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Title: La familia de León Roch - Tomo 2
Author: Pérez Galdós, Benito
Language: Spanish
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*** Start of this LibraryBlog Digital Book "La familia de León Roch - Tomo 2" ***


Libraries)



Nota de transcripción

  * En el texto las cursivas se muestran entre _subrayados_ y las
    versalitas como MAYÚSCULAS.
  * Se ha respetado la ortografía original, homogeneizándola a la
    grafía de mayor frecuencia.
  * Se han igualado los enunciados de los capítulos en el texto y en
    el índice.
  * Los errores obvios de imprenta han sido corregidos. En particular,
    los siguientes:

    Pág.  39: “¡pésie á tal!” cambiado por “¡pese á tal!”.
    Pág.  48: “perenales”     cambiado por “perennales”.
    Pág.  73: “pervesas”      cambiado por “perversas”.
    Pág.  86: “¡calle!”       cambiado por “¡calla!”.
    Pág. 101: “Romana”        cambiado por “Ramona”.
    Pág. 207: “VII”           cambiado por “VIII”.

  * Además, se han hecho las siguientes modificaciones de acuerdo con
    ediciones más recientes:

    Pág. 184: se inserta un “no” (Doña María y yo no vamos a hablar),
              para preservar el sentido de la frase.
    Pág. 377: “León” ha sido sustituido por “Federico” (--Te suplico
              que salgas,--dijo D. Pedro á Federico.), para preservar
              el sentido del diálogo.



LA FAMILIA DE LEÓN ROCH



    Es propiedad. Queda hecho el
    depósito que marca la ley. Serán
    furtivos los ejemplares que no
    lleven el sello del autor.


Est. tip. de los Hijos de Tello. Carrera de San Francisco, 4.



    NOVELAS ESPAÑOLAS CONTEMPORÁNEAS
    POR
    B. PÉREZ GALDÓS
    (Primera época.)

    LA FAMILIA
    DE
    LEÓN ROCH

    TOMO II

    30.000

    [Ilustración]

    MADRID
    LIBRERÍA DE LOS SUCESORES DE HERNANDO
    Calle del Arenal, núm. 11.
    1920



LA FAMILIA DE LEÓN ROCH



SEGUNDA PARTE (CONTINUACIÓN)



X

Razón frente á pasión.


Al día siguiente recibió León un anónimo, después la visita de dos
amigos que le comunicaron algo muy interesante, pero también muy
penoso para él, y á consecuencia de esto pasó en gran desasosiego el
día y en vela la noche. Levantóse temprano y anunció á Facunda que
se marchaba; una hora después, dijo: «No: me quedo, debo quedarme.»
Por la tarde salió á pasear á caballo, y al regreso envió un recado
á Pepa, diciéndole que deseaba hablar con ella. Desde el día en que
se supo la noticia de la muerte de Cimarra, León no había visto á la
hija del Marqués de Fúcar sino dos ó tres veces. Un sentimiento de
delicadeza le había impedido menudear sus visitas á Suertebella.

Recibióle Pepa poco después de anochecer en la misma habitación
donde Monina había estado enferma y moribunda. La graciosa niña,
medio desnuda sobre la cama, se rebelaba contra la regla que manda
dormir á los chicos á prima noche, y sin hacerse de rogar como otras
veces, contaba todos los medios cuentos que sabía, y decía todas
sus chuscadas y agudezas; empezaba una charla que concluía en risa,
y castigaba á su muñeca después de darla de mamar; saludaba como
las señoras, y con sus dedillos hacía un aro para imitar el lente
monóculo del Barón de Soligny. Después de mucha batahola, vacilando
entre la risa y una severidad fingida, Pepa logró hacerla arrodillar,
cruzar las manos y decir de muy mala gana un hechicero Padrenuestro,
mitad comido, mitad bostezado. Siguió á esta oración el _Con Dios
me acuesto, con Dios me levanto_, y como si esta ingenua plegaria
tuviese en cada palabra virtud soporífera, Monina guiñó los ojos,
cerró sus párpados con dulce tranquilidad, y murmurando las últimas
sílabas, quedóse dormida en los brazos del Señor. Después que ambos
la contemplaron en silencio durante largo rato, León la besó en la
frente.

«Adiós, nena,--dijo con cierta emoción.

--¿Y por qué adiós?--preguntó Pepa muy inquieta.--¿Te vas?

--Sí.

--Me avisaste que querías hablarme.

--Despedirme.

--¿No estás bien aquí?

--Demasiado bien; pero no debo estar.

--No te comprendo. ¿Te has reconciliado con tu mujer?

--No.

--¿Vas al extranjero?

--Tal vez.

--¿A dónde?

--No lo sé todavía.

--Pero avisarás, escribirás, dirás: «estoy en tal parte.»

--Es posible que no te diga nada.»

Pepa miró torvamente al suelo.

«Es necedad que tú y yo hablemos con medias palabras y con frases
veladas y enigmáticas--dijo León.--Hace algunos meses que hablamos
como los que ocultan una intención perversa. Si hay maldad, mejor
estará dicha que hipócritamente ocultada. Es preciso decirlo
todo. Desde que perdí completamente las ilusiones de mi bienestar
doméstico, frecuento tu casa; quizás, ó sin quizás, la he
frecuentado demasiado en este tiempo. Mi soledad, mi tedio mi anhelo
de saborear la vida de los afectos, hacíanme buscar ese arrimo que
al alma humana es tan necesario como el equilibrio al cuerpo. Yo
estaba helado; ¿qué extraño es que me detuviera allí donde encontré
un poco de calor? Empecé admirando á Monina y acabé por adorarla,
porque yo tenía, más que afán, rabiosa sed de afectos íntimos, de
amar y ser amado. ¡Es tan fácil hacerse amar de un niño!... Yo sentía
en mí afanes imperiosos de deleitarme en cosas pueriles, de poner
mi corazón, vacío ya de grandes afecciones, bajo los piececillos de
un chicuelo para que lo pateara. No sé cómo explicártelo... presumo
que tú comprenderás esto. Se me figura que lees en mí, así como
tú no me eres, no, desconocida. Me parece que hace tiempo estamos
representando una comedia...

--Yo no represento jamás,--dijo Pepa con aplomo.

--Pues yo tampoco. Oye lo que ha pasado en mí. Yo me sentía solo
en mi casa, solo en la calle, solo en medio de la sociedad más
bulliciosa, solo en todas partes menos junto á tí. Una fatalidad...
Pero no demos este cómodo nombre á lo que es resultado de nuestra
imprevisión y nuestros errores... digamos que la situación creada
por nosotros mismos nos impedía declarar con la frente alta un afecto
del corazón... Ambos éramos casados.

--Sí,--dijo con serenidad y firmeza la de Fúcar, como si ella
hubiera ya pensado muchas veces aquello mismo, y considerándolo bajo
infinitos aspectos.

--Ahora ya tú no lo eres; yo sí. La situación es casi la misma. Pero
tu viudez me ha hecho más insensato... Yo no debo estar aquí, y sin
embargo estoy; y cuando veo ese color negro de tus vestidos y del
vestido de Monina, siento en mí no sé qué horrible levadura de osadía
y sacrilegio; lucho por ahogarla y callarme; pero tú misma, con
una fuerza de atracción de que apenas te das cuenta, me obligas...
no puedo decirlo de otro modo, me obligas á decirte que te amo,
que te amo desde hace tiempo... No tengo fuerzas ni palabras para
maldecir un sentimiento que en mí ha nacido de este lúgubre destierro
doméstico en que vivo, y en tí... no sé de qué.

--Nació conmigo--afirmó Pepa, que apenas respiraba.--Me has dicho
una cosa que presumía mi corazón... ¡Pero oírtela decir... oir de
tu misma boca, aquí, delante de mí... donde sólo Dios y yo podemos
oirlo!...»

Le faltó la voz. Transfigurada y sin color como el moribundo, no pudo
hallar para el desahogo de su alma lenguaje más propio que apoderarse
de una mano de León y besársela tres veces con ardiente ternura.

«Hemos llegado á una situación difícil--dijo él.--Afrontémosla con
dignidad.

--¿Situación difícil?--indicó Pepa, con cierta sorpresa candorosa,
como si la situación le pareciera á ella muy fácil.

--Sí; porque á estas horas somos víctimas de la calumnia.»

Pepa alzó los hombros, como queriendo decir: «¿Y qué me importa á mí
la calumnia?

--Convendrás conmigo en que he cometido una gran falta en venir á
vivir tan cerca de tí.

--¿Falta? ¿Falta venir aquí?--dijo la dama dando á entender que si
aquello era falta, también lo era la salida del sol.

--Falta ha sido. Te advierto que yo, á quien muchos tienen por hombre
de entendimiento, me equivoco siempre en las cosas prácticas.»

Pepa indicó su conformidad con aquella idea.

«Mi último error ha desatado la lengua á la maledicencia, ¡Pobre
amiga mía! Ya es cosa averiguada en Madrid que á los dos meses de
viuda tienes un amante, que ese amante soy yo, que vivimos juntos
injuriando la moral pública. No contenta con esto, la gente hace un
odioso trabajo retrospectivo, dando á nuestras relaciones criminales
un origen remoto, y de esto resulta una afirmación fuera de toda duda.

--¿Cuál?

--Que Monina es hija mía.»

Pepa se quedó un instante perpleja. Creeríase que la tremenda
afirmación no hacía gran mella en su alma. Argumentando mentalmente,
no sabemos de qué modo, dijo:

«Pues bien: cuando la calumnia es tan grosera, tan absurda, no
debemos afligirnos por ella.

--¿Sabes tú cuál es el escudo en que la calumnia puede
estrellarse?--le dijo León con serenidad.--¿Lo sabes tú? Pues es la
inocencia. Nuestra inocencia, Pepa, es tan sólo relativa, ó mejor
dicho, parcial. Las hablillas que nos agobian llevan en sí algo de
fundado: se equivocan sólo en los hechos. Mienten cuando dicen que
soy tu amante y que vivimos juntos; pero aciertan cuando dicen que te
amo. Mienten cuando dicen que Monina es hija mía; pero...»

Pepa no le dejó concluir. A borbotones se le salieron las palabras de
la boca para exclamar con júbilo:

«Pero aciertan al decir que la adoras como su fuera tu hija: lo mismo
da.

--La calumnia se equivoca en los hechos; pero á falta de hechos hay
intenciones, sentimientos, esperanzas. Contéstame: ¿crees tú que
somos inocentes?

--No. Por lo menos yo no lo soy. La calumnia que ha caído sobre
mí y me hiere en mi honor, parece que trae consigo algo de
justicia--afirmó Pepa con acento patético.--¡La miro con menos horror
del que debía sentir, porque hay dentro de mí tanto, tanto, que
podría justificar una parte, lo principal, el fundamento de ella!...
Tú eres una persona de rectitud y de conciencia; yo no lo soy. Estoy
acostumbrada á cultivar, acariciándolos en el secreto y en la soledad
de mi alma, sentimientos contrarios á mi deber; yo soy una mujer
mala, León; yo no merezco ese afecto tardío que sientes por mí; yo
soy criminal, y como criminal no puedo tener ese pavor escrupuloso
que tú tienes á la calumnia.

--Pepa, Pepa, no hables de ese modo--dijo León estrechando la mano de
su amiga.--No es así como te he visto y te he contemplado en mi alma,
cuando te apoderabas de ella y lentamente te hacías reina de todos
mis afectos.

--¡Oh! Si no te gusto así--replicó la de Fúcar en un tono de
amargura y dolor que obscurecía sus palabras,--¿por qué no viniste á
tiempo? Si hubieras llegado cuando se te esperaba, ¡qué pureza y qué
elevación de sentimientos habrías podido hallar! ¡Qué noble y santa
pasión, tan propia y tan digna de tí! Si hubieras venido á tiempo,
dignándote agraciar con una palabra de amor á la voluntariosa, á
la pobre loca, á la necia, ¡qué hermoso tesoro de afectos habrías
descubierto, tesoro íntegramente reservado para tí y que en tus manos
habría perdido su tosquedad!... Yo parecía no valer nada; yo era una
calamidad, ¿no es cierto?... Es que yo quería estar en manos que no
querían cogerme; era un instrumento muy raro que no podía dar sonidos
gratos sino en las manos para que se creía nacido. Fuera de mi dueño
natural, todo en mí era desacorde y disparatado... No te quejes ahora
si me encuentras un poco destituida de conciencia y con escaso, muy
escaso sentido moral. Yo he llevado una vida de lucha incansable y
espantosa conmigo misma, de desacuerdo constante con todo lo que me
rodeaba; he llevado sobre mí el peso de un desprecio recibido, y este
desprecio, extraviándome la razón y haciéndome correr de desatino en
desatino, me ha quitado aquella pureza de sentimientos que un tiempo
guardé y atesoré para quien no quiso tomarla. No soy tan rigorista
como tú; no tengo valor para mayores sacrificios, porque mi corazón
está fatigado, herido, lleno de llagas como el loco que se muerde á
sí mismo; no creo al mundo con derecho á exigirme que me atormente
más, y así te ruego que tampoco seas rigorista, que no hagas caso de
la moral enclenque de la sociedad, que des algo al corazón, que sigas
viviendo aquí, que me visites todos los días, y que me pagues algo de
lo mucho que me debes, queriéndome un poco.»

No pudo conservar su entereza hasta el fin del discurso, y rompió á
llorar.

«Mi necio orgullo--dijo León, más bien acusándose que
defendiéndose,--nos hizo á entrambos desgraciados. ¡Que aquel
desprecio que te hice caiga sobre mi cabeza; que todos los
infortunios ocasionados por mi error sean para mí!

--No más infortunios, no. Basta con los pasados. La culpa toda no fué
tuya. Yo no tenía más cualidad buena que la de quererte; yo hacía
locuras, yo desvariaba. Comprendo tu preferencia por otra, que además
era guapa; yo nunca he sido bonita... ¡Y ahora vienes á mí, después
de tanto tiempo, por los caminos más raros; y ahora...!»

Un sacudimiento nervioso desfiguró las facciones de Pepa. Hizo un
gesto de pavura, como apartando de sí una visión terrible, y exclamó
sordamente:

«¡Tu mujer vive!»

No encontró León palabras para comentar ni para atenuar la terrible
elocuencia de esta frase. Humillando su frente, calló.

«¡La hermosa, la santa, la perfecta!...--añadió Pepa con
júbilo.--¿Pero no es así más grande mi triunfo? Has venido á mí, la
abandonas.

--No, no...--dijo León vivamente.--Yo he sido abandonado. Yo he
querido á mi mujer, yo he sido fiel esclavo de mi juramento hasta
ahora, hasta ahora que lo he roto.

--Bien roto está--afirmó la de Fúcar briosa.--¿Por qué temes el fallo
de los tontos? ¿Por qué el fantasma de tu mujer te aleja de mí?

--Pepa, amiga querida, tu despreocupación me causa miedo.

--Ya te he dicho que yo no tengo sentido moral: lo perdí, me lo
quitaste tú con la última ilusión. Perder toda ilusión ¿no equivale á
ser mala? Yo fuí mala desde aquella noche horrenda en que la última
esperanza salió de mí como si hubiera salido el alma dejándome
yerta, vacía, helada, verdaderamente loca. Desde entonces, todo en
mí ha sido desvariar: me casé lo mismo que me hubiera arrojado á un
río; me casé en vez de suicidarme. No supe lo que hice. Si al menos
hubiera tenido educación... Pero tampoco tenía educación. Yo era
un salvaje que ostentaba riquezas, fórmulas sociales y apariencias
deslumbradoras, como otros cafres se adornan con plumas y vidrios.
¡Luego aquel despecho, aquel puñal clavado en mi corazón!... El
despecho me inclinaba á entregar al menos digno lo que yo reservaba
para el más digno. ¿No había podido obtener el primero? Pues me
entregaba al último. ¿No recuerdas que echaba mis joyas al muladar?
Pues lo mismo quería hacer conmigo. ¿De qué servía mi pobre ser
despreciado? ¡Casarme con un hombre estimable, con un hombre de bien!
eso habría sido tonto... ¡Qué gusto tan grande aborrecer al más
cercano, al que el mundo llamaba mi mitad y la Iglesia mi compañero!
Es que yo quería ser mala. Ya sabes que en ciertas esferas, á la
joven de malos instintos que quiere entrar en la libertad, se le
abre una puerta muy ancha. ¿Cuál es? El matrimonio. En mi turbación
decía yo: «soy rica, me casaré con un imbécil, y seré libre.» ¡Pero
no pensé en mi pobre padre! ¡Qué mala he sido! Muchas hacen lo mismo
que hice yo, pero sin tan fatales consecuencias. Al casarme, todas
las desgracias cayeron sobre mi casa... Yo era libre, continuaba en
la desesperación, y en tanto tú... lejos, siempre lejos de mí. Tu
honradez me enloquecía y me hacía meditar. ¿Creerás que me sentía
abofeteada por tu honradez, y que á veces mi alma se encariñaba con
la idea de ser también honrada?... No sé dónde hubiera concluído.
Al fin Dios me salvó dándome esta hija, que al nacer me trajo lo
que nunca había yo conocido, tranquilidad. Cuando á mi lado crecía
Monina, yo adquirí por don milagroso cultura de espíritu, sensatez,
amor al orden, sentido común. Fuí otra, fuí lo que hubiera sido
desde luego pasando de los delirios de mi amor contrariado á la paz
y al yugo de tu autoridad de esposo. Ahora me encuentras curada de
aquellas extravagancias que me hicieron célebre; pero no soy tan
buena como debería serlo: hay en mí un poco, quizás mucho, de falta
de temor de Dios; no me hallo dispuesta á sacrificar mis sentimientos
á las leyes que tanto me han martirizado, y así te digo: libre soy,
libre eres...

--Yo...

--Sí, tú; porque libre es quien rompe sus cadenas. ¿No dices que has
sido abandonado?

--Sí.»

Vacilación dolorosa se pintaba en las facciones de León.

«¡Oh, ya veo que aquí la abandonada siempre soy yo, siempre
yo!--exclamó Pepa con desesperación.--Bien, bien.

--Abandonada no; pero hay una imposibilidad moral que ni tú ni yo
debemos despreciar. Yo me hallo en el conflicto quizás más delicado y
temeroso en que hombre alguno se ha visto jamás.»

Pepa fijó en él sus ojos, atendiendo con toda el alma á lo que iba á
decir.

«Soy casado. No amo á mi mujer ni soy amado por ella; somos
incompatibles; entre los dos existe un abismo; nos separa una
antipatía inmensa. ¿Pero por qué mi mujer ha llegado á ser extraña
para mí? No ha sido por adulterio: mi mujer es honrada y fiel, mi
mujer no ha manchado mi nombre. Si hubiera sido adúltera, la habría
matado; pero no puedo matarla, ni puedo divorciarme, y hasta la
separación legal es imposible. No nos ha separado el crimen, sino
la religión. ¿De qué acuso á mi mujer? De que es fanática creyente
en su religión. ¿Acaso esto es una falta? ¡Quién puede decirlo! A
veces viene á mi mente un sofisma, y me digo que puedo acusarla
de demencia. ¡Horrible idea! ¿Con qué derecho me atrevo á llamar
demencia á la práctica exagerada de un culto? Sólo Dios puede
determinar lo que en el fondo de la conciencia pasa, y fijar el
límite entre la piedad y el fanatismo.»

Al expresarse así en frases entrecortadas y preguntas y respuestas,
la boca de León, por donde aquel lenguaje agitado y vivo salía, era
como un tribunal donde se discutían el pro y el contra de un crimen.

«Mi mujer ha faltado al cariño, que es ley del matrimonio como lo
es la fidelidad--añadió;--pero no ha escarnecido ni llenado de befa
mi nombre. Mi nombre está puro. ¿Hay bastante motivo para que yo me
declare libre?

--Sí, porque tu mujer no te ama, porque ella ha destruido el
matrimonio.

--Lo ha destruido por el fanatismo religioso. Y yo miro á mi
conciencia turbada y digo: «¿No seré yo tan culpable como ella?» Así
como ella tiene creencias que la impelen á aborrecerme, ¿no tengo
yo también otras que me la hacen aborrecible? ¿Por ventura no seré
también fanático?

--¡Tú no: ella, ella!--afirmó Pepa con encono.

--En el extremo á que nuestra desunión ha llegado, ¿quién es
más culpable? María es incapaz de toda acción verdaderamente
deshonrosa... Es fanática, sí, y de pocas luces; pero su fidelidad
no puede ponerse en duda. A mí no me ama; pero tampoco á otro. ¿Por
ventura no soy más culpable yo, que amo fuera de casa?»

Pasó la mano por su frente abrasada; después meditó para buscar
salida á aquel dédalo terrible.

«Y en caso de que pueda declararme libre--dijo al fin,--no puedo
unirme con otra, no puedo tratar de formarme una nueva familia, ni
por la ley ni por la conciencia. Debo aceptar las consecuencias de
mis errores. No soy, no puedo ser como la muchedumbre, para quien no
hay ley divina ni humana; no puedo ser como esos que usan una moral
en recetas para los actos públicos de la vida, y están interiormente
podridos de malos pensamientos y de malas intenciones. La familia
nueva que yo pueda formar será siempre una familia ilegítima...
hijos deshonrados y sin nombre... No creas tú que al hablarte así
y al asustarme de la situación en que nos hallamos, obedezco á las
hablillas de Madrid, ni que me fundo, para tratar de ilegitimidad,
en el sentido de la ley, que casi es impotente para resolver esta
cuestión tremebunda: obedezco y atiendo á mi conciencia, que tiene
el don castizo de hacerme oir siempre su voz por cima de todas las
otras voces de mi alma. Interroga tú también á tu conciencia...»

Pepa se inclinó suavemente como si fuera á caer desfallecida, y
sosteniéndose la frente con la mano, murmuró:

«Mi conciencia es amar.»

Este arranque de sensibilidad tenía elocuencia concisa en los labios
de la que conservaba en su alma tesoros inmensos de ternura, y
habiendo estado mucho tiempo sin saber qué hacer de ellos, aún se
veía condenada á la reserva, y á desarrollar sus afectos en la vida
calenturienta y tenebrosa de la imaginación.



XI

Esperar.


«Represéntate--le dijo León,--todo lo que hay de odioso y de
disolvente en una familia ilegítima, mejor dicho, inmoral... hijos
sin nombre... la imagen siempre presente de la que...

--No la nombres... te repito que no la nombres--dijo Pepa, procurando
que su enojo no pareciera muy violento.--Su fanatismo loco la
excluye, la excluye.

--¿Y si también yo soy fanático?

--No importa.

--Bien: contra la turbación que á tu mente y á la mía pueda traer esa
idea, hay un remedio.

--¿Cuál?

--Esperar.

--Esperar--murmuró la de Fúcar moviendo la cabeza, en cuyo centro
la palabra esperar retumbaba con eco lúgubre.--¡Esperar, ese es mi
destino! Hay alguien para quien la esperanza no es una dulzura, sino
un tormento.

--¿Ves ese ángel?--le dijo León señalando á Monina, que dormía muy
ajena á la tempestad que arrullaba su sueño de pureza.--Pues ahí
tienes tu verdadera conciencia. Cuando las agitaciones pasadas y tu
despecho, aún no extinguido, te empujen por una senda extraviada, pon
en el pensamiento á tu hija. ¡Verás qué prodigioso amuleto! Lo que
cien sermones y toda la lógica del mundo no podrían enseñarte, te
lo enseñará una sonrisa de esta criatura, que por su pura inocencia
parece que no es aún de este mundo, y en cuyos ojos verás siempre un
reflejo de la verdad absoluta.

--¡Es verdad, es verdad!--exclamó Pepa rompiendo en llanto.

--Esos ojos y ese rostro divino son un espejo, en el cual, si
sabes mirarlo, verás algo del porvenir. Considera á tu hija ya
crecida, considérala mujer. Dentro de quince años, ¿te gustará que
una voz malévola susurre en su oído palabras deshonrosas acerca de
la conducta de su desgraciada madre? Figúrate el trastorno de su
conciencia pura cuando le digan: «tu madre no esperó á que pasaran
dos meses de viudez para tomar por amante á un hombre casado, al
esposo de una mujer honrada.»

--¡Oh! no, no--gritó Pepa con súbita indignación.--No le dirán eso.

--Se lo dirán, ¿por qué no? Se dice lo que es mentira, ¿cómo no
habrá de decirse lo que sería verdad? ¿Has reflexionado en la
influencia decisiva, lógica, que tienen sobre la conducta de los
hijos las acciones de los padres?... Hay en las familias una moral
retrospectiva que evita muchas caídas y deshonras.

--Por favor, no me hables de que mi hija deje de ser la misma
virtud,» dijo Pepa con brío, anegada en lágrimas.

Callaron ambos, y sentados junto al lecho de Ramona, enlazados los
brazos, casi juntas las caras, envueltos en una atmósfera de ternura
que de ambos emanaba con el aire tibio de la respiración, estuvieron
largo rato contemplando íntimamente su dicha. En el fondo, muy en
el fondo del alma de Pepa, había una idea que hablaba así: «Hija de
mi vida, soy feliz haciéndome la ilusión de que eres toda mía y de
que puedo darte á quien me agrade. Naciste de mis entrañas y de mi
pensamiento.»

Después se apartaron de la cama donde dormía la pequeñuela. Pepa se
sentó en un ángulo de la sala.

«Ya es hora de que me retire,--indicó León.

--¿Ya?» murmuró la dama con sorpresa y temor, acariciándole con su
mirada.

León iba á decir algo; pero calló de improviso, porque había sentido
pasos. El Marqués de Fúcar entró en la habitación. Tenía costumbre de
despedirse de su hija y de su nieta antes de recogerse. Al ver á León
manifestó sorpresa, aunque la hora no era impropia ni desusada la
visita.

«Pues qué, ¿está mala la chiquilla?

--No, papá. Está buena.

--¡Ah!... Me figuré...»

El Marqués besó á su nieta.

«Gracias á Dios que se te ve por aquí,--dijo cariñosamente á León.

--He venido á despedirme de Pepa... y de usted.

--¿Viajas? Hombre, es lo mejor que puede hacer un cónyuge aburrido.
¿Hacia dónde vas?

--No lo sé todavía.

--¿Y sales?...

--Mañana.

--Si vas á París te daré un encargo. ¿No habrá tiempo mañana?...
Pasaré por tu casa temprano... Yo me voy á mi cuarto: tengo jaqueca.»

León comprendió que debía retirarse al momento. «Adiós, adiós,» dijo
estrechando las manos de la hija del Marqués.

La mirada de Pepa y la de él se cruzaron como las dos espadas de
un duelo: la de ella era todo enojo por aquella súbita despedida.
Después León miró un momento á Monina y salió con apariencia serena.
Al pasar por las espléndidas habitaciones silenciosas, se sentía
extraño en ellas; pero la hermosa estancia de donde acababa de salir
le parecía tan suya, que casi estuvo á punto de volver para respirar
un instante más aquella atmósfera de paz y sosiego, saturada del
delicioso perfume del hogar propio, que simplemente se formaba del
amor de una mujer y del sueño de un niño.

Al retirarse á su cuarto, D. Pedro le dijo:

«Estoy muy inquieto por no haber recibido detalles de la muerte de
Federico.»

Sin responder nada, León salió del palacio al jardín. Tanto le
llamaban de atrás sus afectos, que á cada seis pasos se detenía.
Había entrado en la alameda, cuando se sintió llamado por una voz,
por un ce que sonaba como la vibración del aire al paso de una
saeta. Se volvió: era Pepa, que hacia él iba, envuelta en un pañuelo
de cachemira, descubierta la cabeza, vivo el paso, difícil la
respiración. Su mano hizo presa con fuerza en la mano del matemático.

«No he podido resignarme á que te despidas así--le dijo.--Eso no está
bien.

--Así debió ser...--replicó León muy turbado.--¿Y qué importa?
Hubiera vuelto mañana un momento.

--¡Un momento!--exclamó la dama con elocuente dolor.--¡Qué triste es
haber dado años como siglos, y verse pagada con momentos!»

León le tomó las dos manos diciéndole:

«Querida mía: es preciso que uno de los dos se someta al otro. He
comprendido que si me dejara arrastrar por tí, nuestra perdición
sería segura. Déjate, no arrastrar, sino conducir por mí, y nos
salvaremos.

--Pues dí... Ya sé lo que vas á decirme... ¡Esperar! Cada loco con su
estribillo.»

Puso una cara que demostraba profunda lástima de sí misma; y como la
compasión suele anunciarse con sonrisas desgarradoras, sonrió la dama
de un modo que haría llorar á las piedras, y dijo:

«¡Esperar! ¿Y si me muero antes?

--No, no te morirás,--murmuró León cogiendo entre sus dos manos la
cabeza de ella, como se cogería la de un niño, y besándola.

--Está visto que soy más tonta...--balbució Pepa, que apenas podía
hablar.--Harás de mí lo que quieras, bárbaro.

--¿Me obedecerás?

--Eso no se pregunta á quien durante tanto tiempo te ha obedecido
con el pensamiento. Yo he soñado que tú venías á mí cuando ni
siquiera te acordabas de mi persona; he soñado que me mandabas
faltar á todos los deberes, y con la idea, con la inspiración de
mi alma te he obedecido. Esta obediencia ha sido mi único gozo,
¡qué satisfacción tan triste! No me acuses por estas miserias de mi
corazón lacerado... Es para hacerte ver que la que hubiera ido detrás
de tí al crimen, no puede negarse á seguirte si la llevas al bien.

--¿A donde quiera que yo te lleve?--murmuró León, pasándose la mano
por la frente.--Dime: ¿y si yo te dijera...?

--¿Qué?--preguntó ella sin aguardar á que concluyera, mejor dicho,
cazando la idea con la presteza del pájaro que coge el grano en el
aire antes de que caiga.

--La idea de la fuga... ¿ha pasado por tu imaginación?

--¡Oh! por mi imaginación han pasado todas las ideas.

--De modo que si yo te dijera...

--«Vamos,» partiría sin vacilar.

--¿Ahora?

--Ahora mismo. Tomaría en brazos á mi hija...»

Encendida en amante impaciencia, Pepa miraba á su casa y á su amigo.
Su alma, desligada de todo lo del mundo, fluctuaba entre dos objetos
queridos, dos solos. León tuvo un momento de terrible lucha interior.
Después hirió el suelo con el pie, como los brujos antiguos cuando
llamaban al genio tutelar.

«Pues te mando que me dejes partir solo y que me esperes,» dijo al
fin con resolución que tenía algo de heroísmo.

Pepa inclinó la frente con expresión de cristiana paciencia.

«Te lo mando así, porque te quiero con el corazón; te lo mando así,
porque mi egoísmo no quiere destruir un hermoso sueño.

--Me someto,» dijo Pepa envolviendo su palabra en un gemido.

Sollozó sobre el pecho de su amigo. Después añadió:

«Pero fija un término, un término... Si me muero antes...»

La idea de un morir prematuro brillaba en su mente como una luz
siniestra que de ningún modo quiere apagarse.

«Fijaré un término. Te lo juro.

--Y pasado ese término... Pasado ese término...--repitió León, cuyo
pecho respiraba difícilmente entre el nudo de aquella soga ferozmente
apretado por los demonios.

--Supón que Dios no quiera allanarnos el camino...

--Verás como lo allanará.

--¿Y si no lo allana?

--Verás como sí lo allana.

--Pero... ¿y si no?

--Verás como sí.

--Diciéndomelo tú de ese modo, no sé por qué lo creo--afirmó Pepa,
acomodando mejor su cabeza sobre el pecho de su amigo, como la
acomodamos en la almohada cuando empezamos á dormir.--Ahora, si
quieres que me vaya contenta á mi casa, dime que me quieres mucho.»

Su pasión tomaba un tono pueril.

«¿No lo sabes?

--Que me querías hace tiempo.

--Que debí quererte desde que jugábamos cuando éramos niños,
cuando nos pintábamos la cara con moras silvestres...--añadió León
estrujando la cabeza de oro.

--¡Qué tiempos!--dijo Pepa sonriendo como un bienaventurado en la
gloria.--¡Si pudiéramos hablar largamente de eso y recordarlo pasando
los recuerdos de memoria á memoria y las palabras de boca á boca...!
¡Si nuestra vida fuese ahora verdadera vida, y no estos momentos
pasajeros, estos saltos horribles!... ¡Si pudiéramos hablar, reir,
recordar, pensar cosas, decir disparates, reñir de broma, adivinarnos
las ideas y los deseos!...

--Si pudiéramos eso...

--Pero no: hemos de separarnos. Separados hemos estado toda la vida,
y ahora me parece que es la primera vez que te digo adiós. Tú á ese
caserón; yo á mi palacio.

--Espérame con tu hija.

--¡Oh! qué triste pensamiento me ocurre!... Si tardas mucho, Monina
no te va á conocer cuando vuelvas, ¡alma mía!... te tendrá miedo.

--Se acostumbrará pronto.

--Pero ¿no vuelves mañana á casa?

--¿Para qué? ¿Para que una nueva despedida nos haga más amarga
nuestra separación? Si te viera otra vez, quizás me faltaría valor.

--Mandaré á la niña á tu casa mañana.

--Si, mándala.»

León tosió secamente.

«¡Hombre, por Dios!--exclamó Pepa con amante solicitud, alzándole
el cuello de la levita.--Que te constipas... hace frío... déjate
cuidar... así.

--Gracias, querida mía. Es verdad que tengo frío.

--Pero qué, ¿nos separamos ya?

--Sí. Ahora ó nunca.»

La dama tuvo ya en sus labios las palabras _Pues nunca_; pero no se
atrevió á pronunciarlas.

«¿Me escribirás con frecuencia, chiquillo?

--Todas las semanas.

--¿Cartas largas?

--Largas y difusas como el pensamiento del que espera.

--¿A dónde te escribo?

--Ya te lo diré... Vamos hacia tu casa. No quiero que vuelvas sola.
Nos separaremos allí.

--Acompáñame hasta la puerta del museo; por allí salí y por allí
entraré.»

Anduvieron un rato. León la rodeaba con su brazo derecho, y con la
mano izquierda le estrechaba ambas manos.

«Está obscura la noche,--dijo ella obedeciendo á esas inexplicables
desviaciones del pensamiento que ocurren cuando éste actúa más
fijamente en un orden de ideas determinado...

--¿Estás contenta?--le preguntó León queriendo dar al diálogo un tono
ligero.

--¿Cómo he de estarlo cuando te vas? Y sin embargo, lo estoy por lo
que me has dicho. No sé lo que hay en mí de júbilo y pena al mismo
tiempo. Yo digo: «¡qué dicha tan inmensa!» y digo también: «¡si me
muero antes!...»

--En mí sucede lo propio,» replicó León sombríamente.

Llegaron á la puertecilla del museo.

«Adiós...--murmuró ella devorándole con sus ojos.--Adiós... ¡Todo mío!

--Hasta luego--dijo León con voz imperceptible, dándole dos
besos.--Este para Monina; éste para su mamá.»

La puerta del museo abierta mostraba una escalera obscura. León
empujó suavemente á Pepa hacia adentro y se alejó despacio. Ella
volvió al umbral; él la saludó de lejos con la mano...

Poco después entraba en su casa, y medio muerto de dolor se
revolcaba en el sillón de estudio como un enfermo, como un demente,
no sabiendo si buscar en el llanto ó en la desesperación honda el
lenitivo de su corazón destrozado. No obstante, aún no había llegado
el momento de que aquel vaso de reserva, que en su ancha capacidad
contenía pasiones ó ideas mil del género más turbulento, estallase
atropellando todo lo que hallara delante de sí.



XII

Donde se trata de la hidalguía castellana, de las leyes morales, de
todo lo que hay de más venerando, y de otras cosillas.


La crisis por que pasaba la casa de Tellería continuaba sin
resolución. Era tan grande el desastre, que parecía locura pensar
en ponerle remedio y sólo quedaba el recurso de disimularlo
hasta donde fuera posible. Antes de llegar á una bochornosa
declaración de pobreza, los histriones incorregibles apuraban
todos los artificios para prolongar su reinado exterior; y si en
sus soliloquios domésticos decían: «vivimos sin criados; no hay
tienda que quiera abastecernos; carecemos hasta de ese pan de la
vanidad que se llama coche,» públicamente era preciso hacer creer
que todos estaban enfermos... El Marqués, ¡ah! sufría horriblemente
de su reúma. La Marquesa, ¡oh! ¡pobrecita! se hallaba en un estado
espasmódico muy alarmante... La familia toda gemía bajo el peso de
una gran tribulación. No se recibía ni á los íntimos, no se daba de
comer ni á los hambrientos, no se paseaba, no se iba ya ni á los
estrenos ruidosos. La iglesia era lugar propicio para mostrarse con
entristecido continente. ¿Qué cosa más edificante que ir á escuchar
la palabra de Dios y derramar una lágrima delante de la que es
consuelo de los afligidos? ¡Pobre Milagros! Los que la veían entrar
y salir dando con su compunción ejemplo á los más tibios, tributaban
á su pena el debido homenaje diciendo: «¡Infeliz señora, cuánto ha
padecido con sus hijos!»

La tertulia de la San Salomó, refugio de la desgraciada familia, era
una reunión recogida, de poco bullicio, á donde iban algunos poetas,
guapísimas damas, media docena de beatos y otros que lo parecían
sin serlo. Allí se hablaba mucho de Roma, se leía _L’Univers_ y se
recitaban versos muy cargados de perfume religioso, y entre los
vapores sofocantes de tal incienso se excomulgaba á todo el género
humano. Se anunciaba con anticipación cada discurso político de
Gustavo Sudre para que se preparase á aplaudir la _alabarda_ (no
hay mejor vocablo) de uno y otro sexo; se fabricaban reputaciones
de mancebos recién salidos de las aulas, y que ya eran, cuál un San
Agustín, cuál un San Ambrosio, bien un Tertuliano ó un Orígenes, por
lo que toca al talento, se entiende; en una palabra, la tertulia
de San Salomó tenía ese marcadísimo carácter de _club_, que es un
fenómeno muy atendible de la sociabilidad contemporánea. Las pasiones
políticas han subido la escalera y rugen entre el plácido aliento de
las damas. Ya se conspira más en los salones que en los cuarteles, y
hasta los demagogos encuentran de mal gusto las logias. La tertulia
de que hablamos era, pues, un _club_ de cierta clase, así como hay
tertulias que son el Grande Oriente del doctrinarismo, y otras que lo
son de la democracia.

La Marquesa era joven, bonita, alta y bien distribuída de miembros,
aunque un poco ajada; graciosa, amante de los versos, sobre todo
cuando tenían mucha melaza mística y palabreo largo de _cándidas
tórtolas_, _palmeras de Sión_, etc.; furiosa enemiga de _toda
la cursilería materialista y liberalesca_, y delirante por los
discursos contra _esa basura de la civilización moderna_. Elegante
y muy discreta, sabía hacer brevísimas las horas á sus fervorosos
tertulios; tenía el don de salpimentar con gracia mundana y joviales
conceptos el constante anatema que allí se fulminaba, y mantenía en
su casa y en su mesa un delicioso confortamiento que agradaba á los
patriarcas, á los poetas, á los San Agustines y á los San Ambrosios.
El Marqués de San Salomó, hombre también que se hubiera dejado asar
en parrillas antes que ceder ni un ápice de sus doctrinas, ¡vaya si
tenía doctrinas! era el menos asiduo en las tertulias. Iba mucho
al teatro, al casino ó á otros pasatiempos obscurísimos. De día
recibía en su despacho á toreros, caballistas, cazadores de reclamo,
derribadores de vacas, y este sport burdo y de mal gusto, junto con
las barrabasadas de sus compañeros de aventuras, constituía las tres
cuartas partes de su conversación y de sus ideas. Era rico, y tenía
asignada á su mujercita, á más de la partida de alfileres, otra no
floja para los triduos y novenas. Había en la administración de la
casa una cuenta corriente con el Cielo. De la que el Marqués tenía
abierta con las bailarinas, no es ocasión de hablar.

Aquella noche (y todos los datos comprueban que fué la noche del
día, recuérdese bien, en que el Marqués de Tellería visitó á León
Roch), Milagros hablaba animadamente con un señor viejo y engomado,
caballero de no sabemos qué Orden, varón inocentísimo, no obstante su
jerarquía militar, pues era uno de esos generales que parecen existir
para probarnos que el ejército es una institución esencialmente
inofensiva.

«No intente usted consolarme, General. Estoy abrumada de pena...
Usted ha dicho en versos preciosos que el corazón de una madre es
tesoro inagotable de sufrimiento; pero el mío ya está hasta los
bordes, el mío no puede resistir más, rebosa.

--¿Y de qué sirve la resignación cristiana, querida?--dijo aquel
Marte, cuya inocencia envidiarían los querubines á quienes pintan
sólo con cabeza y alas.--El Señor enviará á usted consuelos
inesperados. ¿Y María, está resignada?

--¿Cómo ha de estar ese ángel? ¡Pobre hija mía! ¡La crucificarán;
y no exhalará un gemido!... Dios permite siempre que los seres más
virtuosos y más santos se vean sujetos á mayores pruebas. Como
á mi adorado Luis, á María la quiere Dios para sí; á aquél dió
padecimientos físicos, á ésta se los da morales.

--Cada día--dijo el General haciendo un movimiento de horror que daba
cómica ferocidad á su cara de arcángel con bigotes blancos,--vemos
que aumenta el número de los escándalos, de las miserias, de las
desvergonzadas infamias... Cada día disminuye el respeto á las
leyes divinas y humanas... No se ve un carácter entero, no se ve un
rasgo caballeresco, no se ve más que descaro y cinismo... Juzgue
usted, querida Milagros, á dónde llegará una sociedad que cada día,
cada hora se aparta más de las vías religiosas... Pero no, ¡pese á
tal! aún hay santos, señora, aún hay mártires. Su hija de usted,
abandonada cruelmente por su marido, á causa de su misma virtud, y
precisamente por su inaudita virtud, precisamente por su virtud,
repitámoslo mil veces, es un ejemplar glorioso, es más, una enseña,
una bandera de combate.»

Era ciertamente bandera de guerra. En el salón había varios grupos,
y en todos se hablaba de lo mismo. ¡Abandonarla sólo por la misma
sublimidad de su virtud!... Esto merecía la ira del cielo, esto
clamaba venganza, un nuevo diluvio, la sima de Coré, Dathán y Abirón,
el fuego de Sodoma, las moscas de Egipto, la espada de Atila... De
todas estas calamidades, la que parece prevalecer hoy, cuando los
extravíos de los hombres exigen expiación, es la de las moscas de
Egipto, pues esta muchedumbre picona es lo que más se asemeja á la
cruzada de chismes, anatemas de periódico y excomuniones láicas con
que la gente de ciertos principios azota á la humanidad prevaricadora.

«Si la separación hubiera sido por otros móviles...--decía un poeta á
un periodista,--podría tolerarse... pero ya es un hecho evidente que
León...»

Siguió un cuchicheo mezclado de risillas. Dos viejas metían su hocico
en el grupo para aspirar con delicia la atmósfera de maledicencia,
más grata para ellas que el aroma de rosas y jazmines.

«Hace tiempo que yo lo sospechaba--dijo la de San Salomó
á un diputado que ocupaba el sillón arzobispal en el coro
ultramontano.--Pepa Fúcar es una descocada. En esa casa de Fúcar
la moral ha sido siempre un mito. El modo de hacer millones corre
parejas con el modo de querer.

--Sin duda las relaciones de León con Pepa son antiguas,--dijo el
diputado, que gustaba mucho de comer en casa de San Salomó, y que
solía agradecerlo aceptando con aumento las insinuaciones malignas de
la Marquesa.

--Por lo que se sabe ahora y por ciertos datos que yo tenía--indicó
Pilar saludando con una mirada de reconvención á Gustavo, que á la
sazón entraba,--puede asegurarse firmemente que son muy antiguas.»

Después siguió hablando al oído de aquel digno hombre, que á pesar de
estar resuelto á no asombrarse de nada malo, no pudo ocultar su pasmo
y perplejidad.

«¡Hija de León!» murmuró.

No lejos de allí, el de Tellería expresaba una idea nueva,
enteramente nueva; una idea que salía de su boca entre alambicadas
frases, que eran como los cuidados de que la rodeaba el cariño
paternal. Esta idea era que todos somos iguales, que no hay nadie
que sobresalga, que el mundo es horriblemente uniforme; que él
(el Marqués) iba perdiendo la fe en _la tradicional y proverbial
caballerosidad del pueblo español_...

«Se ve palpablemente la ruína y acabamiento de la sociedad--declaró
el General;--y aún hay ilusos que no quieren creerlo, lo cual
no empece que sea cierto... Observen ustedes un hecho, un hecho
inconcuso...»

Todos miraron al General, esperando la declaración de aquel hecho que
podría parecer una batalla, según la expresión de valor negativo con
que el ilustre caballero lo anunciaba.

«Observen ustedes este hecho. Siempre que hay un escándalo, un
ruidoso escándalo, véase quién lo ha producido. ¿Quién lo ha
producido? Pues un hombre sin religión, uno de esos homúnculos
enfatuados y soberbios que insultan con su desprecio á la moral
cristiana, y á quienes vemos por ahí haciendo gala de una fortaleza
imprudente, _alzar la fronte e minacciar le stelle_.»

Un silencio solemne, señal del asentimiento más solemne aún de los
circunstantes, acogió estas palabras. Entre el diputado arzobispal
y un periodista trabóse ligera disputa sobre si León Roch era un
criminal de ligereza ó criminal de perversión.

«Desengáñese usted--dijo el diputado:--la corrupción es general; pero
si los que tienen fe están en situación de enmienda probable, y,
por consiguiente, en la posibilidad de salvarse, los racionalistas
caminan á su completa ruína. Ellos han derribado el templo como
Sansón, y como Sansón perecerán entre los escombros.»

La San Salomó y Gustavo hablaban en voz baja donde los demás no
podían oirles.

«Es preciso, es indispensable--afirmaba ella,--decirle la verdad á
María.

--¿La verdad?... No nos fiemos de apariencias. Yo no he formado aún
juicio sobre la conducta de León. Mientras yo no le vea y le hable,
nada diré á mi hermana.

--Pues se le dirá.

--Pues no se le dirá.»

Mostraba Pilar un empeño maligno, una impaciencia de mujer
quisquillosa, de esas que creen carecer del aire respirable todo el
tiempo que tardan en clavar su aguijón en el pecho de la amiga.

«Aseguro que se le dirá,--añadió mostrando las ventanillas de la
nariz muy dilatadas, la mirada viva, demudado el color.

«En asuntos de mi familia, mi familia decidirá.

--¡Oh! también he decidido yo en asuntos de tu familia,--dijo Pilar
dando al _tu familia_ una entonación impertinente.

--No ha sido con mi aprobación,» repuso Gustavo, que contenía en su
pecho la ira.

Palideció: su frente, su ceño, su seriedad hosca anunciaban tormentas
pasadas. Tiempo vendrá de conocerlas.

«Me anuncia este padre de la patria--dijo Pilar alzando la voz,--que
no pronunciará mañana el discurso contra la totalidad del artículo
veintidós.»

Sonó un rumor de descontento.

«El presidente le cambiará el turno.

--¡Y yo que tengo las papeletas en casa!

--¿Cuándo será?

--Este triste asunto de su hermana--dijo la de San Salomó mirando
á Gustavo con expresión de afectada pena,--le ha trastornado el
cerebro.»

Gustavo se acercó al grupo en que estaba su madre.

«Serénate, hijo--le dijo ésta con acento cariñoso.--Todos padecemos
tanto como tú; pero no nos falta paciencia.

--Pues á mí me falta.»

Siguió la conversación sobre este tema, sin más de notable que haber
afirmado el Marqués su creencia firmísima de que todos somos lo
mismo. Después clareóse considerablemente el grupo: Pilar atrajo
mucha gente leyendo en voz alta un artículo de Luis Veuillot. Gustavo
y su madre pasaron al gabinete inmediato.

«¿Es cierto que papá ha estado hoy á ver á León?

--Es cierto.

--Me temo que su viaje á Carabanchel llevaría otro objeto. Será una
nueva ignominia...

--¿Qué hablas ahí de ignominia, tonto, quijote?

--Sí--dijo Gustavo, revelando en los ojos su ira:--me temo que papá
haya ido á postrarse á los pies de nuestro enemigo para pedirle...

--¡Qué absurdo, hijo!... Nosotros, nosotros solicitar de ese...

--No me llamaría la atención. Estoy acostumbrado á ver cosas muy
horrendas. No extrañe usted, mamá, que las vea en todas partes. Yo
visitaré á León, yo le hablaré. ¡Quién sabe si no es tan culpable
como le suponen!... Si realmente ha abandonado á mi hermana para
vivir con otra mujer, nuestras relaciones con él deben concluir. Será
un extraño para nosotros. ¡Qué cosa tan infame, tan infernal, haber
recibido ciertos favores de tal hombre, y no poder arrojarle á la
cara...!

--¡Por Dios, no te pongas así!... Vas á llamar la atención--dijo la
Marquesa alarmada de la altivez de su hijo.--Estás ridículo.

--¡Ridículo!--exclamó Gustavo con acento de amargura.--No me importa.
Después de todo, yo soy aquí el único que conoce el envilecimiento en
que vivimos.

--¡Gustavo!

--Lo digo por mí, sólo por mí. Esta casa, lo mismo que la mía,
ha llegado también á causarme horror. El susurro constante de la
moral hablada me ha ensordecido, impidiéndome oir el grito de la
verdad, que tanto menos se dice cuanto más se siente. No estoy nada
satisfecho de mi papel en el mundo, ni del estado de mi casa, ni
de la conducta de mi familia, ni del giro mundano y cínico de mis
amistades. No estoy satisfecho de nada, y ambiciono un destierro
voluntario que me ponga á distancia de todos los que llamo míos.

--¿Quieres añadir nuevos disgustos á los que ya sufre tu pobre
madre?--dijo ella con visibles muestras de enternecimiento.--¡Emigrar
tú, renunciar á tu porvenir...! ¡No esperar siquiera á ser
ministro...! Ya sabes... otros...

--¡Es un delirio esto de emigrar! Yo no puedo salir de aquí. Mi
ambición y mi vergüenza son una misma cosa, y estoy pegado á ellas
como el caracol á su covacha. ¡Aquí siempre! Siempre pegado á mi
familia, á mi partido, á mi clase, á mi moral.»

Dió á este último vocablo amargo acento de ironía.

«Seguiré viendo lo que veo y oyendo lo que oigo... ¡Ah! tengo que
anunciar á usted una nueva calamidad. Polito ha sido abofeteado
públicamente esta tarde en una casa que no quiero nombrar, á
consecuencia de una disputa por deudas de juego. Hubo golpes,
botellazos, gritos de mujeres borrachas, intervención de la policía...

--¿Pero han hecho daño á mi hijo?--exclamó la de Tellería con
maternales ansias.

--No: una contusión ligera; pero se ha enterado toda la calle
de... tampoco quiero nombrar la calle. ¡Ay!--añadió dando un gran
suspiro.--Vivimos en la época de las tristezas y en el verdadero día
de la ira celeste. Pero desde hoy quiero tomar la dirección de los
asuntos de casa. Veremos si yo la saco de este conflicto, salvando el
honor aparente, ese honor que no es una virtud, sino un letrero. Por
de pronto, censuro que papá haya visitado á León con las miras que
sospecho.

--Sospechas necedades.

--¡Oh, no!... Milagro será que me equivoque. Sabré la verdad, porque
pienso ver á León.

--¿Tú?

--Sí, yo; deseo saber por él mismo su culpa. Le tengo por un
extraviado, mas no por un perverso. Yo le hablaré el lenguaje de la
franqueza para que él me conteste del mismo modo. Si es un miserable,
él mismo me lo ha de decir... Entre tanto, que no sepa María las
hablillas que corren.

--¡Oh, no! Es preciso decírselo. ¡Pobre hija de mi alma! No quiero yo
que ignore las lindezas de su cara mitad. Figúrate que una persona
indiscreta se lo cuenta, exagerándolo ó desfigurándolo.

--No se dirá nada á mi hermana.

--No te empeñes en eso. Esta noche misma... No, no me enseñarás mis
deberes de madre amante y solícita: sé lo que debo hacer. Es preciso
que María se entere. ¿Quién te dice que no podremos llegar hasta la
reconciliación?»

Iba á contestar Gustavo cuando entró en el gabinete un poeta que
no era, al decir de la gente, saco de paja para Milagros, hombre
de aspecto vulgar, casi chabacano y más viejo de lo que parecía.
No revelaba en la figura ni en el rostro aquel delicado estro suyo
que hablarle hacía en variedad de metros de _perennales fuentes de
dulzura_, de _los cabritillos de Galaab_, del _místico dulcísimo amor
de las almas_, ni aquella indignación evangélica con que apostrofaba
á los materialistas, pidiendo á Dios que los aplastase con las ruedas
de su carro y que los mandase al _Báratro_. Era incomprensible tanta
grandeza dentro de tan menguada efigie.

«Es delicioso--dijo al entrar,--y no tiene contestación.

--¿Qué?

--El artículo de Luis Veuillot contra la sociedad moderna, contra
esta sociedad materializada y corrompida que, para abolir sus
remordimientos, aspira á la abolición de Dios. ¿Necesita usted,
Gustavo, los números de _L’Univers_?

--Puede usted llevárselos, con tal que me los devuelva mañana. Tengo
que hacer un artículo sobre el mismo asunto.»

La Marquesa de Tellería pasó al salón.

«Está acordado que se lo cantaremos mañana,--dijo á la de San Salomó.

--Sí, mañana sin falta.»

Formóse otro grupo de mujeres, del cual salía un zumbido como el de
un enjambre. «Mañana, mañana...»

Sintióse roce de sederías, bullicio de saludos, movimiento de
sillas. La tertulia se disolvía. Salieron muchos en graciosas
parejas, sonriendo unos, bromeando otros. Partieron los de Tellería,
el General y el Diputado con ínfulas de láico arzobispo. Con éste
habló un poco de política religiosa Gustavo sin dejar su expresión
melancólica y sombría.

«Adiós, Pilar; nos veremos mañana en San Prudencio.

--Abur, Casilda; haré tu recomendación al Padre Paoletti.

--Adiós, adiós.»

Cuando todos se fueron, la Marquesa de San Salomó se retiró á rezar y
á dormir.



XIII

Una figura que parece de Zurbarán y no es sino de Goya.


La señora de Roch fué muy temprano á San Prudencio. Tiempo hacía
que madrugaba para cumplir sus deberes piadosos, tornando á casa á
las nueve, con lo que evitaba hallarse entre el tumulto de fieles
y de damas amigas que iban á las horas cómodas. Aquel día, que era
domingo, madrugó mucho y salió muy temprano de la iglesia, cumplido
el precepto que más halagaba su espíritu. Como de costumbre, pasó
parte de la mañana en lecturas religiosas; pero ha de advertirse
que no había buscado sus textos en nuestra rica literatura
mística, fundida en el crisol del espiritualismo más puro y que
arrebata el alma creyente, ya encendiendo en ella divinos fuegos,
ya embelesándola con un discurrir metafísico y quintesenciado.
María apacentaba su piedad, triste es decirlo, con lo peor de esta
literatura religiosa contemporánea, que es en su mayor parte producto
de explotaciones simoniacas, literatura de forma abigarrada y de
fondo verdaderamente irreligioso tirando á sensual, que combinada
con el periodismo y con las congregaciones, es uno de los negocios
editoriales más extensos de la librería moderna. Mucho de esto nos
viene aquí traducido del francés y tiene un sello de mercantilismo
que convida á la profanación. No falta al exterior la consabida
elegancia material que la industria contemporánea imprime á todas sus
obras, y por dentro el verso y la prosa alternan en la expresión del
pensamiento; pero ¡qué verso, qué prosa! Hay ideas que reclaman la
sencillez, vestidura propia y genuína, sin la cual no pueden existir;
hay sentimientos que exigen la seriedad y la majestad como su natural
vehículo, y sin él degeneran en afectada declamación. Incapaz María
de comprender esto, hallaba elocuente y sublime un escrito en el
cual, para celebrar la presencia de Cristo en la Hostia, se hablaba
de _armonía y silencio_, de _fuentes selladas_, de _manantial de
amores_, de _celestial sonrisa_, de _flores de José_, de _oro puro_,
de _la mirra del arrepentimiento_, del _incienso de la oración_, de
_seráficos incendios_, de _horno que á un tiempo refresca y reanima_,
de _brisas suaves_, de _perfumes_, de _virginales y solitarios
espíritus_, de _banquete fraternal_, de _perla única y celeste rocío
del nuevo Edén_. Este lenguaje, que habla tan sólo á los sentidos,
cautivaba á la señora más que cualquier otro lenguaje. Dotada de
imaginación y de una facultad sensoria muy afinada, su espíritu daba
fácil acceso á todo lo que viniera por aquella vía y llegase á él en
el vehículo de lo bien oliente, de lo tangible, de lo bonito y de lo
apetitoso.

Admiraba á Santa Teresa porque le habían enseñado á admirarla; pero
no comprendía sus ingeniosas metafísicas. Aquellos amores seráficos
eran para ella un juego de lenguaje ó no eran nada. No se recalentaba
el cerebro pensando en las maneras más sutiles de amar al Señor,
ni poseía tampoco un gran corazón que le permitiera prescindir de
maneras sutiles. Su sér burdo y sensual, en el sentido recto, iba
ciegamente al entusiasmo religioso por otros caminos. Para ella,
por ejemplo, la misericordia de Dios era una idea incuestionable y
firme; pero no se encariñaba profundamente con ella sino después
de asociarla á una reliquia. Las perfecciones absolutas del Autor
de todas las cosas, tampoco reinaban con fuerte imperio en su
ánimo si no llegaban á éste por el conducto, digámoslo así, de
las perfecciones estéticas de una imagen. La Virgen María, ideal
consolador que más fácilmente que otro alguno seduce el espíritu de
la mujer y parece que lo informa y compenetra, subyugaba á la insigne
dama; mas para que aquel ideal divino tuviera en ella una fuerza
incontrastable y la hiciera gemir y llorar, érale preciso (valga la
expresión) remojarlo y desleirlo en agua de Lourdes.

Basta con lo dicho para que se vea que la religiosidad de María Sudre
era la religiosidad de la turbamulta, del pueblo bajo, entendiéndose
aquí por bajeza la triste condición de no saber pensar, de no
saber sentir, de vivir con esa vida puramente mecánica, nerviosa,
circulatoria y digestiva que es el verdadero, el único materialismo
de todas las edades. La verdadera plebe no es una clase: es un
elemento, un componente, un terreno, digámoslo así, de la geología
social; y si se hiciera un mapa de la vida, se vería marcado con
tinta negra este detritus en todas las latitudes de la región humana.

Así como ciertos seres privilegiados personifican en sí la
aristocracia del pensar y del sentir, la mujer de León personificaba
el vulgo crédulo. En otra época y en otras condiciones sociales,
María, sin dejar de llamarse piadosa y de rezar seis horas y de
confesar á menudo, hubiera echado las cartas para saber el porvenir,
hubiera usado rosarios benditos para conjurar maleficios de brujas,
hubiera incurrido en la repugnante manía de asociar á la religión las
artes gitanescas.

Pero los tiempos no son ya para esto; aunque bien mirado, maleficios
hay y artes de gitanos, si bien de otra suerte que en lo antiguo.
Gustaba María de pertenecer á todas las asociaciones piadosas, fueran
ó no de índole caritativa. Era, con preferencia á todo, lo que en la
jerga mojigata se llama _josefina_, ó sea individuo de la asociación
de San José, cuyo objeto es rogar por el Papa, y que cuenta en su
seno con personas muy respetables, dicho sea esto para que no se
entienda como mofa ni mucho menos la mención hecha. A otras juntas y
á muchas cofradías pertenecía también. Casi todas estas sociedades
tienen hoy sus periódicos, creados con el fin de establecer sólida
alianza entre los socios ó cofrades y ofrecer una lectura altamente
recreativa, á veces enormemente cómica, dicho sea también con el
respeto debido. Para María no la había más sabrosa ni edificante, y
se recreaba largas horas con las anécdotas (¡lástima grande no poder
copiar algunas!), con las oraciones, y, por último, con la parte
que podría llamarse místico-farmacéutica, que es una lista mensual
de las innumerables curaciones hechas con las obleas y las mantecas
pasadas por el famoso _perolito_ de Sevilla, prodigios que se dejan
muy atrás los milagros de Holloway y de ciertos específicos. María
guardaba siempre en su poder porción cumplida de obleas y mantecas
pasadas por el _perolito_ para atender á las dolencias de sus deudos
y amigos, segura del éxito siempre que éstos tomasen la medicina con
fe. La especulación del _perolito_ no podría existir en ningún país
donde hubiera sentido común y policía.

Estaba exenta María de aquel idealismo febril de su hermano Luis, y
aunque ella se proponía imitarle en todo, era en sus ideas y en sus
prácticas muy distinta. Su enfermiza devoción parecía un delirio
nacido de la cortedad de inteligencia, limitado por los sentidos y
exacerbado por la contumacia de su carácter asaz soberbio. Respecto
de su consorte, las ideas y sentimientos de la señora eran muy
extraños. Ya sabemos qué clase de amor le tenía, el único en ella
posible. ¡Cuánto había trabajado en sus soledades de penitente
para dominar aquel amor! ¡Cómo torturó su imaginación! ¡Qué de
monstruosidades inventó para representarse feo al que era hermoso,
desabrido al que era galán y seductor, repugnante al pulcro y lleno
de atractivos! María Egipciaca pensaba que mientras conservase en su
mente la ilusión de aquel compañero de sus días y noches, no habría
en ella verdadera santidad. Si tenía ó no razón, ¿quién lo sabe? Sólo
Dios, que con su vista infinita conocía la calidad de aquella ilusión.

«¡Si León no fuese ateo!» pensaba á cada instante. Y aquí entraba
lo irreconciliable, aquí la idea de no tener jamás trato moral ni
doméstico con semejante hombre. Había la dama consultado con el
pensamiento la voluntad de su hermano, que, como sombra cariñosa,
venía en las noches solitarias á vagar sobre su lecho santo, y
la voluntad de Luis Gonzaga era que no debía existir entre ella
y el ateo relación de ninguna clase; que estaba manumitida de la
esclavitud matrimonial, relevada de su carga de deberes, libre para
no pertenecer más que á Dios.

A las veces despertaba con zozobra y agonía, bañada la frente de
sudor, trémula y acongojada. «¿Y si quiere á otra?» murmuraba.
Aquí tomaban sus ideas un giro nuevo. Podía su extraviado espíritu
conformarse con la idea de que muriera León, aun con la idea de no
ser amada por él; ¡pero que su marido viviese y amase, viviendo y
amando á otra...! ¡que fuera para otra lo que había sido suyo...!
En esto consistía el martirio de aquella mujer, su mortificación
constante, y al llegar á tan delicado punto, todo su sér saltaba con
un impulso, no de pura pasión, sino de apasionado egoísmo.

Durante la época en que León se iba apartando lentamente de ella,
María gozaba en mortificarle, gozaba en verle entrar todas las
noches, porque es cosa que halaga al verdugo la puntualidad de la
víctima en ponerse bajo su azote. A veces, por la fuerza de la
costumbre y por el afecto verdadero que el largo trato había hecho
nacer en ella, sentía mucho gusto de verle; pero disimulaba esta
alegría y aquel afecto. ¡San Antonio! No convenía dar á conocer que
el ateo era bien recibido. Secretamente solía interesarse por todo
lo que á él atañía: dirigía mil preguntas á los criados, y si estaba
enfermo, prontamente le hacía llevar medicinas, guardándose bien de
mandarle el agua de Lourdes y las mantecas del _perolito_, por no ser
estos ingredientes eficaces sino para el que cree en ellos.

Cuando hablaban tenía que hacer grandes esfuerzos para no contemplar
con agrado la simpática y para ella seductora figura de su esposo,
y luego, al encontrarse sola, se arrepentía de ello, se castigaba
mentalmente, se llamaba perversa, lasciva, y pedía auxilio á la
memoria de su hermano y á la virtud de veneradas reliquias, «¡Si no
fuera ateo...!» decía y á veces al decirlo lloraba.

Cuando León se retiró definitivamente, la esposa, que le había
expulsado diciéndole: «mi Dios me manda que no te ame,» sintió un
descorazonamiento, un vacío, un inexplicable terror... ¿De qué? No
lo sabía fijamente. Durante una noche entera, la noche aquélla que
mencionamos, no pudo poner en su mente una idea devota. Sentíase
aturdida, y en su cerebro retumbaba un rumor de malos pensamientos,
como pisadas de fantásticos corceles que vienen de lejos dando
resoplidos. Necesitó largas lecturas y consultas y amonestaciones de
clérigos para poder echar alguna tierra sobre el hermoso cadáver del
bien perdido; rezó de lo lindo, se mortificó, puso en gran trabajo la
imaginación por su método favorito, que era representarse feo lo que
era hermoso, amargo lo dulce, asqueroso lo recreativo y placentero.
Este horrible trabajo de limpiar el alma por medio de la fantasía,
afeando y cubriendo de inmundicia las nobles galas del amor, las
bellezas de la vida, no era nuevo en ella. Los ermitaños y cenobitas
la han hecho, completándolo con las mortificaciones exteriores. María
Egipciaca trabajó horrendamente en las tinieblas de su atormentado
cerebro por representarse como nefandos y teñidos de lúgubres
colores, los alegres días de su luna de miel y las más pacíficas y
dulces horas de su vida de casada. ¡Espantoso desorden, horrible
anarquía del alma!

Como se ha dicho, María, al verle ausente para siempre, sintió un
vacío, una desazón, una inquietud, una soledad... ¿A dónde había
ido? Sin dar á conocer su turbación, hizo varias preguntas. En sus
rezos meditaba la santa sobre esta profanidad... ¡San Antonio!
Indudablemente aquel hombre era suyo. Indudablemente lo suyo, lo
verdaderamente suyo, no debía ser para los demás. ¡Cómo fulgura
á veces la lógica en los entendimientos más turbados! Lo extraño
era que, á pesar de lo que María llamaba ateísmo de León, siempre
había visto en él un fondo de honradez que le inspiraba confianza.
Jamás pensó, ¡tan limitada era su inteligencia! en el problema de
compaginar aquel ateísmo con esta honradez. ¿Por qué creía ella
en la honradez de un ateo? No podía decirlo; pero indudablemente
la confianza existía. Ahora, con la partida de su esposo, de su
compañero, de su hombre, desaparecía la confianza. Atormentada fué
durante no pocos días por una sensación muy singular. Enorme y
fea víbora se acercaba á ella, la miraba, la rozaba, se escurría
resbaladiza y glacial por entre los pliegues de su ropa, ponía el
expresivo hocico de ojos negros en su seno, oprimía un poco, entraba
primero la cabeza, después el largo cuerpo hasta el postrer cabo
de la cola delgada y flexible. Entrando, entrando, la horrible
alimaña se aposentaba en el pecho, se enroscaba despidiendo un
calor extraordinario, y se estaba quieta como muerta en la abrigada
concavidad de su nido.



XIV

La revolución.


Una dama hablaba con María. Era la Marquesa de San Salomó.

«Queridísima--le dijo,--no quiero ser de las últimas en venir á
llorar contigo.

--¿A rezar?

--A rezar y á llorar. Dios nos aflige con sus castigos. No te ví hoy
en San Prudencio. El Padre Paoletti me dijo que te habías retirado
temprano, y lo sentí. Quería yo consolarte como puede consolar una
buena amiga.

--¡Consolarme!...--dijo María con aturdimiento.--¡Ah! sí, de mi
abandono, de mi desaire... Hace tiempo que padezco en silencio, y el
Señor, la verdad, no me ha negado dulcísimos consuelos. ¿Para qué
estamos en el mundo sino para padecer? Hay que penetrarse bien de
esta idea, para que cuando venga el dolor nos encuentre prevenidos.

--¡Oh!--exclamó Pilar con sincera admiración, dando un beso á su
amiga.--¡Qué buena eres! ¡qué santa! ¡qué excepción tan admirable
eres tú en nuestra sociedad, María! Debiera venir la gente aquí á
darte culto, á rezarte como si estuvieras canonizada.

--¡Qué error, Pilar, qué error tan grande! ¿Y si yo te dijera que soy
muy pecadora?

--¿Tú pecadora?... ¿tú?--observó la de San Salomó haciendo
aspavientos cual si oyera una blasfemia.--Pues si tú eres pecadora,
¿qué soy yo? ¿quieres decírmelo? ¿Qué soy yo?»

Y se contestó á sí misma, no con palabras, sino con un grande y
entrecortado suspiro, queja angustiosa de su conciencia, incapaz ya
de poder resistir más peso.

«No me maravillo yo de que hubiera santos cuando las ocasiones de
pecar eran escasas, cuando la mitad del género humano vivía dentro
de conventos ó en feos páramos, y se veían á cada instante ejemplos
que imitar; lo admiro ahora, cuando la libertad ha multiplicado
los vicios, cuando todo el mundo hace lo que quiere, y encontramos
rara vez casos ejemplares dignos de imitación. Por eso digo que tú
debieras ser canonizada, porque dentro de Madrid, que es sin duda
lo más perdido del universo, y en este siglo, que es, como dice
Paoletti, _la vergüenza del tiempo_, has sabido despreciar el mundo
tentador y has igualado á los santos penitentes, á los confesores...
y también á los mártires.»

Pronunció el _también á los mártires_ con entonación fuertemente
intencionada.

«¡Oh! no me hables así--dijo la Egipciaca, que aunque gustaba de los
elogios, tenía costumbre de disimular aquel gusto.

--Yo te admiro mucho, muchísimo--añadió Pilar con arranque
cariñoso,--porque estoy muy lejos de tí, porque disto mucho de
parecerme á tí. ¡Ay, querida mía! si Dios me concediera el andar un
pasito solo de ese camino de perfección en cuyo fin estás tú y que
yo ni aun he podido principiar... ¿Sabes lo que pienso? Que voy á
intimar más contigo, á acompañarte en tus rezos si lo permites, á
leer lo que tú leas, y mirar lo que tú mires, y pensar en lo que tú
pienses, por ver si de ese modo se me pega algo. Por de pronto, deseo
y te pido que me des algo tuyo, un objeto cualquiera, un pañuelo,
por ejemplo, para tenerlo siempre aquí sobre mi pecho, como se tiene
una reliquia. Yo quiero que me toque constantemente algo que te haya
tocado á tí... Aunque no fuera sino porque al ver tu pañuelo me
acordaría de tí y de la virtud, y podría atajar un mal pensamiento
ó una mala acción... ¿Te asombras? Pues no debes asombrarte,
queridísima. _Ma petite_, tú no te estimas en lo que vales. Mira,
cuando te mueras la gente ha de andar á mojicones por conseguir
pedacitos de tu ropa.

--Pilar, que estás ofendiendo á Dios con tus lisonjas.

--Eres tan buena que te escandalizas de oirlo decir. Así era tu
hermano Luis, que en la gloria está. Pero tú vales más que él.

--¡Pilar, por amor de Dios!--exclamó María verdaderamente
escandalizada.

--Más que él; yo sé lo que digo.

--¡San Antonio!

--Más que él... Él fué santo; tú además de santa eres mártir. Has
llegado al sumo grado de la perfección cristiana. Yo no conozco
criatura más alta que tú, y no sé si sentir por tí más lástima que
admiración, ó más admiración que lástima.»

María no entendía bien.

«Así es que el nombre de santa me parece poco... Y dime tú: ¿qué
nombre deberíamos dar al que teniendo en su casa este tesoro de
virtud y de bondad, huye de ella y desprecia el tesoro y se cubre de
baldón desdeñando el oro por el estaño, y poniendo en lugar del ángel
que Dios le dió por mujer, á una...?

--Pilar... ¡por Dios! ¿te refieres á mi esposo?

--¡Oh! amiga de mi alma--dijo la de San Salomó, que había enrojecido
dando muestras de gran agitación.--Perdóname si me pongo furiosa al
hablar de esto. No puedo remediarlo.

--Pero León... Pilar, tú no sabes lo que dices. Mi marido es un
hombre formal.»

Si de María se ha dicho que era limitada de inteligencia, algo basta
de sensibilidad, pues su corazón de fibras gruesas y sin finura
carecía de aptitud para los afectos entrañables y delicados, con la
misma lealtad se ha de manifestar lo que en ella había de bueno, y
era un fondo de honradez, un cimiento de esa rectitud innata que
engendra siempre cierta confianza candorosa en la rectitud de los
demás. La dama penitente se sublevó contra las reticencias de su
amiga.

«Veo--dijo ésta,--que estoy cometiendo una gran indiscreción. Sin
duda no sabes nada.

--¡Que no sé nada!... ¿de qué?

--¡Oh! no: debo callarme. Yo creí que tu mamá...

--Háblame con claridad... has nombrado á mi marido.

--Y ya me pesa.

--Mi marido es... así... de cierto modo... No cree en nada... se
condenará de seguro... es ateo, rebelde... pero se porta bien, se
porta bien.»

Bruscamente Pilar rompió á reir. Su risa sonora, importuna, que
duraba más de lo regular, llevó al alma de María grandísima turbación.

«Si llamas portarse bien estar separado de su mujer, que es una
santa, y tener relaciones con otra...» declaró la amiga con una
entonación despiadada, agria, que tenía algo del cuchillo que corta ó
de la lima que raspa.

María se quedó como una difunta, pálida, los ojos fijos, la boca
entreabierta.

«¡Con otra!»

Esto no era nuevo en ella como idea: éralo como hecho. Habían
precedido á la noticia presunciones vagas, temores; pero con todo,
la triste verdad abruma aun cuando haya sido precedida por el sueño
asustadizo.

«¿Has dicho que con otra?

--Con otra, sí. Lo sabe todo Madrid, menos tú.

--Has dicho... con otra...--repitió María, que estaba con el
conocimiento á medio perder, alelada, padeciendo una especie de
parálisis, cual si cada una de aquellas dos terribles palabras fuera
enorme piedra que había caído sobre su cráneo.

--¡Sí!... ¡con otra!--afirmó Pilar rompiendo á reir por segunda vez,
lo que no indicaba un gran respeto á la mujer canonizable.

--¿Y quién es?--preguntó con fulgurante viveza la penitente, que pasó
del idiotismo á una especie de excitación epiléptica.--¿Quién es,
quién es?

--Yo creí que ya lo sabías... ¡Pobre mártir! Es Pepa Fúcar, la
hija del Marqués de Fúcar, ese que los periódicos llamaban antes
el _tratante en blancos_, y ahora le llaman _egregio_ porque se ha
enriquecido adoquinando calles, haciendo ferrocarriles de muñecas,
envenenando á España con su tabaco, que dicen es la hoja seca de los
paseos, y, por último, prestando dinero al Tesoro durante la guerra,
al doscientos por ciento; un buen apunte, un gran señor de ahora, un
dije del siglo, un noble haitiano, un engendro del parlamentarismo
y del _contratismo_, que no me puede ver ni en pintura porque una
noche, en casa de Rioponce, empezó á galantearme y le volví la
espalda, y porque siempre que le vea en alguna tertulia al alcance de
mi voz, me pongo á hablar del tabaco podrido, de la multiplicación de
los adoquines, del gas que apesta, y del calzado con suelas de papel
que dió á la tropa.»

Y Pilar soltó la tercera carcajada. María no oyó ni podía oir
aquel gráfico y cruel bosquejo del Marqués de Fúcar. Escuchaba un
tumulto extraño que repercutía en su interior, el estruendo de una
revolución, de una sublevación, así como el despertar súbito y fiero
de un pueblo dormido. La sierpe que ya se enroscaba en su pecho
incubó de improviso innumerables hijuelos, y éstos salieron ágiles,
culebreando en todas direcciones, vomitando fuego y mordiendo. Eran
los celos, ejército invisible y mortificante, cuyo conjunto se
representaba la penitente como una irradiación continua de mordidas
y quemaduras, por su prurito de dar á los sentimientos como á las
ideas forma de sensaciones físicas, de tal modo, que este afecto era
para ella como caricia y arrullo, aquel otro como bofetada, ó como
pellizco, ó como aguijonazo.

Nunca había sentido la pobre santa y mártir cosa semejante, ni
explicarlo sabía. Su dolor se confundía con el pasmo, con una
sorpresa terrible. El sacudimiento era tan vivo, que no se le
ocurría, como pareciera natural, pensar en Dios, ni llamar en su
auxilio á la paciencia ó á la resignación. ¿Qué era aquello? Lo real
destruyendo el artificio. El alma y el corazón de mujer recobrando
su imperio por medio de un motín sedicioso de los sentimientos
primarios. Era la revolución fundamental del espíritu de la mujer
reivindicando sus derechos, y atropellando lo falso y artificial
para alzar la bandera victoriosa de la naturaleza y de la realidad,
aquello que emana de su índole castiza y por lo cual es amante, es
esposa, es madre, es mujer mala ó buena, pero mujer verdadera, la
eterna, la inmutable esposa de Adán, siempre igual á sí misma, ya
fiel, ya traidora. Esta revolución la hace algunas veces el amor;
pero no es seguro, porque el amor, en su sencillez inocente, se
deja vencer por la caricia falaz de su hermano el misticismo; quien
la hace siempre con éxito es el _mayor monstruo_, la terrible ira
calderoniana, los celos, pasión de doble índole, perversa y seráfica,
como alimaña híbrida engendrada por el amor, que es ángel, en las
entrañas de la envidia, hija de todos los demonios.

Ya veremos que la súbita pasión que había estallado en el alma de
María tenía más de la índole aviesa de su madre, la envidia, que
del generoso natural de su padre, el amor. Por eso era un tormento
horrible, sin mezcla de alivio alguno, un traqueteo sin descanso, un
fuego que crecía á cada instante. Como alcázar minado que revienta
y cae en pedazos, así cayó por el pronto, resquebrajándose, su
mojigatería. Verificóse en ella un eclipse total de Dios. Dando un
doloroso grito, se llevó las manos á la cabeza, y dijo:

«Infame... me las pagarás!»

En aquel momento entró la Marquesa de Tellería, y comprendiendo que
María estaba enterada de todo, se arrojó en sus brazos. La penitente
no lloraba: tenía los ojos secos y fulgurantes. La madre se decoró
el rostro con una lágrima que traía preparada, como se preparan los
suspirillos al entrar en una visita de duelo.

«No te sofoques, hija de mi alma. Veo que ya sabes todas esas
infamias. Yo no había querido decírtelo por no turbar tu corazón
angelical... Cálmate. ¿Pilar te ha contado...? Es horroroso, pero
quizás remediable... Hace días que he perdido el sosiego... Vamos, un
poco de resignación.»

La de San Salomó creyó oportuno tomar la palabra.

«La gravedad del delito--afirmó,--consiste en la calidad de
la víctima, María. Falta grande es hacer traición á una mujer
cualquiera; pero hacer traición á una santa... No sé á dónde irá á
parar esta sociedad que nada respeta, y que aboliendo, aboliendo,
ya se atreve á la abolición del alma. _¡Oh! c’est degoutant._ ¡Y
luego extrañan los perversos que haya un puñado de hombres de bien
decididos á impedir la jubilación de Dios! ¡Y se espantan de que
esos hombres levanten una bandera salvadora y se lancen á pelear por
la sagrada causa de la Religión, madre de todos los deberes! Si son
vencidos por la perfidia, que hoy es dueña de todo, no importa; ellos
volverán, ellos volverán y volverán, hasta que al fin...»

Dicho esto se levantó, y dirigiéndose á un armario de luna que
en el contrario testero estaba, durante un rato se recreó en su
interesantísima persona, volviendo el cuerpo á uno y otro costado
para ver si caía bien su elegante manteleta, si el efecto de su
sombrero era bueno. Con sus preciosas manos enguantadas tocó aquí y
allí delicadamente para pulsar un pliegue, ó retirar un mechón de
cabellos que avanzaba mucho. Después se volvió á sentar.

«¿Sabes ya que vive con ella?--dijo la de Tellería á su hija,
confundiendo las palabras con un beso.

--¡Con ella!--gritó horrorizada María, apartando de sí la cara harto
pintoresca de su madre--. ¿En dónde?

--En Carabanchel... León ha tenido la desvergüenza de alquilar una
casa junto á Suertebella... Se comunican por el parque.

--Voy allá,--dijo María levantándose y tirando con mano convulsa del
cordón de la campanilla.

--Sosiégate... No, no hay que tomarlo así.»

A la doncella que entró dijo María:

«Mi vestido negro.

--Sí, sí: bonita vas á ir--dijo la Marquesa sonriendo,--con tu
vestidillo de merino, el único que tienes... En caso de ir, y eso lo
discutiremos ahora, debes ponerte muy guapa, pero muy guapa.

--¡Oh!--exclamó la penitente con expresión de inmenso dolor.--No
tengo ropa: he dado todos mis vestidos de lujo.

--¿Y quieres ir con el trajecillo de merino?... ¡Pobre tonta! ¡Qué
poco conoces el corazón de los hombres!... Eso es: preséntate á
tu marido hecha un mamarracho, y verás el caso que te hace... La
apariencia, la forma casi, ó sin casi, gobiernan el mundo.

--Antes discutamos si debe ir,--insinuó la de San Salomó.

--Sí: quiero ir allá... quiero,--gritó María cruzando las manos y
poniendo ojos de espanto.

--Nada de tragedias, nada de escenas, ¿eh?...

--Me parece peligroso que vayas. ¿Y si te expones á un desaire mayor,
si te encuentras de manos á boca con Pepa ó con su niña... suponiendo
que la nena esté, como dicen que está siempre, en los brazos de su
papá?...

--¿De su papá?--dijo María.--¿Pues no ha muerto Federico?

--No, tonta--manifestó la de San Salomó, poniendo la cara que es de
rigor cuando se coge una aguja larga y muy fina y se atraviesa de
parte á parte el pecho de un pobre bicho destinado á las colecciones
de Historia Natural.--No, tonta: el papá es tu marido.

--¡León!... ¡Mi marido!... ¡padre de Monina!--exclamó la de Roch,
quedándose otra vez como idiota.

--La gente lo dice por ahí--indicó Milagros intentando atenuar la
crueldad de la noticia.

--Y tú ¿qué crees? ¿qué crees tú, mamá? ¿será cierto?» dijo María,
preguntando á las dos con febril ansiedad.

Pilar, lo mismo que la de Tellería, no eran mujeres perversas;
su lamentable estado psicológico, semejante á lo que los médicos
llaman caquexia ó empobrecimiento, provenía, de la depauperación
moral, dolencia ocasionada por la vida que ambas traían, por el
contagio constante y la inmersión en un venenoso ambiente de farsa y
escándalo. Pero algo había en ellas que pugnaba contra la depravación
llevada á tal extremo, y asustadas de la enormidad del cáliz que
habían puesto en los labios de María, trataron de atenuar su amargura.

«No: yo creo que eso es fábula...

--No: yo creo...»

La de San Salomó, que era un poquillo más mala que su amiga, no acabó
la frase. Después dijo: «La gente se funda en cierto parecido...

--¿De Monina?

--Con León... Yo verdaderamente no sé qué pensar. Sospecho que esas
relaciones son muy antiguas.»

María rebotó de su asiento. No hay otras palabras para expresar aquel
salto brusco de corza herida en sueños, y aquel abalanzarse á su
vestido negro para ponérselo y correr á Suertebella.

«No te precipites, no seas tonta--dijo su madre deteniéndola.--Ya no
es hora de ir allá. ¿No ves que anochece?

--¿Qué importa?

--No, de ninguna manera.»

La tarde caía y la estancia se llenaba de sombras. Las tres damas
apenas se veían.

«Luz, luz--gritó María.--Me muero en esta obscuridad.

--Yo creo que debes ir--afirmó Milagros;--pero no esta noche, sino
mañana.

--Marquesa, ¿ha meditado usted bien ese paso?--dijo la de San
Salomó.--¿No será eso una humillación? ¿No será mejor el desprecio?

--¡Oh!--exclamó la solícita y amorosa madre.--Yo confío... hasta en
la reconciliación.»

Su confianza no era grande; pero la suplía el deseo.

«¡Reconciliación! ¡qué loca esperanza! ¿Crees tú en la reconciliación?

--No sé, no sé--repuso María mostrando su incapacidad para responder
á esta pregunta como á otra cualquiera.--Yo no quiero reconciliación,
sino castigo.

--¡Oh! no estamos para melodramas--dijo la de Tellería extendiendo
las manos, con esa afectación de los sacerdotes que salen en las
óperas vestidos siempre con una sábana blanca.--Paz, paz... María, es
preciso que vayas, y que vayas vestida como la gente. ¡Uf! ese olor
de la lana teñida no se puede resistir.»

Las dos Marquesas prorrumpieron en risas, mientras Pilar arrojaba
lejos el traje de su amiga. María dirigió á su hábito de merino negro
una mirada de indignación que quería decir: «¿Por qué no eres de
seda y de corte elegante y á la moda?» Por primera vez desde que
renunciara al mundo le pareció fea la sencilla hopa de su santidad,
que un día antes no habría trocado por el manto de un rey.

«La cuestión de vestido es fácil de arreglar--dijo la de San
Salomó.--Tú y yo tenemos el mismo cuerpo. Te traeré vestidos míos
para que escojas.

--Y manteleta.

--Y sombrero.

--También sombrero; ¿á qué hora vas á ir?

--Yo iría ahora mismo.

--No: mañana al mediodía. Es preciso no olvidar las conveniencias,
las horas convenientes, las ocasiones convenientes,--indicó la de
Tellería.

--Voy á comer... vuelvo en seguida--dijo Pilar.--Te traeré lo mejor
que tengo para que escojas. Te pondremos guapísima. Pues no faltaba
más sino que Pepa Fúcar se fuera á reir de tu facha estrambótica.
Dentro de hora y media estaré aquí. Hoy no tengo convidados, y mi
marido come fuera con Higadillos, un par de chulos y dos diputados...
Adiós, querida... Milagros, _addio_.»

Besándolas á entrambas, se retiró. En el tiempo que estuvo fuera, la
Marquesa comió un poco, María nada; pero no era el Almanaque quien
le había impuesto el ayuno. Pilar volvió trayendo su coche atestado
de preciosidades indumentarias, vestidos riquísimos, manteletas,
abrigos, y para que nada faltase, trajo también sombreros, botas de
última moda y hasta medias de alta novedad. La pícara propagandista
clerical se cubría con aquella estameña. Los criados y la doncella
fueron subiendo todo y poniéndolo en sillas y sofás. María
contemplaba con mirada atenta y turbada los diversos colores, las
formas peregrinas y caprichosas ideadas por el genio francés. Parecía
que miraba y no veía.

«¿Qué te parece? A ver, ¿qué vestido escoges?

--Este es bonito--dijo María fijándose con indiferencia en
uno.--¿Quién te lo hizo?»

Y después estuvo contemplándolo con asombro un mediano rato. Parecía
un viajero que vuelve de largo viaje y se pasma de ver las modas
cambiadas.

«¡Qué cuerpo tan estrecho!--dijo.

--Este color perla te sentará bien.

--No: prefiero el negro.

--El gro negro... con combinación de faya pajizo claro. ¡Oh!
admirable. Has tenido buen gusto.

--Aunque la estación no es avanzada, hace calor.

--¿Qué sombrero llevas?»

María miró los tres que había traído Pilar. Después de un detenido
examen, señaló uno diciendo:

«Este de color negro y... ¿cómo se llama este otro color?... ¿crema?
El colibrí también es bonito y las rosas pálidas.

--¡Ah!--exclamó Pilar con asombro,--parece que no has abandonado
el mundo un solo día, y que no has dejado de vestirte... ¡Qué bien
eliges!... Bueno, pues hagamos una prueba. Es preciso ver si te está
bien el vestido, para si no alargar ó encoger un poco. He traído á mi
doncella, y entre todas...»

María no había dado aún su consentimiento, cuando su criada, su
madre, Pilar y la doncella de ésta empezaron á desnudarla de aquella
horrible bata parda que parecía la sotana de un seminarista pobre. En
aquel momento sintió la dama mística una ligera reacción del espíritu
religioso, y dijo afligidamente:

«Dios mío, ¿qué voy á hacer?

--Tonta, mil veces tonta--manifestó la Marquesa,--déjate de
escrúpulos... ¿Ni aun en este conflicto reconoces el error de tu
exagerada devoción?»

María se dejó llevar ante el espejo de su tocador en la pieza
inmediata; dejóse caer en la silla. El espejo estaba cubierto con
un gran paño negro, y parecía un catafalco. Quitaron el paño, y
nació, digámoslo así, sobre el limpio cristal inundado de claridad,
la imagen hechicera de María Sudre. Fué como un lindo ejemplo de la
creación del mundo.

«¡Dios mío, San Antonio bendito!--exclamó cruzando las manos,--¡qué
flaca estoy!

--Un poco delgada; pero más hermosa, mucho más hermosa,--afirmó la
madre con orgullo.

--¡Monísima, _charmante_!.., Juana, improvisa aquí un buen
peinado--dijo Pilar á su doncella, habilísima peinadora.--Una cosa
sencilla, un bosquejo nada más, para ver el efecto del sombrero. A
ver si te luces.»

Con gran presteza empezó Juana su obra desenredando los cabellos de
María. Esta, después de mirarse un rato, había bajado los ojos y
parecía que oraba en silencio. Se había visto los marmóreos hombros,
parte del blanco seno, y á la vista de aquellas joyas tembló de
pavor, sintiendo alarmada otra vez su conciencia religiosa. Quizás
habría llegado demasiado lejos la reacción, si un flechazo partido
del bien templado arco de su madre no la contuviera.

«Al verte, hija mía, nos parece increíble que ese mamarracho de
Pepilla Fúcar...»

Como el abatido corcel salta, herido por la espuela, así saltaron los
celos de María. Sus ojos verdes brillaron con apasionado fulgor, y
se contemplaron absortos y embelesados de sí mismos, como diciendo:
«¡Qué bonitos nos ha hecho Dios!» Después María puso la cabeza en las
dos actitudes contrarias de medio perfil, torciendo los ojos para
poderse ver. ¡Qué hermosa visión! ¡Cuánto la realzaba su palidez! Se
habría podido ver en ella un ángel convaleciente de mal de amores
celestiales.

En un santiamén armó Juana airoso peinado, tan conforme con el
rostro y la cabeza de María, que el más inspirado artista capilar
no lo habría hecho mejor. Exclamación de sorpresa acogió obra tan
magistral, y la misma María se contempló con admiración, pero sin
sonreir. En seguida, pasando á la habitación donde estaba el espejo
grande, se procedió á ponerle el gran traje princesa, operación no
fácil, pero que al cabo fué terminada con general aplauso. El vestido
resultó que ni pintado, el corte perfecto, el efecto sorprendente.

«¡Oh, qué bien está esta pícara!--dijo la de San Salomó con cierta
envidia.--Veamos la manteleta. Escogeremos ésta de cachemir de la
India con riquísimo _agremán_ y flecos. La cortó un discípulo de
Worth.»

María, en pie, las obedecía ciegamente y se dejaba vestir, se
devoraba con sus propias miradas, dando al cuerpo el contorno
particular y gracioso que es necesario para ver los costados. La
criada alzaba la luz alumbrando la esbelta figura.

«Ahora el sombrero.»

Era la gran pincelada, el supremo toque que al sublime cuadro
faltaba. Pilar no quiso confiar á nadie aquella obra delicada,
que era como la coronación de una reina. Ella misma levantó en
alto el sombrero y se lo puso á su amiga. ¡Efecto grandioso, sin
igual! ¡Inmensa victoria de la estética! María Egipciaca estaba
elegantísima, hechicera; era la elegancia misma, el figurín vivo.
Encarnaba en su persona el ideal del vestir bien, ese infinito del
traje, que unido al infinito de la belleza, produce las maravillosas
estatuas de carne y trapo ante las cuales sucumben á veces la
prudencia y la dignidad, á veces la salud y el dinero de los hombres.
¡Pobre Adán, cómo te acordarás de aquel tiempo en que para ataviarse
bien bastaba alargar la mano á una higuera!

«Vaya--dijo Pilar,--ya se ve el efecto. Pero mañana volveré para
vestirte definitivamente. Ahí te dejo lo demás: zapatos, medias...
¡mira qué bonitas! Escoge el color azul. ¿Te vendrá mi calzado? Creo
que sí. Ahí tienes botas húngaras y zapatos... Te he traído hasta
guantes, porque si no me engaño, ni aun guantes tienes... Con que
hasta mañana.»

Y dándole un ruidoso beso, le dijo al oído:

«Mañana es día de prueba para tí. Voy á mandar encender el Santísimo
en San Prudencio... El Señor te favorecerá, ¡pobre santa y mártir!...
Entre paréntesis, querida, la función de hoy en San Lucas, como
cuantas hace la Rosafría, no se libró de aquel aspecto, de aquel
barniz general de _cursilería_ que llevan consigo todas las cosas de
Antonia. ¡Si vieras qué cortinajes, qué pabellones!... Parecía una
fiesta cívico-progresista.... En fin, si llegan á tocar el himno de
Riego no me hubiera sorprendido... ¡Y qué sermón, hija! Habías de
oir aquella voz de falsete... ¡Luego una pobreza de alumbrado...! En
fin, no quiero entretenerme más, que es tarde... Adiós; ahora se me
ocurre una cosa: debo mandar que te enciendan también la Virgen de
los Dolores.

--Sí--dijo María enérgicamente,--la Virgen de los Dolores.

--Adiós, Milagros: esta noche me toca el Real. Veré si alcanzo dos
actos de _Hugonotes_... Con que mañana al mediodía...

--Al mediodía. Adiós, Pilar... Y que venga también Juana. Yo traeré
algo de tocador, porque ni siquiera polvos de arroz hay en esta casa.

--Adiós... adiós.»



XV

¿Cortesana?


La Marquesa rogó á su hija que se acostara, á lo cual ésta accedió de
buen grado, porque se sentía muy fatigada. Quitóse con lentitud los
ricos atavíos que resucitaban en ella bruscamente la elegante mujer
de otros tiempos, y se retiró á su alcoba. Tiritaba de frío y había
caído en gran tristeza. Después de un rato de silencio, durante el
cual mirábala su madre con alarma y desasosiego, volvió la vista á
las imágenes, láminas, estampas y reliquias que hacían de su alcoba
un museo de devoción, y dijo así:

«Señor Crucificado, Virgen de los Desamparados, santos queridos,
amparadme en este trance.»

La de Tellería, que también en las ocasiones solemnes sabía dar
muestras de acendrada piedad, besó los pies de un crucifijo.

«Alcánzame mi rosario, mamá,» dijo María.

Milagros tomó el rosario que estaba colgado á los pies del crucifijo
y lo dió á su hija.

«Ahora--añadió ésta,--puedes retirarte... siento sueño. Después que
rece un poco me dormiré.»

La Marquesa señaló la hora fija para la expedición del día siguiente.
Convinieron en ir las dos, quedándose la madre en el coche mientras
la hija entraba á hablar á su marido.

«El corazón me dice que alcanzaremos algo bueno; quizás alguna
reconciliación--dijo la mamá besando á la penitente.--Ahora procura
dormir y no pienses mucho en santurronerías. Ya ves el resultado de
tu terquedad. Francamente, niña mía, yo me pongo en el caso de un
marido, de cualquier marido... No es que yo condene la devoción, la
verdadera devoción. ¿Por ventura no soy yo piadosa, no soy buena
católica, aunque indigna? ¿No cumplo todos los preceptos?... Eso de
la santidad hay que pensarlo antes de casarse, antes de contraer
ciertos deberes.

--Una cosa me ocurre--dijo María prontamente, demostrando que no
pensaba en santurronerías.--Si debo llevar mañana alguna alhaja,
alfiler, pulsera, pendientes, puedes traerme lo que gustes de las
joyas mías que te llevaste para guardármelas.

--Bueno--replicó la madre algo contrariada.--Pero casi todas tus
alhajas necesitaban compostura y las mandé al taller de Ansorena...
De todos modos...

--Rafaela me ha dicho que ayer te llevaste toda la plata.

--Sí, sí: toda. Hija de mi alma, me aflige mucho que vivas sola
en este caserón. Tiemblo por tí, por tu seguridad. Andan ahora
ladrones...

--La plata no me hace falta... Dí, ¿no te llevaste también las
cortinas de seda, mis encajes, mi escritorio de ébano y marfil, el
tarjetero, los vasos de Zuloaga, las dos jarras de Sèvres, el abanico
pintado por Zamacois, la acuarela de Fortuny y no sé qué más?

--¡Oh! Tienes más memoria de lo que parece...--dijo la Tellería
disimulando su turbación.--Todo me lo llevé. Esas preciosidades no
debían estar expuestas á un golpe de mano. ¿Sabes tú cómo está Madrid
de rateros?...

--Mira, mamá--prosiguió María, dando una vuelta en su lecho:--tráeme
también mi reloj, porque es preciso saber la hora, la hora fija.

--Bueno... pero ¡calla! Ahora recuerdo que tu reloj no andaba: lo
tiene el relojero.

--Pues entonces iré sin reloj... Vaya, buenas noches, mamá. Vete á
dormir.

--Mañana á las diez estoy aquí para empezar la _toilette_.

--A las diez.

--Abur, paloma.

--Adiós, mamita. Pide á Dios por mí.»

María no durmió nada. Por primera vez vió realizado en parte un
antiguo antojillo de beata que pensaba realizar. Había proyectado
acostarse en un lecho de zarzas piconas, con lo que, desgarrándose
todo el cuerpo muy á gusto del espíritu, se parecería á los
penitentes cuyas vidas había leído llena de admiración. Aquella
noche su lecho fué primero de espinas, después de brasas. Se quemaba
en él, como San Lorenzo en sus parrillas ó San Juan en la cazuela
de la Puerta Latina... No pocas veces se había quedado dormida
rezando, ó recitando entre dientes letrillas de novenas y décimas
josefinas. Aquella noche las oraciones, las letrillas, las décimas
y los pentacrósticos revoloteaban entre sus labios como las abejas
en la puerta de la colmena, y entre tanto su cerebro ardía como un
condenado á quien dan tizonazos los ministros de Satán en cualquier
aposento del Infierno. No pudiendo resistir aquel freir continuo,
chisporroteante y doloroso que bajo su cráneo y detrás de sus ojos
la atormentaba, saltó del lecho, encendió luz. «Ahora mismo,»
murmuraron sus labios, mientras se vestía.

Sin calzarse corrió hacia el reloj de su gabinete. ¡Cuánto se
descorazonó al ver que marcaba la una! ¡Era tan temprano! Mentalmente
se hizo cargo del sitio donde estaría el sol á tal hora y del tiempo
que tardaría en salir. Después se encerró en su tocador. ¡Quién
puede saber lo que hacía! En el silencio de la noche y en las piezas
donde no hay nadie, los relojes, con su _tic-tac_ semejante á una
respiración, simulan personas. Desde las chimeneas, esos entes de
bronce parece que fijan en todo su carátula de doce ojos, y que oyen
y entienden con aquel mismo órgano interno que produce su palpitar
rítmico, incesante. El reloj del gabinete de la Egipciaca era el
único que podía enterarse de lo que hacía su ama. Ni aun el retrato
de León podía saberlo, porque estaba vuelto contra la pared.

Oyó el reloj que su hermosa dueña abría y cerraba cajones, oyó el
ruido placentero del agua saltando en la porcelana, después en el
mármol, y resbalando sobre las ebúrneas partes de una estatua humana,
para caer luego en chorros sobre sí misma, bullendo y saltando como
en las fuentes mitológicas, donde tritones, ninfas y caracoles de
alabastro, surtidores, jirones, encajes y polvo de agua, forman
conjunto bellísimo á la vista. El pícaro, que desde mucho tiempo
antes tal cosa no presenciaba, reía y reía dando unos contra otros
sus doscientos ó trescientos dientes. Percibió después olor suavísimo
y delicado de perfumes de tocador... porque los relojes tienen
olfato, sí, huelen por aquellos dos agujeros por donde se les da
cuerda... También eran desusados los ricos olores.

Volvió al gabinete María trayendo ella misma la luz con que se
alumbraba. Su primera mirada fué para la numerada esfera, y junto á
ésta dejó la bujía. ¡Las dos y cuarto! ¡Qué cargante es un reloj en
el cual siempre es temprano! La dama estaba en ropas blanquísimas,
arrebujada en ancho mantón que la preservaba del fresco y ayudaba la
reacción producida por el agua fría. Algo amoratado su rostro, no por
eso era menos bonito, y sus manecitas blancas se crispaban agarrando
el mantón para abrigarse, como la paloma que esconde el cuello entre
sus pardas alas.

La reacción del agua fría es tan rápida como fuerte. La penitente
soltó el mantón, y fijando sus miradas en el lienzo vuelto contra la
pared, alzó los brazos para bajarlo... ¡Estaba muy alto! Cuando se
subió sobre una silla, el reloj, único testigo de aquella escena,
admiró á la hermosísima mujer en la casta diafanidad de aquel atavío,
y sus doce ojos se abrieron más. Cada hora era un lucero, y siguiendo
en su _tic-tac_, guiñaba su aguja hacia las tres.

Descolgó la señora el cuadro, y volviéndolo del derecho, lo puso
sobre una silla. Entonces apareció en la sala el busto, la enérgica
cabeza, la mirada profunda y leal de León Roch. Fué como la entrada
súbita de alguien en la estancia solitaria. María se quedó perpleja,
y toda su sangre se le corrió al corazón, agolpándose en él y
dejándole heladas y casi vacías las venas; le miraba sin respirar,
sin pestañear, como cuando se presencia la aparición milagrosa de
quien se ha muerto, ó la encarnación estupenda de lo que se ha
soñado. Y él no la miraba ceñudo, sino con expresión serena, que
ponía en sus ojos la índole de su alma recta y franca... Alargó el
cuello María, acercando su cara al lienzo... retrocedió después para
dar tiempo á que su mano quitase un poco de polvo; y luego que esto
hizo, besó la imagen de su marido, una, dos, tres veces, en distintas
partes de la cara. Oyóse entonces una carcajada indistinta, un reir
sofocante y zumbón. Era el reloj que respiraba más fuerte echando de
sí ese murmullo que precede al toque de las horas.

¡Las tres! El reloj principiaba á ser complaciente y juicioso, y
se iba curando de aquella inaguantable manía de ser temprano. Como
el hotel de Roch estaba casi en las afueras, oíase el canto de los
gallos anunciando el fin de aquella noche perezosa, pesada, eterna...

«Pronto amanecerá--pensó María.--En cuanto amanezca, me voy.»

Empezó á vestirse. Los trajes, los sombreros, los zapatos y demás
prendas que había traído Pilar, estaban arrojados sobre las sillas.
Si no presidieran en la estancia tres cuadros distintos del patriarca
San José, creyérase que aquél era el gabinete de una mujer de mundo,
después de una noche de festín. Examinó la penitente los colores
de las finas medias de seda, y por último, segura del buen efecto,
vistió sus piernas estatuarias con las azules y las sujetó con ligas
del mismo color. El calzarse no era obra tan fácil. Probó zapatos,
botas... ¡Oh! felizmente el pie de Pilar parecía hermano del suyo...
Pero María vacilaba en la elección de forma. ¿Bota ó zapato? He aquí
un problema que por su gravedad podía equipararse á éste: ¿gloria ó
infierno?

El coturno fué desechado al fin después de una acaloradísima
discusión interna. Venció el zapato alto, de cuero bronceado, de
tacón Luis XV y hebilla de acero: una verdadera joya. Después de
mirarlos mucho, María se calzó. Sus pies eran bonitos de cualquier
modo, y desnudos más. Admitido el calzado como una necesidad social
que no era ley en tiempo de Venus, María vió con admiración sus pies
artificiales, con los cuales Dafne no hubiera podido correr, pero que
no por eso eran menos lindos.

Sentó con arrogancia la planta en el suelo, examinó todo desde
la rodilla, giró un poco sobre el tacón, movió la delgada punta,
semejante á un dedal. El pie tiene su expresión como la cara. María
lo encontró admirable, y pensó en otra cosa. ¡Corsé, peinado! dos
cosas graves que no pueden hacerse á un tiempo. A veces la primera
es del dominio de la fuerza; la segunda de los augustos dominios del
arte. Acudió la señora á lo más urgente, y no necesitó caballos de
vapor para aprisionar su hermoso seno y talle, plegando y aplastando
sobre uno y otro, como fino papel de embalaje, las blancas telas
de delicado lino. El peinado era cosa más difícil. Fué al tocador,
sentóse, meditó un rato con los brazos alzados, como un sacerdote
que reza antes de poner sus manos sobre los objetos rituales, y
al fin... haciendo y deshaciendo, con la sencillez que permitía la
falta absoluta de ciertos artículos de tocador, María logró remedar
medianamente lo que las hábiles manos de Juana habían hecho la noche
anterior. Estaba bien, sobre todo sencillo, airoso, elegante, que era
lo principal. Nada de cargazón ni catafalcos...

Lo demás verificóse como en el ensayo de la noche precedente. El
vestido _princesa_ de gro negro con combinaciones de terciopelo y
faya pajiza clara; el sombrero, que parecía haber salido de manos
de las hadas... todo era bonito, todo lindísimo, seductor. María
se contempló con asombro; se creía otra. No: no era posible que
ella fuese tan guapa; allí había sortilegio; ¿cómo sortilegio? No:
una católica no podía pensar esto. Lo que allí había era favor de
Dios, determinación de la Providencia para ponerla en condiciones de
realizar una buena obra. De Dios tenía que provenir no sólo aquella
superior hermosura, sino aquel hechicero atavío. Esta superstición se
pegó á su mente como un molusco á la roca, y allí se quedó adherida
por succión.

«Dios permite, Dios consiente, Dios manda...» pensó, formulando con
vigor aquella idea.

Y á mirarse volvía. De costado, de frente, de todos modos estaba
bien. ¡Qué ágil y flexible su talle, qué gallardo su busto, qué
contornos, qué aire de cabeza! ¡Qué graciosa neblina la del ligero
velo de su sombrero, obscureciendo el rostro pálido, como la sombra
de un ave que pasaba, y se ha detenido revoloteando para admirar
tanta hermosura! ¡Qué misterioso simbolismo de pasión en aquel
negro del terciopelo con golpes de seda de un pajizo lívido, y qué
dulce armonía la de su rostro coronando aquella noche de tinieblas,
manchada de relámpagos sulfúreos! ¡Qué ojos tan verdes, tan
melancólicos, y al mismo tiempo, cómo escondían bajo la tristeza la
amenaza, la venganza bajo el dolor, bajo la caricia el puñal! ¡Cómo
aquellos hechizos anunciaban otros, y cómo se completaba todo allí,
el color y la expresión, la vista y la ilusión, la belleza y el alma,
lo humano y lo divino!... ¡Ah!... ¡Guantes! Gran contrariedad fuera
que Pilar no hubiera traído guantes. María los buscó, y habiéndolos
hallado, probóselos muy satisfecha.

«No llevo joyas--dijo para sí,--pero no importa.»

Y luego añadió con orgullo:

«Llevo la principal: mi virtud.»

Después de otro rato de contemplación en el espejo, añadió:

«¡Qué guapísima voy!... Si yo supiera hablar bien y decir lo que
pienso... Si encontrara las frases más propias...»

Tirando de la campanilla, alborotó toda la casa. Los criados tardaron
en levantarse; pero se levantaron al fin. La doncella, que entró
aturdida y soñolienta en el gabinete, se quedó pasmada al ver á su
ama vestida; ¡y qué bien vestida! María mandó que al punto llamaran
al señor Pomares. Este digno hombre, que había vuelto á ser admitido
después de la separación, se presentó con cara hinchada y dormilona,
temblando y tropezando.

«Haga usted que me pongan inmediatamente el coche,» le dijo María sin
mirarle.

Pomares se quedó tan estupefacto como si lo mandaran tocar á misa á
las seis de la tarde.

«Pero la señora ha olvidado que ya no tiene coche.

--¡Ah! ¡es verdad! No me acordaba. Bien: tráigame usted un coche de
alquiler, un landó.

--¿A esta hora?

--¿Pues no es ya de día?

--Todavía no ha amanecido.

--¿Y qué importa?... Veo que es usted muy dificultoso... No sirve
usted para nada.»

Pomares se quedó como quien ve visiones. Aquel lenguaje áspero,
colérico... Sin duda la señora estaba loca.

«¡No se mueve usted, hombre de Dios!--añadió María.--¿Por qué me mira
usted así? Pronto, un coche, cueste lo que cueste.

--Bien, señora: iré á ver si...

--Pronto. Quiero salir en cuanto amanezca.»

Por mucho que trabajó el buen Pomares, paseando su respetabilidad de
cochera en cochera, no pudo traer el landó hasta muy entrado el día.
Ardiendo en impaciencia, María esperaba en su gabinete, después de
tomar café puro, paseando y rezando á veces, á ratos sentada y sumida
en profundas meditaciones. Cuando le anunciaron que el coche entraba
en el jardín del hotel, levantóse, fué derecha á un hermoso armario
que en su alcoba tenía, abriólo y sacó una gran botella de agua no
muy clara. Los labios de la dama se movían, articulando sin duda
oraciones piadosas, mientras su mano derramaba parte del contenido de
la botella en un vaso de plata. Alzándose cuidadosamente el velo del
sombrero, bebió. Era agua de Lourdes.



XVI

El deshielo.


No había andado el coche medio kilómetro cuando á María le asaltó
la idea de una dificultad terrible, y era de tal naturaleza, que
casi casi estuvo á punto de dar al traste con sus proyectos. Era que
siendo aquel traje, como elegido para salir á la una de la tarde,
impropio para una excursión tan de mañana, la señora estaba ridícula
y hasta _cursi_. ¿Cómo no había caído en ello mientras se vestía?
¿cómo no eligió ropas más sencillas, más conformes, en fin, con lo
que las pragmáticas del vestir ordenan para la primera hora? Gran
descuido y aturdimiento fué el suyo; pero ya no tenía remedio y
aunque le amargaba mucho no ser en aquel día un modelo de buen gusto,
se conformó, considerando que la hermosura superior hace las leyes de
la moda y nunca es esclava de ella.

Solicitada su mente por cosas más graves, pronto olvidó María lo del
vestido. Lo que la inquietaba era un continuo inventar de frases
y discursos. Ya sabía ella todo lo que le había de decir su marido
y todo lo que debía contestarle la esposa ultrajada. Los discursos
sucedían á los discursos y las frases se perfeccionaban en su
cerebro, como si éste fuera el crisol heráldico de la Academia. Ya
un adjetivo le parecía tibio y ponía otro más quemador; ya cambiaba
una oración afirmativa por otra condicional, y así iba anticipando la
expresión de su ira, poseyéndose tanto en aquel ensayo, que hablaba
sola.

No se fijó en ningún accidente del camino ni en nada de lo que
veía. Para ella el coche rodaba por una región vacía y obscura. No
obstante, como acontece cuando en el pensamiento se embuten ideas
de un orden determinado y exclusivo, María, que no observaba las
cosas grandes y dignas de ser notadas, se hizo cargo de algunas
insignificantes ó pequeñísimas. Así es que vió un pájaro muerto en el
camino y un letrero de taberna al que faltaba una _a_; no vió pasar
el coche del tranvía, y vió que el cochero de él era tuerto. Esto,
que parece absurdo, era la cosa más natural del mundo.

Por fin entró en aquél para ella aborrecido poblachón, que ni es
ciudad ni campo, sino un conjunto irregular de palacios y muladares.
No sabiendo fijamente á dónde dirigirse, preguntó á unas mujeres, que
la informaron con amabilidad. El coche siguió adelante. Ya llegaba,
ya estaba cerca. El corazón de la pobre esposa se saltaba del pecho,
llevándose consigo los discursos y las frases tan trabajosamente
compuestas.

Al fin dejó el coche... apenas podía andar y se sentía sin fuerzas.
Vió un portalón ancho que daba á un gran patio. En aquel patio había
muebles, colchones liados, gran cama de hierro empaquetada. Todo
anunciaba mudanza. También vió á una mujer que hablaba con alguien.
María entró, acercóse á ella, y entonces advirtió llena de asombro
que la mujer no hablaba con nadie. ¿Estaba loca?... María le hizo la
pregunta que era indispensable para poder entrar.

--¿D. León?--dijo Facunda con semblante amable y esperando un poco á
que se le pasara el asombro.--Arriba está.»

Y señalaba una puerta por donde se veía una escalera. Subió María
rápidamente hasta la mitad; después tuvo que detenerse porque no
tenía respiración. Arriba ya, entró en una grande y clara pieza. No
había nadie.

María vió libros conocidos, muebles amigos, algún desorden, como
cuando se está embalando para un viaje; pero ni un alma... ¡Ah! de
repente, como pájaro que al ruido salta y aparece saliendo de una
mata, apareció una niña, saliendo de detrás de la mesa. Tenía una
muñeca medio rota en la mano, mucho abrigo sobre el cuerpo y una
toquilla de lana blanca, puesta poco más ó menos como se la ponen las
monjas. Se comía un pedazo de pan. Su cara era como la de un ángel,
suponiendo que á los ángeles se les pongan húmedas las naricillas á
causa del fresco de la mañana.

Vió Monina que aparecía en la puerta aquella señora, y se quedó
mirándola de hito en hito, quieta, fija, muda. No era señora: era
una muñeca grande, muy grande, vestida como las señoras. El primer
sentimiento de Monina fué asombro, después miedo. Vió que la gran
muñeca adelantaba lentamente, sin quitar de ella los ojos, ¡y qué
ojos! Monina se iba quedando pálida y quería gritar; pero no podía.
Y la enorme muñeca avanzaba hacia ella sin parecer que andaba, sino
que la movían resortes debajo de la falda, y llegaba hasta ella, se
inclinaba doblándose por la cintura... El terror de la pobre niña
llegó á su colmo; pero no podía chillar, porque aquellos ojos la
miraban de una manera que le cortaba la voz... Y la muñeca rígida
y colosal alargó una mano y la puso sobre el hombro de la infeliz
niña, y asiendo después el bracito de ella, apretaba, apretaba, como
aprieta el hierro de las tenazas, mientras una voz indefinible que
á Monina no le pareció voz humana, sino esa voz de fuelle que en el
pecho de las muñecas dice _papá_ y _mamá_, le preguntaba:

«¿Quién eres? ¿Cómo te llamas?»

El instinto de conservación venció al miedo, y al fin la pobre Ramona
dió un chillido agudísimo y prolongado, retirando su brazo oprimido.
En aquel momento salía León Roch de la estancia próxima; se quedó en
el marco de la puerta como una figura en su nicho. Al contrario de
Santo Tomás, veía y no creía. Pasó algún tiempo sin que volviera de
su pasmo y terror, haciéndose cargo de la situación dificilísima en
que estaba. Ver allí á su mujer era realmente extraordinario, pero no
absurdo; lo absurdo era verla guapa, vestida á la moda con elegancia,
casi con exceso de elegancia y lujo por la discrepancia entre la hora
y el traje. Tal fenómeno no cabía dentro del círculo de previsiones y
cálculos de León, y era, por lo tanto, un fenómeno inexplicable.

Dueño al fin de sí mismo, y resuelto á afrontar la escena que se
preparaba, León, antes de decir á su mujer la primera palabra, tomó
de la mano á Monina, salió á la escalera, llamó á alguien, entregó la
niña, y volviendo adentro, cerró la puerta con brío, como el domador
en el momento de enjaularse con sus queridas fieras, que después de
todo no son otra cosa que su familia. Cuando se acercó á María, ésta
se había sentado. Apenas podía tenerse en pie.

«¿No me esperabas?--murmuró temblando

--No, ciertamente.

--Te creías libre... ¡pobre hombre!... libre para correr sin
camino... por un freno... digo, para correr sin freno, por un camino
de infamias. No contabas con mi... con mi...»

Los discursos que traía perfectamente ordenados en su cabeza, se
evaporaban palabra tras palabra. Hizo un esfuerzo de memoria para
recordar una frase que creía de efecto; pero la frase se le iba, se
le escapaba. Apenas pudo atrapar al vuelo una palabra, y gritó con
voz ronca: «¡Presidiario!»

León se sonrió ligeramente; María dijo:

«¡Presidiario!... yo soy la policía.

--Bien--dijo León con serenidad, apoderándose al punto de aquella
idea.--Convengo en que soy presidiario, en que tú eres la policía;
pero no tienes cadena para atarme, que tú misma la has roto.»

María había preparado sus frases contando siempre con que su marido
le diría algo que ella imaginaba; mas como León no dijo aquello, sino
otras cosas, he aquí que la aturdida esposa estaba como el histrión
que ha olvidado sus papeles.

«¡La cadena!--murmuró no comprendiendo en el primer momento.--¿Dices
que yo la he roto?

--Sí: tú la has roto. Mi libertad ¿quién me la ha dado sino tú?

--Eres un malvado, un libertino, un ingrato--dijo la dama cayendo en
las recriminaciones vulgares de todas las esposas ofendidas.--¿De qué
libertad hablas? Tú no la tienes, tú eres mi esposo, y estás atado á
mí por un lazo que nadie puede desatar sino Dios, porque Dios lo ató.
Estos infames materialistas creen que así se juega con el matrimonio,
una institución divina.

--Y también humana. Pero no disputemos, María. Concluyamos: ¿á qué
has venido?

--¡Pues no pregunta el miserable que á qué he venido! A pedirte
cuenta de tu conducta criminal, á sorprenderte en tu infame retiro, á
avergonzarte, y, finalmente, á despreciarte.

--Podías haberme despreciado en tu casa.

--Es que he querido ver si tenías un resto de pudor y vergüenza; si
te turbabas delante de mí; si te atrevías á confesarme tu falta...

--Ya ves que me he turbado un poco--dijo León alzando los ojos.--En
cuanto á faltas, si alguna he cometido, no eres tú á quien debo
confesarla.

--¡Qué descarada perversidad!... Pues también he venido á otra
cosa--añadió la penitente lívida de ira:--he venido con la esperanza
de encontrar aquí á esa liviana mujer, para darle el nombre que
merece y...»

Sus manos se engarfiaron una contra otra y apretó los párpados
fuertemente.

«¿Qué mujer?

--¡Y lo pregunta el hipócrita!... ¡Oh! No la nombro, porque me parece
que la boca se me mancha... ¿Te atreverías á sostener que no tienes
relaciones criminales con ella?

--¿Con quién?

--Con esa,--dijo señalando con energía á Suertebella.

--María--repuso León palideciendo.--No quiero verte convertida en
propagadora de hablillas miserables... Muy difícil me será dejar de
respetarte; pero si quieres que no falte jamás á la consideración
que debo, no toques esa cuestión, calla, déjame, márchate. Tú no
necesitas ya de mi afecto, puesto que te basta con tu religión; vete
á tus altares y déjame á mí solo con mi conciencia.»

María se recogió en sí, contrayendo los brazos contra el pecho
cual una fiera que ataca, y vióse en sus ojos verdes como un
obscurecimiento vidrioso, precursor de un brillo más grande.

«¡Ladrón, infame!--exclamó.--¿Tienes el atrevimiento de arrojarme á
mí, la mujer legítima, la mujer que te posee y que no te soltará, no,
no te soltará, porque Dios le ha dicho que no te suelte?... ¿Quién
eres tú, miserable, para romper un Sacramento, para dar una bofetada
al Padre de todas las criaturas?

--¡Romper Sacramentos yo!... ¿yo?»

Al decir esto León, se levantaba.

«¿Yo?--repitió acercándose á su mujer.--Yo no he roto el Sacramento.

--¿Pues quién?

--Tú,--afirmó él apuntando á su esposa tan enérgicamente con el dedo
índice, que parecía querer sacarle los ojos.

--¡Yo!

--Tú, tú lo hiciste pedazos, cuando apremiada por mí para salvar
nuestra mutua paz me dijiste: «Mi Dios me manda contestarte que no
te ame.»

María quedóse un momento lela y aturdida. Su viva cólera había cedido
un poco.

«Es verdad que dije eso... sí, y en verdad si querías mi amor, ¿por
qué no te apresuraste á merecerlo, haciéndote cristiano católico? A
pesar de tu horrible ateísmo, yo no puedo decir que no te amase...
algo... ¿Por qué no eres como yo? ¿Por qué no me imitabas en mi
piedad?

--Porque no podía--dijo León con sarcasmo;--porque hay algunas clases
de piedad que están fuera del orden natural, que son locas, absurdas,
ridículamente necias... Conste, pues, que el Sacramento lo rompiste
tú, tú misma.

--Pero yo--dijo María, cogiendo al vuelo un argumento
irresistible,--he sido fiel, tú no.»

León vaciló un instante.

«Yo también lo he sido. Ante Dios y por la memoria de mi madre y
de mi padre, juro que lo he sido. Fiel, cariñoso y atento contigo
por todo extremo he sido yo cuando tú, arrastrada á una santidad
enfermiza por las ardientes amonestaciones de tu hermano, pusiste
una muralla de hielo entre tu corazón y el mío. Me negaste hasta las
palabras íntimas y dulces, que suelen suplir á los afectos cuando
los afectos se han ido; me mortificaste con tus necios escrúpulos,
con tus recriminaciones crueles, que tenían no sé qué semejanza con
las injurias del populacho; me hiciste en mi propia casa un vacío
horrible; todo me lo teñiste de un lúgubre negror frío que me oprimía
el corazón, me agostaba las ideas, me inclinaba á las violencias;
tuviste á gala el despojarte de las gracias, de la pulcritud,
hasta del bien parecer que hace agradables á las personas, y para
mortificarme más te vestías ridícula, y parecía que tu orgullo
estribaba en serme repulsiva, odiosa. Toda palabra mía era para tí
una blasfemia; toda disposición mía dentro de la casa, un crimen
digno de la Inquisición. ¡Ah, insensata! ya que abrazaste la carrera
de la santidad con tanto entusiasmo, ¿por qué no imitaste de mí
la paciencia, aquella virtud evangélica con que sufrí tu soberbia
vestida de humildad, tu aspereza anticristiana, tu devoción que, por
lo insolente, por lo chabacana, parecía más bien la travesura de
todos los demonios juntos representando una comedia de ángeles con
máscaras de cartón?... ¡Y á mí que he sufrido esto, que me he visto
odiado y escarnecido por tí, siendo un modelo de tolerancia, vienes á
pedirme cuentas en vez de perdón!... perdón, María, que es la única
palabra que hoy cuadra en tu boca. Al esposo á quien se ha dicho que
no se le ama, no se le piden cuentas. Demasiado prudente he sido y
soy, cuando á pesar de todo, aún no me he atrevido á declarar roto
nuestro matrimonio, aún te tengo por esposa, aún me siento ligado á
tí, y no pido libertad, sino paz; no pido compensación, sino descanso.

--Casi casi podrías tener alguna queja de mí--dijo María, abrumada
por el apóstrofe de su marido,--si desde aquella época me hubieras
guardado la fidelidad que yo á tí te he guardado. Pero no lo has
hecho, no: me has sido infiel desde hace mucho tiempo.

--Falso.

--Sí: infiel, infiel--afirmó la esposa insistiendo en el argumento
fuerte y de más efecto, y dando sobre aquel yunque con fiera
energía.--En vez de defenderte de este cargo, me has acusado; es el
procedimiento de todos los criminales marrulleros... Yo estaba ciega,
ignorante de tus perfidias. Tú me engañabas miserablemente.

--Falso.

--Desde hace mucho tiempo.

--Falso.

--Al fin lo he sabido todo, he descubierto toda la verdad. Y ahora
no podrás negarlo. El presente revela el pasado. Tu crimen actual
descubre el crimen de ayer. Has perdido el decoro, no ocultas la
antigüedad de tus relaciones, y aquí, en esta casa donde te has
retirado para pecar á tus anchas, pasas todo el día jugando con esa
mocosilla...»

Las miradas de León saltaron sobre su mujer, fulgurantes, terribles,
como saetas disparadas del arco con invisible presteza. María llevó
todo su aliento á su laringe para decir con voz ronca:

«... ¡Que es hija tuya!»

Con los labios lívidos, la mirada asesina, como la fulguran los ojos
del criminal en el momento del crimen, León se acercó á su mujer, y
empuñándole y sacudiéndole el brazo que encontró más cerca, gritó:

«¡Calumniadora!... ¡embustera!...»

Después soltó el brazo y mascó las demás palabras que iba á decir.
El respeto obligábale á tragarse su ira. María Egipciaca, devorada
interiormente por sus culebras quemadoras, no halló palabras en su
mente para expresar la ira de aquel instante, porque los celos y el
despecho, cuando llegan á cierto grado, no se satisfacen con voces:
necesitan acción. El rencor de la dama no podía tener entonces más
desahogo que un destrozo cruel, trágico, sangriento, de lo que había
causado su arrebato. Hacer trizas entre sus manos á Monina era su
pasión del momento, y sin vacilar lo puso en práctica, arrancándole
con salvaje dureza los brazos, la cabeza... No se asuste el lector:
lo que María destrozaba era la muñeca que Monina se había dejado
sobre una silla. Las manos trémulas de la mujer legítima luchaban sin
piedad con los miembros de cartón. Arrojando los pedazos lejos de sí,
exclamó con entrecortada voz:

«Así... así debe tratar la esposa legítima á la... á la...»

Se ahogaba. León, recobrando algo de su serenidad, pudo decirle: «No
te creí capaz de hacerte eco de una infame calumnia. No sé de qué
sirve la santidad que ignora hasta el fundamento primero de toda
doctrina. Nunca tuviste entrañas.

--¡Ay! sí las tuve--dijo María fatigada de su propia cólera;--pero
me alegro de no haber llevado nunca en ellas hijos tuyos. Dios me
bendijo haciéndome estéril, como ha bendecido á otras haciéndolas
madres. Dios no puede consentir que los ateos tengan hijos.

--Tus blasfemias me horrorizan--añadió León no pudiendo resistir
más.--¿Puede darse sacramento más quebrantado, lazo más roto? Entre
tú y yo, María, hay una sima sin fondo y sin horizontes, un vacío
inmenso y aterrador, en el cual, por mucho que mires, no verás una
sola idea, un solo sentimiento que nos una. Separémonos para siempre;
no pongamos frente á frente estos dos mundos distintos, que no pueden
acercarse y chocar sin que broten rayos y tempestades. Si hay algo
irreconciliable, somos tú y yo. Sí: también yo soy fanático; tú me
has enseñado á serlo con ardor y hasta con saña. Vámonos cada cual
á nuestra playa, y dejemos que corra eternamente en medio este mar
de olvido. Para calma de tu conciencia y de la mía, hagámoslo mar de
perdón. Perdonémonos mutuamente, y adiós.»

María, oyendo estas palabras, observaba que sus sentimientos de ira
y despecho eran sustituídos por otros nuevos, tranquilos, y por
cierta idealidad contemplativa que se iba metiendo en su espíritu
perturbado. Miraba á su esposo y le hallaba ¿á qué negarlo? más digno
que nunca de ser compañero amante de una mujer como ella. Veía su
rostro expresivo, su barba negra, que le daba melancolía, y un no sé
qué de personaje heróico y legendario; sus ojos de fuego, su frente
donde se reposaba un reflejo de la luz solar, como señalando el
lugar que encerraba una gran inteligencia. Esta muda observación de
la belleza varonil actuó directamente sobre su corazón, haciéndole
latir con fuerza. Acordóse de sus primeros y únicos amores, de
las felicidades y legítimos goces de su luna de miel; sobre estos
recuerdos volvió insistente como una manía la idea de que aquel
hombre era muy interesante, muy simpático, muy... ¿por qué no
decirlo? muy bueno, y de nuevo le miró, no se cansaba de mirarle...
¡De otra! ¡para otra! Esta era la idea que echaba fuego en el montón
de leña; ésta la satánica idea que volcaba su corazón, derramando
toda la piedad de él como los tesoros contenidos en un vaso. Por
esta idea la frialdad se trocaba en fuego, el desdén en ansias
cariñosas... Ardientemente enamorada, de celos más que de amor, María
sintió una aflicción horrible cuando se vió despedida con bonitas
palabras, pero despedida al fin. Ella podía aceptar la despedida, sí,
y marcharse para siempre; podría quizás olvidar, consentir que su
marido no la amase... ¡pero eso de amar á otra... ser de otra!...

«¡No, mil veces no!» exclamó la dama terminando en alto su meditación.

Diciéndolo se humedecieron sus ojos. Quiso luchar con su llanto, y
secándose prontamente los ojos, habló así á su marido:

«Una noche me preguntaste...

--Sí: te pregunté...

--Y yo te respondí que Dios me mandaba que no te amase... Es verdad
que me lo mandaba Dios. Yo lo sentía aquí, en mi corazón... Pero,
ya ves, no debe tomarse al pie de la letra todo lo que se dice. Tú
debiste preguntar otra vez.

--¡Te había hecho la pregunta tantas veces!... ¡y de tan distintos
modos!...

--Bien: ahora te pregunto yo á tí.»

Se acercó á él y le puso ambas manos sobre los hombros.

«Te pregunto si me quieres todavía.»

La mentira era refractaria al espíritu de León. Consultó primero á su
conciencia; pensó que una falsedad galante y generosa le honraría;
mas luego sintió que se rebelaban contra él las mentiras galantes.
Antes de que acabase de discernir aquel obscuro asunto, la verdad
brotó de sus labios diciendo:

«No... Mi Dios, el mío, María, el mío, me manda responderte que no.»

Desplomóse la señora sobre su asiento. Parecía rugir cuando le dijo:

«¡Tu Dios es un bandido!

--No tienes derecho sino á mi respeto.

--¿Amas á otra?--preguntó María mordiendo la punta de su pañuelo
y tirando de él.--Dímelo con lealtad... reconozco tu lealtad...
confiésamelo y te dejo en paz para siempre.

--Tampoco tienes derecho á hacerme preguntas.

--Niégame el derecho y contéstalas.»

León iba á decir: «pues bien: sí.» Pero hay casos en que la verdad es
como el asesinato. Decirla es encanallarse. La contestación fué:

«Pues bien: no.

--Te conozco en la cara que has mentido,--dijo María incorporándose
bruscamente.

--¡En mi cara!

--Tú no eres mentiroso... yo reconozco que nunca has mentido; pero
ahora acabas de revelarme que has perdido aquella buena costumbre.»

León no replicó nada. María esperó un rato, y después dijo:

«Nada tengo que hacer aquí...»

León no pronunció una palabra, ni siquiera miró á su mujer.

--Nada, nada más--añadió ella,--sino avergonzarme de haber entrado en
esta casa de corrupción y escándalo.»

Humedecía con su lengua sus labios secos; pero labios y lengua
estaban juntamente impregnados de un amargor en cuya comparación el
acíbar es miel deliciosa. María quiso escupir algo, escupir aquel
_otra_ que le parecía el zumo de una fruta cogida en los jardines del
infierno. Sus labios se dejaron morder por los dientes hasta echar
sangre.

«¡Qué vergüenza!--murmuró.--¡Haber descendido á tanto... arrastrarme
á los pies del miserable... una mujer como yo, una mujer...!»

La rabia no la dejaba llorar, ni aun siquiera llorar de rabia.

«¡Verme despreciada!...

--Despreciada, no,--dijo el marido haciendo un movimiento generoso
hacia ella.

--Despreciada como una mujer cualquiera, como una...

--Desprecio, jamás...

--Ni siquiera...

--Acaba...

--Ni siquiera... merezco una atención...

--Atención, sí,» dijo León, al parecer tan agitado como ella.

Sentía la Egipciaca una extraordinaria humillación, que arrastraba su
alma á un infierno de tristeza.

«Para tí, yo... ni siquiera soy hermosa. Soy una mujer horrible; he
perdido...

--No. Te juro que desde que te conozco, nunca te he visto tan hermosa
como ahora.

--Y sin embargo--gritó María saltando en su asiento,--y sin embargo,
no me amas...

--Tú--le dijo León en voz baja,--que has cultivado tanto la vida
espiritual, debes saber que la hermosura del cuerpo y rostro no es lo
que más influye en el cautiverio de las almas.

--¡Para tí soy horrible de espíritu!...»

Y al decir esto se dió un golpe en la frente, exclamando: «¡Ah!» como
quien recuerda algo muy solemne, ó vuelve de un tenebroso desvarío á
la luz de la razón.

«¿No he de ser horrible para tí, si soy mujer cristiana y tú un
desdichado ateo materialista?... Y yo he cometido la falta, ¿qué
digo falta? el crimen de apartar los ojos por un momento de mi
Dios salvador y consolador para fijarlos en tí, hombre sin fe; de
haberme despojado de mi sayal negro para vestirme estos asquerosos
trapos de mujeres públicas con el infame objeto de agradarte... de
solicitarte... ¡No, no: Dios no me lo puede perdonar!»

Y exaltada, delirante, levantóse con horror de sí misma; se llevó
las manos á la cabeza, arrancándose el sombrero pieza por pieza
y arrojándolo todo con furor lejos de sí. El brusco tirón dado
al sombrero deshizo el peinado, frágilmente compuesto por ella
misma; cayeron los rizos negros sobre su sien, sobre sus hombros; y
desmelenada, con el rostro trágico, la mirada felina, marchó hacia su
esposo, y en voz baja le dijo:

«Soy tan mala como tú; soy una mujer infame. He olvidado á mi Dios,
he olvidado mi deber y mi dignidad por tí, miserable. Ya no merezco
que me llamen santa, porque las santas...»

Se miró el pecho y el lujoso vestido, y lanzando una exclamación de
horror, añadió:

«Las mujeres consagradas á Dios no se visten con este uniforme del
vicio. Me avergüenzo de verme así. ¡Fuera, fuera de mi cuerpo, viles
harapos!»

Arrancó lazos y adornos para arrojarlos fuera. Después agarró los
bordes de su vestido por el seno, y tirando con fuerza varonil,
rompió todo lo que pudo. Sus manos locas abrieron después grandes
jirones en la tela, deshicieron pliegues, despegaron botones; eran,
aun con los guantes puestos, dos garras terribles, capaces de hacer
trizas en un instante la obra delicada y sólida de doscientas manos
de modista. Al fin se quitó también los guantes y la manteleta.

«¡Basta de afrenta, no más baldón! Vuelvo á mi Dios, á mi vida
recogida, indiferente, donde gozaré maldiciendo mi hermosura, porque
te ha gustado á tí; vuelvo á la paz de mis ocupaciones religiosas,
á la meditación dulce, donde se conversa con Dios y se ve á los
ángeles, y se oye su música, y hasta parece que se prueba algo de sus
festines; vuelvo á mi dulce vida, que cuenta entre sus dulzuras la de
olvidarte, y en su obscuridad las hermosas tinieblas de no verte á
tí... He pecado, he sido indigna de los favores que el Señor se dignó
concederme... ¡Perdón, perdón, Dios mío! ¡No lo volveré á hacer más!»

Cayó de rodillas, y deshecha en llanto verdadero, fácil, afluente,
escondió el rostro entre las temblorosas manos. Lágrimas abundantes
resbalaban por su hermosa garganta y caían sobre su seno medio
descubierto. León tuvo miedo. Aquella lastimosa figura desgarrada,
aquel llorar amargo, movieron profundamente su corazón. Acercóse á
ella echándole los brazos, la levantó, sentóla en la silla.

«¡María, por Dios!--le dijo.--No hagas locuras. Tú misma...
Serénate...»

María no despegaba de su rostro las manos. Acercó León su silla, puso
la mano sobre el hombro de su mujer, trató de remediar el desorden
de sus cabellos, de colocar lo mejor posible los jirones del vestido,
que por la gran desgarradura mostraba desnudo el busto. De repente
se sintió estrechado por un abrazo epiléptico, y sintió en su cara
los labios ardientes de su mujer que le apretaban sin besarle; le
apretaban como cuando se va á poner un sello en seco; y después una
voz sorda, un gemido que así decía:

«Te ahogo, te ahogo si quieres á otra... ¿No soy yo guapa, no soy yo
más hermosa que ninguna?... A mí sola... á mí... sola.»

Después el vigoroso abrazo cesó lentamente; cedió toda fuerza
muscular y nerviosa. Apartó de sí León aquellos brazos ya flexibles,
que cayeron al punto exánimes, y cayó también la pálida cabeza
sobre el pecho, velada por su propia melena como la del tétrico y
maravillosamente hermoso Cristo de Velázquez. Después distinguió una
ligera contracción espasmódica que corría por el cuello y el seno de
su mujer, haciendo temblar su epidermis, y oyó un murmullo profundo
que dijo: «Muerte... pecado!»

María quedó inerte. Su marido le tocó el corazón: no latía. El
pulso... tampoco... Salió afuera gritando: «¡Socorro!»

Desde que abrió la puerta se presentó gente. En la escalera y en
la corraliza la curiosidad había reunido á no pocos vecinos, porque
se habían sentido voces, porque la que gritaba era la esposa del
Sr. Roch, y una esposa que grita es objeto de la general atención.
Subieron, entraron. También llegó el Marqués de Fúcar, que fué á
enterar á León de su encargo. Aturdidos todos, no sabían qué hacer.

«Que la lleven al punto á mi casa--dijo Fúcar.--¿Hay aquí cordiales
fuertes? ¿Hay...? Lo primero que hace falta es una cama, un médico...
Llevémosla á mi casa.

--Que venga aquí el médico,--dijo León.

--¿En dónde la acostamos?» repitió Fúcar, mirando á todos lados.

Los colchones y camas, lo mismo que los demás muebles, habían sido
llevados ya.

«¿Y mi cama?--indicó Facunda.--No la tiene mejor un rey.

--¡Quite usted allá!... A ver... parece que late el corazón.

--Sí: late, late,--dijo León con esperanza.

--Esto no es nada... un síncope... Todo por una disputa... He aquí
los resultados de la exageración... Pero es preciso acostarla... A
ver, envolvámosla en una manta... ¡Una manta!»

Era el Marqués de Fúcar hombre á propósito para las situaciones
rápidas que exigen don de mando, energía y gran presteza en ejecutar
un pensamiento salvador. Cuatro robustos brazos levantaron á María,
después de abrigarla cuidadosamente con una manta, y la transportaron
fuera de la casa. Parecía un cuerpo amortajado que llevaban á
enterrar. León vió hacer esto y lo permitió como habría permitido
otra cosa cualquiera sin darse cuenta de ello. Pasó mucho tiempo
antes de comprender que aquella traslación, si por un lado era
conveniente, por otro no. Cuando quiso oponerse, el triste convoy
estaba ya en marcha.

Se comprenderá fácilmente el asombro de Pepa cuando en su casa vió
entrar aquel cuerpo yerto... ¡Cielos divinos! ¡María Sudre! ¡Y en
qué estado! Se explicaba el desmayo; pero no se explicaba fácilmente
el vestido roto el pelo en desorden... La entraron en la primera
habitación que se encontró á propósito, y la pusieron sobre la cama.

«Han olvidado lo principal--dijo Pepa:--aflojarle el corsé.

--Es verdad: ¡qué idiotas somos!»

Diciendo esto, D. Pedro cortó con una navaja las cuerdas del corsé.
El médico entró, y cuando todos se retiraron, menos León y los
Fúcares, habló de congestión cerebral... El caso era grave... Se
despachó al punto un propio á Madrid llamando á uno de los primeros
facultativos de la capital. El del pueblo hizo poco después mejores
augurios. María volvió en sí, respirando ya con desahogo. ¡Si todo
hubiera sido un síncope!... pero algo más había, porque la infeliz
dama, al volver en sí, deliraba, no se hacía cargo de lugares ni
personas, no se daba cuenta de cosa alguna, no conocía á nadie, ni
aun á su esposo.

Después cayó en profundo sopor. Era indispensable el reposo, un
reposo perfecto. El médico escribió varias recetas y ordenó un
tratamiento perentorio, aplicaciones, revulsivos.

«Ahora--dijo,--dejarla en reposo absoluto. Parece que no hay peligro
por el momento. No se haga en este cuarto ni en los inmediatos el más
ligero ruido. Mejor está sola que con mucha compañía.»

El médico salió. Pepa, llevándose el dedo índice á la boca, ordenó
silencio. León y el Marqués de Fúcar callaban, contemplando á la
enferma. Pasó media hora, y Pepa dijo así:

«Sigue durmiendo, al parecer tranquila. Cuando despierte, yo me
encargo de cuidarla: yo me encargo de todo.

--No--le dijo León prontamente:--te ruego que no aparezcas en este
cuarto.»

Pepa inclinó la frente y salió con su padre, andando los dos
de puntillas. León se sentó juntó al lecho. Aún le duraba el
aturdimiento y estupor doloroso del primer instante; aún no se había
hecho cargo claramente del sitio donde su mujer y él estaban. La
penitente reposaba con apariencias de sosegado sueño. El desdichado
esposo miró á todos lados, observó la estancia, dió un suspiro, tuvo
miedo. De pronto vió que Pepa entraba con paso muy quedo por una
puerta disimulada en la tapicería. León la miró con enojo.

Pero ella avanzaba, revelando en sus ojos tanto terror como
curiosidad. Más pálida que la enferma, su semblante era cadavérico.
Sus pasos no se sentían sobre la alfombra: eran los pasos de un
fantasma. El gesto con que León la mandaba salir fuera no podía
detenerla, y adelantaba hasta clavar sus ojos en el cuerpo y rostro
de María, observándola como se observa la cosa más interesante y al
propio tiempo más tremenda del Universo.

Tras ella entró Monina, deslizándose paso á paso como un gatito
que entra y sale sin que nadie lo sienta, y juntándose á su madre
y asiéndose de su falda con ademán de miedo, señalaba á la cama y
decía: «_Moña meta._»

_Moña meta_, que quiere decir _muñeca muerta_.



TERCERA PARTE



I

Vuelve en sí.


Solo y sin calma estaba León Roch junto al lecho. Fijos los ojos en
su mujer, observaba cuanto en la mudable fisonomía de ésta pudiera
ser síntoma del mal, anuncio de mejoría ó señal de recrudescencia. A
ratos desviaba de la enferma su atención para traerla sobre sí mismo,
mirando la situación penosísima en que le habían puesto sucesos
y personas. ¿Cómo no pudo evitarlo? ¿Cómo no tuvo previsión para
impedir llegase por tan diabólicos caminos aquella conjunción de los
dos círculos de su vida, cada cual sirviendo de órbita al giro de
contrapuestos sentimientos? Al formular estas preguntas parecióle
que un reir burlón estallaba en el fondo de su alma, repitiendo en
caricatura aquellos propósitos suyos, contemporáneos de su noviazgo
y casamiento. Los que hayan conocido al hijo del señor Pepe Roch en
los días correspondientes al principio de esta verídica historia,
recordarán que tenía planes magníficos, entre ellos el de dar al
propio pensamiento la misión de informar la vida, haciéndose dueño
absoluto de ésta y sometiéndola á la tiranía de la idea. Pero los
hombres que sueñan con esta victoria grandiosa no cuentan con la
fuerza de lo que podríamos llamar el _hado social_, un poder enorme
y avasallador, compuesto de las creencias propias y ajenas, de las
durísimas terquedades colectivas ó personales, de los errores, de la
virtud misma, de mil cosas que al propio tiempo exigen vituperio y
respeto, y finalmente, de las leyes y costumbres, con cuya arrogante
estabilidad no es lícito ni posible las más de las veces emprender
una lucha á brazo partido. León se compadecía y á ratos se reía de sí
mismo, diciendo: «Es verdaderamente absurdo que la piedra se empeñe
en dar movimiento á la honda.»

Pensando éstas y otras cosas no cesaba de atender solícito á la
enfermedad de su mujer. María Egipciaca había vuelto de su estado
comático varias veces durante el día; pero su mente seguía turbada;
á nadie conocía, ni acertaba á formular una frase con sentido.
Quejándose de un dolor inmenso sin poder determinar en qué sitio ó
entraña de su cuerpo sentía, quiso lanzarse del lecho. Fué preciso
emplear bastante fuerza para impedirlo. Por la noche su inquietud
cesó, aunque no la fiebre. En su sueño decía no pocas palabras claras
y precisas, indicando cierta coherencia en las visiones, y, por
último, oprimió las manos contra su pecho y dijo en un grito: «¡No, á
ese no, á ese no: es mío!»

Después abrió los ojos, y revolviéndolos, miró á las paredes, al
techo, á la cama, á los muebles, cual si á todas aquellas partes
pidiese noticias del lugar donde se encontraba. Su hermosa mirada
sin extravío revelaba ya un pensamiento sereno, que volvía, no sin
cansancio, al carril de la cordura. Vió á un hombre junto al lecho,
solo con ella, atento, vigilante, y al conocerle, los ojos de la
enferma expresaron un sentimiento dulce.

«¿Tú?» murmuró sonriendo.

León se acercó, inclinándose hacia ella. Cuando metía su mano entre
las sábanas para buscar la de ella y tomarle el pulso, María se
apoderó del brazo de su marido, y estrujándolo sobre su seno, dijo
con un gemido:

«¡Ay! ¡qué gusto saber que era sueño lo que ví! Te habían pinchado
en unos... así como grandes tenedores, y te iban á meter en un horno
lleno de fuego. Yo me moría de pena... sentí una opresión... grité...»

El espíritu de la infeliz esposa, después de agitarse en horrendos
desvaríos sin determinación y de ser arrastrado en torbellino de
visiones, que por tener todos los colores y las formas todas, casi
no tenían ni forma ni color, cayó en unas profundidades pavorosas,
donde no había nada, á no ser la idea pura de lo cóncavo, de lo
obscuro, y el asombro de tanta hondura y obscuridad. Pero al sentirse
en el término de aquel bajar rápido y creciente como el de la piedra
lanzada al abismo, vió con claridad pasmosa. Aquello era el Infierno.
Bien se comprenderá que la mística dama vería la _cità dolente_ y
sus horribles habitantes tales y como los había imaginado en la vida
real, guiándose por descripciones escritas y por minuciosas estampas.
Pero como quiera que nuestras apreciaciones de lo sobrenatural se
apoyan siempre en ideas corrientes y revisten forma semejante á las
que vemos aquí con nuestros propios ojos carnales, á María Egipciaca
se le representaban las zahurdas infernales como inmensos túneles de
ferrocarril, ó bien como el recinto de una fábrica de gas, llena de
humo y pestilencia, ó también cual negro taller de fundición y forja,
donde mil máquinas gruñían entre resoplido de fuelles, machaquería de
martillos y polvareda de ascuas y carbón. Los demonios, sin perder
su histórica traza de hombrezuelos con pezuña y rabillo de innobles
bestias, tenían no poca semejanza con maquinistas de ferrocarril
ó poceros de alcantarilla, con los infelices jornaleros de minas
hulleras, con los cíclopes de Sheffield ó Birmingham y aun con otros
industriales de menor importancia, aunque no de mayor limpieza. Todos
estaban empapados en pringoso sudor, semejante á la infecta grasa de
las máquinas.

Era una gran cavidad formada del cruzamiento de infinitos túneles,
galerías de hierro, y por todo ello corría un hálito sofocante de
hulla, azufre, gas de alumbrado y tufo de petróleo, que eran los
olores más aborrecidos de nuestra simpática heroína. En aquel centro
había un barullo, un estrépito, un vértigo del cual la dama no habría
podido dar adecuada definición sino diciendo que era como si mil
trenes á gran velocidad convergieran en un punto y en él chocaran,
haciéndose pedazos y desparramándose después coches y máquinas en
todas direcciones para volver á reunirse. Las locomotoras eran en
la mente de la delirante lo principal de la maquinaria del Infierno.
Las veía pasar y correr volando con patas y alas de hierro untado de
aceite hediondo, dando gruñidos y resoplidos, revolviendo sus rojas
pupilas, expeliendo humo negro y aliento de vapor y chispas. Siendo
del mismo tamaño de las que se ven en el mundo, allí parecían como
un enjambre infinito de inmensas moscas, que zumbaban en un recinto
infinitamente ancho y vaporoso.

En los primeros meses de su matrimonio, María había hecho con León
un viaje por Alemania. Entre otras cosas notables visitaron la ya
célebre fábrica metalúrgica de Krupp en Essen. Esta visita, que
impresionó mucho á la dama, no se borró jamás de su memoria, y en
aquella hora de alucinación la imagen del colosal establecimiento
tenía gran parte en la construcción fantástica del horrible presidio
eterno á donde es llevado el hombre por sus culpas. Otros talleres
que había visto en Barcelona y en Francia prestaban algún elemento
para rematar el horrible cuadro. Veía que algunos precitos eran
puestos en el torno mecánico y torneados como cañones, ó bien pasados
por laminadores, de donde salían como tiras de papel. Llevados
luego á los hornos de luz blanca, tornaban á su forma primera.
Los propagadores de ciertas ideas muy bellacas eran sujetos entre
cadenas, y puesta la cabeza sobre un yunque, el martillo-pilón de
cincuenta toneladas les machacaba los sesos. Era de ver cómo los
diablillos menores, ó sea la granujería del Infierno, se entretenían
en abrir agujeros con un berbiquí en el cráneo de algunos infelices,
para introducirles con embudillo y cuchara metal derretido, producto
de un gran guisote de libros puestos al fuego en barrigudo perol,
lleno de ideas heréticas. A otros, que habían hablado mal de
cosas sagradas, les estiraban la lengua unas diablas muy feas, y
juntándolas todas, es decir, centenares ó millares de lenguas, las
ponían al torno para torcerlas y hacer una soga, que luego colgaban
de la bóveda, de tal suerte que los discursistas parecían manojos de
chorizos puestos al humo. En otros se ejercía un peregrino tormento
que casi parecía incomprensible en nuestro mundo terrenal, á pesar
de que está lleno de telares, y es que tejían unos con otros á los
condenados, enlazando piernas con brazos y brazos con cabezas, para
formar una cuerda ó ristra, la cual se entretejía con otra hasta
formar una gran tela de dolor y lamentos. Sometían esta tela á una
especie de torno, donde la estiraban hasta que su tamaño crecía
desde kilómetros á leguas, y crujían los huesos, como si por sobre
un infinito montón de nueces corriesen infinitos caballos, y se
desgarraban las carnes entre alaridos. Arrojado después todo al
fuego, volvían los individuos á su forma primera, y de su forma
prístina á la repetición del mismo entretenido tormento.

Todo esto lo vió María con indecible espanto. Estaba allí y no
estaba; no podía gritar, ni tampoco respiraba. Pero llegó un
momento en que el dolor se sobrepuso al pánico. Entre los muchos
condenados por imperdonables picardías, vió á uno que parecía tener
grandes merecimientos pecaminosos, según lo mucho que le atendían
los incansables y feísimos diablos y aun las asquerosas diablesas.
Era León. María vió cómo se apoderaban de él, cómo le estrujaban
entre las horribles manos pringosas, cómo le revolvían en cazuelas
hirvientes, sacándole con espumadera y metiéndole con cuchara. Por
último, le pincharon con un tridente y le acercaron á la boca de un
horno cuyo fuego era tal, que el fuego de nuestro mundo parecería
hielo al lado suyo. Entonces María sacó de su pecho un grito, alargó
el brazo, la mano... brazo y mano que tenían una lengua... sus dedos
se quemaban cercanos al horno....

«¡No, no; á ese no... es mío!»

Aquí tuvo fin la visión. Desapareció como los renglones del libro que
se cierra de un golpe. Pero la idea quedaba.



II

¿Se morirá?


María se vió en una habitación grande y desnuda. Su esposo estaba
allí delante de ella, entero y vivito. Desconociendo el lugar, la
enferma se sentía bien acompañada.

«¿Qué casa es ésta?--preguntó.

--La mía... Tranquilízate... estoy aquí: ¿no me ves?»

María seguía recorriendo con sus ojos las paredes y el elevado techo.

«¡Qué cuarto tan triste!--murmuró dando un suspiro.--Y yo... ¿he
venido aquí?»

Se calló, reconcentrada en sí, escudriñando en sus turbios recuerdos.
Aquella mañana, después del suceso que bien puede llamarse
catástrofe, León había tratado con el Marqués de Fúcar y con Moreno
Rubio del mejor modo de llevarse á su mujer á Madrid. D. Pedro
encontró peligrosa la idea, y el médico se opuso resueltamente,
diciendo que en el estado de la enferma, la traslación, aun con todas
las precauciones posibles, podría ser causa de un funesto desenlace.
Muy contrariado estaba León con esto, y casi se hubiera atrevido á
poner en ejecución su plan de mudanza si Moreno Rubio no le amenazara
con retirarse, declinando toda responsabilidad. No pudiendo sacar del
palacio de Suertebella á quien por ningún motivo debía estar en él,
juzgó que convenía desfigurar el aposento, y con permiso del generoso
dueño quitó los cuadros, objetos de arte, porcelanas y baratijas que
en él había. De este modo la habitación, que era de las menos lujosas
y no tenía tapicerías, sino papel del más común, parecía modesta.

«Sí: viniste aquí--le dijo el marido, tocándole la frente.--Te has
puesto un poco mala; pero eso pasará: no es nada.

--¡Ah!--dijo María, herida de súbito por un recuerdo doloroso.--Me
trajeron mis celos, tu infidelidad... ¿Pero es ésta aquella casa...?

--Es mi alcoba.

--Estas paredes, este techo tan alto... ¿Por qué no me has llevado al
instante á nuestra casa?

--Iremos cuando te repongas.

--¿Qué me ha pasado?

--Una desazón que no traerá consecuencias.

--¡Ah! sí, ya recuerdo... te has portado infamemente conmigo... ¿Qué
te dije yo? ¿Te dije que te perdonaba? Si no te lo dije, ¿es que lo
he soñado yo?

--Sí: me perdonaste,--le dijo León por tranquilizarla.

--Tú me prometiste no querer á otra, me juraste quererme, y para que
lo creyera me diste pruebas de ello. ¿Esto es verdad ó lo he soñado
yo?

--Es verdad.

--Y también me dijiste que estás resuelto á abjurar de tus errores y
á creer lo que creo yo. ¿Es también sueño esto?

--No: es realidad. Haz por serenarte.

--Y luego nos reconciliamos... ¿no ha pasado así?

--En efecto.

--Y volvimos á querernos como en los primeros días de casados.

--También.

--Y me probaste que era mentira lo de tus relaciones con...»

María se detuvo, mirando fijamente á su esposo.

«No vuelvas sobre lo pasado--le dijo éste con bondad.--Es preciso
que hagamos un esfuerzo para devolverte la salud. Tú, María, debes
ayudarnos.

--Ayudaros, ¿á qué?

--A salvarte.

--¿Pues qué, no he de salvarme yo?... ¡Dios mío, he pecado!...»

Y demostró un dolor muy hondo.

«Me refiero á tu vida, á tu salud corporal que está amenazada.

--¡Oh!... No estimo yo la salud del cuerpo, sino la del alma, que
veo en peligro... Hace poco, no sé cuándo, creí que me había muerto.
Ahora viva estoy; pero sospecho que he de morir pronto... ¡estoy en
pecado mortal!

--Lo has soñado, hija, lo has soñado. No temas nada; tranquilízate.

--¡Estoy en pecado mortal!--repitió María, llevándose las manos á la
cabeza.--Dime, ¿es también sueño lo que me dijiste...?

--¿Yo?

--¿Que no me querías?

--¿Pues qué podía ser sino sueño?»

María le echó los brazos al cuello y atrajo suavemente hacia su
rostro el de su marido.

«Dímelo otra vez para que se me quite el amargor que me dejó aquel
mal sueño.»

Los esposos hablaron un instante en voz baja.

«Dame una prueba de tu cariño--le dijo María.--Pues estamos lejos
de Madrid, pues no debo salir de tu casa en algunos días, hazme el
favor de avisar al Padre Paoletti. Con él quiero hablar.

--Yo mismo le traeré.

--¿Tú mismo?

--¿Por qué no? Nada que te agrade puede serme molesto.»

A la sazón entró el médico. León había creído prudente confiarle
algunos de sus secretos, pues siendo la dolencia de María motivada
por causas morales, convenía suministrar á la ciencia datos de aquel
orden delicado. Moreno Rubio y León Roch hallábanse unidos por
una amistad sincera, fundada en la bondad del carácter de ambos,
y principalmente en la concordancia de sus opiniones científicas.
Aquella mañana, cuando León hizo á su amigo las revelaciones
indispensables para un acertado diagnóstico, sostuvieron un diálogo
interesante, del cual mencionaremos lo más substancial.

«De modo que usted no quiere á su mujer ni poco ni mucho,--dijo
Moreno Rubio, que tenía el don de expresar los temas con grandísima
claridad.

--La mentira me ha sido siempre muy odiosa--replicó León.--Por
tanto, declaro que María no me inspira ninguna clase de cariño.
Dos sentimientos guarda aún mi alma hacia ella, y son: una lástima
profunda y un poco de respeto.

--Perfectamente. Esos dos sentimientos no bastan á hacer un buen
marido; pero hay en su alma otros que pueden hacer de usted, y lo
harán de seguro, un hombre benéfico... Respuesta al canto: ¿usted
desea que viva su mujer?

--Me ofende usted preguntándomelo. La misma zozobra en que se halla
mi conciencia me impele á desear que María no muera.

--Bien, muy bien. Pues si usted quiere que María no muera--dijo
Moreno, poniéndole la mano en el hombro,--es necesario calmar en
ella la irritación producida por los celos, harto fundados por
desgracia; es preciso que su espíritu, terriblemente desconcertado,
vuelva á su normal asiento. Cada vida tiene su ritmo, con el cual
marcha ordenada, pacíficamente. Un trastorno brusco y radical de
ese ritmo puede ocasionar males muy graves y la pérdida de la misma
vida. El ejemplo le tenemos bien cerca. Apresurémonos, pues, á
devolver á ese organismo el compás que ha perdido, y triunfaremos de
la espantosa revolución del sistema nervioso que afecta y destroza
la región cerebral. Es urgente que desaparezcan los celos en la
medida posible, para que, entrando los sentimientos de la enferma en
un período de calma, recobre toda la máquina su marcha saludable.
Es preciso que las escenas que originaron su mal se borren de su
mente. Si vive, tiempo hay de que sepa la verdad. Es necesario que
no se reproduzca ni la cólera ni el despecho, haciéndole creer que
no ha pasado nada; y sobre todo, amigo mío, es urgentísimo tratarla
como á los niños enfermos, dándole todo lo que pida y satisfaciendo
sus caprichos, siempre que éstos pertenezcan al orden de los
entretenimientos. Su mujer de usted, bien lo conozco, pedirá amor y
devoción: en ninguno de estos apetitos hay que ponerle tasa.»

Después de este substancioso discurso, indicó otra vez León la
necesidad apremiante de sacarla de Suertebella, á lo que se opuso
decididamente Moreno. Desechado el plan de traslación por _homicida_
(ésta era la expresión del médico), ambos determinaron desfigurar la
estancia, traer de Madrid los criados que rodeaban constantemente á
María, y otras cosas secundarias y menudas, pero indispensables para
el buen propósito de León Roch. Antes de separarse, éste dijo á su
amigo:

«Hábleme usted con franqueza. ¿Se morirá mi mujer?

--Aún no puedo decir nada. Es muy posible que así suceda. Déjeme
usted que determine bien la especie de fiebre con que tenemos que
luchar.»

Aquella noche, cuando María volvió á su natural sér, después de
pasearse con la fantasía por los infiernos, llenos de horribles
máquinas y diablos fabricantes, entró Moreno á verla, como se ha
referido.

«¡Hola, hola!--dijo riendo, al observar que marido y mujer se miraban
muy de cerca.--¿Estamos como tórtolos? ¿Qué tal, mi querida amiga?...
El pulso no va mal... Debemos procurar un reposo completo del cuerpo
y del alma.»

María frunció el ceño mirando á su marido.

«No, no ponga usted mala cara á este hombre, que está enamorado de su
mujer como un novio de primavera. Me consta... Dentro de unos días
saldrán ustedes por ahí á coger lilas y á mirar las mariposas... Una
mujer discreta no debe hacer caso de hablillas malignas. Cabeza llena
de dicharachos de la envidia ¿qué hará sino desvariar? Ahora, querida
amiga, vamos á entrar en un período razonable, vamos á celebrar unas
paces duraderas, vamos á querernos mucho... lo digo por ustedes... en
fin... veamos esa lengua...»

Después preparó por sí mismo algunas medicinas. León y Rafaela le
ayudaban.

       *       *       *       *       *

Mientras esto ocurría junto á la enferma, el Marqués de Fúcar, dando
de la mano por un momento al grandioso asunto del empréstito, ya casi
ultimado, se llegaba á su querida hija y muy seriamente le decía:

«Los pronósticos de Moreno son muy tristes. Pero no hay que
desesperar. La ciencia puede hacer mucho todavía, y Dios más aún.
A nosotros nos corresponde auxiliar á la ciencia en la medida de
nuestro escaso poder é implorar el auxilio de la Providencia.»

Alzando del suelo sus ojos llenos de turbación, Pepa mostró al
Marqués su rostro que parecía de cera. Como quien se aprieta la
herida para que arroje más sangre, echó de sí esta pregunta:

«¿Se morirá?

--De eso te hablaba y no me has oído--dijo D. Pedro, que también
tenía en aquel día su herida sangrienta.--Nuestro deber es demostrar
á esos infelices huéspedes la parte que tomamos en su desgracia.
Conduzcámonos como corresponde á nuestro nombre y á esta casa.
¿Conviene que manifestemos con un acto religioso nuestro sincero
anhelo de ver fuera de peligro á María Egipciaca? Pues hagámoslo con
esplendor y magnificencia. Tenemos aquí una capilla que me ha costado
al pie de ochenta mil duros, y que hubiera costado menos cuando los
artistas valían más y no tenían tantas pretensiones. Pues bien: es
preciso celebrar mañana una misa solemne de rogativa á que asista
toda la servidumbre de Suertebella, presidida por tí. Te autorizo
para que me gastes en cera lo que se te antoje. Que venga mañana á
decir la misa ese bendito cura de Polvoranca, y si quieres traer más
curas, vengan todos los que se puedan haber á mano.»

Dijo, y retiróse dando un gran suspiro. Él, que también guardaba
un pesar hondo en su alma, ¿quería implorar del cielo favor y
misericordia para sí? No sabemos aún cuáles eran las cuitas que tan
de improviso habían cambiado la jovial sonrisa del Marqués de Fúcar
en mohín displicente. El empréstito, lejos de navegar mal, arribaría
pronto al puerto de la realización, después de surcar con buen viento
el piélago turbio de nuestra Hacienda, y era seguro que entre Fúcar,
Soligny y otros pájaros gordos de Francfort, Amsterdam y la City se
tragarían un puñado de millones por intereses, corretaje y comisión.
¿Entonces qué...?

Era la capilla de Suertebella un hermoso monumento construído en un
ángulo del palacio, alto de cimbra, grueso de paredes, brillante
cual si le hubieran dado charol, con mucho yeso imitando mármoles
y pórfidos de diferentes colores, oro de purpurina y panes, que
hacía el efecto de una pródiga distribución de botones y entorchados
de librea por las impostas, entablamentos y pechinas de aquella
arquitectura greco-chino-romana, con muecas góticas y visajes del
estilo neoclásico de Munich que nuestros arquitectos emplean en los
portales de las casas y en los panteones de los cementerios. El
imitado jaspe, el oro, los colorines, parecían moverse circulando en
el agua de su redoma.

Por el techo corrían ángeles honestos que antes fueron gentílicas
ninfas en el taller del escultor, y en las pinturas de los tímpanos
había virtudes teologales que habían sido musas pizpiretas. Todo
tenía el deslumbrante lustre que la albañilería moderna da á nuestras
alcobas, y que en éstas cuadra á maravilla. Ningún atributo ni
alegoría cristiana se les quedó en la paleta, ó en el molde de
escayola, á los artistas encargados de decorar aquella gran pieza.
Más adelante conoceremos á un chusco que, al decir de la gente,
se entretuvo cierto día en dar una explicación humorística y á
todas luces irreverente de las figuras que hermoseaban la capilla.
Tal matrona de vendados ojos, con un cáliz en la mano, era España,
á quien los hacendistas habían puesto de aquella manera para que
apurase sin protesta la amargura de su ruína; aquella otra que tenía
un ancla y volvía los desconsolados ojos al Cielo, representaba
el abatido Comercio, y la que hacía caricias á unos niños era la
Beneficencia, símbolo hermoso del interés que á los Fúcares merecen
la propiedad y la industria, y de la tierna solicitud con que las
conducen por el fácil camino de los hospicios. Los doctores, en
número de cuatro y representados en actitud de escribir gravemente
con el _aquilífero pincel_, que dice Fray Gerundio, eran la Prensa,
siempre dispuesta á elogiar á los grandes empresarios, que antes
de hacer de las suyas, se amparan de las volubles plumas. Aquel
barquichuelo que naufragaba en las aguas de Tiberiades era la nave
del Estado, donde los oradores y articulistas hacen tantas travesías;
los multiplicados panes eran copia gráfica de la entrega y recepción
de algunos artículos de contrata; y por último, las atónitas sibilas
que no hacían nada, como quien está en Babia, eran la Administración
pública. El intérprete de estos símbolos y pinturas bíblicas daba
versiones muy atroces de los letreros que corrían por frisos y
arquitrabes, y leía: _Yo soy Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi
casa. Dadme á mí lo que es del César y lo que es de Dios._ Por este
estilo profano lo explicaba y traducía todo.

La capilla, admitido con indulgencia el gusto moderno en
construcciones religiosas, era bonita. Su suelo estaba al nivel de la
planta baja y tenía puerta al jardín, por donde entraba el pueblo;
su techumbre sobresalía del tejado del palacio, ostentando su poco
de torre con campanas. Habíanla dedicado á San Luis Gonzaga, cuya
imagen, bien esculpida, ocupaba el altar mayor bajo la gran escena
del Calvario. Hízose la piadosa ceremonia tal y como Don Pedro
la había dispuesto. No bien despuntara el día, fueron encendidas
sobre el altar grande, así como sobre los pequeños, cantidad de
finísimas velas; y mil y mil flores olorosas, aprisionadas en
elegantes búcaros, tributaban á la idea religiosa la doble ofrenda
de su belleza y de su fragancia. Luces y aromas disponían al fervor,
hiriendo los sentidos con fuerte estímulo, y llevando el alma á
una región de dulce embeleso, donde le era fácil orar y sentir. La
servidumbre toda asistía, desde el administrador hasta el último
marmitón de las cocinas.

Decía la misa el cura de Polvoranca, humildísimo varón protegido
de la casa, viejo, un poco ridículo en apariencia por reunir á la
fealdad más acrisolada ciertas excentricidades y manías que, á más
de perjudicarle mucho en su carrera eclesiástica, le dieron cierta
celebridad. Gozaba en Suertebella de una mezquina renta que D.
Pedro le señaló para celebrar el divino oficio los domingos, y para
confesar una vez al año á todos los criados, costumbre piadosa que el
prócer millonario mantenía en su casa, atento á evitar de este modo
muchas trapisondas y latrocinios.

En la tribuna que los señores de Suertebella tenían en su capilla
al nivel de las habitaciones del palacio, oyó la misa de rogativa
Pepa Fúcar, juntamente con sus doncellas, el aya y Monina, quien no
comprendiendo la razón de tanto recogimiento y mutismo, estuvo á
punto de alzar la voz y dar un grito en lo más solemne del oficio
santo. Sabe Dios las cosas que se habrían oído si el aya no la
contuviera, ya tapándole la boca, ya amenazándola con que el Señor
le iba á quitar la lengua. Esto hizo efecto, y Monina tuvo paciencia
hasta el fin.

Pepa Fúcar estaba de rodillas en su reclinatorio junto al antepecho
de la tribuna. ¿Quién podrá saber lo que pensaba durante aquella
hora patética, ni lo que á Dios pedía su alma afligida? La misa de
rogativa llegó á su fin. Salieron todos, y Pepa se quedó en su puesto
observando la actitud recogida que había tomado desde el principio.
Apoyada la frente sobre el reclinatorio, medio oculta la cara entre
las cruzadas manos, no se le había sentido voz ni suspiro. Cuando
alzó el rostro para levantarse, miró al altar un rato sin expresar
sentimiento alguno que pueda definirse. Quedaba el reclinatorio como
si en él se hubiera derramado un vaso de agua.

La señora dejó la capilla para dirigirse á sus habitaciones. Iba
taciturna, los ojos enrojecidos, la boca ligeramente entreabierta,
como la de quien necesita respirar mucho y fuerte para no ahogarse.
En la puerta de su cuarto encontró á su padre, quien si no había
asistido _corpóreamente_ á la misa, había dejado ver su cara por
cierto ventanucho que se abría en la _Galería de la Risa_ y daba á la
capilla, en la pared lateral de ésta y en el sitio mismo donde estaba
pintado San Lucas, el _evangélico toro_, según reza el de Campazas.
Desde allí observó Fúcar la puntual asistencia de sus criados, sin
que faltase ninguno, y admiró la magnificencia de la _cathedrale
pour rire_ (según el chusco mencionado), y según el dueño, _monísima
basílica_, toda llena de _carácter_, pues no podía negarse esta
cualidad artística á las decoraciones cristianas que había pintado
el gran escenógrafo de los teatros de Madrid. Pero hay motivos
para pensar que el espíritu del buen Marqués pasó de este orden de
consideraciones á otro más elevado. Hallábase apenadísimo aquel día,
y sin duda cuando asomó su imponente rostro por el ventanillo, de tal
modo que bien pudo confundirse con el de un Evangelista ó Doctor,
tuvo en su mente ideas de oración y pidió algo al Autor de todas
las cosas. Pero éstas son hipótesis que no tienen valor real, y que
sólo se exponen aquí para llenar el vacío que deja la falta absoluta
de datos. Lo que sí no tiene duda, es que al encontrar á su hija la
detuvo, diciéndole:

«Ya sé que han asistido todos.

--¿Y cómo está hoy?... ¿Se sabe algo?--preguntó Pepa con voz muy
débil.

--Hay esperanza, hija mía. Esa desgraciada pasó bien la noche y está
mejor, según ha dicho Moreno.

--¿De modo que vivirá?...

--Es muy posible--dijo D. Pedro, demostrando con la indiferencia de
la frase que pensaba en otro asunto.--Ciertamente, hija, parece que
Dios quiere echar sobre nosotros todas las calamidades.»

Diciendo esto, el pobre señor no pudo dominar su emoción. Abrió los
brazos para recibir á su hija, que se arrojaba en ellos, y con voz
ahogada exclamó:

«Hija de mi corazón, perla mía, ¡qué desgraciada eres!»

Pepa derramó sobre el pecho de su padre las lágrimas que le sobraron
de la misa. Después, D. Pedro, reponiéndose de su emoción, dijo:

«Pero no exageremos... Todavía no hay nada seguro... Mañana...»

Pepa entró en su habitación y el Marqués se fué á la suya, donde
examinó por vigésima vez diversas cartas y telegramas que el día
anterior hicieron hondísima impresión en su ánimo, casi siempre
sereno y claro como el sol y el ambiente de primavera.



III

León Roch hace una visita que le parece mentira.


Consecuente con su natural generoso y deseando cumplir cuanto antes
la promesa que á su mujer había hecho, León fué á Madrid y al mismo
San Prudencio en busca del Padre Paoletti. Cosa inverosímil en verdad
era que él pusiese su planta en aquellos lugares, y así cuando el
fámulo le rogó que esperase en la desnuda y pobre sala destinada á
locutorio, tuvo tiempo de echar sobre ésta y sobre sí mismo incrédula
mirada, sacando en consecuencia que una de las dos cosas, ó él ó la
sala, eran pura ilusión de la fantasía.

Muy simple ó muy soberbio es el hombre que se hace juramento de no
traspasar jamás el umbral de ésta ó la otra puerta, sin prever que
el rápido giro de la vida trae las puertas á nosotros, las abre y
nos mete por ellas, sin que nos ocupemos de evitarlo. León no pudo
entregarse por mucho tiempo á estas reflexiones, porque apareció
ante él un clérigo pequeño, pequeñísimo, de mediana edad, blanco
y un sí es no es pueril de rostro, de ojos grandes, vivos y tan
investigadores, que no parecía sino que su cara toda era ojos. Con
lo exiguo de su cuerpo contrastaba la gravedad de su paso, largo
y cadencioso, golpeando duro sobre el suelo, como resultaría del
constante uso de zapatos de plomo. Saludó Paoletti á su visitante con
exquisita urbanidad, y León, que no estaba para fórmulas, expuso en
breves palabras el objeto de su presencia en aquella casa. Paoletti,
sentado con cierta tiesura de creyente humilde frente al fatigado
ateo, le oía con benevolencia confesional, bajos los ojos, enlazados
los dedos de ambas manos y volteando los pulgares uno sobre otro.
Debe advertirse que las manos del Padre eran finísimas y pulcras como
las de una señorita.

«Vamos allá--dijo alzando los ojos y parando el molinete de los dedos
pulgares.--Yo tenía noticia de su viaje á Carabanchel, de su desazón;
pero no sabía ni que estuviese grave, ni que la hubieran llevado á
Suertebella... ¿al mismo palacio de Suertebella?

--Al mismo,--dijo León sombríamente.

--Supongo--indicó el curita refinadamente,--que la hija del señor
Marqués de Fúcar se habrá trasladado á Madrid con su preciosa niña.

--Lo hará hoy.

--¿Y usted...?

--No pienso separarme de María mientras continúe enferma.

--Me parece muy bien, caballero--dijo el italiano agraciando á León
con un golpecito en la mano.--Sin embargo, la situación de usted
frente á esa bendita mártir, es muy singular y poco agradable para
entrambos.

--Esa situación es tal--dijo León,--que he creído necesario venir yo
mismo, con objeto de hacer á usted algunas revelaciones que sólo á mí
corresponden, y rogarle que me ayude...

--¿Yo?

--Sí... que usted me ayude á conllevar la situación, y aun á salir de
ella lo mejor posible.»

Paoletti frunció el ceño. Se había levantado para partir; mas volvió
á sentarse, tornando á voltear los pulgares uno sobre otro.

«Ante todo--dijo en tono de quien acostumbra simplificar las
cosas,--revéleme usted los pensamientos que le han traído aquí. Es
singularísimo que venga usted á confesarse conmigo, ¿no es verdad?»

Sonreía con expresión de triunfo humorístico que hacía más daño á
León Roch que una burla declarada.

«A confesar con usted... es cierto.

--¡Oh! no, señor mío--dijo Paoletti con cierta dulzura relamida que
á la legua revelaba la casta italiana.--No confesará usted, ¡ojalá
lo hiciera! no me revelará usted su conciencia ni renegará de sus
errores... no hará otra cosa que contarme lo que ya sé, lo que sabe
todo el mundo... Y todo para que le ayude...»

Paoletti repitió las versiones de la tertulia de San Salomó.

«En eso hay algo de verdad y mucho de calumnia--dijo León.--Es falso
que Monina sea mi hija; es falso que yo tenga relaciones criminales
con Pepa Fúcar; pero es cierto que la amo; es cierto que en mi
corazón se ha extinguido todo el cariño hacia mi pobre mujer, y en
él no queda sino una estimación fría, un respeto ceremonioso á las
virtudes que reconozco en ella.

--¡Estimación, respeto!--dijo Paoletti,--¡reconocimiento de
virtudes!... Eso es algo, caballero. La grande y purísima alma de
María Egipciaca merece más, mucho más; pero si pudiéramos contar con
que esa estimación y ese respeto crecían y se purificaban...»

Paoletti volvió á acariciar con su mano de frío marfil el puño de
León, y le dijo:

«¿No podríamos intentar una reconciliación?

--Es imposible, de todo punto imposible. Hace algún tiempo hubiera
sido fácil... ¡Cuántos esfuerzos hice para llegar á esa deseada
reconciliación!... Usted debe saberlo.»

Mirando al suelo, el hombre diminuto hizo signos afirmativos con la
cabeza.

«Usted lo sabe todo...--añadió León con sarcasmo.--El dueño de la
conciencia de mi mujer, el gobernador de mi casa, el árbitro de mi
matrimonio, el que ha tenido en su mano un vínculo sagrado para
atarlo y desatarlo á su antojo; este hombre, á quien hoy veo por
primera vez después de aquellos días en que iba á visitar al pobre
Luis Gonzaga, muerto en mi casa; este hombre, que, á pesar de no
tener conmigo trato alguno, ha dispuesto secretamente de mi corazón
y de mi vida, como puede disponer un señor del esclavo comprado, no
puede ignorar nada.

--Ese lenguaje mundano y soberbiamente filosófico me es conocido
también, caballero--dijo Paoletti, tomando un tono de reprensión
evangélica.--Si quiere usted que entre en ese terreno y le dé
contestación cumplida, lo haré.

--No... No he venido aquí á disputar. La tenebrosa batalla en que
he sido vencido después de luchar con honor, con delicadeza, con
habilidad y aun con furia, ha concluído ya. Mis juicios están
formados hace tiempo, y no pueden variar... La ocasión no es propia
para cuestionar. Nos hallamos en presencia de un hecho terrible...

--Que María se muere.»

Refirió León á Paoletti la visita de María Egipciaca á su esposo y
la escena que precedió al desmayo y enfermedad de la santa mujer.
Después de una pausa, el Padre dijo severamente:

«Todo me indica que María le ama á usted, y que aquí el verdadero
traidor al matrimonio, el culpable de hoy, es el mismo que lo fué
ayer, el culpable de siempre; en una palabra, usted. No apruebo, sin
conocerlo bien, el paso dado por mi ilustre penitente; pero ese paso,
ese traspié, dado que lo sea, anuncia que aún conserva en su corazón
y en su voluntad dulcísimos favores para quien no es digno de ellos.

--Usted que todo lo sabe, debe saber que mi mujer no me tiene amor.
Si los que no entienden de sentimientos nobles y puros se empeñan en
dar aquel nombre á lo que no lo merece, yo me apresuro á constituirme
en juez de los afectos de mi pobre mujer y á declarar que no me
satisfacen, que los rechazo y los pongo fuera de juego en el problema
de nuestra separación ó de nuestras paces.»

Paoletti meditaba profundamente.

«Entre los dos--añadió León,--no existe ya ningún lazo moral. María
y yo, estas dos personas, ella y yo, se me pintan en la imaginación
como un discorde grupo representando la idea del divorcio.

--Un grupo, una obra de arte--dijo Paoletti, deslizando en medio de
la nube negra de su severidad un relampaguillo de malicia.

--Una obra de arte, sí... que, como tal, no se ha creado por sí
sola, sino que tiene autor. Mi mujer no me ama; creo que habría
podido amarme, como yo deseaba, si las grandes imperfecciones de
su carácter, en vez de disminuir sometidas á mi autoridad y á mi
cariño, no hubieran aumentado, sometidas á otras corrientes y á otra
autoridad. No me ama, ni yo la amo á ella tampoco. Por consiguiente,
la reconciliación es imposible.

--No dirá usted--manifestó Paoletti con severidad mezclada de
tolerancia,--que no le escucho con paciencia.

--¡Paciencia! Más he tenido yo.

--Aunque uno no quiera, siempre tiene en sí algo de cristiano,
caballero. Para concluir, Sr. de Roch, usted no ama á su mujer, ni
ella le ama á usted; usted no quiere reconciliarse con ella; usted la
respeta y la estima... ¿Qué significa esto? O mejor dicho, ¿á qué ha
venido usted aquí?

--María me ha rogado que le lleve su confesor. Lejos de oponerme á
esto, lo hago con gusto.

--Pues vamos,--dijo Paoletti levantándose.

--Falta lo principal--dijo León, tocando la sotana del
reverendo.--Fácilmente comprenderá usted en su claro talento, que
para avisarle no era menester que viniera yo mismo. He venido para
decir á usted cosas que sólo yo puedo decirle. Considere ante todo
que el estado moral es verdaderamente grave en la dolencia de María.

--Sí.

--Debo declarar que deseo su restablecimiento--dijo León con
calmosa voz.--Pongo á Dios por testigo de esta afirmación: quiero
absolutamente y sin ninguna clase de reserva que mi mujer viva.

--Comprendo muy bien su propósito. Usted desea que se salve, es
decir, que no muera. Usted desea que se calme su irritación nerviosa,
para lo cual conviene que no la turbe ningún pensamiento de los
que motivaron su trastorno. Es preciso que las ideas optimistas y
lisonjeras desembrollen esta madeja enredada por el despecho y por la
pasión no satisfecha; es preciso que la dirección espiritual proceda
con cierto arte mundano, fomentando las ilusiones de la penitente y
quitando de sus ojos la triste realidad; es preciso que el confesor
sea médico, y médico de amor, que es lo más peregrino, y que aplaque
los celos y fomente esperanzas y aprisione de este modo una vida que
se escapa...»

León admiraba la sagacidad del ilustre maestro de conciencias.

«Pues bien--dijo Paoletti con energía,--yo haré en este particular
todo lo que sea posible. Nada puedo afirmar sin conocer de antemano
el estado espiritual de mi querida hija en Dios.

--María está en Suertebella.

--Sí.

--Y es necesario que no comprenda que está allí.

--Bueno... pase--dijo Paoletti mirando al suelo y soltando
las palabras por un ángulo de la boca.--Es un engaño que puede
disculparse.

--María persiste en mostrarme el especial cariño tardío que siente
ahora por mí.

--Tampoco veo culpa en esto. Puede admitirse, entendiendo que este
cariño no está bien juzgado por usted.

--María debe arrojar de sí, mientras continúe en ese estado febril,
la idea de que amo á otra mujer.

--Alto ahí--dijo el clérigo extendiendo su blanca mano, como una
pantalla de marfil.--Eso no pasa, caballero. He pasado por el ojo de
la aguja hilos un poco gordos; pero el camello, señor mío, no cabe,
no cabe. Lo que usted propone es una impostura.

--Es caridad.

--La verdad lo prohibe.

--Lo manda la salud.

--Una exigencia física á la que no podemos dar valor excesivo. Mi
ilustre amiga sabrá morir cristianamente, despreciando las menudas
pasiones del mundo.

--Nuestro deber es siempre y en todo caso impedir la muerte.

--Siempre que podamos hacerlo sin comedias indignas. ¡Y á esa
pobrecita mártir se la hará creer en la inocencia de su marido,
cuando está albergada en la propia vivienda de su rival, de la amada
de su esposo! Doy por cierto, si usted quiere, que no habrá en la
casa escenas licenciosas, ni aun siquiera entrevistas; admito que no
se dará el caso de que dos enamorados adúlteros se digan ternezas
en una sala, mientras la infeliz esposa legítima agoniza en la
inmediata. Pero aun concediendo que habrá circunspección y decoro, la
horrible verdad subsiste. Yo no se la diré si ella no quiere saberla;
pero si me pregunta... y preguntará, preguntará...

--¡Sí!--exclamó de súbito León, impresionado por tan graves
palabras.--Esa comedia es indigna de ella y de mí. La verdad me
espanta, la ficción me repugna; pero aquélla es la muerte y ésta
puede ser la vida... No irá usted conmigo á Suertebella. Llevaré un
clérigo cualquiera, el cura de la parroquia, el capellán de la casa.»

Se marchaba ya, y Paoletti le llamó con un _cecé_ de reconciliación.

«Al claro talento de usted--dijo devolviendo un piropo recibido
poco antes,--no se ocultará que la asistencia de otro sacerdote
no agradará á la pobre mártir tanto como la nuestra. Si usted no
insistiera en intervenir en lo que no le importa, yo iría de buen
grado á consolar á esa desgraciada. Hay más--añadió con un arranque
sentimental,--no puedo ocultar á usted que lo ansío ardientemente.
¡Es tan buena, tan santa!... No sólo la admiro, sino que la respeto,
la venero como á un sér superior.

--¿Y qué le dirá usted?

--Lo que deba decirle--contestó Paoletti clavando en León sus dos
ojos que parecían doscientos.--Es por demás extraño que quien declara
haber roto moralmente el lazo matrimonial, se inquiete tanto por la
conciencia de su esposa.

--No me inquieto por su conciencia, sino por su salud,--dijo León
sintiéndose muy abatido.

--¿No dice usted que no la ama ni es amado por ella?

--Sí.

--Entonces su cuerpo y sus mortales gracias podrán pertenecer á un
hombre; su purísima conciencia, no.

--Es verdad--dijo León apurando el cáliz.--Su conciencia, yo la
entrego á quien la ha formado. No quiero apropiarme esa monstruosidad.

--Perdono la expresión--replicó Paoletti bajando los ojos.--Para
concluir, señor mío, ¿voy ó no voy?

--¿La matará usted?

--¡Yo...!»

Y después de exhalar un suave suspiro, añadió:

«Le preguntaremos quién es su asesino.»

León sintió su alma llena de espanto. Meditó un rato. Después golpeó
el suelo con el pie. A veces de un pisotón sale una idea, como una
chispa brota del pedernal herido. León tuvo una idea.

«Vamos--dijo con resolución.--A la conciencia de usted dejo este
delicado asunto.

--Y en prueba de esa confianza--manifestó el otro, no ocultando su
gozo por ir,--prometo conciliar en lo posible la veracidad con la
prudencia, y hacer los mayores esfuerzos por no turbar las últimas
horas, si el Todopoderoso dispone que sean las últimas, de mi
amadísima hija espiritual. Seguro estoy de que mi presencia le dará
mucho consuelo.

--Vamos.

--Soy con usted al instante,--dijo el clérigo pequeñísimo corriendo,
con el paso duro de sus pies de plomo, á buscar capa y sombrero.
Deteniéndose en la puerta y poniendo en su cara una sonrisa cortés,
añadió:

--Es muy temprano. No se ha desayunado usted. ¿Quiere tomar chocolate?

--Gracias--repuso León inclinándose,--gracias.»

Una hora después ambos se apeaban de un coche en el pórtico de
Suertebella.



IV

Despedida.


Ya había concluído la misa de rogativa; ya había entrado Paoletti
en la estancia donde moraba entre sombras de fiebre y duda su
bendita amiga espiritual, cuando León, pasando apresurado de sala
en sala, buscaba á la hija del Marqués de Fúcar. Al fin la halló en
la habitación de Ramona. Deseaba decirle una cosa muy importante.
Creeríase que Pepa barruntaba la enunciación de la importante cosa,
porque estaba en pie con la anhelante mirada fija en la puerta,
atendiendo á los pasos del que se acercaba, y así que le vió entrar
retiróse á un ángulo de la pieza, indicando á su amigo con el
lenguaje singular de cuatro ó cinco pasos (pues también los pasos
hablan), que allí estarían mejor que en ninguna otra parte. Monina
corrió al encuentro de León y se abrazó á sus piernas, echando la
cabeza hacia atrás. El la tomó en brazos, y al verse arriba la
nena, se empeñó en hacerle admirar la perfección artística de un
cacharrillo de barro con asa y pico, obsequio reciente del cura
de Polvoranca, y luego se entretuvo en la difícil operación de
colgárselo de una oreja.

«Estate quieta, Mona; no seas pesada--dijo Pepa.--Ya, ya me figuro á
qué has venido y lo que vas á decirme... Hija, estate quieta... Ven
aquí.»

Arrancó á la chiquilla de los brazos de León para tomarla en los
suyos.

«No necesitas decirme nada... Lo comprendo, lo
adivino--prosiguió.--Debo marcharme de aquí. Ya estaba decidida
aunque tuviera que irme sin verte.

--Agradezco tu delicadeza--dijo León.--Márchate á tu casa de Madrid,
y por ahora... no te acuerdes de que existo.

--Eso no será fácil... Hija, por Dios, no me sofoques--dijo Pepa, en
cuya oreja continuaba la criatura su penoso trabajo.--Ponte en el
suelo... Me marcharé sin preguntarte siquiera cuándo nos volveremos
á ver. Tengo miedo de hacer la pregunta, y respeto tu vacilación en
contestarme.»

León bajó los ojos en silencio. No conocía palabra tierna, ni frase
amistosa, ni concepto de esperanza que al pasar de su mente á sus
labios no llevase en sí un sentido criminal. Callar parecióle
más decoroso aún que la misma protesta contra toda intención de
escándalo. Ambos se quedaron mudos por largo rato, sin osar mirarse,
temeroso cada cual de la fisonomía del otro, como si fuese claro
espejo de su propio pensamiento.

«No me preguntes nada, no me digas nada--manifestó al cabo
León.--Llena tu corazón de generosidad y vacíalo de esperanza.»

Pepa quiso hablar algo; pero tanto temblaba su voz, que prefirió
decir para sí estas palabras: «Todo lo echaré de mí menos la idea
triste, la idea vieja y lúgubre: que ella, rezando, rezando, se
salvará; y yo, esperando, esperando, me moriré.»

León, que parecía leer los pensamientos en el contraído entrecejo de
su amiga, le dijo cara á cara:

«En los trances duros se conoce la índole generosa ó egoísta de las
almas.»

Pepa tembló de pies á cabeza. Después, sosteniendo su frente en un
dedo, rígido como clavo de martirio, dijo mirando á sus propias
rodillas, donde tocaban el piano los diminutos dedos de Ramona:

«No sé si la mía será egoísta ó generosa. Yo sé que he derramado hace
poco algunas lagrimillas pidiendo á Dios que no matara á nadie por
culpa mía. ¡Qué sabor tan amargo sacan á veces nuestras oraciones, y
cómo se acongoja nuestro pensamiento luchando para que las flores que
quiere echar de sí no se conviertan en culebras!... Yo he rezado hoy
más que ningún día de mi vida; pero no estoy segura de haber rezado
bien y con limpieza de corazón. Horrible batalla había dentro de mí.
Creo que las palabras y las ideas que andaban por mi cerebro variaban
de sentido á cada instante, y que decir _Dios_ era decir _demonio_,
y decir _amor_ era decir _odio_, y decir _salvarse_ era decir
_morirse_. La idea sentida y la idea pensada se combatían quitándose
una á otra el vestido de su palabra propia. Yo creo que no he rezado
nada, que no soy buena... ¡Me siento con tan poco de santa y tanto de
mujer!... Y sin embargo, yo no seré tan mala cuando he tenido alma
para pedir claramente que muriéramos las dos, y así todo quedaría
bien...»

Se levantó, añadiendo:

«En fin, me voy. Ya sabes que obedecerte es el único placer de mi
vida.

--Gracias,--murmuró León, tomando en brazos á la nena.

--Despídete de ese...» dijo Pepa contemplando con amor á su hija y al
que la besaba.

Estrechó León en sus brazos á la chiquilla y le dió mil besos,
considerando que las manifestaciones de su cariño no eran
escandalosas recayendo en la inocente persona de un ángel tan bonito.
Con ella en brazos dió dos ó tres paseos por la estancia, ocultando
así con estas idas y venidas la emoción que sentía y que traspasaba
los límites del alma para salir al rostro. Sin mirar á la buena
mamá, ésta podía vanagloriarse, allá en el ángulo de la pieza, de
ser bien contemplada. La pasión tiene su perspicacia nativa y un
estro maravilloso para sorprender los pensamientos del sér amado,
asimilárselos y alimentar el espíritu propio con aquel rico manjar
extraño.

En cuanto al desgraciado hombre, nunca como entonces había sentido
el dominio irresistible que sobre él ejercía aquel sér pequeño y
lindo, nacido de la unión de una mujer que no era la suya y de un
hombre que no era él. No creía en la posibilidad de vivir contento
si le quitaban de las manos aquel tesoro, ajeno sin duda, pero
que se había acostumbrado á mirar como suyo y muy suyo. Con este
cariño se mezclaban el cariño y la imagen de la madre, como dos
luces confundidas en una sola. ¡Familia prestada que en el corazón
del solitario ocupaba el desierto hueco y se apropiaba el calor
reservado á la propia! El no tenía culpa de que en su cansado viaje
por el páramo se le presentaran aquellas dos caras, risueña la una,
enamorada la otra, ambas alegrando el triste horizonte de su vida
y obligándole á marchar adelante cuando ya sin fuerzas caía sobre
pedregales y espinas. En Pepa Fúcar había hallado amor, docilidad,
confianza, misteriosas promesas de la paz soñada y del bien con
tanto afán perseguido. Era la familia de promisión, con todos los
elementos humanos de ella, pero sin la legitimidad; y el no ser un
hecho, sino una esperanza, dábale mayores encantos y atractivo más
grande. La pasión arrebatada de Pepa y el ardor fanático con que á
todo la sobreponía, lejos de infundirle cuidado le seducían más,
porque en ello veía la ofrenda absoluta del corazón, sin reserva
alguna, la generosidad ilimitada con que un alma se le entregaba toda
entera, sin esconder nada, sin ocultar sus mismas imperfecciones ni
escatimar un solo pensamiento. Quien había sido mendigo de afectos no
podía rechazar los que iban á él con superabundancia y cierto alarde
bullicioso. Infundíale al mismo tiempo orgullo y piedad el ver cómo
aquel admirable corazón, sin dejar de ser religioso, le pertenecía
enteramente, por ley que es divina á fuerza de ser humana; y al
sentirse tan bien amado, tan señor y rey en el corazón y en los
pensamientos de ella, no podía menos de darse también todo completo.
Cualquier afecto secundario y remoto que existiera antes de aquel
mutuo resplandor en que ambos se veían, debía extinguirse, como
palidecen los astros lejanos cuando sale el sol.

Pero quizás no era ocasión de pensar tales cosas. León puso la niña
en brazos de su madre y le dijo:

«Ni un momento más. Adiós. Si es necesario explicar á tu padre la
causa de tu traslación á Madrid, yo me atreveré á decírsela.

--Se la diré yo.»

Con precipitación y desasosiego salieron uno y otro por puertas
distintas.



V

A almorzar.


El narrador no cree haber faltado á su deber por haber omitido hasta
ahora que los Tellerías corrieron en tropel á Suertebella desde
que llegó á su noticia el grave mal y estado de María. Ello es tan
natural, que el lector debía darlo por cierto, aunque las fieles
páginas del libro no lo dijeran. Lo que sí conviene apurar, por si
la posteridad, siempre entrometida y buscona, tuviera interés en
saberlo, es que en la mañana de aquel célebre martes (el día de la
misa de rogativa, de la visita de Paoletti y de la partida de Pepa)
la Marquesa de Tellería, el Marqués y Polito oyeron atónitos de boca
de León Roch estas enérgicas palabras:

«No se puede ver á María.

--¿Hoy tampoco? ¡Lo oigo y no lo creo!--exclamó Milagros sin poder
contener su ira.--¡Prohibir á una madre que vea á su pobre hija
enferma!...

--¡Y á mí, á su padre!...»

Polito no decía nada y se azotaba los calzones con un junco que en la
mano traía.

«¿Qué razón hay para esto?

--Alguna razón habrá cuando así lo dispongo,--dijo León...

--Yo quiero entrar á ver á mi hija. Yo quiero verla, asistirla.

--Yo la asisto y la velo.

--¿No nos das ninguna razón, ¡por Dios! ninguna explicación de esa
horrible crueldad?» dijo el Marqués, poniéndose severo, que era lo
mismo que si se pusiera cómico.

León les habló del delicadísimo estado moral de María, del gran temor
que á él le inspiraban las indiscreciones de su familia si ésta
entraba en la alcoba de la enferma.

«¿Está sola en este instante?

--Está con su confesor.»

Y Milagros llevó aparte á su yerno y le dijo:

«Verdaderamente no creí que llegaras á tal extremo. Explícate,
explícame las monstruosidades que han pasado aquí... ¡Ah! Mi pobre y
desventurada hija ignora sin duda que se halla en la misma casa de
la querida de su esposo!... Temes que le abra los ojos, temes que la
verdad salga de mis labios, como sale siempre, espontánea, natural...
porque no sé fingir, porque no sé hacer comedias.

--¡Oh! No, señora: yo no temo nada--dijo León deseando cortar
la disputa.--Pero usted no verá á su hija hasta que ella no se
restablezca.

--¿Y qué autoridad tienes tú sobre la mujer que has despreciado?... O
es que estás arrepentido de tu conducta y quieres...»

La dama cambió de tono y de semblante. Aquella trágica arruga de
su hermosa frente desapareció como nubecilla disipada por el sol;
brillaron sus ojos con animación juvenil, y hasta parecía que el
disecado pajarillo de su elegante sombrero aleteaba entre las gasas.

«¿Hay por ventura proyectos de reconciliación?--dijo entre agrias
y maduras.--Si los hay, no seré yo quien los estorbe... Como vayan
precedidos de arrepentimiento...

--No hay ni puede haber proyectos de reconciliación,» dijo
bruscamente el yerno á punto que entraba en la sala el Marqués de
Fúcar.

Este, sobreponiéndose á su tristeza para cumplir los deberes que le
imponía la condición de castellano de aquel magnífico castillo, se
presentó á saludar á los Tellerías, á compadecerles por la enfermedad
de la pobre María, á rogarles que dispusieran de la casa y de cuanto
en ella había. Y como el caso que allí les llevaba no era cosa de
un momento, el generoso Fúcar, dando á su hospitalidad un carácter
grandioso y caballeresco, conforme á la resonancia europea de su
nombre, invitaba á los Tellerías á permanecer allí todo el día, toda
la noche y todos los días y noches siguientes, y á comer, cenar,
tomar un _lunch_, un _pic-nik_ ó hispano piscolabis, á descansar,
dormir, disponer de la casa entera, pues allí había mesa, despensa,
bodega, servidumbre, camas para la mitad del género humano, caballos
para pasear, flores en que recrear la vista, etc., etc.

«¡Oh! gracias, gracias... cuánto agradecemos...»

La mano del millonario fué estrujada por la de Tellería, que en su
emoción no pudo decir nada. En las grandes ocasiones, el silencio,
una mirada al cielo y un apretón de manos, son más elocuentes que
cien discursos enalteciendo á los que nos hacen olvidar que vivimos
en _un siglo corrompido por las ideas materialistas_. La Marquesa se
esforzaba en dar á su cara la expresión que, según ella, cuadraba
más á su occidental belleza, ó que mejor realzaba aquellos pálidos
restos, bastante valiosos aún para lucir mucho, si el arte, la
coquetería, la palabra misma, discreto artífice, los presentaba
en buena y proporcionada luz. Empeñando conversación mundana con
Fúcar, supo llevar á éste por las vías sentimentales con tanta gracia
y donosura, que el agiotista la oía con encanto. Al mismo tiempo
Tellería llevaba á León junto á la ventana para decirle con acento
majestuoso:

«Las cosas han llegado á tal extremo, y tu conducta es tan ruín
y vituperable en apariencia, que necesitas darme una explicación
completa, aunque para ello sea preciso llevarte á un terreno...

--Al terreno del honor--dijo León con sarcasmo.--Vea usted: ese es un
terreno al cual no será fácil que vayamos juntos...

--Comprendo que un padre político... No es que yo quiera agravar
el escándalo con otro escándalo mayor. Confiamos aún en tu
caballerosidad, en lo que todavía queda en tí de esa _hidalguía
castellana_ que los españoles no podemos desechar aunque queramos...
y si Dios te tocase el corazón y te reconciliaras de un modo durable
con mi querida hija...

--No me reconciliaré.

--Entonces...»

Lanzó el prócer á su hijo político una mirada que, dado el carácter
promiscuo, entre cómico y serio del ilustre personaje, podía
calificarse en el orden de las miradas terribles.

«Entonces, yo sé lo que debo hacer.»

Estaban en el salón japonés, lleno de figuras de pesadilla. Por sus
paredes de laca andaban, cual mariposas paseantes, hombrecillos
dorados, cigüeñas meditabundas, tarimas de retorcidos escalones,
árboles que parecían manos y cabezas semejantes á obleas. Las
figuras humanas no asentaban sus redondos pies en el suelo, ni los
árboles tenían raíces; las casas volaban lo mismo que los pájaros.
Allí no había suelo, sino una suspensión arbitraria de todos los
objetos sobre un fondo obscuro y brillante como un cielo de tinta.
Los expresivos rostros japoneses parecían hacer el comentario
más elocuente de la escena viva, y las mariposas de oro y plata
reproducían, por arbitrio de la fantasía en aquella especie de
estancia soñada, la sonrisa jeroglífica de la Marquesa de Tellería.
Cacharros de color de chocolate poblaban rincones y mesas; y viendo
los ídolos tan graves, tan tristes, tan feos, tan hidrópicos, tan
aburridos, se hubiera creído que estaban comentando en teología
místico-asiática la tristeza indefinible de D. Agustín Luciano de
Sudre.

Como se pasa de una página á otra en libro de estampas, así se
pasaba de la habitación japonesa al gran salón árabe, donde estaba
el billar y en él Leopoldo. Con su tarugo de aspirar brea puesto en
la boca, á guisa de cigarro, se entretenía en hacer carambolas. Un
lacayo se le acercó.

«¿Ha llamado el señorito?

--Sí--repuso el joven sin mirarle.--Tráeme cerveza.»

Ya se marchaba el lacayo, y Polito le volvió á llamar para decirle:

«¿Se servirán pronto los almuerzos?

--Dentro de un momento.»

Y siguió haciendo carambolas. El Marqués de Fúcar se retiró por un
momento del salón japónico. Un _maître d’hôtel_, rubio y grave,
reclutado en cualquier cafetín de París, y que se habría parecido
á un _lord_ inglés si no lo impidiera su servilismo melifluo y su
agitación de correveidile, se acercó á la Marquesa para pedirle
órdenes.

«¡Oh! no--dijo ésta.--Tomaré muy poca cosa... ¿Hay _gateau
d’ecrevisses_?... ¿No? bueno: no importa. Las pechugas ahumadas no me
gustan. Mi _beefsteack_ que esté _poco hecho_.

--No olvide usted--dijo el Marqués á aquel hombre benéfico, cuyo frac
negro parecía el emblema de la caridad cristiana creadora de los
hospicios,--no olvide usted que yo no bebo sino _Haut Sauterne_.»

Fúcar reapareció melancólico, pero apresurado, indicando con esto
que las tristezas no son incompatibles con el almorzar. Era un poco
tarde, y los cuerpos necesitaban reparación. La Marquesa, D. Agustín,
Polito, el Sr. de Onésimo, que llegó cuando los demás estaban en la
mesa, _hicieron honor_, como se dice en la jerga gastronómica, á
la cocina del de Fúcar. O por delicadeza de estómago, ó porque la
aflicción de su ánimo le cortara el apetito, ello es que Milagros
apenas probó de algunos platos.

«No se deje usted dominar por la pena--le decía D. Pedro.--Es preciso
hacer un esfuerzo y tomar alimento. Yo tampoco tengo ganas; ¿pero de
qué sirve la razón? Hago un esfuerzo y como.»

Buena prueba de los esfuerzos de D. Pedro era un _beefsteack_ que
entre manos y boca tenía, el cual, pedacito tras pedacito, pasaba
á su estómago, dejando en el plato la sangre bovina revuelta con
manteca y limón. La Marquesa no hacía más que picar y catar, tan
pronto apeteciendo como desdeñando, y el Marqués se encariñaba con
las cosas picantes y afrodisíacas, obsequiándolas risueño con una
mirada galante y después con las traidoras caricias de su tenedor.
Las trufas, las _saucises_ trufadas, la rica lengua escarlata de
Holanda y otras cosillas se ofrecían á su paladar con provocativos
encantos.

«¿Y Pepa?--dijo bruscamente el Marqués de Onésimo.

--Está en Madrid,» replicó Fúcar sin alzar los ojos del plato, donde
el solomillo parecía representar el Tesoro español por lo recortado y
empequeñecido.

Siguió á estas palabras un largo silencio, que rompió al fin el
mismo D. Pedro, diciendo á la Marquesa: «¡Oh! amiga mía... hay que
sobreponerse al dolor... Además, la situación no es desesperada...
María está bien hoy... ¿Llora usted?... A ver... esta media copa de
Sauterne.»

Milagros no rehusó el obsequio. Después de apurar el vino, dijo así:

«Veremos si ese tigre de mi yerno me permite esta tarde ver á mi
hija.»

Deseando Fúcar hablar de asunto menos aflictivo, sacó á relucir
las voces que corrían acerca de la próxima boda de Polito con una
riquísima heredera cubana, cuya familia, recién venida á Madrid,
metía bastante ruido con la ostentación de colosal fortuna. Desmintió
la Marquesa el rumor, y Leopoldo lo confirmó indirectamente con
frases en que la modestia enmascaraba á la vanidad. Los rumores eran
ciertos, como lo eran el noviazgo y las pretensiones del joven, y su
seguimiento cuotidiano de la chica, á caballo y á pie; mas á pesar de
esta cacería ecuestre y pedestre, lo de la boda era un puro mito, sin
otra realidad que la que tenía en el deseo ardentísimo de Milagros
de ver á su hijo poseedor de un caudal limpio y gordo. La familia
de Casa-Bojío, á pesar de tener amistad con la de Sudre, oponíase á
las aspiraciones de Leopoldo; pero Milagros trabajaba en silencio
con diplomacia y finura para que aquel sueño de oro fuera un hermoso
despertar de plata.

Agotado el tema, retiróse Milagros del comedor. Un lacayo presentaba
al Marqués y á Polito los mejores cigarros del mundo. Era aquel
artículo, digámoslo en términos de comercio, el más superfino de
cuantos abastecían la casa del millonario. Sus corresponsales de la
Habana le mandaban para su uso lo mejor de lo mejor, en recompensa de
la gracia y arte mágico con que se las componía con el Gobierno para
hacer fumar al país lo peor de lo peor.

Estallaron fósforos y chuparon labios.

«Polito--dijo el Marqués,--si quieres dar un paseo, dile á Salvador
que ensille á Selika.»

El benemérito jinete de caballos ajenos no se hizo de rogar y bajó al
punto al picadero. D. Pedro dió un suspiro, hizo una seña al Marqués
de Tellería y al Marqués de Onésimo, dos nobles subalternos, el uno
de raza y el otro de administración, que observando la fisonomía del
noble del dinero, parecían tributarle culto idolátrico, acatándole
con sus miradas é incensándole con sus aromáticos puros. Acercáronse
entrambos, D. Pedro bajó la voz, y con entristecida cara les comunicó
un pensamiento, una noticia, un hecho. Así, trasegando la pena de
su afligido corazón al corazón de dos amigos, el digno prócer se
sentía aliviado, respiraba con más desahogo, hasta podía soltar un
chascarrillo y reir con aquella carcajada congestiva que oímos por
primera vez en la casa de baños.

«¡Qué vida ésta!... ¡Qué alternativas, qué inesperadas peripecias!...
Luego esta pícara tendencia del corazón humano á exagerar las penas
pintándoselas como irremediables...»

Onésimo se quedó estupefacto al oir el hecho referido por su insigne
amigo. Creeríase que su cabeza, totalmente absorbida por las altas
especulaciones bancarias y por la metafísica de hacer empréstitos,
no comprendía aquel hecho vulgar. El de Tellería se llenó de
alborozo oyendo palabras tristes que salían de los labios de Fúcar,
y tuvo una idea propia, una idea felicísima. Acariciábala en su
mente, contemplando con los ojos del cuerpo las pinturas decorativas
del comedor de familia, en cuyas paredes se veía representado un
verdadero diluvio de animales muertos, perdices, liebres, ciervos,
cangrejos, y otro diluvio de frutas, berzas, pepinos y mariposas. El
roble tallado también ofrecía medallones de cacerías, bocas tocando
trompetas venatorias, perros corriendo, manojos de perdices y mil
representaciones diversas del reino alimenticio, de tal modo, que el
comedor, parecía el palacio de la indigestión.



VI

El clérigo miente y el gallo canta.


Cuando María Egipciaca vió que entraba en su cuarto el Padre
Paoletti, lanzó un grito de alegría. Le miró con cariño, posó después
los dulces ojos en León, expresándole su gratitud por aquella fineza
matrimonial que rayaba en lo sublime, y alargó una mano á cada uno.
Aquel movimiento tan natural en ella, y que no fué acompañado de
ninguna observación, era la cifra de su vida, y aun podría ser la
síntesis de este libro en lo que á la dama se refiere. Los dos le
preguntaron á un tiempo que qué tal se encontraba, y con una sola
respuesta satisfizo á entrambos.

«Me parece que estoy mucho mejor. Me siento con ánimos...»

León le dió una palmada en el hombro, diciéndole: «Ahora... yo me
retiro.

--No, no, no--declaró con gran presteza el Padre Paoletti, que se
había sentado á la izquierda de la cama.--Doña María y yo no vamos
á hablar de cosas de conciencia... El médico nos ha dicho que su
estado no es ni bastante grave para acudir con premura á la salvación
del alma, ni bastante lisonjero para poder platicar extensamente
sobre temas espirituales que, por lo mismo que son dulcísimos y
preciosísimos, fatigan la atención. Departiremos un poco los tres...
sí, señor, los tres... y á su debido tiempo, cuando esa cabeza esté
más serena, mi ilustre hija espiritual y yo nos secretearemos un
poco.»

La sonrisa con que concluyó el discursillo comunicóse á María,
que la reprodujo como reproduce la mar el color del cielo. Era
Paoletti, como se ve, un hombre afable, meloso, de palabra sencilla,
insinuante, de apariencia modesta y seductora en una pieza, por la
reunión feliz de una figura simpática y de la voz más clara, más
argentina, más conmovedora que se ha oído jamás. Era su acento dulce
y firme á un tiempo, formado del misterioso himeneo de dos notas que
parecen antitéticas: la precisión y la vaguedad. Los resabios del
decir italiano, atenuados por el largo uso de nuestra lengua, daban
á ésta en su boca como un son quejumbroso que hacía resaltar más los
matices vivos y el enérgico juego de consonantes del idioma español.
Conocedor de su destreza para instrumento tan primoroso, se esmeraba
en manejarlo, corrigiendo los pequeños defectos y concordando la idea
con la palabra y la palabra con la voz de un modo perfecto. El uso de
superlativos dulzones hacía un poco empalagoso su estilo.

Mientras hablaba ponía también en ejercicio la singular luz, la
expresión activa de sus ojos, cuyas múltiples maneras de mirar, que
podrían llamarse fases, añadían y como redondeaban el lenguaje oral.
De sus ojos podía decirse que eran la prolongación de la palabra,
pues llegaban á donde no podía llegar la voz. Eran á ésta lo que la
música es á la poesía. Indudablemente había algo de estudio en el
extraordinario empleo de estas cualidades; pero la principal causa
de ellas eran un don ingénito, y la dilatada práctica de bucear
en conciencias y de leer en rostros con esfuerzos de agudeza y
persuasión, y el usar artificio de ojeadas y reclamos de inflexiones
dulces para descubrir secretos.

«Según el parecer de ese sabio médico--dijo,--nuestra dulcísima
amiga se restablecerá pronto. Ha sido esto una crisis nerviosa que
va pasando, y pronto volverá la calma primera. Estamos sujetos al
traidor influjo de las bruscas impresiones morales que desatan
tempestades en nuestra alma, sin que nuestra razón flaquísima lo
pueda evitar. El demonio, siempre vigilante; la nefanda carne, rara
vez sometida por entero, se amotinan y nos acometen, cogiéndonos de
sorpresa. Aquí es el desvarío de los sentidos, que no abultan, sino
que desfiguran las cosas; aquí el encenderse de la fantasía, que
va á donde nunca debe ir, y todo lo ve de aquel color de sangre y
fuego de que ella está vestida. El espíritu sucumbe aterrado por una
apariencia vana, por una apariencia vana, mi querida amiga. Después
viene el reposo, casi siempre después de un gran desorden físico, y
se ven las cosas claras, se ve que no había motivo para tanto, que se
hizo demasiado caso de la maledicencia, quizás de la calumnia; que
se vieron fantasmas, sí, fantasmas... ¡Oh! ya hablaremos de esto, mi
querida amiga... Ahora procure usted reponerse pronto y llevar su
alma á un estado suavísimo... Y me parece que está usted muy bien
alojada en esta casita. Tuvo buena elección su señor esposo al tomar
tan tranquila vivienda. A mí me gusta mucho Carabanchel... Doña
María, cuando usted pueda levantarse, y su esposo la saque á paseo,
porque la sacará á paseo, ¿no es verdad? verá usted qué trigos tan
hermosos hay por estos campos... Luego esto es una bendición para
las gallinas: no da uno un paso sin tropezar con una bandada de estos
animales humildísimos. Y basta de sermón por hoy, señora mía. Empecé
por el alma y acabo por las gallinas; ¿qué tal?»

En este momento oyóse cantar un gallo.

«Es el gallo de San Pedro,» dijo Paoletti aparte á León.

Y volviendo rápidamente los ojos á su ilustre amiga, añadió.

«Empecé hablando del alma y concluí haciéndome cargo de las aves
que hay en este pueblo. En otra ocasión empezaremos por el corral y
acabaremos por el cielo... Con Dios.

--¿Pero se va usted?--dijo María con verdadera aflicción.

--Me pasearé por estos contornos, iré á comer, y volveré luego.

--¡Oh! no, de ninguna manera--manifestó León.--Comerá usted aquí.

--Gracias, gracias. Señora Doña María--dijo Paoletti, inclinándose
ante la enferma con mundana cortesía y riendo con familiaridad,--su
marido de usted es muy amable... No lo había visto desde aquellos
tristes días en que subió al cielo nuestro amadísimo Luis. He tenido
mucho gusto de verle hoy.»

María miraba á su marido vacilando entre la benignidad y el enojo.

«¿Sabe usted, mi buena amiga--añadió el clérigo,--que hoy he
descubierto una cosa por las vías más extraordinarias y más
inesperadas?

--¿Qué?--preguntó la dama con gran curiosidad.

--Ya hablaremos de eso... no quiero incomodar.

--Dígamelo usted,--insistió María con el tono mimoso que emplean los
niños cuando piden una cosa que no quieren darles.

--Pues he descubierto--prosiguió el italiano, bajando más la voz y
fingiendo que no quería ser oído de León Roch,--pues he descubierto
que su marido de usted es mejor de lo que parece: que todo cuanto
le dijeron á usted... ya sé que fueron allá con mil cuentos la de
San Salomó y Doña Milagros... es un puro error, equivocación... Me
consta, ¿lo oye usted? me consta que no hay tales infidelidades...»

En los ojos de María brillaban con viva luz la ansiedad y el orgullo.
Aquellas palabras, que en tal boca sonaban para ella como el mismo
Evangelio, eran en su turbado espíritu cual bálsamo dulce aplicado
por las propias manos de los ángeles. Se sentía saliendo de un negro
abismo á la clara luz y al grato ambiente de un hermoso día. Aunque
más tarde debía venir la reflexión á aquilatar el valor de tales
afirmaciones, por de pronto las palabras del clérigo hicieron rápido
efecto en su credulidad de penitente. Si Paoletti le dijera que en
aquel momento era de noche, antes creyera en el error de sus ojos que
en la verdad de la luz del día. Sin saber qué decir, ni cómo expresar
su gozo, miraba al Padre y al esposo, y las manos de ambos estrechaba.

«Sí, mi querida amiga--añadió Paoletti,--no hay motivo para pensar en
tales infidelidades, y este hombre...»

Volvióse á oir el canto del gallo, y el clérigo suspendió su frase
cual si le faltara la voz. Recobróla al variar de asunto, y dijo:

«Con que, amiguita, á ponerse buena pronto... ¡Ah, qué función
tan linda se perdió usted ayer!... Cuando vuelva usted por allá
le enseñaremos las estampas que hemos recibido... Tenemos agua de
Lourdes fresquecita... ¡Cuánto hemos echado de menos á nuestra Doña
María! ¡Ah! se me olvidaba: ya nos comimos el chocolate... Se le dan
gracias cordialísimas á nuestra protectora en nombre de todos los de
la casa.

--Si no vale nada... ¡Por Dios!

--Doña Perfecta se ha enojado con nosotros porque no quisimos admitir
su donativo... Angelical señora es Doña Perfecta. ¡Qué alma tan pura!
¿Pues y la pobre Doña Juana? Anoche nos mareó de lo lindo y hasta
nos llamó déspotas porque hemos prohibido á la mujer del portero que
le haga el café á ella y á las demás devotas madrugadoras que van á
comulgar muy de mañana y quieren desayunarse en seguida. Francamente,
la portería parece algunos domingos un _restaurant_.»

A esta sazón entró el médico, diciendo:

«Mucha, mucha conversación hay aquí... Si tendré yo que venir como un
maestro de escuela con una caña en la mano á mandar callar.

--Yo... punto en boca. Creo que he hablado más de la cuenta--indicó
el confesor,--y me voy á dar una vuelta por ahí.»

Llevando á León al hueco de la ventana, le dijo: «¿Qué tal?

--Bien,» replicó León, admirando la habilidad histriónica del Padre.

Oyóse otra vez el canto del gallo.

«He negado á mi Dios, he faltado á la verdad--dijo Paoletti con
sonrisa que parecía reprensión.--Si ese gallo sigue avisándome con
su voz que parece venir del cielo, no tendré fuerzas para hacer
traición á mi Maestro.

--Es caridad. Los gallos no entienden de esto.

--Ella y Dios me lo perdonarán. Como no la he engañado nunca, como de
mis labios no ha oído jamás palabras que no fueran la misma verdad,
me cree como al Evangelio.»

León meditó un momento sobre esta última frase, que despertaba en él
añejos dolores.

El médico hizo en voz alta lisonjeros vaticinios sobre la enfermedad.

«¿Oye usted lo que afirma el facultativo?--dijo el confesor hablando
aparte con el marido.--Albricias, querido caballero: ya se puede
asegurar que _nos_ vive Doña María.»

Aquel plural, dicho y repetido naturalmente y sin malicia, era el
más cruel sarcasmo que León escuchara de labios humanos en toda
su vida. Había visto con gusto la milagrosa virtud terapéutica
de los consuelos del Padre en la desgraciada María; pero aquella
familiaridad del clérigo con su penitente, aunque encerrada dentro de
la pudibunda esfera de las relaciones espirituales, le repugnaba en
extremo. Fué aquél un momento de los más tristes para su espíritu,
porque vió cara á cara la fuerza abrumadora con que había querido
luchar durante los batalladores años de su matrimonio. Se entristecía
y se avergonzaba. ¡Ay! El divorcio moral de que repetidas veces habló
y que, según él, estaba ya consumado, no fué completo y radical
hasta aquel momento. Hasta entonces quedaba la estimación, quedaba
el respeto; pero ya estos tenues hilos parecían, si no rotos, tan
tirantes que pronto, muy pronto, se romperían también.

Ocultando lo que en sí pasaba, se acercó á su mujer y le dijo:

«El Sr. Paoletti y yo vamos á tomar alguna cosa... Rafaela te
acompañará mientras volvemos.

--¡Oh! Sí... almorzad, almorzad...--replicó María alegremente y
dulcificando su mirada.--Pero no tardes: quiero verte... quiero
hablarte... No olvides que tu deber es acompañarme, no separarte de
mí ni un solo momento... Ahora que te cogemos á propósito, verás qué
reprimendas y qué sobas te vamos á dar el Padre Paoletti y yo. Te veo
ya acobardado y humillado... ¡pobre hombre!... ¡desgraciado ateo!
Pero no tardes: quiero verte... Mira... esta noche pones ese sofá
aquí, junto á mi cama, para que duermas á mi lado... Así dormiré yo
mejor, y si sueño algún disparate, con alargar la mano y tocarte me
tranquilizaré.

--Bien: haré todo lo que deseas,--dijo el esposo con la vacilación en
la mente y el hielo en el corazón.

--¡Ah!--prosiguió María, reteniéndole por la manga;--dispón que me
traigan hoy mismo mi rosario, el crucifijo y todos mis libros de rezo
que están sobre la mesa de mi cuarto; todos, todos los libros, y el
agua de Lourdes, y mis reliquias, mis adoradas reliquias.

--Rafaela irá esta tarde á Madrid y te traerá todo.

--¡Cómo se conoce que estoy en el cuarto de un ateo!--observó la
enferma, tomando de súbito el tono impertinente, que no había
desaparecido en ella sino ante la atroz quemadura de los celos.--No
hay aquí ni un solo cuadro religioso, ni una imagen, nada que nos
indique que somos cristianos... Pero ve á almorzar, ve á almorzar. El
buen Padre estará en ayunas... ¡pobrecito! Dale lo mejor que haya,
¿entiendes? lo mejor. Reconoce tu gran inferioridad; humíllate,
hombre. Háblale de mí, háblale de mí, y aprenderás á apreciarme
mejor.»

Cuando León salía disimulando una sonrisa amarga, volvió á cantar el
gallo.



VII

Fuegos parabólicos.


Luego que Fúcar entendió que pisaba los pavimentos de Suertebella
la venerable planta del Padre Paoletti, se apresuró á ofrecerle
palacio, mesa, servidumbre, coches, capilla, obras de arte. Creeríase
que D. Pedro era poseedor de toda la creación, según la facundia
y liberalidad con que todo lo brindaba para goce y dicha de la
humanidad menesterosa. Y arqueándose cuanto lo consentía su crasa
majestad, manifestaba con reverencias y cortesías cuán inferiores
son las riquezas y esplendores del mundo á la humildad de un simple
religioso, sin otra gala que su sotana, ni más palacio que su celda.

Paoletti, que era entendidísimo en artes bellas y aun en las
suntuarias, elogió mucho la riqueza de Suertebella, dando así
propicia coyuntura al Marqués para que gustara su satisfacción
predilecta, que era enseñar el palacio, sala tras sala, sirviendo él
de _cicerone_... Largo rato duró la excursión, que á marear bastaría
la más sólida cabeza, por la heterogénea reunión de cosas bonitas
que contenían aquellos pintorreados muros. Paoletti lo admiraba todo
con comedimiento, demostrando ser hombre muy conocedor de museos y
colecciones. El Marqués de Fúcar, que parecía la gacetilla de un
periódico, según prodigaba sus elogios á las obras medianas ó malas,
solía apuntar el precio de algunos objetos, bien cuadritos tomados
á Goupil, bien porcelanas adquiridas en el martillo de la calle
_Drouot_, y que eran hábiles imitaciones.

«Y aquí me tiene usted aburrido, completamente aburrido entre tantas
obras de mérito--decía encarándose con Paoletti y cruzando las manos
en actitud ascética.--Soy esclavo del bienestar, mi querido Padre.
Parece que no, y ésta es la esclavitud más odiosa. ¡Cuánto envidio á
los que viven tranquilos, con esa libertad, con esa independencia que
da la pobreza, sin los afanes del trabajo, sin conocer otro banquete
que el que cabe dentro de una escudilla, ni más palacio que cualquier
celda, choza ó agujero...

--¡Oh! querido señor mío--manifestó el italiano riendo y llevándose
la mano á la boca para ocultar urbanamente un bostezo,--pues no hay
nada más fácil que realizar ese deseo... ¡Ser pobre! Cuando oigo á
los mendigos expresar deseos de ser millonarios, me río y suspiro;
pero cuando oigo á los ricos hablar de la cabañita y de un palmo de
tierra en que descansar los huesos, les digo lo que me permito decir
á usted en este momento: ¿por qué no se va el señor Marqués á las
ermitas de Córdoba? ¿por qué no cambia á Suertebella por una celda de
cartujo?...»

Y concluyó la observación como la había empezado, con francas risas.
Otra vez bostezó, haciendo pantalla de su blanca mano para cubrir la
boca.

«Eso... dicho así--repuso Fúcar riendo también,--parece fácil;
pero... ¿y las cadenas sociales... y el yugo de la patria, que no
quiere desprenderse de sus hijos más útiles?... Ahora caigo... ¡qué
descuido el mío! Es muy tarde y usted no ha almorzado.

--¡Oh! no importa... deje usted.

--¿Cómo que no importa? Puede ser que aún esté ese bendito cuerpo...

--Con el triste chocolate nada más. Pero es un cuerpo de misionero y
sabe resistir.

--León, León--dijo D. Pedro llamando á su amigo, que en aquel
momento pasaba por la pieza inmediata.--Voy á mandar que os sirvan
el almuerzo en la sala de Himeneo. No querrás alejarte mucho de tu
mujer... Y usted, Sr. Paoletti, no gustará del bullicio del comedor.
Ahora están almorzando todos los que han venido últimamente...
¡Bautista, _Philidor_!»

Dando voces á los criados españoles y al maestresala francés, el
Marqués hacía correr á sus fieles servidores de un aposento á otro.
La multiplicidad y premura de los servicios eran causa de que se
sintieran crujir los finos pisos de madera, y de que se oyera por
todas partes el tin-tilín de botellas y copas transportadas en
enormes bandejas, y el claqueteo de los platos, rumor tan grato al
cortesano hambriento. Olores de guisotes y frituras recorrían los
largos pasillos y las grandiosas salas, como corre el incienso por
los templos de capilla en capilla.

La sala de Himeneo, llamada así porque en el centro de ella había un
grupo representando la idea del matrimonio en un abrazo de mármol,
estaba próxima á la habitación que llamaremos de María Egipciaca;
pero no junto á ella. Una mesa fué traída al punto. León y el Padre
Paoletti almorzaban.

«_Consommé_--dijo León, sirviendo á su comensal una buena porción de
rico caldo.--Esto le conviene á usted.

--Estoy pensando, querido señor--dijo Paoletti, después que con las
primeras cucharadas puso remedio á la gran debilidad que sentía,--que
en toda mi vida, que no es corta ni carece de lances extraños, he
visto un cuadro como el que en este momento presenciamos los dos.

--¿Cuál es el cuadro?

--Nosotros... usted y yo comiendo juntos. Ningún suceso es obra del
acaso. Sabe Dios á qué plan divino obedecerá esta peregrinísima
reunión nuestra. ¿Qué grandes mudanzas en los órdenes más altos no
trae á veces el encuentro, al parecer fortuito, de dos personas?
Reflexione usted, querido señor: á veces una meditación breve, una
observación pasajera, dan al alma claridad vivísima, y entonces...
No, no, gracias: no me dé usted cosas picantes ni nada de estas
fruslerías de la cocina moderna... ¿Ha meditado usted?

--¿Quiere usted vino?--dijo León, poco inclinado á seguir al Padre
por el campo de sus observaciones.

--No lo pruebo jamás. Deme usted agua pura, y Dios le pague su
amabilidad... Cualquier tonto que juntos nos viera me criticaría á mí
ó le criticaría á usted... «Miren el Padrazo haciéndose mieles con
el liberal,» dirían, ó «Miren al incrédulo partiendo un confite con
el clerizonte...» sin comprender que, aunque coman juntos un poco de
pan y carne, la verdad no transige nunca con el error, ni el error
perdona jamás á su enemiga la verdad... ¿Fresa? jamás la pruebo...
porque la vergüenza del error es la verdad, por lo cual huye de ella,
se esconde y se ciega con imaginaciones suyas, ó bien se tapa los
oídos con el bulliciosísimo estruendo del mundo... ¿Pero no come
usted?

--No tengo apetito.»

Paoletti almorzaba poco. León casi nada. Clavando en éste sus ojos
llenos de expresión, el italiano le dijo con patético acento:

«Sr. D. León, la persona que conozco en todo el mundo más digna
de lástima es usted... Nuestra pobre Doña María no es digna de
lástima, no, sino de admiración. Muerta, entrará en la región de
los bienaventurados, ornada de diversas coronas, entre ellas la del
martirio; viva, será ejemplo de mujeres superiores. Es un delicado
lirio que en sí reúne la hermosura, la pureza y el aroma.

--Era, sí, un delicado lirio--dijo León pálido y con nervioso temblor
en su lengua, en sus ojos, en sus facciones todas,--un lirio que
convidaba con su pureza y su aroma al amor cristiano, á los honestos
goces de la vida...

--Pero juntóse al cardo...

--No... Vino el hipopótamo y lo tronchó con su horrible planta.»

Los ojos del Padre se multiplicaron.

«Es un tesoro de las más altas prendas.

--Era un tesoro de las más altas prendas--afirmó León haciendo un
nudo en la servilleta y apretándolo fuertemente,--mezcladas con
pasiones toscas, una naturaleza al mismo tiempo contemplativa y
sensual.

--Vino la mano depuradora y apartó la escoria...

--Vino la helada mano, y arrojando fuera los diamantes, no dejó más
que la pedrería falsa.

--¿Por qué se descuidó el joyero?

--Cuando los ladrones no entran por la puerta, sino por mina
subterránea, el joyero no tiene noticia de ellos hasta que no le
falta la joya. Me quitaron el amor, la generosidad, la confianza; no
me dejaron más que el deber frío, la corrección moral en lo externo.
Era una fuente cristalina; secaron el manantial, se estancó el agua,
y cuando fuí á beber no hallé más que el sedimento impuro. Corriendo,
corriendo siempre, aquella agua, que amargaba un poco, se habría
dulcificado; pero no la dejaron correr, la encerraron en un charco...

--Dulce y por extremo rica era y es aquella agua, querido señor--dijo
Paoletti con expresión seráfica;--agua mística, agua suavísima,
regaladísima, que es la esencia del alma misma, el amor divino.
Cuando esta agua corre en el mundo, justo es que Dios se la beba y
arroje el vaso.

--Es lo que me han dejado, el vaso.

--El vaso de oro, que es lo que apetece la concupiscencia del joyero
sin fe. El desgraciado esclavo de la materia para nada necesita del
agua riquísima. Su sed no se aplaca con amores del agua: su sed no es
más que una forma de avaricia, y se sacia con la posesión del oro del
vaso, con la hermosura corporal.

--Para el que no conoce el amor sino por el pecado, para el que
no siente el amor, sino que solamente lo oye, recibiendo aquí (y
señaló la oreja) los secretos de los que aman, la vida del corazón
es un misterio incomprensible. El no ve más que deberes cumplidos ó
faltas cometidas. Esto es mucho, pero no es todo. El que no ha bebido
jamás, sólo concibe el gusto insípido del misticismo ó el amargor del
pecado.

--El que no ha bebido jamás, y sin embargo no está sediento, puede
por la preciosa facultad de asimilación, que es uno de los más
hermosos dones de nuestra alma, penetrarse bien de todas las suertes
del verdadero amor, desde el más noble al más impuro. El que todo
lo sabe, todo lo siente... ¡Oh! usted que así nos vitupera, habría
podido tener amigos en los que cree enemigos, y leales pacificadores
de su matrimonio en los que cree perturbadores de él.

--Rechazo, detesto esa colaboración.

--¿Con qué derecho acusa el que por sí ha roto todos los lazos? Sólo
la circunstancia de considerarse fuera de la Iglesia, quita á ciertos
hombres el derecho á quejarse de los inconvenientes de un lazo que es
por sí religioso. «Yo no quiero religión, dicen, yo la abomino, yo la
echo de mí; no permito á la Fe que se defienda de mis ataques, ni que
reclame lo suyo.»

--Lo que no quiero que reclame es lo mío, lo humano.

--Lo humano es una cómoda puertecilla para que mi hombre se escape á
la infidelidad, al adulterio, dejando á la pobre mártir sola y sin
amparo.

--Lo divino pone á la pobre mártir bajo el amparo de los bebedores
de agua espiritual.

--¡Qué sería de ella si así no fuese!... ¡Pobre alma destinada á
pudrirse al contacto de un alma corrompida!

--No de corromperla, sino de salvarla traté yo con la persuasión,
con el cariño casi siempre, á veces con la autoridad, hasta con la
tiranía...

--¡Lo confiesa!... ¡confiesa su despotismo!

--Este no llegó á donde podría haber llegado en manos comunes.
Algunos apalean, yo solamente prohibí... Mis prohibiciones eran á
cada instante violadas... Imposible persistir en ellas sin llegar á
un extremo horrible.

--Y la paloma se escapaba de las garras del cernícalo,--dijo
prontamente y con cierta ironía meliflua Paoletti.

--Sí: para caer en las del vampiro que me chupaba la savia de mi
vida... Yo enseñaba á mi tesoro á creer en mí, y fuera le enseñaban
á aborrecerme... Nunca combatí sus creencias ni me opuse á que
tuviera un confesor discreto; pero sus amistades espirituales me
repugnaban. Mi enemigo no era un hombre, sino un ejército que,
llamándose celestial, se hacía formidable, teniendo por colaboradores
á los santos y á los tísicos que se creían santos. Yo traté de
luchar en las tinieblas; pero en las tinieblas me despedazaban. Un
acto hipócrita como el que á muchos débiles ha salvado, me habría
salvado tal vez á mí. Ella, la pobre ilusa vendida al misticismo
por la promesa de goces celestiales, me traía condiciones de paz.
¡Cosa fácil, según ella! «Humilla tu incredulidad loca; ven á
nuestro campo,» me decía. ¡Eso quisieran! No compraré la paz de mi
casa con la impostura, ni encadenaré con fe mentirosa un corazón
que se me escapa. No añadiré con mi persona una figura al escuadrón
de hipócritas que forma la parte más visible de la sociedad
contemporánea... Pasa el tiempo, sigue la lucha. Mi entereza exaspera
á los maestros espirituales de mi mujer, ministros de la intrusión y
del abuso religioso. Pero ¿qué me importa? Prefiero ser infame á sus
ojos á serlo á los míos.

--El que teme miradas que no son las de Dios, no debe hablar de estas
cosas.

--Si no se le permite hablar, ¿qué se le permite? Es un desgraciado
á quien se le viene encima una montaña. ¿Ni siquiera se le consiente
gemir cuando es aplastado?

--Alce las manos si puede y contenga el peñasco.

--No puede, no puede; pesa como los siglos y está formado de los
huesos de cien generaciones.

--¡Pobre insecto!... Aseguro á usted que nada me inspira tanta
lástima como un filósofo... Por mi parte quisiera que me expresase
usted con toda franqueza los sentimientos que le inspiro...

--¿Con toda franqueza?

--Con toda franqueza, sin omitir palabra dura.

--Cuando viene el turbión y me azota y me derriba, ¿qué he de pensar
de aquella fuerza enorme? ¿Puedo detenerla, puedo castigarla, puedo
ni siquiera injuriarla? ¿Qué decir contra ella, ni cómo defenderme,
si con ser tan formidable, no es más que aire?

--Querido señor--dijo Paoletti cruzándose las manos compungidamente
sobre el pecho,--este humilde clérigo ultrajado le compadece á usted
y le perdona.»

En seguida oyéronse los pasos largos y duros del clérigo, que
golpeando el suelo con sus pies de plomo, dirigíase á la estancia de
la enferma.



VIII

Sorbete, jamón, cigarros, pajarete.


La noticia de la mejoría, volando de aposento en aposento y llegando
hasta el picadero, donde estaba Polito; hasta la estufa, donde los
Marqueses de Tellería y de Onésimo examinaban las piñas exóticas,
haciendo discretísimas apreciaciones sobre los progresos de la
aclimatación (de lo cual debía resultar con el tiempo, según D.
Joaquín, un gran aumento en la materia imponible); llegando también
hasta la pajarera, donde estaba Milagros encantada con el piar de las
aves pequeñas, que era un recreo muy de su gusto, esparció el júbilo
por todas partes. Además de los Tellerías, mucha y diversa gente
acudió á enterarse, y algunos aceptaban los aparatosos obsequios
de Fúcar. Los más cumplían dejando tarjeta; las amigas íntimas
quedábanse un rato para consolar á Milagros, que después de dar una
vuelta por el jardín, había entrado bastante tarde y daba descanso
á su fatigada persona en un sofá de la sala japonesa. Entre ídolos y
jarros de color de chocolate, exhalaba sus quejas y suspiros.

«Ahora no se opondrá ese troglodita á que yo vea á mi hija... Pst.»

Un lacayo que pasaba con servicio de copas y licores, se detuvo al
llamamiento.

«Tráigame usted un helado.

--¿De qué lo quiere la señora?

--De piña, si hay; si no, de plátano... Pilar ¿no tomas nada?

--¡Si acabo de tomar dulce de coco, _plum pund-ding_, Jerez y no sé
qué más! Ese bendito Marqués de los adoquines quiere vengarse de mis
burlas matándome de empacho. Se empeña en que me quede á comer aquí,
en que pasee en sus caballos y en sus coches, en que me lleve todas
las rosas... Si ya sabemos, señor tratante en blancos, que tiene
usted buen cocinero, buenos caballos, un gran jardinero, y muchos
muñecos del baratillo. El cocinero vale poco. Es un marmitoncillo que
estaba en París en los _Trois frères provenceaux_... Francamente, me
carga lo que no es decible este palacio de similor, tan semejante á
una prendería... Parece una gran librea recargada de galones... Pero,
querida Milagros, ¿sabe usted que estamos aquí haciendo un papel
lucido? ¿Entramos en la alcoba de María? ¿Habrá reconciliación por
ahora?»

Los ojos de la Marquesa se iluminaron como la luz de los faros
giratorios cuando les llega el momento de crecer. Después se apagaron
los ojos mientras los labios decían:

«¡Reconciliación! ¡Oh! ¡Desgraciadamente no la habrá!

--¿Y Pepa, dónde está?

--En Madrid.

--Sería una desfachatez que se presentase en Suertebella. Todavía no
me explico por qué está aquí María.

--Mi pobre hija fué acometida de un violento ataque. Hallábase en
un caserón sin muebles, sin camas, sin recursos. El Marqués de
Fúcar la hizo trasladar aquí. ¡Cuánto le agradecemos su bondad!...
Pero mi bendito yerno... No puedo contenerme: voy á decirle cuatro
verdades... ¡Ah! el sorbete.»

Habíase levantado la dama con ciertos ademanes de femenil fiereza;
pero se sosegó volviendo á su primer asiento entre ídolos y jarrones
para embaular el sorbetillo en las profundidades inconsolables de
su sér afligido. Polito había vuelto al billar, donde jugaba á
carambolas con su amigo Perico Nules.

«¡Eh!... _Philidor_...--gritó de improviso, mascullando el tarugo de
aspirar brea.--Haga usted el favor de mandar que me traigan un poco
de jamón en dulce y una copa...

--¿De Jerez?»

Vaciló, rascándose la barba rala.

«No... que me irrita... De _Chateau-Iquem_. Si yo pudiera dejar la
maldita brea; pero no, no puedo dejarla, porque me ahogo... ¡Eh! un
momento, _mon cher Philidor_... A éste tráigale usted también jamón
en dulce ó lengua escarlata y pajarete.»

Cuando se quedaron solos, Polito se llevó los dedos á la boca, y dijo
á su amigo: «_¿Smoking?_...

--¿Fumar? Pues fumemos,--dijo el otro sacando su petaca.

--Hombre, no... Mira, allí está la caja... Toda la Vuelta Abajo la
tenemos en casa.»

Bastoneando con los tacos, fueron derechos á una caja de tabacos
que con su incitante olor revelaba el aristocrático abolengo de los
vegueros que entre sus tablas de cedro tenía.

«¡Buenos cigarros, buenos!

--Mira, chico, aquí viene bien aquello de «lo que es de España...»
Hagamos provisiones.

--Hombre, es demasiado,--dijo Perico Nules, algo escandalizado de
aquella incautación.

--No seamos _panolis_... Digamos como Raoul: _chascun per se_...»

Cantando á Meyerbeer, cada nota disminuía de un modo deplorable la
riqueza tabaquina del Marqués de Fúcar.

«Verdaderamente, ¿qué es esto que vemos, que tocamos, que
fumamos?--dijo Nules, encendiendo una cerilla.--¿Qué recinto es éste,
espléndido y rico? Este salón lujoso ¿qué es? Los ricos alicatados
árabes de esta sala, el caballo en que has paseado esta tarde, las
piñas de la estufa; los cuadros, las flores, los tapices, los vasos,
¿qué son? Pues son el jugo, la savia, la esencia de nuestro país, de
nuestra amada patria... ¿tú te enteras? y como las cosas sacadas de
su centro natural por malos caminos tienen que volver á su natural
centro, temprano ó tarde, bien así como los seres orgánicos se
asimilan por el alimento aquello mismo que pierden por el uso de la
vida, resulta que...»

Trajeron el jamón, y la presencia del lacayo obligóles á guardar
silencio.

«Y como nosotros somos el país ó parte del país...--dijo Leopoldo.

--El país recobra lo que le pertenece,» añadió Nules arremetiendo al
plato.

Aquel humorístico joven era el mismo que había hecho, según crónicas
fidedignas, la interpretación profana y maliciosa de las pinturas y
letreros de la capilla.

«La riqueza, querido Polo--dijo escanciando el pajarete,--es un
círculo, ¿te enteras bien? es un círculo... sale y vuelve al punto
de partida... El Estado saca á mi padre por contribución la mitad de
sus rentas de Jerez; Fúcar le saca al Tesoro, en el feliz instante de
un empréstito, la contribución de seis meses, y yo me bebo el vino
de Fúcar y le fumo sus cigarros, con lo cual satisfago una necesidad
que mi padre no pudo satisfacerme por causa de aquella maldita
contribución. ¿Tú te enteras de este círculo infinito?... Todavía
quedan algunos cigarros en la caja. Esos se los fumarán los criados.

--No lo consiento, _¡pietoso ciel!_--dijo Leopoldo.--No faltaba
más... _in tal periglio stremo_...

--¡Oh! ¡feliz encuentro!--exclamó Nules mirando al parque por la
ventana.--Ahí están las de Villa-Bojío, madre y cándidas hijas.»

Leopoldo se asomó para ver á las damas que del landó bajaban junto á
la escalinata, y su corazón se movió en pecho con trabajoso palpitar,
así como la pepita de una avellana medio seca que tiembla en las
ramas agitadas por el temporal.

«Convidémoslas á dar un paseo en coche,--dijo Nules.

--Sí, que enganchen. _¡Attelez!_... _Philidor_...--gritó
Leopoldo.--Pero vamos á recibirlas.

--Las llevaremos á dar un paseo á Leganés.

--No hay nada que ver.

--Hombre, los locos.»



IX

También yo despeino.


Los progresos en la mejoría de la pobre santa y mártir siguieron
por la tarde; pero al anochecer cesaron. Sintió María dolor de
cabeza, vértigos, y se amparó de ella la tristeza. Paoletti la había
acompañado gran parte del día, hablando muy poco y de cosas sin
substancia. León pasaba largos ratos á su lado.

«Oye--le dijo María.--No sé si es cosa de mi imaginación, algo
extraviada por la fiebre, ó engaño de mis sentidos; pero ello es que
siento...

--¿Qué?

--Como si por ahí, no sé por dónde, anduviera mucha gente... Creo
oir como tropel de criados y ruido de platos, y hasta me parece que
siento olores de comida que me repugnan.»

León quiso arrancarle aquellas ideas, mas no lo consiguió. Sólo se
quedó tranquila cuando Paoletti, que era para ella la verdad misma,
le dijo: «Mi buena amiga, esos ruidos y esos olores, quizá sean pura
aprensión.»

Esta vez no cantó el gallo.

«Deseo rezar--dijo María.--Pero no te vayas, León, no te vayas.
Supongo que viéndome enferma no te reirás interiormente de mí porque
rece. Quiero que me oigas y que te estés callado oyéndome, porque
esa es tu obligación. El que no cree, oye y calla... Pero no: no te
separes, no...

--¡Si estoy aquí!

--Siéntate, y no mires al suelo, sino á mí. Mi Padre y yo rezaremos,
y tú... ahí, ahí quieto. Cada palabra nuestra será un latigazo...
pero tú quieto ahí, sin moverte, mirándome... aquí... de modo que yo
te vea bien...»

Y sujetándole la mano, echábale miradas amorosas.

«No debes rezar--le dijo León.--Nuestro amigo el Sr. Paoletti
rezará... pon atención y no te fatigues.

--Bueno--dijo María, tomando de debajo de la almohada una medalla que
le había traído Rafaela.--Ahora, hazme el favor de besar esa medalla.»

León la besó, no una, sino muchas veces. María la besó luego,
diciendo: «¡Madre mía, salva á mi ateo, y si él no quiere salvarse,
sálvame á mi, y mientras viva consérvamele fiel!»

Sin quererlo, se pintó á si misma en esta breve plegaria. La síntesis
de su pensamiento era: «que yo me salve, aunque para salvarme tenga
que hacer pedazos la ley fundamental del matrimonio, y que mientras
yo abandono lo humano para aspirar con ferviente anhelo á lo divino,
mi marido, este hombre que la Iglesia me dió para mi regalo, me
quiera mucho, muchísimo, guardándose muy bien de mirar á otra.»
En una palabra: para ella, como poseedora de la verdad, grandes
libertades; para él, como esclavo del error, todos los deberes.

La habitación se obscurecía lentamente, llenándose de tristeza
fúnebre, en la cual no tenía poca parte el rezo cadencioso del
diminuto clérigo. ¡Cosa por demás extraña! Aquella voz tan armoniosa
y dulce en la conversación corriente, tornábase un tanto áspera en
la plañidera rutina de los Paternoster y Avemarías. Rafaela trajo
luz á punto que se acababa el rezo, y con esto, y con la transición
del sonsonete al tono agradable del diálogo, se creería pasar de una
región sepulcral á una esfera de vida. Paoletti, después de charlar
jovialmente con su ilustre hija espiritual, se despidió hasta el
siguiente día. Cuando León, atento á las conveniencias, le acompañaba
hasta la sala del Himeneo, el clérigo le dijo con acritud: «Quiera
Dios, asegurándole la salud, que me sea permitido pronto mostrarle la
pura verdad. Esta comedia comienza á dejar de ser caritativa.»

León vió al sacerdote bajar con precaución la escalinata y meterse
en el coche; y cuando éste rodaba por la fina arena del parque, se
internó de nuevo en el palacio, diciendo para si: «¡La verdad! ¡la
verdad! ¡Que la sepa y que viva! ese es mi deseo.»

En el salón de tapices, llamado así porque contenía en sus paredes
hermosa colección de aquellas obras de arte, cuyas gastadas tintas y
pálidas figuras parecían representar una procesión de tísicos, había
placentera tertulia. León no quiso asomar por allí y volvió al lado
de su mujer. Nada ocurrió en la primera noche digno de ser referido,
sino que el médico, no seguro aún del buen resultado, recomendó con
más energía el reposo, y puso veto á los rezos y ejercicios místicos.
Serían las diez cuando María, después de dormir un poco con fácil
sueño, se mostró inquieta, inclinada á hablar más de la cuenta.
León, obedeciendo á su mandato, había colocado un sofá junto á la
cama, y en él trataba de descansar también. Pero María le hacía mil
preguntas, hablándole de sí misma, de él y de los demás. Entonces oyó
León repeticiones de las impertinentes homilías caseras que tanto le
mortificaban en épocas anteriores: se oyó llamar ateo, empedernido
materialista, enemigo de Dios, hombre lleno de orgullo y de pecado,
si bien estas duras acusaciones eran suavizadas en el orden material
por la hermosa mano de María acariciando la barba del heterodoxo,
dándole golpecitos á ratos, ó cogiendo entre sus finos dedos la piel
del cuello con tanta fuerza á veces, que se oía la voz del marido:

«¡Oh! Que me haces daño.

--Más mereces tú... Pero mucho te será perdonado si cumples tus
deberes conmigo.»

A esto sucedía larga pausa en que los dos parecían dormitar, y de
pronto María despertaba sobresaltada y decía:

--Vamos á ver, marido, ¿cuál de nosotros dos vale más?

--Evidentemente tú, eso no puede dudarse.

--Ayúdame á hacer memoria... ¿Es cierto que yo te dije que no te
quería y que tú me dijiste también lo mismo?»

León se quedó perplejo, sin saber qué contestar.

«No recuerdo nada,--respondió al fin.

--¿Que no recuerdas?... ¿Lo habré soñado yo?

--Es que no recuerdo. Me he consagrado á cultivar el olvido.

--Pero te alejas de mí.

--Si no me muevo.

--Acércate más... aquí. ¡Qué pálido te has puesto!... ¡qué ojeras
tienes, querido!... Acércate más. Que tu cabecita esté cerca de mí.»

Después de esta insinuación cariñosa, se volvió á dormir, asiendo
fuertemente por los cabellos cortos y rizados la hermosa cabeza de
su esposo, como pintan al verdugo cogiendo la cabeza del ajusticiado
para mostrarla al público. La luz de velar enfermos, tenue,
misteriosa, encerrada dentro de un cilindro de porcelana, á la cual
daba transparencias de ópalo y madreperla, trazando además en el
techo un gran círculo de claridad movediza, alumbraba lo bastante
para ver los bultos y la indecisa silueta de los rostros. Todo lo
obscurecía aquella luz semejante á la que debe existir en el Limbo,
convidando al sosiego y á un medio sueño parecido al estupor.
León no velaba ni dormía: el cansancio le impedía lo primero, y
la atormentadora idea no le dejaba llegar al reposo cuando caía
lentamente en él. Ya muy avanzada la noche creyó sentir ligero rumor
en el cuarto; miró con asombro; no era posible que nadie entrara
allí á tal hora. Quedóse helado de espanto cuando vió una sombra ó
fantasma que avanzaba con paso lento. Parecía un capricho óptico de
la misteriosa luz encerrada en el vaso cilíndrico. Felizmente, León
no podía creer en aparecidos. Quiso moverse para expulsar al intruso,
á quien al punto reconoció como persona humana, pero no pudo. Estaba
muy bien agarrado por los cabellos, y el más ligero movimiento habría
despertado á su mujer, que dormía con sueño tranquilo. Extendió el
brazo para decirle algo con el brazo, ya que no podía decirlo de otra
manera; pero el fantasma no hacía caso; se acercaba más, se inclinaba
hacia el lecho con cierta curiosidad parecida al pavor. León sintió
el extraño envolvimiento, por decirlo así, de una mirada dolorosa.
Su corazón latía y forcejeaba en el pecho, como un loco furioso
dentro de su camisa de fuerza. Estaba indignado... ¡No poder hablar,
no poder moverse para conjurar aquel peligro! Luego observó que el
fantasma, y seguiremos dándole este nombre pueril, movía la cabeza,
como quien reconviene ó interroga. Después se alejó sin cautela,
precipitadamente, haciendo más ruido que al entrar, y dejando tras
de sí un quejido como ráfaga de viento que pasa. María se despertó
sobresaltada.

«¡León, León! Yo he visto...

--¿Qué?... No delires.

--Yo he visto... sí, he oído... como el ruido de una falda de seda...
corriendo.

--Sosiégate... Aquí no ha entrado nadie.

--Yo ví--repitió la enferma llevándose las manos á los ojos.--Me
pareció que una mujer salía por aquella puerta.

--Duérmete otra vez y no veas ni oigas lo que no existe.

--¿Está el Padre Paoletti?

--¿Cómo ha de estar, hija? Son las doce de la noche. Vendrá mañana.

--¡Oh! Yo quiero que él me explique esto. Él solo me lo puede
explicar.»

Después, la dama se durmió, recogidas y puestas blandamente sobre
el pecho las manos, con lo cual dicho está que dejó libres los
cabellos de su esposo. Este, imposibilitado ya de conciliar el sueño
por las batallas de su ánimo, y porque creía sentir aún bullicio de
persona viva en la habitación inmediata, levantóse del sofá con toda
precaución y silencio, y andando de puntillas salió de la alcoba,
Al llegar al aposento próximo, un ruido singular y que con ningún
otro puede confundirse, le indicó la precipitada fuga de una falda
de seda. Siguió tras ella, pasando de sala en sala; pero la falda
huía, como alimaña que se siente cazada y busca en la obscuridad su
vivienda. Por último, en la sala llamada _Incroyable_ ó _Increíble_
(de que se hablará luego), la fugitiva, cansada de correr, dió con
su cuerpo en un sillón. Allí no había lámpara ni bujías; pero por un
ancho tragaluz entraba la claridad del farol encendido toda la noche
en el ángulo de uno de los grandes corredores del palacio. Alumbrada
tan poco y un sí es no es románticamente, la sala _Increíble_, si no
tenía claridad bastante para que en ella se pudiera leer, ó mirar
las estampas, ó hacer un detenido estudio de las porcelanas allí
colocadas, teníala para que se conocieran las personas y aun se
recrearan los rostros, si la ocasión lo exigía, en su contemplación
muda.

Pepa Fúcar, pues no era otra la que allí fué como alma en pena,
se inclinó sobre sí en el sillón, juntando la frente á las manos
cruzadas y casi tocando con éstas á las rodillas. Entre gemidos
pronunció estas palabras:

«Ya sé lo que vas á decirme, ya sé... no digas nada.

--Por Dios... tu imprudencia...--murmuró León de pie ante ella.

--No, no volveré más; no lo haré más... Ya sé que no tengo derecho á
nada... que mi destino es dolor y abandono... siempre abandonada...
Ya sé que no puedo quejarme, que no puedo pedir explicaciones, ni
pedir nada, y que hasta el pensamiento amante me está prohibido.»

León se sentó junto á ella. La dama no cesaba en aquel angustioso
movimiento de su cabeza y sus manos cruzadas, inclinándose
acompasadamente en dirección de las rodillas. Irguiéndose luego como
quien se envalentona consigo mismo y domina su corazón pisoteándolo
(también hirió el suelo alternativamente con ambos pies), secó sus
lágrimas con las manos temblorosas, por no tener serenidad bastante
para hacerlo con el pañuelo (y aun se puede asegurar que había
perdido el pañuelo), dijo así:

«Estoy de más aquí... Tengo todos los sentimientos, pero me faltan
todos los derechos... Soy una mujer sin honor. La esposa podría
abofetearme y sería aplaudida... Adiós.»

León le señalaba la salida sin decirle nada. Ella le miró con
honda ternura. Rápidamente extendió hacia la cabeza del caballero
su mano, á la cual la pasión daba energía formidable, hizo presa en
los cabellos, tiró, trajo hacia sí la cabeza, obligando al cuerpo á
una violenta inclinación, la puso sobre sus rodillas, enredó por un
instante en el cabello sus diez dedos... machacó encima...

«También yo...--dijo, hablando como se habla cuando no se puede
hablar.--También yo... despeino.»

León se incorporó, vacilando entre la severidad y el perdón.

«Márchate,--le dijo.

--Sí, adiós...--replicó ella alejándose.--No quiero deshonrarte
más... Iré despacio. Mi pecho está oprimido. El llorar y el correr me
ahogan... No me acompañes...»

Abrió sigilosamente con llave falsa la puerta del museo pompeyano,
la cual estaba en el ángulo de la sala _Increíble_, y desapareció en
un recinto obscuro. León salió poco después por donde había entrado,
regresando, como buen soldado, á su puesto de combate.



X

Latet anguis.


En la tarde precursora de aquella noche, la de San Salomó (á quien
no hemos visto desde que en el salón japonés presenciaba el cuadro
interesante de la Marquesa de Tellería asimilándose un sorbete de
piña) fué invitada por D. Pedro Fúcar á visitar la estufa, echando
al paso una ojeada á los caballos ingleses, poco há traídos de un
_harás_ de Londres. _El tratante en blancos_, el noble que traía su
abolengo, si no de batallas contra moros, de felicísimas contratas
entre fieles cristianos, conocía muy bien la poca estimación que
á Pilar inspiraba; y ganoso de conquistar adeptos, no satisfecho
de haber rendido á sus pies la Administración y el agio de ambos
mundos, abrumó á la Marquesa con obsequios muy delicados. Además de
mostrarle con especial diligencia las maravillas de Suertebella, le
regaló algunas preciosidades de las que el palacio contenía, con la
añadidura de flores vivas en tiestos de lujo, exóticas frutas, y
para colmo de galantería le dió también reliquias y objetos piadosos
que en la capilla había. Con toda su habilidad cortesana no podía
ocultar el prócer pecuniario que la pena le dominaba más cada día,
y distrayéndose á menudo, echaba suspiros y se quedaba mirando al
suelo, cual si en el suelo, escrita en misteriosos guarismos, como
el binomio sobre la tumba del gran Newton, estuviese la fórmula de
un negocio que llevase á las arcas fucarinas la tierra toda que
habitamos.

La de San Salomó, interpretando mal aquel desasosiego, lo atribuyó
al escándalo del día, á la situación equívoca y deshonrosa en que
estaba Pepa, á la singular instalación de León Roch y su mujer en
Suertebella. Firme en este juicio, Pilar dió al Marqués cuando
regresaban al palacio gracias mil por sus obsequios, añadiendo:

«Y tienen más valor sus finezas, Marqués, en los momentos en que se
halla tan preocupado y entristecido con estas trapisondas.

--¡Y qué trapisondas!--exclamó D. Pedro, poniendo su alma toda en
aquellas palabras.--No lo sabe usted bien, Pilar... Figúrese usted
cómo serán ellas para conmover esta montaña.»

Puso la mano en su pecho, indicando que aquella roca cuaternaria
tenía también sus escondidos manantiales de sentimiento. Serían las
cinco cuando Fúcar se despidió, después de reiterar á los Tellerías
el ofrecimiento de la casa. Él iba á Madrid á comer con su hija, y
probablemente no volvería á Suertebella hasta el día siguiente. No
obstante, si ocurriera alguna novedad, vendría á cualquier hora de
la noche. Felizmente María estaba mejor y se pondría buena sin duda.
Después de saludar á Gustavo, que á la sazón entró, porque no le
permitían venir antes sus tareas parlamentarias y el cuidado de su
bufete, tomó las de Villadiego.

Pilar quería marcharse pronto á Madrid, mas la detuvo Gustavo, muy
afanoso por decirle no sabemos qué cosas; sólo se puede asegurar que
la de San Salomó las oyó con grandísimo anhelo, regalándose mucho
con aquel notición estupendo, de riquísimo gusto para su curiosidad
y para su malicia. Ambos pasearon un rato por el jardín, y á veces
Pilar prorrumpía en risas, diciendo:

«Parece una bufonada y al mismo tiempo un golpe de arriba, un
castigo. Es de esos latigazos providenciales que hacen reir, mientras
llora el que los recibe... Aquí no cabe lástima ni conmiseración...
¡Oh! ¡Dios mío omnipotente! ¡Qué grande eres y que diligente para
acudir á todo! ¡Cómo atajas los pasos de la maldad disponiendo las
cosas con arte semejante al de los que hacen las novelas, causándonos
una sorpresa que da miedo y un miedo que nos obliga á pensar en tí y
á decirte: «Señor, avísanos antes de darnos esos golpes!»

A esta ensalada de profanidad y misticismo siguió otra vez la risa, y
después estas dos briosas palabras: «Voy allá.

--¿Tú?... ¿y á qué?

--Quiero ver esas caras--repuso Pilar con el lindo pañuelo en la
boca, y se frotó la punta de la lengua, como se pulimenta el filo de
la hoja después de envenenarla.--Tomaré un pretexto cualquiera.»

Anochecía cuando Pilar entró en su berlina, mandando al cochero que
fuese á Madrid y al palacio de Fúcar. Entró. D. Pedro, su hija, el
Marqués de Onésimo y la Condesa de Vera se disponían á sentarse á
la mesa. Fúcar invitó á Pilar; pero ella se excusó diciendo que no
estaría sino el tiempo preciso para dar las buenas noticias que
traía. Besó á Pepa, apretó la mano del Marqués, después se puso á
hacer mimos y caricias á Monina.

«¿Qué hay?--dijo D. Pedro.

--Que María está muy bien. Ya es seguro que habrá reconciliación:
así me lo ha dicho Milagros. Me alegro mucho: no me gustan los
matrimonios mal avenidos... Monísima, ¿no me das un beso?

--No,--replicó decididamente Ramona, apartando su cara y
defendiéndola con sus manecitas de los labios de Pilar.

--¡Oh, qué tonta, qué mala!

--No te _quielo_.»

Rechazada en aquel lado, Pilar se volvió á Pepa, y echándole una
mirada de compasión, le dijo: «Adiós, querida... sabes que me asocio
á tus desgracias.»

Al salir, acompañada por D. Pedro, díjole al oído algunas palabras,
que hicieron en el buen millonario el efecto de un tiro, y al
despedirse de él junto al coche, la dama terminó su visita con estas
palabras:

«He querido prevenirle á usted para que esté con cuidado. Ahora,
Marqués, resignación cristiana es lo que hace falta.»

Pepa en tanto, acometida de un estupor doloroso, no sabía qué
pensar, ni á qué región de las posibilidades volver su alma llena
de presentimientos y atormentada por las conjeturas. Aquel anuncio
de reconciliación había penetrado en sus entrañas como una lanza.
Sentáronse los cuatro á la mesa. Para Pepa los manjares eran
un comistrajo nauseabundo que no podía pasar de los labios. El
Marqués no comía tampoco. En medio de su pena horrible, Pepa, que
había observado desde el día anterior extraña expresión de pena
y contrariedad en el rostro de su padre, notó aquella noche que
estaba como fuera de sí. También D. Joaquín Onésimo, poseedor de los
secretos de Fúcar, estaba tétrico. ¿Qué ocurriría?

«¡Ah!--dijo Pepa para sí amparándose de una idea triste, que era
feliz para ella en aquel momento.--Mi padre habrá tenido algún revés
grande en los negocios; estará arruinado... nos quedaremos en la
miseria.»

Esta idea, con ser de las más negras, la consoló. La causa de la
tristeza paterna no afectaba á los grandes intereses de su corazón.
¿Qué le importaban todo el dinero, todos los bonos, todas las
obligaciones bancarias, los empréstitos habidos y por haber? Pepa
habría pasado aquella noche junto al papel fiduciario de todo el
mundo, hecho una montaña y encendido por los cuatro costados, y no
habría concedido á tanta riqueza perdida ni el favor de una simple
mirada.

Después de comer, y habiéndose retirado los amigos, D. Pedro y
ella se encontraron solos en la alcoba donde dormía Monina, á punto
que aquel ángel, despojado de sus vestiduras que arrugó el juego,
disponíase á entrar en el rosado paraíso de su sueño inocente. El
Marqués tomó en brazos á su nieta, y estrechándola con más cariño que
de costumbre, y siempre lo hacía con cariño, pronunció estas palabras:

«¡Pobre paloma de mi casa! no, no caerás en las garras del cernícalo
horrible.

--¿Qué tienes, papá, qué tienes?--preguntó Pepa, uniendo su abrazo
vigoroso al tierno enlace con que los brazos de Monina rodeaban el
cuello de toro del Marqués de Fúcar.

--Nada, hija mía, nada... No te asustes, no pierdas tu tranquilidad y
confía en mí, que yo lo arreglaré todo.

--¿Pero no me explicas...?

--Todavía no.

--¿Has tenido algún quebranto en tus negocios?

--No, pichona, no--repuso Fúcar rechazando con cierta indignación
aquella conjetura que menoscababa su dignidad de arbitrista.--He
ganado diez millones en el último empréstito. Desecha, pues, esa idea
lúgubre.

--Entonces...

--Nada... no te aflijas. Duerme tranquila y déjame á mí que lo
arregle todo.

--¿Pero te vas?--dijo Pepa con desconsuelo, viendo que D. Pedro se
desataba de tan cariñosos brazos.

--Sí: tengo que hacer. Me esperan en el Ministerio de Hacienda. A
este pobre país desventurado no le basta con el empréstito que se ha
hecho, y necesita hacer otro.

--Me dejas llena de inquietud... ¿Qué te dijo Pilar?

--¿A mí? nada--repuso el Marqués con un poco de turbación.--Nada más
que lo que oíste.

--Te habló al oído.

--No... no recuerdo. ¡Ah, sí! que parece segura la reconciliación
de nuestro amigo con la pobre María: no me dijo más. Yo me alegro,
porque es impropio de dos personas honradas, un marido bueno y una
mujer buena, desavenirse por una misa de más ó de menos, Esto es
completamente tonto... Adiós, queridita.

--¡Reconciliarse!» exclamó Pepa, los ojos llenos de fuego.

El Marqués, que no la miraba en aquel momento, dió algunos pasos
hacia la puerta.

«Felicitémonos de que el bueno se reconcilie con el bueno--murmuró
al salir.--Pero no tengamos paz ni perdón para el malo. Que lo
perdone Dios.»

Pepa iba á decir algo; pero este algo debía ser de naturaleza tan
escabrosa, que no dijo nada. Quedóse largo rato sin moverse de aquel
sitio. Después anduvo de una parte á otra de la pieza, llamó á su
doncella, dió órdenes, las denegó luego, reprendió al aya, corrió
por distintas partes de la casa sin saber á dónde iba. Cuando la
niña se durmió, encerróse la madre en su habitación para meditar.
Indudablemente un misterio la rodeaba y envolvía como las invisibles
influencias eléctricas. Pero así como todo humano sér á quien un
dolor atormenta, gusta de asimilar las no comprendidas penas de los
extraños á la suya propia, la dama creía ver en la desazón moral de
su padre una variante del mal agudísimo que ella sentía, ó pensaba
que los males de ambos provenían de una sola causa. La grandeza de su
cuita le impedía ver otra alguna; no imaginaba que criatura nacida
pudiera afligirse por cosa distinta de aquella reconciliación tan
temida y con tal impertinencia anunciada.

El razonamiento de que pueda ser mentira lo que muy vivamente nos
hiere, no basta á desclavarnos el dardo: por el contrario, los
silogismos son la peor clase de pinzas que se conoce, y cuando
se meten á arrancar lo que tan sólo es una púa, parece que la
centuplican. Pepa, dándose á creer que las palabras de Pilar serían
falsas, se atormentaba más. La tal reconciliación la hería, como si
corrieran sobre su pecho los múltiples dientes de una sierra.

Era muy tarde, y el Marqués de Fúcar no vendría en toda la noche,
porque desde el Ministerio se iría á cultivar amistades de cierta
clase que en la Villa tenía. Era hombre tan benéfico y tan protector
del género humano, que sostenía tres casas en Madrid además de la
suya.

Concebida la idea, Pepa no vaciló en ponerla en ejecución. Fué á
Suertebella, entró en el palacio por la puerta del museo pompeyano,
de éste pasó á la sala _Increíble_, y de allí no había más que
seguir habitaciones hasta llegar á donde quería ir. Llegó, vió...
En lo demás de este lance hay una parte conocida sobre la cual no
es preciso insistir; pero hay otra que conocerá todo el que tenga
paciencia para seguir leyendo.



XI

Excesos del apostolado.


En la mañana del miércoles León salió temprano á dar una vuelta por
el jardín. Al regreso estaba solo en la sala del Himeneo, cuando
entró Gustavo. Venía con semblante enmascarado de severidad, la
vista alta, el ademán forense, entendiéndose por esto una singular
hinchazón y tiesura debidas sin duda al hervor de todas las leyes
divinas y humanas dentro del cuerpo, de modo que el individuo
reventaría si no tuviera el cráter de la boca, por donde todas
aquellas materias flogísticas salen en tropel mezcladas con la lava
de la indignación. Su cuñado comprendió al punto que venía de malas.

«Estaba esperando con mucha impaciencia que fuera de día para hablar
contigo,--dijo Gustavo con sequedad que anunciaba mucho enojo.

--Cuando se tiene tanta impaciencia--replicó León con más sequedad
aún,--se enciende una luz y se habla de noche.

--¿De noche?... no: temía distraerte de ocupaciones gratas,--dijo el
orador con ironía.

--Pues habla de una vez y con brevedad. Olvídate de que eres orador y
de que vives constantemente entre mujeres que charlan demasiado.

--Siento molestarte, pero te comunico que voy á ser largo.

--En ese caso--dijo León con tétrico humorismo,--ya que predicas,
comienza predicándome la paciencia.

--Tú la tienes para tus obras criminales--replicó Sudre
exaltándose.--Lo que yo podría predicarte ahora es la resignación, si
fueras capaz de ella.

--Resignación... ¿pues no te oigo?--dijo Roch, que había llegado á
una situación de ánimo en que le era imposible, sin reventar, hacer
un misterio de la antipatía que toda aquella bendita familia suya le
inspiraba.

--Mucha has de necesitar, pues esa calma de escéptico, que es
mortaja de tu espíritu sin vida, no te servirá para oir lo que voy á
decirte... Ya sabes que soy enemigo del duelo. Es contrario á todas
las leyes divinas y humanas.

--Yo tampoco lo defiendo; pero creeré que el duelo es bueno si esas
leyes divinas y humanas de que me hablas son las tuyas.

--Las mías son, y al mismo tiempo las únicas. Aborrezco el duelo
porque es absurdo, porque es pecado; pero...

--Pero en estas circunstancias--dijo el otro interrumpiéndole,--te
decides á condenarte por tener el gusto de batirte conmigo y matarme.

--Eso no sería un gusto. Soy cristiano.

--Acaba--dijo León exaltado.--¿A qué vienes? ¿A desafiarme?... El
duelo es un absurdo que se acepta; un asesinato fiado al acaso y á la
destreza, que á veces se nos impone con fuerza invencible. Yo acepto
ese asesinato contigo... cuando quieras, ahora, mañana, en la forma
que gustes...

--No: no has comprendido mi idea--indicó Gustavo dando vueltas al
tema como abogado que quiere alargar un pleito.--Decía que aunque
no soy partidario del duelo, ésta sería una ocasión buena para
sobreponerme á mis escrúpulos religiosos y coger una pistola ó un
sable...

--Pues cógelos...

--No. Tú has hecho el mal suficiente para que un hombre como yo
atropelle todos los respetos, las leyes divinas y humanas, y fíe á
un arma el cumplimiento de una sentencia. Pero...

--Pero...--dijo el otro remedando la torcida argumentación de su
hermano político.--Habla claro; habla y piensa derecho, como yo, y dí
«te odio...»

--Mis ideas no me permiten decir «te odio,» sino «te compadezco;» no
me permiten decir «te mato,» sino «te matará Dios.»

--Pues no me hables entonces con tus ideas; háblame con las ajenas,
con las mías.

--Si te hablara con las tuyas me pondría en oposición con las leyes
divinas y humanas. Voy á concluir. No se trata de duelo, aunque la
ocasión parece reclamarlo, y aunque todas las ventajas estarían de
mi parte. Primera ventaja: que tengo razón y tú no; que eres tú
el criminal y yo el juez; que lógicamente soy el vencedor y tú el
vencido. Segunda ventaja: que yo manejo todas las armas, porque me he
ejercitado en el tiro y en la esgrima por higiene, mientras que tú,
dedicado á la alta física y á la geología, no sabes manejar ninguna.
De modo que en el terreno de la fuerza también me conceptúo vencedor.
Sin embargo de esto, asómbrate...

--¡Me perdonas!--exclamó León reconcentrando la furia para dar paso
á la ironía.--Gracias, elefante cargado de leyes divinas y humanas.

--No te perdono--dijo el letrado, dando á su hermosa voz oratoria
toda la expresión patética de que era susceptible:--es que renuncio á
las ventajas que tengo sobre tí, renuncio á imponerte castigo por mi
mano, y te entrego al brazo justiciero de Dios, que ya está levantado
sobre tí.

--Gracias--repitió León, mezclando en un acento la ironía y la
furia,--gracias, alguacil de Dios. Supongo que á tu familiaridad con
Dios, de quien eres apóstol, deberás el conocimiento de sus altos
secretos y el saber de cosas de justicia divina.

--La intención divina se conoce por los sucesos del mundo, cuya
ordenada disposición es á veces tan clara, que sólo un idiota dejaría
de ver en ella un movimiento amenazador de aquel brazo terrible que
antes nombré. No me tengo por profeta ni por inspirado. Para conocer
tu horrible castigo me ha bastado saber alguna cosa que tú ignoras.
Por eso renuncio al duelo; por eso remito tu castigo á quien lo
ejecutará mejor que yo. Y así te digo: «vas á morir.»

--¡Morir yo!--exclamó León, que, aun despreciando á su acusador, no
podía oirle sin cierto espanto.

--Si, tú. Morirás de rabia.

--Lo creo, sí--dijo León, trayendo á su mente en espantosa serie á
todos los individuos de su familia política.--Se muere también de un
empacho de parientes; y cuando el hombre que persigue con todas las
fuerzas de su alma la familia ideal y sus puros y honrados goces, no
encuentra más que un potro donde diversos sayones le dan martirio, es
fácil que reviente y se acabe; que si hay hierbas venenosas, también
hay familias mortíferas.

--Morirás de empacho--repuso Gustavo con crueldad.--Lo sé, lo he
visto, lo tengo escrito en mi bufete en papel sellado, y cada letra
de aquéllas es una gota de la mortal ponzoña que ha de destruirte.

--No te entiendo--dijo León, tocado al fin de curiosidad.--¿Y qué?
¿algún pleito? ¿Si creerás tú que á mí se me mata con un pleito?
¡Pobres juristas! Pasáis la vida envenenando al género humano con mil
enredos, y creéis que yo morderé hoy el cebo de vuestros sofismas...
No quiero saber qué intriga es la que estás urdiendo contra mí.

--Yo no urdo intrigas... aquí no hay intriga... no hay más que
justicia, y aun de esa justicia no soy yo impulsor, sino instrumento.
En otras circunstancias nada habría intentado contra tí; yo te creía
honrado; pero después de tu comportamiento con mi pobre hermana,
agravado con hechos deshonrosos, que hace poco he conocido...

--¿Cuándo?--preguntó León, y su pregunta estallaba como el trueno.

--¿No lo sabes?

--No. ¿Qué hechos deshonrosos son esos?

--¡Y lo pregunta el hipócrita!... ¡Aquí!

--¿Aquí... qué?

--Disimulas; pero tu semblante lívido declara tu culpa, y ante
la conciencia sublevada, hasta el cartón de tu máscara escéptica
palidece. Hace poco te has revelado á mí en toda la desnudez
repugnante de tu sér moral, cuya depravación raya en lo absurdo.

--Explícate, ó te...»

Las manos de León se oprimían como queriendo ahogar algo.

«Pues qué, ¿son un misterio para nadie tus relaciones criminales con
la dueña de esta casa, faltando así al amor de la mujer más santa,
más pura, más angelical que Dios ha puesto en el mundo? Con todo, tu
conducta hasta aquí, con ser tan contraria á todas las leyes divinas
y humanas, no había llegado á la impudencia. Si eras criminal, no
habías descendido á ese último escalón de la perversidad en que el
hombre se confunde con el demonio.

--Muéstrame ese escalón bajo en que me confundo con tus amigos,--dijo
León dando otra vez á su furor el tono de humorismo, de ese humorismo
que amarga, embriaga y al mismo tiempo hace reir, como el ajenjo.

--¿A qué quieres que te diga lo que sabes? Pero hay malvados que
gustan de que se les ponga un espejo delante de su conciencia para
recrearse en la fealdad de ella, como los sapos que se miran en los
charcos.

--Basta ya de viles rodeos y figuras hipócritas. Habla claro,
refiere, explica, dí las cosas con sus nombres, abogado, orador
de Parlamento, ergotista sin fin, enredador de leyes divinas con
miserias humanas.

--Pues bien: oye lo que has hecho. Después de traer á mi pobre
hermana al deplorable estado en que se halla, cualquier hombre,
por malo que se le suponga, respetaría, si no la inocencia, al
menos la enfermedad. En todo moribundo hay algo de ángel. Tú ni
esto has respetado, y mientras la santa víctima reposa en su lecho,
tranquilizada quizás por tus mentiras y creyéndote menos malo de lo
que eres, tú recibes en la sala _Increíble_ á tu querida. A la una
engañas, á la otra enamoras; á la una matas lentamente, á la otra das
las caricias robadas al matrimonio. Comprendo estos dos crímenes,
León: comprendo el uno, comprendo el otro; lo que no comprendo,
porque excede á la ruindad humana, es que los dos se cometan bajo el
mismo techo. Son demasiadas infamias para una sola ocasión y un solo
sitio.»

Antes de que su fiscal concluyera, prorrumpió León en una risa
franca, despreciativa, con la cual parecía que su enojo se disipaba.

«Sí, ríe, ríe; no me causa sorpresa tu risa. Ya he comprendido el
cinismo descarnado que se esconde bajo ese forro artificial de virtud
filosófica. Tu sér moral se me ha revelado como un árbol seco al cual
se quitan de pronto las flores y las hojas de trapo que le hacían
pasar por árbol vivo. He aquí lo que son tus teorías morales: flores
de trapo. Las naturales, las que dan fragancia y colores hermosos,
no nacen en el vaso hueco, donde sólo hay fórmulas matemáticas y una
ciencia estéril. ¡Y yo que te he defendido contra las acusaciones de
mi familia! ¡Yo que te he creído honrado! ¡En qué error tan grande
estaba!

--¿Y es cierto eso de que mientras mi mujer duerme recibo á mi
querida en la sala _Increíble_?--dijo León entrando decididamente
en la burla, que en aquella ocasión era la forma más adecuada del
desprecio.--¿Lo has visto tú? Hay ojos calumniadores.

--Lo he visto. Anoche quise acompañar á mamá, que si tiene defectos
como mujer, es cariñosa madre y no puede apartarse de estos sitios
donde gime su hija idolatrada. No pudiendo verla, por tu prohibición
cruel, se contenta con llorar donde ella llora, con ver de lejos la
puerta por donde se entra á su alcoba. ¡Pobre madre! Anoche compartía
yo su pena, mientras papá, que en las situaciones más críticas tiene
debilidades indisculpables, visitaba á solas, sin más compañía que
una luz y su concupiscencia, el sótano en que está lo reservado
de la colección pompeyana, ese museo de arte libidinoso, donde no
entran más que los hombres con un permiso especial del Marqués de
Fúcar. Polito había bebido demasiado en compañía de Perico Nules,
y estaba muy inquieto. Anduvo á primera hora por los pasillos en
persecución de las criadas de Suertebella, hasta que, perseguido
á su vez por mí, logré encerrarle. A media noche dormía como un
ángel borracho. Mamá y yo hacíamos números en la sala japonesa,
arreglando nuestra desquiciada hacienda; más tarde rezaba ella, y
yo, después de buscar inútilmente un libro por todo el palacio,
me puse á rezar también. En esta suntuosa morada, donde se reúnen
tantas maravillas de la industria y donde las malas imitaciones
de lo antiguo alternan con mamarrachos de invención flamante,
simbolizando el arte contemporáneo, hay todo lo que la boca puede
pedir, menos una biblioteca. Parece que al entrar aquí se han de
traer muy despiertos los sentidos para que sea más fácil dejar la
inteligencia á la puerta... Mamá se cansó de rezar; pero no tenía
sueño; pensaba en nuestra María y en el modo de burlarte y de verla.
No quería acostarse, y andando de puntillas discurrió por estas
salas. Llegando cerca de la _Increíble_, creyó sentir voces... Me
llamó, fuí, acechamos los dos, oímos. Lo que primero nos parecieron
gemidos, pronto conocimos que eran besos amorosos. Eras tú; era ella.
Ocultos tras el grupo de Meleagro y Atalanta que está en el corredor,
la sentimos abriendo con llave la puertecilla del museo pompeyano.
Después te sentimos pasar á tí por esta sala para volver á apoyar tu
infame frente, coronada de los laureles de la ignominia, en el lecho
de la mártir. La que estaba contigo en la _Increíble_ era Pepa, y
para quitar toda duda, pudo confirmarlo mi padre, que la encontró
cuando volvía solo, con su luz y su concupiscencia, del sótano
reservado.

--¿Nada más?--dijo León con calma.--¿Vuestro espionaje no sabe más?
Hay seres que ni respirar saben sin que de su aliento nazca la
calumnia.

--¡Calumnia! buena salida... Sé que darás al hecho una interpretación
favorable á tí. No te faltan argucias para defenderte.

--¡Defenderme yo! ¡Descender yo al muladar de tus groseras
suposiciones, argumentar sobre un hecho que tu madre y tú han visto
con el cristal manchado de su impura conciencia!... ¡jamás!

--La estratagema es hábil, pero no hace efecto. No me convence.

--No quiero convencerte á tí ni á ella...--dijo León con ímpetu
fiero.--Vuestro juicio es para mí de tan poca valía, que siento no
sé qué júbilo en dejaros en vuestro error estúpido. ¡Estáis tan bien
así, con vuestra infernal aureola de malos pensamientos!... ¿Puedo
modificar acaso la grosería de vuestras almas? ¿Puedo, por más que
discuta, llevar una idea de pureza y honra á vuestra mente, devorada
por la lepra de la deshonra crónica?... Sabe que tú y tus juicios y
los juicios todos de tu familia degradada, que paga los beneficios
con hablillas, son para mí como la lluvia que nos moja, pero no nos
envilece. No se discute con la rueda del coche que pasa, y arrojando
el cieno, nos mancha... Moralista de política religiosa y de sermones
de partido, maquinilla de hacer moral de confitería, que amasas las
leyes divinas y humanas para dar al mundo esas pastillas de virtud,
según el gusto de cada uno, á mí no se me administra moral en
caramelos. Desdichado discursista, mis defectos podrían servirte á tí
para hacer tus honradeces, y los sentimientos malos que yo desecho y
arrojo podrías recogerlos tú del suelo para hacer con ellos la gala
de tu conciencia. Antes de predicar, ¿por qué no vuelves los ojos á
tí mismo? Si te miras bien comprenderás que tu existencia, y tu fama
y tu prestigio, desaparecerían como el humo si el Marqués de San
Salomó fuera un hombre en vez de ser un muñeco.»

Lívido y cejijunto, los labios blancos, las manos trémulas, oyó
Gustavo su acusación, y tartamudeando, sin saber qué decir, rompió á
hablar de este modo:

«Dualista hábil, has puesto la punta en mi pecho. Pues bien, yo
no lo niego: aprende de mí el mérito de la franqueza, el mérito
de la confesión, de que es incapaz un ateo. Me declaro culpable.
El torbellino del mundo, el engreimiento que dan la lisonja y el
aplauso, me han puesto á mí mismo en contradicción con las leyes
divinas y humanas que adoro y acato. Yo soy el primero que me acuso,
como he sido el primero en reprobar los escándalos de mi familia,
como he sido el primero en defenderte cuando te creía bueno; bien lo
sabes. Pero no hagas paralelo entre tu infamia y la mía, entre tu
desorden y mi desorden. Ambos hemos caído en el mal, tú por cinismo
y desconocimiento absoluto del bien, yo por flaqueza de espíritu. En
tí no hay más que mal, y ninguna puerta para el bien se abrirá en tu
alma cerrada; en mí se han corrompido las acciones, pero queda la
fe, queda la puerta del bien. Al lado de tu crimen no tienes nada,
sino la sombra fea del crimen mismo. Al lado de mi crimen tengo yo
un tesoro: el remordimiento. Tú no eres capaz de enmienda; yo sí. Tú
no ves nada más allá; yo veo mi salvación, porque veo mi enmienda.
La misma idea del pecado me da la idea del perdón. No sé mi destino
individual, pero sé el del género humano, y me basta saber que hay
Cielo. Tú lo ignoras todo, y el mal no te espanta porque crees que
no hay Infierno.

--Sofista, barajador de palabras, ¿qué sabes tú lo que yo pienso, lo
que soy? ¿Crees que estamos los hombres y las almas á merced de tu
dogmatismo de apóstol intruso, y de esa oficiosidad evangélica con
que repartes cédulas de vida ó muerte? Polizonte de la vida inmortal,
¿crees que ésta es una aduana donde se registran bolsillos para ver
si hay tabaco, es decir, género prohibido por los que estancan el
pensamiento para venderlo en paquetes á cambio de hipocresía? Hazme
el favor y el honor de librarme de tu presencia, porque no respondo
del respeto que debo á esta casa y al parentesco que nos une.

--¡Asesino de un ángel!--exclamó Gustavo rugiendo de ira.

--Se me acabará la paciencia para oir tus sandeces--dijo León
dando tres pasos hacia él en actitud tan amenazadora, que Gustavo
retrocedió en el primer momento, esperándole después en actitud nada
cobarde.--Calla, ó sabrás lo que es una paciencia que se agota, un
mártir á quien se acaba la entereza.»

Señalando la ventana, León extendió su brazo que, sin aparato
hercúleo, era capaz de desplegar extraordinaria fuerza.

«Y si quieres seguir provocándome--añadió,--á pesar de no ser
partidario del duelo, yo que no sé disparar pistolas, ni esgrimir
sables, ni echar sermones, te proporcionaré un bonito espectáculo.
Verás cómo un apóstol sale volando por una ventana, sin que nada lo
pueda evitar.

--Abusa, bárbaro, si te atreves, de tu fuerza corporal--gritó Gustavo
desafiándole con la mirada.--¡Asesino de mi hermana!

--No irritarás mi furia con esa palabra--dijo León en el último grado
de la cólera.--Has de saber que tu hermana, y tú y tu madre, y tu
padre y tu abuelo, sois para mí como las aves que pasan volando. No
existís para mí. Elige entre salir por la puerta ó por la ventana.»

La disputa iba á concluir con una brutal refriega, quizás con la
concisa violencia de aquella escena que hizo decir á Segismundo:
«¡Vive Dios, que pudo ser!» cuando entró la Marquesa de Tellería
dando gritos, y detrás D. Agustín muy alterado y temeroso.

«¡Qué es esto... León... Gustavo... hijos míos!--dijo Milagros,
extendiendo sus amantes brazos entre los dos.

--Ese...--rugió Gustavo.

--¡León!... ¿Hasta dónde vas á llegar?... Después que nos has
secuestrado brutalmente á nuestra querida hija...

--¡Secuestrarla yo!... ¿Yo?...--replicó el airado yerno con cierto
desvarío.--No: ahí está... tómenla ustedes... La devuelvo... la
regalo...

--¡No nos dejas entrar á verla...! Anoche no he podido pegar los ojos
pensando en esa mártir,--manifestó el Marqués.

--Adentro todo el mundo--dijo León señalando la puerta por donde se
iba al aposento de María.--¡Adentro!»

Sin esperar á más precipitáronse todos por aquella puerta.

En la sala inmediata á la alcoba oyóse rumor de amantes besos, dados
con la precipitación y el calor que eran naturales después de la
forzada ausencia.



XII

La verdad.


Pasadas las primeras manifestaciones del cariño, María habló así:
«Dime, mamá, ¿lo he soñado yo, ó es cierto que oí la voz de Gustavo y
la de mi marido, como si riñeran?

--Hemos tenido una cuestión--dijo el insigne joven, que aún no había
perdido su palidez, ni su nerviosidad, ni el ceño de su frente, tabla
del Sinaí donde se creería estaban escritos el Decálogo y la Novísima
Recopilación.

--No, no: palabras, tonterías,--indicó precipitadamente Milagros, que
pensaba siempre en la reconciliación.

--Convertido en un salvaje al oirse acusado--afirmó Gustavo,--tu
señor marido amenaza á sus semejantes con tirarles por los balcones,
como si fueran puntas de cigarro.»

Después de esto trató de reir, creyendo que con un poco de risa
volvería su sistema nervioso al estado normal.

«¿Dónde disputábais?

--Ahí, en la sala del Himeneo.

--¿Qué sala es esa?

--No hagas caso, hija de mi corazón.

--Querida de mi alma--dijo el Marqués, acariciándola,--vete
acostumbrando á presenciar con calma las acciones de tu marido, y
á que no se te importe un ardite lo que él haga ó deje de hacer.
_Es de lamentar_ que no puedas sobreponerte á ciertos sentimientos
arraigados en tí, y que te empeñes en ser mártir, siempre mártir
contra viento y marea.

--¿Qué dices, papá?--preguntó María con aturdimiento.

--Que yo--prosiguió D. Agustín, poniéndose la honrada mano sobre el
pecho nobilísimo,--estoy decidido á desplegar toda la energía de mi
carácter para evitar un escándalo que nos deshonra á todos y á tí te
pone en la situación más ridícula que puede imaginarse.

--Agustín--dijo la Marquesa, sin poder disimular su ira,--harás bien
en irte á dar una vuelta por el museo reservado. No haces falta aquí.»

Al decir esto tocaba á su marido con el codo para advertirle que
no era llegada la ocasión de desplegar energías ni de evitar
escándalos. Como mujer y madre, habíase penetrado mejor que los
demás de la situación ilusoria en que León tenía á su mujer, y
aplaudiéndola en el fondo del alma daba pruebas de recto sentir.

«¿Qué museo reservado es ese?--dijo María, cada vez más confusa,
y apoderándose con presteza de toda idea que pudiera servir de
combustible á la naciente hoguera de su sospecha.

--Ahí cerca, hija mía--balbució el Marqués, comprendiendo la idea de
su esposa y admitiéndola tácitamente, porque también él, si pecaba
por débil, torpe y corrompido, quería bien á su hija.--Es que hace
poco estuve en Suertebella...»

María les miró á todos detenida y asombradamente. Interrogaba con la
morbosa estupefacción de sus ojos, mientras las palabras rebeldes se
negaban á salir á sus labios.

«¿Suertebella... ahí cerca?...--murmuró.--Explicadme una cosa...

--¿Qué dices, hija mía?

--Explicadme por qué siento yo los cimientos de ese palacio aquí...
dentro de mis entrañas; por qué siento sus muros...

--¿Qué dices, paloma?

--Sus muros pesando sobre mí...

--Por Dios, no delires.

--¡Qué fantasmagorías tan tontas!... _Es de lamentar_ que tu buen
juicio...

--Esta casa...

--Es esta casa... ya sabes... un edificio...»

A escape, y con los brazos abiertos, entró de repente Polito, y
abrazó y besó á su hermana, diciéndole:

«Mariquilla, al fin tu dichoso marido nos deja verte...
¡Secuestrador, bandido, _lazzaroni_!... Yo estaba en la cuadra
divirtiéndome con una lucha entre dos perros y catorce ratas feroces,
cuando me dijeron que se te podía ver. Subí corriendo... Ahí fuera
está tu marido que parece una estatua, una figura más del grupo de
Himeneo... Hermanita, ya estás bien, ¿no es verdad? Te levantarás
pronto y saldrás de aquí.»

Milagros se rompió el codo contra el cuerpo de su hijo sin conseguir
poner dique al torrente de indiscreción.

«No sé qué horrible miedo leo en vuestras caras--dijo la enferma,
mirando uno por uno á todos los individuos de su familia.--Parece que
al mismo tiempo se me quiere decir y se me quiere ocultar algo muy
malo.

--Hija de mi alma, estás aún bastante delicada--indicó el Marqués,
pasándole la mano por la frente.--Cuando te restablezcas, cuando
podamos llevarte con nosotros...

--La pobre se figura lo que no es--dijo Milagros con emoción.--Mejor
es que se salgan todos y nos dejen solitas á las dos.

--¡Me engañáis, me engañáis todos!» exclamó María con arrebato.

Y tomando el Crucifijo que bajo la almohada tenía, lo presentó á su
familia diciendo:

«Atreveos á engañarme delante de éste.»

Todos callaron. Sólo Gustavo extendió su mano forense y deuteronómica
hacia la sagrada imagen, y dijo con voz oratoria:

«Aborrezco la mentira, y creo que en ningún caso puede ser
inconveniente ni peligrosa la verdad.»

Milagros le empujó como para echarle fuera. Pero él se acercó más
á su hermana, le pasó la mano por las mejillas, y mirándola muy de
cerca, prosiguió:

«Veo que te afanas demasiado por lo que poco vale. Tu santidad y tu
virtud te ponen en una situación eminente, altísima, desde la cual
podrás abrumar con tu desprecio á cuantos te ofendan. Estás mejor, y
pronto te llevaremos á casa, á nuestra casa, donde te cuidaremos como
nadie, te apreciaremos en lo mucho que vales, y te adoraremos como
mereces tú que te adoren... Lejos de afligirte, alégrate y bendice
tu libertad... ¡Pobre mártir!»

Tampoco Gustavo era perverso, pero tenía el fanatismo de lo que
llamaremos _virtud pública_.

«¡Pobre mártir!»--repitió lúgubremente María, clavando sus ojos en
un lugar vacío de la atmósfera, en un punto donde no había objeto
ni forma alguna, sino la vaga, indeterminable proyección de un
pensamiento. Después de un momento de silencio, su voz, más débil á
cada sílaba, murmuró éstas:

«Yo lo soñaba. Soñaba la verdad, y el error me engañaba despierta...»

Saltando bruscamente de su lecho, gritó:

«¿Dónde está mi marido?

--Ahora vendrá, paloma--repuso la madre besándola
cariñosamente.--Sosiégate; mira que puedes recaer.

--¿No fuiste tú quien me llenó el corazón de celos?--preguntó la
mártir dirigiendo á su madre una mirada de ira.--¿Pues por qué
quieres calmarme ahora?... Que venga mi marido, que venga el Padre
Paoletti... Que se vayan los demás. Quiero estar sola con los dos.»

Lanzó un grito agudo, llevándose la mano á la frente.

«¿Qué tienes, cielo?

--Me duele la cabeza...--murmuró cerrando los ojos.--Es un dolor que
punza, quema y entra hasta el pensamiento... Esa mujer, ¿no la ves,
mamá?... esa mujer me ha agujerado la cabeza con un clavo ardiendo.»

Todos se quedaron mudos y espantados.

«¡Socorro!--gritó la Egipciaca ya en completo estado de delirio.--¿No
la veis que vuelve hacia mí? ¿No habrá una mano caritativa que la
detenga, que la ahogue? Jesús mío, Redentor mío, defiéndeme!»

A estas palabras siguió un silencio de miedo y pena. Sólo el Marqués,
imposibilitado de mandar en su garganta, lo turbó con ahogadas toses.
Milagros lloraba. Besando á su hija la llamó con tiernas palabras.
Pero su hija no respondía. Con los ojos fuertemente cerrados, su
torvo silencio parecía el grave callar de la muerte.

Ya iban á llamar al médico, cuando éste vino. Al punto declaró muy
crítico el estado de la enferma, se puso furioso, dijo que declinaba
toda responsabilidad porque no se habían cumplido sus prescripciones,
y amostazado y lleno de aspereza mandó despejar la alcoba. El
momento de los remedios heróicos había llegado. La batalla que
poco antes parecía ganada, se perdía ya si Dios no lo remediaba.
Urgía desplegar toda la fuerza contra aquella traición súbita de la
naturaleza, la cual, pasándose al campo de la enfermedad, dejaba á la
ciencia sola, inerme y desesperada.

       *       *       *       *       *

Concluída la disputa con Gustavo, León estuvo solo un mediano rato.
Después sintió la necesidad de andar mucho, porque hay situaciones de
espíritu que piden marcha rápida, como si un hilo de dolor estuviera
devanado en nosotros y necesitáramos irlo soltando en un largo
camino. Paseó por el parque durante una hora. Al volver, y cuando
entraba en la sala de Himeneo, vió sobre una silla un sombrero negro
de teja. Sentadito en el diván que rodeaba el grupo marmóreo, y
empequeñecido por su postura de ovillo, estaba el cuerpo minúsculo
del Padre Paoletti. De aquel montoncillo negro vió León salir la
cara agraciada y los dos ojos que parecían doscientos, como sale el
caracol de su concha estirando las antenas. ¡Cosa extraña! En el
estado de ánimo de León, la presencia del buen clérigo le pareció
consoladora.

«Me han dicho al entrar--manifestó Paoletti muy afligido,--que la
señora Doña María se ha agravado repentinamente. Vea usted la
inutilidad de nuestras piadosas mentiras. ¿Habrá llegado la hora de
la verdad?

--Es posible,» dijo León, indicando al Padre la puerta para que
entrara primero.

Ambos llegaron cuando Moreno empezaba á aplicar los remedios
heróicos. Paoletti se retiró después á rezar en la capilla, cuyos
altares se llenaron de luces. En la alcoba, el médico y el marido
asistieron solos, con zozobra y compasión, al desarrollo de aquel
drama, cuyos elementos, idea ó fluido, vida orgánica ó esencia
misteriosa, se arremolinaban en el cerebro y en los centros
nerviosos, precipitando con su tenebroso combate el desenlace que
se llama muerte. Se hizo cuanto en lo humano cabía para conjurar el
peligro inminente, solicitando el mal desde las extremidades para
apartarlo de los centros. Pero ningún agente terapéutico lograba
despertar las energías orgánicas que expulsan el mal. Este seguía su
marcha invasora, como el atrevido conquistador que ha quemado sus
naves. Se apeló á todos los medios, y cada uno de ellos aumentaba la
desesperación.

La paciente estuvo todo el día fluctuando entre la postración y el
delirio. Los entreactos de sus crisis espasmódicas anunciaban un
aplanamiento más peligroso que las crisis mismas. El médico anunció
con sepulcral entereza la próxima conclusión de la lucha.

«Lo que resta--dijo,--corresponde al médico del alma.»

Por la tarde, María Egipciaca pareció que despertaba, y sus
facultades se mostraron claras. Estaba en posesión de sí misma, en
aquel breve período de lucidez que la Naturaleza concede casi siempre
á las criaturas, antes de pasar á otro mundo, para que puedan echar
la última ojeada sobre el que abandonan.

«Pido...--murmuró María,--que me dejen sola con mi Padre espiritual.»

El marido y el médico salieron. Ni ciencia ni afectos de la tierra
hacían falta ya.



XIII

La batalla.


María fijó los ojos en Paoletti con expresión dulce. La ocasión era
tan solemne, que el bendito clérigo enano, á pesar de estar muy hecho
á emociones y á espectáculos tristes, se enterneció. Dominándose, se
acercó al lecho, tomó la mano ardiente y blanca que se le extendía, y
dijo así:

«Ya estamos solos, mi querida hija, hermana y amiga á quien profeso
dulcísimo afecto; ya estamos solos con nuestras ideas espirituales y
nuestro fervor. No reine aquí el miedo; reine la alegría. ¡Conciencia
purísima, levántate, no temas, muestra tu esplendor, recréate en tí
misma, y así, en vez de temer la hora de tu libertad, la desearás con
ansia! ¡Oh triunfo, no te disimules vistiéndote de vencimiento!»

Menos ganosa que otras veces de saborear la miel regalada de aquel
panal de misticismo, María Egipciaca pensaba en otra cosa. Con amarga
melancolía, murmuró:

«He sido engañada.

--Engañada con piedad--replicó al punto el clérigo.--El estado
penosísimo del organismo de usted exigía que se le encubriera la
verdad fea. Perdóneme si también yo me presté á esa farsa, que, lo
repito, era una farsa caritativa. Comprendí la necesidad de ayudar
los planes benéficos de su esposo de usted...

--¡Que me ha tenido y me tiene en la casa de esa mujer!...--exclamó
la enferma ahogándose.

--Esto no ha sido culpa suya. No había lugar más á propósito para
prestar á usted los auxilios de la ciencia y ponerla en buenas
condiciones de higiene. En esto apruebo plenamente su traslación
aquí. Una vida en inmediato peligro no podía ser tratada como un saco
que se lleva y se trae. Lo de menos para usted es estar aquí.

--Yo lo soñaba, y despierta lo desmentía.»

La laringe de la dama no pudo seguir sin tomar descanso. No es
fácil dar idea de la inmensa tristeza de su acento débil, apagado,
quejumbroso. Más que acento de mujer amante, parecía el llanto de un
niño abandonado, cuando ya se cansa de llamar y pedir.

«Y mi marido y esa mujer--añadió,--se verán á todas horas en
cualquier sala de este palacio, para contar entre abrazos y besos...
(La laringe se resistió de nuevo. También Paoletti sentía un nudo en
su garganta.)... entre abrazos y besos los instantes que me quedan de
vida... como yo cuento los Padrenuestros con mi rosario.»

Siguió una pausa. El confesor se esforzaba en desatar su nudo.

«Mi buena amiga en el Señor, esa última idea es una cavilación
absurda. Oiga usted de mi boca la pura verdad, la verdad que
proclamo como sacerdote de Dios. Al grande espíritu de usted no
puede ser nociva la verdad. Esa conciencia fuerte no se turbará
por la revelación de las miserias humanas, que en nada la afectan,
como no afecta el polvo de la tierra á la blancura y limpieza
esplendorosísima de las nubes del cielo. Sépalo usted todo, sin
quitar nada á la verdad, pero también sin añadirle nada. El Sr. D.
León ama, en efecto, á esa señora; él mismo me lo ha dicho, y como
no me lo ha dicho en confesión, puedo y debo declararlo á usted.
Pero al mismo tiempo, debo afirmar que esa señora no vive ahora en
Suertebella, porque su mismo esposo de usted le mandó salir de aquí.
Así lo exigía el decoro, que es en el mundo la fórmula ceremoniosa
del pudor. Su desventurado marido de usted es incapaz de toda
idea moral; pero tiene, gracias á su cultura, la religión de las
apariencias, y sabe ponerse á tiempo esa ropa pintada de virtud que
el mundo llama caballerosidad.»

María no contestó nada. Su blanca mano, que no había tenido tiempo
de adelgazarse con el mal y conservaba su pastosa finura, jugaba con
el fleco de la colcha, entretejiéndolo con sus dedos gordezuelos.
No lejos de aquella mano estaba la cabeza minúscula y redonda del
italiano, el cual si abatía los ojos dejaba en lóbrega obscuridad su
cara; pero si los volvía hacia arriba, llenábala de luces, como un
torreón de fuegos artificiales.

«No puedo creer--dijo el Padre alzando la vista y envolviendo á María
en fascinadora proyección de ella,--que un espíritu fortalecido por
el amor divino, como el de usted, se turbe por la verdad que acaba
de oir. Yo no puedo imaginarme ahora á mi espiritual amiga empeñada
en inquietudes menudas, como una mujer cualquiera, ó apartando el
pensamiento de las grandes esferas ideales para pasearlo, como
holgazán que mata el tiempo, por las callejuelas de la cavilación
mundana. ¿Acierto, mi querida hija? ¿Me equivoco al pensar que esos
ojos, hechos á la suavísima luz de arriba, no se dignarán mirar á
los faroles de abajo?

--Tengo celos--declaró María con el mismo tono sin duda con que
Cristo dijo en la Cruz: «Tengo sed.»

El enano hizo lo mismo que el sayón del Calvario. Cogió una esponja
mojada en hiel y vinagre, la puso en una caña y la aplicó á los secos
labios, diciendo:

«¡Celos!... ¡Celos quien ha sabido encender su alma en el amor que
jamás es mal pagado! O yo no penetré bien en el espíritu de mi
ilustre penitente, ó el espíritu de mi ilustre penitente tenía toda
la fortaleza, toda la gracia, toda la influencia de amor divino
para no incurrir en tales flaquezas. ¿Celos de qué? ¡De otra mujer
y por un hombre; celos por quien nada es y de quien nada es ni nada
vale!... Encuentro una turbación radicalísima en el espíritu de mi
amada hija y penitente. ¿Quién ha traído esa turbación?

--Los celos,» murmuró María desde la hondura de su angustia.

Lentamente, descansando á cada instante, pudo la dama referir todo lo
ocurrido desde que la de San Salomó le reveló la infidelidad de León,
hasta que perdió el conocimiento. En lenguaje conciso lo dijo todo,
sin omitir nada substancioso, ni perder detalle de importancia.

«Fuera de los arrebatos de ira, del coquetismo mundano y de la
precipitación, no hallo nada reprensible en el acto,» dijo Paoletti
después que, apoyada la cabeza en la mano y los ojos echados al
suelo, como un arma que por el momento no se necesita, recogió en su
mente la confesión toda, sílaba á sílaba, gota á gota, cual licor
destilado en el alambique.

María dió un gran suspiro, diciendo:

«Yo me creía llena de pecado.

--Pecado hubo por lo que he dicho, pero no es grave. En la visita
veo el movimiento natural de la esposa para impedir la ruptura del
lazo sagrado. Ya he dicho no una, sino mil veces, que el prurito
en usted de cultivar la vida espiritual, en él de menospreciar la
fe, no eximen al uno ni al otro del cumplimiento de sus deberes
matrimoniales. Mientras ambos vivan, atados se hallan por el
Sacramento, y si uno de los dos forcejea por romper el lazo, es
natural y meritorio que el otro corra á evitarlo, apretando más el
lazo si puede ser. ¡Oh, mi nobilísima hija! ¡Cuánto hemos hablado de
esto!»

María decía que sí con su cabeza y alzaba los ojos al techo.

«Cuanto era necesario para metodizar la vida preciosísima de usted,
lo dije en sazón oportuna--añadió Paoletti, sin recoger del suelo la
mirada, antes bien, paseándola por la alfombra como no sabiendo qué
hacer de ella.--Bastantes veces la tranquilicé á usted sobre este
punto, cuando me manifestaba escrúpulos. «No, no, decía yo: Dios no
puede exigir á la mujer casada que haga una exclusión total de las
consideraciones, digámoslo así, que debe á su esposo.» Este adquirió
un derecho que no prescribe ni aun por apartarse radicalmente en
ideas y principios de los principios y las ideas de la esposa. Bueno
que le niegue usted su dulcísimo espíritu; que viendo la contumaz
incredulidad de él, no le confíe ni un átomo (y digo átomo porque
necesito valerme de una idea material), ni un átomo de ese mismo
espíritu, de esas galas divinas reclamadas por quien las creó;
bueno que no tenga usted con él comercio alguno de ideas, que no le
permita esperar que sus halagos desvíen á la esposa de la senda de
perfección por donde camina; pero entiéndase que le pertenece todo lo
que no es del espíritu, lo que es propio y peculiar manjar del mundo.
Usted me refería sus más íntimos y escondidos secretos, misterios
delicadísimos de su alma; referíame también hechos y palabras
reservadas de su esposo, las cuales apreciaba yo en su justo valor,
y fundado en palabras y en hechos, yo trazaba á usted ese régimen de
vida, al cual hase ajustado perfectamente hasta ahora en que la veo
aturdida y un tanto descarriada. Recuerde usted lo que hemos hablado
sobre esto, la argumentación para poner cada cosa en su lugar, y no
confundir nunca lo espiritual con lo humano, lo que es de Dios con lo
que es de la carne.»

María empezó á decir algo y se detuvo asustada.

«Hable usted, mi tiernísima oveja...

--Mi marido me decía muchas cosas...--murmuró la dama.

--Sí, y bien sabe usted que en nuestros gratísimos coloquios, yo
rebatía con firme dialéctica todos los argumentos de ese sofista... y
usted me daba la razón; usted quedaba convencida.

--Porque no tenía celos, que son en mí... ahora lo veo claro como la
idea de Dios... que son en mí la manera de amar.

--Sí: usted amaba--dijo el Padre lleno de confusiones recogiendo su
mirada y dejándola de nuevo,--porque usted se interesaba por él y no
quería que le pasase ninguna desgracia, en cuyas ideas la sostenía
yo, sí, la sostenía...

--Pero él me decía muchas cosas--repitió María con el mismo lastimoso
tono de niño que llora.--Me decía que usted...

--Que yo...

--Que usted, cercenando poco á poco los afectos para devolvérselos
á Dios, cercenando las ideas para que no las manchara el ateísmo,
quitándome todo lo del corazón y no dejándome más que un deber, había
hecho de mí la concubina de mi marido.

--¡Oh! mujer, mujer--exclamó Paoletti con viveza de tono,--¡cuántas,
cuántas veces rebatí ese argumento de apariencia terrible, dejándola
á usted tranquila!

--Pues rebata usted este otro.

--¿Cuál?

--Que estoy celosa, envidiosa, y ahora quisiera para mí lo que ya no
es mío.»

El buen Paoletti, alzando del suelo su mirada, irguió la cabeza. No
satisfecho con esto y deseando poner sus ojos lo más alto posible,
como se pone la luz en una torre para alumbrar á los navegantes
extraviados, se levantó. Quería mirar á su amiga de arriba á bajo.
Indudablemente el ilustre enano estaba inquieto, desasosegado, y
dígase la verdad, poco satisfecho de sí.

«Mi querida amiga--añadió el hombre chico esgrimiendo su mirada como
un ángel celeste esgrimiría su espada,--veréme obligado á hablar á
usted con una energía que no cuadra bien con la amistad suavísima,
¿qué digo amistad? con el respeto, con la veneración que ha sabido
inspirarme, pues últimamente la grandeza de sus perfecciones me ha
cautivado de tal modo, que no he podido mirar á usted como penitente,
ni aun como amiga espiritual, sino como una santa, como criatura
purísima y gloriosísima superior á mí por todos conceptos. ¡Y
ahora!...»

Nueva pausa. María Egipciaca, afectada por aquel lenguaje, cruzó las
blancas manos y con acento fervoroso exclamó:

«Señor, hermano mío, venid ambos en mi ayuda!

--Llámeles usted con el corazón limpio de afectos menudos, que son,
permítaseme decirlo, como el moho del sentimiento--dijo Paoletti,
sintiendo que la elocuencia venía en torrentes á su boca;--llámeles
usted así y vendrán. Un movimiento espiritual, íntimo, mi dulcísima
amiga--añadió llevándose la mano al corazón y apretándola sobre él
como una garra;--un impulso hondo, de aquí; un impulso que en una
sola energía comprenda dos deseos, el deseo de expulsar esa lepra y
el de volver arriba, á esas regiones serenas, iluminadas, radiantes,
de donde jamás debió descender... Animo, alma predilecta, en cuyas
alas se ven ya cambiantes y reflejos de la luz inextinguible del
Paraíso... ánimo y no abatir las alas... te falta muy poco, esto,
tanto así--fió á sus dedos la expresión material de la idea;--no
mires abajo, que te dará vértigo: mira hacia arriba, y verás las
magnificencias que te aguardan, hermosura y dicha superiores á
cuanto imagine tu fantasía en los deliquios más placenteros; oirás
regaladas músicas y te sentirás penetrada de ese bien infinito, que
te envolverá toda, te suspenderá manteniéndote en un vuelo de arrobo
infinito, de contemplación angélica. No vuelvas atrás, alma bendita,
te lo ruego, te lo pido por tí, por todos nosotros que esperamos
tu ejemplo, por el Dios que te creó tan hermosa como obra maestra
destinada á su propio recreo y grandeza; te lo pido de rodillas,
yo, humildísimo clérigo que nada valgo, que nada soy; pero que he
tenido la dicha de encaminarte á tu celestial destino, ¡oh, alma
preclarísima! conquistando así un mérito que muy poco vale al lado de
los tuyos.»

Pausa. Paoletti se puso de rodillas cruzando las manos.

«De rodillas... usted--murmuró María con voz balbuciente:--no, eso
no... Haré lo que usted me manda... pero ¿qué se hace para dejar de
sentir lo que se siente?

--Sentir otra cosa--dijo el italiano levantándose.--¡Oh! bien
lo sabe usted... que ha educado su corazón y su mente con arte
maravillosísimo igual al de los santos. ¿Siente usted, por ventura,
enflaquecimiento ó tibieza en su amor á Dios, en su piedad?»

Silencio. María respondió negativamente con un movimiento de su mano.
Después, acercando más su cabeza al Padre para que éste la oyera
mejor, habló así:

«¿Eso que usted quiere echar de mí impedirá mi salvación si no lo
echo?

--¡Oh! ángel de bondad, ni por un momento he puesto en duda su
salvación... Eso no. Pues qué, ¿un alma tan llena de merecimientos
podría perderse? Sin que usted me lo declare conozco que esos afectos
que han venido á conturbarla no van acompañados de rencor, ni
excluirán el perdón de los que hayan á usted ofendido. ¿Me equivoco?»

María volvió á negar con la cabeza.

«Entonces la salvación es segura. Si me empeño en arrancar esa
hierbecilla, es porque no me contento con que esta alma sea buena;
quiero que sea perfecta. No me satisface la victoria, y deseo un
triunfo gloriosísimo, para que además de la corona de la virtud lleve
usted la de la santidad. Quiero--añadió con énfasis,--que usted suba
al cielo bañada en luz esplendentísima, entre las aclamaciones de
los ángeles, y que desde el eterno umbral recamado con estrellas de
zafir no vuelva la mirada á la tierra ni aun para obsequiarla con su
desprecio. Quiero en usted la pureza absoluta, el amor en su esencia
divina.

--Todo eso tendré sin arrancarme el afán de la tierra. Si me puedo
salvar con él, que Dios me reciba en su seno tal cual soy.»

Paoletti meditaba. De pronto dijo:

«Mi querida amiga, ¿perdona usted de corazón á todos los que la han
ofendido?»

Pausa. «Sí--dijo María, cuando ya el Padre había perdido la esperanza
de recibir contestación.--Perdono á mi infiel marido, que me ha
matado.»

Al decir esto, dos lágrimas corrían por sus mejillas.

«Y á ella, á esa mujer que ha robado á usted el amor de su marido,
¿la perdona usted?» Paoletti esperaba con los ojos fijos en la
enferma. María bajó los párpados de los suyos y se sumergió en
abstracción profunda. El clérigo creyóla presa de un desmayo;
alarmado, acercó su rostro, observó, esperó. Al fin pudo oir un
sollozo que decía:

«También la perdono.

--Pues si mi nobilísima hija perdona, que es la manera de arrojar esa
levadura maléfica, entrará triunfante en la morada celestial,» dijo
el Padre en tono patético, cual si tuviera en su mano la llave de
aquella morada.

Súbitamente poseída de entusiasmo místico por efecto del influjo
sobrehumano que sobre ella tenía el Padre, María recobró sus fuerzas,
y singularmente las de la emisión de la voz. Hasta en sus mejillas
pálidas viéronse señales de la reacción vital, que principalmente se
mostraba en la movilidad, gracia seductora y resplandor de sus ojos.

«Parece que esas palabras me han infundido una vida nueva--dijo
con fácil acento.--No sé qué telas había delante de mis ojos, que
ya han desaparecido, y veo claro, tan claro, que me pasmo de los
beneficios que el Señor me ha hecho dando esta luz á mi alma, y no sé
cómo agradecérselo. Él me ha enseñado el camino para ir á Él; me ha
llamado con voces de cariño. No me aparto: voy, voy, Dios, Padre y
Redentor mío; voy abrazada á tu cruz.

--Así, así, así quiero á mi amadísima penitente y amiga--exclamó el
poeta de los superlativos dejando correr las lágrimas que venían á
sus ojos.--Pronto vivirá usted en espíritu en la región del consuelo
eterno. ¡Qué gran privilegio, amiga mía, no asustarse de la muerte,
sino, por el contrario, ver con gozo ese momento en que la última
chispa de la vida asquerosa se confunde con la primer centella del
vivir limpio, infinito! ¡Alma hermosísima, purificada por la oración,
por la piedad constante, por el heróico trabajo de la vida interior,
por la perenne inmersión del pensamiento en la idea divina, extiende
tus alas, más blancas que las nubes; no temas, remóntate, mira tu
puesto arriba, oye las deleitosas músicas que te reciben, aspira esa
fragancia inconcebible del Paraíso, atrévete á afrontar la mirada
paternal del que hizo el sol y las estrellas, y que sonriendo con la
sonrisa de que salió la luz, te recibe como á mártir, como á santa!

--Sí--dijo María cruzando blandamente las manos sobre el seno:--yo me
siento subir, y no encuentro palabras para expresar mi júbilo. Parece
que se me olvida ya el lenguaje de la tierra, que no sé hablar. Mi
última palabra sea para repetir que perdono de todo corazón á los que
me han ofendido.»

Pausa. El italiano murmuraba una oración.

«Padre--dijo María Egipciaca dando un golpecillo en la cama para
despertarle de aquel sopor místico en que había caído,--me ocurre que
debo manifestar de palabra mi perdón á mi marido.

--No es absolutamente necesario, pero puede usted hacerlo.

--Quién sabe si unas cuantas palabras dichas en momentos tan solemnes
harán efecto provechoso en su alma perdida.

--¡Oh, sí!... Esa idea es propia de una inteligencia sublime... Se lo
_diremos_.

--En este trance--añadió María agitada otra vez por los afectos que
Paoletti llamaba menudos,--él no puede contestarme. ¡Ay! tiene tan
prontas las respuestas cuando yo le acuso, que á veces me aturde. Una
vez...»

María reflexionó un instante antes de seguir.

«... Vino á mí lleno de tristeza y desaliento. Era una noche que
llovía mucho... El pobrecito... por ceder su coche á un amigo
enfermo, se había mojado hasta los huesos. Además, aquel día se le
había muerto otro amigo que amaba mucho, un célebre ateo, ya sabe
usted, compañero de estudios y de herejías de mi pobre León. ¡Oh!
¡qué triste estaba! Le ví entrar y me dió lástima; pero yo estaba
rezando y no podía suspender mi rezo. Se mudó de ropa; pero con la
ropa seca tiritaba lo mismo que con la húmeda... tenía fiebre. Yo
mandé que le hicieran abajo una bebida calmante y seguí rezando,
pidiendo á Dios fervorosamente que le convirtiera, ¡y él no me lo
agradecía!... De pronto se llegó á mí, y sentándose en una banqueta
baja, puesto casi á mis pies, me tomó una mano, imprimiendo en ella
unos besos que quemaban. Díjome así: «Yo necesito amar y que me
amen... esto es vivir como los cardos que crecen solos y tristes en
el campo...» Gran esfuerzo el mío para no hacerle caso. Obligada
á dejar el libro de rezo, rezaba mentalmente, apartando de él los
ojos, trayendo á mi mente cosas de piedad, para que otras cosas y
pensamientos no pudieran entrar. Aquel día habíamos hablado usted y
yo largamente de las estratagemas de que se vale el espíritu ateo
para cautivar al espíritu con fe. Yo me fortalecí con el recuerdo de
aquellas palabras, y dejé pasar, dejé pasar la corriente de cariño
que de él hacia mí venía. Yo era una estatua; comprendí que debía
enojarme, y me enojé, echándole en cara su ateísmo. El tiritaba y
me decía: «Puesto que mi hogar está vacío para mí, me voy á meter
en un hospicio...» ¡Qué cosas dijo! El «yo quiero amar, yo quiero
que me amen» no se apartaba de su boca... Me galanteaba á veces como
un estudiante, riendo; á veces me hablaba de nuestra casa, de los
hijos que no habíamos tenido... Yo firme, yo revestida de frialdad,
porque si le mostrara cariño, ¡cuál no sería su engreimiento y
mi humillación! Habría yo creído que conmigo se humillaban la Fe
cristiana y la santa Iglesia. No, no: mi plan de conducta estaba
trazado, ¡y qué bien trazado! Yo me levanté, y le dije sin mostrar
emoción: «Conviértete y hablaremos;» y me retiré, dejándole solo. ¡No
se me ha olvidado aquella noche! Me acuerdo de que al entrar en mi
alcoba me dió lástima de verle con tanto frío, y tomando una manta se
la tiré desde la puerta. Yo me había puesto á rezar de nuevo en la
alcoba, cuando le oí decir: «¡Maldito sea quien te ha hecho así!»

--¡Oh, mi querida amiga!--dijo Paoletti;--se agita usted demasiado
con esos recuerdos.

--Me parece que le estoy viendo...--añadió María con no sé qué
expresión de éxtasis en sus ojos.--Estaba pálido aquella noche, y
tenía en sus hermosos ojos una melancolía, un desconsuelo...! Parecía
un niño hambriento que extiende los brazos hacia el seno de su madre
y se encuentra con que el seno de su madre es de cartón. Paréceme que
siento el picor de su barba fuerte aquí sobre la piel de mi mano,
y me pesa, me pesa aún sobre las rodillas su cabeza fatigada. Yo no
la dejaba reposar allí, pero la miraba preguntándome por qué Dios
permite que las ideas materialistas y el no creer estén dentro de una
cabeza tan hermosa. ¡Y aquella cosa inexplicable y encantadora que
hay en sus ojos negros... y aquella energía de su mano varonil, y
aquel conjunto de seriedad, de brío, de fuerza, sin perjuicio de la
esbeltez!...

--Amiga de mi alma--dijo Paoletti interrumpiendo,--creo que si
se ocupa usted tan prolijamente de perfecciones físicas, es para
asombrarse de que Dios, en su alto juicio, las haya unido á un
espíritu ciego y muerto.

--Eso es, eso es... pero estos recuerdos vienen á mí y no los sé
desechar. Pueden más que yo... Un día, después de muchos días de
destemplanza entre los dos, le ví entrar furioso. Era la primera vez
que le veía colérico: me dió mucho miedo. Me habló violentamente, y
tomándome por la mano, sacudióme como si quisiera arrastrarme. Caí
de rodillas delante de él. Me parece que aún siento su mano como
una argolla, y si la sintiera de veras ahora, creo que el gusto me
haría vivir... Díjome cosas muy duras; pero su misma ira, con ser
tan fuerte, no le impedía la delicadeza... Aquel arrebato de cólera
me regocijaba en el fondo del alma, porque me demostraba su amor;
pero como yo estaba segura de su fidelidad, no quise manifestarle
nada de mi afecto. Bien sabía yo que no me había de hacer daño, y
por lo mismo le dije: «No me importa que me mates, pero aguarda un
poco. Estoy repartiendo mi ropa á los pobres.» Así era: más de cien
infelices aguardaban á la puerta. Yo estaba tan orgullosa de mi
caridad, que supe despreciar á mi tirano. Él me dijo: «¡Es horrible
que se sienta uno herido en el alma y ni aun pueda devolver golpe por
golpe, y no pueda vengarse, ni matar á nadie, ni aun castigar!...»
¡Oh, qué simpático estaba en su enojo!

--Basta, basta--dijo prontamente y con desasosiego el Padre.--No
permito ni una palabra más de esa revista de memorias nocivas al
alma. La que luchó entonces por limpiar su espíritu no puede sucumbir
ahora.

--No, no sucumbiré--afirmó María, revelando en su rostro lívido el
esfuerzo que hacía su alma para romper las misteriosas cadenas que
la aprisionaban en la hora tremenda.--Bastante me he mortificado,
bastantes batallas he dado en mi mente para despojarle de aquellas
perfecciones y dejar desnudo el horrible esqueleto. Este
procedimiento de no ver en el sér hermoso más que un esqueleto,
me fué recomendado por usted... y ha sido mi salvación... Porque
indudablemente mi alma se habría perdido, ¿no es verdad, Padre?...
el fin de conquistarme espiritualmente y hacerme suya extraviando mi
corazón, ¿no es verdad, Padre?»

A cada pregunta, señal en ella de dudas ó refriega interior, el Padre
contestaba afirmativamente con fuerte cabeceo.

«Yo le decía: «Tuya soy en aquello que nada vale; pero mi espíritu no
lo tendrás jamás.» A veces me imponía la obligación de estar semanas
enteras sin hablarle. ¿No es verdad que hacía bien?

--Mi infelicísima amiga--dijo el italiano suspirando,--está usted
refiriéndome lo que mil veces me ha referido. Volvamos esa página
sombría, sobre la cual todo lo hemos dicho ya, y hablemos de Dios,
del perdón...

--¡Del perdón!...--exclamó la dama alzando su cabeza sin mover su
cuerpo.--¿De qué perdón?...»

En sus ojos se pintó un vago mareo, como el que precede al delirio.
Incorporóse súbitamente en el lecho con dura sacudida, y oprimiéndose
las sienes, gritó:

«No les perdono, no les perdono, no les puedo perdonar... ¡Marido, á
tí solo te perdono, si vuelves á mí! A ella...»

No pudo acabar la frase. Retorciéndose los brazos cayó en la cama
como un cuerpo muerto. Paoletti miró aterrado los ojos de la enferma
clavados en él con expresión bravía. El clérigo sintió en su frente
sudor glacial, y el corazón agitado se le salía del pecho. La dama,
después de mirarle así, cerró los ojos. La crisis se resolvía en
distensión de músculos, y en sollozos y suspiros. Paoletti dijo con
voz que se esforzó en hacer cavernosa:

«¡Alma que creí victoriosa y que ahora sucumbes vencida: si no
perdonas, Dios no te perdonará!»

Después se arrodilló, y tomando el Crucifijo se puso á rezar
contemplándolo. Afligido y lloroso, como pastor á quien roban su
más querida oveja, permaneció un rato. La pobre dama no se movía
ni hablaba. Al fin, tras doloroso gemido, pronunció estas tristes
palabras:

«Soy pecadora y no me salvaré.»

Alma infeliz y llena de congoja, luchaba como el náufrago de los
aires, alargando una mano al Cielo y otra á la tierra.

«Estoy transido de dolor--dijo Paoletti, mostrando á María su blanco
rostro pueril inundado de lágrimas sinceras,--porque el alma que
creí haber ganado para un esplendorosísimo puesto del Cielo, cae de
improviso en los abismos...

--¡En los abismos!...--murmuró la Egipciaca con un sollozo de
angustia.

--Sí, y pido á mi Dios que la salve, que salve á esta alma
queridísima, que no la condene, que tenga piedad de ella... ¡Oh!
¡Señor misericordiosísimo, haberla visto tuya y ahora verla de
Satanás!... ¿No es tu perla escogida? ¿Cómo permites que caiga
en el lugar del tormento eterno?... ¿No la perfeccionaste, no la
purificaste como á joya que había de pertenecerte eternamente?...
Alma, oye mi último ruego, si no quieres ver trocada la túnica
purísima de la bienaventuranza por vestidura de llamas horribles...
Torna en tí, vuelve á tu sér suavísimo y al peregrino estado, donde
hallabas deleite superior al que podrían dar á tus sentidos los más
delicados aromas, los manjares más exquisitos y las visiones más
bellas. Sálvate, no ya del mundo, sino del Infierno.»

Siguió hablando el reverendo poeta con aquella oratoria sentida,
patética, un poco teatral, que era propia suya, haciendo gasto
considerable de retórica descriptiva, y no perdonando _resplandores
celestes_, ni _coros angélicos_, ni _amor esencial_, ni _candideces
del alma_. Cuando concluyó, María, besando el Crucifijo que su amigo
espiritual le puso en las manos, derramaba lágrimas y decía:

«Bien: todo lo cedo ante tí, Redentor mío; no queda nada en mí de
esta levadura de los afectos menudos. Me lo arranco todo con la vida
y lo echo al fuego. Aún queda algo; pero usted, Padre, que tanto
puede, me arrancará esta última espina que tengo en el corazón.

--¿Cuál?

--Pruébeme usted que la niña de Pepa no es hija de mi marido.

--¿Cómo he de probar eso, criatura?--replicó asustado el buen
Paoletti.--¿Conozco acaso los secretos recónditos de la naturaleza?
Podrá ser hija, podrá no serlo.»

Después aquel hombre de buena fe, pero que sólo conocía la
superficie, no las honduras del humano corazón, dijo estas palabras:

«La niña es bonita.»

Esto era ser Longinos, tomar la lanza y herir el divino costado para
abreviar la agonía. La dama parecía saltar en su lecho.

«Alma escogida--exclamó el valiente Paoletti puesto en pie,
fulgurantes los ojos, alta la mano,--desecha esa última turbación,
arroja las últimas heces y ten limpio el vaso en que ha de entrar el
agua purísima de la eternidad gloriosa.

--Quiero salvarme,--murmuró María, que más parecía un muerto que
habla, que un vivo moribundo.

--Pues desecha, límpiate por completo, perdona, ¡oh alma preciosa!

--Desecho, me limpio, perdono,--se oyó en la estancia, como el
silabear misterioso de una vida que se escapa por los labios y fenece
en ellos.

--Perdona, y tu salvación es segura.»

El enano se agigantaba con la expansión de su entusiasmo místico. Al
entusiasmo de María mezclábase un pavor supersticioso que erizaba sus
cabellos sobre la sudorosa piel de la frente. Caía desmelenada su
cabeza como la hierbecilla inclinada y rota ante la voladora pesadez
del tren que pasa.

«Abrazada á esta imagen bendita--dijo el clérigo,--olvide usted todo
lo del mundo, todo, absolutamente todo.

--Olvido,--murmuró María en el fondo de aquella sima obscura de
abnegación en que había caído.

--Todo, todo... Olvide que existe un hombre, que existe una mujer.

--Olvido,--dijo la voz más quedamente, como si siguiera bajando.

--Hágase usted cargo de que es igual que su cuerpo esté en
Suertebella ó en su propia casa. Humille su amor propio hasta llegar
á que no le importe nada la victoria terrestre de los malvados.
No tenga usted horror al palacio en que está y en el cual hay una
capilla consagrada á San Luis Gonzaga, cuya imagen parece el retrato
de nuestro amadísimo Luis.»

A este recuerdo María pareció subir.

«Me reconcilio con el palacio. Tu nombre, hermano querido, me alegra.
Que tu alma triunfante venga en auxilio de la mía.

--Así, así.

--Cuanto tengo, si es que tengo algo--dijo con voz clara besando el
Crucifijo,--deseo que se reparta á los pobres. Mi marido y usted se
pondrán de acuerdo. Deseo ser enterrada junto á mi hermano y que se
me digan misas de cuerpo presente en el altar donde esté la imagen
del santo que más quiero y admiro, San Luis Gonzaga.

--Sí, mi dulcísima amiga; y no se le importe nada á esta alma
nobilísima que el altar esté en Suertebella.

--Nada me importa. Perdono de todo corazón, me reconcilio con mi Dios
Salvador, y espero.»

Con las manos extendidas, los ojos medio cerrados, Paoletti pronunció
grave, despaciosa, solemnemente la absolución cristiana.

«Reconciliada con Dios--dijo luego con voz conmovida,--va usted á
recibir la santa comunión.»



XIV

Vulnerant omnes, ultima necat.


La ceremonia anunciada se efectúa después de anochecer con pompa y
fervor. El palacio de Suertebella préstase maravillosamente á la
ostentación de mil y mil hermosuras, homenaje tributado por las
gracias materiales al rito católico. Flores preciosísimas, luces
sin cuento son la ofrenda más propia para festejar al Señor de los
Señores. Entre tanto brillo, parece que las mismas obras del arte
humano se hacen más bellas y se perfeccionan, como si también les
tocara á ellas algo del bien que la divina visita trae á la casa. El
rumor de llanto que por doquiera se siente, ya en un ángulo de la
sala japonesa, ya tras de la estatua griega de perfil majestuoso,
completa la profunda gravedad triste del espectáculo. El fervor y
el miedo, originados aquél de la idea del más allá y éste de la
proximidad de una muerte, se juntan en un solo sentimiento.

El cura de Polvoranca trae la Sagrada Forma de la parroquia
cercana, en lujoso coche al que otros muchos siguen con alineación
melancólica. Parece que los propios caballos comprenden que no
debe hacerse ruido, y pisan quedo. El hermoso pórtico se llena de
personas, cuyas caras enrojecen con el fulgor del hacha que tienen
en la mano, y confundidas libreas con gabanes, señores y criados
están de rodillas. La campana en cuyo son se mezclan el pavor y el
consuelo, va clamando por las anchas galerías, despertando de su
sueño ideal á las figuras de mármol. El arte serio y el cómico se
transforman, tomando no sé qué expresión de temor cristiano. El
charolado suelo refleja las luces. Por el techo y las altas paredes
corren reflejos rojos y sombras de cabezas. Flores y tapices se
inclinan con silencioso acatamiento. Los pasos resuenan con bullicio
sobre la madera. Creyérase oir redoble lejano de fúnebres tambores.
Después se apagan sobre las alfombras, produciendo efectos acústicos
semejantes á los de una trepidación subterránea. Al fin para el ruido
y se detienen los pasos. El silencio es sepulcral. La procesión ha
llegado á su término. Durante aquel rato solemne todo el palacio está
desierto: cuantos en él respiran se hallan en las inmediaciones
de la escena. Los que no pueden presenciar el acto, entran con la
imaginación en la alcoba llena de luces y suspiros, y gozan ó gimen
imaginándose lo que no pueden ver. Desde fuera se adivina la escena
y el corazón tiembla. En el pórtico y en las galerías solitarias é
iluminadas, la atmósfera muda parece un inmenso aliento suspendido
por la expectación del respeto. Todo calla: sólo puede oirse quizás,
en el rincón más obscuro, el roce de un vestido que pasa, se desliza,
corre y desaparece.

Pasa un rato. Siéntese primero un murmullo, después los pasos
nuevamente, reaparece la fila de lacayos con hachas, crece el rumor,
se aumenta la claridad, sombras de vivos corren por sobre las figuras
pintadas, vuelven á crujir las charoladas tablas; siguen libreas,
mucho color, mucho traje, hombres y mujeres de todas clases, rostros
indiferentes, otros que revelan pena ó lástima; óyense las sílabas
quejumbrosas del rezo del cura y sus acólitos. La procesión, que unos
ven con inefable sentimiento y otros con frío pavor, avanza al son de
la esquila que agita un niño, el mismo á quien Monina llamaba _Guru_,
y sale por el pórtico, donde unos la despiden de rodillas, otros la
acompañan con la cabeza descubierta. Dentro, la fragancia de las
flores parece misteriosa huella del pie invisible que ha entrado en
el palacio.

_Ego sum via, vita, veritas._

       *       *       *       *       *

Toda la familia asistió al acto, la Marquesa agobiada por el dolor y
sin fuerzas para tenerse de rodillas (tan vivamente la afectaba aquel
trance temido), el Marqués y sus dos hijos manifestando sinceramente
su pena. Concluída la ceremonia se retiraron todos apremiados por los
amigos más íntimos. Milagros perdió el conocimiento y fué preciso
llevarla á un rincón de la sala japonesa, donde amigas solícitas la
rodearon para consolarla. El Marqués, que había perdido la memoria
de sus excursiones artísticas por el palacio, huía de los consuelos
de importunos amigos y quería estar solo. Allá en un ángulo de la
sala de tapices halló lugar propicio á su recogimiento y dolor, y
oculto tras de un sátiro de mármol meditaba sobre la vanidad de las
grandezas humanas. Gustavo, atendiendo á su madre, se dejaba consolar
por el poeta de los _arrebatos píos_ y de las _almas cándidas_.
Leopoldo echaba de su cuerpo suspiros, y temblaba nerviosamente
sintiendo aquella glacial caricia de la muerte tan cerca de su
persona.

Mucha gente salía, y en el parque los cocheros se llamaban unos á
otros dándose los nombres históricos de sus amos: «_Garellano_, ahora
tú; _Cerinola_, entra; _Lepanto_, echa un poco atrás.» La noche
estaba hermosa, limpia, serena, inundada de la claridad azul de la
luna, y el horizonte ofrecía á lo lejos la falsa apariencia de un
mar tranquilo. Palidecían las estrellas pequeñas; pero las grandes
lograban brillar, retemblando con visible esfuerzo. ¡Naturaleza
espléndida, por donde parecía cruzar dulce respiración de calma y
amor! Más bien convidaba á nacer que á morir. ¡Cuánto abruma al
hombre observar la majestuosa indiferencia de los cielos visibles
ante los dolores de la tierra! El más horrendo cataclismo moral,
no podía formar la más ligera nubecilla. Todas las lágrimas de la
humanidad no llevarían á esos espacios insensibles una sola gota de
agua.

León salió de la triste alcoba para decir dos palabras de gratitud al
Marqués de Fúcar.

«Querido--le dijo éste estrechándole con cariño las manos,--recibe
el pésame de un afligido. Aquí donde me ves, gimo bajo el peso de un
disgusto.

--¿Hay algún enfermo en casa?...

--No... ya hablaremos... ahora no es ocasión... No tienes que
agradecerme nada... era mi deber. Ya ves que he mandado adornar el
palacio como corresponde á ceremonia tan augusta y á la firmeza de
mis ideas religiosas. Se trajeron todas las camelias de la estufa,
los rododendros y los naranjos que están en pesados cajones de
madera. Pero no importa: hay ocasiones en que me parece conveniente
llegar hasta la exageración... Volveré á saber... A su debido tiempo
hablaremos.»

Poco después salió á tomar su coche para irse á Madrid, pensando en
esta desdichada, en esta mal dirigida nación, que al día siguiente
de hacer un empréstito ya necesitaba hacer otro... León volvió á la
alcoba. La terminación parecía próxima. Rafael, Paoletti, Moreno y
él, rodeaban á la pobre María que, desde las últimas palabras de su
espiritual confesión, se había ido postrando y perdiendo rápidamente
el aspecto de persona viva. Su hermosa cabeza y cara en que estaba
representado, por vanagloria de la Naturaleza, el ideal de la
belleza humana, parecían más perfectas en aquel momento cercano á
la extinción de la vida orgánica, y su inmovilidad, su blancura, la
fijeza de aquel blando reposo sobre la almohada, la calma escultural
de las facciones y de los músculos faciales, no contraídos por dolor
alguno, la asemejaban á una representación marmórea de la muerte
tranquila, noble, aristocrática, si es permitido decirlo así, puesta
en figura yacente sobre el sepulcro de una gran señora. Nada se movía
en ella. Lograba el privilegio de entrar en el reino sombrío con
sosegada parsimonia, sin dolor físico, como se pasa de una visión á
otra en el entretenido viajar de un sueño.

Sus ojos, medio velados por las negras pestañas, se fijaban en el
rostro sombrío y atónito del hombre de la barba negra. León esperaba
junto al lecho observando con dolor aquella hermosura sublimada por
la muerte, y pensaba en el sentido profundamente filosófico de la
aparente transformación de su mujer en estatua. La solemnidad del
caso doloroso; el silencio del lugar, sólo turbado por un aliento
apenas ronco, más difícil á cada minuto; la mirada triste de aquellos
ojos moribundos, fijos en él como una raíz misteriosa que no quiere
dejarse arrancar, lleváronle á pensar cosas divinas, referentes á él
mismo, á ella, dos seres que se decían esposos y sólo estaban unidos
ya por el hilo de una mirada. Sondeó su corazón deseando hallar en
él un resto de amor para ofrecerlo, como la última florecilla de la
galantería conyugal, á la que espiraba en la soledad fría de su
misticismo, y por más que buscó y rebuscó no pudo encontrar nada.
Todo lo que su corazón contenía en caudales de amistad y ternura,
había sido retirado sigilosamente del hogar legítimo para ser
depositado y como escondido en otra parte.

Pero si amor no, la hermosa estatua que había sido embeleso de su
juventud le inspiraba una compasión tan viva y tan honda, que con
el amor mismo se confundiera en tan supremo instante. Al despedir
aquella vida, que habría podido ser encanto y ennoblecimiento
de la suya, y que sin embargo no lo había sido, León sintió que
las lágrimas subían á sus ojos y que el corazón se le oprimía.
«¡Infeliz!--dijo para sí,--Dios te perdonará todo el mal que me has
hecho; te lloro como si te amase, y te compadezco, no sólo por tu
muerte prematura, sino por el desengaño que vas á tener cuando sepas,
y lo sabrás pronto, que el amor de Dios no es más que la sublimación
del amor de las criaturas.»

Se acercó á ella, atraído por los ojos que se abrían un poco más.
Vió de cerca el vello finísimo, casi imperceptible, que sombreaba
su labio superior; vió el punto luminoso de su pupila irradiada de
oro; sintió su aliento, que casi no se sentía ya. ¡Desconsolada!
No hay voces para expresar aquel desconsuelo, que por sí no se
expresaba tampoco con palabras, sino con el último destello de una
mirada que lloraba apagándose. Bajo la tranquilidad exterior de su
cuerpo y la calmosa fijeza de su mirar de desconsuelo, se revolvían
quizás tormentosas ansias y los ardientes afanes humanos, despertados
sordamente en lo más íntimo del sér moribundo, cuando ya no existía
el poder físico para darles forma. Pero la superficie no decía nada,
así como la costra helada del río no permite oir la bulliciosa y
veloz corrida de las aguas profundas.

Así lo comprendió León. Vió una gota brillante temblar en cada
uno de los ojos de María. Eran la última y la única forma posible
de expresar la energía postrera de sentimiento humano en su alma,
solicitada ya del abismo insondable, y atada aún al mundo por la
tenue raíz de un deseo. Dos lágrimas asomadas, que no llegaron á
correr, fueron lo único que de aquel oleaje recóndito salpicó fuera.

León acercó sus labios al rostro frío y oprimió firme. Oyó entonces
el fuerte suspiro de una gran ansiedad satisfecha. Estremecido con
sacudimiento el cuerpo exánime, oyóse una voz que dijo:

«¡Oh!... ¡gracias!...»

_Transit._

Quietud absoluta. ¡Formidable silencio aquél en que María Egipciaca
resbaló por la pendiente de la invisible playa, como grano de arena
arrastrado por la ola y llevado á donde la humana vista no puede
penetrar!

Los que la miraban morir se encontraron solos. Con un suspiro se
dijeron que ya la infeliz esposa no existía. Ya se podía hablar en
voz alta... El que tenía la obligación de cerrar aquellos ojos los
cerró con trémula mano... Temía hacerle daño.

El Padre, puesto de rodillas, rezaba en silencio, la mirada
fuertemente contenida dentro de los párpados, como el prisionero á
quien se doblan los cerrojos de su calabozo. Contempló León breve
rato lo que restaba de quien fué la mujer más hermosa de su época,
reuniendo á este privilegio el de ser la más santa de su barrio, y
tembló de dolor al choque de las memorias que á él venían, de los
sentimientos que en él se encrespaban. ¡Cuán triste hermosura en
aquella calma de los despojos tibios, donde lo bello ocultaba tan
bien lo fúnebre, que era propio en aquel caso llamar ascéticamente
muerte á la vida y vida á la muerte!

Lleno de turbación y rebosando lástima de su corazón oprimido, el
viudo salió de la alcoba como si saliera de su juventud. Las fieles
amigas de devociones y los criados quedaron allí. Paoletti se retiró
á rezar á la capilla. Circuló la noticia por el palacio y se oían
lamentos lejanos, bullicio de gente que corría en busca de cordiales,
secreteo suspirón de amigos que entraban y salían. León fué á dar á
la sala de Himeneo, donde se arrojó en un diván, fijando la vista en
el antiguo reloj artístico que en torno al círculo de las horas tenía
un renglón curvo, semejante á un triste ceño, con esta inscripción:

_Vulnerant omnes ultima necat._



XV

La sala _Increíble_.


Reuniéronse á él los criados y algunos amigos fieles. Dadas las
disposiciones que exigían las circunstancias, se retiró á la parte
del palacio próxima á su habitación. Quería estar solo. En medio de
su pena, sentía escondida la satisfacción de haber cumplido hasta el
último instante obligaciones sagradas. Mandó á su criado que guardara
la puerta, no permitiendo que nadie penetrase hasta él, y se encerró
en la sala _Increíble_. Al fin le acompañaba la soledad tan deseada.
Podía pensar solo y considerar la marcha de los sucesos, su propia
situación, el estado de su alma, echar una mirada al pasado y otra
al porvenir. La dolorosa lucha que tiempo há sostenía con un ideal
distinto del suyo, había concluído. Estaba libre; pero su libertad
venía impregnada de tristeza, porque había sido traída por la muerte;
le quitaba los hierros una figura hermosa, melancólica, que no
merecía en modo alguno el odio, sino compasión y respeto. El óbice
suprimido por la muerte, aposentado en la memoria y aun en el corazón
del liberto por la compasión, ganaba dulces simpatías sólo por el
hecho de su fin lamentable. Tenía el prestigio de la inocencia y la
hermosura del ángel.

Por mucho que León empapara su pensamiento en aquella memoria,
si no cariñosa, interesante y patética, no pudo evitar que fuese
sorprendido su espíritu por una idea lisonjera. Tenía porvenir.
Ante él se abría el pórtico de una vida nueva, donde quizás
vería realizado lo que persiguió vanamente en la vida fenecida,
completamente rematada en la calma triste de un funeral. Pero lo
reciente del duelo le hacía mirar con miedo el porvenir, y sujetaba
su mente para no lanzarse á imaginar días venturosos ni á fabricar
lindos castillos, todos en la región luminosa de lo probable, pero
también en el caos obscuro de lo imaginario. Era para él muy doloroso
que en un punto se juntasen el homenaje de respeto y piedad debido á
lo que fué y la ilusión de lo que había de ser. Pero la esperanza es
como el remordimiento, y viene tan puntual cuando la lógica la trae,
que se la creería un don precioso de la conciencia. Así como no se
puede cerrar la puerta al remordimiento cuando este viajero llega
y toca reclamando su hospitalidad ineludible, no se puede tampoco
despedir á la esperanza que viene, atropella, invade, se apodera,
se instala y despliega ante la vista el lienzo seductor de los días
venideros. No hay ceguera voluntaria que sea parte á impedir el goce
de los horizontes de la vida cuando éstos se agrandan y se iluminan
por sí. No hay momento en la vida, por doloroso que sea, que no
se encadene con los momentos esperados que aún permanecen en los
infinitos depósitos, no consumidos, del tiempo. La vida no es más
que la apreciación de un _más adelante_. La Naturaleza ha cooperado
en esta ley, no creando ningún sér superior que tenga los ojos en la
espalda.

Vacilaba y padecía, no queriendo lanzarse á donde su pensamiento
iba con fatal vuelo, y gustaba de atarse otra vez la cadena rota.
Creía honrarse apartando de sí toda idea de su propio bien, aunque
éste fuera legítimo, y quería que su fantasía procediera noblemente
no imaginando nada lisonjero en aquella luctuosa noche. Pero si el
espíritu tiene velas maravillosas que lo impulsan y sin las cuales
no puede navegar, tampoco puede hacerlo sin un lastre que se llama
egoísmo. El egoísmo es necesario. Sin él y con velas se entregaría
el hombre al loco arbitrio de los huracanes. Y con él solo y sin
velas, queda reducido al triste papel de pontón. Gallarda y perfecta
nave es la que tiene en justa medida alas y peso. Meditando en esto,
él se negaba resueltamente á ser pontón. Había arrojado al agua todo
su lastre para lanzarse como un rayo al oleaje de la contemplación
pura de lo ideal, cuando sintió ruido, un rumor que le hizo temblar,
como la cuerda tirante en los altos topes tiembla en la horrible
trepidación del huracán: era un ruido de traje de mujer mezclado con
un suspiro. Cuando miró, Pepa Fúcar estaba delante de él.

León, medroso, no osó preguntarle nada. Tenía ella en su cara el
aspecto de un muerto que se levanta por miedo de haberse muerto.
Sus dientes chocaban como al efecto de un frío intensísimo. Traía
la tragedia en sus ojos y en su mano un papel. León tuvo valor para
decirle:

«Por Dios... no vengas á turbarme... Mi pobre mujer ha muerto.

--Y yo...»

El temblor, aquel frío que parecía adquirido al contacto del
sepulcro, le impidió seguir. Al fin concluyó la frase: «Y yo há
tiempo que he venido... á decirte que mi marido vive.»

León se quedó como quien no oye bien. Su conciencia fué la que gritó
un instante después: «¡Tu marido!...»

Se llevó la mano á la cabeza, en cuyo centro toda su sangre parecía
circular en remolino.

«¡Vive!

--¿Le has visto?

--Sí, y me habría muerto de espanto si no hubiera pensado que estás
tú en el mundo para salvarme y ser mi amparo contra ese bandido.»

Estas palabras llevaron el espíritu de León á un aturdimiento
estúpido...

«¿Yo? ¿qué tengo que ver en eso?...--dijo, pugnando por echarse
fuera de aquella situación escandalosa, por medio de un sofisma de
dignidad.--Déjame... ¿tengo algo que ver con tu marido... ni tampoco
contigo?»

En su pecho se había levantado una tempestad de rabia, contra la
cual luchó, oponiéndole el decoro, el honor, diques de barro, que
se rompían apenas usados. Sintiendo un torbellino en su cabeza y
deseando que su amor fuera oído y que las cosas no fuesen como eran,
ordenó á Pepa salir de allí. Un rayo de lógica le había destrozado
interiormente. Cediendo á un movimiento natural de su alma, que no
sabía si era el despecho ó el honor, dijo á su amiga:

«Déjame... te repito que me dejes... No me turbes ahora. No quiero
verte, te separo de mí, te expulso.

--No estás en tu juicio--dijo Pepa con dolorida tristeza.--Me
arrojarás de esta sala, pero no puedes arrojarme de tu corazón.

--Es que has venido á burlarte de mí--repuso él,--cuando merezco más
respeto... Lo que has dicho no será verdad.

--¡Oh! si no lo fuera...--dijo la dama cruzando las manos.--Esta
mañana me dió mi padre la terrible noticia; pero yo no creí que el
_otro_ tuviera valor para presentarse á mí... Esta noche me hallaba
en mi cuarto... sentí ruido en el jardín, me asomé... ví un hombre...
era él... la luz que alumbra el pórtico iluminó su cara aborrecida...
le conocí. Creí que la tierra se abría y me tragaba... y empecé á
temblar de frío y miedo. Instintivamente me eché á correr por toda la
casa creyendo sentir sus pasos detrás de mí y su mano que me tocaba.
Salí por la puerta de servicio, y si no hubiera puerta, me habría
arrojado por una ventana... salí al patio, no quería detenerme...
corrí á la calle, tomé un coche de alquiler, y he volado aquí para
decírtelo... he esperado mucho tiempo en el museo... no he tenido
paciencia para esperar más.

--¿Y tu hija?

--Si hubiera estado en casa la habría traído conmigo... Papá la llevó
esta noche á casa de la Condesa de Vera. Yo pensaba ir también;
pero supe lo que pasaba aquí, y me entró horror de presentarme en
público... me fingí enferma.

--¡En qué triste instante vienes aquí!--exclamó León con honda
amargura.--Ni siquiera consolarte puedo.

--¿Qué ves en mi presencia?

--Profanación... escándalo... no sé qué... una espantosa
inoportunidad que me hace temblar.

--No tengo la culpa de lo ocurrido. Dios lo ha dispuesto así... Pero
no perdamos el tiempo en lamentaciones... pensemos, discurramos lo
que se debe hacer.

--¿Quién?

--Nosotros... ¿Me desamparas en este conflicto sin igual? ¿No sabes
lo que trama el perverso? Mi padre me enteró esta mañana... Hace dos
días que llegó á Madrid y se alojó en casa de sus tíos para acecharme
desde allí... No sé quién le ha informado... Creo que serían sus
tíos. Gustavo es su abogado... sí, va á entablar querella contra
mí... El muy canalla escribió á mi padre esta mañana declarándose
arrepentido de sus infamias y pidiéndole perdón... En la carta de mi
padre remitía una para mí... Mírala.»

El primer movimiento de León fué rechazar la carta; pero sin saber
cómo, la arrebató de la mano de Pepa y leyó lo que sigue:

«Un hombre que se muere no tiene derecho á exigir fidelidad á la
esposa que vive. Felizmente para mí, el Señor Todopoderoso ha
querido conservar mi preciosa existencia. Mientras llega el momento
de abrazar á mi esposa y á mi hija, tengo el honor de poner en
conocimiento del primero de estos seres queridos que estoy resuelto á
otorgarle mi perdón si se decide á poner de nuevo el cuello bajo el
yugo matrimonial, atendiendo á que mi supuesto alejamiento del mundo
de los vivos disculpó hasta ahora su desvarío. Pero si el susodicho
sér querido se obstina en considerarme destinado á ser pasto de peces
en el golfo mejicano, yo me tomo la libertad de asegurarle que estoy
decidido á usar de los derechos que la ley me otorga. Mi adorada
hija no puede crecer en el impuro regazo del adulterio. Seguro estoy
de que la dama de quien tengo el honor de ser esposo no preferirá
los halagos de un amor criminal á los dulces deberes de madre; en
caso contrario yo entablaré mi querella, contando, como cuento, con
los testigos necesarios para hacer la previa información que la ley
exige, y reclamaré á mi hija, persuadido de que la ley la pondrá en
mis paternales brazos cuando cumpla los tres años.

»Para que mi buena esposa comprenda bien cuán fuerte es mi posición
de cónyuge inocente, le ruego dé una vuelta por el despacho de su
señor padre, y allí, estante tercero, tabla segunda, hallará la
Novísima Recopilación, de cuya interesante obra me tomo la libertad
de recomendarle la ley 20, título I, libro II.

    _F. Cimarra._»

«Es él--exclamó León estrujando la carta,--es su letra, es su estilo,
su descaro, su miserable ironía, su falta absoluta de vergüenza y
delicadeza. Reconozco la mano infame en la bofetada que recibo...
¡Dios Poderoso, si el ataque de un monstruo semejante no es razón
suficiente para atropellar todas las leyes y respetos, para olvidar
la dignidad y la conciencia misma; si esto no es razón para rebelarme
y estallar, no quiero la vida, la desprecio.»

Arrojó al suelo la carta estrujada y Pepa le puso el pie encima,
diciendo con cierta fiereza: «Así trataría yo tu persona, malvado, y
tu Novísima Recopilación.»

Después se dejó caer en el sofá, exclamando entre sollozos: «¡Mi hija
en poder de ese vil!... ¡Mi hija, que es mi alma toda, separada de tí
y de mí!... ¡La idea de esta feroz amputación de mi vida me vuelve
loca!»

León clavaba en el suelo una mirada torva, aviesa.

«Un rasgo enérgico de mi voluntad nos salvará,--dijo Pepa alzando su
rostro que parecía la imagen misma de la resolución.

--Calla, espera--dijo León, apartándola lleno de ansiedad.--¿No oyes?»

Ambos quedaron mudos, conteniendo el aliento. Sentíase por la galería
cercana ruido de pasos lentos, tardos, como de muchos hombres que
transportan un objeto pesado. Se acercaban, pasaban con cierta
solemnidad aterradora, después se perdían á lo lejos...

Pepa y León, en la actitud de rechazarse el uno al otro, atendían con
temerosa quietud á lo que cerca de ellos pasaba. El vivo palpitar de
ambos corazones se confundía en un solo latido. Cuando el silencio
volvió á reinar en el palacio, León miró á su amiga, que tenía el
rostro inclinado y los ojos llenos de lágrimas.

«¿Rezas?

--¡Oh! ¡Dios mío!--exclamó Pepa oprimiéndose el corazón.--Ella reposa
en paz, yo me consumo en ardientes afanes; ella goza ahora de la
dicha eterna en premio de sus virtudes, yo soy señalada como criminal
y perseguida por la justicia, y veo mi pobre corazón cazado en
horrible trampa de leyes... No, Señor: yo no te pedí que la mataras
para darme el triunfo, yo no pedí eso... Yo no he sido mala, yo no
merezco este castigo... Por momentos la aborrecí, es verdad; pero ya
no. Ahora no sé si la temo, no sé si es respeto lo que me hace pensar
tanto en ella y verla día y noche enfrente de mí, viva y muerta al
mismo tiempo.

--¡Feliz ella!--dijo sordamente el viudo.

--Pero no nos entreguemos á nuestra melancolía. Es preciso resolver
esta noche misma... Escucha, yo tengo un plan, el mejor, el único
posible.

--Un plan...

--Ya lo sabrás. Antes necesito traer á mi hija. Paréceme que me han
de quitármela, que ella y tú y yo corremos peligro...

--Tráela al momento.

--Son las diez. Tengo tiempo de ir y volver pronto. Ya he hablado á
Lorenzo, el mejor cochero que tenemos. Está enganchada la berlina.
¿Prometes esperarme aquí?

--Te lo prometo--dijo León mirándola sin verla.--Corre en busca de
Monina, tráela pronto; yo también temo...

--Hasta luego... No te muevas de aquí.»

Salió por la puerta del museo. Largo rato estuvo León sin poder
coordinar sus ideas. Antes de resolver nada concreto, convenía ver
la cuestión con claridad y con sus naturales formas y dimensiones,
sin hacerla más difícil ni más fácil de lo que realmente era. Pero él
mandaba á las ideas presentarse con lucidez y no lo podía conseguir.
La disciplina de su entendimiento estaba rota. El gran cansancio
físico y el caos intelectual en que se hallaba lleváronle á una
especie de sopor, en el cual su mente se aletargaba dejando que
desvariaran febrilmente los sentidos. La sala cuadrada le pareció
circular, y el muro cilíndrico daba vueltas en torno de él, paseando,
con el remolino jaquecoso de un Tío Vivo, las mil estrafalarias
figuras que lo adornaban. Eran estampas grandes y chicas, platos y
jarros, medallas y esculturas del tiempo del Directorio, que fué
la revolución del vestido, trivial apéndice á la revolución del
pensamiento. Después de cortar las cabezas, la fiebre innovadora
se dedicó á reformar sombreros. La industria no quiso ser menos que
la libertad, y en la cúspide del montón de cráneos alzados por el
Terror, plantó el figurín.

Allí no había más que hombres embutidos en inverosímiles casacas,
estrangulados por corbatas sin fin y sirviendo de pedestales á
fantásticos gorros. Unos esgrimían bastones llenos de nudos ó en
espiral, y estaban desgreñados como las furias y calzados como
bailarines. Cadenas informes y sellos como badajos pendían algunos;
de otros no se sabía cuáles eran las piernas y cuáles los faldones,
ni dónde empezaba el hombre y acababa la ropa. Parecían chabacana
metamorfosis de la humanidad en bandada de aves graznadoras, llevando
los lentes sobre el pico y las patas con borceguíes. Las mujeres
mostraban media pierna con listadas medias, y en la cabeza torres de
pelo, plumas, cartón, cintas, túmulos, veletas, pagodas, flechas,
escobas.

Hombres y mujeres corrían en rápido ciclón, abigarrada chusma bufona,
de cuyo centro salían silbidos, ayes, befa y risa, entre la confusa
masa de garrotes, piernas desnudas, narices, lentes, faldones,
abanicos, sombreros. La humanidad actual encerrada en un cañón tan
grande como el mundo y disparada á los aires en millones de pedazos,
no habría formado sobre el cielo espantado una nube más horrible.

Vió León que del círculo se destacaba una figura y avanzaba hacia él.
Al punto se sintió abrasado de un furor semejante al que despierto
había sentido en la mañana de aquel día contra su hermano político,
furor no contenido ahora por consideración ni respeto alguno. El
odiado _increíble_ que hacia él venía era el más grotesco de aquella
muchedumbre antipática, y con su infame risa parecía insultar á la
razón humana, al pudor, á la virtud, á todo cuanto distingue al
hombre de la bestia.

«Execrable animal--gritó ó creyó gritar León, abalanzándose á él y
cogiéndole por el cuello,--¿crees que te temo?... ¿Por qué me la
quitas?... ¿Dices que es tuya?... Ahora te enseñaré yo de quién es.»

Desarrollaba contra él atlética fuerza y le decía: «¿Tienes derechos?
Pues yo los pisoteo... ¿Has contraído lazos? Pues yo los rompo...
Mira el caso que hago yo de tus derechos y de tus lazos: el mismo que
de tu vida, empleada en el mal y en el escándalo... ¿Me pides que
te respete?... ¿que respete en tí la ley, el Sacramento, como los
respeté en la infeliz que ya no pertenece al mundo? ¿Cómo te atreves
á compararte con ella? En ella respeté la virtud seca, la piedad
exaltada, la honradez, la inocencia, la debilidad, la belleza. Pero
en tí, ¿qué hay sino corrupción, mentira, infamia, vicios?... No me
pidas que te tenga lástima, porque la compasión no se ha hecho para
los animales dañinos. No me pidas que te entregue tu hija. ¿Pues qué,
un ángel se echa á los perros?... Tu hija te aborrece, tu mujer te
aborrece, y yo... te acabo.»

Creyóse rodando por una pendiente obscura con su víctima entre las
manos. Sin darse cuenta de ello durmió un rato con agitado sueño.
Cuando aquel vértigo insano se calmó por completo en su mente, empezó
á distinguir de un modo confuso los objetos; luego los vió salir
de la sombra con más claridad. Los _increíbles_ y las _increíbles_
estaban en su sitio con su natural pergenio irrisorio, ni más feos ni
más agraciados que antes. No oyó León rumor alguno. Miró su reloj:
eran las once y media.

La primera idea que vino á su mente fué la de que debía salir del
palacio aquella misma noche y retirarse á su casa. Pensó en María
muerta, en Pepa viva, y á entrambas las veía cual si delante las
tuviera. Después, como si su pensamiento evocara á esta última, la
vió aparecer por la puertecilla del museo, trayendo á Monina de la
mano.



XVI

Los imposibles.


«Aquí está--dijo con orgullo.--¿Ves cómo la traigo?»

Su fatigada respiración apenas le permitía articular las palabras.
Soñolienta y malhumorada, la pobre niña se dejó tomar en brazos por
León, é inclinó la cabeza sobre sus hombros para dormirse allí.

«¿No le cuentas nada?--dijo Pepa, acariciando sus manecitas.--Mona,
alma mía, ¿no le cuentas lo que te he dicho?»

La nena cerró los ojos, murmuró algo, entregándose sin cuidado al
sueño en el borde del abismo que á los pies de su descarriada madre
se abría.

«Se duerme--dijo León, oprimiéndole dulcemente la cabeza para fijarla
más sobre su hombro.--Hablemos en voz muy baja, ya que lo terrible de
la ocasión nos obliga á vernos y á no estar callados.

--Aquí no puede ser. Se oye desde ese corredor--dijo Pepa
levantándose y tomando á León de la mano.--Además, tengo que
enseñarte una cosa que está en otra parte. Es un secreto. Sígueme.»

Dejóse guiar. Abrió Pepa la puerta del museo y entraron. Encendiendo
una bujía, condújole por una pieza donde había cuadros viejos, y
luego por una sala, y otra, y otra. Ella iba delante; León, con
Monina en brazos, la seguía sin hacer observación alguna. Al fin
reconoció las habitaciones.

«Aquí no penetran los curiosos, ni esa turba de majaderos que han
invadido á Suertebella,» dijo Pepa.

Y pasaron á una estancia que era la misma donde Monina había estado
enferma del crup. Una criada esperaba las órdenes de Pepa. Era la
mujer de un mozo de Suertebella, en quien la señora tenía confianza;
y como sus criados estaban en Madrid, sirvióse de aquélla para que á
la niña cuidara. A ésta la acostaron pronto, y Teresa quedó junto á
la camita, con encargo de avisar si alguien llegaba. Pepa llevó á su
amigo á la pieza inmediata.

«Es mi alcoba--dijo la dama, cerrando la puerta.--Aquí nadie nos ve
ni nos oye. Aquí está mi secreto. Siéntate... ¡Oh! ¡Dios mío, qué
pálido estás! ¿Y yo?...

--Tú también,--repuso León; sentándose fatigado.

--Somos espejo el uno del otro,» afirmó ella tratando de endulzar con
un grano humorístico la hiel que ambos apuraban en una misma copa.

El matemático no estaba en disposición de observar la suprema
elegancia del dormitorio, cuyas riquezas podrían compararse á las que
en tiempos de fe se gastaban en decorar capillas y altares; no paró
mientes en los hermosos muebles de ébano incrustado de marfil, ni en
el lecho negro, prodigio de ebanistería, que en sus vastas blanduras
sin uso, cubiertas con extraña tela obscura y dorada, tenía un no sé
qué de tálamo sepulcral; ni se fijó en las pinturas religiosas con
marcos de plata, algunas semejantes á las de María Egipciaca, ni en
la colgada lámpara esférica, recién encendida, y que, semejante á una
luna, derramaba discreta claridad por la alcoba. Rica y misteriosa,
la alcoba habría llamado la atención del buen amigo en otro momento;
entonces, no.

«Tu secreto... ¿qué secreto es ese?--preguntó impaciente.

--¡Mi secreto!...--declaró Pepa llena de congoja.--¡Mi secreto es
huir, huir! Consiente, y de aquí saldremos los tres sin que nadie
nos vea.

--¡Huir!... ¡qué loco absurdo!--exclamó él llevándose el puño á la
frente.--¡Y en qué momento! Tu conciencia, la mía, nuestro amor
mismo deben protestar contra esa idea. ¡Olvidas lo que ha sucedido
en esta casa, por Dios! ¡Pretendes que ni siquiera haya en mí el
respeto y la delicadeza que exige la muerte! ¡Quieres que apenas
cerrados por estas manos aquellos ojos!... ¡Horrible corazón el mío
si tal consintiera! Merecería descender á más bajo puesto que el que
tienen los que ya me llaman á boca llena _el asesino de María_... Ni
comprendo que puedas amarme viéndome caer tan de golpe en la bajeza
de una acción fea, torpe, escandalosamente inicua.»

Cada palabra era para la infeliz una vuelta dada en el lazo que
la estrangulaba. Ambos enmudecieron largo rato, sin mirarse.
Repentinamente puso ella su mano sobre el hombro del matemático, le
miró con aterrados ojos, y con un acento que él no había oído jamás,
se dejó decir:

«Pues entonces me voy con mi marido.

--¿Qué dices?

--Que tengo que someterme á él... ¿Lo quieres más claro?... O huir
contigo ó enjaularme con la fiera.»

En su interior sintió León como un salto, fenómeno producido por la
repercusión violenta del alma, si así puede decirse, rebotando en su
centro.

«¿Lo quieres más claro?--añadió la dama, dejándole ver muy de
cerca la expresión conminatoria de sus ojos chiquitos.--Gustavo ha
conferenciado esta mañana con papá para decirle las pretensiones de
Federico. Es su cliente; en las hábiles manos de ese joven ha puesto
el malvado la salvación de sus derechos.

--Ya comprendo por qué me amenazaba con un arma misteriosa. ¿Estabas
presente cuando Gustavo habló á tu padre?

--Sí... Mi padre acababa de revelarme la resurrección de nuestro
enemigo... Por carta la supo. Pilar le dió anoche la noticia de
que estaba aquí. El espanto no me había dado aún respiro, cuando
entró el hinchado jurisconsulto. Venía, como amigo nuestro y de
Federico, deseoso de arreglar nuestras diferencias antes de entrar
en pleitos... ¡Hipócrita! Sus frases oratorias me hacían efecto
semejante al chirrido de una máquina sin aceite, que ataca los
nervios y da dolor de cabeza... Mi padre y él estuvieron largo rato
tiroteándose con palabrillas y floreos ridículos, que me indignaban.
Yo hubiera puesto al abogado en medio de la calle. Ya supondrás su
énfasis cargante, y la complacencia con que me atormentaba... Después
de mucho hablar dijo que ya tenía hecho el escrito de querella.»

Pepa se detuvo para tomar aliento y fuerzas morales, de las cuales
parecía tener inagotable depósito.

«Mi padre--prosiguió,--hizo muchos distingos y sutilezas... Yo dije
que el valiente que se sintiera capaz de arrancarme á mi hija,
viniera á tomarla de mis brazos. Creo que en el calor de mi ira
solté á Gustavo alguna palabra impropia. Él pidió indulgencia por su
intervención, afirmando que no era más que un letrado... Deseaba que
nos arreglásemos, que en el juicio de conciliación hubiera avenencia,
que no diéramos un escándalo. Yo quise defenderme de la fea nota que
echaba sobre mí; pero el grito de mi conciencia me detuvo, me hizo
equivocar las palabras, y pensando probar que no soy culpable, creo
que dije y proclamé lo contrario.

--¿Y qué más habló el furibundo moralista?

--Estuvo media hora citando leyes. Habló primero del Deuteronomio;
después dijo no sé qué cosa de los Germanos y de Tácito; luego
citó... creo que á un señor Chindasvinto, á Don Alfonso el Sabio;
y por último, creyendo que no nos había mareado bastante, citó
partidas, leyes, artículos, qué sé yo. Oyéndole yo me deleitaba...

--¿Te deleitabas?

--Sí, pensando en lo bueno que sería cogerle y arrojarle en el
estanque grande de casa para que fuera á enseñar leyes á las ranas
y á los peces... El muy fastidioso, empleando palabras discretas y
corteses, me dió á entender que toda la razón estaba de parte de su
cliente, y que á éste le sería muy fácil probar mi culpa. Cuenta con
testigos.

--¡Testigos! ¿de qué? Yo dudo que puedan probar nada á pesar de su
saña; pero te deshonrarán, arrastrarán tu nombre y tu dignidad por el
lodo, y es fácil que pierdas á tu hija cuando ésta tenga la edad que
marca la ley. Si huímos... les damos prueba plena. Entonces sí que
perderás á tu hija.

--¿Pero si nos vamos lejos?

--No te acobardes ni pienses en la fuga, que es tu condenación.
Mientras él pleitea, pleitea tú pidiendo á la ley que le imposibilite
para ejercer la patria potestad, por pródigo, malversador de fondos,
falsario, por diversos crímenes que será fácil probar si tu padre te
ampara.

--Comprendo tu idea y tu ilusión; pero voy á disiparla. Aún no sabes
lo mejor, es decir, lo peor.

--¿Qué?

--¿Crees que mi padre ha tomado con calor mi defensa?

--Naturalmente.

--Pues te equivocas. ¡Ay! pobre de mí, pobre amigo de mi alma.
Estamos solos, sin amparo; tenemos en contra la religión, las
leyes, los parientes, los buenos y los malos, el mundo todo. Cuando
el celebérrimo Gustavito me habló de las ventajas legales de su
cliente, yo me enfurecí; pero conteniéndome, dije que Federico no
podía ejercer la patria potestad, que si él insiste en presentar
su querella, yo le acusaré... de todo eso que has dicho. Mi padre
oyó esto con mucha calma, y al punto le ví inclinado á no sé qué
horribles pasteleos... Balbuciente, dijo varias frases que me
helaron el corazón... «Mi hija será razonable...» «Es preciso que
todos hagamos un sacrificio...» «Yo, si Federico conviene en algo
aceptable... ya se ve... no se puede hacer todo lo que se quiere...»
«Lo principal aquí es evitar el escándalo...» Esto de evitar el
escándalo, que repitió más de veinte veces, me probó que mi padre no
está decidido á defenderme como deseo. ¡Transacción! ¡Y con quién,
Dios mío! También habló de entenderse con los tíos de Federico, dos
señores muy respetables, ya les conoces: el uno es magistrado del
Supremo y el otro presidente de la Audiencia... ¿Qué saldrá de aquí?
¿En qué piensas? ¿qué dices á esto?

--Que si tu padre te abandona, fuerza será que combatas sola.

--Eso es, sí, me batiré sola. Bendito sea tu consejo. Tú me das
los ánimos que me quita mi padre con su dichosa repugnancia de la
exageración--dijo Pepa muy reanimada.--¡Si vieras qué armas tan
formidables tengo!... Para enseñártelas te he traído aquí. Vas á
verlas.»

En un ángulo de la alcoba vió León, siguiendo con los ojos la señal
de su amiga, un armario de ébano y marfil, no muy grande, rico y
bello en materia y forma, con aspecto á la vez elegante y sólido.
A este mueble se dirigió la dama, y abriéndolo mostró su interior,
que era un laberinto de puertecillas, arquitos, gavetas, secretos,
escondrijos. Impulsó resortes y abrió desconocidos huecos.

«Esta parte de arriba--dijo Pepa sacando del depósito un papel que
puso en manos de León,--se llama el _arca de la tristeza_. ¿Conoces
esto?

--Es una carta, una carta mía.

--Me la escribiste cuando yo estaba en el colegio y tú preparándote
para entrar en la Escuela de Minas. Léela y reflexiona sobre lo que
me decías en aquellos tiempos... «Que yo te había inspirado un amor
insensato...» Ríete ahora, si puedes, de tus tonterías de colegial...
¿A que no conservas tú mis cartas de colegiala, como yo conservo las
tuyas?... ¿Y esto lo conoces?

--Es un alfiler de corbata--dijo él tomándolo:--también es mío.

--Sí... Se te perdió en casa un día que fuiste á comer... ya
eras novio de esa pobrecita... pero yo tenía esperanza de que no
te casaras con ella... Encontré esta prenda en la alfombra y la
guardé... ¿Y estas flores las conoces?

--Son las camelias que te dí un día en San José.

--Sí... á la noche siguiente fuiste á verme á mi palco, y por primera
vez te sorprendí mirando con mucho interés á...

--¡Pobres flores!... No pensé volverlas á ver ni que me hablaran como
me hablan ahora removiendo en mí todas las ideas y todas las pasiones
de mi vida. ¿Sabes que no están tan secas como parece debieran estar
después de tanto tiempo?

--Están embalsamadas con los infinitos besos que las he dado en todas
las épocas de mi vida... Pero no nos entretengamos. Dame eso acá.»

Recogió y puso cada objeto en su sitio con maneras tan respetuosas
cual si fuesen las más preciosas reliquias.

«Dormid aquí el sueño triste, queridos compañeros--dijo
después.--Ahora que has visto _el arca de la tristeza_, voy á
mostrarte _el arca de los horrores_.»

Sacó de recóndita gaveta un paquete de papeles, atado en cruz con
cinta roja, como expediente de oficina. León lo tomó, comprendiendo
lo que era, y ambos se sentaron para examinarlo.

«Ahí tienes--dijo Pepa, contagiada de horror á la vista de aquel
legajo de ignominia,--diversos testimonios del martirio á que he
vivido sujeta como esposa de un perdido: ahí tienes viles secretos
que él me confiaba en momentos de apuro, cuando necesitaba de mi
bolsa. Cada hoja de esas es recuerdo de una deshonra que yo oculté
cuidadosa, prueba de delitos que logré frustrar, ó de los que
quedaron ocultos entre la hojarasca de la Administración pública.
Examina eso y verás que tengo medios bastantes para declarar á
Federico incapaz, no sólo de ejercer la patria potestad, sino
también de vivir en el seno de una sociedad medianamente digna.»

León examinó el paquete con curiosidad muy viva, pasando rápidamente
por algunas partes, deteniéndose en otras. Vió cartas con firmas
conocidas, contratos secretos, minutas, cuentas, papeles con sello
de oficinas públicas, hojas que evidentemente habían sido sustraídas
de algún expediente famoso, una orden judicial que sin duda tenía
la firma del juez arrancada por sorpresa... Después de verlo todo,
devolvió á Pepa el expediente de los horrores, diciendo:

«Quema todo eso.

--Pues qué--preguntó la dama con estupor, abriendo las manos para
tomar el paquete, pero sin atreverse á tomarlo,--¿no me sirve?

--No.

--¿Que no sirve?... ¿no podré...?

--Poder sí... pero...

--Entonces...

--En estas circunstancias terribles es preciso decirlo todo
claramente. Uno á otro nos debemos la verdad, aunque ésta perjudique
á un sér querido.

--No te entiendo.

--Quema eso, porque no te sirve de nada. Es un arma de doble filo que
te herirá á tí misma cuando quieras usarla. Perdóname la franqueza de
mis palabras. Con esto podrás acusar á Federico victoriosamente. Por
poca justicia que haya en un país, esto basta á meter á un hombre en
presidio... Pero si lo haces, el infame debería ir á su destino muy
bien acompañado.

--Debería ir...

--Dígolo así porque en España las personas de cierta talla no entran
jamás en la cárcel aunque lo merezcan... Pero tu expediente horrible
podrá fácilmente cubrir de ignominia...

--¿A otras personas?

--Sí: á una que tú quieres mucho y á quien no puedes desear daño...
Pepa, por Dios, quema eso.»

La dama se llevó la mano á los ojos, como queriendo poner un estorbo
á sus lágrimas... Sacando nuevamente singular fuerza de aquel
depósito inagotable que en su alma tenía, cogió el paquete, lo guardó
en _el arca de los horrores_, y cerró ésta, diciendo: «Lo quemaré más
adelante.»

De pie frente á León, dijo en voz baja:

«De modo que es imposible incapacitar legalmente á mi marido...

--Imposible.

--¿Es imposible oponer un acto legal á su querella?

--¡Imposible! Ahora comprenderás perfectamente la vacilación de tu
padre, su flaqueza acomodaticia; la cual no es sino el miedo...,
miedo de entrar en pleitos con su enemigo, con el que un tiempo ha
sido su cómplice. Todo es imposible, querida.

--No, no. ¿Por qué buscar siempre los caminos torcidos? Hombre,
amigo, amante, esposo, ó no sé qué, á quien legitimo con la elección
de mi alma, imítame en mi osadía--dijo la dama con bravura, mostrando
aquella resolución valiente que en ocasiones la hacía tan bella.--Nos
queda el camino recto, el camino fácil, el único camino: la fuga. El
coche nos espera, nada nos estorba, nada nos falta... Tú eres rico,
yo más... todo nos favorece, todo nos precipita.

--¡Imposible... locura!--murmuró León sombríamente.

--¡Locura!... en verdad lo parece; pero no lo es... Parece un
absurdo, un escándalo, un infame reto á la moral, y sin embargo, para
mí que conozco el peligro y sé qué clase de enemigo tenemos, es cosa
natural... ¿Crees que yo te propondría un escándalo semejante si
no lo creyera necesario?... ¡Ah! tú no lo conoces, no sabes que yo,
mi hija, tú, todos estamos en peligro... Temo un insulto, un duelo
contigo, temo un homicidio... Los momentos son preciosos... El no
respeta nada. A cada instante me parece que le veo entrar...

--¡No y no!» repitió León con energía poderosa que tenía algo de
crueldad.

Pepa, que en su osadía no cesaba de estar dominada por él, no se
atrevió á protestar contra la espantosa fiereza que cerraba el único
camino abierto á su felicidad. Temía que su insistencia provocara
imposibilidades mayores aún, y miraba á la esfinge, esperando que
de ella misma partiera una solución al problema que, según ella, la
tenía tan fácil. Cansada de esperar, dijo al fin:

«Pues si todo es imposible, seguiré el dictamen de mi padre, abriré
mis brazos al canalla...

--¡Tú en poder de ese monstruo!--exclamó León como una cuerda tirante
que estalla.--Sería preciso para tal consentir, que ni una sola gota
de sangre me quedara en las venas.

--Pues si el monstruo se aplaca con el Código--dijo Pepa con
sarcasmo,--le arrojaré á mi hija y me marcharé á vivir contigo.

--¿Separarte de tu hija?

--Ya ves que esto es más imposible todavía. Por todas partes á donde
vuelvas los ojos no verás sino imposibles.

--Algún punto habrá--dijo León meditando,--á donde pueda mirarse sin
ver la imposibilidad.

--Ese punto ¿cuál es?

--Lo sabrás á su tiempo. Antes de decírtelo, me será preciso hablar
con tu padre, con tu marido mismo.

--¿Tú?

--Sí, yo... hablaré con él ó con sus tíos, personas honradas y
respetables. ¿No concibes tú que esto se resuelva sin fuga y sin
pleito?

--No lo concibo.

--Yo sí.

--Sabrás algún modo secreto de hacer milagros... Tendré que pleitear,
pleitearemos contra él los dos, tú y yo.

--¡Los dos! Entonces perderás, y tu hija te será arrancada sin que
nadie pueda remediarlo.

--Pues bien, puesto que me cierras todas las salidas, abre tú una: es
tu deber.

--Mañana--dijo León lúgubremente, mirando al suelo,--te abriré la
única posible.»

Pepa hizo un gesto de desesperación.

«¡Mañana!--exclamó pasando de la desesperación al decaimiento cual
ascua que de fuego se trueca en ceniza.--Tus _mañanas_ son mi muerte.

--¿Insistes en la idea de la fuga?

--Insisto, porque cada minuto que estemos aquí tú, yo y mi hija es un
peligro para los tres... Esta noche, fúnebre para tí, es para mí la
noche decisiva. Es capaz... ¡qué sé yo!... Todo lo preveo y todo me
hace temblar... ¡Me inspira tanto miedo, tanto!... Tengo por seguro
que al saber que estás aquí, vendrá y te provocará... ¡un duelo
con él!... También temo que me insulte, que se me ponga delante...
Siempre te aborreció... temo hasta el asesinato... me veo amenazada
por no sé qué horrores... veo sangre... ¡Y es tan fácil salir de este
círculo de miedo!...»

León iba á contestar, cuando creyó sentir rumor de pasos y cuchicheo
junto á una puerta que en la alcoba había.

«¿A dónde da esta puerta?--preguntó en voz baja.

--A una sala que se comunica con la japonesa.

--Ya ves... espían nuestros pasos, nuestras voces y... Son los
testigos que se preparan para la prueba...

--Sabe Dios quién será. Supón que mi marido viene...--dijo Pepa,
deslizando las palabras en el oído de su amigo como ladrón que con
ladrón habla en la soledad de la estancia robada;--supón que entra
aquí. Puede asesinarnos casi sin responsabilidad. La ley le ampara.
Estás en la alcoba de su mujer.»

León sintió una corriente glacial por todo su cuerpo.

«Calla--murmuró al oído de la dama.--Alguien acecha; pero es
cuchicheo de mujeres curiosas y de hombrecillos menguados. No tienen
más arma que su lengua.

--¡Estamos aquí para que ensayen su papel los testigos!--gritó Pepa,
separándose de su amante y parándose con actitud de leona frente á la
puerta misteriosa.--¿Quién me escucha, quién me vigila, quién pone su
oído en mi puerta con acecho cobarde?... Estoy en mi casa, estoy en
mi casa, y no con palabras, sino á latigazos echaré de ella á quien
no me respete.»

Después se volvió á León, diciéndole:

«¡Y todavía dudas!... Mil peligros nos rodean... Tiemblo por tu vida,
tiemblo por todo.»

Detrás de la puerta había ya profundo silencio. Después se oyeron
menudos pasos de mujeres alejándose.

«Oye esas pisadas de gato--dijo él.--Los cobardes no matan, pero ya
nos arañarán el rostro.»

Al decir esto, ambos se asustaron porque una persona había entrado en
la alcoba por la habitación de Monina. Era el Marqués de Fúcar. Venía
muy alterado.

«Tengo que hablar con mi hija--dijo á León con cierta seriedad.--¡Qué
sería de ella si un padre solícito no...! Después hablaré contigo,
León. No, mejor será que hable antes... ¡Qué asunto tan delicado!...
Vengo de... En fin... hija mía, un momento: León y yo tenemos que
decirnos dos palabras. Pasemos aquí al cuarto de la nena.»

La dama se quedó en su alcoba oyendo el rumor de las voces de su
padre y su amigo, pero sin entender nada. Pasado un rato, Don Pedro
volvió solo al lado de Pepa. Esta miraba con afán á la puerta,
esperando al que poco antes saliera por ella; pero según dijo el
Marqués, ambos señores habían convenido en que el amigo no debía
asistir á la conferencia entre el padre y la hija.

Retiróse León al cuarto que habitaba, no lejos de la sala
_Increíble_, y pasó la noche en las crueles ansias del combate
interior. Era éste primero como una disputa entre formidables
enemigos. Después el combate tomó la forma pavorosa de preguntas, á
las cuales era preciso contestar de algún modo.

¿Huir con ella en el momento? Esto no podía ni siquiera pensarse.

¿Dejarla expuesta á la mala voluntad y quizás á las violencias del
otro? No podía ser.

Mas por el momento, las conveniencias le mandaban salir de
Suertebella y retirarse á su casa, donde podría seguir discurriendo
lo que debía hacer. Verdaderamente esto era lógico; pero más lógico
era no desamparar á la que de él tan cordialmente se amparaba. Si
había peligros para entrambos en Suertebella, érale forzoso seguir
allí, desafiando los comentarios del público. La opinión de los
demás sobre aquel asunto suyo había llegado á serle indiferente, y
decidido á obrar conforme á su conciencia, despreciaba el juicio de
la muchedumbre. Quedándose allí tenía que arrostrar la desagradable
impresión de las visitas que le harían pronto sus amigos y conocidos,
gente ávida de dar un pésame en las condiciones más singulares.
Todo el mundo sabía lo que pasaba. Era seguro que hasta los amigos
menos afectuosos irían á verle, sólo por verle allí, en el teatro
de su doble desgracia y de su escándalo. Pensó primero que no debía
recibir á nadie; y después pensó lo contrario. Sí: afrontaría con
valor la implacable embestida de la curiosidad y de la novelería.
¿Por qué no? Aquel enjambre social, viviendo en el goce del pecado
propio y en la eterna crítica del ajeno, no le inspiraba temor, sino
desprecio. Además, Fúcar le había rogado que se quedara para prestar
su cooperación á un benéfico plan que meditaba, y seguramente saldría
bien á pesar de no ser contrata ni empréstito.



XVII

Visitas de duelo.


Despierto estaba aún y batallando en su interior al romper el día;
pero luego sintió gran fatiga, y cerrando todo durmió algunas horas,
con ese sueño breve y profundo que la última madrugada suele acometer
al reo en capilla, y que parece, más que sueño, una embriaguez
producida por el dolor fuerte y continuo.

Hora de las diez sería cuando su criado le ayudaba á vestirse,
informándole de muchas cosas interesantes. El cuerpo de la señora
había sido colocado en la capilla, con beneplácito del Marqués de
Fúcar, y el Padre Paoletti lo había velado la noche anterior y lo
velaría todo el día y la noche siguiente, rezando de continuo. El
mismo señor y el cura de Polvoranca y el de la parroquia, habían
dicho misa aquella mañana en el altar de San Luis Gonzaga. El Padre
Paoletti se personó luego en la estancia del viudo para hablarle
de ciertas disposiciones piadosas de la difunta. De todo ello se
ocupó León con solicitud, y dió nuevas órdenes al Padre para que lo
restante fuera realizado con la posible magnificencia. El Marqués
de Fúcar vino, y ambos hablaron larguísimo rato sin agitación,
sin palabras duras, tranquilos y tristes como dos diplomáticos de
naciones vencidas y desgraciadas que comentan el modo de atajar á un
usurpador victorioso. «De tí depende,» dijo repetidas veces D. Pedro
con atribulado semblante, y después añadió: «eres árbitro de todo.»
Después de estas palabras prolongóse bastante el diálogo, siendo cada
vez más triste, más apagado y terminando en acentos que oídos de
fuera parecían de salmodia. La conferencia, como otras de que depende
la suerte de las naciones, terminó en almuerzo. Pero aquella vez el
almuerzo fué mudo y casi de fórmula, cosa que jamás pasa en política.

Por la tarde empezaron á entrar los amigos. Vió León un lúgubre
desfile de levitas negras, y oyó suspirillos que eran como la
representación acústica de una tarjeta. Unos con cordial sentimiento
y otros con indiferencia le manifestaron que sentían mucho lo que
había pasado, sin determinar qué, dando lugar á una interpretación
cómica. Algunos meneaban la cabeza cual si dijeran: «¡qué mundo
éste!» Otros le apretaban la mano como diciendo: «Ha perdido usted á
su esposa. ¡Cuándo tendré yo igual suerte!» Doscientos guantes negros
le estrujaron la mano. Aturdido y pensando poco en la frasecilla de
cada uno, creía oir un susurro de ironía. Si los mil _increíbles_ que
le rodeaban en efigie soltaran la palabra desde aquel laberinto lioso
en que se confunden la corbata y la boca, no formarían un concierto
de burlas más horrible. Muchos habían venido por amistad, otros por
contemplar aquel caso inaudito, aquel escándalo de los escándalos,
por ver de cerca al viudo que después de haber matado á su mujer á
disgustos, hacía alarde de sus relaciones nefandas con una mujer
casada, bajo el mismo techo donde había espirado poco antes la esposa
inocente... Después de saludar al amigo, algunos iban á ver á la
muerta en la capilla... ¡Estaba tan guapa!

El enjambre negro se fué aclarando. Al fin no quedaron más de tres
amigos, luego dos, después uno. Este, que era el de más confianza, le
acompañó un rato. Después León se quedó solo.

«¿Se te puede hablar?» dijo una voz desde la puerta.

León se estremeció al ver á Gustavo.

«Hablando con claridad y prontitud, sí,» contestó.

El insigne joven se acercó lentamente.

«Nosotros nos vamos de esta casa--dijo,--que es para nosotros
la mansión del horror y de la tristeza. Tú, por lo que veo, aún
permanecerás en ella, atado por tus intereses y por tus pasiones. Te
dejamos con gusto. Mamá te suplica por mi conducto que le hagas el
favor de no presentarte á ella para despedirla.

--Ya había yo renunciado á ese honor--repuso León con irónica
frialdad.--Hazme el favor de transmitir esta idea á toda la familia.

--Está bien. Y complaciéndome en ser lo contrario de tí--dijo el
letrado, llevándose la mano al pecho,--opongo mis principios á tu
ironía filosófica, y te declaro que mamá, papá y todos nosotros te
perdonamos.

--Dales las gracias en mi nombre. Estoy encantado de tan cristiana
conducta.

--Te perdonamos, no sólo por el triste fin...

--¿Más todavía?

--No sólo por el triste fin de mi hermana, sino por el ultraje que
has hecho á sus santos despojos.»

León se mantuvo sereno y digno en su muda tristeza.

«¿Vas á protestar? ¿te atreverás á negarlo?--dijo el otro.

--No, no niego nada. Gozo dejándote en la posesión, poco envidiable,
de tus bajos pensamientos.

--Pues dejemos ese horrible asunto. Nosotros convencidos, tú
impenitente, cada cual en su lugar. Antes de separarnos para siempre
quiero advertirte que yo no he apadrinado á Cimarra, ni le he azuzado
contra tí. Llegó á mi casa, consultóme, le aconsejé, le hice el
escrito. Lo demás será obra suya.

--Vive tranquilo. No se turbe tu conciencia por eso, que defendiendo
sus legítimos derechos podrás llevarle por la mano al camino de la
salvación.

--Tus burlas de ateo no turbarán mi conciencia, que si está lejos
de ser pura, no deja de ver con claridad el bien. No sé si el
arrepentimiento de Federico es sincero ó no. En buena doctrina no
puede rechazarse al hombre que confiesa sus culpas y se declara
resuelto á variar de conducta. El decirse arrepentido puede traer el
desearlo, y el desearlo es andar una parte del camino para llegar á
serlo de veras... ventaja que la perversidad de aquel hombre tiene
sobre tu empedernido descreimiento, pues ni confeso ni arrepentido
podrás ser jamás.

--Te suplico--dijo León,--que me evites el efecto soporífero de
tus sermones, que por cierto están empapados en la heterodoxia más
abominable. ¡Valiente apóstol tiene la Iglesia!... Para informarme de
la despedida y del perdón de tu familia, podría haber venido Polito,
que no sermonea.

--Él quería venir, pero mamá se lo ha prohibido... Le infundía
temores su carácter arrebatado. Todos esperamos que entrando ahora en
la vida esencialmente moralizadora del matrimonio, sentará la cabeza
y se curará de los infames vicios que nos abochornan.

--¿Se casa Leopoldo?... ¡Oh! permíteme que felicite á su mujer,
aunque no tengo el gusto de conocerla.

--Las diferencias que había entre mi familia y la familia de
Villa-Bojío han terminado anoche, cuando la madre de la novia de
Polito visitó á mamá, prodigándole los más tiernos consuelos. La de
Villa-Bojío acaba de perder un niño. Ambas madres confundieron en una
su pena, y quedó acordado que Leopoldo y Susana se casarán cuando
pase el luto.

--Felicito á tu mamá; dale mil parabienes.

--La sátira que envuelven tus palabras es digna de quien no respeta
el dolor de una desgraciada familia. Por mi parte nada he hecho en
este asunto. Bien sabes tú que he llorado con lágrimas del corazón
las distintas ignominias que han caído sobre mi familia por culpa
de la inmoralidad de mi padre, de la mala cabeza de mamá, y de los
vicios de Polito. Has sido el confidente de mi tristeza, cuando yo te
creía formal y honrado. Ahora, cuando nos repelemos con invencible
antipatía, sólo debo decirte que si es preciso, no llevaré un pedazo
de pan á mi boca antes de que se haya devuelto hasta el último
céntimo á quien no merece ser nuestro acreedor.

--Si lo dices por mí, sabe que no me acuerdo de tal cosa. Me honro y
me creo suficientemente pagado con la ingratitud.

--¡Frase bonita!--indicó Gustavo con sarcasmo.--Lo que dije, dicho
está... Ya no nos veremos más. Mi última palabra sea para declarar
mi equivocación al anunciarte que morirías de rabia. No: no muere
de rabia el que vive de cinismo... Ya, ya sé que está preparado el
coche y dispuestas las maletas para esa dramática fuga, atropellando
todos los respetos sociales y pisoteando las leyes. Bien, bien: eres
consecuente. Buen viaje, pareja de Satanás...

--Tu penetración y el conocimiento que tienes de mis acciones me
cautivan... Despidámonos, si te parece.

--Sí, yo lo deseo.

--Y yo lo suplico. Adiós.»

Poco después, mirando por entre las persianas, vió salir á la que
había sido su familia. El Marqués, caduco y abatido, casi era llevado
en brazos por un fornido poeta bíblico. La Marquesa, realmente
traspasada de dolor, inspiraba lástima. Polito, con el cuello
forrado en complejas bufandas, daba un brazo á la que había de ser
su mujer, y con el otro agasajaba á una perra. La de San Salomó y
la de Villa-Bojío conducían como en volandas á Milagros hasta el
carruaje. Crujieron látigos, piafaron los caballos, y uno, dos, tres,
cuatro coches rodaron por el parque llevándose aquella distinguida
porción de la humanidad, que necesitaba de una pena reciente para ser
respetable.



XVIII

El cónyuge inocente.


Al anochecer salió León de su cuarto para pasar al que fué de su
mujer. Había allí varios objetos que le correspondía recoger. El
palacio estaba ya desierto; oíase el eco de los pasos; la escasa
luz multiplicaba las sombras. Creyó ver una figura que viniendo del
pórtico entraba en la galería principal, andando despacio y con
cautela como los ladrones, poniendo oído á los rumores, reconociendo
el terreno. La sospecha primero, el odio que le siguió instantáneo
como el tiro á la aplicación de la mecha, detuvieron á León,
impeliéndole á esconderse para observar aquella figura sin ser visto.
Ocultóse detrás de una luenga cortina, y en efecto, le vió pasar.
Era él. Se lo revelaba, más que la vista, un instinto singular que
emanaba del aborrecimiento, como por arte contrario ciertas delicadas
adivinaciones nacen del rescoldo nobilísimo del amor.

Pasó con su andar de gato, parsimonioso y explorador. Entró en una
galería alfombrada, llamada _de la Risa_, por contener riquísima
colección de caricaturas políticas, tomadas de periódicos de
todas las naciones y extendidas por los muros en grandes cuadros
cronológicos, que eran la historia del siglo escrita en carcajadas.
En los ángulos había cuatro biombos del siglo XVIII, adornados con
los dibujos que no habían cabido en las paredes. León se deslizó
detrás del que tenía más cerca y observó al intruso. Este se sentó en
un gran diván que en el centro había.

Para explicar satisfactoriamente la presencia de un tercer personaje
en la _Galería de la Risa_, es necesario referir que al entrar en
Suertebella, el hombre intruso habló con un criado de escalera abajo
en cuya discreción confiaba.

«Hazme el favor--le dijo,--de ir á la capilla y decir al Padre
Paoletti que he venido aquí para hablar con él de lo que él sabe; que
le espero arriba en la _Galería de la Risa_. Enséñale el camino: no
tiene más que subir la escalerilla de la tribuna, atravesar el cuarto
de los cuadros viejos y el corredor chico.»

León sintió el duro pisar de unos pies de plomo aproximándose.
Después vió que la puerta del corredor pequeño se abría dando paso
al clérigo pequeñísimo. Pudo reconocerle muy bien, porque la _Galería
de la Risa_ tenía grandes vidrieras para el pórtico, aquella noche,
como siempre, profusamente iluminado. Adelantóse el intruso hasta
recibir á Paoletti, y sentados ambos, el clérigo dijo:

«Sus respetables tíos me anunciaron anoche que usted quería hablarme;
pero no creí que sería esta noche ni en esta casa, sino más adelante
y en mi celda.

--Pensaba hablar á usted de una cosa, más adelante y en su
celda--repuso el otro.--Ya comprenderá que al venir aquí esta noche
no quiero hablarle de esa cosa, sino de otra. Es decir, que son dos
cosas, querido señor Paoletti, una muy interesante y otra muy urgente.

--Pues vamos á la urgente y dejemos para luego la interesante.

--Vamos á la urgente. Le supongo á usted conocedor de los secretos de
esta casa: no hablo de secretos de confesión.

--No conozco ninguno,--dijo con sequedad el italiano.

--Sin duda no merezco su confianza. ¿Pues qué? ¿No sabe usted que mi
mujer...? He oído que los adúlteros tratan de ponerse en salvo.

--Caballero--dijo Paoletti con severidad,--yo no entiendo una palabra
de lo que usted quiere saber de mí, ni me meto en donde no me
llaman, ni me importa cosa alguna que los criminales se pongan en
salvo ó no. Estoy velando el cuerpo de una dulcísima hija y amiga de
quien he tenido el honor de ser director espiritual.

--Lo sé... Pero usted es muy apreciado en todas partes. D. Pedro le
aprecia también, mi mujer es muy religiosa, y cuando está afligida
gusta que le hablen de la Virgen del Carmen y de los santos. Pudo
suceder que usted hubiera sido llamado á consolarla esta mañana, esta
tarde... qué sé yo... podría suceder que usted supiera lo que yo
ignoro; y dándonos á las conjeturas, podría suceder también que usted
quisiera revelármelo y sacarme de la incertidumbre en que estoy.

--Ni yo sé nada, ni, sabiéndolo, podría rebajarme á hacer el papel de
intrigante y chismoso que usted exige de mí--dijo Paoletti mostrando
no poco enfado.--Usted no me conoce. Sus dignísimos tíos han olvidado
decir á usted qué clase de hombre soy. Mi oficio es consolar á los
afligidos, corregir á los malos. No me mezclo en intereses mundanos.
El que me busca no me encontrará en parte alguna si no es en el
confesonario. Con Dios, caballero.»

Levantóse para marcharse. El intruso le detuvo pillándole el hábito.

«¡Oh! aún me queda mucho que exponer--dijo.--No me juzgue usted tan á
la ligera. Y si yo confesara, y si yo...»

El clérigo se volvió á sentar.

«No, no se trata aquí de confesonario. Si á él fuera, sería yo un
hipócrita. Mal cuadraría la farsa en mis labios, que gustan de
decir la verdad, aunque esta verdad salga de ellos metiendo ruido y
amenazando como del cañón la bala. Déjeme usted que le diga algo de
mí propio, para que mejor comprenda mi pretensión urgente.»

Dijo que reconocía su escaso mérito, que el mundo moral era para él
como un palacio cuyas puertas estaban cerradas... Y por su parte,
no se encontraba con ganas de mortificarse para poner sitio al
susodicho palacio ni para escalar sus muros. Tenía la suerte ó la
desventura (que esto le era difícil decirlo) de no creer en Dios ni
en cosa alguna más allá de esta execrable cazuela de barro en que
estamos metidos, y con tan cómoda manera de pensar disfrutaba de una
tranquilidad sombría que, teniendo su espíritu en perpetuo letargo,
le permitía recibir con indiferencia sabrosa los juicios buenos ó
malos del mundo... Alarmado y lleno de miedo el clérigo al oir tan
horrible profesión de fe, quiso de nuevo marcharse diciendo que él
era confesor de gentes, pero no domesticador de fieras, con lo que el
otro se sonrió, y deteniendo al Padre le habló así:

«Aún me falta decir algo que tal vez agradará á usted... Me siento
fatigado. He sido rico y pobre, poderoso y humilde; he visto cuanto
hay que ver y gozado cuanto hay que gozar. En negocio de mujeres sólo
diré que en general las desprecio. No creo en la virtud de ninguna.
Si me pregunta usted mi opinión sobre los hombres, le diré como el
poeta escéptico: _plus je connais les hommes, plus j’aime les chiens_.

--Aconsejo--indicó Paoletti con ironía,--que se vaya usted á vivir
en una sociedad de perros, ó que funde una colonia canina, donde se
encontrará más á sus anchas. Estoy esperando á ver si brota alguna
chispa de luz de la torpísima negrura de su alma, y nada veo.

--Voy á tocar el punto delicado. Ya sabe usted lo de mi mujer. Cuando
yo pasaba por muerto, mi mujer amó á otro hombre. Yo creo que le
amaba desde hace mucho tiempo, porque eso no se improvisa. Pepa me
aborreció desde que me casé con ella. Verdad que yo hice todo lo
posible para que me aborreciera. La traté mal, quise envilecerla, la
comprometí mil veces con mis atrocidades pecuniarias; con sus ahorros
sostuve el lujo de otras mujeres; mi lenguaje con ella no fué nunca
delicado, como no lo fueron mis acciones. La consideraba como un buen
arrimo y nada más.

--Basta--exclamó con horror el Padre apartándole de sí, como se
aparta un objeto inmundo.--Si eso es confesión de culpas, lo oiré;
pero si es asqueroso alarde de cinismo, no puedo, no tengo estómago...

--Me ha interrumpido usted en lo mejor... iba á decir que ahora mi
mujer me inspira cierto respeto, que me reconozco muy culpable y muy
inferior á ella, que merezco su desprecio, y que es cosa muy natural
y hasta legítima, en teoría... advierto á usted que yo también tengo
teorías... pues digo que me parece natural que Pepa ame á otro
hombre, tan natural como lo es que las aves hagan sus nidos en las
ramas del árbol en vez de hacerlos entre las mandíbulas del zorro.

--Nunca es natural y legítimo que una mujer casada ame á un hombre
que no es su marido--dijo Paoletti con solemnidad.--Lo natural y
legítimo es que su señora de usted, en vez de admitir el amor de
un hombre casado, contribuyendo así al martirio y á la muerte de un
ángel, hubiera dedicado á Dios por entero el corazón que usted no
merecía.

--El misticismo es un agua figurada que no satisface á los sedientos.
Ella no ha querido aficionarse á un fantasma, sino á un hombre.
Tengo motivos para presumir que le amó desde la niñez. En una de
nuestras acaloradas disputas, que eran un día sí y otro no, me dijo:
«Tú no eres mi marido ni lo has sido nunca; mi marido está aquí,» y
se señaló la frente. Otra vez me dijo: «El casarme contigo fué una
manera especial que tuve de despreciarme.» En fin, querido Padre, hoy
por hoy yo siento un poquillo de respeto hacia esa desgraciada que
fué mi víctima. Como mujer no me interesa. Nada dice á mi corazón, ni
á mi imaginación, ni á mis sentidos. El amor casi casi le toleraría
romper el lazo para contraerle con otro; pero el amor propio no puede
permitirlo. Además, sépalo usted, yo aborrezco á ese hombre; creo que
le aborrezco desde que estuvimos juntos en el colegio; pienso que mi
antipatía y el amor de ella han ido paralelamente hasta este momento
terrible en que se encuentran, se tropiezan, se traban en batalla
y... yo he de vencer, yo he de vencer.

--Usted trata de hacer valer sus derechos. Esto no me incumbe. Yo no
soy abogado del derecho, sino del espíritu.

--Voy al caso. Aquí se juntan la moral y el derecho, y ambos están de
mi parte--afirmó el otro con energía.--Yo soy el fuerte, ellos los
débiles; yo soy el ofendido, ellos los criminales; á mí me amparan
la religión y la moral, Dios y su ley, la Iglesia y la opinión
pública; á ellos nada ni nadie les ampara. El terreno en que me
coloco es terreno firme, es el más propio para quien, como yo, quiere
reconciliarse ahora con los grandes organismos que gobiernan el
mundo, y ser una rueda útil de la máquina social. Seguro en mi puesto
y ayudado por la justicia humana y por la que llaman divina, he
pensado perseguirles en el terreno legal, apurar todos los medios, no
dejarles vivir, no darles tregua ni descanso, cubrirles de deshonor,
rodearles de escándalo... acusarles con el Código en una mano y las
prácticas de la Iglesia en otra. Esas son mis armas; pero ha de saber
usted que mis respetables tíos y mi respetable suegro han estado todo
el día concertando un arreglo. ¡Ah! mi esclarecido suegro es hombre
eminentemente práctico y aborrece la exageración. Me ama como se
podría amar á un dolor de muelas. Por desgracia suya, ese hombre que
todo lo puede en nuestra sociedad, y que trata á los españoles como á
negros comprados ó á blancos vendibles, no puede nada contra mí. Las
armas legales con que me ataque se volverán contra él...

--¿Y decía usted que el venerabilísimo señor D. Justo Cimarra y el
Sr. D. Pedro han concertado una componenda?--preguntó Paoletti, que á
pesar de su entereza dejábase vencer un poquillo por la curiosidad,
sentimiento desarrollado tras de la reja de las culpas.

--Separación amistosa, convencional. Pero no hay nada positivo
aún, reverendísimo señor. Todo depende del filósofo, del geólogo,
del buscador de trogloditas. Gustavo me ha dicho que tienen todo
dispuesto para la fuga, y lo creo... ¡Oh! confieso que puesto yo en
el caso de él haría lo mismo.

--Pues por mi parte aseguro que nada de eso me importa--dijo Paoletti
sobreponiéndose á la curiosidad.--Me habla usted de litigios y nada
de la conciencia.

--Ahora voy á hablar de esa señora. Usted sabrá que yo tengo una hija.

--Ya...»

Sintió de nuevo el clérigo en sí el aguijoncillo de la curiosidad.

«Monina es mi hija. Pues bien, señor cura: el único sér que hay en
el mundo capaz de despertar en mí un sentimiento; el único sér que
me hace pensar á veces de una manera distinta de como pienso casi
siempre; el único sér por quien algo sonríe dentro de la región
obscura, misteriosa, que llamo alma por no poder darle otro nombre,
es mi hija. No sé lo que pasa en mí. Cuando estuve á punto de perecer
á bordo de aquel horrible vapor cargado de petróleo, todo el mundo
huyó de mi pensamiento, no quedando más que el peligro, y en el
peligro una linda cabecita rubia me bailaba delante de los ojos.
Paréceme que me agarré á ella para salvarme en aquella espantosa
lancha rota que á cada instante se sumergía... Se reirá usted de mis
sandeces... En otros tiempos yo jugaba con ella, la hacía reir para
reirme yo viendo su risa...

--Al fin, al fin--dijo el italiano con gozo,--veo la chispa
pequeñísima.

--No, no me crea usted bueno por esto... Es que esa nena ó juguete
rubio con ojos de ángel tiene sobre mí un atractivo singular. Se me
figura que la quiero, que la querré más si la veo mucho tiempo cerca
de mí. Me han dicho que estuvo á punto de morirse del _crup_. ¡Qué
espanto!... ¿Qué dice usted?

--Que no hay tierra, por desolada é inculta que sea, donde no nazca
una flor.

--No se trata aquí de flores. Lo que sí diré á usted es que al
pasar por Nueva York ví en un escaparate un cochecillo de muñecas
chiquitas, tirado por dos corderos, y lo compré para regalárselo.»

Paoletti sonrió, diciendo:

«Veo su amor propio de usted, veo la indiferencia hacia su esposa,
veo el odio que tiene usted á su rival, veo el litigio y la
proyectada transacción, veo el horrible ateísmo de usted, veo sus
pasiones, su cínica inmoralidad, veo el amor á la niña, veo el
cochecillo tirado por dos borregos que lleva usted en el bolsillo;
pero no veo lo que yo tengo que hacer aquí.

--Hemos llegado al punto concreto, á la cosa urgente. Yo tengo
grandísimo anhelo por saber lo que traman... ¿Está él aquí esta
noche?... Me han dicho que hoy recibió aquí á sus amigos. Yo estoy
persuadido de que usted lo sabe, porque mi mujer le habrá confiado
algo.

--¿A mí?... Creo que soy muy antipático á la señora.

--O lo sabrá por la Condesa de Vera, que es la confidente de mi
mujer, y si no me engaño, es hija espiritual de usted.

--Nada sé ni nada me han dicho--replicó el Padre.--Y aunque lo
supiera...

--No tema usted que yo, en caso de fuga, me vuelva personaje trágico
y tengamos en Suertebella una escena ruidosa. Yo no grito, yo no
mato. Soy más filósofo que él y que todos los filósofos juntos.

--Repito que no sé nada, ni me importa saberlo.

--Es imposible que un sacerdote entre dos días seguidos en una casa
sin saber todo lo que ocurre en ella.

--Yo no soy amigo de esta casa; soy enemigo.

--Y ya que no satisfaga usted mi curiosidad--dijo el intruso con
desconsuelo,--¿no me podría usted facilitar...?

--¿Qué?

--El ver á mi hija.

--No me pida usted favores que son impropios de mi carácter. Por nada
del mundo pasaría más allá de esta sala. Diríjase á los criados.

--Ninguno quiere servirme por miedo á Fúcar. Mi distinguido suegro
les ha mandado que no me permitan entrar. Desde la verja hasta aquí,
á un solo criado he podido sobornar. Hasta los perros me odian aquí.

--Entre usted como entran los ladrones.

--Temo que me vean.

--Entre usted como padre.

--No puedo, al menos por ahora.

--Menos puedo yo.

--Si la Condesa de Vera está aquí y usted le habla dos palabras, y le
pinta con elocuencia mi deseo, tal vez... A usted no le negarán esto.
Yo juro que no llevo ninguna intención mala; sólo quiero dar á mi
hija tres besos bien dados...

--_Vade retro._ Desconfío de sus intenciones, que pueden ser como las
pinta usted, y pueden ser perversísimas.

--Pues no insisto. Tengo la virtud de no ser pobre porfiado. Se
acabó la parte urgente de nuestra entrevista. Usted dispensará mi
atrevimiento.

--Dispensado.

--La cosa interesante que pensaba tratar con usted, y que podía
diferirse, se enlaza con lo que acabo de decir. Supongamos que
mi mujer cede ante la ley, domina su pasión y manda á paseo al
geólogo... Pasado algún tiempo, fácil le será á usted, dado su
predicamento entre las damas, llegar á ser director espiritual de
Pepa.

--Yo no voy á donde no me llaman.

--Pepa tiene muchas amigas entre las que forman, permítaseme la
frase, la familia espiritual del Padre Paoletti. La Condesa de Vera
principalmente...

--Me honra con su amistad; yo la dirijo.

--Pues bien. Si usted quiere dirigirá también á Pepa. Su misma
soledad la llevará al misticismo. En el pensamiento de las pobres
mujeres débiles, allí donde acaban las ilusiones empiezan los altares.

--En lo que oigo puede haber una intención santa y buena. Si se trata
de que yo intervenga para arreglar un matrimonio desavenido, y traer
hacia Dios á dos almas que pertenecen al Demonio, la idea me parece
excelente. Mas para que esto pueda ser, principie usted por abjurar
sus pestilentísimos errores y ser católico sincero...

--En cuanto á eso, mi propósito es no desentonar en el
convencionalismo general. Yo quiero reconciliarme con la sociedad,
respetar sus altas instituciones, ser hombre de orden, no dar
escándalos ni tampoco malos ejemplos á las muchedumbres ignorantes,
las cuales, basta que nos vean á los de levita huir de la Iglesia,
para que se crean autorizados á robar y asesinar. No pienso volver
á coger un naipe en la mano, y sí trabajar mucho en los negocios
hasta labrarme una fortuna por mí mismo. _Farò da me._ Estoy seguro
de que saldré adelante y aun de que dejará de llamarme bandido ese
Marqués de Fúcar que se cree poco menos que un Dios, y al fin no se
desdeñará de entrar en tratos financieros conmigo. La generación
actual tiene en alto grado el don del olvido. Es fácil rehabilitarse
en una sociedad como la nuestra, compuesta de distintos elementos,
todos malos, dominados por uno pésimo, que es, permítaseme lo soez de
la palabra, el elemento _chulo_. No extrañe usted la crudeza de mis
expresiones. _Ego sum qui sum._ Donde la mitad de los matrimonios de
cierta clase son _menages à trois_; donde la Administración debería
llamarse la _prevaricación pública_; donde los altos y los bajos se
diferencian en la clase de ropa con que tapan la deshonestidad de
sus escándalos; donde hay un pillaje que se llama política; donde
la gente se arruína con las contribuciones y se enriquece con las
rifas; donde la justicia es una cosa para exclusivo perjuicio de
los tontos y beneficio de los discretos, y donde basta que dos ó
tres llamen egregio á cualquier _quidam_ para que todo el mundo se
lo crea, es fácil labrarse una toga de honradez, y ponérsela, y ser
_distinguido hombre público y patricio ilustre_, y figurar retratado
en las cajas de fósforos. Yo me comprometo, si pongo empeño en ello,
á hacerme pasar por canonizable dentro de dos ó tres años. Pero de
eso á hacerme mojigato hay mucha distancia. No se moleste usted en
echar un remiendo á este matrimonio que ya está roto. Si ella, por
instinto de honradez, despide á su amante y se queda sola, hágala
usted beata, que esto la consolará mucho. Que mi mujer sea devota,
muy santo y muy bueno. A mí me gusta la gente edificante. Déjeme
usted á mí que me rehabilite en la sociedad por otro camino. Lo que
yo desearía de la bondad y catolicismo de usted es que, después de
dominar completamente el espíritu de Pepa, y lo dominará sin intentar
reconciliarnos, la indujera á permitirme ver á mi hija. Para esto no
será preciso que yo venga aquí, cosa que no deseo porque siempre me
ha aburrido este Suertebella, sino que me la lleven á casa, usted por
ejemplo... Vamos, que la dejen ir á comer conmigo dos veces, una vez
por semana, y nada más.

--¡Qué amarguísimo nihilismo!--dijo Paoletti, no sacando ya
los superlativos de un tarro de dulce, sino de un depósito de
hiel.--Muchos hombres así he visto en la sociedad española; pero
usted les da quince y raya á todos.

--Tengo el mérito de decir lo que siento.

--Para concluir, caballero Cimarra: usted es tan abominable, que
no hay posibilidad de satisfacer el único deseo legítimo que nace
casi invisible en esa alma llena de tinieblas, aridez, podredumbre
y miseria. No cuente usted conmigo para nada. Si la señora se
arrepiente y arroja á su amante, y soy llamado, como es posible, á
dirigir su conciencia, procuraré primero hacerla sanar de la criminal
dolencia que padece, y después encaminaré su espíritu á Dios, única
salvación de las pobres mujeres que han tenido la flaqueza de amar
á hombres indignos. ¡Oh! ¡qué dulcísimo gozo sería para este pobre
combatiente ganar á Satanás una nueva batalla! Usted no existe para
mí. Y no me detenga más, que vuelvo al lado de mi queridísima muerta.

--Yo no bajo á la capilla. Tengo horror á los muertos. Perdóneme si
le he molestado, Padre.

--No olvidaré rezar por usted.

--No me opongo, antes bien lo agradezco.

--Le aguardo á usted el día del arrepentimiento.

--Gracias... Yo no merezco tanto. Adiós. Mil perdones.»

Retiróse tranquilamente el clérigo chico. Sus pasos de plomo se
perdieron en el silencio del corredor. Poco después salió Cimarra por
el mismo sitio y bajó por la escalerilla de la tribuna sin entrar en
la capilla, cuya iluminación de mortuorias hachas, saliendo por las
altas vidrieras de colores, le infundía más espanto que respeto. Se
paseó por el desierto parque buscando la sombra de los árboles cuando
sentía pasos. A ratos se tentaba el bolsillo para ver si no había
perdido el coche de muñecas tirado por dos corderos... En una de las
vueltas de su nocturno paseo, vió entrar el carruaje del Marqués de
Fúcar, y desde su escondite lejano le dirigió estas palabras, más
bien pensadas que dichas: «¡Ah! Traficante, ¡qué ojos le echabas esta
tarde en la calle de Alcalá á la real prójima que he traído de los
Estados Unidos!... ¡Júpiter, ya querrías que fuese para tí!»

Cuando le vió descender de su coche en compañía de otra persona, el
intruso murmuró: «Viene con mi tío... ¿Qué habrá aquí esta noche?
¡Oh! fuego de la curiosidad, ¿por qué me abrasas como si fueras el de
los celos?»



XIX

Tres por dos.


Por la noche á la hora concertada con Fúcar, León se dirigió al
gabinete de Pepa. Estaban allí D. Pedro, su hija y otra persona.
Monina, que poco antes enredara junto á su madre, había sido
condenada al destierro de la cama, ostracismo casi siempre acompañado
de lágrimas, del cual no se libran los pequeños cuando los grandes
tienen algo grave que tratar. Sepultado en un sillón estaba el
imponente Marqués, la carnosa barba sobre el pecho, los labios
salientes, como algo que sobra en la cara, juntas las cejas entre
un dédalo de arrugas, las cuales parecían compendiar en cifra todas
las batallas dadas dentro de aquella cabeza contra la exageración.
La tercera persona que allí estaba era un anciano de cabellos
blancos, muy seco de rostro y no menos corto de vista, á juzgar por
la convexidad de los cristales de sus gafas de oro, montadas sobre
una nariz semejante, por su majestad y atrevida curvatura, á las que
se ven en las peluconas. Tenía la seriedad de un hombre de estudio
confundida con el patriarcalismo algo candoroso de un buen abuelo.
Todos vestían de negro. A Pepa se le salía á los ojos el luto del
corazón.

«Aquí está,--dijo el padre á la hija, acariciándola en las manos.

--Ya la veo--replicó la dama mirándole,--y ahora me dirá lo que mi
padre me ha anunciado y no he querido creer.

--Hija adorada--añadió Fúcar,--se trata aquí del honor, del deber,
de las conveniencias sociales, de la moral absoluta y de la moral
consuetudinaria... Considera... No se puede hacer todo lo que se
quiere.

--Ya lo veo, ya lo veo...--murmuró Pepa, mirando con atónitos ojos el
tapete de la mesa que delante estaba.

--Por mucho que me cueste declararlo--dijo León, considerando que
debía ser breve,--yo declaro que me creo en el deber ineludible de
separarme de la mujer que amo y de renunciar á todo proyecto de
unirme á ella.»

Nadie contestó á estas palabras. Pepa, dejando caer la cabeza sobre
el hombro de su padre, había cerrado los ojos. Tomándole una mano,
que ella le abandonó sin movimiento alguno, León pronunció estas
palabras:

«Por la grandeza de las ocasiones se mide la grandeza de las almas.»

Después de una pausa, D. Pedro, comiéndose la mitad de algunas
palabras y contrayendo mucho la boca, habló así:

--Y yo declaro que hemos llegado á esta solución salvadora y
pacífica, gracias al convenio que celebramos el Sr. Cimarra y yo, por
el cual convenio mi digno amigo responde de que su sobrino renunciará
á la querella...»

D. Pedro se atascó. D. Justo vino en su ayuda, diciendo:

«A la querella y á los derechos que la ley le otorga.

--Eso es. Renuncia á usar el arma fuerte que la ley pone en su mano,
con tal que desaparezca el que por la moral, por la ley, por la
religión, está demás en este horrible encuentro de tres personas allí
donde no debe haber más que dos... Querido amigo--añadió volviendo
hacia León su mirada conciliadora,--tú renunciando á ese imposible
jurídico y moral, que la costumbre y el desenfado de la gente
corrompida de nuestros días convierte en posible, has evitado un
escándalo vergonzoso... Yo te lo agradezco de todo corazón, y...»

D. Pedro volvió á mirar á D. Justo, como suplicándole que siguiera.

«Las circunstancias del hecho en cuestión--dijo éste, inclinándose
y poniendo en ejercicio su dedo índice, que era en él acentuación y
complemento de su palabra,--son raras. Por mi parte, veo con gusto
que no siga adelante la querella. Yo fuí el primero en aconsejar á mi
sobrino que renunciase á ella, previa ausencia definitiva del señor
(el dedo del magistrado marcó á León). Pero como las circunstancias
de este hecho son raras, no me cansaré de repetirlo, como el
escasísimo valer moral de mi sobrino parece que justifica la rebelión
que deseamos evitar (el dedo nombró á Pepa con su insinuación muda),
también he sido el primero en aconsejarle una concesión, reclamada
por el señor (León vió el dedo cerca de sí), y que entraña cierto
espíritu de justicia prudencial, lo reconozco. En vista de todo
lo expuesto, creí prudente concertar con mi digno amigo (el dedo,
fluctuando en el centro del grupo como una brújula del pensamiento,
señaló al Marqués) los términos de estas paces honrosas. Empeñando mi
palabra honrada, me comprometo, en nombre de mi sobrino, á admitir
la condición exigida por el señor (León), y de su cumplimiento
respondo.»

El venerable magistrado, que daba á las pausas oportunas gran
importancia para la claridad del discurso, hizo una muy breve, y
después siguió así:

«La condición exigida por el señor y aceptada por la parte, que es
forzoso llamar inocente, ateniéndonos á la ley, es que la señora
vivirá con su padre y su hija en Suertebella, y que mi sobrino no
traspasará por ninguna causa ni pretexto la verja de esta finca,
realizándose así una separación que, no por ser amistosa, deja de ser
absoluta.

--Y todo ha concluído de un modo satisfactorio--dijo Fúcar,
desarrugando el ceño y acariciando con sus gruesos dedos los cabellos
de su hija, que no decía palabra ni abría los ojos.--El tiempo, el
tiempo, nuestro querido médico que todo lo cura... ¿No crees lo
mismo, León?

--Por mi parte--replicó éste,--no espero del tiempo lo que éste
no podrá darme tal vez. Detesto el olvido, que es la muerte del
corazón. Tales como son hoy mis sentimientos los conservaré mientras
viva; pero lejos, donde no puedan perturbar, ni ser ejemplo de una
irregularidad que he condenado siempre y que condeno también ahora.
He perseguido con afán un ideal hermoso, la familia cristiana, centro
de toda paz, fundamento de la virtud, escala de la perfección moral,
crisol donde cuanto tenemos, en uno y otro orden, se purifica. Ella
nos educa, nos obliga á ser mejores de lo que somos, nos quita las
asperezas de nuestro carácter, nos da la más provechosa de las
lecciones, poniendo en nuestras manos á los hombres futuros, para
que desde la cuna les llevemos á la edad de la razón. Pues bien:
todo esto ha sido y continúa siendo para mí un sueño. Dos mujeres
se han cruzado conmigo en el camino de la vida. Dióme la primera la
religión, y la religión, mal interpretada, me la quitó. La segunda
dióme ella misma su corazón, y yo lo tomé; pero las leyes me la
piden y no puedo menos de entregarla. Tan infructuosas como con
aquélla serán mis tentativas para labrar con ésta la hermosa realidad
que deseo. La sociedad ha dado esta mujer á otro hombre, y si me
la apropio me condeno y la condeno á vivir en perpetuo deshonor,
iguales ambos á la multitud corrompida que abomino; nos condenamos á
transmitir nuestro deshonor á seres inocentes, que no tienen culpa de
las equivocaciones cometidas antes de su nacimiento, y que entrarían
en el mundo con la vergüenza del que no tiene nombre.»

Besando la mano que Pepa abandonaba entre las suyas, prosiguió así:

«La presencia de dos personas que se escandalizan de mis palabras
no me impide manifestar lo que siento ahora. Para mí esta mujer
me pertenece, la considero mía por ley del corazón. Yo, que soy
subversivo, adoro en mí esta ley del corazón; pero cuando quiero
llevar mi anarquía desde la mente á la realidad, tiemblo y me
desespero. Quédese en la mente esta rebelión osada y no salga
de ella. Quien no puede transformar el mundo y desarraigar sus
errores, respételos. Quien no sabe dónde está el límite entre la
ley y la iniquidad, aténgase á la ley con paciencia de esclavo.
Quien sintiendo en su alma los gritos y el tumulto de una rebelión
que parece legítima, no sabe, sin embargo, poner una organización
mejor en el sitio de la organización que destruye, calle y sufra en
silencio.

--Todos somos esclavos de las leyes que rigen en nuestro
tiempo,--dijo el magistrado con entonación severa.

--Es verdad--añadió León, que parecía decir las cosas para que
sólo su amiga las oyera;--nuestro espíritu forma parte aún del
espíritu que las hizo, y si en esas leyes hay errores, tenemos la
responsabilidad de ellos y debemos aceptar sus consecuencias. Si todo
aquel que se siente herido por esta máquina en que vivimos tirase
á romperla sin reparar en que la mayoría se mueve holgadamente en
ella, ¡qué sería del mundo! Dejémonos herir y magullar, llorando
interiormente nuestra desgracia, y deseando vivir para cuando esté
hecha una máquina nueva. Y esta máquina nueva, no lo dudes, también
herirá á alguno, porque cada mejoramiento en la vida humana será la
señal de un malestar nuevo. Nuestro vivir es una aspiración, una sed
que se renueva en el momento de aplacarse. Si no pudiéramos concebir
de otro modo nuestra inmortalidad, la concebiríamos subyugados á cada
instante, y en los actos grandes ó pequeños, por la idea de lo mejor,
y seducidos por la belleza de ese horizonte que se llama perfección.
¡Si supieras tú, pobre mujer, lo que he batallado en mi pensamiento
después de lo que hablamos anoche!... Todos los imposibles que se
nos presentaron los examiné. ¡Podía tan fácilmente salir de este
laberinto escudándome con una moral abstracta, egoísta, que nadie
comprendería más que yo mismo y que aun yo mismo no podría formular
claramente...! Tú dispuesta á seguirme, un coche á la puerta,
todos los medios materiales de nuestra parte, ningún obstáculo,
arrojo bastante para soportar el fallo de los hombres... ¡Partir y
guarecernos en país extranjero!... ¡Ambos en descarada práctica de la
anarquía social: yo perseguido por una sombra, tú por un vivo, que en
todas partes y en toda ocasión alegaría el derecho que tiene sobre
tí; los dos sin razón contra nadie, y todos con razones mil contra
nosotros; tu hija creciendo y viviendo con este ejemplo execrable
ante sus inocentes ojos... Puestos á romper, es preciso romperlo
todo, no dejar lazo alguno que ate y consolide el mundo... También
pensé que aquí podía quedarme para calmar mis ansias con el placer
de sentirte cerca de mí, aunque no te viera ni te hablara. Pero esto
es también imposible. Si sigo cerca de tí, los dos á un tiempo y
sin darnos cuenta de ello, nos juntaremos. Un hombre aborrecido se
interpone, me ciego, no puedo reprimir el odio que me inspira y...
lo conozco, lo presiento... esto acabará con sangre. Si no me alejo
pronto, veré crecer esta especie de perversidad que en mí ha nacido
y que es... como una recóndita vocación del homicidio. Bajo esta
frialdad que razona, bullen en mí no sé qué fuerzas tumultuosas que
protestan aspirando á suprimir violentamente los obstáculos; pero me
espanto al reconocerme incapaz de fundar nada sólido, ni justo, ni
moral, sobre el atropello y la sangre. Me amparo á mi conciencia y
en ella me embarco para huir de tí. Huyo por no deshonrarte, por no
entristecer la juventud de tu hija querida.»

Sin mover su cabeza del hombro paternal, ni abrir los ojos, Pepa dijo
estas palabras llenas de amargo desaliento:

«Yo no sé razonar... Busco en mí el raciocinio, y á donde quiera que
miro dentro de mí no encuentro más que el corazón.»

Incorporóse, y abriendo á la luz, mas sin mirar á nadie, los
encendidos ojos, añadió:

«Me siento castigada... Al ver que no se rompe el grillete que me
une al infame, no puedo menos de recordar que yo tengo toda la
culpa, ¡yo, sí! porque en un momento de despecho me uní al bandido
con lazo eterno. ¡Horribles cosas hacemos, y luego nos espantamos
de las consecuencias! Yo me precipité en el mal, envileciéndome y
envileciendo á mi padre; yo hice del matrimonio una burla horrible
y criminal... ¿Por qué no esperé entonces? Me arrastró á casarme no
sé qué instinto de martirio. ¡Atroz vanidad del dolor que tiende á
aumentarse!... Después, cuando me he creído libre, ¿por qué viniste á
mí? Equivocados ambos, nos habíamos aprisionado con lazos distintos.
Cuando tú fuiste libre, yo me sentí de repente asida por la argolla
fatal... Yo esperé que habría una mano valiente que la rompiera.

--Para romperla es preciso matar á alguno,» dijo León prontamente.

Pepa calló.

«Yo soy la asesinada--afirmó tras lúgubre pausa, mirando al
suelo.--No: no me conformo con mi muerte, ya la llame desgracia, ya
la llame castigo... ¡Qué triste es esto de sacrificarse... sí, muy
triste!... aunque deba ser, aunque lo merezcamos... Veo delante de mí
á dos personas respetables, un padre, un juez. Pues ante ellos y ante
tí... ¡hombre mío!...»

Clavó sus ojos en él con expresión que no podía decirse si era de
cariño ó de rencor. Hinchó su pecho. Parecía que necesitaba beberse
todo el aire para decir:

«Hombre mío, ante estos dos y ante tí digo que este abandono...»

Se echó á llorar añadiendo puerilmente:

«...es una picardía.»

Oyóse después la voz reposada y persuasiva del magistrado que,
manteniendo esta vez en reposo su dedo, habló así:

«Reduzca usted á sus verdaderas dimensiones lo momentáneo para no
mirar más que lo eterno. El alma se engrandece con el dolor y hace de
éste una especie de majestad que reina en la conciencia.

--Es verdad--dijo León con tristeza.--Nuestras mismas heridas nos
revelan, doliéndonos, el secreto de una compensación inefable. Pepa,
querida amiga y esposa mía, esposa por una ley que no sé definir, que
no puedo aplicar, que no sé traer de ningún modo á la realidad, pero
que existe dentro de mí como el embrión de una verdad, de una santa
semilla, sepultada aún en las honduras de la conciencia, entra en
tí y te hallarás más noble y grande con tu dolor que con tu pasión
satisfecha... Tú eres religiosa, yo creo en el alma inmortal, en la
justicia eterna, en los fines de perfección, ¡breve catecismo, pero
grande y firme! Hemos caído; somos víctimas y mártires. El esperar no
tiene límites. Es un sentimiento que nos enlaza con lo desconocido y
nos llama desde lejos, embelleciendo nuestra vida y dándonos fuerza
para marchar y resistir. No cometamos el crimen de cortar este hilo
que nos atrae hacia un punto que no por estar lejano deja de verse,
sobre todo si los ojos de nuestra conciencia no están empañados.
Vence la desesperación, véncela, resígnate y espera.

--¡Esperar!... ¿No anunciaba yo que moriría esperando?--dijo Pepa con
amargura, repitiendo una idea antigua en ella.--¡Horrible castigo
mío, bien me decía el corazón que tu verdadero nombre es esperar!...
¿Y si muero?

--No importa.

--¡Que no importa!...» murmuró la mujer demostrando que el acalorado
espiritualismo de León no la convencía.

Quiso él decir algo más; pero sus argumentos se habían agotado,
las ideas de consuelo y de esperanza que sacaba de su mente se le
perdían, como armas inútiles que se quiebran entre las manos en el
fragor de un rudo combate. Ya no sabía qué decir. El sentimiento, que
rara vez se aplaca con las ideas y que León había tratado de someter
y encadenar, se sublevaba, reclamando su cetro despótico y su imperio
formidable... Se levantó.

«¿Ya?--dijo la dama espantada, volando hacia él con súbita expansión
del alma representada en los ojos.

--¡Maldito sea yo!--gritó León, rompiendo en ahogado
llanto.--Miserable ergotista estoy apuñalándome con mi lógica. Farsa
horrible de la idea, de la moral, de todo, no me tendrás.»

Pepa juntó las manos como el que reza para morir. Iba á decir algo
subversivo, profundamente subversivo que le salía del alma como la
lava del volcán... pero entró la criada que cuidaba á Monina. Venía
despavorida, temblando.

«¿Qué hay?--preguntó el Marqués.

--Allí está... allí...

--¿Quién?

--Un hombre... Ha entrado de repente... está besando á la niña.

--¡Oh, será él...!--exclamó Fúcar consternado.

--¡Él!

--Quedamos en que no vendría.

--¡Es él... él aquí!--grito León perdiendo de súbito la lógica,
la serenidad, las ideas, la razón, la prudencia, el llanto, y no
siendo más que un demente...--¡Que entre! ¡Se atreve á profanar esta
morada!... Me alegro que me encuentre aquí... ¡le arrojaré como á un
perro!»

Miró á la puerta... apareció en ella un hombre. Pepa, lanzando
desgarrador grito, cayó sin sentido. D. Pedro quiso enlazar con sus
fuertes brazos á León para aplacarle, y el anciano venerable corrió
indignado á detener al que estaba en la puerta.

«¡Por piedad, por todos los santos!...--exclamó D. Pedro.

--Atrás--gritó D. Justo;--no des un paso más.

--¿Qué buscas aquí?--dijo León con insolente desprecio.

--Vete--ordenó el magistrado á su sobrino.--¿Olvidas lo pactado?

--No: el pacto no rige aún--repuso el otro sin avanzar un paso,
mirando á León con la glacial fiereza de una bestia felina.--He
venido á ver á mi hija por última vez. No faltaré al compromiso si
los demás lo cumplen. No tengo interés en venir aquí con tal que no
estés tú.

--Te suplico que salgas,--dijo D. Pedro á Federico.

--Él primero.»

La imagen tétrica y sombría del que estaba en la puerta no se movía.

«Él primero,--repitió Federico.

--Sí: yo primero, monstruo; así debe ser.»

Al mismo tiempo D. Pedro y la criada acudían á Pepa, y alzándola en
sus brazos, la extendían sobre el sofá.

«Tú primero--repitió Cimarra, en quien el cinismo se obscureció un
momento para dar paso á un poco de dignidad.--Si así no fuera, yo...

--Sí: yo primero--afirmó León.--Es justo.»

Y dirigiéndose á la dama, que sin conocimiento reposaba pálida,
inerte, la contempló un rato. Mirando después á Cimarra, se inclinó
sobre Pepa, la besó en las mejillas con ardiente cariño, volvió á
mirar al de la puerta, y le dijo:

«Estafermo, mira cómo me despido de la que llamas tu mujer... Si esto
es crimen, mátame: tienes derecho á ello. ¿Has traído arma?

--Sí,» dijo lúgubremente Federico metiendo la mano en el bolsillo del
pecho.

Entonces pareció que de aquel sér abyecto, verdadero cadáver con
prestada existencia, brotaba súbitamente, como fuego fatuo que salta
sobre el estiércol, un chispazo de decoro, de energía, de dignidad.
Fuése derecho á su rival, la mano armada, la voz rugiente, la mirada
amenazante. León le esperó con calma. D. Pedro y el anciano sujetaron
á Federico impidiéndole todo movimiento. Forcejeando trabajosamente
con él lograron llevarle fuera. León entre tanto permanecía en medio
de la habitación con los brazos cruzados.

«¡Fuera de aquí!--gritaba el anciano á su sobrino.

--Yo me encargo del otro,» decía D. Pedro.

D. Justo Cimarra se llevó, casi á rastras, á Federico, y no
permitiéndole detenerse ni un momento, le sacó del palacio.

Con tanta firmeza como dolor salió León por la otra puerta.
Acompañóle Fúcar hasta la sala japonesa, donde le dejó arrojado en un
diván como cuerpo sin vida.

«Vete, vete de una vez y acaben estos afanes,» dijo, corriendo á
donde había quedado su hija.



XX

Final.


Largo rato estuvo allí León sin conciencia del tiempo que
transcurría. Lentamente volvieron sus alteradas facultades, si no
al reposo, á un estado en que les era posible la apreciación exacta
de los hechos. Se levantó para retirarse, y pasó de una sala á otra
buscando el camino del pórtico. Ya cerca de él se detuvo, creyendo
oir cuchicheo de visitantes. Torciendo el camino bajó por una
escalera que al paso encontró y que le condujo á la crujía baja. Por
allí quiso buscar la salida al jardín. Después de andar un rato por
los largos y tortuosos corredores de servicio, vió en el extremo de
ellos una puerta; empujóla.

Toda la sangre se le agolpó al corazón y sintió en su interior como
el golpe de una caída súbita al verse en la capilla, iluminada
por funerarias luces. Echó mano al sombrero, tendió la vista.
Sobrecogido, incapaz de movimiento, con la vida toda en suspenso,
permaneció un rato junto á la puerta, percibiendo en la vaguedad
de su estupor un montón de llamas rojizas y afiladas que, alargando
sus trémulas puntas hacia el techo, surgían de la cera derretida y
lloraban en chorros amarillos. En el centro y en la base de aquella
pirámide de luces estaba, como en el trono mismo del respeto, un
fúnebre objeto yacente. Ropas blancas, unas manos de mármol, eran lo
único que desde allí podía verse.

Llamó á sí todo su valor de hombre para acercarse. Antes de dar
un paso miró en derredor. No había nadie allí; no se sentía ni
siquiera el rumor de la respiración de un vivo junto á los fríos
despojos humanos, engalanados con la vestidura del negro tránsito y
custodiados por el silencio. La efigie de un adolescente pálido se
alzaba en el altar: sus ojos, pintados sobre la madera, medían de
un extremo á otro la capilla, observando á todo el que entraba, y
parecían decir: «¡Malvado, no la toques!»

León avanzó despacio, apagando el ruido de sus pasos para no sentirlo
él mismo. El respeto, la santidad del lugar, la espantosa vacilación
que sentía entre la idea de retroceder y la de acercarse, hiciéronle
pasar por distintos estados morales, ya de curiosidad anhelosa, ya
de miedo ó superstición, durante aquel viaje de veinte pasos desde
la puerta al centro de la capilla. Podría asegurarse que el temor le
detenía y la desgarradora curiosidad del temor mismo le empujaba.

Por fin la vió. Allí estaba, delante y bajo sus ojos, sobre el suelo,
al nivel de las pisadas humanas, esperando, por decirlo así, en los
umbrales del imperio del polvo, á que le señalaran sitio para el
descanso absoluto de lo inorgánico. Su espíritu, más bien egoísta que
generoso, había entrado ya quizás con gemido de sorpresa y temor en
la región ignota del saber de amores y de la apreciación exacta del
bien y del mal.

Una vez contemplada en el primer golpe de sorpresa y temor, la miró
más, oyendo el palpitar de sus propias sienes y la trepidación de
su sangre cual mugido de un mar cercano. Blanco hábito la cubría,
puesto por las amigas de devociones con severa elegancia. Sus anchos
pliegues corrían en líneas rectas del cuello á las plantas, sólo
interrumpidos por las manos de mármol que empuñaban un crucifijo.
Finísimo velo blanco le cubría el rostro, sin ocultarlo ni dejarlo
ver claramente, presentándolo vagoroso, esfuminado, lejano, entre
nieblas, como la imagen mal soñada que persiste en la retina de
los mal despiertos ojos. Hubiera querido verla mejor para apreciar
lo que restaba de una hermosura sin igual que la muerte había ido
cambiando en no sé qué flor mustia y violácea. En todo rostro, por
ciego y muerto que esté, hay siempre algo de mirada. León se sintió
visto desde el fondo de aquella cavidad fúnebre, ahondada por las
vaguedades de la gasa, y reconoció la mirada última, ya menos amorosa
que irónica.

Por su pensamiento pasaron las ideas más graves que asaltan al hombre
en los momentos culminantes de la vida, y consideró la distancia á
que estamos del verdadero bien, distancia que á medir no acierta la
idea y que no se sabe cómo ha de recorrerse... Cortó sus pensamientos
un ruido importuno y vulgar, una tos... Miró... La muerta y él
no estaban solos. Allá en el fondo de la capilla alguien velaba.
Era el clérigo pequeño, sentado en un banco, los ojos fijos en el
libro de rezo. León no pudo menos de admirar la fidelidad del amigo
espiritual, que habiendo sido dueño de la vida, quería ser custodio
de la muerte. Sin mover la cabeza, el italiano alzó los ojos y miró
á León un rato, fijamente, muy fijamente... Después los bajó para
seguir leyendo. En aquella blanda caída de la mirada sobre el libro
había el desdén más soberano que puede imaginarse. Paoletti, como si
nadie estuviera allí, siguió leyendo: _ego sum vermis et non homo,
opprobium hominum et abjectio plebis_.

¿Por qué al salir, no con menos respeto que al entrar, sintió el
hombre en su alma una consoladora tendencia á la serenidad? Había
visto cara á cara lo más pavoroso del mundo físico y del mundo
moral, y los combates que estas terribles perspectivas habían
provocado en su espíritu dejáronle rodeado de grandes y tristísimas
ruínas. _¡Impavidum ferient ruinæ_, que dijo el pagano! ¿Pero qué
le importaba estar vencido, solo, proscripto y mal juzgado, si
resplandecía en él la hermosa luz que arroja la conciencia cuando
está segura de haber obrado bien? Al entrar en su casa vacía,
encontró á su criado ocupado en hacer las maletas, conforme le había
mandado aquella tarde. Alegróse mucho éste al verle entrar, y como
León le preguntara la razón de tan grande contento, el fiel criado le
respondió:

«En casa de la señora Marquesa y en todas las casas donde le conocen
á usted decían que usted se pegaría un tiro esta noche. Lo daban por
tan seguro, que me eché á llorar.»

León sonrió con tristeza.

«Y al entrar en casa para hacer las maletas, lo primero que hice fué
esconder las pistolas, por si no pudiendo el señor matarse en otra
parte, se le antojaba matarse aquí.

--¿Dónde las has puesto? ¿Están cargadas?--preguntó León prontamente.

--¡Oh! ¡el señor se atreverá...!--exclamó el criado lleno de pavor.

--Tranquilízate, amigo--dijo el amo señalándose la frente;--esto no
se ha hecho para el suicidio... En cuanto á las pistolas, si están
cargadas, puedes arrojarlas á la calle para que las aproveche el
primer tonto que pase.

--¡Tirarlas!... son tan bonitas...

--O quédate con ellas. Guárdalas para cuando te cases.

--El señor olvida que soy casado.

--Pues para cuando enviudes.»



XXI

Del Marqués de Fúcar al Marqués de Onésimo.


    _Madrid 1.º de Diciembre._

Antes de salir de Londres para Hamburgo á comprarme las veinte
toneladas de tabaco, véndame usted todo lo de Riotinto y el
Consolidado Exterior. Comprar á escape _Gas de París_ y Mobiliario
Español. El empréstito, tercero que hace este año nuestro Tesoro, va
á maravilla. Necesito fondos en esa plaza para proponer al Gobierno
el pago de parte del cupón exterior á los tenedores ingleses, con
lo cual la operación se redondea aquí de un modo completo. Es
incalculable el beneficio de este anticipo. En lo demás, confirmo la
mía de 23 de Noviembre. No olvide usted mis instrucciones para sacar
partido de los almacenistas de tabaco en Hamburgo. Nada de timidez.
Como el negocio es bueno, no le importe á usted llegar á precios
exagerados.

Mi hija sigue bien; muy triste, muy sola, con mediana salud; pero
resignada y tranquila. No sale de Suertebella. Mona, cada día más
mona, le envía á usted tres besos.

El malvado ha cumplido su compromiso y no nos molesta para nada.
Se ha metido en Bolsa y me han dicho que acometiendo con serenidad
y tino las jugadas, hace una fortuna loca. La verdad es que
disposiciones no le faltan.

Le espera á usted para comer el pavo de Navidad en Suertebella su
afectísimo

    _P. Fúcar._

P. D. Si vuelve usted á ver á ese extravagante dele recuerdos míos,
pero nada más que míos.


Madrid, Diciembre de 1878.



FIN DE LA NOVELA



ÍNDICE DEL TOMO SEGUNDO


    SEGUNDA PARTE
    (Continuación)

                                                               Páginas.

    X.--Razón frente á pasión.                                        5

    XI.--Esperar.                                                    22

    XII.--Donde se trata de la hidalguía castellana, de las leyes
    morales, de todo lo que hay de más venerando, y de otras
    cosillas.                                                        34

    XIII.--Una figura que parece de Zurbarán y no es sino de Goya.   50

    XIV.--La revolución.                                             61

    XV.--¿Cortesana?                                                 84

    XVI.--El deshielo.                                               97


    TERCERA PARTE

    I.--Vuelve en sí.                                               125

    II.--¿Se morirá?                                                134

    III.--León Roch hace una visita que le parece mentira.          151

    IV.--Despedida.                                                 165

    V.--A almorzar.                                                 172

    VI.--El clérigo miente y el gallo canta.                        184

    VII.--Fuegos parabólicos.                                       195

    VIII.--Sorbete, jamón, cigarros, pajarete.                      207

    IX.--También yo despeino.                                       214

    X.--Latet anguis.                                               225

    XI.--Excesos del apostolado.                                    235

    XII.--La verdad.                                                252

    XIII.--La batalla.                                              262

    XIV.--Vulnerant omnes, ultima necat.                            289

    XV.--La sala _Increíble_.                                       300

    XVI.--Los imposibles.                                           315

    XVII.--Visitas de duelo.                                        336

    XVIII.--El cónyuge inocente.                                    344

    XIX.--Tres por dos.                                             363

    XX.--Final.                                                     380

    XXI.--Del Marqués de Fúcar al Marqués de Onésimo.               386





*** End of this LibraryBlog Digital Book "La familia de León Roch - Tomo 2" ***

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