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Title: La Biblia en España, Tomo II (de 3) - O viajes, aventuras y prisiones de un inglés en su intento de difundir las Escrituras por la Península
Author: Borrow, George
Language: Spanish
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3)***


generously made available by Internet Archive/Canadian Libraries
(https://archive.org/details/toronto)



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      Internet Archive/Canadian Libraries. See
      https://archive.org/details/labibliaenespa02borr


NOTA DE TRANSCRIPCIÓN

      En el texto las cursivas se muestran entre _subrayados_
      y las versalitas como MAYÚSCULAS.



COLECCIÓN GRANADA

VIAJES

BORROW: LA BIBLIA EN ESPAÑA
TRAD. DEL INGLÉS POR M. AZAÑA


LA BIBLIA EN ESPAÑA

POR

J. BORROW

TRADUCCIÓN DIRECTA DEL INGLÉS
POR MANUEL AZAÑA

TOMO II



[Ilustración]

COLECCIÓN GRANADA
JIMÉNEZ-FRAUD, Editor.—MADRID


ES PROPIEDAD
QUEDA HECHO EL DEPÓSITO QUE MARCA
LA LEY

Imprenta Clásica Española. Glorieta de Chamberí. Madrid.



ÍNDICES


                                                           _Páginas._

  CAPÍTULO XIX.—Llegada a Madrid.—María Díaz.—Impresión
  del Testamento.—Mi proyecto.—El corcel andaluz.—Se
  necesita un criado.—Una petición.—Antonio Buchini.—El
  general Córdova.—Principios de honor.                           13

  CAP. XX.—Enfermedad.—Visita nocturna.—Una inteligencia
  superior.—El cuchicheo.—Salamanca.—Hospitalidad
  irlandesa.—Soldados españoles.—Anuncios de las
  Escrituras.                                                     30

  CAP. XXI.—Salida de Salamanca.—Recibimiento en
  Pitiega.—El dilema.—Inspiración súbita.—El buen
  cura.—Combate de dos cuadrúpedos.—Irlandeses
  cristianos.—Las llanuras de España.—Los catalanes.—La
  poza fatal.—Valladolid.—Propaganda de las
  Escrituras.—Las misiones para Filipinas.—El colegio
  inglés.—Una conversación.—La carcelera.                         43

  CAP. XXII.—Dueñas.—Los hijos de
  Egipto.—Chalanerías.—El caballo de carga.—La
  caída.—Palencia.—Curas carlistas.—El
  mirador.—Sinceridad sacerdotal.—León.—Alarma de
  Antonio.—Calor y polvo.                                         69

  CAP. XXIII.—Astorga.—La posada.—Los
  maragatos.—Costumbres de los maragatos.—La estatua.             87

  CAP. XXIV.—Salida de Astorga.—La venta.—El
  atajo.—Salvación difícil.—El vaso de agua.—Sol y
  sombra.—Bembibre.—El convento de las Rocas.—Puesta de
  sol.—Cacabelos.—Aventura a media noche.—Villafranca.            94

  CAP. XXV.—Villafranca.—El puerto.—Simplicidad
  gallega.—La guardia de la frontera.—La
  herradura.—Peculiaridades gallegas.—Una palabra sobre
  el idioma.—El correo.—El hostelero y los huéspedes.—Los
  andaluces.                                                     113

  CAP. XXVI.—Lugo.—Los baños.—Una historia de
  familia.—Los Migueletes.—Las tres cabezas.—Un
  veterinario.—La escuadra inglesa.—Venta de
  Testamentos.—La Coruña.—El reconocimiento.—Luigi
  Pozzi.—La especulación.—John Moore.                            130

  CAP. XXVII.—Compostela.—Rey Romero.—El buscador de
  tesoros.—Proyectos risueños.—El derecho de
  asilo.—Riquezas ocultas.—El canónigo.—El localismo.—La
  lepra.—Los huesos de Santiago.                                 151

  CAP. XXVIII.—Los mareantes de Padrón.—Caldas de los
  Reyes.—Pontevedra.—El notario público.—La insania de un
  barbero.—Una presentación.—La lengua gallega.—Paseo por
  la tarde.—Vigo.—El forastero.—Los judíos del
  desierto.—La bahía de Vigo.—Una interrupción brusca.—El
  gobernador.                                                    168

  CAP. XXIX.—Llegada a Padrón.—Un proyecto aventurado.—El
  _alquilador_.—Falta de palabra.—Un compañero
  singular.—Historia sencilla.—Un camino áspero.—La
  deserción.—La jaca.—Un diálogo.—Situación difícil.—La
  _Estadea_.—Nos anochece.—La choza.—La almohada del
  viajero.                                                       189

  CAP. XXX.—Mañana de otoño.—El fin del
  mundo.—Corcubión.—Duyo.—El cabo.—Una ballena.—La bahía
  exterior.—La detención.—El pescador alcalde.—Calros
  Rey.—Un incrédulo.—¿Dónde está el pasaporte?—La
  playa.—Un liberal influyente.—La criada.—El gran
  «Baintham».—Un libro sin par.—Hospitalidad.                    211

  CAP. XXXI.—La Coruña.—Paso de la bahía.—El Ferrol.—El
  astillero.—¿Dónde estamos?—El embajador griego.—A la
  luz de un farol.—El barranco.—Viveiro.—La
  noche.—Ciénagas y tremedales.—Buenas palabras y buena
  moneda.—La cincha de cuero.—Ojos de lince.—El bribón
  del guía.                                                      236

  CAP. XXXII.—Martín de Ribadeo.—La yegua facciosa.—Los
  asturianos.—Luarca.—Las siete bellotas.—Los
  ermitaños.—Narración de un asturiano.—Unos huéspedes
  raros.—El criado gigante.—Batuschca.                           255

  CAP. XXXIII.—Oviedo.—Los diez caballeros.—Otra vez el
  suizo.—Petición modesta.—Los ladrones.—Benevolencia
  episcopal.—La catedral.—Un retrato de Feijóo.                  271

  CAP. XXXIV.—Salida de Oviedo.—Villaviciosa.—El joven
  de la posada.—La narración de Antonio.—El general y
  su familia.—Noticias deplorables.—Mañana
  moriremos.—San Vicente.—Santander.—Una arenga.—El
  irlandés Flinter.                                              285

  CAP. XXXV.—Salida de Santander.—Alarma nocturna.—La
  hoz tenebrosa.                                                 301



LA BIBLIA EN ESPAÑA



CAPÍTULO XIX

  Llegada a Madrid.—María Díaz.—Impresión del Testamento.—Mi
  proyecto.—El corcel andaluz.—Se necesita un criado.—Una
  petición.—Antonio Buchini.—El general Córdova.—Principios
  de honor.


Llegué a Madrid[1], y en lugar de acudir a mi antiguo alojamiento de
la calle de la Zarza, tomé otro en la calle de Santiago[2], en las
cercanías de Palacio. El nombre de la hostelera (porque, hablando
propiamente, hostelero no le había) era María Díaz, de quien voy
a decir algo en particular, ya que ahora se me ofrece ocasión de
hacerlo.

  [1] Borrow salió de Sevilla el 9 de Diciembre de 1836, estuvo
  once días en Córdoba, de donde partió el 20, llegando a Aranjuez
  el 25 y a Madrid el 26. (Knapp.)

  [2] Número 16, piso 3.º (Knapp.)

Podía contar esta mujer hasta treinta y cinco años; era más bien
agraciada, y todos los rasgos de su fisonomía denotaban una
inteligencia poco común. Tenía los ojos vivos y penetrantes, aunque
a veces los velaba una expresión un tanto melancólica. Todo su
porte respiraba serenidad y reposo notables, debajo de los que
alentaban una robustez de ánimo y una energía para la acción prontas
a manifestarse en cuanto era menester. Aunque española, y, como es
natural, católica, animábanla una tolerancia y generosidad como
ya las quisieran para sí personas colocadas a mucha mayor altura.
Durante mi permanencia en España encontré en esta mujer un amigo
firme e invariable, y a veces un discretísimo consejero. Se adhirió a
todos mis proyectos, no diré con entusiasmo, porque esto era impropio
de su carácter, pero con sinceridad y cordialidad, y los favoreció
en cuanto estuvo de su parte. No se apartó de mí en las horas de
peligro y de persecución, y persistió en mi amistad, a pesar de lo
mucho que mis enemigos trabajaron cerca de ella para inducirla a que
me abandonase o me traicionara. Sus móviles fueron nobilísimos: la
amistad y una percepción exacta de los deberes de la hospitalidad;
ningún otro incentivo ni esperanza egoísta, por remota que fuese,
influyó en la conducta de esta admirable mujer para conmigo. ¡Honor
a María Díaz, la reposada, animosa e inteligente castellana! Sería
yo un ingrato si no hablase aquí bien de ella, pues sobradamente
merecido tiene este elogio en las humildes páginas de LA BIBLIA EN
ESPAÑA.

María Díaz era natural de Villaseca, aldea de Castilla la Nueva
situada en lo que llaman La Sagra, a unas tres leguas de Toledo. Su
padre fué un arquitecto de cierta nombradía, entendido especialmente
en la construcción de puentes. María Díaz se casó muy joven con
un respetable hidalgo de Villaseca, llamado López, de quien tenía
tres hijos. A la muerte de su padre, ocurrida cinco años antes
de la fecha a que me refiero, María Díaz se trasladó a Madrid,
en parte con el propósito de educar a sus hijos, y en parte con
la esperanza de cobrar una importante suma que el Gobierno quedó
debiendo a su padre por varias obras de utilidad y ornato, ejecutadas
principalmente en las cercanías de Aranjuez. La justicia de su
reclamación fué reconocida sin tardanza; pero, ¡ay!, no consiguió
ni un cuarto, porque el Tesoro real estaba vacío. Sus esperanzas de
felicidad terrena se concentraron entonces en sus hijos. Los dos
más jóvenes eran aún de muy corta edad; pero el mayor, Juan José
López, muchacho de diez y seis años, prometía realizar sobradamente
las más encumbradas esperanzas de su cariñosa madre. Dedicado a las
artes, había hecho ya en ellas tales progresos, que era el discípulo
favorito de su famoso tocayo Vicente López, el mejor pintor de la
moderna España. Tal era María Díaz, quien, conforme a una costumbre
seguida antaño universalmente en España, y muy extendida aún,
conservaba su nombre de soltera, a pesar de estar casada. Esto es lo
que hay que decir de María Díaz y su familia[3].

  [3] María Díaz murió en 1844. (Knapp.)

Uno de mis primeros cuidados fué visitar a Mr. Villiers, que me
recibió con su bondad habitual. Le pregunté si, a juicio suyo, podía
aventurarme a imprimir las Escrituras sin dirigir nuevas peticiones
al Gobierno. Su respuesta fué satisfactoria. «Obtuvo usted el
permiso del Gobierno de Istúriz—me dijo—, mucho menos liberal que
el presente; yo soy testigo de la promesa que le hicieron a usted
aquellos ministros, y la considero suficiente. Lo mejor que puede
usted hacer es comenzar y terminar la obra lo más pronto posible,
sin nuevas peticiones; y si alguien pretende interrumpirle, no
tiene usted más que acudir a mí; ya sabe que puede mandarme cuanto
quiera.» Salí de la entrevista muy contento, y en seguida comencé los
preparativos para ejecutar lo que me había llevado a España.

Es innecesario referir aquí ciertos detalles de poco interés para el
lector; baste decir que tres meses más tarde se publicaba en Madrid
una edición del Nuevo Testamento de cinco mil ejemplares. La obra
se imprimió en el establecimiento de don Andrés Borrego, escritor
de economía política muy conocido, y propietario y director de un
periódico influyente llamado _El Español_. A este señor me recomendó
el propio Istúriz, el día de nuestra entrevista. El malaventurado
ministro tenía a Borrego en grandísima estimación, y pensaba elevarlo
al puesto de ministro de Hacienda; pero al estallar la revolución de
La Granja abortó este proyecto, con los demás de igual índole que
tuviera formados[4].

  [4] El primer contrato para imprimir el Nuevo Testamento lo hizo
  con Mr. Charles Wood, impresor del gobierno español. El contrato
  con Borrego es de 17 de Enero de 1837, para reproducir la edición
  de Londres (1826) del N. T. de Scio. (Knapp.)

La versión española del Nuevo Testamento que yo publicaba había sido
hecha muchos años antes por cierto _Padre_ Felipe Scio, confesor
de Fernando VII, y hasta llegó a imprimirse; mas por las notas y
comentarios que la recargaban, era impropia para la circulación
general, a la que, después de todo, no iba destinada. En la nueva
edición se omitieron, como es natural, las notas, y se ofreció al
público la palabra divina escueta. Apareció en un hermoso volumen en
octavo, muestra plausible, en conjunto, de la tipografía española.
Pero la nueva impresión del Nuevo Testamento en Madrid no podía por
sí sola producir fruto alguno, a menos que se tomasen medidas, y
medidas muy enérgicas, para la circulación del libro sagrado.

Tratándose del Nuevo Testamento, no podía seguirse el sistema
que habitualmente se emplea en España para publicar los libros,
que consiste en confiar la obra a los libreros de la capital y
contentarse con la venta que éstos y sus agentes en las ciudades de
provincias obtienen sin salirse de la común rutina de su negocio;
en general, el resultado de este sistema es que al cabo de año se
venden unas pocas docenas de ejemplares, porque la demanda de obras
literarias de cualquier género es en España miserablemente reducida.

Los cristianos de Inglaterra habían hecho ya sacrificios
considerables con la esperanza de esparcir ampliamente la palabra
de Dios entre los españoles, y era necesario ahora no escatimar los
esfuerzos para que esa esperanza no quedase frustrada. Antes de que
el libro estuviese listo comencé los preparativos para realizar un
plan en el que ya había pensado varias veces durante mi anterior
visita a España, sin abandonarlo después nunca; plan que fué objeto
de mis meditaciones lo mismo a la altura del cabo Finisterre en plena
borrasca, que en los desfiladeros de Sierra Morena y en las llanuras
de la Mancha, cuando caminaba lentamente seguido a corta distancia
por el _contrabandista_.

Mi propósito era depositar unos cuantos ejemplares en las librerías
de Madrid, y luego montar a caballo, con el Testamento en la mano, y
emprender la propagación de la palabra de Dios entre los españoles,
no sólo en las ciudades, sino en las aldeas; no sólo entre los
habitantes de las llanuras, sino entre los montañeses y serranos.
Me proponía recorrer Castilla la Vieja y atravesar toda Galicia
y Asturias; establecer depósitos de la Escritura en las ciudades
importantes, y visitar los lugares más apartados y recónditos; en
todos ellos hablar de Cristo, explicar la naturaleza de su libro y
poner el libro mismo en manos de aquellos que me pareciesen capaces
de sacar de él algún provecho.

Bien sabía yo que en ese viaje me aguardaban muchos peligros, y que
quizás iba a correr la misma suerte que San Esteban; pero ¿merece
el nombre de discípulo de Cristo quien no afronta cualquier peligro
por la causa de Aquel a quien proclama por maestro? «Quien por mi
causa pierda su vida, la encontrará»; son palabras que el mismo Señor
pronunció; palabras llenas de consuelo para mí, como lo estarán, sin
duda, para cuantos emprenden con limpieza de corazón la difusión del
Evangelio en tierras salvajes y bárbaras...[5].

  [5] Borrow pensó primeramente en dar por terminada su misión
  en la Península con la impresión del Nuevo Testamento, dejando
  a otros el cuidado de distribuir la obra. Cambió de idea y se
  ofreció a desempeñar en persona ese cometido; los directores de
  la Sociedad Bíblica aceptaron su propuesta, recibiendo Borrow la
  autorización oficial dos días después de terminarse la tirada del
  libro. (Knapp.)

Empecé por comprar otro caballo, aprovechando el precio
extraordinariamente bajo de esos animales en aquellos días. Estaba a
punto de publicarse una disposición requisando cinco mil caballos;
el resultado fué que un inmenso número de ellos salió a la venta,
porque en virtud de la requisa podían embargarse, por conveniencia
del servicio, los de cualquier persona, no siendo un extranjero.
Lo más probable era que, una vez reunido el cupo de la requisa,
el precio de los caballos se triplicara; por tal razón me decidí
a comprar uno antes de hacerme verdadera falta. Compré un caballo
entero andaluz, de pelo negro, de mucha fuerza, capaz de hacer un
viaje de cien leguas en una semana; pero era cerril, salvaje y de
malísimo genio. No obstante, el cargamento de Biblias que al llegar
la ocasión pensaba yo echarle encima de las costillas, me pareció muy
suficiente para amansarlo, sobre todo cuando tuviera que remontar
las ásperas montañas del Norte de la Península. Hubiera deseado
comprar una mula; pero aunque llegué a ofrecer treinta libras por una
bastante ruin, no quisieron dármela; mientras que el precio de ambos
caballos—magníficos animales por su talla y su fuerza—apenas llegaba
a esa suma.

El estado de las regiones circunvecinas no convidaba a viajar por
ellas. Cabrera estaba a nueve leguas de Madrid con un ejército
de cerca de nueve mil hombres; había derrotado a varios pequeños
destacamentos de tropas de la reina y devastado la Mancha a sangre y
fuego, quemando varias ciudades. A todas horas llegaban bandadas de
fugitivos aterrorizados, que referían nuevos desastres y miserias; lo
único que me sorprendía era que el enemigo no se presentase, y con la
toma de Madrid, que estaba casi a merced suya, no pusiese fin a la
guerra de una vez. Pero la verdad es que los generales carlistas no
deseaban terminar la guerra, porque mientras en el país continuasen
la efusión de sangre y la anarquía, podían ellos saquear y ejercer
esa desenfrenada autoridad tan grata a los hombres de brutales e
indómitas pasiones. Cabrera, sobre todo, era un malvado cobarde,
en cuyo limitado entendimiento no podía albergarse una sola idea
de mediana grandeza, cuyos hechos heroicos se limitaban a degollar
hombres indefensos y a violar y destripar infelices mujeres; sin
embargo, he visto que a un individuo tan vil, ciertos periódicos
franceses (carlistas, naturalmente) le llaman el joven y heroico
general. ¡Infame sea el miserable asesino! El último cabo de escuadra
de Napoleón se hubiera reído de su talento militar, y medio batallón
de granaderos austriacos hubiera bastado para tirarle de cabeza, con
toda su patulea guerrera, al Ebro.

Hice, pues, los preparativos de mi viaje al Norte. Estaba ya provisto
de caballos muy a propósito para soportar las fatigas del camino
y la carga que me pareciese necesario echarles. Pero una cosa,
indispensable para quien va a emprender una expedición de esa índole,
me faltaba aún: quiero decir un criado que me acompañase. Quizás en
ninguna parte del mundo abundan los criados tanto como en Madrid; al
menos, los individuos dispuestos a ofrecer sus servicios a cambio de
la soldada y la comida, aunque de los servicios efectivos que sean
capaces de prestar se pueda decir muy poco; pero mi criado tenía
que ser de condición poco común, inteligente, activo, capaz, en
casos de apuro, de darme un consejo útil; además, valiente, porque
se requería, en verdad, cierto valor para seguir a un amo resuelto
a explorar la mayor parte de España, y que intentaba viajar sin
protección de arrieros y carreteros, en _cabalgaduras_ propias.
Acaso hubiera estado años enteros buscando un criado de esa índole
sin encontrarlo; pero la suerte me deparó uno cuando cabalmente lo
necesitaba, sin tener que molestarme en hacer pesquisas laboriosas.
Un día hablaba yo de este asunto con el señor Borrego, en cuyo
establecimiento se había impreso el Nuevo Testamento, y le pregunté
si, en su opinión, podría yo encontrar en Madrid un hombre tal como
me hacía falta, añadiendo que para mí era de especial importancia que
el criado supiese, además del español, algún otro idioma en el que
pudiésemos hablar cuando fuese necesario, sin que nos entendieran los
curiosos.

—Hace media hora—me respondió—ha estado hablando conmigo un hombre
que reúne exactamente todas esas cualidades, y, cosa singular,
ha venido a verme creyendo que yo podría recomendarle a un amo.
Dos veces le he tenido a mi servicio; respondo de que es listo y
valiente; creo que también es digno de confianza, al menos para
un amo que transija con su genio, porque ha de saber usted que es
un individuo singularísimo, muy arbitrario en sus inclinaciones y
antipatías; gusta de satisfacerlas a toda costa, suya o ajena. Quizás
simpatice con usted, y en tal caso le será de mucha utilidad, porque
en todo sabe poner mano, si quiere, y conoce no dos, sino media
docena de idiomas.

—¿Es español?—pregunté.

—Se lo enviaré a usted mañana—dijo Borrego—, y, oyéndolo de su boca,
sabrá usted mejor quién es y qué es.

Al siguiente día, en el preciso momento de sentarme ante la _sopa_,
la patrona me dijo que un hombre deseaba hablarme.

—Que entre—respondí.

Y casi en el acto el desconocido entró. Iba decentemente vestido a
la moda francesa, y su aspecto era más bien juvenil, aunque, según
averigüé más adelante, estaba ya muy por encima de los cuarenta. De
estatura algo más que mediana, llamaba la atención su delgadez, sin
la que hubiera podido tenérsele por bien formado. Tenía los brazos
largos y huesudos, y toda su persona daba la impresión de una gran
actividad y de una fuerza no pequeña. Eran lacios sus cabellos,
negros como el azabache, angosta su frente, pequeños y grises sus
ojos, en los que brillaba una expresión sutil y maligna, mezclada
con otra de burla, que le daba un realce singular. Su nariz era
correcta; pero la boca, de inmensa anchura, y la mandíbula inferior,
muy saliente. No había visto yo en toda mi vida una fisonomía tan
extraña, y durante un rato me estuve mirándole en silencio.

—¿Quién es usted?—pregunté por fin.

—Un criado en busca de amo—me respondió en correcto francés, pero con
un acento extraño—. Vengo recomendado a usted, mi lor, por _monsieur_
Borrego.

YO.—¿De qué país es usted? ¿Es usted francés o español?

EL HOMBRE.—Dios me libre de ser ninguna de las dos cosas, _mi lor;
j’ai l’honneur d’être de la nation grecque_; mi nombre es Antonio
Buchini, nacido en Pera la _Belle_, cerca de Constantinopla.

YO.—¿Y cómo ha venido usted a España?

BUCHINI.—_Mi lor, je vais vous raconter mon histoire du commencement
jusqu’ici._ Mi padre era natural de Syra, en Grecia; siendo muy
joven se trasladó a Pera, y allí sirvió de portero en casa de varios
embajadores que le estimaban mucho por su fidelidad. Entre otros,
sirvió al embajador de su país de usted, precisamente en la época en
que Inglaterra y la Puerta se hacían guerra. _Monsieur_ el embajador
tuvo que huír para salvar la vida, y dejó al cuidado de mi padre
casi todo lo que tenía de algún valor; mi padre lo escondió todo con
mucho riesgo suyo, y cuando se ajustó la paz restituyó a _Monsieur_
hasta la más insignificante baratija. Menciono estas circunstancias
para demostrarle a usted que mi familia tiene principios de honor
y es digna de toda confianza. Mi padre se casó con una muchacha de
Pera, _et moi je suis l’unique fruit de ce mariage_. De mi madre nada
sé, porque murió a poco de nacer yo. Una familia de judíos ricos se
compadeció de mi orfandad y se ofreció a recogerme; mi padre vino en
ello de buen grado, y con aquella familia estuve varios años, hasta
que fuí un _beau garçon_; se aficionaron mucho a mí, y al cabo se
ofrecieron a adoptarme y a nombrarme heredero de cuanto tenían, a
condición de hacerme judío. _Mais la circoncision n’était guère à
mon goût_, especialmente la de los judíos, porque yo soy griego, y
tengo mi orgullo y principios de honor. Me separé, pues, de aquella
familia, diciendo que si alguna vez consentía en convertirme sería a
la fe de los turcos, porque son muy hombres, son orgullosos y tienen
principios de honor, como yo los tengo. Volví con mi padre, que me
buscó varias colocaciones, ninguna de mi gusto, hasta que entré en
casa de _Monsieur_ Zea.

YO. Supongo que se refiere usted a Zea Bermúdez, que se encontraría
entonces en Constantinopla.

BUCHINI. Exactamente, _mi lor_, y a su servicio estuve mientras
permaneció allí. Puso en mí gran confianza, más que nada porque hablo
el español con gran pureza; lo aprendí con los judíos, que, según
he oído decir a _Monsieur_ Zea, lo hablan mejor que los actuales
españoles de nacimiento.

No voy a seguir paso a paso la historia, un poco larga, del griego;
baste decir que vino de Constantinopla a España con Zea Bermúdez y
a su servicio continuó bastantes años, hasta que fué despedido por
casarse con una doncella guipuzcoana, _fille de chambre_ de _Madame_
Zea. Desde entonces había servido a infinidad de amos, a veces como
ayuda de cámara; otras, las más, de cocinero. Me confesó, sin
embargo, que casi nunca había durado más de tres días en un mismo
empleo, a causa de las riñas que con toda seguridad suscitaba en
la casa a poco de ser admitido, y para las que no encontraba otra
razón que la de ser griego y tener principios de honor. Entre otras
personas había servido al general Córdova, que era, según me dijo,
muy mal pagador y tenía la costumbre de maltratar a sus criados.
«Pero en mí se encontró con la horma de su zapato—dijo Antonio—,
porque yo andaba prevenido; y un día, cuando desenvainaba la espada
contra mí, saqué una pistola y le apunté a la cara. Se puso más
pálido que un muerto, y desde aquel día me trató con toda clase de
miramientos. Pero todo era fingido: el suceso se le había enconado en
el alma, y estaba resuelto a vengarse. Cuando le dieron el mando del
ejército, puso mucho empeño en que me fuese con él; _mais je lui ris
au nez_, le hice el signo del _cortamanga_, pedí mis soldadas y le
dejé; no pude hacer cosa mejor, porque al criado que llevó consigo le
hizo fusilar acusado de insubordinación.»

—Temo—dije yo—que tenga usted un natural turbulento y que todas esas
riñas de que me habla nazcan sólo de su mal genio.

—¿Y qué quiere usted, _Monsieur_? _Moi je suis Grec, je suis fier,
et j’ai des principes d’honneur._ Deseo que se me trate con cierta
consideración, aunque confieso que no tengo muy buen genio, y a
veces me siento tentado de reñir hasta con las ollas y peroles de la
cocina. Bien mirado todo, creo que a usted le convendría tomarme a
su servicio, y yo le prometo a usted contenerme lo posible. Una cosa
me agrada mucho en usted, y es que no está casado. Preferiría servir
por pura amistad a un joven soltero que a un casado, aunque me diese
cincuenta duros al mes. Es seguro que _Madame_ me odiaría, y también
su doncella, sobre todo su doncella, porque yo estoy casado. Veo que
_mi lor_ desea admitirme.

—Pero acaba usted de decir que está casado—repliqué—. ¿Cómo va usted
a dejar a su mujer? Porque yo estoy en vísperas de salir de Madrid
para recorrer las provincias más apartadas y montañosas de España.

—Mi mujer recibirá la mitad de mi sueldo durante mi ausencia, _mi
lor_, y, por tanto, no tendrá razón para quejarse si la dejo. ¡Qué
digo, quejarse! Mi mujer está ya muy bien enseñada y no se quejará.
Nunca habla ni se sienta en presencia mía sin pedirme permiso.
¿Acaso no soy yo griego? ¿Acaso no sé cómo debo gobernar mi propia
casa? Admítame, _mi lor_; soy hombre de muchas habilidades, criado
discreto, excelente cocinero, buen caballerizo y ágil jinete; en una
palabra, soy Ρωμαϊκός. ¿Qué más quiere usted?

Le pregunté sus condiciones, que resultaron exorbitantes, a pesar
de sus _principes d’honneur_. Descubrí, no obstante, que estaba
dispuesto a contentarse con la mitad de lo que pedía. Apenas
cerramos el trato, se apoderó de la sopera (la sopa se había quedado
completamente fría) y, poniéndola en la punta o más bien en la uña
del dedo índice, la hizo dar varias vueltas sobre su cabeza sin
verter ni una gota, con gran asombro mío; se lanzó luego hacia la
puerta, desapareció, y al cabo de un instante reapareció con la
_puchera_, poniéndola, después de otros brinquitos y floreos, encima
de la mesa. Hecho esto, dejó caer los brazos, y, poniendo una mano
sobre otra, se estuvo en posición de descanso, entornados los ojos y
con el mismo aplomo que si llevase ya a mi servicio veinte años.

De ese modo inauguró Antonio Buchini sus funciones. A muchos sitios
salvajes me acompañó, andando el tiempo; en muchas singulares
aventuras participó; su conducta fué a menudo sorprendente en sumo
grado, pero me sirvió con valor y fidelidad; en todo y por todo, no
espero ver ya un criado como éste.

_Kosko bakh, Anton[6]._

  [6] Buena suerte, Antonio.



CAPÍTULO XX

  Enfermedad.—Visita nocturna.—Una inteligencia superior.—El
  cuchicheo.—Salamanca.—Hospitalidad irlandesa.—Soldados
  españoles.—Anuncios de las Escrituras.


El deseo que tengo de comenzar la narración de mi viaje me induce
a abstenerme de contar a los lectores buen número de cosas que me
sucedieron antes de salir de Madrid para esta expedición. A mediados
de mayo, teniéndolo ya todo dispuesto, me despedí de mis amigos.
Salamanca era el primer punto a que pensaba dirigirme.

Pocos días antes de mi partida me sentí bastante mal, a causa
del estado del tiempo, muy desapacible por los vientos ásperos
que constantemente soplaban. Me atacó un resfriado muy fuerte,
que terminó con una tos por demás incómoda, rebelde a todos los
remedios que sucesivamente empleé. Hechos ya los preparativos para
marcharme en día determinado, llegué a temer que el estado de mi
salud me obligase a aplazar el viaje algún tiempo. El último día
de mi estancia en Madrid, viendo que apenas podía tenerme en pie,
me decidí a emplear cualquier recurso desesperado, y por consejo
del barbero-cirujano que me visitaba, me sangré, ya muy entrada la
noche de aquel mismo día; el barbero me sacó diez y seis onzas de
sangre, y después de cobrar sus honorarios, se fué, deseándome feliz
viaje; por su reputación me aseguró que al mediodía siguiente estaría
restablecido por completo.

Pocos minutos después, y cuando sentado a solas meditaba yo en el
viaje que iba a emprender y en el caduco estado de mi salud, oí
llamar con fuerza a la puerta de la casa en cuyo tercer piso me
alojaba. Un minuto después, Mr. S[outhern], de la embajada británica,
entró en el aposento. Cambiadas unas breves palabras, dijo que me
visitaba por encargo de Mr. Villiers para comunicarme la resolución
tomada por el embajador. Temeroso de las graves dificultades con que
tropezaría si intentaba difundir, solo y sin ayuda, el Evangelio
de Dios por una parte considerable de España, había resuelto Mr.
Villiers emplear todo su crédito e influencia en favor de mis planes,
pareciéndole que, llevados a buen término, no podrían por menos de
mejorar notablemente el estado político y moral de España.

Con tal fin se proponía adquirir una importante cantidad de
ejemplares del Nuevo Testamento y remitírselos sin tardanza a los
diferentes cónsules británicos establecidos en España, con órdenes
precisas y terminantes de emplear todos los medios nacidos de su
situación oficial en favorecer la circulación de tales libros y
en asegurarlos la publicidad. Recibirían, además, el encargo de
proporcionarme, en cuanto llegase yo a sus respectivos distritos, el
auxilio, el estímulo y la protección de que hubiese menester.

Estas noticias me produjeron, como puede suponerse, grandísimo
contento, pues, aunque de tiempo atrás conocía yo la buena voluntad
con que Mr. Villiers estaba dispuesto a ayudarme en toda ocasión,
y de ello me había dado con frecuencia pruebas suficientes, nunca
pude esperar que llegase tan adelante en su generosidad ni, dada su
importante posición diplomática, que procediese con tanta audacia
y resolución. Esa es la vez primera, creo yo, que un embajador
británico ha hecho de la causa de la Sociedad Bíblica una causa
nacional, o la ha favorecido directa o indirectamente. El caso de
Mr. Villiers es mucho más de notar porque a mi llegada a Madrid no
le hallé bien dispuesto, ni mucho menos, en favor de la Sociedad.
Probablemente, el Espíritu Santo le iluminó en ese punto. Era
de esperar que con su apoyo nuestra institución no tardaría en
poseer numerosos agentes en España que, con muchos más medios y
mejores ocasiones que yo, esparcirían la semilla del Evangelio y
convirtirían el árido y reseco yermo en risueño y verde trigal.

Dos palabras acerca del caballero que me hizo esa visita nocturna.

Es lo más probable que él haya olvidado hace ya mucho tiempo al
humilde propagandista de la Biblia en España; pero yo conservo
todavía el recuerdo de las bondades que me dispensó. Dotado de una
inteligencia de primer orden, maestro en el saber de toda Europa,
profundamente versado en las lenguas clásicas, hablaba la mayoría
de los idiomas modernos con notable facilidad, y poseía, además, un
cabal conocimiento del corazón humano; tales cualidades, empleadas en
la carrera diplomática, le daban una superioridad de que muy pocos,
aun entre los mejor dotados, podían jactarse. Durante su permanencia
en España prestó muchos relevantes servicios al Gobierno de su
país, y al Gobierno, creo yo, no le faltarían ni el discernimiento
necesario para verlos, ni gratitud para premiarlos. Tuvo que
contrarrestar, sin embargo, los enconados ataques de la malquerencia
estúpida y baja del partido que, poco después de esta época, usurpó
la dirección de los asuntos públicos en España. Ese partido, cuyos
torpes manejos deshacía constantemente Mr. Southern, le temía y
le odiaba como a su genio malo, y aprovechaba todas las ocasiones
para arrojar sobre él las calumnias más inverosímiles y absurdas.
Entre otras cosas, le acusaban de haber intervenido como agente del
Gobierno británico en los sucesos de La Granja, provocando aquella
revolución con el soborno de los soldados rebeldes y, en especial,
del famoso sargento García. Tal acusación sólo puede provocar,
naturalmente, una sonrisa en cuantos conocen bien el carácter inglés
y la línea general de conducta seguida por el Gobierno británico;
pero en España era universalmente creída, y hasta la publicó impresa
cierto periódico, órgano oficial del necio duque de Frías, uno de
los muchos primeros ministros del partido _moderado_ que rápidamente
se sucedieron en el poder en el último período de la lucha entre
carlistas y _cristinos_. Pero ¿cuándo una imputación calumniosa se
vino jamás al suelo en España por el peso de su propia absurdidad?
¡Infortunado país! ¡Mientras no te ilumine la pura luz del Evangelio
no sabrás que el don más alto de todos es la caridad!

Al siguiente día se verificó la predicción del barbero: la tos y la
fiebre cedieron mucho, si bien por la pérdida de sangre me encontraba
algo débil. A las doce en punto llegaron los caballos a la puerta de
mi casa de la _calle de Santiago_, y me dispuse a montar; pero mi
caballo negro andaluz, _entero_, como ya dije, no se dejaba acercar;
en cuanto me veía la intención, empezaba a dar vueltas muy de prisa.

—_C’est un mauvais signe, mon maître_—dijo Antonio, quien, vestido
con un jubón verde, tocado con un gorro de _montero_, y calzadas
las botas y las espuelas, tenía por la brida al caballo comprado al
_contrabandista_, dispuesto a seguirme—. Eso es una mala señal, y en
mi país aplazarían el viaje hasta mañana.

—¿Hay en su país de usted quien dome los caballos de este
modo?—pregunté, y tomando al caballo por la crin cumplí del modo más
satisfactorio la ceremonia de hablarle quedo al oído. Estúvose quieto
el animal y monté exclamando:

    El mozo gitano gritó a su caballo
  al tiempo de ponerle el freno en la boca:
  ¡Buen caballo, caballo gitano!
  ¡Déjame que te monte ahora![7]

  [7] He aquí la original copla bilingüe que damos traducida en el
  texto:

    The _Romany chal_ to his horse did cry,
  As he placed the bit in his horse’s jaw.
  «_Kosko gry! Romany gry!_
  _Muk man kistur tute knaw!_»

Salimos de Madrid por la puerta de San Vicente, y nos encaminamos
hacia las elevadas montañas que dividen las dos Castillas. Aquella
noche nos quedamos en Guadarrama, pueblo grande al pie de la sierra,
distante de Madrid siete leguas. Al día siguiente madrugamos,
subimos al puerto y entramos en Castilla la Vieja.

Cruzadas las montañas, el camino de Salamanca corre casi siempre por
llanuras arenosas y áridas, con pequeños y claros pinares esparcidos
aquí y allá. Ningún suceso digno de mención me ocurrió en el viaje.
Vendimos algunos Testamentos a nuestro paso por los pueblos,
especialmente en Peñaranda. Al mediar el tercer día, descubrimos
desde lo alto de una colina un gran cimborrio que, herido con fuerza
por los rayos del sol, parecía de oro bruñido. Era la cúpula de la
catedral de Salamanca. Nos halagaba la idea de encontrarnos ya al
fin de nuestro viaje, pero nos engañábamos: aún faltaban cuatro
leguas hasta la ciudad, cuyas iglesias y conventos, irguiendo sus
masas gigantescas, se columbran desde inmensa distancia y seducen al
viajero con la impresión de una proximidad completamente ilusoria.
Hasta mucho después de cerrar la noche, no llegamos a la puerta de la
ciudad, cerrada y guardada en previsión de un ataque carlista; no sin
dificultad nos permitieron entrar, y llevando nuestros caballos por
calles desiertas, silenciosas y obscuras, dimos con un individuo que
nos encaminó a una _posada_, la del Toro, grande, sombría e incómoda,
la mejor de la ciudad, según comprobé más adelante.

Salamanca es una ciudad melancólica; los días de su gloria escolar
se acabaron hace mucho tiempo para no volver; suceso no muy de
lamentar, pues ¿qué provecho ha obtenido jamás el mundo de la
filosofía escolástica? Y sólo a ella debió siempre Salamanca su fama.
Sus aulas están ahora casi en silencio; la hierba crece en los patios
donde en otro tiempo se agolpaban a diario ocho mil estudiantes lo
menos, cifra a que hoy en día no llega la población total de la
ciudad. Pero, con su melancolía y todo, ¡qué interesante, más aún,
qué espléndido lugar es Salamanca! ¡Cuán soberbias sus iglesias, qué
estupendos sus conventos abandonados, y con qué sublime pero adusta
grandeza sus enormes y ruinosos muros, que coronan la escarpada
orilla del Tormes, miran al ameno río y a su venerable puente!

¡Lástima que de los muchos ríos de España casi ninguno sea navegable!
El Tormes es bello, pero de poca agua, y en lugar de ser manantial de
prosperidades y de riqueza para esta parte de Castilla, sólo sirve
para mover unos cuantos pequeños molinos instalados en las presas de
piedra que de trecho en trecho atraviesan el cauce.

Mi estancia en Salamanca fué sobre todo placentera por las bondadosas
atenciones y la diligente hospitalidad de los moradores del Colegio
irlandés, para cuyo rector llevaba yo una carta de recomendación
de mi bueno y excelente amigo Mr. O’Shea, el famoso banquero de
Madrid. No olvidaré fácilmente a aquellos irlandeses, sobre todo a
su director, el doctor Gartland, genuino vástago del buen tronco
hibernés, hombre de gran saber, de espíritu elevado y cumplido
caballero. Aunque sabía de sobra quién yo era, tendió una mano
amistosa al errante misionero hereje, exponiéndose con tal conducta
a los agrios reparos de los curas del país, gente de pocos alcances,
que me miraban de reojo cada vez que pasaba junto a los corrillos de
la _Plaza_, donde, vestidos con sus largos manteos y tocados con la
feísima teja, se reunían para murmurar. Pero ¿cuándo se ha visto que
un irlandés deje de cumplir los deberes de la hospitalidad por temor
a las consecuencias de su conducta? Estoy seguro de que ni el Papa
ni los cardenales, con toda su autoridad, bastarían para inducirle
a cerrar su puerta al mismo Lutero, si tan respetable personaje
anduviese ahora por el mundo, necesitado de sustento y asilo.

¡Honor a Irlanda y a sus «cien mil bienvenidas»! Por mucho tiempo han
sido sus campos los más verdes del mundo, sus hijas las más hermosas,
sus hijos los más elocuentes y valerosos. ¡Que sea siempre así!

La _posada_ donde me alojé era un buen ejemplar de los antiguos
albergues españoles, igual en casi todo a las del tiempo de Felipe
III o IV. Las habitaciones eran muchas y grandes, pavimentadas de
ladrillo o de piedra, con una alcoba, generalmente, en un extremo
y en ella una miserable cama de borra. Detrás de la casa el corral
y al fondo de éste la cuadra, llena de caballos, jacas, mulas,
_machos_ y burros, porque huéspedes no faltaban, la mayoría de
los cuales, _arrieros_ o vendedores ambulantes que recorrían el
país traficando en lienzos y paños burdos, dormía en el establo
con sus _caballerías_. En el cuarto frontero al mío se alojaba un
oficial herido, recién llegado de San Sebastián en un jaco lleno de
mataduras; era extremeño y se volvía a su pueblo para curarse. Le
acompañaban tres soldados licenciados, inútiles para el servicio a
causa de sus mutilaciones y lisiaduras; eran, según me contaron,
del mismo pueblo que su merced, y por eso les permitía viajar en su
compañía. Los soldados dormían en los camastros de las mulas; de día
haraganeaban por la casa, fumando cigarros de papel. Nunca los vi
comer, pero hacían frecuentes visitas a un rincón fresco y obscuro
donde estaba una _bota_, y poniéndosela como a seis pulgadas de sus
delgados y negruzcos labios, dejaban que el líquido se les entrase
mansamente por el garguero abajo. Dijéronme que no tenían paga, y
como carecían en absoluto de dinero, _su merced_ el oficial les daba
a veces un pedazo de pan, pero también él era pobre y sólo poseía
un puñado de duros. ¡Magníficos huéspedes para una posada!, pensé
yo: sin embargo, España, lo digo en su honor, es uno de los pocos
países de Europa donde nunca se insulta a la pobreza ni se la mira
con desprecio. A ninguna puerta llamará un pobre donde se le despida
con un sofión, aunque sea la puerta de una posada; si no le dan
albergue, despídenle al menos con suaves palabras, encomendándole
a la misericordia de Dios y de su madre. Así es como debe ser. Yo
me río del fanatismo y de los prejuicios de España; aborrezco la
crueldad y ferocidad que han arrojado sobre su historia una mancha
de infamia indeleble; pero he de decir en pro de los españoles que
ningún pueblo del mundo muestra en el trato social un aprecio más
justo de la consideración debida a la dignidad de la naturaleza
humana, ni comprende mejor el proceder que a un hombre le importa
adoptar respecto de sus semejantes. Ya he dicho que este es uno de
los pocos países de Europa donde no se mira con desprecio la pobreza;
añado ahora que es también uno de los pocos donde la riqueza no es
ciegamente idolatrada. En España, los mismos mendigos no se sienten
seres degradados, porque no besan ningún pie, e ignoran lo que es
verse abofeteados o escupidos; en España, el duque y el marqués con
dificultad pueden alimentar una opinión excesivamente presuntuosa de
su propia importancia, porque no encuentran a nadie, quizás con la
excepción de su criado francés, que los adule o los halague.

Durante mi estancia en Salamanca, tomé algunas disposiciones para
que la palabra de Dios pudiese ser conocida de todos en la famosa
ciudad. El principal librero de la localidad, Blanco, hombre rico y
respetable, consintió en ser mi representante, y, en consecuencia,
deposité en su tienda cierto número de ejemplares del Nuevo
Testamento. Blanco era propietario de una pequeña imprenta, donde se
tiraba el _Boletín Oficial_ de la ciudad. Redacté para el _Boletín_
un anuncio de la obra, diciendo, entre otras cosas, que el Nuevo
Testamento es la única guía para la salvación; hablaba también de la
Sociedad Bíblica, y de los grandes sacrificios pecuniarios que estaba
haciendo con la mira de proclamar a Cristo crucificado y de dar a
conocer su doctrina. Quizás encuentren algunos ese paso demasiado
atrevido, pero yo no sabía cuál otro podía tomar que llamase
más la atención de la gente, extremo de gran importancia. Mandé
también imprimir cierto número de esos anuncios en forma y tamaño
de carteles, y los mandé pegar en diferentes sitios de la ciudad.
Muchas esperanzas tenía yo de vender por ese medio una cantidad
considerable de ejemplares del Nuevo Testamento; me proponía repetir
el experimento en Valladolid, León, Santiago y demás ciudades
importantes que visitase, repartiendo asimismo los anuncios por los
caminos. De esa manera, los hijos de España llegarían a saber que el
Nuevo Testamento existe, hecho que apenas conocía entonces el cinco
por ciento de los españoles, a pesar de la catolicidad y cristiandad
de que con harta frecuencia se jactan.



CAPÍTULO XXI

  Salida de Salamanca.—Recibimiento en Pitiega.—El
  dilema.—Inspiración súbita.—El buen cura.—Combate
  de dos cuadrúpedos.—Irlandeses cristianos.—Las
  llanuras de España.—Los catalanes.—La poza
  fatal.—Valladolid.—Propaganda de las Escrituras.—Las
  misiones para Filipinas.—El colegio inglés.—Una
  conversación.—La carcelera.


El sábado 10 de junio salí de Salamanca para Valladolid. Como el
pueblo donde pensábamos quedarnos sólo distaba cinco leguas, no
salimos hasta después del medio día. Había en el cielo una neblina
que obscurecía al sol y casi lo ocultaba a nuestra vista. Mi
amigo Mr. Patrick Cantwell, del Colegio irlandés, fué tan amable
que me acompañó parte del camino. Montaba una mula de alquiler,
extremadamente ruin en apariencia, incapaz, a juicio mío, de seguir
el paso de nuestros fogosos caballos; parecía hermana gemela de la
mula de Gil Pérez, en la que su sobrino hizo el famoso viaje de
Oviedo a Peñaflor. Pero estaba yo muy equivocado. El animalito, en
cuanto montó mi amigo, salió andando con aquel rápido paso tantas
veces admirado por mí en las mulas españolas y que no puede igualar
caballo alguno. Los nuestros, a pesar de su magnífica estampa, se
quedaron atrás muy pronto, y a cada momento teníamos que ponerlos al
trote para seguir al singular cuadrúpedo, que muy a menudo engallaba
la cabeza, encogía los labios y nos enseñaba sus amarillos dientes,
como si se riera de nosotros, y acaso se reía. Aconteció que ninguno
conocíamos bien el camino; en realidad, no veíamos cosa alguna que
pudiera con justicia llamarse así. La ruta de Salamanca a Valladolid,
a veces carril, a veces senda, es muy difícil de distinguir; no
tardamos en perdernos, y anduvimos mucho más de lo que, en rigor,
era necesario. Sin embargo, como nos cruzábamos frecuentemente
con hombres y mujeres que pasaban montados en jumentos, nuestro
orgullo no nos impidió tomar los necesarios informes, y a fuerza de
preguntas llegamos al cabo a Pitiega, pueblecito a cuatro leguas
de Salamanca, formado por chozas de tierra, en las que viven unas
cincuenta familias, enclavado en una llanura polvorienta, cubierta de
opulentos trigales. Preguntamos por la casa del _cura_, un anciano a
quien había visto yo el día antes en el Colegio Irlandés, y que al
enterarse de mi próximo viaje a Valladolid, me arrancó la promesa de
no pasar por su pueblo sin visitarle y sin aceptar su hospitalidad.
Una mujer nos encaminó a cierta casita aislada, de aspecto un poco
mejor que las contiguas; tenía un pequeño pórtico, cubierto, si no
recuerdo mal, por una parra. Llamamos fuerte y repetidas veces a la
puerta, sin obtener contestación; callaba la voz del hombre, y ni
siquiera ladraba un perro. Lo que ocurría era que el anciano cura
estaba durmiendo la _siesta_ y lo mismo toda su familia, compuesta
de una sirvienta vieja y de un gato. Movíamos tanto ruido y dábamos
tantas voces, impacientados por el hambre, que el bueno del cura
acabó por despertarse, y saltando de la cama corrió presuroso a
la puerta, lleno de confusión, y al vernos se deshizo en excusas
por estar durmiendo en el punto y hora en que, según dijo, debía
hallarse en la azotea acechando la llegada de su huésped. Me abrazó
cariñosamente y me condujo a su despacho, aposento de regulares
dimensiones, guarnecido de estantes llenos de libros. En uno de los
extremos había una especie de mesa o escritorio, tendido de cuero
negro, y un ancho sillón, donde el cura me obligó a sentarme cuando
me disponía, con ardor de bibliómano, a inspeccionar los estantes;
con extraordinaria vehemencia me dijo que allí no había nada digno de
la atención de un inglés, porque toda su librería estaba compuesta de
libros de rezo y de áridos tratados de teología católica.

Se ocupó luego en ofrecernos un refrigerio. En un abrir y cerrar
de ojos, con la ayuda del ama, puso sobre la mesa varios platos
con bollos y confituras y unas botellas de vidrio grueso que se me
antojaron muy parecidas a las de Schiedam, y resultaron, en efecto,
suyas. «Aquí tienen—dijo el cura restregándose las manos—. Doy
gracias a Dios por poder ofrecerles algo de su gusto. Estas botellas
son de aguardiente de Holanda añejo»; y manifestando dos anchos
vasos, continuó: «Llénenlos, amigos míos, y beban; beban y apúrenlo
si les place, porque para mí eso está de sobra: rara vez bebo nada
más que agua. Sé que a ustedes los isleños les gusta beber y que no
pueden pasar sin ello; por tanto, si les sirve de provecho, lo que
siento es no tener más.»

Al observar que nos contentábamos meramente con gustar el aguardiente
nos miró asombrado y nos preguntó por qué no bebíamos. Le dijimos que
muy rara vez bebíamos alcoholes, y yo añadí que, por mi parte, apenas
probaba ni aun el vino, contentándome, como él, con beber agua.
Algo incrédulo se mostró; pero nos dijo que procediéramos con plena
libertad y pidiéramos lo que fuese de nuestro gusto. Le contestamos
que aún no habíamos comido y que nos alegraría poder ingerir algo
substantífico. «Me temo que no haya en casa nada que les venga bien;
con todo, vamos a verlo.»

En diciendo esto, nos condujo a una corraliza, a espaldas de la casa,
que hubiera podido llamarse huerto o jardín de haberse criado en ella
árboles o flores; pero sólo producía abundante hierba. En un extremo
había un palomar bastante grande, y nos metimos en él, «porque—dijo
el cura—si encontrásemos unos buenos pichones, ya tenían ustedes
excelente comida.» Empero nos llevamos chasco: después de registrar
los nidos, sólo encontramos pichones de muy pocos días, que no se
podían comer. El buen hombre se entristeció mucho y empezó a temer,
según dijo, que tuviésemos que marcharnos sin probar bocado. Dejamos
el palomar y nos llevó a un sitio donde había varias colmenas, en
torno de las que volaba un enjambre de afanosas abejas, llenando el
aire con su zumbido. «Lo que más quiero, después de mis prójimos,
son las abejas—dijo el cura—. Uno de mis placeres es sentarme aquí a
observarlas y a escuchar su música.»

Pasamos después por varias habitaciones desamuebladas contiguas
al corral, en una de las cuales colgaban varias lonjas de tocino;
deteniéndose debajo de ellas, el cura alzó los ojos y se puso a
mirarlas atentamente. Dijímosle que si no podía ofrecernos cosa
mejor, tomaríamos muy gustosos unos torreznos, sobre todo si se les
añadían unos huevos. «Para decir la verdad—respondió—, no tengo
otra cosa, y si os arregláis con esto, me alegraré mucho; huevos no
faltarán y podéis comer cuantos queráis, fresquísimos, porque las
gallinas ponen todos los días.»

Una vez preparado todo a nuestro gusto, nos sentamos a comer el
torrezno y los huevos; pero no en el aposento donde primeramente nos
recibió, sino en otro más chico, en el lado opuesto del zaguán. El
buen cura no comió con nosotros por haberlo hecho ya mucho antes;
pero se sentó en la cabecera de la mesa y animó la comida con su
charla. «Ahí mismo donde están ustedes ahora—dijo—se sentaron antaño
Wellington y Crawford, después de derrotar en los Arapiles a los
franceses, rescatándonos de la servidumbre de aquella perversa
nación. Nunca he venerado mi casa tanto como desde que la honraron
con su presencia aquellos héroes, uno de los cuales era un semidiós.»
Rompió luego en un elocuentísimo panegírico de _El Gran Lord_, como
le llamaba, y con mucho gusto lo transcribiría si mi pluma fuese
capaz de traducir al inglés los robustos y sonoros períodos de su
poderoso castellano. Hasta entonces me había parecido el cura un
viejo ignorante y sencillo, casi un simple, tan incapaz de sentir
fuertes emociones como una tortuga dentro de su concha. Pero una
súbita inspiración le iluminó; vibró en sus ojos una ardiente
llamarada y todos los músculos de su rostro temblaron. El bonete
de seda que, conforme al uso del clero católico, llevaba puesto,
movíasele arriba y abajo a compás de su agitación. Pronto advertí
que estaba ante uno de tantos hombres notables como surgen con
frecuencia en el seno de la iglesia romana, que a una simplicidad
infantil reúnen una energía inmensa y un entendimiento poderoso, y
son igualmente aptos para guiar un reducido rebaño de ignorantes
campesinos en una obscura aldea de Italia o de España, o para
convertir millones de paganos en las costas del Japón, de China o del
Paraguay.

El cura era un hombre delgado y seco, como de sesenta y cinco años, y
vestía un manteo negro de tela burda; lo restante de su pergenio no
era de mejor calidad. La modestia de su atavío no era, ni con mucho,
resultado de la pobreza. El curato era de muy buenos rendimientos, y
ponía anualmente a disposición del titular ochocientos duros por lo
menos, de los que invertía la octava parte en sufragar sobradamente
los gastos de su casa y familia; lo demás lo empleaba por completo
en obras de pura caridad. Daba de comer al caminante hambriento, que
luego seguía su viaje muy alegre con provisiones en las alforjas
y una _peseta_ en el bolsillo; cuando sus feligreses necesitaban
dinero, no tenían más que acudir a su despacho, y de seguro
encontraban inmediato remedio. Era, verdaderamente, el banquero del
pueblo, y ni esperaba ni deseaba que le devolvieran sus préstamos.
Aunque necesitaba hacer viajes frecuentes a Salamanca, no tenía mula,
y se valía de un jumento que le dejaba el molinero del pueblo. «Hace
años tenía yo una mula, pero se la llevó sin mi permiso un viajero
a quien albergué una noche; porque ha de saberse que en esa alcoba
tengo dos camas muy limpias a disposición de los caminantes, y me
alegraría mucho que usted y su amigo las ocuparan y se quedasen
conmigo hasta mañana.»

Pero ansiaba yo continuar el viaje, y a mi amigo no le apetecía menos
volverse a Salamanca. Al despedirme del hospitalario cura le regalé
un ejemplar del Nuevo Testamento. Recibiólo sin proferir palabra y lo
colocó en un estante de su despacho; observé que le hacía señas al
estudiante irlandés, moviendo la cabeza como si quisiera decir: «Su
amigo de usted no pierde ocasión de propagar su libro»; porque sabía
muy bien quién era yo. No olvidaré tan pronto al presbítero, bueno de
veras, Antonio García de Aguilar, _cura_ de Pitiega.

Llegamos a Pedroso poco antes de anochecer. Pedroso es una aldehuela
como de treinta casas, cortada por un arroyuelo o _regata_. En
sus orillas, mujeres y mozas lavaban ropa y cantaban; la iglesia,
aislada y solitaria, se alzaba en último término. Preguntamos por
la _posada_ y nos mostraron una casucha que en nada se distinguía de
las demás por su aspecto general. En vano llamamos a la puerta: en
Castilla no es costumbre que los posaderos salgan a recibir a sus
huéspedes. Concluímos por apearnos y entrar en la casa; preguntamos
a una mujer de semblante adusto dónde podíamos poner los caballos.
Nos dijo que no era posible llevarlos a la cuadra de la casa, porque
habían metido en ella unos _malos machos_, pertenecientes a dos
viajeros, que se pondrían seguramente a reñir con nuestros caballos
y habría una _función_ capaz de hundir la casa. Nos señaló un anejo
a la posada, al otro lado de la calle, diciendo que allí podríamos
encerrar nuestras bestias. Reconocimos el lugar, encontrándolo lleno
de basura, habitado por los cerdos, y sin cerradura en la puerta.
Me acordé de la mula del _cura_ y me entraron pocas ganas de dejar
los caballos en tal lugar, a merced de cualquier ladrón de aquellos
contornos. Volví, pues, a la posada y dije resueltamente que había
decidido llevarlos a la cuadra. Dos hombres, sentados en el suelo,
cenaban una inmensa fuente de liebre estofada; eran los vendedores
ambulantes, dueños de los machos. Al dirigirme a la cuadra, uno de
los dos hombres murmuró: «Sí, sí; anda y ya verás lo que pasa».
Apenas entré en el establo sonó un hórrido y discordante grito,
mezcla de rebuzno y quejido, y el más grande de los dos _machos_,
soltándose del pesebre a que estaba atado, con los ojos como brasas y
resoplando con la furia de un vendaval, se arrojó sobre mi caballo;
pero éste, tan cerril como el macho, alzó las patas y, a la manera
de un pugilista inglés, le pagó con tal caricia en la frente que
casi le tira al suelo. Se trabó después un combate, y pensé que iba
a realizarse la predicción de la adusta mujer haciéndose pedazos
la casa. Puse fin a la batalla colgándome del ronzal del macho,
con riesgo de mis extremidades, mientras Antonio, a costa de mucho
trabajo, apartaba el caballo. Entonces el dueño del macho, que se
había quedado en la puerta, se adelantó diciendo: «Si hubiera usted
seguido el consejo que le dieron, no habría pasado esto». Díjele que
era un disparate dejar los caballos en un sitio donde probablemente
los robarían antes del amanecer, y que yo no estaba dispuesto a
correr ese albur; el hombre me respondió: «Es verdad, es verdad;
quizá ha hecho usted bien». Luego ató de nuevo el _macho_ al pesebre,
y reforzó la atadura con un pedazo de tralla, asegurando que ya no
era posible que el animal se soltase.

Después de cenar vagué por el pueblo. Intenté hablar con dos o tres
labradores, en pie a la puerta de sus casas; pero todos se mostraron
por demás reservados, y con un áspero _buenas noches_, daban media
vuelta y se metían dentro, sin invitarme a entrar. Me encaminé, por
último, al pórtico de la iglesia, y allí permanecí un rato pensativo,
hasta que juzgué conveniente retirarme a descansar, y así lo hice, no
sin fijar antes en el atrio de la iglesia un cartel anunciando que
el Nuevo Testamento se vendía en Salamanca. De vuelta en la posada
encontré a los dos vendedores ambulantes profundamente dormidos en
las _mantas_ de sus machos, tendidas por el suelo. Un hombre a quien
yo no había visto hasta entonces, y que era, al parecer, el amo
de la casa, me dijo: «Me figuro, _caballero_, que usted ha de ser
un comerciante francés, de paso para la feria de Medina.» «No soy
francés ni comerciante—respondí—. Aunque pasaré por Medina, no voy a
la feria.» «Entonces será usted uno de los irlandeses cristianos de
Salamanca, _caballero_—replicó el hombre—. He oído decir que viene
usted de allí.» «¿Por qué los llama usted irlandeses cristianos?
¿Es que hay paganos en su país?» «Los llamamos cristianos—dijo el
posadero—para distinguirlos de los irlandeses ingleses, que son peor
que paganos, porque son judíos y herejes.» Sin responder, me entré en
mi cuarto, y desde él oí, por estar la puerta entornada, el siguiente
breve diálogo entre el posadero y su mujer.

EL POSADERO.—_Mujer_, me parece que tenemos mala gente en casa.

SU MUJER.—¿Te refieres a los últimos que han llegado, a ese
_caballero_ y a su criado? Sí; no he visto en mi vida gente peor
encarada.

EL POSADERO.—No me gusta el criado, y menos todavía el amo. Es un
hombre sin formalidad ni educación; me dice que no es francés, le
hablo de los irlandeses cristianos, y parece que tampoco es de su
casta. Tengo más que barruntos de que es hereje o, por lo menos,
judío.

SU MUJER.—Acaso sea las dos cosas. _¡María Santísima!_ ¿Qué haremos
para purificar la casa cuando se vayan?

EL POSADERO.—¡Oh! Lo que es eso irá a la _cuenta_, como es natural.

Dormí profundamente, y me levanté algo entrada la mañana; después de
desayunarme pagué la cuenta, y bien conocí, por su exorbitancia, que
no habían dejado de poner en ella los gastos de purificación. Los
vendedores ambulantes se habían marchado al rayar el día. Sacamos
luego los caballos y montamos; en la puerta de la posada había un
grupo de gente que no nos quitaba ojo.—¿Qué significa esto?—le
pregunté a Antonio.

—Se susurra que no somos cristianos—respondió—y han venido para
persignarse al vernos partir.

En el momento de romper la marcha, en efecto, lo menos doce manos
se pusieron a hacer la señal de la cruz, que ahuyenta al Malo.
Antonio se volvió al instante y se santiguó al modo griego, mucho más
complejo y difícil que el católico.

—_¡Mirad qué santiguo, qué santiguo de los demonios!_—exclamaron
varias voces, mientras avivábamos el paso por temor a las
consecuencias.

El día fué por demás caluroso, y con mucha lentitud proseguimos
la marcha a través de las llanuras de Castilla la Vieja. En todo
lo perteneciente a España, la inmensidad y la sublimidad se
asocian. Grandes son sus montañas y no menos grandes sus planicies,
ilimitadas, al parecer; pero no como las uniformes e ininterrumpidas
llanadas de las estepas rusas. El terreno presenta de continuo
escabrosidades y desniveles; aquí un barranco profundo o rambla,
excavado por los torrentes invernales; más allá una eminencia, muchas
veces fragosa e inculta, en cuya cima aparece un pueblecito aislado
y solitario. ¡Cuánta melancolía por doquier; qué escasas las notas
vivas, joviales! Aquí y allá se encuentra a veces algún labriego
solitario trabajando la tierra; tierra sin límites, donde los olmos,
las encinas y los fresnos son desconocidos; tierra sin verdor, sobre
la que sólo el triste y desolado pino destaca su forma piramidal.
¿Y quién viaja por estas comarcas? Principalmente los _arrieros_ y
sus largas recuas de mulas, adornadas con campanillas de monótono
tintineo. Vedlos, con sus rostros atezados, sus trajes pardos, sus
sombrerotes gachos; ved a los _arrieros_, verdaderos señores de las
rutas de España, más respetados en estos caminos polvorientos que los
duques y los _condes_, vedlos: mal encarados, orgullosos, rara vez
sociables, cuyas roncas voces se oyen en ocasiones desde una milla de
distancia, ya excitando a los perezosos animales, ya entreteniendo la
tristeza del camino con rudos y discordantes cantares.

Muy entrada la tarde llegamos a Medina del Campo, una de las
principales ciudades de España en otro tiempo, y al presente lugar
sin importancia. Inmensas ruinas la rodean por todas partes,
atestiguando la pasada grandeza de la «ciudad de la llanura». La
plaza principal o del mercado es notable; rodéanla sólidos porches,
sobre los que se alzan negruzcos edificios muy antiguos. Medina
estaba llena de gente, porque la feria se celebraba de allí a un
par de días. Algún trabajo nos costó conseguir que nos admitieran
en la _posada_, ocupada principalmente por catalanes llegados de
Valladolid. Esa gente no sólo llevaba consigo sus mercancías, sino
sus mujeres e hijos. Algunos tenían malísima catadura, sobre todo
uno, gordo y de aspecto salvaje, como de cuarenta años de edad, que
se portó de atroz manera: sentado con su mujer, quizás su concubina,
a la puerta de un aposento que daba al patio, no cesaba de expeler
horribles y obscenos juramentos en español y en catalán. La mujer era
de notable hermosura; pero muy recia y al parecer no menos salvaje
que el hombre; su modo de hablar era igualmente horrendo. Ambos
parecían dominados por incomprensible furor. Al cabo, ante cierta
observación hecha por la mujer, el hombre se levantó y sacando de la
faja un gran cuchillo le tiró un golpe a su compañera en el pecho
desnudo; la mujer, empero, interpuso la palma de la mano y recibió
en ella el navajazo. Estúvose un momento el agresor mirando gotear
la sangre en el suelo, mientras la mujer levantaba en alto la mano
herida; luego, arrojando un estruendoso juramento, salió corriendo
del patio a la _plaza_. Me acerqué entonces a la mujer y dije: «¿Por
qué ha sido todo eso? Espero que ese tunante no le habrá herido de
gravedad.» Volvió hacia mí el semblante con expresión infernal y
mirándome despreciativamente exclamó: «_Carals, ¿que es eso?_ ¿No
puede un caballero catalán hablar de sus asuntos particulares con
su señora sin que usted los interrumpa?» Se vendó luego la mano con
un pañuelo y entrándose en el cuarto sacó una mesita, puso en ella
diferentes cosas para disponer la cena, y se sentó en un taburete.
En seguida volvió el catalán y, sin decir palabra, se sentó en el
umbral, como si nada hubiera ocurrido; la singular pareja comenzó a
comer y a beber, sazonando los manjares con juramentos y burlas.

Pasamos la noche en Medina, y a la mañana siguiente, muy temprano,
reanudamos el viaje, pasando por una comarca muy parecida a la que
recorrimos el día antes; a cosa del mediodía llegamos a una pequeña
_venta_, a media legua del Duero, y en ella descansamos durante las
horas de más calor; montamos después nuevamente y, cruzando el río
por un hermoso puente de piedra, nos encaminamos a Valladolid. Las
márgenes del Duero son muy bellas por aquel sitio y pobladas de
árboles y arbustos en los que trinaban melodiosamente a nuestro paso
algunos pajarillos. Delicioso frescor subía del agua que, a veces,
se embravecía entre las piedras o fluía veloz sobre la blanca arena,
o se estancaba con mansedumbre en las pozas azules, de considerable
hondura. Muy cerca de una de estas hoyas estaba sentada una mujer,
como de treinta años, vestida a lo labrador, con pulcritud; miraba
fijamente al agua, arrojando a ella, de vez en cuando, flores y
ramitas. Me detuve un momento y la hablé; pero sin mirarme ni
contestar, siguió contemplando el agua como si hubiera perdido la
conciencia de cuanto le rodeaba. «¿Quién es esa mujer?», pregunté
a un pastor que encontré momentos más tarde. «Es una loca, _la
pobrecita_—respondió—. Hace un mes se le ahogó un hijo en esa poza,
y desde entonces ha perdido el juicio. La van a llevar a Valladolid,
a la _Casa de los locos_. Todos los años se ahoga bastante gente en
los remolinos del Duero; éste es un río muy malo. _Vaya usted con
la Virgen, caballero._» Después entramos en los mezquinos y ralos
_pinares_ que bordean el camino de Valladolid por aquella dirección.

Valladolid está situado en medio de un inmenso valle, o más bien
hondonada, abierta, al parecer, por una fortísima convulsión de
la planicie castellana. Las alturas de las inmediaciones no son,
propiamente, una elevación del suelo, sino más bien los bordes de
la hondonada. Son muy escabrosas y pendientes y de aspecto por
demás insólito. Parece que en épocas remotas toda esta comarca
estuvo trabajada por fuerzas volcánicas. Hay en Valladolid numerosos
conventos, ahora abandonados, magnífica muestra, algunos de ellos,
de la arquitectura española. La iglesia principal, bastante antigua,
está sin acabar; propusiéronse los fundadores levantar un edificio
muy vasto; pero sus medios no bastaron para realizar el plan. Es de
granito sin labrar. Valladolid es ciudad fabril, pero en cambio su
comercio está principalmente en manos de los catalanes, establecidos
aquí en número próximo a trescientos. Posee una hermosa _alameda_ por
la que corre el Esgueva. La población dícese que llega a sesenta mil
habitantes.

Paramos en la _Posada de las Diligencias_, edificio magnífico;
pero a los dos días de llegar nos fuimos de ella muy gustosos,
porque el alojamiento era malísimo, y la gente de la casa por demás
grosera. El dueño, hombre de talla gigantesca, de enormes bigotes
y de marcialidad afectada, debía de creerse un caballero demasiado
principal para fijar la atención en sus huéspedes, de los que, a la
verdad, no andaba muy recargado, porque sólo estábamos Antonio y yo.
Era persona importante entre los guardias nacionales de Valladolid
y se recreaba pavoneándose por la ciudad en un corcel pesadote que
encerraba en una cuadra subterránea.

Trasladamos nuestros reales al Caballo de Troya, _posada_ antigua,
a cargo de un vascongado que, al menos, no se creía superior a su
oficio. Las cosas andaban muy revueltas en Valladolid por creerse
inminente una visita de los facciosos. Barreadas todas las puertas,
construyeron, además, unos reductos para cubrir los aproches de la
ciudad. Poco después de marcharnos nosotros, llegaron, en efecto, los
carlistas al mando del cabecilla vizcaíno Zariategui. No encontraron
resistencia; los nacionales más decididos se retiraron al reducto
principal y en seguida lo entregaron, sin que en toda esa función se
disparase un tiro. Mi amigo, el héroe de la posada, en cuanto oyó que
se aproximaba el enemigo, montó a caballo y escapó, y no ha vuelto a
saberse de él. A mi regreso a Valladolid, hallé la posada en otras
manos mucho mejores: regíala un francés de Bayona, quien me prodigó
tantas amabilidades como groserías sufrí de su predecesor.

A los pocos días conocí al librero de la localidad, hombre sencillo,
de corazón bondadoso, que de buen grado se encargó de vender los
Testamentos. Todo género de literatura hallábase en Valladolid en
profundísima decadencia. Mi nuevo amigo sólo podía dedicarse a
vender libros en combinación con otros negocios, porque, según me
aseguró, la librería no le daba para vivir. Sin embargo, durante la
semana que permanecí en la ciudad se vendió un número considerable
de ejemplares, y abrigaba yo buenas esperanzas de que aún pedirían
muchos más. Para llamar la atención sobre mis libros recurrí al
sistema empleado en Salamanca y fijé carteles en las paredes. Antes
de marcharme dispuse que todas las semanas los renovasen; con eso
pensaba yo lograr multiplicados y saludables frutos, porque el
pueblo tendría siempre ocasión de saber que existía, al alcance de
sus medios, un libro que contiene la palabra de vida, y acaso se
sintiera inducido a comprarlo y a consultarlo, incluso acerca de su
salvación... Hay en Valladolid un colegio inglés y otro escocés.
Mis amables amigos los irlandeses de Salamanca me habían dado una
carta de presentación para el rector del último. Estaba el colegio
instalado en un lóbrego edificio, en calle apartada. El rector vestía
como los eclesiásticos españoles, carácter que, a todas luces,
pretendían apropiarse. Había en sus modales cierta fría sequedad,
sin pizca del generoso celo ni de la ardiente hospitalidad que de
tal modo me cautivaron en el cortesísimo rector de los irlandeses de
Salamanca; sin embargo, me trató con mucha urbanidad y se ofreció a
enseñarme las curiosidades locales. Sabía, sin duda alguna, quién
era yo, y acaso por esta razón se mostró más reservado de lo que en
otro caso hubiese sido; no hablamos palabra de asuntos religiosos,
como si de consuno quisiésemos eludirlos. Bajo sus auspicios visité
el colegio de las Misiones Filipinas, situado en las afueras; me
presentaron al rector, septuagenario de hermosa presencia, muy
vigoroso, en hábito de fraile. Expresaba su semblante una benignidad
plácida que me interesó sobremanera; hablaba poco y con sencillez;
parecía haber dicho adiós a todas las pasiones terrenales. Sin
embargo, aún se aferraba a cierta pequeña debilidad.

YO.—Vive usted en una casa hermosa, padre. Lo menos caben aquí
doscientos estudiantes.

EL RECTOR.—Más aún, hijo mío; se hizo para albergar más centenares
que simples individuos vivimos en ella ahora.

YO.—Veo aquí algunos trabajos de defensa improvisados; los muros
están llenos de aspilleras por todas partes.

EL RECTOR.—Hace unos días vinieron los nacionales de Valladolid
y causaron bastante daño sin utilidad alguna; estuvieron un poco
groseros y me amenazaron con los clubs. ¡Pobres hombres, pobres
hombres!

YO.—Supongo que también las misiones, a pesar de sus elevados fines,
se resentirán de los trastornos actuales de España.

EL RECTOR.—Demasiado cierto es eso; ahora el Gobierno no nos favorece
nada; sólo contamos con nuestras propias fuerzas y con la ayuda de
Dios.

YO.—¿Cuántos misioneros novicios hay en el colegio?

EL RECTOR.—Ninguno, hijo mío; ninguno. El rebaño se ha dispersado; el
pastor se ha quedado solo.

YO.—Vuestra reverencia habrá, sin duda alguna, tomado parte activa en
las misiones.

EL RECTOR.—Cuarenta años he estado en Filipinas, hijo mío; cuarenta
años entre los indios. ¡Ay de mí! ¡Cuánto quiero yo a los indios de
Filipinas!

YO.—¿Habla vuestra reverencia la lengua de los indios?

EL RECTOR.—No, hijo mío. A los indios les enseñábamos el castellano;
a mi parecer, no hay idioma mejor. Les enseñábamos el castellano y la
adoración de la Virgen. ¿Qué más necesitaban saber?

YO.—¿Y qué piensa vuestra reverencia de las Filipinas como país?

EL RECTOR.—Cuarenta años he estado allá; pero lo conozco poco; el
país no me interesaba gran cosa; mis amores eran los indios. No es
mala tierra aquélla; pero no tiene comparación con Castilla.

YO.—¿Vuestra reverencia es castellano?

EL RECTOR.—Soy castellano viejo, hijo mío.

Desde la Casa de las Misiones Filipinas, me condujo mi amigo al
Colegio inglés, establecimiento muy superior en todos los órdenes al
Colegio Escocés. En este último había muy pocos alumnos, creo que
seis o siete apenas, mientras que en el seminario inglés se educaban
unos treinta o cuarenta, según me dijeron. La casa es hermosa,
con una iglesia pequeña, pero suntuosa, y muy buena biblioteca:
su emplazamiento es alegre y ventilado; completamente aislada en
un barrio de poco tránsito, un elevado muro, genuina muestra del
exclusivismo inglés, la rodea por todas partes y encierra, además,
un deleitoso jardín. Este colegio es, con gran ventaja, el mejor de
los de su clase en toda la Península, y creo que el más floreciente.
En el rápido vistazo dado a su interior no podía enterarme a fondo
de su régimen; pero no dejó de impresionarme el orden, la limpieza,
el método reinantes por doquiera. Sin embargo, no me atrevería yo
a afirmar que el aire de severa disciplina monástica que allí se
advertía respondiese con exactitud a la realidad. En la visita nos
acompañó el vicerrector, por estar ausente el rector. De todas las
curiosidades del colegio la más notable es la galería de pinturas,
donde se guardan los retratos de gran número de antiguos alumnos de
la casa martirizados en Inglaterra, en el ejercicio de su vocación,
durante los agitados tiempos de Eduardo VI y de la feroz Isabel. En
esa casa se educaron muchos de aquellos sacerdotes medio extranjeros,
pálidos, sonrientes, que a hurtadillas recorrían en todas direcciones
la verde Inglaterra; ocultos en misteriosos albergues, en el seno
de los bosques, soplaban sobre el moribundo rescoldo del papismo,
sin otra esperanza y acaso sin otro deseo que el de perecer
descuartizados por las sangrientas manos del verdugo, entre el
griterío de una plebe tan fanática como ellos; sacerdotes como
Bedingfield y Garnet, y tantos otros cuyo nombre se ha incorporado a
las gestas de su país. Muchas historias, maravillosas precisamente
por ser ciertas, podrían, sin duda, extraerse de los archivos del
seminario papista inglés de Valladolid.

No escaseaban los huéspedes en el Caballo de Troya, donde nos
alojábamos. Entre los llegados durante mi estancia allí, figuraba una
mujer muy fornida y jovial, en extremo bien vestida, con traje de
seda negra y _mantilla_ de mucho precio. Acompañábala un mozalbete
de quince años, muy guapo, pero de expresión maligna y arisca, hijo
suyo. Venían de Toro, lugar distante una jornada de Valladolid,
famoso por su vino. Una noche, estando al _fresco_ en el patio de la
posada, tuvimos el siguiente coloquio:

LA MUJER.—¡_Vaya, vaya_, qué pueblo tan aburrido es Valladolid! ¡Qué
diferencia de Toro!

YO.—Yo le hubiera creído, por lo menos, tan divertido como Toro, que
no es ni la tercera parte de grande.

LA MUJER.—¿Tan divertido como Toro? _¡Vaya, vaya!_ ¿Ha estado usted
alguna vez en la cárcel de Toro, señor caballero?

YO.—Nunca he tenido ese honor; generalmente, la cárcel es el último
sitio que se me ocurre visitar.

LA MUJER.—Vea usted lo que es la diferencia de gustos: yo he ido a
ver la cárcel de Valladolid, y me parece tan aburrida como la ciudad.

YO.—Es claro; si en alguna parte hay tristeza y fastidio, ha de ser
en la cárcel.

LA MUJER.—Pero no en la de Toro.

YO.—¿Qué tiene la cárcel de Toro para distinguirse de las demás?

LA MUJER.—¿Qué tiene? _¡Vaya!_ ¿Pues no soy yo la _carcelera_? ¿Y no
es mi marido el _alcaide_? Y mi hijo, ¿no es hijo de la cárcel?

YO.—Dispense usted: no conocía esas circunstancias. La diferencia, en
efecto, es grande.

LA MUJER.—Ya lo creo. Yo también soy hija de la cárcel; mi padre era
_alcaide_ y mi hijo podría aspirar a serlo, si no fuese tonto.

YO.—¿Tonto? Pues en la cara lo disimula bastante. No sería yo quien
comprara a este muchacho si lo vendieran por tonto.

LA CARCELERA.—¡Buen negocio haría usted si lo comprase! Más
_picardías_ tiene que cualquier _calabocero_ de Toro. Mi sentido es
que no le tira la cárcel tanto como debiera, sabiendo lo que han sido
sus padres. Tiene demasiado orgullo, demasiados caprichos; al cabo ha
logrado convencerme para que lo traiga a Valladolid, y le he colocado
a prueba en casa de un comerciante de la _Plaza_. Espero que no irá
a parar a la cárcel; si no, ya verá la diferencia que hay entre ser
hijo de la cárcel y estar encarcelado.

YO.—Habiendo tantas distracciones en Toro, los presos no lo pasarán
mal con usted.

LA CARCELERA.—Sí; somos muy buenos con ellos; me refiero a los que
son _caballeros_, porque con los que no tienen más que _miseria_,
¿qué podemos hacer? La cárcel de Toro es muy divertida: dejamos
entrar todo el vino que quieren los presos, mientras tienen dinero
para comprarlo y para pagar el derecho de entrada. La de Valladolid
no es ni la mitad de alegre; no hay cárcel como la de Toro. Allí
aprendí yo a tocar la guitarra. Un caballero andaluz me enseñó a
tocar y cantar _a la gitana_. ¡Pobre muchacho! Fué mi primer _novio_.
Juanito, trae la guitarra, que voy a cantarle a este caballero unos
aires andaluces.

La _carcelera_ tenía hermosa voz y tocaba el instrumento favorito
de los españoles con verdadera maestría. Estuve escuchando sus
habilidades cerca de una hora, hasta que me retiré a mi habitación
a descansar. Creo que continuó tocando y cantando la mayor parte de
la noche, porque la oí todas las veces que me desperté, y aun entre
sueños me sonaban en los oídos las cuerdas de la guitarra.



CAPÍTULO XXII

  Dueñas.—Los hijos de Egipto.—Chalanerías.—El caballo
  de carga.—La caída.—Palencia.—Curas carlistas.—El
  mirador.—Sinceridad sacerdotal.—León.—Alarma de
  Antonio.—Calor y polvo.


Después de estar diez días en Valladolid nos pusimos en marcha para
León. Llegamos al mediodía a Dueñas, ciudad notable por muchos
motivos, distante de Valladolid seis leguas cortas. Hállase situada
en una ladera, sobre la que se alza a pico una montaña de tierra
calcárea coronada por un castillo en ruinas. En torno de Dueñas se ve
multitud de cuevas excavadas en la pendiente y cerradas con fuertes
puertas: son las bodegas donde se guarda el vino que en abundancia
produce la comarca, y que se vende principalmente a los navarros
y montañeses; acuden a buscarlo en carretas de bueyes y se lo
llevan en grandes cantidades. Paramos en una mezquina posada de los
arrabales, con idea de dar descanso a los caballos. Varios soldados
de Caballería allí alojados aparecieron en seguida, y con ojos de
gente experta empezaron a examinar mi caballo _entero_. «Este caballo
tan bueno debiera ser nuestro—dijo el cabo—. ¡Qué pecho tiene! ¿Con
qué derecho viaja usted en ese caballo, _señor_, haciendo falta
tantos para el servicio de la reina? Este caballo pertenece a la
_requisa_.» «Con el derecho que me da el haberlo comprado, y el ser
yo inglés»—repliqué. «¡Oh, su merced es inglés!—respondió el cabo—.
Eso es otra cosa. A los ingleses se les permite en España hacer de lo
suyo lo que quieran, permiso que no tienen los españoles. Caballero,
he visto a sus paisanos de usted en las provincias vascongadas:
_vaya_, ¡qué jinetes y qué caballos! Tampoco se baten mal; pero lo
que mejor hacen es montar. Los he visto subir por los _barrancos_ en
busca de los facciosos, y caer sobre ellos de improviso cuando se
creían más seguros y no dejar ni uno vivo. La verdad: este caballo es
magnífico; voy a mirarle el diente.»

Miré al cabo; tenía la nariz y los ojos dentro de la boca del
caballo. Los demás de la partida, que podían ser seis o siete, no
estaban menos atareados. El uno le examinaba las manos; el otro, las
patas; éste tiraba de la cola con toda su fuerza, mientras aquél le
apretaba la tráquea para descubrir si el animal tenía allí alguna
tacha. Por fin, al ver al cabo dispuesto a aflojarle la silla para
reconocerle el lomo, exclamé:

—Quietos, _chabés_[8] de Egipto; os olvidáis de que sois
_hundunares_[9], y que no estáis _paruguing grastes_[10] en el
_chardí_[11].

  [8] Plural de _chabó_ o _chabé_: mozo, joven, compañero.

  [9] Soldados.

  [10] _Parugar_: trocar, traficar. _Graste_: caballo.

  [11] Feria.

Al oír estas palabras, el cabo y los soldados volvieron completamente
el rostro hacia mí. Sí; no cabía duda: eran los semblantes y el
mirar fijo y velado de los hijos de Egipto. Lo menos un minuto
estuvimos mirándonos mutuamente, hasta que el cabo, en la más
elocuente lamentación gitana imaginable, me dijo: ¡El _erray_[12]
nos conoce a nosotros, pobres _Caloré_![13] ¿Y dice que es inglés?
_¡Bullati!_[14] No me figuraba encontrar por aquí un _Busnó_[15] que
nos conociera, porque en estas tierras no se ven nunca _gitanos_. Sí;
su merced acierta; somos todos de la sangre de los _Caloré_. Somos de
_Melegrana_[16], y de allí nos sacaron para llevarnos a las guerras.
Su merced ha acertado; al ver este caballo nos hemos creído otra vez
en nuestra casa en el _mercado_ de Granada; el caballo es paisano
nuestro, un _andalou_ verdadero. _Por Dios_, véndanos su merced este
caballo; aunque somos pobres _Caloré_, podemos comprarlo.

  [12] Caballero.

  [13] Plural de _Caloró_: gitano.

  [14] _Bul_; _Bullati_: el ano.

  [15] Un hombre no gitano; un gentil.

  [16] Granada.

—Os olvidáis de que sois soldados; ¿cómo me ibais a comprar el
caballo?

—Somos soldados—replicó el cabo—; pero no hemos dejado de ser
_Caloré_. Compramos y vendemos _bestis_; nuestro capitán va a la
parte con nosotros. Hemos estado en las guerras; pero no queremos
pelear; eso se queda para los _Busné_. Hemos vivido juntos y muy
unidos, como buenos _Caloré_; hemos ganado dinero. _No tenga usted
cuidao._ Podemos comprarle el caballo.

Al decir esto, sacó una bolsa con diez onzas de oro lo menos.

—Si quisiera venderlo—repuse—, ¿cuánto me daríais por el caballo?

—Entonces su merced desea vender el caballo. Eso ya es otra cosa. Le
daremos a su merced diez duros por él. No vale para nada.

—¿Cómo es eso?—exclamé—. Hace un momento me habéis dicho que era un
caballo muy bueno, paisano vuestro.

—No, _señor_; no hemos dicho que sea _Andalou_, hemos dicho que es
_Extremou_, y de lo peor de su casta. Tiene diez y ocho años, es
corto de resuello y está malo.

—Pero si yo no quiero vender el caballo; al contrario. Más bien
necesito comprar que vender.

—¿Su merced no quiere vender el caballo?—dijo el gitano—. Espere su
merced: daremos sesenta duros por el caballo de su merced.

—Aunque me dierais doscientos sesenta. _¡Meclis, meclis!_[17], no
digas más. Conozco las tretas de los gitanos. No quiero tratos con
vosotros.

  [17] ¡Quita de ahí! ¡Déjame!

—¿No ha dicho su merced que desea comprar un caballo?—preguntó el
gitano.

—No necesito comprar ninguno—exclamé—. De necesitar algo, sería una
jaca para el equipaje. Pero se ha hecho tarde; Antonio, paga la
cuenta.

—Espere su merced; no tenga tanta prisa—dijo el gitano—. Voy a
traerle lo que usted necesita.

Sin aguardar respuesta corrió a la cuadra, y a poco salió trayendo
por el ramal una jaca ruana, de unos trece palmos de alzada, llena
de mataduras y señales de las cuerdas y ataderos. La estampa, sin
embargo, no era mala, y tenía un brillo extraordinario en los ojos.

—Aquí tiene su merced—dijo el gitano—la mejor jaca de España.

—¿Para qué me enseñas ese pobre animal?—pregunté.

—¿Pobre animal?—repuso el gitano—. Es un caballo mejor que su
_Andalou_ de usted.

—Puede que no quisieras cambiarlos—dije yo sonriendo.

—_Señor_, lo que yo digo es que puesto a correr, le saca ventaja a su
_Andalou_ de usted.

—Está muy flaco—respondí—. Me parece que concluirá muy pronto de
pasar fatigas.

—Flaco y todo como está, _señor_, ni usted ni cuantos ingleses hay en
España son capaces de dominarlo.

Miré otra vez al animal, y su estampa me hizo una impresión más
favorable aún que antes. Necesitaba yo una caballería para relevar,
cuando fuese menester, a la de Antonio en el transporte del equipaje,
y aunque el estado de aquella jaca era lastimoso, pensé que con el
buen trato no tardaría en redondearse.

—¿Puedo montar en él?—pregunté.

—Es caballo de carga, _señor_, y no está hecho a la silla; sólo
se deja montar por mí, que soy su amo. Cuando se arranca, no para
hasta el mar: se lanza por cuestas y montañas, y las deja atrás en
un momento. Si quiere usted montar este caballo, _señor_, permítame
que antes le ponga la brida, porque con el ronzal no podrá usted
sujetarlo.

—Eso es una tontería—repliqué—. Pretendes hacerme creer que tiene
mucho genio para pedir más por él. Te digo que está casi muriéndose.

Tomé el ronzal y monté. Apenas me sintió sobre las costillas, el
animalito, que hasta entonces había estado inmóvil como una piedra,
sin mostrar el menor deseo de cambiar de postura ni dar más señales
de vida que revolver los ojos y enderezar una oreja, arrancó al
galope tendido como un caballo de carreras. Presumía yo que el
caballo iba a cocear o a tirarse al suelo para librarse de la carga;
pero la escapada me cogió completamente desprevenido. No me costó
gran trabajo, sin embargo, sostenerme, porque desde la niñez estaba
yo habituado a montar en pelo; pero frustró todos los esfuerzos que
hice para detenerlo, y casi empecé a creer, como me había dicho el
gitano, que ya no se pararía hasta el mar. No obstante, disponía yo
de un arma poderosa, y fué tirar del ronzal con toda mi fuerza, hasta
que obligué al caballo a volver ligeramente el cuello, que, por lo
rígido, parecía de palo; a pesar de todo, no disminuyó la rapidez
de su carrera ni un momento. A mano izquierda del camino, por donde
volábamos, había una profunda zanja, en el preciso lugar donde el
camino torcía a la derecha, y hacia la zanja se lanzó oblicuamente
el caballo. Con los tirones se rompió el ronzal; el caballo siguió
disparado como una flecha, y yo caí de espaldas al suelo.

—_Señor_—dijo el gitano, acercándoseme con el semblante más serio del
mundo—, ya le decía yo a usted que no montase sin brida ni freno; es
caballo de carga y sólo está acostumbrado a que le monte yo, que le
doy de comer. (Al decir esto silbó, y el animal, que andaba dando
corcovos por el campo, y acoceando el aire, volvió al instante con
un suave relincho.) Vea su merced qué manso es—continuó el gitano—.
Es un caballo de carga de primera, y puede subir, con todo lo que
usted lleva, las montañas de Galicia.

—¿Cuánto pides por él?—dije yo.

—_Señor_, como su merced es inglés y buen _jinete_, y, sobre todo,
conoce los usos de los _Caloré_, y sus mañas y lenguaje también, se
lo venderé a usted muy arreglado. Me dará usted doscientos sesenta
duros por él, ni uno menos.

—Es mucho dinero—respondí.

—No, _señor_, nada de eso; es un caballo de carga; fíjese usted que
pertenece al ejército, y no lo vendo para mí.

Dos horas de caballo nos pusieron en Palencia, ciudad antigua y
bella, admirablemente situada a orillas del Carrión, y famosa por
su comercio de lanas. Nos alojamos en la mejor _posada_ que había,
y seguidamente fuí a visitar a uno de los principales comerciantes
de la ciudad, para quien me había dado una recomendación mi banquero
de Madrid. Dijéronme que el señor estaba durmiendo la _siesta_.
«Entonces—pensé yo—lo mejor será hacer otro tanto», y me volví a
la _posada_. Por la tarde repetí la visita, y vi al comerciante.
Era un hombre bajo y corpulento, de unos treinta años; al pronto
me recibió con cierta sequedad, pero no tardaron sus modales en
dulcificarse, y a lo último no sabía ya cómo darme suficientes
pruebas de su cortesía. Me presentó a un su hermano, recién llegado
de Santander, persona inteligente en grado sumo, y que había vivido
varios años en Inglaterra. Ambos se empeñaron en enseñarme la ciudad,
como lo hicieron, paseándome por ella y por sus cercanías. Admiré
sobre todo la catedral, edificio de estilo gótico primitivo, pero
elegante y ligero. Mientras recorríamos sus naves laterales, los
dulces rayos del sol poniente, al entrar por las ventanas arqueadas,
iluminaban algunos hermosos cuadros de Murillo que adornan el sagrado
edificio[18]. Desde la iglesia lleváronme mis amigos por un camino
pintoresco a un batán de las afueras. Abundaban allí el agua y los
árboles, pareciéndome los alrededores de Palencia uno de los lugares
más agradables que hasta entonces había visto. Cansados de rodar de
una parte a otra, fuimos a un café, donde me obsequiaron con dulces
y chocolate. Tal fué la hospitalidad de mis amigos, sencilla y
agradable, como hay mucha en España.

  [18] Estos «cuadros de Murillo» son imaginarios, observa el
  editor U. R. Burke.

Al siguiente día proseguimos el viaje, triste en su mayor parte,
a través de áridas y desoladas llanuras, con algunos pueblos y
ciudades esparcidos aquí y allá, pueblos silenciosos, melancólicos,
distantes unos de otros dos o tres leguas. Hacia el mediodía
percibimos a lo lejos, entre brumas, una inmensa cadena de montañas,
límite septentrional de Castilla; pero el día se nubló y obscureció,
y las perdimos de vista. Un viento sonoro comenzó a soplar con
violencia en las desoladas llanuras, arrojándonos al rostro nubes
de polvo; los pocos rayos de sol que traspasaban las nubes eran
candentes, inflamados. Iba yo muy cansado del viaje, y cuando a eso
de las cuatro llegamos a X[19], pueblo grande, a mitad de camino
entre Palencia y León, resolví pasar allí la noche. Pocos lugares
habré visto en mi vida tan desolados como aquel pueblo. Las casas,
grandes en su mayoría, tenían muros de barro, como los pajares. En
toda la sinuosa y larga calle por donde entramos, no vimos alma
viviente a quien preguntar por la _venta_ o _posada_; al cabo, en un
extremo de la plaza, al fondo, descubrimos dos bultos negros parados
junto a una puerta, e interrogándolos supimos ser aquella la casa que
buscábamos. Extraño era el aspecto de los dos seres, que parecían
los genios del lugar. El uno, pequeño y delgado, de unos cincuenta
años, tenía las facciones pronunciadas y aviesas. Vestía una holgada
casaca negra de largos faldones, calzón también negro y gruesas
medias de estambre del mismo color. Hubiérale tomado desde luego por
un eclesiástico, a no ser por su sombrero, pequeña castora abollada,
nada clerical ciertamente. Su acompañante era de corta estatura
y mucho más joven. Vestía de análogo modo, salvo que llevaba una
capa azul obscuro. Empuñaban sendos bastones, y, sin alejarse de la
puerta, tan pronto entraban como salían, mirando a veces al camino,
como si aguardasen a alguien.

  [19] Posiblemente Cisneros o Calzada. (Nota del editor Burke.)

—Créame usted, _mon maître_—me dijo Antonio en francés—, estos dos
individuos son curas carlistas, y están aguardando la llegada del
Pretendiente. _Les imbeciles!_

Llevamos los caballos a la cuadra, guiados por la posadera. «¿Quiénes
son esos hombres?»—pregunté.

—El más viejo es el arcipreste del _pueblo_—respondió la mujer—. El
otro es hermano de mi marido. _¡Pobrecito!_ Era fraile en un convento
de aquí; pero lo cerraron y echaron a los hermanos.

Volvimos a la puerta.

—Me parece, caballeros, que ustedes son catalanes—dijo el
cura.—¿Traen ustedes noticias de aquel reino?

—¿Por qué supone usted que somos catalanes?—pregunté.

—Porque les he oído hace un momento hablar en esa lengua.

—No traigo noticias de Cataluña—respondí—. Pero creo que la mayor
parte del principado está en manos de los carlistas.

—¡Ejem, hermano Pedro! Este caballero dice que la mayor parte de
Cataluña está en poder de los realistas. Por favor, caballero, dígame
si sabe por dónde andará a estas horas Don Carlos con su ejército.

—Por mis noticias—respondí—es posible que esté ya muy cerca de aquí.

Eché a andar hacia la salida del pueblo. Al instante se me juntaron
los dos individuos, y Antonio con ellos, poniéndonos los cuatro a
mirar fijamente al camino.

—¿Ve usted algo?—pregunté por fin a Antonio.

—_Non, mon maître._

—¿Ve usted algo, señor?—pregunté al cura.

—No veo nada—respondió, alargando el pescuezo.

—No veo nada—dijo Pedro, el ex fraile—; sólo veo mucho polvo, cada
vez más espeso.

—Entonces, yo me vuelvo—dije—. Es poco prudente estarse aquí
esperando al Pretendiente. Si los nacionales de la población se
enteran, pueden fusilarnos.

—¡Ejem!—dijo el cura, siguiéndome—. Aquí no hay nacionales; quisiera
yo saber quién se atrevería a serlo. Cuando los vecinos recibieron
orden de alistarse en la milicia, rehusaron todos sin excepción,
y tuvimos que pagar una multa. Por tanto, amigo, si tiene algo que
comunicarnos hable sin recelo; aquí todos somos de su misma opinión.

—Yo no tengo opinión alguna—repliqué—, como no sea que me corre prisa
cenar. No estoy por _Rey_ ni por _Roque_. ¿No dice usted que soy
catalán? Pues ya sabe usted que los catalanes no piensan más que en
sus negocios.

Al anochecer anduve vagando por el pueblo, que me pareció aún más
abandonado y melancólico que antes; acaso fué, no obstante, una
población de importancia en tiempos pasados. En un extremo del pueblo
yacían las ruinas de un vasto y tosco castillo, casi todo de piedra
berroqueña; quise visitarlas, pero hallé la entrada defendida por una
puerta. Desde el castillo me encaminé al convento, triste y desolado
lugar, antigua morada de frailes franciscanos mendicantes. Ya me
volvía a la posada, cuando oí fuerte rumor de voces, y guiándome
por ellas no tardé en salir a una especie de prado, donde sobre un
montículo estaba sentado un cura vestido de hábitos, leyendo en alta
voz un periódico; en torno suyo, de pie o sentados en la hierba,
se congregaban unos cincuenta _vecinos_, vestidos casi todos con
luengas capas; entre ellos descubrí a mis dos amigos, el cura y el
fraile. «Es un buen enjambre de carlistas—dije entre mí—ansiosos
de noticias»; y me encaminé hacia otra parte de la pradera, donde
pastaban los ganados del pueblo. El cura, en cuanto me vió, se apartó
del grupo y vino a mí. «He oído que necesita usted un caballo—me
dijo—. Yo tengo aquí uno pastando, el mejor del reino de León»; y
con la volubilidad de un _chalán_ empezó a ensalzar los méritos del
animal. No tardó en juntársenos el fraile, quien, aprovechando una
oportunidad, me tiró de la manga, y me dijo:

—Señor, con el cura no se puede tratar; es el pillo más grande de
estos contornos. Si necesita usted un caballo, mi hermano tiene uno
mucho mejor, y se lo dará más barato.

—No pienso comprarlo hasta que llegue a León—exclamé; y me fuí,
meditando en la amistad y en la sinceridad de los curas.

Desde X a León, ocho leguas de camino, el país mejoró rápidamente;
cruzamos varios arroyos, y a veces atravesábamos praderas
exuberantes. Volvió a brillar el sol, y acogí su reaparición con
alegría, a pesar del sofocante calor. A dos leguas de León dimos
alcance a un tropel de gente con caballos, mulas y carros que acudían
a la famosa feria que el día de San Juan se celebra en León; en
efecto, se inauguró a los tres días de nuestra llegada. Aunque esa
feria es principalmente de caballos, acuden a ella comerciantes de
muchas partes de España con diferentes géneros de mercadería, y allí
me encontré a muchos catalanes ya vistos en Medina y Valladolid.

Nada notable hay en León, ciudad vieja y tétrica, salvo la catedral,
que es, en muchos respectos, un duplicado de la de Palencia, elegante
y aérea como ésta, pero sin los espléndidos cuadros que la adornan.
La situación de León en el centro de una comarca floreciente,
abundante en árboles, y regada por muchas corrientes de agua nacidas
en las grandes montañas de las inmediaciones, es muy placentera.
Dista mucho, sin embargo, de ser un lugar saludable, sobre todo en
verano, cuando los calores suscitan las emanaciones nocivas de las
aguas, que engendran muchas enfermedades, especialmente calenturas.
Apenas llevaba tres días en León me atacó una de esas fiebres,
contra la que creí no poder luchar, no obstante mi constitución
robusta, pues en siete días que me duró me quedé casi en los huesos,
y en tan deplorable estado de debilidad que no podía hacer el más
leve movimiento. Pero ya antes había logrado que un librero se
encargara de vender los Testamentos, y publicado los anuncios de
costumbre, aunque sin grandes esperanzas de buen éxito, porque los
leoneses, con raras excepciones, son furibundos carlistas y ciegos e
ignorantes secuaces de la arcaica iglesia papal. La sede episcopal
de León estuvo ocupada en otro tiempo por el primer ministro de Don
Carlos, y parece que su espíritu fanático y feroz llena todavía la
ciudad. En cuanto aparecieron los carteles, el clero se puso en
movimiento. Fueron de casa en casa, fulminando maldiciones y anatemas
y amenazando con todo género de desventuras a quien comprase o
leyese «los libros malditos» que los herejes introducían en el país
con propósito de pervertir las almas cándidas de los habitantes.
Hicieron más: incoaron un proceso ante el tribunal eclesiástico
contra el librero. Por fortuna, ese tribunal no posee ahora mucha
autoridad, y el librero, atrevido y resuelto, sostuvo el reto y llegó
hasta fijar un anuncio en la misma puerta de la catedral. A pesar
del griterío que se levantó contra los libros, se vendieron en León
algunos ejemplares; dos fueron adquiridos por sendos exclaustrados,
y otros tantos por párrocos de las aldeas vecinas. Creo que en total
se vendieron unos quince ejemplares, de suerte que mi visita a lugar
tan atrasado no se perdió del todo, porque la semilla del Evangelio
quedó sembrada, aunque con parquedad. Pero las espesas tinieblas que
envuelven a León son verdaderamente lamentables, y la ignorancia
del pueblo es tan grande que en las tiendas se venden públicamente
y tienen gran aceptación conjuros y encantaciones impresos contra
Satanás y su hueste y contra todo género de maleficios. Tales son
los resultados del papismo, la falacia que más ha contribuído a
envilecer y embrutecer al espíritu humano.

Apenas pude levantarme del lecho donde la fiebre me tuvo postrado.
Antonio me descubrió sus temores. Díjome que había visto a varios
soldados, con el uniforme de Don Carlos, acechar a la puerta de la
_posada_ e inquirir noticias respecto de mí. Ocurría, en efecto, en
León un hecho singular: más de cincuenta individuos, que por diversos
motivos habían dejado las filas del Pretendiente, paseaban por las
calles vistiendo su librea, plenamente seguros de que nadie los
molestaría gracias a la protección cierta de las autoridades locales.
Supe también por Antonio que el posadero era un notorio _alcahuete_
o espía de los ladrones de toda la comarca, y que a menos de
emprender el viaje muy pronto y sin avisar, nos robarían seguramente
en el camino. No hice gran caso de tales indicaciones; pero tenía
vivos deseos de marcharme de León, porque, a mi parecer, en tanto
permaneciese allí no podría recobrar la salud ni la fuerza.

De consiguiente, a las tres de la mañana salimos para Galicia; apenas
habíamos andado media legua, estalló una tormenta violentísima.
Nos hallábamos en un bosque que se dilataba bastante en la misma
dirección que nosotros seguíamos.

El viento doblaba los árboles casi hasta el suelo o los arrancaba
de cuajo; la luz de los relámpagos que fulguraban en torno nuestro,
barría la tierra y casi nos cegaba. El fogoso caballo andaluz que yo
montaba se espantó y comenzó a botar como un endemoniado. Como estaba
tan débil, me costó grandísimo trabajo agarrarme a la silla y evitar
una caída que podía ser fatal. La tronada acabó en una manga de agua
tremenda que engrosó los arroyos e inundó los campos, haciendo muchos
daños en los sembrados. Después de una caminata de cinco leguas
comenzamos a entrar en la región montañosa de Astorga. El calor se
hizo casi sofocante. Aparecieron enjambres de moscas que, posándose
en los caballos, los enloquecían a picaduras. El camino era duro y
fatigoso. Con gran trabajo llegamos a Astorga, cubiertos de barro y
de polvo, tan sedientos que la lengua se nos pegaba al paladar.



CAPÍTULO XXIII

  Astorga.—La posada.—Los maragatos.—Costumbres de los
  maragatos.—La estatua.


Fuimos a una posada de los arrabales, la única, por cierto, que había
en la ciudad. El patio estaba lleno de _arrieros_ y carreteros que
movían gran alboroto; el posadero reñía con dos de sus parroquianos,
y reinaba universal confusión. Al apearme recibí en la cara el
contenido de un vaso de vino; pero como el saludo iba probablemente
destinado a otro, me hice el desentendido. Alcanzóle a Antonio un
estacazo, y, menos paciente que yo, devolvió en el acto el saludo
cruzándole la cara con el látigo a un carretero. Mientras me
esforzaba por separar a los dos antagonistas, mi caballo se escapó, y
rompiendo por entre la revuelta multitud, derribó a varios individuos
y causó no pocos destrozos. Costó mucho tiempo restablecer la paz;
por fin nos condujeron a una habitación de regular decencia. Apenas
nos habíamos instalado, llegó de Madrid la galera para La Coruña
llena de viajeros polvorientos: mujeres, niños, oficiales inválidos
y otra gente así. En seguida nos expulsaron de nuestro cuarto y
arrojaron los equipajes al patio. Como nos quejáramos de tal trato,
nos dijeron que éramos dos vagabundos a quien nadie conocía, que
habíamos llegado sin _arriero_ y puesto en confusión la casa entera.
Por gran favor nos permitieron, al cabo, refugiarnos en un ruinoso
cuartucho pegado a la cuadra, lleno de ratas y de miseria. Había allí
una cama con dosel muy antigua, y hubimos de darnos por contentos con
tan miserable acomodo porque, abrasado de fiebre, yo no podía seguir
adelante. El calor era insoportable. Me senté en la escalera, con la
cabeza entre las manos, anhelando por falta de aire; Antonio acudió a
darme de beber agua con vinagre, y me sentí aliviado.

Tres días estuvimos en aquel arrabal, y la mayor parte del tiempo
permanecí tendido en la cama. Una o dos veces se me ocurrió ir a
la ciudad; pero no encontré librero ni persona alguna dispuesta a
encargarse de vender mis Testamentos. La gente era brutal, estúpida
y grosera; me volví a la cama cansado y desanimado. Allí me estuve
oyendo, de tiempo en tiempo, los armoniosos sones de la campana del
reloj de la vieja catedral. El posadero ni fué a verme ni preguntó
por mí. Con los cuidados de Antonio recobré las fuerzas rápidamente.
«_Mon maître_—me dijo una tarde—. Veo que está usted mejor; vámonos
mañana de esta ciudad y de esta _posada_, que son a cual peores.
_Allons, mon maître! Il est temps de nous mettre en chemin pour Lugo
et Galice._»

Antes de contar lo que nos ocurrió en el viaje a Lugo y Galicia,
acaso no esté de más decir unas palabras respecto de Astorga y sus
contornos. Astorga es una ciudad amurallada, de cinco a seis mil
habitantes, con catedral y seminario, vacío actualmente. Está situada
en los confines y puede ser llamada capital de una comarca denominada
país de los _maragatos_, como de tres leguas cuadradas de extensión,
que limita al Noroeste la montaña llamada Teleno, la más elevada de
una cadena nacida cerca de la desembocadura del Miño y que enlaza con
el inmenso macizo divisorio de las Asturias y Guipúzcoa. La región,
rocosa en su mayor parte, con ligeras salpicaduras de tierra de un
color rojo ladrillo, es ingrata y árida, y paga mezquinamente los
afanes del labrador. Los maragatos son quizás la casta más singular
de cuantas pueden encontrarse en la mezclada población de España.
Tienen costumbres y vestidos peculiares, y nunca se casan con
españoles. Su nombre indica su origen, pues significa «moros godos»;
y hoy en día su pergenio, consistente en un chaquetón muy ajustado,
ceñido al talle por una faja ancha, calzones anchos hasta la rodilla,
botas y polainas, difiere muy poco del de los moros de Berbería.
Llevan afeitado el cráneo, y sólo se dejan un ligero cerquillo de
pelo en la parte inferior. Si llevaran turbante o _barrete_ apenas
se los distinguiría de los moros por el vestido; pero usan en lugar
de aquél el _sombrero_ ancho. Es casi indudable que los maragatos
son reliquias de aquellos godos que tomaron partido por los moros
invasores de España, y adoptaron su religión, costumbres y traje,
que, con excepción de la primera, conservan aún en buena parte. Pero
es también evidente que su sangre no se ha mezclado con la de los
salvajes hijos del desierto, porque con dificultad se encontrarían en
las montañas de Noruega tipos y rostros más esencialmente godos que
los maragatos. Son hombres de fuerza atlética; pero toscos, pesados,
de facciones generalmente correctas, pero vacíos de expresión. Hablan
con lentitud y lisura; rara vez, o nunca, se observan en ellos los
arranques de elocuencia y de imaginación tan comunes en los demás
españoles; tienen además una pronunciación áspera y fuerte, y al
oírlos hablar creeríase escuchar a un campesino alemán o inglés
que intentara expresarse en el idioma de la Península. Son de
temperamento flemático, y con dificultad se encolerizan; pero son
peligrosos y extremados cuando una vez se incomodan; persona que
los conocía bien me dijo que prefería afrontar a diez valencianos,
pueblo mal notado por su ferocidad e instintos sanguinarios, que a
un solo maragato irritado, por flojo y embotado que sea en las demás
ocasiones.

Los hombres apenas se ocupan en las labores del campo,
abandonándoselas a las mujeres, que aran las pedregosas tierras
y recogen sus menguadas cosechas. Muy diferente es la ocupación
de sus maridos e hijos: constituyen un pueblo de _arrieros_, y
considerarían casi como una desgracia emplearse en otros quehaceres.
Por todos los caminos de España, y particularmente al Norte de la
cordillera divisoria de ambas Castillas, pasan los maragatos, en
cuadrillas de cinco o seis, dormitando, o simplemente echados en el
lomo de sus gigantescas y cargadísimas mulas, bajo los rayos del sol
achicharrante. En suma: casi todo el comercio de una mitad de España
está en manos de los maragatos, cuya fidelidad es tal, que cuantos
han utilizado sus servicios no vacilarían en confiarles el transporte
de un tesoro desde el Cantábrico a Madrid, en la seguridad completa
de que no sería culpa suya si no llegaba salvo e intacto a su
destino; arrojados han de ser los ladrones que intenten arrebatar sus
mercancías a los arrieros maragatos, dondequiera temidos; aferrados a
ellas mientras pueden tenerse en pie, las defienden a tiros o con su
propio cuerpo si caen en la pelea.

Pero aunque son los _arrieros_ más fieles de España, distan mucho
de ser desinteresados; en general, cobran por el transporte de
mercancías el doble, cuando menos, de lo que a otros del mismo oficio
les parecería suficiente recompensa. De esa manera acumulan grandes
sumas de dinero, a pesar de que se tratan mucho mejor de lo que en
general es uso entre los frugales españoles, otro argumento en favor
de su pura descendencia gótica, porque los maragatos, como verdaderos
hombres del Norte, son aficionados a la bebida y se regodean en las
comidas copiosas y empalagosas; así tienen esos corpachones tan
rozagantes. Muchos han dejado al morir fortunas considerables, y no
es raro que leguen una parte de su caudal para erigir o embellecer
casas religiosas.

En el extremo oriental de la catedral de Astorga, dominando el
altivo muro, hay sobre el tejado una estatua de plomo colosal: es la
estatua de un arriero maragato que legó a la catedral una cantidad
importante[20]. La figura aparece vestida con el traje nacional; pero
desvía el rostro de la tierra de sus padres, y como ondea en la mano
una especie de bandera, parece que está animando a todos los de su
raza para que abandonen aquella región estéril y busquen en otros
climas un campo más rico y vasto para su actividad y su energía.

  [20] El nombre del arriero era Pedro Mato. La estatua es de
  madera. (Nota del editor Burke.)

Hablé de religión con varios maragatos, que es asunto primordial;
pero «su corazón estaba endurecido; sus oídos, sordos, y sus ojos,
cerrados». Con uno, sobre todo, hablé mucho rato, después de
mostrarle el Nuevo Testamento. Me escuchó, o pareció escucharme, con
paciencia, bebiendo de vez en cuando copiosos tragos de un inmenso
jarro de vino blanco que sostenía entre las rodillas. Cuando acabé de
hablar me dijo: «Mañana me voy a Lugo, para donde va usted también,
según tengo entendido. Si quiere usted enviar allá sus baúles, no
tengo inconveniente en encargarme de ello, a tanto (y me dió un
precio exorbitante). De todo lo demás que me ha dicho usted, entiendo
muy poco y no creo ni una palabra; respecto de los libros que me ha
enseñado usted, compraré tres o cuatro. No pienso leerlos, la verdad;
pero, sin duda, los venderé a precio más alto del que usted pide por
ellos.»

Y basta ya de maragatos.



CAPÍTULO XXIV

  Salida de Astorga.—La venta.—El atajo.—Salvación
  difícil.—El vaso de agua.—Sol y sombra.—Bembibre.—El
  convento de las Rocas.—Puesta de sol.—Cacabelos.—Aventura a
  media noche.—Villafranca.


A las cuatro de una hermosa mañana salimos de Astorga, o más bien de
sus arrabales, donde habíamos vivido; nos encaminamos hacia el Norte
en dirección de Galicia; dejamos a nuestra izquierda la montaña de
Teleno, y fuimos bordeando por el Este el país de los maragatos, por
terreno fragoso, alegrado por algunos vallecitos verdes y arroyuelos.
Varias maragatas, montadas en jumentos, se cruzaron con nosotros;
iban a Astorga a vender verduras. Vi a otras en los campos gobernando
el tosco arado, tirado por bueyes flacos. Pasamos también por un
pueblecito donde no vi alma viviente. Cerca de aquel pueblo entramos
en la carretera directa de Madrid a La Coruña, y después de andar
unas cuatro leguas llegamos a una especie de desfiladero, formado,
a nuestra izquierda, por una enorme y maciza montaña (una de las
que arrancan del macizo de Teleno), y a nuestra derecha por otra de
mucha menos altura. En el comedio de esa hoz, bastante ancha, se
descubría una vista muy hermosa. Delante, como a legua y media de
distancia, alzábase la poderosa cordillera divisoria ya mentada; en
sus vertientes azules, y en sus quebradas y pintorescas cumbres,
se enredaban todavía algunos tenues jirones de la niebla matutina,
que los fuertes rayos del sol deshacían con rapidez. Parecía una
enorme barrera que fuese a interceptarnos el camino, y me recordó
las fábulas relativas a los hijos de Magog, de quienes se dice que
residen en lo más remoto de Tartaria detrás de una gigantesca muralla
de granito, que sólo puede pasarse por una puerta de acero de mil
codos de altura.

Poco después llegamos a Manzanal, aldea compuesta de tristes
casuchas, con todas las muestras de la pobreza y de la miseria. Era
la hora indicada para comer nosotros y dar pienso a los caballos, y
nos dirigimos a una _venta_ al final del pueblo; si bien encontramos
cebada para los animales, trabajo nos costó hallar algo para
nosotros. Por fortuna, pude adquirir un jarro grande de leche, porque
las vacas abundaban; muchas de ellas pastaban en un pintoresco valle
que acabábamos de atravesar, bien poblado de hierba y de árboles, con
un arroyuelo cortado por pequeñas cascadas. Tendría el jarro hasta
una azumbre de leche, y en pocos minutos lo apuré, pues aunque tenía
perdido el apetito, la fiebre me abrasaba de sed. La venta consistía
en un inmenso establo, con una partición para cocina y un sitio
donde dormía la familia del ventero. El amo, joven y recio, estaba
recostado en un ancho banco de piedra junto a la puerta. Era muy
preguntón; pero como yo no podía saciar su afán de noticias, comenzó
a hablar él, y, cada vez más comunicativo, acabó por referirme la
historia de su vida; en resumen, me contó que había sido correo
en las provincias Vascongadas, y que un año antes fué trasladado
a aquella aldea, donde tenía a su cargo la estafeta. Era liberal
entusiasta, y hablaba pestes de la gente del país, toda carlista,
según decía, y amiga de los frailes. No puse gran atención en sus
palabras, porque me entretuve en observar a un muchacho maragato, de
unos catorce años, que servía en la casa de mozo de cuadra. Pregunté
al amo si aún estábamos en tierra de maragatos, y me respondió que
ya la habíamos dejado más de una legua atrás; el muchacho aquel era
huérfano, y se había puesto a servir para ahorrar unos cuartos y
dedicarse a _arriero_. Hice unas preguntas al muchacho; pero me miró
a la cara, malhumorado, y guardó tenaz silencio o respondió sólo
con monosílabos. Al preguntarle si sabía leer: «Sí—dijo—; como ese
caballo de usted que está ahí queriendo arrancar el pesebre.»

Dejado Manzanal, continuamos el viaje. No tardamos en llegar al borde
de un profundo valle abierto entre montañas, no las que habíamos
visto frente a nosotros, y que ahora dejábamos a la derecha, sino
las del macizo de Teleno antes de unirse a aquéllas. El valle se
asemejaba un poco a una herradura; el camino seguía las laderas
dando un gran rodeo; pero cabalmente delante de nosotros arrancaba
un sendero que en suave descenso, al parecer, cruzaba el valle para
unirse de nuevo al camino al otro lado, a un cuarto de milla de
distancia; nos metimos por el atajo para evitar el rodeo.

Poco trecho llevaríamos andado, cuando encontramos a dos gallegos
que iban a segar a Castilla. Uno de ellos exclamó; «Caballero,
vuélvase atrás; dentro de nada llegará usted a unos precipicios
donde se romperán la cabeza los caballos; apenas hemos podido
subirlos nosotros a pie.» El otro gritó: «Caballero, siga adelante;
pero lleve mucho cuidado; si los caballos no tropiezan no correrá
usted gran peligro; mi compañero es tonto.» Los dos montañeses se
pusieron a disputar, sosteniendo cada cual su opinión con juramentos
y maldiciones pero, sin esperar el resultado, proseguí adelante.
Gruesas piedras, pedazos de pizarra, en los que mi caballo tropezaba
sin cesar, empezaron a obstruir el camino. Oí también ruido de agua
en una garganta profunda que no había visto hasta entonces, y me
pareció más que insensato continuar por el atajo. Volví el caballo,
y me dirigía con rapidez al camino, cuando Antonio, mi fiel criado
griego, me indicó una pradera por la cual, a su parecer, podríamos
cortar mucho y salir a la carretera en un punto bastante más bajo
que si desandábamos todo el atajo. Radiante hierba verde, muy corta,
cubría la pradera, cruzada por un arroyuelo. Metí espuelas al caballo
creyendo salir a la carretera en un momento; pero el animal empezó a
resoplar con violencia, a espantarse y a dar otras evidentes señales
de no querer cruzar por aquel sitio, en apariencia tentador. Creí que
el olor de algún lobo, o de otra alimaña cualquiera, era la causa
de su espanto; pero salí pronto de mi error viéndole hundirse hasta
los corvejones en una ciénaga; lanzó un agudo relincho, y mostrando
grandísimo terror, manoteó y se esforzó por zafarse; pero a cada
momento se hundía más. Al cabo pudo alcanzar una veta de roca que
emergía del fango; en ella puso los cuatro remos, y con un esfuerzo
tremendo saltó el arroyo y se libró del suelo traicionero cayendo en
otro de relativa firmeza, donde permaneció jadeante, cubiertos los
ijares de espuma y sudor. Antonio, que había contemplado la escena,
no se atrevió a seguirme, y desandando todo el atajo se reunió poco
después conmigo en la carretera. El suceso trajo a mi memoria la
pradera y el sendero que tentaron a Cristián cuando seguía el angosto
camino del cielo, y que acabaron por llevarle a los dominios del
gigante Desesperado.

Comenzamos luego a descender al valle por una ancha y excelente
_carretera_ abierta en la escarpada falda de la montaña que teníamos
a la derecha. A la izquierda quedaba la garganta por donde caía
el torrente de que antes hablé. Era la carretera tortuosa, y el
paisaje más pintoresco a cada revuelta. Ensanchábase poco a poco la
garganta; el arroyo que por ella corría, con el alimento de numerosos
manantiales, engrosaba su vena y su fragor; pronto quedó muy debajo
de nosotros, prosiguiendo su arrebatado curso hacia el terreno llano,
por donde fluía a través de una linda y angosta pradera. Selvático
era el aspecto de las montañas del fondo, cubiertas, desde los pies
a la cima, de árboles tan espesos que no se percibía ni un palmo
del suelo, en cuyos senos se albergan lobos, jabalíes y _corzos_.
Estos, según me contó un campesino que pasó guiando un carro de
bueyes, bajan con frecuencia a la pradera, donde los cazan a tiros
para aprovechar la piel, porque la carne, muy dura y desagradable,
nadie la quiere. No obstante lo agreste de la región, la mano del
hombre era visible por doquiera. En las escarpadas vertientes de la
garganta, por donde el arroyo caía, amarilleaban pequeños sembrados
de cebada; abajo, en la pradera, veíase una aldea y una iglesia;
hasta nosotros subían los alegres cantares de los segadores que
guadañaban la lozana y abundosa hierba. Apenas podía creer que
estábamos en España, tan parda, árida y triste en general, y casi me
imaginé hallarme en la antigua y gloriosa tierra de Grecia, cuyos
montes y selvas han sido tan bien descriptos por Teócrito.

Entramos en un pueblecito situado en el fondo del valle y regado
por las aguas del torrente, ya casi convertido en río. No he
visto situación tan romántica como la de aquel pueblo. Rodeado de
montañas, que casi le dominaban a pico, cobijado por muy densas y
variadas arboledas, alegrábanlo el rumor de las aguas, el canto
de los ruiseñores y las sonoras notas del cuco, encaramado en las
altas ramas; pero la aldea era miserable. Las casas eran de pizarra,
abundantísima en las montañas vecinas, y las techumbres del mismo
material; pero no a la manera limpia y ordenada que se usa en las
casas inglesas, porque las pizarras eran de todos tamaños y parecían
colocadas en revuelta confusión. Muertos de sed y de calor nos
sentamos en un banco de piedra, y rogué a una mujer que me diese un
poco de agua. Respondió que me la traería, a condición de pagarla.
Antonio, al oírla, se incomodó mucho, y mezclando el griego, el turco
y el español, invocó la venganza de la _Panhagia_ sobre aquella mujer
sin corazón. «Si ofreciese dinero a un mahometano por un trago de
agua—decía Antonio—me lo arrojaría a la cara, y usted es católica
y por la puerta de su casa pasa un río.» Le mandé callar, y repetí
mi ruego, después de dar a la mujer dos _cuartos_; tomó entonces un
cántaro y lo llenó en el arroyo. El agua era cenagosa y desagradable;
pero calmó la sed febril que me devoraba.

Montamos de nuevo y proseguimos la marcha. Durante un trecho
considerable el camino seguía la margen del río; las aguas se
precipitaban a veces en pequeñas cascadas, o alborotaban entre las
piedras, o fluían en sombrío silencio sobre las pozas profundas, bajo
el dosel de los sauces. Las pozas debían de ser abundantes en pesca;
con mucha frecuencia saltaban del agua gruesas truchas y cazaban
las brillantes moscas que pasaban rozando la engañosa superficie.
Eran deliciosos el momento y el lugar. Rodaba el sol por lo alto del
firmamento, despidiendo de su orbe de fuego rayos gloriosísimos, y la
atmósfera vibraba con su resplandor; pero la sombra de los árboles
templaba su fuerza, o la hacían inofensiva la vivificante frescura
que subía del agua o las suaves brisas que a intervalos murmuraban
en las praderas, «aireando la mejilla y levantando el cabello» del
viajero. Las montañas fueron poco a poco aclarándose. Entramos
en una planicie. Sobre las altas hierbas ondulantes extendían
los robustísimos castaños, en plena floración, sus gigantescas y
sombrosas ramas. Echadas en el suelo descansaban unas cuantas parejas
de bueyes, soportando en sus cabezas el grave peso de la pértiga de
las carretas, mientras los boyeros se ocupaban en aderezar la comida
o dormían a la sombra y sobre la hierba una _siesta_ deliciosa.
Me acerqué al grupo más numeroso y pregunté a un individuo si
necesitaban el Testamento de Jesucristo. Miráronse con asombro unos
a otros y me miraron a mí, hasta que un joven, que conservaba entre
las manos una escopeta mientras descansaba, me preguntó qué era eso
y si yo era catalán, «porque tiene usted un hablar muy áspero, y es
alto y rubio como aquella gente». Me senté con ellos, y les dije que
no era catalán, sino que venía por el mar de Occidente, de un sitio
distante muchas leguas de allí, a vender aquel libro a mitad de su
precio de coste, y que la salvación de su alma dependía de conocerlo
bien. Expliqué la naturaleza del Nuevo Testamento y leí la parábola
del sembrador. Mis oyentes miráronse de nuevo con asombro; pero me
dijeron que no podían, siendo pobres, comprar libros. Me levanté,
monté a caballo, y al marcharme les dije: «La paz sea con vosotros.»
Oído esto por el joven de la escopeta, se puso en pie, y exclamando:
«_Cáspita_, ¡qué cosa tan rara!», me arrebató el libro de la mano y
me pagó el precio que le había pedido.

Acaso no se encuentre, aun buscándolo por todo el mundo, un lugar
cuyas ventajas naturales rivalicen con las de esta llanura o valle
de Bembibre, con su barrera de ingentes montañas, con sus copudos
castaños, y con los robledales y saucedas que visten las márgenes del
río, tributario del Miño. Es verdad que, cuando yo pasé por allí, el
luminar del cielo ardía en todo su esplendor, y las cosas, alumbradas
por sus rayos, aparecían brillantes, prósperas y jocundas. No
aseguro que aquellos lugares me hubieran producido igual admiración
contemplados a otra luz; pero es indiscutible que siendo tantas sus
cualidades no pueden por menos de producir en cualquier tiempo hondo
deleite; a la belleza apacible de un paisaje inglés júntase allí
un no sé qué de grande y de agreste, y tengo para mí que el hombre
nacido en aquellos valles, a no ser muy insaciable y turbulento, no
querrá abandonarlos jamás. En aquellas horas no hubiera ambicionado
yo mejor destino que el de ser pastor o cazador en las praderas o en
las montañas de Bembibre.

Tres horas más tarde, la situación había variado. En Bembibre,
pueblo de barro y pizarra, poco digno de atención, hicimos alto,
para comer nosotros y dar pienso a los caballos. Continuamos
luego cuesta arriba, porque el camino iba por una de las últimas
estribaciones de aquellas montañas divisorias, ya frecuentemente
mencionadas; pero el cielo se había obscurecido; las nubes rodaban
veloces sobre las montañas, viniendo del mar, y un viento frío se
quejaba tristemente. Dimos alcance a un aldeano, montado en una mula
miserable, y nos dijo: «Tenemos la nube encima; los asturianos la
van a ver muy bien, porque corre hacia su tierra.» Apenas lo había
dicho, un relámpago, tan vivo y deslumbrador como si todo el brillo
del elemento ígneo se hubiese concentrado en él, fulguró en torno,
inflamando la atmósfera y envolviendo montañas, rocas y árboles en un
resplandor indescriptible. La mula del aldeano se cayó al suelo; mi
caballo se encabritó, y dando media vuelta echó a correr como loco
cuesta abajo, y durante un rato no pude refrenarlo. Al relámpago
siguió el estampido de un trueno, no menos terrible, pero lejano,
sordo y profundo; las montañas recogieron su sonido y lo repitieron
llevándolo de cumbre en cumbre, hasta que se perdió en el espacio sin
límites. Otros relámpagos y truenos estallaron, pero más débiles en
comparación; cayeron algunas gotas de lluvia. Lo recio de la nube
parecía estar en otra región. «Donde haya caído esa exhalación—dijo
el aldeano al juntarse de nuevo a nosotros—más de cien familias
estarán llorando a estas horas; aun a seis leguas de distancia
mi mula se ha cegado con el resplandor.» Llevaba por la brida al
animal, que, en efecto, parecía dañado en la vista. «Si los frailes
estuviesen aún en su nido, allá en lo alto—continuó—, diría que esto
es obra suya, porque ellos son los causantes de todas las desgracias
de esta tierra.»

Alcé los ojos en la dirección indicada por el aldeano, y a media
ladera de la montaña por cuya base íbamos vi un inmenso peñasco,
pavoroso y negruzco, que sobresalía a gran altura sobre el camino,
como si amenazase destruírlo. Parecíase aquello a uno de los
arrecifes de rocas representados en el cuadro del Diluvio, a los
que trepan los aterrorizados fugitivos para escapar a la tenaz
persecución de las embravecidas e incontrastables olas, y desde
los que miran con horror a sus pies, mientras sobre ellos se
levantan nuevas y vertiginosas alturas a las que en vano pugnan por
encaramarse. En el mismo borde de aquel peñasco se alzaba un edificio
consagrado, al parecer, a fines religiosos, porque sobre sus muros y
techumbre se erguía el campanario de una iglesia. «Esa es la casa de
la Virgen de las Rocas—dijo el aldeano—, y hasta hace poco estaba
llena de frailes; pero los han echado, y ahora no viven ahí más que
lechuzas y cuervos.» Repliqué que no debía de ser envidiable la
vida en una mansión tan triste y desamparada, porque en invierno se
correría grave peligro de morir allí de frío. «De ningún modo—me
respondió—. Tenían toda la leña que querían para sus _braseros_ y
chimeneas, y mucho y buen vino para calentarse en las comidas, nada
frugales. Además, tenían otro convento ahí en el valle, al que se
retiraban cuando les parecía bien.» Al preguntarle el motivo de su
aversión a los frailes, me contestó que había sido vasallo suyo, y
que año tras año le privaban de la flor de cuanto poseía. Hablando
de ese modo llegamos a una aldea, debajo precisamente del convento,
y allí me dejó el aldeano, después de señalarme una casa de piedra,
con una imagen sobre la puerta, que perteneció en otro tiempo, según
dijo, a la _canalla_ de allá arriba.

El sol se acercaba al ocaso; deseoso de llegar a Villafranca, donde
pensaba descansar, y de la que aún me separaban tres leguas y media,
no me detuve en la aldea. El camino empezó a descender en rápida y
tortuosa cuesta, que terminaba en un valle, en cuyo fondo había un
puente angosto y largo; por debajo pasaba un río, que por una ancha
garganta se abría paso entre dos montañas. La cordillera estaba allí
tajada, probablemente por una convulsión de la naturaleza. Contemplé
la hoz y las montañas de ambos lados. A gran altura, por mi derecha,
pero destacándose con mucha claridad, iluminado por los últimos rayos
del sol, aparecía el convento del Despeñadero, y frente por frente,
al otro extremo del valle, alzábase a pico la montaña rival, que, por
interceptar en parte considerable la luz, echaba masas de sombras
sobre la parte alta del paso, envolviéndolo en misteriosa obscuridad.
Del seno de ella se arrojaba con ruido atronador un río, blanco de
espuma, arrastrando en pos de sí piedras y ramas: era el bravío Sil,
engrosado tal vez por las recientes lluvias, que desde su cuna en las
montañas de Asturias se precipitaba hacia el Océano.

Pasaron algunas horas más. Era ya noche cerrada y nos hallábamos
rodeados de bosques, buscando a tientas el camino, porque la
obscuridad era tal que apenas veía a una vara más allá de la cabeza
del caballo. El animal parecía intranquilo, se paraba muchas
veces, apuntaba las orejas y daba relinchos lastimeros. Frecuentes
relámpagos iluminaban con sus llamaradas el cielo negro y echaban una
momentánea claridad sobre nuestro camino. Ningún ruido interrumpía el
silencio de la noche, salvo el tardo paso de los caballos, y a veces
el croar de las ranas en algún charco. Me acordé de que estaba en
España, tierra predilecta de estas dos furias: asesinato y robo, y
de la facilidad con que dos viajeros fatigados e inermes podían ser
víctimas suyas.

Al fin salimos de los bosques, y después de andar otro poco el
caballo relinchó alegremente y salió al trote corto. Pronto llegaron
a mis oídos ladridos de perros, y creímos estar cerca de poblado.
En efecto, estábamos en Cacabelos, ciudad a unas cinco millas de
Villafranca.

Eran cerca de las once, y me pareció mejor esperar al siguiente día
en aquel lugar que seguir sin dilación a Villafranca, exponiéndonos a
los horrores de la obscuridad en un camino solitario y desconocido.
Tomé el partido de quedarme, pero no había contado con la huéspeda:
en la primera _posada_ a que llamé respondieron que no podían
admitirnos, y menos aún a los caballos, porque la cuadra estaba
llena de agua. En la segunda—y en el pueblo no había más que dos—una
tosca voz me respondió desde la ventana casi con las palabras de la
Escritura: «No importunes; la puerta está ya cerrada, y mis hijos y
yo estamos acostados; no puedo levantarme para abrirte.» En realidad,
no tenía yo muchas ganas de entrar, porque la posada tenía pobrísimo
aspecto; pero daba lástima ver a los pobres caballos manotear contra
la puerta, como si implorasen la entrada.

Ya no teníamos dónde escoger: sólo nos quedaba continuar nuestro
triste viaje a Villafranca, hasta donde había, según nos dijeron, una
legua corta, que resultó ser legua y media. No fué cosa fácil salir
del pueblo, porque nos perdíamos en el laberinto de sus callejuelas.
Un muchacho de unos diez y ocho años consintió, mediante la oferta de
una _peseta_, en guiarnos, y después de muchas vueltas nos puso en un
puente, diciéndonos que le cruzáramos y siguiéramos el camino, que
era el de Villafranca; recibió luego lo ofrecido y se marchó muy de
prisa.

Seguimos sus indicaciones, no sin alguna sospecha de que pudiera
habernos engañado. La noche era aún más obscura, de suerte que no
se podía distinguir cosa alguna, por muy próxima que estuviese. Los
relámpagos eran más débiles y raros. Oíamos el rumor de los árboles
y a veces ladridos de perros; pero este ruido cesó pronto y quedamos
envueltos en silenciosas tinieblas. Mi caballo, o por cansancio o por
el mal estado del camino, tropezaba mucho; en vista de lo cual me
apeé, y llevándolo por las riendas no tardé en dejar a Antonio muy
atrás.

Un gran trecho anduve de ese modo, cuando sobrevino un incidente
muy apropiado a la hora y al lugar. Iba yo por entre árboles y
matorrales; de pronto el caballo se detiene, y a poco me tira de
espaldas. No sé cómo fué; pero el miedo, nunca sentido hasta
entonces en la soledad ni en las tinieblas, me invadió súbitamente.
Me disponía a hacer andar al caballo cuando sentí ruido a mi derecha,
y escuché con atención. El ruido parecía el de una o varias personas,
abriéndose camino a través de ramas y maleza. Cesó pronto y oí
pasos en el camino. Era el andar lento y vacilante de gentes que
transportan un objeto pesadísimo, casi superior a sus fuerzas, y me
pareció oír la respiración anhelosa de hombres muy fatigados. Hubo
una breve pausa, durante la que me pareció que descansaban en medio
del camino. Luego se reanudaron los pasos, hasta llegar al otro lado,
y de nuevo oí los crujidos de las ramas; continuó un poco de tiempo y
gradualmente se desvaneció.

Seguí mi camino, pensando en lo que acababa de suceder y haciendo
conjeturas sobre la causa. Los relámpagos fulguraban de nuevo, y a su
luz pude ver que me acercaba a unas elevadas y obscuras montañas. La
caminata nocturna duraba tanto que perdí la esperanza de llegar a la
ciudad, y entorné los ojos adormilado, aunque continuaba marchando
mecánicamente, sin soltar la rienda del caballo. De pronto una voz me
gritó a corta distancia: «_¿Quién vive?_»; al fin había dado con el
camino de Villafranca. La voz procedía de un centinela del arrabal,
uno de esos singulares migueletes, medio soldados, medio _guerillas_
que en general emplea el Gobierno de España en limpiar de ladrones
los caminos. Di la respuesta usual: «_España_», y me acerqué al lugar
donde estaba de plantón. Cambiamos unas palabras y me senté en una
piedra a esperar a Antonio, que tardó bastante en llegar. Le pregunté
si se había cruzado con alguien en el camino; pero no había visto
nada. La noche, o más bien la mañana, era aún muy obscura, a pesar de
un débil cuarto de luna que a ratos se dejaba ver entre las nubes.
Bajamos una calle a nuestra izquierda, que el miguelete nos indicó,
para llegar a la puerta de la ciudad. La calle era empinada, no
veíamos puerta ninguna, y no tardamos en ver detenidos nuestros pasos
por una fila de casas y un muro. Llamamos a la puerta de dos o tres
de aquellas casas (en cuyos pisos superiores había luces encendidas),
con el fin de orientarnos, pero no nos oyeron o no nos hicieron caso.
Hórrido maullar de gatos saludaba nuestros oídos desde los tejados
y desde los rincones obscuros, y me acordé de la llegada nocturna
de Don Quijote y su escudero al Toboso y sus inútiles pesquisas por
las desiertas calles en busca del palacio de Dulcinea. Al fin vimos
luz y oímos voces en una casita aislada, al otro lado de una especie
de foso; tirando de los caballos llegamos a la puerta y llamamos;
nos abrió un viejo, que por su traje me pareció un hornero, y no me
equivoqué; en razón de su oficio estaba levantado a tales horas. Le
rogamos que nos indicase el camino para entrar en la ciudad, y echó
delante de nosotros por una angosta callejuela que arrancaba junto a
su casa, diciendo que él mismo iba a llevarnos a la _posada_.

La calleja conducía directamente a una plaza, al parecer la del
mercado, y ya en ella detúvose nuestro guía ante una casa de
esquina, y llamó. Después de un buen rato se abrió una ventana del
piso alto, y una voz de mujer nos preguntó quiénes éramos. «Dos
viajeros que acaban de llegar y buscan posada»—respondió el viejo.
«No quiero que me molesten a estas horas de la noche—respondió la
mujer—; querrán cenar y no hay nada en casa; que vayan a cualquier
otra parte». Cuando ya iba la mujer a cerrar la ventana, grité que
no necesitábamos cena, sino descanso para nosotros y los caballos,
porque veníamos desde Astorga y estábamos muertos de cansancio.
«¿Quién es el que habla?—exclamó la mujer—. Esa voz seguramente es
la de Gil, el relojero alemán de Pontevedra. Bien venido, compañero;
llega usted a tiempo, porque tengo el reloj desarreglado. Siento
haberle hecho a usted esperar; en seguida abro».

Cerróse de golpe la ventana, y a poco brilló una luz entre las
rendijas de la puerta; giró una llave en la cerradura, y entramos.



CAPÍTULO XXV

  Villafranca.—El puerto.—Simplicidad gallega.—La guardia de
  la frontera.—La herradura.—Peculiaridades gallegas.—Una
  palabra sobre el idioma.—El correo.—El hostelero y los
  huéspedes.—Los andaluces.


¡Ave María!—dijo la mujer—. ¿Quién está aquí? Este no es Gil, el
relojero.—Que sea Gil o sea Juan—respondí—necesitamos posada, y la
pagaremos.—Nuestro primer cuidado fué estabular los caballos, que
estaban agotados; después tratamos de instalarnos lo mejor posible.
La casa era grande y cómoda. Luego de beber un poco de agua me tendí
en el suelo de una habitación sobre los colchones que trajo la
posadera, y en menos de un minuto me quedé profundamente dormido.

Me desperté muy entrada la mañana. Salí a la plaza del mercado,
llena de gente. Alzando los ojos vi asomar sobre los tejados de las
casas los picos de unas montañas muy altas y sombrías. La ciudad
está en una profunda hondonada y rodeada de montañas casi por todos
lados.—_¡Quel pays barbare!_—dijo Antonio—, al reunirse conmigo.
Cuanto más lejos vamos, más salvaje parece todo. Empieza a darme
miedo el viaje a Galicia. Me dicen que tenemos que trepar por esas
montañas; se despearán los caballos.—Dejé la plaza del mercado y
subí a la muralla de la ciudad con ánimo de descubrir la puerta por
donde habíamos entrado la noche precedente; pero no tuve mejor éxito
con luz del sol que en la obscuridad. En la dirección de Astorga la
ciudad parecía estar herméticamente cerrada.

Deseoso de entrar en Galicia, y pareciéndome que los caballos se
habían hasta cierto punto repuesto del cansancio de la jornada
anterior, montamos de nuevo y proseguimos nuestra ruta. Atravesamos
un puente, y al instante nos vimos en un profundo desfiladero, por
cuyo fondo se precipitaba un impetuoso riachuelo, dominado a pico por
la carretera que lleva a Galicia. Estábamos en el renombrado puerto
de Fuencebadón.

Es imposible describir el puerto ni la región circunvecina, que
contiene algunos de los más extraordinarios paisajes de España;
a todo lo que aspiro es a trazar un débil e imperfecto bosquejo.
El viajero que sube el puerto sigue durante casi una legua el
curso del torrente, cuyas márgenes, escarpadas en algunos sitios,
descienden en otros suavemente hasta el agua, y están pobladas de
hermosos árboles: robles, álamos y castaños. Al principio se ven
numerosas aldehuelas de casas bajas, con techumbre de inmensas
pizarras y aleros que casi tocan al suelo. Las aldeas son menos
frecuentes a medida que el camino es más estrecho y escarpado,
hasta que por último desaparecen poco antes del sitio en que el
camino se aparta del riachuelo para no verlo más, si bien se oye
todavía a sus tributarios mugir en el fondo de las ramblas, o se
los ve caer en delgados chorros por los barrancos abajo. Todo es
allí de insólita y agreste belleza. La eminencia por donde trepa el
camino se yergue a la derecha, mientras en el extremo opuesto de un
profundo barranco se alza una montaña inmensa, a cuya cima apenas
alcanza la vista. Pero lo más singular del puerto son los campos o
praderas suspendidos en las vertientes. Cubiertos estaban, cuando
yo pasé, de exuberante hierba, y en muchos de ellos los segadores
guadañaban, aunque parecía imposible que un hombre pudiera tenerse
en pie en terreno tan escarpado; los senderillos que corren en todas
direcciones parecen hilos tendidos en la falda de la montaña. Un
carro de bueyes va serpenteando en torno de un pico elevadísimo;
una de las ruedas queda por completo al aire sobre la espantosa
pendiente; el vértigo se apodera del cerebro y hay que apartar la
vista con rapidez. Una nube se interpone; cuando volvemos a mirar,
los objetos de nuestra ansiedad han desaparecido. El camino es cada
vez más estrecho y tortuoso. Andadas dos leguas aún queda un tercio
de la cuesta por subir. Todavía no es aquello Galicia; todavía se oye
hablar castellano, muy tosco, a la verdad, en las chozas miserables
levantadas en los apartados rincones por donde pasa el camino.

Poco antes de llegar a lo alto del puerto una niebla espesa
envolvió las cimas de las montañas. Comenzó a lloviznar. «Estas
son las nieblas que los gallegos llaman _bretima_—dijo Antonio—, y
abundan mucho en esta tierra.» «¿Ha estado usted ya otras veces en
Galicia?»—pregunté. «_Non, mon maître_; pero he servido en muchas
casas donde había criados gallegos, y por eso conozco un poco sus
costumbres y su lengua.» «¿Y tiene usted buena opinión de los
gallegos?» «En manera alguna, _mon maître_; los hombres, en general,
parecen muy rústicos y simples, pero son capaces de engañar al
_filou_ más listo de París; respecto de las mujeres es imposible
vivir en la misma casa que ellas, sobre todo si son _camareras_
y acompañan a la _señora_; no hacen más que mover disensiones y
disputas en la casa, y contar habladurías de los otros criados. Ya he
perdido en Madrid dos o tres colocaciones excelentes por culpa de las
camareras gallegas. Ya estamos en la raya, _mon maître_; me parece
que este pueblo debe de ser ya de Galicia».

Entramos en el pueblo, situado en lo alto de la montaña, y como
jinetes y caballos estábamos cansadísimos, buscamos un sitio donde
reparar las fuerzas. Junto a la puerta del pueblo había una casa ante
la que se hallaban una o dos mulas y una jaca; pensé que aquélla
sería la posada, y en efecto lo era. Entramos: varios soldados
estaban tumbados en unos montones del heno que casi llenaba el local,
parecido a un establo. Todos eran de malísimo aspecto y muy sucios.
Hablaban entre sí en un dialecto de extraña sonoridad, que supuse
sería el gallego. En cuanto nos vieron, dos o tres se levantaron de
sus camas y corrieron al encuentro de Antonio, a quien saludaron con
mucho afecto, llamándole _companheiro_. «¿De qué conoce usted a esta
gente?», le pregunté en francés. «_Ces messieurs sont presque tous de
ma connoissance_»—contestó—, _et, entre nous, ce sont de véritables
vauriens_; casi todos son ladrones y asesinos. Aquel tuerto, que es
el cabo, se escapó hace poco de Madrid con más que sospechas de estar
complicado en un envenenamiento; aquí, en su tierra, está bastante
seguro, y, como usted ve, lo emplean en guardar la frontera. Debemos
ser amables con ellos, _mon maître_; hay que darles vino, o se
ofenderán. Los conozco, _mon maître_; los conozco. ¡Hola! Posadero,
traiga una _azumbre_ de vino.»

Mientras Antonio convidaba a sus amigos llevé los caballos a la
cuadra; había que atravesar la casa, posada o como se la quiera
llamar. La cuadra era un miserable cobertizo, donde los caballos se
hundían hasta el menudillo en cieno y barro. Pedí cebada, pero me
dijeron que en Galicia no se usaba para pienso y era rarísima; en
sustitución me ofrecieron maíz, que los caballos comieron sin reparo;
tampoco se podía encontrar paja, sustituida por heno medio verde.
A fuerza de patalear en el fango de la cuadra, mi caballo perdió
una herradura, y en vano la busqué.—«¿Hay herrador en el pueblo?»,
pregunté a un individuo que hacía de mozo de cuadra.

EL MOZO DE CUADRA.—_Sí, senhor_; pero supongo que traerá usted
consigo herraduras, porque si no, a este caballo tan grande no lo
herrarán en el pueblo.

YO.—¿Qué quiere usted decir? ¿Es que el herrador no sabe su oficio?
¿No puede poner una herradura?

EL MOZO DE CUADRA.—_Sí, senhor_, puede poner una herradura si usted
se la proporciona; pero en Galicia no hay herraduras para caballos,
al menos por estos sitios.

YO.—¿No es costumbre aquí herrar a los caballos?

EL MOZO DE CUADRA.—_Senhor_, en Galicia no hay caballos; no hay más
que jacas; los que traen caballos a Galicia—sólo un loco puede hacer
tal—tienen que traer también un repuesto de herraduras, porque aquí
no las hay de ese tamaño.

YO.—¿Qué quiere decir eso de que sólo un loco puede traer caballos a
Galicia?

EL MOZO DE CUADRA.—_Senhor_, no hay caballo que resista los piensos
y las montañas de Galicia sin enfermar; y si no se muere de una vez,
le costará a usted en veterinarios más de lo que vale. Además, un
caballo no sirve aquí de nada, y en terreno tan quebrado no puede
prestar ni la décima parte del servicio que una yegüecilla puede
hacer. Vea también, _senhor_, que su caballo es entero; de cada
veinte jacas que vea usted por los caminos de Galicia, diez y nueve
son yeguas; los machos se envían a Castilla para venderlos. _Senhor_,
su caballo entrará en celo por esos caminos y atrapará un muermo, que
no tiene cura. _Senhor_, sólo a un loco se le ocurre traer un caballo
a Galicia, pero hay que estar dos veces loco para traer un _entero_,
como usted ha hecho.

—Extraño país es Galicia—dije yo; y me fuí a consultar con Antonio.

Resultó que los informes del mozo de cuadra eran literalmente exactos
en lo referente a la herradura; por lo menos, el herrador del
pueblo, a quien llevé mi caballo, confesó que no podía herrarlo por
carecer de herraduras adecuadas a sus cascos. Dijo que probablemente
tendríamos que llevar el caballo a Lugo, donde por haber guarnición
de caballería encontraríamos acaso lo que necesitábamos. Añadió,
empero, que la mayor parte de los soldados de caballería iban
montados en jacas del país, porque la mortalidad entre los caballos
traídos de país llano era espantosa. Lugo estaba a diez leguas; al
parecer no había por el momento otro remedio que tener paciencia, y
tomado algún descanso seguimos el viaje, llevando los caballos por
las riendas.

Estábamos en la cima de una de las más elevadas montañas de Galicia;
anduvimos una legua por terreno llano y empezamos a bajar. Cuando
íbamos por la planicie, cubierta de tojos y jaras, dimos de súbito
con media docena de individuos armados de carabinas y vestidos con
uniformes andrajosos. Al principio supusimos que eran bandidos; se
trataba tan sólo de una patrulla de soldados destacada del pueblo
que acabábamos de dejar, como escolta de un correo provincial.
Nos rodearon clamando por cigarros, pero no cometieron grosería
mayor. Como no teníamos cigarros, les di una moneda de plata. Dos
de los peor encarados tenían mucho empeño en que los permitiésemos
escoltarnos hasta Nogales, pueblo en que nos proponíamos pernoctar.
«No se lo permita usted de ningún modo, _mon maître_—dijo Antonio—.
Son dos asesinos famosos a quienes conocí en Madrid; en el primer
barranco nos matarían para robarnos.» Decliné cortésmente sus ofertas
y partimos. «Al parecer, conoce usted a todos los salteadores de
Galicia», dije a Antonio cuando bajábamos de la montaña.

—A esos dos individuos—replicó—los conocí cuando estuve de cocinero
en casa del general O..., que es gallego; eran íntimos amigos del
_repostero_. Todos los gallegos que hay en Madrid, cualquiera que sea
su condición, se conocen; allí, al menos, son todos buenos amigos
y se ayudan mutuamente en cuantas ocasiones se presentan. Si en
una casa hay un criado gallego, seguramente la cocina se llena de
paisanos suyos, y no tarda en advertirlo el cocinero a costa suya,
porque comúnmente se dan maña para devorar cualquier regalillo que
tengan reservado para sí y su familia.

Poco antes de la mitad de la cuesta llegamos a una aldea. Al ver
una fragua hicimos alto, con la débil esperanza de encontrar una
herradura para mi caballo, que por ir descalzo empezaba a renquear.
Con gran alegría descubrimos que el herrero poseía una herradura de
caballo, que algún tiempo antes se había encontrado en el camino.
Después de machacarla y arreglarla mucho, el Vulcano gallego falló
que serviría muy bien a falta de otra mejor; con lo cual montamos de
nuevo y continuamos despacio el descenso.

Poco antes de ponerse el sol llegamos a Nogales, aldea situada en un
angosto valle, al pie de la montaña en cuya travesía habíamos gastado
el día entero. Era un lugar en extremo pintoresco. Montes escarpados,
cubiertos de frondosos castañares, lo rodeaban por todos lados. La
aldea misma estaba casi cobijada por los árboles; pegado a ella
corría un murmurante arroyuelo. Encontramos una _posada_ regularmente
espaciosa y cómoda.

Estaba yo débil y cansado, pero con pocas ganas de dormir. Antonio
aderezó nuestra cena, o más bien la suya, porque yo no tenía apetito.
Sentado a la puerta, me entretuve en contemplar los bosques de las
alturas circunvecinas o el agua del arroyuelo, y en escuchar a la
gente que vagaba por allí, hablando en el dialecto del país. ¡Qué
extraña lengua es el gallego, con su acento quejumbroso y melodioso
a la vez, y con su revoltijo de palabras de varios idiomas, pero
sobre todo del español y del portugués! «¿Entiende usted lo que
dicen?»—pregunté a Antonio, que ya se había reunido conmigo. «No lo
entiendo, _mon maître_—respondió—. He aprendido muchas palabras con
los criados gallegos en las casas donde he servido, pero no puedo
seguir una conversación. He oído decir a los gallegos que no hay
dos aldeas donde se hable de la misma manera, y que muchas veces no
se entienden entre sí. Lo peor del gallego es que todos piensan al
oirlo por primera vez que es facilísimo de aprender, porque a cada
momento perciben vocablos ya oídos antes; pero eso sirve tan sólo de
mayor extravío y embrollo, y para que se entienda mal lo que se oye;
mientras que si ignorasen totalmente esta lengua, aguzarían el oído
para entenderla, como me pasa a mí cuando oigo hablar vascuence, bien
que no conozco más palabra de este idioma que _jaungicoa_.»

Al cerrar la noche me fuí a la cama, donde estuve cuatro o cinco
horas intranquilo y desvelado, porque aún no estaba limpio de fiebre.
Mucho después de media noche, y cuando iba quedándome dormido, me
espabiló un gran ruido en la calle, y el resplandor de unas luces
que entraban por la celosía de la ventana de mi cuarto. Un momento
después apareció Antonio, a medio vestir. «_Mon maître_—dijo—, acaba
de llegar el correo de Madrid a La Coruña con una gran escolta y
enorme número de viajeros. Me dicen que el camino de aquí a Lugo
está infestado de ladrones y de carlistas que cometen todo género de
atrocidades; debemos aprovecharnos de la ocasión y mañana al mediodía
podemos estar en salvo en Lugo.» Al instante me arrojé de la cama y
me vestí, diciendo a Antonio que fuese a disponer los caballos sin
tardanza.

Pronto estuvimos montados y en la calle, en medio de una revuelta
muchedumbre de hombres y cuadrúpedos. La luz de dos teas puestas
delante del correo brillaba en las armas de varios soldados,
formados, al parecer, a ambos lados del camino; pero la obscuridad
no me permitía ver los objetos claramente. El correo iba montado en
una yegua peluda; en el arzón y en la grupa llevaba sendos sacos de
cuero, tan grandes que casi tocaban al suelo. Durante un cuarto de
hora todo fué confusión, ir y venir, gritos y batahola; al cabo de
ese tiempo se dió la orden de marcha. Apenas habíamos salido del
pueblo se apagaron las teas y quedamos casi en totales tinieblas;
marchábamos entre árboles, como se dejaba conocer por el rumor de las
hojas en torno nuestro. Mi caballo iba muy intranquilo, relinchaba
medrosamente, y a veces se encabritaba. «Si su caballo de usted
no se tranquiliza, caballero, tendremos que pegarle un tiro—dijo
una voz con acento andaluz—; descompone toda la comitiva.» «Sería
una lástima, sargento—repliqué—, porque es cordobés por los cuatro
costados; no está hecho a los caminos de este país bárbaro.» «¡Oh!
¿Es de Córdoba?—dijo la voz—, _vaya_, no lo sabía; yo también soy
cordobés. _¡Pobrecito!_ Déjeme usted palparlo; sí, en el pelo conozco
que es paisano mío. La verdad, matarle... _¡Vaya!_, me gustaría ver
al gallego del demonio que se atreva a hacerle daño. País bárbaro,
_yo lo creo_: ni aceite, ni olivos, ni pan, ni cebada. De modo que
usted ha estado en Córdoba; _vaya_, hágame el favor de aceptar este
cigarro.»

De esa manera anduvimos varias horas por montes y valles, casi
siempre a muy lento paso. Los soldados de la escolta cantaban de
tiempo en tiempo canciones patrióticas, respirando amor y adhesión
a la joven reina Isabel y odio al feroz tirano Carlos. Una de las
coplas que oí decía, sobre poco más o menos:

    Duro tiene el corazón
  Con Carlos, viejo cruel,
  y sólo seis años cuenta,
  niña inocente, Isabel.

Al romper el día, me encontré en medio de una procesión de doscientas
o trescientas personas, algunas a pie, la mayoría montadas en mulas
o yeguas; no vi un solo caballo, fuera del mío y el de Antonio.
Unos pocos soldados iban diseminados a lo largo del camino. El país
era montuoso, pero no tanto ni tan pintoresco como el que habíamos
atravesado el día anterior; casi todo él estaba dividido en pequeños
campos plantados de maíz. Cada dos o tres leguas se relevaba la
escolta en algún pueblo donde había tropas destacadas. La mayor
parte de las veces los pueblos eran un conjunto de miserables
chozas, con techumbre de bálago, empapada de humedad, y cubierta
frecuentemente de vegetación silvestre. Había montones de estiércol
delante de las puertas, y abundaban los charcos y lodazales. Enormes
cerdos pululaban mezclados con chiquillos en cueros. El interior de
las chozas correspondía a su apariencia externa: estaban llenas de
suciedad y miseria.

Llegamos a Lugo a las dos de la tarde. Durante las dos o tres últimas
leguas, el cansancio nacido de la falta de sueño y de mi pasada
enfermedad me agobiaba tanto que fuí continuamente dormitando en la
silla, sin enterarme apenas de lo que estaba pasando. Nos alojamos
en una vasta _posada_ extramuros de la ciudad, edificada en una
elevación del terreno, desde donde se descubría una extensa vista
hacia el Este. Poco después de llegar empezó a llover a torrentes, y
así continuó sin cesar los dos días sucesivos, cosa que me afligió
poco, pues pasé todo ese tiempo en la cama, y casi puedo decir que
dormitando. En la tarde del tercer día me levanté.

Había en la casa bastante bullicio, producido por la llegada de una
familia procedente de La Coruña; venía en un gran coche de viaje,
escoltado por cuatro carabineros. La familia era más bien numerosa:
se componía del padre, un hijo y once hijas; la mayor de unos diez y
ocho años. Un individuo de miserable aspecto, de chaqueta y sombrero
de copa alta, les servía de criado. Llegaron muy mojados, tiritando;
todos parecían muy desconsolados, especialmente el padre, hombre de
mediana edad, de buena presencia.

—¿Podremos alojarnos en esta _fonda_?—preguntó con dulce voz al dueño.

—Sin duda alguna—replicó el hostelero—; nuestra casa es grande.
¿Cuántas habitaciones necesita su merced para su familia?

—Con una tendremos bastante—contestó el forastero.

El huésped, que por ser gotoso iba apoyado en un palo, miró un
momento al viajero y luego a cada individuo de su familia, sin
olvidar al criado, y con un ligero encogimiento de hombros por todo
comentario, les mostró el camino de un aposento donde había dos o
tres camas con colchones de borra, aposento que yo rechacé a mi
llegada por pequeño, obscuro e incómodo; abriéndolo bruscamente,
preguntó si les servía.

—Es un poco pequeño—repuso el señor;—pero creo que nos servirá.

—Me alegro mucho—replicó el huésped—. ¿Hay que preparar cena para su
merced y su familia?

—No, gracias—contestó el forastero—. Mi criado mismo preparará lo
poco que necesitamos.

Entregada la llave al criado, toda la familia se ocultó en la
habitación, no sin despedir antes a la escolta, gratificando al jefe
de los carabineros con una _peseta_. El hombre estuvo medio minuto
contemplando la propina brillar en la palma de su mano; luego, con un
brusco _¡vamos!_, giró sobre los talones y sin despedirse de nadie se
fué con los hombres a sus órdenes.

—¿Quiénes serán esos forasteros?—pregunté al huésped cuando estábamos
los dos sentados en un ancho corredor abierto en un lado de la casa y
que ocupaba todo aquel frente.

—No lo sé—contestó—; pero por su escolta supongo que tienen algún
empleo oficial. No son de por aquí, y estoy casi seguro de que son
andaluces.

A los pocos minutos se abrió la puerta de la habitación ocupada por
los forasteros y apareció el criado con una vasija en la mano.

—_Señor patrón_—preguntó—, ¿me hace el favor de decirme dónde puedo
comprar un poco de aceite?

—En la casa lo hay—replicó el huésped—si es que necesita usted
comprar; pero si, como es probable, supone usted que al vendérselo
queremos ganar un _cuarto_, puede usted ir a comprarlo a la calle. Es
lo que yo me figuraba—continuó el huésped cuando el criado se fué a
su recado—: son andaluces y van a hacer lo que llaman un _gazpacho_
para cenar. ¡Qué tacañería la de esos andaluces! Vienen a sacarle
el jugo a Galicia, y les molesta que el pobre posadero se gane un
_cuarto_ vendiéndoles el aceite para el _gazpacho_. Una cosa le
aseguro a usted, señor: cuando el criado vuelva y pida pan y ajos
para mezclarlos con el aceite, le diré que no lo hay en casa; si ha
comprado el aceite fuera, lo mismo puede comprar el ajo y el pan; sí
por cierto; y para el caso, el agua también.



CAPÍTULO XXVI

  Lugo.—Los baños—Una historia de familia.—Los
  Migueletes.—Las tres cabezas.—Un veterinario.—La
  escuadra inglesa.—Venta de testamentos.—La Coruña.—El
  reconocimiento.—Luigi Pozzi.—La especulación.—John Moore.


En Lugo encontré un librero rico para quien me habían dado en
Madrid una carta de recomendación. De buen grado se encargó de
la venta de mis libros. El Señor se dignó favorecer los humildes
esfuerzos que por su causa hice en Lugo. Treinta ejemplares del Nuevo
Testamento llevé allí, y en un solo día se vendieron. El obispo de
la ciudad—Lugo es sede episcopal—compró para sí dos ejemplares, y
varios curas y frailes exclaustrados, en lugar de seguir el ejemplo
de sus hermanos de León persiguiendo la obra, hablaron bien de ella y
recomendaron su lectura. Ante la gran demanda que hubo me apesadumbró
que mi repuesto de libros estuviese exhausto; si hubiera podido
reponerlo, se habrían vendido cuatro veces más libros en los pocos
días que permanecí en Lugo.

Lugo cuenta unos 6.000 habitantes. Está situado en una elevación
del terreno; antiguas murallas lo defienden. Carece de edificios
notables; la misma catedral es de poca importancia. En el centro de
la ciudad se encuentra la plaza del mercado, ligera y alegre, sin
las macizas y pesadas fábricas que los españoles, así en tiempos
pasados como en los modernos, acostumbran levantar en torno de sus
_plazas_. Es cosa singular que Lugo, ciudad de muy escasa importancia
en nuestros días, fuese en otros tiempos capital de España[21];
tal ocurría en la época de los romanos, que, por ser un pueblo no
muy dado a guiarse por el capricho, tendría, sin duda, razones muy
valiosas para preferir esa localidad.

  [21] Es un error: _Lucus Augusti_ fué sólo capital de la Galicia
  septentrional; _Bracara Augusta_ (Braga), de la meridional;
  el Miño las dividía. (Nota del editor Burke.)

Hay muchas reliquias romanas en las cercanías; la más importante son
las ruinas de las antiguas termas medicinales en la ribera Sur del
Miño, que serpentea por el valle al pie de la ciudad. En esos sitios,
el Miño es un río con altas y escarpadas márgenes, muy pobladas de
árboles.

Una tarde visité los baños en compañía de mi amigo el librero. Fueron
construídos sobre unos manantiales calientes que vierten su caudal
en el río. A pesar de su estado ruinoso se hallaban atestados de
enfermos, que esperaban mejorar con las aguas, famosas todavía
por sus cualidades salutíferas. Extraño espectáculo ofrecían los
pacientes, vestidos con túnicas de franela muy parecidas a mortajas,
sumergidos en el agua caliente, entre los sillares desencajados,
envueltos en nubes de vapor.

Tres o cuatro días después de mi llegada hallábame sentado en el
corredor que, como ya he dicho, ocupaba un frente entero de la casa.
El cielo estaba despejado, y el sol radiante animaba con su luz todas
las cosas. De pronto se abrió la puerta del aposento ocupado por
los forasteros, y salió toda la familia, con excepción del padre,
quien, supuse yo, debía de estar fuera ocupado en sus asuntos. El
mísero criado cerraba la marcha, y al salir de la habitación cerró
cuidadosamente la puerta y se guardó la llave en el bolsillo. El hijo
y las once hijas iban muy bien vestidos: el muchacho, con pantalón
y chaqueta de corte inglés; las muchachas, de blanco inmaculado.
La familia era, en general, bien parecida, de ojos negros y tez
olivácea; pero la hija mayor era de notable hermosura. Se colocaron
en los bancos del corredor, y el desarrapado doméstico se sentó con
sus amos sin ceremonia alguna. Estuvieron un buen rato callados,
mirando con ojos desconsolados las casas del arrabal y los pardos
muros de la ciudad, hasta que la hija mayor, o _señorita_, como la
llamaban, rompió el silencio con un «_¡Ay, Dios mío!_»

EL CRIADO.—_¡Ay, Dios mío!_ A bonita tierra hemos venido a parar.

YO.—No veo por qué les parece a ustedes tan malo un país que por su
naturaleza es el más rico y abundante de toda España. Cierto que la
generalidad de los habitantes están en la miseria; pero la culpa es
suya, no de la tierra.

EL CRIADO.—Caballero, el país es horrible; no diga usted que no. Las
señoritas, el señorito y yo estamos espantados; hasta su merced lo
está también, y dice que hemos venido a esta tierra a expiar nuestros
pecados. Todos los días llueve, y ésta es casi la primera vez que
vemos el sol desde que llegamos. No cesa de llover, y no puede uno
salir a la calle sin meterse en el _fango_ hasta el tobillo, y luego
no se encuentra una casa.

YO.—No lo entiendo. Me parece que hay casas de sobra en la población.

EL CRIADO.—Dispense usted, señor. Ayer alquiló su merced una casa
por tres reales y medio al día; pero cuando la _señorita_ la vió se
echó a llorar, y dijo que aquello no era una casa, sino una perrera;
entonces su merced pagó la renta de un día y rompió el trato. ¡Tres
reales y medio diarios! En nuestro país podríamos tener un palacio
por ese dinero.

YO.—¿De qué país vienen ustedes?

EL CRIADO.—Caballero, usted parece un señor muy decente y le voy a
contar nuestra historia. Somos de Andalucía, y su merced era el año
pasado recaudador general de contribuciones en Granada; tenía catorce
mil _reals_ de sueldo, con lo que nos dábamos traza para vivir
bastante bien, sin perder las _funciones_ de toros, y cuando no las
había, las de _novillos_, y alguna que otra vez a la ópera. En una
palabra: vivíamos con holgura y sin privarnos de diversiones; tanto,
que su merced pensaba últimamente comprarle un caballo al señorito,
que tiene catorce años, y ha de aprender a montar ahora o nunca. Pero
el ministerio cambió, caballero, y los nuevos ministros, que no eran
amigos de su merced, le quitaron el empleo. Caballero, desde aquella
bendita tierra de Granada, donde nuestro sueldo era de catorce
mil _reals_, nos han trasladado a Galicia, a esta fatal ciudad de
Lugo, y su merced tiene que contentarse con diez mil, a todas luces
insuficientes para sostener nuestras antiguas comodidades. ¡Adiós las
_funciones_ de toros y de _novillos_, y la ópera! ¡Adiós la esperanza
de tener un caballo para el señorito! Caballero, estoy desesperado.
¡Calle, calle por amor de Dios; yo no puedo hablar más!

Conocida su historia, ya no me asombró que el recaudador general
desease ahorrar un _cuarto_ en la compra del aceite para su
_gazpacho_ y el de su familia de once hijas, un hijo y un criado.

Estuvimos en Lugo una semana y continuamos el viaje a La Coruña,
distante unas doce leguas. Nos levantamos antes de rayar el día para
aprovechar la escolta del correo, en cuya compañía hicimos unas
seis leguas. Se hablaba mucho de ladrones y de partidas volantes
de facciosos, razón por la que nuestra escolta era considerable. A
unas cinco o seis leguas de Lugo, la guardia de soldados regulares
fué relevada por un pelotón de cincuenta migueletes. Todos tenían
aspecto de bandidos; pero nunca había visto yo gente de tan bárbara
hermosura. Hallábanse todos en la flor de la edad; eran de elevada
estatura, de miembros hercúleos; usaban recias patillas y caminaban
con aire fanfarrón, como si provocaran el peligro y lo desdeñaran.
Contrastaban sobremanera con los soldados que nos escoltaron hasta
allí, pobres muchachos de diez y seis a diez y ocho años, sin vigor
ni actividad. El traje peculiar de los migueletes, si a algo militar
se parece, es al que usaban antiguamente los marinos ingleses. Llevan
un sombrero característico y, generalmente, polainas; sus armas son
el fusil y la bayoneta. El color de su vestido es de ordinario pardo
obscuro. Guardan muy poca o ninguna disciplina, tanto en las marchas
como en la acción. Son excelentes tropas irregulares, y en servicio
de guerra se les emplea con singular utilidad como escaramuzadores.
Sus funciones propias se asemejan, sin embargo, a las de la policía
y están encargados de limpiar de ladrones los caminos, para lo cual
se hallan en cierto respecto muy bien preparados, porque, en general,
todos son ladrones durante alguna época de su vida. No es fácil decir
por qué los llaman migueletes; lo más probable es que deriven su
nombre del de un antiguo jefe. Tengo pocas noticias acerca de este
cuerpo, y no puedo, por tanto, entrar en detalles; lo siento, porque
sin duda ha de haber muchas cosas notables que decir acerca de él.

Cansado de la marcha lenta del correo, resolví adelantarme,
arrostrando el peligro; cometí con eso una imprudencia no pequeña,
pues estuve a punto de caer en manos de los ladrones. De súbito dos
individuos se me plantaron delante apuntándome con sus escopetas,
y las hubieran descargado sobre mí, probablemente, si no se llegan
a asustar al oír el ruido del caballo de Antonio, que me seguía a
muy corta distancia. El suceso ocurrió en el puente de Castellanos,
lugar famoso por los robos y muertes que en él se hacían, y muy a
propósito para tales empresas, porque está en el fondo de un profundo
barranco, rodeado de agrestes y desoladas montañas. Un cuarto de
hora antes tan sólo, había pasado yo junto a tres horribles cabezas
clavadas en sendos palos al borde del camino; eran las de un capitán
de ladrones y dos cómplices suyos, apresados y ejecutados dos meses
antes. Su principal guarida eran las inmediaciones del puente; tenían
por costumbre arrojar los cuerpos de sus víctimas a las profundas
y negras aguas que corrían impetuosas por debajo. Aquellas tres
cabezas no se borrarán jamás de mi memoria, particularmente la del
capitán, puesta en un palo más alto que el de las otras dos: sus
largos cabellos ondeaban al viento, y las facciones, ennegrecidas y
torcidas, hacían, bañadas de sol, una mueca burlona. Los individuos
que me echaron el alto eran restos de la cuadrilla.

Llegamos a Betanzos muy entrada la tarde. La ciudad está en una ría,
a cierta distancia del mar y a unas tres leguas de La Coruña. Altas
montañas la rodean por tres lados. Durante casi todo el día el tiempo
estuvo cubierto y amenazador; al llegar a Betanzos, la densidad
y pesadez de la atmósfera eran insoportables. Por todas partes
los malos olores asaltaban nuestro órgano olfatorio. Las calles
estaban muy sucias, las casas también, y singularmente la _posada_.
Entramos en el establo; estaba sembrado de algas podridas y otros
desperdicios, donde se revolcaban los cerdos. Alrededor zumbaban las
moscas, muy gordas y asquerosas. «¡Esto es una peste!»—exclamé—. Pero
no había otra cuadra, y tuvimos que atar los infelices animales a
tan sucios pesebres. El único pienso que pudimos darles fué maíz. Al
anochecer los llevamos a beber en el riachuelo que pasa por Betanzos.
El _entero_ bebió con ansia; pero al volver a la posada noté que
estaba triste y que llevaba la cabeza caída. Apenas ocupó de nuevo
su plaza, le acometió una tos muy honda y bronca. Recordé lo que me
había dicho el mozo de cuadra en la montaña: «Es un loco el que trae
un caballo a Galicia, y dos veces loco si trae un _entero_.» Durante
la mayor parte del día el caballo anduvo en medio de un tropel de
cien yeguas lo menos, y se excitó mucho. Con la tos, le entró un
temblor violento. Me procuré un cuartillo de aguardiente anisado, y
con ayuda de Antonio le di friegas casi durante una hora, hasta que
el pelo se le cubrió de blanca espuma; pero la tos le iba en aumento,
tenía la mirada fija y los miembros rígidos.

—¡No hay más remedio que sangrarlo!—dije—. Corre a buscar al
veterinario.

Llegó el veterinario.

—Va usted a sangrar el caballo—exclamé—y a sacarle una _azumbre_ de
sangre.

El albéitar miró al animal y se encaminó a la puerta.

—¿Adónde va usted?—pregunté.

—A mi casa—respondió.

—¡Pero si le necesitamos a usted aquí!

—Ya lo comprendo—repuso—. Y por eso me voy.

—Tiene usted que sangrar el caballo o se me morirá.

—Lo sé—dijo el albéitar—; pero no lo sangro.

—¿Por qué?

—No lo sangro más que con una condición.

—¿Con cuál?

—¡Con cuál! Que me pagará usted una onza de oro.

—¡Sube corriendo a buscar el estuche de piel!—dije a Antonio.

Trajo el estuche, tomé un fleme ancho y, con ayuda de una piedra, lo
introduje en la vena principal de una pata del caballo. Al principio
la sangre no quería salir; al fin, a fuerza de frotes, comenzó a
manar, y acabó por correr en abundancia; así estuvo una media hora.

—El caballo se va a desmayar, _mon maître_—dijo Antonio.

—Sostenle firme—respondí—, y dentro de diez minutos cerraré la vena.

La cerré, en efecto, y mientras lo hacía me puse a mirar al albéitar
a la cara, arqueando las cejas.

—¡_Carracho_, qué diablo de brujo!—musitó el albéitar al marcharse—.
¡A él si que le sangraría yo si tuviese aquí el cuchillo!

Por la noche volvimos a sangrar el caballo, y con esta segunda
sangría se salvó. A la mañana siguiente empezó a comer.

A otro día salimos para La Coruña, llevando los caballos por la
brida. El día era espléndido, y nuestro paseo delicioso. Ibamos
bajo los árboles muy altos y sombrosos, que bordean la ruta desde
Betanzos hasta ya cerca de La Coruña. Nada tan risueño y alegre como
el país circunvecino. Los viñedos abundaban en las inmediaciones de
las aldeas por donde atravesábamos, y millones de plantas de maíz
erguían sus altas cañas y desplegaban sus anchas hojas verdes en los
campos. A las tres horas de camino columbramos la bahía de La Coruña,
en la que, no obstante estar aún a una legua de distancia, vimos
tres o cuatro grandes navíos anclados. «¿Pertenecerán los navíos a
España?»—me pregunté—. En la aldea inmediata nos dijeron que la noche
anterior había llegado una escuadra inglesa, se ignoraba con qué
objeto.

—Sin embargo—continuó nuestro informador—, parece seguro que traen
algún designio sobre Galicia. Esos extranjeros son la ruina de España.

Nos alojamos en la que llaman calle Real, en una excelente _fonda_ o
_posada_, regida por un individuo bajo y grueso, de aspecto bastante
risible, genovés por su cuna. Estaba casado con una vascongada, alta,
fea, pero de buen genio, que le había dado un hijo y una hija. Al
parecer la mujer había llevado consigo poco tiempo antes a todas sus
parientes guipuzcoanas, que en número de nueve llenaban en la casa
los oficios de camareras, cocineras y fregatrices; todas eran muy
feas, pero de buen natural y en extremo parlanchinas. Durante el día
entero atronaban la casa con su excelente vascuence y su malísimo
castellano. El genovés, por el contrario, hablaba poco; una razón
poderosa hubiera podido aducir para ello: llevaba treinta años en
España y había olvidado su idioma nativo, sin aprender el español,
que hablaba bastante mal.

Reinaba en La Coruña gran animación y bullicio con motivo de la
llegada de la escuadra inglesa; pero al día siguiente la flota se
marchó para hacer un breve crucero por el Mediterráneo, y en el acto
volvió todo a su curso normal.

Tenía yo en La Coruña un repuesto de quinientos Testamentos, con
los que me proponía abastecer las principales ciudades gallegas.
En seguida que llegué se publicaron los anuncios usuales, y el
libro se vendió regularmente—unos siete u ocho ejemplares diarios,
por término medio—. Al leer estos detalles no faltará acaso quien
sienta la tentación de decir: «Esas minucias no valen la pena de
mencionarlas.» Pero los que tal crean, deben pensar que hasta muy
pocos meses antes de la fecha a que me refiero la existencia misma
del Evangelio era casi desconocida en España, y que necesariamente
había de ser empeño difícil inducir a los españoles, gente que lee
muy poco, a comprar una obra como el Nuevo Testamento, de primordial
importancia para la salud del alma, es cierto, pero que ofrece pocas
esperanzas de diversión a los espíritus frívolos y corrompidos.
Esperaba yo presenciar los albores de una época mejor y más
ilustrada, y me regocijaba pensando que en la infeliz y desalumbrada
España se vendía ya el Nuevo Testamento, aunque en corta cantidad,
desde Madrid hasta las más distantes poblaciones gallegas, en un
trayecto de casi cuatrocientas millas.

La Coruña se alza en una península que tiene por un lado el mar y por
otro la famosa bahía.

La ciudad se divide en vieja y nueva; esta última fué probablemente
en otros tiempos un mero arrabal. La ciudad vieja, desolada y en
ruinas, está separada de la ciudad nueva por un ancho foso. La ciudad
moderna es mucho más agradable y contiene una calle suntuosa, la
calle Real, residencia de los principales comerciantes. Un rasgo
singular de esta calle es que toda ella está pavimentada con losas de
mármol, por las que circulan caballerías y carros como si fuese un
pavimento ordinario.

Es un dicho proverbial entre los coruñeses que en su ciudad hay una
calle tan limpia que se puede comer en ella la _puchera_ sin el más
leve reparo. Sin duda el dicho podrá ser cierto después de una de las
lluvias que con tal frecuencia empapan el suelo de Galicia, y dejan
el piso de la calle muy lustroso. La Coruña fué en tiempos pasados
una plaza comercial importante; pero la mayor parte del tráfico se ha
trasladado últimamente a Santander, ciudad situada a mucha distancia
de La Coruña, en dirección del golfo de Vizcaya.

—¿Va usted a ir a Santiago, Giorgio? Si fuese usted allá, me haría el
favor de llevar un recado a un pobre compatriota mío—dijo una voz en
inglés cerrado, estando yo una mañana a la puerta de mi _posada_, en
la calle Real de La Coruña.

Miré en torno, y vi un hombre cerca de mí, en pie junto a la puerta
de una tienda contigua a la posada. Representaba sesenta y cinco
años; era pálido su rostro y la nariz notable por su color rojo.
Vestía un amplio sobretodo verde, tenía en la boca una larga pipa de
barro y en la mano una vara.

—¿Quién es usted y quién es su compatriota?—pregunté—. No le conozco
a usted.

—Pues yo a usted, sí—replicó el hombre—. Usted me compró el primer
cuchillo que vendí en el mercado de N.

YO.—¡Ah! Ahora le recuerdo a usted, Luigi Pozzi, y me acuerdo muy
bien, además, de las veces que fuí, siendo un chiquillo, hace ya
veinte años, a la tiendecita de usted y le oía hablar en milanés con
sus compatriotas.

LUIGI.—Aquellos eran tiempos dichosos para mí. ¡Oh!, si supiera usted
con qué fuerza reaparecieron en mi memoria cuando le vi a usted
detenerse a la puerta de la _posada_. Al instante me metí dentro,
cerré la tienda, me eché en la cama y lloré.

YO.—No veo motivo para que eche usted tan de menos aquellos tiempos.
Cuando yo le conocí a usted en Inglaterra era usted buhonero; a veces
ponía un tenducho en el mercado de una ciudad rural. Ahora me lo
encuentro en un puerto español, propietario, por lo visto, de una
tienda importante. No veo por qué se queja usted del cambio.

LUIGI (Arrojando la pipa al suelo).—¡Quejarme del cambio! ¿Sabe usted
una cosa? Inglaterra es el paraíso de los piamonteses y milaneses,
especialmente de los de Como. Jamás nos entregamos al descanso
que no soñemos con ella, ya estemos en nuestro país, ya en tierra
extranjera, como yo ahora. ¡Quejarme del cambio! ¡Y que eso lo diga
un inglés! Prefiero ser miserable vagabundo en Inglaterra que dueño y
señor de todo en diez leguas a la redonda del lago de Como, y otro
tanto dirán todos mis compatriotas que han estado en Inglaterra,
dondequiera que se encuentren. Puedo enseñarle diez cartas de otros
tantos compatriotas residentes en América, donde se han hecho ricos,
y prosperan, y son hombres principales; pues bien: todas las noches,
cuando sus cabezas reposan en la almohada, sus almas _auslandra_[22],
y van arrastradas a Inglaterra y hacia sus verdes campos. Llegan allí
en alas del ensueño, ponen sus cajas en el suelo y van mostrando a
los honrados campesinos, a sus mujeres e hijas, espejillos y otras
chucherías, y como antaño, las venden entre regateos y chuscadas. Al
caer la tarde, vuelven como en los tiempos pasados a las tabernas
a comer las tostadas de pan y el queso y a beber la cerveza de
Suffolk, y a escuchar los ruidosos cantares y alegres chanzas de los
labradores. Pues si echan de menos Inglaterra y sueñan con ella los
que están en América, país próspero, según reconocen ellos mismos,
favorable a los piamonteses y milaneses, cuánto más la echará de
menos quien, como yo, lleva tantos años en España, en esta espantosa
ciudad de La Coruña, sosteniendo un comercio ruinoso, y donde se
pasan los meses sin ver una cara inglesa ni oír una palabra del
bendito idioma inglés.

  [22] Vocablo del dialecto milanés, según Borrow y su anotador
  Burke, equivalente a vagar sin rumbo.

YO.—Con tal predilección por Inglaterra, ¿qué le movió a usted a
dejarla y a venir a España?

LUIGI.—Se lo diré a usted. Hace unos diez y seis años se apoderó
de cuantos estábamos en Inglaterra un deseo general de ser algo
más de lo que hasta entonces habíamos sido: buhoneros, vagabundos;
deseaban además—el hombre nunca está contento—ver tierras nuevas; la
mayor parte se fué de Inglaterra, y donde antes había diez, apenas
si quedó uno. Casi todos se fueron a América, país muy favorable,
como ya le he dicho a usted, para nosotros los naturales de Como.
Bueno; todos mis amigos y parientes atravesaron el mar; yo también
me empeñé en viajar; pero en vez de irme con los otros al Oeste,
a un país donde todos han prosperado, se me ocurrió venir a esta
tierra de España, donde cuantos extranjeros se establecen mueren
de tristeza, más tarde o más temprano. Se me metió en la cabeza la
idea de que podía hacer fortuna de golpe trayendo un cargamento de
artículos ingleses baratos, como los que vendía yo de ordinario a los
aldeanos de Inglaterra. Fleté medio barco para mis artículos, porque
en Inglaterra había ganado algún dinero con mi humilde tráfico, y
llegué a La Coruña. Aquí empezaron de golpe mis contrariedades;
los desengaños sucedían a los desengaños. Con extremada dificultad
obtuve permiso para desembarcar las mercancías, y eso a costa de
un gran sacrificio en sobornos, propinas y cosas parecidas. Apenas
establecido, vi que el comercio era aquí muy escaso y que mis géneros
se vendían muy lentamente, y a precio de coste o poco más. Pensé
marcharme a otra parte; pero me dijeron que tendría que dejar aquí
mis existencias, a menos de pagar nuevas propinas que me hubiesen
arruinado. De este modo he resistido catorce años, vendiendo apenas
lo bastante para pagar el alquiler de la tienda y mantenerme; y así
continuaré hasta que me muera, o hasta que se me acaben los géneros.
En mal hora me fuí de Inglaterra para venir a España.

YO.—¿Me ha dicho usted que tiene un compatriota en Santiago?

LUIGI.—Sí; un pobre hombre, muy honrado, que, como yo, ha tenido la
extraña suerte de venir a parar a Galicia. A veces me las arreglo
para mandarle algunos géneros que vende en Santiago con más ganancia
que yo aquí. Es hombre feliz, porque no ha visto Inglaterra, e ignora
la diferencia entre los dos países. ¡Oh campiñas inglesas, quién
os volviera a ver! ¡Y aquellas cervecerías! ¡Y lo que más vale de
todo, la buena fe de la gente y la seguridad personal! He viajado
por toda Inglaterra, y en ninguna parte me trataron mal, salvo una
vez en el Norte, ciertos papistas a quienes aconsejé que abandonaran
sus pantomimas y asistieran al culto anglicano, como hacía yo, y
como todos mis compatriotas hacían en Inglaterra; porque, sépalo
usted, _signor Giorgio_, todos nosotros, ya fuésemos piamonteses,
ya naturales de Como, veíamos con muy buenos ojos la religión
protestante, cuando no éramos miembros efectivos de ella.

YO.—¿Qué se propone usted hacer ahora, Luigi? ¿Qué esperanzas tiene?

LUIGI.—Mis esperanzas están borradas, _Giorgio_; mi único propósito
es morirme en La Coruña, acaso en el hospital, si es que me admiten.
Hace años todavía pensaba en marcharme, aunque fuese dejándolo todo
abandonado, para volver a Inglaterra o irme a América; pero ahora es
demasiado tarde, _Giorgio_; demasiado tarde. Cuando perdí todas mis
esperanzas me di a la bebida, a la que nunca tuve antes afición, y
ahora soy lo que supongo habrá usted adivinado.

—Para todos hay esperanza en el Evangelio—dije yo—, incluso para
usted. Le enviaré a usted uno.

En la ciudad vieja, mirando al Este, hay una pequeña batería cuyo
muro bañan las aguas de la bahía. Es un lugar apacible, desde donde
se descubre una extensa vista. La batería ocupa unas ochenta varas en
cuadro; algunos arbolillos crecen por allí, y sirve más que nada de
lugar de esparcimiento de los coruñeses.

En el centro de la batería está la tumba de Moore, levantada por los
caballerescos franceses, en conmemoración de la muerte de su heroico
antagonista. Es de forma oblonga, rematada por una piedra, y en
cada lado ostenta uno de esos sencillos y sublimes epitafios en que
nuestros rivales son maestros, y que tan fuerte contraste hacen con
las pretenciosas e hinchadas inscripciones que deforman los muros de
la Abadía de Westminster:

  «JOHN MOORE,
  Jefe del ejército inglés. Muerto en el campo de batalla.
  1809.»

La tumba es de mármol; rodéala un muro cuadrangular, alto parapeto
de tosco granito; pegado a cada esquina, emerge del suelo la culata
de un enorme cañón de bronce, destinado a dar solidez al muro. Estas
construcciones exteriores no son obra de los franceses, sino del
gobierno inglés.

Allí yace el héroe, casi a la vista de la gloriosa colina donde,
revolviéndose contra sus perseguidores como un león acosado, terminó
su carrera. Muchos ganan la inmortalidad sin buscarla, y mueren antes
de que sus primeros rayos doren su nombre; de éstos fué Moore. El
general, al huír de Castilla con sus desalentadas tropas, hostigado
por un enemigo impetuoso y terrible, no soñaba que estaba a punto
de alcanzar lo que muchos hombres, mejores y más grandes aunque no
ciertamente más valientes que él, han deseado en vano. Sus mismos
infortunios, la desastrosa retirada, la sangrienta muerte, y su tumba
en país extranjero, lejos de sus parientes y amigos, aseguraron su
fama inmortal. Apenas hay un español que no conozca de oídas esta
tumba y que no hable de ella con respeto. Afírmase que con el general
hereje fueron sepultados tesoros inmensos, aunque nadie acierta a
decir para qué fin. De creer a los gallegos, los demonios de las
nubes persiguieron a los ingleses en su fuga y los atacaron con
torbellinos y mangas de agua cuando se esforzaban por remontar los
tortuosos y empinados senderos de Fuencebadón; otras leyendas aún más
groseras se cuentan acerca del modo como cayó el valeroso general.
Sí; la inmortalidad ha coronado las sienes de Moore, incluso en
España, tierra del olvido, por donde el Guadalete, el antiguo Leteo,
fluye.



CAPÍTULO XXVII

  Compostela.—Rey Romero.—El buscador de tesoros.—Proyectos
  risueños.—El derecho de asilo.—Riquezas ocultas.—El
  canónigo.—El localismo.—La lepra.—Los huesos de Santiago.


En los comienzos de agosto me hallé en Santiago de Compostela. Hice
el viaje desde La Coruña en compañía del correo, a quien escoltaba
una fuerte patrulla de soldados, a causa de la perturbación de la
comarca, infestada de bandidos. Desde La Coruña a Santiago no hay más
que diez leguas; pero el viaje duró día y medio. Fué muy agradable:
el terreno era muy variado y bello, alternando los montes y los
valles; en muchos sitios, frondosos árboles de variadas especies
cobijaban bajo su espléndido follaje el camino. Centenares de
viajeros, a pie o a caballo, se aprovecharon de la defensa que la
escolta ofrecía; el temor a los ladrones era grande. Dos o tres veces
se dió la señal de alarma durante el viaje; pero llegamos a Santiago
sin ser atacados.

Santiago se alza en una planicie amena, rodeada de montañas; la más
notable es una de forma cónica, llamada Pico Sacro, de la que se
cuentan muchas leyendas maravillosas. Santiago es una ciudad vieja
muy bella, de unos veinte mil habitantes. Hubo tiempos en que, con la
sola excepción de Roma, fué Santiago el lugar de peregrinación más
famoso del mundo, porque dicen que su catedral guarda los huesos de
Santiago el Mayor, el hijo del trueno, que, según la leyenda de la
iglesia romana, fué el primero en predicar el Evangelio en España.
Pero su gloria como lugar de peregrinación decae rápidamente.

La catedral, aunque obra de varias épocas, en la que se mezclan
diversos estilos de arquitectura, es una fábrica majestuosa y
venerable, muy a propósito para suscitar la admiración y el respeto;
es casi imposible, a la verdad, pasear por sus sombrías naves, oír
la solemne música y los nobles cánticos, respirar el incienso de los
grandes incensarios, lanzados a veces hasta la bóveda del techo por
la maquinaria que los mueve, mientras los cirios gigantescos brillan
aquí y allá en la penumbra, en los altares de numerosos santos, ante
los que los fieles, de hinojos, exhalan sus plegarias en demanda de
protección, de piedad y de amor, y dudar de que hollamos una casa
donde el Señor mora con deleite. El Señor, empero, se aparta de ella;
no escucha, no mira, y si lo hace será con enojo. ¿De qué aprovechan
la solemne música, los nobles cánticos, el incienso de suave olor?
¿De qué aprovecha arrodillarse ante aquel altar mayor, todo de
plata, coronado por una estatua con sombrero de plata y armadura,
emblema de un hombre que, si bien apóstol y confesor, fué todo lo
más un servidor inútil? ¿De qué aprovecha esperar la remisión de los
pecados confiando en los méritos de quien no poseía ninguno, o rendir
homenaje a otros que nacieron y se criaron en pecado, y que sólo
por el ejercicio de una ardiente fe, otorgada desde lo alto, podían
esperar librarse de la cólera del Omnipotente? Alzaos de hinojos,
hijos de Compostela, y si os prosternáis sea sólo ante el Altísimo,
ni volváis a dirigir a vuestro patrono, en la víspera de su fiesta,
este himno, por sublime que parezca:

    ¡Oh tú, escudo de la fe que en España profesamos,
  azote del enemigo que se atreviera a retarnos,
  tú, a quien el hijo de Dios, de los elementos amo,
  llamárate hijo del trueno, oh tú, inmortal Santiago!

  Desde ese asilo bendito, glorioso y sacrosanto
  dispénsanos tus mercedes y tu favor soberano;
  escucha nuestras plegarias, que con fervoroso labio
  ofrecémoste rendidos, poderoso Santiago.

  A ti las gracias eleva España en un solo canto,
  y aunque de tu nombre cobra honor y gloria preclaros,
  más se precia de tener tu cuerpo en el santuario
  de Compostela, sepulcro del bendito Santiago.

  Cuando la maldad impía, la liviandad y el escarnio
  de la fe, a España sumieron en las tinieblas del caos,
  tú tan sólo luz divina fuiste y refulgente faro
  que del infierno el escuro alumbraste, Santiago.

  Y cuando a guerra terrible el español esforzado
  se lanzó, te apareciste caballero en tu caballo
  rompiendo las filas moras que por Mahoma jurando
  a tu poder se rindieron, victorioso Santiago.

  Así pues, aquí nos tienes a tus pies arrodillados,
  porque intercedas pidiendo perdón de nuestros pecados
  a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo,
  ¡oh tú, más alto que el sol, bendito apóstol Santiago!

En Santiago tropecé con un coadyuvante para mis trabajos bíblicos,
bueno y cordial, en la persona del librero de la población, Rey
Romero, hombre de unos sesenta años. Este excelente sujeto, rico
y respetado, tomó el asunto con un entusiasmo inspirado sin duda
desde lo alto, sin perder ocasión de recomendar mi libro a cuantos
entraban en su tienda, espléndido y cómodo establecimiento sito en la
Azabachería. En muchos casos, cuando los aldeanos de las cercanías
entraban a comprar alguno de los necios y populares libros de cuentos
que circulan por España, les convencía para que, en su lugar, se
llevaran a su casa el Testamento, asegurándoles que el libro sagrado
era mucho mejor, más instructivo y hasta mucho más entretenido que
los que iban a buscar. No tardó en cobrarme gran afición, y todas las
tardes me visitaba en mi _posada_ y me acompañaba en mis paseos por
la ciudad y sus alrededores. El hombre sabía muchas cosas, y, aunque
de corazón sencillo, poseía un ingenio muy despierto en extremo
regocijante a veces.

Una noche, ya tarde, me paseaba solo por la _alameda_ de Santiago
pensando qué dirección tomaría en mi próximo viaje, porque ya llevaba
allí diez días; la luna, esplendorosa, alumbraba todos los objetos
hasta considerable distancia en torno mío. La _alameda_ estaba por
completo solitaria; todo el mundo, menos yo, se había retirado a
descansar. Me senté en un banco y proseguí mis reflexiones, cuando,
de súbito, me interrumpió un ruido como de alguien que anduviese
pesadamente renqueando. Volví los ojos en la dirección del ruido, y
al pronto sólo percibí un bulto informe que avanzaba con lentitud;
cuando estuvo más cerca distinguí la silueta de un hombre, vestido
con burdo traje pardo, con una especie de sombrero andaluz, y que
a modo de bastón empuñaba una rama de árbol pelada. Llegó frente a
mi banco; se detuvo, se quitó el sombrero y me pidió limosna con un
acento insólito y en una jerga extraña, algo semejante al catalán. La
luna iluminó unas guedejas grises y un semblante rojizo y curtido que
al instante reconocí.

—Benedicto Mol—exclamé—, ¿cómo es posible que me le encuentre a
usted en Compostela?

—_Och, mein Gott, es ist der Herr!_—replicó Benedicto—. ¡_Och_, qué
buena suerte! ¡La primera persona que veo en Compostela es el _Herr_!

YO.—Apenas puedo dar crédito a mis ojos. ¿Dice usted que acaba de
llegar a Santiago?

BENEDICTO.—¡Oh, sí! Llego en este momento; vengo a pie desde Madrid,
que ya es camino.

YO.—¿Y qué ha podido inducirle a usted a emprender un viaje tan largo?

BENEDICTO.—Vengo en busca del _Schatz_, del tesoro. Le dije a usted
en Madrid que estaba a punto de venir; ahora me lo encuentro aquí; ya
no tengo duda de que hallaré el _Schatz_.

YO.—¿Y cómo se las ha arreglado para vivir durante el viaje?

BENEDICTO.—¡Oh! He sacado unos _cuartos_ pidiendo limosna. Al llegar
a Toro me puse a trabajar de jabonero, hasta que, descubierta mi
incapacidad, me echaron del pueblo. Continué pidiendo limosna hasta
llegar a Orense, que ya es tierra de Galicia. No me gusta nada este
país.

YO.—¿Por qué?

BENEDICTO.—¡Por qué! Porque aquí todos mendigan, y como apenas tienen
para ellos, menos tienen para mí, que soy forastero. ¡Oh! ¡Qué
miseria la de Galicia! Cuando por las noches llego a una de esas
pocilgas que ellos llaman _posadas_, y pido por Dios un pedazo de pan
para comer y un poco de paja para dormir, me maldicen y me contestan
que en Galicia no hay pan ni paja, y a buen seguro que desde que
estoy en Galicia no he visto ninguna de las dos cosas; sólo un poco
de lo que llaman aquí _broa_ y unos desperdicios de cañas, usadas
para cama de los caballos; me duelen todos los huesos desde que entré
en Galicia.

YO.—A pesar de todo, ha venido usted a un país que llama miserable,
en busca de un tesoro.

BENEDICTO.—¡Oh!, _yaw_, pero el _Schatz_ está enterrado; no está
sobre la tierra; en Galicia no hay dinero en la haz de la tierra. Lo
desenterraré, y luego compraré un coche con seis mulas y me iré a
Lucerna; si al _Herr_ le agrada irse conmigo, será muy bien recibido.

YO.—Me temo que se haya metido usted en un callejón sin salida. ¿Qué
piensa usted hacer? ¿Tiene usted algún dinero?

BENEDICTO.—Ni un _cuarto_; pero una vez en Santiago, eso ya no me
importa. Estoy cerca del _Schatz_; además le he visto a usted, que es
buena señal; esto quiere decir que aún está aquí el _Schatz_. Voy a
ir a la mejor _posada_ de la población y viviré como un duque, hasta
que se me presente la ocasión de desenterrar el _Schatz_, con el que
pagaré todos los gastos.

—No haga usted eso—repliqué yo—. Busque un sitio para dormir y
procúrese algún trabajo. Mientras tanto, tenga esta pequeñez para
remediarse. Creo que el tesoro que ha venido a buscar sólo existe en
su imaginación de usted.

Le di un duro y me marché.

Nunca he gozado de paseos más encantadores que en las cercanías
de Santiago. Mi amigo, el bueno y anciano librero, me acompañaba
casi siempre. Vagábamos por las frondosas márgenes de los numerosos
arroyuelos, gozando de los placenteros atardeceres veraniegos de
aquella parte de España. El tema de nuestros coloquios era de
ordinario la religión; pero también hablábamos con frecuencia
de los países extranjeros visitados por mí, y otras veces de
cosas que interesaban personalmente a mi amigo. «Los libreros
españoles—decía—somos todos liberales; no somos amigos del sistema
frailuno, ni podríamos serlo. Los frailes favorecen las tinieblas,
y nosotros vivimos de esparcir la luz. Somos muy amantes de nuestra
profesión, y más o menos, todos hemos padecido por su causa.
Muchos de los nuestros fueron ahorcados en los tiempos de terror,
por vender inofensivas traducciones del francés o del inglés.
Poco después de ser derrocada la Constitución por Angulema y las
bayonetas francesas, tuve que huír de Santiago y refugiarme en la
parte más agreste de Galicia, cerca de Corcubión. A no ser por los
buenos amigos, no lo contaría ahora; con todo, me costó mucho dinero
arreglar el asunto. Mientras estuve escondido, se hicieron cargo de
la librería los funcionarios de la curia eclesiástica, y le decían a
mi mujer que era menester quemarme por haber vendido libros malos.
Pero esos tiempos ya pasaron, gracias a Dios, y espero que no han de
volver.»

Una vez íbamos paseando por las calles de Santiago, y el librero se
detuvo delante de una iglesia, poniéndose a contemplarla atentamente.
Como no ofrecía a la vista nada notable, le pregunté la causa de su
interés. «En tiempo de los frailes—me dijo—esta iglesia tenía derecho
de asilo, y cualquier criminal que se refugiaba en ella quedaba en
salvo. A todos alcanzaba su protección, aun a los más viles, menos a
los _negros_, como llamaban a los liberales.»

—¿A los asesinos también?—pregunté.

—A los asesinos y a otros delincuentes peores. Entre paréntesis:
he oído decir que ustedes los ingleses miran con la más extremada
aversión el homicidio; ¿creen ustedes, en efecto, que es un crimen
enorme?

—¿Pues no lo hemos de creer?—repliqué.—En todos los demás cabe
reparación; pero si quitamos la vida lo quitamos todo.

—Los frailes pensaban de otro modo—replicó el anciano—, y
consideraron siempre el homicidio como una _friolera_; pero no así el
delito de casarse sin dispensa dos primos hermanos, para el que, a
creerlos, difícilmente hay remisión en este mundo ni el otro.

Dos o tres días después de esto estábamos sentados en mi habitación
de la _posada_, conversando, cuando Antonio abrió la puerta y dijo,
sonriente, que abajo estaba un «señor» extranjero que pretendía
hablarme. «Que suba»—respondí; y casi al instante apareció Benedicto
Mol.

—Aquí tiene usted una persona singularísima—dije al librero—. En
general, ustedes los gallegos se marchan de su tierra para hacer
dinero; éste, por el contrario, viene aquí a buscarlo.

REY ROMERO.—Y hace muy bien. Galicia es la provincia de España que
más riquezas naturales encierra; pero los habitantes son muy lerdos,
y no saben utilizar los dones que les rodean; en prueba de lo que
puede sacarse de Galicia, vea usted a los catalanes que se han
establecido aquí: todos son ricos. Hay riquezas por todas partes,
sobre la tierra y debajo de ella.

BENEDICTO.—¡Oh!, _yaw_, en tierra, eso es lo que yo digo. Hay muchos
más tesoros debajo de tierra que encima de ella.

YO.—¿Ha descubierto usted desde que no nos vemos el sitio donde dice
usted que está escondido el tesoro?

BENEDICTO.—Sí; ahora lo sé ya todo. Está enterrado en la sacristía de
San Roque.

YO.—¿Cómo lo ha averiguado usted?

BENEDICTO.—Verá usted. Al día siguiente de llegar, anduve paseándome
por la población, en busca de la iglesia; pero no encontré ninguna
que correspondiese con las señas que me dió mi camarada antes de
morir en el hospital. Entré en bastantes, examinándolas con cuidado,
pero en vano; no pude dar con el sitio que yo veía con los ojos del
alma. Conté el caso a la gente de mi posada y me aconsejaron que
llamase a una _meiga_.

YO.—¡Una _meiga_! ¿Qué es eso?

BENEDICTO.—¡Oh! Una _Haxweib_, una bruja; los gallegos en su jerga,
de la que no entiendo una palabra, la llaman bruja. Consentí, y
enviaron a buscar a la _meiga_. ¡Ah, qué _Weib_ es la _meiga_! No he
visto nunca mujer igual; tan alta como yo, su rostro es tan redondo y
tan rojo como el sol. Me preguntó muchas cosas en gallego, y cuando
le dije todo lo que necesitaba saber sacó una baraja de naipes y fué
poniéndolos en la mesa de un modo particular; me dijo, al fin, que
el tesoro está en la iglesia de San Roque, cosa cierta, seguramente,
pues he ido a la iglesia y corresponde con toda exactitud a las
señas que me dió el compañero muerto en el hospital. ¡Oh!, esa
_meiga_ es una _Hax_ muy poderosa. Es muy conocida en estos contornos
y se sabe que ha hecho muchos daños en el ganado. En pago de su
trabajo le di medio duro, del que usted me regaló.

YO.—Pues se ha portado usted como un tonto; la bruja le ha engañado
groseramente. Pero aun siendo verdad que el tesoro esté en la iglesia
que usted dice, no es probable que le permitan remover el suelo de la
sacristía para desenterrarlo.

BENEDICTO.—Ese asunto va ya por muy buen camino. Ayer fuí a
confesarme con un canónigo, que me dió la absolución y su bendición;
no es que a mí me importen mucho esas cosas; pero sí sé que este es
el modo mejor de entrar en materia; me confesé, y luego hablé de mis
viajes, y acabé por contar al canónigo lo del tesoro, y le propuse
que si me ayudaba nos lo repartiríamos entre los dos. ¡Oh!, quisiera
que hubiesen ustedes visto la cara que puso. En el acto aceptó la
propuesta, y me dijo que podía ser un buen negocio; me estrechó la
mano, afirmando que soy un suizo honrado y muy buen católico.

Después le propuse que me admitiera en su casa y me tuviese con él
hasta que se presentase ocasión de desenterrar juntos el tesoro. Pero
a eso se negó.

REY ROMERO.—Lo que es eso, lo creo: cuente usted con que ningún
canónigo se comprometerá hasta ese punto sin razones muy fuertes para
ello. Las historias de tesoros ocultos están ya muy gastadas; por
aquí se han oído contar casi desde los tiempos de los moros.

BENEDICTO.—Me aconsejó ir a ver al capitán general y pedirle permiso
para las excavaciones, prometiéndome, si lo obtenía, ayudarme con
toda su influencia.

En diciendo esto, el suizo se fué, y no volví a ver e ni oí hablar de
él en todo lo demás del tiempo que estuve en Santiago.

El librero no se cansaba de enseñarme su ciudad natal, de la que era
entusiasta admirador. La verdad es que en ninguna parte he encontrado
el sentimiento localista, muy extendido por toda España, tan fuerte
como en Santiago. Con tal que su ciudad prospere, a los santiagueses
les importa poco que las demás ciudades gallegas perezcan. Su
antipatía a la ciudad de La Coruña no tenía límites, sentimiento
agravado en no corta medida por la traslación de la capitalidad
provincial desde Santiago a La Coruña. No me toca a mí, que soy
extranjero, decir si el cambio era o no recomendable; pero mi opinión
íntima es por completo adversa a él. Santiago es una de las ciudades
más céntricas de Galicia, con importantes núcleos de población por
todos lados, mientras que La Coruña está en un extremo, a gran
distancia del resto de la región. «Es una lástima que los _vecinos_
de La Coruña no puedan inventar un medio de llevarse nuestra
catedral, como se han llevado nuestro gobierno—decía un santiagués—.
Así harían mejor papel, porque ahora no tienen una iglesia donde se
pueda decir misa.» «También es gran lástima—decía otro—que no puedan
llevarse nuestro hospital, para no verse obligados a enviarnos sus
enfermos pobres. Siempre me ha parecido que los enfermos de La Coruña
tienen mucho peor cara que los de otras partes; pero ¿qué puede venir
de La Coruña que sea bueno?»

En compañía del librero visité el hospital; pero no me detuve mucho
tiempo en él, porque la miseria y la suciedad reinantes me arrojaron
rápidamente a la calle. La verdad es que Santiago viene a ser el
inmenso lazareto de Galicia, lo cual explica el prodigioso número de
seres horribles que se ven por las calles, llegados, en su mayoría,
en demanda de asistencia médica, que se les administra—según pude
saber—con escasez e ineficacia. Entre aquellos desgraciados descubría
a veces algún caso de la terrible lepra, e instantaneamente huía de
él con un «Dios te remedie», como un judío de la antigüedad. Galicia
es la única provincia de España donde aún son frecuentes los casos
de lepra; prueba convincente de que esta enfermedad es producida por
la mala alimentación y por el descuido en la limpieza, porque los
gallegos, en lo tocante a las comodidades de la vida y a los hábitos
civilizados, están, por confesión propia, mucho más atrasados que los
demás naturales de España.

—Además del hospital general—dijo el librero—tenemos una leprosería.
¿Quiere usted verla? En Santiago hay de todo. Nada falta: hasta la
lepra tiene aquí albergue.

—No me opongo a que vayamos a ver la leprosería; pero ha de ser desde
lejos, porque lo que es entrar, no entro.

Dicho esto me llevó por el camino de Padrón y Vigo abajo, e
indicándome dos o tres chozas, exclamó:

—Esa es la leprosería.

—Muy pobre me parece—respondí—. ¿Qué comodidades pueden encontrar ahí
dentro los enfermos? ¿Quién los cuida?

—Ahí los dejan entregados a sí mismos—respondió el librero—.
Probablemente se morirán a veces por abandono. En otro tiempo la
leprosería estaba bien dotada, con rentas bastantes para sostenerla;
pero también fueron secuestradas en las revueltas últimas. Ahora,
los leprosos menos repulsivos se sitúan por lo común al borde de la
carretera y mendigan para todos. Vea usted, ahí está uno.

Era cierto: un leproso, medio desnudo, descubiertas las relucientes
escamas, aparecía sentado al pie de una cerca ruinosa. Arrojamos
unas monedas en el sombrero de aquel ser infortunado, y nos fuimos.

—Mala enfermedad es ésta—dijo mi amigo—, y yo, que he visto muchos
leprosos, confieso que su proximidad me hace poca gracia. La verdad:
preferiría que no entrasen, como entran algunas veces, en mi tienda
a pedir limosna. Tengo entendido que la lepra es la enfermedad más
contagiosa que hay; pero existe una variedad de virulencia terrible,
la más temida de todas: es la lepra elefantina. A los que mueren de
ella los queman, por disposición de la ley, y se aventan las cenizas,
porque si el cuerpo de esos leprosos se enterrase en el cementerio,
la enfermedad se propagaría en seguida incluso a los demás muertos
allí enterrados. Al menos, eso es lo que se cree por aquí. Ahora
se está siguiendo causa por haber enterrado en el cementerio los
cadáveres de unas víctimas de la lepra elefantina. Funesta es la
lepra en cualquiera de sus formas, pero sobre todo la elefantina.

—Hablando de cadáveres—dije yo—, ¿cree usted que los huesos de
Santiago están realmente enterrados en Compostela?

—¿Qué puedo decir yo?—respondió el anciano—. De eso sabe usted
tanto como yo. Debajo del altar mayor hay una piedra muy grande
que, según dicen, cierra la boca de un profundo pozo en cuyo fondo
se cree que están enterrados los huesos de Santiago; por qué los
pusieron en el fondo de un pozo es un misterio insondable para mí.
Uno de los dependientes de la iglesia me ha contado que una noche
estaba de guardia con un compañero dentro de la iglesia, porque unos
ladrones habían asaltado poco antes una de las capillas y cometido un
sacrilegio; el tiempo se les hacía pesado, y para entretenerse, en
el silencio de la noche, tomaron una palanca, removieron la losa y
miraron en la sima abierta: estaba obscura como una tumba; entonces
ataron un peso al extremo de una cuerda larga y lo echaron dentro.
A muy gran profundidad chocó, al parecer, contra un objeto sólido,
haciendo un ruido opaco, como de plomo. Supusieron que podía ser un
ataúd, y quizás lo fuese; pero ¿de quién? Esa es la cuestión.



CAPÍTULO XXVIII

  Los mareantes de Padrón.—Caldas de los
  Reyes.—Pontevedra.—El notario público.—La insania de un
  barbero.—Una presentación.—La lengua gallega.—Paseo por
  la tarde.—Vigo.—El forastero.—Los judíos del desierto.—La
  bahía de Vigo.—Una interrupción brusca.—El gobernador.


Después de estar unos quince días en Santiago, montamos de nuevo a
caballo y proseguimos el viaje en dirección de Vigo. Como salimos de
Santiago ya muy entrada la tarde, no pasamos aquel día de Padrón,
distante sólo tres leguas. Padrón es un pequeño puerto situado en una
ría, y lo llaman así por razón de brevedad; pero su nombre verdadero
es _Villa del Padrón_, o ciudad del santo patrono, porque ésta fué,
según la leyenda, la principal residencia del santo en Galicia. Los
romanos llamaron a este lugar Iria Flavia. Es una ciudad pequeña,
pero floreciente, con comercio marítimo de alguna importancia, pues
sus barquichuelos surcan a veces el Golfo de Vizcaya, y hasta llegan
al Támesis y a Londres.

Hay una curiosa anécdota referente a los mareantes de Padrón que no
estará enteramente fuera de lugar aquí, pues se relaciona con la
circulación de las Escrituras. Hallándome un día en la tienda de mi
amigo el librero de Santiago, entró un sacerdote corpulento, con
aspecto de buen humor. Tomó uno de mis Testamentos y al instante
rompió en una ruidosa carcajada.

—¿Qué ocurre?—preguntó el librero.

—La vista de este libro me trae a la memoria un sucedido—repuso el
otro—. Hace unos veinte años, cuando a los ingleses se les metió por
vez primera en la cabeza convertirnos a los españoles a su manera de
pensar, repartieron gran número de libros de esta clase entre los
españoles que iban a Londres; algunos cayeron en manos de ciertos
mareantes de Padrón, y cuando esta buena gente regresó a Galicia se
observó que se habían vuelto muy tercos y amigos de disputar. Apenas
aventuraba alguien delante de ellos una opinión, la contradecían
de plano, sobre todo si se trataba de asuntos religiosos. «Eso es
falso—decían—. San Pablo, en tal capítulo y en tal versículo, afirma
exactamente lo contrario.» «¿Qué sabes tú lo que San Pablo ni otros
santos han escrito?»—les preguntaban los curas—. «Más de lo que
ustedes se figuran—respondían—. Ya no se nos puede tener en tinieblas
y en la ignorancia respecto de esas cosas», y entonces exhibían
sus libros y leían párrafos y más párrafos, haciendo comentarios
que escandalizaban a todos; no les importaba nada el Papa, y hasta
hablaban con irreverencia de las reliquias de Santiago. El caso se
divulgó pronto, y de nuestra sede salieron órdenes para secuestrar
los libros y quemarlos. Así se hizo; los mareantes fueron castigados
o reprendidos, y no he vuelto a oír hablar de ellos. No he podido por
menos de reirme al ver esos libros acordándome de los mareantes de
Padrón y de sus disputas religiosas.

Al día siguiente llegamos a Pontevedra. Como no se decía que por allí
hubiese ladrones, viajábamos solos y sin escolta. El camino es bello
y pintoresco, aunque algo solitario, sobre todo después que dejamos
atrás la pequeña ciudad de Caldas. En España hay varias poblaciones
de ese nombre. Esta de que hablo se llama, para distinguirla de las
demás, Caldas de los Reyes. No estará de más advertir que el español
_Caldas_ es sinónimo del morisco _Alhama_, palabra muy frecuente en
la topografía de España y Africa. Caldas tiene, al parecer, muy bien
puesto su nombre. Se alza en una confluencia de manantiales, y cuando
pasamos por allí estaba atestada de gente que acudía a curarse con
las aguas. En el curso de mis viajes he observado que siempre hay
vestigios de volcanes en las cercanías de los manantiales de aguas
calientes, ya sea montañas hendidas, o gruesos peñascos que emergen
aislados en la llanura o en la ladera como si los titanes hubiesen
estado jugando a los bolos. Este último rasgo es el que domina en
Caldas; la vertiente Sur de la montaña se halla cubierta de inmensas
piedras de granito, expelidas, en alguna antiquísima erupción, de
las entrañas de la tierra. Desde Caldas a Pontevedra el camino es
montuoso y cansado; tuvimos mucho calor, y las nubes de moscas, una
de las plagas de Galicia, molestaban tanto a nuestros caballos, que
nos obligaron a cortar unas ramas de árbol para protegerles la cabeza
y el cuello contra los atormentadores aguijones de aquellos insectos
sedientos de sangre.

Para viajar a caballo por Galicia en esa época del año, es muy
recomendable llevar una red fina para defensa del animal, remedio
seguro y cómodo, completamente desconocido en Galicia, por las
muestras, no obstante ser quizá el país del mundo en que más se
necesita.

Pontevedra, en conjunto, merece el nombre de ciudad monumental,
pues algunos de sus edificios públicos, en especial los conventos,
son tales como no se ven en parte alguna, fuera de España e Italia.
Rodéanla murallas de piedra labrada, y se alza en el fondo de una
ensenada, en la que desemboca el río Lérez. Dícese que fué fundada
por una colonia griega, cuyo jefe era nada menos que Teucer el
Telamonio. En tiempos antiguos fué plaza comercial importante;
cerca del puerto se ven las ruinas de un _farol_, o faro, que
pasa por ser antiquísimo. El puerto, empero, muy distante de la
ciudad, es incómodo y muy poco profundo. La comarca pontevedresa
es de incomparable amenidad, abundante en frutas de todo género,
especialmente en uvas, que en la estación propicia muestran,
pendientes de las _parras_, su deliciosa lozanía. Un antiguo autor
andaluz ha dicho que aquí se producen tantos naranjos y limoneros
como en la campiña cordobesa; pero las naranjas no son buenas y no
pueden competir con las de Andalucía. Los pontevedreses se jactan de
que su suelo produce dos esquilmos al año, y que mientras recogen una
cosecha siembran la otra. Razón tienen para enorgullecerse de una
tierra como la suya, pródigamente dotada.

La ciudad está en gran decadencia, y a pesar de la suntuosidad de sus
edificios públicos, encontramos allí aún más suciedad y miseria que
las usuales en Galicia. La _posada_ era misérrima, y para acabarlo
de arreglar la posadera tenía un genio regañón inaguantable. Porque
Antonio se quejó de la calidad de algunos de los comestibles que nos
servía, empezó a maldecirle violentamente en la lengua del país,
única que sabía hablar, y le amenazó, si intentaba producir desorden
en la casa, con echarle a la calle a él, a los caballos y a su amo.
Ni el mismo Sócrates se hubiera conducido en tal ocasión con más
prudencia que Antonio, quien se encogió de hombros, murmuró unas
palabras en griego y guardó silencio.

—¿Dónde vive el notario público?—pregunté—. Es de saber que el
notario público vendía libros, y para él llevaba yo una recomendación
de mi amigo de Santiago. Un muchacho me guió a casa del _señor_
García, que tal era el nombre del notario. Me encontré con un hombre
de unos cuarenta años, vivo, altivo y locuaz. De muy buen grado se
encargó de vender mis Testamentos, y en un abrir y cerrar de ojos le
vendió dos a un cliente, aldeano por las muestras, que le esperaba en
el despacho. El notario era un patriota entusiasta; pero claro es que
en sentido local, porque no le importaba más país que Pontevedra.

Los tales vigueses—me dijo—pretenden que su ciudad es mejor que la
nuestra, y que tiene más títulos para ser la capital de esta parte
de Galicia. ¿Ha oído usted jamás un desatino semejante? Le digo a
usted, amigo, que me importaría muy poco que ardiese Vigo con cuantos
mentecatos y bribones encierra. ¿Se le ocurriría a usted jamás
comparar Vigo con Pontevedra?

—No lo sé—repuse—; nunca he estado en Vigo; pero he oído decir que
su bahía es la mejor del mundo.

—¿La bahía, buen señor? ¡La bahía! Sí; esos bribones tienen una
bahía, y la bahía es la que nos ha robado todo nuestro comercio.
Pero ¿qué necesidad tiene de una bahía la capital de una provincia?
Lo que necesita son edificios públicos donde puedan reunirse los
diputados provinciales a tratar de sus asuntos; pues bien: lejos de
tener Vigo un edificio público bueno, no hay una casa decente en todo
el pueblo. ¡La bahía! Sí, tienen una bahía; ¿pero tienen agua para
beber? ¿Tienen fuentes? Sí, las tienen; pero el agua es tan salobre,
que haría reventar a un caballo. Espero, querido amigo, que no habrá
hecho usted un viaje tan largo para ponerse de parte de una gavilla
de piratas como los de Vigo.

—No he venido a ponerme de su parte—contesté—; la verdad es que
no sabía yo que necesitasen mi ayuda en esta disputa. Sólo vengo
a traerles el Nuevo Testamento, del que están al parecer muy
necesitados, si son tan pícaros e infames como usted los pinta.

—¿Pintarlos, querido amigo? Pero ¿no lo dice el caso por sí solo?
¿No sostienen que su ciudad es más apropiada que la nuestra para ser
capital de la provincia? _¡Qué disparate! ¡Que bribonería!_

—¿Hay en Vigo alguna librería?—pregunté.

—Había una perteneciente a un barbero loco. Afortunadamente para
usted la librería quebró y su dueño ha desaparecido. No hubiera
dejado de jugarle a usted una de estas dos malas partidas: o hacerle
una cortadura en el cuello, so pretexto de afeitarle, o encargarse
de sus libros y no darle nunca cuentas de su venta. ¡Una bahía!
¡Quisiera yo ver qué derecho tiene a una bahía un nido de lechuzas
como Vigo!

No es posible tratar a nadie con más bondad que el notario público
me trató a mi en cuanto le convencí de que no tenía intención de
ponerme de parte de los de Vigo contra Pontevedra. Eran entonces
las seis de la tarde; sin dilación me llevó a una confitería y me
obsequió con un helado y una jícara de chocolate. Salimos luego a
pasear por la ciudad, y el notario fué mostrándome varios edificios,
especialmente el convento de los jesuítas. «Vea usted esa fachada.
¿Qué le parece?»—decía.

Al expresarle la admiración sincera que sentía, acabé de conquistar
el corazón del buen notario. «Supongo que en Vigo no habrá nada como
esto»—le dije—. Me miró un instante, guiñó los ojos, ahogó una risita
de triunfo, y prosiguió su camino andando a tremenda velocidad.
El _señor_ García iba vestido enteramente como un notario inglés.
Llevaba sombrero blanco, levita obscura, calzones de lana gris
abotonados en las rodillas, medias blancas y zapatos negros bien
embetunados. Pero nunca he visto a un notario inglés andar tan de
prisa; aquello apenas podía llamarse andar; más parecía una sucesión
de sacudidas eléctricas y de brincos. Viéndome en la imposibilidad de
seguirle, le pregunté falto de alientos:

—¿Adónde me lleva usted?

—A casa del hombre de más talento de España—replicó—, a quien voy a
presentarle a usted. No vaya usted a pensar que Pontevedra sólo se
enorgullece de sus edificios públicos y de la hermosura de su suelo:
produce también más espíritus esclarecidos que ninguna otra ciudad de
España. ¿Ha oído usted hablar alguna vez del gran Tamerlán?

—Sí tal—respondí—. Pero no procedía de Pontevedra ni de sus
alrededores; vino de las estepas de Tartaria, cerca del río Oxo.

—Ya lo sé—replicó el notario—; pero lo que yo quiero decir es que,
cuando Enrique III tuvo que enviar un embajador a aquel africano, el
único hombre que halló a propósito para el caso fué un caballero de
Pontevedra llamado don...[23] ¡Que los de Vigo rebatan ese hecho si
pueden!

  [23] Alude a D. Pelayo Gómez de Sotomayor, primer enviado de
  Enrique III cerca de Tamerlán.

Entramos en un ancho portal y subimos una suntuosa escalera, al final
de la que el notario llamó a una puerta pequeña.

—¿A quién me va usted a presentar?—le pregunté.

—A un abogado que se llama...—replicó García. Es el hombre de más
talento de España, y conoce todas las lenguas y todas las ciencias.

Nos abrió una mujer de aspecto respetable, con todas las muestras de
ser el ama de gobierno, y luego de decirnos, contestando a nuestras
preguntas, que el abogado estaba en casa, nos llevó a una inmensa
sala, o más bien librería, pues los muros estaban cubiertos de libros
excepto en dos o tres sitios ocupados por algunos buenos cuadros de
escuela española antigua. Los suaves rayos del sol poniente entraban
por una ventana con cristales de colores, y esclarecían el aposento.
Detrás de la mesa estaba sentado el abogado, a quien miré con no
pequeña curiosidad. Tenía la frente alta y llena de arrugas, y las
facciones muy graves, netamente españolas. Vestía una especie de
hopalanda, y frisaba en los sesenta años. Estaba leyendo, sentado
detrás de una ancha mesa, y, al entrar nosotros, medio se incorporó y
nos hizo una ligera reverencia.

El notario le hizo un saludo reverente, y en voz baja le pidió
permiso para presentarle un amigo, un caballero inglés que viajaba
por Galicia.

—Tengo mucho gusto en verle—dijo el abogado—; pero espero que hablará
castellano, pues en otro caso apenas podríamos comunicarnos; aunque
leo el francés y el latín, no los hablo.

—Habla el español casi tan bien como si fuera de Pontevedra—repuso el
notario.

—Los naturales de Pontevedra—observé yo—me parecen más versados en
gallego que en castellano, pues la mayor parte de las conversaciones
que oigo en la calle son en aquel dialecto.

—El último caballero que me presentó mi amigo García—dijo el
abogado—era un portugués que hablaba muy poco o nada el español.
Dicen que el gallego y el portugués se parecen mucho; pero
cuando quisimos hablar en las dos lenguas no nos fué posible
entendernos. Yo entendía poco de lo que él decía, y mi gallego era
para él completamente ininteligible. ¿Entiende usted el dialecto
local?—continuó.

—Muy poco—repliqué—. Debe de ser principalmente por el acento
peculiar y la pronunciación, nueva para mí, de los gallegos, porque
su lengua está compuesta casi del todo de palabras españolas y
portuguesas.

—De modo que es usted inglés—dijo el abogado—. Sus compatriotas han
hecho mucho daño antiguamente en estas regiones, si hemos de creer a
las historias.

—Sí—dije yo—; hundieron los galeones y quemaron los mejores barcos de
guerra de ustedes en la bahía de Vigo, y en tiempo de lord Cobham
impusieron a la ciudad de Pontevedra una contribución de cuarenta mil
libras esterlinas.

—Cualquier potencia extranjera—interrumpió el notario—tiene perfecto
derecho para atacar a Vigo; pero no concibo qué podían alegar sus
compatriotas de usted para arruinar a Pontevedra, ciudad respetable
que nunca les hizo daño.

—_Señor_ caballero—dijo el abogado—, voy a enseñarle a usted mi
librería. Aquí tiene usted una obra curiosa, una colección de poemas,
escritos casi todos en gallego por el cura de _Fruime_. Es nuestro
poeta nacional y nos enorgullecemos de él.

Estuvimos más de una hora con el abogado; su conversación, si no
me convenció de que fuese el hombre de más talento de España, era,
en general, de gran interés; el abogado poseía, ciertamente, una
ilustración general bastante extensa, aunque le faltaba muchísimo
para ser el profundo filólogo que el notario me había dicho[24].

  [24] El abogado se llamaba D. Claudio González y Zúñiga, autor
  de la _Descripción Económica de la Provincia de Pontevedra_.
  Pontevedra, 1834. (Knapp).

En la tarde del siguiente día, al disponerme a salir de Pontevedra,
el _señor_ García, en pie junto a mi caballo, me abrazó, y me deslizó
en la mano un folletito. «Este libro—me dijo—contiene una descripción
de Pontevedra. Hable usted bien de Pontevedra dondequiera que vaya.»
Asentí con la cabeza. «Espere—añadió—. He oído hablar, mi querido
amigo, de la Sociedad a que usted pertenece, y trabajaré cuanto pueda
en favor de sus designios. Lo hago con absoluto desinterés; pero si
alguna vez, andando el tiempo, tuviese usted ocasión de hablar en
letras de molde del _señor_ García, notario de Pontevedra—ya usted me
entiende—, deseo que no deje de hacerlo.»

—Así lo haré—contesté yo.

El recorrido de Pontevedra a Vigo es sólo de cuatro leguas, y fué un
agradable paseo a caballo que hicimos en una tarde. Al acercarnos
a Vigo, el terreno iba siendo extremadamente montañoso, aunque el
paisaje era de insuperable hermosura. Las vertientes de las montañas
estaban casi todas cubiertas de frondosas arboledas, hasta la misma
cúspide, aunque a veces algún pico de roca desnuda asomaba, alzándose
hasta las nubes.

Al anochecer, el camino se entenebreció, envolviéndolo las montañas
y bosques circundantes en profundas sombras. Pero era un camino muy
transitado: oíamos el chirriar de muchos carros que iban por él y
continuamente nos cruzábamos con numerosos jinetes y peatones. Las
aldeas eran frecuentes. Las _parras_ crecían con lozana pompa, aún
mayor, si cabe, que en el campo de Pontevedra. Por todas partes
reinaban la actividad y la vida. El zumbido de los insectos, el
alegre ladrar de los perros, los rudos cantares de Galicia, se
mezclaban en deleitosa sinfonía. Tan placentero fué el viaje, que
casi sentí llegar a las puertas de Vigo.

La ciudad ocupa la parte baja de un elevado cerro, más escarpado y
pendiente a medida que se sube hacia el castillo que lo corona. El
casco de la población es pequeño y compacto, rodeado de murallas
bajas; las calles son angostas, empinadas y tortuosas; en medio de la
ciudad hay una plaza pequeña.

Hay un _faubourg_ de regular extensión a lo largo del borde de la
bahía. Encontramos una excelente _posada_, regida por un matrimonio
vascongado, cortés e inteligente. Las calles estaban abarrotadas y
todo en la ciudad era ruido y jolgorio. Lucía un desdichado simulacro
de iluminación, puesta por el vecindario para celebrar una victoria
ganada, o que se afirmaba haber ganado, contra las tropas del
Pretendiente. Por todas partes se veían uniformes militares. Para
mayor bullicio, acababa de llegar de Oporto una compañía de cómicos
portugueses, y aquella noche iban a dar su primera representación
en Vigo. «¿Representan la comedia en español?»—pregunté—. «No—me
respondieron—, y por eso tiene todo el mundo tantos deseos de ir;
otra cosa sería si representaran en una lengua que todos entendieran.»

A la mañana siguiente hallábame sentado, para desayunarme, en
un vasto aposento que miraba a la _Plaza Mayor_ de Vigo. El sol
lucía esplendoroso, y todas las cosas en torno aparecían animadas,
jocundas. En aquel momento entró un desconocido, me hizo una
reverencia profunda y se plantó en la ventana, donde permaneció buen
rato en silencio. Era un hombre como de treinta y cinco años, de muy
notable presencia. Sus facciones eran de absoluta corrección, casi
puedo decir de perfecta belleza. Tenía el pelo negrísimo y lustroso;
los ojos, grandes, negros y melancólicos; pero lo que más me llamó la
atención fué su tez, de tono oliváceo amoratado. Vestía con primorosa
elegancia según la moda francesa. Llevaba al cuello una gruesa cadena
de oro, en los dedos anchos anillos, y engastado en uno de ellos,
un magnífico rubí. «¿Quién será este hombre?—pensé yo—. ¿Español,
portugués? Acaso un criollo.» Le hice una pregunta indiferente
en español, y me contestó en el mismo idioma; pero su acento me
convenció de que no era español ni portugués.

—Si no me engaño, hablo con un inglés, señor—me dijo en el mejor
inglés que puede hablar un extranjero.

YO.—Lo ha acertado usted; pero yo, en cambio, no acabo de adivinar
qué país es el suyo.

EL DESCONOCIDO.—¿Puedo tomar asiento?

YO.—Singular pregunta. ¿No tiene usted tanto derecho como yo a
sentarse en la sala común de una posada?

EL DESCONOCIDO.—No estoy seguro de ello. A la gente de aquí, en
general, no le gusta verme tomar asiento a su lado.

YO.—Quizás por las opiniones políticas de usted, o porque haya usted
tenido la desgracia de cometer algún delito.

EL DESCONOCIDO.—No tengo opiniones políticas, y no he cometido, que
yo sepa, delito alguno. Aquí me odian por mi país y mi religión.

YO.—¿Estoy hablando quizás con un protestante, como yo?

EL DESCONOCIDO.—No soy protestante. Si lo fuese, se andarían con más
tiento para demostrarme su odio, porque entonces tendría un Gobierno
y un cónsul que me defendieran. Soy judío, judío de Berbería, súbdito
de Abderramán.

YO.—En tal caso, no tiene usted mucho de qué lamentarse si aquí le
miran mal, puesto que en Berbería los judíos son esclavos.

EL DESCONOCIDO.—En casi todas partes lo son, es cierto; pero no donde
yo he nacido, muy en el interior del país, cerca de los desiertos.
Allí los judíos son libres y temidos, y tan valientes como los mismos
musulmanes; saben domar potros y manejar el fusil. Los judíos de
nuestra tribu no son esclavos, y no queremos que se nos trate como
tales por los cristianos ni por los moros.

YO.—La historia de usted debe de ser muy curiosa; quisiera conocerla.

EL DESCONOCIDO.—No pienso contarle mi historia a nadie. He viajado
mucho, dedicado al comercio, y he prosperado. Ahora estoy establecido
en Portugal; pero no me gusta la gente de los países católicos, y
menos que ninguna la de España. Al llegar aquí he sufrido injusticias
vergonzosas en la _aduana_, y, al protestar, se rieron de mí y me
llamaron judío. Por dondequiera que voy, veo escarnecer a los judíos,
excepto en el país de usted; por eso mi corazón se apasiona por los
ingleses. Usted es aquí un forastero. ¿Puedo servirle en algo? No
tiene usted más que mandarme.

YO.—Se lo agradezco a usted con toda el alma, pero no necesito nada.

EL DESCONOCIDO.—¿Trae usted letras? Yo le tomo a usted las que traiga.

YO.—Nada necesito. El favor que puede usted hacerme es aceptar de mí
un libro.

EL DESCONOCIDO.—Lo aceptaré muy agradecido. Sé cuál es. ¡Qué pueblo
tan singular: el mismo vestido, el mismo semblante, el mismo libro!
Pelham me dió uno en Egipto. ¡Adiós! Jesús fué un hombre virtuoso,
quizás un profeta; pero... ¡adiós!

Bien pueden los pontevedreses envidiar a los de Vigo su bahía, con
la que, en muchas cualidades, no puede compararse ninguna otra en
el mundo. Altas y escarpadas montañas la defienden por todos lados,
menos por el Oeste, abierto sobre el Atlántico; pero en medio de la
boca surge una isla, imponente muro de roca, que rompe el oleaje e
impide que las mareas del Poniente invadan la bahía con violencia. A
cada lado de la isla hay un paso, bastante ancho para que los barcos
puedan atravesarlo en cualquier tiempo con toda seguridad. La bahía
es oblonga, y se mete mucho tierra adentro; es tan vasta, que mil
navíos de línea pueden maniobrar en ella sin estorbarse. Las aguas
son obscuras, sosegadas y profundas, sin bajíos ni arenas; de suerte
que el barco de guerra más soberbio puede surgir a tiro de piedra de
los muros de la ciudad sin averiarse la quilla.

Aquella bahía ha presenciado muchos sucesos memorables, ha visto
armamentos poderosos. Allí se reunieron los corpulentos barcos de la
Invencible; desde allí, cargada con la pompa, el poderío y el terror
de la vieja España, la monstruosa escuadra, desplegando sus enormes
velas al viento, zarpó orgullosamente para arrasar la isla luterana.
La mitad de los bosques de Galicia fué arrasada, y todos los
marineros de las mil bahías y rías de las agrias costas cantábricas
fueron enganchados a la fuerza para construir y armar la flota. Allí
fué donde las banderas unidas de Inglaterra y Holanda humillaron
el orgullo de España y Francia: sus navíos de guerra estallaron,
volando sus astillas inflamadas sobre las cumbres de las montañas de
Galicia, y los galeones, en llamas, se hundieron con sus tesoros,
mientras iban a la deriva en dirección de Sampayo. En las costas de
aquella bahía fué donde la guardia inglesa vació por vez primera
las _bodegas_ españolas, mientras las bombas de Cobham hundían las
techumbres del castillo de Castro, y los _vecinos_ de Pontevedra
enterraban sus doblones en las cuevas, y los correos llevaban a
escape a Lugo y Orense la noticia de la invasión de los herejes y del
desastre de Vigo. Todos esos hechos acudían a mi mente, contemplando
la bahía desde un punto muy alto de la montaña, a muy corta distancia
del fuerte.

—¿Qué está usted haciendo ahí, caballero?—gritaron varias voces—.
¡Quieto, _Carracho_! Si intenta usted correr, le descerrajo un tiro.

Miré en torno y vi, exactamente encima de mí, tres o cuatro
individuos, soldados por las muestras, vestidos con sucios uniformes,
en un tortuoso sendero que trepaba por la colina. Teníanme encañonado
con sus fusiles.

—¿Qué estoy haciendo? Ya lo ven ustedes: nada—respondí—, como no sea
mirar la bahía. Y en eso de correr, no hay cuidado: el terreno no es
a propósito.

—Dése usted preso—dijeron—, y venga usted con nosotros al castillo.

—Precisamente estaba pensando en ir allá antes de recibir su amable
invitación—contesté—. Deseo ver el fuerte.

Me encaramé al lugar donde estaban, y en el acto me rodearon; con
esa escolta llegué al castillo, que en su tiempo habría sido muy
importante, pero ahora ruinoso.

—Sospechamos que es usted un espía—dijo el cabo, que iba delante.

—¿De veras?—contesté.

—Sí—repuso el cabo—, y en estos últimos tiempos hemos cogido y
fusilado varios.

Encaramado en uno de los parapetos del castillo estaba un joven, con
uniforme de oficial subalterno, a quien me presentaron.

—Hace media hora que estamos vigilándole a usted, mientras hacía
observaciones—me dijo.

—Pues se han tomado ustedes un trabajo inútil—respondí—. Soy inglés,
y me entretenía en contemplar la bahía. Quisiera que ahora tuviese
usted la amabilidad de enseñarme el fuerte.

Hablamos un poco más, y el oficial dijo: «Me gusta ser amable con la
gente de su país de usted: queda usted en libertad.» Me incliné,
salí del fuerte y emprendí el descenso de la montaña. Cuando iba a
entrar en la ciudad, el cabo, que me había seguido ocultamente, me
tocó en el hombro. «Venga usted conmigo a ver al gobernador»—dijo—.
«Con mucho gusto»—respondí—. El gobernador estaba afeitándose cuando
llegamos a su presencia, y apareció en mangas de camisa, con la
navaja en la mano. Parecía de muy mal humor, debido quizás a que le
habíamos interrumpido en su tocado. Me hizo dos o tres preguntas, y
al saber que llevaba pasaporte y que era portador de una carta para
el cónsul inglés, me dijo que podía marcharme cuando quisiera. Hice
una reverencia al gobernador de la ciudad, como antes al gobernador
del fuerte, y salí, encaminándome a la posada.

En Vigo hice muy poca cosa en punto a la distribución de mis libros;
estuve allí unos cuantos días, y me marché, tomando de nuevo el
camino de Santiago.



CAPÍTULO XXIX

  Llegada a Padrón.—Un proyecto aventurado.—El
  _alquilador_.—Falta de palabra.—Un compañero
  singular.—Historia sencilla.—Un camino áspero.—La
  deserción.—La jaca.—Un diálogo.—Situación difícil.—La
  _Estadea_.—Nos anochece.—La choza.—La almohada del viajero.


Llegué a Padrón al caer la tarde, de vuelta de Pontevedra y de Vigo.
Tenía el propósito de enviar a mi criado con los caballos a Santiago
y alquilar un guía que me llevase a Finisterre. Difícil me sería
justificar con alguna razón plausible el ardiente deseo que tenía
de visitar ese lugar; pero recordaba que el año anterior me había
librado casi por milagro de naufragar y perecer en los peñascales
que bordean aquel punto extremo del Viejo Mundo, y pensé que llevar
el Evangelio a un lugar tan apartado y agreste sería acaso una
peregrinación acepta a los ojos de mi Hacedor. Verdad es que sólo me
restaba un ejemplar de los que había llevado conmigo en esta última
etapa; pero tal reflexión, lejos de desanimarme en mi proyecto,
produjo el efecto contrario: consideré que el Señor, desde que se
reveló al hombre, se había servido siempre para cumplir las más
grandes obras de medios insuficientes en apariencia, y pensé que el
único ejemplar restante podría por sí solo causar tanto bien como los
otros cuatro mil novecientos noventa y nueve de la edición de Madrid.

Sabía yo que mis caballos no servían en modo alguno para ir a
Finisterre, porque los caminos y sendas corrían por barrancos
pedregosos, por ásperas y empinadas montañas; resolví, pues,
dejarlos atrás con Antonio, a quien tampoco quería yo exponer a las
penalidades de un viaje como aquél. Sin pérdida de tiempo mandé
buscar un _alquilador_ y le expliqué mis intenciones. Díjome que
tenía a mi disposición una excelente jaca de montaña y que él en
persona me acompañaría; pero al propio tiempo añadió que el viaje
era terrible para hombres y bestias, y esperaba que se lo pagase con
largueza. Consentí en darle cuanto me pidió; pero con la expresa
condición de acompañarme él en persona, como me había ofrecido,
pues no tenía yo gana de internarme en las montañas con el último
bigardo del pueblo que se le antojase buscar, y que sería muy capaz
de jugarme una mala pasada. Replicó con la frase que los españoles
usan invariablemente para desvanecer la desconfianza o la duda:
«_No tenga usted cuidado_, yo mismo iré.» Arregladas así las cosas
satisfactoriamente, a mi parecer, tomé una cena ligera y me retiré a
dormir.

Había yo encargado al _alquilador_ que me llamase a las tres de la
mañana siguiente; pero no apareció hasta las cinco; supongo que se
dormiría, pues eso fué lo que me ocurrió también a mí. Me levanté
de un brinco; me vestí; puse unas cuantas cosas en la maleta, sin
olvidar el Testamento que pensaba regalar a los habitantes de
Finisterre, y luego salí, encontrando a mi amigo el _alquilador_,
que tenía por las riendas la _jaca_ en que había yo de hacer la
excursión. Era un animalito muy bueno, fuerte y sano al parecer, sin
un solo pelo blanco en todo su cuerpo, negro como las alas del cuervo.

Detrás permanecía en pie un bípedo de singularísima catadura, en
quien por el momento no puse atención; pero del que he de contar
mucho en lo sucesivo.

Pregunté al _alquilador_ si estaba todo listo, y obtenida respuesta
afirmativa, me despedí de Antonio, puse en marcha la jaca y con paso
vivo salimos del pueblo, tomando al principio el camino de Santiago.
El tipo aquel de quien he hablado antes venía pegado a nosotros;
pregunté al _alquilador_ quién era y por qué motivo nos seguía, a
lo cual respondió que era un criado suyo y que nos acompañaría un
rato para volverse luego. Continuamos a buen paso, hasta llegar a
menos de un cuarto de milla del convento de la _Esclavitud_, un poco
más allá del cual, según me habían dicho, tendríamos que dejar el
camino real; en tal punto, el _alquilador_ se detuvo bruscamente, y
al instante todos hicimos alto. Pregunté la razón de la parada, y no
obtuve respuesta. El _alquilador_ tenía los ojos clavados en el suelo
y contaba, al parecer, con intenso cuidado las huellas de las vacas,
mulas y caballos estampadas en el polvo de la carretera. Repetí mi
pregunta con voz más fuerte, cuando después de una larga pausa alzó
un poco los ojos, aunque sin mirarme a la cara, y dijo que creía que
yo estaba en la idea de que me iba a acompañar hasta Finisterre, y
que, si era así, lo sentía mucho, por ser cosa imposible de cumplir,
pues ignoraba completamente el camino, y además era incapaz de hacer
un viaje tan largo por tan mal terreno, no siendo ya el hombre que
antaño había sido, y que él estaba comprometido a llevar aquel mismo
día a Pontevedra a un caballero que le aguardaba.

—Pero—continuó—como me gusta quedar siempre como un _caballero_
con todo el mundo, he tomado mis medidas para no dejarle a usted
plantado. He hecho un ajuste con este individuo—añadió señalando al
tipo raro—para que le acompañe. Es de toda confianza, y conoce muy
bien el camino de Finisterre, pues ha ido allá muchas veces con esta
misma jaca que usted monta. Además será un buen compañero de viaje,
porque habla francés e inglés muy bien, y ha recorrido todo el mundo.

El hombre cesó al cabo de hablar; su engaño, desvergüenza y villanía
me produjeron tal efecto, que pasó algún tiempo antes de poder hallar
una respuesta. Le reproché en términos muy duros su falta de palabra
y le dije que se me pasaban muy buenas ganas de volver al instante al
pueblo y denunciarle al _alcalde_ para que le castigase a toda costa.
A esto replicó:

—Señor caballero, con hacer eso no se encontrará usted más cerca de
Finisterre, adonde tiene tantas ganas de ir. Siga mi consejo: meta
espuela a la jaca; porque, como usted ve, se hace tarde, y hay doce
leguas largas a Corcubión, donde pasará usted la noche; y desde allí
a Finisterre, tampoco es grano de anís. Con este hombre _no tenga
usted cuidado_: es el mejor guía de Galicia, habla inglés y francés,
y le servirá de agradable compañía.

Ya entonces había yo reflexionado que con volver a Padrón sólo
conseguiría gastar tiempo, y que el intento de hacer castigar al
individuo aquel no me reportaría ventaja alguna; además, como me
parecía un tunante en toda la extensión de la palabra, tan buena era
la compañía de cualquier otra persona como la suya. Manifesté, pues,
mi resolución de seguir adelante, y le dije que se volviera, y le
conjuré por Dios a que se arrepintiese de sus culpas. Vencedor en
este punto, pensó sacar nuevas ventajas; se colocó a una vara delante
de la jaca, y me dijo que el precio que yo me había comprometido a
pagar por el alquiler de la jaca (todo lo que me pidió, dicho sea
de paso) era muy poco, y que antes de continuar había de prometerle
dos duros más, pues sin duda estaba loco o borracho al hacer el
trato conmigo. La cólera me dominó por completo, y sin pararme a
reflexionar metí espuelas a la _jaca_, que le derribó en el polvo y
le pasó por encima. A cien varas de distancia volví la cabeza y le
vi en pie en el mismo sitio, el sombrero caído en el suelo, y sin
dejar de mirarnos se santiguaba con mucha devoción. Su criado, o lo
que fuese, lejos de socorrer a su principal, en cuanto la _jaca_ se
movió echó a correr a su lado, sin proferir palabra ni hacer otro
comentario que golpearse vigorosamente un muslo con la mano derecha.
No tardamos en pasar de Esclavitud, y un instante después volvimos
a la izquierda, metiéndonos por un sendero desigual y pedregoso que
llevaba a unos maizales. Pasamos junto a varias caserías, y llegamos
al fin a una cañada, cuyas laderas estaban cubiertas de robles enanos
y que descendía suavemente hasta un riachuelo obscuro, sombreado por
los árboles, que atravesamos por un tosco puentecillo. Ya entonces
había tenido tiempo de examinar detenidamente de pies a cabeza a
mi singular compañero. Su estatura, estirándose todo lo posible,
quizás hubiera llegado a cinco pies y una pulgada, pero el hombre
tenía cierta tendencia a encorvarse. La naturaleza le había dotado de
inmensa cabeza, poniéndosela a ras de los hombros, porque entre las
piezas que entraron en su composición faltó, por lo visto, un cuello.
A los lados se balanceaban unos brazos largos y musculosos. Era, en
conjunto, de armazón tan fuerte y sólida como la de un atleta. Sus
piernas eran cortas, pero muy ágiles, y su rostro, largo, largo,
hubiera guardado cierta remota semejanza con un rostro humano a no
haber la boca tuerta y los anchos ojos parados usurpado su sitio
natural a la nariz, que era casi invisible. Su vestido se componía de
tres prendas: sombrero portugués, ancho de copa y angosto de alas,
viejo y andrajoso; una especie de camisa y unos calzones de tela
burda. Quise trabar conversación con él, y, recordando lo que el
alquilador me había dicho, le pregunté en inglés si había trabajado
siempre en el oficio de guía. Al oírme volvió los ojos hacia mí con
expresión singular, y clavándomelos en el rostro soltó una risotada,
dió un salto y palmoteó tres veces por encima de su cabeza. Comprendí
que no me había entendido; repetí la pregunta en francés, y me
respondió de nuevo con la risa, el salto y las palmadas. Al cabo, en
mal español, dijo:

—Mi amo, hable en español, por amor de Dios, y le entenderé a usted,
y mejor aún si habla en gallego; pero no puedo prometerle otra cosa.
Oí lo que le decía el _alquilador_; pero es el mayor _embustero_ de
la tierra, y le engañó a usted en eso, como al prometerle que le
acompañaría. A su servicio estoy por mis pecados; pero en mal hora
dejé el profundo mar y me dediqué a guía.

Me contó que era de Padrón, marinero de oficio, y que había pasado la
mayor parte de su vida en la escuadra española; sirviendo en ella,
visitó Cuba y otras muchas partes de la América española.

—Cuando mi amo—continuó—le dijo a usted que yo sería un buen
compañero de viaje, le dijo la verdad, la única verdad que ha salido
de su boca en un mes; mucho antes de llegar a Finisterre se habrá
usted alegrado de que el criado, y no el amo, haya venido con usted;
mi amo es muy torpe y muy pesado, y yo soy como usted ve.

Dió dos o tres saltos mortales, volvió a reírse a carcajadas y a
palmotear.

—Seguramente no se figura usted—continuó—que ayer vine de La Coruña
con esa jaca y muy buena carga; llegamos a Padrón a las dos de la
madrugada, y a pesar de eso la jaca y yo estamos dispuestos a hacer
este nuevo viaje. Como dice mi amo, _no tenga usted cuidado_; nadie
ha tenido queja de la jaca ni de mí.

Hablando de esa suerte recorrimos un buen trecho del camino, por
terreno pintoresco, hasta llegar a una aldea muy linda en la falda de
una montaña.

—Este pueblo—dijo el guía—se llama Los Angeles, porque su iglesia la
hicieron los ángeles hace ya mucho tiempo; debajo de ella pusieren
una barra de oro traída del cielo y que había servido de viga en la
propia casa de Dios. Va por debajo de tierra desde aquí hasta la
catedral de Compostela.

Atravesamos el pueblo, que, según me dijo también el guía, tenía
unos baños muy visitados por los santiagueses. Torcimos hacia el
Noroeste, dando la vuelta a una montaña que alzaba majestuosamente
sobre nuestras cabezas su cumbre coronada de peñascos desnudos; a
nuestra derecha, en la otra orilla de un valle espacioso, corría
una elevada cadena de montañas, que iba a enlazarse con las del
Norte de Santiago. En la cima de esa cadena alzábanse unas torres
almenadas, llamadas de Altamira, al decir de mi guía, restos de un
antiguo castillo, ya en ruinas, que fué en otro tiempo la residencia
principal que los condes de ese título tenían en la provincia.
Volviendo después hacia el Oeste, no tardamos en encontrarnos al pie
de un puerto muy empinado y escabroso, que conducía a una región más
alta. La subida nos costó cerca de media hora, y las dificultades
del terreno eran tales, que más de una vez me alegré de haber dejado
nuestros caballos y de montar aquella intrépida jaquita; acostumbrada
a los caminos, trepaba con mucho ánimo, y nos puso al fin sin daño en
lo alto de la subida.

Allí entramos en una _choza_ gallega para reponer nuestras fuerzas
y las del caballo. El cuadrúpedo comió un poco de maíz, y los dos
bípedos nos regalamos con _broa_ y _aguardiente_, servidos por una
mujer que encontramos en la choza. Salí fuera unos minutos a observar
el aspecto del país, y al volver encontré al guía profundamente
dormido en el banco donde le dejé. Estaba sentado, muy tieso, con
la espalda apoyada en la pared y las piernas colgando a unas tres
pulgadas del suelo, porque eran demasiado cortas para llegar a él.
Cinco minutos lo menos estuve contemplando su reposo, tan profundo
y tranquilo como el de la muerte. Su rostro me recordaba mucho esas
singulares fisonomías de santos y monjes que a veces se encuentran
en las hornacinas de los muros de los conventos en ruinas. No había
ni el más ligero vislumbre de vitalidad en su semblante, que por el
color y la rigidez pudiera parecer de piedra, tan informe y tan tosco
como una de esas cabezas de piedra de Icolmkill que han desafiado
las intemperies de doce siglos. Mirándole estuve hasta que empecé
a sentir cierta alarma, pensando que la vida podía haber huído de
aquella maltrecha y extenuada máquina. Le sacudí con fuerza por un
hombro, y lentamente se despertó, abrió los ojos asombrado y luego
los cerró. Durante unos momentos no supo, con toda evidencia, dónde
estaba. Le di voces preguntándole si pensaba pasarse el día durmiendo
en lugar de llevarme a Finisterre; al oírme se dejó caer sobre las
piernas, arrebató el sombrero que yacía en la mesa, y en el acto
salió por la puerta corriendo y gritando:

—Sí, sí, ya me acuerdo; sígame, capitán, y le llevaré a Finisterre en
un vuelo.

Le seguí con la vista y tomó a todo correr la misma dirección que
antes traíamos.—Espera—le grité—; espera. ¿Me vas a dejar aquí con la
jaca? Espera; aún no hemos pagado el gasto. Espera.—Pero no volvió la
cabeza ni un instante, y en menos de un minuto se perdió de vista.
La jaca, atada al pesebre en un rincón de la choza, comenzó a dar
relinchos terroríficos, a manotear y a erizar la cola y la crin de un
modo extraño. Tanto tiraba del ramal, que temí que se estrangulara.

—¡Mujer!—exclamé—, ¿dónde anda usted y qué significa todo esto?

Pero la huéspeda había desaparecido también, y aunque recorrí la
_choza_, dando fuertes voces, no obtuve respuesta.

Continuaban los relinchos de la jaca, y los tirones que daba del
ramal eran cada vez más fuertes.

—¿Estoy rodeado de locos?—grité, y arrojando sobre la mesa una
_peseta_ desaté el caballo e intenté ponerle el bocado, pero no lo
conseguí. Apenas solté el ramal comenzó la jaca a tirar hacia la
puerta, a despecho de cuantos esfuerzos hice para impedirlo.—Si
te escapas—dije—mi situación va a ser divertida—. Pero todo tiene
remedio: de un brinco monté en la silla, y un instante después el
animalito me llevaba, en rápido galope, por un camino que supuse
sería el de Finisterre.

La situación, divertida para el lector, era para mí bastante
apurada. Hallábame a lomos de un caballo fogoso, sin medio alguno
de gobernarlo, a todo correr por un camino peligroso y desconocido.
No parecía ni rastro del guía, ni encontré a nadie a quien pedir
noticias. La verdad es que, dado caso de alcanzar a un pasajero o de
cruzarme con él, apenas habría tenido tiempo de dirigirle la palabra:
tan veloz era la carrera del caballo. «¿Estará este animal enseñado
a estas cosas?—pensaba yo—. ¿Me llevará a una cueva de ladrones, que
me corten el cuello? ¿No hace más que seguir, por instinto, a su
amo?» No tardé en desechar ambas suposiciones. La velocidad de la
jaca amenguó; al parecer, había perdido el camino. Miró en torno con
inquietud; al cabo llegó a un arenal, pegó el hocico al suelo, y de
pronto se tumbó, revolcándose de una manera verdaderamente caballuna.
No me hice daño, y al instante aproveché la ocasión para ponerle el
bocado, que antes llevaba colgado del pescuezo. Volví a montar y me
puse a buscar el camino.

No tardé en encontrarlo, y seguí adelante. El camino iba por un
yermo poblado de brezos y tojos y sembrado de pedruscos. El sol,
ya muy alto, calentaba de firme. Encontré alguna gente, hombres y
mujeres, que me miraba sorprendida, maravillándose probablemente de
que una persona como yo anduviese sin guía por tales sitios. Pregunté
a dos mujeres si habían visto a mi guía; pero no me entendieron o
no quisieron entenderme, y, luego de cambiar entre sí unas pocas
palabras en uno de los cien dialectos de Galicia, siguieron su
camino. Después de atravesar el descampado, llegué de improviso a un
convento al borde de un profundo barranco, por cuyo fondo corría un
rumoroso arroyo.

El lugar era bello y pintoresco; espesas arboledas poblaban las
vertientes del barranco; del otro lado surgía una montaña alta y
obscura. El convento, muy capaz, parecía abandonado. Pasé junto a él,
y al instante llegué a una aldea, tan desierta, por las muestras,
como el convento, pues no hallé ser viviente, ni siquiera un perro
que me saludara con sus ladridos. Me detuve en una fuente de piedra,
que vertía sus aguas en una pila. Sentada en la pila, con los brazos
caídos y los ojos clavados en la montaña vecina, estaba una figura
humana, que aún se presenta frecuentemente a mi fantasía, sobre todo
cuando duermo y me oprime una pesadilla: era mi fugitivo guía.

YO.—Buenos días tenga usted, caballero. El tiempo está caluroso, y
ese agua exquisita convida a beberla. Tentado estoy de apearme y
regalarme con un trago.

EL GUÍA.—Su merced no puede hacer mejor cosa. Hace mucho calor, en
efecto; lo mejor es que beba un poco de agua. También yo acabo de
beber. Pero le aconsejo que no dé agua al caballo: está jadeante y
muy sudado.

YO.—Ya puede estarlo. He venido galopando lo menos dos leguas en
busca de un individuo que se comprometió a llevarme a Finisterre,
pero que me ha abandonado de la manera más extraña del mundo; tanto,
que he llegado a creer que era un bandido, no un hombre honrado ¿No
le ha visto usted, por casualidad?

EL GUÍA.—¿Qué señas tiene?

YO.—Es bajo, grueso, muy parecido a usted, giboso y, con perdón de
usted, muy feo.

EL GUÍA.—¡Ja, ja! Le conozco. Hemos venido corriendo juntos hasta
la fuente, y aquí me dejó. Caballero, ese hombre no es un ladrón; si
algo es, es un _nuveiro_, un hombre que anda por las nubes, y que, a
veces, un soplo de viento se lo lleva. Si alguna vez vuelve usted a
viajar con ese hombre, no le permita usted beber más de una copa de
anís cada vez; de lo contrario, se subirá a las nubes, le dejará a
usted y andará por ahí corriendo hasta que dé con un arroyo, o pegue
con la cabeza en una fuente; entonces, con un trago, vuelve a ser lo
que era. ¿De manera, señor caballero, que va usted a Finisterre? Pues
vea usted qué rareza: un caballero muy parecido a usted me ajustó
esta mañana para que le llevara allí también; pero se me ha perdido
en el camino. Me parece lo mejor que continuemos juntos hasta que
encuentre usted a su guía y yo a mi amo.

Podían ser las dos de la tarde cuando llegamos a un puente, largo y
ruinoso, muy antiguo al parecer, llamado, según el guía, puente de
Don Alonso. Atravesaba una ensenada, o más bien ría, porque el mar no
estaba lejos; a nuestra derecha quedaba la pequeña ciudad de Noya.

—Cuando atravesemos el puente, capitán—dijo el guía—, llegaremos
a país desconocido, porque yo no he pasado nunca de Noya, y de
Finisterre, no sólo no he estado allí nunca, pero ni siquiera he oído
hablar. He preguntado a dos o tres personas, desde que nos pusimos
en camino, y saben tanto como yo. Sin embargo, bien mirado todo, creo
que lo mejor es seguir hasta Corcubión, a unas cinco leguas de aquí,
adonde quizás lleguemos antes de cerrar la noche si damos con el
camino o encontramos quien nos guíe; porque, como ya le he dicho, yo
lo desconozco en absoluto.

—En buenas manos he caído—respondí—. Creo, en efecto, que lo mejor
es ir a Corcubión, y allí quizás sepamos algo de Finisterre y se
encuentre un guía que nos lleve.

Entonces, con nuevos brincos y cabriolas, echó a andar con paso
rápido, deteniéndose a veces en una _choza_ con el propósito de
adquirir informes, supongo yo, aunque apenas entendí una palabra de
la jerga en que él y sus interlocutores hablaban.

A poco llegamos a un terreno por demás agreste y montuoso. Subimos
y bajamos barrancos; vadeamos arroyos, y nos arañamos la cara y las
manos en las zarzas, deteniéndonos a veces a coger moras silvestres,
de que había cosecha abundante. Por camino tan duro avanzábamos muy
despacio. La jaca iba detrás del guía, tan pegada a él, que casi le
tocaba en el hombro con el hocico. El país era cada vez más agreste,
y una vez que dejamos atrás un molino, ya no vimos rastro de vivienda
humana. El molino estaba en el fondo de una hondonada, sombreada por
grandes árboles, y sus ruedas, al girar, hacían un ruido triste y
monótono.

—¿Llegaremos a Corcubión esta noche?—pregunté al guía cuando, al
salir del valle, nos encontramos en un descampado sin límites, al
parecer.

EL GUÍA.—No; no podemos, y este descampado no me gusta nada. El
sol va a ponerse en seguida, y entonces, como haya niebla, nos
encontraremos a la _Estadea_.

YO.—¿Qué es eso de la _Estadea_?

EL GUÍA.—¡Qué es eso de la _Estadea_! ¿Me pregunta mi amo qué es la
_Estadinha_? No me he encontrado a la _Estadinha_ más que una vez, y
fué en un sitio como éste. Iba yo con unas mujeres, y se levantó una
niebla muy espesa. De pronto empezaron a brillar encima de nosotros,
entre la niebla, muchas luces; había lo menos mil. Se oyó un chillido
tremendo, y las mujeres se cayeron al suelo, gritando: _¡Estadea,
Estadea!_ Yo también me caí y gritaba: _¡Estadinha! ¡Estadinha!_ La
_Estadea_ son las almas de los muertos que andan encima de la niebla
con luces en las manos. Con franqueza, mi amo, si encontramos a las
almas, me escapo y no paro de correr hasta tirarme de cabeza al mar.
Esta noche ya no llegamos a Corcubión; mi única esperanza es que
encontremos por aquí una _choza_ donde podamos defendernos de la
_Estadinha_.

La noche se nos echó encima antes de atravesar el despoblado; pero
no hubo niebla, con gran contento de mi guía, y un pico de luna
alumbraba parcialmente nuestros pasos. Estábamos, sin embargo, en
una situación muy triste: aquel era el páramo más desolado de la
provincia más agreste de España, ignorábamos el camino y apenas si
sabíamos adónde íbamos, porque el guía me dijo repetidas veces que no
creía en la existencia de un lugar llamado Finisterre, y de existir,
sería alguna montaña solitaria señalada en el mapa. Si me ponía a
reflexionar sobre el carácter de mi guía, no encontraba grandes
motivos de tranquilidad ni de aliento; en el caso más favorable,
era evidentemente un hombre medio tonto, sujeto, por confesión
propia, a ciertos paroxismos que no se diferenciaban esencialmente
de la locura. Su insensata huida de cerca de tres leguas, aquella
misma mañana, sin causa aparente para ello, y últimamente su loco y
supersticioso temor de encontrar a las almas de los muertos en el
despoblado, caso en el que se proponía, según me dijo, abandonarme y
correr en busca del mar, me impresionaron fuertemente. Pensé también
en la posibilidad de que no estuviésemos en el camino de Finisterre
ni en el de Corcubión, y resolví acogerme a la primera choza que
encontrásemos, para no correr el riesgo de rodar a un precipicio y
rompernos la nuca. Pero no se veía cabaña alguna; el despoblado
parecía interminable, y por él anduvimos hasta que se puso la luna,
dejándonos en casi total obscuridad.

Al cabo llegamos al pie de una cuesta muy escarpada, a la cual subía
un agrio sendero.

—¿Será este nuestro camino?—pregunté al guía.

—No nos queda otro, capitán—respondió el hombre—. Subiremos, y cuando
estemos arriba veremos el mar, si es que está cerca.

Eché pie a tierra, porque subir a caballo por tal sendero en plena
obscuridad hubiese sido locura. Trepamos en hilera: primero, el
guía; detrás, la jaca, con el hocico pegado, como de costumbre, al
hombro de su amo, a quien quería apasionadamente, y yo a retaguardia,
agarrado con la mano izquierda a la cola del caballo. Dimos muchos
traspiés y más de una caída; cierta vez rodamos todos por la falda
del cerro. A los veinte minutos llegamos a la cima; miramos en torno,
pero no vimos el mar; un páramo obscuro, apenas entrevisto, se
extendía al parecer por todos lados.

—Vamos a tener que acampar aquí hasta mañana—dije yo.

De pronto mi guía me tomó una mano.

—Allí hay _lume, senhor_—decía—; allí hay _lume_.

Miré en la dirección que me indicaba, y después de esforzarme un
rato, me pareció ver a cierta distancia, muy por bajo de nosotros, un
débil resplandor.

—Eso es _lume_—exclamó el guía—, y procede de la chimenea de una
_choza_.

A la bajada del cerro vagamos sin rumbo no poco tiempo, hasta que nos
encontramos en medio de seis o siete chozas negras.

—Llama a la puerta de una cualquiera—dije al guía—y pregunta si
pueden darnos asilo por esta noche.

Así lo hizo, y al instante apareció un hombre con una tea encendida
en la mano.

—¿Puede usted guarecer a un _cabalheiro_ contra la noche y la
_estadea_?—preguntó el guía.

—Sí puedo, gracias a Dios—dijo el hombre.

Era de figura atlética; no llevaba zapatos ni medias, y, en conjunto,
le encontré muy parecido a los campesinos de los pantanos de Munster.

—Hagan el favor de entrar, caballeros; podemos acomodarlos a ustedes
y también a la _cabalgadura_.

La choza donde entramos estaba dividida en tres compartimientos: en
el primero había hierba, en el segundo estaban las vacas, y en el
tercero la familia, compuesta del padre y la madre del hombre que nos
había abierto y de su mujer e hijos.

—Usted es catalán, señor caballero, y va a buscar a sus paisanos
de Corcubión—dijo el hombre en regular español—. ¡Ah! Ustedes los
catalanes son buena gente y tienen muy buenos establecimientos en las
costas gallegas; la lástima es que se llevan todo el dinero fuera del
país.

No tengo, en cualquiera circunstancia, el menor inconveniente en
pasar por catalán; en aquel caso más bien me alegré de que una gente
tan salvaje creyera que yo tenía en las vecindades amigos poderosos
y compatriotas que estaban, acaso, aguardándome. Favorecí, pues, su
error y empecé a hablar, con fuerte acento catalán, de la pesca en
Galicia y del impuesto sobre la sal. El guía me miró un momento con
expresión singular, entre seria y burlona; sin embargo, no dijo nada;
se dió un palmetazo en el muslo, como de costumbre, y pegó el brinco
que casi dió en el techo con su risible cabezota. Preguntando, supe
que aún faltaban dos leguas hasta Corcubión, y que el camino, entre
cerros y páramos, era difícil.

Nuestro huésped nos preguntó si teníamos hambre; le respondimos
que sí, y trajo una docena de huevos y un poco de tocino. Mientras
se aderezaba la cena, mi guía sostuvo con la familia una larga
conversación; pero como hablaban en gallego no pude entenderlos.
Creo que principalmente se referían a brujas y hechicerías, porque
nombraban mucho la _estadea_. Después de la cena pregunté dónde
podría descansar; el huésped me señaló una trampilla en el techo,
diciendo que encima había un desván a propósito para dormir, y en él
encontraría paja limpia. Por pura curiosidad pregunté si no había en
la choza ninguna cama.

—No—replicó el hombre—; ni las hay hasta Corcubión. Yo nunca me he
acostado en cama, ni nadie de mi familia; dormimos en el suelo o en
la paja con el ganado.

Como viajero experto me abstuve de lamentarlo; subí por una escalera
al desván, bastante ancho y casi vacío; puse la capa por almohada
y me tendí en las tablas, prefiriéndolas por más de un motivo a la
paja. Durante un buen rato estuve oyendo a la gente aquella hablar
en gallego, y entre los intersticios del piso veía los resplandores
de la lumbre. Las voces se extinguieron poco a poco; el fuego se
fué apagando y dejé de verlo. Me adormecí, desperté, me adormecí de
nuevo, y caí por último en profundo sueño, del que sólo desperté al
segundo canto del gallo.



CAPÍTULO XXX

  Mañana de otoño.—El fin del mundo.—Corcubión.—Duyo.—El
  cabo.—Una ballena.—La bahía exterior.—La detención.—El
  pescador alcalde.—Calros Rey.—Un incrédulo.—¿Dónde está el
  pasaporte?—La playa.—Un liberal influyente.—La criada.—El
  gran «Baintham».—Un libro sin par.—Hospitalidad.


Hacía una hermosa mañana de otoño cuando salimos de la _choza_ y
proseguimos el viaje a Corcubión. Gratifiqué al huésped con un par
de _pesetas_, y me pidió por favor que si regresábamos por el mismo
camino, y la noche nos sorprendía, no dejáramos de buscar albergue
bajo su techo. Así se lo prometí, al mismo tiempo que formaba el
propósito de hacer todo lo posible para evitar tal contingencia,
porque dormir en el desván de una choza gallega no es muy apetecible,
aunque no tan malo como pasar la noche en un descampado o en un monte.

Emprendimos, pues, la marcha a paso vivo por ásperos caminos de
herradura y veredas, rodeados de brezos y jaras. Al cabo de una
hora llegamos a la vista del mar, y, dirigidos por un muchacho que
encontramos en el despoblado guardando unas pocas y míseras ovejas,
torcimos hacia el Noroeste y alcanzamos, por último, la cima de una
montaña, donde nos detuvimos un poco a contemplar el panorama que se
ofrecía ante nosotros.

No sin razón los latinos dieron a aquellos parajes el nombre de
_Finis terræ_. Nos encontrábamos en un sitio exactamente igual a como
en mi infancia había yo imaginado la conclusión del mundo, más allá
de la que sólo había un mar borrascoso, o el abismo, o el caos. Tenía
ante mis ojos un Océano inmenso, y a mis pies la dilatada e irregular
línea de la costa, alta y escarpada. Con seguridad no hay en todo el
mundo costa más abrupta que la costa gallega, desde la desembocadura
del Miño hasta el Cabo Finisterre. Es una barrera de montañas de
granito muy agrestes, dentelladas casi todas en la cima, y cortadas a
veces por radas y bahías, como las de Vigo y Pontevedra, que penetran
profundamente en tierra. Esas ensenadas y rías son todas de inmensa
hondura, y de capacidad sobrada para abrigar las escuadras de las más
soberbias naciones marítimas del mundo.

La grandeza severa y agreste de aquellos parajes, subyuga la
imaginación. Esa costa salvaje, lo primero que percibe de España el
viajero procedente del Norte o el que surca el ancho Océano, responde
muy bien, por su apariencia, a la idea que de antemano se tiene de
tan singular país. «Sí—exclama el viajero—; esta es España, sin duda
alguna; la inexorable, la rígida España; esta tierra es un emblema
de los espíritus que en ella han visto la luz. ¿De qué otra tierra
podían salir aquellos seres prodigiosos que aterraron al Viejo Mundo,
y llenaron el Nuevo de sangre y horror? ¡Alba y Felipe, Cortés y
Pizarro, severos y colosales espectros que surgen entre las sombras
de la edad pasada, como esas montañas de granito surgen de la niebla
ante los ojos del navegante! ¡Sí; esta es España, sin duda: la
inexorable, la indomable España; tierra emblemática de sus hijos!»

En cuanto a mí, al contemplar el ancho mar y la costa tan salvaje,
exclamé: «¡Oh imagen de nuestra sepultura y de los temerosos caminos
que a ella llevan! Esos desiertos y páramos por donde he pasado son
como las ásperas y tristes jornadas de nuestra vida. Alentados por
la esperanza, luchamos con todos los obstáculos, con la montaña, la
ciénaga y el yermo, para llegar ¿a qué? a la tumba y a sus bordes
pavorosos. ¡Oh! ¡Que no me abandone en la hora postrera la esperanza
en el Redentor y en Dios!»

Descendimos del cerro, y de nuevo perdimos de vista el mar,
metiéndonos por barrancos y cañadas, donde había, de vez en cuando,
manchas de pinos. Continuando el descenso, acabamos por llegar a la
terminación de una larga y angosta ría, donde se alzaba una aldea;
a corta distancia, en la margen occidental de la ría, veíase una
población bastante mayor, que casi tenía derecho al nombre de ciudad.
Esta última era Corcubión; la primera, si no recuerdo mal, se llamaba
Ría de Silla. Nos apresuramos a llegar a Corcubión, y mandé al guía
que preguntase por el camino de Finisterre. Entró en una taberna,
de donde salía mucho bullicio, y a poco volvió diciéndome que el
pueblo de Finisterre distaba una legua y media de allí. Un hombre, en
manifiesto estado de embriaguez, apareció en la puerta, detrás de mi
guía.

—¿Van ustedes a Finisterre, _cavalheiros_?—exclamó.

—Sí, amigo mío—respondí—. ¡Allá vamos!

—Entonces van ustedes a un _fato de borrachos_—replicó—. Tengan
cuidado no les hagan alguna mala partida.

Seguimos adelante, y, luego de atravesar una península arenosa, a la
espalda de la ciudad, llegamos a la costa de una inmensa bahía, cuya
extremidad Noroeste la formaba el renombrado Cabo de Finisterre, que
se extendía ante nuestra vista mar adentro.

Por una playa de arena de blancura deslumbradora avanzamos hacia
el Cabo, meta de nuestro viaje. El sol brillaba resplandeciente,
y sus rayos iluminaban todas las cosas. Delante de nosotros, el
mar parecía un espejo, y las olas que rompían en la costa eran
tan débiles que apenas levantaban un murmullo. Avivamos el paso,
siguiendo el profundo contorno de la bahía, dominada por montañas
gigantescas. Singulares recuerdos comenzaron a invadir mi espíritu:
en aquella playa, según la tradición de toda la antigua cristiandad,
Santiago, el Santo patrono de España, predicó el Evangelio a los
idólatras españoles. En aquella playa se alzaba en otro tiempo una
ciudad comercial inmensa, la más orgullosa de España. En la bahía,
hoy desierta, resonaban entonces millares y millares de voces, cuando
las naves y el comercio de todo lo descubierto de la tierra se
concentraban en Duyo.

—¿Cómo se llama este pueblo?—pregunté a una mujer, al pasar por cinco
o seis casas ruinosas en el recodo de la bahía, antes de entrar en la
península de Finisterre.

—Esto no es un pueblo—dijo la gallega—. Esto no es un pueblo, señor
caballero; es una ciudad, es Duyo.

¡Tales son las glorias del mundo! ¡Aquellas chozas eran todo lo que
el rugiente mar y la garra del tiempo habían dejado de Duyo, la gran
ciudad! Y ahora, derechos a Finisterre.

Al mediodía llegamos al pueblo de ese nombre, compuesto de un
centenar de casas y construído en el lado Sur de la península,
precisamente en el paraje donde el terreno se levanta para formar
la enorme y escarpada cabeza del Cabo. En vano buscamos una posada
o _venta_ donde encerrar el caballo; por un momento creímos haber
encontrado lo que buscábamos, y hasta llegamos a atar el caballo al
pesebre. Pero en cuanto salimos lo desataron, echándolo a la calle.
La poca gente que vimos nos observaba de un modo extraño. No hicimos
gran caso de estos detalles y continuamos calle arriba, hasta que nos
admitieron en casa de un comerciante castellano, a quien su suerte
había llevado a aquel rincón de Galicia, al fin del mundo. Lo primero
que hicimos fué echar un pienso al caballo, que ya daba señales de
estar muy cansado. Pedimos luego para nosotros algo de comer: como
una hora más tarde nos sirvieron un pescado de unas tres libras,
regularmente sabroso, muy fresco, condimentado para nosotros por una
vieja que desempeñaba las funciones de ama de gobierno. Terminada la
comida, salí con mi grotesco guía y me dispuse a subir a la montaña.

Nos detuvimos a examinar un reducto o batería abandonada que mira a
la bahía, y, mientras estábamos en esto, reparé más de una vez que
también nosotros éramos objeto de curiosidad y acecho; en efecto,
a nuestro paso vislumbré más de una cara que nos atisbaba por
los huecos y hendiduras de las tapias. Comenzamos luego a subir
al Finisterre, trazando en sus vertientes graníticas numerosos y
largos _detours_. El sol estaba en lo más alto de su carrera, y sus
ardentísimos y furiosos rayos caían a plomo y nos asaeteaban. En la
subida se me destrozó el calzado y me corté los pies; el calor me
hacía sudar a chorros. Para mi guía, en cambio, la subida no era,
al parecer, fatigosa ni difícil. No le asustaba el calor del día,
ni una gota de sudor surcaba su curtido semblante, ni le faltaba el
resuello; brincaba de roca en roca con la irritante agilidad de una
cabra montés. Antes de llegar a la mitad de la subida me encontré
rendido por completo. Comencé a rilar y a tambalearme.

—¡No tenga miedo!—dijo el guía—. Ahí se ve una cerca; échese un poco
a la sombra.

Me pasó uno de sus largos y robustos brazos por la cintura, y, aunque
comparado conmigo parecía un enano, me sostuvo como a un chico
hasta llegar a una tosca valla que atravesaba la mayor parte de la
montaña y servía, probablemente, de lindero. Difícil fué encontrar
una sombra: descubrimos, por último, una pequeña hendidura, abierta
quizás por algún pastor para dormir en ella la _siesta_. Allí me
tendió el guía con mucho tiento, y, quitándose el enorme sombrero,
comenzó a abanicarme sin descanso. Fuí reviviendo por momentos, y,
después de descansar un rato muy largo, emprendí de nuevo la subida;
por fin llegué a la cumbre con ayuda del guía.

Nos encontramos a gran altura entre dos bahías, con la vasta soledad
del mar delante de nosotros. De los diez mil barcos que anualmente
surcan aquellas aguas a la vista del Cabo, no se descubría entonces
ni uno solo. Era el mar un desierto azul brillante, del que, a
intervalos, emergía la negra cabeza de un cachalote arrojando dos
delgados chorros de agua. La bahía de Finisterre, la más grande de
las dos, resplandecía hasta su entrada con los bellos tornasoles de
un inmenso banco de _sardinhas_, en cuyos bordes estaba probablemente
el cachalote dándose un festín. Al otro lado del Cabo veíamos a
nuestros pies una bahía más pequeña, bordeada de rocas de formas
extrañas, que dominan la costa; esta bahía se llama en el lenguaje
del país _Praia do mar de fora_, y es lugar temible en días de
borrasca, cuando el oleaje del Atlántico penetra en ella y rompe
contra las rocas sumergidas que allí abundan. Aun en días de calma
resuena en aquella bahía un fragor cavernoso que llena el corazón de
inquietud.

Descubríase por doquiera un panorama grandioso, sublime. Después de
contemplarlo desde la cima cerca de una hora, descendimos.

Al llegar a la casa donde teníamos nuestro pasajero albergue,
hallamos ocupado el portal por unos cuantos hombres, echados algunos
en el suelo y bebiendo vino en unas pequeñas vasijas de barro muy
usadas en aquella parte de Galicia. Les saludé cortésmente al pasar
y subí al aposento donde comimos. En un tosco y sucio lecho que allí
había me arrojé rendido de cansancio. Resolví reposar un poco, y
por la noche reunir a la gente del pueblo y leerles unos capítulos
de la Escritura y dirigirles una ligera exhortación cristiana. Me
dormí pronto; pero mi sueño fué muy intranquilo. Veíame rodeado de
dificultades múltiples, entre peñascos y barrancos, luchando en vano
por libertarme. Rostros muy extraños se asomaban entre los árboles
o salían de las cavernas y sacaban una lengua bífida y arrojaban
gritos de cólera. Miré en torno buscando a mi guía, pero no le hallé;
me pareció, sin embargo, oír en lo hondo de un barranco una voz que
hablaba de mí. No sé cuánto hubieran durado estas pesadillas; pero,
de súbito, sentí que me agarraban con violencia por un hombro, y de
un tirón casi me arrastraron fuera de la cama. Desperté con gran
sorpresa, y a la luz del sol poniente vi inclinada sobre mí una
figura extraña y desconocida: era la de un hombre ya de edad, de
gigantesca talla, muy barbudo, con cejas grandes y frondosas, vestido
a lo pescador y con un fusil mohoso en la mano.

YO.—¿Quién es usted, qué desea?

EL HOMBRE.—Poco importa quién soy yo. Levántese y venga conmigo; le
necesito.

YO.—¿Con qué autoridad se atreve usted a venir a molestarme?

EL HOMBRE.—Con la autoridad de la _justicia_ de Finisterre. Sígame
sin resistencia, Calros, o será peor.

—¿Calros?—dije yo—. ¿Qué significa esto?

Me pareció, sin embargo, lo más prudente obedecer, y bajé la escalera
detrás de mi hombre. La tienda y el portal hallábanse atestados de
vecinos de Finisterre: hombres, mujeres y chicos; estos últimos
desnudos casi todos, chorreando agua, como si los hubieran llamado a
toda prisa de sus juegos en la orilla del mar. A través de aquella
multitud, el hombre que he tratado de describir se abrió paso con
ademán autoritario.

Al llegar a la calle, posó sin violencia una de sus pesadas manos en
mi brazo.

—¡Es Calros, es Calros!—gritó un centenar de voces—. Acaba de llegar
a Finisterre y la _justicia_ le ha prendido.

Sin saber lo que todo aquello podía significar, seguí calle abajo
en compañía de mi singular conductor. La multitud que nos seguía
vociferando era cada vez más numerosa. Hasta sacaron los enfermos
a las puertas para que viesen lo que ocurría y echaran un vistazo
al temible Calros. Me admiró, sobre todo, el ardimiento de que dió
muestras un tullido, quien, a despecho de los ruegos de su mujer, se
mezcló con las turbas, y, aunque perdió la muleta, siguió adelante,
brincando con una sola pierna, mientras decía:

—_¡Carracho! ¡También voy yo!_

Por fin llegamos a una casa un poco mayor que las demás; el guía me
introdujo en una sala baja, me colocó en el centro y volvió corriendo
a la puerta con ánimo de impedir el paso a la gente que pugnaba por
entrar con nosotros. No sin trabajo consiguió su propósito; una o dos
veces se vió en el caso de rechazar a culatazos a los intrusos. Me
puse entonces a examinar el aposento. Todo el mobiliario consistía
en unos cuantos toneles; había además en el suelo el mástil de una
lancha y una o dos velas. Sentados en los toneles estaban tres o
cuatro hombres, con toscos trajes de pescadores o de carpinteros
de ribera. El personaje principal era un individuo de unos treinta
y cinco años, de gesto avinagrado, _alcalde_ de Finisterre, según
averigüé después, y dueño de la casa en que nos encontrábamos. En un
rincón descubrí a mi guía; evidentemente estaba preso: dos robustos
pescadores, armado el uno con un fusil y el otro con un bichero, le
guardaban. Un minuto duró mi examen; el _alcalde_, atusándose las
patillas, me interrogó así:

—¿Quién es usted, dónde está su pasaporte y a qué ha venido a
Finisterre?

YO.—Soy un inglés, mi pasaporte es éste y he venido a ver Finisterre.

Mi respuesta los desconcertó, al parecer, por breves momentos.
Miráronse unos a otros, y miraron mi pasaporte. Al cabo, el
_alcalde_, golpeándolo con un dedo, vociferó:

—Este pasaporte no es español; parece que está escrito en francés.

YO.—Ya le he dicho a usted que soy extranjero. Por eso traigo, como
es natural, pasaporte extranjero.

EL ALCALDE.—Entonces quiere usted hacernos creer que no es _Calros
rey_.

YO.—Nunca he oído hablar de ese rey ni he oído tal nombre.

EL ALCALDE.—¡Miren qué sujeto! Se atreve a decir que no ha oído
hablar nunca de Calros el pretendiente, que se titula rey.

YO.—Si ese Calros es el pretendiente don Carlos, todo lo que puedo
contestar es que no creo que hable usted en serio. Lo mismo podía
usted decir que ese pobre hombre, mi guía, a quien por lo visto han
hecho ustedes prisionero, es su sobrino, el _infante_ don Sebastián.

EL ALCALDE.—¡Ah! Usted mismo se ha vendido; en efecto, por tal le
tenemos.

YO.—Es verdad que los dos son jorobados; pero ¿en qué me parezco yo
a don Carlos? No tengo tipo español, y al pretendiente le llevo lo
menos la cabeza.

EL ALCALDE.—Eso no le hace. Ya se sabe que usted lleva varios
chalecos consigo, y con ellos se disfraza, pareciendo más alto o más
bajo, según le acomoda.

Esta razón era tan concluyente, que no supe contestar. El _alcalde_
echó una mirada de triunfo en torno suyo, como si hubiese hecho un
gran descubrimiento.

—Sí; ¡es Calros, es Calros!—decía la turba, agolpada en la puerta.

—No estaría mal fusilar a estos dos hombres ahora mismo—continuó el
_alcalde_—; porque si no son los dos pretendientes, es seguro que los
dos son facciosos.

—No estoy yo muy seguro de que sean ni una cosa ni otra—dijo una voz
bronca.

La _justicia_ de Finisterre volvió los ojos hacia donde había
sonado la voz, y lo mismo hice yo. Nuestras miradas se posaron en
el individuo que guardaba la puerta; había plantado el cañón de la
escopeta en el suelo y apoyaba la barba en la culata.

—No estoy muy seguro de que sean una cosa ni otra—repitió avanzando—.
He examinado a este hombre—dijo, señalándome—y escuchado su modo de
hablar, y me parece que es inglés; su cara y su voz lo dicen. ¿Quién
conoce a los ingleses mejor que Antonio de la Trava? ¿Quién tiene más
motivos para conocerlos? ¿No ha tripulado sus barcos, no ha comido su
galleta, y no estaba junto a Nelson cuando le mataron de un tiro?

Al oírle, el _alcalde_ se enfureció.

—Es tan inglés como tú—exclamó—. Si fuese inglés no habría
venido a escondidas ni por tierra; habría venido embarcado y con
recomendaciones para alguno de nosotros o para los catalanes; habría
venido a comprar o a vender; pero en Finisterre no le conoce nadie
ni conoce a nadie; además, lo primero que ha hecho al llegar aquí
ha sido inspeccionar el fuerte y subir a la montaña a trazar un
campamento, estoy seguro. ¿A qué iba a venir a Finisterre si no es
Calros ni un _bribón_ de _faccioso_?

Comprendí que había gran parte de justicia en alguna de estas
observaciones, y por vez primera me di cuenta de la gran imprudencia
que había cometido metiéndome por parajes tan incultos y entre gentes
tan bárbaras, sin llevar pretexto alguno que pudiera justificar a sus
ojos mi viaje. Traté de convencer al _alcalde_ de que mi expedición
por aquel país no tenía otro fin que el de conocer las muchas cosas
notables que encierra y recoger noticias acerca del carácter y
condición de los habitantes. Pero estos motivos eran incomprensibles
para él.

—¿A qué ha subido usted a la montaña? ¡Para ver el paisaje!
_¡Disparate!_ Hace cuarenta años que vivo en Finisterre y no he
subido nunca, ni subiría en un día como el de hoy aunque me diesen
dos onzas de oro. Ha venido usted a medir la altura y a replantear
un campamento.

Encontré, sin embargo, un amigo resuelto en Antonio, el viejo, quien
insistió, fundándose en su conocimiento de los ingleses, en que muy
bien podía ser cierto cuanto yo decía.

—Los ingleses—decía—no saben qué hacer con tanto dinero como tienen,
y andan de aquí para allá por todo el mundo, y a lo mejor pagan
carísimo lo que para la demás gente no vale un cuarto.

Comenzó entonces, a pesar del enojo del _alcalde_, a examinarme de
inglés. Todos sus conocimientos en esta lengua se reducían a dos
palabras: _knife_ y _fork_, las cuales traduje a sus equivalentes
en español; el viejo me declaró inglés al instante, y blandiendo su
escopeta exclamó:

—Este hombre no es Calros; es inglés, como tiene dicho, y el que
trate de molestarle se las entenderá con Antonio de la Trava, _el
valiente de Finisterre_.

Nadie trató de impugnar ese fallo, y al fin resolvieron enviarme a
Corcubión para que me interrogara el _alcalde mayor_ del distrito.

—Pero ¿qué hacemos con este otro individuo?—preguntó el _alcalde_ de
Finisterre—. Este, al menos, no es inglés. Tráele para acá y oigamos
lo que dice en su defensa. Vamos, hombre, ¿quién eres y quién es tu
amo?

EL GUÍA.—Soy Sebastianillo, un pobre marinero licenciado de Padrón,
y mi amo, a la hora presente, es este caballero que está aquí, el
inglés más valiente y de más dinero del mundo. Tiene en Vigo dos
barcos cargados de riquezas. Ya se lo dije a ustedes antes, cuando me
prendieron en la posada.

EL ALCALDE.—¿Y tu pasaporte?

EL GUÍA.—Yo no tengo pasaporte. ¿Quién piensa en traer pasaporte a un
sitio como éste, donde no habrá dos personas que sepan leer? Yo no
tengo pasaporte; el de mi amo sirve también para mí.

EL ALCALDE.—No tal; y puesto que no tienes pasaporte y confiesas que
te llamas Sebastián, vamos a fusilarte. Antonio de la Trava, tú y los
escopeteros os lleváis de aquí a este Sebastianillo y le fusiláis
delante de la puerta.

ANTONIO DE LA TRAVA.—Con mucho gusto, _señor alcalde_, puesto que
usted lo manda. No tengo por qué tomarme ningún trabajo en favor de
este individuo. Es seguro que no es inglés; más trazas tiene de brujo
o de _nuveiro_, uno de esos demonios que levantan las tormentas y
hunden las lanchas. Además, dice que es de Padrón, y todos los de ese
pueblo son ladrones y borrachos. Una vez me jugaron una mala partida,
y no me disgustaría fusilar a todo el _pueblo_.

Intervine yo entonces, y dije que si fusilaban al guía debían
fusilarme a mí también; ponderé la crueldad y barbarie de quitar la
vida a un pobre desdichado que, como se adivinaba al primer golpe de
vista, era medio tonto; añadí que si alguien tenía culpa en aquel
caso era yo, porque el otro no era más que un criado sometido a mis
órdenes.

—Después de todo—dijo el alcalde—, me parece que lo mejor es enviar
a los dos presos a Corcubión para que el _alcalde mayor_ haga de
vosotros lo que le parezca. Pero tenéis que pagar la escolta; no
vayáis a figuraros que los vecinos de Finisterre no tienen cosa mejor
que hacer que ir de una parte a otra con cada individuo que se le
ocurra venir a esta ciudad.

—De eso me encargo yo—dijo Antonio—. Soy el _valiente_ de Finisterre
y no me asusto de dos hombres. Además, estoy seguro de que el
capitán, aquí presente, me pagará lo que sea razonable, o dejaría de
ser inglés. Conque no perdamos tiempo, y en marcha para Corcubión,
que se hace tarde. Sin embargo, capitán, lo primero de todo es
registrarle a usted, y luego registraré el equipaje. Supongo que no
llevará usted armas; pero lo mejor es cerciorarse.

Mucho antes de cerrar la noche, montado de nuevo en la jaca y
acompañado por el guía, emprendí a través de la playa el regreso
a Corcubión. Delante iba Antonio de la Trava, escopeta al hombro,
andando pesadamente.

YO.—¿No le da a usted miedo, Antonio, ir solo con dos presos, uno de
ellos a caballo? Si quisiéramos, creo que podríamos más que usted.

ANTONIO DE LA TRAVA.—Soy el _valiente de Finisterre_ y no me asusto
por eso.

YO.—¿Por qué le llaman a usted el _valiente_ de Finisterre?

ANTONIO DE LA TRAVA.—En todo el distrito se me conoce por ese nombre.
Cuando los franceses vinieron a Finisterre y destruyeron el fuerte,
tres murieron a mis manos. Yo estaba en lo alto de la montaña, adonde
ha subido usted hoy; desde allí hacía fuego sobre el enemigo, hasta
que tres soldados se lanzaron en mi persecución. ¡Qué locos! A dos de
ellos los eché a rodar entre las peñas con dos tiros de este fusil, y
al tercero le rompí la cabeza de un culatazo. Por esto me llaman el
_valiente_ de Finisterre.

YO.—¿Y cómo fué usted a parar de marinero en la escuadra inglesa? Me
parece haberle oído decir que presenció usted la muerte de Nelson.

ANTONIO DE LA TRAVA.—Sus compatriotas de usted me apresaron, capitán;
y como soy marinero desde la niñez, se mostraron muy satisfechos de
mis servicios. Nueve meses pasé con ellos, y estuve en Trafalgar.
Vi morir al almirante inglés. Usted se le parece algo en la cara, y
cuando le oigo a usted hablar me parece oír la voz del almirante.
Tengo cariño a los ingleses, y por eso le he salvado a usted. No
crea usted que me iba yo a cansar andando por estos arenales si
fuese usted un compatriota. Ya estamos en Duyo, capitán. ¿Tomamos un
reparillo?

Así lo hicimos, o, mejor dicho, Antonio de la Trava se reparó
trasegando vaso tras vaso de vino con una sed, al parecer,
inextinguible.

—El hombre que nos dijo que los borrachos de Finisterre nos harían
una mala partida era más brujo que yo—murmuró Sebastián, mi guía.

Por fin, el veterano héroe del Cabo se levantó despacio y dijo que
debíamos darnos prisa para llegar a Corcubión antes de cerrar la
noche.

—¿Qué clase de persona es el _alcalde_ a quien me lleva usted?—dije.

—¡Oh! Es muy diferente del de Finisterre. Es un _señorito_ joven
llegado hace poco de Madrid. Ni siquiera es gallego. Es muy liberal,
y a órdenes suyas se debe principalmente que andemos por aquí tan
sobre aviso. Se dice que los carlistas piensan hacer un desembarco en
esta parte de la costa de Galicia. Que vengan siquiera a Finisterre;
allí somos todos liberales sin excepción, y el _valiente_, aunque
ya es viejo, está dispuesto a repetir lo que hizo en tiempo de los
franceses. Pues, como iba diciendo antes, el _alcalde_ a quien vamos
a ver es un joven muy instruído, y si quiere, puede hablar con usted
en inglés mejor aún que yo, eso que fuí amigo de Nelson y peleé a su
lado en Trafalgar.

La noche cerró antes de llegar a Corcubión. Antonio se detuvo de
nuevo en una taberna y después nos condujo a casa del _alcalde_.
Su andar era ya muy poco seguro; al llegar a la puerta de la casa
tropezó en el umbral y se cayó al suelo. Se puso en pie, lanzando un
juramento, y al instante comenzó a aporrear la puerta con la culata
del fusil. «¿Quién es?»—preguntó al fin en gallego una suave voz de
mujer—. «El _valiente_ de Finisterre»—respondió Antonio—. Se abrió la
puerta y vimos ante nosotros una mujer bastante linda con una luz en
la mano.

—¿Qué le trae por aquí tan tarde, Antonio?—preguntó.

—Traigo dos prisioneros, _mi pulida_—respondió.

—_¡Ave María!_—exclamó—. Supongo que no correremos peligro.

—De uno respondo—replicó el viejo—; pero el otro es un _nuveiro_ y
ha hundido más barcas que todos sus hermanos de Galicia. Pero no
te asustes, preciosa—añadió al ver santiguarse a la mujer—; cierra
primero la puerta y llévame luego a donde esté el _alcalde_; tengo
mucho que contarle.

Cerróse la puerta, y Antonio, después de ordenarnos permanecer en
el patio, subió, precedido de la muchacha, una escalera de piedra,
dejándonos en profundas tinieblas.

Pasó un cuarto de hora; de nuevo vimos el fulgor de la luz en la
escalera, y la muchacha reapareció. Vino hacia mí y aproximándome al
rostro la luz, me miró con atención. Después de un minucioso examen,
se acercó a mi guía y le contempló con mayor detenimiento aún;
volvióse al fin a mí y dijo en el mejor español que pudo: «_Señor_
caballero, le felicito a usted por tener un criado como éste. Es el
_mozo_ mejor parecido de toda Galicia. _¡Vaya!_ Con sólo que llevara
algo más de ropa y no fuese descalzo como va, ahora mismo le admitía
de _novio_; pero, desgraciadamente, he hecho voto de no casarme nunca
con un pobre, y sí sólo con quien tenga la bolsa bien repleta de
dinero y pueda comprarme buenos trajes. ¿De manera que son ustedes
carlistas? _¡Vaya!_ No crean que por eso voy a quererles mal; pero,
siendo carlistas, ¿por qué han ido ustedes a Finisterre, si allí
son todos _cristinos_ y _negros_? ¿Por qué no han ido ustedes a mi
pueblo? Allí nadie se hubiese metido con ustedes. Los de mi pueblo no
se parecen a esos borrachos de Finisterre. En mi pueblo no molesta
nadie a la gente de bien. _¡Vaya!_ No saben ustedes el odio que le
tengo a ese borracho de Finisterre que les ha traído. ¡Es tan viejo
y tan feo! Si no fuera por la ley que le tengo al _señor alcalde_,
abriría la puerta y le pondría en la calle a usted y a su criado, _el
buen mozo_.»

En esto, bajó Antonio. «Sígame—dijo—; su merced el _alcalde_ está
dispuesto a recibirle al momento.» Sebastián y yo le seguimos
escaleras arriba, y entramos en un aposento, donde, sentado detrás
de una mesa, vimos a un joven de corta estatura, pero guapo de cara
y vestido a la última moda. Estaba escribiendo una carta, y cuando
terminó se la entregó a un secretario para copiarla. Entonces me miró
un instante fijamente y tuvimos la siguiente conversación:

EL ALCALDE.—Ya veo que es usted inglés; aquí mi amigo Antonio me ha
dicho que le han detenido a usted en Finisterre.

YO.—Le han dicho a usted la verdad; a no ser por él, creo que hubiera
perecido a manos de aquellos salvajes pescadores.

EL ALCALDE.—Los habitantes de Finisterre son buena gente y muy
liberales todos. ¿Me permite usted ver el pasaporte? Sí; está en
regla. Es verdaderamente ridículo que le hayan detenido a usted
tomándole por carlista.

YO.—No sólo por carlista, sino por don Carlos en persona.

EL ALCALDE.—¡Oh!, es de lo más ridículo; ¡confundir a un compatriota
del gran Baintham con un bárbaro como ése!

YO.—Dispense usted, señor: ¿de quien ha dicho usted?

EL ALCALDE.—Del gran Baintham; el que ha inventado leyes para
el mundo entero. Espero verlas adoptadas dentro de poco en este
desgraciado país.

YO.—¡Oh! Quiere usted decir Jeremías Bentham. Sí: un hombre muy
notable en su línea.

EL ALCALDE.—¡En su línea! ¡En todas las líneas! Es el genio más
universal que ha producido el mundo: es un Solón, un Platón y un Lope
de Vega.

YO.—No he leído sus obras; pero no dudo que sea un Solón, y hasta
un Platón, como usted dice. Lo que no podía figurarme es que se le
clasificara como poeta con Lope de Vega.

EL ALCALDE.—¡Es asombroso! Por lo que veo, no ha leído usted nada
de él; en cambio, aquí estoy yo, un pobre _alcalde_ de Galicia, que
tiene todos los escritos de Baintham en ese estante y los estudia día
y noche.

YO.—Conocerá usted el inglés, sin duda alguna.

EL ALCALDE.—Sí tal; quiero decir, el inglés contenido en las obras
de Baintham. Celebro muchísimo ver a un compatriota suyo por estos
parajes tan bárbaros. Comprendo y aprecio los motivos que le han
traído a usted por aquí; disimule las groserías e insolencias que
haya sufrido. Ahora trataremos de repararlas en lo posible. Está
usted en libertad; pero como es tarde, le buscaré a usted alojamiento
para esta noche. Aquí al lado hay uno muy a propósito. Vamos allá
ahora mismo. Espere: ¿lleva usted un libro en la mano?

YO.—El Nuevo Testamento.

EL ALCALDE.—¿Qué libro es ése?

YO.—Una parte de las Sagradas Escrituras, de la Biblia.

EL ALCALDE.—¿Para qué lleva usted consigo ese libro?

YO.—Uno de los motivos principales de mi visita a Finisterre era
llevar este libro a un sitio tan inculto.

EL ALCALDE.—¡Ja, ja! ¡Qué rareza! Sí; ya caigo. He oído decir que
los ingleses aprecian mucho ese libro estrafalario. Es muy raro que
los contemporáneos del gran Baintham den valor alguno a ese librote
frailesco.

Era ya muy entrada la noche; mi nuevo amigo me acompañó al
alojamiento que me había destinado, en casa de una anciana
respetable, donde hallé una habitación cómoda y limpia. Por el
camino deslicé en la mano de Antonio una propina, y al llegar a la
casa le regalé con toda solemnidad, y en presencia del _alcalde_, el
Testamento, rogándole que lo llevase a Finisterre y lo conservase
como recuerdo del inglés a quien había protegido con tanta eficacia.

ANTONIO.—Así lo haré, y cuando los vientos del Noroeste no permitan
salir al mar, leeré en el regalo de su merced. Adiós, mi capitán;
cuando vuelva usted a Finisterre espero que vendrá en un buen barco
inglés, abarrotado de contrabando, y no por tierra en una jaca, ni en
compañía de _nuveiros_ y gente de Padrón.

Al instante llegó la criada del _alcalde_ con una canasta que puso en
la cocina, y preparó una cena excelente para el amigo de su amo.

Servida la cena, el _alcalde_ se despidió de mí, no sin preguntarme
en qué podía serme útil.

—Mañana me vuelvo a Santiago—respondí—. Espero sinceramente que
alguna vez se me presentará ocasión de dar a conocer al mundo la
hospitalidad que he recibido de un hombre tan docto como el _alcalde_
de Corcubión[25].

  [25] El alcalde de Corcubión no necesitaba saber inglés para leer
  a Bentham, porque desde 1820 a 1837 gran parte de sus escritos
  se habían traducido y publicado en España. Las obras completas
  fueron publicadas en español por Baltasar Anduaga Espinosa,
  Madrid, 1841-1843, 14 vols. en 4.º El calificativo de «Solón
  inglés» que Borrow pone en boca del alcalde está tomado de un
  artículo del _Monthly Magazine_, que Borrow conocía bien. Su
  indiferencia por Bentham nace de la secreta hostilidad que Borrow
  profesaba al Dr. Bowring, uno de los agentes principales de la
  introducción de las obras de Bentham en la Península. (Knapp.)



CAPÍTULO XXXI

  La Coruña.—Paso de la bahía.—El Ferrol.—El
  astillero.—¿Dónde estamos?—El embajador griego.—A la luz
  de un farol.—El barranco.—Viveiro.—La noche.—Ciénagas y
  tremedales.—Buenas palabras y buena moneda.—La cincha de
  cuero.—Ojos de lince.—El bribón del guía.


Desde Corcubión volví a Santiago y La Coruña, y comencé los
preparativos del viaje a Asturias. En Santiago vendí el caballo
andaluz. Los viajes por Galicia le habían quebrantado mucho, y me
pareció incapaz de hacer las largas caminatas por país montañoso que
me aguardaban. La escasez de caballos en La Coruña era tan grande,
que no me fué difícil vender el mío por mucho más dinero del que me
costó. Un comerciante de La Coruña, joven y rico, se enamoró de su
pelo lustroso y de la largura de su crin y de su cola. Por mi parte
tenía más de un motivo para alegrarme de venderlo: estaba resabiado
y sin domar, y no hacía más que buscarme cuestiones en las cuadras
de las _posadas_ donde parábamos a dormir o a comer. Un labrador de
Castilla la Vieja, a cuya jaca trató de mala manera mi caballo, me
decía en cierta ocasión:

—Señor caballero, si se quiere usted bien o en algo se respeta,
deshágase de ese animal, que puede ser su perdición; créame usted.

En La Coruña se quedó, donde murió del muermo, según supe más tarde.
¡Paz a su memoria!

Crucé la bahía para ir de La Coruña a El Ferrol. Antonio, con el
caballo que nos quedaba, fué por tierra, viaje fatigoso y largo, bien
que por mar sólo haya tres leguas. Me mareé mucho en la travesía,
y tuve que ir echado, casi sin sentido, en el fondo de la pequeña
lancha en que me embarqué, abarrotada de gente. El viento era
contrario y la marejada muy fuerte. No pudimos izar la vela; cinco o
seis marinerotes nos llevaron a remo, y en todo el tiempo no cesaron
de cantar canciones gallegas. De pronto, el mar pareció serenarse
y el mareo se me quitó de golpe. Me puse en pie y miré en torno.
Estábamos en uno de los parajes más raros que pueden imaginarse:
era un largo y angosto pasadizo, dominado en ambas márgenes por una
estupenda barrera de rocas negras y amenazadoras. Esa hendidura
natural de la línea de la costa es tan regular y tan recta, que no
parece obra del azar, sino hecha a propósito. Las aguas, sombrías
y quietas, son de inmensa profundidad. El paso tendrá una milla
de largo, y es la entrada de un ancho fondeadero, en cuyo extremo
opuesto se alza la ciudad de El Ferrol.

Apenas entré en esta ciudad se apoderó de mi alma la tristeza. La
hierba crecía en las calles; por todas partes me daban en cara las
huellas de la miseria. El Ferrol es el gran arsenal marítimo de
España, y participa en la ruina de la en otro tiempo espléndida
marina española. Ya no pululan en él aquellos millares de carpinteros
de ribera que construían las largas fragatas y los tremendos navíos
de tres puentes, destruídos casi todos en Trafalgar. Tan sólo unos
pocos obreros mal pagados y medio hambrientos desperdician allí
las horas, y apenas sirven para reparar tal cual _guardacostas_
desmantelado por los tiros de alguna goleta inglesa contrabandista
de Gibraltar. La mitad de los habitantes de El Ferrol pide limosna;
y dícese que no es raro encontrar entre ellos oficiales de marina
retirados, muchos de ellos inválidos, a quienes se deja perecer en
la indigencia, ya que, por la penuria de los tiempos, cobran sus
sueldos y pensiones con tres o cuatro años de retraso. Una turba de
pordioseros importunos me siguió hasta la _posada_ y aún intentó
penetrar en mi habitación.

—¿Quién es usted?—pregunté a una mujer postrada a mis plantas, que
conservaba en el rostro huellas evidentes de un pasado mejor.

—Soy la viuda—me respondió en muy buen francés—de un valeroso oficial
que fué en otros tiempos almirante de este puerto.

En ninguna parte se manifiestan la miseria y la decadencia de la
moderna España con tanta fuerza como en El Ferrol.

Con todo, hay aquí todavía mucho que admirar. A pesar de su
desolación actual, hay en El Ferrol algunas calles buenas y no pocas
casas muy hermosas. La _alameda_ es una plantación de un millar de
olmos próximamente, casi todos magníficos; los pobres ferrolanos,
con el genuino espíritu localista tan dominante en España, se jactan
de que su ciudad posee un paseo público mejor que el de Madrid, y al
compararle con el _Prado_ hablan de éste con no disimulado desprecio.
En un extremo de la _alameda_ se levanta la única iglesia que hay en
El Ferrol; la visité al día siguiente de mi llegada, que fué domingo.
Los fieles, aldeanos casi todos, no cabían en ella, y con la cabeza
descubierta permanecían de hinojos delante de la puerta, ocupando
buen trecho del paseo.

Paralelo a la _alameda_ corre el muro del arsenal y del astillero.
Varias horas gasté en la visita de esos lugares, provisto del
indispensable permiso escrito del capitán general de El Ferrol;
al visitarlos quedé lleno de admiración. Yo he visto los reales
astilleros de Rusia y de Inglaterra; pero, en cuanto a la grandeza
del plan y a la suntuosidad de la ejecución, no pueden ni por un
momento compararse con estos maravillosos monumentos del extinguido
esplendor naval de España. No me propongo describirlos; baste decir
que el fondeadero oval, rodeado de un muelle de granito, tiene
capacidad bastante para cien navíos de primer orden; pero en lugar
de tal fuerza sólo había allí una fragata de sesenta cañones y dos
bergantines; a tan insignificante número de barcos se halla reducida
actualmente la marina de España.

Dos o tres días llevaba yo en El Ferrol aguardando a Antonio, y no
acababa de llegar; al fin, según estaba yo al caer de una tarde
avizorando la calle, le vi venir, llevando por el diestro a nuestro
único caballo. Me contó que a unas tres leguas de La Coruña, el
caballo, agobiado por el calor y por las moscas, se había caído al
suelo con una especie de ataque, del que sólo había vuelto a fuerza
de copiosas sangrías, razón por la que tuvo que detenerse un día
más en el camino. El caballo estaba, en efecto, muy débil; tenía
un estertor que al principio me alarmó; pero le administré unas
medicinas, y a los pocos días me pareció bastante restablecido para
continuar el viaje.

Partimos, por tanto, de El Ferrol, después de alquilar una jaca
para mí y de ajustar un guía que nos llevase a Ribadeo, a veinte
leguas de El Ferrol, en los confines de las Asturias. El día, al
principio, estuvo despejado; pero antes de llegar a Novales, a tres
leguas de camino, se obscureció el cielo y cayó la niebla, acompañada
de llovizna. El país que atravesábamos era muy pintoresco. A eso de
las dos de la tarde divisamos entre la niebla, a nuestra izquierda,
Santa Marta, pequeña ciudad de pescadores, con una hermosa bahía.
Siguiendo a lo largo de la cima de una cadena de montañas entramos en
un castañar que parecía inacabable; la lluvia continuaba, repicando
sin cesar en las anchas hojas verdes.

—Ya empiezan las lluvias del otoño—dijo el guía—. Mucho se van
ustedes a mojar, mis amos, antes de llegar a Oviedo.

—¿Ha estado usted alguna vez en Oviedo?—pregunté.

—No; sólo he llegado hasta Ribadeo, y para eso nada más que una
vez. Hablando con franqueza, no sé cómo nos arreglaremos al llegar
a los descampados que hay aquí cerca; de noche, y con lluvia, será
muy difícil encontrar el camino. Quisiera estar ya de vuelta en El
Ferrol, porque este camino, el peor de Galicia por muchas razones,
no me gusta; pero donde va la jaca de mi amo allí tengo yo que ir
también: tal es la vida para nosotros los guías.

Me encogí de hombros al recibir esas noticias, poco agradables en
verdad, y di la callada por respuesta.

Por fin, al cerrar la noche, salimos del bosque, y a poco descendimos
a un profundo valle, al pie de elevadas montañas.

—¿Dónde estamos ahora?—pregunté al guía, a punto que, en el fondo
del valle, salvábamos por un tosco puente un arroyuelo ruidoso y
espumante, engrosado por las lluvias.

—En el valle de Coisa Doiro—replicó—; mi opinión es que pasemos aquí
la noche para no aventurarnos en los montes por donde pasa el camino
de Viveiro, porque entrar en ellos y perdernos va a ser todo uno, y
entonces _¡adiós!_, morimos todos.

—¿Hay algún pueblo por aquí cerca?

—Sí, señor; el pueblo está enfrente de nosotros, y dentro de un
instante llegaremos a él.

A poco entramos en una aldea que se alzaba, entre árboles altísimos,
a la entrada del desfiladero.

Antonio se apeó, entró en dos o tres chozas y volvió en seguida,
diciendo:

—No podemos quedarnos aquí, _mon maître_, sin que nos coma la
miseria; mejor estaremos entre esos cerros. No hay ni lumbre ni luz
en estas chozas y la lluvia cala los techos.

El guía, sin embargo, se negó a continuar.

—Con luz del día me costaría trabajo encontrar el camino—gritó
malhumorado—; peor será de noche, con tormenta y _bretima_.

Adquirimos un poco de vino y de pan de maíz en una de las chozas, y
mientras comíamos, Antonio dijo:

—_Mon maître_, lo mejor que en esta situación podemos hacer es
ajustar a cualquiera de este pueblo para que nos lleve por esas
montañas a Viveiro. Aquí no hay camas, y si nos echamos en la paja,
con los vestidos mojados, atraparemos una terciana gallega. El guía
que traemos no sirve para nada; vamos a buscar uno que le sustituya.

Sin aguardar respuesta, arrojó la corteza de _broa_ que estaba
comiendo y desapareció. Se encaminó, como más adelante supe, a la
choza del _alcalde_, y le pidió, en nombre de la reina, un guía para
el embajador griego, que se había extraviado camino de Asturias.
Volvió a los diez minutos en compañía de la autoridad local, quien,
con gran sorpresa de mi parte, me hizo una profunda reverencia y
permaneció con la cabeza descubierta bajo la lluvia.

—Su excelencia—exclamó Antonio—necesita un guía para ir a Viveiro.
Las personas de nuestra clase no están obligadas a pagar los
servicios que necesiten; sin embargo, su excelencia es de entrañas
compasivas y dará gustoso tres _pesetas_ a cualquier persona
competente que le acompañe a Viveiro, y todo el pan y el vino que
quiera comer y beber al llegar.

—Su excelencia será servido—respondió el _alcalde_—. Sin embargo,
como el camino es largo y difícil y en la montaña hay mucha
_bretima_, me parece que, además del pan y del vino, su excelencia
no debe ofrecer menos de cuatro _pesetas_ al guía que le lleve a
Viveiro, y no conozco ninguno mejor que mi yerno, Juanito.

—Concedido, _señor alcalde_—repliqué yo—. Traiga usted el guía, y la
peseta de aumento saldrá también a relucir en sazón oportuna.

No tardó en aparecer Juanito con un farol en la mano. Partimos al
instante. Los dos guías empezaron a hablar en gallego.

—_Mon maître_—dijo Antonio—, este nuevo tunante le está preguntando
al otro qué traemos, a su parecer, en las maletas.

Luego, sin esperar mi respuesta, gritó:—¡Pistolas, bárbaros;
pistolas!, como vais a saber a costa vuestra si no dejáis esa
jerigonza y habláis en castellano.

Callaron los gallegos, y al instante el primer guía se quedó atrás,
mientras el otro abría la marcha, farol en mano.

—Quédate atrás y muy separado—dijo Antonio al primero—. Te advierto,
además, que veo lo mismo detrás que delante. _Mon maître_—continuó
dirigiéndose a mí—, no creo que estos individuos traten de hacernos
daño, sobre todo porque no se conocen; pero bueno será que vayan
separados, porque el lugar y la hora son tentadores para cometer un
robo o una muerte.

Seguía lloviendo sin cesar; el camino era escabroso y muy pendiente,
y la noche tan obscura, que apenas veíamos la masa confusa de las
montañas circundantes. Una o dos veces nuestro guía pareció perder el
camino: se detenía, hablaba entre dientes, alzaba en alto el farol y
luego seguía adelante despacio e indeciso. De esta manera anduvimos
tres o cuatro horas; al cabo pregunté al guía cuánto faltaba para
Viveiro.

—No sé a punto fijo dónde estamos—respondió—, aunque creo que no nos
hemos perdido. De todos modos, podemos estar escasamente a menos de
dos leguas cortas de Viveiro.

—Entonces no llegamos antes de salir el sol—interrumpió Antonio—,
porque una legua corta de Galicia equivale lo menos a dos de
Castilla, y acaso estamos destinados a no llegar nunca si el camino
va por ese precipicio.

Al tiempo que hablaba comenzó el guía a bajar por un barranco que
parecía llevar a las entrañas de la tierra.

—¡Alto!—dije yo—. ¿Adónde vas?

—A Viveiro, _senhor_—replicó el hombre—; éste es el camino de
Viveiro; no hay otro. Ahora ya sé dónde estamos.

La luz del farol cayó sobre las curtidas facciones del guía al
volverse para contestar, según estaba un poco por bajo de nosotros en
la vertiente del barranco, poblada de gruesos árboles, debajo de cuya
bóveda frondosa descendía un sendero de pavorosa pendiente. Me apeé
de la jaca, y entregando las riendas al otro guía dije:

—Aquí tienes el caballo de tu amo; llévalo por el despeñadero abajo
si quieres; pero yo me lavo las manos en el asunto.

El hombre, sin responder palabra, montó de un salto, y diciéndole a
la jaca: _¡Vamos, Perico!_, empezó a bajar.

—Venga, _senhor_—decía el del farol—; no hay tiempo que perder; la
luz se va a apagar muy pronto, y estamos en lo peor de todo el camino.

Pensé en la probabilidad de que el guía nos llevase a una cueva de
forajidos, donde nos degollarían; pero, cobrando ánimos, me agarré a
la brida de nuestro caballo y seguí al hombre aquel por el barranco
abajo, entre peñas y zarzas. Duró el descenso unos diez minutos, y
antes de llegar al final se apagó la luz y quedamos en casi total
obscuridad.

El guía nos animaba diciendo que no había peligro, y al fin llegamos
al fondo del barranco, por donde corría un riachuelo. Le vadeamos
con agua hasta las rodillas. Estando en el agua, alcé los ojos y
vislumbré un pedazo de cielo a través de las ramas de los árboles
que por todas partes cubrían las empinadas vertientes del barranco
y abovedaban el cauce del arroyo. Jamás viajero descarriado se ha
visto en un sitio tan extraño ni de tales lobreguez y horror. Después
de una breve pausa, empezamos a escalar la vertiente opuesta, menos
escarpada que la otra, y en pocos minutos llegamos a la cima.

Poco después amainó la lluvia, salió la luna, y algunos de sus
débiles rayos perforaron la húmeda gasa de la niebla. El camino era
ya menos pendiente. A las dos horas descendimos al borde de una vasta
ensenada, y la costeamos hasta un sitio donde había muchos botes
y lanchas volcados en la arena. Al instante vimos ante nosotros
los muros de Viveiro, sobre los que derramaba la luna un débil
resplandor. Entramos por una puerta abovedada, alta y, al parecer,
ruinosa, y el guía nos condujo al momento a la _posada_.

Todo el mundo estaba en Viveiro sepultado en profundo sueño; ni
siquiera un perro nos saludó con sus ladridos. Después de mucho
llamar, nos abrieron en la _posada_, edificio grande y ruinoso.
Apenas estuvimos alojados hombres y caballos, la lluvia comenzó de
nuevo con mayor furia que antes, con gran aparato de relámpagos y
truenos. Antonio y yo, rendidos de cansancio, nos acostamos en unas
malas camas dispuestas en un aposento ruinoso, en el que penetraba
la lluvia por una porción de grietas; los guías se quedaron comiendo
pan y bebiendo vino hasta la mañana.

Al levantarme, la vista de un día despejado me llenó de contento.
Antonio preparó en seguida un sabroso desayuno de gallina estofada,
que nos vino muy bien después de las diez leguas de viaje del día
anterior por los caminos que he intentado describir. Fuimos luego
a dar una vuelta por la población, que consiste en poco más de
una calle larga, en la falda de un empinado cerro, muy poblado de
bosque y árboles frutales. A eso de las diez proseguimos el viaje,
acompañados por el primer guía; el otro se había vuelto a Coisa Doiro
unas horas antes.

Aquel día caminamos casi siempre a la vista de la costa cantábrica,
siguiendo su contorno. El país era estéril, cubierto en muchos sitios
de grandes pedruscos; encontramos, sin embargo, algunos pedazos de
tierra cultivada, plantados de viñedo. Vimos muy pocas viviendas
humanas; con todo, el viaje fué placentero, gracias al esplendente
sol, que alegraba con sus rayos los agrestes yermos y brillaba en la
superficie del lejano mar, dormido en apacible calma.

Al caer la tarde estábamos en las inmediaciones de la costa, con una
cadena de montañas cubiertas de bosque a nuestra derecha. El guía nos
llevó hacia una ensenada de bordes pantanosos, y a poco se detuvo y
declaró que ya no sabía adónde nos llevaba.

—_Mon maître_—dijo Antonio—, lo mejor es que guiemos nosotros mismos;
como usted ve, de nada sirve fiarse de este individuo, que sólo sabe
meter a la gente en los cenagales.

Volvimos atrás, y dando la vuelta a la ciénaga en un trecho
considerable, llegamos a un angosto sendero; nos metimos por él,
hasta dar en un bosque muy espeso, donde al instante nos perdimos por
completo. Vagamos entre los árboles mucho tiempo; de pronto oímos
ruido de agua, y un momento después el fragor de un rodezno. Guiados
por el ruido, descubrimos un pequeño molino de piedras construído
sobre un arroyo: allí nos detuvimos y llamamos; pero sin obtener
respuesta.

—Aquí no hay nadie—dijo Antonio—. Pero este sendero nos llevará,
seguramente, a sitio habitado.

Echamos por él, y a los diez minutos estábamos a la puerta de una
choza, dentro de la que se veía luz. Antonio se apeó y abrió la
puerta.

—¿Hay aquí alguien que quiera llevarnos a Ribadeo?—preguntó.

—_Senhor_—respondió una voz—, de aquí a Ribadeo hay cinco leguas
largas, y hay que cruzar además un río.

—Entonces hasta el pueblo más próximo—continuó Antonio.

—Yo soy _vecino_ del pueblo inmediato, que está en el camino de
Ribadeo—dijo otra voz—, y les llevaré a ustedes allá si me dan buenas
palabras y, lo que es mejor, buenas monedas.

Al decir esto salió de la choza un hombre con un palo grueso en la
mano. Echó a andar resueltamente a paso largo delante de nosotros, y
en menos de media hora nos sacó del bosque. En otra media hora nos
llevó a un grupo de casucas situadas cerca del mar; nos señaló una de
ellas, y, guardándose una peseta que le di, se despidió.

Los moradores de la casa consintieron de buen grado en albergarnos
aquella noche. La vivienda era mucho más limpia y cómoda que la
generalidad de las miserables chozas de los campesinos gallegos. El
piso bajo consistía en una troje y una cuadra; encima había un desván
muy capaz con algunas camas de borra limpias y cómodas. Vi también
algunos mástiles y velas de botes. La familia se componía de dos
hermanos con sus mujeres e hijos. Uno era pescador; pero el otro, que
era el principal de la familia, me dijo que había residido muchos
años en Madrid sirviendo, y que, reunida una pequeña suma, se volvió
al pueblo natal, donde compró un poco de tierra, de cuyo cultivo
vivía. Toda la familia hablaba usualmente el castellano, y, según me
dijeron, no se habla mucho gallego por aquellas partes. He olvidado
el nombre del pueblo, situado en el estuario del Foz, que baja de
Mondoñedo. Por la mañana cruzamos el estuario en una barcaza con los
caballos, y al mediodía llegamos a Ribadeo.

—Ya ve su merced—me dijo el guía que traíamos desde El Ferrol—que he
cumplido mi ajuste y que el viaje ha sido muy duro; espero que su
merced nos permitirá a _Perico_ y a mí pasar la noche a su costa en
esta posada, y mañana nos volveremos; ahora estamos muy cansados.

—Nunca he montado una jaca mejor que _Perico_, ni he tropezado con un
guía peor que usted. No conoce usted el terreno, y no ha hecho más
que buscarnos dificultades. Sin embargo, quédese aquí esta noche, si
está cansado, como dice, y mañana puede volverse al Ferrol, donde le
aconsejo que se dedique a otro oficio.

Esto se lo dije a la puerta de la _posada_ de Ribadeo.

—¿Llevo los caballos a la cuadra?—preguntó.

—Como usted quiera.

Antonio le miró un momento, según se alejaba con los caballos, y,
moviendo la cabeza, le siguió con cautela. Al cuarto de hora volvió
sonriente, cargado con la montura de nuestro caballo.

—_Mon maître_—dijo—, durante todo el viaje he ido formando muy mala
opinión del guía; pero ahora acabo de descubrir que si ha pedido
permiso para quedarse aquí ha sido con idea de robarnos algo. Andaba
muy solícito con nuestro caballo en la cuadra, y ahora echo de menos
la cincha de cuero nueva que tanto le llamaba la atención estos días.
Ya la habrá escondido no sé dónde; pero le tenemos seguro, porque aún
no ha cobrado el alquiler de la jaca ni la propina.

En esto volvió el guía. Los pícaros son siempre suspicaces. El hombre
nos echó una ojeada, y notando acaso en nuestros rostros algo que no
le gustó, dijo de súbito:

—Déme usted el alquiler del caballo y mi _propina_; _Perico_ y yo nos
vamos al momento.

—¿Cómo es eso?—respondí—. Yo creía que usted y _Perico_ estaban
cansados y que pasarían aquí la noche; pronto se han repuesto ustedes
del cansancio.

—Lo he pensado mejor—dijo el hombre—. Mi amo se enfadaría si pierdo
tiempo aquí. Así que págueme y nos iremos.

—Descuide usted—respondí—. Voy a pagarle, puesto que lo desea. ¿Está
completa la montura?

—Sí, señor; se la he entregado a su criado.

—Todo está aquí—dijo Antonio—, menos la cincha de cuero.

—Yo no la tengo—replicó el guía.

—Claro está que no—contesté—. Vamos a la cuadra; quizás la
encontremos allí.

Fuimos a la cuadra, y, aunque buscamos mucho, la cincha no pareció.

—La lleva rodeada a la cintura, debajo del pantalón, _mon
maître_—dijo Antonio, cuyos ojos de lince lo escudriñaban todo—. Pero
no nos demos por enterados; estas gentes son paisanos suyos y acaso
se pondrían de su parte si intentásemos apoderarnos de él. Ya le digo
que le tenemos en nuestro poder, porque no le hemos pagado.

El prójimo empezó entonces a hablar en gallego con los circunstantes
(se habían congregado varias personas), diciendo que el _Denho_
le llevase si sabía algo de la cincha perdida; pero nadie parecía
inclinado a ponerse de su parte, y los oyentes se limitaban a
encogerse de hombros. Volvimos al portal de la posada, clamando el
guía por el precio del alquiler y la _propina_. No le respondí, y
acabó por marcharse, amenazándonos con acudir a la _justicia_; a los
diez minutos volvió corriendo con la cincha en la mano.

—Acabo de encontrarla en la calle—dijo—. Su criado la habrá perdido.

Tomé la cincha y me puse a contar muy despacio la cantidad a que
ascendía el alquiler del caballo; después de entregársela delante de
testigos, dije:

—Durante todo el viaje no nos ha servido usted de nada; sin embargo,
ha disfrutado del mismo trato que nosotros, y ha comido y bebido a
su antojo: tenía intención de darle a usted dos duros de _propina_;
pero en vista de que a pesar de lo bien que le hemos tratado ha
querido usted robarnos, no le doy ni un _cuarto_; conque váyase a sus
negocios.

Todos los presentes aprobaron esta sentencia, y le dijeron que tenía
su merecido y que era la deshonra de Galicia. Dos o tres mujeres se
santiguaron y le preguntaron si no temía que el _Denho_, a quien
había invocado, se lo llevase. Por último, un hombre de presencia
respetable le dijo:

—¿No se avergüenza usted de haber querido robar a dos extranjeros
inocentes?

—¡Extranjeros!—rugió el guía, que echaba espuma de rabia—¡inocentes
extranjeros, _carracho_! Más saben de España y de Galicia que todos
nosotros juntos. ¡Oh! _Denho_, el criado no es un hombre, es un
brujo, un _nuveiro_. ¿Dónde está _Perico_?

Montó en su jaca y se fué en seguida a otra posada; pero la historia
de su picardía corrió más que él, y no quisieron admitirlo en ninguna
parte; volvió sobre sus pasos, y, al verme asomado a la ventana de
la casa, lanzó un grito salvaje, me amenazó con el puño y salió al
galope de la ciudad, perseguido por los gritos y los insultos de la
gente.



CAPÍTULO XXXII

  Martín de Ribadeo.—La yegua facciosa.—Los
  asturianos.—Luarca.—Las siete bellotas.—Los
  ermitaños.—Narración de un asturiano.—Unos huéspedes
  raros.—El criado gigante.—Batuschca.


¿Qué se le ofrece a usted?—pregunté a un individuo bajo, grueso,
de alegre rostro, vestido con una chaqueta de pana y pantalones de
lienzo ordinario, que se presentó en mi habitación al obscurecer.

—Soy Martín de Ribadeo—contestó—, de oficio _alquilador_. He oído
que su merced necesita un caballo para ir a Asturias, con un guía,
naturalmente; si es así, le aconsejo que me ajuste a mí y a mi yegua.

—Ya estoy cansado de guías—repliqué—; tanto, que estaba pensando
comprar una jaca y seguir adelante sin guía ninguno. El último que
hemos tenido era un pillo.

—Eso me han dicho, y no ha sido poca suerte para ese _bribón_ que
no estuviese yo en Ribadeo cuando ocurrió el suceso a que alude su
merced. Al volver, ya se había ido con _Perico_; que si no, de
seguro le sangro. Es la vergüenza del oficio, uno de los más honrados
y antiguos del mundo. Al mismo _Perico_ debía darle vergüenza de él,
porque _Perico_, aunque sea una jaca, es persona muy cabal y de gran
talento, conocidísima en los caminos. Sólo mi yegua le aventaja.

—¿Conoce usted bien el camino de Oviedo?—pregunté.

—No, señor; sólo le conozco hasta Luarca, que es un día de viaje.
No le quiero engañar a usted; por tanto, sólo iré con ustedes hasta
ese pueblo; pero quizás podría servirles para todo el viaje, pues si
no conozco el terreno, tengo lengua en la boca y pies ligeros para
hacer preguntas y correr. De todos modos, no me comprometo más que
hasta Luarca, donde ustedes harán lo que gusten. Deseo acompañarles a
ustedes porque son extranjeros y la conversación de los extranjeros
me gusta: siempre se aprende algo útil o entretenido. Además, deseo
que ustedes se convenzan de que no todos los guías de Galicia son
ladrones, y se convencerán con que me dejen acompañarles hasta Luarca.

Me chocaron tanto el buen humor y la franqueza de aquel hombre, y,
sobre todo, la originalidad de carácter que descubrían sus palabras,
que de buen grado le ajusté para que nos sirviera de guía hasta
Luarca; cerrado el trato, me dejó, prometiendo venir a buscarme con
la yegua a las ocho de la mañana siguiente.

Ribadeo es uno de los principales puertos de Galicia, admirablemente
situado para el comercio en una profunda ensenada, donde desemboca el
Eo. Contiene muy buenos edificios y una amplia _plaza_ plantada de
árboles. Había anclados en la rada varios navíos; la población, más
bien numerosa, no mostraba aquella miseria y tristeza que acababa de
ver en los ferrolanos.

Al día siguiente, Martín de Ribadeo se presentó con la yegua a
la hora convenida. La yegua era flaca y macilenta y tenía poca
más alzada que una jaca; pero era muy limpia de remos, y Martín
aseguraba que no había otra mejor en toda España. «Esta yegua es
facciosa—decía—, creo que alavesa. Los carlistas la trajeron, y como
se quedó coja la desecharon y yo la compré por un duro. Pero ya no
está coja, como verán ustedes muy pronto.»

Habíamos llegado a la ría que divide Galicia y Asturias. Una barcaza
nos esperaba como a dos varas de la orilla. Martín se acercó al
agua con su yegua, la animó con un grito, y sin vacilación alguna
el animal se lanzó de un brinco a la barca. «Ya les he dicho que es
_facciosa_—dijo Martín—. Sólo un animal faccioso da este salto.»

Embarcados en la lancha, cruzamos la ría, que tendría por allí una
milla de anchura, y tomamos tierra en Castropol, primera ciudad
de Asturias. Monté entonces en la yegua facciosa y Antonio en mi
caballo. Martín iba delante, bromeando con cuantas personas se
encontraba, y a veces nos alegraba el camino con sus canciones.

Estábamos ya en Asturias; al mediodía llegamos a Navia, pueblecito
de pescadores situado en una _ría_; en las inmediaciones se alzan,
formando semicírculo, unas ásperas montañas llamadas Sierra de
Burón. En la rada había un barquichuelo, procedente, según averigüé
más tarde, de las provincias Vascongadas, para cargar sidra o
_sagardúa_, la bebida de que tanto gustan los vascos. Cuando íbamos
por la angosta calle del pueblo, tres hombres, zapateros al parecer,
sentados en una tiendecilla, saludaron a Antonio con un _¡Hola!_
Detúvose a conversar con ellos, y cuando se reunió con nosotros en
la _posada_ le pregunté quienes eran. «_Mon maître_—dijo—, _ce sont
des messieurs de ma connaissance_.» He sido compañero de servicio de
los tres varias veces; y de antemano le digo a usted que en este país
apenas hay un pueblo donde no tenga yo un amigo. Todos los asturianos
van a Madrid en cierta época de su vida en busca de colocación, y
cuando han arañado algún dinero se vuelven a su país. Como yo he
servido en todas las casas grandes de Madrid, conozco a la mayor
parte de ellos. No tengo nada que decir contra los asturianos, salvo
que son tacaños y mezquinos mientras están sirviendo; pero no son
ladrones, ni en su país ni fuera de él, y he oído decir que se puede
atravesar Asturias de punta a punta sin el menor riesgo de que le
roben o le maltraten a uno, cosa que no sucede en Galicia, donde a
cada momento estábamos expuestos a que nos cortaran el cuello.

Salimos de Navia y seguimos adelante, a través de una comarca
desolada, hasta el puerto de Baralla, en una ingente barrera de
granito, desnuda de toda vegetación, aunque desde lejos aparezca de
un ligero color verde.

—Este puerto—dijo Martín de Ribadeo—tiene muy mala fama, y no me
gustaría atravesarlo de noche. Aquí no hay ladrones, sino algo peor,
los _duendes_ de dos frailes franciscanos. Cuentan que en tiempos
antiguos, mucho antes de suprimirse los conventos, dos frailes
franciscanos salieron de su convento a mendigar. Recogieron muchas
limosnas, y cuando al cerrar la noche pasaban por aquí, camino de
su convento, disputaron sobre cuál de los dos había recogido más,
empeñado cada uno en que había cumplido con su obligación mejor que
el otro; al cabo, de las palabras vivas pasaron a los insultos, y de
los insultos a los golpes. ¿Qué cree usted que hicieron aquellos
demonios de frailes? Se quitaron las capas, haciéndoles en una punta
sendos nudos con una gruesa piedra dentro, y se machacaron con tal
furia, que ambos quedaron muertos. Yo no sé, mi amo, cuál es peor
plaga, si los frailes, los curas o los gorriones.

    ¡Dios Nuestro Señor nos libre de todos los pajarracos,
  frailes, curas y gorriones que por ahí van volando,
  que los gorriones no dejan de trigo siquiera un grano,
  los frailes se beben la uva que nosotros vendimiamos
  y los curas tienen todas las mujeres a su mando.
  Dios Nuestro Señor nos libre de todos los pajarracos!

Dos horas después llegamos a Luarca, cuya situación es singular. Se
halla en una profunda hondonada, de tan rápidas vertientes, que no
se ve el pueblo hasta que está uno encima de él. En el extremo Norte
de la hondonada hay una pequeña bahía, en la que entra el mar por
un boquete angosto. Encontramos una _posada_ grande y cómoda; por
consejo de Martín buscamos un guía y un caballo de refresco; pero nos
dijeron que todos los caballos del pueblo estaban ausentes y que aún
tardarían dos días en volver. «Al entrar en Luarca—dijo Martín—tuve
el presentimiento de que no estábamos destinados a separarnos ahora.
Tiene usted que alquilarnos a mí y a la yegua hasta Gijón; allí
ya encontrará usted medio de trasladarse a Oviedo. Hablando con
franqueza, no siento lo más mínimo que los guías estén fuera, porque
la compañía de usted me agrada, y estoy seguro de que a usted le
agrada la mía. Ahora voy a escribir una carta a mi mujer diciéndole
que no volveré a Ribadeo en unos cuantos días.» Martín salió del
aposento cantando la siguiente copla:

    Un manco escribió una carta;
  un ciego la está mirando;
  un mudo la está leyendo,
  y un sordo la está escuchando.

A la mañana siguiente, muy temprano, salimos de la hondonada de
Luarca; en una hora de marcha, los caballos nos llevaron a Caneiro,
profundo y romántico valle entre peñascos, sombreado por altos
castaños. Por en medio del valle pasa un río muy rápido, que cruzamos
en bote.

—En toda Asturias—dijo el botero—no hay otro río como éste para las
truchas. Mire usted esas piedras grandes del fondo; pues cuando llega
su época, si el tiempo es bueno, no se vende tantísima pesca como hay.

Dejando atrás el valle, entramos en una región de mucha piedra,
montañosa, lúgubre y agreste. El día, nublado, sombrío, lo
entristecía todo en torno nuestro.

—¿Vamos bien por este camino para Gijón y Oviedo?—preguntó Martín a
una vieja que estaba a la puerta de una casa.

—¿Para Gijón y Oviedo?—replicó la comadre—. Aun tienen ustedes que
cansarse de andar antes de llegar a Gijón y Oviedo. Por de pronto
tienen ustedes que rajar las _bellotas_; cabalmente están ustedes
debajo.

—¿Qué quiere decir con eso de rajar las _bellotas_?—pregunté a Martín
de Ribadeo.

—¿No ha oído nunca su merced hablar de las siete
_bellotas_?—respondió el guía—. A punto fijo no puedo decirle a usted
lo que son, porque no las he visto nunca; pero creo que han de ser
siete montañas que vamos a cruzar, y las llaman de ese modo porque
las encuentran parecidas a las _bellotas_. He oído hablar de ellas
bastante, y me alegro de tener ocasión de verlas, aunque, según
dicen, se les indigestan a los caballos.

En aquella parte de Asturias alcanzan las montañas considerable
altura. Son casi todas de obscuro granito, cubierto aquí y allá por
una ligera capa de tierra. Se acercan mucho al mar, hacia el cual
declinan en vertientes muy quebradas, donde se abren profundas y
escarpadas gargantas; por cada una corre un arroyo, tributo de las
montañas al piélago salado. El camino va por esos derrumbaderos. A
siete de ellos los llaman en el país _las siete bellotas_. El más
terrible de todos es el del centro, del cual desciende un torrente
impetuoso. En lo más alto, a muchos cientos de varas de elevación,
se alza una escarpada muralla de roca, negra como el hollín; cuando
pasamos, un velo de _bretima_ envolvía la cumbre. Esa garganta se
ramifica por ambos lados en pequeñas cañadas o valles, tan cubiertos
de árboles y tallares, que la mirada no puede penetrar en ellos.

—Estos sitios serían muy buenos para unas ermitas—dije a Martín de
Ribadeo—. Aquí podían vivir felices, alimentándose de raíces y no
bebiendo más que agua, unos cuantos santos varones, y dedicarse a la
contemplación divina sin que el ruido del mundo viniese a turbarlos.

—Es verdad—respondió Martín—, y quizás por eso no hay ermitas en los
_barrancos_ de las siete _bellotas_. Nuestros ermitaños tienen poca
afición a las raíces y al agua, y no se oponen a que de vez en cuando
interrumpan sus meditaciones. _¡Vaya!_ Nunca he visto una ermita que
no estuviese cerca de algún pueblo rico, o que no fuese un sitio
frecuentado por todos los vagos de los alrededores. A los ermitaños
no les gusta vivir en estos barrancos, porque los lobos y las zorras
acabarían con sus gallinas. Conocía yo a un ermitaño que al morir
dejó a su sobrina una fortuna de setecientos duros, ahorrada casi
toda cebando pavos.

En la cima de esta _bellota_ había una _venta_ miserable donde
descansamos, continuando después el viaje. Ya muy avanzada la tarde
salimos del último de aquellos difíciles puertos. El viento comenzó
entonces a soplar, trayendo en sus alas una lluvia menuda. Pasamos
por Soto de Luiña, y prosiguiendo nuestro camino a través de una
región muy agreste, pero pintoresca, nos encontramos al anochecer
al pie de una escarpada montaña, a la que se subía por un camino
de herradura, a través de un bosque de altísimos árboles. Mucho
antes de llegar a la cumbre se hizo de noche; la lluvia arreció.
Ibamos tropezando en la obscuridad y llevábamos de la brida los
caballos, que a veces se arrodillaban por lo resbaladizo del sendero.
Alcanzamos, por fin, la cumbre sin novedad, y con paso vivo llegamos,
media hora más tarde, a la entrada de Muros, pueblo grande, situado
precisamente al pie de la otra vertiente de la montaña.

Ardía un buen fuego en la _posada_, y su calor, que no tardó en
secarnos los vestidos, nos recompensó, hasta cierto punto, de los
trabajos sufridos al escalar las _bellotas_. ¡Singular paraje aquella
_posada_ de Muros! La casa era grande e irregular, con espaciosa
cocina en el piso bajo. Escaleras arriba había un vasto comedor con
inmensa mesa de roble, rodeada de pesados sillones de cuero muy altos
de respaldo, que lo menos tenían tres siglos. Con este aposento se
comunicaba una galería o voladizo de madera, abierta al aire, que
conducía a un cuarto pequeño, provisto de un lecho antiguo, con dosel
y cortinas, donde yo había de dormir. Era una de esas posadas que
los novelistas gustan de introducir en sus descripciones, sobre todo
cuando los sucesos narrados ocurren en España. El huésped era un
asturiano locuaz.

El viento rugía sin cesar y llovía a torrentes. Me senté, soñoliento,
al amor de la lumbre, y la conversación del huésped me despabiló.

—_Señor_—me dijo—, hacía ya tres años que no venían extranjeros a
mi casa. Recuerdo que por esta misma época, y en una noche como la
de hoy, llegaron a la posada dos hombres a caballo. Me chocó que
no trajeran guía. En mi vida he visto dos individuos más raros;
no se me olvidarán jamás. El uno era tan alto como un gigante;
tenía unos bigotes rojizos que le tapaban la boca; la cara era
coloradota y parecía muy torpe y estúpido; debía de serlo, en efecto,
porque cuando le hablé no pareció haberme entendido, y me contestó
farfullando un _¡válgame Dios!_ tan extraño, que me le quedé mirando
con los ojos y la boca abiertos. El otro no era alto ni colorado,
ni tenía pelos en la cara, ni apenas en la cabeza. Era diminuto y
parecía _jorobado_; pero ¡_válgame Dios_, qué ojos los suyos! Tan
penetrantes y malignos eran como los de un gato montés. Hablaba
el español tan bien como yo; pero no era español. Un español no
tiene aquel mirar. Iba vestido de _zamarra_, con muchos bordados y
filigranas, y llevaba sombrero andaluz; no tardé en comprender que el
pequeño era el amo, y el gigante el criado.

»¡_Válgame Dios_, qué malísimo genio tenía el _jorobado_! Con
todo, era muy gracioso y zumbón, y a veces me decía unas chuscadas
como para morirse de risa. Se puso a cenar en el comedor de arriba
(permítame usted que le diga que durmió en el mismo cuarto en que
su merced va a dormir esta noche), y su criado le servía. Bueno: yo
tenía mucha curiosidad, y me senté también a la mesa sin pedirle
permiso. ¿Por qué había de pedírselo? Yo estaba en mi casa, y un
asturiano es buena compañía para un rey, y es a menudo de mejor
sangre. La cena fué sorprendente. En cuanto el gigante se descuidaba
lo más mínimo en el servicio de su amo, el _jorobado_ se ponía en
pie, se subía a la silla de un brinco, y agarrando al gigante por
el pelo le daba de bofetadas, hasta el punto de hacerme temer que
iba a arrojar las muelas por la boca. Pero el gigante no parecía
dar gran importancia a estos incidentes; supongo que ya estaría
acostumbrado. _¡Válgame Dios!_ Un español no lo hubiera llevado con
tanta paciencia. Pero lo que más me sorprendía era que después de
pegar al criado el amo se sentaba, y al instante comenzaba a hablar y
a reír con él como si no hubiera ocurrido nada, y el gigante reía y
conversaba con su amo como si no le hubiera pegado nunca.

»Ya supondrá usted, _señor_, que no entendí ni palabra de la
conversación, porque no hablaban en cristiano, sino en la misma
lengua extraña en que el gigante me contestaba cuando le dirigía
la palabra; todavía me está sonando en los oídos. No se parecía a
ninguna otra lengua, ni al vascuence, ni a la lengua en que su merced
habla aquí a mi tocayo el _signor_ Antonio. _¡Válgame Dios!_ A lo que
más se parecía es al ruido que hace una persona al enjuagarse la boca
con agua. Creo recordar todavía una palabra que no se le caía de los
labios al gigante; pero su amo no la empleaba jamás.

»Pero aún no le he contado a usted lo más raro de esta historia.
Cuando se acabó la cena estaba muy avanzada la noche; la lluvia
golpeaba en las ventanas como en este momento. De pronto el jorobado
sacó el reloj, ¡_Válgame Dios_, qué reloj! Sólo le diré a usted una
cosa, _señor_: que con los brillantes engastados en las tapas se
podía comprar toda Asturias y Muros encima, y relucían tanto que no
hacía falta lámpara en el cuarto. El _jorobado_ miró al reloj y me
dijo: «Me voy a acostar.» Tomé la luz y le llevé por la galería a
su cuarto, seguidos del criado. Bueno, _señor_: levanté la mesa y
me quedé aquí abajo esperando al criado, a quien tenía preparada
una buena cama cerca de la mía. _Señor_, esperé con calma una hora,
pero al cabo se me agotó la paciencia; subí al comedor, entré en la
galería, y al llegar a la puerta de la habitación de aquel viajero
tan raro, ¿qué dirá usted que vi?

—¿Cómo lo voy a saber?—respondí—. Acaso sus botas de montar.

—No, _señor_; no vi sus botas de montar. Tumbado en el suelo, con
la cabeza apoyada en la puerta, de suerte que era imposible abrirla
sin despertarle, estaba el gigante profundamente dormido; sus
inmensas piernas ocupaban casi toda la longitud de la galería. Me
santigüé lleno de admiración; y no me faltaban motivos, porque el
viento era tan fuerte como esta noche, la lluvia entraba a chorros
en la galería, y, sin embargo, allí se estaba el hombre dormido
profundamente, sin abrigo, sin un leño siquiera por almohada, tumbado
delante de la puerta de su amo.

»_Señor_, aquella noche dormí muy poco, porque pensé que había
alojado a dos brujos o a gente que no era humana. Una o dos veces
subí al piso de arriba y me asomé a la galería: el criado continuaba
allí dormido; me persigné y me volví a la cama.

—Bueno—dije yo—, ¿qué ocurrió al día siguiente?

—Nada de particular: el _jorobado_ bajó de su cuarto y estuvo
bromeando conmigo en buen español; el criado bajó también, pero de
todo lo que dijo, que no fué mucho, no entendí ni palabra, porque
hablaba en aquella calamidad de lengua. Estuvieron aquí todo el día
hasta después de cenar; entonces el _jorobado_ me dió una onza de
oro, montaron los dos a caballo y se fueron no sé adónde, en plena
noche, de modo tan extraño como habían venido.

—¿Es eso todo?—pregunté.

—No, _señor_; no es eso todo: razón tenía yo al suponer que eran
_brujos_; al día siguiente llegó un correo y los buscaron mucho, y a
mí me prendieron por haberlos tenido en mi casa. Esto ocurrió a poco
de empezar la guerra. Se dijo que eran espías y emisarios de no sé
qué nación, y que habían visitado todos los rincones de Asturias para
conferenciar con los descontentos. Lograron escaparse y no volvió
a saberse de ellos; pero los caballos que montaban parecieron, sin
los jinetes, vagando por el monte; eran jacas ordinarias sin ningún
valor. Se cree que los _brujos_ se embarcarían en algún barquichuelo
escondido en una de las _rías_ de la costa.

YO.—¿Qué palabra era la que oía usted decir continuamente al criado,
y que cree usted poder recordar?

EL HUÉSPED.—_Señor_, hace ya tres años que la oí, y a veces
puedo recordarla, pero a veces no; en ocasiones me he despertado
repitiéndola. Espere, _señor_; la tengo en la punta de la lengua: era
_Patusca_.

YO.—Quiere usted decir _Batuschca_; aquellos hombres eran rusos.



CAPÍTULO XXXIII

  Oviedo.—Los diez caballeros.—Otra vez el suizo.—Petición
  modesta.—Los ladrones.—Benevolencia episcopal.—La
  catedral.—Un retrato de Feijóo.


Tengo que dar ahora un gran salto en mi viaje, nada menos que desde
Muros a Oviedo, contentándome con decir que fuimos desde Muros
a Vélez[26] y desde aquí a Gijón, donde nuestro guía Martín se
despidió, volviéndose con la yegua a Ribadeo. El buen hombre sintió
mucho separarse de nosotros y hasta llegó a manifestar el deseo de
que le tomase a él con su yegua a mi servicio.

  [26] ¿Avilés?

—Tengo muchas ganas—me dijo—de correr toda España y hasta el mundo
entero, y es seguro que no volveré a ver una ocasión como la que
ahora se me presenta pegándome a los faldones de su merced.

Al recordarle yo que tenía mujer e hijos, respondió:

—Es verdad, es verdad; me había olvidado de ellos; dichoso el guía
que no tenga más familia que una yegua y un potro.

Oviedo está a tres leguas de Gijón. Antonio fué en el caballo, y
yo en una especie de diligencia que hace el servicio diario entre
las dos poblaciones. El camino es bueno, pero montuoso. Llegué sin
novedad a la capital de las Asturias, aunque en época más bien
desfavorable, porque hasta las puertas de la ciudad llegaba el
estruendo de la guerra y se oía «la exhortación de los capitanes y
la gritería del ejército». Por la fecha a que me refiero, Castilla
estaba en manos de los carlistas, que habían tomado y saqueado
Valladolid, como habían hecho poco antes con Segovia. Se esperaba
verlos marchar contra Oviedo de un día para otro; pero no hubieran
dejado de encontrar resistencia, porque contaba la ciudad con
una guarnición considerable que había erigido algunos reductos y
fortificado varios conventos, especialmente el de Santa Clara de la
Vega. Todos los ánimos se hallaban en un estado de ansiedad febril,
muy especialmente por no recibirse noticias de Madrid, que, según los
últimos informes, estaba en poder de las partidas de Cabrera y de
Palillos.

Sucedió, pues, que una noche me encontraba yo en la antigua ciudad
de Oviedo, en un apartado aposento, grande y mal amueblado, de una
antigua _posada_, que fué en otros tiempos palacio de los condes
de Santa Cruz. Eran más de las diez y llovía a mares. De pronto,
conforme estaba yo escribiendo, me detuve al oír el ruido de
numerosas pisadas en la crujiente escalera que conducía a mi cuarto.
La puerta se abrió de súbito y entraron nueve hombres de elevada
estatura, al mando de un personaje pequeñuelo y chepudo. Todos iban
embozados en amplias capas españolas, pero al instante conocí en su
porte que eran _caballeros_. Colocáronse en fila delante de la mesa
en que yo escribía. De repente, se desembozaron todos a un tiempo y
vi que cada uno llevaba un libro en la mano, libro que yo conocía
muy bien. Después de una pausa que no fuí capaz de romper, porque
estaba atónito de asombro, y casi me imaginaba que tenía delante una
aparición, el chepudo avanzó un poco y con voz suave y argentina
dijo: «_Señor_ caballero, ¿ha sido usted quien ha traído este libro
a las Asturias?» Me figuré que aquellos señores eran las autoridades
civiles de la población que venían a arrestarme, y, poniéndome en
pie, repuse: «Sí, por cierto: yo he sido, y es una gloria para mí
haberlo hecho. El libro es el Nuevo Testamento de Dios; quisiera
poder traer un millón.»

—Y yo también lo deseo de corazón—dijo el hombrecillo con un
suspiro—. No tema usted nada, señor caballero; estos señores son
amigos míos. Acabamos de comprar estos libros en la tienda donde
usted los ha entregado para su venta, y nos hemos tomado la libertad
de visitarle para darle las gracias por el tesoro que nos ha traído.
Espero que podrá proveernos también del Viejo Testamento.

Respondí que sentía mucho decirles que por el momento me era
completamente imposible complacerles, porque no tenía ejemplares del
Antiguo Testamento; pero que no perdía la esperanza de procurarme en
breve algunos, trayéndolos de Inglaterra.

Me hizo después muchas preguntas acerca de mis viajes de propaganda
por España, de sus resultados y de las miras que la Sociedad Bíblica
tenía respecto de este país; esperaba que nuestra sociedad dedicase
atención especial a Asturias, el terreno más favorable, a su parecer,
para nuestros trabajos, de toda la Península. Después de media hora
de conversación, el chepudo me dijo de súbito en inglés: «Buenas
noches, señor», y, embozándose en la capa, se fué como había venido.
Sus compañeros, que hasta entonces no habían pronunciado una palabra,
repitieron todos: «Señor, buenas noches», y, envolviéndose en las
capas, le siguieron.

Para explicar esta escena extraña, he de decir que por la mañana
había visitado yo al pequeño librero de la ciudad, Longoria, y,
de acuerdo con él, le envié por la tarde un fardo de cuarenta
Testamentos, todo lo que me quedaba, con unos cuantos carteles.
El librero me aseguró que, si bien se encargaba de la venta muy
gustoso, no había esperanzas de buen éxito, porque llevaba ya un mes
sin vender un solo libro de ninguna clase, debido a lo revuelto de
los tiempos y a la pobreza reinante en el país; estas noticias me
desanimaron mucho. Pero la visita nocturna me advirtió que no debe
uno abatirse cuando las cosas presentan un aspecto muy sombrío,
porque entonces es cuando la mano del Señor interviene, por lo
general, con mayor actividad, para que los hombres aprendan a conocer
que cuanto de bueno se realiza no es obra suya, sino de El.

Dos o tres días después de esta aventura hallábame de nuevo en mi
destartalado y mal amueblado aposento; serían las diez de una mañana
melancólica, y la lluvia otoñal continuaba cayendo. Acababa de
desayunarme y me disponía a escribir mis notas diarias, cuando se
abrió la puerta de golpe y Antonio entró de un brinco.

—_Mon maître_—dijo, sin aliento—, ¿quién dirá usted que ha venido?

—El pretendiente, tal vez—dije yo con cierto sobresalto—. Si es así,
estamos presos.

—¡Bah!, ¡bah!—dijo Antonio—. No es el pretendiente; es uno que vale
veinte veces más: es el suizo de Santiago.

—¡Benedicto Mol, el suizo!—exclamé—. ¡Qué! ¿Ha encontrado el tesoro?
¿Cómo viene? ¿Cómo está vestido?

—_Mon maître_—dijo Antonio—, viene a pie, juzgando por los zapatos
que trae, tan rotos, que los dedos le asoman por los agujeros; su
ropa es un andrajo.

—Debe de haber algún misterio en todo esto—respondí—. ¿Dónde está
ahora?

—Abajo, _mon maître_—replicó Antonio—. Viene a buscarnos. Pero en
cuanto le vi he subido corriendo a darle a usted la noticia.

Pocos minutos después Benedicto Mol subía las escaleras. Venía, como
Antonio me dijo, vestido de harapos y casi descalzo; su sombrero
andaluz, tan viejo, chorreaba agua.

—_Och, lieber Herr_—dijo Benedicto—, ¡qué alegría tan grande verle a
usted! ¡Oh! Sólo con verle a usted la cara estoy casi pagado de todas
las miserias que he sufrido desde que me separé de usted en Santiago.

YO.—Le veo a usted en Oviedo y apenas puedo dar crédito a mis ojos.
¿Qué motivo le trae a usted a esta población tan fuera de su camino y
desde tan gran distancia?

BENEDICTO.—_Lieber Herr_, permítame que me siente y le contaré todo
lo que me ha sucedido. Pocos días después de verle a usted por
última vez, el _canónigo_ me aconsejó que pidiese al capitán general
permiso y ayuda para desenterrar el tesoro. Fuí a ver al capitán
general, que al principio me recibió con amabilidad, me hizo muchas
preguntas y me dijo que volviera. Continué visitándole, hasta que se
negó a recibirme, y por más que hice, no pude volverle a ver. El
canónigo entonces fué incomodándose, sobre todo porque me había dado
unas pocas _pesetas_ de las limosnas de la iglesia; y muy a menudo
me llamaba _bribón_ e impostor. Al cabo, una mañana fuí a verle,
le dije que me proponía volver a Madrid para someter el asunto al
Gobierno, y le pedí por favor una certificación en la que constase
que yo había hecho una peregrinación a Santiago; pensaba yo que ese
documento me sería útil en el camino, porque me permitiría pedir
limosna con más autoridad. Apenas oyó mi pretensión, sin decir
palabra ni darme tiempo para defenderme, se arrojó sobre mí como un
tigre y me agarrotó el cuello con las manos, tan bien y tan fuerte,
que pensé morir estrangulado. Pero yo soy suizo, nacido en Lucerna, y
apenas me recobré un poco, no me costó trabajo rechazarle; entonces,
amenazándole con el palo, me retiré. Me siguió hasta la puerta con
horribles maldiciones, y me amenazó, si me atrevía a volver, con
meterme en la cárcel por ladrón y hereje. Fuí entonces a buscarle a
usted, _lieber Herr_; pero me dijeron que se había marchado usted a
La Coruña, y a La Coruña me fuí en su busca.

YO.—¿Y qué le sucedió en el camino?

BENEDICTO.—Voy a decírselo. A mitad de camino, entre La Coruña y
Santiago, y según iba yo pensando en el _Schatz_, oí un galope
estrepitoso; miré en torno y vi que dos hombres a caballo venían
derechamente hacia mí a campo traviesa con la rapidez del viento.
_Lieber Gott_—dije yo—, estos son ladrones o facciosos; y lo
eran, en efecto. En un momento me alcanzaron y me dieron el alto;
tiré el palo, me quité el sombrero y los saludé. «Buenos días,
_caballeros_»—dije—. «Buenos días, paisano»—respondieron—, y
estuvimos mirándonos más de un minuto. _Lieber Himmel_, nunca he
visto ladrones tan bien vestidos y armados, ni mejor montados que
aquéllos. Llevaban dos jacas magníficas, tan fogosas que parecían
poder subir hasta las nubes en un vuelo. Estuvimos mirándonos hasta
que uno me preguntó quien era yo, de donde venía y a donde iba.
«Caballeros—respondí—, yo soy suizo y he venido a Santiago a cumplir
una promesa; ahora me vuelvo a mi país.» No dije una palabra del
tesoro, porque temí que me fusilaran si se les ocurría pensar que
llevaba conmigo parte de él.

—¿Tienes dinero?—me preguntaron.

—Caballeros—respondí—, ya ven ustedes que viajo a pie y con los
zapatos rotos; si tuviera dinero no iría así. No quiero engañarles,
sin embargo: tengo una _peseta_ y unos _cuartos_. Al decir esto,
saqué lo que tenía y se lo ofrecí.

—Nosotros somos _caballeros_ de Galicia—dijeron—y no quitamos
_pesetas_, menos aún _cuartos_. ¿De qué partido eres? ¿Estás por la
reina?

—No, caballeros—respondí—; no estoy por la reina; pero al mismo
tiempo, permítanme ustedes que les diga que tampoco estoy por el rey;
no estoy enterado de ese asunto; soy suizo, y, por tanto, no peleo en
pro ni en contra de nadie mientras no me paguen.

Esto les hizo reír; me preguntaron luego cosas relativas a Santiago,
a las tropas que había y al capitán general; para no disgustarles
conté todo lo que sabía y más aún. Entonces, uno de ellos, el más
feroz y violento de los dos, me apuntó con el trabuco y dijo: «Si
hubieses sido español, te hubiéramos hecho astillas la cabeza,
tomándote por espía; pero vemos que eres extranjero y creemos lo que
nos has dicho. Toma esta _peseta_ y sigue tu camino; pero cuidado
con decir a nadie nada de nosotros, porque si no, _¡carracho!_...»
Descargó el trabuco por encima de mi cabeza, y tan cerca que durante
un segundo me tuve por muerto. Luego, dando una gran voz, salieron al
galope; sus caballos saltaban por los _barrancos_ como si estuvieran
poseídos de los demonios.

YO.—¿Qué le ocurrió a usted al llegar a La Coruña?

BENEDICTO.—Al llegar a La Coruña pregunté por usted, _lieber Herr_, y
me dijeron que precisamente el día anterior se había marchado usted
a Oviedo; al oirlo se me heló el corazón, viéndome en el extremo más
remoto de Galicia sin un amigo que me socorriera. Estuve un día o
dos sin saber qué hacer; al fin resolví dirigirme a la frontera de
Francia, pasando por Oviedo, donde esperaba verle a usted y pedirle
consejo. Mendigué entre los alemanes establecidos en La Coruña
un socorro para el camino, y saqué muy poco, sólo unos _cuartos_,
menos de lo que los facciosos me dieron en el camino de Santiago;
con eso salí para Asturias por el camino de Mondoñedo. _Och_, qué
ciudad, ¡Mondoñedo!, llena de canónigos, de curas, de _pfaffen_, más
carlistas todos que el propio don Carlos.

»Un día fuí al palacio del obispo y hablé con él, diciéndole que
volvía de una peregrinación a Santiago y le pedí un socorro. Díjome
que no podía remediarme, y en cuanto a lo de ser peregrino de
Santiago se holgó mucho de ello, esperando que fuese de gran provecho
para mi alma. Salí de Mondoñedo y me metí por las montañas, pidiendo
limosna a la puerta de cada _choza_ que encontraba; decía a todos
que era un peregrino procedente de Santiago, y mostraba mi pasaporte
en prueba de que había estado allí. _Lieber Herr_, nadie me dió un
_cuarto_, ni siquiera un pedazo de _broa_; gallegos y asturianos se
reían de Santiago y me dijeron que el nombre del santo no era ya un
talismán en España. Me hubiera muerto de hambre a no ser porque de
vez en cuando arrancaba una o dos mazorcas de algún maizal; también
cogía tal cual racimo de las _parras_ y moras de zarza; de este
modo fuí tirando hasta llegar a las _bellotas_; allí encontré un
cabrito perdido, lo maté y me comí un pedazo, crudo y todo, porque el
hambre era mucha; me sentó muy mal, y estuve dos días postrado en un
_barranco_, medio muerto, incapaz de valerme; fué una gran suerte que
no me devorasen los lobos. Después, a campo traviesa, seguí a Oviedo;
no sé cómo he llegado; parecía un espectro. La noche pasada dormí en
una pocilga vacía, a unas dos leguas de aquí, y antes de abandonarla
me hinqué de rodillas y pedí a Dios que me permitiese encontrarle a
usted, _lieber Herr_, porque usted era mi última esperanza.

YO.—¿Y qué piensa usted hacer ahora?

BENEDICTO.—¿Qué quiere usted que le diga, _lieber Herr_? No sé qué
hacer. Me someto en todo a sus consejos.

YO.—Estaré en Oviedo unos pocos días más; durante ellos, puede usted
alojarse en esta _posada_, y trate de recobrarse de las fatigas de
tan desastrosos viajes; quizás antes de marcharme se me ocurra algún
plan para sacarle a usted de esta situación tan apurada.

Oviedo tiene unos quince mil habitantes. Está en una situación
pintoresca, entre dos montañas: el Morcín y el Naranco; la primera
es muy alta y escabrosa; durante la mayor parte del año se halla
cubierta de nieve; las vertientes de la otra están cultivadas y
plantadas de viñedo. El ornamento principal de la ciudad es la
catedral; su torre, extremadamente alta, es quizás uno de los más
puros ejemplares de la arquitectura gótica que existen hoy en día.
El interior de la catedral es decente y apropiado; pero muy sencillo
y sin adornos. Sólo vi un cuadro: la Conversión de San Pablo. Una de
las capillas es cementerio, donde descansan los huesos de once reyes
godos. ¡Paz a sus almas!

En La Coruña me habían dado una carta de recomendación para un
comerciante de Oviedo, el cual me recibió con gran cortesía, y
dedicó, por lo general, un rato todos los días a enseñarme las cosas
notables de Oviedo. Una mañana me dijo:

—Usted habrá oído, sin duda, hablar de Feijóo, el famoso filósofo
benedictino, cuyos escritos han contribuido mucho a disipar las
supersticiones y los errores populares, tanto tiempo acreditados en
España; está enterrado en uno de los conventos de Oviedo, donde pasó
gran parte de su vida. Venga usted conmigo y le enseñaré su retrato.
Nuestro gran rey Carlos III envió desde Madrid a su pintor para que
lo hiciera. Ahora pertenece a mi amigo el abogado don Ramón Valdés.

Fuimos a casa de don Ramón Valdés, quien, muy cortésmente, me enseñó
el retrato de Feijóo, de forma circular, como de un pie de diámetro,
rodeado de un pequeño bastidor de cobre, algo así como el borde
de una bacía de barbero. Tenía el semblante ancho y grueso, pero
correcto; arqueadas las cejas, los ojos vivos y penetrantes, la
nariz aguileña. Llevaba en la cabeza un gorro de seda; el cuello de
la túnica apenas llegaba a verse. Era, sin duda, un cuadro bueno, y
me llamó mucho la atención, como uno de los mejores ejemplares del
moderno arte español que había visto hasta entonces.

Uno o dos días después dije a Benedicto Mol:—Mañana me voy a
Santander. Es hora ya de que resuelva usted lo que ha de hacer: o
volverse a Madrid o dirigirse rápidamente a Francia, y desde allí
continuar hacia su país.

—_Lieber Herr_—dijo Benedicto—, iré detrás de usted a Santander en
jornadas cortas, porque en un país tan montañoso no puedo andar
mucho; una vez allí, acaso encuentre medio de ir a Francia. En
estos viajes tan horribles me sirve de mucho consuelo pensar que
voy siguiendo las huellas de usted y la esperanza de alcanzarle de
nuevo. Esta esperanza me salvó la vida en las _bellotas_, y sin eso
no hubiera llegado jamás a Oviedo. Saldré de España lo antes posible
y me iré a Lucerna, aunque es fuerte cosa dejar detrás de mí el
_Schatz_ en la tierra de los gallegos.

Al separarnos le regalé unos pocos duros.

—Benedicto es un hombre extraño—me dijo Antonio a la mañana
siguiente, cuando, acompañados por un guía, salimos de Oviedo—. Es un
hombre extraño, _mon maître_, el tal Benedicto. Ha llevado una vida
extraña y le espera una muerte extraña también: lo lleva escrito en
el rostro. No creo que se marche de España, y si se marcha será para
volver, porque está embrujado con el tesoro. Anoche envió a buscar
una _sorcière_, y delante de mí la consultó; le dijo que estaba
destinado a encontrar el tesoro, pero que antes tenía que cruzar
agua. Le puso en guardia contra un enemigo, que Benedicto supone
que será el canónigo de Santiago. He oído hablar mucho del ansia
de dinero de los suizos; este hombre es una prueba. Por todos los
tesoros de España no sufriría yo lo que Benedicto ha sufrido en estos
últimos viajes.



CAPÍTULO XXXIV

  Salida de Oviedo.—Villaviciosa.—El joven de la posada.—La
  narración de Antonio.—El general y su familia.—Noticias
  deplorables.—Mañana moriremos.—San Vicente.—Santander.—Una
  arenga.—El irlandés Flinter.


Salimos, pues, de Oviedo e hicimos rumbo a Santander. El guía que
llevábamos, y a quien había yo alquilado la jaca que montaba, nos lo
recomendó mi amigo el comerciante de Oviedo. Resultó ser un individuo
desidioso e indolente; iba, por lo general, doscientas o trescientas
varas rezagado de nosotros, y en lugar de alegrarnos el camino con
cantares y cuentos, como Martín de Ribadeo, apenas abrió los labios,
salvo para decirnos que no fuésemos tan de prisa, o que le iba a
reventar la jaca si le daba tantos espolazos. Además era ladrón, y
aunque se ajustó para hacer el viaje a _seco_, o sea corriendo de
su cuenta sus gastos personales y los del caballo, se las arregló
de modo que, durante todo el viaje, unos y otros pesaron sobre mí.
Cuando se viaja por España, el plan más barato es que en el ajuste
entre la manutención del guía y de su caballo o mula, porque así el
precio del alquiler disminuye lo menos un tercio, y las cuentas en
el camino rara vez suben más por eso; mientras que, en otro caso,
el guía se embolsa la diferencia, y, no obstante, queda libre de
su escote a expensas del viajero, gracias a la connivencia de los
posaderos, unidos a los guías por una especie de espíritu de cuerpo.

Entrada la tarde llegamos a Villaviciosa, ciudad pequeña y sucia, a
ocho leguas de Oviedo, al borde de una ensenada que comunica con el
golfo de Vizcaya. Suele llamarse a Villaviciosa _la capital de las
avellanas_ por la inmensa cantidad de ese fruto que se cosecha en
su término; la mayor parte se exporta a Inglaterra. Al acercarnos
al pueblo, dábamos alcance a numerosos carros de _avellanas_ que
llevaban la misma dirección que nosotros. Me dijeron que en la rada
había anclados algunos barcos ingleses. Por extraño que parezca, y
a pesar de hallarnos en la _capital de las avellanas_, nos fué muy
difícil procurarnos un puñado de ellas para postre, y más de la mitad
de las que nos dieron estaban hueras. Los de la posada nos dijeron
que como las avellanas eran para la exportación, no se les ocurría
siquiera comerlas ni ofrecérselas a los huéspedes.

Al día siguiente llegamos muy temprano a Colunga, lindo pueblecito,
situado en una elevación del terreno, entre frondosos castañares. El
pueblo es famoso, al menos en Asturias, por ser cuna de Argüelles,
padre de la Constitución española.

Al desmontar a la puerta de la _posada_, donde pensábamos reparar las
fuerzas, una persona, asomada a una ventana del piso alto, lanzó una
exclamación y desapareció. Estábamos todavía en la puerta, cuando el
mismo individuo llegó corriendo y se arrojó al cuello de Antonio.
Era un joven bien parecido, de unos veinticinco años, vestido con
elegancia y tocado con una gorra de _montero_. Antonio, después de
mirarle un momento, exclamó: _Ah, monsieur, est ce bien vous?_, y le
dió un afectuoso apretón de manos. El desconocido le hizo señas de
que le siguiera, y en el acto se fueron los dos al aposento de encima.

Preguntándome lo que podría significar aquello, me senté a almorzar.
Pasó una hora, y Antonio no volvía. Por entre las tablas que formaban
el techo de la cocina, oía yo su voz y la de su amigo, y me parecía
oír a veces sollozos entrecortados y gemidos. Hubo después un largo
silencio. Ya empezaba a impacientarme e iba a llamar a Antonio,
cuando el hombre se presentó; pero no le acompañaba el desconocido.

—Sepamos, por todas las extravagancias de este mundo—pregunté—¿qué ha
estado usted haciendo por ahí? ¿Quién es ese hombre?

—_Mon maître_—dijo Antonio—, _c’est un monsieur de ma connaissance_.
Con su permiso, voy a tomar un bocado, y por el camino le contaré a
usted lo que sé de él.

—_Monsieur_—dijo Antonio cuando cabalgábamos ya fuera de Colunga—,
está usted impaciente por saber la historia de ese caballero a quien
ha visto usted abrazarme en la posada. Sepa usted, _mon maître_, que
estas guerras de carlistas y _cristinos_ han causado muchas miserias
y desventuras en este país; pero no creo que haya en toda España
persona tan plenamente desdichada como ese pobre y joven caballero de
la posada; todas sus desventuras provienen del espíritu de partido y
de facción que en estos últimos tiempos prevalecía tanto.

»_Mon maître_, como le he dicho a usted repetidas veces, he vivido
en muchas casas y servido a muchos amos; sucedió que hará unos diez
años entré a servir al padre de ese caballero, muy niño entonces.
La familia estaba en muy buena posición; el padre era general del
ejército y bastante rico. Constituían la familia el padre, su señora
y dos hijos; el más joven es el que usted ha visto; el otro le
llevaba unos cuantos años. _¡Par Dieu!_ En aquella casa lo pasé muy
bien; todos los individuos de la familia me trataban con bondad. De
muchas casas me han despedido; pero de aquella, no; cosa notable.
Las tres veces que me salí fué por mi libre voluntad. Me enfadaba
con los otros criados, o con el perro o el gato. La última vez me
fuí por culpa de una codorniz colgada en la ventana de _madame_,
y que me despertaba todas las mañanas con su canto. _Eh bien, mon
maître_, así corrieron las cosas durante los tres años que, con
tales alternativas, estuve al servicio de la familia; al cabo de ese
tiempo, decidieron que el señorito más joven se fuese a viajar, y se
pensó que yo le acompañase como criado. Tenía yo muy buenas ganas
de irme con él; mas, _par malheur_, me encontraba por aquellos días
muy disgustado con _madame_, su madre, por causa de la codorniz, e
insistí en que antes de acompañar al señorito matarían al pájaro y
lo echarían al puchero. _Madame_ se negó a esto de modo terminante;
y hasta el pobre señorito, que siempre se había puesto de mi parte
en tales ocasiones, dijo que eso era una extravagancia; me fuí de la
casa muy amoscado, y no volví más.

»_Eh bien, mon maître_, el señorito se fué a viajar y estuvo fuera
varios años; desde su partida hasta que le he encontrado en Colunga,
no había vuelto a verle ni oído hablar de él; pero sí tenía noticias
de su familia: de _monsieur_, su padre; de _madame_, su madre, y de
su hermano, oficial de caballería. Poco antes de la guerra civil, o
sea antes de morir Fernando VII, _monsieur_, padre de este joven,
fué nombrado capitán general de La Coruña. Aunque muy buen amo,
_monsieur_ era bastante orgulloso, amigo de la disciplina, de la
obediencia y de todas esas cosas. Además, no era amigo del populacho,
de la _canaille_, y profesaba singular aversión a los nacionales. Por
esto, al morir Fernando, se susurraba en La Coruña que el general
no era liberal, y que era más amigo de Carlos que de Cristina. _Eh
bien_: aconteció que un día se celebraba en la bahía una gran _fête_
en la que tomaban parte los soldados y los nacionales; yo no sé cómo
sucedió; el caso es que hubo una _émeute_, y los nacionales echaron
mano a _monsieur_, el general, le ataron una cuerda al cuello, le
zambulleron en el agua desde la falúa en que iba, y lo llevaron a
remolque hasta que se ahogó. Entonces fueron a su casa, la saquearon,
y maltrataron de tal modo a _madame_, que por entonces estaba
_enceinte_, que a las pocas horas expiró.

»Le digo a usted, _mon maître_, aunque le cueste trabajo creerlo, que
al saber la desgracia de _madame_ y del general, lloré por ellos,
y sentí haberme despedido de la casa airadamente, por causa de la
maldita codorniz.

»_Eh bien, mon maître, nous poursuivrons notre histoire._ El hijo
mayor, oficial de caballería, como le he dicho, y hombre enérgico,
en cuanto supo la muerte de sus padres juró vengarse. ¡Pobre
infeliz! No se le ocurrió más que desertar con dos o tres camaradas
descontentos, y, metiéndose en Galicia, levantaron una pequeña
facción y proclamaron a don Carlos. Por un poco de tiempo hicieron
mucho daño a los liberales, quemando y arrasando sus propiedades, y
dieron muerte a varios nacionales que cayeron en sus manos. Pero esto
duró poco; su facción fué dispersada y el jefe preso y ahorcado, y su
cabeza clavada en un palo.

»_Nous sommes déjà presque au bout._ Cuando llegamos a la posada, el
joven me llevó a su cuarto, como usted vió, y durante un buen rato
las lágrimas y los sollozos no le dejaron hablar. Su historia se
cuenta en dos palabras: volvió de su viaje, y la primera noticia
que le aguardaba a su regreso era que habían ahogado a su padre,
asesinado a su madre y ahorcado a su hermano, y que, además, todos
los bienes de la familia estaban confiscados. Y no era eso todo:
donde quiera que iba le miraban como faccioso, y los nacionales le
apaleaban. Acudió a sus parientes, y algunos, del bando carlista,
le aconsejaron que se alistara en el ejército de don Carlos, y el
mismo Pretendiente, que fué amigo de su padre, le ofreció un empleo
en su ejército. Pero, _mon maître_, como le dije a usted antes, se
trata de un joven pacífico, manso como un cordero, que aborrece
el derramamiento de sangre. Además, no era de ideas carlistas,
porque durante sus estudios había leído libros escritos en tiempos
antiguos por algunos compatriotas míos, donde no se habla más que de
repúblicas, de libertades y de derechos del hombre, de suerte que se
inclinaba más al sistema liberal que al de don Carlos; declinó, por
tanto, la oferta de don Carlos, y todos sus parientes le abandonaron,
mientras los liberales le acosaban de pueblo en pueblo como a bestia
salvaje. Al fin, vendió unas tierrecillas que le quedaban, y con el
producto se retiró a Colunga, donde nadie le conoce; aquí lleva hace
varios meses una vida muy triste; la lectura de dos o tres libros
y correr de vez en cuando una liebre con su perro son todas sus
distracciones. Me pidió consejo, pero no pude darle ninguno y no hice
más que llorar con él. Al cabo, dijo: «Querido Antonio, para mí no
hay remedio, ya lo veo. Dices que tu amo está abajo; ruégale de mi
parte que se espere hasta mañana; mandaremos llamar a las muchachas
del pueblo, buscaremos un violín y una gaita, y bailaremos para
olvidar nuestros cuidados un momento.» Entonces me dijo unas palabras
en griego viejo; apenas las entendí, pero creo que significan algo
así como: «Bebamos y comamos y alegrémonos, que mañana moriremos.»

»_Eh bien, mon maître_: le dije que usted es un señor muy serio,
que no se divierte nunca y que estaba de prisa. Lloró otra vez,
y, abrazándome, nos dijimos adiós. Ya sabe usted, _mon maître_, la
historia del joven de la posada.»

Dormimos en Ribadesella, y al mediar el siguiente día llegamos a
Llanes. El camino corría entre la costa y una inmensa cadena de
montañas que alzaba su barrera formidable a una legua del mar.
El terreno por donde íbamos era regularmente llano y parecía
bien cultivado. Abundaban los viñedos y los árboles, y a cortos
intervalos se alzaban los _cortijos_ de los propietarios, edificios
de piedra, de planta cuadrada, rodeados de un muro exterior. Llanes
es una ciudad antigua, de gran importancia en otros tiempos. En sus
cercanías está el convento de San Cilorio, uno de los edificios
monásticos más grandes de España. Ahora está abandonado, y se alza
solitario y desolado en una de las penínsulas de la costa cantábrica.
Dejado Llanes, entramos a poco en una de las regiones más áridas
y tristes que pueden imaginarse, donde todo era piedra y rocas,
sin árboles ni hierba. La noche nos cogió en aquellos lugares.
Continuamos la marcha, no obstante, hasta llegar a una aldea llamada
Santo Colombo. Allí pasamos la noche en casa de un carabinero,
hombre atlético, a quien encontramos a la puerta, armado de fusil.
Era castellano, con todo el ceremonioso formulismo y la grave
urbanidad que en otro tiempo dieron tanta fama a sus compatriotas.
Regañó a su mujer porque hablaba con la criada delante de nosotros
de asuntos de la casa. «Bárbara—dijo—, esa conversación no puede
interesarles a unos caballeros forasteros; cállate, o vete a otra
parte con la _muchacha_.» No quiso aceptar remuneración alguna por su
hospitalidad. «Soy un _caballero_ como ustedes—dijo—. No acostumbro
a albergar gente en mi casa para ganar dinero. A ustedes les admití
porque se les había hecho de noche y la _posada_ estaba lejos.»

Madrugamos mucho y seguimos nuestra ruta por un terreno tan triste y
pedregoso como el recorrido el día antes. En cuatro horas llegamos a
San Vicente, pueblo grande y destrozado, habitado principalmente por
miserables pescadores. Conserva, empero, notables reliquias de su
pasada magnificencia; el puente, tendido sobre la profunda y ancha
ría en cuya margen se alza la ciudad, no tiene menos de treinta y dos
arcos, y es de granito gris. Su fábrica es muy antigua; se halla tan
ruinoso en algunos sitios, que ofrece peligro.

Dejando atrás San Vicente, caminamos unas cuantas leguas por la
costa; a veces atravesábamos alguna angosta ría. El terreno comenzó a
mejorar; en las cercanías de Santillana era ya fértil y ameno. Como
una hora antes de llegar al país de Gil Blas, atravesamos un extenso
bosque, con muchas rocas y precipicios. En un lugar como éste se
hallaba la caverna de Rolando, según se cuenta en la novela. El
bosque tenía mala fama; el guía nos dijo que en él se cometían robos;
pero nada nos sucedió, y llegamos a Santillana a eso de las seis de
la tarde.

No entramos en la ciudad; hicimos alto en una gran _venta_ o
_posada_, en las afueras, delante de la que se alzaba un fresno
gigante. Apenas hospedados, estalló una espantosa tormenta de agua
y viento, con muchos truenos y relámpagos, que se prolongó sin
interrupción varias horas, y cuyos efectos observé durante el viaje
del siguiente día: todos los ríos que encontramos iban muy crecidos;
al borde del camino yacían descuajados algunos árboles. Santillana
cuenta con cuatro mil habitantes, y dista de Santander, adonde
llegamos al otro día temprano, seis leguas cortas.

No hay cosa que contraste más con la región desolada y los pueblos
medio en ruinas que acabábamos de atravesar, que el bullicio y la
actividad de Santander, casi la única ciudad de España que no ha
padecido con las guerras civiles, a pesar de hallarse en los confines
de las Provincias Vascongadas, reducto del Pretendiente. Hasta las
postrimerías del siglo pasado, Santander era poco más que una obscura
ciudad de pescadores; pero en estos últimos años ha monopolizado casi
por completo el comercio con las posesiones ultramarinas de España,
especialmente con la Habana. La consecuencia de esto ha sido que,
mientras Santander se enriquecía con rapidez, La Coruña y Cádiz han
ido decayendo al mismo paso. Santander posee un muelle muy hermoso,
sobre el que se alza una línea de soberbios edificios, mucho más
suntuosos que los palacios de la aristocracia en Madrid; son de
estilo francés, y en su mayoría los ocupan comerciantes. La población
de Santander es de unos sesenta mil habitantes.

El día de mi llegada comí en la _table d’hôte_ de la fonda principal,
regida por un genovés. La concurrencia era muy mezclada: franceses,
alemanes y españoles hablaban en sus idiomas respectivos, y en una
punta de la mesa, sentados frente a frente, dos catalanes, uno de los
cuales pesaría veinte arrobas, gruñían en su áspero dialecto. Mucho
antes de terminar la comida, un individuo sentado junto al catalán
corpulento monopolizó la atención y las conversaciones de todos.
Era un hombre delgado, de mediana estatura, rubicundo y con una
irregularidad en la mirada que, si no era estrabismo, se le parecía
mucho. Llevaba uniforme militar, azul, y por el gusto de perorar se
olvidaba de los manjares que tenía delante. Hablaba en correctísimo
español, pero con un leve acento extranjero. Entretúvose un buen
rato en discurrir acerca de la guerra y de sus particularidades,
criticando con mucha libertad la conducta de los generales, tanto
carlistas como _cristinos_, en la presente lucha, y, por último,
exclamó:

—Si el Gobierno me diese veinte mil hombres tan sólo, acababa yo la
guerra en seis meses.

—Dispense usted, señor—dijo un español sentado a la mesa—; la
curiosidad me mueve a pedirle a usted el favor de decirnos su
distinguido nombre.

—Yo soy Flinter—contestó el militar—, nombre que las mujeres, los
niños y los hombres de España traen de boca en boca. Soy Flinter
el irlandés y acabo de escaparme de las garras de don Carlos en
las Provincias Vascongadas. Al morir Fernando me declaré por
Isabel, estimando que todo buen caballero irlandés al servicio de
España debía hacer otro tanto. Todos ustedes han oído hablar de
mis hazañas; permítanme ustedes decir que aún hubiese hecho mucho
más si la envidia de mi gloria no hubiese trabajado para privarme
de los medios de acción necesarios. Hace dos años me mandaron a
Extremadura a organizar las milicias. Las partidas de Gómez y de
Cabrera entraron en la provincia, sembrando la devastación en torno;
con todo, me encontraron en mi puesto, y si mis subalternos me
hubieran secundado como era debido, los dos cabecillas no habrían
vuelto ante su amo a jactarse de sus triunfos. Estando a la defensiva
en mis atrincheramientos, se destacó de las filas carlistas un
hombre y nos intimó la rendición. «¿Quién eres?»—le pregunté—. «Soy
Cabrera»—respondió—. «Y yo soy Flinter—repliqué desenvainando el
sable—; retírate a tus líneas o mueres inmediatamente.» Amedrentado,
hizo lo que le mandé. Una hora después nos rendimos. Me llevaron
prisionero a las Provincias Vascongadas, y los carlistas se
regocijaron mucho con mi captura, porque el nombre de Flinter era muy
sonado en sus filas. Me arrojaron en una mazmorra repugnante, donde
estuve veinte meses. Hacía mucho frío, yo estaba desnudo, pero no me
desanimé por eso: mi indomable espíritu no podía sentir tal flaqueza.
Al cabo, mi carcelero se compadeció de mis desdichas. Díjome que «le
apesadumbraba ver morir sin gloria a hombre tan valiente». Combinamos
un plan de fuga, adquirimos unos disfraces y nos lanzamos juntos a
la ventura. Pasamos inadvertidos hasta llegar a las líneas carlistas
sobre Bilbao; allí nos dieron el alto. Pero mi presencia de ánimo no
me abandonó. Iba yo disfrazado de carretero catalán, y la frialdad de
mis respuestas engañó a mis interrogadores. Nos dejaron pasar y no
tardamos en vernos en salvo dentro de los muros de Bilbao. Aquella
noche hubo iluminación en la ciudad, porque el león había roto
sus redes, Flinter se había escapado y volvía a reanimar una causa
abatida. Acabo de llegar ahora de Santander, de paso para Madrid,
donde voy a pedir al Gobierno el mando de veinte mil hombres.

¡Pobre Flinter! Seguramente no se han visto juntos en el mismo
cuerpo un corazón más intrépido ni una boca más fanfarrona. Se fué
a Madrid y, por la influencia del embajador británico, amigo suyo,
obtuvo el mando de una pequeña división, con la que se dió traza
para sorprender y derrotar, en las cercanías de Toledo, un cuerpo
de carlistas al mando de Orejita, tres veces superior en número a
sus tropas. En pago de esa hazaña, el Gobierno, que era entonces
_moderado_ o _juste milieu_, le persiguió con incansable animosidad;
el primer ministro, Ofalia, apoyó con toda su influencia numerosas y
ridículas acusaciones de robos y saqueos aducidas contra el demasiado
victorioso general por los canónigos carlistas de Toledo. Fué
asimismo acusado de negligencia por haber consentido, después de la
batalla de Valdepeñas, ganada también por él con gran intrepidez, que
las fuerzas carlistas se posesionaran de las minas de Almadén; bien
que el Gobierno, empeñado en perderle, hizo cuanto pudo para impedir
que se aprovechara de la victoria, negándole todo género de recursos
y refuerzos. Privado de los frutos de su victoria, cegáronse sus
esperanzas, y una melancolía morbosa se apoderó del irlandés;
resignó el mando, y menos de diez meses después de haberle visto en
Santander, dió a sus cobardes y envidiosos enemigos un triunfo que
los satisfizo, cortándose el cuello con una navaja de afeitar.

¡Almas ardorosas, nacidas en otros climas, que aspiráis a
distinguiros al servicio de España y a ganar recompensas y honores,
acordaos de la suerte de Colón y de otro no menos valiente y
apasionado: Flinter!



CAPÍTULO XXXV

  Salida de Santander.—Alarma nocturna.—La hoz tenebrosa.


Tenía yo encargado que mandaran desde Madrid a Santander 200
Testamentos; con no pequeño disgusto hallé que no habían llegado,
y supuse o que los carlistas se habían apoderado de ellos en el
camino, o que mi carta se había extraviado. Pensé pedir a Inglaterra
provisión de ellos; pero abandoné la idea por dos razones: en primer
lugar, hubiera tenido que perder un mes aguardando, ocioso, su
llegada, y la ciudad era muy cara, y en segundo lugar, me encontraba
muy mal de salud y no podía procurarme buena asistencia médica en
Santander. Desde que salí de La Coruña me afligía una disentería
terrible, complicada últimamente con una oftalmía. Resolví, por
tanto, marcharme a Madrid. Pero no era esto empresa fácil. Partidas
del ejército de don Carlos, batidas en Castilla, merodeaban por
la región que yo iba a cruzar, sobre todo por la parte llamada La
Montaña, de modo que las comunicaciones de Santander con el Sur
estaban cortadas. Sin embargo, determiné confiar, como siempre, en
el Todopoderoso y afrontar el peligro. Compré un caballejo, y en
compañía de Antonio me puse en camino.

Antes de marcharme hablé con los libreros para el caso de que me
fuera posible enviarles un depósito de Testamentos desde Madrid;
arregladas las cosas a gusto mío, me puse en manos de la Providencia.
No me detendré en referir este viaje de 300 millas. Pasamos por en
medio del fuego, aunque parezca raro, sin chamuscarnos un pelo de
la cabeza. Delante, detrás y a cada lado de nosotros se cometían
robos, muertes y todo género de atrocidades; pero ni siquiera nos
ladró un perro, aunque en cierta ocasión se concertó un plan para
cogernos. A unas cuatro leguas de Santander, mientras echábamos
pienso a los caballos en la posada de un pueblo, vi salir corriendo
a un hombre que había estado cuchicheando con el mozo que nos daba
la cebada para las bestias. En el acto le pregunté lo que el hombre
le había dicho; pero obtuve sólo respuestas evasivas. Luego resultó
que hablaron de nosotros. Dos o tres leguas más lejos había otro
pueblo y otra posada, donde tenía pensado detenerme, y de seguro
lo dije así; pero al llegar a ella, como aún quedaba bastante sol,
decidí continuar hasta otra posada que creía encontrar a una legua
de distancia; me equivoqué en esto, porque no encontramos ninguna
hasta Ontaneda, a nueve leguas y media de Santander, donde había
un pequeño destacamento de soldados. A media noche nos despertó el
grito de alarma; el faccioso estaba cerca; acababa de llegar un
emisario del _alcalde_ del pueblo inmediato, donde había tenido yo
intención de pernoctar, diciendo que una partida carlista había
sorprendido el lugar en busca de un espía inglés que suponían alojado
en la posada. Al oír esto, el oficial que mandaba la tropa no se
creyó seguro, y al instante reunió su gente y se retiró a un pueblo
próximo fortificado, guarnecido por un destacamento más poderoso.
Nosotros ensillamos los caballos y continuamos nuestro camino en la
obscuridad. Si los carlistas llegan a cogerme me hubieran fusilado en
el acto, y arrojado mi cuerpo en las peñas para pasto de buitres y
lobos. Pero «no estaba escrito», decía Antonio, que, como muchos de
sus compatriotas, era fatalista. A la noche siguiente nos libramos
también de buena: llegábamos cerca de la entrada de un paso horrible
llamado _El puerto de la puente de las tablas_, que atraviesa una
montaña pavorosa y negra, al otro lado de la cual está la ciudad de
Oña, donde me proponía pasar la noche. Hacía un cuarto de hora que
se había puesto el sol. De pronto un hombre, con el rostro lleno de
sangre, salió precipitadamente de la hoz.

—Vuélvase atrás, señor—dijo—, en nombre de Dios; en la hoz hay
ladrones, y acaban de robarme la mula y todo lo que tengo; con
trabajo he salido vivo de sus manos.

No sé por qué no le hice caso, y sin responder seguí adelante; cierto
que estaba yo tan cansado y enfermo que me importaba muy poco lo que
pudiera sucederme. Entramos; a derecha e izquierda se alzaban las
rocas a pico e interceptaban la escasa luz del crepúsculo, de suerte
que en torno nuestro reinaban tinieblas sepulcrales o, más bien,
las tinieblas del valle de la sombra de muerte, y no sabíamos por
dónde íbamos; pero confiábamos en el instinto de los caballos, que
avanzaban con las cabezas pegadas al suelo. No se oía más ruido que
el fragor del agua al despeñarse por la hoz. A cada momento creía
que iba a sentir un puñal en el cuello; pero «no estaba escrito».
Atravesamos la hoz sin hallar ser humano, y a los tres cuartos de
hora de haber entrado en ella nos encontrábamos en la _posada_ de la
ciudad de Oña, atestada de tropas y de paisanos armados en espera de
un ataque del grueso del ejército carlista, que andaba muy cerca.

Bueno: llegamos a Burgos sin novedad; llegamos a Valladolid sin
novedad; pasamos el Guadarrama sin novedad, y, por último, llegamos
sin novedad a nuestra casa en Madrid. La gente ponderaba nuestra
buena suerte; Antonio decía: «No estaba escrito»; pero yo digo: Loado
sea el Señor por las mercedes que nos otorgó.


FIN DEL TOMO SEGUNDO



      *      *      *      *      *      *



NOTA DE TRANSCRIPCIÓN

  * Se ha respetado la ortografía original, normalizándola a la
    grafía de mayor frecuencia.

  * Los errores obvios de imprenta han sido corregidos sin avisar.

  * Se ha reparado el emparejamiento de los puntos de admiración e
    interrogación, y de los paréntesis y comillas.





*** End of this LibraryBlog Digital Book "La Biblia en España, Tomo II (de 3) - O viajes, aventuras y prisiones de un inglés en su intento de difundir las Escrituras por la Península" ***

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