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Title: La Biblia en España, Tomo I (de 3) - O viajes, aventuras y prisiones de un inglés en su intento de difundir las Escrituras por la Península
Author: Borrow, George
Language: Spanish
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3)***


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(https://archive.org/details/toronto)



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      Internet Archive/Canadian Libraries. See
      https://archive.org/details/labibliaenespa01borr


NOTA DE TRANSCRIPCIÓN

      En el texto las cursivas se muestran entre _subrayados_
      y las versalitas como MAYÚSCULAS.

      Se ha completado el índice con menciones, entre corchetes,
      al material introductorio que no se refleja en él.



COLECCIÓN GRANADA

VIAJES

BORROW: LA BIBLIA EN ESPAÑA
TRAD. DEL INGLÉS POR M. AZAÑA


LA BIBLIA EN ESPAÑA

POR

BORROW

TRADUCCIÓN DIRECTA DEL INGLÉS
POR MANUEL AZAÑA

TOMO I



[Ilustración]

COLECCIÓN GRANADA
JIMÉNEZ-FRAUD, Editor.—MADRID


ES PROPIEDAD
QUEDA HECHO EL DEPÓSITO QUE MARCA
LA LEY

Imprenta Clásica Española. Glorieta de Chamberí. Madrid.



NOTA PRELIMINAR


Tomás Borrow, de familia de labradores establecida desde muy antiguo
cerca de Liskeard, en Cornwall, se fugó de su casa, siendo todavía
mozo, por esquivar las consecuencias de una fechoría juvenil, y sentó
plaza de soldado en 1783. Diez años más tarde, cuando era sargento,
se casó con Ana Preferment, hija de un agricultor de East Dereham,
Norfolk, de abolengo francés probablemente. En 1798, Tomás Borrow
obtuvo el grado de capitán, del que no pasó en su carrera militar.
En 1800 le nació un hijo, Juan Tomás, que fué pintor y soldado, y
acabó por emigrar a Méjico en busca de fortuna, muriendo en aquellas
tierras en 1834. El 5 de julio de 1803 nació en East Dereham el hijo
segundo del matrimonio Borrow, Jorge Enrique, el cual, treinta y
tres años más tarde, había de ser popular en Madrid con el nombre
de _Don Jorgito el inglés_. La infancia de Jorge transcurrió en
diferentes poblaciones de Inglaterra y de Escocia, merced a los
cambios de guarnición del regimiento en que servía su padre. Viajó
primeramente por las provincias de Sussex y Kent, y en 1808 y 1810
estuvo otra vez en su pueblo natal. Jorge era «un niño triste, que
gustaba de permanecer horas enteras en un rincón solitario, con la
cabeza caída sobre el pecho, dominado por un abatimiento peculiar; a
veces sentía una impresión de miedo muy extraña, hasta de horror,
sin causa real». Sus padres le dejaban vagar libremente por los
campos. En 1810 conoció a Ambrosio Smith, el gitano a quien después
representó en sus escritos con el nombre de Jasper Petulengro, y se
juraron fraternidad. El desarrollo mental de Jorge fué algo tardío.
Comenzó los estudios de humanidades en Dereham, y los continuó
en Edimburgo, después en Norwich, y el año 1815 en la «Academia
Protestante» de Clonmel (Irlanda), adonde el regimiento de su padre
fué destinado. La vida escolar le curó de sus hábitos insociables y
de su reserva. A Jorge le gustaban los estudios, pero no la sujeción
de la escuela. Sentía inclinación natural por los idiomas, y los
aprendía con desusada facilidad; su memoria era descomunal. Amaba la
vida al aire libre y los deportes. Las aventuras, propias o ajenas,
reales o soñadas, encandilaban su imaginación. En Irlanda, además de
aprender la lengua del país, se había hecho gran jinete. Terminadas
las guerras napoleónicas, y licenciado el regimiento, los Borrow se
establecieron en Norwich. Jorge leía griego en la _Grammar School_, y
de un emigrado francés tomaba lecciones de este idioma, de italiano y
de español; cultivaba, además, la caza y el pugilismo. Los gastos y
las costumbres de Jorge le hicieron antipático a su padre; no se le
parecía en nada, teníale por un verdadero gitano, y, desentendiéndose
de él en lo posible, le dejaba hacer cuanto quería. En 1818, Jorge
se encontró de nuevo con Ambrosio Smith, o Jasper Petulengro, y,
yéndose con él a un campamento de gitanos, los acompañó por ferias y
mercados, se inició en sus costumbres y aprendió su idioma.

Llegado el momento de adoptar una profesión que le diese para vivir,
Jorge, dudoso entre la Iglesia y el Foro, se decidió por el último;
así se lo aconsejó un amigo, en situación semejante a la suya,
diciéndole que la abogacía «era la mejor carrera para quienes (como
ellos) no pensaban ejercer ninguna». El padre de Jorge le costeó el
aprendizaje, colocándole en 1819 de pasante en casa de unos curiales
de Norwich. Pero Jorge debía de tener mediana afición a los pleitos.
Aprendió galés, danés, hebreo, árabe, armenio, y en el despacho de
sus maestros trabajaba en traducir de esas lenguas al inglés; su
amigo William Taylor le enseñó el alemán. Así vivió el pobre cinco
años, amarrado a un oficio tan opuesto a su vocación. Quizás la
lectura de libros de viajes y aventuras le fué entonces más gustosa
y necesaria que nunca, como desquite de la aridez de su empleo. A
Jorge Borrow le gustaban mucho _Gil Blas_, el _Peregrino_ de Bunyan,
Sterne, el _Childe Harold_, y, sobre todos, De Foe. «¡Oh genio de De
Foe, yo te saludo!—exclama en su autobiografía—. ¡Cuánto no te debe
el mío pobrísimo!»

En 1824, el capitán Tomás Borrow murió, dejando por heredera de sus
escasas rentas a su mujer. Jorge, que llegaba entonces a la mayor
edad, se marchó a Londres a buscarse la vida en cuanto terminó
su contrato de pasantía. Llevaba por todo capital un legajo de
traducciones; pero sus esperanzas eran muchas. Su primera estancia
en Londres fué poco placentera. Luchaba con la escasez, con la falta
de salud, con la inseguridad del trabajo, y padeció además la crisis
característica de la juventud al encararse indefensa con la vida, y
las amarguras de la vocación que busca a tientas su camino. Jorge
se interrogaba acerca del valor de la existencia y de la verdad:
«¿Qué es la verdad? ¿Qué es lo bueno y lo malo? ¿Para qué he nacido?
¿Todo perecerá y será olvidado, todo es vanidad?» Y no encontraba
respuesta satisfactoria. El futuro misionero era entonces ateo
empedernido; su amigo Taylor, además de enseñarle el alemán, le
inculcó la irreligión. La tristeza y el descorazonamiento de Jorge
fueron tales, que sus amigos temieron verle poner fin a sus días.
Por aquella época publicó Borrow algunas traducciones de poesías
extranjeras (varios romances españoles[1]); escribió, por encargo de
un editor, una colección de «causas célebres»[2], y tradujo para una
revista fragmentos de leyendas danesas[3]. Pero en 1825, el periódico
en que escribía desapareció; riñó, además, con el editor que le daba
trabajo, y se quedó en la calle con sus manuscritos y un puñado de
dinero. Supónese que el anuncio de un librero le indujo a escribir,
para zafarse de sus apuros del momento, una _Vida y aventuras de José
Sell_, obra publicada, al parecer, con otros cuentos y narraciones en
una colección que hoy no se sabe cuál fué. Vendida la obra, Borrow se
marchó de Londres, abandonando la literatura, y viajó a pie en busca
de salud corporal y de paz para su ánimo. Cuatro meses duró su vida
errante. Volvió a encontrar a Jasper Petulengro, y se fué con él a
vivir en hermandad con los gitanos, trabajando en hacer herraduras,
y preso en las redes honestas de una linda moza de la tribu. Después
compró un caballo, y recorrió Inglaterra en busca de aventuras.
Cuando estos viajes concluyeron, Jorge Borrow tenía veintidós años.
Era alto, flaco, zanquilargo, de rostro oval y tez olivácea; tenía
la nariz encorvada, pero no demasiado larga; la boca bien dibujada,
y ojos pardos, muy expresivos. Una canicie precoz le dejó la cabeza
completamente blanca. Las cejas, prominentes y espesas, ponían en su
rostro un violento trazo oscuro.

  [1] «Bernard’s Address to his army», a ballad from the Spanish;
  «The singing Mariner», a ballad from the Spanish; «The french
  Princess», a ballad from the Spanish. En «Monthly Magazine»,
  volumen 57. (1824).

  [2] «Celebrated Trials, and Remarkable Cases of Criminal
  Jurisprudence, from the earliest records to the year 1825». Seis
  volúmenes. Knight and Lacey. London, 1825.

  [3] «Danish Traditions and Superstitions». En «Monthly Magazine»,
  vols. 58, 59, 60.

Jorge Borrow, al escribir, andando el tiempo, sus narraciones
autobiográficas, se empeñó en rodear de misterio ciertos años de
su vida (1826-1832), y con alusiones más o menos veladas (algunas
encontrará el lector en _La Biblia en España_,) quiso dar a entender
que se había visto envuelto en misteriosas aventuras y dado cima
a dilatados viajes por países como la India, China y Tartaria.
Ignórase, en efecto, lo que Borrow hizo en esos años; pero, en
sentir de sus biógrafos más autorizados, es excesivo tanto misterio.
Probablemente, Borrow vivió todo ese tiempo sin ocupación fija; viajó
un poco, y escribió por gusto y por encargo. En 1826 se publicó una
colección de sus traducciones del danés[4] con otras composiciones
suyas. Dos años más tarde apareció una traducción de las _Memorias de
Vidocq_[5], atribuída a Borrow; insertó en algunas revistas trabajos
de menos importancia. Viajó por la Europa occidental, y parece que
estuvo en Madrid, pero este viaje no pudo entrar en el marco de _La
Biblia en España_.

  [4] «Romantic Ballads», Translated from the Danish and
  Miscellaneous pieces, by George Borrow. Norwich, S. Wilkin. 1826.

  [5] «Memoirs of Vidocq», principal agent of the French police
  until 1827. Writen by himself. Translated from the French. 4
  vols. London, Whittaker, Treacher and Arnot. 1828-29.

Un gran cambio sobrevino en la vida de Jorge Borrow durante el año
1833, que decidió de su destino. Conocía Jorge Borrow a una familia
residente en Oulton Hall, cerca de Lowestoft (Suffolk), de la que
formaba parte Mrs. Mary Clarke, de treinta y seis años, viuda
de un marino. Un reverendo pastor, relacionado con esa familia,
indujo a Jorge Borrow a solicitar de la Sociedad Bíblica Británica
y Extranjera un empleo donde pudiera utilizar su conocimiento de
los idiomas. Jorge se fué a pie a Londres, y en veintidós horas
recorrió una distancia de ciento veinte millas. En su frugal pobreza,
Jorge sólo gastó en el viaje cinco peniques y medio, en un litro
de cerveza, medio de leche, un pedazo de pan y dos manzanas. Los
señores de la Sociedad Bíblica, después de examinarle de lenguas
orientales durante una semana, le preguntaron si estaba dispuesto
a aprender en seis meses la lengua manchú. Aceptó Jorge, y con
un buen viático se volvió a Norwich, ya en diligencia; estudió
con ahinco y a los seis meses triunfaba en las pruebas a que sus
futuros jefes le sometieron. Por aquellos mismos días, Jorge Borrow
se retractó de su ateísmo; ya fuese por influjo de Mrs. Clarke, o
porque las ideas que le inculcó su amigo Taylor arraigaron poco en
su espíritu y se marchitaron al acercarse la treintena, lo cierto es
que Borrow profesó un protestantismo tan fanático como el ateísmo
que abandonaba. No tardó en asimilarse el «tono misionero» ni en
adoptar la jerga propia de sus patronos. Cuando aún se hallaba en
curso su nombramiento, uno de secretarios de la Sociedad Bíblica
censuraba así el estilo de una carta de Borrow: «Perdóneme usted si,
como sacerdote, y mayor que usted en años, aunque no en talento,
me atrevo, con la mejor intención, a hacerle una advertencia que
podrá no ser inútil.» Acota una frase que ha llamado la atención de
algunos de «los excelentes miembros de nuestro Comité»: aquella en
que «habla usted de la perspectiva de ser _útil a la Divinidad, al
hombre y a usted mismo_. Sin duda, quiso usted decir la _perspectiva
de glorificar a Dios_; pero el giro de sus palabras nos hizo pensar
en ciertos pasajes de la Escritura, tales como Job, XXI, 2, etc.»
La respuesta de Borrow debió de ser tal, que el mismo reverendo
le escribía: «El espíritu de su última carta es verdaderamente
cristiano, en armonía con aquella regla sentada por el mismo Cristo,
y de la que Él dió, en cierto sentido, tan prodigioso ejemplo, que
dice: El que se humille será ensalzado.» Finalmente, la Sociedad
Bíblica aceptó los servicios de Borrow y le envió a Rusia, para
donde salió sin dilación, a mediados de año, a colaborar en la
transcripción y colación del manuscrito de la Biblia traducida al
manchú, y en la impresión del Nuevo Testamento en la misma lengua.

Jorge Borrow estuvo en Rusia hasta septiembre de 1835. Sirvió con
celo y buen éxito a la Sociedad Bíblica; visitó Moscú y Nowgorod,
y proyectó un viaje a China, a través del Asia, para distribuir el
Evangelio por el Oriente. El Gobierno ruso le negó los pasaportes.
Ese proyecto de viaje fué, en opinión de uno de sus biógrafos,
el único motivo que tuvo Borrow para creer, y hacérselo creer a
sus lectores, que había estado en el Oriente remoto[6]. Durante
su estancia en Rusia tradujo al ruso unas homilías de la iglesia
anglicana, y publicó en San Petersburgo dos colecciones de poesías
traducidas por él al inglés: _Targum_[7] y el _Talismán_[8].

  [6] «¿No le ha chocado a usted nunca—le escribía en una ocasión
  su amigo el danés Hasfeldt—cuánto se parece usted al buen
  hidalgo Don Quijote de la Mancha? A mi juicio, podría usted
  pasar fácilmente por hijo suyo.» W. Knapp: _Life, writings and
  correspondence of George Borrow_. London, Murray, 1899. Vol. I,
  pág. 190.

  [7] «Targum, or Metrical translations from thirty languages and
  dialects», by George Borrow. St. Petersburg, Schulz and Beneze,
  1835.

  [8] «The Talisman», from the Russian of Alexander Pushkin, with
  other pieces. St. Petersburg, Schulz and Beneze, 1835.

En octubre de 1835 volvió Jorge Borrow a Inglaterra, y, apenas
llevaba un mes en su país, la Sociedad Bíblica decidió utilizar de
nuevo sus servicios, enviándole a Lisboa y Oporto con encargo de
acelerar la propagación de la Biblia en Portugal. Ni la Sociedad
Bíblica ni Jorge Borrow preveían entonces que sus campañas en la
Península iban a tener la importancia que después adquirieron. Para
la Sociedad, el envío de Borrow a Portugal era un empleo interino,
en espera de que se decidiese su viaje a China. Borrow ignoraba si
tendría o no en Portugal libertad suficiente para lanzarse a una
propaganda intensa, ni si el ánimo de la gente se hallaría bien
dispuesto para recibirla. Jorge Borrow se embarcó en Londres el 6 de
noviembre de 1835, y llegó a Lisboa el 13 del mismo mes[9]; visitó
los alrededores de la capital, hizo una excursión por el Alemtejo,
y de estos viajes y de sus conversaciones con el representante de
la Sociedad Bíblica en Lisboa nació la determinación de aplazar
sus trabajos en Portugal. Borrow resolvió pasar a España. Salió de
Lisboa para Badajoz el 1.º de enero de 1836, cruzó la frontera el día
6, detúvose en Badajoz diez días, y por Mérida, Oropesa y Talavera
llegó a Madrid. Por el camino fué madurando su plan de campaña:
le pareció necesario, ante todo, hacer en España una tirada de la
Biblia en castellano, porque sólo podían circular las impresas en el
reino. Pero lo difícil no era eso; lo difícil era obtener permiso
para imprimirla _sin notas_. Desde la invención de la imprenta,
hasta 1820, no se había impreso en España ninguna traducción de la
Biblia descargada de comentarios y notas, y que fuese, por tanto,
de tamaño manual y de precio reducido, accesible a todos. En 1790
apareció la traducción de Scio, en diez volúmenes en folio, y en
1823, la de Amat, en nueve volúmenes en cuarto. Al amparo de la fugaz
libertad política, instaurada por la Revolución de 1820, se imprimió
en Barcelona (1820) el Nuevo Testamento, traducción de Scio, pero
sin notas; desde entonces, hasta la llegada de Borrow a España,
nada más se había hecho. La propaganda de las Sociedades bíblicas
no consiste, esencialmente, en predicar una confesión determinada,
sino en difundir la lectura de la Biblia, poniendo al alcance del
mayor número el texto genuino de la Escritura. Como, en opinión de
los cristianos reformados, los dogmas y prácticas de la Iglesia
romana contradicen la letra y el espíritu del libro sagrado, basta
la lectura de su texto auténtico, y la restauración del sentido
propio en su inteligencia e interpretación, para minar las bases de
la dominación papista. Así, Borrow, abundando en las intenciones de
sus directores, y con autorización expresa de ellos, gestionó desde
luego el permiso que necesitaba para imprimir el Evangelio sin notas,
y, vencidas no pocas dificultades, se dispuso a reimprimir en Madrid
la traducción del Nuevo Testamento, de Scio, editada sin notas por
la Sociedad Bíblica en Londres, 1826. Borrow y la Sociedad Bíblica
desconocían las versiones castellanas de la Biblia, hechas por los
antiguos reformistas españoles, libros rarísimos entonces.

  [9] Fechas establecidas por Mr. Knapp, separándose de las que
  Borrow da en _La Biblia en España_.

Borrow se fué de Madrid a los pocos días de la revolución de La
Granja, estuvo en Granada y Málaga (viaje no referido en _La
Biblia en España_), se embarcó en Gibraltar, llegó a Londres el 3
de octubre, instó en la Sociedad Bíblica la inmediata apertura de
la campaña de propaganda en España, y, aceptados sus planes, se
reembarcó el 4 de noviembre, llegando a Cádiz el 22 del mismo mes.
Por Sevilla y Córdoba se dirigió Borrow a Madrid, adonde llegó el 26
de diciembre. No perdió el tiempo. En 14 de enero de 1837 firmaba
con Andrés Borrego el contrato para la impresión del Evangelio, y
en 1.º de mayo siguiente se publicó el libro[10]. Borrow obtuvo
de la Sociedad Bíblica autorización para repartir en persona la
obra por pueblos, y, dejando en Madrid encargado de sus asuntos a
don Luis de Usoz y Río, emprendió, acompañado de su famoso criado
griego, el larguísimo viaje por Castilla la Vieja, Galicia, Asturias
y Santander, que duró desde mayo a noviembre de 1837. De regreso
en Madrid, imprimió dos nuevas traducciones parciales del Nuevo
Testamento: una traducción del Evangelio de San Lucas al caló[11],
hecha por él, y otra del mismo Evangelio al vascuence, por un señor
Oteiza[12].

  [10] El Nuevo Testamento, traducido al español de la Vulgata
  Latina, por el Rmo. P. Phelipe Scio de S. Miguel, de las Escuelas
  Pías, obispo electo de Segovia. Madrid. Imprenta a cargo de don
  Joaquín de la Barrera, 1837. En 8.º, 534 págs.

  [11] Embeo e Majaró Lucas. Brotoboro rodado andré la chipé
  griega, acána chibado andré o Romanó, o chipé es Zincales de Sesé.

  El Evangelio según S. Lucas, traducido al Romaní, o dialecto de
  los gitanos de España. [Madrid], 1837. En 16.º, 177 págs.

  _Segunda edición_: Criscote e Majaró Lucas, chibado andré o
  Romanó, o chipé es Zincales de Sesé.

  El Evangelio según S. Lucas, traducido al romaní, o dialecto de
  los gitanos de España. Lundra, 1872. En 16.º, 177 págs.

  [12] Evangelioa San Lucasen Guissan. El Evangelio según S.
  Lucas, traducido al vascuence. Madrid. Imprenta de la Compañía
  Tipográfica, 1838. En 16.º, 176 págs.

La publicación del Evangelio en _caló_, la apertura de un _Despacho
de la Sociedad Bíblica_ en la calle del Príncipe, los métodos
empleados por Borrow para llamar la atención del público hacia
su obra y ciertas imprudencias de otros agentes de la Sociedad
en España, provocaron la intervención de las autoridades y
desencadenaron una borrasca, en la que naufragó la propaganda
evangélica y, a la larga, puso fin a los trabajos de Borrow en
España; de ella nació también un primer disentimiento entre la
Sociedad y su agente, disentimiento que terminó en ruptura. En enero
del 38, el jefe político de Madrid secuestró los libros existentes
en la tienda abierta por Borrow; en mayo, fué preso _Don Jorge_ por
desacato a un agente de la autoridad y por vender libros impresos
fuera del reino, introducidos en España con infracción de las leyes
vigentes. Borrow cuenta en _La Biblia en España_ la historia del
secuestro y de su prisión; pero omite ciertos hechos que influyeron
grandemente en aquellas resoluciones del Gobierno, hechos que Borrow
no conoció hasta después de salir de la cárcel. Había por entonces
en España otro agente de la Sociedad Bíblica, llamado Graydon, que
operaba principalmente en las provincias de Levante. Graydon, que
imprimió en Barcelona una edición del Nuevo Testamento y otra de
la Biblia (A. y N. T.), sin notas, en 1837, no se limitaba, como
Borrow, a propagar el libro, sino que repartía folletos, prospectos
y opúsculos atacando al Gobierno moderado, al clero español y a sus
doctrinas. Esta conducta produjo algunos escándalos en Valencia,
Murcia y Málaga; y como Graydon se proclamaba, no sólo agente de
la Sociedad Bíblica, sino íntimo colaborador y asociado de Borrow,
dió pretexto para que el Gobierno, movido por los curas, desfogara
su inquina tratando a don Jorge con extremado rigor. La prisión
de Borrow y las reclamaciones del ministro británico produjeron,
como puede suponerse, una reunión precipitada del Consejo de
ministros, un ofrecimiento de dimisión por parte del jefe político,
e interpelaciones en las Cortes censurando al Gobierno... por su
lenidad. Excarcelado Borrow, supo por el ministro británico la parte
que la conducta de Graydon había tenido en sus persecuciones, y se le
ocurrió escribir sendas cartas al _Correo Nacional_ y a la Sociedad
Bíblica desautorizando y condenando el proceder de su colega. En
la carta al _Correo Nacional_, publicada el 27 de mayo, se titula
«único agente autorizado en España de la S. B.». En la carta a sus
directores de Londres, luego de referir las entrevistas del ministro
británico con Ofalia, dice respecto de Graydon: «Hasta el momento
presente, ese hombre ha sido el ángel malo de la causa de la Biblia
en España, y también el mío, y ha empleado tales procedimientos y
escogido de tal modo las ocasiones, que casi siempre ha conseguido
derribar los planes hacederos trazados por mis amigos y por mí para
la propagación del Evangelio de una manera permanente y segura.»
La respuesta de la Sociedad fué un cruel desengaño para Borrow:
reconocíase en ella que Graydon era tan legítimo representante de la
Sociedad Bíblica como él; no se accedía a desautorizar y condenar
su proceder, y, además se le advertía a Borrow que, en adelante, se
abstuviese de publicar cartas como la del _Correo Nacional_. Por su
parte, el Gobierno español, tras algunos artículos oficiosos en que
se le excitaba a proceder «con mano dura» contra los escarnecedores
de la religión, prohibió de Real orden (25 de mayo) la circulación y
venta del Nuevo Testamento editado por Borrow.

En relaciones poco cordiales con sus jefes y frente a la hostilidad
resuelta de los gobernantes españoles, Borrow no podía ya realizar
en la Península una obra duradera ni fructífera. Aquel verano del
38 anduvo don Jorge por La Sagra y por tierras de Segovia. El 24
de agosto llegó a sus manos la orden de sus jefes llamándole a
Inglaterra, y, allá se fué, a través de Francia, y en tres o cuatro
meses que permaneció en su país zanjó sus diferencias con los
directores y logró que le enviaran a España por tercera y última vez.
El 31 de diciembre de 1838 desembarcó en Cádiz, y, salvo los tres
primeros meses, que pasó en Madrid dedicado a la propaganda, casi
todo el año 39 estuvo en Sevilla, en relativa inacción. Allí fueron a
buscarle Mrs. Clarke y su hija, a quienes instaló en su propia casa
de la _Plazuela de la Pila Seca_; hizo, solo, un viaje a Tánger,
donde le alcanzó la orden del Comité de la Sociedad Bíblica dando
por terminada su misión en España, y en Tánger se acaba bruscamente
la narración de sus aventuras. De retorno en Sevilla, anunció su
matrimonio con Mrs. Clarke (la _Señá Biuda_ con _Don Jorgito el
Brujo_), y comenzó los preparativos para volver a Inglaterra.
Una disputa con un alcalde de barrio de Sevilla le costó ir a la
cárcel, donde le tuvieron treinta horas; todavía estuvo en Madrid
gestionando las reparaciones debidas por ese agravio, y en abril de
1840 se embarcó para Inglaterra con Mrs. Clarke y su hija y su corcel
árabe. Apenas tomó tierra, se casó, y fué a instalarse a _Oulton
Cottage_ (Lowestoft), propiedad de su esposa, donde vivió muchos años
entregado a las pacíficas tareas literarias.

Lo primero que publicó fué su obra sobre gitanos[13], en la que
había trabajado mucho durante su permanencia en España. Contiene
una descripción preliminar de los gitanos de diversos países y un
estudio de la historia y costumbres de los de España, compuesto
de observaciones personales y extractos de libros referentes a
ellos. Siguen una colección de poesías populares en caló, recogidas
verbalmente por Borrow, y un vocabulario. En _The Zincali_ se aprecia
«una fuerte personalidad y una observación extraordinaria»[14]; pero
cualquiera puede advertir el desorden con que está compuesto el
libro. Es importante para conocer las costumbres de los gitanos, y
completa además algunas aventuras que en _La Biblia en España_ sólo
están indicadas.

  [13] The Zincali; or An Account of the Gypsies of Spain. With
  an original collection of their Songs and Poetry, and a copious
  Dictionary of their Language. By George Borrow... In two volumes.
  London, John Murray, 1841.

  [14] E. Thomas: George Borrow, the man and his books. I. V.
  London, Chapman and Hall, 1912.

La publicación de _The Zincali_ puso a Borrow en relación con
Ricardo Ford, docto en cosas hispánicas, que preparaba por entonces
su _Manual_ de España[15]. Ford aconsejó a Borrow que publicase sus
aventuras personales y se dejara de extractar libracos españoles.
Al saber que tenía entre manos una _Biblia en España_, insistió en
sus advertencias: nada de vagas descripciones, nada de erudición
libresca; hechos, muchos hechos, observados directamente; arrojo
para no caer en las vulgaridades; no preocuparse del bien decir;
evitar las gazmoñerías y la declamación. Borrow se aprovechó de esos
consejos. En su retiro de Oulton ordenó y completó los materiales de
que disponía: diarios de viaje, cartas a la Sociedad Bíblica, y en
diciembre de 1842 se publicaba la obra[16] que velozmente le llevó a
la celebridad.

  [15] _Hand-Book for Travellers in Spain and Readers at Home._
  London, Murray, 1845. 2 vols. 8.º «Las ediciones posteriores
  están abreviadas o adaptadas a los itinerarios del ferrocarril.
  El verdadero «Ford» no ha vuelto a parecer.» (Knapp.)

Su triunfo fué inmenso. En el primer año se agotaron seis ediciones
de a mil ejemplares en tres volúmenes, y una edición de diez mil
ejemplares en dos tomos. Dos veces reimpresa en Norteamérica aquel
mismo año 43, fué traducida al alemán, al francés y al ruso;
en 1911 iban publicadas de _La Biblia en España_ más de veinte
ediciones inglesas. Borrow saboreó la popularidad; sus escritos
posteriores contribuyeron poco a sostenerla. Sus aventuras en España
despertaron en el público un deseo muy vivo de conocer otros hechos
de la vida del «héroe». Ricardo Ford le aconsejó que escribiese su
autobiografía. Don Jorge, sin levantar mano, compuso el _Lavengro_,
historia de su niñez y juventud, continuándola años después[17],
hasta la fecha en que comienza aquel misterioso período de su vida,
de que ya se hizo mención. La obra defraudó las esperanzas del
público; los críticos, con gran indignación del autor, pronunciaron
sobre ella un fallo adverso; se aguardaba una narración rigurosamente
veraz, y aparecía un revoltijo de sucesos reales e imaginarios
más que suficiente para desorientar al lector. Borrow se consoló
difícilmente de lo que algunos llamaron su «fracaso». La vanidad
herida, no iba a contribuir a suavizarle el humor, cada día más
áspero y agrio. Llevaba con impaciencia la vida sedentaria de
escritor. Sentía, además, inquietudes religiosas; los antiguos
«terrores» le atormentaban. Borrow quería viajar y solicitó empleos
fuera de su patria; misiones literarias en Asia, el consulado de
Hong-Kong: pero sin resultado. Hizo un viaje por el Oriente de
Europa, y recogió nuevos datos acerca de la vida y lenguaje de sus
amigos los gitanos en Hungría, Valaquia y Macedonia. Anduvo también
por su país; visitó Gales, Escocia y otros lugares, y recogió parte
del fruto de estas jornadas en un libro[18] que fué la última obra
importante que publicó. Desde 1860 residía en Londres, donde vivió
catorce años sin producir nada desde la aparición de Wild Wales,
sumido en tanta oscuridad, en tal silencio, que algunos le creían
muerto. Estimulado por el deseo de conservar su antigua primacía en
los estudios gitanos, que otros cultivaban ya con diferente método,
se lanzó a publicar, en 1874, un vocabulario[19] del dialecto de los
gitanos ingleses, obra que, al aparecer, era ya anticuada. En suma:
Borrow se sobrevivió; tan sólo la muerte—observa Mr. Knapp—podía
devolverle la notoriedad perdida. La muerte tardaba en llegar. Borrow
se marchó de Londres en 1874, y se refugió en su casa de Oulton;
estaba viudo desde 1869. El arriscado Don Jorge de otros tiempos era
un anciano de mal humor, que vivía triste y solo en una casa de campo
mal cuidada, y se paseaba por el jardín enmarañado cantando poemas de
su cosecha. Su extraño continente, su soledad y «sus conversaciones
con los gitanos, a quienes permitía acampar en la finca, crearon
en torno suyo una especie de leyenda. Los muchachos, en viéndole
pasar, le gritaban: ¡Gitano!, o ¡brujo!» Muy cerca ya del fin, su
hijastra fué con su marido a vivir en su compañía. En la mañana del
26 de julio de 1881, el matrimonio se fué a Lowestoft a sus asuntos,
dejando a Borrow completamente solo; mucho les rogó que no se fueran,
porque se sentía morir; pero le dijeron que ya otras veces había
expresado igual temor sin fundamento alguno. Cuando volvieron, a las
pocas horas, se lo encontraron muerto.

  [16] The Bible in Spain; or the Journeys, Adventures, and
  Imprisonments of an Englishman, in an attempt to circulate the
  Scriptures in the Peninsula. By George Borrow, author of «The
  Gypsies of Spain». In three volumes. London, John Murray, 1843.

  [17] Lavengro; the Scholar—the Gypsy—the Priest. By George
  Borrow... In three volumes. London, John Murray, 1851.

  The Romany Rye; a sequel to «Lavengro». By George Borrow... In
  two volumes. London, John Murray, 1857.

  [18] Wild Wales: its people, Language, and Scenery. By George
  Borrow... In three volumes. London, John Murray, 1862.

  [19] Romano Lavo-Lil: Word-Book of the Romany, or English Gypsy
  Language... By George Borrow. London, John Murray, 1874.

Aunque _The Bible in Spain_ no fuese, en términos absolutos, el
mejor libro de Borrow, sería en todo caso, con enorme diferencia
respecto de sus otros escritos, el que más títulos tendría a la
atención de nuestro público. El mérito intrínseco del libro, y la
singular reputación de España, le hicieron popular en Inglaterra
y Norteamérica y conocido en varias naciones de Europa, motivos
también valederos para su divulgación en nuestro país, con más el
de ser los españoles, no lectores distantes, sino parte interesada,
actores en las escenas y su tierra marco de aquella narración. No es
muy honroso para nuestra curiosidad que hayan transcurrido cerca de
ochenta años desde que vió la luz, sin ponerlo hasta hoy, traducido,
al alcance de todos. El libro fué compuesto, en su mayor parte,
en los lugares mismos que describe. Borrow redactaba un diario de
viaje, y remitía, además, a la Sociedad Bíblica cartas de relación
de sus aventuras y trabajos. La Sociedad prestó a Borrow esas cartas
luego de cerciorarse de que, al aprovecharlas, no cometería ninguna
indiscreción. «¡No he revelado los secretos de la Sociedad!»,
decía después Borrow; en efecto, no mienta su desacuerdo con los
directores, y tributa a Graydon, el «ángel malo» de la causa bíblica,
ardientes elogios. Las cartas de Borrow a la Sociedad Bíblica[20]
son tan extensas como la mitad de _The Bible in Spain_; pero sólo
aprovechó la tercera parte de ellas en la composición del libro; lo
demás salió de sus diarios, fundiéndose todo al calor de su espíritu
cuando recordaba y revivía a distancia las impresiones indelebles
recibidas. Tres son los temas de la obra: la difusión del Evangelio,
_Don Jorge el inglés_ y España. Los tres se enlazan en un conjunto
armónico; la propaganda evangélica es el propósito deliberado de que
remotamente trae origen el libro, y constituye su armazón interior;
todas las idas y venidas de Don Jorge, todos sus pensamientos, van
encauzados a la divulgación de la palabra divina; los hombres y las
tierras de España, materia de su explicencia, constituyen, no sólo
una decoración de fondo, asombrosa por el relieve y color, sino el
ambiente en que se mueve y respira un personaje extraordinario,
algo distinto de Borrow, pero que es Borrow mismo despojado de toda
vulgaridad y flaqueza, elevado a la categoría de un semidiós. De
esos temas, el evangélico es el que nos importa menos. España, país
de misiones, España, país de idólatras, era un punto de vista nuevo,
dentro de nuestro solar, en 1835, e irritante para quienes, dueños
de la religión verdadera, habíanla exportado durante siglos. No será
hoy menos irritante para buen número de personas el antipapismo de
Borrow; pero es improbable que los españoles descontentos, los no
conformistas, rompan a gritar: _¡Al campo, al campo, Don Jorge, a
propagar el Evangelio de Inglaterra!_ En el fondo, la preocupación de
Borrow es de la misma índole que la de los «idólatras», sus enemigos.
La regeneración de España por la lectura del Evangelio sería un
programa que acaso hiciera hoy sonreír. El mayor número seguiría
la opinión de Mendizábal, que a la insistencia con que Borrow
solicitaba el permiso para imprimir el Testamento, salvación única
de España, respondía: «¡Si me trajese usted cañones, si me trajese
usted pólvora, si me trajese usted dinero para acabar con los
carlistas!» Pero _Don Juan y Medio_, y los liberales que hicieron la
desamortización eclesiástica, no se atrevían a permitir que circulase
el Evangelio _sin notas_. Aunque movido por un fanatismo antipático,
en favor de Borrow hablan su osadía personal, la consideración de
que luchaba contra un poder omnímodo, irresponsable, y la de que,
formalmente, pugnaba por un mínimo de hospitalidad y de libertad,
sin las que los hombres en sociedad son como fieras; y eso está
siempre bien, hágase como se haga. El libro de Borrow es un precioso
documento para la historia de la tolerancia, no en las leyes, sino en
el espíritu de los españoles.

  [20] «Letters of George Borrow to the Bible Society», edited by
  T. H. Darlow, 1911.

_The Bible in Spain_ es un libro autobiográfico. «El principal
estudio de Borrow fué él mismo, y en todos sus mejores libros,
él es el asunto principal y el objeto principal»[21]. No emplea
en esta obra las confidencias, no se confiesa con el lector; su
procedimiento consiste en dejar hablar a los que le tratan, para
pintar el efecto que su persona y sus hechos causan en el ánimo
del prójimo; asomándonos a ese espejo, vemos la imagen de un _Don
Jorge_ muy aventajado: subyugaba y domaba a los animales fieros; los
gitanos le adoraban; era la admiración de los _manolos_; temíanle los
pícaros; confundía al posadero ruin y a los alcaldillos despóticos;
encendía en sus servidores devoción sin límites; era afable y llano
con los humildes; trataba a los potentados de igual a igual y hacía
bajar los ojos al soberbio; nunca se apartaba de la razón, ni perdía
la serenidad; un prestigio misterioso le envuelve; en suma: el
héroe y el justo se funden en su persona; es un apóstol que propaga
la palabra de Dios, pero sin el delirio de la Cruz, sin romper el
decoro; es un caballero andante que se compadece de la miseria, y
a cada momento cree uno verle emprender la ruta de Don Quijote,
pero sin burlas, sin yangüeses, en una España que creyese en él y
le tomase en serio. Apóstol y caballero están bajo el amparo del
pabellón británico.

  [21] Ed. Thomas, cap. II.

Borrow se colocó, o colocó a su héroe, en un escenario sin segundo,
de tal fuerza que, para nuestro gusto, el aventurero se borra, se
disuelve en el paisaje, o queda a la zaga de la muchedumbre española
que suscita. Es difícil encontrar otro caso en que un escritor haya
triunfado con más brillantez de la hostil realidad presente. Borrow
lucha a brazo partido con la realidad española, la asedia, poco
a poco la domina, y con la lentitud peculiar de su procedimiento
acaba por poner en pie una España rebosante de vida. No se atuvo a
una realidad de «guía oficial». Lo que le importaba era el carácter
de los hombres, y no de todos, sino los de la clase popular, donde
los rasgos nacionales se conservan más puros. Labradores, arrieros,
posaderos, gitanos, curas de aldea, monterillas, mendigos, pastores,
pasan ante nosotros, y al verlos gesticular y oírlos hablar, creemos
encontrarnos con antiguos conocidos. Unos son pícaros, otros santos;
unos son listos, otros muy zotes; casi todos groseros, muchos con
sentimientos nobles, pero unidos en general por un aire de familia
inconfundible; y la verdad es que, con todas sus picardías o su
zafiedad, no puede uno dejar de quererlos. Tuvo además Borrow una
espléndida visión del campo, y lo sintió e interpretó de un modo
enteramente moderno. Así, don Jorge descubrió y pintó, en realidad,
lo que quedaba de España. Arrancados los árboles, agostado el césped,
arrastrada en mucha parte la tierra vegetal, asomaba la armazón de
roca, con toda su fealdad y su inconmovible firmeza.

El lector apreciará seguramente en _La Biblia en España_, a pesar de
la traducción descolorida, el novelesco interés de algunos pasajes
que parecen arrancados de un libro picaresco, el movimiento de
ciertos cuadros, propios de un «episodio nacional», el sabor de
otras escenas de costumbres, los bosquejos de tipos y caracteres,
con tantos otros méritos que es innecesario señalar; pero lo mismo
ante ellos, que ante los defectos del libro, y frente a la repulsión
que ciertos juicios—expresos o sobrentendidos—del autor puedan
suscitar en el ánimo de un español, conviene estar prevenido para no
incurrir en las descarriadas apreciaciones que acerca de este libro
se han proferido en nuestro país. _La Biblia en España_ es un libro
de viajes, cierto; pero hay que entenderse acerca de su calidad.
No es un informe a la Sociedad bíblica respecto de los progresos
del Evangelio en España, ni un «cuadro del estado político, social,
etcétera», de la nación, ni un itinerario para recién casados, ni una
reseña de las catedrales y otros monumentos pergeñada para uso de los
_snobs_ de ambos mundos; _La Biblia en España_ es una obra de arte,
una creación, y con arreglo a eso hay que juzgar de su exactitud,
del _parecido_ del retrato y de las «invenciones» del autor. Los
paisajes, los lugares, las figuras, están notados con puntualidad; es
excelente en la inteligencia de las costumbres, y no hay en el libro
caricatura ni falsificación de sentimientos. Episodios compuestos,
no vistos por Borrow; personajes inventados aglutinando rasgos
dispersos, sin duda los ha de haber; pero eso, ¿es ilícito? Pudiera
compararse la creación de Borrow a una estatua de mayor tamaño que
el natural. La verdad artística del conjunto y su efecto conmovedor
son innegables. El libro no es sólo verdadero; es, en ciertos puntos,
revelador.

La traducción que hoy ofrecemos al público está hecha siguiendo
el texto de la edición de U. R. Burke (1896); hemos aprovechado
parte del glosario que la acompaña, poniendo al pie de la página
correspondiente las equivalencias del caló y del castellano; las
notas de Burke no las reproducimos todas, porque algunas son
innecesarias para el lector español, y otras contienen errores de
bulto. De la biografía de Borrow, por Míster Knapp, hemos sacado
algunas notas que aclaran el texto, o placen, simplemente, a la
curiosidad del lector.

  M. A.



ÍNDICES


                                                           _Páginas._

  [Nota preliminar]                                                v

  [Índices]                                                       27

  [Mapa]                                                          34

  [Prólogo]                                                       35

  CAPÍTULO PRIMERO.—¡Hombre al agua!—El Tajo.—Las lenguas
  extranjeras.—La gesticulación.—Calles de Lisboa.—El
  acueducto.—La Biblia tolerada en Portugal.—Cintra.—Don
  Sebastián.—Juan de Castro.—Conversación con un
  cura.—Colhares.—Mafra.—El palacio.—El maestro de
  escuela.—Los portugueses.—Su ignorancia de las
  Escrituras.—Los curas rurales.—El Alemtejo.                     49

  CAP. II.—Boteros del Tajo.—Peligros de la corriente.—Aldea
  Gallega.—La hostería.—Ladrones.—Sabocha.—Aventura de un
  arriero.—_Estalagem de ladrões._—Don Gerónimo.—Vendas
  Novas.—Un Sitio Real.—Los cerdos del Alemtejo.—Monte
  Moro.—Un cabrero singular.—Los hijos de los
  campos.—Infieles y saduceos.                                    68

  CAP. III.—Un comerciante de Evora.—Contrabandistas
  españoles.—El león y el unicornio.—La fuente.—Confianza
  en el Todopoderoso.—Reparto de folletos.—La librería en
  Evora.—Un manuscrito.—La Biblia como guía.—La infame
  María.—El hombre de Palmella.—El conjuro.—El régimen
  frailuno.—Domingo.—Volney.—Un auto de fe.—Hombres de
  España.—Lectura de un folleto.—Nuevos viajeros.—La mata de
  romero.                                                         87

  CAP. IV.—Dilaciones molestas.—El cochero borracho.—Una mula
  muerta.—Lamentación.—Aventura en un descampado.—El miedo a
  la oscuridad.—Un fidalgo portugués.—La escolta.—Regreso a
  Lisboa.                                                        105

  CAP. V.—El colegio.—El rector.—La piedra de
  toque.—Prejuicios nacionales.—Deportes juveniles.—Los
  judíos de Lisboa.—Creencias corrompidas.—Crimen y
  superstición.                                                  119

  CAP. VI.—El frío en Portugal.—Me libro de una
  extorsión.—Sensación de soledad.—El perro.—El convento.—Un
  paisaje encantador.—El castillo morisco.—Plegaria por un
  enfermo.                                                       134

  CAP. VII.—La piedra druídica.—Un joven español.—Soldados
  rufianes.—Los males de la guerra.—Estremoz.—La disputa.—La
  atalaya en ruinas.—Vislumbre de España.—Ayer y hoy.            147

  CAP. VIII.—Elvas.—Longevidad extraordinaria.—La nación
  inglesa.—Ingratitud portuguesa.—Las fortificaciones.—Un
  mendigo español.—Badajoz.—La aduana.                           161

  CAP. IX.—Badajoz.—Antonio el gitano.—Una proposición
  de Antonio.—Es aceptada.—El desayuno gitano.—Salida
  de Badajoz.—El borrico del gitano.—Mérida.—La muralla
  en ruinas.—La comadre.—El país del moro.—Los hombres
  negros.—La vida en el desierto.—La cena.                       173

  CAP. X.—La nieta de la gitana.—Proyecto matrimonial.—El
  alguacil.—El ataque.—Trote largo.—Llegada a
  Trujillo.—Noche de lluvia.—La selva.—El vivac.—¡Levántate
  y anda!—Jaraicejo.— El Nacional.—El caballero
  Balmerson.—Entre jarales.—Una conversación seria.—¿Qué es
  la verdad?—Noticia inesperada.                                 196

  CAP. XI.—El puerto de Mirabete.—Lobos y pastores.—La
  sutileza de las hembras.—Muerto por los lobos.—Se aclara
  el misterio.—Las montañas.—La hora tenebrosa.—Un viajero
  nocturno.—Abarbanel.—Los tesoros ocultos.—El poder del
  oro.—El arzobispo.—Llegada a Madrid.                           224

  CAP. XII.—Mi alojamiento en Madrid.—La patrona.—El
  embajador británico.—Mendizábal.—Baltasar.—Deberes de
  un Nacional.—Sangre moza.—La ejecución.—La población de
  Madrid.—Las clases altas.—Las clases bajas.—Las corridas de
  toros.—El gitano.                                              244

  CAP. XIII.—Intrigas de la Corte.—Quesada
  y Galiano.—Disolución de las Cortes.—El
  secretario.—Testarudez aragonesa.—El Concilio de Trento.—El
  asturiano.—Los tres bandidos.—Benedicto Mol.—El hombre de
  Lucerna.—El Tesoro.                                            263

  CAP. XIV.—Estado de España.—Istúriz.—Revolución de
  La Granja.—La revuelta.—Síntomas alarmantes.—Los
  corresponsales de periódicos.—Arrojo de Quesada.—La escena
  final.—Fuga de los moderados.—El café.                         281

  CAP. XV.—El vapor.—El cabo de Finisterre.—La
  tormenta.—Llegada a Cádiz.—El Nuevo
  Testamento.—Sevilla.—Itálica.—El anfiteatro.—Los presos.—El
  encuentro.—El barón Taylor.—La calle y el desierto.            297

  CAP. XVI.—Salida para Córdoba.—Carmona.—Las colonias
  alemanas.—El idioma.—Un caballo haragán.—El recibimiento
  nocturno.—El posadero carlista.—Buen consejo.—Gómez.—El
  genovés viejo.—Las dos opiniones.                              315

  CAP. XVII.—Córdoba.—Los moros de Berbería.—Los ingleses.—Un
  cura viejo.—El breviario romano.—El palomar.—El Santo
  Oficio.—Judaísmo.—Los palomares profanados.—Propuesta del
  posadero.                                                      331

  CAP. XVIII.—Salida de Córdoba.—El contrabandista.—Treta
  judaica.—Llegada a Madrid.                                     347



LA BIBLIA EN ESPAÑA



[Ilustración: VIAJES DE BORROW POR LA PENÍNSULA]



PRÓLOGO


Muy rara vez se lee el prólogo de un libro, y, en realidad, la mayor
parte de los que han visto la luz en estos últimos años, no tienen
prólogo alguno. Me ha parecido, sin embargo, conveniente escribir
este prefacio, y sobre él llamo humildemente la atención del benévolo
lector, porque su lectura contribuirá no poco a la cabal inteligencia
y apreciación de estos volúmenes.

La obra que ahora ofrezco al público, titulada LA BIBLIA EN ESPAÑA,
consiste en una narración de lo que me sucedió durante mi residencia
en aquel país, adonde me envió la Sociedad Bíblica, como agente suyo,
para imprimir y propagar las Escrituras. No obstante, comprende
también algunos viajes y aventuras en Portugal, y concluye dejándome
en «el país de los _Corahai_»,[22] región a la que me pareció
oportuno retirarme por una temporada, después de haber sufrido en
España considerables ataques.

  [22] En gitano: moros del norte de África. Los vocablos no
  ingleses empleados por Borrow en THE BIBLE IN SPAIN se estampan
  en esta traducción con letra cursiva.

Es muy probable que si yo hubiese visitado España por mera curiosidad
o con el propósito de pasar uno o dos años agradablemente, jamás
hubiese intentado dar cuenta detallada de mis actos ni de lo que
vi y oí. Yo no soy un turista ni un escritor de libros de viajes;
pero la comisión que llevé allá era un poco extraña y me condujo
necesariamente a situaciones y posiciones insólitas, me envolvió
en dificultades y perplejidades, y me puso en contacto con gente
de condición y categoría muy diversas; de suerte que, en conjunto,
me lisonjeo pensando que el relato de mi peregrinación no carecerá
enteramente de interés para el público, sobre todo, dada la novedad
del asunto; pues aunque se han publicado varios libros acerca de
España, éste es el único, creo yo, que trata de una obra de misiones
en aquel país.

Es verdad que en el libro se encontrarán bastantes cosas muy poco
relacionadas con la religión o con la propaganda religiosa; pero
no tengo por qué excusarme de haberlas traído aquí a colación.
Desde el principio hasta el fin fuí, digámoslo así, a la deriva
por España, tierra de antiguo renombre, tierra de maravillas y de
misterios, en condiciones tales para conocer sus extraños secretos
y peculiaridades como quizás a ningún otro individuo le hayan sido
nunca dadas, y ciertamente a ningún extranjero; y si en muchos casos
presento escenas y caracteres tal vez sin precedente en una obra de
esta índole, sólo haré observar que durante mi estancia en España
me vi tan inevitablemente mezclado con ellos, que hubiera sido
difícil referir con fidelidad mis andanzas sin dar de tales cosas una
referencia tan puntual como la que aquí he puesto.

Es digno de nota que, llamado repentina e inesperadamente a
«acometer la aventura de España», no me hallaba yo por completo
falto de preparación para tal empresa. España ocupó siempre un lugar
considerable en mis ensueños infantiles, y las cosas españolas me
interesaban por modo especial, sin presentir que, andando el tiempo,
me vería llamado a participar, si bien modestamente, en el drama
descomunal de su vida; aquel interés me indujo, en edad temprana,
a aprender su noble idioma y a conocer su literatura (apenas digna
del idioma), su historia y tradiciones; de modo que al entrar por
vez primera en España me sentí más en mi casa que lo que sin esas
circunstancias me hubiese sentido.

En España pasé cinco años, que, si no los más accidentados, fueron,
no vacilo en decirlo, los más felices de mi existencia. Y ahora que
la ilusión se ha desvanecido ¡ay! para no volver jamás, siento por
España una admiración ardiente: es el país más espléndido del mundo,
probablemente el más fértil y con toda seguridad el de clima más
hermoso. Si sus hijos son o no dignos de tal madre, es una cuestión
distinta que no pretendo resolver; me contento con observar que,
entre muchas cosas lamentables y reprensibles, he encontrado también
muchas nobles y admirables; muchas virtudes heroicas, austeras,
y muchos crímenes de horrible salvajismo; pero muy poco vicio de
vulgar bajeza, al menos entre la gran masa de la nación española,
a la que concierne mi misión; porque bueno será notar aquí que
no tengo la pretensión de conocer íntimamente a la aristocracia
española, de la que me mantuve tan apartado como me lo permitieron
las circunstancias; _en revanche_ he tenido el honor de vivir
familiarmente con los campesinos, pastores y arrieros de España, cuyo
pan y _bacallao_ he comido, que siempre me trataron con bondad y
cortesía, y a quienes con frecuencia he debido amparo y protección.

«La generosa conducta de Francisco González, y los altos hechos de
Ruy Díaz el Cid se cantan todavía entre las asperezas de Sierra
Morena»[23].

  [23]

        «Om Frands Gonzales, of Rodrik Cid,
      End siunges i Sierra Murene!»

  _Krönike Riim._ Por Severin Grundtvig. Copenhague, 1829.

El argumento más fuerte que, a mi parecer, puede aducirse como prueba
del vigor y de los recursos naturales de España, y de la buena ley
del carácter de sus habitantes, es el hecho de que, hoy en día, el
país no se halle extenuado ni agotado, y que sus hijos sean aún,
hasta cierto punto, un gran pueblo de muy levantados ánimos. Sí; a
pesar del desgobierno de los Austrias, brutales y sensuales, de la
estupidez de los Borbones, y, sobre todo, de la tiranía espiritual de
la corte de Roma, España todavía se mantiene independiente, combate
en causa propia, y los españoles no son aún esclavos fanáticos ni
mendigos rastreros. Esto es decir mucho, muchísimo; porque España ha
sufrido lo que Nápoles no ha tenido nunca que sufrir, y, sin embargo,
su suerte ha sido muy diferente de la de Nápoles. Aún hay valor en
Asturias; generosidad en Aragón; honradez en Castilla la Vieja, y las
labradoras de la Mancha pueden aún poner un tenedor de plata y una
nívea servilleta junto al plato de su huésped. Sí; a despecho de los
Austrias, de los Borbones y de Roma, todavía media un abismo entre
España y Nápoles.

Aunque suene a cosa rara, España no es un país fanático. Algo sé
acerca de ella, y afirmo que ni es fanática ni lo ha sido nunca:
España no cambia jamás. Cierto que durante casi dos siglos España
fué _La Verduga_ de la malvada Roma, el instrumento escogido para
llevar a efecto los atroces planes de esa potencia; pero el resorte
que impelía a España a su obra sanguinaria no era el fanatismo; otro
sentimiento, predominante en ella, la excitaba: su orgullo fatal. Con
halagos a su orgullo fué inducida España a despilfarrar su preciosa
sangre y sus tesoros en las guerras de los Países Bajos, a equipar
la armada Invencible y a otras muchas acciones insensatas. El amor a
Roma tenía muy poca influencia en su política; pero halagada por el
título de _Gonfalonera del Vicario de Cristo_, y ansiosa de probar
que era digna de él, cerró los ojos y corrió a su propia destrucción
al grito de: «¡Cierra, España!»

Cuando sus armas fueron impotentes en el exterior, España se recogió
dentro de sí misma. Dejó de ser instrumento de la venganza y de la
crueldad de Roma, pero no la dieron de lado. Aunque ya no servía para
blandir la espada con buen éxito contra los luteranos, podía ser útil
para algo. Aún tenía oro y plata, y aún era la tierra del olivo y de
la vid. Dejó de ser el verdugo y se convirtió en el banquero de Roma;
y los pobres españoles, que siempre estiman como un privilegio pagar
cuentas ajenas, miraron durante mucho tiempo como una gran ventura
que les permitieran saciar la rapaz avidez de Roma, que durante el
siglo pasado sacó, probablemente, de España más dinero que de todo el
resto de la cristiandad.

Pero la guerra prendió en el país. Napoleón y sus fieros francos
invadieron España; siguiéronse saqueos y estragos, cuyos efectos
se sentirán, probablemente, durante muchas generaciones. España no
pudo ya seguir pagando a Pedro sus cuartos con la holgura de antaño,
y desde entonces, Roma, que no respeta a ninguna nación más que
en cuanto puede hacer de ella el ministro de su crueldad o de su
avaricia, la miró con desprecio. El español tenía aún voluntad de
pagar, dentro de lo que sus medios le permitían; pero muy pronto
le dieron a entender que era un ser degradado, un bárbaro; más: un
mendigo. Ahora bien: a un español podéis sacarle hasta el último
_cuarto_ con tal que le otorguéis el título de caballero y de hombre
rico, pues la levadura antigua es tan fuerte en él como en los
tiempos de Felipe el Hermoso; pero guardaos de insinuar que le tenéis
por pobre o que su sangre es inferior a la vuestra. Al conocer, pues,
la baja estimación en que había caído, el rústico viejo replicó: «Si
soy un bestia, un bárbaro y, además, un pordiosero, lo siento mucho;
pero como eso no tiene remedio, voy a gastarme estas cuatro fanegas
de cebada, que había reservado para aliviar la miseria del Santo
Padre, en una corrida de toros y en otras diversiones convenientes
para la reina, mi mujer, y para los príncipes, mis hijos. ¿Yo un
mendigo? _¡Carajo!_ El agua de mi pueblo es mejor que el vino de
Roma.»

Veo que en la última carta pastoral dirigida a los españoles, el
obispo de Roma se queja amargamente del trato que ha recibido en
España por parte de algunos hombres inicuos. «Mis catedrales se
arruinan—dice—, insultan a mis sacerdotes y cercenan las rentas de
mis obispos.» Se consuela, sin embargo, con la idea de que todo esto
es obra de la malicia de unos pocos, y que la generalidad de la
nación le ama, sobre todo los campesinos, los inocentes campesinos,
que vierten lágrimas al pensar en los sufrimientos de su Papa y de
su religión. ¡Desengáñese, _Batuschca_[24], desengáñese! España
estaba dispuesta a luchar por vuestra causa, en tanto que al obrar
así acrecentase su gloria; pero no le agrada perder batallas y más
batallas en servicio vuestro. No se opone a llevar su dinero a
vuestras arcas, en forma de limosnas, esperando, sin embargo, verlas
aceptadas con la gratitud y la humildad propias de quien recibe una
caridad. Pero al encontrar que no sois humilde ni agradecido, y,
sobre todo, al sospechar que tenéis a Austria en mayor estimación,
incluso como banquero, España se encoge de hombros y profiere unas
palabras algo parecidas a las que ya he puesto en boca de uno de sus
hijos: «Estas cuatro fanegas de cebada», etc.

  [24] Palabra rusa equivalente a _padrecito_.

Es, en verdad, sorprendente lo poco que a la gran masa de la nación
española le interesó la última guerra[25], la cual, empero, ha sido
llamada por quien debía estar mejor enterado, guerra de religión y
de principios. Se admitía, generalmente, que Vizcaya era el reducto
del carlismo, y que los vizcaínos sentían fanático apego a su
religión, a la que creían en peligro. La verdad es que los vascos
se cuidaban muy poco de Carlos y de Roma, y tomaron las armas tan
sólo por defender ciertos derechos y privilegios que tenían. Por el
encanijado hermano de Fernando mostraron siempre soberano desprecio,
que su carácter, mezcla de imbecilidad, cobardía y crueldad, merecía
de sobra. Usaron su nombre como un _cri de guerre_ solamente. Casi
lo mismo puede decirse de sus partidarios españoles, al menos de los
que se lanzaron al campo por su causa. Había, sin embargo, una gran
diferencia de carácter entre éstos y los vascos, soldados valerosos
y hombres honrados. Los ejércitos españoles de don Carlos se
componían enteramente de ladrones y asesinos, casi todos valencianos
y manchegos, que, mandados por dos forajidos, Cabrera y Palillos,
se aprovecharon de la situación perturbada del país para robar y
asesinar a la parte honrada de la población. Respecto de la reina
regente Cristina, cuanto menos se hable, mejor; tomó en sus manos
las riendas del gobierno a la muerte de su marido, y con ellas el
mando del ejército. La parte respetable de la nación española, y
por modo especial los honrados y estrujados labradores, aborrecían
y execraban a las dos facciones. Muchas veces, al caer la noche,
compartiendo la frugal comida de un labriego de cualquiera de las
dos Castillas, oíamos el lejano tiroteo de los soldados _cristinos_
o de los bandidos carlistas; con lo que comenzaba mi hombre a echar
maldiciones a los dos pretendientes, sin olvidar al Santo Padre y
a la diosa de Roma, _María Santísima_. Luego, con la energía de
tigre característica del español cuando se excita, levantándose
precipitadamente exclamaba: «¡_Vamos, don Jorge_, al campo, al campo!
Me voy con usted y aprenderé la ley de los ingleses. Al campo, pues,
desde mañana, a difundir el evangelio de Inglaterra.»

  [25] La primera guerra carlista.

Entre los campesinos españoles fué donde encontré mis defensores más
acérrimos; y aún supone el Santo Padre que los labradores de España
son amigos suyos y le quieren. ¡Desengáñese, _Batuschca_, desengáñese!

Pero volvamos al presente libro: está consagrado, como digo, a
referir mis sucesos en España mientras anduve por allá empeñado en
difundir las Escrituras. Respecto de mis modestos trabajos, he de
hacer notar aquí que lo realizado fué muy poca cosa; no tengo la
pretensión de haber conseguido brillantes triunfos; cierto que fuí
enviado a España, más que nada, a explorar el país y a comprobar
hasta qué punto el espíritu del pueblo estaba preparado para recibir
las verdades del cristianismo; obtuve, sin embargo, mediante el apoyo
de buenos amigos, un permiso del Gobierno español para imprimir en
Madrid una edición del libro sagrado, que subsiguientemente repartí
por la capital y las provincias.

Durante mi estancia en España, otras personas prestaron muy buenos
servicios a la causa del evangelio, y en una obra de esta índole
sería injusto pasar en silencio sus esfuerzos. Villano es el corazón
que rehusa al mérito su recompensa, y por insignificante que sea el
valor de un elogio que brota de una pluma como la mía, no puedo por
menos de mencionar, con respeto y estimación, unos pocos nombres
relacionados con la propaganda evangélica. Un caballero irlandés,
llamado Graydon, se empleó, con celo e infatigable diligencia,
en difundir la luz de la Escritura en la provincia de Cataluña y
a lo largo de las costas meridionales de España; mientras, dos
misioneros de Gibraltar, los señores Rule y Lyon, predicaron la
verdad evangélica durante un año entero en una iglesia de Cádiz. Tan
buen éxito alcanzaron los esfuerzos de estos dos últimos, animosos
discípulos del inmortal Wesley, que, con razón sobrada podemos
suponerlo así, de no haber sido reducidos al silencio y desterrados
del país por la fracción pseudo-liberal de los _Moderados_, no sólo
Cádiz, pero la mayor parte de Andalucía habría entonces confesado las
puras doctrinas del Evangelio y desechado para siempre los últimos
restos de la superstición Papista.

Por hallarse más inmediatamente relacionado con la Sociedad Bíblica
y conmigo, considero felicísima la oportunidad que se me presenta
de hablar de Luis de Usoz y Río, vástago de una antigua y honorable
familia de Castilla la Vieja, que me ayudó en la edición española
del Nuevo Testamento, en Madrid. Durante mi permanencia en España
recibí toda clase de pruebas de amistad de este caballero, que, en
mis ausencias por las provincias, y en mis numerosos y largos viajes,
me sustituía de buen grado en Madrid y se empleaba cuanto podía en
adelantar las miras de la Sociedad Bíblica, sin otro móvil que la
esperanza de contribuir acaso con su esfuerzo a la paz, felicidad y
civilización de su tierra natal.

Para concluir, permítaseme declarar que conozco muy bien los defectos
y errores del presente libro. Para componerlo me he valido de ciertos
diarios que fuí escribiendo durante mi estancia en España y de
numerosas cartas escritas a mis amigos de Inglaterra, que han tenido
después la bondad de restituírmelas; sin embargo, la mayor parte de
él, consistente en descripciones de lugares y escenas, en bosquejos
de caracteres, etcétera, se la debo a mi memoria. En varios casos he
omitido los nombres de los lugares, o por haberlos olvidado, o por
no estar seguro de su ortografía. La obra, tal como hoy está, fué
escrita en una aldea solitaria de una apartada región de Inglaterra,
donde no tenía libros de consulta, ni amigos cuya opinión o consejo
pudiera en ocasiones serme provechoso, y con todas las incomodidades
resultantes del quebranto de mi salud. Pero he recibido en ocasión
reciente tales muestras de la lenidad y generosidad extremadas del
público británico y americano para conmigo, que sin temor me someto
nuevamente a su consideración, y confío en que, si en los presentes
volúmenes hay poco que admirar, me darán al menos reputación de
hombre bien intencionado y que no se emplea en escribir ruindades.


26 de noviembre de 1842.



CAPÍTULO PRIMERO

  ¡Hombre al agua!—El Tajo.—Las lenguas extranjeras.—La
  gesticulación.—Calles de Lisboa.—El acueducto.—La Biblia tolerada
  en Portugal.—Cintra.—Don Sebastián.—Juan de Castro.—Conversación
  con un cura.—Colhares.—Mafra.—El palacio.—El maestro de
  escuela.—Los portugueses.—Su ignorancia de las Escrituras.—Los
  curas rurales.—El Alemtejo.


En la mañana del 10 de noviembre de 1835, encontrábame a la altura
de la costa de Galicia, cuyas elevadas montañas, doradas por el sol
naciente, ofrecían una vista espléndida. Iba con destino a Lisboa;
doblamos el cabo Finisterre, y, metiéndonos mar adentro, perdimos
rápidamente de vista la tierra. En la mañana del día 11, estando
el mar muy alborotado, ocurrió un suceso notable. Hallábame en el
castillo de proa departiendo con dos marineros; uno de ellos, que
acababa de levantarse de la hamaca, dijo: «He tenido esta noche un
sueño extraño y muy poco agradable, porque—continuó señalando al
mástil—he soñado que me caía al mar desde la cruceta.» Así se lo
oyeron decir varios tripulantes que estaban junto a mí. Un momento
después, el capitán del barco, advirtiendo que la borrasca iba en
aumento, mandó tomar la gavia, y en el acto, aquel marinero y otros
varios treparon a la arboladura. Estaban en la maniobra cuando una
racha de viento hizo girar la antena, dando tal golpe a uno de los
marineros, que cayó desde la cruceta al mar, cubierto de hirvientes
espumas. El marinero emergió en seguida; vi su cabeza asomar en
la cresta de una ola muy grande, y en el acto reconocí en aquel
desdichado al que poco antes nos había referido su sueño. Nunca
olvidaré la mirada de agonía que nos lanzó, mientras el barco,
velozmente, le dejaba atrás. Dada la voz de alarma, hubo una gran
confusión, y lo menos pasaron dos minutos antes de que el barco se
parase; en ese tiempo el marinero se quedó muy lejos a popa; sin
embargo, yo no le perdí de vista y observé que luchaba valientemente
con las olas. Por fin, se arrió un bote; mas por desgracia no se
halló a mano el timón, y sólo se pudo disponer de dos remos, con los
que los tripulantes no avanzaban gran cosa en un mar tan alborotado.
No obstante, remaron de firme, y habían llegado ya a diez brazas
del náufrago, que continuaba luchando por su vida, cuando le perdí
de vista; a su regreso dijeron los marineros que le habían visto
debajo del agua, a intervalos, hundiéndose cada vez más, con los
brazos abiertos, y el cuerpo, al parecer, rígido, pero que se habían
encontrado en la imposibilidad de salvarlo. Inmediatamente después,
el mar se calmó mucho, como si ya estuviera satisfecho con la presa
que acababa de hacer. El pobre muchacho que pereció de tan singular
manera era un apuesto joven de veintisiete años, hijo único de una
viuda; era el mejor marinero de a bordo, y cuantos le conocieron le
querían. Este suceso ocurrió el 11 de noviembre de 1835; el barco era
un vapor llamado _London Merchant_. ¡Verdaderamente admirables son
los caminos de la Providencia!

Aquella misma noche entramos en el Tajo y echamos el ancla delante de
la antigua torre de Belem; a la madrugada siguiente levamos anclas, y
remontando el río como cosa de una legua, anclamos de nuevo a corta
distancia del _Caesodré_[26], o muelle principal de Lisboa. Allí
estuvimos algunas horas junto al enorme casco negro de la _Rainha
Nao_, navío de guerra que en otros tiempos cautivaba de tal modo
los ojos de Nelson, que de muy buena gana lo hubiera adquirido para
su país natal. Mucho después fué navío almirante de la escuadra
miguelista, y el intrépido Napier lo capturó unos tres años antes de
la fecha a que me refiero.

  [26] _Caes do Sodré_, ahora _Praça dos Romulares_. (Nota de U. R.
  Burke.)

La _Rainha Nao_ dícese que dió a Napier más quehacer que todos los
demás barcos enemigos juntos, y alguien afirmó que si éstos se
hubieran defendido con la mitad del coraje que la vieja y belicosa
«reina» desplegó, el resultado de la batalla que decidió la suerte de
Portugal hubiese sido por completo diferente.

Encontré por demás molesta la operación de desembarcar en Lisboa. Los
empleados de la aduana eran extremadamente descorteses, y examinaron
cada pieza de mi reducido equipaje con irritante minuciosidad.

Mi primera impresión al tomar tierra en la Península estaba muy lejos
de ser favorable; apenas hacía una hora que hollaba su suelo, y ya
deseaba de corazón volverme a Rusia, país de donde había salido un
mes antes, dejando en él amigos muy queridos y muy vivos afectos.

Después de soportar en la aduana muchos abusos y exacciones, procedí
a buscar alojamiento, y, al fin, encontré uno, pero sucio y caro. Al
siguiente día tomé un criado portugués. Mi costumbre invariable al
llegar a un país consiste en valerme de los servicios de un indígena,
con la mira principal de perfeccionarme en la lengua, y como ya
conozco casi todos los idiomas y dialectos importantes de oriente y
occidente, me pongo con prontitud en condiciones de hacerme entender
perfectamente por los naturales. En unos quince días logré hablar en
portugués con mucha facilidad.

Los que desean hacerse entender de un extranjero hablándole en
su propio idioma tienen que hablar a gritos y vociferar abriendo
mucho la boca. ¿Es de extrañar, pues, que los ingleses sean, en
general, los peores lingüistas del mundo, ya que siguen un sistema
diametralmente opuesto? Por ejemplo, cuando intentan hablar en
español—la lengua más sonora que existe—apenas abren los labios, y,
con las manos metidas en bolsillos, farfullan perezosamente, en lugar
de aplicarse al indispensable menester de la gesticulación. Con razón
los pobres españoles exclaman: estos ingleses tienen un hablar tan
cerrado que ni el mismo Satanás los entiende.

Lisboa es una gran ciudad ruinosa, que aún muestra por doquiera las
huellas del terremoto, terrible visita que le hizo Dios hace unos
ochenta años. La ciudad se alza sobre siete colinas; la más elevada
de todas la ocupa el castillo de San Jorge, punto el más eminente que
la mirada descubre al contemplar a Lisboa desde el Tajo. Las partes
más animadas y bulliciosas de la ciudad hállanse en la hondonada
que cae al Norte de esa colina. Allí se encuentra la _Plaza_ de
la Inquisición[27], la principal de Lisboa, desde la que corren
paralelas hacia el río tres o cuatro calles, entre las que se cuentan
la del Oro y la de la Plata, así llamadas porque en ellas viven los
orífices y los plateros, muy hábiles en su oficio; estas calles
son, en conjunto, muy suntuosas. Las casas son grandes y altas como
castillos. Inmensas columnas protejen a intervalos la calzada; pero
lo que hacen más bien es estorbar. Estas calles son completamente
llanas y están bien pavimentadas, en lo cual se diferencian de todas
las demás de Lisboa. La calle más singular es, sin embargo, la del
_Alecrim_, o del Romero, que desemboca en el _Caesodré_. Es muy
pendiente, y a ambos lados se alzan los palacios de la más rancia
nobleza de Portugal, edificios pesados y adustos, pero grandes y
pintorescos, con jardines colgantes aquí y allá, que se asoman a la
calle desde gran altura.

  [27] Es el _Terreiro do Paço_.

Con toda su ruina y desolación, Lisboa es, sin disputa, la ciudad más
notable de la Península, y acaso del Sur de Europa. No me propongo
entrar aquí en minuciosos detalles acerca de ella; me limitaré a
notar que es tan digna de la atención de un artista como la misma
Roma. Verdad es que, si abundan aquí las iglesias, no hay ninguna
catedral gigantesca como la de San Pedro, para atraer las miradas
llenándolas de admiración, pero me atrevo a decir que no hay en la
antigua ni en la moderna Roma una obra del trabajo y del arte humanos
que pueda, cualquiera que sea su destino, rivalizar con las obras
hidráulicas para el abastecimiento de Lisboa. Aludo al estupendo
acueducto cuyos arcos principales cruzan el valle al Noreste de
Lisboa y vierte un arroyuelo de agua fría y deliciosa en una cisterna
de piedra dentro del hermoso edificio llamado Madre de las aguas,
desde donde se abastece toda Lisboa de linfa cristalina, aunque el
manantial está a siete leguas de allí. Los viajeros, después de
consagrar una mañana entera a visitar los _Arcos_ y la _Mai das
agoas_, pueden dirigirse a la iglesia y al cementerio británicos;
este último es un _Père-la-Chaise_ en miniatura, donde, si se trata
de viajeros ingleses, bien podrá perdonárseles que estampen un
beso, como hice yo, en la fría tumba del autor de _Amelia_[28], el
genio más singular que nuestra isla ha producido, y cuyas obras,
por pura moda, han sido durante mucho tiempo denigradas en público
y leídas en secreto. En el mismo cementerio descansan los restos
mortales de Doddridge, otro autor inglés, de diferente cuño, pero
justamente admirado y estimado. Al desembarcar no tenía yo intención
de detenerme mucho en Lisboa, ni ciertamente en Portugal; mi destino
era España, hacia donde me proponía encaminar mis pasos muy en
breve, porque la intención de la Sociedad Bíblica era comenzar sus
trabajos en este país, con objeto de difundir la palabra de Dios, ya
que España había sido hasta entonces una región donde la admisión de
la Biblia estaba vedada. No ocurría lo mismo en Portugal, donde se
permitía desde la revolución la entrada y circulación de la Biblia.
Poco se había realizado, no obstante, en este país; por tanto, ya
que me hallaba en él, determiné hacer algo, a ser posible, por la
difusión de aquélla, no sin cerciorarme ante todo personalmente de
hasta qué punto la gente estaba preparada para recibirla, y de si
el estado de la educación en general le permitiría sacar de ella
bastante provecho. Tenía yo a mi disposición un buen repuesto de
Biblias y Testamentos; pero ¿querría o podría leerlas el pueblo?
El amigo de la Sociedad a quien yo iba recomendado, estaba ausente
de Lisboa al tiempo de mi llegada; lo sentí, porque podía haberme
suministrado algunas indicaciones útiles. Con el fin, empero, de no
gastar tiempo, me decidí a no esperar su regreso, y al punto empecé
a recoger cuantas noticias pude acerca de los extremos a que he
aludido. Comencé mis investigaciones a cierta distancia de Lisboa,
por saber de sobra que me formaría una idea muy errónea de los
portugueses en general si juzgaba de su carácter y opiniones por lo
que veía y oía en una ciudad tan sujeta a la influencia extranjera.

  [28] H. Fielding.

Mi primera excursión fué a Cintra. Si hay en el mundo algún lugar
al que con razón pueda llamársele país encantado, es seguramente
Cintra. Tivoli, sitio pintoresco y bello, se borra con rapidez de la
memoria de cuantos ven el Paraíso portugués. No debe suponerse ni
por un momento que al hablar de Cintra se alude sólo a la pequeña
ciudad de este nombre; por Cintra debe entenderse la región entera:
ciudad, palacio, _quintas_, bosques, rocas, ruinas moriscas, que
bruscamente surgen ante los ojos al bordear la ladera de una montaña
de aspecto triste, agreste y estéril. Nada tan hosco y repelente como
la vista que por el lado suroccidental, hacia Lisboa, presenta el
muro de piedra que parece ocultar a Cintra de ojos del mundo; pero
el otro lado es como una decoración de mágica hermosura, donde la
elegancia artificial y la agreste grandeza, las cúpulas, las torres,
los árboles gigantescos, las flores y las cascadas se mezclan de modo
que no tiene semejante bajo el sol. ¡Oh! Admirables y sorprendentes
cosas hay en Cintra, a las que van unidos recuerdos maravillosos.
Aquellas ruinas sobre el picacho, que cubren en parte la escarpada
pendiente, fueron en otro tiempo la principal fortaleza de los moros
lusitanos, y adonde, mucho después de su expulsión, se permitía que
acudiesen, en determinada luna de cada año, los salvajes santones
del Magreb a orar en la tumba de un famoso _Sidi_ sepultado en
esas rocas. Aquel palacio gris presenció la reunión de las últimas
Cortes celebradas por el rey-niño Sebastián antes de partir para su
romántica expedición contra los moros, que tan bien supieron vengar
en Alcazarquivir el agravio hecho a su fe y a su país. En aquella
pequeña y sombría _quinta_, escondida entre los altos _alcornoques_,
vivió antaño Juan de Castro, virrey de Goa, viejo singular que empeñó
los cabellos de la barba de su difunto hijo para levantar dinero con
que rehacer los muros ruinosos de una fortaleza amenazada por los
salvajes indios. Ante el portal de la quinta hay unos fragmentos
de estelas que tienen profundamente grabados versos en sánscrito,
sacados de los vedas, tan oscuros como si estuviesen en caracteres
rúnicos; son piedras traídas por Castro desde Goa, brillantísimo
escenario de su gloria, antes de que Portugal cayera en su profunda
decadencia. Cañada abajo, en una abrupta elevación de las rocas, se
hallan las ruinas de la casa de un millonario inglés que aquí daba
pasto a caprichos de su ánimo antojadizo, tan desordenado, rico y
vario en matices como el paisaje circundante. Sí; admirables cosas
se ven en Cintra, y admirables son los recuerdos unidos a ellas.

La ciudad de Cintra tiene unos ochocientos habitantes. La mañana
siguiente a mi llegada, cuando me disponía a subir a la montaña para
visitar las ruinas moriscas, observé que venía hacia mí una persona
que, por su traje, me pareció un eclesiástico; era, en efecto, uno
de los tres curas del lugar. Al instante le abordé, y no tuve motivo
para arrepentirme de ello; le encontré afable y comunicativo.

Después de alabar la hermosura del paisaje, le hice algunas preguntas
acerca del grado de instrucción de sus feligreses. Respondió que
sentía decir que se hallaban en la mayor ignorancia; en el pueblo
bajo había muy pocos que supieran leer o escribir, y respecto a
escuelas, sólo existía una en el lugar, donde cuatro o cinco chicos
aprendían el alfabeto, pero aún esa estaba ahora cerrada. Díjome,
no obstante, que había una escuela en Colhares, como a una legua de
allí. Entre otras cosas, me declaró cuánto le sorprendía ver a los
ingleses, el pueblo más instruído e inteligente de la tierra, visitar
un sitio como Cintra, donde no hay literatura, ciencia ni cosa alguna
útil (_coisa que presta_). Sospecho que las últimas palabras del
digno cura encubrían una sátira; fuí, sin embargo, bastante jesuíta
para aparentar que las recibía como un fino cumplido, y, quitándome
el sombrero, me despedí haciéndole infinidad de reverencias.

El mismo día visité Colhares, romántica aldea, en las inmediaciones
de la montaña de Cintra, por el lado del noroeste. A unos campesinos
que estaban en la fragua les pregunté por la escuela, y uno de ellos
se ofreció en el acto a servirme de guía. Subí por unas escaleras
a un pequeño aposento, donde encontré al maestro con una docena de
alumnos formados en hilera; me recibió con urbanidad y me hizo sentar
en la única banqueta que había en la habitación. Hablamos un poco,
y me enseñó los libros que usaba para la instrucción de los chicos;
eran unos silabarios muy semejantes a los usados en las escuelas
rurales de Inglaterra. Al preguntarle si era costumbre poner las
Escrituras en manos de los chicos, me respondió que mucho antes de
adquirir capacidad suficiente para entenderlas, los padres retiraban
de la escuela a sus hijos para que los ayudasen en las labores
del campo; en general, los padres no tenían el menor deseo de que
sus hijos aprendieran cosa alguna, por considerar tiempo perdido
el empleado en aprender. Dijo que, si bien las escuelas estaban
nominalmente sostenidas por el Gobierno, era raro que los maestros
cobrasen sus sueldos; por eso, muchos habían últimamente renunciado
sus empleos. Me declaró que poseía un ejemplar del Nuevo Testamento;
quise verlo, y resultó ser tan sólo un ejemplar de las Epístolas,
traducción de Pereira, con muchas notas. Le pregunté si consideraba
peligroso leer las Escrituras sin notas; replicó que, ciertamente, no
había peligro alguno, pero que la gente no instruída poco provecho
podía sacar de la Escritura sin el socorro de las notas, porque en
su mayor parte la encontraría ininteligible. En diciendo esto nos
estrechamos la mano, y, al partir, le dije que no había pasaje de la
Biblia tan difícil de entender como las mismas notas puestas para
aclararla, y que nunca hubiese sido escrita si no bastara a iluminar
por sí sola el entendimiento de toda clase de personas.

Uno o días después hice una excursión a Mafra, distante de Cintra
unas tres leguas. La mayor parte del camino corre por escarpados
cerros, a veces peligrosos para las cabalgaduras; no obstante, llegué
a mi destino sin novedad.

Mafra es un pueblo grande en las inmediaciones de un edificio
inmenso, construído para convento y palacio, algo semejante al
Escorial por su estructura; en él se halla la mejor biblioteca de
Portugal, con libros de todas las ciencias y en todos los idiomas,
muy apropiada a la magnitud y esplendidez del edificio donde se
encierra. Ya no había, empero, frailes para cuidarlo, como en otros
tiempos; expulsados de allí, algunos mendigaban su sustento, otros
habían ido a servir bajo las banderas de don Carlos, en España, y me
dijeron que muchos vivían del merodeo como bandidos. Abandonada a dos
o tres guardas, la mansión ofrece un aspecto solitario y desolado
que, en verdad, oprime el ánimo. Cuando estaba viendo los claustros,
se me acercó un muchacho muy apuesto y de rostro inteligente, y me
preguntó (supongo que con la esperanza de ganarse una propina) si
le permitiría enseñarme la iglesia del pueblo, muy digna de verse,
según dijo; rehusé, pero añadí que si me guiaba a la escuela se lo
agradecería mucho. Me miró con asombro y aseguró que en la escuela no
había nada notable, pues sólo contaba media docena de alumnos, entre
los cuales estaba él. Al decirle yo, sin embargo, que no siendo a
aquélla, no me llevaría a ninguna otra parte, se decidió de mala gana
a acompañarme. Por el camino me contó que el maestro era uno de los
frailes recientemente expulsados del convento, hombre muy instruído,
que hablaba francés y griego. Pasamos junto a una cruz de piedra, y
el muchacho se inclinó y se persignó con mucha devoción. Menciono el
detalle porque fué el primer caso de esa índole que observé en los
portugueses desde el día de mi llegada. Cuando estuvimos cerca de
la casa donde vivía el maestro, el muchacho me la indicó, y fué a
esconderse detrás de una tapia, donde esperó a que yo volviera.

Al cruzar el umbral, me hallé frente a un hombre bajo y recio, entre
los sesenta y los setenta años de edad, vestido con un jubón azul
y unos calzones grises, sin camisa ni chaleco. Me miró con dureza
y me preguntó en francés en qué podía servirme. Me disculpé por
intrusarme de aquel modo, y le dije que, enterado de que desempeñaba
las funciones de maestro, iba a ofrecerle mis respetos y a pedirle
permiso para preguntarle algunas cosas referentes a la escuela.
Respondió que quien me hubiese dicho que él era maestro de escuela,
mentía, porque era fraile del convento, y nada más.

—Entonces, ¿no es verdad—dije yo—que todos los conventos han sido
cerrados y expulsados los frailes?

—Sí, sí—dijo suspirando—; es verdad, demasiado verdad.

Guardó silencio un minuto, y al cabo, su buen natural se sobrepuso
a la cólera; extrajo una caja de rapé y me ofreció un polvo. Rama
de olivo de los portugueses, quien desee estar a bien con ellos no
debe negarse a meter el índice y el pulgar en la caja de rapé cuando
se la ofrezcan. Tomé, pues, una buena pulgarada, aunque aborrezco
el rapé, y pronto estuvimos en la mejor armonía posible. El fraile
estaba ansioso de noticias, especialmente de Lisboa y de España.
Le conté que los oficiales de la guarnición de Lisboa, el día antes
de salir yo de la capital, se habían presentado en masa a la reina
e insistido cerca de ella para que exonerase al ministerio, si no
quería que depusiesen las espadas; al oirlo, el fraile frotábase
las manos, asegurándome que las cosas no permanecerían tranquilas
en Lisboa. Cuando le dije, empero, que, en mi opinión, la causa de
don Carlos declinaba (hacía poco de la muerte de Zumalacárregui),
se enfurruñó, exclamando que eso era imposible, porque Dios, en su
justicia, no lo toleraría. Me condolí del pobre hombre, expulsado
del insigne convento inmediato, su antiguo hogar, y que, vista su
desguarnecida vivienda actual, trocaba en la senectud la abundancia y
las comodidades por la escasez y la miseria. Dos o tres veces intenté
hacerle hablar de la escuela, pero esquivó el tema, o dijo en pocas
palabras que no sabía nada acerca de eso. En cuanto le dejé, salió
de su escondite el muchacho y se reunió conmigo; se había escondido
temeroso de que su maestro supiera quién me había llevado allí, pues
no quería que los extraños descubrieran que era maestro de escuela.

Pregunté al muchacho si él o sus padres conocían la Escritura y
si la leían alguna vez; no pareció haberme entendido. Debo hacer
notar que era un muchacho de unos quince años, muy despierto, con
algunos conocimientos de latín; sin embargo, no conocía la Escritura
ni de nombre, y no tengo duda, por mis observaciones ulteriores,
que cuando menos los dos tercios de sus compatriotas, no están en
asunto de tal importancia mejor instruídos que él. En las puertas
de las posadas lugareñas, en los hogares rústicos, en los campos
donde trabajan, en las fuentes de piedra al borde de los caminos,
donde abrevan sus ganados, he interrogado a la clase más humilde
de los hijos de Portugal acerca de la Escritura, de la Biblia, del
Viejo y del Nuevo Testamento, y ni una sola vez han sabido a qué me
refería ni me han dado una respuesta racional, aunque en todas las
demás cosas sus contestaciones fuesen bastante sensatas. Nada, en
verdad, me sorprendió tanto como el desembarazo y soltura con que los
campesinos portugueses sostienen una conversación, y la pureza del
lenguaje en que expresan sus pensamientos, aunque muy pocos saben
leer o escribir; mientras que los campesinos ingleses, cuya educación
es, en general, muy superior, son en su conversación de una grosería
y torpeza rayanas en la brutalidad, y cometen absurdas faltas
gramaticales, aunque la lengua inglesa es, en conjunto, de estructura
más sencilla que el portugués.

Al regresar a Lisboa, encontré a nuestro amigo, que me recibió con
mucha bondad. Los diez días siguientes fueron extraordinariamente
lluviosos, impidiéndome hacer excursiones por el país; durante ese
tiempo vi con frecuencia a nuestro amigo, y examinamos con mucho
detenimiento los mejores medios de difundir los Evangelios. En su
opinión, no podíamos, por el momento, hacer cosa mejor que entregar
parte de nuestras existencias de libros a los libreros de Lisboa, y
emplear al mismo tiempo algunos repartidores que voceasen los libros
por las calles concediéndoles cierta ganancia por cada ejemplar
vendido. Aceptado este plan, fué puesto en práctica sin tardanza, y
con éxito no del todo malo. Pensé enviar algunos repartidores a los
pueblos inmediatos, pero nuestro amigo se opuso a ello. Consideraba
peligroso el intento, porque los curas rurales, dueños aún de
gran ascendiente en sus respectivas parroquias, y, en su mayoría,
resueltamente contrarios a la difusión del Evangelio, podían muy bien
ser causa de que maltrataran o asesinaran a nuestros emisarios.

Resolví, sin embargo, antes de marcharme de Portugal, establecer
depósitos de Biblias en una o dos ciudades principales de provincias.
Deseaba yo visitar el Alemtejo, nombre que significa «más allá del
Tajo», región muy atrasada según mis noticias. Esta provincia no es
bella ni pintoresca, a diferencia de casi todas las demás partes de
Portugal; hay en ella muy pocas colinas y montañas. En su mayor
parte se compone de páramos cortados por alcores, por sombrías
cañadas y pinares enanos; la comarca está infestada de bandidos. La
principal ciudad es Evora, de las más antiguas de Portugal, sede,
en otro tiempo, de una rama de la Inquisición, todavía más cruel y
mortífera que la terrible de Lisboa. Evora está a unas sesenta millas
de Lisboa, y a Evora me resolví a ir, con veinte Testamentos y dos
Biblias. Ahora se verá lo que allí me sucedió.



CAPÍTULO II

  Boteros del Tajo.—Peligros de la corriente.—Aldea Gallega.—La
  hostería.—Ladrones.—Sabocha.—Aventura de un arriero.—_Estalagem
  de ladrões._—Don Gerónimo.—Vendas Novas.—Un Sitio Real.—Los
  cerdos del Alemtejo.—Monte Moro.—Un cabrero singular.—Los hijos
  de los campos.—Infieles y saduceos.


En la tarde del 6 de diciembre salí para Evora en compañía de mi
criado. El paso del río se hace en unas lanchas o faluchos, como
les llaman, que prestan servicio regular. Me habían dicho que la
corriente sería favorable a eso de las cuatro, pero al llegar a
la orilla del Tajo, frente a Aldea Gallega, punto entre el cual y
Lisboa circulan las lanchas, me encontré con que la corriente no les
permitiría salir antes de las ocho de la noche. Si esperaba hasta esa
hora, desembarcaría probablemente en Aldea Gallega hacia la media
noche, y no tenía yo muchas ganas de hacer mi _entrée_ en el Alemtejo
a tales horas; por tanto, como vi varados allí algunos pequeños
botes, que podían salir en cualquier momento, resolví alquilar uno
para la travesía, aunque el costo era mucho mayor. Pronto cerré trato
con un muchacho de mirar selvático que se ofreció a tomarme a bordo
de uno de aquellos botes, del que era copropietario, según dijo. No
sabía yo lo peligroso que es cruzar el Tajo por su parte más ancha,
precisamente desde enfrente de Aldea Gallega, en cualquier tiempo,
pero sobre todo a la caída de la tarde en invierno; que a saberlo no
me hubiera aventurado a tanto. El muchacho, y un camarada suyo de
aspecto miserable, cuyo único vestido, a pesar de la estación, era
un jubón y unos calzones andrajosos, remaron hasta llegar a media
milla de la costa; entonces izaron una vela muy grande, y el muchacho
que parecía ser el jefe y dirigirlo todo, empuñó el timón y se puso
a gobernar el bote. La tarde comenzaba a oscurecer; el sol estaba
ya cerca de la raya del horizonte; hacía mucho frío, y las olas del
noble Tajo comenzaron a coronarse de espumas. Dije al botero que era
casi imposible que el bote llevase tanta vela sin zozobrar, y al
oírme, se echó a reír, y comenzó una charla de lo más incoherente.
Su pronunciación era la más rápida y áspera que hasta entonces había
observado en ningún ser humano; mezclábanse en ella alaridos de hiena
con ladridos de perro, pero eso no era, en modo alguno, indicio de
su condición natural, alegre y desenvuelta y sin asomos de mala
intención, según vi muy pronto. Cuando, para demostrarle el poco
caso que le hacía, me puse a cantar _Eu que sou contrabandista_, se
echó a reír con toda su alma, y dándome palmadas en el hombro, me
dijo que haría todo lo posible por no ahogarnos. Al otro pobrecillo
no parecía repugnarle gran cosa irse a fondo; sentado en la proa del
bote, semejaba la estatua del hambre, y cuando las olas, rompiendo
por el lado del mar, le mojaban los escasos vestidos, sonreía. De
allí a poco me convencí de que había llegado nuestra última hora; el
viento era cada vez más fuerte, las olas más hirvientes, el bote se
ponía con frecuencia de través, y el agua nos entraba a torrentes
por sotavento. A pesar de todo, aquel mozo salvaje, sin soltar el
timón, reía y parlaba, y a veces, berreaba un trozo de _Quando el rey
chegou_, canción miguelista, que no se podía cantar en Lisboa sin ir
a la cárcel.

La corriente estaba en contra nuestra, pero el viento nos era
favorable; emprendimos una carrera vertiginosa, y vi que nuestra
única probabilidad de salvación estaba en doblar rápidamente el
saliente de la margen del Tajo, donde comienza la ensenada o bahía
en que se halla Aldea Gallega, porque entonces ya no tendríamos que
luchar con las olas del río, encrespadas por el viento contrario.
La voluntad del Todopoderoso nos permitió ganar prontamente aquel
refugio, no sin que antes el bote se llenase casi por completo de
agua, y nos caláramos hasta los huesos. A eso de las siete de la
tarde atracamos en Aldea Gallega, tiritando de frío, y en un estado
lamentable.

Esas dos palabras españolas: Aldea Gallega, son el nombre de un
pueblo que podrá tener unos cuatro mil habitantes. Era noche cerrada
cuando desembarcamos. A poco, comenzaron a volar cohetes aquí y
allá, iluminando el espacio en todas direcciones. Cuando íbamos
por la calle sucia y desempedrada que conduce al _largo_ o plaza,
un estruendo horrible de tambores y gritos nos atronó los oídos.
Pregunté la causa de tanto bullicio, y me dijeron que era la víspera
de la concepción de la Virgen.

Como no era costumbre de los posaderos proveer al sustento de sus
huéspedes, vagué por las calles en busca de provisiones; al cabo,
viendo a unos soldados que comían y bebían en una especie de taberna,
entré y pedí al dueño que me proporcionase algo de cena, y sin
tardanza me satisfizo, no del todo mal, aunque cobrándolo a buen
precio.

Me acosté temprano, porque las mulas que había contratado para
llevarnos a Evora, vendrían a buscarnos a las cinco de la mañana
siguiente. Mi criado dormía en la misma habitación, única disponible
en la posada. No pude pegar los ojos en toda la noche. Teníamos
debajo una cuadra, en la cual dormían varios _almocreves_ o
carreteros con sus mulas. Detrás de nosotros, en el corral, había una
pocilga. ¿Cómo dormir? Los cerdos gruñían, resoplaban las mulas, y
los _almocreves_ roncaban de un modo horrible. Oí dar las horas en
el reloj del pueblo hasta media noche, y desde media noche hasta las
cuatro, hora en que me levanté y comencé a vestirme, enviando a mi
criado a dar prisa al hombre de las mulas, porque estaba harto de la
posada y deseaba marcharme cuanto antes. Un viejo huesudo y fuerte,
acompañado de un muchacho descalzo, llegó con las bestias, que eran
bastante regulares. El viejo, dueño de las mulas, y tío del muchacho,
venía dispuesto a acompañarnos hasta Evora.

Cuando salimos, la luna brillaba esplendorosa, y el frío de la mañana
era penetrante. Tomamos un camino hondo y arenoso, al salir del
cual pasamos ante un vasto edificio, de extraño aspecto, situado en
una desamparada colina arenosa, a nuestra izquierda. Cinco o seis
hombres a caballo, que marchaban a buen paso, nos dieron rápidamente
alcance. Todos llevaban largas escopetas colgadas del arzón, y la
boca de los cañones asomaba como a dos pies por debajo de la panza de
los caballos. Pregunté al viejo la razón de aquel aparato guerrero.
Respondióme que los caminos estaban muy malos (quería decir que
abundaban los ladrones) y que aquellos hombres iban armados así para
su defensa; muy poco después torcieron a la izquierda, en dirección
de Palmella.

Entramos en una planicie arenosa, salpicada de pinos enanos; el
camino era poco más que un sendero, y conforme avanzamos, los árboles
fueron espesándose hasta formar un bosque, que se extendía unas dos
leguas, con espacios claros, donde pastaban rebaños de cabras y
ovejas; las cencerrillas que llevaban colgadas del cuello sonaban con
un tintineo apagado y monótono. El sol estaba empezando a salir, pero
la mañana era triste y nublada, y esto, unido al desolado aspecto
de la comarca, causaba en mi ánimo una impresión desagradable. Eché
pie a tierra y anduve un poco, trabando conversación con el viejo.
Al parecer, no sabía hablar más que de «los ladrones» y de las
atrocidades que tenían por costumbre cometer en los mismos sitios
por donde íbamos pasando. Las historias que contaba eran, en verdad,
horribles, y por no oírlas, monté de nuevo y me adelanté un buen
trecho.

Al cabo de hora y media salimos del bosque a un terreno quebrado,
yermo y bravío, cubierto de _mato_, o matorrales. Las mulas
detuviéronse a beber en un charco de poca hondura; y al mirar a la
derecha, vi las ruinas de una pared. Aquello era, según me dijo el
guía, lo que quedaba de _Vendas Velhas_, o Ventas Viejas, antigua
guarida de Sabocha, ladrón famoso. Parece que el tal Sabocha tuvo a
sus órdenes, unos diez y seis años antes, una partida de cuarenta
bandoleros, que infestaban aquellos despoblados y vivían del robo.
Durante mucho tiempo, el ventero Sabocha ejerció su atroz oficio sin
infundir sospechas, y muchos infelices viajeros fueron asesinados en
el silencio de la noche dentro de la venta solitaria regentada por él
en aquel bosque; nunca he visto, en verdad, situación más a propósito
para robar y matar. La cuadrilla tenía la costumbre de abrevar
sus caballos en aquel charco, y quizás allí se lavaban las manos
manchadas con la sangre de sus víctimas. El segundo de la cuadrilla
era hermano de Sabocha, tipo fortísimo y feroz, famoso sobre todo
por su destreza en tirar el cuchillo, con el que solía atravesar a
sus enemigos. Al fin se descubrió la connivencia de Sabocha y de
los bandidos, y el ventero huyó con la mayor parte de sus socios,
cruzando el Tajo para refugiarse en las provincias del Norte; en un
encuentro fortuito con la fuerza pública, en el camino de Coimbra,
Sabocha y toda su cuadrilla perdieron la vida. Su casa fué arrasada
por orden del Gobierno.

Los ladrones frecuentan todavía esas ruinas, y en ellas comen y
beben, en acecho de una presa, porque el sitio domina un buen trozo
del camino. El viejo me aseguró que, unos dos meses antes, al volver
a Aldea Gallega con sus mulas de acompañar a unos viajeros, le
había derribado, desnudado y robado un individuo que, a su parecer,
salió de aquel nido de asesinos. Díjome que el agresor era joven y
de fuerza extraordinaria, con inmensos bigotes y patillas, armado
con una _espingarda_ o mosquete. Unos diez días más tarde vió al
ladrón en Vendas Novas, en donde nosotros íbamos a pasar la noche.
El individuo, al reconocer a su víctima, le llevó aparte, y con
horrendas imprecaciones le intimó que no volvería a ver más su casa
si intentaba delatarle; el viejo se estuvo en paz, porque tenía muy
poco que ganar y sí mucho que perder haciendo que prendieran al
ladrón, ya que no hubieran tardado en soltarlo por falta de pruebas,
y entonces era inevitable su venganza si no se adelantaban sus
compañeros a tomarla.

Me apeé y fuí hasta las ruinas, donde vi los restos de una hoguera y
una botella rota. Los hijos del robo habían pasado por allí muy poco
antes. Dejé un ejemplar del _Nuevo Testamento_ y algunos folletos, y
partimos apresuradamente.

El sol había disipado las nieblas y empezaba a calentar mucho.
Llevaríamos próximamente otra hora de camino, cuando sonó un
relincho a nuestra espalda, y el guía nos dijo que venía un grupo de
hombres a caballo; como nuestras mulas andaban a buen paso, tardaron
lo menos veinte minutos en alcanzarnos. El jinete que rompía la
marcha era un caballero vestido con elegante traje de camino; un
poco detrás seguían un oficial, dos soldados y un mozo de librea.
Oí al caballero que parecía principal, preguntar a mi criado, al
emparejarse con él, quién era yo, y si francés o inglés. Le dijo
que un caballero inglés, de viaje. Preguntó entonces si entendía el
portugués, y el criado respondió qué sí, pero que, a su parecer,
hablaba yo mejor el italiano y el francés. El caballero espoleó el
caballo y me abordó, pero no en portugués, francés ni italiano,
sino en el inglés más puro que he oído hablar a un extranjero; no
había en su pronunciación ni el más leve acento extranjero, y, a no
haber conocido en su rostro que mi interlocutor no era inglés (como
todos saben, hay en el semblante de un inglés una particularidad
indescriptible que le delata), hubiera creído que se trataba de un
compatriota. Continuamos juntos departiendo hasta llegar a Pegões.

Pegões se compone de dos o tres casas y de una posada; hay, además,
una especie de barraca donde se alberga media docena de soldados. No
hay en todo Portugal un sitio de peor fama que éste, y la posada
lleva el apodo de _Estalagem de Ladrões_ o sea, hostería de ladrones;
porque los bandidos que campan por los despoblados que se extienden
a varias leguas a la redonda, tienen la costumbre de venir a esta
posada a gastar el dinero y demás productos de su criminal oficio;
allí cantan y bailan, comen conejo guisado y aceitunas, y beben el
vino espeso y fuerte del Alemtejo. Una enorme fogata, alimentada por
el tronco de un alcornoque, ardía en un fogón bajo, a la izquierda
de la entrada de la espaciosa cocina. Arrimadas al fuego cocían
varias ollas, cuyo apetitoso olor me recordó que aún no me había
desayunado, a pesar de ser cerca de la una y de haber hecho a caballo
cinco leguas. Varios hombres, de aspecto siniestro, que si no eran
bandidos, fácilmente podían ser tomados por tales, estaban sentados
en unos leños al amor de la lumbre. Híceles algunas preguntas
indiferentes, a las que contestaron con desembarazo y cortesía, y uno
de ellos, que dijo saber de letra, aceptó un folleto que le ofrecí.

Mi nuevo amigo, después de encargar la comida, o más bien almuerzo,
me invitó con gran amabilidad a participar en él, y, al mismo tiempo,
me presentó a su acompañante el oficial, hermano suyo, que también
hablaba inglés, pero con menos perfección. Mi amigo resultó ser
don Jerónimo José de Azveto, secretario del Gobierno en Evora; su
hermano pertenecía a un regimiento de húsares que tenía el cuartel
general en aquella ciudad, pero con patrullas destacadas a lo
largo del camino, por ejemplo, en el lugar donde nos encontrábamos
detenidos.

En Pegões, el principal artículo de comer parece que son los conejos,
muy abundantes en los páramos de las cercanías. Comimos uno frito,
con una pringue deliciosa, y luego otro asado, que nos sirvieron
entero en una fuente; la posadera, después de lavarse las manos, lo
partió, y luego vertió sobre los pedazos una salsa sabrosa. Comí con
mucho gusto de ambos platos, sobre todo del último, quizás por la
curiosa y para mí nueva manera de aderezarlo. Con unos higos de los
Algarves, excelentes, y unas manzanas, concluyó nuestra comida; pero
el cuartito reservado en que comimos era de suelo cenagoso, y su
frialdad me penetró de modo que ni de los manjares ni de la agradable
compañía pude sacar todo el placer que en otro caso hubiera tenido.

Don Jerónimo se había educado en Inglaterra, país en que transcurrió
su infancia, lo cual explicaba en mucha parte su dominio de la lengua
inglesa, que únicamente se puede aprender bien residiendo en el país
durante aquella etapa de la vida. Había, además, huído a Inglaterra
poco después de la usurpación del Trono de Portugal por don Miguel,
y desde allí fué al Brasil, donde se consagró al servicio de don
Pedro, y le acompañó en la expedición que terminó por la caída
del usurpador y el establecimiento del Gobierno constitucional en
Portugal. Nuestra conversación versó sobre literatura y política,
y mi conocimiento de las obras de los escritores más famosos de
Portugal fué acogido con sorpresa y contento; nada tan halagüeño
para un portugués como observar que un extranjero se interesa por su
literatura nacional, de la que, en muchos respectos, se enorgullece
con justicia.

A eso de las dos cabalgamos de nuevo y proseguimos juntos nuestro
camino a través de un país exactamente igual al que habíamos
atravesado antes, áspero y quebrado, con grupos de pinos aquí y allá.
La tarde era muy despejada, y los brillantes rayos del sol realzaban
la desolación del paisaje. Habríamos avanzado dos leguas, cuando
percibimos en lontananza un gran edificio, de majestuosa apariencia,
que era, según me dijeron, un palacio real situado al otro extremo de
Vendas Novas, pueblo donde íbamos a pernoctar; aún nos faltaba más de
una legua para llegar a él, pero a través de la clara y transparente
atmósfera de Portugal, parecía mucho más próximo.

Antes de llegar a Vendas Novas pasamos junto a una cruz de piedra, en
cuyo pedestal había cierta inscripción conmemorativa de un asesinato
horrible cometido en aquel lugar en la persona de un lisboeta; la
cruz parecía ya antigua y estaba cubierta de musgo; la inscripción
era, en su mayor parte, ilegible, al menos para mí, que no podía
gastar mucho tiempo en descifrarla. Llegados a Vendas Novas y
encargada la cena, mi nuevo amigo y yo fuimos dando un paseo a ver el
palacio. Fué edificado por el difunto rey de Portugal, y su aspecto
exterior es poco notable. El edificio, largo y con dos alas, consta
de dos pisos tan sólo, aunque parece mucho más alto por estar situado
en una elevación del terreno; tiene quince ventanas en el piso alto
y doce en el bajo, con una puerta mezquina, algo así como la puerta
de un granero, a la que se llega por un solo peldaño. El interior
corresponde al exterior, y no hay en él nada interesante para el
curioso, excepto las cocinas, magníficas en verdad, y tan grandes,
que puede condimentarse en ellas al mismo tiempo comida suficiente
para todos los habitantes del Alemtejo.

Pasé la noche con toda comodidad en una cama limpia, lejos de todos
aquellos ruidos tan frecuentes en las posadas portuguesas, y a
las seis de la mañana del siguiente día continuamos el viaje, que
esperábamos terminar antes de ponerse el sol, porque Evora sólo dista
diez leguas de Vendas Novas. Si la mañana anterior había sido fría,
ésta lo era mucho más, tanto que, poco antes de salir el sol, no pude
resistir más a caballo, y, echando pie a tierra, corrí y anduve hasta
llegar a unas casuchas en el límite de los desolados páramos. En una
de aquellas casas se encontraron los emisarios de don Pedro y los de
don Miguel, y allí se concertó la renuncia de este último a la corona
en favor de doña María de la Gloria; Evora fué el postrer reducto
del usurpador, y las parameras del Alemtejo el último teatro de las
luchas que tanto tiempo agitaron al infortunado Portugal. Contemplé,
pues, con mucho interés aquellas miserables chozas, y no dejé de
esparcir por los contornos algunos de los preciosos folletitos que,
con una corta cantidad de _Testamentos_, llevaba en mi saco de noche.

El paisaje comenzó desde allí a mejorar; dejamos atrás los agrestes
matorrales y atravesamos colinas y valles cubiertos de alcornoques y
de _azinheiras_, las cuales producen bellotas dulces o _bolotas_, tan
agradables como las castañas, y principal alimento en invierno de los
numerosos cerdos que cría el Alemtejo. Los cerdos son muy hermosos:
de patas cortas, corpulentos, de color negro o rojo oscuro; de la
excelencia de su carne puedo dar testimonio, porque muchas veces
la he saboreado con deleite en mis viajes por esta provincia; el
_lombo_, o lomo, asado en el rescoldo, es delicioso, especialmente
comiéndolo con aceitunas.

Nos hallábamos a la vista de Monto Moro, que, como su nombre indica,
fué en otro tiempo una fortaleza de los moros. Es una colina alta y
escarpada, en cuyas cúspide y vertiente yacen muros y torreones en
ruinas. Por el lado de Poniente, en un profundo barranco o valle,
corre un delgado arroyo, cruzado por un puente de piedra; más
abajo hay un vado, que atravesamos para subir a la ciudad, la cual
comienza casi al pie de la montaña, por el Norte, y va faldeando
hacia el Noreste. La ciudad es sumamente pintoresca, con muchas casas
antiquísimas, construídas a la manera morisca. Tenía grandes deseos
de examinar los restos de la fortaleza mora en la parte alta del
monte; pero el tiempo urgía, y la brevedad de nuestra estada en el
lugar no me consintió satisfacer ese gusto.

Monte Moro es cabeza de una cadena de colinas que cruza esta parte
del Alemtejo, y que aquí se bifurca hacia el Este y el Sureste; en la
primera dirección está el camino directo a Elvas, Badajoz y Madrid;
en la segunda, el camino a Evora. La tercera montaña de la cadena
que bordea el camino de Elvas es muy hermosa. Se llama Monte Almo;
hállase cubierta de alcornoques hasta la cima, y un arroyo rumoroso
corre al pie. Bajo los rayos gloriosos del sol, brillaban las verdes
praderas, donde pacían rebaños de cabras, haciendo sonar alegremente
sus campanillas. El _tout ensemble_ semejaba un lugar encantado. Para
que nada faltase en el cuadro, encontré debajo de una _azinheira_
a un hombre, un cabrero, cuyo aspecto me hizo recordar al pastor
salvaje mencionado en cierta balada danesa.

«Sobre sus hombros tenía un jabalí—en su seno dormía un oso negro,
etc.»

El cabrero tenía en un hombro un animal, que, según me dijo, era
una _lontra_, o nutria, acabada de cazar en el arroyo inmediato;
una cuerda, atada por un extremo al brazo del cazador, la rodeaba
el cuello. A su izquierda había un saco, por cuya boca asomaban las
cabezas de dos o tres animales bastante extraños; a su derecha se
agazapaba un lobezno gruñón que estaba domesticando. Todo su aspecto
era de lo más salvaje y fiero. Tras unas pocas palabras, como las que
generalmente suelen cambiar los que se encuentran en un camino, le
pregunté si sabía leer, y no me contestó. Traté entonces de averiguar
si tenía alguna idea de Dios o de Jesucristo, y mirándome fijamente
al rostro por un momento, se volvió luego hacia el sol, ya próximo
al ocaso, hízole una reverencia, y de nuevo clavó en mí su mirada.
Creo que entendí bien esta muda respuesta, la cual significaba,
probablemente, que Dios era el autor de aquella gloriosa luz que
alumbra y alegra toda la creación. Satisfecho con esta creencia, le
dejé, y me apresuré a dar alcance a mis compañeros, que me habían
tomado considerable delantera.

Siempre he encontrado en el ánimo de campesinos más determinada
inclinación a la religión y a la piedad que en los habitantes de
las ciudades y villas; la razón es obvia: aquéllos están menos
familiarizados con las obras de los hombres que con las de Dios; sus
ocupaciones, además, son sencillas, no requieren tanta habilidad
o destreza como las que atraen la atención del otro grupo de sus
semejantes, y son, por tanto, menos favorables para engendrar la
presunción y la suficiencia propia, tan radicalmente distintas de
la humildad de espíritu, fundamento verdadero de la piedad. Los
que se burlan de la religión y la escarnecen, no salen de entre
sencillos hijos de la naturaleza; son más bien la excrecencia de
un refinamiento recargado, y aunque su influjo pernicioso llega
ciertamente a los campos, y corrompe en ellos a muchos hombres, la
fuente y el origen del mal está en los grandes centros, donde la
población se apiña y donde la naturaleza es casi desconocida. No soy
de los que van a buscar la perfección humana en la población rural de
ningún país; la perfección no existe en hijos del pecado, dondequiera
que residan; pero mientras el corazón no se corrompe, hay esperanza
para el alma, porque hasta Simón Mago se convirtió. Pero una vez que
la incredulidad endurece el corazón, y la prudencia según la carne
refuerza la incredulidad, hace falta para ablandarlo que la gracia
de Dios se manifieste con exuberancia desusada, porque en el libro
sagrado leemos que el fariseo y el mago llegaron a ser receptáculos
de gracia; pero en ninguna parte se menciona la conversión del burlón
Saduceo; ¿y qué otra cosa es un incrédulo moderno más que un Saduceo
de última hora?

La noche cerró antes que llegásemos a Evora, y después de despedirme
de mis amigos, que amablemente me ofrecieron su casa, me dirigí con
mi criado al _Largo de San Francisco_, donde, según dijo el arriero,
estaba la mejor hostería de la ciudad. Entramos a caballo en la
cocina, a continuación de la cual estaba la cuadra, como es uso en
Portugal. Gobernaban la casa una vieja que parecía gitana, y su
hija, muchacha de unos diez y ocho años, hermosa y fresca como una
flor. La casa era grande. En el piso alto había un vasto aposento,
a modo de granero, que ocupaba casi toda la longitud del edificio;
en el extremo había una divisoria para formar una alcoba de regular
comodidad, pero muy fría; el piso era de baldosa, como el de la
espaciosa sala contigua, donde los arrieros solían dormir en las
mantas y enjalmas de sus malas. Después de cenar me acosté, y luego
de ofrecer mis devociones a Aquel que me había protegido en un viaje
tan peligroso, me dormí profundamente hasta el otro día[29].

  [29] El Monte Moro de que habla Borrow en este capítulo y
  describe después en el VI es Montemôr, o Montemayor. (Knapp).



CAPÍTULO III

  Un comerciante de Evora.—Contrabandistas españoles.—El león y el
  unicornio.—La fuente.—Confianza en el Todopoderoso.—Reparto de
  folletos.—La librería en Evora.—Un manuscrito. La Biblia como
  guía.—La infame María.—El hombre de Palmella.—El conjuro.—El
  régimen frailuno.—Domingo.—Volney.—Un auto de fe.—Hombres de
  España.—Lectura de un folleto.—Nuevos viajeros.—La mata de romero.


Evora es una pequeña ciudad murada, pero sin un sistema defensivo, y
no resistiría un sitio de veinticuatro horas. Tiene cinco puertas;
delante de la del Suroeste se halla el paseo principal, donde
también se celebra una feria el día de San Juan. Las casas son, en
general, muy antiguas, y muchas están vacías. Cuenta unos cinco mil
habitantes; pero con sobrada capacidad para doble número de gente.
Los dos edificios principales son la Seo, o catedral, y el convento
de San Francisco, en la misma plaza en que, frente a él, se hallaba
mi _posada_. A mano derecha, entrando por la puerta del Suroeste,
hay un cuartel de caballería. Por el Sureste, a unas seis leguas de
distancia, descúbrese una cadena de montañas azules; la más alta,
llamada _Serra Dorso_, pintoresca, bella, alberga en sus escondrijos
muchos lobos y jabalíes. Como a legua y media más allá de esa
montaña, está Estremoz.

El día siguiente a mi llegada lo empleé principalmente en visitar
la ciudad y sus cercanías, y al vagar de un lado para otro, trabé
conversación con diversas personas. Algunas eran de la clase media,
comerciantes o artesanos, y todos constitucionalistas, o se llamaban
tales; pero tenían muy pocas cosas que decir, salvo unos cuantos
lugares comunes acerca de la vida de frailes, de su hipocresía y
holgazanería. Quise obtener noticias respecto del estado de la
instrucción en la localidad, y de sus respuestas deduje que el nivel
debía de estar muy bajo, porque, al parecer, no había escuelas
ni librerías. Si les hablaba de religión, mostraban grandísima
indiferencia por el asunto, y, haciéndome una cortés inclinación de
cabeza, se marchaban lo antes posible.

Fuí a ver a un comerciante para quien llevaba yo una carta de
presentación, y se la entregué en su tienda, donde le encontré detrás
del mostrador. En el curso de nuestra conversación averigüé que le
habían perseguido mucho durante el antiguo régimen, al que profesaba
aversión sincera. Díjele que la ignorancia del pueblo en materia de
religión había sido el sostén del antiguo régimen, y que el mejor
modo de impedir su retorno sería llevar la luz a todos los espíritus.
Añadí que había llevado a Evora un pequeño repuesto de Biblias y
Testamentos, y deseaba entregárselos a un comerciante respetable
para su venta, y que si él deseaba contribuir a extirpar las raíces
de la superstición y de la tiranía, no podía hacer cosa mejor que
encargarse de tales libros. Se declaró dispuesto a ello, y me fuí,
determinado a entregarle la mitad de los que tenía. Volví a mi posada
y me senté en un leño, debajo de la inmensa campana de la chimenea de
la sala común; dos hombres de rostro huraño estaban arrodillados en
el suelo. Tenían ante sí un buen montón de objetos de hierro viejo,
latón y cobre, que iban clasificando, y colocábanlos después en
sacos. Eran contrabandistas españoles de ínfima categoría, y ganaban
miserablemente su vida llevando de matute tales desechos desde
Portugal a España. No hablaban ni una palabra, y cuando me dirigí a
ellos en su lengua natal, me contestaron con una especie de gruñido.
Estaban tan sucios y mohosos como el hierro en que traficaban; en la
cuadra del piso bajo tenían cuatro miserables borriquillos.

La posadera y su hija me trataban con amabilidad extremada, y por
adularme me hicieron algunas preguntas respecto de Inglaterra. Un
hombre con traje algo parecido al de los marineros ingleses, sentado
frente a mí debajo de la campana, dijo: «Yo aborrezco a los ingleses
porque no están bautizados y son gente sin ley.» Se refería a la
ley de Dios. Me eché a reír y le dije que, según la ley inglesa,
a nadie sin bautizar podía dársele sepultura en tierra sagrada; a
lo cual repuso: «Entonces sois más rigurosos que nosotros.» Luego,
añadió: «¿Qué significan el león y el unicornio que vi el otro día
en un escudo a la puerta del cónsul inglés en Setubal?» Respondí que
eran las armas de Inglaterra. «Sí; pero ¿qué representan?» Dije que
no lo sabía. «Entonces—replicó—, no conoce usted los secretos de su
propio país.» A lo cual: «Supóngase—le contesté—, que le dijese a
usted que representan el león de Bethlehem y la bestia cornuda de
abismos ardientes, luchando por el predominio en Inglaterra, ¿qué
diría?» «Diría—repuso—, que me daba usted una respuesta perfecta.»
Aquel hombre y yo llegamos a ser grandes amigos. Venía de Palmella,
no lejos de Setubal; llevaba unos cuantos caballos y mulas, y era
tratante en cebada y trigo. De nuevo volví a pasearme y a vagar por
los alrededores de la ciudad.

Como a media milla de las murallas, por el lado Sur, hay una fuente
de piedra, donde los arrieros y demás gentes que acuden a la ciudad,
acostumbran a dar agua a sus bestias. Allí me estaba sentado unas
dos horas, hablando con todo el que hacía alto en la fuente. Hago
notar que durante mi estancia en Evora repetí a diario esta visita,
deteniéndome en ella el mismo tiempo; gracias a este plan, creo
que hablé, por lo menos, con unos doscientos portugueses acerca de
asuntos tocantes a su salvación eterna. Descubrí que muy pocos de
aquellos a quienes hablé habían recibido educación literaria, ninguno
había leído la Biblia, no más de media docena tenían una ligerísima
noticia de lo que son los libros santos. Casi todos eran fanáticos
papistas y miguelistas de corazón. Por tanto, cuando me decían que
eran cristianos, negábales yo la posibilidad de que lo fueran, pues
ignoraban a Cristo y sus mandamientos, y ponían la esperanza de su
salvación en reglas externas y prácticas supersticiosas inventadas
por Satanás para mantenerlos en tinieblas y que al cabo cayesen
en el abismo que les tenía preparado. Díjeles muchas veces que el
Papa, a quien reverenciaban, era un insigne impostor y el principal
ministro de Satanás en la tierra, y que los frailes y monjes, cuya
ausencia lamentaban, a quienes estaban acostumbrados a confesar sus
pecados, eran agentes subalternos suyos. Cuando me pedían pruebas,
aducía invariablemente la ignorancia de mis oyentes respecto de las
Escrituras, y decía que si sus guías espirituales hubiesen realmente
sido ministros del Señor, no hubieran dejado a sus rebaños ignorar su
palabra.

Desde entonces acá, me ha sorprendido muchas veces el no recibir
insultos ni malos tratos de la gente cuya superstición atacaba
yo de ese modo; en verdad, nada malo me sucedió, y me inclino a
creer que la extremada audacia que yo desplegaba, confiado en la
protección del Todopoderoso, puede haber sido la causa de ello. Lo
mejor frente al peligro es mirarlo cara a cara, y así generalmente se
desvanece como las nieblas de la mañana a la luz del sol; mientras
que, desanimándose, el peligro se hace de fijo mayor. Abrigo la viva
esperanza de que mis palabras llegaron muy adentro en el corazón
de algunos de mis oyentes, porque vi a muchos de ellos marcharse
abstraídos y pensativos. En ocasiones repartía entre estas gentes
algunos folletos, pues aunque fuesen incapaces de sacar de ellos
personalmente gran provecho, pensé que servirían de instrumento para
que en lo futuro cayeran en otras manos y alguien los utilizara para
su salvación. ¡Cuánto libro abandonado a las olas aborda a remotas
playas, y allí sirve de bendición y consuelo a millones de gentes que
ignoran su procedencia!

Al siguiente día, viernes, fuí a visitar en su casa a mi amigo don
Jerónimo Azveto. No le encontré, pero me dijeron que le buscase en
la Seo, o palacio episcopal, en uno de cuyos aposentos le hallé,
en efecto, escribiendo con otro señor, a quien me presentó; era el
gobernador de Evora, que me recibió con toda bondad y cortesía.
Después de hablar un rato salimos juntos a visitar un edificio
antiguo, del que se decía que en tiempos pasados fué templo de Diana.
Parte de él era evidentemente de construcción romana; no había lugar
a error ante las bellas y elegantes columnas que sostenían la cúpula,
bajo la que probablemente se cumplían sacrificios a la divinidad más
poética y atrayente de los gentiles; pero los antiguos intercolumnios
habían sido macizados en tiempos modernos, y el resto del edificio
parecía ser de fines de la Edad Media. Estaba situado en un extremo
de la antigua casa de la Inquisición, y fué residencia del obispo
antes de construirse la Seo actual.

Dentro de la Seo, donde vive ahora el gobernador, hay una magnífica
biblioteca, que ocupa una inmensa pieza abovedada, como la nave de
una catedral; en un aposento contiguo hay una colección de cuadros de
autores portugueses, principalmente retratos, entre los que se halla
el de don Sebastián. Quiero creer que el pintor no le hizo justicia,
porque le representó en figura de un tosco mancebo como de diez y
ocho años, abotagado y bobo, con ojos saltones, y una golilla en
torno del cuello corto y apoplético.

Me enseñaron varios misales con bellas miniaturas, y otros
manuscritos, uno de cuales atrajo sobre todo mi atención, por motivos
que se adivinan con sólo decir que su título era:

«_Forma sive ordinatio Capelle ilustrissimi et xianissimi principis
Henrici Sexti Regis Anglie et Francie am dm̄ Hibernie descripta
serenissiō principi Alfonso Regi Portugalie illustri per humilen
servitoren sm̄ Willm. Sav. Decanū capelle supradicte._»

¡Me pareció oír la voz de mi amada tierra natal en los tiempos
pasados! La biblioteca y la colección de cuadros las formó uno de los
últimos obispos, varón muy ilustrado y piadoso.

Por la noche cené con don Jerónimo y su hermano; éste nos dejó en
seguida para cumplir sus deberes de militar. Mi amigo y yo hablamos
con detenimiento de cosas importantes. Empezó lamentándose de la
ignorancia en que estaban sumidos sus conterráneos, y me dijo que
tanto él como su amigo el gobernador se proponían establecer un
colegio en aquellos contornos, habiéndose dirigido al Gobierno en
demanda de autorización para utilizar un convento vacío, llamado el
_Espinheiro_, o el espino, distante una legua de allí, y esperaban
ver aceptada su propuesta. Ya le había yo dicho a don Jerónimo mi
calidad y mis propósitos; y al manifestarle ahora mi contento por
los planes que abrigaba, le rogué con las más vivas instancias que
usase de su valimiento para que la educación dada a los muchachos
tuviera por base el conocimiento de las Escrituras, y añadí que la
mitad de las Biblias y Testamentos llevados por mí a Evora la ponía
gustoso a su disposición. Al instante me tendió la mano, y aceptó mi
oferta con gran placer, prometiéndose hacer cuanto pudiera en pro de
mis intenciones, también suyas en muchos respectos. Entonces añadí
que yo no había ido a Portugal con la idea de propagar los dogmas de
una secta particular, sino con la esperanza de difundir la Biblia,
manantial de cuanto es útil y conducente al bien de la sociedad;
que no me importaba lo que la gente profesara, con tal que tuviese
por guía la Biblia, porque allí donde se leen las Escrituras, ni la
superchería clerical ni la tiranía duran mucho; aduje como ejemplo
mi propio país, cuya libertad y prosperidad se deben a la Biblia, y
donde cabalmente el último perseguidor del libro, la sanguinaria e
infame María Tudor, fué también el último tirano que se sentó en el
trono. Me separé de mi amigo ya muy entrada la noche, y a la mañana
siguiente le envié los libros, en la firme y confiada esperanza de
que una aurora radiante y gloriosa iba a disipar las lúgubres sombras
de la noche que durante tanto tiempo habían envuelto al Alemtejo.

Al siguiente día de este interesante suceso, sábado, hablé de nuevo
con el hombre de Palmella. Le pregunté si nunca en sus viajes le
habían atacado los ladrones; me respondió que no, pues, en general,
viajaba acompañado. «Sin embargo—añadió—cuando viajo solo tampoco
tengo miedo, porque voy bien protegido.» Supuse que llevaría buenas
armas, y así se lo dije. «No más arma que esta»—repuso, mostrándome
uno de esos enormes cuchillos de manufactura inglesa, de que suelen
estar provistos los campesinos portugueses. Esos cuchillos se emplean
para muchos usos, y me parecen un arma bastante más eficaz que el
puñal. «Pero no es este cuchillo—continuó el hombre—lo que me da más
confianza.» «¿Pues qué es?» «Esto—contestó, y extrajo del seno un
escapulario que llevaba colgado del cuello con un cordón de seda—.
Aquí llevo una _oraçam_, o plegaria, escrita por una persona de
virtud, y mientras no se aparte de mí no me ocurrirá nada.» Como la
curiosidad es el principal rasgo de mi carácter, dije al momento al
hombre aquel, con gran calor, que si me dejaba leer la oración me
proporcionaría un placer vivísimo. «Bueno—contestó—; somos amigos,
y voy a hacer por usted lo que haría por muy pocos.» Me pidió el
cortaplumas, y sin descoser el envoltorio sacó un pedazo de papel,
bastante grande, cuidadosamente ajustado a él. Corrí a mi aposento
para examinarlo. Estaba escrito con garrapatos casi ilegibles, y tan
manchado de sudor, que me costó mucho trabajo descifrar su contenido;
al cabo conseguí hacer la siguiente transcripción literal del
conjuro, escrito en mal portugués, pero que me impresionó en aquella
ocasión, por tratarse de la composición más extraordinaria que había
visto:

EL CONJURO.—«Justo juez y divino Hijo de la Virgen María, que naciste
en Belén, Nazareno, y fuiste crucificado entre la muchedumbre de los
judíos, te suplico, Señor, por tu sexto día, que mi cuerpo no sea
preso por la justicia ni reciba de sus manos la muerte, la paz sea
con nosotros, la paz de Cristo, venga a mí la paz, la paz sea con
nosotros, dijo Dios a sus discípulos. Si la maldita justicia recela
de mí, o pone en mí sus ojos, para apoderarse de mí o robarme, que
sus ojos no puedan verme, que su boca no pueda hablarme, que sus
oídos no puedan oírme, que sus manos no puedan agarrarme, que sus
pies no puedan seguirme; de suerte que, armado con las armas de San
Jorge, cubierto con el manto de Abraham y embarcado en el arca de
Noé, no puedan verme, ni oírme, ni verter la sangre de mi cuerpo.
Te conjuro, además, Señor, por aquellas tres benditas cruces,
por aquellos tres benditos cálices, por aquellos tres benditos
sacerdotes, por aquellas tres hostias consagradas, que me des aquella
dulce compañía que diste a la Virgen María desde las puertas de Belén
a los portales de Jerusalem, para que pueda yo ir y venir alegre y
gustoso con Jesucristo, el Hijo de la Virgen María, madre, y, sin
embargo, siempre virgen.»

La posadera y su hija llevaban pendientes del cuello otros
escapularios con amuletos semejantes, para librarse, según decían,
de todo maleficio. La creencia en la brujería está muy extendida
entre los campesinos del Alemtejo, y creo que entre todos los de
Portugal. Esta es una de las reliquias del régimen frailuno, que en
todos los países donde ha existido parece haberse propuesto embotar
el entendimiento del pueblo para extraviarlo con más facilidad. Todos
esos amuletos estaban confeccionados por frailes, que se los vendían
a sus entontecidos penitentes.

Los monjes de las iglesias griega y siria trafican también con estas
cosas, aun sabiendo que son nocivas, y anteponen ese comercio a la
difusión del saludable bálsamo del Evangelio, porque de aquél sacan
muy buenas ganancias y mantienen así el engaño que les permite vivir
regaladamente.

La mañana del domingo fué muy hermosa, y la explanada que hay delante
del convento de San Francisco se llenó de gente que iba a misa o
volvía de oírla. Cumplidas mis devociones matinales me desayuné, y
bajé a la cocina; una muchacha llamada Gerónima estaba sentada al
amor de la lumbre. Le pregunté si había oído misa, y me respondió
que ni la había oído ni pensaba oírla. Inquirí el motivo y replicó
que desde la expulsión de los frailes de sus iglesias y conventos,
había dejado de oír misa y de confesarse, porque los curas no tenían
en tal ministerio poder espiritual, y, por tanto, se abstenía de ir
a molestarlos. Dijo que los frailes eran unos santos varones, muy
caritativos, que a diario daban de comer en el convento de enfrente a
cuarenta pobres con las sobras de la comida del día anterior, y ahora
a esa gente se la dejaba morirse de hambre. Contesté que como vivían
de la enjundia de la tierra, bien podían permitirse los frailes
arrojar unos pocos huesos a sus pobres, haciéndolo así por política,
con la esperanza de ganar amigos para los casos de apuro. La muchacha
me dijo después que, como domingo, tal vez desearía yo entretenerme
viendo algún libro, y sin esperar respuesta me trajo unos cuantos.
Eran en su mayoría narraciones populares de vidas y milagros de
santos, pero entre ellos había una traducción del libro de Volney,
_Las ruinas_. Pregunté cómo había adquirido tal obra. Díjome que un
joven, ardiente constitucionalista, se la había dado unos meses
antes, con muchas instancias para que la leyese, ponderándosela como
uno de los mejores libros del mundo. Repuse que el autor, enviado
de Satán, enemigo de Jesucristo y del alma humana, había escrito la
obra con el único propósito de mofarse de la religión y de inculcar
la doctrina de que no hay vida futura ni premio para el virtuoso ni
castigo para el malo. La muchacha, sin responder palabra, se fué a
otro aposento, del que volvió con el delantal lleno de astillas y
otra leña menuda, volcándola en la lumbre, que levantó viva llama.
Entonces, tomando de mis manos el libro, lo echó en la hoguera, se
sentó, sacó del bolsillo un rosario y estuvo rezando hasta que el
volumen quedó consumido. Fué esto un auto de fe en el mejor sentido
de la palabra.

El lunes y el martes hice mis acostumbradas visitas a la fuente, y
también recorrí los alrededores, montado en una mula, para repartir
folletos. Dejé caer una buena porción de ellos en los paseos
preferidos por la gente de Evora, porque era dudoso que los aceptaran
si yo se los ofrecía en propia mano, mientras que si los veían
tirados por el suelo, pensaba yo que la curiosidad acaso los indujera
a cogerlos y leerlos.

En la tarde del martes fuí a despedirme de mi amigo Azveto, pues
mi intención era salir de Evora el jueves siguiente y regresar a
Lisboa; con esta mira alquilé una calesa, cuyo dueño me dijo que
había servido como soldado en la _grand’armée_ de Napoleón y asistido
a la campaña de Rusia. Tenía toda la estampa de un borracho. Su
rostro era carbuncoso, y su aliento apestaba a aguardiente. Muchos
deseos tenía de hablar conmigo en francés, enorgulleciéndose de
poseer ese idioma; pero yo rehusé, y le dije que me hablase en la
lengua del país o no cruzaría la palabra con él.

El miércoles empeoró el tiempo y, a ratos, llovió. Al bajar a la
cocina me encontré con que mi amigo el de Palmella se había marchado;
pero habían llegado varios _contrabandistas_ de España. Casi todos
eran muy apuestos, y, a diferencia de los dos que vi la semana
anterior, locuaces y expansivos; sólo hablaban su lengua natal
y parecían sentir gran desprecio por el portugués. La magnífica
entonación del español resonaba muy ventajosamente junto al dialecto
chillón de Portugal. Pronto trabé con ellos un grave coloquio, y
descubrí con alegría que todos sabían leer. Ofrecí al más viejo,
hombre de unos cincuenta años de edad, un folleto en español, y
después de examinarlo un rato con mucha atención, se alzó de su
asiento y, poniéndose en medio del cuarto, comenzó a leer en alta
voz, despacio y con gran énfasis. Sus compañeros le rodearon, y
de vez en cuando manifestaban su conformidad con lo que oían. En
ocasiones, el lector acudía a mí en demanda de explicación de algún
pasaje que no entendía bien, por referirse a determinados textos de
la Escritura, ya que ninguno de la cuadrilla había visto nunca el
Antiguo ni el Nuevo Testamento. Continuó leyendo más de una hora,
hasta acabar el folleto; al concluir, todos clamaron por otros
parecidos, y se los di con mucho gusto.

Casi todos aquellos hombres hablaban del clericalismo y del régimen
frailuno con odio profundo, hasta preferir la muerte a someterse
de nuevo al yugo que había oprimido sus cuellos. Híceles muchas
preguntas acerca de la opinión de sus parientes y amigos sobre ese
punto, y me aseguraron que en la parte de la frontera española
frecuentada por ellos, todos eran de la misma opinión, importándoles
tan poco el Papa y sus frailes como don Carlos, porque éste era un
_chicotito_ y un tirano, y los otros, ladrones y salteadores. Díjeles
que no debían confundir la religión con la superstición clerical, ni
olvidar por odio a ésta que hay un Dios y un Cristo en quien hemos de
buscar nuestra salvación, y cuya palabra estaban obligados a meditar
en todo momento; expresáronse, al oírme, como muy devotos creyentes
en Cristo y en la Virgen.

Estos hombres eran, en muchos respectos, más ilustrados que los
campesinos del contorno, pero en otros se hallaban en iguales
tinieblas; creían en brujerías y en el poder de hechizos y ensalmos.
La noche fué muy borrascosa. A eso de las nueve oímos un galope que
se acercaba, y a poco llamaron a la puerta; abrieron, y se precipitó
en la cocina, todo azorado, un hombre montado en un jumento; llevaba
una raída chaqueta de piel de carnero de las llamadas en español
_zamarras_, con calzones de lo mismo; desde las rodillas para abajo
tenía las piernas desnudas. Alrededor del _sombrero_ llevaba atada
una gran cantidad de la hierba llamada en inglés _rosemary_, _romero_
en español, y en portugués rústico _alecrim_, palabra de origen
escandinavo (_ellegren_), que significa planta mágica, llevada
probablemente al Sur por los vándalos. El recién llegado parecía
loco de terror, y contó que las brujas le habían venido persiguiendo
y revoloteando en torno de su cabeza desde hacia dos leguas. Aquel
hombre traía de la frontera de España harina y otros artículos;
dijo que su mujer venía tras él y estaba a punto de llegar. Llegó,
en efecto, un cuarto de hora después, chorreando agua y montada
también en un borrico. Pregunté a mis amigos los _contrabandistas_
qué significaba el romero, y me dijeron que era bueno contra las
brujas y las desventuras del camino. No me entretuve en combatir
esta superstición, porque la calesa iría a buscarme a las cinco de la
mañana y deseaba yo aprovechar el poco tiempo que podía consagrar el
sueño.



CAPÍTULO IV

  Dilaciones molestas.—El cochero borracho.—Una mula
  muerta.—Lamentación.—Aventura en un descampado.—El miedo a la
  oscuridad.—Un fidalgo portugués.—La escolta.—Regreso a Lisboa.


Me levanté a las cuatro, y después de tomar un refrigerio, bajé a
la cocina, donde vi al hombre que me había llamado la atención la
víspera y a su mujer, durmiendo al amor de la lumbre aún encendida.
Se despertaron en seguida y comenzaron a preparar su desayuno,
consistente en _sardinhas_ saladas, asadas en el rescoldo. Al mismo
tiempo, la mujer cantaba trozos de una bella canción, muy conocida en
España, que comienza así:

    En Belén tocan a fuego;
  Del portal salen las llamas,
  Porque dicen que ha nacido
  El Redentor de las almas.

Al saber que me marchaba, la mujer me dijo: «Voy a darle a usted
un poco de romero del de mi marido, para que le ampare contra los
peligros y le libre de cualquier mal suceso.» Tuve la debilidad de
permitir que me pusiera unas ramitas en el sombrero; estando en esto
llegó el calesero con las mulas, dije adiós a mi servicial posadera,
y subí al carruaje con mi criado.

Entonces puse atención en las mulas que nos llevaban; nunca había
visto otras tan buenas como aquéllas; la de más alzada tendría poco
menos de diez y seis palmos. El calesero las quería, según nos dijo
en detestable francés, más que a su propia mujer y a sus hijos.
Doblamos la esquina del convento y seguimos calle abajo hacia la
puerta del Suroeste. El cochero hizo alto delante del portal de
una casona, y se apeó diciendo que por ser aún muy temprano, no se
atrevía a continuar, pues si los ladrones residentes en la ciudad
estaban sobre aviso, nos robarían, probablemente, y a él le matarían,
pero que los moradores de aquella casa iban a salir para Lisboa un
cuarto de hora más tarde, y esperándolos podíamos aprovechar su
escolta de soldados y ponernos al abrigo de todo peligro. Respondí
que yo no tenía miedo, y le mandé seguir, pero se negó, y, dejándonos
en la calle, fuése. Una hora llevábamos esperando, cuando llegaron
dos carruajes a la puerta de la casa; pero como la familia no
estaba, al parecer dispuesta todavía, el cochero se apeó también y
se fué. Pasó otra media hora; al fin salió la familia. Colocados
los equipajes, preguntaron por el cochero, que no parecía por parte
alguna. Le buscaron, pero en vano más de otra hora pasó antes de
encontrar un sustituto. La escolta tampoco había comparecido, y fué
preciso enviar por dos veces un criado al cuartel en busca de los
soldados. Al fin, todo se arregló, y la familia se puso en marcha.

En todo ese tiempo no habíamos vuelto a ver a nuestro cochero,
y ya estaba yo harto convencido de que nos había abandonado
definitivamente, cuando, pasados unos minutos más, le vi venir
tambaleándose calle arriba, borracho, y empeñado en cantar la
Marsellesa. Sin decirle nada, me puse a observarlo. Estuvo un rato
mirando fijamente a las mulas y mascullando disparates inconexos en
francés. Al cabo, dijo: «No estoy tan borracho que no pueda guiar»;
y tomando a las mulas por el ramal, echó a andar hacia la puerta. En
cuanto salimos de la ciudad intentó repetidas veces, sin conseguirlo,
montar en la mula más pequeña, que iba ensillada; al fin se salió
con la suya, y en el acto emprendimos, camino abajo, una carrera
desenfrenada. Llegamos a un sitio donde arrancaba un carril angosto
y pedregoso; echando por él, nos ahorrábamos el rodeo que, en otro
caso. habríamos de dar en torno de los muros de la ciudad antes de
salir al camino de Lisboa, que cae al Noreste. El cochero dijo: «Voy
a tomar el carril, y en un minuto alcanzaremos a esa familia»; y en
él entramos, efectivamente. Apenas tenía anchura bastante para dar
paso al carruaje, y era, además, muy escarpado y quebrado; avanzamos
subiendo y bajando, con mucho crujir de ruedas y unas sacudidas tan
violentas, que corríamos peligro de vernos lanzados como por una
honda. Comprendí que de continuar en el coche, se haría pedazos
con nuestro peso, y dirigiéndome al cochero en portugués, le mandé
parar; pero el hombre fustigó y espoleó a las mulas con más brío.
Entonces, mi criado me suplicó por el amor de Dios que le hablase en
francés, pues si algo podía apaciguarle, era eso. Seguí el consejo,
y le rogué que nos permitiese apearnos y andar hasta la salida del
sitio peligroso. El resultado confirmó las previsiones de Antonio.
El cochero paró instantáneamente y dijo: «Señor, usted es el amo;
no tiene usted más que mandar y yo obedeceré.» Nos apeamos y fuimos
andando hasta la carretera, donde volvimos a montar.

Apenas ocupamos nuestros asientos, el cochero lanzó las mulas a
galope tendido, con idea de alcanzar a la familia, que nos llevaba
como un cuarto de milla de ventaja. La capa se le escurrió de los
hombros, y al querer ponérsela de nuevo, soltó el ramal con que
guiaba a la mula más alta; la cuerda se le enredó en las patas al
pobre animal, que cayó pesadamente de cabeza al suelo; después de
patalear un poco, la mula quedó tendida cuan larga era, atravesada en
el camino, con las varas del carruaje sobre las costillas. Yo salí
despedido contra el lodo, y el borracho del cochero cayó sobre el
cuerpo de la mula muerta.

El suceso me enfureció, y comencé a gritar: «¡Borracho! ¡Renegado!
Que hasta te avergüenzas de hablar la lengua de tu país; ahora que
has destruído el sostén de tu vida, ya puedes morirte de hambre.»
«_Paciencia_», me contestó, y empezó a dar patadas a la mula en la
cabeza, para hacerla levantar; de un empellón le aparté de allí,
y tomando la navaja que se le había caído del bolsillo, corté los
tiros del carruaje, pero la vida había volado, y el velo de la muerte
empañaba ya los ojos de la mula.

El individuo aquel, en el atolondramiento de la borrachera, pareció
al pronto dispuesto a despreciar tal pérdida, diciendo: «Se ha
matado la mula; esa era la voluntad de Dios. ¿Qué le voy a hacer?
_Paciencia._» Al mismo tiempo envié a Antonio a la ciudad para
que alquilase otras mulas, y después de descargar mis maletas del
carruaje, esperé al borde del camino su regreso.

Los vapores del alcohol comenzaron a disiparse en el cerebro del
cochero; entonces, cruzando las manos, exclamó: «Virgen bendita, ¿qué
va a ser de mí? ¿Cómo voy a ganarme la vida? ¿Dónde podré hacerme
con otra mula? Mi mula, mi mejor mula, se ha matado; se ha caído al
suelo y se ha muerto de repente. He visto muchos animales en los
países donde he vivido, pero una mula como ésta, no la he visto
nunca; ¡y se ha matado! ¡Mi mula se ha matado! Se ha caído y se ha
muerto de repente.» En este tono continuó durante mucho rato, y sus
lamentaciones tenían siempre el mismo estribillo: «Mi mula se ha
matado; se ha caído y se ha muerto de repente.» Al cabo, quitó la
collera a la mula muerta y se la puso a la otra, metiéndola con algún
trabajo en varas.

Un muchacho de unos trece años, muy guapo, llegó de la ciudad
corriendo como una liebre; se detuvo ante la mula muerta, y rompió
a llorar. Era hijo del cochero, y sabía por Antonio lo sucedido.
Aquello era demasiado para el pobre hombre; acudió a su hijo,
diciéndole: «No llores. Nos hemos quedado sin pan; pero Dios
lo ha querido. ¡La mula se ha matado!» Se dejó caer después al
suelo, lanzando lastimeras quejas: «Yo hubiera sobrellevado esta
pérdida—decía—pero el ver llorar a mi hijo, me vuelve loco.» Le
socorrí con algún dinero, y le dije algunas palabras de consuelo. Le
aseguré que si dejaba la bebida, era indudable que Dios se apiadaría
de él y le remediaría. Por fin se tranquilizó un poco, y después
de colocar las maletas en el coche, volvimos a la ciudad, donde
aguardaban nuestra llegada a la posada dos excelentes mulas de paso.
No vi a la española, y por eso no pude decirle de cuán poco me había
servido el romero en aquel caso.

Algunos borrachos he conocido en Portugal, pero, sin excepción,
eran individuos que, después de viajar fuera de su tierra, como
aquel cochero, regresaban llenos de desprecio hacia su patria y
manchados con los peores vicios de los países donde habían vivido.
A mis compatriotas que por acaso lean estas líneas, les recomiendo
vivamente que si su destino los lleva a España o Portugal, no tomen a
su servicio ni traten individuos de las clases bajas que hablen otra
lengua que la suya materna, porque muy probablemente serán bandidos
desalmados o borrachos. Invariablemente, estas gentes dicen de su
país natal todo el mal posible; y yo tengo la opinión, fundada en la
experiencia, de que un individuo capaz de tal bajeza, no vacilará
en cometer cualquier villanía, porque después del amor a Dios, el
amor a la patria es el mejor preservativo contra el crimen. Quien se
enorgullece de su patria, tiene especial cuidado en no hacer cosa
que pueda deshonrarla.

Tomamos el camino de Lisboa, y llegamos a Monte Moro a eso de
las dos. Comimos allí lo que permitían los recursos del lugar,
y proseguimos el viaje hasta llegar a un cuarto de legua de las
chozas enclavadas en la linde del despoblado que habíamos cruzado
a la ida. Allí nos alcanzó un jinete; era un hombre robusto, de
mediana estatura, y montaba un buen caballo español. Llevaba puesto
un _sombrero_ de alas anchas y caídas, jubón de paño azul, con
botonadura de tachones de plata y broches del mismo metal, calzón
de cuero amarillo y botas fuertes; de la silla llevaba colgado un
trabuco. Me preguntó si pensábamos pernoctar en Vendas Novas, y al
contestarle que sí, manifestó deseos de seguir en nuestra compañía.
Miró luego al sol, que ya se hundía rápidamente en el horizonte,
y nos rogó que avivásemos para aprovechar la luz todo lo posible,
porque el páramo era lugar temeroso en la oscuridad. Se puso a la
cabeza de todos, y salimos al trote largo; el mozo o arriero que nos
acompañaba venía detrás corriendo, sin dar la menor señal de fatiga.

Entramos en el páramo, y apenas habíamos avanzado una milla, la
noche cerró por completo. Ibamos por un sendero bordeado de altas
malezas, cuando el jinete me rogó que pasase yo delante, y él me
seguiría, porque era incapaz de afrontar la oscuridad. Le pregunté
el motivo de su temor, y me respondió que en otro tiempo no le
causaban miedo alguno las tinieblas, pero que desde hacía unos años
temíalas mucho, sobre todo en lugares inhabitados. Accedí a sus
deseos, pero como desconocía el camino y apenas me veía los dedos
de la mano, nos perdíamos a cada paso; impacientábase el hombre,
y acabó por colocarse de nuevo a nuestra cabeza. Anduvimos así un
buen trecho y otra vez se detuvo el miedoso, diciendo que no podía
resistir el influjo de las tinieblas; temblábanle las patas al
caballo, contagiado, al parecer, del terror de su amo. Le aconsejé
que invocara el nombre de Jesús Nuestro Señor, capaz de transformar
la noche en día; al oírme, lanzó un terrible alarido, y enarbolando
el trabuco, lo disparó al aire. El caballo arrancó a todo correr,
y mi mula, una de las más ligeras de su casta, se espantó y salió
disparada, pisándole los cascos al caballo. Antonio y el mozo se
quedaron muy atrás. Corríamos como un torbellino, iluminándose el
sendero con las chispas arrancadas a las piedras por las herraduras
de los animales. Yo no sabía adónde íbamos; pero las cabalgaduras
conocían el camino, y en poco tiempo nos pusieron en Vendas Novas,
donde nuestros compañeros nos alcanzaron.

Me pareció que el hombre aquel era un cobarde; opinión injusta,
porque durante el día era valiente como un león, y nada temía.
Unos cinco años antes le habían atacado dos ladrones en el páramo,
y a entrambos dominó, los ató, y los entregó a la justicia. Pero
de noche, el rumor de una hoja le aterrorizaba. He conocido casos
análogos en personas de extraordinaria valentía. En cuanto a mí,
confieso que no soy hombre de un valor inusitado, pero los peligros
de la noche no me intimidan más que los que pueden sobrevenir en
pleno día. El individuo de que he hablado era un labrador de Evora,
persona de muy buena posición.

Encontré la posada de Vendas Novas llena de gente, y con alguna
dificultad obtuvimos alojamiento y cena. Ocupaba la posada la familia
de cierto _fidalgo_ de Estremoz, el cual iba a Lisboa custodiando una
gran suma de dinero, según nos dijeron; probablemente, las rentas
de sus estados. Llevaba una guardia de veinticuatro servidores,
armados con sendos rifles; eran sus pastores, porqueros, vaqueros y
cazadores, mandados por el hijo y el sobrino del _fidalgo_, ambos
jóvenes, vestido el último de uniforme. A pesar de tan numerosa
guardia, al _fidalgo_ le apuraba mucho, al parecer, el temor de que
le robasen en el descampado, entre Vendas Novas y Pegões, porque
solicitó del oficial que mandaba la tropa destacada en este punto,
una escolta de cuatro soldados. Había en el séquito del hidalgo
varias mujeres, hijas ilegítimas suyas, según averigüé; el hombre
era de costumbres depravadas y acérrimo partidario de Don Miguel. A
poco de llegar, y cuando mi compañero de viaje y yo estábamos en la
cocina, sentados a la lumbre, se nos acercó el hidalgo; podía tener
unos sesenta años, y era de aventajada estatura, pero muy encorvado.
Su rostro era bastante desagradable; tenía la nariz larga y ganchuda;
los ojos, pequeños, penetrantes y vivos, y lo que menos me gustó en
él fué su perpetua sonrisa burlona, signo seguro, a mi entender, de
un corazón perverso y desleal. Me dirigió la palabra en español,
idioma que el hidalgo hablaba con facilidad por residir no lejos de
la frontera; pero, contra mi costumbre, me mantuve reservado y en
silencio.

A la mañana siguiente me levanté a las siete, y hallé que la
familia de Estremoz se había puesto en camino unas horas antes.
Me desayuné con mi compañero de la noche pasada, y emprendimos la
última jornada de aquel viaje. Como había salido el sol, sus miedos
se desvanecieron; era capaz de habérselas con todos los ladrones
del Alemtejo. Llevaríamos andada una legua, cuando al mozo que nos
acompañaba le pareció ver unas cabezas entre los matorrales. En el
acto, nuestro jinete empuñó el trabuco, y obligando al caballo a dar
dos o tres brincos, apuntó hacia el sitio indicado por el mozo; pero
las cabezas no volvieron a aparecer, y todo fué, probablemente, una
falsa alarma.

Reanudamos la marcha, y la conversación giró, como era de esperar,
en torno de los ladrones. Mi compañero, que parecía conocer palmo a
palmo el terreno por donde íbamos, tenía algo que contar acerca de
cada vericueto, o de cada grupo de pinos que encontrábamos. Llegamos
a una pequeña eminencia, en cuya cima crecían tres majestuosos pinos;
como media legua más lejos había otra elevación semejante. Estas dos
alturas dominaban una parte del camino de Pegões a Vendas Novas, en
forma que desde ellas se columbraba a cuantos iban y venían entre
estos dos puntos. Al decir de mi amigo, aquellas colinas eran puestos
predilectos de los ladrones. Cómo dos años antes, una cuadrilla
de seis bandidos a caballo estuvo allí tres días, y desvalijó a
cuantos venían por ambos lados. Los caballos, con la silla y el freno
puestos, estaban atados al tronco de los árboles, y dos centinelas,
encaramados en las ramas más altas, daban el alerta al acercarse
los viajeros. Cuando los veían a distancia conveniente, montaban de
un salto en los caballos, y a galope tendido caían sobre su presa,
gritando: _¡Réndete, pícaro! ¡Réndete, pícaro!_ Nosotros pasamos
sin tropiezo, y a eso de un cuarto de legua antes de Pegões, dimos
alcance a la familia del _fidalgo_.

Si hubiesen llevado las riquezas de la India a través de los
desiertos de Arabia, no habrían tomado mayores precauciones. El
sobrino, sable en mano, cabalgaba a la cabeza, con pistolas en
el arzón y el consabido trabuco español pendiente de la silla.
Marchaban tras él seis hombres en hilera, fusil al hombro, con sendas
hachas pendientes de la faja, destinadas probablemente a tajar a
los bandoleros hasta la cintura, en cuanto se aventurasen a luchar
cuerpo a cuerpo. Seguían seis vehículos, dos de ellos calesas, en las
que iban el _fidalgo_ y sus hijas; los otros eran carros de toldo,
y parecían cargados con el menaje casero. Cada vehículo llevaba a
los lados un campesino armado, y el hijo del _fidalgo_, mancebo de
diez y seis años, mandaba la retaguardia, de una fuerza igual a
la vanguardia conducida por su primo. Los soldados, de caballería
ligera, por fortuna, y muy bien montados, galopaban en todas
direcciones alrededor del convoy, con objeto de descubrir al enemigo
en su escondite, caso de estar emboscado en las cercanías.

No pude por menos de pensar, cuando di alcance a esta comitiva, en
la imprudencia de tanto aparato bélico; pues si bien se proponía
amedrentar a los ladrones, podía igualmente servir para atraerlos,
advirtiéndoles del paso de inmensas riquezas por aquellos lugares.
No sé cómo se habrían portado los soldados y los campesinos en caso
de ataque, pero me inclino a creer que si tres hombres como Ricardo
Turpin les hubiesen acometido súbitamente, saliendo al galope de
entre los matorrales que cubren aquellas colinas, ni el número ni la
resistencia de los defensores bastaran a impedir que los asaltantes
se llevasen el contenido de las cajas que tintineaban en la grupa de
los caballos.

Desde aquel momento, nada digno de mención nos sucedió hasta Aldea
Gallega, donde pasamos la noche; a las tres de la mañana siguiente,
tomamos la barca para Lisboa, y llegamos aquí a las ocho. Así terminó
mi primera excursión por el Alemtejo.



CAPÍTULO V

  El colegio.—El rector.—La piedra de toque.—Prejuicios
  nacionales.—Deportes juveniles.—Los judíos de Lisboa.—Creencias
  corrompidas.—Crimen y superstición.


Una tarde me dijo Antonio: «Me parece, _Senhor_, que a su merced le
gustaría ver el colegio de los... ingleses»[30]. «Lléveme allá, sin
falta»—le contesté yo—. Condújome por varias calles, y nos detuvimos
ante un edificio situado en uno de los puntos más altos de Lisboa.
Llamamos, y un a modo de portero vino en seguida a preguntar lo que
queríamos. Antonio se lo explicó. Vaciló un instante y nos mandó
entrar, llevándonos a un lóbrego vestíbulo de piedra, donde nos
dejó después de invitarnos a tomar asiento. De allí a poco salió
un personaje venerable, como de setenta años de edad, vestido con
una ropa flotante a manera de sobrepelliz, y tocado con la gorra
colegial. A pesar de sus años, había en las facciones de aquel
hombre un tenue matiz rojizo, característico del inglés. Se acercó
a nosotros lentamente y en nuestro idioma me preguntó en qué podía
servirme. Díjele que, como viajero inglés, tendría un placer muy vivo
en visitar el colegio, si era costumbre enseñárselo a los extraños.
No opuso inconveniente alguno a mis deseos, pero me declaró que
no llegaba en muy buena ocasión, por ser la hora de la comida. Me
excusé, y al querer retirarme, el anciano me rogó que aguardara unos
minutos, hasta que, terminada la comida, los directores del colegio
pudieran tener el gusto de acompañarme.

  [30] La palabra suprimida parece ser «católicos». Borrow gustaba
  de éste, al parecer, insignificante misterio. (Nota del editor U.
  R. Burke.)

Nos sentamos en el poyo de piedra, y después de examinarme
atentamente un poco de tiempo, el anciano clavó los ojos en Antonio.
«¿Qué es lo que veo?—dijo al fin—. Tengo la seguridad de que esa
cara no me es desconocida.» «Así es, reverendo padre»—contestó
Antonio levantándose y haciendo una profunda reverencia—. «Yo servía
en casa de la condesa de..., en Cintra, cuando vuestra reverencia
era su director espiritual.» «Cierto, cierto—dijo el anciano varón,
suspirando—. Ahora le recuerdo a usted perfectamente. ¡Ah! Las
cosas han cambiado mucho desde entonces, Antonio; nuevo gobierno,
nuevo sistema, y podría decir nueva religión.» Entonces, mirándome
de nuevo, me preguntó adónde era mi viaje. «Voy a España—le dije—,
y de paso me he detenido en Lisboa.» «¡España, España!—exclamó el
viejo—. Ciertamente, ha escogido usted una ocasión singular para ir
a España, habiendo como hay allí ahora guerras enconadas, alborotos
y efusión de sangre.» «Me parece que la causa de don Carlos está ya
vencida—contesté—; ha perdido el único general capaz de llevar sus
huestes a Madrid. Zumalacárregui, que era su Cid, ha muerto.» «No se
forje usted ilusiones. Con perdón de usted, joven, creo que el Señor
no permitirá que triunfe tan fácilmente el poder de las tinieblas. La
causa de don Carlos no está vencida. Su triunfo no depende de la vida
de un frágil gusano como el que acaba usted de nombrar». Departimos
así un breve rato y luego se levantó, diciendo que ya debía de haber
concluído la comida.

Aún no hacía cinco minutos que nos había dejado solos, cuando
entraron en el vestíbulo tres individuos que se me acercaron
pausadamente.—Estos son los directores del colegio, dije entre mí; y
lo eran, en efecto. El primero de aquellos varones, a quien los otros
dos trataban con notable deferencia, era delgado y seco, de estatura
más que regular, muy pálido de tez, las facciones demacradas, pero
bellas, y de ojos oscuros y chispeantes; podía tener unos cincuenta
años. Sus dos compañeros estaban en plena juventud. El uno, más
bien bajo, tenía en su sombrío semblante aquella expresión dolorida
tan frecuente en los [católicos] ingleses; el otro era un mocetón
coloradote, con cara de buena persona. Los tres llevaban el birrete
peculiar del colegio y sotanas de seda. El de más edad se acercó
a mí, y tomándome la mano me dirigió, con voz clara y de timbre
argentino, las siguientes razones:

—Bien venido seáis, señor, a nuestra pobre casa. Siempre nos alegra
mucho recibir en ella a los compatriotas que vienen de nuestro amado
país natal. En verdad, este contento se aminora mucho al considerar
que aquí nada hay digno de la atención del viajero; nada notable hay
en esta casa, salvo, quizás, su organización: yo iré explicándosela a
usted en el curso de nuestra visita. Pero ante todo, permítanos usted
que nos presentemos nosotros mismos; yo soy el rector de este humilde
asilo inglés; este señor es nuestro profesor de humanidades, y éste
(señalando al mocetón), es nuestro profesor de lenguas sabias, hebreo
y siriaco.

YO.—Saludo a todos ustedes humildemente, y les ruego me excusen si
me permito preguntar quién era aquel venerable señor que se ha tomado
la molestia de acompañarme hasta que ustedes han tenido comodidad
para venir.

EL RECTOR.—¡Oh! Es nuestro limosnero, nuestro capellán; persona
digna de la mayor admiración. Vino a este país antes de nacer ninguno
de nosotros, y aquí ha estado siempre desde entonces. Ahora, subamos,
si gustáis, a visitar nuestra pobre casa. Pero, querido señor, ¿por
qué permanece usted descubierto en este vestíbulo, tan frío y tan
húmedo?

YO.—La explicación es muy fácil; se trata de una costumbre ya muy
arraigada. Acabo de llegar de Rusia, donde he estado algunos años.
Los rusos se quitan el sombrero indefectiblemente cuando entran bajo
techado, ya sea en una choza, en una tienda o en un palacio. No
hacerlo así, parecería grosería o barbarie; la razón es que en cada
aposento de las casas rusas hay un cuadrito de la Virgen colgado
en un rincón, muy cerca del techo, y en prueba de respeto, los que
entran se quitan el sombrero.

Los tres señores cambiaron rápidas ojeadas de inteligencia. Había
tropezado en su Shibbolet, y descubrían en mí un Ephraimita, no un
hijo de Galaad[31]. Sin duda, hasta aquel momento me habían tenido
por uno de los suyos, miembro, y acaso sacerdote, de su antigua,
grandiosa e imponente religión. Era muy natural su error, lo
confieso. ¿Qué motivos podía tener un protestante para entrometerse
en aquel retiro? ¿Qué interés podía moverle a conocer la organización
de la casa? Sin embargo, lejos de disminuir sus atenciones para
conmigo después de tal descubrimiento, aquellos señores aumentaron
visiblemente su cortesía, si bien un observador escrupuloso hubiera
quizás percibido una leve sombra en la cordialidad de sus maneras.

  [31] Galaad, nieto de Manasés, padre de los galaaditas. Los
  israelitas de la tribu de Ephraim se amotinaron contra galaaditas
  y fueron vencidos. El modo de pronunciar la palabra Shibbolet
  (espiga) servía a los galaaditas para descubrir a los fugitivos
  de Ephraim que trataban de ocultar su origen; y una vez
  descubiertos, los degollaban. V. Libro de los jueces, XII, 1 a 6.
  (_N. del T._)

EL RECTOR.—¿Debajo del techo en cada aposento? Creo que es eso
lo que ha dicho usted. Es, en verdad, muy agradable e interesante:
un cuadro de la «santa» Virgen en cada aposento. La noticia es tan
inesperada como agradable. Desde este momento tendré de los rusos una
opinión mucho más elevada que hasta aquí. Es un ejemplo muy digno
de imitación. Quisiera sinceramente que también nosotros tuviéramos
la costumbre de poner una «imagen» de la «santa» Virgen en cada
rincón de nuestras casas, cerca del techo. ¿Qué decís a esto, señor
profesor de humanidades, qué decís de la noticia que con tanta
amabilidad nos ha dado este excelente caballero?

EL PROFESOR DE HUMANIDADES.—Digo que es placentera y de grandísimo
consuelo; pero declaro que no me coge enteramente desprevenido. La
adoración de la Santa Virgen se extiende cada día más por países
donde estaba olvidada o era hasta aquí desconocida. El doctor W...,
cuando pasó por Lisboa, me dió algunos detalles interesantísimos
respecto de los trabajos de la propaganda en la India. Hasta
Inglaterra, nuestra amada patria...

Mis corteses amigos me enseñaron toda su «pobre casa». Cierto,
no parecía ser muy rica; espaciosa, sí, pero casi en ruinas. La
biblioteca era pequeña y no poseía nada notable. Desde las azoteas
se descubría un vasto y hermoso panorama del Tajo y de la mayor
parte de Lisboa. Pero yo no había ido buscando a tal lugar obras de
arte, ni libros raros, ni hermosas vistas; visité aquella singular y
antigua mansión para conversar con sus habitantes, porque mi estudio
favorito, y podría decir único, es el hombre. Aquellos señores
resultaron bastante parecidos a como yo me los figuraba, pues no era
la primera vez que visitaba un establecimiento [católico] inglés
en tierra extraña. Llenos de amabilidad y cortesía recibieron al
compatriota hereje y aunque el adelanto de su propia religión era
para ellos un objeto de primordial importancia, no tardé en observar
que, con una inconsecuencia bastante divertida, conservaban en grado
portentoso algunos prejuicios nacionales casi extinguidos ya en la
madre patria, y movidos por ellos llegaban a censurar y desdorar a
sus mismos correligionarios. Hablé de los [católicos] ingleses, de
su elevada respetabilidad, y de la lealtad que uniformemente han
guardado a sus soberanos, aunque de religión diferente y no obstante
haber sufrido no pocas persecuciones e injusticias.

EL RECTOR.—Me regocija mucho oírle a usted hablar así, carísimo
señor; veo que conoce usted bien al venerable gremio de mis
correligionarios ingleses; cierto: nunca faltaron a la lealtad, y
aunque les achacaron conjuraciones y complots, de sobra se sabe ya
que todo eso eran calumnias inventadas por enemigos de su religión.
Durante las guerras civiles los [católicos] ingleses vertieron
de buen grado su sangre y prodigaron sus riquezas por la causa
del mártir infeliz, aunque éste no los favoreció nunca y los miró
siempre con desconfianza. Actualmente, los [católicos] ingleses
son los súbditos más fieles de nuestro gracioso soberano. Mucho me
contentaría poder decir otro tanto de nuestros hermanos irlandeses;
pero su conducta ha sido detestable. Realmente, ¿podía esperarse
otra cosa? Los verdaderos [católicos] se avergüenzan de ellos.
Hay entre los irlandeses algunas personas que son el oprobio de la
iglesia que pretenden servir. ¿De dónde sacan que nuestros cánones
aprueben su proceder, ni sus inconsideradas expresiones respecto de
quien es su soberano por derecho divino y no puede errar? Y, sobre
todo, ¿en qué autoridad se apoyan para inflamar las pasiones de una
turba vil contra la nación destinada naturalmente a gobernarla?

YO.—Creo que hay un colegio irlandés en Lisboa.

EL RECTOR.—Así es; pero vive lánguidamente; tiene muy pocos
alumnos, o ninguno.

Miré desde una ventana, a gran altura, y vi que en un patio, debajo
de nosotros, estaban jugando veinte o treinta apuestos muchachos.
«Eso me parece muy bien», exclamé; «estos muchachos no dejarán de
ser buenos sacerdotes porque dediquen un rato a los deportes. La
educación puritana, demasiado rígida y seria, no me gusta; a mi
parecer fomenta el vicio y la hipocresía.»

Fuimos después al aposento del rector, donde había colgado, encima de
un crucifijo, un pequeño retrato.

YO.—Este fué un grande hombre, prodigioso y sin tacha. En mi
opinión, la compañía que fundó, tan censurada por muchos, ha
producido infinitamente más beneficios que daños.

EL RECTOR.—¿Qué es lo que oigo? ¿Usted, inglés y protestante, habla
con admiración de Ignacio de Loyola?

YO.—Nada diré respecto de la doctrina de los jesuítas, porque,
como acaba usted de decir, soy protestante; pero estoy dispuesto a
sostener que no hay en el mundo gente a quien, en general, pueda
encomendársele con más confianza la educación de la juventud. Su
sistema moral y su disciplina, son verdaderamente admirables. Sus
discípulos, cuando llegan a la edad viril, rara vez son viciosos ni
licenciosos, y, en general, son hombres instruídos y de ciencia,
poseedores de todas las prendas de una educación esmerada. Me parece
execrable la conducta de los liberales de Madrid, que asesinaron el
año pasado a los indefensos padres, por cuyas solicitud y sabiduría
se han desarrollado dos de los más brillantes talentos de la España
actual: Toreno y Martínez de la Rosa, gala de la causa liberal y de
la literatura moderna de su país...

En la parte baja de las calles del oro y de la plata, de Lisboa,
puede verse a diario cierta caterva de hombres de extraña catadura,
que no parecen portugueses ni europeos. Congréganse en pequeños
grupos junto a las columnas de la calle a eso del mediodía. Su
vestidura consiste, generalmente, en una túnica azul sujeta a la
cintura por un ceñidor rojo, anchos calzones o pantalones de lienzo,
y un bonete colorado con una borlita de seda azul en lo alto. Al
pasar entre los grupos se les oye hablar en español o en portugués
corrompidos, y, a veces, en una lengua áspera y gutural, en la que
cuantos han viajado por Oriente reconocen el arábigo o alguno de sus
dialectos. Aquellas gentes son los judíos de Lisboa. Un día me metí
en uno de los grupos y pronuncié un _beraka_ o bendición. En diversas
partes del mundo he vivido en contacto con la raza hebrea, y conozco
bien sus maneras y fraseología. Tenía yo muy vivos deseos de conocer
la situación de los judíos portugueses, y aproveché la oportunidad
que se me ofreció. «—Este hombre es un rabí poderoso—dijo una voz en
arábigo—; nos importa tratarle con bondad». Diéronme la bienvenida,
y, favoreciendo su error, en pocos días me enteré de cuanto a sus
personas y a su tráfico en Lisboa concernía.

Los judíos de Europa están al presente divididos en dos clases (o
sinagogas, como las llaman algunos): la portuguesa y la alemana. La
más famosa de las dos es la portuguesa. A los judíos de esta clase
se les considera generalmente más civilizados que los otros, mejor
educados y más profundamente versados en la lengua de la Escritura y
en las tradiciones de sus mayores.

En Londres hay un hermoso edificio llamado la sinagoga de los judíos
portugueses, donde los ritos de la religión hebraica se cumplen con
todo el esplendor y magnificencia posibles. Conociendo estas cosas,
era natural que, al llegar a Portugal, esperase uno encontrarse en el
cuartel general de aquel judaísmo, al que por costumbre se asociaban
en mi ánimo muchas cosas respetables e imponentes. Experimenté,
pues, sorpresa considerable al oír a los seres a quien he tratado
de describir más arriba dar esta cuenta de sí mismos: «Nosotros no
somos de Portugal, venimos de Berbería; algunos, de Argel; y otros,
de Levante; pero los más, de Berbería, allá lejos»; y señalaban al
Suroeste.

—¿Y dónde están los judíos de Portugal—pregunté—, hijos auténticos de
este país?

—No conocemos a nadie fuera de nosotros—respondieron los
berberiscos—; pero hemos oído decir que aquí hay otros judíos; si
así es, no quieren tratarse con nosotros, y hacen bien, porque somos
malísima gente, ¡oh _Tsadik_!, todos ladrones, sin excepción. Cada
año viene de Swirah un barco cargado de ladrones: es el que nos trae
a nosotros a Portugal.

—¿Y vuestras esposas y familias?—dije yo—; ¿dónde están?

—En Swirah, en Salee, o en otros lugares de donde venimos; nunca
traemos a nuestras mujeres ni a nuestras familias. Muchos de
nosotros se han escapado de allí con lo puesto por salvar la vida,
huyendo de los castigos merecidos por nuestros delitos. Algunos
viven en pecado con las hijas del Nazareno, porque somos una casta
depravada, ¡oh _Tsadik_!, y no guardamos los preceptos de la ley.

—¿Tenéis sinagogas y doctores?

—Sí, ¡oh varón justo!; pero poco puede decirse de unas y otros.
Nuestros _chenourain_ son lugares infectos, y nuestros doctores están
como nosotros presos en el _galoot_ del pecado. Uno de ellos tiene en
su casa una hija del Nazareno: es de Swirah, y de tal país no puede
venir nada bueno.

—¿Y escucháis la palabra de vuestros doctores, aunque son tan
depravados como decís?

—¿Cómo podríamos vivir si no lo hiciéramos así? Nuestros doctores
son malísima gente, y viven del fraude como nosotros; con todo, son
nuestros superiores y hay que temerlos y obedecerlos. Los ángeles
están a su mandar; disponen de sortilegios, de palabras mágicas y del
_Shem Hamphorash_[32]. Si no diéramos oídos a sus palabras, podrían
sumir nuestras almas en la consternación, reducirlas a niebla, a
fango, como tú podrías también, ¡oh varón justo!

  [32] El nombre que no puede pronunciarse; es decir, Jehovah o
  _Yahweh_. (Nota de Burke.)

Tales fueron las cosas extraordinarias que de sí mismos me contaron
aquellos judíos, y no tuve motivos para ponerlas en duda, pues por
diferentes caminos fuí luego comprobándolas. ¡Qué buena pareja hacen
el delito y la superstición! Aquellos miserables que quebrantaban sin
escrúpulo los mandamientos eternos de su Hacedor, no se atreverían
a comer de los animales de uña indivisa[33] ni del pez sin escamas.
Desdeñan las amenazas de los santos profetas contra los hijos del
pecado, y tiemblan al oír una palabra cabalística pronunciada por
alguno que quizás los aventaja en infamia; como si, según se ha hecho
notar acertadamente, Dios fuese a delegar el ejercicio de su poder en
los fautores de la iniquidad.

  [33] «Todo animal que tiene la uña hendida en dos partes y rumia
  le podéis comer. Mas no debéis comer de los que rumian y no
  tienen la uña hendida... a éstos los tendréis por inmundos».
  Deuteronomio, XIV, 6 y 7 (_N. del T._).

Es absolutamente cierto que en otro tiempo los judíos de Portugal
gozaron merecida fama de riqueza, saber y finas maneras; pero la
Inquisición hizo en ellos pavoroso estrago. Los que se libraron del
_auto da fe_ sin convertirse a la idolatría papista, se refugiaron
en países extranjeros, sobre todo en Inglaterra, donde aún se los
conoce con su nombre de origen. Actualmente, si bien todas las
religiones están toleradas en Portugal, no se ve por parte alguna
a los auténticos judíos portugueses, y en su lugar se encuentra por
las calles de Lisboa a la ralea berberisca, gente proscrita, que no
oculta su propia degradación.



CAPÍTULO VI

  El frío en Portugal.—Me libro de una extorsión.—Sensación de
  soledad.—El perro.—El convento.—Un paisaje encantador.—El
  castillo morisco.—Plegaria por un enfermo.


Unos quince días después de mi regreso de Evora y terminados los
indispensables preparativos, emprendí el viaje a Badajoz, donde
pensaba tomar la diligencia para Madrid. Badajoz está a unas cien
millas de Lisboa y es la principal ciudad fronteriza de España por
la parte del Alemtejo. Para llegar a ella, tenía que rehacer hasta
Monte Moro el camino ya recorrido en mi excursión a Evora; por tanto,
poca diversión podía prometerme de la novedad de los sitios. Además
de eso, iba a hacer el viaje muy solo, sin otra compañía que la del
arriero, porque no pensaba retener a mi criado más que hasta Aldea
Gallega, para donde salí a las cuatro de la tarde. Escarmentado por
la primera travesía, no me embarqué ahora en un bote, sino en uno
de los faluchos que hacen el servicio regular de pasajeros, y así
llegue a Aldea Gallega, después de seis horas de viaje; el barco iba
muy cargado, no había viento, y los marineros no pudieron soltar
los pesados remos ni un instante. La travesía fué el reverso de la
primera—completamente segura, pero tan lenta y fatigosa, que cien
veces deseé verme de nuevo bajo la conducta de aquel marinerillo
bárbaro, galopando sobre las olas hirvientes impelidas por el
huracán. Desde las ocho hasta las diez el frío fué verdaderamente
terrible, y aunque iba yo empaquetado en un excelente _shoob_ de
pieles, de mucho abrigo, con el que había desafiado los hielos del
invierno ruso, tiritaba todo mi cuerpo, y al pisar de nuevo el
Alemtejo, me alegré aun más que la vez primera, cuando desembarqué
luego de escapar de una horrorosa tempestad.

Me alojé por aquella noche en una casa en que me había presentado,
a nuestro regreso de Evora, aquel amigo mío que se asustaba de la
oscuridad; en ella se encontraba mejor acomodo que en la posada de la
Plaza, si bien me hacían pagar por todo precios inhumanos. Mi primer
cuidado fué buscar mulas que nos llevasen con el equipaje a Elvas,
desde donde sólo hay tres leguas cortas hasta Badajoz. Los dueños
de la casa dijéronme que podían poner a mi disposición dos mulas
excelentes; pero cuando pregunté el precio tuvieron la desvergüenza
de pedirme cuatro _moidores_. Les ofrecí tres, que era ya demasiado,
pero no los aceptaron; sabían que yo era inglés, y, por tanto, la
oportunidad de ponerme a contribución les pareció excelente; porque
no podían figurarse que una persona tan rica como un inglés «debe»
ser, se determinara a salir a la calle en noche tan fría, sólo por
buscar un ajuste más razonable. Se equivocaron de medio a medio, y
díjeles que, antes de fomentar su picardía, me daría el gusto de
volverme a Lisboa; al oírme, rebajaron el precio a tres _moidores_ y
medio; pero yo, sin responder palabra, salí con Antonio y me dirigí a
la casa del viejo que nos había llevado la otra vez a Evora. Llamamos
muchas veces, porque el hombre estaba acostado; al fin se levantó y
nos abrió; pero, al oír nuestra petición, dijo que sus mulas habían
ido de nuevo a Evora con el muchacho, para traer unas mercancías. Nos
recomendó, sin embargo, a un vecino suyo, alquilador de mulas, y con
él ajustó Antonio dos buenas caballerías por dos _moidores_ y medio.
Digo que las ajustó Antonio, porque yo me estuve aparte y sin hablar,
mientras el dueño, a medio vestir, con una luz en la mano y tiritando
de frío, nos llevó a ver sus bestias, y el hombre no se enteró de que
eran para un extranjero hasta después de cerrar el trato y de recibir
una cantidad en señal. Me volví a mi alojamiento muy satisfecho, y
después de cenar un poco me fuí a acostar, sin hacer gran caso de los
posaderos, que me apuñalaban con la mirada de sus ojillos judaicos.

A las cinco de la mañana siguiente llegaron las mulas a la puerta de
la casa. Con ellas venía un muchacho de diez y nueve o veinte años.
Era bajo, pero sumamente recio, y poseía la cabeza más grande que
he visto nunca sobre los hombros de un mortal; cuello, no lo tenía;
al menos no pude descubrir nada digno de ese nombre. Era su rostro
de fealdad repulsiva y en cuanto le dirigí la palabra, descubrí que
era idiota. Tal iba a ser mi compañero en un viaje de cien millas y
de cuatro días, a través de una de las regiones más agrestes y peor
afamadas del reino. Me despedí de mi criado casi con lágrimas en los
ojos, porque siempre me había servido con suma fidelidad y mostrado
un celo y un deseo de contentarme que me llenaban de satisfacción.

Partimos, yendo el imbécil del guía sentado en la mula de carga,
encima del equipaje, con las piernas cruzadas. Acababa de ponerse
la luna. La mañana era profundamente oscura y el frío, como
siempre, penetrante. No tardamos en llegar al lúgubre bosque, ya
atravesado por mí otra vez, y por él caminamos algún tiempo, lenta y
tristemente. No se oía más ruido que el de las mulas. Ni un soplo
de aire movía las ramas desnudas. En los matorrales no se rebullía
animal alguno, ni volaban sobre nosotros pájaros, ni siquiera las
lechuzas. Todo parecía desolado y muerto. En mis numerosos y lejanos
viajes, nunca he tenido sensación de soledad ni deseo de conversar
y de cambiar ideas tan vivos y fuertes como en aquel momento. Era
inútil hablar al arriero idiota; conocía muy bien el camino, pero a
cualquier pregunta que se le hacía no daba otra respuesta que una
risa imbécil. Al verme en tal estado, hice lo que muchas personas
hacen cuando se ven privadas de todo consuelo humano: volví mi
corazón a Dios y comencé a comunicar con Él por la oración, con lo
que mi alma se vió pronto confortada y tranquila.

Hicimos nuestro camino sin novedad, ni tropezamos con ladrones, ni
vimos ser viviente hasta llegar a Pegões; desde este punto hasta
Vendas Novas, tuvimos la misma suerte. Los dueños de la posada de
este lugar me conocían bien, por haber pasado dos noches bajo su
techo; y al verme aparecer de nuevo me dieron la bienvenida con mucha
amabilidad. El nombre de este posadero es, o era, José Díaz Azido,
y a diferencia de la generalidad de sus compañeros de profesión en
Portugal, es un hombre honrado; los extranjeros, al alojarse en esta
posada, pueden estar seguros de que no los saquearán ni robarán sin
piedad a la hora de pagar la cuenta, ni les cobrarán un solo _re_ más
que a un portugués en iguales circunstancias. En este pueblo pagué
exactamente la mitad de lo que me pidieron en Arroyolos, donde pasé
la noche siguiente con muchas menos comodidades de todo orden.

A las doce del siguiente día llegamos a Monte Moro, y como no tenía
gran prisa, decidí visitar las ruinas yacentes en la cima y la
falda de la soberbia montaña erguida sobre la ciudad. Después de
pedir algo de comer en la posada donde paramos, subí cerro arriba
hasta llegar a un ancho muro o parapeto que, a cierta altura, ciñe
la montaña entera. Por un tosco puente de piedra crucé un pequeño
foso o trinchera; pasé al pie de una gruesa torre, y atravesando el
arco de una puerta me encontré en la parte cercada de la montaña. A
mano izquierda había una iglesia, bien conservada y destinada aún al
culto; pero no pude verla, porque la puerta estaba cerrada con llave
y no vi por allí a nadie que pudiera abrirla.

Pronto comprendí que mi curiosidad me había llevado a un lugar
verdaderamente extraordinario, muy superior al escaso talento
descriptivo de que estoy dotado. Anduve dando traspiés sobre las
ruinas, y en un momento determinado me di cuenta de que caminaba
sobre bóvedas, deteniéndome de pronto ante un ancho agujero en el
que hubiera caído si llego a dar un paso más en mi distraída marcha.
Seguí un buen trecho a lo largo del muro por el lado oriental, cuando
de pronto oí un tremendo ladrido y apareció un perrazo como los que
guardan los rebaños en aquellas campiñas; dando saltos se me acercó,
dispuesto a atacarme «con los ojos hechos brasas y enseñando los
colmillos». Si hubiese huído o hubiese empleado un modo de defensa
distinto del que, sin falta alguna, acostumbro a usar en tales
circunstancias, el perro me hubiera mordido probablemente; lo que
hice fué inclinarme hasta casi pegar la barba con las rodillas,
mirando al perro fijamente en los ojos, y ocurrió, como dice John
Leyden en la más hermosa balada que la «Tierra del Brezo» ha
producido, «que el perro salió huyendo, como herido por un conjuro
mágico».

Es un hecho conocido de mucha gente, y comprobado con frecuencia,
según creo, que ningún perro o animal mayor y fiero, de cualquier
especie que sea, con excepción del toro, que cierra los ojos y
embiste a ciegas, se atreve a atacar a un hombre que le haga cara con
firme y sereno continente. Digo un animal mayor y fiero, porque es
más fácil repeler a un sabueso o a un oso de Finlandia de la manera
dicha, que a un perro sin raza o a un perdiguero, contra el que un
palo o una piedra son mucho mejor defensa. Nada de esto asombrará a
quien considere que una serena mirada de reproche le basta a la razón
para mitigar los excesos de los hombres fuertes y valerosos, mientras
que ese medio sólo sirve para aumentar la insolencia de los débiles
y de los necios, fáciles de amansar, en cambio, como palomas si se
les infligen castigos que, aplicados a los primeros, exacerbarían
su cólera, haciéndola más terrible, y, como pólvora arrojada en una
hoguera, les induciría, en loca desesperación, a sembrar el estrago
en torno suyo.

A los ladridos del perro, surgió de una especie de paseo un viejo, su
amo, a mi parecer, a quien hice varias preguntas acerca del lugar. El
hombre, bastante cortés, me contó que había servido como soldado en
el ejército inglés, al mando del «gran lord», durante la guerra de la
península. Me dijo que había un convento de monjas un poco más lejos,
y como se mostrara dispuesto a llevarme a él, echamos a andar hacia
la parte Sureste de la muralla, donde se aparecía un vasto edificio
ruinoso.

Entramos en cierto lóbrego aposento de piedra, en uno de cuyos
rincones había una especie de ventana cerrada por una tabla
giratoria, por donde se entregaban y recibían los objetos en el
convento. El viejo tocó la campana, y, sin decir palabra, se retiró,
dejándome algo perplejo; pero, un instante después oí, sin poder
ver a quien me hablaba, una suave voz femenina preguntándome mi
condición y el motivo de mi visita. Dime a conocer como un inglés
que, de paso en Monte Moro, camino de España, había subido al cerro
a visitar las ruinas. La voz me respondió: «Supongo que será usted
militar, e irá a pelear contra el rey, como todos sus compatriotas.»
«No—dije yo—; no soy hombre de guerra, soy un cristiano; no voy a
verter sangre, sino a procurar la difusión del evangelio de Cristo en
un país que le desconoce»; a esto me respondió una risita ahogada.
Pregunté después si había en el convento ejemplares de las Sagradas
Escrituras; aquella voz amigable no supo darme noticias sobre
el particular, y casi no me atrevo a creer que mi interlocutora
entendiese la pregunta. Me contó que el oficio de abadesa era anual;
cada año tenían superiora nueva. Al preguntar si a las monjas no se
les hacía muy pesado el tiempo, me declaró que, cuando no tenían
cosa mejor en qué ocuparse, se entretenían haciendo quesadillas para
el consumo de aquellos contornos. Di las gracias a la voz por sus
noticias, y me fuí. Según iba andando pegado al muro del convento
hacia el Suroeste, sonaron sobre mi cabeza nuevas y más fuertes risas
ahogadas; alcé la vista y descubrí en tres o cuatro ventanas los
rostros melancólicos y los flotantes cabellos negros de las monjas,
ansiosas de ver al forastero. Me besé la mano repetidas veces, y
proseguí la marcha; a poco llegué al extremo Suroeste de aquella
montaña tan fértil en curiosidades. Allí encontré los restos de un
gran edificio, construído, al parecer, en forma de cruz. En su parte
oriental subsiste una torre entera; el lado Oeste, todo en ruinas,
cae al borde de la colina, mirando al valle por cuyo fondo corre el
arroyo ya mencionado en otra ocasión.

El día era muy caluroso, a pesar del frío de las noches anteriores;
el radiante sol de Portugal alumbraba un paisaje de arrebatadora
hermosura. Bosquecillos de alcornoques cubrían el lado opuesto del
valle y las pendientes lejanas, formando deliciosas perspectivas,
donde pacían los rebaños; las aguas del arroyo se estrellaban en los
pedruscos del cauce y hacían un suave murmullo que llegaba hasta mi
oído, bañándome el alma en delicias. Sentado en las ruinas del muro
permanecí extático, vertiendo lágrimas de felicidad; porque de todos
los placeres que por la bondad de Dios gozan sus hijos, ninguno tan
caro a ciertos corazones como la música de los bosques y de los
arroyos y la contemplación de las bellezas de su gloriosa creación.
Transcurrió una hora, y aún permanecía yo sentado en la muralla;
las escenas de mi vida pasada flotaban ante mis ojos en fantástica
e impalpable formación, y por entre ellas asomaban aquí y allá los
árboles, las colinas y demás objetos del panorama que realmente tenía
frente a mí. El sol me quemaba el rostro, pero yo no hacía caso de
ello; hubiera permanecido allí hasta la noche, creo yo, sumido en
una de esas ensoñaciones, buenas tan sólo para debilitar el ánimo,
lo confieso, y para malgastar muchos minutos que podrían emplearse
mejor, si el disparo de la escopeta de un cazador, despertando los
ecos de los bosques, de las montañas y de las ruinas, no me hubiese
hecho ponerme en pie y recordar que aún me faltaban tres leguas para
llegar a la hostería donde me proponía pasar la noche.

Guié mis pasos hacia la posada, siguiendo a lo largo de una especie
de parapeto. Poco antes de llegar a la puerta de entrada, observé
a mano derecha una cripta vaciada en la vertiente del monte; tres
columnas sostenían la techumbre, pero había cedido un poco hacia
el fondo, de suerte que la luz penetraba en el interior por una
hendidura abierta en lo alto. Aquello podía haber sido edificado para
servir de capilla o de cementerio, me inclino a creer que de esto
último; pero, seguramente, no era obra de moros. En mis correrías
por aquellos lugares, nada vi que me recordase a tan singularísimo
pueblo. En el cerro donde yacen estas ruinas hubo, sin duda alguna,
un poderoso castillo de los moros, quienes al invadir la península
ocuparon casi todos los lugares altos y naturalmente fuertes,
poniéndolos en estado de defensa; pero es probable que perdieran muy
pronto el cerro visitado ahora por mí, y que los muros y edificios
cuyos despojos lo cubren, fuesen labrados por los cristianos después
de reconquistar la posición del poder de los terribles enemigos de
su fe. Monte Moro presenta cierta lejana semejanza con Cintra, que
puede traer a la mente del viajero el recuerdo de este último lugar;
sin embargo, hay en Cintra una nota agreste y ruda que no existe en
Monte Moro. Allí los peñascos gigantescos se apilan en forma tal, que
parecen amenazar con la destrucción inminente de cuanto los rodea;
las ruinas aún adheridas a los peñascos, más parecen nidos de águilas
que restos de habitaciones humanas, incluso de moros; mientras que
las ruinas de Monte Moro están asentadas, comparativamente, con
más holgura en el ancho lomo de un cerro, grande y levantado, pero
sin peñascos ni precipicios, al que puede subirse por todos lados
sin gran dificultad. Viva satisfacción me produjo la visita a ese
monte; muchas cosas he de ver en mis viajes para olvidar la voz en el
convento medio derruído, las murallas entre cuyos escombros divagué,
y el parapeto donde estuve sentado una hora, sumido en mi arrobador
ensueño, bajo los rayos brillantes del sol.

Volví a la posada, y restauré mis fuerzas con té y unas quesadillas
muy dulces y agradables, obra de las monjas del convento. Al observar
el semblante triste y preocupado de la gente de la casa, pregunté el
motivo a la huéspeda, sentada casi sin movimiento en el suelo junto a
la lumbre; díjome que su marido estaba en peligro de muerte a causa
de una enfermedad, que, por los síntomas, debía de ser una especie
de cólera; el médico no abrigaba esperanzas de salvación. La animé a
confiar en el poder de Dios, capaz de restaurar al enfermo en pocas
horas, trayéndole desde el borde de la tumba a la plena salud, y así
debía ella pedírselo fervorosamente al Todopoderoso. Añadí que, si no
sabía hacer la oración propia del caso, yo estaba dispuesto a orar
por ella, con tal que se uniese en espíritu a mi súplica. Entonces
ofrecí una breve plegaria en portugués, pidiendo al Señor que, si así
convenía, librara a aquella familia de la grave aflicción que pesaba
sobre ella. La mujer escuchó muy atenta, con las manos devotamente
juntas, hasta el fin de la oración, y después me miró con asombro,
al parecer, pero sin pronunciar palabra por donde yo pudiera colegir
si lo dicho por mí le había o no desagradado. Me despedí luego de la
familia, y, montando en la mula, salí para Arroyolos[34].

  [34] Es Arrayolos. (Knapp).



CAPÍTULO VII

  La piedra druídica.—Un joven español.—Soldados rufianes.—Los
  males de la guerra.—Estremoz.—La disputa.—La atalaya en
  ruinas.—Vislumbre de España.—Ayer y hoy.


Legua y media llevaríamos andada, cuando una tromba de aire se
desencadenó por el Norte, levantando inmensas nubes de polvo;
felizmente, el huracán no nos daba de cara, pues en otro caso nos
hubiera sido difícil seguir adelante, por su extremada violencia.
Habíamos dejado el camino para utilizar un pequeño atajo practicable
para las caballerías, pero que, como otros muchos, no podía
recorrerse en carruaje.

Cruzábamos unos arenales cubiertos de maleza y de pedruscos que
formaban una espesa capa sobre el suelo. Estas son las piedras de
que están formadas las _sierras_ de España y Portugal; singulares
montañas que se alzan en horrenda desnudez, como huesos de un
esqueleto gigante descarnado. Muchos de aquellos pedruscos emergían
del suelo; muchos yacían sueltos en la superficie, removidos acaso
de sus lechos por las aguas del diluvio. Mientras nos fatigábamos
caminando por tan agrestes lugares, descubrí, un poco hacia mi
izquierda, un amontonamiento de piedras de aspecto singular y hacia
ellas guié mi mula. Era un altar druida, el más bello y completo de
cuantos yo había visto hasta entonces. Era circular; constituíanlo
unas piedras sumamente anchas y recias en la base, que se iban
adelgazando hacia el remate, trabajado por la mano del artista en
forma parecida al festón o borde de una concha. Encima estaba puesta
otra piedra lisa muy ancha, inclinada hacia el Sur, donde se abría
una puerta. En el interior, capaz para tres o cuatro hombres, crecía
un espino pequeño.

Contemplé con veneración y temor respetuoso aquel altar donde los
primeros pobladores de Europa ofrecieron su culto al Dios ignoto.
Los templos que los romanos, poderosos y diestros, levantaron en
una edad comparativamente moderna, yacen hechos polvo no lejos de
allí. Las iglesias de los godos arrianos, herederos de su poder,
no se encuentran por parte alguna, como si se las hubiera tragado
la tierra. ¿Y qué ha sido y dónde están las mezquitas del moro,
conquistador de los godos? Sus ruinas mohosas se disipan poco a poco
sobre las rocas. No así la piedra druídica: allí se está, batida por
los vientos, tan firme y tan acabada de hacer como el día en que,
hace acaso treinta siglos, fué erigida por medios hoy desconocidos.
Sacudida por los terremotos, la piedra del remate no se ha caído;
oleadas de lluvia la han inundado sin conseguir barrerla de su
asiento; el candente sol reverbera en su superficie sin agrietarla
ni desmenuzarla; y el tiempo, antiquísimo, implacable, ha desgastado
contra ella su férreo diente, con tan escaso efecto como pueden
observar cuantos la visiten. Allí permanece la piedra; quien desee
estudiar la literatura, la ciencia y la historia de los antiguos
celtas y cimbrios, puede colegir, contemplando esa piedra y meditando
ante ella, todo lo que de tales hombres se sabe. Los romanos dejaron
tras de sí sus escritos inmortales, su historia, su poesía; los
godos, su liturgia, sus tradiciones y el germen de instituciones muy
nobles; los moros, su caballerosidad, sus descubrimientos en medicina
y las bases del comercio moderno. ¿Qué memoria queda de las razas
druídicas? ¡Hela aquí, en ese rimero de piedra eterna!

Llegamos a Arroyolos a cosa de las siete de la noche. Me instalé
en un espacioso aposento de dos camas, y cuando me disponía a
sentarme para cenar, vino la huéspeda a preguntarme si no tendría
inconveniente en que un joven español pasase la noche en mi cuarto.
Díjome que el joven acababa de llegar con unos arrieros, y no había
en la casa otro sitio donde aposentarlo. Accedí, y a la media hora
apareció el español, después de cenar con sus compañeros. Era un
mancebo de diez y siete años, que por su buena presencia denotaba ser
persona de distinción. Me saludó en su lengua natal, y al ver que
le entendía, comenzó a hablar con volubilidad asombrosa. En cinco
minutos me refirió que, movido del deseo de ver mundo, se había
desgarrado de su familia, gente opulenta de Madrid, con ánimo de no
volver hasta haber recorrido varios países. Le contesté que si decía
verdad había cometido una acción mala e insensata: mala, por el dolor
con que amargaba a las personas a quienes debía honrar y amar, e
insensata, pues se exponía a inconcebibles miserias y trabajos que
muy pronto le harían maldecir la resolución tomada; hícele ver que
en país extranjero le recibirían bien mientras tuviera dineros para
gastar, y en cuanto se le acabasen, le tratarían como a un vagabundo,
y acaso le dejarían morirse de hambre. Repuso que, como llevaba
consigo una cantidad considerable, cien duros nada menos, tenía
dinero para mucho tiempo, y cuando se le acabara, podría quizás ganar
más. «Con esos cien duros—le dije—apenas podrá usted vivir tres meses
en este país, si no le roban a usted antes; y creer que va usted a
ganar dinero honradamente es tan razonable como si pensara usted
ir a buscarlo en la cima de las montañas.» El muchacho no tenía aún
bastante experiencia para seguir mis consejos. A poco, cambiamos de
conversación. A las cinco de la mañana siguiente se me acercó a la
cama para despedirse porque los arrieros hacían ya preparativos de
marcha. Díjele la fórmula usual en España: «_Vaya usted con Dios_», y
no le volví a ver más.

A las nueve, después de pagar un precio exorbitante por muy escasas
comodidades, salí de Arroyolos, ciudad o lugar grande, situado en una
elevación del terreno y visible desde muy lejos. Puede envanecerse de
las ruinas de un vasto castillo antiguo, obra de moros, al parecer,
colocado en una colina, a la izquierda del camino, según se va a
Estremoz.

A una milla de Arroyolos di alcance a una fila de carros con
bastimentos y municiones para España, escoltados por un destacamento
de soldados portugueses. Seis o siete soldados iban de avanzada, muy
separados del convoy: eran unos tunantes de malísima catadura, en
cuyos rostros lívidos, horrendos, estaban escritos el homicidio y
todos los demás crímenes prohibidos por la ley de Dios. Al pasar a su
lado, uno de ellos comenzó a maldecir a los extranjeros, y con voz
áspera y gruñona, dijo: «Ahí va ese francés a caballo (iba en mula)
con un hombre (el idiota) para cuidarle todo por ser rico, mientras
un pobre soldado como yo, tiene que andar a pie. De buena gana le
mataría de un tiro. ¿En qué vale más él que yo? Pero es extranjero;
el diablo protege a los extranjeros, y odia a los portugueses.»
Continuó el soldado vomitando injurias, y ya le había sacado yo lo
menos cuarenta varas de delantera, cuando me eché a reír, sin pensar
que lo más prudente era permanecer tranquilo; un momento después, en
efecto, ¡paf!, ¡paf!, dos balas bien dirigidas me silbaron en los
oídos. Hallábame justamente al borde de un pequeño arroyo, sobre el
que había un puente a muy considerable distancia por mi izquierda;
metí espuelas a la mula, lanzándola a través del cauce, seguido muy
de cerca por el aterrorizado guía, y una vez en la otra orilla galopé
por la planicie arenosa hasta ponerme en salvo.

Aquellos individuos, con aspecto de bandidos, por sus acciones
mejoraban su facha. Encontrárselos en un lugar solitario, no será
nunca para el viajero motivo de alabar su buena fortuna. Los
carreteros eran españoles, de las cercanías de Badajoz, enviados a
Portugal para transportar los bastimentos. Uno de ellos, a quien
volví a encontrar en Badajoz, me contó que toda la escolta era de
la misma calaña; a él y a sus compañeros los habían robado muchas
cosas, amenazándolos de muerte si los denunciaban. Espanta imaginar
lo que sería un ejército compuesto de tales seres, enviado a un
país extranjero para conquistarlo o defenderlo; no obstante, cuando
escribo estas páginas, España aguarda el socorro armado de Portugal.
Quiera Dios misericordioso que las tropas enviadas en su apoyo
sean de diferente cuño: aun así, temo, vista la relajación de la
disciplina en el ejército portugués, comparado con el inglés o el
francés, que a los habitantes pacíficos de las provincias asoladas
por la guerra les parezca que los lobos se han juntado para cazar a
perros y echarlos del redil. No quisiera morirme sin ver el día en
que no se tolere la soldadesca en ningún país civilizado, o, cuando
menos, cristiano.

Prosiguiendo mi camino hacia Estremoz, pasé junto a Monte Moro
Novo, colina alta y polvorienta, coronada por un edificio antiguo,
morisco probablemente. El país era desolado y desierto, por más que
de vez en cuando se descubría algún valle poblado de alcornoques y
_azinheiras_. Después del mediodía, el viento, muy encalmado durante
la noche y la mañana anteriores, volvió a soplar con tal fuerza que
casi me aturdía, aunque nos daba de espaldas.

A las cuatro de la tarde, al remontar una cuesta, descubrí con
profunda alegría la ciudad de Estremoz, asentada en una colina, a
menos de una legua de distancia. Desde donde yo estaba, se dominaba
un panorama de singular belleza. El sol se ponía entre rojas y
tormentosas nubes, y sus rayos reverberaban en los pardos muros de
la encumbrada ciudad adonde íbamos. Hacia el Suroeste, no muy lejos,
alzábase Serra Dorso, la montaña más hermosa del Alemtejo, ya vista
por mí desde Evora.

El idiota de mi guía volvió su rostro imbécil hacia la sierra, y
sintiéndose súbitamente inspirado, abrió la boca por vez primera
durante el día, casi podría decir desde que salimos de Aldea Gallega,
y comenzó a explicarme las extrañas cazas que podían hacerse en
aquellos montes. También me describió con gran minuciosidad un
perro maravilloso que había por allí, adiestrado en la caza de
lobos y jabalíes, y cuyo dueño se había negado a venderlo en veinte
_moidores_.

Al cabo, llegamos a Estremoz; nos alojamos en la posada principal,
que mira a una explanada o plaza del mercado, centro de la ciudad,
y tan ancha, que a mi parecer podrían evolucionar en ella diez mil
soldados con toda holgura.

El terrible frío no me consintió permanecer en la habitación a que
me llevaron, y entré en una especie de cocina abierta a un lado del
pasadizo abovedado que, en los bajos de la casa, llevaba al corral y
a las cuadras. Una impetuosa ráfaga caliente se precipitaba a través
del pasadizo, como el agua por el caz de un molino. Un enorme tronco
de alcornoque ardía en el fogón, debajo de la espaciosa campana, y en
torno de la lumbre se acurrucaba una ruidosa turba de campesinos y
labradores de las inmediaciones y tres o cuatro matuteros españoles.
Me costó trabajo conseguir puesto; los españoles y los portugueses
rara vez hacen sitio a un extraño, y como no se les pida o se los
empuje, prefieren quedársele a uno mirando con expresión que parece
significar: «sé muy bien lo que usted necesita, pero prefiero
permanecer donde estoy.»

Entonces observé por vez primera cierto cambio en el modo de hablar,
menos sibilante y más gutural; para dirigirse unos a otros empleaban
los interlocutores el término español de cortesía _usted_, en
lugar del hinchado _vossem se_ portugués. Esto es un resultado de
la comunicación constante con los naturales de España, que nunca
consienten en hablar portugués, ni aun en Portugal, y persisten en
emplear su magnífico idioma materno, que acaso andando el tiempo
acabarán por adoptar todos los portugueses. Esto facilitaría mucho la
unión de ambos países, separados hasta hoy por la natural terquedad
humana.

Poco tiempo llevaba yo sentado a la lumbre, cuando un individuo,
montado en un caballo fino y nervioso, se precipitó por el pasadizo
desde la cuadra a la cocina, y empezó a lucir sus habilidades de
caballista, obligando al animal a encabritarse y a girar velozmente
sobre las patas, con manifiesto peligro de cuantos se hallaban en el
aposento. Salió después a la explanada, donde se entretuvo galopando,
y al cabo de media hora volvió, dejó el caballo en la cuadra y vino a
sentarse junto a mí, hablándome en una jerigonza ininteligible, que a
él se le antojaba francés.

Estaba el hombre medio borracho, y pronto lo estuvo tres cuartos,
a fuerza de trasegar vaso tras vaso de _aguardiente_. Viendo mi
mutismo, se dirigió en mal español a uno de los _contrabandistas_;
éste, o no le entendió o no quiso entenderle, pero al fin, perdiendo
la paciencia, le llamó borracho y le mandó callarse. Exasperado
por tal desprecio, asió el beodo el vaso en que bebía, arrojándolo
a la cabeza del español, quien brincó como un tigre, desenvainó
un cuchillo y tiró de abajo a arriba un tajo a las mejillas de su
agresor; indudablemente, le hubiese cortado la cara, de no haber
detenido yo a tiempo el brazo del matutero, reduciendo así el daño a
un arañazo en la mandíbula inferior, del que brotó un poco de sangre.

Los compañeros del español se metieron por medio, y con gran trabajo
se lo llevaron a un pequeño aposento en lo más apartado de la
casa, donde ellos dormían y guardaban además los arreos de sus
mulas. El borracho comenzó entonces a cantar o más bien a berrear
la Marsellesa; después de molestarnos más de una hora, se le pudo
persuadir que montase a caballo y se fuera, acompañado por un vecino
suyo. Era el tal un tratante en cerdos de aquellos contornos, pero
había sido antaño soldado en el ejército de Napoleón, donde, como
el cochero borracho de Evora, supongo que adquiriría sus hábitos de
embriaguez y su francés rudimentario.

Desde Estremoz a Elvas hay seis leguas. A las nueve de la mañana
siguiente emprendí la marcha. El camino corría al principio por
terreno cerrado, pero no tardamos en salir a unas llanuras yermas y
desabrigadas, en las que el viento, que no dejaba de perseguirnos,
gemía tristemente. No encontramos alma viviente en el camino. El
paisaje era en extremo desolado. En el cielo, gris oscuro, no se
vislumbraba ni un rayo de sol. A gran distancia delante de nosotros,
sobre una elevación del terreno, se alzaba una torre, único objeto
que rompía la uniformidad del desierto. Dos horas después de haberla
columbrado, llegamos al pie de la altura donde estaba la torre; allí
mana una fuente y vierte sus aguas transparentes y puras en un pilón
de piedra. Hicimos alto para dar de beber a las mulas.

Eché pie a tierra, y separándome del guía, emprendí la subida hacia
la torre. La cuesta era muy suave, mas no dejé de pasar algún
trabajo, por estar el piso cubierto de piedras afiladas, que,
pasándome el calzado, me hirieron dos o tres veces en los pies;
además, la distancia resultó ser mucho mayor de lo que yo supuse. Al
fin llegué a las ruinas, pues no otra cosa había allí. Me encontré
con una de esas torres vigías, llamadas en portugués _atalaias_;
era cuadrada, rodeábala un muro, derruído en grandes trechos. La
torre, cuya parte inferior estaba toda macizada, no tenía puerta;
pero en una de sus caras había unas hendiduras entre las piedras
para apoyar los pies, y trepando por tan tosca escalera llegué a un
aposento pequeño, de unos cinco pies en cuadro, con el techo hundido.
Dominábase desde allí una extensa vista en todas direcciones; aquel
era evidentemente el alojamiento de los encargados de vigilar la
frontera y de dar la alarma—encendiendo hogueras, acaso—al aparecer
los enemigos. Un puñado de hombres resueltos podía defenderse en tan
pequeña fortaleza contra asaltantes numerosos, expuestos en la subida
a los tiros de la torre.

Ya iba a marcharme cuando, detrás de una parte del muro no recorrida
por mí, sonó un grito extraño; acudí presuroso y me encontré con
una miserable criatura, harapienta, sentada en una piedra. Era un
loco, como de treinta años de edad, creo que sordo-mudo. Clavado en
su asiento, desvariaba y gesticulaba, retorciendo su ruda fisonomía
en espantables contorsiones. Solo aquello faltaba para completar
la escena. Unos bandidos hubieran estado fuera de lugar en tan
melancólica desolación. Pero el loco, sentado en la piedra detrás
de las ruinas batidas por el viento, contemplando los marchitos
chaparrales, sobre los que gravitaba un cielo hosco y pesado,
componía un cuadro de tristeza y miseria como no lo habrá concebido
poeta o pintor alguno en sus delirios más sombríos. No es este el
primer caso en que me ha tocado comprobar que la realidad sobrepuja a
veces a la fantasía.

Monté de nuevo en la mula y caminamos hasta que, al llegar a lo alto
de otra colina, exclamó el guía súbitamente: «¡Allí está Elvas!»
Miré en la dirección que me indicaba, y vi una ciudad encaramada
en un alto cerro. Separado de éste por un profundo valle, hacia la
izquierda, había otro cerro mucho más alto, donde está la famosa
fortaleza de Elvas, reputada por la más poderosa de Portugal. Entre
ambos cerros, pero muy al fondo, y lejos, en dirección de España,
columbré las vertientes sombrías y la cima nebulosa de una soberbia
montaña, que, según más adelante supe, era Alburquerque, una de las
mayores de Extremadura.

El camino entraba allí en paraje cultivado; por entre setos vivos
llegamos a un sitio donde el terreno descendía suavemente. A la
derecha arrancaba el acueducto que provee de agua a la ciudad; tenía
allí escasamente dos pies de altura, pero según íbamos descendiendo,
las proporciones de la fábrica crecían, hasta ser colosales. Cerca
del fondo del valle, el acueducto torcía a la izquierda, salvando
el camino con uno de sus arcos: al pasar por debajo, alcé los ojos
para mirarlo. El agua corría a cien pies de altura sobre mi cabeza;
la inmensidad de la obra realizada para transportarla me llenó de
admiración. Con todo, cierto detalle rebaja mucho las pretensiones de
grandeza y magnificencia de este acueducto: el agua no corre, como
en el de Lisboa, sobre un solo orden de arcos gigantescos, posados
en el valle como piernas de titanes, sino sobre tres órdenes de
arcos superpuestos. El gasto y el trabajo necesarios para levantar
tan insigne máquina, debieron de ser enormes; y cuando se piensa en
la relativa facilidad con que la industria moderna obtendría igual
resultado, no puede uno por menos de alegrarse de vivir en tiempos en
que es innecesario esquilmar la riqueza de una provincia para proveer
a una ciudad, construída en un cerro, de un indispensable elemento de
vida.



CAPÍTULO VIII

  Elvas.—Longevidad extraordinaria.—La nación inglesa.—Ingratitud
  portuguesa.—Las fortificaciones.—Un mendigo español.—Badajoz.—La
  aduana.


A mi llegada a la puerta de Elvas un oficial salió de una especie de
cuerpo de guardia, y después de hacerme varias preguntas, me envió,
acompañado de un soldado, a la oficina de policía, donde mi pasaporte
había de ser _visé_, porque en la frontera son muy exigentes en ese
particular. Arreglado el asunto, me instalé en una hostería próxima
a aquella puerta; me la había recomendado el posadero de Vendas
Novas, y su dueño se llamaba José Rosado. Era la mejor de Elvas,
pero muy inferior en comodidades a cualquier figón inglés. Acosado
por el frío, me refugié gustoso en una cocina interior, alumbrada
tan sólo, una vez cerrada la puerta, por el resplandor del fuego
que ardía débilmente en el fogón. Una mujer de edad, sentada en una
silla junto a la lumbre, pasaba las cuentas de su rosario; discerní
en su rostro, en cuanto la escasa luz del aposento me lo permitía,
una expresión singular, extraordinaria. Hícele algunas preguntas sin
importancia, y me contestó; pero parecía ligeramente sorda. Comenzaba
a encanecer, y le dije que, si bien la creía de más edad que yo, no
tenía seguramente el pelo tan blanco como el mío.

—¿Qué edad tiene usted, caballero?—preguntó, dándome el título
usualmente empleado en España para denotar un grado de respeto
extraordinario—. Respondí que iba a cumplir treinta años.
«Entonces—dijo—tenía usted razón al suponer que soy más vieja; tengo
más años que su madre de usted y que la madre de su madre; hace más
de cien años era yo una chicuela, y jugaba con otras de mi edad por
esos campos.» «En tal caso—respondí—se acordará usted, sin duda, del
terremoto.» «Sí—contestó—; si de algo me acuerdo, es de eso; cuando
ocurrió, estaba yo en la iglesia de Elvas oyendo misa, y el cura se
cayó al suelo, y dejó también caer la Hostia de las manos. Aún me
acuerdo de cómo temblaba el suelo; todos nos mareamos; las casas se
tambaleaban como si estuviesen borrachas. Ochenta años han pasado
sobre mí desde el temblor de tierra, y entonces ya tenía yo más edad
que usted tiene ahora.»

Miré con asombro a tan extraordinaria mujer, y apenas podía
dar crédito a sus palabras. Sin embargo, me aseguraron que,
positivamente, tenía más de ciento diez años, y pasaba por ser la
persona más vieja de Portugal. Conservaba todas sus facultades tan
despejadas como la generalidad de la gente al rayar en la mitad de
aquellos años. Era pariente de los dueños de la hostería.

Conforme avanzaba la noche, fueron entrando varias personas para
calentarse a la lumbre y gozar de la conversación; la casa era una
especie de mentidero, donde llevaba la voz cantante el huésped,
hombre de cierta sagacidad y experiencia, antiguo soldado del
ejército británico. Entre otros, vino el oficial que mandaba en
la puerta de la ciudad. Después de cambiar algunas palabras, este
caballero, joven de unos veinticinco años, bien parecido, rompió
en declamaciones violentas contra la nación inglesa y su gobierno,
quienes, si en todo tiempo habían demostrado su egoísmo y su
falacia, seguían ahora, respecto de España, una conducta sobremanera
ignominiosa, pues estando en su mano acabar de golpe la guerra civil,
enviando un poderoso ejército de socorro, preferían mandar un puñado
de tropas, con objeto de prolongar la lucha y aprovecharse de sus
ventajas. Después de cumplimentarle irónicamente por su cortesía y
urbanidad, pregunté al oficial si entre las acciones egoístas de la
nación y del gobierno ingleses, se contaba la de haber derrochado
centenares de millones de libras esterlinas y vertido un océano de
preciosa sangre para sostener la campaña de la península contra
Napoleón. «Seguramente—dije—el fuerte de Elvas, y más aún el vecino
castillo de Badajoz, dicen mucho respecto del egoísmo inglés, y
cada vez que los mire se confirmará usted en la opinión que acaba
de exponer. En cuanto a la guerra actual, le diré a usted que la
gratitud de España a Inglaterra, después de la expulsión de los
franceses gracias a nuestros ejércitos—gratitud demostrada en los
estorbos puestos al comercio inglés y en las misas de acción de
gracias ofrecidas al abandonar las costas españolas los herejes
británicos—, no puede inducir a Inglaterra a arruinarse por el
propósito de expulsar a don Carlos de sus montañas. Por deferencia al
superior entendimiento de usted—continué, dirigiéndome al oficial—,
quisiera creer que la prolongación indefinida de la guerra reporta
grandes provechos a mi país; pero me haría usted un favor insigne
explicándome el proceso químico en virtud del que la sangre vertida
en las montañas españolas va a parar al tesoro inglés convertida en
monedas de oro.»

Como tardara en contestarme, tomé de sobre la mesa un plato con
fruta, y pregunté: «¿Cómo se llaman estas frutas?» «Granadas y
_bolotas_»—respondió—. «Muy bien; un rústico inglés que no haya
salido nunca de su país, no hubiese podido darme esa respuesta, a
pesar de hallarse tan familiarizado con las granadas y las _bolotas_
como vuestra señoría con la línea de conducta que le incumbe tomar a
Inglaterra en su política interior y exterior.»

Esta réplica mía era impropia de un cristiano, lo confieso, y me
demostró cuántas reliquias de mi antiguo carácter quedaban en el
fondo de mi alma; con todo, séame permitido decir que, probablemente,
ninguna otra provocación me hubiera inducido a responder con tanta
cólera; pero no pude dominarme al oír tratar con injusticia a mi
gloriosa tierra. Y ¿por quién? ¡Por un portugués! Por un hijo del
país libertado de horrible esclavitud dos veces gracias al esfuerzo
inglés. A no ser por Wellington y sus héroes, Portugal sería francés
a estas fechas; a no ser por Napier y sus marinos, don Miguel
reinaría en Lisboa. Volviendo al oficial, diré que todos se le
rieron, y un momento después se fué.

Al día siguiente entré en relación con un comerciante respetable,
llamado Almeida, hombre de talento, aunque algo brusco de modales.
Manifestó profunda aversión al sistema papista que durante tanto
tiempo había mantenido en mortales tinieblas a su infortunado país; y
apenas supo que yo era portador de cierta cantidad de Testamentos,
con intención de dejarlos allí para su venta, expresó vivos deseos de
hacerse cargo de los libros, y se ofreció a trabajar cuanto pudiese
para colocarlos entre sus numerosos parroquianos. Al enseñarle un
ejemplar, le dije: «En la portada va el nombre de usted.» Porque, en
efecto, la edición portuguesa de la Sagrada Escritura que la Sociedad
Bíblica repartía la hizo un protestante llamado Almeida, y se publicó
por vez primera en 1712; el comerciante sonrió, y me dijo que le
honraba mucho tener alguna relación, aunque sólo fuese por el nombre,
con el traductor. Echó a broma la propuesta de remunerarle por su
trabajo, asegurándome que el solo hecho de poder colaborar en una
obra tan santa y útil como la difusión de la Escritura, era para él
suficiente recompensa.

Terminado este asunto, di un vistazo a los alrededores de Elvas, y
subí paseando, cerro arriba, hasta el fuerte, al Norte de la ciudad.
La parte baja del cerro está poblada de _azinheiras_, que le dan
amenidad; por unas piedras varadas en el cauce crucé el arroyuelo
que corre al pie. Al llegar a la entrada del fuerte, un centinela me
cortó el paso; pero tuvo la amabilidad de decirme que, con dar mi
nombre al oficial comandante, me permitirían visitar el interior.
Envié, pues, mi tarjeta al oficial con un soldado que vagaba por
allí, y, sentándome en una piedra, aguardé; volvió a poco; me
preguntó si yo era inglés, y al oír mi respuesta afirmativa, dijo:
«En tal caso, señor, no puede usted entrar; no es costumbre enseñar
el fuerte a los extranjeros.» Respondí que lo mismo me daba visitarlo
o no; y después de contemplar a Badajoz en la lejanía, desde el lado
oriental del cerro, desanduve el camino recorrido a la subida.

Tales son los provechos que se obtienen con proteger a una nación
y con derrochar la sangre y el dinero en su defensa. Los ingleses
nunca han estado en guerra con Portugal; se han batido por mar y
por tierra, siempre con buen éxito, en favor de su independencia;
se han obligado, por un tratado de comercio, a beber sus vinos, tan
ordinarios y adulterados, que en ninguna otra parte los quieren, y,
sin embargo, son los más impopulares de cuantos extranjeros visitan
este país. Los franceses han asolado Portugal y vertido la sangre de
sus hijos como si fuese agua; no compran sus productos; desprecian
sus vinos; pero no hay aquí mala disposición para los franceses.
La razón de esto no es ningún misterio; lo propio, no ya de los
portugueses, sino de la corrupción del hombre, es aborrecer a los
bienhechores que con sus beneficios lastiman del modo más generoso su
miserable vanidad.

En ningún país son tan populares los ingleses como en Francia; y
es que, si bien los franceses han sido con frecuencia tratados
rudamente por los ingleses y ocupada su capital por un ejército
inglés, nunca han estado sometidos a la supuesta ignominia de recibir
de ellos asistencia y socorro.

Las fortificaciones de Elvas son un modelo en su género; a primera
vista pudiera creerse que la ciudad, si estuviera bien guarnecida,
sería capaz de retar a cualquier enemigo; pero tiene un punto flaco:
un cerro la domina por Occidente, a media milla de distancia, desde
donde un general experto no dejaría de cañonearla, probablemente
con buen éxito. Es la última ciudad de Portugal por aquella parte,
y apenas si la separan dos leguas de la frontera española. Fué
construída, evidentemente, para rivalizar con Badajoz, al que mira
desde su altura a través de la planicie arenosa por donde van las
lentas aguas del Guadiana. Pero aunque Elvas es una ciudad fuerte,
apenas tiene valor como defensa de la frontera, abierta por todas
partes, de tal modo, que un ejército invasor dispuesto a esquivar
esta plaza, no tendría la menor necesidad de aproximarse ni a doce
leguas de sus muros. Son tan extensas sus fortificaciones que no
harían falta menos de diez mil hombres para guarnecerla, fuerza que,
en caso de invasión, estaría mejor empleada en afrontar al enemigo en
campo raso. Durante su ocupación de Portugal, los franceses pusieron
en la plaza una corta guarnición, que se retiró al castillo al
acercarse los ingleses, y capituló poco después.

Como ya no me detenía cosa alguna en Elvas, dispúseme a cruzar la
frontera de España. El guía idiota tomó el camino de vuelta a Aldea
Gallega, y el 5 de enero, montado en una triste mula, sin riendas ni
estribos, guiándola con el ramal, y seguido por un muchacho que había
de acompañarme montado en otra, bajé presuroso desde Elvas al llano,
con ansia de llegar a la romántica, a la caballeresca y vieja España.
Era innecesario, y así lo comprendí en seguida, azuzar a mi mula,
pues con todas sus mataduras, reparada de la vista y coja, andaba
ligera como el viento.

En poco más de media hora llegamos a un arroyo, cuyas aguas corrían
impetuosas entre márgenes escarpadas. Un hombre, al borde del arroyo,
me indicó el vado en el agrio dialecto de Portugal; y cuando aún
estaba yo chapoteando en el agua, una voz me saludó desde la otra
orilla en el espléndido idioma de España, de esta manera: _¡Oh
señor caballero, que me dé usted una limosna por amor de Dios,
una limosnita para que yo me compre un traguillo de vino tinto!_
Un momento después pisé suelo español, porque el arroyo, llamado
Acaia, sirve allí de límite a los dos reinos; arrojé al mendigo una
monedilla de plata, y gritando _¡Santiago y cierra España!_, seguí
mi camino más de prisa todavía, prestando poca atención, como
dice Gil Blas, al torrente de bendiciones derramado por el mendigo
a mis espaldas; con todo, nunca se vió limosna otorgada con menos
discernimiento, porque, según más adelante averigüé, aquel tipo era
un borracho perdido que se instalaba todas las mañanas junto al vado
para sacar a los viajeros unos cuartos y gastárselos por las noches
en las tabernas de Badajoz. Pagaba con bendiciones a quien le daba
limosna, y con maldiciones a quien se la negaba; e igual facundia y
habilidad tenía en el empleo de las unas que de las otras.

Badajoz estaba ya a la vista, a poco más de media legua de distancia.
Pronto torcimos a la izquierda para tomar el puente de arcos que
atraviesa el Guadiana, río muy famoso en romances y cantares,
pero nada ameno en realidad, poco profundo y muy lento, aunque de
razonable anchura; sus orillas blanqueaban con las ropas puestas a
secar al sol, que lucía resplandeciente. Desde gran distancia oí
cantar a las lavanderas, y el tema de sus cánticos parecía ser las
alabanzas del río en que estaban descrismándose, porque al acercarme
oí distintamente: _Guadiana, Guadiana_, repetido a coro por muchas
mujeres, las unas mozas, las otras de edad, de mejillas tostadas,
cuyas voces fuertes y claras, multiplicaba el eco por todas partes.
Pensé que había cierta semejanza entre mi tarea y la suya; yo estaba
en vías de curtir mi tez septentrional exponiéndome al candente sol
de España, movido por la modesta esperanza de ser útil en la obra de
borrar del alma de los españoles, a quienes conocía apenas, alguna
de las impuras manchas dejadas en ella por el papismo, así como las
lavanderas se quemaban el rostro en la orilla del río para blanquear
las ropas de gentes que desconocían. A mi mente acudieron con mucha
fuerza las palabras de un poeta oriental: «Día tras día, y noche tras
noche, me fatigaré en socorro de mis hermanos sin fortuna, como las
lavanderas curten su faz al sol por limpiar unas ropas que no son
suyas.»

Cruzado el puente, llegamos a la puerta Norte de Badajoz, y de
una especie de garita salió a nosotros un individuo tocado con un
sombrero andaluz de copa puntiaguda, y embozado en una de esas
inmensas capas, muy conocidas de cuantos han viajado por España,
que sólo un español sabe llevar en forma que sienten bien. Sin
pronunciar palabra asió del ramal de la mula, y entrándose por la
puerta de la ciudad, nos llevó por una calle muy sucia, llena de
gente embozada también en largas capas. Preguntéle qué se proponía,
y no se dignó contestar; pero el muchacho, mi acompañante, dijo que
era un guarda-puertas y nos llevaba a la aduana, o _alfandega_,
para el registro del equipaje. Llegados a la aduana, el guarda,
sin romper su adusto silencio, comenzó a echar las maletas desde la
mula de carga al suelo y a desatarlas. Ya iba a reprenderle como su
brutalidad merecía; pero antes de que pudiera abrir la boca, apareció
en la puerta un personaje, alto y de edad madura, en quien no tardé
en reconocer al jefe de la aduana. Después de mirarme un momento,
me preguntó en mi idioma si yo era inglés. Al oír mi respuesta
afirmativa, preguntó al guarda cómo se había atrevido a cometer la
insolencia de poner las manos en el equipaje sin orden superior, y
severamente le mandó atar de nuevo las maletas y cargarlas en la
mula, como lo hizo, en efecto, sin pronunciar palabra. Preguntóme
después lo que contenían las maletas: ropas de vestir—contesté yo—,
y pidiéndome perdón por la insolencia de su subordinado, me dijo que
era libre de ir adonde tuviera por conveniente. Le di las gracias por
su extremada cortesía, y guiando el muchacho, fuí directamente a la
fonda de las Tres Naciones, que me habían recomendado en Elvas[35].

  [35] La fonda estaba en la calle de la Moraleja, núm. 30.
  (Knapp).



CAPÍTULO IX

  Badajoz.—Antonio el gitano.—Una proposición de Antonio.—Es
  aceptada.—El desayuno gitano.—Salida de Badajoz.—El borrico del
  gitano.—Mérida.—La muralla en ruinas.—La comadre.—El país del
  moro.—Los hombres negros.—La vida en el desierto.—La cena.


Hallábame ya en Badajoz, en España, país que durante los cuatro
años siguientes iba a ser teatro de mis trabajos; pero no nos
anticipemos a los acontecimientos. Los alrededores de Badajoz no me
predispusieron gran cosa en favor del país a que acababa de llegar.
Aquellas planicies parduscas, apenas producen otra cosa que el
arbusto llamado en español _carrasco_; sin embargo, unas montañas
azuladas se yerguen en la lejanía y animan un poco la entonación
monótona del paisaje.

En Badajoz, capital de Extremadura, fué donde, por vez primera,
tropecé con los singularísimos _Zincali_, o _gitanos_ españoles.
Allí fué donde encontré al indómito Paco, hombre que tenía un brazo
seco y manejaba las _cachas_[36] con la mano izquierda; a su astuta
mujer, Antonia, diestra en _hokkano baró_[37], o engaño maestro, a su
suegro, el feroz gitano Antonio López, y a otros muchos individuos
del _Errate_, o sangre gitana, poco menos notables que éstos. Aquí
fué donde, por vez primera, prediqué el Evangelio al pueblo gitano, y
comenzé la traducción del Nuevo Testamento al idioma de los gitanos
españoles, traducción que, en parte, se imprimió más tarde en Madrid.

  [36] Tijeras.

  [37] _Hok_, fraude. _Hokkano_ (en la lengua de gitanos ingleses):
  mentira; _baró_, grande.

Permanecí tres semanas en Badajoz, y me dispuse a salir para Madrid;
un anochecido estaba yo en mi aposento arreglando mi escaso equipaje,
cuando entró Antonio el gitano, vestido con su _zamarra_ y tocado con
el puntiagudo sombrero andaluz.

ANTONIO.—Buenas noches, hermano; me han dicho que _callicaste_[38]
te propones salir para _Madrilati_[39].

  [38] Ayer, mañana.

  [39] Madrid.

YO.—Así es; no puedo estar aquí más tiempo.

ANTONIO.—El camino hasta _Madrilati_ es largo; el país está en
guerra, y en el campo abundan los _chories_[40]. ¿No te amedrenta el
viaje?

  [40] _Chor_, ladrón.

YO.—Yo no tengo miedo; ningún hombre puede eludir su destino;
lo que haya de ser de mi cuerpo y de mi alma, escrito está en un
_gabicote_[41] desde mil años antes de la creación del mundo.

  [41] Libro.

ANTONIO.—Yo, personalmente, tampoco tengo miedo, hermano; la noche
oscura es para mí igual que el día claro, y el _carrascal_ silvestre
lo mismo que la plaza del mercado o que el _chardi_[42]; llevo en el
pecho el _bar lachí_[43], la piedra preciosa a que se pega la aguja.

  [42] Feria.

  [43] Lit: piedra buena (talismán). _Lachó_: bueno.

YO.—Supongo que te refieres al imán. ¿Crees que una piedra inerte
puede preservarte de los peligros que amenacen tu vida?

ANTONIO.—Hermano, cuento ya cincuenta años de edad, y aquí me
tienes vivo y sano. ¿Cómo podría ser eso si el _bar lachí_ no tuviera
poder alguno? He sido soldado y _contrabandista_, y he matado y
robado también a los _Busné_[44]. Las balas del _Gabiné_[45] y del
_jara canallis_[46] me han zumbado en los oídos sin tocarme por
llevar conmigo el _bar lachí_. Veinte veces he hecho cosas que,
según la ley _busné_ debían haberme llevado al _filimicha_[47]; sin
embargo, nunca me ha estrujado el cuello el frío _garrote_. Hermano,
confío en el _bar lachí_, como los _Caloré_[48] de otro tiempo:
aunque me viera en el golfo de _Bombardó_[49] sin una tabla a qué
agarrarme, no tendría miedo; porque llevando tan preciosa piedra,
ella me sacaría sano y salvo a la costa. El _bar lachí_ es poderoso,
hermano.

  [44] _Busnó_ (pl. _busné_): el que no es gitano.

  [45] Francés.

  [46] Guardas o empleados del resguardo.

  [47] La horca.

  [48] _Caló_, _Caloró_ (pl. _Calés_, _Caloré_): el que es del
  _kalo rat_, o sangre negra; un gitano.

  [49] León.

YO.—No vamos a discutir por eso, y menos ahora, en el momento de
marcharme de Badajoz; despidámonos rápidamente, y ya no volveremos a
vernos más.

ANTONIO.—Hermano, ¿sabes a lo que vengo?

YO.—Lo ignoro, como no sea a desearme feliz viaje; no soy bastante
gitano para adivinar los pensamientos de la gente.

ANTONIO.—Toda la noche pasada he estado despierto, pensando en
los asuntos de Egipto; cuando me levanté esta mañana, tomé el _bar
lachí_, y raspándolo con un cuchillo saqué un poco de polvo, y me lo
bebí con _aguardiente_, según tengo costumbre de hacer después de
tomar una resolución. Luego me dije: estoy haciendo falta en la raya
de _Castumba_[50] para cierto negocio. El _Caloró_[51] forastero
va a marcharse a _Madrilati_; el camino es largo, y pudiera caer en
malas manos, quizás en las de gente de su propia sangre, porque he
de decirte, hermano, que los _Calés_ abandonan ya las ciudades y
aldeas y se echan al campo en cuadrillas para saquear a los _Busné_;
no hay ley ninguna en estas tierras, y ahora o nunca es la ocasión
de que los _Caloré_ vuelvan a ser lo que fueron en tiempos pasados.
De manera que me dije: el _Caloró_ forastero puede caer en manos de
los de su misma sangre y ser maltratado por ellos, que sería una
vergüenza. De consiguiente, iré con él por el _Chim del Manró_[52]
hasta la raya de _Castumba_, y desde la raya de _Castumba_ dejaré
que el _Caloró_ de Londres siga su camino a _Madrilati_, porque hay
menos peligro en _Castumba_ que en _Chim del Manró_, y después podré
ocuparme de los asuntos de Egipto que allí me reclaman.

  [50] Castilla.

  [51] Gitano.

  [52] _Chim_: reino, comarca; _Manró_: pan, trigo. _Chim del
  Manró_: tierra del trigo: Extremadura.

YO.—Ese plan promete mucho, amigo mío. ¿En qué forma piensas que
hagamos el viaje?

ANTONIO.—Te lo diré, hermano. Tengo en la cuadra un _gras_[53], el
mismo que compré en Olivenza, como te dije en otra ocasión; es bueno
y ligero, y me costó, a mí que soy gitano, cincuenta _chulé_[54]; tú
puedes ir en el _gras_; yo montaré en el _macho_.

  [53] _Grà_, _gras_, _graste_, _gry_: caballo.

  [54] _Chulí_ (pl. _Chulé_): un duro.

YO.—Antes de responder desearía que me dijeses qué asuntos son esos
que te obligan a ir a _Castumba_; tu yerno Paco me tiene dicho que
los gitanos no acostumbran ya a viajar.

ANTONIO.—Es un asunto de Egipto, hermano, y no puedo decirte más.
Acaso se trata de un caballo o de un borrico, acaso de una mula o de
un _macho_; lo que sea, no se refiere a ti; por tanto, te aconsejo
que no preguntes nada. _Dosta_[55]. Volviendo a lo de antes: eres
libre de rechazar mi ofrecimiento; hay un _drungruje_[56] de aquí
a _Madrilati_, y puedes viajar en el _birdoche_[57] o con los
_dromalis_[58]; pero te advierto, como hermano, que hay _chories_ en
el _drun_, y algunos de ellos son del _Errate_.

  [55] Basta.

  [56] _Drun_, _drom_: camino. _Drungruje_ o _drunji_: camino real.

  [57] Galera.

  [58] Arrieros.

La verdad es que pocas personas en mi situación hubiesen aceptado
la propuesta del singular gitano. Sin embargo, el plan no dejaba
de tener atractivos para mí. Dada mi afición a las aventuras, no
podía satisfacerla de mejor ni más fácil modo que poniéndome en
manos de tal guía. Otros en mi caso hubiesen recelado una traición,
pero yo estaba tranquilo sobre ese punto, y no creía que el
gitano abrigase la más ligera mala intención en contra mía; le vi
plenamente convencido de que yo era uno de los del _Errate_, y los
rasgos más fuertes de su carácter eran el amor a su raza y el odio a
los _Busné_. Deseaba yo, además, aprovechar todas las ocasiones de
conocer a fondo las costumbres de los gitanos españoles, y allí se me
presentaba una excelente, apenas llegado a España. Total: que resolví
acompañar al gitano. «Iremos juntos—le dije—. Mi equipaje lo mandaré
a Madrid por el _birdoche_.» «Muy bien hecho, hermano—contestó—, y
así el _gras_ andará más ligero. La verdad es que para nada necesitas
llevar equipaje. ¡Cómo se reirían los _Busné_ si se encontraran en el
camino a dos _Calés_ viajando con equipaje!»

Durante mi estancia en Badajoz, tuve poco trato con los españoles;
lo más del tiempo se lo consagré a los gitanos, raza ya conocida
y tratada por mí en diversas partes del mundo, y con quienes me
encontraba más a mis anchas que con los silenciosos y reservados
hombres de España; medio siglo puede estar un extranjero entre
españoles sin que le dirijan media docena de palabras, a no ser
que partan de él los primeros pasos para intimar, y aun así, puede
verse rechazado con un encogimiento de hombros y un _no entiendo_,
porque entre los muchos prejuicios profundamente arraigados en este
pueblo se cuenta la singular idea de que ningún extranjero es capaz
de aprender su lengua, idea a que siguen aferrados aunque le oigan
hablar en ella corrientemente; todo lo más que en tal caso conceden,
es esto: _Habla cuatro palabras, y nada más_.

Una mañana temprano, antes de salir el sol, me encontré frente a la
casa de Antonio, pequeña y mísera construcción, situada en una calle
sucia. La mañana era profundamente oscura; la calle estaba, sin
embargo, parcialmente iluminada por un montón de paja ardiendo, en
torno del que dos o tres hombres parecían muy ocupados en sostener un
objeto sobre la llama. Un instante después se abrió la puerta de la
casa del gitano, y apareció Antonio. Echó una mirada en dirección de
la hoguera, y exclamó: «El puerco ha dado muerte a su hermano. Que
todo _Busnó_ corra la misma suerte. Entremos, hermano, y comeremos el
corazón del puerco.» No entendí bien estas palabras, pero siguiendo
al gitano, llegamos a un aposento bajo, donde había un _brasero_
encendido, a su lado una tosca mesa cubierta con grosero mantel,
y sobre ella un pan y un puchero que despedía agradable olor. «En
esta _puchera_—dijo Antonio—, está el corazón del _balichó_[59];
comamos.» Nos sentamos a la mesa y comimos, Antonio vorazmente.
Cuando terminó, se puso en pie y me dijo: «¿Has traído el _li_?»[60].
«Aquí está—contesté, enseñándole mi pasaporte—. «Bueno; puedes
necesitarlo—repuso—. Yo no lo necesito; mi pasaporte es el _bar
lachí_. Ahora un vaso de _repañí_[61], y al camino.»

  [59] Cerdo.

  [60] _Li_ o _Lil_: papel, carta, libro.

  [61] Aguardiente.

Salimos del cuarto; Antonio cerró la puerta con llave, que escondió
luego debajo de una baldosa, en un rincón del pasillo. «Espérame
en la calle, hermano, mientras voy a la cuadra a buscar las
_caballerías_.» Le obedecí. El sol no había salido aún; el frío era
cortante; pero la luz grisácea del alba me permitía ya distinguir
los objetos con suficiente claridad. No tardé en oír las pisadas
de los animales, y un momento después apareció Antonio llevando el
caballo por la brida; el _macho_ iba detrás. Miré al caballo y no
pude contener un movimiento de asombro. Hasta donde me fué posible
examinarlo, me pareció el bicho más raro que había visto en mi vida.
Era de espectral blancura, muy corto de cuerpo, pero con unas patas
de desmesurada longitud, y altísimo de _cruz_. «Estás mirando el
_grasti_—dijo Antonio—. Tiene diez y ocho años, pero es el mejor de
_Chim del Manró_, ni más ni menos; hace mucho tiempo que le tenía
echado el ojo, y le compré para emplearlo en los negocios de Egipto.
Monta, hermano, monta, y dejemos los _foros_[62]; ya van a abrir la
puerta de la ciudad.»

  [62] _Foro_: pueblo, ciudad.

Cerró la de su casa, y se guardó la llave en la _faja_. Menos de un
cuarto de hora después, habíamos dejado Badajoz a nuestra espalda.
«No me parece muy bueno este caballo—dije a Antonio, cuando íbamos ya
por el campo—. Apenas si puedo hacerle andar.»

«Es el caballo más ligero que hay en _Chim del Manró_, hermano—dijo
Antonio—. Lo mismo al galope que al trote largo ninguno le aventaja;
pero tiene diez y ocho años y las coyunturas entumecidas, sobre todo
por la mañana; pero deja que entre en calor y que el _genio del
viejo_ reviva, y no podrás contenerlo con el freno ni con la brida.
Ese caballo lo compré para los asuntos de Egipto, hermano.»

A eso del mediodía llegamos a una aldea, en las inmediaciones de un
cerro pedregoso. «Aquí no hay casa _Caló_—dijo Antonio—; tenemos
que ir a la posada de los _Busné_, donde comeremos todos, hombres y
bestias.» Entramos en la cocina, nos sentamos a la mesa y pedimos pan
y vino. Había en la cocina dos individuos de mala catadura, fumando
unos cigarros; y como se me ocurriera decir no sé qué cosa a Antonio
en _caló_, uno de aquellos tipos, notable por sus inmensos bigotes,
exclamó: «¿Qué es lo que oigo? ¿Te atreves a hablar en _caló_ delante
de mí, que soy _chalan_ y nacional? Malditos gitanos, ¿cómo os
atrevéis a entrar en esta _posada_ y a hablar en esa lengua delante
de mí? ¿No está prohibida por la ley, como os está prohibido entrar
en el _mercado_? Amigo, como vuelva yo a oír de tu boca una palabra
en _caló_ te muelo los huesos a palos, y de un puntapié vas volando
al tejado.»

«Haría usted muy bien—dijo su compañero—, porque la insolencia de
estos gitanos es ya inaguantable. Estando en Mérida o Badajoz,
voy al mercado, y allí me veo en un rincón a los malditos gitanos
charlando en una lengua ininteligible. «Señor gitano—le digo a uno de
ellos—, ¿cuánto quiere usted por ese burro?» «Diez duros, _Caballero
nacional_, me responde. Es el mejor burro de toda España.» «Quisiera
verlo andar»—replico yo—. «Ahora mismo»—contesta—, y salta sobre el
burro y le hace salir andando, no sin haberle murmurado antes al
oído no sé qué cosas en _caló_; el burro tenía un paso magnífico,
como yo no había visto otro. «Creo que me conviene»—digo al fin, y
después de examinarlo un rato, saco el dinero y le pago—. «Me voy
a mi casa»—dice el gitano, y desaparece rápidamente—. «Y yo a mi
pueblo»—contesto yo—, y montado en el burro, le digo: _Vámonos_,
pero el burro se está quieto. En vano le arreo con una varita.
«¿Qué significa esto?»—exclamo—; y me pongo a darle espolazos. Pero
el maldito, apenas siente la picadura, al primer corcovo me tira
por las orejas en medio del fango. Me pongo en pie y veo al burro
contemplándome atentamente, y a la _canaille_ gitana mirándome de
través con sus ojos velados. «¿Dónde está el tunante que me ha
vendido esta alhaja?»—grito—. «Se ha ido a Granada»—dice uno—. «Se
ha ido a ver a su familia de Morería»—añade otro—. «Le acabo de ver
corriendo por el campo en dirección de... perseguido muy de cerca
por el diablo»—exclama un tercero—. En suma, me han robado. Quiero
deshacerme del burro, pero no hay quien lo compre; es un burro
_caló_, y todos le huyen. Al cabo, los gitanos me ofrecen treinta
_reals_ por él; y después de regatear mucho, me doy por contento
vendiéndoselo en dos duros. Todo ello es una pura estafa; el burro
vuelve a su dueño y la cuadrilla se reparte la ganancia; es una
infamia que se evitaría, a mi parecer, con sólo prohibir hablar el
_caló_; porque, ¿qué otra cosa sino las palabras en _caló_ dichas
a su oído, pudo inducir al jumento a portarse de tan inconcebible
manera?»

Ambos parecían completamente convencidos de la exactitud de esta
conclusión, y continuaron fumando hasta consumir los cigarros;
entonces se levantaron, se atusaron las patillas, nos miraron con
fiero desden, y arrojando al suelo las puntas de los cigarros,
salieron de la habitación a paso largo.

—Esta gente no me parece muy amiga de los gitanos ni del lenguaje
_caló_—dije a Antonio cuando los dos matones se fueron.

—Malos muermos les cojan los hocicos—dijo Antonio—. Ya se ve que
algunos de los nuestros los han _jonjabadoed_[63]. Sin embargo,
has hecho mal, hermano, en hablarme en _caló_ en esta _posada_; es
lenguaje prohibido, porque, como ya te he dicho, el rey ha destruído
la ley de los _Calés_[64]. Vámonos de aquí, hermano, antes que esos
_juntunes_[65] nos echen encima a la _justicia_.

  [63] Engañado. Terminación inglesa añadida a la terminación
  española de la palabra romani _jonjabar_, engañar. _Jojana_:
  engaño.

  [64] _El crallis ha nicobado la liri de los Calés._

  [65] _Juntuno_: espía.

Al atardecer llegábamos cerca de un pueblo grande.

—Esta es Mérida—dijo Antonio—, que, según cuentan los _busné_, fué
antaño una gran ciudad de los _corahai_[66]; pasaremos aquí la
noche, y quizás dos o tres días, porque tengo que arreglar algunos
asuntos de Egipto. Ahora, hermano, échate a un lado del camino con
el caballo, y espera junto a esa tapia hasta mi vuelta. Tengo que
adelantarme para ver cómo están las cosas.

  [66] Los moros.

Me apeé del caballo y me senté en una piedra, junto a la pared en
ruinas indicada por Antonio. El sol declinaba y el viento era muy
sutil; me arropé bien en una capa de gitano, andrajosa y vieja, que
Antonio me dió, y como sentía algún cansancio, caí en un sopor que
duró casi una hora.

—¿Es su merced el _Caloró_ de Londres?—dijo muy cerca de mí una voz
desconocida.

Me desperté sobresaltado; vi un rostro de mujer casi debajo del ala
de mi sombrero. A pesar de la poca luz, observé que sus facciones
eran horriblemente feas, casi negras; pertenecían a una gitana vieja,
lo menos de setenta años, que se apoyaba en un palo.

—¿Es su merced el _Caloró_ de Londres?—repitió.

—Yo soy el que usted busca. ¿Y Antonio?

—_Curelando, curelando; baribustres curelós terela_[67]—dijo la
vieja—. Venga conmigo. _Caloró_ de mi _garlochín_[68], venga conmigo
a mi _ker_[69]; en seguida llegamos.

  [67] Negociando, negociando; tiene muchos negocios que hacer.

  [68] Corazón.

  [69] O _Quer_: Casa.

Eché por el camino, detrás de la gitana, hasta llegar a la ciudad,
ruinosa y medio desierta; remontamos una calle, torcimos luego por
una callejuela angosta y lóbrega, y, a poco, mi guía abrió la puerta
de una casa bastante capaz y muy estropeada.

—Entra—me dijo.

—¿Y el _gras_?—pregunté.

—Hazle entrar también, _chabó_[70] mío; en la cuadra, aunque pequeña,
hay sitio para el _gras_.

  [70] _Chabó_, _chabé_, _chaboró_: mozo, joven, individuo.

Atravesamos un vasto patio, y nos detuvimos ante una puerta muy ancha.

—Entra, hijo de Egipto—dijo la bruja—; entra; esa es la cuadra.

—Esto está más negro que la pez—dije yo—, y es muy a propósito para
lo que yo me sé; trae una luz, o no entro.

—Dame el _solabarri_[71]—respondió la vieja—, y yo encerraré el
caballo, _chabó_ de Epipto, y le ataré al pesebre.

  [71] Brida.

Entró con él en la cuadra, y la oí trajinar en la oscuridad; no tardé
en oír rebullirse también al caballo.

—_Grasti terelamos_[72]—dijo la gitana, al reaparecer con la brida en
la mano—. El caballo se ha soltado él solo; a pesar del viaje no se
ha resentido. Ahora, _Caloró_ mío, vamos a mi casita.

  [72] _Terelar_: atar.

Entramos en la casa, en un aposento muy capaz y tenebroso, donde
no había otra luz que el débil resplandor de un brasero, puesto al
fondo, junto al que se acurrucaban dos bultos oscuros.

—Estas son _callees_[73]—dijo la gitana vieja—. Una es mi hija; la
otra es su _chabí_[74]. Siéntate, _Caloró_ de Londres, y que te
oigamos el metal de la voz.

  [73] _Callee_, _callí_, fem. de _caló_.

  [74] Muchacha; fem. de _chabó_.

Miré en busca de una silla, pero no la había; cerca de mí, empero,
descubrí en el suelo el remate de una columna rota; rodándolo, lo
acerqué al _brasero_, y me senté.

—Esta casa es muy hermosa, madre de los gitanos—dije yo, por
satisfacer su deseo de oírme hablar—. Es muy hermosa, pero algo fría
y húmeda; por lo grande puede servir de sobra para alojar a los
_hundunares_.[75]

  [75] Soldados.

—Hay muchas casas de sobra en estos _foros_, muchas casas de sobra
en Mérida, _Caloró_ de Londres, algunas tal como las dejaron los
_corahanós_[76]. ¡Ah! Qué gran pueblo son los _corahanós_. Muchas
veces me entran ganas de volver otra vez a su _chim_.

  [76] _Corahano_: moro; fem. _corahani_.

—¡Cómo! Madre—dije yo—, ¿has estado en tierra de moros?

—Dos veces, _Caloró_ mío, dos veces he estado en la tierra de los
_Corahai_. La primera vez, hace más de cincuenta años; entonces
estaba yo con los _sesé_[77], porque mi marido era soldado del
_Crallis_ de España, y Orán pertenecía en aquellos tiempos a España.

  [77] Pl. de _sesó_: español.

—Entonces no estuviste con los verdaderos moros, sino con los
españoles que ocupaban una parte de su país.

—Estuve con los verdaderos moros, mi _Caloró_ de Londres. ¿Quién
conoce a los moros mejor que yo? Hace unos cuarenta años estaba yo
con mi _ro_[78], en Ceuta, porque era soldado del rey, cuando un día
me dijo: «Estoy cansado de vivir aquí, que no hay pan, y agua menos
aún; he decidido escaparme y volverme _corahanó_; esta noche mataré
al sargento y huiré al campo moro.»

  [78] _Ro_, _rom_: marido; un gitano casado. _Roma_, los maridos,
  nombre genérico del pueblo gitano, o Romani.

—Hazlo—respondí—, _chabó_ mío, y en cuanto pueda te seguiré y me haré
_corahani_.

Aquel a misma noche mató a su sargento, que cinco años antes le había
llamado _Caló_, y le había maldecido; echó a correr, saltó por la
muralla, y sin que le tocaran los tiros que le tiraron, se puso en
salvo en la tierra de los _corahai_. Yo me quedé en el _presidio_
de Ceuta, de cantinera, vendiendo vino y _repañi_ a los soldados.
Dos años pasaron sin tener noticias de mi _ro_. Un día entró en mi
_cachimani_[79] un desconocido; iba vestido como un _corahanó_,
pero más parecía un _callardó_[80]; y, sin embargo, tampoco era un
_callardó_, a pesar de ser casi negro; según estaba mirándole, pensé
que se parecía un poco a los del _Errate_, y me dijo: «_Zincali_[81];
_chachipé_»[82]; luego, en una lengua tan rara que apenas le pude
entender, me dijo al oído. «Tu marido está esperándote; ven conmigo,
hermanita, y te llevaré con él.» «¿Dónde está?»—pregunté—. Y
señalando hacia el Poniente, dijo: «Está por allá, muy lejos; ven
conmigo; tu _ro_ te espera.» Tuve un poco de miedo, pero me acordé
de mi marido, y ya deseé verme en la tierra de los _corahai_; tomé,
pues, el poco _parné_[83] que tenía, eché la llave al _cachimani_ y
me fuí con el desconocido. En la puerta nos dió el alto el centinela;
pero le convidé a _repañi_, y nos dejó pasar; en un instante llegamos
a la tierra de los _corahai_. A una legua de la ciudad, al pie de un
cerro, encontramos a cuatro personas, hombres y mujeres, tan negros
como mi desconocido guía, y se unieron a nosotros, saludándome, y
llamándome hermanita. Eso fué lo único que entendí de toda su habla,
que era muy cerrada. Quitáronme las ropas que llevaba y me dieron
otras, con las que me vestí como una _corahani_; y luego emprendimos
la marcha, que duró muchos días, por desiertos y aldeas; más de
una vez me pareció encontrarme entre los del _Errate_, porque sus
costumbres eran las mismas; los hombres querían _hokkawar_ con mulos
y burros; las mujeres decían _bají_[84]. Al cabo llegamos a una
ciudad grande, y el hombre negro que me había ido a buscar, dijo;
«Entra ahí, hermanita, y encontrarás a tu _ro_.» Me llegué a la
puerta, y vi estar dentro un _corahanó_ armado; le miré a la cara,
y reconocí a mi marido.

  [79] Taberna.

  [80] Mulato.

  [81] Gitanos.

  [82] La verdad.

  [83] _Parnó_: blanco; _parné_: moneda de plata. En general:
  dinero.

  [84] Fortuna. _Penar bají_: decir la buena ventura.

Era aquella una ciudad muy extraña, llena de gentes que habían sido
antes _candoré_[85], pero renegadas y convertidas en _corahai_. Había
allí _sesé_ y _laloré_[86], y hombres de otras naciones, y entre
ellos algunos del _Errate_ de mi mismo país; todos eran soldados
del _Crallis_ de los _corahai_, y le servían en sus guerras. Mucho
tiempo estuve con mi _ro_ en aquella ciudad, yendo a veces con él a
las guerras; muchas veces le pregunté acerca de los hombres negros
que me habían llevado hasta allí, y me dijo que había tenido algunos
tratos con ellos, y los creía del _Errate_. En fin, hermano, para no
alargar, a mi marido le mataron en la guerra, delante de una ciudad
sitiada por el rey de los _corahai_, yo quedé _piulí_[87], y volví a
la ciudad de los renegados, como la llamaban, y me gané la vida como
pude. Un día, estando yo sentada, llorando, se me plantó delante el
mismo hombre negro a quien no había vuelto a ver desde el día que me
llevó a juntarme con mi _ro_, y me dijo: «Ven conmigo, hermanita, ven
conmigo; el _ro_ está muy cerca.» Fuí con él, y fuera de la ciudad,
en el desierto, estaban los mismos hombres y mujeres negros que la
otra vez había visto. «¿Dónde está mi _ro_?»—pregunté.—«Aquí está,
hermanita—dijo el hombre negro—, aquí está; desde hoy yo soy el _ro_,
y tú la _romí_[88]. Ven, y vámonos de aquí, que no faltan quehaceres.»

  [85] Pl. de _Candory_: cristiano.

  [86] Portugueses.

  [87] Viuda.

  [88] Gitana casada.

Me marché con él, y fué mi _ro_, y vivimos por los desiertos y
_hokkawared_ y _choried_, y dije _bají_; yo pensaba: «Esto me gusta;
seguramente estoy entre los del _Errate_, en un país mejor que el
mío.» Muchas veces les pregunté si eran del _Errate_, y se reían,
diciéndome que muy bien podía ser porque no eran _corahai_; pero
nunca me dieron más clara cuenta de sí.

Bueno; esto duró unos cuantos años, y tuve del hombre negro tres
_chai_[89]; dos, murieron; pero la más joven, vive; es la _Callí_
que estás viendo al lado del _brasero_. Así vivíamos errantes, y
_choried_, y decíamos _bají_. Ocurrió que una vez, en tiempo de
invierno, nuestra pandilla intentó atravesar un río muy ancho y muy
profundo, como muchos otros que hay en _Chim del Corahai_, y el bote
volcó con la rapidez de la corriente, y todos se ahogaron menos yo y
mi _chabí_, a quien llevaba en el seno. Ya no me quedaba ningún amigo
entre los _corahai_; fuí errante por los _despoblados_, implorando
y llorando hasta quedarme casi _lilí_[90]. De este modo llegué a la
costa; allí hice amistad con el capitán de un barco, y volví a esta
tierra de España. Ahora que estoy aquí, deseo muchas veces volver a
vivir con los _corahai_.»

  [89] Pl. irreg. de _chabó_.

  [90] Fem. de _liló_: tonto, loco.

Al llegar aquí, rompió a reír a carcajadas, y así estuvo un rato
largo; cuando se cansó, les llegó el turno de reír a su hija y a su
nieta; y tanto rieron, que las tuve a todas por locas.

Horas y horas fueron pasando, y aún estábamos acurrucados junto al
_brasero_, del que todo calor había volado mucho tiempo hacía; el
leve fulgor que iluminaba el aposento también desapareció; sólo
quedaba en el brasero un rescoldo moribundo. La habitación estaba en
las más densas tinieblas; las tres mujeres permanecían inmóviles y en
silencio; sentí un escalofrío, y empecé a encontrarme a disgusto.

—¿Vendrá aquí Antonio esta noche?—pregunté al fin.

—_No tenga usted cuidao_, mi _Caloró_ de Londres—dijo la gitana vieja
con tono desabrido—. _Pepindorio_[91] ha estado aquí alguna vez.

  [91] Antonio.

Ya iba a levantarme, con intención de huir de la casa, cuando sentí
posarse una mano en mi hombro, y oí la voz de Antonio, que decía:

—No te asustes, hermano; soy yo. Pronto traerán luz, y cenaremos.

La cena fué bastante frugal: pan, queso y aceitunas; Antonio, empero,
sacó una bota de excelente vino. Despachamos los manjares a la luz de
una lámpara de barro puesta en el suelo.

—Ahora—dijo Antonio a la más joven de las tres mujeres—tráeme el
_pajandi_[92], que voy a cantar una _gachapla_[93].

  [92] Guitarra.

  [93] Copla.

La muchacha trajo la guitarra, y el gitano, después de templarla con
cierto trabajo, rascó vigorosamente las cuerdas y se puso a cantar:

    —Gitano, ¿por qué vas preso?
  —Señor, por cosa ninguna:
  Porque he cogío un ramá
  Y etrás se bino una mula.

    Caminito de Antequera
  Preso llevan a un gitano,
  Porque se encontró una capa
  Antes de perderla el amo.

El canto y la música duraron mucho tiempo. Las dos mujeres jóvenes no
se cansaban de bailar, mientras la vieja hacía a veces restallar sus
dedos o medía el compás golpeando en el suelo con el palo. Al fin,
Antonio, soltó bruscamente la guitarra, y dijo:

—Veo que el _Caloró_ de Londres está cansado; basta, basta; mañana
continuaremos. Ahora vámonos al _charipé_[94].

  [94] Cama.

—Con muchísimo gusto—dije yo—. ¿Dónde vamos a dormir?

—En la cuadra, en el pesebre. Aunque en la cuadra haga frío,
estaremos bastante abrigados en el _bufa_[95].[*]

  [95] Pesebre.

  [*] Borrow se detuvo en Mérida por la boda gitana descrita en
  _The Zincali_. (Knapp).



CAPÍTULO X

  La nieta de la gitana.—Proyecto matrimonial.—El alguacil.—El
  ataque.—Trote largo.—Llegada a Trujillo.—Noche de lluvia.—La
  selva.—El vivac.—¡Levántate y anda!—Jaraicejo.—El Nacional.—El
  caballero Balmerson.—Entre jarales.—Una conversación seria.—¿Qué
  es la verdad?—Noticia inesperada.


Tres días estuvimos en casa de las gitanas. Todas las mañanas,
muy temprano, Antonio se marchaba, montado en el macho, y volvía
ya muy entrada la noche. La casa era grande y estaba ruinosa; la
única parte habitable, además de la cuadra, era aquella especie
de zaguán donde cenamos, y en el que dormían las gitanas, en unos
felpudos y colchonetas puestos en un rincón. Una mañana, cuando
Antonio ensillaba el macho y se disponía a partir, supuse yo, por los
negocios de Egipto, le dije:

—Esta casa es muy extraña, y no lo es menos la gente que vive en
ella. La gitana abuela tiene todo el aspecto de una _sowanee_[96].

  [96] Hechicera.

—¿Cómo el aspecto?—exclamó Antonio—. ¿Pues acaso no lo es? Más cosas
ocultas y más palabras misteriosas sabe que todo el _Errate_ de
aquí y de Cataluña. Ha vivido en tierra de moros, y sabe hacer más
_draos_[97], venenos y filtros que ninguna persona viviente. Una vez
hizo una especie de pasta, y me convenció de que la probara; poco
después sentí como si el alma se me separase del cuerpo, y estuve una
noche entera vagando por montes y selvas horribles, entre monstruos y
_duendes_. En la tierra de los _corahai_ aprendió muchas cosas que ya
quisiera yo saber.

  [97] Venenos.

—¿Hace mucho tiempo que la conoces? Estás en esta casa como en la
tuya.

—¿Que si la conozco? Mi hermano se casó con la hija, la _Callí_
negra, de quien tuvo esa _chabí_ hace diez y seis años, poco antes de
ser ahorcado por los _busné_.

Por la tarde, hallándome sentado en el zaguán con la gitana vieja,
mientras las dos _Callees_ andaban por la ciudad y sus cercanías
diciendo la buenaventura, su principal ocupación, me dijo la vieja:

—¿Estás casado, mi _caloró_ de Londres? ¿Eres un _ro_?

YO.—¿Por qué me lo preguntas, _o Dai de los Calés_?[98].

  [98] ¡Oh madre de los gitanos!

LA GITANA VIEJA.—Porque ya es tiempo de que la _chabí_ pierda su
_lacha_[99] y tenga un _ro_. Lo mejor que puedes hacer es tomarla por
_romí_, mi _caloró_ de Londres.

  [99] Doncellez.

YO.—Soy extranjero en estas tierras, oh madre de los gitanos, y
apenas puedo ganar para mí, menos aún para una _romí_.

LA GITANA.—No necesita que nadie la mantenga, mi _caloró_ de
Londres; siempre que quiera puede ganar para ella y su _ro_.
Sabe _hokkawar_, decir _bají_, y pocos la igualan en robar _a
pastesas_[100]. Una vez en _Madrilati_, adonde, según me han dicho,
vas tú, ganaría mucho dinero; debes llevarla allá, porque en estos
_foros_ está _nahí_[101], no se puede ganar nada; pero en los
_foros baró_[102] sería otra cosa: iría vestida de _lachipe_[103]
y _sonacai_[104], y tú tendrías un buen _gra_ negro para montar;
después de ganar mucho dinero podríais volver aquí y vivir como
_Crallis_ y todo el _Errate_ de _Chim del Manró_ doblaría ante
vosotros la cabeza. ¿Qué dices, mi _caloró_ de Londres, qué dices de
este plan?

  [100] Con las manos.

  [101] Perdida.

  [102] Grande.

  [103] Seda.

  [104] Oro.

YO.—Me parece muy acertado, madre; al menos, no faltarán gentes que
lo encuentren tal; pero yo soy de otro _chim_, ya lo sabes, y no me
siento inclinado a pasar toda mi vida en este país.

LA GITANA.—Entonces vuelve a tu tierra, _Caloró_ mío, la _chabí_
puede cruzar el _pañí_[105]. ¿No puede hacer negocio en Londres
con los otros _Caloré_? ¿Y por qué no os vais a la tierra de los
_Corahai_? En tal caso, yo os acompañaría; yo y mi hija, la madre de
la _chabí_.

  [105] Agua.

YO.—¿Y qué íbamos a hacer en la tierra de los _Corahai_? Creo que
es un país pobre y salvaje.

LA GITANA.—¡El _Caloró_ de Londres me pregunta lo que íbamos a
hacer en la tierra de los _Corahai_! _¡Aromali!_[106]. Empiezo a
creer que estoy hablando con un _lilipendi_[107]. ¿Es que no hay allí
caballos para _chore_? Sí, los hay, y mejores que los de esta tierra,
y asnos y mulas. En la tierra de los _Corahai_ puedes _hokkawar_
y _chore_ tanto como aquí o en tu tierra, o no eres _Caloró_. ¿No
podéis uniros a la gente negra que vive en los despoblados? Sí que
podéis, y muy contentos que se pondrían teniendo con ellos unos
_Errate_ de España y de Londres. Tengo setenta años, pero no quiero
morirme en este _Chim_, sino allá lejos, donde duermen mis dos
_roms_. Llévate a la _chabí_ a _Madrilati_ a ganar el _parné_, y
cuando lo hayáis ganado, vuelve aquí y daremos un banquete a todos
los _Busné_ de Mérida y les echaré _drao_ en la comida y reventarán
como perros... En cuanto hayan comido, los dejaremos, para ir a la
tierra del Moro, mi _Caloró_ de Londres.

  [106] Verdaderamente.

  [107] Simple.

Durante todo el tiempo que estuve en Mérida, no me moví de casa de
las gitanas, ateniéndome al parecer de Antonio, que me aconsejó esa
conducta como la más conveniente. El tiempo se me hacía un poco
pesado, pues mi única diversión era conversar con las mujeres, y
con Antonio cuando volvía por la noche. En estas _tertulias_, la
abuela era la oradora principal, y me llenaba de asombro narrándome
maravillosas historias de la tierra del moro, fugas de presidio,
robos y una o dos aventuras de envenenamiento, en las que se había
visto complicada, según me dijo, en su primera juventud.

Había, a veces, en sus ademanes y modales algo muy singular; en
más de una ocasión observé que, en lo más animado de su charla, se
callaba de pronto, quedábase mirando fijamente al espacio, y extendía
las manos como si quisiera rechazar a un ser invisible; girábanle
horriblemente los ojos en las órbitas, y una vez cayó de espaldas,
con fuertes convulsiones, sin que su hija y su nieta hicieran gran
caso de ello, limitándose a decir que estaba _lilí_ y que pronto
volvería en su acuerdo.

Al anochecer del tercer día, cuando las tres mujeres y yo estábamos
sentados en torno del _brasero_ conversando según costumbre, entró
en la habitación un tipo de miserable aspecto, envuelto en una capa
mugrienta. Fué derecho al sitio donde estábamos, sacó un cigarro de
papel, lo encendió en las ascuas, y, después de tirarle un par de
chupadas, me miró, y dijo:

—_Carracho_, ¿quién es este nuevo compañero?

En el acto comprendí que el recién llegado no era gitano; las mujeres
no dijeron nada, pero oí a la abuela rezongar como un gato viejo
cuando le incomodan. El individuo repitió:

—_Carracho_, ¿cómo ha venido aquí este compañero?

—_No le penela chi, min chaboró_—me dijo en voz baja la _Callee_
negra—; _sin un balichó de los chineles_[108]. Y, volviéndose al
preguntante, continuó en voz alta: Es uno de los nuestros que viene
con matute de Portugal y a ver a sus hermanos de aquí.

  [108] No le digas nada, mozo mío; es un perro alguacil.

—Entonces me dará algo de tabaco—respondió el individuo—. Supongo que
habrá traído.

—No tiene tabaco—dijo la _Callee_ negra—. No ha traído más que hierro
viejo. El único tabaco que hay en casa es este cigarro; tómalo, te
lo fumas, y te vas.

Al decir esto, se sacó un cigarro del zapato y se lo ofreció al
_alguazil_.

—No me voy—dijo éste guardándose el cigarro—. Tenéis que darme algo
mejor. Hace ya tres meses que no me dais nada. El último regalo fué
un pañuelo inservible; por tanto, o me dais algo que sea bueno, o
vais todos a la _cárcel_.

—¡El _Busnó_ quiere prendernos!—dijo la _Callee_ negra—. ¡Ja, ja, ja!

—¡El _Chinel_ quiere prendernos!—dijo con fisga la más joven—. ¡Je,
je, je!

—¡El _Bengui_[109] quiere llevarnos al _estaripel_![110]—refunfuñó la
abuela—. ¡Jo, jo, jo!

  [109] _Beng_; _Bengui_: el diablo.

  [110] Cárcel.

Las tres mujeres se levantaron y dieron muy despacio una vuelta en
torno del alguacil, mirándole fijamente a la cara; el hombre pareció
muy asustado, y pensó en la fuga. De pronto, las dos más jóvenes le
agarraron por las manos, y mientras él forcejeaba para soltarse, la
vieja le decía:

—Necesitas tabaco, _hijo_, y vienes a casa de los gitanos para
asustar a las _Callees_ y al _Caloró_ forastero, que no tienen más
_plako_[111]; la verdad, _hijo_, no podemos darte tabaco, y lo siento
mucho; pero, en cambio, tenemos polvo abundante _a tu servicio_.

  [111] Tabaco.

Al decir esto, se metió la mano en un bolsillo, y, sacando un puñado
de una especie de polvo de tabaco, se lo arrojó a los ojos al
alguacil; pateaba éste y bramaba, pero las dos _Callees_ le sujetaban
fuertemente. Al fin, consiguió soltarse, y trató de desenvainar
un cuchillo que llevaba en la faja; pero las hembras jóvenes se
arrojaron sobre él como furias, mientras la vieja le sacudía con el
palo en la cara; pronto cedió de buen grado el campo, y se retiró
abandonando el sombrero y la capa, que la _chabí_ recogió y tiró a la
calle detrás de él.

—Este es un mal asunto—dije yo—. El tipo ese irá, naturalmente,
a buscar a demás de la _justicia_, y vendrán para meternos en el
_estaripel_.

—_¡Ca!_—dijo la Callee negra mordiéndose la uña del dedo pulgar—.
Tiene más motivos para temernos que nosotras a él. Podemos mandarle a
la _filimicha_, y, sobre todo, tenemos aquí amigos, muchos, muchos.

—Sí—murmuró la vieja—. Las hijas del _bají_ tienen amigos, mi
_Caloró_ de Londres, entre los _Busné, baributre, baribú_[112].

  [112] Mucho; abundante.

Ninguna otra cosa digna de mención me ocurrió en la casa de los
gitanos. Al día siguiente, Antonio y yo cabalgamos de nuevo. Lo
menos recorrimos trece leguas antes de llegar a la _venta_,
donde dormimos. Al otro día madrugamos mucho, porque, según dijo
Antonio, teníamos que hacer una jornada muy larga. «¿Adónde vamos
hoy?—pregunté—.» «A Trujillo.»

Cuando el sol salió, tristemente, entre nubes que amenazaban lluvia,
nos hallábamos en las inmediaciones de una cadena de montañas
que corría a nuestra izquierda, llamada, según me dijo Antonio,
_Sierra de San Selvan_. El camino atravesaba vastas llanuras, donde
crecían arbustos raquíticos. De vez en cuando veíamos alguna triste
aldea, con su iglesia antigua y destrozada. Casi todo el día estuvo
lloviznando; el polvo de los caminos se hizo barro, y nuestra marcha
fué más penosa. Al atardecer salimos a un yermo sembrado de enormes
peñas y pedruscos. El sitio era muy agreste. A cierta distancia se
elevaba ante nosotros una colina de forma cónica, muy escabrosa, que
parecía ser ni más ni menos que un gigantesco rimero de piedras de
igual clase que las esparcidas por el yermo. La lluvia cesó, pero un
viento muy fuerte se alzó gemebundo a nuestra espalda. Mucho trabajo
me había costado durante todo el viaje marchar al mismo compás que la
mula de Antonio; mi caballo era de paso lento, y no descubrí ni el
menor vestigio del genio que, según el gitano, dormitaba en él. Al
llegar a un sitio bastante despejado, dije:

—Voy a probar si este caballo tiene alguna de las cualidades que me
has dicho.

—Está bien—contestó Antonio—; y, arreando a la mula, rápidamente me
dejó atrás.

Tiré del freno al caballo, por buscarle el genio, y el animal se
detuvo, se puso de manos, y se negó a seguir adelante. «Suéltale
las riendas y tócale con el látigo»—me gritó Antonio—. Así lo hice,
y en el acto el caballo salió al trote, que paulatinamente fué
aumentando en rapidez hasta convertirse en un frenético trote largo;
sus remos recobraron toda su agilidad, y meneaba las manos de un modo
maravilloso. La mula de Antonio, de genio y ligera, trató de seguirle
por un momento; pero, en un abrir y cerrar de ojos, se quedó muy
atrás. Aquel tremendo trote duraba ya una milla, cuando el caballo,
entrando cada vez más en calor, salió de pronto al galope. ¡Viva!
Corríamos más impetuosos y ciegos que una liebre; iba el caballo,
literalmente, _ventre à terre_, y me costó mucho trabajo guiarle
entre los pedruscos, contra los que nos hubiéramos hecho pedazos los
dos si llega a dar un tropezón en su furiosa carrera.

Así me llevó hasta el pie del cerro, donde aguardé a que el gitano
me alcanzara. Dejamos a nuestra derecha el cerro, que parecía
inaccesible, y pasamos por una aldehuela mísera. Se puso el sol; la
noche nos envolvió en tinieblas, pero nosotros continuamos la marcha
casi tres horas más, hasta que oímos ladrar perros y percibimos dos o
tres luces a lo lejos.

—Este es Trujillo—dijo Antonio, que llevaba largo rato sin hablar.

—Me alegro mucho—contesté—. Estoy muy cansado y dormiré bien en
Trujillo.

—Eso será si podemos—dijo el gitano, avivando el paso de la mula.

No tardamos en entrar en la ciudad, muy triste y oscura. Sin saber
adonde íbamos, seguí los pasos del gitano, que me guió por calles y
plazas lóbregas, donde maullaban los gatos. «Esta es la casa»—dijo al
fin, apeándose ante una humilde choza—. Llamó, y no le contestaron;
volvió a llamar, y tampoco hubo respuesta; sacudió la puerta, y
trató de abrirla, pero estaba cerrada con llave y bien atrancada.
«_¡Caramba!_—exclamó—. No están; ya me lo temía yo. ¿Qué vamos a
hacer ahora?»

—En eso no hay gran dificultad. Si tus amigos no están, vámonos a la
_posada_.

—No sabes lo que dices—replicó el gitano—. Yo no me atrevo a ir a la
_mesuna_[113] ni a entrar en más casa de Trujillo que ésta. Bueno,
no hay remedio, seguiremos el viaje, y, entre nosotros, cuanto antes
mejor; a mi _planoró_[114] le ahorcaron en Trujillo».

  [113] Posada.

  [114] _Plan, Planoró, Plal_: Hermano, camarada.

Echó _yesca_, encendió un cigarro, montó en la mula, y anduvimos por
calles y callejuelas tan tristes como las que ya habíamos atravesado,
no tardando en vernos de nuevo fuera de poblado.

No me hizo mucha gracia la resolución del gitano, lo confieso;
tenía yo muy poca gana de marcharme de Trujillo y aventurarme por
sitios desconocidos, de noche, con lluvia y niebla, porque el viento
se había echado y el agua caía otra vez con fuerza. Estaba, sobre
todo, cansadísimo, y lo que más me apetecía era tumbarme en un
abrigado pesebre y entregarme al sueño arrullado por el agradable
rumor de caballos y mulas comiéndose el pienso. Pero, como viajero
experimentado, me guardé muy bien de disputar con mi guía en tales
circunstancias, y una vez que me había puesto en sus manos, le seguí
sin replicar, pegado a la grupa de su cabalgadura, alumbrados tan
sólo por el fulgor del cigarro del gitano; cuando Antonio escupió la
colilla en un lodazal, quedamos en profundas tinieblas.

Mucho tiempo caminamos de ese modo: el gitano, en silencio; yo,
callado; y la lluvia, cada vez más densa. Algunas veces me parecía
oír gritos lúgubres, algo así como el silbido de la lechuza. «Hace
una noche poco a propósito para andar por el campo»—dije por fin a
Antonio—. «Así es, hermano—me contestó—. Pero prefiero andar por
estos sitios en noches como ésta a verme en el _estaripel_ de
Trujillo».

Otra legua por lo menos llevaríamos andada cuando me pareció que
debíamos de estar cerca de un bosque[115], porque de vez en cuando
distinguía grandes troncos de árboles. Súbitamente, Antonio detuvo
la mula. «Hermano—me dijo—, mira hacia la izquierda y dime si ves
una luz; tus ojos ven más que los míos.» Hice como me ordenaba, y,
al pronto, nada vi; pero, adelantándome un poco, percibí claramente
a cierta distancia entre los árboles un fuerte resplandor. «Lo que
veo no puede ser una luz—dije—, sino la llama de una hoguera.» «Es lo
más probable»—respondió Antonio—. «Por aquí no hay _queres_[116]; se
trata, sin duda, de una hoguera encendida por _durotunes_[117]. Vamos
a buscarlos, porque, como dices tú, es lastimoso andar de noche con
lluvia y lodo.»

  [115] Estaba en _Las Gamas_, cerca de Carrascal. (Knapp).

  [116] Pueblos.

  [117] Pastores.

Nos apeamos, entrándonos por el bosque, guiando con cuidado a las
caballerías por entre los árboles y matorrales. A los cinco minutos
llegamos a una plazoleta, en la que, en el lado opuesto al de nuestra
llegada, ardía una hoguera, y en pie, o sentadas junto a ella,
estaban dos o tres personas; nos habían oído acercarnos, y una de
ellas gritó: «_¿Quien vive?_» «Yo conozco esa voz»—dijo Antonio—; y,
dejándome allí con el caballo, avanzó rápidamente hacia la hoguera.
Al instante oí un _¡hola!_ y una risotada, y, poco después, la voz de
Antonio llamándome. Me acerqué a la hoguera, y encontré a dos mozos
muy atezados y una mujer, como de cuarenta años, aún más negruzca,
sentada en las mantas y enjalmas de las mulas. Vi también un caballo
y dos burros atados a los árboles. Aquello era, en efecto, un vivac
gitano... «Adelante, hermano, y déjate ver—me dijo Antonio—. Estás
entre amigos. Estos son del _Errate_, los que yo buscaba en Trujillo,
y en cuya casa hubiéramos dormido.»

—¿Y por qué razón se han marchado de Trujillo y se han venido al
monte a pasar una noche como esta?

—Por los asuntos de Egipto, hermano; no lo dudes—replicó Antonio—.
Y esos asuntos no nos importan; ¡_calla_ [la] _boca_! Ha sido una
suerte que los encontremos aquí, porque en otro caso no hubiéramos
tenido cena nosotros ni pienso los caballos.

—Mi _ro_ está preso en un pueblo que hay ahí—dijo la mujer, señalando
con la mano en una dirección determinada—. Está preso por _choring_
una _mailla_[118]. Hemos venido a ver qué podemos hacer por él; ¿y
dónde íbamos a alojarnos mejor que en el monte, que no se paga nada?
Me figuro que no será la primera vez que el _Caloré_ ha dormido al
pie de un árbol.

  [118] _Mailla_, burra.

Uno de los muchachos trajo cebada para las caballerías en un talego,
que colgamos sucesivamente de la cabeza del caballo y de la mula; en
él metieron el hocico los pobres animales, y los dejamos regalarse
hasta que nos pareció que habían saciado el hambre. Arrimado a la
lumbre borbotaba un _puchero_, medio lleno de tocino, _garbanzos_ y
otras sustancias; vaciáronlo en una escudilla de madera, y Antonio
y yo cenamos. Los otros gitanos se negaron a acompañarnos, dándonos
a entender que habían comido antes que llegásemos; pero hicieron
cumplido honor a la bota de Antonio, que tuvo la precaución de
llenarla antes de salir de Mérida.

Estaba yo a tales horas completamente rendido de cansancio y de
sueño. Antonio me arrojó una inmensa manta de caballo que llevaba,
con otras varias, debajo del albardón de la mula; me arropé bien, y
me eché en el suelo, con la cabeza apoyada en un lío de ropa, y los
pies todo lo cerca que pude ponerlos de la lumbre.

Antonio y los otros gitanos se quedaron sentados y hablando alrededor
de la hoguera. Escuché un poco; pero no los entendía bien, y lo que
entendía no me importaba. La llovizna continuaba; pero no hice gran
caso de ello, y no tardé en dormirme.

Estaba saliendo el sol cuando me desperté. Me costó bastante trabajo
ponerme en pie; tenía los miembros entumecidos, y la cabeza cubierta
de escarcha; durante la noche había cesado de llover, y la helada
era bastante fuerte. Miré en torno, y no vi a Antonio ni a los otros
gitanos. Las caballerías de estos últimos habían desaparecido, y
también el caballo que montaba yo; pero la mula de Antonio permanecía
aún atada al árbol. Esta circunstancia disipó ciertos temores que
empezaban a surgir en mi ánimo. «Se habrán ido a los asuntos de
Egipto—me dije—, y no tardarán en volver.» Recogí como pude los
rescoldos de la hoguera, y, amontonando un poco de leña, pronto se
alzó viva llama, a la que arrimé el _puchero_ con los restos de
la cena de la noche pasada. Mucho tiempo estuve esperando a que
volviesen mis compañeros; pero como no asomaban por parte alguna,
me senté y me puse a comer. No había terminado, cuando oí el ruido
de un caballo que se acercaba rápidamente, y, un momento después,
apareció Antonio entre los árboles dando muestras de agitación.
Se tiró del caballo, y al instante se puso a desatar la mula.
«¡Monta, hermano, monta!»—dijo mostrándome el caballo—. «Iba con la
_Callee_ y los _chabés_ al pueblo donde su _ro_ está preso; pero el
_chinobaró_[119] los ha cogido, con las caballerías, y me hubiera
echado mano a mí también; pero metí espuelas al _grasti_, le solté
las riendas y escapé. Monta, hermano, monta, o en un abrir y cerrar
de ojos tendremos aquí a toda la _canaille_ rústica.»

  [119] Una autoridad.

Hice como me ordenaba; en seguida salimos al camino del día anterior,
y corrimos por él a toda prisa; el caballo sacó su trote más veloz, y
la mula, con las orejas tiesas, galopaba intrépidamente a su lado.

—¿Qué pueblo es aquel que hay allí?—pregunté señalando a un cerro,
cuando llevábamos una hora de camino, y al disponernos a entrar en un
valle profundo.

—Es Jaraicejo—dijo Antonio—. Un sitio que ha sido siempre malo para
la gente _Caló_.

—Pues, si es malo, supongo que no pasaremos por él.

—No tenemos más remedio que pasar, por varias razones: primera,
porque el camino atraviesa Jaraicejo; y segunda, porque necesitamos
comprar provisiones para nosotros y las bestias; al otro lado de
Jaraicejo hay un _despoblado_ donde no encontraríamos nada.

Cruzamos el valle, subimos el cerro, y, cuando estábamos cerca del
pueblo, el gitano dijo:

—Hermano, lo mejor es pasar por el pueblo separados. Yo iré delante;
sígueme poco a poco, y, una vez en Jaraicejo, compras pan y cebada;
tú no tienes nada que temer. En el _despoblado_ te espero.

Sin aguardar mi respuesta arrancó presuroso, y no tardé en perderle
de vista. Seguí mi camino muy despacio, y entré en el pueblo, asaz
viejo y ruinoso; apenas tenía más que una calle, y al avanzar por
ella, vino a mí corriendo un hombre con una sucia gorra de cuartel en
la cabeza y un fusil en la mano.

—¿Quién es usted?—me dijo en tono algo desapacible—. ¿De dónde viene
usted?

—Vengo de Badajoz y Trujillo—respondí—. ¿Por qué me lo pregunta usted?

—Soy de la guardia nacional—contestó el hombre—, y estoy encargado de
vigilar a los forasteros; me han dicho que un gitano acaba de pasar a
caballo por el pueblo; su suerte ha sido que en aquel momento había
entrado yo en mi casa. ¿Viene usted con él?

—¿Tengo yo aspecto de viajar en compañía de gitanos?

El nacional me miró de pies a cabeza, y luego me clavó los ojos en
el rostro, con una expresión que parecía querer decir: «Sí, señor;
bastante.» Realmente, mi atavío no era muy a propósito para disponer
a la gente en mi favor. Llevaba un sombrero andaluz muy viejo, que,
por su estado, parecía como si le hubiesen pisoteado; una capa
mugrienta, que acaso había servido a doce generaciones, me cubría el
cuerpo; lo demás de mi atuendo no era de mejor calidad, y todo lo que
de él parecía estaba manchado de barro, y de barro llevaba también
salpicado el rostro, sombreado además por una barba de ocho días.

—¿Tiene usted pasaporte?—me preguntó al fin el nacional.

Recordé haber leído que el mejor modo de conquistar la voluntad de
un español es tratarle con ceremoniosa cortesía. Eché, pues, pie a
tierra, y, quitándome el sombrero, hice una profunda reverencia al
soldado constitucional, diciéndole:

—_Señor nacional_, ha de saber usted que yo soy un caballero inglés
que viaja por su gusto. Tengo pasaporte, y, en cuanto usted lo
examine, verá que se halla perfectamente en regla; está expedido
por el gran Lord Palmerston, ministro de Inglaterra, de quien
naturalmente habrá usted oído hablar; al pie del pasaporte está
su firma manuscrita; véala y regocíjese, porque acaso no vuelva a
presentársele a usted otra ocasión de verla. Como yo tengo ilimitada
confianza en el honor de todos los caballeros, dejaré el pasaporte en
manos de usted mientras voy a comer a la posada. Cuando le haya usted
revisado, será usted seguramente tan amable que vaya a devolvérmelo.
Caballero, beso a usted la mano.

Le hice una nueva reverencia, que él me pagó con otra más profunda
todavía, y, mientras miraba tan pronto al pasaporte como a mi
persona, me fuí a la _posada_, guiado por un mendigo que hallé al
paso.

Di un pienso al caballo y me proveí de pan y de cebada, como el
gitano me aconsejó; compré también tres hermosas perdices a un
cazador que estaba bebiendo vino en la _posada_. Quedó muy contento
con el precio que le pagué, y me invitó a tomar una _copita_; acepté,
y hablando estábamos, sentados a la mesa, cuando llegó el nacional
con mi pasaporte en la mano, sentándose a nuestro lado.

NACIONAL.—_¡Caballero!_ Le devuelvo a usted el pasaporte; está
completamente en regla. Me alegro mucho de haberle conocido, y espero
que me dará usted ciertas noticias acerca de la guerra.

YO.—Tendré mucho gusto en dar a un caballero tan cortés y tan
honrado como usted todas las noticias que sepa.

NACIONAL.—¿Qué hace Inglaterra? ¿Va, al fin, a prestar ayuda a mi
país? Si ella quisiera, podía acabar la guerra en tres meses.

YO.—No se preocupe, _señor nacional_. La guerra se acabará, sin
duda ninguna. ¿Ha oído usted hablar de la legión inglesa que milord
Palmerston ha enviado a España? Pues deje usted el asunto en sus
manos, y no tardará en ver los resultados.

NACIONAL.—Me parece a mí que ese _Caballero_ Balmerson debe de ser
un hombre muy cabal.

YO.—Eso no tiene duda.

NACIONAL.—He oído decir que es un gran general.

YO.—Tampoco eso tiene duda. En algunas cosas ni Napoleón ni El
Serrador pueden medirse con él. _Es mucho hombre._

NACIONAL.—Me agrada oírlo. ¿Vendrá a mandar la legión en persona?

YO.—Creo que no; pero ha enviado para mandarla a un amigo suyo que
pasa por ser casi tan versado en cosas militares como él.

NACIONAL.—Mucho me complace oírlo. Veo que la guerra acabará
pronto. _Caballero_, le agradezco su cortesía y las noticias que me
ha dado. Le deseo un viaje feliz. Confieso que me sorprende ver a un
caballero de su país de usted viajar solo y de esa manera por estas
regiones. Los caminos están muy poco seguros, y han ocurrido, no hace
mucho, varios accidentes y más de dos muertes en las cercanías. El
_despoblado_ tiene malísima fama; vaya usted prevenido, _Caballero_.
Siento que el gitano ese haya podido pasar; si se le encuentra usted,
al menor gesto sospechoso péguele un tiro o atraviésele sin vacilar;
es un ladrón muy conocido, _contrabandista_ y asesino; más muertes
ha hecho que dedos tiene en las manos. _Caballero_, si usted me lo
permite, le proporcionaremos una escolta hasta la bajada del puerto.
¿No quiere usted? Entonces, ¡adiós! Un momento: antes de marcharme,
deseo ver de nuevo la firma del _Caballero_ Balmerson.

Otra vez le mostré la firma, que estuvo contemplando con profunda
reverencia, y hasta le hizo un rápido saludo con la gorra. Después,
nos dimos un abrazo y nos separamos.

Monté a caballo y guié hacia el despoblado, marchando, al principio,
muy despacio. Pero, en cuanto me vi en el campo, puse el caballo al
trote largo, y, durante cierto tiempo, anduve con tremendo compás,
esperando alcanzar al gitano de un momento a otro; sin embargo, no
le veía por ninguna parte, ni me encontré a un solo ser humano. El
camino, angosto y arenoso, serpenteaba entre las espesas retamas y
chaparros que cubrían el _despoblado_, tan altos, a veces, como un
hombre. Al fondo, en la dirección que yo llevaba, había un cerro alto
y desnudo. El despoblado tenía lo menos tres leguas; lo atravesé casi
todo, acercándome ya al pie del cerro, y, cuando empezaba a sentirme
muy intranquilo, pensando que acaso me había dejado atrás al gitano,
metido entre los chaparros, oí súbitamente un _¡Hola!_ muy conocido,
y vi aparecer en medio de unas matas de retama una cabeza ruda y
atezada, y unos ojos que me miraban con fijeza.

—Mucho has tardado, hermano—me dijo—. Casi he creído que me habías
engañado.

Me rogó que me apease, y llevó el caballo detrás de un espesar, donde
estaba la mula atada a una estaquilla. Entregué a Antonio el pan y la
cebada, y le referí lo sucedido con el nacional.

—Quisiera tenerle aquí—exclamó el gitano al oír los epítetos que el
otro le había prodigado—para que mi _chulí_[120] y su _carló_[121] se
conociesen mejor.

  [120] Cuchillo.

  [121] Corazón.

—¿Y qué haces aquí, en este desierto, entre estas matas?

—Estoy esperando un emisario que ha de venir de muy lejos, y hasta
que pase no puedo seguir adelante ni retroceder. Estoy aquí por los
asuntos de Egipto, hermano.

Como esta era la expresión que invariablemente empleaba para esquivar
mis preguntas, guardé silencio. Dimos pienso a los animales, y luego
hicimos nosotros una frugal colación de pan y vino.

—¿Por qué no guisamos esas perdices?—pregunté—. Aquí hay de sobra con
qué encender lumbre.

—El humo podría descubrirnos, hermano—dijo Antonio—. Me interesa
estar _escondido_ aquí hasta que llegue el emisario.

Era ya muy entrada la tarde. El gitano, echado detrás de un matorral,
se levantaba a veces para mirar afanosamente a la colina que teníamos
delante; al cabo, lanzando una exclamación de contrariedad y de
impaciencia, se dejó caer al suelo, y en él estuvo tendido mucho
rato, absorto, al parecer, en sus reflexiones; por último, levantó la
cabeza y me miró a la cara.

ANTONIO.—Hermano, no puedo adivinar asuntos que te traen a esta
tierra.

YO.—Quizás los mismos que te traen a este despoblado; asuntos de
Egipto.

ANTONIO.—No tal, hermano. Es verdad que hablas la lengua de Egipto;
pero ni tus maneras ni tus palabras son las de un _Caló_ ni de un
_Busné_.

YO.—¿No me oíste hablar en los _foros_ acerca de Dios y
_Tebleque_?[122] He venido a tierras de España para explicar la
palabra divina a los _Calés_ y a los gentiles.

  [122] El Salvador, Jesús.

ANTONIO.—¿Y quién te envía con esa misión?

YO.—No me entenderías aunque te lo dijese. Has de saber, sin
embargo, que muchas gentes de países extranjeros lamentan las
tinieblas en que yace España, y las crueldades, robos y muertes que
la afean.

ANTONIO.—Esas gentes, ¿son _Caloré_ o _Busné_?

YO.—¿Qué más da? Los _Caloré_ y los _Busné_ son hijos del mismo
Dios.

ANTONIO.—Mientes, hermano; ni vienen del mismo padre ni son del
mismo _Errate_. Hablas de robos, crueldades y muertes; pero es que
hay demasiados _Busné_, hermano; si no hubiera _Busné_, no habría ni
robos ni muertes. Los _Caloré_ no se roban ni se matan unos a otros;
los _Busné_, sí; ni son crueles con los animales, porque su ley se lo
prohibe. Un día, siendo yo chico, pegué a una _burra_; pero mi padre
me sujetó la mano, y, reprendiéndome, dijo: «¡No hagas daño a ese
animal, porque dentro de él está el alma de tu propia hermana!»

YO.—¿Es posible que creas en una doctrina tan bárbara, Antonio?

ANTONIO.—A veces, sí; a veces, no. Algunos hay que no creen en
nada, ni siquiera en que viven. Hace mucho tiempo, conocí yo a
un _Caloré_ viejo, muy viejo, tenía más de cien años, y una vez
le oí decir que todo lo que creemos ver es mentira; que no hay
mundo, ni hombres, ni mujeres, ni caballos, ni mulas, ni olivos.
Pero ¿adónde vamos a parar por este camino? Te he preguntado por
qué vienes a este país, y me dices que por la gloria de Dios y
_Tebleque_. _¡Disparate!_ Eso se lo cuentas a los _Busné_. No hay
duda que tendrás muy buenas razones para venir aquí, porque, en
otro caso, no habrías venido. Algunos dicen que eres un espía de
los _Londoné_[123]. Tal vez; pero no me importa. Levántate, y dime,
hermano, si ves a alguien bajar del puerto.

  [123] Ingleses.

—Veo una cosa a lo lejos—repliqué—como una mancha en la vertiente del
cerro.

El gitano se puso en pie, y ambos miramos con atención, pero la
distancia no nos permitió al principio ver claramente si aquel objeto
se movía o no. Un cuarto de hora después se disiparon nuestras dudas,
porque el objeto que observábamos había llegado al pie del cerro y
columbramos una persona montada en un animal, cuya especie aún no
pudimos reconocer.

—Es una mujer—dije yo al cabo—montada en un asno rucio.

—Entonces es mi emisario—dijo Antonio—; no puede ser otro.

La mujer y el burro llegaron al llano, y por un rato desaparecieron
a nuestra vista entre las leñas y malezas del monte. No tardaron en
aparecer a una distancia como de cien varas. El burro era un hermoso
animal, de pelo gris plateado, que venía retozando, moviendo el rabo,
y con paso tan ligero que parecía no tocar el suelo con las patas.
En cuanto nos vió, se paró en seco, dió media vuelta, e intentó
marcharse por donde había venido; pero al sentirse dominado, se puso
de manos, y hubiera concluído por tirar al suelo a la mujer, si ella
misma no se apea con ligereza. La mujer traía el cuerpo enteramente
envuelto en los amplios vuelos de una capa de hombre. Corrí a
prestarle ayuda, cuando, al volver hacia mí su rostro, reconocí en el
acto las finas y correctas facciones de Antonia, hija de mi guía, a
quien yo había visto en Badajoz. Sin dirigirme la palabra, se acercó
a su padre y le dijo en voz baja algo que no pude percibir. Antonio
se echó atrás, con un estremecimiento, y vociferó: «¡Todos!» «Sí»,
respondió ella en voz más alta, repitiendo probablemente las palabras
que antes no pude cazar: «A todos los han cogido.»

El gitano se quedó consternado, al parecer; y como yo no tenía
ninguna gana de asistir a una conversación que, probablemente, iba
a versar sobre los asuntos de Egipto, me aparté de allí, metiéndome
entre los matorrales. Estuve solo un buen rato; a veces llegaban
hasta mí exclamaciones y juramentos. A la media hora volví; los
gitanos se habían salido del camino, y estaban sentados en el suelo,
detrás de las mismas retamas que ocultaban a las caballerías. Torvo
el semblante, el gitano empuñaba un cuchillo desnudo, y de vez en
cuando clavábalo en la tierra, exclamando: ¡Todos! ¡Todos!

—Hermano—dijo al fin—no puedo ir ya más lejos contigo; el asunto que
me llevaba a _Castumba_ está ya arreglado. Desde ahora viajarás solo
y entregado a tu _bají_.

—Confío en _Undevel_[124]—contesté—que escribió mi destino mucho
tiempo ha. Pero, ¿cómo voy a arreglarme sin caballo? Porque, sin
duda, tu necesitarás el tuyo.

  [124] Dios.

El gitano pareció reflexionar.

—Es verdad, necesito el caballo, hermano—me dijo—y también el
_macho_, pero como no vas a ir en _pindré_[125], le compras a Antonia
la _burra_ que yo le di cuando la envié a esta expedición.

  [125] _Pinró_, _Pindró_ (pl. _Pindré_): pie.

—Me parece que la _burra_ está sin domar y resabiada.

—Así es, hermano, y por eso la compré; las caballerías resabiadas y
mal domadas suelen tener muy buenos pies. Tu eres _Caló_, hermano, y
podrás montarla. Así que, le das a mi hija Antonia un _baria_[126] de
oro por la _burra_, y si te parece conveniente, véndela en Talavera
o en Madrid, porque las _bestias_ extremeñas son muy apreciadas en
_Castumba_.

  [126] Onza.

Menos de una hora después, iba yo por la otra vertiente del puerto,
montado en la _burra_ cerril.



CAPÍTULO XI

  El puerto de Mirabete.—Lobos y pastores.—La sutileza de las
  hembras.—Muerto por los lobos.—Se aclara el misterio.—Las
  montañas.—La hora tenebrosa.—Un viajero nocturno.—Abarbanel.—Los
  tesoros ocultos.—El poder del oro.—El arzobispo.—Llegada a Madrid.


Bajaba yo del puerto de Mirabete pensando a ratos en el propósito
que me había llevado a España, y admirando otros uno de los más
hermosos panoramas del mundo. Ante mí se extendían inmensas planicies
limitadas en la lejanía por montañas gigantescas, y a mis pies
serpenteaba entre márgenes escarpadas la vena angosta y profunda
del Tajo. El sol poniente doraba el paisaje. El día, aunque frío y
ventoso, era despejado, brillante. En una hora llegué al río por
junto a los restos de un magnífico puente volado en la guerra de la
Independencia, y no reconstruído.

Crucé el Tajo en una barca; el paso fué un poco difícil por la
rapidez de la corriente, engrosada con las últimas lluvias.

—¿Estoy ya en Castilla la Nueva?—pregunté al barquero al llegar a la
otra orilla.

—La _raya_ está a unas cuantas leguas de aquí—contestó—. Usted parece
extranjero. ¿De dónde viene usted?

—De Inglaterra.

Y sin aguardar otra respuesta, monté en la _burra_ y seguí mi camino.
La _burra_ meneó los remos con presteza, y poco después de cerrar la
noche llegué a una aldea distante unas dos leguas de la orilla del
río.

Me alojé en una _venta_. Ardía en la cocina una buena fogata, en la
que se quemaba un tronco de olivo casi entero. Allí me senté, y me
entretuve en examinar la diversa catadura de los presentes. Había un
cazador con su _escopeta_; un par de pastores, con enormes perros, de
los famosos de Extremadura; un soldado licenciado que volvía de la
guerra, y un mendigo, que después de pedir una limosna por las siete
llagas de _María Santísima_, se sentó con nosotros y se instaló muy
a sus anchas. La ventera era una mujer activa y servicial, que se
ocupó en aderezarme la cena, consistente en las perdices compradas
en Jaraicejo, que el gitano, al despedirse de mí, me aconsejó que me
llevara. Mientras las guisaban estuve al amor de la lumbre oyendo la
conversación de aquella gente.

—Más quisiera ser lobo—dijo uno de los pastores—u otra cosa
cualquiera, que pastor. Bonita vida la nuestra, siempre en el
_campo_, entre _carrascales_, pasando frío y hambre por una _peseta_
diaria. Un lobo se da mejor vida y es más temido que un mísero pastor.

—Pero muchas veces—dije yo—lo pasa muy mal, y cuando los pastores y
perros caen sobre él, paga con la cabeza todas sus hazañas.

—Eso ocurre muy pocas veces, señor viajero—dijo el pastor—. El lobo
acecha las ocasiones, y es muy raro que se meta en un mal paso. Y lo
que es atacarle, crea usted que es muy poco agradable. Tiene garras y
dientes, y al hombre o al perro que los prueban una vez, les quedan
muy pocas ganas de ponerse nuevamente a su alcance. Estos perros míos
se atreverían, uno a uno, con un oso, aunque es un animal mucho más
fuerte, y en cambio los he visto yo huír del lobo, a pesar de que los
azuzábamos.

—El lobo es muy peligroso, y, además, muy astuto. Sabe más que
nadie y conoce el punto vulnerable de cada animal. Vea usted,
pongo por caso, cómo ataca a los terneros: saltándoles al cuello y
desgarrándoles las venas con uñas y dientes. Pero ¿ataca así a un
caballo? Me figuro que no.

—En efecto—dijo el otro pastor—sabe muy bien lo que hace, y a
los caballos se les sube de un brinco en las ancas y desjarreta
en seguida. ¡Qué miedo siente un caballo al pasar cerca de la
madriguera del lobo! Mi amo iba el otro día al _despoblado_ por lo
alto del puerto, en el trotón andaluz, que le ha costado quinientos
duros; de pronto, el caballo se paró y se puso a sudar y a temblar
como una mujer a pique de desmayarse. Mi amo no podía adivinar el
motivo, hasta que oyó unos gruñidos entre las matas; disparó la
escopeta y espantó a los lobos, que salieron huyendo; pero me ha
dicho que al caballo aún no se le ha pasado el susto.

—Sin embargo, las yeguas saben, cuando llega el caso, chasquear al
lobo—replicó su compañero—. Las yeguas, como todas las hembras, son
muy astutas y maliciosas. Si están, pongo por caso, pastando en el
_campo_ con sus crías, y se da la señal de que viene el lobo, se
asustan y corren un poco, pero al momento se reunen y se forman en
corro, poniendo dentro a los potros. Llega el lobo, esperando darse
un banquete de carne de caballo, pero se lleva chasco; las yeguas son
tan listas como él. Todas le hacen cara, esconden la grupa, y cuando
el lobo se pone a dar vueltas trotando y aullando alrededor del
corro, se alzan de manos dispuestas a aplastarlo contra el suelo, en
cuanto intente hacerles, a ellas o a su _cría_, el menor daño.

—Peor que el lobo—dijo el soldado—es la loba; porque como ha dicho
muy bien el _señor pastor_, las hembras tienen más malicia que
los machos. Es cosa sorprendente ver a una de esas diablas dirigir
una manada de machos. Van tras ella, repitiendo todo lo que hace;
parecen embrujados y no tienen más remedio que imitarla. Una vez
viajaba yo con un compañero por las montañas de Galicia, cuando de
pronto oímos un aullido. «Son los lobos—dijo mi compañero—. Echémonos
fuera del camino.» Así lo hicimos, y remontamos un poco la falda
del cerro, hasta llegar a una explanada plantada de vides, como
se usa en Galicia. A poco apareció una loba muy grande, de pelo
gris, _deshonesta_, guiando a dentelladas y gruñidos una manada de
demonios que la seguían muy pegados a ella, con el rabo enhiesto
y los ojos como brasas. ¿Qué creerán ustedes que hizo el maldito
animal? En lugar de seguir por el camino, echó hacia donde nosotros
estábamos, y como ya no había remedio, nos estuvimos quietos y en
silencio. Yo estaba el primero, y la loba me pasó tan cerca, que me
rozó con el pelo las piernas; no me hizo caso, sin embargo, y siguió
adelante, sin mirar a derecha ni izquierda, y todos los demás lobos
pasaron trotando junto a mí, sin hacerme el menor daño y sin mirarme
siquiera. No puedo decir lo mismo de mi pobre compañero, que estaba
un poco más lejos, y, a mi parecer, no tan en la dirección de los
lobos como yo. Después de pasar muy cerca de él, bruscamente la loba
dió media vuelta y le mordió. Nunca olvidaré lo que ocurrió luego;
en un instante doce lobos se arrojaron sobre él y le despedazaron,
aullando de un modo horrible. En un santiamén le devoraron, y sólo
quedó de él la calavera y unos cuantos huesos; después, los lobos se
fueron como habían venido. Tengo motivo para agradecer a mi señora la
loba, que hiciese menos caso de mí que de mi compañero.

Oyendo esta y otras conversaciones por el estilo, me adormilé al
amor de la lumbre, y así estuve gran rato, hasta que me despertó una
voz que decía muy alto: «Los han cogido a todos». Eran las mismas
palabras que tanta confusión produjeron a Antonio el gitano cuando
se las oyó a su hija en el despoblado. Miré en torno mío, y vi que
seguían allí los mismos individuos a cuya conversación asistí antes
de amodorrarme; pero ahora el orador era el mendigo, y hablaba con
mucho calor.

—Dispense usted, _caballero_—dije yo—, pero no he oído lo que ha
dicho usted al principio. ¿Quiénes son esos que han cogido?

—Una cuadrilla de malditos _gitanos_, _caballero_—replicó el mendigo,
devolviéndome el título que yo cortésmente le había dado—. Más de
quince días han tenido infestada la raya de Castilla, y han robado y
matado a muchos señores viajeros como usted. Parece que la _canaille_
gitana trata de aprovechar los disturbios de estos tiempos, y se ha
constituído en facción. Dicen que a esa cuadrilla iban a juntársele
muchos de sus hermanos de raza, y lo creo, porque todos los gitanos
son ladrones; pero, gracias a Dios, han acabado con ellos antes de
que llegaran a ser demasiado temibles. Yo mismo los he visto llevar a
la cárcel de... ¡Gracias a Dios! _Todos están presos._

—Está aclarado el misterio—me dije, y me puse a despachar la cena, ya
servida.

La jornada siguiente me llevó a una ciudad de cierta importancia,
la primera entrando en Castilla la Nueva por aquella parte, cuyo
nombre he olvidado[127]. Pasé la noche, como de costumbre, en la
misma cuadra que mi _caballería_, echado cerca de ella en el pesebre.
Como viajaba en borrico, juzgué necesario contentarme con un lecho
proporcionado a mis medios de locomoción, para no suscitar en la
gente con quien trababa, la sospecha, viéndome demasiado exigente o
delicado, de que yo fuese hombre más principal de lo que mi atavío
y equipaje permitían suponer. Me levanté antes del alba y continué
mi camino, esperando llegar con luz del sol a Talavera, de la que
me separaban, según me dijeron, diez leguas. El camino seguía una
planicie ininterrumpida, plantada casi toda de olivares. A pocas
leguas de distancia por la izquierda, se alzaban las grandes montañas
que ya he mencionado. Corrían hacia el Este, formando una cordillera
al parecer interminable, paralela al camino; las cumbres y vertientes
estaban cubiertas de nieve deslumbradora, barrida por el viento que
llegaba hasta mí, a través de la vasta y melancólica planicie, en
ráfagas cruelmente frías.

  [127] Oropesa, sin duda alguna, anota Burke. La Calzada de
  Oropesa, según Knapp.

—¿Qué montañas son esas?—pregunté a un barbero-sangrador, que,
montado en una _burra_ del mismo pelo que la mía, emparejó conmigo
a eso del mediodía, y me acompañó durante unas cuantas leguas—. «Se
llaman de diverso modo, _caballero_—respondió el barbero—, según los
nombres de los lugares inmediatos. Aquellas de allá lejos son la
serranía de Plasencia; las que hay frente a Madrid son las montañas
de Guadarrama, por un río de este nombre que en ellas nace. La
cordillera es muy grande, _caballero_, y separa los dos reinos; del
lado de allá está Castilla la Vieja. Son magníficas estas montañas,
y aunque nos mandan muchísimo frío, a mí me agrada contemplarlas,
cosa que no es de extrañar, pues he nacido en ellas, aunque ahora,
por mis pecados, vivo en un pueblo del llano. No hay en toda
España cordillera como ésta, _caballero_; tiene sus secretos, sus
misterios. Muchas cosas singulares se cuentan de esas montañas y
de lo que ocultan en sus profundos escondrijos, porque ha de saber
usted que la cordillera es muy ancha, y se puede andar por ella
días y días sin llegar a _término_. Muchos se han perdido en ella
y no ha vuelto a saberse nada de su paradero. Entre otras rarezas,
cuentan que en ciertos sitios hay profundas lagunas habitadas por
monstruos, tales como serpientes corpulentas, más largas que un
pino, y caballos de agua que a veces salen de allí y cometen mil
estropicios. Es cosa averiguada que, allá lejos, hacia el Oeste, en
el corazón de la montaña, hay un valle maravilloso, tan estrecho,
que en él sólo se le ve la cara al sol en pleno mediodía. Este
valle permaneció desconocido durante miles de años; nadie soñaba su
existencia. Pero, al cabo, hace mucho tiempo, unos cazadores entraron
en él casualmente, y, ¿sabe usted lo que encontraron, _caballero_?
Encontraron una pequeña nación o tribu de gente desconocida, que
hablaba una lengua ignorada y que acaso vivía allí desde la creación
del mundo sin tratarse con las otras criaturas humanas, y sin
saber de la existencia de otros seres cerca de ellos. _Caballero_,
¿no ha oído usted hablar nunca del valle de las Batuecas? Se han
escrito muchos libros acerca de este valle y de sus habitantes. A
mí me enorgullecen esas montañas, _caballero_; si yo fuera hombre
independiente, sin mujer y sin hijos, compraría una _burra_ como la
de usted—excelente, por lo que veo, y mucho mejor que la mía—y me
iría a recorrer esas montañas hasta descubrir todos sus misterios y
haber visto las maravillas que contienen.»

No cesé en todo el día de avivar el paso de la burra, y sólo me
detuve una vez para echarle un pienso; pero, aunque el animalito
se portó muy bien, llegó la noche y aún faltaban dos leguas hasta
Talavera. Al ponerse el sol arreció el frío; me arropé lo mejor
posible con la capa vieja del gitano, que aun traía conmigo; pero
resultó escasa defensa contra la inclemente noche. El camino, siempre
por terreno llano, estaba medio borrado, y en la oscuridad era a
veces difícil encontrarlo, sobre todo por los muchos atajos y veredas
que lo cruzaban. Seguí adelante, empero, como pude, y cuando dudaba
de la dirección que debía tomar, me abandonaba al instinto de mi
cabalgadura. Salió al fin la luna, y a su débil luz distinguí de
pronto un bulto que se movía a muy corta distancia delante de mí.
Aligeré el paso de la _burra_, y no tardé en ponerme a su lado. El
bulto continuó sin alterar su marcha un momento ni mirar. La silueta
era de hombre, el más alto y corpulento que hasta entonces había yo
encontrado en España, vestido también de un modo desusado en el
país. Llevaba un sombrero bajo de copa y ancho de alas, muy semejante
al de los carreteros ingleses; envolvíase el cuerpo en una especie
de túnica larga y suelta, de cutí ordinario, abierta por delante,
lo que permitía ver, en ocasiones, el resto de su traje, compuesto
de un jubón y unos calzones de pana. Como he dicho, el ala de su
sombrero era ancha; pero, aun siéndolo, no bastaba para cubrir un
inmenso matorral de pelo negro como el carbón, espeso y rizado, que
se desbordaba por todos lados. Colgadas del hombro izquierdo llevaba
unas alforjas, y en la mano derecha una pértiga.

Había algo extraño en todo su continente; pero lo más chocante era
la tranquilidad con que seguía andando sin ocuparse de mí, aunque,
naturalmente, se daba cuenta de mi proximidad; miraba con fijeza al
camino delante de sí, salvo cuando alzaba su ancha faz y clavaba sus
grandes ojos en la luna, que ya brillaba con fuerza en el cielo.

—Está fría la noche—díjele al fin—. ¿Es este el camino de Talavera?

—Este es el camino de Talavera, y la noche está fría.

—Yo voy a Talavera—añadí—; supongo que usted también.

—Allí voy yo; usted también va, _bueno_.

La entonación con que pronunció estas palabras era, en su línea,
tan extraña y singular, como el aspecto del hombre que las decía; no
era exactamente la de una voz española, y, sin embargo, había algo
en ellas que a duras penas podía ser extranjero; la pronunciación
era también correcta, y el lenguaje, aunque insólito, sin faltas. Me
chocó, sobre todo, la manera como había dicho la palabra _bueno_;
algo parecido había oído yo en otra ocasión, pero no podía recordar
cuándo ni dónde. Hubo una pausa. El desconocido andaba con paso
arrogante y con perfecta indiferencia; al parecer estaba dispuesto a
no buscar ni esquivar la conversación.

—¿No le da a usted miedo viajar por estos caminos, de noche?—le
pregunté—. Dicen que están llenos de ladrones.

—¿Y no le debía dar a usted más miedo viajar por estos caminos,
de noche? ¿A usted, que desconoce el país? ¿A usted que es un
extranjero, un inglés?

—¿Cómo sabe usted que soy inglés?—pregunté lleno de sorpresa.

—No es cosa difícil; se lo he conocido en el acento.

—Ya que habla usted de eso—dije yo—, ¿y si su acento me descubriese
también quién es usted?

—No puede ser—replicó mi compañero—; usted no sabe nada de mí, ni
puede saberlo.

—No lo diga usted con tanta seguridad, amigo mío; yo estoy enterado
de muchas más cosas de las que usted se figura.

—_¿Por ejemplo?_—dijo el desconocido.

—Por ejemplo—repliqué—; usted habla dos idiomas.

El hombre anduvo un poco en actitud reflexiva, y luego dijo en voz
baja: _Bueno_.

—Usted tiene dos nombres—continué—: uno, para el interior de su casa,
y otro, para la calle. Ambos son buenos; pero el del hogar es el que
usted más quiere de los dos.

Anduvo otros cuantos pasos en la misma actitud que antes; de pronto,
se volvió, y tomando nuevamente las riendas de la _burra_, la detuvo.
Entonces contemplé de lleno su rostro y toda su persona; aún se me
aparecen a veces en sueños sus formas hercúleas y sus facciones
desmesuradas. Le vi plantado ante mí, bañado por la luz de la luna,
mirándome a la cara con sus profundos y tranquilos ojos. Al cabo me
dijo: «¿Es usted uno de los nuestros?»

       *       *       *       *       *

Era ya muy entrada la noche cuando llegamos a Talavera. Fuimos a una
casona lóbrega, la _posada_ principal de la ciudad, según me dijo
mi compañero. Entramos en la cocina, en uno de cuyos extremos ardía
una buena lumbre. «Pepita—dijo mi compañero a una linda muchacha
que salió a nuestro encuentro sonriendo—, un _brasero_ y un cuarto
reservado. Este caballero es un amigo mío y cenaremos juntos.» Pronto
estuvo dispuesta la habitación, en la que había dos alcobas con
sendas camas. Después de una cena que, por encargo de mi compañero,
fué excelentísima, nos sentamos junto al brasero y comenzamos a
hablar.

YO.—Claro está que usted ha hablado con otros ingleses, porque en
otro caso no me hubiera reconocido por el tono de la voz.

ABARBANEL[128].—Cuando estalló la guerra de la Independencia,
siendo yo un muchacho, vino al lugar en que yo vivía con mi familia
un oficial inglés, encargado de instruir a reclutas; se alojó en
casa de mi padre y me cobró gran afecto. Al marcharse me fuí con
él, con permiso de mi padre, y le acompañé por ambas Castillas como
camarada y criado a la vez. Juntos estuvimos casi un año, y cuando,
súbitamente, le mandaron volver a su país, quiso llevarme consigo;
pero mi padre no lo consintió en modo alguno. Veinticinco años han
pasado sin ver ningún inglés; a pesar de ello, le he conocido a usted
en plena oscuridad.

  [128] Este es un nombre puesto a capricho por Borrow a su
  interlocutor. (Nota de Burke.)

YO.—¿Y qué género de vida hace usted, y cuáles son sus medios de
subsistencia?

ABARBANEL.—Vivo sin dificultad alguna, como creo que vivieron mis
antepasados, y como vivió, con toda certeza, mi padre, cuya misma
ruta he seguido. A su muerte, tomé posesión de la _herencia_; era yo
hijo único, los bienes, muchos; hubiera podido vivir sin trabajar;
pero a fin de no llamar la atención, seguí el oficio de mi padre,
que era _longanicero_. A veces he tratado también en lana; pero sin
gran empeño por falta de estímulo. Con todo, he tenido buena suerte;
en ocasiones, una suerte extraordinaria, y he ganado más que muchos
otros entregados por completo al comercio y que se matan a trabajar.

YO.—¿Tiene usted hijos? ¿Está usted casado?

ABARBANEL.—Soy casado, pero sin hijos. Tengo mujer y una _amiga_,
o, más bien, dos mujeres, porque con ambas estoy casado; pero a una
le llamo _amiga_ por guardar las apariencias; quiero vivir tranquilo,
y no tengo gana de ofender los prejuicios de la gente que me rodea.

YO.—Dice usted que es rico. ¿En qué consisten sus riquezas?

ABARBANEL.—En oro, plata y piedras preciosas, pues he heredado
todo lo que mis abuelos atesoraron. La mayor parte está escondido
debajo de tierra; la verdad es que ni siquiera he visto la décima
parte de ello. Tengo monedas de oro y plata anteriores al tiempo
de Fernando el Maldito y Jezabel; también tengo sumas importantes
dadas a préstamo. Vivimos muy apartados, sin embargo, y nos hacemos
pasar por pobres, incluso por miserables; pero en ciertas ocasiones,
en nuestras fiestas, una vez cerradas y atrancadas las puertas,
y después de soltar los perros fieros en el corral, comemos en
vajillas como ya las quisiera para sí la Reina de España, y hacemos
las abluciones en salvillas de plata modeladas y repujadas antes
del descubrimiento de América, aunque vayamos siempre groseramente
vestidos y nuestras comidas sean de ordinario muy modestas.

YO.—Además de usted y de sus mujeres, ¿hay en su casa alguna otra
persona de su gremio?

ABARBANEL.—Mis dos criados son también de los nuestros; uno es
joven, y pronto se marchará a casarse lejos de aquí; el otro es
viejo, y viene por este mismo camino detrás de mí con un carro y una
mula.

YO.—¿Y adónde se dirige usted ahora?

ABARBANEL.—A Toledo, donde a veces trafico como _longanicero_. Me
gusta viajar, aunque sin alejarme mucho de mi casa. Desde que me
separé del inglés no he vuelto a salir de Castilla la Nueva. Me gusta
ir a Toledo y pensar allí en los tiempos que fueron; acabaría por
establecerme en esa ciudad, si no hubiera en ella tantos malditos que
me miran con malos ojos.

YO.—¿Le conocen a usted por lo que realmente es? ¿Le molestan las
autoridades?

ABARBANEL.—La gente sospecha, naturalmente, lo que yo soy, pero
como en casi todo me acomodo a sus costumbres, no se mezclan en mis
asuntos. Es verdad que algunas veces, cuando entro en la iglesia
a oír misa, me miran por encima del hombro, como diciendo: «¿A
qué vienes aquí?» Algunas veces se santiguan al pasar a mi lado;
pero como se limitan a eso, no me preocupo gran cosa de ellos. Con
las autoridades estoy en muy buenas relaciones. Muchos de los que
desempeñan puestos elevados tienen dinero mío prestado, de modo
que hasta cierto punto los tengo en mi poder; y la gente menuda,
_alguaciles_ y _corchetes_, está siempre dispuesta a favorecerme, en
consideración a unos cuantos duros que reparto de vez en cuando entre
ellos; de modo que, en conjunto, las cosas no pueden ir mejor. Cierto
que antiguamente no ocurría así; sin embargo, yo no sé por qué sería,
pero aunque otras familias lo pasaron muy mal, la nuestra disfrutó
siempre de relativa tranquilidad. La verdad es que mi familia ha
sabido conducirse siempre por modo maravilloso. Puedo decir que hay
en ella una sagacidad parecida a la de la serpiente. Siempre hemos
tenido amigos; con respecto a los enemigos, es la verdad que nunca
nos han hecho daño impunemente, porque es regla de mi casa no olvidar
las injurias y no escatimar esfuerzos ni gastos para arruinar y
destruir al que nos perjudica.

YO.—¿Se meten con usted los curas?

ABARBANEL.—Los curas me dejan en paz, sobre todo en nuestro mismo
pueblo. Poco después de la muerte de mi padre, uno muy exaltado trató
de jugarme una mala pasada; pero yo me las arreglé para pagarle en la
misma moneda, y logré que le encarcelaran acusado de blasfemia, y en
la cárcel estuvo mucho tiempo, hasta que se volvió loco y murió.

YO.—¿Tienen ustedes en España alguna persona que haga cabeza,
investida de la suprema autoridad?

ABARBANEL.—Tanto como eso, no. Hay, sin embargo, ciertas familias
virtuosas que gozan de mucha consideración: la mía es una de ellas—la
principal, puedo decir—. Especialmente, mi abuelo era un varón justo;
y oí contar a mi padre que una noche un arzobispo fué secretamente a
nuestra casa, sólo para tener el gusto de besar la mano a mi abuelo.

YO.—¿Cómo es posible eso? ¿Qué veneración puede sentir un arzobispo
por uno como usted o como su abuelo?

ABARBANEL.—Más de lo que usted se figura. El arzobispo era de
los nuestros, o por lo menos lo había sido su padre, y él no podía
olvidar lo que aprendió a reverenciar en la infancia. Dijo que había
intentado inútilmente olvidarlo; que el _ruals_ se cernía siempre
sobre él, y que desde la niñez los terrores conturbaban su ánimo,
hasta llegar al punto de no poder sufrirse a sí mismo. Por esto fué
a ver a mi abuelo, con quien permaneció toda una noche, y luego se
volvió a su diócesis, donde murió poco después, en gran opinión de
santo.

YO.—Me sorprende lo que usted dice. ¿Tiene usted algún motivo para
suponer que entre el clero católico hay muchos de los vuestros?

ABARBANEL.—No lo supongo, lo sé. Hay muchos como yo en el clero,
y no de rango inferior tan sólo. Algunos de los más sabios y
famosos clérigos de España han sido de los nuestros, o al menos de
nuestra sangre, y muchos de ellos, hoy en día, piensan como yo.
Hay una fiesta especial en el año, en la cual, cuatro dignatarios
eclesiásticos vienen sin falta a visitarme; y cuando, tomadas las
necesarias precauciones, se cumplen las ceremonias preparatorias, se
sientan en el suelo y blasfeman.

YO.—¿Son ustedes muchos en las ciudades importantes?

ABARBANEL.—De ningún modo; rara vez vivimos en las ciudades
grandes; sólo vamos a ellas para nuestros negocios, y preferimos
vivir en los pueblos. Cierto que no somos mucha gente; en pocas
provincias de España contaremos más de veinte familias. Ninguno de
los nuestros es pobre. Los que sirven, lo hacen por conveniencia
más que por necesidad, porque sirviendo unos en casa de otros, se
adiestran en tráficos diferentes. No es raro tampoco que el tiempo
que se sirve sea el del noviazgo, y los criados se casan a veces con
las hijas de sus amos.

Continuamos hablando casi toda la noche; a la mañana siguiente me
dispuse a partir, pero mi compañero me aconsejó que me quedase allí
todo el día. «Y si quiere usted hacerme caso—añadió—, no debe usted
ir más lejos de ese modo. Esta noche pasará por aquí la diligencia de
Extremadura a Madrid. Váyase en ella; es el modo más rápido y seguro
de viajar. Yo le compraré a usted la burra. Mi criado, que ya ha
venido, la ha visto y me dice que puede sernos útil. Pasaremos el día
juntos, como hermanos, y luego nos iremos cada uno por nuestro lado.»
Así lo hicimos. Cuando llegó la diligencia me metí en ella, y en la
mañana del segundo día llegué a Madrid.



CAPÍTULO XII

  Mi alojamiento en Madrid.—La patrona.—El embajador
  británico.—Mendizábal.—Baltasar.—Deberes de un Nacional.—Sangre
  moza.—La ejecución.—La población de Madrid.—Las clases altas.—Las
  clases bajas.—Las corridas de toros.—El gitano.


Llegué a Madrid en los comienzos de febrero de 1837. Estuve breves
días en una _posada_, y me mudé a la habitación que alquilé en
el núm. 3 de la calle de la Zarza[129], calle oscura y sucia, no
obstante hallarse pegada a la Puerta del Sol, punto céntrico de
Madrid, donde desembocan cuatro o cinco de las vías principales, y
sitio de reunión, en todas las épocas del año, de los vagos de la
capital, pobres o ricos.

  [129] Iba desde la de Preciados a la del Arenal; desde la calle
  de la Zarza salía a la Puerta del Sol el callejón del Cofre, o de
  Cofreros. Desaparecieron al ensanchar la Puerta del Sol.

La casa en que me alojé, era bastante singular. Ocupaba yo la parte
delantera del primer piso; mis habitaciones consistían en una sala
inmensa con un cuarto pequeño al lado, para dormir. La sala, a pesar
de su tamaño, tenía muy pocos muebles: unas cuantas sillas, una
mesa y un sofá componían todo su ornamento. Era muy fría y aireada,
gracias a las corrientes que se colaban por tres grandes ventanas
y por diversas puertas. La señora de la casa, acompañada por sus
dos hijas, me condujo a mi aposento. «¿Ha visto usted nunca—me
preguntó—un cuarto tan hermoso como éste? ¿Verdad que es digno de un
príncipe? El invierno pasado vivió aquí el gran general Espartero.»

La patrona era una mujer de desmesurada gordura, natural de
Valladolid, en Castilla la Vieja. «¿Tiene usted alguna otra familia
además de estas hijas?»—le pregunté—. «Dos hijos. Uno es oficial del
ejército, y padre de este niño»—me contestó señalando a un muchacho
de unos doce años, con cara de travieso pero listo, que brincaba por
el aposento; «el otro es el nacional más famoso de Madrid. Es sastre
de oficio y se llama Baltasar. Tiene gran influencia con los otros
nacionales por el liberalismo de sus opiniones, y a una palabra suya
toman las armas y acuden furiosos a la Puerta del Sol. Al presente,
guarda cama; hace una vida muy desarreglada, y es muy amigo de
toreros y de gentes peores aún.»

Como el principal motivo de mi visita a la capital de España era el
deseo de obtener permiso del Gobierno para imprimir en castellano el
Nuevo Testamento y difundirlo por el país, comencé, sin pérdida de
tiempo, a dar los pasos que me parecieron necesarios.

Era yo completamente desconocido en Madrid, y no llevaba cartas de
presentación para ninguna persona influyente que pudiera valerme en
mi empresa, de suerte que, si bien abrigaba esperanzas de buen éxito,
confiando en la protección del Omnipotente, esas esperanzas sufrían
pasajeros desmayos y las oscurecían con frecuencia las nubes del
desaliento.

Por entonces era primer ministro en España Mendizábal, y se le tenía
por hombre de poder casi ilimitado, en cuyas manos estaban los
destinos del país. Consideré, pues, que si lograba por cualquier
medio poner de mi parte a hombre tan poderoso, no tendría que temer
molestia alguna por otro lado, y resolví acudir a él.

Antes de dar ese paso, me pareció prudente avistarme con Mister
Villiers, embajador de Inglaterra en Madrid, y, con la libertad aneja
a mi condición de súbdito británico, pedirle consejo en el asunto.
Me recibió con mucha bondad, y tuvimos una conversación agradable
acerca de varios temas antes de abordar el que a mí me preocupaba
hondamente. Díjome que si yo deseaba una entrevista con Mendizábal,
él se ofrecía a procurármela, pero al mismo tiempo me advirtió con
franqueza que no esperaba de ella ningún resultado bueno, porque le
constaba la violenta predisposición de Mendizábal contra la Sociedad
Bíblica Británica y Extranjera, y era lo más probable que en lugar
de favorecerlo, contrariase cualquier intento de la Sociedad para
introducir el Evangelio en España. Resolví, a pesar de todo, hacer
la prueba, y antes de separarme del embajador obtuve una carta de
presentación para Mendizábal.

Una mañana, temprano, acudí a Palacio, en una de cuyas alas estaba
el despacho del primer ministro. El frío era cruel; el Guadarrama,
sobre el que hay una hermosa vista desde la explanada del Palacio,
estaba cubierto de nieve. Casi tres horas estuve tiritando de frío
en una antecámara, con varias personas más que, como yo, aguardaban
audiencia del poderoso. Al cabo se presentó el secretario particular,
y después de hacer diversas preguntas a los otros, se dirigió
a mí, interrogándome acerca de mi calidad y mis pretensiones.
Díjele que yo era un inglés, portador de una carta del ministro
británico. «Si usted no se opone, yo se la entregaré personalmente
a su excelencia»—me dijo—. En oyendo esto, le alargué la carta y
desapareció. Entraron antes que yo varias personas, pero me llegó el
turno, al fin, y me introdujeron en el despacho de Mendizábal.

El ministro estaba detrás de una mesa cubierta de papeles,
examinándolos con intensa atención. No se enteró de mi presencia, y
tuve tiempo suficiente para contemplarlo. Era un hombre corpulento,
atlético, un poco más alto que yo, que mido descalzo seis pies y
dos pulgadas; de tez sonrosada, facciones finas y correctas, nariz
aguileña y dientes de espléndida blancura; aunque apenas frisaba en
los cincuenta años, tenía el pelo muy canoso. Vestía una lujosa bata
de mañana, con una cadena de oro alrededor del cuello, y calzaba
chinelas de tafilete.

Su secretario, hombre de buena presencia y de expresión inteligente,
que, según supe después, se había conquistado un nombre en la
literatura española y en la inglesa, permanecía en pie junto a la
mesa, con papeles en las manos.

Después de hacerme esperar en pie un cuarto de hora, Mendizábal
alzó súbitamente sus ojos penetrantes y clavó en mí una mirada
escrutadora, poco común. «He visto un mirar muy parecido a ese entre
los Beni-Israel—dije entre mí...

Nuestra entrevista duró casi una hora; la conversación fué de
singular interés. Mendizábal, como ya me habían advertido, era, en
efecto, ardiente enemigo de la Sociedad Bíblica, de la que hablaba
con odio y desprecio; estaba también muy lejos de ser un amigo de la
religión cristiana, con quien me fuese fácil contar. Sin desanimarme
por eso, le insté mucho en favor del asunto que allí me llevaba, y
tuve tanta fortuna, que ofreció permitirme imprimir las Escrituras
si, como esperaba, de allí a unos meses el país estaba más tranquilo.

Cuando ya me marchaba, me dijo: «No es esta la primera petición de
ese género que me hacen. Desde que estoy en el gobierno, no se harta
de importunarme con esas cosas una bandada de ingleses, desparramados
hace poco por España, que se llaman a sí mismos cristianos
evangélicos. Todavía la semana pasada, un individuo jorobado se abrió
paso hasta mi despacho, donde yo trataba asuntos importantes, y me
dijo que Cristo estaba para llegar de un momento a otro... y ahora
viene usted y casi me convence, para indisponerme aun más con el
clero, como si todavía no me odiase bastante. ¿Qué singular desvarío
les impulsa a ustedes a ir por mares y tierras con la Biblia en la
mano? Lo que aquí necesitamos, mi buen señor, no son Biblias, sino
cañones y pólvora para acabar con los facciosos, y, sobre todo,
dinero para pagar a las tropas. Siempre que venga usted con esas tres
cosas, se le recibirá con los brazos abiertos; si no, habrá usted
de permitirnos prescindir de sus visitas, por mucho honor que nos
dispense con ellas.

YO.—Los disturbios de este infortunado país no acabarán hasta que
el Evangelio circule libremente.

MENDIZÁBAL.—Esperaba la respuesta, porque he vivido trece
años en Inglaterra y conozco algo la fraseología de sus buenos
correligionarios. Ahora, déjeme, se lo ruego; como ve usted, estoy
muy ocupado. Vuelva cuando quiera, pero no antes de tres meses.»

Una mañana, mientras me desayunaba con los pies encima del _brasero_,
entró la patrona en mi aposento y me dijo: «_Don Jorge_, aquí está mi
hijo Baltasarito, el nacional. Ya se levanta de la cama, y al saber
que teníamos un inglés en casa, me ha pedido que le presente, porque
tiene mucha afición a los ingleses por sus ideas liberales. Aquí le
tiene usted, ¿qué le parece?»

Me guardé de decir a su madre mi opinión. A mi parecer, hacía muy
bien en llamarle Baltasarito, porque jamás el antiguo y sonoro
nombre de Baltasar se habría dado a sujeto tan exiguo. Podría tener
hasta cinco pies y una pulgada de altura, y era más bien corpulento
para su talla; el rostro amarillento y enfermizo, pero con cierta
expresión de fanfarronería; los ojos pardos, muy oscuros, eran vivos
y brillantes. Iba vestido, o más bien desvestido, malamente, con una
gorra de cuartel y un capote de reglamento, viejo y muy holgado, que
hacía las veces de bata.

—Celebro mucho conocerle, _señor nacional_—le dije en cuanto su
madre se retiró, y así que Baltasar se hubo sentado y encendido,
claro está, un cigarro de papel en el _brasero_—. Me alegro mucho
de haberle conocido, sobre todo porque, según me ha dicho su señora
madre, tiene usted gran influencia con los nacionales. Yo, como
extranjero, puedo tener necesidad de un amigo; la fortuna me favorece
al proporcionarme uno que es miembro de tan poderoso cuerpo.

BALTASAR.—Sí, tengo bastante mano con los otros nacionales; en
Madrid no hay ninguno más conocido que Baltasar, ni más temido por
los carlistas. ¿Dice usted que puede hacerle falta un amigo? Pues
ya sabe que dispone de mí para cuanto se le ofrezca. Tanto yo, como
los demás nacionales, nos enorgulleceremos sirviéndole a usted de
_padrinos_, si tiene entre manos algún lance de honor. Pero, ¿por qué
no se hace usted de los nuestros? Le recibiríamos a usted con mucho
gusto en el cuerpo.

YO.—¿Son muy duras las obligaciones de un nacional?

BALTASAR.—Nada de eso. Estamos de servicio una vez cada quince
días, y luego suele haber alguna revista de poca duración. Las
obligaciones son ligeras y privilegios grandes. Por ejemplo: yo
he visto a tres compañeros míos pasearse un domingo por el Prado,
armados de estacas, y apalear a cuantos les parecían sospechosos.
Más aún; tenemos la costumbre de rondar de noche por las calles, y
cuando tropezamos con alguien que nos desagrada, caemos sobre él, y
a cuchilladas o bayonetazos, le dejamos, por lo común, en el suelo
revolcándose en su sangre. Sólo a un nacional se le permitiría hacer
tales cosas.

YO.—Supongo que todos los nacionales serán de opinión liberal.

BALTASAR.—¡Así debiera ser! Pero hay algunos, _don Jorge_, que
no nos parecen muy de fiar. Son pocos, sin embargo, y a casi todos
los conocemos. La vida que llevan es poco envidiable, porque cuando
están de guardia, nos burlamos de ellos, y con frecuencia los damos
de palos. La ley obliga a todos los hombres de cierta edad a servir
en el ejército o a alistarse en la guardia nacional; por eso hay en
nuestras filas algunos de esos _godos_.

YO.—¿Hay muchos carlistas en Madrid?

BALTASAR.—Entre la gente joven, no; la mayor parte de los carlistas
madrileños capaces de llevar las armas, se fueron hace tiempo a la
facción. Los que quedan son casi todos viejos o curas, buenos tan
sólo para reunirse en algún café apartado y proyectar fantásticos
complots. ¡Que hablen, _don Jorge_, que hablen! Los destinos de
España no dependen de los deseos de _ojalateros_ y _pasteleros_, sino
de las manos de los nacionales, intrépidos y firmes, como yo y mis
amigos, _don Jorge_.

YO.—Por su señora madre he sabido, con pena, que hace usted una
vida muy desordenada.

BALTASAR.—¡Cómo! ¿Se lo ha dicho a usted, _don Jorge_? ¡Qué quiere
usted, _don Jorge_! Soy joven, y la sangre joven hierve en las
venas. Los nacionales me llaman el alegre Baltasar, y mi popularidad
se funda en la jovialidad de mi carácter y en mis ideas liberales.
Cuando estoy de guardia, llevo siempre la guitarra, ¡y si viera usted
qué _función_ se arma! Mandamos por vino, y los nacionales se pasan
la noche bebiendo y bailando, mientras Baltasarito toca la guitarra y
canta canciones de _Germania_.

    Una romí sin pachí
  le penó a su chindomar; etc.

Esto es _gitano_, _don Jorge_. Me lo han enseñado los _toreros_ de
Andalucía; todos hablan _gitano_, y muchos lo son de raza. Montes,
Sevilla, Poquito Pan son amigo míos. No hay _función_ de toros, _don
Jorge_, en que no esté Baltasar con su _amiga_. En el invierno no se
dan corridas de toros, _don Jorge_, que si no, le llevaría a usted a
una; por suerte, mañana hay una ejecución; una _función de la horca_,
e iremos a verla, _don Jorge_.

Fuimos a ver la ejecución, que no se me olvidará en mucho tiempo. Los
reos eran dos jóvenes, dos hermanos, culpables de haber escalado de
noche la casa de un anciano y asesinádole cruelmente para robarle.
En España estrangulan a los reos de muerte contra un poste de madera
en lugar de colgarlos, como en Inglaterra, o de guillotinarlos, como
en Francia. Para ello, los sientan en una especie de banco, con un
palo detrás, al que se fija un collar de hierro, provisto de un
tornillo; con el collar se le abarca el cuello al reo, y a una señal
dada, se aprieta con el tornillo hasta que el paciente expira. Mucho
tiempo llevábamos ya esperando entre la multitud, cuando apareció el
primer reo, montado en un asno, sin silla ni estribos, de modo que
las piernas casi le arrastraban por el suelo. Vestía una túnica de
color amarillo azufre, con un gorro encarnado, alto y puntiagudo,
en la rapada cabeza. Sostenía entre las manos un pergamino, en el
que había escrito algo, supongo que la confesión de su delito.
Dos curas llevaban al borrico por el ramal; otros dos caminaban a
cada lado, cantando letanías, en las que percibí palabras de paz y
tranquilidad celestiales; el delincuente se había reconciliado con
la iglesia, confesado sus culpas y recibido la absolución, con
promesa de ser admitido en el cielo. Sin mostrar el más leve temor,
el reo se apeó, y subió sin ayuda al cadalso, donde le sentaron en
el banquillo y le echaron al cuello el corbatín fatal. Uno de los
curas comenzó entonces a decir el Credo en voz alta, y el reo repetía
las palabras. De pronto, el ejecutor, colocado detrás de él, dió
vueltas al tornillo, de prodigiosa fuerza, y casi instantáneamente
aquel desdichado murió. A tiempo que el tornillo giraba, el cura
comenzó a gritar, _pax et misericordia et tranquillitas_, y gritando
continuó, en voz cada vez más recia, hasta hacer retemblar los altos
muros de Madrid. Luego se inclinó, puso la boca junto al oído del
reo, y de nuevo clamó, como si quisiera perseguir a su alma en su
marcha hacia la eternidad y consolarla en el camino. El efecto era
tremendo. Yo mismo me excité tanto, que involuntariamente exclamé:
_¡Misericordia!_ Y lo mismo hicieron otros muchos. Nadie pensaba allí
en Dios ni en Cristo; todos los pensamientos se concentraban en el
cura, que en tal momento parecía el más importante de todos los seres
vivos, con poder suficiente para abrir y cerrar las puertas del cielo
o del infierno, según lo tuviese a bien; pasmoso ejemplo del sistema
papista imperante, cuyo principal designio fué siempre mantener el
ánimo del pueblo todo lo apartado de Dios que podía, y en concentrar
en el clero sus esperanzas y temores. La ejecución del segundo reo,
fué enteramente igual; subió al patíbulo a los pocos minutos de haber
expirado su hermano.

He visitado casi todas las capitales importantes del mundo; pero, en
conjunto, ninguna me ha interesado tanto como la villa de Madrid,
donde a la sazón me hallaba. No hablo de sus calles ni edificios, de
sus plazas ni de sus fuentes, aunque algo de esto hay en Madrid digno
de nota; Petersburgo tiene calles más hermosas; París y Edimburgo,
edificios más suntuosos; Londres, plazas más bellas, y Shiraz
puede alabarse de poseer fuentes más lujosas, aunque no aguas más
frescas. ¡Pero la población!... Cercados por un muro de tierra que
apenas mide legua y media a la redonda, se agolpan doscientos mil
seres humanos, que forman, con toda seguridad, la masa viviente más
extraordinaria del mundo entero; y no se olvide nunca que esta masa
es estrictamente española. La población de Constantinopla es harto
singular, pero han contribuído a formarla veinte naciones—griegos,
armenios, persas, polacos, judíos; estos últimos de origen español,
dicho sea de paso, y que aún hablan entre sí el castellano antiguo.
Pero la población de Madrid, en su totalidad, sin otra excepción
que un puñado de extranjeros, principalmente sastres, guanteros y
_perruquiers_ franceses, es española neta, aunque buena parte de
ella no haya nacido en la capital. Aquí no hay colonias de alemanes,
como en San Petersburgo; ni factorías inglesas, como en Lisboa; ni
multitudes de yanquis insolentes callejeando, como en la Habana, con
un aire que parece decir: «Este país será nuestro en cuanto queramos
apoderarnos de él»; sino una población inculta, sorprendente, formada
por muy varios elementos, pero española, y que lo seguirá siendo
mientras la ciudad exista. ¡Salud, _aguadores_ de Asturias, que,
con vuestro grosero vestido de muletón y vuestras monteras de piel,
os sentáis por centenares al lado de las fuentes, sobre las cubas
vacías, o tambaleándoos bajo su peso, una vez llenas, subís hasta
los últimos pisos de las casas más altas! ¡Salud, _caleseros_ de
Valencia, que, recostados perezosamente en vuestros carruajes, picáis
tabaco para liar un cigarro de papel, en espera de parroquianos!
¡Salud, mendigos de la Mancha, hombres y mujeres que, embozados en
burdas mantas, imploráis la caridad indistintamente a las puertas
de los palacios o de las cárceles! ¡Salud, criados montañeses,
_mayordomos_ y secretarios de Vizcaya y Guipúzcoa, _toreros_ de
Andalucía, _reposteros_ de Galicia, tenderos de Cataluña! ¡Salud,
castellanos, extremeños y aragoneses, de cualquier oficio que seáis!
Y, en fin, vosotros, los veinte mil _manolos_ de Madrid, hijos
genuinos de la capital, hez de la villa, que con vuestras terribles
navajas causasteis tal estrago en las huestes de Murat el día Dos
de Mayo, ¡salud! Y a las clases más elevadas—a los caballeros, a
las _señoras_—, ¿las pasaré en silencio? En verdad tengo poco que
decir de ellos. Apenas los traté, y lo que vi de sus costumbres no
era muy a propósito para sublimarlos en mi imaginación. Yo no soy
de los que, vayan donde vayan, siguen la inveterada práctica de
vilipendiar a las clases altas y de exaltar a su costa al populacho.
En muchas capitales, la parte más notable e interesante de la
población es precisamente la aristocracia. Tal ocurre en Viena,
y más especialmente en Londres. ¿Quién puede rivalizar con el
aristócrata inglés en prestancia, fuerza y valentía? ¿Quién monta
mejores caballos? ¿Quién goza de posición más sólida? ¿Quién más
amable que su esposa, su hermana o su hija? Pero tratándose de la
aristocracia española, así de las _señoras_ como de los caballeros,
cuanto menos se diga en cada uno de los puntos aludidos, será mejor.
Sin embargo, sé muy poco acerca de ellos, lo confieso; quizás tengan
sus admiradores, a los que cedo la tarea de escribir su panegírico.
Le Sage los describió tales como eran hace casi dos siglos; sus
rasgos son poco seductores, y no creo que hayan mejorado desde que
el inmortal francés los retrató. Hablaré, pues, con más gusto de
las clases bajas, no sólo de Madrid, pero de toda España. Un español
de la clase baja, sea _manolo_, labriego o arriero, me parece
mucho más interesante que un aristócrata. Es un ser poco común, un
hombre extraordinario. Le faltan, es cierto, la amabilidad y la
generosidad del _mujik_ ruso, capaz de dar su único _rouble_ antes
que el forastero pase necesidad; tampoco tiene su tranquilo valor,
que le hace invulnerable al miedo y le impulsa, al mando de su zar,
a arrostrar cantando una muerte cierta. En el carácter español hay
menos abnegación y más dureza; le anima, en cambio, un sentimiento
de altiva independencia que roba la admiración. Es ignorante, por
supuesto; pero, cosa singular, invariablemente he encontrado en las
clases más bajas y peor educadas, mayor generosidad de sentimientos
que en las altas. Mucho tiempo ha sido moda hablar del fanatismo de
los españoles y de su mezquino recelo de los extranjeros. Esto es
verdad hasta cierto punto; pero es verdad, principalmente, respecto
de las clases altas. Si el valor o el talento de los extranjeros
nunca han alcanzado en España el premio merecido, la gran masa de los
españoles no tiene la culpa de ello. He oído calumniar a Wellington
en el mismo soberbio teatro de sus triunfos; pero nunca por los
soldados viejos de Aragón y de Asturias, que le ayudaron a vencer
a los franceses en Salamanca y en los Pirineos. He oído criticar el
modo de montar de un _jockey_ inglés; pero el crítico era el necio
heredero de los Medinaceli, no un _picador_ de la plaza de Madrid.

A propósito de picadores: un día, poco después de mi llegada a
Madrid, estuve un par de horas callejeando, en viaje de exploración,
por un barrio famoso a causa de los robos y muertes que en él
se cometían, y, al sentirme cansado, entré en un tabernucho a
refrigerarme. Había muchos parroquianos, todos con cara de bandidos;
a mi saludo contestaron quitándose los _sombreros_ con mucha
ceremonia y abriéndome calle hasta el mostrador. Vacié un vaso de
_val de peñas_, y ya iba a pagar y a marcharme, cuando un individuo
de horrible catadura, vestido con un coleto de ante fuerte, zajones
y botas de montar que le pasaban de las rodillas, y tocado con
un sombrero claro, cuyas alas tenían lo menos vara y media de
circunferencia, se abrió paso entre la gente, y, encarándose conmigo,
dijo con voz de trueno:

—_¡Otra copita! ¡Vamos, inglesito, otra copita!_

—Gracias, mi buen señor; es usted muy amable. Parece que me conoce
usted; pero yo no tengo el honor de conocerle.

—¿No me conoce?—replicó el tal—. ¡Soy Sevilla, el _torero_! Yo
le conozco a usted mucho; usted es el amigo de Baltasarito, el
nacional, que es amigo mío y muy buena persona.

Volviéndose entonces a la compañía, dijo con voz sonora, arrastrando
la última sílaba de cada palabra, según costumbre de la _gente
rufianesca_ en toda España:

—Caballeros valientes: Este caballero es amigo de un amigo mío.
_Es mucho hombre._ No hay en España quien le iguale. Aunque es
_inglesito_, habla _gitano_ cerrado.

—No lo creemos—replicaron varias voces graves—. No es posible.

—¿Decís que no es posible? Pues yo os digo que sí. Ven acá, Balseiro;
tú, que te has pasado la vida en presidio y te estás alabando siempre
de hablar el _gitano_ cerrado, aunque no sabes palabra, ven acá y
habla con su merced en _gitano_ cerrado.

Un hombre pequeño, enclenque, pero vivaracho, se adelantó. Iba en
mangas de camisa y llevaba una montera; era guapo, pero con cara de
demonio.

Habló unas pocas palabras en la corrompida jerga gitana de las
cárceles, preguntándome si había estado alguna vez en el calabozo, y
si sabía lo que era una _gitana_[130].

  [130] Doce onzas de pan, o libra corta, ración de la
  cárcel. (Nota de Borrow.)

—Vamos, _inglesito_—gritó Sevilla con voz tonante—, respóndele al
_monró_[131] en _gitano_ cerrado.

  [131] Amigo.

Contesté al ladrón, porque lo era en efecto, y de los que han dejado
nombre duradero en la historia de la picardía madrileña; le contesté
con alguna extensión en el dialecto de los gitanos extremeños.

—Creo que es _gitano_ cerrado—musitó Balseiro—, o si no, será inglés,
porque no entiendo ni una palabra.

—¿No te decía yo—exclamó el picador—que no sabes ni palabra del
gitano cerrado? Pero el _inglesito_ sí lo sabe, y yo entiendo todo
lo que dice; _vaya_, no hay nadie como él para el _gitano_ cerrado.
Además, es muy buen _jinete_; después de mí, no hay quien le iguale;
sólo él sabe montar con las acciones de los estribos muy cortas.
_Inglesito_, si necesitas dinero, dispón de mi bolsillo; todo cuanto
tengo está a tu servicio, y no creas que es poco: acabo de ganar
cuatro mil _chulés_ a la lotería. Animo, inglés, otra copa; yo lo
pago todo; yo, Sevilla.

Y se golpeaba una y otra vez el pecho con la mano, mientras repetía:
«¡Yo, Sevilla! ¡Yo...!»



CAPÍTULO XIII

  Intrigas de la Corte.—Quesada y Galiano.—Disolución de las
  Cortes.—El secretario.—Testarudez aragonesa.—El Concilio de
  Trento.—El asturiano.—Los tres bandidos.—Benedicto Mol.—El hombre
  de Lucerna.—El Tesoro.


Mendizábal me había dicho que volviera a verle pasados tres meses,
dándome esperanzas de no oponerse personalmente a la publicación del
Nuevo Testamento; pero antes de que transcurrieran los tres meses
cayó en desgracia, y dejó de ser primer ministro.

Para derribarlo se urdió una intriga, dirigida por Istúriz y Alcalá
Galiano, gaditanos como Mendizábal, de quien hasta entonces se
llamaron amigos. Ambos habían sido liberales egregios, y miembros
importantes de aquellas Cortes que, huyendo de la invasión de
Angulema, se llevaron a Fernando desde Madrid a Cádiz, y le tuvieron
preso hasta que esta ciudad inexpugnable tuvo por conveniente
rendirse; los dos personajes se refugiaron en Inglaterra, donde
pasaron considerable número de años.

Por el tiempo a que me refiero, hallábanse Istúriz y Galiano
sumamente pobres, sin que del apoyo a Mendizábal pudiesen esperar
mejoras inmediatas; y considerándose, además, tan buenos y capaces
como él para gobernar a España en las circunstancias dadas,
resolvieron separarse del partido de su amigo, a quien habían apoyado
hasta allí, y levantar bandera propia.

En consecuencia, formaron en las Cortes una oposición contra
Mendizábal; los miembros de esa oposición tomaron el nombre de
_moderados_ para distinguirse de Mendizábal y sus secuaces,
ultraliberales. Los _moderados_ contaban con el apoyo de la reina
regente Cristina, deseosa de un poder algo mayor que el que los
liberales parecían dispuestos a concederle, y, además, enemiga
personal del ministro. Veíanse también apoyados por Córdova, que
entonces mandaba el ejército y estaba descontento de Mendizábal,
porque el ministro no servía con suficiente presteza las demandas
pecuniarias del general, aunque se decía que la mayor parte del
dinero enviado para pagar a las tropas no se empleaba en eso, sino
en fondos públicos franceses, a nombre y para uso y provecho del
nombrado Córdova.

Pero no voy a escribir una historia de sucesos políticos que
presencié entonces; baste decir que Mendizábal, viéndose contrariado
en todos sus proyectos por la Gobernadora, que no aceptaba ninguna
de las medidas propuestas por el ministro, y por el general, que
permanecía inactivo y se negaba a atacar al enemigo, ya repuesto
del contratiempo que le causó la muerte de Zumalacárregui y en
considerable auge sus armas, dimitió, abandonando por el momento el
campo a sus adversarios, aunque contaba en las Cortes con inmensa
mayoría, y aunque la opinión del país, al menos en su parte liberal,
le era favorable.

Se constituyó un gabinete presidido por Istúriz, en el que Galiano
fué ministro de Marina, y un cierto duque de Rivas ministro de
lo Interior. Estos eran los jefes del gobierno _moderado_; pero,
impopulares en Madrid, y temerosos de los nacionales, buscaron el
concurso de un hombre llamado Quesada, aborrecedor de la milicia
nacional y que a nada temía; hombre asaz estúpido, pero gran
guerrero, que en cierta época de su vida mandó una legión llamada
Ejército de la Fe, cuyas hazañas en ambas vertientes del Pirineo son
harto conocidas para que necesite recordarlas. Quesada fué nombrado
capitán general de Madrid.

El más inteligente de los nuevos ministros era, con mucho, Galiano,
a quien me presentaron poco después de mi llegada a Madrid. Hombre
de muchas letras, conocía a fondo las de su país. Orador ante
todo, de palabra fácil, elegante e impetuoso, era para el partido
_moderado_, dentro de las Cortes, lo que Quesada fuera de ellas; es
decir, el hombre de combate. Difícil sería decir por qué le hicieron
ministro de Marina, ya que España no tiene ninguna; acaso lo fué por
su dominio del inglés, idioma que hablaba y escribía tan bien como
el suyo propio, habiéndose ganado la vida durante su estancia en
Inglaterra, principalmente, escribiendo artículos para los periódicos
y revistas; ocupación muy honrosa, pero que pocos de los extranjeros
desterrados en Inglaterra son capaces de desempeñar.

Galiano era hombre muy pequeño e irritable, enemigo encarnizado de
cuantos se atravesaban en el camino de su prosperidad. Odiaba a
Mendizábal con rencor no disimulado, y siempre hablaba de él con
infinito desprecio. «Temo que me cueste bastante trabajo arrancar a
Mendizábal el permiso de imprimir el Nuevo Testamento»—le dije un
día—. «Mendizábal es un asno—replicó Galiano—. Calígula hizo cónsul
a su caballo, y creo que esto es lo que ha inducido a lord... a
enviarnos a ese _burro_ de la Bolsa de Londres para que sea nuestro
ministro.»

Sería mucha ingratitud de mi parte no confesar aquí cuánto debo a
Galiano, que me ayudó con todo su poder en el asunto que me llevaba a
España. Poco después de formarse el ministerio moderado fuí a verle,
y le dije que «entonces o nunca era la ocasión de hacer un esfuerzo
en favor mío.» «Lo haré—me respondió con tono áspero, porque siempre
habla con aspereza, lo mismo a los amigos que a los enemigos—;
pero tenga usted paciencia unos cuantos días; estamos ahora muy
ocupados. Nos han derrotado en las Cortes, y esta tarde intentaremos
disolverlas. Dicen que esos canallas se negarán a marcharse; pero
Quesada estará a la puerta para arrojarlos a la calle si oponen
alguna resistencia. Vaya usted por allí, y acaso vea una _función_.»

Después de un debate de una hora, fueron disueltas las Cortes sin
necesidad de recurrir a la ayuda del temible Quesada. Galiano, sin
nuevas dilaciones, me dió una carta para su colega el duque de
Rivas, a cuyo departamento incumbía, según me dijo, conceder o negar
el permiso para imprimir el libro. El duque era un hombre joven y
apuesto, de unos treinta años, andaluz por su cuna, como sus dos
colegas ya nombrados. Había publicado varias obras—tragedias, según
creo—, y gozaba de cierta reputación literaria. Me recibió con suma
afabilidad, y enterado de mi pretensión, respondió, haciéndome una
cortesía seductora y con un gesto genuinamente andaluz: «Vea a mi
secretario; vea a mi secretario; _él hará por usted el gusto_.»

Fuí a ver al secretario, un aragonés llamado Oliban, que no era
guapo, ni de elegantes maneras, ni afable. «¿Desea usted un
permiso para imprimir el Nuevo Testamento?» «Sí, señor.» «¿Y le
ha hablado usted de esto a su excelencia?» «En efecto.» «Supongo
que intenta usted imprimirlo sin notas»,—continuó Oliban—. «Sí.»
«Entonces, su excelencia no puede darle a usted el permiso—dijo el
secretario aragonés—; el Concilio de Trento ordenó que en ningún
país cristiano pueda imprimirse parte alguna de la Escritura sin
las notas de la iglesia.» «¿Cuántos años hace de eso?»—pregunté yo.
«No sé cuántos años hace—repuso Oliban—; pero tal es el decreto del
Concilio.» «¿Es que en España rigen ahora los decretos del Concilio
de Trento?»—inquirí—. «Rigen en algunos puntos, y este es uno de
ellos—respondió el aragonés—; pero, dígame, ¿quién es usted? ¿Le
conoce el embajador de su país?» «¡Oh!, sí, y tiene mucho interés por
este asunto.» «¿De veras?—dijo Oliban—; entonces, el caso varía. Si
puede usted demostrarme que su excelencia se interesa por el asunto,
yo no pondré dificultades.»

El ministro británico hizo cuanto yo podía desear, y mucho más de
lo que me atrevía a esperar. Tuvo una entrevista con el duque de
Rivas, y hablaron detenidamente de mi asunto; el duque fué todo
sonrisas y cortesía. Escribió, además, una carta particular al
duque y me la dió, encargándome que yo mismo se la entregase la
primera vez que fuese a verle; y para remate de todo, me escribió
y dirigió otra carta en la que me dispensaba el honor de decirme
que me tenía en gran aprecio, y que su mayor placer sería que yo
obtuviese el permiso tan buscado. Fuí a ver al duque, y le entregué
la carta; estuvo diez veces más bondadoso y afable aún que antes;
leyó la carta, sonrió con la mayor dulzura, y luego, como poseído
de súbito entusiasmo, extendió los brazos de un modo casi teatral,
exclamando: «_Al secretario; él hará por usted el gusto._» De nuevo
me precipité al secretario, que me recibió con frialdad glacial. Le
referí las palabras de su jefe, y le entregué la carta que me había
escrito el ministro británico. El secretario la leyó con atención, y
me dijo que, evidentemente, su excelencia se «había» tomado interés
en el asunto. Me preguntó después mi nombre, y, tomando una hoja de
papel, se sentó como si fuese a escribir el permiso. Yo estaba en mis
glorias. De pronto, el secretario se detuvo, alzó la cabeza, pareció
reflexionar un momento, y poniéndose la pluma detrás de la oreja,
dijo: «Entre los decretos del Concilio de Trento, se cuenta uno...»

—¡Oh Dios mío!—exclamé.

—Es un hombre singular ese Oliban—dije un día a Galiano—; no puede
usted imaginarse lo me está haciendo pasar; no se cansa de hablarme
del Concilio de Trento.

—En el Trento quisiera yo verle metido hasta la cintura por decir
tales tonterías. Sin embargo, procuraremos no desagradar a Oliban;
es de los nuestros y nos ha prestado buenos servicios; es, además,
hombre inteligente; pero, como buen aragonés, si se le mete una idea
en la cabeza, cuesta mucho trabajo arrancársela. No obstante, iremos
a verle; es antiguo amigo mío, y no dudo que le haremos entrar en
razón.

Al día siguiente fuí a buscar a Galiano al Ministerio de Marina
o Almirantazgo (¿cómo se debe decir?), y desde allí fuimos al
Ministerio de lo interior, instalado en un edificio magnífico,
antigua _casa_ de la Inquisición. Nos avistamos con Oliban. Galiano
se lo llevó al hueco de una ventana, y hablaron detenidamente, pero
en voz muy baja, y como la habitación era inmensa, no pude oír
palabra. Al cabo, Galiano se me acercó y dijo: «Hay alguna dificultad
para resolver el asunto de usted; pero ya sabe Oliban que es usted
amigo mío, y dice que eso le basta; quédese aquí con él, y hará
cuanto sea necesario en favor de usted. Es asunto arreglado. ¡Adiós!»
En diciendo esto, se marchó, dejándome con Oliban. El secretario
comenzó acto seguido a escribir no sé qué cosa, y, al terminar, sacó
una caja de cigarros, encendió uno, después de ofrecerme otro que
rehusé, porque no fumo, y apoyando los pies en la mesa me dirigió en
francés el siguiente discurso:

—Me alegro mucho de ver a usted en esta capital, y aún de verle
trabajar en ese asunto. Considero un oprobio para España que no
circule ninguna edición del Evangelio, al menos en condiciones
tales que puedan adquirirla los más ricos y más pobres; una edición
descargada de notas de invención humana, que aumentan el volumen del
libro hasta hacerlo inmanejable. Para mí es indudable que una edición
como la que usted intenta imprimir, ejercería una influencia muy
beneficiosa en el espíritu del pueblo, que, entre nosotros, no conoce
la religión a fondo ni en su pureza. ¿Cómo va a conocerla, visto que
le han mantenido siempre cuidadosamente apartado del Evangelio, como
si la civilización pudiera existir donde la luz evangélica se apaga?
La regeneración moral de España depende de la libre circulación de
la Escritura, tarea en que sólo Inglaterra, su afortunada patria de
usted, puede empeñarse, por el nivel elevado de su civilización y la
prosperidad sin rival de que al presente goza. La razón me obliga, en
efecto, a reconocer todo esto, pero...

—«Ahora es ella»—pensé yo.

—«Pero...» Y una vez más comenzó a hablarme del fastidioso Concilio
de Trento; me pareció, pues, que lo de escribir en un papel, la
oferta del cigarro, y la enojosa y larga arenga no eran sino—¿cómo lo
llamaré?—mera Φλυαρία.

Andaba ya por entonces muy entrada la primavera; las vertientes,
aunque no las cumbres, del Guadarrama estaban desde tiempo atrás
limpias de nieve; los árboles del Prado lucían ya su verde pompa, y
toda la _campiña_ de los alrededores de Madrid mostrábase alegre y
risueña. Aún no habían llegado calores estivales, y el tiempo era, en
verdad, delicioso.

Hacia el Oeste, al pie de la colina en que se alza Madrid, un
canal corre durante unas cuantas leguas paralelo al Manzanares,
del que le separan fértiles y amenas praderas. Las márgenes del
Canal, empezado por Carlos III y no concluído hasta el día, están
plantadas de hermosos árboles y constituyen el paseo más ameno
de las inmediaciones de la capital. Allí iba yo a perder horas y
horas, mirando los bancos de peces dorados y plateados que emergían
al sol en la superficie de las aguas verdosas, o escuchando, no
el trinar de los pájaros—porque no es España la tierra de esos
cantores alados—, sino la charla de un _naranjero_, que, además de
naranjas, vendía agua junto a una casilla de registro abandonada,
frontera precisamente al puente de tablas que cruzaba el canal; allí
había instalado su tenducho el naranjero por parecerle la posición
favorable para su comercio. Era asturiano, como de cincuenta años,
y de unos cinco pies de alto. Yo le compraba muchas naranjas, y no
tardó en sentir gran amistad por mí ni en contarme su historia;
ninguna cosa notable había en ella; el suceso más importante era
una aventura que le ocurrió en la sierra de Granada, donde cayó en
poder de unos gitanos que le dejaron en cueros y luego le despidieron
dándole de palos. «He corrido toda España—me dijo—, y en conclusión
opino que sólo hay dos sitios donde se puede vivir: Málaga y Madrid.
En Málaga va todo muy barato, y hay tal abundancia de pescado, que
muchas veces lo he visto amontonado en la orilla del mar; en Madrid,
como está la corte, corre el dinero, y nunca me acuesto sin cenar.
Lo único que me importa es vender naranjas, y mi único deseo es que,
cuando muera, me entierren allí.» Al decir esto, señalaba al otro
lado del Manzanares, donde, en el declive de una suave colina, como a
una legua de distancia, brillaban al sol los blancos muros del _Campo
Santo_.

El asturiano era un individuo muy zumbón, y aunque apenas sabía leer
ni escribir, nada ignorante de las cosas del mundo; tenía muchas y
exactas noticias de infinito número de personas, y poca gente pasaba
junto a su puesto de quien él no conociese los nombres, el carácter y
la historia. «Esos dos son gente muy principal—decía señalando a un
caballero y una dama magníficamente ataviados, que se apearon de un
coche, y pasaron cogidos del brazo por el puente de madera, seguidos
de dos sirvientes—; son el _Infante_ Francisco Paulo y su mujer la
_Napolitana_, hermana de nuestra Cristina. Él es una buena persona;
pero su mujer, _vaya_, es la de peor genio de Madrid; sabe decir
_carrajo_ tan bien y con tan excelente entonación como el carretero
de la Mancha de peor temple. No la salude usted, _amigo_; no tiene
educación ni guarda la etiqueta; una vez la saludé y no me hizo caso
alguno, como si yo no fuese asturiano y noble, de mejor sangre que
ella... ¡Buenos días, _señor don Francisco_! _¿Qué tal?_ Hace un
tiempo hermoso. _Vaya su merced con Dios..._ Esos tres individuos
que han bebido agua son tres bandidos, tres verdaderos hijos del
presidio. Los trato con amabilidad y me pagan o no, según les parece;
no se puede uno poner a malas con ellos. He tenido ya algún disgusto
por causa suya: figúrese usted que hará cosa de un año robaron a un
señor un poco más abajo del segundo puente; y, dicho sea de paso,
le aconsejo a usted, hermano, que no vaya por allí, como creo que
va muy a menudo; es un sitio peligroso. Pues, como digo, robaron
y maltrataron a un señor; pero un hermano suyo, _escribano_, se
puso pronto sobre la pista, y los prendió a todos. Necesitaba que
alguien los identificara, y quiso la casualidad que el día del robo
estuviesen en mi puesto bebiendo agua, como acaban de hacer ahora.
En cuanto el _escribano_ lo supo me llamó a la cárcel para carearme
con ellos. Demasiado bien los conocí, pero como he aprendido en
mis viajes a cerrar los ojos o a abrirlos según convenga, dije al
_escribano_ que no me era posible afirmar que hubiese visto a tales
hombres anteriormente. El escribano, furioso, me amenazó con el
calabozo; pero yo le dije que hiciera su gusto, que no me importaba.
_Vaya_, no era cosa de exponerme a la venganza de los tres presos y a
la de sus amigos; vivo demasiado cerca de la Plaza de la Cebada para
eso... ¡Buenos días, señoritos! Naranjas de Murcia, como ustedes ven:
la verdadera sangre del dragón... ¡Agua fresca! Estos dos jóvenes
son los hijos de Gabiria, intendente de la reina, el hombre más rico
de Madrid; son guapos chicos y me compran mucha fruta. Su padre los
quiere más que a todas sus riquezas, según dicen. Aquella vieja que
está tirada debajo de un árbol es la _tía Lucila_; ha hecho varias
muertes, y como me debe dinero, espero que algún día la veré ahorcar.
Este hombre fué de la guardia walona; «_señor don_ Benito Mol, ¿cómo
está usted?»

El personaje últimamente nombrado, absorvió en el acto mi atención.
Era un anciano corpulento, de más que mediana estatura, con el
cabello blanco y las facciones algo encendidas; tenía los ojos
grandes y azules, y siempre había en ellos, cuando los clavaba en
alguien, una expresión de ansiedad, como si esperase recibir noticias
importantes. Iba modestamente vestido, con chaqueta y pantalón de
paño vasto, de tinte rojizo. Tocábase con un _sombrero_ inmenso pero
tan maltratado, que el borde de las alas tenía tantos dentellones
como una sierra. Contestó al saludo del naranjero, hízome una
cortesía, y luego exhibió dos pastillas de jabón de olor que trató
de vendernos; hablaba una jerga áspera y destemplada que quería
ser español, pero que se parecía más al valenciano o al catalán.
Preguntéle quién era, y pasó entre los dos el siguiente coloquio:

—Soy suizo, de Lucerna; me llamó Benedicto Mol, y fuí soldado en la
guardia walona; ahora soy jabonero, para servirle.

—Habla usted bastante mal el español—dije yo—. ¿Cuánto tiempo lleva
usted aquí?

—Cuarenta y cinco años—repuso Benedicto—; pero cuando licenciaron la
guardia me fuí a Menorca, donde olvidé el español sin aprender el
catalán.

—¿Le gustaba a usted servir al rey de España?

—No tanto, que no me hubiera alegrado dejarlo hace cuarenta años; nos
pagaban mal y nos trataban peor. Pero, si no me equivoco, usted es
alemán; le hablaré a usted en mi lengua natal... Hubiera abandonado
el servicio de España, como abandoné el del Papa, a quien serví antes
de venir a este país, siendo muy joven; pero me casé con una mujer
de Menorca, de quien tuve dos hijos; esto fué lo que me retuvo tanto
tiempo por allá; antes de salir de Menorca mi mujer murió, y mis
hijos se fueron cada uno por su lado y no sé qué ha sido de ellos. Mi
intención es volver pronto a Lucerna y vivir allí a lo duque.

—Por lo visto, ha reunido usted un buen capital en España—dije yo,
mirando a su sombrero y a lo demás de su atavío.

—Ni un _cuart_, ni un _cuart_; estas pastillas de jabón son todo lo
que poseo.

—Quizás sea usted de buena familia y piense vivir de sus rentas.

—Ni un _heller_, ni un _heller_. Mi padre era el verdugo de Lucerna;
cuando se murió, embargaron su cadáver para pagar sus deudas.

—Entonces—dije yo—se propone usted, sin duda, dedicarse a la
fabricación de jabones en Lucerna. Hará usted muy bien, amigo mío, no
conozco ocupación más honrosa y útil.

—No tengo la menor intención de dedicarme a eso en Lucerna—replicó
Benedicto—. Y como veo que es usted alemán, _lieber Herr_, y me
agrada su aspecto y su modo de expresarse, le diré a usted en
confianza que apenas si conozco el oficio, y ya me han despedido de
varias fábricas por mi impericia; las dos pastillas de jabón que
llevo en el bolsillo no las he fabricado yo. _In kurzem_, tan mal
enterado estoy del oficio de jabonero, como del de sastre, albeitar o
zapatero que también he desempeñado.

—Pues no comprendo por qué espera usted vivir hecho un _Herzog_ en su
país, como no crea usted que los habitantes de Lucerna le mantendrán
con esplendor a expensas del tesoro público, en consideración a
servicios prestados al Papa y al Rey de España.

—_Lieber Herr_—dijo Benedicto—los habitantes de Lucerna no gustan
de mantener a sus expensas a los soldados del Papa ni a los del rey
de España. Muchos de la antigua guardia que han vuelto allá, piden
limosna por las calles. Pero yo iré en un coche tirado por seis
mulas, con un tesoro, un gran _Schatz_, que hay en la iglesia de
Santiago de Compostela.

—Supongo que no se propondrá usted robar la iglesia—dije yo—, pero
si lo hace, creo que sufrirá usted un desengaño. Mendizábal y los
liberales le han ganado a usted por la mano. Según me dicen, ya
no quedan en las catedrales españolas más tesoros que unos pocos
ornamentos mezquinos y unos cuantos utensilios de plata.

—Mi buen _Herr_ alemán—dijo Benedicto—, no se trata del _Schatz_ de
la iglesia, sino de otro, cuya existencia sólo yo conozco. Pronto
hará treinta años que, entre otros soldados enviados por enfermos a
Madrid, vino uno de mis compañeros de la guardia walona, que había
ido con los franceses a Portugal; estaba muy enfermo y no tardó en
morir. Pero antes de exhalar el último suspiro me mandó llamar, y
en su lecho de muerte me dijo que él, con otros dos soldados, ya
muertos, había enterrado en cierta iglesia de Compostela un gran
botín traído de Portugal. Consistía en _moidores_ de oro y en un
paquete de diamantes del Brasil, muy gruesos, encerrado todo ello en
una olla de cobre. Le escuché con avidez, y puedo decir que desde
aquel momento no he dejado de pensar, ni de día ni de noche, en el
_Schatz_. Es muy fácil de encontrar, pues el moribundo me hizo una
descripción tan minuciosa del escondite, que, una vez en Compostela,
sin dificultad alguna pondría la mano en él; muchas veces he estado
ya a punto de emprender el viaje, pero siempre ha venido algo
imprevisto a estorbármelo. Cuando mi mujer murió, salí de Menorca
decidido a ir a Santiago, pero al llegar a Madrid, caí en manos de
una vascongada que me persuadió a que viviese con ella, y así lo he
hecho durante varios años. Es una _Hax_[132] muy grande, y dice que
si la abandono, me echará un sortilegio del que no me libraré nunca.
_Dem Got sey Dank_, ahora está en el hospital, para morirse de un
día a otro. Tal es mi historia, _lieber Herr_.

  [132] Bruja. En alemán, _Hexe_. (Nota de Borrow.)

He referido con todo cuidado la anterior conversación, porque en el
curso de este relato haré frecuente mención del suizo; sus aventuras
subsiguientes fueron de lo más extraordinario, y la última de todas
causó gran sensación en España.



CAPÍTULO XIV

  Estado de España.—Istúriz.—Revolución de La Granja.—La
  revuelta.—Síntomas alarmantes.—Los corresponsales de
  periódicos.—Arrojo de Quesada.—La escena final.—Fuga de los
  moderados.—El café.


Entretanto, las cosas no iban bien para los _moderados_; impopulares
en Madrid, lo eran aún más en las otras ciudades importantes de
España; en la mayor parte de ellas se constituyeron _juntas_
administrativas locales que se declararon independientes de la reina
y de sus ministros y rehusaron pagar las contribuciones, no tardando
en verse el Gobierno muy apurado de dinero. No se pagaba al ejército
y la guerra languidecía, quiero decir por parte de los _cristinos_;
porque los carlistas la proseguían con mucho vigor; sus _guerrillas_,
en partidas, recorrían el país en todas direcciones, mientras una
fuerza importante, al mando del famoso Gómez, daba la vuelta a
España entera. Para remate de todo, se esperaba una insurrección
en Madrid de un día para otro, y, por precaución, fueron desarmados
los nacionales, medida que aumentó enormemente su odio al Gobierno
_moderado_, y, sobre todo, a Quesada, a quien se atribuyó esa
iniciativa.

Con respecto a mis asuntos, no desperdiciaba yo ocasión de adelantar
mis pretensiones; pero el secretario aragonés seguía machacando en
el Concilio de Trento, y consiguió frustrar todos mis esfuerzos. Por
las muestras, había contagiado a su jefe sus ideas personales sobre
el asunto, porque el duque, al verme en sus audiencias, no me hacía
más caso que dedicarme una mirada desdeñosa; y en cierta ocasión,
como me adelantase hacia él para hablarle, se escapó por la puerta
más próxima. No le volví a ver desde entonces; me disgustó su modo
de tratarme, y me abstuve de hacer nuevas visitas a la _Casa de la
Inquisición_. El pobre Galiano continuaba dándome pruebas de su
inquebrantable amistad; pero me confesó francamente que no había
ya esperanza de conseguir nada en las altas esferas. «El duque—me
dijo—opina que no puede accederse a su petición; el otro día suscité
el asunto en Consejo, y sacó a relucir los decretos de Trento, y
habló de usted como de un individuo enfadoso e importuno; le respondí
yo con cierta acritud y hubo entre nosotros su poquito de _función_,
de lo que se rió mucho Istúriz. Y entre paréntesis—continuó—,
¿qué necesidad tiene usted de un permiso en regla que, al parecer,
nadie puede otorgar? Lo mejor que puede usted hacer, dadas las
circunstancias, es imprimir la obra, en la inteligencia de que nadie
le molestará a usted cuando intente repartirla. Le aconsejo a usted
encarecidamente que hable con Istúriz acerca del asunto. Yo le
prepararé, y respondo de que le recibirá cortésmente.»

Pocos días después, en efecto, tuve una entrevista con Istúriz en
su despacho de Palacio; para ser breve, sólo diré que le hallé muy
bien dispuesto en favor de mis planes. «He vivido mucho tiempo en
Inglaterra—dijo—; la Biblia es allí libre, y no veo razón para que
no lo sea en España. No quiero aventurarme a decir que Inglaterra
debe su prosperidad al conocimiento que, más o menos, todos sus
hijos tienen de la Sagrada Escritura; pero estoy cierto de una cosa,
y es que la Biblia no ha causado daño en aquel país, ni creo que
pueda producirlo en España. No deje usted, pues, de imprimirla, y
difúndala por España todo lo posible.» Me retiré muy satisfecho de la
entrevista; si no un permiso escrito de imprimir el libro sagrado,
había obtenido algo que, en cualesquiera circunstancias, consideraba
yo casi equivalente: el tácito convenio de que mis empeños bíblicos
serían tolerados en España; abrigaba la firme esperanza de que,
cualquiera que fuese la suerte del Ministerio, ningún otro, y menos
uno liberal, se atrevería a ponerme obstáculos, sobre todo porque el
embajador inglés era amigo mío y conocía todos los pasos dados por mí
en el asunto.

Dos o tres cosas relacionadas con mi entrevista con Istúriz me
impresionaron como muy dignas de nota. Primero, la extremada
facilidad con que obtuve audiencia del primer ministro de España.
El portero me hizo pasar de buenas a primeras, sin necesidad de
anunciarme y sin hacerme esperar. Segundo, la soledad reinante en
aquel lugar, tan distinta del bullicio, ruido y actividad observados
por mí mientras aguardaba a ser recibido por Mendizábal. Ya no había
allí afanosos pretendientes en espera de una entrevista con el grande
hombre; si se exceptúa a Istúriz y al empleado, a nadie vi. Pero lo
que me produjo impresión más profunda fué la actitud del ministro,
quien, cuando yo entré, estaba sentado en un sofá con los brazos
cruzados y los ojos clavados en el suelo. Era extremada la depresión
del tono de su voz, melancólico el aire de sus morenas facciones, y,
en general, tenía todo el aspecto de una persona que, para librarse
de las miserias de esta vida, medita el acto de suma desesperanza: el
suicidio.

Pocos días bastaron para demostrar que, en efecto, a Istúriz le
sobraban motivos para entristecerse: menos de una semana después
estalló la llamada revolución de La Granja. La Granja es un sitio
real enclavado en pinares de la vertiente Norte del Guadarrama, a
unas doce leguas de Madrid. La reina gobernadora Cristina se había
ido a La Granja, por apartarse del descontento de la capital y
gozar del aire campestre y de las delicias de aquel famoso retiro,
monumento del gusto y de la magnificencia del primer Borbón que ocupó
el trono de España. Pero no la dejaron tranquila mucho tiempo; sus
mismos guardias estaban descontentos, inclinándose a los principios
de la Constitución de 1823 (sic), y no a los del gobierno monárquico
absoluto, que los _moderados_ intentaban resucitar en España. Una
madrugada, un grupo de soldados de la guardia, capitaneados por
cierto sargento García, entraron en las habitaciones de la reina y le
pidieron que suscribiese aquella Constitución y jurase solemnemente
mantenerla. Cristina, mujer de mucho temple, rehusó complacerlos y
los mandó marcharse. Siguió una escena violenta y tumultuosa; pero
como la reina se mantenía firme, lleváronla los soldados a uno de
los patios del palacio, donde estaba Muñoz, su amante, atado y con
los ojos vendados. «Jura la Constitución, bribona», vociferaba el
_atezado_ sargento. «Jamás», exclamó la animosa hija de los Borbones
de Nápoles. «Entonces morirá tu _cortejo_», replicó el sargento.
«Adelante, muchachos; preparad las armas, y metedle cuatro balas en
la cabeza a ese individuo.» Sin tardanza pusieron a Muñoz junto al
muro, le obligaron a arrodillarse, alzaron los soldados los fusiles,
y un momento después hubieran enviado al infeliz a la eternidad,
si la reina, olvidándose de todo, menos de los sentimientos de su
corazón de mujer, no se hubiera adelantado dando un chillido y
gritando: «¡Alto, alto! Firmaré...»

Al día siguiente de este suceso entraba yo en la Puerta del Sol
a eso del mediodía. Siempre hay allí a tales horas gran gentío,
pacífico e inmóvil de ordinario, compuesto de desocupados que fuman
tranquilamente, o escuchan o comentan las noticias—casi siempre
insípidas—de la capital; pero el día de que hablo la multitud no
estaba tranquila. La gente vociferaba y gesticulaba, y muchos
corrían gritando: _¡Viva la Constitución!_; grito que se hubiera
pagado con la vida algunos días antes, porque la ciudad había estado
unas cuantas semanas sometida a los rigores de la ley marcial. A
veces oíanse estas palabras: «_¡La Granja! ¡La Granja!_», seguidas
siempre del grito de: «_¡Viva la Constitución!_» Frente a la _Casa
de Postas_ estaban formados en línea hasta doce dragones a caballo,
algunos de los cuales arrojaban continuamente sus gorras al aire,
sumándose a las aclamaciones generales, animados por el ejemplo de
su comandante, oficial joven y guapo, que blandía la espada y gritaba
con júbilo: «¡Viva la reina constitucional! ¡Viva la Constitución!»

La multitud engrosaba por momentos; varios nacionales, de uniforme,
pero sin armas, porque, como ya he dicho, se las habían quitado,
aparecieron. De pronto, descubrí entre los grupos a Baltasar, vestido
como la primera vez que le vi: con un gran capote de regimiento,
ya viejo, y la gorra de cuartel. «¿Qué ha sido del Gobierno
_moderado_?—le pregunté—. ¿Han destituído y reemplazado ya a los
ministros?» «Aún no, _don Jorge_—dijo el soldadito y sastre—, aun no;
esos pícaros se sostienen todavía apoyados en Quesada, que es un toro
bravo, y en un poco de infantería que les sigue fiel. Pero no hay
que temer, _don Jorge_; la reina es nuestra, gracias al valor de mi
amigo García; y si el toro bravo se presenta aquí, ¡oh!, _don Jorge_,
verá usted entonces lo que es bueno; vengo prevenido...» Al decir
esto entreabrió el capote y me dejó ver un retaco que llevaba oculto,
pendiente de una correa; y, haciendo un guiño con los ojos, y con la
cabeza un movimiento significativo, se perdió entre la multitud.

Un instante después vi avanzar un pequeño pelotón de soldados por la
_calle Mayor_, o calle principal que corre desde la Puerta del Sol en
dirección a Palacio; podían ser unos veinte hombres, y a su cabeza
marchaba un oficial con la espada desnuda. Debían de haberlos reunido
con gran precipitación, porque muchos de ellos llevaban traje de
faena y gorra de cuartel. Conforme avanzaban, marchando lentamente,
ni el oficial ni los soldados hacían el menor caso de los gritos de
la multitud, que, agolpándose en torno suyo, no cesaba de vociferar:
«¡Viva la Constitución!»; todo lo más respondían con alguna ojeada
hostil; y marcharon, fruncidas las cejas y apretados los dientes,
hasta llegar frente al pelotón de caballería, donde hicieron alto y
formaron las filas.

—Estos hombres no traen buenas intenciones—dije a mi amigo D...,
del _Morning Chronicle_, que acababa de reunirse conmigo—. Y tenga
usted por seguro que si se lo mandan, empezarán a hacer fuego sin
mirar dónde dan. Pero ¿en qué están pensando esos dragones, que
evidentemente son del bando contrario, a juzgar por sus gritos? ¿Por
qué, estando detrás de los infantes, no les dan una carga y los
desbaratan? En seguida la gente les quitaría los fusiles. Yo no soy
liberal, pero ya que usted lo es, ¿cómo no se acerca al inexperto
joven que manda los caballos, y le da usted a tiempo un buen consejo?

D... volvió hacia mí su ancho semblante, coloradote y placentero
como de buen inglés, y dirigiéndome una mirada maliciosa, que
parecía significar... (lo que el amable lector crea más del caso),
me agarró del brazo y dijo: «Salgamos de esta barahunda, y a ver si
se encuentra una ventana donde instalarnos, y desde donde yo pueda
describir lo que suceda en la plaza, porque creo como usted que va
a pasar algo grave.» En el último piso de una casa bastante grande,
frente por frente a la de Correos, había papeles en señal de que se
alquilaban habitaciones; subimos al instante, y contratamos con la
inquilina del _étage_ el uso de la habitación de la calle por aquel
día; atrancamos la puerta, y el reporter requirió cuaderno y lápiz,
dispuesto a tomar notas de los sucesos que ya se cernían sobre la
plaza.

¡Qué hombres tan extraordinarios son por lo general los
corresponsales de los periódicos ingleses! De seguro que si hay
alguna clase de hombres que merezca llamarse cosmopolita, es
ésta, formada por gente que ejerce su profesión en cualquier país
indistintamente, y se acomoda a voluntad a los usos de todas las
clases sociales; a cuya fluidez de estilo como escritores sólo supera
su facilidad de palabra en la conversación, y a su conocimiento
de las letras clásicas, su experiencia del mundo, adquirida por
una temprana iniciación en el bullicioso teatro de la vida. La
actividad, energía y valor que a veces han de desplegar en sus tareas
informativas, son en verdad notables. En París, durante los tres
días[133], los vi mezclados con la _canaille_ y los _gamins_ detrás
de las barricadas, mientras la metralla llovía por todas partes y
los desesperados coraceros estrellaban sus fogosos caballos contra
unos parapetos tan débiles en apariencia. Allí permanecían, tomando
notas en un cuaderno con tanta tranquilidad como si estuvieran
haciendo información en un mitin de Covent Garden o de Finsbury
Square. En España, varios de ellos acompañan a las _guerrillas_ de
los _cristinos_ o de los carlistas en algunas de sus expediciones más
arriesgadas, exponiéndose al peligro de las balas enemigas, a las
inclemencias del invierno y a los rigores del sol estival.

  [133] Los de la Revolución de julio de 1830.

Apenas llevábamos cinco minutos en la ventana, cuando oímos de pronto
el ruido de los cascos de unos caballos que bajaban corriendo por la
_calle de Carretas_. La casa en que estábamos se hallaba, como ya he
dicho, enfrente de la de Correos, por cuya izquierda, mirando desde
el Norte, desemboca aquella vía en la _Puerta del Sol_; a medida
que el ruido se acercaba, apagábase el griterío de la multitud,
como si un temor pánico se apoderase de ella; una o dos veces, sin
embargo, percibí estas palabras «¡Quesada! ¡Quesada!» Los soldados
de Infantería permanecieron en calma e inmóviles, pero los de
caballería, y el joven oficial que mandaba, mostraron confusión y
miedo a la vez, cambiando unos con otros palabras precipitadas.

De pronto, la gente que estaba hacia la desembocadura de la _calle de
Carretas_, retrocedió en desorden, dejando un vasto espacio libre,
en el que al instante se precipitó Quesada a galope tendido, espada
en mano y con uniforme de general, montado en un _pura sangre_
inglés, bayo claro, con tal ímpetu, que recordaba a un toro manchego
lanzándose al redondel al ver de súbito abierta la puerta del toril.

Seguíanle muy de cerca dos oficiales a caballo, y, a corta distancia,
otros tantos dragones. Casi en menos tiempo que se emplea en
contarlo, unos cuantos alborotadores rodaron por el suelo a los
pies de los caballos de Quesada y de sus dos amigos, porque los
dragones hicieron alto en cuanto entraron en la _Puerta del Sol_.
Era un hermoso espectáculo ver a tres hombres, a fuerza de valor
y de maestría en la equitación, sembrar el terror en otros tantos
miles, cuando menos. Vi a Quesada meterse a caballo por entre la
densa multitud y luego desembarazarse de ella por modo magistral; el
populacho estaba completamente atemorizado, y retrocedía, retirándose
por la _calle del Comercio_ y la _calle de Alcalá_. Le vi también
lanzarse de golpe contra dos nacionales que intentaban escaparse,
separarlos de la multitud, envolverlos, y empujarlos en otra
dirección, golpeándolos despreciativamente con el sable de plano.
El general gritaba ¡Viva la reina absoluta! cuando, precisamente
debajo de mí, en medio de unos grupos que aún no habían cedido el
campo, acaso porque no tenían por dónde escapar, vi brillar por un
instante el cañón de un trabuco, sonó luego una detonación aguda, y
una bala estuvo a punto de enviar a Quesada al otro mundo: tan cerca
le pasó que le rozó el sombrero. Percibí fugazmente, hacia el sitio
de donde partió el tiro, una gorra de cuartel muy conocida, luego la
gente echó a correr, y el tirador, quienquiera que fuese, desapareció
favorecido por la confusión que se movió.

Quesada mostró inmenso desprecio ante el peligro que acababa de
correr. Echó en torno suyo una mirada fiera y rápida, y dejando a los
dos nacionales, que se fueron cabizbajos, como perros azotados por su
amo, se dirigió al joven oficial que mandaba la caballería y que tan
activo se había mostrado dando gritos en favor de la Constitución;
díjole unas pocas palabras con gesto amenazador, y el oficial
evidentemente se sometió, pues, obedeciendo tal vez sus órdenes,
resignó el mando del pelotón y se fué muy abatido; hecho esto,
Quesada se apeó, y estuvo paseandose arriba y abajo delante de la
_Casa de Postas_, con un aire que parecía retar a toda la humanidad.

Aquél fué el día glorioso de la vida de Quesada, y también su día
postrero. Digo ésto, porque nunca se había producido en forma
tan brillante, y porque ya no debía ver el ocaso de otro sol. No
se recuerda acción de conquistador o de héroe alguno que pueda
compararse con esta escena final de la vida de Quesada. ¿Quién,
por sólo su impetuosidad y su desesperado valor ha detenido una
revolución en plena marcha? Quesada lo hizo; contuvo la revolución en
Madrid un día entero, y restituyó las turbas hostiles y alborotadas
de una gran ciudad al orden y a la quietud perfectos. Su irrupción
en la _Puerta del Sol_ fué de un arrojo tan tremendo y oportuno que
no tiene par. Tanta admiración me produjo el valor del «toro bravo»,
que durante su acometida grité muchas veces: «_¡Viva Quesada!_», y
le deseé buena fortuna. Esto no quiere decir que yo pertenezca a
ningún partido o sistema político. ¡No! ¡No! He vivido tanto tiempo
con _Romany Chals_[134] y _Petulengres_[135] que no puedo tener
más política que la política de los gitanos, y bien sabido es que
al llegar las elecciones, los hijos de Roma se declaran por los
dos bandos opuestos, mientras el resultado es dudoso, augurando el
triunfo a los dos; y cuando la pelea concluye y la batalla está
ganada, se alistan sin falta en las filas del vencedor. Pero, lo
repito, mi interés por Quesada nació al contemplar la firmeza de su
corazón y su maestría de jinete. La tranquilidad quedó restablecida
en Madrid para el resto del día; el pelotón de infantes vivaqueó en
la _Puerta del Sol_. No se oyeron más gritos de viva la Constitución;
la revuelta parecía efectivamente dominada en la capital. Es lo más
probable que si los jefes del partido _moderado_ llegan a tener
confianza en sí mismos por cuarenta y ocho horas más, su causa
hubiera triunfado y los soldados revolucionarios de La Granja se
hubieran dado por contentos devolviendo a la reina su libertad y
aceptando una avenencia, porque se sabía que varios regimientos
leales se acercaban a Madrid.

  [134] _Romano Chal_, gitano.

  [135] Palabra compuesta del griego moderno πέταλον y del
  sánscrito _kara_; significa literalmente «_Señor_ de la
  herradura», o sea el _hacedor_ de ellas; es una de las
  denominaciones secretas de «Los forjadores», tribu de los gitanos
  ingleses. (Nota de Borrow). Petulengro y Petalengro (en gitano
  inglés) forjador de herraduras. (Glosario de Burke).

Pero los _moderados_ no tuvieron confianza; aquella misma noche sus
corazones desfallecieron y huyeron en varias direcciones: Istúriz
y Galiano, a Francia; el duque de Rivas, a Gibraltar. El pánico de
los colegas contagió al mismo Quesada, que huyó vestido de paisano.
Pero no tuvo tanta suerte como los otros: reconocido en una aldea, a
tres leguas de Madrid, fué preso por unos amigos de la Constitución.
En el acto se envió a la capital noticia de la captura, y una
copiosa turba de nacionales, los unos a pie, los otros a caballo,
algunos en carruajes, se puso en marcha al instante. «Vienen los
nacionales»—dijo un _paisano_ a Quesada. «Entonces—respondió—estoy
perdido»; y luego se preparó para la muerte.

Hay en la calle de Alcalá, de Madrid, un café famoso[136] capaz para
varios cientos de personas. En la tarde de aquel mismo día estaba yo
sentado en el café consumiendo una taza del oscuro brebaje, cuando
sonaron en la calle ruidos y clamores estruendosos; causábanlos
los nacionales, que volvían de su expedición. A los pocos minutos
entró en el café un grupo de ellos; iban de dos en dos, cogidos del
brazo, y pisaban recio a compás. Dieron la vuelta al espacioso local,
cantando a coro con fuertes voces la siguiente bárbara copla:

    ¿Qué es lo que abaja
  por aquel cerro?
  Ta ra ra ra ra.
    Son los huesos de Quesada,
  que los trae un perro.
  Ta ra ra ra ra.

  [136] Era el Café Nuevo (Knapp).

Pidieron después un gran cuenco de café, y, colocándolo sobre
una mesa, los nacionales se sentaron en torno. Hubo un momento
de silencio, interrumpido por una voz tonante: «_¡El pañuelo!_»
Sacaron un pañuelo azul, en el que llevaban algo envuelto; lo
desataron, y aparecieron una mano ensangrentada y tres o cuatro dedos
seccionados, con los que revolvían el contenido del cuenco. «¡Tazas,
tazas!»—gritaron los nacionales...

—¡Eh! _Don Jorge_—gritó Baltasarito, viniendo hacia mí con una taza
de café—, hágame usted el obsequio de beber por este suceso glorioso.
Hoy es un día afortunado para España y para los valientes nacionales
de Madrid. He visto más de una _función_ de toros, pero ninguna me ha
causado tanto placer como ésta. Ayer el toro hizo de las suyas, pero
hoy los _toreros_ han podido más, como usted ve, _don Jorge_. Hágame
el favor de beber; ahora voy a ir en una carrera a mi casa a buscar
mi _pajandi_ para divertir a compañeros tocando y cantar una copla.
¿Qué copla? ¿Una copla en _gitano_?

  Una noche sinava en tucue[137].

  [137] Una noche, estando contigo.

¿Mueve usted la cabeza, _don Jorge_? ¡Ja, ja, ja! Soy joven, y la
juventud es la edad de las diversiones. Bueno, bueno; en obsequio a
usted, que es inglés y _monró_[138], no cantaré eso, sino una canción
liberal patriótica: el himno de Riego. _¡Hasta después, don Jorge!_

  [138] Amigo.



CAPÍTULO XV

  El vapor.—El cabo de Finisterre.—La tormenta.—Llegada a Cádiz.—El
  Nuevo Testamento.—Sevilla.—Itálica.—El anfiteatro.—Los presos.—El
  encuentro.—El barón Taylor.—La calle y el desierto.


En los primeros días de noviembre[139] surqué de nuevo el mar con
rumbo a España. Había vuelto a Inglaterra poco después de los sucesos
referidos en el capítulo anterior, con objeto de consultar a mis
amigos y trazar el plan de mi campaña bíblica en España. Resolvimos
imprimir en Madrid el Nuevo Testamento lo antes posible, y se convino
que yo me encargaría de la tarea un tanto ardua de distribuirlo.
Breve fué mi estancia en Inglaterra; el tiempo era precioso y ansiaba
yo encontrarme de nuevo en el campo de acción. Me embarqué en el
Támesis, a bordo del vapor _M..._ La travesía hasta Falmouth fué muy
desagradable. El barco iba atestado de pasajeros, pobres tísicos en
su mayoría o gente valetudinaria que huía de las frías celliscas
invernales de Inglaterra a las costas soleadas de Portugal y Madeira.
Nunca me ha cabido en suerte viajar en un barco más incómodo,
sobre todo de vapor. Los camarotes eran muy pequeños y faltos de
ventilación; el mío era de los peores, porque los demás estaban
tomados desde antes de llegar yo a bordo; para evitar la asfixia
que me amenazaba en cuanto entraba en él, hice el viaje echado en
el suelo de una de las cámaras. Estuvimos en Falmouth veinticuatro
horas, haciendo carbón y reparando la máquina, que tenía desperfectos
importantes.

  [139] 1836.

El lunes 7 zarpamos con rumbo al golfo de Vizcaya. Había mar gruesa,
el viento era fuerte y contrario; sin embargo, en la mañana del
cuarto día teníamos a la vista las rocas de la costa Norte del cabo
de Finisterre. Debo hacer notar aquí que este viaje era el primero
que el capitán hacía a bordo de nuestro barco y que conocía muy poco
o nada la costa a que nos dirigíamos. Le buscaron a última hora,
apresuradamente, porque su predecesor renunció el mando, fundándose
en que el barco no podía aguantar la mar y en las frecuentes averías
de la máquina. Si yo hubiera sabido todo esto al ver que el barco se
acercaba cada vez más a la costa, hasta colocarse a unos cientos de
varas de distancia de ella, mi alarma hubiese sido mucho mayor de
lo que fué. No dejé, con todo, de sentir profunda sorpresa, pues
como las dos veces que había cruzado por allí en barco de vapor,
había visto el cuidado con que los capitanes se mantenían lejos de
la costa, no pude adivinar la razón de aproximarnos tanto a una zona
peligrosísima. El viento soplaba con fuerza hacia la costa, si puede
llamarse así a los abruptos y escarpados precipicios en que rompía
la marejada con fragor de trueno, alzando nubes de espuma y de agua
pulverizada a la altura de una catedral. Fuimos costeando lentamente,
y doblamos varios elevados promontorios, apilados algunos por la mano
de la naturaleza en formas muy fantásticas. Al anochecer, teníamos
cerca por la proa el cabo de Finisterre, escarpada y sombría montaña
de granito, cuya ceñuda cima pueden ver desde muy lejos cuantos
atraviesan el Océano. La corriente en aquellos parajes era terrible,
y aunque las máquinas trabajaban con toda su fuerza avanzábamos poco
o nada.

A eso de las ocho de la noche, el viento se convirtió en huracán, el
trueno retumbó pavorosamente, y la única luz que alumbraba nuestro
camino era la de las rojas culebrinas expelidas a intervalos de su
seno por las nubes gruesas y negras que rodaban a poca altura sobre
nuestras cabezas. Hacíamos los mayores esfuerzos para doblar el cabo,
que a la luz de los relámpagos surgía a sotavento, iluminado por las
frecuentes exhalaciones que vibraban en torno de su cima, cuando, de
súbito, la máquina se rompió con un gran crujido, y las palas de que
pendía nuestra existencia dejaron de funcionar.

No intentaré pintar la escena de horror y confusión que se produjo;
puede ser imaginada, pero no descrita. El capitán—justo es
reconocerlo—desplegó la mayor frialdad e intrepidez; tanto él como
la tripulación hicieron todo lo imaginable por arreglar la máquina,
y cuando vieron la inutilidad de sus esfuerzos izaron las velas y
realizaron todas las maniobras posibles para salvar el barco de una
destrucción inminente. Pero nada aprovechaba; por desgracia, teníamos
la costa a sotavento, y hacia ella nos impelía la rugiente tempestad.
Me hallaba yo en tales instantes cerca del timón y pregunté al
timonel si había alguna esperanza de salvar el barco, o al menos
nuestras vidas. «La situación es apurada, señor—me respondió—. Con
esta mar los botes zozobrarán en un minuto; antes de una hora el
barco chocará contra el Finisterre, donde el buque de guerra más
fuerte del mundo se haría pedazos instantáneamente. Ninguno de
nosotros verá el día de mañana.» De igual modo, el capitán informó
a los demás pasajeros del peligro que corríamos y les dijo que se
preparasen; ordenó luego cerrar las escotillas y que no se permitiese
a nadie permanecer sobre cubierta; yo seguí en mi puesto, no
obstante, casi ahogado por el agua de las inmensas olas que rompían
contra el barco por barlovento y lo anegaban. Las pipas de agua
potable se soltaron de sus amarras, y una de ellas me tiró al suelo
y aplastó un pie al desdichado timonel, cuyo puesto ocupó en el acto
el capitán. Estábamos ya cerca de las rocas, cuando los elementos
entraron en hórrida convulsión. Los relámpagos nos envolvían con sus
resplandores; los truenos retumbaban con el fragor de un millón de
cañones; el Océano parecía vomitar sus heces más profundas, cuando,
en medio de tal desquiciamiento, el vendaval saltó súbitamente de
cuadrante y nos apartó de la horrible costa aún más de prisa que nos
había empujado hacia ella.

Los marineros más viejos de a bordo reconocieron que nunca se habían
librado de la muerte por modo tan providencial. Desde el fondo de mi
corazón dije: «Padre nuestro, santificado sea tu nombre.»

Al día siguiente estuvimos a punto de naufragar, porque con la
gran marejada nuestro barco, no destinado para navegar a la vela,
trabajaba mucho y hacía agua. Las bombas funcionaron sin cesar.
También tuvimos fuego a bordo, pero se logró sofocarlo. Por la
tarde, la máquina de vapor quedó parcialmente arreglada, y el día 13
llegamos a Lisboa, donde en pocos días se terminaron las reparaciones
necesarias.

En Lisboa encontré a mi excelente amigo W.[140] bueno y sano.
Durante mi ausencia había trabajado lo posible para fomentar la
venta del libro sagrado en portugués; su celo y aplicación eran, en
verdad, admirables. Por desgracia, las perturbaciones sufridas por
el país en los seis últimos meses habían estorbado sus esfuerzos.
Los ánimos de las gentes estaban tan preocupados con la política,
que no les quedaba apenas tiempo para pensar en su salvación. La
historia política de Portugal presenta en estos últimos tiempos un
sorprendente paralelo con la del país vecino. En ambos, la corte
y el partido democrático han luchado por la supremacía; en ambos
ha triunfado el último, y dos personas de viso han caído víctimas
del furor popular: Freire, en Portugal, y Quesada, en España. Las
noticias de este país, que recibí en Lisboa, eran pésimas. Las
hordas de Gómez devastaban Andalucía, que yo estaba a punto de
visitar de paso para Madrid; los carlistas habían saqueado a Córdoba,
y ocupádola tres días, abandonándola después. Me dijeron que si
persistía en entrar en España por donde me había propuesto, caería
probablemente en manos de los facciosos en Sevilla. No me arredré, a
pesar de todo, con plena confianza en que el Señor me abriría camino
hasta Madrid.

  [140] Era un comerciante, John Wilby, representante de la
  Sociedad Bíblica (Knapp).

Reparadas las averías del barco, subimos de nuevo a bordo, y en
dos días llegamos sin novedad a Cádiz. Reinaba en la ciudad gran
confusión. Decíase que por los alrededores campaban numerosas
partidas carlistas. Era de temer un ataque y acababa de proclamarse
en la ciudad el estado de sitio. Me alojé en el hotel Francés, en la
_calle de la Niveria_,[141] y me dieron para dormir una especie de
desván o _guardilla_, pues la casa, famosa por su excelente _table
d’hôte_, estaba llena de huéspedes. Me vestí y salí a dar una vuelta
por la ciudad. Entré en varios cafés; el ruido de las conversaciones
era en todos ensordecedor. En uno de ellos, seis oradores nada menos
hablaban al mismo tiempo; el tema era la situación del país y las
probabilidades de una intervención franco-inglesa. De pronto, el
orador a quien yo escuchaba, me pidió mi opinión por ser extranjero
y, al parecer, recién llegado. Contesté que no podía aventurarme a
adivinar los planes de aquellos Gobiernos en tales circunstancias;
pero que, en mi opinión, no sería malo que los españoles se
esforzasen algo más por su parte y llamasen menos a Júpiter en su
ayuda. Como no tenía ganas de hablar de política me fuí en seguida
del café, en busca de los barrios donde vive principalmente la clase
baja.

  [141] Se alojó en la Posada Francesa, en la calle de San
  Francisco y de la Neveria, hoy Hotel de París (Knapp).

Entré en conversación con varios individuos; pero a todos los
encontré muy ignorantes; ninguno sabía leer ni escribir, y sus
ideas religiosas no eran nada satisfactorias; los más profesaban un
indiferentismo completo. Fuí después a una librería, e hice algunas
preguntas acerca de la demanda de libros de literatura; dijéronme
que era muy escasa. Mostré un ejemplar de una edición londinense
del Nuevo Testamento en español, y pregunté al librero si, en su
opinión, un libro de tal especie tendría venta en Cádiz; respondió
que el papel y la impresión eran magníficos; pero que era un libro
nada buscado y muy poco conocido. No proseguí mis averiguaciones
en otras librerías, pensando que, probablemente, ningún librero me
daría buenos informes de una publicación en que no estaba interesado.
Además, yo sólo tenía dos o tres ejemplares del Nuevo Testamento, y
no hubiera podido servir ningún pedido, aunque me lo hubiesen hecho.

El día 24, muy temprano, me embarqué para Sevilla en el vaporcito
español _Betis_. La mañana era húmeda, y la densa niebla que envolvía
el paisaje me impidió observar aquellos contornos. A las seis leguas
de recorrido llegamos a la punta Noreste de la bahía de Cádiz y
pasamos junto a Sanlúcar, ciudad antigua, próxima a la desembocadura
del Guadalquivir. De pronto la niebla se deshizo, y el sol de
España fulguró radiante, animándolo todo, y en especial a mí, que
yacía sobre cubierta en lánguido y melancólico estupor. Entramos
en «El gran río», que tal es la traducción de _Wady al Kebir_,
nombre dado por los moros al antiguo Betis. Anclamos durante unos
minutos en Bonanza, pueblecito situado en la terminación del primer
brazo del río; tomamos varios pasajeros y continuamos el viaje. El
Guadalquivir no ofrece nada de gran interés a los ojos del viajero:
las márgenes son bajas, sin árboles; el país adyacente, raso; sólo a
gran distancia se columbra la cadena azul de unas _sierras_ altas.
El agua es turbia y fangosa, muy parecida por el color a la de un
cenagal. La anchura media del cauce es de 150 a 200 varas. Pero es
imposible viajar por este río sin recordar que por él navegaron
romanos, vándalos y árabes, y que ha presenciado sucesos de universal
resonancia, cantados en poesías inmortales. Fuí repitiendo versos
latinos y fragmentos de romances viejos españoles hasta que llegamos
a Sevilla, a eso de las nueve de una hermosa noche de luna.

Sevilla encierra noventa mil habitantes, y está situada en la
orilla oriental del Guadalquivir, a unas diez y ocho leguas de
la desembocadura; la cercan elevadas murallas moriscas bien
conservadas, y tan sólidamente construídas, que probablemente
desafiarán aún por muchos siglos las injurias del tiempo. Los
edificios más notables son la catedral y el Alcázar, o palacio de los
reyes moros. La torre de la catedral, llamada La Giralda, pertenece a
la época de los moros, y formó parte de la gran mezquita de Sevilla;
se calcula su altura en unos ciento quince metros, y se sube hasta
el remate, no por escalera, sino por una rampa abovedada a manera
de plano inclinado. La rampa es muy poco empinada, de suerte que
puede subirse por ella a caballo, proeza cumplida, según dicen, por
Fernando VII. Desde lo alto de la torre se descubre una vista muy
extensa, y en días claros se columbra la Sierra de Ronda, aunque
dista más de veinte leguas. La catedral, insigne monumento gótico,
pasa por ser el más hermoso de su género en España. En las capillas
dedicadas a diferentes santos están algunos de los cuadros más
espléndidos que el arte español ha producido; la catedral de Sevilla
es ahora más rica en pinturas de primer orden que nunca lo fué,
porque han llevado a ella muchos lienzos de los conventos suprimidos,
especialmente de Capuchinos y San Francisco.

Todo el que visite Sevilla debe dedicar especial atención al Alcázar,
espléndido ejemplar de la arquitectura mora. Contiene muchos salones
magníficos, especialmente el llamado de Embajadores, superior en
todos aspectos al del mismo nombre de la Alhambra de Granada. Este
palacio fué la residencia favorita de Pedro el Cruel, quien lo
restauró con cuidado sin alterar su carácter ni disposición moriscos.
Probablemente permanece en un estado poco distinto del que tenía a la
muerte de aquel rey.

En la orilla derecha del río se halla Triana, importante arrabal que
se comunica con Sevilla por un puente de barcas, porque a causa de
las violentas inundaciones a que está sujeto el río no hay puente
permanente sobre el Guadalquivir. En el arrabal vive la hez de la
población, y abundan los gitanos. Como a legua y media hacia el
Noroeste se encuentra el pueblo de Santiponce; a los pies y en la
ladera de una colina que hay más arriba, se ven las ruinas de la
antigua Itálica, cuna de Silio Itálico y de Trajano, de quien el
barrio de Triana deriva su nombre.

Una hermosa mañana me encaminé allá, y después de subir a la colina
dirigí mis pasos hacia el Norte. No tardé en llegar a los que en
otro tiempo fueron los baños, y andando un poco más al anfiteatro,
enclavado entre las suaves laderas de una especie de hondonada. El
anfiteatro es, con mucho, la reliquia más importante de Itálica; es
de forma oval, y tiene sendas puertas de entrada al Este y al Oeste.

Vense por todas partes restos de la gradería de piedra gastada por el
tiempo, desde la que millares de seres humanos contemplaban antaño la
arena donde los gladiadores clamaban y los leones y leopardos rugían;
todo alrededor, debajo de la gradería, hay una excavación abovedada
desde la que, por diversas puertas, los hombres y las fieras se
lanzaban al combate. Muchas horas pasé en sitio tan singular,
abriéndome paso a través de las hierbas y arbustos silvestres para
llegar a las cavernas, albergue ahora de víboras y otros reptiles,
cuyos silbidos oí.

Satisfecha mi curiosidad, dejé las ruinas, y volviendo por otro
camino llegué a un sitio donde yacía un caballo muerto medio
devorado; sobre él se posaba un buitre enorme de ojos brillantes,
que, al acercarme, alzó pausadamente el vuelo y fué a posarse en la
puerta oriental del anfiteatro, donde lanzó un grito ronco, como de
cólera, por haberle interrumpido el festín de carroña.

Gómez no había atacado aún a Sevilla; cuando yo llegué decíase
que andaba por los alrededores de Ronda. La ciudad estaba sobre
las armas; tapiáronse varias puertas, se abrieron trincheras, se
levantaron reductos; pero estoy convencido de que la ciudad no
hubiera resistido seis horas un ataque vigoroso. Gómez había mostrado
ser un hombre de lo más extraordinario; con su pequeño ejército de
aragoneses y vascos dió, en los últimos cuatro meses, la vuelta a
España. Muchas veces se vió rodeado por fuerzas triples en número
que las suyas y en lugares donde se tenía por imposible que pudiese
escapar; pero siempre había chasqueado a sus enemigos, de los que
parecía reírse. La Prensa de Sevilla publicaba continuamente noticias
absurdas de victorias ganadas contra Gómez; entre otras cosas se
dijo que su ejército había sido exterminado, muerto el mismo Gómez,
y que mil doscientos prisioneros estaban en camino de Sevilla. Yo
vi a los prisioneros: en lugar de mil doscientos desesperados, vi
pasar una veintena de miserables, aspeados, harapientos, muchos de
ellos mozalbetes de catorce a diez y seis años. Eran, evidentemente,
merodeadores que, no pudiendo seguir al ejército, se habían dejado
coger desperdigados por montes y llanos. Luego se supo que no se
había dado batalla alguna contra Gómez, y que su muerte era una
fantasía. El gran defecto de Gómez era no saber aprovecharse de las
circunstancias; después de derrotar a López pudo haber marchado sobre
Madrid y proclamar allí a don Carlos; después del saqueo de Córdoba
pudo haberse apoderado de Sevilla.

Había en Sevilla varias librerías, en dos de las cuales encontré
ejemplares del Nuevo Testamento en español, traídos de Gibraltar dos
años antes, habiéndose vendido en ese lapso de tiempo seis ejemplares
en una de las librerías, y cuatro en la otra. En mis paseos por
la ciudad y sus cercanías me acompañaba generalmente un genovés
de edad provecta que desempeñaba en la Posada del Turco, donde yo
vivía, algo así como las funciones de _valet de place_. Al saber que
yo me proponía imprimir en Madrid el Nuevo Testamento, díjome que
en Andalucía podría colocarse buen número de ejemplares. «Conozco
el comercio de libros—continuó—. En otros tiempos tuve en Sevilla
una pequeña librería. En un viaje que hice a Gibraltar adquirí
varios ejemplares de la Escritura, y aunque parte de ellos me los
confiscaron los empleados de la Aduana, pude vender los otros a buen
precio y me quedó una ganancia considerable.»

Volvía yo de cierta excursión por el campo, una gloriosa y radiante
mañana del invierno andaluz, y me dirigía a la posada, cuando al
pasar junto al portal de una casona lóbrega, cerca de la puerta de
Jerez, dos individuos, vestidos con _zamarras_, salieron de la casa a
la calle; ya iban a cruzarse conmigo, pero uno de ellos, mirándome a
la cara, retrocedió vivamente, y en un francés purísimo y armonioso
exclamó: «¿Qué es lo que veo? Si mis ojos no me engañan es él; sí, el
mismo a quien vi por vez primera en Bayona, y mucho tiempo después
bajo los muros de ladrillo de Novogorod; luego junto al Bósforo, y
más tarde en... en... Mi querido y respetable amigo: ¿dónde tuve yo
la fortuna de ver últimamente su inolvidable y singular fisonomía?»

YO.—Fué en el Sur de Irlanda, si no me engaño. Allí le presenté a
usted al brujo que domaba potros con sólo murmurarles unas palabras
al oído. Pero ¿qué le trae a usted por Andalucía? Aquí es donde menos
podía yo esperar encontrarle a usted.

EL BARÓN TAYLOR.—Y ¿por qué razón, mi respetable amigo? ¿No es
España la tierra del arte? Y dentro de España, ¿no es Andalucía
la región donde el arte ha producido sus monumentos más bellos
e inspirados? Ya me conoce usted lo bastante para saber que mi
pasión son las artes, y que no concibo placer más elevado que el de
contemplar con arrobamiento un hermoso cuadro. Venga usted conmigo,
puesto que usted tiene también un alma noble y sensible capaz de
apreciar lo bello; venga usted conmigo y le enseñaré un cuadro de
Murillo que... Pero antes permítame usted que le presente a un
compatriota suyo. Querido señor W.—dijo volviéndose a su compañero,
un caballero inglés que, como toda su familia, me colmó más adelante
de infinitas atenciones y obsequios en mis diversos viajes a
Sevilla—: permítame usted que le presente a mi amigo más querido
y respetado, hombre que conoce las costumbres de los gitanos mejor
que el _Chef des Bohémiens à Triana_, consumado caballista, y que,
lo digo en honor suyo, maneja el martillo y las tenazas, y hierra un
caballo como el mejor herrero de la Alpujarra.[142]

  [142] El amigo del barón Taylor era John Wetherell, hijo de un
  famoso curtidor de pieles de igual nombre. En 1874 el gobierno
  español indujo a John Wetherell a establecer en Sevilla una
  manufactura de curtidos finos, concediéndole para su instalación
  el convento de Jesuítas y una extensión de terreno; le aseguró
  además ciertos privilegios y contratas para el ejército.
  Wetherell llevó a Sevilla máquinas y obreros ingleses; pero la
  empresa se hundió porque el gobierno no pagó las contratas y
  retiró la protección ofrecida. Wetherell murió arruinado. (Knapp).

En el curso de mis viajes he adquirido muchas amistades y relaciones;
pero ninguna tan interesante como la del barón Taylor; por nadie
siento yo consideración ni estima más altas. A sus relevantes prendas
personales y a sus cultivados talentos, reúne un corazón de tan
rara bondad que continuamente le induce a buscar las ocasiones de
hacer bien a sus semejantes y de contribuir a su felicidad; acaso no
existe quien conozca mejor que él la vida y el mundo en sus múltiples
aspectos. Sus hábitos y modales son de la más exquisita elegancia
y fina cortesía; pero su condición es tan flexible que se acomoda
de buen grado a todo género de compañía, por lo que es acogido
dondequiera con predilección. Hay un misterio en su vida que aumenta
en no pequeño grado la impresión que sus méritos personales producen
en todas partes.

Nadie puede decir, con positivo fundamento, quién es el barón
Taylor; se susurra que es un retoño de sangre real; y ¿quién
puede, en efecto, contemplar por un momento su graciosa figura,
su rostro inteligente y de líneas tan características, sus ojos
grandes y expresivos, sin convencerse de que no es un hombre vulgar
ni de vulgar linaje? Aunque por su talento y elocuencia hubiera
podido alcanzar rápidamente una elevada posición en el Estado, se
ha contentado hasta ahora, quizás sabiamente, con una relativa
oscuridad, dedicándose por modo principal al estudio de las artes
y de la literatura, de las que es liberal protector. Con todo, la
ilustre casa a que, según se dice, pertenece, le ha mandado con
misiones importantes y delicadas a diferentes países, y en todas ha
visto sus esfuerzos coronados por el buen éxito más completo. Cuando
yo le encontré en Sevilla estaba coleccionando obras maestras de
pintura española para adornar los salones de las Tullerías.

El barón Taylor ha visitado la mayor parte del globo, y es cosa
notable que siempre estamos encontrándonos en los lugares más
imprevistos y en circunstancias singulares. Dondequiera que me
encuentra, sea en la calle o en el desierto, sea en un salón
brillante o entre las _haimas_ de los beduínos, sea en Novogorod o en
Stambul, exclama, alzando los brazos: «_¡O ciel!_ ¡Otra vez tengo la
fortuna de ver a mi querido y respetabilísimo amigo Borrow!»



CAPÍTULO XVI

  Salida para Córdoba.—Carmona.—Las colonias alemanas.—El
  idioma.—Un caballo haragán.—El recibimiento nocturno.—El posadero
  carlista.—Buen consejo.—Gómez.—El genovés viejo.—Las dos
  opiniones.


Después de estar unos quince días en Sevilla salí para Córdoba. Hacía
ya algún tiempo que no circulaba la diligencia, debido al turbulento
estado de la provincia. No tuve, pues, más remedio que hacer el viaje
a caballo. Tomé dos en alquiler y ajusté al genovés viejo, de quien
ya he hablado, para que me acompañase hasta Córdoba y se volviera
después con las cabalgaduras. Aunque estábamos en pleno invierno, el
tiempo era despejado, los días soleados y radiantes, si bien por las
noches se dejaba sentir el frío. Pasamos por Alcalá, ciudad pequeña,
famosa por las ruinas de un inmenso castillo moro, que desde lo alto
de una colina rocosa domina un río pintoresco. La primera noche
dormimos en Carmona, otra ciudad mora, a siete leguas de Sevilla.
Muy de mañana montamos de nuevo y partimos. Acaso no haya en toda
España un monumento de los antiguos moros tan hermoso como el lado
oriental de esta ciudad de Carmona, sita en la cima de un alto cerro,
mirando a una extensa _vega_, inculta leguas y leguas, donde sólo se
crían jaras y _carrasco_. Por aquella parte se levantan unas sombrías
murallas, muy altas, con torres cuadradas a muy cortos intervalos,
y de tan sólida estructura que parecen desafiar las injurias del
tiempo y de los hombres. En la época de los moros esta ciudad era
considerada como la llave de Sevilla, y no se sometió a las armas
cristianas sin sufrir un largo y desesperado asedio; la toma de
Sevilla siguió poco después. La _vega_, en que a la sazón entrábamos,
forma parte del gran _despoblado_ de Andalucía, antaño risueño
jardín, transformado en lo que ahora es desde que por la expulsión
de moros de España fué sangrada esta tierra de la mayor parte de su
población. Desde aquí hasta Sierra Morena, que separa la Mancha y
Andalucía, las ciudades y pueblos son escasos, muy apartados unos
de otros, y aun algunos de ellos datan sólo de mediados del pasado
siglo, cuando un ministro español intentó poblar este desierto con
hijos de un país extranjero.

A eso de mediodía llegamos a un sitio llamado Moncloa, donde hay una
_venta_ y un edificio de aspecto desolado con cierta apariencia de
_château_; una palmera solitaria yergue su cabeza por encima del muro
exterior. Entramos en la _venta_, atamos los caballos al pesebre, y
después de mandar que los echaran un pienso fuimos a sentarnos a la
lumbre. El ventero y su mujer vinieron también a sentarse a nuestro
lado. «Esta gente es muy mala—me dijo el viejo genovés en italiano—;
como la casa, nido de ladrones; algunas muertes se han cometido en
ella, si es verdad todo lo que se cuenta». Miré con atención a los
venteros: eran jóvenes; el marido representaba veinticinco años; era
un patán de corta estatura, muy recio, sin duda alguna de prodigiosa
fuerza; tenía correctas facciones, pero de expresión sombría, y en
sus ojos brillaba un fuego maligno. Su mujer se le asemejaba un poco,
pero su semblante era más abierto y parecía de mejor humor; lo que
más me chocó en la ventera fué el color de su pelo, castaño claro, y
su tez, blanca y sonrosada, tan diferentes del pelo negro y atezado
rostro que en general distinguen a los naturales de la provincia.
«¿Es usted andaluza?—pregunté a la ventera—. Casi estoy por decir que
me parece usted alemana».

LA VENTERA.—No se equivocaría mucho su merced. Es verdad que soy
española, pues en España he nacido; pero también es verdad que soy
de sangre alemana, puesto que mis abuelos vinieron de Alemania, así
como la de este caballero, mi señor y marido.

YO.—¿Y cómo fué venir sus abuelos de usted a este país?

LA VENTERA.—¿No ha oído nunca su merced hablar de las colonias
alemanas? Hay bastantes por estas partes. En tiempos antiguos el
país estaba casi desierto, y era muy peligroso viajar por él, debido
a muchos ladrones. Hará cien años, un señor muy poderoso envió
mensajeros a Alemania para decir a la gente de allá que estas tierras
tan buenas estaban sin cultivo por falta de brazos, y prometiendo a
cada labrador que quisiera venir a labrarlas una casa y una yunta
de bueyes, con lo necesario para vivir un año. De resultas de esta
invitación muchas familias pobres de Alemania vinieron a establecerse
en ciertos pueblos y ciudades prevenidos para el caso, que aún llevan
el nombre de Colonias Alemanas.

YO.—¿Cuantas habrá?

LA VENTERA.—Varias. Unas por este lado de Córdoba y otras al otro.
La más próxima es Luisiana, que está de aquí dos leguas; de allá
venimos mi marido y yo. La siguiente es Carlota, a unas diez leguas
de distancia; esas son las dos únicas que yo he visto; pero hay otras
más lejos, y algunas, según he oído decir, están en el riñón de la
sierra.

YO.—¿Hablan todavía los colonos el idioma de sus antepasados?

LA VENTERA.—Sólo hablamos español, o más bien andaluz. Verdad que
algunos, muy viejos, saben unas pocas palabras de alemán aprendidas
de sus padres, nacidos en aquella tierra; pero la última persona de
la colonia capaz de entender una conversación en alemán fué la tía
de mi madre, porque vino aquí de muy joven. Siendo yo una chica,
recuerdo haberla oído hablar con un viajero, compatriota suyo, en
una lengua que me dijeron era el alemán; se entendían, pero la vieja
confesaba que se le habían olvidado muchas palabras; ya hace años que
se ha muerto.

YO.—¿De qué religión son los colonos?

LA VENTERA.—Son cristianos, como los españoles, como antes lo
fueron sus padres. Por cierto he oído decir que venían de unas partes
de Alemania donde la religión se practica mucho más que en la misma
España.

YO.—Los alemanes son el pueblo más honrado de la tierra, y como
ustedes son sus legítimos descendientes claro está que los robos
serán aquí desconocidos.

La ventera me echó una rápida mirada, miró después a su marido y
sonrió; el ventero, que hasta entonces había estado fumando sin
proferir palabra, aunque con semblante singularmente adusto y
descontento, arrojó la punta del cigarro a la lumbre, se puso en pie
y, murmurando: _¡Disparate! ¡conversación!_, se marchó.

«Ha ido usted a poner el dedo en la llaga, _signore_—dijo el genovés
cuando ya habíamos dejado atrás Moncloa—. Si fueran gente honrada no
podrían tener esa _venta_. Yo no sé cómo serían los colonos cuando
llegaron aquí; pero lo que es ahora, sus costumbres no son ni pizca
mejores que las de andaluces, y acaso sean algo peores, si es que hay
entre ellos alguna diferencia».

A los tres días de salir de Sevilla, ya cerca de anochecer, llegamos
a la _Cuesta del Espinal_, a unas dos leguas de Córboba, desde donde
pudimos columbrar los muros de la ciudad, bañados por los últimos
rayos del sol poniente. Como aquellos contornos estaban, según
me dijo el guía, infestados de bandidos, hicimos lo posible por
llegar a la población antes de cerrar la noche. No lo conseguimos,
empero, y antes de recorrer la mitad de la distancia nos envolvieron
densas tinieblas. La ruindad de los caballos nos había retrasado
considerablemente durante el viaje; sobre todo, el caballo de mi
guía era insensible al látigo y a la espuela; además, el genovés no
era jinete, y acabó por confesar que hacía treinta años no montaba
a caballo. Los caballos conocen en seguida las facultades de quien
los monta, y el del genovés resolvió aprovecharse de la timidez y
debilidad del pobre viejo. Pero casi todo tiene remedio en este
mundo. Cansado de andar a paso de tortuga, até las riendas del
caballo remolón a la grupa del mío, y sin escatimar espolazos ni
palos le obligué a salir al trote o cosa así, y el otro no tuvo más
remedio que aligerar los remos. Por dos veces intentó arrojarse
al suelo, con gran espanto de su anciano jinete, que me suplicaba
una y otra vez que hiciese alto y le permitiera apearse; pero yo,
sin hacerle caso, continué dando espolazos y palos con infatigable
energía y tan buen éxito que en menos de media hora vimos unas luces
muy cerca de nosotros, y al instante llegamos a un río, cruzamos un
puente, encontrándonos a la puerta de Córdoba sin habernos roto la
nuca ni haberse perniquebrado los caballos.

Atravesamos toda la ciudad para llegar a la _posada_; las calles
estaban oscuras y casi desiertas. La _posada_ era un vasto edificio,
de cuyas ventanas, bien defendidas con _rejas_, no se escapaba el
menor rayo de luz; el silencio de la muerte parecía envolver no sólo
la casa, sino la calle entera. Largo rato golpeamos la puerta sin
obtener contestación; entonces comenzamos a llamar a voces. Al cabo
alguien nos preguntó desde dentro lo que queríamos. «Abra usted la
puerta y lo verá», respondí. «No haré tal—replicó el de dentro—hasta
no saber quiénes son ustedes». «Somos viajeros de Sevilla». «¿Son
ustedes viajeros? ¿Por qué no lo han dicho antes? No estoy aquí de
portero para dejar a los viajeros en la calle, _¡Jesús, María!_ Ni
hay tantos en la casa que no podamos admitir alguno más. Entre,
caballero, y sean bienvenidos usted y su compañía.»

Abrió la puerta, dándonos entrada a un espacioso patio; en seguida
afianzó nuevamente la puerta con cerrojos y trancas. «¿Por qué
toma usted tantas precauciones?—le pregunté—. ¿Teme usted que
los carlistas le hagan una visita?» «Los carlistas no nos dan
miedo—respondió el portero—. Ya han estado aquí y no nos han hecho
daño alguno. A quien tememos es a ciertos pícaros de esta ciudad, que
están reñidos con el amo, y le asesinarían con toda su familia si se
les presentase ocasión.»

Iba yo a preguntar la razón de esta enemiga, cuando un hombre
corpulento bajó corriendo, con una luz en la mano, la escalera de
piedra que conducía al interior de la casa. Dos o tres mujeres
también con luces, le seguían. Detúvose en el último escalón, y
exclamó: «¿Quién ha venido?» Luego adelantó la lámpara hasta que la
luz me dió de lleno en el rostro.

«_¡Hola!_—exclamó—. ¿Es usted? ¡Quién iba a pensar—dijo volviéndose
a la mujer que estaba a su lado, tan recia como él, de atezado
rostro, y próximamente de su misma edad, rayana, al parecer, en
los cincuenta—que en el preciso momento de suspirar por un huésped
se detendría a nuestras puertas un inglés! porque a un inglés le
reconozco yo a una milla de distancia, hasta en la oscuridad.
Juanito—gritó al portero—: esta noche no abras la puerta a nadie más,
sea quien sea. Si los nacionales vienen a alborotar, diles que está
aquí el hijo de Belington dispuesto a caer sobre ellos espada en
mano si no se retiran, y si llegan más viajeros, cosa que no es de
esperar, porque desde hace más de un mes no ha venido ninguno, les
dices que no hay cuartos porque los ocupa todos un caballero inglés y
su acompañamiento.»

Descubrí sin tardanza que mi amigo el _posadero_ era un insigne
carlista. No había yo concluído de cenar—mientras él y toda su
familia, alrededor de la mesita a que me senté, observaban mis
movimientos, sobre todo la manera de usar el cuchillo y el tenedor
y de llevarme los manjares a la boca—cuando se puso a hablarme de
política. «Yo no soy de un partido determinado, _don Jorge_—dijo,
pues me había preguntado mi nombre con el fin de darme el tratamiento
debido—; yo no soy de un partido determinado, y no estoy por el rey
Carlos ni por la _chica_ Isabel; sin embargo, llevo en este maldito
pueblo _cristino_ una vida de perro, y hace mucho tiempo que me
habría marchado si no fuese porque he nacido aquí y porque no sé
adónde ir. Desde que empezaron estos desórdenes, me da miedo salir a
la calle, porque en cuanto la _canaille_ de Córdoba me ve doblar una
esquina, empiezan a gritar: «¡A ése, al carlista!», y corren detrás
de mí vociferando y me amenazan con piedras y palos; de manera que,
si no me pongo en salvo metiéndome en casa, empresa difícil con mis
diez y pico arrobas, puedo perder la vida en la calle, y esto, lo
reconocerá usted _don Jorge_, no es ni agradable ni decente. Ese mozo
que ve usted ahí—continuó, señalando a un joven moreno que estaba
detrás de mi silla, empleado en servirme—es mi cuarto hijo; está
casado, y no vive con nosotros, sino cien varas más abajo en esta
calle. Le hemos llamado de prisa y corriendo para servir a su merced,
como es su obligación; pues bien: ha estado a punto de perecer en el
camino. Antes de marcharse tendrá que escudriñar la calle para ver si
hay moros en la costa, y entonces irse volando a su casa. ¡Carlistas!
¿De dónde sacan que mi familia y yo somos carlistas? Cierto que mi
hijo mayor era fraile, y cuando la supresión de los conventos se
refugió en las filas realistas, y en ellas ha estado peleando más de
tres años. ¿Podía yo evitarlo? Tampoco tengo yo la culpa de que mi
segundo hijo se alistara con Gómez y los realistas cuando entraron en
Córdoba. ¡Dios le proteja! Pero yo no le mandé alistarse. Tan lejos
estoy de ser carlista, que gracias a mí ese mozo que está presente no
se marchó con su hermano, aunque tenía muy buenas ganas de hacerlo,
porque es valiente y buen cristiano. Quédate en casa—le dije—,
porque ¿cómo me voy a arreglar si os vais todos? ¿Quién va a servir a
los huéspedes, si Dios quiere enviarnos alguno? Quédate por lo menos
hasta que tu hermano, mi hijo tercero, vuelva; porque ha de saberse,
y para vergüenza mía lo digo, _don Jorge_, que yo tengo un hijo
sargento en el ejército _cristino_, muy en contra de la inclinación
personal del pobre muchacho, que no gusta de la vida militar; años
llevo solicitando su licencia, y he llegado a aconsejarle que se haga
una mutilación para que le libren en seguida. Así que le dije a éste:
quédate en casa, hijo mío, hasta que tu hermano venga a ocupar tu
puesto y no se nos coma el pan un extraño, que además podría venderme
y hacerme traición; de modo que, como usted ve, _don Jorge_, mi hijo
se quedó en casa a petición mía, y aún me llaman carlista.»

—¿Cómo se portaron Gómez y sus partidas cuando estuvieron en Córdoba?
Porque usted habrá visto, claro es, todo lo sucedido.

—¡Admirablemente bien! Lo que yo quisiera es que aún estuviesen
aquí. Como ya le he dicho a usted, _don Jorge_, yo no soy de ningún
partido; pero confieso que nunca en mi vida he sentido placer mayor
que cuando se nos entraron por las puertas. ¡Entonces había que ver
a esos perros de nacionales correr por las calles para ponerse en
salvo! ¡Había que verlo, _don Jorge_! Los que me encontraban a la
vuelta de una esquina se olvidaban de gritar: _¡Hola, carlista!_, y
de sus amenazas de apalearme. Algunos saltaron las murallas y huyeron
no se sabe adónde; otros se refugiaron en la casa de la Inquisición,
que tenían fortificada, y se encerraron en ella. Ha de saber usted,
_don Jorge_, que todos los jefes carlistas: Gómez, Cabrera y el
Serrador, se alojaron en esta casa; y ocurrió que, estando yo de
conversación con Gómez en este mismo cuarto donde estamos ahora,
entró Cabrera hecho una furia; Cabrera es menudo de cuerpo, pero
tan vivo y valiente como un gato montés. «Esa _canaille_—dijo al
entrar—de la _casa_ de la Inquisición no quiere rendirse; si me
da usted la orden, general, escalo la casa con mi gente y paso a
cuchillo a los que están dentro.» Pero Gómez dijo: «No; debemos
ahorrar sangre siempre que sea posible. Que les disparen unos cuantos
tiros de fusil, y eso bastará.» Así fué, en efecto, _don Jorge_,
porque a las pocas descargas su corazón desfalleció y se rindieron
a discreción; después de desarmarlos, se les permitió volver a sus
casas. Pero en cuanto se fueron los carlistas, todos esos individuos
volvieron a ser tan valientes como antes, y de nuevo, en cuanto me
ven doblar una esquina, me gritan: _¡Hola, carlista!_ Para guardarse
de ellos, mi hijo, ahora que ya ha terminado de servir a su merced,
tendrá que ir desde aquí a su casa volando como una perdiz, no sea
que se los encuentre en la calle y le cosan a puñaladas.»

—Usted que ha visto a Gómez, dígame: ¿qué clase de hombre es?

—Es de estatura regular, grave y sombrío. El más notable de todos por
su aspecto es el Serrador, especie de gigante, tan alto, que cuando
entraba por la puerta del portal siempre daba con la cabeza en el
dintel. El que menos me gusta es Palillos, bandido feroz y tétrico,
a quien conocí de postillón. En otro tiempo venía muchas veces a mi
casa; ahora es capitán de los ladrones de la Mancha, pues aunque se
intitula realista, es un bandolero, ni más ni menos. Es una deshonra
para la causa que se permita a tales hombres mezclarse con la gente
honrada. Yo le odio, _don Jorge_; debido a él, vienen a mi casa tan
pocos parroquianos. Los viajeros temen ahora atravesar la Mancha, no
sea que caigan en su poder. ¡Así le ahorquen, _don Jorge_, sean los
_cristinos_ o los realistas; lo mismo me da!

—Cuando llegué conoció usted al momento que era inglés. ¿Es que
vienen a Córdoba muchos compatriotas míos?

—_¡Toma!_—respondió el posadero—, son mis mejores parroquianos;
he tenido en casa ingleses de todas categorías, desde el hijo de
Belington hasta un _médico_ joven que curó a esta _chica_, hija mía,
del dolor de oídos. ¿Cómo no he de reconocer a un inglés? Con Gómez
vinieron dos que servían como voluntarios. _¡Vaya, qué gente!_ ¡Qué
magníficos caballos montaban, y cómo desparramaban el oro! Venía con
ellos un portugués muy noble, pero pobrísimo, un miguelista; según
me dijeron, los dos ingleses le sostenían por devoción a la causa
realista. El portugués estaba siempre cantando:

  El rey chegou, el rey chegou,
  E en Belem desembarcou.

Fueron unos días magníficos, _don Jorge_. Y entre paréntesis, se me
ha olvidado preguntar de qué partido es su merced.

A la siguiente mañana, cuando estaba vistiéndome, el viejo genovés
entró en mi cuarto:—_Signore_—me dijo—, vengo a decirle adiós. Ahora
mismo me vuelvo a Sevilla con los caballos.

—¿Por qué tanta prisa?—respondí—. Mejor sería que se quedase usted
aquí hasta mañana; usted y los caballos necesitan reposo. Descanse
usted hoy, y yo pagaré el gasto.

—Gracias, _signore_; pero me voy inmediatamente; no puedo quedarme en
esta casa.

—¿Qué le ocurre a la casa?—pregunté.

—De la casa nada tengo que decir—replicó el genovés—; de quien me
quejo es de sus dueños. Hace cosa de una hora bajé a desayunarme, y
me encontré en la cocina al posadero y a toda su familia. Bueno: me
senté y pedí un chocolate, que me trajeron; pero, antes de tomármelo,
el posadero empezó a hablar de política. Al principio me dijo que no
estaba con ninguno de los dos bandos; pero es tan furibundo carlista
como el mismo Carlos V, porque, en cuanto se enteró de que yo soy del
bando contrario, me echó unas miradas de bestia salvaje. Ha de saber
usted, _signore_, que, en tiempos de la anterior Constitución, tuve
yo un café en Sevilla, al que concurrían los liberales más notorios,
y fué causa de mi ruina, pues como admirador de sus opiniones, abrí
a mis parroquianos el crédito que se les antojó, lo mismo en café
que en licores, y, de esta suerte, al tiempo de ser derrocada la
Constitución y restaurado el despotismo ya les había fiado cuanto
tenía. Es posible que muchos de ellos me hubiesen pagado, porque
no creo que abrigasen malas intenciones contra mí; pero llegó la
persecución, los liberales se dieron a la fuga, y, cosa bastante
natural, pensaron en su propia seguridad más que en pagarme los
cafés y los licores; a pesar de eso, soy partidario de sus ideas,
y nunca vacilo en proclamarlo así. En cuanto el posadero, como ya
he dicho a su merced, se enteró de mis opiniones, me miró como una
fiera y «Salga usted de mi casa—exclamó—; no quiero espías en ella»;
añadiendo algunas expresiones irrespetuosas para la joven reina
Isabel y para Cristina, a quien considero compatriota mía, a pesar
de ser napolitana. Perdí la calma al oírle y le devolví el cumplido
diciendo que Carlos es un pillo y la princesa de Beira otra que tal.
Me dispuse a ingerir el chocolate; pero, antes de llevármelo a los
labios, la posadera, más furibunda carlista aún que su marido, si
cabe, se abalanzó a mí, me arrebató la jícara y, tirándola por el
aire, que casi dió con ella en el techo, exclamó: «¡Fuera de aquí,
perro _negro_! ¡En mi casa no vuelves a catar cosa ninguna! ¡Colgado
como un cerdo te vea yo!» Comprenderá su merced que no puedo estar
aquí más tiempo. Se me olvidaba decir que el bribón del posadero
asegura que usted le ha confesado ser de su misma opinión, pues en
otro caso no le hubiera hospedado a usted.

—Mire, buen hombre—respondí—: yo soy, invariablemente, de la misma
opinión política de la gente a cuya mesa me siento o bajo cuyo techo
duermo, o, por lo menos, jamás digo cosa alguna que pueda inducirles
a sospechar lo contrario. Gracias a este sistema me he librado más de
una vez de reposar en almohadas sangrientas o de que me sazonasen el
vino con sublimado.



CAPÍTULO XVII

  Córdoba.—Los moros de Berbería.—Los ingleses.—Un cura viejo.—El
  breviario romano.—El palomar.—El Santo Oficio.—Judaísmo.—Los
  palomares profanados.—Propuesta del posadero.


Poco hay que decir de Córdoba, ciudad pobre, sucia y triste, llena
de angostas callejuelas, sin plazas ni edificios públicos dignos
de atención, salvo y excepto su Catedral, dondequiera famosa; su
emplazamiento es, sin embargo, bello y pintoresco. Corre por un
lado el Guadalquivir, que, si bien poco profundo en estos lugares y
lleno de bancos de arena, no deja de ser un río deleitoso; por el
otro se alzan las escarpadas vertientes de Sierra Morena, plantadas
de olivares hasta la cima. La ciudad está rodeada de altas murallas
moriscas, que pueden tener hasta tres cuartos de legua de desarrollo;
a diferencia de Sevilla y de la mayoría de las ciudades de España,
carece de arrabales.

La Catedral, único edificio notable de Córdoba, como ya he dicho,
es acaso el templo más extraordinario del mundo. Fué en su origen,
como todos saben, una mezquita, erigida en los días más brillantes
de la dominación árabe en España. Era de planta cuadrangular y de
techo bajo, sostenido por infinidad de redondas columnas de mármol,
pequeñas y finas, muchas de las cuales subsisten aún, y ofrecen al
primer golpe de vista la apariencia de un bosque de mármol; la mayor
parte de ellas, sin embargo, fueron quitadas cuando los cristianos,
después de expulsar a los muslimes, quisieron transformar la mezquita
en catedral, como, en efecto, la transformaron parcialmente,
levantando una cúpula y despejando en el interior un cierto espacio
para hacer el coro. Tal como hoy está el templo, parece pertenecer
en parte a Mahoma, y en parte al Nazareno; y aunque la mezcla de la
pesada arquitectura gótica con el aéreo y delicado estilo de los
árabes produce un efecto algo raro, todavía el edificio es magnífico
y grandioso, y muy adecuado para suscitar el respeto y la veneración
en el ánimo del visitante.

Los moros de Berbería parecen cuidarse muy poco de las hazañas
de sus antepasados: sólo piensan en las cosas del día presente,
y únicamente hasta donde esas cosas les conciernen de un modo
personal. El entusiasmo desinteresado y la admiración por cuanto
es grande y bueno, señales verdaderas e inconfundibles de un alma
noble, son sentimientos que en absoluto desconocen. Asombra la
indiferencia con que cruzan ante los restos de la antigua grandeza
mora en España. Ni se exaltan ante las pruebas de lo que en otro
tiempo fueron los moros, ni la conciencia de su situación actual
les entristece. Vienen a Andalucía a vender perfumes, babuchas,
dátiles y sedas de Fez y Marruecos; eso es lo que más les interesa,
aun cuando la mayor parte de estos hombres estén lejos de ser unos
ignorantes y hayan oído y leído lo que ocurría en España en los
antiguos tiempos. Una vez hablaba yo en Madrid con un moro bastante
amigo mío acerca de su visita a la Alhambra de Granada. «¿No lloró
usted—le pregunté—, al pasar por aquellos patios, al acordarse de
los Abencerrajes?» «No—respondió—. ¿Por qué había de llorar?» «¿Y
por qué fué usted a ver la Alhambra?»—pregunté. «Fuí a verla porque
estando en Granada para asuntos míos un compatriota de usted me rogó
que le acompañase a la Alhambra y le tradujese unas inscripciones.
Es seguro que espontáneamente no se me hubiese ocurrido ir, porque
la subida es penosa.» El hombre que me hablaba así compone versos
y no es en modo alguno un poeta despreciable. Otra vez, estando yo
en la catedral de Córdoba, entraron tres moros y la atravesaron
pausadamente, dirigiéndose a la puerta situada en el lado frontero.
Todo su interés por aquel lugar se tradujo en dos o tres ojeadas
ligeras a las columnas, diciendo uno de ellos: «_Huáje del Mselmeen,
huáje del Mselmeen_» (Cosas de los moros, cosas de los moros); y la
única muestra de respeto que dieron por el templo donde en su tiempo
se prosternaba Abderrahman el Grande fué que, al llegar a la puerta,
se volvieron de cara y salieron andando hacia atrás; sin embargo,
aquellos hombres eran _hajis_ y _talibs_, hombres asimismo de grandes
riquezas, que habían leído y viajado, que habían estado en la Meca y
en la gran ciudad de la Nigricia[143].

  [143] Alude, probablemente, a Khartum, capital del Sudán. (Nota
  de Burke.)

Me detuve en Córdoba mucho más de lo primeramente calculado, porque
no cesaba de recibir noticias acerca de la inseguridad del camino de
Madrid. En poco tiempo escudriñé todos los rincones y escondrijos de
aquella antigua ciudad y adquirí algunas amistades entre la gente
del pueblo, que es mi modo de proceder habitual cuando llego a una
población desconocida. Varias veces subí a Sierra Morena, acompañado
por el hijo del posadero, aquel buen mozo de quien ya he hablado.
Los posaderos, convencidos de que yo participaba de sus opiniones,
me trataban con extremada cortesía; cierto que, en cambio, hube
de prestar oídos a vastos planes carlistas, verdaderas traiciones
contra los poderes constituídos en España; pero todo lo llevé con
paciencia.

—_Don Jorgito_—díjome un día el posadero—, yo quiero mucho a los
ingleses; son mis mejores parroquianos. Es una lástima que no haya
más unión entre España e Inglaterra y que no vengan más ingleses
a visitarnos. ¿No se podría hacer un casorio? El rey entraría en
seguida en Madrid. ¿Por qué no se hacen las _bodas_ del hijo de don
Carlos con la heredera de Inglaterra?

—De esa manera—respondí—vendrían seguramente muchos ingleses a
España, y no sería la primera vez que el hijo de un Carlos se casa
con una princesa de Inglaterra.

El huésped meditó un momento, y luego exclamó:

—_Carracho, Don Jorgito_, si se hiciera ese matrimonio, el rey y yo
tendríamos motivo para tirar el sombrero al aire.

La casa o _posada_ en que yo vivía era sumamente espaciosa, con
infinidad de habitaciones grandes y chicas, pero desamuebladas en
su mayoría. Mi cuarto estaba al final de un corredor inmensamente
largo, como el que por modo admirable se describe en la leyenda
maravillosa de Udolfo[144]. Durante uno o dos días creí que era yo el
único huésped en la casa. Pero una mañana vi sentado en el corredor,
junto a una ventana, a un anciano de singular aspecto, que leía con
atención en un pequeño y abultado volumen. Sus vestidos eran de
grosera tela azul, y llevaba un amplio sobretodo encima de un chaleco
adornado con varias filas de botoncitos de nácar; tenía calados los
espejuelos. Aunque le veía sentado, me di cuenta de que su estatura
rayaba en lo gigantesco.

  [144] _The mystery of Udolpho_, por Mrs. Radcliffe
  (1764-1823). (Nota de Burke.)

—¿Quién es ese hombre?—pregunté al posadero, al encontrarle poco
después—. ¿Es otro huésped de la casa?

—No puedo decir que sea precisamente un huésped, _Don Jorge de
mi alma_—replicó—; pues, aunque pára en mi casa, no me da nada a
ganar. Ha de saber usted, _Don Jorge_, que éste es uno de dos curas
que había en un pueblo bastante grande[145] no lejos de aquí. Al
entrar en el pueblo las tropas de Gómez, su reverencia salió a su
encuentro revestido, con un libro en la mano, y, a petición de los
soldados, proclamó a Carlos Quinto en la plaza del mercado. El otro
cura era un liberal violento, un _negro_ rematado, y los realistas
le echaron mano, disponiéndose a ahorcarlo. Intervino su reverencia
y obtuvo gracia para su colega, a condición de que gritase _¡Viva
Carlos Quinto!_, y así lo hizo para salvar la vida. Bueno; pues en
cuanto los realistas se fueron, el cura negro montó en una mula,
vino a Córdoba y delató a su reverencia, a pesar de deberle la vida.
Prendieron a su reverencia, trajéronle a Córdoba, y seguramente le
habrían metido en la cárcel común por carlista si yo no hubiera
salido fiador suyo, poniendo que no se marcharía de aquí y se
presentaría cuando le llamaran a responder de los cargos aportados
contra él; y en mi casa está, aunque no pueda llamarle mi huésped,
pues no gano nada con él: toda su comida, que se reduce a unos pocos
huevos, un poco de leche y pan, se la traen a diario del pueblo.
En cuanto a su dinero, no sé de qué color es, aunque, según dicen,
tiene _buenas pesetas_. Con todo, es un santo; siempre está leyendo y
rezando, y es, además, del partido de los buenos. Por eso le tengo en
mi casa, y saldría fiador suyo aunque fuese veinte veces más avaro de
lo que parece.

  [145] Puente. (Nota de Burke.)

Al siguiente día, al pasar otra vez por el corredor, vi al viejo
sentado en el mismo sitio, y le saludé. Me devolvió el saludo con
mucha cortesía y cerró el libro, colocándolo en sus rodillas, como
si quisiera trabar conversación. Después de cambiar breves palabras,
tomé el libro para examinarlo.

—No podrá usted sacar mucho provecho de este libro, _Don Jorge_—dijo
el viejo—. No puede usted entenderlo, porque no está escrito en
inglés.

—Ni en español—repliqué—. Pero, respecto a poder entenderlo o no,
¿qué dificultad puede haber en una cosa tan sencilla? Este es el
breviario romano escrito en latín.

—¿Pero entienden los ingleses el latín?—exclamó—. _¡Vaya!_ ¿Quién
hubiera pensado que los luteranos pudiesen entender la lengua de la
Iglesia? _¡Vaya!_ Cuanto más vive uno, más aprende.

—¿Cuántos años tiene vuestra reverencia?—pregunté.

—Ochenta, _Don Jorge_; ochenta años largos.

Esta fué la primera conversación que tuvimos su reverencia y yo.
No tardó en sentir notable inclinación por mí, y me hacía el favor
de acompañarme no pocos ratos. A diferencia de nuestro amigo el
posadero, el cura no gustaba de hablar de política, cosa que no
dejó de sorprenderme, conociendo yo, como conocía, la resuelta y
peligrosa parte que había tomado en la última irrupción carlista en
las cercanías. En cambio, le gustaba mucho platicar acerca de asuntos
eclesiásticos y de los escritos de los Padres.

—He formado en mi casa una pequeña librería, _Don Jorge_, con todos
los escritos de los Padres que me ha sido dable encontrar; su lectura
me sirve de entretenimiento y de consuelo. Cuando pasen estos tristes
días, _Don Jorge_, espero que, si continúa usted por estas partes,
irá a visitarme, y le enseñaré mi modesta colección de los Padres,
y también un palomar, donde crío muchas palomas, que me producen no
pequeño solaz y algún provecho.

—Supongo que al hablarme de su palomar—repuse—, alude usted a su
parroquia, y que por la cría de las palomas representa usted el
cuidado que toma por las almas de sus feligreses, inculcándoles
el temor de Dios y la obediencia a la ley revelada, ocupación
que, naturalmente, le produce a usted muchos solaces y consuelos
espirituales.

—Hablaba sin metáfora, _Don Jorge_—replicó mi interlocutor—. Al decir
que crío muchas palomas, no pretendo significar sino que yo proveo de
pichones el mercado de Córdoba, y a veces el de Sevilla; mis aves son
muy apreciadas, y creo que no hay en todo el reino otras más gordas
ni mejor cebadas. Si fuera usted a mi pueblo, _Don Jorge_, tendría
que hacer alto en una _venta_ donde las probaría seguramente, porque
en mi jurisdicción no consiento más palomares que el mío. Respecto de
las almas de mis feligreses, creo que cumplo con mi deber en cuanto
está de mi parte. Las cosas espirituales me deleitan sobremanera, y
por esta razón me incorporé a la _Santa Casa_ de Córdoba, en la que
he servido durante muchos años.

—¿Vuestra reverencia ha sido inquisidor?—exclamé un poco asombrado.

—Desde los trece años hasta que se suprimió el Santo Oficio en estos
desventurados reinos.

—Me sorprende y me alegra el saberlo—repuse yo—. Nada tan placentero
para mí como hablar con un sacerdote que perteneció antaño a la Santa
Casa de Córdoba.

El viejo, mirándome fijamente, contestó:

—Ya le comprendo a usted, _Don Jorge_. He adivinado hace rato que
usted es de los nuestros. Es usted un santo varón y muy instruído;
aunque crea conveniente hacerse pasar por inglés y luterano, he
penetrado su verdadera condición. Ningún luterano se tomaría por las
cosas de la Iglesia el interés que usted demuestra; y a lo de ser
inglés, digo que ninguno de esa nación puede hablar el castellano,
y menos el latín. Creo que usted es de los nuestros: un sacerdote
misionero; y me confirmo en esta idea, sobre todo, porque le veo a
usted en frecuente conversación con los _gitanos_; parece que hace
usted propaganda entre ellos. Pero viva usted prevenido, _Don Jorge_;
desconfíe de la fe de Egipto; son malos penitentes y me gustan poco.
No le aconsejaría yo a usted que se fiara de ellos.

—No lo intento siquiera—repliqué—; sobre todo en lo tocante al
dinero. Pero, volviendo a cosas más importantes, dígame: ¿de qué
delitos conocía la Santa Casa de Córdoba?

—Supongo que sabrá usted cuáles eran los asuntos propios de la
función del Santo Oficio; por tanto, no necesito decirle que los
delitos en que entendíamos eran los de brujería, judaísmo y ciertos
descarríos carnales.

—¿Qué opinión tiene usted de la brujería? ¿Existe en realidad ese
delito?

—_¡Qué sé yo!_—dijo el viejo encogiéndose de hombros—. La Iglesia
tiene, o al menos tenía, el poder de castigar por algo, fuese real o
irreal, _Don Jorge_; y como era necesario castigar para demostrar que
tenía el poder de hacerlo, ¿qué importaba si el castigo se imponía
por brujería o por otro delito?

—¿Ocurrieron en su tiempo de usted muchos casos de brujería?

—Uno o dos, _Don Jorge_; eran poco frecuentes. El último caso que
recuerdo ocurrió en un convento de Sevilla. Cierta monja tenía la
costumbre de salir volando por la ventana al jardín y de revolotear
en él sobre los naranjos. Se tomó declaración a varios testigos, y en
el proceso, instruído con toda formalidad, quedaron, a mi entender,
bastante bien probados los hechos. Pero de lo que sí estoy cierto es
de que la monja fué castigada.

—¿Les daba a ustedes mucho que hacer el judaísmo en estas partes?

—¡Oh! Lo que más trabajo daba a la Santa Casa era, en efecto, el
judaísmo; sus brotes y ramificaciones son numerosos, no sólo por
aquí, sino en toda España; lo más singular es que hasta en el clero
descubríamos continuamente casos de judaísmo de ambas especies que,
por obligación, teníamos que castigar.

—¿Hay más de una especie de judaísmo?—pregunté.

—Siempre he dividido el judaísmo en dos clases: negro y blanco;
por judaísmo negro entiendo la observancia de la ley de Moisés con
preferencia a los preceptos de la Iglesia; en el judaísmo blanco
entra todo género de herejía, como luteranismo, francmasonería y
otros por el estilo.

—Comprendo fácilmente—dije yo—que muchos sacerdotes acepten los
principios de la Reforma, y que no pocos se hayan dejado extraviar
por las engañosas luces de la filosofía moderna; pero es casi
inconcebible que dentro del clero haya judíos que sigan en secreto
los ritos y prácticas de la ley antigua, aunque ya antes de ahora me
han asegurado que el hecho es cierto.

—Crea usted, _Don Jorge_, que en el clero hay abundancia de judaísmo,
lo mismo del negro que del blanco. Recuerdo que una vez estábamos
registrando la casa de un eclesiástico acusado de judaísmo negro,
y, después de buscar mucho, encontramos debajo del piso una caja
de madera, y en ella un pequeño relicario de plata, donde había
guardados tres libros forrados de negra piel de cerdo; los abrimos,
y resultaron libros devotos judíos, escritos en caracteres hebreos,
antiquísimos; al ser interrogado, no negó su culpa el reo; antes
bien, se vanaglorió de ella, diciendo que no había más que un Dios, y
atacando el culto a María Santísima como una idolatría grosera.

—Y aquí entre nosotros, ¿qué opina usted de esa adoración a María
Santísima?

—¿Qué opino yo? _¡Qué sé yo!_—dijo el viejo, encogiéndose de hombros
aún más que la vez primera—. Pero le diré a usted que, bien mirado,
me parece justa y natural. ¿Por qué no? Cualquiera que vaya a visitar
mi iglesia, y la contemple tal como en ella está, _tan bonita, tan
guapita_, tan bien vestida y gentil, con aquellos colores, blanco
y carmín, tan lindos, no necesitará preguntar por qué se adora a
María Santísima. Y, sobre todo, _Don Jorgito mío_, eso es cosa de la
Iglesia y forma parte importante de su sistema.

—¿Y tuvo usted que entender en muchos casos de delitos carnales?

—Entre los seglares, no muchos; sobre los clérigos ejercíamos una
rigurosa vigilancia. Pero, en general, éramos tolerantes en estas
materias, conociendo las muchas flaquezas de la naturaleza humana.
Rara vez castigábamos, salvo en los casos en que la gloria de
la Iglesia y la lealtad a María Santísima hacían absolutamente
inexcusable el castigo.

—¿Cuáles eran esos casos?—pregunté.

—Aludo a la profanación de los palomares, _don Jorge_, y a la
introducción en ellos de carne de contrabando para fines que no eran
ni apropiados ni decentes.

—Vuestra reverencia me perdonará; pero no acabo de entender.

—Me refiero, _don Jorge_, a ciertos actos de perversión practicados
por algunos clérigos en apartados y lejanos _palomares_, en olivares
y huertos; actos condenados, si no recuerdo mal, por San Pablo en su
primera carta al Papa Sixto. Ahora me habrá usted entendido, _don
Jorge_, porque es usted hombre versado en cosas de iglesia.

—Creo que le he entendido a usted—repliqué.

Después de permanecer unos cuantos días más en Córdoba, resolví
continuar mi viaje a Madrid, aunque seguían diciéndome que los
caminos estaban muy inseguros. Me pareció inútil quedarme allí más
tiempo en espera de que se restableciera la normalidad, cosa que
podía no ocurrir nunca. Consulté, pues, con el posadero respecto del
mejor modo de hacer el viaje. «_Don Jorgito_—respondió—, creo que
puedo darle a usted un buen consejo. Usted tiene ganas de marcharse,
según me dice, y yo no acostumbro a retener a mis huéspedes más
tiempo del que buenamente quieren estar en mi casa; proceder de otro
modo sería impropio de un posadero cristiano; eso se queda para los
moros, los _cristinos_ y los _negros_. Para facilitarle a usted el
viaje, _don Jorge_, tengo un plan en la cabeza, y ya, antes de que
me preguntase, había resuelto proponérselo a usted. Mi cuñado tiene
dos caballos, y cuando se le ofrece los da en alquiler; usted puede
alquilarlos, _don Jorge_, y mi cuñado en persona le acompañará para
servirle y darle conversación, por lo que le pagará usted cuarenta
duros. Pero, y esto es lo importante, como en el camino hay muchos
ladrones y _malos sujetos_, tales como Palillos y su gente, hará
usted una obligación, _don Jorge_, comprometiéndose, si los roban y
desvalijan a ustedes, y si los ladrones se quedan con los caballos de
mi cuñado, a hacerle bueno, en cuanto lleguen a Madrid, todo lo que
por seguirle a usted haya perdido. Este es mi plan, _don Jorge_, y no
dudo que su merced lo apruebe, porque está trazado para favorecerle,
y no con miras de lucro para mí ni los míos. En mi cuñado tendrá
usted un gran compañero de viaje; es un hombre muy formal, pertenece
al partido de los buenos, y ha viajado también mucho; porque, entre
nosotros, _don Jorge_, es un poco _contrabandista_, y con frecuencia
trae de contrabando diamantes y piedras preciosas de Portugal a
España, para colocarlas en Córdoba o en Madrid. Conoce todos
los _atajos_, _don Jorge_, y le respetan mucho en las _ventas_ y
_posadas_ del camino. Ahora venga esa mano para cerrar el trato, y en
seguida iré a buscar a mi cuñado para decirle que se disponga a salir
con su merced pasado mañana.»



CAPÍTULO XVIII

  Salida de Córdoba.—El contrabandista.—Treta judaica.—Llegada a
  Madrid.


Salí de Córdoba una radiante mañana en compañía del _contrabandista_,
que iba montado en un hermoso caballo de media alzada, una _jaca_,
de la renombrada casta cordobesa; era el animal de color bayo claro,
lucero, de remos fuertes, pero elegantes, y con una larga cola negra
que le arrastraba por el suelo. El otro caballo, destinado a llevarme
a Madrid, era de muy diferente estampa, que no predisponía en favor
suyo. Por muchos rasgos se parecía sumamente a un cerdo, sobre todo
por la curvatura del lomo, por la cortedad del cuello y por la manera
de llevar siempre la cabeza junto al suelo; su perpetuo husmear y su
rabo eran también enteramente los de un cerdo. Su piel más parecía
cubierta de ásperas cerdas que de pelo; y en cuanto al tamaño, muchos
cerdos de Westfalia he visto tan altos como él. No me agradaba mucho
la idea de exhibirme a lomos de tan singularísimo cuadrúpedo, y
me puse a mirar fijamente al excelente animal en que mi guía había
tenido por conveniente instalarse. El hombre interpretó mis miradas,
y me dió a entender que por llevar el equipaje le correspondía el
mejor caballo, alegación que me pareció harto bien fundada para
oponerle reparo alguno.

Resultó que el _contrabandista_ no era, ni con mucho, un compañero de
camino tan agradable como las manifestaciones del posadero de Córdoba
me habían hecho suponer. Durante el día, cabalgaba taciturno y en
silencio, y apenas respondía a mis preguntas más que con monosílabos;
por las noches, empero, después de comer bien y beber en proporción
a mis expensas, consentía en mostrarse a veces más sociable y
comunicativo. «Me he quitado del contrabando—me dijo en una de estas
ocasiones—a causa de una estafa que me hicieron en Lisboa: un judío,
a quien conocía yo desde mucho tiempo atrás, me encajó por bueno un
brillante falso. Lo hizo con una habilidad extraordinaria, porque no
soy yo tan novato que no sepa conocer las piedras buenas; al parecer,
el judío tenía dos, y las cambió con mucha destreza, guardándose la
buena, comprada por mí, y substituyéndola con otra, muy bien imitada,
pero que no valía cuatro duros. Descubrí la estafa cuando había
cruzado ya la frontera, y aunque volví allá a escape, no pude dar
con el bandido; uno de sus rabinos me dijo que el tal había muerto
y que acababan de enterrarle; pero bien conocí que mentía, porque al
decírmelo le retozaba la risa en los ojos. Desde entonces renuncié al
contrabando.»

No intentaré describir minuciosamente los varios incidentes de este
viaje. Dejando a nuestra derecha las montañas de Jaén, pasamos por
Andújar y Bailén, y al tercer día llegamos a La Carolina, pequeña
pero linda ciudad en las faldas de Sierra Morena, habitada por los
descendientes de los colonos alemanes. A dos leguas de este lugar
entramos en el desfiladero de Despeñaperros, que aun en tiempos
normales tiene muy mala fama por los robos que continuamente se
perpetran en sus escondrijos, y que en la época de que voy hablando
era, según decían, un hormiguero de bandidos. Creíamos, pues, que
nos robarían, o que quizás nos dejarían desnudos en el monte o nos
maltratarían de cualquier otro modo; pero la Providencia intervino
en favor nuestro. Al parecer, el día antes de nuestra llegada los
bandidos habían cometido una espantosa muerte y robado hasta cuarenta
mil _reales_, botín que probablemente los satisfacía por algún
tiempo; lo cierto es que nadie nos molestó. A nadie vimos en el
desfiladero, aunque a ratos llegaban hasta nosotros voces y silbidos.
Entramos en la Mancha, donde temía yo caer en manos de Palillos y
Orejita. La Providencia me protegió de nuevo. El tiempo había sido
hasta entonces delicioso; súbitamente, el Señor sopló un viento
helado, tan riguroso que era casi irresistible. Ningún ser humano,
salvo nosotros, se aventuraba a salir. Atravesamos llanuras cubiertas
de nieve, y pasamos por ciudades y pueblos que parecían desiertos.
Los ladrones se estuvieron encerrados en sus cuevas y chozas; pero
el frío a poco nos mata. Llegamos a Aranjuez el día de Navidad, ya
tarde, y fuí a casa de un inglés, donde ingerí casi un cuartillo de
aguardiente: no me hizo más efecto que si fuese agua tibia.

Al siguiente día llegamos a Madrid, y tuve la fortuna de encontrarlo
todo tranquilo y en orden. El _contrabandista_ estuvo conmigo dos
días más, al cabo de los cuales se volvió a Córdoba montado en el
grotesco animal que me había traído a mí todo el viaje; la _jaca_ se
la compré yo, porque en el camino aprecié sus facultades, y pensé que
podría utilizarla en mis excursiones futuras. El _contrabandista_
quedó tan contento del precio que le pagué por el caballo, y del
trato que en general había recibido de mí mientras me acompañó, que
de muy buena gana se hubiera quedado a servirme como criado, y así
me lo pidió, asegurándome que si yo consentía en ello, dejaría a su
mujer y a sus hijos, y me seguiría por el mundo entero. No quise
acceder a su petición, aunque necesitaba un criado; le hice, pues,
volver a Córdoba, donde, según supe más tarde, murió repentinamente a
la semana de haber llegado.

Su muerte ocurrió de singular manera: un día tomó el hombre la bolsa
de su dinero, y después de contarlo le dijo a su mujer: «Con el
viaje del inglés y la venta de la _jaca_ he hecho noventa y cinco
duros; a poca suerte que tenga, puedo doblarlos arriesgándolos en el
contrabando. Mañana me voy a Lisboa a comprar diamantes. Vamos a ver
si hay que herrar el caballo.» Se levantó, encaminándose a la puerta
con intención de ir a la cuadra; pero antes de trasponer el dintel,
cayó muerto al suelo. Así son las cosas de este mundo. Bien dice el
sabio: «Nadie está seguro del mañana.»


FIN DEL TOMO PRIMERO



      *      *      *      *      *      *



NOTA DE TRANSCRIPCIÓN

  * Se ha respetado la ortografía original, normalizándola a la
    grafía de mayor frecuencia.

  * Los errores obvios de imprenta han sido corregidos sin avisar.

  * En los diálogos cuyas entradas están precedidas del nombre del
    interlocutor, se ha sustituído la presentación tipográfica por
    la utilizada en los dos restantes tomos de esta obra.

  * Se ha reparado el emparejamiento de los puntos de admiración e
    interrogación, y de los paréntesis y comillas.





*** End of this LibraryBlog Digital Book "La Biblia en España, Tomo I (de 3) - O viajes, aventuras y prisiones de un inglés en su intento de difundir las Escrituras por la Península" ***

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