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Title: El señor de Bembibre
Author: Carrasco, Enrique Gil y
Language: Spanish
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EL SEÑOR DE BEMBIBRE



[Ilustración]

  EL SEÑOR DE BEMBIBRE
  POR DON ENRIQUE GIL Y CARRASCO
  GIL-BLAS. RENACIMIENTO



COPYRIGHT 1920 BY «GIL-BLAS»



[Ilustración]

CAPÍTULO PRIMERO


En una tarde de Mayo de uno de los primeros años del siglo XIV,
volvían de la feria de San Marcos de Cacabelos, tres al parecer
criados de alguno de los grandes señores que entonces se repartían el
dominio del Bierzo. El uno de ellos, como de cincuenta y seis años
de edad, montaba una jaca gallega de estampa poco aventajada, pero
que a tiro de ballesta descubría la robustez y resistencia propias
para los ejercicios venatorios, y en el puño izquierdo cubierto con
su guante llevaba un neblí encaperuzado. Registrando ambas orillas
del camino, pero atento a su voz y señales, iba un sabueso de hermosa
raza. Este hombre tenía un cuerpo enjuto y flexible, una fisonomía
viva y atezada y en todo su porte y movimientos revelaba su ocupación
y oficio de montero.

Frisaba el segundo en los treinta y seis años y era el reverso de
la medalla, pues a una fisonomía abultada y de poquísima expresión,
reunía un cuerpo macizo y pesado, cuyos contornos de suyos poco
airosos, comenzaba a borrar la obesidad. El aire de presunción con
que manejaba un soberbio potro andaluz en que iba caballero, y la
precisión con que le obligaba a todo género de movimientos, le daban
a conocer como picador o palafrenero. Y el tercero, por último, que
montaba un buen caballo de guerra e iba un poco más lujosamente
ataviado, era un mozo de presencia muy agradable, de gran soltura y
despejo, de fisonomía un tanto maliciosa y en la flor de sus años.
Cualquiera le hubiera señalado sin dudar por escudero o paje de lanza
de algún señor principal.

Llevaban los tres conversación muy tirada, y como era natural,
hablaban de las cosas de sus respectivos amos elogiándolos a menudo y
entreverando las alabanzas con su capa correspondiente de murmuración:

—Dígote, Nuño—decía el palafrenero—, que nuestro amo obra como un
hombre, porque eso de dar la hija única y heredera de la casa de
Arganza a un hidalguillo de tres al cuarto, pudiendo casarla con un
señor tan poderoso, como el conde de Lemus, sería peor que asar la
manteca. ¡Miren que era acomodo un señor de Bembibre!

—Pero, hombre—replicó el escudero con sorna, aunque no fuesen
encaminadas a él las palabras del palafrenero—; ¿qué culpa tiene mi
dueño de que la doncella de tu joven señora me ponga mejor cara que
a ti para que le trates como a real de enemigo? Hubiérasle pedido
a Dios que te diese algo más de entendimiento y te dejase un poco
menos de carne, que entonces Martina te miraría con otros ojos, y no
vendría a pagar el amo los pecados del mozo.

Encendióse en ira la espaciosa cara del buen palafrenero que,
revolviendo el potro, se puso a mirar de hito en hito al escudero.
Este por su parte le pagaba en la misma moneda, y además se le reía
en las barbas; de manera que sin la mediación del montero Nuño, no
sabemos en qué hubiera venido a parar aquel coloquio en mal hora
comenzado.

—Mendo—le dijo al picador—, has andado poco comedido al hablar del
señor de Bembibre, que es un caballero principal a quien todo el
mundo quiere y estima en el país por su nobleza y valor, y te has
expuesto a las burlas, algo demasiadamente pesadas de Millán, que
sin duda cuida más de la honra de su señor que de la caridad a que
estamos obligados los cristianos.

—Lo que yo digo es que nuestro amo hace muy bien en no dar su hija a
don Álvaro Yáñez, y en que _velis nolis_ venga a ser condesa de Lemus
y señora de media Galicia.

—No hace bien tal—repuso el juicioso montero—, porque, sobre no tener
doña Beatriz en más estima al tal conde, que yo a un halcón viejo
y ciego, si algo le lleva de ventaja al señor de Bembibre, en lo
tocante a bienes, también se le queda muy atrás en virtudes y buenas
prendas, y, sobre todo, en la voluntad de nuestra joven señora, que
por cierto ha mostrado en la elección algo más discernimiento que tú.

[Ilustración]

—El señor de Arganza, nuestro dueño, a nada se ha obligado—replicó
Mendo—, y así que don Álvaro se vuelva por donde ha venido y toque
soleta en busca de su madre gallega.

—Cierto es que nuestro amo no ha empeñado palabra ni soltado prenda,
a lo que tengo entendido; pero en ese caso, mal ha hecho en recibir
a don Álvaro del mismo modo que si hubiese de ser su yerno, y en
permitir que su hija tratase a una persona que a todo el mundo
cautiva con su trato y gallardía, y de quien por fuerza se había
de enamorar una doncella de tanta discreción y hermosura como doña
Beatriz.

—Pues si se enamoró, que se desenamore—contestó el terco
palafrenero—; además, que no dejará de hacerlo en cuanto su padre
levante la voz, porque ella es humilde como la tierra, y cariñosa
como un ángel, la cuitada.

—Muy descaminado vas en tus juicios—respondió el montero—; yo la
conozco mejor que tú, porque la he visto nacer, y aunque por bien
dará la vida, si la violentan y tratan mal, sólo Dios puede con ella.

—Pero hablando ahora sin pasión y sin enojo—dijo Millán metiendo
baza—; ¿qué te ha hecho mi amo, Mendo, que tan enemigo suyo te
muestras? Nadie que yo sepa, habla así de él en esta tierra, sino tú.

—Yo no le tengo tan mala voluntad—contestó Mendo—, y si no hubiera
parecido por acá el de Lemus, le hubiera visto con gusto hacerse
dueño del cotarro en nuestra casa; pero, ¿qué quieres, amigo? Cada
uno arrima el ascua a su sardina, y conde por señor nadie lo trueca.

—Pero mi amo, aunque no sea conde, es noble y rico, y lo que es más,
sobrino del maestre de los templarios y aliado de la orden.

—Valientes herejes y hechiceros—exclamó entre dientes Mendo.

—¿Quieres callar, desventurado?—le dijo Nuño en voz baja, tirándole
del brazo con ira—. Si te lo llegasen a oir serían capaces de asparte
como a San Andrés.

—No hay cuidado—replicó Millán, a cuyo listo oído no se había
escapado una sola palabra, aunque dichas en voz baja—. Los criados de
don Álvaro nunca fueron espías, ni malintencionados, a Dios gracias,
que al cabo, los que andan alrededor de los caballeros siempre
procuran parecérseles.

—Caballero es también el de Lemus, y más de una buena acción ha hecho.

—Sí—respondió Millán—con tal que haya ido delante de gente para que
la pregonen en seguida. ¿Pero sería capaz tu ponderado conde de hacer
por su mismo padre lo que don Álvaro hizo por mí?

—¿Qué fué ello?—preguntaron a la vez los dos compañeros.

—Una cosa que no se me caerá a dos tirones de la memoria. Pasábamos
el puente viejo de Ponferrada, que, como sabéis, no tiene
barandillas, con una tempestad deshecha, y el río iba de monte a
monte bramando como el mar: de repente revienta una nube, pasa una
centella por delante de mi palafrén; encabrítase éste, ciego con
el resplandor, y sin saber cómo, ni cómo no, ¡paf! ambos vamos al
río de cabeza. ¿Qué os figuráis que hizo don Álvaro? Pues señor,
sin encomendarse a Dios ni al diablo, metió las espuelas a su
caballo y se tiró al río tras de mí. En poco estuvo que los dos
no nos ahogásemos. Por fin mi jaco se fué por el río abajo y yo
medio atolondrado salí a la orilla, porque él tuvo buen cuidado
de llevarme agarrado de los pelos. Cuando me recobré a la verdad,
no sabía cómo darle las gracias, porque se me puso un nudo en la
garganta y no podía hablar; pero él que lo conoció se sonrió y me
dijo: vamos, hombre, bien está; todo ello no vale nada; sosiégate,
y calla lo que ha pasado, porque si no, puede que te tengan por mal
jinete.

—¡Gallardo lance, por vida mía!—exclamó Mendo con un entusiasmo
que apenas podía esperarse de sus anteriores prevenciones y de
su linfático temperamento, y sin perder los estribos—. ¡Ah, buen
caballero! ¡Lléveme el diablo, si una acción como ésta no vale casi
tanto como el mejor condado de España! Pero a bien—continuó como
reportándose—que si no hubiera sido por su soberbio _Almanzor_, Dios
sabe lo que le hubiera sucedido... ¡Son muchos animales!—continuó,
acariciando el cuello de su potro con una satisfacción casi
paternal—; y dí, Millán, ¿qué fué del tuyo por último? ¿se ahogó el
pobrecillo?

—No—respondió Millán—: fué a salir un buen trecho más abajo y allí le
cogió un esclavo moro del Temple, que había ido a Pajariel por leña;
pero el pobre animal había dado tantos golpes y encontrones, que en
más de tres meses no fué bueno.

Con éstas y otras llegaron al pueblo de Arganza y se apearon en la
casa solariega de su señor, el ilustre don Alonso Ossorio.

[Ilustración]



[Ilustración]

CAPÍTULO II


Algo habrán columbrado ya nuestros lectores de la situación en que a
la sazón se encontraba la familia de Arganza y el señor de Bembibre,
merced a la locuacidad de sus respectivos criados. Sin embargo, por
más que las noticias que les deben no se aparten en el fondo de la
verdad, son tan incompletas, que nos obligan a entrar en nuevos
pormenores, esenciales en nuestro entender para explicar los sucesos
de esta lamentable historia.

Don Alonso Ossorio, señor de Arganza, había tenido dos hijos y una
hija; pero de los primeros murió uno antes de salir de la infancia,
y el otro murió peleando como bueno en su primer campaña contra los
moros de Andalucía. Así, pues, todas sus esperanzas habían venido a
cifrarse en su hija doña Beatriz, que entonces tenía pocos años, pero
que ya prometía tanta belleza como talento y generosa índole. Había
en su carácter una mezcla de la energía que distinguía a su padre y
de la dulzura y melancolía de doña Blanca de Balboa, su madre, santa
señora cuya vida había sido un vivo y constante ejemplo de bondad,
de resignación y de piedad cristiana. Aunque con la pérdida temprana
de sus dos hijos, su complexión, harto delicada por desgracia, se
había arruinado enteramente, no fué esto obstáculo para que en la
crianza esmerada de su hija emplease su instrucción poco común en
aquella época y fecundase las felices disposiciones de que la había
dotado pródigamente la naturaleza. Sin más esperanza que aquella
criatura tan querida y hermosa, sobre ella amontonaba su ternura,
todas las ilusiones del deseo y los sueños del porvenir. Así crecía
doña Beatriz como una azucena gentil y fragante al calor del cariño
maternal, defendida por el nombre y poder de su padre y cercada por
todas partes del respeto y amor de sus vasallos, que contemplaban
en ella una medianera segura para aliviar sus males y una constante
dispensadora de beneficios.

Los años en tanto pasaban rápidos, como suelen, y con ellos voló la
infancia de aquella joven tan noble, agraciada y rica, a quien por lo
mismo pensó buscar su padre un esposo digno de su clase y elevadas
prendas. En el Bierzo entonces no había más que dos casas cuyos
estados y vasallos estuviesen al nivel: una la de Arganza, otra la de
la antigua familia de los Yáñez, cuyos dominios comprendían la fértil
ribera de Bembibre y la mayor parte de las montañas comarcanas. Este
linaje había dado dos maestres al orden del Temple y era muy honrado
y acatado en el país. Por una rara coincidencia, a la manera que el
apellido Ossorio pendía de la frágil existencia de una mujer, el de
Yáñez estaba vinculado en la de un solo hombre no menos frágil y
deleznable en aquellos tiempos de desdicha y turbulencias. Don Álvaro
Yáñez y su tío don Rodrigo, maestre del Temple en Castilla, eran los
dos únicos miembros que quedaban de aquella raza ilustre y numerosa;
rama seca y estéril el uno, por su edad y sus votos, y vástago el
otro lleno de savia y lozanía que prometía larga vida y sazonados
frutos. Don Álvaro había perdido de niño a sus padres, y su tío, a
la sazón comendador de la orden, le había criado como cumplía a un
caballero tan principal, teniendo la satisfacción de ver coronados
sus trabajos y solicitud con el éxito más brillante. Había hecho
su primer campaña en Andalucía, bajo las órdenes de don Alonso
Pérez de Guzmán, y a su vuelta trajo una reputación distinguida,
principalmente a causa de los esfuerzos que hizo para salvar al
infante don Enrique de manos de la morisma. Por lo demás, la opinión
en que según nuestros conocidos del capítulo anterior le tenía el
país, y el rasgo contado por su escudero, darán a conocer mejor que
nuestras palabras, su carácter caballeresco y generoso.

El influjo superior de los astros parecía por todas estas razones
confundir el destino de estos dos jóvenes, y, sin embargo, debemos
confesar que don Alonso tuvo que vencer una poderosa repugnancia para
entrar en semejante plan. La estrecha alianza que los Yáñez tuvieron
siempre asentada con la Orden del Temple, estuvo mil veces para
desbaratar este proyecto de que iba a resultar el engrandecimiento de
dos casas esclarecidas y la felicidad de dos personas universalmente
estimadas.

Los templarios habían llegado a su período de riqueza y decadencia,
y su orgullo era verdaderamente insoportable a la mayor parte de los
señores independientes. El de Arganza lo había experimentado más de
una vez, y devorado su cólera en silencio, porque la Orden, dueña de
los castillos del país podía burlarse de todos, pero su despecho se
había convertido en odio hacia aquella milicia tan valerosa como sin
ventura. Afortunadamente ascendió a maestre provincial de Castilla
don Rodrigo Yáñez, y su carácter templado y prudente enfrenó las
demasías de varios caballeros y logró conciliarse la amistad de
muchos señores vecinos descontentos. De este número fué el primero
don Alonso, que no pudo resistirse a la cortés y delicada conducta
del maestre, y sin reconciliarse por entero con la Orden, acabó por
trabar con él sincera amistad. En ella se cimentó el proyecto de
entronque de ambas casas, si bien el señor de Arganza no pudo acallar
el desasosiego que le causaba la idea de que algún día sus deberes
de vasallo podrían obligarle a pelear contra una Orden, objeto ya
de celos y de envidia, pero de cuya alianza no permitía apartarse
el honor a su futuro yerno. Comoquiera, el poder de los templarios
y la poca fortaleza de la corona, parecían alejar indefinidamente
semejante contingencia, y no parecía cordura sacrificar a estos
temores la honra de su casa y la ventura de su hija.

Bien hubiera deseado don Alonso, y aun el maestre, que semejante
enlace se hubiese llevado a cabo prontamente, pero doña Blanca, cuyo
corazón era todo ternura y bondad, no quería abandonar a su hija
única en brazos de un hombre desconocido hasta cierto punto para
ella; porque creía, y con harta razón, que el conocimiento recíproco
de los caracteres y la consonancia de los sentimientos, son fiadores
más seguros de la paz y dicha doméstica que la razón de estado y
los cálculos de la conveniencia. Doña Blanca había penado mucho con
el carácter duro y violento de su esposo, y deseaba ardientemente
excusar a su hija los pesares que habían acibarado su vida. Así,
pues, tanto importunó y rogó que, al fin, hubo de recabar de su
noble esposo que ambos jóvenes se tratasen y conociesen sin saber el
destino que les guardaban. ¡Solicitud funesta, que tan amargas horas
preparaba para todos!

Este fué el principio de aquellos amores cuya espléndida aurora debía
muy en breve convertirse en un día de duelo y de tinieblas. Al poco
tiempo comenzó a formarse en Francia aquella tempestad, en medio de
la cual desapareció, por último, la famosa caballería del Temple.
Iguales nubarrones asomaron en el horizonte de España, y entonces los
temores del señor de Arganza se despertaron con increíble ansiedad,
pues harto conocía que don Álvaro era incapaz de abandonar en la
desgracia a los que habían sido sus amigos en la fortuna, y según el
giro que parecía tomar aquel ruidoso proceso, no era imposible que
su familia llegase a presentar el doloroso espectáculo que siempre
afea las luchas civiles. A este motivo, que en el fondo no estaba
desnudo de razón ni de cordura, se había agregado otro por desgracia
más poderoso, pero de todo punto contrario a la nobleza que hasta
allí no había dejado de resplandecer en las menores acciones de don
Alonso. El conde de Lemus había solicitado la mano de doña Beatriz,
por medio del infante don Juan, tío del rey don Fernando el IV, con
quien unían a don Alonso relaciones de obligación y amistad desde su
efímero reinado en León; y atento sólo a la ambición de entroncar su
linaje con uno tan rico y poderoso, olvidó sus pactos con el maestre
del Temple, y no vaciló en el propósito de violentar a su hija, si
necesario fuese, para el logro de sus deseos.

Tal era el estado de las cosas en la tarde que los criados de don
Alonso y el escudero de don Álvaro volvían de la feria de Cacabelos.
El señor de Bembibre y doña Beatriz, en tanto, estaban sentados en
el hueco de una ventana de forma apuntada, abierta por lo delicioso
del tiempo, que alumbraba a un aposento espléndidamente amueblado
y alhajado. Era ella de estatura aventajada, de proporciones
esbeltas y regulares, blanca de color, con ojos y cabello negros y
un perfil griego de extraordinaria pureza. La expresión habitual de
su fisonomía manifestaba una dulzura angelical, pero en su boca y
en su frente cualquier observador mediano hubiera podido descubrir
indicios de un carácter apasionado y enérgico. Aunque sentada, se
conocía que en su andar y movimientos debían reinar a la vez el
garbo, la majestad y el decoro, y el rico vestido, bordado de flores
con colores muy vivos, que la cubría, realzaba su presencia llena de
naturales atractivos.

Don Álvaro era alto, gallardo y vigoroso, de un moreno claro, ojos
y cabellos castaños, de fisonomía abierta y noble y sus facciones
de una regularidad admirable. Tenía la mirada penetrante y en sus
modales se notaba gran despejo y dignidad al mismo tiempo. Traía
calzadas unas grandes espuelas de oro, espada de rica empuñadura y
pendiente del cuello un cuerno de caza primorosamente embutido de
plata, que resaltaba sobre su exquisita ropilla obscura, guarnecida
de finas pieles. En una palabra, era uno de aquellos hombres
que en todo descubren las altas prendas que los adornan, y que,
involuntariamente, cautivan la atención y simpatía de quien los mira.

Estaba poniéndose el sol detrás de las montañas que parten términos
entre el Bierzo y Galicia, y las revestía de una especie de aureola
luminosa que contrastaba peregrinamente con sus puntos obscuros.
Algunas nubes de formas caprichosas y mudables sembradas acá y acullá
por un cielo hermoso y purísimo, se teñían de diversos colores según
las herían los rayos del sol. En los sotos y huertas de la casa
estaban floridos todos los rosales y la mayor parte de los frutales,
y el viento, que los movía mansamente, venía como embriagado
de perfumes. Una porción de ruiseñores y jilguerillos cantaban
melodiosamente, y era difícil imaginar una tarde más deliciosa. Nadie
pudiera creer, en verdad, que en semejante teatro iba a representarse
una escena tan dolorosa.

Doña Beatriz clavaba sus ojos errantes y empañados de lágrimas, ora
en los celajes del ocaso, ora en los árboles del soto, ora en el
suelo; y don Álvaro, fijos los suyos en ella, de hito en hito, seguía
con ansia todos sus movimientos. Ambos jóvenes estaban en un embarazo
doloroso sin atreverse a romper el silencio. Se amaban con toda la
profundidad de un sentimiento nuevo, generoso y delicado, pero nunca
se lo habían confesado. Los afectos verdaderos tienen un pudor y
reserva característicos, como si el lenguaje hubiera de quitarles
su brillo y limpieza. Esto cabalmente es lo que había sucedido con
don Álvaro y doña Beatriz, que embebecidos en su dicha, jamás habían
pensado en darle nombre, ni habían pronunciado la palabra amor. Y sin
embargo, esta dicha parecía irse con el sol que se ocultaba detrás
del horizonte, y era preciso apartar de delante de los ojos aquel
prisma falaz que hasta entonces les había presentado la vida como un
delicioso jardín.

Don Álvaro, como era natural, fué el primero que habló:

—¿No me diréis, señora—preguntó con voz grave y melancólica—, qué
da a entender el retraimiento de vuestro padre y mi señor para
conmigo? ¿Será verdad lo que mi corazón me está presagiando desde que
han empezado a correr ciertos ponzoñosos rumores sobre el conde de
Lemus? ¿De cierto, de cierto pensarían en apartarme de vos?—continuó,
poniéndose en pie con un movimiento muy rápido.

Doña Beatriz bajó los ojos y no respondió.

—¡Ah!, ¿conque es verdad?—continuó el apesarado caballero—; ¿y lo
será también—añadió con voz trémula—que han elegido vuestra mano para
descargarme el golpe?

Hubo entonces otro momento de silencio, al cabo del cual, doña
Beatriz levantó sus hermosos ojos bañados en lágrimas, y dijo con una
voz tan dulce como dolorida:

—También es cierto.

—Escuchadme, doña Beatriz—repuso él, procurando serenarse—. Vos no
sabéis todavía cómo os amo, ni hasta qué punto sojuzgáis y avasalláis
mi alma. Nunca hasta ahora os lo había dicho... ¿para qué había de
hacer una declaración que el tono de mi voz, mis ojos y el menor de
mis ademanes estaban revelando sin cesar? Yo he vivido en el mundo
solo y sin familia, y este corazón impetuoso no ha conocido las
caricias de una madre ni las dulzuras del hogar doméstico. Como un
peregrino he cruzado hasta aquí el desierto de mi vida; pero cuando
he visto que vos érais el santuario adonde se dirigían mis pasos
inciertos, hubiera deseado que mis penalidades fuesen mil veces
mayores para llegar a vos purificado y lleno de merecimientos. Era en
mí demasiada soberbia querer subir hasta vos, que sois un ángel de
luz, ahora lo veo; pero ¿quién, quién, Beatriz, os amará en el mundo
más que yo?

—¡Ah!, ninguno, ninguno—exclamó doña Beatriz retorciéndose las manos
y con un acento que partía las entrañas.

—¡Y sin embargo, me apartan de vos!—continuó don Álvaro—. Yo
respetaré siempre a quien es vuestro padre; nadie daría más honra a
su casa que yo, porque desde que os amo se han desenvuelto nuevas
fuerzas en mi alma, y toda la gloria, todo el poder de la tierra me
parece poco para ponerlo a vuestros pies. ¡Oh, Beatriz, Beatriz!,
cuando volví de Andalucía, honrado y alabado de los más nobles
caballeros, yo amaba la gloria porque una voz secreta parecía decirme
que algún día os adornaríais con sus rayos, pero sin vos que sois la
luz de mi camino, me despeñaré en el abismo de la desesperación, y me
volveré contra el mismo cielo.

—¡Oh Dios mío!—murmuró doña Beatriz—. ¿En esto habían de venir a
parar tantos sueños de ventura y tan dulces alegrías?

—Beatriz—exclamó don Álvaro—, si me amáis, si por vuestro reposo
mismo miráis, es imposible que os conforméis en llevar una cadena que
sería mi perdición y acaso la vuestra.

—Tenéis razón—contestó ella haciendo esfuerzos para serenarse—. No
seré yo quien arrastre esa cadena, pero ahora que por ventura os
hablo por la última vez y que Dios lee en mi corazón, yo os revelaré
su secreto. Si no os doy el nombre de esposo al pie de los altares
y delante de mi padre, moriré con el velo de las vírgenes; pero
nunca se dirá que la única hija de la casa de Arganza mancha con una
desobediencia el nombre que ha heredado.

—¿Y si vuestro padre os obligase a darle la mano?

—Mal le conocéis; mi padre nunca ha usado conmigo de violencia.

—¡Alma pura y candorosa, que no conocéis hasta dónde lleva a los
hombres la ambición! Y si vuestro padre os hiciese violencia, ¿qué
resistencia le opondríais?

—Delante del mundo entero diría: ¡no!

—¿Y tendríais valor para resistir la idea del escándalo y el bochorno
de vuestra familia?

Doña Beatriz rodeó la cámara con unos ojos vagarosos y terribles,
como si padeciese una violenta convulsión, pero luego se recobró casi
repentinamente, y respondió:

—Entonces pediría auxilio al Todopoderoso, y él me daría fuerzas;
pero, lo repito, o vuestra o suya.

El acento con que fueron pronunciadas aquellas cortas palabras
descubría una resolución que no habría fuerzas humanas para torcer.
Quedóse don Álvaro contemplándola como arrobado algunos instantes, al
cabo de los cuales le dijo con profunda emoción:

—Siempre os he reverenciado y adorado, señora, como a una criatura
sobrehumana, pero hasta hoy no había conocido el tesoro celestial que
en vos se encierra. Perderos ahora sería como caer del cielo para
arrastrarse entre las miserias de los hombres. La fe y la confianza
que en vos pongo es ciega y sin límites, como la que ponemos en Dios
en la hora de la desdicha.

—Mirad—respondió ella señalando el ocaso—; el sol se ha puesto, y es
hora ya de que nos despidamos. Id en paz y seguro, noble don Álvaro,
que si pueden alejaros de mi vista no les será tan llano avasallar mi
albedrío.

Con esto el caballero se inclinó, le besó la mano con mudo ademán,
y salió de la cámara a paso lento. Al llegar a la puerta volvió la
cabeza, y sus ojos se encontraron con los de doña Beatriz, para
trocar una larga y dolorosa mirada, que no parecía sino que había de
ser la última. En seguida se encaminó aceleradamente al patio, donde
su fiel Millán tenía del diestro al famoso _Almanzor_, y subiendo
sobre él salió como un rayo de aquella casa, donde ya sólo pensaba
en él una desdichada doncella, que en aquel momento, a pesar de su
esfuerzo, se deshacía en lágrimas amargas.

[Ilustración]



[Ilustración]

CAPÍTULO III


Cuando don Álvaro dejó el palacio de Arganza, entre el tumulto de
sentimientos que se disputaban su alma, había uno que cuadraba muy
bien con su despecho y amargura, y que de consiguiente a todos
se sobreponía. Era éste retar a combate mortal al conde Lemus, y
apartar de este modo el obstáculo más poderoso de cuantos mediaban
entre él y doña Beatriz a la sazón. Aquel mismo día le había dejado
en Cacabelos, con ánimo, al parecer de pasar allí la noche, y
recordándolo así este fué el camino que tomó; pero su escudero, que
en lo inflamado de sus ojos, en sus ademanes prontos y violentos y en
su habla dura y precipitada, conocía cuál podía ser su determinación
después de la anterior entrevista, cuyo sentido no se ocultaba a su
penetración, le dijo en voz bastante alta:

—Señor, el conde no está ya en Cacabelos, porque esta tarde, antes
de salir yo, llegó un correo del rey y le entregó un pliego que le
determinó a salir con la mayor diligencia, la vuelta de Lemus.

Don Álvaro, en medio de la agitación en que se encontraba, no pudo
ver sin enojo que el buen Millán se entrometiese de aquella suerte en
sus secretos pensamientos; así es que le dijo con rostro torcido:

—¿Quién le mete al señor villano en el ánimo de su señor?

Millán aguantó la descarga, y don Álvaro, como hablando consigo
propio, continuó:

—Sí, sí, un correo de la corte... y salir después con tanta priesa
para Galicia... Sin duda camina adelante la trama infernal...
Millán—dijo en seguida con un tono de voz enteramente distinto
del primero—, acércate y camina a mi lado. Ya nada tengo que
hacer en Cacabelos, y esta noche la pasaremos en el castillo de
Ponferrada—dijo torciendo el caballo y mudando de camino—; pero
mientras que allí llegamos, quiero que me digas qué rumores han
corrido por la feria acerca de los caballeros templarios.

—¡Extraños por vida mía, señor!—le replicó el escudero—: dicen que
hacen cosas terribles y ceremonias de gentiles, y que el Papa los
ha descomulgado allá en Francia, y que los tienen presos y piensan
castigarles; y en verdad que si es cierto lo que cuentan, sería muy
bien hecho; porque más son proezas de judíos y de gentiles que de
caballeros cristianos.

—¿Pero qué cosas y qué proezas son ésas?

—Dicen que adoran un gato y le rinden culto como a Dios, que reniegan
de Cristo, que cometen mil torpezas, y que por pacto que tienen con
el diablo hacen oro, con lo cual están muy ricos; pero todo esto lo
dicen mirando a los lados y muy callandito, porque todos tienen más
miedo al Temple que al enemigo malo.—Tras de esto el buen escudero
comenzó a ensartar todas las groseras calumnias que en aquella época
de credulidad y de ignorancia se inventaban para minar el poder del
Temple, y que ya habían comenzado a producir en Francia tan tremendos
y atroces resultados. Don Álvaro, que, pensando en descubrir algo de
nuevo en tan espinoso asunto, había escuchado al principio con viva
atención, cayó al cabo de poco tiempo en las cavilaciones propias
de su situación, y dejó charlar a Millán, que no por su agudeza y
rico ingenio estaba exento de la común ignorancia y superstición.
Sólo al llegar al puente sobre el Sil, que por las muchas barras de
hierro que tenía dió a la villa el nombre de _Ponsferrata_ con que en
las antiguas escrituras se la distingue, le advirtió severamente que
en adelante no sólo hablase con más comedimiento, sino que pensase
mejor de una Orden con quien tenía asentadas alianza y amistad, y no
acogiese las hablillas de un vulgo necio y malicioso. El escudero se
apresuró a decir que él contaba lo que había oído, pero que nada de
ello creía, en lo cual no daba por cierto un testimonio muy relevante
de veracidad; y en esto llegaron a la barbacana del castillo.
Tocó allí don Álvaro su cuerno, y después de las formalidades de
costumbre, porque en la milicia del Temple se hacía el servicio con
la más rigurosa disciplina, se abrió la puerta, cayó en seguida el
puente levadizo, y amo y escudero entraron en la plaza de armas.

Todavía se conserva esta hermosa fortaleza, aunque en el día sólo sea
ya el cadáver de su grandeza antigua. Su estructura tiene poco de
regular, porque a un fuerte antiguo, de formas macizas y pesadas, se
añadió por los templarios un cuerpo de fortificaciones más moderno,
en que la solidez y la gallardía corrían parejas; con lo cual quedó
privada de armonía, pero su conjunto todavía ofrece una masa atrevida
y pintoresca. Está situado sobre un hermoso altozano, desde el cual
se registra todo el Bierzo bajo, con la infinita variedad de sus
accidentes, y el Sil, que corre a sus pies para juntarse con el Boeza
un poco más abajo, parece rendirle homenaje.

Ahora ya no queda más del poderío de los templarios que algunos
versículos sagrados inscriptos en lápidas, tal cual símbolo de sus
ritos y ceremonias y la cruz famosa, terror de los infieles, sembrado
todo aquí y acullá en aquellas fortísimas murallas; pero en la época
de que hablamos era este castillo una buena muestra del poder de sus
poseedores. Don Álvaro dejó su caballo en manos de unos esclavos
africanos y, acompañado de dos aspirantes, subió a la sala maestral,
habitación magnífica con el techo y paredes escaqueados de encarnado
y oro, con ventanas arabescas, entapizada de alfombras orientales,
y toda ella, como pieza de aparato, adornada con todo el esplendor
correspondiente al jefe temporal y espiritual de una Orden tan
famosa y opulenta. Los aspirantes dejaron al caballero a la puerta,
después del acostumbrado _benedicite_, y uno, que hacía la guardia
en la antecámara, le introdujo al aposento de su tío. Era éste un
anciano venerable, alto y flaco de cuerpo, con barba y cabellos
blancos, y una expresión ascética y recogida, si bien templada por
una benignidad grandísima. Comenzaba a encorvarse bajo el peso de los
años, pero bien se echaba de ver que el vigor no había abandonado
aún aquellos miembros acostumbrados a las fatigas de la guerra y
endurecidos en los ayunos y vigilias. Vestía el hábito blanco de la
Orden, y exteriormente apenas se distinguía de un simple caballero.
El golpe que parecía amagar al Temple, y por otra parte los disgustos
que, según de algún tiempo atrás iba viendo claramente, debían
de abrumar a aquel sobrino querido, último retoño de su linaje,
esparcían en su frente una nube de tristeza, y daban a su fisonomía
un aspecto todavía más grave.

[Ilustración]

El maestre, que había salido al encuentro de don Álvaro, después
de haberle abrazado con un poco más de emoción de la acostumbrada,
le llevó a una especie de celda, en que de ordinario estaba, y
cuyos muebles y atavíos revelaban aquella primitiva severidad y
pobreza, en cuyos brazos habían dejado a la Orden Hugo de Paganis y
sus compañeros, y de que eran elocuente emblema los dos caballeros
montados en un mismo caballo. Don Rodrigo, así por el puesto que
ocupaba como por la austeridad peculiar a su carácter, quería dar
este ejemplo de humildad y de modestia. Sentáronse entrambos, en
taburetes de madera, a una tosca mesa de nogal, sobre la cual ardía
una lámpara enorme de cobre, y don Álvaro hizo al anciano una prolija
relación de todo lo acaecido, que éste escuchó con la mayor atención.

—En todo eso—respondió por último—estoy viendo la mano del que
degolló al niño Guzmán delante de los adarves de Tarifa, y a la
vista de su padre. El conde de Lemus está ligado con él, y otros
señores que sueñan con la ruina del Temple para adornarse con sus
despojos, y temiendo que tu enlace con una señora tan poderosa en
tierras y vasallos aumentaría nuestras fuerzas, harto temibles ya
para ellos en este país, han adulado la ambición de don Alonso, y
puesto en ejecución todas sus malas artes para separaros. ¡Pobre doña
Beatriz!—añadió con melancolía—. ¿Quién le dijera a su piadosa madre,
cuando con tanto afán y solicitud la criaba, que su hija había de ser
el premio de una cábala tan ruin?

—Pero, señor—repuso don Álvaro—, creéis que el señor de Arganza se
hará sordo a la voz del honor y de la naturaleza?

—A todo, hijo mío—contestó el templario—. La vanidad y la ambición
secan las fuentes del alma, y con ellas se aparta el hombre de Dios,
de quien viene la virtud y la verdadera nobleza.

—¿Pero no hay entre vos y él algún pacto formal?

—Ninguno. Menguado fué tu sino desde la cuna, don Álvaro, pues de
otra suerte no sucedería que doña Blanca, que en tan alta estima te
tiene, fuese causa ahora de tu pesar. Ella se opuso al principio a
vuestra unión, porque quiso que su hija te conociese antes de darte
su mano, y don Alonso, doblegando por la primera vez su carácter
altanero, cedió a las solicitudes de su esposa. Así, pues, aunque su
conciencia le condene, a nada podemos obligarle por nuestra parte.

—¿Conque es decir—exclamó don Álvaro—, que no me queda más camino que
el que la desesperación me señale?

—Te queda la confianza en Dios y en tu propio honor, de que a nadie
le es dado despojarte—respondió el maestre con voz grave entre
severa y cariñosa—. Además—continuó con más sosiego—, todavía hay
medios humanos, que tal vez sean poderosos a desviar a don Alonso de
la senda de perdición por donde quiere llevar a su hija. Yo no le
hablaré sino como postrer recurso, porque a pesar de mi prudencia,
tal vez se enconaría el odio de que nuestra noble Orden va siendo
objeto; pero mañana irás a Carracedo, y entregarás una carta al abad,
de mi parte. Su carácter espiritual podrá darle alguna influencia
sobre el orgulloso señor de Arganza, y espero que, si yo se lo pido,
no se lo negará a un hermano suyo. Su Orden y la mía nacieron en el
seno de San Bernardo, y de la santidad de su corazón recibieron sus
primeros preceptos. Dichosos tiempos en que seguíamos la bandera del
capitán invisible en demanda de un reino que no era de este mundo.

Don Álvaro, al oírle, se abochornó un poco, viendo que en el egoísmo
de su dolor se había olvidado de los pesares y zozobras que como una
corona de espinas rodeaban aquella cana y respetable cabeza. Comenzó
entonces a hablarle de los rumores que circulaban, y el anciano,
apoyándose en su hombro, bajó la escalera y le llevó al extremo de la
gran plaza de armas, cuyos muros dan al río.

La noche estaba sosegada y la luna brillaba en mitad de los cielos
azules y transparentes. Las armas de los centinelas vislumbraban
a sus rayos despidiendo vivos reflejos al moverse, y el río,
semejante a una franja de plata, corría al pie de la colina con un
rumor apagado y sordo. Los bosques y montañas estaban revestidos
de aquellas formas vagas y suaves con que suele envolver la luna
semejantes objetos, y todo concurría a desenvolver aquel germen de
melancolía que las almas generosas encuentran siempre en el fondo de
sus sentimientos. El maestre se sentó en un asiento de piedra que
había a cada lado de las almenas, y su sobrino ocupó el de enfrente.

—Tú creerás tal vez, hijo mío—le dijo—, que el poder de los
templarios, que en Castilla poseen más de veinticuatro encomiendas,
sin contar otros muchos fuertes de menos importancia; en Aragón
ciudades enteras, y en toda la Europa más de nueve mil casas y
castillos, es incontrastable, y que harto tiene la Orden en qué
fundar el orgullo y altanería con que generalmente se le da en rostro.

—Así lo creo—respondió su sobrino.

—Así lo creen los más de los nuestros—contestó el maestre—y por ello
el orgullo se ha apoderado de nosotros; el orgullo que perdió al
primer hombre y perderá a tantos de sus hijos. En Palestina hemos
respondido con el desdén y la soberbia a las quejas y envidia de los
demás, y el resultado ha sido perder la Palestina, nuestra Patria,
nuestra única y verdadera Patria. ¡Oh Jerusalén, Jerusalén, ciudad de
perfecto decoro, alegría de toda la tierra!—exclamó con voz solemne—;
en ti se quedó la fuerza de nuestros brazos, y al dejar a San Juan
de Acre, exhalamos el último suspiro. Desde entonces, peregrinos en
Europa, rodeados de rivales poderosos que codician nuestros bienes,
corrompidas nuestras humildes y modestas costumbres primitivas,
el mundo todo se va concitando en daño nuestro y hasta la tiara,
que siempre nos ha servido de escudo, parece inclinarse del lado
de nuestros enemigos. Nuestros hermanos gimen ya en Francia en los
calabozos de Felipe, y Dios sabe el fin que les espera. ¡Pero que se
guarden!—exclamó con voz de trueno—; allí nos han sorprendido, pero
aquí y en otras partes aprestados nos encontrarán a la pelea. El
Papa podrá disolver nuestra hermandad y esparcirnos por la haz de la
tierra, como el pueblo de Israel; pero para condenarnos nos tendrá
que oir, y el Temple no irá al suplicio bajo la vara de ninguna
potestad temporal como un rebaño de carneros.

Los ojos del maestre parecían lanzar relámpagos, y su fisonomía
estaba animada de un fuego y energía que nadie hubiera creído
compatible con sus cansados años.

El Temple tenía un imán irresistible para todas las imaginaciones
ardientes por su misteriosa organización, y por el espíritu vigoroso
y compacto que vigorizaba a un tiempo el cuerpo y los miembros de
por sí. Tras de aquella hermandad tan poderosa y unida, difícil era,
y sobre todo a la inexperiencia de la juventud, divisar más que
robustez y fortaleza indestructible, porque en semejante edad nada se
cree negado al valor y a la energía de la voluntad; así es que don
Álvaro no pudo menos de replicar:

—Tío y señor, ¿ese creéis que sea el premio reservado por el Altísimo
a la batalla de dos siglos que habéis sostenido por el honor de su
nombre? ¿Tan apartado le imagináis de vuestra casa?

—Nosotros somos—contestó el anciano—los que nos hemos desviado de
él, y por eso nos vamos convirtiendo en la piedra de escándalo y
de reprobación. Y yo—continuó con la mayor amargura—moriré lejos de
los míos, sin ampararlos con el escudo de mi autoridad, y la corona
de mis cansados días será la soledad y el destierro. Hágase la
voluntad de Dios; pero cualquiera que sea el destino reservado a los
templarios, morirán como han vivido, fieles al valor y ajenos a toda
indigna flaqueza.

A esta sazón la campana del castillo anunció la hora de recogimiento,
con lúgubres y melancólicos tañidos que, derramándose por aquellas
soledades y quebrándose entre los peñascos del río, morían a lo lejos
mezclados a su murmullo con un rumor prolongado y extraño.

—La hora de la última oración y del silencio—dijo el maestre—; vete a
recoger, hijo mío, y prepárate para el viaje de mañana. Acaso te he
dejado ver demasiado las flaquezas que abriga este anciano corazón;
pero el Señor también estuvo triste hasta la muerte, y dijo: «Padre,
si puede ser, pase de mi este cáliz». Por lo demás, no en vano soy el
maestre y padre del Temple en Castilla, y en la hora de la prueba,
nada en el mundo debilitará mi ánimo.

Don Álvaro acompañó a su tío hasta su aposento, y después de
haberle besado la mano, se encaminó al suyo, donde al cabo de mucho
desasosiego se rindió al sueño, postrado con las extrañas escenas y
sensaciones de aquel día.

[Ilustración]



[Ilustración]

CAPÍTULO IV


La caballería del templo de Salomón había nacido en el mayor fervor
de las cruzadas, y los sacrificios y austeridades que les imponía su
regla, dictada por el entusiasmo y celo ardiente de San Bernardo,
les habían granjeado el respeto y aplauso universal. Los templarios,
con efecto, eran el símbolo vivo y eterno de aquella generosa idea
que convertía hacia el sepulcro de Cristo los ojos y el corazón de
toda la cristiandad. En su guerra con los infieles, nunca daban ni
admitían tregua, ni les era lícito volver las espaldas aun delante
de un número de enemigos conocidamente superiores; así es que eran
infinitos los caballeros que morían en los campos de batalla. Al
desembarcar en el Asia los peregrinos y guerreros bisoños encontraban
la bandera del Temple, a cuya sombra llegaban a Jerusalén sin
experimentar ninguna de las zozobras de aquel peligroso viaje. El
descanso del monje y la gloria y pompa mundana del soldado les
estaban igualmente vedados, y su vida entera era un tejido de
fatigas y abnegación. Europa se había apresurado, como era natural,
a galardonar una Orden que contaba en su principio tantos héroes
como soldados, y las honras, privilegios y riquezas que sobre ella
comenzaron a llover, la hicieron en poco tiempo temible y poderosa,
en términos de poseer, como decía don Rodrigo, nueve mil casas y los
correspondientes soldados y hombres de armas.

Comoquiera, el tiempo que todo lo mina, la riqueza que ensoberbece
aun a los humildes, la fragilidad de la naturaleza humana, que al
cabo se cansa de los esfuerzos sobrenaturales, y, sobre todo, la
exasperación causada en los templarios por los desastres de la Tierra
santa, y las rencillas y desavenencias con los hospitalarios de San
Juan, llegaron a manchar las páginas de la historia del Temple,
limpias y resplandecientes al principio. Desde la altura a que los
habían encumbrado sus hazañas y virtudes, su caída fué grande y
lastimosa. Por fin perdieron a San Juan de Acre, y apagado ya el
fuego de las cruzadas a cuyo calor habían crecido y prosperado, su
estrella comenzó a amortiguarse, y la memoria de sus faltas, la
envidia que ocasionaban sus riquezas y los recelos que inspiraba su
poder, fué lo único que trajeron de Palestina, su Patria de adopción
y de gloria, a la antigua Europa, verdadero campo de soledad y
destierro para unos espíritus acostumbrados al estruendo de la guerra
y a la incesante actividad de los campamentos.

A decir verdad, los temores de los monarcas no dejaban de tener su
fundamento, porque los caballeros teutónicos acababan de arrojarse
sobre la Prusia con fuerzas menores y más escaso poder que los
Templarios, fundando un estado cuyo esplendor y fuerza han ido
aumentándose hasta nuestros días. Su número era indudablemente
reducido; pero su espíritu altivo y resuelto, su organización fuerte
y compacta, su experiencia en las armas y su temible caballería,
contrabalanceaban ventajosamente las fuerzas inertes y pesadas que
podía oponerles en aquella época la Europa feudal.

Para conjurar todos estos riesgos imaginó Felipe el Hermoso, rey
de Francia, la medida, política sin duda, de aspirar al maestrazgo
general de la orden, que todavía llevaba el nombre de ultramarino;
pero el desaire que recibió, junto con la codicia que le inspiró
la vista del tesoro del Temple en los días que le dieron amparo
contra una conmoción popular, acabó de determinar su alma vengativa
a aquella atroz persecución que tiznará eternamente su memoria.
El Papa, que, como único juez de una corporación eclesiástica,
debía oponerse a las ilegales invasiones de un poder temporal, no
se atrevía a contrariar al rey de Francia, temeroso de ver sujeta
a la residencia de un concilio general la vida y memoria de su
antecesor Bonifacio, como Felipe con toda vehemencia pretendía. De
aquí resultaba que muchas gentes, y en especial los eclesiásticos,
que veían la tibieza con que defendía la cabeza de la Iglesia la
causa de los Templarios, se inclinaban a lo peor, como generalmente
sucede, y de este modo las viles y monstruosas calumnias de Felipe
cada día adquirían más popularidad y consistencia entre una plebe
supersticiosa y feroz.

Aunque entre los Templarios españoles la continua guerra con los
sarracenos conservaba costumbres más puras y acendradas y daba a
su existencia un noble y glorioso objeto de que estaban privados
en Francia, también es cierto que los vicios consiguientes a la
constitución de la orden no dejaban de advertirse en nuestra patria.
Por otra parte, el Temple, en último resultado, era una orden
extranjera cuya cabeza residía en lejanos climas, al paso que a su
lado crecían en nombre y reputación las de Calatrava, Alcántara
y Santiago, plantas indígenas y espontáneas en el suelo de la
caballería española y capaces de llenar el vacío que dejaran sus
hermanos en los escuadrones cristianos. Toda comparación, pues, entre
unas órdenes y la otra debía perjudicar a la larga a los caballeros
del Temple, y, por otra parte, conociendo los estrechos vínculos de
su hermandad, difícil era separarlos de la responsabilidad de las
acusaciones de la corte de Francia. De manera que los Templarios
españoles, algo más respetados y un poco menos aborrecidos que los
de otros países, no por eso dejaban de ser objeto de la envidia y
codicia para los grandes y de aversión para los pequeños, perdiendo
sus fuerzas y prestigio en medio de la especie de pestilencia moral
que consumía sus entrañas.

Estas reflexiones que a riesgo de cansar a nuestros lectores hemos
querido hacer para explicar la rápida grandeza y súbita ruina del
orden del Temple, se habían presentado muchas veces al carácter
meditabundo y grave del maestre de Castilla, y sido causa de la
melancolía y abstraimiento que en él se notaba de mucho tiempo atrás;
pero la mayor parte de sus súbditos lo achacaban a la piedad un poco
austera que había distinguido siempre su vida. Don Álvaro, como
ya hemos indicado, más ardiente y menos reflexivo, no acertaba a
explicarse el desaliento de una persona tan valerosa y cuerda como su
tío, y así es que al día siguiente caminaba la vuelta de Carracedo,
algo más divertido en sus propias tristezas y zozobras que no
preocupado de los riesgos que amenazaban a sus nobles aliados. De la
plática que iba a tener con el abad de Carracedo pendían tal vez las
más dulces esperanzas de su vida, porque aquel prelado, como confesor
de la familia de Arganza, ejercía grande influjo en el ánimo de su
jefe. Por otra parte, su poder temporal le daba no poca consideración
y preponderancia, porque después de la bailía de Ponferrada, nadie
gozaba de más riquezas ni regía mayor número de vasallos que aquel
famoso monasterio.

Don Rodrigo caminaba, pues, combatido de mil opuestos sentimientos,
silencioso y recogido, sin hacer caso, ora por esto, ora por la poca
novedad que a sus ojos tenía, del risueño paisaje que se desplegaba
alrededor, a los primeros rayos del sol de mayo. A su espalda quedaba
la fortaleza de Ponferrada; por la derecha se extendía la dehesa de
Fuentes Nuevas, con sus hermosos collados plantados de viñas que
se empinaban por detrás de sus robles; por la izquierda corría el
río entre los sotos, pueblos y praderas que esmaltan su bendecida
orilla y adornan la falda de las sierras de la Aquiana, y al frente
descollaba por entre castaños y nogales, casi cubierta con sus copas
y en vergel perpetuo de verdura, la majestuosa mole del monasterio
fundado a la margen del Cúa por don Bernardo el Gotoso, y reedificado
y ensanchado por la piedad de don Alonso el emperador y de su
hermana doña Sancha. Cantaban los pájaros alegremente y el aire
fresco de la mañana venía cargado de aromas con las muchas flores
silvestres que se abrían para recibir las primeras miradas del padre
del día.

¡Delicioso espectáculo, en que un alma descargada de pesares no
hubiese dejado de hallar goces secretos y vivos!

Gracias a la velocidad de _Almanzor_, que don Álvaro había ganado en
la campaña de Andalucía de un moro principal a quien venció, pronto
se halló a la puerta del convento. Guardábanla dos como maceros, más
por decoro de la casa que no por custodia o defensa, que hicieron
al señor de Bembibre el homenaje correspondiente a su alcurnia; y
tirando uno de ellos del cordel de una campana, avisó la llegada de
tan ilustre huésped. Don Álvaro se apeó en el patio y, acompañado de
dos monjes que bajaron a su encuentro, y de los cuales el más entrado
en años le dió el ósculo de paz, pronunciando un versículo de la
Sagrada Escritura, se encaminó a la cámara de respeto en que solía
recibir el abad a los forasteros de distinción. Era ésta la misma
donde la infanta doña Sancha, hermana del emperador don Alonso, había
administrado justicia a los pueblos del Bierzo, derramando sobre
sus infortunios los tesoros de su corazón misericordioso: gracioso
aposento con ligeras columnas y arcos arabescos, con un techo de
primorosos embutidos al cual se subía por una escalera de piedra
adornada de un frágil pasamano. Una reducida pero elegante galería
le daba entrada, y recibía luz de una cúpula bastante elevada y de
algunos calados rosetones; todo lo cual, junto con los muebles ricos,
pero severos, que la decoraban, le daban un aspecto majestuoso y
grave.

Los religiosos dejaron en esta sala a don Álvaro por espacio de
algunos minutos, al cabo de los cuales entró el abad. Era éste un
monje como de cincuenta años, calvo, de facciones muy acentuadas,
pero en que se descubría más austeridad y rigor que no mansedumbre
evangélica; enflaquecido por los ayunos y penitencias, pero vigoroso
aún en sus movimientos. Se conocía a primera vista que su condición
austera y sombría, aunque recta y sana, le inclinaba más bien a
empuñar los rayos de la religión que no a cubrir con las alas de la
clemencia las miserias humanas. A pesar de todo, recibió a don Álvaro
con bondad y aun pudiéramos decir con efusión, atendido su carácter,
porque le tenía en gran estima, y después de los indispensables
cumplimientos se puso a leer la carta del maestre. A medida que la
recorría iban amontonándose nubarrones en su frente dura y arrugada,
tristes presagios para don Álvaro; hasta que, concluída, por último
le dijo con su voz enérgica y sonora:

—Siempre he estimado a vuestra casa: vuestro padre fué uno de los
pocos amigos que Dios me concedió en mi juventud, y vuestro tío es un
justo, a pesar del hábito que le cubre; pero ¿cómo queréis que yo me
mezcle ahora en negocios mundanos, ajenos a mis años y carácter, ni
que vaya a desconcertar un proyecto en que el señor de Arganza piensa
cobrar tanta honra para su linaje?

—Pero, padre mío—contestó don Álvaro—, la paz de vuestra hija de
penitencia, el amor que la tenéis, la delicadeza de mi proceder y tal
vez el sosiego de esta comarca son asuntos dignos de vuestro augusto
ministerio y del sello de santidad que ponéis en cuanto tocáis.
¿Imagináis que doña Beatriz encuentre gran ventura en brazos del
conde?

—Pobre paloma sin mancilla—repuso el abad con una voz casi
enternecida—: su alma es pura como el cristal del lago de Carucedo,
cuando en la noche se pintan en su fondo todas las estrellas del
cielo, y ese reguero de maldición acabará por enturbiar y amargar
este agua limpia y serena.

Quedáronse entrambos callados por un buen rato, hasta que el abad,
como hombre que adopta una resolución inmutable, le dijo:

—¿Seríais capaz de cualquier empresa por lograr a doña Beatriz?

—¿Eso dudáis, padre?—contestó el caballero—; sería capaz de todo lo
que no me envileciese a sus ojos.

—Pues entonces—añadió el abad—, yo haré desistir a don Alonso de sus
ambiciosos planes, con una condición: y es que os habéis de apartar
de la alianza de los templarios.

El rostro de don Álvaro se encendió en ira, y en seguida perdió
el color hasta quedarse como un difunto, en cuanto oyó semejante
proposición. Pudo sin embargo contenerse, y se contentó con
responder, aunque en voz algo trémula y cortada:

—Vuestro corazón está ciego, pues no ve que doña Beatriz sería la
primera en despreciar a quien tan mala cuenta daba de su honra: la
dicha siempre es menos que el honor. ¿Cómo queríais que faltase en la
hora del riesgo a mi buen tío y a sus hermanos? ¡Otra opinión creí
mereceros!

—Nunca estuvo la honra—respondió el abad con vehemencia—en contribuir
a la obra de tinieblas, ni en hacer causa común con los inicuos.

—¿Y sois vos—le preguntó el caballero con sentido acento—, vos, un
hijo de San Bernardo, el que habla en esos términos de sus hermanos?
¿Vos obscurecéis de esa manera la cruz que resplandeció en la
Palestina con tan gloriosos rayos, y que ha menguado en España las
lunas sarracenas? ¿Vos humilláis vuestra sabiduría hasta recoger las
hablillas de un vulgo fiero y maldiciente?

—¡Ah!—repuso el monje con el mismo calor, aunque con un acento
doloroso—; ¡pluguiera al cielo que sólo en boca de la plebe anduviese
el nombre del Temple! Pero el papa ve los desmanes del rey de
Francia sin fulminar sobre él los rayos de su poder, y ¿pensáis
que así abandonaría a sus hijos, no ha mucho tiempo de bendición,
si la inocencia no los hubiera abandonado antes? El jefe de la
iglesia, hijo mío, no puede errar, y si hasta ahora no ha recaído
ya el castigo sobre los delincuentes, culpa es de su corazón
benigno y paternal. ¡Oh dolor!—añadió levantando las manos y los
ojos al cielo—. ¡Oh vanidad de las grandezas humanas! ¿Por qué han
seguido los caminos de la perdición y de la soberbia, desviándose
de la senda humilde y segura que les señaló nuestro padre común?
Por su desenfreno acabamos de perder la Tierra Santa, y ya será
preciso pasar el arado sobre aquel alcázar a cuyo abrigo descansaba
alegre la cristiandad entera; pero se ha convertido ya en templo de
abominación.

Don Álvaro no pudo menos de sonreirse con desdén, y dijo:

—Mucho será que a tanto alcancen vuestras máquinas de guerra.

El abad le miró severamente, y sin hablar palabra le asió del brazo
y le llevó a una ventana. Desde ella se divisaba una colina muy
hermosa, sombreadas sus faldas de viñedo al pie de la cual corría
el Cúa, y cuya cumbre remataba no en punta, sino en una hermosa
explanada con el azul del cielo por fondo. Un montón confuso de
ruinas la adornaba: algunas columnas estaban en pie, aunque las más
sin capiteles: en otras partes se alcanzaba a descubrir algún lienzo
grande de edificio, cubierto de yedra, y todo el recinto estaba
rodeado aún de una muralla por donde trepaban las vides y zarzas.
Aquel «campo de soledad mustio collado» había sido el _Bergidum_
romano.

Bien lo sabía don Álvaro; pero el ademán del abad y la ocasión en que
le ponía delante aquel ejemplo de las humanas vanidades y soberbias
le dejó confuso y silencioso.

—Miradlo bien—le dijo el monje—, mirad bien uno de los grandes y
muchos sepulcros que encierran los esqueletos de aquel pueblo de
gigantes. También ellos en su orgullo e injusticia se volvieron
contra Dios como vuestros templarios. Id, pues, id como yo he ido en
medio del silencio de la noche, y preguntad a aquellas ruinas por la
grandeza de sus señores; id, que no dejarán de daros respuesta los
silbidos del viento y el aullido del lobo.

El señor de Bembibre, antes confuso, quedó ahora como anonadado y sin
contestar palabra.

—Hijo mío—añadió el monje—, pensadlo bien y apartaos, que aún es
tiempo; apartaos de esos desventurados, sin volver la vista atrás,
como el profeta que salía huyendo de Gomorra.

—Cuando vea lo que me decís—respondió don Álvaro con reposada
firmeza—, entonces tomaré vuestros consejos. Los templarios serán tal
vez altaneros y destemplados, pero es porque la injusticia ha agriado
su noble carácter. Ellos responderán ante el soberano pontífice y su
inocencia quedará limpia como el sol. Pero en suma, padre mío, vos
que veis la hidalguía de mis intenciones, ¿no haréis algo por el
bien de mi alma y por doña Beatriz, a quien tanto amáis?

—Nada—contestó el monje—: yo no contribuiré a consolidar el alcázar
de la maldad y del orgullo.

El caballero se levantó entonces y le dijo:

—Vos sois testigo de que me cerráis todos los caminos de paz. ¡Quiera
Dios que no os lo echéis en cara alguna vez!

—El cielo os guarde, buen caballero—contestó el abad—y os abra los
ojos del alma.—En seguida le fué acompañando hasta el patio del
monasterio y después de despedirle se volvió a su celda, donde se
entregó a tristes reflexiones.

[Ilustración]



[Ilustración]

CAPÍTULO V


Aunque don Álvaro no fundase grandes esperanzas en su entrevista
con el abad, todavía le causó sorpresa el resultado: flaqueza
irremediable del pobre corazón humano, que sólo a vista de la
realidad inexorable y fría, acierta a separarse del talismán que
hermosea y dulcifica la vida: la esperanza. El maestre por su parte
conocía harto bien el fondo de fanatismo que en el alma del abad de
Carracedo sofocaba un sin fin de nobles cualidades para no prever
el éxito; pero así para consuelo de su sobrino como por obedecer a
aquel generoso impulso que en las almas elevadas inclina siempre a la
conciliación y a la dulzura, había dado aquel paso. Iguales motivos
le determinaron a visitar al señor de Arganza, aunque la crítica
situación en que se encontraba la orden por una parte, y por otra la
conocida ambición de don Alonso, parecían deber retraerle de este
nuevo esfuerzo; pero la ternura de aquel buen anciano por el único
pariente que le quedaba, rayaba en debilidad, aunque exteriormente la
dejaba asomar rara vez.

Así, pues, un día de los inmediatos al suceso que acabamos de contar,
salió de la encomienda de Ponferrada con el séquito acostumbrado y se
encaminó a Arganza. La visita tuvo mucho de embarazosa y violenta,
porque don Alonso, deseoso de ahorrarse una explicación cordial
y sincera sobre un asunto en que su conciencia era la primera a
condenarle, se encerró en el coto de una cortesía fría y estudiada,
y el maestre, por su parte, convencido de que su resolución era
irrevocable, y harto celoso del honor de su Orden y de la dignidad
de su persona para abatirse a súplicas inútiles, se despidió para
siempre de aquellos umbrales que tantas veces había atravesado con el
ánimo ocupado en dulces proyectos.

Comoquiera, el señor de Arganza, un tanto alarmado con la intención
que parecía descubrir el afecto de don Álvaro hacia su hija, resolvió
acelerar lo posible su ajustado enlace a fin de cortar de raíz todo
género de zozobras. Poco temía de la resistencia de su esposa,
acostumbrado como estaba a verla ceder de continuo a su voluntad;
pero el carácter de la joven, que había heredado no poco de su propia
firmeza, le causaba alguna inquietud. Sin embargo, como hombre
de discreción, a par que de energía, contaba a un tiempo con el
prestigio filial y con la fuerza de su autoridad para el logro de su
propósito. Así, pues, una tarde que doña Beatriz, sentada cerca de
su madre, trabajaba en bordar un paño de iglesia que pensaba regalar
al monasterio de Villabuena, donde tenía una tía abadesa a la sazón,
entró su padre en el aposento, y diciéndola que tenía que hablarle de
un asunto de suma importancia, soltó la labor y se puso a escucharle
con la mayor modestia y compostura. Caíanla por ambos lados numerosos
rizos negros como el ébano, y la zozobra, que apenas podía reprimir,
la hacía más interesante. Don Alonso no pudo abstenerse de un cierto
movimiento de orgullo al verla tan hermosa, en tanto que a doña
Blanca, por lo contrario, se le arrasaron los ojos de lágrimas,
pensando que tanta hermosura y riqueza serían tal vez la causa de su
desventura eterna.

—Hija mía—la dijo don Alonso—, ya sabes que Dios nos privó de tus
hermanos, y que tú eres la esperanza única y postrera de nuestra casa.

—Sí, señor—respondió ella con su voz dulce y melodiosa.

—Tu posición, por consiguiente—continuó su padre—, te obliga a mirar
por la honra de tu linaje.

—Sí, padre mío, y bien sabe Dios que ni por un instante he abrigado
un pensamiento que no se aviniese con el honor de vuestras canas y
con el sosiego de mi madre.

—No esperaba yo menos de la sangre que corre por tus venas. Quería
decirte, pues, que ha llegado el caso de que vea logrado el fruto de
mis afanes y coronados mis más ardientes deseos. El conde de Lemus,
señor el más noble y poderoso de Galicia, favorecido del rey, y muy
especialmente del infante don Juan, ha solicitado tu mano, y yo se la
he concedido.

—¿No es ese conde el mismo—repuso doña Beatriz—que después de lograr
de la noble reina doña María el lugar de Monforte en Galicia,
abandonó sus banderas para unirse a las del infante don Juan?

—El mismo—contestó don Alonso poco satisfecho de la pregunta de su
hija—; y ¿qué tenéis que decir de él?

—Que es imposible que mi padre me dé por esposo un hombre a quien no
podría amar ni respetar tan siquiera.

—Hija mía—contestó don Alonso con moderación, porque conocía el
enemigo con quien se las iba a haber, y no quería usar de violencia
sino en el último extremo—, en tiempo de discordias civiles no es
fácil caminar sin caer alguna vez, porque el camino está lleno de
escollos y barrancos.

—Sí—replicó ella—, el camino de la ambición está sembrado de
dificultades y tropiezos; pero la senda del honor y la caballería
es lisa y apacible como una pradera. El conde de Lemus sin duda es
poderoso, pero aunque sé de muchos que le temen y odian, no he oído
hablar de uno que le venere y estime.

[Ilustración]

Aquel tiro, dirigido a la desalmada ambición del de Lemus, que sin
saberlo su hija venía a herir a su padre de rechazo, excitó su cólera
en tales términos que se olvidó de su anterior propósito, y contestó
con la mayor dureza:

—Vuestro deber es obedecer y callar y recibir el esposo que vuestro
padre os destine.

—Vuestra es mi vida—dijo doña Beatriz—y si me lo mandáis, mañana
mismo tomaré el velo en un convento; pero no puedo ser esposa del
conde de Lemus.

—Alguna pasión tenéis en el pecho, doña Beatriz—contestó su padre
dirigiéndola escrutadoras miradas—. ¿Amáis al señor de Bembibre?—le
preguntó de repente.

—Sí, padre mío—respondió ella con el mayor candor.

—Y ¿no os dije que le despidiérais?

—Y ya le despedí.

—Y ¿cómo no despedísteis también de vuestro corazón esa pasión
insensata? Preciso será que la ahoguéis entonces.

—Si tal es vuestra voluntad, yo la ahogaré al pie de los altares; yo
trocaré por el amor del esposo celeste el amor de don Álvaro, que por
su fe y su pureza era más digno de Dios, que no de mí, desdichada
mujer. Yo renunciaré a todos mis sueños de ventura; pero no le
olvidaré en brazos de ningún hombre.

—Al claustro iréis—respondió don Alonso—, fuera de sí de despecho, no
a cumplir vuestros locos antojos, no a tomar el velo de que os hace
indigna vuestro carácter rebelde, sino a aprender, en la soledad,
lejos de mi vista y de la de vuestra madre, la obediencia y el
respeto que me debéis.

Diciendo esto salió del aposento airado, y cerrando tras sí la puerta
con enojo, dejó solas a madre y a hija, que por un impulso natural y
espontáneo, se precipitaron una en brazos de la otra; doña Blanca,
deshecha en lágrimas, y doña Beatriz comprimiendo las suyas con
trabajo, pero llena interiormente de valor. En las almas generosas
despierta la injusticia fuerzas cuya existencia se ignoraba, y la
doncella lo sentía entonces. Había tenido bastante desprendimiento
y respeto para no representar a su padre, que si amaba a don Álvaro
era porque todo en un principio parecía indicarle que era el esposo
escogido por su familia; pero este silencio mismo contribuía a
hacerle sentir más vivamente su agravio. Lo que quebrantaba su
valor era el desconsuelo de su madre, que no cesaba un punto en sus
sollozos, teniéndola estrechamente abrazada.

—Hija mía, hija mía—dijo por fin en cuanto su congoja le dejó
hablar—, ¿cómo te has atrevido a irritarle de esa manera, cuando
nadie tiene valor para resistir sus miradas?

—En eso verá que soy su hija y que heredo el esfuerzo de su ánimo.

—¡Y yo, miserable mujer—exclamó doña Blanca haciendo los mayores
extremos de dolor—, que con mi necia prudencia te he alejado del
puerto de la dicha pudiendo ahora gozarte segura en la ribera!

—Madre mía—dijo la joven enjugando los ojos de su madre—; vos habéis
sido toda bondad y cariño para mí, y el día de mañana sólo está en la
mano de Dios; sosegaos, pues, y mirad por vuestra salud. El Señor nos
dará fuerzas para sobrellevar una separación, a mí sobre todo, que
soy joven y robusta.

La idea de la falta de su hija, que ni un solo día se había apartado
de su lado, y que había desaparecido por un momento, hizo volver a
la triste madre a todos sus extremos de amargura, en términos que
doña Beatriz tuvo que emplear todos los recursos de su corazón y de
su ingenio en apaciguarla. La anciana, que por su carácter suave
y bondadoso estaba acostumbrada a ceder en todas ocasiones y cuyo
matrimonio había comenzado por un sacrificio algo semejante, aunque
infinitamente menor que el que exigían de su hija, bien quisiera
indicarla algo, pero no se atrevía. Por último, al despedirse, le
dijo:—Pero, hija de mi vida, ¿no sería mejor ceder?

Doña Beatriz hizo un gesto muy expresivo, pero no respondió a su
madre; sino abrazándola y deseándole buen sueño.

[Ilustración]



[Ilustración]

CAPÍTULO VI


La escena que acabamos de describir causó mucho desasosiego en el
ánimo del señor de Arganza, porque harto claro veía ahora cuán hondas
raíces había echado en el ánimo de su hija aquella malhadada pasión
que así trastornaba todos sus planes de engrandecimiento. Poco
acostumbrado a la contradicción y mucho menos de parte de aquella
hija, dechado hasta entonces de sumisión y respeto, su orgullo se
irritó sobremanera, si bien en el fondo y como a despecho suyo
parecía a veces alegrarse de encontrar en una persona que tan de
cerca le tocaba, aquel valor noble y sereno y aquella elevación
de sentimientos. Sin embargo, atento antes que todo a conservar
ilesa su autoridad paternal, resolvió, al cabo de dos días, llevar
a doña Beatriz al convento de Villabuena, donde esperaba que el
recogimiento del lugar, el ejemplo vivo de obediencia que a cada
paso presenciaría, y sobre todo el ejemplo de su piadosa tía,
contribuirían a mudar las disposiciones de su ánimo.

Por secreto que procuró tener don Alonso el motivo de su
determinación, se traslució sobradamente en su familia y aun en
el lugar, y como todos adoraban a aquella criatura tan llena de
gracias y de bondad, el día de su partida fué uno de llanto y de
consternación generales. El mismo Mendo, el palafrenero que tan
inclinado se mostraba a favorecer los proyectos de su amo y a llevar
las armas de un conde, apenas podía contener las lágrimas. Don Alonso
daba a entender con la mayor serenidad posible, en medio del pesar
que experimentaba, que era ausencia de pocos días, y no llevaba más
objeto que satisfacer el deseo que siempre había manifestado la
abadesa de Villabuena de tener unos días en su compañía a su sobrina.
A todo el mundo decía lo contrario su corazón, y era trabajo en balde
el que el anciano señor se tomaba.

Doña Beatriz se despidió de su madre a solas y en los aposentos
más escondidos de la casa, y por esta vez ya no pudo sostenerla su
aliento: así fué que rompió en ayes y en gemidos tanto más violentos
cuanto más comprimidos habían estado hasta entonces. El corazón de
una madre suele tener en las ocasiones fuerzas sobrehumanas, y bien
lo mostró doña Blanca, que entonces fué la consoladora de su hija
y la que supo prestarle ánimo. Por fin doña Beatriz se desprendió
de sus brazos, y enjugándose las lágrimas bajó al patio, donde casi
todos los vasallos de su padre la aguardaban; sus hermosos ojos,
humedecidos todavía, despedían unos rayos semejantes a los del sol
cuando después de una tormenta atraviesan las mojadas ramas de los
árboles, y su talla majestuosa y elevada, realzada por un vestido
obscuro, la presentaba en todo el esplendor de su belleza. La mayor
parte de aquellas pobres gentes a quienes doña Beatriz había asistido
en sus enfermedades y socorrido en sus miserias, que siempre la
habían visto aparecer en sus hogares como un ángel de consuelo y de
paz, se precipitaron a su encuentro con voces y alaridos lamentables,
besándole unos las manos y otros la falda de su vestido. La doncella,
como pudo, se desasió suavemente de ellos, y subiendo en su
hacanea blanca, con ayuda del enternecido Mendo, salió del palacio
extendiendo las manos hacia sus vasallos y sin hablar palabra,
porque desde el principio se le había puesto un nudo en la garganta.

[Ilustración]

El aire del campo y su natural valor le restituyeron por fin un poco
de serenidad. Componían la comitiva su padre, que caminaba un poco
delante, como muestra de su enojo, aunque realmente por ocultar su
emoción; el viejo Nuño, caballero en su haca de caza, pero sin halcón
ni perro; el rollizo Mendo, que aquel día andaba desatentado, y su
criada Martina, joven aldeana, rubia, viva y linda, de ojos azules
y de semblante risueño y lleno de agudeza. Como con gran placer
suyo iba destinada a servir y a acompañar a su señora durante su
reclusión, no sabemos decir a punto fijo si era esto lo que más
influía en el malhumor del caballerizo que, a pesar de los celos y
disgustos que le daba con Millán, el paje de don Álvaro, tenía la
debilidad de quererla. Viendo, pues, doña Beatriz que habían entrado
en conversación, dijo al montero, que por respeto caminaba un poco
detrás:

—Acércate, buen Nuño, porque tengo que hablarte. Tú eres el criado
más antiguo de nuestra casa, y como a tal sabes cuánto te he
apreciado siempre.

—Sí, señora—contestó él con voz no muy segura—; ¿quién me dijera a mí
cuando os llevaba a jugar con mis halcones y perros, que habían de
venir días como estos?

—Otros peores vendrán, pobre Nuño, si los que me quieren bien no
me ayudan. Ya sabes de lo que se trata, y mucho me temo que la
indiscreta ternura de mi padre no me fuerce a tomar por esposo
un hombre de todos detestado. Si yo tuviera parientes a quienes
dirigirme, sólo de ellos solicitaría amparo; pero, por desgracia, soy
la última de mi linaje. Preciso será, pues, que él me proteja, me
entiendes; ¿te atreverías a llevarle una carta mía?

Nuño calló.

—Piensa—añadió doña Beatriz—que se trata de mi felicidad en esta vida
y quizá en la otra. ¿También tú serías capaz de abandonarme?

—No, señora—respondió el criado con resolución—; venga la carta,
que yo se la llevaré aunque hubiera de atravesar por medio de toda
la morería. Si el amo lo llega a saber me mandará azotar y poner en
la picota y me echará de casa, que es lo peor; pero don Álvaro, que
es el mismo pundonor y la misma bondad, no me negará un nicho en su
castillo para cuidar de sus halcones y gerifaltes. Y sobre todo, sea
lo que Dios quiera, que yo a buen hacer lo hago, y él bien lo ve.

Doña Beatriz, enternecida, le entregó la carta, y casi no tuvo tiempo
para darle las gracias, porque Mendo y Martina se le incorporaron en
aquel punto. Así, pues, continuaron en silencio su camino por las
orillas del Cúa, en las cuales estaba situado el convento de monjas
de San Bernardo, hermano en su fundación del de Carracedo, y en el
cual habían sido religiosas dos princesas de sangre real. El convento
ha desaparecido, pero el pueblo de Villabuena, junto al cual estaba,
todavía subsiste y ocupa una alegre y risueña situación al pie de
unas colinas plantadas de viñedo. Rodéanlo praderas y huertas llenas
las más de higueras y toda clase de frutales, y las otras cercadas
de frescos chopos y álamos blancos. El río le proporciona riego
abundante y fertiliza aquella tierra, en que la naturaleza parece
haber derramado una de sus más dulces sonrisas.

Al cabo de un viaje de hora y media se apeó la cabalgata delante del
monasterio, a cuya portería salió la abadesa, acompañada de la mayor
parte de la comunidad, a recibir a su sobrina. Las religiosas todas
la acogieron con gran amor, prendadas de su modestia y hermosura,
y don Alonso, después de una larga conversación con su cuñada,
se partió a escondidas de su hija, desconfiando de su energía y
resolución, harto quebrantada con las escenas de aquel día. Nuño
y Mendo se despidieron de su joven ama con más enternecimiento
del que pudiera esperarse de su sexo y educación. Aquellos fieles
criados, acostumbrados a la presencia de doña Beatriz, que como una
luz de alegría y contento parecía iluminar todos los rincones más
obscuros de la casa, conocían que con su ausencia, la tristeza y el
desabrimiento iban a asentar en ella sus reales. Conocían que don
Alonso se entregaría más frecuentemente a los accesos de su malhumor,
sin el suave contrapeso y mediación de su hija; y por otra parte,
no se les ocultaba que los achaques, ya habituales de doña Blanca,
agravados con el nuevo golpe, acabarían de obscurecer el horizonte
doméstico. Así, pues, entrambos caminaron sin hablar palabra detrás
de su amo, no menos adusto y silencioso que ellos; y al llegar a
Arganza, Mendo se fué a las caballerizas con el caballo de su señor
y el suyo, y Nuño, después de piensar su jaca y cenar, salió cerca
de media noche, con pretexto de aguardar una liebre en un sitio algo
lejano, y de amaestrar un galgo nuevo de excelente traza; pero en
realidad, para llegar a Bembibre a deshora y entregar con el mayor
recato la carta de doña Beatriz, que poco más o menos decía así:

«Mi padre me destierra de su presencia por vuestro amor, y yo
sufro contenta este destierro; pero ni vos ni yo debemos olvidar
que es mi padre, y, por lo tanto, si en algo tenéis mi cariño y
alguna fe ponéis en mis promesas, espero que no adoptaréis ninguna
determinación violenta. El primer domingo después del inmediato,
procurad quedaros de noche en la iglesia del convento, y os diré
lo que ahora no puedo deciros. Dios os guarde y os dé fuerzas para
sufrir.»

Nuño desempeñó con tanto tino como felicidad su delicado mensaje,
y sólo pudo hacerle aceptar don Álvaro una cadena de plata de que
colgar el cuerno de caza en los días de lujo, para memoria suya.
Por lo demás, el buen montero todavía tuvo tiempo para volver a su
aguardo y coger la liebre, que trajo triunfante a casa muy temprano,
deshaciéndose en elogios de su galgo.

[Ilustración]



[Ilustración]

CAPÍTULO VII


El medio de que el señor de Arganza se había valido para arrancar del
corazón de su hija el amor que tan firmes raíces había echado, no era
a la verdad el más a propósito. Aquella alma pura y generosa, pero
altiva, mal podía regirse con el freno del temor ni del castigo. Tal
vez la templanza y la dulzura hubieran recabado de ella cuanto la
ambición de su padre podía apetecer, porque la idea del sacrificio
suele ser instintiva en semejantes caracteres, y con más gusto
la acogen a medida que se presenta con más atavíos de dolor y de
grandeza; pero doña Beatriz, que según la exacta comparación del
abad se asemejaba a las aguas quietas y transparentes del lago azul
y sosegado de Carracedo, fácilmente se embravecía cuando la azotaba
su superficie el viento de la injusticia y dureza. La idea sola de
pertenecer a un tan mal caballero como el conde Lemus, y de ser el
juguete de una villana intriga, la humillaba en términos de arrojarse
a cualquier violento extremo por apartar de sí semejante mengua.

Por otra parte la soledad, la ausencia y la contrariedad, que bastan
para apagar inclinaciones pasajeras o culpables afectos, sólo
sirven de alimento y vida a las pasiones profundas y verdaderas.
Un amor inocente y puro acrisola el alma que le recibe, y por su
abnegación insensiblemente llega a eslabonarse con aquellos sublimes
sentimientos religiosos que en su esencia no son sino amor limpio
del polvo y fragilidades de la tierra. Si por casualidad viene la
persecución a adornarle con la aureola del martirio, entonces el
dolor mismo lo graba profundamente en el pecho, y aquella idea
querida llega a ser inseparable de todos los pensamientos, a la
manera que una madre suele mostrar predilección decidida al hijo
doliente y enfermo que no la dejó ni un instante de reposo.

Esto era cabalmente lo que sucedía con doña Beatriz. En el silencio
que la rodeaba se alzaba más alta y sonora la voz de su corazón, y
cuando su pensamiento volaba al que tiene en su mano la voluntad de
todos y escudriña con su vista lo más obscuro de la conciencia, sus
labios murmuraban sin saber aquel nombre querido. Tal vez pensaba
que sus oraciones se encontraban con las suyas en el cielo, mientras
sus corazones volaban uno en busca del otro en esta tierra de
desventuras, y entonces su imaginación se exaltaba hasta mirar sus
lágrimas y tribulaciones como otras tantas coronas que la adornarían
a los ojos de su amado.

Su tía, que también había amado y visto deshojarse en flor sus
esperanzas bajo la mano de la muerte, respetaba los sentimientos de
su sobrina y procuraba hacerle llevadero su cautiverio, dándole la
posible libertad y tratándola con el más extremado cariño, porque su
femenil agudeza le daba a entender claramente que sólo este proceder
podía emplearse con aquella naturaleza a un tiempo de león y de
paloma. La prudente señora quería dejar obrar la lenta medicina del
tiempo antes de arriesgar ninguna otra tentativa.

El día que doña Beatriz había señalado a don Álvaro en su carta,
estaba elegido con gran discreción, porque en él se celebraban
después de las vísperas los funerales de los regios patronos de
aquella santa casa, que comúnmente solían atraer numeroso concurso,
a causa de la limosna que se repartía; y de ordinario duraban hasta
de noche. Fácil le fué, por lo tanto, al caballero deslizarse a
favor de un disfraz de aldeano por entre el gentío y meterse en un
confesonario, donde se escondió como pudo, mientras los paisanos
del pueblo oían el sermón con la mayor atención. En las iglesias de
aquel país había, y hay aún en algunas, confesonarios cerrados por
delante con unas puertas de celosía, y más de una vez han sucedido
ocultaciones semejantes a la de nuestro caballero. Por fin, después
de acabados los oficios, la iglesia se fué desocupando, las monjas
rezaron sus últimas oraciones y el sacristán apagó las luces y salió
de la iglesia cerrando las puertas con sus enormes llaves.

Quedóse el templo en un silencio sepulcral y alumbrado por una sola
lámpara, cuya llama débil y oscilante, más que aclaraba los objetos
los confundía. Algunas cabezas de animales y hombres que adornaban
los capiteles de las columnas lombardas, parecían hacer extraños
gestos y visajes, y las figuras doradas de los santos de los altares,
en cuyos ojos reflejaban los rayos vagos y trémulos de aquella luz
mortuoria, parecían lanzar centelleantes miradas sobre el atrevido
que traía a la mansión de la religión y de la paz otros cuidados que
los del cielo. El coro estaba obscuro y tenebroso, y el ruido del
viento entre los árboles y el murmullo de los arroyos que venían de
fuera, junto con algún chillido de las aves nocturnas, tenían un eco
particular y temeroso debajo de aquellas bóvedas augustas.

Don Álvaro no era superior a su siglo, y en cualquiera otra ocasión,
semejantes circunstancias no hubiesen dejado de hacer impresión
profunda en su ánimo; pero los peligros reales que le cercaban si
era descubierto, el riesgo que corría en igual caso doña Beatriz,
el deseo de aclarar el enigma obscuro de su suerte, y, sobre todo,
la esperanza de oir aquella voz tan dulce, se sobreponían a toda
clase de temores imaginarios. Oyó, por fin, la campana interior del
claustro que tocaba a recogerse; luego voces lejanas como de gentes
que se despedían, pasos por aquí y acullá, abrir y cerrar puertas,
hasta que por último todo quedó en un silencio tan profundo como el
que le envolvía.

Salió entonces del confesonario y se acercó a la reja del coro
bajo, aplicando el oído con indecible ansiedad y engañándose a cada
instante creyendo percibir el leve sonido de los pasos y el crujido
de los vestidos de doña Beatriz. Por fin, una forma blanca y ligera
apareció en el fondo obscuro del coro, y adelantándose rápida y
silenciosamente, presentó a los ojos de don Álvaro, ya un poco
habituados a las tinieblas, los contornos puros y airosos de la hija
de Ossorio.

Más fácil le fué a ella distinguirle, porque el bulto de su cuerpo se
dibujaba claramente en medio de los rayos desmayados de la lámpara
que por detrás le herían. Adelantóse, pues, hasta la verja con el
dedo en los labios, como una estatua del silencio, que hubiese
cobrado vida de repente, y volviendo la cabeza como para dirigir una
postrera mirada al coro, preguntó con voz trémula:

—¿Soy vos don Álvaro?

—¿Y quién sino yo—respondió él—vendría a buscar vuestra mirada en
medio del silencio de los sepulcros? Me han dicho que habéis sufrido
mucho con la separación de vuestra madre, y aunque en esta obscuridad
no distingo bien vuestro semblante, me parece ver en él la huella del
insomnio y de las lágrimas. ¿No se ha resentido vuestra salud?

—No, a Dios gracias—respondió ella casi con alegría—, porque como
penaba por vos, el cielo me ha dado fuerzas. No sé si el llanto
habrá enturbiado mis ojos, ni si el pesar habrá robado el color de
mis mejillas; pero mi corazón siempre es el mismo. Pero somos unos
locos—añadió como recobrándose—en gastar así estos pocos momentos
que la suerte nos concede, y que sin gran peligro nuestro tal vez no
volverán en mucho tiempo. ¿Qué imagináis, don Álvaro, de haberos yo
llamado de esta suerte?

—He imaginado—respondió él—que leíais en mi alma y que con vuestra
piedad divina os compadecíais de mí.

—¿Y no habéis meditado algún proyecto temerario y violento? ¿No
habéis pensado en romper mis cadenas con vuestras manos atropellando
por todo?

Don Álvaro no respondió y doña Beatriz continuó con un tono que se
parecía al de la reconvención:—Ya veis que vuestro corazón no os
engañaba y que yo leía en él como en un libro abierto; pero sabed que
no basta que me améis, sino que me creáis y aguardéis noblemente.
No quiero que os volváis contra el cielo, cuya autoridad ejerce mi
padre, porque ya os dije que yo jamás mancharía mi nombre con una
desobediencia.

—¡Oh, Beatriz!—contestó don Álvaro con precipitación—, no me
condenéis sin oirme. Vos no sabéis lo que es vivir desterrado de
vuestra presencia; vos no sabéis, sobre todo, cómo despedaza mis
entrañas la idea de vuestros pesares, que yo, miserable de mí, he
causado sin tener fuerzas para ponerles fin. Cuando os veía dichosa
en vuestra casa, de todos acatada y querida, el mundo entero no me
parecía sino una fiesta sin término, una alegre romería adonde todos
iban a rendir gracias a Dios por el bien que su mano les vertía.
Cuando los pájaros cantaban por la tarde, sólo de vos me hablaban con
su música; la voz del torrente me deleitaba, porque vuestra voz era
la que escuchaba en ella, y la soledad misma parecía recogerse en
religioso silencio sólo para escuchar de mis labios vuestro nombre.
Pero ahora la naturaleza entera se ha obscurecido, las gentes pasan
junto a mí silenciosas y tristes, en mis ensueños os veo pasar por
un claustro tenebroso, con el semblante descompuesto y lleno de
lágrimas, y el cabello tendido; y el eco de la soledad que antes me
repetía vuestro nombre, sólo me devuelve ahora mis gemidos. ¿Qué
queréis? La desesperación me ha hecho acordar entonces de que era
noble, de que penabais por mí, de que tenía una espada y de que con
ella cortaría vuestras ligaduras.

—Gracias, don Álvaro—respondió ella enternecida—; veo que me amáis
demasiado; pero es preciso que me juréis aquí, delante de Dios, que a
nada os arrojaréis sin consentimiento mío. Sois capaz de sacrificarme
hasta vuestra fama; pero ya os lo he dicho: yo no desobedeceré a mi
padre.

—No puedo jurároslo, señora—respondió el caballero—, porque ya lo
estáis viendo: la persecución y la violencia han empezado por otra
parte, y tal vez sólo las armas podrán salvaros. Mirad que os pueden
arrastrar al pie del altar y allí arrancaros vuestro consentimiento.

—No creáis a mi padre capaz de tamaña villanía.

—Vuestro padre—replicó don Álvaro con cólera—tiene empeñada su
palabra, según dice, y además cree honraros a vos y a su casa.

—Entonces yo solicitaré una entrevista con el conde y le descubriré
mi pecho, y cederá.

—¿Quién, él? ¿ceder él?—contestó don Álvaro fuera de sí y con una voz
que retumbó en la iglesia—. ¡Ceder cuando justamente en vos estriban
todos sus planes! ¡Por vida de mi padre, señora, que sin duda estáis
loca!

La doncella se sobrepuso al susto que aquella voz le había causado, y
le dijo con dulzura, pero con resolución:

—En ese caso, yo os avisaré; pero hasta entonces, juradme lo que os
he pedido. Ya sabéis que nunca, nunca seré suya.

—¡Doña Beatriz!—exclamó de repente una voz detrás de ella.

—¡Jesús mil veces!—exclamó acercándose involuntariamente a la reja
mientras don Álvaro, maquinalmente, echaba mano a su puñal—. ¡Ah!
¿eres tú, Martina?—añadió, reconociendo a su fiel criada, que había
quedado de acecho, pero de la cual se había olvidado por entero.

—Sí, señora—respondió la muchacha—; y venía a deciros que las monjas
comenzarán a levantarse muy pronto, porque ya está amaneciendo.

—Preciso será, pues, que nos separemos—dijo doña Beatriz con un
suspiro—; pero nos separaremos para siempre si no me juráis por
vuestro honor lo que os he pedido.

—Por mi honor lo juro—respondió don Álvaro.

—Id, pues, con Dios, noble caballero; yo recurriré a vos si fuere
menester, y estad seguro de que nunca maldeciréis la hora en que os
confiasteis a mí.

Ama y criada se apartaron entonces con precipitación, y don Álvaro,
después de haberlas seguido con los ojos, se escondió de nuevo. A
poco rato las campanas del monasterio tocaron a la oración matutina
con regocijados sonidos, y el sacristán abrió las puertas de la
iglesia, dirigiéndose a la sacristía; por manera que don Álvaro pudo
salir sin ser visto. Encaminóse luego precipitadamente al monte,
donde Millán había pasado la noche con los caballos, y montando en
ellos, por sendas y veredas excusadas llegaron prontamente a Bembibre.

[Ilustración]



[Ilustración]

CAPÍTULO VIII


Cuantos días siguieron al encierro de doña Beatriz fueron
efectivamente para el señor de Bembibre todo lo penosos y desabridos
que le hemos oído decir, y aún algo más. Sin embargo, su natural
violento e impetuoso mal podía avenirse con un pesar desmayado y
apático, y día y noche había estado trazando proyectos a cuál más
desesperados. Unas veces pensaba en forzar a mano armada el asilo
pacífico de Villabuena al frente de sus hombres de armas en mitad
del día y con la enseña de su casa desplegada. Otras resolvía enviar
un cartel al conde de Lemus. Ya imaginaba pedir auxilio a algunos
caballeros templarios, y sobre todo al comendador Saldaña, alcaide
de Cornatel, que sin duda se hubieran prestado en odio del enemigo
común, y ya finalmente, aunque como relámpago fugaz, parto de la
tempestad que estremecía su alma, llegó a aparecérsele la idea de una
alianza con un jefe de bandidos y proscritos llamado el Herrero, que
de cuando en cuando se presentaba en aquellas montañas a la cabeza de
una cuadrilla de gentes, restos de las disensiones domésticas que
habían agitado hasta entonces la corona de Castilla.

Comoquiera, a cada una de estas quimeras salía al paso prontamente
ya la noble figura de doña Beatriz, indignada de su audacia;
ya el venerable semblante de su tío el maestre, que le daba en
rostro con los peligros que acarreaba a la orden; ya finalmente la
voz inexorable de su propio honor, que le vedaba otros caminos;
y entonces el caballero volvía a su lucha y a sus angustias,
temblando por su única esperanza y entregado a todos los vaivenes
de la incertidumbre. En tal estado sucedió la escena de que hemos
dado cuenta a nuestros lectores, y don Álvaro hubo de ceder en sus
desmandados propósitos, por ventura avergonzado de que la elevación
de ánimo de una sola y desamparada doncella así aleccionase su
impaciencia. De todas maneras aquella conversación que había
descorrido enteramente el velo y manifestado el corazón de su amante
en el lleno de su virtud y belleza, contribuyó no poco a sosegar su
espíritu, rodeado hasta allí de sombras y espantos.

Así se pasó algún tiempo sin que don Alonso hostigase a su hija,
siguiendo en esto los consejos de su mujer y de la piadosa abadesa;
y doña Beatriz, por su parte, sin quejarse de su situación y
convertida en un objeto de simpatía y de ternura para aquellas
buenas religiosas, que se hacían lenguas de su hermosura y apacible
condición. Gozaba, como hemos dicho, de bastante libertad y paseaba
por las huertas y sotos que encerraba la cerca del monasterio, y
su corazón llagado se entregaba con inefable placer a aquellos
indefinibles goces del espíritu que ofrece el espectáculo de una
naturaleza frondosa y apacible. Su alma se fortificaba en la soledad,
y aquella pasión pura en su esencia se purificaba y acendraba más y
más en el crisol del sufrimiento, ahondando sus raíces a manera de
un árbol místico en el campo del destierro y levantando sus ramas
marchitas en busca del rocío bienhechor de los cielos.

Esta calma, sin embargo, duró muy poco. El conde de Lemus volvió a
presentarse reclamando sus derechos, y don Alonso entonces intimó a
su hija su última e irrevocable resolución. Como este era un suceso
que forzosamente había de llegar, la joven no manifestó sorpresa ni
disgusto alguno, y se contentó con rogar a su padre que le dejase
hablar a solas con el conde, demanda a que no pudo menos de acceder.

Como nuestros lectores habrán de tratar un poco más de cerca a este
personaje en el curso de esta historia, no llevarán a mal que les
demos una ligera idea de él. Don Pedro Fernández de Castro, conde
de Lemus, y señor el más poderoso de toda Galicia, era un hombre a
quien venían por juro de heredad la turbulencia, el desasosiego y la
rebelión, pues sus antecesores, a trueque de engrandecer su casa, no
habían desperdiciado ocasión, entre las muchas que se les presentaron
cuando el trono glorioso de San Fernando se deslustró en manos de su
hijo y de su nieto con la sangre de las revueltas intestinas. Don
Pedro, por su parte, como venido al mundo en época más acomodada a
estos designios, pues alcanzó la minoría turbulenta de don Fernando
el Emplazado, aumentó copiosamente sus haciendas y vasallos con
la ayuda del infante don Juan, que entonces estaba apoderado del
reino de León, y sin reparar en ninguna clase de medios. Por aquel
tiempo fué cuando, con amenaza de pasarse al usurpador, arrancó a
la reina doña María la dádiva del rico lugar de Monforte con todos
sus términos, abandonándola en seguida y engrosando las filas de su
enemigo. Esta ruindad, que, por su carácter público y ruidoso, de
todos era conocida, tal vez no equivalía a los desafueros de que
eran teatro entonces sus extendidos dominios. Frío de corazón, como
la mayor parte de los ambiciosos; sediento de poder y riquezas con
que allanar el camino de sus deseos; de muchos temido, de algunos
solicitado y odiado del mayor número, su nombre había llegado a ser
un objeto de repugnancia para todas las gentes dotadas de algún
pundonor y bondad. A vueltas de tantos y tan capitales vicios no
dejaba de poseer cualidades de brillo: su orgullo desmedido se
convertía en valor siempre que la ocasión lo requería; sus modales
eran nobles y desembarazados, y no faltaba a los deberes de la
liberalidad en muchas circunstancias, aunque la vanidad y el cálculo
fuesen el móvil secreto de sus acciones.

Este era el hombre con quien debía unir su suerte doña Beatriz.
Cuando llegó el día de la entrevista se adornó uno de los locutorios
del convento con esmero para recibir a un señor tan poderoso y
presunto esposo de una parienta inmediata de la superiora. La
comitiva del conde, con don Alonso y algún otro hidalguillo del país,
ocupaban una pieza algo apartada, mientras él, sentado en un sillón
a la orilla de la reja, aguardaba con cierta impaciencia, y aun
zozobra, la aparición de doña Beatriz.

Llegó, por fin, ésta acompañada de su tía y ataviada como aquel caso
lo pedía, y haciendo una ligera reverencia al conde se sentó en otro
sillón destinado para ella en la parte de adentro de la reja. La
abadesa, después de corresponder al cortés saludo y cumplimientos del
caballero, se retiró, dejándolos solos. Doña Beatriz, entretanto,
observó con cuidado el aire y facciones de aquel hombre que tantos
disgustos le había acarreado y que tantos otros podía acarrearle
todavía. Pasaba de treinta años, y su estatura era mediana, su
semblante de cierta regularidad; carecía, sin embargo, de atractivo,
o por mejor decir repulsaba por la expresión de ironía que había
en sus labios delgados, revestidos de cierto gesto sardónico; por
el fuego incierto y vagaroso de sus miradas, en que no asomaba
ningún vislumbre de franqueza y lealtad, y, finalmente, por su
frente altanera y ligeramente surcada de arrugas, rastro de pasiones
interesadas y rencorosas, no de la meditación ni de los pesares.
Venía cubierto de un rico vestido y traía al cuello, pendiente de una
cadena de oro, la cruz de Santiago. Habíase quedado en pie y con los
ojos fijos en aquella hermosa aparición, que, sin duda, encontraba
superior a los encarecimientos que le habían hecho. Doña Beatriz le
hizo un ademán lleno de nobleza para que se sentase.

—No haré tal, hermosa señora—respondió él cortésmente—, porque
vuestro vasallo nunca querría igualarse con vos, que en todos los
torneos del mundo seríais la reina de la hermosura. ¡Ojalá fuérais
igualmente la de los amores!

—Galán sois—respondió doña Beatriz—y no esperaba yo menos de un
caballero tal; pero ya sabéis que las reinas gustamos de ser
obedecidas, y así espero que os sentéis. Tengo, además, que deciros
cosas en que a entrambos nos va mucho—añadió con la mayor seriedad.

[Ilustración]

El conde se sentó no poco cuidadoso, viendo el rumbo que parecía
tomar la conversación, y doña Beatriz continuó:

—Excusado es que yo os hable de los deberes de la caballería y os
diga que os abro mi pecho sin reserva. Cuando habéis solicitado mi
mano sin haberme visto y sin averiguar si mis sentimientos me hacían
digna de semejante honor, me habéis mostrado una confianza que sólo
con otra igual puedo pagaros. Vos no me conocéis y por lo mismo no me
amáis.

—Por esta vez habéis de perdonar—repuso el conde—. Cierto es que no
habían visto mis ojos el milagro de vuestra hermosura, pero todos se
han conjurado a ponderarla, y vuestras prendas, de nadie ignoradas en
Castilla, son el mayor fiador de la pasión que me inspiráis.

Doña Beatriz, disgustada de encontrar la galantería estudiada del
mundo, donde quisiera que sólo apareciese la sinceridad más absoluta,
respondió con firmeza y decoro:

—Pero yo no os amo, señor conde, y creo bastante hidalga vuestra
determinación para suponer que sin el alma no aceptaríais la dádiva
de mi mano.

—¿Y por qué no, doña Beatriz?—repuso él con su fría y resuelta
urbanidad—: cuando os llaméis mi esposa, comprenderéis el dominio que
ejercéis en mi corazón, me perdonaréis esta solicitud, tal vez harto
viva, con que pretendo ganar la dicha de nombraros mía, y acabaréis,
sin duda, por amar a un hombre cuya vida se consagrará por entero a
preveniros por todas partes deleites y regocijos, y que encontrará
sobradamente pagados sus afanes con una sola mirada de esos ojos.

Doña Beatriz comparaba en su interior este lenguaje artificioso,
en que no vibraba ni un solo acento del alma, con la apasionada
sencillez y arrebato de las palabras de su don Álvaro. Conoció que su
suerte estaba echada irrevocablemente, y entonces, con una resolución
digna de su noble energía, respondió:

—Yo nunca podré amaros, porque mi corazón ya no es mío.

Tal era en aquel tiempo el rigor de la disciplina doméstica, y tal
la sumisión de las hijas a la voluntad de los padres, que el conde
se pasmó al ver lo profundo de aquel sentimiento, que así traspasaba
los límites del uso en una doncella tan compuesta y recatada. Algo
sabía de los desdichados amores que ahora empezaban a servir de
estorbo en su ambiciosa carrera; pero acostumbrado a ver ceder todas
las voluntades delante de la suya, se sorprendía de hallar un enemigo
tan poderoso en una mujer tan suave y delicada en la apariencia. Con
todo, su perseverancia nunca había retrocedido delante de ningún
género de obstáculos; así es que recobrándose prontamente, respondió,
no sin un ligero acento sardónico que toda su disimulación no fué
capaz de ocultar:

—Algo había oído decir de esa extraña inclinación hacia un hidalgo de
esta tierra; pero nunca pude creer que no cediese a la voz de vuestro
padre y a los deberes de vuestro nacimiento.

—Ese a quien llamáis con tanto énfasis hidalgo—respondió doña Beatriz
sin inmutarse—es un señor no menos ilustre que vos. La nobleza de
su estirpe sólo tiene por igual la de sus acciones, y si mi padre
juzga que tan reprensible es mi comportamiento, no creo que os haya
delegado a vos su autoridad, que sólo en él acato.

Quedóse pensativo el conde un rato, como si en su alma luchasen
encontrados afectos, hasta que en fin, sobreponiéndose a todo, según
suele suceder, la pasión dominante, respondió con templanza y con un
acento de fingido pesar:

—Mucho me pesa, señora, de no haber conocido más a fondo el estado
de vuestro corazón; pero bien veis que habiendo llevado tan adelante
este empeño, no fuera honra de vuestro padre ni mía exponernos a las
malicias del vulgo.

—¿Quiere decir—replicó doña Beatriz con amargura—que yo habré de
sacrificarme a vuestro orgullo? ¿De ese modo amparáis a una dama
afligida y menesterosa? ¿Para eso traéis pendiente del cuello ese
símbolo de la caballería española? Pues sabed—añadió con una mirada
propia de una reina ofendida—que no es así como se gana mi corazón.
Id con Dios, y que el cielo os guarde, porque jamás nos volveremos a
ver.

El conde quiso replicar, pero le despidió con un ademán altivo que
le cerró los labios, y levantándose se retiró paso a paso y como
desconcertado más que por el justo arranque de doña Beatriz, por
la voz de su propia conciencia. Sin embargo, la presencia de don
Alonso y de los demás caballeros restituyó bien presto su espíritu
a sus habituales disposiciones, y declaró que por su parte ningún
género de obstáculo se oponía a la dicha que se imaginaba entre los
brazos de una señora dechado de discreción y de hermosura. El señor
de Arganza, al oírlo, y creyendo tal vez que las disposiciones de su
hija hubiesen variado, entró en el locutorio apresuradamente.

Estaba la joven todavía al lado de la reja, con el semblante
encendido y palpitante de cólera; pero al ver entrar a su padre, que
a pesar de sus rigores era en todo extremo querido a su corazón, tan
terribles disposiciones se trocaron en un enternecimiento increíble,
y con toda la violencia de semejantes transiciones se precipitó de
rodillas delante de él, y extendiendo las manos por entre las barras
de la reja y vertiendo un diluvio de lágrimas, le dijo con la mayor
angustia:

—¡Padre mío, padre mío! ¡no me entreguéis a ese hombre indigno, no
me arrojéis en brazos de la desesperación y del infierno! ¡Mirad que
seréis responsable delante de Dios de mi vida y de la salvación de mi
alma!

Don Alonso, cuyo natural franco y sin doblez no comprendía el
disimulo del conde, llegó a pensar que su discreción y tino cortesano
habían dado la última mano a la conversación de su hija, y aunque
no se atrevía a creerlo, semejante idea se había apoderado de su
espíritu mucho más de lo que podía esperarse de tan corto tiempo.
Así, pues, fué muy desagradable su sorpresa viendo el llanto y
desolación de doña Beatriz. Sin embargo, le dijo con dulzura:

—Hija mía, ya es imposible volver atrás; si este es un sacrificio
para vos, coronadlo con el valor propio de vuestra sangre y
resignaos. Dentro de tres días os casaréis en la capilla de nuestra
casa con toda la pompa necesaria.

—¡Oh, señor!, ¡pensadlo bien!, ¡dadme más tiempo tan siquiera!...

—Pensado está—respondió don Alonso—, y el término es suficiente para
que cumpláis las órdenes de vuestro padre.

Doña Beatriz se levantó entonces, y apartándose los cabellos con
ambas manos de aquel rostro divino, clavó en su padre una mirada de
extraordinaria intención, y le dijo con voz ronca:

—Yo no puedo obedeceros en eso, y diré «no» al pie de los altares.

—¡Atrévete, hija vil!—respondió el señor de Arganza fuera de sí de
cólera y de despecho—, y mi maldición caerá sobre tu rebelde cabeza y
te consumirá como fuego del cielo. Tú saldrás del techo paterno bajo
su peso, y andarás como Caín, errante por la tierra.

Al acabar estas tremendas palabras se salió del locutorio, sin volver
la vista atrás, y doña Beatriz, después de dar dos o tres vueltas
como una loca, vino al suelo con un profundo gemido. Su tía y las
demás monjas acudieron muy azoradas al ruido, y ayudadas de su fiel
criada la transportaron a su celda.

[Ilustración]



[Ilustración]

CAPÍTULO IX


El parasismo de la infeliz señora fué largo y dió mucho cuidado a
sus diligentes enfermeras; pero al cabo cedió a los remedios, y
sobre todo a su robusta naturaleza. Un rato estuvo mirando alrededor
con ojos espantados, hasta que poco a poco y a costa de un grande
esfuerzo, manifestó la necesaria serenidad para rogar que la dejasen
sola con su criada por si algo se la ofrecía. La abadesa, que conocía
muy bien la índole de su sobrina, enemiga de mostrar ninguna clase
de flaqueza a los ojos de los demás, se apresuró a complacerla,
diciéndole algunas palabras de consuelo y abrazándola con ternura.

A poco de haber salido las monjas, doña Beatriz se levantó de la cama
en que la habían reclinado, con la agilidad de un corzo, y cerrando
la puerta por dentro se volvió a su asombrada doncella y la dijo
atropelladamente:

—¡Quieren llevarme arrastrando al templo de Dios a que mienta delante
de él y de los hombres!, ¿no lo sabes, Martina? ¡Y mi padre me ha
amenazado con su maldición si me resisto!... ¡Todos, todos me
abandonan! ¡Oyes! ¡Es menester salir! Es menester que él lo sepa, y
ojalá que él me abandone también, y así Dios sólo me amparará en su
gloria.

—Sosegaos por Dios, señora—respondió la doncella consternada—; ¿cómo
queréis salir con tantas rejas y murallas?

—No, yo no—respondió doña Beatriz—, porque me buscarían y prenderían;
pero tú puedes salir y decirle a qué estado me reducen. Inventa
un recurso cualquiera... aunque sea mentira, porque ya lo estás
viendo, los hombres se burlan de la justicia y de la verdad. ¿Qué
haces?—añadió con la mayor impaciencia, viendo que Martina seguía
callada—¿dónde están tu viveza y tu ingenio? Tú no tienes motivos
para volverte loca como yo.

En tanto que esto decía, medía la estancia con pasos desatentados
y murmurando otras palabras que apenas se le entendían. Por fin el
semblante de la muchacha se animó como con alguna idea nueva, y le
dijo alborozada:

—Albricias, señora, que en esta misma noche estaré fuera del convento
y todo se remediará; pero por Dios y la Virgen de la Encina que os
soseguéis, porque si de ese modo os echáis a morir, a fe que vamos a
hacer un pan como unas hostias.

—Pero ¿qué es lo que intentas?—preguntó su ama, admirada no menos de
aquella súbita mudanza que del aire de seguridad de la muchacha.

—Ahora es—respondió ésta—cuando la madre tornera va a preparar la
lámpara del claustro: yo me quedaré un poco de tiempo en su lugar, y
lo demás corre de mi cuenta; pero cuidado con asustaros, aunque me
oigáis gritar y hacer locuras.

Diciendo esto salió de la celda brincando como un cabrito, no sin
dar antes un buen apretón de manos a su señora. La prevención que
le dejaba hecha no era ciertamente ociosa, porque a poco tiempo
comenzaron a oirse por aquellos claustros tales y tan descompasados
gritos y lamentos, que todas las monjas se alborotaron y salieron a
ver quién fuese la causadora de tal ruido. Era ni más ni menos que
nuestra Martina, que con gestos y ademanes propios de una consumada
actriz iba gritando a voz en cuello:

—¡Ay padre de mi alma! ¡Pobrecita de mí, que me voy a quedar sin
padre! ¿Dónde está la madre abadesa que me dé licencia para ir a ver
a mi padre antes de que se muera?

La pobre tornera seguía detrás como atolondrada de ver la tormenta
que se había formado no bien se había apartado del torno.

—Pero muchacha—le dijo por fin—, ¿quién ha sido el corredor de esa
mala nueva, que cuando yo volví ya no oí la voz de nadie detrás del
torno, ni pude verle?

—¿Quién había de ser—respondió ella con la mayor congoja—sino Tirso,
el pastor de mi cuñado, que iba el pobre sin aliento a Carracedo a
ver si el padre boticario le daba algún remedio? ¡Buen lugar tenía él
de pararse! ¿Pero dónde está la madre abadesa?

—Aquí—respondió ésta, que había acudido al alboroto—; ¿pero a estas
horas te quieres ir, cuando se va a poner el sol?

—Sí, señora, a estas horas—replicó ella siempre con el mismo apuro—,
porque mañana ya será tarde.

—¿Y dejando a tu señora en este estado?—repuso la abadesa.

Doña Beatriz, que también estaba allí, contestó con los ojos bajos y
con el rostro encendido por la primera mentira de toda su vida:

—Dejadla ir, señora tía, porque amas puede Dios depararle muchas, y
padres no le ha dado sino uno.

La abadesa accedió entonces; pero, en vista de la hora, insistió en
que la acompañase el cobrador de las rentas del convento. Martina
bien hubiera querido librarse de un testigo de vista importuno; pero
conoció con su claro discernimiento que el empeñarse en ir sola sería
dar que pensar y exponerse a perder la última áncora de salvación
que quedaba a su señora. Así, pues, dió las gracias a la prelada, y
mientras avisaban al cobrador, se retiró con su señora a su celda
como para prepararse a su impensada partida. Doña Beatriz trazó
atropelladamente estos renglones:

«Don Álvaro, dentro de tres días me casan, si vos o Dios no lo
impedís. Ved lo que cumple a vuestra honra y a la mía, pues ese día
será para mí el de la muerte.»

No bien acababa de cerrar aquella carta cuando vinieron a decir que
el escudero de Martina estaba ya aguardando, porque como los criados
del monasterio vivían en casas pegadas a la fábrica, siempre se les
encontraba a mano, y prontos. Doña Beatriz dió algunas monedas de oro
y plata a su criada, y sólo la encargó la pronta vuelta, porque si
podía acomodarse al arbitrio inventado, su noble alma era incapaz de
contribuir gustosa a ningún género de farsa ni engaño. La muchacha,
que ciertamente tenía más de malicia y travesura que no de escrúpulo,
salió del convento fingiendo la misma priesa y pesadumbre que antes,
oyendo las buenas razones y consuelos del cobrador, como si realmente
los hubiese menester. El lugar adonde se dirigían era Valtuille,
muy poco distante del monasterio, porque de allí era Martina y allí
tenía su familia; pero, sin embargo, ya comenzaba a anochecer cuando
llegaron a las eras. Allí se volvió Martina al cobrador y, dándole
una moneda de plata, le despidió, so color de no necesitarle ya y
de sacar de cuidado a las buenas madres. Dió él por muy valederas
las razones, en vista del agasajo, y repitiéndola alguno de sus
más sesudos consejos, dió la vuelta más que de paso a Villabuena.
Ocurriósele por el camino que las monjas le preguntarían por el
estado del supuesto enfermo, y aún estuvo por deshacer lo andado
para informarse, en cuyo caso toda la maraña se desenredaba, y el
embuste venía al suelo con su propio peso; pero afortunadamente se
echó la cuenta de que con cuatro palabras, algún gesto significativo
y tal cual meneo de cabeza, salía del paso airosamente, y se ahorraba
además tiempo y trabajo, y de consiguiente se atuvo a tan cuerda
determinación.

Martina, por su parte, queriendo recatarse de todo el mundo, fué
rodeando las huertas del lugar, y saltando la cerca de la de su
cuñado, se entró en la casa cuando menos la esperaban. Tanto su
hermana como su marido la acogieron con toda la cordialidad que
nuestros lectores pueden suponer, y que sin duda se merecía por su
carácter alegre y bondadoso. Pasados los primeros agasajos y cariños,
Martina preguntó a su cuñado si tenía en casa la yegua torda.

—En casa está—respondió Bruno, así se llamaba el aldeano—; por cierto
que, como ha sido año de pastos, parece una panera de gorda. Capaz
está de llevarse encima el mismo pilón de la fuente de Carracedo.

—No está de sobra—replicó Martina—, porque esta noche tiene que
llevarnos a los dos a Bembibre.

—¿A Bembibre?—repuso el aldeano—¡tú estás loca, muchacha!

—No, sino en mi cabal juicio—contestó ella; y en seguida, como estaba
segura de la discreción de sus hermanos, se puso a contarles los
sucesos de aquel día. Marido y mujer escuchaban la relación con el
mayor interés, porque siendo renteros hereditarios de la casa de
Arganza, y teniendo además a su servicio una persona tan allegada,
parecían en cierto modo de la familia. No faltó en medio del relato
aquello de: ¡pobre señora!, ¡maldita vanidad!, ¡despreciar a un
hombre como don Álvaro!, ¡pícaro conde! y otras por el estilo, con
que aquellas gentes sencillas y poco dueñas por lo tanto de los
primeros movimientos, significaban su afición a doña Beatriz y al
señor de Bembibre, cosa en que tantos compañeros tenían. Por fin,
concluído el relato, la hermana de Martina se quedó como pensativa, y
dijo a su marido con aire muy desalentado:

—¿Sabes que una hazaña como esa puede muy bien costarnos los prados y
tierras que llevamos en renta y a más de esto, a más, la malquerencia
de un gran señor?

—Mujer—respondió el intrépido Bruno—, ¿qué estás ahí diciendo de
tierras y de prados? ¡No parece sino que doña Beatriz es ahí una
extraña o una cualquiera! Y, sobre todo, más fincas hay que las del
señor de Arganza, y no es cosa de tantas cavilaciones eso de hacer el
bien. Conque así, muchacha—añadió dando un pellizco a Martina—, voy
ahora mismo a aparejar la torda, y ya verás qué paso llevamos los dos
por esos caminos.

—Anda, que no te pesará—respondió la sutil doncella, moviendo el
bolsillo que le había dado su ama—; que doña Beatriz no tiene pizca
de desagradecida. Hay aquí más maravedís de oro que los que ganas en
todo el año con el arado.

—Pues, por ahora—respondió el labriego—tu ama habrá de perdonar, que
alguna vez han de poder hacer los pobres el bien sin codicia, y sólo
por el gusto de hacerlo. Con que sea madrina del primer hijo que nos
dé Dios, me doy por pagado y contento.

Dicho esto, se encaminó a la cuadra silbando una tonada del país, y
se puso a enalbardar la yegua con toda diligencia, en tanto que la
mujer, contagiada enteramente de la resolución de su marido, decía a
su hermana con cierto aire de vanidad:

—¡Es mucho hombre este Bruno! Por hacer bien, se echaría a volar
desde el pico de la Aquiana.

En esto ya volvía él con la yegua aderezada, y sacándola por la
puerta trasera de la huerta, para meter menos ruido, montó en ella
poniendo a Martina delante, y después de decir a su mujer que antes
de amanecer estarían ya de vuelta, se alejaron a paso acelerado. Era
la torda animal muy valiente; y así es que, a pesar de la carga,
tardaron poco en verse en la fértil ribera de Bembibre, bañada
entonces por los rayos melancólicos de la luna, que rielaba en las
aguas del Boeza y en los muchos arroyos que, como otras tantas venas
suyas, derraman la fertilidad y alegría por el llano. Como la noche
estaba ya adelantada, por no despertar a la ya recogida gente del
pueblo, torcieron a la izquierda y por las afueras se encaminaron al
castillo, sito en una pequeña eminencia, y cuyos destruídos paredones
y murallas tienen todavía una apariencia pintoresca en medio del
fresco paisaje que enseñorean. A la sazón todo parecía en él muerto y
silencioso; pero los pasos del centinela en la plataforma del puente
levadizo, una luz que alumbraba un aposento de la torre de en medio
y esmaltaba sus vidrieras de colores y una sombra que de cuando en
cuando se pintaba en ellos, daban a entender que el sueño no había
cerrado los ojos de todos. Aquella luz era la del aposento de
don Álvaro, y su sombra la que aparecía de cuando en cuando en la
vidriera. El pobre caballero hacía días que apenas podía conciliar el
sueño, a menos de haberse entregado a violentas fatigas en la caza.

Llegaron nuestros aventureros al foso, y, llamando al centinela,
dijeron que tenían que dar a don Álvaro un mensaje importante. El
comandante de la guardia, viendo que sólo era un hombre y una mujer,
mandó bajar el puente y dar parte al señor de la visita. Millán, que
como paje andaba más cerca de su amo, bajó al punto a recibir a los
huéspedes, a quienes no conoció hasta que Martina le dió un buen
pellizco, diciéndole:

—Hola, señor bribón, ¡cómo se conoce que piensa su merced poco en las
pobres reclusas, y que al que se muere le entierran!

—Enterrada tengo yo el alma en los ojuelos de esa cara, reina
mía—contestó él con un tono entre chancero y apasionado—; pero, ¿qué
diablos te trae a estas horas por esta tierra?

—Vamos, señor burlón—respondió ella—, enséñenos el camino y no quiera
dar a su amo las sobras de su curiosidad.

No fué menor la sorpresa de don Álvaro que la de su escudero, aunque
su corazón présago y leal le dió un vuelco terrible. Cabalmente el
día antes había recibido nuevas de la guerra civil que amagaba en
Castilla, y de la cual mal podía excusarse, y la idea de una ausencia
en aquella ocasión agravaba no poco sus angustias. Martina le entregó
silenciosamente el papel de su señora, que leyó con una palidez
mortal. Sin embargo, como hemos dicho más de una vez, no era de los
que en las ocasiones de obrar se dejan abrumar por el infortunio.
Repúsose, pues, lo mejor que pudo y empezó por preguntar a Martina si
creía que hubiese algún medio de penetrar en el convento.

—Sí, señor—respondió ella—, porque como más de una vez me ha ocurrido
que con un señor tan testarudo como mi amo algún día tendríamos que
hacer nuestra voluntad y no la suya, me he puesto a mirar todos los
agujeros y resquicios y he encontrado que los barrotes de la reja
por donde sale el agua de la huerta, están casi podridos, y que con
un mediano esfuerzo podrían romperse.

—Sí, pero si tu señora ha de estarse encerrada en el monasterio
mientras tanto, nada adelantamos con eso.

—¡Qué! No, señor—repuso la astuta aldeana—; porque como mi ama gusta
de pasearse por la huerta hasta después de anochecer, muchas veces
cojo yo la llave y se la llevo a la hortelana; pero como siempre me
manda colgarla de un clavo, cualquier día puedo dejar otra en su
lugar y quedarme con ella para salir a la huerta a la hora que nos
acomode.

—En ese caso—repuso don Álvaro—dí a tu señora que mañana a media
noche me aguarde junto a la reja del agua. Tiempo es ya de salir de
este infierno en que vivimos.

—Dios lo haga—respondió la muchacha con un acento tal de sinceridad,
que se conocía la gran parte que le alcanzaba en las penas de su
señora, y un poco además del tedio de la clausura. Despidióse en
seguida, porque ningún tiempo le sobraba para estar al amanecer en
Villabuena, según lo reclamaba así su plan como la urgencia del
recado que llevaba de don Álvaro. Así que volvió a subir en la
torda con el honrado Bruno, pero en brazos de Millán, y volvieron
a correr por aquellos desiertos campos, hasta que al rayar el alba
se encontraron en las frescas orillas del Cúa. Cabalmente tocaban
entonces a las primeras oraciones, de consiguiente no pudo llegar
más a tiempo. Al punto la rodearon las monjas preguntándole, con su
natural curiosidad, qué era lo que había ocurrido.

—¿Qué había de ser, pecadora de mí—respondió ella con el mayor
enojo—, sino una sandez de las muchas de Tirso? Vió caer a mi padre
con el accidente que le da de tarde en tarde, y sin más ni más vino
a alborotarnos aquí, y hasta a Carracedo fué sin que nadie se lo
mandase. No, pues si otra vez no escogen mejor mensajero, a buen
seguro que yo me mueva, aunque de cierto se muera todo el mundo.

Diciendo esto se dirigió a la celda de su señora, dejando a las
buenas monjas entregadas a sus reflexiones sobre la torpeza del
pastor y lo pesado del chasco. El remiendo de Martina, aunque del
mismo paño, como suele decirse, no estaba tan curiosamente echado que
al cabo de algún tiempo no pudiesen verse las puntadas; pero contaba
con que tanto ella como su señora estuviesen ya por entonces al
abrigo de los resultados.

[Ilustración]



[Ilustración]

CAPÍTULO X


Don Álvaro salió de su castillo muy poco después de Martina, y
encaminándose a Ponferrada, subió el monte de Arenas, torció a la
izquierda, cruzó el Boeza y sin entrar en la bailía tomó la vuelta de
Cornatel. Caminaba orillas del Sil, ya entonces junto con el Boeza,
y con la pura luz del alba, e iba cruzando aquellos pueblos y valles
que el viajero no se cansa de mirar, y que a semejante hora estaban
poblados con los cantares de infinitas aves. Ora atravesaba un soto
de castaños y nogales, ora un linar cuyas azuladas flores semejaban
la superficie de una laguna; ora praderas fresquísimas y de un verde
delicioso, y de cuando en cuando solía encontrar un trozo de camino
cubierto a manera de dosel con un rústico emparrado. Por la izquierda
subían en un declive, manso a veces y a veces rápido, las montañas
que forman la cordillera de la Aquiana con sus faldas cubiertas de
viñedo, y por la derecha se dilataban hasta el río huertas y alamedas
de gran frondosidad. Cruzaban los aires bandadas de palomas torcaces
con vuelo veloz y sereno al mismo tiempo; las pomposas oropéndolas
y los vistosos gayos revoloteaban entre los árboles, y pintados
jilgueros y desvergonzados gorriones se columpiaban en las zarzas
de los setos. Los ganados salían con sus cencerros, y un pastor
jovencillo iba tocando en una flauta de corteza de castaño una tonada
apacible y suave.

Si don Álvaro llevase el ánimo desembarazado de las angustias y
sinsabores que de algún tiempo atrás acibaraban sus horas, hubiera
admirado sin duda aquel paisaje que tantas veces había cautivado
dulcemente sus sentidos en días más alegres; pero ahora su único
deseo era llegar pronto al castillo de Cornatel y hablar con el
comendador Saldaña, su alcaide.

Por fin, torciendo a la izquierda y entrando en una encañada profunda
y barrancosa por cuyo fondo corría un riachuelo, se le presentó en
la cresta de la montaña la mole del castillo, iluminada ya por los
rayos del sol, mientras los precipicios de alrededor estaban todavía
obscuros y cubiertos de vapores. Paseábase un centinela por entre
las almenas, y sus armas despedían a cada paso vivos resplandores.
Difícilmente se puede imaginar mudanza más repentina que la que
experimenta el viajero entrando en esta profunda garganta: la
naturaleza de este sitio es áspera y montaraz, y el castillo mismo,
cuyas murallas se recortan sobre el fondo del cielo, parece una
estrecha atalaya entre los enormes peñascos que le cercan y al lado
de los cerros que le dominan. Aunque el foso se ha cegado y los
aposentos interiores se han desplomado con el peso de los años, el
esqueleto del castillo todavía se mantiene en pie y ofrece el mismo
espectáculo que entonces ofrecía visto de lejos.

Don Álvaro cruzó el arroyo y comenzó a trepar la empinada cuesta
en que serpenteaba el camino, que después de numerosas curvas y
prolongaciones acababa en las obras exteriores del castillo. Iba
su ánimo combatido de deseos y esperanzas a cuál más inciertas,
pero determinado a aceptar las numerosas ofertas del comendador
Saldaña y ponerlas a prueba en aquella ocasión, en que se trataba
de algo más que su propia vida. Resuelto a esconder su plan y los
resultados de él a los ojos de todo el mundo, y seguro de que
la templanza y austeridad de su tío no le permitirían prestarle
su ayuda, sus imaginaciones y esperanzas sólo descansaban en el
alcaide de Cornatel. Su castillo de Bembibre no le ofrecía el sigilo
necesario para la empresa que meditaba, so pena de encender la guerra
en aquella pacífica comarca, y por otra parte ningún velo pudiera
encontrar tan tupido y espeso como el misterio temeroso y profundo
que cercaba todas las cosas de aquella orden.

El comendador, que, según su inveterada costumbre, estaba en pie al
romper el día, viendo un caballero que subía la cuesta y conociéndole
cuando ya estuvo más cerca, salió a recibir con un afecto casi
paternal a tan ilustre huésped, mirado entre todos los templarios
como el apoyo más fuerte de su orden en aquella tierra. Era don
Gutierre de Saldaña, hombre ya entrado en días; de regular estatura,
pelo y barba como de plata; pero ágil y fuerte en sus movimientos
como un mancebo. Su semblante hubiera infundido sólo veneración, a no
ser por la inquietud y desasosiego de alma que privaba a aquel noble
busto romano del reposo y calma que tan naturales adornos son de la
ancianidad. Eran sus ojos vivos y rasgados, de increíble fuerza, y
en su frente elevada y espaciosa se pintaban como en un fiel espejo
pensamientos semejantes a las nubes tormentosas que coronan las
montañas, que unas veces se disipan azotadas del viento y otras veces
descargan sobre la atemorizada llanura. Cualquiera al verle hubiera
dicho que las pasiones habían ejecutado su estrago en aquel natural,
poderoso y enérgico; pero de cuantas habían agitado su juventud, para
todos desconocida y enigmática, sólo una había quedado por señora de
aquel alma profunda e insondable como un abismo. Esta pasión era el
amor a su orden y el deseo de acrecentar su honra y su opulencia,
término cuyo logro no encontraba en él diferencia en los caminos. Su
vida se había pasado en la Tierra Santa en continuas batallas con los
infieles y en medio de los odios de los caballeros de San Juan y de
los príncipes que tan fieros golpes dieron al poder de los cristianos
en la Siria, y por último había asistido a la ruina de San Juan de
Acre o Tolemaida, postrer baluarte de la cruz en aquellas regiones
apartadas. Entonces dió la vuelta a España, su patria, herida su alma
altiva y rebelde en lo más vivo, pensando en la Tierra Santa que
perdían para siempre sus hermanos, y cargado en fin con todos los
vicios que legítimamente podían atribuirse a la milicia del Temple.
Parecióle que en vista de la tibieza con que Europa comenzaba a mirar
la conquista de Ultramar, sólo para los templarios estaba guardada
tamaña empresa, y en el desvarío de su despecho y de su orgullo llegó
a imaginar a Europa entera convertida en una monarquía regida por el
gran maestre, y que al son de las trompetas de la orden y alrededor
del Balza se movía de nuevo y como animada de una sola voluntad en
demanda del Santo Sepulcro. El ejemplo de los caballeros teutónicos
en Alemania acabó de encender su fantasía volcánica, y vueltos sus
ojos a Jerusalén, trabajando sin cesar por el engrandecimiento de
su hermandad y codiciando para ella alianzas y apoyos en todas
partes, sus amigos se habían convertido para él en hijos queridos
y sus contrarios en criaturas odiosas, como si el mismo infierno
las vomitara. Aquel alma sombría y tremenda, exacerbada con la
desgracia, y lejos de la abnegación y la humildad, fuentes puras de
la institución, se había amargado con las aguas del orgullo y de la
venganza, móvil entonces el más poderoso de sus acciones. Comoquiera,
la fe iluminaba todavía aquel abismo, si bien su luz hacía resaltar
más sus tinieblas.

Este hombre extraordinario quería a don Álvaro con pasión, no sólo
a causa de su confederación con la Orden, sino por sus prendas
hidalgas y elevado ingenio. No parecía sino que un reflejo de sus
días juveniles se pintaba en aquella figura de tan noble y varonil
belleza. Hasta le habían oído hablar con una mal disimulada emoción
de la desdichada pasión del noble mancebo, cosa extraña en su
austeridad y adusto carácter. Los recientes sucesos de Francia
acababan de dar la última mano a sus extraños proyectos, porque una
vez arrojado el guante por los príncipes, la poderosa Orden del
Temple tendría que presentar la gran batalla, de la cual, en su
entender, debía resultar la total sumisión de Europa, y tras de ella
la reconquista de Jerusalén. Sin embargo, por muchas que fueran las
tinieblas con que el orgullo y el error cegaban su entendimiento,
de cuando en cuando la verdad le mostraba algún vislumbre que, si
no bastaba para disiparlas, sobraba para introducir en su alma
la inquietud y el recelo. Con esto se había llegado a hacer más
ceñudo y menos tratable que de costumbre, y fuese por respeto a sus
meditaciones o por motivo menos piadoso, los caballeros y aspirantes
esquivaban su conversación.

Paseábase, pues, solo en uno de los torreones que miraban hacia
Poniente, cuando divisó con su vista de águila, y acostumbrada a
distinguir los objetos a largas distancias en los vastos desiertos de
la Siria, a nuestro caballero, que con su paje de lanza iban subiendo
a buen paso el agrio repecho que conducía y conduce al castillo.
Bajó, pues, a la puerta misma a recibirlo, no sólo con la cortesía
propia de su clase, sino también con la sincera cordialidad que
siempre le inspiraba aquel gallardo mancebo.

—¿De dónde bueno tan temprano?—le dijo abrazándole estrechamente.

—De mi castillo de Bembibre—respondió el caballero.

—¡De Bembibre!—contestó el comendador como admirado—. Quiere decir
que habéis andado de noche y que vuestra prisa debe de ser muy grande
y ejecutiva.

Don Álvaro hizo una señal de afirmación con la cabeza, y el anciano,
después de examinarle atentamente, le dijo:

—¡Por el Santo Sepulcro, que tenéis el mismo semblante que teníamos
los templarios el día que nos embarcamos para Europa! ¿Qué os ha
pasado en este mes, en que no hemos podido echaros la vista encima?

—Ni yo mismo sabría decíroslo—respondió don Álvaro—, y sobre todo
aquí—añadió echando una mirada alrededor.

—Sí, sí, tenéis razón—contestó Saldaña; y asiéndose de su brazo,
subió con él al mismo torreón en que antes estaba.

—¿Qué es lo que pasa?—preguntó de nuevo el comendador. El joven,
por única respuesta, sacó del seno la carta de doña Beatriz y se la
entregó. Como era tan breve, el comendador la recorrió de una sola
ojeada, y dijo frunciendo el entrecejo de una manera casi feroz,
aunque en voz baja:

—¡Ira de Dios, señores villanos! ¿conque queréis acorralarnos y
destrozar además el pecho de gentes que valen algo más que vosotros?
¿Y qué habéis pensado?—repuso volviéndose a don Álvaro.

—He pensado arrancarla de su convento, aunque hubiese de romper por
medio de todas las lanzas de Castilla; pero llevarla a mi castillo
ofrece muchos riesgos para ella, y venía a pediros ayuda y consejo.

—Ni uno ni otro os faltarán. Habéis obrado como discreto, porque si a
vuestro castillo os la lleváseis, o tendríais que abrir de grado sus
puertas a quien fuese a buscarla, o se encendería al punto la guerra,
cosa que daría gran pesar a vuestro tío y a nadie traería ventaja por
ahora.

—Si yo pudiera esconderla en las cercanías—repuso don Álvaro—hasta
que pasase el primer alboroto, la pondría después en un convento de
la Puebla de Sanabria, donde es abadesa una parienta mía.

—Pues en ese caso—replicó Saldaña—traedla a Cornatel, porque si a
buscarla vinieren, a fe que no la encontrarán. Junto al arroyo, y
cubierta con malezas, al lado de una cruz de piedra, está la mina del
castillo, y por allí podéis introducirla. En mis aposentos no entra
nadie, y nadie de consiguiente la verá. Pero a lo que dice la carta,
mucha diligencia habéis menester para impedir un suceso que ha de
quedar concluído pasado mañana.

—Y tanta—respondió don Álvaro—, que esta misma noche pienso dar cima
a la empresa—y en seguida le contó la visita de Martina y la traza
concertada, que al comendador le pareció muy bien.

Quedáronse entonces entrambos en silencio, como embebecidos en la
contemplación del soberbio punto de vista que ofrecía aquel alcázar
reducido y estrecho, pero que, semejante al nido de las águilas,
dominaba la llanura. Por la parte de Oriente y Norte le cercaban
los precipicios y derrumbaderos horribles, por cuyo fondo corría
el riachuelo que acababa de pasar don Álvaro, con un ruido sordo
y lejano que parecía un continuo gemido. Entre Norte y ocaso se
divisaba un trozo de la cercana ribera del Sil, lleno de árboles y
verdura, más allá del cual se extendía el gran llano del Bierzo,
poblado entonces de monte y dehesas, y terminado por las montañas
que forman aquel hermoso y feraz anfiteatro. El Cúa, encubierto
por las interminables arboledas y sotos de sus orillas, corría por
la izquierda al pie de la cordillera, besando la falda del antiguo
_Bergidum_, y bañando el monasterio de Carracedo. Y hacia el
Poniente, por fin, el lago azul y transparente de Carucedo, harto
más extendido que en el día, parecía servir de espejo a los lugares
que adornan sus orillas y los montes de suavísimo declive que le
encierran. Crecían al borde mismo del agua encinas corpulentas y de
ramas pendientes, parecidas a los sauces que aún hoy se conservan,
chopos altos y doblegadizos como mimbres, que se mecían al menor
soplo del viento, y castaños robustos y de redonda copa. De cuando
en cuando una bandada de lavancos y gallinetas de agua revolaba por
encima describiendo espaciosos círculos, y luego se precipitaba en
los espadañales de la orilla, o, levantando el vuelo, desaparecía
detrás de los encarnados picachos de las médulas.

[Ilustración]

Saldaña tenía clavados los ojos en el lago, mientras don Álvaro,
siguiendo con la vista las orillas del Cúa, procuraba en vano
descubrir el monasterio de Villabuena, oculto por un recodo de los
montes.

—¡Dichosas orillas del mar Muerto!—prorrumpió por fin con un suspiro
el anciano comendador—. ¡Cuánto más agradables y benditas eran para
mí sus arenas que la frescura y lozanía que engalana aquestas orillas!

Aquella repentina exclamación, que revelaba el sentido de sus largas
meditaciones, arrancó de su distracción a don Álvaro.

Acercóse entonces al templario y le dijo:

—¿No confiáis en que los caballos del Temple vuelvan a beber las
aguas del Cedrón?

—¡Que si no confío!—exclamó el caballero con una voz semejante a la
de una trompeta—. ¿Y quién sino esta confianza mantiene la hoguera de
mi juventud bajo la nieve de estas canas? ¿Por qué conservo a mi lado
esta espada, si no es por la esperanza de lavarla en el Jordán, del
orín, de la mengua y del vencimiento?

—Os confieso—contestó don Álvaro—que al ver la tormenta que parece
formarse contra vuestra Orden, algunas veces he llegado a dudar de
vuestras glorias futuras, y hasta de vuestra existencia.

—Sí—replicó el templario con amargura—; ese es el premio que da
Felipe en Francia a los que le salvaron de las garras de un populacho
amotinado. Es, sin duda, el que nos prepara el rey don Jaime por
haber criado en nuestro nido el águila que con un vuelo glorioso fué
a posarse en las mezquitas de Valencia y las montañas de Mallorca.
Ese tal vez el que don Fernando el IV guarda a los únicos caballeros
que entre los lobos hambrientos de Castilla no han embestido su
mal guardado rebaño. Pero nosotros saldremos de las sombras de
la calumnia como el sol de las tinieblas de la noche; nosotros
abatiremos a los soberbios y levantaremos a los humildes; nosotros
reuniremos al mundo al pie del Calvario, y allí comenzará para él la
Era nueva.

—¿Habéis oído alguna vez las reflexiones de mi tío?

—Vuestro tío es una estrella limpia y sin mancha en el cielo de
nuestra orden—replicó el comendador—, y tal vez dice verdad; pero
vuestro tío se olvida—añadió con orgulloso entusiasmo—que el primer
don del cielo es el valor, que todavía habita en el corazón de los
templarios como en su tabernáculo sagrado. Acaso es cierto que el
orgullo nos ha corrompido; pero ¿quién ha vertido más sangre por
la causa de Dios? ¿Dónde estaban para nosotros el cariñoso calor
del hogar doméstico, el noble ardor de la ciencia y el reposo del
claustro? ¿Qué nos quedaba sino el poder y la gloria? Cualquiera que
sea nuestra culpa, con nuestra sangre la volveremos a lavar y con
nuestras lágrimas en las ruinas del palacio de David. Pero ¿quiénes
son esos gusanos viles que han dejado el sepulcro de Cristo en poder
de los perros de Mahoma para juzgarnos a nosotros, a quien todo
el poder del cielo y del infierno apenas fué bastante a arrojar de
aquellas riberas?

Calló entonces por un rato, y después, tomando la mano de su
compañero, le dijo con un acento casi enternecido:

—Don Álvaro, vuestra alma es noble y no hay cosa que no comprenda;
pero vos no sabéis lo que es haber sido dueños de aquella tierra
milagrosa y haberla perdido. Vos no podéis imaginaros a Jerusalén en
medio de su gloria y majestad. Y ahora—continuó con los ojos casi
bañados en lágrimas—, ahora está sentada en la soledad, llorando hilo
a hilo en la noche, y sus lágrimas en sus mejillas. El laúd de los
trovadores ha callado como las arpas de los profetas, y ambos gimen
al son del viento colgados de los sauces de Babilonia. Pero nosotros
volveremos del destierro—añadió con un tono casi triunfante—y
levantaremos otra vez sus murallas con la espada en una mano y la
llana en la otra, y entonaremos en sus muros el cántico de Moisés al
pie de la cruz en que murió el Hijo del hombre.

Aquel rostro surcado por los años se había encendido, y su noble
figura, animada por el fuego que inspiran todas las pasiones
verdaderas y vestida con aquel hermoso ropaje blanco que tan bien
decía con su edad, asomada a los precipicios de Cornatel, que por
su hondura y obscuridad pudieran compararse al valle de la muerte,
parecía al profeta Ezequiel evocando los muertos de sus sepulcros
para el juicio final. Don Álvaro, que tan fácilmente se dejaba
subyugar por todas las emociones generosas, apretó fuertemente la
mano del anciano y le dijo conmovido:

—Dichoso el que pudiera contribuir a la santa obra. No será mi brazo
el que os falte.

—Mucho podéis hacer—contestó Saldaña—. ¡Quiera Dios coronar nuestros
nobles intentos!

Bajaron entonces a los aposentos del comendador, que eran unas
cuantas cámaras de tosca estructura, una de las cuales tenía una
escalera que descendía a la mina. Saldaña entregó a Don Álvaro la
llave de la puerta o trampa exterior, y bajando con él le hizo notar
todos los ánditos y pasadizos subterráneos. Volvieron otra vez a
los aposentos, donde hicieron una frugal comida, y al caer el sol
salió de nuevo don Álvaro con su escudero. Habíale ofrecido Saldaña
algunas buenas lanzas por si quería escolta con que mejor asegurar
su intento; pero el joven la rehusó prudentemente, haciéndole ver
que el golpe era de astucia y no de fuerza, y que cuanto pudiese
llamar la atención perjudicaría su éxito. Encaminóse, pues, sólo
con su escudero, a la orilla del Sil, que cruzó por la barca de
Villadepalos. Después se internó en la dehesa que ocupaba entonces la
mayor parte del fondo del Bierzo, y dando un gran rodeo para evitar
el paso por Carracedo, tomó ya muy entrada la noche la vuelta de
Villabuena.

[Ilustración]



[Ilustración]

CAPÍTULO XI


Tiempo es ya de que volvamos a doña Beatriz, cuya situación era sin
duda la más violenta y terrible de todas. La agitación nerviosa y
calenturienta que le había causado la terrible escena con su padre
y la inminencia del riesgo, le habían dado fuerzas para arrojarse a
cualquier extremo a trueque de huir de los peligros que la amagaban;
pero cuando Martina desapareció para llevar su mensaje y aquella
violenta agitación se fué calmando para venir a parar por último en
una especie de postración, comenzó a ver su conducta bajo diverso
aspecto, a temblar por lo que iba a suceder como había temblado
por lo pasado, y a encontrar mil dudas y tropiezos donde su pasión
sólo había visto antes resolución y caminos llanos. Ningún empacho
había tenido el día de su encierro en solicitar la entrevista de
la iglesia, porque semejante paso sólo iba encaminado a contener a
su amante en los límites del deber o inclinarle al respeto en todo
lo que emanase de su padre. La paz de aquella tierra y la propia
opinión la habían determinado a semejante paso; pero ahora, tal
vez para encender esta guerra, para confiarse a la protección de su
amante, para arrojarse a las playas de lo futuro sin el apoyo de su
padre, sin las bendiciones de su madre, era para lo que llamaba a don
Álvaro. Aquel era su primer acto de rebelión, aquel el primer paso
fuera del sendero trillado y hasta allí fácil de sus deberes; y la
propensión al sacrificio que descansa en el fondo de todas las almas
generosas no dejó también de levantarse para echarle en cara que,
atenta únicamente a su ventura, no pensaba en la soledad y aflicción
que envenenarían los últimos días de sus ancianos padres. Su pobre
madre en particular, tan enferma y lastimada, se le representaba
sucumbiendo bajo el peso de su falta y extendiendo sus brazos a la
hija que no estaba allí para cerrarle los ojos y recoger su último
suspiro.

Si tales reflexiones se hubieran representado solas a su imaginación,
claro es que hubiesen dado en el suelo con todos sus propósitos; pero
el vivo resentimiento que la violencia de su padre le causaba, y la
frialdad de alma del conde, cuyos ruines propósitos ni aun bajo el
velo de la cortesía habían llegado a encubrirse, le restituían toda
la presencia de ánimo que era menester en tan apurado trance. Y como
entonces no dejaba de aparecerse a su imaginación la noble y dolorida
figura de don Álvaro, que venía a pedirle cuenta de sus juramentos
y a preguntarle con risa sardónica qué había hecho de su pasión, de
aquella adoración profunda, culto verdadero con que siempre la había
acatado, sus anteriores sentimientos al punto cedían a los que más
fácil y natural cabida habían hallado en su corazón. De esta manera
dudas, temores, resolución y arrepentimientos se disputaban aquel
combatido y atribulado espíritu.

La vuelta de Martina, que con tanta prontitud como ingenio había
desempeñado su ardua comisión, la asustó más que la alegró, porque
era señal de que aquella tremenda crisis tocaba a su término.
Contóle con alegría y viveza la muchacha todas las menudencias de su
correría, y concluyó con la noticia de que aquella misma noche, a las
doce, don Álvaro entraría por la reja del agua en la huerta, y que
entrambas se marcharían adonde Dios se la deparase con sus amantes,
porque, como decía el señor de Bembibre, era aquel demasiado infierno
para tres personas solas.

Doña Beatriz, que había estado paseando a pasos desiguales por la
habitación, cruzando las manos sobre el pecho de cuando en cuando y
levantando los ojos al cielo, se volvió entonces a Martina y le dijo
con ceño:

—¿Y cómo, loca, aturdida, le sugeriste semejante traza? ¿Te parece a
ti que son estos juegos de niño?

—A mí, no—contestó con despejo la aldeana—; a quien se lo parece es
al testarudo de vuestro padre y al otro danzante de Galicia. Esos sí
que miran como juego de niños echaros el lazo al pescuezo y llevaros
arrastrando por ahí adelante. ¡Miren qué aliño de casa estaría, la
mujer llorando por los rincones y el marido por ahí urdiéndolas y
luego regañando si le salen mal!

Doña Beatriz, al oir esta pintura tan viva como exacta de la suerte
que le destinaban, levantó los ojos al cielo retorciéndose las manos,
y Martina, entre enternecida y enojada, le dijo:

—¡Vamos, vamos, que ese caso no llegará, Dios mediante! ¡Con tantos
pesares ya habéis perdido el color, ni más ni menos que el otro, que
parece que le han desenterrado! Esta noche salimos de penas y veréis
qué corrida damos por esos campos de Dios. Una libra de cera he
ofrecido a la Virgen de la Encina si salimos con bien.

Todas estas cosas que a manera de torbellino salían de la rosada
boca de aquella muchacha, no bastaron a sacar a doña Beatriz de su
distracción inquieta y dolorida. Llegó, por fin, la tarde, y como no
se dispusiese a salir de la celda, su criada le hizo advertir que
mal podían ejecutar su intento si no iban a la huerta. Entonces la
señora se levantó, como si un resorte la hubiera movido, y como para
desechar toda reflexión inoportuna se encaminó precipitadamente al
sitio de sus acostumbrados paseos.

Era la tarde purísima y templada, y la brisa que discurría
perezosamente entre los árboles apenas arrancaba un leve susurro de
sus hojas. El sol se acercaba al ocaso por entre nubes de variados
matices, y bañaba las colinas cercanas, las copas de los árboles y la
severa fábrica del monasterio de una luz cuyas tintas variaban, pero
de un tono general siempre suave y apacible. Las tórtolas arrullaban
entre los castaños y el murmullo del Cúa tenía un no sé qué de vago
y adormecido que inclinaba el alma a la meditación. Difícil era
mirar sin enternecimiento aquella escena sosegada y melancólica, y
el alma de doña Beatriz, tan predispuesta de continuo a esta clase
de emociones, se entregaba a ellas con toda el ansia que sienten los
corazones llagados.

Cierto era que con pocas alegrías podía señalar los días que había
pasado en aquel asilo de paz; pero al cabo el cariño con que había
sido acogida y el encanto que derramaba en su pecho la santa calma
del claustro, tenían natural atractivo a sus ojos. ¿Quién sabe lo que
le aguardaba el porvenir en sus regiones apartadas?... Doña Beatriz
se sentó al pie de un álamo, y desde allí, como por despedida, tendía
dolorosas miradas a todos aquellos sitios, testigos y compañeros
de sus pesares; a las flores, que había cuidado con su mano; a los
pájaros, para quienes había traído cebo más de una vez, y a los
arroyos, en fin, que tan dulce y sonoramente murmuraban. Embebecida
en estos tristes pensamientos, no echó de ver que el sol se había
puesto, y callado las tórtolas y pajarillos, hasta que la campana
del convento tocó a las oraciones. Aquel son, que se prolongaba por
las soledades y se perdía entre las sombras del crepúsculo, asustó a
doña Beatriz, que lo escuchó como si recibiera un aviso del cielo; y,
volviéndose a su criada, le dijo:

—¿Lo oyes, Martina? Esa es la voz de Dios que me dice: «Obedece a tu
padre.» ¿Cómo he podido abrigar la loca idea de apelar a la ayuda de
don Álvaro?

—¿Sabéis lo que yo oigo?—replicó la muchacha con algo de enfado—.
Pues es ni más ni menos que un aviso para que os recojáis a vuestra
celda y tengáis más juicio y resolución, procurando dormir un poco.

—Te digo—la interrumpió doña Beatriz—que no huiré con don Álvaro.

—Bien está, bien está—repuso la doncella—; pero andad y decídselo
vos, porque al que le vaya con la nueva, buenas albricias le mando.
Lo que yo siento es haberme dado semejante priesa por esos caminos,
que no hay hueso que bien me quiera, y a mí me parece que tengo
calentura. ¡Trabajo de provecho, así Dios me salve!

En esto entraron en el convento, y Martina se fué a la celda de la
hortelana, donde, contra las órdenes de su ama, hizo el trueque de
llaves proyectado.

Las noches postreras de Mayo duran poco, y así no tardaron en oir las
doce en el reloj del convento. Ya antes que dieran había hecho su
reconocimiento por los tenebrosos claustros la diligente Martina, y
entonces, volviéndose a su ama, le dijo:

—Vamos, señora, porque estoy segura de que ya ha limado o quebrado
los barrotes, y nos aguarda como los padres del Limbo el santo
advenimiento.

—Yo no tengo fuerzas, Martina—replicó doña Beatriz, acongojada—;
mejor es que vayas tú sola y le digas mi determinación.

—¿Yo, eh?—respondió ella con malicia—. ¡Pues no era mala embajada!
Mujer soy, y él un caballero de los más cumplidos; pero mucho sería
que no me arrancase la lengua. Vamos, señora—añadió con impaciencia—:
poco conocéis el león con quien jugáis. Si tardáis, es capaz de
venir a vuestra misma celda y atropellarlo todo. ¡Sin duda queréis
perdernos a los tres!

Doña Beatriz, no menos atemorizada que subyugada por su pasión, salió
apoyada en su doncella y entrambas llegaron a tientas a la puerta
del jardín. Abriéronla con mucho cuidado, y volviendo a cerrarla de
nuevo, se encaminaron apresuradamente hacia el sitio de la cerca
por donde salía el agua del riego. Como la reja, contemporánea de
don Bermudo el Gotoso, estaba toda carcomida de orín, no había sido
difícil a un hombre vigoroso como don Álvaro arrancar las barras
necesarias para facilitar el paso desahogado de una persona, de
manera que cuando llegaron ya el caballero estaba de la parte de
adentro. Tomó silenciosamente la mano de doña Beatriz, que parecía
de hielo, y la dijo:

—Todo está dispuesto, señora; no en vano habéis puesto en mí vuestra
confianza.

Doña Beatriz no contestó y don Álvaro repuso con impaciencia:

—¿Qué hacéis? ¿Tanto tiempo os parece que nos sobra?

—Pero don Álvaro—preguntó ella, con sola la mira de ganar tiempo—,
¿adónde queréis llevarme?

El caballero le explicó entonces rápida pero claramente todo su plan
tan juicioso como bien concertado, y al acabar su relación, doña
Beatriz volvió a guardar silencio. Entonces la zozobra y la angustia
comenzaron a apoderarse del corazón de don Álvaro, que también se
mantuvo un rato sin hablar palabra, fijos los ojos en los de doña
Beatriz, que no se alzaban del suelo. Por fin, acallando en lo
posible sus recelos, le dijo con voz algo trémula:

—Doña Beatriz, habladme con vuestra sinceridad acostumbrada. ¿Habéis
mudado por ventura de resolución?

—Sí, don Álvaro—contestó ella con acento apagado y sin atreverse a
alzar la vista—; yo no puedo huir con vos sin deshonrar a mi padre.

Soltó él entonces la mano, como si de repente se hubiera convertido
entre las suyas en una víbora ponzoñosa, y clavando en ella una
mirada casi feroz, le dijo con tono duro y casi sardónico:

—¿Y qué quiere decir entonces vuestro dolorido y extraño mensaje?

—¡Ah!—contestó ella con voz dulce y sentida—, ¿de ese modo me dais en
rostro con mi flaqueza?

—Perdonadme—respondió él—porque cuando pienso que puedo perderos,
mi razón se extravía y el dolor llega a hacerme olvidar hasta de la
generosidad. Pero decidme, ¡ah! decidme—continuó arrojándose a sus
pies—que vuestros labios han mentido cuando así queríais apartarme de
vos. ¿No vais con vuestro esposo, con el esposo de vuestro corazón?
Esto no puede ser más que una fascinación pasajera.

—No es sino verdadera resolución.

—¿Pero lo habéis pensado bien?—repuso don Álvaro—. ¿No sabéis que
mañana vendrán por vos para llevaros a la iglesia y arrancaros la
palabra fatal?

Doña Beatriz se retorció las manos lanzando sordos gemidos, y dijo:

—Yo no obedeceré a mi padre.

—Y vuestro padre os maldecirá; ¿no lo oísteis ayer de su misma boca?

—¡Es verdad, es verdad!—exclamó ella espantada y revolviendo los
ojos—; él mismo lo dijo. ¡Ah!—añadió en seguida con el mayor
abatimiento—, hágase entonces la voluntad de Dios y la suya.

Don Álvaro al oírla se levantó del suelo, donde todavía estaba
arrodillado, como si se hubiese convertido en una barra de hierro
ardiendo, y se plantó en pie delante de ella con un ademán salvaje y
sombrío, midiéndola de alto a bajo con sus fulminantes miradas. Ambas
mujeres se sintieron sobrecogidas de terror, y Martina no pudo menos
de decir a su ama casi al oído:—¿Qué habéis hecho, señora?—Por fin
don Álvaro hizo uno de aquellos esfuerzos que sólo a las naturalezas
extremadamente enérgicas y altivas son permitidos, y dijo con una
frialdad irónica y desdeñosa que atravesaba como una espada el
corazón de la infeliz:

—En ese caso, sólo me resta pediros perdón de las muchas molestias
que con mis importunidades os he causado, y rendir aquí un respetuoso
y cortés homenaje a la ilustre condesa de Lemus, cuya vida colme el
cielo de prosperidad.

Y con una profunda reverencia se dispuso a volver las espaldas; pero
doña Beatriz, asiéndole del brazo con desesperada violencia, le dijo
con voz ronca:

—¡Oh, no así, no así, don Álvaro! ¡Cosedme a puñaladas si queréis,
que aquí estamos solos y nadie os imputará mi muerte; pero no me
tratéis de esa manera, mil veces peor que todos los tormentos del
infierno!

—Doña Beatriz, ¿queréis confiaros a mí?

—Oídme, don Álvaro: yo os amo, yo os amo más que a mi alma, jamás
seré del conde... pero escuchadme y no me lancéis esas miradas.

—¿Queréis confiaros a mí y ser mi esposa, la esposa de un hombre que
no encontrará en el mundo más mujer que vos?

—¡Ah!—contestó ella congojosamente y como sin sentido—; sí, con vos,
con vos hasta la muerte—y entonces cayó desmayada entre los brazos de
Martina y del caballero.

—¿Y qué haremos ahora?—preguntó éste.

—¿Qué hemos de hacer—contestó la criada—sino acomodarla delante de
vos en vuestro caballo y marcharnos lo más aprisa que podamos? Vamos,
vamos, ¿no habéis oído sus últimas palabras? Algo más suelta tenéis
la lengua que mañosas las manos.

Don Álvaro juzgó lo más prudente seguir los consejos de Martina, y
acomodándola en su caballo con ayuda de Martina y Millán, salió a
galope por aquellas solitarias campiñas, mientras escudero y criada
hacían lo propio. El generoso _Almanzor_, como si conociese el valor
de su carga, parece que había doblado sus fuerzas y corría orgulloso
y engreído, dando de cuando en cuando gozosos relinchos. En minutos
llegaron como un torbellino al puente del Cúa, y atravesándolo
comenzaron a correr por la opuesta orilla con la misma velocidad.

El viento fresco de la noche y la impetuosidad de la carrera habían
comenzado a desvanecer el desmayo de doña Beatriz, que asida por
aquel brazo a un tiempo cariñoso y fuerte, parecía transportada
a otras regiones. Sus cabellos, sueltos por la agitación y el
movimiento, ondeaban alrededor de la cabeza de don Álvaro como una
nube perfumada, y de cuando en cuando rozaban su semblante.

Como su vestido blanco y ligero resaltaba a la luz de la luna más
que la obscura armadura de don Álvaro, y semejante a una exhalación
celeste entre nubes, parecía y desaparecía instantáneamente entre los
árboles, se asemejaba a una sílfide cabalgando en el hipogrifo de un
encantador. Don Álvaro, embebido en su dicha, no reparaba que estaban
cerca del monasterio de Carracedo, cuando de repente una sombra
blanca y negra se atravesó rápidamente en medio del camino y con una
voz imperiosa y terrible gritó:

—¿Adónde vas, robador de doncellas?

El caballo, a pesar de su valentía, se paró, y doña Beatriz y su
criada por un común impulso, restituída la primera al uso de sus
sentidos por aquel terrible grito, y la segunda casi perdido el
de los suyos de puro miedo, se tiraron inmediatamente al suelo.
Don Álvaro, bramando de ira, metió mano a la espada, y picando con
entrambas espuelas, se lanzó contra el fantasma, en quien reconoció
con gran sorpresa suya al abad de Carracedo.

—¡Cómo así—le dijo en tono áspero—; un señor de Bembibre trocado en
salteador nocturno!

—Padre—le interrumpió don Álvaro—, ya veis que os respeto a vos y a
vuestro santo hábito; pero por amor de Dios y de la paz dejadnos ir
nuestro camino. No queráis que manche mi alma con la sangre de un
sacerdote del Altísimo.

—Mozo atropellado—respondió el monje—, que no respetas ni la santidad
de la casa del Señor, ¿cómo pudiste creer que yo no temería tus
desafueros y procuraría salirte al paso?

—Pues habéis hecho mal—replicó don Álvaro, rechinando los dientes—.
¿Qué derecho tenéis vos sobre esa dama ni sobre mí?

—Doña Beatriz—respondió el abad con reposo—estaba en una casa en
que ejerzo autoridad legítima y de donde fraudulentamente la habéis
arrancado. En cuanto a vos, esta cabeza calva os dirá más que mis
palabras.

Don Álvaro, entonces, se apeó, y envainando su espada y procurando
serenarse, le dijo:

—Ya veis, padre abad, que todos los caminos de conciliación y buena
avenencia estaban cerrados. Nadie mejor que vos puede juzgar de mis
intenciones, pues que no ha muchos días os descubrí mi alma como si
os hablara en el tribunal de la penitencia; así, pues, sed generoso,
amparad al afligido y socorred al fugitivo, y no apartéis del sendero
de la virtud y la esperanza dos almas a quienes sin duda en la patria
común unió un mismo sentimiento antes de llegar a la patria del
destierro.

—Vos habéis arrebatado con violencia a una principal doncella del
asilo que la guardaba, y este es un feo borrón a los ojos de Dios y
de los hombres.

Doña Beatriz, entonces, se adelantó con su acostumbrada y hechicera
modestia, y le dijo con su dulce voz:

—No, padre mío; yo he solicitado su ayuda, yo he acudido a su valor,
yo me he arrojado en sus brazos, y heme aquí.

Entonces le contó rápidamente, y en medio del arrebato de la pasión,
las escenas del locutorio, su desesperación, sus dudas y combates,
y exaltándose con la narración, concluyó asiendo el escapulario del
monje con el mayor extremo del desconsuelo y exclamando:

—¡Oh, padre mío, libradme de mi padre, libradme de este desgraciado a
quien he robado su sosiego y, sobre todo, libradme de mí misma porque
mi razón está rodeada de tinieblas y mi alma se extravía en los
despeñaderos de la angustia que hace tanto tiempo me cercan!

Quedóse todo entonces en un profundo silencio, que el abad
interrumpió por fin con su voz bronca y desapacible, pero trémulo a
causa del involuntario enternecimiento que sentía.

—Don Álvaro—dijo—, doña Beatriz se quedará conmigo para volver a su
convento y vos tornaréis a Bembibre.

—Ya que tratáis de arrancarla de mis manos, debiérais antes
arrancarme la vida. Dejadnos ir nuestro camino, y ya que no queráis
contribuir a la obra de amor, no provoquéis la cólera de quien os ha
respetado aun en vuestras injusticias. Apartaos os digo o, por quien
soy, que todo lo atropello, aun la santidad misma de vuestra persona.

—¡Infeliz!—contestó el anciano—. Los ojos de tu alma están ciegos con
tu loca idolatría por esta criatura. ¡Hiéreme y mi sangre irá en pos
de ti gritando venganza, como la de Abel!

Don Álvaro, fuera de sí de enojo, se acercó para arrancar a doña
Beatriz de manos del abad, usando si preciso fuese de la última
violencia, cuando ésta se interpuso y le dijo con calma:

—Deteneos, don Álvaro; todo esto no ha sido más que un sueño de que
despierto ahora, y yo quiero volverme a Villabuena, de donde nunca
debí salir.

Quedóse don Álvaro yerto de espanto y como petrificado en medio de su
colérico arranque, y sólo acertó a replicar con voz sorda:

—¿A tanto os resolvéis?

—A tanto me resuelvo—contestó ella.

—Doña Beatriz—exclamó don Álvaro con una voz que parecía querer
significar a un tiempo las mil ideas que se cruzaban y chocaban en su
espíritu; pero como si desconfiase de sus fuerzas, se contentó con
decir:—Doña Beatriz... ¡adiós!—Y se dirigió adonde estaba su caballo
con precipitados pasos.

La desdichada señora rompió en llanto y sollozos amarguísimos, como
si el único eslabón que la unía a la dicha se acabase de romper en
aquel instante. El abad entonces, penetrado de misericordia, se
acercó rápidamente a don Álvaro, y asiéndole del brazo le trajo, como
a pesar suyo, delante de doña Beatriz.

—No os partiréis de ese modo—le dijo entonces—; no quiero que salgáis
de aquí con el corazón lleno de odio. ¿No tenéis confianza, ni en mis
canas, ni en la fe de vuestra dama?

—Yo sólo tengo confianza en las lanzas moras y en que Dios me
concederá una suerte de cristiano y de caballero.

—Escúchame, hijo mío—añadió el monje con más ternura de la que podía
esperarse de su carácter adusto y desabrido—; tú eres digno de suerte
más dichosa y sólo Dios sabe cómo me atribulan tus penas. Gran cuenta
darán a su justicia los que así destruyen su obra; yo que soy su
delegado aquí y ejerzo jurisdicción espiritual, no consentiré en ese
malhadado consorcio, manantial de vuestra desventura. He visto qué
premio dan a tu hidalguía, y en mí encontrarás siempre un amparo. Tú
eres la oveja sola y extraviada, pero yo te pondré sobre mis hombros
y te traeré al redil del consuelo.

—Y yo—repuso doña Beatriz—renuevo aquí delante de un ministro del
altar el juramento que tengo ya hecho, y de que no me hará perjurar
ni la maldición misma de mi padre. ¡Oh, don Álvaro! ¿por qué queréis
separaros de mí en medio de vuestra cólera? ¿Nada os merecen las
persecuciones que he sufrido y sufro por vuestro amor? ¿Es esa
la confianza que ponéis en mi ternura? ¿Cómo no veis que si mi
resolución parece vacilar es que mis fuerzas flaquean y mi cabeza
se turba en medio de la agonía que sufro sin cesar, yo, desdichada
mujer, abandonada de los míos, sin más amparo que el de Dios y el
vuestro?

El despecho de don Álvaro se convirtió en enternecimiento cuando vió
que el desabrimiento del abad y el inesperado cambio de doña Beatriz
se trocaban en bondad paternal y en tiernas protestas. Su índole
natural era dulce y templada, y aquella propensión a la cólera y a
la dureza que en él se notaba hacía algún tiempo provenía de las
contrariedades y sinsabores que por todas partes le cercaban.

—Bien veis, venerable señor—dijo al abad—, que mi corazón no se ha
salido del sendero de la sumisión sino cuando la iniquidad de los
hombres me ha lanzado de él. Han querido arrebatármela, y eso es
imposible; pero si vos queréis mediar y me ofrecéis que no se llevará
a cabo ese casamiento abominable, yo me apartaré de aquí como si
hubiera oído la palabra del mismo Dios.

—Toca esta mano, a que todos los días baja la Majestad del
cielo—replicó el monje—, y vete seguro de que mientras vivas y doña
Beatriz abrigue los mismos sentimientos, no pasará a los brazos de
nadie, ni aunque fueran los de un rey.

—Doña Beatriz—dijo, acercándose a ella y haciendo lo posible por
dominar su emoción—, yo he sido injusto con vos, y os ruego que me
perdonéis. No dudo de vos, ni he dudado jamás; pero la desdicha
amarga y trueca las índoles mejores. Nada tengo ya que deciros,
porque ni las lágrimas, ni los lamentos, ni las palabras os
revelarían lo que está pasando en mi pecho. Dentro de pocos días
partiré a la guerra que vuelve a encenderse en Castilla. Con Dios,
pues, os quedad, y rogadle que nos conceda días más felices.

Doña Beatriz reunió las pocas fuerzas que le quedaban para tan
doloroso momento, y, acercándose al caballero, se quitó del dedo una
sortija y la puso en el suyo, diciéndole:

—Tomad ese anillo, prenda y símbolo de mi fe, pura y acendrada como
el oro—y en seguida, cogiendo el puñal de don Álvaro, se cortó una
trenza de sus negros y largos cabellos, que todavía caían deshechos
por sus hombros y cuello, y se la dió igualmente. Don Álvaro besó
entrambas cosas y la dijo:

—La trenza la pondré dentro de la coraza, al lado del corazón, y el
anillo no se apartará de mi dedo; pero si mi escudero os devolviese
algún día entrambas cosas, rogad por mi eterno descanso.

[Ilustración]

—Aunque así fuera, os aguardaré un año; y pasado él, me retiraré a un
convento.

—Acepto vuestra promesa; porque si vos muriéseis igualmente, ninguna
mujer se llamaría mi esposa.

—El cielo os guarde, noble don Álvaro; pero no os entreguéis a la
amargura. Mirad que la esperanza es una virtud divina.

Estas parece que debían ser sus últimas palabras; pero, lejos de
moverse, parecían clavados en la tierra y sujetos por su recíproca
y dolorosa mirada, hasta que por fin, movidos de un irresistible
impulso, se arrojaron uno en brazos de otro, diciendo doña Beatriz en
medio de un torrente de lágrimas:

—Sí, sí, en mis brazos, aquí, junto a mi corazón... ¡Qué importa
que este santo hombre lo vea!... ¡Antes ha visto Dios la pureza de
nuestro amor!

Así estuvieron algunos instantes, como dos puros y cristalinos ríos
que mezclan sus aguas, al cabo de los cuales se separaron, y don
Álvaro, montando a caballo, después de recibir un abrazo del abad, se
alejó lentamente volviendo la cabeza atrás, hasta que los árboles le
ocultaron. Millán se quedó, por disposición de su amo, para acompañar
a doña Beatriz y a su criada a Villabuena. El anciano entonces dió
un corto silbido, y un monje lego, que estaba escondido tras de
unas tapias, se presentó al momento. Díjole algunas palabras en voz
baja, y al cabo de poco tiempo se volvió con la litera del convento,
conducida por dos poderosas mulas. Entraron en ella ama y criada;
retiróse el lego; asió Millán de la mula delantera, montó el abad en
su caballo y emprendieron de esta suerte el camino de Villabuena,
adonde llegaron todavía de noche. Por la brecha de la reja volvieron
a entrar las fugitivas, y Martina, casi en brazos, condujo a su
señora a la habitación, en tanto que el abad daba la vuelta a
Carracedo, más satisfecho de su prudencia, con la cual todo se había
remediado sin que nada se supiese, que su pedestre acompañante del
término de su aventura nocturna.

Al día siguiente, cuando los criados del conde y del señor de Arganza
fueron al convento llevando los presentes de boda, encontraron a doña
Beatriz atacada de una calentura abrasadora, perdido el conocimiento
y en medio de un delirio espantoso.

[Ilustración]



[Ilustración]

CAPÍTULO XII


Extraño parecerá tal vez a nuestros lectores que tan a apunto
estuviese el abad de Carracedo para destruir los planes de felicidad
de don Álvaro y doña Beatriz, por quien suponemos que no habrá dejado
de interesarse un poco su buen corazón, y, sin embargo, es una cosa
natural. Cuando el señor de Bembibre se despidió de él en su primera
entrevista, su resolución y sus mismas palabras le dieron a entender
que su energía natural, estimulada por la violenta pasión que le
dominaba, no retrocedería delante de ningún obstáculo, ni se cansaría
de inventar planes y ardides. Era doña Beatriz su hija de confesión,
y todas las cosas a ella pertenecientes excitaban su cuidado y
solicitud; pero desde su ida a Villabuena, por honor de una casa
de su Orden y que estaba bajo su autoridad, su vigilancia se había
redoblado, y no sin fruto. Un criado de Carracedo había visto un
aldeano montar en un soberbio caballo, en uno de los montes cercanos
a Villabuena, y salir con uno, al parecer escudero, por trochas
y veredas, como apartándose de poblado. Lo extraño del caso, le
movió a contárselo al abad, y éste, por las señas y la dirección que
llevaba, conoció que don Álvaro rondaba los alrededores, y que, en
vista de la insistencia del conde de Lemus, trataría tal vez de robar
a su amante. Comunicó, pues, sus órdenes a todos los guarda-bosques
del monasterio, y al barquero de Villadepalos (pues la barca era del
monasterio), también, para que acechasen con toda vigilancia, y le
diesen parte inmediatamente de cuanto observasen. La escapatoria de
la discreta y aguda Martina, sin embargo, no llegó a sus oídos; pero
la venida de don Álvaro de Cornatel, el estudiado rodeo que le vieron
tomar los guardas para apartarse del convento, y sobre todo, la idea
de que al siguiente día expiraba el plazo señalado a doña Beatriz,
fueron otros tantos rayos de luz que le indicaron aquella noche
como la señalada para la ejecución del atrevido plan. Suponiendo,
con razón que Cornatel fuese el punto destinado para la fuga, hizo
retirar la barca al otro lado, y como el Sil iba crecido con las
nieves de las montañas que se derretían, y no se podía vadear, desde
luego se aseguró que su plan no saldría fallido. Cierto es que don
Álvaro podía llevarse a doña Beatriz a Bembibre, o cruzar el río por
el puente de Ponferrada, en cuyo caso burlaría sus afanes; pero ambas
cosas ofrecían tales inconvenientes, que sin duda debían arredrar a
don Álvaro. El puente estaba fortificado, y sin orden del maestre
nadie hubiera pasado por él a hora tan desusada, cosa que nuestro
caballero deseaba sobre todo evitar. Así, pues, las redes del prelado
estaban bien tendidas, y el resultado de la tentativa de don Álvaro
fué el que, por su desdicha, debía de ser necesariamente.

Comoquiera no creía el buen religioso que la pasión de doña Beatriz
hubiese echado en su alma tan hondas raíces, ni que a tales
extremos la impeliese el deseo de huir de un matrimonio aborrecido.
Acostumbrado a ver doblegarse a todas las doncellas de alto y bajo
nacimiento delante de la autoridad paterna, imaginaba que sólo
una fascinación pasajera podía mover a doña Beatriz a semejante
resolución, y cabalmente, las consecuencias de esta falta fueron las
que se propuso atajar. Pero cuando por sus ojos vió la violencia
de aquel contrariado afecto, y el manantial de desdichas que
podía abrir la obstinación del señor de Arganza, determinó oponerse
resueltamente a sus miras. Su corazón, aunque arrebatado de fanático
celo, no había desechado, sin embargo, ninguno de aquellos generosos
impulsos, propios de su clase y estado, y además quería a doña
Beatriz con ternura casi paternal. En el secreto de la penitencia,
aquella alma pura y sin mancha se le había presentado en su divina
desnudez y cautivado su cariño, como era inevitable. Por otra parte,
bien veía que don Álvaro, caballero y pundonoroso, si en aquella
época los había, sólo acosado por la desesperación y la injusticia,
se lanzaba a tan violentos partidos. Así, pues, al día siguiente, muy
temprano, salió a poner en ejecución su noble propósito, cosa de que
con gran pesadumbre suya le excusó la enfermedad de doña Beatriz, que
todo lo retardó por sí sola. No le pareció justo entonces amargar la
zozobra del señor de Arganza, que ya empezaba a recoger el fruto de
sus injusticias, pero no cejó ni un punto de lo que tenía determinado.

Don Álvaro, por su parte, desde Carracedo se fué en derechura
a Ponferrada, donde llegó antes de amanecer; pero no queriendo
alborotar a nadie a hora tan intempestiva, y con el objeto de
recobrarse antes de presentarse a su tío, estuvo vagando por las
orillas del río hasta que los primeros albores del día trocaron en su
natural color las pálidas tintas de que revestía la luna las almenas
y torreones de aquella majestuosa fortaleza. Entró entonces en ella,
y con la franqueza propia de su carácter, aunque exigiéndole antes su
palabra de caballero de guardar su declaración en el secreto de su
pecho, y no tomar sobre lo que iba a saber providencia alguna, contó
a su tío todos los sucesos del día anterior. Escuchóle el anciano con
vivo interés, y al acabar le dijo:

—Buen valedor has encontrado en el abad de Carracedo, y la desgracia
te ha traído al mismo punto en que yo quise ponerte cuando aún no se
había desencadenado esta tormenta. Yo conozco al abad, y por mucha
que sea la enemiga y el rencor con que mira a nuestra caballería,
su alma es recta y no se apartará de la senda de la verdad. ¡Pero
Saldaña!...—añadió con pesadumbre—¡uno de los ancianos de nuestro
pueblo, encanecido en los combates, prestar su ayuda, y lo que es
más, el castillo que gobierna, a semejantes propósitos! ¡Consentir
que atravesase una mujer los umbrales del Temple, cuando hasta el
beso de nuestras madres y hermanas nos está vedado!

Don Álvaro intentó disculparle.

—No, hijo mío—contestó el maestre—, esto que contigo ha hecho por el
cariño que te tiene, hubiera él hecho igualmente por un desconocido,
con tal de que de ello resultase crecimiento a nuestro poder y
menoscabo al de nuestros enemigos. Harto conocido le tengo: su alma
iracunda y soberbia se ha exasperado con nuestras desdichas, y sólo
sueña en propósitos de ambición y en medios puramente humanos para
restaurar nuestro decoro. En sus ojos todos son buenos si conducen
a este fin. ¡En él se ofrece viva y de manifiesto la decadencia de
nuestra Orden!

Don Álvaro dijo entonces a su tío que pensaba partir al punto a
Castilla, y el anciano se lo aprobó, no sólo porque como señor
mesnadero estaba obligado a servir al rey en la ocasión que se
ofrecía, sino también con el deseo de que los peligros y azares de la
guerra, que tan bien cuadraban a su carácter, le divirtiesen de sus
sinsabores y pesares. Por esta vez, su bandera, compañera inseparable
de la del Temple, tenía que ir sola en busca del enemigo, pues los
caballeros, recelosos con sobrado fundamento de la potestad real, y
pendientes del giro que tomasen en el vecino reino de Francia los
atropellos cometidos en la persona de su maestre ultramarino y demás
caballeros, juzgaron prudente mantenerse neutrales en la guerra
intestina de que iba a ser teatro la desventurada Castilla.

Al día siguiente salió don Álvaro de Bembibre camino de Carrión con
parte de su mesnada, dejando el cuidado de conducir la otra parte
a Melchor Robledo, uno de sus oficiales, y su castillo en manos de
los caballeros templarios de Ponferrada. En tanto que allá llega y
se junta a la hueste del rey don Fernando IV, forzoso será que demos
a nuestros lectores alguna idea de las nuevas turbulencias que en
diversos sentidos llamaban a los pueblos y a los ricos hombres, a
las armas.

La familia de los Laras, poderosísima en Castilla, tenía vinculados
en su casa la turbulencia y el desasosiego, no menos que la nobleza y
la opulencia. El jefe actual de este linaje, don Juan Núñez de Lara,
había estado largo tiempo desnaturalizado de Castilla, y entrado en
ella a mano armada cuando la gloriosa reina doña María tenía las
riendas del Gobierno; pero desbaratado su escuadrón por don Juan de
Haro, cayó en poder de la reina prisionero. Despojáronle entonces de
todos sus castillos y heredades, pero poco tardaron en volvérselas,
y para sellar más fuertemente esta avenencia le hicieron mayordomo
del rey, puesto el más aventajado y codiciado de su casa. Corrían,
empero, los tiempos tan turbios y alterados, y el carácter de Núñez
de Lara era tan enojadizo y revoltoso, que todas estas mercedes no
fueron bastantes a corregir sus malas propensiones. El infante don
Juan, que tan funesto nombre ha dejado en nuestra historia para
servir de sombra y de contraste a la resplandeciente figura de Guzmán
el Bueno, malhallado con la pérdida de su soñado reino de León,
tardó poco en trabar con él amistad y alianza, deseoso de fundar en
ella sus pretensiones al señorío de Vizcaya, que pertenecía a su
mujer doña María Díaz de Haro, como heredera de su padre el conde
don Lope, pero que, sin embargo, no había salido de las manos de don
Diego, su tío, poseedor de él a la sazón. Era este pleito muy ajeno y
difícil de componer y pocos señores además lo deseaban sinceramente,
porque con semejantes bandos y desavenencias el poder de la corona
se enflaquecía al compás de sus usurpaciones y desafueros, y no
llegaba el caso de poner coto a este germen de debilidad que atacaba
el corazón del estado. Las revueltas de la menor edad del rey habían
enseñado a los señores el camino de la rebelión, y así el brazo como
el discurso del rey eran ambos flojos en demasía para atajar tan
grave daño.

A pesar de todo, por la discreción y habilidad de la reina doña María
llegó a sosegarse la diferencia de don Diego de Haro y del infante
don Juan, entregando aquél el señorío de Vizcaya a su sobrina doña
María Díaz, y recibiendo éste en trueque las villas de Villalba y
Miranda; pero el rey, cuyo natural ligero y poco asentado fué causa
gran número de veces de que se desgraciasen muy sabias combinaciones
políticas, excluyó de esta avenencia y concierto, en que mediaron
los principales señores de su corona, a su mayordomo don Juan Núñez
de Lara, con quien comenzaba a disgustarse y desabrirse. Según
era de esperar de sus fueros y altanería, mirólo Lara como un
ultraje sangriento, y despidiéndose del rey con palabras ásperas y
descomedidas, fuese a encerrar en Tordehumos, lugar fuerte. Repartió
su gente por Iscar, Montejo y otros lugares, y proveyéndose de armas,
víveres y pertrechos, se preparó a arrostrar la cólera del rey.

Éste, por su parte, no menos resentido de las demasías de don Juan
Núñez, después de tener consejo con los suyos envió a requerirle
con un caballero, que, pues, tan mal sabía agradecer sus mercedes,
saliese al punto de la tierra y le entregase las villas de Moya y
Cañete en que le heredara poco antes. Contestóle don Juan Núñez,
con su acostumbrada insolencia, que no saldría de una tierra donde
era tan natural como el más natural de ella, y que, en cuanto a las
villas, harto bien ganadas las tenía. Con esto, el rey juntó sus
tropas y se preparó a cercarle en Tordehumos.

A pesar de estas disensiones, tanto el monarca como los señores
del partido de Lara, estaban acordes en un punto: el odio a los
templarios, y, sobre todo, en el deseo de repartirse sus despojos.
Cierto es que el rey no había recibido daño de la Orden en las
pasadas turbulencias y que los caballeros se habían mantenido
neutrales cuando menos, durante aquella época azarosa, pero no lo es
menos que un miembro de ella, el comendador Martín Martínez, había
entregado al infante don Juan, el castillo y plaza del puente de
Alcántara. El rey, sin embargo, tuvo más en cuenta este hecho aislado
que el comportamiento decoroso de toda la Orden; y por otra parte,
el deseo de reparar con sus bienes los descalabros de la corona, y
de acallar con ellos la codicia de sus ricos hombres, acabaron de
inclinar la balanza de su ánimo en contra de tan ilustre milicia.
No obstante, como el papa Clemente IV no acababa de fulminar sus
anatemas, ni se atrevía a tomar bajo su protección a aquella tan
perseguida caballería, estaban los ánimos en suspenso y con la espada
a medio sacar de la vaina. De todas maneras, no se cesaba un punto
de minar en la opinión los cimientos del Temple y de urdir sordas
cábalas para el día en que hubiesen de romperse las hostilidades.
El infante don Juan, centro de todas ellas, no reposaba un momento,
y como dejamos ya indicado, los proyectos del conde de Lemus y las
amarguras de doña Beatriz y de don Álvaro, eran obra de aquellas
manos, que así asesinaban en la cuna los niños inocentes, como
las esperanzas más santas y legítimas. Los templarios eran dueños
de las entradas de Galicia por la parte del puerto de Piedrafita,
Valdeorres, con los castillos de Cornatel y del Valcarce. Las
fortalezas de Corullón, Ponferrada, Bembibre, dominaban las llanuras
más pingües del país, y, por otra parte, si las casas de Yáñez y
Ossorio llegaban a enlazarse, sus numerosos vasallos montañeses de
las fuentes del Boeza y del Burbia cerrarían gran porción de entradas
y desfiladeros y harían casi inexpugnable la posición de la Orden en
aquella comarca. Harto claro veían esto el infante y los suyos, y
de ahí nacían las persecuciones del conde, que, lejos de venir a la
jornada de Tordehumos, se quedó en los confines de Galicia y en el
Bierzo, así para llevar adelante su particular propósito, como para
juntar fuerzas contra los templarios, con quienes parecía inevitable
un rompimiento.

Encontróse, pues, solo don Álvaro en medio de la hueste de Castilla,
o por mejor decir, acompañado de la natural ojeriza y recelo que
inspiraba su alianza estrecha y sincera con el Temple, su valor, su
destreza en las armas y la nombradía que había sabido alcanzarse de
antemano. Por fin, junto al ejército real, y completa ya la gente
del señor de Bembibre, que con el segundo tercio, acaudillado por
Robledo, se le había incorporado, moviéronse de Carrión y fueron a
ponerse sobre Tordehumos con grandes aprestos, bagajes y máquinas de
guerra.

[Ilustración]



[Ilustración]

CAPÍTULO XIII


Justamente el señor de Bembibre se alejaba del Bierzo cuando la
fiebre se cebaba en doña Beatriz con terrible saña, y la infeliz
le llamaba a gritos en medio de su delirio. ¿Quién le dijera a él,
cuando en lo más alto de la sierra que divide al Bierzo de los llanos
de Castilla volvió su caballo para mirar otra vez aquella tierra,
cuyos recuerdos llenaban su corazón; quién le dijera que aquella
doncella angelical, su único amor y su única esperanza para el
porvenir, yacía en el lecho del dolor mirando con ojos encendidos y
extraviados a cuantos la rodeaban y consumidos sus delicados miembros
por el ardor de la calentura? Tal era, sin embargo, la tremenda
realidad, y mientras la cuchilla de la muerte amagaba a la una,
corría el otro por su parte a innumerables riesgos y peligros. Así,
de dos hojas nacidas en el mismo ramo y mecidas por el mismo viento,
cae la una al pie del árbol paterno, en tanto que la compañera vuela
con las ráfagas del otoño a un campo desconocido y lejano.

Figúrense nuestros lectores la consternación que causaría en
Arganza la triste noticia de la enfermedad de su única heredera.
Doña Blanca, por la primera vez de su vida, soltó la compresa a su
dolor y a sus quejas y se desató en reproches e invectivas contra la
obstinación de su esposo y contra los planes que así amenazaban a
aquella criatura tan querida, en términos que aun al conde, a pesar
de la hospitalidad, le alcanzó parte de su cólera. Inmediatamente
declaró su resolución de ir a Villabuena, a pesar de sus dolencias,
y de asistir a su hija; y don Alonso, temeroso de causar una nueva
desgracia contrariándola en medio de su agitación, ordenó que en una
especie de silla de manos la trasladasen al monasterio. En cuanto
llegó, sus miembros casi paralíticos parecieron desatarse, y sus
dolores habituales cesaron; por manera que todos estaban maravillados
de verlo. ¡Admirable energía la del amor maternal, santo destello del
amor divino, que para todo encuentra fuerzas y jamás se cansa de los
sacrificios y fatigas más insoportables!

Doña Beatriz no conoció ya a su madre, aunque sus miradas se
clavaban incesantemente en ella y parecía poner atención a todas
las palabras de ternura que de sus labios salían; pero era aquella
especie de atención a un tiempo intensa y distraída que se advierte
en los locos. Su delirio tenía fases muy raras y diversas: a veces
era tranquilo y melancólico, y otras lleno de convulsiones y de
angustias. El nombre de su padre y el de su amante eran los que más
frecuentemente se le escapaban; y aunque el del conde se le escuchaba
alguna vez, siempre era tapándose la cara con las sábanas o haciendo
algún gesto de repugnancia.

Un monje anciano de Carracedo, muy versado en la física y que conocía
casi todas las plantas medicinales que se crían por aquellos montes,
estaba constantemente a su cabecera observando los progresos del
mal, y había ya propinado a la enferma varias bebidas y cordiales;
pero el mal, lejos de ceder, parecía complicarse y acercarse a una
crisis temible. Una noche en que su tía, su madre y el buen religioso
estaban sentados alrededor de su lecho, se incorporó, y, mirando a
todas partes con atención, se fijó en la escasa luz de una lámpara
que en lo más apartado de la pieza lanzaba trémulos y desiguales
resplandores. Estuvo un rato contemplándola, y luego preguntó con una
voz débil, pero que nada había perdido de su armonioso metal:

—¿Es la luz de la luna?... Pero yo no la veo en las ondas del
río... ¡Tampoco la dicha baja del cielo para regocijar nuestros
corazones!—Aquí dió un profundo suspiro, y luego exclamó
vivamente:—¡No importa, no importa! Desde el firmamento nos
alumbrará... ¡sí, sí; venga tu caballo moro!... ¡Ay! me parece que
he perdido la vida y que un espíritu me lleva por el aire; pero los
latidos de tu corazón han despertado el mío. Voy a perder el juicio
de alegría... Déjame cantar el salmo del contento: «Al salir Israel
de Egipto...» Pero mi madre, mi pobre madre—exclamó con pesadumbre—,
¡ah! yo la escribiré, y cuando sepa que soy feliz, se alegrará
también...

Sonrióse entonces melancólicamente; pero cambiando al punto de ideas,
gritó desaforadamente con espanto y arrojándose fuera de la cama con
una violencia tal, que la abadesa y su madre apenas podían sujetarla:

—¡La sombra! ¡la sombra!... ¡Ay! ¡yo he caído del cielo!... ¿Quién me
levantará?... ¡Adiós!... ¡No vuelvas la cabeza atrás para mirarme,
que me partes el corazón! ¡Ya se ha perdido entre los árboles!...
Ahora es cuando debo morirme... ¡Alma cristiana, prepara tu ropa de
boda y ve a encontrar tu celestial esposo!

Entonces, fatigada, cayó otra vez sobre las almohadas en medio de las
lágrimas de las dos señoras, y comenzó a respirar con mucha congoja y
anhelo. El monje le tomó entonces el pulso, y, mirándole a los ojos
con mucha atención, se fué a sentar a un extremo de la celda con aire
abatido y meneando la cabeza. Doña Blanca que lo vió, se arrojó de
rodillas en un reclinatorio que allí había, y, asiendo un crucifijo
que sobre él estaba y abrazándolo estrechamente, exclamaba con una
voz ronca y ahogada:

—¡Oh, Dios mío, no a ella, no a ella, sino a mí! ¡Es mi hija única,
yo no tengo otra hija! ¡Vedla, señor, tan joven, tan buena y tan
hermosa! ¡Tomad mi vida! ¡Ved que no son mis lágrimas las solas que
correrán por ella, porque es un vaso de bendición en quien se paran
los ojos de todos! ¡Oh, Señor! ¡Oh, Señor! ¡Misericordia!

La abadesa, que, a pesar de que más necesidad tenía de consuelos que
poder para darlos, acudió a sosegar a su hermana diciéndole que si
así se abandonaba a su dolor, mal podía aprovechar las pocas fuerzas
que le quedaban para asistir a su hija. Surtió este consejo el efecto
deseado, pues doña Blanca, con esta idea, se serenó muy pronto; tal
era el miedo que tenía a verse separada de su hija.

En tal estado se pasaron algunos días, durante los cuales no cesaron
las monjas de rogar a Dios por la salud de doña Beatriz. Hubo que
establecer una especie de turno para la asistencia, pues todas a
la vez querían quedarse para velarla y asistirla. El luto parecía
haber entrado en aquella casa sin aguardar a que la muerte le
abriese camino. Sin embargo, después de doña Blanca, nadie estaba
tan atribulada como Martina, de cuyo lindo y alegre semblante
habían desaparecido los colores tan frescos y animados que eran la
ponderación de todos. Por lo que hace al señor de Arganza, que a
pesar de sus rigores amaba con verdadera pasión a su hija, oprimido
por el doble peso del pesar y del remordimiento, apenas se atrevía a
presentarse por Villabuena, pero pasaba días y noches sin gozar un
instante de verdadero reposo, y a cada paso estaba enviando expresos
que volvían siempre con nuevas algo peores.

Por fin el médico declaró que su ciencia estaba agotada y que sólo
el auxilio celestial podría curar a doña Beatriz. Entonces se le
administró la extremaunción, porque como no había recobrado el
conocimiento, no pudo dársele el viático. La comunidad toda, deshecha
en lágrimas, acudió a la ceremonia, y cada una se despidió en su
interior de aquella tan cariñosa y dulce compañera, que en medio de
los sinsabores que la habían cercado de continuo, mientras había
vivido en el convento, no había dado a nadie el más leve disgusto.

No hubo fuerzas humanas que arrancasen a doña Blanca del lado de su
hija la noche que debía morir; así, pues, hubieron de consentir en
que presenciase el doloroso trance. Hacia media noche, sin embargo,
doña Beatriz pareció volver en sí del letargo que había sucedido a la
agitación del delirio, y clavando los ojos en su fiel criada, le dijo
en voz casi imperceptible:

—¿Eres tú, pobre Martina? ¿Dónde está mi madre? ¡Me pareció oir su
voz entre sueños!

—Bien os parecía, señora—replicó la muchacha reprimiéndose por no
dejar traslucir la alegría tal vez infundada y loca que con aquellas
palabras había recibido—: mirad al otro lado, que ahí la tenéis.

Doña Beatriz volvió la cabeza, y sacando ambos brazos tan puros y
bien formados no hacía mucho, y entonces tan descarnados y flacos, se
los echó al cuello, y apretándola contra su pecho con más fuerza de
la que podía suponerse, exclamó, prorrumpiendo en llanto:

—¡Madre mía de mi alma! ¡Madre querida!

Doña Blanca, fuera de sí de gozo, pero procurando reprimirse, le
respondió:

—Sí, hija de mi vida, aquí estoy; pero serénate, que todavía estás
muy mala, y eso puede hacerte daño.

—No lo creáis—replicó ella—; no sabéis cuánto me alivian estas
lágrimas, únicas dulces que he vertido hace tanto tiempo. Pero vos
estáis más flaca que nunca... ¡ah, sí, es verdad, todos hemos sufrido
tanto! ¡Y vos también, tía mía! Y mi padre, ¿dónde está?

—Pronto vendrá—replicó doña Blanca—; pero, vamos, sosiégate, amor
mío, y procura descansar.

Doña Beatriz, sin embargo, siguió llorando y sollozando largo rato:
tantas eran las lágrimas, que se habían helado en sus ojos y oprimían
su pecho. Por fin, rendida del todo, cayó en un sueño profundo y
sosegado, durante el cual rompió en un abundante sudor. El anciano se
acercó entonces a ella, y reconociendo cuidadosamente su respiración,
igual y sosegada, y su pulso, levantó los ojos y las manos al cielo,
y dijo:—Gracias te sean dadas a ti, Señor, que has suplido la
ignorancia de tu siervo y la has salvado.

Y cogiendo a doña Blanca, atónita y turbada, de la mano, la llevó
delante de una imagen de la Virgen, y arrodillándose con ella,
empezó a rezar la Salve en voz baja pero con el mayor fervor. La
abadesa y Martina imitaron su ejemplo, y cuando acabaron, entrambas
hermanas se arrojaron una en los brazos de otra, y doña Blanca pudo
también desahogar su corazón oprimido.

El sueño de la enferma duró hasta muy entrada la mañana siguiente,
y en cuanto se despertó y el médico volvió a asegurar que ya había
pasado el peligro, las campanas del convento comenzaron a tocar a
vuelo, y en el monasterio fué un día de gran fiesta. Don Alonso
volvió a ver a su hija, pero aunque no había renunciado a su plan,
tanto por la palabra empeñada, cuanto por lo mucho que lisonjeaba
su ambición, resolvió no violentar su voluntad, siguiendo en esto
los impulsos de su propio corazón y los consejos del prelado de
Carracedo. El conde, por su parte, aunque momentáneamente, se alejó
del país, y de todas maneras doña Beatriz no experimentó al salir
de la enfermedad ningún género de contrariedad ni persecución. Sin
embargo, la convalecencia parecía ir larga, y como el monasterio
podía traerle a la imaginación más fácilmente las desagradables
escenas de que había sido teatro, por orden del monje de Carracedo,
que con tan paternal solicitud la había asistido, la trasladaron a
Arganza, donde todos los recuerdos eran más apacibles y consoladores.
El pueblo entero, que la había contado por muerta, la recibió como
nuestros lectores pueden figurarse con fiestas, bailoteos y algazaras
que la esplendidez del señor hacía más alegres y animados. Hubo su
danza y loa correspondiente, un mayo más alto que una torre, y por
añadidura una especie de farsa medio guerrera, medio venatoria,
dispuesta y acaudillada por nuestro amigo Nuño el montero, que aquel
día parecía haberse quitado veinte años de encima. Por lo que toca
al rollizo Mendo, se alegró tanto de la vuelta de Martina, que no
parecía sino que la taimada aldeana le correspondía decididamente.
Muchos fueron los tragos y tajadas con que la celebró; pero si
hubiera tenido noticia de sus escapatorias nocturnas, y sobre todo de
la última, probablemente no se librara de una indigestión. De todas
maneras la ignorancia le hacía dichoso como a tantos otros, y como
él convertía en sustancia todas las burlas y aun los bufidos de la
linda doncella, estaba que no cabía en su pellejo, harto estirado ya
por su gordura. Añádase a esto que la mala sombra de Millán andaba
lejos, rompiéndose la crisma contra las murallas de Tordehumos y que
Martina volvía más interesante con la ligera palidez que le habían
causado sus vigilias y congojas, y tendremos completamente explicado
el regocijo del buen palafrenero.

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CAPÍTULO XIV


Volvamos ahora a don Álvaro, que bien ajeno de semejantes sucesos,
había llegado a Tordehumos con la hueste del rey. Este pueblo, que
don Juan Núñez había provisto y reparado con la mayor diligencia,
está en la pendiente de una colina dominada por un castillo, y no
lejos pasa el río llamado Ríoseco. La posición es buena: las murallas
estaban entonces en el mejor estado: la guarnición era valerosa
y suficiente y su jefe diestro, experimentado y valiente. Ya en
otro tiempo le había sitiado el rey en Aranda, de donde se salió a
despecho de su cólera, y esta memoria le daba aliento para desafiarle
desde Tordehumos, lugar más acomodado a la defensa. Tenía además
la fundada esperanza de que nunca llegarían a estrecharle hasta
el extremo, porque conservaba en el campo enemigo inteligencias y
valimiento de que fiaba no menos que de su valor, el éxito de la
empresa. El infante don Juan, aunque servía bajo las banderas de su
sobrino, no por eso había desatado los antiguos vínculos de amistad
que le unían con el de Lara, antes entre sus enemigos era donde
pensaba servirle mejor, ruin manejo que sólo cabía en la doblez de
aquel alma villana. Hernán Ruiz de Saldaña, Pero Ponce de León y
algunos otros principales señores también estaban en el plan, si
bien no encubrían sus pensamientos ni conducta bajo el manto de celo
hipócrita por los intereses del rey en que se cobijaba el infante don
Juan. Así es que el cerco emprendido con gran calor iba aflojándose y
entibiándose de día en día con gran pesadumbre del rey, que no tardó
mucho en caer en la cuenta de su daño.

Comoquiera, los caballeros más afectos a su persona o más leales no
dejaban de pelear con ardor en las frecuentes salidas que hacían los
sitiados, y don Álvaro, que por su aislamiento ignoraba parte de
estas tramas y que por la rectitud de sus pensamientos era incapaz de
entrar en ellas, andaba entre los que más se distinguían. Sucedió,
pues, que una noche, saliendo los cercados con gran sigilo, dieron
impensadamente sobre el real enemigo, cuya mayor parte estaba
descuidada, cayendo con más furia sobre el ala del señor de Bembibre
y demás caballeros fieles al rey. Don Álvaro, que no solía prescindir
de las precauciones y vigilancia propias de la guerra, salió al
punto con la mitad de su prevenida gente a rechazar la imprevista
embestida, enviando aviso inmediatamente al cuartel del rey para
que le sostuviesen en el ataque que emprendía. En el desorden
introducido y en la dañada intención del infante consistió sin duda
que el refuerzo pedido no llegase. La noche estaba muy obscura, los
enemigos se aumentaban sin cesar: los gritos de rabia, de temor y
de dolor se mezclaban con las órdenes de los cabos: las armas y
escudos despedían chispas en la obscuridad con el incesante martilleo
y la escena llegó a hacerse temerosa y horrible de veras. Por fin,
los enemigos comenzaron a extenderse por las alas del reducido y
abandonado escuadrón, y don Álvaro, estrechado entonces, comenzó a
retirarse ordenadamente, resistiendo con su acostumbrado valor el
empuje contrario. Su gente, por último, comenzó a desbandarse, y don
Álvaro, herido ya en el pecho, recibió otra herida en la cabeza, con
lo cual vino al suelo debajo de su noble caballo, que herido también
hacía rato, parecía haber conservado su brío, sólo para ayudar a su
jinete. Entonces sobrevino nueva pelea alrededor del caído caballero,
pues sus soldados hacían desesperados esfuerzos para arrancarle del
poder de los enemigos; pero el número de éstos era ya tan grande y el
aliento que recibían de don Juan Núñez, que mandaba en persona esta
encamisada, tal, que, por último, ensangrentados y rotos, hubieron de
tomar la huída dejándolo en sus manos. Lara, que le reconoció y que
ya de antemano le estimaba, hizo vendar sus heridas y transportarle
con gran cuidado a su castillo. Por último, como los refuerzos del
rey iban llegando, él mismo se retiró en buen orden sin experimentar
daño ni escarmiento. Sus soldados, alegres con el botín recogido,
dieron también la vuelta muy animosos, formando vivo contraste con
las tropas del rey, mustias y descontentas de lo que había pasado.

El fiel Millán, que había peleado como correspondía al lado de su
amo en aquella noche fatal, separado de él por el tropel de los
fugitivos en el momento crítico, por la mañana muy temprano se
presentó a las puertas de Tordehumos, pidiendo que le tomasen por
prisionero con su amo, de quien venía a cuidar durante sus heridas.
Lara mandó recibirle al punto, y llamándole a su presencia, le alabó
mucho su fidelidad y le regaló una cadena de plata, encargándole
encarecidamente la asistencia de un caballero tan cumplido como su
amo. Por lo que hace a la mesnada de éste, reducida casi a la mitad
por la tremenda refriega de la noche, y heridos la mayor parte de los
que sobrevivieron, se reunieron bajo el mando de Melchor Robledo, y
se pusieron a retaguardia del campo para curarse y restablecerse lo
posible.

El rey, por su parte, aunque don Álvaro no fuese muy de su devoción
por su alianza con los templarios, no por eso dejó de sentir su
prisión y heridas, porque sobrado conocía que una lanza tan buena
y un corazón tan noble le hacían infinita falta en medio de las
voluntades, cuando menos tibias, que le rodeaban.

Don Álvaro tardó bastantes horas en volver a su conocimiento por el
aturdimiento de su caída y por la mucha sangre que con sus heridas
había perdido. Lo primero que vieron sus ojos al abrirse fué a
su fiel Millán, que de pie al lado de su cama estaba observando
con particular solicitud todos sus movimientos. A los pies estaba
también en pie un caballero de aspecto noble, aunque algo ceñudo
habitualmente, cubierto con una rica armadura azul, llena de perfiles
y dibujos de oro de exquisito trabajo. Finalmente, a la cabecera se
descubría un personaje de ruin aspecto, con ropa talar obscura y una
especie de turbante o tocado blanco en la cabeza. El caballero era
don Juan Núñez de Lara, y el otro sujeto el rabino Ben Simuel, su
físico, hombre muy versado en los secretos de las ciencias naturales
y a quien el vulgo ponía, por lo tanto, sus ribetes de nigromante y
hechicero. Su raza y creencia le hacían odioso, y su exterior tampoco
era a propósito para granjearle el cariño de nadie.

[Ilustración]

Don Álvaro extendió sus miradas alrededor y encontrando las paredes
de un aposento en lugar de los lienzos y colgaduras de su tienda,
y aquellas personas para él desconocidas, comprendió cuál era su
suerte y no pudo reprimir un suspiro. Lara se acercó entonces a él,
y tomándole la mano, le aseguró que no estaba sino en poder de un
caballero que admiraba su valor y sus prendas; que se sosegase y
cobrase ánimo para sanar en breve de sus heridas que, aunque graves,
daban esperanzas de curación no muy lejana.

—Finalmente—añadió apretándole la mano—, no veáis en don Juan Núñez
de Lara vuestro carcelero, sino vuestro enfermero, servidor y amigo.

Don Álvaro quiso responder, pero Ben Simuel se opuso, encargándole
mucho el silencio y el reposo, y haciéndole beber una poción
calmante, se salió con don Juan de la habitación, dejando al herido
caballero en compañía de Millán. En cuanto se fueron, don Álvaro le
preguntó con voz muy débil:

—¿Me oyes, Millán?

—Sí, señor—respondió éste—; ¿qué me queréis?

—Si muero, toma de mi dedo el anillo, y del lado izquierdo de mi
coraza la trenza que me dió doña Beatriz aquella noche fatal, y se la
llevarás de mi parte diciéndole... no, nada le digas.

—Está bien, señor; si Dios os llama, así se hará como decís, pero por
ahora sosegaos y mirad por vos.

Don Álvaro procuró descansar, pero a pesar de la medicina, sólo logró
algún reposo interrumpido y desigual; tales eran los dolores que sus
heridas le causaban.

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CAPÍTULO XV


A los pocos días de haber caído don Álvaro prisionero, ocurrió por
fin una novedad, que todos esperaban con ansia grandísima en el
campamento del rey. Vinieron cartas del papa Clemente IV con la orden
de proceder al arresto y enjuiciamiento de todos los templarios
de Europa y secuestro de sus bienes, y con ellas noticias de los
horribles suplicios de algunos caballeros de la Orden en Francia.
Aquel pontífice débil y pusilánime, había consentido que los sacasen
de su fuero, entregándolos en manos de una comisión especial, que
equivalió a ponerlos en las del verdugo. Clemente temblaba de
que Felipe el Hermoso quisiese poner en juicio la majestad del
pontificado, en la persona, o por mejor decir, en la memoria de su
antecesor Bonifacio, y a trueque de evitarlo, le dejaba bañarse en
la sangre de los templarios y cebarse en sus bienes. En Francia, sin
embargo, la audacia del rey y el desconcierto de lo imprevisto del
golpe y la desatinada conducta del maestre general ultramarino Jacobo
de Molay había allanado el camino de una empresa tan escabrosa y
difícil; pero en España, donde la Orden estaba sobre sí y donde
era quizás más poderosa que en ninguna otra nación, menester era
emplear infinita destreza y valor. Cierto es que ni en Portugal, ni
en Aragón, ni en Castilla se les desaforaba, antes se les sujetaba
a concilios provinciales; pero después de lo que había pasado en el
reino vecino, parecía natural que desconfiasen de la potestad civil
y que no quisiesen soltar las armas. Por otra parte, nada tenía de
extraño que quisiesen vengar las afrentas de su Orden, por cuyo honor
y crecimiento estaban obligados a sacrificar hasta su propia vida.
Preciso era desconcertar su acción en lo posible, y apercibirse al
combate al mismo tiempo.

El rey don Fernando, a pesar de suceso de tanto bulto, para el cual
parecía necesitar el auxilio de todos sus ricos hombres, no por eso
desistía de su saña contra don Juan Núñez de Lara, resuelto sin
duda a volver a su corona el brillo que en las pasadas revueltas
había perdido. El infante don Juan mediaba entre el rey y su rebelde
vasallo, y como este carácter le daba facilidad para pasar muchas
veces a Tordehumos, poco tardó en concertar con su dueño el plan
que hacía tanto tiempo estaba madurando. Don Álvaro era el apoyo
más firme de los templarios en el reino de León, y el más ardiente
y poderoso de sus aliados. Aunque su castillo de Bembibre estaba
guarnecido por soldados de la Orden, claro estaba que si moría su
dueño habrían de desocuparlo, y de todos modos los vasallos de la
casa de Yáñez no tardarían en apartarse de sus banderas. No era el
infante hombre que delante de la sangre retrocediese; el rival de su
valido estaba en manos de don Juan Núñez de Lara; con él venía al
suelo una de las principales barreras que apartaban la rica herencia
del Temple de sus manos codiciosas; ¿qué más podía desear?

No bien llegaron las bulas del papa Clemente, al punto pasó a
Tordehumos, y allí, subiendo con su castellano a una torre solitaria
del castillo, comenzaron una plática muy viva y acalorada.

Con gran sorpresa y aun susto de los que desde abajo les miraban,
don Juan Núñez, con ademanes descompuestos, echó mano a la espada,
como si de su huésped recibiese alguna ofensa; pero, sin duda, se
hubo de arrepentir, porque, a poco rato, volvió el acero a la vaina
con muestras de gran cortesía, y entrambos caballeros se dieron
las manos. El infante bajó poco después y tomó el camino real con
muestras de gran satisfacción y contento.

La sangre perdida, y la gravedad de sus heridas, habían reducido
a don Álvaro a una postración grandísima; pero la ciencia de Ben
Simuel y los cuidados de Millán, junto con las atenciones de don Juan
Núñez, habían logrado arrancarlo de la jurisdicción de la muerte y
volverle, aunque con pasos muy perezosos, al camino de la vida. La
calentura había ido cediendo y los dolores eran mucho menos vivos, de
manera que sin los cuidados que acibaraban su pensamiento, fácil era
calcular que su convalecencia hubiera sido más rápida.

Una tarde entró don Juan de Lara en su aposento, y tomando asiento a
su cabecera, mientras Millán los dejaba solos para que hablasen con
más libertad, le preguntó asiéndole de la mano:

—¿Cómo os sentís, noble don Álvaro? ¿Estáis contento de mi carcelería?

—Me encuentro ya muy aliviado, señor don Juan—respondió el herido—,
gracias a vuestros obsequios y atenciones, que casi me harían dar
gracias al cielo de mi prisión.

—Según eso, ¿bien podréis escucharme una cosa de gran cuantía que
tengo que deciros?

—Podéis comenzar si gustáis.

Don Juan entonces principió a contarle por extenso las noticias
recibidas de Francia y la prisión, embargo de bienes y encausamiento
de los templarios ordenados en las cartas del papa Clemente recibidas
poco había en los reales de Castilla.

—Bien conozco—concluyó diciendo—, que en la hidalguía de vuestra alma
no cabe abandonar una alianza que hubieseis asentado con caballeros
como vos; pero ya veis que asistir a los templarios abandonados del
vicario de Jesucristo y cargados con el grave peso de una acusación
tan fundada en la criminal demanda que acaso van a intentar, sería
hacer traición a un mismo tiempo a vuestros deberes de cristiano
y bien nacido. Si en algo estimáis, pues, la fina voluntad que de
asistiros y servido he mostrado, ruégoos, que, desde ahora, rompáis
la confederación que tenéis con esa Orden, objeto del odio universal,
y no os apartéis de vuestros amigos y aliados naturales.

Don Álvaro, que estaba íntimamente convencido de la iniquidad de la
acusación dirigida contra el Temple, y que nunca hubiera creído en
el jefe supremo de la Iglesia tan culpable debilidad, escuchó la
relación de don Juan con una emoción violenta y profunda, cambiando
muchas veces de color y apretando involuntariamente los puños y los
dientes con muestras de dolor y de cólera. Por fin, enfrenando como
pudo los tumultuosos movimientos de su espíritu, respondió:

—Los templarios se sujetarán al juicio que les abren, en justa
obediencia al mandato del sumo pontífice, única autoridad de
ellos reconocida, aunque tan ruínmente se postra delante del rey
de Francia; pero ni dejarán las armas, ni se darán a prisión, ni
soltarán sus bienes y castillo, sino caso de ser a ello sentenciados
por los concilios. Por lo que a mí toca, don Juan de Lara, os perdono
el juicio que de mí habéis formado, en gracia de tantos obsequios
y cuidados como os debo; pero os suplico que aprendáis a conocerme
mejor.

La legítima humillación que don Juan sufría, despertó su ira y
despecho; pero deseoso de que la cuestión mejorase de terreno, y al
mismo tiempo de apurar todos los medios de conciliación y templanza,
replicó:

—¡Pero qué! ¿No teméis manchar la limpieza de vuestra fama, ligándoos
con un cuerpo agangrenado con tantas infamias y abominaciones, a
quien toda la cristiandad rechaza como a un leproso?

—Señor don Juan, os matáis en balde, queriendo persuadirme a mí lo
que tal vez vos mismo no creéis. Por lo demás, no toda la cristiandad
rechaza el Temple, pues no se os esconde que el sabio rey de Portugal
ha enviado sus embajadores al papa para protestar de las tropelías y
maldades de que está siendo objeto esta ilustre milicia.

—¡Mal aconsejado rey!—dijo el de Lara.

—El mal aconsejado sois vos—repuso don Álvaro con impaciencia—en
menguar así vuestro propio decoro. Id con Dios, que ni mi corazón ni
mi brazo faltarán nunca a esos perseguidos caballeros.

Lara frunció el ceño, y le preguntó con voz altanera:

—¿Olvidáis que sois mi prisionero?

—Sí, a fe que lo había olvidado, porque vos me habíais dicho que
érais mi amigo y no mi carcelero; pero ya que volvéis a vuestro
natural papel, sabed que, aunque me tengáis a vuestra merced, mi
corazón y mi espíritu se ríen de vuestras amenazas.

Don Juan se mordió los labios y guardó silencio por un buen rato,
durante el cual, sin duda, su alma, naturalmente noble y recta, le
estuvo haciendo sangrientos reproches por su proceder; pero con su
genial obstinación se aferró más y más en el partido adoptado. Por
fin, levantándose, dijo a su prisionero:

—Don Álvaro: ya conocéis de oídas mi índole arrebatada y violenta:
los primeros movimientos no están en nuestra mano. Olvidad cuanto os
he dicho y no me juzguéis sino como hasta aquí me habéis juzgado.

Dicho esto se salió de la cámara, y don Álvaro, con el descuido
propio de los hombres esforzados, cuando sólo de su vida se trata, se
entregó a sus habituales reflexiones. El de Lara estuvo paseando en
la plataforma de uno de los torreones el resto de la tarde con pasos
desiguales, hablando consigo propio en ocasiones, gesticulando con
vehemencia y sentándose de cuando en cuando arrobado en profundas
distracciones. Por fin, largo rato después de puesto el sol, cuando
los áridos campos circunvecinos iban desapareciendo entre los velos
de la noche, bajó por la angosta escalera de caracol, y encaminándose
a la sala principal del castillo, mandó a llamar por un paje a su
físico Ben Simuel. Poco tardó en asomar por la puerta la cara de
zorro del astuto judío, y sentándose al lado de su señor, entablaron
en voz muy baja una viva conversación, de que el paje no pudo
percibir nada, sin embargo, de estar en la puerta, hasta que, por
fin, Ben Simuel, levantándose, y después de escuchar las últimas
palabras de don Juan, que las acompañó con un gesto muy expresivo
y semblante casi amenazador, se salió de la sala con bastante
diligencia.

Cerca de las diez de la noche serían cuando el mismo judío se
presentó en el encierro de don Álvaro con una copa en una salvilla,
y después de reconocer sus vendajes, le hizo tomar aquella poción
con que le dijo que reconciliaría el sueño. Despidióse en seguida,
y don Álvaro comenzó a sentir cierta pesadez, que después de tantos
insomnios parecía pronóstico de un sueño sosegado. Apenas tuvo tiempo
de decir a Millán que le dejase solo y que cerrase la puerta por
fuera sin entrar hasta que llamase, y al punto se quedó profundamente
adormecido. El buen escudero, no menos necesitado de descanso que su
amo, hizo cuanto se le mandaba, y echando la llave y guardándosela
en el bolsillo, se tendió cuan largo era en una cama que para él
habían puesto en un caramanchón vecino, y no despertó hasta el día
siguiente, cuando ya el sol estaba bastante alto. Acercóse entonces a
la puerta por ver si su señor se rebullía o quejaba; pero nada oyó.
«Vamos—dijo para sí—, de esta vez sus melancolías han podido menos
que el sueño, y cuando despierte, Dios mediante, se ha de encontrar
otro.» Aguardó, pues, otro rato bueno, durante el cual comenzó a
inquietarse, pensando que tanto dormir podría hacer daño a su señor;
pero pasada una hora y media ya no pudo contener su impaciencia, y
metiendo la llave en la cerradura y dándole vuelta con mucho tiento,
entró en puntillas hasta la cama de don Álvaro, y después de vacilar
todavía un poco, se decidió a llamarle, meneándole suavemente al
mismo tiempo. Don Álvaro ni se movió ni dió respuesta alguna, y
Millán, de veras asustado, acudió a abrir una ventana; pero ¡cuál
no debió de ser su asombro y consternación cuando vió el cuerpo de
su señor inanimado y frío, apartados los vendajes, desgarradas las
heridas y toda la cama inundada en sangre!

Al principio se quedó como de una pieza, agarrotado por el espanto,
la sorpresa y el dolor; pero en cuanto pudo moverse, salió dando
gritos, y con los cabellos erizados todavía, por los corredores del
castillo. Al ruido acudieron algunos hombres de armas y criados,
y, por último, el mismo Lara seguido de Ben Simuel. Millán, ahogado
por los sollozos que por fin habían podido abrirse paso por medio
de su estupor y asombro, les condujo hasta el lecho de su malogrado
amo, y cayó sobre él, abrazándole estrechamente. Don Juan no pudo
contener una mirada errante y tremenda que dirigió a su médico;
pero recobrándose al punto y revolviéndola fieramente alrededor y
fijándola alternativamente en sus soldados y en Millán, mandó a éste,
con voz imperiosa, que contase lo que había sucedido. Así lo hizo con
toda la sencillez e ingenuidad de su dolor, hasta que, llegando a
decir cómo había dejado solo a don Álvaro, el judío, que había estado
registrando el cuerpo, se volvió a él con ojos airados y le dijo:

—¡Mira, desgraciado, mira tu obra! Tu amo, en un ensueño o en un
acceso de delirio, ha roto sus vendajes y se ha desangrado. ¡Cómo
dejar solo a un caballero tan mal herido!

El desdichado escudero empezó a mesarse los cabellos hasta que,
empleando Lara su autoridad, logró que acabase su relación, y
entonces, condolido de su pena, le dijo:

—Tú no has hecho sino obedecer a tu señor, y en nada eres culpable.
Además, todos nos hemos engañado: ¿quién no creía a este noble
mancebo libre ya de todo riesgo? ¡Dios ha querido afligirme
permitiendo que un castillo mío fuese testigo de semejante desgracia!
Mañana se dará sepultura a este ilustre caballero en el panteón de
este castillo.

—No ha de ser así, por vida vuestra, señor—le interrumpió Millán—,
antes entregádmelo a mí para que lo lleve a Bembibre y lo entierre
con sus mayores. ¡Válgame Dios—exclamó en voz imperceptible—, y qué
responderé a su tío el maestre y a doña Beatriz cuando me pregunten
por él!

—El cuerpo de don Álvaro—replicó don Juan—descansará en este castillo
hasta que, restablecida la paz y acabadas estas funestas disensiones,
pueda yo mismo, con todos los caballeros de mi casa y mis aliados,
trasladarlo al panteón de su familia, con la pompa correspondiente a
su estirpe y alto valor.

Como esto parecía redundar en honra de su malogrado señor, y, por
otra parte, como sabía que don Juan Núñez era absoluto en sus
voluntades, hubo de conformarse con lo dispuesto. El cuerpo de
don Álvaro estuvo todo aquel día de manifiesto en la capilla del
castillo, acompañado del inconsolable escudero, y escoltado por
cuatro hombres de armas que de cuando en cuando se relevaban. El
capellán extendió la fe de muerto correspondiente, y aquella misma
noche depositó en la bóveda del castillo, en un sepulcro nuevo, los
restos de aquel joven desdichado.

Al día siguiente, Millán se presentó a don Juan para que le diese
permiso de volver al Bierzo, y después de alabar mucho su fidelidad,
se lo otorgó, acompañándolo de un bolsillo lleno de oro.

—Muchas gracias, noble señor—respondió él, rehusándolo—. Don Álvaro
dejó hecho su testamento al venir a esta desventurada guerra, y estoy
seguro de que habrá mirado por su pobre escudero, de cuya fidelidad
estaba él bien seguro.

—Eso no importa—replicó don Juan, haciéndole tomar la bolsa—; tú eres
un buen muchacho, y además el único placer de que disfrutamos los
poderosos es el de dar.

Millán salió entonces del castillo, y yendo a encontrarse con
Robledo, le contó la tragedia acaecida. La noticia, que al instante
corrió por el campo, llenó de disgusto a todos, porque si bien no
miraban a don Álvaro con cariño, no por eso dejaban de estimar su
brillante valor, de que tan fresca memoria dejaba. La mesnada volvió
a sus prados y montañas nativas llena de luto y de tristeza por la
muerte de su señor, verdadero padre de sus vasallos, y por la de
tantos otros hermanos de armas, cuyos huesos blanqueaban ya a la luna
en los áridos campos de Castilla. Millán los dejó atrás y se adelantó
a llevar a Arganza y a Ponferrada la fatal nueva.

[Ilustración]



[Ilustración]

CAPÍTULO XVI


Doña Beatriz, como dejamos dicho, volvió a la casa paterna en medio
del regocijo de los suyos, que tantas razones tenían para estimarla.
Su padre, como deseoso de borrar las pasadas violencias, o bien
convencido de que poco valían para sojuzgar un ánimo tan esforzado,
la trataba con la antigua bondad, sin mentarla siquiera sus proyectos
favoritos. El conde de Lemus, que frecuentemente era huésped de la
casa, penetrado sin duda de los mismos sentimientos, o por mejor
decir, convencido de que otro era el camino que llevaba al logro de
sus afanes, escaseaba sus visitas a doña Beatriz y había trocado
sus importunidades en un respeto profundo y en una deferencia
siempre cortés y delicada. La urbanidad de sus modales y la profunda
simulación de su carácter, acostumbrado a los más tortuosos caminos,
le ayudaron eficazmente en la difícil tarea de cambiar la opinión
que, acerca de su persona y sentimientos, había formado doña Blanca.
Doña Beatriz, sin embargo, nunca podía acallar la voz que repetía
en su memoria las frías y altaneras palabras de aquel hombre en el
locutorio de Villabuena. Harto bien lo conocía él, y por eso todos
sus conatos se dirigían a lavar esta mancha que, sin duda, le afeaba
a los ojos de la joven. Y por último, fuerza es confesarlo, a pesar
de la dureza y frialdad de aquel alma, el candor y la belleza de
doña Beatriz habían llegado a penetrar en ella por intervalos y con
un vislumbre nuevo y desconocido, que a veces suavizaba su natural
aspereza.

Como suele acontecer a personas arrastradas por una pasión, la señora
de Arganza se había sostenido con particular entereza, a pesar de sus
achaques, mientras duró la enfermedad y convalecencia de su hija. El
dolor y la alegría, sucesivamente, le habían dado fuerzas, y sólo
cuando ambos extremos fueron cediendo, la naturaleza recobró su curso
con todo el ímpetu consiguiente a tan larga comprensión. Así, pues,
cuando doña Beatriz volvió, no ya a su natural robustez, porque esto
no llegó a suceder, sino en sí, su madre comenzó a flaquear, y al
poco tiempo se postró enteramente al rigor de sus dolencias. De esta
suerte, el vivo rayo de contento que había iluminado aquella noble
familia, tardó poco en obscurecerse del todo, y de nuevo comenzaron
las torturas y congojas de la incertidumbre.

Tenían los males de doña Blanca intervalos frecuentes y lúcidos en
que su razón se despejaba; pero entonces una melancolía profunda se
derramaba en todos sus discursos y pensamientos. Su alma apasionada
y tierna, pero humilde y apacible, no había conocido más camino que
la resignación, ni más norte que la obediencia. Habíase inclinado
vivamente a don Álvaro mientras su voluntad había caminado de
acuerdo con la de su noble esposo, y aún le conservaba una afición
involuntaria a pesar de las desavenencias ocurridas; pero últimamente
la fuerza que toda su vida había preponderado en su espíritu, acabó
de ladearla hacia la voluntad manifiesta de su esposo. En un carácter
tímido y sosegado como el suyo, la idea de nuevas discordias entre
el padre y la hija era una especie de pesadilla que continuamente
la estaba oprimiendo. También en su juventud habían violentado su
inclinación, y al cabo, los cuidados domésticos, la conformidad
religiosa y el amor de sus hijos le habían proporcionado momentos de
reposo y aun de felicidad. ¿Quién puede adivinar lo que pasa en el
corazón, ni quién sería bastante audaz para asegurar que apagadas las
terribles llamaradas de la juventud, su hija no acabase por agradecer
la solicitud de su padre, consolándose como ella se había consolado
y regocijándose por último de dejar a sus descendientes un nombre
ilustre y las riquezas que siempre lo realzan? El mal concepto que
en un principio había formado del conde se había ido desvaneciendo,
gracias a la perseverancia, artificio y destreza de su conducta, y la
buena señora juzgaba que lo mismo debería acontecer a su hija.

Por desgracia, todos estos argumentos que tanto peso tenían en
una índole como la suya, nada tenían que ver con la elevación de
sentimientos y energía de resolución que distinguía a su hija. Doña
Beatriz jamás se hubiera contentado con obedecer a su esposo, porque
necesitaba respetarle y estimarle, y por otra parte, su condición
era de aquellas que nunca aciertan a transigir con la injusticia y
luchan sin tregua hasta el último momento. Los bienes de la tierra,
los incentivos de la vanidad nunca habían fascinado sus ojos; pero
estas disposiciones se habían fortificado en la soledad del claustro
y en medio de su atmósfera religiosa, donde todos los impulsos de
aquel alma generosa habían recibido un muy subido y frío temple. No
parecía sino que en el borde de la eternidad, al cual estuvo asomada,
su alma se había iniciado en los misterios de la nada que forma las
entrañas de las cosas terrenas, y se había adherido con más ahinco
a la pasión que la llenaba, fiel trasunto del amor celeste por su
pureza y sinceridad. Sin embargo, la mudanza de ideas y el nuevo giro
que al parecer tomaban los pensamientos de aquella madre tan cariñosa
y con tanto extremo querida, afectaban su corazón, no atreviéndose
a contradecirla en medio de sus padecimientos y no cabiendo en su
memoria por otra parte más imagen que la del ausente don Álvaro.
Este enemigo de nueva especie, con quien tenía que combatir, era
ciertamente harto más temible que los atropellos y desafueros
anteriormente empleados.

Tal era la situación de la familia de Arganza, cuando una tarde de
verano estaban sentadas entrambas señoras en la misma sala, y a la
misma ventana en que vimos por la primera vez a don Álvaro despedirse
de la señora de sus pensamientos. Doña Blanca parecía sumida en
la dolorosa distracción que experimentaba después de sus accesos,
recostada sin fuerzas en un gran sillón de brazos. Su hija acababa
de dejar y tenía a un lado el arpa con que había procurado divertir
sus pesares, y sus ojos se fijaban en aquel sol que iba a ponerse,
que había alumbrado la salida de don Álvaro de aquellos umbrales y
que todavía no había traído el día del consuelo. Sus pensamientos,
naturalmente, volaban a los tendidos llanos de Castilla en busca de
aquel joven digno de más benigno destino, cuando de repente el galope
de un caballo que pasaba por debajo de la ventana las sacó de sus
meditaciones. Doña Beatriz se asomó rápidamente a la ventana; pero
jinete y caballo doblaban la esquina en busca de la puerta principal,
y sólo pudo percibir un vislumbre que parecía traerle a la memoria
una figura conocida. Al punto las herraduras sonaron en el patio,
y las pisadas de un hombre armado se oyeron en la escalera, poco
distante del aposento. A poco rato entró Martina precipitada, y con
el semblante de un difunto, dijo como sin saber lo que decía:

—Señora, es Millán...

La misma palidez de la criada se difundió instantáneamente por las
facciones de su ama que, sin embargo, respondió:

—Ya sé lo que me trae, mi corazón me lo acaba de decir; que entre al
instante.—La doncella salió, y a poco rato entró Millán por la puerta
en que doña Beatriz tenía clavados los ojos, que parecían saltársele
de las órbitas. Doña Blanca, toda alarmada, se levantó, aunque con
mucho trabajo, y fué a ponerse al lado de su hija, y Martina se
quedó a la puerta enjugándose los ojos con una punta de su delantal,
mientras Millán se adelantaba con pasos inciertos y turbados hasta
ponerse delante de doña Beatriz. Allí quiso hablar, pero se le anudó
la voz en la garganta, y así alargó, sin decir una palabra, anillo
y trenza. Toda explicación era inútil, porque ambas prendas venían
manchadas de sangre. Martina, entonces, rompió en sollozos, y
Millán tardó poco en acompañarla. Doña Beatriz tenía fija la misma
mirada desencajada y terrible en el anillo y en la trenza, hasta que
por último, bajando los ojos y exhalando un suspiro histérico, dijo
con voz casi tranquila:

—Dios me lo dió, Dios me lo quitó; sea por siempre bendito.

Doña Blanca, entonces, se colgó del cuello de su hija y deshecha en
lágrimas le decía:

—No, hija querida, no manifiestes esa tranquilidad que me asusta más
que tu misma muerte. ¡Llora, llora en los brazos de tu madre! ¡Grande
es tu pérdida! ¡Mira, yo también lloro, porque yo también le amaba!
¡Ay, quién no amaba aquel alma divina encerrada en tan hermoso cuerpo!

—Sí, sí, tenéis razón—exclamó ella apartándola—; pero dejadme: ¿y
cómo murió, Millán? ¿Cómo murió, te digo?

—Murió desangrado en su cama, abandonado de todos, y aun de
mí—respondió el escudero con una voz apenas articulada.

Entonces fué cuando los miembros de doña Beatriz comenzaron a
temblar, con una convulsión dolorosa que, por último, la privó del
sentido. Largo rato tardó en volver en sí; pero los sacudimientos
de su naturaleza, ya quebrantada por la anterior enfermedad, fueron
menos violentos. Por fin, cuando volvió en sí, los muchos lamentos
que su madre empleaba adrede para excitar sus lágrimas, y sobre
todo los consuelos religiosos del abad de Carracedo, que acababa
de llegar, desataron el manantial de su llanto. Esta crisis, sin
embargo, no fué menos violenta que la otra, porque eran tales su
congoja y sus sollozos, que muchas veces creyeron que se ahogaba.
En este fatal estado pasó la noche entera y la mañana siguiente,
hasta que por la tarde se levantó por fin una voraz calentura. Como
quiera, a los pocos días sintió mejoría y pudo ya levantarse. Su
semblante, sin embargo, comenzó a perder su frescura y a notarse en
su mirada un no sé qué de encendido e inquieto. Su carácter se hizo
asimismo pensativo y recogido más que nunca; su devoción tomó un
giro más ardiente y apasionado; sus palabras salían bañadas de un
tono particular de unción y melancolía, y aunque las escaseaba en
gran manera, eran más dulces, cariñosas y consoladoras que nunca.
Jamás se oía en sus labios el nombre de aquel amante adorado ni se
quejaba de su desdicha; sólo Martina creía percibirle entre sueños y
en el movimiento de sus labios cuando rezaba. Por lo demás, cuidaba y
asistía a los enfermos del pueblo con sin igual solicitud y esmero;
hacía limosnas continuas y su caridad era verdaderamente inagotable.
Finalmente, la aureola que le rodeaba a los ojos de aquellas gentes
sencillas, pareció santificarse e iluminarse más vivamente, y
su hermosura misma, aunque ajada por la mano del dolor, parecía
desprenderse de sus atractivos terrenos para adornarse con galas
puramente místicas y espirituales.

El conde de Lemus con su natural discreción y tino se ausentó de
Arganza en aquella época a Galicia, donde le llamaban sus cábalas y
manejos, y cuando volvió al cabo de algún tiempo, su conducta fué más
reservada, circunspecta y decorosa que nunca.

Cualquiera puede figurarse la acogida triste y sentida que haría
el anciano maestre al escudero de su sobrino, portador de aquella
dolorosísima nueva. Acababa de recibir las terribles noticias de
Francia, tras de las cuales veía venir irremediablemente la ruina
de su gloriosa Orden, cuando introdujeron a Millán en su aposento.
Este golpe acabó con su valor, porque como noble era amante de la
gloria de su linaje extinguido ya a la sazón por la muerte de aquel
joven que sus manos y consejos habían formado, hasta convertirle en
un dechado de nobleza y en un espejo de caballería. Aquel venerable
viejo encanecido en la guerra, y famoso en la Orden por su valor y
austeridad, se abandonó a los mismos extremos que pudiera una mujer,
y sólo al cabo de un largo rato y como avergonzado de su debilidad
recobró su superioridad sobre sí propio.

Millán, continuando en su amarga peregrinación, subió por fin
al castillo de Cornatel y dió parte al comendador Saldaña de lo
ocurrido. El caballero recibió la noticia con valor, pero sintió
en su corazón, una pena agudísima. Don Álvaro era la única persona
que había logrado insinuarse hacía mucho tiempo en aquel corazón
de todo punto ocupado por el celo de su Orden y los planes de su
engrandecimiento. Descansaban además en aquel mancebo bizarro y
generoso gran número de sus más floridas esperanzas, y tanto en su
pecho como en su entendimiento dejaba un grandísimo vacío. Quedóse
pensativo por algún tiempo y por fin, como herido de una idea súbita,
dijo a Millán:

—¿No has traído el cuerpo de tu señor?—Millán le contó entonces las
razones y pretextos de don Juan de Lara, a los cuales no hizo Saldaña
sino mover la cabeza, y por último dijo:—Aquí hay algún misterio.

[Ilustración]

El escudero, que atentamente le escuchaba, le dijo entonces:—Cómo,
señor, ¿pensaríais que no fuese cierto?—¡Cómo!, ¡cómo!—repuso el
comendador, recobrándose, y luego añadió con tristeza:—Y tan cierto
como es, ¡pobre mozo!

Millán, que había querido entrever una esperanza en las palabras
del comendador, se convenció entonces de su locura, y despidiéndose
del caballero se volvió a Bembibre. A los pocos días hizo abrir
judicialmente el testamento de su señor, en que se encontró heredado
en pingües tierras, viñas y prados, y asegurada su fortuna. El resto
de sus bienes debía pasar al Orden del Temple, después de infinitas
mandas y limosnas.

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[Ilustración]

CAPÍTULO XVII


Algunos meses se pasaron en este estado, hasta que una mañana al
volver de la capilla donde largo tiempo habían estado orando, declaró
doña Beatriz a su madre, con voz muy serena y entera, su voluntad de
tomar el velo de las esposas del Señor, en Villabuena.

—Ya veis, madre mía—le dijo—que no es esto una determinación tomada
en el arrebato de un justo dolor. Adrede he dejado pasar tantos
días, durante los cuales se ha arraigado más y más en mi alma esta
resolución, que por lo invariable parece venida de otro mundo mejor,
ajeno a las vicisitudes y miserias del nuestro. La soledad del
claustro es lo único que podrá responder a la profunda soledad que
rodea mi corazón, y la inmensidad del amor divino lo único que puede
llenar el vacío inconmensurable de mi alma.

Doña Blanca se quedó como herida de un rayo con una declaración que
nunca había previsto, aunque no era sino muy natural, y que así daba
en tierra con todas las esperanzas de su esposo y aun con las suyas
propias. No obstante, disipado en parte su asombro, tuvo fuerzas
bastantes para responder:

—Hija mía, los días de mi vida están contados, y no creo pienses en
privarme de tus cuidados, único bálsamo que los alarga. Después de
mi muerte tú consultarás con tu conciencia, y si tienes valor para
acabar así con tu linaje, dejar morir en la soledad a tu anciano
padre, el Señor te perdone y bendiga como te perdono y bendigo yo.

El alma de doña Beatriz, naturalmente generosa y desprendida, y a
fuer de tal tanto más inclinada al sacrificio cuanto más doloroso se
le presentaba, se conmovió profundamente con estas palabras, a un
mismo tiempo cariñosas y sentidas. No era fácil cambiar un propósito
en tantas razones fundado; pero la idea de los pesares de su madre,
que en ningún tiempo había tenido para ella sino consuelos y ternura,
socavaba los cimientos de su enérgica voluntad. Poco trabajo, de
consiguiente, costó a doña Blanca arrancarle la promesa de que
nunca durante su vida volvería a mentarle semejante resolución; no
atreviéndose a pedirle que desistiese de ella absolutamente, tanto
porque fiaba del tiempo y de sus esfuerzos sucesivos, cuanto porque
bien se le alcanzaban los miramientos y pulso que necesitaba el
carácter de su hija.

Comoquiera, a poco se había obligado ésta, porque tan tasados estaban
ciertamente los días de la enferma y postrada doña Blanca, que
inmediatamente cayó en cama, convertidas sus habituales dolencias en
una agudísima y ejecutiva. La edad, su complexión no muy robusta, la
pérdida de sus hijos y sobre todo la enfermedad y pesares de doña
Beatriz, junto con la incertidumbre fatal en que la tenía sumida su
anunciada vocación, habían concurrido a cortar los últimos hilos
de su vida. La joven, en el extravío de su dolor, no pudo menos
de atribuirse gran parte de la culpa de aquel desdichado suceso,
y por primera vez comenzó a atormentar su alma el torcedor del
remordimiento. Hasta el dolor de su padre parecía oprimirla con
su peso; cargos desacertados sin duda, pues el término de aquella
vida estaba irrevocablemente marcado, y sólo la exaltación de su
sensibilidad podía pintarle como reprensible una conducta tan
desinteresada y amante como la suya.

Doña Blanca, durante su enfermedad, no cesaba de dirigir a su hija
miradas muy significativas y penetrantes, y de estrechar su mano. No
parecía sino que, deseosa de declararle su pensamiento, se contenía
por no hacer más amarga la hora de la separación, de suyo tan amarga
y lastimosa. Por fin, llegando el mal a su extremidad, el abad de
Carracedo, que como amigo y confesor de la familia no se había
apartado de su cabecera, le administró todos los auxilios y consuelos
de la religión.

Con ellos pareció cobrar ánimos la enferma y salió por fin de la
noche en que todos creyeron recoger su postrer suspiro; pero su
ansiedad parecía mayor. El alba de un día lluvioso y triste comenzaba
ya a colorear los vidrios de colores de las ventanas, cuando doña
Blanca, asiendo la mano de su hija, le dijo con voz apagada:

—Hace muchos días que está pesando sobre mí una idea de la cual
podrías tu librarme, y darme una muerte descansada y dulce.

—¡Madre mía!—respondió con efusión doña Beatriz—, mi vida, mi alma
entera son vuestras. ¿Qué no haré yo porque lleguéis al trono del
eterno contenta de vuestra hija?

—Ya sabes—continuó la enferma—que nunca he querido violentar tus
inclinaciones... ¿cómo había de intentarlo en esta hora suprema, en
que la terrible eternidad me abre sus puertas? Tu voluntad es libre,
libre como la de los pájaros del aire; pero tú no sabes los recelos
que llevo al sepulcro sobre tu porvenir y sobre la suerte de nuestro
linaje...

—Acabad, señora—contestó doña Beatriz con dolorosa resignación—; que
a todo estoy dispuesta.

—Sí—respondió la madre—, pero de tu pleno y entero consentimiento...
Sin embargo, si el noble conde de Lemus no fuese ya tan desagradable
a tus ojos, si hubiese desarmado tu severidad como ha desarmado la
mía... El cielo sabe que mi fin sería muy sosegado y dichoso. Doña
Beatriz arrancó entonces un doloroso suspiro de lo íntimo de sus
entrañas y dijo: «¡Venga el conde ahora mismo, y le daré mi mano en
el instante, delante de vos!»

—¡No, no!—exclamaron a un tiempo, aunque con distintos acentos la
enferma y el abad de Carracedo que estaba sentado al otro lado de la
cama—. ¡Eso no puede ser!

Doña Beatriz sosegó a entrambos con un gesto lleno de dignidad y en
seguida replicó con calma y tranquilidad:—Así será porque tal es la
voluntad de mis padres, en todo acorde con la mía propia. ¿Dónde está
el conde?

Don Alonso hizo seña a un paje, que inmediatamente trajo al noble
huésped. El abad mientras tanto había estado hablando vivamente y con
enérgicos ademanes al señor de Arganza, y por los de éste se podía
venir en conocimiento de que se excusaba con el enardecido monje. El
conde de Lemus se llegó mesuradamente a la presencia de doña Beatriz
y de su madre.

—Una palabra, señor caballero—dijo la joven apartándole a un extremo
del aposento, donde habló con él un breve instante, al cabo del cual
el conde se inclinó profundamente puesta la mano en el pecho, como en
señal de asentimiento. Entonces volvieron delante del lecho de doña
Blanca, y la doncella, dirigiéndose al abad, le dijo:

—¿Qué dudáis, padre mío? Mi voluntad es invariable, y sólo nos falta
que pronunciéis las sagradas palabras.

El abad, oyendo esto, aunque con repugnancia y con el corazón
traspasado de amargura a vista de aquel tremendo sacrificio,
pronunció con voz ronca la fórmula del Sacramento, y ambos esposos
quedaron ligados con aquel tremendo vinculo que sólo desata la mano
de la muerte.

Tales fueron las bodas de doña Beatriz, en que sirvió de altar
un lecho mortuorio y de antorchas nupciales los blandones de los
sepulcros. Doña Blanca murió, por fin, aquella misma tarde; de manera
que las lágrimas, los lamentos y los cánticos funerales venían a ser
los himnos de regocijo de aquel día. ¡Raro y discordante contraste en
cualquier otra ocasión semejante, consonancia íntima y perfecta de
aquel desposorio cuyos frutos de amargura y desdicha debían de ser!

Doña Beatriz, en cuanto expiró su madre, se aferró a su cuerpo con
tan estrecho y convulsivo abrazo, que hubo necesidad de emplear
la fuerza para separarla de aquel sitio de dolor. El abad y don
Alonso se quedaron solos por un momento delante del cadáver, todavía
caliente.

—¡Pobre y angelical señora! Tu ciega solicitud y extremada ternura
han labrado la desdicha de tu hija única. ¡La paz sea sobre tus
restos! Pero vos—añadió volviéndose al señor de Arganza con el ademán
de un profeta—, vos habéis herido el árbol en la raíz, y sus ramas no
abrigarán vuestra casa, ni vos os sentaréis a su sombra, ni veréis
sus renuevos florecer y verdeguear en vuestros campos. La soledad os
cercará en la hora de la muerte, y los sueños que ahora os fascinan
serán vuestro más doloroso torcedor.

Diciendo esto se salió de la sala, dejando como aniquilado a don
Alonso, que cayó sobre un sitial, hasta que el de Lemus, echándole
de menos, vino a sacarle de su abatimiento. Llevóselo en seguida, y
dos o tres doncellas y un sacerdote entraron a velar el cadáver de
aquella cuya grandeza y riquezas cabían ya en la estrechez y miseria
del sepulcro.

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CAPÍTULO XVIII


Por tan extraños caminos el alma generosa y esforzada de doña Beatriz
vino a sucumbir bajo el peso de su misma abnegación y a sacrificar
el corto reposo que le brindaba el porvenir a una expiación soñada.
Con tan raro concierto y eslabonamiento de circunstancias, a cuál
más desdichadas, uno por uno se disiparon tantos sueños de ventura
como habían mecido su florida primavera, y al despertar se encontró
la esposa de un hombre cuya perversidad y vileza todavía estaban por
manifestarse en su infernal desnudez. Los días de su gloria habían
pasado y la corona se había caído de su cabeza; pero todavía le
quedaba un consuelo en medio de tantos males, y era la esperanza de
bajar temprano al sepulcro a reunirse con el verdadero esposo que
había elegido en su juventud, y cuyos recuerdos por dondequiera la
acompañaban, como la columna de fuego que guiaba a los israelitas
por el desierto en mitad de la noche. Nadie mejor que ella sabía
que las fuentes de la vida comenzaban a cegarse en su pecho con las
arenas de la soledad y del desconsuelo, y que aquel alma impetuosa
y ardiente, que sin cesar luchaba por romper su cárcel, acabaría, no
muy tarde, por levantar el vuelo desde ella. Sus noches, desde la
enfermedad de Villabuena, eran inquietas, y los sucesos posteriores
habían aumentado su ansiedad y desasosiego. La muerte de su madre
acababa de cerrar el círculo de soledad y desamparo en que empezaba
a verse aprisionada, y estremecida su complexión con tantos golpes
y trastornos, su respiración comenzaba a ser anhelosa; palpitaba a
veces con violencia su corazón y sólo un torrente de lágrimas podía
hacer cesar la opresión que sentía en aquellos momentos; otras
veces sentía correr un fuego abrasador por sus venas y latir con
violencia y por largo tiempo el pulso, exaltándose, al propio tiempo,
su imaginación o cayendo en una especie de estupor que duraba a
menudo muchas horas. Aquel cuerpo noble y bien formado, dechado de
tantas gracias y cifra de tantas perfecciones, hacía tiempo que iba
perdiendo la morbidez de sus formas y las alegres tintas de la salud.
Las facciones se adelgazaban insensiblemente; el color pálido de la
cara se hacía más notable por el subido carmín que coloreaba una
pequeña parte de las mejillas; los ojos aumentaban en aquella clase
de brillantez que pinta aun a los menos conocedores, que padecen el
cuerpo y el espíritu a un tiempo mismo; y a estas señales físicas
de un profundo padecimiento interior, se agregaba aquel paso rápido
de la exaltación en las ideas y sentimientos, al desaliento y la
melancolía, que indica tan claramente la unión íntima del cuerpo y
del espíritu.

El otoño había sucedido a las galas de la primavera y a las canículas
del verano, y tendía ya su manto de diversos colores por entre
las arboledas, montes y viñedos del Bierzo. Comenzaban a volar
las hojas de los árboles; las golondrinas se juntaban para buscar
otras regiones más templadas y las cigüeñas, describiendo círculos
alrededor de las torres en que habían hecho su nido, se preparaban
también para su viaje. El cielo estaba cubierto de nubes pardas y
delgadas, por medio de las cuales se abría paso de cuando en cuando
un rayo de sol, tibio y descolorido. Las primeras lluvias de la
estación que ya habían caído, amontonaban en el horizonte celajes
espesos y pesados, que adelgazados a veces por el viento y esparcidos
entre las grietas de los peñascos y por la cresta de las montañas,
figuraban otros tantos cendales y plumas abandonados por los genios
del aire en medio de su rápida carrera. Los ríos iban ya un poco
turbios e hinchados, los pajarillos volaban de un árbol a otro sin
soltar sus trinos armoniosos, y las ovejas corrían por las laderas
y por los prados recién despojados de su hierba, balando ronca y
tristemente. La naturaleza entera parecía despedirse del tiempo
alegre y prepararse para los largos y obscuros lutos del invierno.

Las tres de la tarde serían, cuando en uno de estos días dos
caballeros, armados de punta en blanco, descendían del puerto de
Manzanal y entraban en la ribera frondosa de Bembibre. Llevaban
calada entrambos la celada y sólo les seguía un escudero de facciones
atezadas y cabello ensortijado. El uno de ellos, que parecía el más
joven, llevaba una armadura negra, el escudo sin divisa y casco
negro, también coronado de un penacho muy hermoso del mismo color,
cuyas plumas tremolaban airosamente a merced del viento. Mucho debía
importarle que no le conociesen, cuando bajo semejante disfraz se
encubría. El otro, que por su cuerpo ligeramente encorvado y por
la menor soltura de sus movimientos parecía un poco más anciano,
era, sin duda, un templario, pues llevaba la cruz encarnada en el
manto blanco y en el escudo los dos caballeros montados en un mismo
caballo, que eran las armas de la Orden. A bastante distancia de
estos dos personajes caminaban como hasta quince o veinte hombres de
armas también con las divisas del Temple.

Era aquel día el que la Iglesia destina para la conmemoración de los
difuntos, y las campanas de todos los pueblos llamaban a vísperas
a sus moradores para orar por las almas de los suyos. Las mujeres
acudían a la iglesia cubiertas con sus mantillas de bayeta negra,
llevando cada una en su canasto de mimbres la acostumbrada ofrenda
del pan y las velas de cera amarilla. Los hombres, envueltos en
sendas y cumplidas capas, acudían también silenciosos y graves a la
religiosa ceremonia.

Como en el Bierzo está y estuvo siempre muy diseminada la población,
la proximidad de las aldeas hace que sus campanas se oigan
distintamente de unas a otras. La hora de la oración que sorprende
al cazador en algún pico elevado y solitario tiene un encanto y
solemnidad indefinible, porque los diversos sonidos, cercanos y vivos
los unos, confusos y apagados los otros, imperceptibles y vagos
los más remotos, derramándose por entre las sombras del crepúsculo
y por el silencio de los valles, recorren un diapasón infinito y
melancólico, y llenan el alma de emociones desconocidas.

Caminaban nuestros dos viajeros de día muy claro, y de consiguiente
carecía el paisaje y la música de las campanas de aquel misterio
que la proximidad de la noche comunica a toda clase de escenas y
sensaciones; pero, según el profundo silencio que guardaban, no
parecía sino que aquellos lentos y agudos tañidos, que semejantes
a una sinfonía fúnebre y general por la ruina del mundo, venían de
todos los collados, de las llanuras y de los precipicios, embargaban
profundamente su alma. ¿Quién sabe de dónde venían aquellos dos
forasteros y si eran nativos de aquella tierra? ¿Quién sabe si
aquellas voces de metal que ahora sólo hablaban de la muerte, habían
entonado un himno de alegría el día de su nacimiento, les habían
despertado en los días de fiesta con sus repiques y les traían
entonces al pensamiento mil pasadas historias y recuerdos? Tal vez
eran estas las ideas que en ellos se despertaban, pero no se las
comunicaban uno a otro, y callados y absortos en sus meditaciones,
caminaban a largo y tendido paso sin reparar en las miradas de
aquellos sencillos campesinos. Por fin doblaron la cuesta de Congosto
y siguieron el camino del Bierzo abajo.

Aquella misma tarde doña Beatriz, acompañada de todos sus criados
y vasallos del pueblo de Arganza, había acudido a las exequias
comunes de la gran familia de Cristo, y orado fervorosamente sobre la
sepultura apenas cerrada de aquella madre que tanto había querido,
y quería aún. También había rogado al Ser Supremo por el eterno
descanso de aquel que le adoraba con fe tan profunda y cuyos huesos
descansaban en tierra extraña lejos de los de sus padres y hermanos.
En aquel día de común tristeza se representaban como en un animado
panorama las cortas alegrías de su vida, las escenas de dolor que
las habían seguido, el sepulcro que había devorado silenciosamente
sus esperanzas terrenas, y la prisión de sus fatales lazos que sin
cesar elevaban sus pensamientos en alas de la religión hacia las
regiones de lo futuro. Con semejantes impresiones su corazón se
había oprimido más que de costumbre, y acabados los oficios, había
sentido la necesidad de respirar al aire libre, necesidad que por
su violencia probaba muy bien el trastorno que su constitución iba
sufriendo. Echó, pues, con su fiel Martina por una calle de árboles
de las muchas que cruzaban el soto y huertas de la antigua y noble
casa, y fatigada de su corto paseo, sentóse al pie de un nogal
frondoso y acopado, por cuyo pie corría un arroyuelo manso y limpio,
con sus orillas coronadas de trébol y hierbabuena. Allí, con el
codo en las rodillas y la mejilla apoyada en la mano, seguían sus
ojos aquellas diáfanas aguas con el aire abatido y desmayado que de
continuo solía seguir a sus accesos más vivos. La fiel y cariñosa
doncella, única tal vez que conocía a fondo los pesares de su señora
y concebía serios temores sobre el fin de aquella fatal melancolía,
se había apartado un poco, acostumbrada a respetar estos momentos de
distracción y abandono que en medio de la sorda e interna agitación
de doña Beatriz podían pasar por un verdadero descanso. La pobre
muchacha no había querido separarse de su ama en la hora de la
amargura, porque habiéndose criado en la casa, tenía por ella toda
la ternura de una hermana junto con el respeto y sumisión completa,
propios de su estado. Millán, establecido ya, y deseoso de coronar
con el matrimonio sus sinceros amores, siempre había encontrado
aplazamientos y dificultades, que si bien no eran muy de su gusto,
siempre encontraban, sin embargo, disculpa a sus ojos, porque se
hacía cargo de que si su amo viviese y hubiese menester su ayuda o
compañía, bien podían esperar todas las Martinas del mundo hasta el
día mismo del juicio. Sólo una cosa le afligía, y era ver que el
alegre y vivo natural de la aldeana se había trocado un poco con
tantos sustos y tristezas y que las rosas mismas de sus mejillas
habían perdido sus vivos matices. Comoquiera, todavía conservaba su
gracia y donaire, y sobre todo aquel excelente corazón con que de
todos se daba a querer.

—Por fin hoy—decía para sí contemplando a su ama—estará un poco más
a sus anchas la pobrecilla, porque el viejo y el otro pájaro andan
por las montañas en no sé qué manejos. Dios me perdone, ya es mi
amo y me ha regalado las arracadas y cadena que guardo en mi cofre,
y, sin embargo, ni con ésas me pasa de los dientes para adentro. Es
verdad que el que conoció a don Álvaro, por maldito que fuese su
genio en ocasiones, bien creerá que este señor, con todo su condado
y su fachenda, no le llega a la suela del zapato. Así me hubiera yo
casado con él, como volar. No sé qué mal espíritu le metió a nuestra
santa ama semejante terquedad en la cabeza en la hora de la muerte.
¡Dios la tenga en su gloria!; pero lo que es el amo, que no se moría
y tenía el uso cabal de sus sentidos y potencias, no sé yo qué bien
le salgan sus soberbias y fantasías. Bien oí yo lo que le dijo el
abad de Carracedo, que por cierto no ha vuelto a poner aquí los pies
desde entonces. En verdad, en verdad, que muchas veces he pensado en
aquellas palabras, y que cuando veo cómo pasa las noches en claro mi
señora y las congojas que le dan, no sé qué me da a mí también en el
corazón. ¡Válgame Dios: y tan contentos como hubiéramos podido estar
todos! No se lo demanden a quien tiene la culpa en el día del juicio.

Aquí llegaba la buena Martina en sus reflexiones, cuando sintiendo
pasos detrás de sí volvió la cabeza y vió la abultada persona de
Mendo que echando los bofes por andar de prisa, venía hacia ella con
toda la idea de una novedad muy grande pintada en su espacioso y
saludable semblante.

—¿Qué ocurre, Mendo?—preguntó la muchacha, que nunca desaprovechaba
la ocasión de dispararle alguna pulla—; ¿qué traéis con esa cara de
palomino asustado, que no parece sino que veis la mala visión de
siempre?

Esta alusión a la inquietud y comezón que le causaban las visitas
un poco frecuentes de Millán, no fué muy del agrado del buen
palafrenero, que de seguro hubiera respondido, si se le hubiera
ocurrido algo de pronto; pero como no era la prontitud del ingenio la
cualidad que más campaba en él; y como por otra parte el recado que
traía era urgente, se contentó con responder:

—En cuanto a la visión, puede que la espante yo haciéndole la señal
de la cruz en los lomos; pero no es ese el caso. Has de saber que al
meter yo el caballo Reduán por la reja del cercado, de repente se me
acercaron dos caballeros, el uno de esos nigrománticos de templarios
y el otro no, y preguntándome por doña Beatriz, dijeron que querían
hablarla dos palabras. Por cierto que el caballo del uno me parece
que le conozco.

—Más valía que conocieses al jinete: dime, ¿qué señas tiene?

—Ambos traen baja la visera, y el que no es templario, viene con
armas negras, que parece el mismo enemigo malo.

—¿Sabes, hombre, que me da en qué pensar la tal visita y no sé si
decírselo al ama?

—Decírselo, eso sí, porque yo tengo que volver con el recado, y
aunque ellos me lo dijeron con mucha aquella y buen modo, si no les
llevo la respuesta, Dios sabe lo que vendrá, porque ni uno ni otro me
han dado buena espina.

Doña Beatriz, que había oído las últimas palabras de la conversación,
les ahorró sus dudas y escrúpulos preguntándoles de qué se trataba, a
lo cual Mendo repuso, contestando palabra por palabra como a Martina.

—¡Un caballero del Temple!—dijo ella como hablando entre sí—. ¡Ah!,
tal vez querrán proponer a mi padre o al conde algún partido honroso
para la guerra que amenaza, y me elegirán a mí por medianera. Que
vengan al punto—dijo a Mendo—. ¡También la hora de la desgracia ha
llegado para esta noble Orden! ¡Quiera Dios que no sea el maestre!

—Pero, señora, ¿aquí en este sitio y sola los queréis recibir?

—Necio eres, Mendo—repuso doña Beatriz—; ¿qué temores puede causar a
una dama la presencia de dos caballeros? Anda y que no tengan motivo
para quejarse de nuestra cortesía.

—El diablo es esta nuestra ama—iba diciendo entre dientes el
caballerizo—: ¡ella no tiene miedo ni aunque sea a un vestiglo!
¡Cuidado con fiarse de los templarios, que son unos brujos declarados
y serán capaces de convertirla en rata! No, pues yo en cuanto les dé
el recado, por sí o por no, voy a avisar a la gente de casa por lo
que pueda suceder.

Los encubiertos caballeros, en cuanto recibieron el permiso, se
entraron a caballo en el cercado y se encaminaron por las señas que
les dió el palafrenero hacia donde quedaba su señora.—¡Pues!—dijo
éste poco satisfecho de semejante llaneza: ¡como si fuera por su casa
se meten! No, pues como se salgan un punto de lo regular, yo les
prometo que les pese de la burla.—Y diciendo esto se encaminó a la
casa.

Echaron pie a tierra los desconocidos poco antes de llegar a doña
Beatriz, y el caballero de las armas negras, con un paso no muy
seguro, se fué acercando a ella seguido del templario. La señora, con
ojos espantados y clavados en él, seguía con ademán atónito todos sus
movimientos, como colgada de un suceso extraordinario y sobrenatural.
Si el sepulcro rompiese alguna vez sus cadenas, sin duda creería que
la sombra de don Álvaro era lo que así se le aparecía. El caballero
se alzó lentamente la celada y dijo con una voz sepulcral:—¡Soy yo,
doña Beatriz!

Martina dió entonces un tremendo grito y cayó al suelo sin fuerzas,
cerrando los ojos por no ver el espectro de don Álvaro, pues por tal
le descubrían la palidez de sus facciones y su voz trémula y hueca.
Su ama, al contrario, aunque sujeta a la misma engañosa ilusión,
lejos de temer la imagen de su amante, se arrojó hacia ella con
los brazos abiertos, temiendo que entre ellos se le deshiciese y
exclamando con un acento que salía de lo más hondo del corazón:

—¡Ah! ¿eres tú, sombra querida, eres tú? ¿Quién te envía otra vez a
este valle de lágrimas y delitos que no te merecía? Mis ojos desde tu
muerte no han hecho más que seguir el rastro de luz que tu alma dejó
en los aires al encumbrarle al empíreo, no he abrigado más deseo sino
el de juntarme contigo.

—Tened, doña Beatriz—repuso el caballero (porque, como presumirán
nuestros lectores, menos preocupados que aquella desventurada mujer,
él mismo, y no su espíritu, era el que se aparecía) porque todavía no
sé si debo bendecir o maldecir este instante que nos reúne.

—¡Ah!—replicó doña Beatriz sin poner atención en lo que le decía, y
palpando sus manos y sus amados brazos—¿pero eres tú? ¿Pero estás
vivo?

—Vivo, sí—respondió él—, aunque bien puede decirse que acabo de salir
de la huesa.

—¡Justicia divina!—exclamó ella con el acento de la desesperación
cuando ya no le cupo ninguna duda—; ¡es él, el mismo! ¡Miserable de
mí! ¿qué es lo que he hecho?

Diciendo esto se retiró unos cuantos pasos hasta apoyarse en el
tronco de un árbol, retorciéndose los brazos.

Don Álvaro echó una ojeada al templario, que también había levantado
su visera, y no era otro sino el comendador Saldaña, el que parecía
pedirle perdón. En seguida se acercó a doña Beatriz y le dijo con un
acento al parecer respetuoso y sosegado, pero en realidad iracundo y
fiero:

—Señora, el comendador que veis ahí presente me ha asegurado que sois
la esposa del conde de Lemus, y aun cuando no ha mucho que le debí
la libertad y la vida, y sus años le aseguran el respeto de todos,
no sé en qué estuvo que no le arrancase la lengua con que me lo dijo
y el corazón por las espaldas. Voy viendo que no mintió; pero aún me
quedan tantas dudas que, si vos no me las desvanecéis, nunca llegaré
a creerlo.

—Cuanto os ha dicho es la pura verdad—respondió doña Beatriz—. Id con
Dios, y abreviad esta conversación, que sin duda será la postrera.

—La postrera será, sin duda alguna—repuso él con el mismo acento—;
pero fuerza será que me oigáis. ¿Que es verdad decís? Lo siento por
vos más que por mí, porque habéis caído de un modo lamentable y me
habéis engañado ruin y bajamente.

—¡Ah! No...—exclamó doña Beatriz juntando las manos—¡Nunca!...

—Escuchadme todavía—dijo don Álvaro interrumpiéndola, con un gesto
duro e imperioso—. Vos no sabéis todavía hasta dónde ha llegado el
amor que os he tenido. Yo no había conocido familia ni más padre que
mi buen tío, y vos lo érais todo para mí en la tierra, y en vos se
posaban todas mis esperanzas a la manera que las águilas cansadas de
volar se posan en las torres de los templos. ¡Ah! Templo y muy santo
era para mí vuestra alma, y cuando la dicha me abrió sus puertas,
procuré despojarme antes de entrar en él de todas las fragilidades y
pobrezas humanas. Con vos mi vida cambió enteramente: los arrebatos
de la imaginación, las ilusiones del deseo, los sueños de gloria, los
instintos del valor, todo tenía un blanco, porque todo iba a parar a
vos. Mis pensamientos se purificaban con vuestra memoria: en todas
partes veía vuestra imagen como un reflejo de la de Dios, procuraba
ennoblecerme a mis propios ojos para realzarme a los vuestros, y
os adoraba, en fin, como pudiera haber adorado un ángel caído que
pensase subir otra vez al cielo por la escala mística del amor.
Tenía por divina la fortuna de encontrar gracia en vuestros ojos,
e imaginándoos una criatura más perfecta que las de la tierra, sin
cesar trabajaba mi espíritu para asemejarme a vos. Saben los cielos,
sin embargo, que una sola sonrisa vuestra, la ventura de llegar mis
labios a vuestra mano eran galardón sobrado de todos mis afanes.

La voz varonil de don Álvaro, destemplada en un principio por la
cólera, a despecho de sus esfuerzos, se había ido enterneciendo poco
a poco, hasta que por último se asemejaba al arrullo de una tórtola.
Doña Beatriz, dominada desde el principio por una profunda emoción,
había estado con los ojos bajos, hasta que al fin, dos hilos copiosos
de lágrimas comenzaron a correr por su semblante, marchito ya, pero
siempre hermoso. Al escuchar las últimas palabras de don Álvaro se
redobló su pena, y dirigiéndole una tristísima mirada, le dijo con
voz interrumpida por los sollozos:

—¡Oh, sí, es verdad, hubiéramos sido demasiado felices! No cabía
tanta ventura en este angosto valle de lágrimas.

—Ni en vos cabía la sublimidad de que en mi ilusión os
adornaba—respondió el sentido caballero. ¿Os acordáis de la noche de
Carracedo?

—Sí me acuerdo—respondió ella.

—¿Os acordáis de vuestra promesa?

—Presente está a mi memoria, como si acabase de salir de mis labios.

—Pues bien, aquí me tenéis, que vengo a reclamar vuestra palabra,
porque aún no se ha pasado un año; y a pediros cuenta del amor que en
vos puse y de mi confianza sin límites. ¿Qué habéis hecho de vuestra
fe? ¿No me respondéis y bajáis los ojos? ¡Respondedme... ved que soy
yo quien os pregunta; ved que os lo mando en nombre de mis esperanzas
destruídas, de mi desdicha presente y de la soledad y la amargura que
habéis amontonado en mi porvenir!

—Todo está por demás entre nosotros,—replicó ella—. El comendador os
ha dicho la verdad: soy la esposa del conde de Lemus.

—Beatriz—exclamó el caballero—, por vos, por mí mismo, explicáos.
En esto hay algún misterio infernal sin duda alguna. ¡Mirad, yo
no quisiera despreciaros! yo quiero que os disculpéis, que os
justifiquéis; ya que os pierdo no quisiera maldecir vuestra memoria.
Decidme que os arrastraron al altar, decidme que os amedrentaron
con la muerte, que perturbaron vuestra razón con maquinaciones
infernales; decidme en fin, algo que os restituya la luz que veo en
vos obscurecida y que ha llenado mi pecho de hiel y de tinieblas.

Doña Beatriz volvía a su silencio, cuando Martina recobrada ya de su
susto y viendo que era el señor de Bembibre, no un espíritu sino en
cuerpo y alma el que tenía delante, no pudo menos de responder por su
ama:

—Sí, señor, sí que la violentó su madre, y del peor modo posible,
porque ella quiso desde luego irse al convento y esperaros allí,
aunque todos decían que estábais en el otro mundo, y en seguida
quedarse monja tan profesa como la abadesa su tía. Por más señas
que...

—Silencio, Martina—replicó su señora con energía—, y vos, don Álvaro,
nada creáis, porque he dispuesto de mi mano libre y voluntariamente
delante del abad de Carracedo, que me dió la bendición nupcial. Ya
veis, pues, que ninguna violencia pudo haber.

—¿Conque según eso, vos sola os habéis apartado del camino de la
verdad? Por vos lo siento, otra vez vuelvo a decíroslo, porque
envilecéis mi amor, que era la llama más pura de mi vida. ¡Quién me
dijera algún día que os había de tener por más vil y despreciable que
el polvo de los caminos!

—Don Álvaro—le interrumpió el templario—; ¿cómo os olvidáis así de
vos mismo y ultrajáis a una dama?

—Dejadle, noble anciano—repuso doña Beatriz—; razón tiene para
enojarse y aun para maldecir el día en que me vió por vez primera.
Don Álvaro—prosiguió dirigiéndose a él—, Dios juzgará en su día entre
los dos, porque él es el único que tiene la llave de mi pecho, y a
sus ojos no más están patentes sus arcanos. Sólo os ruego que me
perdonéis, porque mi vida sin duda será breve, y no quisiera morir
con el peso de vuestro odio encima de mi corazón. Adiós, pues; idos
pronto, porque vuestra vida y tal vez mi honra están peligrando en
este punto en que nos despedimos para siempre, y en que de nuevo os
ruego que me perdonéis, y os olvidéis de quien tan mal premio supo
dar a vuestra acendrada hidalguía.

Estas palabras, pronunciadas con tanta modestia y dulzura, pero en
que vibraba una entonación particular, parecían revelar a don Álvaro,
en medio de su pesadumbre y su cólera, el inmenso sacrificio que
aquella dulce y celestial criatura se imponía. El metal de su voz
tenía a un mismo tiempo algo de sonoro y desmayado, como si su música
fuese un eco del alma que en vano se esforzaban por repetir en toda
su pureza los órganos ya cansados. Don Álvaro notó también el estrago
que los sinsabores y los males habían hecho en aquel semblante,
modelo de gracia noble y a la par lozana y florida. Su ira y despecho
se trocó de nuevo en un enternecimiento involuntario, y acercándose
más a ella, con toda la efusión de su corazón, le dijo:

—Beatriz, por Dios santo, por cuanto pueda ser de algún precio para
vos en esta vida o en la otra, descifradme este lúgubre enigma, que
me oprime y embarga como un manto de hielo. Disipad mis dudas...

—¿Os parece—le contestó ella interrumpiéndole con el mismo tono
patético y grave—que hemos bebido poco del cáliz de aflicción, que
tan hidrópica sed os aqueja de nuevos pesares?

—¡Ay, señora de mi alma!—exclamó Martina acongojada—, ¿qué es lo que
veo por la calle grande de árboles? ¡Desdichadas de nosotras! ¡Es mi
señor y el conde y todos los criados de la casa! ¿Qué va a suceder,
Dios mío?

Doña Beatriz entonces pasó de su resignada calma a la más tremenda
agitación, y agarrando a don Álvaro por el brazo con una mano y
señalándole con la otra un sendero encubierto entre los árboles, le
decía, con los ojos desencajados y con una voz ronca y atropellada:

—¡Por aquí, por aquí, desventurado! Este sendero conduce a la reja
del cercado y llegaréis antes que ellos. ¡Oh, Dios mío!, ¿para esto
lo habéis traído otra vez delante de mis ojos?... Pero ¿qué hacéis?
¡Mirad que vienen!...

—Dejadlos que vengan—dijo don Álvaro, cuyos ojos al solo nombre del
conde habían brillado con singular expresión.

—¡Cielo santo!, ¿estáis en vos? ¿No veis que estáis solos y ellos son
muchos y vienen armados? ¡Oh, no os sonriáis desdeñosamente; yo soy
una pobre mujer que no sé lo que me digo! ¡Bien sé que vuestro valor
triunfará de todo; pero pensad en mi honra, que vais a arrastrar por
el suelo, y no me sacrifiquéis a vuestro orgullo! ¡Ah, por Dios,
noble comendador, lleváosle, lleváosle, porque le matarán y yo
quedaré mancillada!

—Sosegaos, señora—contestó el anciano—; la fuga nos deshonraría mucho
más a todos, y en cuanto a vuestra honra, nadie dudará de ella cuando
ponga por garante estas canas.

El ruido se oía ya más cerca, y las muchas voces y acalorada
conversación parecían indicar alguna resolución enérgica y decidida.

—Bien veis que ya es tarde—dijo entonces don Álvaro—; pero
sosegaos—añadió con sonrisa irónica—, que no es este el lugar y mucho
menos la ocasión de la sangre.

Doña Beatriz, viendo la inutilidad de sus esfuerzos, rendida y sin
ánimo, se había dejado caer al pie del nogal que sombreaba el arroyo.

[Ilustración]



[Ilustración]

CAPÍTULO XIX


Como presumirán nuestros lectores, el necio apuro del caballerizo era
la causa de este desagradable accidente, pues en cuanto se despidió
de los forasteros echó a correr a la casa, esparciendo una alarma
que ninguna clase de fundamento tenía. Por casualidad el conde y su
suegro, a quienes no se esperaba aquel día, habían dado la vuelta
impensadamente, y encontrando sus gentes un poco azoradas y en
disposición de acudir al soñado riesgo de su señora, se encaminaron
allá con ellos, un poco recelosos por su parte, pues la guerra
implacable y poco generosa que hacían a los templarios en la opinión
y los preparativos de todo género en que no cesaban un punto, les
daban a temer cualquier venganza o represalias.

Cuando don Álvaro y el comendador sintieron ya cerca el tropel, como
de común acuerdo se calaron la celada, y como dos estatuas de bronce
aguardaron la llegada. El primero que asomó su ancha carota y su
cuerpo de costal fué el buen Mendo, que muy pagado de su papel, no
quería ceder a nadie la delantera. Venía todo sofocado y sin aliento
y sudando por cada pelo una gota.

—¡Martina! ¡Martina!—dijo en cuanto llegó—, y el ama, ¿qué han hecho
de ella?...

La muchacha le señaló a doña Beatriz con el dedo, y le dijo en voz
baja con cólera:

—¡Desgraciado y necio de ti!, ¿qué es lo que has hecho?

En tanto llegaron todos, y mientras don Alonso y su yerno se
encaraban con los forasteros, sus criados se fueron extendiendo en
corro alrededor de ellos, contenidos y enfrenados por su actitud
imponente y reposada. Adelantóse el conde entonces con su altanera
cortesía, y dirigiéndose al de las armas negras le dijo:

—¿Me perdonaréis, caballero, que os pregunte el motivo de tan extraña
visita y os ruegue que me descubráis vuestro nombre y semblante?

[Ilustración]

—Soy—respondió él levantando la visera—don Álvaro Yáñez, señor de
Bembibre, y venía a reclamar de doña Beatriz Ossorio el cumplimiento
de una palabra ya hace algún tiempo empeñada.

—¡Don Álvaro!—exclamaron a un tiempo los dos, aunque con distinto
acento y expresión, porque la exclamación del de Arganza revelaba
el candor y la sinceridad de su asombro, al paso que la del conde,
manifestaba a un tiempo despecho, asombro, vergüenza y humillación.
Había dado dos pasos atrás, y desconcertado y trémulo añadió:—¡Vos
aquí!

—¿Os sobrecoge mi venida?—contestó don Álvaro con sarcasmo—; no me
maravilla a fe: vos contábais con que la muerte o la vejez por lo
menos, me cogiese en el calabozo que me dispuso vuestra solicitud y
la de vuestro amigo el generoso infante don Juan, ¿no es verdad?

—¡Ah, don Juan Núñez!—murmuró el conde en voz baja, víctima todavía
de su sorpresa.

—¿Todavía os quejáis de él?—contestó don Álvaro con el mismo tono
irónico—. Ingrato sois, por vida mía, porque en los seis meses que ha
durado mi sepultura, me han dicho que habíais alcanzado el logro de
vuestros afanes y casádoos con doña Beatriz; de manera que, siendo
ya tan poderoso, y destruídos los templarios, casi podíais coronaros
por rey de Galicia. Sin embargo, si he llegado antes de tiempo y
en ello os doy pesar, me volveré a mi delicioso palacio hasta que
para salir me vaya orden vuestra. ¿Qué no haré yo por granjearme la
voluntad de un caballero tan cumplido, con los caídos tan generoso,
con los fuertes tan franco y tan leal?

Don Alonso y su hija, como si asistiesen a un espectáculo del otro
mundo, estaban escuchando, mudos y turbados, estas palabras con
que comenzaban a distinguir el cúmulo de horrores y perfidias que
formaban el nudo de aquel lamentable drama. Por fin, don Alonso,
dando treguas al tumulto de sensaciones que se levantaba en su pecho,
dijo al conde:

—¿Es cierto lo que cuenta don Álvaro? Porque no os habéis asustado
de verle, sino de verle aquí: ¿es cierto que yo, mi hija, y todos
nosotros somos juguetes de una trama infernal?

El conde, irritado ya con la ironía de don Álvaro, sintió renacer su
orgullo y altanería, viéndose de esta suerte interrogado:

—De mis acciones, a nadie tengo que responder en este mundo—contestó
con ceño el señor de Arganza—. En cuanto a vos, señor de Bembibre,
declaro que mentís como villano y mal nacido que sois. ¿Quién sale
garante de vuestras mal urdidas calumnias?

—En este sitio, yo—respondió el comendador descubriendo su venerable
y arrugado rostro-; en Castilla, don Juan de Lara, y en todas partes
y delante de los tribunales del rey estos papeles—añadió mostrando
unos que se encerraban en una cartera.

—¡Ah, traidor!—exclamó el conde desenvainando la espada y yéndose
para don Álvaro—. Aquí mismo voy a lavar mi afrenta con tu sangre.
Defiéndete.

—Deteneos, conde—le replicó don Alonso metiéndose por medio—, estos
caballeros están en mi casa y bajo el fuero de la hospitalidad.
Además no es ésta injuria que se lave con un reto obscuro, sino que
debéis pedir campo al rey en presencia de todos los ricos hombres de
Castilla y limpiar vuestra honra, harto obscurecida por desgracia.

—Debéis pensar también—replicó gravemente don Álvaro—, que el
presente es caso de menos valer, y que habiendo descendido con
vuestro atentado a la clase de pechero, ni sois ya mi igual ni puedo
medirme con vos.

—Está bien—replicó el conde—; conozco vuestro ardid, pero eso no os
valdrá. ¡Ah, valerosos vasallos!—continuó volviéndose al grupo—,
atadme al punto a esos embaidores como rebeldes y traidores al rey
don Fernando de Castilla: señor de Bembibre, comendador Saldaña,
presos sois en nombre de su autoridad.

—Ninguno de los míos se mueva—repuso don Alonso—, o le mandaré
ahorcar del árbol más alto del soto.

Pero era el caso que, entre todos los circunstantes, sólo tres o
cuatro eran criados del señor de Arganza; los demás pertenecían a
la hueste del conde, y avezados a cumplir puntualmente toda clase
de órdenes, se preparaban a obedecer también la que ahora recibían.
Aunque no pasaban de una docena, parecían gente resuelta y estaban
medianamente armados, de manera que guiados y acaudillados por una
persona de valor como su señor, no era difícil que diesen en tierra
con dos solos caballeros, anciano el uno, y el otro, aunque joven,
escaso de fuerzas a juzgar por sus semblante. Estaban, además,
en medio de un coto cercado de paredes y a pie, con lo cual toda
huída parecía imposible, pero no por eso se mostraban dispuestos a
rendirse, sin emprender una vigorosa defensa. Don Alonso, viendo la
inutilidad de sus protestas, se había puesto al lado de los recién
venidos con ánimo, al parecer, de ayudarles; pero desarmado como
estaba, fácil hubiera sido a las gentes de su yerno apartarlo a viva
fuerza del lugar del combate.

Doña Beatriz, entonces, se levantó, y poniéndose por medio de los
encarnizados enemigos, dijo al conde con tranquila severidad:

—Esos caballeros son iguales a vos y ninguna autoridad podéis ejercer
sobre ellos. Además, las leyes de la caballería prohiben hacer uso de
la fuerza entre personas cuyos agravios tienen a Dios y a los hombres
por jueces. Sed noble y confesad que un arrebato de cólera os ha
sacado del camino de la cortesía.

—El rey ha mandado prender a todos los caballeros del Temple y a
cuantos les prestaren ayuda, y yo, a fuer de vasallo, sólo estoy
obligado a obedecerle.

—Como obedecisteis a su noble madre cuando el asunto de
Monforte—exclamó el templario con amargura.

—Además, señora—prosiguió el conde, como si no hubiese sentido el
tiro—, sin duda se os olvida que no estáis en vuestro lugar rogando
por vuestro amante, con quien os encuentro sola y en sitios desusados.

—No es a mí a quien deshonran esas sospechas—respondió ella con
dulzura—, porque sabe el cielo que ni con el pensamiento os he
ofendido, sino al pecho ruin que las da calor y origen. De todas
maneras, os perdono, sólo con que no hostiguéis a esos nobles
caballeros.

—No os dé pena de nosotros, generosa doña Beatriz—respondió el
comendador—; este debate se acabará sin sangre, y nosotros seremos
los dueños de ese ruin y mal caballero.

Al acabar estas palabras hizo una señal al paje o esclavo que le
acompañaba, y él, asiendo un cuerno de caza que a la espalda traía,
pendiente de una bordada bandolera, lo aplicó a los labios y sacó
de él tres puntos agudos y sonoros que retumbaron a lo lejos. Al
instante mismo y semejante a un cercano temblor de tierra, se oyó
el galope desbocado de varios caballos de guerra, y no tardó en
aparecer la guardia que vimos atravesar la ribera de Bembibre detrás
de nuestros caballeros. Habíanse quedado cubiertos con unos árboles
y setos cerca de la reja del cercado, con orden de impedir que la
cerrasen y de acudir a la primera señal. Mendo, en medio de su
priesa, no pensó en atajarles la entrada, y por consiguiente ninguno
de los circunstantes podía prever semejante suceso. Los hombres de
armas del Temple, superiores en número, harto mejor armados que sus
enemigos y montados, además, en arrogantes caballos, se mostraron a
los ojos de aquellas gentes, tan de súbito, que no se les figuró sino
que por una de las diabólicas artes que ejercían los caballeros, la
tierra los había vomitado y una legión de espíritus malignos venía
detrás de ellos en su ayuda. Dieron, pues, a correr por el bosque,
con desaforados gritos, invocando todos los santos de su devoción;
en cuanto al conde, no se movió, porque aunque el peligro que le
amenazaba era de los inminentes después del ruin comportamiento que
acababa de observar, su orgullo no pudo avenirse a la idea de la
fuga. Quedóse, por lo tanto, mirando con altanería a sus enemigos,
como si los papeles estuviesen trocados.

—Y ahora, don villano—le dijo Saldaña con ira—, ¿qué merced esperáis
de nosotros, si no es que con una cuerda bien recia os ahorquemos de
una escarpia del castillo de Ponferrada, para que aprendan los que os
asemejan a respetar las leyes de la caballería?

—Eso hubiera hecho yo con vosotros, de haberos tenido entre mis
manos—respondió él con frialdad—; no me quejaré de que me paguéis en
mi moneda.

—Vuestra moneda no pasa entre los nobles. Id en paz, que en algo nos
habemos de diferenciar—dijo don Álvaro—; pero tened entendido que si
como caballero y señor independiente no he aceptado vuestro reto,
me encontraréis en la demanda del Temple, porque desde mañana seré
templario.

Un relámpago de feroz alegría brilló en las siniestras facciones del
conde, que respondió:

—Allí nos encontraremos, y vive Dios que no os escaparéis de entre
mis garras como os escapáis ahora, y que los candados que os echaré
no se abrirán tan pronto como los de Tordehumos y su traidor
castellano.

Con estas palabras se alejó dirigiéndoles una mirada de despecho,
y sin encontrar con las de su suegro ni su esposa, que no fué poca
fortuna, porque, sin duda aquel alma vil se hubiera gozado en la
especie de estupor que le causó la terrible declaración de don Álvaro.

—¿Es un sueño lo que acabo de escuchar?—repuso la desdichada
mirándole con ojos extraviados y con el color de la muerte en las
mejillas—. ¿Vos? ¿Vos templario?

—¿Eso dudáis?—contestó él—. ¿No os lo había dicho vuestro corazón?

—¡Ah! ¿Y vuestra noble casa—repuso doña Beatriz—, y vuestro linaje
esclarecido, que en vos se extingue?

—¿Y no habéis visto extinguirse otras cosas aún más nobles, más
esclarecidas y más santas? ¿No habéis visto la estatua de la fe
volcada de su pedestal, apagarse las estrellas y caer despeñadas del
cielo, y quedarse el universo en medio de una noche profunda? Tal vez
vuestros ojos no hayan sido testigos de estas escenas; pero yo las he
presenciado con los de mi alma, y no los puedo apartar de ellas.

—¡Oh, sí!—replicó doña Beatriz—. Despreciadme, escarnecedme,
decid que os he engañado traidoramente, arrastradme por el suelo;
pero no toméis el hábito del Temple. ¿Sabéis vos las tragedias de
Francia? ¿Sabéis el odio que se ha encendido contra ellos en toda la
cristiandad?

—¿Qué queréis? Eso cabalmente me ha determinado a seguir su bandera.
¿Pensáis que soy yo de los que abandonan a los desgraciados?

—Está bien, heridme, heridme en el corazón con los filos de vuestras
palabras: yo no me defenderé; ¡pero sed hombre, luchad con vuestro
dolor y no estanquéis la sangre ilustre que corre por vuestras venas!

—Os cansáis en vano, señora; tengo empeñada mi palabra al comendador.

—Verdad es—repuso el anciano, conmovido—; pero recordad que yo no la
acepté, porque la disteis en un arrebato de dolor.

—Pues ahora la ratifico. ¿Qué poder tienen para apartarme de mi
propósito tan especiosos argumentos, ni qué interés puede tomarse en
mi destino la poderosa condesa de Lemus?

Doña Beatriz, abrumada por tan terribles golpes, no respondió ya
sino con sordos y ahogados gemidos. Don Álvaro, cuyo pecho lastimado
se movía al impulso de encontradas pasiones como el mar al soplo de
contrarios vientos, exclamó entonces fuera de sí, con la expresión
del dolor más profundo:

—¡Beatriz! ¡Beatriz! Justificaos, decidme que no me habéis vendido:
¡mi corazón me está gritando que no habéis menester mi perdón!
Corred ese velo que os presenta a mis ojos con las tintas de la
maldad y la bajeza.

Adelantóse entonces el señor de Arganza con continente grave y
dolorido, y preguntó a don Álvaro:

—¿No sabéis nada de las circunstancias que acompañaron las bodas de
mi hija?

—No, a fe de caballero—respondió él.

Don Alonso se volvió entonces a su hija y, mirándola con una mezcla
inexplicable de tristeza y de ternura, dijo a don Álvaro:

—Todo lo vais a saber.

—¡Oh, no, padre mío! Dejadle con sus juicios temerarios; tal vez se
curen con el cauterio del orgullo las llagas de su alma. ¡Pensad que
vais a hacerle más infeliz!

—¡El orgullo, doña Beatriz!—replicó el contristado caballero—. Mi
orgullo érais vos, y mi humillación vuestra caída.

—No, hija mía—repuso don Alonso—: bien me lo predijo el santo abad de
Carracedo; pero la venda no había caído hasta hoy de mis ojos. ¿Qué
importa que me cubras con el manto de tu piedad, si no has de acallar
por eso la voz de mi conciencia?

Entonces contó por menor a don Álvaro, y pintándose con negros
colores, todas las circunstancias del sacrificio de doña Beatriz y
las amenazas del abad de Carracedo, que tan tristemente comenzaban
a cumplirse aquel día. La conducta del anciano había sido realmente
culpable; pero el oro, la gloria y el poder del mundo juntos no le
hubieran movido a entregar su hija única en los brazos de un hombre
tan manchado. El noble proceder de la joven, su desinterés en cargar
con tan grave culpa como la que su amante le imputaba sólo para
que más fácilmente pudiera consolarse de la pérdida de su amor,
creyéndola indigna de él; aquella abnegación imponderable, decimos,
había acabado de desgarrar las entrañas del anciano, que terminó su
relación entre lamentos terribles y golpeándose el pecho. Quedáronse
todos en un profundo silencio, que duró un gran espacio, hasta que
don Álvaro dijo con un profundo suspiro:

—Razón teníais, doña Beatriz, en decir que semejante declaración
me haría más desdichado. Dos veces os he amado y dos os pierdo.
¡Dura es la prueba a que la providencia me sujeta! Sin embargo, el
cielo sabe cuán inefable es el consuelo que recibo en veros pura y
resplandeciente como el sol en mitad de su carrera. No nos volveremos
a ver, pero detrás de las murallas del Temple me acordaré de vos...

Doña Beatriz rompió otra vez en amargo llanto viéndole persistir tan
tenazmente en su resolución, y él añadió:

—No lloréis, porque mi intento se me logrará sin duda. Dicen que
amenaza a esta milicia inminente destrucción. No lo creo, pero si
así fuese, ¿cómo podréis extrañar que yo sepulte las ruinas de mi
esperanza bajo estas grandes y soberbias ruinas? Y luego, ¿no sois
vos harto más desgraciada que yo? Pensad en vuestros dolores, no
en los míos... Adiós, no os pido que me deis a besar vuestra mano,
porque es de otro dueño, pero vuestro recuerdo vivirá en mi memoria a
la manera de aquellas flores misteriosas que sólo abren sus cálices
por la noche sin dejar de ser por eso puras y fragantes. Adiós...

Don Alonso le hizo una señal con la mano para que acortase tan
dolorosa escena.

—Sí, sí; tenéis razón. Adiós para siempre, porque jamás ¡oh, jamás
volveremos a encontrarnos!

—Sí, sí—respondió ella con religiosa exaltación levantando los ojos y
las manos al cielo—; ¡allí nos reuniremos sin duda!

Al acabar estas palabras se arrojó en los brazos de su padre, y
don Álvaro, sin detenerse a más, montó de un brinco en su caballo
y metiéndole los acicates, desapareció como un relámpago, seguido
del comendador y su tropa. Cuando ya se desvaneció el ruido que
hacían, doña Beatriz se enjugó los ojos, y apartándose suavemente de
los brazos de su padre, se puso a mirar el semblante alterado del
anciano, que clavados los ojos en el suelo y pálido como la muerte,
parecía haber comprendido de una vez el horror de su obra. Conociólo
su generosa hija, y acercándose a él con semblante apacible y casi
risueño, le dijo:

—Vamos, señor, sosegaos. ¿Quién no ha pasado en el mundo penalidades
y trabajos? ¿No sabéis que es tierra de paso y campo de destierro?
El tiempo trae muchas cosas buenas consigo, y Dios nos ve sin cesar
desde su trono.

—¡Ojalá que no me viera a mí!—repuso el anciano meneando la cabeza—;
¡ojalá que ni sus ojos ni los míos penetrasen en las tinieblas de
mi conciencia! ¡Hija mía! ¡Hija de mi dolor! ¿Y soy yo el que te he
entregado a ti, ángel de luz, en los brazos de un malvado? Sí, tú
puedes estar serena, porque tu sacrificio te ensalzará a tus ojos
y te dará fuerzas para todo; pero yo, miserable de mí, ¿con qué me
consolaré? Yo, parricida de mi única hija, ¿cómo encontraré perdón en
el tribunal del Altísimo?

—¡Qué queréis!—le dijo doña Beatriz—: ¡vos buscabáis mi felicidad y
no la habéis encontrado; os engañaron como a mí!... ¡resignémonos con
nuestra suerte, porque Dios es quien nos la envía!

—No, hija mía; no te esfuerces en consolarme; pero tú no serás de
ese indigno; yo iré al rey, yo iré a Roma a pie con el bordón de
peregrino en la mano, yo me arrojaré a las plantas del pontífice y le
pediré que te vuelva tu libertad, que deshaga este nudo abominable...

—Guardáos bien de poner vuestra honra en lenguas del vulgo—repuso
doña Beatriz con seriedad—. Además, padre mío, ¿de qué me serviría ya
la libertad? ¿No habéis oído que pasado mañana será ya templario?

—¡Ese peso más sobre mi conciencia culpable!—exclamó el señor de
Arganza, tapándose la cara con ambas manos—, ¿también se perderá por
mí un caballero tan cumplido? ¡Ay, todas las aguas del Jordán no me
lavarían de mi culpa!

Doña Beatriz apuró en vano por un rato todos los recursos de su
ingenio y todo el tesoro de su ternura para distraer a su padre de
su pesar. Por fin, ya obscurecido, volvieron los dos a casa seguidos
de la pensativa Martina, que con las escenas de aquella tarde andaba
muy confusa y pesarosa. Al llegar se encontraron a varios criados
que venían en su busca; pues aunque el conde les había dicho que
los caballeros venían de paz y que su cólera había sido injusta,
añadiéndoles, además, que no perturbasen la plática de su amo, con
la tardanza comenzaban a impacientarse y no quisieron aguardar a más.

El conde, por su parte, deseoso de evitar las desagradables escenas
que no hubieran dejado de ocurrir con su suegro y su esposa, salió
precipitadamente para Galicia, dejando al tiempo y a su hipocresía el
cuidado de soldar aquella quiebra; determinación que, como presumirán
nuestros lectores, no dejó de servir de infinito descanso a padre y
a hija en la angustia suma que les cercaba. ¡Triste consuelo el que
consiste en la ausencia de aquellas personas que, debiendo sernos
caras por los lazos de la naturaleza, llegan a convertirse a nuestros
ojos, por un juego cruel del destino, en objeto de desvío y de odio!

[Ilustración]



[Ilustración]

CAPÍTULO XX


Nuestros lectores nos perdonarán si les obligamos a deshacer un
poco de camino para que se enteren del modo con que se prepararon y
acontecieron los extraños sucesos a que acaban de asistir. Muévenos a
ello, no sólo el deseo de darles a conocer esta verdadera historia,
sino el justo desagravio de un caballero que, sin duda, les merecerá
mala opinión, y que, sin embargo, no estaba tan desnudo de todo buen
sentimiento como tal vez se figuran. Este caballero era don Juan
Núñez de Lara.

Quien quiera que vea su propensión a la rebelión y desasosiego, su
amistad con el infante don Juan, y su desagradecimiento a los favores
y mercedes del rey, fácilmente se inclinará a creer que semejantes
cualidades serían bastantes para sofocar cuantos buenos gérmenes
pudiesen abrigarse en su alma; sin embargo, no era así don Juan
Núñez; revoltoso, tenaz y desasosegado, no había faltado, a pesar
de todo, a las leyes sagradas del honor y de la caballería. Así fué
que cuando don Álvaro cayó en sus manos, ya vimos la cortesía con
que comenzó a tratarle y el agasajo con que fué recibido en su
castillo de Tordehumos; sobrevinieron a poco las pláticas con el
infante sobre las bulas de Bonifacio, a propósito del enjuiciamiento
de los templarios, y allí determinó el pérfido y antiguo maquinador
a don Juan Núñez a separar de una manera o de otra a don Álvaro de
la alianza de los caballeros, bien persuadidos ambos de que su causa
recibiría un doloroso golpe, especialmente en el Bierzo. Bien hubiera
querido el infante que el tósigo o el puñal le desembarazasen de tan
terrible enemigo; pero su ligera indicación encontró tal acogida,
que ya vimos a don Juan Núñez sacar la espada para dar la respuesta.
Por lo tanto, hubo de recoger velas con su astucia acostumbrada, y
aun así, lo único que alcanzó fué que diesen al señor de Bembibre
un narcótico con el cual pasase por muerto, y que entonces lo
aprisionasen estrecha y cautelosamente hasta que roto y vencido el
enemigo común pudiese volver a la luz un caballero tan valeroso y
afamado.

Buen cuidado tuvo el pérfido don Juan ocultarle la segunda parte
de su trama infernal, pues sobrado conocía que si Lara llegaba a
columbrar que se trataba de hacer violencia a una dama como doña
Beatriz, al momento mismo y sin ningún género de rescate, hubiera
soltado a don Álvaro para que con su espada cortase los hilos de tan
vil intriga. Así, pues, con el color del público bien se decidió don
Juan Núñez a una acción que tan amargos resultados debía producirle
más adelante; pero, sin embargo, no se resolvió del todo sin
intentar antes los medios de la persuasión, más por satisfacerse a
sí propio, que con la esperanza de coger fruto. El resultado de sus
esfuerzos fué el que vimos; y en la misma noche Ben Simuel preparó
un filtro con que todas las funciones vitales de don Álvaro se
paralizaron completamente. En tal estado entró por una puerta falsa,
y desgarrando los vendajes de don Álvaro y regando la cama con sangre
preparada al intento, facilitó la escena que ya presenciamos y que
tanto afligió al buen Millán, desasosegando también al principio
al mismo Lara con la tremenda semejanza de la muerte. Nada, pues,
más natural que su resistencia a soltar el supuesto cadáver que en
la noche después de sus exequias fué trasladado por don Juan y su
físico a un calabozo muy hondo que caía bajo uno de los torreones
angulares, el menos frecuentado del castillo. Allí le sujetaron
fuertemente y le dejaron solo para que al recobrar el uso de sus
sentidos no recibiese más impresiones que las que menos daño le
trajesen en medio de la debilidad producida por un tan largo
parasismo.

Don Álvaro volvió en sí muy lentamente, y tardó largo espacio
de tiempo en conocer el estado a que le habían reducido. Vió la
obscuridad que le rodeaba; pero pensó que sería de noche; pero luego
al hacer un movimiento, sintió los grillos y esposas que le sujetaban
pies y manos, y al punto cayó en la cuenta de su situación. Sin
embargo, con la ayuda de un rayo de luz que penetraba por un angosto
y altísimo respiradero abierto oblicuamente en la pared, vió que su
cama era muy rica y blanda, y algunos taburetes y sitiales que había
por allí esparcidos, contrastaban extrañamente con la desnudez de
las paredes y la lobreguez del sitio. Sus heridas estaban vendadas
con el mayor cuidado, y en un poyo cerca de la cama había preparada
una copa de plata con una bebida aromática. La estrechez a que lo
reducían, junto con unas atenciones tan prolijas, era una especie de
contradicción propia para desconcertar una imaginación más entera y
reposada que la suya.

Entonces un ruido de pasos que se sentía cerca y que parecían bajar
una empinada escalera de caracol vino a sacarle de sus desvaríos.
Abrieron una cerradura, descorrieron dos o tres cerrojos, y por
fin entraron por la puerta dos personas, en quienes, a pesar de su
debilidad, reconoció al instante a Lara y al rabino, su físico. Traía
el primero en la mano una lámpara y un manojo de llaves; y el segundo
una salvilla con bebidas, refrescos y algunas conservas. Don Juan
entonces se acercó al prisionero con visible empacho y le dijo:

—Don Álvaro, sin duda os maravillará cuanto por vos está pasando;
pero la salud de Castilla lo exige así y no me ha sido dable obrar
de otra manera. Sin embargo, una sola palabra vuestra os volverá la
libertad: renunciad a la alianza del Temple y sois dueño de vuestra
persona. De otra suerte, no saldréis de aquí, porque sabed que
estáis muerto para todo el mundo, menos para Ben Simuel y para mí.

Como don Álvaro había perdido la memoria del día anterior a causa de
su debilidad, no dejó de recibir sorpresa al ver entrar a Lara y a su
físico; pero entonces todo lo percibió de una sola ojeada y con aquel
sacudimiento recobró parte de su energía y fortaleza. Así, pues,
respondió a don Juan:

—No es este el modo de tratar a los caballeros como yo, que en todo
son vuestros iguales, menos en la ventura, y mucho menos el de
arrancarme un consentimiento que me deshonraría. De todo ello, don
Juan Núñez, me daréis cuenta a pie o a caballo, en cuanto mi prisión
se acabe.

—En eso no hay que dudar—respondió Lara con sosiego—; pero mientras
tanto quisiera proceder como quien soy con vos y haceros más
llevaderos los males de esta prisión, que sólo la fuerza de las
circunstancias me obliga a imponeros. Dadme, pues, vuestra palabra de
caballero de que no intentaréis salir de este encierro, mientras yo
no os diere libertad o mientras a viva fuerza o por capitulación mía,
no tomasen este castillo.

Don Álvaro se quedó pensativo un rato, al cabo del cual respondió:

—Os la doy.

Lara entonces le soltó grillos y esposas y además le entregó las
llaves del calabozo diciéndole:

—En caso de asalto, tal vez no podría yo librar vuestra vida de los
horrores del incendio y del pillaje: por eso pongo vuestra seguridad
en vuestras manos. Por lo demás, quisiera saber si algo necesitais,
para complaceros al punto.

Don Álvaro le dió las gracias, repitiendo, no obstante, su reto.

A la visita siguiente, Lara trajo sus armas al preso, diciéndole que
el cerco se iba estrechando, y que si llegaban a dar el asalto, allí
le dejaba con qué defenderse de los desmanes enemigos. Esta nueva
prueba de confianza dejó muy obligado a don Álvaro, que por otra
parte se veía regalado y agasajado de mil modos, restablecido ya de
sus heridas.

Cuando se obligó a no intentar su evasión por ningún camino, hízole
titubear un poco la memoria de doña Beatriz que a tantos peligros y
maquinaciones dejaba expuesta; pero la fe ciega que en ella tenía
depositada disipó todos sus recelos. En cuanto a la ayuda que pudiera
proporcionar a su tío el maestre y a sus caballeros, la tenía él
en su modestia por de poco valer, y como por otra parte los había
dejado dueños de su castillo, no le afligía tanto por este lado el
verse aherrojado de aquella suerte. Últimamente, como don Juan había
incluído en las condiciones su única esperanza racional, que era la
de que el rey echase de Tordehumos a su castellano de grado o por
fuerza, no encontró reparo en ligarse de tan solemne manera.

Comoquiera, por más que tuviese a menos la queja y se desdeñase de
pedir merced, no por eso dejaba de suspirar en el hondo de su pecho
por los collados del Boeza y las cordilleras de Noceda, donde tan
a menudo solía fatigar al colmilludo jabalí, al terrible oso y al
corzo volador. Acostumbrado al aire puro de sus nativas praderas y
montañas, inclinado por índole natural a vagar sin objeto los días
enteros a la orilla de los precipicios, en los valles más escondidos
y en las cimas más enriscadas; a ver salir el sol, asomar la luna
y amortiguarse con el alba las estrellas, el aire de la prisión se
le hacía insoportable y fétido, y su juventud se marchitaba como
una planta roída por un gusano oculto. Por la noche veía correr en
sueños todos los ríos frescos y murmuradores de su pintoresco país,
coronados de fresnos, chopos y mimbreras que se mecían graciosamente
al soplo de los vientos apacibles, y allá a lo lejos, una mujer
vestida de blanco, unas veces radiante como un meteoro, pálida y
triste otras como el crepúsculo de un día lluvioso, cruzaba por entre
las arboledas que rodeaban un solitario monasterio. Aquella mujer,
joven y hermosa siempre, tenía la semejanza y el suave contorno
de doña Beatriz; pero nunca acertaba a distinguir claramente sus
facciones. Entonces solía arrojarse de la cama para seguirla, y al
tropezar con las paredes de su calabozo, todas sus apariciones de
gloria se trocaban en la amarga realidad que le cercaba.

Con semejante lucha que su altivez le obligaba a ocultar y que
por lo mismo se hacía cada vez más penosa, su semblante había ya
perdido el vivo colorido de la salud, y Ben Simuel, que conocía
la insuficiencia de toda su habilidad para curar esta clase de
dolencias, sólo se limitaba a consejos y proverbios sacados de la
Escritura, que no dejaban de hacer impresión en el ánimo de don
Álvaro, naturalmente dado a la contemplación. Don Juan Núñez no
parecía sino que empeñado mal su grado en tan odiosa demanda, quería
borrar su conducta a fuerza de atenciones y de obsequios, tales, por
lo menos, como eran compatibles con tan violento estado de cosas.

Continuaba el sitio, entre tanto, con bastante apremio de los
sitiados, pues el rey no pensaba en cejar de su empeño hasta reducir
a su rebelde vasallo. A no pocos señores, deudos y aliados de Lara,
pesábales de tanto tesón, y en los demás, el miedo de ver crecer la
autoridad real a costa de sus fueros y regalías, entibiaba de todo
punto la voluntad; pero, de todos modos, nadie, hasta entonces, había
desamparado los reales.

Un día, poco antes de amanecer, despertaron a don Álvaro el galope
y relincho de los caballos, el clamoreo de trompetas y atambores,
la gritería de la guarnición y de la gente de afuera, el crujir de
las cadenas de los puentes levadizos, los pasos y carreras de los
hombres de armas y ballesteros, y, finalmente, un tumulto grandísimo
dentro y fuera del castillo. Por último, las voces y la confusión
y estruendo, se oyeron en los patios interiores de la fortaleza, y
don Álvaro, que creyendo trabado el combate, iba ya echar mano a sus
armas, se mantuvo a raya, no poco sorprendido de no oir el martilleo
de las armas, los lamentos e imprecaciones del combate y aquella
clase de desorden temeroso y terrible que nunca deja de introducirse
en un puesto ganado por asalto. Las voces, por el contrario, parecían
ser de concordia y alegría, y al poco rato ya no se oyó más que
aquel sordo murmullo que nunca deja desprenderse de un gran gentío.
De todo esto, coligió don Álvaro que, sin duda, don Juan había
hecho con el rey algún concierto honroso, y que sus huestes habían
entrado amigablemente y de paz en la fortaleza. Causóle gran alegría
semejante idea, y con viva impaciencia, se puso a aguardar la visita
de cualquiera de sus dos alcaides, paseándose por su calabozo
apresuradamente. Poco tardó en satisfacerse su anhelo, porque en
cuanto fué de día claro, entró don Juan Núñez en la prisión con el
rostro radiante de júbilo y orgullo, y el continente de un hombre que
triunfa de las dificultades a fuerza de perseverancia y arrojo.

—No, no es el linaje de los Laras el que sucumbirá delante de un rey
de Castilla; no está ya en su mano apretarme en Tordehumos, ni aun
parar delante de sus murallas dentro de algún tiempo. Ahora aprenderá
a su costa ese rey mozo y mal aconsejado a no despreciar sus ricos
hombres, que valen tanto como él.

Estas fueron las primeras palabras que se vertieron de la plenitud de
aquel corazón soberbio, y que al punto dieron en tierra con los vanos
pensamientos y esperanzas de don Álvaro. Lara, vuelto en sí de aquel
arrebato de gozo, y viendo nublarse la frente de su prisionero, se
arrepintió de su ligereza y le dió mil excusas delicadas y corteses
de haberle anunciado de aquella manera una nueva que, naturalmente,
debía contristarle.

Rogóle entonces don Álvaro que le contase el fundamento de su
orgullosa alegría, que era el haberse pasado a sus banderas don Pero
Ponce de León y don Hernán Ruiz de Saldaña, no menos solicitados de
la amistad que tenían con él asentada, que enojados de lo largo del
sitio y de la pertinacia del rey. Con esta deserción quedaba tan
enflaquecido el ejército real y tan pujante don Juan Núñez, que por
fuerza tendría que avenirse el monarca al rigor de las circunstancias
y aceptar las condiciones de su afortunado vasallo. Don Juan contó
también a su prisionero la mala voluntad y encono que en toda España
se iba concitando contra los templarios, y que sólo esperaba el rey
a salir de aquella empresa para despojarles de todas sus haciendas y
castillos, que todavía no habían querido entregar.

—¿Y es posible—exclamó por último—que un caballero como vos se aparte
así de sus hermanos, sólo por defender una causa de todos desahuciada?

—Ya os lo dije otra vez—respondió don Álvaro con enojo—; el mundo
entero no me apartará del sendero del honor; pero vos, os lo repito,
encontraréis tal vez algún día en la punta de mi lanza el premio de
esta prisión inicua e injusta que me hacéis sufrir.

—Si muero a vuestras manos—contestó Lara con templanza—no me
deshonrará muerte semejante; pero por extraña que os parezca mi
conducta, harto más negra se mostraría a mis ojos si no atara
ese brazo que tanto había de sostener esa causa de indignidad y
reprobación.

Diciendo esto cerró la puerta y desapareció. ¿Estaba realmente
convencido de la culpabilidad de los templarios, o no eran sus
palabras sino el fruto de la ambición y de la política? Ambas
cosas se disputaban el dominio de su entendimiento, pues aunque su
ambición era grande y su educación no le permitía acoger las groseras
creencias del vulgo, al cabo tampoco sabía elevarse sobre el nivel de
una época ignorante y grosera, que acogía las calumnias levantadas al
Temple con tanta mayor facilidad cuanto más torpes y monstruosas se
presentaban.

Puede decirse que entonces fué cuando, deshecha su última esperanza,
empezó don Álvaro a sentir todos los rigores de su prisión. El
conflicto en que según todas las apariencias iba a verse don
Rodrigo su tío, espoleaba los ardientes deseos que de acudir en su
socorro siempre tuvo, y últimamente llegó a pensar con cuidado en
las asechanzas que durante su incomunicación absoluta con el mundo
de afuera, pudieran armarse a doña Beatriz. En su mano estaban las
llaves de su prisión: colgadas en la pared su armadura y espada; pero
harto más le custodiaban y aprisionaban que con todos los cerrojos y
guardianes del mundo. Sin embargo, más de una vez maldijo la ligereza
con que había empeñado su fe, pues a no ser por ella, aun sujeto y
aherrojado, tal vez hubiera podido hacer en provecho de su libertad
lo que ahora ni siquiera de lejos se ocurría a su alma pura y
caballerosa. Con tantas contrariedades y sinsabores, sus fuerzas cada
vez iban a menos, en términos que Ben Simuel llegó a concebir serios
temores, caso que aquella reclusión se dilatase por algún tiempo.

[Ilustración]



[Ilustración]

CAPÍTULO XXI


Bien ajeno se hallaba por cierto el desdichado cautivo de que lejos
de Tordehumos y en los montes de su país había un hombre cuyo
leal corazón, desechando por un involuntario instinto la idea de
su muerte, sólo pensaba en descorrer el velo que semejante suceso
encubría, y para ello trabajaba sin cesar. Este hombre era el
comendador Saldaña, a quien una voz, sin duda venida del cielo,
inspiró desde luego varias dudas sobre la verdadera suerte de don
Álvaro. Parecíale, y con razón, extraño el empeño de don Juan Núñez
en guardar el cadáver; cuando ningún deudo tenía con el señor de
Bembibre, faltando en esto a la establecida práctica de entregar
los muertos a los amigos o parientes, sin dilatarles la honra de
la sepultura en los lugares de su postrer descanso. Por otra parte
las circunstancias que precedieron a la tragedia, tenían en sí un
viso de misterio que le hacía insistir en su idea, porque nunca pudo
tiznar a Lara con la sospecha de un asesinato deliberado y frío. Sin
embargo, como la fe y declaración que trajo Millán a todo mundo
habían convencido y satisfecho, y como sus barruntos más tenían
de presentimiento que de racional fundamento, apenas se atrevía a
comprometer la gravedad de sus años y consejo, dando a conocer un
género de pensamientos que sin duda todos calificarían de desvarío y
flaqueza senil.

Así y todo, semejante idea se arraigaba en él un día y otro; hasta
que cansado de luchar con ella aun durante el sueño, escribió una
carta al maestre en que le pedía licencia en tono resuelto para
partirse a Castilla y averiguar el paradero de su sobrino. El abad le
contestó manifestando gran extrañeza de su incertidumbre y negándole
el permiso que demandaba, porque no parecía cordura abandonar la
guarda de un puesto tan importante, por correr detrás de una quimera
impalpable. El implacable conde de Lemus juntaba ya gentes por la
parte de Valdeorres, y no era cosa de que faltase su brazo y su
experiencia en ocasión de tanto empeño como la que se preparaba.

La contradicción no hizo más que fortalecer su extraño juicio y
dar nuevo estímulo a sus deseos, cosa natural en los caracteres
vehementes como el de Saldaña, y cuyas fuerzas y arrojo crecen
siempre en proporción de los obstáculos. En la tregua que daban
al Temple el rey y los ricos hombres de Castilla empeñados en la
demanda de Tordehumos, aconteció que se metieron dentro de sus
muros, como ya dejamos contado, don Pero Ponce y don Hernán Ruiz de
Saldaña. Ligaban a este caballero y al anciano comendador vínculos
muy estrechos de parentesco, y de consiguiente, ninguna más propicia
ocasión para apurar todos sus recelos e imaginaciones. Cabalmente por
aquellos días visitó el maestre el fuerte de Cornatel para enterarse
de sus aprestos y fortalezas, y tantos fueron entonces los ruegos y
encarecimientos, que al cabo hubo de darle una especie de mandado
para el campo del rey, y desde allí con un salvoconducto que le envió
su deudo, se introdujo en la plaza.

Portador de tan aciagas nuevas era, que más de una vez se le ocurrió
el deseo de hallar a don Álvaro en brazos del eterno sueño: tan
cierto estaba de la profunda herida que iba a abrir en su corazón
el malhadado fin de aquel amor, cuya índole a un tiempo pura y
volcánica, no desconocía el comendador. Combatido de semejantes
pensamientos, llegó a Tordehumos, donde fué acogido por su pariente
con cordialidad cariñosa, por don Juan y los demás caballeros con la
cortesía y respeto que les merecía, si no su hábito, su edad y su
valor tan conocido desde la guerra de la Palestina. Los templarios
excitaban sin duda grande odio y aversión; pero su denuedo, única
de sus primitivas virtudes de que no habían decaído, su poder, los
misterios mismos de su asociación, los escudaban de todo desmán y
menosprecio. El comendador pidió una plática secreta a don Juan
Núñez, con su pariente por testigo, si no tenía reparo en hacerle
partícipe de sus secretos. Otorgósela al punto, diciéndole que don
Hernando no sólo era su amigo, sino que la gran merced que acababa de
hacerle, exigía de él una obligación sin límites. Fuéronse los tres
entonces a una cámara más apartada, y allí, tomando asiento al lado
de una ventana, Saldaña dirigió su voz a Lara en estos términos:

—Siempre os tuve, don Juan de Lara, por uno de los más cumplidos
caballeros de Castilla, no sólo por vuestra alcurnia, sino por
vuestra hidalguía; siempre os he defendido contra vuestros enemigos,
viendo que no degenerabais de tan ilustre sangre.

—Excusad las alabanzas que no tengo merecidas—le dijo don Juan,
atajándole—, por más precio que las dé ver que salen de vuestra boca.

—Pocas han salido, en verdad, de ella—respondió Saldaña—; pero
sinceras todas como las que acabáis de oirme. ¡Cuál no ha debido ser
por lo mismo mi sorpresa, al veros servir de instrumento a inicuos
planes, deteniendo a don Álvaro en las entrañas de la tierra, cual si
le cubriera la losa del sepulcro!

Todo podía esperarlo Lara menos cargo tan súbito y severo: así fué
que, sin poderlo remediar, se turbó. Advirtiólo el comendador y
entonces ya se acabaron sus dudas y recelos, porque estaba seguro de
que don Juan soltaría a su prisionero no bien hubiese escuchado la
negra historia que iba a contarle. Recobróse, no obstante, Lara, y
respondió con rostro torcido:

—Por vida de mi padre, que si no os amparasen vuestras canas no me
agraviaríais de esa suerte. Si don Álvaro murió, culpa es de su
desdicha, que no de mi mala voluntad. Cuando se acabe este sitio,
yo os le entregaré a la puerta de su castillo, con todo el honor
correspondiente, si su tío el maestro os comisiona para recibirlo.

—¡Ah, don Juan Núñez!—repuso el comendador—¡y qué mal se os acomodan
esos postizos embustes, hijos de un discurso dañado y de todo punto
olvidado de las leyes del honor! Os lo repito: vos habéis servido de
escalón para los pies de un malvado, y por vos ha quedado atropellada
una principal señora. Por vos, Lara, que calzáis espuela de oro; por
vos que nacísteis obligado a proteger a todos los desvalidos; por vos
en fin, se ha perdido ya para siempre una doncella de las más nobles,
discretas y hermosas del reino de León.

Entonces contó viva y rápidamente los desposorios de doña Beatriz,
verdadero objeto de las maquinaciones del infante don Juan, que por
este camino llegaba a engrandecer un privado, en el cual contaba
asegurar cumplida ayuda para todos sus propósitos y esperanzas.
Saldaña, con aquel razonar inflexible y sólido que se funda en la
enseñanza de los años, y en el conocimiento del mundo, le puso de
manifiesto el deslucido papel a que la astuta y redomada perfidia del
infante y del conde le habían reducido para mejor asegurar el logro
de sus ruines intentos. Durante este razonamiento don Juan Núñez
iba manifestando la cólera y el resentimiento que poco a poco se
apoderaban de su corazón, hasta que por fin tan intensa y terrible se
hizo su expresión, que se le trabó la lengua durante un rato, agitado
por un temblor convulsivo y con los ojos vueltos en sangre. Tres
veces probó a levantarse de su taburete y otras tantas sus vacilantes
rodillas se negaron a sostenerle. El comendador, conociendo lo que
pasaba dentro de su alma, abrió una ventana para que respirase aire
más puro, y procuró dar salida a su coraje con palabras acomodadas
a su intento, hasta que por fin, pasado el primer arrebato de rabia,
rompió don Juan en quejas e imprecaciones contra el infante y el de
Lemus.

—¡A mí—decía rechinando los dientes y despidiendo relámpagos por
los ojos—, a mí tan traidora y perversa cábala! ¡A un Núñez de Lara
convertirle así en asesino de damas hermosas, mientras se empozan los
caballeros! ¡Ah, infante don Juan! ¡Ah, don Pedro de Castro, y cómo
habéis de lavar con vuestra sangre esta banda de bastardía con que
habéis cruzado el escudo de mis armas! Sí, sí, noble Saldaña, don
Álvaro está en mi poder; ¿pero cómo presentarme a su vista con el
feo borrón de mi conducta? ¡Cómo decirle: yo soy quien os ha robado
la dicha! ¡Ah, no importa; yo quiero confesarle mi crimen, quiero
presentarle mi cuello! ¡Pluguiera al cielo que semejante paso me
humillara, pues eso sería buena prueba de que no estaba mi conciencia
obscurecida y turbia! ¡Venid, venid!—dijo levantándose con tremenda
resolución—; en sus manos voy a poner mi castigo.

—No, don Juan—respondió el comendador, asiéndole del brazo—; vos
no conocéis la índole generosa, pero terrible y apasionada, de don
Álvaro, y a despecho de toda su hidalguía, tal vez os arranque la
vida.

—Arránquemela en buen hora—repuso Lara desconcertado y fuera de sí—si
no me ha de arrancar del corazón este arpón aguzado del remordimiento
y de la vergüenza. Vamos al punto a su calabozo.—Y diciendo y
haciendo, se llevó a los dos precipitadamente.

Estaba don Álvaro sentado tristemente en un sitial, fijos los ojos en
aquel rayo de luz que entraba por la reja, y entregado a reflexiones
amargas sobre el remoto término de su encierro, cuando en la guerra
con el Temple que tan inminente le había pintado don Juan; su tío y
aun la misma Beatriz pudieran haber menester su brazo. Oyó entonces
ruido de pasos muy presurosos en la escalera y el crujir de las
armas contra los escalones y paredes, cosa que no poco le maravilló,
acostumbrado al cauteloso andar de Lara, y al imperceptible tiento
del judío. Abrióse entonces la puerta con gran ímpetu, y entraron
tres caballeros, uno de los cuales exclamó al momento:

—¿Dónde estáis, don Álvaro, que con esta luz tan escasa apenas os veo?

¡Figúrense nuestros lectores cuánta sorpresa causaría al desgraciado
y noble preso semejante aparición! Si no le hubiera visto acompañado
de Lara, sin duda lo hubiera tenido por cosa de hechicería; pero
pasado aquel pasmo involuntario, se colgó de un brinco al cuello del
comendador, que por su parte le apretaba contra su pecho entre sus
nervudos brazos, como si fuese un hijo milagrosamente resucitado.
Enternecido Lara con aquella escena en que la alegría de don Álvaro
hacía tan doloroso contraste con la melancólica efusión de Saldaña,
procuró descargarse del terrible peso que le abrumaba y se apresuró a
decir a su cautivo:

—Don Álvaro, libre estáis desde ahora: ¡dichoso yo mil veces si mis
ojos se hubiesen abierto más a tiempo! Pero antes de ausentaros,
fuerza será que me perdonéis o que pierda la vida a los filos de
vuestro puñal, para lo cual aquí tenéis mi pecho descubierto. Sabe el
cielo, gallardo joven, que mi intento al guardaros tan rigurosamente
no era más que el que ya conocéis, pero mi necio candor y las
tramas de los perversos, junto con vuestro sino malhadado, os han
hecho perder a doña Beatriz. El comendador, que veis presente, ha
descorrido el velo y yo vengo a reparar, en cuanto alcance, mi culpa,
ya con mi vida, ya haciendo voto de desafiar al conde y al infante
don Juan en desagravio de mi afrenta.

Acerbo era el golpe que don Juan Núñez descargaba sobre don Álvaro,
así fué que perdió el color y estuvo para caer; pero recobrándose
prontamente, respondió con comedimiento:

—Señor don Juan: aunque tenía determinado demandaros cuenta de tan
injusto encierro, al cabo me soltáis cuando estoy en vuestras manos,
y vos más poderoso que nunca; acción sin duda muy digna de vos. En
cuanto a lo que de doña Beatriz os han contado, bien se echa de ver
que no la conocéis, pues de otra manera no daríais crédito a vulgares
habladurías. Cierto es que me tendrá por muerto, porque a estas
fechas ya la habrá entregado mi escudero las prendas que recibí de
su amor; pero me prometió aguardarme un año, y me aguardará. Por
lo demás, si queréis desengañaros, bien cerca tenéis quien ponga
la verdad en su punto, pues viene de aquel país. ¿No es verdad,
venerable Saldaña, que semejante nueva es absolutamente falsa?... ¿No
respondéis? Disipad, os suplico, las dudas de nuestro huésped, porque
las mías no darán que hacer a nadie.

—Doña Beatriz—respondió Saldaña—ha dado su mano al conde de Lemus, y
esta es la verdad.

—¡Mentís vos!—gritó don Álvaro con una voz sofocada por la cólera—:
¡no sé cómo no os arranco la lengua para escarmiento de impostores!
¿Sabéis a quién estáis ultrajando? Vos no sois digno de poner los
labios en la huella que deja su pie en la arena... ¿quién sois, quién
sois para vilipendiarla así?

—Don Álvaro—exclamó Lara interponiéndose—, ¿es este el pago que dais
a quien ha venido a quitarme la venda de los ojos y a arrancaros a
vos de las tinieblas de vuestra mazmorra?

[Ilustración]

—¡Ah, perdonad, perdonadme, noble don Gutierre!—repuso don Álvaro
con voz dulce y templada, llevando a sus labios la arrugada mano del
anciano—; pero ¿cómo conservar la calma y el respeto cuando oigo
en vuestros labios esas calumnias, hijas de algún pecho traidor y
fementido? ¿Asististeis vos a esos desposorios? ¿Lo visteis por
vuestros propios ojos?

—No—contestó Saldaña con acento antes apesarado que iracundo, porque
sin duda de la cólera y apasionado afecto de aquel desgraciado joven
esperaba cualquier arrebato—; no fuí yo testigo de ellos, pero todo
el país lo sabe y...

—Y todo el país miente—replicó don Álvaro sin dejarle concluir la
frase—. Decidme que dude del sol, de la naturaleza entera, de mi
corazón mismo, pero no empañéis con sospechas ni con el hálito de
mentirosos rumores aquel espejo de valor, de inocencia y de ternura.

Entonces se puso a pasear delante de los asombrados caballeros, que
no se atrevían a socavar más en su corazón para arrancar aquella
planta tan profundamente arraigada, diciendo en voz baja:

—¡Ah! ¿quién sabe si, cansada de persecuciones y sacrificios, le
habrá parecido muy enojoso el convento y sobrado largo el plazo de un
año que me concedió para aguardarme? Por otra parte, ¿cuándo me ha
mecido la buena suerte para esperar ahora su benéfico influjo?

Siguió así paseando un corto espacio, y murmurando palabras confusas,
hasta que volviéndose de repente a don Juan de Lara, le dijo con
acento alterado:

—¿No decíais que estaba libre hace un momento? ¡Venga, pues, un
caballo! ¡un caballo al punto!... ¡Antes morir que vivir en tan
espantosa agonía! ¿No hay quien me ayude a darme las hebillas de mi
coraza?

El comendador le ayudó a armarse con gran presteza, mientras don Juan
le respondía:

—Vuestro caballo mismo, a quien hice curar por saber la mucha estima
en que lo teníais, os está esperando en el patio, enjaezado; pero,
don Álvaro, pensad en lo que hace poco os he pedido. Tal vez he
podido haceros un daño gravísimo; pero si tuve noticia de la ruindad
y vileza de que entrambos somos víctimas, no me asista el perdón de
Dios en la hora del juicio.

—Don Juan—respondió él—, veo que vuestro corazón no está corrompido
ni sordo a la voz del honor; pero si vuestros temores son legítimos
y me precipitáis así en un abismo de dolores que jamás alcanzaréis a
sondear, algo más duro se os hará conseguir el perdón de Dios que el
mío, sinceramente otorgado en presencia de estos dos nobles testigos,
junto con mi gratitud por la hospitalidad que os he merecido.

Con esto subieron inmediatamente a la plaza de armas del castillo,
donde el gallardo _Almanzor_ soltó un largo y sonoro relincho en
cuanto conoció a su dueño. Subió éste sobre él después de despedirse
de todos los caballeros; y salió del castillo con el comendador y
sus hombres de armas, dejando en el pecho de Lara un disgusto que
sólo se podía igualar a la cólera que había despertado en él la negra
traición del conde y del infante. Por si algo pudiera valer, había
entregado al comendador la correspondencia de entrambos personajes,
en que su trama estaba de manifiesto, pero no consiguió por esto dar
treguas a su pesar.

Don Álvaro y su compañero pasaron fácilmente los atrincheramientos
de los sitiadores a favor del carácter de que iba revestido el
templario, y emprendieron con diligencia el camino del Bierzo. Dos
leguas llevarían andadas, cuando don Álvaro paró de repente su
caballo y dijo a Saldaña con voz profunda:

—Si fuese cierto...

Don Gutierre no pudo menos de menear tristemente la cabeza, y el
joven añadió con impaciencia:

—Bien está; pero no me interrumpáis ni me desesperéis cuando tan
cerca tenemos el desengaño. Oídme lo que quería deciros. Si fuese
cierto, no tardaré más en pedir el hábito del Temple que lo que tarde
en llegar a Ponferrada. Os doy mi palabra de caballero.

—No os la acepto—replicó Saldaña—, porque...

Don Álvaro le hizo una señal de impaciencia para que no se cansase en
balde, precepto que él guardó muy de grado por no irritarle más, y
así, sin hablar apenas más palabra, llegaron al término de su viaje,
no muy dichoso por cierto, según hemos visto ya.

[Ilustración]



[Ilustración]

CAPÍTULO XXII


Un natural menos ardiente, un alma menos impetuosa que la del
señor de Bembibre no hubiera adoptado probablemente tan temeraria
determinación como era la de entrar en el Temple, cuando cielo y
tierra parecían conjurados en su daño; pero el vacío insondable que
había dejado en su corazón el naufragio de su más dulce y lisonjera
esperanza, la necesidad de emplear en alguna empresa de crédito la
fogosidad y energía de su carácter y, más que todo, quizá el deseo
de venganza, fueron móviles bastante poderosos para allanar toda
clase de embarazos. La ocasión no podía brindarse más favorable,
porque el triste drama de aquella milicia, religiosa a un tiempo y
guerrera, tocaba ya a su desenlace. Todos los ánimos, sin embargo,
estaban suspensos y como colgados de aquel extraño acontecimiento,
porque la caballería del Temple contaba en España más elementos de
resistencia que en nación alguna, y los sucesos la encontraban, no
sólo aprestada, sino sañuda y encendida en deseo de venganza. Centro
y corazón de semejantes disposiciones era el rey don Dionisio de
Portugal, príncipe el más sabio y prudente que entonces había en
la Península, y que bien penetrado de la persecución injusta de
semejante religión, no sólo había mandado sus embajadores al Papa
para quejarse y protestar de los atropellos y desmanes cometidos,
sino que, resuelto a sostenerla en España y Portugal, se había
entendido para el caso con el maestre de Castilla y con el teniente
de Aragón, y concertado con ellos los medios de conservar ilesa su
existencia y, sobre todo, su opinión. Apoyados, pues, en el rey de
Portugal, seguros de su inocencia, seguros todavía más de su esfuerzo
y pundonor, y ansiosos los unos de venganza y los otros entregados
a quiméricos planes, bien podían tener en balanzas la suerte de la
España y hacer vacilar a los monarcas de Castilla y Aragón, antes
de comenzar la lucha. Sin embargo, las huestes por todas partes se
iban juntando, y de ambas partes parecían resueltos a poner este gran
duelo al trance de una batalla, justamente recelosos y desconfiados,
los unos para entregarse inermes y desvalidos en manos de sus
enemigos declarados, y apoyados los otros en las bulas del Papa y en
los peligros que podían sobrevenir al Estado conservando armados y
encastillados unos hombres de tan graves delitos acusados.

Don Rodrigo Yáñez, menos preocupado que sus hermanos, y convencido
íntimamente de que aquella venerable institución había caducado a
las destructoras manos del tiempo, no parecía dispuesto a resistir
las órdenes del sumo pontífice, ni menos recelaba sujetarse a la
jurisdicción y juicio de los prelados españoles, dechado entonces
de ciencia y evangélicas virtudes. De sentir enteramente opuesto
era el capítulo general de los caballeros, exacerbados con tantas
iniquidades y malos juicios como personas malintencionadas derramaban
en la plebe; y con los asesinatos jurídicos de Francia. Tanto,
pues, por no abandonar su familia de adopción y de gloria, como
por no producir con su oposición un cisma y desunión lastimosa que
diese en tierra con el poco prestigio que la milicia conservaba a
los ojos del vulgo, se conformó con la opinión general. Por otra
parte, sus demandas nada tenían de exorbitantes, pues no declinaban
la jurisdicción de la Santa Sede, y protestaban de no guardar sus
castillos y vasallos sino por vía de legítima defensa. Así, pues,
nada podía impedir al parecer un rompimiento terrible y desastroso en
que a nadie se podía dar la ventaja, porque si de un lado estaban el
número, la opinión y la fuerza de las cosas, militaban en el otro el
valor, el pundonor caballeresco, el agravio y la fuerza de voluntad
sobre todo, que triunfa de los obstáculos y señala su curso a los
sucesos.

Tal era el estado de cosas, cuando don Álvaro, con el corazón
traspasado y partido, salió para no volver de Arganza y de aquellos
sitios, dulces y halagüeños cuando Dios quería, tristes ya y poblados
de amargos recuerdos. Fiel a su promesa, encaminóse a Ponferrada
al punto, firmemente resuelto a no salir de sus murallas sino con
la cruz encarnada en el pecho. Antes de llegar concertó con el
comendador que se adelantase a prevenir a su tío de su ida, medida
muy prudente, sin duda, porque tales extremos de dolor había hecho
el anciano con la noticia de su muerte que la súbita alegría que
recibiese con su presencia pudiera muy bien comprometer su salud.
Tomó, por lo tanto, el comendador el camino que mejor le pareció,
y cuando por fin llegó a darle la nueva en toda su verdad, ya don
Álvaro cruzaba el puente levadizo. Como si la alegría le hubiese
descargado del peso de los años, bajó la escalera con la rapidez de
un mancebo, y al pie de ella encontró a su sobrino rodeado de muchos
caballeros que, con muestras de infinita satisfacción, le acogían
y saludaban. Abrazáronse allí, en medio de la emoción que a don
Álvaro causaba el encuentro de su tío, en momentos de tanta amargura
para él, y de la no menor que al anciano dominaba, no sabiendo cómo
agradecer a Dios este consuelo que en sus cansados días le enviaba.
Por fin, pasados los primeros transportes y satisfecha la curiosidad
de aquel respetable viejo sobre su prisión, sus penas y su libertad,
naturalmente, vinieron a caer en el desabrido arenal de lo presente,
a la manera que un aguilucho que antes de tiempo se arroja del nido
materno, después de un corto y alborozado vuelo, pára finalmente en
el fondo del precipicio. Don Álvaro le contó entonces la dolorosa
entrevista que acababa de tener; y el término que había resuelto
poner a sus afanes en las filas de sus hermanos de armas. Don
Rodrigo, atónito y turbado, apenas supo qué responder en un principio
a una declaración en la cual a un tiempo se cifraban la ruina de su
prosapia, el riesgo de una vida para él tan preciosa, y el sin fin de
males con que estaba amagando el porvenir a la institución. Cuando al
cabo de su gran agitación se recobró un poco, dijo a su sobrino con
voz sentida:

—¿Conque no sólo derramas el divino licor de la esperanza, sino que
quieres arrojar la copa al abismo? ¿No te basta el muro terrible que
te separa de ella, que aún quieres poner entre los dos otro mayor?
De la vida de un hombre, tan frágil en estos tiempos de discordias,
pende ahora tu fortuna: ¿cómo quieres atajarla con un tropiezo que
sólo le mueve la mano la muerte?

—Tío y señor—respondió el joven con amargura—, ¿y qué es la
esperanza? Ya sabéis que yo la recibí en mi corazón como un huésped
noble, hermoso y bienvenido, a quien festejé con todo mi poder y
cariño; pero el huésped me asesinó y puso fuego a mi casa; ¿qué ha
quedado en lugar suyo y de su dueño? ¡unas gotas de sangre y un
montón de cenizas!... ¡Frágil llamáis la vida de ese hombre! ¡la
frágil, deleznable y caduca es la nuestra, que no se ha desviado de
la senda estrecha del honor, mas no la suya, tejido de reprobación y
de iniquidad! ¡largos días le aguardan tal vez de poder y de ambición
en este miserable país!... ¡Muévale Dios contra el Temple, y ahora
que no soy más que un soldado suyo, nos encontraremos!

Don Rodrigo comprendió la mortal herida que el desengaño acababa
de abrir en el alma de su sobrino, y varió de rumbo tratando de
presentarle otra clase de obstáculos.

—Hijo mío—le dijo con aparente tranquilidad—, tu dolor es justo,
y natural tu determinación; pero no alcanza mi poder a coronarla.
Nuestra orden está citada a juicio; suspensos nuestros derechos y sin
facultades, por consiguiente, para admitirte en su seno.

Don Álvaro, con su claro ingenio, comprendió al punto los intentos de
su tío, y respondió resueltamente:

—Tío y señor: si tal es vuestro escrúpulo, y supuesto que el caso es
de todo punto nuevo, convocad capítulo y él resolverá. Por lo demás,
si el Temple me cierra sus puertas, me pasaré a la isla de Rodas
y me alistaré entre vuestros enemigos los caballeros de San Juan.
Pensad que mi resolución es invariable, y que todo el poder del mundo
conjurado contra ella no la haría retroceder ni un solo paso.

Don Rodrigo acabó de convencerse de la inutilidad de sus esfuerzos,
pero a pesar de ello juntó capítulo de los caballeros allí presentes
para significarles sus dudas. La respuesta le dió a conocer que
su negativa no haría sino irritar aquellos ánimos encendidos y
comprometer su autoridad, y así se propuso dar el hábito a su sobrino
en cuanto estuviese preparado debidamente para ello. Corrió la
noticia al punto por la bailía y los caballeros la recibieron con
alborozo extremado, considerando el poderoso brazo que se consagraba
a sostener su poder ya vacilante. Saldaña, que por motivos de
delicadeza y rigurosa justicia se había negado a aceptar la palabra
de don Álvaro, viéndole ahora persistir en su propósito, no cabía
en sí de gozo. Su alma sombría y ambiciosa, más y más exaltada con
los riesgos que cercaban a su religión, se regocijaba, no sólo por
los triunfos que le predecía la entrada de un campeón tan valeroso
como leal, sino porque en su pasión por aquel joven tan noble y
sin ventura, se había propuesto colocarle en un trono de gloria y
hacerle olvidar, si posible fuera, sus pasados sinsabores a fuerza
de triunfos, honores y respetos. Aunque es verdad que el deseo de
vengarse era uno de los más poderosos motivos que excitaban a don
Álvaro para su determinación, el comendador sabía muy bien que los
aplausos de la fama, las generosas emociones del valor y los trances
de los combates eran la única ilusión que no había abandonado aquel
pecho lastimado y desierto.

Algunos ritos que se observan en las modernas sociedades secretas,
sobre todo en la admisión de socios, se dicen derivados de los
templarios. Cualquiera que pueda ser su verdadero carácter y
procedencia, lo que no admite duda es que aquellos caballeros
practicaban algunas ceremonias cuyo sentido simbólico y misterioso
era hijo de una época más poética y entusiasta que la que en sus
postreras décadas alcanzaban. En el castillo de Ponferrada se
conservan todavía entallados encima de una puerta dos cuadrados
perfectos que se intersecan en ángulos absolutamente iguales, y
al lado derecho tienen una especie de sol con una estrella a la
izquierda. La existencia de tan extrañas figuras, de todo punto
desusadas en la heráldica, basta para probar que la opinión que en su
tiempo se tenía de sus prácticas misteriosas y tremendas no carecía
absolutamente de fundamento. Una entre todas era particularmente
chocante, a saber: las injurias que se hacían al crucifijo y cuya
significación no era otra sino la rehabilitación del pecador, a
partir de la impiedad y del crimen para subir por los escalones de
la purificación y del sacrificio a las santificadas regiones de la
gracia; rito fatal que, sin diferenciarse en la esencia de la _fiesta
de los locos_, y algunos otros usos de la antigua iglesia, fué causa
principal de la ruina del Temple, cuando su sentido místico se había
perdido ya entre las nieblas de una generación más sensual y grosera.
A explicar por lo tanto a su sobrino semejantes enigmas, vedados a
los ojos del vulgo, se encaminaron los esfuerzos del maestre en los
días que precedieron a su profesión.

Llegó por fin el momento en que aquel ilustre mancebo se despidiese
de un mundo que, si alguna vez esparció flores por su camino, fué
para trocárselas al punto en abrojos. Las profesiones en todas las
demás órdenes religiosas se hacían a la luz del sol y públicamente;
pero los templarios, sin duda para dar más solemnidad a la suya, la
hacían de noche y a puertas cerradas. Cuando ya la obscuridad se
derramó por la tierra, el comendador Saldaña y otro caballero muy
anciano vinieron a buscar a don Álvaro, que les aguardaba armado con
una riquísima armadura negra, con veros de oro, un casco adornado
de un hermoso penacho de plumas encarnadas, en la cinta una espada
y puñal con puño de pedrería y calzadas unas grandes espuelas de
oro. El que aspiraba a entrar en el Temple se ataviaba con todas
las galas del siglo para dejarlas al pie de los altares. Condujeron,
pues, a don Álvaro ambos caballeros a la hermosa capilla del
castillo, a cuya puerta se pararon un momento, llamando en seguida
con golpes mesurados y acompasados.

—¿Quién llama a la puerta del templo?—preguntó desde dentro una voz
hueca.

—El que viene poseído de celo hacia su gloria, de humildad y de
desengaño—respondió Saldaña como primer padrino.

Entonces abrieron las puertas de par en par y se presentó a su vista
la iglesia tendida de negro con un número muy escaso de blandones
de cera amarilla y verde, encendidos en el altar. En sus gradas
estaba el maestre sentado en una especie de trono rodeado de los
comendadores de la Orden, y más abajo, en una especie de semicírculo,
se extendían los caballeros profesos, únicos que a esta ceremonia se
admitían, y que envueltos en sus mantos blancos parecían otros tantos
fantasmas lúgubres y silenciosos. Don Álvaro, en cuya imaginación
ardiente y exaltada hacía gran impresión este aparato, atravesó
por medio de ellos acompañado de sus dos ancianos padrinos y fué a
arrodillarse ante las gradas del trono del maestre. Extendió éste su
cetro hacia él y le preguntó sus deseos. Don Álvaro respondió:

—Considerando que el Salvador dijo: «el que quiera ser de mi grey
tome su cruz y sígame», yo, aunque indigno y pecador, he aspirado a
tomar la del Templo de Salomón para seguirle.

—Grave es la carga para vuestros hombros jóvenes—respondió el maestre
con voz reposada y sonora.

—El Señor me dará fuerzas para llevarla, como me ha dado resolución y
valor para pedirla a pesar de mis culpas—respondió el neófito.

—¿Habéis pensado—repuso el maestre—que el mundo acaba en estos
umbrales silenciosos y austeros?

—Yo me he despojado a la puerta del hombre viejo para revestirme del
hombre nuevo.

—¿Hay alguno entre todos los hermanos presentes que pueda notar al
aspirante de alguna acción ruin por la que merezca ser degradado de
la dignidad de caballero?

Todos guardaron un silencio sepulcral. El comendador pidió entonces
que se comenzase el rito, y dos caballeros trajeron un crucifijo de
gran altura y toscamente labrado, pero de expresión muy dolorosa en
el semblante, y lo tendieron en el suelo. Don Álvaro, conforme a la
ceremonia, lo escupió y holló, y luego, alzándolo en el aire los dos
caballeros, le dirigió las sacrílegas palabras de los judíos:

—Si eres rey, ¿cómo no bajas de esa cruz?

Cubriéronlo al punto con un velo negro y lo retiraron, tras de lo
cual dijo el maestre:

—Tu crimen es negro como el infierno, y tu caída como la de los
ángeles rebeldes; pero tu Dios te perdonará, y tu sangre correrá en
desagravio de su tremenda cólera y justicia.

Arrodillóse entonces don Álvaro sobre un cojín de terciopelo negro
con flecos y borlas de oro, y desarrollando un gran pergamino que
tenía por cabeza la cruz del Temple en campo de oro, y a la luz de
una bujía con que alumbraba Saldaña, leyó su profesión concebida en
estos términos:

—Yo, don Salvador Yáñez, señor de Bembibre y de las montañas del
Boeza, prometo obediencia ciega al maestre de la orden del Templo de
Salomón y a todos los caballeros constituídos en dignidad: castidad
perpetua y pobreza absoluta. Prometo además guardar riguroso secreto
sobre todos los usos, ritos y costumbres de esta religión; procurar
su honra y crecimiento por todos los medios que no estén reñidos con
la ley de Dios, y sobre todo trabajar sin tregua en la conquista de
la Jerusalén terrena, escalón seguro y senda de luz para la Jerusalén
celestial. Prémieme Dios en proporción de mis obras, y vosotros como
delegados suyos.

Entonces los padrinos comenzaron a desarmarle y los circunstantes
a cantar el salmo _Nunc dimitis servum tuum, domine_, con voces
vigorosas y solemnes. Calzáronle espuelas de acero, y de acero
bruñido también fueron las grevas, peto, espaldar y manoplas con
que sustituyeron su armadura; por último le ciñeron una espada de
Damasco y le pusieron en la cinta un puñal buido de fino temple,
pero sin ningún género de adorno. Echáronle por fin el manto blanco
de la Orden y entonces le vendaron los ojos, en seguida de lo cual
se postró en el suelo, mientras la congregación cantaba los salmos
penitenciales con que los cristianos se despiden de sus muertos.
Acabóse por fin el cántico, cuyas últimas notas quedaron vibrando en
las bóvedas de la iglesia en medio del profundo silencio que reinaba
en sus ámbitos, y entonces sus padrinos acudieron a levantarle
y le destaparon los ojos, que al punto volvió a cerrar, porque
acostumbrados a las tinieblas, no pudieron sufrir la vivísima luz
que como una celeste aureola iluminaba aquel templo, momentos antes
tan adusto y sombrío. Las colgaduras negras estaban recogidas y
los altares todos resplandecían con infinitas antorchas; el aire
estaba embalsamado con delicado incienso que en vagos e inciertos
festones se perdía entre los arcos y columnas; y los caballeros todos
tenían en las manos velas blanquísimas de cera encendidas. En cuanto
descubrieron a don Álvaro, entonaron todos en voces regocijadas y
altísimas el salmo _Magnificat anima mea Dominum_, durante el cual,
conducido por sus padrinos, fué abrazando a todos sus hermanos y
recibiendo de ellos el ósculo de paz y fraternidad. Concluído este
acto aproximaron todos en orden sus sitiales al trono del maestre,
dejando en medio a don Álvaro, que de pie y con los brazos cruzados,
oyó la plática que el maestre o su inmediato dignatario solían
dirigir al profeso. En tiempos más dichosos versaba sobre las glorias
y prosperidad de la Orden, la consideración de que gozaba en toda la
cristiandad y, por último, sobre los deberes rigurosos y terribles
del nuevo caballero; pero entonces que la hora de la prueba había
llegado y aquel astro luminoso padecía tan terrible eclipse, las
palabras de don Rodrigo tuvieron aquel carácter religioso, profundo
y melancólico propio de todas aquellas catástrofes que pasman y
sobrecogen al mundo. Por último vino a recaer el razonamiento sobre
los serios y terribles deberes que el soldado de Dios se imponía al
entrar en aquella milicia, y entonces, levantándose de su trono,
alzando el cetro y enderezando su talla majestuosa, concluyó
diciendo con acento severo y grave:

—¡Pero si Dios te deja de su mano para permitir que faltes a tus
juramentos, tu vida se apagará al punto como estas candelas, y unas
tinieblas más densas todavía cercarán tu alma por toda una eternidad!

Al decir esto todos los caballeros mataron sus luces por un
movimiento unánime, y en el mismo instante bajaron los negros y
tupidos velos de los altares, dejando la iglesia en una obscuridad
pavorosa. Los caballeros entonces murmuraron en voz baja algunos
versículos del libro de Job sobre la brevedad de la vida y la vanidad
de las alegrías del crimen; y a la luz de los blandones fúnebres que
todavía ardían en el altar mayor, fueron dirigiéndose a la puerta en
lenta y solemne procesión. Allí se pararon de nuevo, y el maestre
se adelantó para rociar con agua bendita la cabeza de su sobrino,
como para lavarle y purificarle aun de las heces y vestigios de la
culpa, y desde allí todos se dispersaron encaminándose a sus cámaras
respectivas.

[Ilustración]

A don Álvaro le dejaron también en la suya, y la luz del nuevo día,
que no tardó en teñir los celajes del Oriente, le encontró mudado
en otro hombre y ligado con votos que sólo al poder de la muerte
le parecía dable desatar. ¡Dichoso él si con su poder, su libertad
y sus dulces esperanzas hubiese podido poner de lado su antigua y
devoradora pasión! Pero sólo el tiempo y la ayuda del Todopoderoso
eran capaces de limpiar su corazón de sus amargas heces y borrar de
su memoria aquellas imágenes escritas con caracteres de fuego.

Por fin a su valor y energía se le presentaba el ancho campo de la
guerra y el noble empeño de defender una causa justa, pero ¿qué
consuelo podía buscarse en el mundo para doña Beatriz, que no tenía
más compañía que la soledad, la aflicción y la presencia de un padre
ya anciano, lleno de pesares y penetrado de un arrepentimiento
tardío? ¡Tristes contradicciones y debilidades las del pobre corazón
humano! La heredera de Arganza tenía por esposo un hombre joven
todavía, lleno de vigor y robustez; su salud por otra parte de día
en día se quebrantaba; el cielo y la tierra de consuno parecían
apartarla de su primer amor, que según todas las apariencias no podía
estar más perdido para ella, y sin embargo la nueva de aquellos
votos le causó profundísimo dolor. ¿Qué podía esperar? ¿Qué podían
descubrir sus ojos en el nebuloso horizonte del porvenir, sino
soledad y pesares sin término y sin cuento? ¡Extraño misterio! La
esperanza es una planta que brota en el corazón y que si no florece
cuando el dolor ha trocado su campo en arenal, todavía conserva su
tronco enhiesto como una columna fúnebre, y aun regado por la fuente
de las lágrimas, brota tal vez alguna hoja marchita y amarillenta.
Doña Beatriz se había visto separada de su amante por escaso arroyo;
su matrimonio desgraciado lo había convertido en río profundo y
caudaloso: ahora la profesión de don Álvaro acababa de trocarle
en mar inmenso, y la desventurada, sentada en la orilla, veía
desaparecer a lo lejos el bajel desarbolado y roto en que para no
volver se partían sus ilusiones más dulces.

[Ilustración]



[Ilustración]

CAPÍTULO XXIII


A los tres días de los sucesos que acabamos de referir, pareció el
buen Millán por Arganza a dar cuenta a Martina del arreglo que iba
poniendo en las haciendas que su amo le había legado. Venía entonces
de las montañas muy satisfecho de sus tierras y de algunas reses que
había comprado, con las cuales pensaba beneficiar sus praderas y
juntar un caudal que ofrecer a su futura en cambio de su blanca mano
y de su cara de Pascua. Algo desasosegado le traían los rumores de
guerra que comenzaban a correr a propósito de los templarios, pero
contaba con el favor de Dios y sobre todo se echaba la cuenta de
tantos otros que, acometiendo empresas descabelladas, creen responder
a todo con el refrán de que: «el que no se arriesga no pasa la mar».
Así, pues, no es maravilla que se presentase contento y alegre en una
casa de donde se había huído la poca alegría que quedaba.

—¡Ay Millán de mi alma—exclamó Martina saliéndole al encuentro
apresurada—, y qué cosas han pasado desde que te fuiste! ¡Vamos, aún
no se me ha quitado el temblor del cuerpo, ni he dormido una hora de
seguido y doña Beatriz, la cuitada! ¡No sé qué me da en el corazón
cuando pienso en ella!

—Pero, mujer, ¿qué es lo que ha sucedido?—preguntó el mozo un poco
azorado.

—¡Ahí es nada!—contestó ella no poco satisfecha, en medio de sus
recuerdos de pavor, de contar un cuento tan maravilloso—; tu amo ha
parecido por aquí.

—¡Jesucristo! ¡Virgen santísima de la Encina!—exclamó el escudero
santiguándose—: ¿ha venido a pedir algunas misas y sufragios? Pues
mira, según lo bueno que era, no creí yo que fuese al purgatorio,
sino al cielo en derechura.

—A pedir sufragios y oraciones, ¿eh?—contestó la aldeana—: ¡que si
quieres! ha venido en cuerpo y alma a reclamar la mano y palabra de
doña Beatriz.

—Martina—contestó el escudero, mirándola de hito en hito—, ¿qué te
pasa, muchacha? ¿Te han dado algún bebedizo y estás endiablada? ¿En
cuerpo y alma dices, y lo dejé yo enterrado en Tordehumos? Por cierto
que me hubiera traído su cuerpo si no fuese por aquel testarudo de
don Juan Núñez; vaya, vaya, que si me lo dijera Mendo, al instante le
preguntara si venía de la bodega.

—Eso no va conmigo, señor galán—respondió la muchacha un poco
amostazada—, porque no lo cato.

—No, mujer; ¿quién había de decirlo de ti?—repuso Millán
cortésmente—; la lengua le cortaría yo al que lo dijese.

—Sea como quiera—contestó ella—lo que te digo es que yo y Mendo y
mi amo, y el alhaja del conde y todos, en fin, hemos visto y oído a
don Álvaro junto al nogal del arroyo; por más señas que venía con el
comendador Saldaña, el alcaide de Cornatel.

—¡Virgen purísima!—exclamó Millán cruzando las manos y mirando al
cielo—¡conque vive mi señor, el mejor de los amos, el caballero más
bizarro de España! ¿Dónde está, Martina? ¿dónde está? ¡que aunque sea
al cabo del mundo iré en busca suya!

—¡Pues—repuso la muchacha tristemente—y siendo como eres un señor,
vamos al decir, te vas a quedar como antes y nuestra boda Dios sabe
para cuándo será!

—En verdad que tienes razón—contestó él en el mismo tono—; ¡y yo que
había arrendado tan bien el prado de Ygüeña al tío Manolón y había
comprado unas vacas que daba gusto verlas! Pero ¿qué le hemos de
hacer?—añadió después de un rato de silencio—; ¿no me he de alegrar
yo por eso de la vuelta de mi amo? Váyanse muy enhoramala todos los
prados del Bierzo y todas las vacas del mundo, y viva mi don Álvaro,
que es primero. Martina—le dijo después con seriedad—, ya sabes que
primero es la obligación que la devoción, y por eso yo, aunque me
corría priesa, bien lo sabe Dios, nunca quise que dejaras a doña
Beatriz... Pero válgame Dios—exclamó como sorprendido—, ¡y yo que no
me había acordado de ella! Y ¿qué ha dicho la infeliz? ¿qué es de
ella?

Martina entonces le contó llorosa todo lo acaecido, narración que
dejó confuso y turbado al pobre Millán con la perfidia del conde y lo
negro de la trama en que su amo se había visto envuelto.

—Y ahora—concluyó diciendo la muchacha—el viejo anda por los rincones
llora que llora y zumba que zumba, y la señora, como es natural, más
afligida que nunca; pero como ni uno ni otro quieren darse a entender
su sentimiento, andan los dos por ver quién engaña a quién, sin
lograrlo ninguno; porque a lo mejor cuando se encuentran sus miradas
echan a llorar como dos perdidos. Si te he de decir la verdad, no sé
quién me causa más lástima.

—¡Vaya por Dios!—respondió Millán con un suspiro—; pero y mi amo
¿dónde pára, porque yo no he oído nada por el camino?

Martina, que sabía muy bien lo poco devoto que su amante era del
Temple, gracias a la superstición común, había esquivado en la
narración el punto de la determinación de don Álvaro; pero como ya no
era posible ocultarlo, tuvo que decírselo.

—¡Dios de mi alma!—exclamó el mozo consternado—, ¿no valía más
que de veras hubiera muerto, que no guardarle para la hoguera con
todos esos desdichados descomulgados por el papa? No, pues en eso
perdóneme; si él quiere perder su alma yo estoy bien avenido con la
mía, y no será el hijo de mi madre quien se quede a servirle para que
después le tengan a uno por nigromante y hechicero.

—¿Sabes lo que digo, Millán?—repuso la muchacha—. Es que debe haber
mucha mentira en eso de los templarios, porque cuando se ha entrado
en la Orden un señor tan cristiano y principal como tu amo, se me
hace muy cuesta arriba creer esas cosas de magia y de herejía que
dicen.

—¿Qué sabes tú?—respondió él con un poco de aspereza—; don Álvaro
está desconocido desde sus malhadados amores y es capaz de hacer
cualquiera cosa de desesperado. En fin, yo allá voy, porque a eso
estoy obligado, pero quedarme con él mucho lo dificulto. ¡Ojalá que
no le hubiera comido el pan ni me hubiese sacado medio ahogado del
Boeza!... ¡Malhaya tu venta!—añadió mirando con ceño a su futura—;
que por tus cosas no estamos ya casados en paz y en gracia de Dios
y libres de semejantes aprietos, en vez de que así Dios sabe lo que
será de nosotros.

—Pero, hombre—repuso ella con dulzura—, ¿qué querías que hiciera
estando doña Beatriz así?

—Sí, sí—contestó él como distraído—: no me hagas caso, porque
no sé lo que me digo... ¡Qué demonio de hombre; haberse metido
templario!... ¡Pero, en fin, yo allá voy y sea lo que Dios quiera!
Adiós, Martina.

Y dándola un abrazo bajó presuroso la escalera sin aguardar a más:
montó en su jaco y tan de priesa cabalgó, que en poco más de una hora
estaba en Ponferrada. La resolución que tan terminantemente anunció
en el principio, y durante su enfado, de no servir a don Álvaro,
según hemos visto, se iba debilitando poco a poco, y a medida que se
acercaba a la bailía se iba deshaciendo como la nieve de las sierras
al sol de Mayo. El buen Millán era de una índole excelente y luego
los hábitos de amor y de fidelidad hacia don Álvaro se confundían en
su imaginación con los recuerdos de sus primeros años, porque se
había criado en su castillo y sido el compañero de su infancia. Las
hidalgas prendas de don Álvaro, la largueza con que en su testamento
había atendido a su suerte y las desdichas que habían formado el
tejido de sus jóvenes años eran otros tantos eslabones que le unían
a él. Así fué que cuando llegó al castillo, su determinación se la
había llevado el viento y sólo pensó en asistir y servir a su antiguo
dueño mientras durasen aquellos tiempos revueltos, a despecho de
supersticiones, recelos y antipatías de toda clase. Muy de estimar
era este sacrificio en un hombre preocupado con las groseras
creencias de la época, y que, de consiguiente, sólo a costa de un
terrible esfuerzo podía determinarse a saltar por todo.

Por mucha que fuese su priesa, se dirigió antes a la celda del
maestre, que le recibió con su bondad acostumbrada, y que deseoso de
proporcionar a su sobrino una sorpresa con que pudiese dar vado en
cierto modo a sus sentimientos oprimidos, le condujo inmediatamente a
su aposento.

—Aquí os traigo, sobrino, un conocido antiguo—le dijo al entrar—, con
cuya vista presumo que os alegraréis.

—Ese será mi fiel Millán—repuso al punto don Álvaro—: ¿qué otra
persona se había de acordar de mí en el mundo?

Millán entonces, sin poderse contener, salió de detrás del maestre,
que ocupaba la puerta, y corrió desalado a arrojarse a los pies de su
señor, abrazando sus rodillas y prorrumpiendo en lágrimas y sollozos
que no le dejaban articular palabra. Don Rodrigo se ausentó entonces,
y don Álvaro, enternecido, pero reprimiéndose, sin embargo, porque
no acostumbraba a mostrar delante de sus criados ningún género de
transporte, le dijo levantándole:

—No así, pobre Millán, sino en mis brazos; vamos, abrázame, hombre...
en cuanto vine pregunté por ti; ¿qué es de tu persona? ¿Por dónde
andabas?

—Pero, señor, ¿es posible—exclamó el escudero—que después de lloraros
por muerto os encuentro ahora en ese hábito?

—Nunca le tuviste gran afición—contestó el caballero procurando
sonreirse—, pero ahora que le visto yo fuerza será que le mires con
mejores ojos, siquiera por amor del que fué tu amo.

—¡Cómo es eso del que fué mi amo!—le interrumpió el escudero como con
enojo-: mi amo sois ahora como antes, y lo seréis mientras yo viva.

—No, Millán—respondió don Álvaro con reposo—; yo ya no tengo voluntad
sino la del maestre mi tío y sus delegados. Los bienes que te dejaba
en mi testamento como galardón de tu fidelidad ya no te pertenecen en
rigor por haber salido falsa mi muerte; pero yo intercederé con mi
tío para que te los dejen, porque en realidad yo estoy muerto para el
mundo y quiero regalarte esa memoria.

—Señor—contestó el escudero sin dejarle pasar más adelante—, yo para
nada necesito esos bienes estando con vos; pero si por vos mismo no
podéis admitirme a vuestro servicio, yo iré a pedírselo de rodillas
al maestre vuestro tío, y no me levantaré hasta que me lo conceda.

—No, Millán—respondió don Álvaro—, yo sé que tú tienes otras
esperanzas mejores que las de venir a servir a un templario en medio
de los peligros que cercan esta noble Orden. Todavía tienes una madre
anciana y a más a Martina, con lo cual vivirás tranquilo y con toda
aquella ventura que puedes juiciosamente apetecer en esta vida.

—En cuanto a mi madre—replicó el escudero—bastaba el que os
abandonase para granjearme su maldición; pero por lo que hace a
Martina, que tenga paciencia y me espere, que yo también la he
esperado a ella. Además, que no creáis que por eso se enoje, porque
la pobrecilla os quiere bien y...

Don Álvaro, temblando que no añadiese alguna otra cosa que no
deseaba oir, se apresuró a atajarle, diciéndole que su resolución
estaba tomada y que no quería envolver a nadie en las desgracias
que pudieran sobrevenirle. Con esto se entabló una disputa de
generosidad entre amo y mozo, firme aquél en su propósito y éste
no menos aferrado en su voluntad; disputa que dirimió el maestre
haciendo ver a su sobrino la poca cordura que había en desechar un
corazón tan generoso en circunstancias como aquellas. Con esto quedó
Millán instalado en sus antiguas funciones, y don Rodrigo, así por
recompensar su lealtad, como por complacer a su sobrino, confirmó la
donación hecha en el testamento para que no tuviera que arrepentirse
nunca el buen Millán de su desprendimiento.

[Ilustración]



[Ilustración]

CAPÍTULO XXIV


Las diferencias del rey con don Juan Núñez de Lara se compusieron
por fin más a placer de aquel orgulloso rico hombre que a medida del
decoro real, porque el poder de don Fernando, quebrantado con lo
largo del sitio de Tordehumos y enflaquecido además con la defección
de varios señores y la retirada de otros, no era bastante ya a
postrar aquel soberbio vasallo. Asentáronse, pues, las condiciones
y tratos dictados por la ocasión; volvió don Juan de Lara a su
mayordomazgo; conservó a Moya y Cañete y demás pueblos que tenía,
y el rey hubo de restituirle su gracia. ¡Notable mengua la de la
corona!; pero que sin embargo no dejaba de tener sus ventajas,
porque además de ser prudente transigir con la necesidad, al cabo
le quedaban al rey las manos sueltas y desembarazado el ánimo para
dar cima al negocio de los templarios, que, según se veía, no podía
allanarse sino por la fuerza de las armas. Sin duda los cimientos
de la Orden estaban minados y vacilantes en la opinión, pero aquel
cuerpo robusto se sostenía, así y todo, por la enérgica cohesión de
sus partes, por sus recuerdos de gloria y por el miedo que a todos
inspiraba su poder, única verdadera causa de su ruina.

No se negaban los caballeros a comparecer en juicio, delante de
los prelados españoles, ni menos declinaban su jurisdicción; pero
alegando las torpes calumnias que contra ellos se derramaban
entre el vulgo, los asesinatos de Francia y toda aquella inaudita
persecución, protestaban que no se entregarían indefensos en manos
de sus enemigos, y que en sus castillos y conventos aguardarían la
sentencia de los obispos y la definitiva resolución del Papa. Por lo
demás, blasonaban de leales y obedientes, aseguraban con el mayor
empeño que sólo su defensa les movía, y con su conducta firme y
prudente parecían poner de manifiesto, a los ojos de la muchedumbre,
la falsedad de los cargos, junto con su firme resolución de defender
su honor y su existencia hasta el último trance.

De toda la gente que con tanta flojedad y desvío sirvió a don
Fernando en la demanda de Tordehumos, no encontró a nadie remiso ni
desmayado: tal era la codicia que en todos los corazones despertaban
los opimos despojos del Temple. Fácil le fué, por lo tanto, juntar
una hueste numerosa y lucida, aunque no sobrada ciertamente para
trance tan difícil, y de nuevo comenzó el estruendo de la guerra
a resonar por toda la España; porque como el empeño era igual en
Aragón, por ambas partes, adondequiera alcanzaban los aprestos y
disposiciones. Sólo el rey de Portugal permanecía en lo exterior,
frío espectador de la contienda, si bien en su ánimo estaba
inclinadísimo a la religión del Temple, y aun empleaba buenos oficios
con el Sumo Pontífice para apartar de su cabeza la tormenta fatal que
desde los más remotos ángulos de Europa venía a amontonarse sobre
ella. Este rey sabio, más de lo que parecía consentir aquella época
ignorante y ruda para desconocer la grosera trama en que estribaba la
persecución de la Orden, y no menos caballero que discreto, sentía
que tal fuese el premio de tantas glorias, honores y triunfos, cuando
aquellos brazos invencibles tenían aún en la Península enemigos en
quien continuar la gloriosa cruzada española de siete siglos. Así,
pues, tanto en Aragón como en Castilla, estaban pendientes los
ánimos de aquella lucha fatal, cuyo término y desastres no era muy
fácil prever, porque si de una parte peleaba el número y la fuerza,
militaban en la otra la inteligencia de la guerra, la disciplina y
la clase de los combatientes, cualidades de gran precio en medio del
desbarajuste de la época.

El señor de Arganza, como Merino Mayor que era del Bierzo, recibió
la orden de alistar inmediatamente los ballesteros y gente de armas
que pudiese, e ir a juntarse en los confines de Galicia con los
escuadrones de su yerno el de Lemus. Honra era ésta de que con gusto
infinito se hubiera excusado, a no mediar su hidalguía, porque
merced a los desengaños y pesares que sufría, semejante empresa iba
presentándose a sus ojos con sus verdaderas formas y colores. Su
enemistad con el Temple, falta de pábulo hacía algún tiempo, se había
amortiguado poco a poco, y la conducta de Saldaña y de don Álvaro en
los sotos de su palacio, junto con el decoro y caballerosidad, que
no había dejado de guardar con él el maestre don Rodrigo, a pesar de
sus desvíos, habían acabado de debilitarla. Sus sueños de ambición,
por otra parte, iban revistiéndose de tristísimos colores delante de
la realidad inexorable que de bulto le mostraba la perfidia negra
del conde, y la triste cuanto abundante cosecha de tribulaciones y
angustias que había sembrado para su hija. Y por colmo de desventura,
ahora le llamaba la suerte a pelear con el único hombre que había
conquistado y merecido aquel corazón de ángel, y cuya imagen
probablemente estaba esculpida en él a despecho de todo. Aquejábanle,
además, embarazos domésticos, pues conocía la ruindad del conde,
que desde su ausencia, ni por cortesía había enviado satisfacción,
mensaje ni escrito alguno; no le parecía justo llevarle su esposa,
y por otra parte no era decoroso ni prudente dejar a doña Beatriz
expuesta a los azares y contratiempos de una guerra que con tales
visos de sangrienta y dudosa se mostraba. Perplejo y confuso, en
medio de tantos inconvenientes, hubo de consultar con doña Beatriz,
que, como prevenida por su discreción y tristeza, manifestó poca
sorpresa, y menos dudas ni tropiezos.

—Padre mío—le respondió—, no os inquietéis por mí, pues ya sabéis
que es patrimonio de la desdicha estar segura y defendida en todas
partes. Guárdense los dichosos en buen hora, que a mí me guarda mi
estrella. Sin embargo, como en tales ocasiones no hay sagrado sino
al pie de los altares, me encerraré en Villabuena mientras dure la
guerra entre nosotros.

—¿En Villabuena, Beatriz?—respondió el viejo—. ¿Y podrás resistir las
memorias que aquellos lugares despertarán en tu corazón?

Sonrióse ella melancólicamente, y contestó a su padre con dulzura:

—No fueron los peores de mi vida los días que pasé a la sombra
de sus claustros y arboledas. ¡Ojalá que mudando de lugares se
mudase también de pensamientos!, pero entonces el hombre sería
dueño de sus penas y el cielo no le probaría en la escuela de la
adversidad. Llevadme, pues, a Villabuena, donde ya sabéis que me
quieren bien, y caminad a la guerra sin zozobras y sin cuidados,
pues allí quedo tranquila y segura. Una cosa, sin embargo, quisiera
encomendaros—añadió con una inflexión de voz que revelaba con harta
claridad lo que en su interior estaba pasando—. Ya sabéis que entre
los que vais a combatir como enemigos, hay una persona a quien hemos
hecho mucho mal. También sabéis que la serpiente de la calumnia
lo está envolviendo en sus anillos ponzoñosos... Mirad por él y
procurad, si no remediar, aliviar, por lo menos, los dolores que por
nuestra culpa sufre.

—No por la tuya, ángel de Dios—replicó el anciano—, sino por la mía.
¡Quiera el cielo perdonarme! Siempre le había agradecido la cuna
ilustre en que nací y las riquezas de que me rodeó desde la niñez;
pero ahora, con el pie dentro del sepulcro, reconozco lo funesto del
don, y muchas veces me he dicho en mis desvelos nocturnos: «¡cuánto
más dichosa hubiera sido mi hija con nacer en una cabaña de estos
valles!...» En fin, hija mía, tus deseos serán cumplidos, y yo
procederé como quien soy: ¡ojalá que mis ojos hubieran estado siempre
tan abiertos como ahora!

Después de esta breve conversación quedó determinado el viaje a
Villabuena, que se verificó a los dos o tres días. No hacía muchos
meses que el rigor paternal había conducido allí a doña Beatriz. Su
madre quedaba sumida en el llanto; ella se veía desterrada de la casa
paterna y apartada de don Álvaro; pero la esperanza la alentaba,
el valor la sostenía, un germen de vida y de hermosura, al parecer
inagotable, realzaba las gracias de su cuerpo, y, por último, una
primavera llena de pompa y lozanía parecía acompañar con su verdor el
verdor y frescura de sus sentimientos y presagiarle una existencia
próspera y floreciente. ¡Miserable instabilidad la de las cosas
humanas! En tan corto espacio de tiempo aquella madre cariñosa había
pasado a las regiones de la eternidad; su valor no había alcanzado a
defenderla contra la mano de hierro del destino; su libertad había
caído en holocausto de su generosidad delante de un hombre manchado
de delitos; su salud se había consumido, disipándose su hermosura;
don Álvaro había salido del sepulcro sólo para morir de nuevo y para
siempre a los ojos de su esperanza, y, por último, en vez de aquellas
arboledas frondosas, de tantos trinos de pajarillos y de las auras
suaves de mayo, los vientos del invierno silbaban tristemente entre
los desnudos ramos de los árboles; los arroyos estaban aprisionados
con cadenas de hielo, y sólo algunas aves acuáticas pasaban
silenciosas sobre sus cabezas o graznando ásperamente a descomunal
altura. ¡Dolorosa consonancia de una naturaleza amortecida y yerta
con un corazón desnudo de alegría y vacío del perfume de la esperanza!

La cabalgata se componía de las mismas personas que la otra vez;
pero ya fuese que la disposición de ánimo de los señores se pegase a
los criados, ya que lo pantanoso del camino y lo frío y destemplado
de la estación les hiciese atender a sus cabalgaduras y les quitase
todo deseo de hablar, el resultado fué que durante el viaje apenas
se les oyó una palabra. El mismo Mendo, cuyos instintos torpes y
groseros solían alejarle de ciertas emociones, propias tan sólo
de organizaciones más delicadas, parecía mustio y apesadumbrado
en aquella ocasión. Sin duda, el pobre palafrenero iba cayendo en
la cuenta de que por muy conde y muy señor que fuese el de Lemus,
no llegaba a juntar otras cosas que no hacen menos falta, como la
hombría de bien y la bondad del carácter. Acostumbrado a ver en sus
amos entrambas cualidades, y aún muchas más, el cuitado Mendo las
creía anejas a toda nobleza y poderío, y ahora, desengañado ya en
fuerza de reflexiones y evidencias, se le oyó exclamar más de una
vez desde la aventura del soto, provocada por su imprudencia:—¡Qué
demonio de hombre!... ¡Tan señor y tan pícaro!... ¡Quién lo hubiera
creído con tanto oro y unos vestidos tan ricos!... ¡Vaya una grandeza
bien empleada!... ¡Y yo, necio de mí, que lo prefería al valeroso
don Álvaro! ¡Vamos, vamos! ¡No me lo pida Dios en cuenta, que no
hará, sin duda, porque está visto que soy un podenco y sólo sirvo
para tratar con caballos!...—Con semejantes desahogos probaba el
buen caballerizo, si no su agudeza, por lo menos su buen corazón, y,
sin duda, todos ellos sonaban entre sus dientes cuando tan mohino
caminaba para Villabuena. En cuanto a Nuño y Martina, sobrado
enterados estaban de los incidentes de aquel terrible drama para no
tomarse en él un vivísimo interés.

Al cabo de dos o tres horas de caminar, llegaron por fin al
monasterio, donde las religiosas, ya prevenidas, estaban esperando en
comunidad a una tan principal señora, que por otra parte para todas
había sido una hermana en su poco distante hospedaje en aquella santa
casa. Todo estaba en el mismo orden y animado por el mismo espíritu
de pureza y de modestia: igual expresión en los semblantes, igual
tranquilidad en las miradas, igual serenidad y compostura en los
modales: sólo en doña Beatriz había mudanza. Las monjas, que habían
esperado encontrarla restituída a su primera robustez y lozanía, de
todo punto recobrada de los pasados males y llena de contento con
su ilustre esposo, se pasmaron de ver su extenuación, sus miradas
a un tiempo lánguidas y penetrantes, la flacura de su cuerpo, y al
escuchar, sobre todo, el metal de su voz en que vibraba un no sé
qué de profundo y melancólico que las penetraba como de angustia.
Ajenas la mayor parte de aquellas cándidas mujeres a las tempestades
del corazón y a las amargas experiencias del mundo, se perdían en
conjeturas sobre las causas de aquel súbito y lastimoso cambio en
una persona a quien la suerte había mirado desde el nacer con ojos,
en su entender, benignos. Como doña Beatriz no había exhalado una
queja durante su reclusión en el monasterio, creían que su amor a
la soledad y sus frecuentes distracciones provenían de la natural
tendencia de su carácter y de su sensibilidad delicada, pero no de su
alma profundamente ulcerada. Sólo la abadesa, algo más versada en los
dolores del corazón y en los desengaños de la vida, conoció el estado
de aquella criatura que tan de cerca le tocaba. El encuentro de tía
y sobrina fué triste y aflictivo, como era de suponer, pues con él
se renovó la memoria de la reciente pérdida de doña Blanca; pero
doña Beatriz vertió sin embargo pocas lágrimas. Aquel noble carácter
cada día se reconcentraba un poco más, semejante a las flores que
al aproximarse la noche cierran su cáliz y recogen sus hojas. Eran
además sus males de los que sólo la mano de la religión puede sanar,
y con aquella noble altivez y pudor que sienten siempre las almas
elevadas, procuraba retirarlos de los ojos del vulgo y presentarlos
solamente a la vista del dispensador del bien. Comoquiera, este
sosiego aparente acababa de devanar el seso de las pobres monjas, que
no acertaban a componer con él las visibles huellas del pesar que en
su semblante se descubrían.

Doña Beatriz se aposentó en su antigua celda desechando otra mejor y
más desahogada que le tenían dispuesta, dando por razón el apego que
con la costumbre había cobrado a su primer vivienda. Las hermanas lo
atribuyeron a modestia y humildad cristiana, en lo cual tenían alguna
razón, porque siempre fueron prendas que resaltaron en ella; pero la
verdadera causa de su indiferencia y fácil contentamiento era otra.
¿Qué podían importarle vanas atenciones, ni respetos, cuando sus
pensamientos pertenecían a otro mundo y sólo para descansar alguna
vez de su incesante vuelo se posaban por instantes en la tierra?...

Don Alonso se partió de Villabuena en la misma tarde a cumplir, como
bien nacido, los mandatos de su rey y a dar calor a los preparativos
de guerra que por todas partes se hacían. La presencia de aquellos
lugares se le hacía cada vez más penosa, y por eso se apresuró a
dejarlos. Encomendó, pues, su hija al cuidado de la abadesa con
particular encarecimiento, y se encaminó a las montañas del Burbia a
levantar gente y ordenar su mesnada. La suerte le destinaba a pelear
con el que por un influjo más benigno destinaba en otro tiempo para
su yerno, y no era esta la menor de sus pesadumbres, pues sobrado
conocía la ansiedad que produciría en el ánimo de doña Beatriz
aquella lucha fatal entre su padre y el hombre que, aunque perdido
para ella, no se borraba de su memoria. Sus sentimientos personales,
además, habían sufrido grande alteración y el árbol de su ambición
comenzaba a dar tan amargos y desabridos frutos, que a costa de su
vida hubiera querido arrancarlo; pero sus raíces se habían ahondado
en el corazón de su hija, y sólo arrancándolo con ellas pudiera
lograr su objeto. La obligación de juntarse con el conde y concertar
con él todo lo perteneciente a la guerra, era muy penosa para su
pundonoroso carácter, una vez descorrido el velo que tanta ruindad y
perversidad había encubierto; de manera que su camino por dondequiera
estaba sembrado de abrojos y sinsabores.

El abad de Carracedo, que desde las bodas de doña Beatriz y la muerte
de su madre se había extrañado de Arganza por entero, movido entonces
del amor a la paz, y deseoso de atajar el torrente de males que de
nuevo amagaban a la trabajada Castilla y sobre todo al Bierzo, medió
entonces con eficacia entre el conde de Lemus, el señor de Arganza
y el maestre don Rodrigo. Aunque su carácter era duro y austero en
demasía y su rencor contra el Temple bastante vivo, fundábase éste en
su deferencia ciega a la Sede romana, y no estaba aquél, como vimos
ya en otra ocasión, sordo a los sentimientos afectuosos y puros.
Ahora que las mayores catástrofes y miserias estaban pendientes
sobre aquella Orden que, como la suya, se había cobijado, al nacer,
bajo el manto de San Bernardo, su caridad se despertó vivamente y
su antigua amistad con el maestre recobró sus derechos. Todo su
celo y diligencia hubieron de naufragar, sin embargo, porque la
corona estaba decidida a borrar aquella caballería de la tierra de
España, y los templarios, por su parte, prontos a presentarse en
juicio y sumisos a la autoridad del papa, se negaban justamente a
despojarse de sus medios naturales de defensa, recelosos, y con harto
fundamento, de que se renovasen en ellos las desaforadas crueldades
de Francia. Así, pues, viendo frustrarse una tras de otra todas sus
tentativas, hubo de juntar su corta hueste a la del señor de Arganza
y obedecer como sacerdote católico y fiel vasallo las órdenes del rey
y del papa.

Los aprestos bélicos siguieron, por lo tanto, con la mayor actividad
por parte de las tropas de Castilla, pues los templarios, de
antemano prevenidos, y aprovechándose de las enormes ventajas que
sus riquezas, su subordinación y disciplina les daban sobre sus
contrarios, no hicieron más sino estarse a la defensiva, según lo
tenían determinado, y aguardar el trance del combate. Los peligros
de semejante empresa se ocultaban a su orgulloso y altivo valor,
y cansados de la paz con los moros a que los habían obligado las
alianzas de Castilla con los reyes de Granada, y sus discordias
intestinas, codiciaban nuevos laureles ganados en defensa de su
honor y de su existencia. Don Rodrigo mismo, a pesar de sus tristes
previsiones y de sus años, parecía animado de un ardor juvenil cuando
se vió cerca de dar su vida por el honor de su Orden; bien como un
caballo envejecido en las batallas relincha y se estremece, a pesar
de su debilidad, al oir la trompeta guerrera.

Cualquiera que fuese el entusiasmo con que por ambas partes pudiera
emprenderse esta lucha, había en cada bando un hombre que saludaba
su sangrienta aurora con particular júbilo y esperanza. Estos dos
hombres eran el conde de Lemus y el señor de Bembibre. Los pesares
del corazón y los desengaños de la vida en el uno, la ambición y
codicia desapoderada en el otro, y en entrambos el odio y el valor,
les mostraban los trances venideros bajo los colores de sus deseos.
Don Álvaro, para mayor humillación del conde, se había negado a
hacer campo con él por la desigualdad que con su ruin comportamiento
había introducido entre los dos; pero en aquella ocasión, desnudo
ya de voluntad propia, como lo estaba de sus antiguos derechos
de señor independiente, podía completar su venganza y lavar con
sangre su ofensa. El conde, de cuya memoria no se apartaba aquel
ultraje, y a quien su proceder no podía menos de avergonzar, anhelaba
ardientemente cerrar para siempre la boca de aquel testigo inexorable
y terrible, y desagraviar con su muerte su orgullo ofendido. Así,
pues, ambos aguardaban la ocasión de medir sus fuerzas con ansiedad
indecible, bien ajenos de la suerte que su sino fatal les preparaba.

[Ilustración]



[Ilustración]

CAPÍTULO XXV


La posición militar de los templarios en el Bierzo, según ya dejamos
dicho en otro lugar, no podía ser más aventajada. Por el lado de
Castilla nada tenían que temer, porque las encomiendas y fortalezas
que allí poseían darían demasiado que hacer a las huestes del rey, y
en el país, los vasallos de don Álvaro, que por su profesión habían
pasado al poder del Temple, eran contrapeso sobrado a las fuerzas del
abad de Carracedo y del señor de Arganza. Las suyas propias eran más
que bastantes para conservar la posesión de la tierra y cerrar ambas
entradas de Galicia con los fuertes de Cornatel y del Valcarce.

Sin embargo, las gentes que de toda Galicia juntaba el conde de
Lemus en Monforte, iban componiendo ya una hueste poderosa, formada
en su mayor parte de montañeses ágiles, robustos y alentados,
acostumbrados a los ejercicios de la caza y diestrísimos ballesteros
en general. El conde era, además, capitán muy hábil, y aunque
odiado en el país, su liberalidad y desprendimiento, siempre que
la ocasión lo requería, le granjeaban la voluntad de la gente de
guerra. Su astucia, además, había sabido aprovecharse de la crédula
superstición de los montañeses, pintando a los templarios con los
más negros colores, y atizando más y más aquel horror secreto con
que miraban las artes diabólicas y maravillosas y los ritos impíos a
que suponían entregados a los caballeros de la Orden. Con semejantes
voces y estímulos no parecía sino que iban a emprender una cruzada
contra infieles, según el tropel de soldados que corrían a ponerse
debajo de sus banderas, deseosos algunos de servir al rey, codiciosos
otros de botín y ganancias, y todos aguijados del deseo de poner
pronto fin a un mal que tan grande les pintaban. Juntó por fin un
tercio y comenzaron a moverse por la encañada del Sil, como una nube
amenazadora que iba a descargar sobre Cornatel, acaudillados por el
conde en persona.

Este era el peligro de más bulto a que había que acudir: así el
comendador Saldaña, que para servir de padrino a don Álvaro se había
quedado durante algunos días en Ponferrada, volvió prontamente a
su antigua alcaidía. Don Álvaro solicitó licencia de su tío para
acompañarle, y la consiguió al punto, con lo cual nada quedó que
desear al anciano caballero, más poseído que nunca de sus extraños
pensamientos de gloria y de conquista. La idea de ser el primero en
pelear por el honor de su cuerpo y tener por contrario al enemigo
más encarnizado que contaba en Castilla, le envanecía y alegraba
extraordinariamente, porque si en los motivos se diferenciaba algo,
no era menor ni menos profundo que el de don Álvaro el rencor que
abrigaba contra el conde. La afición que había cobrado a su ahijado,
violenta como todos sus afectos, había avivado esta hoguera con todos
los pesares que la perfidia del rico-hombre gallego había derramado
sobre aquel alma generosa y llena de bondad: y el deseo de llenarla
con las emociones de la gloria y de asentar su fama sobre la ruina
del enemigo, comunicaba energía nueva a todos sus movimientos y
disposiciones, y al parecer, le quitaba de delante de los ojos las
hondas heridas que su causa recibía en lo restante de Europa. Pronto
se sintió su presencia en el castillo; pues tanto su brazo como
su ingenio infundían por todas partes el valor y la confianza, y
sus antiguos compañeros y soldados le acogieron con extraordinaria
alegría. Desde aquella enriscada altura extendió su mirada tranquila
y satisfecha por los precipicios que la rodeaban, por el lago de
Carucedo, entonces crecido por las aguas y corrientes del invierno y
por las llanuras del Bierzo que desde allí se descubrían, y tendiendo
la mano a don Álvaro, y apretándosela fuertemente, le dijo con los
ojos alzados al cielo y con acento religioso y recogido: _Dominus
mihi custos et ego disperdam inimicos meos_[1].

  [1] Este versículo está esculpido en una lápida en el castillo de
  Ponferrada, y parecía servir de divisa.

Don Álvaro sólo le respondió apretándole también la mano fuertemente
y poniéndola en seguida sobre su corazón con un gesto vehemente y
expresivo. El comendador recorrió en seguida el castillo con el mayor
cuidado, examinando muy prolijamente sus murallas, y convenciéndose
de su buen estado, se recogió a su cámara sosegado y confiado en
sus gentes y en sus medios de defensa. Verdaderamente él es tal aun
ahora, que sus obras avanzadas han desaparecido y está cegado el foso
de todo punto, que no es de extrañar la confianza de su alcaide en
aquella época.

Cualquiera que ella fuese, los enemigos tardaron poco en llenar
aquellos contornos con el ruido de sus armas. A los dos o tres
días los puestos de soldados de la guarnición, que llegaban hasta
las Médulas, se fueron retirando sucesivamente y dejaron al conde
dueño del campo con sus bandas, no muy veteranas ni disciplinadas,
pero en cambio pintorescas y vistosas en sumo grado. Sus lanzas y
hombres de armas venían equipados con cierta regularidad, y aun sus
caballos traían las defensas de costumbre; pero los peones variaban
extraordinariamente. Los gallegos de Valdeorres y de otros valles y
pueblos que componen la mayor parte de la provincia de Orense, venían
armados de cueras de pellejo de buey bien adobadas, y traían además
en la cabeza unas monteras que casi por entero la cubrían. Las
piernas traían hasta las rodillas con unos gregüescos muy anchos de
lienzo blanco y lo demás desnudo, menos el pie, que cubría un enorme
zueco de becerro y de madera. Las armas en unos eran picas y en los
otros unas porras de gran peso y guarnecidas de puntas de hierro,
cuyo golpe debía de ser fatal en aquellos brazos robustos y fornidos.
Todos ellos se distinguían por su corpulencia, por su fuerza y por la
pesadez de sus movimientos.

Los de las montañas de la Cabrera traían todos gorros de pieles de
cordero, coleto muy largo de piel de rebezo destazada y de color
rojizo; calzones ajustados de paño obscuro y unas pellejas rodeadas
a las pantorrillas y sujetas con las ligaduras y correas de la
abarca. La traza de estos serranos era viva, ágil y suelta: su cuerpo
enjuto, su fisonomía atezada y seca, porque su vida dura de cazadores
y pastores les sujetaba a todas las asperezas e inclemencias de
su clima; y las armas que usaban eran un gran cuchillo de monte a
la cinta y su ballesta, en la cual eran muy certeros y temibles.
Pudiérase decir de los unos que componían la infantería de línea de
aquel pequeño ejército, y de los otros, que eran los flanqueadores
y tropas ligeras a quienes por lo fragoso del país debería caber la
mayor gloria y peligro de la demanda, que no dejaba de ofrecerlo
grave.

Toda esta gente acampó a la falda del antiguo monte _Meduleum_,
tan celebrado por su extraordinaria abundancia de criaderos de oro
durante la dominación romana en la península Ibérica. Esta montaña,
horadada y minada por todas partes, ofrece un aspecto peregrino
y fantástico por los profundos desgarrones y barrancos de barro
encarnado que se han ido formando con el sucesivo hundimiento de
las galerías subterráneas y la acción de las aguas invernizas, y
que la cruzan en direcciones inciertas y tortuosas. Está vestida
de castaños bravos y matas de roble, y coronada aquí y allá de
picachos rojizos y de un tono bastante crudo, que dice muy bien
con lo extravagante y caprichoso de sus figuras. Su extraordinaria
elevación y los infinitos montones de cantos negruzcos y musgosos
que se extienden a su pie, resíduo de las inmensas excavaciones
romanas, acaba de revestir aquel paisaje de un aire particular de
grandeza y extrañeza, que causa en el ánimo una emoción misteriosa.
De las galerías se conservan enteros muchos trozos que asoman sus
bocas negras en la mitad de aquellos inaccesibles derrumbaderos y
dan la última pincelada a aquel cuadro en que la magnificencia de
la naturaleza y el poder de los siglos campean sobre las ruinas de
la codicia humana y sobre la vanidad de sus recuerdos. Al pie de la
montaña está fundada la aldea de las _Médulas_, poco considerable en
el día, pero que en la época de que hablamos era mucho más pobre y
ruin todavía. Aquí asentó el conde sus reales rodeado del trozo más
florido y mejor armado de su gente, y la que no pudo ampararse de las
pocas chozas que allí había, se repartió por las minas y cuevas para
buscar un abrigo contra la intemperie de la estación. La caballería
se ladeó hacia la izquierda y se extendió por las orillas del lago
de Carracedo, que le brindaban abundosos pastos y forrajes. De esta
suerte repartidos, púsose el sol turbio y triste de diciembre, y
estableciendo sus guardias y precaviéndose, como lo pedía la vecindad
de un enemigo audaz y temible, aguardaron alrededor de sus hogueras
la venida del nuevo día.

Amaneció éste, y al punto los clarines, gaitas y tamboriles saludaron
sus primeros resplandores. Los relinchos de los caballos a la
orilla del lago, los ecos de los groseros instrumentos, las voces
de mando y los romances guerreros de aquellas alegres y animadas
tropas, resonaban con extraordinario ruido entre aquellas breñas y
precipicios, y los corzos y jabalíes huían asustados por las laderas
con terribles saltos y bufidos. Semejante estruendo y algarabía
formaba raro contraste con el reposo y silencio del castillo, cuyos
caballeros, inmóviles como estatuas, reflejaban en sus bruñidas
armaduras los tempranos rayos del sol. El ronco murmullo que se oyó
entre ellos fué el de los salmos y oraciones matutinas que entonaron
a media voz, de rodillas, con la cabeza descubierta, las lanzas y
espadas inclinadas al suelo, y el rostro vuelto hacia el oriente.
Concluído este acto religioso tornaron a su silencio y recogimiento
ordinario, aguardando en actitud briosa la llegada del enemigo,
que de momento a momento se acercaba, a juzgar por la distinción y
claridad con que se oían sus instrumentos músicos. Don Álvaro pidió
licencia para batir y registrar el campo, pero el comendador no se la
otorgó, resuelto, a pesar de su ardimiento y cólera, a no romper él
primero las hostilidades, conforme a lo acordado entre los templarios
españoles; y temeroso por otra parte de que don Álvaro, sin escuchar
más voz que la de su resentimiento, no se empeñase temerariamente.
Otro caballero de más edad salió a la descubierta, y después de
reconocer bien al enemigo y haber escaramuzado ligeramente con sus
corredores, se volvió a dar cuenta a Saldaña de su expedición.

Mientras tanto las cejas de los montes vecinos se fueron coronando
de montañeses que no cesaban en sus rústicas tonadas. Los gallegos
se extendieron por la ladera más suave que se extiende hacia
Bermés; y la caballería, a quien por la naturaleza del terreno
y la clase del ataque no podía caberle gran parte de peligro ni
gloria, se estacionó en la reducida llanura que corona la cuesta de
Río Ferreiros, ocupando el camino único de Cornatel y cortando toda
comunicación con Ponferrada. El conde apareció poco después, seguido
de los hidalgos de su casa, montado en un soberbio caballo castaño
de guerra, con riendas y arreos de seda azul, cuajados de plata, que
el fogoso animal salpicaba de espuma a cada movimiento de cabeza. La
armadura era del mismo color y adornos con una banda encarnada que la
atravesaba, y el casco dorado remataba con hermoso penacho de plumas
blancas y tendidas que se movían al leve soplo del viento. Venía,
en suma, gallardamente ataviado en medio de su lucido cortejo, y su
hueste entera le saludó con vivas y aclamaciones y con las sonatas
más expresivas que melodiosas de sus gaitas y tamboriles. Saludó él
también graciosamente con su espada, volviéndose hacia todas partes,
y en seguida se puso a reconocer la posición con aquel ojo militar y
certero que en muchas guerras le había granjeado fama de diestro y
experimentado caudillo. Bajó paso a paso la cuesta de Río Ferreiros,
cruzó el riachuelo entonces hinchado por las lluvias, y presto se
convenció de que por aquella parte el castillo era inexpugnable,
porque la naturaleza se había empeñado en fortificarle con horrorosos
precipicios. Para mayor seguridad, sin embargo, situó un destacamento
de caballería en el vecino pueblo de Santalla, con lo cual aseguraba
de todo punto el camino de Ponferrada. Subió en seguida de nuevo
el recuesto, y entonces decidió hacer su embestida por el lado
de poniente y mediodía, donde la fortaleza presenta dos frentes
regulares, pero defendidos entonces cuidadosamente con una fortísima
muralla y un foso muy hondo.

[Ilustración]

Por respeto a los usos de la guerra, envió antes de comenzar el
ataque un pliego a los sitiados comunicándoles las órdenes que tenía
del rey, e intimándoles la rendición con amenazas y arrogancias
empleadas adrede para exacerbarlos y empeorar su causa con la
resistencia. Saldaña contestó, según era de esperar, que ninguna
autoridad reconocía en el monarca de Castilla, como miembros que
eran de una Orden religiosa sólo dependiente del papa; que de las
órdenes de Su Santidad sólo obedecían la que les mandaba comparecer
en juicio, pero no la que les desposeía de sus bienes y medios de
defensa antes de juzgarlos, pues claro estaba que la había arrancado
la violencia del rey de Francia; y, finalmente, que no habiéndose
purgado el conde de la ruindad de Tordehumos, cometida en la persona
de don Álvaro Yáñez, le advertía que no tratarían con él de igual a
igual, y que a cuantos mensajeros enviase los recibiría como a espías
de un capitán de bandoleros, y los ahorcaría de la almena más alta.
Aunque el conde se esperaba semejante respuesta, los términos de
menosprecio y denuesto en que estaba concebida, le hicieron rechinar
los dientes de ira y le robaron el color de la cara. Lo peor del
caso era que su conciencia le repetía punto por punto las injurias
del comendador, y que con enemigo tan implacable y fiero no valían
desdenes ni altanerías.

Comoquiera, pasado el primer impulso volvieron sus ordinarias y
habituales disposiciones a su natural corriente, y, por último, se
alegró ferozmente de aquel desafío a muerte, en que la superioridad
numérica de sus tropas y el apoyo del rey, del pontífice y de
toda la cristiandad parecían prometerle que llevaría lo mejor.
Había recibido con siniestra alegría la nueva de la profesión de
don Álvaro, porque de esta suerte él mismo se prendía en las redes
que acabarían por perderle. Así, pues, gozoso de contar como por
suyos a dos tan aborrecidos enemigos, se apresuró a trazar aquel
mismo día las trincheras y señalar los puestos y cuerpos de guardia
con gran tino y habilidad, para apretar aquel baluarte en que tan
grandes esperanzas tenía puestas la Orden. En realidad, para cercar
un castillo por su misma situación aislado, pocas fuerzas eran
necesarias; para apoderarse de él era para lo que ocurrían inmensas
dificultades.

Los gallegos comenzaron al punto a abrir las trincheras, y los
montañeses de Cabrera, bajando de las crestas de la montaña que
cae al mediodía del castillo, y amparándose de los matorrales y
peñascos, protegían sus trabajos con una nube de flechas dirigidas
con gran puntería. Acaudillábalos un hidalgo de aquel país, llamado
Cosme Andrade, arquero y ballestero muy afamado, y la distribución
y colocación que les dió fué muy atinada; pues apenas asomaba un
sitiado le alcanzaba al punto una flecha. De ellos, algunos peor
armados, cayeron pasados en claro y otros malheridos; pero los
caballeros, con sus armaduras damasquinas, de finísima forja, nada
tenían que temer de aquellas armas lanzadas a cierta distancia, y,
sobre todo, mal templadas para atravesar sus petos y espaldares. En
cambio, los ballesteros del castillo, cuando alguno de los enemigos
se descubría, al punto lo convertían en blanco, y como no siempre
los matorrales y retamas los escondían del todo, y por otra parte
sus enormes coletos de destazado no los resguardaban bien, venía a
resultar, como era natural, que recibían más daño. De todas maneras
sus disparos incomodaban extraordinariamente a los del castillo, y a
su sombra seguían las obras del cerco.

Todo aquel día corrió de este modo, sin que los caballeros hiciesen
salidas ni ningún género de demostración hostil, y entrambos bandos
pasaron la noche en sus respectivos puestos. Cornatel, envuelto en el
silencio y las tinieblas, formaba vivo contraste con el campo del
de Lemus, resplandeciente con un sinnúmero de hogueras en que asaban
cuartos de vaca y trozos de venado como en los tiempos de Homero, y
poblado de un murmullo semejante al de una inmensa colmena. El conde
descansó poco en toda aquella noche y continuamente se le veía pasar
de un corro a otro, como animando y prometiendo recompensas a sus
gentes. Brillaban sus armas a la luz de las hogueras y su penacho
blanco se revestía de un color rojizo, mientras agitado por un viento
recio que se había levantado, flotaba semejante a un fuego fatuo en
la cimera de su yelmo. Por lo demás, tantas lumbres encendidas por la
ladera del monte arriba y cuyas llamas, ora vivas y resplandecientes,
ora turbias y obscuras, según la humedad o sequedad del combustible,
oscilaban a merced del viento con mil formas caprichosas, llenando el
aire con los fantásticos festones del humo que despedían, formaban
un espectáculo sumamente vistoso y sorprendente. La principal ardía
delante de la tienda del conde, sobre la cual estaba enarbolada la
bandera de los Castros, que también azotaban las ráfagas nocturnas,
silbando por entre las rocas y árboles. Una porción de mujeres que
habían seguido a sus padres, maridos, amantes o hermanos a aquella
expedición, vestidas las unas con una saya blanca, un dengue
encarnado al pecho y un pañuelo blanco a la cabeza, o con rodados
obscuros, dengues y jubones del mismo color y un tocado de pieles
negras, según eran de Galicia o de Cabrera, y una gran parte de ellas
jóvenes y agraciadas, acababan de completar aquel cuadro, bullendo y
agitándose por todas partes. A cierta hora, sin embargo, cesó todo
movimiento, si no es el de los centinelas que se paseaban cerca del
fuego, y un ruido acompasado como de martillazos con que algo se
clavaba.

Saldaña, que con su vista de águila había seguido todo aquel día los
pasos del enemigo, adivinando sus intenciones como si fuesen las
suyas propias, estaba entonces en uno de los más altos torreones del
castillo, acompañado del señor de Bembibre, no menos ocupado que él
en observarlo todo atentamente.

—Don Álvaro—dijo por fin con mal disimulado regocijo—, mañana vienen.

—Ya lo sé—respondió el joven—; oíd cómo clavan o las escalas o el
puente de vigas con que piensan suplir el levadizo para atacar la
puerta cuando nos hayan ganado la barbacana.

—¡Pobres montañeses!—repuso Saldaña con una sonrisa y un acento
en que se notaba tanto menosprecio como lástima—: piensan que nos
van a cazar como a los osos y jabalíes de sus montes, y sin duda
despertarán muy tarde de su sueño.

—¿Me perdonaréis si os pregunto lo que pensáis hacer?—le preguntó el
mancebo respetuosamente.

—No todo os diré ahora—contestó el comendador—; sólo sí que a vos
reservo la parte más honrosa y brillante de la jornada. Antes de
romper el día bajaréis con todos los caballos que hay en el castillo
por la escalera secreta que ya sabéis y va a dar a la orilla misma
de ese riachuelo, y siguiendo su orilla tomaréis la vuelta a la
caballería del conde, que creyéndonos de todo punto aislados, sin
duda estará desprevenida y la desbarataréis; pero para esto preciso
será que aguardéis emboscado en el monte hasta que la campana del
castillo os dé la señal, tañendo a rebato.

—Pero, señor—repuso don Álvaro—, ¿y podrán bajar los caballos por
aquella escalera de piedra tan larga y pendiente?

—Todo está previsto—respondió el anciano—: la escalera está llena
de tierra para que no resbalen. Además, ya sabéis que los caballos
del Temple son de las mejores castas de la Siria y de Andalucía,
aquí y en toda la Europa, y nuestros esclavos infieles los enseñan y
acostumbran a todo.

—¿Y habéis tenido en cuenta—insistió don Álvaro—el cuerpo avanzado
que tienen en Santalla?

—Eso es lo que los pierde cabalmente—replicó el comendador—porque
como sólo atienden al camino de Ponferrada, podéis pasar por medio
de entrambos y cogerlos de improviso. ¡Ah! don Álvaro—añadió
tristemente—, yo he peleado con los árabes y mamelucos, ¿y queréis
que no se me alcance algo de estratagemas y ardides?

—Sí, sí, ya veo que todo lo tenéis previsto; pero ¿y querrán los
caballeros más antiguos que yo pelear bajo mi mando?

—Todos os estiman y respetan por vuestra alcurnia, carácter y
valor—contestó Saldaña—y todos os obedecerán gustosos; pero ¿qué
tenéis que no habéis hecho sino ponerme reparos y dificultades en
lugar de agradecerme la preferencia que os doy?

Don Álvaro permaneció callado y como indeciso unos breves instantes,
al cabo de los cuales volvió a preguntar a Saldaña:

—¿Y pensáis que el conde esté mañana con sus lanzas?

—No por cierto—contestó él—porque ya sabéis que nuestro enemigo no
abandona los sitios del riesgo. Nuestro odio mismo nos obliga a
hacerle justicia.

—Pues entonces—repuso don Álvaro—más os agradeciera que me dejarais
en la barbacana del castillo.

Saldaña levantó entonces la cabeza y le dirigió una terrible mirada
que don Álvaro no vió por la obscuridad de la noche, pero su ademán
le hizo bajar los ojos.

—Don Álvaro—le dijo el anciano con severidad—, hace muchos años que
a ningún mortal se ha acercado mi corazón tanto como a vos; por lo
mismo no os advertiré que vuestro único deber es la obediencia; pero
no dejaré de deciros que el desprendimiento personal es lo que más
ensalza al hombre. Para esta empresa os necesito, id y cumplidla,
y prescindid por hoy de vuestro odio por más legítimo que sea, y
esperad a mañana, que tal vez la suerte lo ponga en vuestras manos.
De todos modos, si me lo entrega a mi albedrío, tal vez le irá peor.

Don Álvaro, un tanto avergonzado de haber querido anteponer el
interés de su venganza a la gloria de aquella milicia que con tanto
amor le había recibido en sus filas, dió sus disculpas al comendador,
que las recibió con su señalada benevolencia y se dispuso a su
empresa, que no dejaba de ofrecer riesgos. El comendador se separó
de él para dar las últimas órdenes y acabar los preparativos, ya de
antemano dispuestos, con que pensaba recibir a los sitiadores en el
asalto del día siguiente.

[Ilustración]



[Ilustración]

CAPÍTULO XXVI


Buen rato antes de que asomase por entre las nieblas del oriente la
aurora pálida y descolorida de aquel día en que debían suceder tantos
casos lastimosos, don Álvaro, seguido de una porción de caballeros,
bajó por aquella escalera que sola otra vez y con tan distintas
esperanzas había pisado. Los caballos llegaron también sin gran
trabajo a la orilla del torrente, que entonces corría con tremendo
estrépito, muy a propósito para ocultar su marcha. Emprendiéronla
callados y atentos al inminente riesgo que les cercaba, porque
caminaban por una ladera gredosa y escurridiza y por una senda
estrecha y tortuosa al borde mismo de los enormes barrancos que
excava aquel regato poco antes de entrar en el Sil. Desfilaban uno
por uno con gran peligro de ir a parar al fondo al menor resbalón
y con otro no menor de ser descubiertos en tan apretado trance por
el relincho de un caballo; pero estos generosos animales, como si
conociesen la importancia de la ocasión, no sólo anduvieron el
difícil camino sin dar un paso en falso, sino que apenas soltaban
tal cual corto resoplido. Por fin salieron de aquellas angosturas,
y antes de que amaneciese ya estaban emboscados en el monte de
acebuches que linda con el pueblo de San Juan de Paluezas, y llegaba
muy cerca del campamento de la caballería del conde de Lemus. Allí,
cuidadosamente escondidos, aguardaron la convenida señal.

Poco tardaron en colorearse débilmente los húmedos celajes del
oriente, y los clarines, gaitas y tamboriles de los sitiadores
despertaron a los que todavía dormían al amor de la lumbre.
Levantáronse todos ellos alborozados, y dando terribles gritos,
se formaron al punto bajo sus enseñas. El conde Lemus salió de su
tienda, y en un caballo blanco, donde el terreno lo permitía, y a pie
en los riscos más difíciles, corrió las filas y pelotones haciendo
distribuirles dinero, raciones y aguardiente, y alentándoles con su
natural y astuta elocuencia contra aquellos idólatras impíos que
adoraban un gato, y que, dejados de la mano de Dios, poco tardarían
en caer bajo las suyas. Semejantes razones subyugaban y exaltaban a
aquellas gentes crédulas y sencillas, y doblaban su brío; así es que
el clamoreo y alharaca ensordecía y atronaba el aire. Los templarios
por su parte, después de haber hecho su acostumbrada oración,
conservaron su natural gravedad, y el comendador, que pensaba
haberles arengado, después de haber observado el denuedo de sus
miradas y semblantes, conoció la inutilidad de exhortar a unas gentes
en cuyos pechos ardía la llama del valor como en su propio altar, y
se contentó con repetirles, con aquel majestuoso ademán que tan bien
cuadraba, el versículo que días antes había dicho a don Álvaro, al
tomar por segunda vez el mando del castillo:—_Dominus mihi custos, et
ego disperdam inimicos meos_. Los caballeros, aspirantes y hombres
de armas lo repitieron en voz baja y cada uno quedó en su sitio sin
hablar más una palabra.

Los momentos que siguieron fueron de aquellos zozobrosos y llenos de
ansiedad, que preceden generalmente a todos los combates, y en que
el temor, la esperanza, el deseo de gloria, los recuerdos y lazos
que en otras partes pueden atar el corazón, y un tropel en fin de
encontradas sensaciones, batallan en el interior de cada uno. Por
fin las trompetas de los sitiadores dieron la última señal, a la cual
los añafiles y clarines de los templarios respondieron con agudas y
resonantes notas como de reto, y los cuerpos destinados al asalto
se pusieron en movimiento rápidamente, precedidos de un cordón de
ballesteros que despedían una nube de saetas, y sostenidos por otros
muchos que desde las quiebras y malezas los ayudaban poderosamente.
Encamináronse, como era natural, contra la barbacana del castillo,
sólo dividida de éste por el foso y enlazada con él por el puente
levadizo; asestando sus tiros contra los caballeros que la defendían
y que, por su parte, recibieron a los sitiadores con descargas en
que maltrataron e hirieron a muchos. Sin embargo, su defensa fué
menos tenaz de lo que el conde aguardaba; así es que dieron lugar a
los más atrevidos a acercarse a la puerta, sobre la cual empezaron a
descargar al punto redoblados hachazos. Los caballeros, viendo sin
duda lo poco que podían resistir aquellas débiles tablas a semejante
empuje y sacudidas, atravesaron en seguida el puente levadizo, que se
alzó al punto, justamente cuando, forzada la puerta, cabreireses y
gallegos se precipitaban de tropel en la barbacana. Pasmados todos, y
el de Lemus en especial, de tan floja defensa, creyeron que la hora
del Temple había llegado, cuando así se amortiguaba de repente la
estrella rutilante de su valor. Comenzaron, pues, a denostarlos con
injuriosas palabras, a las cuales no respondían sino disparando de
cuando en cuando alguna flecha o piedra, amparándose, sin embargo,
cuidadosamente de las almenas. La caballería, que desde su puesto
veía el triunfo de los suyos y tremolar la bandera del conde en
la barbacana, prorrumpieron en una estrepitosa y alegre gritería,
vitoreando y agitando sus lanzas desde abajo. Estaban pie a tierra y
con los caballos del diestro descansando enteramente en la avanzada
apostada en el camino de Ponferrada, y tenían puestos los ojos y el
alma en el drama que más arriba se representaba, y del cual, con gran
enojo suyo, sólo venían a ser fríos espectadores.

Los de la barbacana trajeron al instante el puente de vigas que
habían estado clavando y aderezando a prevención en la noche
anterior, y que no habían conducido desde luego contando con que el
primer ataque sería más largo y reñido. Desmentido con gran gusto
suyo este pronóstico, asomaron inmediatamente con su informe pero
sólida armazón por la puerta interior de la barbacana para echarlo
sobre el foso. Los sitiadores entonces parecieron reanimarse y se
presentaron en la plataforma que dominaba la puerta, arrojando
piedras y venablos; pero la granizada de flechas de los montañeses
los hizo retirar al punto. La afluencia de estos desgraciados era
tal, que la barbacana estaba atestada de gentes a cual más deseosas
de abalanzarse a la puerta del castillo, y echándola al suelo,
entrar a saco y a degüello aquellos cobardes guerreros. Por fin, con
harto trabajo, se asentó el puente y un sinnúmero de montañeses y
valdeorranos se agolparon a herir con sus hachas las herradas puertas
del castillo.

No bien habían descargado los primeros golpes, cuando un grito de
horror resonó entre aquellos infelices, de los cuales una gran parte
cayeron en el foso y otros en el mismo puente, lanzando espantosos
aullidos y revolcándose desesperadamente. Los que les seguían,
empujados por la inmensa muchedumbre de atrás, aunque horrorizados
porque apenas sabían a qué atribuir aquel repentino accidente,
corrieron también contra la puerta. Entonces se vió claro lo que
tales gritos arrancaba y tan grandes estragos hacía. Aquellos
desdichados, mal armados, morían abrasados bajo una lluvia de plomo
derretido, aceite y pez hirviendo que venía de la plataforma y
de la cual salían también muchísimas flechas rodeadas de estopas
alquitranadas y encendidas que no podían desprenderse ni arrancarse
sin quemarse las manos. Algunos quisieron retroceder, pero el
extraordinario empuje que venía de afuera, no sólo se lo estorbaba,
sino que vomitaba sin cesar sobre el puente nuevas víctimas. Los
que estaban debajo de la arcada de la puerta, conociendo su peligro
y creyéndose a cubierto por algunos instantes, menudeaban los
golpes, deseosos de terminar aquella horrenda escena; pero cuando
más descuidados estaban, por unos agujeros, sin duda practicados de
intento en las piedras, comenzó a llover sobre ellos aquel rocío
infernal, y al querer retirarse, las piedras que caían por los
matacaspas acabaron de estropearlos. Entonces comenzó a sonar a
rebato la campana del castillo, como si doblase por los que morían
en los fosos y al pie de sus murallas; los muros y la plataforma se
coronaron de caballeros, que cubiertos de acero de pies a cabeza y
con el manto blanco a las espaldas y la cruz encarnada al lado, se
mostraron como otras tantas visiones del otro mundo a los ojos de
aquella espantada muchedumbre. Unos cuantos esclavos negros que desde
la plataforma derramaban y esparcían aquel fuego voraz, asomaron
entonces sus aplastados semblantes de azabache animados por una
diabólica sonrisa, y aquellas acobardadas gentes, creyendo que el
infierno todo peleaba en su daño, comenzaron a arrojar sus armas
consternados y tomando la huída.

El conde, que embarazado con tanto ahogo y apretura se había visto
embarazado en la barbacana, pudo desprenderse en aquel momento
crítico, y arrojándose al puente para reanimar a los fugitivos y
pasando por encima de los muertos y heridos sin hacer caso de las
lluvias, piedras y aceite hirviendo que caían sobre su impenetrable
armadura, llegó hasta la puerta con un cercano deudo suyo muy bien
armado. Asieron allí las hachas de manos de dos muertos y comenzaron
a descargar tan recios golpes que de arriba abajo se estremecía el
portón a pesar de sus chapas de hierro. Entonces una enorme bola de
granito, bajando por uno de los matacaspas, cayó a plomo sobre la
cabeza de su pariente, que al punto vino al suelo, muerto, con el
cuello y el cráneo rotos, viendo lo cual otros hidalgos de su casa
que se habían quedado a la puerta de la barbacana, atravesaron el
puente desalados, y a viva fuerza arrancaron de allí a su jefe.

La caballería, entretanto, como hemos dicho, seguía con envidiosos
ojos la pelea de sus compañeros, cuando oyó tocar a rebato la campana
del castillo. Entonces creyeron que ya era el conde dueño de él,
y con loca presunción comenzaban a darse el parabién de tan feliz
jornada, cuando de repente les estremeció sus espaldas una trompeta
que sonó en sus oídos como la del último día, y volviendo los
asombrados ojos vieron el corto pero lucido escuadrón de don Álvaro,
que lanza en ristre y a todo escape les acometía. Muchos caballos,
espantados no menos que sus jinetes, rompieron la brida y dieron a
correr por las cuestas dejando a pie a sus dueños, que fueron los
primeros que cayeron al hierro de las lanzas enemigas. Los restantes,
que pudieron ocupar las sillas en medio del tumulto, arremolinados
y envueltos en sí propios, sólo hicieron una cortísima resistencia,
durante la cual mordieron muchos, sin embargo, la tierra, y al punto
se dispersaron bajando algunos a reunirse con el destacamento que
tenían en el camino de Ponferrada, corriendo otros por la ladera del
monte a reunirse con las bandas de peones, y echando los demás con
desbocada carrera por el camino de las Médulas. Don Álvaro, entonces,
deseoso de dar alcance a los que iban a incorporarse con el grueso de
la hueste del conde, picó en pos de ellos por la ladera, con el firme
intento, no sólo de ahuyentarlos, sino de coger a los enemigos por la
espalda.

Saldaña, bien informado del éxito de esta arriesgada empresa, bajó
entonces seguido de sus más escogidos caballeros, echando el puente
levadizo, porque el otro estaba ya medio consumido por el fuego,
embistió denodadamente la barbacana con un hacha de armas en las
manos, a cada golpe de la cual, cortaba un hilo de vida en aquella
gente todavía apiñada y comprimida. En medio de aquel tumulto y
matanza acertó a ver al conde que forcejeaba con sus hidalgos y
deudos para volver al puente.

—¡Conde traidor!—le gritó el comendador—. ¿Cómo tan lejos del peligro?

—Allá voy, hechicero infernal, ligado con Satanás—le respondió él
con la boca llena de espuma y rechinando los dientes; y dando un
furioso empellón se fué para el templario determinado y ciego. Llegó
a él y con el mayor coraje le tiró una soberbia estocada que el
comendador supo esquivar; y alzando el hacha con ambas manos iba a
descargarla sobre él, cuando uno de sus deudos se interpuso. Bajó
el arma como un rayo y dividiendo el escudo cual si fuera de cera
y hendiendo el capacete, se entró en el cráneo de aquel malhadado
mozo, que cayó al suelo con un profundísimo gemido. Trabóse entonces
una reñidísima contienda, porque cuando los del conde vieron que se
las habían con hombres como ellos y no con vestiglos ni espíritus
infernales, cobraron ánimo; pero peor armados y menos diestros que
sus enemigos, naturalmente llevaban lo peor. En esto, un jinete con
el caballo blanco de espuma y sin aliento, se presentó a la puerta de
la barbacana y dijo en alta voz:

—¡Conde de Lemus!, vuestra caballería ha sido desbaratada por un
escuadrón de estos perros templarios que no tardará seis minutos en
llegar.

—¿Hay más desventuras, cielos despiadados?—exclamó él levantando al
cielo su espada, que apretaba convulsivamente.

—¡Sí, todavía hay más—le dijo Saldaña con voz de trueno—: porque ese
que con un puñado de caballeros ha destrozado tus numerosas lanzas,
ése es el señor de Bembibre, tu enemigo!

Lanzó el conde un rugido como un tigre, y de nuevo quiso embestir al
comendador; pero los suyos se lo impidieron arrancándole de aquel
sitio, porque los gritos y galope de los caballeros que iban al
mando de don Álvaro se oían ya muy cerca. Saldaña no juzgó prudente
acometer fuera de su castillo con la poca gente que lo guarnecía, y
a un enemigo todavía respetable por su número y que acababa de dar
tan repetidas muestras de valor. Los caballeros que le acompañaban
habían cerrado la puerta con sus cuerpos y dejado acorralados un gran
número de montañeses que, aunque no acometían, no parecían dispuestos
a rendirse sin pelear de nuevo.

—Y vosotros, infelices—les dijo el comendador—, ¿qué suerte creéis
que va a ser la vuestra después de acometernos tan sin razón?

—Nos sacrificaréis a vuestro ídolo—contestó uno que parecía capitán—,
y le pondréis nuestras pieles, que es lo que dicen que hacéis; pero
aún os ha de costar caro. En cuanto a venir a haceros guerra, el rey
y el conde de Lemus, nuestros naturales señores, lo han dispuesto; y
como es servicio a que estamos obligados, por eso hemos venido.

—¿Y quién eres tú que con ese desenfado me hablas, cuando tan cerca
tienes tu última hora? ¿Cuál es tu nombre?

—Cosme Andrade—replicó él con firmeza.

—¡Ah! ¿Conque eres tú el arquero celebrado en toda Cabrera?

—Más celebrado hubiera sido hoy—respondió él—, porque a no ser por el
maleficio de vuestra armadura, os hubiera atravesado lo menos cinco
veces.

—¿Y qué hubieras hecho conmigo si hubiese caído en tus manos?

—Yo no era el que mandaba, y de consiguiente nada os hubiera hecho
por mí; pero si el conde os hubiera quemado vivo, como dice que han
hecho allá muy lejos con los vuestros, yo hubiera atizado el fuego.

—¿Quiere decir que no te agraviarás si te mando ahorcar, porque aún
es tratarte mucho mejor?

—De manera, señor—respondió el montañés—, que a nadie le gusta morir
cuando como yo puede matar todavía muchos osos y rebezos y venados;
pero cuando vine a la guerra, me eché la cuenta de que con semejante
oficio no es fácil morir en la cama, con el cura al lado y asistido
de su mujer. Así, pues, señor caballero, haced lo que gustéis de
nosotros; pero no extrañéis que nos defendamos, porque eso lo hacen
todos los animales cuando los acosan.

—No es necesario—contestó Saldaña—porque tu valor os libra a todos
del cautiverio y del castigo. Caballero Carvajal—dijo a uno de los
suyos—, que se den cien doblas al valeroso Andrade para que aprenda
a tratar a sus enemigos, y acompañadle vos hasta encontrar con don
Álvaro, no sea que le suceda algún trabajo.

El montañés se quitó su gorro de pieles, que había tenido
encasquetado hasta entonces, y dijo:

—Agradezco el dinero y la vida, porque me los daréis, a lo que se
me alcanza, sin perjuicio de la fidelidad que debo a mi rey y al
conde mi señor.—El comendador le hizo una señal afirmativa con la
cabeza.—Pues entonces—añadió el montañés—Dios os lo pague; y si algún
día vos o alguno de los vuestros os veis perseguidos, idos a Cabrera,
que allí está Andrade y al que intente dañaros le quitará el modo de
andar.

Con esto se salió muy contento seguido de los suyos, y acompañado del
caballero Carvajal y diciendo entre dientes:—No, pues ahora excusa el
conde de venir con que son mágicos o no lo son, porque por estrecho
pacto que tengan con el diablo, ni el diablo ni él les quitarán de
ser caballeros de toda ley. ¡Así quiera Dios darme ocasión de hacer
algo por ellos!

La precaución de Saldaña no podía ser más cuerda, pues a los pocos
pasos encontraron los caballeros de don Álvaro, que al ver los
rojizos coletos de los montañeses, al punto enristraron las lanzas.
Carvajal se adelantó entonces, y los dejaron pasar sanos y salvos,
sin más pesar que el recuerdo de los compañeros que dejaban sin vida,
delante de aquel terrible castillo. Don Álvaro no sólo cumplió el
objeto de su salida, sino que antes de volver a Cornatel quemó las
empalizadas y chozas de los sitiadores, se apoderó de sus víveres
y pertrechos, y trajo arrastrando la bandera enemiga. Todo esto
pasaba a la vista del conde, que, trepando por la agria pendiente
de los montes y desesperado de vencer el terror pánico de los suyos
y llevarlos a las obras que había trazado, veía a aquel rival
aborrecido talarlo y destruirlo todo, mientras él huía en medio de
los suyos, que en aquel momento parecían una manada de corzos acosada
de los cazadores.

Así, pues, reunió su gente como pudo, y aquella misma noche volvió a
las Médulas, de donde dos días antes había salido con tan diferentes
pensamientos. Allí escogió una posición fuerte y aventajada, en la
que se reparó con el mayor cuidado y adonde poco a poco se le fueron
allegando los dispersos. Aquella noche se pasó entre las voces de los
que se llamaban unos a otros según iban llegando, entre los lamentos
de los heridos y los llantos de las mujeres que habían perdido alguna
persona querida; los más valientes habían perecido en la refriega,
y cuando los respectivos jefes pronunciaban sus nombres, sólo les
respondía el silencio o algún amargo gemido. El conde mismo había
perdido dos deudos muy cercanos y veía retrasada, por lo menos,
durante mucho tiempo, una empresa de que tanta honra y mercedes
pensaba sacar. Todas estas desdichas exacerbaron su orgullo ofendido
y avivaron su odio a los templarios y en especial a don Álvaro, de
manera que todo se propuso intentarlo a fin de vengarse.

Por lo que hace al señor de Bembibre, que tantos laureles había
cogido en aquella jornada, fué recibido con tales muestras de
estimación y con tanto aplauso, que su entrada en Cornatel fué un
verdadero triunfo.

[Ilustración]



[Ilustración]

CAPÍTULO XXVII


Después de la malograda empresa que acabamos de describir, el conde
mandó a pedir refuerzos a sus estados de Galicia, firme en su
propósito de lavar con la toma de Cornatel la afrenta recibida. Antes
de que llegasen, sin embargo, las mesnadas de Arganza y Carracedo,
cruzaron el Sil al mando de don Alonso Ossorio, y fueron a engrosar
sus diezmadas filas: socorro oportunísimo en aquellas circunstancias
poco favorables, no sólo por el número y calidad de sus guerreros,
sino por el prestigio que el señor de Arganza disfrutaba en el país,
y, sobre todo, por el sello de religión que parecía poner en la
demanda la intervención del abad de Carracedo, justamente respetado
por sus austeras virtudes. La confianza volvió a renacer con esto
en su pequeño ejército, y como a pocos días de Cabrera comenzaron a
venir nuevas bandas otra vez, florecieron en el conde sus antiguas y
risueñas esperanzas.

La entrevista de suegro y yerno fué, como pueden figurarse nuestros
lectores, muy ceremoniosa, porque delante de sus respectivos
vasallos debían dar ejemplo de unión y concierto de voluntades, que
tanto provecho podría traer a la causa que defendían.

No era la menor de las contrariedades que sufría impaciente don
Alonso la de servir debajo del mando de un hombre que, unido a él
por los lazos del parentesco más inmediato, distaba infinito de su
corazón por las fealdades que le manchaban. El conde, conociendo
harto bien la dificultad de purgarse de sus culpas a los ojos de su
suegro, y, por otra parte, viendo bajo sus banderas los vasallos de
Arganza, que era uno de los blancos a que se encaminaba desde muy
atrás su calculada perfidia, se encastilló en su altanería, y no
quiso entrar con su suegro en ningún género de explicaciones. Este,
por su lado, guardó una conducta en todo parecida, y aunque delante
de los suyos y en todos los actos públicos le trataba con deferencia
y aun con cordialidad, cuando la casualidad les juntaba a solas
acostumbraban a hablar únicamente de los asuntos militares propios
de la empresa que habían acometido: situación para entrambos penosa,
pero sobre todo para don Alonso, cuyo carácter franco y noble se
avenía mal con semejantes falsías y dobleces. Comoquiera, el deseo
de ocultar a los ojos del vulgo los pesares y desabrimientos de su
familia, le obligaba a devorar en silencio su amargura, por desgracia
demasiado tardía, y que hacía más insufrible todavía la comparación
que a cada punto se le presentaba de la suerte de su hija, con la que
otra elección más acertada pudiera haberle proporcionado.

Algo más tardaron en llegar los refuerzos de Galicia, tanto por la
mayor distancia, cuanto porque el conde, escarmentado con el pasado
suceso, y convencido de que Cornatel no era para ganado de una
embestida, había hecho traer trabucos y otras máquinas de guerra que
embarazaron no poco la marcha de las tropas. Durante este tiempo
sobrevinieron graves sucesos que aceleraron el desenlace de aquel
drama enmarañado y terrible. Los templarios de Aragón, abandonados de
todos sus aliados, y en lucha con un trono más afianzado y poderoso
que el de Castilla, a duras penas podían resistir, encerrados en
Monzón y en algún otro de sus castillos, las armas de toda aquella
tierra concitadas en contra suya, y andaban ya en tratos para
rendirse. El rey de Portugal, por su parte, a pesar del apego con que
miraba aquella noble Orden, conociendo la dificultad de calmar la
opinión general y temeroso por otra parte de los rayos del Vaticano,
había cedido en su propósito más generoso que político, y aconsejado
a don Rodrigo Yáñez y al lugarteniente de Aragón que, aceptando
su mediación y confiándose a la justificación de los concilios
provinciales, entregasen desde luego sus castillos y bienes, en
obediencia de las bulas pontificias. Tal había sido la opinión del
maestre de Castilla en un principio, pero los ultrajes hechos a la
Orden, por una parte; la conmoción difícil de calmar introducida
entre sus caballeros, por otra, y, por último, la imprudencia del
rey Fernando el Cuarto, en elegir para capitán de aquella facción al
enemigo más encarnizado del Temple en el reino de León, le habían
retraído de ponerla en planta. De todos modos, ahora la inexorable
mano del destino parecía indicarle esta senda, y por lo mismo envió
cartas a Saldaña, noticiándole lo que pasaba y exhortándole a que,
atajando la efusión de sangre, entrase en capitulaciones honrosas
con el conde. El anciano comendador dió por respuesta que el encono
y rencor implacable del de Lemus imposibilitaban todo término justo
y decoroso de avenencia, pues sólo soñaba y respiraba venganza del
revés que había experimentado delante de sus murallas: que con
semejante hombre, ajeno de toda hidalguía, no podía responder de las
vidas de sus caballeros, y, finalmente, que si el rey traspasaba a
otro cualquiera de sus ricos hombres el cargo y autoridad por él
ejercida, desde luego entablaría las pláticas necesarias.

De estas noticias las más esenciales se derramaron brevemente por el
campo sitiador, y el conde no dejó de aprovecharlas para sus intentos
de odio y de venganza. Don Alonso no pudo menos de recordarle cuán
ajeno era de la ley de la caballería negar todo acomodo honroso a
unas gentes que tan ilustre nombre dejaban, sobre todo cuando tantos
daños podían venir a la desventurada Castilla de la prolongación de
una lucha fratricida; pero el conde le respondió que sus órdenes
eran terminantes y su único papel la obediencia. Separáronse, pues,
más desabridos que nunca, y el señor de Arganza le amenazó con que
pondría de manifiesto ante los ojos del rey la preferencia que daba
a sus rencillas e intereses particulares sobre el procomún de la
tierra y de la corona. El conde, que en el fondo no desconocía la
justicia y prudencia de semejantes reclamaciones, temió con razón que
la corte accediese a ellas, y como por otra parte sus tropas estaban
ya provistas y reforzadas, se decidió a dar la última embestida a
Cornatel.

Poco tardó en averiguar que los jinetes que habían destrozado su
caballería habían salido del castillo y no venido de Ponferrada como
en un principio se figuró. Así, pues, procuró conocer la misteriosa
puerta que sin duda daba al precipicio, deseoso de herir a un
contrario por los mismos filos. Mandó llamar para esto al intrépido
Andrade, que gracias a su serenidad y a los hábitos de cazador, podía
andar por sitios inaccesibles a la mayor parte de las gentes, y al
mismo tiempo poseía gran astucia y sagacidad.

—Cosme—le dijo en cuanto le vió en su presencia—, ¿te parece que
podremos entrar en ese infernal castillo por el lado del derrumbadero?

—Por muy difícil lo tengo, señor—respondió el montañés dando vueltas
entre las manos a su gorro de pieles—, a menos que no nos den las
alas de las perdices y milanos; ¿pero hay más que verlo, señor?

—Sí, pero en eso está el peligro, porque con una peña que echen a
rodar de arriba pueden aplastaros en semejantes angosturas.

—De manera es que no hay atajo sin trabajo—respondió el animoso
Andrade—y no estaré mucho peor que en aquel maldito puente que
parecía el del infierno.

Frunció el conde el ceño con este importuno recuerdo de su derrota;
pero conteniéndose como pudo explicó sus deseos al montañés, que con
la agudeza propia de aquellas gentes los comprendió al momento.

—Así, y con la ayuda de Dios—concluyó el caudillo—presto daremos
cuenta de esos ruines hechiceros que sólo con sus malas artes se
defienden.

—En eso habéis de perdonar, señor—replicó el sincero montañés—,
porque si el diablo los asiste, no se ayudan ellos menos con sus
brazos, que a fe que no son de pluma. Y sobre todo, mágicos o no,
en sus manos me tuvieron con una porción de los míos, y pudiendo
colgarnos al sol para que nos comieran los cuervos, nos dejaron ir en
paz y nos regalaron sobre esto.

Y en seguida contó al conde la escena de la poterna y la largueza del
comendador. Mordióse el conde los labios de despecho al ver que en
todo le vencían y sobrepujaban aquellos soberbios enemigos, y deseoso
de borrar su liberalidad, dijo al cazador:

—Doscientas doblas te daré yo si encuentras modo de que entremos en
el castillo.

—Eso haré yo sin las doscientas doblas—respondió Andrade—porque las
ciento que me dió Saldaña todas las he repartido entre los heridos y
viudas de los pobres que murieron aquel día. A mí, Dios sea bendito,
nada me hace falta, mientras tenga mi ballesta y haya osos y jabalíes
por Cabrera.

Con esto, y después de recibir las instrucciones del conde, se salió
de su tienda, y juntando una docena de los más esforzados de los
suyos bajó por detrás de Villavieja hasta el riachuelo y se acercó a
la raíz misma de las asperezas que por allí defienden el castillo.
Con sus ojos acostumbrados a los acechos nocturnos, comenzaron a
registrar las matas y peñascos; y entre una quiebra formada por dos
de ellos y medio cubierta por los arbustos, tardaron poco en divisar
los barrotes de hierro de la reja; pero no bien se habían acercado,
cuando una flecha salió silbando de la obscuridad e hirió de soslayo
a uno de ellos en un brazo. Apartáronse al punto conociendo que
era imposible toda sorpresa con hombres tan vigilantes, y que una
embestida a viva fuerza por la misma sería tan temeraria como inútil.
Comenzaron, por lo tanto, a retirarse; pero al pasar por debajo
del ángulo oriental del castillo paróse Andrade y comenzó a mirar
atentamente las grietas y matorrales de aquel escarpado declive.
Por lo visto hubo de satisfacerle su reconocimiento; pues comenzó
a trepar por aquella escabrosidad asiéndose a cualquier arbusto y
asentando el pie en la menor prominencia del peñasco, hasta que
llegó, con asombro de los mismos suyos, a una especie de plataforma
poco distante ya del torreón. Allí se puso a escuchar con gran ahinco
por ver si sentía los pasos del centinela, y después de observar
cuidadosamente durante otro rato todos los accidentes, formas y
proyecciones del terreno, se volvió a bajar del mismo modo que había
subido, aunque con mayor trabajo. En cuanto llegó a la margen del
arroyo encomendó el silencio a sus compañeros, y apretando el paso,
poco tardaron en llegar a los barrancos de las Médulas. Dormía el
conde a la sazón, pero en cuanto se presentó Andrade a la entrada de
la tienda, al punto le despertó un paje y no tardó en introducir al
montañés. Hízole sentar el conde, y después de ofrecerle una copa de
vino, que sin ceremonia trasegó a su estómago, le pidió cuenta de su
expedición.

—Hemos dado con la puerta—contestó Andrade—, pero está defendida y
por allí no hay que pensar en meterles el diente.

—Bien debí presumirlo—respondió el conde—, pero la impaciencia me
ciega y me consume.

—No os dé pena por eso, señor—respondió el montañés—, porque he
descubierto otro boquete algo mejor y más seguro.

—¿Y cuál?—preguntó el conde con ansiedad.

—El torreón del lado del naciente—respondió el cazador muy ufano.

El conde le miró con ceño y le dijo ásperamente:

—¿Estás loco, Andrade? Ni los corzos y rebezos de tus montañas son
capaces de trepar por allí.

—Pero lo somos nosotros—replicó él con un poco de vanidad reprimida—.
¿Loco, eh? En verdad que para vos y los vuestros debe de ser locura
llegar por aquel lado a pocas varas de la muralla.

—¿Pues no decías que eran menester las alas de las perdices paro eso?

—Es que si entonces dije eso, ahora digo otra cosa; que como decía mi
abuela, de sabios es mudar de consejo, y además no soy yo el río Sil
para no poder volverme atrás de mis juicios cuando van descaminados.
Os digo que de allí al castillo no hay más que una mediana escala o
unas brazas de cuerda con un garfio a la punta.

—Pero ¿crees tú que no tendrán allí escuchas ni centinelas? Cuenta
con que dos hombres solos podrían desbaratarnos desde aquel sitio.

—Más de una hora estuve escuchando—repuso el montañés, que ya
comenzaba a impacientarse con tantas objeciones—, y no oí ni cantar,
ni rezar, ni silbar, ni ruido de armas o de pasos.

—¡Ah!—respondió el conde poniéndose en pie con júbilo feroz—; míos
son, y de esta vez no se me escaparán. Pídeme lo que más estimes de
mi casa y de mis tierras, buen Andrade, que por quien soy, te lo daré
al instante.

—No es eso lo que tengo que demandaros, señor—replicó el cabreirés—,
sino la vida del comendador en especial y de todos los demás
caballeros que prendamos. A mí y a los míos nos conservaron la que
nos sustenta, y como sabéis, sin duda mejor que yo, el que no es
agradecido no es bien nacido.

Quedóse como turbado el conde con tan extraña petición; pero
recobrando sus naturales e iracundas disposiciones, le dijo
rechinando los dientes y apretando los puños:

—¡La vida de ese perro de Saldaña! ¡Ni el cielo ni el infierno me lo
arrancarían de entre las manos!

—Pues entonces—replicó resueltamente el montañés—ya veremos cómo
vuestros gallegos, que tienen la misma agilidad que los sapos, se
encaraman por aquellos caminos carreteros, porque yo y los míos
mañana mismo nos volvemos a nuestros valles.

—Quizá no volváis—respondió el conde con una voz ahogada por la
rabia—porque quizá yo os mande amarrar a un árbol y despedazaros las
carnes a azotes hasta que muráis. Vuestra obligación es servirme,
como vasallos míos que sois.

El montañés le respondió con templanza, pero valientemente:

—Durante la temporada del invierno, que es la de nuestras batidas
y cacerías, ya sabéis que, según costumbre inmemorial y fuero de
vuestros mayores, no estamos obligados a serviros. Lo que ahora
hacemos es porque no se diga que el peligro nos arredra. En cuanto a
eso que decís de atarme a un árbol y mandarme azotar—añadió mirándole
de hito en hito—, os libraréis muy bien de hacerlo, porque es castigo
de pecheros, y yo soy hidalgo como vos y tengo una ejecutoria más
antigua que la vuestra y un arco y un cuchillo de monte con que
sostenerla.

El conde, aunque trémulo de despecho, por uno de aquellos esfuerzos
propios de la doblez y simulación de su alma, conociendo la necesidad
que tenía de Andrade y de los suyos, cambió de tono al cabo de un
rato y le dijo amigablemente:

—Andrade, os otorgo la vida de esos hombres que caigan vivos en
vuestro poder; pero no extrañéis mi cólera, porque me han agraviado
mucho.

—Los rendidos nunca agravian—respondió Cosme—; ahora nos tenéis a
vuestra devoción hasta morir.

—Anda con Dios—le dijo el conde—, y dispón todo lo necesario para
pasado mañana al amanecer.

Salió el montañés en seguida, y el conde exclamó entonces con irónica
sonrisa:

—¡Pobre necio! ¿Y cuando yo los tenga entre mis garras, serás tú
quien me los arranque de ellas?

[Ilustración]



[Ilustración]

CAPÍTULO XXVIII


Tan inminente peligro amenazaba a los templarios de Cornatel,
porque como no había memoria de que persona humana hubiese puesto
la planta sobre el abismo que dominaba el ángulo oriental del
castillo, ni parecía empresa asequible a la destreza humana, aquel
lado no se guardaba. Lo más que solía hacerse en tiempos de peligro
era visitar de cuando en cuando el torreón, más para registrar el
campo desde allí que para precaver ningún ataque. Una vez dueños
de él los enemigos, como ningún género de obstáculo interior
habían de encontrar, claro está que la ventaja del número había
de ser decisiva. Atacados a un tiempo por el frente y flanco y
desconcertados de aquella manera impensada y súbita, era segura la
muerte o la prisión de todos los caballeros. Sólo una rara casualidad
hizo abortar aquel plan tan ingenioso como naturalmente concebido.

Saldaña, como experimentado capitán, no se descuidaba en averiguar
por todos los medios imaginables cuanto pasaba en el real enemigo;
y sus espías, bajo mil estudiados disfraces, sin cesar le estaban
trayendo noticias muy preciosas. Aconteció, pues, que una noche se
brindó a salir de descubridor nuestro antiguo conocido Millán, y
disfrazándose con los atavíos de un montañés, muerto en el castillo
de resultas de la pasada refriega, se dirigió por la noche a las
Médulas, acompañado de otro criado del Temple, natural del país, que
conocía todas las trochas y veredas como los rincones de su casa.
La vista que ofrecía el campamento del conde en medio de aquellas
profundísimas cárcabas, cuyo color rojizo resaltaba más y más con
el trémulo resplandor de las hogueras, era sumamente pintoresca. La
mayor parte de los soldados estaban resguardados del frío en las
cuevas y restos que quedaban de las antiguas galerías subterráneas;
pero los que velaban para impedir todo rebato, encaramados en
aquellos últimos mogotes, visibles unas veces e invisibles otras,
según las llamas de los fuegos lanzaban reflejos más vivos o
apagados, pero siempre inciertos y confusos, parecían danzar como
otras tantas sombras fantásticas en aquellas escarpadas eminencias.
La forma misma de aquellos picachos, caprichosa y extraña, y la
obscuridad de los matorrales, imprimían en toda la escena un sello
indefinible de vaguedad enigmática y misteriosa.

Para el que conoce todos los ramales de las antiguas minas, fácil
cosa es, aun ahora, sustraerse a las más exquisitas indagaciones
por entre su revuelto laberinto. Así es que el compañero de Millán
le guió por medio de la más tremenda obscuridad hasta un puesto
de cabreireses en que se hablaba con mucho calor. Estaban juntos
alrededor de una gran hoguera, y uno de ellos, sentado en un tronco,
estaba diciendo en voz alta a sus compañeros:

—Pues, amigos, él se ha empeñado en venir, por más que le he dicho
que se va a desnucar por aquellos andurriales. Dios nos la depare
buena, porque si tras de esto no llegamos a entrar en el castillo,
medrados quedamos.

Como el montañés estaba de lado, no podía Millán distinguir sus
facciones; pero en el metal de la voz conoció al punto al intrépido
Andrade, y puso la mayor atención en escuchar aquel coloquio que
tanto debía interesarle.

—Lo que es por falta de cuerdas y ganchos no quedará contestó otro—,
porque tenemos un buen manojo; ¿pero el conde quiere ser de los
primeros?

—El primero quiere ser—contestó Andrade—; pero, Dios mediante,
entraremos juntos.

—Al cabo—dijo otro—yo no sé bien por dónde hemos de subir todavía.

Andrade se lo explicó claramente, mientras que Millán, sin atreverse
a respirar, estaba hecho todo oídos.

—¿Y es mañana?—preguntó uno.

—No; mañana nos acercamos todos al castillo por donde la otra vez,
con todos los pertrechos y avíos como si fuéramos a poner cerco de
veras, y pasado mañana, mientras del lado de acá levantan gran grita
y alharaca, en guisa de asaltar las murallas, nosotros nos colamos
por el lado de allá como zorros en un gallinero. Como vosotros sois
los destinados a la empresa, lo mismo será que lo sepáis un poco
antes o después, pero cuenta con el pico.

Todos se pusieron el dedo en los labios, haciendo gestos muy
expresivos, y en seguida comenzaron a cenar sendos tasajos de
cecina, acompañados de numerosos tragos. Millán entonces, dando
gracias al cielo por el descubrimiento que acababa de hacer, salió
apresuradamente de su escondite, y se volvió a Cornatel con su
compañero. Al salir de la mina, echó una ojeada hacia las hondonadas
de aquellos extraños valles, y advirtió muchas gentes que iban y
venían, unos con hachones de paja encendidos y otros cargados con
diferentes bultos. Veíanse también cruzar en una misma dirección
muchas acémilas, y en todo el real se notaba gran movimiento, con
lo cual acabó de persuadirse el buen Millán de la exactitud de las
noticias que por tan raro modo había recibido. Volvióse, pues, al
castillo con gran priesa, y en cuanto entró se fué a ver a su amo y a
contarle muy menudamente cuanto sabía. Hizo don Álvaro un movimiento
tal de alegría al escucharle y de tal manera se barrió repentinamente
de su semblante la nube de disgusto que casi siempre lo empañaba,
que el escudero no pudo menos de maravillarse. Cogióle entonces del
brazo, y mirándole de hito en hito, le dijo:

—Millán, ¿quieres hacer lo que yo te mande?

—¿Eso dudáis, señor?—respondió el escudero—; ¿pues a mí qué me toca
sino obedecer?

—Pues entonces, no digas nada al comendador sino del ataque
manifiesto.

—Pero ¿y si nos entran como intentan?

—Tú y yo solos bastamos para escarmentarlos; ¿no quieres acompañarme?

—Con el alma y la vida—contestó el ufano escudero—, y ojalá que mi
brazo fuese el de Bernardo del Carpio en Roncesvalles.

—Tal como es—le contestó don Álvaro sonriéndose—nos será de mucho
provecho. Anda y despierta al comendador, y dile todo menos el ataque
del torreón.

—¡Ah, conque él mismo viene a caer bajo mi espada!—dijo hablando
entre sí, no bien salió Millán—. ¡Cielos divinos! ¡dejadle llegar
sano y salvo hasta mí! Dadle, si es menester, las alas del águila y
la ligereza del gamo.

A la mañana siguiente volvieron los enemigos a ocupar sus antiguas
posiciones, y comenzaron los trabajos de sitio que con tanta sangre
habían regado, no hacía mucho tiempo. En esto pasaron todo el día con
grande indiferencia de los templarios, que veían todavía lejano el
momento decisivo. Al otro día, sin embargo, muy temprano comenzó a
sentirse grande agitación en el campo sitiador, y a oirse el tañido
de gaitas, trompetas y tamboriles. En todo el Bierzo son las nieblas
bastante frecuentes por la proximidad de las montañas y la abundancia
de los ríos; y la que aquel día envolvía los precipicios y laderas
de Cornatel era densísima. Así, pues, hasta que los sitiadores se
acercaron a los adarves no pudo distinguir Saldaña el buen orden
con que venían adelantándose contra el castillo y que no dejó de
inspirarle algunos temores. La misma nube de tiradores que en el
anterior asalto poblaba el aire de flechas; pero, al mismo tiempo,
buen número de soldados mejor armados, con una especie de muralla
portátil de tablones, revestida de cueros mojados para evitar el
fuego de la vez pasada, avanzaba lentamente hacia el foso. Detrás de
aquel ingenioso resguardo venían, amén de los que lo conducían, otra
porción de soldados con azadones y palas; y por encima de él se veían
asomar las extremidades de una porción de escalas cargadas en hombros
de otros. Saldaña comprendió al punto cuál podía ser el intento de
los enemigos, que, sin duda, al abrigo de aquella máquina imaginaban
cegar el foso, y aplicando las escalas en seguida por varias partes a
un tiempo, y prevaliéndose de su número, dar tantas embestidas a la
vez, que, dividiendo las fuerzas de los sitiados, hiciesen imposible
una defensa simultánea y vigorosa. Contra una acometida imaginada
con tanta habilidad, sólo un recurso ocurrió al anciano comendador:
una salida repentina y terrible, que pudiese desconcertar a los
sitiadores.

—¿Dónde está don Álvaro?—preguntó mirando en derredor suyo.

—En la barbacana me parece haberle visto entrar—respondió el
caballero Carvajal.

—Pues entonces id y decidle que tenga toda la gente a punto para
salir contra el enemigo, y que la señal se le dará como la otra vez,
con la campana del castillo.

Carvajal salió a dar las órdenes del comendador; pero, como pueden
suponer nuestros lectores, don Álvaro no estaba allí, sino como un
águila encaramada en un risco, acechando la llegada de los enemigos,
y muy especialmente la del conde.

La extraña configuración del terreno a que desde luego tuvo que
sujetarse la fortificación imposibilitada de dominarla, prolonga
extraordinariamente el castillo de ocaso a naciente. La niebla,
que tanto favorecía los pensamientos y propósitos del de Lemus,
encubriendo su peligroso asalto, no favorecía menos a don Álvaro,
que en aquel ángulo tan apartado desaparecía bajo su velo de las
miradas de los suyos. El torreón, edificado en un peñasco saliente,
forma una especie de rombo de pocos pies cuadrados y comunica con el
resto de la fortaleza por una estrecha garganta flanqueada por dos
terribles despeñaderos. En este tan reducido espacio, sin embargo,
iba a decidirse la suerte de dos personas igualmente ilustres por su
prosapia, sus riquezas y su valor; pero de todo punto diferentes, a
más no poder, por prendas morales y sentimientos caballerescos.

Aunque lo opaco de la niebla robaba a don Álvaro y a su fiel escudero
de la vista de sus enemigos, con todo, para mejor asegurar el golpe,
ambos se tendieron en el suelo a raíz de las almenas. Reinaba gran
calma en la atmósfera, y los pesados vapores que la llenaban,
transmitían fielmente todos los sonidos; de modo que Millán y su amo
iban oyendo el ruido de los ganchos de hierro que los enemigos más
delanteros iban fijando en las peñas para facilitar la subida de los
demás con cuerdas, y las instrucciones que a media voz, y con recato,
les iban dando a medida que trepaban. La voz sonora de Andrade,
por mucho cuidado que en apagarla ponía, sobresalía entre todas, y
como era el que abría aquella marcha singular y atrevida, por ella
calculaba don Álvaro la distancia que todavía les separaba de los
enemigos. Por fin, la voz se oyó muy cerca, y como en seguida calló
y no se percibió más ruido que uno como de gente que, después de
subir trabajosamente, llega a un terreno en que puede ponerse en pie;
el señor de Bembibre conjeturó, fundadamente, que el conde y Cosme
Andrade, con sus montañeses, estaban ya en la pequeña explanada que
forma la peña misma de la muralla, poco elevada en aquel sitio. El
momento decisivo había llegado ya.

Al cabo de breves minutos dos ganchos de hierro, atados en el extremo
de una escala de cuerda cada uno, cayeron dentro de la plataforma en
que estaba don Álvaro y se agarraron fuertemente a las almenas.

—¿Estás seguro?—preguntó desde abajo una voz que hizo estremecer a
don Álvaro.

—Seguro, como si fuera la escalera principal de vuestro castillo de
Monforte—replicó Andrade—; bien podéis subir sin cuidado.

No bien habían dejado de oirse estas palabras, cuando aparecieron
sobre las almenas de un lado el determinado Andrade, y por otro, el
conde. Millán, entonces, se levantó del suelo con un rápido salto, y
dando un empellón al descuidado montañés, le derribó de las murallas.

—¡Virgen santísima, valme!—dijo el infeliz cayendo por aquel tremendo
derrumbadero, mientras los suyos acompañaban su caída con un grito de
horror—. Millán, bien prevenido de antemano, desenganchó las cuerdas
y las recogió en un abrir y cerrar de ojos. El conde, temeroso de
sufrir la misma suerte que Andrade, se apresuró a saltar dentro
del torreón, y Millán, entonces, recogió su escala del mismo modo
y con igual presteza. En seguida comenzó a tirar a plomo sobre los
montañeses, poseídos de terror con la caída de su jefe, enormes
piedras de que no podían defenderse apiñados en aquel reducido
espacio y a raíz misma del muro, visto lo cual, todos tomaron la fuga
dando espantosos alaridos y despeñándose algunos con la precipitación.

Quedáronse, por lo tanto, solos aquellos dos hombres, poseídos
de un resentimiento mortal y recíproco. Por uno de aquellos
accidentes atmosféricos frecuentes en los terrenos montañosos, una
ráfaga terrible de viento que se desgajó de las rocas negruzcas de
Ferradillo comenzó a barrer aceleradamente la niebla, y algunos
rayos pálidos del sol empezaron a iluminar la explanada del torreón.
Como don Álvaro y su escudero tenían cubiertos los rostros con las
viseras, el conde les miraba atentamente, como queriendo descubrir
sus facciones.

—Soy yo, conde de Lemus—le dijo don Álvaro sosegadamente
descubriéndose.

La ira y el despecho de verse así cogido en su propio lazo,
colorearon vivamente el semblante del conde, que mirando al señor de
Bembibre con ojos encendidos, le respondió:

—El corazón me lo decía, y me alegro de que no se desmienta su voz.
Sois dos contra mí solo, y probablemente otros acudirán a vuestra
señal: la hazaña es digna de vos.

—¿Nunca acabaréis de medir la distancia que separa la ruindad de la
hidalguía?—le contestó don Álvaro con una sonrisa en que el desdén y
desprecio eran tales que rayaban en compasión—. Millán, vuélvete allá
dentro.

El escudero comenzó a mirar al conde fieramente, y no mostraba gran
priesa por obedecer.

—¡Cómo así, villano!—le dijo don Álvaro encendido en cólera—; parte
de aquí al punto y cuenta que te arrancaré la lengua si una sola
palabra se te escapa.

El pobre Millán, aunque muy mohino y volviendo la cabeza hacia
atrás, no tuvo más remedio que apartarse de allí. Este nuevo alarde
de generosidad, que tanto humillaba al conde, sólo sirvió para
escandecer más y más su altanería y soberbia. Sobrado claro veía que
su vida había estado a merced de su caballeroso enemigo al poner el
pie en aquel recinto fatal, y por de pronto en bizarría y nobleza ya
estaba vencido. Corrido, pues, tanto como sañudo, dijo a don Álvaro
desenvainando la espada:

—Tiempo es ya de que ventilemos nuestra querella, que sólo con la
muerte de uno de los dos podrá acallarse.

—No diréis que os he estorbado el paso—contestó él—; ahora que no
soy sino soldado del Temple y he renunciado a mis derechos de señor
independiente, no me abochorna igualarme con vos en esta singular
batalla.

[Ilustración]

El de Lemus, sin aguardar a más y rugiendo como un león, arremetió a
don Álvaro, que le recibió con aquella serenidad y reposado valor que
viene de un corazón hidalgo y de una conciencia satisfecha. Estaba el
conde armado a la ligera, como convenía a la expedición que acababa
de emprender, pero esto mismo le daba sobre su contrario la ventaja
de la prontitud y rapidez en los movimientos; don Álvaro, armado de
punta en blanco, no podía acosarle con el ahinco necesario, pero
como el campo era tan estrecho, poco tardó en alcanzarle al conde
un tajo en la cabeza, del cual no pudo defenderle el delgado aunque
fino capacete de acero que la cubría, y que de consiguiente dió con
él en tierra. Don Álvaro se arrojó sobre él al punto, y le dirigió la
espada a la garganta.

—¡Ah, traidor!—dijo el conde con la voz ahogada por la rabia—, peleas
mejorado en las armas y por eso me vences.

Don Álvaro apartó al punto su espada, y desenlazando el yelmo, y
arrojando el escudo, le dijo:

—Razón tenéis: ahora estamos iguales.

El conde, más aturdido que herido, se levantó al punto, y de nuevo
comenzó la batalla encarnizadamente.

Todo esto sucedía mientras el grueso de las fuerzas sitiadoras se
acercaban al castillo en los términos que dijimos, y el comendador
enviaba sus órdenes a don Álvaro con el caballero Carvajal. Poco
tardó el caballero en volver diciendo que don Álvaro no había
parecido por la barbacana. El comendador estaba notando con extrañeza
la flojedad con que los enemigos continuaban en su bien comenzado
ataque, cuando recibió esta inesperada respuesta.

—¿Dónde está, pues?—exclamó con ansiedad.

Entonces se presentó como un relámpago a su imaginación la idea de
que la arremetida, conocidamente falsa, de los enemigos, podría tener
relación con la impensada ausencia de su ahijado. La última ráfaga de
viento arrebató en aquel instante los vapores que todavía quedaban
hacia la parte oriental del castillo, y la plataforma quedó iluminada
con los rayos resplandecientes y purísimos del sol. Apenas la divisó
el cuerpo sitiador, cuando un grito de consternación se levantó de
sus filas, porque en lugar de verla coronada con sus montañeses, sólo
alcanzaron a ver a su caudillo en poder de los enemigos y peleando
con uno de ellos. Al grito volvió el comendador la cabeza, y lo
primero que hirió sus ojos fué el resplandor movible y continuo que
despedían las armas heridas por el sol. Comprendió al punto lo que
podía ser, y dijo en voz alta:

—Síganme doce caballeros, y los demás quédense en la muralla—y con
una celeridad increíble en sus años, corrió al sitio del combate,
acompañado de los doce.

—Don Álvaro—le gritó desde la estrecha garganta que separaba el
torreón del castillo—, deteneos en nombre de la obediencia que me
debéis.

El joven volvió la cabeza como un tigre a quien arrebatan su presa,
pero sin embargo se detuvo.

—Don Álvaro—le dijo de nuevo Saldaña en cuanto llegó—, este asunto no
es vuestro, sino de la Orden, y yo, que la represento aquí, lo tomo a
mi cargo. Conde de Lemus, defendeos.

—Yo también soy templario—repuso don Álvaro, que apenas acertaba a
reprimir la cólera—. Yo he comenzado esta batalla y yo la acabaré a
despecho del mundo entero.

El comendador, conociendo que la cólera le sacaba de quicio, hizo una
seña, echándose sobre él seis caballeros; le sujetaron y lo apartaron
de allí en medio de sus esfuerzos, amenazas y denuestos.

—Por fin sois nuestro, mal caballero—dijo al conde—; veremos si ahora
os valen vuestras cábalas y calumnias.

—Todavía no lo soy—respondió él desdeñosamente—. Cara os ha de costar
mi vida, porque no quiero rendirme.

—De nada os serviría—replicó el comendador con torcido rostro—. Sin
embargo, conmigo solo habéis de pelear, y si la victoria os corona,
estos caballeros respetarán vuestra persona.

Algunos de ellos quisieron interrumpirle, pero el anciano los acalló
al punto.

—Nada quiero de vosotros—replicó el conde con arrogancia—; mientras
me dure el aliento no cesará mi brazo de moverse en vuestro daño.
Sólo me duele pelear con un viejo cuitado.

—No hace mucho que huísteis de él—le dijo el comendador.

—Mentís—contestó el conde con una voz ronca y con ojos como ascuas, y
sin más palabra comenzó de nuevo el combate.

Los sitiadores, llenos de ansiedad por la suerte del conde, se habían
corrido por su derecha, y divididos del lugar de la pelea por el
despeñadero, asistían como espectadores ociosos al desenlace de aquel
terrible drama. Don Alonso, que en la ausencia de su yerno mandaba
aquellas fuerzas encaramado sobre una roca, parecía tener pendiente
el alma de un hilo.

Por grande que fuese el poder del brazo de Saldaña, como el conde le
sobrepujaba en agilidad y soltura, apenas le alcanzaban sus golpes.
Encontrando, sin embargo, una vez al anciano mal reparado, le tiró un
furioso revés que, a no haberlo evitado rápidamente, hubiera dado fin
al encuentro; pero así la espada del conde fué a dar en la muralla y
allí saltó hecha pedazos, dejándole completamente desarmado. En tan
apurado trance no le quedó más recurso que arrojarse al comendador
antes de que se recobrase y trabar con él una lucha brazo a brazo
para ver de arrojarlo al suelo y allí rematarle con su puñal. Este
expediente, sin embargo, tenía más de desesperado que de otra cosa,
porque el viejo era mucho más robusto y fornido. Así fué que, sin
desconcertarse por la súbita acometida, aferró al conde de tal modo
que casi le quitó el aliento, y alzándole en seguida entre sus brazos
dió con él en tierra tan tremendo golpe, que tropezando la cabeza en
una piedra perdió totalmente el sentido. Asióle entonces por el cinto
el inexorable viejo y, subiéndose sobre una almena y levantando su
voz que parecía el eco de un torrente en medio del terrífico silencio
que reinaba, dijo a los sitiadores:

—¡Ahí tenéis a vuestro noble y honrado señor!

Y diciendo esto, lo lanzó como pudiera un pequeño canto en el abismo
que debajo de sus pies se extendía. El desgraciado se detuvo un
poco en su caída, porque su ropilla se prendió momentáneamente en
un matorral de encina; pero doblado éste, continuó rodando cada vez
con más celeridad, hasta que por fin, ensangrentado, horriblemente
mutilado y casi sin figura humana, fué a parar en el riachuelo del
fondo.

Un alarido espantoso se levantó entre sus vasallos, helados de
terror a vista de tan trágico suceso. Todos siguieron con los
cabellos erizados y desencajados los ojos el cuerpo de su señor en
sus horribles tumbos, hasta que lo vieron parar en lo más profundo
del derrumbadero. Entonces, los que más obligados tenía con sus
beneficios y larguezas, rompieron unos en lamentos, y otros,
profiriendo imprecaciones y amenazas, quisieron ir contra el castillo
y embestirlo a viva fuerza. Don Alonso, que a despecho de todas
sus quejas y sinsabores, había visto con grandísimo dolor el fin
de aquel poderoso de la tierra, no por eso olvidó sus deberes de
capitán. Recogiendo, pues, su gente con buen orden y levantando el
sitio con todos sus aprestos bélicos, volvió al campo atrincherado
de las Médulas resuelto a entablar medios puramente pacíficos y
templados con aquellos guerreros altivos y valerosos, que no se
hubieran avenido en tiempo alguno a las injustas pretensiones del
conde. Por violenta que le pareciese la conducta del comendador, no
dejaba de conocer los atroces agravios que la Orden había sufrido del
difunto y los ruines medios de que había echado mano para dañarla
y socavar su crédito. Así, pues, envió un mensaje al comendador,
comedido y caballeroso, manifestándole su deseo de que amigablemente
se arreglasen aquellas lastimosas diferencias, y al punto recibió
una respuesta cortés y cordial en que Saldaña le encarecía el gran
consuelo que era para ellos tenerle por mediador en la desgracia que
les amenazaba. Concluía rogándole que pasase a habitar el castillo,
donde sería recibido con todo el respeto debido a sus años, carácter
y nobleza.

Comenzados los tratos que podían dar una solución honrosa a tan
inútil contienda, don Alonso envió los restos mortales de su yerno
al panteón de sus mayores en Galicia. Los cabreireses que habían
bajado de su peligrosa expedición, recogieron su cadáver a la
orilla del riachuelo, y en unas andas hechas de ramas le subieron
con gran llanto al real. Desde allí se volvieron a Cabrera con el
valiente Cosme Andrade, que no había muerto, como presumirán nuestros
lectores, de su caída, porque unas matas protectoras le tuvieron
colgado sobre el abismo, de donde a sus gritos le echaron unas
cuerdas los del castillo, con las que se ató y pudieron subirle.
Así y todo, no salió sin señales, porque se rompió un brazo y sacó
bastantes contusiones y araños. Hecha, pues, la primer cura, se
partió con los suyos más agradecido que nunca de los templarios y
deseoso de probárselo en la primera ocasión.

El pecho del buen cabreirés era terreno excelente para quien quisiera
sembrar en él beneficios y finezas.

Por lo que hace al conde, poco tardó también en partir su cadáver
depositado en un ataúd cubierto con paños de tartarí negro con
franjas de oro. Sus deudos y vasallos le acompañaban con las picas
vueltas y los pendoncillos arrastrando. Así atravesaron parte de sus
Estados, donde, lejos de ser sentida su muerte, sólo el temor detenía
la alegría que generalmente se asomaba a los semblantes.

Tal fué el fin de aquel hombre notable por su ingenio, su valor y
su grandeza; pero que, por desgracia, convirtió todos estos dones
en daño de su fama, y sólo usó su poder para hacerle aborrecible,
contrariando así su más noble y natural destino.

[Ilustración]



[Ilustración]

CAPÍTULO XXIX


El estruendo y trances diversos de esta guerra han apartado de
nuestros ojos una persona, en cuya suerte tomarán nuestros lectores
tal vez el mismo interés que entonces inspiraba a cuantos la
conocían. Claro está que hablamos de doña Beatriz, a quien dejamos
a la sombra del claustro de Villabuena, sola con sus pesares y
dolores, porque la compañía de su fiel Martina poco podía contribuir
a sanar un corazón tan profundamente ulcerado. Los gérmenes de una
enfermedad larga y temible habían comenzado, según dejamos dicho,
a desenvolverse fuerte y rápidamente en aquel cuerpo, que, si bien
hermoso y robusto, mal podía sufrir los continuos embates de las
pasiones que como otras tantas ráfagas tempestuosas en el mar, sin
cesar azotaban aquel espíritu a quien servía de morada. Las últimas
amarguísimas escenas que habían precedido su segunda entrada en aquel
puerto sosegado, habían rasgado el velo con que la religión por un
lado y por el otro el contento de su padre y la noble satisfacción
que siempre resulta de un sacrificio, habían encubierto a sus ojos
el desolado y yermo campo de la realidad. Llorar a don Álvaro y
prepararse por medio del dolor y de la virtud a las místicas bodas
que sin duda le disponía en la celestial morada, llevaba consigo
aquella especie de melancólico placer que siempre dejan en el alma
las creencias de otro mundo mejor, más cercano a la fuente de la
justicia y bondad divina; pero recobrarle sólo para perderle tan
horriblemente, y verle caminar a orillas del abismo que amenazaba
tragar a la orden del Temple, sin más báculo y apoyo que su lanza ya
cascada, era un manantial continuo de zozobras, dudas y vaivenes.
Por otra parte, ¡cuánta humillación no encontraba su alma generosa y
elevada en pertenecer a un hombre en quien las cualidades y prendas
del carácter sólo servían para poner más de manifiesto su degradación
lastimosa! Hasta entonces la máscara de la cortesanía había bastado
a cubrir aquella sima de corrupción y bajeza, y como doña Beatriz no
podía dar amor, tampoco lo pedía; de manera que la natural delicadeza
de su alma ninguna herida recibía; pero deshecho el encanto y
apartados los disfraces, la ignominia que sobre ella derramaba la
ruindad de su esposo, se convirtió en un torcedor fiero y penoso que
alteraba sus naturales sentimientos de honor y rectitud, y echaba
una fea mancha en el escudo hasta allí limpio y resplandeciente de
su casa. Desdicha tremenda que no aciertan a sobrellevar las almas
bien nacidas, y que uno de nuestros antiguos poetas expresó con
imponderable felicidad cuando dijo:

  ¡Oh honor! fiero basilisco,
  Que si a ti mismo te miras,
  ¡Te das la muerte a ti mismo!

Por tan raros modos el soplo del infortunio había disipado en el
cielo de sus pensamientos los postreros y tornasolados celajes que en
él quedaban después de puesto el sol de su ventura, y para colmo de
tristeza todos los sitios que recorrían sus ojos estaban llenos de
recuerdos mejores y poblados de voces que continuamente traían a sus
oídos palabras desnudas ya de sentido, como está desnudo de lozanía
el árbol que ha tendido en el suelo el hacha del leñador. De esta
suerte perdida su alma y errante por el vacío inconmensurable del
mundo, levantaba su vuelo con más ansia hacia las celestes regiones,
pero tantos combates y tan incesante anhelo acababan con las pocas
fuerzas que quedaban en aquella lastimada señora. El aire puro y
oloroso de la primavera tal vez hubiera reanimado aquel pecho que
comenzaba a oprimirse, y devuelto a su cuerpo algo de su perdida
lozanía; pero el invierno reinaba desapiadadamente en aquellos
campos yertos y desnudos, y el sol mismo escaseaba sus vivificantes
resplandores. Desde las ventanas y celosías del monasterio, veía
correr el Cúa turbio y atropellado, arrastrando en su creciente
troncos de árboles y sinnúmero de plantas silvestres; los viñedos
plantados al pie de la colina donde todavía se divisaban las ruinas
de la romana _Bergidum_, despojados de sus verdes pámpanos, dejaban
descubierta del todo la tierra rojiza y ensangrentada que los
alimenta, y en las montañas lejanas una triste corona de vapores y
nublados oscilaba en giros vagos y caprichosos al son del viento,
cruzando unas veces rápidamente la atmósfera en masas apiñadas y
descargando recios aguaceros, y entreabriéndose otras a los rayos
del sol para envolverle prontamente en su pálida y húmeda mortaja.
No faltaban accidentes pintorescos en aquel cuadro, pero todos
participaban abundantemente de la tristeza de la estación, del mismo
modo que los pensamientos de doña Beatriz, bien que varios en sus
formas, todos tenían el mismo fondo de pesar.

Como frecuentemente acontece, en el estado a que la habían conducido
la profunda agitación de espíritu unida a la debilidad de su cuerpo,
al paso que ésta iba poco a poco aumentándose, cada día iba también
en aumento la exaltación de su espíritu.

El arpa en sus manos tenía vibraciones y armonías inefables, y las
religiosas que muchas veces la oían, se deshacían en lágrimas de
que no acertaban a darse cuenta. Su voz había adquirido un metal
profundo y lleno de sentimiento, y en sus canciones parecía que las
palabras adquirían nueva significación, como si viniesen de una
región misteriosa y desconocida, y saliesen de los labios de seres
de distinta naturaleza. A veces tomaba la pluma y de ella fluía un
raudal de poesía apasionada y dolorida, pero benéfica y suave como su
carácter, ora en versos llenos de candor y de gracia, ora en trozos
de prosa armoniosa también y delicada. Todos estos destellos de su
fantasía, todos estos ayes de su corazón, los recogía en una especie
de libro de memoria, forrado de seda verde, que cuidadosamente
guardaba, sin duda porque algún rasgo de amargura vecino a la
desesperación se había deslizado alguna vez entre aquellas páginas
llenas de angélica resignación. A vueltas de sus propios pensamientos
había pasajes y versículos de la Sagrada Escritura, que desde que
volvió al monasterio, era su libro más apreciado y que de continuo
leía; y aquellas memorias suyas comenzaban con un versículo en que
hasta allí parecía encerrarse su vida, y que tal vez era una profecía
para lo venidero: _Vigilavi et factus sum sicut passer solitarius in
tecto_.

Tal era el estado de doña Beatriz cuando una mañana le pasaron recado
de que el abad de Carracedo deseaba verla. Desde su aciago desposorio
no había aparecido en Arganza, y luego sus mediaciones pacíficas, y
más tarde los preparativos que como señor de vasallos había tenido
que hacer, bien a pesar suyo, le habían traído algún tiempo fuera
de la tierra y constantemente apartado de los ojos de doña Beatriz.
Duraba el sitio de Cornatel y ya la derrota primera del conde de
Lemus, la gloriosa defensa de los templarios y las proezas de don
Álvaro, habían llegado a aquel pacífico asilo. Unos y otros, sin
embargo, llevaban adelante su empeño con vigor y no era la menor de
las zozobras de doña Beatriz ver comprometidas en semejante demanda
personas que tan de cerca le tocaban.

—¡Válgame Dios! ¿qué será?—dijo para sí, después que salieron a
avisar al religioso—. ¡Cuánto hace que no veo a este santo hombre,
que tal vez sólo a mí ha dañado en el mundo con su virtud! ¡Cómo
se han mudado los tiempos desde entonces! ¡Dios me dé fuerzas para
resistir su vista sin turbarme!

Razón tenía doña Beatriz para recelar que con esta entrevista se
renovasen todas sus memorias; pero, sin embargo, al ver abrirse
la puerta y aparecer el anciano, se disipó su turbación; y con su
señorío acostumbrado, le salió al encuentro para besarle la mano. No
fué tan dueño de sí el abad; pero la sorpresa de ver tanta hermosura
y lozanía reducida a tal estado, pudo tanto en él que, sin poderlo
remediar, dió dos pasos atrás asombrado como si la sombra de la
heredera de Arganza fuese la que delante tenía.

—¿Sois vos, doña Beatriz?—exclamó con el acento de la sorpresa.

—¡Tan mudada estoy!—respondió ella, con melancólica sonrisa y
besándole la mano—. No os maraville, pues ya sabéis que el hombre
es un compendio de miserias que nace y muere como la flor, y nunca
persevera en el mismo estado. Pero decidme—añadió, clavando en él su
mirada intensa y brillante—, ¿qué noticias traéis de Cornatel? ¿Qué
es de mi noble padre y de... del conde, quise decir?

—Vuestro padre disfruta salud—respondió el abad—; pero vuestro noble
esposo ha muerto ayer.

—¿Ha muerto?—contestó doña Beatriz, asombrada—; pero, decidme, ¿ha
muerto en los brazos de la religión y reconciliado con el cielo?

—Ha muerto como había vivido—exclamó el abad sin poder enfrenar su
natural adustez, lleno de cólera y rencor, y apartado de toda idea de
caridad y de templanza.

—¡Oh, desgraciado, infeliz de él!—exclamó doña Beatriz, juntando las
manos y con doloroso acento—; ¿y cuál habrá sido su acogida en el
tribunal de la justicia eterna?

Al escuchar el tono de verdadera aflicción con que fueron
pronunciadas estas palabras, el abad no fué dueño de su sorpresa. El
conde había traído males sin cuento sobre aquella bondadosa criatura;
su porvenir se había disipado como un humo en manos de aquel hombre;
sus negras tramas habían robado la libertad y hasta la esperanza de
la dicha al desventurado don Álvaro, y, sin embargo, a la idea de su
infortunio perdurable su corazón se estremecía. Doña Beatriz no le
amaba, porque no cabía en su altivez poner su afecto en quien así se
olvidaba de sí propio y de su nacimiento, ni menos renunciar a la
única ilusión que de tiempos mejores le quedaba, bien que enlutada
y marchita; pero los ímpetus del resentimiento y del odio no podían
avenirse largo tiempo con la irresistible propensión a perdonar que
dormía en el fondo de su pecho; y delante de las tinieblas de la
eternidad, que más de una vez se habían ofrecido a sus ojos, bien
conocía la pequeñez de las pasiones humanas.

—Hija mía—respondió el abad, conmovido a vista de tan noble
desprendimiento y tomándole la mano—, ¿cómo desconfiáis así de la
misericordia de Dios? Sus crímenes eran grandes, y la paz y la
justicia han huído siempre al ruido de sus pasos; pero su juez está
en el cielo, y a su clemencia sin límites nada hay vedado. Pensad que
el buen ladrón se convirtió en la hora postrimera y que la fe es la
más santa de las virtudes.

—¡Válgale, pues, esa adorable clemencia!—contestó doña Beatriz,
sosegándose—, y el Señor le perdone.

—¿Como vos le perdonáis?

—Sí, como yo le perdono—respondió ella con acento firme, levantando
los ojos al cielo y poniendo la mano sobre el corazón—. ¡Ojalá que
todas las palabras que arranque la noticia de su desastroso fin no
sean más duras que las mías!

Quedáronse entrambos por un rato en un profundo silencio, durante el
cual el abad, mirándola de hito en hito, parecía observar con asombro
y alarma las huellas que la enfermedad y las pasiones habían dejado
en aquel cuerpo y semblante, cifra no mucho había de perfecciones y
lozanía. El pensamiento que semejante espectáculo suscitó en su alma,
llegó a ser tan doloroso, que sin alcanzar a contenerse, le dijo:

—Doña Beatriz, sabe el cielo que en mi vida entera vuestro bien y
contento han sido blanco constante de mis deseos. Yo he visto vuestra
alma desnuda y sin disfraces en el tribunal de la penitencia... ¿Cómo
no amaros cuanto se puede amar a la virtud y a la pureza? Y, sin
embargo, la austeridad de mis deberes se ha convertido contra vos,
y nadie en el mundo se ha hecho tanto daño como este anciano, que
siempre hubiera dado gustoso por vos la última gota de su sangre. ¿No
es verdad?

Doña Beatriz sólo dió por respuesta un largo suspiro arrancado de lo
más íntimo de su corazón.

—Harto me decís con eso—continuó el religioso con un tono de voz
apesarado—; pero escuchadme y veréis que aún puedo tal vez enmendar
mi obra. Vuestra dicha sería la gloria de mis postreros años, y
aunque nada me echa en cara mi conciencia, con ella se descargaría
mi corazón del peso con que vuestra desdicha le abruma. Yo no sé si
los usos del mundo me permiten hablaros de una esperanza que tal
vez me sea más halagüeña que a vos misma, pero vuestro infortunio
y mi carácter poco tienen que ver con las hipócritas formas y
exterioridades de los hombres. Doña Beatriz, en la actualidad sois
libre.

—¿Y qué me importa la libertad?—contestó ella con más presteza de la
que podía esperarse de su abatido acento—. Alguna vez he oído decir
a caballeros que han padecido cautividad en tierra de moros, que los
príncipes y señores de aquella tierra conceden la libertad a las
mancebas de sus serrallos cuando la vejez les ha robado fuerza, vigor
y hermosura. Ahí tenéis una libertad muy semejante a la mía.

—No, hija mía—respondió el religioso—; no es tan menguado el don que
el cielo te concede: escúchame. Cuando don Álvaro entró en el Temple,
aconsejado más de su dolor que de su prudencia, la Orden estaba ya
suspensa de todas sus prerrogativas y derechos, emplazada ante el
concilio de los obispos, secuestrados sus bienes y sin poder admitir
en su milicia un solo soldado, ligado con sus solemnes y terribles
votos. Si don Álvaro hizo su profesión, si su tío el maestre le
vistió el hábito de Hugo de Paganis y de Guillén de Mouredón, fué
porque los caballeros todos querían tener por suya una lanza tan
afamada, y porque su sobrino le amenazó con pasarse a Rodas y tomar
el hábito de San Juan de Jerusalén. El recelo de perderle, por un
lado, y el miedo de introducir la desunión entre los suyos, cuando
la presencia del riesgo hacía más necesaria la concordia y concierto
de voluntades, le obligaron a atropellar por sus propios escrúpulos.
Mal pudo don Álvaro, de consiguiente, renunciar a su libertad, y
su profesión no dudo que será dada por nula en el concilio que
dentro de poco se juntará en Salamanca, y al cual se espera que se
presentarán los templarios de Castilla, sin alargar una lucha en
que la cristiandad los abandona. Yo me presentaré también ante los
padres, y espero que mi voz sea escuchada, y que el Señor os traiga a
entrambos horas más felices.

Doña Beatriz, que desde que escuchó el nombre de su amante había
estado colgada de las palabras del abad, fijos en él sus ojos, que,
de suyo hermosos y animados, recibían nuevo brillo de la enfermedad,
le dijo con ansiedad:

—¿Conque, según eso, aún puede amanecer para nosotros un día de
claridad y de consuelo?

—Sí, hija mía—contestó el monje—; y por la misericordia de Dios, así
confío que sucederá.

—¡Ah, ya es tarde, ya es tarde!—exclamó ella con un acento que partía
el corazón.

—Nunca es tarde para la misericordia divina—contestó el anciano, que,
ya sobresaltado por su aspecto, se sentía espantado con esta súbita
exclamación.

—Sí; ya es tarde, os digo—replicó ella con la mayor amargura—. Yo
veré amanecer ese día, pero mis ojos se cerrarán en cuanto su sol me
alumbre con sus rayos. Sí, sí; no os asombréis; el sueño ha huído
de mis párpados, mi corazón se ahoga dentro del pecho, mi pulso y
mis sienes no dejan de latir un instante. Cuando llego a descansar
un momento en brazos del sueño, oigo una voz que me llama, y veo mi
sombra que cruza los aires con un ramo de azucenas en la mano y una
corona de rosas blancas en la cabeza; y luego, otra sombra vestida
una túnica rutilante, como el hábito del Temple, y un casco guerrero
en la cabeza, me sale al encuentro, y alzándose la visera como en la
tarde del soto, me dice de nuevo, pero con un acento dulcísimo: «¡Soy
yo, doña Beatriz!» ¡Y esta sombra es la suya! Entonces despierto
bañada en sudor, palpitando mi corazón como si quisiera salirse del
pecho, y un diluvio de lágrimas corre por mis mejillas. Mi antiguo
valor me ha abandonado; mis días de gloria se han desvanecido; las
flores de mi juventud se han marchitado, y la única almohada en
que pretendo reclinar ya mi cabeza es la tierra de mi sepultura.
¡Ah!—exclamó retorciéndose las manos desesperadamente—, ¡ya es tarde!
¡ya es tarde!

Quedóse el abad como de hielo al escuchar aquella temible declaración
que, ahogada hasta entonces y comprimida, reventaba al fin con
inaudita violencia. El semblante de doña Beatriz, la flacura de su
cuerpo, la brillantez de su mirada, el metal de su voz habían llenado
su imaginación de zozobra y de recelo; pero ahora se había trocado
en una fatal certidumbre de que apenas sería dado a la ciencia y
al poder humano lavar aquel alma de las heces que el dolor había
dejado en su fondo, y curar aquel cuerpo de su terrible dolencia.
Sin embargo, cobrando fuerzas y saliendo de su estupor, la dijo con
acento suave y persuasivo:

—Doña Beatriz, para Dios nunca es tarde, ni en su poder puede poner
tasa el orgullo o la desesperación humana. Acordaos de que sacó vivo
del sepulcro a Lázaro, y no arrojéis de vuestro seno la esperanza,
que, como vos misma decíais en una solemne ocasión, es una virtud
divina.

—Tenéis razón, padre mío—repuso ella como avergonzada de aquel
ímpetu, que no había podido sojuzgar, y secándose las lágrimas—;
hágase su voluntad, y mírenos con ojos de misericordia, porque en Él
solo espero.

—¿Por qué así, hija mía?—replicó el monje—; todavía sois joven y
quizá contaréis muchos días de felicidad.

—¡Ay, no!—contestó ella—; mi prueba ha sido muy dura y yo me he
quebrantado en ella como frágil vasija de barro, pero nunca me
levantaré contra el alfarero que me formó.

—Doña Beatriz, dadme vuestro permiso para retirarme—dijo el religioso
poniéndose en pie—; advierto que con este coloquio os habéis agitado
en demasía, pero os dejo muy encomendada la memoria de mis consejos.
Probablemente no tardaré en ausentarme, porque los caballeros del
Temple al cabo se sujetarán de grado al concilio de Salamanca, y a
mí, que he sido el causador de vuestros males, aunque inocente, me
toca repararlos.

La señora le besó la mano y le despidió, pero no pudo honrarle hasta
la puerta, por la debilidad que sentía después de tan agitada escena.
Desde allí le acompañó la abadesa y las más ancianas de la comunidad
hasta la portería del monasterio, en tanto que doña Beatriz quedaba
entregada al nuevo tumulto que con aquella imprevista esperanza
se había despertado en su corazón. Lástima grande que sus ojos,
anublados por las lágrimas y acostumbrados a las tinieblas del dolor,
se sintiesen más ofendidos que halagados con aquella luz tan viva y
resplandeciente.

[Ilustración]



[Ilustración]

CAPÍTULO XXX


En tanto que esto pasaba en Villabuena seguían los tratos en Cornatel
entre Saldaña y el señor de Arganza, con esperanzas cada día mayores
de un amigable y caballeroso arreglo. Las noticias que desde antes de
la muerte del conde de Lemus sin interrupción se sucedían, iban dando
en tierra poco a poco con el aéreo castillo de las esperanzas de
aquel viejo entusiasta y valeroso. Al cabo de tantos sueños de gloria
y de grandeza, la mano de la realidad le mostraba, en perspectiva no
muy lejana, la ruina inevitable de su Orden, que el cielo abandonaba
en sus altos juicios, después de haberla adornado como a un rápido
meteoro de rayos y resplandores semejantes a los del sol.

No bien se habían retirado los enemigos, después de la muerte de
su capitán, pasó Saldaña al aposento donde por orden suya habían
encerrado a don Álvaro. Conociendo su carácter impetuoso y violento,
entró decidido a sufrir todas las injusticias de su cólera,
exacerbada entonces hasta el último grado por la injuria que creía
recibida. Estaba sentado en un rincón con los codos en las rodillas
y la cara entre las manos, y aunque oyó descorrer los cerrojos y
abrir la puerta, no salió de sus sombrías cavilaciones; pero no bien
escuchó la voz del comendador, saltó como un tigre de su asiento,
y plantándose delante de él comenzó a mirarle de hito en hito. El
comendador le miraba también, pero con gran sosiego y con toda la
dulzura que cabía en su carácter violento; con lo cual se doblaba la
cólera del agraviado caballero. Por fin, enfrenando su ira como pudo,
le dijo con voz cortada y ronca:

—En verdad que si los enemigos de nuestra Orden logran sus ruines
deseos, y quedamos ambos sueltos de los lazos que nos atan, os tengo
de arrancar la vida o dejar la mía en vuestras manos.

—Aquí la tenéis—contestó el comendador con tono templado—; poco
me arrancan con ella, cuando ya no puedo emplearla en servicio de
nuestra santa Orden. Harto mejor fuera morir a vuestras manos que
en la soledad y el destierro; pero como quiera que sea, el haber
arrancado al conde de vuestras manos es la única merced y prueba de
cariño que habéis recibido de mí en vuestra vida.

Don Álvaro se quedó extático con esta respuesta, pues conociendo el
respetable carácter de Saldaña, no podía figurarse que en su mayor
baldón se cifrara un servicio tan eminente. Embrollada su mente en
tan opuestas ideas, permaneció callado por un buen rato.

—Don Álvaro—le dijo de nuevo el anciano, ¿creéis que doña Beatriz
pudiera dar su mano a quien estuviese manchado con la sangre de quien
al cabo era su esposo?

—Tal vez no—contestó don Álvaro, en quien aquel nombre había
producido un estremecimiento involuntario.

—Pues ahí tenéis el servicio que me debéis. A un mismo tiempo he
vengado a mi Orden y os he acercado a doña Beatriz.

—¿Qué estáis ahí diciendo?—repuso don Álvaro cada vez más confuso y
aturdido—; ¿qué puede haber de común entre doña Beatriz y yo, si no
es la igualdad de la desventura?

—Dentro de poco, probablemente, recobraréis vuestra libertad, y
entonces...

—¿Cómo echáis en el olvido que mis votos sólo se rompen con la
muerte?—le replicó el joven amargamente.

—Ni vos pudísteis pronunciarlos, ni nosotros recibirlos. Nuestra
Orden estaba ya emplazada delante del concilio, y cuando en él
comparezcamos yo me acusaré de que el maestre, vuestro tío, sólo os
recibió por nuestra violencia.

—Pero yo diré lo que mi corazón sentía, y que por mi parte fueron
y son de todas veras sinceros. Mi suerte, además, será la vuestra,
porque nuestro crimen es el mismo. Pero, decidme—añadió olvidando su
resentimiento y acercándose al comendador con interés—, ¿cómo vamos a
presentarnos al concilio?

—Como reos, y a la merced de nuestros enemigos—respondió Saldaña
procurando reprimir algunas lágrimas de coraje que se asomaban a
sus ojos—. La Europa entera se levanta contra nosotros, y Dios nos
ha dejado en medio del mar, que atravesábamos a pie enjuto, como al
ejército de Faraón. De hoy más, Jerusalén—continuó volviéndose al
oriente con las manos extendidas y soltando la rienda al llanto y
a los sollozos—, de hoy más, compra tu pan y granjéate tu agua con
dinero, como en los tiempos del profeta, porque el Señor ha tendido
sus redes y no aparta su mano de tu perdición. Todos tus amados te
han desamparado, y la esterilidad y la viudez vendrán juntas sobre ti.

Entonces, y después de dar vado a su intenso dolor, contó a don
Álvaro el desaliento que cundía entre los templarios de Aragón y
de Castilla, que ya habían entregado algunas de sus fortalezas, y,
finalmente, el desamparo y aislamiento total a que la calumnia y
codicia por un lado, y la superstición por otro, les habían reducido.
Últimamente le mostró una carta que había recibido de don Rodrigo,
poco antes de la embestida en que acabó tan miserablemente el conde
de Lemus, en que le mandaba tan funestas nuevas, insistiendo en la
necesidad de dar pronto término a tan aciaga lucha, sin menoscabo
del honor en todo caso. Advertíale asimismo de lo conveniente que
sería a su fama acudir prontamente al concilio de Salamanca, sobre
todo después que algunos de los obispos que debían componerle le
habían asegurado por escrito, contestando a sus cartas, que en aquel
importante juicio entraban limpios de toda prevención y ojeriza,
y que jamás consentirían en que se atropellasen sus fueros de
caballeros y miembros de la iglesia. El comendador no había querido
dar a conocer estas cartas a ninguno de los suyos, porque la enemiga
del de Lemus cerraba la puerta a todo trato honroso, y por otra
parte semejantes nuevas podían enfriar una resolución que de ningún
modo sobraba delante de contrario tan sañudo. Apartado, por fin,
este obstáculo, y entabladas las negociaciones bajo distinto pie por
el señor de Arganza, manifestó a don Álvaro que pronto asentarían
sus capitulaciones y pondrían la fortaleza de Cornatel, y aun la de
Ponferrada quizá, en poder de don Alonso.

—Hijo mío—le dijo por último—, la venda ha caído de mis ojos, y mis
sueños de gloria y de conquista se han desvanecido, porque el Balza
no volverá a desafiar al viento en nuestras torres. Comoquiera,
tú eres joven y la felicidad aún puede mostrarte su rostro en los
albores de tu primavera. El único obstáculo invencible que había lo
he quebrantado yo en pedazos contra las rocas y precipicios de este
castillo. Por lo que hace a mí, si Dios conserva, a pesar de tan
fieros golpes, esta vida tan cascada, no residiré ya más en esta
Europa ruin y cobarde, que así abandona el sepulcro del Salvador,
y sólo guerrea contra los que han dado su vida y su sangre por él.
¿Todavía me guardas ahora rencor por lo pasado?—preguntó a don Álvaro
asiéndole de la mano y trayéndole hacia sí.

—¡Oh, noble Saldaña!—exclamó el joven precipitándose en sus brazos y
estrechándole fuertemente—. ¿Qué habéis encontrado en mí para tanta
bondad y cariño como me prodigáis a manos llenas? ¿Quién puede tachar
de seco vuestro noble corazón?

—Así es la verdad, don Álvaro—contestó el anciano—y con eso no me
ultrajan. Mis pensamientos me han servido como las alas al águila
para levantarme de la morada de los hombres; pero, como ella, he
tenido que vivir en las quiebras de los peñascos donde silban los
vientos. ¿Que por qué te he querido? Porque sólo tú eras digno de
morar conmigo en el altura, como mi polluelo, para mirar al sol y
acechar el llano. Ahora la montaña se ha hundido, y cuando mis alas
ya no me sostengan, iré a caer en un arenal apartado para morir
en él. ¡Ojalá que entonces pueda verte posado con tu compañera a
la orilla de una fuente en el valle florido, de donde sólo te ha
apartado la iniquidad y la desdicha!

Con tan melancólicas palabras se acabó aquella conversación, que
interrumpió la llegada del señor de Arganza. La entrevista con
entrambos caballeros, testigos de la terrible escena del cercado de
Arganza, no pudo menos de traer un sin fin de memorias tristes a don
Alonso, que en la cortés acogida que hizo a don Álvaro, y en los
grandes y delicados elogios que tributó a sus recientes hazañas, le
dió claramente a entender cuán mudado estaba su espíritu y cuántos
pesares le había acarreado su anterior conducta.

Las bases y condiciones de aquel tratado se ajustaron prontamente
a gusto de los templarios, y a los pocos días desocuparon aquel
castillo que con tanto valor habían guardado. Saldaña antes de salir
indicó al señor de Arganza el mismo pensamiento que a don Álvaro,
y por la alegre sorpresa con que fué recibido pudo conocer que
sus deseos se cumplirían. Don Alonso acompañó a los templarios a
Ponferrada, y para colmo de cortesía, el pendón de la Orden no dejó
de ondear por mandato suyo en la torre de Cornatel, en tanto que sus
moradores pudieran divisar al volverse aquellas enriscadas almenas
que ya no volverían a defender.

En la hermosa bailía de Ponferrada se fueron juntando todos los
templarios del país, dejando las fortalezas de Corullón, Valcarce
y Bembibre en poder de las tropas del señor de Arganza y de algún
tercio que había mandado el marqués de Astorga. Todos iban llegando
silenciosos y sombríos, montados en sus soberbios caballos de
guerra, y seguidos de sus pajes y esclavos africanos que traían
otros palafrenes del diestro. El espectáculo de aquellos guerreros
indomables y jurados enemigos de los infieles que entonces se rendían
sin pelear y por sola la fuerza de las circunstancias, era tan
doloroso que el abad de Carracedo y don Alonso, que lo presenciaban,
apenas podían disimular sus lágrimas. El mismo tesón con que aquellos
altivos soldados encubrían sus propios sentimientos, y la igualdad
de ánimo que aparentaban, no hacían sino encapotar más y más aquel
cuadro, de suyo lóbrego y negro.

Cualidad de las almas bien nacidas es trocar el odio en afición y
respeto cuando llega la hora de la desgracia para sus enemigos, y
esto cabalmente fué lo que sucedió con el abad y el señor de Arganza,
que entonces renovaron los vínculos de antigua amistad con el maestre
don Rodrigo. El monje determinó desde luego acompañarlos al solemne
juicio que iba a abrirse en Salamanca, para dar personal testimonio
de la virtud del maestre y de algunos caballeros, y especialmente
para cumplir a doña Beatriz la palabra que le había empeñado de
volverle la felicidad que en su juventud se había imaginado. Don
Alonso, que no podía salir del país, cuya custodia le estaba
encomendada por su rey, apuró todos los recursos de su hidalguía por
hacer menos dura su suerte a aquellos desgraciados.

Por grande que fuese el deseo de los templarios de salir de aquel
trance incierto y penoso a que se veían expuestos, los preparativos
de su marcha y las formalidades necesarias para la entrega de sus
bienes se llevaron algún tiempo. Una mañana, pues, que Saldaña se
paseaba por los adarves que miran al Poniente y veía correr el Sil
a sus pies con sordo murmullo, vino un aspirante a decirle que un
montañés solicitaba hablarle. Mandóle al punto que lo condujese a su
presencia, y a los pocos minutos se encontró delante a un conocido
nuestro, que quitándose la gorra de pieles con tanto respeto como
llaneza, le dijo:

—Dios os guarde, señor comendador. Acá estamos todos.

—¿Eres tú, Andrade?—respondió el comendador, sorprendido—. ¿Pues qué
te trae por esta tierra?

—Yo os lo diré, señor, en dos palabras. El otro día vino mi primo
Damián a Ponferrada a vender unas pellejas de corzo y de rebezo, y
llevó allá una porción de noticias, diciendo que ya no teníais más
castillo que éste, que os iban a llevar a Salamanca, y allí qué sé yo
qué cosas dijo que iban a hacer con vosotros. En fin, ellas no son
para contadas, ni importa un caracol que las sepáis. Pues señor, como
iba diciendo, yo siempre me he echado la cuenta de mi padre, de que
«el que no es agradecido no es bien nacido», y como allá en Cornatel
me disteis la vida dos veces, y además aquel puñado de doblas, que en
mi vida vi más juntas, vengo a deciros que, si el diablo lo enreda,
os venís allá a mi casa, y Cristo con todos. Ello no estaréis muy
bien, porque allá aun los ricos somos pobres; pero lo que es a buena
voluntad, no nos gana ningún rey; y mi mujer, en cuanto se lo dije,
se puso más contenta que unas castañuelas, y al punto comenzó a
pensar en las gallinas, pichones y cabritos que estaban más gordos
para regalaros con ellos. Conque ya lo sabéis, si os venís conmigo,
lo que es allí no han de ir a buscaros. ¡Ah! se me olvidaba deciros
que os llevaseis también al señor de Bembibre, porque sé que le
queréis tanto como su tío, y bien me acuerdo de lo cortés que estuvo
con nosotros en Cornatel.

El comendador, que no esperaba semejante visita, ni mucho menos que
tuviese semejante objeto, cuando el universo entero abandonaba a los
templarios, se vió tan dulcemente sorprendido que la emoción le atajó
la palabra por un rato. Por fin, dominándola con su acostumbrada
energía, se llegó al montañés, y apretándole la mano vivamente, le
contestó:

—Andrade, lo que contigo hice lo mismo hubiera hecho con cualquiera;
pero tú eres el primero que tales muestras de afición me da. Anda con
Dios, buen Cosme, y que su bondad te prospere a ti y a los tuyos,
como yo se lo pediré siempre. Ningún riesgo nos amenaza, porque ya
sabes que son obispos los que nos van a juzgar, y en cuanto al rey y
sus ricos hombres—añadió con amargura—, cuando se hayan hartado con
nuestra abundancia, se cansarán de ladrar y de morder.

—No, pues lo que es con eso no me sosiego yo—repuso Andrade—; porque,
según me dijo el cura el otro día, los jueces de Francia también eran
sacerdotes, y así y todo...

—Nada hay que temer, buen Andrade; vuélvete a tu montaña y cree que
me dejas muy obligado.

—Conque a lo que veo—insistió el montañés—, ¿estáis en ir a Salamanca
y sufrir el juicio?

El comendador le hizo señal de que así era.

—Pues entonces, yo quiero ir allá para servir de testigo. Señor
comendador, a la paz de Dios, que dentro de tres días o cuatro aquí
estoy.

Y sin atender a las razones del anciano, tomó el camino de Cabrera,
de donde volvió al tiempo señalado.

Llegó por fin la hora de que los templarios reunidos en Ponferrada
abandonasen aquel último baluarte de su poder y grandeza. Por
inevitable que sea la desgracia, la hora en que llega siempre es
dolorosa, sin duda, porque con ella se rompe el último hilo de la
esperanza invisible a los ojos, mas no por eso desprendido del
corazón. Aquellos guerreros que sucesivamente habían dejado los demás
castillos del país, mientras se vieron al abrigo de aquellas murallas
todavía respiraban el aire de su grandeza; pero al desampararlas con
la imaginación llena de funestos presentimientos, los ánimos más
fuertes flaqueaban.

El día señalado muy de madrugada juntáronse en la anchurosa plaza de
armas del castillo caballeros, aspirantes, pajes y esclavos.

Reinaba un silencio funeral y todos tendían los ojos por aquel
hermoso paisaje, que aunque desnudo de hojas y azotado por el soplo
del invierno, todavía parecía agraciado y pintoresco a causa de los
variados términos de su perspectiva y la suave degradación de sus
montañas. Por fin se presentó el maestre, y después de dichas las
oraciones de la mañana, montaron a caballo y al son de una marcha
guerrera comenzaron a moverse hacia el puente levadizo.

Antes de llegar a éste y encima del arco del rastrillo, existe
todavía un gran escudo de armas, cuyos cuarteles están de todo punto
carcomidos, menos la cruz, que se conserva entera y distinta, y las
tres primeras palabras de un versículo de los salmos que todavía se
leen. Estas eran las armas del Temple, que desde entonces iban a
quedar sin dueño y abandonadas, por lo tanto sin honra, después de
haber sido símbolo de tanta gloria y cifra de tanto poder.

Este pensamiento ocupaba, sin duda, la mente de don Rodrigo, que por
su clase caminaba el delantero, pues al llegar al puente levadizo
volvió de repente su caballo, y mirando al escudo al través de las
lágrimas que empañaban sus cansados ojos, exclamó con una voz que
parecía salir de un sepulcro y leyendo la sagrada inscripción: _Nisi
dominus custodierit civitatem, frustra vigilat qui custodit eam_. Los
caballeros volvieron igualmente sus ojos, y en medio del desamparo
a que se veían reducidos, repitieron las palabras de su maestre,
después de lo cual, espoleando sus corceles, salieron con gran priesa
de aquella fortaleza adonde no debían volver.

Don Alonso los acompañó hasta que cruzaron el Boeza, y allí los
dejó con el abad de Carracedo, que los seguía a Salamanca, llevado
de su noble y santo propósito. El buen Andrade caminaba entre don
Álvaro y el comendador, y de todos recibía infinitas muestras de
cortesía y bondad, que no acertaba a explicarse, porque su rectitud
natural y sencilla desnudaba de todo mérito aquella acción generosa y
desinteresada. De esta suerte hicieron su viaje a Salamanca, donde ya
estaban juntos los obispos, que bajo la presidencia del arzobispo de
Santiago, componían aquel concilio provincial.

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[Ilustración]

CAPÍTULO XXXI


Las muchas seguridades que doña Beatriz recibió del abad y de su buen
padre, acerca de la suerte que aguardaba a los templarios españoles,
no fueron poderosas a calmar los recelos y zozobras que se agolpaban
en su ánimo: ¡tan hondas raíces había echado en su corazón el pesar,
y tan negra tinta derramaba su imaginación aun sobre los objetos más
risueños! Si había de juzgar de las disposiciones de los obispos por
las que durante mucho tiempo había abrigado el prelado de Carracedo,
no tenía a la verdad gran motivo para tranquilizarse, y por otra
parte el embravecimiento de la opinión contra los templarios había
llegado a tal punto, que todo podía temerse con razón. Añádase a esto
que su enfermedad teñía habitualmente de un color opaco aun los más
brillantes objetos, y fácil será de presumir los muchos y turbios
celajes que empañaban aquel rápido vislumbre de felicidad que el abad
le había mostrado. No desconocía, por otra parte, que don Álvaro era
un objeto de enemistad especial para el infante don Juan, desde los
sucesos de Tordehumos, y su discreción natural le daba a entender que
en medio de la inquietud que inspiraban los templarios, aun después
de su caída, no dejaría de haber dificultades para restituir su
libertad, su poder y sus bienes a quien tan decidido apoyo les había
prestado, hasta el punto de aceptar sus votos y compromisos.

Contra tan sólidas razones poco valían todos los argumentos de su
padre y de su tía; de manera que la misma esperanza venía a ser
para ella una luz sin cesar combatida por el viento, y que esparcía
alrededor sombras y dudas antes que seguridad y resplandores. El
incesante anhelar y zozobra que tan poderosamente habían contribuído
a la ruina de su salud, continuaron por lo tanto minándola a gran
priesa, y como en la postración de su cuerpo toda clase de emociones
venían a ser por igual dañosas, cada día sus fuerzas se disminuían
y se aumentaba el cuidado de los que andaban a su alrededor. Don
Alonso, que achacaba a sus pesares y desvelos los estragos que se
veían en su rostro, comenzó a inquietarse seriamente cuando llegó
a advertir que aquella dolencia, derivada sin duda del alma en un
principio, existía ya de por sí y como cosa aparte. Al cariño de
padre, al aguijón del remordimiento, vinieron a mezclarse entonces
los temores del caballero que temblaba por la suerte y el porvenir
de su linaje, depositados en tan frágil vaso, cabalmente cuando el
destino parecía que iba a convertir en bronce su vidrio delicado.

Posesionado ya de los castillos del Bierzo y sosegados todos los
rumores de guerra, pensó en sacar a doña Beatriz del monasterio y
en restituirse con ella a su casa de Arganza. Poco se alegró la
joven con la resolución de su padre, porque mientras su suerte se
fallaba, ningún lugar había más acomodado a la solemnidad religiosa
de sus pensamientos y a la tranquilidad que tanto había menester su
espíritu, que el retiro de Villabuena. Los recuerdos de la infancia
y adolescencia, tan dulces de suyo al corazón, más de una vez se
acibaran con las imágenes que los acompañan, y entonces su consuelo
y blandura son más que dudosos. Así, doña Beatriz, que en los muros
de la casa paterna había visto en brevísimo espacio de tiempo nacer
y agostarse la flor de su ventura, desaparecer su madre, perderse su
libertad y aparecer impensadamente un sol que juzgaba para siempre
puesto, sólo para cegar sus ojos y dejar un rastro de desolada luz en
su memoria, temblaba volver a aquel recinto, cuando tan enigmático
se presentaba todavía lo futuro. Sin embargo, el atractivo que para
su alma pura y piadosa tenían las cenizas de su madre, el deseo
de acompañar a su anciano padre y la seguridad de que los objetos
exteriores sólo podían atenuar muy levemente las ideas que como
con un buril de fuego estaban impresas en su alma, le decidieron a
abandonar por segunda vez aquella casa, de donde había salido antes
para tantos pesares y sinsabores, y de la cual entonces se separaba
sin más patrimonio que una lejana y débil esperanza; igualmente
privada de salud y de alegría. Despidióse, pues, de su tía, y de las
buenas religiosas sus amigas y compañeras, sin extremos ni sollozos,
pero profundamente conmovida y echando miradas tan vagarosas a
aquellos sitios como si hubiesen de ser las postreras. Aunque sus
males y tristezas eran como una sombra para aquellas santas mujeres,
su dulzura, su discreción, su bondad y hasta el particular atractivo
de su figura, las aficionaban extraordinariamente a su trato y
compañía: así fué que por su parte hicieron gran llanto en su partida.

Por fin salió acompañada de su Martina y de sus antiguos criados.
¿Dónde estaban los días en que sobre un ágil y revuelto palafrén
corría los bosques de Arganza y Hervededo con un azor en el puño,
acechando las garzas del aire, como una ninfa cazadora? Ahora, ni
aun el sosegado y cómodo paso de su hacanea podía sufrir, y más de
una vez hubo de pararse la cabalgada en el camino para reclinarla al
pie de un árbol solitario, donde cobrase aliento. La agitación de
la despedida la había debilitado en gran manera; así es que llegó
a Arganza más desencajada que de ordinario y llena de fatiga. Las
imágenes que aquellos sitios le presentaron, animadas con todo el
ardor de la calentura, produjeron gran trastorno en su ánimo, y
aguaron el contento de aquellos pacíficos aldeanos, para quienes su
venida era como la visita de los ángeles para los patriarcas.

A la mañana siguiente quiso bajar a la capilla donde estaba enterrada
doña Blanca, y por la tarde, apoyada en Martina y en su padre, que
apenas se atrevía a contrariarla, se encaminó lentamente al nogal
de la orilla del arroyo, debajo de cuyas ramas se despidió don
Álvaro para siempre. Si sus lágrimas hubieran corrido en abundancia,
sin duda se hubiera descargado de un gran peso; pero el deseo
de esconderlas de su padre las cuajó en sus ojos, y el esfuerzo
que hubo de hacer se convirtió, como era natural, en daño suyo.
Aquella noche la lenta calentura que la consumía se avivó en tales
términos, que entró en un delirio terrible en que sin cesar hablaba
del conde, de su madre y de don Álvaro, quejándose dolorosamente
de cuando en cuando. El señor de Arganza, desolado y fuera de sí,
mandó inmediatamente por el anciano monje de Carracedo, que ya la
había asistido en Villabuena, cuando su anterior enfermedad. El buen
religioso vino al amanecer con toda diligencia y encontró ya a doña
Beatriz casi de todo punto sosegada, porque en aquella complexión ya
destruída no tenían gran duración los accesos del mal. Informóse, sin
embargo, de todo lo sucedido, y como don Alonso descorriese a sus
ojos hasta el último velo, le dijo:

—Noble don Alonso, fuerza será que vuestra hija no vea durante algún
tiempo estos sitios que tan dolorosas memorias renuevan en ella.
Trasladadla sin perder tiempo a la quinta que poseían los templarios
sobre el lago de Carucedo, porque allí es el aire más templado y
el país más plácido y halagüeño. Pronto vendrá la primavera con sus
flores, y entonces se decidirá la suerte de doña Beatriz, que, de
continuar aquí, no puede menos de ser desastrada.

—Pero, decidme—le preguntó con ansiedad el señor de Arganza—, ¿y vos
me respondéis de su vida?

—Su vida—le contestó el religioso—está en las manos de Dios, que
nos manda confiar y esperar en él. Sin embargo, vuestra hija es
joven todavía, y por profunda raíz que haya echado el mal en ella,
bien puede suceder que un suceso feliz y precursor de una época
nueva la curase harto mejor que todos los humanos remedios. No nos
descuidemos: de nuevo os lo encargo; aprovechad el respiro que va a
darnos un calmante que tomará hoy, y lleváosla al punto.

Con efecto, el calmante proporcionó tan grande alivio a la enferma,
que don Alonso, devorado de recelos y de inquietudes, después de
acelerar todos los preparativos de viaje, partió a los dos días con
su hija. Algo mejor preparada ésta y atenta más que a su quietud y
bienestar propio, al sosiego de su padre, emprendió sin repugnancia
su nueva peregrinación, despidiéndose de aquellos sitios, teatro de
sus juegos infantiles, con un mal disimulado acento, en que no podía
traslucirse la esperanza de volverlos a ver. Tal vez nadie mejor que
ella podía juzgar de su estado, pues sólo a sus ojos era dado ver los
estragos de su alma; pero ¿quién podía adivinar lo que el porvenir
guardaba en los pliegues obscuros de su manto? Y, por otra parte, la
imagen de don Álvaro, libre de sus votos, más rendido, más noble y
más hermoso que nunca, era como un ave de buen agüero, cuyos cantos
se quedan halagando el oído por rápido que sea su vuelo.

La comitiva cruzó el Sil por la misma barca de Villadepalos, que en
otros tiempos más felices debió conducirla en brazos de su amante a
un puerto de seguridad y de ventura. Fatalidad, y no pequeña, era
encontrar por todas partes memorias tan aciagas; pero aquel reducido
país había servido de campo a tantos sucesos que más o menos de cerca
le tocaban, que bien podía decirse que sus pensamientos y recuerdos
lo poblaban, y de dondequiera salían al encuentro de sus miradas.

Pasado el río hay una cuesta muy empinada desde la cual a un tiempo
se divisan entrambas orillas del Sil, todo el llano que forma su
cuenca, el convento de Carracedo con su gran mole blanca en medio
de una fresquísima alfombra de prados, y los diversos términos y
accidentes de las cordilleras que por dondequiera cierran y amojonan
aquel país.

Comenzaba a desprenderse la vegetación de los grillos del
invierno; el Sil, un poco crecido, pero cristalino y claro, corría
majestuosamente entre los sotos todavía desnudos que adornaban sus
márgenes: el cielo estaba surcado de nubes blanquecinas en forma de
bandas, por entre las cuales se descubría un azul purísimo, y una
porción de mirlos y jilgueros, revoloteando por entre los arbustos y
matas, anunciaban con sus trinos y piadas la venida del buen tiempo.

Del otro lado descollaban las sierras de la Aguiana con sus crestas
coronadas de nubes a la sazón y los agudos y encendidos picachos
de las Médulas remataban su cadena con una gradación muy vistosa.
Casi al pie se extendía el lago de Carucedo, rodeado de pueblos,
cuyos tejados de pizarras azules vislumbraban al sol siempre que se
descubría; y terminado por dos montes, de los cuales el que mira a
Mediodía estaba cubierto de árboles, mientras el que da al Norte
formaba extraño contraste por su desnudez y peladas rocas. Doña
Beatriz se sentó a descansar un rato en el alto de la cuesta, y desde
allí tendía la vista por entrambas perspectivas, levantando de vez
en cuando sus ojos al cielo, como si le rogase que los recuerdos de
amargura y las pruebas de su juventud quedasen a su espalda, como la
tierra de Egipto detrás de su pueblo escogido, y a orillas de aquel
lago apacible y sereno comenzase una nueva era de salud, de esperanza
y de alegría que apenas se atrevía a fingir en su imaginación.
Después de descansar un rato, subió la comitiva en sus caballos y
se encaminó silenciosamente a la hermosa quinta en que doña Beatriz
debía aguardar el fallo de su vida y de su suerte.

Era ésta un edificio con algunas fortificaciones a la usanza de
la época, pero sobrado primoroso para fortaleza, porque todos los
frágiles adornos y labores del gusto árabe se juntaban en sus
afiligranadas puertas y ventanas y en los capiteles que coronaban
sus almenas. Habíanla labrado los templarios en tiempos de su mayor
esplendor; y para su asiento escogieron una colina poco elevada y
de suavísimo declive que está debajo del pueblo de _Lago_ y domina
la líquida llanura en cuyos cristales moja sus pies. Forma el lago
junto a ella un lindo seno, y allí se abrigaban algunos esquifes
ligeros en que los caballeros acostumbraban a solazarse con la pesca
de las anguilas, de que hay gran abundancia, y cazando con ballesta
algunas de las infinitas aves acuáticas que surcan la resplandeciente
superficie. Como las áridas cuestas del monte del Norte que los
naturales apellidan de los _Caballos_ hacían espaldas a la quinta,
resultaba que de aquel paisaje agraciado y lleno de suavidad,
únicamente se ocultaban los términos áridos y yermos. Lo restante
era y es todavía un panorama de variedad y amenidad grandísima, que
repelido por el espejo del lago figura a veces, cuando lo agita
blandamente la brisa, un mar confuso de rocas, árboles, viñedos y
colinas sin cesar divididos y juntados por una mano invisible. Tiene
el lago más de una ensenada, y la que se prolonga entre Oriente y
Norte perdida entre las sinuosidades de un valle, parece dilatar su
extensión, y los juncos y espadañas que la pueblan sirven de abrigo
a infinitas gallinetas de agua y lavancos de cuello tornasolado. No
lejos de esta ensenada está el pueblo de Carracedo sentado en una
fresca encañada y a su extremo una porción de encinas viejísimas y
corpulentas, cuyas pendientes ramas se asemejan a las de los árboles
del desmayo, sirven de límite a las aguas, mientras en la opuesta
orilla occidental un soto de castaños enormes señala también su
término a los caudales del lago.

Doña Beatriz, que tenía un alma abierta, por desgracia suya en
demasía, a todas las emociones puras y nobles, no pudo menos de
admirar la belleza del paisaje, cuando las laderas de los montes
que descienden al lago y su hermosa tabla comenzaron a desplegarse
a sus ojos desde las alturas de San Juan de Paluezas. A medida que
se acercaba íbase descogiendo un nuevo pliegue del terreno, y ora un
grupo de árboles, ora un arroyo que serpenteaba en alguna quiebra,
ora una manada de cabras que parecían colgadas de una roca, a cada
paso derramaban nuevas gracias sobre aquel cuadro. Cuando por fin
llegó a la quinta y se asomó al mirador, desde el cual todos los
contornos se registraban, subieron de punto a sus ojos todas aquellas
bellezas.

El sol se ponía detrás de los montes dejando un vivo rastro de
luz que se extendía por el lago y a un mismo tiempo iluminaba los
diversos terrenos, esparciendo aquí sombras y allí claridades.
Numerosos rebaños de ganado vacuno bajaban mugiendo a beber, moviendo
sus esquilas, y otros hatos de ovejas y cabras y tal cual piara de
yeguas con sus potros juguetones, venían también a templar su sed,
triscando y botando, mezclando relinchos y balidos. Los lavancos y
gallinetas, tan pronto en escuadrones ordenados, como desparramados y
solitarios, nadaban por aquella reluciente llanura. Una pastora que
en su saya clara y dengue encarnado mostraba ser joven y soltera y en
sus movimientos gran soltura y garbo, conducía sus ovejas cantando
una tonada sentida y armoniosa, y como si fuera un eco, de una barca
que cruzaba silenciosa, costeando la orilla opuesta, salía una
canción guerrera entonada por la voz robusta de un hombre, pero que,
apagada por la distancia, perdía toda su dureza, no de otra suerte
que si se uniese al coro armonioso, templado y suave que al declinar
el sol se levantaba de aquellas riberas.

Por risueños puntos de vista que ofrezcan las orillas del Cúa y del
Sil, fuerza es confesar que la calma, bonanza y plácido sosiego
del lago de Carucedo no tiene igual tal vez en el antiguo reino
de León. Doña Beatriz, casi arrobada en la contemplación de aquel
hermoso y rutilante espejo guarnecido de su silvestre marco de
peñascos, montañas, praderas y arbolados, parecía engolfada en
sus pensamientos. Para un corazón poseído de amor como el suyo,
la creación entera no parece sino el teatro de sus penas o su
felicidad, de sus esperanzas o sus dudas, y esto cabalmente sucedía
a aquella interesante y desgraciada señora. La imagen de don Álvaro
era el centro adonde iban a parar todos los hilos misteriosos
del sentimiento que en su alma despertaban aquellos lugares, y
entretejiéndolos con los que de tiempos más dichosos quedaban
todavía enmarañados en su memoria, formaba en su imaginación la tela
inacabable de una vida dichosa, llena de correspondencia dulcísima y
de aquel noble orgullo que en todos los pechos bien nacidos excita la
posesión de un bien legítimamente adquirido. ¡Engañosas visiones que
al menor soplo de la razón se despojaban de sus fantásticos atavíos y
caían en polvo menudo en medio de las puntas y abrojos que erizaban
el camino de doña Beatriz! Al cabo de una larga meditación, en la
cual como otras tantas ráfagas luminosas había visto pasar todas
aquellas representaciones doradas y suaves de un bien ya disipado, y
de otro bien incierto, y apenas bosquejado, la desdichada exhaló un
largo suspiro, y dijo:

—¡Dios no lo ha querido!

—Dios ha querido probarte y castigarme, ángel del cielo—contestó su
padre abrazándola—; nuestras penas acabaron ya y los nuevos tiempos
se acercan a más andar. Dios se apiadará de tu juventud y de estas
canas vecinas ya al sepulcro, y no querrá borrar mi nombre de la haz
de la tierra.

Doña Beatriz le besó la mano sin contestar, porque no se atrevía
a entregarse a tan risueñas ideas, ni alcanzaba a acallar los
presentimientos que de tiempos atrás habían llegado a posesionarse
de su espíritu, pues para colmo de amargura la muerte, que por tanto
tiempo había invocado como término y descanso de sus penas, sin verla
aparecer jamás, ahora cruzaba a lo lejos como un lúgubre relámpago,
cuando la vida cobraba a sus ojos todas las galas de la esperanza, y
sembraba de flores funerarias el camino que guiaba a su templo. Sin
embargo, doña Beatriz, como todas las almas fuertes, pasado el primer
estremecimiento hijo del barro, aceptaba sin miedo ni repugnancia
esta idea, y sólo le dolía de la contingencia de su fin prematuro
por el luto de su padre, y de aquel amante arrebatado de sus brazos
por una deshecha borrasca y que otra no menos deshecha podía volver
a ellos. Así, pues, sin decir palabra, se apoyó en el brazo del
anciano, y lentamente bajó la escalera con barandilla prolijamente
calada, y hasta que en la cámara para ella aderezada la dejó en
compañía de Martina. Dejémosla también nosotros entregada a las
dulzuras del sueño, que aquella noche bajaba sobre sus párpados más
suave y bienhechor que en muchos días, y transportémonos a Salamanca,
donde se iba a fallar el ruidoso proceso que traía alborotada a la
cristiandad entera.

[Ilustración]



[Ilustración]

CAPÍTULO XXXII


En medio de la tremenda tormenta que la envidia por un lado, la
codicia por otro y la superstición e ignorancia por casi todos,
habían levantado contra el Temple, la península puede gloriarse de
que su santuario se conservó exento del contagio de aquellos torpes y
groseros errores, y de aquellas pasiones ruines y bastardas. Sobrado
se les alcanzaba a sus obispos la fuente de males que tal vez hubiera
podido abrirse en Europa de la conservación y crecimiento de aquella
Orden decaída de su antigua pureza y virtud, y convertida a los
ojos del vulgo en piedra de reprobación y de escándalo; pero como
cristianos y caballeros, respetaban mucho a sus individuos, y no
desmintieron la noble confianza que en ellos había puesto don Rodrigo
Yáñez. Vanas fueron las prevenciones con que Aymerico, inquisidor
apostólico y comisionado del papa para acompañar a los arzobispos de
Toledo y Santiago, entró en aquel juicio que intentaba llevar por
el mismo sendero de los de Francia; vanos todos los esfuerzos de
la corte de Castilla, y en especial del infante don Juan, y vano,
por fin, el extravío de la opinión, para torcer la rectitud de sus
intenciones. Las iniquidades de Felipe el Hermoso eran justamente el
escudo más fuerte de los caballeros en el ánimo de aquellos piadosos
varones, que en el fondo de su corazón deploraban amargamente las
debilidades de Clemente V, origen de tanta sangre y tan feos borrones
para la cristiandad.

Juntos, pues, en Salamanca bajo la presidencia del inquisidor
apostólico y del arzobispo de Santiago, Rodrigo; Juan, obispo de
Lisboa; Vasco, obispo de la Guardia; Gonzalo, de Zamora; Pedro, de
Ávila; Alonso, de Ciudad Rodrigo; Domingo, de Plasencia; Rodrigo,
de Mondoñedo; Alonso, de Astorga; Juan, de Tuy, y Juan, de Lugo; se
abrió el concilio con las ceremonias y solemnidades de costumbre.
Cada uno de los padres, con arreglo a las bulas pontificias y a las
órdenes de sus respectivos monarcas, había formado en su diócesis
respectiva un proceso de información, en el cual constaban las
declaraciones de infinitos testigos, sacerdotes y seglares, de cuya
confrontación debía deducirse la culpabilidad de los caballeros o su
inocencia. Sin embargo, en vísperas de un fallo tan solemne fuerza
era ampliar aquel sumario, oir a los encausados, recibir nuevas
deposiciones y justificar, finalmente, una sentencia que iba a dar
remate a un suceso, con razón calificado por un historiador moderno
de gran mérito de «el más importante de los siglos medios después de
las cruzadas».

Poco tardó en averiguar el infante don Juan las intenciones con
que acudía al concilio el abad de Carracedo, y con ellas recibió
sobresalto no pequeño, pues estando todavía en balanzas la suerte
de la Orden por los reinos de España, muy de temer era que en el
de León, al abrigo de una familia tan poderosa, moviese nuevos
disturbios y mudanzas, y pusiese en duda la posesión de aquellos
bienes que con tanta ansia codiciaba para consolarse de la pérdida
de su soñada corona. Así, pues, echó mano como de costumbre de sus
cábalas y maquinaciones, y comenzó a sembrar la cizaña de su encono
en el ánimo de los obispos, infundiendo recelos de discordias con el
sumo pontífice en algunos, y amenazando a otros con los alborotos
que pudiera ocasionar en la mal sosegada Castilla la resolución de
dar por libre de sus votos a don Álvaro.

El anciano monje, a quien no se le ocultaba el estado de doña
Beatriz, y que, por otra parte, sabía cuán agudo cuchillo era para su
vida el continuo vaivén de la incertidumbre, presentó el caso como
separado del juicio general, alegando la nulidad de la profesión del
señor de Bembibre, y manifestando la injusticia que podría haber
en complicarle en el proceso y responsabilidad de una corporación
que mal podía contarle entre sus miembros. Por valederas que fuesen
semejantes razones, no hallaron en el ánimo de los jueces todo el
eco que reclamaban, así la solicitud del abogado, como la ventura de
doña Beatriz. Por una parte, era urgentísimo sustanciar y decidir
aquel gran pleito harto más importante que la suerte de un individuo,
y por otra, penetrados los prelados en su interior del poco peso de
las acusaciones contra los templarios, no tenían reparo en envolver a
don Álvaro en los procedimientos generales, que en todo caso, siempre
había lugar de enmendar con la debida excepción.

Infructuosos fueron, por lo tanto, los esfuerzos que de concierto
hicieron: el buen religioso, el maestre don Rodrigo, el comendador
Saldaña, su deudo Hernán Ruiz Saldaña, y sobre todo, don Juan Núñez
de Lara, que tanto por mostrar la nobleza de su sangre, cuanto por
el deseo de remediar en lo posible el gran mal que había hecho a
don Álvaro en Tordehumos, había venido a Salamanca con diligencia
grandísima. Las almas elevadas suelen pagar caros los sueños de la
ambición, y buena prueba de ello era don Juan de Lara, para quien
la noticia de los pesares de don Álvaro y su violenta resolución de
entrar en el Temple, habían sido y eran todavía un doloroso torcedor.
Sin la culpable trama de que también él había sido víctima, libre
estaba don Álvaro de los pasados sinsabores y de las presentes
angustias, y cualquiera que hubieran sido las pruebas y amarguras de
su amor, en último resultado, pendiendo su suerte de la constancia y
elevado carácter de doña Beatriz, sin duda sus hermosas esperanzas se
hubieran visto logradas como merecían. Todo esto que en voces altas y
muy claras decía a don Juan su conciencia, le afligía por extremo, y
de buena gana hubiera redimido con la mitad de los años de vida que
le quedaban y con lo mejor de su hacienda tales quebrantos. Otra cosa
había además de por medio que aquejaba vivamente su voluntad, y eran
los amaños y arterías que en sentido opuesto empleaba el infante don
Juan, su jurado enemigo desde lo de Tordehumos. Razones de gran peso,
y entre ellas el bien y el sosiego de Castilla, le habían impedido
hacer campo cerrado con él, según en un principio imaginó, pero la
idea de contrariar en aquella ocasión sus esfuerzos y dar en tierra
con sus artificios, ponía espuelas a su voluntad, ya muy decidida de
suyo.

Comoquiera, todos estos buenos oficios carecían de base, pues estando
presente don Álvaro, natural parecía que de por sí reclamase contra
el agravio que al parecer se le hacía; pero la autoridad de sus
ancianos amigos y de su tío, las instancias de todos los caballeros
de la Orden que se hallaban en Salamanca, la importuna solicitud de
don Juan de Lara, y hasta la voz misma de aquella pasión que, mal
acallada en su pecho, se despertaba violentamente a la voz de la
esperanza, no fueron poderosas a determinarle a semejante paso. La
idea de separar su causa de la de sus hermanos de elección, de tal
manera alborotaba su altivo pundonor, que al poco tiempo todos sus
allegados cesaron por entero en sus persecuciones. Así, pues, víctima
de aquella ilusión generosa de desprendimiento y de hidalguía, tras
de la cual había corrido toda su vida, dilataba sin término el suceso
feliz del que pendía ya la dicha que en el mundo pudiera tocarle.

Abrióse por fin el juicio, y el maestro don Rodrigo, Saldaña y los
más ancianos caballeros comparecieron delante de los obispos a oir
los cargos que se les hacían, cargos que en nuestros días moverían
a risa, pero que en aquella época de tinieblas encontraban en la
muchedumbre un eco tremendo, tanto mayor cuanto más se acercaban a lo
maravilloso.

Compulsáronse las informaciones que cada prelado había hecho antes
de congregado el concilio y comenzaron a oirse nuevos testigos. No
faltaron muchos que se presentasen en contra del Temple, achacándole
los mismos crímenes que perdieron a la Orden en Francia, y, sobre
todo, y como cosa más visible, avaricia en las limosnas, y escaseces
y falta de decoro en el culto. Cohechados la mayor parte de ellos por
los enemigos de aquella gloriosa institución, arrebatados otros de
un celo ignorante y fanático, parecía que unos a otros se alentaban
en aquella obra de iniquidad: natural consecuencia de las pérfidas
calumnias que deslumbraban los ojos del vulgo sediento siempre de
novedades, y tan sobrado de imaginaciones extrañas y maliciosas, como
falto de juicio y compostura.

Los caballeros solos en medio de aquel vendaval que sin cesar
arreciaba, se defendían, sin embargo, con templanza y valeroso
sosiego, atentos a conservar su altiva dignidad aun en medio de
tamañas falsías y bajezas.

Don Rodrigo, como cabeza de la Orden, era el blanco de todos los
tiros, no por odio a su persona, pues su prudencia, su urbanidad
y sus austeras virtudes andaban en boca de todos; sino porque
humillando la Orden en lo que tenía de más sabio y elevado,
se minaban sus cimientos y se imposibilitaba su restauración.
Comoquiera, el maestre infundía tal respeto por sus años y por aquel
resto de imperio y de poder que todavía quedaba en su frente, que
más de una vez sucedió que los testigos se retiraron corridos y
amedrentados delante de la severidad de sus miradas.

El comendador Saldaña hizo harto más en defenderse de otros ataques,
que si bien menos concertados, al cabo eran más enconados y violentos.

Recordarán, sin duda, nuestros lectores, que en el asalto de
Cornatel, un deudo muy cercano del conde murió al golpe de una piedra
que le deshizo el cráneo, y otro poco después en la barbacana bajo el
hacha del anciano guerrero. Asimismo recordarán que la bandera de los
Castros entró arrastrando en el castillo, arrancada por mano de don
Álvaro de la tienda en que ondeaba al soplo del viento.

Heridas y ultrajes eran ya éstos que difícilmente pudiera olvidar
aquel orgulloso linaje, pero el desastrado fin de su caudillo había
encendido en sus pechos un odio implacable contra los templarios, y
sobre todo, contra Saldaña como autor de su deshonra y duelo.

Apenas, pues, los vieron emplazados y llamados a juicio, acudieron
prontamente a Salamanca, donde añadieron al peso de la acusación
general el de su encono y recriminaciones.

Cuando llegó su día, presentaron su queja ante los padres, acusando
al anciano de haber usado malas artes en la defensa de su castillo,
con notorio menosprecio de las órdenes de su rey y señor natural.
Echáronle en cara la altanería con que desechó las intimaciones del
difunto conde, y, sobre todo, su muerte atroz, contraria a las leyes
de la guerra. Beltrán de Castro, uno de los más cercanos deudos y que
aún no había podido acomodarse al baldón del vencimiento, presentó
todos estos cargos con gran discreción y energía, disfrazando a su
modo los incidentes de aquella desastrosa jornada.

—Comendador Saldaña—le dijo el arzobispo de Santiago—, ¿confesáis
todos los cargos que os hace Beltrán de Castro?

—Padres venerables—contestó el anciano—, no por rebeldía ni
deslealtad nos negamos a obedecer las cédulas de nuestro monarca,
sino por justa y legítima defensa. Caballeros de nuestra prez, no
eran para tratados como quería el conde de Lemus, a quien respeto,
pues que ya el supremo juez le habrá juzgado. Él quería la guerra
porque anhelaba vengar agravios recibidos con causa, por desgracia
sobrado justa, de mí y de uno de nuestros más nobles caballeros.
Amaba el peligro y pereció en él... la paz sea con su alma. Por lo
que hace a la nigromancia que nos reprocháis, señor hidalgo—continuó
volviéndose a Beltrán y sonriéndose irónicamente—, el miedo, sin
duda, os turbaba la vista y el entendimiento a la par, pues que así
confundíais con los demonios nuestros esclavos africanos, y tomabais
por llamas del infierno la pez, alquitrán y aceite hirviendo con que
os rociábamos la mollera.

El gallego perdió el color al oir semejante ultraje, y rechinando
los dientes, clavó sus ojos encendidos como brasas en el anciano
caballero. Su mano se encaminó maquinalmente a la guarnición de la
espada, pero acordándose del sitio en que estaba, mantuvo a raya los
ímpetus de su ira.

—No os enojéis, señor hidalgo, que así venís a hacer leña del árbol
caído—replicó el comendador en el mismo tono acre y mordaz—; no os
enojéis ahora, ya que entonces de tan poco sirvió vuestro coraje
a aquellos infelices montañeses, que tan sin piedad llevábais al
matadero, ya que entonces el señor de Bembibre con solo un puñado de
caballeros desbarató toda vuestra caballería, saqueó vuestros reales
y trajo arrastrando vuestro pendón, sin que a pesar de vuestras
fuerzas superiores tuviéseis ánimo para estorbarlo. ¿En qué opinión
teníais a los soldados del Temple y a un viejo caballero que peleó
por la cruz en Acre, hasta que los villanos la echaron por el suelo
para alfombra de los caballos del soldán? Andad, que vuestro valor es
como el de los buitres y cuervos, sólo bueno para emplearse en los
cadáveres.

—Señor caballero—le dijo gravemente el arzobispo de Santiago—, no
habéis respondido todavía a la principal cabeza de la acusación: la
muerte del noble conde de Lemus... ¿Es cierto este capítulo?

—Y tan cierto—respondió Saldaña con una voz que retumbó en el salón
como un trueno—, que si mil veces lo cogiera entre mis manos, otras
tantas vidas le arrancaría. Sí, yo le así por el cinto cuando cayó a
mis pies sin conocimiento; con él me subí a una almena, y desde allí
se lo arrojé a sus gentes, diciéndoles: «¡Ahí tenéis vuestro valiente
y generoso caudillo!»

—¡Lo ha confesado! ¡Lo ha confesado!—exclamaron llenos de júbilo los
parientes del difunto—. Comendador Saldaña—continuó Beltrán—, yo os
acuso de traición, pues sólo cohechando al cabreirés Cosme Andrade
pudísteis tener noticia de la expedición del desgraciado conde.

—¡Mentís, Beltrán de Castro!—contestó una voz de entre la apiñada
multitud, que entonces comenzó a arremolinarse como para abrir paso
a alguno. Efectivamente, después de un corto alboroto y de algún
oleaje y vaivenes entre la gente, un montañés, con su coleto largo de
destazado, sus abarcas y su cuchillo de monte al lado, saltó como un
gamo en el recinto destinado a los acusados, acusadores y testigos.

—¿Sois vos, Andrade?—exclamó Castro sorprendido con esta aparición
para él inesperada.

—¡Yo soy, yo, el cohechado, como vos decís, ruin y villano—contestó
el encolerizado montañés—. ¡Parece que os pasma el verme! Bien se
conoce que me creíais muy lejos cuando así me ultrajábais. ¡Algún
ángel me tocó sin duda en el corazón, cuando viéndoos llegar a
Salamanca me oculté de vuestra vista para confundiros ahora,
ahora que conozco la ruindad de los Castros! ¡Oh, pobres paisanos
y compañeros míos, que dejásteis vuestros huesos en el foso de
Cornatel! ¡Venid ahora a recibir el premio que os dan estos malsines!
¡Yo cohechado! Y ¿con qué me cohecharíais vos, mal nacido? ¿O tenéis
por cohecho el rodar por los precipicios y arriesgar la vida hartas
más veces que vos?

—Vos recibísteis cien doblas del comendador—replicó Beltrán un poco
recobrado, aunque confuso con las embestidas del montañés, que le
acosaba como un jabalí herido.

—Cierto que las recibí—contestó Andrade candorosamente—, porque se me
ofrecieron con buena voluntad; pero ¿guardé una siquiera, embustero
sin alma? ¿No las distribuí todas y aun bastantes de mis dineros a
las viudas de los que murieron allí por los antojos de vuestro conde?
¿O piensas tú que es Andrade como tu amo maldecido, que vendía por un
lugar más su fe de caballero y la sangre de los suyos? Agradece a que
estamos delante de estos varones de Dios, que si no ya mi cuchillo de
monte te hubiera registrado los escondites del corazón.

—Sosegaos, Andrade—le dijo el obispo de Astorga—y contadnos lo que
sepáis, porque vuestra presencia no puede ser más oportuna.

—Yo, reverendos padres—contestó él con su sencillez habitual—, no
soy más que un pobre hidalgo montañés, a quien se le alcanza algo
más de cazar corzos y pelear con los osos, que no de estas cosas de
justicia; pero con la verdad por delante nunca he tenido miedo de
hablar, aunque fuese en presencia del soberano pontífice. Allá va,
pues, lo que vi y pasé, bien seguro de que nadie le quite ni ponga.

Dijimos que, cuando el honrado Andrade cayó despeñado del torreón
por mano de Millán, le detuvieron unas ramas protectoras.
Afortunadamente, no estaban muy lejos de la muralla, y, de
consiguiente, pudo oir casi todas las palabras que mediaron entre don
Álvaro y el conde al principio, y luego lo que pasó con el comendador
hasta que el magnate gallego bajó descoyuntado y hecho pedazos
hasta la orilla del arroyo. Así, pues, su declaración en que tanto
resaltaba la generosidad de don Álvaro, y la efusión con que contó
los prontos socorros que había recibido de Saldaña y de todos los
caballeros, hicieron una impresión tan favorable en el ánimo de los
padres, que los acusadores de Saldaña no sólo enmudecieron, sino que,
corridos y avergonzados, no sabían cómo dejar el tribunal.

—En suma, santos padres—concluyó el montañés—; si las buenas obras
cohechan, yo me doy por cohechado aquí y para delante de Dios; porque
a decir verdad, tan presa dejaron mi voluntad con ellas estos buenos
caballeros, que cuando oí decir que al cabo los llevaban presos,
acordándome de las mentiras del conde de Lemus y temiendo no les
sucediese lo que en Francia, me fuí corriendo a Ponferrada, y allí
dije al comendador que yo le ocultaría en Cabrera y aun le defendería
de todo el mundo. Yo no sé si hice bien o mal, pero es seguro que
volvería a hacerlo siempre, porque él me salvó la vida dos veces, y
como decía mi padre, que de Dios goce: «el que no es agradecido no es
bien nacido».

—Señor de Bembibre—dijo entonces el inquisidor general volviéndose
a don Álvaro—, aunque nuevo en esta tierra, no me es desconocida
la fama de hidalguía y valor que en ella gozáis. Decid, pues, bajo
vuestra fe y palabra, si es verdadera la declaración de Andrade.

—Por mi honor os juro que la verdad ha hablado por su boca—contestó
el joven poniendo la mano sobre el corazón—. Sólo una cosa se le ha
olvidado al buen Cosme, y es que también se entendía conmigo, sin
haberme conocido, la noble hospitalidad que ofreció al comendador
Saldaña.

—Ya, ya—repuso el montañés casi avergonzado—; bueno sería que lo
poco bueno que uno hace lo fuese a pregonar a son de trompeta. Y
luego que cuando disteis aquel repelón a nuestro campo de Cornatel,
ni siquiera hicisteis un rasguño a ninguno de los míos, y después, a
los que curaron de sus heridas, los regalasteis con tanta largueza
como si fuérais un emperador. Para acabar de una vez, padres
santos—continuó dirigiéndose al concilio con tanto respeto como
desembarazo—, si dudáis de cuanto llevo dicho, venga aquí la Cabrera
entera, y ella lo confirmará.

—No es necesario—dijo entonces el obispo de Astorga—, porque las
secretas informaciones que por mi mandato han hecho los curas
párrocos de aquel país, corroboran los mismos extremos. Este proceso,
último que queda por ver de cuantos se han traído a esta junta
sagrada, deberá decidir el fallo, salvo el mejor parecer de mis
hermanos.

—Deudos del conde de Lemus—dijo en alta voz el arzobispo de
Santiago—, ¿queréis proseguir en la acusación, presentar nuevas
pruebas y estar a las resultas del juicio?

—En mi nombre y en el de los míos me aparto de la acusación—contestó
Beltrán de Castro con despecho—, sin perjuicio de volver a ella
delante de todos los tribunales cuando pueda presentar pruebas más
valederas.

—Debíais pedir la del combate—le dijo Saldaña, siempre con la misma
amargura—, siquiera no fuese más que por renovar las hazañas de que
fuimos testigos encima de Río Ferreiros.

Capitaneaba Beltrán la caballería del conde en aquella ocasión, y
envuelto en el torrente de los fugitivos nada pudo hacer a pesar
de sus esfuerzos, de manera que, sin estar desnudo de valor, su
opinión había quedado en dudas. Ninguna herida, por lo tanto, más
profunda y dolorosa pudiera haber recibido que la venenosa alusión
del comendador. Tartamudeando, pues, de furor, y con una cara como de
azufre, le dijo:

—En cuanto os dieren por libres la pediré, ¡y entonces veremos lo que
va del valor a la fortuna!

—Mío es el duelo—contestó don Álvaro—, pues que tomáis sobre vos las
ofensas del conde de Lemus. A mí me encontraréis en la demanda.

—No, sino a mí—replicó Andrade—, que he sido agraviado delante de
tanta gente.

—¡Con los tres haré campo!—exclamó Beltrán en el mismo tono.

—Caballeros todos—dijo el inquisidor apostólico—, no debe
escondérseos, sin duda, que delante de la justicia no hay agravio
ni ofensa. Así, pues, dad lo hecho por de ningún valor y efecto,
y vos, Beltrán, ya que tan cuerdamente desamparáis la acusación,
pensad en volveros a vuestro país, que los altos juicios de Dios no
se enmiendan con venganzas ni rencores, siempre ruines cuando se
ejecutan en vencidos.

Estas graves palabras, dichas con un acento que llegaba al alma, si
no mudaron las malévolas intenciones de los Castros, les probaron por
lo menos su impotencia; así fué que, despechados tanto como corridos,
se salieron del tribunal y, en seguida, de Salamanca, donde habían
encontrado el premio que suelen encontrar los sentimientos bastardos:
la aversión y el desprecio.

Otro fruto produjeron también sus ciegas persecuciones, y fué el
poner tan de bulto la inocencia de los templarios, que aun sus más
encarnizados enemigos hubieron de contentarse con sordos manejos y
asechanzas.

Vistos, pues, todos los procesos y pensado el asunto maduramente, el
concilio declaró, por unanimidad, inocentes a los templarios de todos
los cargos que se les imputaban, reservando, sin embargo, la final
determinación al sumo pontífice.

Con esta sentencia salvaron los templarios el honor de su nombre,
única cosa a que podían aspirar en la deshecha borrasca que corrían;
pero harto más importante para ellos que sus bienes y su poder.
Privados de uno y otro, su posición quedaba incierta y precaria hasta
el concilio general, convocado para Viena del Delfinado, donde debía
fallarse definitivamente el proceso de toda la Orden, dado que bien
pocas esperanzas pudieran guardar, cuando la estrella de su poder,
como el Lucifer del profeta, se había caído del cielo.

[Ilustración]



[Ilustración]

CAPÍTULO XXXIII


Mientras esto pasaba en Salamanca, doña Beatriz, pendiente entre la
esperanza y el temor, veía correr uno y otro día fijos los ojos en el
camino de Ponferrada, creyendo descubrir en cada aldeano un mensajero
portador de la suerte de su amante y de la Orden. La elevación
natural de su espíritu le hacía mirar siempre el honor como el
primero de los bienes, y bien puede decirse que entonces en el de don
Álvaro pensaba, y no en su felicidad. Poco podía influir en su ánimo
la sentencia más infamatoria que contra él llegase a fulminarse,
porque el amor puro y lleno de fe que se había abrigado en aquel
corazón, y que todavía le encendía, era incompatible con toda duda ni
sospecha; pero la idea de ver a un joven, tan noble y pundonoroso,
sujeto a infamantes penas, a la misma muerte quizá, la estremecía en
sueños y despierta.

A pesar de todos los consuelos y seguridades de su padre, la entrada
de la benéfica estación y la influencia que aquellos lugares
apacibles y pintorescos ejercían en su espíritu, producían poco a
poco alguna mejoría en su salud y parecían disminuir su ansiedad y
sus temores. El lago había recobrado la verdura de sus contornos
y la serenidad de sus aguas; los arbolados de la orilla, de nuevo
cubiertos de hoja, servían de amparo a infinidad de ruiseñores,
palomas torcaces y tórtolas, que poblaban el aire de cantares y
arrullos: los turbios torrentes del invierno se habían convertido en
limpios y parleros arroyos; los vientos, templados ya y benignos,
traían de los montes los aromas de las jaras y retamas en flor; los
lavancos y gallinetas revoloteaban sobre los juncales y espadañales
en donde hacían sus nidos, y el cielo mismo, hasta entonces
encapotado y ceñudo, comenzaba a sembrar su azul con aquellos celajes
levemente coloreados que por la primavera adornan el horizonte al
salir y ponerse el sol. La Aguiana había perdido su resplandeciente
tocado de nieve y sólo algunas manchas quedaban en los resquicios más
obscuros de las rocas, formando una especie de mosaico vistoso. La
naturaleza entera, finalmente, se mostraba tan hermosa y galana, como
si del sueño de la muerte despertase a una vida perdurable de verdor
y lozanía.

A la manera que el agua de los ríos se tiñe de los diversos colores
del cielo, así el espectáculo del mundo exterior recibe las tintas
que el alma le comunica en su alegría o dolor. Los acerbos golpes
que doña Beatriz había recibido y su retraimiento en el monasterio,
habían trocado la natural serenidad de su alma en una melancolía
profunda, que estimulada por el mal, tendía sobre la creación un
velo opaco. Antes eran sus pensamientos un cristal rutilante que
esmaltaba y daba vida y matices a todos los objetos al parecer
más despreciables porque el amor derramaba en su imaginación el
tesoro de sus esperanzas más risueñas, y ella, a su vez, las vertía
a torrentes sobre las escenas que a sus ojos se ofrecían; pero
deshecho el encanto y deshojadas las flores del alma, todo se había
obscurecido. El mundo, mirado desde las playas de la soledad y al
través del prisma de las lágrimas, sólo tiene resplandores empañados
y frondosidad marchita.

Una tarde que estaba entregada a semejantes pensamientos en el
mirador de la quinta, paseando por el cristal de las aguas distraídas
miradas, llegóse su padre a ella a tiempo que sus ojos se fijaban en
el castillo de Cornatel, plantado a manera de atalaya en la cresta de
sus derrumbaderos. No advirtió ella la aproximación de don Alonso y
siguió engolfada en sus meditaciones.

—¿Qué piensas, Beatriz—le preguntó con su acostumbrado cariño—, que
no has reparado en mí?

—Pensaba, señor—le respondió ella, llevando su mano a los labios—,
que mi vida no es de diez y ocho años, sino tan larga como la
vuestra. Yo tenía un amante y lo he perdido; tenía una madre y la he
perdido; tuve un esposo y allí lo he perdido también—añadió señalando
el castillo con el dedo—. Dos veces me he visto desterrada del techo
paterno; don Álvaro, desposeído de sus esperanzas, se acogió al
claustro guerrero de una Orden poderosa, y helo ahí por el suelo.
¿Cómo en el breve espacio de un año se han amontonado tantos sucesos
sobre la endeble tela de mi vida? ¿Qué es la gloria del hombre, que
así se la lleva el viento de una noche? Mi ventura se fué con las
hojas de los árboles el año pasado; ¡ahí están los árboles otra vez
llenos de hojas!: yo les pregunto: «¿Qué hicisteis de mi salud y de
mi alegría?»; pero ellas se mecen alegremente al son del viento, y
si alguna respuesta percibo en su confuso murmullo, es un acento que
me dice: «El árbol del corazón no tiene más que unas hojas, y cuando
llegan a caerse se queda desnudo y yerto, como la columna de un
sepulcro.»

—Hija mía—respondió el anciano—, ¿te acuerdas de que el Señor hizo
brotar una fuente de las entrañas de una peña para que bebiese su
pueblo? ¿Cómo dudas, pues, de su poder y su bondad? ¿Te sientes
peor?... Esta mañana no te he visto pasear por los jardines como
otras veces...

—Sin embargo—contestó ella—, ya puedo andar un buen trecho sin el
apoyo de Martina, y suelo dormir alguna que otra hora de la noche.
Espero en Dios que mi mejoría será mayor cada día, y que pronto
sanaré de los males del alma y del cuerpo.

La cuitada se acordó de que su padre la escuchaba, y volvió a su
sistema de generoso fingimiento; pero tan lejos estaba de decir
lo que sentía, que, sin poderlo remediar, terminó con un suspiro
aquellas consoladoras palabras. El anciano le dirigió una mirada tan
triste como penetrante, y al cabo de un corto rato, en que guardó
silencio, le dijo con acento sentido:

—Beatriz, hace tiempo que estoy viendo tus esfuerzos, pero tú no
sabes que cada uno es un dardo agudísimo que me traspasa el corazón.
¿De qué me sirven esas apariencias vanas?... ¡Tú sí que te empeñas
en deshojar la planta de mi arrepentimiento y en quitarme hasta la
esperanza de sus frutos! Vuelve en ti, hija mía, y piensa que tú eres
la única corona de mi vejez, para desechar esos pensamientos, que son
una reconvención continua para mí.

—¡Oh, padre mío!—respondió la joven echándole los brazos al cuello—:
no se hable más de mis locos desvaríos, que no siempre están en mi
mano. ¿No queréis que demos un paseo por el lago?

—Óyeme, todavía un poco más—respondió el anciano—, y dime todas tus
dudas y recelos. ¿Qué te suspende y embebece tan dolorosamente,
cuando las cartas que recibimos del abad de Carracedo nos aseguran
de la justificación del tribunal de Salamanca? ¿Cómo dudas de que
suelten a don Álvaro de sus votos, cuando los más sabios los dan por
de ningún valor ni obligación?

—Dudo de mi dicha por ser mía—contestó doña Beatriz—, y porque es
don Álvaro demasiado poderoso y de altas prendas para no infundir
recelo a sus enemigos. ¿No sabéis también cuánto se afana el infante
don Juan por que los templarios sufran aquí la misma suerte que en
Francia? Harto justos son mis temores. Este pleito ruidoso me trae
sin mí, y aun las escasas horas de sueño que disfruto me las puebla
de imágenes funestas. El otro día soñé que don Álvaro estaba en
medio de una plaza, atado a un palo y cercado de leña, y el pueblo,
que le miraba en vez de darse a su ordinaria grita, lo contemplaba
mudo de asombro. Tenía vestido el hábito blanco de su Orden, y en su
semblante había una expresión que no era de este mundo. De repente,
la leña se encendió, y el inmenso concurso soltó un grito, pero yo le
veía por entre las llamas, y estaba con su ropa cada vez más blanca
y su semblante cada vez más hermoso. Por fin empezaron a tiznarse
sus vestidos y a alterarse sus facciones con el dolor, y clavando en
mí los ojos, me dijo con una voz muy alta y dolorosa: «¡Ay, Beatriz,
estas habían de ser las luminarias de nuestras bodas!» Yo, entonces,
que había estado como de piedra, me encontré ágil de repente, y corrí
a él para desatarle, pasando por en medio de las llamas; pero apenas
lo hube logrado, cuando los dos caímos en la hoguera. Entonces me
desperté temblando como una hoja, bañada en sudor frío, y con un
aliento tan ahogado que pensé que iba a morir. Por eso me notáis algo
más de tristeza y abatimiento hoy que otras veces, pero la suerte me
hallará para todo prevenida.

Don Alonso conoció que todas sus razones servirían de poco en aquella
ocasión; así, pues, al cabo de un rato de silencio dijo presentando
la mano a su hija:

—La tarde está muy hermosa, y bien decías antes que era preciso
aprovecharla.

La joven se levantó prontamente, y apoyándose en el brazo de su
padre, bajó con él hasta el embarcadero, donde les aguardaba una
ligera falúa con jarcias y banderolas de seda con las armas del
Temple. Entraron en ella, y tres mozos del país, empuñando los remos,
comenzaron a bogar reciamente, mientras la airosa embarcación se
deslizaba rápida y majestuosamente, dejando tras sí un largo rastro,
en el cual los rayos del sol parecían quebrarse en mil menudas
chispas y centelleos.

[Ilustración]

Martina se había quedado en la quinta; y meneando la cabeza y con
ojos no muy alegres, seguía a la falúa en que su señora, cubierta
con una especie de almalafa blanca muy sutil que se mecía al son del
viento, y con los cabellos sueltos, parecía una nereida del lago.
La pobre muchacha, que con tanto amor y discreción la había servido
y acompañado, no acertaba a verse libre de zozobra y ansiedad, pues
como la más cercana a doña Beatriz, mejor que nadie conocía su
estado. En realidad antes se había mejorado que decaído su salud,
pero bien sabía las mortales congojas que le costaba la incertidumbre
en que vivía por la suerte de don Álvaro, y que los vislumbres todos
de su esperanza de ella pendían principalmente. Por otra parte, como
la tristeza es harto más contagiosa que la alegría, la buena de
Martina había perdido no poco de su belleza y donaire, y hasta el
brillo de sus ojos azules se había amortiguado algo.

Sucedió, pues, que cuando más embelesada estaba en sus ideas, unos
pasos muy pesados que sintió detrás le hicieron volver la cabeza, y
se encontró nada menos que con nuestro antiguo conocido Mendo, el
caballerizo, que venía muy apurado y con la misma cara que en otro
tiempo le vieron poner nuestros lectores cuando fué a noticiar a su
ama en el soto de Arganza la llegada del templario y de su compañero.
Martina, que desde aquella ocasión le había mirado con algo de
ojeriza y mala voluntad, le recibió con impaciencia y ceño.

—Martina, Martina—le dijo con gran priesa—, algo debe de haber de
nuevo, porque desde la torre he visto asomar gente por lo alto de la
cuesta de Río Ferreiros.

—Vamos allá—respondió ella con despego—siempre será una embajada como
la de antaño. ¿Qué tenemos con la gente que venga? ¿No vienen todos
los días de mercado aldeanos de Ponferrada?

—¡Qué aldeanos ni qué ocho cuartos, mujer!—respondió él con su
acostumbrada pachorra—; si he visto yo los pendoncillos de las lanzas
y el sol que les daba en los cascos, y no se podía sufrir. Dígote que
son hombres de armas, y que algo de nuevo traen.

—Pues harto mejor harías en haber ido a esperarlos, y volver
corriendo con la noticia—replicó Martina, que no gustando de la
compañía, se hubiera deshecho de ella con gran satisfacción.

—De buena gana me hubiera ido—dijo él—; pero el vejete de Nuño se
empeñó hoy en salir en el _Gitano_, que es el caballo que a mí me
gusta, y me quedé. Vedlo, allí va—añadió señalando el lugar de la
orilla por donde el cazador iba con su caballo—, ¡y qué aires tan
altos y sostenidos! y qué maestría en el portante. ¡Calla! ¿pues qué
le ha dado al viejo que así lo pone al galope sin necesidad, como si
fuera su jaca gallega?...

Quedóse entonces el palafrenero con la boca abierta y siguiendo con
los ojos la carrera de su palafrén predilecto, hasta que, soltando un
grito, exclamó con una impetuosidad que le era totalmente extraña:

—¡Ahora sí! ahora sí que son ellos; míralos allá, Martina... Allá
bajo las encinas a la entrada del pueblo... ¿no los ves?

—Sí, sí, ya los veo—respondió la muchacha, que era toda ojos en aquel
momento—. Pero ¿qué traerán?

—¿Qué sé yo?—respondió Mendo—. ¡Toma! ¡toma! ¡pues si casi todo el
pueblo de Carucedo está allí! Oye, oye, cómo gritan y cómo brincan
los rapaces y aun los mozos... Pues señor algo alegre tiene que ser,
por fuerza.

—Pero válgame Dios, y ¿qué podrá ser?—volvió a preguntar la muchacha,
poseída de curiosidad.

—Ahora llega Nuño y habla con ellos... ¡Por Santiago, que el viejo
se ha vuelto loco! ¿no has visto cómo ha tirado el gorro al alto?...
ahora todos hacen señas a la falúa de los amos... allá va... ¡cuerpo
de Cristo, y qué gallardamente reman!... pues no tienen poca priesa
los que aguardan... ¿has visto tal grita y tal manotear?

La embarcación iba acercándose, en efecto, rápidamente a las señas y
voces de aquel animadísimo grupo de gentes de todas edades y sexos,
sobre los cuales se veían descollar algunos hombres de armas a
caballo; sin embargo, la velocidad de la falúa no correspondía a la
impaciencia de Nuño que, picando de ambos lados su generoso corcel,
se metió a galope por el lago adelante levantando una gran columna
de agua con la que debía de mojarse hasta los huesos, y excitando
la furia de Mendo, que, echando un voto, y amenazando con el puño
cerrado, dijo con una gran voz:

—¡Ah, bárbaro silvestre y bellacón! ¿así tratas tú la alhaja mejor de
la caballeriza? ¡Por quien soy que no tienes tú la culpa, sino quien
pone burros a guardar portillos! ¡Para mi alma que si otra vez te
vuelves a ver encima de él que me vuelva yo moro!

—Mal año para ti y para todos tus rocines—exclamó enojada Martina—;
calla a ver si podemos oir algo, y déjame ver de todas maneras lo que
pasa.

El generoso corcel, obediente y voluntario como suelen ser todos
los de buena raza, llegó nadando gallardamente con su jinete hasta
el borde de la falúa, y allí Nuño, gesticulando con vehemencia, dió
su mensaje, que tanta priesa le corría. Doña Beatriz, que se había
puesto en pie para escucharle, y cuya forma esbelta y agraciada,
con su vestido blanco, se dibujaba como la de un cisne sobre la
superficie azulada del lago, levantó los brazos al cielo, y en
seguida se hincó de rodillas con las manos juntas como si diese
gracias al Todopoderoso. Su padre, fuera de sí, de alborozo, corrió a
abrazarla estrechamente; en seguida, metiendo la mano en una especie
de bolsa que traía pendiente de la cinta, sacó una cosa que entregó
a Nuño, y éste, volviendo a la orilla con gran priesa, comenzó a
distribuir entre los aldeanos el bolsillo de su señor, que, como
presumirán nuestros lectores, era lo que acababa de recibir. Con esto
crecieron las aclamaciones y vítores mientras la falúa ligeramente se
dirigía a las encinas, donde el señor de Arganza, saltando en tierra,
y abrazando a uno de los recién venidos, le hizo embarcar con él y su
hija, que también se adelantó a darle la mano. Los demás, precedidos
de Nuño, se dirigieron a galope a la quinta, seguidos, durante un
rato, de toda la chiquillería de Carucedo, que gritaban a más y
mejor.

Martina, que con los ojos arrasados en lágrimas había visto aquella
escena, cuyo sentido no tardó mucho en comprender, exclamó entonces:

—Gracias mil sean dadas a Dios, porque los templarios han sido
absueltos, y ya nada tenemos que temer por el generoso don Álvaro.
Pero ¿qué haces ahí, posma?—le gritó a Mendo, que se había quedado
como lelo—; ¿no ves que ya están llegando? Anda a habilitar las
caballerizas.

No le pesaba al rollizo palafrenero de la absolución de don Álvaro,
porque desvanecidos como el humo sus proyectos de servir a un conde
con la muerte del de Lemus, creía que ninguno podía haber más honrado
para reemplazarle que el señor de Bembibre; pero no estaba en esto
la dificultad, sino que como amo y criado venían a ser a sus ojos
una misma persona, y él no había cedido en sus amorosos propósitos
respecto a Martina, veía dar en el suelo toda la fábrica de sus
pensamientos con semejante desenlace. Así fué que, aguijoneado tan
vivamente por la muchacha, bajó la escalera, diciendo entre dientes:

—Pues, señor; con que el zascandil de Millán vuelva, y con que el
_Gitano_ coja un muermo con la mojadura que no se lo quite en medio
año de encima, medrados habemos quedado.

Martina, por su parte, bajó también aceleradamente al embarcadero,
donde a poco saltó en tierra su señora en compañía de su padre y de
aquel portador de buenas nuevas, que no era otro sino nuestro buen
amigo Cosme Andrade.

[Ilustración]



[Ilustración]

CAPÍTULO XXXIV


El honrado montañés que vió tan bien terminada la causa de los
templarios a despecho del encono que los Castros abiertamente, y
el infante don Juan y otros señores con sordos manejos, habían
manifestado contra aquella esclarecida Orden, determinó de volverse
a su Cabrera, de donde faltaba hacía ya más tiempo del que hubiera
deseado. Como la situación de los caballeros después de la ocupación
de sus bienes era tan precaria, volvió a las instancias y ofertas
que ya en Ponferrada había hecho al comendador; pero con más ardor
que nunca, ponderándole con su sencilla efusión el gran contento que
recibiría su mujer con su vista, el favor que le haría en enseñar a
sus hijos los ejercicios de los guerreros, lo mucho que se divertiría
con sus cazas, y, sobre todo, la paz y veneración que le rodearían
por todas partes. El anciano se mantuvo inflexible como quien ha
formado una resolución, que todo el poder del mundo no bastaría a
destruir, y así el buen hidalgo hubo de hacer sus preparativos de
viaje, sin que se le lograra aquel vivo deseo.

Cuando llegó el día de la separación, los caballeros todos salieron
a despedir a Cosme a las afueras de Salamanca para darle un público
testimonio de lo agradecidos que quedaban a su noble comportamiento.
Paga escasa, en verdad, si no la realzara y diera tan subido precio
la sincera voluntad que la dictaba, porque nadie se había arrojado a
la defensa del Temple con tanto valor como aquel sencillo montañés,
ni hubo testimonio que tanto peso tuviese como el suyo en el ánimo de
aquellos santos varones.

La nobleza de su alma se descubrió bien a las claras cuando casi solo
se arrestó a sostener el choque de la opinión embravecida en aquel
siglo supersticioso, y sin vacilar se puso a luchar cuerpo a cuerpo
con el poderoso linaje de los Castros.

Cualquiera que fuese la prevención y odio con que miraban a aquella
caballería, como los rasgos generosos tienen un no sé qué de
eléctrico, poco tardó en ganar la mayor parte de los corazones: así
fué que salió de Salamanca colmado de elogios y favores de todas
clases.

Llegó por fin el instante de la partida, y entonces el maestre,
después de haberle dado las gracias en unos términos que el buen
montañés no parecía sino que estaba a la vergüenza, según el vivo
color que a cada momento le encendía las mejillas, le regaló
un caballo de casta árabe y de hermosísima estampa, ricamente
enjaezado. Bien hubiera querido él excusar el regalo, pero no fué
posible, atendida la fina y delicada muestra de gratitud de aquellos
guerreros. Antes de montar a caballo, sin embargo, todavía llamó
aparte a Saldaña, y con las lágrimas en los ojos le volvió a rogar
que se fuese con él a Cabrera, cosa que él rehusó, pero no sin cierto
enternecimiento, que no estaba en su mano sofocar. Por fin, después
de muchos abrazos y aun lágrimas, subió el montañés en su nueva
cabalgadura y se alejó de la noble Salamanca, acompañado de unas
cuantas lanzas del abad de Carracedo que volvían al Bierzo.

Comoquiera, las alegres nuevas de que era portador, casi disiparon
del todo el disgusto de la separación, porque las cartas que llevaba
para el señor de Arganza del venerable religioso, y los sucesos
que como testigo presencial podía contar, era cosa averiguada que
derramarían la alegría en las pintorescas orillas del lago de
Carucedo.

Y no se engañaba, según acabamos de ver, porque como aquellos
pacíficos aldeanos sólo bienes y limosnas debían a los templarios,
recibieron como la mejor fiesta del mundo la noticia de su
absolución. Así fué que, cuando puso el pie en tierra, después de
haberle acogido con los brazos abiertos el señor de Arganza, y de
haber visto entre las suyas la mano delicada de aquella dama a quien
sus pesares y dolencias no habían podido despojar de su singular
atractivo y hermosura, no sabía el buen cazador lo que le pasaba, ni
cabía en sí de puro ancho.

Como ya declinaba el sol cuando el encuentro y sucesos que de referir
acabamos, don Alonso no rompió la nema de los pliegos hasta llegar a
la quinta.

El virtuoso abad le daba cuenta en ellos de varios pormenores del
juicio y de la sentencia, le recomendaba eficazmente a Andrade y
concluía diciéndole que, atendido el espíritu de los padres del
concilio, estaba casi cierto que darían por libre a don Álvaro de
todos sus votos. La carta concluía con algunas reflexiones llenas de
unción y de consuelo, vivo traslado de la caridad que se abrigaba en
aquella alma, a pesar de la notable adustez de su carácter.

Encargar festejos y toda clase de finezas para el portador de
semejantes nuevas, era trabajo de todo punto excusado; además, que
don Alonso estimaba cordialmente a aquel hombre, dechado de honradez
y de virtudes antiguas.

Así fué, que en los días que permaneció en la quinta no cesaron las
funciones de caza y pesca, los banquetes y las danzas. Sin embargo
de todo, el montañés, que nunca había hecho ausencia tan larga de su
casa, anhelaba extraordinariamente volver a ver la cara de su mujer
y los enredos de sus hijos; por lo cual, al cabo de una semana, se
despidió de su noble huésped y de su interesante hija para volverse a
sus nativas montañas. Doña Beatriz le regaló unas preciosas ajorcas
de oro y pedrería para su esposa, y don Alonso le hizo presente de
un hermoso tren de caza, con una corneta primorosamente embutida
en plata. Además, para mayor honra, le acompañó un buen trecho de
camino, al cabo del cual se separaron haciéndose las más cordiales
protestas de amistad y buena correspondencia.

En su alma era donde encontraba Andrade el mejor galardón de sus
acciones; pero no dejaba de ser uno y bien halagüeño la afición que
con ellas había logrado despertar en todas las almas bien nacidas.

Mezclábase también a estos sentimientos un poco de vanidad por haber
venido a ser el héroe de aquellos sucesos, por manera que el respeto
antiguo con que entre los suyos era mirado, subió de punto y aun
llegó a pasmo y admiración.

Después de esta peripecia pasó doña Beatriz del extremo de la
ansiedad y del dolor al de la esperanza y alegría. No sólo veía a
su amante honrado y absuelto, sino libre de sus votos, volviendo a
sus pies más rendido y enamorado que nunca y abriendo como la aurora
las puertas de la luz al día resplandeciente y eterno de su amor.
Desde entonces parecía que un nuevo germen de vida discurría por
aquel cuerpo debilitado y lánguido, y que sus ojos recobraban poco a
poco la serenidad de su mirada. Sus mejillas comenzaron a colorearse
suavemente, y en todos sus discursos se notaba que la confianza había
vuelto a introducirse en su alma. Locos extremos, sin duda, en que
más parte tenía el deseo de su corazón que la realidad de las cosas,
puesto que la suerte de don Álvaro estaba todavía pendiente del fallo
de un tribunal, y que ni la razón ni la religión aconsejan que se
ponga tanta fe en la instabilidad de los negocios humanos.

Los que contaban con la condena y castigo de los templarios, que era
la corte de Castilla y la mayor parte de sus ricos hombres, aunque
estaban apoderados de sus bienes y aun de sus personas, volvieron
a sus recelos y temores no bien los vieron absueltos y dados por
libres de los cargos que se les imputaban. Por lo mismo redoblaron
su diligencia y esfuerzos, para que los tristes pedazos de aquel
ilustre cuerpo, como los de la serpiente fabulosa, no pudieran
volver a juntarse y soldarse para tornar a la vida. Desconcertada su
acción y secuestrados sus bienes, el medio más eficaz de reducirles
al último abatimiento era privarles de aquellas alianzas, escasas
en número a la verdad, pero por lo mismo sinceras, a cuya sombra
pudieran intentar su restauración; y cuando a tanto no alcanzaran
debilitar por lo menos todo lo posible a los señores que les quedaban
amigos para hacerlos menos temibles.

En tan fatal coyuntura se ofrecía a la resolución del tribunal
el asunto de don Álvaro. Aunque todos sabían que la amargura del
desengaño era la que le había llevado a la soledad del claustro,
no por eso dejaba de conocer que, habiendo pronunciado sus votos
voluntariamente, cualquiera que fuesen las cualidades de que en su
origen adolecían, nunca faltaría a la fe jurada a sus hermanos. Claro
estaba, por consiguiente, que si quedaba suelto de las ligaduras
religiosas y volvía a ser señor de sus bienes en un país donde
el Temple había echado tan hondas raíces, podían amagar grandes
peligros, y mucho más si al cabo llegaba a entroncarse con la
poderosa casa de Arganza.

Como don Álvaro, por otra parte, no había querido apartar su causa de
la de su Orden, ni aun a trueque de la felicidad con que le brindaba,
más que el abad de Carracedo y sus amigos, su propio corazón, de
imaginar era, que no bien se le deparase la ocasión, trataría de
volver por el honor de los suyos y de reparar la injusticia cometida
con ellos.

Muy común es aborrecer a quien sin causa se agravia, porque su
presencia es un vivo y continuo reproche y sañudo despertador de
su conciencia, y por esta razón, sin duda, miraba el infante don
Juan a don Álvaro con sangriento rencor. Cuánto, pues, no debieron
crecer sus inquietudes cuando vió la posibilidad de que de nuevo se
anudase aquel lazo que ya antes había roto con el enlace del conde de
Lemus, y que entonces parecía traído por una mano invisible. Desde
el día mismo de la sentencia volvió a sus cábalas y maquinaciones,
procurando torcer el ánimo de los obispos para que declarasen
templario a don Álvaro, y como tal sin absolverle de ninguno de sus
votos le sujetasen a la final determinación del Sumo Pontífice. Con
esto se lograba que, continuando sus bienes en secuestro, perdiese
aquella insigne milicia la esperanza de mejorar su causa al abrigo
de un señor poderoso y valiente, mientras el tiempo y el decaimiento
a que habían venido acababa de todo punto con su lustre y prestigio.
Sólo de esta suerte podía descansar su codicia acerca del fruto que
pensaba sacar aquel rico botín.

Con grandes obstáculos tenía que luchar, sin embargo, y no era el
menor de todos ciertamente ser él quien tan solícito se mostraba en
semejante fallo, porque su reputación no podía andar más despreciada
y abatida, aunque se abrigase de la majestad y pompa del rey su
sobrino. Por otra parte, las candorosas declaraciones de don Álvaro,
que viendo ya en salvo el honor y aun la vida de sus hermanos, había
acallado por fin los generosos escrúpulos de su honor; las cartas
del infante a don Juan Núñez, en que se revelaba la negra trama
de Tordehumos; los esfuerzos de este buen caballero, sinceramente
arrepentido y deseoso de enmendar su anterior conducta, y el noble
desprendimiento de Saldaña, que a trueque de favorecer al señor
de Bembibre, no vaciló en acusarse de haber ejercido coacción en
el maestre para su admisión en la Orden, eran contrapeso más que
suficiente a las intrigas y maquinaciones de aquel mal caballero.
No era la cuestión de gobierno y buena política la sometida a la
sensatez de los prelados de Castilla y Portugal, sino de justicia
estricta y rigurosa, y así, desde luego manifestaron su resolución
de favorecer a don Álvaro. En tan robusto fundamento descansaban las
esperanzas del abad de Carracedo, y las seguridades, temerarias sin
duda, de doña Beatriz.

Desgraciadamente no estaba del mismo modo de pensar el inquisidor
delegado del papa, y sin su ayuda mal podía ponerse el sello a la
ventura de aquellos desdichados amantes. Arrastrado por el rey de
Francia según ya dijimos, entró Clemente en la persecución de los
templarios; la política más que el encono le mantuvo en aquella senda
indigna de la majestad pontificia, y atendiendo a ella más que a
otra cosa, sus legados salieron bien penetrados de sus instrucciones
y decididos a llevar a cabo sus intentos. Viendo, pues, Aymerico, que
los padres de Salamanca, puesta la mira únicamente en la justicia,
se inclinaban a pronunciar la nulidad de los votos de don Álvaro,
y ocupado de los mismos temores que el infante don Juan, comenzó a
suscitar estorbos a la decisión del concilio. No le valieron, sin
embargo, sus astucias; así es que, pasado poco tiempo, hubo de recaer
su fallo sobre este incidente del gran proceso del Temple.

La sentencia declaró a don Álvaro libre de los votos de obediencia y
pobreza, únicos que le ligaban a la Orden, y le restituyó todos sus
bienes y derechos, pero no pudo coronar la obra de virtud de aquellos
piadosos prelados. El voto de castidad y pureza, atadura la más
fuerte de todas, quedaba sujeto a la jurisdicción especial del legado
pontificio; pues cualquiera que fuese la nulidad de los otros, al
cabo todos se referían a un orden de cosas ya finado o suspenso por
lo menos, al paso que éste, como de obligación absoluta y puramente
individual, no estaba sujeto a tiempo, ni circunstancias, habiendo
sido pronunciado voluntariamente.

Semejante explicación, como otras muchas que se fundan en una
mezquina y farisaica explicación de las leyes, tenía mucho más de
escolástica y teológica que de caritativa y benéfica, porque el
ningún valor esencial de la profesión de don Álvaro, mal podía
fortalecer ninguna de las obligaciones con ella contraídas, y por
otra parte ningún empleo más noble podía buscarse al poder de la
religión que remediar los daños de la iniquidad y perfidia. Por dado
que fuese el siglo aquél a sutilezas de escuela, de tanto bulto eran
estas razones y tan acomodada por otra parte la solicitud al espíritu
del Evangelio, que los obispos todos, con el mayor encarecimiento,
rogaron al inquisidor que en uso de sus facultades extraordinarias,
rompiese la última valla que se oponía a la felicidad de dos personas
tan dignas de estimación y de respeto por sus desventuras y por su
elevado carácter, agradeciendo así las hazañas de don Álvaro en
Andalucía y Tordehumos, y librando a un tiempo de su final ruina a
dos linajes esclarecidos y antiguos.

Cabalmente estas razones eran las que más desviaban al inquisidor
de otorgar la demanda, pues no habiendo sido poderosa su influencia
a estorbar la declaración que restituía a don Álvaro a la clase
de señor independiente, el único medio que tenía de disminuir su
poderío, era impedir aquel enlace deseado. Tan cierto es, que la mano
de la política, y la razón de estado sin escrúpulo, trastornan las
esperanzas más legítimas, y se burlan de todos los sufrimientos del
alma.

Perseverante, pues, en su propósito, desoyó Aymerico, no sólo las
reclamaciones del abad y de los prelados, sino los ruegos de una gran
porción de señores que, guiados por don Juan Núñez de Lara, y llenos
de afición a don Álvaro, emplearon todos sus esfuerzos en allanarle
el camino de su felicidad. Recayó, pues, brevemente la sentencia,
dando por válido y obligatorio el voto de que se trataba, hasta que
el Sumo Pontífice, en el concilio general que debía celebrarse en
Viena del Delfinado, determinase lo más justo.

El inquisidor por su parte, para dulcificar algún tanto la amargura
de este fallo, ofreció interponer sus buenos oficios con la corte
romana, para la resolución definitiva de este asunto, que en
conciencia no había podido zanjar favorablemente, según decía.
Ninguno se dejó engañar, sin embargo, porque, acudiendo al concilio
de Viena, casi todos los obispos de la cristiandad, y habiendo de
verse en él las piezas innumerables del inmenso proceso del Temple,
no había imaginación que le viese el término, ni esperanza que hasta
su fin pudiese llegar.

Muy general fué la pesadumbre que ocasionó semejante desenlace, pero
la del abad, del maestre, de Saldaña y don Juan Núñez de Lara, fué
grandísima y sobremanera amarga, aunque dictada por tan distantes
motivos. Mucho le pesaba al buen religioso de ver así malogrados sus
afanes, y a los ancianos caballeros asistir a los funerales de la
última esperanza de don Álvaro, pero en Lara se mezclaba al dolor el
más vivo remordimiento, y de todos ellos era quizá el más digno de
compasión.

Por lo que hace a aquel desventurado joven, no se le oyó más que
una queja: la de ver definitivamente separada su suerte de la de
los templarios, cuando acababan de romper el último talismán que
podía hacerle agradable el poder y los honores. Desde entonces
hasta el día en que hubo de dar la vuelta al Bierzo en compañía
del abad, no volvió a pronunciar una sola palabra sobre su suerte;
pero en aquella ocasión, y sobre todo, al despedirse de Saldaña,
soltó la compresa a su dolor, y maldijo mil veces del sino que había
traído al mundo. El anciano le consoló como pudo, exhortándole a la
fortaleza, y poniéndole delante la inmensidad del porvenir con que
le brindaba su juventud. Tanto él como el maestre y casi todos los
caballeros quedaban en calidad de reclusos esparcidos en monasterios
y conventos apartados, hasta la resolución del papa: así, pues,
don Álvaro, después de haber recibido la bendición de su tío y los
abrazos de Saldaña y de sus compañeros, salió de Salamanca con el
abad de Carracedo, desamparado y triste como nunca. Después de tantos
desengaños y severas lecciones, al cabo de tantos vaivenes dentro
de su propio corazón, y en los revueltos caminos del mundo, la luz
de la esperanza solo podía iluminar, dudosa y turbiamente, las
tinieblas de su alma. No se le ocultaba el estado de doña Beatriz y
el terrible golpe que con el último suceso iba a recibir, y contra
aquel presentimiento, contra aquella voz interna, se estrellaban
todos los consuelos y reflexiones del abad; bien es verdad que los
mismos temores y zozobras asaltaban el alma del anciano, y privaban a
su voz de aquel acento de seguridad tan necesario para comunicar el
valor y la confianza. El viaje, por consiguiente, fué muy desabrido y
silencioso.

Había pensado el monje presentarse desde luego en la quinta de
Carracedo y preparar por sí mismo a doña Beatriz para la dura prueba
a que volvía a sujetarla la suerte; pero mejor mirado todo, juzgó más
prudente detenerse a descansar en Bembibre y desde allí escribir a
don Alonso todo lo ocurrido.

Habíase adelantado Millán a la impensada nueva del regreso de su amo,
y todo Bembibre salió a su encuentro, pues ni un solo día habían
dejado de rezar por su feliz y pronta vuelta, ni echar de menos su
autoridad paternal. Don Álvaro procuró corresponder, como siempre, a
aquellas sencillas muestras de aprecio, pero nadie dejó de observar
con disgusto cuán mudado estaba con los pesares el semblante de su
señor. La guarnición, que en nombre del rey ocupaba el castillo,
lo dejó al punto en manos de su legítimo dueño y un buen número de
los soldados que habían acompañado a don Álvaro a la expedición de
Tordehumos, se apresuraron a guarnecerlo. En una palabra, el día
entero, y aun algunos de los posteriores, se pasaron en danzas y
regocijos de todas clases, pues todo había vuelto en Bembibre a su
antigua alegría.—¡Todo, menos el corazón de su señor!

[Ilustración]



[Ilustración]

CAPÍTULO XXXV


Las esperanzas de doña Beatriz venían a ser con tan raros sucesos
como las flores del almendro, que apresurándose a romper su capullo
a las brisas de la primavera y abriendo su seno a los rayos del sol,
desaparecen en una noche al soplo mortífero de la helada. Su alma,
cansada de sufrir, y su salud postrada a los embates del dolor, no
bien sintieron flojas las rigurosas ataduras, cuando se abalanzaron
ardientemente a la fuente del bien y la alegría, para templar
su hidrópica sed, bien ajenas de encontrar el acíbar de nuevas
tribulaciones, donde tan regalada frescura y suavidad se imaginaban.

No era muy del agrado del cuerdo don Alonso aquella imprudente
seguridad en que se adormecía su hija; pero gracias a ella, sus
fuerzas se restauraban tan visiblemente y hasta su memoria parecía
purificarse de los pasados trágicos recuerdos, de tal modo, que no
tenía valor para destruir aquel hermoso sueño que le libraba de su
más terrible recelo.

El anciano médico de Carracedo se manifestaba sumamente satisfecho
del sesgo que la enfermedad iba tomando, y como las noticias que de
Salamanca llegaban sólo traían anuncios de un porvenir próspero, nada
había que detuviese la naturaleza en su benéfico movimiento.

Había entrado de lleno la primavera y su influjo contribuía también
poderosamente al alivio de la enferma, pintando en su imaginación las
risueñas escenas de aquellos contornos y regalando su pecho con su
aromoso ambiente. Aquel cuadro ganaba cada día en belleza y amenidad,
y en él encontraba el alma tierna y apasionada de doña Beatriz un
manantial inagotable de dulcísimas sensaciones.

Una mañana, que unas veces a pie y otras embarcada, había recorrido
con su padre y su doncella gran parte de las orillas del lago, se
recostó, por último, al pie de un castaño para descansar un poco de
su fatiga. Arrullaba tristemente una tórtola en las ramas de aquel
árbol; un leñador, descargando recios golpes con su hacha en el
tronco de un acebuche no muy distante, acompañaba su trabajo con una
tonada muy dulce, y en el medio del lago, menudamente rizado por un
vientecillo ligero, se balanceaba una barquilla con un solo aldeano.
El cielo estaba puro; el sol, recién salido, alumbraba con una luz
purísima el paisaje, y únicamente, en un recodo algo más sombrío
de aquella líquida llanura, una neblina azul y delgada parecía
esconderse de sus rayos.

[Ilustración]

Los tres guardaban silencio como si temiesen interrumpir con sus
palabras la calma de aquel hermoso espectáculo, cuando un resplandor
que venía del lado de Carracedo dió en los ojos de don Alonso, y
fijándolos con más cuidado en aquel paraje, vió un hombre de armas
que al trote largo se encaminaba hacia ellos y cuyo almete y coraza,
herido por el sol, despedía vivos fulgores. Hacía días que no recibía
noticias de Salamanca el noble señor y al punto juzgó que aquel
hombre vendría enviado del abad.

El forastero, que vió la falúa atracada a corta distancia y el traje
y apostura del grupo que estaba al pie del castaño, se encaminó
hacia ellos en derechura, y apeándose ligeramente, presentó a don
Alonso un pliego con las armas de Carracedo. Abriólo rápidamente,
y a los pocos renglones que hubo leído, se le robó el color de
la cara, comenzaron a temblarle las rodillas, y como si fuese a
perder el conocimiento, se apoyó contra el tronco del árbol y dejó
caer el papel de las manos. Doña Beatriz, entonces, veloz como el
pensamiento, se arrojó al suelo, y recogiendo la carta se puso a
leerla con ojos desencajados; pero su padre, que al ver su acción,
pareció recobrarse enteramente, se arrojó a ella para arrancársela de
las manos, diciéndole a gritos:

—¡No lo leas; no lo leas, porque te matará!

Pero ella, desviándose a un lado, sin separar sus ojos del fatal
pliego y cebada en sus renglones, llegó a un punto en que lanzando
un tremendo gemido, cayó sin sentido en brazos de su fiel doncella.
El mensajero acudió al punto a su socorro y los remeros hicieron lo
mismo saltando en tierra; pero ya don Alonso y Martina la habían
reclinado de nuevo al pie del árbol sentándose ésta en el suelo y
teniendo en su regazo la cabeza de su señora. Entonces comenzaron
a rociarle el rostro con agua que traían del lago en un búcaro, y
a administrarle cuantos remedios consentía lo impensado del lance;
pero inútilmente, porque no volvía en sí, ni cesaba una especie de
respiración sonora y anhelosa que parecía hervir en lo más profundo
de su pecho. De cuando en cuando, exhalaba un ¡ay! profundísimo y
llevaba las manos al lado del corazón, como si quisiese apartar un
peso que le abrumaba, mientras un copioso sudor corría de su frente y
humedecía todo su cuerpo.

En semejante estado se pasó un largo rato, hasta que viendo don
Alonso que el accidente ofrecía serio cuidado, determinó ponerla
en la falúa y volver a la quinta inmediatamente. Transportáronla,
pues, entre todos con el mayor cuidado, y bogando aceleradamente,
poco tardaron en desembarcar en el muelle, desde donde con las
mismas precauciones la llevaron a su cama. Afortunadamente estaba
allí a la sazón el anciano físico de Carracedo, que acudió al punto,
y observando con gran cuidado su respiración y pulso, le abrió
sin perder tiempo una vena. Con el remedio comenzó a mitigarse su
tremenda fatiga, y a poco abrió los ojos, aunque sin fijarlos en
objeto alguno determinado, y rodeando su cámara con una mirada
incierta y vagarosa. Por último recobró totalmente sus sentidos,
pero presa todavía de su tremendo ataque, las primeras palabras que
pronunció, fueron:

—¡Aire! ¡aire!; ¡yo me ahogo!

El religioso acudió aceleradamente a las ventanas, y las abrió de par
en par.

—¡Ah!, ¡todavía!, ¡todavía tengo aquí un peso como el de una
montaña!—exclamó pugnando por incorporarse y señalando al lado
izquierdo del pecho.

Entonces Martina, el monje y su padre, la incorporaron en el lecho,
amontonando detrás una porción de almohadas. En esta postura recobró
poco a poco algún sosiego, y el aire templado y apacible que entraba
por las ventanas empezó a serenar su respiración. Entonces fué cuando
el recuerdo de la escena que acababa de pasar se despertó en su
memoria, y clavando en su padre sus ojos, alterados y brillantes con
el fuego de la calentura, le dijo:

—¿Qué se hicieron la carta y el mensajero?... Dadme el papel, que
todavía no le he acabado de leer... ¿dónde le guardáis, que no le veo?

—¡Hija mía! ¡hija mía!—le respondió el anciano—, no me destroces el
corazón. ¿Qué vas a buscar en ese malvado escrito?

—¡La carta! ¡la carta!—repuso ella con ciega y obstinada porfía, y
sin hacer caso de las razones de su padre.

—Dádsela y no la contradigáis—añadió el físico en voz baja—, porque
ya no le podrá hacer más daño del que le ha hecho.

Entregósela entonces don Alonso, y ella, con extraordinaria avidez,
se puso a devorarla. Esta carta, como presumirán nuestros lectores,
no contenía sino lo que ya saben; pero, por una fatal circunstancia,
distaba de la imaginación de doña Beatriz como el cielo de la tierra.
Acabó, por fin, de leerla, y dejando caer entrambas manos sobre el
lecho, como postrada de debilidad, dirigió una larga y melancólica
mirada al paisaje que por las abiertas ventanas se descubría. Un
breve espacio estuvo sumida en esta triste distracción, hasta que al
cabo, lanzando un profundo suspiro, exclamó:

—Y sin embargo, mi ensueño era bien puro y bien hermoso: puro y
hermoso como ese lago en que se mira el cielo como en un espejo, y
como esos bosques y laderas llenas de frescura y de murmullos. No
seré yo quien sobreviva a las pompas de este año. ¡Necia de mí, que
pensaba que la naturaleza se vestía de gala como mi alma de juventud
para recibir a mi esposo, cuando sólo se ataviaba para mi eterna
despedida!

—¡Y necio de mí mil veces!—repuso don Alonso—que te dejé adormecer en
esa vana esperanza que podía desvanecerse con un soplo.

—¿Qué queríais, padre?—repuso ella con dulzura—. Mis ojos se habían
cansado de llorar en la noche de mis pesares, y cuando el cielo me
mostró un vislumbre de felicidad, creía que duraría, porque lo había
comprado a precio de infinitas amarguras. Poco siento la muerte por
mí; pero, ¿quién os consolará a vos, quién le consolará a él, a él,
que me ha amado tanto?

—Doña Beatriz—dijo gravemente el religioso—, no hace mucho tiempo que
la misericordia divina os sacó de las tinieblas mismas de la muerte,
y no sé cómo en vuestra piedad lo echáis en olvido tan pronto y así
desconfiáis de su poder. Por otra parte, yo he leído también lo que
dice mi reverendo prelado y no veo motivo para ese desaliento, cuando
el inquisidor Aymerico ha prometido su ayuda para con el soberano
pontífice a fin de que la consulta se decida favorablemente. Así
debéis esperarlo.

—¡Ah, padre!—contestó ella—, ¿cómo pensáis que en el laberinto de
este inmenso negocio tropiecen en la hoja de papel de que pende mi
sosiego y felicidad? ¿Qué les importa a los potentados de la tierra
la suerte de una joven infeliz que se muere de amor y de pesar?
¿Quién pone los ojos en el nido del ruiseñor cuando el huracán tala y
descuaja los árboles del bosque?

Don Alonso, que se había sentado a los pies de la cama con la cabeza
entre las manos, sumido en una profunda aflicción, se levantó al oir
estas palabras como herido de una idea súbita, y poniéndose delante
de su hija con ademán resuelto, respondió:

—¡Yo, yo que te he perdido, yo te traeré la libertad de don Álvaro y
la ventura de los dos! Yo pasaré a Francia, yo iré al cabo del mundo,
aunque sea a pie y descalzo y con el bordón del peregrino en la mano
y me arrojaré a los pies de Clemente V. Yo le hablaré de la sangre
que ha vertido mi casa por la fe de Cristo y le pediré la vida de mi
hija única. Mañana mismo partiré para Viena.

—¡Vos, señor!—contestó ella como asustada—, ¿y pensáis que yo
consentiré en veros expuesto a las penalidades de un viaje tan
largo y en mirar vuestras canas deslucidas con inútiles ruegos sólo
por esta pasión insensata que ni la oración, ni las lágrimas, ni
la enfermedad han podido arrancar de mi pecho? Y luego, padre mío,
considerad que ya es tarde y que a vuestra vuelta sólo encontraréis
el césped que florezca sobre el cuerpo de vuestra hija. ¡No os
apartéis de mí en ese instante!

—¡Beatriz! ¡Beatriz!—contestó el anciano con un acento terrible—, no
me desesperes, ni me quites las fuerzas que necesito para tu bien y
el mío. Mañana partiré, porque el corazón me dice que el cariño y el
arrepentimiento de tu padre, han de poder más que la fatal estrella
de mi casa.

Doña Beatriz quiso responder; pero Martina, juntando las manos, le
dijo con el mayor encarecimiento:

—Por Dios santo, noble señora, que le dejéis hacer cuanto dice,
porque me parece que es una voz del cielo la que habla por su boca,
y además, con eso le quitaréis un peso que le agobia de encima del
corazón.

—Doña Beatriz—le dijo gravemente el religioso—, en nombre de vuestro
padre, de vuestro linaje y de cuanto podéis amar en el mundo, os
encargo que recojáis todo vuestro antiguo valor y que os soseguéis,
pues semejante agitación puede dañaros infinito.

Y al acabar estas palabras, se salió del aposento llevándose consigo
al señor de Arganza. Separóse de él un instante para disponer una
bebida con que pensaba templar la calentura de la enferma aquella
noche y en seguida volvió al lado del acongojado viejo:

—¿Cuál es vuestro pensamiento?—le preguntó.

—El de emprender la marcha al instante—le respondió don Alonso—;
pero quisiera que vuestro prelado viniese a hacer el oficio de padre
con mi desdichada hija, que va a quedar por algún tiempo en la mayor
orfandad y desamparo. ¿Creéis que su vista no empeore su estado,
trayéndole a la memoria imágenes dolorosas?

—Todo lo contrario—respondió el monje—; antes es preciso amortiguar
el crudo golpe que ha recibido hoy, borrándolo en lo posible de su
imaginación. Así que, no sólo debe venir el abad, sino don Álvaro
también, y muy en breve, porque tal vez su presencia valga harto más
que todos mis remedios.

—Sí, sí, sin perder tiempo—respondió don Alonso llamando con una
especie de silbato de plata.

Al punto se presentó el cazador Nuño.

—¿Se ha ido ya el mensajero de Bembibre?—le preguntó su amo.

—No, señor—respondió el viejo con aire de taco—; sin duda aguardará
por las albricias de las buenas nuevas que ha traído.

—No importa—respondió don Alonso—, tráele inmediatamente a mi
presencia.

El criado salió murmurando entre dientes y su señor, sentándose
aceleradamente a un bufete, escribió una carta muy encarecida al
abad, encargándole la pronta venida en compañía de don Álvaro.
Justamente acababa de cerrarla, cuando se presentó el mensajero.

—Malas nuevas has traído, amigo—le dijo el señor de Arganza.

—¡Ah, señor!—respondió el hombre con el acento de la sinceridad—,
harto me pesa, y si yo hubiera sabido cuáles eran, otro hubiera
tenido que ser el portador.

—No importa—repuso don Alonso—; ahí tienes esas monedas por tu viaje;
pero dí, ¿vienes bien montado?

—Una yegua traigo más ligera que el pensamiento—respondió el correo
muy alegre de verse tan generosamente recompensado.

—Pues es preciso que pongas a prueba su ligereza para llegar a
Bembibre al punto y entregar esta carta al abad de Carracedo, que
si la yegua se revienta yo te dejaré escoger entre las mías la que
quieras.

Sin aguardar a más salió el soldado, y desatando su cabalgadura y
montando en ella de un salto, salió como un torbellino por el camino
de Ponferrada, en donde se perdió muy en breve de vista.

A medida que fué entrando el día fué creciendo la calentura de doña
Beatriz, y turbándose su conocimiento. Quejábase de dolor y opresión
en el lado izquierdo y de una sed devoradora; de cuando en cuando se
quedaba dormida, y entonces un sudor extraordinario venía por fin a
despertarla. En estas alternativas pasó la tarde, hasta que, entrando
la noche su respiración comenzó a ser más fatigosa y a tener ciertos
intervalos de delirio, bebiendo con ansia indecible grandes porciones
del cordial que le habían dispuesto.

Ni su padre ni el anciano religioso se apartaron, sino muy contados
instantes, del aposento de la enferma, silenciosos ambos, aunque
igualmente atentos, y haciendo sin duda las más tristes reflexiones
sobre aquella vida marchitada en flor por el gusano roedor de la
desdicha. A cada frase de las varias incoherentes que se escapaban
de sus labios, don Alonso se acercaba como si oyese pronunciar
su nombre; pero, o callaba en seguida, o después de echarle una
mirada errante y distraída, se volvía del lado opuesto, unas veces
lanzando un suspiro y otras sonriéndose de una manera particular.
El desventurado padre se apartaba entonces meneando tristemente
la cabeza, y sentándose a un extremo de la estancia, volvía a sus
penosas reflexiones.

Como el insomnio y la aflicción acaloraban a un tiempo su cabeza,
salió en una ocasión un momento al mirador de la quinta a respirar el
aire exterior. Estaba muy entrada la noche, y la luna en la mitad del
cielo parecía al mismo tiempo adormecida en el fondo del lago. Con
su luz vaga y descolorida, los contornos de los montes y peñascos
se aparecían extrañamente suavizados y como vestidos de un ligero
vapor. No se movía ni un soplo de aire; los acentos de un ruiseñor,
que cantaba a lo lejos, se perdían entre los ecos con una música de
extremada armonía.

El señor de Arganza no pudo menos de sentir el profundo contraste que
con los tormentos de su hija única formaba la calma de la naturaleza.
Acordóse entonces de la predicción del abad de Carracedo, y de tal
manera se perturbó su imaginación, que se sentó trémulo y acongojado
en un asiento, cuando de pronto le pareció oir como a la salida del
pueblo de Carracedo un ruido que instantáneamente iba aumentándose.
Un rápido vislumbre, que salió por acaso de debajo de las encinas,
excitó más su curiosidad, y observando con cuidado vió que eran tres
jinetes, dos de ellos con atavíos militares que venían costeando el
lago con galope rápido y acompasado a un tiempo, y se encaminaban a
la quinta. La luz de la luna, que no servía para distinguir más que
los bultos, alumbró lo bastante cuando ya se acercaron para descubrir
que el uno de ellos vestía el hábito blanco y negro de la Orden de
San Bernardo. Don Alonso no pudo contener un grito de alegría y de
sorpresa, y bajando la escalera precipitadamente fué a abrir por su
misma mano la puerta al abad de Carracedo, que era el que llegaba
acompañado de don Álvaro y de su escudero Millán.

—¡Ah, padre mío!—le dijo el apesadumbrado señor arrojándose en sus
brazos—; no hace un instante que estaba pensando en vos. Vuestra
predicción ha empezado a cumplirse de un modo espantoso, y mucho temo
que no salga cierta del todo.

—No deis crédito a palabras, hijas de un ímpetu de cólera—le dijo el
abad bondadosamente—. Más alta que la vanidad de nuestra sabiduría
está la bondad de Dios.

—¿Y vos también, noble don Álvaro?—añadió don Alonso yéndose para el
joven con los brazos abiertos—. ¿De esta manera debíamos encontrarnos
al cabo de tan alegres imaginaciones?

Entonces se le anudaron las palabras en la garganta, y don Álvaro,
sin desplegar los labios, se apartó violentamente de él, volviendo
las espaldas y metiéndose en la obscuridad para enjugarse las
lágrimas de que estaban preñados sus párpados y sofocar sus sollozos.
Todo quedó silencioso por un rato, si no es el caballo árabe de don
Álvaro, que, a pesar de la fatigosa jornada, hería la tierra con el
casco. Por fin el noble huésped, sosegándose un poco, dijo a los
recién venidos:

—No os esperaba hasta mañana, mis buenos amigos; pero en verdad que
nunca pudo haber llegada más a tiempo.

—¿Eso creíais de nosotros?—respondió el abad—¡no permita el cielo que
con esa tibieza acuda nunca a los menesterosos y afligidos! Desde
que recibimos vuestra carta, no hemos cesado de caminar con la mayor
diligencia, y aquí nos tenéis. ¿Pero nada nos decís de vuestra hija?

—Hace un momento que dormía—respondió don Alonso—, si sueño puede
llamarse el que en medio de tanta perturbación se disfruta. Venid,
acerquémonos a su aposento para que la veáis si puede ser.

Al ruido de los caballos habían acudido algunos criados, y uno
de ellos cogiendo una luz, los guió a la cámara de la enferma.
Quedáronse los forasteros al dintel mientras don Alonso se informaba,
pero al punto volvió por ellos y los hizo entrar.

Estaba doña Beatriz tendida en su lecho, como sumergida en un
angustioso letargo, y las largas pestañas que guarnecían sus
párpados, daban a sus ojos cerrados una expresión extraordinaria.
Aquella animación que la esperanza y alegría disipadas hacía tan
pocas horas, habían comenzado a derramar en su rostro, todavía no
estaba borrada. En su frente, pura y bien delineada, se notaba una
cierta contracción, indicio de su padecimiento, y la calentura
había esmaltado sus mejillas con una especie de mancha encendida.
Sus rizos largos y deshechos, le caían por el cuello, blanco como
el de un cisne, y velaban su seno, de manera que, a no ser por su
resuello anheloso y por el vivo matiz de su rostro, cualquiera la
hubiera tenido por una de aquellas figuras de mármol que vemos
acostadas en los sepulcros antiguos de nuestras catedrales. Todavía
no habían desaparecido las huellas de los antiguos males y las
del nuevo comenzaban a marcarse profundamente; pero, sin embargo,
estaba maravillosamente hermosa, no de otra suerte que si un reflejo
celestial iluminase aquel semblante.

El abad, después de haberla mirado un instante, se puso a hablar en
voz baja, pero con un gesto y expresión vehemente, con el religioso
que la asistía, pero don Álvaro se quedó contemplándola con los ojos
fijos. De repente exhaló un suspiro y luego, con una entonación
fresca y purísima que participaba a un tiempo de la melancolía de la
tórtola y la brillantez del ruiseñor, cantó sobre un aire del país el
estribillo de una canción popular que decía:

    Corazón, corazón mío,
  lleno de melancolía,
  ¿cómo no estás tan alegre,
  como estabas algún día?

Los ecos de aquella voz tan llena de sentimiento y de ternura,
quedaron vibrando en las bóvedas de la estancia, y como más de una
vez sucede en los sueños, doña Beatriz se despertó al son de su
propio canto. Don Álvaro que vió abrirse sus hermosos ojos, como dos
luceros hermanos que saliesen al mismo tiempo del seno de una nube,
tuvo la bastante presencia de ánimo para esconderse al punto detrás
de don Alonso y de Martina, temeroso de producir con su aparición
una revolución fatal en la enferma; pero ya fuese que la acción le
pareciese sospechosa, ya que su corazón le dijese a gritos quién era
el que delante tenía, se incorporó en la cama con ligereza increíble,
y como si quisiera atravesar con su mirada los cuerpos de su padre y
de Martina para descubrir al que se ocultaba, preguntó con zozobra:

—¿Quién, quién es ése que así se recata de mis miradas?

El abad, poseído de los mismos temores, quiso hacer entonces la
deshecha, y presentándose de repente, le dijo:

—Es un guerrero que me ha acompañado, doña Beatriz. ¿No me conocéis?

—¡Ah!, ¿sois vos, padre mío?—contestó la joven asiendo su mano y
llevándola a sus labios—; pero ¿quién sino él os acompañaría a esta
casa de la desdicha?—prosiguió fijando los ojos en el mismo sitio.

La estatura aventajada de don Álvaro hacía que su casco coronado de
un plumero, se viese claramente por encima de la cabeza del señor de
Arganza.

[Ilustración]

—¡Él es! ¡él es!—exclamó doña Beatriz con la mayor vehemencia—ese es
el mismo yelmo y el mismo penacho que llevaba en la noche fatal de
Villabuena. ¡Salid, salid, noble don Álvaro! ¡Oh, Dios mío, gracias
mil, de que no me abandone en este trance de amargura!

—¡Ah, señora!—exclamó él presentándose de repente—ni en la ventura,
ni en la desdicha, ni en la vida ni en la muerte, os abandonará nunca
mi corazón.

La joven, medio turbada aún por el delirio, y sin seguir más impulsos
que el de su corazón, se había inclinado como para echarle los brazos
al cuello, pero al punto volvió en sí y se contuvo. Con la emoción se
había quedado descolorida, pero entonces un vivo carmín esmaltó sus
mejillas y hasta su cuello, y bajó los ojos.

—¡Cosa extraña!—dijo después de un breve silencio—: no hace mucho que
soñaba que me arrebatabais del convento como aquella noche fatal, y
que sin llegar al asilo que me teníais preparado, os despedíais de mí
para siempre, porque os ibais a la guerra de Castilla. Yo entonces
me senté a la orilla del camino y me puse a cantar una endecha muy
triste. Era un sueño como todos los míos, de separación y de muerte,
pero he aquí que vos volvéis... ¿cómo habrá podido serme infiel mi
corazón? ¿Qué quiere decir esta mudanza?

—¿Qué ha de decir, hija mía—respondió el Abad—sino que el Señor que
te prueba aparta ya de ti las horas malas? ¿No temblabas por la
vida, por la honra y por la libertad de don Álvaro? Pues aquí le
tienes libre y más honrado que nunca. Aun el único estorbo que a tu
felicidad se opone, desaparecerá sin duda muy en breve. ¿Cómo no
esperas lo que todos para ti esperamos, y nos afliges de esa suerte?

Doña Beatriz se sonrió entonces melancólicamente, y replicó:

—Mi pobre corazón ha recibido tantas heridas, que la esperanza se ha
derramado de él como de una vasija quebrantada. Yo me las figuraba
ya cicatrizadas; pero no estaban, sino cerradas en falso, y con este
golpe han vuelto a brotar sangre. ¡Tenga el cielo piedad de nosotros!

Volvió a quedarse todo en aquel profundo silencio que entristece,
tanto como el mismo mal, las habitaciones de los enfermos, sin oirse
más ruido que el de la anhelosa respiración de doña Beatriz. Ella
fué la que volvió a romperlo, diciendo impetuosamente, y como si sus
palabras y determinación atropellasen por una gran lucha interior:

—¡Don Álvaro!, no os partáis de aquí... ¿No es verdad que os
quedaréis? ¿quién puede prohibíroslo? Yo os amo, es verdad, pero
del mismo modo pudiera amaros un ángel del cielo o vuestra madre
si la tuviérais. ¡Pensad que mis palabras llegan a vos del país
de las sombras, y que no soy yo la que tenéis delante, sino mi
imagen pintada en vuestra memoria! ¿Pero no me respondéis?, decid:
¿tendríais valor para abandonarme en este trance?...

—No, no, hija mía—repuso el abad apresuradamente—; ni él ni yo nos
apartaremos de tu lado hasta que tu padre vuelva de Francia con esa
dispensa, prenda de tu alegría y gloria venidera.

—¿Con que perseveráis en esa penosa determinación sólo por amor
mío?—exclamó ella clavando en su padre una dolorosa mirada, en que se
pintaban la duda y el abatimiento.

—Sí—respondió don Alonso—; mañana mismo partiré, si tú no me quitas
el valor con esa flaqueza indigna de tu sangre. Ánimo, Beatriz mía,
pues que en tan buena compañía te dejo; que yo espero estar de vuelta
antes de tres meses, con lo único que puede tranquilizar a un tiempo
tu corazón y mi conciencia: la libertad de don Álvaro.

El médico hizo ver entonces que una conversación tan larga y llena
de agitación podía aumentar el acceso de doña Beatriz, y después de
algunas palabras de ánimo y consuelo que la dirigieron el abad y su
padre, se salieron todos de la habitación, menos el anciano monje
y Martina. Don Álvaro no dijo ni escuchó una sola palabra; pero
los ojos de entrambos hablaron un lenguaje harto más elocuente al
despedirse.

Cualesquiera que fuesen los recelos que doña Beatriz tuviese de su
fatal estado, por entonces una sola idea la ocupaba, y era que no
se vería privada de la vista de don Álvaro. Poco podía servir para
sanar los males de su cuerpo, pero era un bálsamo celestial para su
espíritu, y su influencia fué tan suave y benéfica, que como más de
una vez sucede con las imaginaciones fogosas, bastó para alterar
favorablemente el curso de la enfermedad y proporcionarle más
descanso del que pudiera esperarse de aquella noche.

[Ilustración]



[Ilustración]

CAPÍTULO XXXVI


Al día siguiente, muy temprano, y cuando su hija descansaba
todavía, salió el señor de Arganza para Francia, sin más que
el viejo Nuño y otro criado. Ambos entrados en años, y, por
consiguiente, quebrantados, estaban sostenidos, sin embargo, por
un mismo sentimiento, que si en el uno se podía explicar por el
arrepentimiento y ternura paternal, en el otro venía a ser lealtad
acendrada, y entrambos ciega inclinación a aquella joven, digna de
mejor suerte. No quiso don Alonso despedirse de ella, siguiendo
el cuerdo consejo del físico, para no agitarla más con una escena
siempre triste, pero en aquella ocasión mucho más. Así, pues, la
partida se verificó a las calladas, acompañando al viajero el abad
y el señor de Bembibre un buen trecho de camino. Cuando hubieron de
separarse, don Alonso los abrazó estrechamente, encargándoles el
cuidado con su hija querida, y, sobre todo, que distrajesen su ánimo
de las fúnebres ideas que lo obscurecían. Así se lo prometieron
entrambos, y despidiéndose con pesadumbre, continuó el uno su viaje
y dieron los otros la vuelta hacia la quinta.

Doña Beatriz, rendida con las emociones de aquella noche, se había
quedado profundamente dormida cerca del amanecer, y, aunque los
síntomas constantes de su enfermedad no daban a su sueño aquel
descanso inapreciable, medicina de tantos males, sin embargo le
permitían una blanda tregua con ellos. Justamente, al entrar don
Álvaro y el abad la despertó el relincho de _Almanzor_, y tendiendo
la vista alrededor, echó de menos la fisonomía de su padre. Preguntó
al punto por él, y Martina salió como en su busca, pero en su lugar
entró el abad de Carracedo. Doña Beatriz comprendió al punto lo que
era, y su semblante se cubrió de una nube; pero el anciano, con gran
prudencia y con la persuasiva autoridad que dan los años, la consoló
poniéndola delante los prontos y felices resultados que de aquella
separación podían venir. Doña Beatriz le escuchó sin muestra alguna
de impaciencia y sin responder una palabra; pero cuando el viejo
acabó su discurso, exhaló un suspiro que salía de lo íntimo de su
corazón y quería decir:—Todo ese bien que me prometéis llegará tarde.
Enseguida llamó a Martina, y dijo que quería levantarse. El físico no
se opuso, y al poco tiempo ya estaba en pie.

Su palidez era extraordinaria, pues la excitación del delirio y de la
calentura de la noche anterior había cedido el puesto a una debilidad
y decaimiento fatales. Sólo cuando don Álvaro se presentó delante de
ella, sus mejillas se sonrosaron ligeramente, y al oir su voz grave y
varonil como siempre, pero como siempre también tierna y apasionada,
pareció extenderse por todo su cuerpo un estremecimiento eléctrico.
Habíale mirado con ansia la noche anterior; pero el velo que extendía
la calentura delante de sus ojos y la escasa luz que alumbraba el
aposento, no le permitieron ver aquellas facciones, a un tiempo
armoniosas y expresivas, las primeras y únicas que se habían impreso
en su alma. Entonces pudo satisfacer su deseo a la claridad del día,
pero con una impresión semejante a la que su vista había producido
en don Álvaro. Ningún síntoma de enfermedad se advertía en su noble
semblante; pero el pesar había comenzado a surcar su frente: sus
ojos garzos habían perdido su serenidad antigua, hundiéndose un tanto
en las cuencas y revistiéndose de una mirada sombría. Había perdido,
además, el color, y en los contornos del cuerpo se notaba asimismo
cierta flacura, hija de las desdichas y meditaciones.

Cuanto hemos dicho con tantas palabras notó doña Beatriz con sola una
ojeada; pero, sin embargo, nunca le pareció don Álvaro tan hermoso.
Es cierto que nada había perdido de su antigua apostura y gallardía,
y que en su porte y modales se advertía un no sé qué de austero y
elevado que imponía respeto.

Apoyada en su brazo y en el del abad, bajó doña Beatriz la escalera
que conducía al jardín con ánimo de sentarse a la sombra de un
emparrado y cerca de un toldo de jazmines. Todas las flores estaban
abiertas y un enjambre de abejas doradas, zumbando por entre
ellas, libaban sus cálices para precipitarse en seguida hacia unas
colmenas que estaban en el fondo. Las calles y cuadros presentaban
un interminable arabesco de matices vivísimos; las paredes estaban
entapizadas de pasionaria y enredaderas, y una fuente que brotaba en
el medio, tenía una corona de violetas que asomaban entre el césped
su morada cabeza.

La joven, que a pesar de bajar casi en brazos la escalera, se había
fatigado mucho, no pudo resistir aquel ambiente tibio y cargado de
perfumes que la ahogaba. La lozanía misma de las flores y la juventud
pomposa de la naturaleza formaban en su alma doloroso contraste con
la marchita flor de sus años y su exánime juventud. Inmediatamente,
pues, la trasladaron a la falúa que al pie del muelle aguardaba.
Entraron al punto los remeros y, desamarrándola, comenzaron a surcar
la azulada llanura.

La brisa fresca del lago reanimó un poco a doña Beatriz. Habíase
recostado en la popa sobre unos cojines de seda con un decaimiento
y abandono que bien daban a entender la postración de sus fuerzas.
El abad, viéndola más sosegada, sacó el libro de horas y, yéndose a
sentar en el extremo opuesto de la embarcación, comenzó a rezar. Don
Álvaro, en pie delante de ella, la contemplaba con ojos inquietos
y vagarosos, mientras los suyos, fijos en el espejo de las aguas,
seguían como en éxtasis sus blandas ondulaciones. Alzólos por fin
para mirarle, y clavándolos en los suyos, le hizo señas con la mano
para que viniese a sentarse a su lado. Obedeció él silenciosamente, y
entonces la joven le dijo asiéndole la mano:

—Ahora estoy más sosegada y puedo hablaros. Gracias a Dios estamos
solos; oídme, pues, porque tengo sobre mi corazón hace ya mucho
tiempo un peso que me agobia. Acercaos más. ¿No es verdad que alguna
vez os habéis dicho: la mujer a quien yo amaba ha sido la esposa de
un hombre indigno de ella; su aliento ha empañado su frente; yo me la
figuraba semejante a la azucena de un valle a quien no tocan ni los
vientos de la noche; pero he aquí que cuando yo la encuentro está ya
separada de la planta paterna y sus hojas sin aroma y sin lustre? ¿No
os habéis dicho esto algunas veces?

Don Álvaro calló en lugar de responder y no alzó los ojos del suelo.
Entonces doña Beatriz, después de haber guardado por un rato el mismo
silencio, sacó del seno una cartera de seda verde y le dijo:

—Os había comprendido, porque hace tanto tiempo que laten nuestros
corazones a compás, que ningún movimiento del vuestro puede serme
desconocido. Pero vos... ¡vos no habéis leído en mi alma!—le dijo con
acento sentido y casi colérico.

Don Álvaro entonces levantó los ojos, mirándola con ademán
suplicante; pero ella le impuso silencio con la mano, y continuó:

—No os lo echo en cara, porque sobradas desdichas han caído sobre
vuestra cabeza por amor de esta infeliz mujer, y sólo ellas han
podido quebrantar la fe de vuestro noble corazón. Tomad esta
cartera—le dijo en seguida alargándosela—, y con ella aclararéis
vuestras dudas.

—¡Ah! ¡no tengo ningunas! ¡ningunas!—exclamó don Álvaro sin recogerla.

—Tomadla, sin embargo—repuso ella—, porque dentro de poco será
cuanto os quede de mí. No me miréis con esos ojos desencajados ni
me interrumpáis. Pensad que sois hombre y una de las más valerosas
lanzas de la cristiandad, y conformaos con los decretos del cielo. En
esa cartera escribía yo mis pensamientos y aun mis desvaríos; para
vos la destinaba; recibidla, pues, de mis manos, como la hubierais
recibido de las de mi confesor.

—¡Ah señora! ¿cómo abrigáis semejantes ideas cuando vuestro padre
va a volver, sin duda alguna, y con él los días de la primavera de
nuestro amor?

—Mi padre volverá tarde—respondió ella con acento profundo—, volverá
sólo para confiar a la tierra los despojos de su hija única y morir
después. Antes de este último y fiero golpe, la savia de la vida
volvía a correr por estos miembros marchitos; pero ahora se ha secado
del todo.

[Ilustración]

El abad, que acabó entonces su rezo, se acercó a ellos e interrumpió
la conversación. Doña Beatriz, oprimida por ella y quebrantada por
el esfuerzo que acababa de hacer, se mantuvo taciturna y abismada en
sus dolorosas reflexiones. Don Álvaro, trastornado por aquella escena
terrible que acababa de levantar el velo de la realidad, guardaba
también silencio, apretando convulsivamente entre sus manos y contra
su corazón la cartera verde, y el abad, por su parte, respetando la
pena de entrambos, no pronunció una sola palabra. De esta suerte
cruzaron el lago hasta la ensenada de la quinta, donde, saltando en
tierra, volvieron a subir en brazos a la joven. Era ya anochecido y
significó su deseo de quedarse a solas con su criada, con lo cual los
dos se despidieron de ella, retirándose a sus estancias respectivas.

No bien se vió don Álvaro en la suya, cuando cerrando la puerta y
acercándose a un bufete en el cual ardían dos bujías, abrió la fatal
cartera y comenzó a leer ansiosamente sus hojas. Estaba señalada la
primera con aquel versículo melancólico que, según dijimos en otro
lugar, venía a servir de epígrafe aquellas desordenadas y tristísimas
memorias: _Vigilavi et factus sum sicut passer solitarius in tecto_.
Don Álvaro, después de haberlo leído, lo repitió maquinalmente. En
tan breves palabras estaba encerrada su vida y la de doña Beatriz
con su continuo desvelo, su soledad y su esperanza siempre burlada.
¡Cuántas veces se habrían fijado en aquellos caracteres los ojos
llorosos de aquella infeliz y hermosa criatura!... Don Álvaro pasó
adelante, y volviendo la hoja encontró este pasaje:

«Cuando me dijeron que _él_ había muerto, pasadas las primeras
congojas del dolor, me pareció oir una voz que me llamaba desde el
cielo y me decía: «Beatriz, Beatriz, ¿qué haces en ese valle de
obscuridad y llanto?» Yo pensé que era la suya, pero después he
visto que vivía: sin embargo, la voz ha seguido llamándome entre
sueños, y cada vez con más dulzura. ¿Qué me querrá decir?—Mucho se ha
debilitado mi salud, y moriré joven sin duda alguna.»

En otra hoja decía así:

«¡Qué contenta cerró los ojos mi pobre madre cuando me vió esposa
del conde! Ella igualaba su corazón con el mío y esperaba para mí un
porvenir de gloria y de ventura; ¿pero qué esperaba su hija? la paz
de los muertos, y aun por eso alargó su mano...

[...]

Más se tarda la muerte de lo que yo me imaginaba, y sin embargo, soy
más dichosa de lo que pude esperar. ¡Rara felicidad la mía! Antes de
mis tristes bodas llamé aparte al que iba a ser mi esposo y le exigí
palabra de que me respetaría todo el año que le había ofrecido a
_él_ aguardarle, cuando se partió a la guerra de Castilla. Así me lo
prometió y me lo ha cumplido, porque como no me ama, se ha contentado
con la esperanza de mis riquezas y el poder que le da este enlace sin
solicitar mi corazón, ni mucho menos mis caricias. Así moriré como
he vivido, pura y digna del único hombre que me ha amado. Para él
escribo estos renglones: ¿pero quién sabe si llegarán a sus manos?
¿Quién sabe si se los llevará el viento como las hojas de los árboles
que veo pasar por encima de las torres del monasterio? ¡Más apriesa
arrebatará quizá el soplo de la muerte las escasas galas que le
quedan al árbol de mi juventud! ¡Pobre padre mío, qué terriblemente
habrá de despertar de sus sueños de grandeza!»

Venía después un versículo del libro de Job, que decía:

«_¡Ecce nunc in pulvere dormiam, et si mane me quisieris, non
subsistam!_»

Y en la página siguiente, esta estrofa dolorosa:

  “¡La flor del alma su fragancia pierde;
  por lo de ayer el corazón suspira,
  cae de los campos su corona verde;
  lágrimas sólo quedan a la lira!”

Don Álvaro pasó unas cuantas hojas, y encontró con una que decía:

«Heme en fin, viuda y libre; mis lazos están sueltos, pero ¿quién
desatará los de _él_? La suerte de la Orden me inspira vivísimos
temores. ¿Quién sabe si mi amor le traerá la muerte y la deshonra?
¡Oh, Dios mío! ¿por qué mi corazón ha de esparcir la desdicha por
todas partes?...

[...]

¡Por fin, va preso con todos sus nobles compañeros, y se presentará a
los jueces como un salteador de caminos! ¿Qué va a ser de ellos? Esta
noche he tenido una hoguera voraz dentro del pecho: una sed mortal
me devoraba, y en la ilusión de mi calentura me parecía que todos
los riachuelos y fuentes de este país corrían con murmullo dulcísimo
por detrás de mi cabecera. No he querido despertar a Martina, porque
dormía sosegadamente, aunque su corazón está en otra parte, como el
mío. ¿En qué puede consistir semejante diferencia? ¡En que ella ama y
espera, y yo amo y me muero!»

Don Álvaro recorrió otros pasajes, en que la agonía que experimentaba
por su suerte estaba trazada con rasgos de suma angustia y
desconsuelo. Por fin, después de tantas ansias y congojas, venía el
siguiente pasaje:

«¡Oh, cielo santo! ¡Está absuelto de todas las acusaciones con todos
los suyos!... ¡Pensé que me tiraba al agua para abrazar al mensajero
que semejantes nuevas traía! Al cabo volverá, sí, volverá, no hay
que dudarlo: ¿para qué se había de ataviar tan pomposamente la
naturaleza con todas las galas de la primavera, sino para recibir a
mi esposo? ¡Bellas son estas arboledas mecidas por el viento; bellas
estas montañas vestidas de verdura; puras y olorosas sus flores
silvestres, y músico y cadencioso el rumor de sus manantiales y
arroyuelos, pero al cabo son galas del mundo, y yo tengo un cielo
dentro de mi corazón! Yo saldré a buscarle con mi laúd en la mano,
con mi cabeza cubierta del rocío de la noche y como la esposa de los
Cantares, preguntaré a todos los caminantes: «¿En dónde está mi bien
amado?» ¡Ah, yo estoy loca! tanta alegría debiera matarme, y sin
embargo, la vida vuelve a mi corazón a torrentes, y me parece que la
planta del cervatillo de las montañas sería menos veloz que la mía!
Él me ponderaba de hermosa... ¿qué será ahora, cuando vea en mis
ojos un rayo de sol de la ventura, y en mi talle la gallardía de la
azucena, vivificada por una lluvia bienhechora? ¡Oh, Dios mío, Dios
mío! para tamaña felicidad, escaso pago son tantas horas de soledad
y de lágrimas. ¡Si un paraíso había de ser el lugar de mi descanso,
pocos eran los abrojos de que habéis sembrado mi camino!»

       *       *       *       *       *

Don Álvaro había podido leer, aunque conturbado y confuso, los
anteriores pasajes, empapados en llanto y pesar, pero al llegar a
este, en que con tan vivos colores estaba bosquejada una dicha como
el humo disipada, no fué ya dueño de los violentos arrebatos de
su alma, y se dejó caer sobre su cama, rompiendo en amarguísimos
sollozos. Por fin estaba solo, y nadie, sino Dios, era testigo de
su flaqueza; pero las lágrimas, que tanto alivian el corazón de las
mujeres y los niños, son en los ojos de los hombres alquitrán y plomo
derretido.

[Ilustración]



[Ilustración]

CAPÍTULO XXXVII


Los tristes pronósticos de doña Beatriz fueron cumpliéndose muy
apriesa desde aquél día, y sus padecimientos físicos, unidos a los
combates de su alma, empezaron a desmoronar visiblemente aquel cuerpo
de tantas maneras minado y cuarteado. Las bellas y delicadas tintas
de la salud, que otra vez habían vuelto a sonrosear aquel delicado
rostro, digno de un ángel de Rafael, se trocaron poco a poco en la
palidez de la cera, bien como vemos las nubes del ocaso perder sus
vivos matices a medida que baja el sol. La morbidez suavísima de sus
carnes, la bella ondulación de sus contornos, la gallardía de sus
movimientos, que por algún tiempo, obscurecidas bajo las sombras del
dolor y la enfermedad, habían comenzado a florecer de nuevo, otra
vez volvieron a marchitarse bajo el soplo del desengaño. Su forma
se parecía más y más a la de una sombra, y lo único que en ella iba
quedando era el reflejo de aquel alma divina, que brillaba en sus
ojos y la iluminaba interiormente. La enfermedad que la consumía,
lejos de tomar en ella ningún carácter repugnante, parecía que
realzaba su resignación angelical y su dulzura sin ejemplo. Algunas
veces, sin embargo, tomaban sus ideas cierto sabor amargo, que
revelaba el vigor que bajo tanta mansedumbre se escondía, y el fuego
encendido bajo tantos escombros y ceniza. Era realmente un infernal
martirio ver llegar a pasos medidos la callada sombra de la muerte,
cuando la esperanza, el amor, la paz y el sosiego doméstico, el noble
orgullo de llevar un nombre ilustre, las riquezas, la juventud, la
hermosura, cuanto puede embellecer y sublimar la vida, venía a dar
precio a la suya. No obstante, su piedad, su carácter elevado y los
mismos hábitos melancólicos de su espíritu, disipaban fácilmente
estos tumultuosos movimientos, y al momento volvían sus ideas a su
curso ordinario.

En aquellos días fatales su amor a la naturaleza subió de punto, y
su ansia por contemplar las hermosas escenas de aquellos alrededores
era extraordinaria. Fatigábale la cama terriblemente, pero como de
puro postrada no podía dar un paso, sus paseos eran siempre en la
falúa, cuyo movimiento era lo único que podía sobrellevar. Así, pues,
se pasaba horas enteras cruzando las aguas del lago, unas veces
contemplando sus orillas con una especie de arrobo, otras siguiendo
con la vista las bandadas de lavancos que nadaban a lo lejos en
ordenados escuadrones, y casi siempre abismada en sus propios
pensamientos. De cuando en cuando alzaba la vista para mirar el
camino por donde su padre había partido, por ver si en lo alto de la
cuesta de Borrenes resplandecían sus armas, y al ruido de las yeguas
de los aldeanos que pasaban por la orilla se volvía con una especie
de estremecimiento, imaginando oir las herraduras del caballo de don
Alonso.

Don Álvaro y el venerable abad no dejaban de acompañarla ni un solo
instante en aquellos melancólicos paseos, observando con espanto
el progreso rápido del mal y el decaimiento cada día mayor de la
desdichada. Don Álvaro, clavados casi siempre sus ojos en los suyos,
parecía respirar con la misma congoja y ahogo que si su pecho
estuviese atacado de la misma enfermedad. Doña Beatriz, siempre que
se encontraba con aquella mirada apasionada y terrible a un mismo
tiempo, apartaba la suya, bañados en lágrimas sus párpados. Las
palabras eran escasas, pues a tal punto habían venido las fuerzas
de la enferma, que el anciano médico había encargado el posible
silencio. Tanto él como la enferma conocían harto bien la inutilidad
de semejantes paliativos, pero el uno por no dejar medio alguno de
que echar mano, y la otra por no afligir a personas tan queridas,
se conformaban con ellos. De esta suerte, reducidos los dos amantes
al lenguaje de los ojos, las almas que parecían salirse por ellos,
volaban una al encuentro de otra, como si quisieran confundirse en el
mismo rayo de luz que para comunicarse les servía.

Por fin, llegó a tanto la postración de doña Beatriz, que pasó en
la cama una porción de días sin manifestar deseo de levantarse, y
como sumida en un desvarío que parecía enajenar su razón. Al cabo
de ellos, cerca de la caída de la tarde, se reanimó de una manera
desusada, y abriendo sus hermosos ojos, más brillantes aún que de
costumbre, dijo con voz entera y gran rapidez:

—¡Martina! ¡Martina! ¿dónde estás?

—Aquí, señora—contestó la muchacha casi sobresaltada de aquel súbito
recobro—aquí estoy, siempre a vuestro lado: ¿dónde queríais que
estuviese?

—¡Siempre así, pobre muchacha, y sin que tu amor mismo te aparte de
mi cabecera!—exclamó doña Beatriz mirándola con ternura.

—¡Ah, señora!, dejad eso; yo no pienso sino en vos y en veros buena:
¿qué queríais que con tanta priesa me llamabais? Me parece que os
sentís más animada, ¿no es verdad?

—Sí, sí, tráeme mi vestido blanco, porque quiero pasearme por el
lago. Estoy mejor, mucho mejor; y el día me parece hermosísimo. ¡Vos
aquí también, don Álvaro! ¡y vos, venerable padre! ¡Ah! ¡me alegro en
el alma, porque con eso os veréis en parte pagados de tantos afanes y
zozobras como por mí habéis pasado!

[Ilustración]

Don Álvaro y el abad, como si saliesen de un sueño, no sabían qué
pensar de aquel tono casi festivo de doña Beatriz, y en particular
el primero no acertaba a poner freno a las tumultuosas esperanzas que
se levantaban en su corazón. El anciano médico, al contrario, no pudo
contener un gesto de dolor. Saliéronse los tres del aposento y en
brevísimo espacio se aderezó doña Beatriz con su sencillez y gracia
acostumbrada. Realmente parecían haberse aflojado las ligaduras del
mal, pero así y todo, bajó la escalera casi en brazos de Martina y
del señor de Bembibre. Cuando llegó a la góndola puso el pie en ella
resueltamente, y en seguida fué a sentarse sobre los almohadones
de brocado del fondo, no con el ademán doliente y abatido de otras
veces, sino con extraño garbo y gentileza. Don Álvaro, atento como
nunca a sus menores ademanes, se quedó como de ordinario en pie
delante de ella. El abad, que había sorprendido el gesto de mal
agüero del físico, se apartó con él al otro extremo de la ligera
embarcación para interrogarle, y Martina por su parte se sentó junto
a los remeros, que sin aguardar a más, hicieron volar la barca por la
azulada espalda del lago, rápida y serena como una de las muchas aves
que por allí nadaban.

Estaba el cielo cargado de nubes de nácar que los encendidos
postreros rayos del sol orlaban de doradas bandas con vivos remates
de fuego: las cumbres peladas y sombrías del _Monte de los Caballos_
enlutaban el cristal del lago por el lado del norte, y en su
extremidad occidental pasaban con fantasmagórico efecto los últimos
resplandores de la tarde por entre las hojas de los castaños y
nogales, reverberando allá en el fondo un pórtico aéreo, matizado
de tintas espléndidas y enriquecido con una prolija y maravillosa
crestería.

El lago iluminado por aquella luz tibia, tornasolada y fugaz, y
enclavado en medio de aquel paisaje tan vago y melancólico, más
que otra cosa parecía un camino anchuroso, encantado, místico y
resplandeciente, que en derechura guiaba a aquel cielo que tan claro
se veía allá en su término. Por un efecto de la refracción de la luz,
una ancha cinta de cambiantes y visos relumbrantes ceñía las orillas
del lago, y la falúa parecía colgada entre dos abismos, como un
águila que se para en mitad de su vuelo.

Con semejante escena, el fugaz relámpago de alegría que había
iluminado el alma de doña Beatriz, se disipó muy en breve. Siempre
había dormido en lo más recóndito de su alma el germen de la
melancolía producido por aquel deseo innato de lo que no tiene fin;
por aquel encendido amor a lo desconocido que lanza los corazones
generosos fuera de la ruindad y estrechez del mundo en busca de una
belleza pura, eterna, inexplicable, memoria tal vez de otra patria
mejor; quizá presentimiento de más alto destino. A este secreto y
sobrehumano impulso había sacrificado doña Beatriz lo que más caro
podía serle en el mundo, la libertad y el culto exterior que pensaba
rendir a la memoria de su amante, cuando lo imaginaba muerto; sólo
por presentarse algún día a los ojos de su madre adornada con la
aureola del vencimiento de sí propia. Los azares de su vida, sus
continuos vaivenes entre la esperanza y la desdicha, los dolores
de su alma y de su cuerpo, y la perspectiva de una muerte próxima,
presente por tanto tiempo a sus ojos, habían fecundado estas
terribles semillas y ahondado más y más el cauce que la tristeza
había labrado en su alma hasta trocarlo en un verdadero abismo, donde
iban a parar todos sus pensamientos.

Por lo mismo la escena que se ofrecía a su vista, naturalmente
engolfó su imaginación en aquel mar sin límites, donde bogaba hacía
tanto tiempo. Por fin, después de haber dirigido llorosas miradas al
cielo, al lago, a las montañas lejanas y a aquella quinta donde tanto
había aguardado y sufrido, como si de todos ellos se despidiera y
tuviesen un alma para comprenderla, dijo al apenado caballero:

—Don Álvaro, ¿no veis cuán vanas son las alegrías de la tierra?
¿Quién nos dijera hace un año que nos habíamos de encontrar en estos
escondidos parajes sólo para una eterna despedida?

El joven, que con pesadumbre indecible había observado el rumbo que
desde la salida de la quinta iban tomando sus ideas, le contestó:

—¿Es posible, doña Beatriz, que cuando comenzaba a fortaleceros
vuestro antiguo valor, así le desechéis de vuestro pecho?

—¡Valor!—respondió ella—. ¿Y pensáis que necesito poco para dirigiros
mis últimas palabras y apartarme de vos? ¡Ved, sin embargo, quien me
lo inspira! alzad la vista y veréis el cielo: mirad a vuestros pies
y allí lo encontraréis también hermoso y puro. Encumbrad vuestro
pensamiento a las alturas: bajad con él a la lobreguez del abismo
y dondequiera encontraréis a Dios llenando la inmensidad con su
presencia. Esa, esa es la fuente en donde yo ¡flaca mujer! bebo el
aliento que me sustenta. ¿Os acordáis de las últimas palabras que me
oísteis en el bosque de Arganza?

—¡Ah, no, no!—respondió él con el acento de la desesperación—. Yo no
recuerdo sino las primeras que escuché de vuestros labios, cuando la
vida se nos presentaba tan florida y dulce en el seno de un amor sin
fin. ¿Sabéis lo que me representa mi memoria? Pues no es más que eso
solo. ¿Sabéis lo que me dice una voz secreta? Que vuestro padre va
a volver y que al cabo seréis mi esposa delante del cielo y de los
hombres. ¡Mi esposa! ¡ah! Si yo escuchara esa palabra de vuestros
labios, saldría de las tinieblas mismas del sepulcro.

—¡Pobre don Álvaro!—contestó ella con una ternura casi maternal—.
¿Cómo esperáis tan pronto la vuelta de mi padre, cuando ha poco más
de dos meses que se partió para Francia? ¿Pensáis que todos me aman
como vos para buscar con tanto ahinco mi ventura?

—No acabéis con el poco valor que me anima—la interrumpió el
joven—dudando de esa suerte de la Providencia.

—No—repuso ella gravemente—, antes le doy gracias porque así ahorrará
a mi padre el espectáculo de mi muerte y a mí la desesperación para
aquella hora suprema. Aun ahora que un obstáculo insuperable me aleja
de vos, mi corazón se despedaza, y sólo una fuerza sobrehumana me
sostiene; pero si las barreras hubiesen de caer en el instante de mi
muerte, ¡oh, entonces el ángel bueno huiría espantado de mi cabecera
y mi alma rabiosa y sombría se extraviaría en los senderos de la
eternidad!

Durante esta plática tremenda se iba acercando la falúa a las
encinas de la orilla, bajo las cuales no hacía mucho tiempo se
había aparecido Cosme Andrade como uno de aquellos ángeles que
visitaban la cabaña de los patriarcas, cuando de repente el galope
de tres caballos de guerra les hizo volver a todos los ojos hacia
aquel sitio. Eran, en efecto, tres jinetes, de los cuales el más
delantero, un poco mejor ataviado, indicaba ser el principal, y los
tres, habiendo visto la falúa, venían corriendo hacia ella por debajo
de aquellos árboles venerables dando gritos de contento y espoleando
los corceles con ambos acicates. Doña Beatriz, al oírlos, como si una
mano invisible la sacase de su abatimiento con la presencia y voces
de los forasteros, se puso en pie velozmente, y con ojos desencajados
comenzó a mirarlos, hasta que acercándose más y más lanzó un alarido
de dolor a un tiempo y de alegría, y extendiendo los brazos hacia la
orilla, exclamó:

—¡Es mi padre, mi padre querido!

—Sí, tu padre soy, hija de mi alma—contestó don Alonso, porque él
era en efecto—; tu padre que viene a cumplirte su promesa. ¡Mira,
mira!—añadió sacando del seno una cartera verde—. Aquí está la bula
del papa, y en ella viene la fianza de tu felicidad.

—¡Misericordia divina!—prorrumpió ella con un clamor tan
descompasado, que se oyó en las orillas más apartadas, y aterró a los
circunstantes.—¡Misericordia divina!—repitió torciéndose las manos—.
¡La esperanza y la ventura ahora que voy a morir!

Al acabar de pronunciar estas palabras y con el tremendo esfuerzo
que de hacer acababa, una de las venas de su pecho, tan débil ya y
atormentado, se rompió, y un arroyo de sangre ardiente y espumosa
vino a teñir sus labios descoloridos y su vestido blanco. Asaltóla
al mismo tiempo un recio desmayo, con el cual cayó en brazos de su
doncella y de don Álvaro; pero como todo ello fué obra de un instante
y el empuje comunicado a la góndola por los remeros era rapidísimo,
tocó en la orilla, donde ya don Alonso estaba apeado, a tiempo que,
precipitándose hacia su hija, se encontró bañado en su propia sangre.
Con semejante cuadro se quedó como petrificado en medio del alboroto
de todos, con la boca entreabierta, los brazos extendidos y los ojos
clavados en aquel pedazo de su corazón, por cuyo reposo y contento,
aunque tardíos, había hecho tan terribles sacrificios, y aquel mismo
largo y penoso viaje de que acababa de apearse. Doña Beatriz, sin dar
más señal de vida que algunos hondos suspiros, estaba con la cabeza
doblada sobre el hombro de su desolada doncella y todo su cuerpo
a manera de una madeja de seda, abandonado y sin brío. El anciano
médico, que con tanta prolijidad y amor la había asistido, después de
observarla detenidamente se acercó al abad y le dijo al oído, pero no
tan paso que don Alonso no percibiese algo:

—Ya se acabó toda esperanza; ¡lo más que durará es un día!

—¡Infeliz padre!—exclamó el abad volviéndose hacia don Alonso; pero
con gran pesadumbre suya le encontró con el oído atento y a media
vara de distancia.

—¡Todo lo he oído!—le dijo con un acento que partía el corazón—.
¿Lo veis? ¿Lo veis cómo mi corazón no me engañaba cuando os decía
que vuestra profecía de desastre se cumpliría al fin? ¡Oh, hija
mía, alegría de mi vejez y corona de mis canas!—exclamó queriendo
acercarse a ella y forcejeando con el abad y los remeros que le
detenían—; ¿no pudo el Señor quitarme la vida en tantos combates con
los moros antes de venir a ser tu verdugo?

—¡Recobraos por Dios santo!—le dijo el abad con ansia—. Poned un
freno a vuestras quejas si en algo la tenéis, porque pudiera oíros.

El desventurado padre calló al punto de miedo de agravar el estado de
su hija; pero siguió sollozando con gran ahogo y congoja.

El deliquio era profundo; la noche comenzó a mostrar sus estrellas, y
al cabo hubieron de volverse a la quinta en aquella barca que, según
lo ligera y silenciosa que bogaba, no parecía sino el bajel de las
almas.

En brevísimo espacio cruzaron el lago, y desembarcando
apresuradamente subieron a la señora, todavía desmayada, a su
aposento, y la pusieron en su lecho.

Al fin, después de un buen rato, recobró poco a poco la vida que
parecía haberse huído de aquel cuerpo fatigado, pero no la razón,
extraviada con las visiones del delirio. La aparición de su padre
y la nueva que le había dado eran la idea fija y dominante de su
desvarío, unas veces alegre y risueña y otras trágica y aflictiva,
según las oscilaciones de su ánimo. Continuamente llamaba a don
Álvaro y manifestaba una ansiedad grandísima a la idea de que pudiera
ausentarse.

—¡Don Álvaro!—exclamaba con la voz quebrada por la fatiga de la
respiración—. ¿Dónde estás? Háblame, ven, dame tu mano. A nadie veo,
a nadie conozco sino a ti; sin duda te veo con los ojos de mi corazón
que a todas partes te sigue, como al sol el lucero de la tarde. ¿Me
oyes, don Álvaro?

—Sí, te oigo—exclamaba el joven con una voz que parecía salir de un
sepulcro.

—¡Ah! ¡tanto mejor!—reponía ella con el acento del regocijo—; pero
no te vayas, porque entonces quedaría sola del todo. Pero ¡loca
de mí! ¿Cómo te has de marchar si me amas y eres mi esposo para
siempre? Antes mañana me vestiré de gala para que me lleves al
altar. ¡Oye! Yo quiero que se den muchas, muchas limosnas, para que
todos sean felices y nos bendigan. ¡Si vieras tú cómo me aman todos
estos campesinos! ¡Mucho tiempo se pasará antes de que olviden mi
memoria!... ¡Ah! dime, ¿y guardas la cartera que te dí hace tanto
tiempo? Pues átale una piedra y arrójala al lago, porque aquellos
renglones estaban mojados con mis lágrimas y ahora ya no me quedan
lágrimas si no son las de alegría.

Fatigada entonces calló por un rato; pero tomando sus ideas otro
curso, dijo por último, apartando la ropa que la cubría:

—¡Quitadme esa ropa, que me ahoga! Abrid de par en par esas ventanas
y dejad entrar el aire de la noche para que se temple este fuego que
me abrasa el pecho... ¡Cielos! ¡Qué pensamientos eran los míos hace
un momento para olvidarme así de que estoy luchando con la agonía!
¡Miserable de mí! Allí viene mi padre corriendo... miradle, don
Álvaro... la alegría le ha rejuvenecido... ya llega... ¿qué es lo que
saca del pecho?... ¡Ah! ¡es tu libertad!... ¡suerte desapiadada!...
morir ahora... no, no, don Álvaro, yo soy muy joven todavía, rica y
hermosa a tus ojos, a pesar de mis lágrimas, ¿no es verdad?... No,
no; no es esta mi hora, porque moriría impenitente y perdería mi alma.

Entonces se quedó de nuevo callada, pero con el rostro desemblantado
y los ojos fijos en la pared y haciendo con el cuerpo un movimiento
hacia atrás, como si viese acercarse algo de que quisiese huir, hasta
que, por último, lanzando un agudo chillido y cubriéndose los ojos
con una mano, mientras con la otra apretaba convulsivamente el brazo
de su amante, exclamó con voz ronca:

—¡Ahí está! ¡ahí está! ¿No la veis cómo se llega paso a paso? ¡Ah!
¡libradme de ella! envolvedme en vuestro manto... ¡oh Dios mío! ¡De
nada sirve, porque sus manos han pasado por él como si fuera de humo
y me aprietan el corazón!... Separádmelas de aquí, porque me ahogan,
¡ay de mí! No, dejadlas, que todo se acabó ya... ¡adiós!

Y al decir esto la acometió otro nuevo desfallecimiento.

En estas dolorosas alternativas, más crueles tal vez para los que
la rodeaban que para ella propia, se pasó la noche entera. Hacia el
amanecer volvió a quedarse como aletargada, según más de una vez le
había acontecido durante aquella terrible enfermedad que ya tocaba a
su término.

[Ilustración]



[Ilustración]

CAPÍTULO XXXVIII


Deplorable era la situación de cuantos se encontraban debajo de aquel
techo, señalado por blanco a las saetas invisibles de la muerte, pero
la de don Alonso era más desastrada que la de ninguno, peor aún que
la del mismo don Álvaro. Desde que sin reparar en medios para lograr
sus soñados planes de grandeza, había intentado la violencia de su
hija única, en Villabuena, y consentido después en el sacrificio
que su abnegación filial le había dictado en Arganza, la salud, la
alegría y la honra habían huído de su hogar, como si por un decreto
del cielo, el castigo siguiese inmediatamente a la culpa, sin darle
siquiera respiro para saborear sus terribles frutos. A la muerte de
su esposa, siguió la entrevista fatal del soto de su casa, en que
cayó la venda de sus ojos, y en seguida, como en un negro turbión,
vinieron los desastres de Cornatel, las dudas e incertidumbres de la
causa de los templarios y el desenlace fatal del caso de don Álvaro.
Cuadro tristísimo, cuyo fondo ocupaban las torturas de doña Beatriz,
y lo amargo de sus remordimientos.

Deseoso de purificar su alma, y sin más pensamiento que el contento
y la salud de aquella última prenda de su amor y su esperanza, había
emprendido su largo viaje a Viena del Delfinado, con una diligencia y
ardor incompatible al parecer con su avanzada edad. Allí, sin dejarse
vencer de los muchos obstáculos que le oponían la malevolencia de la
corte de Francia y el triste giro que la debilidad y cobardía del
papa había dado a aquel ruidoso proceso, se arrojó a los pies de
Clemente, le habló de la mucha sangre que habían vertido en defensa
de la fe los suyos, presentó al rey Felipe las cartas que llevaba de
don Juan de Lara, estimado de él por su poderío y por haberle dado
hospedaje, cuando anduvo extrañado de Castilla, y logró ser oído con
benevolencia.

Dos cosas se concertaron en su favor, además, que no le ayudaron
poco en sus propósitos. Fué la primera, el aniquilamiento total
de la pujanza del Temple en Europa, pues sus guerreros, donde no
condenados, estaban presos y desarmados; y la segunda, la llegada
de Aymerico, el inquisidor del concilio de Salamanca, que después
de haber obrado al tenor de las instrucciones de la Sede romana,
venía resuelto a cumplir la palabra dada al abad de Carracedo y a
los obispos y a seguir el impulso de su corazón, que a despecho de
sus muchas prevenciones contra el Temple, se había aficionado a la
bizarría y caballerosidad de don Álvaro, durante el juicio. Cuanto
había tenido de inflexible su conducta dictada por el rigor de la
obediencia, tuvieron ahora de fervorosos sus servicios; así fué que,
disipados los recelos que el poder de aquella arrogante milicia había
inspirado, y merced a la eficaz mediación de Aymerico, obtuvo el
señor de Arganza la anhelada dispensa en tiempo infinitamente más
breve del que buenamente pudiera esperar; con lo cual se le dobló
el contento. Tal era su ansiedad por llegar él mismo con la dichosa
nueva a los brazos de su hija, que en cortísimo espacio cruzó parte
de la Francia y la España casi entera, llevado como en alas de la
alegría, y enteramente olvidado del peso de los años. Cuál fué
el término de tan presuroso viaje ya lo vimos, pues la sangre del
corazón de doña Beatriz fué las rosas que alfombraron su camino, y el
estertor de su agonía, los festejos por su llegada. Tal había de ser
el paradero de tantos esfuerzos, y sobre esto giraban sus desolados
pensamientos, mientras sentado a los pies de la cama de su hija
aguardaba deshecho en llanto su postrer suspiro.

El reposo de la joven tuvo poco de largo y menos de sosegado, pero,
tal como fué, bastó a disipar las nubes que obscurecían su razón para
hacer más dolorosos de este modo sus postreros momentos, y derramar
al mismo tiempo un fulgor divino sobre la caída de aquel astro, en
cuyos benéficos resplandores tantos infelices habían encontrado
alivio y consuelo. Cuando abrió los ojos comenzaban a entrar por
la entreabierta ventana las pálidas claridades del alba, junto con
aquel ligero cefirillo que parece venir a despertar las plantas
adormecidas antes de la salida del sol. En el jardín de la quinta
gorjeaban jilgueros alegres, calandrias y un sin fin de pajarillos, y
las flores, abriendo sus cálices, llenaban el aire de perfumes. Desde
la cama de doña Beatriz se divisaba el oriente, donde una porción de
caprichosos celajes se coloreaban y esmaltaban con indecible pompa y
esplendor, y casi todo el lago cuya transparente llanura, reflejando
los accidentes del cielo, parecía de oro líquido y encendida púrpura.
Los lavancos y gallinetas revoloteaban tumultuosamente por su
superficie levantando a veces el vuelo con alegres aunque ásperos
graznidos, y precipitándose en seguida con sonoro ruido entre los
juncos y espadañas. En suma, el día amanecía tan risueño y alegre,
que nadie pudiera creer que en medio de su claridad hubiera de
eclipsarse una obra tan perfecta y hermosa.

Este fué el espectáculo que encontraron al abrirse los ojos de doña
Beatriz y en él se clavaron ávidamente. Tenían una especie de cerco
ligeramente azulado alrededor, con lo cual resaltaban más los rayos
que despedían: el semblante, aunque algo ajado, manifestaba la misma
pureza de líneas y angelical armonía que en sus mejores tiempos.

—¡Hermoso día!—exclamó en fin, con voz melancólica, aunque bastante
entera.

En seguida rodeó la estancia con la vista, y viendo a todos
desemblantados y la mayor parte llorosos a causa de las fatigas y
dolorosas escenas de la noche anterior, y que con ojos espantados la
miraban, las lágrimas se agolparon a sus párpados. Reprimiólas, sin
embargo, con un esfuerzo de que sólo era capaz un alma de tan subido
temple como la suya, y llamándolos con la mano en derredor de su
cama, y asiendo la de su padre, le dijo con acento sosegado:

—Esta muerte que tan de súbito me coge en la primavera de mi vida,
más me duele por vos, padre mío, por este noble y generoso don Álvaro
y por todos estos buenos amigos que han puesto en mí su cariño, que
no por mí. Al cabo, hace más de un año que una voz secreta me está
pronosticando este paradero, y aunque ayer lo sufrí con impaciencia,
queriendo volverme locamente aun contra el cielo, hoy que se han
disipado las nieblas de mi entendimiento, con humildad me postro
delante de la voluntad suprema. Ya lo veis, señor, qué pasajera es la
luz de nuestros deseos y grandezas: ¿quién le dijera a mi madre que
había de seguirla tan en breve? ¿Por qué habéis, pues, de acongojaros
de ese modo, cuando vos mismo caminaréis muy pronto por mis huellas,
adonde yo con mis hermanos y mi madre os salga a recibir para nunca
más apartarnos de vos?

—¡Oh, hija de mi dolor!—exclamó el anciano—; tú eras mi postrer
esperanza en la tierra, pero no es tu temprano fin el que abreviará
mis cortos días, sino la ponzoñosa memoria de mi falta. ¡Ah, santo
religioso—continuó volviéndose al abad—, ved, ved cómo se cumple
vuestra profecía! ¡Quiera el cielo perdonarme!

—¿Eso dudáis, padre mío—continuó doña Beatriz—cuando yo, no sólo os
he perdonado, sino que lo he olvidado todo, y cuando este joven,
harto más infeliz que yo, os respeta y venera como yo misma? ¿No es
verdad, noble don Álvaro? Acercaos, esposo mío en la muerte, venid
a decírselo vos mismo para que el torcedor del remordimiento no
atormente los escasos días que de vivir le quedan. ¿No es verdad que
le perdonáis?

—Si le perdono... ¡así me perdone Dios la desesperación que me va a
traer vuestra muerte!

—¡La desesperación!—le dijo ella como con asombro afectuoso—, ¿y por
qué así? Nuestro lecho nupcial es un sepulcro, pero por eso nuestro
amor durará la eternidad entera. ¡Ah, don Álvaro!, ¿esperábais mejor
padrino para nuestras bodas que el Dios que va a recibirme en su
seno?, ¿concierto más dulce que el de las arpas de los ángeles?,
¿cortejo más lucido que el coro de serafines que me aguarda?, ¿templo
más suntuoso que el empíreo? Si vuestros ojos estuviesen alumbrados
como los míos, por un rayo de la divina luz, seguro es que las
lágrimas se secarían en ellos o que las que corriesen serían de
agradecimiento.

Hizo aquí una breve pausa durante la cual sus ojos se clavaron en los
de su amante con expresión singular, y, por fin, le dijo:

—Leyendo estoy en ese corazón hidalgo como en un libro abierto.
¿No es verdad que querríais quedar en este mundo con el título de
mi esposo? Vuestra alma me ha seguido por mi sendero de espinas y
dolores, y ni aun en la muerte me abandona. ¡Ah, gracias, gracias!...
Padre mío—añadió dirigiéndose al señor de Arganza—, y vos, reverendo
abad, sabed que yo también quiero comparecer ante el trono del Eterno
adornada de tan hermoso dictado. Unidnos, pues, antes que se apague
la llama de mi vida.

El abad, aunque poseído de consternación, se acercó entonces, y como
para templar un poco su ardiente exaltación, le dijo cuán conveniente
era que una confesión de entrambos precediese a tan augusta ceremonia.

—Tenéis razón—contestó ella—; pero he aquí la mía, que bien puede
decirse en alta voz: Yo he amado y sufrido; cuantos beneficios han
estado en mi mano, ésos he derramado; cuantas lágrimas he podido
enjugar, ésas he enjugado; si alguna vez he odiado, sedme testigo de
que me arrepiento y perdono.

—Otro tanto sé decir de mí—añadió don Álvaro—: unos han sido nuestros
sentimientos, una nuestra vida: ¡pluguiese al cielo que la muerte nos
igualase del mismo modo!

Don Alonso hizo entonces una señal al abad para que se apresurase
a dar fin a un acto que podía servir en cierto modo de alivio a
entrambos, y el anciano juntó la mano poderosa de don Álvaro con
la débil y casi transparente de doña Beatriz, y con voz conmovida
pronunció las palabras del sacramento, después de las cuales quedaron
ya esposos ante el Dios que debía juzgar al uno de ellos dentro de
pocas horas. Las reflexiones que en seguida les hizo fueron bien
diferentes de las que en tales casos se acostumbran, pero en lugar de
hablarles del amor que podía dulcificar las amarguras de su vida, y
hacerles más llevadero el camino del sepulcro, sólo les puso delante
las esperanzas de otro mundo mejor, lo deleznable de las terrenas
felicidades y el premio inefable de la resignación y la virtud.

Acabada la sagrada ceremonia, y cual si hubiese sido un bálsamo para
su llagado corazón, doña Beatriz quedó muy sosegada y serena. A nadie
engañó, sin embargo, esta engañosa tregua de su enfermedad, y mucho
menos a la llorosa Martina, que sobradamente penetrada del riesgo
inminentísimo de su señora, no apartaba los ojos de ella ni un punto.
Advirtió la enferma su solicitud e inquietud dolorosa, y atrayéndola
a sí por la mano, y enjugándole con la suya las lágrimas, que la
atribulada doncella no acertaba a contener, le dijo:

—¡Pobre muchacha, que eras más viva y alegre que el cabritillo que
trisca por estos montes! Un año entero has pasado lleno de angustia
y de pesares, sin que tu amor y tu fidelidad se hayan desmentido ni
un instante. Tu felicidad me ha ocupado muchas veces, y ahora mismo
quiero asegurártela por entero.

El llanto y los sollozos de la pobre niña se redoblaron entonces, y
no pudo articular ni una sola palabra de agradecimiento.

—Padre mío, a vuestra liberalidad la encomiendo; mirad que he
encontrado en ella toda la sumisión de una sierva y el cariño de
una hermana. Y vos, don Álvaro, dulce esposo mío, tomadla a ella y
a su futuro marido bajo vuestro amparo, pues su lealtad y ternura
hacia vos no han sido menores, y ya que el mundo no se ha puesto de
por medio en el camino de su sencilla inclinación, gocen en paz una
vida que tal vez hubiéramos gozado nosotros, si hubiéramos vestido
su humilde hábito. Y vosotros, amigos míos—añadió dirigiéndose a los
criados (porque todos habían acudido a aquella escena de dolor, y la
presenciaban como si se les cayese las alas del corazón)—, fiel Nuño,
honrado Mendo, a todos os doy las gracias por el amor que me habéis
mostrado, y a todos os encomiendo igualmente a la generosidad de mi
padre y de mi esposo.

Aquellas pobres gentes, y sobre todo las mujeres, rompieron en
alaridos y llantos tales, que hubo que echarlos de la estancia para
que no perturbasen a la señora en sus últimos instantes.

A medida que el sol iba subiendo, las ligeras nubes que había
sembradas por el cielo, se disiparon, y por último, se quedó el
firmamento tan azul y puro, que como en el _Ensueño de Byron_, «Dios
solo se veía en medio de él.» El lago estaba terso y unido como un
espejo, y sus riberas silenciosas y solas: los pájaros del jardín
habían callado también, pero sus flores con el seno desabrochado
a los ardientes rayos del sol, inundaban el aire de aromas, que
llegaban hasta el lecho de doña Beatriz.

—¡Cuántas veces—le dijo a don Álvaro—habrás comparado mis mejillas
a las rosas, mis labios al alhelí, y mi talle a las azucenas que
crecen en ese jardín! ¿Quién pudiera creer entonces que la flor de mi
belleza y juventud se marchitaría antes que ellas? ¡Vana soberbia la
de los pensamientos humanos!

El hombre se figura rey de la naturaleza, y sin embargo, él sólo no
se reanima, ni florece con el soplo de la primavera.

La heredera de Arganza, lo mismo en medio de sus vasallos, que lejos
de ellos, era la madre de los menesterosos y el ángel consolador
de las familias: la noticia de su peligro, llenó por lo tanto de
desolación los pueblos de Lago, Villarrando y Carracedo, de los
cuales acudieron infinitas gentes a la quinta.

En una especie de plazuela que había delante de la puerta principal
se fueron juntando todos, y aunque se les encargó el silencio, era
tal su ansiedad que no podían acallar un rumor sordo sobre el cual
se alzaba de cuando en cuando un grito de alguno recién venido y que
ignoraba el encargo o de otro que no podía reprimirse.

Poco tardó en percibirlo doña Beatriz, en cuyo corazón encontraban
tanto eco todas las emociones puras, y no pudo menos de enternecerse
con aquella muestra de cariño tan sencilla y verdadera.

—¡Pobres gentes—dijo conmovida—; y cómo me pagan con creces el amor
que les he mostrado! Cierto que me echarán de menos más de una vez,
pero este es uno de los mayores consuelos que puedo recibir en este
instante.

Entonces significó a su padre y al abad por más extenso las mandas y
dádivas que en su nombre se habían de hacer, y manifestó al prelado
con vivas expresiones su agradecimiento por su amor paternal nunca
desmentido y lo mismo al anciano médico que en su larga enfermedad
había mostrado un celo que sólo la caridad podía encender en su
corazón entibiado por los años. Así mismo encargó con el mayor
encarecimiento que la enterrasen en la capilla de la quinta, a
orillas de aquel lago retirado y tranquilo tan lleno de memorias para
su corazón.

No parecía sino que aquella existencia de tantos adorada pendía
en aquella ocasión de uno de los rayos luminosos del sol, porque
declinaba hacia su ocaso al compás del astro del día. Púsose éste por
fin detrás de las montañas y entonces doña Beatriz levantando hacia
él su lánguida mirada, dijo a su esposo:

—¿Os acordáis del día que os despedísteis de mí por primera vez en
mi casa de Arganza? ¿Quién nos dijera que el mismo sol que alumbró
nuestra primera separación, había de alumbrar en tan breve espacio la
postrera? No obstante, la suerte se muestra más benigna conmigo en
este instante, pues entonces me apartaba de vuestro lado y ahora de
entre los brazos de mi esposo vuelo a los de Dios.

Al acabar estas palabras inclinó suavemente la cabeza sobre el
hombro de don Álvaro, sin hacer extremo ni movimiento alguno, como
acostumbraba en los frecuentes deliquios que padecía: pero pasado
un rato, y viendo que no se sentía su respiración, la apartó de sí
azorado. El cuerpo de la joven cayó entonces inanimado y con los ojos
cerrados sobre la cama, porque sobre su hombro acababa de exhalar el
último suspiro...

       *       *       *       *       *

En la misma noche despachó correos el abad a Carracedo y al
monasterio benedictino de San Pedro de Montes, y a la mañana
siguiente acudieron un crecido número de monjes de entrambos, con
lo cual pudo hacerse el entierro de la malograda joven con toda la
suntuosidad correspondiente a su clase. Don Álvaro, que desde que vió
muerta a su esposa se encerró en un silencio pertinaz, se empeñó en
acompañar su cadáver a la capilla. Durante el oficio estuvo tranquilo
aunque echando de cuando en cuando miradas vagarosas al féretro y
a la concurrencia, pero cuando llegó el caso de depositar en el
sepulcro aquellos restos inanimados, dando un tremendo alarido se
precipitó para arrojarse en él. Acudieron al punto los circunstantes
y le detuvieron mal su grado. Viendo entonces burlado su intento
se desasió de sus brazos y sin cesar en sus alaridos y con todas
las trazas de un demente, corrió con planta ligera a emboscarse en
lo más cerrado del monte a la parte de las Médulas. Su razón había
sufrido un fiero golpe, y al cabo de algunos días, el fiel Millán
le encontró en una de las galerías de las antiguas minas con el
cabello descompuesto y la ropa desgarrada. Con gran maña lo restituyó
a la quinta donde, aplicándole muchos remedios, volvió pronto a su
juicio al cabo de algunos días. En cuanto se vió libre de su acceso
rogó que le dejasen bajar a la capilla, pero todos se opusieron
fuertemente, temerosos de que la vista de aquel sepulcro, no bien
cerrado, desatase otra vez la vena de su locura; sin embargo, tantas
y tan concertadas fueron las razones que dió, que al cabo hubieron de
dejarle cumplir aquel triste gusto. Arrodillóse sobre la sepultura
y en oración ferviente pasó más de una hora: besó por último la
losa y levantándose en seguida sin pronunciar palabra, ni hacer
extremo alguno de dolor, se salió y montando en su arrogante caballo
se partió de la quinta, sin despedirse de don Alonso y seguido de
Millán y otros dos o tres criados más antiguos, que al rumor de su
enfermedad y locura acudieron desalados a la quinta.

[Ilustración]

Apenas llegó a Bembibre hizo dejación de todos los bienes que poseía
en feudo y mejorando considerablemente la herencia de su escudero,
repartió lo demás entre sus criados y vasallos más pobres. Hecho
esto, una mañana le buscaron por todo el castillo y no pareció:
lo único que se había llevado consigo, era el bordón y sayal de
peregrino de uno de sus antepasados que había ido a la Tierra Santa
en aquel hábito, y para memoria se guardaba en una de las piezas del
castillo. De aquí dedujeron unos que él también se habría encaminado
a la Palestina, otros que no era allí sino a Santiago de Galicia
donde iba con ánimo de quedarse en algún retirado monasterio de
aquella tierra, y no faltó, por último, quien dijo que la locura
había vuelto a apoderarse de él.

El señor de Arganza, por su parte, sobrevivió poco a su interesante
y desdichada hija, como era de esperar de sus años y de su profunda
aflicción. Con su muerte se extinguió aquella casa ilustre que pasó a
unos parientes muy lejanos y quedó un vivo cuanto doloroso ejemplo de
la vanidad, de la ambición y de los peligros que suelen acompañar a
la infracción de las leyes más dulces de la naturaleza.

[Ilustración]



[Ilustración]

CONCLUSIÓN


El manuscrito de que hemos sacado esta lamentable historia, anda
muy escaso en punto a noticias sobre el paradero de los demás
personajes, en cuya suerte tal vez no faltarán lectores benévolos que
se interesen. Por desgracia no pocos de ellos eran viejos cuando les
conocimos, y así el manuscrito ya citado se contenta con decirnos que
después de la extinción final del Temple, que Clemente V decretó en
el concilio de Viena, no por vía de sentencia, sino como providencia
de buen gobierno, la mayor parte de los caballeros fueron destinados
a monasterios de diferentes órdenes, y entre ellos el anciano
maestre de Castilla, don Rodrigo Yáñez, vino a concluir sus breves
días a Carracedo. Díjose, y no sin fundamento, que la desgracia de
su sobrino, añadida a los infinitos pesares que le había traído el
triste fin de su Orden, acortó el hilo de su vida. El buen abad tardó
poco en seguirle, colmado de bendiciones por todos sus vasallos a
quienes miraba como a hijos.

Por lo que hace al comendador Saldaña, fiel a su propósito, abandonó
la Europa degenerada y cobarde, como siempre la llamaba, y pasó a
la Siria donde acabó sus días en una revuelta de los cristianos
oprimidos que caudillaba. En resumen, el tal manuscrito no parece
sino un libro de defunciones; porque, según él, hasta el mismo Mendo
el palafrenero, fué víctima de una apoplejía fulminante que le trajo
su obesidad, cada vez mayor.

De la suerte posterior del señor de Bembibre, de la linda Martina,
de Millán y de Nuño, nada más de lo que sabemos contenía; pero en el
año pasado de 1842, visitando en compañía de un amigo las montañas
meridionales del Bierzo hicimos en el archivo del monasterio de San
Pedro de Montes un hallazgo de grandísimo precio sobre el particular,
que nos aclaró nuestras dudas. Era el tal una especie de códice
antiguo, escrito en latín por uno de los monjes de la casa, pero como
los sucesos que en él se refieren exigen cierto conocimiento de los
lugares, nuestros lectores pueden perdonarnos, mientras les enteramos
de lo más preciso, haciéndose cargo de que habiendo tenido paciencia
para seguirnos hasta aquí, bien pueden decir con el refrán vulgar:
«dónde se fué el mar que se vayan las arenas».

El monasterio de San Pedro de Montes es antiquísimo, pues se remonta
su origen a San Fructuoso y San Valerio, santos ambos de la época
gótica; y su restauración después de la invasión sarracénica,
pertenece a San Genadio, obispo de Astorga, cuya es la iglesia
que aún en el día se conserva, con traza de durar no pocos años.
Su situación, en medio de las asperísimas sierras que ciñen el
Bierzo por el lado de mediodía, revela bien el terrible ascetismo
de sus fundadores, pues está montado sobre un precipicio que da al
riachuelo Oza y por todas partes le cercan montes altísimos, riscos
inaccesibles y obscuros bosques. El rumor de aquel arroyo encerrado
en su hondísimo y peñascoso cauce, tiene un no sé qué de lastimero,
y los pájaros que comúnmente se ven son las águilas y buitres que
habitan en las rocas. El pico de la Aquiana, cubierto de nieve
durante siete u ocho meses y el más alto de todos los del Bierzo,
domina el monasterio casi a vista de pájaro y dista poquísimo por el
aire; pero son tales los derrumbaderos que por aquel lado lo cercan,
que el camino para llegar allá tiene que serpentear en la ladera
por espacio de más de una legua y tomar además grandes rodeos. Esta
montaña es muy pelada, pero está cubierta de plantas medicinales
y tiene en su misma cresta una ermita medio enterrada a causa de
las nieves y ventarrones, en que se adoraba hasta la extinción del
monasterio, la imagen de Nuestra Señora de la Aquiana, cuya función
se celebraba el 15 de Agosto y era concurridísima romería.

La vista que desde aquella altísima eminencia se descubre, es
inmensa, pues domina la dilatada cuenca del Bierzo llena de
accidentes a cuál más pintorescos y hermosos, y desde allí se
extiende la mirada hasta los tendidos llanos de Castilla por el lado
de oriente y por el occidente hasta el valle de Monterey, semiadentro
de Galicia. La Cabrera, altísima y erizada de montañas le hace
espalda, y es, en suma, uno de los puntos de vista más soberbios de
que puede hacer alarde la España, a pesar de que el lago de Carucedo
y los barrancos y picachos encarnados de las Médulas, adornos de
los más raros y preciosos que el Bierzo tiene, desaparecen detrás
de las vecinas rocas de Ferradillo. Este, sin embargo, es pequeño
inconveniente, porque están situadas a corta distancia de la ermita,
y con un paseo se puede gozar de la perspectiva de entrambos objetos.

Hechas, pues, estas explicaciones que hemos juzgado necesarias,
volvamos al códice latino cuyas palabras vamos a traducir fielmente
haciendo antes una profunda cortesía a nuestros lectores, en señal de
despedida, ya que después de ellas nada podemos contarles de nuevo.
Dice así:

«Por los años de 1320, ocho después que el santo padre Clemente V,
de santa memoria, disolvió la orden y caballería del Temple, acaeció
que un peregrino que volvía de visitar el sepulcro del Salvador, mal
perdido por los pecados de los fieles, apareció en la portería de
esta santa casa, y habiendo pedido que le llevasen a la cámara del
abad, así lo hicieron. Largo rato duró la plática con su reverencia,
la cual al cabo vino a dar por resultado que el forastero de todo el
mundo desconocido tomase el santo hábito del glorioso patriarca San
Benito a los dos días con grande admiración de todos nosotros; pero
el abad, con quien, según oímos de sus labios, se había confesado
el peregrino, pasó por encima de todos los trámites y requisitos
acostumbrados para entrar en religión, y nos impuso silencio con la
voz de su autoridad. El nuevo monje podía tener como hasta treinta y
dos años, y era alto, bien dispuesto y de hermosas facciones; pero
las penitencias, sin duda, y tal vez los disgustos, le doblaban la
edad al parecer. Era muy austero y taciturno, y su aire a veces
parecía como de quien en el siglo había sido un poderoso de la
tierra. Esto, sin embargo, no dañaba a la modestia y suavidad de
trato que con todos usaba, si bien por muy poco tiempo disfrutamos el
suyo.

Pocos días antes de su misteriosa llegada había fallecido el ermitaño
de la Aquiana, santo varón muy dado a la penitencia; pero como la
ermita está cubierta de nieve gran parte del año y la cerca tan
grande soledad y desamparo, ninguno se sentía con fuerzas para vida
tan áspera y rigurosa. Como quiera el nuevo religioso no bien se
hubo enterado de lo más necesario al reciente estado, se partió con
consentimiento del abad a morar en la ermita, dejando avergonzada
nuestra flaqueza con su valerosa resolución. Era esto a principios
del otoño cuando caen en aquella eminencia las primeras nieves,
y nubarrones casi continuos comienzan a ceñirla como un ropaje
flotante; pero sin arredrarse por eso, tomó posesión al punto de su
nuevo cargo.

Los resplandores de su virtud y caridad no pudieron estar largo
tiempo ocultos, y así, pronto se convirtió en el ídolo de la
comarca. Partía con los pastores pobres su escasa ración de groseros
alimentos, y cuando se arrecían con el frío, les cedía la porción
de vino que le daban en el convento y que sin duda recibía con
este objeto, pues nunca lo llegaba a los labios. Acontecía algunas
veces que una res vacuna o alguna cabra se perdía a boca de noche
en aquellas soledades, y él entonces, a trueque de ahorrar a su
dueño el disgusto de su pérdida, salía de la ermita pisando la nieve
endurecida y la llevaba al pueblo a riesgo de ser devorado de los
lobos, osos y otras alimañas de que tan gran abundancia se cría en
estas breñas.

Con estas y otras buenas obras, de tal manera se llevó tras sí el
respeto y los corazones de esta gente sencilla, que sus palabras eran
para ellos como las que Moisés oyó de boca del Señor en el monte
Oreb. El los consolaba en sus aflicciones, componía sus diferencias,
les daba instrucciones para sus cacerías como persona muy entendida,
y era, por fin, como la luz de estas obscuras y enriscadas asperezas.

Los fríos del invierno y el rigor de sus penitencias acabaron de
destruir su salud ya quebrantada: así es que la dulce estación de
la primavera no le restauró en manera alguna. Sin embargo, salía
muy a menudo de la ermita, y paseando, aunque con trabajo, llegaba
a las rocas de Ferradillo, desde donde se registran las cárcabas y
pirámides de las Médulas y el plácido y tranquilo lago de Carucedo.
Allí se pasaba las horas como arrobado, y hasta que se declinaba
el día casi nunca volvía a su estrecha celda. El abad, viendo cómo
decaían sus fuerzas, le rogó repetidas veces que dejase vida tan
penosa y bajase a recobrarse al monasterio, pero nunca lo pudo
recabar de él.

Por fin, la noche antes de los idus de Agosto (14), víspera de la
función de la Virgen de la Aquiana, se oyó tocar a deshora la campana
del ermitaño con gran priesa, como pidiendo socorro. Alborotóse con
esto, no sólo la comunidad, sino el pueblo entero, y apresuradamente
subieron a la ermita; pero por priesa que se dieron, cuando llegaron
los delanteros ya le encontraron muerto. Grandes llantos se hicieron
sobre él, pero aunque registraron su pobre ajuar, no encontraron
sino una cartera destrozada, con una porción de páginas desatadas al
parecer y sin concierto, llenas de doloridas razones y sembradas de
algunas tristísimas endechas, por las cuales nada podían rastrear
sobre el nombre y calidad del desconocido.

Al otro día, según dejamos dicho, era la romería de Nuestra Señora,
y tanto para que recayesen sobre el difunto las oraciones de los
fieles, cuanto por ver si había alguno que le conociese entre aquel
numeroso concurso, lo pusieron en unas andas tendidas de negro a los
pies de la ermita, amortajado con su propio hábito y con la cartera
de seda encima.

Las gentes que vinieron aquel año fueron muchísimas; pero entre ellas
llegó una familia que por el vistoso arreo de su traje llamaba la
atención. Componíase de un anciano que pasaba ya de los sesenta; de
un mozo como de treinta y dos, muy gallardo; de una mujer como de
veinticinco, rubia, de ojos azules y tez blanca, de extraordinaria
gracia y gentileza, que traía de la mano, después que se apearon de
sus yeguas, una niña como de siete años, con una túnica blanca de
lienzo y una gran vela de cera en la mano. La especie de mortaja que
la cubría, la ofrenda que llevaba en la mano, y más que todo su color
un poco quebrado, pero que en nada menguaba su hermosura de ángel,
daban a conocer que venía con sus padres a cumplir algún voto hecho
a la Virgen en acción de gracias, por haberla sacado de las garras
de la muerte en alguna enfermedad no muy lejana. Era una familia en
cuya vista se recreaba el ánimo involuntariamente, porque se conocía
que la paz del corazón y los bienes de fortuna contribuían a hacerlos
dichosos en este valle de lágrimas.

Los cuatro, pues, entraron en la ermita, y viendo tanta gente
agolpada alrededor del muerto, se acercaron, también llevados a un
tiempo de la curiosidad y de la piedad. Trabajo les costó romper
el cerco de aldeanos para rodear aquel humilde ataúd; pero apenas
llegaron a él los dos jóvenes esposos, cuando fijando ella la vista
en la cartera y él en el semblante del muerto, se pintó en sus
rostros al mismo tiempo la sorpresa y el terror. Estaba la cartera
muy descolorida, como si sobre ella hubiesen caído muchas gotas de
agua, y el cadáver, como es uso entre los monjes, tenía cubierto
el rostro hasta la barba con la capucha; pero así y todo, y con la
seguridad que una voz interior los daba, abalanzóse él a descubrir
la cara del muerto, y ella se apoderó con ansia de la cartera, que
comenzó a registrar.

—¡Virgen Santísima de la Encina!—exclamó la mujer dando un
descompasado grito—: ¡la cartera de mi pobre y querida ama doña
Beatriz Ossorio!

—Dios soberano—gritó él por su parte abrazándose estrechamente con el
cadáver—¡mi amo, mi generoso amo, el señor de Bembibre!

—¿Quién decís?—exclamó el viejo atropellando por la gente—¿el esposo
de aquel ángel del cielo que yo vi nacer y morir? Los tres entonces,
asiéndose de las manos y del hábito del difunto, comenzaron un tierno
y doloroso llanto, en que muchos de los circunstantes, conmovidos a
vista del no pensado caso, no tardaron en acompañarles.

—Madre—preguntó la niña con los ojos llenos también de lágrimas, y
medio aturdida con lo que veía—¿es este aquel señor tan bueno de que
hablas tantas veces con mi padre?

—Sí, Beatriz mía, hija de mi alma—exclamó su madre alzándola en sus
brazos—, ese es vuestro bienhechor. Besa, alma mía, besa el hábito de
ese santo, porque si esta virgen divina te ha concedido la salud y
guardádote a nuestro amor, fué porque él, sin duda, se lo pedía.

Los romeros entonces dijeron ser Nuño García, montero que había
sido del señor Arganza, Martina del Valle, camarera de su hija doña
Beatriz, y Millán Rodríguez, escudero paje de lanza de don Álvaro
Yáñez, señor de Bembibre, que era el que allí muerto a la vista
tenían. En esto llegó el abad de esta santa casa, vestido con ropa de
iglesia para bajar en procesión la santa imagen, según era costumbre,
y diciendo muchas palabras de consuelo a los afligidos criados, les
aseguró ser cierto lo que veían y creían. Don Álvaro, según lo que
contó, había ido a meterse fraile a un convento de la Tierra Santa;
pero habiéndolo entrado los infieles a saco antes de cumplir el año
del noviciado, fatigado del deseo de la patria, y atraído por la
sepultura de su esposa, había venido a Montes, donde había confiado
todas estas cosas al abad bajo secreto de confesión, hasta que otro
no descubriese su nombre.

Comoquiera el pesar que aquellas gentes recibieron, fué muy grande,
y aun Millán pidió que le dejasen llevar el cuerpo a Bembibre, pero
el abad no lo consintió, así por no ir contra la voluntad expresa del
difunto, que quería ser enterrado entre sus hermanos, como porque
creía que sus reliquias habían de traer bien a este monasterio. A
los huéspedes los agasajó y regaló con mucho amor, y en especial
al viejo Nuño, a quien vió afligidísimo el día del entierro de
doña Beatriz, y cobró afición muy particular desde entonces por su
lealtad. El pobre montero, viejo ya y sin familia, se vió desamparado
de todo punto cuando se acabó la casa de su amo, dado que rico con
sus mandas y larguezas; y se fué a vivir con Martina y Millán, en
cuya casa pasaba los últimos años de su vida muy querido y estimado.
Al cabo de dos días se volvieron todos a Bembibre, donde vivían bien
y holgadamente colmados de regalos y finezas.

Tal fué este extraño suceso que me pareció conveniente asentar
aquí, y que duró mucho tiempo en la memoria de estas gentes. De
los ya nombrados criados, tengo oído decir a muchas personas que
aunque vivieron muy dichosos, rodeados de hijos muy hermosos y bien
inclinados, y muy ricos para su clase, sin embargo, aun pasados
muchos años, se les anublaban los ojos en lágrimas cuando recordaban
el fin que tuvieron sus buenos amos, y, sobre todo, el señor de
Bembibre.»

[Ilustración]



ÍNDICE


  CAPÍTULO PRIMERO        5
  CAPÍTULO II            11
  CAPÍTULO III           21
  CAPÍTULO IV            31
  CAPÍTULO V             41
  CAPÍTULO VI            47
  CAPÍTULO VII           53
  CAPÍTULO VIII          63
  CAPÍTULO IX            71
  CAPÍTULO X             81
  CAPÍTULO XI            91
  CAPÍTULO XII          107
  CAPÍTULO XIII         115
  CAPÍTULO XIV          123
  CAPÍTULO XV           129
  CAPÍTULO XVI          137
  CAPÍTULO XVII         145
  CAPÍTULO XVIII        151
  CAPÍTULO XIX          167
  CAPÍTULO XX           179
  CAPÍTULO XXI          187
  CAPÍTULO XXII         197
  CAPÍTULO XXIII        209
  CAPÍTULO XXIV         217
  CAPÍTULO XXV          229
  CAPÍTULO XXVI         241
  CAPÍTULO XXVII        251
  CAPÍTULO XXVIII       259
  CAPÍTULO XXIX         273
  CAPÍTULO XXX          283
  CAPÍTULO XXXI         293
  CAPÍTULO XXXII        303
  CAPÍTULO XXXIII       315
  CAPÍTULO XXXIV        325
  CAPÍTULO XXXV         337
  CAPÍTULO XXXVI        353
  CAPÍTULO XXXVII       361
  CAPÍTULO XXXVIII      373
  CONCLUSIÓN            385



RENACIMIENTO S. A. E.

COLECCIÓN «GIL-BLAS»

DIRIGIDA POR DON RICARDO LEÓN DE LA REAL ACADEMIA ESPAÑOLA


OBRAS PUBLICADAS

DON AMÓS DE ESCALANTE:

  AVE, MARIS STELLA.

FRAY DIEGO DE ESTELLA (S. XVI):

  _Meditaciones devotísimas del Amor de Dios._

CONCHA ESPINA:

  _La niña de Luzmela._
  _Despertar para morir._
  _Agua de Nieve._
  _La Esfinge Maragata._
  _La Rosa de los Vientos._
  _Al amor de las estrellas_ (mujeres del Quijote).
  _Ruecas de marfil._
  _El jayón._
  _Pastorelas._
  _El metal de los muertos._

RICARDO LEÓN (Obras Completas):

  _Lira de bronce._
  _Casta de hidalgos._
  _Comedia sentimental._
  _Alcalá de los Zegríes._
  _El amor de los amores._



NOTA DE TRANSCRIPCIÓN

  * En el texto las cursivas se muestran entre _subrayados_ y las
    versalitas como MAYÚSCULAS.

  * Se ha respetado la ortografía original, normalizándola a la
    grafía de mayor frecuencia.

  * Los errores obvios de imprenta han sido corregidos sin avisar.

  * Se ha añadido al final del libro un Índice del que carece el
    original impreso.

  * Las ilustraciones han sido desplazadas a ubicaciones próximas a
    los textos que ilustran.

  * Se han añadido ilustraciones de adorno al final de todos los
    capítulos, pese a que en el original solo existían donde quedaba
    suficiente espacio libre.

  * Se han realizado, de modo global, los siguientes cambios:
         Alvaro → Álvaro     (para facilitar su lectura)
      Valcárcel → Valcarce   (para unificar la toponimia)
    como quiera → comoquiera (cuando tiene valor adverbial)
       rigorosa → rigurosa   (para unificar la grafía)
            Cua → Cúa        (para actualizar la toponimia)
      Carracedo → Carucedo   (cuando sigue a “lago de”, de acuerdo
                               con la geografía del lugar y las
                               ediciones recientes)

  * Se han realizado, además, los siguientes cambios puntuales:
    p.  34:  Don Alvaro → Don Rodrigo (“Don Rodrigo caminaba, pues”,
                                        restaurando el texto de la
                                        primera edición)
    p.  43:  don Alvaro → don Alonso  (“contestó don Alonso con
                                        moderación”, para preservar
                                        el sentido en el diálogo)
    p.  44:       quedo → puedo       (“pero no puedo ser esposa”)
    p.  64:  don Alvaro → don Alonso  (“sin que don Alonso hostigase
                                        a su hija”, para preservar
                                        el sentido de la narración)
    p. 104:      Blanca → Beatriz     (“para acompañar a doña Beatriz
                                        y a su criada”, exigido por
                                        el sentido de la narración)
    p. 170: envahidores → embaidores  (“atadme al punto a esos
                                        embaidores”, grafía utilizada
                                        por diccionarios y ediciones
                                        recientes)
    p. 176:   infalible → inefable    (“cuán inefable es el consuelo”,
                                        restaurando el texto de la
                                        primera edición)
    p. 287:      Alvaro → Alonso      (“Don Alonso acompañó a los
                                        templarios”, para preservar
                                        el sentido y de acuerdo con
                                        ediciones recientes)





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