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Title: Ruecas de Marfil
Author: Espina, Concha
Language: Spanish
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  Nota del Transcriptor:


  Se ha respetado la ortografía y la acentuación del original.

  Errores obvios de imprenta han sido corregidos.

  Páginas en blanco han sido eliminadas.

  Letras itálicas son denotadas con _líneas_.

  Letras oscuras son denotadas con =signos de igual=.

  Las versalitas (letras mayúsculas de tamaño igual a las minúsculas)
  han sido sustituidas por letras mayúsculas de tamaño normal.



RUECAS DE MARFIL



OBRAS

DE CONCHA ESPINA


LA NIÑA DE LUZMELA (novela). Segunda edición.

DESPERTAR PARA MORIR (novela). Segunda edición.

AGUA DE NIEVE (novela). Segunda edición.

LA ESFINGE MARAGATA (novela). Segunda edición.

  Obra premiada por la Real Academia Española.

LA ROSA DE LOS VIENTOS (novela). Segunda edición.

AL AMOR DE LAS ESTRELLAS (Mujeres del _Quijote_).

RUECAS DE MARFIL (novela). Segunda edición aumentada.

EL JAYÓN (drama en tres actos).



  CONCHA ESPINA


  RUECAS
  DE MARFIL

  (NOVELAS)


  (SEGUNDA EDICIÓN AUMENTADA)


  MADRID
  EDITORIAL PUEYO
  Calle del Arenal, 6.
  1919



ES PROPIEDAD


Imprenta Helénica.--Pasaje de la Alhambra, 3.--Madrid.



RUECAS DE MARFIL


_Nodrizas de nuestros sueños, hilanderas de nuestras vidas,
melancólicas hadas que acompañáis nuestros pasos desde la cuna al
sepulcro: dadme las ruecas de marfil con que sabeis transfigurar las
cosas vulgares, los destinos crueles, los dolores mudos, en gloriosas
urdimbres, en doradas hebras de ilusión y de luz._

_Discípula vuestra soy: por las rutas sombrías de este valle de
lágrimas, absorta en mi noble vocación de poeta, voy recogiendo en el
camino todo aquello que la realidad me ofrece, para guardarlo con
ternura en mi corazón y tejerlo, después, en mis fantasías._

_Nada desprecio por trivial y menudo que sea. En una gota de agua se
cifra todo el universo. Abejas hacen la miel; con barro se fabrica el
búcaro. Tosca y ruin es, casi siempre, la realidad, como el copo de
lino, como el vellón de lana, como el capullo de seda sin hilar; pero
esa materia ruda se convierte en estambres luminosos, en delicados
fililíes, cuando la imaginación y el arte, que son las hadas benéficas
de los hombres, la toman, la retuercen y devanan en sus ruecas
invisibles de marfil._

_Con más rústico instrumento hilé en este libro unas pobres vidas de
mujer, humildes y atormentadas vidas, cuyo obscuro y resignado dolor
tuvo en mi corazón ecos muy hondos, ¡Luisa, Ángeles, Irene, Marcela,
Talín, bellas y desventuradas criaturas que un día pasasteis junto a
mí llorando y sonriendo, bajo la pesadumbre del destino! ¡Pobres vidas
fugaces, rosas al viento, naves en el mar!_

_Acaso, lector, preferirías que te contase historias más felices,
invenciones alegres, soleados romances de un dichoso país, donde las
flores no se marchitan nunca. Mas ya dije que cuento vidas de mujer..._

_¿Qué culpa tengo yo si la realidades amarga, si hasta la imaginación,
lo mismo que el sentimiento, suelen padecer melancolía?_

_Pero si estas novelucas te parecen demasiado tristes, si te conmueven
hasta hacerte sufrir, piensa, al cerrar el libro, que no son ciertas,
que fueron soñadas. ¿No dicen (y dicen bien) que la vida es sueño? ¿No
son tristes todos los sueños al despertar?_

_Las cosas del mundo, para quien tiene piedad, son harto melancólicas.
La vida, para quien sabe de dolor, es algo a la vez hermoso y duro,
pálido y sugerente, como el marfil de las ruecas con que las hadas
tejen nuestros sueños, hilan nuestras vidas y urden, al cabo, nuestras
mortajas._



NAVES EN EL MAR



I

EL FIORDO ANDINO


Habíamos llegado al Estrecho de Magallanes, y el _Orcana_ se atrevía,
lento, sobre las aguas misteriosas...

Al penetrar entre el cabo de las Vírgenes y la punta del Espíritu
Santo, las tierras son cándidas, verdes, sin árboles ni rocas; y
contrastando con esta mansedumbre, el mar inquieto, movido, oculta
bajo la ondulante marea el agudo puñal del arrecife. Luego el paisaje
se ensoberbece: medran las montañas hasta las nubes y ruedan hasta
el mar peñas y cerros formando canales y lagos. Aquí el agua es
calmosa, estática, profunda: surgen de ella negros cantiles, adustos
y violentos; escarpados montes con la toca de nieve y la falda
selvosa; islas y valles de original belleza; archipiélagos; istmos;
penínsulas, que dilatan la vertiente occidental de los Andes en un
fiordo gigantesco y magnífico, para cortar la punta del continente
sudamericano. Las praderas y los glaciares, el granito y el musgo, la
nieve y la flor, el roble y el tremedal, cuanto hay en la Naturaleza
más diverso y contrario, más distante y enemigo, se une con terrible
hermosura en esta maravilla del mundo que Magallanes descubrió para
España un día pretérito y glorioso.

Pasión de la raza y amor de la tierra me poseyeron en la ruta escabrosa
y admirable, donde el misterio y el peligro navegaban a nuestro lado.
Yo sabía que en la dulcedumbre de la corriente y el encanto de los
hocinos acechaban el escollo y el temporal, siempre ocultos en aquella
intrincada estrechez, y pensaba, con asombro entrañable, con altísimo
orgullo, en los exploradores hispanos, los primogénitos de la Humanidad
en el antiguo _Mar de las Tinieblas_, que lucharon a veces hasta
«noventa días» en las desconocidas angosturas del Estrecho, con leves
naos inseguras, audaces las velas latinas, el aparejo de cruz y la cruz
en el trinquete...

Yo también iba de exploraciones por el gran fiordo andino: niña y
triste, a miles de leguas de mi patria, el mar, el cielo y el monte
me producían una desgarradora impresión de soledad. Por primera vez
adiestraba mi vida para la lucha torva y callada frente al destino,
y la fecunda semilla del sufrimiento henchía dolorosamente la pobre
tierra virgen de mi corazón.

Quiso un designio providencial que durmiesen los temporales en las
hoces y nos siguiera desde Europa el viento amoroso de la bonanza.

Y después de cien millas de apacible navegación por el Estrecho, entre
mansa ribera, cuando ya los montes se levantaban y el glaciar y el
cantil aparecían, un largo anochecer decembrino nos llevó al refugio de
una ensenada, donde era menester pasar la noche. Hallamos buen tenedero
bajo el agua transparente y muda, tan cerca de la margen vecina, que el
capitán del buque, adornado de una cortesía británica muy complaciente,
nos permitió desembarcar a unos cuantos pasajeros curiosos.

Ya se abría en el cielo la divina rosa de un pálido plenilunio, cuando
volvimos de nuestra visita a la solitaria tierra patagona. Habíamos
hurtado a su secreto raras piedras, tímidas flores y peludas arañas de
color de rosa, inofensivas y cobardes: todos seres humildes, llenos de
alma.

La quietud de la marea parecía el cristal de unos ojos muertos donde
soñara el paisaje milagroso bajo el hechizo del silencio y de la luna.
Un inefable resplandor austral exaltaba en el cielo el vaivén luminoso
de los astros, y en la sublime escritura de las constelaciones la Cruz
del Sur decía su leyenda polar, clavada como señuelo en el profundo
corazón de la noche...



II

PRESENTIMIENTO


Yo tenía a bordo una protegida, linda joven montañesa que me estaba
recomendada desde Santander, y que en estado de próxima maternidad iba
a Chile para reunirse con su esposo, residente en Concepción.

Todos los días visitaba yo a Luisa en su departamento de tercera y la
obsequiaba muchas veces con golosinas que en los barcos no llegan más
que de limosna hasta los pasajeros pobres.

Mi paisana era una dulce y graciosa mujer de belleza tranquila un poco
triste, de esas criaturas melancólicas que a menudo sonríen y a menudo
miran al cielo; tenía dorados los ojos y el pelo rubio; moreno el
color; la boca expresiva; cántabra la tristeza del semblante.

Solíamos hablar juntas de nuestra familia y de nuestro país, apoyadas
en la borda, contemplando la estela hirviente del buque y la fuga
imaginaria de los horizontes; el paisanaje y la juventud nos unieron
desde la costa nativa con lazo cordial, lleno de mutua compasión.

Se expresaba la moza con la peculiar finura de las campesinas
montañesas, por lo común inteligentes y un poco ilustradas. Pronto
me contó su historia, breve y apacible, alterada únicamente por las
aventuras de la emigración; hija de labradores acomodados, se casó con
el único novio, un artista humilde, tan buen mozo como trabajador,
que seducido por halagadoras promesas de bienestar había emigrado
unos meses antes, y ya la llamaba impaciente, en la certeza de una
vida feliz, para esperar juntos al hijo que iba a nacer. Acaso todas
las inspiraciones del amor no hubieran decidido a Luisa a emprender
sola y delicada aquel viaje penoso. Pero la casualidad favoreció
oportunamente los planes del marido, deparando a la joven una buena
compañera de expedición, de su misma vecindad, una mujer que ya conocía
las penalidades del barco y que volvía a reunirse con sus hijos,
residentes, también, en la República de Chile. Y Luisa salió de casa de
sus padres confiada a los cuidados de Inés, mañosa viajera que había
mirado por la joven con desvelo cariñoso.

Duro era el camino para la moza. Las molestias de su estado, aumentadas
con el trastorno de la travesía, la hicieron sufrir mucho, por más que
Inés de cerca, y yo un poco más de lejos, la ayudamos a sobrellevar
las horas. Algún alivio tuvo en las aguas tranquilas del Estrecho, y
cuando el buque dejó el seno aplacerado junto a la cordillera, cobijo
de nuestra primera noche andina, fuí a buscar a mi paisana, deseando
que gozase conmigo, como el día anterior, la novedad majestuosa del
paraje.

A media marcha, previsores contra el peligro de una varadura, nos
habíamos puesto a navegar con el repunte de la marea. Avanzaba la
mañana con sigilo, detrás de un largo amanecer, lleno el paisaje de
una luz glacial. Hasta bien entrado el día se deshojó en el agua,
palpitante, el fulgor de las estrellas; después el cielo se cubrió de
nubes claras y luminosas, trasfloradas por el sol, mientras el frío se
dejaba sentir con viva intensidad.

Cuando atravesé el puentecillo entre ambas cámaras para visitar a
Luisa, la hallé sobre cubierta, mirando fascinada la aparición de unas
islas primorosas sobre las cuales la fatalidad había sembrado multitud
de cruces, protectoras, al parecer, de otras tantas sepulturas.

Quedamos suspensas delante del original cementerio, que se nos aparecía
como fantástica evocación de una tragedia en que el dolor y la piedad
hubiesen querido florecer. Nuestros ojos no sabían apartarse de
aquellas tumbas rodeadas de flores silvestres, cuya variedad hermosa
hacía pensar en un prodigioso cultivo de encantamiento. Muchas cruces
tenían inscripciones, monogramas o leyendas en diferentes idiomas y
trazados con distintos colores; varias tendían sus brazos piadosos
sobre el rústico rastel en forma de lecho. En una leímos _Carmen_; en
otra, _María_: dos bellos nombres de españolas.

Ya la visión alucinante se alejaba cuando Luisa se estrechó contra mí,
trémula, con el dulce rostro demudado por un espanto loco. No supe
qué decirla, porque su emoción extremada me dejó confusa, y quise
distraerla sin poder lograrlo; el plantel de cruces había desaparecido
y aún la moza temblaba presa de fatídico terror.



III

LAS AVES NUEVAS


Estábamos a la altura de Cabo Negro. La pizarra y el escarpe subían
con ímpetu bravío desde el mar hasta las cumbres, casi celestes, de la
cordillera. Sobre los bizarros bosques y los tremedales húmedos pasaba
el viento silencioso, como si llevase las alas entumecidas. Las nubes,
ligeras, traspasadas de claridad, seguían rodando en un cielo apacible,
y el frío, hecho nieve en las cimas orgullosas, caía de lo alto con la
luz.

Atravesábamos ya el territorio de colonización que en esta parte del
Estrecho esparce con timidez granjas, haciendas y pastorías entre ambos
lados de la costa, bajo el auxilio de la capital, Punta Arenas, en cuyo
puerto debíamos dormir aquella noche.

Crucé otra vez el barco para buscar a Luisa, y la encontré más serena
que en las primeras horas de la mañana. Sin duda la vecindad de los
colonos fueguinos y patagones era menos triste que la del archipiélago
convertido en osario. Atendía la moza a las novedades del camino y se
maravillaba de ellas con mucho interés, aunque en su rostro quedase
atenuada la sonrisa habitual.

Habían aparecido las aves nuevas para nosotras. Los albatros, blancos
y enormes, con las alas rápidas, negras, finas y agudas, el pico de
alfanje, dorado y voraz, los ojos siniestros, el grito aullador:
perseguían en bando la estela del navío, poniendo en las aguas
translúcidas la rauda sombra de su vuelo gentil. Los aptenodites,
mansos, hambrientos, _pájaros niños_, según los exploradores hispanos
les llamaban por su torpeza y candidez, acudían a millares al ras
de las olas, en humilde actitud. Y por fin, el cóndor, el buitre
colosal de los Andes, llegaba complaciente hasta el pie de la escarpa
inaccesible donde tenía su nido. Era el macho, señero, curioso y
avizor, que nos miraba desde la orilla con los ojos pintados de carmín,
hispido el plumaje negro y azul. Tenía el pico torvo, la cabeza gris;
al cuello un soberbio collar de albísimas plumas. Estuvo un rato
inmóvil en la ribera, después tendió las alas con breves sacudidas,
abiertas las rémiges obscuras en un ancho abanico, y, de pronto, subió
en una serenísima espiral, tensa y firme, sin un estremecimiento,
más allá de la región de las nubes, hacia el glorioso camino de las
estrellas...

Poco más tarde una piragua con indios de la marina se acercó al buque
pidiendo limosna. Voces agrias, como graznidos de aves agoreras,
subieron a gemir desde la navecilla donde aquellos seres humanos,
fornidos y desnudos, salvajes y míseros, acechaban el paso de la
civilización.

Eran los hombres ignotos hasta que España quiso, los habitantes del
_Mar de las Tinieblas_, de la Tierra del Fuego, del Nuevo Mundo: la
pobre niñez de la Humanidad, criaturas nuevas en los ciclos redentores
de la vida, almas infantiles, sin historia ni purificación... Dióles el
_Orcana_ un despojo de las cocinas, como a los _pájaros niños_, y se
alejaron, felices, los pedigüeños, tendidas en los hombros las pieles
de guanaco, adornada la estrecha frente con plumas de ñandú...

A Occidente el paisaje se arrecia cada vez más: grandes masas de
granito, obscuras selvas de robles, hondas marismas, cumbres ingentes:
fluyen los esteros en las hoces, se agachan las nubes en el cielo, y
una lluvia fina y polvorosa comienza a caer.

La prematura noche no se sabe si baja de las cimas o sube de la mar.
Envueltos en el agua turbia y en la luz gris, arribamos a Punta Arenas,
donde el grao pone sobre la mansedumbre de las olas una siniestra
franja de arenal. Se ha roto la cortina de las nubes y tiene la luna un
aciago fulgor...



IV

COSTA INCLEMENTE


Al amanecer dejamos el fondeadero de Punta Arenas, con rumbo a
Occidente, y una larga península, rodeada de cerros bajos, nos obliga a
dar la vuelta por el puerto del Hambre, en la Tierra del Fuego, rozando
la anchurosa bahía Inútil.

Ahora el temeroso camino está empapado en una de esas trágicas
soledades que hacen sentir la eternidad. El viento ha levantado las
alas bajo el celaje oscuro, y el mar se inquieta amenazador.

Para calmar los temores de algunos pasajeros dícese a bordo que nuestro
buque, bien armado de recio blindaje, curtido en aventuras marineras,
se defenderá con valentía contra los escollos y el temporal.

Me conmueve la inquietud de Luisa, que se refugia a mi lado, callada
y triste, inmóvil la mirada sobre el estremecimiento de las olas.
Acerca de su salud responde hoy con mucha timidez, y como el semblante
demudado la delata, consigo que me confiese el nuevo malestar que le
aqueja desde anoche.

Acude Inés a decirme señalando a la moza:

--Está mala y no quiere acostarse.

Ella me mira con angustia, como si yo pudiera remediarla, y nos
quedamos indecisas las tres, hablando con los ojos un mudo lenguaje
compungido.

Pero ya la reciedumbre del viento nos impide continuar sobre cubierta;
crece el furor de la marejada y el frío polar cuaja en nieve unas
gotas de lluvia escapadas del nublado.

Es preciso que Luisa baje a su camarote y se cuide bien todo el
día; sus manos arden y un temblor febril la sacude. Convertida en
su protectora no la dejo sin prever cuanto pueda necesitar. Hay un
inocente orgullo en la satisfacción con que atiendo a mi paisana, yo,
más niña que ella, y tan insignificante persona fuera de este barco y
lejos de esta ocasión. El actuar de Providencia me engríe con heroicos
impulsos; quisiera en este momento salvar a Luisa de un grave peligro:
que sobreviniese un naufragio y dar en él mi vida por la suya... Mi
vida ¡vale tan poco...!

Voy pensando en raras penas inconsolables, mientras cruzo con
precauciones el navío, ya crujiente bajo el azote de la borrasca. Los
marineros trincan a bordo cuanto el mar puede barrer, aseguran las
escotillas y las ventanas, trajinan y se apresuran cuidadosos frente
al enemigo. Esta faena, la súbita retirada de los pasajeros y el aire
azorado de algunos que tropiezo en los pasillos, anuncian que, por fin,
nos alcanza una de esas tempestades crueles en el Estrecho, ocultas con
felonía en la soberana majestad de escobios y canales andinos.

Tengo el camarote sobre cubierta. Me encierro en él a solas; me subo al
sofá para acercarme al vidrio redondo y firme de mi ventana, y con un
vago sentimiento de curiosidad y de emoción, miro y escucho, sin miedo,
como quien asiste a un espectáculo desconocido y sorprendente, en el
que nada arriesga.

Todavía costeamos la península donde Sarmiento de Gamboa quiso ofrecer
a España la ciudad del rey don Felipe, no lejos de la del Nombre de
Jesús; tierra inhospitalaria que vió morir a sus fundadores, y en la
cual, desde aquellos días hazañosos, ningún esfuerzo humano prevalece.
No distingo la costa aunque sé que la tengo delante: aguas y brumas
tienden un cendal espeso en mi horizonte.

Suben ya por la borda los salivazos de la marejada y una luz siniestra
araña las nubes. Todo el barco se estremece jadeante, en pugna con la
tormenta. El primer oficial da sus órdenes en el puente, guarecido al
socaire de sotavento, y la marinería azoca los cabos y ligaduras, va y
viene, trepa y corre, vibrante como el buque.

Bajo de mi observatorio porque los golpes de mar, continuos y
crecientes, me obligan a más fácil postura. Sin conseguirla, aguardo
que pasen las malas horas, mecida por tremendos balances, asordada por
rumores furiosos.

Nadie acude a la llamada del almuerzo y nos le sirven trabajosamente
en los camarotes. Pienso en Luisa con inquietud, tratando de ir a
verla; pero la disciplina del barco no me permite salir ahora de la
cámara. Después de muchas dificultades logro mandar a Inés un recado
preguntando por la enferma, y la contestación no viene.

Se me hace el tiempo interminable; la tempestad me parece una pesadilla
que no se acaba nunca. El desplome de la ola y la locura del viento nos
envuelven en amargo fragor, bajo el cual gime el _Orcana_ estremecido
en todo su palpitante volumen, desde la roda y la quilla hasta la
jarcia muerta. Entre los tornillos vigorosos, crujen maderas y hierros
con extrañas voces, juntas en una sola expresión de rebeldía: es el
grito de la vida inerte, el alma insondable de las cosas mudas, que
también sabe de resistencias y de cóleras...

Va cayendo la noche. El frío y la soledad me producen una dolorosa
impresión de tinieblas y hielo. Y de pronto me levanto angustiada:
vienen a decirme que en plena tempestad Luisa ha dado a luz un hijo
prematuro; que el niño parece de vida y la madre se está muriendo.



V

LA CUNA TRÁGICA


Al través de muchos inconvenientes llego a la pobre enfermería del
sollado apenas amaina un poco el temporal.

Un penetrante olor de fiebre y de miseria me recibe antes de que yo
descubra el rostro de Luisa, que desangrada, moribunda, quiere sonreir,
y con un gesto henchido de fervorosa expresión me señala su nene,
un montoncillo de carne tibia, dormido a los pies del camastro con
envidiable sosiego.

--¡Que le cuiden, por Dios, hasta que le recoja su padre... ya ve usted
cómo estoy!...

Trato de endulzar la tremenda amargura de aquella voz y me apresuro a
prometer cuanto Luisa pide. Le llamea en la mirada una alegría fugaz
mientras respondo; luego, me toma las manos y, lentamente, con palabra
premiosa, dice que desde la víspera lleva el presentimiento de su
muerte encima del corazón. Este discurso opaco y anheloso, brota con
mansedumbre, y desgrana dulces frases conformes a la partida suprema;
pero vuelve a temblar, lleno de infinito dolor, cuando la mujer habla
del esposo y el niño y cuando ruega con desesperada súplica:

--¡No me tiren al mar!...

Inés me refiere, entonces, que toda la tarde sufre la moza un terrible
delirio. Morir no es para ella tanto como sentirse hundida en las
olas de este mar pavoroso que zarandea los barcos, los sorbe, y los
escupe a flor de agua, convertidos en tumbas, para escarmiento de los
navegantes.

Exaltada por la calentura, la enferma nos mira ansiosa y torna a
repetir:

--¡Que no me tiren al mar!

Nos esforzamos por tranquilizarla cuando la puerta da paso a un padre
dominico que viaja con nosotras desde Europa.

Llamado por Inés acude el P. Fanjul arrostrando como yo las
dificultades del trayecto, y gracias a la tregua de la borrasca.
Mientras se acerca a Luisa nos replegamos hacia el pasillo y hacemos,
desconsoladas, un penoso recuento de las tristes escenas que han de
sucederse a la desaparición de nuestra amiga. Hablamos sin soltar el
bandaraje que corre junto a la pared, inclinándonos la una hacia la
otra en cada fuerte cabeceo del buque.

Nos atribula pensar en el marido que en la costa vecina está esperando
lleno de ilusiones, y en los ancianos padres montañeses, yertos de frío
sin el sol de esta existencia que se extingue.

El aire, enrarecido y pestilente, sopla con lúgubre silbido en el
siniestro corredor. Dentro del camarote la voz serena y conqueridora
del P. Fanjul se levanta como una brisa de paz sobre el trágico vocerío
de los elementos...

El dominico manifiesta su propósito de no separarse de la moribunda.
Se informa, compasivo, de aquella pobre vida malograda y nos dice algo
de la suya propia, errante y misionera, siempre en acecho del humano
infortunio.

Tiene el Padre un rostro atormentado y fino como los santos del Greco,
la voz persuasiva y honda, la figura cenceña y elevada. Se sienta con
humildad junto a nosotras en el suelo, donde hemos colocado ahora el
miserable colchón de Luisa, buscando algún alivio a los terrores de
la infeliz. Piensa que los bruscos vaivenes la empujan a la mar, y se
agarra con manos trémulas a cuanto imagina que la puede sostener. Ya
no sosiega; su desvarío crece con la agonía y se enhesta amargado,
por instantes, con la terrible obsesión. El médico, que a instancias
nuestras la vuelve a ver, confirma con laconismo su diagnóstico mortal.

Sentimos que la tormenta, amansada un punto, se recrudece, y el P.
Fanjul sabe que el viento rola otra vez hacia el lado temible en estas
latitudes, el Brazo Tortuoso del Estrecho. Así el _Orcana_, mecido con
nuevo furor, salta, ruge y «se duerme», casi dominado por el oleaje.

A Inés le preocupa mucho el repunte bajo de la marea. ¿Cuándo será?
Dice que a esa hora mueren los enfermos en la marina y se asoma el
arrecife a mirarse, espectral, en el lívido espejo de las aguas.

De repente, un maretazo formidable nos derrumba en el mismo suelo donde
estamos. Se oyen crujir los miembros rotos del navío como si el mar
arrancase pedazos de la obra muerta: sin duda nos ha cogido una bárbara
ola de través.

El niño se despierta llorando, y el misionero se incorpora, solícito, a
bendecir la cabeza de Luisa que rueda inerte en la almohada...



VI

INSOMNIO


En largas horas no hubiéramos podido, aun queriendo, abandonar a la
muerta ni calmar el hambre de su hijo.

El temporal, monstruoso, nos apresó junto al cadáver, en la fétida
hondura del sollado, hasta cerca de la madrugada, y todos los humanos
quejidos tuvieron encima de nosotros un eco y una indecible expresión.
Gemía el pequeñuelo, y su vocecilla, feble y aguda, rodaba entre
los huracanes como una gota de agua en un torrente. Con estallidos
impetuosos se debatía, forzudo el barco; bramaba la nube, vociferaban
las olas, y el P. Fanjul, Inés y yo enhebrábamos el hilo de nuestras
plegarias en los fatales rumores de la tragedia.

Por la alta ventanuca, cuando el balance no la hundía en el mar,
veíamos cómo los relámpagos raían la sombra y cómo hervían las espumas
en la mareta rugiente.

Y aparte las visiones definidas y los determinados sonidos, nos
estremecían a cada momento unos soplos mudos y fuyentes como ráfagas
misteriosas de frío y de pavor, y unos lampos de luz en las pupilas
de la muerta, en los flavos ojos inmóviles y abiertos, que parecían
asomarse a lo infinito cuajados de inquietud...

Ya casi vencida la tormenta tiene el recién nacido donde aplacar su
sed de vivir. Y por acuerdo de los pocos españoles que viajamos en el
_Orcana_ tendrá Luisa un pobre ataúd donde esconder su hermoso cuerpo
a las primeras caricias del mar; ya que nos faltan aún tres días para
llegar a Talcahuano, primer puerto de la costa chilena, y no es posible
conservar hasta entonces el cadáver a bordo.

Incapaz de dormir, estoy en el alcázar desde el amanecer, buscando aire
y perspectivas como un desquite a la espantosa esclavitud de anoche.
Todavía lloran el viento y el mar en trémulas quejumbres que acompañan
a mis pensamientos atónitos. Siento el cansancio y la tristeza con
pesadez confusa que me inmoviliza envuelta en el abrigo, absorta en los
mirajes, lleno de lágrimas el corazón. Y necesito hacer un esfuerzo
para enterarme de los destrozos causados al _Orcana_ por la tempestad.
Han desaparecido la toldilla y el portalón; faltan pedazos de la
arboladura, tojinos y escalas, dos brazolas, un serení.

Vuelvo a sentarme, después de averiguar estas noticias con escaso
interés, y veo ensimismada, cómo huye la tierra patagona, solitaria
y bravía, toda florecida de expresivos nombres hispanos; desde su
costa atlántica hasta la salida del fiordo americano en el Pacífico,
el maternal lenguaje español la riega de membranzas plenas de un
significado heroico y ferviente: islas Tristes, punta de las Niñas,
ensenada del Engaño, bahía de los Desvelos, cabo Dañoso, golfo de las
Penas...

Y ya en la ruta abierta al viejo mundo por Magallanes, desde la bahía
Posesión hasta el cabo Deseado, siguen las palabras evocadoras y
rotundas, bendiciendo el señorío y la fortaleza de España.

Ni las altaneras cimas que parecen cosa del cielo, ni las restingas y
los veriles dejan de hablarnos en elocuente romance, y así el estuario
que más se interna adueñándose de la costa se dice el Seno de la Última
Esperanza...

No tardaremos en remontar la isla de la Desolación para salir al
Pacífico por el cabo de los Pilares, al filo de la media noche, en la
hora terrible de sepultar a Luisa bajo las aguas.



VII

LA FATAL CAÍDA


En el cielo, enjoyado y curvo, tiemblan de frío las estrellas; el mar
palpita henchido y amoroso, con un arrullo claro, y el _Orcana_, libre
de los ambages del Estrecho, navega en bonanza, con mucha gallardía.

Son las doce; no ha salido la luna. Avanza hasta la borda el silencioso
estol de la muerte, nunca más humilde y patético: cuatro marinos que
llevan el ataúd, un fraile que le bendice y media docena de curiosos,
entre los cuales dos mujeres sollozan.

Un tablón, tendido hasta la lumbre del agua, sirve a la caja fúnebre
de escalera; un responso, rezado con ardiente premura, la va siguiendo
en la fatal caída. Cuando se hunde, nos parece que el mar abate un
punto su resuello con la respiración suspensa; es que «el sagido» tiene
ahora una solemne expresión de ternura, un saludo lleno de acogimiento
y de reposo. En seguida vuelven a rodar las olas y a desmelenarse las
espumas con la infinita castidad del agua corriente y apacible: ¡ya
la estela del buque se ha borrado en el sitio donde cayó el cuerpo de
Luisa!

Alzo los ojos con un movimiento aflictivo de piedad, y en lo sumo del
espacio azul me subyuga la brasa lueñe de un lucero... Imagino que el
alma de la pobre viajera se abre junto a Dios como una rosa encendida
en luces estelares; quiero creer que quizá resplandece en la hoguera de
cada astro el calor remoto de una vida que pasó por la tierra al lado
nuestro. Y frente al enigma sagrado, lleno de temblores inefables, me
abismo, ansiosa, en la contemplación del cielo y del mar, hondos como
la muerte...

El último jirón de la Patagonia se ha esfumado en la noche a la altura
del cabo Pilar, y las trescientas millas del Estrecho, que Magallanes
llamó de _Todos los Santos_, quedan en la memoria como una ensoñación
fantástica. Aquí está el mar libre, el nuevo océano, ancho y evocador,
donde nuestros exploradores sólo hallaron, en sus primeras aventuras,
las desiertas islas Desventuradas.

Y la profunda huella de El Descubrimiento persiste desde Europa en
los mares y en las riberas, desdoblando horizontes, abriendo rutas,
fecundizando caminos virginales.

El sentimiento vehemente de la admiración me vuelve a sacudir rostro
a las soberbias lontananzas del Pacífico; vuelvo a enorgullecerme de
la sangre hispana de mi corazón, la misma que empujó en la sombra
las fronteras del universo, y después de saludar a las criaturas
desconocidas en un idioma venerable, lleno de esperanza y de luz,
bautizó en el nombre de Dios los valles y las aguas, las cumbres y las
constelaciones, los seres y las cosas, con un santo derroche de venas
maternales.

¡Así, un mundo entero, allende las antiguas _Tinieblas_, está alumbrado
con voces españolas, parido por las entrañas de Castilla en un alarde
inmortal de bravura y amor!...



VIII

«RAYO DEL CIELO»


El españolito nacido en trance cruel bajo el pabellón britano cumple a
maravilla sus primeros deberes de criatura, aferrándose lleno de brío
a la existencia. En su regazo le guarda Inés con admirable solicitud,
y le celan allí las devociones y lástimas que con el dolor y el amor
florecen, a menudo, en la Humanidad.

El nene ya conoce el sabor de los besos y el halago de las canciones.
Le han mecido las pasajeras al son de coplas distintas, en idiomas
varios, con añoranzas maternales; pues donde hay una mujer que siente
y un niño que llora, nunca falta la caricia y la canción, acendradas
en un ensueño de madre... Parece que al barco le empujan en el Pacífico
dulces brisas de bondad y que todas convergen hacia el desgraciado
pequeñuelo. Pero los que hemos vigilado más de cerca el latido de esta
vida menuda, abandonada en capullo por la madre infeliz, padecemos ya
el quebranto de una nueva emoción, quizá la más terrible en el drama
inolvidable.

Se ha roto nuestro confín de cielo y mar, y la costa rojiza de Chile
sale a recibirnos en un pálido horizonte. Nadie frente a estas orillas,
torvas y mudas, puede imaginar que en el corazón de este país hay un
divino valle de Aconcagua, orgullo de la América. Volcánica y estéril,
descolorida y triste, avanza sobre el mar la tierra que tocaremos
al anochecer en la bahía de Talcahuano, _Rayo del Cielo_, según el
lenguaje indio.

Un poderoso cacique de la Conquista dió nombre a la población
levantada junto a unos fuertes que los españoles emplazaron cara a las
olas, como si las quisieran amedrentar y poner linde. Y en lucha con
las marejadas, con los araucanos y con los terremotos, al través de
los siglos, Talcahuano sirve de base a una gran ciudad, _La Concepción
del Nuevo Extremo_, fundada por Valdivia. De allí vendrá al puerto,
esperando al _Orcana_, el padre de este niño que duerme y sonríe;
vendrá diligente y feliz, sin temer que su amor haya naufragado en un
pobre ataúd, ¡la última nave, siempre hundida en el eterno mar!...

Navegamos costaneros y veloces bajo un cielo tranquilo y gris, turbias
las aguas, sin espumas ni rizos, muda en sus ondas la huella del barco.

Tiene el paisaje un tono de profunda quietud, una tristeza recóndita,
colmada de expectación y de misterio.

A veces imagino que todo el horizonte escucha, otras que aguarda. Y
siento que el angustioso grito de Luisa, huyendo del doble naufragio,
resuena con suprema ansiedad en el desnudo silencio de los confines...

Aquí está la bahía de Talcahuano, ancha y honda, defendida por cerros
mansos y rojos, abrigada al Oeste por la península de las Tumbas.

Los botes que nos esperan atracan al costado del buque y llega el
aciago instante de recibir al marido de Luisa. Hemos confiado esta
difícil misión al P. Fanjul, y abrazo al niño huérfano mientras Inés
escudriña las embarcaciones cercanas y dispone el humilde bagaje de la
ausente.

Nuestra pesadumbre se colma cuando, subiendo en dos saltos la escala,
recién tendida, un joven se precipita en la cubierta, registrándola
afanoso, con mirada radiante.

Sale Inés a su encuentro y exclama turbadísima:

--¡Salvador!...--Luego se vuelve hacia nosotros, murmurando:--Este es...

Y adelántase el dominico, exacto como la fatalidad, a deshacer la
impaciente alegría del mozo.

Ya éste observa a su paisana con amagos de inquietud; tal vez el nombre
amado bulle en una pregunta sobre los labios juveniles, cuando el
fraile aborda la temible revelación.

A las primeras palabras del religioso, Salvador vuelve la vista en
torno suyo como inquiriendo y adivinando. Una sorpresa alarmante le
extravía: no entiende lo que le dicen, no acaba de comprender.

Le pone el P. Fanjul una mano en el hombro con cariño, y le lleva
suavemente hacia la borda, alejándole del grupo de pasajeros que
comentan el lance entre curiosos y dolidos. Allí, en voz queda, habla
el Padre, primero con dificultad, inclinándose expresivo hacia el
muchacho en cada frase indecisa, luego respondiendo con resolución a
las ardientes preguntas de él, y, por último, se expresa vivamente,
asiendo las manos del desconocido, sirviéndole, al fin, de sostén en
los brazos acogedores.

De pronto Salvador levanta la cabeza y pasea por la superficie del mar
los asombrados ojos: una sensación de espanto le sacude y un sollozo,
que parece un rugido, se le escapa del pecho. Todas las miradas están
fijas en el muchacho, fuerte y arrogante, de noble y abierta fisonomía,
en la cual el dolor va dejando la novedad cruel de sus matices.

A una señal del dominico, Inés, llorosa, avanza con el nene, y Salvador
endulza el rostro para recibirle; le coge en sus brazos recios y
convulsos; le cubre la cara con un solo beso, ancho y tenaz. Luego no
sabe qué hacer con él; se queda mirando a todas partes indeciso y
atónito, con una sombría expresión de perplejidad.

Pero aun tiene que darle Inés otro sagrado presente, una trenza de pelo
rubio, sérica y fina, que de nuevo hace rugir a Salvador. Agobiado
por la dulce carga que le abruma, parece que ha echado raíces sobre
la cubierta, y es menester que le hablemos con mucha piedad para que
responda, para que intente balbucir algunas frases rudas de gratitud,
en alto grado expresivas por el duelo agudo de la voz y el desconsolado
ademán de la despedida.

Sin acabar de oirnos, ni terminar su trémulo discurso, echa, de
repente, a correr hacia el portalón y gana el bote que antes le
condujera a bordo colmado de esperanzas. Lleva el niño abrazado con
torpeza cuidadosa, y la trenza de Luisa junta con él, en un mismo
envoltorio blando y caliente... Le vemos alejarse hundido en su liviana
embarcación, caído en desolada actitud; la nave toca la orilla y bajo
la sombra fría de la noche el padre y el hijo se confunden con el
siniestro polvo de Talcahuano, _Rayo del Cielo_...



LA RONDA DE LOS GALANES



I


El denso grupo formado en el atrio, a la par de la cancela, se fué
aclarando por el camino adelante, y la blancura del sendero quedó
borrada entre las mieses, teñida por vistosos colores al sol benigno de
la mañana. Era que el vecindario del Encinar volvía de la misa mayor.

Bajo los arcos del portal unos hombres mozos coloquian, aún, con
recatadas voces, y en el fondo de la fachada se abre la puerta del
templo recortando en la piedra rubia de su fábrica un óvalo lleno de la
obscuridad interior, nublado por el humo leve del incienso y saturado
por aromas de jardín.

Los jóvenes del pórtico esperan, sin duda, que aparezca en aquel marco
misterioso alguna devota rezagada, porque disimulan mal la impaciencia
con que vuelven los ojos hacia el hueco sombrío.

Cruzando entonces, de puntillas, las losas parroquiales, una mujer se
asoma al dintel penumbroso, iluminándole con la radiante luz de su
hermosura. Detiénese un momento para hacer, piadosa, la señal de la
cruz sobre la frente, y sale, muy gentil, a buscar la cancela. Dos
manos solícitas se la abren, de par en par, y Ángeles Ortega pasa
delante de los cuatro mozos, sonriendo y dando los buenos días con
seráfica voz.

Sin previa consulta, como si un tácito acuerdo uniese la voluntad de
aquellos hombres, emprenden, al punto, la marcha detrás de la hermosa.

Desde la iglesia hasta el poblado se hunde el camino en la vega, entre
campos feraces y tierras de labrantío recién sembradas de maíz. Limitan
el paisaje los montes que se embravecen escalando las nubes pálidas
de un cielo dulce, un poco entristecido, y sobre el alisal, a medio
vestir por el verde lozano de las hojas nuevas, se mece, como una copla
fugitiva, el rumor sollozante de las arroyadas.

Ha desceñido Ángeles de su cabeza preciosa, el velo de la mantilla, y
anda con lento paso de meditación, gozándose en que el aire y la luz
la envuelvan y acaricien. Sobre el negro vestido, la cara y las manos
ponen el contraste de una blancura inmaculada, y está llena de encanto
la belleza de esta mujer en cuyos apacibles ojos obscuros parece que se
han caído unas gotas de la pena del cielo.

Se retrasan, previsores, los mozos que la siguen, como si todo el
camino debieran darle escolta de respeto y protección, y así, despacio
por la ondulante vereda, en silencio contemplativo o truncando con
languidez frases menudas, le hacen guardia de honor hasta la puerta de
su casa...

Es una extraña amistad la de estos cuatro mozos cuyo linaje señala en
el pueblo cuatro distintos peldaños de la escala social, y todas las
preeminencias favorecen entre ellos a Julián de Alcázar, heredero único
de la más encumbrada familia del valle.

Noble y rico, mimado y feliz, Julián ha llegado a la cumbre de la vida
sin otro amor de mujer que aquél, dulcísimo y secreto, guardado para
Ángeles con timideces y fervores indecibles.

Aquella niña de hermosura triste y deliciosa, fuese apoderando con
invencible soberanía del corazón de Alcázar, un corazón que había
salido ileso de las aventuras juveniles y que, recio y sano, estaba
allí, temeroso como un novicio, delante de unos ojos que el cielo del
Norte había tocado con su pena.

Complacíase Julián en recordar su vida fácil y dichosa, llena de
halagos; sus años de colegial con vacaciones en la playa y ocios
montaraces en el pueblo, después el triunfo que le acompañó en su
brillante carrera hasta hacerse abogado, y, por fin, las galantes
páginas de sus fugaces amoríos, sin huellas ni raíces. Y toda la amable
historia de su existencia la ponía, con humildad y gozo, delante de
un nombre: ¡Ángeles! La vió crecer y embellecerse, oculta como un
tesoro en la aspereza silvestre del Encinar; la quiso cuando era tan
pequeña que no podía saltar los arroyos sin que él la diese las manos;
cuando para mirarle le alzaba la cabecita rizosa, sacudiendo en el
aire la endrina melena; cuando iba a pedirle, con mimo infantil, los
altos capullos que cimeaban los rosales... La quiso entonces con rara
ternura, con predilección singular que era ya el germen de un potente
cariño.

Y cuando la niña floreció en mujer y aquella ternura floreció en amor,
Julián, fugitivo de la corte, se escondió en su torre norteña, sumiso y
entregado sin rebeldías a la pasión que señoreaba su alma.



II


Una amistad nunca rota ni lastimada, unía de largos años a la familia
de Alcázar con la de Ortega, y Ángeles y Julián se habían tratado
siempre con libertad de hermanos.

Cuando el mozo tuvo henchido su corazón de afanes por la niña, dejó
que se le asomasen a los ojos para que su amada los leyese, y anduvo
muy activo en visitarla, muy hábil para encontrarse con ella en las
encrucijadas de la mies y en las lindes del jardín.

Ya por aquel tiempo la madre de la joven finaba en consunción dolorosa
bajo los tiernos cuidados de su hija, y Julián acompañaba a la
paciente llevando todos los días para la enfermera un silencioso
mensaje de cariño oculto en esa clave amorosa que todas las mujeres
descifran con sabia precisión.

Pero en vano el galán espiaba, paciente, la sonrisa o la mirada de
inteligencia con Ángeles le probase que exaudia sus peticiones. En vano
esperó la muda inteligencia de aquellos ojos, bellos y dulces, antes
de lanzarse a la solemne declaración; la muchacha no parecía haber
leído en la rendida actitud de Alcázar ninguna rima de aquel poema
sentimental.

Fué entonces cuando el mozo se acordó con miedo de que su figura no era
gallarda ni su cara hermosa. Julián era feo y había crecido muy poco...
Sintió esta desgracia con acerbo dolor, por primera vez en su vida,
y juzgándose desdeñado se dejó dominar por un aciago pesimismo, por
una timidez extraña y agorera. Callado, pesaroso, replegado sobre su
pasión, vió como pasaban los días inútiles para su pesadumbre mientras
contaba Ángeles, con desconsuelo, las horas de su madre, que declinaba
lentamente, en resignada agonía, y llegaba de Cuba Don Felipe Ortega
para asistir a la muerte de su esposa, muchos años martirizada por la
inconsciencia y el desamor.

Era aquel un hombre veleidoso, tierra liviana y estéril donde no
arraigaban los sentimientos ni fructificaban los buenos propósitos. Se
había casado con una señorita rica y bella que no detuvo mucho tiempo
en sus brazos al tornadizo señor. Pretextos de negocios le alejaron
de su hogar apenas transcurrido el breve plazo de una efímera luna de
miel, y de uno en otro engaño, humillante para la abandonada compañera,
acabó por establecerse en Cuba, entretenido en capricho tráfico
mercantil y en licenciosas diversiones.

Padeció la mujer con altivo silencio aquella imperdonable deserción,
y los íntimos pesares dañaron pronto el cuerpo delicado de la señora,
que, aquejada de incurable dolencia, desalentada y vencida, fué a
esconderse en su casa solariega del Encinar, consagrándose a la
educación de su hija con ardor enfermizo y doloroso. Allí espigó la
belleza de Ángeles entre lágrimas y suspiros; su gracia infantil
adquirió una mansa expresión de melancolía, y sus divinos ojos, llenos
de luz, tuvieron, siempre, ligeras inflexiones tristes hacia los
cielos...

Cuando el descarriado esposo hubo pasado unos pocos días en su casa
silenciosa del Encinar, donde la enferma gemía y la niña suspiraba,
manifestó, con cruel hastío, su prisa por volver a ocuparse en Cuba de
los negocios. Con egoísmo implacable, malhumorado y aburrido, parecía
protestar de que la moribunda prolongase su agonía, y ella aterraba
la frente llena de miedo por el porvenir de Ángeles, agarrándose con
desesperada ansiedad a cada hora doliente de su vida. Ya en el instante
supremo, con el impotente afán de proteger a su hija, y el espanto loco
de abandonarla indefensa en poder de su padre, le tendió las manos,
heladas por la muerte, balbuceando:

--¡Desgraciada... desgraciada!

Y al expirar dejó aquellas palabras lamentables flotando como trágica
profecía sobre la inocente cabeza de la joven.



III


Lloraba Ángeles adolecida sobre la tumba reciente de su madre, cuando
llegó al Encinar, causando general sorpresa, un mozo de mucho rumbo,
jinete en magnífico potro jerezano, luciendo una arrogante figura y
unos ojos azules que fulgían dominadores. Se llamaba Adolfo Serrano
y era hijo de un socio de Ortega, para quien llevaba una visita. Fué
recibido con muchas demostraciones de aprecio, y detenido con reserva y
solemnidad. Al cabo de la entrevista, llamó a su hija Don Felipe y la
presentó al forastero con orgullo.

Aquella misma tarde, Ángeles y Adolfo, inclinados en el ancho
alféizar de una ventana, coloquiaban mirándose en adorable secreto de
enamorados, y Don Felipe Ortega sonreía complacido por el éxito de
una combinación de antemano premeditada, que le permitía regresar a
Cuba en un plazo corto, libre de la tutela de la niña y aparentando la
satisfacción de haber cumplido los sagrados deberes paternales.

Padeció la muchacha como una fascinación aquel amor inesperado,
sintiendo en las miradas de Adolfo un enardecimiento de conquista que
la subyugaba, y en su voz caliente un imperio extraño que la hacía
temblar y confundirse en inexplicables emociones de amor y de temor.

Una ansiedad nueva se levantó en su pecho; secáronse sus lágrimas como
a impulso de enérgico mandato, y pareció distraerse, curiosa, hacia la
tierra, la nostalgia del cielo, escondida en sus ojos.

       *       *       *       *       *

Durante los días de impacientes dudas que pasó Alcázar en su torre,
enamorado y afligido, trató de endurecer su existencia hasta poder
avenirse con las costumbres que en el Encinar usaban los mozos, parados
a la sombra de raras tradiciones, rudas y primitivas.

Hallaba el señorito un singular placer en bajar hasta la vida humilde
de aquellos hombres y hacerla suya, buscando con avaricia los latidos
firmes y bruscos del corazón del pueblo. Sediento de emociones nuevas,
en una febril inquietud espiritual, tocaba con sensuales deleites
las diversiones en que la mocedad varonil de la aldea ponía el alma,
brava y sencilla. Y poco a poco, primero en una noche de bullicio,
luego en una deshoja trasnochada, después en una hoguera salvaje, el
noble heredero de Alcázar llegó a fraternizar entre los mozos del
poblado hasta entonar con maestría el clásico _ijujú_ en las rondas
de los galanes, y empuñar con fiereza el palo contra los rondadores
forasteros. Agazapado a la vera de una tapia en bando aguerrido, con
bufanda de flecos y rústica boina, Julián de Alcázar sentía un tónico
refrigerio en el atormentado corazón, como si una brisa montaraz le
reanimase con viril empuje de libre naturaleza. Hízose entonces muy
popular en la comarca, donde se supo que el señorito de la torre,
diestro cazador y hábil montero, tenía firmes los puños y sereno el
ánimo.

A la vez que temor y respeto se le tuvo cariño, y él acertó a ser mozo
aldeano con hidalga llaneza señoril, sin usar de la supremacía que le
pudieran conceder en la aldea su fortuna y su valimiento. No disputó
jamás la novia a un enamorado ni dejó de ser nunca generoso: quiso
únicamente distraer sus pesares y saciar su curiosidad de sensaciones.

Codiciando todos los mozos la intimidad con el señorito, tres de ellos
se le habían aproximado con particular adhesión y formaban con él «una
piña» constante en las cacerías y en las rondas como en los tranquilos
paseos de los días de fiesta.

Así juntos, pacíficos y acordes, habían seguido los pasos de Ángeles
Ortega después de la misa mayor en una pálida mañana del mes de Marzo.
Y cuando la joven hubo franqueado los umbrales de su hogar, se quedaron
los cuatro mozos frente a la casa, bajo los nogales de la bolera,
detenidos por misteriosa atracción, tal vez por mortificante inquietud.

Era Julián de Alcázar el que menos disimulaba su impaciencia en el
incógnito afán, y, por último, rompió el secreto de aquella zozobra
para decir, señalando hacia la casa:

--¿Sabéis a qué hora «viene»?

Lecio, el más tosco de la pandilla, respondió con mucha seguridad:

--«Viene» a la caída de la tarde.

--Pues aquí estaremos cuando «llegue»--repuso con firmeza el señorito.

--Aquí estaremos--dijo Fidel Salcedo, un poco temblorosa la voz.

Lecio mascullaba:

--¡Claro que sí!

Y el más joven de todos, uno a quien llamaban _el Estudiante_, aprobó
con la cabeza muy ensimismado.

Después de una pausa añadió colérico Julián:

--¡Lo que es «ése» no se la lleva!

--¡Qué se la ha de llevar, hombre!--prometió Lecio apretando los puños.

Y con acento de reproche murmuró Fidel:

--¡Si yo fuese Julián de Alcázar!...

--¿Qué harías?--preguntó huraño el aludido.

--¡Me la llevaría yo!

El señorito de la torre, con despecho y enojo, contestó:

--Eso se dice fácilmente...

Los tres hombres le miraron confusos y en los ojos zarcos de _el
Estudiante_ brilló un ardiente destello de alegría.

Por temor a que la curiosidad hiciese indiscretos a sus camaradas,
cambió Julián el curso de la conversación, anunciando:

--Para entretener la tarde, subiremos al bosque con las escopetas hasta
la puesta del sol.

Asintieron los otros, y, citándose en la torre de Alcázar, se alejaron
por distintas veredas.

Iba _el Estudiante_ con tácito andar volviendo los ojos hacia los
balcones de Ángeles, y su corazón de niño repetía con pesarosa
complacencia:

--¡Aunque yo fuese Julián de Alcázar, tampoco habría esperanza para
mí!...



IV


Ceñuda, abandonada a los brazos ambiciosos de la hiedra, coronada de
helecho y jaramago, la torre de Alcázar señoreaba la selva en bizarra
composición con el agreste país. Al pasar la brisa entre los árboles
centenarios y sobre el edificio adusto, se tornaba quejosa y llorante,
remedando en ocasiones acentos de amenaza y desolación.

En aquel indómito ambiente de montaña iba adquiriendo el alma de Julián
apariencias de hurañía y bravura. El íntimo contacto con la rústica
soledad endurecía su existencia, y aquella misma tarde su corazón,
mortificado, vagaba por veredas y cumbres, anheloso de calmar el
acelerado latido sobre el regazo saludable de la tierra virgen, en las
gloriosas libertades de la serranía.

Tumbado en el musgo fonje de la selva, bajo la enramada floreciente,
esperaba Julián a sus compañeros.

El primero en llegar fué _el Estudiante_, un muchacho de aspecto
infantil, rubio y flaco, raquítico brote de la dura mocedad aldeana.
Hijo de un soldado ascendido a oficial y de una señora pobre, un poco
hidalga, un poco altiva, César Garrido era una rara mezcla de señor
y plebeyo, y le llamaban _el Estudiante_, porque, a duras penas, con
abnegados esfuerzos de su madre, viuda, estaba haciendo desde el rincón
del Encinar la carrera de Leyes. Vestido con pobreza vergonzante, bajo
su apariencia delicada y tímida había gérmenes de heroísmo romántico y
arranques belicosos de guerrero.

Sentía Julián de Alcázar un afecto creciente hacia aquel muchachito que
se ruborizaba como una doncella, que hacía versos anónimos, y entonaba
en las rondas, con voz insinuante, las bellas coplas de su musa
campesina.

También _el Estudiante_ se había aficionado mucho al trato ameno del
señorito de la torre. Y tal vez los dos mozos supieron aquel día cómo
la mutua inclinación de sus voluntades se apoyaba en la comunidad de un
dolor oculto y desesperado.

Detrás de César subía hacia la torre Fidel Salcedo, con la escopeta al
hombro, caído sobre la frente el sombrero cordobés. Recién llegado de
Andalucía, después de algunos años de ausencia, era Fidel un jándalo
de alto copete sin dejar de ser un rústico norteño. Alegre y bravucón,
dadivoso y galante, rentista y labrantín, y buen mozo por añadidura,
le miraban bien en la comarca las niñas casaderas más recomendables.
Y pensando él, seriamente, en buscar una esposa que coronara su dicha,
estremecíase ante la tentación de una sola imagen: ¡Ángeles Ortega!...
Pero había meditado, receloso, en la obscuridad de su origen y en la
rudeza de su educación, y suspiraba muchas veces en secreto aquella
frase expresiva que por la mañana se le escapó de los labios: «--¡Si yo
fuese Julián de Alcázar!...»



V


Los cazadores hoy no tienen prisa: tirados con pereza en el mantillo
suave del bosque, esperan a Lecio, que llega poco después, a paso
veloz, terciando con arrogancia la escopeta.

--Te habrás entretenido con la novia--le dicen.

Y con aire de ufanía responde:

--Una miaja de palique a la salida del Rosario..., y luego aquí en
cuatro brincos.

--¿Y qué te cuenta Isabel «del asunto»?--insinúa Alcázar.

--Pues lo de siempre: que Don Felipe está muy contento con la boda; que
también lo está la señorita... y que también lo está el novio... En
fin: ¡que «estamos todos» muy contentos!

--¡Ya se verá lo que dura esa alegría!--augura, bronca, la voz de
Fidel, con acento andaluz.

_El Estudiante_ le está preguntando a una margarita silvestre:

--_¿Mucho?..._ _¿Poco?..._ _¿Nada?..._

Ya deshecha la florecilla adivinadora, tira el mozo, con desdén, el
tallo escueto, y se queda mirando cómo una pareja de mariposas blancas
glorifica en la dulzura de la brisa su breve existencia de un día de
sol. Piensa que para amar y gozar en divina alianza, con libre triunfo,
un solo día vale por una vida entera.

Las mariposas enamoradas se pierden en errantes giros y los muchachos
se han puesto de pie.

Dando cara a la torre, erguida en el fondo de la selva, lanza Julián al
aire un silbido, y casi en seguida se abre una puerta en el muro espeso
de la fachada y dos perros saltan jubilosos hacia los cazadores: son
_setters_ de raza pura, negro el uno, rojo el otro.

Se interna el grupo dentro del bosque, en animada charla, asegurando
que el novio de Ángeles Ortega no volverá más al Encinar.

--La de esta noche será la última visita--profetiza Fidel, muy jaque.

Hosca y amarga recomienda la voz de Julián:

--Ni piedras ni tiros: ¡a palo seco!...

Lecio repite la frase subrayada con un juramento que rueda por el
monte con bárbaro son; y _el Estudiante_ apaga en sus cándidos ojos un
relámpago sombrío para mirar a las mariposas blancas que otra vez le
salen al paso: mecidas entre los cañones hostiles de las escopetas,
ponen en el aire una nota de poesía y candor... También Alcázar las
mira, conmovido, y le parecen dos capullos flotantes de simbólico
azahar, mientras que a César le parecían dos lágrimas, puras, de mujer.

Bajo el parpadeo de aquellas alas milagrosas, Fidel y Lecio profieren
con alarde brutal:

--Si «el tío» nos hace frente, le _acaldamos_.

--Y si huye es para no volver por aquí en jamás de los jamases...

Era César Garrido un cazador platónico que no llevaba nunca escopeta.
Él conocía muy bien el sitio donde cantaban las codornices, donde los
corzos y los rebecos tenían sus guaridas, y había ido muchas veces a
la caza del oso y del jabalí bajo la precaución de un revólver que
guardaba en el bolsillo. Le enardecía el latir de los perros y el
fogonazo de las armas, pero no se sabía que jamás hubiese disparado
un solo tiro, y empalidecía, trémulo, cuando un ave herida agonizaba
con el vuelo roto y las plumas sangrientas. Esta pasiva actuación en
las cacerías le valió algunas burlas, algunas alusiones mortificantes
acerca de su «sensibilidad»; bromas que escuchaba con sonrisa
impasible, en silencio quizá desdeñoso; pero desde que guapeaba en
el bando del señorito de la torre, nadie volvió a poner en duda su
valentía.

Aquella tarde sólo una vez hicieron muestra los perros, en el
descampado del bosque, y la codorniz levantada se defendió peonando
entre las árgomas floridas, hasta que, al fin, voló para caer
alicortada por un certero disparo de Julián. La portó el _setter_
negro, muy alegre, y Lecio la colgó, por las patas, del gatillo de su
escopeta.

Fidel, belicoso, un poco aburrido, se entretuvo en tirar a los
gorriones sin encañonarlos ni por casualidad; bajó el retumbo de
las detonaciones hasta el poblado, con rumor de pelea y exterminio,
mientras las horas transcurrían lentas para los cazadores en la paz
augusta de la montaña.

Y al ponerse el sol en un horizonte bermejo, detrás de la arbolada
serranía, Alcázar y los suyos descendieron al Encinar, desazonados y
ansiosos, en traza de ronda.

Pero Adolfo Serrano llegó con suerte al pueblo aquella tarde.
Aparecióse en el camino llevando el caballo de la brida, arrogante
al lado de su novia, y detrás de la airosa pareja Don Felipe, muy
complaciente, entretenía su paseo con la lectura de un periódico.

Los de la ronda les vieron pasar con inútil furor: Ángeles Ortega era
una égida poderosa para el galán conquistador de los ojos azules.



VI


Chasqueados los rondadores, acordaron averiguar la hora en que Serrano
salía del pueblo, y Lecio aseguró que él volvería con la noticia en un
periquete.

Dió una vuelta en torno a la casa de su novia y silbó un aire convenido.

En una ventanita baja apareció al momento el garrido busto de Isabel.

--Temprano andáis de ronda--dijo placentera la joven.

--Más ha madrugado el doncel de la tu señorita, que ya está en el
nidal.

--Sí; ahora vino: ella fué a encontrarle con el señor dando un paseo.

--Y, ¿hasta qué hora cortejan?

--Hasta las nueve o poco más.

--¡Parece mentira que la señorita Ángeles dé cara a un forastero!

--¡Si en el pueblo no hay quien la pretenda!

--¿Qué no hay?... ¡Pues no digo nada!... Ahí está, el primero, el
señorito de la torre, muerto por sus pedazos.

--¿Don Julián?... Nunca le vi cortejarla.

--Porque ella no habrá querido; pero yo sé que se perece por la niña.

--¿Te lo ha dicho él?

--Esas cosas no se dicen cuando están a las claras... Don Julián es
mozo noble, campechano, valiente si los hay, rico y nacido en buena
cuna... ¡Hubiera hecho guapa boda con la señorita!...

--Pero no es aparente «de personal» como Don Adolfo Serrano...

--¿Defiendes a ese tío?--preguntó el muchacho receloso.

--¿Yo defenderle?... A mí lo mismo me da un galán que otro para la
señorita... ¡con tal que ella sea feliz!

--Pues a mí no me da lo mismo--sentenció Lecio iracundo--, que los
hombres del Encinar no estamos hechos a que nos lleven las novias así
como así...

--Pero ésta ¿con quién estaba comprometida?... ¡Chico, no parece
sino...!

--Es la novia de todos ¿sabes?... Ella podía escoger entre lo mejor del
valle... Sin ir más lejos, aparte Don Julián, ahí está Fidel Salcedo
con buena estampa y muchos «miles».

--Fidel no es un señor... talmente--dijo con desdeño la muchacha.

--Eso te lo parece a ti... Y, mira, ahí está, también, César Garrido,
sabidor como un ciudadano, hombre de estudios y de buenos principios...

--¿De manera que todos la quieren?--preguntó asombrada Isabel.

Y el novio con calor repuso.

--Pues claro, mujer, que todos _la queremos_.

Entre alarmada y risueña, exclamó la moza:

--¿Tú también?

--¿Yo?--pronunció el muchacho confuso. Se echó la boina a un lado de un
manotazo torpe, y se rascó la cabeza con saña. Como no respondiese al
fin, Isabel insistió:

--Sí; ¿tú la quieres también?... ¡Contesta Lecio!...--y se puso muy
seria.

Cediendo a una invencible tentación:

--Sí, la quiero... ¿qué he de hacer?--dijo el galán.

Ella, indignada, le increpó:

--¿Y me lo vienes a contar, bruto?

Pero él quiso satisfacerla.

--Oye, Sabel, y entiende las cosas como son: no te amontones
muchacha... Yo la quiero como se quiere a la luna y al lucero del alba
y a la Virgen del Carmen, ¿estás?... A ti te quiero de otro modo...

Incrédula y encelada, trató la novia de averiguar.

--¿Te casarías con ella?

--¡Mujer!--clamó Lecio--¡ni siquiera lo mientes!

Al mozón se le entró, de pronto, un gran susto en el pecho, y agarróse
mareado a la verja de la ventana.

Alarmada le preguntó Isabel:

--¿Qué te pasa, muchacho?

--Nada, hija--respondió vacilante--, que todo se me anda alrededor...
que te veo doble...

--¡Lecio!... Pero, ¿qué dices?... ¿Estás en tus cabales?...

--No lo sé, rapaza... Vaya, hasta luego: me están esperando.

Y alejóse dando tumbos como un beodo, repitiendo:

--¡Que si me casaría con ella!... ¡Me valga Dios!...



VII


Al llegar donde sus compañeros le aguardaban, Lecio dijo cauteloso,
algo alterada la voz:

--Que a eso de las nueve «volará el pájaro...»

Impaciente rezongó Alcázar:

--¡Hasta las nueve!... ¡No tenemos mala espera!

Fidel comentariaba con protesta rencorosa:

--¡Buen atracón se da el muy zángano!

Y los cuatro se agazaparon en la penumbra de la bolera, ya caída la
noche y nublado el cielo, charlando con sigilo, en conversación
desganada y floja.

Apenas vibraron en la torre parroquial las nueve campanadas prevenidas,
la propia Isabel sacó de la cuadra el caballo del forastero y le dejó
a la puerta de la casa con la brida sujeta en una argolla del muro,
esperando al señorito junto al cabalgador.

Los de la ronda se apercibieron fatales a la temeraria aventura,
requiriendo con brío los palos, y entonces Lecio, que demostraba una
voraz impaciencia, detuvo a Julián por un brazo, a cierta distancia de
los otros, para decirle ronco y feroz:

--Usted no querrá a la señorita tanto como para perderse por ella...
pero si le hace a usted falta un hombre para matar a ese ladrón...
¡aquí está Lecio!--y se dió en el pecho un terrible puñetazo.

--¿Para matarle?--interrogó Julián como un autómata.

Y ya se abría con chirrido lastimero la puerta de la casa.

En el umbral se presentó Isabel, alzando un farolito de cristales rojos
que puso en la calle rústica una sangrienta luz, muy decorativa y
fantástica.

La infatigable orquesta de los sapos dejaba en el aire una estela
melancólica de funeral campanilleo, y de la vecina pradera llegaba la
canción aguda de los grillos apagándose en un quejido triste como si la
noche se desfalleciese con un fino estertor de agonía.

Quedó Serrano un instante envuelto en la roja luz, acechando la
obscuridad de la calle con visible indecisión. Montó luego, y ya iba a
recoger las bridas de manos de la muchacha, cuando ésta gritó, fuera de
sí:

--¡Espere... no salga, Don Adolfo!

Su voz tembló con angustia sobre los palos de la ronda, erguidos como
lanzas a dos pasos del jinete:

--¿Quién va?--preguntó colérico Serrano.

--Y, ¿quién eres tú?---rugió Lecio saltando fuera de la sombra con el
palo en el aire.

Amedrentado y furioso hizo el caballero retroceder al potro hasta
dentro del portal, vociferando:

--¡Cobardes... son cuatro contra mí!

Con súbita inspiración, firme y serena, dijo la voz de César Garrido:

--Pelearemos uno a uno.

Apoderándose gozoso de aquella decisión, extraña a las bárbaras leyes
de la ronda, Alcázar se apresuró a insistir:

--Sí; uno a uno.

Y detuvo el brazo de Lecio, pronto a la brutal acometida, mientras
Fidel, mudo y pávido, enhestaba el garrote como una bayoneta, en la
actitud de un soldado que hace el ejercicio.

Había bajado Don Felipe a reñir con los mozos y desahogaba su
indignación en frases vehementes:

--¡Esto es un escándalo!... ¡Esto es una vergüenza!...

Pero tercos, amenazadores, César y Julián repetían:

--¡Uno a uno!...

Entonces se abrió la ventana de Ángeles.

Sobre los teatrales resplandores del farol cayó un haz de luz clara y
alegre que desconcertó un momento la indómita guapeza de los muchachos.
Detrás de la luz lanzóse a la calle el raudal de una dulcísima voz, un
poco inmutada, que decía:

--¡Julián!... ¡César!... Dejad el paso libre... ¿no queréis?

Sí quisieron.

Fué cosa de un segundo: sin discusión, sin resistencia, retrocedieron
fuera de la serena claridad, caída de lo alto, y se quedaron mudos,
inmóviles, sometidos a la maravilla de la suplicante palabra que bajó
a buscarlo envuelta en resplandores.

Partió el caballero hundiéndole al potro las espuelas con rabia,
murmurando otra vez:

--¡Cobardes!... ¡Cuatro contra uno!...

Don Felipe, entrando en la casa detrás de la asustada Isabel, cerró con
un portazo violento, mientras que Ángeles siguió asomada al marco de la
apacible luz, y su voz cristalina, volvió a decir, con acento de tímida
plegaria:

--Siempre «le» dejaréis paso, ¿verdad?

Nada respondieron los mozos, acogidos al amparo encubridor de la
obscuridad, y las suaves palabras de la niña vibraron en la penumbra
de la bolera mecidas por un poco de viento que cantaba en los nogales
enverdecidos, bajo un cielo nublado.

Quedó la ventana largo tiempo encendida como un faro piadoso, única
estrella de la entoldada noche primaveral, y ya muy tarde, cuando hasta
los más desvelados rondadores dormían en el pueblo, una voz, sentida
y afinada como la de César Garrido, primoroseaba una copla que a la
estrella benigna le decía:

     Ventanita, si te rondo
   no es por tus merecimientos;
   es por una hermosa niña
   que está de puertas adentro...



VIII


Todas las tardes, a primera hora, Don Felipe y su hija esperaban a
Serrano en agradable paseo campesino para volver a su casa con el
cortejante. Charlaban los novios hasta el anochecer, y emprendía el
galán la retirada antes de que la luz cayese, previsor contra alguna
acometida de los mozos bravíos.

Pero eran inútiles estos cuidados, porque la ronda que capitaneaba el
señorito de la torre había conseguido de todas las demás la promesa
de que nadie hostigara al forastero en la conquista de aquella mujer,
dulce y hermosa, orgullo del valle, en quien se miraba como en un
espejo la mocedad varonil y por quien en secreto suspiraban muchos
rudos corazones.

Tenía un encanto indefinible la hermosura sentimental de Ángeles
Ortega, un raro don de amor y simpatía que blandamente dominaba en
las almas todas, y que en el pecho de los galanes aldeanos se había
convertido en extraño culto, mezcla de hechizo pasional y de mística
devoción.

Siendo Ángeles la única señorita de la aldea, se distinguía entre
las jóvenes de sus años por la donosura del porte, la delicadeza del
traje y el interesante aislamiento de su vida, si ya por sus gracias
personales no hubiera sobresalido por encima de las demás. Todo en
torno suyo era nuevo, deslumbrador y atrayente para los mozos que de
chiquitina la pasearon en la áspera carreta, le alcanzaron nidos y
rosas, y la tutearon con familiaridad. Ahora la saludaban con afable
respeto, mezclado de turbación, y aunque delante de su hermosura
humillasen la mirada, el destello ideal de aquellos ojos sombríos
dejaba resplandecencias ardientes en las rústicas imaginaciones.

Con inconsciente sed de belleza guardaban anhelos codiciosos hacia la
perla del Encinar muchos hombres que tenían novia y pensaban casarse, o
que amaban con material impulso a otras mujeres de su misma condición.
Así en aquel fogoso plantel de montañeses nació una tácita rebeldía
contra la posibilidad de que a la más hermosa flor de la aldea se la
llevase un forastero, con sus manos lavadas. Y todos se unieron para
considerarla como una de tantas jóvenes a quien los extraños no podían
cortejar sin previa camorra y larga porfía contundente con los donceles
del valle, al uso del país.

Esta despótica ley se hubiera cumplido en Adolfo Serrano sin el
prodigio de la dulce voz que bajó de la ventana luminosa para detener a
la ronda de Julián.

Por gracia de tal portento los vergajos, amenazadores contra el novio
intruso, cayeron rendidos con mansedumbre, como belicosas flámulas
arriadas por la derrota. Y ya no se alzaron más al paso triunfante de
aquel amor.



IX


Mayo florece cuando se fija el día de la boda.

Tiene Don Felipe mucha prisa por terminar este negocio, y Ángeles se
presta a consumarle con una docilidad enfermiza y blanda, en que hay
mucho de alucinación y de impotencia. Ningún amparo la escuda; está
sola entre su padre, desamorado y egoísta, y el pretendiente ambicioso
de la rica dote, tal vez un poco encaprichado por la gentileza de la
novia.

Ya nunca Julián de Alcázar visita a los de Ortega, ni tampoco _el
Estudiante_, compañero antaño de los juegos de la niña, va con su
tímida presencia a testimoniarle la ferviente adhesión de otras veces.

Se lamenta la joven de este retraimiento. «¿Por qué no
vendrán?»--suspira--. Y se angustia ante la nube de soledad que se va
esparciendo, densa y creciente, en torno suyo. Sólo Isabel, la criadita
cariñosa y servicial, la relaciona con los acontecimientos de la aldea.

Ya prepara la novia su inmaculado vestido, en vísperas del gran día,
cuando Isabel, que revolotea junto a las galas con seducción de
encantamiento, le dice en tono confidencial:

--¿Qué pensarán «todos esos» cuando la vean tan preciosa, y que se la
lleva un extraño?

--¿Quiénes?... ¿Los mozos?... Ninguno de ellos se había de casar
conmigo.

--Los labradores no... pero hay otros.

--No me ha pretendido nadie.

--Pues dicen por ahí que todos la quieren.

--Será porque aquella noche salieron contra Adolfo... Yo no creí que
conmigo rezaría la brutal costumbre de las rondas...

--Era la del señorito Julián.

--Por eso mismo me extrañó tanto... Julián siempre fué muy amigo
nuestro...

Ángeles se quedó pensativa; su mirada, sombría como una floresta,
parecía tornar de muy lejos al través de los años infantiles. Daba un
suspiro cuando Isabel continuó:

--Dice Lecio que el señor de la torre se muere por usted.

--Pues Lecio está equivocado--murmura Ángeles, no muy sorprendida, algo
confusa.

--Y dice--añade la moza--que también _el Estudiante_ la quiere a usted
mucho...

--¿César?... Yo le quiero también... ¡Me hacía tantas coronas de flores
cuando éramos chiquillos!... Y me hacía cantares...

Otra vez se quedó ensimismada. La incitante memoria de cariños lejanos
fué, sin duda, a refugiarse, triste, en la sombra de sus ojos, porque
dos lágrimas pugnaban en ellos cuando añadió, lamentable:

--¡Tampoco César viene ya a esta casa!... ¡Parece que todos huyen de
mí!...

--Porque la quisieran cortejar a usted y están sentidos.

--Yo no he notado que me pretendan para novia.

--Pues Don Julián siempre la buscaba muy rendido, y _el Estudiante_,
¿no oye cómo le canta coplas?

--Usanzas de rondadores...

--No, señorita, que las canta _con segunda_... Y el ricachón de Salcedo
igual está prendado de usted.

--¡Ave María!--exclamó Ángeles, risueña de pronto--. Ahora que me caso
con un forastero va a resultar que tenía aquí los pretendientes a
escoger. ¿Esa es otra noticia de Lecio?

--Del mismo... Y no sabe la señorita lo más gracioso...; que él
también, el muy zoquete, está, como los otros, penando por usted.

--¿Lecio?... ¿tu novio?...--Se puso Ángeles muy seria para decir:--¿Te
chanceas, Isabel?

Pero Isabel no se chanceaba: se le había empañecido la voz, tenía las
mejillas rojas y el aire turbado. Después de un silencio difícil,
añadió, tratando de serenarse:

--Me lo contó él mismo la noche que dieron el alto a Don Adolfo.

--Esas son bromas suyas.

--Bromas no eran: para contármelo se puso descolorido y hasta le dió un
mareo...

Ángeles se aturde con las noticias de tan sorprendente amor, y muy
curiosa, pregunta:

--Pero, ¿no sois novios?... ¿no os vais a casar?

--Eso no quita... Él dice que a usted la quiere «de otra manera»...
Serán modos finos de querer que aprende con los señores... ¡como todos
son unos en la misma ronda!...

Mirando la señorita con afecto a la compungida moza, le dice:

--¿Y tú has creído esas tonterías, Isabel?

Baja ella los ojos y explica difícilmente:

--Todo lo he creído... conozco que es de veras... pero lo mismo
cortejamos: él no lo puede remediar... Como la señorita tiene ese
ángel, todos la quieren aunque sea a escondidas... Usted no se
ofenderá... ¡Si Lecio supiera que yo se lo he dicho!... ¡No se lo
cuente a nadie, por la Virgen!

--Descuida, mujer; esas cosas que habla tu novio, de él y de los demás,
son imaginaciones suyas... pero no diré nada... ¿a quién?... Yo no
tengo a quien contar secretos.

Y se atristó por tercera vez el semblante precioso de la señorita.
Viéndola cavilosa y muda se retira Isabel con prudencia mientras la
novia vuelve a quedarse junto al vestido blanco, vaporoso y sutil, como
nube del pálido cielo montañés. Mirándole con indefinible sentimiento
de inquietud, cierra los ojos para meditar en las confidencias de
Isabel y va aposentando en su espíritu la creencia de que, en efecto,
Julián de Alcázar la ha querido un poco. Recuerda la asiduidad lejana
de sus visitas, la encendida expresión de sus palabras, la pausa
elocuente de sus silencios y su alejamiento inexplicable apenas Adolfo
apareció en la aldea.

No se detiene la soñadora a pensar en Salcedo, el jaquetón ricacho,
pero guarda un pensamiento melancólico y acariciador para César
Garrido, el romántico trovista que canta _con segunda_ al pie de una
ventana, años hace, en el sagrado misterio de la noche...

El cariño recóndito de César es para Ángeles un adorable perfume de
la infancia, el amable secreto de un «escucho» que hace sonreir, tal
vez la vibración sentimental que en el alma produce una copla errante,
diciendo amores a la luz de la luna, una copla que suspira cuando la
ronda pasa... ¡Pero Julián!... ¿Por qué no se ha fijado en que él la
quería?... Es bueno y valiente, es el amo del pueblo, el señor de la
altiva torre y de la brava selva, tiene franca la mirada, noble el
corazón...

Y se estremece la joven aturdida de que la fealdad arisca de Julián le
parezca ahora mucho más grata que la gentil apostura de su prometido.

Para sacudir esta idea alarmante se acuerda de Lecio, mareado y
descolorido en los deliquios de una fina locura de amor. Y abre los
ojos, sonriente, sobre la nube alba de su traje de novia.



X


Diríase que un viento huracanado conmueve a los mozos del Encinar a
medida que se acerca el día del casamiento. La sorda irritación que se
acentúa entre ellos toma forma y proporciones singulares en la ronda
de Alcázar, que ha asumido, con extraño tesón, la responsabilidad
de consentir aquel despojo de que Adolfo Serrano «les hace a todos
víctimas».

Anda Julián enredado en una aventura de calleja con cierta mozona
malviviente, siendo ésta la primera vez que el señorito de la torre
hace pública ostentación de semejantes galanteos. Lleva en la cara
el pobre hombre una expresión de tedio y amargura que va troncándose
en tormentosa nube de fiereza; como si en él creciese, cada día, el
salvaje placer de sumirse en aquella torva brumazón de barbarie, para
así desmandar sus pasiones y olvidar, con tesón despreciativo, sus
nativas costumbres de caballero.

Fidel se las echa de guapo como nunca, vocifera en las noches de ronda
hasta enronquecerse, y alarma a los vecinos con incesante tiroteo en
persecución de aves felices, que jamás hiere. Hasta en los nogales de
la bolera, ya vestidos de ropaje ufano, trata de hacer puntería sobre
los canoros malvises: clama la escopeta amenazante envolviendo la
nogalera en humos y fulgores, pero los malvises se vengan siempre del
susto recibido, causándole al implacable cazador una terrible envidia
al volar, ilesos, a la huerta frondosa de Ángeles, en busca de asilo
hospitalario.

Más disimulado y prudente, desahoga _el Estudiante_ su mal humor
haciendo versos, unos versos mansos y tristes que no parecen haber
nacido bajo la tempestad de unas pupilas claras, enfurecidas con
relámpagos audaces.

Entretanto Lecio manifiesta a su novia el más voraz deseo de casorio.
Zumba su querella con pesadez de mosca en torno a la ventana florida de
Isabel, y pregunta, ansioso, en cada palique:

--Pero, di, Sabel, ¿cuándo nos casamos?

--Cuando mi madre coja la cosecha--repite siempre la joven.

--¡Falta mucho tiempo!...

Ella un día, maliciosa, le dice:

--¿Por qué ahora, estás tan impaciente?

--¿Por qué... Por qué?... ¿No ves, criatura, que ya todo el mundo se
casa?

--¿Todo el mundo?--repite la muchacha con sorna--. ¡Pues yo no veo que
se case nadie más que la señorita!...

Corrido y enojado el hombre, murmura:

--Bueno... ¿nos casamos o no?

Y promete, apacible, la voz de Isabel:

--Cuando mi madre coja la cosecha...



XI


Llegó la hora esperada con tan distintos afanes.

Toda la mocedad aguarda a los novios en el portal de la parroquia:
ellas para cantarle a la señorita unos _picayos_ con letra alusiva,
rimada por César Garrido; ellos para confundir con miradas iracundas a
quien les arrebata la diosa del valle, la mujer venerada con sagrado
culto.

Ha nacido la mañana blanca y triste, con cara de llanto, y cuando
la comitiva nupcial se dirige al templo, enfilada por la veredita
estrecha de la mies, arrecia la brisa dura que desde el alba rueda por
los caminos como una loca, deshojando flores y columpiando ramajes.

Se convierte luego en amenazador el soplo matinal que enmaraña las
nubes y entolda el paisaje. Y, por fin, el cielo montañés llora unas
lágrimas cálidas y lentas sobre el cortejo de la boda.

Lleva Ángeles en el brazo, gallardamente, la cola espléndida del
vestido, y se apoya en su padre sonriendo, disimulando con heroica
dulzura las inquietudes y recelos de su alma. La siguen Adolfo y los
convidados, y la rodean los vecinos con viva solicitud, mientras se
celebra el casamiento en el atrio parroquial, al uso del país.

Nunca han visto los aldeanos una novia toda blanca, toda envuelta en
encajes y flores:

--¡Parece de nieve!--dice seducida una voz.

--¡Parece de azúcar!--clama un goloso.

Y el acento roto de una anciana, suspira:

--¡Parece de nube!...

Entran los desposados en el templo para asistir a la misa de
velaciones, y la ronda de Alcázar forma siempre junto a ellos entre las
avanzadas del público; primero en el pórtico, después cerca del altar.

Tienen los cuatro mozos un raro aspecto de emoción que parece
comunicarse a la concurrencia y llenar el templo de palpitante
interés...

Todo Mayo sonríe en el altar convertido en jardín, mientras arrecia
la lluvia, ruedan monte abajo los truenos, y a la amarilla luz de los
relámpagos muchos fieles hacen, medrosos, la señal de la cruz.

Apenas terminada la ceremonia, cuando los primeros devotos salen al
portal, ha pasado la nube dejando el cielo otra vez pálido y triste,
sin que de la fugaz tormenta queden señales más que en el campo
henchido de perfumes bajo la intensa caricia de la lluvia.

Viendo correr el agua en el sendero, todos se preocupan de los
zapatitos de seda de la señorita, y Don Felipe y Adolfo conferencian,
impacientes, sobre la manera de evitar que Ángeles se moje los pies
dentro del blanco estuche que los aprisiona.

Entonces Alcázar entra en el templo y sale al punto llevando al hombro
las andas de la Virgen. Encarándose con Ortega se las ofrece y en voz
alta le explica:

--Se las regaló mi madre a la Patrona y yo sé que Ella me las presta...
El señor cura me da permiso para que Ángeles las ocupe: ¿quiere usted
que la llevemos?

Sin que Don Felipe, sorprendido, tuviera tiempo de reflexionar ni
responder la concurrencia, agrupada alrededor, grita con entusiasmo:

--¡Que la lleven!... ¡que la lleven!...

Julián le pregunta a la novia, algo desfallecido el acento:

--¿Quieres venir?

Alborozada en medio de aquella férvida expresión de cariño, Ángeles
responde, con infantil antojo:

--Iré...

Ya una mano solícita ha colocado en las andas un taburete y la joven va
a sentarse, riendo, un poco trémula, cuando un ademán y una mirada de
su esposo la dejan indecisa. Pero el nutrido coro de voces varoniles
afirma, con sorda expresión colérica:

--¡«Queremos» que la lleven!

Y Ortega contrariado, molesto, toma el brazo de Adolfo para decirle en
voz baja:

--Hay que dejarlos...

Sentada Ángeles, por fin, las mozas le arreglan el vestido y el velo,
con primor devoto y humilde, y Alcázar y los suyos levantan con dulzura
el improvisado trono de la novia y bajan al camino con aquel suave
peso entre las manos.

Van delante César y Julián, y los cuatro sienten el aturdimiento
estremecedor del triunfo, la exaltación de una ventura efímera, que
va a pasar, ruidosa y altanera, como la rápida nube que antes mojó el
sendero.

Un grito potente, con inflexiones juveniles de guapeza y bravura,
resuena detrás del grupo original, lleno de rústica galantería:

--¡Viva la novia!... ¡Vivan los rondadores!...

Y cada vez que huye deja prendido en el paisaje un eco.



XII


Era como un sueño aquella apoteosis encima de la odorante mies, entre
setos floridos y halagadores cantares.

Ángeles quería no llegar nunca a su casa, seguir así un camino largo
y dulce hasta el cielo calmoso y pálido que la servía de dosel.
Suspiró enardecida por aquel delirio, y Julián volvióse a mirarla con
tal expresión codiciosa y ardiente que la joven enrojeció bajo sus
azahares. Sus manos temblaron como alas de paloma, estremecidas en la
falda crujiente del vestido, y su imaginación tendió el vuelo hacia
otra quimera que no finaba en el cielo melancólico, sino en una torre
maciza y señorial, en la selva de Alcázar.

Iban todos callados. Orillaban un zarzal en flor, y César, con galanía
de poeta, arrancó al pasar una mata olorosa, que colocó a los pies
de la niña. El tronco punzador había herido con leve arañazo al
_Estudiante_, y un hilo rojo quedó tendido entre los dedos de aquella
mano fina que parecía de mujer.

--¿Te has lastimado?--le preguntó Ángeles solícita.

Y él, con audacia increíble en su tímida persona, respondió mirándola a
los ojos:

--Me he lastimado mucho... ¿no ves?

Sonriendo le mostraba la mano blanca y tersa con el tenue surco de
coral.

--Un hombre no se lastima nunca--tronó el vozarrón de Salcedo--; y el
jándalo, arrogante, presentó un puño de madreselvas conquistadas entre
espinas que habían punzado su plebeya manaza. Ya se arriesgaba Julián
para ofrecer otro don a la novia; ya Lecio sacudía los matorrales
con demente regocijo, cobrando ramilletes preciosos, y en un momento
quedaron las andas cubiertas de flores.

Trépido el zarzal bajo las acometidas de los mozos, desde la linde
del camino sacudía sobre la virgen desposada, gotas brillantes de la
reciente lluvia, y voladores pétalos de los febles capullos. Un bando
de miruellos, sorprendido por semejante alboroto, rompió el secreto
de su escondite en la maleza y voló encima del grupo, desgranando una
escala melodiosa de trinos, a porfía con la tonada de los _picayos_ que
tremolaba en el aire sus dejos largos y tristes de música norteña.

Para aquella hora de aventura y de magia tuvo la belleza de Ángeles
una fantástica aparición ideal y gloriosa. En su carne, hecha flor
blanca y pura, el espíritu inocente se asomaba a los apacibles luceros
de los ojos y a la divina sonrisa de los labios: y fué toda gracia y
luz, brisa y perfume, alma del paisaje, visión de los cielos... Salió
del éxtasis prodigioso al tocar los umbrales de su casa. Posaron en el
zaguán las andas con blandura, y cuando bajó al suelo la niña, sintió
que su planta débil se hundía en la incógnita ruta de una vida nueva y
cerrada. Tendió la mano con gratitud hacia sus amigos, diciéndoles:

--Quedaros.

Pero Julián se apresuró a responder con la amarga voz de aquel último
tiempo:

--Muchas gracias.

Y salió, seguido de los otros, antes de que llegase la comitiva. Iba
ciego, con los puños crispados y el paso veloz.

Desde la puerta, con insólita audacia, _el Estudiante_ vuelto hacia la
novia, besó la palma de su mano herida y sopló el beso, enviándosele.

Ella, sin enojo, sonrió al doncel y le devolvió en el aire un capullo
del azahar prendido en su pecho.

Ya llegaban Don Felipe y Adolfo con los invitados. Detrás venía el
pueblo que rodeó la casa, y en la bolera resonó estruendoso otro
bizarro grito:

--¡Viva la novia!... ¡vivan los rondadores!

Bajo la emoción de aquel instante en los ojos sombríos de Ángeles
Ortega cayó una cortina de llanto que ya nunca se alzó para dejarla ver
una ilusión ni una esperanza...



XIII


Pasó un año.

Se sabía en el Encinar que Ángeles era muy infeliz, que lloraba sin
consuelo el abandono y el maltrato de un marido brutal.

Ortega había regresado a Cuba a raíz del casamiento, y la infortunada
joven residía en un pueblo cercano, enferma y sin más cariño que el de
Isabel.

Ya Lecio se cansaba de esperar y enviaba a la moza recados apremiantes,
pero ella respondía que la señora no podía vivir mucho, y que le era
imposible dejarla en aquel estado de soledad y dolor.

Entretanto, la ronda de Alcázar seguía constituida en alianza firme,
con treguas de reposo, porque Julián había vuelto a Madrid algunas
temporadas arrancado por su familia de la existencia esquiva y dura con
que llegó a naturalizarse, y que amenazaba absorberle en eclipse total.

No estaba el señorito más alegre ni era más feliz que el año anterior;
pero en sus penas había ya dulzores y blanduras tomadas para remedio de
sus males, en la vida regalada y muelle que supo recobrar. Cuando iba
al pueblecillo norteño, cazaba en el monte, erraba en la selva y largos
días holgaba pensativo y suspirante; pero no urdía torpes aventuras por
las callejas ni se vestía en traza de gañán ni llevaba en el rostro
aquella huraña expresión alarmante y fiera.

Lo noche que salía con sus compañeros, la ronda cantaba y ornamentaba
de flores las ventanas de las niñas; la ronda bebía cerveza y
disparaba tiros al aire, sin buscar camorra a los novios forasteros.
Esta medida, pacífica y generosa, no encontraba oposición en los
amigos, porque _el Estudiante_ vivía enfrascado en la transcendental
composición de un libro de versos, dedicados _A una ingrata_; iba
dejando en él jirones de su romántica pasión y sólo de tarde en tarde
fulgían en los ojos zarcos algunos destellos de tempestad. Tenía
Salcedo «en tratos» una novia hacendada, fresca y rolliza que le traía
desvelado y rendido. Y Lecio andaba mustio y pesaroso con la ausencia
de Isabel y la espera de la boda.



XIV


Triunfaba la primavera con otro Mayo espléndido, cuando en la aldea
se supo que Ángeles había conseguido de su esposo la merced de ir a
morirse al Encinar. Un acabamiento rápido la inclinaba hacia la tierra,
y deseaba caer sobre las flores del bendito huerto donde dormía,
esperándola, aquella pobre criatura sacrificada como ella, aquella
madre triste que en la suprema despedida acarició una frente juvenil
con palabras de fatalidad.

Y hubo en el vecindario un general movimiento de simpatía y compasión
hacia la enferma infeliz, que a los bruscos vaivenes de un carruaje,
llegó por difícil camino hasta la puerta de su casa.

La casualidad o el intento llevaron a Julián de Alcázar en aquellos
mismos días a su torre, y sabiendo que Ángeles padecía, sola y
expirante, con generoso impulso de piedad, fué a visitarla. ¡Ya no era
la diosa del Encinar!: un solo año inclemente bastó para marchitar la
exquisita frescura de su belleza. Enlanguidecida, mustia, sólo parecían
vivir en su semblante los ojos, con tristeza desgarradora, y las
mejillas, señaladas con rosetas febriles.

¡Qué lástima le dió a Julián!

Su pasión, que ardía alimentada por el oculto embeleso de una seductora
imagen, quedóse, espiritualizada al punto, en excelsa ternura, tan
santa y pía, que la doliente hubiera podido refugiarse en los brazos de
aquel hombre y dormir o morir en ellos como en los de una madre.

Al ver a su amigo, un sentimiento de coquetería se sobrepuso al dolor,
un instante, en el corazón de la mujer. Quiso ella sonreir, y sólo
consiguió tender en sus labios de lirio una mueca desesperada. Apenas
habló; balbuciente y cobarde, oprimida por un espanto sin horizontes,
parecía que el hilo tenue de sus frases iba a romperse en un raudal de
lágrimas acerbas.

Alcázar sentía caer en su corazón aquel mudo llanto y subírsele a
los ojos en marejada asoladora. Y todo el sensualismo de su amor se
derretía en piedad, a la sombría luz de una mirada donde el miedo a la
muerte era el único reflejo de la vida.

Al despedirse, Ángeles cruzó las manos en ademán de súplica, y él,
conteniendo su emoción con palabras de esperanza, le prometió volver.

También César Garrido fué a visitar a la enferma, seguro de llevarle
un consuelo y ansioso de verterle sobre la infinita desolación
de aquella mujer. Sentía férvidos impulsos de arrodillarse a sus
plantas, de besar sus manos, de cantarla, de mecerla y decirle sus
románticos pensamientos en un delirante discurso, antes que la muerte
la apresara... La quería siempre y más que nunca porque era el suyo un
amor de ilusión y de ensueño, raro y divino, que le estremecía toda
el alma con un soplo de inmortalidad. Supieron distraerla sus frases
opacas y ardientes, y logró hacerla sonreir, ya cayendo la eterna
sombra en las azoradas pupilas.

--Hazme coronas y versos como cuando éramos chiquillos--suspiró con
antojo la infeliz.

Él la ofreció cantares y flores, y salió de la novelesca entrevista con
cara de muerto y alucinaciones de loco.



XV


Nació el mes de San Juan lleno de alegría, insultante de belleza, y fué
creciendo, y llegó entre flores la víspera del santo.

Lloraba amargamente Isabel cerca del sillón de triste memoria donde
Ángeles se consumía recogiendo una herencia fatal, de penas y de
abandono.

Le había dicho a Lecio la moza:

--No me pongas ramo... no vengas a rondarme ni mucho menos a cantar...
La señorita se está muriendo...

Muy dolorido, prometió el novio una prudente conducta en la clásica
noche, y con sigiloso respeto se alzó de puntillas en el muro de la
bolera para atisbar la estancia penumbrosa donde Ángeles fenecía.
Entrevió en la sombra una endrina cabeza desmayada sobre los
almohadones del sillón, y el conmovedor perfil de una cara de cera.
El gallardo busto de Isabel se inclinaba con anhelante cariño sobre
aquella vencida juventud, sobre aquella aniquilada hermosura. Y toda
la satisfacción del egoísmo irradió en los ojos asombrados de Lecio,
viendo a la flor viva, que era suya, lozanear triunfante encima de
la mustia flor que le había fascinado con delirios de irrealizables
ambiciones.

Bajóse con cautela de su observatorio, y se alejó a lento paso,
cuidando de no hacer ruido en torno a la casa dorada de sol, envuelta
en el alborozo insolente de la tarde.

Desde los balcones entornados se escapaba un cuchicheo leve, son de
rezo o letanía de lamentaciones, y desde la ondulante nogalera volaban
los malvises en parejas gozosas, hacia la llanura libre de los cielos...

Libre al azul infinito, voló el alma de Ángeles cuando la tarde caía en
una intensa declinación de cárdenos fulgores.

Todo el pueblo había escuchado con silencio profundo el raudo volar de
aquel espíritu, gentil como el cuerpo que le encarceló: parecía que al
tender las alas hubiese dejado una blanca y vívida estela en el sereno
celaje. Y estela fué aquella ilusión que en la memoria popular quedó
grabada como perenne surco de ternura y recuerdo.

El vecindario, compungido, se unía en el dolor de la temprana muerte, y
censuraba, con rencorosa indignación, al infame esposo de la señorita,
avisado por la mañana del estado agónico de la enferma.

Entretanto la fidelidad conmovedora de Isabel se prodigaba en delicadas
atenciones alrededor de la difunta.

Después de peinarle los abundantes cabellos sobre las sienes de mármol,
le puso el traje níveo de la boda y encendió en torno suyo lámparas y
cirios.

La belleza mayestática de la muerte había borrado en la cara de
Ángeles la mueca amarga del dolor, trocándola en una plácida expresión
descansada y serena: dormía la vida su inquebrantable sueño en los
entreabiertos ojos parados a la sombra de las pestañas rizosas, y en
el profundo livor de las ojeras las últimas lágrimas habían dejado una
divina señal de mansedumbre...

Toda la tarde, bajo el calor solar cuajado en la campiña, unas manos
pálidas y bellas, que parecían de mujer, estuvieron cortando flores
en los huertos aldeanos y tejiendo coronas con demente frenesí, para
colocarlas sobre el cuerpo ya duro y frío de Ángeles Ortega. Con aquel
postrer don había dejado César encima del cadáver un sollozo, áspero
como un rugido, y un borrascoso relámpago de su mirada azul.

Cuando _el Estudiante_ salió de la trágica visita, le estaba esperando
Julián, y juntos conferenciaron en grave reserva. Tenía el señorito
el aire solemne y turbios los ojos que largo tiempo contemplaran a la
yacente criatura, entre blandones y rosas.

Un poco más tarde corría por el pueblo la noticia de que la ronda de
Alcázar se apostaba en la bolera con amenazadora catadura.



XVI


Dulce y sosegada nace la noche cuando llega al Encinar aquel potro
jerezano de ingrato recuerdo, y la ronda esperándole, ceñuda como el
tribunal que juzga a un delincuente, recibe a Adolfo Serrano, que
disimula sus temores lleno de arrogancia desdeñosa.

Fué el mismo Alcázar el que dijo:--¡Alto!--con acento augural que subió
a los balcones vecinos y resonó, grave, en el cuarto de la muerta.

--¿Qué quiere usted?--grita el forastero, temblorosa la voz y blanca la
cara.

Se le acerca Julián hasta echarle el aliento encima, y le responde, en
traza bruta de mozo rondador:

--Que te marches ahora mismo porque ya no hay quien te defienda y
tenemos mucha gana de matarte.

Indeciso, asustado, hace el intruso volver grupas a su potro, y
profiere, como otra vez en aquel mismo lugar:

--¡Cobardes... cobardes...!

Varios palos caen feroces en las ancas lustrosas, y ondulantes como
látigos, alcanzan al jinete.

Hace ademán Adolfo de sacar su revólver, y al punto cuatro manos,
dueñas de armas semejantes, le apuntan, inclementes, bajo una tenaz
lluvia de improperios:

--¡Ladrón!

--¡Asesino!

--¡Sinvergüenza!

--¡Matador de mujeres!...

Serrano huye. Vuelan los palos a su espalda y algunas piedras le
persiguen en la desatinada carrera.

Ya va a perderse en un recodo del sendero, cuando el silbo de una bala
y el estampido de un disparo le aturden con más vivo terror.

Inclinado en la silla con un movimiento brusco, ruge y maldice,
abrazándose al cuello del animal, que se desboca en galope de espanto.

Detrás de ellos queda en la ruta blanca un rastro de sangre caliente,
y en la bolera, una mano fina, que parece de mujer, empuña un revólver
humeante.

La mirada azul de César Garrido tiene un bárbaro reflejo de venganza...

       *       *       *       *       *

Bella noche fué aquella de San Juan, noche silenciosa en el poblado
donde otras veces en iguales horas se derramaba la alegría de la
mocedad.

Las novias se quedaron sin ramo y sin serenata; la plaza, sin baile y
sin hoguera; los rondadores, sin palique. Y en la pureza virginal de la
brisa no tremolaron las picantes coplas, ni el _ijujú_ montañés resonó,
intrépido y agudo, en los agrios jirones de la sierra.

Ángeles dormía acunada por el duelo del Encinar, mimada en su florido
lecho por la tristeza robusta de incultos corazones, en los cuales la
compasión fructificaba con todos los densos aromas de la vida desnuda y
fuerte, del dolor íntegro y primicial, lleno de impulsos y de instintos
humanos.

El disparo certero de _el Estudiante_ atrajo a los mozos con sed de
ruido y de camorra, cuando vieron pasar, en disparatada fuga, el
caballo de Adolfo. Estaban ya los caminos confusos por la sombra de
la noche, y delante de la visión fugitiva todos hicieron acerbos
comentarios y se rieron con saña.

Entraron, después, bajo los nogales, muy despacio, mudos y recogidos
como en la iglesia, y uno a uno se fueron subiendo a la pared de la
bolera para mirar al interior del cuarto mortuorio. En el lecho se
destacaba, impreciso, cubierto de galas, el rígido perfil del cuerpo
helado; la mística cera de los cirios lloraba sobre la alfombra sus
lágrimas ardientes, y de las coronas, suspendidas en torno, caían con
lentitud algunos pétalos de flor.

Agrupáronse los mozos estremecidos junto a la casa, hablando quedo; sus
cigarros brillaban a porfía con las luciérnagas de la linde; temblaba
la sombra con suavidad de idilio, y en el fondo de la bolera la ronda
de Alcázar, enmudecida, atraía el interés general.

Estaba muy pálido Fidel, y mirando al _Estudiante_ con profunda
admiración, pensaba, receloso, en las posibles consecuencias de
aquella hazaña. En vísperas de boda, bien hallado con su dinero y su
tranquilidad, le angustiaba la idea de verse, acaso, envuelto en una
acusación de muerte, él, que jamás logró encañonar a un solo pajarillo
con su escopeta escandalosa...

Había sentido Julián aquella tarde el espasmo bestial de la venganza,
con escalofrío deleitoso, dócil su naturaleza a las sensaciones de la
ruda hostilidad que tantas veces le dominó. Lejos el impulso cruel,
no le aterraba su responsabilidad en la aventura, que arrostraría con
el poderoso dominio de la torre de Alcázar y asumiría con nobleza
protectora. Y dejó de pensar en el fugitivo jinete para consagrarse al
recuerdo de la muerta, lleno de lástima y amor. Le harían un entierro
precioso al día siguiente, al caer la tarde, pidiéndole otra vez al
señor cura las andas de la Virgen, donde la niña desposada anduvo
antaño aquel mismo camino en brazos de la ronda...

Lo mismo que antaño arrancarían para ella, al pasar, las flores
silvestres de los setos, en la blanda ruta de la mies... Cada fúnebre
posa tañería con un dolor nuevo, nunca igual sentido ni llorado, que
dejaría en el Encinar una caricia de las lágrimas siempre viva y
suspirante como la mansa corriente de un arroyo... Julián imagina,
traspasado de emoción, el gemido de la cancela al derramarse en el
atrio parroquial detrás del cuerpo de Ángeles, ya en la vereda del
cementerio: imagina el sordo rumor de la tierra, cálida y polvorosa,
cayendo implacable sobre el florido ataúd... Un enternecimiento sutil
posee al joven; una compasiva pena que le duele como por una hermana
chiquitina o por una novia lejana, a la cual en la adolescencia hubiese
dulcemente adorado...



XVII


Crece la noche; la tardía luna, brillando apenas en el cielo, baja a la
nogalera, y como si apartase con invisibles manos las trémulas hojas,
se asoma al cuarto de Ángeles y la besa en la frente.

El hueco de la triste ventana abre en el muro señorial un cuadro de
fatídica luz, luz de catafalco, lívida y temblona; algunas mujeres
rezan, dormitando en un rincón.

Ya corre, liviana, la brisa del amanecer, rizando los árboles, cuando
Lecio, que atisba la reja de su novia, ve un instante a la muchacha
detrás de los vidrios. Empuja la puerta y despacio, llama:

--¿Sabel?

Quiere responder ella, rompe en sollozos, y el vozarrón de Lecio se
suaviza todo lo posible para suplicar:

--¡Sabel!... ¡Sabeluca!... No llores, mujer, que aquí estoy yo...

El acento condolido de la muchacha se une a las palabras afanosas del
mozo, dejando en el aire un jirón de vida sana y fuerte, esperanzada y
fecunda, allí, a lo largo del camino, donde brotan, húmedas todavía,
las sangrientas flores del odio.

Y como ya palidece la luz funeral del cuarto de Ángeles, delante de
la aurora, por debajo de aquella ventana que parpadea con tímido
resplandor, como un astro moribundo, desfila por última vez, brava y
humilde, la ronda de los galanes...



EL JAYÓN



I

ROSA DE ZARZA.--EL «JAYÓN».--EL DARDO DE UNA SOSPECHA.--AMANECER...


Entreabrió Marcela un poco la ventana, y, sin vestirse, apoyándose
en el lecho recién abandonado, se puso a mirar con obstinación a los
dos nenes que dormían arropados en una escanilla, la humilde cuna
montañesa. Eran en todo semejantes: robustos, encarnados, con las
cabecitas muy juntas, parecían nacidos a la vez, como esos capullos de
las rosas fuertes que se abren en dos botones rojos y ufanos, bajo un
mismo rayo de sol.

Fuerte rosa de bizarra hermosura, la madrugadora mujer que contempla
a los niños no trasciende a cultivo selecto de jardín: es joven y
arrogante, pálida y tranquila, con el encanto agreste y puro de una
rosa de zarza. Su belleza, medio desnuda, se estremece al influjo de
una sorda inquietud, y, sin embargo, el rostro, impasible y hermético,
no delata la obscura turbación.

Con los profundos ojos clavados en la cuna, Marcela revive, una vez
más, sus incertidumbres, a partir de la reciente noche en que, dormida
con el nene en los brazos, la despertó la voz de su marido.

--¿No oyes?

--No... ¿Qué sucede?

--Escucha...

--Es un niño que llora a la puerta.

--¿Un niño que llora?... ¡Si parece un recental que plañe!

--Pues es un nene pequeñín como el nuestro.

--¿Un jayón, entonces?

--Sin duda.

--Y ¿qué hacemos?

--Abrir y recogerle hasta la mañana.

Andrés se levantó, muy presuroso, y la moza vió al instante, cómo la
obscuridad del campo dormido se asomaba al portón abierto frente a la
alcoba matrimonial.

Luego el llanto de la abandonada criatura resonó, más apremiante y
sensible, dentro del dormitorio.

Incorporada y absorta, Marcela recibió aquel hallazgo lamentable, y le
acercó a la luz.

--¡Un niño!--murmuró, cuando entre la ropa, escasa y pobre, aparecieron
las carnecitas nuevas y rosadas. Y fijándose más en el semblante,
sereno de pronto, encendido y bobalicón, añadió confusa:

--¡Si es igual que nuestro Serafín!... ¡Parecen gemelos!

--Todos los rapaces de esta edad se parecen--repuso Andrés, con una
voz tan desusada y trémula, que la esposa levantó hacia él los ojos
llenos de sueño y maravilla, y se quedó mirándole de hito en hito.

Pero el mozo bajó los suyos grandes y tristes, volvió la cara, como
buscando alguna cosa, y torpemente fué diciendo:

--Me acostaré en ese otro cuarto para que te arregles mejor con «estos
huéspedes»; aquí te voy a estorbar...

Quería sonreir y mostraba una prisa tan inquieta por marcharse, que la
mujer le detuvo pasmada.

--No entiendo lo que dices; se conoce que estoy medio dormida...

Manifestóse Andrés más impaciente al repetir:

--Que te dejaré mi sitio libre para tu comodidad.

--¿Y qué hago con el crío?

--Tú quisiste que le abriese la puerta...

--¡Claro! No íbamos a dejarle morir sin un socorro.

--Pues ahora «eso» es cosa tuya.

--¿Cosa mía?... Yo le cobijaré esta noche, y al amanecer tú darás parte
en el Ayuntamiento para que le lleven a la Inclusa.

--¿Después de haberle metido en casa?

--¡Ah!; y este amparo, en trance de muerte, ¿nos obliga a criarle?

--Tú verás...

--¿Cómo que yo veré? ¿Te has vuelto loco?

Con el piadoso instinto de las madres, Marcela había colocado,
distraidamente, al niño forastero junto al suyo, y el pobre chiquitín
se adormecía al dulce calor de la caridad, mientras la moza, ya bien
espabilada, sentía el dardo de una sospecha en el corazón y musitaba
con acerbo propósito:

--¡Que le críe la bribona que le echó al mundo!

--¿Bribona?--interrogó el marido, huraño, volviéndose desde la
puerta--. ¿Qué sabes tú?

Iba a salir cuando le retuvo otra vez el acento alarmado de la joven:

--¡Andrés, Andrés; ven acá: no huyas! Tú estabas despierto esperando
al jayón; tú tienes preparadas las respuestas a lo que yo te digo
sorprendida; tú quieres que guardemos con nosotros a este niño, y
disculpas a su madre, que bien puede ser...

--¿Quién ibas a decir?

--_Esa_... ¡Irene!

Pálido como un difunto, violento de pronto, avanzó el marido hacia la
cama, y Marcela, después de mirarle fijamente en los ojos amenazadores,
toda estremecida se echó a llorar.

Cuando él pudo separar las manos de la joven y descubrirle el rostro,
ya se mostraba sumiso y afable aunque le temblaba mucho la voz.

--No llores, mujer. No sabes lo que dices ni lo que piensas--murmuró,
acariciándole el sedoso cabello sobre la frente.

Ella, confiándose con mayor abandono a la repentina zozobra, repuso:

--Sí lo sé: pienso y digo la verdad. Este niño es de Irene... Hace
tiempo que no sale de casa y todo el mundo asegura que su madre la
esconde...: no puede ser de otra en el pueblo.

--Y aunque así fuese; una moza honrada no es extraño que quiera ocultar
un desliz.

--¿Un desliz?... Eso nada me importaría.

--Pues, ¿qué te importa?

Hubo un silencio largo y difícil. Andrés, sentado en el borde de la
cama, parecía haber recobrado la serenidad, y al cabo Marcela expresó
con gran timidez:

--Tú la querías antes de casarnos... ¡Quizá la quieras aún!... No se le
han conocido «desde entonces» amoríos ni rondador...

--Y todo eso, ¿qué?

--El niño se parece a ti.

--¡Marcela!

--Es igual que el nuestro... ¡Mírale!

Intentó descubrir al intruso, pero el marido extendió la mano sobre él
con un movimiento de alarma.

--¡Déjale; se va a despertar!--pronunció con angustia, otra vez perdido
el aplomo. Y luego de callar un instante bajo la mirada inquisitiva y
llorosa de su mujer, hizo un esfuerzo para decir:

--Oye, Marcela... No te negaré que quise a Irene; pero te quise a ti
más y la dejé por ti... Nada tengo que ver con su vida ni con su honra,
y nada sabía esta noche del jayón. Cuando le sentí a la puerta pensé
que balitaba un corderín, ¡ya ves!... Tú dijiste: «Es un niño que
llora», ¿te acuerdas?

--Sí hombre, como que eso acaba de pasar, ¿no he de acordarme?--replicó
la muchacha con despecho ante aquellas razones pueriles.

Pero él, evitando otras de más fuste, con mucha lagotería, siguió
hablando.

--Bastante hemos aguardado al primer hijo, si ahora tenemos dos,
recogiendo a este infeliz, bien los podemos criar.

--¿Y por qué? ¡dime!--exclamó la moza casi airada, secos ya los ojos y
resplandecientes en la media obscuridad del aposento.

Andrés contestó, siempre evasivo:

--Porque tenemos harta cosecha y lucios ganados; porque tú eres
caritativa como una santa...

Quería Marcela interrumpirle, y él, puesto ya de pie con definitiva
resolución, agotadas las últimas palabras que se le ocurrían, le dió un
abrazo y le susurró al oído:

--¡Porque así te querré más y seremos más felices!

Ya salía de la alcoba dejando a su mujer pálida y muda cuando se volvió
a ella para añadir:

--¡Y no me hables nunca de Irene!...

Después de unas horas de insomnio y estupor, vió Marcela clarear las
primeras luces del amanecer y oyó, como de costumbre, salir a su marido
con el ganado por la cambera arriba, camino del ansar.

En la torre de la parroquia sonaron unas campanadas tranquilas, y al
blando tañer respondieron en los corrales la fanfarria de los gallos y
el repique de las abarcas; en los nidos, el revuelo de las plumas; en
el aire, los rumores de la fronda; la vida tornaba, áspera y fuerte,
a posarse en la aldea, como si en la escanilla de Serafín no durmiese
con él un niño extraño, y Marcela no velase aquel misterio transida de
inquietud...



II

EL ALTAR, LA FUENTE Y LA LUNA.--LA SOMBRA DE UNA MUJER.--LA SEÑAL DE LA
CRUZ.


No ha pasado todavía un mes y ya el sueño del intruso en aquella cuna
tiene los caracteres de una cosa normal. Ya en el pueblo no se habla
del último _jayón_, el niño hallado en la reciente noche a la puerta
hospitalaria de Andrés. Aunque recayeron sobre Irene las sospechas de
aquel abandono, alguien dijo que la moza estaba sirviendo en Santander,
libre de calumnias, y que al nene «le habían corrido» hasta Rianzar,
desde un pueblo cercano. Ello fué que los chismes y los rumores
quedaron rezagados en el fondo de las conciencias, sometidos bajo la
reservada actitud del matrimonio bienhechor. Tampoco era nuevo el caso
de recoger a una criatura desvalida en aquellos hogares montañeses, y
reconocido Andrés como el más acomodado labrantín de los contornos,
se explicaba mejor el hallazgo en los umbrales de su casa, donde, por
añadidura, había una mujer fuerte y animosa que aguardó con ansiedad
el fruto de sus amores durante cinco años, peregrina de los altares
milagrosos y de las fuentes que proporcionan el don de la fecundidad...
Sin duda, la madre del _jayón_ había encontrado alguna vez a Marcela
delante de la Virgen de la Esperanza, en súplica ferviente, con un
cirio en la mano y una pena en los ojos; acaso la sorprendió una noche
cabe la fontanuca del argomal, bebiendo ansiosa, bajo el plenilunio, el
agua llena de la apetecida virtud...

La moza devana conjeturas y suposiciones queriendo convencerse de que
el amparo al nene desconocido es para ella un providencial tributo de
agradecimiento a Dios, un interés que paga a la inmensa ventura de ser
madre. Se muestra a ratos optimista y sonríe al intruso con bondad,
casi con gratitud; ha llegado a posarle los labios en la frente y
por supuesto, le cuida como al suyo, cumplidora leal de un deber que
tácitamente aceptó y que ya no discute, porque, cuando mira al niño
como ahora, estremecida y turbada, piensa: «Aunque sea hijo de Andrés,
me conviene guardarle para que la afición que le tome no vaya lejos de
mí; para que _la otra_ no «le tire» y me viva obligado.»

_La otra_ es una mujer de quien siempre Marcela tuvo celos, aunque no
se lo confesara a sí misma y no hubiese motivo para tanto.

Ni hermosa ni liviana, Irene es hembra poco temible como rival, y, sin
embargo, sus ojos grandes, verdes y húmedos, tienen una rara hondura
de aguas misteriosas que produce inquietud y sugestión.

Cuando Marcela ha visto a su hombre distraído y perezoso, con la mirada
ausente y el suspiro en la boca, ha deseado más que nunca la llegada de
un hijo, y ha pensado con inexplicable augurio en las hondas pupilas
de Irene, llenas de encanto y de secreto... Ella fué la primera novia
de Andrés, y desde que él la dejó para casarse con una forastera,
allí al lado vive retraída y solitaria; marchitándose sin amor, con
los profundos ojos abiertos sobre cada reciente hogar... Si Andrés
la nombra, le parece a Marcela que revive en los labios del mozo una
ternura ungida de remordimientos; si la habla, imagina que todo él se
hunde, enamorado, en el abismo de los ojos verdes; pero ni la habla ni
la nombra a menudo, y hasta se podría suponer que la huye.

No obstante, la celosa recuerda una vez más en esta mañanita de Abril,
algunas pérfidas insinuaciones de los vecinos, supone que Irene está
en su casa escondida, y contempla al _jayón_ impuesto en el hogar por
Andrés.

--¡Es suyo, es suyo, es «de ellos»!--murmura, con el rostro impasible y
el alma zozobrante.

Permanece desnuda y absorta junto a la escanilla hasta que siente
frío y la hiere en la cara un rayo de sol. Ya es hora de vestirse
y trabajar. Antes de hacerlo, tiende, serena, la mano hacia los
pequeñuelos dormidos, y les signa en el aire con una cruz.



III

VOCES DE LA TIERRA.--HISTORIA DE UN AMOR.--EL MAL DEL PAÍS.--LA PÁLIDA
VENTURA.--NUEVA ESPERANZA.


La luz vernal se duerme en el paisaje con amorosa dulzura. Por el
bravío espinazo del monte baja a la aldea un hálito caliente, saturado
de perfumes libres; flota en la brisa el rumor de las alas y el calor
de los nidos; están frondosos los bosques, reverdecidas las praderas y
los huertos en flor.

A lo largo del angosto valle recibe la tierra en su moreno vientre la
rubia semilla del maíz, y corre el Saja espumoso, crecido con la nieve
de los puertos, cantando el vasallaje de las fuentes que se le entregan
enamoradas, al nacer: toda la Naturaleza en celo palpita, escucha y
aguarda, trémula de pasión.

Marcela también padece la divina ansiedad de las horas primaverales
y vive en un atisbo celoso, ignorando lo que aguarda, escuchando
impaciente los rumores del campo, los pulsos de la tierra, las ráfagas
del viento. Mientras su marido trabaja en la mies, ella cose en el
abierto portal, vigilando la cuna, suspirando con frecuencia. Su
pensamiento, que desfallece sometido a la embriaguez del día, busca al
amado y quiere penetrarle, saber lo que piensa y discurre, averiguar
por qué lleva la frente siempre tajada con una honda arruga.

Andrés ha sido el primer amor de Marcela; el único. Bravía como el
monte, ardiente como el sol, quiso al mozo con vehemencia ruda y fiel,
desde que le miró a los ojos tristes y pensativos, le vió sonreir con
melancolía silenciosa y le escuchó la voz ferviente, impregnada en
oculta pesadumbre.

No había razón para que fuese aquel hombre taciturno. Tenía a los
veintiocho años algo de hacienda propia, excelente salud, buena figura
y avisada inteligencia. Las mozas se perecían por él, los vecinos le
concedían en todo una envidiable superioridad y gozaba justo renombre
de valiente y honrado.

Pero era un descontento de la vida, un espíritu ansioso, tocado del
mal del país, herido por la bruma de Septentrión. A pesar de su escasa
cultura, sentía desmesuradas aficiones por libros y periódicos, y
hasta se dijo que, a hurtadillas, escribía romances. Toda la poesía
triste y honda del campo montañés se le había metido en el corazón, y
le envolvía los deseos en una niebla de llanto sin lágrimas: así las
altas inquietudes sentimentales descendían sobre aquel ánima silvestre
como un tormento obscuro, nunca roto por el divino hallazgo de lo
sobrenatural.

Cuando Andrés conoció a Marcela en una romería comarcana, quedóse
deslumbrado como si por primera vez le bañase, rútilo y potente, el sol.

Era otoño. Comenzaban a morirse las ramas en el bosque y a tenderse las
nubes sombrías por el cielo. Ya remansaba el crepúsculo en el campo
de la fiesta y aun sobre la seroja descolorida bailaba incansable la
mocedad.

Del bullicioso grupo se apartó una muchacha que cruzó la romería
para ir a sentarse en el tronco seco de un nogal, acaso con la única
intención de que la viese Andrés.

Al pasar junto al joven le soslayó una mirada y una sonrisa, diciendo
muy gentilmente:

--Buenas tardes.

--Santas y buenas--repuso el galán, aturdido por la hermosa aparición
que, en la blancura del traje y de la cara, parecía recoger del
espacio toda la luz. Y siguió atónito los pasos de la moza, se sentó al
lado suyo, olvidó a Irene con quien se iba a casar...

Tenía Marcela aventajada la estatura, gallardo el busto, clara la tez.
Llevaba luto en los cabellos y los ojos; en los labios carmín; en la
risa y el alma, juventud. Su hechizo irradiaba una fuerza tan llena
de vida y de gozo, que Andrés, amando a la joven, tuvo por cierta la
felicidad y vislumbró la serena alegría de los espíritus apacibles, de
los corazones abiertos y puros.

Sin dificultades llegó la boda, y desde la aldea montaraz, colgada como
un nido en el bravo alcor, fuese la esposa con su dicha al valle, allí
donde, muy cerca, la olvidada Irene escondía su humillación como un
delito.

Andrés parecía curado de sus antiguos males y un aura de ilusión le
alzaba la frente, le convertía en comunicativo y risueño. Sólo al
hallar a su primera novia, o cuando le hablaban de ella, volvían las
melancólicas nubes a circundarle, como si la pobre abandonada fuese
todavía un lazo que le atase a las meditaciones tristes.

Pasaron los meses y comenzó a palidecer la luz de la ventura nueva.
El matrimonio se impacientaba esperando un hijo, y aquella privación
constituía para la esposa un grave quebranto porque la relacionaba con
el duelo de los ojos de Andrés, la bruma ausente que de nuevo envolvía
al amado poco a poco. Entonces peregrinó Marcela, devota y creyente,
a los pies de la Virgen de la Esperanza, y fué a beber, supersticiosa
y simple, en la fontanuca del argomal bajo la plena luna. Al cabo
el deseo tuvo realidad: el agua saludable y la religiosa oración
florecieron juntas en una misma cándida fe, y Marcela, enajenada
de gozo, sintió que un amor nuevo y sublime emergía, igual que una
fragancia, de su carne joven, como si en su corazón se abrieran las
hojas de un capullo. Pero no se aclaraban las nubes en la frente
de Andrés y la esposa, con la aguda perspicacia de los enamorados,
advertía los esfuerzos de su marido para compartir las ilusiones de
ella y recibir al hijo como una bendición. Entre alternativas de
zozobra y ventura, la imagen tímida de Irene rondó a Marcela como una
sombra pálida y tenaz; oyó alusiones mortificantes respecto al único
amor de la muchacha, la vió desaparecer del pueblo, oculta o ausente,
y sintió cerca de sí, más lejana que nunca, la sombría presencia de
Andrés. Al fin el hijo la colmó de goces, tan inefables y sutiles, que
olvidó todas las incertidumbres hasta la noche del misterioso hallazgo,
hasta que tuvo que albergar al _jayón_ en la cuna de Serafín...

Tanto se asemejan los dos nenes, que sólo la madre distingue al suyo
del pobre desconocido, a quien han puesto por nombre Jesús. Por su
parte Andrés procura no compararlos, apenas los acaricia tímidamente,
y repite a menudo, con terca obstinación, que en esta edad todos los
niños son iguales.

Como ya apremia el trabajo de la sembradura y aun no están majados en
algunas tierras los _cavones_, el mozo se detiene poco en su casa.
Vive campo afuera casi todo el día, se acuesta rendido y madruga
mucho, pero en el breve trato con su mujer muéstrase cariñoso con una
cordialidad llena de matices raros, de tímidos aspectos en que Marcela
cree descubrir los resquemores de la culpa y los aromas de la gratitud.
Le parece a ella que su marido la mira de otro modo, la reconoce más
virtudes y la estima con mayor reverencia. Y aunque esta novedad
significaría la tácita confesión de cuanto la esposa teme, pudiera
ser, al mismo tiempo, señal de la gran ventura, renacer de la pasión
juvenil que a los dos les hizo tan felices. Generosa y enamorada, ella
se apresura a perdonar y sufrir, para merecer, y no arriesga una sola
palabra imprudente, ni un gesto, ni un reproche que nublen aquella
perseguida ilusión.



IV

EL ESTIGMA.--LA SENTENCIA DEL INOCENTE.--¡NADIE LO SABRÁ!


Cosiendo y soñando, en esta hermosa mañana de Abril, oye Marcela que
llora un niño, el suyo sin duda, que es de los dos el que llora más.
Corre a buscarle y piensa con orgullo que le tendrá despierto en los
brazos cuando al mediodía regrese Andrés. Pero el chiquillo, después
de mamar gime aún, con tal desasosiego, que la madre le desnuda para
consolarle, volviéndole a vestir la ropita fresca, olorosa a flores y a
sol.

Ya le mece, libre de los pañales, en el regazo, y se engríe con su
robustez.

--Es más fuerte que «el otro»--murmura, contemplándole a plena luz,
bajo el aire tibio y dulce del meridiano.

De súbito, los dedos ágiles y acariciadores se detienen con inquietud
sobre el pecho ancho y saliente del niño, allí, encima del corazón,
y se agitan después envolviendo el tallo dorsal de la criatura. Algo
extraño y monstruoso le parece a Marcela descubrir donde creyó hallar
fortaleza y reciedumbre.

Acude presurosa a desnudar al otro nene, y, encima de la cama, los
coteja, los mide, los junta en una exploración llena de perplejidades y
terrores: así la sorprende Andrés que no repara en el mudo trastorno de
la madre ni se aproxima demasiado a los chiquitines.

Largo día de zozobras crueles, y negra noche de insomnio, inspiran a
la muchacha una resolución pronta y enérgica. Quiere salir de la duda
insoportable, saber si su hijo es contrahecho o si ella delira de
pasión y ternura maternal. Envolviendo tales incertidumbres, cierto
obscuro propósito entenebrece el alma de Marcela y la obliga ciegamente
al disimulo.

Cuando llega el médico, llamado como por casualidad, la joven descubre
a Serafín, y pronuncia, con acento en que tiembla muy oculto el terror:

--Mire; está muy hermoso, ancho y grueso, pero llora mucho, parece que
se queja... y, como usted pasaba por ahí, me dije: pues que haga el
favor de verle don Mauricio.

Don Mauricio, con las gafas sostenidas en la punta de la nariz, se
inclina sobre el nene mirándole despacio, le registra con los sabios
dedos el pecho y las espaldas, y mueve al fin la cabeza en un signo
lamentable.

Marcela le devora con los ojos.

Antes de dar su parecer el médico pregunta:

--Este niño, ¿es el tuyo?

Y rápida, con acento sombrío, pero firme, responde la moza:

--Este es el jayón.

--Ya me lo figuraba. Porque tú y Andrés sois robustos y normales y
este pobre es raquítico: tiene una corvadura angulosa en la columna
vertebral, lo que llamamos vulgarmente giba.

Con la voz empañada y brusca insiste la madre:

--¿De modo que es jorobado?

--Eso mismo.

--¿Y no lleva remedio?

El doctor se encoge de hombros.

--Ninguno--dice--. Le pondríamos un aparato, le mortificaríamos, y
el chico no se enderezaría. Su lesión es innata, producida acaso por
herencia, acaso por un golpe que sufrió la madre, por una presión
nociva durante el embarazo clandestino... ¡Vete a saber!

Como nada repone la moza mientras envuelve a la criatura, don Mauricio
sigue hablando de _escoliosis osteopática_ y otras enfermedades
relacionadas con la de Serafín, el niño desgraciado que desde ahora se
llamará Jesús.

Diríase que el inocente escucha la inexorable sentencia de su desdicha;
de tal manera gime hasta que la madre, muda y febril, desabrocha el
corpiño y le ofrece el seno, blanco y duro, generoso.

El buen doctor, algo mocero, a pesar de sus años, y hombre sentimental,
se admira tanto de la hermosura de la joven como de su impulso
caritativo, y alude:

--¡Ah!, pero ¿le crías tú?

Ella, turbada en este instante por primera vez, murmura:

--Un poco...

--Ha caído el rapaz en buenas manos: más vale así. Vaya, hija, ¡que
sigas tan guapetona y de tan noble condición!

Marcela despide a don Mauricio muy amable, y la blancura de los
dientes, al querer sonreir, le enfría la púrpura de los labios con una
extraña claridad.

Cuando se queda sola acuesta al nene que se ha dormido y sale al portal
huyendo frenética de la cuna. Lleva en el alma un duelo indecible y
en la conciencia una nube cruel. No: nadie sabrá nunca que su hijo,
el soñado, el conseguido a fuerza de oraciones y lágrimas, el fruto
de un amor impetuoso, de un seno firme y joven, es una criatura
miserable, un sér enteco y ruin: ¡nadie lo sabrá! Allí está el _jayón_
para sustituirle y el orgullo de la madre para envolver en silencio
sacrativo aquel trueque fatal.

Marcela, inmóvil, helada bajo la lumbre fulgurante del sol, clava sus
morenos ojos en la tierra donde ha puesto una mancha fugitiva el vuelo
manso de una paloma. Al otro lado del corral se remece el huerto con
blandura...



V

LA RUEDA DEL TIEMPO.--FRATERNIDAD.--LA CONCIENCIA Y EL CORAZÓN.--LOS
OJOS VERDES.--VIDAS INFELICES.


Han pasado muchos días, lentos y monótonos, sobre la aldea montaraz.
Serafín y Jesús tienen ya once años y forman un rudo contraste de
lozanía y endeblez. El que pasa por hijo de Marcela es un chicazo
alegre y rubio, con la cara redonda como la luna y los ojos verdes como
las olas, unos ojos que el padre mira siempre con singular fascinación.
El otro es un sér enfermizo y contrahecho, una pobre criatura de mirada
quieta y sonrisa tarda.

Entre los dos media, con las afinidades del común hogar, el lazo firme
de un cariño devoto que es en Jesús admiración y vasallaje y en Serafín
misericordia y amparo. Delante de él ningún rapaz se burla del niño
giboso, ninguno le molesta ni le persigue: hermanos se llaman y por
hermanos les tienen en el pueblo, donde ya nadie duda la procedencia de
Jesús. La misma Irene acostumbra a besarle cuando le encuentra solo,
y a mirarle siempre con un ansia muy triste, con una compasión muy
dolorosa.

Ya la antigua novia de Andrés perdió los últimos encantos de la
enamorada juventud. Sola en el mundo desde que murió su madre, pugna en
la vida sin apoyo ni afecto que la sostenga y conforte. Trabaja y sufre
entregada al destino con una obscura conformidad acaso encruelecida
por la desesperación. Bárbaros empujones de su lucha solitaria la han
puesto algunas veces delante de Marcela, en solicitud de un jornal, de
un préstamo, de un pequeño favor. Y la esposa de Andrés la ha recibido
afable y complaciente, transida por una angustia semejante a los
remordimientos.

Tampoco Marcela parece la misma de antaño. Aunque en su posición de
labradora acomodada no ha conocido los rigores de la necesidad, vive
cavilosa y suspirante, con la mirada siempre fugitiva, escuchando
imaginarias voces al través de las horas mudas. De su fuerte belleza le
queda todavía una arrogancia en el porte y un hechizo en el semblante,
pero sólo como un recuerdo que alumbra la ruina de aquella briosa
mocedad. Desde que suplantó los niños con repentina y firme decisión,
en impune secreto, en vano busca su conciencia los vestigios de una
esperanza, el corazón, incapaz de mentir, la avisa de su delito a cada
instante. Al peso de su culpa ve la vida llena de sombras y siente
los castigos caer a su alrededor bajo la pupila negra del misterio.
Andrés quiere a Jesús mucho más que a Serafín, le quiere con una piedad
violenta, irresistible, en la cual piensa la celosa que descubre
redivivo el amor hacia Irene, ya que el padre ama en la criatura triste
al hijo de aquella mujer, mientras que al heredero le luce con orgullo
pueril porque es bizarro y saludable, pero le mima y educa sin meterle
en el alma, con un desvelo frío. Es verdad que a menudo se estremece
mirándole; le acerca a sí, rápido y brusco, le aprisiona en los brazos,
y se hunde, aturdido, en el abismo insaciable de los ojos verdes: ¡los
ojos de «la otra!»

--¿Qué busca en esa mirada?--se pregunta Marcela con loca
incertidumbre. Y para mayor tortura, su rival le inspira más lástima
que celos. No es a ella a quien Andrés persigue a tientas, en los ojos
del hijo sano y en la desdicha del hijo doliente: es al amor fugitivo,
al imposible, al enigma. La intuición se lo dice a la enamorada en
forma obscura pero cierta, y sufre ahora por el cruel abandono de Irene
con el doble estímulo del arrepentimiento y la compasión. Andrés y
Serafín debieran ser para la desvalida amor y gozo. Marcela se siente
culpable de habérselos arrebatado y padece con el atroz pensamiento de
ser una ladrona: el hombre que ella tiene por suyo estaba destinado a
Irene, y el niño que la llama madre nació de las entrañas de aquella
misma infeliz, a la cual no le queda ni el lejano consuelo de haber
alumbrado una criatura bella y dichosa: porque mira en Jesús la prueba
de su deshonor, el castigo de una hora de embriaguez.

Y el nene cativo, el inocente condenado a no tener nombre ni madre, oye
que le llaman _jayón_, sabe que vive de la caridad, y sufre en humilde
silencio, mientras la que le dió a la luz del mundo calla y sufre
también, con más angustia todavía, y esconde como pecados vergonzosos
los impulsos y los gritos de la sangre.

Mil veces Marcela siente la tentación de romper el secreto y confesar
su culpa cuando el niño gime atormentado por el doble infortunio. Mil
veces la culpable arrastra como un grillete su delito ante los ojos
tétricos de Jesús y la mirada atónita de Andrés. En la conciencia
turbia de la esposa, riñen ardiente y ferocísima batalla los celos, el
orgullo, la vanidad de la hembra, pugnando siempre por sofocar el puro
y callado instinto de la madre. Comprende la triste, con un espantoso
desgarramiento del corazón, que si mantuvo el dominio de su hogar
egoísta, si logró reducir al hombre amado y alzar la bandera de un
cobarde y engañoso triunfo, todo ello fué a costa de su propio hijo.
Llena de amargura y de horror, de envidias y despechos indecibles,
de pesadumbres roedoras, quiere compensarle a fuerzas de caricias y
llantos, con una ternura desvelada y enferma que la consume poco a
poco. De tal suerte le cuida y le llora, como pidiéndole perdón, tanto
le envuelve y le regala entre solicitudes y fervores, que el marido la
contempla con asombro más reverente y dulce cada día, más empapado en
amorosa gratitud.

A los ojos de Andrés la abnegación de Marcela crece hasta fundirse
con la santidad. Creyendo, como todos, que ella conoce el origen del
intruso, ve sin embargo cómo a los dos niños los confunde en una
misma gracia maternal, aun más fina, más honda y vehemente junto al
desgraciado. Y no sabe el padre cómo bendecir el tributo de amor que
recibe, de esta manera tácita y peregrina: rendido, confuso, rodea a su
mujer de tiernos homenajes que la entristecen cada vez más, porque no
acierta a conformarse con tan gratuita admiración.

Así en el drama sordo de estas vidas infelices sólo triunfa el supuesto
Serafín, engañado por la suerte, mecido por una dicha mentirosa...



VI

LAS FLORES DE LA NIEVE.--DICEN LOS PASTORES...--A LA LUZ DE UN
RELÁMPAGO.


El cielo decembrino, bajo y turbio, se entenebrece con ráfagas
siniestras. Gime el bosque, desnudo por el huracán, baja de la montaña
un helado soplo, y en la vacía soledad del espacio vuelan copos de
nieve, palpitantes como mariposas.

Tendido en el tajo de la hoz el pueblo de Rianzar yace medroso, y en lo
profundo del estrecho valle muge el río por la honda vaguada, desatado
en espumas grises, ensanchando la ronca orilla por fragas y juncales
borrando los azutes del ansar y los saetines del molino.

Al mediodía se hacen más espesas las flores de la nevada, rimbomba el
trueno y el aire adquiere un gemido áspero y terrible.

Marcela aguarda el regreso de Andrés y de los niños. De víspera
subieron al «invernal» de Bustarredondo por el gusto de dormir en la
mullida cabaña, beber la leche espumosa, recontar los ganados y gozar
de los bravíos paisajes. Quedaron en volver a la mañana siguiente y
Marcela atisba los senderos, llena de incertidumbre, pensando si el
temporal les habría sorprendido ya en la ruta borrosa del monte.

Medra la tarde, cunde la nieve, se rasan las veredas, y todos los
confines cobran una misma blancura de sudario.

Unos pastores que bajaron al anochecer, huyendo trabajosamente de la
nevasca, dicen cómo al pasar por soto de la Cruz creyeron oir unos
gritos que pedían socorro. No lo pudieron comprobar y se inclinan a
suponer que las voces lamentables fueron una ilusión: el «invernal»,
medio arruinado en aquel sitio, gemía, sin duda, al acabar de hundirse
bajo los atambores de la tormenta.

Pero la esposa de Andrés acoge este rumor con invencible espanto. Va y
viene por el pueblo presa de angustia desesperada, y no sosiega aunque
los vecinos de más fuste le dicen que el soto de la Cruz no está en
la ruta de Bustarredondo, y que si Andrés se hubiese expuesto con los
rapaces en el monte no perdería el rumbo por tan lejano camino.

Marcela nada escucha. Torna a su casa oprimida por aciago
presentimiento, y se duele de él sola, en una soledad insoportable,
bajo los frémitos de la ventisca y la claridad helada de la noche. No
quiere encender luz, imaginando, cavilosa, que rostro al campo yerto,
está más cerca de los ausentes, y abre de par en par la ventana sobre
el valle alumbrado por una ceniza luminosa, embebido en la nieve.
Siguen sonando las nubes con rugido pavoroso; la indómita curva de la
sierra se yergue amortajada en el paisaje, y abajo, en la honda línea
de la hoz, tiene la frescura del agua clamores turbios y agoreros.

De pronto ve Marcela pasar una sombra por la linde blanca del camino,
una sombra muda que ella conoce mucho, y sale a recibirla con el
irrefrenable deseo de apoyar el desplomado corazón en otro que sufra
igual martirio.

Entra Irene en el abierto portal, y con tapada voz pregunta:

--¿Han vuelto?

--¡No!...

La trágica lumbre de un relámpago ilumina a las dos madres y las acerca
en instintivo impulso de terror. Se tienden las manos mirándose con
ahinco a los ojos, y se sientan calladas, a esperar.

En la torre de la parroquia plañe una campana gemebunda; cae más
menudo y fino el polvo de la nieve; se desgarra una pálida nube y dos
estrellas se miran en el cielo, temblorosas...



VII

RÁFAGAS DE TEMPESTAD.--LA SELVA MUDA.--EL CANTAR DEL AGUA.--LA
HUÍDA.--EL GRITO CELTA.


De amanecida, rota apenas la mañana, Andrés vió la espesura de las
nubes y sintió el frío precursor de la nieve. Un silencio desnudo
bajaba del medroso celaje y un hálito de hielo corría por las llecas y
el mantillo, como si tiritase el monte.

Ya el pastor dispersaba el rebaño, y la leche fresca rezumaba en las
zapitas, acerca de la borona rubia, cuando Andrés despertó a los niños
ponderándoles la necesidad de volver al pueblo sin que reventase el
nublado.

Hizo Serafín los honores del sabroso desayuno mientras Jesús lo
probaba con esfuerzo y el padre creía descubrir señales dolorosas
en el trasojado rostro del enfermito. Tenía el pobre maceradas las
ojeras, ardientes las manos, caídos los miembros, apagada como nunca
la expresión de las pupilas. Buscándole a él refrigerios y tónicos,
por consejo de Don Mauricio, subían a menudo al «invernal», pero aquel
día no les acompañaba la suerte, a juzgar por el cariz del tiempo y el
talante de la criatura. Para que no se cansara mucho, tomaron el camino
lentamente, escuchando las voces de la soledad, mirando al cielo con
inquietud.

Muda estaba la selva como si no hubiese aire para un rumor; quietos los
zarzales y las árgomas, todo silente el horizonte gris.

Cuando ya llevaba Jesús jadeante el corazón, galoparon las nubes
sobre el viento y una lluvia sesga y helada comenzó a caer. Llegaban
entonces el álveo del río más caudaloso del país, donde el niño Saja
nace y solloza como un chortal, ablandando con su frescura la aspereza
montés. Y quedaron envueltos en los sones del agua, empapados en la
fría canción, mecidos por la tormenta que, al crecer, convertía la
lluvia en nieve y el viento en huracán.

Una repentina virazón de los aires empujó las nubes hacia el Norte
con ímpetu furioso, congelando los cierzos, tapando las veredas,
dificultando el camino, en tal forma, que Andrés tuvo que cargar a
Jesús en los hombros y tirar de Serafín, animándole con ruegos y
promesas.

Decidieron volverse a la cabaña, más próxima que el valle, y tornaron
otra vez monte arriba, en recia lucha con el temporal, ateridos,
alcanzados por la torva angustia del miedo.

Una hora tremenda llevaban de huída cuando comenzaron a sentirse
perdidos, no viendo, aún en torno suyo, las señales del amigo techado:
ni la cambera firme entre los setos, ni la braña sativa, ni el ramblizo
siempre susurrante, ni los pobos cercanos al pastoril hogar.

Aunque la nieve confundía lindazos y confines, hubiesen conocido bajo
la cruel blancura el huello de las parcelas propias, y hubiesen oído,
al través de la borrasca, las esquilas del ganado. Pero no; la ruta,
difícil y agreste, padecía el azote de los elementos sin decir nada a
la memoria de los caminantes: ¡ni un signo amistoso en derredor, ni un
toque suave de aljaraz!

Todo era esquivo y nuevo en la calzada serraniega a cuyos bordes
el eriazo mostraba un bravío semblante: se adivinaban los abietes
hostiles, la guájara rebelde, la espesura mazorral sin tresna alguna
de cultivo. Un bosque de salvajes enebros erguía las yertas ramas con
pavura como si levantase los brazos hacia Dios: la nube, cada vez más
negra y más baja, se abría en lampos de fuego y horrísonos clamores.

Agobiado por los niños, uno a cuestas, otro de la mano, quiere Andrés
huir de aquellos trágicos lugares, buscar un _asubiadero_ con la
esperanza de que, por lo repentino y brusco, tuviese el temporal poca
duración. Seguro ya de haberse extraviado, rendido con el peso de
Jesús, avizora ansioso el horizonte y tranquiliza apenas a los zagales,
llenos de terror.

Ya Serafín se queja a gritos de no poder andar. Cayendo a cada paso,
lloroso y gemebundo, interrumpe la fatigosa marcha del padre, y tiene
aquella fuga una expresión inclemente de fatalidad, un siniestro perfil
humano sobre la candidez terrible del camino.

No saben cuánto tiempo luchan y desfallecen sin rumbo ni reposo, cuando
en una tregua de la ventisca descubren el cobijo de una cabaña, y al
tocar sus ansiados umbrales reconocen el «invernal» del soto de la
Cruz, abandonado por ruinoso y abierto a las tormentas, pero aun así
providente y bienhechor para los tristes errabundos.

Yacen allí más que descansan, transidos, inertes, sin conciencia de
la vida, hasta que Andrés logra recobrar los bríos y darse cuenta de
su responsabilidad. Entonces mira con espanto a Jesús que parece un
difunto; le toca y está ardiendo, le mueve y está dormido, con un sueño
soporoso y letal.

La más desesperada compasión entenebrece al hombre delante de aquel
ser que le debe una existencia tan ruin, una infancia menesterosa y
comalida, sembrada de pesares, llena de humillaciones y amarguras.
Piensa que, al cabo, el hijo se le muere allí, a las inclemencias del
cielo, sin que nadie le cuide ni le ampare, abandonado a la más dura
suerte. Y reflexiona en lo inútiles que han sido aquella lástima y
aquel remordimiento que en una noche inolvidable abrieron al _jayón_ la
puerta de un hogar...

No sabe cómo servir al niño, da vueltas igual que un loco, por la
achacosa cabaña, buscando en cada ostugo la vislumbre de una ayuda
que está muy lejos de parecer. Si el vendaval empujó por allí algún
sobrante de la escamonda, los gajos secos del espino cerval o del
residuo del rozo, la nieve y el agua lo han mojado colándose por las
hendiduras, boquetes y algeroces. Y el mezquino acervo que Andrés reúne
con avaricia, tratando de encenderle para secar la ropa y mitigar el
frío, se resiste entre ásperas quejumbres y bocanadas de humo.

Serafín duerme cansado de llorar. Jesús se lamenta sin abrir los ojos,
con silbidos en el pecho deforme y temblores en las manos inquietas.
Cruje el endeble techado; gime el viento, cada vez más rendido; nace
la noche en el fondo de la hoz.

La nieve ha dejado de caer en torvas y rodar en aludes; se desmenuza
ahora en copos muy tenues, con atalaje de hada, y sus vedijas sutiles
se confunden en la pálida tiniebla, bajo la agonía de la luz.

De pronto unas voces lejanas llegan a los oídos vigilantes de Andrés.
Se yergue el desgraciado con toda la atención despierta y sacudida,
y vuelve a oir, remoto, un son de relinchada, el _ijujú_ celta que
perdura entre los mozos cántabros. Quizá pastores o _serrojanes_, que
huyen a la llanura, cantan para espantar el miedo, con alarde infantil.

Andrés, brusco y esperanzado, responde al bárbaro cantar con
angustiosos gritos, y quiere correr hacia las voces peregrinas, pero
los zagales, espabilados de repente, no le dejan salir. Un terror
inmenso les aturde ante la nueva actitud de fuga que el padre inicia,
ahora que ellos, tundidos, no se pueden mover y que la sombra ciega al
monte envuelto en pánico blancor.

Claman los muchachos frenéticos:

--¡Padre, padre! ¡No te vayas, no nos dejes!

Se le abrazan a las rodillas mientras Andrés pide socorro fuera de sí,
y ninguna humana voz acude al vehemente reclamo, ningún auxilio llega
al través de la soledad: ¡tal vez los sones errantes fueron una ilusión!

El viento gira hacia el Sur convertido en un noto de repentina
blandura, y al dormirse en el éter deja oir la querella del Saja, honda
como un llanto inconsolable, y rasga las nubes en un jirón azul: dos
estrellas se asoman al cielo, pensativas, para mirar la nieve acostada
en la noche.



VIII

EL RESPLANDOR DE LA TRAGEDIA.--CAMINO DEL CIELO.--EL BESO DEL SOL.


Palidece una madrugada turbia sobre la claridad deslumbradora del
paisaje. El día, que empezó a morir en los hondones, resucita en las
cumbres, invadiendo los contornos de la sierra cuando aún es Rianzar
valle de sombras.

Andrés no sabe si ha dormido: reina en sus actos el desorden de un
sueño, y mira a su alrededor con aire de sonámbulo, mientras se le
esconden los pensamientos en lo más obscuro de la conciencia.

Pronto revive su corazón con profunda congoja, sumido bajo la recia
pesadumbre: este día que nace no trae con su luz más que la evidencia
del drama, el resplandor de la tragedia.

Ha querido el padre dar calor con su cuerpo a los hijos, y los guarda
a su lado inmóviles, mudos. Jesús descubre, ardiente, el ascua de los
ojos, lo único que parece vivir en él; Serafín tiene los párpados
caídos, y abierta la boca en una respiración cansada. Inclinándose a
contemplarlos siente el hombre deseos de llorar y morir, y oye sin
asombro cómo cruje el cobertizo al peso de la nieve: ¡sin duda va a
hundirse! Entonces, desde el trépido umbral otea los parajes helados
con las sendas perdidas y padece la vaga sensación de asomarse al mundo
del silencio, en contacto con la eternidad.

Quisiera romper con la mirada los horizontes, salir, con la vista
siquiera, de aquella linde cándida y perenne que no concluye nunca.

El viento arrecia y la cabaña vuelve a crujir: parece que las nubes van
a rasgarse bajo un punto remoto de viva claridad. Otro brusco remezón
de la techumbre obliga a Andrés a sacar los niños, de un salto, fuera
del peligro, no sabe para qué. Los deja allí sobre la alfombra helada,
y espera absorto que se hunda el «invernal».

El desplome, el frío y la luz sacuden a los zagales con terrible
aguijón. Se levantan como autómatas, sin brío ni conciencia, y Jesús se
vuelve a caer.

Serafín llora deshambrido, asustado, maltrecho, y el padre coge al
caído en sus brazos y dice al otro con un gesto obscuro:

--¡Anda!

Toma una dirección cualquiera, monte abajo, fiándose al instinto, pero
el rapaz no le sigue.

--¡No puedo... no puedo!--murmura--También yo estoy cansado y siempre
llevas a Jesús: ¡a mí no me quieres!

El desconsolado plañido llega certero al corazón de Andrés, y le acusa
de predilecciones invencibles. Tal vez Jesús no sufre tanto como él
teme, ya no arde ni se queja, ya no le silba el pecho: será menester
que ande un poco. Le posa con dulzura y repite:

--¡Anda!

Carga con Serafín, que aún gimotea.

--¡No me quieres... no me quieres!

Y Jesús da unos pasos, vacilantes, detrás de ellos. Después vuelve a
rodar con un sordo retumbo, sin decir una palabra.

Acude el padre, aterrado, y al postrarse junto a la criatura conoce que
está allí la muerte, _la reina de todos los espantos_.

--¡Jesús!... ¡Jesusín!--clama rota de pena la voz.

Y el niño, con la cara vuelta al cielo, entornados los ojos, lanza
una risa aguda y delirante que rebota en la nieve y se aleja sin
extinguirse. Al dejar de reir, el alma le resplandece un instante
en las pupilas, triste y pura como un cirio, y se apaga de pronto,
humedeciendo el cristal de la mirada muerta.

Andrés, con el pensamiento inmóvil al lado del abismo, se inclina
a besar la boca exánime de Jesús, y sobre ella se detiene, como si
quisiera recoger un murmullo, un sollozo, la última volición de aquel
espíritu mártir y solitario que habitó un cuerpo tan infeliz. Pero el
hielo de la boca marchita hiere con filo tan penetrante, que el hombre
se levanta, crispado, y echa a correr con el hijo que le queda...

Ceñido por la mortaja infinita de la nieve, el cuerpo difunto duerme
con solemnidad en el monte, nunca tan santo como ahora que guarda los
despojos de un niño.

El viento al crecer, raudo y caliente, provoca el deshielo y ensalza
los rumores de arroyos y hontanares: parece que las aguas lloran una
pena indecible. El sol ha roto aquel punto claro de las nubes, y, sin
miedo al frío de la muerte, se asoma a besar la carne yerta de Jesús.



IX

HORAS DE ANGUSTIA.--LAZO DE DOLOR.--LA VOZ DE LA SANGRE.


Cuando Andrés llega a su casa, medio enloquecido, ya las vecinas le han
arrebatado a Serafín para alimentarle y vestirle antes de que su madre
le vea derrotado y hambriento, con el terror hundido en los ojos y la
angustia pintada en el semblante...

Todo el pueblo se agita al conocer la tragedia del soto de la Cruz.
Las mujeres lloran:--¡Pobrecito jayón, pobre inocente, señalado como
una víctima desde la cuna!... El párroco dice que el zagal supo elegir
el único camino libre y hermoso: ¡el camino del cielo! Y se apresuran
los hombres cerca de Andrés para ofrecerle compañía y auxilio.
Todos quieren subir a la montaña para rescatar el cadáver; todos se
compadecen del amigo que fué siempre generoso con los demás, valiente y
útil en la lucha común por la vida. Nadie ignora, tampoco, que el buen
camarada pierde un hijo en el niño _jayón_, y las frases de condolencia
adquieren rumores de secreto, matices de aventura pasional que rondan a
Marcela, sordamente, antes de que arribe su esposo.

No le aguarda sola; allí está Irene, que no se ha movido del banco
donde por la noche se encogió, muda y trémula, agobiada de un dolor
humilde, sin palabras ni suspiros, llena de vergüenza y timidez. Una
zozobra obscura, más fuerte que su orgullo, la empujó hacia el hogar
siempre envidiado, y allí se queda, esclava de la inquietud, quizá
temiendo que la echen; quizá sin fuerzas para huir.

A Marcela no se le ha ocurrido evitar la compañía de aquella mujer:
al contrario, la necesita y la estimula. Toda la noche trató a Irene
como a una compañera de infortunio; la invitó a calentarse y rezar; se
estrechó contra ella en el mismo banco, y tuvo tentaciones de abrazarla
y pedirla perdón.

Alumbradas desde fuera por la claridad de la nieve, contaron las
horas en vigilia constante, y cuando el alba inició las primeras
luces, sintieron en torno suyo una turbia sensación de opacidad, una
vaga certeza de vivir... Ecos del drama que las reúne en misterioso
lazo, posan ya junto a las dos madres. Algunos vecinos que preceden,
solícitos, a Andrés, para tranquilizar a la esposa, no saben cómo
hablar delante de Irene, y ellas, notando la turbación de los
semblantes, padecen crecidas todas sus incertidumbres y nada quieren
oir.

Es aquel un minuto horrible de ansiedad, hasta que el hombre, tan
dolorosamente esperado, entra y se mira, atónito, entre las dos mujeres.

--¿Y los niños?... ¿Dónde están los niños?--le preguntan desoladas,
olvidando que huían de saber.

Él paga a Marcela en tal instante su larga deuda de gratitud,
respondiendo con heroica generosidad:

--He salvado el tuyo.

--¿Al mío?--Nadie adivina el pánico de esta voz que repite:--¿Al mío?

Ronco y aciago el acento, Andrés confirma:

--¡A Serafín!

Y no comprende por qué Marcela da un grito desesperado y hondo, como la
pobre madre del _jayón_...



X

EL DÍA DEL PERDÓN.--LOS PEREGRINOS.--ENTRE DOS ORILLAS.--ALMAS QUE SE
BUSCAN.--REVELACIONES.--SOLA EN EL MUNDO.--SUEÑO DE ETERNIDAD.


La primavera vuelve, celosa, pujante, con todo el ciego impulso de la
vida, y alumbra unas bellas horas apacibles, unas horas que a media
tarde se pueblan de rumores de campanas, y ven llegar, por los hondos
caminos de la vega, grupos de gente grave y silenciosa.

Muchos de estos viajeros, los que vienen del lado ponentino, se
detienen a la orilla del Saja, junto a un plantel de _alisas_ y el
tramo de un puente roto. Entonces una barca, plana y tosca, que se
mece sobre el murmullo glorioso de las aguas, llega con el empuje del
barquero al lado de los caminantes. Y el ancho brazo del río, cadoso
y transparente, se deja cruzar una y otra vez por la nave servicial
y deja que en su espejo se miren, entre medrosos y complacidos, los
romeros que forman la mística expedición.

En medio de la breve llanura, una iglesia, blanca y pobre, va
recibiendo a todos los peregrinos hasta donde le es posible
albergarlos, y los menos diligentes en acudir a las voces de la
torrecilla humilde se agrupan a la entrada, abierta de par en par,
frente al púlpito vestido de viejo brocatel.

La voz llena y clara del predicador se desborda del templo, y rueda,
sonora, por los campos en reposo. Dice el carmelita unas palabras
sencillas y emocionantes; cosas buenas y dulces a propósito de la
debilidad de las mujeres; de la inocencia de los niños; del olvido
de las injurias; de la misericordia; de la caridad. ¡Es «el día del
perdón»!

En las tardes pasadas ha desarrollado el misionero todos los temas
piadosos que deben traer como consecuencia este sublime final: ¡el
perdón! ¡Hay que perdonar las envidias, los agravios, las traiciones!...

Muchos fieles se miran con afán a los ojos como si quisieran verse
el alma; otros bajan la frente, otros suspiran con angustia. Y en el
atrio, sobre una viga del tejaroz, dos golondrinas recién llegadas de
lueñes tierras, coloquian misterios de su nido, sin desconfianzas ni
temores. Su manso arrullo besa en el aire las palabras del apóstol:
¡Paz y amor! Un hálito vernal las empuja por el campo, hasta el río
donde la corriente solloza y la barca se mece, como un símbolo, entre
las orillas, bajo el tembloroso andarivel...

       *       *       *       *       *

Sola va quedando la iglesia blanca en el fondo de la llanura.

La tarde se duerme con placidez, echada sobre las flores de la campiña,
y los devotos se extienden por la vega en demanda de sus pueblecillos.

Con la última volada de las aves y los últimos fulgores de la luz,
parece que flotan en el viento misteriosas endechas de amor y de paz,
como un himno entonado al «día del perdón».

Dentro del piadoso recinto dos corazones, maduros por las penas, velan
y sufren; dos mujeres rezan y lloran. No están juntas, pero se vigilan,
y cuando Irene se levanta la sigue Marcela de la mano de Serafín.

Casi a un tiempo llegan al portal, se santiguan de cara al templo
solitario, donde laten unas luces pálidas, y se miran, dolientes, bajo
la penumbra del anochecer, cobijadas por un cielo sin nubes, florecido
de estrellas.

--Irene, ¿me perdonas?--dice una voz opaca.

--¿De qué?--responde la infeliz que siente en la misma boca el raudo
golpe de su corazón.

--De que te robé la felicidad... el hombre que tú querías... el hijo
que tú alumbraste...

--¿El hombre?... Él se marchó... ¿El hijo?... Yo te le di... ¡Más
tienes que perdonarme tú!

--¡No; que no sabes lo que hice!... El niño... te le cambié--balbuce
Marcela. Vibran las frases en sus labios como una llama, y empuja a
Serafín confesando:

--Pero estoy arrepentida. Te le devuelvo; aquí le tienes: toma... Este
es Jesús, el jayón... ¡no llores más por él!

Un grito que se clava en el aire como un puñal, recibe a la criatura,
mientras los pensamientos de la madre se dibujan absortos sobre una
obscuridad infinita. Torpe, ávida, prorrumpe:

--¡Mi hijo!... ¡Es mi hijo!... ¿No me engañas?

Quiere abrazarle, y el zagal se resiste con el temor de verse entre dos
locas.

--No te engaño--asegura Marcela, y su voz parece que recorre un espacio
sombrío antes de hacerse oir--. Este niño es «el vuestro», el saludable
y dulce, el de los ojos verdes, que embrujan como los tuyos...
¡fíjate!... Cuando Andrés le mira es igual que si te mirase a ti...
Tómale: te le doy y me quedo sola en el mundo como estabas tú...

--Yo no pienso en Andrés--murmura Irene con un doloroso balbuceo de
ideas, tendiendo siempre hacia Jesús las codiciosas manos.

--La que se lleva el hijo, se lleva el hombre--ruge Marcela, mirando
ante sí con ojos sin mirada, y echando al niño en brazos de «la
otra»--. Y añade:

--Quiero morir en paz: yo haré esta confesión donde sea menester, daré
todas las pruebas necesarias, expiaré mi delito según la justicia del
mundo... ¡Dios, bastante me ha castigado!...

--¡Madre!--llora el rapaz, buscándola.

--¡Esa es tu madre!--responde, brusca y firme, tornándole al regazo de
Irene.

Y allí de cerca, vida contra vida, el niño entre los agitados
corazones, vuelve a decir a su rival:--¿Me perdonas?

--Con toda mi alma... ¿Y tú a mí?

Un fulgor obscuro luce en los ojos agarenos mientras Marcela pronuncia:

--¡También!... Hoy es el día del perdón...

De repente abraza al muchacho que la mira ansioso, y echa a correr
fuera del portal. La sigue un acento infantil y desgarrador:

--¡Madre!... ¡Madre!...

Pero ella desaparece muda y ligera, como una sombra atormentada. Un
ancho camino de argomal la conduce a la margen del río que susurra bajo
el leve cejo de la niebla.

La mujer, cansada, acorta el paso y se refugia en la soledad con un
amargo deleite de hurañía y abandono. Se considera ya sola en el mundo,
purificada y redimida por el flagelo de la expiación, digna de unirse
al hijo mártir en una gloria que no se acabe nunca.

En la cumbre del soto de la Cruz una fogata pastoril arde, al parecer,
junto a las estrellas, y en el cielo enjoyado, se recorta el perfil
virginal de la montaña.

Aún palpita el crepúsculo como un gran corazón agonizante caído en el
remanso de la noche; sobre el movible cristal del río tiembla y huye la
plata de la luna...



TALÍN



I

EL PÁJARO Y LA NIÑA


Hay en Cantabria un pájaro montés, chiquito y verdoso, liviano y
artista, un canario silvestre que anida en los argomales, vive en la
soledad y canta en lo más espeso del bosque y de la mies. Como no tiene
nombre conocido, le distinguen con el remedo de su aguda canción,
llamándole Talín.

Una niña, tan agreste como el tal pajarillo, tan cantarina y bella como
él, vivía, hace pocos años, en Cintul, un pueblo de aquella comarca, de
los más empinados en los alcores, camino de la hoz, frente al Escudo
de Cabuérniga. La niña era pobre y no tenía madre: sin embargo, parecía
muy feliz. Su padre, un buen labrador, la cuidaba con singular desvelo
y entre las vecinas del barrio, afables y piadosas por lo común,
había una, la más trabajadora, lista y servicial, que demostraba a la
huérfana especialísimo interés. El peinado, el vestido, la merienda
y el postre de la niña, corrían siempre de cuenta de Clotilde, y
servirla, asearla, prever sus caprichos y sus travesuras, era para la
moza como una obligación. La chiquilla se dejaba mimar, abusando todo
lo posible del encanto que ejercía sobre aquella mujer, del cariño
del padre, de la compasión de la maestra, de la solicitud del cura,
de cuantas devociones, en fin, supo conquistar con su gracia y su
picardía, nada cortas ni vulgares. Sin ser una hermosura ni un modelo
de docilidad, conocía el dulce hechizo de hacerse querer. Alegre,
inquieta, reidora, aparecía como envuelta en una ráfaga de candor, y
tan infatigables eran sus aptitudes para correr y cantar, que olvidando
su nombre, dieron en llamarla _Talín_, lo mismo que al avecilla montés.

Cierto que a la niña para semejarse a los pájaros no le faltaban más
que las alas; tenía, como ellos, la frescura del aire donde habitan
y la serenidad del sol a quien adoran; llevaba en los ojos un brillo
dorado y caliente, lleno de luz, y parecía conocer los caminos trazados
por la bruma y el viento: de tal manera trasponía el monte por los
más inaccesibles lugares, y en frecuentes escapatorias, sin miedo a
los castigos ni a las alimañas, ligera y menuda, igual que el canario
silvestre.

Ya contaba diez años _Talín_ y hacía tres que Clotilde le servía de
madre, sacrificada por aquel cariño con verdadera abnegación. Hasta
que las gentes, poco habituadas, también en las alturas de Cintul, a
procederes demasiado finos, acabaron por decir que la moza, soltera y
madura, fraguaba su casamiento con Ambrosio, el padre de la niña.

No parecía muy asequible el galán, un cuarentón de carácter
independiente y retraído, atento sólo a su trabajo y al celo de la
nena; hombre tan avaricioso de palabras que hasta para agradecer los
favores se diría que contaba las sílabas. Pero en las obras era muy
discreto y cumplidor: gozó fama de excelente esposo, y sus virtudes
paternales servían de ejemplo y alabanza en el lugar. Estaba bien
conservado todavía. Alto, fuerte, moreno y adusto, mostraba una
repentina dulzura al sonreir a su hija, una dulzura que le hacía
sonrojarse, y que Clotilde había sorprendido con turbado corazón,
imaginando que Ambrosio podía ser muy bueno sin descubrir nunca en los
labios una vislumbre de alegría ni en la voz una gota de miel. Cuando
le halló una tarde con _Talín_ en los brazos, absorto en besarla y
divertirla, quedóse tan confusa como él, que huyó sin volver la cabeza,
murmurando algunas frases impacientes, mientras la niña explicaba
maliciosa:

--Le da vergüenza que le vean dar besos...

Desde entonces Clotilde sintió delante de aquel hombre una obscura
ansiedad que se fué convirtiendo en rara timidez. Ella, tan
despreocupada y resuelta para acudir junto a su protegida a cualquier
hora, sin reparo ninguno, comenzó a evitar los encuentros con Ambrosio
y a poner en sus visitas una mesura llena de precauciones y melindres,
cabalmente cuando los vecinos decían que procuraba su boda con el
viudo, seduciendo a la nena.

La cual, por aquel tiempo, corría a más y mejor aprovechando las tardes
benignas del otoño, todavía colmadas de flores y de aromas. Eran las
últimas delicias del año, y las más codiciadas por eso, aquellas de
esconderse entre los maíces crecidos y maduros, bañarse en el remanso
azul del ansar, despedir en el campo _sirueño_ a las golondrinas que
huyen a invernar bajo las alas del sol, y subir al monte para aprender
romances de los pastores antes de que bajen con sus ganados a la
derrota de la mies.

Y en el disfrute de estos arriesgados placeres demostraba _Talín_ una
admirable experiencia. No había chiquillo de su edad, en Cintul, que la
ganase a descubrir atajos en las cumbres, vados en el río y escondites
en el bosque. Igual saltaba la cárcaba de un huerto, que subía al
gromo de los árboles. Volaban sus cabellos gozosamente en las alocadas
carreras, y volaban sus pies sobre el camino, siempre dispuestos a
las aventuras peligrosas y a los parajes lejanos. Nunca se caía ni se
lastimaba: volvía de sus excursiones con el vestido roto y la cara
sucia, llorando, a veces, para que no la riñeran, y prometiendo no
escaparse más.

Pero la misma gracia y prontitud que demostraba para desobedecer y
hacerse luego perdonar, le servía de estímulo en la escuela para leer
y escribir como ningún otro arrapiezo y tramar un bordado y un encaje
con relativo primor. Nadie como _Talín_ para ofrecer en la parroquia
las flores a la Virgen, muy peripuesta la chiquilla de vestido blanco y
banda azul, con un velo pomposo sobre la frente y los bracitos por el
aire, acompañando con un movimiento ritual el recitado de los versos
alusivos.

Todo lo cual quiere decir que esta niña no era un marimacho ni mucho
menos, sino una criatura ágil y traviesa, inteligente y audaz. Debemos
añadir que tenía un carácter generoso, muy propenso a los éxtasis y a
las meditaciones, muy dado a soñar y compadecer, y tan propicio a las
cosas peregrinas y sentimentales, que lo mismo le inducía a vagar en la
sierra, por los riscos más duros, como las aves hurañas, que a salir
delante de la Custodia en las procesiones, llena de beatitud, ceñida de
tules, con alas de plumas, emulando a los ángeles, los pajarillos de
Dios...



II

EL TORO GILVO


Trasmontaban los pastores, ya próximo el verano en busca de los altos
puertos, errantes como las tribus primitivas que fincaron la cabaña
y el redil a la paz de los dólmenes y menhires, en atisbo de la
civilización.

Íbanse todavía musitando romances del tiempo medioeval, originados
sabe Dios en la cuna de qué bárbara cosmología, calentados en el ascua
misteriosa del Cristianismo, y entrañados en España por la vena del
«camino francés» que inflamaron los peregrinos extranjeros al son del
_Ultreya_, el cantar salmódico de Santiago el Mayor.

Fiel remanso de las viejas corrientes de la vida, aún repiten los
montes de Cantabria el eco de los más olvidados mitos, y con el remoto
sabor de las primeras canciones del mundo, van posando, también, de
uno en otro repliegue de sus cumbres, una viva membranza del arte
prehistórico: son cayados y abarcas, zapitas y colodras, que reproducen
de un modo inexplicable los dibujos grabados en las astas de reno y en
los arcanos muros de Altamira: son atavismos sigilosos de la caverna:
sagrativas ráfagas de lo pasado; mudos soplos de una humanidad infantil
que traslumbra en los pastores montañeses con perfumes del antiguo
candor.

Y _Talín_, la niña andariega de Cintul, siente un loco deseo de
despedir a los nómadas igual que a las golondrinas, con una alta mirada
llena de admiración para todo lo que huye y tramonta más allá de los
horizontes, al otro lado de las cimas y las nieblas.

Aguijada por su antojo, ha pensado la chiquilla escaparse al invernal
donde los rebaños se reúnen para la partida.

Después de comer, cuando el padre marcha con el carro a buscar leña
camino del soto, la nena se escabulle recatándose de Clotilde que la
vigila desde su casa, huerto con huerto, los corrales en un mismo
lindazo, y por las callejas silenciosas, entre espinos y saúcos en
flor, busca el regazo de la sierra cuya soledad tiene a tales horas un
espléndido manto de luz.

Alborea Junio muy gentil, con todos los alardes de un precoz estío.
El sol, encendido y desnudo, se recuesta sobre el campo nuevo, y las
plantas, abrumadas de flores, aroman el ambiente bajo el sosiego torvo
de la siesta.

Camina _Talín_ a toda velocidad con aire fugitivo. Su paso menudo y
frágil, que parece un vuelo, apenas turba el augusto reposo de la
hora. Va pensando en un _serroján_, tan chiquito como ella, que ya
veranea con el ganado en la punta de los Cabriles, al otro lado de
la montaña, y conoce todas las canales de los puertos vecinos, donde
viven el oso y el jabalí, el milano y el azor. Va pensando, también,
un poco vagamente, que ha corrido la escuela y la reñirán mucho; quizá
la castiguen a estarse de rodillas durante el recreo a la siguiente
mañana; pero eso no le importa si consigue antes de que se marchen los
pastores aprender todo el romance que el _serroján_ le está enseñando:
es una sarta de versos inocentes, donde se cuentan las aventuras de
las cabañas emigrantes y se difunden los méritos de cada puesto, la
historia salvaje de cada risco montés.

Lleva la niña la mirada siempre horizontal, plena de ensueños: el alma
mecida igual que en una cuna; los labios sonrientes a una ilusión sin
formas y sin nombre. Sube a un castro, fuera de la sombra que la
conducía entre nogales y matas de juncia, y repite, ensoñando a media
voz:

    «Válgame la Soberana,
  válgame la Magdalena,
  que perdí la mejor vaca
  que tenía en Villanueva...»

Con el mismo rumbo que sigue _Talín_ asoma desde lejos la cabaña de
Cos, hacia Bustarredondo, para reunirse allí con los demás.

Solicitada por el soniquete de los aljaraces vuelve la niña la cabeza,
cuando un toro gilvo, muy joven y retozón, corre en amenazadora actitud
al reclamo del vestidito rojo que acaba de aparecer. El vestido huye
como una llama conducida por el viento; grita, desaforadamente el
pastor, renegando del rebelde animal, y la pobre nena, nunca, por
milagro, comprometida en un peligro semejante, quiere subir la pared
tosca y alta que limita el sendero y promete un refugio. Empujada por
el instinto, logra encaramarse en la espinosa linde y ve que al otro
lado se hunde, en pliegue brusco, el verdacho sombrío de un renoval.

El toro llega jadeante, la niña salta con los ojos cerrados, y queda
inmóvil sobre la escamonda, suelto el pelito rubio en torno a la
blancura de la cara.

Un instante después acude el pastor cerca de _Talín_, contristado
y perplejo, mientras muge el animal blandamente, contemplando con
mansedumbre, desde la altura de la cerca, la voladora mancha de vestido
rojo, caída en incomprensible quietud.

Una alevilla suave pone su cándida nitidez sobre la frente de la nena,
se oye cercano el tenue vagido de un arroyo, y canta entre los renuevos
una cigarra loca de sol...



III

LA MADRE


Buen conocedor de los ambages de la sierra, el pastor llegó a Cintul
en un periquete, con la niña lisiada entre los brazos. Era amigo
de Ambrosio y conocía bien las travesuras de la pequeña, su vida y
sus costumbres; así que, sin vacilar, llamó a la puerta de Clotilde
gritando:

--¡Eh, muchacha! Aquí traigo a _Talín_ con una patuca rota.

Y era verdad.

El pajarillo perniquebrado se rebullía gimiente dentro del vestido
rojo.

Aparecióse Clotilde en el umbral, con cara de susto, y se quedó mirando
de hito en hito al hombre y a la niña, demandantes y humildes a plena
luz, bajo la masa ardiente del cielo.

La moza no dió gritos ni se entretuvo en inútiles preguntas. Abrió su
cama y acostó con sumo cuidado a la nena, que al menor movimiento se
quejaba de agudísimos dolores en la rodilla. No tenía más daño que
aquél: una mancha grande y obscura y un principio de inflamación.

--Llamaré al médico--dijo Clotilde a su madre y a su hermana que allí
detenían al pastor con mil comentarios sobre el percance.

--No le toca venir hasta pasado mañana--le respondieron.

--Pero yo haré que venga.

La escucharon con absoluta incredulidad y su madre repuso:

--Hoy hará la visita en los pueblos del Concejón, y ni él ni su
caballo están para más trotes.

--Sólo en trance de muerte vendría--añadió la hermana.

Se miraron absortos, añorantes de un médico y un caballo más propicios,
y el pastor, que ya se despedía, le propuso a Clotilde:

--Yo lo que tú llamaba a la saludadora.

--¡Es una bruja!--respondió la muchacha con desdeño.

--¡Qué ha de ser!

--¡Claro que no!--adujo la madre en son de protesta--. Curaciones como
las suyas no las hace el mismo Don Julián.

--Y para las caídas y los golpes tiene manos de santa. Hace poco me
curó a mí un vello despeñado, en un santiamén.

Clotilde se encogió de hombros mientras la otra joven decía:

--¿Pero comparas a un cristiano con un animal?

--Para el caso es lo mismo--aseguró el buen hombre, acabando de
despedirse, escotero y veloz, en busca de la cabaña que había confiado
a los _serrojanes_...

Quedó prendido en el silencio el llanto de la niña, más quejosa cada
vez, más postrada y febril, y pasaron la tarde inquietas las tres
mujeres alrededor de la cama, hasta que llegó Ambrosio con la testa
greñuda, nublado el semblante y amarga la voz, preguntando por su hija
y nombrando entre dientes a la saludadora.

Clotilde fué a buscarla y volvió al poco rato con una mujer que no era
vieja ni sórdida como las clásicas brujas; al contrario, mostraba un
porte agradable y majestuoso, muy influído por la alta categoría de su
providencial ministerio. Como no había oficiado nunca en aquella casa,
se creyó en el deber de advertir:

--Soy la séptima hija de honrado matrimonio, y por eso tengo en la
lengua una cruz con privilegio para curar.

Nadie trató de comprobarlo, y la mujer, con solemnes ademanes,
descubrió a la enferma, la examinó cuidadosamente, y no hallándole otro
daño que el de la rodilla, puso allí su atención con mucha mezcla de
signos, oraciones, saliva y alentadas. A mayor abundamiento aplicó un
vendaje encima del golpe y dijo:

--«Esto» sanará si tenéis confianza en mi virtud... y si quiere Dios.

Puesta así a buen recaudo su responsabilidad, se fué sin admitir unas
monedas que Ambrosio le ofrecía.

La nena siguió gimiendo. Le creció la calentura y empezó a delirar.
Pretendía huir del toro gilvo en una carrera incesante, angustiosa,
y había que sujetarla para que en realidad no huyera. Transida y
ardiente, recitaba coplas, romances y lecciones; luego se adormecía
en un breve sopor y despertaba otra vez, medrosa, trascordada, para
repetir:--¡Madre!... ¡Madre!...--tendiéndole los brazos a Clotilde.

--¡Aquí estoy!... ¿Qué quieres? Aquí estoy contigo--respondía la moza,
impregnada la voz de un vaho sentimental.

Y la dulcísima palabra se volvía a encender en los ansiosos labios de
_Talín_ como un cirio en la sombra del recuerdo:--¡Madre!... ¡Madre!...

Pasaron toda la noche Clotilde y Ambrosio al lado de la niña. Él,
taciturno y aprensivo, no se atrevía a tocar a la pequeña, pero sus
tímidas frases y sus gestos bruscos tenían un hondo significado de
ternura en la intimidad del aposento, mientras la mujer, alerta y
silenciosa, refrescaba las sienes de la niña, le hacía beber el agua de
las flores cordiales, y le colgaba al cuello un escapulario milagroso.

A la mañana siguiente no estaba la enferma tranquila ni libre de
dolores, pero había decrecido mucho la fiebre, y de la aguda crisis
cerebral sólo le quedaba la flaqueza de llamar a Clotilde madre, con un
empeño mimoso y dulce.

Cuando la quisieron disuadir de su equivocación, la interesada dijo:

--Que me llame como quiera; no la disgustéis...

Por la noche el padre se fué a su casa y se acostó, vestido y
desvelado, frente a la cama vacía de _Talín_. Pasó el sueño volando
por sus ojos, levantóse al amanecer, y ya el canto de los pájaros, que
es la música del cielo, hacía la ronda de los horizontes en cálida
sinfonía primaveral.

Salió Ambrosio al huerto y escuchó asombrado el nuevo lenguaje que
hablaba la Naturaleza en torno suyo. Hasta los nervios de las hojas
parecían estremecerse: era aquél, sin duda, el tiempo de la vida,
el renacer de la tierra animada por el perpetuo ritmo vital; el
resurgir de todos los amores y las esperanzas... ¡Por eso _Talín_ había
encontrado una madre!

Y el hombre, solo y conmovido, no sabiendo qué hacer, se puso a partir
leña en el corral, con inesperado furor...



IV

EL SOL


A los tres días de ocurrir la aventura visitó Don Julián a la niña por
empeño de Clotilde, desaparecido el vendaje de la saludadora, la cual
se limitó a decir:

--No tenéis fe y la criatura no sanará...

El médico halló rota la articulación y trató de soldarla con la
inmovilidad; pero aumentaron los dolores, continuó la enferma postrada
y febril y al cabo de un mes diagnosticaba el doctor una artritis de
carácter tuberculoso, enfermedad larga y de un resultado obscuro.
Habló de los antecedentes de la niña, cuya madre había muerto de una
fiebre héctica, y quiso indicar que la propensión hereditaria de
_Talín_ se hubiese manifestado, antes o después, con cualquier motivo.
Recomendó a la paciente baños de sol, mucha quietud, aire puro y
alimentos saludables.

Durante muchos días el caballo cansino de Don Julián se detuvo en la
única ventana de Clotilde, donde la niña enferma se asomaba al campo
y al aire serraniego, bajo la incansable solicitud de su protectora.
Desde el camino, sin apearse, le hacía el médico la visita; se marchaba
meditabundo, en una actitud parecida a la estampa de Don Quijote sobre
Rocinante, y seguía la nena tendida en su banco entre almohadas,
mirando al cielo y urdiendo historias en la tela invisible del espacio.

Floja y remisa para todo esfuerzo material, padecía _Talín_ una aguda
exacerbación de impaciencias espirituales, impropias de sus años.

Y acostada, rostro a lo azul, en el silencio campesino, dábase a
hilvanar ilusiones con verdadero frenesí.

Ya no sentía en la rodilla el lacinante dolor que tanto la hizo
padecer: sólo algunas punzadas en los movimientos bruscos, algunos
latidos que la obligaban a forzosa quietud. A medio vestir, con los
finos cabellos peinados en dos trenzas acabadas en un hopo rubio y
lene, permanecía inmóvil desde el alba a la estrella, abiertos los ojos
con extraordinario afán a cuanto fluía penígero y sutil en la gracia
del viento. Pájaros, abejas y mariposas, subyugaban como nunca a la
niña con sus giros y voces, la risa del éter: hasta las teruvelas y las
aludas le parecían desde su postración unas criaturas maravillosas:
pensamientos divinos echados a volar.

A Clotilde le daba mucha lástima ver cómo la enferma seguía el rumbo
de insectos y de aves, perdiéndolos de vista en los remotos caminos
de la altura; imaginaba que también la niña quería huir volando hacia
Dios, como un ángel suyo, cansado de la tierra. Ambrosio pensaba lo
mismo, con infinito desconsuelo, y los dos tejían una pobre corona de
solicitudes en torno al pequeño sér, doliente y humilde, igual que un
pajarillo alicortado.

Pero la vida era dura en el terruño. Había que trabajar de la mañana
a la noche sin tregua, sin reposo, por encima del dolor y del
presentimiento, y _Talín_ se quedaba sola junto a la ventana desde el
amanecer, aunque la piedad y el amor velasen por ella.

La madre de Clotilde, que desgranaba maíz en el desván, tenía cuidado
con parecido esmero de lo más importante de la casa, fuera del establo
y el corral: la lumbre, la olla y la niña. A menudo bajaba del caliente
sotrabe para añadir garojos al fogón, sazonar el cocido y poner los
ojos, observadores, en la enferma. Algunas veces la veía atormentada y
sudorosa, con los párpados caídos y el aliento feble. Entonces hacía
sobre ella la señal de la cruz mojando en agua bendita, en calidad
de hisopo, una rama de laurel, y recobrándose _Talín_, se miraban
las dos, mudas y cándidas, en las atónitas pupilas. Si la pequeña no
quería refrescar los labios ni cambiar de postura, volvía la anciana a
deslizarse, pasito, fuera de la habitación.

Al mediodía regresaban del campo los trabajadores para comer: Clotilde,
siempre adelantada y presurosa; Ambrosio detrás, cada día más desvelado
y tímido.

Andaban a la hierba por aquel tiempo. Solía volver la moza a su casa
con un fonje coloño en la cabeza, y el vecino con el guadañil al hombro
y la colodra a la cintura; ella subía de un tirón la empinada escalera
del pajar y él rodeaba los huertos asurcanos para asomarse a la ventana
donde _Talín_ yacía como en un nido, esperando la salud.

Cuando Ambrosio había cambiado las primeras frases con su hija, ya
bajaba Clotilde, un poco jadeante, con hilos pálidos de hierba entre
el cabello obscuro, las mejillas ardientes, los ojos inquiridores. No
tenía más belleza que la de su frescura de campesina y el encanto de
esa bondad callada que se vierte en el silencio, como los arroyos que
sin dejarse oir apagan la sed del caminante.

Junto a la niña, el hombre y la mujer hablaban unos minutos, sin
mirarse apenas: él ponía sus jornales casi enteros en el regazo,
infantil, y trataba de expresar a la vecina su gratitud, sintiendo que
se le empapaba el corazón de una ternura misteriosa; ella, hablando
y sonriendo, un poco azorada y cobarde, servía a la enferma názulas
y miel, pan tostado y agua pura del monte. Ya no volvían a reunirse
hasta la hora del crepúsculo, cuando brillaba en el cielo la estrella
vespertina, «el chacal de la luna», expiado siempre con asombro por
las claras pupilas de _Talín_.

Así pasaron los días florentísimos del valle, bien maduro el aroma
de los huertos, rumorosos los dorados maíces en la mies, fastuosa la
belleza del bosque y la montaña.

Hicieron los pastores el retorno y se llenaron los caminos con el canto
de los esquilas al anochecer. El _serroján_, amigo de _Talín_, acudió
al reclamo de la niña para decirle coplas y romances agrestes.

Ya la enferma no se adormecía, torpe y madorosa, en consunción letal.
Sobre la bruñida tez, los grandes ojos de color turquí se abrían
pensativos y audaces como en plena salud; la gracia de la sonrisa y de
la voz cobraba con la dulzura antigua un nuevo encanto, una tristeza
inefable llena de misterio; el canario silvestre volvía a cantar, y
a menudo deshacía en los dulces labios, como un trino, las estrofas
aldeanas:

    No le quiero
  molinero
  porque le llaman
  el maquilandero.
  Yo le quiero
  labrador,
  que coja los bueyes
  y se vaya a arar
  y a la media noche
  me venga a rondar;
  que suba aquella montaña
  y corte una rama
  del verde laurel,
  y a la mi ventana
  la venga a poner.

Guardaba _Talín_ en la memoria un sartal de cantares, y se los iba
diciendo con ingenua exaltación a la brisa y a los pájaros, a las hojas
rubias que empezaron a caer, al lucero de la tarde, que desde muy
temprano comenzó a brillar.

Mientras despertaban las canciones de la nena, dormidas en las horas
de dolor, iba el otoño deshojando las frondas, gemía larga y triste la
quejumbre del viento, y era menester sustituir la ventana de Clotilde,
abierta a naciente, por una puesta al Mediodía en casa de Ambrosio.

En esta última encontró Don Julián una mañana a la niña y a la moza,
juntas y felices; una cantando, otra cosiendo, las dos con trazas de
ser dueñas y señoras de aquel hogar.

Cuando el médico observó a la enferma desde la calle, según costumbre,
le dijo a Clotilde, entre afable y cariñoso:

--¿Conque al fin os echaron la bendición?... Me alegro, hija, me alegro.

Ella respondió sencillamente:

--Yo tenía que cuidar a esta criatura, ¡y como en mi ventana hace ya
frío!...

--Eres buena. Dios te lo premie... y que nunca te falte el sol.

--Amén--susurró Clotilde, mirando a su hija con transporte--. Y le
pareció que el caballo rosillo de Don Julián, llevándose al jinete
macilento, caminaba aquel día con cierta soltura y prontitud.



V

EL MAR


Cinco años después era _Talín_ una obrerita ciudadana muy soñadora, un
poco triste, que sobrazaba dos muletas y cosía ropa blanca de lujo para
un gran comercio santanderino. Su larga enfermedad en Cintul dió por
resultado que el tumor de la rodilla, al resolverse, dejaba en posición
viciosa la articulación, inutilizando la pierna. Y los padres de la
niña, desolados ante la invalidez, pusieron su última esperanza en los
médicos de la ciudad. Una heroica resolución, más fuerte en Clotilde
que en Ambrosio, más decidida y obstinada, les empujó fuera del terruño
por caminos llenos de dificultades que parecían invencibles. Todo lo
pudieron la caridad y la ternura acendradas en un recio corazón de
mujer.

Y una tarde, larga y calmosa de primavera, el matrimonio y la niña
salieron de Cintul, embargados a un tiempo de pesadumbre y de
ilusiones. Los padres se despedían con angustia de todo lo amado
y conocido; _Talín_ dejaba atrás, con inconsciente melancolía, su
infancia plena de libertad y de inquietud, con inocente cortejo de
cantigas, pastores y romances: ¡su infancia pura, transida, al cabo,
por el dolor!

Cuando los viajeros perdieron de vista la aldea cobijada en el enfaldo
del monte, aún hallaron amigos los senderos y los valles. Y ya al
anochecer, junto al ferrocarril, todavía la cumbre del Escudo se
perfiló en el cielo como una mole de tinieblas, diciéndoles adiós.

La niña no había ido nunca en el tren, y dejóse llevar maravillada,
imbuída por ambiciones indecibles, imaginando que volaba tan ligera
como las aves, más segura que ellas en los brazos de hierro del camino.

Aumentaba esta ilusión la sombra naciente en los hondones, que trepaba
por los collados hacia la serranía, amortajando a la tierra. Ya sólo
quedaba sobre el paisaje una franja de claridad: se iban agazapando
los pueblos dormidos en la ruta y galopaban los bosques y las mieses
como espectros a los lados del convoy. A _Talín_, asomada a la
ventanilla con muda impaciencia, le dió en el rostro un aire salado y
fresco, y poco después, de la entraña misteriosa de la noche surgía
el Cantábrico. La tremenda llanura, al recoger de lo alto del cielo
toda la luz, brillaba resplandeciente como una sonrisa: allí, junto al
coloso, estaba la nueva existencia, el progreso, la ciudad, ¡tal vez la
salud!...

Pero las últimas palabras de la medicina no remediaron a la pobre
_Talín_. Y acabadas las peregrinaciones a través de sanatorios y
consultas, la niña se sostuvo entre dos muletas y volvió a andar, casi
a correr.

Ambrosio trabajaba en una fundición y Clotilde en un taller de
planchado. Habitaban una buhardilla en casa principal, cerca del
puerto, albergue que les fué concedido mediante sus excelentes informes
y el apoyo de una buena familia a quien Clotilde había servido en su
primera mocedad.

Como los médicos insistían en que la inválida no podría vivir sin
aire sano y mucho sol, aquel alto refugio al mediodía, junto al mar,
constituyó para ellos un beneficio inapreciable. Allí la niña halló
otra ventana llena de luz, abierta al ancho horizonte de la bahía, el
encanto desconocido, que fué para la campesina un nuevo amor.

Al principio de su vida ciudadana, _Talín_ pasó las tardes afinando
sus conocimientos en el bordado y la costura. Con excepcionales
disposiciones y la aplicación de sus quince años reflexivos, pronto
estuvo dispuesta para merecer un jornal. Entonces comenzó a salir muy
poco de su casa. Iba los días de fiesta a la parroquia y en contadas
ocasiones a las playas y los muelles, para acercarse todo lo posible al
mar. Al cabo de muchas tentativas logró embarcarse una vez con otras
compañeras del obrador. Fué al Astillero en un vaporcito muy empavesado
y alegre, cruzando la bahía entre grandes buques, balandros gentiles y
botes diminutos, alejándose hacia donde los montes forman a las aguas
marinas una cuna, casi siempre serena. La breve navegación no pudo
ser más apacible y segura, y la gozó _Talín_ como rara maravilla, con
embeleso profundo: correr sobre las olas a la par del viento y las
nubes le pareció el placer por excelencia, el disfrute que merecía
todos los riesgos y todas las audacias.

Pero al volver al muelle, poseída de la nueva embriaguez, halló a su
madre esperándola, tan angustiada y triste, que prometió no embarcarse
ya nunca más sin su permiso.

Y no era fácil obtenerle. Clotilde y Ambrosio, pero ella siempre con
más vehemencia en los sentimientos, recelaban del mar; le temían
como a un monstruo desconocido y le miraban con admiración llena
de supersticiones: sus mudanzas, sus acentos, su vida potente y
misteriosa, cuanto para la niña significaba atractivo y seducción en
la movible llanura, venía a ser para los padres señal de amenazas y de
espanto.

_Talín_ no volvió a embarcarse. Era ya incapaz de faltar a su palabra,
se iba haciendo una mujercita dulce y seria, y guardaba con recato en
su corazón el fermento de sus inquietudes. Por otra parte, el destino
le ponía una cadena en los pies: la muerte le perdonaba a cambio de
la libertad. Sentíase la muchacha cautiva entre los bastones que con
vigilancia implacable se erguían al lado suyo. Empezaba a presumir de
bonita y de mujer, y le dolía cada vez más la humillación de verse
compadecida a cada instante, burlada en muchas ocasiones. Lástima o
crueldad, siempre un acento amargo se levantaba al repique brusco de
las muletas: nunca _Talín_ iba por la calle tranquila y alegre como las
demás criaturas. Se hizo un poco huraña: no quería salir, y su madre
le traía y le llevaba la labor; dejó de tener amigas y acabó por estar
sola de la mañana a la noche, lo mismo que en Cintul. Aunque a esta
ventana remota no llegaban saludos ni visitas como a las de la aldea,
tenía la joven a su lado un gran amigo, un deleite, una pasión: el mar.
Se pasaba la vida frente a él, pendiente de su ritmo y de sus cóleras,
de su hermosura y de su voz.

Admirándole al compás de la aguja, cumplió diez y siete años _Talín_.
Era una moza de belleza enfermiza, muy inteligente, muy sensible, de
carácter reconcentrado y ávida imaginación: hablaba poco, soñaba mucho,
y sabía como nadie sonreir.

Llegó a hacer tales primores con los encajes y las vainicas en las
holandas y el _nansouk_, que trabajando por cuenta propia se emancipó
del taller, y ya muchas señoras trepaban al empinado albergue de la
artista en busca de la gracia de sus manos, buenas aliadas del amor...



VI

EL AMOR


Llaman a la puerta con un golpecito discreto, y la bordadora, sin
levantar los ojos de su labor, dice:

--Adelante.

Entra una joven de porte distinguido, sonriente, destocada. La inválida
se quiere levantar y la desconocida la detiene con amable solicitud.

--No se apure, por Dios.--Luego explica:--Vivo en el principal y he
subido para encargarle unas labores.

--Muchas gracias.

--Me han dicho que hace usted preciosidades.

--No tanto...

Se sienta la señorita en la silla que la ofrecen, mira a la obrera con
mucha curiosidad y pasea luego la mirada por toda la habitación, una
salita minúscula, resplandeciente de pulcritud, aderezada con cierto
interesante cariz; hay en la mesa del centro un canastillo con blondas
y otro con flores; en las paredes fotografías de paisajes; en una
papelera libros y dibujos; sobre la ventana un arambel bordado en tul y
una jaula con un malvís.

La dueña de aquel nido se considera rica, tiene algunos ahorros y dos
solos caprichos, que no la empeñan: leer y mirar al mar. Ha hecho del
trabajo un arte que adereza y pule con orgullo y devoción, y esconde el
fracaso de su juventud entre cosas bellas y pensamientos limpios, con
celosa dignidad, sin que nadie le haya enseñado a padecer ni a sentir.
El valor con que sofrena las ansiedades y cubre las amarguras, pone un
exquisito gusto en su sonrisa, y en sus ojos azules un claro brillo de
corindón oriental. Tiene descolorida la tez, grande y fresca la boca,
copioso el cabello rubio, ancha la frente, delicadas las manos, fino el
talle. Viste de percal azul: las muletas a los lados le hacen guardia
de honor.

--¿Cómo se llama usted?--pregunta de repente la señorita del principal.

--_Talín_, para servirla.

--_¡Talín!_... ¡Qué nombre tan raro y tan bonito!--responde, sin
ocultar el asombro por cuanto ve y escucha.

--Es el nombre de un pájaro, allá arriba, donde yo nací.

--¿Es usted montañesa?--vuelve a preguntar la curiosa.

--¡Ya lo creo!--dice, con cierto empaque, la niña de Cintul.

Y la vecina, deseando corresponder a tantas averiguaciones, cuenta de
corrido muy alegre:

--Pues yo me llamo Julia; soy madrileña. Mi padre tiene un destino aquí
hace pocos meses, y nos hemos instalado en un piso de esta casa. Unas
amigas me hablaron de usted, de su habilidad y buen gusto, y como estoy
haciendo el equipo, ¿sabe?, pues dije: Voy a subir para que me enseñe
modelos y ver si no me cobra muy caro...

--¡Ah! ¿Se casa usted?--interrumpió la bordadora con nostalgia.

--Sí; con un chico también madrileño, bastante buena proporción, guapo
él, de una gran familia, abogado...

La charla de Julia, gozosa y ligera por demás, quedóse truncada de
súbito por un alto rumor; era como si un inmenso abejorro hendiese la
dulce brisa de aquella mañana suave.

--¡Un aeroplano!--dijeron las dos muchachas a la vez. Y se asomaron
a mirar al cielo sobre cuyo diáfano tapiz se dibujaba el aparato
milagroso como un ave colosal.

--Yo tengo un hermano aviador--murmuró Julia con repentina tristeza.

--¿Y está en Santander?

--No: pero llegará un día de estos; viene de París. Allí le han dado
el título de piloto y ha hecho ya muchas pruebas arriesgadas. Es muy
valiente, muy sereno... ¡más buen mozo!... Y buenísimo además. ¡Lástima
de hombre!

--¿Por qué?

--Porque se romperá la crisma sin tardar mucho... Mis padres no le
dejaban de ningún modo seguir esa profesión, pero, ¡tuvo un empeño tan
firme!... ¡Ya se conoce que es aragonés!

-¿Sí?

--Nació en Zaragoza, estando allí empleado papá.

--¿Y cómo se llama?

--Rafael: es tipo muy interesante.

--Se parecerá a su hermana--dice _Talín_, seducida y halagadora.

Julia sonríe con gratitud y responde:

--Nada de eso: él es fuerte, robusto, muy grandón, y yo, ya ve usted
qué menudita y frágil.

Se yergue, sin duda para desmentir un poco su modesto parecer, y en el
vano de la ventana, henchido de luz, queda el perfil de una mujercita
pelinegra, insinuante, graciosa.

--No me parezco nada a mi hermano--asegura la joven. Y añade:--Le voy a
subir a usted algún retrato suyo.

Luego, cambiando de sitio y de expresión, con suma volubilidad, trata
de sus encargos, revuelve los encajes y los patrones, ajusta precios,
regatea y consigue cuanto se le antoja. _Talín_ ha sido conquistada por
la señorita del principal...

Pocos días después el equipo de Julia ha traspuesto las escaleras,
confiado, con plenos poderes, a la inválida; pero la novia no cesa de
subir y bajar con recaditos y consultas, muestras y cintas. Ya sabe de
memoria la vida y milagros de _Talín_, los motivos de su dolencia, sus
gustos y costumbres.

--Aquí tiene usted novelas de Julio Verne--dice, registrando los
rincones de la sala.

--Sí; casi toda la colección.

--¿Es su autor favorito?

--Apenas conozco autores. Ese me gusta mucho.

--Yo le daré a conocer algunos modernos.

Y la refitolera deja los libros por un lado para revolver otra cosa.

Quiere aprender calados y puntos, y asegura que no tiene tiempo.

Clotilde, que suele encontrarla allí, se asombra y exclama:

--¡Jesús!... ¡Si parece hecha con rabos de lagartijas!

--Pero tiene buen corazón--arguye con dulzura _Talín_.

Y ella no sabe que en sus palabras bondadosas se esconde una fuerte
simpatía hacia Rafael, aquel mozo lleno de atractivos que sube por los
aires a escuchar la música de los astros y sorprender los secretos
de la vida alada. La incitante devoción yace muda y sin forma en la
conciencia de la joven, mientras los claros ojos se obscurecen con una
sombra fugaz.

Llega Julia, muy alborotada, una tarde de aquellas, enseñando la
anunciada fotografía.

--Aquí está Rafael: mírele. Acabamos de recibir su retrato, hecho
después del último vuelo sobre Pau. ¿Es guapo?... ¿Le gusta?...

La costurera clava sus pupilas ansiosas en un rostro franco y varonil,
un rostro alegre y dulce a la vez, lleno con el fulgor de la propia
mirada. El gallardo busto de Rafael aparece bajo los élitros enormes
de la monstruosa libélula, y el aviador sonríe a _Talín_, mirándola,
mirándola de un modo extraño y luminoso, inolvidable. Ella sacude con
dificultad el dominio de aquellos ojos ausentes, y responde, traspasada
de inquietud:

--¡Me gusta!...

Así, en un vuelo ideal, llegó el Amor en forma de aeroplano a la
humilde ventana de _Talín_: era el Cupido moderno por excelencia,
con los ojos libres en la ruta de la inmensidad; las alas dobles y
potentes, señoras de las más altas nubes; por flecha, un tren de
aterrizaje, y en el pecho, enamorado de las aventuras, el estruendoso
latido de un motor.



VII

EL DOLOR


Desde que Julia introdujo a su hermano en la salita de la inválida, no
ha transcurrido más de un mes.

Fué una tarde abrileña y moribunda cuando el mozo se rindió, influído
por las vehementes ponderaciones.

--Te aseguro que es una muchacha original, muy lista, muy mona; tiene
una voz que penetra en la carne, una voz como no he oído ninguna...
Está deseando conocerte: sube.

Y la novia le presentó en la buhardilla con pretexto de enseñarle el
equipo.

No suponía el aviador que su hermana hubiese logrado tan feliz
descubrimiento. En aquel marco de gracia y honradez, vigilada por las
crueles muletas, le pareció un arcángel herido la niña de Cintul.

Ella le trataba con embelesadora turbación; hablándole parecía que sus
labios tuviesen un nuevo perfume de bondad y temblaba en sus ojos la
luz como una llama en el viento.

Llega Rafael cansado de fuertes emociones: la guerra, la aviación, la
vida como nunca inquietante de París, le han producido una laxitud
que le inclina a las cosas apacibles y dulces con verdadera sed. En
el claro refugio de _Talín_ halla un remanso de paz donde la belleza
y el martirio se ofrecen al divino goce del sentimiento en el rostro
de la humana flor. Y allí se queda todas las horas que puede, seducido
por la niña con lástimas y ternuras sutiles, que ella traduce al mudo
lenguaje de sus ilusiones.

Clotilde se alarma un poco de la asiduidad del señorito: ni los recados
que de su hermana lleva y trae, ni el invento frecuente de los dibujos,
le autorizan para acompañar tanto a la costurera. Aunque la madre
no viene a casa más que a comer y a dormir, conoce en el semblante
de su hija, abierto y revelador, las visitas del caballero. Todos
los indicios se lo aseguran: la muchacha abandona la lumbre y otros
domésticos cuidados; cose menos; se compone más; está inapetente;
necesita otra vez dormitivos como en el período agudo de sus males.
Después de algunas vacilaciones Clotilde se encara con ella y en un
tono inusitado por lo brusco, le pregunta:

--¿Se puede saber a qué viene aquí el señorito del principal?

--¡Ay madre, a nada malo; por Dios, déjale venir!

--¿Tanto te importa?

La niña responde, entre lágrimas:

--¡No sé... no sé!...

Y la madre, trastornada por aquel dolor, suaviza el acento para
continuar:

--Tienes diez y ocho años... Todo lo que tú haces me parece bien...
pero ese joven no se ha de casar contigo...

--¡No, imposible... imposible!--murmura la enamorada. De repente
añade:--Yo no me curaré nunca, ¿verdad? Ya no tengo remedio: me quedaré
así, deforme, toda la vida.

--La esperanza es lo último que se pierde... Otras cosas más difíciles
se han visto... Dios puede hacer un milagro...

--¡No tengo remedio!--balbucía la moza con desolación mientras
Clotilde, evocando a la saludadora, présaga en Cintul, se acusaba,
llena de amargura:

--¡Yo no tuve fe!

Y un inmenso pesar se desarrolla en el alma sencilla y fuerte de esta
criatura que ha sido madre por el espíritu, en sublime concepción de
piedades y amores. Permanece atónita ante el nuevo quebranto de su
hija, incurable como la enfermedad que sufre, obscuro y desconocido
para la mujer, que le siente gemir en sus propias entrañas y no le
comprende. Ella no supo amar sino en forma de compasión y sacrificio,
con dádivas y renunciamientos, sin una dulce ilusión para sí misma.
Ella ha tenido la sola esperanza de ejercitar el bien en torno suyo, y
se consume de pena junto a la irremediable desventura del más querido
sér. Todos sus esfuerzos, todas sus abnegaciones, no salvan a _Talín_
del doble yugo del dolor...

Ya Clotilde no le hace a su hija advertencias ni preguntas; la trata
como a la cosa más frágil y sensible del mundo; teme que de un día a
otro se le muera igual que un pájaro, se le marchite lo mismo que una
flor. Anda a su lado sin hacer ruido, como en la alcoba de un enfermo;
la observa a hurtadillas con punzante ansiedad, y al hablarle contiene
apenas los temblores de la voz.

Ambrosio percibe de un modo vago la misteriosa pesadumbre de las dos
mujeres y siente el alma llena de perplejidad. Siempre añorante de su
vida de labrador, abierta al señorío de los campos, libre y ancha en su
misma esclavitud, se va resignando a la disciplina estrecha del taller,
y transige, hasta cierto punto, con las costumbres urbanas; pero estos
días vuelve de sus tareas un poco más tiznado que otras veces, más
sombrío, menos conforme.

Por su parte Rafael comienza a tener reparos cerca de _Talín_. No es
un seductor de oficio ni lleva un mal propósito a la salita blanca
de la bordadora, y se conmueve al sentir dilatarse en su alma los
pensamientos de la joven con inefable expansión. Buen conocedor de
mujeres, descubre en aquella, sin dificultad, la creciente pasión, con
todas sus fases, distintas como las mudanzas de la luna. Y se duele
de contribuir al mayor suplicio de la niña enferma, cuando gozaría
en rescatarla de la adversidad. La está mirando él también, como una
existencia quebradiza y expirante, que en un momento se puede deshacer
lo mismo que la espuma, volar como un aroma.

Sin embargo, cuando sube a verla, se engríe al persuadirse de que es
una criatura singular aquella que le ama. Encuentra siempre un nuevo
encanto en sus ojos espléndidos y graves, donde la luz pone a cada
hora un diverso matiz, y en su voz empañada y caliente, sobre la cual
los sentimientos, al amoldarse a la palabra, rozan los sonidos con
musicales vibraciones.

Todo en la niña de Cintul parece diáfano, transparente, infantil; no
obstante, el hombre que hunde en ella, sediento, la mirada, sabe que
hay un arcano, un enigma bajo el amor y el dolor de toda mujer...



VIII

EL AIRE


Hay en Santander un gran aviador, famoso en España, y muchos días
_Talín_ le ve pasar en su aeroplano, seguro por el alto celaje como por
un camino real.

Se queda absorta la muchacha contemplando aquel punto remoto, que,
abrasado de luz, parece un ave roja, una flámula viva y es alado bajel
desde el cual un hombre señorea las nubes por senderos de palomas,
hasta mirar de cerca al sol como las águilas.

Más despiertas que nunca sus ambiciones, _Talín_ quisiera volar
también, subir hacia Dios huyendo de sus pesares, quebrantando las
cadenas de su pobre vida.

Advierte ahora que su nido tiene la trágica hechura de un ataúd; la
sala se yergue sobre el tejado para que el muerto recline con holgura
la cabeza, y el resto de las habitaciones se agacha con el cadáver
hasta los pies. Ya no consigue borrar la tremenda obsesión, y se ahoga
en la estrechez del aposento que ha sido para ella generoso refugio.
Ceñida a la ventana, bajo las meditaciones más absurdas, vive con
la aguja en la mano y la mirada por el aire, trasoñando quimeras,
recordando su niñez libre y audaz, sus escapatorias al monte y al río,
a la copa de los árboles, a la espina de las cumbres: le parece que
ha sido pájaro o mariposa en una existencia anterior, y confunde su
infancia con otra vida que tuvo, no sabe cuándo.

La boda de Julia se aplaza hasta el otoño, y la señorita ya no sube
con tanta frecuencia a vigilar los primores de _Talín_, que duermen,
abandonados casi en absoluto.

El que sube es Rafael, siempre con disculpas que justifiquen sus
visitas, como si las considerase impropias. Un periódico, una revista,
un libro para que la enferma se distraiga, le sirven de pretexto cada
vez que lucha entre huir y aproximarse a la niña doliente, y acaba por
ceder a la más suave tentación.

A menudo encuentra a su amiga en la postura habitual junto a la
ventana, y nota que sus ojos vuelven del cielo cada día más tristes.
Entonces quiere darle ánimos y resistencia, abrirle horizontes de
esperanza, perspectivas de ilusión y de salud. La persuade, pensamiento
a pensamiento, con habilidad y cariño, como a una criatura inocente;
hasta que la sonrisa incrédula de _Talín_ se enciende en larvas de
pasión y retrocede el mozo con recelo, procurando llevar por otro
camino, más noble para él, aquellas confidencias que le encantan y le
mortifican.

Para lograrlo suele irse por las nubes en torno a sus aventuras de
aeronauta y enumera, también, las cosas finas y elegantes, sutiles como
para juguetes, que componen un aparato volador: alambres de acero,
vigas huecas, lo mismo que el tubo de un instrumento musical; maderas
caladas, cuerdas de piano, tela, celuloide, pintura, barniz...

--¿Nada más?--interroga maravillada la costurera.

--Sí; mucho más: nuestro pájaro de acero tiene costillas, alas, cola,
pulso, corazón...

--¿Como los de carne?

--Lo mismo. Y con mucha más fuerza, mucho más poder.

--¡Quisiera volar!--dice, con antojo vehemente y antiguo, la pobre
inválida.

Y el aviador, que la tutea como a una niña, promete:

--Cuando yo suba te llevaré conmigo.

--¿Va a subir usted?... ¿Aquí?... ¿Es de veras?

--Un día de estos. Vuestro campeón santanderino me presta su aparato.

--Pero ¿de verdad iré yo?

--¡Vaya!... y si tú quieres no volveremos.

--¡Ah... no volver!

--¿Te gustaría?

--¡Muchísimo!... El aire me encanta.

--Es el esposo de la Luna, el padre del Rocío, el dios del Bien... ¡Y
como tú eres también una diosa!...

--¡De la Tristeza!--interrumpe la niña con un mohín.

--¿No sabes que entre el Aire y la Noche engendraron todos los seres?

--Nada sabía.

--Hasta dicen que el alma es aire.

--¡Jesús!

--Pero, escucha: ¿dónde aterrizaremos?--pregunta insinuante el
aviador. Y se acerca a la muchacha que le oye con una sonrisa llena de
aturdimiento:

--¡Por qué no vamos a pasar la vida en las nubes!

--¡Si pudiera ser!--exclama ella con angustia. Se deja acariciar una
mano, luego la retira algo medrosa, muy conmovida, y para esconder sus
emociones, habla trémula:

--Diga usted, ¿es cierto que volando sobre el mar se ven en el fondo de
las aguas cosas muy bonitas?

Rafael siente en aquel instante una honda compasión por la indefensa
criatura; una lástima dulce y fraternal por aquella voz, empapada en
matices, que tiembla como las alas de un verso; por aquellos ojos
claros y puros, donde el amor no sabe guarecerse. Se queda mirando a
_Talín_ con una serenidad comunicativa y mansa, y responde:

--Sí; volando sobre los mares se descubren muchos de sus misterios.
Las algas, con los tallos fijos a las rocas, forman verdaderos bosques
submarinos que se distinguen muy bien desde la altura. Eso, aquí
mismo, en el Cantábrico. En otras aguas hay, además, flores rarísimas
y luminosas; lirios y estrellas de mar que alumbran; plantas que son a
un tiempo rosas y animales; peces con lentes o faros rojos y amarillos.
Los corales, con sus desprendimientos de caliza producen playas
de coral; otras veces el légano es blanco junto a los sangrientos
arrecifes. Y las avenidas fluviales arrojan al mar islas enteras que
se hunden en las fosas del abismo, y hay zonas cubiertas por algas de
púrpura y carmín, hay fondos de arena verde y rosa; de fango rubio y
azul; de arcilla gris...

--¡El mar!... ¡qué hermosura!--interrumpe la muchacha con transporte.
Se vuelve a mirarle dormido en la bahía, celando el secreto de sus
tesoros bajo una cándida apariencia de cristal.

--¿También te enamora?--murmura algo celoso el aviador.

--También.

--¿Tanto como el aire?

--El aire es más mío.

--¡Tuyo!...--suspira el mozo. Y se despide con una prisa brusca,
mientras se desangra el sol en el horizonte marino, y sobre el alero
del tejado se baña una paloma en el último fulgor de la tarde.



IX

LA SOMBRA


Guarda _Talín_ en el más regalado seno de su memoria la promesa de
Rafael, y a pesar de todos los disimulos, Clotilde vislumbra el rayo
de sol que atraviesa la frente de su hija desde la guarida de los
pensamientos y se asoma a los ojos en un rehilo de esperanza.

--¿Qué espera?--se pregunta la mujer llena de inquietud. Vigila en
silencio, y con su claro instinto de piedad, siente cómo la joven va
dejando el alma adormecida en una ilusión vacilante, y cómo aquella
ilusión se extingue de repente, y se nublan los ojos y los sueños de
la enamorada, en la más negra obscuridad.

Supone Clotilde, por seguros indicios, que el aviador se ocupa ya muy
poco de _Talín_, y ve llegar a Julia acelerada con una noticia.

--¿No sabe?--le dice a la costurera--. Rafael va a dirigir mañana un
aeroplano.

--¿Mañana?

--Sí; ¿se lo había dicho él?

--No le veo hace ya muchos días.

La voz y el semblante de la moza se demudan al responder, pero Julia
está muy ocupada en contemplar un hermoso camisón que viste el maniquí.

--Me gusta mucho--afirma--; como este quiero media docena--luego
continúa:--¡Ah!; pues no le extrañe que mi hermano no suba por aquí.
Está en el aeródromo la mayor parte del tiempo, en plena fiebre de
aviación y no habla más que de virajes, motores y cosas por el estilo.

--¿Le dió algún recado para mí?--trata de averiguar la niña triste,
asiéndose al último jirón de su fe.

--Ninguno--responde la señorita, y sigue diciendo:--Mamá ha pedido un
coche para que mañana vayamos al campo de aviación, que está por lo
visto, en un lugar precioso llamado las Albricias. ¿Usted suele ir?

--Nunca--balbuce un opaco acento que sólo a Clotilde impresiona.

--Pues yo aún temo que mamá no se decida. Rafael se empeña siempre
en que le veamos volar, y ella se resiste, con un miedo atroz. Ahora
parece que ha consentido... Conque ya sabe: como este camisón quiero
seis. Es un modelo muy elegante; aunque me gustaría el escote un poco
más alto... Ya hablaremos, ¿eh?

Y con la misma prisa que trajo se marcha la señorita del principal,
dejando en el pasillo y la escalera el menudo repique de sus tacones.

Clotilde prepara la mesa para comer, sin atreverse a hablar, temiendo
que sus palabras lastimen el sombrío retraimiento de la muchacha. Y
Ambrosio, que llega a las doce, pregunta con afán a su hija:

--Qué, ¿estás peor?

Ella mueve la cabeza negando, cada vez más pálida y silenciosa, y los
padres se abruman ante el misterioso mal que vuelve sobre _Talín_ con
una clandestina premeditación, sin saber por dónde, cuando ya no le
esperaban. Comen a disgusto, observando que la enferma hace esfuerzos
inútiles por no sazonar el alimento con sus lágrimas.

--¡Está hética!--se dicen, lo mismo que en Cintul. La miran como una
sombra que se desvanece, y el padre huye rebelándose contra el dolor de
la infeliz, que él solo quisiera padecer.

Es domingo, y las mujeres se quedan juntas y solas al pie de la ventana
por donde entran la descolorida luz de un cielo turbio, y una brisa
que tiene, hoy más que nunca, el amargo salitre de la mar. _Talín_
siente en los labios aquella penetrante acidez que no sabe si acude de
su propio corazón. Abre un libro sobre las rodillas, y en él pone los
ojos húmedos de pena, sin volver las hojas ni saber lo que dicen.

La madre cruza las manos encima de su delantal, inclina la frente, y
piensa en lo lejos que está de aquel espíritu que a su lado sufre y que
se le escapa, fugitivo siempre, cada día más distante y remoto. Acaso
jamás le tuvo cerca, ni cuando en la casita montés buscó el alma de la
niña con halagos y desvelos, hasta ofrecerse por esclava, sin reservas
ni condiciones.

Clotilde lamenta, de pronto, en esta hora, el fracaso de su
esterilidad; duda si para merecer el excelso nombre de madre basta un
amor hondo y fuerte como el suyo, o sería necesario haber concebido la
carne doliente de _Talín_, haber moldeado en las entrañas el corazón
de la criatura mortal. No comprende por qué la niña, que le tendió
los brazos en sus dolores físicos, llamándola madre, le hurta lo más
sagrado del sentimiento: el espiritual dolor... Quisiera consolarla,
medir su pena, saber el camino de su inquietud. Cuanto hay en ella
misma de ignorado, simpatiza con el misterio y se asoma a buscarle en
los ojos azules de _Talín_. Pero conoce que una sombra invencible le
celará siempre aquel abismo nublado por unas lágrimas que no acaban de
caer. Y retrocede pensando en la madre muerta, en la pobre tísica que
nadie nombra, que duerme olvidada en el campo silencioso de Cintul.

--¡Hace frío!--murmura la joven, de repente estremecida. Una ráfaga
de aire, aguda como un puñal, les sacude, mientras Clotilde cierra la
ventana: el mudo soplo deja sobre las frentes pensativas una agorera
alucinación.

Galopaban las nubes y comienza a llover, calladamente, con humilde
suavidad.

Se escapa el día por todos los caminos bajo la mansa huella de la
lluvia, y en la salita se rozan el murmullo de una oración y las alas
de un suspiro, hasta que la noche se apaga oscura en los cristales.

Entonces las dos mujeres atribuladas, creen percibir un aciago rumor,
frío como un chortal, abierto con infinita pesadumbre en el pálido
corazón de la sombra...



X

EL TRAMONTO


Nace la mañana tardía, con espeso embozo de nieblas, y _Talín_ la mira
crecer bajo la suprema inquietud del que aguarda el mayor goce de su
vida con la certeza de que es imposible que llegue.

Los padres se han ido a trabajar a la hora de costumbre, y la muchacha
tiene delante su labor y clava con tenacidad los ojos en el espacio
donde rueda turbia la luz.

--¡Volar, y volar con «él»!--se está diciendo. Por ver realizada esta
promesa inolvidable, moriría gozosa imaginando que dejaba un rastro
luminoso en las arenas del tiempo...

Los vellones de la niebla remontan las alturas y abren en las nubes
surcos de más viva claridad; se templan los hálitos del viento y la
mañana se embellece envuelta en su misma palidez.

El ala fresca de una mariposa roza en la ventana la mejilla de _Talín_,
y al solo contacto de este beso puro, siente la joven desbordarse toda
su tristeza y su pasión. Sobre el agua movible de los ojos azules pasan
las emociones fulgurantes, enloquecidas, empujadas unas encima de
las otras por la trémula mano del recuerdo, y la memoria es un ancho
camino por donde se deslizan las imágenes de aquella breve existencia,
desde los días de libertad y de salud hasta las horas obscuras de la
invalidez.

Esta vida que alboreó llena de ambiciones y de cantares, se resume
ahora en un ansioso atisbo del espacio y de la luz, bajo el yugo de
las muletas; siempre encendido el pensamiento a _la raita_ del sol, y
siempre la realidad cautiva al borde de una ventana que sirve de cárcel
y tortura. Si alguien viene a prometer la recompensa de un minuto de
felicidad, ha mentido aquella voz, y la promesa traidora se convierte
en un suplicio intolerable, en un nuevo y terrible desengaño.

De pronto suena el repique de un paso leve y conocido, y entra Julia,
como de costumbre, apresurada y risueña.

--¿Quiere usted venir conmigo a las Albricias? Mamá a última hora no se
atreve y no tengo quien me acompañe.

--¿Y Rafael?--murmura atónita la inválida.

--Está en el campo de aviación. Volará a eso de las once y son más de
las diez. El coche nos está esperando. ¿Se anima usted?

--¿Sin permiso de mis padres?

--Cuando lleguen a casa estaremos nosotras de vuelta y se alegrarán de
que usted haya dado un paseo.

--¡Voy!--decide _Talín_, y se apoya en los bastones para buscar un
vestido.

--Este encarnado--elige la señorita descolgando en la reducida percha
de la alcoba un trajecillo rojo.

La obrerita se le viste con precipitación, y a pesar de su aturdimiento
recuerda al toro gilvo que una tarde en el monte se enamoró ciegamente
de un vestido colorado.

Esta salida del hogar tiene hoy también, como aquel día funesto, un
aire clandestino, el travieso cariz de una escapatoria.

--¡Será la última!--piensa la joven con un suspiro que se extiende por
la sala como una despedida.

Desde la puerta vuelve los ojos _Talín_ a este nido que hace tiempo le
parece un sepulcro; le recorre todo con mirada indefinible, y bajo el
peso de una emoción singular, traza con mucha reverencia la señal de
la cruz...

El campo de las Albricias está cerca de la ciudad, tendido en la
llanura con anchos horizontes de huertas y jardines.

Cuando llegan a él las dos muchachas, un grupo de curiosos rodea el
aeroplano que fuera del _hangar_ se dispone a subir. Es un magnífico
«Moranne Saulnier» y tiene en el fuselaje el nombre como una
embarcación: se llama _San Ignacio III_. Parece un monstruoso gavilán;
bajo la nervadura de las alas el cuerpo trepida, impaciente por huir,
mientras los mecánicos le celan con exquisitas precauciones. Entre
ellos surge el aviador ya vestido para el viaje, bromeando con risueño
desdén. De pronto vuelve la cabeza atraído por una mancha roja que
oscila entre dos bastones, y se sorprende al reconocer a _Talín_.

--La he invitado a que me acompañe porque a mamá le entró
miedo--explica Julia.

--¡Usted «no se acordó»!--insinúa con amargo reproche la costurera.

--Sí, «me acordé»--afirma Rafael--; pero huía la responsabilidad de mi
convite... Huía de muchas cosas--añade con acento un poco estremecido.

--¡No es verdad!--prorrumpe obstinada la joven.

--¿No?... ¿Quieres probarlo? ¿Quieres subir?

--¡Quiero!--contesta, cálida y vibrante la voz, y arrastra el paso
tullido hacia la nave, con febril ansiedad.

Rafael manda que acerquen la escalera y la muchacha pugna en los
peldaños cuando el mismo aviador los sube en un instante y desde arriba
transporta a la viajera hasta su sitio, con bastones y todo. Ella
sonríe fascinada y la gente aplaude al darse cuenta del suceso.

--¿Pero, es de veras?--clama Julia con repentina zozobra--. ¿La vas a
llevar, Rafael?

--La llevo--asegura--. Se quita el abrigo y le ciñe al cuerpo glácil de
la bordadora.

--No me hace falta--dice la joven, que luce arreboladas las mejillas y
los ojos ardientes.

--Arriba tendrás frío.

El aviador ocupa su puesto y concluyen las maniobras de la partida,
mientras Julia refiere a su alrededor, con mucho interés, la historia
triste y pura de _Talín_.

Alguien ofrece a la viajera una mantilla, un velo para envolver el
peinado y cubrir el rostro contra el azote del aire a gran velocidad.

--No lo necesito; voy muy bien--responde--. Y mirando con orgullo al
cielo que se desarrolla sobre su frente.--¡Qué lástima que no haga
sol!--murmura.

--Buscaremos un boquete en las nubes para llegar a lo azul--dice el
piloto.

--¿Eso es posible?

--¡Ya lo creo!

--¡Dios mío!--balbuce en éxtasis la pobre inválida, que está en camino
de quebrarle al cielo su pálido cristal.

De pronto el _San Ignacio_ resbala sobre la pista y se yergue en el
viento que zumba.

--¡Adiós, adiós!--gritan, pegadas a la tierra, unas voces envidiosas.

--¡Ahora sí que soy un Talín--pronuncia, enajenada de gozo, la
niña de Cintul--. Siente que, al cabo, agita las alas temblorosas
y resplandecientes que siempre tuvo en el corazón, y poseída por
la inefable ráfaga de libertad, arroja de la nave las muletas, que
al caer se clavan en el campo, hincadas hacia la altura como dos
interrogaciones.



XI

LA LUZ


La tierra huye, tendida y anchurosa, bordada de surcos y de huertos con
apagados tonos de tapiz.

El aeroplano gira sobre la ciudad, y árboles, torres y edificios le
apuntan en momentánea persecución, al hundirse bajo el solemne vuelo.

Se dibuja un punto, el seno turgente de los montes; después todo el
paisaje se humilla, aplastado como un mapa, sin relieves ni contornos.

El viento ruge: hendido por las alas vertiginosas del aparato, se queja
a voces del intruso que le corta y le vence, y que grita, a su vez, con
acento poderoso.

En lo profundo del horizonte, el mar, dormido, calla el inmortal
secreto de su existencia, y sobre él se remonta el avión, reflejándose
en el quieto espinazo de las aguas. Al mirarle, esfumado entre la
bruma, diríase que un bergantín con las velas tendidas había echado a
volar.

El cabello rubio de _Talín_ flota destrenzado como los airones de la
neblina, y la muchacha, ebria de felicidad, se asoma a ver si bajo las
aguas traslúcidas descubre la belleza del Cantábrico algún bosque de
flores marineras, alguna playa de color de rosa. Nada distingue, porque
el aviador, que ha hecho un precioso «picado» sobre la bahía, deja de
pronto que la nave se encabrite, como brioso corcel, y la manda sobre
las nubes que en patrullas galopan hacia lo sumo del cielo: queda el
aparato mecido en un halo tembloroso de claridad; se rompe en seguida
todo el velo del celaje y aparece lo azul, inflamado de sol.

La viajera, en pleno tramonto, arrebatada a las humanas ligaduras
en aquel glorioso viaje, siente la vaga estupefacción de vivir, el
infinito roce de la eternidad. Rechaza el abrigo que la envuelve, y se
pone de pie, apoyándose con temerario impulso en el borde de la nave.
Sin saber lo que dice, grita, con los ojos ciegos de llantos y de
resplandores:

--¡Te quiero, Rafael, te quiero!

Su voz, transida de inquietudes, se deslíe en el aire que la sorbe y la
empapa con inmensa dulzura.

El piloto, a la vanguardia del aeroplano, va sumido en las múltiples
atenciones de su ciencia llena de arte y de riesgo, emuladora de la
divina virtud. Lleva detrás de sí a la pasajera; entre ambos, el
cristal del parabrisas, y ni la ve ni la oye, muy lejos de suponer
que en aquel instante la enamorada se dobla en el vacío, al peso de su
corazón.

El _San Ignacio_ pierde bajo el envés de las alas el surco de un
vestido rojo que tiembla como una lágrima de sangre, como una gota de
sol, y con los brazos abiertos en una entrega brusca, _Talín_ se hunde
en el mar, hasta el mismo légamo azul...

Vuelve el avión del cielo con firme serenidad; descubre las colinas
y los bosques, el caserío y los jardines, la alfombra entera de
Santander, aún descolorida por el nublado, y aterriza en un vuelo
insuperable, entre los aplausos del público y las muletas de la
inválida, semejantes a una interrogación.

Trae el viento el aroma húmedo de la lluvia primaveral: en la linde
remota de la pista, un álamo esbelto y fino, inclinándose a un lado y a
otro, parece un dedo que niega.

Sin detenerse, el _San Ignacio_ entra en el _hangar_ como un ave que
retorna al nido.

Allí Rafael quiere felicitar con orgullo a su compañera. Se levanta,
sonríe, da la vuelta con las manos tendidas y queda atónito delante
de un lugar vacío: ¡No vuelve _Talín_ del viaje que emprendió!... ¡El
canario montés ha volado con misterioso rumbo, más allá de las cimas
que remontan los pastores; al otro lado de las nieblas y los luceros!

Ya la gente se arremolina en torno a la máquina triunfante, y el
estupor se divulga ante la incertidumbre de que se haya quedado en el
cielo la niña de Cintul...

Acaban de rasgarse las nubes, y en la soledad majestuosa del espacio se
levanta, como en supremo altar de inmolaciones, la divina patena del
sol.



ÍNDICE


                                                        Páginas.

  RUECAS DE MARFIL.                                          5

  _Naves en el mar_.                                         9

        I.--El fiordo andino.                               11
       II.--Presentimiento.                                 17
      III.--Las aves nuevas.                                23
       IV.--Costa inclemente.                               29
        V.--La cuna trágica.                                35
       VI.--Insomnio.                                       41
      VII.--La fatal caída.                                 47
     VIII.--«Rayo del cielo».                               51

  _La ronda de los galanes_.                                59

  _El Jayón_.                                              157

        I.--Rosa de zarza.--El «Jayón».--El
           dardo de una sospecha.--Amanecer.               159

       II.--El altar, la fuente y la luna.--La
           sombra de una mujer.--La señal
           de la cruz.                                     169

      III.--Voces de la tierra.--Historia de un
           amor.--El mal del país.--La pálida
           ventura.--Nueva esperanza.                      175

       IV.--El estigma.--La sentencia del
           inocente--¡Nadie lo sabrá!                      185

        V.--La rueda del tiempo.--Fraternidad.
           --La conciencia y el corazón.--Los
           ojos verdes.--Vidas infelices.                  191

       VI.--Las flores de la nieve.--Dicen los
           pastores...--A la luz de un relámpago.          199

      VII.--Ráfagas de tempestad.--La selva
           muda.--El cantar del agua.--La
           huída.--El grito celta.                         205

     VIII.--El resplandor de la tragedia.--Camino
           del cielo.--El beso del sol.                    215

       IX.--Horas de angustia.--Lazo de dolor.--La
           voz de la sangre.                               221

        X.--El día del perdón.--Los peregrinos.
           --Entre dos orillas.--Almas que se
           buscan.--Revelaciones.--Sola en el
           mundo.--Sueño de eternidad.                     225

  _Talín_.                                                 233

        I.--El pájaro y la niña.                           235
       II.--El toro gilvo.                                 243
      III.--La madr.e                                      249
       IV.--El sol.                                        257
        V.--El mar.                                        267
       VI.--El amor.                                       275
      VII.--El dolor.                                      285
     VIII.--El aire.                                       293
       IX.--La sombra.                                     301
        X.--El tramonto.                                   309
       XI.--La luz.                                        317



[Ilustración]

      SE ACABÓ
     DE IMPRIMIR
  ESTE LIBRO EL DÍA
    26 DE MARZO
      DE 1919.


   EDITORIAL PUEYO,
      ARENAL, 6,
       MADRID



EDITORIAL PUEYO.-Madrid.

EXTRACTO DEL CATÁLOGO


=Antón del Olmet= (Luis) y =García Garraffa= (Arturo).--_Los Grandes
Españoles_:

  --Galdós, 2 pesetas.

  --Echegaray, 2 pesetas.

  --Maura, 4 pesetas.

  --Canalejas, 4 pesetas.

  --Moret, 4 pesetas.

  --Menéndez y Pelayo, 4 pesetas.

  --Alfonso XIII, dos tomos, 8 pesetas.

=Aponte= (Adolfo).

  --Paisajes de almas, poesías, 3,50 ptas.

  --Canciones remotas, 3 pesetas.

=Argüello= (Santiago).

  --De tierra... cálida, poesías, 3 ptas.

=Bazin= (René).

  --Donaciana, novela, 3 pesetas.

=Benavente= (Jacinto).

  --La gata de Angora, comedia en cuatro actos, 2 pesetas.

  --Los intereses creados y La ciudad alegre y confiada. Un tomo,
  encuadernado en tela, 2 pesetas.

=Buendía Manzano= (Rogelio).

  --El poema de mis sueños, poesías, 3 pesetas.

  --Del bien y del mal, poesías, 3 pesetas.

  --Nacares, poesías, 2 pesetas.

=Bueno= (Manuel).

  --Almas y paisajes, cuentos, 2,50 pesetas.

=Cadenas= (José Juan).

  --La corte del Kaiser. Un año en Alemania, 3 pesetas.

=Castro= (Cristóbal de).

  --El amor que pasa, poesías, 3 ptas.

=Cyro Bayo.=

  --Con Dorregaray. Una corrida por el Maestrazgo, 3 pesetas.

  --Los Marañones (leyenda áurea del Nuevo Mundo), 3 pesetas.

  --El peregrino entretenido, viaje romancesco, 3 ptas.

  --Orfeo en el infierno, novela, 3,50 pesetas.

  --Los Césares de la Patagonia (leyenda áurea del Nuevo Mundo), 3
  pesetas.

=Darío= (Rubén).

  --Obras escogidas: Tomo I. Estudio preliminar, por Andrés González
  Blanco, 3,50 pesetas.

  --Tomo II. Prosa, 3,50 pesetas.

  --Tomo III. Poesía, 3,50 pesetas.

  --Poema del Otoño y otros poemas, 3,50 pesetas.

  --Viaje a Nicaragua, 4 pesetas.

=Oteyza= (Luis de).

  --Brumas, poesías, 2 pesetas.

  --Baladas, poesías, 2 pesetas.

  --En tal día... (1.ª serie), 3,50 pesetas.

  --En tal día... (2.ª serie), 4 pesetas.

  --Galería de obras famosas, 3,50 pesetas.

  --Las mujeres de la literatura, 3,50 pesetas.

  --Frases históricas, 3,50 pesetas.

  --Animales célebres, 3,50 pesetas.

=Pérez= (Dionisio).

  --España ante la guerra, 2,50 pesetas.

=Pérez Lugín= (Alejandro).

  --La Casa de la Troya (novela premiada por la Real Academia
  Española), 10.ª edición, 4 pesetas.

  --La amiga del Rey. Las tiples. Romanones. La vicaría, 3,50 pesetas.

=Pérez de Ayala= (Ramón).

  --La paz del sendero, poesías, 3 pesetas.

=Poé= (Edgard).

  --Poemas, 1,50 pesetas.

=Pujol= (Joan).

  --La guerra. (Cuentos y narraciones), 3 ptas.

=Répide= (Pedro de).

  --La Corte de las Españas, 3 pesetas.

  --Costumbres y devociones madrileñas, 2 pesetas.

=Roso de Luna= (Dr. Mario).

  --Conferencias teosóficas en América del Sur, 2 tomos, 8 pesetas.

  --Hacia el Gnosis, ciencia y teosofía, 3 pesetas.

  --En el umbral del misterio, 3 pesetas.

  --Evolution solair y series astro-chimiques, ouvrage ornée avec
  beaucoup des figures, 4 pesetas.

  --La ciencia hierática de los Mayas, contribución al estudio de los
  códices anáhuac, 2 pesetas.

  --La Humanidad y los Césares, 3 pesetas,

  --El tesoro de los lagos de Somiedo, 8 pesetas.

=Villaespesa= (Francisco).

  --Viaje sentimental, poesías, 3 pesetas.

  --La copa del rey de Thule, poesías, 3 pesetas.

  --Saudades, poesías, 3 pesetas.

  --Andalucía, poesías, 3,50 pesetas.

  --El Alcázar de las perlas, drama en cinco actos y en verso, 3,50
  pesetas.

  --Ajimeces de ensueño, poesías, 3 pesetas.

  --El halconero, drama en tres actos y en verso, 3,50 pesetas.

=Zamacois= (Eduardo).

  --Teatro galante, 3,50 pesetas.

  --Río abajo, prosas, 3 pesetas.

  --La ola de plomo (episodios de la guerra europea, 1914-1915), 3,50
  pesetas.

  --Sus mejores páginas, 2 pesetas.


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(Filosofía, Política, Economía y Sociología.)


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en 8.° de 201 páginas, 2 pesetas.

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pueblo español (Estudio sobre la etnografía y psicología de las razas
de la España contemporánea.), ilustrada con grabados; un volumen, en
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  --Tomo I.--Por la Asturias tenebrosa.--El Tesoro de los Lagos de
  Somiedo (Narración ocultista.)

  --Tomo II.--De gentes del otro mundo.

  --Tomo III.--Wagner, mitólogo y ocultista.--El drama lírico de Wagner
  y los misterios de la antigüedad.

                 PRECIO DE CADA TOMO: =8 pesetas.=


=POR LAS GRUTAS Y SELVAS DEL INDOSTÁN=, por H. P. Blavatsky.
Traducción, prólogo y notas de Mario Roso de Luna, 8 pesetas.





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