912 la prensa de Nueva York alarmó la opinión dando
la noticia de que el Japón le había comprado a la República Mejicana la
bahía Magdalena. El Secretario de Estado, Philander C. Knox, negó que el
Gobierno Japonés ni ninguna Compañía establecida en dicha nación,
hubiera realizado semejante adquisición; pero como el Senador Lodge
abrigara sus dudas acerca de la certeza del hecho, hubo de presentar, en
el Cuerpo de que formaba parte, la siguiente proposición, que fué
aprobada:

     Se resuelve declarar que cuando una bahía, o cualquier otro lugar,
     tenga una posición tan estratégica que su ocupación, en un momento
     dado, para fines militares o navales, pueda afectar a la seguridad
     de los Estados Unidos, para el Gobierno ha de ser objeto de honda
     preocupación que esa bahía o lugar pertenezca a compañías que
     tengan tales relaciones con un gobierno extranjero, que de hecho
     los deje bajo el control de éste.

(1915). En 16 de septiembre de 1915 se concertó un Tratado entre los
Estados Unidos y Haití, por el cual el gobierno de esta última nación le
reconoció al de aquélla el derecho a tener determinada ingerencia en
algunos asuntos de orden interior. Fué aprobado este Tratado por el
Senado de los Estados Unidos en 28 de febrero del año siguiente y su
art. XI, que contiene una prescripción análoga a la que encierra el art.
I de la Enmienda Platt, es del tenor siguiente:

     El Gobierno Haitiano se obliga a no vender ni arrendar, ni ceder en
     forma alguna, a ningún Gobierno extranjero, parte alguna del
     territorio de Haití, o jurisdicción sobre el mismo; y se obliga,
     asimismo, a no celebrar ningún tratado o contrato con ninguna
     potencia o potencias extranjeras que menoscabe o tienda a
     menoscabar la independencia de Haití.

(1919). En el tratado de Versalles de 28 de junio de 1919, que puso
término a la reciente guerra mundial, se insertó como parte del mismo
lo que se llamó el "Pacto de la Liga de las Naciones", cuyo objeto no
fué otro que el de respetar y mantener contra toda agresión exterior la
integridad territorial y la independencia política de todos sus
miembros. A instancias de la representación de los Estados Unidos se
hizo con respecto a la doctrina de Monroe la siguiente salvedad,
contenida en el art. 21 y que virtualmente no es otra cosa que la
reserva que se hizo aparecer, a petición también de la delegación
norteamericana, en la Convención de La Haya de 29 de julio de 1899, a
que antes hicimos alusión. Dice así el citado art. 21 del Tratado de
Versalles:

     Las obligaciones internacionales, como lo son los Tratados de
     Arbitraje, y las inteligencias regionales, como la doctrina de
     Monroe, que aseguran el mantenimiento de la paz, no se considerarán
     como incompatibles con ninguna de las disposiciones del presente
     Pacto.

Este Tratado fué sometido a la aprobación del Senado de los Estados
Unidos en noviembre del propio año de 1919 y no obtuvo los sufragios
necesarios para ser aprobado; pero por una resolución, aprobada por el
Congreso en junio del presente año, y sancionada por el Presidente de la
República, se ha declarado que existe un estado de Paz con Alemania y
Austria Hungría.

(1920). En 14 de diciembre de 1919 el Ministro de Relaciones Exteriores
de la República de El Salvador, dirigió una nota al Secretario de Estado
de los Estados Unidos, en la que después de hacer constar que su
gobierno abrigaba el propósito de adherirse al pacto de la Liga de las
Naciones, le pedía que definiera de una vez el verdadero alcance de la
doctrina de Monroe, a fin de evitar la anarquía de criterio reinante;
fundándose, para hacer este pedimento, en el hecho de que por figurar
dicha doctrina en aquel pacto, tanto sus componentes como sus adherentes
posteriores, tenían derecho a pedir que se expusiera de una vez su
interpretación auténtica.

Esta nota fué contestada por la Cancillería norteamericana en los
términos siguientes:

     Departamento de Estado, Washington, 26 de febrero de
     1920.--Señor:--Tengo la honra de acusarle recibo de la nota No.
     752, fecha 15 de diciembre último, del Señor doctor don Juan Franco
     Paredes, Ministro de Relaciones Exteriores de El Salvador, en la
     que suplica a este Gobierno exponga la interpretación de la
     doctrina de Monroe por la relación que tal interpretación pudiera
     tener con la actitud del Gobierno de El Salvador hacia el Convenio
     de la Liga de las Naciones. En respuesta, tengo el honor de
     informar a Ud. que la opinión de este gobierno con referencia a la
     doctrina de Monroe fué expuesta en el discurso del Sr. Presidente
     de los Estados Unidos al Segundo Congreso Científico Panamericano.
     Me permito incluirle párrafos de aquel discurso (22).--Acepte,
     señor, las seguridades de mi más alta consideración.--(f) FRANK L.
     POLK, Secretario de Estado Interino.

En el discurso a que se alude en esta nota, expuso el Presidente Wilson
que la doctrina de Monroe no era otra que la declaración de que los
gobiernos europeos no debían intentar extender su sistema político a
este lado del Atlántico, pero que el uso del poder que asumían los
Estados Unidos a virtud de dicha declaración, descansaba sobre su propia
autoridad y estaba respaldado por la responsabilidad del país, sin que
se entendiera por eso que existían motivos para que los otros estados de
América abrigasen recelos y temores acerca de la forma de ejercer aquel
poder.

En otras palabras: que la forma y los casos de aplicación de la doctrina
era facultad privativa del Gobierno de Washington.


_(B).--Los Estados Unidos tampoco consienten que una nación europea
obligue a otra de América a cambiar su forma de gobierno._

Acabamos de ver cómo las naciones de Europa, con notable frecuencia, han
pretendido realizar adquisiciones territoriales en América, y que los
Estados Unidos, en todo caso, les han salido al paso invocando el
principio que suele llamarse de la "no colonización", contenido en el
famoso Mensaje del Presidente Monroe. Pero este Mensaje contenía otro
extremo, otro principio: el relativo a que las monarquías europeas no
podrían extender su sistema político a este hemisferio, porque ello iría
en mengua de las instituciones republicanas.

Se puede decir, con respecto a esta última declaración, que el Gobierno
de Washington no ha tenido que hacerla valer en la práctica. Resulta
perfectamente explicable que así haya resultado. Lo que ha interesado a
las monarquías europeas ha sido poder realizar adquisiciones
territoriales; pero la forma de gobierno que hayan adoptado las naciones
de este Continente, no es cosa que tenga por qué preocuparlas.

Todavía se explicaba que las monarquías europeas hubiesen visto con
malos ojos la existencia de las instituciones republicanas en América,
si en Europa hubieran predominado las ideas reaccionarias del Congreso
de Viena. Pero, al no ocurrir esto, y habiendo adoptado las naciones de
Europa el sistema constitucional, que no es otra cosa que la
participación de la opinión pública en el gobierno de la nación, el
problema relativo a si debieran predominar los principios monárquicos
sobre los republicanos, o viceversa, ya no tiene actualidad.

Recordamos, sin embargo, además de la declaración que hizo la Cámara de
Representantes de los Estados Unidos en 4 de abril de 1864, con ocasión
del conflicto franco-mejicano, relativa a que aquella nación no podía
reconocer en América un gobierno erigido sobre las ruinas de un gobierno
republicano y bajo los auspicios de un poder europeo (a que antes nos
hemos referido), el caso que pasamos a relatar.

(1824). Por el verano del año 1824, Salazar, Ministro de Colombia en los
Estados Unidos, se acercó al Presidente Monroe y le dió cuenta de que en
breve tiempo llegaría a Bogotá un agente del Gobierno de Francia, quien
iba con el propósito de gestionar que la nueva República adoptara la
forma de gobierno monárquica, en la seguridad de que su nación, en esta
forma, reconocería la independencia. Y quería saber dicho Ministro, dado
caso de que la negativa del Gobierno de Colombia moviera a Francia a
declararle la guerra, si los Estados Unidos se pondrían de su parte en
el conflicto.

El Presidente Monroe contestó al Ministro Colombiano que, aunque él no
podía empeñar su palabra de comprometer a la nación en una guerra,
entendía que Colombia no podía ni siquiera pensar en una solución que
comprometiera sus libertades.


_(C).--Los Estados Unidos no toleran que una colonia europea sea
transferida por su metrópoli a otra potencia europea._

Según vimos en la primera parte de este trabajo, el principio de la "no
colonización", contenido en la doctrina de Monroe, comprendía estas dos
declaraciones: la de que los Continentes americanos no se considerarían
en lo adelante sujetos a futuras colonizaciones por las potencias
europeas, y la de que los Estados Unidos no intervendrían con respecto a
las colonias entonces existentes.

Realmente, el extremo relativo a que los Estados Unidos no toleran que
una colonia europea sea transferida a otra potencia europea, y que ahora
vamos a estudiar, no cuadra dentro de ninguna de aquellas declaraciones;
pero como en la práctica se le ha considerado, empezando por el propio
Gobierno de Washington, como parte, y muy importante, de la doctrina de
Monroe, nosotros como tal lo examinaremos.

Es, por lo demás, perfectamente explicable que el extremo en cuestión
sea considerado como parte del principio de la "no colonización"
contenido en la doctrina de Monroe. El principio de la no colonización
surgió ante el temor de que repartiéndose las potencias europeas los
territorios de América, amenazaran la tranquilidad de los Estados Unidos
obligando a esta nación a convertirse en potencia militar; y como esa
misma situación se provocaría, en parte, si alguna potencia europea
transfiriera a otra su dominio sobre una colonia, dado que lógicamente
es de inferirse que la adquirente fuese más poderosa y fuerte que la
cedente, de ahí que por tratarse de un mismo temor, por tratarse de
prevenir la misma situación, se haya considerado la prohibición de que
las colonias europeas sean enajenadas, de unas potencias a otras, como
parte de la doctrina de Monroe.

Mucho antes de que surgiera la doctrina de Monroe, la Cancillería
norteamericana había puesto gran empeño en impedir que una colonia
europea fuese transferida a otra potencia europea.

En ningún momento ha dejado de observar el Gobierno, con todo rigor, esa
línea de conducta. Vamos a referir un detalle que revela el interés
excepcional que se le presta en los Estados Unidos a esa cuestión.

A principio del año de 1903 se hablaba de la posibilidad de que el reino
de Holanda entrara a formar parte de la confederación germánica; pues
bien: por esa época publicó el Capitán Mahan un artículo en _The
National Review_, que fué acogido en todas partes con visibles muestras
de agrado, en el que se le recomendaba al Gobierno que estuviera muy
alerta, pues en el caso de ocurrir aquella eventualidad no se debía
consentir que las colonias holandesas de la América fuesen transferidas
a Alemania.

Hechas estas breves indicaciones, veamos los casos en que el Gobierno
de los Estados Unidos ha aplicado la declaración que nos ocupa.

(1801). En una _interview_ celebrada el año 1801 por King, representante
diplomático de los Estados Unidos en Londres, con el Ministro inglés
Lord Hawkesbury, le hizo esta declaración:

     El gobierno que represento está de acuerdo en que España mantenga
     su soberanía en las Floridas, y de enajenarlas, sólo nosotros las
     podríamos adquirir.

(1803). En los comienzos del siglo pasado, cuando aún la ciudad de Nueva
Orleans pertenecía a España, se temía por el Gobierno de los Estados
Unidos que las contingencias de la guerra entre Francia e Inglaterra, en
la que jugaban papel tan primordial los asuntos españoles, llevaran a
esta última nación a ocupar el citado puerto de Nueva Orleans. Sobre
este asunto trató el representante diplomático de los Estados Unidos,
King, con el Ministro de la Corona Británica, Addlington, rindiéndole el
primero a su gobierno el siguiente informe:

     Durante la última entrevista que celebré con Mr. Addlington, me
     manifestó que si la guerra sobreviene, quizás se adoptara, entre
     otras medidas primordiales, la de ocupar a Nueva Orleans. Yo le
     interrumpí significándole que esperaba que esa medida fuese muy
     meditada antes de decidirse a adoptarla; que si no nos era
     indiferente que esa posesión cayera en poder de los franceses,
     tampoco podíamos ver, sin gran preocupación, que la ocuparan los
     ingleses; que manteniendo con España buenas relaciones de vecindad,
     no nos inquietaba que esta nación mantuviera su dominio en aquel
     puerto, por más que teníamos la seguridad de que, por la fuerza de
     las cosas, en día más o menos próximo los Estados Unidos se
     anexarían ese país. Mr. Addlington me facultó para que asegurase,
     en su nombre, que Inglaterra no tenía el propósito de apoderarse
     del referido país, aunque se le ofreciera; que si se decidía a
     ocuparlo, era sólo ante la posibilidad de que diera ese paso otra
     nación, y que, después de todo, quizás fuera para ellos la mejor
     solución que los Estados Unidos tomaran esa medida. Yo le repliqué
     que si Inglaterra ocupaba el país, se iba a sospechar que daba ese
     paso en connivencia con los Estados Unidos, lo que nos traería la
     desconfianza de otras naciones con las que deseábamos vivir en
     armonía; a lo que arguyó esto: Si ustedes pueden ocupar a Nueva
     Orleans, bien; si no, nosotros nos vemos obligados a evitar que
     caiga en poder de Francia; pero, en todo caso, puede usted estar
     satisfecho de que ninguna medida, por nosotros tomada, perjudicará
     los intereses de los Estados Unidos.

(1808). En una carta dirigida en 29 de octubre de 1808 por el Presidente
Jefferson al Gobernador de Louisiana, encontramos este párrafo:

     Nosotros estamos conformes con el hecho de que Cuba y Méjico se
     encuentren en su actual estado de dependencia, y veríamos con gran
     contrariedad que, política o comercialmente, fueran dominados
     dichos países por Francia o Inglaterra. Nosotros consideramos sus
     intereses cual si fueran los propios nuestros, y estimamos que a
     todos nos conviene excluir de este hemisferio toda influencia
     europea.

(1811). El día tres de enero del año 1811, el Presidente Madison dirigió
un Mensaje secreto al Congreso, solicitando que se le autorizara para
ocupar a las Floridas en el caso de que, a su juicio, fuera conveniente
tomar esa medida; y el 15 de dicho mes el Congreso adoptó la siguiente
resolución:

     Teniendo en cuenta la situación especial por que atraviesan España
     y sus colonias de la América, y considerando la importancia que
     tiene para la seguridad, la tranquilidad y el comercio de los
     Estados Unidos, el destino futuro de los territorios que marcan sus
     límites por el Sur, se resuelve que los Estados Unidos, dentro de
     la crisis actual, no pueden ver sin profunda inquietud que todo o
     parte de dichos territorios pasen a manos de un poder extranjero; y
     que para salvaguardar sus propios intereses, de ocurrir
     determinadas contingencias, se verán en el caso de proceder a su
     ocupación.

(1822). A fines del año 1822 llegó a conocimiento del Gobierno de los
Estados Unidos que el de España estaba en tratos con la Gran Bretaña
para cederle la Isla de Cuba. En 17 de diciembre, John Q. Adams,
Secretario de Estado, le dirigió una comunicación a Forsyth, Ministro en
Madrid, en la que después de llamarle la atención acerca de la
excepcional importancia que ofrecía ese asunto para los Estados Unidos,
terminaba con este párrafo:

     El Presidente desea que tan pronto como reciba este Mensaje, se
     informe usted, con toda exactitud, si son ciertas las referidas
     negociaciones entre España y la Gran Bretaña, y que en caso
     afirmativo le haga saber al Gobierno español, con la delicadeza que
     el caso requiere, que los Estados Unidos desean que Cuba no salga
     de su actual dominio.

(1823). El año 1823, con motivo de la guerra entre España y Francia y
ante la posibilidad de que esta última o la Gran Bretaña ocuparan a
Cuba, fué esta cuestión objeto de viva preocupación para el Gobierno de
los Estados Unidos. Así lo revela la carta que en 28 de abril hubo de
dirigirle Adams, Secretario de Estado, a Hugh Nelson, Ministro en
Madrid, uno de cuyos párrafos vamos a transcribir:

     El traspaso de Cuba, a la Gran Bretaña, sería un acontecimiento
     perjudicial a los intereses de esta Unión. La opinión es tan
     unánime sobre este punto, que hasta los rumores más infundados de
     que se ha llevado a cabo despiertan en el país un sentimiento
     universal de oposición. El hecho es que la determinación de impedir
     dicho traspaso hasta por la fuerza, si fuere necesario, se nos
     impone.

(1829). Por el año 1829 estaba extendido el temor de que España
enajenara en favor de Inglaterra el dominio de la Isla de Cuba, y con
ese motivo Van Buren, Secretario de Estado, hizo esta declaración:

     Para el Gobierno de los Estados Unidos, la situación de las Islas
     del Caribe ofrece el mayor interés, particularmente Cuba. Por su
     situación geográfica, casi a la vista de nuestras costas y
     dominando el mar de las Antillas y el Golfo de Méjico; con la
     amplitud y seguridad de sus puertos numerosos; por la riqueza de
     sus productos, que, al cambiarse por los nuestros, constituyen una
     de las ramas más importantes de nuestro comercio exterior, resulta
     del mayor interés, para nosotros, que no se varíen las actuales
     condiciones de la Isla, pues esto, al par que nos afectaría en el
     orden político, nos causaría un enorme perjuicio en el orden
     comercial.

(1837). Esa misma declaración fué reiterada a la Gran Bretaña por
Stevenson, Ministro de los Estados Unidos en Londres, en 16 de junio de
1837, en los siguientes términos:

     Los Estados Unidos no pueden ver con indiferencia que Cuba y Puerto
     Rico sean transferidos por España a otra potencia.

(1840). Se decía, desde principios del año 1840, que el Gobierno de la
Gran Bretaña exigía que se le garantizara, con la posesión de la Isla de
Cuba, el pago de la deuda pública española, que estaba, en gran parte,
en manos de súbditos ingleses. Alarmado el Gobierno de los Estados
Unidos ante tales rumores, en 15 de julio de 1840, Forsyth, Secretario
de Estado, le dió las siguientes instrucciones a Aaronvail, Ministro en
España:

     Haga usted saber al Gobierno que los Estados Unidos no le tolerarán
     a España, en ningún caso, que transfiera la Isla, temporal o
     definitivamente; estando decididos a evitar tal cosa, por todos los
     medios disponibles; y hágale saber, al mismo tiempo, que si
     cualquier potencia pretende arrebatarle parte de su territorio,
     puede contar con que las fuerzas militares o navales de los Estados
     Unidos estarán a su disposición, lo mismo para prevenir dicha
     ocurrencia que para ayudarla a recuperar su dominio.

(1843). En 14 de enero del año 1843, ante los mismos temores de que la
Gran Bretaña ocupara a Cuba, Daniel Webster, Secretario de Estado, hubo
de dirigirle la siguiente carta a Campbell, Cónsul en la Habana:

     El Gobierno de España conoce perfectamente qué clase de política
     han seguido invariablemente los Estados Unidos con respecto a Cuba
     y sabe que no toleraremos, bajo ningún pretexto, que fuerzas
     inglesas ocupen dicha Isla; y que en caso de que se pretendiese
     arrebatársela, puede contar con el auxilio de nuestras fuerzas para
     impedirlo.

(1869). El Presidente Grant, en su Mensaje anual de 6 de diciembre de
1869, refiriéndose a la imposibilidad de reconocer como beligerantes a
los insurrectos cubanos, hizo esta declaración:

     Los Estados Unidos no intentan intervenir en la situación de las
     relaciones existentes entre España y sus colonias en este
     Continente. Creen que a su tiempo España y las demás potencias
     comprenderán las ventajas de terminar esas relaciones políticas y
     erigir esas colonias en Estados independientes, miembros del
     concierto universal. Estas colonias no serán por más tiempo
     consideradas como transferibles de una potencia europea a otra.
     Cuando las colonias hayan dejado de serlo, habrán de transformarse
     en potencias soberanas, con el derecho de escoger y dictar las
     condiciones de su existencia futura y sus relaciones con las demás
     potencias.

(1870). En el Mensaje del Presidente Grant, de 31 de mayo de 1870,
proponiendo la anexión de Santo Domingo, encontramos el siguiente
párrafo:

     La política enunciada por el Presidente Monroe, se mantiene por
     toda la nación, sin distingos políticos; y cada vez es más firme
     nuestra adhesión al principio de que ninguna porción de este
     territorio puede ser transferida a una potencia europea.

Ese mismo parecer fué expuesto por Hamilton Fish, Secretario de Estado,
en un informe emitido en 14 de julio de aquel año sobre las relaciones
latinoamericanas. He aquí algunos de sus párrafos más importantes:

     Los Estados Unidos se han comprometido, solemnemente, por medio de
     reiteradas declaraciones y actos repetidos, a mantener esta
     doctrina y a aplicarla en los asuntos del Continente. En su Mensaje
     a las dos Cámaras del Congreso, al comenzar la presente sesión, el
     Presidente, siguiendo las enseñanzas de nuestros antepasados, dijo
     que las actuales colonias no serán por más tiempo consideradas como
     transferibles de una potencia europea a otra. Cuando las colonias
     hayan dejado de serlo, habrán de transformarse en Estados
     soberanos, con el derecho de escoger y determinar las condiciones
     de su existencia futura y sus relaciones con las demás potencias.

     Esta no es una política de agresión; pero se opone al
     establecimiento del dominio europeo en tierra americana y a la
     transferencia del mismo a otros Estados, y con ansiedad aguardamos
     el momento en que por el voluntario retiro de las potencias
     europeas del Continente y sus Islas, América sea americana en su
     totalidad.

     No tiene por fin la intervención armada en los conflictos
     legítimos; pero no permitirá que esos conflictos resulten en
     aumento de poder o influencia europea; y siempre obligará a este
     Gobierno a interponer sus buenos oficios, como en la reciente
     contienda entre las Repúblicas Sudamericanas y España, para
     asegurar una honrosa paz.

Por este mismo año el Conde Lewenhaupt, Ministro de Suecia y Noruega en
Washington, le hizo saber al Gobierno que el de Italia le había hecho
proposiciones al de su país para comprarle la isla de San Bartolomé;
pero que, en igualdad de circunstancias, se prefería hacer esa venta a
los Estados Unidos. El Secretario Fish hubo de contestar al diplomático
europeo que por el momento los Estados Unidos no querían hacer
proposiciones y que le rogaban al Gobierno de Suecia que abandonara toda
actuación en ese asunto, pues si se daban por enterados de la
proposición de Italia, se verían en el caso de oponerse a ella,
consecuentes con la política observada en esta materia.


_(D).--Los Estados Unidos no hacen materia de pacto los principios que
envuelve la doctrina de Monroe._

(1826). Con motivo de la invitación hecha a los Estados Unidos para que
concurrieran al Congreso de Panamá, el Gobierno de aquella nación tuvo
oportunidad de declarar que los principios enunciados por el Presidente
Monroe no podían ser objeto de pacto. He aquí los detalles de este
asunto.

En los comienzos del siglo pasado, las nuevas Repúblicas de la América,
hostigadas por la necesidad de agruparse para combatir el poder de
España, trataron de celebrar diversos convenios para lograr esa
finalidad; y, tras varias tentativas infructuosas, en 1824, por
iniciativa de Simón Bolívar, como Presidente de Colombia, se convocó un
Congreso en Panamá.

Se debía tratar en dicho Congreso no sólo de formar una alianza
defensiva contra España, que no daba por perdidos sus dominios, y de
estrechar los lazos de unión entre todas las Repúblicas del Continente,
sino de

     Tomar en consideración los medios de hacer efectiva la declaración
     del Presidente de los Estados Unidos (Monroe) respecto a los
     designios ulteriores de cualquier potencia extranjera para
     colonizar cualquiera porción de este Continente; y los medios de
     resistir cualquier intervención exterior en los asuntos domésticos
     de los Gobiernos americanos.

Como era natural, figurando en el programa esta materia, hubo de
invitarse a los Estados Unidos.

El 26 de diciembre de 1825, el Presidente John Quincy Adams, dirigió un
mensaje al Senado, dándole cuenta con la invitación y proponiendo a los
ciudadanos Richard C. Anderson y John Sergeant como Ministros
Plenipotenciarios en la Asamblea de Naciones de Panamá.

No sólo en el Senado, sino también en la Cámara de Representantes, se
discutió ampliamente acerca de si la Unión debía acceder a estipular, en
un tratado, los principios en que se inspiró la doctrina de Monroe. Muy
divididas se encontraron las opiniones, pero al fin prevaleció el
criterio de los que se oponían a semejante alianza. En 18 de abril de
1826 se aprobó por la Cámara de Representantes, por 99 votos contra 95,
la siguiente moción presentada por James Buchanan:

     En consecuencia, la opinión de esta Cámara es que el Gobierno de
     los Estados Unidos no debe estar representado en el Congreso de
     Panamá, salvo por la vía diplomática, ni debe formar alianzas
     defensivas u ofensivas, ni entrar en negociaciones respecto de una
     alianza de este carácter, con una o con todas las Repúblicas
     hispanoamericanas; ni debe coligarse con ellas, ni con ninguna de
     ellas, para formular declaraciones enderezadas a impedir la
     intervención de cualquiera potencia europea en su independencia o
     en su forma de gobierno, o entrar en tratos para impedir la
     colonización del Continente americano, sino que se deje al pueblo
     de los Estados Unidos, con toda libertad de acción, para obrar, en
     caso de crisis, de la manera que su amistad hacia estas Repúblicas,
     o su honor, o su política, determinen cuando las circunstancias lo
     requieran.

Réstanos consignar que, al fin, los Estados Unidos no estuvieron
representados en el Congreso, pues uno de los Comisionados designados
por el Gobierno murió antes de que pudiera llegar a su destino, y el
otro no llegó a tiempo. Por lo demás, los acuerdos que se adoptaron en
el Congreso carecieron de trascendencia.

(1828). Dos años más tarde el Gobierno de la República Argentina
interesó del de Washington que determinara el alcance de la doctrina de
Monroe; explicándolo Henry Clay, Secretario de Estado, en la respuesta
que le envió al Encargado de Negocios en Buenos Aires, en 3 de enero de
1828, en el sentido de que dicha doctrina había sido hecha
voluntariamente por los Estados Unidos y no se la podía considerar como
un pacto o compromiso cuyo cumplimiento ninguna nación tenía derecho a
exigir.

(1864). Desde principios del año 1862, temerosas las Repúblicas de Sud
América, particularmente el Perú, con vista de la intervención europea
en Méjico, de que pudieran correr el mismo peligro, pensaron en una
alianza. Nuevamente se agitó la idea de celebrar un Congreso. En primero
de diciembre de 1864, el Ministro de los Estados Unidos en Venezuela
comunicó a la Secretaría de Estado el proyecto de reunir un Congreso, al
que concurrirían delegados de todas las Repúblicas, con objeto de
oponerse a las pretensiones que las potencias europeas pudieran tener en
América; y que se deseaba que los Estados Unidos fueran el centro, por
así decirlo, de dicha reunión. Por aquella época los Estados Unidos eran
teatro de la guerra de secesión.

El Secretario Seward contestó lo siguiente al Ministro en Venezuela:

     En la historia y la política de los Estados Unidos, la regla
     invariable de conducta ha sido, y continúa siendo, la de no
     mezclarse en alianzas de potencias extranjeras; pero los Estados
     Unidos contemplan con gusto y sin temores o cuidados la proyectada
     alianza de las Repúblicas latinoamericanas que se proponen
     garantizar su nacionalidad e integridad, y que mientras estuvieran
     ocupadas en sus propios asuntos, mostrarían siempre continua
     amistad a las que se opusieran a innovaciones políticas en este
     Continente.


_(E).--La Doctrina de Monroe, no reza con las colonias europeas
existentes al ser promulgada, ni se aplica a la lucha de una colonia con
su metrópoli._

(1811-1822). Se recordará que en el famoso Mensaje de 2 de diciembre de
1823, se había dicho: no hemos intervenido ni intervendremos en las
colonias o dependencias existentes de ninguna potencia europea. Sin
embargo, desde el año anterior, el Gobierno de los Estados Unidos había
reconocido la independencia de las colonias españolas del Continente, a
pesar de que aún España no había renunciado a su soberanía sobre ellas.

¿Quiere decir esto que no fueron sinceras las palabras del Mensaje de
Monroe? ¿Quiere decir esto que la conducta del Gobierno de los Estados
Unidos para con España contradecía aquella afirmación? De ninguna
manera. Los Estados Unidos, frente al conflicto armado entre España y
sus colonias, se mantuvieron imparciales; pero cuando los
acontecimientos llegaron a evidenciar que el éxito estaba de parte de
los insurrectos; que con respecto a España, ni el estado de sus asuntos
interiores, ni su debilidad, permitían que su situación mejorase y que
sólo por una obstinada terquedad pretendía mantener una soberanía que
era puramente nominal, se decidieron a reconocer la independencia de los
nuevos Estados.

Tan es así, que si se ocurre al testimonio de los documentos oficiales
del Gobierno de los Estados Unidos, relacionados con el citado
conflicto, se verá que desde los comienzos de éste se hicieron
ostensibles las simpatías del pueblo norteamericano por la causa de la
insurrección, y que si los hombres del Gobierno mantuvieron la
neutralidad de la nación, fué por no apartarse del cumplimiento de los
deberes internacionales, para con una nación amiga, que les trazaba esa
línea de conducta.

Vamos a examinar los más importantes de esos documentos; aquellos que
revelan cuál fué la actitud del Gobierno de los Estados Unidos frente al
conflicto de España con sus colonias, y cuáles las circunstancias que
llevaron a dicho Gobierno a reconocer los nuevos Estados.

En 5 de noviembre de 1811, el Presidente James Madison expuso en un
Mensaje al Congreso que la situación revolucionaria de las colonias
españolas del continente meridional y su futuro destino eran motivos que
requerían la atención del Gobierno, que debía estar preparado para lo
que en el futuro pudiera ocurrir. La Cámara de Representantes remitió
este asunto a informe de una Comisión Especial designada al efecto, y
ésta propuso la adopción de una resolución conjunta, que no se llegó a
aprobar, en la que se debía expresar que los Estados Unidos habían de
ver con simpatía que las provincias españolas de la América del Sur se
establecieran como naciones independientes y soberanas; que, como
vecinos del mismo hemisferio, hacían votos por su prosperidad, y que tan
pronto como asumieran la condición de naciones, por el legítimo
ejercicio de sus derechos, el Senado y la Cámara de Representantes
concurrirían con el Ejecutivo a establecer las más estrechas relaciones.

Por esta misma época, el Sr. Palacio Fajardo, a título de Agente del
Gobierno de Cartagena de Indias, quiso establecer relaciones
diplomáticas con el Gobierno de los Estados Unidos, y a ese efecto
inició las oportunas gestiones. La Cancillería norteamericana hubo de
rechazarlas, según reza un documento de fecha 29 de octubre de 1812, que
vamos a reproducir porque revela, no obstante su concisión, que los
Estados Unidos observaban la suerte de sus vecinos del Sur con marcada
simpatía, la que no podía hacer ostensible, de manera oficial, sin
romper sus buenas relaciones con España. Dice así ese documento:

     M. Palacio, Esquire:

     Los Estados Unidos se encuentran en paz con España y no pueden, con
     ocasión de la lucha que ésta mantiene con sus diferentes
     posesiones, dar ningún paso que comprometa su neutralidad. Pero al
     propio tiempo, bueno es reconocer que como habitantes del mismo
     hemisferio, el Gobierno y el pueblo de los Estados Unidos se
     interesan vivamente por la prosperidad de sus vecinos de la América
     del Sur y celebrarían la realización de cuanto contribuyera a
     fomentar su bienestar. Tengo el honor de quedar muy
     respetuosamente, su obediente servidor. JS. MONROE.

El propio Monroe, que como Secretario de Estado suscribió la
comunicación que antecede, posteriormente, ocupando la presidencia de la
República, en su Mensaje anual de dos de diciembre de 1817 hizo las
siguientes observaciones con referencia al problema de la insurrección
de las colonias de Hispano-América:

     Como ya se ha había previsto, el conflicto entre España y sus
     colonias ha llegado a afectar a los Estados Unidos; por lo pronto,
     es natural que nuestros conciudadanos sigan con gran interés los
     acontecimientos en que se ven envueltos nuestros vecinos. Se previó
     también que el conflicto, dentro de su desarrollo, llegara a
     entorpecer nuestro comercio y hasta molestar a las personas e
     intereses de algunos ciudadanos. Todos esos temores se ha visto que
     eran fundados; se han recibido serias ofensas de los bandos que
     luchan; pero mientras tanto los Estados Unidos se mantienen
     neutrales e imparciales. A los dos bandos se les ha negado auxilios
     en hombres, dinero, barcos y municiones. El conflicto no presenta
     el aspecto de una rebelión o insurrección, sino más bien el de una
     guerra civil entre partidos o bandos cuyas fuerzas están
     equilibradas y que son mirados sin preferencia por los poderes
     neutrales. Nuestros puertos están abiertos para los dos, y en ellos
     les está permitido a los unos y a los otros proveerse de productos
     de nuestro suelo o de nuestras industrias. Y bueno es declarar
     desde ahora que si las mencionadas colonias llegan a obtener su
     independencia, no se aceptará de ellas, en el orden comercial, ni
     en ningún otro, ninguna ventaja que no se otorgue a las otras
     naciones. Si las colonias llegan a ser independientes, no se
     aceptará de ellas obligación alguna, para con nosotros, que no sea
     producto de la más franca reciprocidad.

Se ve, por los términos de este Mensaje, que la actitud del Gobierno de
los Estados Unidos no correspondía a las exigencias de la verdadera
neutralidad, según las reglas del derecho internacional. A los dos
beligerantes se les consideraba bajo el mismo pie de igualdad, cual si
la lucha estuviese entablada entre dos naciones, y no, como era
realmente, entre una nación, de una parte, y de la otra unas provincias
insurreccionadas. Lo que a España le estaba permitido hacer en las
costas de los Estados Unidos, no les estaba prohibido a los
revolucionarios, y lo que a éstos se les negaba también se le negaba a
la metrópoli. Contra semejante orden de cosas protestaron los Gobiernos
de España y Portugal, y el propio Presidente de la República, James
Madison, en su Mensaje de 26 de diciembre del año 1816, había
recomendado al Congreso que legislara en el sentido de prohibir aquellos
actos que pudieran afectar y perjudicar las buenas relaciones con los
países amigos.

El Congreso escuchó la voz del Presidente de la República; y por el
"acta" de 20 de abril de 1818, que desde luego vino a perjudicar la
situación de los sudamericanos, les fué prohibido a éstos realizar en el
territorio de los Estados Unidos todos aquellos actos tendientes a
prestarle auxilios materiales a la revolución.

Sin embargo, si por una parte nos encontramos con que el Gobierno de
los Estados Unidos no quería alterar sus buenas relaciones con el de
España, por otro lado vemos lo que antes dijimos: que los hombres del
Gobierno de aquella República se sentían atraídos e identificados con la
causa de los revolucionarios. Si se hubieran dejado guiar por sus
sentimientos, en vez de promulgar el "acta" de neutralidad de 20 de
abril de 1818, hubieran reconocido la independencia de los nuevos
Estados; pero había, por el momento, varias razones que se oponían a
dicho reconocimiento, de las cuales eran las más especiosas la de que no
se sabía con certeza si los nuevos gobiernos ofrecerían condiciones de
estabilidad, pues aún no habían regresado tres Comisionados enviados al
Continente desde meses antes, precisamente con ese encargo, y la de que
semejante medida equivalía a romper las buenas relaciones existentes con
España, lo que por lo pronto hubiera producido el funesto resultado de
interrumpir las gestiones que entonces se realizaban para obtener la
cesión de la Florida.

Vamos a referir algunos detalles que comprueban que, efectivamente, este
mismo año en que se promulgó el "acta" sobre neutralidad, las primeras
figuras del Gobierno veían en la obra de los revolucionarios una obra
justa.

Por el mes de agosto se encontraba en los Estados Unidos Manuel
Hermenegildo de Aguirre, a nombre del Gobierno de Buenos Aires,
gestionando su reconocimiento oficial; y al darle cuenta por escrito el
Secretario de Estado, John Quincy Adams, al Presidente de la República
con esa petición, después de examinar el estado de la insurrección de
las distintas provincias y de afirmar que aún el poder de España no se
podía estimar como definitivamente vencido, hacía el análisis de la
oportunidad en que se debía hacer el reconocimiento de una nueva
nacionalidad, en los siguientes términos:

     Cuando el país que lucha por obtener su independencia, abate el
     poder de sus dominadores hasta el punto de que se puede considerar
     como perdida toda esperanza de recobrarlo, se puede decir que de
     hecho ha conseguido dicha independencia. A las naciones neutrales
     les toca considerar y decidir el momento en que llega esa
     oportunidad... Yo estoy convencido, añadió, de que la causa de los
     sudamericanos, su deseo de independizarse de España, es justo. Pero
     la justicia de esa causa, por sí sola, no puede determinarnos a
     hacer el reconocimiento. Una nación neutral viene obligada a hacer
     el reconocimiento de la discutida soberanía de un país, cuando este
     estado de derecho descansa en una realidad. Antes de crearse, en
     este caso, un orden de derecho, debe observarse si existe el de
     hecho; pero nunca proclamar el hecho porque asista el derecho.

Pero hay más. En esos mismos días se gestionaba por el Gobierno de la
Gran Bretaña la adopción de un plan de pacificación entre España y sus
colonias; y como el Ministro de la corona Británica, Lord Castlereagh,
fuera a buscar por medio de Rusch, Ministro de los Estados Unidos en
Londres, la cooperación de esta República, dicho diplomático contestó, a
tenor de instrucciones que había recibido previamente de la Secretaría
de Estado, que su nación no tomaría parte en ninguna mediación que no
tuviera por base la independencia de las provincias insurreccionadas.

Mientras que en esa disposición se encontraba el Poder Ejecutivo, en el
Congreso existía cierta tendencia a que se realizase cuanto antes el
reconocimiento. Así lo propuso, por esta misma época, quien fué en su
seno un verdadero paladín de las libertades de los pueblos de América, y
a quien somos deudores, los hispanoamericanos, de eterna gratitud: el
Representante por el Estado de Kentucky, Henry Clay. Presentó este
congresista una moción por la que pedía el nombramiento de una misión
diplomática que representara a la República ante el Gobierno del Río de
la Plata; y aunque dicha proposición fué desechada por 115 votos contra
45, la lectura de las actas de la sesión y de otros documentos de
aquella época denotan que si el Congreso no apoyó al ilustre Henry Clay,
fué debido a que entendió que no había llegado aún la oportunidad de dar
aquel paso.

En el segundo Mensaje anual dirigido por el Presidente Monroe al
Congreso el 16 de noviembre del tan citado año de 1818, trató el
problema de la insurrección de las colonias españolas de la manera que
se verá en los siguientes párrafos:

     La guerra civil entre España y sus colonias de Sud América, no
     lleva trazas de terminar en un futuro próximo. El informe rendido
     por la Comisión enviada a dichas colonias, no tardará en ser
     elevado.

     De ese informe resulta que el Gobierno de Buenos Aires se declaró
     independiente en julio de 1816, pues por más que dicho Gobierno es
     independiente desde el año 1810, hasta aquella fecha se atribuía la
     representación del rey de España; que la Banda Oriental, Entre Ríos
     y Paraguay, así como la ciudad de Santa Fe, también son
     independientes, pero sin vínculo alguno que las ate a Buenos Aires;
     que Venezuela también declaró su independencia, pero aún lucha por
     ella; y que las restantes regiones de la América Meridional,
     excepto Montevideo y alguna que otra localidad del Este de la
     Plata, pertenecen a Portugal, o están aún, en cierto modo, bajo la
     influencia de España.

     Una circular dirigida por el Gobierno de España a los Ministros de
     las naciones aliadas, acreditadas en dicha nación, revela que se
     está tratando de que ellas intervengan en el conflicto colonial; y
     en un Congreso que está reunido en Aix-la-Chapelle, desde
     septiembre, se estudia la manera de llevar a cabo esa mediación;
     por lo que se deduce, de lo que hasta ahora se ha observado, que
     probablemente el Congreso se limitará a expresar sus sentimientos,
     pero no a recomendar el empleo de la fuerza. Esto debe
     satisfacernos, pues sostenida la lucha sólo por España, la guerra,
     que tantas calamidades ocasiona, ha de durar poco tiempo.

     Por lo demás, hasta el presente, nada hay que aconseje que los
     Estados Unidos se aparten de la línea de conducta que se han
     trazado.

El informe a que se refiere el Mensaje que en parte acabamos de
transcribir, fué emitido por una Comisión, a que antes hemos aludido,
enviada a la América del Sur desde el año 1817, compuesta de César A.
Rodney, John Graham, Theodoric Bland y Henry M. Brackenham, éste último
como Secretario, y la que llevaba el encargo de estudiar cuál era la
verdadera situación de las colonias; y de acuerdo con lo ofrecido en
dicho Mensaje, fué elevado aquel informe al Senado, por el Presidente de
la República, en dos de diciembre del propio año.

En el Mensaje anual de 7 de diciembre de 1819 se expone el problema
colonial de España con toda claridad, hasta el punto de que llama la
atención que se hagan tan graves manifestaciones, como las que contiene,
en un documento oficial de tan alta significación. Se decía en dicho
Mensaje que en la lucha entre España y sus colonias, éstas llevaban toda
la ventaja, y que no era aventurado predecir su triunfo; y se insistía
en que todos los ciudadanos guardaran las reglas de la neutralidad. He
aquí uno de los párrafos de dicho Mensaje:

     Todas las naciones siguen atentamente el desenvolvimiento de la
     contienda, y a ninguna le interesa tanto este asunto como a los
     Estados Unidos; un pueblo celoso de sus deberes, debe observar la
     más estricta neutralidad; pero no hay medios de impedirle que
     experimente simpatías por uno de los combatientes. A impedir que a
     impulsos de ese sentimiento se llegue a cometer excesos, he puesto
     mi empeño.

Por todas partes se notaba que en día no lejano el Gobierno de los
Estados Unidos iba a hacer el reconocimiento. Siempre ha sido la
opinión pública la base fundamental en que ha descansado dicho Gobierno,
y siendo aquélla francamente favorable al reconocimiento, presentíase
que su realización era cuestión de más o menos tiempo. Veamos cómo se
fueron precipitando los acontecimientos.

En sesión celebrada por la Cámara de Representantes en 20 de abril de
1820, presentó Henry Clay una moción solicitando un crédito con cargo al
cual poder enviar agentes diplomáticos a las colonias de la América del
Sur que se habían declarado independientes, y, al hablar en el debate
que se originó, manifestó su extrañeza ante el hecho de que aún no se
hubiera hecho el reconocimiento de las colonias; y atribuyéndolo a que
no se quería dar ese paso sin contar con que Inglaterra había de
aprobarlo, censuraba esa actitud en estos términos:

     Estamos en espera, por lo visto, de que Lord Castlereagh nos diga
     que debemos o no hacer el reconocimiento. Vergüenza me da decirlo,
     pero nuestra política en los asuntos de la América del Sur depende
     de las indicaciones que nos haga el Ministro de Inglaterra.

La moción fué aprobada por 80 votos contra 75, pero no llegó a ser
ejecutiva, pues el Gobierno aún se mantenía en la creencia de que no
había llegado la oportunidad de hacer el reconocimiento.

En febrero del año siguiente, el batallador Henry Clay insistió en el
envío de Ministros diplomáticos a Sur América, siendo derrotada su
proposición. No se desanimó por eso. A los pocos días presentó una nueva
moción, y, más afortunado esta vez, logró que fuera aprobada por ochenta
y siete votos contra sesenta y ocho. Decía así dicha moción:

     La Cámara de Representantes, fiel intérprete de los sentimientos
     del pueblo de los Estados Unidos, sigue con el mayor interés los
     acontecimientos que se desarrollan en las provincias españolas de
     la América del Sur en su lucha por alcanzar sus libertades e
     independencia, y le prestará al Presidente de la República el apoyo
     que constitucionalmente necesite para reconocer la independencia y
     soberanía de dichas colonias.

En el Mensaje anual que dirigió el Presidente al Congreso, en 14 de
noviembre de 1820, expresó que la revolución de Hispano-América
continuaba haciendo progresos; que España resultaba impotente para
contenerla, pero que estimaba que el cambio de gobierno ocurrido en
ella, a virtud del restablecimiento de la Constitución del año 1812,
favorecería el arreglo entre dicha nación y sus colonias; y que hacia
esa solución se había encaminado siempre el Gobierno de los Estados
Unidos.

En 5 de marzo del año 1821, al pronunciar Monroe el discurso inaugural
de su segundo período presidencial, hizo referencia al conflicto entre
España y sus colonias. A juicio del Presidente de la República, se debía
mantener la neutralidad como hasta aquel momento, y confiaba dicho alto
funcionario en que España al fin accedería a las demandas de sus
colonias; pero terminaba con esta frase que se podía tomar como presagio
de que las cosas podían cambiar: Si la guerra continúa, quizás los
Estados Unidos se vean en el caso de adoptar otras medidas: aquellas que
aconsejen su honor y sus intereses.

En el Mensaje de tres de diciembre de 1821, insistió el Presidente
Monroe en que a España debía serle difícil reducir a sus colonias por la
fuerza; expresando, al propio tiempo, que dicha nación debía darse
cuenta de que había llegado el momento de examinar el problema con un
criterio liberal y levantado, y que los Estados Unidos, gustosamente,
cooperarían a una solución de armonía entre las dos partes.

Al fin llegó el momento en que los Estados Unidos hicieron el
reconocimiento. Veamos cómo ocurrió ese hecho.

El día 30 de enero de 1822 los Representantes Nelson y Trimble pidieron
en la Cámara que se hiciera el reconocimiento de las colonias, e
interesaron al propio tiempo, del Presidente de la República, el envío
de cuantos datos e informes se relacionaran con la situación de los
nuevos Estados. Esa petición fué contestada por el Presidente de la
República, que a la sazón lo era James Monroe, en su famoso Mensaje de 8
de marzo de aquel año, en el que consignaba, después de extenderse en
diversas consideraciones sobre el estado que había alcanzado la
revolución, su opinión de que había llegado el momento de hacer el
reconocimiento. He aquí los términos del Mensaje:

     Al transmitir a la Cámara de Representantes los documentos
     interesados por su resolución de 30 de enero último, considero de
     mi deber llamar la atención del Congreso sobre la importancia de la
     materia de que se trata y exponerle los puntos de vista del
     Ejecutivo en ese asunto, que con seguridad han de ser los mismos de
     esa otra rama del Gobierno.

     El movimiento revolucionario de las colonias españolas de este
     hemisferio, desde sus comienzos, despertó las simpatías de
     nuestros compatriotas. Ese espontáneo sentimiento nuestro, desde
     luego que nos hace honor por motivos que no necesitamos explicar.
     Nos es grato significar que a todos ha merecido aprobación la línea
     de conducta que hubimos de trazarnos frente a la contienda. Cuando
     nos dimos cuenta de la importancia del movimiento revolucionario,
     no tuvimos inconveniente en considerar a los dos combatientes bajo
     las mismas condiciones, según lo que establece la Ley de las
     naciones en caso de guerra civil. A los buques de las dos partes,
     tanto los del Gobierno como los de particulares, se les permitió
     entrar en nuestros puertos y proveerse en ellos de los artículos
     que han sido objeto de comercio con las otras naciones. El Gobierno
     no ha tenido inconveniente en proteger el comercio con las dos
     partes contendientes, siempre que del mismo no fueran objeto
     contrabandos de guerra. Los Estados Unidos, en fin, no han dejado
     de observar un solo momento la más estricta imparcialidad.

     Los sucesos ocurridos en las provincias han tomado tal magnitud,
     que creemos llegado el momento de considerar, con todo
     detenimiento, si se está en el caso de declarar que el orden de
     cosas establecido en las mismas permite deducir que han alcanzado
     la condición de naciones independientes. Buenos Aires hizo formal
     declaración de su independencia desde 1816, pero de hecho se
     encuentra libre del dominio de la nación progenitora desde 1810.
     Las provincias que forman la actual República de Colombia, antes de
     unirse por la Ley fundamental de 17 de diciembre de 1819, habían
     hecho, separadamente, su declaración de independencia. Por aquella
     época todavía dominaban algunas regiones las fuerzas españolas,
     pero esas fuerzas han sido completamente destrozadas, hasta el
     punto de que los soldados que no han sido hechos prisioneros han
     perecido, o se han ausentado como han podido, encontrándose el
     resto bloqueado en dos fortalezas. No son menos importantes los
     progresos realizados por las Provincias del Pacífico. Chile se
     declaró independiente en 1818, y el nuevo régimen ofrece las
     mejores garantías de estabilidad, y merced a su cooperación y a la
     de Buenos Aires, la revolución se ha extendido al Perú. Con
     respecto a Méjico, no son tan auténticos nuestros informes como con
     respecto a los otros países, pero tenemos entendido que el nuevo
     Gobierno ha declarado la independencia y que no hay fuerzas que lo
     combatan. Hace ya tres años que el Gobierno de España no manda un
     solo soldado a combatir a las provincias, ni hay esperanzas de que
     en lo futuro pueda mandarlos. En resumen: que es evidente que las
     provincias se encuentran hoy en el pleno disfrute de su
     independencia, y que ni por el estado actual de la guerra, ni por
     otras circunstancias, existe el más remoto temor de que la pierdan.

     Dado, pues, el aspecto que han tomado los acontecimientos, es
     indudable que los nuevos Gobiernos tienen derecho a ser
     reconocidos. Las guerras civiles, por lo regular, exaltan a tal
     punto las pasiones de las partes contendientes, que no se les puede
     pedir serenidad; pero en cambio, las otras naciones están en la
     obligación de hacer por que lleguen a una avenencia. La misma calma
     que los Estados Unidos han mantenido frente al problema,
     constituye una prueba para España, y para otras naciones, de que
     sabe respetar sus derechos. Las provincias de este hemisferio, a
     medida que se han declarado independientes, han demandado nuestro
     reconocimiento, pensando sin duda en que para formular esa petición
     tenían título suficiente; pero el Gobierno no ha accedido a esas
     solicitudes, en su deseo de no tomar parte en la contienda y no
     merecer la desaprobación del mundo civilizado. Otras gestiones en
     el mismo sentido se nos han hecho, pero no hemos creído prudente
     actuar. No obstante eso, hemos estado muy atentos a la marcha de
     los sucesos para conocerlos en su fondo. Hoy observamos el largo
     período de tiempo que lleva de duración la guerra, las enormes
     ventajas que han alcanzado las provincias, el estado de los
     combatientes y la actual incapacidad de España para hacer variar
     ese orden de cosas; y no podemos por menos que convenir en que ha
     llegado el momento de que se reconozca la independencia de las
     colonias.

     No tenemos noticias con respecto a la opinión que tenga hoy el
     Gobierno de España sobre estas cosas; pero es de presumir que la
     importancia de la revolución, que ha puesto en manos del pueblo la
     soberanía de todo el Continente Meridional, llevará a la nación
     progenitora al convencimiento de que no puede por menos que llegar
     a una reconciliación, aunque sea bajo la base de la independencia.
     Nada sabemos acerca de la opinión de las otras potencias. Nuestro
     deseo sería realizar el reconocimiento de acuerdo con ellas, pero
     creemos que no están en condiciones de declararlo. Separadas de las
     provincias, al través del Atlántico, por enorme distancia, la
     suerte de dichas provincias ha de inspirarles menos interés que a
     nosotros. Es por eso lo más probable que no hayan observado con
     atención el curso de los acontecimientos; pero la importancia de
     los que últimamente han ocurrido no puede pasarles inadvertida.

     Al aconsejar que se haga el reconocimiento, no queremos que se
     entienda que alteramos nuestras relaciones de amistad con ninguno
     de los combatientes, pues antes al contrario, aunque la guerra
     continúe, no hemos de abandonar nuestra neutralidad. Entendemos que
     al Gobierno de España han de satisfacerle estas declaraciones. El
     reconocimiento, en este caso, está de perfecto acuerdo con la ley
     de las naciones; y los Estados Unidos, al hacerlo, se muestran
     consecuentes con sus antecedentes y de acuerdo con sus intereses.
     Si el Congreso está de acuerdo con nuestra propuesta, esperamos que
     votará los créditos necesarios para hacerla efectiva.

El citado Mensaje es de fecha 8 de marzo de 1822; y al día siguiente,
Anduaga, Ministro de España en los Estados Unidos, entregó una nota en
la Secretaría de Estado, llamándole la atención al Gobierno acerca de
que el acto del reconocimiento era improcedente y extemporáneo. No había
méritos para hacerlo, a juicio de dicho Ministro, por dos motivos:
porque no se podían desconocer los derechos de España sobre sus
colonias, y porque los nuevos gobiernos, dada la situación caótica por
que atravesaban y las pocas condiciones de estabilidad que ofrecían, no
se habían hecho acreedores a dicho reconocimiento. La prueba de que no
ha llegado la oportunidad de hacer dicho reconocimiento, se puede
encontrar, decía el Ministro, en que las naciones de Europa no se han
decidido a hacerlo; pues si fuera justo y procedente, hubieran dado ese
paso siquiera no fuese más que por ganarse la amistad de países que tan
vasto campo ofrecen al comercio.

El Secretario de Estado no contestó de momento esta comunicación; esperó
que el Congreso hiciera el reconocimiento, como lo hizo, efectivamente,
en 28 de marzo.

Transcribimos ahora algunos párrafos de la contestación del Secretario
de Estado, que en aquel entonces lo era John Quincy Adams. En ella se
exponen las razones que determinaron el reconocimiento, algunas de las
cuales no fueron expuestas en el Mensaje del Presidente de la República:

     En los años que ha durado el conflicto entre España y sus colonias,
     los Estados Unidos han guardado la más estricta neutralidad. Pero
     las circunstancias han variado. Los Virreyes en unos casos, en
     otros los Capitanes Generales, han concluído tratados con las
     Repúblicas de Colombia, Méjico y el Perú, que equivalen a un formal
     "reconocimiento"; eso, en lo que respecta a esas provincias, pues
     las de la Plata y Chile disfrutan de su independencia,
     tranquilamente, desde hace años. Los Estados Unidos, al hacer el
     reconocimiento, proceden impulsados por móviles de justicia y de
     moralidad.

     Por el hecho del "reconocimiento", no se ha de entender que hemos
     de impedirle a España que haga cuanto esté de su parte por
     restablecer en las colonias el imperio de su autoridad; hemos de
     limitarnos a establecer con los nuevos gobiernos las relaciones
     políticas y comerciales que deben mediar entre los pueblos de
     civilización cristiana.

A fin de hacer efectivas esas relaciones, en cuatro de mayo del propio
año votó la Cámara de Representantes un crédito para establecer
Legaciones en los nuevos Estados.

Se ve, pues, que los Estados Unidos no intervinieron en el conflicto
entre España y sus colonias, y que reconocieron la soberanía de los
nuevos Estados cuando era evidente, a ojos vistas, que España había
perdido su dominación. Estuvo, pues, en lo cierto el Presidente Monroe
cuando dijo en su Mensaje de diciembre de 1823 que los Estados Unidos no
intervenían con las colonias existentes de las potencias europeas.

(1825). En 28 de enero y 6 de abril de 1825, Rebello, Encargado de
Negocios del Brasil en los Estados Unidos, propuso al Gobierno de esta
República la formación de una alianza con su nación, para mantener la
independencia de ésta en el caso de que Portugal pretendiera restablecer
su perdida soberanía contando con la cooperación de otra potencia
europea. Henry Clay, que desempeñaba la Secretaría de Estado, hubo de
contestarle en 13 de abril de ese año que el Gobierno de los Estados
Unidos, de acuerdo con el criterio sustentado en el mensaje presidencial
de 2 de diciembre de 1823, no podía mezclarse en la lucha entre la
Metrópoli y su antigua colonia.

(1849-1851). A mediados del siglo pasado existía en los Estados Unidos y
en Cuba un movimiento de opinión francamente favorable a la anexión de
esta Isla a aquella República; movimiento que estaba fomentado, en la
nación vecina, por los elementos del Sur principalmente, que pensaban en
la posibilidad del ingreso en la Unión de un nuevo Estado esclavista, y
en nuestro país por elementos descontentos de la dominación española.
Unos y otros elementos, dispuestos ya a poner en ejecución sus planes,
prepararon en los Estados Unidos una expedición dirigida por el general
venezolano Narciso López y que debía desembarcar en Cuba.

Enterado el Gobierno de España de semejante proyecto, hizo ante el de
los Estados Unidos la correspondiente protesta, que fué escuchada, pues
en 11 de agosto de 1849 expedía el Presidente Zacarías Taylor, la
siguiente proclama:

     Hay razón para creer que en los Estados Unidos se está preparando
     una expedición para invadir en armas la Isla de Cuba o algunas de
     las provincias de Méjico. Las noticias más fidedignas que el
     Ejecutivo ha podido hasta ahora obtener sobre ese particular,
     inclinan el ánimo a la creencia de que la Isla de Cuba es el
     verdadero punto objetivo de la dicha empresa. El Gobierno tiene el
     deber de que se observe la fe de los Tratados, y de impedir toda
     agresión, por parte de los ciudadanos de nuestro país, contra los
     territorios de las naciones amigas. He creído, por lo tanto, que es
     propio y necesario expedir la presente proclama, a fin de advertir
     a todos los ciudadanos de los Estados Unidos que estén asociados en
     una empresa de esta naturaleza, tan abiertamente en infracción con
     nuestras leyes y de las obligaciones que por tratado nos hemos
     impuesto, que quedarán por ello sujetos a las severas penas que
     para estos casos determinan nuestras propias leyes, dictadas por
     nuestro propio Congreso; y perderán, además, todo derecho a la
     protección de su país. Las referidas personas no podrán esperar
     que este Gobierno intervenga en ninguna forma ni de ningún modo en
     favor suyo, sean cuales fueren los extremos a que se vean reducidos
     en consecuencia de su conducta. Una empresa que tiene por objeto
     invadir los territorios de una nación amiga, iniciada y preparada
     dentro de los límites de los Estados Unidos, es una cosa en alto
     grado criminal, supuesto que pone en peligro la paz del país y
     compromete el honor nacional. Por lo tanto, exhorto a todos los
     buenos ciudadanos a que teniendo en cuenta lo que vale nuestra
     reputación nacional, el respeto que se debe a nuestras propias
     leyes, el derecho de gentes, y lo que exige el deseo de que se
     conserven las bendiciones de la paz y la felicidad del país, se
     separen del antes dicho proyecto y lo reprueben e impidan por todos
     los medios que sean lícitos. Y prevengo a todos los empleados de
     este Gobierno, ya sean del orden civil, ya del militar, que usen
     todos los medios que estén a su alcance para asegurar la prisión,
     el procesamiento y castigo de todos y cada uno de los que, como se
     ha dicho, estén delinquiendo contra las leyes que nos mandan
     observar las sagradas obligaciones que tenemos contraídas con las
     naciones amigas.

Esta proclama produjo el resultado apetecido: por lo pronto hubo de
desistirse de la expedición que entonces se proyectaba. Pero no se
arredraron por esto el general Narciso López y sus amigos; ni siquiera
se detuvieron ante el fracaso de otra expedición que se logró
desembarcar en Cuba en 19 de mayo de 1850. En las esferas oficiales
sabíase que en territorio americano se seguía conspirando contra la
dominación española en Cuba, y en 25 de abril del año 1851, el
Presidente, Millard Fillmore, lanzó la siguiente proclama:

     ...He resuelto, por tanto, expedir esta proclama apercibiendo a
     todos aquellos que con infracción de nuestras leyes y desprecio de
     nuestras obligaciones internacionales se unan en algún modo con la
     expresada empresa o expedición, que incurrirán por ello en las
     severas penas dictadas contra esos delitos, y quedarán sin derecho
     a reclamar la protección de este Gobierno, que no intervendrá
     absolutamente en favor de ellos, cualesquiera que sean los extremos
     a que los lleve su ilegal conducta. Y, en ese concepto, exhorto a
     todos los buenos ciudadanos a que considerando nuestra reputación
     nacional, el respeto que se debe a nuestras leyes y a los preceptos
     del derecho de gentes, lo que valen los beneficios de la paz y el
     bien y la felicidad de nuestro país, desoigan y condenen la empresa
     de que aquí se trata y la impidan por todos los medios legales.
     Ordeno, además, a todos los empleados del Gobierno, así civiles
     como militares, que se esfuercen por todos los medios que estén a
     su alcance para conseguir la prisión, el encausamiento y castigo de
     todos y cada uno de estos delincuentes, conforme al derecho del
     país.

(1868-1878). Apenas iniciada la revolución cubana del año de 1868, era
bien visible que el pueblo norteamericano estaba de parte de los
insurrectos. En 10 de abril del año 1869, la Cámara de Representantes
acordó, por noventa y ocho votos contra veinticuatro, ofrecerle su apoyo
constitucional al Presidente de la República

     para cuando juzgase oportuno reconocer la independencia y soberanía
     del Gobierno Republicano de Cuba.

El propio Poder Ejecutivo estaba, francamente, de parte de los
revolucionarios. Comenzó, primero, por indicarle y ofrecerle a España un
plan de mediación sobre la base del reconocimiento de la independencia,
y amenazó después, ante las demoras y dilaciones del Gobierno de
Madrid--que en un principio pareció dispuesto a iniciar las
negociaciones--, con reconocer la beligerancia. Tanto, pues, por el
estado de la opinión pública como por la actitud en que se colocó el
Gobierno, parecía que los Estados Unidos se iban a apartar de la regla
de la doctrina de Monroe, en que ahora nos ocupamos, enunciada en esta
forma:

     No hemos intervenido ni intervendremos en las colonias o
     dependencias existentes de ninguna potencia europea.

Sin embargo, cuando España se dió cuenta de esa actitud, se indignó y
amenazó con romper las hostilidades; y, ante semejante situación, el
Gobierno de Washington desistió de su propósito.

A partir de ese momento, el Poder Ejecutivo no quiso dar ningún paso que
pudiera traerle dificultades con el Gobierno Español. Desempeñaba en
aquel entonces la Presidencia de la República el General Ulyses S.
Grant, y sus mensajes revelan su impasibilidad ante la suerte de los
cubanos. No quería dar motivos que interrumpieran las buenas relaciones
con España. He aquí los términos en que se refirió a este asunto en su
Mensaje anual de 6 de diciembre de 1869:

     En ninguna nación la libertad ha alcanzado el desarrollo que tiene
     en los Estados Unidos. No es de extrañar, por eso, que nuestro
     pueblo sienta simpatías por todo aquel que luche por alcanzar dicha
     libertad y el gobierno propio; pero ese sentimiento de simpatía no
     nos puede llevar a separarnos de una línea de conducta que nos
     traza nuestro honor como nación, y que consiste en no mezclarnos,
     si no se nos invita a ello, en el conflicto entre dos naciones o
     entre un Gobierno y los pueblos que le estén sometidos. Nuestra
     línea de conducta nos la trazan la justicia y la ley. Tanto el
     derecho internacional como nuestro derecho interior. Esa ha sido
     siempre la actitud de la Administración frente a esos conflictos.
     Desde hace más de un año, una valiosa posesión de España, vecina
     nuestra muy inmediata, está luchando por obtener su libertad e
     independencia. Nuestro pueblo observa esa lucha con el mayor
     interés. El pueblo y el Gobierno de los Estados Unidos experimentan
     por el pueblo de Cuba los mismos sentimientos y simpatías que antes
     tuvieron por las colonias que se insurreccionaron contra España.
     Sin embargo, la lucha no tiene el carácter de una guerra, en el
     sentido que le da a esta palabra el derecho internacional; ni los
     insurrectos han podido formar tampoco, ni siquiera _de facto_, una
     organización política que justifique el reconocimiento de la
     beligerancia.

     Nosotros mantenemos el principio de que nuestra nación es su mismo
     juez para decidir en qué oportunidad llega el momento de
     reconocerle a un pueblo su derecho como beligerante, ya se trate de
     aquel que luche por libertarse de la opresión de otro, ya de
     naciones independientes, en guerra unas con otras.

     Los Estados Unidos no tienen por qué mezclarse en las relaciones
     que mantenga España con sus colonias de este continente. Llegará el
     día en que España y otras naciones de Europa se darán cuenta de la
     conveniencia que les reportará convertir sus dependencias en
     naciones independientes. Esas dependencias, en ningún caso podrán
     ser transferidas de una nación europea a otra. Si dejan de ser
     colonias, ha de ser para convertirse en naciones independientes que
     dirijan sus propios destinos y sus relaciones.

     Los Estados Unidos, animados más que nada por el deseo de poner
     término al derramamiento de sangre en Cuba, ofrecieron sus buenos
     oficios para poner fin a la contienda. La oferta no fué aceptada
     por España, y hoy nos vemos en el caso de tener que guardar,
     estrictamente, las reglas de la neutralidad.

De esa actitud no se apartó el Gobierno de Washington en los diez años
que duró la insurrección cubana; y para convencerse de ello basta leer
los mensajes presidenciales de 13 de junio de 1870, 1º de diciembre de
1873, 7 de diciembre de 1874, 7 de diciembre de 1875, 3 de diciembre de
1877 y 2 de diciembre de 1878.

Se habrá observado, en el Mensaje antes transcrito, que el Presidente
Grant, para no mezclarse en el conflicto entre España y el pueblo de
Cuba, no invocó la doctrina de Monroe, sino que apeló solamente al
derecho internacional. Quizás fuera debido a que por aquella época no
tenía el Gobierno, por lo visto, una conciencia muy exacta del
significado de dicha doctrina. Prueba de ello es que el propio general
Grant fué quien, al recomendarle al Congreso que decretase la anexión de
Santo Domingo, alegó que era la doctrina de Monroe la que imponía su
adquisición.

(1886). A principios del año 1886 el Gobierno de la República Argentina
protestó de la ocupación, por la Gran Bretaña, de las islas Falkland o
Malvinas, con infracción de la doctrina de Monroe. El Secretario Bayard,
en 18 de marzo, libró un despacho al Gobierno Argentino, alegando que
aquella nación venía poseyendo dichas islas desde el año 1833, invocando
para ello títulos muy antiguos, y que la doctrina de Monroe no podía
tener efectos retroactivos.

(1895-1898). Al estallar la revolución cubana del año 1895, se observa
en los Estados Unidos el mismo caso ocurrido a principios del siglo con
motivo de la insurrección de las colonias españolas del Continente y con
ocasión de la revolución cubana del año 1868: el pueblo norteamericano
se puso francamente de parte de los revolucionarios, mientras que el
Gobierno se esforzó en mantener la neutralidad de la nación.

El Presidente, Grover Cleveland, en su Mensaje anual de 2 de diciembre
de 1895, se había expresado así:

     Cualquiera que sea la simpatía tradicional de nuestros
     conciudadanos, como individuos privados, en favor de un pueblo que
     parece estar luchando por conseguir la posesión de una mayor suma
     de autonomía y libertad, sentida todavía con mayor viveza por el
     hecho de que se trata de un pueblo que es vecino nuestro tan
     inmediato, hay que considerar, sin embargo, que es deber nuestro,
     claro e ineludible, cumplir de buena fe las obligaciones,
     reconocidas por todos, del derecho internacional.

No obstante estos consejos, por el mes de abril del siguiente año el
Senado y la Cámara de Representantes, haciéndose eco de la opinión
popular, favorable en grado sumo a la causa de los revolucionarios
cubanos, aprobaron una proposición por la que se invitaba al Presidente
de la República a reconocer a dichos revolucionarios la condición de
beligerantes, y a que le ofreciera a España su mediación para poner
término a la guerra, sobre la base de la independencia.

El Presidente de la República no se consideró en el caso de seguir el
consejo que le daba el Congreso; pero como, a todas éstas, la opinión
pública, por medio de sus órganos, especialmente parte de la prensa de
la ciudad de Nueva York, mantenía palpitante el problema cubano, y
consideraba la situación creada en Cuba como una afrenta a la
civilización, no pudiendo dicho Presidente aparecer en contradicción con
el sentimiento de la nación toda, en su Mensaje de 7 de diciembre de
1896 dijo que consideraba que España podía ofrecerles la autonomía a los
cubanos, y que creía que esta solución traería la paz; pero que si
aquella nación se mostraba irreducible en su actitud de intransigencia,
quizás el Gobierno se vería en el caso de tomar otras medidas, de
acuerdo con altas e ineludibles obligaciones.

Este momento hubo de llegar. Los horrores de la guerra, por una parte, y
de la otra los perjuicios que por consecuencia de la misma venían
sufriendo intereses norteamericanos muy importantes, fueron causa de que
en 23 de septiembre de 1897 el Gobierno de Washington le exigiera al de
España, terminantemente, que dejara pacificada la Isla. Dos meses
después España le ofrecía la autonomía a Cuba; pero ya era tarde. La
solución no satisfizo a los cubanos; y a pesar de que el Presidente Mc.
Kinley, en su Mensaje de 6 de diciembre de dicho año, expuso que no se
debía reconocer la beligerancia y que nada se debía hacer mientras no se
evidenciara el fracaso del nuevo régimen autonómico, la opinión pública
no cejaba en su empeño de que se tomara alguna acción decisiva en favor
de los cubanos. El Poder Ejecutivo resistió cuanto pudo; pero la
explosión del "Maine", en la bahía de la Habana, suceso bien reciente
que todos recordamos, vino a ser el colmo de la ansiedad. El 20 de abril
de 1898, el Presidente de la República suscribió la _joint resolution_
por la cual se declaraba

     que el pueblo de Cuba era y de derecho debía ser libre e
     independiente;

y al ser apoyada esta declaración por medio de las armas, y quedar
triunfantes las de Norteamérica, terminó la dominación de España en el
Continente Americano.

El escritor norteamericano Hiram Bingham, en un folleto que dió a luz el
año 1915, en que trata de la doctrina de Monroe y que titula _La
doctrina de Monroe como una consigna anticuada_, se refiere a los
sucesos que acabamos de mencionar, en los siguientes términos:

     Nuestros vecinos pensarán (se refiere a los hispanoamericanos) que
     se ha producido un cambio muy grande en la doctrina de Monroe.
     Declaramos en 1823 que no habíamos intervenido ni intervendríamos
     en las colonias o dependencias existentes de ninguna potencia
     europea, y en 1898 hicimos algo más que intervenir: terminamos con
     el poderío colonial de España, quedándonos con Puerto Rico, Guam y
     las Filipinas y libertando a Cuba, no sin antes asegurarnos una
     valiosa estación naval en Guantánamo. No entro a discutir la bondad
     de nuestro proceder: me limito a señalar la enorme diferencia que
     existe entre la vieja doctrina de Monroe y la nueva.

Quizás tenga razón el distinguido escritor norteamericano; pero aparte
de que, como se ha visto, en aquellos sucesos el Presidente de la
República se mantuvo, hasta donde pudo, adicto a la política tradicional
en esta materia, y que si se desvió del camino que se había trazado fué
porque no podía olvidar su condición de Jefe de un Estado en que dirige
y gobierna la opinión pública, y ésta así lo exigía, no se puede negar
que la adhesión a una de las reglas enunciadas por el Presidente Monroe
no podía impedirle al Gobierno que adoptara la actitud que le trazaban
los principios de libertad y de justicia tan hondamente vinculados en el
pueblo norteamericano.


_(F).--Los Estados Unidos no intervienen en las demostraciones puramente
punitivas que hagan los gobiernos europeos contra naciones americanas,
con tal de que de esos actos no se derive una ocupación de territorio._

Este aspecto de la doctrina de Monroe lo encontramos enunciado, por
primera vez, por el Presidente Teodoro Roosevelt, en su Mensaje anual de
3 de diciembre de 1901, a que anteriormente nos hemos referido
examinando otro aspecto de dicha doctrina. En efecto, según se
recordará, hubo de declarar Roosevelt en dicha ocasión lo que sigue:

     No impedimos que un Estado, que no sea americano, tome las
     represalias que estime oportunas contra una nación de la América,
     con tal de que el castigo no traiga, como consecuencia, la
     adquisición de territorio.

Sin embargo, aunque esta declaración se hizo en 1901, de hecho la línea
de conducta que la misma señala se venía observando con anterioridad,
según podemos comprobar. En varios casos, frente a determinados actos de
fuerza de algunas potencias europeas contra débiles estados de la
América, el Gobierno de Washington permaneció sin tomar ninguna acción,
sin duda porque esos actos no se encaminaban a la ocupación de
territorio. He aquí cuáles fueron esos acontecimientos, según refiere el
tratadista John Basset Moore en su _Digesto de Derecho Internacional_:

     En 1842 y 1844 la Gran Bretaña bloqueó el puerto de San Juan de
     Nicaragua. En 1851 la misma potencia interrumpió todo tráfico con
     el puerto de la Unión, en San Salvador, y bloqueó las costas de
     este país, y en 1862 y 1863 apresó varios buques brasileños en
     aguas del Brasil, en represalia por el saqueo del _Prince of Wales_
     en dichas aguas. En 1838 Francia bloqueó varios puertos mejicanos,
     por no habérsele dado satisfacción a determinadas reclamaciones.
     Con motivo de la guerra que estalló en 1865 entre España y las
     Repúblicas sudamericanas del Pacífico, durante la cual una escuadra
     española bombardeó el puerto de Valparaíso, declaró Seward,
     Secretario de Estado, en un despacho enviado al Ministro en
     Santiago en 2 de junio de 1866, que los Estados Unidos no se
     mezclaban en las guerras entre naciones europeas y americanas, a
     menos que se vieran compelidos a mezclarse en el asunto por el
     carácter político de la contienda, como en el caso de Francia y
     Méjico...

(1897). El año 1897, la Secretaría de Estado, ocupada por Sherman, hace
una declaración análoga a la que formulara Seward en 1866. He aquí en
qué ocasión. El súbdito alemán Emilio Lueders, residente en Haití, fué
condenado a prisión y a pagar una multa de quinientos pesos. Entendiendo
el Ministro alemán que esa condena era un atropello, reclamó la libertad
de Lueders y el pago de una fuerte indemnización, de acuerdo con su
Gobierno; y como el de Haití se negara a dar oídos a dicha reclamación,
a las seis de la mañana del día 6 de diciembre del año de 1897 se
presentaron en Port-au-Prince dos buques de guerra alemanes, haciendo
saber su comandante, a las autoridades, que a la una de la tarde
bombardearían las fortalezas y los edificios públicos si el Gobierno no
accedía a su demanda, que consistía en pagar una indemnización de
treinta mil pesos, en garantizar la vida y la libertad de Lueders, y en
darle una satisfacción cumplida al representante diplomático del
Emperador de Alemania.

El Gobierno haitiano se allanó a dicha demanda; pero como el Ministro de
los Estados Unidos ante dicho Gobierno le llamara la atención al de
Washington acerca de que la actitud de Alemania infringía la doctrina de
Monroe, recibió de la Secretaría de Estado esta contestación:

     Este Gobierno no tiene por qué mezclarse en las cuestiones que
     continuamente se suscitan entre las Repúblicas de este hemisferio y
     otros Estados. La doctrina de Monroe, a que Ud. se ha referido, es
     inaplicable a la cuestión planteada; pues no está bien que nuestros
     vecinos interpreten erróneamente dicha doctrina, haciendo derivar,
     para ellos, erróneas interpretaciones que vengan a favorecerlos.

(1901-1903). No fué el Mensaje anual de 3 de diciembre de 1901 la única
ocasión en que se enunció, en este año, la regla o forma de
interpretación de la doctrina de Monroe, a que nos referimos. Hemos de
ver ahora otro caso ocurrido en dicho año.

En los últimos meses de 1901 se fueron entibiando las relaciones entre
el Imperio Alemán y la República Venezolana, debido a que estando gran
parte de la deuda exterior de la segunda en manos de súbditos alemanes,
éstos se quejaron a su gobierno de que no se les pagaba. Al mismo tiempo
un crecido número de alemanes, residentes en Venezuela, se quejó también
de que la revolución, que había asolado al país en los años anteriores,
les había causado grandes perjuicios que el Gobierno se negaba a
indemnizar.

Al fin el Gobierno de Venezuela accedió a las reclamaciones europeas,
pero en una forma que hacía sospechar que los acreedores iban a ser
objeto de una burla. Al menos así lo entendió el Gobierno de Alemania.
El Presidente Cipriano Castro dispuso, por medio de un Decreto, que los
reclamantes presentaran sus solicitudes, pero sólo los que hubieran
sufrido daños con posterioridad al día 23 de mayo de 1899, fecha en que
él había tomado posesión de su cargo; que las reclamaciones habrían de
sustanciarse ante los tribunales venezolanos, y que las indemnizaciones
que se acordaran se pagarían no en dinero, sino por medio de bonos de
una emisión que se llevaría a cabo.

El Gobierno de Alemania estimó que la resolución del de Venezuela no era
más que un medio habilidoso de demorar o evitar el pago de obligaciones
que eran ciertas y legítimas, y decidió adoptar una acción más eficaz:
realizar una demostración naval contra la República Venezolana. Antes de
dar el Gobierno alemán ningún paso en ese sentido, se dirigió al
Gobierno de Washington explicándole los móviles de su actitud y su
verdadera finalidad. No llevaba el propósito de ocupar definitivamente
el territorio venezolano; simplemente apelaba a la fuerza como único
medio de que el Gobierno de Venezuela atendiera con seriedad las
peticiones formuladas.

En 11 de diciembre de 1901 el Embajador de Alemania en Washington
entregó en la Secretaría de Estado un extenso documento, en el que,
después de hacer relación de cuanto había ocurrido en el asunto de las
reclamaciones, daba seguridades acerca de cuáles eran los propósitos de
su Gobierno, en los siguientes términos:

     Tenemos verdadero interés en que el Gobierno de los Estados Unidos
     adquiera el convencimiento de que sólo nos mueve el interés de que
     aquellos ciudadanos, a quienes ha causado perjuicios la guerra
     civil, sean indemnizados. No nos guía el propósito de adquirir u
     ocupar permanentemente el territorio de Venezuela. De colocarnos el
     Gobierno de Venezuela en la necesidad de tomar medidas de fuerza,
     aprovecharíamos las circunstancias para exigir que se garantizara
     el pago de las reclamaciones de la "Compañía de Descuento de
     Berlín". Como primera medida se tomará la de bloquear los puertos
     más importantes de Venezuela, como la Guayra y Puerto Cabello, lo
     que es de suponerse coloque al Gobierno en situación difícil, dado
     que sus principales ingresos lo constituyen los impuestos de
     importación y exportación; y sólo en el caso de que esta medida no
     dé resultado, nos decidiremos a ocupar los puertos a fin de
     recaudar nosotros mismos esos derechos.

A esas manifestaciones contestó el Secretario de Estado, John Hay, en 16
del propio mes, con un memorándum del cual transcribimos estos párrafos:

     Su excelencia, el Embajador de Alemania, a su regreso de su viaje a
     Berlín, le ha dado seguridades al propio Presidente de la
     República, en nombre del Emperador de Alemania, de que su Gobierno
     no tiene el propósito ni la intención de realizar la menor
     adquisición de territorio en el continente meridional, ni en sus
     islas adyacentes. Esta voluntaria declaración fué reiterada después
     a la Secretaría de Estado y ha sido acogida por el Presidente y el
     pueblo de los Estados Unidos con la misma sinceridad con que se la
     ofreció... El Presidente de los Estados Unidos aprecia la atención
     del Gobierno alemán, al darle cuenta de este asunto; y, sin juzgar
     ni discutir las reclamaciones de que se trata, está seguro de que
     ninguna medida se adoptará por dicho Gobierno en desacuerdo con sus
     anunciados propósitos.

Todavía transcurrió un año antes de que el Gobierno de Alemania
emprendiera su acción anunciada contra Venezuela. Durante ese tiempo la
Gran Bretaña, por reclamaciones parecidas a las de los alemanes, adoptó
la misma actitud del Gobierno de Berlín; y, cansadas ya las
Cancillerías de las dos naciones europeas de las demoras y dilaciones
del Presidente Castro, en los primeros días del mes de diciembre del año
1902 se presentaron sus ministros acreditados en Caracas en la
residencia privada del Ministro de Relaciones Exteriores y le hicieron
saber que sus respectivos Gobiernos exigían que dentro de cuarenta y
ocho horas se reconocieran y pagaran las reclamaciones formuladas. Acto
seguido los dos diplomáticos se trasladaron a los buques de guerra de
sus países, surtos en la Guayra, para esperar la respuesta; y como ésta
no llegó en los términos pedidos, los buques de las dos potencias--a los
que después se unieron los de Italia, que también tenía
reclamaciones--bloquearon los puertos venezolanos, apresaron varios
buques de guerra y mercantes y bombardearon las fortalezas de Puerto
Cabello.

Así las cosas, la Secretaría de Estado del Gobierno de Washington,
después de declarar que las medidas adoptadas no constituían un bloqueo
pacífico, sino un verdadero estado de guerra, propuso en 12 de diciembre
a las Cancillerías de Londres y Berlín, de acuerdo con el Gobierno de
Venezuela, que se sometiera la cuestión de un arbitraje. El Gobierno de
Venezuela, para negociar y tratar ese asunto, le confirió plenos poderes
al Ministro de los Estados Unidos en dicha República.

Los dos gobiernos europeos aceptaron en principio las propuestas e
indicaron como árbitro al Presidente de los Estados Unidos; pero éste
declinó esa oferta, recomendando para el caso al Tribunal de La Haya.
Así se hizo; se suspendió el bloqueo y se sometieron las cuestiones
pendientes a dicho Tribunal, que dictó su laudo, aceptado por todos, en
22 de febrero de 1904.

El profesor Coolidge, de la Universidad de Harvard, en su conocida obra
_Los Estados Unidos como potencia mundial_, al referirse a este asunto,
expone que la acción de Alemania, la Gran Bretaña e Italia, en
Venezuela, causó profundo disgusto en los Estados Unidos y que el pueblo
se dió cuenta de que el verdadero propósito que animó a los alemanes
consistió en el deseo de "probar", "tentar", hasta dónde podía llegar la
doctrina de Monroe.

Fué con motivo de este importante asunto que el Ministro de Relaciones
Exteriores de la República Argentina, Luis M. Drago, en una nota enviada
a Martín García Merou, Ministro de dicha República en Washington, en 29
de diciembre, comentando la actitud de los gobiernos europeos,
desenvolvió los principios en que se encierra la importante y hermosa
doctrina que lleva su nombre.

Después de exponer la extrañeza que le había causado la actitud de las
naciones aliadas contra Venezuela, significaba que, a su juicio, la
deuda pública en ningún caso debía provocar la intervención armada de
las potencias europeas, y mucho menos la ocupación material del suelo;
tanto por la consideración de que el que contrata con un Estado conoce
de antemano su civilización, su cultura y su manera de proceder en los
negocios, de cuyas circunstancias depende que dichas obligaciones sean
más o menos onerosas, como por la de que contra ninguna entidad soberana
se puede intentar proceso ejecutorio de cobro; pues a ese paso, y
si--con mengua del principio de la igualdad de los Estados--las naciones
débiles pudieran ser sometidas a cobros compulsorios por medio de la
fuerza, por las que son más fuertes y poderosas, pronto aquéllas se
verían absorbidas por éstas.

(1904). Ocurridos los acontecimientos a que nos acabamos de referir, se
dió cuenta el Presidente Roosevelt de que la opinión pública no estaba
conforme con que los Estados Unidos permanecieran en actitud pasiva ante
la agresión de una nación europea contra una República de este
Continente. Era realmente peligroso que se le permitiera ocupar los
puertos de una débil nación de la América a una potencia europea de tan
enormes recursos como Alemania. Los Estados Unidos debían evitar ese
peligro. Nada más expuesto que tolerar semejante acción, pues, por
muchas que fueran las protestas de la nación ocupante, una vez tomada
posesión del territorio no habían de faltarle pretextos a la diplomacia
para convertir en definitivo lo que primero se dijera que era
provisional.

Al mismo tiempo se daba cuenta el Gobierno de que los Estados Unidos no
podían impedirle a las naciones de Europa ejercitar los medios que
fueran conducentes a obtener la satisfacción de aquellas reclamaciones
de sus súbditos, que fueran procedentes y justas. Al conjuro de esa
necesidad surgió la llamada política de prevención, a que antes nos
hemos referido, según la cual los Estados Unidos deben actuar en el
sentido de evitar posibles conflictos entre las naciones de Europa y las
de América, llegando, si fuere necesario, hasta a intervenir en los
asuntos de éstas.

He aquí cómo la justifica Roosevelt en su Mensaje de 6 de diciembre de
1904:

     Los Estados Unidos no están animados, con respecto a las otras
     naciones de este Continente, por otro deseo que no sea el de verlas
     desenvolverse con orden y prosperidad. Todo pueblo que se conduzca
     bien, puede contar con la seguridad de nuestra amistad. Los Estados
     Unidos no tienen porqué mezclarse ni intervenir en los asuntos de
     aquellas naciones que se conduzcan con decencia y corrección; pero
     cuando el desorden se entroniza en un país, hasta el punto de que
     éste se hace incompatible con los altos intereses de la
     civilización, parece cosa indicada la intervención de una nación
     civilizada. En el continente occidental, la doctrina de Monroe le
     impone al Gobierno de los Estados Unidos el deber de desempeñar esa
     misión, desarrollando una política de policía internacional. Si
     cada una de las naciones que baña el mar Caribe se dieran cuenta e
     imitaran los progresos realizados en Cuba, merced a la Enmienda
     Platt, desde que la abandonaron nuestras tropas, terminaría todo
     motivo, por parte nuestra, para intervenir en sus asuntos. En
     realidad son idénticos nuestros intereses y los de nuestros vecinos
     del Sur. Esos países poseen grandes riquezas, y si lograran
     mantener el imperio de la justicia y de la ley, su prosperidad
     sería enorme. Aquellos que sepan guardar las reglas que observan
     los países civilizados, encontrarán en todas partes un ambiente de
     cordialidad y simpatía. Nosotros nos mezclamos en los asuntos de
     esos países sólo en último caso, cuando se comprueba que en sus
     asuntos interiores no pueden proceder con justicia y que en los
     exteriores han violado los derechos de los Estados Unidos o han
     provocado una agresión extranjera en perjuicio de las naciones de
     la América. Es una verdad, fuera de dudas, que toda nación, sea o
     no americana, que quiera mantener su libertad e independencia, se
     debe dar cuenta de que no disfruta de esa libertad e independencia
     para hacer mal uso de las mismas.

(1905). El propio Presidente Roosevelt, en su Mensaje anual de 5 de
diciembre de 1905, refirióse de nuevo a la necesidad de que los Estados
adoptaran la política de prevención, en estos términos:

     Debemos demostrar, además, que nos proponemos impedir que una
     nación, en este Continente, utilice la doctrina de Monroe como
     escudo para protegerse contra las consecuencias de sus propias
     malas acciones. Si alguna de las Repúblicas al Sur de la nuestra,
     hace algún daño a alguna nación extranjera, atropellando, por
     ejemplo, a algún ciudadano de esta nación, en semejante caso la
     Doctrina no nos obliga a intervenir para pedir que se castigue al
     autor del daño, excepto para cuidar de que el castigo no asuma, en
     modo alguno, la forma de una ocupación territorial. Más difícil es
     el caso cuando se relaciona con una obligación contractual, pues
     nuestro propio Gobierno siempre se ha resistido a imponer el
     cumplimiento de las obligaciones contractuales, en obsequio de sus
     ciudadanos, mediante el recurso de las armas. Muy de desear es que
     todos los Gobiernos extranjeros asuman la misma actitud; pero,
     desgraciadamente, no es así. Nos vemos, por consecuencia, expuestos
     en cualquier modo a arrastrar desagradables alternativas. Por una
     parte, este país se resistiría, seguramente, a ir a la guerra para
     impedir que un gobierno extranjero cobre una deuda justa. Por otra
     parte, no es nada prudente permitir que una potencia extranjera
     cualquiera tome posesión, siquiera sea temporalmente, de las
     aduanas de una república americana, a fin de compelerla al pago de
     sus obligaciones; puesto que dicha ocupación temporal podría
     convertirse en ocupación permanente. La única manera de sortear
     estas alternativas, en cualquiera ocasión determinada, puede
     consistir en que nosotros mismos acometamos la empresa de buscar un
     arreglo mediante el cual pueda satisfacerse, hasta donde sea
     posible, la deuda contraída. Mucho mejor es que este país lleve a
     la práctica un arreglo semejante, antes que permitir a ningún otro
     país que se adelante a acometer esa empresa. Este procedimiento,
     por parte nuestra, garantizará a la República deudora que no tendrá
     que satisfacer deudas de carácter indebido, bajo presión; y a la
     vez será también, para los acreedores honrados, una garantía de que
     no se prescindirá de sus derechos para favorecer las reclamaciones
     fraudulentas o codiciosas. Además, esta actitud de los Estados
     Unidos nos brinda la única manera posible de evitar un choque con
     alguna potencia europea. Esa actitud, pues, es la que más conduce a
     promover los intereses de la paz, lo mismo que los intereses de la
     justicia. Es un beneficio para nuestro pueblo; es un beneficio para
     los pueblos extranjeros; y, sobre todo, es un beneficio para el
     pueblo del país interesado.

En un capítulo posterior hemos de referirnos con más detenimiento a esta
interesante materia: cuando estudiemos la ingerencia del Gobierno de
Washington en los asuntos interiores de algunas de las Repúblicas de la
América Central. Por el momento hemos querido señalar cómo los Estados
Unidos tuvieron que apartarse de la línea de conducta que se trazaron,
en casos que, después de todo, no fueron numerosos, de no intervenir en
las demostraciones meramente punitivas que hicieran los Gobiernos
europeos contra naciones americanas.


_(G).--Los Estados Unidos no intervienen en caso de guerra entre
naciones americanas._

(1828). Con ocasión de la guerra ocurrida entre la República Argentina y
el Imperio del Brasil, declaró Henry Clay, Secretario de Estado, en nota
enviada a Forbes, Encargado de Negocios en Buenos Aires, que la guerra
de que se trataba era una guerra genuinamente americana, en la que para
nada intervenían las naciones de Europa; y que en este sentido la
doctrina contenida en el Mensaje de Monroe no rezaba con ese caso.


_(H). Los Estados Unidos no se oponen a que una nación europea sea
árbitro en una cuestión entre naciones americanas._

(1898). Por el año 1898 la Argentina y Chile sostenían una apasionada
disputa por cuestión de linderos.

La Gran Bretaña y Alemania le habían propuesto a la República Argentina
que sometiera la cuestión al arbitraje de la Reina Victoria, e
interesaron del Gobierno de Washington que actuara con ellas en ese
sentido. La Secretaría de Estado contestó, en 1º de septiembre de 1898,
que los Estados Unidos no se oponían al arbitraje, toda vez que éste
había sido propuesto amistosamente y no en tono imperativo, lo que sería
incompatible con la independencia de la nación argentina.



(IV)

NOTAS CRITICAS

VERDADERA SIGNIFICACIÓN DE LA DOCTRINA DE MONROE.


Los hechos que han sido objeto de los capítulos anteriores, en los que
se ha expuesto cómo surgió la Doctrina de Monroe y cómo se la ha
aplicado, evidencian, sin lugar a dudas, que nació y vive dicha doctrina
por el interés y para la seguridad de la República Norteamericana. Así
se reconoce en el Mensaje de Monroe; así se consigna en despachos
oficiales, según se ha visto; así lo han proclamado los tratadistas y
escritores que han estudiado esta materia.

Desde los mismos días de la fundación de la República Norteamericana,
sus estadistas se dieron cuenta de que el bienestar, la paz y la
seguridad de la nación iban a depender, en gran parte, de que los otros
territorios de la América no fueran campo de la colonización o de la
expansión europea; y en verdad que no se equivocaron. Si las naciones de
Europa hubieran hecho a la América teatro de su expansión y de sus
luchas, por lo pronto los Estados Unidos se hubieran visto obligados a
perder su estructura de nación eminentemente industrial y comercial,
para convertirse en potencia militarista. "Nos hubiéramos visto
obligados--como dijo Olney en su famosa nota a Lord Salisbury--a
armarnos hasta los dientes; y al tener que ingresar nuestra juventud en
la Marina o en el Ejército, la habríamos distraído de las industrias de
la paz, suprimiendo, en gran parte, nuestra poderosa energía
productora."

Por lo demás, los principios en que se inspiró la Doctrina de Monroe no
encierran ninguna novedad. Guardan cierta analogía con aquellos que
constituyen el sistema político de Europa, que se ha denominado
"Equilibrio Político", y según el cual la fuerza entre los Estados se
debe contrabalancear, evitando que uno de ellos se engrandezca en forma
tan excesiva que constituya una amenaza para la seguridad y los derechos
de los otros.

El "equilibrio europeo" surgió como una reacción contra la política
agresiva iniciada por Luis XIV; y aunque unas veces se ha roto, y otras
ha sufrido múltiples vicisitudes, las naciones de Europa han puesto
siempre gran empeño en mantenerlo; hasta el punto de que al distribuirse
entre ellas, durante el siglo pasado, algunos territorios de Africa, de
Asia y de Oceanía, o al llevar a otros sus "esferas de influencia", se
han tenido en cuenta, para contrabalancearlas, las fuerzas que mantienen
dicho equilibrio.

Eso mismo se quiso evitar con la Doctrina de Monroe. La seguridad y la
paz de los Estados Unidos quedaban garantizadas si se impedía que las
grandes potencias europeas convirtieran el suelo americano en nuevo
elemento que aumentara sus fuerzas y que acrecentara sus rivalidades.
Pero, obsérvese esta diferencia: mientras el "equilibrio europeo" no
tiene más finalidad que la de la propia conveniencia de las naciones que
lo mantienen--que no han tenido escrúpulo en recurrir, cuando lo han
juzgado preciso, nada menos que a la represión de toda aspiración
democrática, como hizo la Santa Alianza en 1815--, la Doctrina de Monroe
ha podido promover ajenos intereses; ha podido producir el efecto de
mantener la independencia de otros Estados, que por sí solos quizás no
hubieran podido defender el gobierno propio.

Esta manifestación nuestra será tal vez acogida con gesto de desdén o de
desagrado por los escritores, nacidos en otros pueblos de nuestra habla,
que se indignan ante quienes, observando la realidad sin prejuicios ni
apasionamientos, reconocen los grandes beneficios que de la Doctrina de
Monroe han derivado las Repúblicas hispanoamericanas. Nada más que
empeñándose en cerrar los ojos a la realidad, puede ésta ser
desconocida. Si los casos en que el Gobierno de Washington ha detenido
la acción de las naciones europeas seducidas por las riquezas de los
territorios de América, de que se encuentran muchos ejemplos en el
capítulo precedente, no le pareciese a dichos escritores una
demostración elocuente de nuestra afirmación, les aconsejamos que
aparten la vista de este Continente y la fijen en Africa o en Asia, y
observen lo que han hecho los europeos en estas partes del mundo,
durante el siglo pasado especialmente.

En Africa no existen más Estados independientes que Marruecos, Abisinia,
Liberia y El Congo, con una extensión superficial de 3,736.600
kilómetros cuadrados y unos 38,000.000 de habitantes; mientras que las
colonias europeas ocupan un área de unos 26,000.000 de kilómetros, con
una población de más de 110,000.000 de habitantes; y con respecto al
Asia, de los 825,000.000 de habitantes que la pueblan, según datos que
tenemos a la vista, 430,000.000 habitan en los Estados independientes y
los 395,000.000 restantes, en las posesiones extranjeras. Nada ha
podido, pues, detener la expansión de las naciones de Europa en las
otras partes del mundo; y ofreciendo, como ofrece, la América mayores
riquezas que aquellos continentes y, en consecuencia, mayores
alicientes, cabe preguntar: ¿qué cosa hubiera impedido a dichas naciones
repartirse la América en la forma en que se repartieron el Asia y el
Africa? ¿Qué otra fuerza, qué otro principio, de no ser el que encierra
la Doctrina de Monroe, ha podido detener la ambición de las naciones
europeas? Confesamos que no los conocemos; pero estamos seguros de que
no se han detenido por falta de deseos ni de recursos.


CONTRIBUYÓ A DARLE POPULARIDAD Y FUERZA, LA CIRCUNSTANCIA DE QUE
DEFENDIERA EL PRINCIPIO DEL GOBIERNO PROPIO.

No porque la Doctrina de Monroe haya sido promulgada por exigirla la
conveniencia de la nación norteamericana, podemos encogernos de hombros
ante quienes nos hablen de gratitud hacia los Estados Unidos, aduciendo
que los beneficios alcanzados por estas Repúblicas los han obtenido de
rechazo; pero no porque esa fuera la intención del Gobierno de los
Estados Unidos. No; cuando el Presidente Monroe envió al Congreso su
famoso Mensaje, concurrieron determinadas circunstancias que provocan
nuestra gratitud hacia el pueblo norteamericano. Veamos en lo que nos
fundamos para hacer esta afirmación. En los tiempos en que se promulgó
dicha Doctrina, los Estados Unidos estaban muy lejos de ser un factor
importante en los destinos del mundo; pero la sagacidad de los
estadistas de aquella época, anticipándose a los acontecimientos, quiso
asegurar el porvenir de la nación evitando que los territorios de
América fueran objeto de la expansión de Europa. Aquellos hombres vieron
las cosas con claridad: se inspiraron en los grandes intereses de los
Estados Unidos, más importantes para el futuro que por el momento. Pero
el pueblo, que por lo regular sabe sentir, más bien que pensar, no se
deslumbró tanto por ese aspecto, que se podía escapar a su vista, como
por este otro que lo atrajo y sedujo: la Doctrina iba a defender, desde
aquel momento, el principio del gobierno propio en los pueblos del
continente americano; principio por el cual los norteamericanos acababan
de luchar y del que iban a ser en lo adelante los más esforzados
defensores.

A ese sentimiento, a esa simpatía del pueblo por la causa del gobierno
propio, de la que constituyen buena prueba las propias Repúblicas de
Hispanoamérica--simpatía que no se supo disimular durante las luchas de
Italia, de Grecia, de Hungría, y de otras nacionalidades que no son
americanas, por la libertad--, se debe, en gran parte, la popularidad de
la Doctrina; que ha arraigado tan hondamente en la conciencia pública,
como algo vinculado en la vida misma de la nación, que un escritor ha
podido decir que la devoción de los norteamericanos hacia ella es algo
así como un "fetichismo".


EL MANTENIMIENTO DE LA DOCTRINA DE MONROE ES SIEMPRE DE ACTUALIDAD PARA
LOS ESTADOS UNIDOS.

No fué la idea de la defensa del principio del gobierno propio la única
que le dió popularidad a la Doctrina de Monroe. Ya antes vimos que
surgió dicha Doctrina dentro del ambiente de opinión según el cual los
dos continentes eran cosas completamente distintas, separados idealmente
por una línea trazada en el Océano, y que de ese orden de ideas surgió
la doctrina de "las dos esferas", de la cual la de Monroe, en cierto
modo, no era más que una aplicación. Se pensaba entonces que si la
Providencia había formado dos mundos diferentes, en los que se
gobernaban los hombres por principios y sistemas distintos, los del uno
no podían mezclarse en el gobierno ni en las cosas del otro.

Ya ese estado de opinión pasó a la historia. Poco a poco el tiempo ha
ido borrando la línea que separaba los dos continentes, y hasta el
gobierno popular, que se creyó era patrimonio de los gobiernos de
América, está más caracterizado en algunas monarquías de Europa, que en
muchas repúblicas de nuestro Continente. Los Estados Unidos, dice el
Profesor Coolidge, están más cerca, en todos los órdenes, de Europa que
de la América del Sur; y nadie puede negar que guarda más semejanza un
norteamericano con un inglés, con un alemán, con un francés o con un
ruso, que con un mejicano, un peruano o un brasileño. Es lo singular que
no es Europa la que ha borrado esa línea, mezclándose en los asuntos de
América: es la nación norteamericana (es decir la misma que discurrió lo
de "las dos esferas") la que ha tomado acción en muchos asuntos del
viejo continente. En 1885, los Estados Unidos toman parte en la
conferencia de Berlín, en la que se acordó fundar el estado libre del
Congo; en 1898 ocupan a Hawai, por una causa, y por otra distinta a las
Filipinas; y poco tiempo después toman una participación directa en los
asuntos de China; en 1906, al tomar parte en la Conferencia de
Algeciras, intervienen en los asuntos de Marruecos, y hasta han mediado
en los que son genuinamente europeos: la Secretaría de Estado protestó
contra los atropellos de que fueron víctimas los judíos en Rumania, y
protestó también, ante el Gobierno de Rusia, por los asesinatos
cometidos en Kishinew.

El hecho de que el progreso en el orden comercial, en el político y en
el científico, el cosmopolitismo, en una palabra, nos haya llevado y nos
siga conduciendo de manera lenta, pero segura, al acercamiento de los
dos continentes, ha impresionado a muchos escritores hasta el punto de
que llegan a decir que no se explican por qué razón, cuando tal
acercamiento ocurre, los Estados Unidos se aferran en el mantenimiento
de la Doctrina de Monroe, hija, si cabe la expresión, de la de "las dos
esferas" o del "aislamiento", ya tan caduca.

Todo esto tiene una explicación, que se deriva de lo que antes, en este
mismo capítulo, hemos dicho: la Doctrina de Monroe se enunció por y para
la conveniencia de los Estados Unidos; y aunque los pueblos de Europa se
asemejen en muchos de sus aspectos a los de América y se acerquen a los
mismos, en muchos órdenes, ese acercamiento no podrá nunca revestir la
forma de dominación de aquéllos sobre éstos, porque, desde el momento en
que tal cosa ocurriese, los Estados Unidos perderían la posición
privilegiada que ocupan en el mundo.

En esto precisamente estriba el mérito grande de los estadistas que
concibieron la Doctrina de Monroe. Dando muestras de gran sagacidad, de
verdadera perspicacia, la idearon para que rigiera en todos los tiempos,
a despecho de que variaran, como han variado, las circunstancias que los
decidieron a establecerla. Ya la "Santa Alianza" desapareció; pero han
surgido después, y no han desaparecido, otros peligros. Los enormes
armamentos de las potencias europeas y su ambición desmedida de
establecer nuevas colonias, han sido un peligro constante que los
Estados Unidos no han perdido de vista; y hasta los mismos malos
gobiernos de algunas Repúblicas americanas, en sus cuestiones y enredos
con las cancillerías europeas, originadas muchas de esas cuestiones por
litigios derivados de las célebres "concesiones" de explotaciones de
minas, tierras, ferrocarriles, etc., a extranjeros, se han encargado de
darle una constante actualidad a la "doctrina" que nos ocupa.

A los que piensan y dicen que ya América nada tiene que temer de Europa,
les aconsejamos que observen el ejemplo de Asia y de Africa, a que antes
nos referimos.


SOBRE LOS CASOS EN QUE HA SIDO INFRINGIDA LA DOCTRINA DE MONROE.

Algunos escritores iberoamericanos, entre otros el mejicano Carlos
Pereyra en _El Mito de Monroe_, y el brasileño Eduardo Prado en _La
Ilusión Yanqui_, en su afán de desacreditar ante nuestra vista la
eficacia de la Doctrina de Monroe, se dedican a exponer los casos en que
el Gobierno de Washington permaneció impasible ante agresiones de las
potencias de Europa contra las Repúblicas americanas. No compartimos la
opinión de tan ilustrados escritores. Entendemos que ni la actitud de la
Gran Bretaña, en 1833, ocupando las Islas Falkland o Malvinas frente a
las costas de la República Argentina, y contra la voluntad del Gobierno
de esta nación, ni la que tomó a mediados del siglo pasado al ocupar en
territorio hondureño la Mosquitia y las Islas de la Bahía, invocando en
uno y otro caso títulos que databan de épocas remotas; ni la que adoptó
Francia, en 1838, al bombardear el Castillo de San Juan de Ulúa en
Veracruz, y al bloquear ese mismo año los puertos del Plata--casos que
entresacamos como los más importantes--, tienen fuerza bastante para
quitarle su tonalidad a la línea de conducta caracterizada por los
hechos expuestos en el capítulo anterior, en el que enumeramos los casos
en que el Gobierno de Washington había aplicado o invocado la Doctrina
de Monroe.

Es lo cierto, a despecho de cuantas excepciones se quieran encontrar,
que después que el mundo conoció el Mensaje del quinto Presidente de los
Estados Unidos, las naciones europeas no han fundado ninguna colonia en
América. No por esto dejamos de reconocer que ha habido casos en que,
positivamente, la Cancillería Americana se ha olvidado de la Doctrina de
Monroe. Tal ocurrió en 1850, al suscribirse por la Gran Bretaña y los
Estados Unidos el Tratado Clayton-Bulwer para la construcción de un
canal interoceánico, empresa en la que, según se estipuló, las dos
naciones tendrían la misma ingerencia, garantizando por igual la
neutralidad de dicho canal; por más que no se realizó la empresa en
aquel entonces; y cuando los Estados Unidos se decidieron a acometerla,
derogaron aquel Tratado. Esto se hizo, en 1901, por el que se denomina
Hay-Pauncefote; y tal ocurrió también, en 1877, al cederle Suecia a
Francia la Isla de San Bartolomé.

Hay otro caso en que el Gobierno de Washington infringió la Doctrina, y
que por sí solo debía redimir a los norteamericanos ante quienes afirman
que la Doctrina de Monroe no es más que la máscara con que se encubren
propósitos imperialistas: nos referimos al caso de Cuba, en 1898, cuando
los Estados Unidos, para libertarla, se apartaron de la regla según la
cual dicha Doctrina no rezaba con las colonias que existían cuando fué
promulgada.


FUÉ EN UN TIEMPO DE CARÁCTER "PRESIDENCIAL" EXCLUSIVAMENTE, PERO HOY ES
TAMBIÉN "CONGRESIONAL".

Durante muchos años la doctrina de Monroe fué, como dicen algunos
escritores, de carácter "presidencial", exclusivamente. Concebida, como
se ha visto, por el Poder Ejecutivo, resultaba el Legislativo ajeno por
completo a su aplicación; sin embargo, desde fecha relativamente
reciente este poder ha compartido con aquél su mantenimiento. No otra
cosa significa la aprobación de la Enmienda Platt por el Congreso y la
sanción por el Senado del Tratado de La Haya, del celebrado con Cuba con
carácter permanente y del convenido con Haití por un número de años; en
todos cuyos cuerpos legales se contienen prescripciones alusivas a la
referida doctrina.

Diríase que el hecho de que en los Tratados celebrados con las
Repúblicas de Cuba y Haití se contengan tales prescripciones, envolvía
la infracción de una de las reglas seguidas en la aplicación de la
doctrina de Monroe, las alusivas a que los Estados Unidos no hacen
materia de pacto dicha doctrina; pero en realidad tales Tratados, más
que el producto de la libre voluntad de las dos partes suscribientes,
son la consecuencia de un orden de cosas según el cual, una de ellas se
tiene que someter a la acción preponderante de la otra.


LA DOCTRINA DE MONROE Y EL DERECHO INTERNACIONAL.

Una de las cuestiones que más viva discusión ha suscitado alrededor de
esta materia, es la relativa a si la Doctrina de Monroe forma parte, o
no, del Derecho Internacional.

Dice Hiram Bingham, apoyándose en la opinión del profesor Theodore S.
Woolsey, que la Doctrina de Monroe no encierra ninguno de los principios
que sirven de base al Derecho Internacional; y que ningún estadista, por
eminente que sea, ni ninguna nación, por mucho poder que tenga, tienen
autoridad bastante para incluir entre los cánones de dicho derecho los
principios de la referida doctrina. A juicio de Merignac, la Doctrina es
contraria al derecho de las naciones, supuesto que ninguna puede cerrar
por completo un continente a la colonización de los pueblos de otro
hemisferio; y para Beaumarchais, ninguna nación ha reconocido nunca el
principio de la no colonización, que los Estados Unidos pretenden
imponer a Europa, ni puede tampoco ningún Estado fundarse en el Derecho
Internacional para modificar la situación de territorios que no le
pertenecen. Por su parte Martens, profesor de la Universidad de San
Petersburgo, dice que el Derecho Internacional no admite que una sola
nación sea la señora de todo un continente.

Frente a esas opiniones se ofrece la de muchos escritores
norteamericanos, para quienes la doctrina de Monroe forma parte del
Derecho Internacional.

Dice Philip H. Brown que ningún principio es tan básico ni tan sagrado
en materia de Derecho Internacional, como el derecho que tiene toda
nación a su independencia y soberanía; y que la soberanía e
independencia de las Repúblicas latinas del Continente Americano han
sido defendidas siempre por aquel que sostiene la Doctrina de Monroe. No
compartimos la opinión de Brown. En nombre de ese mismo principio de la
soberanía, toda nación puede celebrar libremente pactos o alianzas con
otros Estados; y, sin embargo, cuando se dijo en 1912 que la República
Mejicana había enajenado la Bahía Magdalena al Japón, se aprobó en el
Senado la "Proposición Lodge", basada en la Doctrina de Monroe, a que en
el capítulo anterior nos referimos, por la que se declaró que los
Estados Unidos impedirían las enajenaciones de puntos o lugares
estratégicos cuya posesión, por otra potencia, pudiera afectar la
seguridad de los Estados Unidos.

Elihu Root dice que la Doctrina de Monroe no forma parte del Derecho
Internacional, pero que descansa en el derecho de la propia protección,
reconocido por aquel derecho. Este mismo parecer se recordará que fué
expuesto por el Presidente Cleveland en su Mensaje especial de 17 de
diciembre de 1895, sobre el conflicto anglo-venezolano.

No comparte estas opiniones el tratadista alemán Herbert Krauss, quien
dice que nunca que los Estados Unidos han invocado la Doctrina de Monroe
ha sido amenazada su existencia nacional.

En nuestra opinión, los principios en que descansa la Doctrina de Monroe
no forman parte del Derecho Internacional. Son cosas totalmente
distintas el conjunto de reglas que forman el ordenamiento jurídico que
se denomina Derecho Internacional, y la actividad política de la nación
que se excede de sus linderos y toma medidas para mantener determinado
_status_ político en otros pueblos, como medio de garantizar su propia
seguridad.

Creemos, con el autor inglés W. F. Reddway, y con el francés Hector
Petin, que la doctrina de Monroe no es más que una declaración política,
que no se relaciona con el Derecho Internacional. Esto no le quita
autoridad ni prestigio a dicha doctrina. ¿Acaso todas las potencias,
constantemente, no intervienen y les hacen imposiciones a otros pueblos
de menor importancia y poderío? Hasta tal punto es esto exacto, que,
después de todo, la historia de Europa, en la edad contemporánea, no es
más que una serie ininterrumpida de esos casos.

Véase lo que fueron los Congresos de Viena. Los soberanos europeos,
titulándose delegados de la Providencia, se reparten, movidos por su
conveniencia y a despecho del principio de las nacionalidades, a base de
ganancias e indemnizaciones, los territorios de otros pueblos a los
cuales se suponía débiles para resistir la desmembración. Esa misma
conveniencia determinó la creación de Bélgica, en 1831, como Estado
neutro; e impuso, por el Tratado de París (1856), por un lado la
integridad del Imperio Otomano, garantizada por las potencias, y por
otro la neutralidad del Mar Negro; con lo que se obligó a Rusia a
desmantelar las fortificaciones construídas en sus costas. Impulsado
también por lo que a su juicio constituía la conveniencia de la nación,
Napoleón III, temeroso de la influencia del rey de Prusia en la
Península Ibérica, quiso exigirle a éste, cuando se trató de la
candidatura de un Príncipe Hohenzollern para la corona de España, la
promesa de que nunca aceptaría dicha corona; y al negarse el soberano
prusiano a contraer semejante compromiso, sobrevino la guerra del año
1870. Pero, es más: ¿quién no sabe que una de las causas de la última
guerra la constituyó el afán de Austria por tener un completo predominio
sobre los Balkanes?

Se ve, pues, que al aplicar los Estados Unidos la Doctrina de Monroe,
movidos por su propia conveniencia, no han hecho otra cosa que seguir
las huellas de las potencias europeas, a las cuales de seguro no les
habrá preocupado que las medidas de seguridad tomadas por ellas en otros
pueblos, se ajusten o no a los cánones del Derecho Internacional. Con
esta diferencia en favor de la República norteamericana: que ésta, con
su política, produce el resultado de favorecer y garantizar la
independencia de otros pueblos, mientras la de las potencias europeas,
en la generalidad de los casos, no tiene otra consecuencia que no sea
la de beneficiarse ellas mismas.

Leo S. Rowe, profesor de Ciencias Políticas en la Universidad de
Pennsylvania, hace algo más que convenir en que la Doctrina de Monroe no
es más que un principio de política. Entiende y dice que a los Estados
Unidos no les conviene que dicha doctrina forme parte del Derecho
Internacional, porque desde ese momento pertenecería a otros pueblos y
no a la nación norteamericana exclusivamente; lo que a ésta, desde
luego, no le convendría. Al pensar de esa manera, tiene en cuenta los
mismos intereses que preocuparon a los estadistas que han desenvuelto el
criterio, según vimos en el capítulo precedente, de que el Gobierno de
Washington no puede hacer materia de pacto los principios contenidos en
la Doctrina de Monroe.

     Cualquier tentativa que se haga para incluir la Doctrina de Monroe
     en el cuerpo del Derecho Internacional, dice Rowe, equivaldría a
     querer colocar una parte importante de nuestra política exterior
     fuera del alcance de nuestro régimen nacional; situación que a
     todas luces sería de lamentar, por ser contraria a nuestros
     verdaderos intereses nacionales.

     Mientras la Doctrina de Monroe sirva los intereses fundamentales de
     la protección nacional; mientras nos permita evitar la amenaza de
     las complicaciones europeas en el continente americano; mientras
     contribuya a preservar la integridad territorial y el bienestar
     nacional de las repúblicas americanas; mientras reúna todas esas
     condiciones, será digna de seguir formando parte integrante de
     nuestra política extranjera y nos ayudará a cumplir esa altísima
     misión, como uno de los guardianes de la paz del Nuevo Mundo.


LA DOCTRINA DE MONROE EN LOS ACTUALES MOMENTOS.

Habiendo conmovido la reciente contienda mundial todos los principios y
problemas de interés para los pueblos, en unos casos durante la guerra,
en otros cuando la paz se concertó, no era posible que la doctrina de
Monroe, que se refiere a la política de todo un continente, dejase, si
no de ser afectada, de pasar al menos por uno de los períodos más
críticos de su historia. Expondremos en breves palabras lo ocurrido a
este respecto.

Tan pronto como los Estados Unidos figuraron entre los beligerantes, el
Presidente Wilson expuso ciertas ideas, que produjeron el efecto de que
en él se fijase la mirada del mundo entero; hizo concebir la esperanza
de que bajo su inspiración se habría de concertar la paz, en tales
términos, que dicha guerra fuese la última. La paz, decía Wilson, no
debe de ser de retazos y remiendos, producto de la rivalidad egoísta de
los gobiernos: se debe establecer un nuevo orden internacional, por
acuerdo de todas las naciones, y merced al cual, haciéndose el derecho
más eficaz que la fuerza, imponga el respeto a todas las naciones, lo
mismo a las fuertes que a las débiles. Llegado el momento en que cesaron
las hostilidades, los Estados Unidos exigieron, como precio de su
colaboración en la contienda, según expresión de un escritor, que se
concertara la paz a base de aquellos principios, respondiendo a tal
iniciativa el Pacto de la Liga de las Naciones. La esencia de esta
Convención está contenida en su art. 10, por el cual se obligaron las
partes signatarias a respetar y mantener, contra toda agresión exterior,
la integridad territorial y la independencia política de todos los
miembros de la Liga. A tenor de este principio, decía el Presidente
Wilson, la doctrina de Monroe se hace universal, se le ofrece a todos
los pueblos la garantía que le otorga a los de la América dicha
doctrina.

Pero cuando el ilustre estadista dió su primer viaje a los Estados
Unidos mientras se celebraban las conferencias de Versalles, se dió
cuenta de que existía en dicha República el temor de que la aprobación
de la Liga, al suponer la adopción de una política más amplia y general
que la que envuelve la doctrina de Monroe, impusiera la renuncia a
mantener esta última. No parecía discreto que se aventurase la
existencia de un principio que tanto significaba para los
norteamericanos, en aras de una alianza cuyo éxito no se podía asegurar.
El Presidente Wilson creyó que daba satisfacción cumplida a la opinión,
insertando la cláusula contenida en el art. 21 del Pacto de la Liga de
las Naciones y a tenor de la cual, ninguna de las estipulaciones
contenidas en el convenio, se consideraría como incompatible con la
doctrina de Monroe.

Los adversarios del Presidente estimaron que esta declaración no era
suficiente. El Partido Republicano, por boca de sus leaders en el
Senado, se manifestó contrario, decididamente, a que los Estados Unidos
figurasen en la Liga de las Naciones y a virtud de esta oposición, al
someterse a dicho alto cuerpo el Tratado de Paz, no alcanzó los
sufragios necesarios para ser aprobado.

Así las cosas, sobreviene la última campaña presidencial y uno de los
puntos de divergencia entre los Partidos fué el relativo a la
aprobación del Tratado. Por ella estaban los demócratas, que querían
hacer buena la labor de Wilson, mientras que los republicanos la
combatían con denuedo. Triunfantes estos últimos, se han limitado a
declarar que existe un estado de paz con Alemania y Austria Hungría.
Fieles al viejo principio del "aislamiento" han preferido hacer la paz
en esa forma, antes de entrar en pactos y alianzas con las naciones del
otro hemisferio.



TERCERA PARTE

LA PREPONDERANCIA EN EL CARIBE


(A)

CUBA

El día 1º de enero de 1899, al cesar la soberanía de España en Cuba,
asumió el Gobierno de la Isla el Mayor General del Ejército de los
Estados Unidos John. E. Brooke. No obstante el carácter militar de este
gobierno, se estableció una administración civil formada por cuatro
secretarías que fueron ocupadas por cubanos y que se denominaron: de
Estado y Gobernación, de Hacienda, de Justicia e Instrucción Pública y
de Obras Públicas, Agricultura, Industria y Comercio.

Organizado así el Gobierno, se celebraron elecciones; primero, para
cubrir cargos municipales, en 16 de junio de 1900 y después, el tercer
sábado de septiembre, a fin de elegir delegados a una Convención
Nacional que fué convocada para el primer lunes de Noviembre y la que
debía redactar y adoptar una Constitución para el pueblo de Cuba y como
parte de ella, proveer y acordar las relaciones con los Estados Unidos.

Comenzó sus trabajos la Asamblea constituyente el día para que fué
convocada y dió cima a los mismos el 21 de febrero de 1901, dejando
aprobada la Constitución, o séase la ley política fundamental.

Debía ocuparse la Convención, inmediatamente, de definir las relaciones
de Cuba con los Estados Unidos, pero el Congreso de esta República, no
queriendo convertir tal asunto en materia de discusión, se apresuró a
fijar por su cuenta dichas relaciones, en la forma que vamos a ver.

El Secretario de la Guerra, Elihu Root, bajo cuya jurisdicción se
encontraba la Isla, después de hacer un estudio detenido del asunto,
formuló un proyecto de ley, en que se establecían las relaciones entre
las dos Repúblicas. Este proyecto fué sometido extraoficialmente por el
Presidente Mc Kinley a su Gabinete y una vez aprobado por éste, fué
entregado por el propio Presidente y por el Secretario de la Guerra al
Sr. Orville H. Platt, de Connecticut, a fin de que lo presentara en el
Congreso. En la sesión del Senado correspondiente al 2 de marzo, se
aprobó como una enmienda a la ley de Presupuesto del Ejército la aludida
proposición. Su texto dice así:

     Que en cumplimiento de la declaración contenida en la resolución
     conjunta aprobada en veinte de abril de mil ochocientos noventa y
     ocho, intitulada "Para el reconocimiento de la independencia del
     pueblo cubano, exigiendo que el Gobierno de España renuncie a su
     autoridad y gobierno en la Isla de Cuba, y retire sus fuerzas
     terrestres y marítimas de Cuba y de las aguas de Cuba y ordenando
     al Presidente de los Estados Unidos que haga uso de las fuerzas de
     tierra y mar de los Estados Unidos para llevar a efecto estas
     resoluciones", el Presidente por la presente, queda autorizado para
     dejar el Gobierno y control de dicha Isla a su pueblo, tan pronto
     como se haya establecido en esa Isla un Gobierno bajo una
     Constitución, en la cual, como parte de la misma, o en una
     ordenanza agregada a ella, se definan las futuras relaciones entre
     Cuba y los Estados Unidos sustancialmente, como sigue: I. Que el
     Gobierno de Cuba nunca celebrará con ningún Poder o Poderes
     extranjeros ningún Tratado u otro convenio que pueda menoscabar o
     tienda a menoscabar la independencia de Cuba ni en manera alguna
     autorice o permita a ningún Poder o Poderes extranjeros, obtener
     por colonización o para propósitos militares o navales, o de otra
     manera, asiento en o control sobre ninguna porción de dicha Isla.
     II. Que dicho Gobierno no asumirá o contraerá ninguna deuda pública
     para el pago de cuyos intereses y amortización definitiva después
     de cubiertos los gastos corrientes del Gobierno, resulten
     inadecuados los ingresos ordinarios. III. Que el Gobierno de Cuba
     consiente que los Estados Unidos pueden ejercitar el derecho de
     intervenir para la conservación de la independencia cubana, el
     mantenimiento de un gobierno adecuado para la protección de vidas,
     propiedad y libertad individual y para cumplir las obligaciones
     que, con respecto a Cuba, han sido impuestas a los Estados Unidos
     por el Tratado de París y que deben ahora ser asumidas y cumplidas
     por el Gobierno de Cuba. IV. Que todos los actos realizados por los
     Estados Unidos en Cuba durante su ocupación militar, sean tenidos
     por válidos, ratificados y que todos los derechos legalmente
     adquiridos a virtud de ellos, sean mantenidos y protegidos. V. Que
     el Gobierno de Cuba ejecutará y en cuanto fuese necesario cumplirá
     los planes ya hechos y otros que mutuamente se convengan para el
     saneamiento de las poblaciones de la Isla, con el fin de evitar el
     desarrollo de enfermedades epidémicas e infecciosas, protegiendo
     así al pueblo y al comercio de Cuba, lo mismo que al comercio y al
     pueblo de los puertos del Sur de los Estados Unidos. VI. Que la
     Isla de Pinos será omitida de los límites de Cuba propuestos por la
     Constitución, dejándose para un futuro arreglo por Tratado la
     propiedad de la misma. VII. Que para poner en condiciones a los
     Estados Unidos de mantener la independencia de Cuba y proteger al
     pueblo de la misma, así como para su propia defensa, el Gobierno de
     Cuba venderá o arrendará a los Estados Unidos las tierras
     necesarias para carboneras o estaciones navales en ciertos puntos
     determinados que se convendrán con el Presidente de los Estados
     Unidos. VIII. Que para mayor seguridad en lo futuro, el Gobierno de
     Cuba insertará las anteriores disposiciones en un Tratado
     permanente con los Estados Unidos.

Tan pronto como esta enmienda, ya aprobada por el Congreso, llegó a
manos del Presidente Roosevelt, éste la sancionó, remitiéndola al Mayor
General Leonardo Wood, Gobernador Militar de Cuba, para que la sometiera
a la Convención.

Cuando el pueblo de Cuba tuvo conocimiento de la enmienda Platt, expresó
su desagrado con respecto a la misma. Veía en sus diversas disposiciones
otras tantas restricciones de la Independencia. Los miembros de la
Convención Constituyente participaban de ese sentimiento. El Presidente
de los Estados Unidos y el Secretario de la Guerra Mr. Elihu Root, se
apresuraron a dar explicaciones con respecto al alcance de la enmienda,
en el sentido de que no implicaba disminución alguna de los derechos de
Cuba como Estado Soberano, siendo trasmitidas dichas opiniones al
Gobernador Militar y puestas por éste en conocimiento de la Convención.

Esas explicaciones no satisfacieron a la Convención. En su sesión del 13
de abril del año 1901 se acordó designar una Comisión presidida por su
Presidente, el Dr. Domingo Méndez Capote, que se había de dirigir a
Washington para tratar de tan trascendental asunto. Dicha Comisión
debía obtener, en primer término, una información extensa y detenida,
acerca de las miras y propósitos de los Estados Unidos con respecto a
los particulares de la enmienda y debía considerar, después, la
posibilidad de establecer las relaciones entre los dos países, sobre
bases distintas a las contenidas en las cláusulas 3ª, 6ª y 7ª. Los días
25, 26 y 27 del citado mes, los comisionados celebraron un amplio cambio
de impresiones con el Secretario Root. Comenzó dicho funcionario por
manifestar, que la enmienda Platt no significaba otra cosa que el deber,
que se había impuesto el gobierno de los Estados Unidos, de proteger a
Cuba, un país pequeño, cuya vecindad a los Estados Unidos lo ponía bajo
el alcance e influencia de esta nación. Acerca del derecho de
intervención que se arrogaban los Estados Unidos y que tanto disgusto
había producido en Cuba, manifestó que ese derecho no significaba, bajo
ningún concepto, el propósito de entrometerse en los asuntos del
Gobierno Cubano; que antes al contrario, constituía la mejor garantía de
la subsistencia de Cuba como República libre e independiente; que sólo
se intervendría en el caso de un ataque extranjero, en cualquier forma
que se produjera, o cuando existiera un verdadero estado de anarquía,
producido ya por perturbaciones interiores, ya por el fracaso sustancial
del propósito de los cubanos de establecer su gobierno.

Con respecto a la cesión a los Estados Unidos de los terrenos necesarios
para instalar unas estaciones navales, manifestó que sólo se trataba de
obtener puntos militares estratégicos para la defensa de los dos países
frente a agresiones extranjeras y que desde dichas estaciones se miraría
siempre hacia el mar, nunca hacia el interior de Cuba; y acerca de la
Isla de Pinos, cuyo destino reservaba la enmienda para un futuro
tratado, significó que no creía que los Estados Unidos ni Cuba
adoptarían una actitud intransigente en cuanto a este asunto y que el
mismo sería dilucidado con arreglo a lo que arrojaran los documentos y
antecedentes del caso.

Estas y otras manifestaciones de menor importancia, sobre las restantes
cláusulas de la enmienda, están contenidas en el informe que rindió la
Comisión a la Asamblea Constituyente en 6 de mayo. Acompañóse a dicho
informe una copia de la carta dirigida por Mr. Platt a Mr. Root,
explicando el verdadero alcance de su famosa enmienda. He aquí dicha
carta:

                    Senado de los Estados Unidos, abril 26, 1901.

       Honorable Elihu Root, Secretario de la Guerra.

     Estimado señor:

     He recibido su comunicación de hoy, en la cual dice usted que los
     miembros de la Comisión de la Convención Constitucional Cubana
     temen que las disposiciones relativas a la intervención, hechas en
     la cláusula 3ª de la enmienda que ha llegado a llevar mi nombre,
     tengan el efecto de impedir la independencia de Cuba y en realidad
     establezcan un protectorado o suzeranía por parte de los Estados
     Unidos, y me pide que exprese mis propósitos sobre la cuestión que
     suscitan.

     En contestación diré que la enmienda fué cuidadosamente redactada
     con el propósito de evitar todo posible pensamiento de que al
     aceptarla la Convención Constitucional produciría el
     establecimiento de un protectorado o suzeranía, o en modo alguno
     mezclarse en la independencia o soberanía de Cuba; y, hablando por
     mí mismo, parece imposible que se pueda dar semejante
     interpretación a la cláusula. Creo que la enmienda debe ser
     considerada como un todo, y debe ser evidente, al leerla, que su
     propósito bien definido es asegurar y resguardar la independencia
     cubana y establecer desde luego una definida inteligencia de la
     disposición amistosa de los Estados Unidos hacia el pueblo cubano,
     y la expresa intención en aquéllos de ayudarlo, si fuere necesario,
     al mantenimiento de tal independencia.

     Estas son mis ideas, y aunque, según usted indica, yo no puedo
     hablar por todo el Congreso, mi creencia es que tal propósito fué
     bien comprendido por aquel Cuerpo.

     De usted sinceramente,

                                                    C. H. PLATT.

Varias sesiones dedicó la Convención a este asunto. Las actas de las
mismas revelan la honda preocupación que producía a los delegados el
dilema en que se encontraban, entre el propósito de mantener la
independencia absoluta, sin restricciones, y la sospecha de que la
repulsa de la enmienda pudiera suponer una demora indefinida en el
establecimiento del gobierno propio y quizás la pérdida de éste para los
cubanos. Al fin, en la sesión del día 28 de mayo se acordó, a manera de
transacción entre el ideal y la realidad, aprobar la enmienda con las
siguientes aclaraciones:

     Primera: Que las estipulaciones contenidas en las cláusulas primera
     y segunda de la Enmienda Platt son limitaciones constitucionales
     internas, que no restringen la facultad del Gobierno de la
     República de Cuba para celebrar libremente tratados políticos o
     mercantiles con cualquier nación ni sus facultades de contraer
     empréstitos y crear deudas, sino en cuanto deba sujetarse a lo que
     establece la Constitución cubana, y a lo que se declara en las dos
     mencionadas cláusulas.

     Segunda: Que la intervención a que se refiere la cláusula tercera
     no implica en manera alguna entrometimiento o ingerencia en los
     asuntos del Gobierno Cubano, y sólo se ejercerá por acción formal
     del Gobierno de los Estados Unidos para conservar la independencia
     y soberanía de Cuba cuando se viere ésta amenazada por cualquier
     acción exterior o para restablecer con arreglo a la Constitución de
     la República de Cuba un gobierno adecuado al cumplimiento de sus
     fines internos e internacionales, en el caso de que existiera un
     verdadero estado de anarquía.

     Tercera: Que la cláusula cuarta se refiere a los actos debidamente
     realizados durante la ocupación militar y a los derechos legalmente
     adquiridos a virtud de ellos.

     Cuarta: Que la cláusula quinta se contrae a las medidas y planes de
     sanidad que mutuamente se convengan entre el Gobierno de la
     República de Cuba y el de los Estados Unidos.

     Quinta: Que aunque la Isla de Pinos está comprendida en los límites
     de Cuba y regida por el mismo gobierno y administración, el
     Gobierno futuro de Cuba y el de los Estados Unidos fijarán por un
     Tratado especial la pertenencia de dicha Isla de Pinos, sin que
     esto suponga un prejuicio en contra de los derechos que Cuba tiene
     sobre ella.

     Sexta: Que en virtud de la cláusula séptima, el Gobierno de la
     República de Cuba quede habilitado para concertar con el de los
     Estados Unidos un Tratado en que se haga la concesión de carboneras
     o estaciones navales en los términos que se convengan por ambos
     Gobiernos, las cuales se establecerán con el solo y único fin de
     defender los mares de América para conservar la independencia de
     Cuba en caso de una agresión exterior así como para la propia
     defensa de los Estados Unidos.

     El Gobierno de la República de Cuba concertará al mismo tiempo un
     tratado de comercio, basado en la reciprocidad, en el que se
     aseguren mutuas y especiales ventajas para los productos naturales
     y manufacturados de ambos países en los mercados respectivos sin
     que resulte limitada la facultad de promover y convenir en lo
     futuro mayores ventajas.

Esta forma en que fué aceptada la enmienda no agradó al Gobierno de
Washington. En los primeros días del mes de junio, el Gobernador Militar
le dió traslado a la Convención de un informe enviado por el Secretario
de la Guerra, fechado en 31 de mayo, en que se decía, que era
inaceptable aquella forma, pues no bastaba con que dicha asamblea le
diera su asentimiento a la enmienda, sino que debía incorporarla a la
Constitución sin formularle aclaraciones, ya formando parte de su texto,
ya en forma de apéndice; que se debía tener presente, que por tratarse
de un estatuto aprobado por el Poder Legislativo, el Ejecutivo se tenía
que ceñir a sus términos y que si según estos, el Presidente había sido
autorizado para retirar de Cuba el Ejército cuando se hubiere
establecido un gobierno bajo una Constitución en la que figurasen como
parte de la misma, las cláusulas de la citada enmienda, sólo cuando esto
se hubiese realizado podría disponerse aquella retirada.

Planteada la cuestión en estos términos y convencidos los delegados de
que todo lo que no fuera aceptar la enmienda lisa y llanamente, sería
retardar o impedir el establecimiento de la República, en la sesión del
día 12 de junio acordaron adicionarla a la Constitución, en forma de
apéndice, sin añadirle aclaración ni comentario alguno.

Aprobada la Constitución en esa forma, hiciéronse los preparativos
necesarios para constituir la República. El día 31 de diciembre se
celebraron las elecciones, de acuerdo con una ley redactada por la
Convención Constituyente, quedando designados los Compromisarios
presidenciales y senatoriales, los miembros de la Cámara de
Representantes y los Gobernadores y Consejeros Provinciales, y en 24 de
febrero de 1902, fueron designados los señores Tomás Estrada Palma y
Luis Estévez y Romero, Presidente y Vicepresidente de la República,
respectivamente.

El día 20 de mayo el General Wood le hizo entrega del Gobierno al
Presidente electo, significándole en la ceremonia de la entrega, que el
nuevo Gobierno asumía todas y cada una de las obligaciones contraídas
por los Estados Unidos, respecto de la isla por el Tratado de París; que
se debían considerar como comprendidas en el artículo 5º de la enmienda
Platt,--a tenor del cual, Cuba asumió la obligación de realizar, en
materia de sanidad, los planes ya proyectados u otros que mutuamente se
convinieran--, las siguientes medidas y disposiciones sanitarias: el
proyecto de alcantarillado y pavimentación de la ciudad de la Habana y
el de alcantarillado y acueducto de la ciudad de Santiago de Cuba y las
disposiciones que estaban vigentes en materia de cuarentenas, así como
los Reglamentos e instrucciones de Sanidad, que regían en la ciudad de
la Habana, y que de acuerdo con la Constitución y con la Enmienda Platt,
la situación de la Isla de Pinos sería resuelta por un Tratado.

Una vez constituída la República, era necesario atender a un asunto de
excepcional importancia para su prosperidad: la determinación de las
relaciones comerciales con los Estados Unidos sobre la base de
recíprocas ventajas. Ya con anterioridad, el Gobierno de Washington
había ofrecido contribuir, por su parte, a esa finalidad. La Comisión de
la Convención Constituyente, en su visita a los Estados Unidos, a fines
del mes de abril de 1901, a que antes nos referimos, al llamarle la
atención al Secretario Root, acerca de que la Enmienda Platt desatendía
por completo el aspecto económico de las relaciones entre los dos
países, obtuvo de dicho funcionario la promesa de que ese asunto sería
atendido una vez que se constituyera la nueva nacionalidad, pero no
antes, toda vez que siendo los tratados pactos bilaterales que suponían
la personalidad jurídica de los contratantes, era necesario para que
Cuba entrara en negociaciones sobre esa materia, que se encontrara en
posesión de dicha personalidad. Esta promesa fué ratificada por el
Presidente de la República a aquella comisión, cuando ésta, cumplida su
misión, le hizo su visita de despedida, llegando hasta a ofrecerle, que
de ser posible, se le otorgarían determinados beneficios a la producción
cubana, antes de que se pactara el tratado que debía regular las
relaciones mercantiles de los dos pueblos.

El propio Root en su informe anual de 27 de noviembre de aquel año, se
refirió a dichas relaciones en éstos términos:

     Al parecer, el obstáculo principal para la futura prosperidad de la
     isla se encuentra en sus relaciones comerciales con los Estados
     Unidos, y la necesidad de obtener algún arreglo de reciprocidad
     mediante el cual se haga una concesión de los derechos arancelarios
     que los Estados Unidos en la actualidad imponen a los principales
     productos cubanos.

     Para que Cuba pueda disfrutar de verdadera prosperidad, es
     necesario que encuentre un mercado para sus productos principales,
     a saber, el azúcar y el tabaco, donde pueda venderlos con una
     utilidad razonable. En las circunstancias actuales o en
     cualesquiera circunstancias que puedan sobrevenir, donde únicamente
     Cuba puede encontrar dicho mercado para su azúcar y hasta cierto
     grado para su tabaco es en los Estados Unidos. Con arreglo a los
     preceptos vigentes de la ley arancelaria de los Estados Unidos, los
     precios que puedan alcanzarse para el azúcar y en gran parte para
     el tabaco cubano, en este mercado, no bastan a cubrir los derechos,
     costo de transporte y producción, y rendirle al productor una
     ganancia que le permita continuar con provecho la explotación de
     dichas industrias.

     Me permito aludir a una discusión sobre este asunto que aparece en
     mi informe anual de 1899, y confirmar, en vista de los dos años que
     han transcurrido, la conclusión en aquél expresada en los
     siguientes términos:

          "Como quiera que los Estados Unidos son el gran mercado para
          el azúcar cubano, y visto el hecho de que la prosperidad de
          Cuba depende de dicho mercado, es muy probable que, por más
          competente y eficaz que sea el gobierno de Cuba en cuyas manos
          entreguemos el dominio de la isla, la primera medida de
          conservación propia que aquel gobierno estará obligado a tomar
          en consideración será la de procurar obtener de los Estados
          Unidos algún arreglo arancelario por virtud del cual Cuba
          pueda vender su azúcar con alguna utilidad. La incertidumbre
          de si puede o no realizarse dicho arreglo en la actualidad,
          constituye un obstáculo para que en Cuba tenga lugar un
          renacimiento de la industria azucarera. No cabe duda de que
          cuando los representantes de ambos países discutan la cuestión
          de las futuras relaciones entre este país y Cuba, los Estados
          Unidos tratarán generosamente en todos sentidos al pueblo por
          el cual han hecho tan grandes sacrificios."

          Confiando en que habían de ser tratados con un espíritu de
          equidad y largueza por parte de los Estados Unidos, los
          hacendados cubanos han hecho grandes esfuerzos para
          reconstruir su gran industria, y han aumentado su producción
          de azúcar de 308,000 toneladas, hechas en 1899, a 615,000
          toneladas en 1900, en tanto que la producción del presente año
          se calcula en algo más de 800,000. Estimulados por nuestros
          consejos y confiando en nuestra buena amistad, han luchado con
          perseverancia por desquitarse de los desastres que su patria
          ha sufrido. Todo el capital que tenían o que pudieron
          conseguir prestado, se ha invertido en la reconstrucción de
          sus maquinarias y resiembra de sus terrenos. Más de la mitad
          del pueblo de la isla depende directa o indirectamente del
          éxito de la expresada industria. Si esta industria logra
          reconstruirse, podemos esperar días de paz, de abundancia y de
          orden nacional, y la felicidad de un pueblo libre y contento
          para recompensar dignamente el sacrificio de las vidas y el
          tesoro americanos, gracias a los cuales logró Cuba su
          libertad. Si por desgracia fracasa la reconstrucción de dicha
          industria, es lógico esperar que los campos volverán a verse
          yermos, las maquinarias otra vez desmanteladas, el gran cuerpo
          de obreros se quedará sin empleo, y la pobreza y la inanición,
          el desorden y la anarquía sobrevendrán; que las beneficencias
          y las escuelas que hemos estado construyendo no encontrarán
          los medios necesarios para su sostenimiento y tendrán que
          cesar; que las medidas y precauciones sanitarias que han hecho
          que ya Cuba no sea una fuente temida de epidemias, sino una de
          las islas más salubres del mundo, tendrán que abandonarse por
          necesidad, y nuestros puertos del Atlántico tendrán que sufrir
          otra vez el daño causado al comercio, y el mantenimiento de
          estaciones de cuarentena, cuyo costo anual asciende a
          millones.

          Cuba ha accedido a que tengamos el derecho de decir que jamás
          se pondrá en manos de ninguna otra potencia extranjera, sean
          cuales fueren sus necesidades, al derecho que tenemos para
          insistir en el mantenimiento de un gobierno libre y de orden
          en todos sus límites, por más corolario de este derecho existe
          el deber y la más sagrada obligación de tratarla no como a un
          enemigo, ni tampoco como un rival comercial, sino con una
          generosidad que, ejercida hacia ella, no sea más que justicia,
          y finalmente, amoldar nuestras leyes de tal manera, que
          contribuyan tanto a su bienestar como al nuestro.

          Nuestro deber hacia Cuba puede cumplirse haciendo con ella el
          arreglo arancelario recíproco que el Presidente Mac Kinley
          recomendó en las últimas palabras que dirigió a sus
          conciudadanos en Buffalo el día 5 de septiembre. Bastará
          efectuar una rebaja equitativa en los derechos que imponemos
          al azúcar y tabaco cubanos, a cambio de rebajas equitativas y
          correspondientes de derechos cubanos sobre productos
          americanos, y recomiendo encarecidamente que se haga dicho
          arreglo cuanto antes. No implicaría ningún sacrificio, sino
          que sería tan beneficioso para nosotros como para Cuba. El
          mercado para productos americanos en un país que cuenta con
          una población, una riqueza y elementos para comprar como los
          que Cuba poseería si disfrutase de la debida
          prosperidad--elementos que están asegurados, además, por las
          ventajas que ofrecen los derechos de preferencia--contribuiría
          mucho más a nuestra prosperidad que lo que podría hacerlo la
          parte de los derechos que se nos exigiría que cediésemos.

          Una gran parte de los $37,000.000 de mercancías que Cuba
          importa en la actualidad de otros países, además de lo que
          importa de los Estados Unidos, y la cantidad mucho mayor que
          importaría si gozase de verdadera prosperidad, debieran ir, y
          mediante un arreglo recíproco, equitativo, han de ir
          inevitablemente de los Estados Unidos. El examen de las tablas
          que aparecen en el Apéndice A, muestra que el año pasado Cuba
          compró géneros de algodón por valor de más de $6,000.000, de
          los cuales nosotros le vendimos menos de $500,000; géneros de
          lana por valor de cerca de $700,000, de los cuales le vendimos
          menos de $22,000; más de $2,000.000 de fibras vegetales y sus
          manufacturas, de los cuales sólo le vendimos $171,000; vinos
          por valor de más de $2,700.000, de los cuales sólo le vendimos
          $329,000; géneros de seda por valor de más de $526.000, de los
          cuales sólo le vendimos $24,000; aceites, etc., por valor de
          cerca de $2,598.000, de los cuales sólo le vendimos $713,000;
          drogas y sustancias químicas etc., por valor de $1,053.000, de
          los cuales sólo le vendimos $422.000; animales y productos
          animales por valor de $8,476.000, de los cuales no le vendimos
          más que $1,994.000; manufacturas de cuero por valor de
          $1,638.000, de los cuales no le vendimos más que $405,000;
          arroz por valor de $3,335.000, del cual no le vendimos más que
          $3.000. El conjunto, prácticamente, de estos artículos, de los
          cuales le suministramos una parte tan pequeña, debieron haber
          procedido de los campos y fábricas de los Estados Unidos.

          Prescindiendo de la obligación moral que aceptamos cuando
          lanzamos a España fuera de Cuba, y prescindiendo, asimismo, de
          las consideraciones de orden ordinario, de las ventajas
          comerciales que implica un tratado de reciprocidad, existen
          las más poderosas razones de política pública americana que
          nos sugieren esta medida: puesto que la paz de Cuba es
          necesaria a la de los Estados Unidos, la salud de Cuba es
          necesaria a la de los Estados Unidos y la independencia de
          Cuba también es necesaria para la seguridad de los Estados
          Unidos. Las mismas consideraciones que nos indujeron a
          declararle la guerra a España, exigen en la actualidad que se
          haga un arreglo comercial por virtud del cual se asegure la
          existencia industrial de Cuba. El estado de las industrias
          azucarera y tabaquera ya es tal, que es de desear que el
          Congreso tome una resolución terminante sobre este asunto, lo
          más pronto posible.

De acuerdo con tales promesas, el día 11 de diciembre de 1902 se
concertó en la ciudad de la Habana un tratado de reciprocidad comercial
entre los dos países y canjeadas las ratificaciones en Washington,
comenzó a regir en 27 de diciembre de 1903.

Se convino por este Tratado,--que habría de regir durante cinco años y
después de año en año, hasta que una de las partes le notificara a la
otra su propósito de darlo por terminado--que en ambos países se
continuarían admitiendo libres de derechos, los productos que hasta ese
momento disfrutaban de ese beneficio, estipulándose con respecto a los
demás, una rebaja del 20, del 25, del 30 y hasta del 40 por ciento, para
determinados artículos.

Son incalculables los beneficios que ha recabado Cuba de ese Tratado,
así como el impulso que merced al mismo ha recibido el comercio entre
los dos países. Basta decir, que ya antes de la guerra europea, ocupaba
Cuba el quinto lugar en importancia en la lista de los países que
comerciaban con los Estados Unidos. Chester Lloyd Jones, Profesor de
Ciencia Política en la Universidad de Wisconsin, dice en su obra
_Caribbean Interests of the United States_, que mientras en la
generalidad de las Antillas no ha progresado la industria azucarera, en
Cuba ha alcanzado un desarrollo enorme, agregando que a este hecho han
contribuído el estado de paz de que ha disfrutado la isla después de la
guerra con España, que ha servido para brindarle garantías al capital,
la estabilidad que le restituyó al mercado azucarero la convención de
Bruselas, la seguridad de que merced a la enmienda Platt los disturbios
quedan reducidos a su menor expresión y por último, el tratado comercial
de 1903, que vino a sancionar en el orden político lo que era una
realidad desde el punto de vista geográfico, esto es, que en los Estados
Unidos estaba el mercado natural de la producción cubana.

La séptima de las estipulaciones contenidas en la enmienda Platt, o
séase la relativa a que el gobierno de Cuba vendería o arrendaría a los
Estados Unidos las tierras necesarias para estaciones carboneras o
navales, en ciertos puntos que se convendrían con el Presidente de los
Estados Unidos, fué objeto de un tratado que suscribieron, en la ciudad
de la Habana el Presidente Estrada Palma, en 16 de febrero de 1903 y en
la de Washington el de los Estados Unidos, en 23 del propio mes y año.
Por este tratado la República de Cuba le dió en arrendamiento a los
Estados Unidos por el tiempo que las necesitaren y para el objeto de
establecer en ellas estaciones carboneras o navales, dos extensiones,
parte de tierra y parte de mar, situadas, una en Guantánamo, en la costa
sur, y otra en Bahía Honda, en la costa norte; estipulándose que los
Estados Unidos ejercerían jurisdicción y señorío completo sobre dichas
áreas, sin perjuicio de la continuación de la soberanía definitiva de la
República de Cuba sobre las mismas.

La estación naval de Guantánamo fué establecida; no así la de Bahía
Honda.

Otra convención no menos importante se suscribió en la Habana, ese mismo
año, entre el Gobierno de los Estados Unidos y el de Cuba: un tratado de
carácter permanente, en el cual, de acuerdo con lo dispuesto en el
artículo VIII de la enmienda Platt, se consignaron las diversas
cláusulas o disposiciones de dicha enmienda.

Cuatro años después de constituída la República y en muy dolorosas
circunstancias, se hizo aplicación del artículo 3º de la enmienda Platt,
alusivo al ejercicio del derecho de intervención por parte del gobierno
de los Estados Unidos. El día 23 de septiembre del año 1905 se
celebraron elecciones generales. El Partido Moderado defendía la
reelección del Sr. Tomás Estrada Palma y el Partido Liberal sostenía la
candidatura del General José Miguel Gómez. La campaña electoral se
desenvolvió en medio de una intensa agitación; el mayor encono existía
entre los dos bandos. El Sr. Estrada Palma fué proclamado Presidente y
los liberales, alegando que su victoria era producto del fraude, a
mediados del mes de agosto del año 1906, se levantaron en armas en las
provincias de Pinar del Río, Habana y Las Villas. El Sr. Estrada Palma,
cuyo gobierno se había caracterizado por su excelente administración,
sobre todo por la escrupulosidad en el manejo de los fondos públicos, se
negó a pactar con los rebeldes. El día 8 de septiembre, considerándose
impotente para sofocar la revolución, interesó del Presidente Roosevelt,
por mediación del Cónsul de los Estados Unidos, Mr. Frank Steinhart, el
envío de dos barcos de guerra, uno a la Habana y otro a Cienfuegos.

A esa solicitud contestó Mr. Robert Bacon, Secretario interino de
Estado, diciendo en un despacho cablegráfico fechado el día 10, que los
dos barcos habían sido enviados, pero significando al propio tiempo, que
la intervención habría de producir en los Estados Unidos un efecto
desastroso, que de efectuarse habría de ser con el mayor desagrado y que
se debía esperar a que se evidenciara, que el gobierno era impotente
para sofocar la revolución; siendo preferible entonces, antes que la
intervención, que el gobierno celebrara un convenio con los alzados en
armas.

Dos días después el Presidente Estrada Palma se dirige al gobierno de
Washington, por mediación también del Cónsul Steinhart, manifestando que
la rebelión había tomado incremento y que el gobierno era impotente para
sofocarla, por lo cual pedía que se decretara la intervención y que se
enviaran fuerzas militares para defender las vidas y las propiedades. El
día 14 llegó al puerto de la Habana el crucero "Denver", desembarcando
125 hombres con objeto de proteger los intereses americanos, los mismos
que al día siguiente fueron reembarcados. En esta misma fecha el
Presidente Estrada Palma, reitera una vez más la petición de
intervención, por no poder impedir la entrada de los rebeldes en las
ciudades y la destrucción de las propiedades. A tales instancias,
contesta el Presidente Roosevelt con una notable carta dirigida al Sr.
Gonzalo de Quesada, Ministro de Cuba en Washington y que no fué otra
cosa que una patriótica exhortación a los cubanos para que ahogaran sus
diferencias y colocaran a la República por encima de sus ambiciones.
Sobrados títulos tenía el insigne Roosevelt para hablar en tales
términos, si se recuerda que había peleado por la independencia en los
campos de Santiago de Cuba, y que después, siendo Presidente de los
Estados Unidos, dejó los destinos de la Isla en manos de sus hijos. He
aquí dicha carta:

                          Oyster Bay, N. Y., septiembre 14, 1906.

     Estimado señor Quesada:

     Le escribo en estos momentos de crisis por que atraviesa la
     República de Cuba, no simplemente porque sea usted el Ministro de
     Cuba acreditado cerca de este Gobierno, sino porque usted y yo,
     íntimamente, concurrimos juntos a la misma labor, en aquella época
     en que los Estados Unidos intervinieron en los asuntos de Cuba, con
     el resultado de convertirla en una nación independiente. Usted sabe
     muy bien cuán sinceros son mis sentimientos de afecto, admiración y
     respeto a Cuba. Usted sabe que jamás he hecho ni haré jamás nada
     tampoco respecto a Cuba que no sea inspirado en un sincero
     miramiento en favor de su bienestar. Usted se da cuenta asimismo
     del orgullo que he sentido por haberme cabido la satisfacción, como
     Presidente de esta República, de retirar las tropas americanas que
     ocupaban la isla y proclamar oficialmente su independencia, a la
     vez que le deseaba todo género de venturas en la carrera que le
     tocaba emprender como república libre. Yo deseo ahora, y por
     mediación de usted, decir una palabra de solemne advertencia a su
     pueblo, que tiene en mí a quien mejores deseos pudiera abrigar en
     su favor.

     Durante siete años Cuba ha disfrutado de un estado de paz absoluto
     y su prosperidad se ha desarrollado de una manera lenta pero
     segura. Cuatro años también han trascurrido durante los cuales esa
     paz y esa prosperidad se consolidaban bajo su gobierno propio e
     independiente. Esa paz, esa prosperidad y esa independencia se
     encuentran ahora amenazadas; porque de todos los males que pueden
     caer sobre Cuba, es el peor de todos el de la anarquía en que la
     precipitarán seguramente, así la guerra civil como los simples
     disturbios revolucionarios.

     Quienquiera que sea responsable de la revolución armada y de los
     desmanes que durante ella se cometan; quienquiera que sea
     responsable, en cualquier sentido, del actual estado de cosas que
     ahora prevalece, "es enemigo de Cuba"; y resulta duplicada la
     responsabilidad del hombre que, alardeando de ser un campeón
     especial de la independencia de Cuba, da "un paso que pueda hacer
     peligrar esa independencia". Porque no hay más que una sola manera
     de hacer peligrar la independencia de Cuba, y es que el pueblo
     cubano demuestre su incapacidad para continuar marchando por la
     senda de un progreso ordenado y pacífico.

     Nada le pide esta nación a Cuba que no sea la continuación de su
     desenvolvimiento en la medida que lo ha realizado durante los
     últimos siete años transcurridos: que conozca y practique la
     libertad ordenada, la cual proporcionará, seguramente, a la hermosa
     "Reina de las Antillas", en creciente medida, la paz y la
     prosperidad. Nuestra intervención en los asuntos de Cuba demuestra
     que ha caído en el hábito insurreccional y que carece del necesario
     dominio propio para asegurar pacíficamente el Gobierno propio, así
     como que sus facciones contendientes han sumido al país en la
     anarquía.

     Solemnemente conjuro a los patriotas cubanos para que, unidos
     estrechamente, ahoguen todas sus diferencias, todas sus ambiciones
     personales, y recuerden solamente que el "único medio de conservar
     la independencia y la República es evitando a todo trance que surja
     la necesidad de una intervención del exterior, rescatándola de la
     anarquía y de la guerra civil."

     Espero ardientemente que estas palabras de apelación mías, vertidas
     en nombre del pueblo americano,--el amigo más firme de Cuba y el
     mejor intencionado hacia ella que pueda existir en el mundo--serán
     interpretadas rectamente, serán seriamente consideradas, y se
     procederá de acuerdo con ellas; en la seguridad de que si así se
     hiciere, quedará asegurada la permanente independencia de Cuba y
     también su éxito permanente como República.

     En virtud del tratado que existe con el Gobierno de usted, yo, como
     Presidente de los Estados Unidos, tengo un deber en este asunto que
     no puedo eludir. El artículo tercero de ese tratado confiere
     esplícitamente a los Estados Unidos el derecho de intervenir para
     el mantenimiento en Cuba de un Gobierno adecuado a la protección de
     las vidas, de las propiedades y de la libertad individual. El
     tratado que confiere ese derecho es ley suprema de la nación y me
     inviste del derecho y de los medios para llevar a cabo el
     cumplimiento de la obligación en que me encuentro de proteger los
     intereses americanos.

     La información de que dispongo me demuestra que los lazos sociales
     en toda la extensión de la Isla han sido relajados de tal manera,
     que no hay ya seguridad para la vida, para la propiedad, ni para la
     libertad individual. He recibido noticias auténticas de los
     perjuicios sufridos por las propiedades americanas y de la
     destrucción que se ha llevado a cabo en algunas de ellas. _Es pues
     imperativo, a mi juicio, para el bien de Cuba, que cesen
     inmediatamente las hostilidades y que se lleve a cabo algún arreglo
     que asegure la permanente pacificación de la Isla._

     Mando al efecto a la Habana al Secretario de la Guerra, Mr. Taft, y
     al Subsecretario de Estado, Mr. Bacon, como representantes
     especiales de este Gobierno, a fin de que presten la cooperación
     que sea posible para la prosecución de esos fines. Yo esperaba que
     Mr. Root, el Secretario de Estado, hubiera podido hacer alto en la
     Habana a su regreso de la América del Sur; pero la aparente
     inminencia de la crisis me impide demorar esta acción por más
     tiempo.

     Deseo por su mediación comunicarme de esta manera con el Gobierno y
     con el pueblo cubano. Y le envío, en su consecuencia, una copia de
     esta carta, para que se sirva remitirla al Presidente señor Estrada
     Palma; ordenando al mismo tiempo la inmediata publicidad de la
     misma.

     De usted sinceramente,

                                             THEODORE ROOSEVELT.

    Señor don Gonzalo de Quesada, Ministro de Cuba.

Pareció en los primeros momentos, que esta carta causaba el efecto que
se propuso su autor: por lo pronto, el día 16 el Gobierno acordaba la
suspensión de las hostilidades y otro tanto hacían los revolucionarios
al día siguiente; pero no fué así: las esperanzas puestas en una
"solución cubana" que evitara el sonrojo de una intervención, quedaron
desvanecidas.

El día 19 de septiembre llegan a la Habana el Secretario de la Guerra
Mr. William H. Taft y el Subsecretario de Estado Mr. Robert Bacon,
designados por el Presidente Roosevelt para buscar una avenencia entre
el gobierno y los revolucionarios. Puestos al habla dichos comisionados
con estos últimos, les aceptaron las siguientes bases que los mismos
hubieron de proponerles:

     La renuncia de todos los Gobernadores de provincia, Consejeros
     Provinciales, Senadores y Representantes que fueron elegidos en las
     últimas elecciones.

     La reposición de aquellos Ayuntamientos liberales que fueron
     destituidos gubernativamente, excepción hecha del Ayuntamiento de
     la Habana, que según Mr. Taft, está constituído por personas
     ajenas a la política activa y que son de gran moralidad y respeto.

     Que antes del primero de noviembre se redacte la Ley de
     constitución de las municipalidades por una comisión formada por
     tres abogados del Partido Liberal y otros tres del Partido Moderado
     y uno americano, sobre la base de la autonomía de los municipios.

     Que se reforme la ley electoral vigente por adolecer de grandes
     defectos, reconociendo el derecho de las minorías y que se celebren
     nuevas elecciones con arreglo a aquélla el día primero de enero
     próximo, para cubrir los cargos de los que renunciaren, bajo la
     garantía de una comisión mixta que entenderá en todo lo relacionado
     con las elecciones y que estará intervenida también por los
     americanos.

     La adopción de una ley que garantice la inamovilidad de los
     empleados civiles. Ley que asegure la independencia del poder
     judicial.

     Y por último, la constitución de un gabinete formado por personas
     de distinción, sin atender a la filiación política que tuvieren.

Estas condiciones fueron rechazadas por el Sr. Estrada Palma, por
estimarlas contrarias a su decoro personal y a la dignidad del gobierno
de su presidencia, según carta que dirigió a los comisionados en 25 de
septiembre, en la que además les expuso la determinación de renunciar su
cargo, en vista de que el propósito de ellos no era otro que el de
obtener la paz a toda costa. En esta situación, el Presidente Roosevelt
exhorta al Sr. Estrada Palma, para que no abandone la presidencia, en
los términos que constan de la siguiente comunicación:

     Presidente Palma: Muy sinceramente le pido que sacrifique sus
     sentimientos en el altar del bien de su patria y ceda ante la
     petición de Mr. Taft, continuando en la Presidencia el espacio de
     tiempo que a su juicio sea suficiente para inaugurar el nuevo
     gobierno temporal, bajo el que puedan cumplirse las bases de la
     paz. Yo he mandado a Misters Taft y Bacon a Cuba por los reiterados
     telegramas de usted diciendo que dimitiría, que su decisión era
     irrevocable y que no podía seguir en el gobierno.

     Es evidente que en las condiciones actuales su gobierno no puede
     subsistir y que ningún esfuerzo bastaría para mantenerlo o para
     dictar las condiciones que usted señala acerca del nuevo gobierno;
     sólo significaría el desastre y quizás la ruina de Cuba. Bajo su
     mando de usted por espacio de cuatro años, Cuba ha sido República
     independiente. Yo le conjuro por su propia buena fama, a que no se
     conduzca de modo que la responsabilidad, si resultase alguna,
     pudiera ser echada sobre usted. Imploro que usted proceda de manera
     que aparezca que usted, al menos, se ha sacrificado por su país y
     que cuando usted abandone su cargo deje a su país libre todavía. En
     tal caso no sería usted responsable si desgraciadamente cayeran
     nuevos desastres sobre Cuba. Usted habrá cumplido como debía, como
     caballero y como patriota, si procede en esto en la forma que
     previene Mr. Taft y como le suplico muy ardientemente que lo
     haga.--THEODORE ROOSEVELT.

El Sr. Estrada Palma no desistió de su actitud. Ante el Congreso,
reunido en 28 de septiembre, hizo renuncia de su cargo. Celebróse la
sesión en las horas de la tarde y se acordó un receso hasta las nueve de
la noche, así como el nombramiento de una comisión encargada de obtener
del Presidente que retirara su renuncia. La gestión de esta comisión no
produjo el resultado apetecido y como determinaran los moderados no
concurrir a la sesión nocturna, no se pudo reunir nuevamente el
Congreso, y al quedar acéfalo el gobierno, Mr. Taft resolvió, aquella
misma noche, asumir su ejercicio, dando a la publicidad al otro día la
siguiente proclama que apareció en la Gaceta Oficial:

     Al pueblo de Cuba:

     El no haber el Congreso tomado acuerdo en cuanto a la renuncia
     irrevocable del Presidente de la República de Cuba o elegido un
     sustituto, deja a este país sin gobierno en una época en que
     prevalece gran desorden; y se hace necesario, de acuerdo con lo
     pedido por el Presidente Palma, que se tomen las medidas debidas en
     nombre y por autoridad del Presidente de los Estados Unidos, para
     restablecer el orden, proteger las vidas y propiedades en la Isla
     de Cuba y cayos adyacentes y con este fin establecer un gobierno
     provisional.

     El Gobierno provisional establecido por la presente, por orden y en
     nombre del Presidente de los Estados Unidos, sólo existirá el
     tiempo que fuere necesario para restablecer el orden, la paz y la
     confianza pública y una vez obtenidas éstas, se celebrarán las
     elecciones para determinar las personas a las cuales deba
     entregarse de nuevo el gobierno permanente de la República.

     En lo que sea compatible con el carácter de un gobierno provisional
     establecido bajo la autoridad de los Estados Unidos, éste será un
     gobierno cubano, ajustándose en lo que fuere posible a la
     Constitución de Cuba. La bandera cubana se enarbolará como de
     costumbre en los edificios del Gobierno de la Isla. Todos los
     Departamentos del Estado, los Gobiernos provinciales y municipales,
     incluso el de la ciudad de la Habana, funcionarán en igual forma
     que bajo la República de Cuba. Los Tribunales seguirán
     administrando justicia y continuarán en vigor todas las leyes que
     no sean inaplicables por su naturaleza, en vista del carácter
     temporal y urgente del Gobierno.

     El Presidente Roosevelt ha anhelado obtener la paz bajo el Gobierno
     Constitucional de Cuba y ha hecho esfuerzos inauditos por evitar la
     presente medida. Demorar más, sin embargo, sería peligroso.

     En vista de la renuncia del Gabinete, hasta nuevo aviso, los Jefes
     de los diferentes Departamentos se dirigirán a mí para recibir
     instrucciones, incluso el mayor General Alejandro Rodríguez, Jefe
     de la Guardia Rural y demás fuerzas regulares del Gobierno y el
     Tesorero de la República General Carlos Roloff.

     Hasta nuevo aviso los gobernadores civiles y alcaldes también se
     dirigirán a mí para recibir órdenes.

     Pido a todos los ciudadanos y residentes en Cuba que me apoyen en
     la obra de restablecer el orden, la tranquilidad y confianza
     pública.

     W. H. TAFT.--Secretario de la Guerra de los Estados Unidos.
     Gobernador Provisional de Cuba.

Sólo unos días fungió el Secretario de la Guerra de Gobernador
Provisional: el tiempo que se necesitó para que Mr. Charles E. Magoon,
nombrado para sucederle, se hiciera cargo de dicho puesto, lo que
ocurrió el día 13 de octubre.

El día 24 de diciembre del año que nos ocupa, el Gobernador Provisional
tuvo una iniciativa plausible, la de formar una Comisión Consultiva,
integrada por nueve cubanos, pertenecientes a los diversos partidos
políticos y por dos abogados americanos, y presidida por Mr. E. H.
Crowder, entonces Coronel del Estado Mayor General del Ejército de los
Estados Unidos. Dicha Comisión debía formular y proponerle al Gobierno
provisional las siguientes leyes, indispensables al buen funcionamiento
del orden constitucional, según se había hecho notar en los cuatro
primeros años de vida republicana: la Electoral, las Orgánicas del Poder
Ejecutivo, del Poder Judicial, de las Provincias y de los Municipios y
la del Servicio Civil.

Aprobadas todas esas leyes, en 14 de noviembre de 1908, se celebraron
elecciones generales, siendo elegido Presidente el General José Miguel
Gómez, que tomó posesión de su cargo el día 24 de febrero del año
siguiente; cesando en esta fecha el gobierno provisional.

Durante el último año de la presidencia del General Gómez, ocurrió una
rebelión racista que el gobierno sofocó con sus propios recursos,
declinando el ofrecimiento que le hizo el de Washington de prestarle la
cooperación que fuera necesaria.

Algunos años más tarde, de nuevo ocurrieron disturbios con motivo de las
elecciones generales de 1º de noviembre de 1916. Los conservadores
defendían la reelección del General Mario Menocal, en la Presidencia de
la República y los liberales a su vez, mantenían la candidatura del
Doctor Alfredo Zayas. Practicados los escrutinios se vió que el triunfo
había favorecido al Partido Conservador en las provincias de Pinar del
Río y Matanzas y al Liberal en las de la Habana y Camagüey. En las dos
provincias restantes, Las Villas y Oriente, los organismos
correspondientes anularon las elecciones celebradas en determinados
colegios. Era necesario esperar el resultado de estas elecciones para
que quedara decidido el triunfo.

Los liberales iban a esas elecciones parciales en mejores condiciones
que los conservadores: el resultado de las votaciones aprobadas en
dichas dos provincias, Las Villas y Oriente, les auguraba el triunfo de
manera ostensible, con poco esfuerzo. Esto no obstante, desde que se
supo que era necesario celebrar elecciones parciales, los liberales
dieron muestras de gran inquietud, atribuyéndole al Gobierno el
propósito de ganar las elecciones por todos los medios. La excitación
que reinaba en los círculos políticos hacía presagiar días tristes para
la República. En esta situación, el día 11 de febrero de 1917, el
Ministro de los Estados Unidos en la Habana, Mr. William E. González, le
hizo entrega al Presidente de la República de un Mensaje suscrito por
Mr. Robert Lansing, Secretario de Estado en el Gobierno de Washington,
que encerraba algo así como una invocación patriótica a los partidos
cubanos para que la controversia se mantuviera dentro de la ley. He aquí
los términos de dicho mensaje:

     El Gobierno de los Estados Unidos, en vista de sus relaciones con
     la República de Cuba y por razón de los deberes que le impone el
     acuerdo entre los dos países, observa con no poco cuidado la
     cuestión de las nuevas elecciones en la provincia de Santa Clara,
     las cuales según informes se llevan a cabo para ejecutar las leyes
     encaminadas a arreglar las disputas electorales, leyes sobre las
     que debe descansar el Gobierno constitucional. En este caso se
     tiene entendido que la ley provee que las disputas electorales
     deberán ser resueltas por una comisión central con apelación al
     Tribunal Supremo de Cuba, y finalmente, si la cuestión no queda
     resuelta, por una nueva elección en los distritos que estén aún en
     disputa.

     El Gobierno de los Estados Unidos abriga la confianza de que ambos
     partidos están tratando de hacer todo lo posible por arreglar sus
     diferencias por los medios que otorga la ley y sin recurrir a
     métodos que producirían una perturbación en toda la República, y
     vería con gran satisfacción que se invocaran los procedimientos
     judiciales establecidos por el pueblo de Cuba, especialmente en
     estos instantes en que gran parte del mundo está envuelto en un
     conflicto armado. Tal arreglo de sus dificultades representarían
     sin duda un hermoso ejemplo ante el mundo ofreciendo un caso en que
     las divergencias se resuelven por la ley en lugar de las armas.

     El Gobierno de los Estados Unidos, como amigo de la República de
     Cuba, desea hacer notar que las diferencias electorales no han sido
     desconocidas en su propio territorio, en las que el sentimiento
     partidarista subió a un alto grado de animosidad, y desea traer a
     la memoria que esas disputas siempre han sido resueltas por medios
     legales y pacíficos. El caso más notable que ha ocurrido en los
     Estados Unidos fué la controversia Hay-Tilden, en la cual la
     maquinaria electiva legalmente establecida resolvió finalmente en
     favor del candidato que tenía la minoría del voto popular. Esta
     controversia probó claramente que el patriotismo se elevó y afirmó
     por los recursos de ley antes que por la fe en las armas.

     El Gobierno de los Estados Unidos, mejor que ninguna otra nación,
     conoce el patriotismo del pueblo cubano, y recordando los actos
     patrióticos realizados por los héroes cubanos en sus luchas por la
     libertad, confía en que el mismo espíritu patriótico prevalecerá en
     el arreglo de la presente disputa electoral, y que se mostrará así
     en la fe implícita, en los medios legales que han sido establecidos
     para el arreglo de tales cuestiones.

     Teniendo en cuenta el interés que este Gobierno siente por el
     futuro de Cuba como nación altamente avanzada en patriotismo y en
     desarrollo social, se siente ansioso porque todos los partidos
     conozcan que sus procedimientos se siguen por los Estados Unidos
     con la mayor atención y con la esperanza confiada de que los medios
     que da la Constitución cubana y las leyes estatuídas para este
     propósito producirán como lógico resultado un apacible y
     satisfactorio arreglo de las actuales dificultades.

Este Mensaje fué contestado por el Secretario de Estado de Cuba, Dr.
Pablo Desvernine, por medio de una nota que entregó al Ministro Mr.
González concebida en estos términos:

     Me ha entregado el Señor Presidente el Memorandum que con fecha de
     hoy recibió personalmente de Vuestra Excelencia e inmediatamente me
     ha dado instrucciones para contestarlo, manifestando a Vuestra
     Excelencia que alguna información errónea debe haberse dado al
     Gobierno de los Estados Unidos cuando ha creído necesario expresar
     al Señor Presidente su ansiedad, respecto a las elecciones que
     próximamente habrán de celebrarse en la provincia de Santa Clara
     (Villas) y de recordarle las disposiciones legales que aquí regulan
     la materia electoral.

     El Gobierno de Cuba no ha ejecutado ni pensado ejecutar acto alguno
     que no se haya ajustado siempre a las disposiciones vigentes, y por
     su parte nada seguramente hará que sea contrario a las leyes y a la
     justicia; pero precisamente por su empeño en que se cumplan esas
     leyes, tampoco habrá de permitir que nadie aquí perturbe el orden
     legal o intente con procedimiento de fraude o violencia alterar el
     proceso legal a que deben ajustarse las elecciones según las leyes;
     y reprimirá con energía cualquier conato de ilegalidad en ese
     sentido, como está ya procediendo por medio de los Tribunales
     competentes en la causa criminal que se ha iniciado por haberse
     descubierto una conjura o conspiración tramada al parecer, contra
     la vida del señor Presidente de la República.

El Partido Liberal se impacientó; no quiso esperar pacíficamente el
resultado de las elecciones parciales y desesperando de las vías
legales, se alzó en armas el propio día en que se recibía el antes
citado mensaje. Esta apelación a la violencia fué muy mal recibida en
las esferas del gobierno de Washington, como lo demuestra la nota que
tres días después se recibió en la Cancillería Cubana y que decía así:

     El Gobierno de los Estados Unidos ha recibido con la mayor
     aprensión los informes que le han llegado en el sentido de existir
     en varias provincias una insurrección organizada contra el Gobierno
     de Cuba y que los insurrectos se han apoderado de algunas
     poblaciones. Noticias, como éstas de rebeldía contra el Gobierno
     constituído no pueden considerarse sino del carácter más grave dado
     que el Gobierno de los Estados Unidos ha otorgado su confianza y
     apoyo únicamente a los gobiernos establecidos por medios legales y
     constitucionales.

     En los últimos cuatro años el Gobierno de los Estados Unidos, ha
     venido declarando clara y terminantemente su actitud en lo tocante
     al reconocimiento de gobiernos que suban al Poder por la revolución
     y otros medios ilegales y desea en estos momentos acentuar su
     actitud respecto de la situación reinante en Cuba. Su tradicional
     amistad para el pueblo de Cuba se ha demostrado en repetidas
     ocasiones y los deberes que le impide el convenio vigente entre
     ambos países obligan al Gobierno de los Estados Unidos a aclarar
     ahora su política futura.

Pocos días después el Gobierno de Washington reprobaba de nuevo la
revolución por medio de la siguiente nota que dió a la publicidad el
Ministro Mr. González, siguiendo instrucciones de dicho gobierno:

     Apenas se hace necesario consignar que los acontecimientos de la
     semana última relacionados con la insurrección contra el Gobierno
     de Cuba han sido objeto de la más estrecha observación por parte
     del Gobierno de los Estados Unidos, el que habiendo definido en
     declaraciones anteriores, su actitud respecto de la confianza y
     apoyo que presta a los gobiernos constitucionales, de la política
     que ha adoptado hacia la perturbación de la paz por medio de
     empresas revolucionarias, desea otra vez informar al pueblo de Cuba
     su actitud frente a los actuales sucesos, a saber:

     1.--El Gobierno de los Estados Unidos apoya y sostiene al Gobierno
     constitucional de la República de Cuba.

     2.--La actual insurrección armada contra el Gobierno constitucional
     de Cuba se considera por el Gobierno de los Estados Unidos como un
     acto ilegal y anticonstitucional, que no tolerará.

     3.--A los jefes de la revuelta se les hará responsables de los
     daños personales que sufran los extranjeros y asimismo de la
     destrucción de la propiedad extranjera.

     4.--El Gobierno de los Estados Unidos estudiará detenidamente la
     actitud que deba adoptar respecto de aquellas personas relacionadas
     con los que tomen participación en la actual perturbación de la paz
     de la República de Cuba.

          WILLIAM E. GONZÁLEZ, Ministro de los EE. UU. de América.

El apoyo del gobierno norteamericano hubo de traducirse en otros actos.
En los primeros días del mes de marzo, hallándose la ciudad de Santiago
de Cuba en poder de los rebeldes, el Comandante del Crucero americano
"San Francisco", hizo desembarcar doscientos hombres y una vez en tierra
este contingente, le exigió al jefe de aquéllos que abandonara la
ciudad.

El resultado de la contienda armada fué favorable al gobierno. La
rebelión fué sofocada y como se celebraran elecciones parciales durante
estos acontecimientos y de la misma se retrajesen los liberales, su
resultado decidió la elección en favor del General Menocal.

No pasó mucho tiempo antes de que el gobierno de Washington se
preocupara nuevamente de nuestros asuntos políticos. Poco después de
celebradas las elecciones de 1º de noviembre de 1918, en la que se
renovó la mitad de la Cámara y de los Consejos Provinciales y
Ayuntamientos, o séase, a mediados del mes de febrero de 1919, el
Ministro de los Estados Unidos en la Habana, hizo público, por medio de
la prensa, que por invitación del Presidente Menocal el Mayor General E.
H. Crowder, se trasladaría a Cuba para dirigir la revisión del censo de
población y la reforma de la Ley Electoral, a fin de asegurar la
celebración de unas elecciones honradas.

Pocas semanas después llegaba a la Habana el General Crowder y bajo su
dirección, una comisión, integrada por miembros de ambas Cámaras, se
dedicó al estudio de la Ley Electoral y de otros cuerpos legales de
carácter político, que demandaban ser reformados para eliminar
determinados males. Esa Comisión reformó la Ley Electoral y la del Poder
Judicial y redactó una Ley del Censo y otra sobre Indultos y a mediados
del año antes citado, el Congreso aprobaba y sancionaba después el
Presidente, tales medidas legislativas.

A mediados del año 1919 se promulgaba la nueva Ley Electoral, con
sujeción a la cual, debían celebrarse las elecciones generales de 1º de
noviembre de 1920. Como ocurre entre nosotros, desde mucho antes de esta
fecha, dieron muestras de agitación nuestros políticos. Juzgaron los
liberales que aquellas reformas no eran suficientes para garantizar la
pureza de las elecciones; no porque fuesen desacertadas, sino porque
desconfiaban de que los funcionarios del Poder Ejecutivo coartaran la
libre emisión del sufragio y a ese efecto, desde el mes de octubre
realizaron gestiones tendientes a lograr que los futuros comicios se
efectuaran bajo la supervisión directa del Gobierno de Washington. Nada
contestó éste por el momento; pero a medida que se acercaba el día 1º de
noviembre de 1920, fecha de las elecciones, aumentaba la desconfianza en
el Partido de oposición y se dirigían nuevas peticiones en aquel sentido
a nuestros poderosos vecinos.

En 30 de agosto de 1920 el Gobierno de Washington creyó prudente
contestar tales excitaciones por medio de una "nota" que hizo pública la
legación en la Habana, en la que se declaró que el Presidente Menocal
había dado seguridades de que en las próximas elecciones la Ley
Electoral habría de ser cumplida estrictamente y que ante tales
promesas, los Estados Unidos no ejercerían la supervisión electoral;
pero que, estando obligados por un Tratado a mantener un gobierno
adecuado para la protección de las vidas y propiedades y para la
libertad individual, se opondría a toda tentativa que se hiciera para
reemplazar los procedimientos de gobierno con la violencia y el fraude;
sin que esto quisiera decir que no se hallaran menos opuestos a las
intimidaciones y al fraude, ya que semejantes procedimientos podrían
privar al pueblo del derecho de elegir su propio gobierno.

Fué esta "nota", como se ve, algo así como una admonición a unos y a
otros elementos: a los de la oposición, para que no sacaran la cuestión
electoral del terreno de la legalidad, y a los del gobierno, para que no
utilizaran los instrumentos de éste en cometer violencias.

El 1º de noviembre se celebraban las elecciones; pero sin que los
Estados Unidos hubieran ejercido la supervisión reclamada por los
liberales. Dichas elecciones se celebraron en medio de una enconada
lucha, y tan grande fué el número de colegios protestados, que en la
mayoría de las provincias no se podía asegurar el resultado. Los
tribunales tramitaban los recursos electorales, pero éstos marchaban con
gran lentitud. El triunfo definitivo había que decidirlo en unas nuevas
elecciones complementarias, lo que fué motivo de que las pasiones se
exaltaran y de que el Partido Liberal reiterara sus súplicas por la
supervisión. En tal situación y complicado el problema político con la
crisis económica, que aún nos agobia, el Presidente Wilson decidió
enviar a la Habana al General Crowder a fin de que conferenciara con el
Presidente Menocal acerca de los mejores medios para remediar dicha
situación.

En los primeros días del mes de enero llegó el General Crowder a este
puerto a bordo del crucero "Minnesota". Apenas inició sus trabajos,
vióse que su propósito era imprimirle a los recursos electorales la
mayor actividad posible a fin de que los Poderes Públicos pudieran
quedar reorganizados en la fecha prevista por las leyes. Celebró a ese
efecto numerosas conferencias con el Presidente de la República, con las
representaciones de los Partidos políticos y con miembros de los
Tribunales de justicia y de la Junta Central Electoral. Aquel y no otro
fué su propósito. Influyó cerca de las Juntas Electorales y de los
tribunales en tal sentido, siempre a título de consejero, nunca con tono
de autoridad y en la propia forma obtuvo del Poder Ejecutivo la adopción
de algunas de las medidas reclamadas por los liberales, entre otras, la
alusiva a la supresión de los supervisores militares.

Los Partidos estaban contestes en que la cuestión quedara resuelta
dentro de las vías legales; en acatar el fallo definitivo de los
tribunales, cualquiera que fuese su resultado. En ese sentido se
encaminaron siempre los consejos de Crowder.

Los tribunales anularon las elecciones en unos doscientos colegios;
quedando las provincias, después de dichos fallos, en la siguiente
situación: Pinar del Río ganado por la coalición y casi asegurado para
ésta el triunfo en Oriente; la Habana en cambio y probablemente Las
Villas, aseguradas por los liberales; en Matanzas y Camagüey, aunque la
coalición quedaba con mayoría, no se podía asegurar el resultado
definitivo.

Había pues que celebrar nuevas elecciones en los colegios anulados. El
Partido Liberal otra vez insistió en que los nuevos comicios se
efectuaran bajo la directa supervisión de los Estados Unidos y ante
tales demandas limitóse Crowder a recabar dichas garantías de las
autoridades cubanas.

Para el 15 de marzo fueron señaladas las elecciones complementarias;
pero diez días antes acuerdan los liberales retraerse; según ellos,
porque las garantías prestadas no eran suficientes para asegurar la
libre emisión del sufragio; pero según sus adversarios, porque aquéllos,
dándose cuenta de que no tenían margen suficiente para triunfar, habían
preferido retraerse antes que resultar derrotados.

Celebradas las elecciones y decidido el triunfo en favor de la Liga
Nacional, el Partido Liberal no quiso acatar este resultado. El
candidato de éste, General José Miguel Gómez, se dirigió a Washington a
pedir la nulidad de las elecciones y que se celebraran unas nuevas bajo
la supervisión de los Estados Unidos; pero esta demanda fué desestimada
por el Gobierno de dicha nación, según una "nota" que en 16 de abril
publicó en la prensa la Legación en la Habana.

Se dijo en dicha "nota", que después de las elecciones, los dos Partidos
habían acordado someter las controversias a los tribunales de justicia,
utilizando al efecto los recursos de la Ley Electoral; que dichos
tribunales habían deliberado ampliamente acerca del asunto, sin que en
ningún caso hubieran sido tachados de incompetentes o parciales; que de
la misma manera que el Partido Liberal había confiado a los tribunales
los recursos relativos a la legalidad de las elecciones efectuadas el
día 1º de noviembre, no había razón para que desconfiara de los fallos
que hubieran podido dictar estos organismos acerca de la legalidad de
las nuevas elecciones, las cuales, por lo demás, no había motivo para
sospechar que no hubieran sido imparciales; que la petición de anular
las elecciones y de celebrar otras, no podía ser tomada en
consideración, no ya porque se apartaba de los procedimientos legales
amparados por la Constitución cubana y la Ley Electoral, sino porque
habría de crear un precedente que amenazaría el futuro desenvolvimiento
de un gobierno estable en Cuba y que el candidato Presidencial de la
Liga Nacional había sido electo y debía ser proclamado por el Congreso.

El Partido Liberal, prácticamente aceptó esta decisión, toda vez que
muchos de sus representantes en el Congreso, concurrieron a la
proclamación del candidato de la Liga, Dr. Alfredo Zayas.

       *       *       *       *       *

En los momentos en que escribimos estas líneas, atraviesan nuestras
relaciones con los Estados Unidos por un período de honda crisis. La
inesperada baja del azúcar, nuestro principal producto, al sumirnos en
una difícil situación económica,--que se hace aún más angustiosa ante la
posibilidad de que el Congreso de la vecina República eleve
considerablemente los derechos de importación sobre dicho producto--ha
causado una merma lamentable en nuestros recursos fiscales y ha hecho
que surjan no pocas dificultades en nuestras relaciones mercantiles con
dicha Nación; hasta el punto de que el Gobierno de Washington ha creído
de necesidad, la permanencia en la Habana del General Crowder. Nada
podemos decir, por el momento, sobre la verdadera naturaleza de la
misión del ilustre General. El público se entera de sus constantes
visitas a la mansión del Ejecutivo, pero desconoce el verdadero tono de
estas relaciones.


(B)

PANAMÁ

Al terminar la primera mitad del siglo XIX, los Estados Unidos se
encontraron, merced a las sucesivas adquisiciones, de la Louisiana en
1803, de la Florida en 1819 y de Tejas en 1845, en posesión de toda la
costa septentrional del golfo de Méjico. Diríase que vinieron a ocupar
en dicho golfo y en el mar de las Antillas, o séase en lo que se ha dado
en llamar el "Mediterráneo Americano", la posición privilegiada que en
esos lugares tuvo España.

No eran sin embargo los Estados Unidos, los únicos dueños de estos
mares: tenían que compartir su dominio con la Gran Bretaña, que fiel a
su tradición imperialista, había tenido buen cuidado de apoderarse de
determinados lugares estratégicos. Con efecto, en distintas épocas, los
ingleses se habían apoderado de las Islas Bahamas, que dominan la
entrada del golfo de Méjico, de buena parte de las Antillas menores, que
a su vez dominan la entrada del mar de este nombre, y de Jamaica,
situada frente a la América Central; y como si la posesión de esas islas
no les pareciera suficiente, en su afán de expansión y de dominio de
todos los mares y todas las rutas, también se preocupan de poseer
buenos lugares en tierra firme, y así vemos que se apoderan de parte de
las Guayanas en el Continente Meridional y de Belice y Mosquitos, en la
América Central.

Realmente, por el momento no había pugna entre los intereses de las dos
naciones del habla inglesa. La zona que bañan el golfo de Méjico y el
mar Caribe, es bastante extensa para que el señorío de dichos mares lo
compartieran dos naciones que no eran enemigas. No había ningún interés
ya creado que hiciera que la una viese a la otra con prevención; pero
había en cambio un interés futuro, probable, suficiente para hacer nacer
la rivalidad: la construcción de un canal interoceánico, proyecto cuya
realización, en fecha más o menos próxima, parecía inminente y que
concibió y acarició España, en fecha casi coetánea a la del
descubrimiento.

Para la nación norteamericana, era de excepcional importancia que el
proyecto de la comunicación de los dos océanos se realizara por ella y
no por la Gran Bretaña. A lo largo de las costas que baña el
Mediterráneo Americano, dice Coolidge, hay muchos lugares que ofrecen
interés desde el punto de vista del comercio y de la estrategia, pero
hay dos cuya importancia excede a la de los demás: uno es Nueva Orleans,
en la extremidad septentrional del Golfo de Méjico, en la boca del río
Mississippi, dominando el enorme sistema pluvial de los Estados Unidos,
y el otro es el istmo de Panamá, situado en el extremo meridional del
mar Caribe y por donde se habían de comunicar los dos océanos. Ocupado
por los Estados Unidos, el primero de esos lugares, desde 1803, la
posesión del otro, como medio de acometer después la construcción del
canal, tenía que ser motivo de preocupación para esta República.

No era la República Norteamericana la única nación preocupada por el
hecho de que la Gran Bretaña construyera el canal. De ese temor
participaba también la que entonces se llamaba República de Nueva
Granada, que se daba cuenta de que de realizar los ingleses dicha obra,
adquirirían un ascendiente tan grande, política y comercialmente, en los
asuntos de América, que las repúblicas latinas se verían seriamente
amenazadas. Los Estados Unidos y Nueva Granada, participaban pues de un
mismo sentimiento, el temor de que Inglaterra construyera el canal y
esta comunidad de sentimientos hizo nacer el Tratado que concertaron
aquellas dos repúblicas, en 10 de junio de 1846. Por este Tratado, los
Estados Unidos garantizaban la neutralidad del istmo y el mantenimiento
de su libre tránsito, así como los derechos de soberanía y propiedad
que sobre el mismo ejercía Nueva Granada y a su vez el gobierno de esta
nación, le garantizaba al de los Estados Unidos, que el derecho al
tránsito a través de dicho istmo, por cualquier medio de comunicación en
aquel entonces existente o que en lo sucesivo pudiera abrirse, estaría
franco y expedito para los ciudadanos y el gobierno de los Estados
Unidos y que sólo se podrían imponer a los hijos de esta nación y a sus
mercancías, por su paso a través de cualquier camino o canal que se
pudiera abrir, aquellas cargas o peajes que se cobraran en análogas
circunstancias a los ciudadanos granadinos.

Poco tiempo después los Estados Unidos, hacen entrar al asunto en una
fase totalmente distinta. Acabamos de ver que el temor a la posibilidad
de que la Gran Bretaña construyera el canal, une en un Tratado a Nueva
Granada y a los Estados Unidos, por el que éstos, de hecho, asumieron un
protectorado sobre el istmo; pues bien, cuatro años más tarde, o séase
en 19 de abril de 1850, el Gobierno de la propia República del Norte y
el de Inglaterra, se unen a su vez en un Tratado--que se denominó
Clayton-Bulwer, por el nombre de sus firmantes--para declarar que
ninguna de las dos partes, obtendría ni tendría ningún control exclusivo
sobre el canal, ni disfrutaría en cuanto a éste de ninguna ventaja que
no fuese ofrecida, en iguales términos, a la otra y que las dos habrían
de mantener la neutralidad de dicha vía.

¿Qué había pasado que pueda explicar la ocurrencia de cambio tan
radical? ¿Qué motivos tuvieron los Estados Unidos para compartir con la
Gran Bretaña las ventajas de su posesión? La presión de determinados
intereses comerciales o económicos y la actitud de unos estadistas que
pecaron de imprudentes, llevaron a los Estados Unidos a dar este paso
del cual tanto se arrepintieron después. Veamos lo que había ocurrido.

Apenas adquirida California, inicióse hacia ella una corriente
emigratoria estupenda, atraída por la perspectiva que ofrecían sus minas
de oro; y como por donde resultaba más cómodo el trasporte desde dicha
región a los Estados del Sur y del Este, era por mar, por medio de
embarcaciones que tocaban en ambos lados del istmo, no tardó en
organizarse una Compañía para construir un canal en Centro América. Los
organizadores de la empresa discurrieron construirlo por Nicaragua, que
era por donde parecía más realizable en aquel entonces la apertura de la
vía. Pero se presentaba un obstáculo, aun después de obtenida del
Gobierno Nicaragüense la correspondiente autorización: el canal debía
atravesar la zona de Mosquitos, que estaba bajo la soberanía de la Gran
Bretaña y se quería que el canal estuviera bajo el exclusivo control de
los Estados Unidos. A fin de obviar esta dificultad, el Gobierno de
Washington se dirigió al inglés con la pretensión de que éste renunciara
sus derechos sobre dicho territorio. El Gobierno de la Gran Bretaña se
negó a ello en forma rotunda; pero como al propio tiempo que formuló
dicha negativa, sugirió a la cancillería americana la conveniencia de
que se unieran las dos naciones por medio de un pacto, en que se
conviniese que el canal que se construyera había de estar bajo la
protección de ellas, en parte bajo la presión de los que estaban
interesados en que se construyera el canal, en parte por el temor de que
la nación inglesa se decidiera a realizar la empresa por sí sola, hubo
de ser aceptada la referida contraproposición, surgiendo de este
consentimiento el Tratado Clayton-Bulwer.

Apenas suscrito el Tratado, otros acontecimientos le quitaron
importancia a tan magna y costosa obra, quedando demorada su
realización. La construcción de un ferrocarril al través del istmo y el
trazado de las paralelas del Ferrocarril "Union Pacific", en los Estados
Unidos, hicieron a California más accesible, con lo cual quedaron
colmadas, en gran parte, las aspiraciones de los que reclamaban la
apertura del canal. Por su parte Inglaterra, con la perspectiva de la
apertura del canal de Suez, tenía ya la ruta que necesitaba para
comunicarse con los países de Oriente.

No hay duda de que el Gobierno de Washington había hecho un mal negocio.
Movido por el deseo de que se realizase la apertura de un canal que
pusiera en comunicación a los dos océanos, se había empeñado en un pacto
por el cual, contradiciendo su política tradicional, compartía con una
potencia europea la ingerencia en una región de la América; y ahora, la
obra no se realizaba y la nación quedaba atada al pacto. La agitación de
la cuestión esclavista, que cobró mayor intensidad en esta época y la
guerra de secesión después, constituyeron una actualidad tan absorbente,
que la opinión apenas reparó en los inconvenientes de aquel pacto; pero
apenas terminada la contienda civil, cuando pudo la nación atender a
otros problemas, ninguno la embargó tanto como el propósito,
unánimemente sentido, de conseguir la nulidad del Tratado
Clayton-Bulwer.

No tardó el Gobierno en dar pruebas de que participaba de ese
sentimiento. En 1866, William H. Seward, Secretario de Estado, le
encarga a Adams, Ministro en Londres, que explore con habilidad el ánimo
de Lord Clarendon, Jefe del Gobierno inglés, para saber cómo acogería
éste la pretensión de los Estados Unidos de tener una estación carbonera
en Centro América. Se proyectaba la adquisición de la Isla de Tigre,
situada en la costa del Pacífico; pero el diplomático norteamericano no
encontró un ambiente favorable en la cancillería inglesa.

No se redujo a eso la actuación de Seward. Comprendiendo el gran interés
de los Estados Unidos en la construcción del canal y deseoso de
reafirmar la posición de la nación en Centro América, celebró tratados
con Honduras, Nicaragua y Colombia, por los cuales los gobiernos de
estas Repúblicas le reconocían al de los Estados Unidos el derecho de
construir un canal interoceánico por sus respectivos territorios. El
tratado con Colombia venía a reafirmar los derechos adquiridos por los
Estados Unidos por el del año 1846, pero no obtuvo la ratificación del
Senado.

Estos tratados infringían el que se concertó con la Gran Bretaña el año
de 1850, según el cual, se compartiría entre esta nación y los Estados
Unidos, los derechos y responsabilidades de la construcción del canal;
pero Seward creía que el hecho de que hubieran transcurrido ya las
circunstancias que había originado aquella convención y la de que su
país tuviera, en la realización de la mencionada obra, un interés
primordial al de todas las demás naciones, eran motivos suficientes para
reconocer su preferencia en ese asunto. Durante el período presidencial
del General Grant, se hicieron gestiones para la construcción del canal,
las que revelan que se consideraba letra muerta el tratado
Clayton-Bulwer. Por esta época se constituyó una Compañía con el
propósito de cortar el istmo de Darien y explotar después el tráfico;
pero fracasaron cuantas gestiones hizo Hamilton Fish, Secretario de
Estado, para obtener del gobierno de Colombia, que le otorgara a dicha
Compañía la oportuna concesión.

Con tales antecedentes, cuando en el pueblo norteamericano era unánime
la opinión de que el canal se debía construir y controlar por los
Estados Unidos, sobrevienen otros sucesos que ponen a esta nación ante
el peligro de que fueran los europeos los que realizasen tan magna
empresa.

En mayo de 1876 el Gobierno de Colombia le otorga al ciudadano francés
Napoleón Wise, la concesión para construir el canal. Poco tiempo
después se reúne en París un Congreso Internacional de Ingenieros,
convocado por el Conde Lesseps, rodeado entonces del enorme prestigio
que le daba el haber dado cima a la apertura del canal de Suez, y cuyo
Congreso debía decidir acerca del lugar por donde se había de trazar la
nueva ruta. Decidióse que la vía debía ser la de Panamá, y organizada la
empresa en octubre de 1879, bajo la dirección de Lesseps, en febrero del
año siguiente se iniciaron los trabajos en el istmo.

Frente a esa situación, frente al hecho de que fuese una compañía
francesa la encargada de construir el canal, el gobierno de Washington
no hizo nada. A pesar de que la opinión tenía y ya como cosa descontada,
que dicha empresa habría de ser obra de los norteamericanos, se limitó
aquel gobierno a recordar cuáles eran los derechos de los Estados Unidos
con respecto a la futura vía. El Presidente Hayes, inspirándose en un
informe que le rindió William M. Evarts, que ocupaba la Secretaría de
Estado, hubo de referirse a este asunto en su mensaje de 8 de marzo de
1880, en estos términos:

     El capital invertido por ciudadanos de otros países en tal empresa,
     necesita pedirle protección en alto grado, a uno o más de los
     grandes poderes del mundo. Ningún poder europeo puede intervenir
     para tal protección, sin adoptar medidas sobre este Continente, las
     cuales los Estados Unidos juzgarían del todo inadmisibles. Si la
     protección de los Estados Unidos es la otorgada sobre aquéllos, los
     Estados Unidos necesitan ejercer un control que capacite a este
     país para proteger sus intereses nacionales y mantener los derechos
     de las personas que invirtieron su capital en ese trabajo.

     Un canal interoceánico a través del istmo americano, cambiará
     esencialmente las relaciones geográficas entre las costas del
     Atlántico y las del Pacífico de los Estados Unidos y entre los
     Estados Unidos y el resto del mundo. Será la gran vía de Océano
     entre nuestras costas del Atlántico y las del Pacífico y
     virtualmente será una parte de la línea de costas de los Estados
     Unidos. Nuestros intereses meramente comerciales, en ello son más
     grandes que los de todos los otros países, mientras que sus
     relaciones con nuestro poder y prosperidad como Nación, para
     nuestros medios de defensa, nuestra unidad, nuestra paz y nuestra
     seguridad, son materias de dominante importancia para el pueblo de
     los Estados Unidos. Ningún gran poder bajo circunstancias
     similares, dejaría de afirmar un justo control sobre una obra que
     afecta su interés y bienestar tan estrecha y vitalmente.

     Sin que sea necesario avanzar más en ese campo de mi opinión, yo
     repito, para concluir, que los Estados Unidos, tienen el derecho y
     el deber de afirmar y mantener su supervisión y su autoridad sobre
     cualquier canal interoceánico a través del istmo que conecta la
     América del Sur con la del Norte, en tanto se requiera para
     proteger nuestros intereses nacionales. Yo estoy completamente
     seguro de que esto se considera, no sólo compatible, sino
     relacionado con un más amplio y más permanente avance para el
     comercio y para la civilización.

El Presidente James A. Garfield, que sucedió a Hayes, dijo en su
discurso inaugural de 4 de marzo de 1881, que abundaba en las ideas de
su antecesor en cuanto a que los Estados Unidos debían ejercer cierta
supervisión y autoridad sobre el canal, como medio de proteger sus
intereses.

Pero pronto tomaron las cosas un cariz que obligaron al Gobierno de
Washington a adoptar una actitud más efectiva. Como llegara a
conocimiento de dicho Gobierno, que las cancillerías europeas
acariciaban el proyecto de unirse para declarar y garantizar la
neutralidad del canal de Panamá, el Secretario de Estado James G.
Blaine, en 24 de junio de 1881, le dirigió un despacho circular a dichas
cancillerías, en que les hacía presente, entre otras cosas, que por el
tratado del año 1846, concertado entre el gobierno de Colombia y el de
los Estados Unidos, éstos se habían comprometido a garantizar la
neutralidad del canal y que este pacto no necesitaba ser sostenido ni
reforzado por las potencias europeas; que tratándose de una vía que
habría de constituir un medio de comunicación entre los estados de la
Unión del lado del Atlántico y los del Pacífico, tan importante que de
hecho se la tendría que considerar como una parte de la línea de costas
de los Estados Unidos, no era posible que éstos consintieran en la
ingerencia en forma alguna en dicho lugar de las potencias europeas y
que en tal sentido, la alianza proyectada sería considerada como un acto
de hostilidad hacia ellos.

No se redujeron a eso las gestiones de Blaine, partidario decidido de
que los Estados Unidos actuasen de manera enérgica en su política
exterior: aprovechó cuantas ocasiones se le presentaron para desenvolver
sus ideas. Creía que el canal debía estar bajo el control norteamericano
exclusivamente y como el obstáculo principal lo constituía el Tratado
Clayton-Bulwer, sin más rodeos le propuso a la Gran Bretaña se aviniera
a su derogación. Sus notas al Gobierno de dicha nación, de 19 y 29 de
noviembre del año que acabamos de citar, contienen dicha proposición.
Afirmaba Blaine, en esas notas, que las circunstancias bajo las cuales
se había estipulado el Tratado Clayton-Bulwer, ya habían desaparecido y
era difícil que se reprodujeran; que un espíritu de amistad y de
concordia aconsejaba la referida derogación, supuesto que no se podía
negar que los Estados Unidos necesitaban, para la protección de sus
intereses, el derecho de gobernar el canal.

A esas notas contestó el Ministro de Relaciones Exteriores de la Gran
Bretaña, Lord Granville, en un despacho de 7 de enero de 1882, en que
decía, que las relaciones entre los Estados Unidos y la Gran Bretaña,
estaban claramente determinadas en el Tratado Clayton-Bulwer y no había
nada que aconsejase la modificación de esta convención; que el canal, al
poner en comunicación a los dos océanos y a toda la Europa, con la parte
oriental del Asia, era una obra de tal magnitud, que interesaba no sólo
a los Estados Unidos, sino a todo el mundo civilizado y que el hecho de
que en los últimos años la nación norteamericana hubiera ganado en
importancia, no era motivo suficiente para reconocerle el derecho
exclusivo de controlar el canal; que el Canadá había progresado también
y que su posesión era motivo de que la Gran Bretaña tuviera verdadero
interés en los asuntos de América.

Poco tiempo después fué sustituído el Secretario Blaine, por Frederick
T. Frelinghuysen y éste continuó gestionando la derogación del Tratado
Clayton-Bulwer. Envió al Gobierno inglés diversas notas, pero a todas
contestaba Lord Granville, alegando que no había motivo para que la Gran
Bretaña alterase la situación creada por aquella convención.

El año 1884 fué elegido Presidente Grover Cleveland, candidato
demócrata, frente al de los republicanos, que lo fué Blaine. La elección
de Cleveland determinó un cambio radical en la política de la
cancillería de Washington. Partidario decidido de la antigua política
del "aislamiento", no perdió ocasión para declarar que se debía evitar
que los Estados Unidos se vieran envueltos en complicaciones exteriores
y que le convenía a la nación, antes que aventurarse en la conquista de
nuevos territorios, desenvolver sus propios recursos, cultivar las artes
de la paz. En consonancia con tales ideas, no es de extrañar que la
política de Cleveland, en lo concerniente al canal, fuera opuesta
diametralmente a la que desenvolvieron Blaine y Frelinghuysen.

En su primer mensaje anual de 8 de diciembre de 1885, después de
consignar que no se sentía dispuesto a recomendar ninguna medida
tendiente a asegurarle a la nación privilegios y derechos en el
exterior, dijo refiriéndose a la construcción del canal:

     Cualquiera vía que se construya al través de la barrera que separa
     las dos mayores superficies marítimas del mundo, debe ser para
     beneficio de éste, bajo la salvaguardia del género humano, libre
     del riesgo de caer bajo la dominación de una sola potencia, libre
     de ser un punto de cita para la guerra o presa de belicosa
     ambición.

La vuelta de los republicanos al poder, en 1889, con Harrison de
Presidente, auguraba un cambio en la política exterior con respecto al
canal. Declaró dicho Presidente, en su discurso inaugural de 4 de marzo
del referido año, que el dominio de cualquiera potencia europea sobre el
canal, constituiría un acto de manifiesta hostilidad hacia los Estados
Unidos, supuesto que ese dominio sería incompatible con la seguridad y
la paz de esta república. Pero ese mismo año ocurrió el fracaso
ruidosísimo de la compañía francesa constructora del canal y dicha
empresa, en parte por su desastre financiero y en parte por los grandes
estragos que causaba entre los trabajadores las fiebres tropicales, se
vió en el caso de tener que suspender las obras, cuando ya se había
realizado la tercera parte de las mismas.

Fracasada la compañía francesa, pasaron algunos años sin que se volviera
a agitar el proyecto de la apertura del canal, en el mundo de los
negocios ni en el diplomático. Pero en esto sobrevino la guerra con
España, en 1898, y los hechos que durante ésta ocurrieron y las
consecuencias que de la misma se derivaron, hicieron que fuese
nuevamente de actualidad para la nación norteamericana, la apertura y el
control del canal. Las operaciones navales de la guerra, dice el
profesor Chester Lloyd Jones, habían demostrado todos los inconvenientes
que suponía para una nación, tener dos frentes de costas, separados por
muchos miles de millas de Océano. El largo viaje que tuvo que realizar
el acorazado "Oregon", para llegar a su destino, cuando encontrándose en
el Pacífico, recibió órdenes de unirse a la escuadra que bloqueaba a
Santiago de Cuba, fué una demostración gráfica, ante los ojos del
pueblo, de la necesidad de construir la nueva vía.

Pero si la guerra demostró esa necesidad, las consecuencias de la misma
no eran menos exigentes. Se habían adquirido nuevas posesiones en el mar
Caribe y en el Océano Pacífico y era indispensable que las flotas se
pudieran mover con facilidad de uno a otro mar. Agréguese a esto, que el
comercio norteamericano, que había alcanzado un vuelo extraordinario,
exigía la apertura de la nueva ruta y se comprenderá todo el interés
que ofrecía para los Estados Unidos el istmo de Panamá.

Dándose cuenta de todo esto los estadistas norteamericanos, juzgaron que
había llegado el momento de que se construyera "un canal americano para
el pueblo americano". El primer obstáculo con que se tropezaba lo
constituía el Tratado Clayton-Bulwer; pero este inconveniente, que
pareció siempre insuperable, por el empeño del Gobierno de la Gran
Bretaña de no modificar dicho tratado, iba ahora a desaparecer. Al cabo
de medio siglo, la cancillería inglesa se avenía a derogarlo en obsequio
de la República Norteamericana. ¿Qué había pasado?

Ningún hecho, ningún apremio obligaba a la Gran Bretaña a abandonar la
posición que había obtenido y defendido desde el año 1850: fué la
sagacidad de sus estadistas, que se dieron cuenta de que los tiempos
habían cambiado, la que actuó en este caso. En más de una ocasión, desde
la declaración de Independencia, dice Coolidge, se habían entibiado las
relaciones entre las dos Naciones, pero durante la guerra con España, el
pueblo inglés había dado tantas muestras de simpatía por el de los
Estados Unidos, que en éste se despertó hacia aquél un verdadero
sentimiento de gratitud. El Gobierno de Su Majestad Británica, dándose
cuenta de que más le convenía mantener esa amistad, que continuar
disputándole a los Estados Unidos la supremacía en los mares de las
indias occidentales, predominio que a esta nación le era indispensable
ejercer por el desarrollo que había alcanzado, juzgó prudente acceder a
la derogación del Tratado Clayton-Bulwer, que tan ventajosa posición le
daba a la nación inglesa en aquellos mares y que constituía el único
obstáculo que embarazaba aquella supremacía. Otros acontecimientos que
ocurrieron después, han demostrado cuan prudente y previsora fué esta
renuncia del Gobierno de la Gran Bretaña, en obsequio de los Estados
Unidos, a la posición tan legalmente adquirida por aquel tratado.

El profesor John Holladay Latané en su obra _The United States and
Latin-America_, recientemente publicada, explica por su parte en los
siguientes términos, los motivos que indujeron a la Gran Bretaña a
acceder a la derogación del Tratado Clayton-Bulwer:

     El cambio en la actitud de Inglaterra es fácil de comprender.
     Durante los cien años que siguieron a la batalla de Trafalgar,
     Inglaterra estuvo preocupada en mantener una escuadra lo
     suficientemente poderosa para dominar, ella sola, todas las rutas
     comerciales. Con el rápido crecimiento de las escuadras de Rusia,
     Japón y Alemania, durante los últimos años del siglo XIX, dióse
     cuenta de que no se podía mantener en el aislamiento en que vivía.
     Nuestra adquisición de las Filipinas, Haway y Puerto Rico y nuestra
     determinación de construir el canal al través del istmo nos
     impusieron la necesidad de poseer una encuadra poderosa.
     Convencióse entonces la Gran Bretaña, de que necesitaba celebrar
     alianzas y fué esta idea la que la llevó a concertar con nosotros
     el Tratado Hay-Pauncefote en 1901 y con el Japón la alianza
     defensiva del año 1902. Dióse cuenta también de que los Estados
     Unidos estaban decididos a llevar a cabo el proyecto, por tanto
     tiempo acariciado, de construir el canal y de que la insistencia en
     mantener los derechos adquiridos por el tratado Clayton-Bulwer,
     acabaría por llevar a las dos naciones a un conflicto y
     previsoramente decidió abandonar la posición que había mantenido
     durante medio siglo y dejarnos las manos libres en la adquisición y
     el control del canal, por cualquier punto que lo quisiéramos
     construir. La firma del Tratado Hay-Pauncefote, significó pues, el
     reconocimiento por parte de la Gran Bretaña, de que el interés que
     tenían los Estados Unidos en el Caribe era de carácter
     predominante. Hubiera sido imprudente querer desconocer ese hecho.
     Desde entonces nadie ha discutido la supremacía de los Estados
     Unidos en esta área.

Las negociaciones relativas a la derogación del referido tratado fueron
confiadas, por parte del gobierno de los Estados Unidos, al Secretario
de Estado John Hay y por parte de su Majestad Británica, a Lord
Pauncefote, Embajador en Washington. Los primeros esfuerzos de estos
diplomáticos culminaron en un proyecto de tratado que fué suscrito en 5
de febrero de 1900 y que rechazó el Senado de los Estados Unidos. Según
este proyecto, que dicho alto cuerpo juzgó que no garantizaba
suficientemente los intereses de la nación, el canal habría de ser
natural y los Estados Unidos no podrían fortificarlo. El Gobierno de la
Gran Bretaña no tuvo inconveniente en celebrar un nuevo tratado que
satisficiera mejor las aspiraciones del de Washington; y puestos de
acuerdo nuevamente los dos diplomáticos, en 18 de noviembre del año
1901, concertaron otra convención que esta vez aprobó el Senado. Según
este convenio, que derogó el Tratado Clayton-Bulwer, el canal habría de
ser construído bajo los auspicios de los Estados Unidos y aunque éstos
tendrían el exclusivo derecho de proveer a su manejo y de fortificarlo,
quedaría libre y abierto a los barcos mercantes y de guerra de todas las
naciones.

Eliminado con la derogación del Tratado Clayton-Bulwer, el obstáculo que
le impedía a los Estados Unidos realizar la apertura del canal, el
Gobierno de Washington decidió acometer cuanto antes esta obra. Era
necesario resolver, en primer lugar, cuál de las dos vías proyectadas se
utilizaba, la de Nicaragua o la del istmo. La opinión pública era
partidaria de la vía de Nicaragua, pero la comisión de Ingenieros,
nombrada para estudiar el asunto, se decidió por la de Panamá y aceptado
su dictamen por el Gobierno, se convino en comprarle a la antigua
compañía francesa sus derechos, obras y materiales. Había que dar otro
paso. Era necesario que el Gobierno de la República de Colombia,
consintiera en esta venta, y que se aviniese a estipular en un nuevo
tratado, los derechos que habrían de tener los Estados Unidos con
respecto al canal, ya que se juzgaba que la convención concertada con
Nueva Granada en 1846 y que estaba vigente, no brindaba suficiente
garantía a los intereses de la República norteamericana.

Para establecer las nuevas relaciones, el Gobierno de los Estados Unidos
designó al Secretario de Estado, John Hay, uno de los funcionarios que
ha dejado huella más intensa de su paso por dicho cargo, y el de
Colombia a Tomas Herran, Encargado de Negocios en Washington. Puestos
ambos de acuerdo, redactaron un tratado que fué suscrito en 22 de enero
de 1903. A tenor de este tratado, el Gobierno de Colombia autorizaba al
de los Estados Unidos para comprar los derechos, obras y materiales de
la compañía francesa e igualmente lo autorizaba para adquirir perpetuo
control sobre una zona en el istmo de Océano a Océano, de diez millas de
ancho, para el trazado del canal; no obstante lo cual, Colombia
conservaría su soberanía sobre dicha zona y habría de recibir en
compensación, $10,000.000.00 de contado y $250.000 anuales.

En 17 de marzo de 1903, fué aprobado dicho tratado por el Senado de los
Estados Unidos; pero como no le cupiera la misma suerte en el de
Colombia, el Gobierno de Washington decidió terminar sus relaciones
diplomáticas con esta nación y a ese efecto dispuso la retirada del
Ministro acreditado en Bogotá.

El fracaso del tratado produjo una profunda impresión de desagrado en el
pueblo panameño, que tenía cifradas sus esperanzas en la prosperidad y
bienestar que le habría de reportar el canal. No menos desastroso fué el
efecto que produjo el propio hecho en la compañía francesa que inició la
construcción de la obra. La concesión de ésta vencía en octubre de 1904
y el abandono por parte del gobierno de los Estados Unidos del proyecto
de construir el canal por Panamá, significaba para dicha empresa, la
pérdida completa del dinero invertido en las obras y materiales
existentes y las cuales aquel Gobierno se había comprometido comprar.
Deseosos sus agentes de evitar semejante desastre, dirigidos por el
Ingeniero de la misma, el ciudadano francés Felipe Bunau Barilla,
discurrieron como medio único de impedir aquella ruina, provocar una
ruptura entre Colombia y la provincia del istmo. Contaban para ello con
el malestar existente en la población de Panamá y con el sentimiento de
hostilidad que siempre había latido en ésta contra Colombia y que se
había traducido en un buen número de revoluciones y en la organización
en dos ocasiones de un gobierno independiente.

A fines del mes de octubre del referido año 1903, el sentimiento público
en Panamá contra Colombia era tan evidente, que el Gobierno de Bogotá
juzgó necesario enviar refuerzos a aquella provincia. Enterado de ello
Manuel Amador, que fungía de jefe de la conspiración, en 29 de octubre
envió el siguiente cable a Bunau Barilla que se encontraba al frente de
la junta revolucionaria que actuaba en New York: "Tenemos noticias de
que dentro de cinco días han de llegar fuerzas de Colombia, las que
desembarcarán por el lado del Atlántico. Vienen más de 200 hombres.
Urgen barcos de guerra en Colón."

Al día siguiente de haber llegado este cable a su destino dice el
profesor Jones, antes citado, el Comandante del crucero "Nashville",
anclado en Kingston, Jamaica, recibía otro de su gobierno, concebido en
estos términos: "Diríjase a Colón; telegrafíe en cifra la situación,
después que se consulte con el Cónsul de los Estados Unidos." El
comandante de dicho crucero cumplió tal encargo; se dirigió a Colón y
dió cuenta a su gobierno de la situación y en 2 de noviembre recibió
orden de evitar el desembarco de las fuerzas de Colombia, si esto podía
ocasionar un conflicto con el gobierno revolucionario y que de todas
maneras mantuviera libre el tránsito por el ferrocarril que atravesaba
el istmo. Ese mismo día, cuando aún no había estallado la revolución,
por más que era ya cosa inminente, llegan a Colón 500 soldados
colombianos. El comandante del "Nashville" no puso inconveniente al
desembarco de dichas fuerzas; pero les prohibió trasladarse por
ferrocarril a la Ciudad de Panamá. Casi al mismo tiempo que llegaban las
fuerzas colombianas, desembarcaba la marinería del referido crucero con
objeto de mantener el orden, así como el libre tránsito por el
ferrocarril.

Al día siguiente de estos sucesos, se proclamaba la independencia del
istmo en la ciudad de Panamá y se constituía un gobierno independiente.
El día 13 de noviembre, esto es, diez días después de proclamada la
independencia, ésta era reconocida por el Gobierno de Washington y el
día 18 se firmaba entre la más antigua y la más nueva de las Repúblicas
del Continente, el Tratado en que se estipulaba todo lo concerniente a
la construcción del canal.

Las disposiciones más importantes de este tratado, que fué suscrito en
Washington, por John Hay a nombre de los Estados Unidos y por Felipe
Bunau Barilla a nombre de la República de Panamá, son las siguientes:
Los Estados Unidos se comprometen a garantizar la independencia de
Panamá; ésta en cambio concede a aquéllos, a perpetuidad, el uso,
ocupación y control de una zona de diez millas de ancho, por la que se
habría de extender el canal, así como el monopolio del mismo y como
compensación, el Gobierno de los Estados Unidos pagaría al de Panamá
$10,000.000 al ser ratificada la convención y nueve años después
comenzaría a abonarle la cantidad de $250.000 durante cada anualidad,
mientras estuviere en vigor el tratado.

A raíz de estos sucesos, el Presidente Roosevelt dirigió dos Mensajes al
Congreso: el primero en 7 de diciembre de 1903 y el segundo el día 4 del
mes siguiente, explicando su intervención en todos estos asuntos y sobre
todo, los móviles que lo llevaron a reconocer la nueva República,
tratando de desvanecer el cargo que se le hizo, dentro y fuera de los
Estados Unidos, de haber sido el verdadero instigador de la revolución
que dió al traste con la soberanía de Colombia en el istmo. La extensión
de dichos documentos nos priva de insertarlos en su integridad. Nos
limitaremos a hacer un extracto de sus puntos e ideas culminantes.

Comenzó diciendo, que a pesar de que el Tratado negociado en Washington
en 22 de enero de 1903, entre el gobierno de los Estados Unidos y el de
Colombia, estaba concebido en los términos más favorables para esta
última nación, su Congreso, adoptando una conducta inexplicable, había
pospuesto su aprobación indefinidamente, sin que existieran esperanzas
de que en el futuro modificara tal conducta, ni de que el Poder
Ejecutivo, que por lo que se vió tenía medios para recabar de los
congresistas dicha ratificación, llevara trazas de abandonar la actitud
pasiva en que por su parte decidió colocarse; que mientras esa era la
situación de los poderes públicos en Colombia con referencia al tratado,
el pueblo de Panamá, por su parte, seguía el asunto con el mayor
interés, pues pensaba, con razón, que se habrían de derivar grandes y
positivas ventajas, en su provecho, de la construcción del canal; y sin
que fuese de extrañar por eso, que cuando dicho pueblo, que nunca había
estado muy de agrado con la soberanía de Colombia, de la que realizó
varios esfuerzos, en diversas épocas, por separarse, se dió cuenta del
fracaso del tratado, proclamó su independencia en un movimiento
espontáneo y unánime.

Refirióse después al desembarque de las fuerzas de infantería de marina
de los Estados Unidos, al mando del Comandante Hubbard, que ocuparon la
ciudad de Colón, consignando a tal respecto, que después que se proclamó
la República en la Capital, situada en el interior, arribó al referido
puerto de Colón un crucero colombiano con 400 soldados; que él, pensando
en que la acción de esta fuerza podría interrumpir el tránsito del
ferrocarril del istmo, dió órdenes para que se impidiera su desembarque;
que esta orden llegó cuando dicha fuerza estaba en tierra, pero que como
ésta pretendiera después trasladarse a la Capital, el comandante Hubbard
se lo impidió prohibiéndole el uso del ferrocarril, en atención a lo
antes dicho, a que se habría de interrumpir el tráfico.

Desmentía luego el Presidente la especie de que su Gobierno hubiera
tenido la más ligera intervención en los preparativos de la revolución;
aseverando, además, que la infantería de marina se había mantenido en un
terreno absolutamente neutral, limitándose a proteger las vidas y
haciendas de los ciudadanos norteamericanos y a impedir cualquier acción
que hubiera podido producir el efecto de interrumpir el tráfico por el
ferrocarril y que de no ser por la serena actitud del Comandante Hubbard
y de sus soldados, hubieran ocurrido espantosas escenas de sangre.

Dijo también Roosevelt, que según la interpretación que desde antiguo le
habían dado al tratado del año 1846, varios ilustres estadistas, entre
otros el Secretario Cass en 1858 y en 1865 el Secretario Seward y el
Procurador General Speed, con motivo de otros sucesos ocurridos en el
istmo, la posición de las dos partes contratantes estaba perfectamente
definida, en el sentido de que Colombia sólo podía pedirle a los Estados
Unidos que respetara su soberanía en dicho territorio, pero no podía
obligarlos a que la ayudasen a mantenerla; mientras que éstos, por su
parte, tenían derecho a realizar todo acto o gestión tendiente a
mantener el tránsito libre y sin entorpecimientos.

La República de Colombia, añade, no se dió cuenta de su posición.
Después que derivó innumerables ventajas del Tratado del año 1846, que
no fué convenido con otro propósito que no fuera el de facilitar la
construcción del canal, no debió a última hora restarle su concurso a
esta obra. No tenía derecho a mantener cerrada una vía cuya apertura
tenía una tan alta significación para todo el mundo civilizado y
especialmente para los intereses vitales de los Estados Unidos. Si
Colombia, agrega después, era absolutamente incapaz de mantener el orden
en Panamá, como lo demostró el hecho de haber ocurrido cincuenta y tres
alteraciones de la paz, entre alzamientos, motines, revoluciones, etc.
durante los cincuenta y siete años que transcurrieron a partir del año
1846, en que se suscribió el Tratado; y habiéndose colocado dicha
República en actitud reveladora de que no habría de sancionar el nuevo
Tratado, hubiera procedido el Gobierno con locura y debilidad, si
hubiese actuado en forma distinta de la que adoptó frente a la
revolución panameña del día 3 de noviembre.

En el último de los mencionados Mensajes, se refutaba el cargo hecho a
la administración consistente en la premura con que había sido
reconocida la nueva República, en los siguientes párrafos, con los
cuales terminamos esta alusión a dichos documentos.

     El hecho de que otras naciones nos imitaran, reconociendo, tan
     pronto como nosotros lo hicimos, al nuevo Estado de Panamá,
     demuestra que en este caso éramos los mandatarios de la humanidad
     civilizada. Nuestra acción, reconociendo la nueva República, fué
     imitada por Francia, Alemania, Dinamarca, Rusia, Suecia y Noruega,
     Nicaragua, Perú, China, Cuba, Gran Bretaña, Italia, Costa Rica,
     Japón y Austria Hungría.

     En vista de las diversas circunstancias que nos determinaron a
     hacer el reconocimiento, tales como las obligaciones de un tratado,
     los intereses y la seguridad nacional y las ventajas que se habrían
     de derivar de tal acto para la civilización, no se explica que haya
     quienes piensen que no fueron tales móviles los que motivaron
     nuestra conducta, sino que ésta se inspiró en algo así como el
     deseo de sancionar el principio del derecho a la revolución, según
     el cual, es legítimo el acto de derrocar un gobierno y el de
     desmembrar un país. Es verdad que sólo causas muy razonables pueden
     justificar una revolución, pero no es menos cierto que todos los
     movimientos revolucionarios no pueden ser juzgados por el mismo
     patrón. Cada caso debe ser juzgado en sí mismo según sus
     peculiaridades. Ha habido en el mundo muchos movimientos
     revolucionarios, muchos casos de desmembración de un territorio y
     todos no pueden ser juzgados desde un punto de vista exclusivo.
     Nadie que observe con desinterés y con espíritu de justicia lo
     ocurrido en Panamá, puede negar que este país tenía motivos para
     separarse de Colombia y que su actitud, al facilitar la oportunidad
     de que el canal se construya inmediatamente, ha redundado en
     beneficio del mundo civilizado. A aquellos que miran con pesimismo
     nuestra actitud al reconocer la nueva República de Panamá y que
     desconfían de lo que pueda significar nuestro compromiso de
     mantener el tránsito, libre de invasiones y disturbios, les
     recomendamos que tengan en cuenta el caso de Cuba, cuando
     intervinimos en ella por la fuerza, obedeciendo a nuestros deberes
     e intereses nacionales. Cuando realizamos esa intervención, se
     pensó también que queríamos quedarnos en Cuba y administrarla en
     beneficio de nuestros intereses. Los resultados han demostrado, de
     modo evidente, la falsedad de tales profecías: Cuba es hoy una
     República Independiente. Nosotros la gobernamos en su propio
     interés durante unos años, hasta que estuvo en condiciones de
     mantenerse independiente, retirándonos después, no sin antes tomar
     ciertas medidas tendientes a asegurar su gobierno propio e
     independencia. Hemos recabado la construcción de dos estaciones
     navales, situadas, en tales condiciones, que nunca podrán
     constituir una amenaza para la libertad de la isla y que han de
     servir de defensa al pueblo de Cuba y al nuestro, contra un posible
     ataque extranjero. El pueblo de Cuba ha derivado grandes beneficios
     de nuestra intervención y nosotros los hemos recabado también. Otro
     tanto ha de ocurrir con Panamá. Tanto el pueblo del istmo como el
     de los países adyacentes de Centro y Sud América, han de
     beneficiarse grandemente con la construcción del canal y con la paz
     y el orden de que se disfrutará y el beneficio de ellos se hará
     extensivo a nosotros y a la humanidad. Por nuestra acción rápida y
     decisiva, no sólo hemos favorecido nuestros intereses y los del
     mundo civilizado, sino que nos hemos evitado complicaciones que nos
     hubieran sido perjudiciales y al pueblo del istmo le hemos evitado
     también el derramamiento de sangre y otros sufrimientos.

     En vez de emplear nuestras fuerzas, como pretendió Colombia, en la
     doble finalidad de perjudicar nuestros derechos e intereses y
     también los del mundo civilizado, y de abatir a la población del
     istmo, ayudando a los que ella estimaba como sus opresores, hicimos
     lo que nos demandaba el deber: mantener el tránsito libre y evitar
     la invasión que se proyectaba.

Después que ocurrieron los sucesos que ocasionaron la separación de
Panamá, la República de Colombia rompió por completo sus relaciones con
los Estados Unidos. El Presidente Roosevelt realizó grandes esfuerzos
por reanudar dichas relaciones y pareció, por un momento, que había
obtenido su propósito. El día 9 de enero de 1909, se suscribía en
Washington un tratado entre el Secretario Root y los Ministros, Cortés,
de Colombia, y Arosemena, de Panamá, por el cual Colombia recibía en
calidad de indemnización $2,500.000; debiendo en cambio, reconocer la
independencia de Panamá, someter la fijación de su frontera con esta
nueva República al arbitraje del Presidente de la República de Cuba,
eximir del pago de derechos a los barcos dedicados a las obras del canal
que anclaran en sus puertos y renunciar a cuantos derechos le asistieran
con respecto al canal.

El pueblo colombiano juzgó ese tratado como afrentoso a su soberanía y
consideró como un traidor al Presidente, General Reyes, con cuya
anuencia había sido negociado; teniendo éste que abandonar el poder para
no perder la vida y quedando interrumpidas nuevamente las relaciones
entre las dos Repúblicas.

Tres años más tarde, ocupando William H. Taft la Presidencia de los
Estados Unidos, el Secretario de Estado Knox, le dió instrucciones a
James Du Bois, Ministro en Bogotá, para que intentara negociar un
tratado bajo estas bases: se elevaba la indemnización que debía percibir
Colombia a $10,000.000, y los Estados Unidos, en cambio, además de
obtener con ligeras variantes las concesiones que se le otorgaban en el
proyecto de Tratado Root-Cortés, adquirirían el derecho de construir un
canal y el arrendamiento de las islas San Andrés y Providencia. Apenas
el Ministro norteamericano le expuso estos planes a Carlos Restrepo,
Presidente de Colombia, le significó éste en términos rotundos, que
sobre tales bases no estaba dispuesto a iniciar negociación alguna.

Transcurrió otro lapso de dos años y la administración del Presidente
Wilson, que sucedió a Taft, insistió en el empeño de llegar a un acuerdo
con Colombia, que pusiera término a la desagradable situación creada.
Colombia quería someter las cuestiones y asuntos pendientes a un
arbitraje; pero al fin desistió de esta actitud, aviniéndose a dejar
zanjadas todas las diferencias por medio de un tratado, que fué suscrito
en Bogotá, en 6 de abril de 1914.

Este tratado, por el cual Colombia debía recibir de los Estados Unidos
una indemnización de $25,000.000 teniendo además derecho a transportar
sus fuerzas por el canal sin pagar derechos y a que lo utilizaran sus
ciudadanos y sus productos en las mismas condiciones que los
norteamericanos, a cambio de que dicha República reconociera la
independencia de Panamá, apenas sometido al Senado fué rudamente
combatido por el ex-Presidente Roosevelt. A juicio de este estadista,
dicha convención constituía una desautorización de su conducta en los
asuntos de Panamá; era, a su juicio, algo así como el reconocimiento de
que se había cometido una injusticia con Colombia.

En la primavera del año 1917 dicha convención fué sometida a discusión
en la Alta Cámara, siendo combatida con toda energía por Lodge, Borah y
otros significados miembros del Partido Republicano, quienes esgrimieron
el argumento de Roosevelt y alegaron además, que eran los intereses
petroleros, ávidos de obtener concesiones en Colombia, los que en el
fondo agitaban el asunto. La oposición republicana se hizo sentir; el
Tratado fué devuelto al Comité de Asuntos Exteriores y tras varias
vicisitudes, después de cuatro años, al ocupar su alto cargo el
Presidente Harding, uno de sus primeros actos fué el de dirigirle un
mensaje al Senado encareciendo la necesidad y urgencia de su aprobación.

Ocurrió uno de esos cambios tan frecuentes en la política. Los mismos
republicanos, que antes combatieron el Tratado, fueron ahora, con Lodge
a la cabeza, sus defensores. Algunos, sin embargo, mantuvieron su
antigua intransigencia, entre otros Borah, quien dijo que el pago a
Colombia de una indemnización de $25,000.000, equivalía a aceptar el
cargo, hecho a Roosevelt y a Hay, de que "lo de Panamá había sido un
robo". En 20 de abril de 1921 el Senado, al fin ratificó el convenio con
algunas variaciones que se le introdujeron, por 69 votos contra 19 y en
14 de octubre del propio año, tras prolongado debate, le correspondió la
misma suerte en la Alta Cámara de Colombia.

En la primitiva redacción de este Tratado, la que fué acordada en Bogotá
en 6 de abril de 1914, se hacía constar la siguiente declaración
contenida en el artículo I:

     El Gobierno de los Estados Unidos de América, deseoso de poner
     término a todas las controversias y diferencias con la República de
     Colombia, provenientes de los sucesos de que es resultado la
     situación actual en el Istmo de Panamá, expresa en su propio nombre
     y en el del pueblo de los Estados Unidos, su sincero pesar de que
     las relaciones de cordial amistad que por tanto tiempo han existido
     entre las dos naciones hayan sido interrumpidas o perjudicadas a
     causa de aquellos sucesos. El Gobierno de la República de Colombia
     en su propio nombre y en el del pueblo colombiano, acepta esta
     declaración en la plena seguridad de que todo obstáculo para la
     completa restauración de la armonía entre los dos países
     desaparecerá de este modo.

Tal como ha sido aprobado el proyecto, esta declaración ha sido
sustituída por la siguiente, que aparece en el párrafo con que se
encabeza el Tratado, a manera de preámbulo:

     Los Estados Unidos de América y la República de Colombia, deseando
     remover todas las desavenencias provenientes de los sucesos
     políticos acaecidos en Panamá en noviembre de 1903; restaurar la
     cordial amistad que caracterizaba las relaciones entre los dos
     países; y también definir y regular sus derechos e intereses
     respecto al canal interoceánico que el Gobierno de los Estados
     Unidos ha construído a través del istmo de Panamá, han resuelto con
     este objeto celebrar un tratado, y en consecuencia han nombrado
     como sus Plenipotenciarios...


(C)

SANTO DOMINGO

En los comienzos del año 1905, era deplorable la situación de la
República Dominicana; el estado de revolución y desorden había llegado a
ser crónico. Esto, que unido a la desastrosa administración de sus
gobiernos, constituía un obstáculo al progreso material del país, había
contribuído a que la deuda pública ascendiera a $32,000.000.00. Gran
parte de ésta estaba en manos de ingleses, franceses, italianos y
belgas, y sus respectivos gobiernos, al convencerse de que por las
gestiones diplomáticas no se habría de obtener el pago de la misma,
decidieron apelar a la fuerza. Encontrábase en camino de las aguas
dominicanas una escuadra inglesa y otra francesa, cuando el Presidente
Carlos F. Morales invocó la mediación del gobierno de Washington.

Teodoro Roosevelt, que desempeñaba a la sazón la Presidencia de la
República, aceptó el requerimiento y convencido de que el único medio de
evitar la intervención de los gobiernos europeos, consistía en que los
Estados Unidos garantizaran el pago de aquellas deudas, púsose al habla,
con ese propósito, con el gobierno dominicano y reunidos en la ciudad de
Santo Domingo, los representantes de las dos repúblicas, en 20 de enero
de 1905 suscribieron un tratado que señala el inicio de la ingerencia de
los Estados Unidos en los asuntos de la isla vecina. A tenor de esta
convención, los Estados Unidos se comprometían a arreglar el pago de
todas las deudas, interiores y exteriores; asumirían el control de las
aduanas y sin su consentimiento el gobierno de Santo Domingo no podría
alterar los aranceles; se prevenía también que el cuarenta y cinco por
ciento del importe de la recaudación de aquellos centros sería
entregado al gobierno insular para el pago de sus atenciones y que el
cincuenta y cinco por ciento restante se aplicaría, después de cubiertos
los gastos de la recaudación, al pago de las deudas y se consignaba, por
último, la siguiente disposición contenida en el artículo 7:

     El gobierno americano, a pedimento del de la República Dominicana,
     le concederá otros socorros que estén en su poder para establecer
     el crédito, conservar el orden, aumentar la eficacia de la
     administración civil, y promover el adelanto material de la
     República.

El distinguido escritor dominicano Tulio M. Cesteros, comentando este
Tratado, en un trabajo publicado en _La Reforma Social_, dice, con
razón, que las partes suscribientes hubieron de concertarlo a impulso de
causas distintas: los Estados Unidos, por el interés de evitar la acción
armada de las potencias europeas en aguas del mar Caribe, esto es, por
obviar la infracción de la doctrina de Monroe; Santo Domingo, por la
necesidad de sanear y liquidar su hacienda, que estaba afectada en más
del ochenta por ciento de sus rentas.

El Presidente Roosevelt envió al Senado el Tratado para su aprobación
por medio de un mensaje fechado en 15 de febrero del citado año.
Anteriormente, al tratar de la doctrina de Monroe, hicimos alusión a
determinados extremos de dicho mensaje. Vamos a referir ahora otros de
no menor interés. Después de hacer constar que las condiciones de Santo
Domingo constituían una amenaza para las relaciones de los Estados
Unidos con determinadas naciones extranjeras y afectaban la seguridad de
los estados norteamericanos situados al Sur, dado que dicha isla se
encontraba en la dirección hacia la cual debían desenvolverse las
relaciones comerciales de dichos estados y de aludir a la deplorable
situación financiera de la isla, se refería en estos términos al
protocolo acordado:

     Los recursos ordinarios de la diplomacia y el arbitraje
     internacional resultan impotentes para poner término a la situación
     en que se encuentra la República Dominicana, la que sólo puede ser
     remediada, organizando sus finanzas sobre la base de sustraer las
     aduanas de la atención de los revolucionarios. Ha llegado pues el
     momento de que abandonemos aquello que entendíamos que era nuestro
     deber en nuestra política tradicional para con el pueblo
     dominicano, al que debemos ayudar a que abandone la anarquía y
     adopte un gobierno republicano adecuado, dado que estamos ante un
     dilema: o permitimos que los gobiernos extranjeros adopten las
     medidas que juzguen convenientes a la defensa de sus intereses o
     adoptamos una acción adecuada y procedente.

     En varias ocasiones el gobierno dominicano ha invocado el auxilio
     de los Estados Unidos, sobre todo en estos últimos años. En 1899
     pretendió de nosotros que celebrásemos un tratado, por virtud del
     cual la isla quedaba bajo nuestra protección, pero nos negamos a
     tal demanda. Después, en 1904, el Ministro de Relaciones Exteriores
     estuvo en Washington, pretendiendo que el gobierno de los Estados
     Unidos ayudara al de su país a salir de la crisis social y
     financiera en que estaba sumido. Una vez más fué desestimada
     semejante pretensión dominados por nuestra repugnancia a ingerirnos
     en los asuntos de otro país; pero ahora, lo que demanda esa
     ingerencia es nada menos que el mantenimiento de la paz
     internacional.

     En 1903, el representante de una nación extranjera nos propuso que
     nos uniéramos a ella para controlar las finanzas de Santo Domingo,
     debiendo hacerse cargo el gobierno de los Estados Unidos de las
     aduanas y de los demás impuestos y entregarle parte del importe de
     la recaudación al gobierno de Santo Domingo para cubrir sus gastos,
     reservándose el resto para satisfacer los créditos de los
     acreedores extranjeros. El gobierno de los Estados Unidos no quiso
     entrar en tal arreglo. Ha llegado el momento de que no podamos
     permanecer en tal situación de indiferencia. Nuestra experiencia
     del pasado y nuestro conocimiento con respecto a la verdadera
     situación de Santo Domingo, nos dice, que si nos negamos a tomar
     alguna acción definitiva, no sólo perjudicamos los intereses
     dominicanos y desatendemos los deberes que nos impone la doctrina
     de Monroe, sino que tácitamente consentimos en que tal acción la
     adopte otro gobierno.

     La enmienda Platt,--una de las medidas más sabias adoptadas en el
     orden internacional--establece un método que evita que aquellas
     dificultades ocurran en la nueva República de Cuba. Según esta
     enmienda la República de Cuba no puede contraer ninguna obligación,
     sin antes obtener el consentimiento de los Estados Unidos, los que
     pueden adoptar cuantas medidas impidan que se viole la letra y
     espíritu de aquélla. Si se adoptase un plan semejante con respecto
     a Santo Domingo, sería de grandes ventajas para esta nación y para
     las demás. No se contraerían obligaciones que no pudieran ser
     solventadas y aquellas que se estipularan infringiendo lo
     convenido, correrían el riesgo de no ser pagadas. Es decir que las
     demandas de los acreedores legítimos serían satisfechas y
     desechadas las de los simples especuladores.

     Mientras no se adopte semejante plan, no tenemos más que dos
     caminos: permitir que se infrinja la doctrina de Monroe o realizar
     un arreglo, como el que ahora someto al Senado. Afortunadamente, en
     este caso, la prudencia y sagacidad del gobierno dominicano nos ha
     eliminado las dificultades: a petición suya es que hemos convenido
     tal arreglo. Según sus términos, las aduanas han de ser
     administradas de manera honrada y económica. El cuarenta y cinco
     por ciento de la recaudación se ha de entregar al gobierno
     dominicano y el resto los distribuirán los Estados Unidos entre los
     acreedores, equitativamente. La República no tendrá la amenaza de
     una agresión por el mar. No hemos de asumir por esto una nueva
     clase de obligaciones; contraeremos la que nos impone la doctrina
     de Monroe.

     Es lo más probable que esta administración no tenga que asumir el
     papel impuesto por el adjunto protocolo.

     Según dicho protocolo, la República de Santo Domingo, de manera
     prudente y patriótica acepta tanto las responsabilidades como los
     privilegios de la libertad y se ha impuesto, con notoria buena fe,
     el propósito de saldar sus compromisos en la forma que lo permitan
     sus recursos. No se puede pedir más ni nosotros permitiremos que
     después de tal conducta dicha nación sea molestada. En el caso
     presente, no somos más que los simples ejecutores de un deber que
     nos ha sido impuesto por la doctrina de Monroe; deber que
     ejecutamos, algo más que con la aquiescencia del gobierno de Santo
     Domingo, respondiendo a su solicitud. Nosotros sabremos demostrar
     que cumplimos tal deber con la mejor buena fe, sin la menor
     intención de extender nuestro territorio a expensas de nuestros
     débiles vecinos, animados sólo del propósito de poner término de
     una vez a las dificultades o rozamientos existentes entre éstos y
     algunas potencias europeas. Debemos tener el mayor interés en
     acreditar con nuestros actos que el mundo debe tener confianza en
     nuestra buena fe y saber que en este caso, no hacemos más que
     cumplir con un deber internacional, en interés, no sólo de
     nosotros, sino de todas las naciones y que estamos animados de un
     espíritu de justicia hacia todos. La aceptación del plan propuesto,
     equivaldrá a la aceptación de la doctrina de Monroe y supondrá
     además un paso de avance en el propósito de resolver los conflictos
     internacionales por medidas pacíficas y no por medio de la guerra.

     Podemos citar con orgullo el caso de Cuba, en prenda de nuestra
     buena fe. Permanecimos en Cuba tan sólo el tiempo necesario para
     que la isla estuviera en condiciones de darse un gobierno propio,
     no pudiendo ser sus éxitos más evidentes. Las condiciones que les
     impusimos antes de dejarla en manos de sus hijos no tuvieron otro
     propósito, que el de evitarle conflictos con las naciones
     extranjeras. Nuestro propósito en Santo Domingo es desinteresado,
     nos ocurrirá lo que en Cuba, que los beneficios que hemos derivado
     de su situación, son más bien indirectos. Los principales
     beneficiados en el arreglo han de ser, Santo Domingo en primer
     lugar, y sus acreedores después, y en cambio las ventajas que hemos
     de derivar nosotros, han de ser indirectas pues se reduce nuestro
     interés al hecho de que las comunidades situadas al Sur disfruten
     de orden y de prosperidad y estén regidas por un gobierno propio e
     independiente.

     Llamo la atención acerca de la necesidad de que se proceda con
     actividad. Tenemos la oportunidad de dejar resuelto el problema de
     la paz y la estabilidad de la Isla, sin conflictos ni
     derramamientos de sangre y procediendo de acuerdo con la invitación
     que nos ha hecho su gobierno. Sería ciertamente una desdicha que
     no evitemos la dificultad: si nos retraemos, continuarán en Santo
     Domingo las violencias y revoluciones y se recrudecerán los
     conflictos internacionales. Este protocolo ha de ser el mejor
     testimonio de la eficacia del gobierno de los Estados Unidos en el
     mantenimiento de la doctrina de Monroe.

No logró el Presidente Roosevelt, a pesar de sus esfuerzos, que dicha
convención fuese aprobada por el Senado. Desde que se iniciaron los
debates en dicha cámara, se vió que estaba dividida la opinión. Una
parte de ella era partidaria de que la nación no se apartara de su
tradicional política no intervencionista, mientras que otros elementos
sostenían que el desarrollo por ella alcanzado exigía que se adoptara
cierta acción con respecto a las Repúblicas vecinas. Fué aquella
opinión, que podríamos llamar tradicionalista, la que prevaleció en la
Alta Cámara.

No se desanimó el Presidente ante la actitud del Senado; creyó vencer su
resistencia consignando en un nuevo tratado que la ingerencia que
habrían de tomar los Estados Unidos en los asuntos de Santo Domingo
estaba inspirada en el deseo de mantener la doctrina de Monroe y al
efecto, en 5 de febrero del propio año se suscribió una nueva convención
concebida en los mismos términos que la anterior, pero con esta adición
en su preámbulo:

     Por cuanto el Gobierno de los Estados Unidos de América, previendo
     una tentativa de parte de los gobiernos del otro hemisferio de
     opresión y control sobre los destinos de la República Dominicana,
     como manifestación de enemistad hacia los Estados Unidos, está
     dispuesto, según los deseos del Gobierno Dominicano, a prestarle su
     ayuda para efectuar un arreglo satisfactorio, con todos los
     acreedores de éste, obligándose a respetar la completa integridad
     de la República Dominicana.

Sometida al Senado esta nueva convención, se acordó aplazar su discusión
para una próxima legislatura; pero el Presidente, estimando perjudicial
semejante demora, se puso de acuerdo nuevamente con el Gobierno
Dominicano y concertó y puso en ejecución por medio de un decreto, un
_modus vivendi_, de carácter provisional, que debía subsistir mientras
no fuese aprobado el Tratado y que en el fondo contenía las mismas
disposiciones que éste. Según este _modus vivendi_, que surtió sus
efectos desde el día 1º de abril, el recaudador de las Aduanas habría de
ser nombrado por el Presidente de los Estados Unidos, aunque era
necesario que la designación recayera en una persona que fuese del
agrado del gobierno dominicano; el importe de la recaudación se
distribuiría, entregándole el cuarenta y cinco por ciento a dicho
gobierno, para atender a sus gastos y consignándose el resto, después de
abonados los de la recaudación, en un banco de New York, para ser
distribuído entre los acreedores luego que se decidiera acerca de la
suerte del Tratado pendiente de discusión en el Senado. Nada hizo por el
momento este cuerpo; pero fueron tan beneficiosos para el orden y la
prosperidad de Santo Domingo, los resultados del _modus vivendi_, que al
cabo de dos años toda la opinión estaba persuadida de la conveniencia de
que los Estados Unidos se hicieran cargo, por algún tiempo, de las
finanzas de la isla y hasta los propios senadores, que se decían no
intervencionistas y que antes se habían declarado contrarios a la
aceptación del Tratado, parecían dispuestos ahora a rectificar su
criterio.

Dióse cuenta el Presidente de que debía aprovechar esa reacción en la
opinión y convencido de que el último de los dos Tratados suscritos,
habría de ser aprobado en el Senado, con tal de que se le introdujeran
algunas modificaciones, inició nuevas gestiones a este fin con el
Gobierno Dominicano, culminando éstas en el Tratado que en 8 de febrero
de 1907 suscribieron los plenipotenciarios de las dos naciones, en la
ciudad de Santo Domingo.

Según los términos de esta Convención, se debía efectuar un empréstito
de $20,000.000.00 para pagar todas las deudas pendientes, calculadas en
unos $17,000.000.00, empleándose el resto en la realización de
determinadas obras públicas. Para satisfacer el importe del empréstito,
se haría una emisión de bonos al cinco por ciento, amortizables en 10 y
50 años y mientras estuviere pendiente el pago de éstos, el Presidente
de los Estados Unidos nombraría un Receptor General de las Aduanas,
encargado de recibir los impuestos; debiendo asignarse el importe de
éstos, después de cubiertos los gastos de la recaudación, una parte al
pago del interés y amortización y la otra al Gobierno Dominicano para
sus gastos. Los dos gobiernos se obligarían a prestarle al Receptor el
apoyo y la protección que necesitare y por su parte, a su vez el de
Santo Domingo, quedó comprometido a no contraer nuevas obligaciones
mientras no estuvieren pagados los bonos ni a rebajar tampoco los
derechos de Aduana, a no ser con la sanción de los Estados Unidos.

No figuró en el texto de esta convención, la disposición contenida en el
artículo 7 del Tratado suscrito en 20 de enero de 1905, a que antes nos
hemos referido y según la cual, el gobierno de los Estados Unidos, a
pedimento del de la República Dominicana, concedería a ésta los socorros
que estuvieran en su poder para establecer el crédito, conservar el
orden, aumentar la eficacia de la administración civil y promover el
adelanto y bienestar de la República. La prensa de Santo Domingo había
combatido esta cláusula como atentatoria a la soberanía nacional y se
temió, por los plenipotenciarios americanos, que su inserción pudiera
ser un escollo para la aprobación del Tratado en el Senado de los
Estados Unidos. Esta tuvo efecto, en dicho cuerpo, en 25 de febrero y en
el Congreso de Santo Domingo el 3 de mayo, aunque con ciertas
aclaraciones o reservas que el Secretario de los Estados Unidos, Mr.
Elihu Root, juzgó compatibles con el texto del Tratado.

Este Tratado produjo, por el momento, los mejores resultados para la paz
y prosperidad de la isla. En 1908, Carlos F. Morales trasmitió
pacíficamente la presidencia a Raimundo Cáceres. Pero esta situación de
paz fué transitoria; una fugaz ilusión. En 29 de noviembre de 1911, fué
asesinado el Presidente Cáceres, y sustituído por Alfredo Victoria,
quien apenas ocupó su alto cargo, se vió envuelto en una revolución. Ya
llevaba ésta de duración cerca de un año, cuando en noviembre de 1912,
Victoria, cediendo a la presión de los Estados Unidos, renunció la
Presidencia. El Congreso designó Presidente Provisional al Arzobispo
Adolfo A. Nonel, quien como viese que continuaba el desorden, a los
cuatro meses abandonó el cargo, siendo sustituído, también en calidad de
interino, por el General José Bordas Valdés.

En septiembre de 1913 estalla otra revolución. Días después presenta sus
credenciales el Ministro de los Estados Unidos, Mr. James E. Sullivan, y
le hace saber a los insurrectos, que la Cancillería de Washington no
estaba dispuesta a reconocer a ningún Gobierno que fuese producto de una
revolución. Fué en esta ocasión en la que inició el Presidente Wilson su
política contraria a las revoluciones; de aquí que tenga interés la
reproducción de la carta que al efecto le dirigió dicho Ministro al Jefe
de los revolucionarios y que decía así:

     Es fija la determinación del Gobierno de los Estados Unidos de
     América, de que ninguna disputa o desavenencia sea arreglada; ni
     causa establecida; ni hombre alguno colocado en el poder de la
     República Dominicana, por otros medios que no sean los que marcan
     la Constitución. La República de los Estados Unidos, como hermana
     mayor de la República de Santo Domingo, está dispuesta por
     consiguiente, a poner todo el peso de su poder e influencia contra
     cualquier hombre o grupo de hombres que puedan perturbar la paz de
     esta nación. El Presidente de los Estados Unidos cree que ya Vds.
     conocen su inalterable determinación de rehusar su reconocimiento a
     todo hombre o gobierno establecido en ese país por la fuerza de las
     armas. El Gobierno de los Estados Unidos usará de su legítima
     influencia en el futuro para calificar al revolucionario como un
     malhechor y trabajará para lograr que prevalezcan aquellos que
     busquen el arreglo y satisfacción de sus agravios en una forma
     constitucional. Se me ha ordenado informar a Vds. que bajo
     cualquier curso que sigan, los Estados Unidos pueden ir mucho más
     lejos de lo que yo estoy dispuesto a decir, para poner remedio a
     esta situación. El más pequeño de los males que seguramente
     sobrevendrá en el caso del establecimiento de un gobierno basado en
     este movimiento revolucionario, es éste: que en ninguna
     circunstancia reconocerán dicho gobierno los Estados Unidos; que
     esa negativa de reconocimiento será seguida por las demás naciones
     y que además ni un solo dollar del dinero recolectado por los
     Estados Unidos, por derechos de las Aduanas de la República
     Dominicana, será pagado a ningún funcionario o empleado de tal
     gobierno revolucionario.

El Ministro Sullivan no limitó su actuación a dicha notificación. Fué
mediador de un pacto entre los alzados y el gobierno, que puso término a
la revolución. Según este pacto en diciembre se debían celebrar
elecciones para nombrar una convención constituyente y aunque con la
protesta del gobierno dominicano, el de Washington designó una comisión
que presenció dichas elecciones. No pasaron muchos meses antes de que el
Presidente Bordas se encontrara frente a otra situación revolucionaria y
como fuera impotente para dominarla, en agosto de 1914 arriba a Santo
Domingo una comisión designada por el Gobierno de los Estados Unidos
encargada de poner término a la situación por medio de lo que se llamó
el "Plan Wilson". Según este plan el Presidente Bordas había de cesar;
se debía designar un sustituto provisional elegido por los aspirantes a
la Presidencia que fueran jefes de partidos políticos y una vez en su
cargo el que resultara electo, se acudiría a los comicios para elegir
Presidente; reservándose el Gobierno de los Estados Unidos la adopción,
para lo sucesivo, de aquellas medidas tendientes a obtener la
realización pacífica de los cambios de gobierno.

Sometidos los jefes revolucionarios al "Plan Wilson", en 5 de septiembre
de 1914 eligieron Presidente Provisional al Dr. Ramón Báez, y en
noviembre del mismo año se celebraron las elecciones y fué designado
Presidente Juan Isidro Jiménez, quien tomó posesión el día 6 del mes
siguiente.

El Gobierno del Presidente Jiménez era producto de la coalición de
varios grupos políticos, pero apenas inaugurado se deshizo dicha
coalición. Esta se había realizado por el ansia de obtener el poder y
aunque Jiménez distribuyó los cargos entre todas las agrupaciones,
ninguna estuvo conforme con la parte que le había correspondido y tras
las desavenencias y agitaciones vino la revolución, dirigida por el
General Arias, Secretario de la Guerra. El día 3 de febrero de 1915, el
Presidente Jiménez celebró una entrevista con el Ministro de los Estados
Unidos, en la que solicitó para su gobierno la protección de esta
nación. Tal apoyo le fué ofrecido. En 21 de julio de 1915 Mr. Steward
Johnson, Encargado de Negocios de los Estados Unidos, se dirige a los
alzados en los siguientes términos:

     El Presidente Jiménez, habiendo sido electo Presidente por el
     pueblo, en octubre pasado, de acuerdo con el Plan Wilson, recibirá
     de los Estados Unidos cualquiera ayuda que sea necesaria para
     obligar el respeto de su administración. He sido instruído por el
     Gobierno de los Estados Unidos de llamar la atención de los jefes
     de la oposición, no solamente a lo que precede, sino que, en caso
     de que sea necesario el desembarque de tropas para imponer el orden
     y respeto al Presidente electo por el pueblo, aquellos jefes que
     estén o puedan estar actualmente ocupados en los desórdenes, o que
     estén secretamente alentándolos, serán hechos personalmente
     responsables por los Estados Unidos.

La revolución continuó, no obstante, y como se rumorara meses después,
que Jiménez tenía el propósito de renunciar la Presidencia, el día 6 de
diciembre recibió la visita del Ministro de los Estados Unidos, quien
después de encarecerle que no abandonara dicho cargo le ofreció el apoyo
de los Estados Unidos, para abatir la revolución. El Presidente Jiménez
la combatió cuanto pudo, pero el día 7 de mayo de 1916, inesperadamente,
juzgándose impotente para sofocarla, abandonó su cargo. Debido a la
actitud de los Estados Unidos, no ocurrió lo que acontece en la
generalidad de estos casos: el poder no fué ocupado por el caudillo de
la revolución triunfante. Por disposición del Ministro de los Estados
Unidos, el Poder Ejecutivo continuó funcionando con los Secretarios que
formaban el Gabinete del Presidente Jiménez. E hizo más dicho Ministro:
encontrándose ocupada la capital por los rebeldes, el día 13 del propio
mes, en unión del Contralmirante Caperton, se entrevistó con el General
Arias en la Legación de Haití, entregándole un ultimátum en el que le
intimaba, "en vista de la política públicamente anunciada de los Estados
Unidos de América, de mantener por la fuerza, si fuere necesario, las
autoridades constituídas de la República", para que abandonara con sus
fuerzas la ciudad antes de las seis de la mañana del siguiente día. Esa
misma noche abandonan los rebeldes la capital; y al día siguiente
desembarcan fuerzas norteamericanas, las que ocuparon las fortalezas y
edificios públicos. Pocos días después fueron ocupadas las ciudades de
Puerto Plata, Monte Christi y Santiago de los Caballeros.

El día 17 del propio mes a que nos venimos refiriendo, la Cámara de
Representantes eligió Presidente al Dr. Francisco Henríquez Carvajal; e
iba a reunirse el Senado para ratificar este acuerdo, cuando al día
siguiente se dirigen el Ministro Russell y el Contralmirante Caperton a
los Presidentes de ambas Cámaras, aconsejándoles que demorasen la
elección hasta que el país se encontrara completamente pacificado; pues
de ocurrir nuevos desórdenes las fuerzas de los Estados Unidos se verían
en el caso de tener que desenvolver una acción agresiva y se deseaba
evitar que tal contingencia ocurriera.

Pocas semanas después el orden quedó restablecido completamente, y
aprobada por el Senado la elección del Dr. Henríquez Carvajal, en 31 de
julio tomó posesión de la Presidencia. A partir de esta fecha se puede
decir que comenzó el verdadero estado de crisis de la nacionalidad
Dominicana. El Gobierno de los Estados Unidos se negó a reconocer al
Presidente electo y algunos días después, el 18 de agosto, el "Receptor
General", es decir el funcionario norteamericano encargado de recaudar
las rentas públicas, le hizo saber al Gobierno, que de acuerdo con
instrucciones recibidas de Washington, no le haría desembolso alguno de
fondos, hasta tanto que los dos gobiernos no llegasen a una inteligencia
acerca de determinados artículos de la Convención de 1907.

No pasaron muchos días sin que la opinión se diera cuenta de los
verdaderos propósitos del gobierno norteamericano. Lo que en realidad se
pretendía era que la República Dominicana aceptara un Tratado análogo al
que se concertó con Haití, y como el Presidente Henríquez se mostrara
adverso a tales propósitos, se le creó una situación difícil en un
principio, y totalmente insostenible después. Se comenzó por privar de
recursos a la administración, faltando hasta la consignación para
satisfacer los haberes del propio Presidente y llegó un momento en que
éste vió toda su autoridad en manos de los jefes de las fuerzas
norteamericanas que se encontraban en la isla. Poco tiempo duró esta
situación. En 29 de noviembre el Capitán H. Knapp, Comandante de la
división de cruceros de la flota del Atlántico, publicó en la ciudad de
Santo Domingo una proclama haciendo saber que su gobierno había
dispuesto que la República fuese ocupada por un Gobierno Militar, aunque
de carácter transitorio. He aquí los términos de dicha proclama:

     CONSIDERANDO: Una convención fué concluída entre los Estados Unidos
     de América y la República Dominicana, el día 8 de febrero de 1907,
     de la cual el artículo III dice:

     Hasta que la República Dominicana no haya pagado la totalidad de
     los bonos del empréstito, su deuda pública no podrá ser aumentada
     sino mediante un acuerdo previo entre el Gobierno dominicano y los
     Estados Unidos. Igual acuerdo será preciso para modificar los
     derechos de importación de la República por ser condición
     indispensable para que esos derechos puedan ser modificados que el
     Ejecutivo dominicano compruebe y el Presidente de los Estados
     Unidos reconozca que tomando por base las importaciones y
     exportaciones de los dos años que preceden al en que se quiere
     hacer la alteración en los referidos derechos, y calculados el
     monto y la clase de los efectos importados o exportados, en cada
     uno de esos dos años al tipo de los derechos de importación que se
     pretenda establecer, el neto total de esos derechos de Aduanas en
     cada uno de los dos años, excede de la cantidad de dos millones de
     pesos oro americano, y,

     CONSIDERANDO: el Gobierno Dominicano ha violado el dicho artículo
     III en más de una ocasión; y,

     CONSIDERANDO: el Gobierno Dominicano de cuando en cuando, ha dado
     como explicación de dicha violación la necesidad de incurrir en
     gastos extraordinarios incidentales a la supresión de las
     revoluciones; y,

     CONSIDERANDO: el Gobierno de los Estados Unidos, con mucha
     paciencia, y con el deseo amistoso de ayudar y permitir a la
     República Dominicana mantener la tranquilidad doméstica y cumplir
     con las estipulaciones de la Convención citada, ha apuntado al
     Gobierno Dominicano ciertas medidas necesarias que el Gobierno
     Dominicano no ha sido inclinado a aceptar o ha sido incapacitado
     aceptar; y,

     CONSIDERANDO: en consecuencia, la tranquilidad doméstica ha sido
     perturbada y aún no está restablecida, ni asegurado el cumplimiento
     futuro de la Convención de parte del Gobierno dominicano; y,

     CONSIDERANDO: el Gobierno de los Estados Unidos está determinado
     que ya ha llegado el tiempo de tomar medidas para asegurar el
     cumplimiento de las provisiones de la Convención citada, de parte
     de la República Dominicana, y mantener la tranquilidad doméstica en
     dicha República, la cual es necesaria para tal cumplimiento;

     AHORA POR TANTO, YO, H. S. KNAPP, Capitán de la Marina de los
     Estados Unidos, comandando la fuerza de cruceros de la Escuadra del
     Atlántico de los Estados Unidos de América, y las fuerzas armadas
     de los Estados Unidos de América situadas en los varios puntos
     dentro de la República Dominicana, actuando bajo la autoridad y por
     orden del Gobierno de los Estados Unidos de América.

     DECLARO Y PROCLAMO a todos los que les interese, que la República
     Dominicana queda por la presente puesta en un estado de ocupación
     militar por las fuerzas bajo mi mando, y queda sometida al Gobierno
     Militar y el ejercicio de la ley militar, aplicable a tal
     ocupación.

     Esta ocupación militar no es emprendida con ningún propósito, ni
     inmediato ni ulterior, de destruir la soberanía de la República
     Dominicana, sino al contrario, es la intención ayudar a ese país a
     volver a una condición de orden interno, que lo habilitará para
     cumplir las previsiones de la Convención citada, y con las
     obligaciones que le corresponden como miembro de la familia de
     naciones.

     Las leyes dominicanas, pues, quedarán, en efecto siempre que no
     estén en conflicto con los fines de la ocupación o con los
     reglamentos necesarios establecidos al efecto, y una administración
     legal continuará en manos de oficiales dominicanos, debidamente
     autorizados todo bajo la vigilancia y la supervisión de las fuerzas
     de los Estados Unidos que ejercen el Gobierno Militar.

     La administración ordinaria de la justicia, tanto en casos civiles
     como en casos criminales, por medio de las cortes dominicanas
     regularmente constituídas, no será interrumpida por el Gobierno
     Militar ahora establecido; pero los casos en los cuales un miembro
     de las fuerzas de los Estados Unidos forme parte, o en los cuales
     haya envuelto desprecio o desafío de la autoridad del Gobierno
     Militar, serán juzgados por un tribunal establecido por el Gobierno
     Militar.

     Todas las rentas provenidas al Gobierno dominicano, incluso
     derechos e impuestos hasta el presente provenidos y no pagados,
     sean derechos de Aduana bajo las provisiones de la Convención
     concluída el día 8 de febrero de 1907, por la cual se estableció la
     Receptoría Aduanera, que permanecerá en efecto, o sean de rentas
     internas, serán pagados al Gobierno Militar, el cual, por cuenta de
     la República Dominicana, mantendrá en custodia tales rentas y hará
     todo desembolso legal que sea necesario para la administración del
     Gobierno dominicano, y para los propósitos de la ocupación.

     Invoco a todos los ciudadanos dominicanos y a los residentes y
     transeuntes en Santo Domingo, a cooperar con las fuerzas de los
     Estados Unidos en ocupación, con el fin de que sus gestiones sean
     prontamente realizadas y que el país sea restaurado al orden y a la
     tranquilidad doméstica y a la propiedad que solamente se puede
     realizar bajo tales condiciones.

     Las fuerzas de los Estados Unidos en ocupación bajo mi mando
     actuarán según la ley militar que gobierna su conducta, con debido
     respeto a los derechos, personales y de propiedad, de los
     ciudadanos dominicanos, y residentes y transeuntes en Santo
     Domingo, sosteniendo las leyes dominicanas, siempre que éstas no
     conflicten con los propósitos para los cuales se emprenda la
     ocupación.

     El texto original de esta proclamación, en el idioma inglés, regirá
     en toda cuestión de interpretación.

       _Santo Domingo City, D. R.,
           U. S. Olympia, Flagship._
             November 29, 1916.

             H. S. KNAPP,
        _Captain, U. S. Navy,
       Commander Cruiser Force,
          U. S. Atlantic Fleet_.

Establecida la intervención y suprimidos los poderes locales, el
gobierno de la isla fué confiado a un Contralmirante, al que auxilia
como Consejero, un Cuerpo de Secretarios, formado también por oficiales
de la marina. Las facultades de dicho Gobernador son absolutas, estando
reunidas en su autoridad las atribuciones legislativas y ejecutivas.
Contra este régimen levantó su protesta el pueblo dominicano desde los
primeros momentos; tanto por la supresión de su soberanía, como por la
forma dictatorial que lo caracterizó, especialmente por el
establecimiento de tribunales prebostales.

Ya habían transcurrido dos años de establecido dicho régimen y estaba
próximo a expirar el período presidencial de Woodrow Wilson, cuando en
23 de diciembre de 1920 publicó una proclama el Almirante Robinson,
participando que el gobierno de los Estados Unidos se disponía a poner
término a la ocupación, toda vez que se habían logrado los propósitos de
ésta, cuales eran, restablecer el orden público y garantizar la vida y
la propiedad. Se anunciaba en dicha proclama, al propio tiempo, el
propósito de nombrar una comisión formada por caracterizados dominicanos
y por un consejero técnico, la que debía formular determinadas enmiendas
a la Constitución y revisar las leyes ordinarias de la República, las
que habían de ser sometidas después para su aprobación, a una Convención
Constituyente y al Congreso, respectivamente.

Estas medidas no se llegaron a ejecutar. En 14 de junio de 1921 el
Gobernador Militar dió a conocer un nuevo plan para la desocupación de
la isla, por medio de una Proclama cuyo texto dice así:

     POR CUANTO, por Proclama del Gobernador Militar de Santo Domingo,
     fechada el 23 de diciembre, 1920, se anunció al pueblo de la
     República Dominicana que el Gobierno de los Estados Unidos deseaba
     dar principio al proceso de su rápida retirada de las
     responsabilidades asumidas en relación con los asuntos dominicanos;
     y

     POR CUANTO, es necesario que exista un Gobierno de la República
     Dominicana, debidamente constituído, antes de que se efectúe la
     retirada de los Estados Unidos, de modo que las funciones
     gubernativas sean reasumidas por él en forma regular;

     Yo, S. S. Robinson, Gobernador Militar de Santo Domingo, cumpliendo
     órdenes del Gobierno de los Estados Unidos, y obrando en su nombre
     y por su autoridad, declaro y anuncio en consecuencia, que el
     Gobierno de los Estados Unidos se propone retirar sus fuerzas
     militares de la República Dominicana en conformidad con los
     términos que en seguida se expondrán. Antes de que su retirada se
     haga efectiva, el Gobierno de los Estados Unidos desea estar seguro
     de que la independencia e integridad territorial de la República
     Dominicana, el orden público, la vida y la propiedad estarán en lo
     sucesivo adecuadamente garantizados, y entregar la administración
     de la República Dominicana a un gobierno dominicano responsable,
     establecido según la Constitución y leyes existentes. A este fin,
     solicita la cooperación del pueblo dominicano, con la esperanza de
     que la retirada de las fuerzas militares de los Estados Unidos
     pueda consumarse, si tal cooperación es prestada del modo que más
     adelante se prescribe, dentro de un período de ocho meses. El Poder
     Ejecutivo, que por la Constitución dominicana reside en el
     Presidente de la República, será ejercido por el Gobernador Militar
     de Santo Domingo hasta que un Presidente de la República,
     debidamente elegido y proclamado, haya tomado posesión de su cargo
     y una Convención de Evacuación haya sido firmada por el Presidente
     y confirmada por el Congreso dominicano.

     Un mes después de la fecha de esta Proclama convocará las asambleas
     primarias para que se reúnan treinta días después de la fecha del
     decreto de convocatoria conforme a los artículos 82 y 83 de la
     Constitución. Las asambleas procederán a elegir los electores como
     se estatuye en el artículo 84 de la Constitución. A fin de que
     estas elecciones se verifiquen sin desorden y para que la voluntad
     del pueblo dominicano sea libremente expresada, las elecciones
     serán celebradas bajo la vigilancia de las autoridades que designe
     el Gobernador Militar.

     Los Colegios electorales así elegidos por las asambleas primarias,
     de acuerdo con el artículo 85 de la Constitución, procederán a
     elegir Senadores y Diputados, y suplentes de estos últimos; y a
     preparar listas para Ministros de la Corte Suprema, miembros de las
     Cortes de Apelación, y los Tribunales y Juzgados de Primera
     Instancia, como lo manda el artículo 85 de la Constitución.

     El Gobernador Militar, ejerciendo las funciones del Jefe del Poder
     Ejecutivo, nombrará, conforme al artículo 53 de la Constitución,
     ciertos ciudadanos dominicanos como representantes de la República
     para negociar una Convención de Evacuación. Con el objeto de
     asegurar el goce de los derechos individuales y de conservar la paz
     y la prosperidad de la República Dominicana, dicha Convención de
     Evacuación contendrá las siguientes estipulaciones:

     1. Ratificación de todos los actos del Gobierno Militar.

     2. Validación del empréstito final de $2,500.000 que es el mínimum
     requerido para terminar las obras públicas en construcción, lo cual
     se hará durante el período señalado para la retirada de la
     Ocupación Militar, y lo cual se considera necesario para el éxito
     del nuevo gobierno de la república y el bienestar del pueblo
     dominicano.

     3. Aplicación de las funciones del Colector General de las Aduanas
     dominicanas, al nuevo empréstito.

     4. Aplicación de las facultades del Receptor General de las Aduanas
     dominicanas a la recaudación y desembolso de la porción de las
     rentas internas de la República que resulte ser necesaria, caso de
     que las rentas aduaneras fueren alguna vez insuficientes para
     atender al servicio de la deuda externa de la República.

     5. La obligación del Gobierno Dominicano, a fin de preservar la
     paz, ofrecer protección adecuada a la vida y la propiedad y
     alcanzar el debido cumplimiento de todos los compromisos de la
     República Dominicana, de mantener una eficiente Guardia Nacional,
     urbana y rural, compuesta de dominicanos nativos. A este fin, se
     convendrá también en dicha Convención en que el Presidente de la
     República Dominicana pedirá inmediatamente al Presidente de los
     Estados Unidos que envíe una Misión Militar a la República
     Dominicana, con el encargo de realizar la competente organización
     de dicha Guardia Nacional. Los oficiales de la Guardia Nacional
     serán dominicanos aptos para desempeñar tal servicio, y por el
     tiempo que sea necesario para efectuar la deseada organización, los
     oficiales de la Guardia Nacional serán americanos nombrados por el
     Presidente de la República Dominicana y designados por el
     Presidente de los Estados Unidos. Los gastos de esta Misión serán
     pagados por la República Dominicana y la Misión será investida por
     el Ejecutivo de la República Dominicana con propia y adecuada
     autoridad para llenar su objeto.

     El Gobernador Militar convocará en consecuencia el Congreso
     dominicano a sesiones extraordinarias para que ratifique la
     Convención de evacuación arriba mencionada.

     El Gobernador Militar reunirá entonces los colegios electorales con
     el propósito de que elijan el Presidente de la República Dominicana
     de acuerdo con el artículo 85 de la Constitución, y simultáneamente
     tomarán posesión de sus cargos los funcionarios elegidos en la
     primera reunión de los colegios electorales, fuera de los senadores
     y diputados.

     El Presidente Dominicano así elegido entrará entonces en el
     ejercicio de sus funciones conforme al artículo 51 de la
     Constitución, firmando al mismo tiempo la Convención de Evacuación
     ya confirmada por el Congreso dominicano.

     Luego de esta ratificación de la Convención de Evacuación, dando
     por sentado que por la cooperación del pueblo dominicano existe una
     situación de orden y de paz, el Gobernador Militar transferirá al
     Presidente de la República Dominicana debidamente electo todos sus
     poderes y el Gobierno Militar cesará, y en consecuencia, las
     fuerzas de los Estados Unidos serán en el acto retiradas.

     No siendo ya necesarios los servicios de la Comisión Consultiva
     nombrada bajo la Proclama del 23 de diciembre, 1920, queda
     disuelta, con la expresión de gratitud del Gobierno de los Estados
     Unidos por los abnegados servicios de los patriotas ciudadanos de
     la República Dominicana de que se componía.

Apenas publicada esta Proclama, efectuóse en la capital una enorme
manifestación, en la que tomaron parte todas las clases, para protestar
de la forma de la desocupación. Pidieron los manifestantes que la
desocupación fuera incondicional; pues a juicio de ellos Santo Domingo
no debía asumir otras obligaciones que no fueran las contenidas en el
Tratado del año 1907.

Nada parece resuelto en definitiva, hasta este momento, con respecto a
la forma de evacuación. El Presidente Dr. Henríquez Carvajal celebra
conferencias en Washington sobre el asunto y lo propio hace en Santo
Domingo el Gobernador Militar con los jefes políticos más
caracterizados.


(D)

HAITÍ

Las complicaciones internacionales en que se vió envuelta Haití en los
comienzos del año 1914 y la necesidad de poner término al estado
constante de perturbación interior, fueron las causas que se invocaron
para decretar la intervención de los Estados Unidos en los asuntos de
dicha República. Desde hacía tiempo se había alterado la paz doméstica,
la que no llevaba trazas de ser restablecida. Para darse cuenta del
grado a que llegó el desorden, basta decir que los cinco Presidentes que
se sucedieron en el transcurso de los cinco años precedentes, fueron
muertos de manera violenta por los revolucionarios. Este orden de cosas
hubo de afectar a las finanzas; y como a consecuencia del estado de
depresión de éstas, se faltara al pago de los intereses de la deuda
exterior, ascendente a 12,000.000.00 de francos, gran parte de la cual
estaba en manos de europeos, no tardaron en surgir, primero las
reclamaciones diplomáticas y después las amenazas de intervención.

En el mes de mayo del antes citado año de 1914, el Gobierno de la Gran
Bretaña envía un ultimátum al de Haití, reclamándole el pago de una
deuda de $62,000.00. Después Alemania y Francia se unen y amenazan con
ocupar las aduanas si no son satisfechas las reclamaciones que tenían
formuladas; mas afortunadamente para la República Haitiana, poco después
estalla la guerra europea y aquellas naciones se despreocupan de dichas
reclamaciones.

En octubre de este mismo año, una revolución coloca en el poder a
Theodore, e inmediatamente los Estados Unidos inician ciertas gestiones
para intervenir en los asuntos financieros de la República. Los
adversarios de Theodore, so pretexto de que éste se encontraba en tratos
para vender a los Estados Unidos la bahía de Mole Saint Nicholas, se
revolucionan y lo derriban del poder, haciéndole perder la vida. Le
sucede Gillaume Sam, que a poco de ocupar su cargo se encuentra también
frente a una revolución que le da muerte, en unión del Gobernador de la
Capital, en 27 de julio de 1915. Este hecho, seguido de otros no menos
espantosos, como fué la carnicería que se hizo en la cárcel de
Port-au-Prince, determinaron el desembarco de las marinerías de dos
cruceros de guerra anclados en aguas haitianas, uno francés y otro
norteamericano. El Almirante Caperton al mando de este último, se hizo
cargo de las fortalezas y edificios públicos de la Capital, limitándose
los franceses a custodiar la legación de su país.

La necesidad de poner término al desorden le fué dando ingerencia, poco
a poco, al Almirante Caperton, en la política interior. Ocupa,
primeramente, todos los puertos y vías de comunicaciones y después,
cuando en 8 de agosto, pretende el Congreso elegir Presidente, hace
demorar la elección por unos días y cuando al fin ésta se verifica y
resulta electo Presidente el General D'Artiguenave, todos reconocen que
tal designación se ha realizado bajo sus auspicios.

Tan pronto como D'Artiguenave ocupa la Presidencia, los Estados Unidos
inician gestiones para concertar un tratado que les dé preeminencia en
los asuntos haitianos concernientes al orden público, las finanzas y la
sanidad, y tales gestiones culminan en un convenio que se suscribió en
Port-au-Prince en 16 de septiembre, entre el Encargado de Negocios
Norteamericano y el Secretario de Relaciones Exteriores de la República
Haitiana. He aquí el texto de dicho Tratado:

     Los Estados Unidos y la República de Haití, deseando confirmar y
     robustecer la amistad existente entre ellos por la más cordial
     cooperación en el sentido de su mutua conveniencia;

     Y la República de Haití, deseando remediar la actual situación de
     sus rentas y finanzas, así como mantener la tranquilidad de la
     República y poner en práctica medidas para el desarrollo económico
     y la prosperidad del país y de su pueblo;

     Y estando los Estados Unidos en perfecto acuerdo con todos estos
     fines y objetos, y deseando, asimismo, contribuir a su realización
     por todos los medios apropiados;

     Los Estados Unidos y la República de Haití han resuelto concluir
     una convención con estos objetos en mira, y han nombrado al efecto
     plenipotenciarios: El Presidente de los Estados Unidos, a Robert
     Beale Davis, hijo, Encargado de los Negocios de los Estados Unidos;
     y el Presidente de la República de Haití, a Louis Borno, Secretario
     de Relaciones Exteriores y de Instrucción Pública, quienes, después
     de exhibir sus respectivos poderes, los cuales fueron hallados en
     buena y debida forma, han convenido en lo siguiente:


     ARTÍCULO I.

     El Gobierno de los Estados Unidos, por medio de sus buenos oficios,
     ayudará al Gobierno haitiano en el propio y eficiente desarrollo de
     su agricultura, minería y recursos comerciales, y en el
     establecimiento de las finanzas de Haití sobre bases sólidas y
     firmes.


     ARTÍCULO II.

     El Presidente de Haití nombrará, previa designación por los Estados
     Unidos, un Receptor General, y los ayudantes y empleados que sean
     necesarios, los cuales recaudarán, recibirán y aplicarán todos los
     derechos de aduana de importación y exportación que se produzcan en
     las diferentes aduanas y puertos de entrada de la República de
     Haití.

     El Presidente de Haití nombrará, previa designación por el
     Presidente de los Estados Unidos, un Consultor Fiscal, que será un
     funcionario perteneciente al Ministerio de Hacienda y a quien el
     Ministro prestará eficaz apoyo para hacer efectivas sus
     proposiciones y labores. El Consultor Fiscal adoptará un sistema
     adecuado de cuentas públicas, ayudará al aumento de las rentas, las
     ajustará a los gastos, investigará la validez de las deudas de la
     República, ilustrará a ambos Gobiernos con referencia a todas las
     deudas eventuales, recomendará métodos modernos de colectar y
     aplicar las rentas, y hará al Ministro de Hacienda todas las
     recomendaciones que considere necesarias para el bienestar y
     prosperidad de Haití.


     ARTÍCULO III.

     El Gobierno de la República de Haití dispondrá, por leyes o
     decretos apropiados, el pago de todos los derechos de aduana al
     Receptor General, y prestará a éste y al Consultor Fiscal todo el
     apoyo y la protección necesaria en el ejercicio de las facultades y
     deberes de su cargo, y los Estados Unidos, por su parte, les
     prestará igual ayuda y protección.


     ARTÍCULO IV.

     Nombrado el Consultor Fiscal, el Presidente de la República de
     Haití, con la cooperación del Consultor Fiscal, cotejará,
     clasificará, arreglará y hará una exposición completa de todas las
     deudas de la República, su monto, carácter, fecha de vencimiento y
     condición, los intereses que devengan y el fondo de amortización
     necesario para su final cancelación.


     ARTÍCULO V.

     Todos los fondos recaudados y recibidos por el Receptor General
     serán aplicados, primero, al pago de los sueldos y asignaciones del
     Receptor General, sus auxiliares y empleados, y gastos de la
     Receptoría, inclusive el sueldo y los gastos del Consultor Fiscal,
     sueldos que serán determinados por el previo acuerdo; segundo, a
     los intereses y el fondo de amortización de la deuda de la
     República de Haití; y tercero, al mantenimiento de la fuerza
     militar de policía referida en el artículo X; y luego, el sobrante
     se destinará a los gastos ordinarios del Gobierno haitiano.

     El Receptor General pagará mensualmente los sueldos y asignaciones,
     y los gastos según ocurran; y el 1º de cada mes pondrá aparte en un
     fondo separado el quantum de la recaudación y recibos del mes
     anterior.


     ARTÍCULO VI.

     Los gastos de la Receptoría, incluso los sueldos y asignaciones del
     Receptor General, sus auxiliares y empleados, y los sueldos y
     gastos del Consultor Fiscal, no excederán del 5 por ciento de las
     recaudaciones e ingresos por derechos de aduana, a menos que los
     dos Gobiernos pacten lo contrario.


     ARTÍCULO VII.

     El Receptor General pasará mensualmente una relación de las
     recaudaciones e ingresos y egresos a las autoridades competentes de
     la República de Haití, y al Departamento de Estado de los Estados
     Unidos, las cuales relaciones estarán en todo tiempo a la
     disposición de las autoridades competentes de cada uno de los dos
     Gobiernos para su inspección y verificación.


     ARTÍCULO VIII.

     La República de Haití no aumentará su deuda pública sin previo
     acuerdo con el Presidente de los Estados Unidos; ni contraerá
     deuda alguna, ni asumirá ninguna obligación pecuniaria sino en el
     caso de que las rentas ordinarias de la República, disponibles para
     tal propósito, después de cubrir los gastos del Gobierno, sean
     suficientes para pagar el interés y constituir un fondo de
     amortización para el pago final de tal deuda.


     ARTÍCULO IX.

     La República de Haití no modificará, sin previo acuerdo con el
     Presidente de los Estados Unidos, los derechos arancelarios al
     efecto de reducir las rentas provenientes de ellos; y a fin de que
     las rentas de la República sean suficientes para el pago de la
     deuda pública y los gastos del Gobierno, y para preservar la
     tranquilidad pública y promover la prosperidad material, la
     República de Haití cooperará con el Consultor Fiscal en las
     recomendaciones para la adopción de métodos de recaudación y
     erogación de las rentas, y las nuevas fuentes de ingresos que
     fueren necesarias.


     ARTÍCULO X.

     El Gobierno haitiano se compromete a crear sin demora, una
     eficiente fuerza militar de policía, urbana y rural, compuesta de
     haitianos nativos, para la preservación de la paz doméstica, la
     seguridad de los derechos individuales y la plena observancia de
     las estipulaciones de este tratado. Esta fuerza militar de policía
     será organizada y comandada por oficiales americanos, nombrados por
     el Presidente de Haití, previa designación por el Presidente de los
     Estados Unidos. El Gobierno haitiano investirá a estos oficiales
     con la propia y necesaria autoridad, y los apoyará en el desempeño
     de sus funciones. Estos oficiales serán reemplazados por haitianos
     a medida que éstos prueben su competencia para el desempeño de
     tales funciones en exámenes practicados bajo la dirección de una
     Junta elegida por el oficial americano de más alta graduación de
     esta fuerza, y en presencia de un representante del Gobierno
     haitiano. La fuerza militar de policía creada por este artículo,
     tendrá, bajo la dirección del Gobierno haitiano, la
     superintendencia y control de armas y municiones, provisiones
     militares, y del tráfico de estos elementos, en toda la República.
     Las Altas Partes Contratantes convienen en que las estipulaciones
     de este artículo son necesarias para prevenir guerras civiles y
     disturbios.


     ARTÍCULO XI.

     El Gobierno de Haití se obliga a no vender ni arrendar, ni ceder en
     forma alguna, a ningún Gobierno extranjero, parte alguna del
     territorio de Haití, o jurisdicción sobre el mismo; y se obliga,
     asimismo, a no celebrar ningún tratado o contrato con ninguna
     potencia o potencias extranjeras que menoscabe o tienda a
     menoscabar la independencia de Haití.


     ARTÍCULO XII.

     El Gobierno haitiano se obliga a concluir con los Estados Unidos un
     protocolo para el arreglo, por arbitramento o de otro modo, de
     todas las reclamaciones pecuniarias pendientes, de corporaciones,
     compañías, ciudadanos o súbditos extranjeros contra Haití.


     ARTÍCULO XIII.

     La República de Haití, deseosa de impulsar el desarrollo de sus
     riquezas naturales, se obliga a adoptar y ejecutar las medidas que
     en la opinión de las Altas Partes Contratantes puedan ser
     necesarias para la sanidad pública y el progreso material del país,
     bajo la superintendencia y dirección de un ingeniero, o ingenieros,
     nombrados por el Presidente de los Estados Unidos, y autorizados
     para tales propósitos por el Gobierno de Haití.


     ARTÍCULO XIV.

     Las Altas Partes Contratantes tendrán autoridad para tomar las
     providencias necesarias a la completa consecución de los fines
     comprendidos en este tratado; y si llegase el caso, los Estados
     Unidos prestarán eficaz apoyo para la preservación de la
     independencia de Haití y el mantenimiento de un Gobierno adecuado
     para la protección de la vida, la propiedad y la libertad
     individual.


     ARTÍCULO XV.

     El presente tratado será aprobado y ratificado por las Altas Partes
     Contratantes en conformidad con sus respectivas leyes, y las
     ratificaciones serán canjeadas en la ciudad de Washington tan
     pronto como sea posible.


     ARTÍCULO XVI.

     El presente tratado conservará toda su fuerza y vigor por el
     término de diez años, contados desde el día en que se verifique el
     canje de las ratificaciones, y por otro período de diez años si, en
     vista de específicas razones presentadas por cualquiera de las
     partes contratantes, el propósito del tratado no ha sido
     completamente realizado.

     En fe de lo cual, los respectivos plenipotenciarios han firmado la
     presente convención, por duplicado, en inglés y en francés, y han
     puesto en ella sus sellos.

     Hecho en Port-au-Prince, Haití, el día 16 de Septiembre del año del
     Señor mil novecientos quince.

                ROBERT BEALE DAVIS, hijo,
       Encargado de Negocios de los Estados Unidos.

                        LUIS BORNO,
       Secretario de Estado de Relaciones Exteriores
                   e Instrucción Pública.

Debidamente aprobado este convenio--que como se ve por su artículo XVI
no es permanente sino temporal--, por las asambleas legislativas de las
dos Repúblicas, se canearon las ratificaciones en 3 de mayo de 1916 e
inmediatamente comenzó a regir.

El Gobierno de Washington le ha dado un alcance tal a este Tratado, una
tan amplia interpretación, desde el punto de vista intervencionista, que
de hecho ha sido suprimido en Haití todo asomo de soberanía y el
gobierno propio ha sido reducido a una expresión tan insignificante, que
resulta una parodia. Parecía indicado que una vez aprobado el Tratado
cesara la ocupación militar, pero no fué así: ésta ha sido mantenida y
véase en qué términos.

Apenas suscrito el aludido convenio, el Presidente de la República, bajo
la presión de las autoridades de la ocupación, disolvió el Congreso por
medio de un Decreto, creando, en su lugar, una especie de cuerpo
consultivo que se denomina Consejo de Secretarios, compuesto de 21
miembros, completamente sometido a la voluntad de los interventores.
Para junio del año siguiente, había sido convocada una asamblea nacional
con objeto de elaborar una nueva constitución y otra vez el Presidente,
bajo la presión de la misma influencia, decreta su disolución. Pero se
hizo algo más grave aun. El Subsecretario de Marina de los Estados
Unidos redactó una Constitución, por la cual se autoriza a los
extranjeros para poseer bienes raíces y se estipula además, entre otras
cosas, la ratificación de todos los actos realizados por la ocupación
militar; convocándose después al pueblo a un simulacro de plebiscito,
por medio del cual, aparentemente, sancionó aquella ley, la que fué
puesta en vigor en 18 de junio de 1918.

La ingerencia de las autoridades interventoras en la administración
pública, lejos de quedar reducida a la designación de los funcionarios a
que se refiere el convenio del año 1916, lo ha invadido todo,
suprimiendo o disminuyendo la competencia y jurisdicción de los
funcionarios indígenas. El Gobierno Militar dispone a su antojo de todos
los recursos fiscales y ejerce una verdadera supervisión en todos los
Departamentos. Hasta la justicia local ha sido casi suprimida,
habiéndose instituído unos tribunales prebostales formados por los
marinos interventores, sin que quepa el recurso de protestar ni alegar
que tales cosas no están autorizadas por el Tratado de 1916, pues ha
sido establecida, con todo rigor, la previa censura de la prensa y el
telégrafo.


(E)

NICARAGUA

La República de Nicaragua ha sido una de las más turbulentas del
Continente. A pesar de la dictadura a que la sometió el Presidente
Zelaya desde 1894 hasta 1910, en los diez últimos años ocurrieron diez y
seis revoluciones.

Las ansias dictatoriales de Zelaya no se satisfacían con la tiranía a
que sometió a su país: pretendió dominar también en los destinos de
Honduras; y temerosas las Repúblicas de Guatemala y Salvador del grado a
que pudiera llegar dicha preponderancia, se aprestaron a entorpecer
aquellos planes acudiendo a la guerra y a ese efecto iniciaron los
oportunos preparativos. En 1907, cuando parecía inminente una
conflagración en Centro América, intervienen el Presidente Roosevelt y
el Presidente Díaz de Méjico y logran que las cinco naciones de esta
parte del Continente, sometan sus querellas a una conferencia que se
acordó tuviera efecto en Washington en el mes de noviembre.

Reunióse dicha conferencia y en ella se acordó establecer un tribunal de
justicia internacional compuesto de cinco miembros, uno por cada nación,
encargado de resolver cuantas contiendas y conflictos se suscitaran
entre ellas. Las esperanzas que se cifraron en esta institución, pronto
se vieron desvanecidas: Zelaya persistió en su antigua conducta,
alentando los movimientos revolucionarios en las otras repúblicas.

En octubre del año 1909, estalla una revolución contra Zelaya, promovida
por los elementos pertenecientes al Partido Conservador y apenas
iniciada, algunas prominentes personalidades de Nicaragua y Honduras,
reclaman del Gobierno de Washington que intervenga para poner fin al
conflicto. La Cancillería Norteamericana, fué sorda en los primeros
momentos a tales instancias, pero no tardó en ocurrir un incidente que
la obligó a abandonar su actitud de pasividad o indiferencia: nos
referimos al fusilamiento, por las autoridades adictas a Zelaya, de dos
americanos acusados de haber tomado parte principal en la revolución.

Con motivo de este suceso, en primero de diciembre el Secretario Knox
hizo entrega de una nota al Encargado de Negocios de Nicaragua, en la
que no se limitó a protestar del mismo, sino que hizo estas
consideraciones: que Zelaya, no conforme con haber suprimido en su país
las instituciones republicanas, con haber amordazado la opinión pública
y con haber reducido a prisión a los que eran contrarios a su política,
en su afán de mezclarse en los asuntos de las otras Repúblicas, había
llegado a ser el germen del perpetuo estado de intranquilidad en que
éstas vivían, y terminaba afirmando que la revolución estaba apoyada por
la mayoría del pueblo nicaragüense, la que era, ostensiblemente,
contraria a Zelaya.

No se necesitó de otra cosa para dar al traste con la tiranía de Zelaya.
Convencido éste de la imposibilidad de mantenerse en el poder contra la
voluntad del Gobierno de Washington, se decidió a abandonarlo, dejándolo
en manos del Dr. Madriz, uno de sus partidarios; y como éste no fuese
reconocido por los Estados Unidos, vióse a su vez también en el caso de
dejar la presidencia, triunfando entonces la revolución, que elevó a ese
puesto a uno de sus caudillos, el Sr. Adolfo Díaz. A partir de este
hecho, se fué acentuando la intervención de los Estados Unidos en los
asuntos de Nicaragua, en la forma que vamos a ver.

En 6 de junio del año 1911, celebraron los Estados Unidos un tratado con
dicha república, por el cual esta última debía quedar bajo la
supervisión financiera de aquélla, debiendo garantizar con sus Aduanas,
el reintegro de las cantidades que habrían de adelantar unos banqueros
norteamericanos para solucionar las dificultades económicas que
existían, quedando facultado el Presidente de los Estados Unidos para
nombrar los recaudadores. Este Tratado fué aprobado por el Senado de
Nicaragua, pero no le cupo la misma suerte en el de los Estados Unidos.
Díjose entonces que había sido otorgado por los gobernantes que eran
producto de la revolución, en recompensa de la ayuda prestada por los
Estados Unidos para derribar a Zelaya, pero que en realidad, quienes
resultaban beneficiados eran los banqueros prestamistas, a cuyo
servicio, por lo visto, se habían puesto los funcionarios del
Departamento de Estado.

No se desanimó el Presidente Taft por el fracaso del Tratado en la Alta
Cámara. Arguyendo que los Estados Unidos tenían el compromiso moral de
mantener la paz en Centro América, e imitando la conducta que siguió
Roosevelt cuando en 1905 el Senado aplazó por tiempo indefinido la
discusión del Tratado con Santo Domingo, se decidió a nombrar por su
cuenta el Recaudador de las Aduanas, que debía retener los fondos
aplicables al pago de la deuda extranjera.

A fines de año, el general Mena, que desempeñaba la cartera de la
Guerra, inicia una revolución. El presidente Díaz sintiéndose impotente
para dominar el movimiento, recurrió al Gobierno de Washington y éste se
apresuró a brindarle el auxilio pedido. Bajo las órdenes del Almirante
Southerland desembarcaron fuerzas en Corinto, las que después de ocupar
las principales ciudades y de hacerse cargo de garantizar el tráfico por
los ferrocarriles, y como para que no quedaran dudas de que apoyaban
resueltamente a las autoridades constituídas, tomaron parte en las
operaciones militares, capturando a algunos jefes rebeldes; visto lo
cual por los otros y convencidos de la inutilidad de su esfuerzo, se
acogieron a la legalidad, terminando la revolución. Como recuerdo de
estos tristes sucesos, desde entonces se encuentra en la capital,
custodiando la legación norteamericana, un destacamento formado por cien
hombres de la infantería de marina de los Estados Unidos.

Por esta misma época el gobierno de Nicaragua, de acuerdo con el de
Washington, nombró una comisión de reclamaciones que debía conocer y
juzgar de todas las que habían sido establecidas contra aquella
república por nacionales y extranjeros y la que integraron tres
miembros, uno que designaron los Estados Unidos y que fungió de
Presidente, otro nombrado por el gobierno nicaragüense y un tercero
designado por este último gobierno a propuesta del de Washington. A
fines del año 1912 esta comisión dió principio a su labor.

Poco a poco la influencia norteamericana fué dominando la vida
financiera de la República. En 1912 el gobierno nicaragüense celebró un
contrato con dos firmas de la banca de New York, por el cual éstas le
hicieron unos anticipos de dinero, comprometiéndose además a rehabilitar
el sistema monetario del país, sobre la base de destruir el papel moneda
y adoptar el patrón oro. Algún tiempo después los propios banqueros
celebraron un nuevo convenio con Nicaragua, esta vez con la sanción del
Secretario de Estado de los Estados Unidos. Según esta convención, los
aludidos banqueros adquirieron el cincuenta por ciento de las acciones
del "Ferrocarril del Pacífico" y del "Banco Nacional de Nicaragua";
debiendo estar dirigidas estas instituciones por un Comité integrado
por tres personas nombradas, dos de ellas, por el Secretario de Hacienda
de Nicaragua y la tercera por el Secretario de Estado de los Estados
Unidos. Los propios bancos neoyorkinos adquirieron el derecho de nombrar
el Colector de las Aduanas.

Juzgó el Presidente Taft que una ingerencia de carácter financiero
exclusivamente, no era suficiente a los fines perseguidos por el
Gobierno de Washington y enterado de que una compañía alemana dedicada
al comercio de plátanos en Costa Rica, realizaba gestiones cerca del
gobierno nicaragüense con objeto de obtener una concesión para la
construcción de un canal por el río San Juan, desde el Lago Grande hasta
el Atlántico, le dió instrucciones al Secretario Knox a fin de que
celebrara un Tratado que afirmara preferentemente la posición de los
Estados Unidos en aquella parte de la América.

Cumplió Knox el encargo. Según los términos del Tratado que estipuló,
los Estados Unidos adquirieron el derecho exclusivo de construir un
canal por el territorio de Nicaragua, una base naval en el golfo de
Fonseca y en arrendamiento, por el término de noventa y nueve años, las
islas "Maíz Grande" y "Maíz Chico", situadas en el mar Caribe; debiendo
pagar los Estados Unidos por todas estas concesiones $1,000.000. En 26
de febrero de 1913 fué sometido este tratado a la aprobación del Senado,
pero a los pocos días cesó Taft, sin que dicho alto cuerpo hubiera
llegado a votarlo.

El Presidente Wilson, que sucedió a Taft, fué más allá que éste.
Juzgando que la acción de los Estados Unidos no se debía limitar, como
lo había entendido su antecesor, a garantizar la situación de los
Estados Unidos en Centro América desde el punto de vista geográfico o
estratégico, sino que se debía encaminar a obtener un mayor predominio
político, apenas ocupó la Presidencia le dió instrucciones a su vez a su
Secretario de Estado, William J. Bryan, para que conviniera un nuevo
tratado, en el que reproduciéndose las cláusulas del anterior, se
consignasen además las disposiciones de la enmienda Platt.

El Secretario Bryan cumplió dicho encargo y en julio del antes citado
año, fué sometido a la aprobación del Senado un nuevo Tratado, que era
el tercero de los proyectados, y en el cual, después de reproducirse las
cláusulas del último a que nos acabamos de referir, se copiaron los
mismos preceptos de la enmienda Platt, que hacen pesar a los Estados
Unidos en los destinos políticos de Cuba. Nicaragua no podría celebrar
ningún Tratado, por el cual otra potencia menoscabara su independencia y
obtuviera jurisdicción sobre alguna porción de su territorio; no
contraería ninguna deuda para el pago de cuyos intereses y
amortizaciones resultaran inadecuados los ingresos ordinarios de la
nación y se le reconocía, al Gobierno de los Estados Unidos, el derecho
de intervenir para preservar la independencia y mantener un gobierno
adecuado.

Apenas se conocieron los términos de este Tratado, se suscitó contra su
aprobación, por parte de las otras repúblicas Centroamericanas, una viva
oposición. Vieron éstas en dicha convención, un protectorado que habría
de amenazar en el futuro sus respectivas soberanías y que habría de
constituir un obstáculo al proyecto, siempre anhelado, de reunirlas a
todas en una confederación. En el Senado de los Estados Unidos, el
proyecto encontró también oposición. Se dijo allí que el propósito que
perseguían sus autores era en realidad el de proteger a los banqueros
que tenían negocios con el Gobierno de Nicaragua, y desanimado el
Presidente Wilson ante tantos obstáculos, desistió de gestionar su
aprobación.

Al año siguiente, sin embargo, la opinión en los Estados Unidos vió las
cosas bajo un aspecto distinto. La guerra europea, cuyas consecuencias
se desconocían, hizo comprender, dice el escritor H. H. Powers, que la
seguridad de la nación se habría de ver amenazada seriamente, en el caso
de que Nicaragua le concediera a otra potencia el derecho de construir
un canal por su territorio. Fué esta consideración, la que movió al
Presidente Wilson a iniciar nuevas negociaciones a fin de recabar, para
los Estados Unidos, el derecho de construir el referido canal; sin
preocuparse ahora, sin duda para no malograr aquel propósito, de recabar
el derecho de intervención en los asuntos políticos y financieros de la
referida república.

Dichas negociaciones tuvieron efecto en la ciudad de Washington entre el
Secretario de Estado William Jennings Bryan y el Ministro acreditado,
por Nicaragua, Emilio Chamorro, los que dieron cima a sus tareas,
suscribiendo el Tratado de 3 de agosto de 1914. Según esta Convención,
que no fué más que una reproducción del tratado proyectado por Taft a
principios del año 1913, los Estados Unidos adquirieron a perpetuidad el
derecho exclusivo de construir un canal interoceánico, por la vía del
río San Juan y el gran lago de Nicaragua, o por cualquiera otra vía,
adquiriendo también, en arrendamiento, por un término de noventa y nueve
años, prorrogables a otros tantos años, las islas del mar Caribe,
conocidas por "Maíz Grande" y "Maíz Chico", así como un lugar en el
golfo de Fonseca, destinado a base naval; debiendo los Estados Unidos, a
cambio de tales concesiones, satisfacer a Nicaragua la suma de
$3,000.000 que se destinarían a la reducción de la deuda pública.

Costa Rica, Honduras y el Salvador, se opusieron a la ratificación de
este Tratado. Costa Rica adujo sus derechos en el río San Juan, e invocó
además la imposibilidad en que se encontraba el Gobierno de Nicaragua
para concertar tal contrato, sin su anuencia, a virtud del Tratado sobre
límites celebrado entre las dos repúblicas desde 15 de abril de 1858.
Honduras y el Salvador alegaron, que el establecimiento de una base
naval en el golfo de Fonseca, por bañar éste parte de sus respectivos
territorios, violaba sus derechos de condueños sobre dichas aguas, amén
de constituir una amenaza para su seguridad y de entrañar una infracción
del Tratado de 20 de diciembre de 1907 celebrado en Washington por la
Conferencia de la Paz Centroamericana, por iniciativa de los Estados
Unidos y de Méjico y por el que se previó que toda disposición o medida
susceptible de alterar la organización constitucional de cualquiera de
las cinco repúblicas, se consideraría como una amenaza para la paz de
las otras, ya que la posición que se le reconocía por Nicaragua a los
Estados Unidos era tan prominente, que quedaba en manos de éstos, la
soberanía y el orden constitucional de aquella República. No obstante
estas protestas, el Comité de Relaciones Exteriores del Senado aconsejó
la ratificación y ésta tuvo efecto, en dicha Alta Cámara, en 18 de
febrero de 1916, aunque con la siguiente declaración o reserva, con la
cual creyeron los senadores que habrían de disuadir los escrúpulos de
las naciones Centroamericanas:

     Entiéndese que al aconsejar y consentir en la ratificación de dicha
     convención así enmendada, tal consejo y consentimiento se dan en la
     inteligencia de que ha de expresarse como parte del instrumento de
     ratificación, que nada en dicha convención lleva en mira afectar
     cualquier derecho existente de ninguno de los referidos Estados.

A pesar de que el Tratado a que nos acabamos de referir no contiene
cláusula alguna por la cual se le otorgue al gobierno de los Estados
Unidos la facultad de intervenir en materia de finanzas, de orden
público y de sanidad, no por eso se deja de sentir la influencia de los
Estados Unidos, la que paulatinamente ha ido invadiéndolo todo. Ya desde
antes, la Hacienda pública estaba controlada, según hemos visto, por
unos banqueros neoyorkinos; las tropas de la poderosa República han
desembarcado cada vez que ha sido necesario mantener el orden y para que
se vea hasta dónde ha llegado esa ingerencia, basta con que refiramos
que en las elecciones de 1916, en la que se disputaban la Presidencia
cinco candidatos, el Ministro de los Estados Unidos tuvo a bien declarar
que debían ser excluidos de la contienda los que hubiesen tenido alguna
conexión con el gobierno de Zelaya o hubieran conspirado contra el
Gobierno de Adolfo Díaz, declaración, que al producir el efecto de
descartar a cuatro aspirantes, le dió el triunfo a Emiliano Chamorro,
que contaba con las simpatías del Gobierno de Washington.

Esa conducta fué rectificada después, con motivo de sucesos posteriores,
por la administración del Presidente Wilson. Este, a mediados del año de
1920, hizo, por medio del Ministro en Managua, una declaración
significativa, al menos en la apariencia, de un cambio en la política
seguida en los asuntos nicaragüenses. He aquí dicha declaración:

     Representantes de los diferentes partidos políticos de Nicaragua
     han hecho repetidas indagaciones en el Departamento de Estado con
     el fin de saber si ciertas personas mencionadas serían gratas al
     Gobierno de Washington como candidatos a la Presidencia. Para
     evitar equivocaciones con referencia a la situación, mi gobierno me
     autoriza para declarar que la cuestión de candidaturas para la
     Presidencia de Nicaragua, es una cuestión para ser decidida por el
     pueblo de Nicaragua en la plena y libre expresión de la opinión
     pública.

     Las relaciones excepcionalmente estrechas que existen entre
     Nicaragua y los Estados Unidos crean en el Gobierno y el pueblo de
     los Estados Unidos un profundo y permanente interés en que la
     elección presidencial en Nicaragua sea conducida en el más alto
     plano, asegurando a todos los sufragantes legales, no sólo la
     libertad de opinión, sino la cabal constancia de esa opinión en los
     resultados finales.

     El Gobierno de los Estados Unidos no ha expresado opinión en cuanto
     a las personas que han sido mencionadas como candidatos para la
     Presidencia. Su solo interés consiste en que las próximas
     elecciones sean caracterizadas por la mayor honradez y libertad;
     que se haga un fiel escrutinio de la votación y que el candidato
     que reciba el mayor número de votos populares sea declarado el
     Presidente electo de Nicaragua.


(F)

COSTA RICA

La República de Costa Rica gozaba fama de ser una de las más ordenadas y
tranquilas del Continente, cuando en 27 de enero de 1917 ocurrió en la
capital un golpe de estado, a virtud del cual, el Presidente Alfredo
González fué depuesto por una conspiración preparada y dirigida por el
Ministro de la Guerra, General Federico Tinoco, que en esa misma fecha
asumió el "mando en jefe de la república".

Ese acto de traición y de fuerza, dice el escritor venezolano Jacinto
López, en un artículo que vió la luz en _La Reforma Social_, tuvo su
génesis en las maquinaciones de la compañía americana "The Costa Rica
Oil Corporation". He aquí lo ocurrido:

Dicha Compañía, que se dedicaba a la explotación de las minas de
petróleo, quiso convertir su negocio en un monopolio y al logro de tal
propósito, no escatimó recursos ni reparó tampoco en medios. Cuando fué
necesario, recurrió al gobierno, comprando conciencias de autoridades y
funcionarios judiciales. Llegó un momento en que removidos todos los
obstáculos, sólo uno quedó por vencer: la férrea voluntad del Presidente
González, opuesta terminantemente a la concesión del monopolio. Cuando
los agentes de la Compañía se dieron cuenta de que ese inconveniente era
realmente insuperable, tramaron la caída de González y como encontraran
en el Ministro de la Guerra, General Federico Tinoco, un aliado,
confiaron a la traición de éste el acto que necesitaban para dar cima a
la repugnante empresa en que estaban empeñados.

El Presidente González, acto seguido del golpe de estado, abandonó el
país, dirigiéndose a Washington, donde le refirió al Presidente Wilson
los orígenes y antecedentes de aquel acto, obteniendo del estadista
norteamericano la formal declaración de que jamás reconocería al
gobierno de Tinoco ni a ninguno otro que con él tuviera la menor
relación. Poco después, esa declaración hecha en privado, fué publicada
en forma oficial.

Mientras tanto Tinoco, sin dar tiempo a que la opinión se repusiera del
efecto producido por el golpe de estado, estando aún reprimido el
ejercicio de las libertades, convocó a elecciones generales para el día
primero de mayo, con el doble objeto de elegir Presidente y designar una
convención que reformara la Constitución. Tales actos, claro es que no
pudieron ser sinceros, pero en la apariencia resultó electo Tinoco y la
convención prorrogó a seis años el período presidencial, que antes era
de cuatro.

Una vez electo Tinoco en esa forma; dándose cuenta de la conveniencia
del reconocimiento de su gobierno por el de Washington, realizó
gestiones en tal sentido, pero con resultados negativos. Posteriormente,
al reunirse la conferencia de la paz en Versalles, Tinoco, que había
declarado la guerra a los poderes centrales con objeto de congraciarse
con el Presidente Wilson, solicitó que Costa Rica fuera admitida en
dichas conferencias; pero las naciones aliadas desestimaron tal
solicitud, teniendo en cuenta que el gobierno de esta República no había
sido reconocido por los Estados Unidos. El pueblo de Costa Rica, por su
parte, mal avenido con este régimen, hizo cuanto pudo por derribarlo,
hasta que al fin, convencido Federico Tinoco de la situación
insostenible de su gobierno, tanto en el interior como en el exterior,
en agosto de 1919 abandonó el país, confiándole el poder al
Vicepresidente, que lo era su hermano Joaquín y quien, menos afortunado,
fué muerto en las calles de la capital.

Organizóse entonces una interinidad y celebradas unas elecciones
ordenadas, bajo el régimen constitucional suprimido por Tinoco y que
databa del año 1871, resultó electo Presidente Julio Acosta, quien fué
reconocido por el gobierno de los Estados Unidos en 2 de agosto de 1920.
Al anunciar el Departamento de Estado de Washington dicho
reconocimiento, hizo esta declaración:

     La actual Administración de Costa Rica ha sido establecida de
     acuerdo con la Constitución y las leyes de dicho país y descansa
     sobre la libre voluntad del pueblo de dicha República. La política
     del Presidente Wilson ha quedado completamente vindicada y se
     reconoce ahora el gobierno de Costa Rica, de acuerdo con los
     principios establecidos por el gobierno de los Estados Unidos
     cuando se negó al reconocimiento del régimen de los Tinoco.


(G)

GUATEMALA

Una de las tiranías más conocidas y caracterizadas de Hispanoamérica, en
estos últimos tiempos, fué la que ejerció en Guatemala Manuel Estrada
Cabrera, que desempeñaba la presidencia desde el año 1898. Había sabido
mantener estrechas y amistosas relaciones con el Gobierno de los Estados
Unidos, dando con ello motivo a que se generalizara la creencia de que
dicho gobierno era algo así como el fiador de su permanencia en aquel
cargo. El año 1919, cuando parecía eterna dicha tiranía, se organiza un
grupo de patriotas resueltos a ponerle término y uno de sus primeros
actos fué el de hacerle ver al Presidente Wilson, cuál era la situación
del país, y la verdadera significación del gobierno a que éste estaba
sometido. Estas gestiones, realizadas en Washington, dieron resultado,
pues a los pocos días, o séase por el mes de agosto, la prensa
norteamericana dió la noticia de que el Gobierno de la Unión había
insinuado a Estrada Cabrera la conveniencia de que no se hiciera
reelegir nuevamente, con la advertencia, al propio tiempo, de que las
próximas elecciones debían ser sinceras y legales.

Esa declaración y los comentarios de la prensa a que dió lugar, dice
José Tible Machado, en un artículo que vió la luz en _La Reforma
Social_, sonaron como campanada funeraria en el ánimo de Cabrera y
llevaron alientos al grupo de valientes, que con una abnegación y un
valor pocas veces igualado, se había enfrentado con el despotismo.
Estaba pues preparada la opinión; sólo faltaba iniciar la acción.

Fué el propio Estrada Cabrera quien brindó la facilidad de que se
precipitaran los sucesos. El Partido Unionista, que abogaba por la unión
de los cinco Estados norteamericanos en una República Federal, celebraba
una manifestación, con objeto de darle gracias al Congreso por haber
votado una resolución favorable a sus fines; y Estrada Cabrera, que
sabía que en el seno de dicho partido dominaba un sentimiento que le era
hostil, dió órdenes a sus soldados y secuaces para que disolvieran aquel
acto, las que cumplieron aquéllos, haciendo fuego sobre los
manifestantes. No hay que decir el efecto que semejante atentado produjo
en la opinión. Hasta tal punto llegó la indignación contra Estrada
Cabrera, que el Congreso, antes tan dócil a sus deseos, acordó
deponerlo, después de oir el dictamen de dos médicos acerca del estado
de sus facultades mentales, nombrando además en su lugar a Carlos
Herrera, uno de sus miembros más distinguidos.

Fácilmente se ha de comprender que esta actitud del Congreso, por fuerza
tenía que desenvolverse dentro de tal ambiente de hostilidad contra el
Presidente, que fueron tomando las cosas un marcado cariz
revolucionario, sobre todo cuando se supo que Estrada Cabrera no estaba
dispuesto a acatar el acuerdo del Congreso. Fué entonces cuando el
Gobierno de Washington declaró que reprobaría cualquier apelación que se
hiciera a la revolución. Pero era ya tarde para intentar sostener a
Estrada Cabrera. Este, que se encontraba residiendo en su finca "La
Palma", determinó bombardear la capital desde este lugar y durante
varios días la hizo víctima de su cólera; pero convencido al fin, de la
inutilidad de tal ataque, a petición del cuerpo diplomático se pactó un
armisticio, e iniciadas las negociaciones entre el Congreso y el que
legalmente ya no podía llamarse Presidente, en 14 de abril de 1920
capitulaba éste, entregándose sin condiciones al gobierno presidido por
Carlos Herrera. A fines de junio el nuevo gobierno fué reconocido por la
cancillería de Washington, que hubo de declarar, que aquél no era
producto de la revolución, sino el sucesor constitucional del Gobierno
de Estrada Cabrera.


(H)

MÉJICO

Desde 1884 se encontraba sometido el país a la férrea dictadura del
General Porfirio Díaz, que cada cuatro años venía siendo reelegido en la
Presidencia, por medio de unos comicios sólo legales en la apariencia,
cuando en 1910 se halló frente a una revolución dirigida por Francisco
I. Madero, la que enarbolando el lema de "sufragio efectivo y no
reelección", en mayo del año siguiente lo obligó a dejar el poder. En 15
de octubre se celebraron elecciones bajo un gobierno provisional y
designado Madero Presidente de la República, el día 6 de noviembre entró
a ocupar dicho alto cargo.

Los partidarios del ex presidente Díaz, unidos a los descontentos de la
nueva situación, tramaron una sedición que se produjo en los cuarteles
de la capital, en 9 de febrero de 1913, en la que murió el General
Villar, Comandante Militar de la plaza; y el General Victoriano Huerta,
que le sucede, traiciona a Madero y lo hace morir asesinado el día 20 de
dicho mes, usurpando acto seguido la Presidencia. Pocos días después, el
4 de marzo, Woodrow Wilson ocupa la Presidencia de los Estados Unidos y
el día 12 declara públicamente que no está dispuesto a reconocer al
gobierno de Huerta, por ser producto de una usurpación; reiterando
después, en diversos discursos, entre otros el que pronunció en Mobila
en 27 de octubre, su negativa a justificar la iniquidad y a reconocer
los gobiernos manchados de sangre.

No tardó Huerta en verse obligado a su vez, a tener que hacer frente a
otra revolución de la que fué primer jefe Venustiano Carranza; y como el
Presidente Wilson le ofreciera sus buenos oficios para poner término a
la lucha, tal mediación fué rechazada. Al mismo tiempo que realizaba
Wilson esta gestión, daba otro paso, que constituyó un verdadero aliento
para el carrancismo, fundándose en que los dos bandos en lucha no eran
más que dos facciones: permitirle en las mismas condiciones que al
gobierno de Huerta la importación de pertrechos de guerra. En esta
situación ocurre el incidente que pasamos a referir.

En la mañana del día 9 de abril del año 1914, encontrándose anclado en
aguas de Tampico el crucero "Dolphin", varios de sus tripulantes, que se
encontraban en tierra adquiriendo provisiones, fueron detenidos por las
autoridades huertistas. Hora y media después eran puestos en libertad,
con todo género de excusas y satisfacciones; pero el Almirante Mayo
exigió algo más: pidió que la bandera norteamericana fuese saludada con
veintiún cañonazos, y como el General Huerta se negara a realizar dicho
saludo, el día 20 del citado mes el Presidente Wilson solicita y obtiene
del Congreso la debida autorización, "para usar la fuerza armada de los
Estados Unidos con el objeto de obtener del General Huerta y de sus
partidarios, el más completo reconocimiento de la dignidad y de los
derechos de los Estados Unidos". No tardó el Presidente Wilson en hacer
uso de esta autorización. Puso en movimiento inmediatamente algunas
unidades navales y al día siguiente, tras un encarnizado combate en que
ocurrieron abundantes bajas de ambas partes, las fuerzas del Almirante
Fletcher ocuparon la ciudad de Veracruz.

Una vez ocurrida dicha ocupación y como no dieran trazas las fuerzas
norteamericanas de abandonar la plaza, el Presidente Wilson, a fin de
satisfacer la curiosidad pública, ávida de enterarse de sus propósitos,
declaró que tal acto no constituía ningún ultraje a la nación mejicana,
sino una represalia a la persona de Victoriano Huerta, que gratuitamente
había provocado un conflicto con los Estados Unidos.

Esta declaración no satisfizo a la opinión mejicana, la que desde un
principio juzgó aquel acto como una violación de las leyes
internacionales y un ultraje a la dignidad de la nación. Por momentos la
situación se hacía más difícil y cuando parecía inminente que habría de
sobrevenir un estado de guerra, los embajadores de la Argentina, Brazil
y Chile ante el Gobierno de Washington, le ofrecen su mediación a éste y
a las facciones de Huerta y Carranza, para arreglar los conflictos
internos de Méjico, así como las diferencias entre esta República y la
de los Estados Unidos.

Aceptada dicha mediación, por todos menos por Carranza, que no quiso
someterse a la condición que se le impuso de suspender las hostilidades,
en 20 de mayo de 1914 se reunieron en Niágara Falls, Ontario, los
referidos diplomáticos, los representantes del gobierno de Washington y
los del General Huerta. Apenas iniciada la conferencia, y convencidos
sus miembros de que mientras perdurase el conflicto mejicano, no se
retirarían de Veracruz las fuerzas norteamericanas, adoptaron un acuerdo
que suponía la remoción del verdadero obstáculo que se oponía a la paz:
la presencia de Huerta en el poder. El 12 de junio, con efecto, de hecho
quedó pactada la caída de Huerta, al consignarse entre los acuerdos de
la conferencia, el de que se reconocería en la ciudad de Méjico un
gobierno cuyo carácter se definiría después y que perduraría hasta que
fuese inaugurado un Presidente constitucional.

Ante este acuerdo, tuvo Huerta que ceder. El día 15 de julio presentó su
renuncia al Congreso, ocupando la Presidencia, provisionalmente,
Francisco Carvajal, hasta el día 2 de agosto, en que entraron en la
capital las fuerzas constitucionales y desde cuya fecha Venustiano
Carranza asumió aquel cargo. A mediados del mes siguiente, se retiraron
las tropas norteamericanas que ocupaban a Veracruz.

Año y medio después vuelven a ser tirantes las relaciones entre las dos
repúblicas. En 10 de enero de 1916, el bandido Pancho Villa, alzado en
armas contra el gobierno de Carranza y que por lo visto quería provocar
la intervención de los Estados Unidos, asalta un tren en Santa Isabel,
cerca de Chihuahua, dando muerte a catorce viajeros de nacionalidad
norteamericana. Este suceso produjo honda indignación en los Estados
Unidos. Gran parte de la opinión acusó directamente al Presidente Wilson
como responsable del mismo, por no haber actuado, por haber adoptado la
política que se llamó "de la espera-paciente" ("watchfull waiting"). Fué
el ex presidente Roosevelt de los que con más rudeza atacó a Wilson, no
explicándose la conducta de la administración al negarse a intervenir en
los asuntos de Méjico, so pretexto de que la defensa de los _dollars_
invertidos por los americanos en dicha República, no ameritaba el
sacrificio de la vida de un solo soldado. Contribuía a excitar aún más
la opinión, el hecho de que el Gobierno de Carranza no diera trazas de
preocuparse en perseguir a los bandidos que con sus continuas
depredaciones mantenían sobresaltadas las poblaciones americanas
inmediatas a la frontera.

Pronto se vió obligado, sin embargo, el Presidente Wilson, a abandonar
su política del "watchfull waiting". El día 9 de marzo atraviesa Villa
la frontera al frente de unos mil hombres y asalta el pueblo de
Columbus, Estado de Nuevo Méjico, asesinando a muchos de sus moradores y
causando otros estragos, y al día siguiente el Presidente reúne su
gabinete y se acuerda enviar a Méjico un contingente militar con objeto
de poner término a las incursiones de los bandidos. Tanto el Presidente,
como el Secretario de la Guerra, declararon que los fines de la
excursión habían de ser exclusivamente punitivos y que se guardarían los
debidos respetos para la soberanía mejicana. No tardó el Congreso en
respaldar la actitud del Ejecutivo, al autorizar a éste para movilizar
el número de soldados que fuesen necesarios, no sin hacer también la
salvedad, de que tal acción no habría de significar, en modo alguno, el
deseo de intervenir en los asuntos domésticos de la vecina república.

Al enterarse Carranza del envío de la expedición, le hizo saber al
Gobierno de Washington que no la consideraba justificada, ni toleraría
la invasión, a menos que a su gobierno se le reconociera el mismo
derecho, en análoga situación. Carranza al enviar esta nota, que fué
depositada en la Cancillería americana por medio de su Agente
Confidencial, sólo quiso, según explicó después, hacerle ver al
Presidente Wilson, que estaba dispuesto a entrar en negociaciones para
autorizar la expedición sobre aquella base de reciprocidad; pero Wilson
le dió otro alcance a dicha nota, la tomó como una oferta de aceptar
desde luego la invasión, siempre que a su gobierno, en idéntica
situación, se le reconociera igual derecho; de ahí, que a los dos días
de haberle contestado al Presidente mejicano que aceptaba aquella
propuesta, la expedición penetraba en territorio azteca. El entonces
Brigadier Pershing, marchó al frente de la invasión y el Mayor General
Funston quedó en la frontera, para dirigir desde ella las operaciones.

Apenas ocurrió este hecho, el Presidente Carranza le pidió al gobierno
de los Estados Unidos que retirase la expedición. Para tratar de este
asunto se celebraron conferencias en El Paso por el mes de mayo, entre
representantes de las dos naciones, pero no obstante los esfuerzos que
se realizaron, no se obtuvo acuerdo alguno. Carranza se mantuvo en su
actitud. Insistió con reiteración, por medio de notas constantes, cuyo
tono de arrogancia era más marcado cada vez, en la retirada de la
expedición punitiva y cuando eran más tirantes las relaciones entre los
dos gobiernos, ocurre un suceso que pareció ser el detalle que faltaba
para provocar la ruptura de las hostilidades. En 21 de mayo trabaron
combate una fuerza americana y otra mejicana que se habían puesto en
contacto en Carrizal, con grandes pérdidas de una y otra parte. La
excitación que este hecho produjo en las dos repúblicas fué inmensa. La
guerra parecía ya un hecho. El Congreso norteamericano se reúne
inmediatamente y vota un crédito de $25,000.000.00 para satisfacer los
gastos de movilización de la Guardia Nacional.

Pero cuando ya la ruptura parecía inminente, cambia el sesgo de las
cosas. Varios representantes diplomáticos europeos y suramericanos,
deseosos de conjurar la crisis, le piden al General Carranza que cambie
el tono de su actitud con respecto al Gobierno de Washington. Esas
gestiones son seguidas de otras cerca de este último gobierno y una vez
lograda una mejor disposición, ya dentro de un ambiente más cordial, se
provoca la reunión de una comisión de representantes de los dos
gobiernos. Llevóse a cabo dicha reunión, con éxito satisfactorio en
Atlantic City, New Jersey, y zanjadas al fin las diferencias, quedó
convenida la retirada de la expedición punitiva, llevándose ésta a cabo
en enero de 1917. Poco tiempo después, de nuevo se hacen tirantes las
relaciones entre las dos naciones, al promulgarse en 1º de mayo de 1917
una nueva Constitución, inspirada por Carranza, en la que se declaró,
por su artículo 27, que eran del dominio de la nación todas las
pertenencias del subsuelo. Las empresas norteamericanas interesadas en
negocios de petróleo en este país elevaron su protesta al Gobierno de
Washington, por entender que aquella disposición envolvía una verdadera
conculcación de los derechos domínicos adquiridos al amparo de las leyes
mejicanas y dicho gobierno, juzgándola justificada, la trasmitió al de
Méjico. Este no quiso prestar atención a los reclamantes y tan
importante ha juzgado el asunto la Cancillería norteamericana, que por
consecuencia del mismo, no fué reconocido Adolfo de la Huerta, que ocupó
el gobierno provisionalmente a consecuencia de la muerte trágica de
Carranza, ocurrida en 21 de mayo de 1920, ni el General Alvaro Obregón,
que desempeña la presidencia desde diciembre de dicho año.

Claro está, que semejante situación perjudica a todos: a Méjico, porque
el país necesita mantener sus relaciones mercantiles y financieras con
los Estados Unidos y a éstos, por el quebranto que han sufrido y están
sufriendo los cuantiosos intereses invertidos en dicha república. El
General Obregón ha procurado reanudar las relaciones entre los dos
países, pero considera inaceptable la condición que para llegar a ese
resultado se le exige por el gobierno de los Estados Unidos, consistente
en que se declare, por medio de un Tratado, que el antes referido
artículo 27 de la Constitución, no perjudica los derechos adquiridos con
anterioridad.

Tal es la situación del gobierno de Méjico en estos momentos.
Veinticuatro naciones lo han reconocido, pero otras, entre las que
figuran Francia y la Gran Bretaña, no han dado ese paso, en espera sin
duda de la aptitud que adopten los Estados Unidos.



(II)

NOTAS CRITICAS


I.--LA POLÍTICA INTERVENCIONISTA DE LOS ESTADOS UNIDOS EN EL MAR CARIBE.
SUS PRECURSORES. SUS CAUSAS. CARACTERES QUE LE SON PROPIOS.

La preponderancia de los Estados Unidos en el mar Caribe cobró verdadero
interés al concertarse, en 18 de noviembre de 1901, el Tratado
Hay-Pauncefote, por el cual la Gran Bretaña renunció el derecho, que
había adquirido desde el año 1850, de compartir con aquella República la
construcción y explotación de un canal interoceánico. La renuncia de tal
derecho significaba para el gobierno inglés algo más que la conformidad
en que el canal quedara bajo el control de los Estados Unidos: era darle
paso franco a esta nación para que ejerciera un completo señorío sobre
las Indias Occidentales y la América Central. Una vez resueltos los
Estados Unidos, dice el profesor Latané, a llevar a cabo el proyecto,
por tanto tiempo acariciado, de ser los constructores del canal, esta
determinación por fuerza tenía que imponerles la adopción de la política
de protectorados, supervisiones financieras, dominio de rutas marítimas
y adquisición de estaciones navales que han asumido en el Caribe.

Esta política, que hemos llamado de la "Preponderancia en el Caribe",
aunque iniciada y desenvuelta en lo que de este siglo va transcurrido,
tuvo sus precursores o iniciadores en el anterior, principalmente en el
tiempo que corre desde el año 1870 hasta el de 1881, durante los
períodos presidenciales de Grant, Hayes y Garfield. Acentuóse, con
efecto, en esta época, en la Cancillería de Washington una marcada
tendencia que llamaremos "americanista", siguiendo la expresión del
profesor Hart. En 1870 el Presidente Grant se dirigió oficialmente al
Congreso pidiendo la anexión de Santo Domingo en nombre de la Doctrina
de Monroe y este mismo año, Hamilton Fish, que desempeñaba la Secretaría
de Estado, declaró públicamente que el canal se debía llevar a cabo bajo
los auspicios de los Estados Unidos. En 1880 el Presidente Hayes,
primero, y el Secretario Evarts, después, reiteraron esa declaración en
mérito de que el canal no habría de ser más que una prolongación de las
costas de los Estados Unidos, y a su vez la ratificaron, al año
siguiente, el Presidente Garfield y su Secretario de Estado, el ilustre
James G. Blaine.

Cuando se hicieron estas declaraciones fueron unánimemente aceptadas por
la opinión. Parecía que sólo se esperaba la ocasión propicia para
iniciar en la zona del Caribe una enérgica acción "americanista". Pero,
a pesar de esto; a pesar de que desde época tan relativamente lejana se
sintieron los primeros latidos del imperialismo; como no era tarea fácil
la de llevar al pueblo, tan apegado a los viejos principios de
"aislamiento", al nuevo orden de cosas, trabajo costó que la opinión se
aviniese a él. Sólo a esto se debe, dicen los escritores Powers y Jones,
que el espíritu partidarista, el simple afán de hacerle oposición al
Presidente de la República, hiciera fracasar en el Senado norteamericano
el Tratado que negoció la administración de Roosevelt con Santo Domingo
en 1905, y el que a su vez celebró con Nicaragua el Presidente Taft en
1911; sin darse cuenta los congresistas oposicionistas de que las
supervisiones que por dichos convenios se establecían eran para la
nación un asunto de tan vital interés como el que más pudiera serlo.
Hoy, añaden dichos escritores, las cosas han ido cambiando y se estima
por todos, como cuestión ajena a los partidos y que está por encima de
éstos, que los Estados Unidos no deben abandonar la política, que se han
impuesto, de tener un poder preponderante y asumir determinadas
responsabilidades con respecto a sus vecinos del Sur. Nadie duda ya,
dicen, de que la nación no ha de abandonar dicho control, a menos que
quiera poner en riesgo su propia existencia.

Expuestas estas breves consideraciones acerca del momento en que los
Estados Unidos inician su política intervencionista, así como respecto a
la decisión con que se disponen a mantenerla, cumple que nos refiramos
ahora a los móviles que han impuesto a dicha nación el desarrollo de esa
fuerza preponderante.

La causa primordial que ha llevado a los Estados Unidos a ejercer cierta
función tutelar sobre las Repúblicas del Caribe, no obedece a otra cosa
que al propósito de obtener garantías de seguridad en el exterior.
Circunscribíanse éstas, en otra época, al mantenimiento de la Doctrina
de Monroe: los Estados Unidos, al defender a los países
latinoamericanos, lo que perseguían en realidad era su propia defensa;
evitaban que sentando sus reales en América una potencia europea se les
creara a ellos una vecindad peligrosa. Hoy, a la seguridad de la nación
no le basta esa actitud de pasividad, por así decirlo, sino que
requiere, para proteger sus grandes intereses comerciales y su rango de
potencia naval de primer orden, el ejercicio de cierta acción de
predominio en el exterior.

Esto hace que se diga con frecuencia que la Doctrina de Monroe ha
evolucionado; que antes se la aplicaba para defender a los países
hispanoamericanos, mientras que hoy se la invoca para avasallarlos. No
ha habido tal evolución de la Doctrina: son los tiempos los que han
evolucionado; son nuevas circunstancias las que han exigido que las
medidas de seguridad no se limiten a permanecer en guardia frente a los
peligros exteriores, sino en tomar, adelantándose a éstos, posiciones de
ventaja en los países vecinos.

Para comprobar hasta qué punto ha sido de necesidad para los Estados
Unidos tomar esas posiciones de ventaja en los países que baña el mar
Caribe, merece la pena que nos detengamos a considerar lo que representa
esa zona para dicha nación, en todos los aspectos del asunto.

El mar Caribe es para la América del Norte lo que el Mediterráneo para
Europa; de ahí, que el interés que ha llevado a la Gran Bretaña a
dominar sobre Egipto; a Francia sobre Argelia y Túnez; a España sobre
Marruecos y a Italia sobre Trípoli, y que mantuvo el apetito de
Alemania, antes de la última guerra, por conseguir también posiciones en
la costa septentrional de Africa, sea el mismo que ha exigido a los
Estados Unidos el mantenimiento de su soberanía sobre Puerto Rico, la
adquisición de las Islas Vírgenes y el ejercicio de ciertos
protectorados. Aquellas islas y las de Cuba y Santo Domingo no sólo
constituyen la mejor defensa de la costa sur de los Estados Unidos, sino
que desde ellas y desde las dos denominadas Maíz, situadas en la costa
de Nicaragua y arrendadas a aquella República, se dominan todas las vías
que conducen al canal de Panamá.

Por el Caribe discurre todo el enorme comercio que mantienen los Estados
Unidos con las Antillas y con Centro y Suramérica, y por sus aguas
tienen que cruzar también las embarcaciones, cuyo número crece día por
día, que comunican, al través del canal de Panamá, a diversas regiones
del globo. Negar, en mérito de tales circunstancias, el interés de la
República Norteamericana en mantener su predominio en este mar,
significaría desconocer la historia, y equivaldría a negar que la Gran
Bretaña debe gran parte de su actual poderío al dominio que ha podido
mantener sobre el canal de Suez y otros puntos estratégicos del
Mediterráneo; que Portugal, en época pasada, llegó a pesar en la
política mundial debido en gran parte a la adquisición del cabo de Buena
Esperanza, y que la causa primordial de la reciente guerra mundial no
fué otra que el deseo de Alemania de establecer y dominar una nueva vía
de comunicación con los países del Oriente. Ocurre con los países del
Caribe, dice Jones, lo que con los Balkanes y el Asia Menor: que su
valor para las grandes potencias de Europa está representado, no en lo
que valen esas regiones, por sí mismas, sino en el hecho de que al
través de ellas se comunique Oriente con Occidente.

El aspecto político no es de menor importancia que el que ofrece el
asunto, según acabamos de ver, desde los puntos de vista geográfico y
comercial. Los Estados Unidos invocan como principal finalidad de sus
protectorados, la de mantener la Doctrina de Monroe; la de aplicarla
preventivamente a fin de evitar los motivos de conflicto con otras
potencias. En el caso de la enmienda Platt, se dijo por Root que su
principal objeto era evitar los ataques a la independencia de Cuba; y
con respecto a la ingerencia de los Estados Unidos, primero en Santo
Domingo y después en Haití, se puede decir que se inició, en los dos
casos, por algo así como por una mediación tendiente a evitar que de
determinadas reclamaciones europeas se derivara una ocupación
territorial. Al ejercer los Estados Unidos los protectorados que han
asumido sobre estas islas, y sobre las Repúblicas de Panamá y Nicaragua
en Centro América, protegen sus intereses, pero se convierten al propio
tiempo, dicen sus estadistas, en los mejores fiadores de la
independencia de dichas Repúblicas. Para ninguna otra potencia, dicen
también, ofrecen las mismas, por múltiples razones, el interés que
tienen para los Estados Unidos.

Hay un último aspecto, que podríamos llamar estratégico, al que nos
vamos a referir ahora y que ofrece aún mayor importancia que los
anteriores. No es la República Norteamericana la única potencia naval
que tiene intereses en este mar. El territorio de Belice, en la costa de
Honduras, y Jamaica, que es una de las Antillas mayores, pertenecen a la
Gran Bretaña y en el grupo de las menores, las Barbadas, Trinidad y
otras islas, son también colonias inglesas; la Martinica y Guadalupe
pertenecen a Francia, y Curazao pertenece a Holanda; y aunque por el
momento no parece probable que los intereses de estas naciones lleguen a
ponerse en pugna con los de la Unión Norteamericana, dicha circunstancia
no es suficiente para que esta nación deje de prevenirse contra los
peligros de la brusquedad de un cambio en la política mundial.

La peculiar situación de Colombia y de Méjico, con costas que hacen
frente a los dos océanos, habría de ser también motivo de inquietud para
los Estados Unidos, como observa Powers, en caso de un conflicto
internacional. Estas dos Repúblicas, debido a dolorosas circunstancias
que por fortuna ya pasaron, con razón o sin ella, se sienten agraviadas
y no han estado en buena disposición de amistad hacia los Estados
Unidos; y éstos, que no desconocen el hecho, no pueden perder de vista
la importancia que el mismo pudiera tener si llegaran a verse envueltos
en guerra con una potencia europea o asiática.

El imperialismo de los Estados Unidos tiene caracteres que le son
peculiares. Para convencerse de ello basta compararlo, en su origen y en
sus tendencias, con el de las naciones de Europa. Después de
consolidarse en Europa un grupo de naciones fuertes, pero sin ser
ninguna bastante poderosa para dominar a las otras, y de crearse entre
ellas una situación especial, un estado de equilibrio basado en el
respeto mutuo y en el que cada una tenía los mismos derechos; algo así
como una transacción entre la idea de dominación universal y la
autonomía de los pueblos; dichas potencias, como si solamente pudieran
vivir dentro de un perpetuo estado de rivalidad, llevaron su competencia
a tierras lejanas. Aprovechando el nacimiento del sistema industrial,
por los recursos que brindaba, especialmente para la navegación, se
apoderó de ellas un afán desmedido por establecer colonias en todas las
regiones del globo, por distantes que estuvieran. Ocuparon en Asia,
Africa y la Oceanía cuantos territorios pudieron ser acaparados y el
Continente Americano también hubiera sido objeto de reparto, a no ser
por el mantenimiento de la Doctrina de Monroe. Desde entonces hasta hoy,
como dijo en notable conferencia el Dr. Montoro, la expansión nacional
ha sido el interés primordial de las grandes potencias del Viejo Mundo y
la causa de todas las guerras en que éste se ha visto envuelto.

La actividad imperialista de dichas naciones no ha tenido otra
finalidad que la de dominar el mercado importador de la colonia, zona de
influencia o territorio protegido que de ella ha sido objeto, y absorber
al propio tiempo su producción, siempre en provecho de la metrópoli y
excluyendo la competencia comercial de otras naciones; en unos casos por
medio del monopolio y en otros acudiendo al sistema de las tarifas
diferenciales. La misma Francia, que al crearse el vasto imperio
colonial que hoy posee iba tras un fin político más bien que económico,
pues sólo procuraba encontrar en el exterior algo que compensara la
derrota del año 1870, ha reducido en beneficio propio las tarifas
aduaneras de sus posesiones, llegando esa reducción en algunos casos
hasta el 58%.

El imperialismo norteamericano en su aspecto intervencionista, que es al
que ahora nos referimos--no a aquel otro que consistió en el movimiento
expansionista, a virtud del cual se fueron agregando a la Unión los
territorios que hoy forman su enorme área--, no se ha inspirado, al
revés de lo que ha ocurrido con el de las naciones de Europa, en ningún
propósito económico. Los Estados Unidos no han establecido su esfera de
influencia sobre las Repúblicas de Cuba, Santo Domingo, Haití, Panamá y
Nicaragua con objeto de acaparar mercados ni recabar ventajas para su
comercio. Su finalidad ha sido política: se ha reducido a ejercer sobre
las Repúblicas vecinas determinado control, que sólo llega, por lo
regular, al límite de lo necesario; y, aunque se inspira dicho
intervencionismo en la salvaguardia de los intereses de la nación, dicen
distinguidos escritores norteamericanos que produce como consecuencia la
de garantizar la independencia de dichas Repúblicas. En la aprobación de
la enmienda Platt--dijo nuestro eximio maestro el Dr. Antonio Govín--,
no medió el intento de vulnerar la independencia de Cuba, sino que, por
el contrario, se aspiró a protegerla.

Compartimos estas ideas, reconociendo como un hecho cierto que la
política intervencionista de los Estados Unidos no ambiciona la anexión
de nuevos territorios; pero se hace forzoso reconocer también que,
limitada y todo como es su acción, la Cancillería de Washington, llegado
el momento de mantenerla, no repara en medios, ni reconoce obstáculos.
Buena prueba de ello la constituyen el gesto del Presidente Roosevelt al
ordenar que se prohibiera el desembarque de las fuerzas de Colombia
destinadas a reprimir la revolución que culminó en la independencia del
istmo, so pretexto de que iban a entorpecer el tránsito por el
Ferrocarril, y la actitud que algunos años después adoptó en Nicaragua
la administración de Wilson, favoreciendo una revolución que al
triunfar impuso en recompensa la celebración del Tratado por el cual los
Estados Unidos adquirieron determinadas ventajas en el territorio de
aquella República.


II.--LA INGERENCIA NORTEAMERICANA EN LAS REPÚBLICAS DE CUBA, PANAMÁ,
SANTO DOMINGO, HAITÍ Y NICARAGUA, A TENOR DE LOS TRATADOS VIGENTES Y EN
LA PRÁCTICA. CENSURAS DE QUE HA SIDO OBJETO.

Aunque en los Tratados celebrados por los Estados Unidos, en 22 de mayo
de 1903, con la República de Cuba; en 18 de noviembre del mismo año, con
la de Panamá; en 8 de febrero de 1907, con la de Santo Domingo; en 3 de
agosto de 1914, con la de Nicaragua, y en 16 de septiembre de 1915 con
la de Haití, se persigue la misma finalidad, esto es, asegurar el
predominio de la nación norteamericana en la zona del mar Caribe, dichas
convenciones no encierran las mismas disposiciones. Parecía lógico que,
siendo el "control" sobre Cuba el primero que asumían los Estados
Unidos, se reprodujeran las prescripciones de la ley que lo autorizó, o
sea la Enmienda Platt, en los tratados que celebraron después con
aquellas otras Repúblicas; pero el examen de la materia que ha sido
objeto de tales tratados, y que hacemos a renglón seguido, revela que no
fué así.

Las disposiciones de la Enmienda Platt, que son las mismas del Tratado
Permanente de 22 de mayo de 1903, se pueden resumir en dos grupos: en el
primero están comprendidas las prescripciones inspiradas en la Doctrina
de Monroe y en la defensa de los intereses de los Estados Unidos como
potencia naval; y en el segundo, aquellas en que se le concede a esta
República cierta ingerencia en determinados asuntos, de orden interno,
de la nación cubana. Pertenecen al primero: la disposición por la cual
se previene al gobierno de Cuba que no celebrará con ninguna potencia
extranjera tratado alguno por el cual se menoscabe la independencia, o
se le otorgue el asiento o control sobre una porción de la isla, bien
para colonizarla, bien para cualquier propósito naval o militar; y
aquella otra en que se conviene en ceder o arrendar a la República
norteamericana las tierras necesarias para estaciones navales;
corresponden al segundo aquellas prescripciones por virtud de las
cuales el gobierno de Cuba se compromete a no contraer deudas
exageradas; consiente en que los Estados Unidos intervengan para la
conservación de la independencia, para el mantenimiento de un gobierno
adecuado para la protección de las vidas, las propiedades y la libertad
individual y para el cumplimiento de las cláusulas del Tratado de París
pertinentes a Cuba, y se obliga a mantener la isla en buenas condiciones
sanitarias.

En el Tratado con Panamá, cuya finalidad no fué otra que la de obtener
la cesión del territorio necesario para la construcción del canal, el
poder intervencionista no tiene la amplitud que en la Enmienda Platt.
Amén de la obligación que contraen los Estados Unidos de garantizar la
independencia de dicha República, se faculta al gobierno de Washington
para mantener a las ciudades de Panamá y Colón en buenas condiciones
sanitarias, caso de que el de Panamá desatienda ese deber, así como para
guardar el orden público, en el mismo caso, en las propias poblaciones y
sus territorios y bahías adyacentes y también, como en el caso de Cuba,
el gobierno de Panamá se compromete a vender o arrendar a los Estados
Unidos los terrenos necesarios para estaciones navales; pero, en cambio,
nada se dice con respecto al compromiso de no contraer deudas
exageradas, ni en cuanto a la prohibición de celebrar con cualquiera
potencia extranjera ningún tratado que menoscabe la independencia.

El Tratado suscrito con la República Dominicana en 8 de febrero de 1907
fué de un alcance limitado. El gobierno de dicha República, después de
realizar bajo los auspicios de los Estados Unidos lo que se llamó el
"ajuste" de la deuda exterior e interior y de levantar un empréstito con
unos banqueros neoyorkinos para satisfacer dichas deudas, habiendo
afectado, en garantía del pago de los bonos de esta operación los
derechos de importación, convino con el gobierno de Washington, por este
Tratado, en que el Presidente de los Estados Unidos nombraría al
Receptor y a los empleados subalternos de las Aduanas, y en que la deuda
pública no podría ser aumentada, ni los referidos derechos modificados,
a no ser de acuerdo con el aludido gobierno norteamericano.

El Tratado celebrado con Haití es el más amplio y comprensivo de todos.
Se reproducen de la Enmienda Platt las cláusulas relativas al compromiso
de no contraer deudas exageradas y no vender ni arrendar a ningún
gobierno extranjero parte alguna del territorio nacional, ni celebrar
Tratado alguno con ninguna potencia extranjera que menoscabe o tienda a
menoscabar la independencia, y el derecho de intervenir para preservar
la independencia y mantener un gobierno adecuado para la protección de
la vida, la propiedad y la libertad individual; pero, además, se
consignan otras en que el intervencionismo llega a los más radicales
extremos. El Presidente de los Estados Unidos queda facultado para
nombrar un Receptor General de las Aduanas, así como un Consultor
Fiscal, en cuyas manos se pone toda la situación financiera del
gobierno; la fuerza de policía urbana y rural se somete a la dirección y
organización de oficiales norteamericanos designados por el propio
Presidente de los Estados Unidos, quien además nombra un Superintendente
en materia de Sanidad. Además, se compromete el gobierno de los Estados
Unidos a ayudar al de Haití en el propio y eficiente desarrollo de la
agricultura, minería y recursos comerciales y en el establecimiento de
las finanzas sobre bases sólidas y firmes; pero, en cambio, mientras el
Tratado con Cuba es de carácter permanente, el término del celebrado con
esta otra República es por diez años prorrogables a otros diez.

En el Tratado celebrado con Nicaragua se limitaron los Estados Unidos a
recabar determinadas ventajas estratégicas: el derecho de construir un
canal por la vía del río San Juan y el arrendamiento de dos islas en el
mar Caribe y del territorio necesario para una base naval en el Golfo de
Fonseca, en la costa del Pacífico, con destino a estación naval.

El examen de la diversidad de materias que abrazan estos tratados y el
estudio de sus varios aspectos indican bien a las claras que han sido
distintas las circunstancias que en cada caso han preocupado a la
Cancillería de Washington, por más que la finalidad haya sido la misma
en todos los casos, según antes dijimos: fortalecer los intereses de los
Estados Unidos en el mar Caribe. En el caso de Cuba se quiso asegurar
para siempre la ingerencia de la nación norteamericana en esta
República, en atención sin duda a las estrechas relaciones financieras y
comerciales existentes con la isla, a su proximidad, tanto a la Florida
como al canal de Panamá, y al dominio que desde ella se ejerce sobre la
entrada del Golfo Mejicano. En el Tratado con Panamá predominó el
interés de la construcción del canal, que fué el mismo que aconsejó la
adquisición de ciertas ventajas estratégicas en Nicaragua. El convenio
celebrado con Santo Domingo respondió al interés de evitar los peligros
de una intervención europea; y en el estipulado con Haití, teniendo en
su inicio la misma causa, se quiso ofrecer a esta República la
oportunidad de rehabilitarse, adquiriendo las prácticas del gobierno
propio.

Con el examen de estos convenios internacionales no se completa, sin
embargo, el estudio de la influencia y supervisión que ejercen los
Estados Unidos en las Repúblicas de Cuba, Panamá, Santo Domingo, Haití y
Nicaragua. Del orden de cosas que ha existido en Cuba y en Panamá se
puede decir, en líneas generales, que se compadece con la legalidad
establecida por sus respectivos tratados; pero éste no es el caso de las
otras tres Repúblicas. En Santo Domingo ha sido suprimido el gobierno
propio; en Haití sólo queda un asomo del mismo y en Nicaragua, donde se
limitaron los Estados Unidos a recabar posiciones y ventajas
estratégicas, la Cancillería norteamericana ha llegado a tomar un
incremento decisivo en la política y en las finanzas.

La política intervencionista en la zona del mar Caribe ha llegado a
infundir cierta desconfianza, con respecto a los propósitos de los
Estados Unidos, a gran parte de la opinión en los países de
Hispanoamérica; sin que hayan bastado para desvanecer tal recelo las
reiteradas declaraciones formuladas por los estadistas norteamericanos
en el sentido de que aquella República no se vale de la superioridad de
su fuerza para destruir soberanías, sino que la aprovecha tan sólo para
asegurar su preponderancia.

Labor inútil o infructuosa sería la nuestra, si nos dedicáramos a
criticar la función tutelar de los Estados Unidos, en sí misma, como
hecho, a fin de juzgar de su bondad o de su justicia. Nada más lejos de
nuestros propósitos. La política expansionista de los grandes Estados es
un fenómeno que se impone por igual a los fuertes y a los débiles: a
aquéllos como una exigencia, como una condicional de su existencia; y a
estos últimos haciendo caso omiso de su voluntad, es decir, a despecho
de ella. Frente a los hechos que se imponen por sí mismos, ¿a qué las
palabras?

     Los fenómenos políticos--dice Ingenieros--no son el resultado de
     una libre elección de medios y de fines por parte de los pueblos o
     de los gobiernos... Los pueblos fuertes--agrega el ilustre
     sociólogo argentino--se consideran encargados de tutelar a los
     otros, extendiendo a ellos los beneficios de su civilización más
     evolucionada. Los débiles suelen protestar, oponiendo la palabra
     derecho a la fuerza del hecho; los medios necesarios para ejercer
     la tutela pueden parecer injustos, pero la historia ignora la
     palabra justicia; se burla de los débiles y es cómplice de los
     fuertes.

Después de todo, añadimos nosotros, la tan decantada igualdad de los
Estados no ha existido nunca y mucho menos ha de ser viable hoy, en que
nuevos medios y nuevas circunstancias estrechan de día en día las
relaciones de interdependencia de todos los pueblos de la Tierra.

Pero si la tarea de hacer la crítica de las causas determinantes de la
función tutelar de los Estados Unidos resultaría estéril o innecesaria,
no se puede decir otro tanto acerca del estudio de los medios adoptados
para ejercer dicha tutela. Tal estudio nos ha de permitir conocer si
aquella política se reduce a los límites que señalan las necesidades en
que se inspira, o si trasciende a excesos innecesarios; extremos todos
cuyo conocimiento resulta por demás de positivo interés. En la
imposibilidad de enumerar todos los cargos que se pueden aducir contra
los Estados Unidos, a este respecto, vamos a referirnos a los más
fundamentales.

Llama la atención, en primer lugar, la forma en que se ejerce dicha
política. Revela su examen que no responde a un plan, a un estudio
meditado y detenido de la materia: no hay uniformidad; no se observa una
orientación definida, una línea de conducta uniforme. Cada actuación
lleva el sello de quien la realiza; en cada episodio van impresas la
voluntad y las ideas de quien en el momento de su ocurrencia desempeña
la Presidencia de la vecina República; de ahí que se diga que la
determinación del gobierno de Washington resulta en cada caso una
incógnita. La Comisión enviada a La Habana por el Presidente Roosevelt,
en 1906, con objeto de poner fin a la revolución que entonces existía en
la isla, acordó una solución que de hecho equivalía al triunfo de
aquélla. Tres años después, habiendo estallado en Nicaragua una
revolución contra el Presidente Zelaya, contribuyó también a su triunfo,
de manera decisiva, la actitud que asumió contra dicho gobernante el
Presidente Taft. En cambio, en 1917 el Presidente Wilson, haciendo
buenas las palabras vertidas en el discurso pronunciado en Mobila en 27
de octubre de 1913, aplicó en dos ocasiones su teoría contraria al
reconocimiento de los gobiernos que fuesen producto de la violencia:
una, con motivo de la revolución de que fué teatro Cuba en febrero de
1917, y otra, este mismo año, con ocasión del golpe de estado que depuso
a Alfredo González de la Presidencia de Costa Rica.

Otro aspecto de la política intervencionista de los Estados Unidos,
gráficamente denominado "diplomacia del dollar", contra el cual, con
verdadero fundamento, ha sido unánime la protesta, aun en los propios
Estados Unidos, estriba en el hecho de que dicha política, en algunas
ocasiones, se ha puesto al servicio de determinados intereses privados.
El nombre de unos banqueros neoyorkinos va unido a la historia de la
ingerencia norteamericana en los asuntos de Nicaragua; y en muchas de
las medidas adoptadas por el poder interventor que rige con omnímodas
facultades los destinos de Haití se refleja, según leemos en importantes
publicaciones de los Estados Unidos, la influencia del National City
Bank of New York, cuyos intereses en dicha República, ya de por sí
apreciables, se aspira a ver acrecentados.

Pero donde la crítica concentra sus ataques es cuando se trata de la
situación actual de las Repúblicas Dominicana y Haitiana. Ya que la
supresión del gobierno propio en Santo Domingo, siquiera sea
provisionalmente, y el exceso de facultades que a espaldas del tratado
vigente se han arrogado en Haití los funcionarios norteamericanos, son
actos realizados por los Estados Unidos prevaliéndose de su fuerza,
debían aprovechar esta situación, se dice, para coadyuvar al adelanto y
mejoramiento de las costumbres públicas en dichas Repúblicas y
contribuir al arraigo de sus instituciones políticas; en una palabra,
que se debía realizar en el orden moral el progreso efectuado en
materias de sanidad, enseñanza y obras públicas. Lejos de proceder de
esta manera el gobierno de Washington, haciendo las cosas en forma que
no se compadece con los antecedentes del pueblo norteamericano, con su
cultura y con la misión que, por lo visto, le ha confiado la historia en
este Continente, ha sometido dichas Repúblicas a un régimen en el que la
libertad individual ha sido reducida a su expresión más insignificante,
en el que la jurisdicción civil ha sido sustituída por la militar, y que
sólo podrá traer una paz material de efímera duración.

Estas cosas ocurren, se ha dicho también, en primer lugar, porque el
pueblo de los Estados Unidos las ignora; demasiado preocupado en sus
asuntos interiores, cuando fija la mirada en la política exterior es
para atender a los asuntos de Europa, en lo que éstos le pueden
interesar; y en segundo término, porque en esta materia el Presidente es
el único arbitro; sus facultades no están regladas, pudiendo proceder en
todas las cosas a medida de su discreción.

Algo más que la conveniencia de los estados protegidos, el propio
interés de la nación protectora exige que la actividad intervencionista
revista una forma distinta a la seguida hasta hoy en aquellas
Repúblicas. Para que una nación, que se presenta como directora de otras
en la escena del mundo, pueda desarrollar con éxito sus planes
expansionistas--dijo hace años en memorable conferencia el Dr. Enrique
José Varona--requiérese que concurra, entre otras circunstancias, la de
que esos planes estén presididos, revelen, un superior estado de
cultura. Inglaterra, dijo por vía de ejemplo, ha podido mantener su
vasto imperio colonial, gracias a que siempre ha sabido contar con
hombres que se han colocado a la altura de los difíciles empeños que se
les han encomendado; "desde aquel famoso Lord Durham, de grata
recordación para los americanos, hasta Sir Alfred Milner, cuya gestión
en Egipto es una maravilla".

Es lo probable que cambie en breve este orden de cosas. Una de las
imputaciones hechas con más frecuencia durante la reciente campaña
presidencial, contra la administración de los demócratas, se ha referido
a su actuación en los asuntos de Haití y Santo Domingo, y habiendo sido
electo el candidato del Partido Republicano, lógico parece que se
incline por nuevos derroteros la intervención en los asuntos de estas
dos Repúblicas.

Seríamos injustos si, antes de pasar adelante, no reconociéramos que no
ha sido ese el tono dominante en la política intervencionista de los
Estados Unidos. En lo que a Cuba se refiere, lejos de asistirnos motivos
de queja, sólo los tenemos de alabanza; la ayuda que nos ha brindado el
gobierno de Washington no ha podido ser más eficaz, con esta
particularidad: es sabido que la facultad de intervenir en nuestros
asuntos, por ser potencial según la Enmienda Platt, sólo se debe ejercer
en alguno de los casos a que ésta se refiere: que sobrevenga,
verbigracia, una situación en que el gobierno de Cuba sea incompetente
para mantener el orden; pues bien, aunque la Cancillería de Washington
suele ingerirse en muchos asuntos que son de la competencia exclusiva de
nuestros poderes, tales gestiones, salvo quizás alguna excepción, se han
inspirado siempre en el deseo de favorecer, en todos los órdenes, los
intereses de nuestra comunidad.


III.--EL FACTOR ECONÓMICO EN LAS RELACIONES DE LOS ESTADOS UNIDOS CON
LAS REPÚBLICAS QUE SE ENCUENTRAN BAJO SU ESFERA DE INFLUENCIA.

Hemos dicho antes que una finalidad eminentemente política era la causa
del intervencionismo de los Estados Unidos en la zona del mar Caribe y
que a dicha nación no le interesaban tanto los países protegidos, por lo
que en sí mismos pudieran significar, como por su posición geográfica.
Esto es exacto en lo que se refiere a la causa primordial, al origen,
por así decirlo, del intervencionismo; pero, una vez iniciado éste, y
tan pronto como bajo su garantía se inviertan en un Estado protegido,
capitales norteamericanos, éstos han de contribuir, con tanta fuerza
como la finalidad política, al mantenimiento del protectorado. La
estrecha relación entre el gobierno y las empresas privadas, en los
grandes Estados modernos, es un fenómeno constante, dice Edwin Borchard,
profesor de Derecho en la Universidad de Yale. El capital ocioso
existente en un país se dirige allí donde se le brinden garantías; por
eso se explica, dice dicho profesor, la íntima relación existente entre
el Ministerio de Relaciones Exteriores de la Gran Bretaña y el
capitalista británico que invierte sus recursos en el extranjero.

Los Estados Unidos no podían constituir una excepción a la regla
general. La influencia política desenvuelta por esta República en el
exterior tenía que ser seguida, y lo ha sido, por la expansión
comercial; con una particularidad: que ha contribuído a acrecentar este
hecho, que se produce siempre de una manera natural, la circunstancia,
puramente casual, de que el inicio de la política intervencionista de
esta nación ha coincidido con el momento en que, ya colmadas las
necesidades de su comercio y de sus industrias interiores, sus hombres
de negocios comenzaron a pensar en la conveniencia de invertir sus
capitales en el exterior.

Buena prueba de lo que representa el factor económico en las relaciones
entre el Estado protector y el protegido, la constituye un detalle de
nuestra historia, que podemos citar aquí. Cuando en 1906 intervinieron
los Estados Unidos en nuestra contienda civil, hubieron de darle la
razón a los alzados en armas--como dijo el Dr. Varona en una serie de
artículos que en aquel entonces vieron la luz--, porque no vinieron a
moralizarnos, sino a apaciguarnos; miraron la cuestión desde un ángulo
visual americano y por eso exigieron que a todo trance se hiciera la
paz.

El factor económico tiene otro aspecto de no menor importancia, desde el
punto de vista político y cuya fuerza ha de crecer a medida que se
estrechen las relaciones comerciales entre los Estados Unidos y sus
Estados protegidos: nos referimos al consumo de la producción de estos
últimos en el mercado norteamericano. Los hombres de los países fríos
necesitan consumir determinados productos de los países tropicales; lo
exige el tipo de vida del trabajador americano, ha dicho un economista.
Cuando ocurra en las otras Repúblicas lo que acontece hoy en Cuba;
cuando se diga de su producción lo que hoy se dice y repite entre
nosotros, como respondiendo a una convicción: que los Estados Unidos no
pueden prescindir de nuestra azúcar; llegado este momento, la necesidad
de que las revueltas no afecten a la producción, constituirá un motivo
que ha de compeler a los Estados Unidos, con tanta fuerza como los
demás, a exigir a dichas Repúblicas que vivan en paz.


IV.--INGERENCIA DE LA ADMINISTRACIÓN DEL PRESIDENTE WILSON EN
DETERMINADOS ASUNTOS, DE ORDEN INTERNO, DE LAS REPÚBLICAS DE MÉJICO,
COSTA RICA Y GUATEMALA.

¿Qué razón existe, se dirá, para que la política intervencionista de los
Estados Unidos alcance solamente a las Repúblicas de Cuba, Haití, Santo
Domingo, Panamá y Nicaragua, y no se ejerza también sobre las otras
Repúblicas Centroamericanas? La razón es obvia: los protectorados o
supervisiones que ejercen los Estados Unidos no se han adoptado por
sistema: se han establecido a medida que los han ido reclamando los
intereses de esta nación. En el caso de las islas de Cuba y Santo
Domingo, preocupóse el gobierno norteamericano por la posición de las
mismas, a causa de estar situadas frente a la costa meridional de los
Estados Unidos y dominando, además, las vías que conducen al canal; y
con respecto a Panamá y Nicaragua, la necesidad de dominar y controlar
la comunicación interoceánica fué la que determinó la supremacía sobre
estos dos países. El día en que algún interés, sea cual fuere, aconseje
a los Estados Unidos someter a su control las otras Repúblicas
Centroamericanas, no hay duda de que actuarán en tal sentido.

Por lo pronto, ciertos sucesos, ocurridos en Costa Rica y Guatemala
durante la administración de Wilson, demuestran que los Estados Unidos
observan de cerca los destinos de dichas Repúblicas y que les preocupa,
con respecto a ellas, algo más que el interés, de carácter general, de
que no celebren alianzas embarazosas con las naciones de otros
Continentes. La caída del gobierno de los Tinoco en Costa Rica, que
habían escalado el poder por medio de la violencia en enero de 1917,
debióse, en gran parte, a la negativa de la Cancillería de Washington a
reconocerlo, dado que este hecho, al par que creaba una situación
difícil a aquel gobierno en el exterior, le infundía alientos a sus
adversarios. La misma actitud, adoptada con respecto a Guatemala a
mediados del año 1919, produjo, aunque en un orden inverso, el propio
resultado: la nota enviada al Presidente Estrada Cabrera insinuándole la
conveniencia de que no pensara en reelegirse, es indudable que
contribuyó a su caída de manera decisiva.

El gobierno del Presidente Wilson se ha inmiscuído también, en más de
una ocasión, en los asuntos de la República Mejicana. Su actitud,
negándose a reconocer a Huerta, que bien o mal, tuerto o derecho, como
dijo Root, era el Presidente de facto y poniendo en ejecución cuanto
arbitrio podía contribuir a su caída, no fué otra cosa que una
intervención.

No es probable, sin embargo, que los Estados Unidos lleguen a ejercer su
control sobre esta República. Su población, su enorme área y los
antagonismos que determinados sucesos de otras épocas han creado, hacen
que su caso no sea el de las islas del mar Caribe y el de la América
Central. Por algo se ha dicho que el imperialismo se verifica por la
línea de menor resistencia...



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Nota del Transcriptor:

Errores obvios de imprenta han sido corregidos.

Páginas en blanco han sido eliminadas.

Las versalitas (letras mayúsculas de tamaño igual a las minúsculas)
han sido sustituidas por letras mayúsculas de tamaño normal.





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