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Title: La familia de León Roch - Tomo 1
Author: Pérez Galdós, Benito
Language: Spanish
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*** Start of this LibraryBlog Digital Book "La familia de León Roch - Tomo 1" ***


Libraries)



Nota de transcripción

  * En el texto las cursivas se muestran entre _subrayados_, las
    negritas entre =iguales=, las versalitas como MAYÚSCULAS.
  * Se ha respetado la ortografía original, homogeneizándola a la
    grafía de mayor frecuencia.
  * Se han igualado los enunciados de los capítulos en el texto y en
    el índice.
  * Los errores obvios de imprenta han sido corregidos. En particular,
    los siguientes:

    Pág.   6: “D. Diego de Noche” cambiado por “dondiego de noche”.
    Pág.  10: “Rostchilds”        cambiado por “Rothschilds”.
    Pág.  24: “chabeta”           cambiado por “chaveta”.
    Pág.  72: “_zandunga_”        cambiado por “_sandunga_”.
    Pág.  80: “Amparo”            cambiado por “Al amparo”.
    Pág.  95: “armonía.”          cambiado por “armonía!”.
    Pág. 183: “rododrendon”       cambiado por “rododendro”.
    Pág. 223: “Oyéme”             cambiado por “Óyeme”.
    Pág. 225: “desconformidad”    cambiado por “disconformidad”.
    Pág. 226: “puedas”            cambiado por “puedes”.
    Pág. 230: “Antarés”           cambiado por “Antares”.
    Pág. 285: “gleditchas”        cambiado por “gleditchias”.
    Pág. 285: “fuchias”           cambiado por “fucsias”.
    Pág. 291: “estibiado”         cambiado por “entibiado”.
    Pág. 384: “Denuchelis”        cambiado por “Demichelis”.



LA FAMILIA DE LEÓN ROCH



    Es propiedad. Queda hecho el
    depósito que marca la ley. Serán
    furtivos los ejemplares que no
    lleven el sello del autor.


Est. tip. de los Hijos de Tello. Carrera de San Francisco, 4.



    NOVELAS ESPAÑOLAS CONTEMPORÁNEAS
    POR
    B. PÉREZ GALDÓS
    (Primera época.)

    LA FAMILIA
    DE
    LEÓN ROCH

    TOMO I

    29.000

    [Ilustración]

    MADRID
    LIBRERÍA DE LOS SUCESORES DE HERNANDO
    Calle del Arenal, núm. 11.
    1920



LA FAMILIA DE LEÓN ROCH



PRIMERA PARTE



I

De la misma al mismo.


    _Ugoibea, 30 de Agosto._

«Querido León: No hagas caso de mi carta de ayer, que se ha cruzado
con la tuya que acabo de recibir. La ira y los pícaros celos me
hicieron escribir mil desatinos. Me avergüenzo de haber puesto en
el papel tantas palabras tremebundas mezcladas con puerilidades
gazmoñas... pero no me avergüenzo: me río de mí misma y de mi estilo,
y te pido perdón. Si yo hubiera tenido un poco de paciencia para
esperar tus explicaciones... Otra tontería... ¡Celos, paciencia!
¿quién ha visto esas dos cosas en una pieza? Veo que no acaban aún
mis desvaríos; y es que después de haber sido tonta, siquiera por un
día, no vuelve á dos tirones una mujer á su discreción natural.

»Mientras recobro la mía, allá van paces y más paces y un propósito
firme de no volver á ser irascible, ni suspicaz, ni cavilosa,
ni inquisidora, como tú dices. Tus explicaciones me satisfacen
completamente: no sé por qué veo en ellas una lealtad y una honradez
que se imponen á mi razón, y no dan lugar á más dudas, y me llenan el
alma, ¿cómo decirlo? de un convencimiento que se parece al cariño,
que es su hermano y está junto con él, abrazados los dos, en el
fondo, en el fondo... no sé acabar la frase; pero ¿qué importa?
Adelante. Decía que creo en tus explicaciones. Una negativa habría
aumentado mis sospechas; tu confesión las disipa. Declaras que en
efecto amaste... no, no es ésta la palabra... que tuviste relaciones
superficiales, de colegio, de chiquillos, con la de Fúcar; que la
conoces desde la niñez, que jugabais juntos... Yo recuerdo que
me contabas algo de esto en Madrid, cuando por primera vez nos
conocimos. ¿No era esa la que te acompañaba á recoger azahares caídos
debajo de los naranjos, la que tenía miedo de oir el chasquido de
los gusanos de seda cuando están comiendo, la que tú coronabas
con florecillas de dondiego de noche? Sí: me has referido muchas
monadas de esa tu compañera de la infancia. Ella y tú os pintábais
las mejillas con moras silvestres y os poníais mitras de papel. Tú
gozabas cogiendo nidos, y ella no tenía mayor placer que descalzarse
y meter los pies en las acequias, andando por entre los juncos y
plantas acuáticas. Un día, casi á la misma hora, tú te caíste de un
árbol, y ella fué mordida por un reptil. Era la de Fúcar, ¿no es
verdad? Mira qué bien me acuerdo. ¡Si sería yo capaz de escribir tu
historia!

»La verdad, yo no había puesto mucha atención en estos cuentos de
_bebés_... pero cuando ví á esa mujer, cuando me dijeron que la
amabas... Hace de esto diez días, y aún se me figura que me estoy
ahogando como en el momento en que me lo dijeron. Créemelo: me
pareció que se acababa el mundo, que el tiempo se detenía (no lo
puedo explicar) y se doblaba mostrando un ángulo horrible, un lado
desconocido donde yo... otra frase sin concluir. Adelante.

»Ahora me acuerdo de otra aleluya de tu infancia, que me contaste no
hace mucho. ¡Cómo se quedan presentes estas tonterías! Cuando fuiste
pollo y empezaste á estudiar esa ciencia de las piedras, que no sé
para qué sirve; cuando ella (y sigo creyendo que sería otra vez la
de Fúcar) no metía los pies en las acequias, ni se pintaba la cara
con moras, ni se ponía tus mitras de papel, jugásteis á los novios
con menos inocencia que antes; pero... vamos, lo concedo, siempre
con inocencia. Ella estaba en un colegio donde había muchas lilas y
un portero que se encargaba de traer y llevar cartitas. Asómbrate de
mi memoria. Hasta me acuerdo del nombre de aquel portero: se llamaba
Escóiquiz.

»Basta de historia antigua. Lo que no me dijiste nunca, lo que yo
no sabía hasta hoy, cuando he leído tus explicaciones, es que...
(pues repito que no me hace gracia, caballero) es que hace dos años
os encontrásteis otra vez allí donde florecen los naranjos, mascan
los gusanillos y corren las acequias; que hubo así como un poquillo
de ilusión; que desde entonces tuviste para ella un afecto sincero,
y que ese afecto fué creciendo, creciendo hasta... (aquí entro yo)
hasta que me conociste... Muchas gracias, caballero, por la retahila
de galantería, de finezas, de protestas, de amorosas palabras
que vienen en seguida. Esta lluvia de flores lleva una carilla.
Hay carillas que parecen caras divinas, y ésta me hace llorar de
contento. Gracias, gracias. Esto es muy hermoso; y lo que dices de
mí muy exagerado. Más vales tú que yo... Vives para mí. ¡Ay! León,
lo mejor que se puede hacer con estas frases de novela es creerlas.
Ábrete, corazón, y recíbelo todo. Yo soy buena católica y me he
educado en el arte de creer.

»¡Si seré tonta que he vuelto á leer la bendita carilla!... ¡Oh, está
muy bien!... Que un amor verdadero, elevado, profundo, borró aquel
capricho, no dejando rastro de él: muy bien... Que las ilusiones
infantiles rara vez persisten en la edad mayor: perfectamente... Que
tus sentimientos son sinceros y tus propósitos formales: sí, sí...
Que la voz que llegó á mi oído haciéndome creer en el fin del mundo,
fué una de tantas conjeturas que lanza la frivolidad del mundo para
que las recoja la malicia y haga con ellas armas terribles: eso es,
eso es... Que la de Fúcar es hoy para tí tan indiferente como otra
cualquiera: divino, delicioso... En fin, que yo y sola yo... que á
mí y sólo á mí... ¡Oh, qué dulce es ponerse la mano en el pecho y
apretarse mucho diciendo con el pensamiento: «á mí, á mí sola, á
nadie más que á mí!»

»¡Qué argumento tan poderoso me ocurre en favor tuyo! La de Fúcar es
inmensamente rica, yo soy casi pobre. Pero cuando se tiene fe no se
necesitan argumentos, y yo tengo fe en tí... Cuantos te conocen dicen
que eres un modelo de rectitud y de nobleza, un caso raro en estos
tiempos. Estoy tan orgullosa como agradecida. ¡Qué bueno ha sido mi
Dios para mí al depararme un bien que, al decir de las gentes, anda
hoy tan escaso en el mundo!...

»No quiero dejar de manifestarte, aunque esta carta no se acabe
nunca, la impresión que me causó la Fúcar, dejando aparte el
rencorcito que despertó en mí. Después de pasado el temporal, puedo
juzgarla fríamente y con imparcialidad; y si cuando me dijeron lo
que sabes parecióme tener grandes perfecciones, ahora la veo en su
verdadero tamaño. No hay que hablar del lujo escandaloso de esa
mujer: es un insulto á la humanidad y á la divinidad. Papá dice
que con lo que ella gasta en trapos en una semana, podrían vivir
holgadamente muchas familias. No carece de elegancia; pero á veces
es extravagantísima y parece decir: «Señores, me pongo así para
que vean todos que tengo mucho dinero.» Mamá dice que no habrá
hombre alguno que se case con ese mostrador de maravillas de la
industria. Los Rothschilds no abundan, y la de Fúcar causa terror
á los pretendientes. Esa muchacha pródiga, voluntariosa, llena de
caprichos y pésimamente educada, tendrá al fin por dueño á cualquier
perdido. Así lo dice mamá, que conoce el mundo, y yo lo creo.

»No la encuentro yo tan graciosa como dicen y como á mí me pareció
cuando me moría de celos. Es demasiado alta para ser esbelta,
demasiado flaca para airosa. El bonito color no puede negársele; pero
se necesita un microscopio para encontrarle los ojos: ¡tan chicos
son! Cuentan que habla con mucho gracejo: yo no lo sé, porque nunca
la he tratado ni quiero tratarla. La ví de lejos en la playa, y en el
balcón de la casa de baños, y me pareció de maneras desenvueltas y
libres. Creo que me miró de un modo particular. Yo la miré queriendo
darle á entender que me importaba poco su persona: no sé si lo hice
bien.

»Estuvo aquí tres días. Yo no salí de casa. Nunca he llorado más. Al
fin se fué esa loca. El gozo que me causó dejar de verla, se anubla
un poquito cuando considero que ahora está donde tú estás. He pensado
ayer todo el día en que debiera haber aquí una torre muy alta, muy
alta, desde la cual se viese lo que pasa en Iturburúa. Yo subiría á
ella de un salto... Pero confío en tu lealtad... Y si le dices que
me amas á mí sola, si ella te conserva algún afecto, y al oírlo
rabia... ¡Oh! si rabia, avísamelo: quiero tener ese gusto.

»El lunes te esperamos. Papá dice que si no vienes no eres hombre de
palabra. Está muy impaciente por hablar contigo de política, pues
según él, aquí hay una plaga de gente ministerial que le apesta. Si
al fin le hicieran senador... y francamente, temo por su razón si no
consigue ese bendito escaño. Sigue con la manía de mandar sueltos
á los periódicos. En los de estos días hemos encontrado algunos,
y también artículos. Ya sabes que mamá los conoce en que casi
invariablemente empiezan diciendo: _Es de lamentar..._

»Hoy entró muy orgulloso mostrándome la obra que has publicado. Él
hacía elogios ardientes, y le leyó á mamá los primeros párrafos. Era
cosa de risa. Ni él, ni mamá ni yo comprendíamos una sola palabra,
y, sin embargo, todos encarecíamos mucho la sabiduría del libro.
Figúrate lo que entenderemos nosotros del _Análisis del terreno
plutónico en las islas Columbretes_, ni qué interés pueden tener para
mí las capas _cuaternarias_, los terrenos _pirógenos_, _azóicos_...
Hasta el escribir estas palabrotas me cuesta trabajo, y tengo que
ir trazando letra por letra. Sin embargo, basta que hayas hecho tú
esa monserga de sabidurías obscuras, para que me cautive. He pasado
algunos ratos leyendo tus páginas, como si leyera el griego, y... no
lo creerás, pero es cierto que sin saber la causa, yo leía y leía,
llevada de un no sé qué de admiración y respeto hacia tí. Entre
tantos nombres endiablados he encontrado algunos preciosísimos y que
han despertado en mí simpatías, tales como _sienita_, _pegmatita_,
_variolita_, _anfibolita_. Todas estas niñitas me parecen nombres
de hadas ó geniecillos que han jugado alrededor de tu cabeza cuando
estudiabas la obra de Dios en las honduras de la tierra.

»Pero sin quererlo me estoy volviendo poetisa, y esto es
inaguantable, señor mío. ¡Y esta pícara carta que no quiere dejarse
acabar!... Mamá me está llamando para ir á paseo. Está muy aburrida.
Dice que éste es un lugar de baños eminentemente _cursi_, y que antes
se quedará en Madrid que volver á él. Ni casino, ni sociedad, ni
expediciones, ni tiendas de chucherías, ni gente de cierta clase. La
verdad es que no hay dos Biarritz en el mundo.

»Leopoldo también está aburridísimo. Dice que éste es un pueblo
salvaje, y que no comprende cómo hay persona decente que venga á
bañarse entre cafres. Así llama á los pobres castellanos que inundan
estas playas. Gustavo ha pasado á Francia para visitar al santo y
angelical Luis Gonzaga, que está algo delicado. ¡Pobre hermanito
mío! Hace días nos visitó de parte suya un clérigo italiano, un
tal Paoletti, hombre amabilísimo, muy instruído y de conversación
muy amena... Pero quiero darte cuenta de todo, y no puede ser. El
papel se acaba, y mamá me llama otra vez. Adiós, adiós, adiós. Que
no faltes el lunes... Hablaremos de aquello, ¿sabes? de aquello.
Anoche, cuando rezaba, le pedí á Dios por tí... No pongas esa cara
de pillo. Hay en tu alma un rinconcito obscuro que no me gusta. No
digo más por no parecer doctora de la Iglesia, por no anticipar una
empresa gloriosa que tendrá su... quédese también esta frase sin
concluir... Abur, perdido... Memorias á las _sienitas_, _pegmatitas_
y _anfibolitas_, únicas señoritas de quienes no tiene celos la que te
quiere de todo corazón, la que tiene la simpleza de creer todo lo que
le dices, la que te espera el lunes... cuidado con faltar. Hasta el
lunes. Si no, verás quién es tu

    MARÍA.»



II

Herpetismo.


El que leyó esta carta paseaba, mientras leía, por una alameda
de altísimos árboles. En uno de los extremos de ella había una
construcción baja, de cuyo pórtico con pretensiones greco-romanas
salían tibios vapores sulfúricos, harto desagradables, y en el otro
uno de esos edificios falansterianos á que concurren los españoles
durante el estío para reproducir en el campo la vida estrecha,
incómoda y enfermiza de las poblaciones. Escabrosas montañas, de
hierba y musgo vestidas, daban con el pie al establecimiento, como
para arrojarlo al río, y éste, que intentaba disimular su pequeñez
haciendo ruido (á semejanza de muchos hombres que son Manzanares
de cuerpo y Niágaras de voz), se encrespaba junto al muro de
sostenimiento, jurando y perjurando que se llevaría falansterio,
alameda, cantina, médico, fondista y veraneantes.

Estos cojeaban tosiendo en la alameda, ó formaban desiguales grupos
bajo los árboles y en los bancos de césped. Oíanse monografías de
todos los males imaginables: cálculos sobre digestiones hechas ó
por hacer; diagnósticos ramplones; recuentos de insomnios, hipos
y acedías; inventarios de palpitaciones cardiacas; disertaciones
varias sobre las travesuras del gran simpático; sutiles hipótesis
sobre los misterios del sistema nervioso, iguales á los de Isis en
lo impenetrables; observaciones erigidas en aforismos por un pecho
optimista; vaticinios de aprensivo que cuenta por sus toses los
pasos de la muerte; esperanzas de crédulo que supone en las aguas la
milagrosa virtud de resucitar difuntos; sofocados ayes del atacado de
gastralgia; soliloquios del desesperado y risas del restablecido.

El que no ha vivido siquiera tres días en medio de este mundo anémico
y escrofuloso, compuesto de enfermos que parecen sanos, sanos que se
creen enfermos, individuos que se pudren á ojos vistos carcomidos por
el vicio, y aprensivos que se sublevarían contra Dios si decretara la
salud universal, no comprenderá el fastidio é insulsez de esta vida
falansteriana, tan ardientemente adoptada por nuestra sociedad desde
que hubo ferrocarriles, y en la cual rara vez se encuentra el plácido
sosiego del campo.

Con todo, no faltan atractivos en la sociedad herpética. La
renovación constante de tipos; las bellezas que entran cada día,
acompañadas de más mundos que un sistema planetario; el lujo,
las tertulias; la delicada ambrosía de la murmuración, servida á
cada instante y pasada de boca en boca sin saciar jamás á ninguna
ni agotarse con el diario consumo; los improvisados ó redivivos
noviazgos; los rozamientos morales, ora ásperos; ora de dulce
suavidad; los mil cabos que se atan ó se desatan, el bailoteo, las
expediciones para ver gruta, panorama ó golpe de ruínas, que ya
se vieron el año pasado, y que se han de gozar uniendo la voz al
coro de la admiración general; los juegos inocentes ó venialmente
criminales; las bromas, los complots, las galanas intrigas con que
algunos se atreven á romper la monotonía de la felicidad colectiva,
de aquel esparcimiento colectivo, de aquella higiene colectiva, de
aquella vida eminentemente colectiva, que en medio de sus esplendores
tiene un no sé qué reglamentario y lúgubre á estilo de hospital,
dan atractivos á estos sitios, al menos para ciertos caracteres,
precisamente los que más abundan. Por eso van allá todos los
españoles, unos con su dinero, otros con el ajeno, y desde que apunta
Julio son puestos en prensa el administrador ó el prestamista para
que alleguen los caudales que reclama aquel importante fin de la
vida moderna. Enardece á la sociedad un loco afán de embriagarse con
aguas de azufre, y para cantar esta sed elegante se echa de menos un
Anacreonte hidropático.

El que leía la carta era un joven vestido de riguroso luto. Leídos y
guardados los tres pliegos, quiso seguir paseando; mas le fué preciso
atender á los saludos de sus compañeros de fonda. Era la hora en que
la mayor parte de los bañistas bajaban á beber el agua y á pasearla.
Veíanse caras desconsoladas y escuálidas, unas de viejos verdes
y otras de jóvenes achacosos; sonrisas mustias que se confundían
con las contracciones de dolor; no se oía más que un preguntar y
responder constante sobre las distintas formas y maneras de estar
malo.

La chismografía patológica es insoportable, y así debió comprenderlo
el de la carta, que afortunadamente estaba bien con Esculapio, porque
tomó el camino de la fonda para salir del establecimiento; pero
fué detenido por un grupo compuesto de tres personas, dos de las
cuales eran de edad madura, de aspecto grave y hasta cierto punto
majestuoso.

«Buenos días, León--dijo el más joven en tono de confianza
íntima.--Ya te ví desde mi ventana leyendo los tres pliegos de
costumbre.

--Hola, amigo Roch, usted siempre tan madrugador,--indicó el más
viejo, que era también el más feo de los tres.

--Leoncillo, buena pieza... alma de cántaro, ¿no paseas hoy con
nosotros?--dijo el de aspecto más imponente, que ocupaba entonces,
como siempre, el centro del grupo, de tal modo, que los otros dos
parecían ir á su lado con un fin puramente decorativo para hacer
resaltar más su importancia física y social.

El joven vestido de negro se excusó como pudo. «Bajaré dentro de una
hora--dijo evadiéndose con ligereza.--Hasta luego.»

El grupo avanzó por la alameda adelante. ¿Será preciso describir esta
trinidad ilustre, la cual es, si se nos permite decirlo así, una
constelación que se ve en España á todas horas á pesar de ser muy
turbio el cielo de nuestro país?

Aquí el lector, lo mismo que el autor, dirá forzosamente: _Son ellos;
dejémosles que pasen_. Pero esta constelación no pasa ni declina
jamás; no baja nunca hacia el horizonte, ni es obscurecida por el
sol, ni se nubla, ni se eclipsa. Siempre está en alto, ¡ay! siempre
resplandece con inextinguible claridad pavorosa en el zénit de la
vida nacional.

¿Quién no conoce al Marqués de Fúcar, de quien ha dicho la adulación
que es uno de los pocos oasis de riqueza situados en medio del árido
desierto de la general miseria? Así como ocupa el primer lugar en la
constelación citada, también es el _alpha_ de la sociedad española.

¿Quién no conoce á D. Joaquín Onésimo, ese fanal luminoso de la
Administración, que encendido en todas las situaciones, ilumina con
sus rayos á una pléyade de Onésimos que en diversos puestos del
Estado consumen medio presupuesto? Alguien dijo que los Onésimos no
eran una familia, sino una epidemia; pero no puede dudarse ¡cielos!
que si esa luminaria se apagase quedarían á obscuras los ámbitos de
la buena administración, y reducidos á revuelto caos el orden, las
instituciones y la sociedad toda.

El tercer ángulo de este triángulo, lo formaba un acicalado y muy
bien parecido joven, en cuyo semblante pálido y linfático parecían
extinguidas prematuramente la frescura y la energía propias de sus
treinta y dos años. Eran sus maneras perezosas y su aspecto de
fatiga y agotamiento, como es común en los que han derrochado la
riqueza moral en la mala política, la intelectual en el periodismo de
pandilla, y la física en el vicio. Este tipo esencialmente español y
matritense, nocturno, calenturiento, extenuado, personificación de
esa fiebre nacional que se manifiesta devorante y abrasadora en las
redacciones trasnochantes, en los casinos que sólo apagan sus luces
al salir el sol, en las tertulias crepusculares y en los mentideros
que perpetuamente funcionan en pasillos de teatro, rincones de café
ó despachos de ministerio, parecía muy fuera de su lugar propio en
aquel ambiente puro y luminoso, á la sombra de gigantescos árboles.
Podría creerse que le causaba molestia hallarse lejos de sus antros
de corrupción y malevolencia, y que para las esplendentes gracias de
la Naturaleza no había en su corazón un latido, ni una mirada en sus
turbios ojos sin viveza, de párpados turgentes, embolsados y rojos
por el hábito del insomnio.

Federico Cimarra, que era el joven; Don Joaquín Onésimo (á quien
se creía próximo á llamarse Marqués de Onésimo) y D. Pedro Fúcar,
Marqués de Casa-Fúcar, luego que midieron dos ó tres veces la
alameda, se sentaron.



III

Donde el lector verá con gusto los panegíricos que los españoles
hacen de sus compatriotas y de su país.


«Ya es evidente que León se casa con la hija del Marqués de
Tellería--dijo Federico Cimarra.--No es gran partido, porque el
Marqués está más tronado que los cómicos en Cuaresma.

--Ya sólo le queda la casa de la calle de Hortaleza,--apuntó Fúcar
con indiferencia.

--Es buena finca, construída en tiempo del Marqués de Pontejos... Al
fin se quedará también sin ella. Dicen que en esa familia, todos,
desde el Marqués hasta Polito, tienen la cabeza á pájaros.

--¿Pero no le queda á Tellería más que la casa?--preguntó el hombre de
Administración con curiosidad, que parecía el afán celoso del Fisco
buscando la materia imponible.

--Nada más--repitió el de Fúcar demostrando conocer á fondo el
asunto.--Las tierras de Piedrabuena han sido vendidas en subasta
judicial hace dos meses. Con las casas y la fábrica de Nules se quedó
mi cuñado en Febrero último. En fondos públicos no debe de tener
nada. Me consta que en Junio tomó dinero al 20 por 100 con no sé qué
garantía... En fin, otra torre por los suelos.

--Y esa casa fué poderosa--dijo Onésimo.--Yo le oí contar á mi
padre que en el siglo pasado estos Tellerías ponían la ley á toda
Extremadura. Era la segunda casa en ganados. Tuvieron medio siglo las
alcabalas de Badajoz.»

Federico Cimarra se puso en pie frente á los otros dos, y abriendo
las piernas en forma de compás, empezó á hacer el molinete con su
bastón.

«Es increíble--dijo sonriendo,--la calaverada de ese pobre León...
Cuidado que yo le quiero... es mi amigo... ¿Pero quién se atreve á
contradecirle? Váyase usted á argumentar con estas cabezas de piedra
que se llaman matemáticos. ¿Han conocido ustedes un solo sabio con
sentido común?

--Ninguno, ninguno--exclamó el Marqués de Fúcar riendo á borbotones,
que era su especial manera de reir.--¿Y es cierto lo que me han
dicho?... ¿que la chica es algo mojigata? Sería cosa muy bufa
ver á un librepensador de mares altos pescado con anzuelito de
Padrenuestros y Avemarías.

--No sé si es mojigata; pero sí sé que es muy bonita--afirmó Cimarra
paladeando.--Pase lo de santurrona por lo que tiene de _barbiana_...
Pero su carácter no está formado... es una chiquilla, y después que
anda enamorada no piensa en santidades... La que me parece en camino
de ser verdadera beata es la Marquesa, que no podrá eludir la ley por
la cual una juventud divertida viene á parar en vejez devota. ¡Qué
desmejorada está la Marquesa! La ví la semana pasada en Ugoibea y me
pareció una ruína, una completa ruína. En cambio, María está hecha
una diosa... ¡Qué cabeza!... ¡qué aire y qué _trapío_!»

En el lenguaje de Cimarra se mezclaban siempre á la fraseología usual
de la gente discreta los términos más comunes de la germanía moderna.

«Eso sí--dijo el Marqués de Fúcar con expresión y sonrisa de
sátira.--María Sudre vale cualquier cosa... Yo creo que el matemático
ha perdido la chaveta y se ha dejado enloquecer por aquellos ojos
de fuego. Esa chiquilla no me gustaría para esposa... Hermosura
superior, fantasía, tendencia al romanticismo, un carácter
escondido, algo que no se ve... en fin, no me gusta, no me gusta.

--¡Caramba!--exclamó el hombre de Administración dándose una palmada
en la propia rodilla.--Todo menos hablar mal de María Sudre. La
conozco... es un portento de bondad... es lo mejor de la familia.

--Hombre--dijo el Marqués de Fúcar descuadernando su cara en una
risa homérica.--La familia es la familia de tontos más completa que
conozco, sin exceptuar al mismo Gustavo, que pasa por un prodigio.

--¡Ah! no: la chica vale, vale--afirmó Onésimo.--No diré lo mismo
de León. Es un sabio de nuevo cuño, uno de estos productos de la
Universidad, del Ateneo y de la Escuela de Minas, que maldito si me
inspiran confianza. Mucha ciencia alemana, que el demonio que la
entienda; mucha teoría obscura y palabrejas ridículas; mucho aire de
despreciarnos á todos los españoles como á un atajo de ignorantes;
mucho orgullo, y luego el tufillo de descreimiento, que es lo que más
me carga. Yo no soy de esos que se llaman católicos y admiten teorías
contrarias al catolicismo: yo soy católico, católico.»

Se dió dos palmadas en el pecho.

«Hombre, sea usted todo lo católico que quiera--dijo Fúcar riendo
con menos estrépito, ó si se quiere con cierta tendencia á la
seriedad.--Todos somos católicos... Pero no exageremos... ¡Oh! la
exageración es lo que mata todo en este país. Dejemos á un lado las
creencias, que son muy respetables, pero muy respetables. Yo veo
en León un hombre de mucho, de muchísimo mérito. Es lo mejor que
ha salido de la Escuela de Minas desde que ésta existe. Su colosal
talento no conoce dificultades en ningún estudio, y lo mismo es
geólogo que botánico. Según dicen, todos los adelantos de la Historia
natural le son familiares y es un astrónomo de primera fuerza.

--¡Oh! León Roch--exclamó Cimarra con el tono de hinchazón protectora
que toma la ignorancia cuando no tiene más remedio que hacer justicia
á la sabiduría,--vale mucho. Es de lo poco bueno que tenemos en
España. Somos amigos, estuvimos juntos en el colegio. Verdad es que
en el colegio no se distinguía; pero después...

--No me entra, repito que no me entra; no le puedo pasar...--dijo
Onésimo como quien se niega á tomar una pócima amarga.

--Mire usted, amigo Onésimo--indicó el Marqués en tono solemne,--no
hay que exagerar... La exageración es el principal defecto de este
país... Eso de que porque seamos católicos condenemos á todos los
hombres que cultivan las ciencias naturales, sin darse golpes de
pecho, y se desvían... yo concedo que se desvían un poco, mucho
quizás, de los senderos católicos... Pero ¿qué me importa? El mundo
va por donde va. Conviene no exagerar. Para mí la falta principal
de Leoncillo... yo le conozco desde que era niño: él y mi hija se
criaron juntos en Valencia... pues su gran falta es comprometer su
juventud, su riqueza, su porvenir en ese enlace con una familia
desordenada y decadente que le devorará sin remedio.

--¿Es rico León?

--¡Oh! ¡mucho!--exclamó Fúcar con grandes encarecimientos.--Conocí á
su padre en Valencia, el pobre D. Pepe, que murió hace tres meses,
después de pasarse cincuenta años trabajando como un negro. Yo le
traté cuando tenía el molino de chocolate en la calle de las Barcas.
La verdad es que en aquel tiempo el chocolate del Sr. Pepe era muy
estimado. Me acuerdo de ver entonces á León tamaño así, con la cara
sucia y los codos rotos, estudiando aritmética en un rincón que había
detrás del mostrador. En Navidad vendía D. Pepe mazapanes... ¡Pero
si los ha vendido hasta hace quince años... y no hace treinta que
trasladó su industria á Madrid...! Después que tuvo capital, entróle
el afán de aumentarlo considerablemente. ¡Oh! es incalculable el
dinero que se ha ganado en este país haciendo chocolate de alpiste,
de piñón, de almagre, de todo menos de cacao. Estamos en el país del
ladrillo, y no sólo hacemos con él nuestras casas, sino que nos lo
comemos... El Sr. Pepe trabajó mucho, primero á brazo, después con
aparato de fuerza animal, al fin con máquina de vapor. Resultado
(el Marqués de Fúcar se alzó su sombrero hasta la raíz del pelo):
que compró terrenos por fanegadas y los vendió por pies; que el
54 construyó una casa en Madrid; que se calzó los mejores bienes
nacionales de la huerta; que negociando después con fondos públicos
aumentó su fortuna lindamente. En fin, yo calculo que León Roch no se
dejará ahorcar por ocho ó nueve millones.

--Lo mejor de la biografía--dijo Cimarra sentándose junto á sus
dos amigos,--se lo ha dejado usted en el tintero. Hablo de la
vanidad del difunto D. Pepe. Lo general es que estos industriales
enriquecidos, aunque sea envenenando al género humano, sean modestos
y no piensen más que en acabar tranquilamente sus días viviendo sin
comodidades, con los mismos hábitos de estrechez que tuvieron cuando
trabajaban. Pero el pobre señor Pepe Roch era célebre hasta no más.
Su _chifladura_ consistía en que le hiciesen Marqués.

--Diré á ustedes--manifestó gravemente el de Fúcar, cortando con un
gesto de hombre superior esta tendencia á las burlas.--D. José Roch
era un infeliz, un hombre bondadoso y simple en su trato social.
Le conocí bien. Él haría chocolate con la tierra de los tiestos
que tenía su mujer en el balcón, según decían las malas lenguas
del barrio; pero era un buen ganapán, y tenía en tan alto grado el
sentimiento paterno, que casi era una falta. Para él no había en el
mundo más que un sér, su hijo León: le quería con delirio. Tenía por
enemigo declarado al que no le diese á entender que León era el más
guapo, el más sabio, el primero y principal de todos los hombres
nacidos. Todo el orgullo y la vanidad del pobre Roch estaban en ser
autor de su hijo. El año pasado nos encontramos una noche en la Junta
de Aranceles. Yo quise hablarle de una subasta de corcho... pero él
no hablaba más que de su hijo. Casi con lágrimas en los ojos, me
dijo: «Amigo Fúcar, para mí no quiero nada, me basta un hoyo y una
piedra encima con una cruz. Mi único deseo es que León tenga un
título de Castilla. Es lo único que le falta.» Yo me eché á reir.
¡Apurarse por un rábano, es decir, por un título de Castilla!... Sr.
D. José, si usted me dijera «quiero ser bonito, quiero ser joven...»
pero ¿qué desea usted, ser Marqués?... A las coronas les pasará
lo que á las cruces, que al fin la gente cifrará su orgullo en no
tenerlas. Pronto llegaremos á un tiempo en que, cuando recibamos el
diploma, tendremos vergüenza de dar un doblón de propina al portero
que nos lo traiga... porque también él será Marqués...»

Fúcar, al decir esto, soltó la risa. Empezaba ésta por un hipo
chillón y terminaba en un plegado general de la piel de sus
facciones, y una especie de arrebato congestivo. Pasados los golpes
de hilaridad, aún tardaba su cara una buena pieza en volver á su
color primero y á su normal aspecto de seriedad majestuosa.

«Señores--dijo seguidamente y con cierto enfado la lumbrera de
la Administración, enojo que podría atribuirse á sus proyectos
marquesiles,--por mucho que se hayan prodigado los títulos de
nobleza, no creo que estén ahí para que los tomen los chocolateros.
Pues no faltaba más...

--Amigo Onésimo--objetó el Marqués con flemática ironía,--yo creo
que están para el que quiera tomarlos. Si D. Pepe no tomó el título
de Marqués de Casa-Roch, fué porque su hijo se opuso resueltamente á
caer en esa ridiculez hoy tan en boga. Es hombre de principios.

--¡Oh! sí--exclamó el hombre administrativo, en quien las
instituciones venerandas tenían siempre poderoso apoyo.--Por lo
común, estos sabios que tanto manosean los principios en el orden
científico, carecen de ellos en el orden social. No faltan ejemplos
aquí. Yo creo que todos los sabios son lo mismo. Ya hemos visto cómo
gobiernan el país cuando éste ha tenido la desgracia de caer en
sus manos. Pues lo mismo gobiernan sus casas. En la vida privada,
señores, los sabios son una calamidad, lo mismo que en la pública. No
conozco un sabio que no sea un tonto, un tonto rematado.

--Aquí no salimos de paradojas.

--Es la verdad pura.

--Vivimos en el país de los viceversas.

--No exageremos, no exageremos, señores--dijo el Marqués removiéndose
y tomando el tono particularísimo que reservaba para su protesta
favorita, que era la protesta contra la exageración.--Aquí abusamos
de las palabras, y calificamos á los hombres con mucha ligereza. La
envidia por un lado, la ignorancia... ¿Qué, qué hay?»

Esto lo dijo interrumpiendo su discurso y mirando con expresión de
miedo á un criado que hacia los tres avanzaba apresuradamente.

«La señorita llama á Vuecencia. Está mala otra vez.

--Vamos, mi hija está hoy de vena--dijo el Marqués de mal humor,
levantándose.--Ustedes me preguntarán que qué tiene Pepa, y yo les
diré que no lo sé, que no sé nada absolutamente. Voy á verla.»

Sus dos amigos callaban mirándole partir. El Marqués de Fúcar andaba
lentamente á causa de su obesidad. Había en su paso algo de la marcha
majestuosa de un navío ó galeón antiguo, cargado del pingüe esquilmo
de las Indias. También él parecía llevar encima el peso de su inmensa
fortuna, amasada en veinte años, de esa prosperidad fulminante que la
sociedad contemplaba pasmada y temerosa.



IV

Siguen los panegíricos dando á conocer en cierto modo el carácter
nacional.


Frente á la gruta donde los bañistas tragaban vaso tras vaso, ávidos
de corregir el _oidium_ de su naturaleza, había una glorieta. Eran
las diez, hora en que escaseaban ya los bebedores, y un nuevo grupo
se había instalado en aquel ameno sitio. Formábanlo Don Joaquín
Onésimo, León Roch y Federico Cimarra, que oprimía los lomos de una
silla, caballero en ella y haciéndola crujir y descoyuntarse con sus
balanceos.

«¿Sabes tú, León, lo que tiene la hija de Fúcar?

--Anoche se retiró temprano del salón. Está enferma.»

Después de decir esto, León miró atentamente al suelo.

«Pero su enfermedad es cosa muy rara, como dice el Marqués--añadió
Onésimo.--Veamos los síntomas. Ya saben ustedes que colecciona
porcelanas. El mes pasado, cuando volvía de París, estuvo dos días
en Arcachón. Las hijas del Conde de la Reole le regalaron tres piezas
de Bernardo Palissy. Dicen que son muy hermosas. A mí me parecen
loza de Andújar. Además, trajo de París ocho piezas de Sajonia, de
una belleza y finura que no pueden ponderarse. Estas obras de arte
parecían ocupar por entero el ánimo de Pepa. No hablaba más que de
sus porcelanas. Las guardaba y las sacaba sesenta y dos veces al día.
Pues bien: esta mañana cogió los cacharros, subió á la habitación más
alta de la fonda, abrió la ventana y los tiró al corral, donde se
hicieron treinta mil pedazos.»

Federico miró á León Roch, que sólo dijo: «Sí, ya lo oí contar.

--Ayer tarde--continuó Onésimo,--cuando volvíamos de la gruta (que,
entre paréntesis, tiene tan poco que ver como mi cuarto), se le cayó
una de las gruesas perlas de sus pendientes de tornillo. La buscamos;
al fin la distinguí junto á una piedra: me abalancé á cogerla, como
era natural; pero más ligera que yo, púsole el pie encima... y la
aplastó diciendo: «¿para qué sirve esto?» Además, cuentan que ha
hecho un picadillo de encajes. ¿Pero no la vieron ustedes anoche en
el salón? Yo juraría que está loca.»

León no dijo nada, ni Cimarra tampoco.

«¿Saben ustedes--añadió el fanal de la Administración,--que va á
estar fresco el que se case con esa niña? ¡Qué educación, señores,
pero qué educación! Su padre, que tan bien conoce el valor de la
moneda, no le ha enseñado á distinguir un billete de mil pesetas de
una pieza de dos. Es una alhaja la señorita de Fúcar. Ya me habían
dicho que era caprichosa, despilfarradora; que tiene los antojos
más ridículos y cargantes que pueden imaginarse. ¡Pobre marido y
pobre padre!... Si al menos fuera bonita... pero ni eso. Ya le dará
disgustos á D. Pedro. Luego no quieren que truene yo y vocifere
contra estos hábitos modernos y extranjerizados que han quitado
á la mujer española su modestia, su cristiana humildad, su dulce
ignorancia, sus aficiones á la vida reservada y doméstica, su horror
al lujo, su sobriedad en las modas, su recato en el vestir. Vean
ustedes las tarascas que nos ha regalado la civilización moderna.
Comprendo la aversión al matrimonio que va cundiendo, y que si no se
ataja obligará á los gobiernos á dar una ley de novios y una ley de
casamientos, estableciendo un presidio de solteros.

--¡Graciosísimo!--exclamó Cimarra, poniendo bruscamente su mano sobre
el hombro de León.--Del carácter y de las rarezas de Pepa podrá
hablarnos éste, que la conoce desde que ambos eran niños.»

León dijo fríamente: «Si la enfermedad y las rarezas de Pepa
consisten en romper porcelanas y destrozar vestidos, no importa. El
Marqués de Fúcar es bastante rico, inmensamente rico, cada día más
rico.

--Sobre este tema--indicó el fénix burocrático,--sobre la colosal
riqueza del señor Marqués, la frase más característica la debemos al
amigo Cimarra, que es el hombre de las frases.

--Yo no he dicho nada, nada, de D. Pedro Fúcar,--replicó Federico con
aspavientos de honradez.

--¡Lengua de escorpión! ¿No fué usted el que en casa de
Aldearrubia... yo mismo lo oí... á propósito de la escandalosa
fortuna de Fúcar, soltó esta frase: «Es preciso escribir un nuevo
aforismo económico que diga: La bancarrota nacional es una fuente de
riqueza?»

--Eso se puede decir de tantos...--murmuró León.

--De muchos, de muchísimos--dijo Cimarra prontamente.--Como Fúcar ha
labrado su rica colmena en el tronco podrido del Tesoro público...
¿qué tal la figura?... pues digo que habiendo centuplicado su
fortuna en las operaciones con el Tesoro, no será el único á quien se
podrá aplicar aquello de la bancarrota nacional...»

El señor de Onésimo se turbó breve instante. Mas reponiéndose, añadió:

«Yo he oído hacer á usted, querido Cimarra, un despiadado análisis de
los millones del Marqués de Fúcar. A los hombres de ingenio se les
perdona la murmuración... No venga usted con arrepentimientos: ya sé
que ahora es usted muy amigo de su víctima, de aquél á quien supo
pintar diciendo: «Es un hombre que hace dinero con lo sólido, con lo
líquido y con lo gaseoso, ó lo que es lo mismo, con los adoquines,
con el vino de la tropa y con el alumbrado público. El tabaco de sus
contratas es de un género especial, teniendo la ventaja de que si
amarga en la boca, puede servir para leña; y también son especiales
su arroz y sus judías, las cuales se han hecho célebres en Ceuta: los
presidiarios las llamaban _píldoras reventonas del boticario Fúcar_.»

--Hablar por hablar--replicó Cimarra.--Sin embargo de esto, yo
aprecio mucho al Marqués. Es un hombre excelente. Todos hemos dado
algún alfilerazo al prójimo.

--Ya sé que esto es pura broma. Aquí se sacrifica todo al chiste.
Somos así los españoles. Desollamos vivo á un hombre, y en seguida le
apretamos la mano. No critico á nadie: reconozco que todos somos lo
mismo.»

El Marqués de Fúcar apareció en la glorieta. «¿Y Pepa?--le preguntó
León.

--Ahora está muy contenta. Pasa de la tristeza á la alegría con
una rapidez que me asombra. Ha llorado toda la mañana. Dice que se
acuerda de su madre, que no puede echar del pensamiento á su madre...
qué sé yo... no la entiendo. Ahora quiere que nos vayamos de aquí
sin dejarme tomar los baños. Yo no quería venir, porque me apestan
estos establecimientos horriblemente incómodos de nuestro país.
¡Caprichos, locuras de mi hija! De buenas á primeras, y cuando nos
hallábamos en Francia, se le puso en la cabeza venir á Iturburúa. Y
no hubo remedio... á Iturburúa, á Iturburúa, papá... ¿Qué había yo
de hacer?... Al fin ya me había acostumbrado á esta vida ramplona,
y la verdad, tanto como me contrarió venir, me contraría marcharme
sin haber tomado siquiera seis baños... Eso sí: aguas como éstas no
creo que las haya en todo el mundo... ¿Y á dónde vamos ahora? Ni
hay para qué pensarlo, porque las genialidades y los arrebatos de
mi hija burlan todos los cálculos... Apenas tengo tiempo de pedir
el coche-salón... Pepa está tan impaciente por marcharse como lo
estuvo por venir... Ha de ser pronto, hoy mismo, mañana temprano á
más tardar, porque estas montañas se le caen encima, y se le cae
encima la fonda, y también el cielo se le viene abajo, y le son muy
antipáticos todos los bañistas, y se muere, y se ahoga...»

Mientras D. Pedro expresaba así con desorden su paterno afán, los
tres amigos callaban, y tan sólo Onésimo aventuró algunas frases
comunes sobre las perturbaciones nerviosas, origen, según él, de
aquéllas y otras no comprendidas rarezas que á la más bella porción
del género humano afligen. El Marqués tomó del brazo á Federico
Cimarra, diciéndole:

«Querido, hágame usted el favor de entretener un rato á Pepa. Ahora
está contenta; pero dentro de un rato estará aburridísima. Ya sabe
usted que se ríe mucho con sus ocurrencias ingeniosas. Ahora me
dijo: «Si viniera Cimarra para murmurar un poco del prójimo...» Bien
comprende que es usted una especialidad. Vamos, querido. Ahora está
sola... Adiós, señores: me llevo á este bergante, que hace más falta
en otra parte que aquí.»

Quedáronse solos D. Joaquín Onésimo y León Roch.

«¿Qué piensa usted de Pepita?--preguntó el primero.

--Que ha recibido una educación perversa.

--Eso es: una educación perversa... Y ahora que recuerdo... ¿es
cierto que se casa usted?

--Sí, señor... Llegó mi hora,--dijo León sonriendo.

--¿Con María Sudre?...

--Con María Sudre.

--¡Lindísima muchacha!... ¡Y qué educación cristiana! Francamente,
amigo, es más de lo que merece un hereje.»

Benévola palmada en el hombro de León terminó este corto diálogo.



V

Donde pasa algo que bien pudiera ser una nueva manifestación del
carácter nacional.


Avanzado había la noche, y el modesto sarao de los bañistas
principiaba á desanimarse. Los últimos giros de las graciosas
parejas se extinguieron en los costados del salón, como los últimos
círculos del agua agitada mueren en las paredes del estanque; se
deshicieron aquellos abrazos convencionales que no ruborizan á las
doncellas, y al fin tuvo la condescendencia de callarse el piano
homicida que dirigía con su martillante música el baile. No faltó una
beldad que quisiera prolongar aún la velada sacando de las cuerdas
del instrumento un soporífero _Nocturno_, que es la más insulsa y
calamitosa música entre todas las malas; pero este alarde de ruido
elegiaco duró felizmente poco, porque las madres se impacientaron
y alegres tribus de señoritas empezaron á desfilar sobre el piso
de madera lustrosa. Resbalaban con agrio chirrido las patas de las
sillas; al pío pío de la charla juvenil se unía un sordo trompeteo
de toses. Las bufandas se arrollaban como culebras en la garganta
carcomida de los hombres graves, oradores, abogados y políticos, que
eran la flor y el principal lustre del establecimiento.

En la pieza inmediata, las fichas abandonadas y revueltas del
tresillo y del ajedrez hacían un ruido como de falsos dientes que
riñen unos contra otros fuera de la encía. Las toses y carraspera
arreciaban con la salida de los últimos, que eran los más viejos,
y después aquel murmullo compuesto de chácharas juveniles y del
lúgubre quejido de la decrepitud prematura, que á lo más florido de
la actual generación aqueja, se fué perdiendo en el largo pasillo,
luego atronó la escalera y se extinguió poco á poco, distribuyéndose
en las habitaciones del edificio celular. Podía existir la ilusión de
considerar á éste como un gran órgano, en el cual, después de la gran
sinfonía tocada por el viento, volvía cada nota, aguda ó grave, á su
correspondiente tubo.

En la sala del tresillo leía periódicos el Marqués de Fúcar. Su
postura natural para este patriótico ejercicio era altamente tiesa,
manteniendo el papel á bastante distancia y ayudando su vista con los
lentes, que colocaba casi en la punta de la nariz y le oprimían las
ventanillas. Si tenía que mirar á alguien, miraba por encima y por
los lados de los vidrios. Frecuentemente reía en voz alta durante
la lectura; sin dejar de leer, porque era muy sensible al aguijón
punzante del epigrama, sobre todo si, como es frecuente en nuestra
prensa, el aguijón estaba envenenado.

A su lado leían otros dos. En el salón grande, cuatro ó cinco hombres
charlaban, reclinados perezosamente en los divanes. Federico Cimarra,
después de pasear un rato con las manos metidas en los bolsillos,
entró en la sala de tresillo á punto que el Marqués de Fúcar apartaba
de sí el último periódico y arrancaba de su nariz los lentes para
doblarlos y meterlos en el bolsillo del chaleco.

«¡Qué país, qué país!--exclamó el ilustre negociante, conservando
en su fresco rostro la sonrisa producida por el último chiste
leído.--¿Sabe usted, Cimarra, lo que me ocurre? Aquí todo el mundo
habla mal de los políticos, de los gobiernos, de los empleados, de
Madrid... pues voy creyendo que Madrid, los empleados, los gobiernos
y la gavilla de políticos, como dicen, son lo mejor de la nación.
Malos son los elegidos; pero creo que son más malos los electores.

--Donde todo es malo--dijo Federico con frialdad filosófica,
que podría pasar por el sarcasmo de un corazón muerto y de
una inteligencia atrofiada, metidos ambos dentro de un cuerpo
enfermo;--donde todo es malo no es posible escoger.

--Y la causa de todos los males es la holgazanería.

--¡La holgazanería! es decir, la idiosincrasia nacional; mejor dicho,
el genio nacional. Yo digo: holgazanería, tu nombre es España.
Poseemos grande agudeza, según dicen; yo no la veo por ninguna parte.
Somos todos unos genios; yo creo que lo disimulamos...

--¡Oh! Si hubiera gobiernos que impulsaran el trabajo...»

Cimarra puso una cara muy seria: era su modo especial de burlarse del
prójimo.

«¡El trabajo!... Ya ni siquiera sabemos tener paño pardo. Van
desapareciendo las alpargatas, los botijos son cada vez más raros,
y hasta las escobas vienen ya de Inglaterra... Pero nos queda la
agricultura. ¡Ah! éste es el tema de los tontos. No hay un solo
imbécil que no nos hable de la agricultura. Yo quiero que me digan
qué agricultura puede haber donde no hay canales, y cómo ha de
haber canales donde no hay ríos, y cómo ha de haber ríos donde
no hay bosques, y cómo ha de haber bosques donde no hay gente
que los plante y los cuide, y cómo ha de haber gente donde no hay
cosechas... ¡Horrible círculo del cual no se sale, no se sale!...
Cuestión de raza, señor Marqués... Esta es una de las pocas cosas
que son verdad: la fatalidad de la casta. Aquí no habrá nunca sino
comunismo coronado por la lotería... éste es nuestro porvenir. Que
el Estado administre toda la riqueza nacional y la reparta por medio
de rifas... ¿Qué tal? esto sí que tiene _sombra_... ¡Oh! Verá usted,
verá usted... ¡Magnífico! Este es un ideal como otro cualquiera.
Consúltelo usted con D. Joaquín Onésimo, que pasa por una lumbrera de
la Administración, y es, á mi juicio, una de las mayores calabazas
que se han criado en esta tierra.

--¿No está por ahí?--dijo Fúcar, riendo y mirando en derredor.--Que
venga para que oiga su apología.

--Está hablando del orden social con Don Francisco Cucúrbitas, otra
gran eminencia al uso español. Es de esos hombres que hablan mucho
de Administración y de trámites, es decir, de expedientes... Dios ha
criado á estos señores para realizar el quietismo social, que después
de todo no es malo... Nada, señor Marqués: mi sistemita de comunismo
y rifas. Las contribuciones lo recogen todo y la lotería lo reparte.
_¡Pistonudo!_ ¿Sabe usted, amigo, que aquí se aburre uno lindamente?»

Durante la pausa que siguió á esta frase, acercóse Federico á la
puerta del salón para llamar á los que aún quedaban en él; después
volvió junto al Marqués, y sacando de su bolsillo una baraja, la
arrojó sobre la mesa. Las cartas se extendieron pegadas unas á otras
y resbalando como una serpiente cuadrada.

«¡Hombre, también aquí!» dijo Fúcar con expresión de disgusto.

Cimarra volvió al salón, que ya estaba apagado. Empujados por él
entraron cuatro caballeros. León Roch se paseaba solo en el salón
medio á obscuras. Después de hablar en voz baja con el mozo, Cimarra
tomó el brazo de su amigo y paseó con él un rato. Entre los dos se
cruzaron palabras apremiantes, agrias; pero al fin León subió á su
cuarto, bajando diez minutos después. «Toma, vampiro,» dijo con
desprecio á su amigo, dándole monedas de oro.

Después se quedó solo. Acercándose á la puerta de la sala de
tresillo, pudo ver el cuadro que en el centro de ésta había,
formado por seis personas, algunas de las cuales tenían un nombre
no desconocido para la mayoría de los españoles. Es verdad que
había entre ellos quien gozaba de reputación poco envidiable;
pero también alguien había que la ganara ventajosa con sus bellos
discursos, en los cuales no faltaban palabrejas muy sonoras contra
el desorden social, los vicios y la holgazanería. El Marqués de
Fúcar era, de los allí presentes, el único que parecía tomar la
ocupación como un verdadero juego, y apuntaba sonriendo las cartas,
acompañando de picantes observaciones cada pérdida ó ganancia.
Cimarra, con el sombrero en la corona, el ceño fruncido, los ojos
atentos y brillantes, la expresión entre alelada y perspicua, con
cierta seriedad de adivino ó de estúpido, tallaba. Sus delicados
labios murmuraban á cada instante sílabas obscuras, que un inocente
habría tomado por fórmulas de evocación para atraer espíritus. Era
el tenebroso lenguaje del jugador, el cual, con gruñidos ó sólo con
el ardiente resuello, mantiene un diálogo febril con las cuarenta
personas de cartón que se deslizan entre sus manos, y ora le sonríen,
ora se mofan de él con hórridos visajes.

La contienda con el azar es una de las luchas más feroces á que puede
entregarse el hombre inteligente. La casualidad, que es el giro libre
y constante de los hechos, no ha de ser hostigada; no se la puede
mirar cara á cara; jugar con ella es locura. Revuélvese con las
contorsiones y la fuerza del tigre, y ataca y destroza. Sus caricias,
pues también las tiene, despiertan en el hombre un hondo anhelo
que le consume como llama interior. El espíritu de éste se pierde
y delira con sueños semejantes á los del borracho, porque el ideal
indeciso de aquella misma casualidad que con él forcejea, le penetra
todo y hace de él una bestia. Atleta furibundo y desesperado en las
tinieblas, el jugador es víctima de pesadilla horrenda, y se siente
lanzado en una órbita dolorosa, como piedra que voltea en la honda
sin salir nunca de ella.

El Marqués decía á cada rato:

«Señores, que es tarde; que tenemos que madrugar. Bueno es divertirse
un poco pero no exageremos...»



VI

Pepa.


León Roch no quiso ver más, y salió del salón y del establecimiento.
La noche tibia y calmosa convidábale á pasear por la alameda, donde
no había alma viviente ni se oía otro ruido que el canto de los
sapos. Después de dar cuatro vueltas, creyó distinguir una persona
en la más próxima de las ventanas bajas. Era una forma blanca, mujer
sin duda, que apoyando su brazo derecho en el alféizar, mostraba el
busto. León se acercó, y viendo que la forma no se movía, se acercó
más. Habría ésta parecido una estatua de mármol, á no ser por el pelo
obscuro y el movimiento de la mano que jugaba con las ramas de una
planta cercana.

«Pepa,--dijo él.

--Sí, soy yo... Aquí me tienes hecha una romántica, mirando á las
estrellas... Es verdad que no se ve ninguna; pero lo mismo da.

--Está muy negra la noche; no te había conocido--dijo León poniendo
sus dedos en el antepecho de hierro.--La humedad puede hacerte daño.
¿Por qué no cierras? No esperes á tu padre. Ese ladrón de Cimarra ha
puesto banca. Allí están entretenidos... Retírate.

--Hace calor en el cuarto.»

León no pudo distinguir bien, por ser obscurísima la noche, las
facciones de la hija de Fúcar; pero observaba la fisonomía de la voz,
que suele ser de una diafanidad asombrosa.

La voz de Pepa gemía. Su cabeza, echada hacia atrás, se apoyaba
en la madera de la ventana. Tenía en la mano una flor (á León le
pareció una rosa) de palo largo. A cada instante se lo llevaba á
la boca, y arrancando un pedacito, lo escupía. León vió todo esto,
y comprendiendo la necesidad de decir algo apropiado al momento,
buscó en su mente, rebuscó; pero no hallando nada, nada dijo. Ambos
estuvieron callados un rato: León atento, inmóvil, con ambas manos
fijas en el frío antepecho; ella arrancando y escupiendo palitos.

«Se cuentan de tí estos días no pocas rarezas, Pepa--indicó él,
considerando que para llegar á decir algo de provecho era preciso
empezar diciendo una tontería.--Dicen que rompiste las porcelanas,
que cortaste en pedazos los encajes, no sé qué encajes...

--¡Qué tipo!...--exclamó Pepa, rompiendo á reir con un desentono que
hizo temblar á León.--La pobre señora no sale de las sacristías...
¿No entiendes?... parece que eres idiota. Hablo de tu futura suegra,
de la Marquesa de Tellería... Cuando estuve en la playa de Ugoibea
tuve el gusto de verla. Me contaron las picardías que habló de mí.
Lo de siempre... que soy muy malcriada, que derrocho; que tengo
modales libres y hábitos chocantes... chocantes, justamente... ¡La
pobre señora ha cambiado tanto desde que empezó á marchitarse su
hermosura!... Ya se ve: no se puede llevar una vida mundana cuando se
tiene un hijo santo... pues qué, ¿no te has enterado? ¿No sabes que
Luis Gonzaga, el hermano gemelo de tu novia, el que está de colegial
en el _Sagrado Corazón_ de Puyóo, tiene fama de ser un ángel con
sotana? Chico, vas á vivir en medio de la corte celestial. Hasta tu
suegra usa cilicio. ¿No lo crees? Pues créelo, porque lo han dicho
sus amantes.»

Al decir esto, Pepa escupió un palito de rosa con tanta fuerza, que
fué á chocar en la frente de León.

«Pepa--indicó éste con enojo.--No me gusta que las personas que
estimo hablen así de una familia respetable.

--Se puede hablar de mí y llamarme loca, voluntariosa... Yo no
puedo hablar... es verdad. En mí todo es informalidad, desenfreno,
desorden, ignorancia... Pasemos á otra cosa. León, sentí mucho no ver
cara á cara á tu futura esposa María Egipciaca. Dicen que está muy
guapa; siempre fué guapa. En Ugoibea sale poco; ella y su tontísima
mamá se van solas á tomar los aires puros. Cuentan que están muy
tronadas; pero tú eres rico, y el Marqués... ¡Oh! Dicen que es el
único mentecato que no ha logrado hacerse un puesto en la política.

--Pepa, por Dios, no digas disparates. Me lastimas en lo más delicado
con tu charla imprudente.»

Pepa seguía escupiendo palos. El tallo de la rosa estaba reducido á
la cuarta parte.

«Sí: yo soy muy mal educada--dijo con amarga ironía.--Además, ahora
han descubierto que tengo muy mal corazón, un corazón cruel, un
carácter rebelde y caprichoso...

--Eso no es verdad; pero has de hacer lo posible para que la gente no
lo crea.

--Sí, valiente cuidado me da á mí la gente. ¿Acaso yo necesito de
nadie?

--¡Qué orgullosa eres!

--Dicen que no encontraré un hombre razonable que se case
conmigo--exclamó repitiendo el desentonado reir, que parecía una
conmoción espasmódica.--Esto como que da á entender que hay hombres
razonables... Yo no soy de esas que se fingen santas y modestas para
encontrar marido... Por mi parte, aseguro desde hoy que no me casaré
con ningún sabio... Me repugnan los sabios. La suprema felicidad
consiste en tener mucho dinero y casarse con un tonto.

--Veo que esta noche estás de humor de disparatar--le dijo León
familiarmente.--Tú no crees lo que dices, y tus ideas son mejores que
tu lenguaje.»

Ya porque sus ojos se habituaran á la obscuridad, ya porque aclarase
un poco la noche, León empezó á distinguir las facciones de Pepita
Fúcar destacándose en el negro cuadrado de la ventana como la
figura borrosa y pálida de un lienzo antiguo. La blancura de su
tez, sus cabellos bermejos, la viveza de sus ojos pequeñuelos, en
cuyas pupilas brillaba una brasa diminuta, el mohín mimoso de sus
labios, la graciosa ferocidad de sus dientes partiendo palitos, y
principalmente su enfado, casi la hacían aparecer bella estando algo
distante de serlo.

«A otros podrías hacerles creer que tienes esas ideas
extravagantes--dijo León;--pero no á mí que te conozco desde que
éramos niños, y sé que tu corazón es bueno. Una madre cariñosa habría
formado en tí ciertos hábitos de que careces y corregido muchos
defectos que te hacen parecer peor de lo que eres; pero has vivido
en gran abandono: pasaste la niñez entre personas mercenarias, y
después, en la edad en que se forma el carácter y se hace, por
decirlo así, la persona, tu padre te lanzó bruscamente á la vida en
un torbellino de lujo, frivolidades y riquezas. De tus caprichos
hizo leyes, y no supo ó no quiso poner tasa á tus genialidades
dispendiosas. Tú sabes mejor que yo lo que ha sido tu palacio durante
mucho tiempo: un _maremagnum_ de desorden, la anarquía doméstica
en su último grado. Confiada á tí alguna vez la dirección de tu
casa, los criados se convertían en señores. Fué preciso que los
extraños te llamasen la atención para que comprendieras el saqueo
infame que allí reinaba, y echases de ver que te consumían en una
semana los fondos de un trimestre. Tu padre, ocupado en ganar
dinero, no pensó en enseñarte á conocer su valor, porque tu padre
es también un delirante, un insensato que no piensa más que en los
negocios, así como el jugador no piensa más que en la carta que ha
de venir... ¡Pobre Pepa, tan rica y tan sola!... Ahora me explico
muchas excentricidades de tu vida que el público comentaba de un
modo desfavorable para tí y en las cuales yo te disculpo, sí, te
disculpo... Hiciste construir una gran estufa en tu jardín, y una vez
armada, la mandaste quitar de la fachada de Oriente para ponerla en
la del Norte. Concluída de poner estaba, cuando la hiciste desmontar
y la cambiaste por una colección de porcelanas. En un mismo año
variaste tres veces todo el mueblaje y tapicería de tus habitaciones,
y hoy comprabas bronces, tallas y telas carísimas, para venderlo todo
mañana por la cuarta parte de precio. En tus viajes has gustado de
comprar preciosidades, pero no en tanto número como las chucherías
sin arte, ni elegancia, ni valor alguno. Reuniste una colección
de pájaros, para regalarlos después uno por uno. He oído contar
que solicitada por otros deseos y antojos, estuviste dos días sin
echarles de comer. Estableciste en tu casa un fotógrafo para que te
sacara vistas del jardín, de la escalera y retratos de los caballos;
y en tanto que así protegías las artes, no había en tu casa un solo
libro, ni uno solo, como no fuera algún almanaque estúpido ó alguna
mala novela que pedías prestada á tus amigas. Haces limosna, amparas
á los desvalidos, porque tienes un corazón excelente; pero oye el
relato de tus caridades; es preciso que oigas esto, Pepa, y que luego
medites. Un día se te presentó una mujer que pedía para celebrar
una novena: sacaste de tu gaveta dos mil reales y se los pusiste en
la mano. El mismo día se te presentó la viuda de un albañil muerto
en las obras de tu palacio, la cual se quedó con cinco hijos y sin
recursos: á esa le diste un duro. No conoces el valor ni la extensión
de las penas humanas, ni alcanzas la medida de las necesidades. Gran
peligro es no ver jamás el fondo de esa arca de dinero en la cual
metes sin cesar la mano para satisfacer tus gustos á cada instante
renovados. ¡Pobre Pepilla!... No extrañes que use contigo este
lenguaje, un poco duro, muy distinto de las adulaciones que oyes sin
cesar, pero que es sincero, leal y está inspirado en el deseo de tu
bien. Es el lenguaje de un hermano que quiere verte corregida y en
camino de ser feliz... porque temo por tí días muy amargos y hechos
graves que te enseñarán con abrumadora prontitud y realidad lo que
aún no sabes. La realidad, cuando hemos descuidado sus lecciones,
viene súbitamente á sorprendernos en medio de los goces, y nos
instruye á golpes... Tengo un sentimiento profundísimo al verte tan
desgraciada, tan sola, querida Pepa, en medio de este frío páramo de
tus riquezas, y no poder conducirte fuera, porque nuestros destinos
son distintos: á tí y á mí nos ha llevado Dios por sendas diferentes.
Tengo un sentimiento grande, y si quieres que te lo diga claro,
como deben decirse las cosas, te tengo lástima, sí, lástima... Yo
te estimo, te aprecio mucho; ¿cómo he de olvidar que hemos jugado
juntos en nuestra niñez, que nos hemos tratado en todas las épocas
de nuestra vida y aun... ¿por qué no decirlo? que hemos tenido el
uno para el otro esas inclinaciones superficiales, pasajeras, que
nos hacen novios á los ojos del vulgo?... Esto no puede olvidarse.
Siempre he sido y seré siempre para tí un buen amigo.»

Pepa pilló fuertemente entre sus dientes el palo ya muy mermado
de la flor, y tirando de ésta la deshojó. Volaron las hojas en la
ventana, y algunas fueron á posarse en la barba y cabeza del joven
que hablaba. Después, Pepa se llevó su pañuelo á la boca.

«¡Sangre!--dijo León cogiéndole la mano que oprimía el pañuelo.

--Es que me he clavado una espina en el labio,» dijo Pepa con voz
tan hondamente transfigurada, que León Roch se estremeció de pena.
Después de una breve pausa, la de Fúcar volvió á hablar, y con
acento más seguro, dijo: «¿Sabes que en tu nueva casa vas á estar
divertido?...

--¿Por qué?»

Pepa rió oprimiendo con las dos manos su agitado seno.

«Porque cuando tu cuñado Luis Gonzaga, el que está aprendiendo para
misionero, empiece á echar sermones por un lado y tú empieces á
soltar herejías por otro, no habrá quien pare en la casa. León, lo
dicho, dicho: eres un sabio insoportable, y tu talento da náuseas.

--Ya sé que el verdadero juicio tuyo sobre mi persona no es tan poco
benévolo.»

Pepa se inclinó un poco hacia afuera. León sintió próximo á su rostro
un aliento abrasado que le quemaba como una lámpara cercana.

«El que no ha estudiado otra ciencia que la de las piedras--dijo Pepa
con la voz más amarga que puede oirse,--es un idiota.

--Tal vez eso sea verdad... Ahora, querida Pepa, amiga á quien
profeso un cariño puro y fraternal, dame tu mano.»

Pepa se puso bruscamente de pie.

«Dame tu mano y despídete de mí lealmente... ¿No te dice tu corazón
que algún día necesitarás de mí... quizás un leal consejo, quizás
esa ayuda que los desgraciados se prestan unos á otros en los
inevitables naufragios de la vida?»

Pepa arrojó con violencia los restos de la rosa, cuyo roído tallo fué
á azotar la frente del joven. Este creyó sentir un latigazo.

«¡Yo necesitar de tí!...--exclamó.--¡Vanidoso...! Verdaderamente
me pareces un estúpido... Puede ser que si algún día veo que se me
acerca un pedante dando el brazo á una simplona, le pregunte: «¿quién
es usted?» ¡Despedirme de tí! Bueno: lo mismo me da que sea hasta
mañana ó hasta la eternidad.

--Como tú quieras--dijo León, alargando su mano.--Adiós. Te vas
mañana con tu padre. Yo no voy á Madrid por ahora. Quizás no nos
veamos en mucho tiempo.»

Pepa le volvió la espalda con brusco movimiento, y desapareció en
las tinieblas de su cuarto. León miraba hacia dentro sin ver nada.
Perfume delicado, tan ligero que parecía una ilusión del olfato, era
lo único que de la persona de la Marquesita de Fúcar había quedado en
la ventana junto al sabio perplejo. Era como un hueco conservando la
forma de la figura ausente.

«Pepa, Pepilla...» dijo León con acento cariñoso.

Pero no tuvo respuesta ni distinguió nada en aquel cuadro de
tinieblas profundas. Después oyó un débil gemido. Largo rato estuvo
en la ventana llamando á intervalos sin obtener contestación. Pero
los gemidos seguían, anunciando que en el fondo de aquella obscuridad
existía un dolor.

Esperó más; al fin se alejó paso á paso, turbado como un pecador y
tétrico como un asesino.



VII

Dos hombres con sus respectivos planes.


Tropezó con un bulto, sintiendo al mismo tiempo fuerte palmetazo en
el hombro, acompañado de estas palabras: «La bolsa ó la vida.

--Déjame en paz,» dijo León apartando á su amigo y siguiendo adelante.

Pero Cimarra se pegó á su brazo y le retuvo haciéndole girar sobre
un pie. Por un instante se habría podido ver en aquel grupo el paso
vacilante y el vaivén de un grupo de borrachos. Pero suposición tan
fea se hubiera desvanecido al oir á Cimarra, el cual, muy serio,
ceñudo y con la voz ronca y airada, dijo á su amigo:

«¡Suerte deliciosa!... Estoy luciéndome en Iturburúa.

--Déjame, tahur--replicó León con ira, sacudiendo el brazo en que
hacía presa su amigo.--No tengo humor de bromas ni intención de
prestarte más dinero... ¿Se ha retirado del juego el Marqués de Fúcar?

--Ahora va á su cuarto. Es hombre de una suerte abrumadora. Así está
el país... Esta noche el pobre país he sido yo... ¡Infeliz España!...
Solís ha ganado mucho. Desde que le han hecho Gobernador de provincia
tiene una suerte loca; las víctimas somos Fontán, el jefe de la Caja
de X... y yo... Es temprano. León, sube á tu cuarto y trae _guita_.»

León no dijo nada porque su espíritu estaba en gran confusión y
desasosiego, muy distante de la esfera innoble en que el de su amigo
se agitaba.

En vez de subir, como Federico quería, entró con él en la sala de
juego. Una de las víctimas antes mencionadas roncaba en un diván.
La otra se disponía á salir con gesto y voz que indicaban un humor
de todos los demonios, andando perezosamente y tomando precauciones
contra el fresco de la noche.

Los dos amigos se quedaron solos.

«No juego,» dijo León bruscamente.

Conociendo el genio poco voluble de León Roch, Cimarra pareció
resignarse, y sentado junto á la mesa acariciaba con sus dedos finos
y esmeradamente cuidados la baraja. El grueso anillo que ceñía su
meñique, despedía pálidos reflejos á la luz ya mortecina del quinqué,
y fijos los cansados ojos en las cartas, las pasaba y repasaba,
mezclándolas y remezclándolas de todas las maneras posibles. Eran en
sus manos como una masa blanda que aceptaba la forma que le querían
dar.

«Yo no tengo la culpa, yo no tengo la culpa--dijo lúgubremente León,
que se había sentado en un diván, mostrando hallarse muy agitado.

--¿De qué?--preguntó Federico mirándole con asombro.--A tí te pasa
algo, bandido. ¿En dónde has estado?

--No estoy enfermo. Lo que me pasa no puedo confiártelo... Es una
pena singular, un remordimiento... no, remordimiento no, porque en
nada he faltado... Una pena, un sentimiento... tú no comprenderías
esto aunque te lo explicase: eres un libertino, un depravado, un
corazón muerto, y tus emociones son de un orden profundamente egoísta
y sensual.

--Gracias. Si no soy digno de recibir la confianza de un amigo...

--Tú no eres mi amigo; no puede haber verdadera amistad entre
nosotros. El acaso nos hizo amigos en la infancia; la Naturaleza nos
ha hecho indiferentes el uno al otro. En esta región frívola, de pura
fórmula cuando no de corrupción, en que tú has vivido siempre, no
puedo yo respirar ni moverme. Llevóme á ella la vanidad de mi pobre
padre, cuyo cariño hacia mí ha tenido extravíos y alucinaciones. Mi
carácter y mis gustos me inclinan á la vida obscura y estudiosa. Mi
padre, que ganó una fortuna con el sudor de su frente en el rincón de
una chocolatería, quiso hacer de mí un sér infinitamente distinguido
y aristocrático, tal como él lo concebía en su errado criterio, y
me dijo: «Sé marqués, gasta mucho, revienta caballos, guía coches,
seduce casadas, ten queridas, enlázate con una familia noble, sé
ministro, haz ruido, pon tu nombre sobre todos los nombres.» Sus
palabras no eran éstas; pero su intención sí.»

La agitación de su alma no permitía á León permanecer sentado por más
tiempo, y se levantó. Hay situaciones en que es preciso aventar los
pensamientos para que no se aglomeren demasiado y anublen el cerebro,
formando en él como una negra nube de espeso humo.

«¿Y á qué viene eso?--preguntó Federico.--No hables tonterías y
echemos un...

--Dígote esto porque estoy decidido á desertar... Me son
insoportables los caracteres de esta zona social á donde mi padre me
hizo venir. No puedo respirar en ella; todo me entristece y fastidia,
los hechos y las personas, las costumbres, el lenguaje... las
pasiones mismas, aun siendo de buena ley. Sí: me entristecen también
los afectos disparatados, el sentimiento caprichoso y enfermizo que
se ampara de todas aquellas almas no ocupadas por una indiferencia
repugnante.

--Enérgico estás--dijo Cimarra tomando á risa el énfasis de su
amigo.--A tí te ha pasado algo grave: tú has recibido una picada
repentina, León. A prima noche te ví tranquilo, razonable, cariñoso,
un poco triste, con esa melancolía desabrida de un hombre que se va
á casar y vive á ocho leguas de su novia... De repente te encuentro
en la alameda, alterado y trémulo; te oigo pronunciar palabras sin
sentido; entramos aquí, y noto una palidez en tu cara, un no sé
qué... ¿Con quién has hablado?»

El jugador le observaba atentamente sin dejar de remover las cartas
entre sus dedos.

«No te diré--indicó León ya más sereno,--sino que mi cansancio va
á concluir pronto. Yo labraré mi vida á mi gusto, como los pájaros
hacen su nido según su instinto. He formado mi plan con la frialdad
razonadora de un hombre práctico, verdaderamente práctico.

--He oído decir que los hombres prácticos son la casta de majaderos
más calamitosa que hay en el mundo.

--Yo he formado mi plan--prosiguió León sin atender á la observación
del amigo,--y adelante lo llevo, adelante. No puede fallarme: he
meditado mucho, y he pensado el pro y el contra con la escrupulosidad
de un químico que pesa gota á gota los elementos de una combinación.
Voy á mi fin, que es legítimo, noble, bueno, honrado, profundamente
social y humano, conforme en todo á los destinos del hombre y al
bienestar del cuerpo y del espíritu; en una palabra, me caso.»

Federico le miraba y le oía con expresión de malicia socarrona.

«Me caso, y al elegir mi esposa... no está bien dicho elegir, porque
no hubo elección, no: me enamoré como un bruto. Fué una cosa fatal,
una inclinación irresistible, un incendio de la imaginación, un
estallido de mi alma, que hizo explosión levantando en peso las
matemáticas, la mineralogía, mi seriedad de hombre estudioso y todo
el fardo enorme de mis sabidurías... Pero esto no impide que antes
de decidirme al matrimonio no haya hecho una crítica fría y serena
de mi situación y de las cualidades de mi novia. Debo hacer lo que
haré, Federico, debo hacerlo; estoy en terreno firme; este paso es
acertadísimo. María me cautivó por su hermosura, es verdad; pero hay
más, hay mucho más. Yo procuré dominarme, acerquéme con cautela,
miré, observé científicamente, y en efecto, hallé dentro de aquella
hermosura un verdadero tesoro, no menos grande que la hermosura misma
que lo guardaba. La bondad de María, su sencillez, su humildad, y
aquella sumisión de su inteligencia, y aquella celestial ignorancia
unida á una seriedad profunda en su pensamiento y en sus gustos, me
convencieron de que debía hacerla mi esposa... Te hablaré con toda
franqueza: la familia de mi novia es poco simpática. ¿Pero qué me
importa? Yo me divorciaré hábilmente de mis suegros... No me caso más
que con mi mujer, y ésta es buena: posee sentimiento y fantasía, y
esa credulidad inocente, que es la propiedad dúctil en el carácter
humano. Su educación ha sido muy descuidada, ignora todo lo que se
puede ignorar; pero si carece de ideas, en cambio hállase, por el
recogimiento en que ha vivido, libre de rutinas peligrosas, de los
conocimientos frívolos y de los hábitos perniciosos que corrompen
la inteligencia y el corazón de las jóvenes del día. ¿No te parece
que es una situación admirable? ¿No comprendes que un sér de tales
condiciones es el más á propósito para mí, porque así podré yo
formar el carácter de mi esposa, en lo cual consiste la gloria más
grande del hombre casado?... porque así podré hacerla á mi imagen y
semejanza, la aspiración más noble que puede tener un hombre, y la
garantía de una paz perpetua en el matrimonio. ¿No te parece así?

--¿Me consultas á mí que soy un egoísta corrompido?...--dijo Federico
con ironía.--León, tú estás loco.

--Te consulto como consultaría á ese banco--dijo León, volviéndole
la espalda con desprecio.--Hay situaciones en que el hombre necesita
decir en voz alta lo que piensa para convencerse más de ello. Haz
cuenta que hablo solo. No me contestes si no quieres... Sí: la
haré á mi imagen y semejanza; no quiero una mujer formada, sino
por formar. Quiérola dotada de las grandes bases de carácter, es
decir, sentimiento vivo, profunda rectitud moral... conocimientos
muy extensos del mundo, y la ridícula instrucción de los colegios,
lejos de favorecer mi plan, lo embarazarían: tendría que demoler para
edificar sobre sus ruínas; tendría que ahondar mucho para buscar
buena cimentación.»

Entonces hubo un cambio de actitudes. Arrojó Federico la baraja sobre
la mesa, levantóse, y después de dar algunas vueltas alrededor de
León, que permanecía sentado, le puso la mano en el hombro, y en voz
baja le dijo:

«Señor sabio, también los ignorantes depravados fijan su mirada en
el porvenir; también forman sus planes, no con matemáticas, pero
quizás con más garantía de seguridad que los hombres prácticos.
Digamos, entre paréntesis, que el burro es un animal práctico... No
condenan el matrimonio: al contrario, le consideran necesario para
el adelantamiento de las sociedades y el perfeccionamiento de las
condiciones...»

Dió otras dos vueltas y añadió:

«De las condiciones del individuo. Ya comprenderás lo que quiero
decir... Por acá no somos sabios, ni después de enamorarnos como
cadetes hacemos un estudio exegético de las cualidades de las dignas
hembras que van á ser nuestras mujeres... no aspiramos tampoco á
fabricar caracteres: esta manufactura la tomamos como está hecha por
Dios ó por el Demonio. Eso de casarse para ser maestro de escuela,
es del peor gusto. A otra cosa más que al carácter debemos atender
en estos apocalípticos tiempos que corren. La desigualdad de fortuna
entre los seres creados, y el desgraciado sino con que algunos
han nacido; el desequilibrio entre lo que uno vale y los medios
materiales que necesita para luchar con y por la vida, ¡oh! el pícaro
_struggle for life_ de los transformistas, es mi pesadilla... la
falta de trabajo que hay en este maldito país, y la imposibilidad de
ganar dinero sin tener dinero... ¿oyes lo que digo?... pues estas
causas todas y otras más nos obligan á considerar antes que el mérito
de nuestras futuras...

--¿Qué?...»

Cimarra hizo con los dedos un signo muy común, diciendo: «El
_trigo_...»

Como se ve, de su agraciada boca afluía el lenguaje complejo de
ciertos jóvenes del día, y mezclaba el idioma de los oradores con
el de los tahures, las elegantes citas en habla extranjera con los
vocablos blasfemantes que aquí no se pueden decir...

«La vida moderna--añadió,--se hace cada vez más difícil; los ricos
como tú pueden echarse á volar por el mundo de las moralidades y
no poner en su corazón deseo que no sea puro, ni tener pensamiento
que no sea la quinta esencia del éter más delicado. Pero no hay
que exagerar, como dice Fúcar. Yo sostengo que eso que los tontos
llaman el vil metal, puede ser un gran elemento de moralidad. Yo, por
ejemplo...

--¡Tú! ¿de qué eres ejemplo tú?...

--Yo... quiero decir que hallándome en posesión de una fortuna, sería
un modelo de patricios, y quizás pasaría á la posteridad con el
calificativo de ilustre. ¿Pues no es ya frase de cajón, frase hecha,
llamar ilustre á D. Francisco Cucúrbitas?

--Aunque quieras disimularlo, en tí hay un resto de pudor--le dijo
Roch.--Tu relajación no es tanta como quieres hacer creer.

--Todo es _al respetive_, como dice, siempre que bromea, mi amigo
Fontán--repuso Cimarra alzando los hombros.--No se puede juzgar así,
tan á la ligera, á un hombre que vive entre ricos y es pobre. Fíjate
bien en esto. A tí se te puede hablar con franqueza. Mis proyectos
no son todavía más que anteproyectos, querido... allá veremos... se
me figura que he empezado bien. El tiempo lo dirá. Puede que algún
día, cuando vivas olvidado de mi en medio de tu felicidad de marido
pedagogo, oigas decir que este perdido de Cimarra se ha casado. A eso
vamos, á eso marchamos. Este pobre tiene también sus planes y sus
filosofías. Todos somos galápagos, y otros tienen más conchas que
yo... No creas que me desentiendo de las prendas morales de mi mujer;
y estoy seguro de que no me caso con un monstruo. Habrá honradez,
señor sabio; habrá honradez, hijos y hasta nietos.

--¿Has elegido?

--He elegido... Te advierto que no doy gran valor á la belleza
física. Los hombres superiores no se dejan seducir y enloquecer como
tú por unos ojos más ó menos grandes y una boca que luego han de
afear los años... La hermosura tan sólo vive ¡ay! como dijo el poeta,
_l’espace d’un matin_... Hay un conjunto agradable y simpático,
maneras distinguidas, cierta discreción, cierta travesura agradable,
chiste y hasta _sandunga_... De educación no estamos bien; pero no
pensamos poner cátedra... Hay mucho bueno, algo que no lo es tanto;
abundan las genialidades tontas, los caprichos, los hábitos de
despilfarro...»

León palideció, fijando en su amigo una mirada ávida.

«A mí me importa poco que rompa platos que no valen nada, que haga
pedazos un cuadro de Murillo, que haga picadillo de encajes... Hay
cosas en que los maridos no deben meterse.»

Roch miró con estupidez el hule verde de la mesa en que apoyaba sus
codos.

«¡Hombre, cómo se va el tiempo!...--dijo bruscamente, levantándose y
abriendo la ventana.--¡Si es de día!...»

La claridad de la mañana entró en la sala. Iluminados por aquélla,
los dos rostros aparecieron melancólicos y pálidos. La luz de la
lámpara brillaba aún lacrimosamente dentro del tubo y alargaba fuera
una lengüeta negra, delgada, hedionda.

«¡Qué vida para reparar la salud!» dijo León. Miró luego por la
ventana el cielo turbio y lloroso, cuya tristeza servía de cuadro
sombrío á la tristeza de los dos trasnochadores. León empleó un rato
en la contemplación vaga de que apenas se da cuenta el espíritu
en horas de cansancio y que fluctúa entre el sueño y la pena, no
siéndonos posible decir si dormimos ó padecemos. En aquel momento
Federico halló en su amigo un aspecto excesivamente triste, pues
todo en él era negro, la ropa y la barba; y su hermosa fisonomía,
de un moreno subido, tenía cierto tinte acardenalado, á causa del
insomnio. Su ancha frente, llena de majestad, mas revelando brumosas
cavilaciones, dominaba su persona como un cielo cerrado y opaco que
guarda en sí la luz y sólo muestra las nubes.

Volviéndose repentinamente hacia su amigo, León dijo: «Pues buena
suerte.

--Siento no poder dormir un poco--manifestó Federico.--Me muero de
sueño; pero tengo que ponerme en camino con Fúcar.

--¿Te vas?

--¿No te lo había dicho? Se han empeñado en que les acompañe... Vamos
adelante, adelante con los faroles.»

Cimarra aderezó sus palabras con una sonrisa maliciosa.

«Buen viaje,» dijo León volviéndole la espalda.

Sintióse más tarde el ruido de los coches del Marqués, ya dispuestos
para llevar á los viajeros á la estación de Iparraicea. Subió
Federico á su cuarto para arreglarse precipitadamente, y al poco
rato oyóse en el falansterio el estrépito que acompaña á la salida y
entrada de huéspedes, arrastre de equipajes, rugido de mozos, chillar
de criados. León permaneció en la sala de juego, y aunque sentía
la voz del Marqués y de su hija que entraban en el comedor para
desayunarse, no quiso salir á despedirles.

Media hora después partió un ómnibus cargado de mundos y de criados,
seguido de la berlina que llevaba á los tres viajeros. León vió el
primer coche pasar junto á su ventana; pero antes de ver el segundo,
dió media vuelta, y marchando de un ángulo á otro con las manos en
los bolsillos, dijo para sí: «Debo estar tranquilo: yo no tengo
culpa.»

Salió después al pasillo, donde empezaban á aparecer arrebujados y
claudicantes los bañistas de más fe. Los bañeros, con sus mandiles
recogidos, entraban en los calabozos donde yacen las marmóreas tinas,
y con el vaho sulfuroso salía por las puertecillas ruido de los
chorros de agua termal y el de las escobas fregoteando el interior de
las pilas.

Después salió á la alameda, y como viese á lo lejos los dos coches
que subían por el cerro de Arcaitzac, dió un suspiro y dijo para sí:

«¡Desgraciados los que no logran encadenar su imaginación!»

Descansó tres horas en su cuarto, y á las nueve ocupaba un asiento
en el coche de Ugoibea. Su semblante había cambiado por completo, y
parecía el más feliz de los hombres.



VIII

María Egipciaca.


Pasaron algunos meses, y León Roch se casó el día señalado, á la hora
señalada y en el lugar señalado para tan gran suceso, sin que cosa
alguna contrariase el plan formado á su debido tiempo y con todo
rigor cumplido. Su alma gozaba de aquel contento que viene tranquilo,
manso y sin ruido, como el soplo de primavera; contento que recrea la
vida sin embriagarla, y que ofreciéndose al alma en dosis mesuradas,
no la deja satisfacerse por entero, y así la pone á salvo del tedio.
Filósofo y naturalista, León creyó que ningún estado mejor podía ni
debía ambicionar.

La belleza de María Egipciaca tomó desarrollo admirable después de la
boda, y en este aumento de hermosura vió el esposo como un gallardo
homenaje tributado por la Naturaleza á la idea del matrimonio, tan
sabia y filosóficamente llevada de la teoría á la práctica. «Somos un
doble espejo, decía, en el cual mutuamente nos recreamos, y á veces
no sabemos si la imagen contemplada es la mía ó la de ella. De tal
modo se confunden nuestros sentimientos.»

El amor de María Egipciaca, que era al principio tímido y frío
como corresponde á un Cupido bien educado que acaba de quitarse
la venda, fué bien pronto arrebatado y ardoroso. La pasión, que
primero había estado detrás de la cortina, presentóse después con su
tea incendiaria, su cáliz divino, su dogal de ansias perpetuas que
producen una estrangulación deliciosa, por lo que el marido estuvo
durante algún tiempo olvidado de sus planes pedagógicos, aunque
su razón en los momentos lúcidos le hacía comprender la urgente
necesidad de ponerles en uso y de realizar en la práctica el mejor de
los sistemas. Poco á poco fué recobrando su habitual equilibrio, y
los sentimientos irritados descendieron al punto subalterno que en su
alma les correspondía. Hallóse al fin como quien sale de un letargo.
Vió su espíritu como grande y hermoso país que ha estado largo tiempo
ocupado por una inundación; pero ya las aguas bajaban, dejando
ver primero los picachos más altos, después las lomas, al cabo la
llanura. Entonces dijo: «Esto va pasando: necesariamente tiene que
pasar. Cuando pase, yo abordaré resueltamente la temida cuestión,
y empezaré á modelar (empleaba con mucha frecuencia este término de
escultura) el carácter de María. Es un barro exquisito, pero apenas
tiene forma.»

La mujer de León Roch era de gallarda estatura y de acabada gentileza
en su talle y cuerpo, cuyas partes aparecían tan concertadas entre
sí y con tan buena proporción hechas, que ningún escultor la soñara
mejor. Sus cabellos eran negros, su tez blanca linfática con
escasísimo carmín, y así se realzaba su expresión seria y apasionada
en tal manera, que cuantos la veían se enamoraban y sentían envidia
de su esposo. No tenía tipo español, y su perfil parecía raro en
nuestras tierras, pues era el perfil de aquella Minerva ateniense que
rara vez hallamos en personas vivas, si bien suele verse en España y
en Madrid mismo, donde hallará el curioso un ejemplar, único, pero
perfecto. Sus ojos eran rasgados, grandes, de un verde oceánico,
con movible irradiación de oro, y miraban con serenidad sentimental
que podría pasar por sosa aquí donde, si se reúne mucha gente y un
ejército de ojos negros, se advierte un verdadero tiroteo granizado
de saetazos. Pero las miradas de María no tenían fama de desabridas,
sino de orgullosas. Sus labios eran tan rojos como recién abiertas
heridas, su cuello airoso, su seno proporcionado, y sus manos
pequeñas _y de dulce carne acompañadas_, como las de Melibea.

Hablaba con calma y cierto dejo quejumbroso que llegaba al alma de
los oyentes, y reía poco, tan poco que cada día iba creciendo su fama
de orgullo; y era tan reservada en sus amistades, que en realidad
no tuvo amigas. Había adquirido desde su infancia tal renombre de
sensatez, que sus mismos padres la diputaban como lo más selecto
que la familia había dado de sí en todo el curso de su gloriosa
existencia.

Con esta belleza tan acabada que parecía sobrehumana, con esta mujer
divina en cuya cara y cuerpo se reproducían, como en cifra estética,
los primores de la estatuaria antigua, se casó León Roch después de
diez meses de relaciones platónicas. Fué ocasión de su esclavitud
un súbito enamoramiento que le sobrecogió al verla por primera vez
y tratarla en una reunión de la Corte, cuando María, recién salida
al mundo, se hallaba en aquel peregrino estado de pimpollo en que
la belleza de la mujer se marca con un sello de inocencia y aparece
matizada aún con el rocío de esa encantadora mañana que se llama
infancia. Se enamoró como un pastor, vergüenza da decirlo, y él
mismo se asombraba de ver que el teodolito de topógrafo y el soplete
de mineralogista trocábanse en sus manos en caramillo ó flauta de
bucólico vagabundo.

¿Pero vió en su mujer algo más que una extraordinaria belleza? ¿Qué
parte tenía su corazón en aquel delirio? Sería gracioso que se dejase
arrastrar por la imaginación quien tanto se jactaba de tenerla por
esclava.

       *       *       *       *       *

Crióse María en un pueblo próximo á Ávila con su abuela materna,
señora de grandísima terquedad y tiesura, que á menudo hablaba de
principios sin dar nunca á conocer de un modo concreto cuáles eran
los suyos y en qué se distinguían de los ajenos. Al amparo de esta
noble señora, que á los sesenta años tuvo la abnegación de trocar las
vanidades del mundo por la estrechura de una casa rústica, el lujo y
bullicio por la huraña soledad de un páramo, y la crónica escandalosa
de Madrid por la chismografía de aldea, recibió María su primera
instrucción. Sabía leer bien, escribir mal, y recitaba la doctrina
sin perder una coma. A excepción de algunas ideas gramaticales y
geográficas que le inculcó una maestra de gran sabiduría, todo lo
demás lo ignoraba. Más tarde supo la niña, hojeando algunos libros,
allegar ciertos conocimientos de esos para cuya adquisición no se
necesita gran esfuerzo.

Compañero en aquel período de su vida en el páramo fué su hermano
gemelo Luis Gonzaga. La abuela les quería locamente á los dos y les
llamaba los ángeles de su muerte, porque decía que, teniéndolos á su
cabecera en la hora tremenda, le sería más fácil enderezar á Dios
con devoción profunda sus últimos pensamientos. Ellos, que también
se amaban con toda su alma, compartían sus juegos, los trabajos de
las lecciones, el pan y queso de las meriendas y los húmedos besos
de su abuela. Paseaban juntos por los horribles pedregales avileses,
y de noche se sentaban con la cabeza echada atrás para contar á
competencia las estrellas que en aquel país se ven más claras que en
ningún otro paraje del mundo. Se les oía decir:

«Cuenta tú por ese lado, que yo contaré por éste... No me quites mi
cielo ni te salgas del tuyo... Vaya, que lo de este lado me toca á
mí... Medio cielo para cada uno.

--Todo será para entrambos--le decía una clueca voz desde la ventana
alta.--Vaya, angelitos míos, venid á cenar, que es tarde.»

Leían á menudo vidas de santos, única lectura que en aquellas
soledades era posible; y tan á pechos tomaron ambos niños las
estupendas historias de padecimientos, trabajos y martirios, que
sintieron deseo de que les martirizaran también á ellos, y ocurrióles
la misma idea que cuenta Santa Teresa en el relato de su infancia,
cuando ella y su hermanito discurrieron ir á tierra de infieles para
que les cortaran la cabeza. María y Luisito salieron una mañana por
aquellas áridas tierras, resueltos á no detenerse hasta que no les
deparase Dios un par de moros que les descuartizaran. Quedáronse
dormidos al amparo de una peña, y allí el Autor de todas las cosas,
Dios omnipotente, les dió un beso y les entregó á la Guardia civil.
Recogidos por la pareja, fueron llevados á la casa.

Vivían en un país casi desierto, lejos de toda humana sociedad. El
cura les llamaba los _niños del yermo_, y les sentaba sobre sus
rodillas para entretenerse con ellos en el juego de los dedos, en el
cual, cada uno de los de la mano es un personaje figurado, y entre
todos representan una especie de comedia ó pasillo, _verbi gratia_:
el dedo gordo es un frailazo que llega á la puerta de un convento de
monjas, llama con gruesa voz, y al punto contesta el dedo anular con
voz de tiple. _Tan, tan.--¿Quién...?--El fraile que quiere entrar._
Todo se reduce á que fray Pedro va en busca de unas coles, que las
monjas le dan de palos y él se retira refunfuñando. Con esto se reían
mucho los dos gemelos, en edad en que los chicos apetecen por lo
común muñecos más divertidos que sus propios dedos.

Crecieron, y sus juegos iban siendo menos primitivos, sus lecturas
las mismas y sus caracteres muy serios y formales. Luis Gonzaga
cautivaba á todos por su índole reservada y juiciosa, así como por
su incapacidad para travesuras. Unicamente le reprendían su afán de
vagar por las soledades pedregosas, aspirando el ambiente fino y
helado que sin cesar bate las inmensas moles graníticas, semejantes
á ruínas de una colosal arquitectura, ó á osamenta de un mundo cuya
carne se han llevado las aguas. Gustaba de estar solo, ambicionaba
apacentar las cabras sedientas y flacas que saltan de hueso en hueso
sobre aquel esqueleto de una Arcadia muerta ya y seca. Despreciaba el
frío, despreciaba el calor. Un día le encontraron tendido á la sombra
de un pino, único ejemplar allí existente de la familia arbórea, y
que triste, pelado y vacilante, parecía decir como el cartujo: «De
morir tenemos.» Luis Gonzaga escribía cosas en un papel, valiéndose
de un lápiz trompudo, sin cesar mojado en saliva. Sorprendido por el
cura, arrebatóle éste el escrito, y vió unos renglones desiguales,
sin rima, sin numen, sin gramática ni ortografía, que le causaron
risa, porque él también entendía un poco de humanidades.

«Ni esto es verso--le dijo,--ni es tampoco prosa.»

No era verso ni prosa, pero sí poesía: eran estrofas, renglones
bíblicos, que expresaban las agitaciones de un alma contemplativa.
¡Cómo se reía el cura leyendo: «Llega el obscuro de la noche, y las
ovejas del cielo se extienden por el grandísimo campo azul, guardadas
por los ángeles bonitos... El Señor ha pasado ayer en un carro de
truenos, del que tiraban relámpagos, que resollaban con granizo y
sudaban con lluvia... Yo temblé como llama en el viento, y dí mil
vueltas en mi idea, como la piedrecilla arrastrada por el río... Soy
como el cardo seco á quien se pega fuego: haciéndome humo, suelto mi
ceniza y subo al cielo!»

Un día la abuelita se levantó más tarde que de costumbre, el rostro
encendido, torpísima el habla, las pupilas resplandecientes como dos
botones viejos, á los cuales con el roce se hubiera dado brillo.
Observaron con dolor todos los de la casa que la señora decía mil
disparates, y aunque esto no era en absoluto una novedad, éralo
por la repetición constante de los despropósitos, sin intervalo de
discreción. Cuando el cura le tomaba el pulso, la señora se agarró de
su brazo, después de echarse un mantón por los hombros, y riendo con
estupidez delirante, gritó:

«Al baile... ¡señor cura, vamos al baile!»

Hizo dar dos vueltas al reverendo, y después cayó como un plomo.
No le alcanzó más que la Extremaunción. Muerta y enterrada, los
dos gemelos volvieron junto á sus padres, que estaban entonces
en un período de grandísima escasez y apretura. Luis Gonzaga fué
mandado á Carrión de los Condes, de donde pasó á Francia; y María,
que afligió á la familia por su estado cerril, fué llevada á un
establecimiento de esos que llevan el nombre de colegio. Salió de él
á los dos años con el barniz que en tales casas se da, y su madre
la presentó á los amigos; entonces la familia de Tellería principió
á salir del abatimiento y obscuridad en que estaba, á causa de un
cambio favorable en su fortuna; y al fin la Marquesa abandonó aquel
apartamiento que tanto le repugnaba, y durante algún tiempo se vió
á madre é hija discurrir por las varias esferas de la sociedad
distinguida y andar en lenguas de aduladores como en plumas de
revisteros, y hartarse de palco y landó, y eclipsarse en los veranos
para reaparecer en los inviernos con nuevo brillo. Por último, vino
un día deseado y María se casó.

Fué considerado este matrimonio como un golpe de suerte para los
Tellerías, nobles de segunda fila, cuyo bienestar material no debía
inspirarles grandes escrúpulos en la elección de maridos. Dígase
lo que se quiera, las familias nobles del día no profesan á sus
pergaminos un culto fanático, y si se exceptúan media docena de
nombres que unen á su resonancia histórica un caudal sano, aquéllas
no vacilan en aceptar las alianzas convenientes y substanciosas,
fundiendo la nobleza con el dinero; y así vemos un día y otro que
las doncellas de ilustre cuna dan la mano, y la dan con gusto, á los
marqueses de última emisión hechos al minuto, á los condes haitianos,
á los políticos afortunados, á los militares distinguidos y aun á
los hijos de los industriales. La sociedad moderna tiene en su favor
el don del olvido, y se borran con prontitud los orígenes obscuros
ó plebeyos. El mérito personal unas veces, y otras la fortuna,
nivelan, nivelan, nivelan con incansable ardor, y nuestra sociedad
camina con pasos de gigante á la igualdad de apellidos. No hay
país ninguno entre los históricos que esté más próximo á quedarse
sin aristocracia. A esto contribuyen, por un lado, el negocio,
haciéndoles á todos plebeyos, y por otro el Gobierno, haciéndoles á
todos nobles.

La felicidad de aquel matrimonio no tuvo en los primeros meses otras
contrariedades que la sombra que proyectaban á veces sobre ellos
los parientes de María. Pasado algún tiempo, León empezó á creer
que se prolongaba más de lo regular la ternura apasionada, inquieta
y quisquillosa de su mujer. Esto habría carecido de importancia si
con ello no coincidiera una resistencia acerada á plegarse á ciertas
ideas y sentimientos de su marido. Grandísima tristeza tuvo León
cuando vió que sin dejar de amarle arrebatadamente, María no iba
en camino de someterse á sus enseñanzas, no ciertamente del orden
religioso, pues en esto el discreto marido respetaba la conciencia
de su mujer. ¡Estupendo chasco! No era un carácter embrionario, era
un carácter formado y duro; no era barro flexible, pronto á tomar la
forma que quieran darle las hábiles manos, sino bronce ya fundido y
frío, que lastimaba los dedos, sin ceder jamás á su presión.

Una noche, al año de casados, hallábanse solos en su gabinete. Habían
hablado larga y cariñosamente de la conformidad de pensamientos
como base inquebrantable de todo matrimonio pacífico. Agotada la
conversación, el uno había tomado un libro para hojearlo junto á
la chimenea, y la otra rezaba. De repente, María Egipciaca dejó el
reclinatorio, y acercándose á su marido, le puso la mano en el hombro.

«Tengo una idea--le dijo clavando en él su misteriosa mirada
verde, que tenía entonces, con los reflejos de esmeralda y oro,
dulzura extraordinaria, sin duda porque sus ojos volvían de ver á
Dios;--tengo una idea que me enorgullece, León.»

León aguardó un poco, por no dejar interrumpido el párrafo, y después
oyó á su mujer.

«Voy á manifestarte mi idea--añadió ella.--Yo, mujer débil, inferior
á tí en muchas cosas, y principalmente en saber y experiencia,
lograré un triunfo que jamás alcanzará tu orgullosa superioridad.»

León le tomó su mano y se la besó tres veces, diciéndole:

«Yo no soy superior á nadie, y menos á tí.

--Sí lo eres: esto aumenta mi gozo y me empeña más en mi empresa...
Tú, con tu juicio, que crees tan fuerte, aspiras á cambiar mi
carácter. Yo, con mi amor, que es más grande que todos los juicios,
aspiro á conquistar el juicio tuyo, haciéndote á mi imagen y
semejanza. ¡Qué batalla y qué victoria tan grande!

--¿Cómo lograrás eso?--dijo León rodeando con el brazo la cintura de
su mujer.

--No sé si intentarlo poco á poco... ¡ó así!»

Al decir así, María arrebató violentamente el libro de las manos de
su esposo y lo arrojó á la chimenea, que ardía con viva llama.

«¡María!» gritó León aturdido y desconcertado, alargando la mano para
salvar al pobre hereje.

Ella le estrechó en sus brazos impidiéndole todo movimiento; le besó
en la frente, y después volvió al reclinatorio, donde se puso á rezar
de nuevo.

¿Qué decía el libro? ¿Qué decía el rezo?



IX

La Marquesa de Tellería.


Los Marqueses de Tellería vivían en el principal de su casa. León
Roch, atento á que entre la vivienda de sus suegros y la suya hubiese
la mayor extensión posible de superficie terráquea, había alquilado
una hermosa casa en lo más apartado de la zona del Este. Allí le
encontraremos dos años después de su boda.

«Buenos, días, León... ¿Estás solo? ¿Y Mariquilla?... ¡Ah! estará
en misa: yo pensaba ir también; pero ya es tarde... Alcanzaré la
de once en San Prudencio... ¿Qué tienes?... estás pálido. ¿Habéis
reñido?... Pero me sentaré... Dime, ¿cuánto te han costado esas
estatuas? Son hermosísimas. Tienes una linda colección de bronces...
Pero dime, ¿todavía vas á meter más libros en este despacho? Esto es
la biblioteca de Alejandría. ¡Oh! ¡no es como tú toda la juventud
de estos tiempos!... ¡Qué chicos los de hoy! Yo no sé qué será del
mundo cuando lleguen á la edad madura esa multitud de jóvenes
viciosos, ociosos y enfermos que hoy son el adorno principal de
esta sociedad... Pues todavía hay un mal mucho peor. Pase que los
muchachos sean casquivanos y sin substancia... pero los viejos son
más viciosos, más frívolos, más disipadores, más holgazanes que los
chicos... He llegado al asunto delicadísimo de que quiero hablarte,
querido hijo. Siéntate y atiéndeme un poco.»

Azotó la Marquesa con su hermosa mano el brazo de la butaca más
próxima, y sentado en ella León, dispúsose á oir á su madre política.
Era ésta una dama de gentil porte, bruscamente desmejorada después
de una larguísima juventud, por repentinas dolencias que se habían
presentado cual acreedores, tanto más implacables cuanto más
rezagados. Y no obstante, aún la hermosura de la dama prevalecía
resplandeciendo débilmente en su cara, y descendía hacia el horizonte
entre las caliginosas brumas de un blanquete no siempre aplicado
con comedimiento y habilidad. Aquella puesta de sol no era de las
más espléndidas. Su cuerpo airoso y antaño lleno de majestad, se
inclinaba ya como presintiendo su bajada á las frías honduras del
sepulcro, si bien el férreo costillaje del corsé mantenía en aparente
firmeza y redondez aquella desplomada arquitectura. Sus ojos, negros
y hermosos, eran lo menos muerto de aquel conjunto moribundo, y á
veces se abrillantaban con gracia y embeleso, semejando á un rasgo
de inspiración en medio de la oda académica compuesta de imágenes
arcáicas y manoseadas. Su cabello, que del negro andaluz había pasado
al rubio veneciano, pasaba ora del rubio de Venecia á un plateado
indeciso y pulverulento.

Su tez, áspera ya y sin lisura, desaparecía bajo una especie de
vello artificial en que se confundían sutiles alquimias olorosas,
dispuestas para engañar al espectador, bien así como en los teatros
el pintado lienzo imita la verdura de los bosques y aun la diafanidad
y pureza del cielo. Pero aquel efecto, conseguido hasta cierto punto
en las acecinadas mejillas de la señora en decadencia, perdíase á
veces, porque la comprada blancura del rostro hacía que amarilleasen
un poco los dientes, todavía enteros, bonitos, iguales. Su sonrisa,
toda gracia y desdén, los mostraba á cada rato, por hábito antiguo
que bien pronto habría de modificarse, si aquel lindo teclado
doble comenzaba á desorganizarse como un ejército que cree haber
peleado bastante. Vestía gallardamente y con elegancia. Su habla era
abundante, con pretensiones, no siempre inútiles, de añadir tal cual
frase ingeniosa al aluvión de palabras insubstanciales que forma el
fondo de la conversación corriente entre personas sin médula.

«Ya escucho, señora,--dijo León.

--No me gustan rodeos--añadió la Marquesa.--Además, María te habrá
hablado de esto. Tu padre político es un perdido.

--Creo que exagera usted un poco. El Marqués gusta de divertirse...
es gusto muy general entre las personas que no tienen nada que hacer.

--No, no, no le defiendas. La conducta de Agustín es indefendible...
¡A su edad!... Lo extraño es que en sus mejores tiempos ha sido un
hombre recogido, prudente, callado y metido en casa. Créelo: me
repugna ver al Marqués hecho un viejo verde. Y no es otra cosa;
aquí le tienes pintado en dos palabras: un viejo verde. Hace dos
años, casi desde que te casaste con mi hija, mi querido esposo
empezó á frecuentar el _Círculo_ de los muchachos; tropezó con
algunos mozalbetes que le enloquecieron, cambió de lenguaje, de modo
de vestir, trasnochó, jugó... ¿Pero tú no notas que hasta parece
rejuvenecido? ¿No te hace reir, confiésalo con franqueza, su empeño
de parecer pollo? Le verás siempre en las cuadrillas de muchachuelos
que mariposean por Madrid... De veras es cómico... Siempre le tienes
de flor en el ojal... Esta mañana le he dicho algunas verdades
un poco duras. Yo no sé cómo se las compondrá él con su sastre,
porque es un gasto de ropa que abruma... Aquí en la confianza de
la familia, se puede decir todo, León. Mi buen marido gasta lo que
no tiene ni puede tener en toda su vida. Nunca fué ordenado, pero
tampoco disipador; jamás escribió un número en un pedazo de papel,
pero tampoco se dejó arrastrar por el afán de un lujo imposible...
¿Y quién es la víctima de esto? Yo, yo, que habiéndome sacrificado
siempre, debo sacrificarme también ahora, cuando mi salud está
quebrantada y necesito sosiego, descanso, paz. ¡Ay! ¡cuánto envidio
á la que reina en esta casa! ¡Con cuánto gusto aceptaría un rincón
en ella, aunque fuera el más humilde!... Es un tormento mi vida.
Agustín gasta lo que no tiene; Gustavo es formal y bueno, pero muy
poco apegado á sus padres; Leopoldo no es ni será nunca nada, por
su ineptitud y esos hábitos de ociosidad y disipación adquiridos á
pesar de mis esfuerzos para evitarlo. Y gracias que el Señor, al
paso que me da tales pruebas de sus rigores, me las da por otro
lado clarísimas de su misericordia... ¡Qué orgullo tan grande para
una madre tener dos hijos como Luis Gonzaga y María, aquél tan
profundamente apegado á su carrera eclesiástica que será, según me
dicen los Padres, un verdadero santo; ésta casada contigo, feliz
contigo, ofreciendo contigo un modelo de matrimonios pacíficos y en
completa armonía! ¡Lástima que no tengáis hijos!»

Al llegar aquí, la Marquesa, dejándose llevar de su sentimiento, dió
libertad á algunas lágrimas que no llegaron á rodar por sus mejillas:
tan prontamente las atajó secándolas con su pañuelo. Después siguió
exponiendo las penas que afligían su corazón de esposa y de madre.
Según dijo, había padecido mucho por el carácter ligero del Marqués
y la condición díscola ó superficial de Gustavo y Leopoldo; había
consumido su juventud y lo mejor de su vida en esfuerzos heróicos
para evitar el hundimiento de la casa de Tellería; había sacrificado
para este fin importantísima parte de su dote, que no era un grano
de anís; pero reservaba lo mejor, sí, y lo reservaría aunque los
chicoleos juveniles del Marqués y los extravíos de sus hijos
llegasen al último extremo. Ella no podía exponerse á una vejez de
miseria humillante, ni á vivir de la limosna de su hija, casada
con un hombre rico: sus hábitos, sus principios, su dignidad, no le
permitían sacrificar tampoco lo mejor de su dote al hombre imprudente
que había esparcido por las mesas verdes de los casinos y por los
cuartos de las bailarinas el patrimonio de Tellería... ¡Y si ella lo
dijese todo, si ella revelase lo más negro...!

«Sí, lo revelaré... á tí se te puede decir todo--añadió mirando á su
yerno con cierto éxtasis.--No sólo tienes el deber, sino el derecho
de conocer las debilidades de tus padres... Me han dicho que el
Marqués está enredado con... la habrás visto, habrás oído hablar de
ella... esa que llaman _la Paca ó la Paquira_... no vale nada, pero
es graciosa y elegante. Le comió al Duque de Florunda lo poco que
le quedaba... Figúrate tú ese mamarracho de Agustín, que casi está
con un pie en el sepulcro... Esto más que ira da compasión, ¿no es
verdad?»

León meditaba.

«¿En qué piensas, hijo?

--En que la virtud cardinal del matrimonio es la paciencia.

--Eso quiere decir que sufra y aguante... ¡Pero si mi vida ha sido
un puro martirio!... Yo seguiría resistiendo si los despilfarros y
las locuras de Agustín no me trajeran compromisos graves que tocan al
buen nombre de nuestra casa. Estoy apuradísima... ¿qué crees? ¡Oh!
Siento mucho decirte que no puedo darte los sesenta mil reales que me
prestaste y que yo debía devolverte este mes como convinimos.

--No importa--dijo León deseando cortar delicadamente aquel
asunto.--No se ocupe usted de eso.

--Es que no sólo no puedo darte aquellos tres mil duros, sino que me
hacen falta otros tres mil.

--Tampoco importa: los tendrá usted.

--¡Otros tres mil! Esto es horrible. ¡Cómo abuso de tu bondad!...
Será la última vez, porque estoy decidida á montar la casa con un
régimen muy estrecho... Yo te doy garantías con mi casa de Corrales
de Arriba.

--No es preciso garantía... Repito...

--¡Gracias, gracias!... ¡Eres tan buen hijo!... ¡te quiero tanto!...
¿Cómo te pagaré?...--dijo la Marquesa visiblemente trastornada por
una emoción verdadera.--No creas: también tú tienes que agradecerme.
Me ocupo de tí, de tu bien, y algunas veces me apresuro á quitar de
en medio alguna nubecilla que pueda dar sombra á tu felicidad. Anoche
reñí con tu mujer.

--¿Con María?

--Con María, sí: también ella tiene sus defectos, aunque defectos
que, según dicen, no son otra cosa que exageración de las virtudes.
Ya sabes que es muy religiosa, excesivamente religiosa. Hace tiempo
comprendí que por este motivo de la religión habría en vuestro hogar
algunos disgustillos.»

León dió un suspiro.

«Algunos--indicó;--pero no graves.

--Vamos, no vengas á quitar importancia á vuestras desazones--dijo la
Marquesa, contrariada de que León suavizase lo que á ella le convenía
endurecer.--La pobre muchacha te quiere ciegamente; su amor está
sobre todo; pero le atormenta mucho tu fama de ateo. Ya sabes que
los pensamientos de mi hija son indóciles é indomesticables como las
fieras del desierto.»

León hizo con la cabeza un triste signo que indicaba una respuesta
afirmativa más triste aún.

«Pase que no vea con gusto tu irreligiosidad... Eso es natural... Nos
han enseñado una fe, y en ella debemos vivir y morir. Pero que llore
y se desespere porque no vas todos los días á la iglesia como ella,
ni confiesas cada mes, ni gastas tu dinero en bobadas... vamos,
esto es ridículo. ¡Cuánto le he predicado anoche!... ¿qué crees?...
me enfadé, le reñí, golpeé en su cabeza dura como se golpea en un
yunque, y al fin...

--¿Y al fin?...

--La convencí, sí, la convencí de que no se puede exigir á los
hombres ciertas prácticas, que si en nosotras están bien, en ellos
serían ridículas, ferozmente ridículas. Buen trote llevan los hombres
del día para que se les quiera meter en las iglesias. Yo digo una
cosa: María empleando su tiempo en devociones, y tú gastándolo en tus
estudios, podéis ser muy felices. ¿A qué entrar en honduras? ¿Acaso
tú le impides que rece todo lo que quiera? Los hombres de hoy tienen
sus ideas, y no es posible luchar con ellos. Nadie hay más religiosa
que yo; pero no quiero meterme en cosas que no entiendo. Las mujeres
no somos sabias: creemos y creemos y creemos. Un matrimonio que se
desavenga por esto, me parece el colmo de la tontería... ¿Pero no
sabes su pretensión? Aspira nada menos que á convertirte, á hacerte
aborrecer tus ideas y adorar las suyas... Vamos, no pude tener la
risa cuando le oí esto. ¿Sabes qué dice? Que su mayor gozo sería
quemarte todos los libros que tienes aquí... ¡Qué lástima! ¡unas
encuadernaciones tan bonitas!... Buen cuidado me daría á mí de que
mi esposo no me imitara en mis devociones, con tal de que me amase
mucho y no amase á ninguna más que á mí... ¡Celos de los libros!
jamás. Eso es de mujeres tontas. No puedes figurarte con qué fuerza
le hablé: le dije que tú eras el hombre mejor de la tierra... Ella
convenía en esto; pero... nunca le faltaban peros. Le dije que vales
más que ella, infinitamente más que ella; que eso del ateísmo es un
fantasma; que aunque se habla de ateos, no hay tales ateos, así como
se hablaba antes de las brujas á pesar de no existir tales brujas.
Le dije que no pensara en esa sandez de convertirte, y que lo mejor
que podía hacer para tener paz perpetua en su casa, era aflojar un
poco en su monomanía, ¿no te parece?... Quizás le convenga mudar
de confesor, ¿no te parece?... En esto debe imitarme. Yo soy muy
religiosa; cumplo fielmente todos los preceptos; contribuyo al culto
con lo que puedo; pero nada más. ¿No crees que mi hija deba imitarme?»

León no contestó nada. Estaba taciturno y abstraído. Bruscamente echó
de sí una idea lúgubre, como quien espanta un abejón que zumba, y
mirando á su suegra, le dijo:

«Hoy mandaré á usted los sesenta mil reales.

--¡Ah! ¿te ocupabas de eso?--repuso la Marquesa, cuyo
semblante parecía que con la irradiación del gozo se ponía
fosforescente.--Bueno: mándalo, te daré el recibo... ¡Pero cómo me
estoy aquí charla que charla! Con tu buena compañía me olvido de que
tengo prisa, mucha prisa, muchísima. ¡Las once!... ¡Voy á perder la
misa!...»

Levantóse apresuradamente y dió la mano á su yerno.

«El Padre Paoletti predica hoy... Adiós... Corro á San Prudencio.
¿Qué quieres para tu mujer? Le diré que venga pronto á casa, que
estás muy solo. Abur, abur.»



X

El Marqués.


Era de cuerpo pequeño, rostro fino y afeminado, al cual daba por
cálculo, trocado al fin en costumbre, una gravedad pegadiza,
semejante á un cosmético que empleara diariamente metiendo el dedo
en los botes de su tocador de viejo florido. Ojos, nariz y boca eran
en él, como los de su hija, de una corrección admirable; mas lo que
en ella cautivaba, en él hacía reir, y lo serio se mudaba en cómico,
porque nada es tan horriblemente bufón como la fisonomía de una
mujer hermosa colgada como de espetera en las facciones de un viejo
mezquino.

Su vestir correctísimo y elegante, sus ademanes desembarazados, su
cortesía refinada y desabrida, que encubría una falta absoluta de
benevolencia, de caridad, de ingenio, adornaban su persona, brillando
como la encuadernación lujosa de un libro sin ideas. No era un
hombre perverso, no era capaz de maldad declarada, ni de bien: era
un compuesto insípido de debilidad y disipación, corrompido más por
contacto que por malicia propia; uno de tantos; un individuo que
difícilmente podría diferenciarse de otro de su misma jerarquía,
porque la falta de caracteres, salvas notabilísimas excepciones, ha
hecho de ciertas clases altas, como de las bajas, una colectividad
que no podrá calificarse bien hasta que los progresos del neologismo
no permitan decir _las masas aristocráticas_.

Y aquel sér vacío y sin luz tenía palabras abundantes no exentas
de expresión, y manejaba á maravilla todos los lugares comunes de
la prensa y de la tribuna, sin añadirles nada, pero tampoco sin
quitarles nada. Era, pues, un propagandista diligente de ese tesoro
de frases hechas, que para muchas personas es compendio y cifra de
la sabiduría. Era de los que constantemente desean que haya _mucha
administración y poca política_; estaba convencido de que _este
país es ingobernable_; deseaba que se conservasen _las venerandas
creencias de nuestros antepasados_, para que volviéramos á ser
asombro de _propios y extraños_; creía firmemente que _aquí no puede
haber nada bueno_; _que éste es un país perdido_, á pesar de _la
fertilidad del suelo_; y al mismo tiempo sostenía con rutinaria
devoción los dogmas inquebrantables de la _hidalguía castellana_,
de la _religiosidad nunca desmentida del pueblo español_, de la
_tendencia materialista del siglo_, etc. Tenía además _grandísimo
horror á las utopias_, y para él todo lo que no entendía era una
utopia. A la pandereta de su verbosidad no le faltaba, como se ve,
ninguna sonaja.

«¡Siempre aquí, siempre en este bendito despacho, que parece la celda
de un prior por sus buenas luces y su tamaño, y habitación de un
príncipe por las obras de arte que contiene!... siempre aquí, querido
León. No se te ve en ninguna parte. ¿Y María? Anoche estuvo en casa;
no faltaron las lágrimas de siempre. Va á que su mamá la consuele,
y Milagros y ella cuchichean... Yo creo que entre las dos te ponen
como ropa de Pascua. Allí no se piensa más que en los abonos de los
teatros y en los Triduos de San Prudencio. Después de misa se reúnen
todas á hablar de modas... ¿Estás enfermo? Te encuentro pálido; ¿que
tienes?

--¿Yo?--dijo León mirando á su suegro como quien despierta de un
sueño y se ve delante de un desconocido...--¿Decía usted...?

--Que si estás malo. Tienes muy mala cara. Anoche se habló de tí en
casa de Fúcar... Por cierto que nunca he visto al Marqués de tan mal
humor. Desde que Pepa se casó con Cimarra, el pobre D. Pedro no hace
más que tragar hiel... ¡Pobre Pepa! Se cuentan de Federico horribles
bribonadas... ¡Y qué niña tan bonita tiene Pepa! ¿La has visto? ¿No
vas por allá?... Tienes buenos cigarros, á fe mía...»

El humo de los dos habanos se juntaba subiendo al techo. Por un
instante reinó profundo silencio en la hermosa pieza. Oíase tan
sólo el efervescente rumor del chorro de la manga de riego con que
el jardinero refrescaba los macizos del jardín. En habitaciones
lejanas cantaban algunos pájaros aprisionados, cuyo charlar parecía
una disputa de todas las notas musicales, discutiendo sobre el mejor
modo de formar una sinfonía en un cerebro wagneriano. En el despacho,
un gran atlas geológico, abierto sobre ancho atril casi tan grande
como un facistol, mostraba en franjas de colores las edades del
mundo. En la mesa veíanse flores abiertas en canal, mostrando sus
ovarios misteriosos; insectos rotos en estado de autopsia; ejemplares
conchylológicos aserrados por la mitad, revelando el secreto de sus
graciosas bóvedas esmaltadas de rosa y nácar; láminas representando
huevos en distintos grados de incubación; modelo del ojo humano
en cartón y del tamaño de un coco; y en medio de tales baratijas
resplandecía el lente de un microscopio, reflejando un rayo de sol y
enviándolo cual mirada curiosa sobre la cabeza del Marqués, que, por
lo desnuda de cabello, convidaba al estudio de la craneoscopia.

«¿Te dedicas también á la Historia Natural?--dijo éste con expresión
de tolerancia.--Esa parece ser la ciencia del día, la ciencia del
materialismo. ¡Bonito servicio estáis haciendo al género humano,
arrancándole _sus venerandas creencias_, para darle un cambio...
¿qué?... la famosa hipótesis de que somos primos hermanos de los
monos del Retiro!»

Rióse con pueril carcajada de su propia ocurrencia, y después echó
una ojeada sobre los estantes de libros.

«¿Sabes--dijo súbitamente,--que soy ponente de la Comisión que ha de
dar informe sobre la _Ley de vagos_?

--Darán ustedes un informe brillante.

--¡Oh! es cuestión delicada--añadió el Marqués, echándose atrás en
la mecedora, de modo que se quedó mirando al cielo y con los pies
en el aire;--es la cuestión madre. Yo le he dicho varias veces al
Presidente del Consejo: «Mientras no tengamos una buena _Ley de
vagos_, no hay que pensar en una buena política.» Hay que ir al fondo
de las cosas, á las causas fundamentales, ¿no te parece? De la
multitud de holgazanes y gentes de mal vivir, cesantes hambrientos y
pillastres que aguardan las revueltas públicas para hacer su agosto,
proviene el malestar en que vivimos. Bárreme toda esa inmundicia y te
respondo del orden social.

--Muy bien pensado--dijo León.--Barrer, barrer es lo que importa.

--¡Ah! lo malo es que no puedo dedicar á la Comisión todo el tiempo
que deseara. Estoy muy ocupado. Y á propósito, querido León, tengo
que hablarte de un negocio.»

Había llegado al punto que era objeto de su visita; pero abordándolo
con grandísimo interés, que hacía palpitar su corazón, lo disimulaba
expertamente. No podían faltar á aquel hombre enteco emociones
íntimas y donosura cortesana para velarlas.

«Ya sabes que soy consejero de Administración del _Banco de
Agricultores_. Es una empresa grande, patriótica. Hemos de _levantar
el crédito territorial del abismo en que yace_.»

Esta y otras frases de suelto financiero andaban por la boca del
Marqués de Tellería como Pedro por su casa. Dijo después varias cosas
jamás oídas, á saber: que España es _esencialmente agrícola_; que
la riqueza agrícola no puede desarrollarse por falta de capitales;
que los capitales existen... ¿pues no han de existir?... pero que
es preciso reunirlos, encauzarlos, distribuirlos convenientemente
para que fertilicen... para que beneficien... para que fecunden...
El Marqués no pudo acabar la frase, que por ser de su invención y
no del repertorio, se le atascó. El _Banco de Agricultores_ estaba
íntimamente ligado á la gran compañía inglesa _Spanish Phosphate
Limited_, destinada á hacer una transformación en nuestro país...
Era una idea estupenda. ¡Capitales, abonos! He aquí los dos _polos
del eje sobre que ha de girar la regeneración agrícola del país_.
(Esta también era frase de prospecto.) El Marqués concluyó la arenga
diciendo con aparente indiferencia:

«¿Qué te parece? ¿Colocarás parte de tus capitales en nuestras
acciones?

--Necesito mi capital para vivir,--dijo León con fingida inocencia.

--¡Hombre!...»

León le dijo algo tan crudo sobre ciertas sociedades, que el Marqués
perdió de súbito aquel colorete enfermizo que teñía sus mejillas y
parte de su nariz, un no sé qué purpúreo como zumo de moras, que
eclipsándose ó apareciendo en su cara, expresaba los distintos
afectos de su alma. Después de una pausa, durante la cual empeñóse
en dar á las guías de su bigote blanquinegro el aspecto terrorífico
de las astas de un toro, se levantó y se puso á observar los objetos
de Historia Natural. «Bien: no hay más que hablar de este asunto,»
murmuró.

Siguió observando, revolviendo, tocando aquí y allí, cogiendo algunos
objetos para acercarlos á sus ojos, y adaptando después uno de éstos
al ocular del microscopio, para decir con el singular orgullo de sí
misma que caracteriza á la ignorancia:

«Pues yo no veo nada... Yo no sirvo para esto... Gracias... que te
aproveche tu microscopio. Dime, ¿y con esto ven ustedes el alma?...
¡Ya! como no la ven, sostienen que no existe.»

Y antes que su yerno le diese contestación, fuese á él, parósele
delante, le miró un buen rato, y moviendo la cabeza, le dijo:

«Estoy pensando que á mi pobre hija no le falta razón para
quejarse... No es esto decir que no seas un bendito, León; pero
vamos á cuentas. Ella tiene sus creencias; tú tienes las tuyas;
mejor dicho, no tienes ninguna. Tu falta de religiosidad y tu desdén
por las _venerandas creencias del pueblo español_ la ofenden, la
lastiman, la afligen sobremanera. Querido--añadió poniéndole la mano
en la frente con apariencias de cariño,--recuerda que el pueblo
español es eminentemente religioso. Pues qué, León, ¿estamos aquí en
Alemania, país de las locas _utopias_?»

León dijo algo.

«No, no, no basta que la dejes en libertad--replicóle Tellería con
viveza.--Es preciso que tú hagas algo. Tienes una fama de ateo que
espanta. Yo... te soy franco: más querría perder mi posición y mi
nombre en el mundo, que tener esa fama de ateísmo que tú mismo te has
ganado. Comprendo las angustias de María: ella es religiosa; parece
que, nacidos de un mismo vientre su hermano y ella, nacieron para
ser santos... ¡Y concluirá por tenerte horror, y te aborrecerá, y
no querrá vivir contigo...! Y si así sucede, tuya será la culpa por
haberte significado demasiado en tus obras. Hombre, el que más y el
que menos todos tenemos nuestra levadurilla de herejía... es decir,
yo no tengo nada, yo soy ortodoxo hasta la médula; á mí no me vengan
con filosofismos... Lo que hay es que todos, aun siendo creyentes,
cumplimos mal, nos descuidamos; pero somos prudentes, tenemos tacto,
guardamos las apariencias... consideramos que vivimos en un pueblo
_eminentemente religioso_... recordamos que las clases populares
necesitan de nuestro ejemplo para no extraviarse. Aquí no estamos
en Alemania. ¡Oh! te juro que aborrezco las _utopias_. El pueblo
español tendrá muchos defectos, pero jamás ultrajará lo que ha sido
causa de su gloria y del respeto que infundió _á propios y extraños_.
Por encima de nuestras miserias descollará siempre la _hidalguía
castellana_, para...»

El noble señor no pudo concluir su frase, porque León le interrumpió
hablándole con viveza y energía. Oyóse durante largo rato la voz de
uno y otro, y allá en la pieza lejana donde cantaban los pájaros,
María y su hermano Leopoldo suspendieron su conversación para prestar
oído al rumor parlamentario que del despacho venía.

«Estos malditos pájaros no dejan oir una palabra--dijo el
mancebo.--¿Oyes, María? Papá y tu _señor_ disputan. ¡Qué ganas de
perder el tiempo!»

María puso atención después de decir á los pájaros con acento de
enojo: «Callad, tontos.»

Poco después un brusco movimiento de la cortina dió paso á los
bigotes corniformes del Marqués, á su cara, en la cual la gravedad
se hermanaba con el humorismo, como si en ella quisiera poner
Naturaleza un ejemplo vivo del eterno y capital dualismo del arte.

«Ya lo sabes--dijo con voz agridulce, entre serio y festivo.--Yo soy
un hipócrita, un vividor... Tu caro esposo me lo ha dicho con buenas
palabras... Un vividor, un hipócrita... sí, eso ha querido decir.»

Y dió un beso á su hija.

«Positivamente--añadió,--la cabeza de León está un tanto
perturbada... ¡Lástima grande, porque es un guapo chico!... Estos
malditos pájaros no dejan hablar.

--Callad, tontos.»

¡Con cuánto ardor toman ellos parte en las disputas de los hombres!
Entre los conceptos de la conversación acalorada ó apacible, arrojan
sus notas para ahogar las disputas humanas en una lluvia de alegría.

Mucho se habló después; pero las avecillas no dejaban oir. El lector
tendrá paciencia para esperar á que callen los pájaros.



XI

Leopoldo.


Una mañana trabajaba León Roch en su despacho, cuando fué bruscamente
interrumpido. Alzó del papel los ojos, y fijándolos en el gran espejo
que delante de él estaba sobre la chimenea, vió una figura enjuta
y macilenta, una mueca de calavera, en la cual la descomposición
subterránea perdonara un poco de piel; dos ojos saltones con cierta
viveza morbosa como la de los delirantes; un cuello delgado y
violáceo, cuya piel, llena de costurones, parecía recientemente
remendada; una nariz picuda y violácea también, de fina estampa;
pero que por su agudeza iba tomando aspecto de pico y daba al rostro
cierta fisonomía completamente ornitológica; una rala sembradura de
pelos azafranados que rodeaban el largo óvalo de la cara en angosta
faja, semejando el pañuelo que se pone á algunos muertos para que no
se les caiga la mandíbula inferior; una frente estrecha y granulosa,
en la cual había trazado el sombrero amoratada raya, semejante á un
surco de sangre; una cabeza chata, en la cual los cabellos bermejos
se partían en dos graciosas alas; una cara, en fin, que era, si así
es permitido decirlo, la descomposición ó la transfiguración de una
cara hermosa, ó mejor dicho, la caricatura de una raza entera; y
también vió dos manos metidas en bolsillos, y dos pies de mujer,
cuyas puntas apenas asomaban bajo las enaguas que en forma de
pantalones cubrían sus delgadas piernas; un cuerpo sin curvas, sin
formas, sin donaire, como armadura hecha para la ropa; un traje de
mañana rayado de arriba abajo; una corbata graciosamente anudada; un
bastón que salía vertical de uno de los bolsillos, y una pomposa flor
clavada sobre el pecho como el mango de un puñal cuando se acaba de
consumar el asesinato. Y cuando esto vió, León dijo bondadosamente:
«¡Ah! Polito, siéntate. ¿Qué traes por aquí?»

Dejóse caer el joven en una butaca y estiró las piernas con muestras
de cansancio. Habló. Su voz, que se esperaba fuese aguda y adamada,
era ronca y carraspeante, una al modo de tos ó gargarismo hablado,
como esas voces que en la más baja escala social se forman en
el pregón público y se endurecen con el frío de la mañana y el
aguardiente de la noche. Después de hablar un momento, calló para
echarse en la boca un objeto medicinal.

«No puedo abandonar la brea ni un instante...--dijo gruñendo.--Desde
que la abandono, me ahogo... ¿Qué te haces, León? Siempre leyendo.
Envidio tu vida tranquila... No, gracias: hoy no puedo fumar. Me
lo ha prohibido el médico... es preciso ver si combato los ataques
epilépticos... Ahora me encuentro bien. ¿Sabes que voy á Sevilla?
Los muchachos se han animado, y no puedo quedarme aquí. Vamos cuatro
amigos: Manolo Grandezas, el Conde-Duque, Higadillos y yo. Higadillos
tiene que torear los tres días de feria... ¿Por qué no te animas? A
María le gustará mucho ver la feria.

--Si ella quiere ir, estoy dispuesto á llevarla.

--Ella no quiere ir, ese es el caso--añadió el de la ronca voz.--Y
á propósito, _mio caro Leone_, por ahí dice la gente que sois
muy desgraciados, que no congeniáis ni poco ni mucho, que tu
descreimiento es un martirio para mi pobre hermana. Yo me río, León;
me río de esas cosas... «Pero si es el hombre mejor del mundo, si
es un caballero como hay pocos,» les digo... Aquí de mis elogios.
¡Cascarones! ya sabes que yo no digo sino lo que pienso... Anoche
dijeron las de Rosafría que no comprendían, ¡mira tú qué sandez!...
que no comprendían cómo mi hermana se casó contigo. «Pero señores,
sean ustedes razonables, consideren ustedes...» Nada, nada... que
eres de los de cáscara amarga, pero muy amarga. A una señora que tú
conoces, y yo y todos... no te digo quién es... le oí decir estas
mismas palabras: «Antes quisiera ver muerta á mi hija que casada
con un hombre así...» No faltó quien te defendiera, aun en el bello
sexo... «¡Ah! es hombre de grandísimo mérito...» La señora decía que
no con su boca, con su mano, con su abanico... «Hay cosas que no
pueden ser, decía, que no pueden ser...» Por último, querido León, yo
no me atreví á defenderte... Lo que te aconsejo ¡cascarones! es que
no pongas los pies en ciertas casas: te expondrías quizás á recibir
un gran desaire por todo lo alto, ó á que te planten un par de
_palitos cuarteando_. La de Borellano te llama la _bestia negra_...
Sin embargo, dice que eres simpático. Pepe Fontán dijo una cosa
muy chusca á propósito de la inquina que te tiene la de Borellano.
«Nada: todo eso es despecho, porque de todos los hombres que conoce,
León es el único que no le hace el amor.» Ya sabes que ha tenido
un amante por año... Por eso dice Cimarra que no puede ocultar su
edad... ¡Pobre Federico! Cuentan que ha reñido con su mujer y con su
suegro... Parece que falsificó unas letras... Nada, que me le mandan
á la Habana... ¿Pero qué hora es? ¡Las once! ¡Y tu mujer no viene de
misa! Te concedo que son demasiadas misas. ¡Ah! ya sé: ella y mamá
estarán de tertulia con el padre Paoletti, un italiano _berrendo en
negro, retinto_... ¡Casca!... Si yo fuera casado... pero no: yo no
seré cornúpeto, _passez moi le mot_... ¡Oh! si lo fuera, mi mujer
haría mi gusto y nada más. María es buena; pero cuando se la pone una
cosa en el testuz... No creas, yo también le he dicho mis verdades
por su impertinencia... Compañero, es horrible eso de tener una mujer
que constantemente nos esté cantando el estribillo: hombre, confiesa;
hombre, comulga; hombre, ve á misa... ¡Cascarones! Es para pegarse un
tiro... Puesto que le das libertad, ella debiera ser prudente. Por tu
parte haces mal en tomar tan á pechos lo que vale tan poco... Mira
tú, yo dejaría á mi mujer que oyese cuatrocientas veintisiete misas
al día, y que tomara varas con todos los confesores. Poniéndole tasa
en eso de gastarme mi dinero en Manifiestos, le llevaría el genio.
¡Bah! siempre que ella me hablara de cosas santas, yo le diría: «Sí,
hija mía, todo lo que quieras. Eso, y lo otro, y lo de más allá.» En
fin, que no reñiríamos nunca por un dogma más ó menos; y al mismo
tiempo, querido León, yo me divertiría todo lo posible. _Comparito_,
eso de irse al infierno sin pasar antes buena vida, es lo más tonto
del mundo. Aburrirse aquí entre libros, y luego condenarse allá...
porque tú te condenarás y yo también, León... allá iremos todos.»

Y soltó una risa tan estrepitosa como su aliento asmático se lo
permitía. Después se levantó, y poniendo ambas manos sobre la
mesa, cual si su cuerpo no pudiese mantenerse derecho sin ayuda de
puntales, habló así:

«¿Sabes, querido, que me vas á prestar otros cuatro mil reales?»

León abrió una gaveta. Sonreía no sabemos por qué; pero consta que
de todos los individuos de su familia política, aquél era, por lo
inofensivo, el que le inspiraba más lástima, siendo esto tal vez
la causa de que á veces le abriese su bolsa con paciencia y hasta
con gusto, por no contrariar á un sér excesivamente miserable y
desvalido. O quizás plagiaba León el sistema benéfico del vicario
de Wakefield, que siempre que quería sacudirse á algún pariente
importuno, le prestaba dinero, ropa, ó un caballo de poco valor,
«y jamás, dice, se dió el caso de que volviera á mi casa para
devolvérmelo.»

«Gracias, querido _beau frère_--dijo el mancebo, no ocultando la
alegría que en la raza humana acompaña siempre á la adquisición de
dinero.--Te lo devolveré el mes que entra con lo demás... No de
una vez; te advierto que no podré dártelo junto... á plazos sí...
¡Es horrible! Si hubiera tres Semanas Santas en el año, todos los
españoles tendríamos que pedir limosna... ¡Casca, casca!... ¡Vaya con
los petitorios! La otra noche las de Rosafría me comprometieron á dar
mil reales para el Papa... Ya ves... Si el mundo estuviera arreglado,
el Papa debía darnos á nosotros... ¡Eh! ¡So tunante! _¡Lady Bull!_...
¡Eh, venga usted aquí!»

Estas palabras iban dirigidas á una alimaña rastrera y obscura que
había entrado en el despacho con el joven; pero que hasta entonces
se había mantenido en una actitud de circunspección respetuosa. Era
una perrita de la horrible raza _King Charles_, que tenía el color
de ratón, la redondez del puerco-espín, un hocico de mono entre
abigarradas lanas, y una panza de sapo mal sostenida por cuatro patas
pequeñas. Al fin de la conversación, su cascabelillo, hasta entonces
mudo, empezó á sonar, indicando grandes travesuras, y Polito la
descubrió entre unos libros arrinconados en el suelo.

«¡Venga usted aquí, aquí pronto!»

La tomó en brazos. Entonces se sintió ruido de coches y el acompasado
pisoteo de uno de estos caballos españoles que parecen corceles de
estatua ecuestre, trotando eternamente sin salir de su pedestal.

«¡Ah! Ya están aquí--dijo Leopoldo.--Higadillos á caballo y el
Conde-Duque en su _break_... Les dije que pasaran por aquí á
recogerme. Vamos á ver el apartado... Allá voy.»

Desde su asiento vió León el coche detenido junto á la reja, y el
torero á caballo, un grosero mocetón de piernas ceñidas y cintura
fajada, de cuerpo culebreante no falto de belleza escultórica,
rematado por zafia cabeza española de color de tabaco y el sombrero
ancho. El caballo piafaba, y el Conde-Duque contenía los de su
_break_, fogosos animales mestizos de sangre bearnesa y andaluza.

Poco tardó Polito en subir al coche con _Lady Bull_, y la festiva
comparsa se puso en marcha calle abajo, presidida por Higadillos y
alegrada por los cascabeles del tiro á la calesera. León miró con
curiosidad aquel fragmento pequeño, pero expresivo, de la iconografía
contemporánea de España.



XII

Gustavo.


Le miró, y una sonrisa afable, señal inequívoca de complacencia por
la visita, iluminó su semblante triste. Después, las miradas de uno
y otro (pues se hallaban próximos á la ventana) se recrearon en la
frescura aromática del jardín, sobre cuyo verdor pasaba el chorro
de la manga de riego como un plumero de agua que limpia el polvo,
ahuyentando los pájaros, deteniendo á las mariposillas, ahogando á
los insectos, acariciando á las plantas. Hábilmente dirigida por el
jardinero, penetraba en la espesura de los setos de evónimus, se
desmenuzaba para formar polvaredas líquidas en las cuales jugaba
fugaz arco iris. El jardín era nuevo, de esos que se traen de casa
del horticultor como los muebles de casa del tapicero, formando un
todo completo, y se plantan con método, con su selva en miniatura,
sus praderas, sus vergeles, sus peñascos bordados por la hiedra, sus
canastillos llenos de minutisa y de convulvuláceas. Cada conífera
estaba en su sitio, y había corrillos simétricos en los cuales
algunas filas de petunias aparentan estar de rodillas adorando la
majestad de una _araucaria imbricata_, ó la altiva insolencia de un
drago que todo es púas. Diríase que todo acababa de ser desembalado,
cual si más bien fuese hechura de la industria que de la Naturaleza;
pero era bonito, fresco, alegre, y no se podía concebir cosa más
apropiada para separar la calle, que es de todos, de la casa, que es
de uno solo.

Después que contemplaron un rato el jardín, sentáronse á tomar café.

--Antes que se me olvide--dijo Gustavo,--quiero reprenderte una
virtud que por lo mal practicada es dañosa: me refiero á tus
liberalidades, que indudablemente perjudican á tí que las haces y
á mi hermano que las disfruta. Sé que otra vez has dado dinero á
Polito, y esto me disgusta, porque mi hermano es un vicioso de la
peor casta que existe... Aquí en el seno de la confianza, puedo decir
todo lo que siento y juzgar con rectitud á los individuos de mi
familia. Si su conducta me produce vergüenza, prefiero que me abrase
el rostro á que me queme la sangre.»

El que así hablaba era un joven formal y un poco severo, parecido
á sus hermanos y á su padre, pero menos hermoso que María y muy
distante de la extenuación irrisoria de Leopoldo. Su rostro, quizás
demasiado duro, indicaba un carácter entero, rara cosa en tal
familia, convicciones arraigadas y una digna estimación de sí mismo.
Era grave en el discurso, cortés en el trato, huyendo al parecer
tanto de la arrogancia como de la llaneza, y manteniéndose en un
medio de frialdad cultísima que algunos tenían por estudiada. Honrado
y puntualísimo caballero en las relaciones comunes de la vida, poseía
de añadidura instrucción no escasa y brillante talento. Ni alto ni
bajo, ni grueso ni delgado, vestido de obscuro, la mirada serena
detrás de sus lentes, exento de vicios incluso el de fumar, parco en
sus gastos, implacable con el desorden, Gustavo, hijo primogénito del
Marqués de Tellería, era, según el común sentir, lo mejor de la casa,
la honra de la clase en que naciera y una esperanza para la patria.
Inútil es decir que era abogado. Su hermano Leopoldo lo era también,
como casi todos los jóvenes españoles; pero si éste no sabía ya qué
forma tiene un libro, Gustavo estudiaba más cada día y aun defendía
pleitos al amor del bufete de uno de los primeros jurisconsultos de
Madrid. Había seguido la carrera genuinamente nacional y aventurera
por excelencia, y saliendo de la Universidad sin ser nada, hallábase
en camino de serlo todo. Debe añadirse que era orador elocuentísimo.

«A tí, querido León--añadió,--puedo confesarte que tengo horas de
amarga tristeza por la conducta de alguna persona de mi familia, de
todas ellas, mejor dicho, exceptuando á ese ángel que es tu mujer y
al otro ángel quizás más perfecto que vive lejos de nosotros. ¿No es
horrible ver á mi hermano corroído por el vicio, encenagado en la
frivolidad corruptora que envilece á tantos individuos, no diré de
nuestra clase porque no es exclusiva de ella esta ignominia, sino de
todas las clases? Empeñándose en hacer un papel superior á nuestros
medios de fortuna, el ejemplo de otros le arrastra á una disipación
absurda. Pero esos otros son ricos, y mi hermano no. Yo me indigno
al ver á Leopoldo guiando coches y montando caballos que cuestan más
de lo que él puede poseer en un año... Además, si su ignorancia me
aflige, su holgazanería me desespera. ¡Oh! tienes razón en lo que me
has dicho alguna vez. Es muy exacta tu observación de que así como la
plebe tiene su aristocracia, la nobleza tiene su populacho... Pero,
en fin, no hablemos más de esto que me entristece. Queda demostrado
que no debes alentar el libertinaje de Polito.»

León dijo algo, y Gustavo le contestó así:

«Sí: creo que mis padres tienen la culpa. Nuestra educación ha sido
muy descuidada. Es tontería disimular que mi madre... gran trabajo
me cuesta esta confesión... no ha sabido apartarse y apartarnos á
tiempo del torbellino de la sociedad sedienta de goces; ha vivido más
fuera de su casa que dentro. Hoy mismo... ¿por qué he de ocultarte
lo que sabes tan bien como yo? hoy mismo, cuando nuestra fortuna ha
mermado tanto, y según creo, lo poco que resta será bien pronto de
los acreedores, ¿no es monstruoso que mi madre sostenga su casa en un
pie de lujo que no nos corresponde?... ¡Infame vanidad!... Cuando veo
los saraos dispendiosos de mi casa, lo que en vanas apariencias se
gasta allí donde escasean tantas cosas, tantas... que son necesarias;
cuando veo la escandalosa variación de vestidos de mi madre, su
asistencia casi diaria á los teatros, su afán de competir con quien
tiene mucho más dinero que nosotros; cuando veo esto, León, siento
impulsos de renunciar al porvenir que he soñado en mi patria, y
correr á buscar un pedazo de pan en país extranjero.»

León le interrumpió para hacer una observación, á lo que Gustavo
contestó así:

«Yo de buena gana me iría; pero... qué quieres... no se puede
abandonar el porvenir que ya está á medio conquistar; no se decide
uno á abandonar el terreno ganado á fuerza de estudio. Además, por
lo mismo que preveo grandes desastres en mi familia, creo que debo
estar presente en el momento del naufragio... Conformémonos con
esta vida odiosa y triste... Tú no conoces ciertas interioridades
vergonzosas, León; tú no sabes lo que es vivir en una casa donde
todo se debe, desde las alfombras hasta el pan de cada día, ni
conoces los escalofríos producidos por la campanilla del terror,
anunciando perpetuamente á los industriales afligidos ó furibundos
que van á reclamar su dinero; ni tienes idea de las farsas que se ven
obligadas á representar cada día personas cuyo nombre solo parece
debiera ser emblema de respeto y formalidad; ni conocerás nunca esa
agonía profunda en que se ven personas decentísimas por carecer en
un momento crítico de cantidades que no quitarían el sueño á un
jornalero.

»Tú que tienes fortuna y modestia, la cual es como segunda fortuna
que beneficia á la primera, no conoces las ansias de este vivir en
plena comedia entre el humo de la vanidad y sobre las ascuas de la
escasez. Tranquilo y dichoso, sin otra pasión que la del estudio,
libre de los aguijonazos de la ambición que quitan el sueño, y de
los tropiezos y reveses que amargan la vida, pareces el niño mimado
de la Providencia; aquí, en esta casa no sitiada por acreedores, ni
asaltada por las visitas, en la dulce compañía de tu mujer querida,
que es un ángel... ¡Pobre María!»

Después de una pausa, durante la cual el sesudo joven parecía leer
alguna cosa en la frente de su cuñado, dijo con amargura:

«¡Y sin embargo, León, no has sabido hacerla feliz!»

Palabras vivas, una observación seca y tonante como un disparo,
y, por último, una afirmación categórica, provocaron la siguiente
respuesta:

«Tu primer deber es evitar el escándalo y no dar al mundo el
espectáculo de una unión descompuesta y perturbada por la disensión
religiosa. Ya que tienes la desgracia de no creer, debiste ocultar á
tu esposa esa llaga de la conciencia; debiste abstenerte de publicar
ciertos escritos científicos. De todos modos es malo el ateísmo;
pero cuando carece de pudor, cuando no se disimula á sí propio,
es más repugnante. Toda deformidad debe ser velada, y las de la
conciencia más, para no ofender á la moral pública... No esperes que
sea indulgente contigo en esta cuestión; ya conoces mi carácter, ya
sabes que no puedo ocultar lo que siento. Yo te estimo, reconozco
tus buenas cualidades, tu bondad relativa, tu moralidad pasiva, pues
no merecen otro nombre las perfecciones y méritos de los que viven
fuera de la verdad revelada; confieso que eres mejor que algunos que
se tienen por creyentes; que posees las virtudes frías y correctas
de la filosofía pagana, y que cumples ciertos preceptos por la razón
sencilla de que es _cómodo ser bueno_, y porque el cumplimiento
de los deberes externos siempre trae ventajas al individuo; sé
que obedeces á tu helada moral filosófica como obedece el buen
contribuyente y ciudadano los reglamentos de policía y de higiene; te
declaro de los mejores en esta baraúnda de hombres corrompidos; te
tengo aprecio y aun cariño; te admiro por tu talento; pero á pesar
de todo, óyelo bien: si yo... si yo, León (al decir esto se levantó
alzando el brazo en actitud harto apostólica), hubiera tenido en mi
mano la mano de María, no te la habría dado jamás, ¿lo entiendes? ¡no
te la habría dado jamás!»

Habló entonces León con más calor, y Gustavo le dijo:

«¡Oh! Yo detesto también la hipocresía. No admito más que dos
caminos: ó ser católico ó no serlo. En nuestra fe sacratísima no
caben distingos ni acomodos. Yo soy católico, y como tal procedo en
toda mi vida; yo no tengo el dogma en mi boca y el ateísmo en mis
actos; yo, despreciando los juicios de la frivolidad, oigo misa,
confieso, comulgo, practico el ayuno. Me glorío de recibir los
ultrajes de la canalla desvergonzada que aparenta dirigir la opinión,
y á su cinismo opongo yo mi valor, y á su chismografía volteriana
los principios santos y la autoridad de la Iglesia. Estas ideas,
este rigor de mi vida llena de dignidad, yo los llevaré á la vida
pública cuando entre en ella... porque entraré impulsado por una
secreta vocación de soldado y de mártir, y por la mano de Dios que no
quiere quedar sin defensa en esta arena sangrienta de las pasiones
humanas. Si hay hombres perversos que han desenjaulado á las fieras
del descreimiento y del racionalismo, Dios arrojará á sus domadores
en medio de ellas. Al hombre que te manifiesta estas ideas con tanto
tesón, no le pidas indulgencia para las disensiones de tu casa, ni
le exijas que participe del criterio acomodaticio, según el cual
mi hermana y tú tendríais igual culpa de vuestra desgracia. No, mil
veces no. Ella no tiene culpa ninguna, ¡tú la tienes toda, tú toda!
La verdad no puede transigir con el error. En este caso, tú has de
sucumbir y ella ha de permanecer siempre levantada y triunfante.»

A esto, León le hubiera contestado algo; pero deseando poner á un
lado aquel desagradable tema, llevó el curso de la conversación á
otro que era de mucho gusto para el joven. Este abandonó el tono
apocalíptico para hablar así:

«Es verdad: los votos de tus arrendatarios de Cullera me han salvado.
Ya tengo por seguro el triunfo... Aquí, en confianza, yo he deseado
mucho ir á las Cortes... comprendo que es mi camino, mi carrera.
Cuando se tienen principios fijos y el inquebrantable propósito de
sostenerlos á todo trance, la vida pública es honrosa. El tiempo en
que vivimos convida á la lucha, ¿no es verdad?... porque cuando los
caracteres han desaparecido anegados en una riada de corrupción, ¿no
es ventajoso y lucido mostrar carácter y que se diga: «ese es un
hombre?» Cuando la lógica humana y la verdad ultrajada piden que haya
azotes, ¿no es hermoso y brillante tomar el látigo? La civilización
cristiana es como un hermoso bosque. La religión lo ha formado en
siglos; la filosofía aspira á destruirlo en días. Es preciso cortarle
las manos á esa brutal leñadora. La civilización cristiana no puede
perecer en manos de unos cuantos ideólogos auxiliados por una gavilla
de perdidos que, por no tomarse el trabajo de tener conciencia, han
suprimido á Dios.»

Enarboló la mano flexible y pesada, blandiéndola como la palmeta de
un maestro de escuela, y en pie, dispuesto á partir, dijo:

«Amigo, casi hermano, te profeso sincero cariño; pero en tocando
al punto negro, cuidado, mucho cuidado. Si la llaga de tu casa se
agrava, ponte en guardia... Me verás al lado de la víctima, al lado
de mi pobre hermana... Adiós.»

Se fué. Viéndole salir, León sintió que un secreto pavor llenaba su
alma, dejándole por algún tiempo imposibilitado de pensar nada claro.



XIII

El último retrato.


El hombre á quien hemos visto en la soledad de su gabinete, turbada
rara vez en el espacio de algunos meses por las escenas descritas, no
consagraba todo su tiempo al estudio. Engranado en la máquina social
por las afecciones, por el matrimonio, por la ciencia misma, no podía
ser uno de esos sabios telarañosos que los poemas nos presentan
pegados á los libros y á las retortas, y tan ignorantes del mundo
real como de los misterios científicos. León Roch se presentaba en
todas partes, vestía bien, y aun se confundía á los ojos de muchos
con las medianías del vulgo bien vestido y correcto que constituye
una de las porciones más grandes, aunque menos pintorescas, de la
familia social. No se eximía de la insulsez metódica que informa la
vida de los ricos en esta capital, y así se le veía con su mujer
en el paseo de carruajes, cuyo encanto consiste en reunirse todos
á hora fija y dar unas cuantas vueltas en orden de parada, coche
tras coche, paso á paso, en perezosa y militar fila, de modo que las
señoras reclinadas en el asiento posterior del landó, sienten en su
cara el resuello de los caballos del coche que va detrás, y aun ha
habido solípedo que intentara comerse, creyéndolas vivas, las flores
del sombrero de la dama que va en el carruaje delantero. También iba
al teatro con su mujer, observando la deliciosa disciplina de los
abonos á turno, que tiene la ventaja de administrar el aburrimiento ó
el regocijo á plazos marcados, sin contar para nada con el estado del
espíritu. Daba de comer á pocas personas en un solo día de la semana,
habiendo disputado y ganado á su mujer la elección de comensales, que
eran de lo mejor entre lo poquito bueno que tenemos en discreción
y formalidad. Para elegir no se acordó de categorías de escuela,
y sólo obedeció á las simpatías personales. De modo que su yantar
semanal (horrible frase) y sus _noches_, como pudiéramos decir,
reunían hombres listos, católicos remachados, políticos de la más
pura doctrina epicúrea, aristócratas de la edición incunable, otros
de las flamantes, y hombres de escasa importancia social, pero que
la aparentaban por su cualidad de crónicas vivas ó por la seducción
de su trato, en gran manera distinguido. También iban jóvenes de
la pléyade universitaria, brillantes en el profesorado y en las
ardientes disputas cuyo estruendo se oye por todas partes. Reinaba en
estas reuniones armonía completa, pues nada reconcilia tanto como el
buen comer, la presencia de elegantes damas, y la obligación de no
olvidar un momento las leyes de la cortesía. Aunque algunos quizás
se despreciaban cordialmente, había en la casa cierta atmósfera de
estima general; y una conversación discreta, tolerante, instructiva
y amena, producto feliz de aquel conjunto de opiniones diversas,
engañaba las horas. Se hablaba de artes, de letras, de costumbres,
de política; se murmuraba también un poco; en algún pequeño grupo,
hacían crónica personal algo escandalosa; y en otro se hablaba de
las cuestiones más hondas, de religión, por ejemplo, que es un
tema planteado en todas partes donde quiera que hay tres ó cuatro
hombres, y que tiene el don de interesar más que otra cosa alguna.
Este tema, constantemente tratado en las familias, en los corrillos
de estudiantes, en las más altas cátedras, en los confesonarios,
en los palacios, en las cabañas, entre amigos, entre enemigos, con
la palabra casi siempre, con el cañón algunas veces, en todos los
idiomas humanos, en los duelos de los partidos, con el lenguaje de
la frivolidad, con el de la razón, á escondidas y á las claras, con
tinta, con saliva, y también con sangre, es como un hondo murmullo
que llena los aires de región á región y que jamás tiene pausa ni
silencio. Basta tener un poco de oído para percibir este incesante y
angustioso soliloquio del siglo.

Rasgos físicos de León Roch eran lo moreno del color, lo expresivo de
la mirada, la negrura de la barba y cabello; su rasgo moral era la
rectitud y el propósito firme de no mentir jamás. La mayor parte de
las personas hallaban encanto indefinible en su modo de mirar; pero
de su rectitud no podía juzgarse tan fácilmente, porque la conciencia
no se ve. El ponerle ó no en el número de los buenos, dependía
del criterio con que se le mirase. Teníanle algunos por persona
excelente; otros por un mal sujeto. Si á la vista era su cuerpo
airoso y seductora su presencia, alguien dijo de él: «Por fuera es
buen mozo, pero por dentro es un jorobado.»

No tenía la gazmoñería racionalista (pues también hay gazmoñería
racionalista), que consiste en escandalizarse con exceso de la
credulidad de algunas personas y en ridiculizar su fervor: por el
contrario, León miraba con respeto á algunos creyentes, y á otros
casi con envidia. No tenía tampoco el afán de la conquista, ni quería
convertir á nadie; y si el estudio le había dado grandes regocijos,
también le producía horas de amargura y desaliento. No creía su
estado perfecto, sino, por el contrario, harto imperfecto; por lo
cual no gustaba de embarcar gente en las islas frondosas de la fe
para llevarlas á las solitarias estepas de la duda.

Dióse primero á las ciencias naturales, hallando en su investigación
los más puros goces. Después, la filosofía le trajo un mareo
insoportable, y al fin volvió á los estudios experimentales, que era
donde se encontraba con pie firme y en país conocido. La historia
le divertía tan sólo; la fisiología le encantaba. También cultivó
la astronomía, favorecido por su dominio de las matemáticas. Solía
decir: «La historia nos hace enanos, la fisiología nos pone en
nuestro tamaño natural, y la astronomía nos engrandece.»

Había en su alma cierta aridez, ocasionada por el escaso empleo de
la imaginación en su niñez y en sus estudios. Se había criado en una
trastienda, y allí corrió desabrida su edad primera al lado de su
madre, mujer tosca y sin delicadeza, que sentía poco y carecía de
luces. Trabajaba mucho, pero no sabía leer; tenía la vanidad de que
su hijo era muy precoz, y la creencia de que llegaría á ser obispo,
general ó ministro. Muerta su madre, pasó una temporada en Valencia
en la casa de un tío paterno, plebeyo enriquecido con la cerámica,
y que decía: «Todo el saber es aire. Más útil es á la humanidad el
hombre que hace un ladrillo que el que escribiera todos los libros
que se conocen.» Después vino para León una juventud sin calaveradas,
sin aventuras, sin conatos de poeta dramático, sin proyectos de
raptos y duelos, sin lágrimas, sin melancolías, sin vacilaciones
en la elección de carrera, con pocos ensueños. Le metieron en un
laberinto de matemáticas, diciéndole: «Sal si puedes.» Es verdad que
salió; pero luego le arrojaron en un mar de guijarros, donde había
que luchar con esos oleajes petrificados, testimonio palpable de
las agitaciones plutónicas y neptunianas que han esculpido nuestro
globo; le metieron de cabeza en las entrañas del planeta, abiertas
por la inducción ó representadas en los museos por las colecciones,
y le dijeron: «Toda esta grava, que parece arrancada del arrecife
de un camino, es un libro maravilloso: cada chinita es una letra.
Es preciso que lo leas todo.» Vió las aguas haciendo ruido antes
de que hubiera orejas, y arco iris antes de que hubiera ojos; vió
la heráldica del mundo expresada en las figuras de bivalvos, de
crustáceos y de ofidios que dejaron su forma impresa como el sello
auténtico de las dinastías que desean hacer constar su reinado; vió
plantas nacidas antes de que hubiera dientes y muelas que mascaron
antes de que hubiera hombres, y al hombre mismo, huésped tardío de
la creación, llegando cuando los bosques se habían resignado á ser
almacenes de carbón, y cuando no había mares definitivos, y los
ríos estaban nivelando hermosas llanadas, y cuando aún bufaban mil
volcanes ingentes, arquitectos infatigables que daban el último golpe
de cincel á la crestería de nuestras bellas montañas. Vió esto y
otras muchas cosas que vienen detrás.

Más tarde, cuando terminada su carrera se vió rico, es decir, cuando
comprendió que no sería esclavo de la ciencia, sino por el contrario,
dueño de ella, cultivó un poco la imaginación. Bien conocía que
jamás sería artista; pero tomó en su mano el fino estilete con que
es representada una de las musas. Sus manos, que tan bien sopesaban
la palanca de Arquímedes, eran toscas para instrumento tan delicado.
«Está visto--decía,--que siempre seré un bruto.»

Había logrado escribir medianamente, con más claridad que elegancia;
hablaba en público muy mal, atrozmente mal; pero en la conversación
privada solía expresarse con elocuencia, siempre que el tema fuese
alto. Había adquirido la costumbre de emplear gallardas figuras por
la inclinación de la ciencia moderna á lisonjear en vez de espantar
el sentido de la muchedumbre, y porque las formas parabólicas han
sido siempre muy del gusto de los entendimientos superiores. Es el
eterno homenaje tributado por la ciencia al arte, y al que éste debe
corresponder alumbrándose en su glorioso camino con la inextinguible
luz de la verdad.

Aquel hombre tan preocupado de si esta piedra era más ó menos
siluriana que aquélla, y de si otra cristalizaba en romboedros ó en
prismas, se encariñó desde su temprana juventud con un ideal para la
vida, y era éste una existencia sosegada, virtuosa, formada del amor
y del estudio, las dos alas del espíritu, como en su jerga figurada
decía. Pasada la época de los afanes escolásticos, soñaba con buscar
y encontrar aquel ideal en un matrimonio bien realizado, del cual
nacería una familia. Esta familia soñada, la gran familia ideal,
la placentera reunión de todos los suyos, ocupaba su pensamiento.
¡Cosa extraordinariamente bella y consoladora! Unirse con una mujer
adorada, amante y sumisa, de clara inteligencia y corazón donde
nunca se agotaran las bondades; ver después unos seres pequeñitos
que irían saliendo, y haciendo gracias pedirían piando el pan de
la educación; desarrollar en ellos con derechura el sér moral y el
físico; vivir por ellos y atender á las necesidades de aquel grupo
encantador, en cuyo centro la esposa y la madre parecería la imagen
de la Providencia derramando sus dones, ora fecunda, ora maestra,
ya cubriendo al desnudo, ya dando alimento al desfallecido, guiando
el primer paso del vacilante, conteniendo el ardor del intrépido...
¡Oh! para esto valía la pena de vivir; para lo que esto no fuera,
no. Luego venían á su imaginación los encantos de la vida del rico
ilustrado, que puede gustar los placeres del trabajo sin ser esclavo
de él... una vida deliciosa, consagrada por mitad al estudio, por
mitad á los cuidados de la familia, dividiéndola asimismo entre la
ciudad y el campo, pues de este modo es más grata la Naturaleza y
más grata la sociedad; vida ni muy apartada ni muy pública, en un
dulce retiro sin esquivez, lejos del bullicio, mas no inaccesible á
los amigos discretos... Sí: era preciso realizar esto, y realizarlo
pronto, antes que se pasase la vida en un rodar incesante y
vertiginoso; era menester hallar pronto la que había de ser base de
aquella felicidad soñada, pero posible. La elección no era fácil:
debía ser prudente, seria, estudiada; pero ¿acaso no estaba él en las
mejores condiciones para hacerla bien?... Sí: la haría bien, porque
era un sabio, tenía mucho talento, mucha serenidad, espíritu de
crítica, grandes hábitos de análisis... Y sin embargo...



XIV

Marido y mujer.


«Y sin embargo... me equivoqué.»

Esto decía para sí una noche en presencia de su mujer, solo con ella,
en el silencio de la casa tranquila, abandonada ya por los tertulios,
tibia aún por el calor de la reunión, en aquella hora en que el
pensamiento cae en vagas meditaciones precursoras del sueño, después
de representarse los hechos del día que hace poco eran escenas y
figuras reales, y que pronto serían pesadillas.

Frente á él, dispuesta ya á acostarse, estaba la incomparable figura
de la Minerva ateniense, cuyos ojos verdes, por aberración artística
inconcebible, se fijaban en uno de esos vulgares libros de rezo,
llenos de lugares comunes, oraciones enrevesadas y gongorinas,
sutilezas hueras, páginas donde no hay piedad, ni estilo, ni
espiritualismo, ni sencillez evangélica, sino un repique general de
palabras. ¿Pero qué importa? Dejando que su mente se perdiera con
somnolencia en semejante fárrago, María estaba soberanamente hermosa.

León había dejado caer de sus manos el periódico de la noche,
otro repique general de timbres rotos, de cascabeles chillones y
de ásperos cencerros, y contemplaba á su mujer, cavilando en la
espantosa burla que había hecho él de su destino. Él, que había
pasado su juventud conteniendo la imaginación, habíale soltado un
día las riendas sin darse cuenta de ello, y se dejó arrastrar por
una ilusión impropia de hombre tan serio. ¿Cómo pudo dejar de prever
que entre su esposa y él no existiría jamás comunidad de ideas, ni
ese dulce parentesco del espíritu que descubren hasta los tontos?
¿Cómo se dejó llevar de la fascinación ejercida por una hermosura
sorprendente? ¿Cómo no vió la pared de hielo, enorme, dura, altísima,
que se levantaría eternamente entre los dos? ¿Cómo no penetró aquel
entendimiento rebelde, aquel criterio inflexible, aquella estrechez
de juicio, aquella falta de sentimiento expansivo, generoso, mal
compensada por una exaltación áspera ó mimosa? ¿Cómo no adivinó
aquella sequedad y desabrimiento de su hogar, vacío de tantas cosas
dulces y cariñosas, y en particular de la más cariñosa y dulce de
todas, la confianza?

En un momento de profunda tristeza y desaliento, llevó su mano
del corazón á la frente y asentó sobre ésta la palma crispada,
como echando una maldición á su sabiduría. María no advirtió aquel
movimiento y siguió con los ojos fijos en el libro.

«Me enamoré como un estúpido--pensó él volviendo á mirarla.--¿Y cómo
no, si es tan hermosa?...»

Recordó después sus infructuosas tentativas para formar el carácter
de María. En la primera época del matrimonio, María amaba á su marido
con más ardor que ternura. Bien pronto, sin dejar de amarle del mismo
modo, empezó á ver en él un sér extraviado y vitando en el orden
intelectual. León le había dado libertad para practicar el culto;
y ella la usó con moderación al principio. Pero á medida que León
trataba de influir en el carácter de ella, no para arrancarle su fe,
como algunos mal intencionados dijeron entonces, sino por el deseo de
establecer entre ambos la mayor armonía posible, abusaba ella de la
libertad concedida á sus devociones, y éstas llegaron á ser tantas
que ocuparon pronto la mitad de su tiempo y casi todo su espíritu.
No se crea por esto que renunció á las vanidades del mundo, pues
gozaba de ellas, aunque sobria y moderadamente. Iba al teatro, con
excepción del tiempo de Cuaresma, vestía muy bien, frecuentaba los
paseos de moda, y dedicaba parte del verano á los esparcimientos y
expediciones propias de la estación. De su persona cuidaba muchísimo,
porque gustaba de agradar á su marido; de su casa poco, de su esposo
nada, y el resto del tiempo lo consagraba al trabajo intelectual y
práctico que le exigían varias congregaciones piadosas y las juntas
benéficas á cuyo seno había sido llevada por sus amigas ó por su
madre. Militaba en la encantadora cuadrilla de la devoción elegante.

«¿Pero no soy yo el rebelde?--decía León con desaliento.--¿De qué la
acuso? ¿De que tiene fe? Si yo la tuviera, seríamos felices. ¿Por qué
no la tengo?»

Hubo un tercer período, durante el cual el amor de María permanecía
inalterable, siempre más vehemente que tierno, y tan poco espiritual
como al principio. En dicho período, revolviéndose María contra
su esposo con arrebatos de querer humano y de piedad mística,
sentimientos que, lejos de excluirse, parece que se complementaban en
ella, quiso atraerle al camino de la devoción elegante, perfumado con
inciensos, alumbrado con cirios, embellecido con flores, amenizado
con bonitos sermones y acompañado de hermosas damas. La aspiración
de María era ser piadosa sin perder al hombre que tan vivamente había
realizado la ilusión de su fantasía. Llevarle á la iglesia era su
afanoso empeño.

«Déjame solo--le decía León agobiado de pena.--Vete y ruega á Dios
por mí.

--Sin tí me falta la mitad de mi vida, y parece que no soy nada
buena, como deseo serlo.»

Luego se abalanzaba hacia él, le estrechaba en sus brazos, y
reclinando su frente sobre el pecho del hombre aburrido, decía con
gemido perezoso: «¡Te quiero tanto!...»

La resistencia de León á tomar parte en las prácticas piadosas
estableció al fin aquella desavenencia, ó mejor dicho, completo
divorcio moral en que les hallamos á los dos años de su matrimonio.
Ni se comunicaban un pensamiento, ni se consultaban una idea ó plan,
ni partían entre los dos una alegría ó un pesar, que es el comercio
natural de las almas, ni se entristecían juntamente, ni mutuamente
se alegraban, ni siquiera reñían. Eran como esas estrellas que á la
vista están juntas y en realidad á muchos millones de leguas una de
otra. Fácil era á los amigos conocer que León sufría en silencio un
gran dolor.

«Se empeña--decían,--en que su mujer sea racionalista, y esto es tan
ridículo como un hombre beato.

--Eso digo yo--añadía otro.--El creer ó no es cuestión de sexo.

--Es que está enamorado de su mujer.»

Esto último era exacto en el sentido de que León vivía fascinado
aún por la hermosura cada día más sorprendente de María Egipciaca,
hermosura que ella, sin dar tregua á la devoción, sabía realzar con
el lujo, con la elegancia del vestir y el delicadísimo cuidado de su
persona.

De María podía decirse lo mismo que de León, en lo relativo al
enamoramiento: ella también no cambiara por cosa alguna el hombre
que le habían dado la sociedad y la Iglesia. En cuanto á él, llenaba
el vacío de su alma con aquella pasión temporal encendida por una
pasmosa belleza. No le era indiferente, antes bien le vanagloriaba
el _beati possidentes_ con que la multitud obsequia al dueño de una
mujer fiel y hermosa; y la idea de que María pudiese pertenecer á
otro hombre, siquiera en intención ó pensamiento, le enfurecía. En
resumen: eran dos seres divorciados por la idea en la esfera de los
sentimientos puros y unidos por la hermosura en el campo turbulento
de la fisiología. Sobre esto reflexionaba León en aquella hora de la
noche. Ultimamente hizo esta observación amarguísima:

«El mundo está gobernado por palabras, no por ideas. Véase aquí como
el matrimonio puede también llegar á ser un concubinato.»

«¿Has concluído?--dijo á su esposa, viéndola que dejaba el libro para
rezar un momento en silencio y con los ojos cerrados.

--¿Has acabado tú el periódico?... Déjamelo, quiero ver una cosa.
La Duquesa de Ojos del Guadiana no quiso costear sola la función de
mañana... A ver si se anuncia en la sección de cultos.»

León leyó en voz alta toda la sección de cultos.

«¿Sermón del Padre Barrios?...--interrumpió María demostrando
admiración.--Si le hemos mandado retirar porque está asmático y no
se le puede oir... ¡Qué abuso! San Prudencio va tomando fama de ser
el refugio de los malos predicadores, y allí van los descreídos á
reirse de la tartamudez del capellán y del acento italiano del Padre
Paoletti. Todo consiste en que hay personas que parece que dirigen
las funciones y no dirigen nada. Pero no faltará quien ponga orden en
aquella casa. No, no sueltes el periódico: lee los espectáculos, ¿Qué
ópera nos dan mañana?

--La misma--dijo León arrojando de sí el papel, y deteniendo por el
brazo á su mujer que se levantaba.--Aguarda, tengo que hablarte.

--Y de cosas serias, según parece--manifestó sonriéndose
María.--¿Estás enojado? ¡Ah! ya sé... me vas á reñir. Sí, sí--añadió
arrojándose en un sofá próximo á la butaca en que estaba sentado
él.--Me riñes porque he gastado mucho dinero este mes.

--No.

--Reconozco que he sido algo pródiga; pero con la economía de otro
mes te indemnizaré... Sí, queridito: he gastado más de la cuenta. ¿A
ver?... Los tres vestidos, diez y siete mil; el triduo, cuatro mil;
la novena que me correspondió, diez mil... La tapicería nueva de mi
alcoba... de eso has tenido tú la culpa por burlarte de los angelitos
blancos jugando con espigas azules... Además, tengo que poner los
regalos á los actores, por no haber querido cobrar nada en la función
de Beneficiencia... tres relojes, dos petacas, dos alfileres...
Además... Mañana sacaré la cuenta.

--No es eso, te digo que no es eso. Puedes gastarme todo lo que
quieras, puedes arruinarme, instituyendo herederos de mi fortuna á
modistas, curas y cómicos. De otra cosa más grave que tus gastos
quiero hablarte, María: quiero preguntarte si no es tiempo ya de que
cese la aridez y la tristeza de este matrimonio nuestro; si no es
tiempo ya de que reconozcas que tu atención excesiva á los asuntos de
iglesia es como una especie de infidelidad, y que para dar tanto á
las devociones, forzosamente has de quitar algo á nuestra casa y á mí.

--Ya te he dicho--repuso María seriamente,--que de mis devociones
buenas ó malas daré cuenta á Dios, no á tí, que no las entiendes. Haz
por entenderlas, ten fe y hablaremos.

--¡Ten fe!... De eso sí que no entiendes tú. Yo no la tengo, no puedo
tenerla según tu idea. Además, tu conducta y tu modo especial de
cumplir los deberes religiosos, me la arrancarían, si la tuviese como
tú deseas. Te lo diré de una vez. No veo en tus actos ni en tu febril
afán por las cosas santas ninguno de los preciosos atributos de la
esposa cristiana. Mi casa me parece una fonda, y mi mujer un sueño
hermoso, una imagen tan seductora como fría. Te juro que ni esto es
matrimonio, ni eres tú mi mujer, ni yo soy tu marido.

--¿Y quién es aquí el culpable sino tú?--replicó la dama con
brío;--¿quién sino tú? Si no hay armonía, si no hay confianza, ¿á
qué se debe sino á tu descreimiento, á tu ateísmo, á tu separación
de la Santa Iglesia? Yo estoy firme en el terreno del matrimonio; tú
eres el que está fuera. Te llamo, te aguardo con los brazos abiertos,
y no quieres venir, menguado.»

Y los abrió; pero León no tuvo ni siquiera á idea de arrojarse en
ellos.

«Y yo iría, sí, iría con el corazón lleno da gozo, si encontrara en
tí á la verdadera mujer creyente para quien la piedad es la forma más
pura del amor; yo iría respetando y admirando tu fe, y aun deseando
participar de ella; pero así tal cual eres, no quiero, no quiero ir.

--Pues entonces, loco, mil veces loco, ¿qué quieres? ¡Ah! ¿Quieres
que yo reniegue de Dios y de su Iglesia, que me haga racionalista
como tú; que lea en tus perversos libros llenos de mentiras; que
crea en eso de los monos, en eso de la materia, en eso de la
Naturaleza-Dios, en eso de la Nada-Dios, en esas tus herejías
horribles? Felizmente, he podido salvarme de caer en tales abismos.
Soy piadosa, creo todo lo que debo creer y practico el culto con
asiduidad, con prolijidad, porque es el medio mejor para sostener
viva la fe y no dar entrada en el entendimiento á ninguna falsa
doctrina. ¡Que frecuento demasiado la iglesia! ¡Que cumplo muy
á menudo los preceptos más santos!... ¡Que celebro funciones
espléndidas!... ¡Que oigo todos los días la palabra de Dios!... ¡Que
rezo de noche y de día!... Esta es la cantinela, ¿no es verdad? Ya
sé que paso por beata. Pues bien: todo tiene su razón en el mundo.
¿Crees tú que yo me abrazaría tan fuertemente á la cruz si no
estuviera casada contigo, es decir, con un ateo, si no estuviera,
como estoy, en peligro de ser contaminada de tu doctrina por el trato
diario contigo y por el mucho amor que te tengo? No: si tú no fueras
tan poco, yo no sería tanto. Si tú fueras católico sincero, aunque
descuidado en tus deberes, yo no sería beata: cumpliría los preceptos
esenciales y nada más. Ten presente una cosa, León: imagínate dos
navegantes que cruzan en una pequeña barca un mar tempestuoso. Si
los dos remaran con igual fuerza, llegarían sin dificultad á la
orilla; pero he aquí que el uno suelta el remo y se tiende. ¿No es
indispensable que el otro redoble sus fuerzas hasta morir? Fíjate
bien, querido mío: uno solo rema y han de salvarse los dos.

--Esa figura no es de tu invención--dijo el esposo, que sabía muy
bien hasta dónde alcanzaba el ingenio retórico de su mujer.--¿De
quién es?

--Si es mía ó no, no te importa--replicó María, con desabrimiento
y menosprecio.--Lo principal es que contiene una verdad innegable.
¿Quieres que vaya á aprender la verdad en tus monísimos libros?

--No, no pretendo eso--dijo León, lleno de pesadumbre.--Pero por
torpe que yo sea, por extraviado que me supongas, ¿lo seré tanto que
no merezca de tí el favor de que aceptes una idea mía, una sola,
siquiera una vez, sino que siempre has de ir á buscar tus ideas fuera
y lejos de mí?

--De tí acepto tu afecto, que creo sincero; tu respeto á mis
creencias siempre que sea verdad; tu apoyo material; ¡pero tus ideas,
tus consejos...!»

Dijo esto María con tal rigor de expresión y tal brillo de desdén
en sus deslumbradores ojos gatunos, que León sintió el frío de una
espada en su corazón oprimido.

«¡Nada mío!--murmuró, dejando caer sus miradas al suelo como quien
desea morir.

--Nada que venga de tu razón soberbia y extraviada; nada que pueda
contaminarme de tu filosofía diabólica,» añadió María, hundiendo su
espada hasta la empuñadura. Después de una pausa, León, exhalando un
suspiro tan grande como su paciencia, la miró pálido y alterado.

«¿Quién te ha dicho eso?--le preguntó.

--Eso no te importa--replicó María, palideciendo también, mas sin
perder su valor.--Ya te he dicho que como sincera católica no me creo
obligada á dar cuenta á un ateo de los secretos de mi conciencia
religiosa, en lo que se refiere á mis prácticas de piedad. Sabe que
te soy fiel; que ni con hecho, ni con intención, ni con pensamiento
he faltado al juramento que junto al altar te hice. Basta: con esto
acaba mi sinceridad de esposa; es toda la confianza que puedes
esperar de mí. Aquella parte de la conciencia que pertenece á Dios,
no pretendas explorarla: es un reino sagrado en el que te está
prohibido entrar... No me hagas la necia pregunta «¿quién te ha dicho
eso?» porque no tienes derecho á recibir contestación.

--Ni la necesito--dijo él.--No tuve jamás la idea de alarmarme
porque mi mujer se acercase al confesonario una ó dos ó tres veces
al año para decir sus pecados y pedir perdón de ellos conforme á su
creencia; pero esto tiene su corruptela, y la corruptela de esto
consiste en llevar la dirección espiritual por tortuosos caminos, con
cátedra diaria, consultas asiduas y constante secreteo, sostenido
de una parte por los escrúpulos de la candidez y de otra por la
curiosidad imprudente de quien no tiene familia.

--No, tonto--dijo María irónicamente:--mejor será que yo busque
reglas y buenas ideas para mi conciencia en la dirección espiritual
de tus tertulias ateas... Por cierto que ya causa enfado la ligereza
con que algunos de tus amigos hablan aquí de asuntos religiosos. Te
he dicho hace tiempo que nuestras reuniones me iban pareciendo una
ostentación escandalosa de malos principios, y al fin llegará un día
en que me resista resueltamente á presentarme en ellas. No niego que
sean muy respetables algunos de los que vienen á casa; pero otros no
lo son: conozco las ideas de algunos.

--¿Quién te las ha dicho?--preguntó León vivamente.

--No sé... Lo que digo es que me he cansado de ser complaciente, de
disimular mi disgusto en presencia de hombres que han escrito ciertas
cosas, de otros que las han dicho públicamente, de otros, en fin, que
no las han dicho ni las han escrito... pero yo sé que las piensan, yo
lo sé.

--Mucho sabes tú... Veo que ya se ha fulminado la sentencia contra
nuestras tertulias. Detrás de esa sentencia vendrán otras.»

Y por una aberración natural del dolor que suele quebrarse en su
curso sombrío, estallando é iluminándose con el brillo engañoso de un
júbilo apócrifo, León rompió á reir.

«Pues sí: tus tertulias son muy cargantes--dijo María algo
turbada.--Son muy perjudiciales, porque entre una frase política,
otra de música, otra sobre inventos y alguna sobre historia, ello es
que nuestro salón es una cátedra de ateísmo.

--Sería una cátedra de buenas costumbres si se bailara y se
murmurara. En mi salón no se hablado nunca de ateísmo ni cosa
que lo valga. ¡Reposa en paz, oh conciencia pura, conciencia
infantil! ¡Feliz criatura, que piensas cumplir tus deberes con la
práctica externa llevada hasta el desenfreno y adorando con fervor
supersticioso las palabras, la forma, el objeto, la rutina, mientras
tu alma sola, fría, inactiva, sin dolores ni alegrías, sin lucha y
sin victoria, se adormece en sí misma en medio de ese murmullo de
sermones, de toques de órgano y del roce de vestidos de seda que
entran y salen!... ¡Te crees perfecta, y ni aun tienes el mérito
de la vacilación contenida, de la duda sofocada, de la tentación
vencida, del placer sacrificado! ¡Qué fácil y cómoda santidad la
de estos tiempos!... Antes el lanzarse á la devoción significaba
renuncia pronta y radical de todos los goces, abdicación completa
de la personalidad, odio á las glorias vanas del mundo, desprecio
de la riqueza, del lujo, de las comodidades, para quedarse en los
puros huesos y espiritualizarse y poder pensar mejor en las cosas
del Cielo; significaba el vivir absolutamente la vida del espíritu
hasta el delirio, hasta la embriaguez, y el rico envidiaba al pobre,
el sano pedía á Dios que le enfermase, y el limpio quería cubrirse
de asquerosas llagas. Esto era una aberración si se quiere, mas
era grande, sublime, porque la abnegación y la humildad son las
virtudes que menos se desvirtúan por la exageración; esto era como un
suicidio, el único suicidio disculpable, el delirio, la enfermedad
del sacrificio; pero ahora...»

León dirigió á su mujer una mirada abrumadora de elocuencia y desdén.

«Pero ahora... las reglas de la beatitud exigen óbolos abundantes,
eso sí; exigen asistencia metódica á los templos, ceremonias
ostentosas; pero se trata á las personas según su rango: al pobre
como pobre, al rico como rico, es decir, permitiéndole que lo
sea, siempre que no niegue su ayuda á ciertos intereses. Sí:
las devotas de hoy asisten al culto, se mortifican en cómodas
sillas-reclinatorios, rezan sobre cojines y limpian con sus colas el
polvo de las iglesias. No se les pide más que la mañana; y las noches
son libres para bailar, ir al teatro, cubrirse de piedras y de raso,
asistir á las tertulias y banquetes de los ricos, aunque sean judíos
ó protestantes, ostentarse en los paseos, acicalar y perfeccionar con
el arte su belleza para perder á los hombres... ¿pero qué importa?
Satanás se ha vuelto tonto... ha transigido, está viejo ya, y no sabe
lo que hace.

--¡Qué groseras burlas!--dijo María algo confusa.--Según tú, yo estoy
en pecado mortal porque visto bien, voy al teatro... Parece que
hablas de lo que no entiendes. Estos ateos son la gente más tonta del
mundo.»

No estaba enojada: prueba de ello es que con un movimiento cariñoso
pasó la mano por la barba de su marido.

«¿Creerás que me has confundido con tu charla, queridito?... Pues
has de saber que si me visto bien y voy al teatro, y alguna vez al
baile, es porque tengo permiso para ello, es porque puedo hacerlo
sin desmentir mi piedad. Quien sabe más que tú de tales cosas me ha
tranquilizado sobre este punto, haciéndome ver que como mujer casada
no puedo romper los lazos que me unen á la sociedad...

--Sí: esa, esa es la consigna, yo lo sé...--dijo León
riendo.--Divertíos todo lo que queráis, con tal que...

--Tus reticencias son blasfemias... Calla, idiota... ¡Si te
convencerás al fin de que no sabes más que sandeces!

--¿Sandeces?--dijo León sonriendo y tomando entre sus dedos la
barbilla de su mujer, que era un prodigio de redondez y gracia.

--¡Cómo me voy á reir de tí, cuando al fin, con la eficacia de mis
oraciones, de mi fe, de mi piedad, consiga del Señor...! ¿Te ríes?
Pues no te rías. Otros ejemplos más extraños se han visto. Sé algunos
casos que si te los contara te pasmarían.

--Pues no me los cuentes,--dijo León moviendo á un lado y otro la
cara hechicera de su mujer, cogida siempre por la barbilla.

--Sí: hay casos que parecen increíbles, casos de hombres malvados que
se han convertido... y tú no eres malvado...

--¿Todavía no he sido declarado malvado...? Descuide usted, señora,
que todo se andará. Gracias por la buena opinión que allá se tiene de
mí... todavía.»

María se abalanzó á él, y estrechando con vigor su cabeza, le besó en
la frente.

«Tú vendrás al lado mío--le dijo,--y serás católico ferviente, como
yo, y me acompañarás en mis dulcísimas prácticas religiosas...

--¿Yo?

--Sí, tú. Tú vendrás á mí. ¡Qué feliz seré entonces!... ¡Te quiero
tanto!...»

¡Y qué hermosa estaba, qué hermosa! León sentía sobre sí el efecto
irresistible de belleza tan acabada en rostro y figura, de aquellos
ojos en que algo se veía semejante á la inmensidad turbada y
resplandeciente del mar, cuando se mira el fondo para descubrir
un objeto perdido. Separóse de él María, y en pie delante de un
espejo, alzó las manos para soltarse el cabello. Las guedejas negras
cayeron sobre sus hombros, que no podían compararse propiamente al
frío mármol, sino á la más hermosa carne humana, pues también hay
carne de Paros; á eso que el misticismo llama barro y ha servido al
divino Artífice para tallar ciertas estatuas mortales que parece no
necesitan de un alma para tener vida y hermosura.

«¡Qué linda!--exclamó Roch, hundido en su sillón como un
estúpido,--¡Cada vez más linda!»

Después de culebrear en derredor del espejo, María entró en su
alcoba. León puso su cabeza entre las manos y estuvo meditando largo
rato. Tenía fiebre. Después se levantó airado consigo mismo ó contra
alguien.

«¡Necio de mí!--exclamó con su voz más íntima.--Una esposa cristiana
quería yo, no una odalisca mojigata.»



XV

Un convenio como los que la diplomacia llama «modus vivendi.»


Pasó un rato. De pronto, María lanzó un grito agudo, desgarrador.
León fué corriendo á la alcoba y vió á su mujer incorporada en el
lecho, con los brazos tendidos, los ojos extraviados.

«León, León--dijo con espanto.--¿Eres tú? ¿dónde estás? ¡Ah! ya te
veo... Abrázame... ¡Qué horrible pesadilla!»

León procuró tranquilizarla, y no tardó la dama en sosegarse con
la apreciación de la realidad, medicina de los desvaríos de la
imaginación.

«¡Qué sueño!... Figúrate... soñé que te habías muerto y que desde lo
más hondo de un hoyo negro me estabas mirando, mirando, y tenías una
cara...! Después aquello pasó... Estabas vivo; querías á otra... Yo
no quiero que quieras á otra.»

Encadenó con sus brazos el cuello de su marido. «¿Qué hora
es?--preguntó.

--Tarde. Duerme otra vez, que ya no tendrás más pesadillas.

--Y tú, ¿no duermes?

--No tengo sueño.

--Entonces vas á velar toda la noche. ¿Qué haces? ¿Lees?

--Medito.

--¿Piensas en aquello que hablamos?

--En aquello y en tí.

--Eso, eso: piensa mucho en las verdades que te dije, y así te irás
preparando sin saberlo... Me parece que oigo campanas tocando á
fuego.»

Los dos escuchaban. Oíanse ladridos de perros, que en aquella zona
de Madrid, donde por cada casa hay diez solares vacíos y solitarios,
suelen reunirse para buscar despojos de cocina en los vertederos.
Oíase asimismo el lejano chirrido de las ruedas del último tranvía,
y también el ritmo metálico, tenue, seguro, invariable del reloj de
León en el bolsillo de su chaleco. Todo se oía menos campanas.

«No es todavía hora de tocar á misa--dijo él.--Duérmete.

--No tengo sueño, no quiero dormir--replicó María echando atrás su
cabeza.--Me parece que he de volver á verte en el fondo del hoyo,
mirándome. Tú te reirás de esto. ¡Qué sandez! ¡Mirar y ver después de
la muerte quien cree y afirma que con la vida se acaba todo!

--¿Te he dicho yo eso alguna vez?--manifestó León con enfado.

--No me has dicho eso; pero yo sé que eso es lo que tú piensas; yo lo
sé.

--¿Por qué? ¿Por dónde lo sabes? ¿Quién te lo ha dicho?

--Yo lo sé; yo sé lo que tienen en el fondo de su cabeza ciertos
filósofos; lo sé todo; y tú eres de esos. Yo no leo tus obras porque
no las entiendo; pero quien las entiende las ha leído.»

Apartóse León de su mujer vivamente afectado. Dió algunos pasos para
salir de la alcoba; pero retrocediendo bruscamente, volvió al lado de
María, le tomó una mano, y con voz severa le dijo:

«María, voy á pronunciar la última palabra, la última... He tenido
en este momento una idea que me parece salvadora; idea que si es
aceptada y practicada por ambos, nos sacará de este infierno.»

Sobrecogida de emoción y respeto al ver la gravedad con que su esposo
hablaba, María no supo decir nada.

«En dos palabras te expondré mi idea... ¡Proyecto feliz!... no sé
cómo no me había ocurrido antes... Es lo siguiente: yo me comprometo
á sacrificarte mis estudios y mis tertulias, te sacrifico la noble
amistad de los libros y de los amigos. Mi biblioteca se tapiará como
la de D. Quijote, y en nuestra casa no se volverá á oir ni siquiera
un concepto sospechoso, ni una observación mundana y ligera sobre
las cosas más graves del espíritu, ni se hablará de ciencias ni de
historia; en una palabra, no se hablará de nada.

--¡Qué felicidad!--dijo María incorporándose para besar las manos de
su marido.--¿Es cierto que me lo prometes y me cumplirás lo que me
prometes?

--Te lo juro por lo más sagrado. Pero no cantes victoria antes de
tiempo. Ya comprenderás que no se hacen concesiones de esta clase
sino á cambio de otras. Ya te he dicho mi parte; ahora falta la tuya.
Yo te sacrifico lo que llamas estúpidamente mi ateísmo, cuando es
cosa muy distinta; sacrifícame tú ahora lo que llamas tu piedad, muy
problemática por cierto. Para que nos entendamos, has de renunciar á
las devociones diarias é interminables, á confesar todas las semanas
con un mismo Padre, á poner todo tu espíritu en los accidentes
teatrales del culto. Irás á misa los domingos y fiestas, y confesarás
una vez al año, sin previa elección de sacerdote.

--¡Oh! es mucho, es mucho--dijo María, moviendo sobre la almohada su
linda cabeza cual si á sí misma se compadeciera por la deplorable
mezquindad á que sus piedades quedaban reducidas.

--¡Mucho, te parece mucho, tonta! Bueno: aumentaré mi parte. Te
concedo más: te concedo que si reduces tus visitas á la iglesia, iré
á ella contigo.

--¡Irás conmigo!--exclamó María saltando bruscamente en el lecho como
un pez recién sacado del agua.--¿Es verdad lo que dices?... Tú me
engañas.

--Iré, sí; iré... los domingos.

--¿Nada más que los domingos?

--Nada más.

--¿Y confesarás una vez siquiera cada año, como yo?

--Eso...--murmuró León.

--¿Vas á decir que no?

--Eso no... ¡Oh! tú pides demasiado de una vez. Mi sacrificio es
inmenso, mientras el tuyo es insignificante. Te desprendes de lo
superfluo, quedándote con lo justo y razonable; te arrancas las
feas tocas de mojigata para mostrarte con toda la belleza de mujer
cristiana. Esto no es sacrificio: el mío sí que es grande, doloroso,
pues poniendo á tus pies mis estudios y mis amigos, te pongo delante
lo mejor de mi vida para que lo pisotees.

--Pero no es bastante, no--dijo María con abandono.--¿Qué te importa
dejar de leer, si piensas, piensas, y pensarás siempre lo mismo? Me
acompañarás á la iglesia por fórmula; entrará tu cuerpo, y tu alma
se quedaré en la puerta; y cuando veas alzada la Hostia sagrada
en las manos del sacerdote, soltarás dentro de tí una carcajada
diabólica, si no es que estás pensando en los insectillos que ves en
el microscopio, y que son, según tú, la causa del sentir y el pensar
en nuestra divina alma.

--No me hacen efecto tus burlas... Conozco el origen de esos juicios
ridículos. Yo te prometo una asistencia respetuosa y una atención
sincera... ¡Ah! me olvidaba de otra particularidad. También has de
sacrificarme... bien lo merezco... la residencia en Madrid. Nos
iremos á vivir á otra parte. Elige tú.

--Mucho pides... ¡qué abuso!--exclamó la dama con entonación de un
niño mimoso.--¿Y qué me das tú? Una farsa de catolicismo, una máscara
de fe puesta sobre tu cara de incrédulo. No, León, no puedo aceptar.

--No hay salvación para mí,» exclamó León golpeando su cabeza con
ambas manos.

Transcurrido un instante de agitación muda, miró fríamente á su
mujer, y con solemne acento le dijo:

«María, nuestra separación es inevitable. Yo no puedo vivir así.
Dentro de unos días todo se arreglará definitivamente. Tú te quedarás
en esta casa ó irás á vivir con tus padres, según quieras; yo me
marcharé al extranjero para no volver jamás, jamás.»

Se levantó. La dama piadosa á la moda le tomó las manos, y
estrechándolas contra su seno, rompió á llorar.

«¡Separarnos!--murmuró sollozando.--Tú estás tonto... ¡Ingrato!»

María Egipciaca sentía por su marido un afecto semejante al que él
sentía por ella. Podría existir un abismo, un divorcio absoluto entre
sus almas; pero ¡separarse!... ¡dejar de ser marido y mujer!...

«Mi resolución es irrevocable,--afirmó con entereza León.

--Acepto, acepto todo lo que quieras.»

Y más tarde, después de algunas horas de sueño, volvió á oirse el
grito de espanto y la explicación de la pesadilla.

«¡Qué horrible visión! Ahora me he visto á mí misma muerta, y
mirándote desde el fondo del hoyo negro y profundo... Estabas
abrazando á otra, besando á otra... ¿Pero es ya de día? Ahora sí que
suenan campanas.»

En efecto: oíanse chillonas y discordes las esquilas colgadas en las
torres de esa multitud de barracas enyesadas que en Madrid llevan el
nombre de iglesias, dando testimonio así de la religiosidad de este
pueblo.

«Llaman á las primeras misas--pensó María.--Me muero de sueño... ¡á
dormir!... Dan las ocho y siguen tocando, siguen llamándome... No, no
puedo ir; he dado mi palabra... ¡Jesús, las nueve! Perdón, perdón,
campanitas de mi alma: no puedo ir hasta el domingo.»



XVI

De Crematística.


Vinieron los días de la dispersión de las gentes. Hostigado por el
calor, Madrid era un hormigueo de impaciencias buscando dinero.
El oro subía como cuando hay guerra, y menudeaban en la Bolsa las
pequeñas operaciones, lo mismo que si hubiera aumento de negocios.
No pocas familias apretaban el dogal atado á su cuello por las
dilapidaciones del pasado invierno; y otras, no teniendo ni siquiera
dogal, se consolaban encareciendo las ventajas y encantos del verano
de Madrid, que supera, con sus paseos y embelesadoras noches, al
verano triste y eremítico de los pueblos circunvecinos. Veranear en
Pinto ó Getafe es como invernar en el Escudo ó en Pajares.

Los Tellerías eran de esos que por nada se quedan. También ellos se
iban, contra todo fuero y razón de la aritmética, y dando al traste
con toda ley económica. Pero obligada á estirar hasta lo imposible
la primavera, la Marquesa decía que el tiempo era aún tolerable,
que en el Norte llovía mucho y hacía frío. No teniendo motivos
para prorrogar su viaje, sino antes bien, razones poderosas para
acelerarlo, León fijó día en la primera semana de Julio. Pero la
víspera de la fecha marcada, un suceso trastornó los planes de todos.
Ya sabían los hijos del Marqués que su hermano Luis Gonzaga estaba
enfermo. Gustavo y León sabían algo más: sabían que le devoraba un
mal muy terrible, perseguidor y verdugo de la juventud contemporánea;
mal que se aviene con las naturalezas débiles ó extenuadas por las
pasiones y el estudio. Como según los informes de los Padres de
Puyóo, la enfermedad de Luis hallábase en grado incipiente, no habían
dicho nada á la Marquesa, esperando que ésta sabría la verdad por
sí misma al hacer la visita acostumbrada al establecimiento durante
la temporada de verano. Pero inopinadamente cayó sobre la casa como
un rayo de la ira celeste, un aviso del Rector anunciando que Luis
Gonzaga había entrado de súbito en un período alarmante, y que...
«deseando el joven ver á su familia, saldría al siguiente día para
Madrid en el tren expreso.»

Absortos y afligidos quedaron todos, y más aún cuando al otro día
vieron entrar al infeliz joven, que tan claro mostraba en su persona
el sello de la traidora dolencia, parecido á un espectro con sotana.
Su cara ofrecía, á pesar de estar ya como agostada por el frío beso
de la muerte, gran semejanza con el rostro hermoso y vivífico de
María. Ya se sabe que eran gemelos y que se parecían todo lo que
puede parecerse un hombre á una mujer, sólo que la joven, con su
aparente lozanía, aventajó siempre en vigor y en representación
física á su hermano, harto afeminado desde la infancia.

Barbilampiño y endeble, se le creería nacido para el sacerdocio y
para la contemplación de las cosas espirituales. Sus ojos, que por
lo verdes y expresivos eran como espejos en que se reflejaba la
propia mirada de María Egipciaca, estaban rodeados ya de un cerco
obscuro. Durante su niñez y juventud había vivido siempre abrasado
por una fiebre constitucional, con la cual iba tirando como si fuera
un estado fisiológico. Ahora, cuando la solución se aproximaba, su
fiebre era un rescoldo interior que le consumía. La holgada sotana
negra y floja marcaba, al sentarse y al andar, los duros ángulos del
esqueleto: su voz parecía el eco de quien está hablando en algún
rincón invisible y profundo, donde las corrientes de aire suspenden,
entrecortan y apagan el sonido, haciéndolo oscilar como el chorrillo
de una gotera.

Sentado en un sillón, á las demostraciones cariñosas de la familia
respondía con escasas frases en que la intensidad del afecto
compensaba el laconismo, con apretones de manos, con miradas
ardientes y amorosas.

Desolada y suspirante, la Marquesa no sabía contener la expresión de
su dolor, y sus quejas concluían siempre con proyectos de administrar
á su hijo aires puros, aires campesinos, aires de establo, y de
llevarle á beber aguas salutíferas. Lo primero que se decidió fué
celebrar junta de médicos, convocando á lo más selecto. El enfermo
sonreía con expresión de incredulidad, pero sin oponer resistencia á
nada, porque el hábito de la obediencia, tan arraigado en él, dábale
fuerzas para dejarse zarandear en su agonía.

León no le había visto nunca. Cuando entró á verle, la Marquesa le
dijo: «Aquí tienes á tu hermano que no conoces...

--Le conozco,» contestó Luis Gonzaga, dejándose estrechar su mano por
la de León.

Y diciéndolo, clavó en él la mirada atenta, penetrante, por tanto
tiempo, que la Marquesa, alarmada de aquel largo discurso de asombro
mudo, dijo así:

«Ya sabes que es muy bueno.

--Ya, ya sé--repuso Luis mirando á su hermano.--¿Y os marcháis de
Madrid?

--¿Cómo quieres que nos vayamos dejándote así?--replicó María,
derramando abundantes lágrimas.

--Pero tu esposo no querrá detenerse.

--Nos quedaremos--afirmó León, sentándose en el grupo que rodeaba al
joven.--Ni María quiere separarse de su hermano, á quien no ha visto
en tanto tiempo, ni yo quiero que se separe.

--Ni tampoco quieres tú separarte de ella--añadió la Marquesa.--Eres
un modelo de maridos complacientes y bondadosos... Quizás nos vayamos
todos juntos.

--Luis mejorará--dijo León,--y entonces emprenderemos nuestro viaje.»

       *       *       *       *       *

No sabemos si fué aquel mismo día ó el siguiente cuando León,
hallándose á solas con su suegra, presenció uno de los más fuertes
accesos de tristeza que en ella había visto, y que se determinaban
en suspiros, en lamentos de su desgraciada suerte y en protestas
de poner las cosas en un pie conveniente de orden y economía. La
excelente señora derramaba copiosas lágrimas, y estrechaba la mano
de su yerno prodigándole los nombres más dulces de que se vale el
cariño materno.

Atravesaba, según ella, la familia una de las más graves crisis que
podrían perturbar á familia alguna. El mal de Luis Gonzaga exigía
dispendios inmediatos. La ilustre dama no tenía carácter para tratar
á la junta de médicos como trataba á sus acreedores de escalera
abajo el Marqués, cuyos despilfarros habían llegado á un extremo
escandaloso. Se sentía fatigada, consumida de aquel género de vida
aparatosa y de relumbrón en que la sostenía, mal de su grado, el
orgullo de su marido y de sus hijos. Se consumía en el tedio de los
saraos, y devoraba en silencio las ansias del hambre disimulada y
de aquel malestar continuo que hacía de su casa un infierno. ¡Oh!
su educación, su clase, sus principios, sus nobles sentimientos
pugnaban con la farsa; mas era débil, amaba entrañablemente, aunque
sin premio, á los mismos autores de aquel malestar, y no podía
desprenderse de los hábitos que se le habían impuesto. Pero estaba
decidida á ser enérgica, implacable; á cortar para siempre las malas
costumbres introducidas en su casa; á enfrenar al Marqués; á hablar
claro, muy claro, á sus hijos; á establecer un orden riguroso,
excesivamente, ferozmente riguroso; á vivir de sus recursos propios y
naturales renunciando al brillo engañoso y á la competencia ridícula
con fortunas saneadas y enteras. Lloraba en silencio y pedía á Dios
que apartase de la casa de su hija las calamidades que pesaban
sobre el hogar paterno, favor que Dios parecía resuelto á conceder
desde que adjudicó á la bienaventurada joven un marido ejemplar, un
marido juicioso, un marido modelo, un marido de elección, un marido
canonizable, dicho sea con perdón de la Iglesia.

Y no sabemos tampoco si fué aquel día ó el siguiente cuando el
Marqués se encerró con León en su despacho, y con acento patético
y desembarazado desarrolló ante los ojos de éste el panorama
desconsolador de su propia situación, dando en él toques de
grandísimo efecto, agrupando sabiamente las sombras, y dibujando
con energía la figura más convincente, que era la enfermedad del
mejor, del más querido de sus hijos. Este infortunio acercaba la
mecha á la casa de Tellería, toda desvencijada y llena de puntales,
atestada de oropeles, de colorines, de bambolla inútil... Veíase el
insigne cuanto desventurado señor enfrente de un problema terrible,
y su decoro de hombre público y su dignidad de padre de familia
estaban como reos de muerte á quienes ya se ha subido en el fatal
tablado. Lo peor es que no tenía él la culpa, sino la Marquesa,
autora indirecta de las _filtraciones_ (gustaba mucho de emplear
este término tomado por la Hacienda al arte de la fontanería) que
disminuían el caudal de su casa, mostrando el horrible cauce vacío...
Él, por su parte, se reconocía también algo culpable, porque había
querido sostener una posición _exageradamente decorosa_, como hombre
que se debe á su nombre, á su partido, á su patria; había contado con
el éxito de operaciones bien preparadas, y con las posiciones que
adquirieran sus hijos. ¡Desengaño, ilusión!... Él, verdaderamente,
no se reconocía impecable; él no dejaba de comprender que había sido
débil, excesivamente débil ante el desenfrenado lujo implantado en su
casa por la Marquesa; él no debía haber autorizado con su presencia
las comilonas, los tes, los _raouts_, los saraos que llenaban de
ruido, de murmuración, de equívocos y de humo su casa en determinados
días de la semana; él debió resistirse, debió protestar, ¿quién lo
duda? pero no protestó; fué cómplice, faltó á los sanos principios
conservadores y preventivos que eran norte y fanal de su conducta.
Pero estaba decidido á cortar abusos, á _reformar radicalmente la
Administración_, á _hacer economías_, á _sostener el orden doméstico,
base de las virtudes privadas y públicas_. Y no hablaba ciertamente
á su yerno de este desagradable asunto con objeto de pedir su amparo
para salir de los compromisos del día, no: esto no era compatible
con el decoro del suegro, ni con sus ideas extremadas en materia de
dignidad; hablábale sin otra mira ulterior que darle á conocer la
abrumadora realidad, para que _usando de su prestigio cerca de la
familia_, tratase de señalar á Milagros el abismo que á sus pies se
abría. El pobre Marqués se sacrificaba por todos, no quería nada para
sí. La enfermedad de su hijo más querido le afectaba en extremo;
no tenía gusto para nada, y se sentía víctima de la fatalidad, de
las pésimas condiciones de este _país ingobernable_, pobre á pesar
de la _fertilidad del suelo_. ¿Cómo hacer frente á las inmensas
dificultades de tal situación? ¡Ay! el mismo Marqués necesitaba con
toda urgencia tomar baños alcalinos para su reúma, y no podía, no
quería emprender el viaje. Su deber le retenía en Madrid al lado de
su hijo enfermo; su deber le prohibía gastar en su persona lo que
reclamaba la vida amenazada de Luis Gonzaga, un joven sin igual, casi
un sacerdote, un santo bajado del cielo... El Marqués conocía los
deberes que le imponía su situación, y estaba decidido á cumplirlos.
Sí: su _hidalguía genuinamente española_ se lo ordenaba así; pero
necesitaba los consejos de un amigo cariñoso y desinteresado;
necesitaba que alguien le animase con palabras varoniles y le
alentase con ejemplos eficaces; necesitaba de un hombre recto,
juicioso, franco, enemigo de farsas, necesitaba, en fin, un apoyo
moral, puramente moral...

«Repito que un apoyo moral nada más,» dijo terminando la frase con un
suspiro y estrujando entre sus manos la de León.

Si éste fuera capaz de envanecerse con las alabanzas, aun siendo
merecidas, se habría hinchado de satisfacción cuando Milagros, dos ó
tres días después, le dijo con tono de verdad sincera:

«¡Cuán cierto es, querido hijo, que un buen corazón puede existir
debajo de una cabeza vacía de ideas religiosas!»

Y cuando el Marqués le dijo:

«Yo te tenía por el hombre mejor del mundo. Es tan grande tu bondad,
que me hará creer en una utopia; ya sabes que yo no creo en utopias;
pero ahora... En fin, no puedo expresarte lo que siento al ver el
interés que tomas por el decoro de tu familia. Bien conoces tú que
en el Diluvio de las pasiones es necesario que la familia se salve.
¡Sí: la sociedad se hunde; pero sobrenadará la familia, el arca!...»

Dicho sea en honor de la verdad, León, más que la salvación de su
familia política, comparada, no sin gracejo, por el Marqués con el
arca de Noé, había tenido presente la enfermedad del gemelo de su
esposa y la pena que ésta sentía al ver la mala disposición de sus
padres para las horas aflictivas y los dispendios que tan cerca
andaban.



XVII

La desbandada.


Tristísimo fué el pronóstico de los médicos. Sin embargo, indicaron
que el desenlace funesto estaba aún lejano, con lo cual hubo
esperanzas y algún sosiego en la casa. Tan consolador es el tiempo
que está por venir como el que ha pasado, y las desgracias aplazadas,
así como las transcurridas, se pierden en ese indeterminado horizonte
detrás del cual está el ancho hemisferio del olvido. En la familia
de Tellería empezó á renacer la calma, y cada individuo de ella fué
recobrando poco á poco su habitual carácter. Gustavo era diputado y
pasaba todo el día en el Congreso. La Marquesa, sin dar completamente
tregua á la pena real que la dominaba, había recobrado aquella dulce
expresión de conformidad con el mundo terrestre, mezclada siempre
de cierto pietismo quejumbroso, de lo cual resultaba una especie de
resignación á gozar. Las cosas fútiles la ocupaban largas horas.
Una mañana encontróla León muy indecisa enfrente de una elección
de sombreros de verano, traídos de la tienda. Había allí todas las
variedades creadas cada mes por la inventiva francesa. Veíanse nidos
de pájaro adornados de espigas y escarabajos, esportillas hendidas
con golpes de musgo, platos de paja con florecillas silvestres,
casquetes abollados, pleitas informes con picos de candil, cubiletes
con alas de chambergo y pechugas de colibrí, solideos rodeados de
gasas, en fin, todas las formas extravagantes, atrevidas ó ridículas
con que la fantasía delirante de los artistas de modas emboba á
las mujeres y arruína á los hombres. La Marquesa los miró todos,
agraciando á cada cual con una observación picante y discreta, como
mujer de refinadísimo gusto. Se puso algunos, los probó ante el
espejo moviendo su cabeza para buscar mejor los efectos de línea y de
color, y al fin los devolvió todos á la caja, diciendo:

«No compro nada... Todavía es posible que vayamos á Francia... Allí
compraré, como otros años, todo lo que necesite, y lo introduciré...
lo introduciré... Yo me sé entender con la Aduana. Sí: es posible que
vayamos... ¿Pero no sabes, León...?»

Este había presenciado con su mujer y con Luis Gonzaga la inspección
de sombreros, dando su parecer cuando se le pedía. La conversación
pasó de la moda al contrabando. Los dos gemelos estaban mudos y
tristes, mayormente Luis, que fijaba sus ojos con insistencia en la
jardinería inmediata al balcón, llena de gomelos, algún rododendro y
hermosas azaleas cubiertas de flores rosadas.

«¿No sabes, León?--prosiguió Milagros.--Ese mala cabeza de Leopoldo
se nos marcha esta tarde. Va á Biarritz con esos chicos, con sus
amigotes. No he podido contenerle... le he demostrado que quedándonos
aquí todos por acompañar á Luis, él también debe quedarse. Dice
que necesita los baños de mar, y no le falta razón... Aprovecha la
marcha del Duque de Cerinola y del Conde del Garellano, que tienen
coche-salón.»

Un criado, á quien se preguntó por Polito, dijo que el señorito
Leopoldo había dicho que almorzaba fuera; que del palacio de sus
amigos partiría para la estación, sin volver á la casa de sus padres.
Su equipaje estaba ya hecho y las maletas cerradas.

Tan singular manera de despedirse, demostrando á las claras el cariño
filial y fraternal de aquel benemérito mancebo, afligió un tanto á la
Marquesa, que, en medio de sus desvaríos, no carecía de afectos ni
de conciencia. Leopoldo era, según ella, un chico detestablemente
educado, aunque no por culpa de su madre, un calaverilla empedernido,
insensible á todo dulce afecto, y que por montar un caballo prestado,
ó guiar un coche ajeno, ó viajar en el vagón del amigo, ó estrechar
la mano de Higadillos, ó poner á una carta unos cuantos duros, era
capaz de volver la espalda á su familia en los momentos de mayor
conflicto.

El Marqués, que acababa de presentarse vistiendo elegantísimo traje
claro de verano, recibió la noticia con escepticismo mundanal, que
parece en ciertas bocas la fórmula más pura del buen gusto.

«Es natural--dijo,--que los muchachos se diviertan... Después
viene la edad madura, los achaques, las graves preocupaciones de
una posición social consagrada á la vida pública, el reúma... por
ejemplo, aquí estoy yo, que á todo trance necesito un poco de
carena... y no puedo menos de tomarla. El médico se ha puesto furioso
cuando le dije que no podía salir este verano... «¿Cómo se entiende,
señor Marqués?... Un jefe de familia no debe descuidar su salud.
Le condeno á usted á baños. ¡Sentencia inapelable!» En resumen,
queridos, he resuelto marcharme mañana.»

La estupefacción de la Marquesa parecía despecho y enojo. ¡Todos
libres y ella esclava, amarrada al nefando potro del veraneo en
Madrid, á ese potro no tan ignominioso por lo molesto como por lo
_cursi_!

«Nuestro querido Luis--añadió D. Agustín acariciando la barba de su
hijo,--mejora de día en día. No hay cuidado por él. Le conviene el
reposo. Un verano en Madrid, al lado de su madre... Con cuánto gusto
os acompañaría; pero estoy fatal. Varios amigos me han comprometido á
tomar con ellos el tren de mañana.»

Al decir esto se había quedado solo con León, porque Milagros con sus
dos mellizos pasó al comedor.

«Yo no hago aquí falta--prosiguió el Marqués, paseando en compañía
de su hijo por la hermosa sala adornada de los mil preciosos
cachivaches de exportación francesa en tapicería, cerámica y mueblaje
que han venido á llenar en las casas aristocráticas el vacío de
las verdaderas obras de arte, arrancadas de su esfera natural por
las quiebras y llevadas á los museos por el _dilettantismo_ del
Estado,--yo no hago falta aquí. Ya debes suponer que no me voy
tranquilo. Por cierto que me enfada la ligereza de mis hijos,
huyendo á la desbandada de la casa paterna, cuando la pobre
Milagros necesita de su compañía para sobrellevar la enfermedad de
Luis... porque Luis está grave, no nos hagamos ilusiones. Yo creo
que tirará; puede ser que rebase este otoño; pero el invierno... de
todos modos, los chicos han hecho mal, muy mal. Leopoldo se va esta
tarde y Gustavo mañana. No lo hubiera creído en Gustavo; pero ya se
ve... está enamorado, perdidamente enamorado. La Marquesa de San
Salomó parte mañana para Arcachón, París y el Havre. Gustavo sale
también para el extranjero, y ya sabemos que las cartas se le han de
dirigir sucesivamente á Arcachón, París y el Havre. Bonito viaje,
¿no es verdad? La Marquesa de San Salomó es linda y elegante; mi
hijo tiene grandes atractivos... pero ¡quién sabe si será verdad lo
que dicen! yo no lo creo. No hay duda que la oratoria ardiente de
Gustavo, sus defensas briosas del catolicismo, hicieron estragos en
las tertulias elegantes. Desde muy temprano era de ver la tribuna
llena de preciosas cabezas, adornadas de los más lindos sombreros, y
allí se oía un murmullo delicioso de disputas y alabanzas. Porque eso
sí: tenéis que confesar que la mujer es entre nosotros salvaguardia
de las _venerandas creencias de nuestros padres_. ¿Queréis hacer la
transformación de las conciencias, señores ateos? pues empezad por
suprimir esa _encantadora mitad del linaje humano_... La verdad es
que Gustavo habla maravillosamente: sus palabras de fuego conmueven
la Cámara y alborotan las tribunas. Luego ha escogido un tema tan
simpático, tan elocuente de por sí, un tema que habla al sentimiento,
al alma, á la fe, á lo que hay de más sagrado, de más divino en
nuestra alma, y que se conforma admirablemente con la _hidalguía
castellana_. El Marqués de Fúcar me dijo guiñando el ojo: «Tellería,
este chico sabe el camino...» Yo también lo digo: Gustavo sabe á
dónde va... y por dónde se va. Reúne tantas buenas cualidades, que
es, como me decía en la tribuna del Senado D. Cayetano Polentinos,
«un verdadero archivo de esperanzas.» Talento, buena figura, ese
ardor parlamentario... No obstante, me hubiera gustado ver en él un
poco más de apego á la familia... ¡Que emigre yo, tan necesitado de
reposo y salud... pero Gustavo...! Comprendo la atracción invencible
de una mujer como la San Salomó... Ya, ya vamos. (Se había presentado
un lacayo, diciendo que el almuerzo se enfriaba.) ¿Tienes ganas de
almorzar, León? A tí también te sentaría levantar el vuelo.»

Al día siguiente León despedía en la estación del Norte al Marqués
y á Gustavo, que iban en el mismo tren, pero en coche distinto, en
compañía distinta, aunque ambos con billete de favor, debido á la
amistad de los consejeros de Administración.

«No he podido prescindir de este viaje--le dijo Gustavo, tomándole
del brazo y llevándole á dar un paseo por la parte del andén donde
había menos gente. Si algo ocurriese en casa, me pones inmediatamente
un parte telegráfico... ¿Ves? ahí está ya esa mujer: me lo figuré
desde que ví á papá preparando su viaje: ¿la ves?

--¿Quién?

--La Paca... la _Paquira_... esa.»

Entre la compacta muchedumbre sobre la cual parecían sobrenadar
cantidad de sombrerillos empenachados de rústicas flores
contrahechas, de plumajes sutiles y de velos verdosos y azules como
jirones de nubes que empañaban las caras, León vió una muchacha de
gracioso rostro y elegante figura, que disputaba con el vigilante por
dos asientos de berlina.

«Allá está papá con dos de sus amigos que salen también... Y yo
pregunto: ¿á dónde conduce esta absurda ligereza de un hombre que
debía considerar su edad, sus deberes, el estado de nuestra casa, su
posición social?... El afán de ser siempre joven mata á la sociedad
presente... Si tú no sales, acompaña á mamá y á Luis todo lo que
puedas. Mamá está muy afectada: esta desgracia ha sido para ella como
un aviso del Cielo, como una advertencia para que deje de ver en la
vida una sucesión perpetua de goces. ¿Será provechosa la lección?
Me temo que no. Su corazón es bueno; pero su carácter está lleno de
debilidad. Me indigna el ver cómo la enternece el pillete de Leopoldo
para sacarle dinero. Mamá es así: todo el que pide para divertirse
la encuentra propicia... Pero el tren se va... Papá no ha entrado
en el departamento donde va la Paca; pero está en el inmediato con
sus amigos. Al menos, que evite el escándalo... Yo me entro en este
salón. Nos hemos reunido varios amigos del Marqués de San Salomó,
que ha tenido la bondad de invitarme. Adiós: que me escribas, que me
pongas un parte si ocurre algo. Arcachón, Hotel Brisset... Más tarde
en París, _poste restante_.»



XVIII

El asceta.


Observó León que Luis Gonzaga estaba en la casa paterna fuera de
su centro. Aquella figura rígida y macilenta, enfundada en negro
sayal con faja del mismo color que amenguaba su mezquina cintura,
la cabeza descubierta, el semblante inclinado, la vista clavada en
el suelo, la tez glutinosa, el cuello flaco y vacilante, cual si no
pudiera resistir el peso de la cabeza; las manos largas, amarillas,
transparentes como haces filamentosos y sin más fuerza que la
necesaria para cruzarse orando, discurría como una sombra maldecida
por las salas revestidas del abigarrado papel ó de las chillonas
tapicerías. Era una mancha obscura y triste caída sobre el mueblaje
de colorines y oro, sobre los exóticos objetos de estilo japonés,
cuyas aisladas figuras de pesadilla parecían armonizar con la persona
del escuálido colegial.

Se le veía errante, agitado como un pájaro prisionero que busca
salida, y cuando sus ojos recorrían la varia colección de muebles y
objetos bonitos, era para escoger la silla más incómoda y sentarse en
ella. Buscaba los rincones obscuros para nido de sus meditaciones.
A veces los criados, al arreglar una pieza, encontraban aquel negro
cuerpo fajado, y ante él detenían el plumero, pronunciando glacial
fórmula de respeto. Entonces Luis huía de allí para buscar otra choza
en aquella Tebaida de papel pintado y estampas profanas, de seda
y cretona, de damasco y palo-santo. El pobre anacoreta moribundo,
al correr de un rincón á otro espoleado por su febril misticismo,
tropezaba con un piano, con un biombo chinesco, con un velador que
sostenía redoma de peces, con un blando sofá vestido de hilo gris, ó
con una desnuda Venus de bronce. Él no comprendía que se vistiese á
los muebles y se desnudase á las estatuas.

Mirábanle los criados con indiferencia, quizás porque él no les
dirigía nunca la palabra, ni les pedía nada; tanta era su humildad.
Resistía el hambre y la sed hasta un extremo incalculable, y no
conocía las molestias, porque las trocaba en placeres su alma
codiciosa de mortificación. Un lacayín con pechera estrellada de
botones, la carilla alegre y vivaracha, la cabeza trasquilada, los
pies ágiles y las manos rojas y llenas de verrugas, era el único que
le prestaba algunos servicios, aun á despecho del mismo joven. Este
solía hacerle preguntas:

«¿Cómo te llamas?

--Felipe Centeno.

--¿De dónde eres?

--De Socartes.»

Pero no hablaban largo. El anacoreta bajaba los ojos y el lacayito
se alejaba. Los demás servidores de aquella casa tenían todos una
expresión displicente y avinagrada, como hombres que contra su
voluntad hacen penitencia, viéndose condenados á pobreza absoluta en
medio del lujo y de la pompa. La Marquesa y María acompañaban largas
horas á Luis, procurando reanimarle con triviales palabras.

«Yo no temo la muerte--les decía él sinceramente.--Por el contrario,
la deseo con todo el ardor de mi alma, como un cautivo sano desea la
libertad. Vosotros no me comprendéis porque estáis apegados al mundo,
porque no vivís la vida interior, porque no habéis roto, como yo,
todos los lazos de la tierra.»

Acogía la Marquesa con suspiros estas seráficas declaraciones, que
producían tristeza y admiración, por considerar cuán lejos se hallaba
ella de tales alturas. Su reclusión y el calor daban á la señora
melancolía y aburrimiento. Una noche, cuando León se retiraba á su
casa, dijo á su mujer:

«Sólo por dignidad, ó mejor dicho, por miedo al _qué dirán_, no
ha seguido tu mamá á los demás en esta deserción infame. ¡En qué
horrible mundo vivimos! Pues que todos se van ó se quieren ir,
nosotros nos quedaremos. Tu hermano está muy grave; puede resistir
todo el verano, y puede acabarse cuando menos se piense.»

Al día siguiente, el médico dijo que la casa de Tellería, situada en
un barrio populoso, sombrío y mal ventilado, era lugar muy impropio
para el enfermo. Se acordó trasladarle al _hotel_ de León, situado
en los bordes de la villa, bañado de aires saludables, y protegido
por plácido silencio. El enfermo no opuso resistencia, como no la
oponía á cosa alguna, y fué trasladado á la morada de su hermana. Le
instalaron en el piso bajo para evitarle subir escaleras, dándole
por alcoba una pieza inmediata al despacho de León, y por sala para
residir constantemente el despacho mismo, vasto, claro, alegre.
Ninguna de estas ventajas llamó su atención, porque lo mismo era
para él un real palacio que la mazmorra más obscura. El primer día
diéronle fuertísimas congojas, y tan continuadas, que madre é hija
se alarmaron mucho; mas él, luego que fué serenándose, sonreía con
afabilidad y dulzura, diciéndoles:

«¿Por qué os asustáis? ¿Por qué lloráis? Yo no me asusto, ni lloro,
sino que estoy alegre, más alegre cuanto más acerbo es mi padecer. De
veras os digo que al considerarme tan cerca de la muerte, contengo mi
alegría, no sea que el gozo de verme libre de esta hedionda vestidura
carnal despierte alguna vanidad en mi alma, ú otro sentimiento
desagradable á los ojos del Señor. Si me envanezco demasiado de
morir, queridas de mi alma, puede que Dios me castigue, condenándome
á vivir algún tiempo más.»

Con León hablaba poco, casi nada, pues siempre que éste á preguntarle
iba por su salud ó á acompañarle, hallábale entregado á sus prolijas
devociones, cuyo plan no alteró jamás, ni aun en los días de mayor
gravedad. Le llevaban de comer lo más escogido y lo más propio para
su estómago; pero él tomaba siempre lo peor.

«No como esto--decía,--porque me gusta.»

Rogábanle que tomase tal ó cual cosa de gran provecho para su salud;
pero siempre á ello se negaba.

«Puesto que tu gusto es no tomarlo--le decía su hermana con admirable
lógica,--mortifícate tomándolo.»

Entonces sonreía y lo tomaba. Iban á visitarle algunos sacerdotes
principalmente franceses, de esos de melena ahuecada y gracioso
sombrero de tres candiles, corteses, finos, mundanos, limpios, y
platicaban acerca de la casa de Puyóo. Rara vez se veía allí á los
graves curas españoles, que cuando son buenos, son los clérigos más
clérigos, digámoslo así, de la cristiandad, verdaderos ministros
de Dios por la seriedad real, la mansedumbre sin afectación y la
sana sabiduría. Luis Gonzaga gustaba de la tertulia, pero más de la
soledad; en aquélla mostraba su agudo juicio, no exento de sal y
gracejo; su piedad profunda, que era la admiración de todos, y su
dicción tiernamente apasionada. Todas las mañanas le llevaban en
coche y con grandes precauciones á la iglesia, de donde venía tarde.
Al regresar meditaba á solas y de rodillas; no tomaba alimento sino
cuando ya no podía sostener su cuerpo extenuado, y en mitad de la
sobria comida solían sobrevenirle las congojas, que parecían rematar
su cansada vida en un suspiro.

No permitía que nadie le ayudase á vestirse y desnudarse, ni que
le acompañaran de noche. María hizo notar á su esposo que algunas
mañanas estaba el lecho intacto, señal de que había dormido en el
suelo. Los blandos sillones y sofás que las industrias suntuarias han
puesto hoy al alcance de todas las fortunas, no conocían el contacto
de sus huesos. Sentábase ordinariamente en una banqueta de rejilla
sin respaldo, y allí pasaba horas y horas rígido, sudoroso. Cuando su
cuerpo no podía tenerse derecho, arrimaba la banqueta á la pared y
apoyaba la fatigada espalda, echando la cabeza hacia atrás, cerrando
los ojos y cruzando las manos. Parecía un reo á quien acababan de dar
garrote. No hablaba nunca de sus hermanos, ni de su padre ausente. La
persona á quien mostraba más apego y algo de confianza era María. A
León ni siquiera le miraba.

Frecuentemente era mortificado por escrúpulos, que solía manifestar.
Si por espacio de un cuarto de hora estaba su pensamiento ausente
de las meditaciones sobre la muerte, al caer en la cuenta de su
distracción sentía inquietudes y un vivo enojo contra sí mismo.
Quería imitar en todo, ó al menos en lo posible, al glorioso niño
de quien tomó el nombre, aquella alma angelical y purísima que voló
del mundo á los veintitrés años, abrasada por el fuego de la pasión
mística, y que mutiló en su pensamiento y en su sentir todo lo que no
fuera el ardiente prurito de salvarse.

Como el santo niño jesuita, Luis Tellería padecía horriblemente de
la cabeza; repetíanle en la casa de Madrid las tremendas jaquecas
que en Puyóo le daban con frecuencia, abrasándole el cerebro y
conmoviendo su máquina toda, cual si convertidos en molde sus
sesos, cayese en ellos un metal derretido. Durante estos ratos de
espantosa mortificación, su alma, replegada en sí misma, gozaba con
el martirio; los dolores físicos eran recibidos allá dentro con un
júbilo delirante que tenía su vanidad y su sibaritismo. No exhalaba
una queja, y cuando sentía revolverse dentro de su cráneo las
serpientes de fuego, su boca se contraía para sonreir. Al San Luis de
marras mandóle el Prelado que no pensase tanto para evitar un mal tan
penoso. A éste le decían lo mismo, y gozoso de parecerse al santo,
contestaba: «Mándanme que no piense tanto para que no me duela la
cabeza, y más me duele de hacer esfuerzos para no pensar nada.»

El médico le ordenaba diariamente calmantes y otras medicinas. Las
tomaba por fórmula, cuando á ello le apremiaba su madre con ruegos y
sollozos. La medicina que á él le gustaba era una correa erizada de
picos de hierro que constantemente llevaba enroscada en su cintura,
no más ancha que la de una niña de doce años. Su hermana se acercaba
de noche á su cuarto andando de puntillas para no ser observada, y en
vez de hallarle descansando, le veía de hinojos ante el crucifijo que
le habían puesto junto á la cama.

En la casa de Puyóo había hombres muy buenos, otros muy sabios,
algunos listos y traviesos, y todos se hacían lenguas de la virtud de
Luis y de aquel santo odio de sí mismo, que parece, á pesar de todas
las declamaciones, forma un tanto anticuada de la edificación. Sin
embargo, la misma tendencia de la devoción moderna á reconciliarse
con el buen comer y el mejor dormir, hacía más admirables las
abstinencias y el voluntario martirio del hijo del Marqués. Su fama
era grande en toda la Compañía: se hablaba de él en Roma.

Vivía en estado de taciturna tranquilidad, y á pesar del gran cariño
que tenía á sus padres, había logrado, á fuerza de horribles luchas
con su memoria, no pensar en ellos, para que cosa ninguna le pudiera
apartar de la presencia continua de Dios, fin perpetuo de sus ansias
y martirios. Al par que su santidad, descollaba su ingenio en el
estudio, siendo tan agudo y peregrino, que en poco tiempo dominó
la filosofía y la teología y supo defender conclusiones con tanto
despejo, que los ergotistas más hábiles se quedaron pasmados. Pero
esto mismo fué ocasión de gran desasosiego para su alma, porque el
verse elogiado mortificaba su humildad, hasta que, temeroso de que
su amor propio se despertara con las alabanzas, se fingió torpe. Su
anhelo era que en la cátedra se le considerase como el último de los
escolares. Sólo ante el riguroso mandato del Superior renunció á
hacer escrúpulos de sus talentos.

A los superiores obedecía, y observaba las reglas con prolijidad
extremada: llegó á dominar de tal modo sus sentidos, que al fin
parecía no poseerlos, y su oído torpe y sus ojos siempre fijos en el
suelo, no se enteraban de nada. Pasaban las personas á su lado sin
que las viera. Había hecho voto de no mirar jamás á la cara á ninguna
mujer, como no fueran su madre y su hermana, y lo cumplía con todo
rigor. Con tal sistema, su alma debía ser de una pureza ejemplar,
casi casi como la pureza del sér que no ha nacido.

Cuando los médicos anunciaron la terrible enfermedad, aseguró sentir
inmenso gozo, y se alegró tanto con la idea de padecer mucho y morir
padeciendo, que hizo escrúpulo de aquel contento, y preguntó al
Padre director si habría pecado en regocijarse tanto con la certeza
de morir, y si esto sería un artificio de la vanidad. Tranquilizado
sobre punto tan difícil, observaba su mal y aumentábalo á escondidas
de los superiores con privaciones y una guerra oculta declarada á
toda medicina. La resolución de enviarle á su casa, cuando la muerte
parecía segura, le afligió al principio; pero después tuvo una idea,
un plan, y se dejó conducir á Madrid y enjaular en los lujosos
aposentos que le parecían la proyección externa de su propio mal,
horrible, demoniaco, nauseabundo.

Y no obstante, él, contraviniendo las leyes naturales, cuidaba
su enfermedad como se cuida una flor para que crezca; alimentaba
aquella bestia inmunda que se lo comía, y gozaba al sentir chupado
y mascullado su miserable cuerpo, que no era para él más que un
estorbo. Solía decir: «El mundo no es más que un fétido callejón,
donde la sociedad se agita con delirio carnavalesco. Estamos
condenados á pasarlo vestidos con la repugnante máscara de nuestro
cuerpo. Bienaventurados los que lo pasan pronto y pueden arrojar al
fin la máscara para presentarse limpios ante Dios.»

Este era el varón angelical, ésta el alma inflamada, loca, en que
todo era fe y desprecio del mundo, de tal modo, que ella sola bastara
á dar á nuestro siglo lo que aún le falta, un santo, si el siglo
no pareciese dispuesto á romper la turquesa de las canonizaciones.
Verdad que á Luis le faltaba el milagro; ¿pero quién sabe si
había hecho alguno y lo callaba siguiendo su santa costumbre de
escrupulizar su amor propio?

Alguien dijo que aquella santidad no era más que un papel bien
representado; pero esto carecía de fundamento. Más cerca de lo cierto
andaba quien dijo que la santidad, como la caballería, tiene sus
quijotes. En Luis todo era buena fe. Si engañaba á alguien, era á
sí mismo. No puede negársele grandeza y heroísmo. Ninguno de los
muchachos seminaristas que en todo tiempo han tratado de imitar á
San Luis Gonzaga (porque esto ha sido una verdadera monomanía entre
la juventud clerical), adelantó á Tellería en el esmero de la copia.
Pero no se puede imitar lo inimitable; ¿y de qué vale un remedo
puntual de las acciones y de las palabras, descuidando quizás la
asimilación de lo esencial?

Alguien dirá que este joven es una figura de otros tiempos. Pues no
es de otros, sino de éstos. Mas para verla es preciso ir á buscarla
donde está, pues no es un tipo de la Puerta del Sol. El siglo XIX,
el siglo enciclopédico por excelencia, tiene de esto, como tiene de
todo. ¡Monstruosa síntesis de los tiempos, no se sabe á dónde irá á
parar barajando con sus propias invenciones y prodigios nuevos las
reliquias y curiosidades que ha conservado de aquel atrás remoto!



XIX

La Marquesa se va á la música.


La casa de León estaba al Nordeste de la villa, mirando por un lado
al Madrid flamante, poblado de casas alegres y de frescos jardines;
por el otro á las vastas soledades polvorientas. La capital de
España tiene límites marcados por el lápiz de sus arquitectos; no se
disuelve en el campo, ni tiene la zona mitad agrícola mitad urbana,
que nos lleva insensiblemente del bullicio de una ciudad al sosiego
de las aldeas. El apelmazado caserío termina en seco, bruscamente, y
ninguna casa se atreve á separarse ni á ir sola más allá por miedo al
sol, al frío y á los ladrones. Nos ha parecido á veces el reposo de
una gran caravana que al caer de la tarde ha de levantarse y partir
sin volver los ojos para ver el sitio que ocupó.

Desde la parte oriental del _hotel_ se veía aquel triste paisaje
de lomas manchegas, en invierno ligeramente teñidas de un verde
vergonzante; en verano amarillas, pardas, cenicientas, rasguñadas
por arados que no aran, barridas por vientos que se revuelcan en
las sinuosidades del terreno levantando polvo y arrojándoselo á la
cara unos á otros. Algo rompe la regularidad desesperante: aquí
hay un tejar donde se ven masas de ladrillo que humean; allá una
casa solitaria y aburrida, que si algo demuestra es el asombro de
hallarse donde se halla. Al amparo del tejar vense chozas de adobes
y esteras, obras arquitectónicas de que se reirían las golondrinas,
los topos y los castores, y al amparo de estas guaridas de puntapié
los especuladores de la basura analizan la recolección de la mañana,
hurgando en los montones de trapos, barreduras, papeles, restos
mil de lo que diariamente le sobra á una gran ciudad. No lejos de
allí juegan algunos chicos medio desnudos, cuyos cuerpos morenos y
curtidos se confunden con el terruño. Parece que acaban de salir de
una grieta, y que por ella se han de volver á escurrir, graciosos,
blasfemantes, malcriados, revelando en su inocencia desvergonzada al
ángel y al gitano en una misma pieza todavía.

Por allí vagan, después de hociquear en los montones arriba citados,
perros leprosos que no desdeñan una pantorrilla si se les ofrece,
gallinas flacas que por Abril ó Mayo pasean sus manadas de pollos y
les enseñan los primeros rudimentos del _modus vivendi_. A trechos se
halla alguno que otro charco de agua verde, donde el cielo se mira
estupefacto de verse de color de cieno, y las negras caravanas de
hormigas cruzan el terreno en todas direcciones, llevándose á rastras
lo que merodean en algún campo mal sembrado. Por las mañanas óyese
en estas soledades manchegas un cencerreo delicioso: son los rebaños
de ovejas que van de Vallehermoso al Abroñigal, y vuelven al caer
de la tarde salpicando con notas melancólicas el dulce silencio del
crepúsculo. También pasan precipitadas y saltonas las cabras y las
meditabundas burras de leche, que al despuntar el sol llaman con su
áspera esquila á la puerta del tísico.

Este paisaje, seco, huraño, esquivo, con cierto ceño adusto de
encrucijada de asesinatos, con no sé qué displicente aspecto de
cementerio abandonado; paisaje que en vez de llamar detiene, y con
su mirar glacial y amarillo suspende el paso del viajero é infunde
cierto pavor dantesco en el corazón, es cosa muy distinta cuando
llega la noche y, calmado el viento, se difunde un sosiego misterioso
por toda la esfera y se levanta el indescriptible monumento de los
cielos poblados de estrellas. Es tan alta aquí la bóveda azul, que
el pensamiento y la mirada llegan como jadeantes hasta ella. No se
puede mirar sin contener la respiración ese firmamento sin igual que
se posa sobre esta gran estepa de Castilla, como la vida espiritual
surgiendo sobre la aridez del ascetismo. Hay tierras que tienen su
paisaje en las lindas praderas y en los bosques y ríos, graciosamente
sombreados por un cielo algodonáceo. Madrid tiene su paisaje arriba,
en los inmensos espacios empedrados de mundos. Desde la casa de León
veíase al anochecer la faja luminosa que deja el sol en el horizonte;
la hermosa sencillez y unidad del suelo, que trae al pensamiento
los lugares de Oriente donde han pasado los hechos grandes de la
Historia; más tarde la sucesiva aparición de los soles remotos, como
si cada cual fuera á tomar su sitio y se encendiesen poco á poco; la
inmensa redondez aparente del cielo, en cuya curva parece que algunas
estrellas suben animosas y otras bajan cansadas; la extraordinaria
vibración de aquéllas que crecen y menguan temblando; la atención
profunda de las mayores que con un rayo solo de su mirada abarcan
toda la inmensidad; la graciosa indecisión de éstas, la adusta
serenidad de otras que fulguran ceñudas; la grandiosa pereza de la
vía láctea tendida sin fin, y abajo las masas planas de la tierra sin
accidentes, sin ruido, sin alturas, sin árboles, sin agua, imagen
yacente de la humanidad que dormida ó muerta sueña en la obscuridad
de su cerebro con los infinitos esplendores de arriba.

«María, dame tu mano; quiero salir al jardín para ver el cielo,»
decía Luis Gonzaga á su hermana.

Finalizaba Julio y el calor era sofocante. En el jardín había
puesto León un sillón de mimbres para que el enfermo gozara del
bello aspecto de la noche hasta la hora en que empezaba á soplar el
viento del Guadarrama. Los cuatro formaban grupo. El enfermo apenas
hablaba delante de León; pero cuando éste se iba, hablaba con ardor
y elocuencia de la belleza del cielo, del gozo que experimentaba con
su próxima muerte y de la bondad de Dios. En Julio había tenido la
enfermedad no pocas alternativas: hubo días en que se creyó que Luis
se acababa; pero después vinieron otros y aun semanas enteras de tan
visible mejoría, que la Marquesa llegó á tener alguna esperanza.
Los médicos, sin embargo, no permitían que la familia se forjara
ilusiones, y decían á León: «Si no hay milagro de Dios, se va para el
caer de la hoja.»

Aquella noche (nos referimos á la noche en que dijo las palabras
escritas más arriba) parecía mejorado, y sus facciones tomaban tinte
extraño de animación y alegría, correspondiendo á esto una verbosidad
más rápida y ardiente que de costumbre, excepto cuando León se
acercaba. Hallándose todos en el jardín, detúvose un coche en la
verja y oyéronse las voces de la Marquesa de Rioponce y su hija que
venían á buscar á la de Tellería para llevarla á los Jardines del
Retiro. Más de una vez recibiera Milagros la misma invitación; pero
se había excusado de aceptar fundándose en la enfermedad de su hijo.

Verdaderamente no tenía gusto para nada. ¿Cómo podía disfrutar de
placer alguno ante el triste espectáculo que en su casa quedaba?...
¡Oh! Sus amigas la perdonarían; sus amigas no insistirían en llevarla
á fiestas, y comprenderían que no debía ni podía ir... Había hecho el
sacrificio de quedarse en este horno por estar al lado de su hijo...
había hecho el sacrificio de trasladarse á la casa de León que era un
destierro, un verdadero destierro... Su corazón de madre no vacilaba
ante ningún sacrificio... ¡Pero ir á espectáculos, presentarse en
los Jardines cuando todo el mundo sabía que el pobre Luis seguía
padeciendo!... Verdad es que estaba mejor, mucho mejor; no había más
que verle la cara; pero á pesar de esta mejoría, ella, la infeliz, la
atribulada madre, no podía pensar en diversiones ni en música... Y no
es que su pobre espíritu no necesitase algún esparcimiento... Bien
conocía ella que sí lo necesitaba; ¿y qué solaz más puro que un poco
de buena música?... pero no podía decidirse, no. Hallábase encadenada
por su tristeza, y encariñada con ella en tal manera, que no se podía
desligar de sus fatales brazos, y padeciendo como padecía, la misma
pena la sujetaba con fuerte lazo á la persona de su querido enfermito.

A estas razones, la de Rioponce contestaba con otras; que el
pensamiento humano y el lenguaje suministran infinito caudal de
razones para todos los casos de la vida. Era evidente, como la
luz del día, que Luis Gonzaga estaba mejor, ¿qué mejor? fuera
de peligro... Lo anunciaban su faz animada, sus ojos llenos de
serenidad, el desembarazo con que por el jardín paseaba, y el tono
festivo de su voz pronunciando á menudo palabras alegres... ¡Oh! Sin
género de duda la Marquesa podía salir, podía ir al Retiro; ¿por qué
no? ¿No debía ella mirar también por su salud? ¿Era acaso prudente
dejarse dominar por una tristeza infundada? Los mismos altos deberes
que estaba cumpliendo heróicamente junto á su hijo, exigían de ella
el cuidado de su propia salud para poder continuar en su gloriosa
faena de solicitud y de cariño. Dios no exigía tampoco una abnegación
extremada, anti-higiénica, y gustaba de que en la corona de espinas
del sacrificio se introdujera de vez en cuando alguna florecilla.
Este razonar habilidoso y la querencia del festejo que hacía palpitar
su corazón matritense, decidieron á la pobre Milagros. Pero los
inconvenientes surgían á cada instante. Además de que no tenía gana,
absolutamente ninguna gana de ir, érale preciso vestirse, para lo
cual tendría que ir á su casa.

¡Qué tontería! ¡Si estaba bien, perfectamente bien, así! No
necesitaba más. Tenía el singular don de estar siempre bien, y
aquella noche, fuerza era confesarlo, se había puesto elegantísima,
cual si su corazón presagiara un fausto suceso. Por último, los
ruegos de su hijo la decidieron, bien á pesar suyo.

«Iré nada más que por darte gusto, hijo mío,» dijo con mucho cariño.

Luis arrancó dos rosas del rosal más cercano y se las dió á su madre
para que se las pusiera en el seno.

«Ya sé que te gusta esta clase de adorno, que es el más
sencillo,--le dijo sonriendo.

--No voy más que por no desairar á Rosa,--añadió la madre,--y por
complacerte á tí. Yo soy de tu escuela, querido hijo: obediencia y
hacer alguna vez lo que no nos agrada. Adiós.

--Adiós, mamá.»

Poco después, el coche de la de Rioponce se alejaba arrastrando á
la Marquesa hacia aquel resplandor de luces de gas que iluminaba
la neblina formada por el polvo de los paseos y las evaporaciones
caniculares.



XX

Un drama viejo, viejísimo.


«Mi querida María, ¿estamos solos?--dijo Luis estrechando contra su
pecho las manos de su hermana.

--No--replicó ella con desasosiego, mirando una sombra obscura que
avanzaba del otro lado del jardín:--allá está... Viene.»

Después de observar un rato, añadió:

«Pero se ha vuelto; se pasea... Parece que no se atreve á
acercarse... parece que te tiene miedo, Luis, y si no miedo,
respeto... Su conciencia no podrá estar serena delante de tí.

--No seas tonta... ¡respeto á mí!... ¡á mí que soy una miserable
criatura!... Además, los hombres como tu marido no respetan nada ni á
nadie. En su interior hará burla de nosotros.

--Eso sí que no--dijo María con firmeza.--Yo te aseguro que no se
burla de nosotros. León es bueno, y si creyera, si creyera, ¡Dios
mío!... ¿Ves? Ahora parece que vuelve otra vez; pero se retira.

--Está triste--dijo Luis, observando la sombra que allá lejos vagaba
lentamente como alma en pena.--Parece que una gran desgracia le
abruma, y sin embargo, tiene salud, es rico, posee todos los bienes
del mundo. Mírame á mí, enfermo, muriéndome, desligado de todo, pobre
y olvidado, y sin embargo, estoy alegre; mi alma siente esta noche
una calma dulce y un placer... no sé como decirlo: es como si una
mano suave y blanda la levantara en los aires.»

Después, acercando el rostro al de su hermana y mirándola á los ojos,
le dijo:

«Hermana querida, yo me voy á morir.

--Por Dios, no digas eso, hermano. Si estás mejor, si te curarás...

--No me gusta oir en tu boca los necios consuelos propios de los
médicos y de los que carecen de verdadero espíritu cristiano. Yo
me muero y estoy alegre de morirme. Esta mañana, cuando oí misa,
parecióme que una voz celeste me anunciaba mi próximo fin. Desde
entonces nació en mi alma este júbilo que ahora siento. Todos mis
pensamientos hoy han sido de gozo y felicitación por el bien que
anhelo. He entonado un _Te Deum_ y me he alegrado tanto, tanto, que
al fin he temido que este excesivo contento escondiese algo de amor
propio y ofendiese á Dios.

--No te morirás, no te morirás,--dijo María, acariciándole la cabeza.

--Tu alma, contaminada del mundo, no comprende la deliciosa vida del
morir. Entiendes las palabras en ese sentido estúpido que les da el
Diccionario y la conversación de los pecadores. Regocíjate por mi
muerte, mujer, regocíjate como yo, y así aprenderás á desear la tuya.
¡Ay, hermana mía! Un solo sentimiento empaña mi alegría, un solo
interés mundano me ata todavía á mi horrible envoltura. ¿Sabes cuál
es? Acerca más tu asiento al mío: no puedo alzar la voz.»

Los dos sillones de mimbre se tocaron.

«Me aflige el considerar que tu preciosa alma, gemela de la mía,
como tu cuerpo, se quedará aquí en peligro de ser contaminada, más
contaminada de lo que ya está... Esta idea me perturba en mi última
hora, y aunque espero alcanzar mucho del Señor pidiéndole por tí, no
estoy tranquilo.

--¡Yo contaminarme!... ¿de qué? tú no conoces bien mi carácter, ni el
heroísmo y constancia con que defiendo mi fe, mi pobre fe pequeñita y
humilde que no es más que un reflejo de la tuya, grande y brillante
como el sol. No temas por mí. Ya te dije que no hay peligro; ya te
expliqué bien que amándole como le amo, me mantengo siempre á una
distancia infranqueable. Él ha querido salvar este abismo. Yo lo he
querido también y lo he deseado; pero después de lo que tú me has
dicho, comprendo que es imposible sin un milagro de Dios.

--No milagro, sino un acto especial de su misericordia... y este acto
debes esperarlo. Pídeselo á Dios constantemente, y al mismo tiempo
no desatiendas ni un día, ni un instante, la obra querida de tu
salvación. Conságrate á salvarte, María; haz de tu vida terrenal un
escabel puro y simple para tu subida á los cielos; cultiva la vida
interior, refuérzate con una devoción perenne, ármate de paciencia
y corónate de sacrificios, porque tu situación es mala, careces de
libertad, te hallas unida, por fatal error de tu juventud, á un
hombre que hará esfuerzos colosales por apartarte de la única senda
que lleva á la gloria eterna... De modo, hermana queridísima, que
tu trabajo ha de ser doble, tus afanes inmensos, sudarás sangre,
beberás hiel, sufrirás esos desgarradores martirios internos que
hacen más daño que el fuego de una hoguera... ¡Pobre hermanita de mi
alma!... ¡Ay! cuando los Padres me mandaron á Madrid, tuve gran pena
y dije: «¿A qué me mandan á ese lugar de pestilencia? ¿Por qué no
me dejan morir en paz aquí?...» Ya me resignaba á obedecer, cuando
un pensamiento súbito me iluminó y pensé así: «De seguro el Señor
me envía por ese camino con algún objeto piadoso.» El objeto lo ví
pronto... el objeto era que esta voz, pronta á callar para siempre
perdiendo el son vano del mundo, dijera algunas palabras importantes
á una alma bella y candorosa que el Señor tiene por suya. Bien sabe
Dios que eres tú lo que más amo en la tierra; nos criamos juntos, y
nuestras inclinaciones, como nuestras caras, se parecían; á los dos
nos gustaba la vida espiritual, y en la edad en que todos los niños
juegan, nosotros quisimos ser martirizados. Nuestra vida en aquel
adusto pueblo de Ávila echó el cimiento en que luego cada cual debía
edificar su piedad. Mi vocación sacerdotal preservóme al instante del
contagio del mundo. Tú caíste, tú te alejaste de la senda de luz y
te metiste en la obscuridad, y en la obscuridad, cuando los ojos de
tu alma estaban ciegos, te casaste... ¡Y con quién! ¡No vitupero el
matrimonio, que es santo también, sino tu elección! Pero los grandes
gérmenes de tu alma fructificarán á pesar de todo; sí, fructificarán,
hermana mía... Yo, por especial favor de Dios, he venido á morir en
tus brazos; he sido mandado para que me veas y me oigas...

--¡Bendígate Dios mil veces!--exclamó María Egipciaca con
efusión.--Yo creí que allá en tu santo retiro no sabías nada de lo
que aquí pasaba; yo creí que ignorabas las ideas de mi marido...

--Allá lo sabemos todo. Yo conocía sus obras, sus ideas, su
carácter, y tenía noticia de su exterior amable y de sus cualidades
relativamente buenas... Sabía los vicios que devoran á nuestra
desgraciada familia, vicios de los cuales tú y yo no debemos hacer
un secreto. Nuestro pobre padre no vive como un prócer cristiano;
nuestra mamá pone atención desmedida en las vanidades del mundo;
Leopoldo es un joven disoluto, enfangado en la corrupción; y Gustavo,
aunque defiende con brío la causa de Dios, hácelo con cierta
ostentación mundana y más bien por orgullo que por el celo religioso.
Los cuatro han olvidado que la hermosura, la gloria humana, las
riquezas, los honores, el aplauso no sirven al fin para otra cosa
que para los gusanos que todo se lo comen, y que cuantos afanes se
pasen por lo que no sea el provecho del alma, son en beneficio de
los mismos feos gusanos... Sólo tú te me apareces con algún carácter
de santidad y virtud que descuella entre esta podredumbre; pero aun
tú, con ser tan superior á los demás, no estás exenta de gran mal y
expuesta también á perder tu alma...»

Al decir esto se le extinguieron súbitamente las palabras en la
garganta, como si una mano invisible le hubiera agarrotado.

«Me ahogo--murmuró con sordo gruñido, echando la cabeza atrás.--No
puedo...»

Apenas podía respirar, y su cuerpo se contrajo con dolorosas ansias.

«León, León,--gritó María llena de susto.

--No es nada... no llames--dijo con mucho trabajo Luis, empezando á
recobrar el uso de sus gastados pulmones.--Creí que había llegado el
momento... No tardará. Dame tu mano; no te separes de mí.»

Acercóse León.

«No es nada--le dijo su cuñado.--No hay que asustarse... Creí que me
moría; pero no es hora, no; aún tengo algo que decir.»

Los tres guardaron profundo silencio.

«Este sitio no es bueno--dijo León.--Ha estado toda la tarde abrasado
por el sol, y parece un horno. ¿Quieres que te pongamos al lado del
Naciente, donde está un poco más fresco?

--¡Oh! Sí... es la parte mejor, porque no se siente el bullicio de la
calle, ni ese vaho de ciudad populosa que aturde.»

Levantóse y anduvo algunos pasos apoyado en su hermana, mientras León
transportaba los dos sillones; pero antes de llegar, el enfermo se
encontró súbitamente sin fuerzas; y apoyado en el brazo de María,
vacilaba como un ebrio.

«¡León, León, por Dios, ven!»

Sostenido entre los dos, el pobre joven ocupó su asiento en el
costado oriental del jardín, y podía contemplar desde allí gran
extensión de cielo estrellado, dominando la estepa.

«Esto me recuerda--dijo el colegial poeta recobrando su
respiración,--nuestro querido páramo de Ávila, aquella imagen
admirable del destino del hombre, aquellas noches sublimes formadas
de un suelo desierto y de un cielo fulgurante, como si quisiera
representarnos un árbol misterioso del cual no se ven sino las raíces
y las flores... lo mismo que aquí, ¿ves? Las raíces abajo, las
flores arriba; las penas acá, allá las corolas eternamente abiertas,
exhalando el aroma de la dicha sin fin.»

Calló. Oíase tan sólo su respiración fatigosa. Miraba al cielo, cual
si estuviera contando las estrellas como hacía en su niñez. María
parecía rezar en silencio. León tomó el pulso á su cuñado, le tentó
la frente, observóle después largo rato.

«Estoy bien,» dijo Luis sin mirarle.

Poco después León se alejaba. Sus pasos hacían sonar la arena del
jardín con ese rumorcillo campesino que á veces supera á la más bella
música. Cuando la rápida disminución del ruido indicó que el dueño de
la casa había doblado el ángulo del jardín, Luis llamó á su hermana.

«María,--murmuró sin mover la cabeza.

--¿Qué?

--Pronto, muy pronto, hermana mía, atravesará mi alma por entre
esos ejércitos de estrellas que parecen estar allí para aclamar á
las almas que pasan triunfantes... ¡Oh! ¡qué puro y celestial gozo
siento en mi espíritu!... ¡Si yo pudiera comunicarte este gozo, si
yo pudiera hacerte comprender cuán hermoso es arrojar este fardo
insoportable y volar solo, libre, hacia esa inmensidad iluminada
para las eternas fiestas de los justos; volar solo, libre, sin
arrojar siquiera una mirada sobre este muladar del mundo! ¿Ves esa
maravillosa arquitectura de luces? Si son tan bellas éstas, que ni
siquiera merecen compararse al polvo que huellan los bienaventurados
más arriba, ¿cómo serán las que coronan á María Inmaculada, allá
dentro, en lo más alto, en lo más hondo, allí donde nuestra mirada no
puede llegar?

--Por Dios, hermano querido--dijo María con afán,--no hables mucho,
sosiégate... estás excitado...

--Hermana, yo te hablo como el prisionero que aguarda el instante de
su liberación, y tú me respondes con el lenguaje vulgar, estúpido, de
los médicos... Desgraciada ilusa, ¿qué me importa á mí la salud del
cuerpo? La vida del pobre insecto que pasa y se posa en nuestra cara
para picarnos, me importa más que la mía. ¿Y cómo quieres que haga
caso de esos inútiles cuidados tuyos, cuando sé que mañana...? sí,
hermana querida: mañana, después de oir la santa misa y de recibir
al Señor, daré mi adiós á la tierra... Estoy seguro de ello, me lo
dice la misma voz que tantos anuncios certeros me ha hecho en mi vida
de meditaciones, y... no lo dudes... es una visión... un anuncio
divino... Mañana, mañana.»

María estaba absorta, espantada. El rostro de su hermano era como el
de un cadáver que recobrase milagrosamente la mirada y la voz.

«Oye de tal modo mis palabras--le dijo Luis tomando sus manos,--que
suenen en tus oídos mientras existas. Son las últimas exhortaciones
de tu hermano moribundo y feliz, y si no tienen autoridad por mi
persona, tiénenla por mi muerte, porque en todo moribundo hay
algo de profeta. María, reconozco que hasta aquí has hecho algo
para salvar tu alma: reconozco que has entrado en el buen camino,
practicando, además de las devociones que á todos obligan, otras
particulares, consagradas á la Santísima Virgen y á los santos;
pero eso no basta, hermana mía; eso no es nada, mientras continúes
consagrando parte de tu atención á las vanidades y engaños del mundo.
Esas devociones que ahora se estilan y que permiten frecuentar los
teatros y tertulias, vestirse con insultante lujo, pasear siempre
en coche, fomentar la superchería y presunción, son verdaderas
comedias de piedad. Reforma completamente tu vida: fuera mundo, fuera
galas, fuera pompas, fuera lujoso vestir, fuera refinamientos de
comodidades, fuera coches, fuera elegancia y anhelo de parecer bien.»

Al decir esto, hacía con la derecha mano el gesto de arrojar las
cosas que nombraba.

«Desea parecer mal--añadió con febril elocuencia el arrebatado santo
y poeta;--desea que se burlen de tí; desea hasta ser calumniada;
desea que te llamen ridícula, insociable; desea el olvido, el
desprecio de todo el género humano. No quieras nada de aquí, para
tener todo lo de allá... Juntos nacimos: así como en el vientre de
nuestra madre estuvieron unidos nuestros cuerpos, estén unidas
nuestras almas en la vida inmortal. Seamos gemelos de la eternidad,
hermana querida. ¿Quieres serlo, quieres estar eternamente unida á mí
delante de Dios, quieres que nuestros méritos se confundan en uno y
que de las alabanzas cantadas por tu boca y la mía no resulte más que
un solo himno?

--Sí, sí,» exclamó sollozando María.

Arrojóse en brazos de su hermano, que abrasado por la fiebre parecía
delirar. También el cerebro de la mujer ardía, encendido al choque de
aquel cometa flamígero que pasaba por ella en lo más crítico de su
vida.

«Sí, sí--añadió regando de ardientes lágrimas el pecho del
enfermo:--quiero volar unida á tí eternamente, ser tu hermana gemela,
y salvarme como tú, y tener el mismo grado de bienaventuranza que tú
tengas.

--Pues bien--dijo Luis entre secas toses.--Tenme siempre en tu
memoria. Yo me voy, pero te queda mi espíritu, te quedan mis
palabras. Óyeme bien: tu esposo, corrompido por sus ideas filosóficas
y por la negación de Dios, será siempre un obstáculo terrible á tu
santidad. Debes vencer este obstáculo sin faltar á los deberes que
te ha impuesto el sacramento. ¡Oh! no es posible imaginar situación
más difícil. Pero creo poder señalarte el verdadero camino. Entre él
y tú no puede haber jamás sino la unión exterior, y vuestras almas
estarán separadas por los abismos que hay entre el creer y el no
creer. Amor verdadero de esposos no puede existir entre vosotros.
Pero tu piedad te impide al mismo tiempo aborrecerle. Ámale, pues,
con esa estimación general que merece el perjuro, según la ley de
Cristo. Obedécele en todo lo que no contraríe tus hábitos de piedad.
Reconociéndole dueño y señor en todo, no permitas que tu conciencia
católica sea esclava de su arbitrariedad atea. No le faltes al
respeto, no le injuries, y ruega á Dios por él todos los días, á
todas horas, con fervor contrito, sin olvidar á nuestros padres, á
nuestros hermanos, que también merecen intercedamos por ellos... El
Señor no te ha concedido hijos. ¿No ves en esto una maldición echada
sobre tu matrimonio? Es una maldición, sí, y al mismo tiempo, con
respecto á tí, un favor especial, porque haciéndote estéril, el Señor
te demuestra bien claro que te quiere para sí, te demuestra su deseo
de que á él te consagres y le honres. Estos dos pobres gemelos tienen
mucho que agradecer á la misericordia de Dios.

--Mucho que agradecer--afirmó María dejándose arrastrar por el
torbellino;--pero tú eres un santo, yo una pecadora.

--Tú serás como yo y más que yo, porque padecerás, lucharás, y tu
triunfo será por esto más meritorio... No teniendo hijos, puedes
consagrarte por completo al cultivo de la vida interior. Rompiendo
absolutamente con el mundo, nada puedes temer, y la absoluta
disconformidad en ideas que hay entre tí y tu esposo, te da la
completa libertad interior. Si en cosas de la vida quiere ser tu
tirano, sé su esclava; pero si en cosas del alma quiere dominarte,
oye sus palabras como oirías el ruido de la lluvia. Si te castiga
de obra, sufre en silencio; si te abofetea, pon la otra mejilla;
pero si con palabras insidiosas ó con cariños diabólicos quisiera
introducir en tu mente alguna idea herética, cierra tus oídos, huye
de él en espíritu. Aceptando la esclavitud que te imponga, hazte
libre en espíritu. Si no te permite ir á la iglesia, no vayas: suple
con meditaciones constantes y oraciones solitarias muy fervorosas
la falta de culto en la iglesia. Si te permite ir á ella, ve lo más
que puedas, y aspira al estado de perfección que te permita recibir
la Eucaristía todos los días. Si él no solicita tu compañía, no
solicites tú la suya. Si él aspira á estar en todas tus acciones, haz
que esté siempre yo presente en tus pensamientos. Interésate por su
salvación, pero no olvides ni un instante la tuya. No le exhortes
con palabras á convertirse, porque se irritará más su ateísmo, y
porque los mejores argumentos serán tus virtudes y tu humildad. Por
ningún caso consientas en tomar parte en saraos dentro ni fuera de
tu casa, ni tengas amistades de ninguna especie. Ya que no puedes
convertir tu hogar en un santo asilo, no consientas en él el menor
escándalo. Una orgía ó tertulia de hombres irreligiosos te autorizará
para huir de tu casa. Y si algún día Dios quisiese tocar el corazón
de tu infelicísimo esposo é iluminar su inteligencia; si ese hombre
confesase la religión verdadera, entonces le propondrás la separación
de cuerpo, para que yendo cada cual á una casa conventual de su sexo,
consagren separadamente el resto de esta vida mortal á alcanzar la
eterna.

--¡Oh! hermano mío--exclamó María con exaltación,--no puedo creer
sino que Dios mismo habla por tu boca.»

Luis estrechó en sus brazos la preciosa cabeza de su hermana. Después
estiró el flaco cuello, y gimiendo con horrible ansia de aire,
parecía que toda la vida se paraba en él. Sus ojos se revolvieron
en las órbitas, cerrándose después como si los deslumbrara un
resplandor insoportable. De su pecho salía un soplo ronco y seco.

«León, León,» gritó María llena de pavor.

Pero todo estaba en silencio; no se sentían pasos.

«León, León... Eso no es nada,» añadió la hermana, acercando su
rostro al del colegial poeta y procurando reanimarle con palabras.

Después volvió á llamar á su marido. Pero éste no se hallaba en el
jardín. No se sentían voces de criados, ni otro rumor que el de la
calle, donde jugaban los niños de la vecindad, y algunos ladridos de
perros vagabundos que andaban por los tejares. Ni el más leve soplo
de aire movía las hojas de los árboles: todo estaba quieto, con no sé
qué expresión de ansiedad pavorosa. Hasta las estrellas le parecieron
á María atentas y sin fulguración, cual ojos llenos de espanto.
Revolvió sus miradas en derredor, y tuvo miedo al verse tan sola con
su hermano, que al parecer se moría. Volvió á llamar, y al fin sintió
los pasos de su marido que tranquilamente llegaba.



XXI

Batiéndose con el ángel.


El hombre á quien hemos visto casi siempre sombrío y mudo en
presencia de los acontecimientos y de las personas, desempeñando,
con el fastidio del actor cansado, un papel pasivo hasta ahora; este
hombre, que no nos ha revelado aún sino parte muy poco considerable
de sus pensamientos, hallábase aquella noche más metido en sí que
de costumbre. Luego que llevó el sillón del enfermo á la banda de
Oriente, dió la vuelta en derredor de la casa. Oyó cuchicheo de
criados en la verja, y risa de fregonas y doncellas que, sentadas
tomando el fresco de la calle, recibían las galanterías de los
cocheros del hotel vecino. Incomodábale aquel rumor, y siguió
adelante por la calle tortuosa trazada en el césped. Sentado en un
banco del costado Norte, con los ojos vueltos al cielo, permaneció
largo rato, el codo en el respaldo, la nuca en la palma de la mano,
el cuerpo extendido con pereza y abandono.

Era astrónomo. Buscaba algo que le distrajera de aquel dolor
continuo que no dejaba respiro á su alma. ¿Qué mejor descanso que
mirar al inmutable cielo, símbolo majestuoso de nuestro superior
destino? El espíritu entristecido lánzase á la inmensidad de aquel
mar sin orillas como á su patria natural, y goza recorriendo las
incomprensibles distancias y mirando cara á cara los espantosos
tamaños.

Enfrente y arriba, fija, sola, quieta, en apariencia no muy
grande, presidiendo como en un trono el decurso eterno de las
demás estrellas, vió León á la Polar, primera letra del libro del
firmamento. Las dos Osas le hacen la corte: la pequeña rodando junto
á ella, la mayor arrastrando su magnífica cola en grandioso círculo.
Casiopea, Cefeo, el Dragón, la enorme Cruz del Cisne, atrajeron
sucesivamente su mirada, y por último Vega, estrella hermosa, con
centelleo melancólico y elocuente. Es tan linda que nos dan ganas de
cogerla, y la cogeríamos si tuviéramos un brazo un millón trescientas
treinta veces más grande que el brazo que necesitaríamos para
encender nuestro cigarro en el Sol. Más hacia Occidente vió el lindo
corrillo de estrellas de la Corona Boreal, que parecen darse la mano
para danzar en círculo, persiguiendo siempre al hermoso Arcturus,
uno de los soles más bellos y más grandes, que fulgura sereno, claro
y como sonriente, con vanidad de su propia belleza. Era tarde, y
mientras Arcturus declinaba hacia el Ocaso, aparecía por la derecha
el Cuadrado de Pegaso, seguido de la infeliz Andrómeda que se alarga
hasta tocar á Perseo; apareció éste con la cabeza de Medusa en su
mano, y después la Cabra sola en un ángulo del Cochero, sin compañía
ninguna, enojada, brillando con rayos que parecen saetas, mirándonos
con entrecejo resplandeciente desde la distancia de ciento setenta
billones de leguas. Su atención terrorífica emplea setenta y dos
años de camino para llegar hasta nosotros. No lejos de allí vió el
gracioso ramillete formado por las llorosas Pléyades, que parecen
huir de los cuernos del rojo Aldebarán... León Roch calculaba por
la hora el tiempo que tardaría en aparecer el soberbio Orión, la
maravilla más grande de los cielos, seguido de Sirio, ante cuya
magnificencia palidece toda hermosura sidérea; después recorrió la
región zodiacal buscando la coqueta Antares, con hermosa cabeza y
garras de Escorpión; se detuvo luego á determinar los sitios de las
nebulosas más notables; esparció la vista por la Vía Láctea, donde
tiende sus alas el Aguila y abre sus brazos la Cruz del Cisne; por
un rato se anonadó ante tanta belleza, considerando lo difícil que es
para los ojos profanos el considerarla como una polvareda de soles,
y por fin... se cansó de mirar al cielo. Reclamado en el fondo de su
alma por cuidados de la tierra, y por una inquietud ó presentimiento
inexplicables, levantóse del asiento y penetró en la casa.

Pasó de una pieza á otra, y al entrar en el comedor obscuro oyó
cuchicheo de voces. Eran las de su mujer y su cuñado que hablaban
en el jardín, á dos pasos de la ventana del comedor. Sentóse en una
silla. Algunas palabras pronunciadas entre tos y tos llegaban á
él, como el silabear quejumbroso y suspirón de María cuando rezaba
de retahila. Acercándose un poco á la ventana, oyó más claramente.
No era de su agrado aquella suerte de espionaje; pero una fuerza
semejante á la querencia lúgubre del crimen le detuvo allí un rato.
Sus aterrados ojos miraban el grupo del jardín, y su rostro palidecía
como el de un reo que oye su sentencia. La misma fuerza de su enojo
le alejó al cabo, llevándole á vagar por la planta baja de la casa,
discurriendo por las habitaciones, cuyas puertas y ventanas estaban
abiertas á causa del calor. Su figura pasaba reflejándose de un
espejo á otro, y se creería que éstos jugaban con ella arrojándosela
y recogiéndola. Asustáronse al sentirle pasar los pájaros que estaban
dormidos, y las cortinas se movieron ceremoniosamente como á la
entrada de un gran señor. Al fin dió con su cuerpo en el despacho que
ahora servía de gabinete al pobre enfermo, y se arrojó en una butaca,
dando descanso á su cabeza en las palmas de las manos. A ratos oíase
un murmullo, como si hablara consigo mismo; á veces un apóstrofe
cual si con otro hablara. Después se oyó una risilla de desprecio,
de burla, ó más bien de ira, que la ira cuando es muy reconcentrada
suele tener erupciones humorísticas, y últimamente determinóse en él
un fenómeno cerebral bastante común en los momentos en que la ira y
el dolor se encuentran actuando á sus anchas sobre el individuo, á
solas, en parajes semiobscuros y silenciosos.

Con los ojos cerrados (y esto es lo más extraño), creyó ver la propia
habitación en que estaba, y se sintió á sí mismo precisamente allí
donde en efecto se hallaba. Y vió enfrente una figura japonesa,
negra, rígida, recortada, destacándose sobre el fondo de colores
inundados de luz. El cuerpo mezquino se mantenía sentado y tieso cual
si de sí mismo fuera inquisidor, y el rostro gelatinoso, cadavérico,
contraído todo por el hábito de hacer continuamente los visajes del
escrúpulo y de la aflicción mística, elevaba al techo los ojos de
esmeralda ó los paseaba con indiferencia estúpida por las paredes
pobladas de acuarelas, mapas y estampas, y por el suelo cubierto de
fino junco.

León había caído en la somnolencia dolorosa á que llega después de
los primeros paroxismos una pena profundísima que, no pudiendo salir
á la superficie, corre muy honda por los cauces del alma. Alguien
más estaba allí. ¿Quiénes eran los que sentados en derredor formaban
como un cónclave terrible? Eran Arcturus, Aldebarán, Vega, la Cabra,
Orión, la coqueta Antares y el soberano Sirio. En su delirio vió
León que él mismo se levantaba arrebatado de coraje y violencia; que
corría derecho hacia el delgado maniquí negro; que sin intimación
lo asía en sus brazos, gritando: «¡Insecto, has venido á robarme mi
última esperanza! ¡Muere, pues!...»

Y el insecto acogotado le dirigía una mirada de indefinible dolor
gimiendo entre los duros brazos, y su débil armazón se quebraba,
crujiendo como una cáscara de nuez que se rompe. «¿Quién te ha
llamado á gobernar el hogar ajeno?--le decía León ciego de ira
y haciéndolo astillas.--¿Quién te autoriza á quitarme lo que me
pertenece?... ¿Quién eres tú?... ¿De dónde has venido con tu horrible
orgullo disfrazado de virtud?... ¿De qué te vale el desollarte vivo
si no tienes verdadero espíritu de caridad?...» Y el pobre insecto
espiraba con contracciones dolorosas, cerraba los ojos para siempre,
y parecía que sus ajados labios decían: «muero.» León, poseído de una
cólera delirante, le apretaba más, y la víctima menguaba entre sus
brazos: ya no era más que un negro manojo de zancas secas, de manos
estrujadas y un caparazón roto como el juguete de papel en manos
de un niño... Pero de pronto las estrellas prorrumpen en espantosa
risa, y huyen buscando cada cual su sitio en el Cielo, el desbaratado
cuerpecillo se deshace de los brazos asesinos, se transfigura, se
engrandece, se torna de humilde en poderoso, de mezquino en fuerte;
vésele alzarse y elevar la frente rodeada de luz, extender de su
cuerpo negro alas esplendorosas, alzar del suelo los pies blancos
y desnudos sin un grano de polvo de la tierra, y levantar el brazo
formidable y musculoso, cuya mano empuña una espada de fuego.

León echa mano al cinto. También él tiene su espada de fuego, y la
saca blandiéndola en el aire con amenazadora presteza.

«¿Menguado, crees que te temo?

--¡Atrás, impío!»

Y entre los dos, iluminado su bello rostro por el resplandor de las
espadas, apareció María, mundanamente bella, mal veladas sus gracias
voluptuosas, los ojos encendidos de amor, la boca fruncida por un
mohín de mojigatería.

«¡Colegial, déjamela! ¿no ves que es mía, no ves que la amo?

--¡Atrás, impío!»

       *       *       *       *       *

«¡Oh! ¡qué necia estupidez!» exclamó León pasándose la mano por su
frente cubierta de sudor frío y desechando la obsesión terrible.

Claramente oyó entonces la voz de su mujer que le llamaba. Aquel
_León, León_, sonaba en su cerebro como una campana tocando á rebato.
Levantóse, y lentamente, sin precipitación, con una parsimonia cruel
y en cierto modo vengativa, se dirigió al jardín.



XXII

Vencido por el ángel.


«No, no es nada--murmuró Luis Gonzaga, cuando vió cerca al marido de
su hermana--Una congoja algo más fuerte que las demás. Mañana...»

León le miró sin tocarle, á dos pasos de distancia, mudo, sombrío, y
acordándose de su pasada obsesión, tuvo miedo de sus sentimientos.

«No--dijo para sí:--no es más que antipatía, que se ahogará en
lástima, porque este desgraciado se muere.»

Luis tomó la mano de su hermana, y con voz débil, incorrecta,
desigual, entre solemne y festiva á causa del súbito calenturón
fulminante que le devoraba, le dijo:

«El mayor peligro á que estarás expuesta, será que te propondrán
transacciones, acomodamientos... Prevente contra este lazo de
la impiedad, que es una trampa cubierta de rosas, hija mía. No:
entre el creer y el no creer no hay arreglo posible. ¿Concibes tú
reconciliación entre el salvarse y el perderse para siempre? No hay
término medio entre lo temporal y lo eterno. Huye de los arreglos,
no cedas ni un ápice de tu firme y glorioso terreno. No se puede ser
religioso á medias. El que deja de serlo por completo, ya no lo es.
Nuestro Señor ha querido que esta obra admirable sea tal, que el que
de ella quitase la más mínima parte, al punto queda fuera de ella...
Cuida de evitar la pérfida trampa... Es el tema predilecto del siglo,
y ha lanzado más almas al infierno que la misma impiedad... Acuérdate
de mí, piensa en mí, tenme presente, no olvides que he venido á
salvarte, á llamarte al camino de la verdad y á morir en tus brazos
para que mi memoria sea más duradera. Dios nos envió juntos al mundo,
y juntos nos quiere ver alabándole al pie de su trono de gloria.
María, María...

--Sosiégate, hermano, sosiégate,» dijo María aterrada y llena de
angustia.

Luis abrió los ojos con viveza, y mirando á León dijo con desvarío:

«Me parece que aquí hay alguien. María, ¿no es un hombre lo que veo?

--Es León, es mi marido... Llamemos al instante al médico... ¿no te
parece, León?... Los criados, ¿dónde están?...»

María corrió á llamar; pero su hermano la detuvo, asiéndole
fuertemente el brazo.

«No me dejes solo...--murmuró.--Has dicho que tu marido... Dios mío,
Dios mío, ¿qué idea es ésta que me turba?... ¿Es escrúpulo pueril,
como tantos que me han mortificado, ó movimiento de la conciencia?
Dime tú, ¿qué es?... ¿Está aquí León?»

Marido y mujer callaron.

«¡Qué idea!... ¿Le habré ofendido? No: he dado á mi hermana los
consejos que me dictaba mi piedad. Dios ha hablado dentro de mí.
Dios, Dios... Es escrúpulo; pero aun los escrúpulos deben atenderse.
¡Ah! ¿está aquí el buen Paoletti?»

Sus ojos extraviados se fijaban en aquel momento en León.

«Padre Paoletti, ¿habré ofendido á mi cuñado?»

Después, como si hubiera oído una respuesta, añadió:

«Es verdad, no puedo haberle ofendido; y por si le ofendí, mañana
le llamaré á mi lecho de muerte y le pediré perdón. Al mismo tiempo
repetiré á María las advertencias.

--Llevémosle adentro,--dijo León.

--Llamemos á los criados,» murmuró María balbuciente.

El enfermo apartó los brazos de su hermana cuando se dirigían á
acariciarle, y con voz muy torpe dijo:

«Dejadme aquí... Siéntate á mi lado.»

María se sentó. Sus cabezas casi se tocaban.

«Mañana, mañana, cuando haya recibido al Señor en mi humilde morada,
le entregaré mi alma... ¡Pero qué frío hace! Está nevando, ¿no es
verdad?»

Revolvió una mirada atónita por todo el espacio.

«No brillan las estrellas--murmuró con un ronquido.--¡Obscura noche,
precursora del día claro y grande! Mañana, hermana, mañana pediré á
todos perdón y me dormiré en el seno del Señor... Si vieras qué bien
me encuentro ahora... qué dulce reposo siento... Pero me da pena...
temo que esta mejoría alargue mi vida... Yo no quiero salud, yo no
quiero estar mejor, yo no quiero sino dolores, ansiedad, ahogarme,
estremecerme y morir... Este bienestar que ahora... siento...»

Su cabeza se fué inclinando lentamente del lado de su hermana, hasta
que cayó sobre el hombro de ésta, como si le rompieran las vértebras
del cuello. Cerró los ojos, de sus labios salió leve suspiro, y se
murió como un pájaro que se duerme.

«Se fué,» dijo León examinándole.

María abrazó á su hermano y sostuvo el cuerpo que pesadamente se
inclinaba hacia la tierra, y cuando los criados, acudiendo á las
dolorosas voces del ama, trasladaron al muerto á su lecho, María
le besó ardientemente inclinando su cabeza sobre el cuerpo rígido.
León, no convencido aún del fallecimiento, acudió á tocarle las
sienes, el pulso, á intentar la prueba del espejo. Incorporóse María
enérgicamente, y rechazando á su marido con el nervioso gesto, con
los ojos llenos de terror y de lágrimas, con la voz apasionada y
furibunda, exclamó:

«¡Malvado! ¡No le toques, no le toques!»

    Madrid, Mayo-Junio 1878.

    FIN DE LA PRIMERA PARTE



SEGUNDA PARTE

I

Si el tiempo lo permite.


El cielo estaba en revolución, ni limpio ni obscuro, por un lado
azul y risueño, por otro ceniciento y torvo. Creeríase que en él
iban á dar una gran batalla la cerrazón y la serenidad, pues una
y otra se miraban desde contrapuestos horizontes, amenazándose y
disputándose palmo á palmo el campo azul. El sol, neutral en esta
disputa, alumbraba á ratos la tierra, y á ratos se escondía dejándola
en glacial penumbra. Sin embargo, el gentío de la Plaza de Toros no
temía que descargase el mal tiempo. Era una tarde como la mayor parte
de las de Marzo y Abril en el suelo madrileño, arisca y ventosa; pero
con más amenazas que malicias, más polvo que agua, amagando mucho y
no haciendo nada, antes que á remojar botas atendiendo á levantar
faldas y á arrebatar sombreros.

La Plaza estaba llena y triste. Excepto en cortos ratos, toda ella
era sombra. Más triste que nunca era entonces la alta armazón de
hierro pintado de color de plomo, arquitectura industrial que no
se acomoda bien con el carácter desordenado, chillón, embriagador
y maleante de la fiesta española. La uniformidad de los trajes que
crece de día en día, con perjuicio de la estética, daría al público
el aspecto de una congregación de personas sensatas reunidas en
patriótico _meeting_, si no trastornaran el cuadro las voces, que ora
son murmullo impaciente, ora roncos bramidos de pasión, ira, deleite,
frenesí, hórrida música de aquella ópera sangrienta cuya letra ó
drama está en el redondel.

Los pañuelos de crespón van siendo cada vez más raros: con todo,
algunas manchas rojas y amarillas mariposeaban aquel día sobre la
gran mancha obscura del público, y los abanicos animaban con su
constante aleteo las largas filas de hombres y mujeres. Los tendidos
de sombra, y especialmente el célebre número 2, centro de muchachos
alegres y bulliciosos estudiantes, presentaban un gentío espeso,
con alineación apretada como la de los granos de una mazorca. Más
claros los de sol, daban cabida á los inquietos grupos de la gente
jornalera, á los paletos, á un centenar de gandules cuyas maneras
y traje parecen la exageración más grotesca de la caricatura del
torero, á infelices artesanos que van á buscar en aquella orgía de
impresiones fuertes un descanso á la insulsez metódica del trabajo.
La esclarecida sociedad de los mataderos, de las carnicerías, de las
fábricas de curtidos, los industriales del Rastro y los mercaderes
de la Cebada, hervían allí como potaje en el fuego, y su murmullo,
unido al cascado son de un cencerro, daba la impresión de andar por
allí un animal que relinchaba coceando. Como el chisporroteo de la
fritanga de sangre que está puesta á la lumbre y bulle y apesta, así
salía de allí un lenguaje germanesco y nauseabundo. Lanzaba su ronca
imprecación la lucha, que insolente y procaz se abría paso entre el
gentío, dejando atrás un olor complejo de almizcle y cebolla; y el
zafio ganapán á quien Naturaleza dió el empleo de lavar tripas de
cerdo, porque no sirve ni servirá para otra cosa, hacía de su mano
un caracol, lo ponía en la fiera boca, y por él arrojaba con el vaho
del aguardiente un chorretazo de injurias á la Presidencia, donde
sin duda estaba algún edil de la capital de España, el Gobernador ó
quizás el Presidente del Consejo.

La delantera de gradas ofrecía un espectáculo mejor. Allí había
no pocas mantillas blancas prendidas en hermosas cabezas, donde
lucían, tan propiamente cual si en ellas hubieran nacido, rosas y
camelias, quier blancas como leche, quier como sangre rojas. Las
entretenidas, con su aire especial, característico, y que parece un
aire de familia, su lujo chillón y su belleza comúnmente provocativa,
ocupaban buena porción de la vasta hilera, codeándose aquí y allí con
otras hembras de virtud no ya dudosa, sino completamente juzgada.
Había caras de peregrina belleza, otras que querían fingirla de
impropia manera con aplicaciones de blanquete, carmín y corcho
quemado. Honradas familias de la clase media se mostraban también
allí, en doméstica fila que empezaba por el padre (comerciante,
bolsista incipiente, jefe de negociado, contratista de tocino para
los Asilos de Beneficencia, comandante de infantería, magistrado
cesante, barítono de zarzuela, agente de exhortos, habilitado de
Clases pasivas, notario, profesor de piano, en fin, lo que se quiera
hacer de él), y acababa con el más pequeño de los niños, alumno en
San Antón, y de trecho en trecho se observaba la figura nacional
de la chula rica, guapa hembra, vistosa, generalmente gorda y con
cierta hinchazón de matrona romana unida á la desenvoltura de la
maja castiza; orgullosa de sus ojos negros y de sus anillos que
aprietan la carne enchorizada de sus dedos; esparciendo á un lado y
otro miradas altivas; queriendo dar á entender que es muy señora,
que tiene mucho dinero, que su prendería de ricos muebles, ó su
carnicería ó su casa de préstamos son un segundo Banco Nacional,
y que mientras ella viva no pasará necesidades éste ó el otro de
aquellos feos circenses que están abajo, ya de verde y oro, ya de
amaranto y plata, con los bárbaros trastos en la mano y el corazón
ardiendo en heroísmo. Hay en la fofa gordura de estas mujeres y en su
aspecto de hartazgo, en su mirada altiva y á veces cínica, mayormente
si son tratantes en ganadería humana, un no sé qué de la depravada
estampa de Vitelio, Otón ó Heliogábalo; sólo que suelen perder el
color al oir el _morituri te salutant_.

Tras de la delantera, cuatro grandes filas de gente modesta,
dominando el género entretenido al género honrado. Mujeres equívocas,
personas sencillas, feas, bonitas ó insignificantes llenaban la
grada en la región de sombra. En los palcos de arriba había también
mantillas blancas, algunas sobre caducas cabezas, otras en lindísimos
tipos de juventud y elegancia; claveles llenos de rubor, jazmines
salpicados sobre pelo, ojos negros y azules, rosas blancas, pestañas
como mariposas, labios rosados, un mirar voluble como el cabeceo
de las florecillas agitadas por el viento, sonrisas que enseñaban
dientes de marfil, y el imprescindible abaniqueo, lenguaje mudo,
charla de mil colores, que es embeleso mareante en las grandes
reuniones de gente española, lo mismo en los palcos de un teatro que
en los balcones de las calles, cuando hay procesión ó parada, cuando
entra un Rey ó sale á relucir una Constitución nueva. Veíanse caras
ajadas que á la legua revelaban el empeño de no querer parecerlo;
otras fresquísimas que se escondían tras el abanico al empezar la
nauseabunda suerte de varas; mucho lujo, una atmósfera de elegancia
que se creería emanaba del modo de vestir, del modo de mirar, del
modo especial de ser bonita ó de no serlo, y que se extendía á todos
los objetos, compañeros ó accesorios de semejante gente, desde la
flor hasta el blanquete, desde la guedeja rubia que el aire hacía
temblar sobre la sien, hasta el medallón atento á las palpitaciones
del seno, y el guante cuyas costuras reventaban con el aplaudir de
las manecitas.

En los palcos abundaban los grupos de hombres solos, todos de
negro, con los codos en la barandilla, el sombrero encasquetado;
nada de resabios manolescos en el vestir, pero sí un lenguaje entre
parlamentario y chulesco, do aparecían revueltas, como berzas y
flores en una cesta de compra, las frases de discurso, los conceptos
agudos y los _voquibles_ que tienen el picor de la cantárida y la
sonoridad del escupitajo. Era un lenguaje fútil y escéptico como el
de quien no cree ya ni en los toros, y con la puntería de gemelos
atisbando arriba y abajo, á la corrida y á las damas, coincidían
comentarios brutales sobre algunas de éstas. Virtud y volapiés se
confundían en una sola crítica, y llegaban juntamente al oído, como
el oro y el cobre entrando juntos por la hendidura de un cepillo. Una
misma boca expelía juicios técnicos sobre la brega y casi con las
mismas palabras descabellaba á una familia.

Allí había hombres que en los días feriados se ocupan en
hacernos leyes, y otros que diariamente nos surten de decretos y
reglamentos; aristócratas empobrecidos, plebeyos llenos de dinero,
ricos primogénitos de provincia, toreros recogidos, viejos bien
conservados, algún extranjero curioso. Pero lo más florido de la
juventud adinerada campaba en las localidades de barrera, sitio
predilecto del _dilettantismo_, donde tiene su asiento un ilustre
senado de señores cuyos nombres engalanan las páginas de la historia
patria, de jóvenes á quienes no falta cultura ni aun talento, de
periodistas que suelen mojar su pluma en la sangre abrasada del toro
para escribir una especie de prosa, impregnada, como la atmósfera del
tendido de sol, de un heterogéneo tufillo de ajos crudos, almizcle y
aguardiente.

Estaba en el circo _Sacristán_, arrogante bestia de Aleas,
berrendo en negro, bien armado, de muchos pies, querencioso. Al
clamor olímpico que acogió la fiereza de su primera embestida al
caballo, unióse bien pronto un susurro de descontento, y todas las
miradas ¡cosa inaudita! se apartaron del redondel, por cuya arena
ensangrentada un espectro de caballo paseaba sus tripas, como la
cometa sin aire pasea su rabo antes de caer en la tierra... Siguió
adelante la suerte, y las gotas seguían cayendo; pero al fin, cuando
Higadillos, vestido de grana y oro, los trastos en la acerada mano,
brindaba delante de la Presidencia, vióse un movimiento general,
una gran agitación del público. Levantábase la gente; aquí
gritaban, allá gruñían, y en los tendidos oscilaban las cabezas y
se entrecruzaban los brazos y zancajeaban las piernas. ¡Paso, paso,
dispersión general! Horrible trueno retumbó en los aires, y al
mismo tiempo, cual si se abriera una catarata en las negras nubes
suspendidas sobre la Plaza, empezó á caer agua, ¡pero qué agua!...
una lluvia gorda, torrencial, formidable, que azotaba con tremendos
latigazos.

Espantoso fué el desorden, y la ira y el buen humor lanzaron de
consuno imprecaciones y agudezas. En los tendidos, el más fuerte se
abría paso á codazos, y el más ligero saltaba sobre el obeso, y la
mujer pedía auxilio, y el chico berreaba, y la cabeza de la chula
parecía esponja, y la gorra del hombre cabeza de tritón. Abriéronse
aquí y allí algunos paraguas que chocaban unos contra otros,
enganchándose con sus uñas de murciélago.

En el redondel, los toreros mojados seguían lidiando, y el animal,
acobardado y huído, no estaba de humor de bromas. El agua quería
lavar y no dejar huella de la sangre. Los caballos moribundos
aspiraban con anhelo el aire húmedo que refrescaba su agonía. Era
imposible seguir la corrida: llovían banderillas de agua; apenas se
veía de un lado á otro de la Plaza. Sonó de pronto el cencerro de los
pacíficos cabestros, y _Sacristán_, siguiéndoles, se fué al corral.

El público, huyendo del agua como se huye de un incendio, se aglomeró
en los pasillos, que no podían contenerlo, á pesar del gran desahogo
del monumental circo. Las escaleras estaban obstruídas. Como nadie
se atrevía á salir mientras la lluvia no cediera, la enorme crujía
circular era un gran barril de sardinas mojadas. No cabía ni una
cabeza más. Las mujeres sacudían sus mantones, y los hombres
maldecían á las nubes, y otros pedían su dinero. ¡Qué gritos, qué
risas, qué agudezas, qué patadas, qué sacudir de sombreros chorreando
agua, qué de estornudos y escalofríos!

Algunos jóvenes abonados á barrera trataban de abrirse calle á codazo
limpio para ganar la escalera y subir á los palcos.

«Vamos arriba--decía uno de ellos.--Creo que está León. Nos cederá su
coche, y que se vaya con el Ministro.

--Y si él no está nos iremos en el coche de la de Fúcar... Pero,
señores, hagan el favor... Anda, Polito, ¿por qué te quedas atrás?

--¡Cascarones! aguarda... ¿no ves que me ahogo? Si estoy como una
sopa... Déjame que tome una pastilla de brea... ¡Qué _plancha_! ¡qué
corrida!»

A duras penas, molestando á muchos y oyendo quejas, lograron subir
á los palcos. También arriba era grande el jaleo, porque como la
dirección oblicua de la lluvia inundaba la mitad de los palcos de la
Plaza, la gente de éstos buscaba abrigo en el corredor.

«Allí está León. ¡Eh! ¡León!--dijo Polito acercándose á un grupo
donde había diputados y algún ministro.--¿Nos cedes tu coche?

--Sí... tomadlo... no me hace falta.

--¡Bravísimo! _¡chúpate esa!_ ya tenemos coche... abur.»

Y entre los hombres se veían señoras en parejas, en grupos, en
bandadas, que esperaban el buen tiempo para tornar á sus carretelas.
Allí todo era buen humor, risotadas, observaciones agudas, porque
semejante público, si asiste con gozo á las corridas, no se enoja por
una suspensión que tanto contraría á los de abajo. Lo imprevisto les
seduce más que lo anunciado, y siempre harto de goces, anhela los
cambios bruscos y las situaciones raras. Además, la lluvia no es cosa
insoportable para quien tiene coche.

«¡Cómo estará esa pobre gente de los tendidos!--dijo una dama que
en compañía de otra y de un señor mayor salía de su palco.--Tienen
razón al pedir que se les devuelva el dinero. Han pagado asiento para
ver la corrida y no para mojarse. Sin embargo, como es función de
Beneficencia...»

Detuviéronse luego las dos damas para contestar á los saludos de
tanta y tanta gente conocida.

«¡Qué chasco!... ¡Qué corrida!... Es delicioso... ¿Y usted se
va? ¿Pues qué, se ha mojado usted?... Piden que les devuelvan el
dinero... ¡Cuánto se habrá alegrado Higadillos, que estaba muerto de
miedo!... Parece que ya afloja... Pero la Plaza está inundada... Yo
me voy...»

La dama que quería irse tocó ligeramente el brazo de un caballero
que estaba en el grupo de los hombres de pro, mucho banquero, mucho
diputado, algún ministro.

«¿Vienes á comer?

--Iré--replicó León.--¿Pero ya?... He quemado mis naves... me he
quedado sin coche.

--Ven con nosotras--dijo la dama tomando el brazo que le ofrecía
León.--Yo no tengo paciencia para esperar más.

--Llueve mucho... Será preciso esperar á la puerta, y el turno de los
coches será largo.

--No importa. Vámonos.»

La otra dama les seguía, tomando el brazo del galán viejo.

«Yo te hacía en Suertebella. Como me dijiste que no venías hasta la
semana que entra...

--He venido esta tarde, porque me escribió papá anunciándome su
llegada con un banquero francés, y es preciso disponer algunas cosas
en la casa.

--Cuando te ví en el palco pensé ir á saludarte y á preguntarte si
has tenido noticias de Federico.

--¿Yo?--dijo la dama con sorpresa y disgusto.--A mí no me escribe ni
puede escribirme. Por sus primos sé que pensaba salir de Cuba para
ir... qué sé yo á dónde... ¡Oh! no irá á buena parte.

--Y tu niña, ¿cómo está?

--No he querido traerla... la he dejado allá... ¡alma mía! no anda
bien, hace días que está delicadilla... ¿Cuándo vas á verla? ¡Cuánto
deseo volverme allá! No puedo estar separada de ella... No estaría yo
aquí hoy si papá no me hubiera hecho este encargo fastidioso. Vamos
á tener en casa una especie de asamblea de banqueros... Ya sabes
tú... es para eso del empréstito nacional. D. Joaquín Onésimo te lo
explicará... pero más vale que no le digas nada (aquí bajó la voz
para que no la oyese el galán viejo que dando el brazo á la otra
dama, les seguía de cerca), más vale que no le digas nada, porque nos
mareará hablando de la Deuda pública, de la materia imponible y de
la amortización de bonos. Ese hombre es un Diluvio administrativo.
Papá me ha encargado que le obsequie mucho. Esta noche comeremos los
cuatro solos... casi en familia. No quiero ruido. Acostumbrada á
vivir en Suertebella con mi hija, la sociedad me fastidia y me pone
mala.»

Con gran trabajo abriéronse camino las dos parejas. La multitud
mojada que espera la conclusión del llover, no gusta de abrir paso á
los afortunados que van en busca de su coche.

«Permitan, señores... ¿Hace usted el favor?...»

Cada súplica de éstas les permitía avanzar unos cuantos pasos. Una
vez en el ancho atrio mudéjar de la Plaza, respiraron como el que
concluye un largo y molesto viaje. Allí muchas personas impacientes
veían el gotear incesante de los ladrillos del alero y alargaban
la mano para ver si disminuía el temporal. Unos se arriesgaban con
paraguas, otros corrían á los ómnibus. Los coches de lujo aguardaban
á sus amos. El de Pepa tomó á las dos señoras y á los dos caballeros,
y rodó salpicando barro por la ancha calzada que empalma con la
carretera de Aragón. Poco después entraba en el jardín del palacio de
Fúcar y en seguida en el vestíbulo cubierto. Era un gran recinto con
columnas de escayola y dos enormes candelabros vestidos con fundas,
que más que candelabros parecían frailes cartujos. Dejando á un lado
la gran escalera de honor, larga y obscura, los señores entraron en
las magníficas habitaciones del piso bajo, que eran las destinadas á
la vida. Lo alto, es decir, lo más ventilado, lo más alegre, lo más
claro, lo más suntuoso y rico, pertenecía al público de las grandes
recepciones. Así lo manda la vanidad, gobernadora de la higiene.



II

Memorias.--Tristezas.


Aquella noche sólo se sentaron á la mesa, como Pepa dijo, cuatro
personas. Gozosa de verse entre amigos, que además de ser buenos
eran pocos, la hija del millonario demostró graciosa y discretamente
su alegría durante el curso de la comida. Más tarde las dos parejas
pasaron á las salas hermosas de aquella parte del palacio donde
tenían su asiento las reuniones de confianza. Allí había juntado
Pepa á las raras maravillas de arte mil cachivaches de exportación
francesa, aliando lo magnífico con lo bonito y lo bello con lo
nuevo, tan bien dispuesto todo para mover á sorpresa ó á gozo, que
no lo presentara mejor el mismo palacio del capricho. La tertulia
en cuarteto se prolongó hasta la hora en que la Condesa de Vera se
despidió para irse al Teatro Real, á donde quiso acompañarla D.
Joaquín Onésimo. Los otros dos se quedaron solos.

Sentados en un diván rojo al pie de un cuadrito de género, que
representaba inmundo muladar poblado de borricos y sucios gitanos
(la moda ensalza hoy grandemente y compra á peso de oro esta casta
de pinturas), no lejos de un tibor japonés, que tenía por escabel
pesada trípode de cabezas de elefante y por corona las hojas peludas
de una begonia, estaban Pepa y León Roch, ella muy comunicativa, él
cabizbajo y mudo.

«Lo que yo había previsto sucedió--decía Pepa:--Federico, lejos de
enmendarse en la Habana, fué de mal en peor. Bien se lo decía yo á
papá. Si aquí le comprometió en negocios disparatados y de mala fe,
allá, donde parece que la distancia hace peores á los hombres...
Me da vergüenza decirlo: no me puedo acostumbrar á la idea de que
el autor de ciertas fechorías sea mi marido. En la Habana le fué
preciso esconderse y huir, porque los corresponsales de mi padre
quisieron meterle en la cárcel... Cuando pienso que una locura ó
necedad mía, una ceguera inexplicable, una cosa que no tiene nombre
ha traído á mi casa tanta ignominia... Todas las malas mañas de mi
marido se derivan del infame, del maldito hábito del juego... pero
¿quién podría luchar con aquello que está en su sangre, en lo más
profundo de su alma?... ¡Ay!--añadió después de una pausa, llevándose
la mano á los ojos;--te aseguro que he pasado horas de angustia
horrible y me he visto en grandes conflictos, porque tenía que
ocultar á papá ciertas cosas, y al mismo tiempo me precisaba contar
con él para salir de las situaciones apremiantes en que Federico me
ponía cuando sus pérdidas eran atroces... En fin, se ha padecido,
se ha padecido bastante, señor de Roch. No creo que los corazones
sean de fibra y carne y sangre, como dicen los médicos; creo que son
de granito y bronce y que jamás pueden romperse, puesto que el mío
no se ha roto. Tantas lágrimas han salido de aquí--volvió á llevar
la mano á sus ojos chiquitos,--que pienso no tener más para cuando
vuelva á ser desgraciada... ¿No se habían de acabar las rarezas y los
antojos mimosos de aquellos tiempos? La realidad amansa... vivir es
aprender... ¡Dios mío, qué cara me has hecho pagar la formalidad!...
Se ha padecido, se ha sufrido mucho, León. Este palacio tan alegre
para los demás, está lleno para mí de tristeza. No hay en él un
objeto que no tenga en sí, como estampado, un gemido mío. No hay un
sitio en que no pueda decir: «aquí lloré tal día; aquí pensé morirme
de dolor.» Y si fuera á contarte todo... ¡Ah! no acabaría nunca.»

Pepa indicó con lentas ondulaciones de su mano derecha la inmensidad
de cosas que podría contar á su amigo, si quisiera ser indiscreta.

«Pues cuéntamelo todo. ¿No sé ya lo más negro, no sé lo
verdaderamente incomprensible, que fué tu casamiento con ese bergante
de Cimarra? Que tú, enferma de la imaginación y dañada de atrofia
moral, aun siendo buena, cayeras en ese error inmenso, se comprende;
pero que consintiera en ello tu padre... Verdad es que cuando subió
al poder el partido _verdinegro_ y me hicieron á Federico gobernador
de provincia, mi hombre se corrigió y parecía regenerado. Era todo
lo que se llama un hombre de importancia. Luego ocupó un alto puesto
en el Ministerio de Hacienda... Nadie conocía á Federico en aquel
funcionario riguroso, puntual, casi catoniano. Era tal su afán de
parecer hombre sesudo y de peso, que hacía reir. Yo creo que tu
padre se dejó alucinar por aquella máscara... Además, el amigo Fúcar
tendría negocios en Hacienda por aquellos días... Oí hablar de un
empréstito sobre la sal, de la incautación de salinas... En fin,
Pepa, la verdadera incautada fuiste tú, cayendo en poder de ese
bandido. Tus desgracias sucesivas no me sorprendieron. ¡Cuánto te
compadecí! Cuando tú te casaste yo era feliz todavía. Después... En
resumen, yo conozco lo peor de tu triste historia. Si algo ignoro, no
tengas reparo en contármelo.»

Pepa se echó á reir. Dirigiéndose luego á su amigo con ademán de
maestro que va á echar una reprimenda, le dijo:

«Pero me hace gracia tu frescura... Siempre estás «cuenta, cuenta,
cuenta,» y tú no me cuentas nada. Y no es porque falten en tu casa
magníficos capítulos, y grandes dramas y hasta poemas, sino porque
eres un guardador de secretos que no tiene igual. Ya sabes tú tragar,
tragar amarguras sin que lo sepa nadie... pero yo estoy muy enterada
de lo que pasa en tu familia: sé que María y tú no os veis más que en
la mesa, y eso no todos los días. ¡Oh! si tú eres discreto, tu suegra
no lo es; responde á todo lo que le preguntan... ¿Y Polito? Ese dice
lo que hay y también lo que no hay.»

León suspiró. Conteniendo la risa, ó dicho más propiamente,
ocultándola con su abanico, Pepa dijo á su amigo:

«Tienes una familia deliciosa.»

Después estuvieron los dos largo rato sin decir nada, contemplando
las pintadas flores de la alfombra. En el palacio solitario y sin
ruido alguno, había una atmósfera de tristeza y como de somnolencia
que convidaba á la meditación. Pepa se levantó, dando algunos pasos
por la estancia, como quien busca la fórmula de algo muy importante
que en la mente bulle y hormiguea queriendo ser dicho. Ya sabe el
lector que no era guapa; ¿para qué hemos de repetir esto, que por lo
desagradable cae dentro de los dominios del silencio? Pero no hay
cosa mala que no tenga algo bueno, ni mujer que no tenga algo bonito.
Además, Pepa no carecía de encantos, y para algunos teníalos en
grado eminente; sus ojos eran de buen efecto, resultando éste de la
pequeñez combinada con la viveza y con cierta expresión sentimental y
cariñosa. Lo más característico en ella era el pelo rojo y abundante
y la tez blanca y clorótica, que la hacía parecer una imagen de
alabastro y oro. Delgada y un poco huesuda, atenuábase este defecto
con la buena proporción de miembros y con su encantadora ligereza de
andares. Bajo su volubilidad de lenguaje se escondía la gravedad de
su pensamiento. No parecía orgullosa, y sus maneras, algo rebeldes á
la etiqueta, tenían no sé qué lenguaje de franqueza muy propicio á
la amistad. En sus caprichos y excentricidades había variado tanto
desde que la vimos en los baños de Iturburúa, que casi no parecía
la misma. Ese gran domador que se llama la desgracia, había blandido
mucho su látigo sobre ella, y de tantas fierezas apenas quedaban
pasajeros resabios.

Después volvió á su asiento, y durante algunos instantes observó con
atención respetuosa la fisonomía inteligente y melancólica del hombre
que había sido su amigo de la infancia. León estaba profundamente
abstraído, como un matemático que bucea en insondable mar de cálculos.

«¿En qué piensas?» le dijo Pepa interpelándole repentinamente.

Necesitaríamos tres capítulos para decir lo que pensaba León en aquel
instante.

«En nada--repuso con afectada indiferencia:--en miserias y farsas del
mundo.

--No puedes arrancar de la memoria á tu querida mamá política--dijo
Pepa riendo.--¿No vas á sus reuniones? Las ha empezado con gran lujo
al llegar la época de alivio por la muerte de Luis Gonzaga, ocurrida
siete meses ha, si no me engaño. Tengo presentes las principales
fechas de tu familia. No creas... van adquiriendo fama esas reuniones.

--Ya lo creo... adquirirán fama.

--Me dijo el Conde de Vera que anteanoche les dió de cenar
admirablemente... ¿Qué pensabas tú, que tus suegros no habían de
dejar bien puesto el pabellón de Tellería?... Ya ves... hay familias
que no saben qué hacer del dinero...»

Los dos rompieron á reir. Pasando bruscamente de la risa á la pena,
León dijo:

«Deja ese tema, que me hace daño.

--Tu suegra ha encontrado la piedra filosofal--añadió Pepa
inexorable.--Debes estar orgulloso de tener en tu familia una doctora
tan consumada en eso que Valera llama la Crematística... Por cierto
que he sabido... por los criados se saben cosas muy saladas... ellos
se cuentan todo unos á otros... ¡Oh! un detalle graciosísimo. ¿Te lo
cuento?

--No, por favor.

--Vamos, que te lo cuento.

--Lo adivino... que el día de la gran cena no tenían qué comer... que
hubo un escándalo en la casa porque llegó cualquier abastecedor ó
confitero con una cuenta de veinte ó treinta duros... Todo eso me es
conocido... es el entremés de todos los días.

--Pero no sabrás los escándalos de la de San Salomó con Gustavo en
la misma casa de tus padres políticos. Me ha dicho Vera que se les
ve siempre solos en un ángulo del salón, charla que charla con mimo
y secreteo, con una impudencia, con un descaro... Así lo dicen...
Quizás sea calumnia. ¡Se miente tanto!...

--¡Tanto!

--¿Y qué has oído del poeta?--añadió la de Fúcar con sagaz
malicia.--¿El Marqués no te ha hablado de él? Este inspirado vate,
cuyos versos no hablan más que de _cándidas palomas_, de _iris de
paz_, de _la familia cristiana_, de _la cumbre del Sinaí_ ó de
_Siná_, de las _vírgenes del Señor_, de _ansias pías_, de _azul
empíreo_, del _querub tartáreo_, de _arroyos parleros_, y de _la...
alma virtud_; este egregio poeta cristiano tiene por _Beatrice_ á tu
adorada suegra...»

Pepa no podía contener la risa.

«Ella es la que le inspira esas cosas tan divinas, tan evangélicas,
tan por lo metafísico que escribe... A mí me carga lo que no puedes
figurarte. Es un tipo. Leer sus versos y después hablar con él, es
como caer desde las nubes al fondo de un pozo de cieno. No hay sólo
dramas en tu familia, hay también sainetes.

--Por Dios, Pepa, no me martirices--dijo León mostrando deseos de
marcharse.--Ya sabes que no puedo acostumbrarme á ciertas cosas
que otros ven con indiferencia cuando no pasan en su propia casa.
No pasan en la mía, pero sí en la de personas que al nombrarme me
llaman hijo. Esto me abruma... Yo no puedo vivir aquí. Decididamente
me voy, me voy...

--¿A dónde?

--A cualquier parte. Sólo me falta un pretexto: lo buscaré. Ya sé que
mi destino es vivir solo, sin familia... yo no puedo tener familia...
Pues bien, viviré solo: no hay cosa mejor que la soledad...

--¿Te vas fuera de España?--preguntó Pepa, dominando su emoción.

--No sé aún...

--¿Nada te llama aquí?...

--No, no saldré de España. Parece que después de lo que ocurre en
mi casa y de la soledad en que vivo, nada debiera interesarme, y
sin embargo, basta que me considere ausente de Madrid para sentirme
lastimado. Tengo amigos...

--Voy á proponerte un hermoso retiro--dijo Pepa con
agitación.--¿Sabes que junto á Suertebella, casi tocando á
Carabanchel Alto, se alquila una casa preciosa?

--Junto á Suertebella...--murmuró León gozando mentalmente con esta
idea.--Lo pensaré; veré la casa.

--Allí puedes dedicarte al estudio. Nadie te molestará... Es tan
bonito aquello... ahora que están crecidos y verdes los trigos...
¡Si vieras cuántas amapolas...! Se ve nuestro parque, el de
Vista-Alegre, y después llanadas preciosas, por donde vienen á
veces las ovejas... La casa está bañada de sol y luz... Si vieras
qué alegre... y luego tan chiquitita, tan proporcionada para una
sola persona... ¡Qué magnífica sala para estudiar, para andar á
bofetadas con los libros y entretenerte con papeles, con apuntes, con
números, y para clavar alfileres á los pobres insectos!... ¡qué bien
estarás allí! Los amos de la casa son personas discretas, pacíficas,
honradas... y luego hay un silencio, un silencio, una paz...»

Pepa cruzaba las manos y las apretaba mucho para expresar la
intensidad de aquel silencio, de aquella paz.

«No te darán muy bien de comer; pero tú no eres gastrónomo. El día
en que quieras comer bien, irás á casa. No tienes más que bajar á la
corraliza, abrir una puerta... dos pasos...

--¡Dos pasos!--dijo León, algo extático con aquella acabada pintura.

--Dos pasos, y estarás en la vaquería y después en el jardinillo
donde juega Monina.

--¿Donde juega Monina?»

Los dos estaban muy cerca uno de otro, y con la viveza de los
ademanes, correspondiente á la animación del diálogo, sus manos daban
á veces una con otra como los pájaros que revolotean enamorándose.

«Monina quizás te haga algún ruido mientras estudias; pero tú la
perdonarás, ¿no es verdad?»

Al decir esto, Pepa pestañeaba mucho para evitar que se le saliese de
los ojos una lágrima.

«Sí, se lo perdonaré... ¡Oh! Pepa, te juro que tengo unas ganas de
comérmela á besos...

--Hace quince días que no la ves, bandido.

--Mañana voy á verla,--afirmó León, y de su semblante irradiaba el
gozo, como antes la fúnebre tristeza.

--Mañana... ¿De modo que te espero?--dijo Pepa dejando que se
inclinara suave y maquinalmente su cuerpo á medida que su codo se
hundía en el cojín.

--Sí, espérame... ¿Dices que está delicada tu niña?» preguntó León
algo inquieto.

Pepa iba á contestar, cuando entró apresuradamente un criado que
acababa de llegar cansado y jadeante de Suertebella. Pepa le miró con
terror. ¿Qué sucedía? Una cosa muy sencilla. Que la niña se había
puesto repentinamente mala, muy malita.

«¡Dios mío!--exclamó la de Fúcar saltando de su asiento.--Y yo aquí
tan descuidada... Corro al instante... el coche... Lola, mi abrigo...
Lola... vamos... ¿Pero qué es?... ¿qué ha tenido?... ¿tos seca?...
¿ahogo?... ¿se ha caído?... ¿se ha enfriado?... ¿se ha mojado en el
parque?... ¡Pobre alma mía! Un médico... Hay que avisar á Moreno sin
tardanza.

--Yo me encargo de eso... Vete tú al instante--dijo León, no menos
agitado que ella.--Será un aire, quizás el...»

Y luego añadió con severidad:

«Ya he dicho una y mil veces que hay que tener mucho cuidado...
los criados dan á los niños cuanto se les antoja... Quién sabe si
la habrán sacado sin abrigo al jardín... Vete pronto, corre, no te
detengas... yo haré que vaya en seguida Moreno Rubio. Irá en mi
coche... á escape... Quizás no sea nada...»

Pepa salió, y León corrió á casa del médico. No conviene pasar
adelante sin declarar que entraba en el palacio de Fúcar como amigo
del Marqués, como amigo también leal y verdadero y honesto de Pepa.
No frecuentaba sólo aquella casa: frecuentaba otras muchas, llevado
por su anhelo de buscar distracción en el ameno trato social y en
las amistades honradas. Pero en aquel palacio eran más largas desde
algún tiempo sus visitas. ¿Por qué? Alguien habrá que conteste torpe
y soezmente á esta pregunta; pero no acertará el que tal responda. En
León había nacido, sin que él le diera importancia, un sentimiento
excelso, divino, de intachable pureza, cuya explicación se verá más
adelante.



III

María Egipciaca se viste de pardo y no se lava las manos.


Después de avisar á Moreno Rubio, que vivía en el hotel inmediato al
suyo, y de rogarle encarecidamente que pasara sin pérdida de tiempo
á Carabanchel, para lo cual le facilitó su coche, retiróse León á
su casa resuelto á partir también para aquel sitio con la primera
luz del día siguiente. Su casa estaba solitaria, triste, y en ella
tomaban exagerado crecimiento las sombras de las figuras y el eco de
los pasos. Soñoliento criado le abrió, y el ayuda de cámara siguióle
medio dormido hasta su habitación.

«Déjame solo--dijo el amo al criado.--No me acuesto esta noche...
Oye, ¿se ha recogido la señora?

--Hasta las once estaba en el oratorio... Voy á preguntarle á Rafaela.

--No... no preguntes nada. ¿Quién ha estado aquí esta noche?

--La señora Marquesa de San Joselito y Doña Perfecta.

--La señora Marquesa de San Joselito y Doña Perfecta,--repitió León
como un estúpido.

--Ya se han ido, luego que acabaron de rezar.

--Bueno... retírate. No necesito de tí esta noche.»

El criado se retiró observando en su amo cierto desasosiego y la
especial manera de mirar que indica el tormento de una idea fija.
Pero un criado no puede consolar á su amo, ni arrancarle sus
melancolías por medio del cariño ó de la persuasión, y se fué. León
se quedó solo, y arrojado más que sentado en un sillón, con el codo
en el velador y la barba entre los dedos, medio cerrados los ojos
negros como la más negra noche, pensaba... sabe Dios en qué. Tal era
su alejamiento de la vida exterior, que no sintió los tenues pasos
de una figura parda que entró sin hacer ruido, y más parecida á
fantasma que á mujer, avanzó hasta llegar á él. Al sentirse tocado
en el hombro, al volver el rostro y verla, dió León un grito. Es que
á veces el estado de nuestro ánimo hace que nos causen terror los
hechos más sencillos y las caras más familiares.

«Me has asustado,--murmuró.

--¡Qué extraño! ¡asustarse de mí un hombre tan valiente, un hombre
de carácter y de juicio!...» dijo María con el acento rutinario y
quejumbroso que había adquirido desde algunos meses.

Vestía la señora una bata de color más bien tirando á ratón que á
liebre, y de exagerada sencillez y tosquedad. Estaba algo pálida, con
amarillez más propia de desaliño que de mortificación; sus bonitos
pies desaparecían dentro de grosero calzado de fieltro, y su cuerpo
carecía de contorno y gracia. Sus hermosos cabellos se ocultaban como
avergonzados bajo los pliegues de una especie de escofieta de muy
desgraciada forma.

Después de mirarle un rato, María dijo severamente: «¡Me tienes miedo!

--Sí: te tengo miedo,--replicó él apartando los ojos de su mujer y
fijándolos en el suelo.

--Pues qué--dijo María sonriendo con expresión de desdén y
superioridad,--¿tan fea me he vuelto? No creas, me gusta verte
temblar delante de mí... Este es privilegio de la humildad, señor
mío, de la pobre humildad que hace bajar los ojos á la soberbia.»

Al concluir esta frase, María tomó una silla para sentarse. Bien
porque sorprendiera un mohín de disgusto en la cara de su esposo,
bien porque creyera sorprenderlo, dijo así:

«¿Te enfada que venga á molestarte? Ya lo suponía. Por lo mismo me
quedo. Mi deber es antes que nada. Mi conciencia me exige que te
pida cuenta del largo tiempo que estás fuera de casa. ¡Ah! León, tu
conducta no es buena. Antes no eras cristiano, pero sabías guardar
las apariencias; hoy ni siquiera eso.

--Tú--replicó León fríamente,--haces todo lo posible para hacerme
aborrecible mi casa. Tu enfado, siempre que entran en ella los amigos
que más quiero, unido al prurito de llenarla con personas que no
son de mi agrado; tus frecuentes ausencias... porque tú también te
ausentas, y aún más que yo, para pasar el día en las iglesias; el
giro que ha tomado tu carácter, pues de cariñosa y amable te has
trocado en arisca y regañona, son otros tantos motivos para que yo
esté aquí lo menos posible. Esta es una casa de hielo y tristeza que
oprime el corazón desde que se entra en ella.

--¡Oh! ¡qué iniquidades dices!--exclamó María mirando con unción al
cielo, juntando las manos y llevándoselas á la barba.

--Créelo, mujer; yo no sé ocultar la verdad: tú has hecho de mi casa
un antro solitario, árido y obscuro, y yo quiero luz, luz.»

Ante la energía con que dijo esto, María se acobardó un tanto.
Después, pestañeando con gran viveza como quien rompe á llorar, dijo:

«No creas que tus brutalidades apurarán mi paciencia. Hace tiempo
que me hablas como si yo fuera uno de esos que discuten contigo en
los clubs, en los ateneos... qué sé yo cómo llaman eso. ¡Luz, luz!
¿quieres luz?... Muy bien. ¡Pobre hombre! ¿Te cansa al fin la ceguera
de tu ateísmo?... ¿Pues qué quiero yo darte sino luz?... ¡Y tú
empeñado en que no, en que no, en que has de estar siempre ciego!...
Bueno, hombre, no te apures. Muy consolador sería para mí que nos
salváramos juntos; pero tú te empeñas en perderte... Por mi parte,
hasta el último momento, hasta la hora de la muerte te diré: «León,
León, mira que...» ¿Te ríes? También me he acostumbrado á tus risas.
Dios me da paciencia, y sabré ser mártir de tus burlas como lo soy de
tu desdén y de tu enojo. Ríete de mí todo lo que quieras... búrlate.
Si no me importa, si lo deseo; si mi afán, mi anhelo constante es
padecer, padecer.

--¡Padecer!--exclamó León con amargura.--No es ciertamente ese mi
deseo; pero sí mi destino. Dios ha querido que allí donde creí
encontrar paz y amor, encuentre una guerra constante, hastío y tedio.
Yo esperé cargar una suave cruz, y cayó sobre mis hombros un madero
horrible, que me fatiga, que me anonada, que me hunde.

--¡Y ese madero soy yo! Gracias--dijo María no pudiendo sofocar el
mundano despecho que pugnaba por sobreponerse á su misticismo.--Ese
madero es tu mujer, soy yo.

--Eres tú. No puedo menos de decirte las cosas claramente. Debo
decírtelas.

--Pues arroja, arroja esa carga insoportable--clamó la esposa con
nerviosa inquietud, colorado el semblante, animados los ojos.--¡Te
peso y no me tiras al suelo... pues mátame, mátame de una vez...
Tengo la vocación del martirio.»

León miró con desdén á su esposa y le dijo solemnemente: «Yo no
mato... por eso.

--¿Pues por qué? Yo creo que matas por todo... No se mata sólo á
puñaladas: se asesina también á disgustos.

--Si se matara á disgustos, María, ya estaría yo muerto y enterrado.
Este infierno de fuego lento, este constante disputar, esta
recriminación nuestra, motivada por la discordancia radical en
nuestro modo de pensar sobre las cosas de la otra vida y aun de ésta,
son golpes sucesivos que matan, sí, matan más que el hierro y el
plomo. Y este dolor de la separación de dos seres; esto de sentir que
dos almas ya casi soldadas se separan, se separan, tirando cada cual
de su lado... porque duele, duele mucho, hija... y esto de sentir el
hueco solitario y frío allí donde estaba la forma y el calor de la
persona amada, y verse solo, solo...»

Profundamente conmovido, León dejó de hablar.

«De esa separación--dijo María,--tienes tú la culpa, tú, por tu
carácter rebelde á todo convencimiento, por tu ceguera, por tu
obstinación de ateo y materialista. ¿Pues qué he hecho yo sino
ofrecerte paz y unión?

--¿Qué has de ofrecer tú, si toda eres espinas, toda sequedad y
dureza? ¿Qué ofreces tú sino una paz parecida á la de los sepulcros,
la paz de una devoción embrutecedora, rutinaria, absurda? ¡Si en
tí no hay verdaderos sentimientos, sino afanes caprichosos, una
terquedad horrible y un misticismo árido y quisquilloso que excluye
el amor verdadero...! No hables de paz tú, que te has revuelto contra
mí, azuzándome y destrozándome el corazón con las garras de un
fanatismo feroz... porque me haces el efecto de una arpía que en vez
de veneno tiene una cosa que llamas fe, y con esa fe verdaderamente
diabólica me has emponzoñado.

--¡Oh!--gritó María dándose apariencia de mártir;--insúltame á mi
todo lo que quieras, pero no insultes mi fe; no blasfemes.

--Yo no blasfemo; yo digo que tú, tú sola, has hecho de nuestro
matrimonio un grillete de presidiarios. ¡Tú, María, tú! Parece que
no es nada, y sin embargo, ¡qué horrible cosa! Cuando nos casamos,
tú creías á tu modo, yo al mío; tú tenías tus ideas, yo las mías...
Es tan grande mi respeto á la conciencia ajena, que no traté de
arrancarte tu fe; te dí libertad completa; jamás me opuse á tus
devociones, ni aun cuando empezaron á ser exageradas y á enturbiar
la alegría de mi casa. Llegó un día en que te volviste loca, y lo
digo así porque no hallo mejor palabra para expresar la espantosa
recrudescencia de tu mojigatería desde que murió en tus brazos,
hace siete meses, aquí, en mi jardín, tu desdichado hermano, y
entonces ya no fuiste mujer: fuiste un basilisco de displicencia
y acritud; fuiste una inquisición en forma de mujer; no sólo me
martirizabas perdiendo toda amabilidad, haciéndote insoportable con
tus pretensiones de santidad, sino que me perseguiste con la necia
exigencia de hacer de mí un menguado beatón, un ente irrisorio. Yo
procuraba apartarte de tu desvarío por medio de la persuasión; á
veces hasta llegué á someterme un poco á tu ardiente capricho; pero
tú pedías tanto que era imposible, imposible descender hasta esa
santidad de sainete en que caíste. Llegó el momento de proceder con
energía: hice esfuerzos sobrehumanos para librarte de tu propio
fanatismo, y ya sabes que me fué imposible. He luchado tenazmente
contigo; he empleado todos los medios, argumentos de razón, de
sentimiento, hasta de fuerza: todo ha sido inútil. Tu espíritu está
deplorablemente sometido á una atracción poderosa, irresistible, y
vive sujeto á influencias obscuras que yo no puedo vencer. Hay en la
sociedad redes subterráneas, alianzas invisibles, lazos que atan,
y tijeras que rompen lazos sin que nadie lo vea. No se puede nada
contra esto. Me declaro vencido, María. Mi única palabra no puede
ser sino un adiós sincero, un adiós que te doy recordando que me has
querido, que hemos sido felices algún tiempo. Este adiós es triste,
muy triste: no hay esperanza.»

María estaba tan impaciente de hablar, que antes que él concluyera
dijo:

«También yo tengo mi capítulo de cargos, y de cargos tremendos. Yo
fuí criada en la religión divina y me enseñaron á practicar mi fe
sinceramente y con verdad. Me casé contigo, te quise, te encontré
bueno y honrado, sin comprender el horrible vacío de tu alma; pero
te quise y te quiero, porque mi deber es quererte y respetarte.
Pronto empecé á comprender que al enamorarme de tí había cedido á
un afecto liviano; que mi elección había sido un desacierto; que
tú eras incapaz de verdadera virtud; que mi alma corría grandísimo
peligro de contaminarse; que no podíamos entendernos; que tus
sabidurías eran muy sospechosas; que á tu lado y dejándome influir
por tí y tus pestilentes ideas, podría llegar á ser muy desgraciada
y á perder mis creencias... Me puse en guardia. Reconozco que fuiste
tolerante conmigo, que nunca afeaste mi devoción ni te burlaste de
la fe, como has hecho más tarde. ¡Ah! no puedes negarme que en la
libertad que me dabas había cierto desprecio. ¡Sonreías de un modo
cuando yo te hablaba de mis devociones...! Pero, en fin, así íbamos
pasando. Un día me dije: «Soy una tonta si no le convierto. ¿Por
qué no he de encender luz en esa alma apagada?» ¡Oh! entonces me
diste á entender que yo era una loca, me diste á entender que éramos
locos todos los que creíamos. Tú te sonreías, te sonreías, ¡cómo te
sonreías!... y con aquella apariencia de bondad hacías burla de los
dogmas sagrados. Tú me decías: «Deja las cosas como están, mujer,
que cada cual se salvará como pueda.» Esto me enojaba y me hacía
llorar, porque no hay, no hay, repito mil veces que no hay más que
una manera de salvarse... Llegaron después aquellos días críticos, lo
que yo llamo Semana Santa de mi hermano Luis, los días de la agonía
de aquel serafín, á quien Dios permitió que viniese á mi lado por
unos días para dirigirme por el camino del cielo... Veo que te irrita
este recuerdo. Necio, no puedes olvidar tu humillación en aquellos
días, cuando la presencia sola de mi hermano era para tí un motivo
constante de remordimientos.»

León no contestó á su mujer ni con una mirada. Encontraba en ella un
no sé qué de repulsivo que hacía retroceder sus ojos lo mismo que su
cariño.

--Yo también sentí entonces remordimientos, ó mejor dicho, dolor muy
vivo de mis culpas, y un afán ardiente de parecerme á aquel ángel,
en cuya compañía quiso Dios que yo naciera. Me consideré destinada
á un fin tan glorioso como el suyo. ¡Cómo se encendió entonces mi
alma en un fuego celestial, puro, muy distinto por cierto de estos
nuestros amores! ¡Qué placeres sentí, qué músicas del cielo oí, qué
cosas imaginé, qué apariciones ví, qué ansiedades sufrí, qué afanes
de ser miserable en la tierra para ser dichosa en el Cielo! ¡Qué
ardiente deseo de morirme para gozar una parte siquiera de aquel
gozo santo, santo, santo, en que está deleitándose mi hermano Luis!
Yo rezaba y soñaba, y mi hermano se me parecía, no sé si en sueños
ó despierta, resplandeciente de dicha y hermosura; llamábame á su
lado y me repetía las exhortaciones del último instante de su vida...
Después, no pasa noche sin que yo sienta su voz en mis oídos... No
creerás en esta elevación ni en este ensueño de mi alma, porque
estás ligado á la materia y no ves más que con los ojos del cuerpo.
¡Pobre hombre! ¡Pobre puñado de barro miserable! ¡Y es lo que llama
el mundo un sabio, porque se ha enterado de cuatro cosas de la
Naturaleza que nada le importan á nadie! ¡Pobre y desgraciado hombre!
¡Más desgraciado aún si no tuviera quien intercediese por él, quien
pidiese á Dios misericordia para él, para él, que no la merece!

--Gracias,» dijo León secamente; y como su mujer se le acercara,
apartó vivamente la mano para evitar el roce del vestido pardo.

El especial olor de aquella lana burda le atacaba los nervios.

«Tu ironía--declaró la esposa,--no me hará retroceder ni vacilar. Sé
que tu rebeldía concluirá: me lo dice una voz secreta de mi corazón;
me lo dice mi Dios cuando me quedo aletargada pensando en Él; me
lo dice el bendito patriarca San José, que es mi amigo, mi abogado,
mi patrón amantísimo, cariñosísimo y piadosísimo; me lo dice todo
lo que ven mis ojos más allá, en ese cielo esplendorosísimo...
Señor--añadió elevando los ojos y cruzando las manos, cuyas uñas no
tenían la refinada pulcritud de otros tiempos,--sálvale, sácale de
la pestilente secta atea en que ha caído, llévalo á tu gloria, hazle
aborrecer sus condenadas doctrinas.»

Siguió rezando en voz baja. Tocándole luego en el hombro, le amenazó
con la mano, y en voz muy baja silbó en su oído estas palabras:

«Has de venir á pedirme perdón; te arrojarás á mis pies; me has de
rogar con lágrimas y suspiros que te enseñe á rezar; te arrastrarás
como yo delante de los altares llenos de polvo, sin cuidarte de que
se te ensucien las manos; vivirás como yo en perpetuos escrúpulos de
conciencia; creerás que una sonrisa, una mirada, una idea fugitiva
son pecados; querrás abandonar todos los bienes del mundo y te
deleitarás con el culto constante, con el rezar sin fatiga, con el
descuido de todo lo exterior, con despreciar el esmero del cuerpo,
con la penitencia... Sí, tú has de salvarte; mis santos patronos no
podrán menos de hacerme este favor; intercederán con Dios, y Dios te
perdonará, te llamará á sí por mi conducto... ¡Oh! qué triunfo tan
grande, qué victoria!»

Aquí alzó la voz, y poniéndose en medio de la estancia en actitud
imponente, con la mano alzada, la mirada radiante, la cabeza erguida,
exclamó:

«¡Miserable ateo, te salvarás aunque no quieras!»

Mirándola salir, León callaba. El largo padecer iba haciéndole
estóico. Tanto se había martillado sobre su corazón, que éste parecía
convertido en insensible yunque. Después dejó caer el puño sobre el
brazo del sillón con tanta fuerza, que se estremeció ligeramente el
piso. Parecía decir: «Ya no más, ya no más».



IV

El mayor monstruo, el crup.


Por la mañana muy temprano, León se dirigió en su coche á
Carabanchel. Era el aire fresco á causa de la lluvia que no había
cesado de caer en toda la noche, y el fango del suelo, como un espejo
turbio, reproducía suciamente todos los objetos. Trabajadores de
varias clases y carreteros que blasfemaban como señoritos (valga la
inversión de los términos de este símil), transitaban por el puente
y el camino, cruzándose con arrieros de Fuenlabrada y hortelanos
de Leganés ó Moraleja. Por allí arrojaba también Madrid, en aquel
amanecer triste, algunos de sus muertos pobres, que eran llevados en
hombros hacia San Justo ó Santa María.

Pasado el primer Carabanchel, León traspasó la verja de una magnífica
finca, situada en el segundo Carabanchel ó Alto. La posesión de
Suertebella es una de éstas que el capital abundante y la paciencia
han hecho en las proximidades de Madrid, y sostiene digna rivalidad
con las célebres Vista-Alegre, Montijo, Alameda de Osuna, Bedmar en
Canillejas. Tenía extenso y frondoso arbolado de olmos, acacias,
gleditchias, soforas, con su gran planicie de costoso césped, donde
se veían gallardas sequoias, nísperos del Japón, magnolias y otras
especies exóticas; magníficas estufas llenas de fucsias y gomeros,
helechos arborescentes, cactus y araucarias; corrales poblados de
castas diferentes de gallináceas; cuadras donde los caballos vivían
como caballeros; establos y pajarera, sin que faltase un poco de ría
para pasear en barquichuelo, un tiro de pichón, gruta, estanquillo de
piscicultura, hasta algo de ruínas con su imprescindible pincelada de
hiedra y musgo.

El palacio, aunque construído de prisa con ladrillo y revoco, era
suntuoso y elegante, sobre todo en su parte interior, donde una mano
pródiga y muy ducha en elegir reunió cuanto de rico, raro y bonito
producen las artes suntuarias de nuestros días. Era de planta baja,
constituído por larga serie de grandes salones en fila, decorados
primorosamente. Quien haya visto las viviendas de la aristocracia
bancaria, comprenderá que no faltaba el salón árabe, obra delicada de
Contreras, ni el japonés, ni el gótico-sajón, ni menos el obligado
Luis XV. El Marqués de Fúcar se pirraba por todo lo que fuera
_carácter_, y la cosa más bella del mundo no era de su devoción si
no estaba absolutamente impregnada por todos los cuatro costados de
aquella calidad, que hacía decir: «¡Oh! vean ustedes qué _carácter_.»

León atravesó uno tras otro aquellos salones anchos, solitarios,
vacíos de gente, lúgubres, vestidos de seda como príncipes
amortajados, y en su grandiosa capacidad parecía que alguna enorme
boca bostezaba. Las alfombras, cuya blandura habrían envidiado los
colchones de algunas casas, apagaban sus pasos; los ricos bronces
cincelados, que todavía olían á embalaje, y el barniz de los cuadros
de almoneda, reflejaban fugitivos rayos de luz, y algún reloj decía
su monólogo impertinente, turbando el silencio de aquellos antros
cubiertos de joyas. Vió retratos históricos que fruncían el ceño;
figuras _poussinescas_ de risueños colores que bailaban en los
tapices con pastoril juego; Cristos de extremada amarillez cadavérica
en brazos de la Madre Dolorosa; centenares de torerillos, mujerzuelas
y chulos de los que crea la moderna escuela menuda de España, y
que tanto gustan á los aficionados de hoy; barros graciosísimos y
acuarelas representando escenas un tanto libres; gordinflonas ninfas
de Rubens y flacos corceles de _turf_ retratados con tanto esmero
como se retrataría á Cavour ó á Lord Byron; preciosos gatitos de
porcelana, que hacían mimos en el borde de un jarro, y jardineras
sostenidas por horrendos hipopótamos, grifos ó cosa semejante.

Vió también criados en cuyo semblante se pintaba la consternación, y
criadas que tenían los ojos encendidos de llorar. Algunas palabras
rápidas y angustiosas le pusieron al corriente de la situación.
Vió después que delante de muchos santos ardían velas primorosas,
tan bonitas que parecían hechas por manos de ángeles, y oyó rezos
y llantos. Por último, llegó á donde estaba el centro de tanta
tristeza, una cámara silenciosa, fúnebre, medio á obscuras. Se
acercó, cual si en ella estuviera pasando el hecho más transcendental
de la historia humana. Lo que allí pasaba era un dramita, la muerte
de un sér pequeño, una catástrofe menuda de esas que no tienen
ningún eco en el mundo, porque no le arrebatan ni hombre grande ni
mujer útil, pero que llenan de congoja y turbación á las familias.
En pos de aquella muerte no vendría orfandad, ni viudez, ni ruínas,
ni herencias, ni trastornos, ni siquiera luto; no habría sino un
episodio más de la eterna hecatombe de chiquillos con que la
Providencia, matándoles en la puerta de la vida, llena de aflicción á
las madres. Creyérase que necesita recortar todos los días á la raza
humana, codiciosa de crecer demasiado.

Pepa, vestida aún con el traje que llevó á los toros, habíase
arrojado en una silla, las manos cruzadas, la mirada atónita. Su
desesperación silenciosa causaba vivísima pena á cuantos estaban
allí, y los que no podían contenerla se salían fuera á llorar. Junto
á ella estaba el lecho, tan bonito, que las hadas no lo fabricaran
mejor con sus dedos maravillosos. Era como una canastilla de cañas
de oro destinada á ostentar las flores más delicadas: sus cortinas
blancas con lacitos de rosa y encajes eran de tanta gracia y belleza,
que no las desdeñarían los ángeles para jugar al escondite entre sus
pliegues. León se acercó hasta ver la cabeza de la moribunda, que
hundía suavemente con su peso la almohadita llena de rizos dorados y
de lágrimas.

León sintió escalofríos de pavor y como un puñal partiéndole el
corazón al ver á Monina con la cara lívida y descompuesta, los
labios violados, los ojos muy abiertos, pestañeantes y lagrimosos,
el cuello entumecido, tirante, hinchado por el infarto de los
ganglios, y padeció más al oir aquel gemido estertoroso, que no
era tos ni habla, sino algo semejante á voz de ventrílocuo, una
nota aguda, desgarradora, agria como chirrido de un pito en boca
de un demonio y parecida á la inflexión del canto de un gallo, de
donde viene, según algunos, el nombre de _crup_ (crow). La vió
contraerse sofocada, llevándose los dedos al cuello para clavárselos,
con ansia de agujerearse para dar paso al aire que faltaba á su
garganta obstruída. ¡Espectáculo horrible! La muerte de un niño por
estrangulación, sin que nadie lo pueda evitar, sin que la ciencia ni
el cariño materno puedan distender la invisible garra que aprieta
el cuello inocente antes blanco como lirio y ahora cárdeno como un
pedazo de carne muerta; aquella vida pura, inofensiva, amorosa,
angelical, que se extingue de manera trágica, con las convulsiones
del criminal ahorcado y el espanto de la asfixia, es uno de los más
crueles ejemplos del dolor inexorable que acompaña, como prueba ó
castigo, á la vida humana.

En aquella agonía sin igual, Monina volvía sus ojos acá y allá y
miraba á su madre y á los criados, como pidiéndoles que le quitasen
aquella cosa apretadora, aquella _pupa_ más terrible y dolorosa que
todas las _pupas_ posibles. ¡Bárbaro drama de la Naturaleza!

Inmensa era la desolación. Los corazones manaban sangre. Ya de tanto
padecer, ni siquiera se lloraba. Por la mente de todos pasaba como
relámpago infernal una idea sacrílega: la idea de que no hay, de que
no puede haber Dios. León no sabía qué decir, y por un instante sus
ojos, aturdidos como los de un insensato, vagaron de la hija á la
madre y se fijaron en cosas insignificantes, en el velador lleno de
medicinas, en los juguetes sembrados por el suelo, muñecas sucias y
sin vestir, caballos sin patas y gatos sin cola. Todos parecían tener
en sus caras de pasta tanta expresión de desconsuelo como los seres
vivos.

El examen de Monina y el del semblante de Moreno Rubio, que no se
apartaba de allí, indicaron á León un desenlace funesto. Pepa le miró
llenos de lágrimas los ojos, y con dolor profundo, sin bulla, sin
declamación, pudo tartamudear estas palabras:

«¡Se me muere!»

León, por decir algo, afirmó que no había motivo para tanto. Pepa
añadió:

«No hay esperanza... Moreno Rubio ha dicho que no hay ya esperanza...
que ya...»

No concluyó la frase, porque acometida de una congoja, derramó
lágrimas sin fin.

La pena que sentía León era para él desconocida, pena grande y nueva
que había estallado y caído sobre él como rayo del cielo. Había
conocido á Monina algunos meses antes y encontrado en su angelical
travesura placeres inefables. Esto solo no bastaba quizás á explicar
que le hirieran tan en lo vivo el padecer físico de una niña que no
era su hija, y el dolor de una madre que no era su mujer.

Para que el _crup_ sea más cruel, tiene sus traidores descansos,
precursores siempre de una crisis mayor. El infame afloja su dogal
para que la víctima respire y vea cuán bueno es el aire, cuán dulce
la vida. Después vuelve á apretar hasta que concluye todo. Cuando
pasa un violento acceso de tos, suelen venir lo que los médicos
llaman falsas mejoras. Bajo la acción del tártaro entibiado, Monina
logró expulsar algo de las falsas membranas que se le habían
formado en las amígdalas, en la epiglotis y en la laringe. Aliviada
un tanto, respiró con holgura y movió con viveza y animación sus
ojos. Movimiento general de esperanza y alegría. Pepa acudió á
cubrirla y á arreglar su ropa, porque con la violencia de la tos se
había desabrigado. Cuando Monina vió á León, gimió con ese lloro
displicente y mimoso que emplean los chicos enfermos si ven alguna
persona al lado de su madre ó de la enfermera que los cuida.

Es esto en ellos el lenguaje de la envidia, uno de los primeros
sentimientos de la criatura en la tierra.

«Alma mía... es León... ¿no le quieres? Pues que se vaya. Vete de
aquí, bribón.»

Se oyó un débil gemido que decía:

«_Bibón._

--Vete, vete... Voy á castigarle. Hija mía, escupe.»

Pepa le puso la mano en la boca, y Monina, cerrados los ojos, movió
los labios para escupir en la mano. Después parecía delirar y decía:
«Más, más, más.»

Es la palabra que nunca sueltan de la boca los chicos cuando
les están enseñando un libro de estampas, ó pintando muñecos, ó
haciéndoles algo que les entretiene. Como nunca se satisfacen, no
cesan de pedir más y más. Después, siguiendo en el delirio, hizo
un movimiento cuya vista produjo en todos agudísimo dolor. Fué que
extendió una mano fuera de las almohadas, cerrando y abriendo el puño
como cuando se amasa algo. Así saludan ellos cuando se despiden.
Era un ademán de gracia que en aquel momento era un gesto trágico.
Transcurrido un minuto, reapareció con más fuerza la tos seca y
metálica, la estrangulación, la desesperación convulsiva de la pobre
niña y el alarido agudo, semejante el canto de un gallo. El que oye
aquel son, cree que una aguja candente le traspasa el cerebro. La
niña se ahogaba, se moría. Pepa dió un grito y cayó al suelo sin
sentido.

La llevaron á su habitación. León se quedó junto á la niña. ¡Cuántas
cosas pensó en un minuto, en un solo minuto! Él mismo se maravillaba
de que la pena que sentía fuera bastante grande para llenar por
entero su alma, como si la pobre Monina representara todo la que el
mundo contiene de risueño é interesante. Después de la muerte de su
padre no había notado él que su espíritu se aferrase tan fuertemente
á un sér querido en el momento último. Ningún parentesco tenía con la
madre ni con el padre de Monina, y sin embargo, sentía lo mismo que
si aquel morir doloroso le arrebatara algo que era suyo, muy suyo,
íntimamente suyo. Sin duda la madre y la hija se confundían en aquel
sentimiento de compasión inmensa, entrañable, que ocupaba su alma, no
dejándole hueco para ningún otro sentimiento.

Pocos meses antes del ataque de _crup_ había intimado con Monina,
entablando con ella esas amistades que jamás son desinteresadas por
la parte menuda, pues exigen frecuentes visitas á la Mahonesa y á
casa de Schropp[A]. Muchas veces le aconteció abandonar quehaceres
graves sólo por ir al palacio de Fúcar á jugar con la chiquilla. ¡Era
tan linda, tan alegre, tan vivaracha, tan sabedora; era tan elocuente
y expresiva su media lengua sin gramática!... hacía observaciones tan
agudas y mostraba tanto despejo y gracia, junto con tanta amabilidad
y dulzura... De poco tiempo databa su amistad; pero en este corto
período León había jugado con Monina en todos los juegos de que es
capaz un hombre con barbas; habíala paseado en sus brazos; había
intentado enseñarla á bien decir, á hacer limosnas, á perdonar las
ofensas, á compadecer á los pobres, á no castigar á los animales, á
obedecer á su mamá, á responder derechamente á las preguntas, á no
llorar sin motivo. Por su parte, él se había acostumbrado á verla
sonreir, y difícilmente podía pasarse ya sin aquella sonrisa. ¿Y cómo
no adorar tan hermoso lucero, si él estaba rodeado de lobregueces?
Monina tenía dos años y un mes; su nombre derecho era Ramona, por
su abuela materna la difunta Marquesa de Fúcar. Poco á su madre se
parecía porque era muy linda, rubia, con ojos y mirar de querubín,
toda seducciones la boca parlera, de cuerpo esbelto y desarrollado,
inquieta y saltona como un pájaro. Aquel picoteo suyo haciendo
regulares todos los verbos (con lo cual reconstruyen los chicos el
lenguaje), seducía. Y si le entraba la comezón de no estar quieta en
ninguna parte, circulando como mariposilla y zumbando como abeja, los
ojos mareados no podían apartarse de ella. El juego encendía auroras
en sus mejillas; la vida parecía rebosar en ella de tal modo, que
hablando reía, y andando volaba, y pidiendo castigaba, y enredando
decía alguna frase pasmosa, de esas frases absolutamente lógicas con
que los niños asustan á los sabios.

  [A] Bazar de juguetes que ya no existe.

¡Qué espantosa transformación! El término de un día había bastado
para hacer de aquel conjunto hechicero de inocencia y hermosura
un miserable cuerpo enfermo. Bien pronto, de la pobre Monina no
quedaría en la tierra más que un objeto marchito un envoltorio ajado
y desagradable del que se apartarían los ojos con pena... Esta idea
atormentaba á León de tal modo, que no podía resignarse á ella. No,
Monina no debía morir: á él le hacía falta aquella preciosa vida.
¿Por qué? No sabía por qué; sólo sabía que en lo más íntimo de su
sér había una fibra, un nervio, un hilo doloroso, fijo, clavado, del
cual tiraba Ramona al quererse partir para el cielo. Días antes,
el tal sentimiento le había parecido superficial, ligero y sin
consecuencias; aquel día lo encontraba adherido con fuertes raíces,
que si se rompían, ¡ay! arrancarían un pedazo muy grande de su alma.

Pasados unos minutos de meditación, habló con el médico. La invasión
de la _difteritis traqueal_ era tan violenta, que no había esperanzas
de vida. La niña, según Moreno Rubio, no vería la luz del día
siguiente. No había señales de que el tártaro determinase la acción
sudorífica y detersiva; que si las hubiera, podría esperarse algo.
Atento á cumplir con su deber, Moreno Rubio dispuso aplicar la
disolución cáustica sobre la mucosa enferma. Un rato después se vió
que el resultado era nulo.

«¿No hay otra cosa?--dijo León, que parecía un muerto.

--El mercurio en fricciones.»

Allí no se descansaba un segundo. El médico inventaba, León disponía
con febril actividad, y todos, el aya, las doncellas, los criados,
ejecutaban con presteza. Vuelta en sí del accidente que la privara de
sentido, Pepa acudió al lado de su hija. No podía estar dignamente
en otra parte, sino allí, junto al gran peligro, vigilando las
últimas palpitaciones de aquella vida preciosa, y previniendo la
sed, el desabrigo, la convulsión, y prodigando cuidados, cariños,
agua, besos, auscultaciones, miradas. Se conocía en su semblante el
heróico esfuerzo que necesitaba desarrollar para que su dolor de
madre no entorpeciera su acción de enfermera. Atenta, cuidadosa, sin
distraerse un momento, sin ocuparse de sí misma ni de cosa alguna,
toda su alma estaba en el bracito que se descubría, en el golpe de
tos, en el sofoco laríngeo, en el grito desgarrador, indefinible, más
trágico que todos los gritos trágicos del mundo antiguo y moderno,
que á veces se aguzaba como chirrido de metales rozándose sin aceite,
á veces se apagaba como un murmullo de tenues notas, como una música,
como un lenguaje, como un soliloquio en sueños.

Transcurrieron horas, ¡qué horas! El día pasó como pasa un instante.
Llegó la noche. Nadie tenía allí noción del tiempo. Hubo un momento
en que no se oía sino un sollozar apretado y suspiros contenidos. Los
corazones mujían estrujados bajo una prensa horrible. La angustia
habitaba el palacio llenándolo todo. Llenábalo también el olor de
la cera ardiendo delante de los santos y de la Virgen. La nena de
la casa se moría. Ya ni siquiera se llevaba las manos á la garganta
para arrancarse _aquello_. Iba quedando fatigada, inerte, vencida
en la desesperante lucha; su cabeza hacía un triste hoyo en la
almohada, cual si fuese una piedra de enorme peso, y sus manecitas
no empuñaban la sábana para hacerla trizas. ¡Si al menos el infame
verdugo la dejara morir tranquila...! Pero no: aún aflojó la soga
para concederle un instante de alivio. En su estado comático, Monina
murmuró: «Más.

--Sueña que le estás dibujando muñecos,»--dijo Pepa, que oprimiendo
el pañuelo contra su boca como quien se aplica una mordaza, dejaba
sus lágrimas correr á chorros por entre los dedos.

Monina llamó á _Tachana_, una niña con quien jugaba diariamente.
Después nombró á _Guru_, hijo, como _Tachana_, del administrador de
Suertebella.

Vino un nuevo ataque diftérico, que parecía ser el último por su
violencia. Pepa lanzó un grito desgarrador.

«¡Se muere, se muere!»

Y se arrojó sobre el cuerpo de la niña, rodeándolo con sus brazos.
Presa de un delirio insensato, la madre se llevó las manos á su
propia garganta y se apretó como si quisiera estrangularse. Era el
movimiento natural, primario, instintivo de la abnegación, queriendo
apropiarse el mal del sér amado. Quisieron retirarla de allí; pero no
fué posible arrancarla de la cabecera del lecho.

Acercóse León al médico, y le dijo al oído:

«¿Por qué no intenta usted la operación de la traqueotomía?»

Moreno Rubio repuso con voz sepulcral:

«En esta edad es casi un asesinato.

--Conviene intentarlo todo, hasta el asesinato.»

Parecían dos espectros secreteando al borde de sus tumbas.

«¿Usted lo quiere?

--Lo quiero.

--Consultemos á la madre.

--No es preciso: yo lo mando.»

Moreno Rubio alzó los hombros. Después se retiró detrás de las
cortinas del lecho, donde había una mesa.

«¡Hija de mi corazón!--exclamó Pepa.--¿Por qué te mueres?... ¿por
qué me dejas sola, tan sola como estoy?... ¡Oh! Dios mío, Virgen de
los Dolores, ¿por qué me quitáis á mi niña, lo único que tengo?...
¡Monina, Mona!...»

Diciendo esto, la madre no sospechaba lo que trataban León y el
médico; no vió que tras de las cortinas brillaba un acero, una
herramienta lúgubre, más siniestra que el hacha del verdugo.

«¡Monina, angelito mío, serafín mío!... ¡abre los ojitos, mírame!»

Su pena rayaba ya en fiereza, y el ascua siniestra de su mirada
delirante, sus labios secos, pálidos y temblorosos, el nervioso
arqueo de sus brazos, todo parecía indicar esa suprema crisis del
dolor que da á la madre las convulsiones de la euménide.

«¡Monina, paloma, niña mía!--prosiguió.--Yo me muero contigo; yo no
quiero que te separes de mí.»

Y al besarla parecía que quería devorarla.

«Pepa--le dijo León,--vamos á intentar lo último... no te asustes...

--¡Mi hija está muerta, muerta!»

Como si quisiera responderle, Monina dió un violento salto, y en un
acceso de horrible tos expulsó un pedazo de falsas membranas. Después
quedó otra vez inmóvil y reapareció el gemido estertoroso.

«¡Si se enfría, si está helada el alma mía...!--gritó Pepa.--Doctor,
doctor.»

Moreno acudió prontamente.

«Helada no--dijo León tocando á la niña.--Al contrario, parece que
suda.

--¡Suda!» murmuró Moreno después de una larga pausa.

Sus manos tentaban á la moribunda, y su mirada perspicaz,
acostumbrada á leer las oscilaciones de la vida, se clavaba en
aquélla, que después de oscilar se detenía, sin duda para extinguirse
en calma.

«Suda,--volvió á decir León.

--Suda,» repitió Pepa con un rugido.

Los tres callaron. Parecía que un débil rayo de esperanza había
estallado en medio de aquel grupo, hiriendo al mismo tiempo los tres
corazones. Pero no era posible, no.

«Abrigarla bien,» dijo Moreno brusca, imperiosamente, con voz de
piloto que manda una maniobra salvadora; y sin poderse contener,
soltó un terno terrible.

Seis manos arreglaron la cama de Monina con febril presteza.

León y Pepa miraban á Moreno; pero no se atrevían á preguntarle nada.
Más valía dudar, que es algo parecido á esperar. El semblante del
médico no indicaba nada claramente, á no ser un vago dudar también.

«¿Sigue sudando?

--¡Oh! Sí.

--¡Sí!

--¡Sigue!

--¡Ahora más!»

Se observaba la ligera humedad de aquella fina piel como si de ella
dependiera la continuación ó la ruína del universo existente.

«¿Pero esto no es un síntoma favorable?--dijo al fin León.

--Favorable es; pero aún...

--Ayudemos á la Naturaleza,--dijo Pepa.

--Ella no necesita de nuestra ayuda en el caso presente...

--Pero...

--¿Será posible que...?

--¿Doctor...?

--Todavía nada, nada.

--¡Suda más!

--¡Más!

--¡Hija de mi alma!... ¡Oh! Si vivieras...»

Detrás de la silla en que estaba Pepa, había una imagen de la Virgen
Dolorosa con dos velas encendidas. Pepa dió un salto, se arrodilló,
se postró, besó el suelo. Durante un rato se oyeron sus gemidos
sofocados contra la alfombra. Seguro de que la madre no podía oírle,
Moreno acercó sus labios al oído de León y le dijo:

«Si la acción detersiva sigue y llega á tomar importancia, es
posible que se salve... Pero sólo hay cuatro probabilidades
favorables contra noventa y seis adversas... No digamos nada á Pepa.

--¡Cuatro probabilidades!...--pensó Roch.--Ya es algo... El corazón
me dice...»

Y todo su interior se sacudía con un palpitar loco, frenético. Toda
la vida humana estaba allí delante de sus ojos, pendiente de un hilo,
de un soplo.

Pasó un rato. Pepa volvió junto al lecho. Saltaba de una parte á
otra como leona herida. No necesitaba preguntar: bastábale ver las
miradas, las actitudes. Había allí algo de extraordinario y novísimo,
un como giro total en los inmensos círculos del Universo. Los dos
hombres estaban ansiosos, no abatidos.

«¿Qué hay?--dijo la madre.

--Esperanza,--replicó León sin poderse contener.

--Poca,» balbució Moreno.

Pepa cruzó las manos, elevando al cielo una mirada de ferviente
gratitud.

«No, señora, no tenga usted grandes esperanzas--dijo el médico.--Esta
reacción no es todavía suficiente ni mucho menos. Puede ser una falsa
mejoría como antes... Retírese usted á descansar un momento.

--¡Yo descansar!... descansar... ¡cuando mi hija se salva!

--Todavía...

--Suda más,--murmuró Pepa con los ojos tan abiertos, que más parecía
aterrada que alegre.

--Sí: suda, y mucho.

--¡Muchísimo!--exclamó la madre, cuya imaginación sobrexcitada
agrandaba el fenómeno sudorífico de tal modo, que la humedad de
la piel de Monina le parecía un río.--¡Si Dios quisiera, si Dios
quisiera conservarme mi tesoro!...

Y se arrodilló junto á la cama. Extendía sobre la niña sus manos
sin atreverse á tocarla. Apenas respiraba, temiendo que su aliento
turbase aquella bendita reacción. Monina reposaba tranquila, y su
respiración empezaba á suavizarse.

«¿Será posible?... Doctor...

--Nada, nada--declaró el inflexible Moreno.--La esperanza es muy
exigua todavía. Veremos si sigue...

--¡Oh!... ¡Si la Virgen Santísima se apiadara de esta pobre madre
sola! León, ¿qué opinas tú?

--¡Yo!... no sé--replicó León con ansia.--No sé... parece que me
dice el corazón... Pero no me atrevo, no me atrevo. Tengo una
corazonada... Quién sabe... quién sabe... es posible...»

Pepa se comprimió la boca para no gritar de alegría.

«¡Oh! ¡qué turbación!... ¿Vivirá?... Y si nos engañáramos... y si nos
equivocáramos... ¡Dios mío, Virgen mía! ¿por qué me dais esperanza,
si luego me habréis de dejar sin mi único tesoro, sin lo mejor de mi
vida, de mi casa, de mi alma?»

Dió varias vueltas como persona inquieta, desasosegada, demente, que
no sabe qué hacer.

«Recemos, recemos--dijo al fin.--La Virgen me ha oído... Le rogaré
más, más y más, hasta que me quede sin sentido. Recemos, León; ¿por
qué no rezas tú también?

--También rezo,--replicó León inclinando la frente.

--¿También tú, tú?... Todo el que llama con fervor y humildad será
oído. ¿De qué modo rezas tú?»

Y tomándole el brazo le impulsó con energía hacia la imagen
iluminada. En aquellos momentos de frenesí, la fuerza muscular de
Pepa era prodigiosa.

«Como tú quieras,» dijo León, que no era dueño de sí mismo.

Él no se dió cuenta de cómo se dejó llevar, de cómo puso una rodilla
en tierra, de cómo alzó los ojos exclamando con voz conmovida:
«Señor, que no se muera Monina. ¡Es lo único que amo en el mundo!»

¡Una niña que se muere, una madre que se desespera, un hombre que cae
de rodillas y reza á su modo!... Voy creyendo que es tontería contar
estas cosas que nada tienen de particular.



V

La madre.


¡Qué horas las de aquella noche! En ellas no pasaba nada, y, sin
embargo, transcurrían llenas de interés, como los años de la historia
preñados de pasmosos acontecimientos. La excitación nerviosa de
Pepa era tan grande, que parecía tocada de locura; llorando reía,
y sus palabras entrecortadas, sueltas, incoherentes, anunciaban el
extraordinario desvarío de su alma, vacilante entre la desesperación
y la esperanza. A veces temblaba como una vieja decrépita; á veces
iba de aquí para allí como una niña que no sabe lo que hace.

Y Monina, después de expeler mayor cantidad de falsas membranas,
seguía sudando copiosamente. Aquel sudor semejaba un rocío del
cielo. El color amoratado de su rostro iba desapareciendo, y en sus
mejillas alboreó ligero tinte rosado. Daba alegría ver cómo apuntaban
las flores de la vida en aquello que había sido yermo de muerte.
Su respiración era blanda, y en sus labios mudos, ligeramente
dilatados, apuntaba también el capullo de la más hermosa flor de la
infancia, que es la risa. No se podía verla sin esperanza: no era
posible desechar aquella esperanza que se apoderaba del alma como una
inspiración del cielo. Aclaraba el día cuando Moreno se volvió hacia
Pepa y le habló así:

«Ya es hora de poder decir algo positivo.

--¿Sí?

--Mi hija...

--Pues la niña--añadió el médico estrechando la mano de Pepa,--está
fuera de peligro. Una reacción sudorífica, precedida de la expulsión
de las membranas, nos la ha salvado. León quería intentar la
traqueotomía... La disolución cáustica, obrando sobre la mucosa, nos
ha devuelto la joya que creíamos perdida.»

Pepa le besaba las manos, llenándoselas de lágrimas.

«No he sido yo, señora: ha sido la Naturaleza, y el tártaro y la
disolución cáustica... en una palabra, la Naturaleza sola, ó mejor
dicho, Dios solo. Ahora es tiempo de que yo descanse un poco.»

Después de dar breves instrucciones, se retiró. Pepa se había quedado
muda. La alegría no le permitía decir nada. Se puso á rezar, estuvo
en oración más de media hora. León estaba junto al lecho, apoyada la
frente en las manos. De pronto sintió una voz que le llamaba. Miró y
vió á Pepa junto á él.

«¡Qué día y qué noche has pasado!--le dijo ésta.--Horas de ansiedad,
de muerte, y después de alegría. Tú no eres padre; si lo fueras,
¡bienaventurados tus hijos!... El interés que has mostrado por esta
niña de una familia amiga, pero extraña, de una familia que no es la
tuya...

--Ese interés es un cariño irresistible, que aun aquí no puedo
explicarme. Paréceme una aberración, una locura.

--¡Locura!... eso no. Yo quiero que ames á mi hija. Mira, León: si
vivo mil años no olvidaré estas horas en que tanto ha padecido y
trabajado mi pobre alma, y lo que menos olvidaré será aquel momento,
que fué el más solemne y crítico de esta noche, y aquellas palabras
que oí y que están en mi memoria como si las hubieras estampado con
fuego.

--No sé qué dices.

--Ni yo tampoco--replicó la de Fúcar inclinándose hacia León.--Creo
que la alegría me ha vuelto demente... Noto en mi cerebro no sé qué
aberración ó desquiciamiento... ¿Pero es verdad que tengo á mi
hija?... ¿es verdad que conservo á este ángel para que me acompañe en
mi soledad?»

Miró á la niña, y acercándose despacio la besó en la frente con mucho
cuidado para no turbar su tranquilo sueño. Cuando se volvió hacia el
amigo, éste pudo observar una extraña iluminación en los ojos de Pepa.

«Estás muy excitada--le dijo.--Debes acostarte y dormir un poco.
¡Pobre madre! Has padecido mucho desde anteanoche.

--Mucho--repitió Pepa.--He padecido mucho; pero no ha sido sólo
ahora, sino antes, antes... Estoy familiarizada con el padecer.

--Cálmate... tienes calentura.

--Pues como te decía--indicó la dama pasando bruscamente de una
indecisión sombría á una claridad sonriente,--no olvidaré jamás
aquellas palabras... «Señor, que no se muera Monina. Es lo que más
amo en el mundo.» ¡Lo que más amas en el mundo!»

León bajó los ojos.

«Yo agradezco mucho que quieras á mi hija de ese modo--dijo Pepa
pronta á llorar.--Al fin no soy yo sola quien la quiere... Eres un
buen amigo, amigo mío desde la infancia... Siempre te he apreciado, y
ahora más que nunca... En fin, al ver el interés que has tomado por
mi niña, interés verdadero, profundo; al ver esto, siento un deseo
irresistible de romper un silencio que me ahoga, de quebrantar un
secreto que no cabe en mí, y decirte que...»

Dejó caer desplomada su cabeza sobre el hombro de León, y lo regó
con abundantes lágrimas. El no decía nada. Sentía el peso de aquella
cabeza y el calor de aquel aliento y la humedad de aquellas lágrimas,
y callaba torvo y reconcentrado en sí mismo. Parecía que la dama
lloraba sobre una piedra.

Un sentimiento de dignidad ó de pudor estalló súbito en el alma de
Pepa. Incorporándose ruborizada, lanzó una exclamación que parecía
significar: «¿Qué estoy haciendo?... ¡Esto es un escándalo!»

«Pepa--dijo León estrechándole cariñosamente una mano.--Tu niña se ha
salvado. Yo me retiro.»

En aquel momento sorprendióles una voz fresca, argentina, angelical,
una voz del cielo que gritaba: «_Mama, mama..._»

Pepa se la comió á besos. Monina resucitaba, pedía _chicha_
(carne), _melutita_ (merluza), _bichichi_ (roast-beef), _cayamelo_
(caramelos), _panimiteca_ (pan y manteca), todo junto, todo á un
tiempo, todo en gran cantidad, y después de esto, no sabiendo más
nombres, pedía _cosas_. Con esta palabra compendian los niños su
insaciable deseo de posesión. Es el vocablo sintético de su codicia y
de su gula.



VI

El Marqués de Fúcar recibe nuevos favores del Cielo.


Desde entonces la enfermedad de Ramona no ofreció cuidado, y conocido
en Madrid el buen término de ella, llenóse el palacio de amigos que
corrían á felicitar como antes habían ido á compadecer. Hay gentes
que viven así, felicitando y compadeciendo todo el año, y que se
morirían de tedio si no hubiera muertes y bautizos, carruajes y
tarjetas.

León partió á Madrid cuando los blasonados coches empezaban á
entrar en el parque de Suertebella. A medio camino volvió para
advertir que no olvidara de dar á la convaleciente una medicina
que ordenó el médico. Esto le inquietaba tanto, que en todo el día
no cesaba de decir para sí: «¡Si la levantarán antes de tiempo...
si no la abrigarán... si echarán demasiado cloral en el jarabe...
si le darán golosinas...» Aquella tarde despachó en su casa varios
asuntos, hizo luego algunas visitas indispensables, y por la noche
se retiró temprano. No vió á su mujer, ni su mujer hizo por verle
á él. A la mañana siguiente tomó el camino de Suertebella, donde
una grata sorpresa le esperaba. El Marqués de Fúcar acababa de
llegar, acompañado de un ilustre extranjero, el Barón de Soligny, el
gran _Fúcar_ de la nación vecina; hombre que andaba olfateando las
naciones en busca de esos negocios enormes, fáciles, que nacen más
espontánea y frondosamente en el seno de los pueblos desgraciados.
Del mismo modo crecen ciertos árboles en los terrenos muy cargados de
basura. No tardaría en venir de Madrid el Sr. D. Joaquín Onésimo, ya
Marqués de Onésimo, llamado á toda prisa por Fúcar para conferenciar
sobre el proyectado empréstito nacional.

León encontró al Marqués muy pensativo y un si es no es preocupado,
vacilando entre la tristeza y la alegría, cosa difícil de explicar,
porque los negocios más arduos no alteraban jamás la pasta dulce
y blanda de aquel carácter enteramente mundano. Al hablarle de la
enfermedad de Monina y de su milagrosa curación, D. Pedro, que amaba
entrañablemente á su nieta, se mostró muy gozoso; después miró al
suelo, frunciendo ligeramente el ceño, se sonrió un poco, volvió
á ponerse grave, y tomando á León del brazo y llevándole á otro
aposento, le dijo:

«Hay que preparar á Pepilla para una mala noticia.

--¿Mala noticia?

--Sí; y digo mala por... qué sé yo por qué. Realmente, la noticia
de una muerte, quienquiera que el difunto sea, es una noticia
deplorable.»

Y el Marqués revolvió sus bolsillos llenos de papeles, sobres de
cartas, tarjetas, todo cubierto de números trazados rápidamente con
lápiz en el vagón, en el hotel, en el coche.

--Aquí está el parte... Es un acontecimiento terrible: el naufragio
de un vapor americano entre Puerto Cabello y Savanilla... Los
periódicos de aquí no han dicho nada todavía; pero mi corresponsal de
la Habana... ¿Ves el telegrama?... vapor _City of Tampico_.»

León palideció al leer.

«De modo que Pepa...

--Pst... silencio... Puede oir, y no está preparada. Efectivamente,
mi hija se ha quedado viuda.»

León Roch estaba perplejo.

«Aquí, en confianza de amigos--dijo Don Pedro acercando sus labios al
oído del joven para hablarle secretamente,--aparte de lo lamentable
de la catástrofe, es una suerte, para mi hija y para mí. Si Federico
vuelve á Europa, acaba con ella y conmigo. Parece que Dios ha querido
resolver de un modo trágico y brusco la situación comprometida en que
mi querida hija se puso y me puso á mí casándose con ese perdido,
jugador, falsario. Aquí tienes un capricho de la niña que á todos nos
salió muy caro. Mira, León, hazme el favor de cerrar esa puerta para
que podamos hablar con libertad: me carga el secreteo.»

León cerró la puerta.

«Usted--dijo éste,--es el más á propósito para darle la noticia.

--No habrá más remedio... Entre paréntesis, no creo que el dolor de
Pepa sea muy grande, ni aun creo que sea un dolor pequeño... será más
bien una sorpresa dolorosa... menos tal vez. Aquí entre los dos (y
diciendo esto bajó mucho la voz, á pesar de estar la puerta cerrada),
yo creo que Pepa quiere á su marido lo menos que se puede querer á
un marido: ¿me entiendes tú? Puede ser que sus sentimientos hacia
ese chalán de alto vuelo corran parejas con los míos, y yo no oculto
á nadie que le aborrezco, que le aborrecía con todo mi corazón...
Pepitinilla no derramará muchas lágrimas... ¡qué demonio! es muy
posible que no derrame ninguna...»

El Marqués se frotó las manos una contra otra, como hacía siempre que
remataba un gran negocio. ¡Ah! la Hacienda pública temblaba en lo
profundo de sus arcas hueras cuando sentía aquel fregoteo de manos.

«Ha sido una suerte, una verdadera suerte para ella y para
mí--repitió cual si hablara consigo mismo.--La Providencia nos ha
salvado... ¡Ah! ¡vampiro! No te contentaste con saquearme en Madrid,
sino que levantaste todos los fondos de mi corresponsal de la Habana.
No te contentaste con falsificar aquellas letras para sacarme
los treinta mil duros que tenía en Londres en casa de _Fergusson
Brothers_, sino que cuando te enviamos á Cuba aún abusaste de mi
nombre... ¡Maldito, execrable juego! Pero Dios castiga... Dios no
consiente que los pillos...»

Con un puño cerrado machacaba en la otra mano abierta. Después, como
si volviera en sí, recordando el deber que imponían la dignidad
humana y la caridad, dijo:

«Pero ha llegado el momento de perdonar. Yo perdono de todo corazón.
Su castigo ha sido terrible. ¡Qué espantosos son los incendios de
esos buques americanos! Después que los hacen de madera, tienen
la poca aprensión de cargarlos de petróleo... Ya se ve... En el
incendio y naufragio del _City of Tampico_ no se salvaron más que
dos grumetes y un cuákero loco. Federico se había embarcado en él
para ir á Colón con objeto de pasar á California, tierra propicia
á los aventureros; había sacado de la Habana todos los fondos que
tengo allí... ¡Qué sabiamente atajó la Providencia sus criminales
pasos! Luego diréis los librepensadores que Dios es demasiado grande
para mezclarse en nuestras miserias. Yo digo que se mezcla, yo digo
que se mezcla, ea... Conviene no exagerar: no sostendré yo que Dios
esté siempre atento á tanta cosilla como se le pide. Ya ves, mi hija
llenó de velas de cera la casa cuando Moninilla estaba enferma... Se
expidieron memoriales á todos los santos. Ya tendrían faena los de
arriba si hicieran caso de las madres siempre que un chico tose ó
tiene calentura. Pero los grandes crímenes, las grandes estafas...
¡oh!...»

León no quiso decir nada sobre aquella donosa interpretación de los
trabajos de la Providencia.

«En fin--añadió Fúcar,--bastante ha deshonrado mi nombre, bastante
ha mortificado á la tontuela de mi hija... Séale la tierra ligera,
séale el agua ligera... Hay una cosa que nunca he podido comprender,
que siempre, siempre, siempre será un misterio para mí.

--Lo adivino--indicó León prontamente.--El por qué se casó Pepa con
Cimarra. Ella es bondadosa, tiene ingenio, sensibilidad. Federico fué
siempre un perdido sin corazón, y bastaba hablar con él media hora
para comprender la podredumbre y el vacío horrible de su alma.

--Exactamente... ¡Ah! Yo reconozco que eduqué mal á mi hija. Pepa ha
variado mucho: lo que yo no supe hacer, lo ha hecho la desgracia.
Pero hace cuatro años era tan caprichosa... en fin, tú bien la
recuerdas... Verdaderamente, sin su buen corazón, sin aquel corazón
de oro, mi hija hubiera sido una calamidad, lo reconozco... ¡Pero
qué alma la suya, qué sentimientos tan elevados, qué manantial de
ternura bajo las apariencias de versatilidad y mimitos que no eran
más que las burbujas, las burbujas, no encuentro otra palabra, de
su espíritu rico en dones morales! Te digo una cosa que es para mí
como el Evangelio. Mi hija casada con un hombre de bien, discreto,
agradable, á quien ella hubiera amado de veras, habría sido la mujer
por excelencia, habría sido modelo de esposas, de madres...

--Lo creo,--dijo León poniéndose sombrío.

--Y al considerar esto--añadió Fúcar cruzando los brazos sobre
el pecho,--me explico menos su preferencia por Cimarra, y digo
preferencia, porque no encuentro otra palabra; ni se justifica su
casamiento por el efecto que hace siempre en las mujeres una buena
figura; y aunque Cimarra era lo que se llama un hombre hermoso...

--Seguramente.

--Pues á pesar de eso no me explico... En Pepilla no hubo esa
ilusión, esa fascinación... ¿cómo decirlo?... A mí me pareció muy mal
su preferencia; pero no quise oponerme, no tuve valor para oponerme.
Siempre he tenido esa debilidad... Cuando Pepa era niña, me daba
latigazos y yo me reía. Ya siendo mujer, me gastaba un millón en
cacharros, y yo... me reía también. Cuando Federico me pidió su mano,
cuando la consulté sobre esto y me dijo que aceptaba... no tuve gana
de reir; pero consentí, ¡qué había de hacer! La verdad es que Pepa
no me pareció muy enamorada; pero... En fin, que se casaron en un
día infausto. Me gasté más de cien mil duros en la boda. ¡Qué día!
Por las calamidades que cayeron después sobre mi, paréceme que en
aquel día negro se casó todo el género humano. Mi pobre hijita fué
desgraciada desde entonces. Diríase que la infeliz estaba devorada
interiormente por un mal muy agudo, un mal moral, un mal físico,
un mal de no sé qué clase. Entróle un delirio espantoso por las
fiestas, por el lujo... ¡qué desvarío! ¡qué muchachas las del día!
Se casan para divertirse más, para gastar más, para aturdirse más.
Lo particular es que ni aun en los días de la luna de miel ví á Pepa
cariñosa con su marido. «Eso es casarse con un maniquí,» decía yo. A
veces estaba mi hija taciturna, á veces borracha... no encuentro otra
palabra, borracha de fiestas, de bailes, de novedades, de vestidos.
Todos los días necesitaba algo nuevo; pero ni las maravillas de _Las
mil y una noches_ hubieran vencido su tristeza. ¡Pobre niña loca!...
Por supuesto, de Federico no hacía más caso que de una silla. Le
trataba como se trataría á un idiota. Amigo León, éste es un mundo
muy raro. Debiéramos decir de él que es _un valle de equivocaciones_.

--Lo cual no niega, sino antes bien afirma, que sea un valle de
lágrimas.

--Exactamente. Pues como decía, llegué á preocuparme seriamente de
la salud y aun de la razón de mi Pepilla. Felizmente fué madre, y
de la maternidad data su regeneración. Dejó de ser casquivana y
gastadora... Se consagró al cuidado de su hija y adquirió aquel
aplomo, aquella noble majestad... no hallo otra palabra mejor...
aquella noble majestad que ves en ella. Precisamente cuando mi hija
fué madre, empezó Cimarra á ser el más canalla de los hombres. Tú
sabes, como lo sabe todo Madrid, sus infamias, sus estafas, sus
escándalos. Ese gandul me ha quitado diez años de vida. ¡Cuántas
lágrimas ha derramado mi pobre niña aquí, en este mismo despacho!
Cuántas veces me ha dicho: «¡Perdón, perdón, papaito, por haberte
dado por hijo á ese bandido! Yo estaba loca, yo no sabía lo que
hacía.» Mi yerno me arruinaba; pero mi hija me daba besos y me pedía
perdón. «Váyase lo uno por lo otro,» decía yo... En fin, todo ha
concluído... Dios... la Providencia... Es preciso que tú la prepares
para recibir la noticia.

--¿Yo?

--Sí: tú tienes arte... Yo no sabría sino llegar y decirle: «Pepa, tu
marido se murió...» Tú vas, coges un periódico y haces como que lees
y dices: «¡Qué espantoso naufragio!»

--Yo no, yo no. Permítame usted que no hable de naufragios. Eso
corresponde á usted ó á otra persona de la familia.

--Hombre, hazme el favor... Tú eres amigo antiguo.»

Abrióse la puerta bruscamente y entró Pepa con alborozado semblante
y fresca sonrisa. León Roch tembló al verla, creyendo hallar en su
persona una hermosura superior, que instantáneamente se le revelaba,
causándole alegría. Era un fenómeno de júbilo y sorpresa, como los
que causa el recuerdo feliz cuando viene á la memoria, ó la idea
inspirada cuando aparece en el entendimiento, llenándolo de claridad.
La miró un rato sin hablar, y... no podía dudarlo... aparecía
rodeada de una aureola; no era la misma para él: sus insignificantes
facciones, sin cambio alguno visible, se acomodaban por arte
milagroso al tipo indeciso de la mujer ideal.

«A tiempo vienes, Pepitinilla.

--Papá--dijo la Marquesita,--Monina se ha despertado. Ven á verla.
Buenos días, León.

--Mira, chica, León tiene que hablarte... quiere leerte no sé qué
periódico donde ha visto...

--Es broma de D. Pedro. Yo no he leído nada...

--¡Qué día tan hermoso!--dijo Pepa acercándose á la ventana, por
donde entraba un sol espléndido.--Mira, León: ¿ves allí entre los
árboles un techo?... Es la casilla de que te hablé. No sabes, papá:
este ladrón anda buscando un lugar solitario para retirarse de las
vanidades del mundo. Yo le he recomendado la casa de Trompeta,
¿sabes? allí donde vivió el cura de Polvoranca.

--Es hermosa, sí... á dos pasos de casa... ¿De veras te vienes á
estos barrios?... Realmente, chico, si buscas un escondrijo para
dedicarte á roer libros...

--No sé aún, no he decidido--dijo León mirando con estupor el techo
que allá á lo lejos, entre los árboles, se veía.--Pero vamos á ver á
Mona.

--Vamos.»

Pepa salió delante.

«¿Con que está mi hombre aburridito?--dijo Fúcar al joven en tono
de confianza jovial, poniéndole la mano en el hombro.--Ya sé que tu
mujer... ¡Deplorables resultados de la exageración! Y si no, ahí
tienes: la piedad es una virtud; pero exagérala, ¿y qué resulta? el
horror de los horrores.»

Y más adelante, apoyado en su brazo, le dijo al oído:

«Lo mismo que tu mujer era mi pobre Ramona... No se la podía
aguantar... Pero, hijo, la infidelidad con Dios hay que tolerarla,
hay que perdonarla. Yo pregunto: ¿qué puede hacer un hombre en este
tremendo, irresoluble caso? Cuando una esposa es honrada y fiel, no
hay motivo, ni siquiera pretexto razonable en nuestra sociedad, para
la separación... Te compadezco. Acuérdate de lo dicho: esto es un
vallecito de equivocaciones.»

Poco después salió León de la casa. Iba tan metido en sí, que no
saludó á D. Joaquín Onésimo que paseaba por el parque con el Barón de
Soligny, hablando del próximo empréstito con la grave atención que
ciertas personas ponen en las calamidades públicas. En Madrid dejó
su coche para andar á pie por las calles, y recorrió varias como un
sonámbulo, sin ver ni oir nada más que aquella sonora voz interior
que le decía: «¡Viuda!»



VII

Erunt duo in carne una.


Pasaron algunos días, durante los cuales no fué á Suertebella
sino una sola vez, á dejar la tarjeta de pésame. En aquella breve
temporada vivía la mayor parte de las horas fuera de su casa, y dando
completamente de mano á los estudios, no se ocupaba de sus libros
más que para empaquetarlos en grandes baúles. Iba con frecuencia
á círculos y reuniones, donde sus amigos le hallaban taciturno,
insensible al interés de la charla, de la noticia, del comentario.
Hablaba tan sólo de un viaje sin decir á dónde, de una ausencia
larga, y si otro tema á su boca venía, tratábalo con cruel sarcasmo y
amargura, modos bien distintos de aquélla su antigua manera grave y
elevada de ver las cosas de la vida, los hechos y las personas. Una
noche (empezaba ya el mes de Abril) entró en su casa después de las
once. Abrióle la puerta el ayuda de cámara.

«¿Por qué no me abrió la puerta Felipe, como de costumbre?--preguntó
León.

--Felipe ya no está en casa, señor.

--¿Pues dónde está?

--La señora lo ha despedido.

--¿Por qué? ¿Ha hecho alguna travesura?

--La señora se enfadó porque no quiso ir á confesar.

--¿Y tú te has confesado?

--Yo sí, señor; todos los meses. La señora no se descuida en esto.
Como no le traigamos la papeleta, nos planta en la calle. Para eso,
Ventura el cochero tiene un amigo sacristán, que le da todas las
papeletas que quiere, y así contenta á la señora, y haciéndole creer
que va al confesonario, se va por ahí de jolgorio... Si no fuera por
el señor, yo y mi mujer nos habríamos marchado ya de esta casa, donde
hay tantas obligaciones y ni un momento de descanso. Eso de que esté
un hombre trabajando toda la semana, y cuando llega el domingo por la
tarde, en vez de dejarle salir á paseo le manden á la doctrina... Mi
mujer dice que no aguanta más... Pues digo, con el espantajo que la
señora nos ha metido ahora en casa... Esta mañana, cuando despidió
á Felipe, determinó dar á otro su plaza. Yo creí que colocaría á mi
hermano Ramón. Pero no: la señora escribió una carta á los de San
Prudencio, y un rato después vimos entrar uno como sacristán, gordo,
colorado, sin barba, con faldones hasta el suelo, un sombrero chato
y negro, carilla de santurrón con malicia, y unos modaletes así
como entre hombre y mujer. La señora dice que yo pasaré á hacer el
servicio que hacía Felipe; que el portero ocupará mi puesto, y que
el Sr. Pomares, así se llama el recomendado de allá, será desde hoy
portero, vigilante de los demás criados y mayordomo.

--Tú estás en babia. ¿Desde cuándo necesito yo mayordomo en mi casa?

--Mayordomo. La señora lo dispuso así, y el de los faldones largos
se reía y nos miraba con sus ojos de besugo como diciéndonos: «Ya os
pondremos las peras á cuarto.» Después nos echó un sermoncillo, y
poniendo cara de arrope pasado y cruzándose las manos sobre el pecho,
nos llamó hermanos; aseguró que nos quería mucho.

--¿Está en el oratorio la señora?--preguntó León levantándose.

--Creo que está en su cuarto.»

Entró León en el cuarto de su mujer, y la halló conversando con Doña
Perfecta, amiga de confianza que solía acompañarla por las noches.
Sobrecogióse esta venerable dueña al ver entrar al marido de su
amiga, comprendiendo con delicado instinto que se preparaba una
escena, y se despidió. Cuando se quedaron solos, el marido habló á su
mujer, sin enojo ni altanería, en estos términos:

«María, ¿es cierto que has despedido al pobre Felipe?

--Es cierto.

--Antes de echarle de casa, debiste considerar que he tomado cariño á
ese muchacho por su aplicación, su deseo de instruirse y el fondo de
bondad que se le descubre en medio de sus puerilidades y travesuras.
Le traje de casa de tu madre, porque siempre que aquí venía se
quedaba extasiado delante de mis libros.

--A pesar de esas bellas cualidades, me he visto obligada á
despedirle,--dijo María secamente.

--Pues qué, ¿te ha faltado al respeto?

--De un modo horrible. Hace mucho tiempo que le obligo á confesar.
Hoy le reprendía por no haberlo hecho el domingo pasado ni tampoco
éste, y el muy tuno, en vez de llorar, volvióse á mí y me dijo con
mucho descaro: «Señora, déjeme usted en paz; yo no quiero nada con
cuervos.»

--¡Pobre Felipe! En cambio--añadió León sin dejar conocer su
intento,--ha entrado en la casa un señor muy venerable...

--¡Ah! Sí... el señor Pomares. Estaba esperando á que llegaras esta
noche para obtener tu consentimiento. Es un hombre de grandísima
bondad y delicadeza, que de todo entiende...

--Lo creo.

--Que puede él solo trabajar más que dos ó tres de esos desalmados
bergantes. Es persona de absoluta confianza, y á quien puede
confiarse sin recelo casa, intereses, asuntos delicados.

--Quiero verle. Llámale.»

María llamó, y no pasaron cinco minutos sin que se presentase el
personaje de los ojos dulzones y la carátula arrebolada, tal y como
fielmente le pintó el ayuda de cámara. Contemplóle un rato León de
pies á cabeza, y después le dijo reposadamente:

«Bien, señor Pomares. Voy á dar á usted mis primeras órdenes.

--¿Qué me manda el señor?--dijo el novel mayordomo con meliflua voz y
arqueando las cejas.

--Que se plante inmediatamente en la calle.

--¡León!--exclamó María, leyendo el enojo en las facciones de su
marido.

--¿Me ha oído usted? Tome usted su baúl, y sin pérdida de tiempo se
va usted de mi casa.

--La señora me ha mandado venir y estar aquí,--repuso el venerable
con acentuación algo firme, sintiéndose muy fuerte con el amparo de
la señora.

--Yo soy el amo de mi casa y le mando á usted que se vaya--dijo León
en un tono que no tenía réplica.--Advirtiéndole á usted que si vuelve
á poner los pies aquí y le veo yo, no saldrá usted por la puerta,
sino por la ventana.»

El hombre enfaldonado hizo una profunda reverencia, y desapareció.

«¡Dios mío!--murmuró María cruzando las manos.--¡Qué vergüenza!
Tratar así á un hombre tan bueno, tan humilde, tan respetable...

--Desde este momento--dijo León encarándose enérgicamente con su
mujer,--todo ha cambiado en esta casa. Ha llegado el caso de tener
que intervenir en tus actos, para sacarte de grado ó por fuerza de
esta vida ridícula y obscura en que has caído, y curarte como se cura
á los locos, ausentándote de todo lo que ha constituído tu locura.
Mi benignidad nos ha perjudicado á los dos; ahora mi energía, que
llegará quizás hasta el despotismo (y no es culpa mía), enderezará
un poco esta senda torcida por donde corres.

--Resignada á padecer--dijo María con unción postiza y
mimosa,--acepto el cáliz que me ofreces. ¿Cuál es? ¿Qué quieres
de mí? ¿Quieres matarme? ¿Quieres una crueldad mayor aún, que es
apartarme de los hábitos de piedad que he contraído? ¿Quieres aún
arrancarme mi fe?

--Yo no quiero arrancar tu fe; otras cosas son las que yo quiero
arrancar, ¡ay de mí!...»

Se detuvo, como si realmente no supiese lo que deseaba. María estaba
serena y hacía bien su papel de víctima, mientras que León parecía
desasosegado y vacilante en su papel de verdugo.

«Esta noche no quiero discutir contigo--dijo.--Durante mucho tiempo
hemos batallado sin conseguir nada. Ahora me ocurre que un poco de
acción es conveniente para salir de este horrible estado. Perdóname
si no te explico nada y te asusto mucho, si en vez de persuadir
mando, si en vez de disputar contigo te niego toda réplica.

--¿Qué quieres? Dilo de una vez.

--Yo necesito ausentarme de Madrid.

--¿Por qué motivo? ¿Te has cansado de teatros, de toros, de casinos,
de tertulias ateas? ¡Ah! Si deseas salir de aquí, no será para ir á
un yermo, sino á París, á Londres, á Alemania.

--Tú me has abandonado--exclamó León con dolor;--tú has huído de mí,
y encastillada en tu perfección chabacana, has destruído lo que debía
ser el encanto y la paz de mi vida; me has hecho odiosa mi propia
casa.»

María se estremeció.

«Pues bien--añadió León con extraordinaria energía:--ya me he cansado
de no tener casa, y estoy resuelto á tenerla.

--¿Pues no estás en ella? Por mi parte, aquí estoy siempre,--dijo
María tan glacial como si por su boca la misma nieve hablase.

--¡Aquí estás! Sí; ¿y quién eres tú? Un sér desapacible y erizado de
púas. De aquí en adelante...

--Tú eres el que mandas, y estás más agitado que yo. Mi resignación
me da serenidad, y á tí tu soberbia de tirano te hace vacilar y
palidecer á cada instante. En una palabra, León, ¿qué quieres?

--Yo me voy de Madrid. Esto es para mí una necesidad imprescindible.

--¿Qué te pasa?

--Que no quiero, no debo seguir aquí. Carezco de todo arrimo y calor
en mi propia casa; estoy sin familia, porque la compañera de mi
vida, en vez de encadenarme con la piedad y el amor, se ha envuelto
en un sudario de hielo. Ella en los delirios de su fe extravagante, y
yo en la triste soledad de mis dudas, no formamos, no podemos formar
una pareja honrada y feliz. Otro vegetaría en esta existencia árida;
yo no puedo. Mi espíritu no se satisface con el estudio; pero no
teniendo otro alimento que el estudio, preciso es que se harte de él.

--¿Por qué no estudias aquí?

--¿Aquí?--exclamó León asombrado de la propuesta.--Aquí no puede ser.
Ya te he dicho que necesito emigrar.

--No te comprendo.

--Lo creo, sí; fácil es que no me comprendas... ¡Y quién me
comprenderá, quién!»

Lanzando un gemido de desesperación, se oprimió con ambas manos la
cabeza. María, respetando el incomprensible dolor de su esposo,
no hizo las observaciones impertinentes que le eran propias en
semejantes casos. Por último, se dejó decir:

«Aquí puedes estudiar todo lo que quieras. Vivamos juntos. Ni tú me
molestarás á mí en mis devociones, ni yo á tí en tus sabidurías.
Seremos dos cenobitas: yo cenobita de la fe, tú cenobita del ateísmo.

--¡Deliciosa vida me propones!... Yo no quiero claustro, sino
familia; no me inclino al desprecio de la vida, sino al uso prudente,
recto y juicioso de ella; no quiero una existencia de imaginación
acalenturada, sino la existencia real, única donde caben los
verdaderos méritos humanos, los deberes bien cumplidos, el régimen
de la conciencia, la paz y el honor. Yo quiero lo que quise fundar
cuando me casé contigo, ¿lo entiendes?

--Lo entiendo, sí; lo que no entiendo es que para que tú tengas
familia te sea preciso salir de Madrid.

--Y salir contigo.

--¡Conmigo!

--Tu deber es seguirme.

--¡San Antonio! Si apelas á mi deber...--balbució María con
resignación artificiosa.--¿Y á dónde me llevas?

--A donde quieras tú. Una vez establecidos en el sitio que elijamos
para residencia, tu vida cambiará por completo.

--Veamos cómo.

--Estableceré un método que se cumplirá con escrupuloso rigor. Te
prohibiré ir á la iglesia en días de trabajo; en mi casa no entrará
una nube de clérigos y santurrones como los que aquí la han tomado
por asalto; haré un expurgo en tus libros, separando de los que
contienen verdadera piedad los que son un fárrago de insulseces y de
farsas ridículas.

--Sigue, hombre, sigue... ¿y qué más?...--indicó María Egipciaca con
sarcasmo.

--Sólo una cosa me resta que decir, y es que optes entre este plan y
la separación absoluta y radical para toda la vida.»

María palideció.

«Eres atroz... eres terrible... déjame siquiera reflexionar un
poco... ¿Y todo eso se ha de hacer fuera de Madrid?

--Sí; fuera. Elige tú el sitio.

--Vamos, no me vuelvas loca con tus majaderías--dijo de improviso,
tomándolo á burla.--Yo no salgo de Madrid.

--Pues adiós--dijo León levantándose.--Desde hoy eres dueña de esta
casa. Queda establecida nuestra separación, no por la ley, sino por
mí. Mañana se te presentará mi apoderado y te dará á conocer la renta
que te señalo. Adiós. En estos asuntos me gusta la concisión y la
prontitud. Todo ha concluído.»

Dió algunos pasos hacia la puerta.

«Aguarda,» indicó María corriendo hacia él. Y después, arrepentida
de aquel movimiento, cruzó las manos y elevó los verdes ojos
traicioneros.

«Señor... Virgen Santa, hermano mío, inspiradme; decidme lo que debo
hacer...»

León esperaba. Ambos se miraron sin decir nada. Como si obedeciera á
una inspiración, él se acercó á ella y le tomó la mano con respetuoso
afecto, diciéndole:

«María, ¿es posible que yo no represente nada en tu memoria, en tu
espíritu, en tu corazón? Mi nombre, mi persona, ¿no te dicen nada?
¿No soy capaz de despertar en tí ni siquiera una idea, ni siquiera un
eco? ¿El fanatismo religioso ha matado en tí hasta el último y más
débil sentimiento? ¿ha secado hasta la compasión y la caridad? ¿ha
apagado hasta la idea de la conveniencia, del deber?»

María se tapaba los ojos con la mano, como el que se goza en una
visión interior.

«Respóndeme á la última pregunta. ¿Ya no me amas?»

María descubrió sus ojos ligeramente enrojecidos, pero secos, y
dejando caer sobre su esposo una mirada fría, desapasionada, como
limosna que se arroja para librarse de un pobre importuno, le dijo
con despacioso y seco tono:

«Desgraciado ateo, mi Dios me manda contestarte que no.»

Bajó León los ojos sin decir nada y se retiró á su cuarto. Toda la
noche estuvo en vela arreglando sus asuntos y empaquetando libros,
ropa y papeles. Al día siguiente salió, después de echar sobre la
casa la postrera mirada, no por cierto de indiferencia, sino de
congoja. Su casa no era para él un simple asilo que le echaba de sí:
era la esperanza desvaneciéndose, el ideal de la vida desplomándose
como catedral desquiciada por el terremoto. Una fibra existía aún
en su corazón, uniéndole con aquellos queridos escombros; pero
despiadado se la arrancó y la tiró lejos.



VIII

En que se ve pintada al vivo la invasión de los bárbaros.--Resucitan
Alarico, Atila, Omar.


«Date prisa, Facunda, que el Sr. D. León vendrá pronto de su paseo
á caballo, y se incomodará si no encuentra arreglado el gabinete...
¡Pero quiá! si no se incomoda nunca... Hombre mejor no ha nacido de
mujer. «¿Cómo va, Facunda; ha echado usted de comer á las gallinas?
¿Y el Sr. Trompeta, cómo está?»--«Pues vamos pasando, Sr. D. León.»
Esto es lo único que hablamos... ¡Bah, bah!... Y Trompeta me porfiaba
ayer que aquí hay al pie de doscientos libros. Y también dos mil...
El Sr. D. León Roch (y repito que este apellido me parece mismamente
un estornudo... apellido ordinario, como el nuestro)... pues sí,
siempre que va á Madrid, trae el coche lleno de libros, y después
hace estas láminas. «Pero, Sr. D. León, ¿usted me quiere decir para
qué sirve esto?» Rayas encarnadas y verdes, manchas y fajas de todos
colores... A bien que si yo supiera leer me enteraría de todo ello,
pues se me alcanza que aquí al borde hay letras y hasta renglones...
Pero date prisa, mujer... Facunda, ¿qué haces ahí como una boba? date
prisa á barrer y quitar el polvo; que viene, que viene el señor...
Ahora, Facundita, bájate á la cocina y cómete la magra que dejaste en
la sartén. Luego tomarás un poco el sol.»

La que así hablaba era Facunda Trompeta, que tenía la costumbre de
hablar consigo misma siempre que estaba sola, y de llamarse por su
nombre y de reprenderse ó adularse. Siempre empleaba el gesto y los
visajes para estas auto-conversaciones, y algunas veces la palabra.
Era bienaventurada esposa de un honradísimo carbonero de Madrid
llamado José Trompeta, que habiendo hecho modesta fortuna en tiempos
en que aún se hacían fortunas con carbón, se retiró á Carabanchel á
pasar tranquilamente el resto de sus días. Habían comprado una casa
en cuya planta baja vivían, reservando la superior para alquilarla
por buen dinero á alguna de las prolíficas familias madrileñas que
van allí huyendo de la tos ferina ó del sarampión. A principios
de Abril la arrendó un caballero que frecuentaba el palacio de
Suertebella, y parecía muy bien educado, aunque se reía poco y
hablaba lo menos posible.

La habitación de León era una gran pieza que parecía la celda de un
prior, espaciosa, alta, ventilada, tal como no se hallan ya sino
en las casas antiguas. Por las ventanas del Naciente veíase á lo
lejos la pomposa arboleda de Vista-Alegre y más cerca el parque de
Suertebella, cuya vaquería se comunicaba por medio de un portalón,
casi siempre abierto, con la corraliza de la finca de Trompeta. Por
el Poniente se dominaba el pintoresco camino de Carabanchel Alto, con
la Montija, y los términos azulados y las verdes lomas de aquellos
campos, que de Marzo á Junio no carecen de belleza.

Junto á la gran estancia, que era sala, despacho y gabinete de
estudio, había una alcoba y dos cuartos pequeños. En uno de éstos
habitaba el criado. Pocos y cómodos muebles traídos de Madrid, muchos
libros, piedras, láminas, atlas, mesa de dibujo con adminículos de
acuarela y lavado, un microscopio, algunas herramientas de geólogo
y los más sencillos aparatos químicos para el análisis por la vía
húmeda y por el soplete, llenaban la vasta celda.

«Ea, ya tiene usted su cuarto arreglado, señor D. León--dijo Facunda
sentándose sin aliento en el sillón de estudio.--Ya puede usted venir
cuando quiera. No se quejará de que le he revuelto estas baratijas.»

Como se ve, la excelente señora, cuando estaba sola, además de hablar
consigo misma, hablaba con los demás.

«Y dígame usted, Sr. D. León, ¿es cierto que antes iba usted á comer
muy á menudo á Suertebella? Aunque ahora va usted muy poco allá, me
parece que le gusta más de la cuenta la señorita Marquesa... Como es
tan rica, no importa que no sea guapa... Ahora no va usted al palacio
por aquello de respetar el luto. Conozco yo bien á mi gente...»

Y Facunda, no sólo hablaba con los demás, sino que se figuraba oir á
sus interlocutores. A más de discursos, había discusión.

«¿Con que digo disparates?... ¿Con que no es cierto que le gusta á
usted la Marquesita?... Y esos mimos á la nena, ¿qué significan?...
Ya; usted qué ha de decir... ¡San Blas! Si no fuera usted casado...
Pero entre la gente grande no hay escrúpulos. Díganmelo á mí que he
servido veinte años á una señora condesa, y he visto unas cosas...
¿Pero qué haces aquí, Facunda, hecha una boba? Despabílate... piernas
al aire... No has puesto el puchero todavía... ¡Oh! ¿Qué ruido es
ese? ¿Quién viene?»

«Oíanse risotadas infantiles y un delicioso traqueteo de piececitos
en la escalera. Eran Monina, Tachana y Guru, que después de corretear
por el parque, pasaron á la vaquería, de ésta á la corraliza de
Trompeta, y una vez allí decidieron hacer una excursión en toda regla
por los dominios altos de la casa. El aya de Monina les acompañaba.
Sabemos quién era Monina; pero no conocemos á esos dos personajes
que se nombran Tachana y Guru. La primera tenía tres años y era hija
del administrador de Suertebella, Catalina de nombre, de rostro
lindísimo, muy reservadita y poco traviesa. Acompañaba en sus juegos
á Ramona, y aunque regañaban tres veces en cada hora, acometiéndose
algunas con mujeril coraje, eran buenas amigas y cada cual lloraba
siempre que se hacían demostraciones de castigar á la otra. Se
comprenderá fácilmente cómo en las transformaciones lexicológicas
que sufren los nombres en boca de los niños, pudo Catalina ó Catana
llegar á llamarse _Tachana_; lo que no se comprenderá aunque pongan
mano en ello todos los lingüistas del mundo, es cómo un chico
nombrado Lorenzo llegó á llamarse _Guru_ en boca de Monina; pero así
era, y hemos visto casos más raros todavía de corrupción de vocablos.
Guru rayaba en los seis años y era hermano de Tachana, formalito
como aquélla, estudioso como pocos, apuesto y gallardo chico que ya
tenía sus novias, su reloj, gabán ruso, bastón, y llamaba á las niñas
_chicas_.

«Señora Facunda--dijo desde abajo la voz del aya,--ahí va la
langosta. Cuidado no destrocen algo.»

Entraron en tropel, Monina saltando, Tachana pavoneándose con un
pañuelo que se había puesto por cola, y el atildado Guru echándoselas
de padre maestro con las otras dos y recomendándoles la compostura y
formalidad.

«¡Ya está aquí el lucero!» exclamó Facunda tomando á Monina en sus
brazos y besándola con estruendo.

Ramona movía colérica sus piernecillas en el aire y bramaba con esa
ira infantil de que nadie hace caso, diciendo:

«No, no, vieja fea.

--¡Lucero de tu madre!... Y tú, Catana, no des vueltas, que te
mareas... Lorenzo, no tires del brazo á Monina... ¡Bribón! ¿qué haces
á la niña? déjala... pobrecita.»

Monina y Tachana dieron vueltas por la habitación corriendo una
tras otra. Ya venían algo fatigadas de tanto correr por el jardín,
y tenían el rostro encendido, los ojos chispeantes. Los graciosos
hoyuelos que hacía Mona junto á su boquita cuando se reía, darían
envidia á los ángeles; á Tachana se le caían sobre la frente las
guedejas negras, obligándola á levantar las manos constantemente
para apartarlas. Pestañeaba sin cesar, como si la ofendiera la luz
del sol. Monina, por el contrario, abría sus ojos con atención
investigadora, insaciable, señal de la curiosidad y ambición pueril
que quiere enterarse de todas las cosas para apropiárselas después.

Ordenó Facunda que fueran juiciosas, y les habría mandado algo más
si no hubiera sentido la voz del aya, que en lo bajo de la escalera
charlaba con Casiana, mujer de uno de los guardas de Suertebella.
Dentro de los límites de lo posible (si bien en una posibilidad casi
infinitamente remota) está que nuestro planeta, desobedeciendo á la
atracción del sol que lo gobierna, se salga de su órbita y perezca
inflamado si con otro cuerpo choca; pero lo que no es de ningún
modo posible, ni aun en teoría, es que Facunda, oyendo que el aya y
Casiana hablaban, dejase de correr á enterarse de lo que decían. Así
lo hizo, dirigiéndose con paso quedo y cauteloso á la meseta de la
escalera.

En tanto, Monina y Tachana se habían detenido delante de la mesa
donde estaban las láminas geológicas, los dibujos concluídos y por
empezar. Sonrisa de triunfo, propia de todo mortal que descubre
un mundo, se pintó en el semblante de una y otra. ¡Qué cosa tan
bonita! ¡Qué colores tan vivos! ¡Qué rayas! Ellas no sabían lo que
aquello era, y sin duda por lo mismo lo admiraban tanto. Se parecía
verdaderamente á las obras de ellas, cuando la piedad materna les
ponía un lápiz en las manos y un papel delante. Ciertamente, Guru,
con su caja de colores, había hecho obras por el estilo. Allí
no había nenes pintados, ni caballos, ni casas, y, sin embargo,
parecíales algo como nacimiento, una obra magna, brillante,
esplendorosa, sin igual.

Acontece que cuando se presenta á los niños un objeto cualquiera que
les sorprende por su belleza, jamás lo dan por concluído, y quieren
ellos poner algo de su propia cosecha que complete y avalore la
obra. Sin duda tienen en más alto grado que los hombres el ideal de
la perfección artística, y no hay para ellos obra de arte que no
necesite una pincelada más. Así lo comprendió Monina, que viendo
no lejos de la lámina un tintero, metió bonitamente el dedo en él y
trazó una gruesa raya de tinta sobre el dibujo. Radiante de gozo y
satisfacción, se echó á reir mirando á Tachana y á Guru. Estos dos
se echaron á reir también, y animada por el éxito, Monina metió en
el tintero, no ya el dedo, sino toda la mano y la extendió sobre
la lámina de un ángulo á otro. El efecto era grandioso y altamente
estético. Parecía que sobre las tierras pintadas allí con delicadas
tintas, se cernían enormes nubarrones preñados de rayos y lluvias.

Tachana era demasiado pulcra para meter su dedito en un tintero.
Además, se creía maestra en el manejo del lápiz. ¡Feliz ocasión!
sobre la mesa había lápices azules, y á dos pasos, en el atril, un
magnífico atlas geológico, admirable obra cromolitográfica, honor
de las prensas berlinesas. Sin embargo, en aquellas hermosas hojas
estampadas de vivos colores faltaba algo. ¿Quién podía dudarlo?
Era evidente que las tales láminas serían más bonitas si una mano
solícita las adornaba con rayas de lápiz trazadas alrededor de todos
los contornos. Así lo comprendió Tachana, que era el Rafael de las
rayas, pues sabía trazarlas en todas direcciones con admirable pulso.

Guru comprendió que todo aquello iba á concluir en solfa. Dijo á sus
amigas que se estuvieran quietas; pero al mismo tiempo ¡qué ocasión
para lucirse él, que tenía caja de pinturas y sabía hacer cuadros,
casi casi tan buenos como los de Velázquez! Lo que Monina había
hecho era una chapucería indecente. ¿Qué significaban aquellas nubes
negras y aquellas cruces de tinta con que la muy puerca había ido
decorando el margen de la lámina? Efecto tan deplorable se remediaría
si en un ángulo del dibujo aparecía una casita campestre con sus dos
ventanas como los dos ojos de una cara, su chimenea en la punta y un
perro en la puerta. Manos á la obra. Cogió un lápiz rojo, y para no
colaborar en las desastrosas pinturas de Monina, apoderóse de otra
lámina y empezó su casita. En poco más de cinco minutos, á la casita
acompañaba un caballo, y en el caballo cabalgaba un hombre fumando en
una pipa mayor que la casa.

No es posible que tres artistas trabajen en un mismo taller sin que
estallen ruidosas tempestades de celos. Monina quiso dar un toque
á la casa de Guru; éste la apartó con un codazo. Monina agarró la
lámina, diciendo:

«_Pa mí, pa mí._

--_Pa mí_,» replicó Tachana, que había arrojado el lápiz.

La lámina, grande de sesenta centímetros, resbaló de la mesa; Tachana
y Monina la cogieron cada una por un lado, y... charrás... Al ver
cómo se partía, ambas se echaron á reir, y Monina batía palmas con
sus manos negras.

«Tontas, ahora sí que la habéis hecho buena,» dijo Guru palideciendo.

La contestación de Monina fué coger otra lámina y sacar de ella una
tira en todo lo largo. Después agarró el lápiz de Tachana, y sobre
las delicadas rayas que ésta había trazado con tanto esmero en el
atlas, trazó ella una especie de tela de araña; tanta era la rapidez
del lápiz empuñado por la mitad y movido con verdadero furor. Guru
quiso al fin contener aquel vandálico desorden, y amenazó á Monina;
pero ésta supo escaparse de un brinco, golpeando con sus manos,
llenas de tinta, los muebles forrados de seda. En uno de sus locos
giros, detúvose en la mesa donde estaba el microscopio, y se quedó
absorta contemplándolo. Se alzaba sobre las puntas de los pies,
apoyándose con las manos en el borde de la mesa, y estiraba los dos
dedos índices hacia el aparato, diciendo: «_Eto._»

_Eto_ quería decir: _¿qué es esto? Supongo que será para mí. Veamos
lo que es._

«Miren la tonta--dijo Guru.--¿Pues no quiere también el anteojo?»

Queriendo dar pruebas de suficiencia, Guru acercó el aparato al borde
de la mesa y aplicó su ojo derecho para mirar por él.

«Por este vidrio se ve París.»

Tachana había traído una silla para subir á la mesa; pero antes
se subió Monina, y andando á gatas sobre ella arrojó al suelo el
microscopio y otros aparatos... En este momento vieron que entraba un
hombre. Los tres vándalos se convirtieron en estatuas: Monina sobre
la mesa, erguida la frente, la cara muy seria, los ojos muy atentos;
Tachana en la silla, con el dedo en la boca y los ojos bajos; Guru
mirando dónde había un rincón para esconderse.

«¿Qué han hecho estos pícaros?... ¡San Blas mío, qué destrozo!» gritó
Facunda entrando con León.

Éste dirigió una mirada de dolor á los dibujos rotos, al atlas lleno
de rayas, al microscopio en el suelo. Bastóle una ojeada para conocer
las formidables proporciones del desastre.

«Bribonas, ¿qué habéis hecho?--exclamó dirigiéndose á la mesa.--¿Pero
usted, Facunda, en qué piensa, que deja solos á estos niños?... ¿Qué
hacía usted? Sin duda oyendo la conversación. Es usted más niña que
estas dos...»

Hirió el suelo con el pie. Después oyó gemir á Tachana. Era un gemir
que partía el corazón.

«¿Has sido tú, Monina?» dijo León mirándola con semblante adusto.

Monina contestó que no con fuertes cabezadas. Negando con la cabeza,
parecía querer arrancársela de los hombros. Al mismo tiempo su
conciencia debió argüirle terriblemente, y se miró las manos, como se
las miraba lady Macbeth.

«Has sido tú... bien lo dicen tus manos, picarona.»

La niña le miró pidiendo misericordia. Dos gruesas lágrimas salieron
de sus ojos. Empezaba Ramona á hacer pucheros, cuando ya los
chillidos de Tachana llenaban la casa. Era una Magdalena. No había
más remedio que creer en la sinceridad de su arrepentimiento.

«Vaya, vaya--dijo León besando á las dos y tomando en brazos á
Monina.--No lloréis más. ¡Qué bonitas tienes las manos! Si tu mamá te
viera... Ven á lavarte, asquerosa.

--El aya las dejó subir solas, por estarse abajo charla que
charla--indicó Facunda trayendo la jofaina con agua.--Yo no puedo
atender á todo. El aya tiene la culpa.»

Lavaron los pinceles de Monina. Después se sentó León, y poniendo una
dama sobre cada rodilla, les dijo:

«¡Qué destrozo me habéis hecho! ¿Y Guru? ¿Dónde está Guru?»

Lorenzo había desaparecido.

«Ese es el malo; estas pobrecitas no harían nada si él no las echara
á perder,--dijo Facunda.

--Guru, Guru--gruñeron las dos á un tiempo, descargando sobre su
ínclito amigo la responsabilidad del espantoso crimen.

--Ese pícaro Guru... Como le coja aquí...»

Monina, perdido ya el miedo y sustituído por el descaro, tiraba de
las barbas á León.

«¡Eh, eh!... que duele, señorita.

--_Lice_ Tachana--tartamudeó Monina,--_lice_ Tachana...

--¿Qué dice Tachana?

--Que tú _é_ mi papá.

--No--dijo León mirando á Tachana, que se comía una mano.--Yo no soy
su papá... Quítate la mano de la boca y contéstame. ¿Por qué dices
que yo soy tu papá?

Lentamente y muy por lo bajo repuso Tachana: «_Poque lo ició_ mi
mamá.»

Monina, cuyo carácter era en extremo jovial, y que cuando cogía un
tema no lo dejaba hasta marear con él á Cristo Padre, prorrumpió en
risas, y batiendo palmas y agitando los pies como si también con los
pies quisiera expresar su pensamiento, repitió unas veinticinco ó
treinta veces:

«Que tú _é_ mi papá... que tú _é_ mi papá.»

Facunda se retiraba gruñendo:

«Eso bien claro se ve. No necesito yo que la nena me lo cuente.

--Señora Facunda--dijo León.--Al aya que puede retirarse. Monina y
Tachana se quedan aquí. Yo las llevaré á Suertebella.»



IX

La crisis.


Una hora después, Monina y Tachana jugaban en la alfombra con
cucuruchos y gallitos de papel que León les había hecho, y éste ponía
orden en la mesa, apartando lo que pudo salvarse de la invasión. El
ruido de la puerta hízole alzar la vista, y vió delante de sí á su
suegro, el señor Marqués de Tellería. Parecía envejecido, y su cara,
más rugosa y amojamada que de ordinario, anunciaba una perturbación
nerviosa, ó tal vez la ausencia de algún menjurje con que
acostumbraba rejuvenecerse. Como lamparillas que por falta de aceite
pestañean, esforzándose en arder con humeante llama, así brillaban
sus mustios ojos, revelando lágrimas ó insomnio. Su vestir únicamente
no había variado nada, y era siempre correcto y pulcro; pero su voz,
antes tan resuelta como la de todo aquel que cree decir cosas de
substancia, era ya tímida, sofocada, hiposa, mendicante. León sintió
en grado máximo lo que siempre había sentido por su suegro: lástima.
Le señaló un sillón.

«Tengo calentura--dijo el Marqués alargando la mano para que León le
tomara el pulso.--Hace tres noches que no duermo nada, y anoche...
creí morir de susto y vergüenza.»

León pidió informes para juzgar las causas de tanta desventura y el
no dormir.

«Te lo contaré todo. Para tí no puede haber secretos--dijo Tellería
dando un gran suspiro.--A pesar de lo que ha pasado con María, y que
deploro con toda mi alma... ¡Oh! todavía espero reconciliaros... pues
á pesar de eso siempre serás para mí un hijo querido.»

Tanta melifluidad puso en guardia á León.

«¡Ah! nos pasan cosas horribles... Se te erizarán los cabellos cuando
te cuente, querido hijo... ¿Pero no es verdad que tengo calentura? Mi
temperamento delicado y nervioso no resiste á estas emociones. ¡Ojalá
no conozcas nunca en tu casa lo que ha pasado estos días en la de tus
padres! He venido á contártelo, y ya ves, no sé cómo empezar: tengo
miedo, no me atrevo.

--Yo lo comprendo bien--dijo León deseando poner fin al largo
preámbulo telleriano.--Ha llegado el momento en que el sistema de
trampa adelante se ha hecho insostenible. Todo acababa en el mundo,
hasta la mentirosa comedia de los que viven gastando lo que no
tienen; llega un día en que los acreedores se cansan, en que los
industriales diariamente engañados, los tapiceros, los sastres, los
abastecedores al pormenor ponen el grito en el cielo, y ya no piden,
sino que toman; ya no murmuran, sino que vociferan.

--Sí, sí--dijo el Marqués cerrando los ojos:--ese día ha llegado.
No se quiso hacer caso de mis saludables consejos, y ahí tienes
la catástrofe; catástrofe horrible, cuyas consecuencias no puedes
figurarte por más que tu imaginación... En una palabra, querido hijo,
el embargo está pendiente sobre nuestras cabezas... No siento yo
que se lleven los cachivaches que hay en casa y que Milagros ha ido
tomando de las tiendas sin pagarlos; lo que siento es el escándalo.
Anteayer, un tendero de comestibles que ha ido á casa unas doscientas
veces, armó en la escalera un jaleo espantoso. Yo oí desde mi
despacho sus horribles denuestos; salí furioso; pero él había bajado
ya y continuaba su arenga en medio de la calle. Ayer el dueño del
coche se ha negado á servirnos, y no es esto lo peor, sino que me
envió una carta insolente... Te la voy á enseñar...

--No, no es preciso--dijo León deteniendo la mano trémula del
Marqués, que rebuscaba en los bolsillos.--Ya supongo lo que dirá ese
mártir.

--Ayer me citó el juez... Esos impíos tenderos, leñeros,
alfombristas, tapiceros y mercachifles de todas clases, han
presentado lo menos veinticinco demandas contra mí... ¡Qué horrible
es referir estas miserias! Parece que me arden en la boca las
palabras con que te lo cuento, y el sonrojo me quema la cara. Dime,
¿no tienes compasión de mí?

--Mucha,--replicó León, realmente lleno de lástima.

--No me defiendo, no--dijo el Marqués con voz melodramática y
cerrando los ojos.--Ya se han agotado todos los recursos y se han
cerrado todas las puertas. En alhajas no queda ya nada, ni las
papeletas del Monte. Un prestamista á quien me dirigí ayer, el único
en quien tenía alguna esperanza, porque con los demás no hay que
contar ya, me recibió ásperamente, díjome palabras que no quiero
recordar, y me despidió de su casa. ¡Oh! ¡Qué horribles confidencias,
León! Estoy revolviendo este muladar de miseria y deshonor en que
he caído, y me parece mentira que sea yo el que cuente estas cosas,
que sea yo, Agustín Luciano de Sudre, Marqués de Tellería, hijo del
mejor caballero que vió Extremadura, y heredero de un nombre que
atravesó siglos y siglos rodeado de consideración y respeto.

--Es verdad--dijo León con severidad:--parece mentira, y más
inverosímil aún es que habiendo sido sacado usted otras veces por
manos generosas de ese muladar de vergüenza y miseria, se haya
arrojado de nuevo en él.

--Tienes razón... he sido débil; pero yo solo no tengo la culpa--dijo
el prócer, humilde como un escolar.--Mis hijos, mi mujer, me han
empujado para que caiga más pronto. Y si te contara lo más negro, lo
más deshonroso... ¡Ah! León de mi alma, necesito contártelo, aunque
estas cosas son de las que sólo se dicen á la almohada sobre que
dormimos, y aun diciéndoselo á la almohada se ruboriza uno. A tí no
se te puede ocultar nada... Pero es tan duro de decir... Todo lo que
hay en mí de esta _hidalguía castellana_ heredada de mis padres, se
subleva en mi alma y siento como si una mano me tapara la boca.

--Si no es absolutamente preciso para el objeto de su visita, puede
usted callarlo.

--Te lo he de decir, aunque me amarga mucho. Ya sabes que Gustavo
tiene relaciones con la San Salomó, relaciones que no quiero
calificar. Pues bien: Gustavo... No creo que la idea partiera de
Gustavo: creo más bien en sugestiones y astucias de Milagros... No sé
cómo decírtelo, no sé qué palabras emplear tratándose de personas de
mi familia. En resumen, Pilar San Salomó dió á Gustavo una cantidad,
no sé con qué fin; cantidad que se apropió mi bendita mujer, no sé
con qué pretexto. Ellos hicieron allá sus arreglos... no sé si hubo
promesa de pago, algún documentillo... Mi hijo, que es caballero y
se vió comprometido, tuvo una violenta escena con su madre anoche á
propósito de ese dinero, y... no puedes figurarte la que se armó en
casa. Gustavo y Polito vinieron á las manos; tuve que hacer esfuerzos
locos para ponerles en paz... Poco después Gustavo se retiró á su
cuarto; corrí tras él sospechando una cosa lamentable, y le sorprendí
acercándose una pistola á la sien... Nueva escena, nuevos gritos,
con la añadidura de un desmayo de Milagros... ¡Qué noche, hijo
mío, qué noche tan horrible! Para colmo de fiesta, los criados,
desesperanzados de cobrar, se han ido después de insultarnos en coro
llamándonos... no, no lo digo; hay palabras que se resisten á salir
de mi boca.»

Detúvose el Marqués desfallecido y jadeante. Gruesas gotas de sudor
resbalaban por su frente, y su pecho se inflamaba y se deprimía
como el de quien acaba de soltar un peso enorme. Hubo una pausa que
León no quiso de modo alguno cortar. El mismo D. Agustín fué quien
evocando el resto de sus gastadas fuerzas, y poniendo la cara más
afligida, más dramática, más luctuosa que cabe imaginar, exclamó:

--León, hijo mío, sálvame, sálvame de este conflicto. Si tú no me
salvas, moriré, moriremos todos. Salva mi honrado nombre.

--¿De qué modo?--preguntó León fríamente.

--¿No ves mi deshonra?

--Sí; pero veo difícil que pueda evitarla.

--Dime, ¿tendrás valor para ver á tus padres pidiendo limosna?--dijo
el suegro apelando á un recurso que creía de efecto.

--Estoy dispuesto á impedir que los padres y los hermanos de mi
mujer pidan limosna. Pero si pretende usted que aplaque á sus
acreedores, en una palabra, si pretende usted que pague las deudas
contraídas por el despilfarro, el desorden y la vanidad, para que
luego que estén libres vuelvan la vanidad y el desorden á seguir
viviendo y escandalizando, me veré en el caso sensible de responder
negativamente. No una, sino varias veces he sacado á usted de
atolladeros como éste. Mucho propósito de enmienda, muchos planes
de reformas; pero al cabo la enmienda ha sido gastar más. Usted,
Milagros y Polito han consumido la cuarta parte de mi fortuna. Basta
ya: no puedo más.»

La energía de León abrumó al pobre Marqués, que estaba anonadado. La
rudeza de la negativa quitóle por algún tiempo el uso de la palabra.
Al fin, balbuciendo y rebuscando las frases aquí y allá, como el que
recoge las cuentas de un rosario que se rompe en medio de la calle,
pudo hablar así:

«No te pido limosna... No está en mi carácter... Siempre que he
apelado á tu generosidad ha sido... con garantía é intereses.

--Garantía de pura fórmula, intereses ilusorios que he admitido por
delicadeza, para cubrir la donación con la vestidura de un préstamo
hipotecario. ¿Qué garantía ha de dar quien ya no tiene ni tierras, ni
casas, ni una hilacha que no esté en manos de los acreedores? Lo que
yo he hecho no es generosidad, señor Marqués: es un verdadero crimen.
No he amparado á menesterosos, sino que he protegido el vicio.

--¡Por Dios!--dijo Tellería tembloroso y aturdido;--recuerda... Tus
larguezas con mis hijos y con mi mujer han sido la correspondencia
natural del amor que te tenemos... Acabemos, León: ha llegado el
momento crítico de mi vida. Se trata de salvar la honra de mi casa.

--Su casa de usted ya no tiene honra, hace tiempo que no la tiene.»

Irguió el Marqués su afeminada cabecilla; tiñéronse de una púrpura
sanguinolenta sus apergaminados carrillos, y sus ojos brillaron
como si hubiera pasado rápidamente por delante de ellos una luz.
Creeríase que aquel hombre, tan debilitado moral como físicamente,
buscaba en el fondo de su alma un resto de dignidad, y lo tomaba y lo
esgrimía como el soldado cobarde que, no habiendo hecho nada durante
la batalla, quiere en el último instante de pelea contestar con una
muerte gloriosa á los denuestos de sus compañeros. Pero León tenía
sobre él tan gran ascendiente, que el desgraciado prócer no halló
fuerzas para alzar la voz, y sólo pudo echar de sí un gemido. Dejando
caer después su abatida cabeza sobre el pecho, oyó como un estúpido.
Era el árbol carcomido y seco que esperaba el último hachazo.

«Su casa de usted no tiene ya honra--repitió León,--á no ser que
demos á las palabras un valor convencional y ficticio. La honra
verdadera no consiste en formulillas que se dicen á cada paso para
escudar debilidades y miserias; se funda en las acciones nobles,
en la conducta juiciosa y prudente, en el orden doméstico, en la
veracidad de las palabras. Donde esto no existe, ¿cómo ha de haber
honra? Donde todo es engaño, insolvencia, vicios y vanidad, ¿cómo ha
de haber honra? Puesto que estamos aquí en familia, podemos pasar
una revista á la conducta de Milagros, á la de Polito, á la de usted
mismo.»

El Marqués extendió la mano, queriendo rogar á su yerno con gesto
suplicante que no pasara ninguna revista. León, no obstante, creyó
necesario decir algo.

«Te ruego--repuso Tellería con afligido tono,--que no me recuerdes
eso que amargamente deploro. Cierto que he tenido devaneos... ¿quién
no los tiene? El mundo es así... ¿Eso qué significa?... Ahora que me
ahogo, León, dame la mano ó déjame morir; pero no me inculpes, no me
crucifiques más de lo que estoy. Es verdad que no debo apelar tantas
veces á tu generosidad; pero las circunstancias en que yo y tú nos
hallamos son muy distintas. Yo tengo hijos, tú no los tienes.

--Pero...» murmuró León.

Sin duda quiso decir: «Pero puedo tenerlos.» El Marqués contempló un
rato á las dos niñas que jugaban en medio del cuarto.

«Para concluir--dijo León Roch.--Cuente usted con una pensión
suficiente para vivir con modestia y decencia. Es todo lo que puedo
hacer. Ni yo tengo minas de oro, ni si las tuviera bastarían á llenar
una vez y otra esos hoyos que abren ustedes cada poco tiempo.»

D. Agustín palideció, y mirando al suelo movió las mandíbulas, como
quien revuelve en la boca el hueso de una fruta.

«Una pensión...» murmuró.

En efecto: la pensioncilla se le atragantaba, y aunque la gratitud
impedíale protestar de palabra contra ella, bien claro decía su
demudado rostro que aquella limosna vitalicia, arrojada por la
compasión, sublevaba su orgullo y enardecía su sangre. Tal era su
relajación moral, que no se creía rebajado implorando un préstamo con
garantías ilusorias, equivalentes á una reserva mental de no pagar
nunca, y se sentía herido en lo más doliente de su sér al recibir una
pensión que llamaba él _una bofetada de pan_.

Además, su propio egoísmo le hacía rechazar una solución que no le
sacaba de los apuros del momento. ¿Qué le importaba el porvenir
ni aquella vida modesta y decorosa de que León le hablaba? ¿Qué
entiende el tramposo de porvenir? Su afán es salvarse en las grandes
crisis de escándalo, para seguir después, alta la frente, seguro el
paso, por el mismo camino de la dilapidación y del fraude, cuyos
recodos y atajos conoce á maravilla. Pero el respeto del Marqués á
las conveniencias y su refinada cortesanía, obligábanle á velar su
pensamiento y aun á mostrarse agradecido por aquel _potaje de San
Bernardino_ que su yerno le ofrecía.

«Una pensión...--dijo revolviendo en la boca lo que parecía hueso de
fruta.--Eres muy generoso... yo te agradezco tu previsión. Verdad es
que no resolvemos nada con eso. El naufragio subsiste, y tu pensión
es una playa que está á cien leguas de distancia...»

No supo decir otra cosa; pero palideció más, y sus ojos miraban con
más fijeza al suelo. Determinábanse en él la ira y la contrariedad
por una desfiguración facial que parecía envejecimiento rápido,
instantáneo, milagroso. Su boca se fruncía entre dos pliegues
hondos, y los pelos de su bigote desengomado tomaban direcciones
distintas, cual si quisieran amenazar á todo el género humano. Sus
mejillas de tez ajada y vinosa se le llenaban de arrugas, y bajo sus
apagados ojos colgaban dos bolsas de carne blanducha. Hasta se podría
creer que su cuello se hacía más delgado, sus orejas más largas y
cartilaginosas; que sus sienes, oprimidas y surcadas de venas verdes,
tomaban el color amarillento de la cera de velas mortuorias. Cuando
el inflexible yerno dijo con su tono decisivo é inapelable: «la
pensión y nada más que la pensión,» D. Agustín de Sudre marchaba con
veloz descenso á la decrepitud. Después de meditar un rato sobre su
desastrosa suerte, alzó la cabeza, y poniendo en sus labios una de
esas contracciones en que se confunde la sonrisa del disimulo con el
espumarajo de la rabia, dijo á su yerno:

«Eres muy complaciente y benévolo con nosotros; pero si mucho
tenemos que agradecerte, también tú tienes motivos para guardarnos
consideraciones. Ni siquiera nos hemos quejado al ver que has hecho
desgraciada á nuestra querida hija.

--¡Que yo la hago desgraciada!--exclamó León con flema.

--Sí: muy desgraciada... y nosotros tan callados, por consideración
á tí, por excesiva consideración... Pero al fin los sentimientos
paternales se despiertan vivamente en nosotros, y no podemos callar
viendo el dolor de ese ángel... Pues qué, ¿crees tú que la pena
ocasionada por tu separación no la llevará al sepulcro?»

Todos los seres, por diminutos que sean, tratan de morder ó picar
cuando se sienten aplastados. Herido en su orgullo y burlado en sus
locas esperanzas, el Marqués sacaba su aguijoncillo.

«Esa cuestión es harto complicada para tratarla de paso. ¿Quiere
usted como padre recibir explicaciones? Si es así, preciso es
confesar que ha tardado usted mucho en pedírmelas. Hace casi un mes
que me separé resueltamente de María.

--Pero no por tardar dejo de hacerlo--dijo D. Agustín reanimándose
al ver en sus manos una de las armas que ponen al cobarde en mejor
situación que el valiente.--Soy padre, y padre amantísimo. Lo que has
hecho con María, con aquel ángel de bondad, no tiene nombre. Primero
la has atormentado con tu ateísmo y has martirizado cruelmente su
corazón, haciendo gala de tus ideas materialistas... Pues qué, ¿no
merece ya ni siquiera respeto la piedad de una mujer, que educada
en la verdadera religión, quiere practicarla con fervor? Pues qué,
¿ya no hay creencias, ya no hay fe; hemos de gobernar el mundo y la
familia con las _utopias_ de los ateos?

--¿Qué sabe usted cómo se gobiernan el mundo y la familia?--dijo León
tomando á burlas la severidad de su suegro.--¿Ni cuándo ha sabido
usted lo que es religión, ni cuándo ha tenido creencias, ni fe, ni
nada?...

--Es verdad: yo no soy sabio, no puedo hablar de esto--replicó
Tellería, reconociéndose incompetente.--No sé nada; pero hay en mí
sentimientos tradicionales que están grabados en mi corazón desde
la niñez; hay ciertas ideas que no se me han olvidado á pesar de
mis errores, y con esas ideas afirmo que al separarte de María, has
conculcado las leyes morales que rigen á la sociedad, todo _lo que
hay de más venerando en la conciencia humana_.»

Este trozo de artículo de periódico exasperó á León tal vez más de lo
que la calidad de su interlocutor merecía. Pálido de ira, le dijo:

«Buenas están vuestras leyes morales, buenas están vuestras
interpretaciones de la conciencia humana... Tienen gracia vuestras
cosas venerandas. ¡Ah, y yo he sido tan necio que he sufrido por
espacio de cuatro años una vida de opresión y asfixia dentro de una
esfera social en que todo es fórmula: fórmula la moral y la religión,
fórmula el honor, fórmula la riqueza misma, fórmulas las leyes,
hechas de mogollón, jamás cumplidas, todo farsa y teatro, en que
nadie se cansa de engañar al mundo con mentirosos papeles de virtud,
de religiosidad, de hidalguía! ¡Bonito modelo de sociedad, digna de
conservarse perpetuamente sin que nadie la toque, sin que nadie ose
poner la mano en ella, ni siquiera para acusarla! ¡Y yo, según usted,
he faltado al respeto que merece este rebaño de hipócritas, bastante
hábiles para ocultar al vulgo sus corrupciones y hacerse pasar
por seres con alma y conciencia! ¡Y yo que he sido un sér pasivo,
yo que he visto y callado y sufrido, y ni siquiera me opuse á las
aberraciones de mi mujer, más fanática, pero menos criminal que los
demás, he faltado á las leyes morales! ¿En qué ni de qué modo? ¡Pero
sí, sí: he sido cómplice callado y ocultador criminal del desorden,
ayudando con mi dinero á los padres pródigos, á los hijos libertinos
y á las madres gastadoras! He sido el Mecenas de la disolución, he
dado alas á todos los vicios, al crimen mismo. Esta es mi falta, la
reconozco.»

Al principio enojado, después iracundo y al fin furioso, León daba
golpes sobre la mesa, increpando con enérgica mano á su suegro, el
cual se fué empequeñeciendo, reduciéndose á la mínima expresión.
El pobre señor tenía los ojos fijos, durante la filípica, en un
vaso puesto sobre la mesa, y consideraba que cabría muy bien dentro
de aquel vaso. Monina y Tachana, muertas de miedo, recogieron sus
cucuruchos y sus gallos de papel, y calladitas, sin atreverse á reir
ni á llorar, se retiraron á un rincón de la pieza.

«Yo hablaba como padre,--dijo el Marqués con voz tan tenue que
parecía salir del fondo del vaso.

--Y yo hablo como hombre herido en lo más delicado de su alma,
como marido expatriado de su hogar por una Inquisición de hielo,
y lanzado á las soledades del celibato de hecho por un fanatismo
brutal y una fe sin entrañas. Esas leyes morales de que usted me
hablaba me condenarán á mí, lo sé, y me condenarán por lo que
llaman ridículamente mi ateísmo, cuando los verdaderos ateos, los
materialistas empedernidos son ellos, son esos que se visten toga
de juez para acusarme, lo mismo que se vestirían el saco de Pierrot
para bailar en un sarao. Aunque no les creo dignos de recibir una
explicación mía, sepan que soy víctima, no el verdugo, y que estoy
decidido á no respetar, como hasta aquí, los dictámenes de los
hipócritas, ni las sentencias de los corrompidos. Yo obraré por
cuenta mía, yo sé dónde están las verdaderas, las inmutables leyes:
no haré caso de formulillas ni de recetas. ¡Qué placer tan grande
despreciar, no ya secreta, sino públicamente, lo que no merece
ningún respeto: ese tribunal, esa sentencia fabricada con el voto
y con los pareceres de todos los despojados de sentido moral, de
los concusionarios, de los hipócritas, de los pródigos, de los
holgazanes, de los mojigatos viciosos, de los viejos amancebados,
de las mujeres locas, de los jóvenes decrépitos, de los negociantes
en fondos públicos y en conciencias privadas, de los que quieren
ser personajes y sólo son jimias, de los que todo lo venden,
hasta el honor, y de los que no se venden porque no hay quien los
quiera comprar, de los que se dan aires de gravedad sacerdotal,
siendo seglares, y son un verdadero saco de podredumbre con figura
humana!... Allá se queden esos... yo me aparto, me retiro solo
dejando á mi desgraciada esposa lejos de mí, por su voluntad, no
por la mía. Miraré desde fuera ese espectáculo edificante. Allá se
entiendan... Vivan al día; gasten lo que no tienen; hagan novenas;
reciban coronas y alabanzas los adúlteros; repártase el dinero de la
riqueza territorial entre los sacristanes y las bailarinas; púdranse
las familias y acaben en generaciones de engendros raquíticos; hagan
de las cosas más serias de la vida un juego frívolo, y conservando
en sus almas un desdén absoluto á la virtud, á la verdadera piedad,
invoquen con su lenguaje campanudo una moral que desconocen y un
Dios que niegan con sus actos. ¡Ateos ellos, á menos que Dios no sea
un vocablo cómodo! ¡Ateos ellos mil veces, que miden la grandeza de
los fines divinos por la pequeñez y la impureza de sus corazones de
cieno!»

El ardor de sus palabras había secado su boca. Tomó el vaso que
estaba sobre la mesa, aquel mismo vaso en que el Marqués hubiera
querido meterse, y bebió un sorbo de agua. El infeliz acusado se
había empequeñecido tanto, que ya no miraba al vaso, sino á una
cajilla de cartón, y parecía decir: «¡Qué bien estaría yo ahora
dentro de esa caja de fósforos!»

Como buen cortesano y dueño absoluto de una multitud de conceptos
comunes para todas las ocasiones, aun las más críticas, Tellería
halló el modo de decir alguna palabra que le sirviese para disimular
la gran confusión en que estaba.

«No te seguiré por ese camino--dijo estirando el cuerpo y ahuecando
la voz.--No imitaré tu lenguaje violento. Yo he invocado las leyes
morales y las invocaré siempre en este asunto... Insisto en lo
inexplicable del desaire que has hecho á María, esposa fiel y
honrada; insisto en lo misterioso de tu separación. Yo no puedo ver
en eso un hecho ocasionado simplemente por el fanatismo de María; yo
sospecho que tú...»

El Marqués se detuvo. Oyóse la voz de Tachana llorando. Ella y Monina
se habían metido en un rincón detrás de una silla, al través de
cuyos palos contemplaban llenas de susto á los dos hombres que tan
acerbamente discutían. Cansadas al fin del escondite, empezaron á
reñir una con otra. Ramona dió un bofetón á su compañera.

«¿Qué niñas son éstas?--dijo el Marqués vivamente.--¿No es aquella
rubia la nietecilla del Marqués de Fúcar, la hija de Pepa?...

--Sí. Monina, ven acá.

--¿No está aquí Suertebella?

--Aquí cerca.

--Ya...»

El Marqués se levantó. Tenía su idea. Aquel hombre, tardo en el
juicio, y que rara vez podía gloriarse de ser propietario de un
pensamiento, pues pensaba con la lógica ajena, así como hablaba con
las frases hechas, sintió su lóbrego cerebro invadido por una luz
extraña. ¡Oh! Sí: él, él también tenía su idea, y no la cambiara por
otra alguna.

«Adiós,--dijo secamente á su yerno, poniendo una cara muy seria, tan
exageradamente seria que parecía cómica.

--Pues adiós,--replicó León con calma.

--Nos volveremos á ver y hablaremos de las leyes morales--añadió D.
Agustín.--Hablaremos también de la desgracia de mi hija, del abandono
de mi hija, del honor de mi hija. Esto es muy serio.»

Y se crecía, se crecía de tal modo, que ya no cabía en la cajilla, ni
en el vaso, ni en el sillón, y hasta el cuarto parecíale pequeño para
contener su gigantesca talla.

«Hablaremos ahora.

--No... necesito calma, mucha calma. Mi hija debe ponerse al amparo
de las leyes. Voy á comunicar mi pensamiento á la familia... El
asunto es gravísimo. ¡Mi honor!...

--¡Ah! Su honor de usted--dijo León riendo.--Bien: le buscaremos, y
cuando parezca, hablaremos de él... Adiós.»

Tellería se retiró. Aunque apenadísimo por el mal éxito de su
tentativa pecuniaria, se sentía orgulloso, hinchado. Algo muy grande
sentía dentro de sí que dilatándose le hacía crecer de tal modo,
que ya no cabía en la escalera, ni en el portal, casi no cabía en
la calle, ni en el campo, ni en el universo. Era su idea, que entró
casi invisible y crecía dentro, sugiriéndole con fecundidad asombrosa
otras mil ideas subordinadas, las cuales le halagaban, poniéndole á
él muy alto y á los demás muy bajos. Qué bueno es tener una idea,
sobre todo cuando esa idea nos consuela de nuestra infamia con la
infamia de los demás, haciéndonos exclamar con orgullo:

«¡Todos somos lo mismo, lo mismo!»


FIN DEL TOMO PRIMERO



ÍNDICE DEL TOMO PRIMERO


    PRIMERA PARTE

                                                             Páginas.

    I.--De la misma al mismo.                                       5

    II.--Herpetismo.                                               15

    III.--Donde el lector verá con gusto los panegíricos
          que los españoles hacen de sus compatriotas y
          de su país.                                              22

    IV.--Siguen los panegíricos dando á conocer en cierto modo
         el carácter nacional.                                     33

    V.--Donde pasa algo que bien pudiera ser una nueva
        manifestación del carácter nacional.                       41

    VI.--Pepa.                                                     49

    VII.--Dos hombres con sus respectivos planes.                  61

    VIII.--María Egipciaca.                                        76

    IX.--La Marquesa de Tellería.                                  90

    X.--El Marqués.                                               102

    XI.--Leopoldo.                                                113

    XII.--Gustavo.                                                121

    XIII.--El último retrato.                                     132

    XIV.--Marido y mujer.                                         142

    XV.--Un convenio como los que la diplomacia llama «modus
         vivendi.»                                                162

    XVI.--De Crematística.                                        170

    XVII.--La desbandada.                                         181

    XVIII.--El asceta.                                            190

    XIX.--La Marquesa se va á la música.                          203

    XX.--Un drama viejo, viejísimo.                               212

    XXI.--Batiéndose con el ángel.                                228

    XXII.--Vencido por el ángel.                                  236


    SEGUNDA PARTE

    I.--Si el tiempo lo permite.                                  241

    II.--Memorias.--Tristezas.                                    256

    III.--María Egipciaca se viste de pardo y no se lava las
          manos.                                                  270

    IV.--El mayor monstruo, el crup.                              284

    V.--La madre.                                                 307

    VI.--El Marqués de Fúcar recibe nuevos favores del cielo.     313

    VII.--Erunt duo in carne una.                                 326

    VIII.--En que se ve pintado al vivo la invasión de los
           bárbaros.--Resucitan Alarico, Atila, Omar.             339

    IX.--La crisis.                                               354



EDICIONES ESPAÑOLAS

PUBLICADAS EN INGLATERRA Y ESTADOS UNIDOS


Por concesión especial del autor se han hecho estas ediciones, para
uso de los escolares ingleses en las cátedras de lengua española. Al
texto español, escrupulosamente reproducido, siguen copiosas notas en
inglés, que aclaran todos los puntos gramaticales obscuros, así como
los modismos y locuciones provinciales.

=Trafalgar=, edited with notes and introduction, by _F. A.
Kirkpatrick_. _University Press_: Cambridge, 1905.

=Marianela=, with Introduction, notes and vocabulary, by _J. Geddes_:
Boston, 1903.

=Doña Perfecta=, with Introduction and notes, by _A. R. Marsh_:
Boston and London, Ginn and Co., 1900.

=Electra=, edited with notes and vocabulary, by _Otis Gridley
Bunnell_. _American Brook Company_: New-York, 1902.

=El Abuelo=: New-York.



TRADUCCIONES


En inglés:

    _Doña Perfecta_, a tale of modern Spain. Traducción de D. P.
    N.--London, Samuel Tinsley, 1886.

    _Idem._ Clara Bell. New-York, Gottsberger, 1883.

    _Idem._ New-York, 1884.

    _Idem._ Traducción de D. P. W. New-York, George Munro,
    Publisher, 17 á 27, Vandewater Street, 1883.

    _Gloria._ Traducción de Clara Bell. New-York, William S.
    Gottsberger, Publisher, 11, Murray Street, 1882.

    _Idem._ Traducción de Nathan Wetherell. London, Remington and
    Co., 5, Arundel Street, Strand, W. C., 1879.

    _León Roch._ Traducción de Clara Bell. New-York, William S.
    Gottsberger, Publisher, 11, Murray Street, 1888.

    _Marianela._ Traducción de Clara Bell. New-York, William S.
    Gottsberger, Publisher, 11 Murray Street, 1883.

    _Idem._ Traducción de Helen W. Lester. Chicago, A. C. Mac-Clurg
    and Company, 1892.

    _Trafalgar._ Traducción de Clara Bell. New-York, William S.
    Gottsberger, Publisher, 1884.

    _Zaragoza._ Traducción de Minna Caroline Smith. Boston, Little,
    Brown and Company, 1899.

    _La batalla de los Arapiles._ Traducción de Rollo Ogden.
    Filadelfia, J. B. Lippincott Company, 1895.


En francés:

    _Doña Perfecta._ Traducción de L. Lugol. París, Giraud, 1885.

    _Idem_ id. id. París, Hachette.

    _La campaña del Maestrazgo_ (Le Roman de Soeur Marcela).
    Traducción de L. de L***. París, Calmann-Levy, Editeurs, 3, rue
    Auber.

    _Marianela._ Traducción de Julien Lugol. París,
    Librairie des publications à 50 centimes, 34, rue de la
    Montagne-Sainte-Geneviève.

    _Idem._ Traducción de A. Germond de Lavigne. París, Librairie
    Hachette et Cie, 79, Boulevard Saint-Germain, 1884.

    _El amigo Manso._ Traducción de Julien Lugol. París, Librairie
    Hachette el Cie, 79, Boulevard Saint-Germain, 1888.

    _Misericordia._ Traducción de Maurice Bixio. París, Librairie
    Hachette, 1900.


En alemán:

    _Doña Perfecta._ Dos tomos, traducción de J. Reichell. Dresde
    y Leipsich, Pierson’s Verlag, 1886.

    _Electra._ Traducción de Rudolf Beer. Wiener Verlag, 1901.

    _Idem._ Traducción de Rodolfo Beer, arreglada para la escena
    alemana por Ricardo Fellner. Berlín, 1901.

    _Gloria._ Traducción del Dr. Augusto Hartmann. Berlín, Verlag
    von L. Schleiermacher, 1880.

    _El amigo Manso_ (Freund Manso). Traducción de E. von
    Buddenbrock. Berlín, Verlag von Karl Siegesmund, 1894.

    _Trafalgar._ Traducción de Hans Parlow. Dresde y Leipzig,
    Verlag von Carl Reitzner, 1896.

    _Marianela._ Traducción de E. Plücher. Breslau,
    Auterhaltungsblatt, 1888.


En sueco:

    _Doña Perfecta._ Traducción de K. A. Hagberg. Stockholm,
    Skoglunuds Förlag.

    _León Roch._ Traducción de A. P. de la Cruz Frölich. Kjöpenhaun
    (Copenhague). Forlag. Andr. Schons, 1881.

    _Torquemada en la hoguera_ (Torquemada paa baalet). Traducción
    de Johanne Alleu. Cristianía y Copenhague, Forlag A.
    Christiansens, 1898.


En italiano:

    _Nazarín_ (Sicut-Christus). Traducción de Guido Rubetti y José
    León Pagano. Firenze, G. Nerbini.

    _Gloria._ Traducción de Italo Argenti. Firenze, R. Bemporad &
    Figlio, 1901.

    _Marianela._ Traducción de G. Demichelis. Bologna, Tipografia
    Pont. Mareggiani, via Volturno, 3, 1880.

    _La Fontana de Oro._ Traducción de Demichelis. Milán, Fratelli
    Treves, 1890.

    _Doña Perfecta._ Traducción de Cunes. Milán, Fratelli Treves,
    1897.


En holandés:

    _Doña Perfecta._ Traducción de M. A. de Goeje. Leiden, Brill,
    1883.

    _Electra._ Leiden, A. H. Adriani, 1901.


En portugués:

    _Electra._ Traducción de Ramalho Ortigao. Oporto, librería
    Chardron, de Lello & Irmao, editores, 1901.


En dinamarqués:

    _Fru Perfecta._ Traducción de Gigas. Copenhague, Priors, 1895.





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