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Title: La Esfinge Maragata - Novela
Author: Espina, Concha
Language: Spanish
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*** Start of this LibraryBlog Digital Book "La Esfinge Maragata - Novela" ***


available by Internet Archive/Canadian Libraries
(https://archive.org/details/toronto)



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      Internet Archive/Canadian Libraries. See
      https://archive.org/details/laesfingemaragat00espi


NOTA DEL TRANSCRIPTOR:

      Se ha mantenido la acentuación del libro original, que
      difiere notablemente de la utilizada en español moderno.



LA ESFINGE MARAGATA

Novela

Premiada por la Real Academia Española

(Tercera Edición)


      *      *      *      *      *      *

OBRAS DE CONCHA ESPINA


  LA NIÑA DE LUZMELA (Novela), 2.ª edición.

  DESPERTAR PARA MORIR (Novela), 2.ª edición.

  AGUA DE NIEVE (Novela), 3.ª edición.

  LA ESFINGE MARAGATA (Novela premiada con el premio
  Fastenrath por la Real Academia Española), 3.ª edición.

  LA ROSA DE LOS VIENTOS (Novela), 2.ª edición.

  AL AMOR DE LAS ESTRELLAS (_Mujeres del «Quijote»_).

  RUECAS DE MARFIL (Novelas), 2.ª edición.

  EL JAYÓN (Drama en tres actos).

  PASTORELAS.

  EL METAL DE LOS MUERTOS (Novela), 2.ª edición.


TRADUCCIONES:

 AL INGLÉS:

  LA ESFINGE MARAGATA.
  LA ROSA DE LOS VIENTOS.
  EL JAYÓN.
  EL METAL DE LOS MUERTOS.

 AL ALEMÁN:

  LA ESFINGE MARAGATA.
  EL JAYÓN.
  EL METAL DE LOS MUERTOS.

 AL ITALIANO:

  LA ESFINGE MARAGATA.
  EL JAYÓN.
  PASTORELAS.
  EL METAL DE LOS MUERTOS.
  AL AMOR DE LAS ESTRELLAS, 2.ª edición.

      *      *      *      *      *      *


[Illustration:


CONCHA ESPINA

LA ESFINGE MARAGATA

Novela

Premiada por la Real Academia Española



Gil Blas
Renacimiento

10º Millar       Madrid



                              Es propiedad de la autora.

                              Derechos de reproducción y traducción
                              reservados para todos los países,
                              comprendidos Suecia, Noruega y
                              Rusia.

                              Copyright 1920 by Concepción Espina
                              y Tagle.

                              Hechos los depósitos que marca la
                              Ley para las Repúblicas Americanas.


        MADRID.—Imprenta de Miguel Albero.—Santa Engracia 155.



[Illustration]



I

EL SUEÑO DE LA HERMOSURA


VIBRA el soplo estridente de la máquina que desaloja vapor, cruje con
recio choque una portezuela, algunos pasos vigorosos repercuten en el
andén, silba un pito, tañe una campana, y el convoy trajina, resuella y
huye, dejando la pequeña estación muda y sola, con el ojo de su farol
vigilante encendido en la torva oscuridad de la noche.

El único viajero que ha subido en San Pedro de Oza es joven, ágil,
buen mozo; lleva un billete de segunda para Madrid, y, apenas salta al
vagón, acomoda su equipaje—una maleta y el portamantas—en la rejilla
del coche. Luego desciñe el tahalí que trae debajo del gabán y lo
asegura cuidadosamente en un rincón. Dentro de su escarcela de viaje
guarda Rogelio Terán—que así se llama el mozo—toda su fortuna: poco
dinero y hartas ilusiones; el manuscrito de una novela; un libro de
memorias con apuntes de peregrino artista, versos, postales y retratos.

Ocupan el departamento dos señoras. Al tenue claror que la lucecilla
del techo difunde, sólo se logra averiguar que entrambas duermen: la
una sentada a un extremo, con la cabeza envuelta en un abrigo que le
oculta la cara; tendida la otra en sosegada postura bajo la caricia
confortadora de un chal. Las dos permanecen ajenas al arribo del
nuevo viajero; las dos yacen con igual reposo y oscilan con el tren,
esfumadas en la penumbra del breve recinto, insensibles a la vida
maquinal del convoy, como los inanimados contornos de los almohadones
vacíos y los equipajes inertes.

Distrae el caballero unos minutos en cambiar el hongo por la gorra,
ceñirse una manta a las rodillas y limpiar los lentes con mucha pausa
y pulcritud. Luego previene un cigarrillo, le coloca en los labios con
esa petulancia habitual del fumador, y enciende una cerilla.

Mas antes de dar lumbre a su tabaco, inclina curioso el busto hacia la
dama, dormida enfrente, de la cual ya ha sorprendido un cándido perfil,
rodeado de cabellos oscuros, en el fonje lecho de la almohada. Con
más audaz resolución descubre ahora las hermosuras de aquel semblante
serenísimo que duerme y sonríe. La llama tembladora del fósforo quema
los dedos cómplices sin que el viajero artista deje de ver y de
admirar: la tez morena clara, de suavísimo color; puras las facciones y
graciosas; párpados grandes y tersos; orla riza y doble de pestañas que
acentúan con apacible sombra el romántico livor de las ojeras; mejillas
carnosas y rosadas; correcta la nariz y encendida la boca, y en las
sienes un oleaje de cabellos negros desprendidos del peinado, que caen
sobre las cejas y nimban la cara como una fuerte corona...

Tales maravillas cuenta la temblorosa luz al extinguirse de un
soplo, semejante a un suspiro, mientras el ocioso mirón falla en
silencio:—¡Admirable!, ¡admirable!—Y se respalda en el sofá
escudriñando con golosa mirada a la otra incógnita dormida.
Inútilmente: la mantilla o toca que la cela el rostro, no ofrece el
menor señuelo a las audacias del furtivo y galante explorador. El cual,
entonces, se decide a encender su olvidado cigarrillo, y fuma con
impaciente y nervioso afán, puestos los ojos y el corazón en el dulce
misterio de aquella hermosa mujer...

El tren correo salió de La Coruña a las nueve de la noche; aunque estas
señoras procedan de la capital, ¿cómo a las diez y media se han rendido
ya tan profundamente a la pesadumbre del sueño? Parece que vinieran de
lejanos países, acosadas por la fatiga de muchas horas de insomnio...
¿Viajan las dos juntas?... ¿Las reune el acaso?... ¿Adónde van?...
¿Quiénes son?...

—Madre e hija—sospecha el curioso, pensando que una moza tan gentil
no anda bien sola por el mundo. Y saborea, con refinamiento exquisito,
la emoción de hallarse de repente, en un recodo de su inquieto
peregrinaje, al lado de una bella desconocida que, en la placidez de la
más absoluta confianza, rueda con él por un camino oscuro.

El peso voluptuoso de esta meditación inclina otra vez al viajero hacia
la joven.

—¿Soltera?... ¿Casada?...—murmura interiormente—. Soltera—concluye,
adivinando en las facciones suaves la pureza de la virginidad bajo la
gracia de la primera juventud—. ¡Si parece una niña!...

La contemplación se hace tan próxima, tan impulsiva y profunda; brilla
en los claros ojos varoniles un deseo de hurto, tan voraz, que la dama
_lo siente_, mortificador, al través del sueño; suspira, se impacienta,
parece que lucha con la imposibilidad de despertarse, y en voz chita,
con enojo y con mimo, protesta:

—¡Vaya!...

Iníciase a lo largo del confortable chal una rápida agitación, y, al
punto, la tan sutilmente importunada vuelve a quedar en serena actitud.
De su lindo rostro se ha borrado la repentina mueca infantil que lo
alteró un instante, y la sonrisa florece ahora más clara, más dulce,
mientras el atrevido admirador, replegado en su asiento con mesura, oye
confusamente la voz de la conciencia hidalga, reprobadora de apetitos
locos, y aun el aviso discreto de aquel adagio que dice:

  _Un beso por sorpresa,_
  _es una tontería del que besa._

Pero estos estímulos saludables de la prudencia y la honestidad no
penetran mucho en el ánimo del viajero, absorto en otras imprevistas
revelaciones.

La bella durmiente, al sacudir con disgusto su arrogante cabeza en la
almohada, ha dejado rodar sobre el cuello, libre y redondo, una roja
sarta de corales.

Y la tercera inclinación de Rogelio Terán hacia el encanto de aquella
mujer, es lúgubre y angustiosa: el hilo encarnado se aparece de pronto
en la dulzura morena de la piel como borde sangriento de una herida;
el semblante, al cambiar de postura, resalta más pálido, en escorzo
bajo la macilenta luz, con la aureola de cabellos brunos en rebelde
y hermosísimo desorden. Ha cambiado así tan de súbito el aspecto de
la viajera, que el asombrado mozo apenas la reconoce: tiene ahora una
belleza trágica, el desolado rostro de una víctima; parece que la
circuyen sombras de fatal predestinación.

De nuevo, muy de cerca, mas con respeto y solicitud, los zarcos ojos
miopes atisban el femenino perfil y sólo entonces aquella respiración
suave, aquella sonrisa difusa, devuelven al caballero la tranquilidad.

A este punto una nota blanca ha roto las sombras en el ángulo donde
la viajera apoya los pies, y el artista, triunfante en el abierto
campo de sus exploraciones, distingue una media inmaculada, ceñida a
un alto empeine en el escote del zapato de oreja, bordado y elegante,
nuevos motivos de asombro y cavilación: aquel collar, aquel zapato,
¿pertenecen a una bailarina que viaja en traje de luces, o a una señora
vestida de aldeana por capricho y con lujo?

La primera suposición parece más verosímil: quizá bajo la estameña
oscura del abrigo, un relámpago de falsa pedrería serpea entre livianos
tules en torno a la farandulera errante. De todas suertes, aquella
mujer no es, de seguro, una campesina auténtica viajando con el vestido
regional de Galicia. Cierto perfume señoril que de la ropa trasciende,
la finura del semblante, el pie lindo y curvado, la garganta mórbida y
dócil, sugieren la idea de una más noble calidad.

Feliz el caballero con esta certidumbre, se decide a proteger,
solícito, el confiado reposo de la dama. Y mirándola, en tan profundo
sosiego, recuerda haber leído, no sabe dónde, que sólo en la pujante
mocedad se duerme así, con absoluto abandono, con dulzura y pesadez, y
que a este primer descanso antes de las doce de la noche, por lo mucho
que repara y embellece, lo designó cierta famosa actriz con la frase de
_el sueño de la hermosura_.

Despiertas con esta membranza las más sutiles curiosidades del artista,
muerden la sombra queriendo descubrir cómo la gracia de aquel beleño
reparador presta a los músculos sedante laxitud, y, con una pincelada
invisible, extiende sobre el reposo de las facciones toda la infinita
serenidad de la belleza.

—_¡El sueño de la hermosura!_—corrobora el viajero, sumido en la
poética sugestión de la frase cuando, de pronto, sobrevienen el taque
brusco de una portezuela, el uniforme del revisor y unas palabras
requeridoras, con barruntos de cortesía:

—Buenas noches... ¿los billetes?...

Rogelio busca el suyo sin apartar los ojos del frontero sofá, y mira
atónito cómo la manta encubridora, estremecida por un tardo movimiento,
se yergue, resbala y descubre un peregrino traje de mujer, bajo cuyo
jubón de seda negra se solivia un gallardo busto, mientras una voz
insegura, blanca y musical, prorrumpe:

—¡Abuela, los billetes!...

Y el brazo primoroso de la joven se tiende hacia la dama oculta en el
rincón, la mueve, la despierta con mimo y la ayuda a desembarazarse de
ropas y envoltorios.

Surgen de ellos una cara senil y una mano rugosa; taladra el revisor
los cartoncillos, y se despide con otro portazo.

Los tres viajeros se miran de hito en hito, con vago asombro de las
dos señoras e interés creciente por parte de Terán, que se lanza a
la cumbre de las más arduas imaginaciones ante aquellas dos mujeres
tan distintas, ataviadas de igual manera exótica, unidas por cercano
parentesco, tal vez precipitadas por la suerte en idéntico destino...
Y, sin embargo, representan dos castas, dos épocas, dos civilizaciones.
En un momento, la perspicaz observación del novelista sorprende, separa
y define: la abuela es una tosca mujer del campo, una esclava del
terruño; tiene el ademán sumiso y torpe, la expresión estólida, y en la
tostada piel surcos y huellas de trabajo y dolor; diríase que la traen
cautiva, que unos grillos feudales la oprimen y torturan, que viene del
pasado, de la edad de las ciegas servidumbres, en tanto que la moza,
linda y elegante, acusa independencia y señorío: todo su porte bizarro
lleva el distintivo moderno de la gracia a la cultura. En esta niña el
traje campesino parece un disfraz caprichoso, mientras en la anciana
tiene un aire de rudeza y humildad, como librea de esclavitud.

Al discernir de una sola ojeada estas dos existencias, la percepción
delicada y pronta del artista advierte que aquellos ojos, súbitamente
abiertos ante él, le están mirando sin verle. Porque la vieja parece
azorada, distraída en el confín de un pensamiento remoto, del cual
extrae alguna razón muy turbia y difícil; mientras que en las pupilas
de la joven no ha despertado el alma todavía. Y una rara inquietud
acosa al mozo, aguardando que torne aquel espíritu ausente; que luzca
y se agite; que diga su linaje; que descubra algún florido secreto del
mundo interior donde se nutre y sueña. Crece tanto el ansia con que
Rogelio invoca a la dormida esencia de aquel sér, que al fin acude y se
despierta y mira desde los ojos flavos de la dama, sin comprender las
razones de tan extraña sugestión.

—Duerme, duerme otro rato—murmura la vieja, viendo a la muchacha
revolverse perezosa con los dedos entre los desmandados bucles.

—Sí; tengo mucho sueño... tengo frío...

—Te arroparé con la frisa.

Y la abuela, con gran solicitud, mueve las manos rudas para abrigar a
la joven, otra vez acostada en el sofá.

Cruza la niña sus pestañas dobles, suspira y se aquieta, alzando el
vuelo de la manta a la altura del rostro, como para recatarlo a las
voraces miradas del viajero: el alma dormida no llegó a despertarse
con toda lucidez en las pupilas soñolientas; si se asomó un momento,
requerida por el audaz reclamo de otro espíritu, cayó otra vez desde la
linde misteriosa en la región del sueño, en el profundo _sueño de la
hermosura_.

       *       *       *       *       *

Así crece la noche, majestuosa y sombría. Rogelio Terán, acosado
por un enjambre de pensamientos, atisba el paisaje tras los vidrios
empañecidos por la escarcha: huyen los árboles y los montes, los
abismos y las cumbres, como un galope de tinieblas en los flancos de
la vía; tiemblan con agudo fulgor las estrellas lejanas en un cielo
inclemente, crudo y glacial.

Evoca el viajero las veces que se ha sentido, como en este instante,
impresionado por la belleza de una mujer. Y revolviendo las memorias de
su vida, halla en el fondo de cada galante recuerdo una lástima tierna
y aguda, una ardiente conmiseración hacia todas las bellas por él
adoradas un minuto, unas horas quizá, desde una ventanilla transitoria,
en la blandura de un carruaje, en la cubierta de un buque, al compás de
una danza, a los acordes místicos de un órgano... ¡En tantas ocasiones
era posible amar a una mujer!

Las amó a todas con alma de poeta y persiguió en cada una la sombra de
un misterio, el halo de un sacrificio, la huella de una pesadumbre.
Hijo de una desventurada, a quien vió llorar mucho y morir sonriendo en
plena juventud, padecía la obsesión de los dolores femeninos, como si
en su sangre latiera siempre el temblor de aquellas lágrimas queridas.
Muy sensible por esto, muy humano, ardía en amores vertidos con
suavidad infinita sobre las criaturas y las cosas bellas y humildes;
creyendo vislumbrar un arcano de tristeza detrás de cada hermosura de
mujer, sentíase atacado de melancolía al encuentro de una hermosa.

Jugaba al amor con timidez, en aventuras fugaces, buscando y huyendo
con sagrados terrores la grande y definitiva pasión de la juventud, la
raíz de la vida, recia y profunda, enhestada desde la tierra al cielo
como una llama, como un grito, como una corona. Quería vivir a flor
de pasiones, amándolo todo con el ímpetu de muchas piedades, cifradas
en el recuerdo de aquella sonrisa maternal que maduró con el reposo
codiciado de la muerte, pero sin esclavizarse a los latidos de un solo
corazón, porque amar al mundo entero era ya un triunfo hermoso del
sentimiento y de la bondad, y lanzarse al abismo del amor único, al
paso de una mujer, era enroscar el alma a la tremenda raiz, que lo
mismo puede erguirse al cielo como una corona victoriosa, que como un
grito lacerante, como una llama fatal.

Y este pavor augusto a la orilla de las grandes pasiones no carecía de
egoísmo y de pereza. Como un _dilettante_ del amor, pretendía Terán
embellecer su existencia con rasgos de Quijote, al estilo moderno, sin
lastimarse las manos señoriles, sin descomponer la gallarda postura
ni encadenar el voluble corazón. Hidalguía y curiosidad, émulas en el
carácter veleidoso de este hombre, se disputaban la victoria de los
sentidos bajo la guarda prudente de una equilibrada naturaleza y al
través de un temperamento de artista y de epicúreo. En tan complejo
bagaje sentimental no había una sola nota de bellaquería ejercitada ni
de daño propio; pero sí muchos versos ungidos de ternura al margen de
cada amor: de donde se infiere que el poeta andariego era más hidalgo
que curioso, más compasivo que sensual y más artista que mundano,
aunque tuviera mucha sed de novedades, sensaciones y aventuras...

Mientras avanza el ferrocarril al través de la noche, en pleno
interlunio, Rogelio Terán agita en la memoria el poso romántico de sus
añoranzas, y vuelve con frecuencia los ojos hacia la mocita dormilona,
que, inmóvil, trasunta la estatuaria rigidez de un velado cadáver.

Supone el viajero que no ha dejado de contemplar aquel perfil inerte,
cuando se despierta y mira el reloj. Son las tres de la mañana y el
tren se ha detenido ante un letrero que dice: «San Clodio». Aquí el
artista se incorpora, sacude el cansancio un minuto, y en pie detrás
de la portezuela, saluda con reverente pensamiento al peregrino autor
de las _Sonatas_, al poeta de _Flor de santidad_, cuya musa galante y
campesina trovó en estas silvestres espesuras páginas deleitosas.

Y cuando el tren arranca, jadeante y sonoro, Terán, invadido de sueño,
da una vuelta en los almohadones con el fastidio de hallarse mal a
gusto: guarda los lentes, se encasqueta la gorra, y refugiado en un
rincón procura olvidar a su vecina para dormirse, en tanto que la vieja
ha vuelto a desaparecer bajo la nube de sus tocas.

[Illustration]



[Illustration]



II

MARIFLOR


YA la sombra se repliega a los rincones del recinto, y se levanta
sobre el paisaje la peregrina claridad del amanecer, cuando Rogelio
siente una aguda atracción que le estimula y aturde, entre despierto
y dormido, llamándole con fuerza a la realidad desde el confín ignoto
de los sueños. Se endereza al punto, corrige su descuidada actitud, y
clava la ondulante memoria en el sofá de enfrente, murmurando con vivo
azoramiento:

—Buenos días.

Responde la dama al saludo matinal, y luego, pensativa, se pregunta
dónde ha oído una voz como aquélla; cuándo viajó, como ahora, con
un mozo rubio, de ojos azules, fino y elegante, que la miraba
mucho:—Nunca—se dice interiormente—; ¡lo he soñado!...

Al recordar que se despertó un momento antes, enfrente de aquel hombre
dormido, vacila entre la idea remota de haberle visto llegar o de haber
soñado que llegaba. Una rara inquietud la sobrecoge: toda la púrpura
de la sangre se agolpa bajo la tersa piel de sus mejillas; vuelve
los fugitivos ojos hacia la abuela, que aún duerme, y después, para
disimular la turbación, trata de bajar uno de los cristales del coche.

Le ayuda Terán, inmediatamente, pesaroso de haberse abandonado en
postura tal vez ridícula delante de la hermosa. Ella finge mucho
interés por el indeciso horizonte que clarea en la curva lejana de
las nubes con soñolienta luz. Y él, entretanto, examina afanoso aquel
traje, peculiar de un país que no conoce, aquella figura juvenil donde
reposa la belleza como en ánfora insigne.

Lleva la niña el clásico manteo, usual en varias regiones españolas:
falda de negro paño con orla recamada, abierta por detrás sobre
un refajo rojo, y encima del jubón un dengue oscuro guarnecido de
terciopelo; delantal de raso con adornos sutiles, gayas flores, aves,
aplicaciones pintorescas y dos cintas bordadas de letreros con borlas
en las puntas; y al busto, bajo la sarta de corales, un gualdo pañuelo
de seda, ornado también de primorosos dibujos.

Sobre aquel extraordinario golpe de telas joyantes y placenteros
matices, se alzaron para delicia de Terán dos manos lindas, azoradas
como palomas: querían componer unos rizos, mudar unos alfileres,
hurtar la sién a la intrusión huraña de los cabellos sublevados en
los azares de la noche; mas no lograron ninguno de estos propósitos,
y estremecidas de frío, trataron de cerrar otra vez la vidriera.
Interviene de nuevo Terán con galante premura, y después de algunas
frases de agrado y cortesía, los dos mozos se quedan frente a frente,
sentados y amigos, sonriendo con la franca expresión propia de su
vecindad y su juventud; ella, más propicia a responder que a preguntar,
dice que marcha a Astorga con la abuela para vivir en el campo hasta
que regrese su padre, el cual viaja con rumbo a la Argentina.

¿Que si es maragata? Sí: nació allá abajo, en Valdecruces, silencioso
rincón de Maragatería, pero no conoce el país; muy pequeña, la llevaron
a La Coruña y nunca volvió al pueblo natal, porque a su madre le
gustaba poco. Su madre era costanera, de una playa de Galicia, Bayona,
el vergel más hermoso del mundo... Y la viajera dilata la expresión
infantil de sus ojos garzos, con las plácidas señales de un recuerdo
que huye...

—Desde que mi madre murió—murmura—tampoco he vuelto allá. Todo me ha
sido adverso desde entonces—añade—: con ella se me fué la alegría, la
fortuna y hasta el mar y la tierra que yo quiero; hasta el traje y el
nombre que yo tuve...

—¡Cómo!... ¿De verdad?—inquiere el poeta, subyugado por la voz herida
que suena a cristal roto y que se apaga en el estrépito del tren.

—De verdad: mi padre perdió sus intereses en menos de un año, después
de vivir muchos con holgura, y se embarca pobre, soñando ganar dinero
para mí, enviándome lejos de mi costa, de mis campiñas, de mis
placeres...

—¿Y de un amor?—pregunta osado el mozo.

—De todos los amores—dice ella con negligente sonrisa—. Luego
contesta, amable, a muchas cosas que su interlocutor quiere averiguar:

Sí; ha cambiado de nombre. Se llamaba Florinda, pero la abuela dice que
en tierra de maragatos los nombres «finos» no se usan; que allí suelen
llamar a las mujeres «Marijuana», «Maripepa», «Marirrosa», y que deben
nombrarla _Mariflor_.

—¡Delicioso!—interrumpe Terán.

Lleva Florinda sus arreos de maragata, porque el traje de la región es
allí sagrado como un rito, pero no sufrirá la vida de los labradores
en toda su rudeza: ¡le han dicho que es tan triste! El animoso
emigrante ha podido librarla de aquel atroz cautiverio hasta que logre
llevársela consigo o asegurarle definitivamente la independencia.

—Mediante una boda—insinúa Terán con vaga pesadumbre, entre celoso
y compadecido, sin advertir que quiere penetrar muy de prisa en las
intimidades de la joven.

Ella no da importancia a la pregunta, y responde con sinceridad:

—Tal vez casándome sería muy feliz como mi madre, que vivió libre,
alegre y mimada; pero como el padre mío hay pocos hombres...

Quédase Florinda meditabunda, adormilados los ojos entre las pestañas,
triste soñadora del inseguro porvenir.

Terán la contempla conmovido ante la dulce ingenuidad que no se recela
ni ofende en aquel interrogatorio de todo punto inesperado: allí están
las íntimas confidencias que él acució unas horas antes, ambicioso y
febril, en las bellas pupilas asombradas de sueño; parece que bajo el
cutis delicado de la viajera se ven pasar las emociones, se sienten los
latidos cordiales de aquella vida, se oye el compás armonioso de aquel
espíritu, como si toda _Mariflor_ se convirtiera en alma de cristal que
vibrase en una voz apacible y se derramara en una sonrisa tenue.

El foco de compasiones que arde en el corazón del poeta, sube de
improviso hasta los audaces pensamientos, inundando de misericordia la
conciencia varonil. Y Terán presiente, condolecido, la desventura de
aquella mujer que desde la vida muelle y dulce de la ribera mimosa, se
ve empujada, inocente y pobre, al más duro y yermo solar del páramo
legionense, a la tierra mísera y adusta que él recuerda haber cruzado
en rápida correría a los montes del Teleno, y de cuya fosca imagen
guarda una trágica impresión.

Fué al iniciarse la primavera, como ahora. Varios socios del Club
Alpino español cruzaron la región maragata al firme y lento paso de
las caballerías del país, como perdidas sombras de mundano regocijo,
fuyentes por azar en las yermas soledades de la vida: eran mozos
festeros, exploradores felices de las sierras bravas, jamás cautivos en
una llanura tan triste y tan inútil, sembrada de pueblos estancados y
ruines; llanura esquiva, donde la sangre de la tierra castellana, las
frescas amapolas, corre con estéril pesadumbre, como flujo de entrañas
infecundas. Una mordaza de melancolía hizo enmudecer a los viajeros
desde el puente romano del Gerga, a la salida de Astorga, hasta Boisán,
donde la Naturaleza se embravece y se engalana con raros alardes de
hermosura para subir al Teleno: tomando la «senda de los peregrinos»,
Murias de Rechivaldo, Castrillo de los Polvazares y otras poblaciones
de nombre sonoro y muerta fisonomía, se aparecieron en el páramo como
esfinges, al través de los medioevales caminos de herradura; y en el
trágico umbral de estos pueblos mudos, se erguía, como un símbolo de
abandono y desolación, la figura dolorosa de la maragata en brava
intimidad con el trabajo, luchando estoica y ruda contra la invalidez
miserable de la tierra...

Al fogonazo de aquel recuerdo, Rogelio Terán reconoce el traje y
el tipo de la anciana que duerme; es la misma mujer empedernida y
triste, vieja y sacrificada, que el mozo sorprendió firme en el suelo
como heráldico atributo de esclavitud, en las torvas llanuras de
Maragatería. Pero la muchacha que al otro extremo del coche medita y
sonríe, parece separada de la abuela por siglos de generosidad y de
dulzura: en el cuerpo y en el alma de esta niña gentil, ha posado el
amor un indulto con todo su cortejo de blandas piedades.

Prende el artista otra vez su atención en la moza, y para disimular un
tumulto loco de reflexiones, por decir algo, dice:

—¡Es precioso el vestido de usted!...

—Llevo el de las fiestas—responde Florinda, que sacude con mucha
gracia la flocadura espesa del pañuelo—; lo encargó mi padre para que
yo me hiciese un retrato, y la abuela me lo mandó poner ahora, porque
así dice que no pareceré en el pueblo una extraña... Tendré que hacerme
otro más humilde para todos los días... Con lo que no transijo es en
llevar en la cabeza un pañuelo como la abuelita, ¿lo ha visto usted?

—Yo sólo quiero ver los espléndidos cabellos de mi amiga _Mariflor_...
¿_Mariflor_, qué?

—Salvadores. En Valdecruces casi todas las familias se apellidan así.

—Serán todos parientes.

—Sí; se casan unos con otros, por lo general.

—A usted ya le tendrán destinado algún primito.

—Eso dicen.

—¿Y se llama...?—insinúa incómodo Terán.

—Antonio Salvadores. Pero...

Este _pero_, largo y sonriente, acompañado de un delicioso mohín,
desarruga el entrecejo del poeta.

—Pero, ¿qué?—interroga apremiante.

—Que sólo nos conocemos por fotografía.

—¿Y por cartas?

—¡Quiá!... Los novios maragatos no se escriben.

—¿De manera que son ustedes novios, ya de hecho?

—A estilo del país. El padre de Antonio y el mío eran hermanos y
deseaban esa boda, pero me dejan en libertad de decidirla yo. Y si el
mozo no me gusta...

—¿Qué tipo tiene?

—Por el retrato y las noticias que me dan, es grande, moreno,
colorado...

—¡No se parece a mí!—interrumpe Terán con ingenua lamentación.

—¿Por qué había de parecerse?—pregunta la muchacha—. Y su risa, que
finge asombro, tiene un matiz muy femenino de curiosidad. Después, en
tono de confidencia, recelando del sueño de la anciana, añade:

—Mi primo tiene una tienda de comestibles en Valladolid; este año irá
a Valdecruces para la fiesta sacramental, y yo aguardo a conocerle para
decir «que no simpatizamos», y quedar libre de ese compromiso...

—¡Si usted ha dado ya su consentimiento!...—se duele el joven.

—¡Qué había yo de dar, criatura!—prorrumpe con mucho desenfado la
mocita. Luego, baja la voz, y el caballero tiene que inclinar el oído
hacia la boca dulce que secretea:

—En Maragatería, sin contar para nada con los novios, se apalabran las
bodas entre los más próximos parientes de los interesados. Pero, aunque
raras, hay algunas excepciones en esta costumbre; mi padre se enamoró
en la costa y fué muy feliz con una costanera... Por eso no me impone
a mi primo y sólo me ha suplicado que le trate antes de adquirir otras
relaciones.

—¿Y si a usted le gustara?—inquiere todavía el viajero, sin disimular
su interés.

Pero _Mariflor_, dictadora desde la señoría de su belleza, deja dormir
en los ojos la mirada, y murmura:

—¡No es mi ideal un comerciante!...

Muy respetuoso ante el secreto ideal de aquella niña encantadora,
averigua el poeta con cierta inquietud:

—¿Qué profesión prefiere usted en un hombre?

Ella retira con ambas manos los tenebrosos cabellos de su frente, y
contesta devota:

—La de marino.

Parece que detrás de esta confesión ha volado muy lejos el alma
de Florinda a perseguir por remotos mares la silueta romántica de
algún velero audaz: tal es la actitud de arrobo a que la muchacha se
abandona. Mas vuelve al punto de aquella ausencia repentina y une dos
cabos sutiles de una ilusión, muy tenue, en esta pregunta, que la hace
enrojecer:

—¿Ha seguido usted alguna carrera?

Suelto el corazón delante de aquellos inefables rubores, Terán dice:

—Las he seguido todas y ninguna, porque soy poeta, soy novelista:
forjo criaturas y sentimientos, vidas y profesiones; creo almas,
caminos, mares y tierras, mundos y cielos, astros y nubes. Bajo la
exaltación de mi pluma surgen dóciles y palpitantes los seres y las
cosas, lo pasado y lo por venir, lo perecedero y lo infinito; el bien,
el mal, la gracia, el arte, la virtud, el dolor...

Aquel torrente de elocuencia lírica se detiene en un extraño grito
que _Mariflor_ exhala: escuchando estaba el discurso, con los ojos
humedecidos y febriles, subyugada por la vehemencia de aquellas frases
ardientes, cuando, de pronto, un puyazo de luz le dió en la cara y un
tumbo del corazón la obligó a levantarse con el asombro en la boca y en
las pupilas el éxtasis, ante el colosal espectáculo que se ofrecía a
sus ojos en la llanura. Alzóse también el poeta, vuelto con prontitud
hacia donde la niña señalaba, y entrambos, mudos, atónitos, sintieron
en el pecho el golpe de una misma y formidable emoción.

Había ya el tren salvado el espantoso despeñadero que divide las
tierras galaicas y legionenses, el cauce lúgubre y sonoro del aurífero
río, las hoscas breñas fronterizas, los puentes y los túneles de la
Barosa y Paradela; corría el convoy con fuerte resoplido por la ancha
cuenca del Sil, oculta en el fondo de un mar de vapores, fantástico
mar de cuajadas neblinas, donde se embotaban los rayos del naciente
sol. Pugnaba éste por herir y romper las apretadas ondas de la niebla;
resistía la niebla los ímpetus del encendido rey, ahogando entre
impalpables copos los saetazos de su luz... Súbitamente se alzó el
astro rútilo, irguió la frente sobre el cuajado mar y lanzó por encima
de sus ondas una triunfante llamarada; vino entonces un oportuno y
vigoroso cierzo que agitó las nieblas en raudo torbellino, las desgarró
en jirones, las arrastró con furia, bajo la gloria del sol, lo mismo
que un oleaje de sutiles aguas y espumosas crenchas, entre nimbos de
púrpura y de oro, quiméricos y extraños como una aurora boreal. Pero,
al caer un punto el aire, subió la niebla solapadamente; subió dejando
perezosos vellones en las praderas del Sil; hubo un momento en que, a
ras del tren, que dominaba unas alturas, logró alcanzar la niebla al
disco soberano y sofocar su lumbre; pero los haces del incendio solar,
cada vez más agudos y potentes, se cruzaron veloces por la tierra y
por el cielo, hasta coger entre dos llamas al flotante enemigo, el
cual, acorralado, flexible, retorciéndose como el convulso brazo de un
herido titán, fingió partir el sol en dos mitades, en dos hemisferios
resplandecientes. Fué un espectáculo de hermosa y terrible grandeza,
una visión sideral, un alborecer de los primeros días de la creación:
diríase que dos soles gemelos, dos ígneos meteoros, dos astros rivales
ardían entre el cielo y la tierra, prestos a chocar y convertir el
mundo en un caos de lumbres y vapores. Duró sólo un instante, un breve
y peregrino instante; pues todo el denso jirón de la vencida niebla,
perseguido, acosado, ya en el cielo, ya en el monte, sobre las aguas y
las frondas, se evaporó, copo tras copo, pulverizado y sorbido por el
viento y por el sol.

[Illustration]



[Illustration]



III

DOS CAMINOS


SOBRECOGIDOS por aquel suceso tan extraordinario, y a la vez tan
natural, volvieron el poeta y la niña a entrelazar la mirada y las
confidencias; pero entrambos sentían arder en sus ojos y en sus frases
la llama divina del monstruoso incendio amaneciente, como si con la
tierra y el cielo se hubiesen inflamado también los corazones.

Rogelio Terán al sentarse ahora, había ocupado un sitio al lado de
Florinda, y se inclinaba muy afanoso, derramando la efusión de su verbo
en el absorto oído de la moza. Ella, un poco alarmada, tendió la vista
alrededor del coche, lleno de sol dorado y frío, y se encontró con
los ojos de la abuela, que, destocada en parte, inmóvil y triste, no
parecía sentir curiosidad ninguna por la insuperable pompa de la mañana
ni por la galante actitud del caballero intruso.

Siguiendo Terán el camino a la sonrisa de la joven, hallóse también con
la anciana despierta, y trató a su vez de sonreirla. Mas se quedó el
intento extraviado en aquel semblante impasible, todo arado de arrugas,
turbio y doloroso como el crepúsculo de una raza.

Intervino graciosa _Mariflor_ entre la buena voluntad del artista y el
entorpecimiento de la vieja, explicando con mucho donaire:

—Abuela: este caballero ya es amigo mío; ha viajado con nosotras toda
la noche...

Pero la maragata no entendió aquellas razones elocuentes o no la
convencieron, porque después de un murmullo, entre palabra y suspiro,
permaneció muda y pasiva, como si se le importase un ardite del amigo
viajero. El cual preguntó callandito a la muchacha:

—¿Está sorda?

—Está triste—murmuró ella por toda explicación, temblando igual que
si la hubiera estremecido el roce de unas alas sombrías.

El rubio sol, que sin calentar iluminaba el coche, hizo relucir en los
ojos melados de la viajera dos lágrimas fugaces. Y pasó tan lúgubre el
silencio de aquel minuto sobre la voz quejosa, que la marcha del tren,
recia y veloz, parecía una fuga trágica en la desolación del llano.

Rogelio Terán, cada vez más encendido en la admiración que Florinda le
inspiraba, quiso probar la dulzura de su ingenio en el propósito de
amistarse con la vieja y merecer la solicitud de la moza.

Ya la curiosidad del viajero estaba servida: mediante la franca
elocuencia de _Mariflor_, y auxiliado por la clave del sentimiento
que los poetas conocen, había leído en aquellas dos almas, arredrada
y hermética la una, abierta la otra y confidente en toda la plenitud
de la esperanza y de las ilusiones. Y con el deseo generoso de pagar
en hidalga moneda aquella sorprendida revelación, inclinóse de nuevo
el artista, devoto y vehemente hacia la niña maragata, y le dijo su
historia, sus anhelos, sus peregrinaciones y aventuras: habló con
urgencia, con inquietud, mirando a menudo el reloj, consultando con
avidez los contornos del camino, avaro del momento fugaz que ya no
volvería sintiendo que se apresuraba, en cada ciego avance del convoy,
la hora oscura de separarse de aquella vida nueva y rara, llena de
sugestión para el poeta.

Escuchó _Mariflor_ el fogoso relato crédula y maravillada, con los
ojos vendados de fe y acelerado el corazón por la sorpresa: aquel
señor rubio y fino, tan amable y tan elocuente, que sabía mirar con
una fuerza irresistible y extraña hasta el fondo de los pensamientos;
que elaboraba libros y periódicos; que conocía del mar y de la tierra
sirtes y derroteros, borrascas y rumbos, placeres y dolores, quería ser
amigo de _Mariflor_; quería escribirle muchas cartas, hacer para ella
muchos versos, ir a Valdecruces... ¡Válgame Dios, las cosas que la niña
estaba oyendo y contestando sin saber cómo!

En el apacible rincón del coche había estallado una nube de promesas
y de ruegos, una lluvia de confesiones y de propósitos: la fuente de
la emoción había roto cálida y borbollante en el florido campo de dos
almas juveniles, y el murmullo de las espumas sonaba a la vez con
lastimosas querellas de elegía y alegres modulaciones de epitalamio.

En medio de aquella ardiente prisa por saber y por contar; en aquel
arrebato confuso de sentimientos y de palabras, alzóse de improviso la
figura torpe de la abuela, preguntando con timidez a _Mariflor_:

—¿Tienes hambre?

—¿Hambre?...

La muchacha tardó en traducir a la realidad este «sustantivo común» que
había sacudido el letargo de la anciana, y al cabo de una sonrisa y de
un esfuerzo, contestó ruborosa:

—No, abuela.

Pero la maragata dijo—no sin algunas dificultades, cohibida por
la presencia del caballero—que «era mejor» desayunar antes de la
llegada a Astorga, para emprender desde allí, en seguida, el camino a
Valdecruces.

—¿Es muy largo?—interrogó el poeta, ganoso de trabar conversación con
la anciana. Ella, indiferente al interés del desconocido, tanteaba su
bagaje en busca de alguna cosa. Y respondió Florinda, turbada otra vez
por la visión del misterioso porvenir:

—Es muy largo... Al paso de los mulos, llegaremos a la puesta del sol.

Aquel tono doliente sugirió al artista, con lástima desgarradora, la
imagen de una pobre caravana discurriendo con lentitud en la soledad
gris del páramo...

Ya la silenciosa abuelita había rescatado, al través de envoltorios y
atadijos, unas viandas, que ofreció con finura y cortedad al caballero;
y él, entonces se levantó con mucha diligencia a buscar en su equipaje
otros regalos: eran cosas delicadas, exquisitos fiambres en muy parcas
raciones, dulces envueltos en rutilantes papeles, y una botella cerrada
a tornillo, de la cual vertió café en un vaso, presentándoselo a la
anciana:

—Está caliente, abuelita; bebe un poco—dijo _Mariflor_.

—¿Caliente?—repitió con asombro, mirando muy recelosa el humo que
exhalaba la confortable bebida—. Y ¿quién lo ha calentado?

—Se conserva así en esa botella, que se llama termo; ¿no lo sabías?

La maragata movió la cabeza con incredulidad, y tomó el vasito en la
mano lentamente.

—Bembibre—leyó a este punto la muchacha, mientras el tren se detenía.

Y ambos jóvenes, olvidando a la abuela y al desayuno, se asomaron a
contemplar el frondoso vergel del Vierzo, plácido como un oasis, en el
austero y noble solar de León.

—¡Bravo país de poesía y de leyenda, de amor y de piedad!—exclamó el
artista casi en soliloquio, desbocados en su imaginación membranzas y
pensamientos.

—Yo he leído—murmuró Florinda, también evocadora—una novela que
sucede aquí.

—_¿El señor de Bembibre?_

—Justamente. Es un libro muy hermoso y lastimero, ¿verdad?

—¡No hay hermosura sin lástima!—repuso el mozo, dolorido,
contemplando a su amiga con beatitud.

El tren, que hacía rato se engolfaba entre admirables lindes, lanzóse
otra vez a descubrir mieses y quebraduras, vegas y bosques, maravillas
de paisaje y de vegetación, bajo el cielo cobalto, henchido de luz.

Iba Florinda enlazando con sus propias emociones, memorias tristes de
la bella y desgraciada doña Beatriz de Ossorio, y de su prometido, don
Alvaro Yáñez, tan sin ventura y sin consuelo como la que de amarle
murió, desposada y doncella, en una hora tardía de felicidad... Huyen
las márgenes sinuosas, los castaños y los nogales vides y olivos,
plantas y viveros del Mediodía que este privilegiado rincón leonés
acoge y fecunda delante de las nieves perpetuas. Y a Florinda le parece
escuchar cómo galopa el corcel fogoso donde el señor de Bembibre
lleva en sus brazos a Beatriz, desmayada: las monjas, los abades, los
caballeros del Temple, los religiosos del Cister, la enseña de la
Cruz desplegada al viento en torres y en almenas; todas las imágenes
de pasión, de bravura y de fe que han arraigado los historiadores y
los artistas en el eremítico país del Vierzo, derramaban su romántico
perfume en la imaginación vagabunda de la viajera.

El mismo aroma legendario y bravío sacudió los nervios de Terán,
mientras la corriente de su alma fluía en tumulto, loca y triste
como la quejumbre del viento en noche de tormenta. También el mozo
sintió que en el paisaje se idealizaba toda la fortaleza augusta de
los monasterios insignes y los castillos bizarros, de las mansiones
feudales y las abadías belicosas. Erectas las alas de la fantasía, el
poeta salva puentes y fosos; discurre con peregrinos y frailes, con
reinas penitentes y obispos ermitaños; oye el clamor de las salmodias
anacoretas y de los señoríos en pugna, y asiste, en un minuto, al
reflorecimiento católico y viril de la región dominada por el báculo
monacal y las encomiendas de los Templarios...

Así, al través de una tierra tan propicia al ensueño y al amor,
aquellas dos almas fervorosas, contagiadas de lirismos y de ternuras,
cayeron en la embriaguez de idénticas evocaciones...

Resbalándose bajo la velocidad del convoy, se deslizaba el Vierzo
empapado en bellezas y memorias, fugitivo y rebelde como una ilusión;
y la vieja maragata, con el vaso en la mano todavía, contemplaba muy
confusa al compañero de viaje, después de apurar en furtivos sorbos
hasta la última gota de café. Una mezcla de admiración y de recelo
ponía en el apagado semblante de la anciana, pálida vislumbre de
curiosidad, mientras que en sus labios temblones iniciábase humilde una
frase cortés.

Y así estuvo, paciente, insinuando el ademán de volver el vasito a
manos de su dueño... El dueño y _Mariflor_, cerrando con mutua mirada,
dulce y honda, el paréntesis de sus fantasías, hablaban en el foco
de luz de las vidrieras, ajenos ya al paisaje y al mundo extendido
fuera de sus corazones. En aquel momento la conversación era trivial;
tornaron a ella con azorante prisa, codiciosos de los minutos que
faltaban para que su camino se dividiese en dos, pero sintiendo la
necesidad de poner un discreto disimulo ante sí mismos en el ardor
de aquella simpatía tan nueva y tan ansiosa: por eso las palabras
no tenían el solo significado de su acepción, y férvidas, vibrantes,
teñíanse en matices y fulgores del oculto sentimiento.

—¿Le gustan a usted las novelas?—preguntaba Terán.

—Las novelas y las historias; me gusta mucho leer.

—Yo le mandaré libros.

—¿Los que usted escribe?

—Y otros mejores... ¿Cómo los prefiere?

—De viajes y aventuras; me encanta que en los libros sucedan muchas
cosas: acciones de guerra, lances de mar, procesos...

—¿Y amoríos?

—Sí; pero que terminen en boda—dijo Florinda, y se puso encarnada.

—Desde anoche—murmuró rendido el poeta—vivo yo una hermosa aventura
«de peregrinaje y de amor...» ¿cómo terminará?

La encendida llama de los corazones calentó las mejillas de la muchacha
y los acentos del mozo. Y el quebrantado discurso, halagador y
ardiente, volvió a rodar entre el estrépito fragoroso del tren. Cuando
éste se detuvo en la estación de Torre, quedó rota de nuevo aquella
intimidad, imperativa y fuerte, que a sus mismos mantenedores causaba
confusión y asombro.

Entonces, la pobre abuela, perseverante en su actitud de cortesía, pudo
colocar las palabras y el vaso.

—Muchas gracias—pronunció quedamente, dando al fin vida y rumbo a la
frase y al movimiento que hacía un buen rato preparaba.

_Mariflor_ y su galán sintieron un poco de vergüenza al volverse hacia
la abandonada abuelita, y en prueba de sumisión y desagravio fueron a
sentarse al lado suyo.

El inflamable caballero no había sido tan celoso para amigarse con la
vieja como para conquistar a la niña. Y ahora, impaciente, lamentando
la premura del tiempo, sacudido por un alto impulso de cordialidad
hacia aquella mujer triste y anciana, hubiera deseado poseer algún don
muy valioso para tributárselo en ofrenda devota.

Pródigo y conciliador, no halla dones, ni siquiera palabras, para
abrirse el camino de aquel inválido corazón de abuela, premioso en dar
noticias de sus sensaciones.

En tal incertidumbre quédase el muchacho pensativo y mudo, con el vaso
de aluminio entre los dedos. Y se alza otra vez auxiliadora la voz
amable de Florinda, que repite como un eco del discurso anterior:

—«Abuela, este caballero ya es amigo mío: ha viajado con nosotras toda
la noche...»

El mozo sonríe y la anciana también. Por lo cual, _Mariflor_, muy
satisfecha, apoya un brazo con mimo en el hombro de la abuelita, y
continúa:

—Este señor es un poeta; hace libros... los escribe, ¿comprendes?

—Ya... ya...—susurra la anciana, y sus ojos, grises y mansos, tienen
para el hazañoso doncel un lejano fulgor de admiraciones.

—Nos va a mandar algunos—promete Florinda insinuante—, y yo te los
leeré para divertirte un poco... Este señor—sigue diciendo—anda solo
por el mundo... También su madre se le ha muerto, lo mismo que a mí;
también su padre está en América...

—Será usted de León—asegura con respeto la abuelita, que no concibe
una patria más ilustre.

—Soy montañés, señora; de Villanoble, a la orilla del mar.

Y con grande sorpresa de Florinda, la abuela se estremece y exclama:

—¡Villanoble!... Ya conozco ese pueblo; tiene un seminario muy rico,
una playa muy grande, unas casas muy hermosas... ¡Qué lejos está!

El poeta se entristece, como si al conjuro de la extraña exclamación
el evocado pueblo se alejara, remoto, inabordable. Y la niña pregunta
absorta:

—¿Pero has estado allí?

—Estuve.

—¿Cuándo, abuela?... Yo no lo sabía.

—Hace ya mucho tiempo; no habías nacido tú; un hermano de tu padre,
seminarista, adoleció en Villanoble; ya estaba yo viuda y los otros
hijos ausentes... Tuve que ir por él.

—¿Era uno que se murió del pecho?

—Ese era.

Bajo la pesadumbre de aquella historia, inclinó la anciana su frente,
pálida como la ceniza, y quedóse tan mustia, que ambos jóvenes
guardaron un silencio piadoso, hasta que la muchacha quiso justificar
aquel grave dolor, explicando:

—La abuela tuvo trece hijos y no le quedan más que dos.

—¡Pobre!—compadeció Terán, que adivinaba un mundo oscuro y sublime en
el alma silenciosa de la infeliz mujer.

Una estación, desierta y soleada, quedó tendida frente al coche;
abrióse de improviso la portezuela, y una pareja de la Guardia civil
se asomó en el vano. Irresolutos, misteriosos, los guardias cerraron
sin subir: eran los únicos viajeros que habían tratado de acompañar al
poeta y a las maragatas en todo el camino.

Se lanzó el caballero a registrar su _Guía_ con una precipitación algo
alarmante, y advirtió pesaroso:

—Faltan dos estaciones para Astorga.

Entreabierta en la consulta la escarcela del peregrino, desbordáronse
postales, cartapacios y libretines, toda la bizarra filiación moral
de una juventud errante y laboriosa. Y mientras tanto, _Mariflor_,
apretándose lagotera contra la abuelita, musitaba:

—Este amigo nos escribirá; irá a visitarnos... ¿oyes, abuela?...
¿quieres?

El amigo posó en el regazo de la anciana un montón de postales,
diciendo:

—Hágame el favor de llevarlas, señora, como un recuerdo mío.

Sorprendida por aquellos halagos, no supo ella qué responder, y sonrió,
dejándose engañar como una niña, entre frases conquistadoras y dádivas
pueriles. Parecía feliz en aquel instante; desplegaron sus manos
desmañadas las tarjetas sobre el delantal, y apareciéronse allí copias
de mil tesoros: cuadros y estofas de Toledo, tapices de El Escorial,
fuentes de La Granja, palacios salmantinos, joyas árabes y platerescas,
fragura de paisajes montañeses, delicia de jardines andaluces... un
tumulto de arte y de poderío español. A la maragata le sedujeron,
entre las admirables cartulinas, dos de origen mejicano, iluminadas
en colores, reproduciendo la avenida de Juárez y el palacio de Hernán
Cortés: alzólas en los dedos con admiración preferente, y en seguida,
azorada, vergonzosa, lamentó:

—¡Es lástima; yo no gasto esquelas!... ¡no sé escribir!

—Pero yo sé—dijo, arrulladora, _Mariflor_, deseando aceptar el
recuerdo.

—Guárdalas tú, si el señor se empeña—consintió la abuelita—; y dale
las gracias.

Con los ojos adoradores y solícitos, obedeció la moza, mientras la
vieja logró forzar la dura timidez de su palabra, para decirle al
caballero:

—Si va por Valdecruces, ya sabe que allí tiene una servidora...

—Iré, de seguro—respondió el poeta, deslumbrado por la mirada de
Florinda. En aquellos ojos, dulces y resplandecientes, fulgía la
incertidumbre con interrogación muda.

Cuando iba a despedirse de aquel hombre extraño y amigo para ella,
sentía la muchacha el vago temor de perder la felicidad y la duda de
haberla encontrado.

El mozo, por su parte, se engolfaba en la emoción de aquella hora, sin
detenerse a descifrar misterios, soñando muy de prisa, a sabiendas de
que iba a despertarse pronto.

       *       *       *       *       *

Y la pobre anciana, tras un senil desbarajuste de ideas en fuga, volvió
a oprimirse el corazón en los rígidos muros de su vida cruel.

Isócrono, maquinal, el tren corría insensible a las inquietudes de
los tres viajeros, y Florinda tuvo que ayudar a su abuela en los
preparativos de la llegada. Al través de los fardos toscos de aquel
equipaje campesino, las manos ágiles de la niña pusieron su gracia y
su finura en arpilleras y capachos, en los múltiples bultos donde la
vieja se llevaba los más vulgares utensilios del hogar fracasado en La
Coruña: cuanto no había podido venderse por usado y maltrecho.

La abuelita contaba, meticulosa y torpe:—Uno, dos, tres—tocando con
la punta del índice cada barjuleta y cada zurrón; y la moza suspiró
con fatiga, como si le abrumara el peso de aquella carga miserable,
delatora de inclemente pobreza.

Se estremecía de compasión Rogelio Terán en el atisbo de aquellos
pormenores: meditándolos estuvo sin saber si admirarse o condolerse de
la rara hermosura de la niña, sin darse cuenta de que no le prestaba
auxilio en el rudo trasiego de alforjas y envoltorios. Cuando acertó a
disculparse, ya _Mariflor_ había terminado su trajín y se colgaba a la
bandolera, sobre el pañuelo floreado y vistoso, un bolsillo elegante
que, entreabierto, exhaló delicadísimo perfume.

—Es de mi traje de señora—dijo la mocita, respondiendo a la visible
extrañeza de Terán—, de mi _equipo de paisana_—subrayó graciosa y
triste.

—Así—le replicó el poeta entusiasmado—parece que el dios ciego ha
ofrecido su carcaj simbólico a la reina de Maragatería...

Y la abuela, en un repente inesperado y brusco, manifestó augural:

—En nuestro país no se admiten reinas. Allí todas las mujeres somos
esclavas.

Volvió Florinda el rostro con angustia hacia el camino, y le pareció
que temblaba el paisaje con un doloroso estremecimiento.

Entraron en la estación de Astorga: los pregones de las clásicas
mantecadas, alguna muestra humilde del traje regional y algún indicio
de tráfico mercantil, daban al andén un poco de carácter y de vida.

En medio de este cuadro indeciso y mediocre, puso _Mariflor_, con su
belleza original y su lujoso vestido, la nota resonante: detrás de
la abuelita, que ya tenía en torno sus bártulos de arriero, saltó la
moza al andén, apoyada en la mano que le ofrecía Terán con trémula
solicitud; y a pleno sol resplandecieron tanto los colores de su traje
y las dulzuras de su rostro, que en todas las ventanillas del tren y en
todo el recinto de la estación inicióse un movimiento de curiosidad.
No tardó este asombro interrogante en romper las fronteras de la
contemplación muda, estallando en requiebros y alabanzas, del lado
del ferrocarril, al borde de estribos y vidrieras, donde la anónima
condición de «viajeros» suele dar a los hombres mucha osadía y harta
libertad.

Como un incienso de apoteosis, envolvió a la gentil maragata la nube de
piropos; y el poeta hubiera deseado coronar el homenaje con un vítor
atronador y lanzar luego por el vasto mundo los ecos de su audacia.

Pero a la vera de Florinda, triunfante y proclamada hermosa, otra
mujer vieja y triste, con igual traje, con igual destino que la joven,
se sumerge en tribulaciones y cuidados en medio de su equipaje ruín.
Y a Terán se le reproduce la visión desoladora del páramo, donde el
viajero no parece hallar término ni alivio a la dureza de la ruta,
como si por ella la vida cruzase extraviada, como si la civilización
se detuviera cobarde y perezosa delante de la tierra hostil, a cuyas
entrañas inclementes sólo manos heroicas de mujer han podido llegar, en
acecho de un fruto esquivo y tardo...

Las arrogancias de la galantería arden en lumbres de misericordia
cuando el poeta se despide de su amiga con suspiradas frases: una
campana y un silbato le devuelven al tren, ya en movimiento, mientras
_Mariflor_ sonríe con la dócil inmovilidad de un retrato alegre.

Y los ojos azules, que ya no reflejan la figura ideal de la maragata,
se tornan añorantes hacia el coche, mudo y vacío como la fábrica de un
sueño...

[Illustration]



[Illustration]



IV

¡PUEBLOS OLVIDADOS!


UNA maragata de edad indefinible, a quien la abuela llamó _Chosca_,
había conducido tres cabalgaduras hasta la misma estación. Cargóse
en una de ellas lo más voluminoso del bagaje, y aun pudo hallar la
_Chosca_ un punto de asiento y equilibrio en la cima de aquella
balumba, cuyo difícil acomodo entretuvo a la pobre caravana dos horas
largas de talle. Y aunque la abuela se encaramó también sobre los
repliegues de otro monte de fardos, todavía las menudencias de más
fuste hubieron de refugiarse en las alforjas del mulo cebadero, el
mejor de la recua, cedido por agasajo a _Mariflor_.

Todo lo miraba la moza fijamente, con una muda actitud, en que al tenaz
recuerdo de las cosas pasadas se sobreponía el propósito firme de
aprender y gustar las cosas nuevas; mujer y curiosa, joven y perspicaz
por añadidura, sintió, a despecho de sus íntimas inquietudes, una
ansiedad respetuosa y fuerte, que la empujaba hacia la tierra madre,
incógnita y callada como un secreto de lo porvenir. ¡Qué ejemplo más
hermoso para cualquier agudo observador, la bizarría y compostura,
la gravedad y ceremonia con que Florinda Salvadores se allanó, sin
melindres ni repulgos, a todas las veleidades de la suerte, y cambiando
de nombre, de traje y de sendero, montó en un mulo, por primera vez en
su vida, con tanta gentileza y señorío como si la tosca jamuga fuese
el blando cojín de un automóvil! Conformidad y audacia dieron alegre
resolución a la moza; y aun fueron parte a erguirla, serena y apacible
en el misterioso rumbo, cierto soplo sutil de fatalismo que sentía en
el alma y un deseo inconsciente de aventura que se le impacientaba en
la imaginación.

El paso por Astorga tuvo para Florinda rara solemnidad. Quiso la abuela
dar allí algunos recados, hacer algunas compras y cobranzas mediante
papelucos escondidos con minuciosas precauciones en un «cornejal»
de la faltriquera, al amparo de sayales y manteos; a todos estos
menesteres asistía la muchacha desde lo alto de sus jamugas, atisbadora
y vigilante, reflejando en sus pupilas el asombro de la vieja urbe, tan
pobre y tan triste ahora, que ni siquiera guarda los vestigios de su
glorioso ayer.

¡Cuán desolada y yerta la ciudad _Magnífica y Augusta_! ¿Quién dirá
que fué palenque y tribunal de astures, imperial colonia, centro de
vías romanas y baluarte de sus legiones, botín después del bárbaro y
del moro, joya del terrible Almanzor, pleito y disputa de castellanos
y leoneses? Ya no conserva ni las ruinas de los antiguos monumentos;
hasta aquella robusta fortaleza de sus marqueses y señores, aquel
soberbio castillo que presumía de inmortal, cayó también con los
sillares de las rotas murallas; la recia divisa de Alvar Pérez Ossorio,
que a tantas duras generaciones gritó desde el frontis nobiliario con
orgullosas letras:

    _Do mis armas se posieron_
  _movellas jamás podieron,_

vino a dar en ingrata sepultura bajo los residuos de cubos y de
almenas, de capiteles godos y lápidas latinas. ¿Qué rangos, qué
voluntades, qué hierros, piedras y raíces no moverá en el mundo el
ímpetu de los siglos empujando la rueda de la fortuna?

Así, esta tierra misteriosa, de cuyos primitivos moradores sólo se
sabe el apellido—_amacos_—, o «excelentes guerreros»; este pueblo
viril que grabó en su escudo, como símbolo heroico, una rama de
poderosa encina; este solar privilegiado por cónsules, santos y reyes,
guarnecido de altivas torres y ferradas puertas, ahora vive en el
silencio de las mortales pesadumbres, ahora padece el abandono de los
históricos infortunios. Y, como un fallo de singular predestinación,
acude sobre Astorga el recuerdo de aquellas pretéritas edades, en que
la capital de la región y sus alfoces se llamaron «Asturias»: _¡Pueblos
olvidados!_

Una ráfaga de tales penas y de tales memorias aguzó en la fantasía
de _Mariflor_ el ansia ardiente de evocar imágenes y perseguirlas
al través de las silenciosas rúas, sobre el empedrado hostil, entre
el caserío de adobes, simétrico y vulgar. Pero todos los recuerdos
heroicos, todas las evocaciones bizarras, huyen ante el semblante
lastimoso de la Augusta y Magnífica, Muy Noble, Leal y Benemérita,
que, parda, muda, triste y pobre, languidece de añoranzas y pesares
a la sombra de su ilustre catedral, sobre las pálidas favilas de
la historia. Y cuando a fuerza de imaginación y voluntad quiso la
viajera reconstruir en su mente hechos y figuras familiares a la
patria nativa, ya la visión de Astorga, yerma y desamparada, se había
extinguido en el término raso y adusto del horizonte.

Como fuesen grandes la calma y el regateo con que las compañeras de
Florinda ajustaron sus compras en la plaza _de los cachos_ y en los
soportales de la Plaza Mayor, y no menos prolijos los demás negocios
que la abuela trataba, llegó la media tarde cuando las tres amazonas
salieron por el arrabal de Rectivía para seguir la carretera en busca
de su pueblo.

De la calmosa estada en la ciudad llevóse _Mariflor_, campo adelante,
el recuerdo de los dos maragatos que en el reloj del Concejo cuentan
con sendos martillos las mustias horas de aquella vida gris; la pareja
simbólica y paciente se hizo un lugar en la memoria de la niña, sobre
la impresión de aquel grave edificio, fuerte reliquia de la pasada
opulencia asturicense. Había preguntado la muchacha por un jardín ameno
que, según sus noticias, era lugar de fiestas estivales y de otros
alicientes para la juventud; aunque la abuela señaló «hacia allí»,
sólo pudo Florinda columbrar una mancha verde y risueña, tendida en
la mayor altura de la muralla, sobre el mismo solar que siglos antes
ocupó la Sinagoga, cuando una rica aljama se aposentó en el arrabal de
San Andrés. El perfil airoso de la Catedral y la nobleza de algunas
portadas parroquiales, impresionaron también a la curiosa. Y el
bosquejo heráldico de unos lobos, unas bandas de azur, el león rampante
de gules, coronado de oro, la monteladura de plata, cimeras, escudetes,
lemas y coronas, rezagos de insigne alcurnia sorprendidos al azar en
unos pocos edificios, alumbraron en la mente de Florinda, con pálido
reguero de luz, la nómina confusa y lejana de Ossorios y Escobares,
Turienzos y Pimenteles, Benavides y Juncos, Gagos, Hormazas, Rojas,
Pernías, Manriques... El íntimo vigor de estos recuerdos rehogaba con
orgullosa lumbre las fantasías de la joven, cuando sus ojos se posaron
en el abierto muro, indemne a las cóleras de Witiza y Almanzor...

Acostumbrada Florinda a escuchar de su padre los frecuentes relatos
de sus aventuras infantiles por los arrabales de la capital, casi a
tientas hallaría rumbo en el camino astorgano que cruzaba por primera
vez.

Allí a la izquierda, dejando atrás el rasgado cinturón de las
fortificaciones, brota la viejísima Fuente Encalada, de tan henchido
seno, que ni en su estiaje paró nunca de cantar con su rumor sonoro las
penas y las glorias del país.

Cunde el manantial en aquel punto desde los tiempos fabulosos, y le
alberga un edificio notable, con armas, inscripciones y perfiles
de varios siglos y grande pulcritud. Con abundancia sempiterna ha
prodigado la Fuente sus fidelísimos dones, lo mismo a los _aureros_
imperiales que a los devotos del _Camino francés_ y a los trajineros
maragatos... Vive apenas la memoria de los primeros poseídos por «la
maldita sed de oro», que, bárbaros de codicia y de furor, vinieron
de todos los confines de la tierra a enriquecerse en nuestras minas
peninsulares: pasaron por aquí los explotadores de las _médulas_
famosas, y también los cruzados, que en el siglo IX abrieron desde
Francia una difícil ruta para ofrecer homenaje en Compostela al
cuerpo del Apóstol; se han borrado «la vía de la plata» y la de «los
peregrinos» bajo la anchura de una carretera española del siglo
XVIII, en la cual la arriería se extingue impotente contra el raudo
ferrocarril; pasaron y cayeron centurias y generaciones, cetros y
coronas, y al través de las vidas caducas y de las cosas perecederas,
esta fontana dió su latido fecundo y su perenne caricia a todos los
sedientos del camino...

_Mariflor_ tuvo sed al pasar por aquí. Despertóse en ella el recuerdo
de los años que la fuente contó, rezadora y humilde en la mansa
llanura de los «pueblos olvidados», y quiso gustar del agua fiel;
bebió ansiosa, obsesionada por la inconsciente ilusión de saciarse en
frescuras y deleites de eternidad.

Al seguir el camino, en tanto que las otras maragatas parecían
insensibles al paisaje y a las emociones, descubrió la moza a la
derecha del manantial cierto prado muelle y jugoso hundido en el
terreno; debía ser el lugar llamado _Era-Gudina_, donde el feudo del
Marqués tuvo un estanque, una barca, una isleta y un bosque.

A leyenda le supo a _Mariflor_ el supuesto de que allí existiesen
jamás esquife, lago y fronda; pero consultada la abuelita acerca de
tales dudas, dijo con mucha fe que «en tiempo de los moros» aquel
paraje se nombró _La Corona_, y era una hermosura de aguas corrientes,
barquichuelos, árboles y flores...

Cuando se borraron a extramuros de Astorga aquellas tenues sonrisas de
la vegetación, extendióse la carretera sobre la llanura sin accidentes
ni perfiles, en un horizonte a cuyo fin remoto se cerraban entre nubes
las sierras de la Cepeda y los puertos bravos de Manzanal, Foncebadón y
el Teleno. Si a la vera de un puebluco estancado algún castro ondulaba,
todo su vestido consistía en bajos matorrales y encinas bordes.

En este cuadro ascético se dibujó el relieve de las tres amazonas,
largo rato, por la amplia carretera, y cuando ya tomaron otro rumbo al
través de una calzada empedernida, la feniciente luz ablandó la dureza
del paisaje, convirtiendo la línea fuerte y sobria en mancha rubia y
dulce, en la cual se alejaron los senderos con misteriosa estela.

Quedó entonces piadosamente velada la aridez del camino, que al
aventurarse tierra adentro en ingratos recodos, hubiese mostrado a
Florinda más de cerca su desolación; la santa beatitud del anochecer
quiso desceñir su velo romántico sobre la tristeza del erial: una
muselina blanca y rota se arrastraba por el campo en jirones de niebla,
y la serenidad del cielo, pálidamente azul, parecía remansar en la
llanura con infinita mansedumbre.

_Mariflor_, cansada y soñolienta, aturdida por las emociones y los
sentimientos, se dejó mecer, se dejó llevar entre aquellos cendales de
sombras y de membranzas. El balanceo rítmico de la cabalgadura, algo
semejante al de una embarcación en mar serena, y la plenitud del llano,
sin orillas visibles, nubloso, insondable como un abismo, pusieron a la
amazona en punto de soñar que iba embarcada hacia un quimérico país.
Aquel vaivén de cuna, aquella ilusión de barco aventurero, tenían,
para mayor halago, un cantar peregrino en el eco de dulcísimas frases
lisonjeras que la moza guardaba en su corazón; de tan cordial tesoro
iba ella urdiendo con diligente prisa futuros lances de amor y de
felicidad, solemnes acontecimientos de bodas y placeres que parecían
tener realización positiva y dichosa en la ardiente vida de una
estrella, según lo que la niña se extasiaba, rostro al cielo, absorta y
palpitante.

Desde el divino espacio cayó de pronto a tierra la evagación de
Florinda, porque una voz había dicho:

—Ya llegamos...

Entre el encaje de las sombras, cada vez más espeso, se agazapaban,
abocetados, desvaídos, barruntos de una aldea muy pobre, a juzgar por
los umbrales. Y a _Mariflor_ le acometió de súbito una triste cobardía,
en la cual se mezclaban las inquietudes con inexplicable acidez;
aquella zambullida brusca en otro pueblo, en otra casa, entre personas
desconocidas, rompiendo definitivamente todos los vínculos de su vida
anterior, daba frío y espanto a la muchacha; en un instante recordó
con lucidez lastimosa la dicha que perdió al otro lado de la llanura
maragata, y sintióse tan pequeña, tan incapaz y débil ante el enigma
de su nuevo camino, que anheló no llegar a Valdecruces y quedarse
para siempre mecida en aquel mar firme y silencioso, de tierras y de
sombras.

Los dulcísimos ojos registraron el cielo con una mirada de angustia,
pero ausente la luna veladora, esquivas las estrellas y pálido el
celaje, el amplio dosel de la noche se mostró cerrado a la muda
plegaria de la moza; hasta la estrellita ardiente donde ella prendió
un momento antes la hoguera de sus ensueños, se había escondido,
casquivana, detrás de un banco de nubes.

Y estaba allí el pueblo maragato, inmoble y yacente en la penumbra,
como un difunto; y ya la recua se detenía delante de una sombra más
alongada y grave que las del contorno.

Sonó el chirrido de una puerta, y dos mujeres avanzaron en un foco
macilento de luz. Descabalgó Florinda, trémula y cobarde; sintióse
agasajada por unos besos húmedos y fuertes, por unos brazos recios y
acogedores. Ofrecían a la forastera este recibimiento cordial, Ramona,
nuera y sobrina de la anciana, y Olaya, hija de aquélla, que con sus
cuatro hermanos más pequeños constituyen hogar y familia cerca de la
tía Dolores, protectora también de su nietecilla _Mariflor_.

Ya estaban reposando los niños, Marinela, Pedro, Carmen y Tomás; y
mientras Olaya hacía los honores a su prima con más cariño que garbo,
Ramona y las otras dos viajeras se afanaban en descargar el equipaje.
Fué la tarea tan minuciosa, que ya la noche había crecido mucho cuando
logró acostarse _Mariflor_, rendida y enervada.

A la luz vacilante del candil pudo la muchacha aprender que era su
dormitorio el mejor de la casa, «el cuarto de respeto», donde solían
posar los principales huéspedes; y al culminarse en el lecho altísimo
y pomposo, oyó la voz humilde con que su prima la deseó buena noche,
dejando la habitación oscura y cerrada, y advirtiendo:

—Madre y yo dormimos dambas aquí cerca; no pases cuidado.

Poco después sintió la muchacha crujir la corvadura de las vigas muy
próximas a su cabeza; andaban pesadamente encima del aposento, hablando
en voces cautelosas. Por debajo de aquel ruido perseguía a _Mariflor_
entre penumbras de sueño y vislumbres de realidad, la expresión vaga y
triste de un rostro ojizarco, que tan pronto era el de Terán como el
de Olalla. De aquel semblante amigo no quedaron, al fin, más que los
ojos delante de la moza; brillaban azules como las flores del aciano,
como los ojos celtas de la maragata rubia, como los ojos pensativos del
novelista viajero; una clara niebla, que fué espesándose, oscurecíalos
poco a poco... ¿Era un velo de lágrimas?... ¿El cristal de unos
lentes?... _Mariflor_ se había dormido.

       *       *       *       *       *

Después de un sueño largo y juvenil, Florinda despierta y escucha:
escucha la soledad y el silencio, porque todo a su alrededor parece
abandonado y mudo.

¿Qué hora será? Entra un rayo de sol por la ventanuca, tan alta y
pequeña como la de un camarote; por allí se descubre un pedacito de
cielo cuajado de luz. En la casa, grande y misteriosa, nadie pisa,
nadie levanta la voz, ningún ruido se advierte, y fuera, en aquel
espacio luminoso, abierto quizás al campo, a la calle o al corral, es
la vida un secreto, sin duda, porque ni vuela un ave, ni canta un río,
ni gime una carreta; los rumores aldeanos que Florinda conoce de otros
pueblos, parecen extinguidos aquí. ¿Se habrá quedado ella sola en el
mundo con el sol?

Pasea por el cuarto los bellos ojos dormilones, un poco ensombrecidos
de vaga pesadumbre: mira su equipaje desparramado en confusión de
cajas y de ropas, y encima del baúl, cruzado todavía de cordeles,
sus arreos de maragata, desceñidos la víspera con laxitud de sueño
y de cansancio. Se asoman los zapatos por debajo de la colcha, muy
escandaloso el escote y algo arrugada la plantilla: parecen asustados,
uno delante de otro, como si quisieran echar a correr; el bolsillo
señoril, colgado del boliche de la cama, con la boca abierta, tiene un
aire de expectación y de asombro, y la filigrana de corales, tendida
al borde de un marco a la cabecera del lecho, corona la figura de
una Virgen ancestral, bajo cuya traza primitiva dice, en letras muy
grandes: _Nuestra Señora la Blanca_. Al volver los ojos hacia ella,
hace Florinda maquinalmente la señal de la cruz. Luego prosigue su
viaje curioso en torno al aposento: es reducido y bajo, con paredes
combas, lamidas de cal, desnudo el tosco viguetaje del techo y pintado
de amarillo, como la puerta y la ventana. Entre un recio arcón de
interesante moldura y un mueble arcaico de alta cajonería, descuella el
lecho, amplio y elevadísimo, duro de entrañas y abrumado de cobertores:
luce colcha tejida a mano, floqueada, con muchos sobrepuestos, un poco
macilenta de blancura, quizá por haber estado largo tiempo en desuso.
Dos sillitas humildes parece que se agachan bajo la pesadumbre de los
equipajes, y algunos clavos suben perdidos por las paredes, sosteniendo
con negligencia varias cosas inútiles: un refajo roto, un cencerro
mudo, una rosa mustia de papel... Ya no hay más utensilios ni más
adornos en el nuevo camarín de _Mariflor_.

Ella busca, solícita, un espejo, un lavabo, una alfombra, cualquiera
blanda señal de compostura y deleite, y como nada encuentra parecido
a lo que necesita, vuelve la atención a los recuerdos de su llegada,
confusos entre las emociones del viaje y la sorpresa de este peregrino
amanecer.

Al cabo, como persiste en torno suyo un silencio de inmensidad, y el
sol penetra al aposento por el angosto ventanillo, semejante a la
lucera de un camarote, piensa la infeliz, acunada todavía en su memoria
por el balanceo del mulo y las ilusiones de su navegación por la
llanura, que su bajel ha encallado en una costa salvaje, en una playa
desierta... Pero no: la mar gime, reza, escupe, solloza; tiene lágrimas
y voces y suspiros; es pasión y hermosura, es inquietud y poder, es
dolor y gozo. Y aquí, ¡ni un acento, ni una palpitación, ni un indicio
de que la vida cunda y vibre como en las olas varias de la mar!...

Cuando empieza la niña a sentir ciertas ansiedades muy parecidas al
miedo, un rumor oscuro, entre queja y gruñido, se percibe en la quietud
silenciosa de la casa.

—¡Abuela!—grita _Mariflor_ con espanto.

Nadie la responde.

—¡Abuela!—repite, loca de terror. Y luego, despavorida, prorrumpe:

—¡Olalla!

Al punto, cautamente, se entreabre la maciza puerta y asoma el rostro,
asombrado y grave, de Olalla Salvadores.

Ante el resplandor bondadoso de aquellos ojos claros, Florinda se
encalma, sonríe y confiesa:

—Tuve miedo; creí que estaba sola en Valdecruces, y después oí una
especie de quejido como una voz del otro mundo.

—El gato, que miagó—dice la moza, admirada de los temores de su
prima. Y penetrando en el aposento, le ofrece el desayuno y le
pregunta, con mucha cortesía, cómo ha pasado la noche.

—Demasiado bien; de un tirón—responde la dormilona, escandalizándose
al saber que son las nueve, que su abuela y su tía andan ya de trajín
fuera de casa, y que los niños se fueron a la escuela muy temprano.

Mientras se viste _Mariflor_, explica Olalla que la escuela está a tres
kilómetros, en Piedralbina, y también el médico y el boticario. Los
rapaces llevan la comida en una fardela, y no vuelven hasta las seis.

—¿Y en el invierno?—interroga Florinda.

Lo mismo: salen de noche y tornan de noche; algunas veces, Tomasín, no
va.

—¿Cuántos años tiene?

—Cinco; pero está mayo y robusto.

—¡Pobre!, ¡dará lástima verle por esas llanadas!

—Más se fatiga Marinela.

—Sí; ya sé que está un poco débil. ¿Cómo la dejáis ir?

—Aquí se aborrece, se pone triste, llora... Y como tanto gusta de
bordar y hacer labores finas, y la maestra la quiere mucho, madre
consiente.

—Y el médico, ¿qué dice?

Olalla se encoge de hombros.

—Dice—murmura—que son males de la edad. Pero para mí la pobre está
entrepechada.

—¿Cómo?

—Picada de la tisis, igual que mi padre, igual que tantos de la
familia...

—¡Calla, mujer!

A medio ceñir el pesado manteo en torno a la cintura, _Mariflor_ finge
que busca alguna cosa, se mira las manos lentamente, con mucho interés,
y al fin balbuce en imprevisto ruego:

—¡Quisiera lavarme!

Olalla, que tiene fija la mirada en una siniestra meditación, se turba,
enrojece, y luego de reflexionar, afirma:

—Te traeré ahora mismo un cacho con agua.

—No, yo voy por él; enséñame dónde hallaré lo que necesite.

Porfían azoradas al lado de la puerta con empeño un poco artificioso,
y ya traspasado el umbral, repara Florinda en su media desnudez, y
pregunta:

—¿Estamos solas?

—Solas; yo anduve a modín para no despertarte.

Desaparece Olalla pisando quedo, como si todavía alguien durmiese;
y la forastera, abocada al corredor, cruza los brazos desnudos para
abrigarse contra un frío sutil que desde la oscuridad la acosa. De
pronto, allí a sus pies, en la masa de sombra y de silencio, el gruñido
y la queja que antes alarmaron a la niña, se juntan y emergen en una
voz que parece humana, que se desgañe y evoca, igual que la de una
criatura.

Florinda retrocede, presa otra vez de irreflexivo espanto, y para
distraer sus complejas inquietudes, remueve el equipaje, trastea y
alborota, hasta que vuelve su prima trayendo agua en un lebrillo y
colgando en el hombro una toalla de áspera urdimbre, dorada por los
años, olorosa a romero.

Perpleja _Mariflor_ ante aquel rudimentario servicio, aplaza el
lavatorio y pide ayuda para abrir el baúl; pero Olalla no necesita más
que de sus recios brazos para darle vueltas y dejarle desligado y útil,
con la tapa cómodamente sostenida en la pared. Inclínanse las dos mozas
sobre las túmidas entrañas del cofre, y la viajera desliza su mano en
el fondo, revuelve, palpa atinadora y sonríe levantando en el puño una
cosa menuda y suave que acerca a la nariz de Olalla.

—¿Huele bien?—pregunta.

—¡Ah, jabón!... Yo también tuve una pastilla...

A juzgar por la expresión lejana de los ojos azules, se pierden en
un pasado remoto el aroma y la suavidad de la pastilla que tuvo la
maragata.

—Ve sacándolo todo—dice la prima con gracia más ligera y alegre—;
después que yo me lave lo arreglaremos juntas y te daré algunos
regalitos para ti y para los nenes.

En tanto que Florinda se chapuza con fruición, Olalla va cogiendo
las prendas del baúl y colocándolas encima del lecho, tibio todavía
y desdoblado. Se mueve la joven con mucha calma y trata con esmero
aquellas cosas sutiles de la forastera, pero no se detiene a
contemplarlas con excesiva curiosidad.

Casi todo el lujo del pequeño equipaje consiste en ropa interior;
camisas y pantalones con lazos, sin estrenar, con papeles de colores
que crujen, sedosos, bajo los encajes, como en los equipos de las
novias burguesas: medias caladas, pañolitos bordados y menudos, enaguas
finas, dos peinadores de manga corta, dos blusas áureas, elegantes, y
un solo vestido de luto, modesto, falda y cuerpo ajustado, sin adornos.
Algunos estuches con bagatelas casi infantiles, algunas cajas con
enseres de costura, libros, retratos, envoltorios frágiles y una bolsa
blanca, con puntillas, de cuya boca abierta acaba de salir el perfumado
jabón.

—Aquí lo tienes todo—dice Olalla, mientras Florinda duda cómo acabará
de vestirse, temiendo estropear el lujoso pañuelo de su traje de fiesta.

Tras una breve indecisión, que le es habitual, ofrece la prima buscarle
otro; sirve para diario y ella no le usa. Pero debe ser muy difícil
hallarle, porque cuando vuelve con él, ya _Mariflor_ se ha peinado y ha
puesto en orden el dormitorio.

—Hay uno de cerras, pero no le encuentro—dice Olalla, desplegando un
pañuelo pajizo, de muselina, con orla estampada en vivos colores.

—Es precioso; ¿por qué no le pones tú?

—Entre semana, está bueno éste—sonríe la moza, señalando el suyo de
percal, también con florida guirnalda—. Y en la cabeza, ¿no llevas
uno?—interroga.

—¡Ah, no le quiero... no me gusta!—responde Florinda con tales bríos,
que se avergüenza al punto, y disimula su turbación poniendo en las
manos de Olalla unos envoltorios, a medida que dice:

—Para Pedro un libro, para Marinela un costurero, para Carmen una
muñeca y para Tomasín un trompo...

Busca algo en el bolsillo colgado de la cama, y con cierta emoción,
concluye:

—Para ti mi reloj; toma.

Sentóse la favorecida ofreciendo lugar en el regazo a los paquetes,
y puso en la palma de su mano morena el relojito de oro y acero,
chiquitín, lustroso y palpitante; le acercó al oído, rió con expresión
de niña, dulcificando la gravedad un poco triste de su semblante, y por
todo comentario dijo:

—¡Tan pequeño y anda!

Después miró a su prima suavemente, lamentando:

—¡Te vas a quedar sin él!

—Tengo el de mamá, ¿sabes?... Está parado, pero me sirve de recuerdo.

—¿Se ha roto?

—No; mi padre quiso tenerle en la hora que ella murió: las tres de la
tarde.

—¡La hora del Señor!—balbuce Olalla estremecida—. Y con el respeto y
la ternura que en Maragatería se consagra a los muertos, bendice al uso
del país la memoria evocada, pronunciando ferviente:

—¡Biendichosa!

Una ráfaga de tristeza suspende el íntimo coloquio y flota en la
humedad de las pupilas, que se inclinan al suelo apesaradas; la muñeca
de Carmen, rompiendo el papel que la envuelve, muestra un brazo rígido,
vestido de rojo, en trágica actitud; en la rústica mano de Olalla
Salvadores, el pulido reloj suena indiferente: _tic-tac_, _tic-tac_...

Y aquel hálito sonoro y maquinal, aquel firme latido de un industrioso
corazón de acero, lleva extrañamente a las dos muchachas a escuchar el
pulso acelerado de los propios corazones, buenos y juveniles, regados
por una misma sangre generosa.

Alzase Olalla con ímpetu raro en su naturaleza esquiva y grave, y
las dos mozas se miran en los ojos; los de Florinda, profundos,
inquietantes, de color de miel y de café tostado, en vano provocan una
confidencia trascendente con las aguas serenas y tristes de los ojos
azules; pero el impulso cordial prevalece por debajo del vuelo de las
almas y un pacto de amor se firma con el estallido de un largo beso.

[Illustration]



[Illustration]



V

VALDECRUCES


ALENTADA _Mariflor_ después de tan gentil alianza, se despierta con
alegres ánimos a las realidades de la vida y quiere verlo todo,
registrar su nuevo albergue, asomarse a Valdecruces.

Aunque pone el pie con alguna medrosa inseguridad en el corredor
oscuro, camina sonriente, como jugando «a la gallina ciega», palpando
la pared con una mano y asiéndose con la otra al vestido de su prima.

—Avísame; no veo nada—murmura—. ¿Hay que bajar?... ¿Hay que
subir?... ¡Avísame!

—Hasta que te acostumbres. Yo atino por todos los rincones a cierra
ojos... Ahora sube un pasal... otro... sigue subiendo... ¡ya se ve luz!

La rendija de una puerta proyectó en los altos escalones una raya de
tenue claridad; chirrió una llave, gimieron unas bisagras y hallóse
Florinda a pleno sol, deslumbrada por el torrente de resplandores
esparcidos en la salita con anchura, mediante los dos amplios huecos de
la solana.

—¡Qué alegre, qué alegre!—gritó la forastera con encanto—. ¿Y qué se
ve por aquí?—añadió lanzándose curiosa al colgadizo.

De pronto no vió nada. La luz cruda y fuerte esfumaba el paisaje como
una niebla. Después, dando sombra a los ojos con las dos manos, vió
surgir débilmente el diseño barroso del humilde caserío, techado con
haces secas de paja amortecida, confundiéndose con la tierra en un
mismo color, agachándose como si el peso de la macilenta cobertura
le hiciese caer de hinojos a pedir gracia o misericordia. En aquella
actitud de sumisión y pesadumbre, las casucas agobiadas, reverentes,
exhalaban un humo blanco y fino que parecía el incienso de sus votos y
oraciones.

_Mariflor_, admirada por la novedad de aquel espectáculo, imaginado
muchas veces al través de referencias y lecturas, exclamó conmovida:

—¡Valdecruces!... ¡Parece un Nacimiento! Y la iglesia ¿dónde
está?—preguntó.

—Allende. ¿Ves esta hila de casas? Pues en acabando la ringuilinera,
¿ves un chipitel con una cruz?... Eiquí.

—¿Aquéllo?—lamentó la exploradora con desilusión.

—La techumbre es de teja—ponderó Olalla—y por dentro nuestra
parroquia es mejor que la de Piedralbina, es tan buena como la de
Valdespino; hay un Resucitado muy precioso y la Virgen tiene la cara de
marfil.

—Pero la torre se va a caer, es monstruosa; un montón informe y la
cruz ladeada, ¡qué cosa más singular!

—¡Si lo que tú dices—protestó Olalla riendo—es el nido de la cigüeña!

—¡Ah, el nido!... Un nido enorme, ¿verdad?... Un nido tremendo...
¡Qué ganas tenía de verle!... Mi padre no me había dicho que le
tuvierais aquí.

—Yera de Lagobia, pero el año de la truena se les cayó la torre, y
cuando los pájaros volvieron portaron el nido a Valdecruces.

—¿Ellos?... ¿Ellos solos?

—Solicos empezaron, pero la gente les dió ayuda. De primeras el nido
no era tan grande, nada más lo justo para gurar la pájara; después,
cada año atropan dello y ya tanto pesa que hubo de caerse.

—¿Entonces?...

—El señor cura, el tío _Chosco_ y el tío Rosendín le apuntalaron.

—¡Ah, qué bien! Y ahora ¿hay crías?

—Todavía no está gurona la cigüeña: saca los hijuelos allá para el mes
de junio... ¡Mira, mira el macho!

Un ave zancuda y blanca, con las puntas de las alas negras, largo el
cuello, las patas y el pico rojos, pasó crotorante y magnífica, con
alado rumbo hacia la torre.

—¡Qué mansa! ¿Ves? Casi tocó el alar—dijo Olalla, devota.

Y _Mariflor_ quedóse atenta y muda ante el ave sagrada para los
labradores de Castilla, el ave tutelar de los sembrados, la reina de
los aires campesinos en la madre llanura de la patria.

—Iré a visitar el nido regio—murmuró ferviente—. Luego lanzó la
vista al horizonte inflamado de luz, llano y calmoso, semejante a una
extensa bahía que se adormeciese inmóvil y sin respiración en el estío.

Olalla advirtió:

—Embajo está el huerto.

—¿Hay flores?

—De agavanzo y de tomillana, y dos rosales nuevos con ruchos.

—¿Bajamos?

—¿No quieres ver primero el palomar?

—Sí, sí; ya lo creo.

Ocupaba el carasol la fachada entera del edificio: tenía el suelo
jiboso y crujiente, como todo el piso alto de la casa, trémulo
el carcomido barandaje y cobijadores los aleros, donde anidaban
golondrinas; algunas prendas lacias de ropa pendían a lo largo de él,
y decoraban sus agrietados muros sendos manojos de hierbas medicinales
puestas a secar y «espigos» de legumbres envueltos, con mucha cautela,
para que la simiente en sazón quedase recogida.

Todos estos detalles sorprendieron los ojos inquiridores que, después,
se posaron con cierta ansiedad en la saluca.

La cual era espaciosa, baja de techo, con rudo viguetaje pintado de
amarillo, igual que el camarín de _Mariflor_; las paredes, de anémica
palidez, se hundían en muchos sitios, entre mal blanquete y hondas
arrugas, como la faz de viejas presuntuosas en las ciudades festivas.
Un sofá de anea con almohadones de satén, floreados y henchidos,
se extendía en el testero principal, y, encima, elevado y turbio,
inclinábase un espejito, con el alinde picado y el marco negro, en
reverencia inútil ante una visita que jamás llegaba; alrededor de
aquella luna triste y a lo largo de las otras paredes, sendos cromos
con patética historia memoraban la vida de una santa mártir, moza
y gentil; fotografías pálidas, casi incognoscibles, prisioneras en
listones de un dorado remoto, ceñidas por cristales heridos, trepaban
en desordenada ascensión, en una verdadera república de colgajos,
desde las decoraciones viejas de almanaques y el ramo seco de laurel,
hasta las pieles corderinas abiertas en cruz, a medio curtir. Entre
las sillas, muy numerosas, juntas y apretadas en hilera como aguerrida
hueste, delataban, algunas, otros tiempos de más prosperidad para la
familia Salvadores: aquellas de _reps_ y de caoba con el pelote del
asiento mal contenido por desmañadas costuras, con la color verde
convertida en marchitez dorada, como el follaje de otoño; aquellos
dos sillones de gutapercha, despellejados y hundidos, con respaldares
profundos y solícitos brazos; la clásica consola y el amigable velador,
cuentan las abundancias de unos desposorios en que la abuela y su primo
Juan unieron con sus manos las más pudientes fortunas de Valdecruces,
en gran porción de «arrotos» y centenales, «cortinas» y recuas...

En estas reflexiones se para _Mariflor_, que por su aguda sensibilidad
tiene el privilegio exquisito y amargo de evocar y sufrir el fuyente
roce de las cosas, prestándoles la ternura de su propio sentimiento.

Inconsciente de este raro don, que preside las existencias escogidas
con la facultad doble de gozar y padecer en grado sumo, la muchacha
reconstruye en un momento la dura cuesta de dolores por la cual los
años, los hijos y la miseria torva del país, han derrumbado casa y
heredad en torno de la abuela envejecida. Y una lástima aguda empaña
aquellos ojos, aún sonrientes a la orgía de luz cuajada en el páramo.

—La vida de Santa Genoveva, ¿la sabes?—dice Olalla con beatitud,
señalando los historiados cromos que circundan las paredes—. Y viendo
que la prima no da señales de conocer el ejemplar relato, apunta sobre
una imagen de pergeño bravío, y añade con edificadora gracia:

—Este era el traidor Golo... Aquí—indica en otro cuadro—está la
cierva que criaba en el desierto al niño...

El dedo bronceado va posándose en cada cristal empañecido y roto, y se
detiene a lo largo de una incisión más hundida y más negra, mientras la
voz enunciadora prorrumpe:

—Están los vidrios llenos de sedaduras... ¡Los rapaces acaban con todo!

—Vamos, vamos a ver las palomas—pide Florinda con impaciente
actitud—. Pero Olalla la detiene sin prisa ninguna:

—¡Ah, fíjate! Estas flores las hizo Marinela...

Las dos primas, altos los ojos y entreabiertos los labios, contemplan
con aire estúpido una malla colgante del techo, labrada a punto de
aguja y teñida de bermellón, toda ornada de trapos vistosos que la
maestra de Piedralbina ha bautizado con el remoquete ideal de «flores».

—Muy bien—murmura la forastera, sonriendo generosamente.

Todavía, antes de salir, Olalla abre una puerta primero y otra después,
frente al carasol, para mostrar a su prima dos habitaciones pequeñas,
llenas de trastos, sin ventanas ni lechos.

—Mira qué atropos—alude señalando los fardeles, seras y alforjas, en
abandonada confusión—. ¡Todo quedó sin arreglar anoche!

Y a Florinda le parece descubrir en aquellas palabras un aire brusco,
de tedio y de cansancio.

—Ahora seremos dos a trajinar en casa—responde afable.

—¿En casa...? Yo aquí no subo nunca; tengo otras cosas que hacer.

—Pero no sales al campo—dice _Mariflor_ inquieta, a pesar del
convencimiento que tiene en lo que afirma.

—¿No es campo el caz de agua donde se lava la ropa, y el huerto de las
legumbres, y la cortina de los panes de trigo...?

Olalla enumera los diferentes campos de sus labores con cierto calor
impropio de su palabra cantarina y premiosa, pero sin asomo de reproche
o lamento, y aun con vaga sonrisa de orgullo y fortaleza.

—Hay que coser; hay que guisar—sigue diciendo enfática, engreída en
los altos deberes de su destino.

—¿Y la _Chosca_?—pregunta _Mariflor_ con desolado acento—,¿Qué hace,
entonces?

—Servir a las caballerías, mujer, y a los bueyes; andar a las aradas
con las obreras y con mi madre; atropar la leña de más fuste...

—¿También tu madre...?

—Agora sí—responde Olalla con imperceptible amargura.

Se han quedado las dos mozas en la última de las habitaciones, frente
al vano del colgadizo, que extiende en la salita un esplendoroso tapiz
de sol. Con el aire tibio, levemente impregnado en aromas de huertos,
humo de hogares y vahos de pesebres, entra el hondo silencio de la
aldea hasta el rincón donde Olalla y Florinda enmudecen de pronto,
atónitas y mustias, entre mochilas y zurrones, enjalmas y capachos...

Así las sorprende una cadencia ronca y triste, repetida a lento compás
como un latido que sonara a pena.

—Son las palomas que arrullan—dice Olalla, levantando los ojos.

—Llévame donde estén—repite Florinda, hablando quedo, como si temiese
turbar con sus palabras el arrullo.

La toma su prima por la mano, y en saliendo al corredor cierra la
puerta de modo que la más profunda oscuridad envuelve los pasos de las
dos maragatas. Hácense otra vez torpes los de Florinda.

—¿Por qué cierras?—murmura—. No tenemos ni una chispa de luz.

—Es que el gato entra al carasol y escarrama las simientes.

Como si quisiera protestar del mal propósito que la joven le atribuye,
el animal guaya en la sombra, lastimero y humilde.

—¡Micho...! ¡Micho—ordena Olalla varias veces, espantándole.

Palpando de nuevo en las tinieblas, dan las niñas en unos gemidores
peldaños, muy hostiles y maltrechos y llegan al desván, oscuro y
ruinoso, lleno de bálago resbaladizo. Una pared de madera y una
puertecilla, resquebrajadas, transfloran dorado resplandor, dividiendo
en dos mitades el local: allí, al otro lado de la medianería, donde
irradia la luz, suena el arrullo.

Con suave remezón del maderaje, abre Olalla la palomera, y de pronto
Florinda no ve más que la luz, igual que le sucedió poco antes en el
colgadizo. Recorta el alto ventanal un pedazo de cielo que se convierte
en un chorro de sol dentro del libre refugio de las palomas: blandos
nidales, al arrimo de los adobes, cobijan a las hembras en gestación
y a los polluelos temblorosos; y desde cada nido ocupado, entre
esponjadas plumas, se vuelven los ojitos de las aves a mirar con recelo
en torno suyo.

—¡Qué preciosas!... ¡Cuántas!... ¡Y no huyen!—exclama con embeleso
_Mariflor_.

—Son medrosicas, pero no se asedan—dice Olalla, prodigando, graciosa,
una caricia a cada nidal—. Y como su prima quiere ver los pichones
en la mano, toma dos chiquitines bajo las alas de la madre y se los
ofrece. Ella los acoge en el delantal, por temor a que se lastimen
entre los dedos, y también porque la retrae de tocarlos un escrúpulo
repentino.

—En guarrapas son feucos—pronuncia Olalla sonriente; y antes de
volverlos junto a la azorada paloma, los besa y los guarda entre las
dos manos un instante, encima de su corazón, con dulce gesto maternal.
Del regazo de una hembra febril, levanta después un huevecillo cálido y
terso, y se lo acerca a _Mariflor_, anunciando ponderativa:

—¡Ponen dos todos los meses!

—Tendréis un bando muy numeroso.

—¡Quiá, mujer! Se mueren muchas en la invernada, con el frío y la
nieve, y los pichones más llocidos los vendemos para el mercado de
Astorga y de León.

—¿No te da lástima?

—¡Como son para eso!

Florinda se aturde ante la respuesta razonable y fría, que del reciente
beso y el impulso cordial borra la impresión de ternura y oscurece con
raro misterio el alma de la campesina doncella.

El cariñoso halago al borde del nido dejó adherida una pluma sutil en
el jubón de Olalla: ¿nada más que esta huella deleznable habrá marcado
la amorosa caricia sobre aquel macizo pecho de mujer?... ¿Nada más?

Lo duda _Mariflor_ mientras, acuciosa, estudia aquel semblante moreno y
gracioso que cierra a toda asechanza de íntima curiosidad los secretos
de un corazón femenino: sellado con una placidez austera, ecuánime y
dulce, un poco triste, el rostro de Olalla Salvadores es un enigma,
la noble máscara de unos sentimientos absolutamente ignorados y
silenciosos.

Al contemplarla su prima interrogadora, ella dice amable:

—Voy a llamar a todo el bando.

—¿Cuántas parejas tienes?

—Treinta y tres; aquí dentro no hay ni la mitad.

—¿Y son todas de la misma casta?

—Abundan las palomariegas; pero téngolas también de monjil, calzadas,
moñudas, reales, tripolinas...

De un arcón pequeño, separado del piso por toscos bastidores, vierte
la moza en su delantal una porción de cebada y sube ágilmente hasta
la tronera, apoyando los pies en las quebraduras del muro: acodada en
los umbrales, lanza desde allí con voz atrayente y melosa el familiar
reclamo:

—Zura, zura... zurita...

Se remecen los nidos en el palomar, y fuera, un lozano batir de alas
azota la luz; en parejas veloces acude el bando entero a picar en
las manos de la muchacha: hay palomas con rizos; las hay con toca,
con moño, con espuelas; las hay grises, verdosas, azuladas plomizas;
algunas lucen el collar blanco, otras el pico de oro, otras las
patas de luto; aquellas los reflejos metálicos en la pechuga, en las
alas, en las plumitas del colodrillo. Todas las distintas variedades
son domésticas, aclimatadas al campo mediante cruces con las castas
silvestres y tributo de crecida mortandad en los bravos inviernos.

Rozando las mejillas de la joven, las madres anidadas salieron a
comer; ella hace en la ventana un sitio para que se asomen los ojos de
_Mariflor_, y enumera y define la variedad del bando, junto en apretado
racimo de codicias y de temblores.

Ha trepado la niña forastera hasta descubrir la techumbre muelle y
sinuosa donde las aves, en montón, arrullan y solicitan el sustento.
Pero la prima Olalla, más complaciente aún, discurre:

—Te las voy a mandar todas a la palomera.

Y arroja, sonoro, el contenido de su delantal dentro de la estancia.

Entonces una impaciente agitación de vuelos lánzase a la ventanuca
desde el techado humilde, entre el pecho de Olalla y la cabeza de
Florinda. Salta al suelo la joven para ver más de cerca a las palomas,
y ellas la miran extrañadas, de medio lado, con un ojo nada más,
mientras que alas y picos sacuden en el aire y en el tillado raudas
notas de instinto y de pasión, sorda y ávida música de picotazos,
aleteos y arrullos, donde la voracidad y los amores cantan con gráficos
acentos sus leyes y sus prerrogativas: las hembras, que en el nido
padecen sagrada calentura maternal, han bajado en volandas sus pichones
al ruedo y les incitan a comer, disputando la ración a las glotonas
más tímidas; muéstranse los machos galantes y los padres solícitos,
se colman los buches, se aquieta el tropel, y Florinda, saturada del
perfume bravío que exhala el palomar, seducida por los iris de las
plumas, agitada por las palpitaciones de las aves, ebria de sol y de
placer, siente con ardorosa plenitud la belleza potente de aquella
vida cándida y salvaje, libre y fecunda, que ahora despliega el vuelo
alto y feliz, en parejas de amor, por el llano luminoso y sin tasa,
nuncio de lo infinito...

En pos de las palomas, los deslumbrados ojos de Florinda tropiezan con
la figura intrépida de Olalla, exaltada allí en la cumbre del palomar,
en el foco de la cruda luz, con el sereno perfil de realce sobre el
índigo raso de las nubes: despide la muchacha al bando con mimosa
delicia; le riñe y le aconseja con familiares voces; su acento casi
infantil, truncado y leve en aquel íntimo soliloquio, se aduna con los
arrullos de las fugitivas y se pierde en el aire manso, que al roce de
las alas se hace sonoro; el pañizuelo de la cabeza, caído a la espalda,
descubre un rodete rubio, apretado y firme, rutilante sobre la nuca
morena, como una corona de sol encima del trigo segal; mírase el cielo
en los claros ojos, de un azul más profundo en esta hora; las rosas
aldeanas en las mejillas arden con calor juvenil; la melada tez luce su
fino vello de sabrosa fruta y muestran los labios, mórbidos y abiertos,
unos dientes, duros, iguales, blanquísimos.

Toda la figura de la joven, propicia al atavío regional, señora del
paraje romancesco, sublimada por la fortaleza del sol, se yergue
bellísima y extraña, con la silvestre dulzura de una roja flor de
sangre y de salud, con el donaire rústico de la fuerte amapola,
espontánea sonrisa del erial.

Atónita _Mariflor_, cual si de pronto viera a su prima convertirse en
otra mujer, sólo recordaba de sus recientes emociones la que incendió
el copo de pluma dejando en el jubón de Olalla la estela de singular
caricia.

Un toque gemebundo y cansado resonó en el palomar desde las
profundidades del edificio, y al romper el silencio estremeció a la
moza ensalzada en la ventanuca.

Cuando Olalla saltó diligente junto a su prima, parecía que hubiese
perdido en un segundo el trono sublime de la belleza: en el lago azul
de sus ojos ninguna expresión grande navegaba, un leve azoramiento
físico rizaba apenas en las pupilas el sereno cristal; y en la plebeya
boca, el gesto brusco y la placidez ausente daban aire de abandono
y hastío a la maragata rubia. Quizá era su porte demasiado recio
y su cara harto redonda; tal vez los pies y las manos fuesen muy
varoniles... El copo de pluma había desaparecido de su jubón.

—No te pongas el pañuelo—suplicó Florinda, viéndole hacer un vivo
ademán para cubrirse la cabeza. Y Olalla, realizando su propósito sin
replicar, lamentóse:

—¡Las diez sonaron; tendré asurada la olla y la lumbre muerta!...

Detrás de la débil puertecilla quedábanse la luz y los arrullos,
el aroma agreste de los tálamos, la pura libertad de las alas, y
_Mariflor_, a tiendas por los oscuros escalones, apretaba la mano de su
prima, repitiendo:

—¡Tienes unas trenzas tan hermosas!... ¿Por qué no las quieres lucir?

—No se usa.

—Ponemos esa moda tú y yo.

—Para ti es diferente...

—Estás mucho más guapa sin pañuelo.

Se adensaba la oscuridad delante de sus pasos, como si la noche subiera
del fondo de la casa, y un hálito frío sobrecogió a Florinda, recién
bañada en sol.

Por los penumbrosos corredores del piso bajo hicieron las dos mozas
rumbo a la cocina, grande y poco alumbrada, con el llar humillado y el
suelo de tierra; taburetes de roble, escaño vetusto, ahumados vasares,
mesa «perezosa» y espetera profusa, decoraban la habitación: pendiente
de las _abregancias_, a plomo sobre el llar, esplendía una caldera
enorme.

Como Olalla se abismase de hinojos, hurgando la lumbre, soplando en la
ceniza y sacudiendo la olla reseca, dijo _Mariflor_, tímida y sonriente:

—¿Y mi desayuno?

—¡Cierto!... ¡Si hoy no sé lo que hago!—murmura Olalla,
impacientándose entre los pucheros—. Mira, aquí tienes sopas... ¿te
gustan?

—¿Sopas?... ¿De qué?

—De patatas.

Una salsa con mucho pimentón subía hasta los bordes de menuda tartera.

—¿Llamáis sopa a este guiso?—preguntó Florinda, colocando otra vez la
tapa con pulcritud.

—En el falaje de la tierra se dice así.

—Pero ¡si hubiese otra cosa!—encareció la pobre ciudadana, mirando
alrededor.

—Del orco de chorizos puedes cortar.

—No; algo ligero...

—Chocolate, café ni cosas finas, eso no hay.

—¿Y un poco de leche?

—De las cabras, un poquitín para Tomás y Marinela..., pero te daré
parte.

—No, no; ya pronto es medio día: aguardo así.

—¿Vas a fambrear, criatura?... ¡Y anoche apenas cenaste!... Los
nuestros guisotes caldudos no te prestan; tú tienes otro enseño, ¡y
aquí todo es tan mísero!...

—Olalla, de rodillas, levantando entre el humo del hogar su cara
bondadosa, adquirió nuevamente una expresión de cansancio y pesadumbre,
que la envejeció de pronto, hasta semejarse su sonrisa a la de la
abuela.

—Me gusta todo; ya lo verás—pronunció _Mariflor_ entonces. Y probó
heroicamente la sopa de patata.

Se aventuró después en las habitaciones que aún desconocía, en el
corral y el huerto, mientras Olalla, trajinadora, atizaba la lumbre con
raíces de _urz_, hundida en la sombra cenicienta y humeante.

Los tres dormitorios donde se repartían las mujeres y los niños,
tampoco estaban muy aventajados de claridad: pequeños tragaluces
cruzados de rejas, dábanles aspecto de prisión. Las camas, esponjosas
y limpias, lucían sendos rodapiés de colores; era el piso de tabla,
muy pobre el mueblaje, apretado y confuso. Una pieza que llamaban
_estradín_, y que pudiera haber sido comedor, daba acceso al corral
y a la cocina, y más luz a esta última que su ventana, pequeña y con
cristales completamente ahumados, abierta sobre la silenciosa rúa en
disposición contraria a todo intento de atisbo. A la misma fachada
Norte correspondían la puerta principal y los tragaluces de los
dormitorios. Abríanse al solano, sobre el corral y el huertecillo, la
cuadra, corrida y profunda, el _estradín_ y el gabinete de _Mariflor_,
encima se asomaban a la luz el colgadizo, la sala y el palomar.

Así que en un periquete visitó Florinda las dependencias interiores,
salió a la corralada y de allí pasó al huerto.

Era verdad que tenían brotes los dos únicos rosales, precisamente
al pie de aquella ventanuca parecida a la de un camarote. Un solo
arbolito, que a la muchacha le pareció un peral, señoreaba el «vergel»,
donde las berzas y los repollos, con las demás vulgares hortalizas
caseras, bien cuidadas en simétricos cuadros, erguían el talante
animoso a los rayos del sol.

A la vera de árbol, un escañuelo convidaba a sentarse, y aunque
las floridas ramas no fuesen muy frondosas, allí buscó la joven un
refugio a su breve soledad; el perfume delicado de la yema en flor,
el verde tierno de la rizosas legumbres, las débiles ondulaciones de
los rosales y, en las pálidas orillas, las flores de la retama y del
escaramujo escalando la sebe, todos los distintos semblantes del huerto
ruín, tuvieron para _Mariflor_ una vida profunda en aquella hora.
Sutiles emociones la turbaron; sobre la pobreza del paterno solar, la
melancolía insondable del país y el oscuro misterio de las entrevistas
existencias, la moza derramaba la ternura de su abundante corazón, con
el firme propósito de amar y de sufrir... ¿Para merecer...? Sí, para
alcanzar una dicha tan alta y tan ilustre que parecía un sueño, un
imposible. Era preciso que ella, _Mariflor_ Salvadores, la niña mimada
y consentida, conocedora de holguras y de halagos, arrostrase, fuerte
y audaz, las privaciones y los sacrificios, para que Dios, en premio,
la nombrara triunfalmente esposa de un artista, musa de un poeta...
¿Por qué lado, por cuál camino milagroso llegaría a libertarla _Don
Quijote_...? ¡Aún no levanta en sus hombros la cruz y ya la pobre
soñadora se impacienta por la redención!

Hacia el corral se oyeron unos pasos y Florinda estremecióse
alucinante. Era Olalla, que desde el postigo sonrió, diciendo:

—¡Qué esfrayadica te quedaste, rapaza!

—¿No vienes?

—Tengo que rachar unos tánganos, porque la lumbre no quiere arder.

Y con gesto prometedor, algo pomposo, añadió alegre:

—Al escurificar, de fijo recibes alguna visita.

Quedó el anuncio ondulante en el espacio como una loca patraña contada
por el viento. El cual, presentándose de súbito, llegaba jadeando, con
la respiración férvida y mugiente, lo mismo que una bocanada de siroco.

Se estremecieron en la falda sequiza del bancal las flores de retama
y agavanzo; el hacha leñadora hendía troncos de brezos con premura
al otro lado de la sebe, y algunos cendales de niebla empañaban el
firmamento azul.

_Mariflor_ pensaba confusamente en la posibilidad de que en aquellas
casas que vió inclinarse bajo techumbres de cuelmo, hubiese cocinas
oscuras y tristes huertecillos y mozas bellas...; quizá, también, gatos
misteriosos y relojes ocultos, que de cuando en cuando hiciesen rodar
en el silencio un gañido tremulante y una campanada rota...

[Illustration]



[Illustration]



VI

REALIDAD Y FANTASÍA


—A la rapaza forastera, ¿la nombráis _Mariflor_?

—Nombrámosla.

—Pues tengo para ella una carta aquí.

Reposadamente, desde su caballo roano, luengo de crines y
hundido de lomos, abrió el hombruco la remendada valija, sacó
un sobre y leyó en él con lentitud: «León.—Señorita _Mariflor_
Salvadores.—Astorga.—Valdecruces.»

—Véla—murmuró, dándosela a Ramona.

Como ésta llamase a la interesada, el tío Fabián Alonso esperó que
saliera, y, a la luz falleciente del ocaso, la miró de hito en hito así
que ella pareció sobre el fondo oscuro del umbral.

—¡Guapa moza!—pronunció el viejo.

Se iba, rumbo adelante, cuando volvió de pronto para decir:

—¿Conociste «allá abajo» a Fermín Paz?

—¿El tío Fermín, pariente nuestro, que vive en La Coruña?

—Ese.

—Sí que le conozco.

—Es yerno mío.

—Sea por muchos años—replicó solícita _Mariflor_, rasgando el
sobre con un alfiler—. Y el cartero hizo dar otra media vuelta a su
cabalgadura, que desapareció cansina en el turbio horizonte del camino.

Ya en los dedos gentiles de la niña temblaba una esquela.

—¿Es de tu padre?—preguntó impaciente Ramona.

—Es—dijo la muchacha enrojeciendo al ver la firma—de un señor que
venía con nosotras en el tren.

—¿Y te escribe?

—Prometió que «nos» iba a escribir.

—¿Le conocías?

—Le conocí entonces...

Quedóse Ramona seria, un poco ceñuda. Era una mujer áspera, fuerte y
triste; contaba apenas cuarenta años, y si alguna vez gastó hermosura
no conservaba de ella el menor vestigio; tenía los senos derribados y
marchitas las facciones: seca y dura de miembros, alta y silenciosa,
inspiraba a Florinda un invencible temor.

Sin saber qué actitud adoptar, con la carta entre las manos, fué la
moza alejándose poco a poco por el pasillo. Ya en su aposento, de
pie sobre una silla para recibir la muriente claridad de la empinada
ventanuca, leyó la esquela, que empezaba en prosa con mucha galanía, y
terminaba en verso, enamorado y sutil. Decía de esta suerte:

«_Mariflor_ preciosa: ¿Se acuerda usted de nuestra dulce amistad? ¿Se
acuerda usted de nuestra triste despedida? Una semana ha transcurrido
desde entonces y aún se me resiste la certidumbre de aquel encuentro
dichoso, de aquella brusca separación. ¿Fué realidad o fantasía? De
ambas cosas se vale el amor para rendirnos: los grandes amores son el
hallazgo en la realidad de las venturas imaginadas.

»Dormida la conocí, _Mariflor_, y aún me parece, cuando cierro los
ojos, que la veo dormir, que «la siento» soñar. Usted y el sol
amanecieron a un tiempo en la divina mañana de nuestro viaje; pero
aunque fué tan hermoso el despertar del día, vi que era usted mucho más
bella que la aurora. Bendito el sueño aquél y bendita la jornada que me
hicieron gozar de una alborada tan espléndida. ¡Qué símbolo más noble!
La vida es viaje y sueño: el amor despertar, amanecer...

»Y volver a vivir lo ya soñado y prometido. Quizás en vez de un
hallazgo sólo sea un reconocimiento. La imagen de usted se me reproduce
en la memoria como trasunto de otra imagen: la de una niña que en la
playa de Vigo conocí hace años y a quien por rara sugestión no he
podido olvidar. Escríbame usted diciendo si se acuerda de haberme visto
antes de ahora; si presiente que nos volveremos a ver pronto. Yo la
escribiré mucho, si usted me lo permite; la mandaré muchos versos; iré
algún día a Valdecruces...

»No es nueva, no, nuestra amistad: el nombre de usted, su voz y su
semblante despiertan en mi alma el recuerdo de otra dulce entrevista,
las sensaciones imborrables de otro feliz encuentro...

    Tal vez un día en la niñez dichosa
      me miraste, al pasar, como una hermana...
    ¿No eras tú aquella niña primorosa,
            morenita y gitana,
  que me besó en la frente, y en mis cabellos rubios
            puso sus manos blancas?
    ¿No te acuerdas?... Riendo me dijiste
  al darme el beso aquel: ¿Cómo te llamas?
    Y al escuchar la blanda melodía
  de tu pregunta, me nacieron alas,
  sentíme ciego de emoción, y el cuento
  de mi junquillo se tornó en aljaba.
    Y una voz en los aires repetía:
  —Soy el amor que pasa,
  el niño amor que encontrarás un día
  tras de las tempestades de tu alma...

Sobre la última frase feneció la luz con tales agonías, que _Mariflor_
leyó el nombre del poeta sólo con el pensamiento, cerrando lentamente
los ojos atormentados en la lectura por la escasez de claridad. Bajo
las pestañas espesas tornáronse entonces visionarias las pupilas,
y persiguieron en remoto confín la figura de un niño ledo y rubio,
con alas y linjavera como el dios amor. ¿Era Rogelio Terán? ¿Era
una cándida imagen de la fantasía, un recuerdo traído a la tierra
misteriosamente desde otro mundo, desde otra existencia olvidada
y oscura? ¿Tornaría alguna vez el viajero para llevar consigo a
_Mariflor_?

Clara luz de estas firmes ilusiones era la visión continua de unos ojos
azules, pensativos y ardientes... Tenía Florinda la certeza de haberlos
contemplado desde el fondo de su alma, no una vez sola, sino muchas, al
través de toda su vida, quizá en la cara apacible de un niño rubio, en
el semblante audaz del mozo marino que tantos días la miró en el muelle
coruñés, en el rostro varonil del viajero artista que la dijo tristezas
y amores con fina voluntad una mañana...; ¿dónde, dónde había visto
muchas veces aquellos ojos claros y profundos?

—¿Estás aquí?—preguntaba Marinela entrando pasito.

Escondió Florinda el billete en el jubón y tendió a su prima la mano
respondiendo negligente:

—Aquí estaba...

—¡Qué tenebregura! No te veo.

Entonces _Mariflor_ se hizo buscar, agazapada y juguetona, hasta que la
chiquilla, zarandeándola suavemente, murmuró contenta:

—No me espasmas, no—. Y su voz infantil adquirió grave acento para
anunciar:—Ahí está don Miguel, que viene a visitarte.

Había quedado la témpora de Sur; el ábrego caliente zumbaba en
la llanura y plegaba sus ropajes sonoros contra los hormazos de
las «cortinas» y los adobes del caserío: desde el pajonal de las
techumbres, el bálago, dócil, tendía en los aleros su despeinada
cabellera rubia.

En el _estradín_, la tía Dolores y Ramona recibían cortésmente al
párroco de Valdecruces, mientras Olalla en la cocina daba de cenar a
los niños. La comunicación con el corral estaba abierta como en el
estío, y el quinqué de petróleo, encendido en honor del señor cura,
ardía resguardándose del viento, cuyas ráfagas ondulantes henchían en
pompa el arambel de la puerta, resto sin duda de más prósperas jornadas.

En rústico sillón, ni cómodo ni firme, se aposentaba junto a la camilla
don Miguel Fidalgo. Era un sacerdote mozo y arrogante: recién terminada
su carrera había recibido la parroquia de Valdecruces, hasta que un
concurso le permitiese ganar en oposición otra más lucratitiva y bien
dispuesta para lucir sus dotes, las cuales eran muchas y raras.

Cursó este joven sus estudios en aquel seminario famoso donde se
alcanza autoridad preponderante en las sagradas letras: fué seminarista
en Villanoble, cuyas aulas, al decir de obispos y teólogos, suplen a
las célebres escuelas de Roma.

Tenía don Miguel los ojos pardos, de color de canela, grandes y
bondadosos. No era de esos curas tímidos que miran a las mujeres de
soslayo, con una cortedad invencible, muchas veces por los hombres
malignos interpretada como hipocresía; él miraba a mozas y a viejas
en los ojos, con los suyos serenos y muy dulces; hablábales con
cariño, mezclado de triste y profunda compasión, y lo mismo su frase
alentadora que su mirada penetrante, gozaban el privilegio de remansar,
como dentro de un lago, las aguas pacíficas de la mansedumbre, en la
llanura abierta y desolada de aquellos corazones femeninos. Al igual
de los ojos, todas las líneas del rostro y continente denotaban, con el
apellido, la hidalguía de don Miguel.

Al entrar _Mariflor_ en el _estradín_ la miró el sacerdote muy
despacio, y sus claras pupilas se detuvieron mucho en la inquietud
que revelaron las de la moza, ya extasiadas en sutiles arrobos, ya
impacientes en vagas incertidumbres, mudas o locas, siempre febriles y
palpitantes. Los ojos de aquella mujer le dejaron al cura algo perplejo.

Rodó ceñida y afectuosa la conversación, durante la cual hizo el
párroco a la forastera no pocas preguntas, para sacar en limpio que a
la niña le gustaba Valdecruces, «aunque todo le parecía allí un poco
triste»; que esperaba buenas noticias de su padre, y que admitía con
carácter de provisional y poco duradera su estancia en el pueblo.

Esto último no lo dijo Florinda claramente, ni tal vez lo pensaba de un
modo definitivo y razonado; era una esperanza que su ingenuo palique
dejaba traslucir en la prolongación suave de los silencios, al separar
las palabras con hilos invisibles de ilusiones, en la rara dulzura
de las frases tendidas con secreto placer hacia lontananzas alegres,
y, sobre todo, en la audaz palpitación de las pupilas, centelleantes
o adormiladas, pero reveladoras de un tumulto de visiones, como esas
aguas oscuras y fuyentes de los ríos norteños, donde nubes, luna y
estrellas, galopan con arrebato en las noches apacibles.

Atento el sacerdote a estas recónditas particularidades, no parecía
desconocer en absoluto en qué bancos y quebraduras del corazón humano
suelen embravecerse o desmayar las silenciosas aguas del sentimiento,
antes de asomarse a los ojos, imaginarias y calenturientas; si no
acertó que Florinda guardaba en el jubón un mensaje amoroso, no anduvo
lejos de sospecharlo.

Ella, por su parte, aprendía cómo aquel tío suyo, que adoleció del
pecho en Villanoble, estudiaba en el Seminario con don Miguel, y siendo
ambos nacidos de la misma tierra castellana, la juvenil amistad que
establecieron duró firme entre la familia del estudiante difunto y el
que, con el tiempo, se vino a convertir en párroco de Valdecruces. Y
pensó la niña entonces, con acelerada emoción, que aquel cura sonriente
y afable conocería, de seguro, los azules ojos, tristes y lejanos, que
la hacían soñar...

Entró Olalla con paso macizo, volviendo atrás la cabeza para decir:

—¡Vamos! Dad las buenas noches.

Los rapaces se acobardaban zagueros, arrastrando los pies.

Pedro, el mayor, venía delante, con la cabeza gacha y el rostro
encendido; era un zagalote de trece años, robusto y humilde, sin
sombra alguna de malicia en los garzos ojos; tenía las facciones
vulgares, sollamada la piel y el cabello rubio; una expresión de bondad
ennoblecía su cara al sonreir.

Los dos pequeños llevaban también la frente sumisa, y ambos la mano
derecha entre la boca y las narices. Les sacudió su madre un cachete a
cada uno en los dedos pellizcadores, obligándoles a levantar la cabeza.
Y mostraron, con abrumadora timidez, las pupilas cambiantes entre el
gris pálido y el azul desvaído; las líneas del rostro, ordinarias
como las de Pedro; la cabellera dorada y fosca; el color saludable y
atezado, y una graciosa candidez en la cobarde sonrisa.

Vestían los tres con pobreza, sin nota alguna regional los varones.
La niña llevaba un refajo rojo hasta el tobillo, como las mujeres
del país lo usan también para las faenas campesinas, un jubón pardo
y un delantal de cretona; a la espalda le caía un pañuelo, sin duda
destinado a cubrir la cabeza.

—Ya sé, ya sé—les dijo el señor cura acariciándoles—que cantáis el
himno del Sagrado Corazón muy lindamente.

Volvieron a ocultarse las caritas de Carmen y Tomás, y las manos
hurgoneras volvieron hacia el frecuentado camino de las narices. Se
repitieron los mojicones de Ramona, empeñada en conseguir que los niños
hablasen a don Miguel mirándole de frente, «como Dios manda». Pero
Carmen no dijo «esta boca es mía», y el nene rompió a llorar.

—¡Mostrenco! ¿No te da un rayo de vergüenza?—decía la madre
zarandeándole brusca—. ¿Es propio de la hombredad llorar así?

Mientras el párroco aseguraba, conciliador, que Tomasín y Carmen eran
unos coristas sobresalientes y que en el mes de junio entonarían en
la iglesia el himno con los demás colegiales, inclinóse Olalla sobre
su hermano hasta quedar casi de rodillas en el suelo; le atrajo, le
secó las lágrimas y otras humedades afines, y le hizo a «escucho» una
promesa.

—¿También a mí?—murmuró Carmen callandito.

—A los dos—aseguró la hermana, rodeando el talle de la niña con el
otro brazo.

Y _Mariflor_, al ver un instante ambas cabecitas inocentes refugiadas
con regalo en el seno de la moza, recordó al punto aquella dulce
caricia en que el pichón recién nacido perdiera un copo de pluma...

—Van a cantar—anunció Olalla, levantándose alegre. Y ella misma
colocó a los niños cara a la pared sin que nadie más que la forastera
se asombrase de la extraña actitud. Así cantaron, mirando al suelo, de
espaldas al auditorio: las voces tiernas, impregnadas de rubor y de
humildad, tenían un entrañable sentimiento alabando al divino Corazón
de Jesús; al truncarse en los acentos infantiles, el himno, más que
lauro, semejaba una tímida querella.

Volvióse el cura hacia _Mariflor_ para explicarle:

—Aquí los niños son tan vergonzosos, que siempre cantan o recitan sin
que se les vea la cara.

Muda de asombro y de emoción asintió la joven con una sonrisa. Y en los
ojos claros de don Miguel quedó temblando como en un espejo la imagen
de aquella femenina sensibilidad, insólita en el _estradín_ de la tía
Dolores.

Sin embargo, allí cerca se bañaba en ansiedades el corazón de
otra niña, mas en tan sagrativo silencio, que ni el mirar ni el
sonreir delataban en el rostro de Marinela emociones ocultas. Y fué
verdaderamente sugestiva la prontitud con que el sacerdote se volvió
hacia la zagala buscando en las ondas latentes del sentimiento el
rastro febril de aquel espíritu.

Ya los nenes habían terminado su canción y dicho «buenas noches» en voz
queda, como un soplo: besaron los tres la mano del cura y se fueron a
dormir escoltados por Olalla.

Mecíase la abuela al compás de un leve ronquido, acurrucada en su
escañuelo, con los brazos cruzados y la frente caída hacia adelante.
Ramona había cabeceado con disimulo al son del himno devoto.

El párroco, fijos los ojos en Marinela, preguntó:

—¿Qué me cuentas tú?

—Nada, señor—apresuróse a responder la niña—. Pero la madre,
espabilada y pronta, se lanzó a decir:

—Regáñela, don Miguel; vea cómo enmagrece, amarrida y tribulante como
si la hubieran maleficiado.

—¡Si estoy buena!—balbució muy confusa la zagala.

—Diga que miente—siguió diciendo Ramona, puesta en pie, agria y
rústica, manoteando junto a la mozuela, que temerosa se empequeñecía
en su rincón—. Diga que le va a costar muy cara la libredumbre en
que vive; ya con los quince años cumplidos no la podemos sacar de la
escuela sin que llore, ni sabe hacer más que embelecos de flores y
puntillas: ha de casarse sin ánimos para gobernar los atropos de una
casa, cuanti más para salir al campo...

—No será menester—interrumpió el cura blandamente.

—Píntame que sí—repuso la madre—. Y luego, menos iracunda y más
triste, añadió:—Esas caminatas a Piedralbina le hacen mal, señor;
la comida trojada le da secaño, y por la tarde llega con trueques y
sudores como si fuera a morirse. Mírela cómo desmerece: poco le halta a
Carmica para abondar tanto como ella.

Era cierto; la pobre zagala, menuda y gentil, parecía doblarse al peso
de pertinaz quebranto, y la palidez de sus mejillas daba la conmovedora
impresión de esas rosas tenues que esperan el viento de la noche
para deshojarse. El color claro de los ojos celtas era casi verde en
los de esta niña, y ofrecía matices profundos, como aguas de mudable
coloración que reflejan los tonos distintos y movibles del follaje.
Perfecto el óvalo de la cara, prestaba una dulzura angelical a todas
las facciones de Marinela, no muy finas pero armoniosas y subrayadas
por la singular expresión de la sonrisa, rictus amargo y dulce al mismo
tiempo, sorprendente en aquella boca infantil, llena de candor. El
traje de maragata, adulterado y tosco, parecía oprimir con fatiga el
débil cuerpecillo y derrengar las caderas con los pliegues abrumadores;
bajo el pañuelo ceñido a la frente se desfallecía, igual que mies
en sazón, una cabellera pesada y rubia como el oro: toda aquella
incipiente doncellez tenía un flébil aroma de fracaso, una tristeza
inexorable a los estímulos de la juventud.

—Yo bien quisiera darle pan dondio y otros aliños—decía Ramona,
áspera y conmovida la voz—; yo bien quisiera dejarle hacer su gusto;
pero en casa, dentro de la pobreza, tendría más descanso y más cuido;
el puchero estovado, la solombra gustable... Mire: sémblase ya a la
otra rapaza que adoleció de una manquera, triste y sin remedio, a los
mismos quince años.

Y adelantándose la mujer, alzó con la mano la barbilla de la joven.

Deseando el cura remediar el oscuro desconsuelo de la madre, dijo con
sutil agasajo:

—A quien se parece es a su prima _Mariflor_.

—Esa está acrianzada de otra manera—respondió Ramona con cierta
acritud.

Don Miguel, levantándose para despedirse, hizo prometer a las dos
niñas que al día siguiente, domingo, después de misa mayor, irían a
verle: necesitaba hablar mucho con Marinela, y un poquito, también, con
Florinda.

Rebullóse la abuela y masculló unas frases devotas: hablaba al
sacerdote con mucho respeto, como si no le hubiera conocido estudiante
rapaz.

Acudió Olalla, requerida por su madre, y todas juntas escoltaron al
huésped hasta la puerta de la corralada, la más próxima a la vivienda
del párroco.

Cálida era la noche, y un amago de tempestad mugía en el aire fuerte
y oloroso, hurtador de bravíos perfumes al través de la rotunda
paramera, de los huertos en flor, de las «aradas» abiertas en surcos de
esperanza, o fecundas en la tardía preñez de los morenos panes: en la
comba del cielo aborregado, brillaba una estrella.

Antes de salir, cuando ya gemía el portón, preguntó don Miguel con
alguna zozobra si había noticias de Buenos Aires.

—No las hay—dijeron a coro las mujeres.

—Cuando mi padre arribe, escribirá a menudo—añadió Florinda
alentadora.

—Sí; el señor Martín ha de tranquilizarnos—dijo el cura insinuante,
al otro lado del umbral—. Y la capa henchida por el viento en la
sombra, envolvió al joven apóstol en una nube negra a lo largo de la
rúa...

       *       *       *       *       *

Acostumbrado ya el oído a los grandes silencios de Valdecruces,
Florinda percibió en la casa unos apagados rumores, apenas, al día
siguiente, se asomó la aurora al ventanillo del camarín: poco antes
habían cantado, con estridente son, un gallo y una campana.

Vistióse la moza con mucha diligencia y se arriesgó audaz en la
penumbra del pasillo. Al verla entrar en la cocina, le preguntó Olalla,
atónita:

—¿Por qué madrugas tanto?

—No he podido dormir, y quería hablarte pronto.

—¿Hablarme?

—Sí; para que me cuentes muchas cosas que necesito saber.

—¿Cuálas?

—Espera.

Había una grave resolución en el ademán contenido de Florinda, que
llevaba las trenzas colgando, el jubón entreabierto y una ligera
palidez de insomnio en el semblante. Prestó oído a un agudo reclamo que
sonaba hacia el corral:—¡Pulas!... ¡Pulas!...

—Es mi madre que llama a las gallinas para darles el cebo—dijo Olalla.

—¿No irá a misa con la abuela, ahora?

—En cuanto den el segundo toque.

Como evocado por aquel aviso, el bronce de la parroquia volvió a tañer;
al propio tiempo un gallo volvió a cantar, y en el cansado reloj de la
abuela gimieron cinco profundas campanadas.

Abrióse la puerta del _estradín_ y un bulto macizo se perfiló en la
claridad: era la _Chosca_, que, en el escaño donde dormía, entre un
cobertor y una albarda, buscó su delantal y su pañuelo.

Poco después las tres mujeres tomaban el camino de la iglesia. Y en
cuanto _Mariflor_ las sintió salir, dijo a su prima, que aguardaba
curiosa:

—Cuéntame: ¿es verdad que «no tenemos» con qué darle pan tierno a
Marinela?... ¿Es verdad que somos tan pobres como tu madre dice?...
¿Que tendremos que acudir a labrar las aradas como las más infelices
criaturas?

—¿Infelices?... ¿Pan tierno?...—repitió Olalla, con sonrisa aparente
y boba.

—No te rías, mujer. Dime si de veras somos tan desgraciadas.

—Gastando salud...—arguyó la campesina con ambigüedad.

—Es que Marinela no la tiene.

—Ni mi padre tampoco; y hace más de tres años que no manda dinero. El
tío Cristóbal se va quedando con las hipotecas... Ya casi nada de lo
que ves nos pertenece.

—¿Ni la casa?

—La casa... entadía sí. Pero sobre ella debemos no sé cuanto.

—Yo he venido engañada—murmuró con angustia _Mariflor_—. Yo supe que
la abuela se había empobrecido, pero no que estuviese en estos apuros.
Mi padre tampoco lo sabía; él no quiere que salgamos a trabajar; él nos
dejó dinero...

Aferrábase la moza al paternal apoyo, rebelde contra las fieras
asechanzas de la desventura. Y oyó con espanto que confesaba su prima:

—Cuando llegasteis, la abuela se lo dió todo al tío Cristóbal.

—¿Todo?

—Y aún no llegó para saldar los réditos.

—Mi padre—repitió la muchacha, crédula y fervorosa—mandará más en
seguida.

—¡Pero, en el inter!...—lamentóse Olalla, como si de pronto,
encruelecida, no quisiera dar tregua ninguna a tales ilusiones.

Sintiendo rodar sus lágrimas, cubrióse _Mariflor_ el semblante con las
manos, trémulas y gentiles.

—¿Lloras?—dice la aldeana con pesar—. No tienes sufrencia, tú que
saldrás luego de estas agruras...

Y como nada responde _Mariflor_, añade persuasiva:

—Tendrás un marido haberoso...

—¿Un marido?

—¿No te vas a casar este verano?

—¿Yo?... ¿Con quién?

—¿Con quién ha de ser, rapaza?

—No, no; te equivocas.

—Pero, ¿no sois gustantes Antonio y tú?...

—¡Si no le conozco!

—Es tu primo, criatura.

—Aunque lo sea.

—Deportoso y bien fachado.

—No le quiero.

—¿Qué dices?

—Lo que oyes... Olalla, escúchame: a mí me gusta un poeta...

Los ojos azules se dilatan en asombro inaudito, mientras _Mariflor_
seca su llanto y refiere, con viva luz en las pupilas:

—Es un caballero que vino con nosotras en el tren.

—¿Le conocías?—pregunta Olalla lo mismo que Ramona había preguntado.

—Le conocí entonces... He recibido ayer una carta suya; ¿te lo dijo tu
madre?

—Ni palabra.

—Pues me la dieron delante de ella, y parece que se disgustó conmigo;
acaso debí enseñársela... No me atrevo; tu madre no me quiere mucho.

—Sí, mujer, te quiere; es ella de ese modo: ha perdido el humor con la
muerte de sus hijos y la ruina de la hacienda.

—¿Y debemos mucho al tío Cristóbal?—averigua _Mariflor_, otra vez
afligida.

—Dímosle en caución la casa por el último préstamo, y aún no le
hemos pagado todos los haberes... A la abuela le queda, suyo, cuatro
hanegadas, dos parejas, la cortina y el huerto.

—¡Qué poco, Dios mío!

—¡Si de «allá» mandasen!...

—Sí; mandarán—aseguró Florinda con fe—. Pero, una cosa se me ocurre:
¿por qué no acudisteis a Antonio antes que al tío Cristóbal?

—Porque no vive el tío Bernardo, y la viuda ya sabes que es avarienta
y no nos tiene ley: quiere casar a su hijo con otra, contando que tú
tienes caudal; conque, ¡si se entera de que estamos todos pobres!...
Luego que os caséis, ya es diferente...

—¡Si yo no me caso con Antonio!—repitió Florinda, ceñuda, bajo la
vibración de su briosa voluntad.

—¿Hablas de veras?... ¿Vas a coyundarte con un forastero?

—Con uno que me guste.

—Será hacendado—repuso Olalla con aplomo.

—No lo sé, ni me importa. Tiene un mirar que penetra en el corazón, y
sabe escribir libros.

—¿En romance?

—De todas las maneras.

—Eso parece cosa de trufaldines—murmura la campesina con desdén.

—No te entiendo.

—De figurones, los que hacen las farsas por «ahí»—, y el despectivo
ademán de la moza se extiende amplio, como si pretendiese abarcar el
mundo que se explaya fuera de Maragatería.

—¡Qué sabes tú!—arguye _Mariflor_, también desdeñosa—. Mas, de
repente, reprime su orgullo y gime desalada:—¡Ayúdame, por Dios!

La prima no se conmueve; absorta, alza los hombros, como si no
entendiera aquel lenguaje vehemente y dulce.

—¡Olalla, no me abandones!—suplica _Mariflor_ con las manos juntas.

—¿Pero qué, rapaza?

—No te enfades conmigo tú también; no hables nunca de que me case con
Antonio.

—En ese entonces, nos abandonas tú...

—¿Cómo?

—Sí; con la boda—dice Olalla, elocuente de pronto, lógica y
persuasiva—, la situación de la abuela podía mejorar, salvarse, y la
nuestra lo mismo; saldríamos todos de este sofridero.

—Mi padre nos salvará—interrumpe Florinda.

—A eso fué el mío, y... ¡ya ves!—protesta la aldeana—estamos cada
día peor. Y con este malcaso tuyo... ¡tendrá que venir la santiguadora
a desbrujarnos! El primo—añade, viendo a la rebelde aturdida—había de
tenerte como a una visorreina... Manejarías a rodo los caudales...

—¿Tiene tanto?—pregunta _Mariflor_ maquinalmente.

—Un multiplicio de capital que pasma.

—Pues si es rico y es bueno, a pesar de su madre, nos querrá
favorecer... aunque yo me case con otro. Se lo pediré yo; se lo pediré
de rodillas.

La maragata rubia mueve la cabeza con incredulidad.

—Es un mozo correcto y caballeril—afirma—; pero, si rompes la boda,
nos dejas a la rasa.

—¡Cásate tú con él!—prorrumpe _Mariflor_.

—Con mis padres no pactaron los suyos; a mí no me quiere—dice Olalla,
con la voz empañecida y el semblante arrebolado.

Y en el silencio penoso que se establece entre las dos mozas, una
campanada hace vibrar su metálico temblor.

—¡Las cinco y media!—balbuce Olalla, casi con espanto—. Tengo que
hacer la lumbre y los almuerzos.

—Váse hacia el llar con impulso repentino, pero _Mariflor_ la detiene,
la abraza por la cintura, y, mirándola en los ojos con afán indecible,
implora otra vez:

—No me abandones; tú me puedes ayudar mucho.

—¡Ten compasión de mí!

—Y tú—repite la campesina—, ¿la tendrás de nosotros?

—Sí; te lo juro: trabajaré contigo, haré lo que me mandes, seré fuerte
y resignada.

—Pero... ¿la boda?...

—¿Con el primo?... No, no... Yo buscaré por otro lado la salvación
de la hacienda, si de mí depende que la perdáis: quiero haceros mucho
bien; y tú, en cambio, serás la protectora de los amores míos... ¿Lo
serás?

Con tanta dulzura se posan las meladas pupilas en los ojos azules, con
tales inflexiones de cariño y vehemencia dice la voz suplicante, que
Olalla, incrédula todavía, transige un poco:

—¡Si por otro camino no pudieras valer!

—Sí, sí... haré un milagro.

—¡Qué aquerenciada estás, criatura!—exclama la campesina, sonriendo
al fin.

—¡Ya te pusiste contenta!... ¡Cuánto te quiero! Ya eres otra vez mi
amiga, mi hermana... ¡qué alegre estoy, a pesar de todo!

Y _Mariflor_, con los ojos llenos de llanto y la boca llena de risa,
añade en íntimo «escucho»:

—Te enseñaré la carta: ya verás qué preciosa escritura.

—Tengo que hacer la lumbre—insiste la prima.

—Luego la leeremos callandito. Ahora mándame algo: a ver, ¿qué quieres
que haga?

—No, mujer; necesitas alindarte para la misa mayor.

—Como tú; primero he de trabajar en cosa de fuste, que te sirva de
alivio. ¿Qué hago? Dime.

Ante una insistencia tan ferviente, concede Olalla:

—Sube a cebar las palomas.

Y cuando _Mariflor_ corre, satisfecha del mandato, la maragata rubia
insinúa con tímidez:

—Hay que limpiar la palomina de los nidos, del suelo y las
alcándaras...

—Todo, todo en un periquete—responde ya de lejos la dulcísima voz.

       *       *       *       *       *

Mas la promesa de Florinda no fué tan cumplidora en prontitud como en
esmero, porque así que la joven se halló en el palomar, sintió mucha
sed de aire y de luz y trepó a saciarse, de bruces en la ventana. Ya
las palomas la conocían y acordaban arrullos para ella. Tendióles sus
dos brazos _Mariflor_, ebria de un loco impulso de abrazar, triste
y feliz, rebosante de angustias y esperanzas. Todos los familiares
infortunios subían en marejada tempestuosa a estallar en su pobre
corazón, apasionado y ardiente. Exaltada por el nuevo sentimiento que
albergaba en él, la niña admitió fácilmente la idea de que su destino
en aquella casa fuese el de redentora; imaginó que Dios ponía en sus
frágiles manos el timón de la nave familiar, sin rumbo en la miseria
del país. Y abrazando en las mansas palomas a su naciente amor, creyó
en el milagro que esperaba para salir triunfante de su arrebatada
empresa. Otra vez la silueta confusa de un Don Quijote singular, con
lentes y aljaba, se adelantó en el campo de la más abundante fantasía,
para ofrecer liberaciones, paz y venturas a la muchacha en un mensaje
que empezaba así:—_Mariflor preciosa..._

El repetido golpe de un bastón sobre la tierra y el cascajo de una
tosecilla en la calzada, sacaron a la moza del ensueño y, empinándose
en su observatorio, vió pasar renqueante a la tía Gertrudis, una vieja
con fama de bruja, la primera persona ajena a la familia a quien
_Mariflor_ conoció en Valdecruces. Fué la tarde en que Olalla había
anunciado que llegarían visitas al «escurificar»; apenas sonó en el
portón una recia llamada, corrieron a abrir, y cuando en el umbral
preguntaron con voz rota por la forastera, una ahogada exclamación de
miedo acogió a la tía Gertrudis.

—Es la bruja—musitaron los nenes al oído de Florinda—; espanta la
leche de las madres y hace mal de ojo a las zagalas.

—Eso no se dice, es pecado—protestó Marinela, palideciendo a pesar
suyo.

Y Olalla, con el ceño fruncido y el aire hostil, abrevió la visita todo
lo posible.

Antes de marcharse, la vieja, después de hacer muchas preguntas a
_Mariflor_, acercóse a mirarla de hito en hito.

—Para dañarte—murmuró Pedro.

—Porque es ceganitas—disculpó Marinela.

Y la mujeruca, présbita y sorda, encorvada y jadeante, masculló una
trémula despedida en el hueco sombrío de su boca sin dientes.

Cuando hubo desaparecido, contó Marinela que la tía Gertrudis, siendo
moza, quiso casarse con el abuelo Juan, y como él y su gente la
desdeñaron y ella no halló marido, dieron en decir que por venganza les
hacía mal de ojo, que por ella al tío Juan se le morían los hijos y
hasta los nietos picados del «arca», allí donde apenas se conocía esa
terrible enfermedad...

—Del andancio de las reses y de la quebrantanza de las cosechas
también tiene la culpa—añadió Pedro, rencoroso.

Y Marinela repitió apacible:

—Don Miguel ha dicho que es pecado creer eso, que sólo en broma se
puede hablar de brujas. La tía Gertrudis—añadió la zagala con benigno
elogio—no se mete con nadie; ¡es tan pobretica y tan vieja!... Sabe
historias de aparecidos, de príncipes y santos, y en los filandones
divierte mucho a la mocedad...

Evoca Florinda tal escena al paso torpe de la quintañona, y mientras
se extingue el soniquete de la cachava a lo largo de la calle, remueve
la niña en tropel los recuerdos de todas las desventuras que derrama
el destino sobre la descendencia del tío Juan: miseria, expatriación,
enfermedades, muertes...

Aquel primer homenaje que recibió en Valdecruces, a media luz, entre
miradas insidiosas y frases oscuras, lo recuerda _Mariflor_ como un
augurio que la hace estremecer. Huye de seguir contemplando la sombra
enemiga que aún se columbra en la calzada, y atisba el horizonte en
persecución de otra más dulce imagen.

Una niebla morada baja del cielo o sube del erial, borrando límites
y extensiones, ofreciendo viva semejanza con las brumas del paisaje
marino en turbias mañanas de cerrazón.

Rechazada Florinda por la esquivez de aquel semblante, vuélvese a
buscar el apetecido resplandor alegre dentro de la propia alma; y
derramando su crecida exaltación en delirio de frases, dirige un devoto
discurso a las hermanas palomas, al hermano viento y al ausente padre
sol.

En la borbollante plática que fluye de los rojos labios como un río
de miel, se mezclan improvisaciones ajenas a la brisa, a la luz y a
las aves; palabras inseguras, balbucientes, en las que se esconde y
torna la enamorada voz, para componer el trozo ingenuo de una epístola,
divagando así:

—«Muy señor mío...» (No; es poco...) «Amigo inolvidable...» (Es
mucho...) «Estimado...» (¡Uf, qué cursi!... El encabezamiento ya
lo discurriré...) «Recibí su carta...» (Bien; todo esto es fácil.
Después): «Tengo idea de haber encontrado en Vigo un nene muy mono con
los ojos azules y el pelo rubio: llevaba alitas y flechas, y nos dimos
un beso...; ¡pero me parece que era en carnaval!... De todas maneras,
yo le he visto a usted en alguna parte: haré memoria... Con mucho
placer recibiré sus cartas y puede usted venir cuando guste. Aquí hay
un cura que estudió en Villanoble y a quien debe usted de conocer: se
llama don Miguel Fidalgo. Los versos, muy preciosos. Sin más por hoy,
se repite de usted amiga y servidora...»

Al través de las perplejidades y temores, el gozo y la esperanza
alumbran el semblante de la niña.

Y rota de repente la niebla, álzase ardiendo el sol en la llanura como
hostia gigante sobre un ara colosal.

[Illustration]



[Illustration]



VII

LAS SIERVAS DE LA GLEBA


EL «crucero» es un punto céntrico del lugar, donde convergen cuatro
calles, anchas y silenciosas, de edificios ruines con techados de
cuelmo, pardos y miserables como la tierra y el camino: una gran cruz
labrada toscamente, ceñida en el suelo por un amago de empalizada,
corrobora el nombre de la triste y muda plazoleta.

Por allí pasa _Mariflor_ tempranito en esta mañana azul y blanca del
mes de Abril: va la moza vestida con el mismo traje vistoso con que
llegó a Valdecruces hace pocas semanas; pero no es tan fino su calzado
como aquel que traía, ni es tan lindo el pañuelo de su talle.

Camina muy diligente al lado de la abuela, que disimula sus «tres
veintes» y diez años más—como ella dice—siguiendo con tesón el paso
firme y ligero de la niña.

Al tomar ambas una de las cuatro calles, en el cruce, un zagal se
aparece por la otra, silbando, con la cabeza gacha y el andar perezoso.

—Es _Rosicler_, abuelita—advierte la muchacha.

Levanta la voz y acorta el paso la vieja para decirle:

—Dios te guarde.

—Felices, tía Dolores y la compaña—contesta el mozalbete—. Y se para
en seco, turbado y rojo, con visibles afanes de añadir al saludo alguna
cosa.

Es un maragato que contará hasta diecisiete primaveras, cenceño, de
regular estatura, ojos garzos, tez soleada y boca infantil; tiene el
genio cobarde, el humor alegre, la inteligencia calmosa y el corazón
sano: le llaman _Rosicler_ porque era desde niño risueño y galán.

—Mucho se madruga—declara al cabo de sus vacilaciones, que hacen a la
doncella sonreir.

—Mucho no, que ya son las ocho—replica la anciana; y añade con
afabilidad:—¿A dónde vas, hijo?... ¿Solas dejaste las ovejas?

—Sí, señora; voy a pedirle al amo una razón... Pero torno allá de un
pronto; si vais a las aradas os alcanzo en seguida.

—Pues aguanta, rapaz, que a las aradas vamos.

Un instante detuvo el pastor embelesados sus tranquilos ojos en
Florinda, y luego echó a correr con tal celeridad que no tuvo tiempo de
oir la jocunda carcajada de la moza. Puso la tía Dolores un dedo rígido
sobre los labios en señal de silencio, y reprendió suavemente, algo
escandalizada:

—¡Niña, no te rías así!

—Pero, abuela; ¿es la plaza un camposanto?... ¿No se puede reír en
Valdecruces?

—Tan recio no; ya te lo dije. Aquí no parece bien que las mujeres
hagan ruido.

—Pues lo que es los hombres no han de hacerlo... Como no sean
_Rosicler_, el señor cura, el sacristán, el enterrador, y tres o cuatro
carcamales...

—Sí; ya no quedamos en el lugar más que los viejos, las mujeres y la
rapacería—suspiró tía Dolores.

Se extinguió la calle entre las sebes de algunos huertos mustios, y el
camino, abriéndose de pronto a un horizonte vasto, mostró las pardas
tierras movidas por labores recientes, abiertas y solitarias, con el
cuajarón sangriento de algunas amapolas temblando entre las glebas; un
viento blando y dulce besaba la llanura en silenciosa paz.

Caminaron buen trecho las dos mujeres cuando las dió alcance
_Rosicler_, a paso veloz, con la gorra en la mano y encendido el
semblante.

—Tardó en despacharme el tío Cristóbal—murmuró—; estaba durmiendo.

—Estaría; que ya los años le pesan mucho: entró en los noventa y
seis—dijo la abuelita, irguiéndose con arrestos juveniles ante la
evocación venerable de tantos años vivos.

Ella y el zagal siguieron hablando con mucha parsimonia, doctos y
humildes frente al eterno problema de su vida ruda.

—Era sobre el sirle mi recado, ¿sabe?—explicó _Rosicler_—. Tengo que
levantar las cancillas y hube de preguntarle al tío Cristóbal hacia
dónde correría el redil.

—Y de «allá», ¿tuviste carta?

—Ni carta ni señales... Mi hermano me había prometido que en el mes de
San Pedro, al finar el ajuste, estaría todo a punto para embarcarme yo.

—Aún falta tiempo.

—Pero ya van cuatro meses que no escribe.

—Yo también espero noticias... ¡Siempre esperando!

—Del señor Martín, ¿verdad?

—De los dos hijos que me quedan... Isidoro no está bien de salud—se
condolió la anciana.

—Ahora mi padre le cuidará—dijo Florinda.

—¡Tu padre iba tan triste!

La muchacha bajó la cabeza, murmurando:

—Pero es muy animoso...

Un gran silencio corría por la tierra; a naciente fulguraba el sol,
enrubesciendo el horizonte, y en una lejanía remota alzábase la silueta
del Teleno, pálida y confusa, como errante jirón de niebla o nube. De
aquel lado venían al término de Valdecruces las tempestades asoladoras,
las fatídicas _truenas_ del estío. Hacia allí miró Florinda cuando
levantó la frente, mientras su abuela se llevaba a los ojos la punta
del delantal, y decía _Rosicler_:

—Hoy posa en Vigo «el barco»... Quizabes tengamos carta.

Habíase estrechado la ruta, acosada por los arados terrones; sendas
leves penetraban con misterio en el llano, fugitivas y embozadas, sin
vegetación ni perfumes. De tarde en tarde algunos matojos descoloridos
ofrecían un tropiezo en la vereda, erizados y adustos, como si se
avergonzasen de la luz vernal.

Llegaron los tres caminantes a la orilla donde una mujer jadeaba,
aguijando, intrépida, su yunta.

—Dios te ayude—le dijeron al uso del país.

Y ella, de igual modo, respondió:

—Bien venidos.

—¿Son de usted las vacas, tía Dolores?—preguntó el muchacho.

—Y tuyas.

—¡Buenas yugadas rendirán!... ¡Miren que la silga!... No hay mejor
pareja en Valdecruces.

—Háylas, hombre, que el tío Cristóbal las tiene muy llocidas.

—Pero no tanto—halagó el pastorcillo, fervoroso.

Y sus devotas frases se posaban en _Mariflor_ con ingenua candidez.

Ella, agradecida y sonriente, le interrogó:

—¿De modo que tú también te quieres embarcar?

—También. Considere que de pastor se gana poco.

—Pero, ¿le dices de usted?—intervino la tía Dolores—. ¡Si tu abuelo
y el suyo eran hermanos!

—¡Como no la tengo tratada!...

—¿Eso qué importa?—pronunció la niña—. Ya ves que yo te hablo con
franqueza de parientes. Conque dime, ¿cuánto ganas?

—Un duro al año por cada doce ovejas, la comida y alguna ropa.

—¿Y el rebaño es grande?

—Hogaño es más chico.

—¿Dónde le tienes?

—Vélo va.

Y el pastor señalaba en el paisaje, raso, un punto quimérico para
Florinda.

—Yo no distingo más que cielo y tierra—murmuró la moza, entornando
los ojos y haciéndose una pantalla con la mano.

—Vélo... vélo ende—insistía _Rosicler_, lanzado a su dialecto por la
propia fuerza y concisión de las palabras regionales—. Y con el brazo
tendido hacia el lugar solano del horizonte, trazaba un ademán amplio
y seguro, cobijador, que parecía descubrir a cada res, guardarla y
bendecirla.

—Pues ¡ni por esas!—lamentóse la muchacha, esforzándose para
encontrar la pista del rebaño—. ¡Ahora!—exclamó de pronto—. ¡Ya,
ya caigo!... Justamente; ellas son: unas vedijas blancas que van y
vienen por allí... ¡Si en este mar de tierra parecen tus ovejas las
espumas!... ¡Las crenchas de las olas, ni más ni menos!... Y para mayor
embuste, entre el oleaje asoma un barco de vela. Mira, _Rosicler_.

—¡Si es mi cama!—replicó el zagal, soltando la risa.

—¿Cómo tu cama?... Pero, ¿tú duermes en un globo, ahí en mitad de la
llanura?

Siguió riendo _Rosicler_ ante la sorpresa de la moza y su ignorancia
en materia de lechos pastoriles. Y como la mujer de la yunta había
suspendido su palique con la tía Dolores, apresuróse ésta a explicar a
Florinda de buen grado, minuciosa y elocuente, de qué artificio vulgar
se componía aquel pobre camastro, que, como en aventuras quijotiles,
tomaba _Mariflor_ por un lecho flotante y prodigioso.

—Nada de eso, chacha; viene a ser como especie de pernales, con una
tarima; igual que unas trosas, ¿comprendes?... Lo que desde aquí se
distingue mejor, ablancazao, que se te figura la vela de un navío, es
a manera de tabique para que el rapaz se acuche de la lluvia y de los
vientos.

Decía la maragata con firmeza, dando una entonación grata y solemne a
la clave de aquel menudo secreto, posando en la muchacha los turbios
ojos y la palabra persuasiva, con aire de iniciadora, como quien
descubre a un neófito los ritos de un culto. No parecía aquella misma
anciana que en el tren conocimos, vacilante y mustia, silenciosa y
torpe, asomada a la vida como un espectro de otros siglos.

Ahora, bajo este cielo fuerte y alto, en este paisaje sin contornos,
llano y rudo, arisco y pobre, en esta senda parda y muda donde la
tierra parece carne de mujer anciana; aquí, en la cumbre de esta meseta
dura y grave, como altar de inmolaciones, tiene la vieja maragata
aureola de símbolo, resplandor santo de reliquia, gracia melancólica de
recuerdo; su carne, estéril y cansada, también parece tierra, tierra
de Castilla, triste y venerable, torturada y heroica. Diríase que, en
murmullo de remotas bizarrías, pasa con sigilo por la llanura un hálito
ancestral de evocaciones, haciendo marco insigne a la figura legendaria
de esta mujer.

Florinda escucha absorta, con los ojos cautivos de aquel punto blanco,
insurgente y gentil como una vela marina: no otra cosa parece en el
horizonte el hinchado cobijo que flota sobre la cama del pastor.

—¿Y duermes ahí todo el año?—le pregunta compadecida.

—Desde que el tiempo abonanza—responde la abuela, mientras el zagal
sonríe, orgulloso de merecer las admiraciones de la moza.

Vuelve la obrera del arado a pasar cerca del grupo, afanosa y
enfrascada en su labor.

—Aguarda, Felipa—dícele de pronto la tía Dolores—. Voy a dar yo una
vuelta; luego tú echas las tornas.

—¡Pero, abuelita!—protesta _Mariflor_ suavemente—. Y ya la abuela,
avanzando entre los terrones, blande la aguijada con muy airosa
disposición y hace retroceder a la yunta mediante la voz usual:

—¡Tuis... tuis!

Los animales obedecen mansos, y la maragata hunde la «tiva» en el
surco, sosteniéndola por la rabera con mano firme: brota un chorro de
tierra, débil y roja, en la férrea punta del arado; gime la «gabia»,
avanza la yunta y queda abierto al sol un pobre camino de pan.

Sigue Felipa con mirada inteligente la estela que el trabajo marca en
el suelo. Esta Felipa, ¿cuántos años podrá tener?

—Cuarenta y cinco lo menos, piensa _Mariflor_, examinándola de reojo.
Pero ella siente la mirada curiosa de la niña, vuelve el rostro
indefinible, borrado, curtido por los aires y los soles, y al sonreir,
complaciente, muestra una dentadura blanca y hermosa, que alumbra como
un rayo de luz toda la cara.

—Veintiocho años a lo sumo—corrige entonces la doncella, sorprendida.
Y _Rosicler_, cándido y simple, por decir algo, le pregunta:

—¿Tú no sabes arar?

—No—contesta prontamente la muchacha.

—Ya irás aprendiendo; es muy fácil.

—Mi padre me lo ha prohibido—dice ella estremeciéndose, como si las
palabras del pastor fuesen un augurio—. Y a mi abuela también—añade.

Supone el zagal que ha cometido una indiscreción, y deseando borrarla
con cualquiera interesante noticia, sale diciendo:

—Ya llegaron mis ovejas a los alcores.

De aquel lado tiende Florinda la mirada, y otra vez se confunde entre
la llanura y el celaje, sin distinguir ribazo ni soto alguno: quizá
tiene los ojos ensombrecidos por una triste niebla del corazón.

Pero tanto señala _Rosicler_ y con tal exactitud «allí á man riesga
del aprisco, una riba que asoma en ras del término», que _Mariflor_
encuentra la remota blancura del rebaño, como nube de plata caída al
borde del cielo azul.

—¿Tienes muchas femias?—le pregunta Felipa al pastor.

—Cuasi por mitades; hay otros tantos marones.

Como la abuelita los halla distraídos a los tres, al terminar el surco
sigue terciando con mucho brío. Y cuando _Mariflor_ lo advierte y la
llama, ya va lejos, salpicada de tierra, con las manos en pugna y el
cuerpo encorvado.

—¡Oya, tía Dolores; que la llaman aquí!—vocea el zagal, deseoso de
complacer a la niña—. Pero la anciana sólo acude al redondear la
vuelta; y luego de hacer a Felipa algunas recomendaciones, dice que ya
es hora de seguir el camino hacia la hanegada de Ñanazales: tercian
allí también, y quiere dar un vistazo.

—Y a la de Abranadillo, ¿cuándo voy?—interroga la obrera.

—Está el terreno muy cargado; habrá que esperar un poco.

—En cuanto vengan cuatro días estenos.

—Justamente.

—Creí que tenía en fuelga aquella hanegada—dice _Rosicler_.

—No; antaño estuvo.

Se despiden la vieja y la moza, en tanto que el zagal y Felipa, al
borde de «la arada», murmuran a dúo:

—Condiós...

—Condiós...

Y al catar el sendero, con rumbo a Ñanazales, Florinda, muy curiosa,
averigua:

—¿Cuántos años tiene esa mujer, abuela?

Después de pensarlo mucho, bajo un pliegue pertinaz del entrecejo,
responde la anciana:

—Habrá entrado ahora en veintitrés.

—¡Es posible!

—¿Qué te asusta?

—¡Si parece mucho mayor!

—Ya tuvo dos críos.

—¿Luego está casada?

—¡Natural, niña! A su edad casi todas las rapazas se han casado aquí.

—¿Pero con quién, abuela? ¡Si no hay hombres!

—Viene el mozo de cada una, se casa y luego se vuelve a marchar.

A los labios dulces de la muchacha asoma una ingenua observación, mas
la contiene, la hace dar un rodeo malicioso, y pregunta con mucha
candidez:

—¿No ha vuelto el marido de Felipa desde que se casaron?

—Sí, mujer; ¿no te dije que tienen dos criaturas?... Viene ese, como
la mayor parte dellos, para la fiesta Sacramental; ¿cómo habían, si no,
de nacer hijos?... ¡Se acabaría el mundo!

_Mariflor_ extiende una mirada angustiosa por los eriales: cruzan
ahora las dos mujeres unos campos en barbecho, donde apenas algunas
hierbecillas brotan y mueren, baladíes, inútiles, fracasado barrunto
de una vegetación miserable: la estepa inundada de luz, calva y mocha,
lisa y gris, silente, inmoble, daba la sensación de un mundo fenecido
o de un planeta huérfano de la humanidad.

—¡Y este país—pensaba la moza con espanto—es el mundo, «todo el
mundo» para la abuela, para Felipa y mi prima Olalla, para cuantas
infelices nacieron en Valdecruces!... ¡Y aquí es menester que las
mujeres tengan un hijo cada año, maquinales, impávidas, envejecidas por
un trabajo embrutecedor, para que no se agote la raza triste de las
esclavas y de los emigrantes!...

La niña maragata no reflexiona en tales pesadumbres sin un poco de
ciencia de la vida: conoce países feraces, campos alegres, pueblos
felices, libros generosos, sociedades cultas y humanitarias. Sabe
que al otro lado de la llanura baldía, de la esclavitud y de la
expatriación, hay un verdadero mundo donde el trabajo redime y
ennoblece, donde es arte la belleza y el amor es gloria, la piedad
ternura, el dolor enseñanza y la naturaleza madre.

Ha estudiado un poquito Florinda Salvadores en el semblante vario
de las almas y de las cosas, por su lado bueno y alentador; de las
costumbres cultas y de las libertades santas, bajo su aspecto femenino
y misericordioso; ha cursado el arte de querer y de sentir, en la
escuela del hogar propio, donde la madre de esta niña, inteligente y
curiosa, fué maestra en amor y solicitud, y maestra también, por un
honrado título, corona de aprovechada mocedad.

Todo lo que sabe _Mariflor_ y aun mucho que adivina, que presiente y
que busca por el ancho camino de ilusiones donde la ambición suele
perseguir a la felicidad, se le sube ahora a los labios en un ¡ay!
trémulo y ansioso.

—¿Estás cansada?—le pregunta solícita la abuela.

—No, señora—balbuce—; voy pensando que son muy tristes estos
parajes, tan solos y tan yermos.

—¡Jesús, hija, luego te amilanas! Algunas parcelas que ves, quedan de
aramio para el año que viene; no todo es erial.

—¿Y qué quiere decir «aramio»?... No lo entiendo.

—Pues que ya llevó la tierra dos labores; pero es sonce el terreno y
no se puede sembrar hasta que descanse.

—Sonce, ¿significa malo?

—Eso mismo. Ya vas aprendiendo la nuestra fabla.

—Algo me enseñó mi padre, que le tenía mucha ley.

—¿Enseñar?... Él lo iba olvidando. ¡Como no casó en el país!

Hay un dejo de amargura en esta observación; pero la vieja, adulciendo
al punto sus palabras, dice muy cariñosa:

—Por aquí, todo a la derechera, llegamos pronto a Ñanazales, y en
redor verás cuántos bagos con gentes y yuntas; es tierra labrantía. Al
otro lado del pueblo ya está madurando la mies.

—¿De trigo?

—No, hija, no: de centeno. Aquí el trigo apenas se da.

—¿Y nunca tenéis pan blanco?

—Nunca—. Y añadió la maragata un poco secamente:—Pero nos gusta lo
moreno.

—A mí también—se apresuró a decir, sumisa, _Mariflor_.

La abuelita ponderó entonces jactanciosa:

—Recogemos, además, cebada, nabos... y en algunos huertos, muestra de
trigo.

No pudo la moza menos de suspirar otra vez ante la mención ufana de tan
ricas cosechas. Y así andando y discurriendo sobre las simientes y los
terrones, los añojales y las «aradas», vió _Mariflor_ oscurecerse la
tierra recién movida y destacarse en torno mujeres y yuntas, en grupos
solitarios y activos.

—¿Qué hacen, abuela?—preguntó.

—Terciar: es la última labor, por ahora.

—¿Y no hay ningún hombre, ni uno sólo en el pueblo, que ayude a estas
cuitadas?

—¡Qué ha de haber, criatura! el que se nos quedase aquí, sería
por no valer, por no servir más que para labores animales. Los
maragatos—añadió envanecida—son muy listos y se ocupan en otras cosas
de más provecho.

—Y las maragatas, ¿por qué no?

—¡Diañe!... ¿Ibamos a andar por el mundo con la casa y los críos?
¿Quién, entonces, trabajaba las tierras?

La joven no se atrevió a contestar, porque en su corazón y en su boca
pugnaba, harto violenta, la rebeldía: allí mismo, delante de sus
ojos, jadeaban yuntas y mujeres con resuello de máquinas, fatales,
impasibles, confundidas con la tierra cruel...

—Ya estamos en Ñanazales—dijo la tía Dolores—. ¿Ves aquellos búis
moricos?... Son de casa: la mejor pareja del lugar.

—Y la obrera, ¿quién es?—preguntó la moza en seguida.

—Una que tú no conoces: está para parir.

—¿Y trabaja?

—¡Qué ha de hacer! Así hemos trabajado todas.

Fuese hacia ella la abuelita, diciéndole a _Mariflor_:

—Mira, ahí tienes un sentajo: quédate a descansar un poco, que voy a
ver la traza del terreno.

Y se alejó por la linde menuda, donde la barbechera puso fonje mullida,
amortiguadora de los pasos: delante de los bueyes «moricos» una mujer
esperaba, limpiando la reja con el gavilán.

Sentóse Florinda en una piedra grande, relieve de majanos divisorios,
y como el sol ya calentaba mucho, se subió hasta la frente, suelto
y libre, el pañolito que sobre el jubón lucía: así quedó desnuda
su garganta, carne fina y trigueña, dorada y dulce como fruto en
sazón. Bajo aquella piel sérica y firme, soliviando los corales de la
gargantilla roja, estalló un sollozo contenido apenas, y la suave faz
mojada en llanto buscó refugio entre las alas del pañuelo.

No sabe _Mariflor_ por qué llora, ni cuál de las amarguras que conoce
levanta en su espíritu esta repentina tempestad: añoranzas, acaso, de
los padres ausentes en dos mundos distintos y remotos; quizá secretas
aspiraciones de la juventud amenazada; imágenes, tal vez, de otra
vida feliz que ya es recuerdo; todo junto, apremiante y doloroso,
removido por la tristeza infinita del páramo, oprime y sacude el
corazón de la niña maragata... ¡Quién sabe si también las piedades
y las indignaciones alzan su voz de llanto en aquel pecho altivo y
generoso!...

Aunque no comprende Florinda la razón de aquella angustia impetuosa,
bien quisiera llorar mucho, sólo por el descanso de su alma, que se lo
pide con sordas voces. Pero hace un valiente esfuerzo para tragarse los
sollozos, se enjuga las lágrimas y pretende evadirse a todo trance del
vehemente dolor cuyo motivo determinado ignora.

Casi duda conseguir este triunfo la muchacha jovial que hace poco reía
en Valdecruces con escándalo de la tía Dolores. Y tanto arrecia el
ímpetu misterioso de la rebelde cuita, que _Mariflor_ cruza sus manos
en actitud devota de plegaria.

—¡Virgen!—prorrumpe—. Seréname como a las aguas turbias de los ríos,
como a las olas bravas de los mares...

Al punto un pájaro, escondido entre el barbecho, trasvuela hasta la
orilla de la joven, trinando alegremente. Ella le asusta con su propio
sobresalto, y el pajarillo vuelve entonces a trasvolar, sin suspender
su canción, muy contento de vivir, muy goloso de unas briznas de
hierba, casi invisibles, que se asoman cobardes al pedregal del camino.

A milagro le trasciende a Florinda aquella aparición, como si fuera
imposible que un ave gorjeara en primavera y habitara feliz en la
llanura de Maragatería. Un resorte, enmohecido en la memoria de la
triste, se mueve de pronto, avanza, busca, y encuentra estas palabras
dulces, que en augusto libro se aprendieron:

_Yo soy aquel que tiene cuenta con los pajaricos, y provee a las
hormigas, y pinta las flores, y desciende hasta los más viles
gusanos..._

Como por arte de magia cede la tormenta de lloros y suspiros que
descargaba, dura, allí, al violento compás de un corazón, y muéstrase
Florinda consolada lo mismo que si el pájaro inocente fuera un
mensajero providencial; cuando él, ahora, reclama y ayea en el
rastrojo, ella sonríe, sin lágrimas ni quebranto.

Persiguiendo el rumbo de la avecilla dan los ojos de la maragata en
un bancal de brezo florido. Ya va a correr para recibirle como otro
mensaje del divino Artista, cuando la voz de la abuela la detiene:

—¿Adónde vas, rapaza?

—A coger esas flores—murmura con el acento aún turbado por la
reciente borrasca de su espíritu.

Pero la vieja no se fija en ello ni repara tampoco en la lumbre de
pasión y delirio que arde en las mejillas de la joven, ni en el cerco
encarnado de sus ojos; está la tía Dolores preocupada porque, según
dice la obrera, uno de los «moricos» parece triste.

—¿Y ella, la mujer?—dice Florinda muy apremiante.

—¿Cuála?

—Esa que está terciando para ti.

—Pero, ¿qué hablaste della? ¡Estás boba!

—Que si gana mucho jornal—pregunta la muchacha algo confusa, sin
atreverse a decir todo lo que se le ocurre.

—Gana abondo: tres riales y mantenida.

—Y «abondo», es mucho... ¡Dios mío!—lamenta la niña con terror en lo
profundo de su alma.

Acércase distraídamente hacia los brezos, mientras inquiere la abuela
con un poco de desdén:

—¿Te gustan las albaronas?

—Son éstas, ¿no?

—Sonlo. También la urz negral da flor.

—¿Morada?

—Sí; parece de muertos... Son las más abundantes del país.

—Y las amapolas—añade Florinda, pensando—, ¡flores de tragedia!...
¿No sabes?—dice de pronto al oir cómo pía el pájaro evocador—. He
visto una codorniz.

—¡Quiá mujer!... Será un vencejo.

—Canta muy bien... ¿Oyes? ¡Si fuese una alondra!

—No, criatura; esas son más tardías y anidan en los trigales verdes;
por aquí escasean.

Dió prisa la tía Dolores: ya iba el sol muy alto y pudiera la moza
coger un «acaloro» no teniendo costumbre de andar a campo libre.

Retornando a la aldea, aún pregunta _Mariflor_:

—¿Es parienta nuestra la que gana tres reales?

—Algo prima de tu padre viene a ser; hermana de Felipa, pero ellas
se apellidan Alonso. ¡Lástima que a esta pobre la inutilice el parto,
ahora, para dos o tres días! Son buenas servicialas...

Allá flota el cobijo del pastor como abandonada bandera que ningún
viento agita en el desierto pardo de la llanura; los esquilones del
ganado tañen lentamente al compás del trajín, en algunas «aradas»;
y las mujeres, todas viejas al parecer, todas tristes, anhelantes y
presurosas, gobiernan el yugo al través de los terrazgos: queda el
camino a veces atravesado por el vuelo de un ave.

—¿No lo ves? Son aviones—corrobora la anciana—; éstos son mansos
como las golondrinas; vienen en la primavera y hacen el nido en los
alares...

Ya en la linde de Valdecruces, Florinda, con las flores del brezo entre
las manos, vuelve la mirada hacia el erial. Aquel primer paseo por el
campo de Maragatería causa en la joven una impresión indefinible de
angustia y desconsuelo.

Y aunque se reanima su fe con la memoria del divino Artífice «que pinta
las flores y tiene cuenta con los pájaros», los dulces ojos, serenos
como aurora otoñal, miran afligidos al horizonte.

[Illustration]



[Illustration]



VIII

LAS DUDAS DE UN APÓSTOL


A la sombra de la nublada frente, los ojos de don Miguel estaban
tristes; retirado el sacerdote a su aposento, con las manos entre las
rodillas y el busto inclinado en el «escañil», meditaba sin tregua.

¡Vaya un conflicto! ¡En buen hora la compasión y la amistad lleváronle
a ser consejero y tutor de la familia Salvadores! Toda la solicitud con
que él defendía los embrollados asuntos de esta pobre gente, no bastaba
a prevenir su adversidad.

Las noticias de América eran harto desconsoladoras: el padre
de Florinda, «el señor Martín»—según le llamaba el mismo don
Miguel—encontró a su hermano Isidoro muy enfermo, y en manos ajenas
el humilde negocio allí establecido, señuelo de la esperanza familiar,
vorágine que sorbía cuanto la usura prestaba, con subido interés,
sobre el menguado peculio de la tía Dolores.

Algún socorro llevó a ultramar el segundo emigrante: algo de lo que a
duras penas salvara en el hogar costanero; mas la viril resolución del
señor Martín, expatriándose con la pena de su reciente viudez y dejando
a su hija en Valdecruces, parecía estéril ante la mala ventura que a
todos alcanzaba desde la amarga paramera.

Ya el ausente maragato le escribía con sigilo al sacerdote, que
juzgaba muy difícil levantar el caído negocio de América sin mucho
más dinero del que llevó; hablaba también de Florinda con tristeza
angustiosa y mostrábase impaciente por conocer el camino de las
negociaciones matrimoniales entre ella y su primo Antonio. «A base de
esa alianza—escribía—quizá fuera posible restaurar la hacienda de
Valdecruces, pero yo quiero dejar a la muchacha en absoluta libertad
para elegir marido: nada ambiciono para mí; por ella y por mi madre
sufro; por este pobre enfermo y por sus hijos me afano». Y añadía:
«Dime tus impresiones. Antonio irá para la fiesta Sacramental; creo que
sigue muy encaprichado por la niña; sabe que está bien educada, que
es hermosa, y, tanto él como su madre, desean lucir en la ciudad una
mujer de buen porte y de finura. Mas yo no quiero engañar a mi sobrino;
si llega la ocasión, hazle saber que perdí casi todo cuanto tenía en
el tiempo en que negociamos la boda bajo la condición de someterla
al gusto de la rapaza; el novio sabe que he delegado en ti todas mis
atribuciones sobre el particular...»

Recordando la carta confidente, el cura se levantó inquieto y anduvo
por la salita con aire absorto; había recibido otra esquela, y otra
aún, que, distintas y semejantes a la vez, convergían al mismo punto:
el matrimonio de Florinda.

El pretendiente de Valladolid escribía al párroco diciéndole que,
«sabedor de la tutela que desempeñaba cerca de su prima, tenía el
gusto de comunicarle su propósito de celebrar la boda aquel verano,
aprovechando la ocasión de su viaje a Valdecruces «cuando las fiestas»,
puesto que sus muchas ocupaciones le impedirían volver, y ya era hora
de tomar estado... Quedaba en espera del «sí» definitivo para los fines
consiguientes...»

Y en el mismo correo, también con sobre al señor cura, una letra fina y
nerviosa, clamaba de pronto:

«¿No te acuerdas de mí?... Considero imposible que me hayas olvidado,
aunque nada contestas cuando van mis renglones a buscarte; soy aquel de
las coplas y de las penas a quien tú exaltabas con elevados discursos
a la orilla del mar, del mar mío que amaste y «sentiste» como un gran
artista.

»De aquella amistad nuestra guardo yo recuerdos imborrables que ojalá
perduren también en tu memoria; atisbos de tus antiguas confidencias,
raras y profundas como las de un santo; reliquias inefables de la paz
de tus ojos, de la ternura extraña de tu voz. Siento al través de nueve
años de ausencia la codicia de un secreto que en tu alma soñé... No lo
niegues; era un secreto «blanco» y triste (según decimos ahora) que en
vano quise aprisionar en los moldes artificiosos de una fábula... Tú no
hablaste nunca, y aquel misterio quedó en mi fantasía como intangible
estela de visiones que no pueden cuajarse en una estrofa...

»Quizás haré mal en volver a ti con esta memoria por divisa; quizás te
alarmo y «te escondo» al resucitar de improviso el agudo recuerdo de
mis curiosidades; mi propia imprevisión te prueba la cordialidad de
este impulso.

»Al regresar de Cuba hace dos años supe en Villanoble que habías
terminado la carrera con mucha brillantez, y te escribí a tu pueblo;
después te mandé mi último libro: no respondiste a mi reclamo. Ahora,
una adorable letra de colegiala ha escrito para mí tu nombre, y
esta providencial noticia tuya que recibo por tan dulce mensajero,
me conmueve con el íntimo temblor de muchas ocultas emociones que
despiertan y vibran, gozan y esperan...

»Si te asusta mi exordio, si te desplace esta indiscreta persecución
psicológica y sentimental, juro en mi ánima acallar para siempre tales
porfías inquiridoras; y aún le queda a este pobre artista el aspecto de
entrañable amigo y de hombre sensible para quererte y admirarte mucho.

»Acógeme bajo esta fase de íntima fraternidad que antaño nos unió
por encima de mis inquietudes y de tu reserva; óyeme con tu afable
sonrisa de tolerancia: de mi corazón, que tú conoces de memoria, voy a
mostrarte una página «inédita», que casi yo mismo ignoro.

»—Ya «te siento pensar» con reflexiva compasión:—¡Cree que está
enamorado!...

»Tú sabes muchas leyendas de mis amores, y sonríes con incredulidad,
al verme perseguir de buena fe otra dulce mentira... Nada profetizo,
porque me he equivocado muchas veces; mas, honradamente te aseguro que
si éste de hoy no es el «definitivo» amor... está muy cerca de serlo...»

No acertó el comunicante, suponiendo que el sacerdote hubiera sonreído
en la lectura de esta carta. Aun recordándola ahora, palidecía
ligeramente y plegaba con nueva incertidumbre el entrecejo. Ninguna
personal zozobra le suscitó el escrito del poeta; a las particulares
alusiones con que Rogelio Terán le saludaba, fuéle a don Miguel muy
llano contestar con serena desenvoltura:

«Cumple ese espontáneo juramento y renuncia de una vez a tus pesquisas
novelables; ni una mala copla podrías ensayar a cuenta de los «secretos
blancos» que me atribuyes, y que sólo existen en tu imaginación.»

Mayores dificultades tuvo que vencer el cura para contestar al resto
de la carta, donde el artista, en pleno asunto de novela, contaba con
lírico entusiasmo la despedida y el encuentro, origen «aquella nueva
página de un corazón». Desde _el sueño de la hermosura_ sorprendido en
el viaje, hasta el adiós penoso en el andén astorgano, toda la historia
linda y triste pasaba lo mismo que una centella por los enamorados
renglones. Y don Miguel, ingenuamente conmovido por aquella relación
fervorosa y rara, hallóse lejos de sonreir; repercutían en su espíritu
con singulares ecos las exaltaciones generosas reveladas en aquel
párrafo:

«... Esta niña tan llena de atractivos, que merece llamarse María y
llamarse Flor, me ha mirado con deleite y ternura en dulcísimo abandono
de su alma, y dejándome vivir como un sonámbulo a orilla de la hermosa
realidad, hundióse en desierto camino paramés, al lado de una vieja
lamentable y torpe, con rumbo sabe Dios a cuántas amarguras...»

—¡Sabe Dios a cuántas!—repetía el sacerdote, saturándose en el
latente aroma de caridad vertido de la pluma del poeta.

Delatada por el santo perfume, la pura doctrina de un noble corazón
daba su fruto en estas otras frases:

«Yo sé que esa pobre familia te aprecia como confidente y amigo de su
más íntima confianza; que ponen en tus manos sus asuntos y proyectos,
y que entre _Mariflor_ y un primo suyo median planes de boda no
sancionados aún completamente. ¿Quieres hablarme de estos propósitos?
¿Quieres decirme si dañaré los intereses de la muchacha yendo a
solazarme con su presencia al amparo de tu amistad? Siento la violenta
tentación de volverla a ver.—¿Con qué intenciones?—me preguntas—. Yo
mismo las ignoro en definitiva; desde luego con las de hacerle todo el
bien posible, y ni una sombra de mal siquiera.»

Al llegar mentalmente a este punto de la lectura, todos los días
repetida de memoria, el párroco de Valdecruces hizo una pausa en su
agitado raciocinio, acodóse en el tosco rastel del antepecho y encendió
con lentitud un cigarro.

A espaldas del fumador aposentábase la sombra en la modesta salita,
diseñando apenas el perfil de un pupitre y de un sillón y el contorno
de unos altos escabeles. Fuera, se amortecía bajo el crepúsculo un
huertecillo, cuyas legumbres posaban pálido tapiz de verdura sobre el
color ocre de la tierra, y en la apacible lontananza del erial tenía la
muerte de la tarde una serenidad purísima.

Paseó don Miguel sus claros ojos por el asombrado huerto, por el
deleznable caserío asignado entre calzadas y rúas silenciosas, y los
clavó después en el lueñe horizonte, allí donde sangraba la agonía de
un magnífico sol de mayo, en la serena curva del cielo azul: evocaba el
sacerdote aquel momento en que acudiera _Mariflor_ a su llamada para
responder con claridad a dos trascendentales preguntas:—¿Quería a su
primo por esposo?

—No, señor—dijo rotundamente la moza sin asomo de vacilaciones.

—¿Y a Rogelio Terán?

Aquí, una súbita sorpresa tiñó de grana el semblante de Florinda, la
cual bajó los ojos, torció nerviosa el pico del pañuelo y exclamó lo
mismo que la heroína de Campoamor:

—«Cómo sabe usted?...»

Aunque el cura de esta _dolora_ no era «un viejo», para él tuvo la
niña «el pecho de cristal», como en la fábula; y apenas dejó traslucir
los amorosos afanes, tuvo también la palabra expedita para defender
sus preferencias y los libres fueros de su corazón. Ya para entonces
habíase mostrado transparente como el pecho, el cristal de unos ojos
que miraban al párroco de hito en hito, y en los cuales fulgía la
esperanza como un rayo de luna sobre el mar.

Sintióse conmovido el sacerdote en la contemplación de aquella moza que
miraba de frente como él, sin duda porque tenía muchas cosas buenas
que decir con los ojos oscuros y anhelantes. Y al cabo de innumerables
observaciones y temperamentos, se convino en la plática, requeridora
una triple resolución: escribir al padre el fiel relato de la amorosa
cuita; tratar con el primo, sólo verbalmente, «del asunto», sin
corroborarle entretanto promesa alguna de matrimonio; y responder a
Terán «en la forma que el señor cura lo creyera discreto», dando margen
a las ilusiones que la niña compartía con el poeta.

Así, _Mariflor_ y don Miguel se propusieron en amigable complicidad
servir a los corazones y a los intereses, con un sentimiento doblemente
caritativo por parte del sacerdote; avaro y generoso a la vez, en el
espíritu ferviente de la enamorada.

—Yo misma—concluyó por decir aquella tarde—explicaré a Antonio este
verano los motivos de mi negativa y le pediré la protección de su
fortuna para la abuela. Si es bueno y es rico, tanto como dicen, ¿ha
de negarse a salvarnos a todos? Cuanto más que yo no pretendo que nos
regale nada; bastará que nos preste sin usura...

Y como don Miguel acogiera en silencio el vehemente propósito, añadió
la muchacha con vivísima zozobra:

—¿Cree usted muy difícil un milagro?

—Según y conforme...

—Es que yo le he prometido a Olalla hacer uno, con la ayuda de Dios,
para librar la hacienda de abuelita.

—¿Y será a base de lo que Antonio te conceda y tú le niegues?

—¡Eso mismo! ¿Le parece a usted imposible de lograr?

—¡Oh transparente corazón de mujer—meditó el cura sonriendo—.
¡Mezcla humanísima de egoísmo y caridad, de obstinación y de
ternura!... En fin—dijo sentencioso—: la fe mueve las montañas...
Para Dios no hay imposibles...

Las últimas palabras del sacerdote extendieron por el dulce rostro de
la niña una expresión de singular confianza. Así, férvida y creyente,
se había despedido _Mariflor_ en aquella entrevista.

Desde el mismo barandaje donde el cura se apoya, la vió cruzar el
huerto y salir a la penumbra del camino en el preciso instante en que
pasaba _Rosicler_ balanceando su chivata de pastor al compás de una
copla.

Se saludaron los dos mozos bajo las alas de la brisa, mientras el
paisaje se quedaba dormido en la mansedumbre de la noche y florecía
en astros el profundo cielo. Y cuando ambas siluetas se dibujaron
levemente, ya separadas en la oscuridad, la canción de _Rosicler_ vibró
engreída, dejando en el aire una letra de boda, el jirón de un romance
popular que pregonaba:

    «Mira, niña, lo que haces,
  mira lo que vas a hacer,
  que el cordón de oro torcido
  no se vuelve a destorcer...»

Trovó un pájaro en su última ronda por el huerto, rodó en las nubes
una estrella rubia, y don Miguel sintió los ojos turbios de lágrimas,
quizá nacidas de la melancolía de la hora, o de aquel recuerdo «blanco
y triste» mentado por el poeta, removido por los acentos de la copla,
por la visión juvenil de la niña y el zagal...

En este otro crepúsculo, tan espléndido como aquél, la honda meditación
del señor cura tiene cambiantes y matices como la piedra ónice, y el
relámpago de alguna sonrisa aclara a veces el frunce del entrecejo en
la frente del apóstol. El cual, como si hallase súbito remedio a una de
sus perplejidades, arroja por el balcón la punta apagada de su cigarro,
y asomándose a la puerta de la salita, llama de pronto:

—¡Ascensión!... ¿puedes venir?

—Voy ahora mismo—responde en el fondo de la casa un agudo acento de
mujer. Y una moza acude en seguida, diciendo al entrar:

—¿Enciendo luz?

—Todavía no. Te quería preguntar si conseguiste que Marinela
Salvadores te confiase aquel secreto que tú adivinabas.

—Y acerté, mismamente.

—Vamos a ver: ya sabes que no me impulsa la curiosidad a estas
averiguaciones en que tú me ayudas: quiero el bien de la rapaza; curar
esa dolencia, esa misteriosa pesadumbre que nadie conocía... ¿Qué
tiene, en fin?

—Tiene... vocación de monja.

—¿Así, en firme, de verdad?—exclama absorto el párroco.

—De verdad, tío. Si no entra clarisa, se comalece.

—Pero, ¿de qué le ha quedado eso?

—De que un día fuimos juntas a Astorga y llevamos de parte de usted un
mandado para la madre abadesa: fué en el mes de abril...

La muchacha se sienta en un escabel, y el cura, reclinándose en otro,
cerca de la sobrina, escucha con atención, ya bien entrado en el
aposento el silencioso temblor de la noche.

—Fué en el mes de abril—repite Ascensión después de una pausa,
dando mucho alcance a su confidencia—. Con la madre Rosario salió
al locutorio una novicia a quien yo conocí en la Normal de Oviedo.
Nos dijo que estaba muy gozosa en la clausura, que tenían un jardín
precioso donde cultivaban flores para la Virgen, y que se disfrutaba
un deleite divino en aquella vida. Marinela, que no habló una palabra,
salió de allí tocada de la vocación como por milagro, y desde entonces
conozco que se muere por ser monja.

—Pero, ¿y la dote?—prorrumpe don Miguel con impaciencia.

—Por eso la zagala padece; hoy me ha confesado sus pesares al volver
de Piedralbina: ni por soñación espera conseguir los dineros para
entrar en Santa Clara... ¡y llora tanto!

—¿Y por qué ha de ser en Santa Clara precisamente? Si tiene verdadera
vocación religiosa, bien puede buscar otro convento donde no necesite
llevar mil duros por delante.

—Ya se lo he dicho yo; pero ella quiere en ese, en ese nada más. ¡Usan
las monjas un traje tan precioso, todo blanco! Y se dedican a plegar la
ropa de los altares, a hacer dulces y labores; ¡cosas finas y santas!

—Sí—replica el cura remedando el tonillo alabancioso de la moza—, y
a practicar ayunos y vigilias, penitencias y sacrificios.

Tras un breve silencio, Ascensión añade con tenue ironía:

—En su casa ayuna Marinela y vive sacrificada... Ser clarisa es
destino envidiable.

—¿También para ti?

—¡Yo, como tengo dote y haré buena boda!

—Porque Máximo tiene dinero, ¿no?

—¡Claro está! Pero Olalla y Marinela no han de casarse: todo el mundo
dice que la tía Dolores ha perdido el caudal.

—¿De manera que te parece envidiable el destino de monja para esa
niña, porque no tiene un céntimo?

—Ya ve... Estar a la sombra en un claustro hermoso, vestida de
azucena, cuidando un jardín para la Virgen, ganando el cielo entre
oraciones y suspiros... es mucha mejor suerte que trabajar la mies como
una mula para comer el pan negro y escaso, y envejecer en la flor de la
mocedad: yo que Marinela, también entraba clarisa.

—Pero, criatura y ¿la dote? ¿No ves que si ahora le diesen veinte mil
reales a Marinela para profesar en Santa Clara, lo mismo le servían
para casarse? Menos tienes tú y sólo por lo que tienes vas a hacer
una «buena boda», según dices: la pobreza no justifica la vocación
religiosa en este caso, y más vale así, aunque sea imposible realizar
los deseos de tu amiga.

Ascensión, la maestra elemental, sobrina del señor cura, no enrojece al
sentirse envuelta en tan desnudos comentarios, sino que, reflexiva y
avisada, advierte a la sapiencia y lógica de su tío:

—Repare que muchos prelados reciben herencias para dotar a las
novicias pobres, pero nunca para dotar a las novias... Hay devotos
ricos que protegen con grande caridad las vocaciones religiosas; hay
plazas de favor en los conventos; y, en un caso de apuro, no teniendo
una mujer nada más que la tierra abajo y el cielo arriba... menos
difícil me parece entrar en la clausura con el hábito que entrar en la
parroquia con el novio... ¿No es verdad?

La pregunta, certera y amarga, hiende como un dardo la sombra, y el
sacerdote álzase al recibirla y se lleva la mano al pecho igual que si
le sintiese herido.

Suspira sin responder, da unos pasos a tientas por la estancia y, de
pronto, se dirige hacia el balcón, donde acaba de asomarse la luna bajo
un pálido velo de niebla.

—¿Enciendo luz?—vuelve a preguntar la moza, dando por concluído el
interrogatorio.

Y con grave intención, que ella no comprende, el párroco de Valdecruces
avanza en la oscuridad hacia el claror divino y, señalando al cielo,
responde:

—Deja que ésta me alumbre...



[Illustration]



IX

¡SALVE, MARAGATA!


AQUEL jinete que cruzaba la estepa en un mulo, a pleno sol, vagoroso
y audaz, con aires de aventura, parecía, de lejos, _Don Quijote_;
cenceño, flexible, impaciente, exploraba los horizontes y caminos
ensoñando quimeras, igual que el caballero de la _Triste Figura_. Un
pobre _Sancho_ de a pie le acompañaba, ni gordo ni contento, alquilado
en Astorga a la par del mulo; no iban de palique el criado y el señor,
como sucede en las novelas, donde un hidalgo curioso cabalga por país
desconocido a la vera de un guía, y todo se le vuelve al intruso
preguntar al indígena por esto, por lo otro y por lo de más allá.

Este espolique de ahora no era muy explícito que digamos: corto de
palabras y largo de piernas, quizá pretendiese economizar en saliva lo
que derrochaba en pasos, y así holgaba su boca mientras sudaban sus
pies.

Tampoco las preguntas del caballero parecían a propósito para
quebrantar la pasiva reserva del peón: interrogaba aquél, confusamente,
sobre agricultura, historia, costumbres y privilegios de la tierra, y
el pobre maragato encogíase de hombros bajo su parda almilla, con ruda
perplejidad.

—Aquí, de agricultura—supo al fin responder—, pues... el centeno;
de costumbres... nacer, emigrar, morirse, ¡como en todas partes! De
historia... los cuentos de las viejas, patrañas de godos y romanos...
¡vaya usté a averiguar! y de eso otro que usted dice... ¡diájule! non
lo oí mentar nunca...

Era el espolique un hombre, tosco por su innata rudeza, condenado a
servidumbre, que a la sazón padecía en una posada de la capital.

El andante caballero, visto de cerca, había trocado el yelmo de
Mambrino por un _jipi_, y la célebre lanza por un vástago de roble;
llevaba un maletín a la grupa, finos guantes en contacto con las
bridas, y áureos lentes sobre los ojos azules; era joven y parecía
feliz.

Según iba creciendo la mañana, aparecíase, bajo la fuerza del sol, más
vasto el erial, más estéril y solitario. Caía la luz con arrogancia,
en toda la plenitud del mes de junio, y extendía el purísimo celaje
su amplia curva sobre la planicie con una majestad acogedora, llena
de resplandores. Los cascos de la caballería alzaban un eco sordo al
herir el camino polvoriento, y en la orilla de tímidos bancales algunos
brezos violados desfallecían de sed y de tristeza.

Cansado ya el viajero de pretender la esquiva conversación del
espolique, iba poblando de visiones y recuerdos aquella muda soledad.
Comenzó por discurrir, con acalorada fantasía, si a tales senderos
confusos, todos aridez y desolación, haría referencia aquel fiero
relato de una lucha terrible en que el godo Teodorico destruyó las
tropas del rey suevo, Rechiario, en las _llanuras parámicas_, un
célebre día 3, _antes de las Nonas de octubre_... Apenas evocada esta
bárbara memoria, un nuevo relámpago de la imaginación encendía delante
del viajero las recordaciones caballerescas de cierto famosísimo
hecho de armas que en el siglo XV tuvo lugar a la orilla del _Camino
francés_, en el ancho país de «los pueblos olvidados».

Y ya no eran indómitas mesnadas las que en sangrientas imágenes
cruzaron la llanura en torno del jinete soñador: los más bizarros
adalides de la Edad Media, en marcial apostura de torneo, acudían
ahora a las brillantes justas del _Paso honroso_, mantenidas por Suero
de Quiñones y otros nueve gentiles caballeros; hasta sesenta y ocho
de lejanos reinos y ciudades sorprendieron con el trote bravo de sus
corceles el silencio profundo de la estepa, codiciando un puesto en la
peregrina lid, donde los defensores se proponían correr _trescientas
lanzas, rompidas por el asta con fierros de Milán_...

Un caliente arrebato de bravura agitó el renuevo de roble en las ancas
del mulo; dió la bestia un respingo cobarde, y el viajero creyóse
transportado a la famosa liza sobre las relucientes crines de un potro
andaluz. Le enardecieron con singulares bríos los sones de aguda
trompetería _en tono rasgado_ para _romper en batalla_, y vislumbró
en el marco de la insigne fiesta la hermosura exquisita de doña Inés,
doña Beatriz y doña Sol: iban a rescatar sus guantes empeñados por la
galantería de los combatientes.

De pronto una imagen viva, cándida y humilde, alzó en el polvo del
camino su miserable silueta; llevóse el visionario la mano al _jipi_
con rendimiento cortés, y una pobre maragata, cabalgadora en lenta
burra, pasó con los ojos bajos, murmurando apenas:

—Buenos días.

Al tímido rumor de tal saludo quedó roto el encanto del caballero, el
cual en aquel mismo instante imaginaba descubrirse ante doña Mencía,
la celebrada esposa de don Gonzalo Ruiz de la Vega, dama ilustre cuyo
guante había de rescatar en el _Paso honroso_ el conde de Benavente...

Suspiró _Don Quijote_, sonriendo; volvió en torno suyo la mirada y
quedó atónito, como sobrecogido por la austeridad infinita del paisaje:
ni una nube corría por el cielo, ni un átomo de vida palpitaba en
el llano. La tierra infecunda se resquebrajaba a trechos, rugosa y
amarilla como el cadáver de una madre vieja en cuyo rostro las lágrimas
dejaron surcos hondos y fríos.

Al roce súbito de aquella trágica impresión, la fantasía del ecuestre
viajero volvió a encresparse lo mismo que una ola, y tornaron a poblar
la gris llanura un tropel de personajes, surgentes de leyendas y
becerros, códices y archivos; desfilaban en la más pintoresca de las
confusiones; algunos tan despacio como si les adormeciese el son remoto
de antiguos cantares. Mezcláronse las preces sordas de una bárbara
religión primitiva con los salmos rudos del pueblo romano y con las
cristianas oraciones de aquellos devotos que, viviendo en la tierra
la Madre del Salvador, _le mandaron desde Astorga un mensaje verbal a
Palestina_... La figura pálida y lastimera del «Rey Monje», iba, con
los ojos vacíos y los hábitos en túrdigas, arrastrando su pesadumbre
junto al brutal perjeño del rey Mauregato, legislador en fabuloso
tributo _de las cien doncellas_. Después, en la desnuda lejanía,
se perfiló el fantástico ejército que en vísperas de la batalla de
las Navas acudió a las puertas del monasterio de San Isidoro, en la
ciudad de León, a llamar con recios golpes: capitaneaban la hueste
romancesca el Conde Fernán González y el Cid, buscando en su sepulcro
al rey Fernando I para que asistiese con ellos al combate... A la par
de estas visiones legendarias, amacos, asturicenses, celtas, iberos
y romanos, judíos y moros, surgían en quimérico rolde, edificando
y destruyendo con febril ansiedad. Augusto, Vespasiano, Teodorico,
Witiza, Tarik, Almanzor, una apretada nube de conquistadores y vencidos
posaba su ambición y su ideal en los solares rotos, hundiendo bajo la
tierra lanzas y semillas, regándola con lágrimas y con sudores. Mas el
yermo, silencioso, inmutable como la eternidad, no sintió la herida
de los hierros ni la amargura de los llantos; no fecundó una sola
grana de simiente ni ablandó su dureza con el sudor de las audaces
generaciones. Sin amansar su esquivez ni merecerle una sonrisa, le
anduvieron de hinojos ilustres obispos y fervientes misioneros; rudo
campo de penitencia donde sólo florecían sacrificios y austeridades, le
santificaron legiones de creyentes en pos de anacoretas y de apóstoles:
Jenadio, Fructuoso, Valerio, Froilán, Domingo (aquel que se llamó _de
la Calzada_, porque ayudó a labrar con sus manos el _Camino francés_),
santos eran que en el «desierto» de León y de Castilla, con abundantes
compañeros y discípulos, clavaron la Cruz y la oración en gloriosa
campaña espiritual. Y ¿no hubo, entre tantos amores, heroísmos y
proezas, bastante calor humano para dar vida a los eriales solariegos,
para resucitar la muerta llanura?... ¿Cuántos siglos yacía yerto,
insensible como un cadáver, el pobre suelo, hendido igual que un viejo
rostro donde el llanto labró surcos?... ¿Qué pretéritas edades, qué
desconocidas criaturas le sintieron latir rico y preñado como fecunda
tierra del corazón de una patria?...

¡Eran éstas demasiadas interrogaciones! Aunque el viajero había
refrescado sus memorias y lecturas antes de ponerse en camino, ya le
faltaban a su mental soliloquio documentos y recursos para discutir
las causas de aquella perpetua desolación. Quiso hurtar el fatigado
pensamiento a la sutil y complicada red de tales raciocinios, pero su
noble conciencia de hidalgo y de patriota le acusó de un tanto de
culpa en el abandono y la ingratitud que lamentaba sobre el muerto
camino. ¿Quién mejor que un poeta para abrir a las modernas corrientes
de cultura y piedad un ancho cauce, y fundir en mieses de oro las
entrañas estériles del páramo?

Alzó el jinete la juvenil cabeza con arrogante impulso, y posó la
caricia de sus ojos azules sobre los escobajos del sendero: quería
enamorarse de aquel vago propósito que de repente le asaltaba; sentir
fuerte y grande el entusiasmo por la liberación de aquella tierra,
solar de una raza insigne, testigo y campo de una historia inmortal,
madre eternamente condenada a la esclavitud de la miseria en el mismo
seno de su floreciente nación.

Que era empresa de locos aquel sueño, le decía al hidalgo su prudente
egoísmo. Pero las ansiedades del artista y las inquietudes del quijote
respondieron al punto: ¿Acaso con la pluma no tiene una palanca
invencible cada escritor moderno?... ¿No son ahora el libro y el
periódico los vencedores propagandistas de la idea?...

El mulo se había parado: lanzó un sordo relincho; olfateaba, y tenía en
los belfos una ligera espuma.

—¿Qué le sucede?—preguntó el caballero mientras arreaba el espolique.

—Le desazona el secaño—respondió el aludido parcamente.

Y a la sola noticia de que el animal tenía sed, cambiaron de rumbo
los pensamientos del poeta: sintió el desamparo de la ruta con una
sensación de punzante disgusto; un antojo violento de agua viva,
de agua corriente y bienhechora, le secó las fauces y le enardeció
la frente. Desconcertado y pesaroso, escudriñó la monotonía de los
horizontes con la angustia del náufrago que persigue una vela salvadora
en las desiertas lontananzas del mar. Pero en la vibrante luz ni
las alas de un insecto se mecían; hasta el aire parecía dormido en
la llanura, y la llama del sol, derramando su lumbre en el erial,
semejaba una lámpara encendida sobre enorme sepulcro.

En vano buscó el jinete algún semblante amigo donde poner con beatitud
la mirada, sedienta de piedad; por toda respuesta a tan ávida pesquisa,
dió el implacable suelo una gris vegetación de cardos marchitos y de
rastreras gatuñas.

Entonces al poeta le asaltaron enjambres de visiones fugitivas: cortes
y ejércitos, potentados y magnates, artistas y labradores, huían hacia
los valles, hacia los ríos y las costas; buscaban la dulzura de los
bosques y la riqueza de las mieses. Los reyes castellanos, Ordoños
y Bermudos, Urracas y Berenguelas, Fernandos y Alfonsos, sentían en
la pujanza de su corona temblar el espanto del yermo como un trágico
soplo de muerte y exterminio. Y por fin abdicaba—con el abandono y
la expatriación—su omnímodo poder sobre la estepa aquel noble señor
de _diez mil vasallos, siete villas y ochenta y tres pueblos_, Alvar
Pérez Osorio, marqués de Astorga, alférez mayor del Rey, mantenedor
valiente de la bendita Seña en la batalla de Clavijo, el que a los
veintiséis títulos de sus blasones unió la singular grandeza de poderse
llamar «Señor del Páramo»... La solariega casa de Osorio, descendiente
de emperadores orientales, prima de reyes, madre de los condados de
Altamira, de Luna, de Guzmán, de León, de Trastamara y de Cabrera,
raíz y origen de los más puros abolengos españoles, árbitra de las
libertades de Castilla, levantó su hidalgo señorío de los cabezos del
erial, y olvidando la aspereza de tal cuna, indómita y fuerte como el
destino, huyó también a refugiarse en más hospitalario país...

Allá lejos, donde el cielo y la tierra parecen confundidos en infinita
comunión de inmensidades, aparecióse un punto blanco. Viéndole flamear
distintamente, veloz en el aire con arrogancia majestuosa, murmuraba el
quijote «modernista» en la embriaguez de sus evagaciones:

—¿Será el lienzo de un barco?... ¿Será la bandera de Clavijo?...

Historia, fantasía y leyenda, bailaban, locas de remate, bajo la frente
rubia del mozo soñador; preso en la terrible pesadilla del llano,
confundido entre realidades y quimeras, sentía vagamente la sombra del
ensueño, el cansancio del viaje y la amargura del lugar. Quiso vencer
aquel estado de modorra, sacudir el delirio y la fatiga; hizo al cabo
un esfuerzo para recobrar su aplomo, y advirtió, al conseguirlo, que
tenía hambre y que le dolía un poco la cabeza. Miró el reloj: iban a
dar las once. Había salido de Astorga con muy ligero desayuno, y el
camino y el sol estimulaban ahora sus buenas disposiciones para el
almuerzo.

—¿Qué se ve allí?—preguntó al guía, señalando la única mancha del
horizonte.

—Es la cigüeña—dijo el maragato, y añadió—: Ya no está lejos
Valdecruces.

—Ni lienzo navegante, ni enseña heroica—pensó el joven, burlándose
de su visionaria turbación—; son unas alas potentes; por su destino
libres, cautivas por su fidelidad.

Y quedóse el viajero sumergido en regalada laxitud, en el sedante baño
de poesía que la contemplación del ave le brindaba.

Todo era manso y fuerte en la vida singular del enorme pájaro: la
reciedumbre de su nido, centenario a veces, puesto en la torre
parroquial debajo de la Cruz, en el apacible corazón de las aldeas;
la ternura delicadísima para con los hijuelos; aquella gracia seria y
noble con que vigila las sembraduras y convive entre los campesinos;
la rara y firme condición de su boda sexual _para toda la vida_; de su
vuelta al mismo terruño para todos los años, y la reposada actitud de
la figura, el paso y el vuelo, que componen armoniosa grandeza con el
matiz austero del paisaje... Cuanto del animal amigo de los hombres
pudo enaltecer el curioso viajero, parecióle conmovedor y simbólico.

—Una maragata y una cigüeña me han «hecho los honores» del
páramo—meditó, engolfándose en la repentina emoción.

En aquel momento la breve caravana, doblando una ligera loma, alcanzó
al ave, quieta en el camino; tenía el largo cuello ondulante, y el
pico un poco inclinado hacia la tierra; miraba pensativa los áridos
terrones, como la mujer que al paso del caballero musitó humildemente:
«buenos días». Y siguió esperando, inmóvil en su habitual postura de
meditación y reposo, hasta que llegaron los caminantes: alzó entonces
lentamente sus ojillos de indefinible color, pardos y cenicientos igual
que la estepa; dió algunos pasos con dignidad y compostura, erguido el
cuerpo, mesurado el ademán, y abrió, por fin, las espléndidas alas con
un vuelo fácil y gracioso, desapareciendo del horizonte en majestuosas
espirales.

No tuvo tiempo el poeta para glosar con sus admiraciones tan peregrino
espectáculo, porque al rendir la imperceptible cumbre, mostró el duro
sendero repetidas señales de dulzura.

Se alzaba un poco en aquel sitio y por él descendían las tierras en
suaves ondulaciones, amansadas y humildes, con recientes señales de
cultivo y amigables surcos de senderos.

A preguntas curiosas del jinete dijo el peatón que allí empezaba la
mies de Valdecruces, y que aquellos «bagos» ya tenían hecha la tercera
labor para recibir la simiente «en la semana de los Remedios», al nacer
el otoño.

Y acosado por nuevas preguntas, explicó el maragato cómo la pobreza
del país no permitía cosechar anualmente en los mismos terrenos, y así
quedaban en _fuelga_ los unos mientras fructificaban los otros.

—Éstas—añadió en el tecnicismo agrícola del país—estuvieron «de
aramio» siete meses.

Y señalaba las glebas recién movidas junto a los profundos roderones
del espacioso camino. El cual iba estrechándose con la disimulada
lentitud de un prisionero que al evadirse quiere ocultar su prisa y
su esperanza. De ambos afanes pudiera suspirar el triste fugitivo del
barbecho, buscando la ilusión de una mies, la gracia bienhechora de un
arroyo y el caliente regazo de una aldea.

Y esta sorda inquietud que parecía latir en la pálida ruta, comunicóse
a los viajeros con impaciencia viva, sin excepción del mulo, apresurado
ahora, olfateador y relinchante por demás. Habían torcido su rumbo por
la estepa, a indicaciones del caballero, que la quiso recorrer toda, y
entraban en Valdecruces por un transitorio vergel de centenos maduros.

Pocos pasos adelante, columbró ya el jinete la verdosa masa de hojas
y de espigas, un imprevisto oasis que, acosado de cerca por el erial,
parecía surgir inseguro y tembloroso como un atrevimiento de furtivo
amor hacia la esquiva ingratitud.

Pasó un hálito caliente de primavera sobre el áspero dorso de la
llanura, y las espigas estalladas exhalaron dulcísimo perfume.

Comenzaban a palidecer las anchas hojas lineales en torno al granado
fruto, muertas ya las sutiles flores en el raquis henchido. Pero aún
flotaba en el ambiente esa especie de niebla azul, producida por aromas
y glumas de la flor.

Hundiéndose de pronto el forastero en tan inesperado paraíso, imaginó
escuchar una plegaria vehemente y armoniosa en el rumor de aquel vaivén
de espigas, verdes y rubias, con degradaciones de admirables tonos.

Fuera ya del camino central, guiaba el espolique por las honduras de un
sendero, delicadísima estela de los crecidos centeneles, agitados con
inquietud de marejada. Latía el perfume como un aliento en torno del
jinete, y se asomaban al horizonte, más visibles que en el transcurso
del viaje, los bravos picos del Teleno y Fuencebadón.

Bien sabía el poeta que la maravilla sorprendente de aquella mies,
rescatada al páramo como botín de durísimo combate, era obra y
tormento de la mujer maragata; que bajo aquel fugitivo mar de
espigas naufragaban oscuramente la juventud y la belleza de unas
abandonadas criaturas, por débiles tenidas en el mundo; que ni la
heroica satisfacción del noble sacrificio acompañaba en su naufragio
a las infelices cautivas de la tierra, del instinto y la ignorancia.
¡Y era el hondo caudal de su ternura, inconsciente, la única fuerza
humana bastante poderosa para hacer vivir y fructificar los indomables
terrones del yermo!

En la hidalga paramera de León, solar de los más castizos de la raza,
teatro y reliquia de inmortales memorias, duerme el pueblo maragato,
incógnito y oscuro, desprendido con misterioso origen de una remota
progenie. Siglos enteros supervivió a la desolación de los eriales,
solitario en toda la integridad de su rara pureza, embarrancando en
la llanura como un pobre navío que encalla y se sumerge, y al cual se
abandona y olvida en el turbulento mar de la civilización. Pero, al
fin, en la tragedia de este «buque fantasma» se salvaron los fuertes.
Más duros los códigos en los mares de tierra que los que rigen en los
mares de agua, consintieron que en las bárbaras olas del erial se
quedasen cautivos para siempre las mujeres y los niños, mientras los
hombres útiles pedían remolque a la vida del progreso para explotar
sus riberas. Y las pobres maragatas se encontraron solas, condenadas
a no extinguirse nunca, porque los maridos arribaban a menudo hasta
la callada flota que extendieron por el llano estas graves mujeres de
Maragatería: acuden ellos potentes y germinadores a imponer como un
tributo la propagación de la especie, a dejar la semilla de la casta
en las entrañas fecundas de unas hembras, tan capaces, que hasta en el
páramo cruel han producido flores...

Así discurría con ansia y pesadumbre el andante poeta, enervado por la
fragancia de los centenos, peregrino entre las espigas que palpitaban
con dulce temblor.

Sentía el mozo levantarse otra vez su inquieta voluntad con el generoso
estímulo de las redenciones. Si era una locura soñar con la liberación
del yermo, no lo era tanto apetecer la de aquellas mujeres miserables.
Y, si aun este propósito fuese desmesurado para acometido por un
corazón, un estro y una pluma, le quedaba al artista la certidumbre de
poder esgrimir con gloria aquellas nobles armas, para rescatar del mar
de tierra, libre y dichosa, a una sola mujer.

A cada paso del mulo tomaba más cuerpo esta ilusión en los bizarros
sentimientos del joven.

Si acaso a Valdecruces le empujaban—seguía meditando—la curiosidad
y el antojo, sobre aquellos humanos impulsos labraría con arte y con
misericordia el cauce de ternura por donde corriese el definitivo amor
a formar un sereno remanso.

Ráfagas de ocultos fervores le sacudían, enardecido y ambicioso,
con las manos trémulas de fiebre, la memoria llena de secretos y el
porvenir cuajado de esperanzas. Todas sus emociones del camino se
condensaron, vibrantes, en aquella última; de cuantas quimeras y
memorias le acompañaron hasta allí, sólo quedaba en su imaginación,
como cifra y símbolo, una bella figura de mujer: adornábase con un
traje regional, acaso descendiente de góticos briales o de gentiles
paños morunos; tenía dulce el rostro como la ilusión del viajero, y el
alma heroica lo mismo que la raza leonesa.

Reinó esta solitaria imagen como dueña absoluta de tantos pensamientos
impacientes, cuando, ya surcada la mies, se acercó en el paisaje la
arcillosa giba del caserío y una mansa barbechera corrió a confundirse
con las rúas del pueblo.

En la primera de las cuales se extendía ancho lugar, parecido a una
plaza, decorado en medio con una fuente. Al borde del pilón una mujer
aguardaba que su cántaro se llenase. Iba compuesta al uso del país,
de mucha gala, sin duda por ser domingo, y parecía absorta en la
contemplación de la corriente.

A este sitio llegaban los viajeros cuando, desde muy cerca, un toque
grave de campana avisó en la parroquia el mediodía.

Descubrióse el espolique para rezar las oportunas oraciones y le imitó
el caballero, distraído. Mas de pronto, al encontrar junto la fuente,
viva y hermosa la imagen de sus recientes pensamientos, adelantóse
hacia ella enajenado y feliz.

La sorprendida aguadora levantó su mirada y le brillaron los ojos
como topacios al llenarse de luz; era una mozuela pálida y triste, de
agraciada figura. Advertida por el aviso parroquial, iba a santiguarse,
cuando apareció el forastero y, mirándole con ébria admiración, trazó
aturdidamente la señal de la cruz.

En la boca del jarro, ahito, rió entonces el agua cantarina,
vertiéndose con dulce murmullo, mientras Rogelio Terán y de la
Hoz, hidalgo montañés, novelista romántico, poeta lírico, hombre
sentimental, mozo gentil, con el _jipi_ en la diestra, declamó
reverente:

—¡Salve, oh maragata, augusta _Señora del Páramo_, salve!

Con lo cual la aludida, escandalizada ante una oración nueva, no
escuchada jamás, tuvo al viajero por hereje o por loco; le envolvió un
instante en la mirada de sus ojos verdes y profundos, y abandonando el
cantarillo, echó a correr con las mejillas pintadas de arrebol.

Aún resonaba la fuga de aquellos pies menudos en la calzada vecina,
cuando el desairado galán sintió con repentinos apremios el aguijón
del hambre, y más sensible la pesadez del dolor de cabeza. Pero en
atravesando la plaza ya le ofreció el reparo apetecido la casita del
cura, puesta con vigilante devoción enfrente de la iglesia.

Mudo estaba el lugar, como deshabitado y misterioso. La campana piadosa
había cesado de tañer y la cigüeña asomaba sus alas extendidas en la
torre, protegiendo el nido debajo de la cruz.

Dió el maragato dos recios golpes en el conocido portal de don Miguel,
y bajo el tejaroz de la parroquia volaron con alarma unos vencejos...

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X

EL FORASTERO


CUANDO llegó a su casa Marinela, jadeante y medrosa, desde el fondo de
la cocina donde la esperaban para comer auguró la madre:

—Esa coitada rompió el cántaro de fijo.

Aguardaron todos en muda expectación a que la niña explicase aquel
azoramiento de su vuelta.

—No rompí el jarro—murmuró ella con timidez—; es que vide a un señor
rezándome, a mí misma, una salve trabucada, tal que si yo fuera la
Virgen... Venía de viaje; está demoniado o es judío.

—¿Onde fué eso?—preguntó Olalla con asombro mientras los rapaces
corrían a la puerta, y _Mariflor_ iniciaba también un movimiento de
curiosidad.

—A orilla de la fuente—dijo la aguadora, tomando otra vez el camino
detrás de su prima y de su hermana.

La tía Dolores no pareció enterarse de la novedad, entretenida con
encender _fuyacos_ en el rescoldo mantenido por las brasas de un tueco.
Y Ramona, cortando lentamente raciones de la hogaza morena, rezongó
aburrida:

—¡Cuántos parajismos!

Ni en la calle silenciosa, caldeada por el flamear del sol, ni en la
plaza desierta, vieron los averiguadores rastro alguno del misterioso
forastero. El cantarillo, en colmo, seguía derramando el agua riente,
que al borbollar ahora, parecía esconder en sus cándidas modulaciones
un acento de burla.

—Tú soñaste, rapaza—le dijeron los curiosos a la pobre Marinela.

—No soñé—afirmó la niña con mucha seguridad, aún palpitantes de
admiración los profundos ojos.

—¿Era joven?—aludió Florinda con aire distraído.

—Mozo y galán; montaba un mulo alto como el nuestro; traía paje y
fardel.

—¿Por el camino de Astorga?

La maragata levantó los hombros un poco insegura.

—Creo—dijo—que venía por la mies... no sé de dónde.

Y sus pupilas, cambiantes como las piedras preciosas, adquirieron vagos
colores de turquesa.

Olalla, portadora del cántaro, adelantábase con los niños, y
_Mariflor_, enlazando a su prima por la cintura, preguntaba todavía con
afán:

—¿Era rubio y usaba lentes?

—De eso no me acuerdo—balbució la mozuela, buscando ansiosa en su
imaginación los perfiles del rostro aparecido. De repente aseguró
arrobada:

—Tenía los ojos azules.

—¿De veras?

—De verísimas.

Las dos enmudecieron, con los corazones tan acelerados como si el
color azul fuera para entrambas un abismo...

Durante la comida no se habló una palabra de la aventura de Marinela;
sólo Pedro miró a la moza por dos veces, haciéndose en la sién un
ademán expresivo, come diciendo: estás «de aquí». La aludida se
impacientó ruborosa, y Olalla puso un dedo sobre los labios con
prudente disimulo, recomendando la paz.

Comían en torno a una de las «perezosas», con grave compostura y
aplomada lentitud, como si cumpliesen una sagrada obligación. Olalla,
que oficiaba de «sacerdote» en aquella solemne ceremonia, sirvió
primero a Florinda y después a Marinela; luego puso en un mismo plato
las raciones de Pedro y de Tomás; en otro la de Carmina y la suya, y
dejó el resto del caldoso cocido entre su abuela y su madre. Quedaban
así establecidas dos tácitas preferencias, que parecían justas en
consideración al desgano y el esfuerzo de ambas comensales, dueña cada
una de un plato y angustiadas sobre el humo del guisote.

Era tan visible la repugnancia con que las dos comían, que Ramona,
después de empapujarse varias veces con murmuraciones, atragantadas
entre bocados y sorbos, acabó por decir con aquella su ronca voz, sin
matices ni blanduras:

—¿Por qué no mojáis mánfanos en la salsa? Hay que comer para trabajar.
¡Vaya unas mozas, que no valéis una escupina!.

La abuela suspiró con un ¡ay! rutinario, muy tembloroso. Y Olalla posó
interrogantes sus ojos claros en las delincuentes: siempre comían poco;
¡pero lo que es hoy!... Abarcó la mesa en una solícita mirada, sin
tropezar otros manjares que el pan moreno y duro, y volvióse hacia el
llar, desguarnecido de cacerolas, humeante bajo la caldera donde hervía
el agua para la comida del cerdo. Paseó en idénticas persecuciones
las paredes y el techo de la cocina, y después de lanzar sobre su
madre temerosa consulta, que no tuvo respuesta, preguntó a las dos
inapetentes:

—¿Queréis una febra de bacalao?

Todos los ojos se volvieron hacia la pobre bacalada, a la cual un
cloque hería prisionera en la altura, pendiente como una interrogación
sobre la estancia miserable.

Las dos favorecidas por el generoso ofrecimiento se habían apresurado
a hundir en la salsa pedacitos de pan desde que Ramona censuró sus
melindres. Movieron la cabeza diciendo que no ante la perspectiva del
regalo, torpes para hablar, como si una misma angustia les cerrase la
boca, y mirándose con singular emoción, a punto de gemir.

—No; si tú—saltó la madre iracunda, dirigiéndose a su hija—tienes
gustos muy finos; naciste para canonesa y no llegaste a tiempo.

La muchacha rompió a llorar con exageradas señales de dolor, como
si otros secretos infortunios le acudiesen a los ojos pungidos de
lágrimas, mientras que su prima, sintiéndose también envuelta en la
insistente acusación, reclamaba su animosa voluntad para serenarse.

Olalla había palidecido: nada la hacía estremecer como el lloro de sus
hermanos.

—¡Madre, por Dios!—rogó conciliadora. Y añadió fingiendo
alegría:—Hoy hay postre, que es domingo.

Los rapaces se miraron sonrientes, y ella, al levantarse con rumbo a un
secreto armario, acarició los hombros de Marinela y le sopló al oído
unas palabras, suaves como zureos de paloma...

Las manzanas y el queso pusieron a los niños tan alegres, que su
animación llegó a resplandecer un poco en toda la familia, y Olalla,
más libre de cuidados, reveló de pronto un pensamiento que desde la
víspera le venía causando sordas indignaciones:

—¡Miren que llegar sin un triste céntimo el hombre de Rosenda, tiene
alma!

Acogió Ramona la conversación con interés agudo, murmurando:

—Ella hace muy bien en amontonarse.

—¡Perfectamente!

—Amontonarse, ¿qué quiere decir?—preguntó _Mariflor_ curiosa.

Y su tía, más amargo que nunca el acento, explicó entonces:

—Pues no vivir con «él», no recibirle, negarle hasta el habla.

La vieja parpadeó muy de prisa, como si espabilase el sueño o
solicitase una gota de llanto para limpiar las nubes de sus ojos.

—¡Válgame Dios!—prorrumpió únicamente.

—Sí; válganos a las míseras madres abandonadas con los hijos—clamó la
nuera.

Un exiguo fulgor, como llegado con fatiga desde muy lejos, chispeó en
las pupilas de la anciana. Y repuso quejosa:

—No lo dirás por ti.

—¿Que no?

—Si el marido no te puede mandar dinero, de lo suyo gastáis... y algo
de los demás.

—También lo de mis padres lo gastaron los nietos, que yo no me casé
desnuda... y he sudado mucho en somo de la tierra.

—¡Ansí es la vida!

—Pero cuando es poco lo que se tiene y lo que se trabaja, al padre
cumple mantener a los hijos... o non facerlos.

—¡Mujer!

—Lo que usted oye.

—¿Y cuando el esposo gasta mala suerte y mala salud?...—subrayó la
vieja, amarilla y temblante como la llama de un cirio.

—¡Que se chive!—escupió Ramona con brutalidad, poniéndose de pie.

Su elevada estatura dominó la estancia al ras casi del techo. Extendió
los brazos hacia los relieves de la comida y alzó de una sola vuelta
platos y cucharas, los mendrugos de pan, la fuente y el mantel: todo lo
depositó sin ruido en el rincón donde era costumbre lavar el belezo.
Se puso un delantal de arpillera sobre la saya «rajona» y comenzó
calladamente aquella labor menuda que en los días festivos excusaba a
su hija.

Sobre el lejano resplandor enceso en los ojos de la anciana, cayó la
rugosa cortina de los párpados. Apoyó la tía Dolores un codo en las
rodillas, en la mano la frente, los pies en un «silletín», y pareció
que se amodorraba en el sopor de una fácil siesta.

Los rapaces se habían escabullido hacia el corral, y las tres mozas,
descoloridas, inmóviles, se inclinaban en una misma actitud de
sobresalto, como si las aturdiese el rudo peso de aquellas frases que
sonaron a disputa y maldición.

Olalla, vergonzosa de que su prima sorprendiese tan acerbas
intimidades, quiso, para disimular su disgusto, seguir hablando de
Rosenda Alonso.

—Es una hija del tío Rosendín, ¿sabes?—le dijo en voz baja a
_Mariflor_.

—¿El sacristán?

—Ese. Figúrate que la pobre parió dos mielgos la semana pasada; ¿te
acuerdas?

—Sí; yo la encontré pocos días antes, que daba compasión...

Y la muchacha se estremece al recuerdo de aquella criatura sin forma de
mujer, apabilado el rostro, desfallecida como una sombra, arrastrando
con paso vacilante un _feije_ de leña y un vientre enorme.

—Pues tiene otro rapaz—continúa Olalla—que anda en cuello todavía
y sin qué echar a la boca; cuando va y se le presenta el marido
fambreando también.

—¿El, es bueno?

—Serálo; pero es pobre como las mismas ratas.

—Si se quieren...

—¿Cómo se han a querer, boba, sin ser dueños ni de un quiñón de tierra?

Triunfante al exponer aquella rotunda imposibilidad, la joven dice:

—Con menos apuros las maragatas se amontonan cuando los maridos
vuelven sin dinero. ¿No verdá, Marinela?—y sacude blandamente a la
trasoñada niña.

Ella parece despertar de una grave meditación, se hace repetir la
pregunta, y luego responde con respetuoso fatalismo:

—Es el usaje del país.

Y Florinda, abrumada por la validez indiscutible de tal uso, baja la
frente sin replicar. Otros íntimos anhelos la preocupan, mucho más
agitados desde que Marinela encontró al forastero de los ojos azules...

Entra Pedro desperezándose, y dice que después del Rosario irá a fincar
los bolos; en su aire aburrido se conoce el deseo de que llegue la
hora. Como parlotea en alta voz, Olalla le advierte por señas que está
durmiendo la abuelita, y él entonces vuelve a salir hacia el corral
donde los chiquillos discuten la posesión de un _rongayo_ de manzana.

Desde la oscuridad donde trajina, pregunta secamente Ramona:

—¿No lleváis al chabarco los curros?

La abuela se estremece sin abrir los ojos, y las muchachas se ponen de
pie como sacudidas por un resorte.

—Agora mismo—dice la mayor—. Y las otras la siguen con mucha
celeridad, como si les diese miedo quedarse en la cocina.

La brusca luz de fuera les hace a las tres entornar los párpados. El
_estradín_ está lleno de moscas y de polvo, y el corral, a pleno medio
día, arde y calla, reverberante de sol.

—¿Onde estarán esos pillavanes?—dice Olalla, viendo que sus hermanos
han desaparecido.

Se oyen hacia el huerto unas risas pueriles, y las gallinas se
alborotan pedigüeñas delante de las muchachas.

En la negra habitación que acaban de abandonar parece que con ellas
ha huído la poca luz que había, aquel dorado resplandor que desde el
_estradín_ entraba con un vaho caliente de la tierra. El trashoguero,
embrasado todavía, pone en el hondo llar rojos matices de expirante
lumbre y un olor de agua sucia emerge en el aire con la oscuridad y con
el humo.

La tía Dolores, apenas salieron las muchachas, se enderezó con
singulares bríos, cerró las dos puertas que daban acceso a la cocina
y, adelantándose en la sombra, segura como un remordimiento, preguntó
hacia el sitio aquel donde se rebullía la nuera:

—Si viene Isidoro, ¿tú no le recibes?

Hubo un silencio frío... Se oyó después un «No, señora».

Menos firme, la voz de la anciana tornó a decir:

—Y si algún día viene a tu casa Pedro, comalido y pobre, ¿le recibirás?

Vibró al punto un fuerte «Sí, señora».

Y la tía Dolores, extendiendo los brazos con un sordo crujido, replicó
anhelante:

—¡Pues no olvides que esta casa es mía!

Se quedó allí la vieja, muda y en cruz, sin que el rincón sombrío se
diese por enterado de aquella lógica irrebatible. Porque Ramona, que
ya había acabado de fregar, abrió sin ruido la puerta lindante con la
cuadra y salió llevando la comida para el cerdo...

El caudal que durante los inviernos pasa trabajador por los molinos,
derivado del Duerma, hace su entrada en Valdecruces bajo la humilde
forma de un arroyo, sujeto a languideces estivales que en ocasiones
llegaron a borrar la estela desmayada. Viene esta caricia de aquel lado
donde madura más temprana la mies, donde no todo el terreno es añojal
y hasta algunas parcelas pueden pomposamente llamarse «de regadío»
cuando los ardientes calores funden en el Teleno heladas nieves, y unos
providenciales arroyatos brindan a este rincón de la llanura el piadoso
murmullo de su limosna.

Por el mismo lado entró, en este día memorable, un poeta con ínfulas
de libertador, como si todas las sonrisas de la esperanza hubiesen de
llegar a Valdecruces desde allí.

Mientras Olalla espera que los patos se bañen en el desmedrado
arroyuelo, las otras dos mocitas están muy silenciosas y meditabundas
mirando cómo fluye el tenue hilo de la corriente. Y sin más preámbulo,
como si una invencible preocupación la sugestionase, Marinela dice:

—Sí, sí; por aquel lado «venía».

Su voz, impregnada de misterio, balbuce al oído de la enamorada, que se
estremece y se turba:

—Hace volcán—pronuncia Olalla vagamente—. Y Florinda cubre sus
cabellos con el pañuelo blanco del bolsillo.

En el sopor fatigoso de la hora fulgura el aire y duerme la tierra,
retostada y sediente, sin que llegue del vecindario un solo suspiro
hasta la calle, desde las ventanas, abiertas como bocas en perezoso
bostezo.

Han madrugado mucho los calores y los campesinos temen, con razón, que
se les tueste la cosecha antes de estar en punto de segarse. Andan ya
«cogiendo la vez» para los trajines del riego, solicitando hasta la
última gota del agua que empieza a murmurar como en agosto, derretida
en los montes por este mismo ábrego que en la llanura consume los
caudales del Duerna.

Tales pensamientos se agitan en la mente de Olalla con fatigado
rumbo: este arroyo, vecino de su calle, no le dará corriente para
lavar la ropa, para bañar los patos, para surtir a la cocina; y, sobre
todo, no podrán buscar quien las ayude en las tareas del riego, ni
en las de la _jaja_ y escardadura; quizá tampoco en las de la siega
y la recolección. Las obreras son demasiado pobres para esperar por
los jornales; de América no mandan un céntimo; el tío Cristóbal pide
los haberes o la casa, y la abuelita chochea sin acordarse de lo que
debe, de lo que es suyo, de cuanto sea preciso pagar y conseguir. Ya
volaron los restos de la «matación», y la olla cuece sin «llardo» y
sin «febrayas», como la del último pobre del lugar. Escasea el aceite;
faltan zapatos a los niños; la madre sufre y riñe, con el genio más
adusto que nunca...

—¡Dios santo!—clama la moza en medio de sus meditaciones, sin poderse
contener.

—¿Qué sucede?—le pregunta su prima.

Pero Olalla conoce por instinto el arte de fingir. Su carácter
reservado y oscuro no se presta a las expansiones; siente un salvaje
pudor de aquella terrible miseria que a pasos agigantados se posesiona
de su hogar, y hasta en el seno de la familia procura disimularla,
menos por compasión que por orgullo de mujer fuerte, por extraña
codicia que la empuja con bravo deseo a esconder, como un tesoro, penas
y trabajos para ella sola, hasta donde sea posible.

—Sucede—responde tranquila—que estáis cogiendo un sofoco sin
necesidá; veivos a casa.

—No, no—se apresuran a decir las otras con obstinación.

Y como Olalla siente que la negativa está envuelta en nubes de
inquietud, quiere ahuyentar con frases animosas aquel mudo trastorno,
y balbuce palabras resonantes que tiemblan en la penumbra de los
pensamientos igual que pajarillos lanzados a volar en medio de la noche:

—Bailaremos a la tarde. Ya Marinela tiene que empezar a ser moza, y
tú habrás aprendido las danzas de aquí, en dos meses que las ves...

—No aprendo todavía—responde _Mariflor_.

—No bailo—asegura Marinela.

Impaciente por aquellos murmullos negativos, Olalla prorrumpe:

—¡Sodes bobas!

Sonríe Florinda, deseando mostrarse menos preocupada, pero busca en
vano alguna cosa alegre que decir; y como los «curros» patullan en la
fangosa margen del arroyo, comenta distraídamente.

—Casi no tienen agua.

—Sí; el aflujo va mermando con la sequía, y en el bañil de allá bajo
tampoco hay bastante para que las bestias se remojen...

—¡Si lloviese!—ansía _Mariflor_, sabiendo que se aguarda la lluvia
como un gran beneficio.

Las tres alzan los ojos con incertidumbre hacia el flamante cielo,
curvado en imperturbable serenidad sobre la aldea, y los tornan después
hacia la calle, que silente y espaciosa como un ejido, huye al campo
con el leve surco del arroyo entre las guijas.

La doble hilera de casas, puestas holgadamente en su sitio con cierta
urbana solemnidad, se interrumpe a menudo por sebes de huertos,
portones de corrales y afluencias de otras rúas, que también se abren
anchas, calientes y dormidas.

—Parece que no hay nadie en el pueblo—dice _Mariflor_, dominada por
el agobio profundo de tanta soledad.

—Están todos echando la sosiega, mujer; ya verás como otros domingos,
a la hora del Rosario y después en el baile, cuánta gente.

Y Olalla, siempre calmosa, parece que se olvida de recoger sus patos.

Hasta que llega un perruco con la lengua fuera a beber en el mísero
arroyuelo, y espanta los ánades que salen parpando a las orillas en
torpes vaivenes.

El gozque, así que sacia la sed, ladra con furia, y cuando las niñas
vuelven la cabeza buscando el motivo de aquel alboroto, ven a Ramona
asomándose a la empalizada del corral.

—El tercero para las dos—advierte—. ¡Si habéis d’ir al Rosario!...

A esta sazón rompe a tocar la esquila de la iglesia.

Aléjase el perro, lanzando sordos gruñidos a la brusca aparición de
Ramona, mientras las muchachas y los patos se recogen.

Y en la calle, letárgica otra vez, sólo parece vivir el hilo tenue del
arroyo, y un trapo que a lo lejos pone erguida su dudosa blancura, como
anuncio y señal de una taberna.

Cuando vuelven a caer las tres mozas en el hondo agujero de la cocina,
sienten una frescura penetrante en medio de una densa oscuridad.

Mas, pronto Olalla descubre en la masa de sombras y de humo a la
_Chosca_, acurrucada en el suelo entre la ceniza, dando sorbos y
bocados voraces a la misteriosa sustancia que extrae de un pucherete.

En el escaño, donde suele dormir la criada, se ha escondido la tía
Dolores. Allí está inmóvil sobre la ruin yacija, dominada por el
letargo o por el sueño.

—¿Qué hace usté, abuela?—le pregunta la joven asombrada—¿Duerme
todavía?... ¿No viene a la parroquia?

La sacude con el temor de que pueda ocurrirle un accidente.

Pero ella responde levantándose:

—Ya voy.

También su voz ahora parece que ha venido de muy lejos, como el fugaz
relámpago que le brilla algunas veces en los ojos.

Hoy la esquila avisadora voltea con más sutiles vibraciones; algo le
sucede; anuncia una cosa extraordinaria; tiene una doble intención,
oculta en el repique insinuante en los últimos golpes: _Tan... tan...
tan..._ ¿Qué secretos dice a gritos la esquila?...

Esto se pregunta _Mariflor_ acabándose de vestir, y en tanto que vuelan
como alondras sus deseos.

Ya las tres maragatas están muy elegantes, que, de la antigua opulencia
familiar, guarda la tía Dolores ricas vestiduras del país: «rodos»;
sayuelos, dengues, arracadas, mandiles y otros aliños de mucha gracia y
mérito, aunque no cotizables para la avaricia del tío Cristóbal, como
los «bagos» y las yuntas.

Marinela, endomingada desde muy temprano, aguardó en un rincón que las
otras terminasen su arreglo, procurando no estorbar en la estrechez del
gabinete de Florinda, único de la casa donde con el sol entra alegre la
luz.

Cuando van a salir, llega muy presurosa la sobrina del párroco, con la
mantilla puesta y el rostro encendido.

—Como tardábais—dice—, vengo por vosotras. Y añade en impaciente
explosión confidencial:

—¿No sabéis?... Ha llegado a casa de mi tío un señor de Madrid:
escribe libros y cantares, y habla mucho de _Mariflor_.

—¿Le conocías?—prorrumpe Marinela estupefacta, adivinando que ha
parecido su forastero de los ojos azules.

La aludida, acelerado el pulso, batiente el corazón, murmura como un
eco de contestaciones idénticas:

—Venía «con nosotras» en el tren...

—Sí; es verdad—corrobora Ascensión—, lo ha contado en la mesa, y
como yo he servido la comida lo estuve oyendo todo.

Olalla oculta impasible sus impresiones, y las pupilas volubles de
Marinela relumbran como dos esmeraldas.

—¿No está loco?—interroga.

Y luego que refiere a la sobrina del cura su hallazgo singular del
medio día, ésta clama risueña:

—¡Andanda con la salve!... Pues el señor que dices está en su sano
juicio, es bien fablado y buen mozo.

—No llegaremos a tiempo—murmura pasivamente Olalla.

Movidas por advertencia tan oportuna, salen del gabinete y de nuevo
cruzan las sombras del pasillo y de la cocina, evitando con la puerta
principal el rodeo de la calle. Ni junto al llar ni en el escaño hay
figuras humanas esta vez: la casa, desierta y silenciosa, se agacha
humilde bajo el sol.

[Illustration]



[Illustration]



XI

LA MUSA ERRANTE


—HAY comedia...

—Hay volatines... ¿Vamos?

—Díle a madre que nos deje ir...

—¡Díselo!

Olalla fingió enojo, deseando complacer a los chiquillos, y lamentóse
en alta voz para que su madre la oyese:

—¡Cuidao que sois pidones! Por mi parte ya estáis aquí de más.

—Y mañana no habrá quien les recuerde para ir a la escuela—dijo
Ramona en tono de transigir.

—¡Ah! Ya les haría yo poner los huesos de punta.

Las tres caras redondas y apacibles de los niños demostraban insólita
inquietud, porque la esperanza de asistir a una «comedia» en el propio
Valdecruces era cosa verdaderamente absurda, capaz de conmover a todo
el pueblo.

Nadie supo qué azares enemigos llevaron a los infelices histriones por
aquellas pobres veredas maragatas. Ello fué que, con las penumbras
de la noche, llegó un carro al crucero, se detuvo en una esquina
estratégica y comenzó a desalojar extraños personajes, herramientas
y enseres, bichos y trapos. Salieron de la ambulante guarida tres
viejos y una mujer madura, dos mozas, dos niños y un galán; varios
perros ladraron, chilló un mono, vociferó un lorito y relincharon dos
caballejos y una mula: dió a luz, en fin, el Arca de Noé.

El asombro de algunos rapaces que presenciaron la llegada, propaló
por el pueblo la noticia, y la soporosa tranquilidad de los vecinos
encendióse con rara turbación.

Desde el baile, cuando ya se retiraba la gente dominguera en pacífico
desfile, escurriéronse los grupos hasta el Crucero, y, a distancia, con
ciertas precauciones, comentaron la singular visita.

A la vera del carro fulgían ya, como luciérnagas, algunas luces, y los
juglares, con actividad inconcebible para el atónito público, habían
obtenido del tío Cristóbal, alcalde pedáneo, licencia para celebrar
aquella misma noche una función.

Entre grandes estrépitos, de escandalosa y memorable resonancia,
un tambor y un cornetín anunciaban, a poco, el _extraordinario
espectáculo_, para las nueve y media en punto.

Inicióse el pregón al través de las calles con una arenga dicha en
medio de la plaza por el más mozo de los tres viejos. El orador,
después de saludar con leve modulación extranjera al _respetable
público_, ponderó como lo más sorprendente de aquella solemnidad la
«presentación» de la «célebre» _Musa errante_, una dama loca de amor,
que andaba por el mundo gimiendo su querella y que declamaría sus
cuitas en «magníficos versos» ante el _ilustre auditorio_. El cual no
quedó muy enterado de la importancia del anuncio ni muy curioso por el
peregrinaje de la _Musa_.

Pero se celebrarían también «danzas griegas»; difíciles y peligrosos
ejercicios de gimnasia; burlas de payasos; suertes maravillosas por «el
nunca visto joven Manfredo, malabarista y nigromante».

Tantas exóticas ponderaciones, comprendidas apenas, enervaron al
«ilustre auditorio» con un fascinador aroma de flores desconocidas.

Y el violento perfume de la novedad que desvela a los niños impacientes
alrededor de Olalla, llega a trascender en el acento de la madre,
ablandado de pronto.

Aprovecha la moza esta buena coyuntura para preguntar con su tacto
calmoso de campesina:

—¿Nos deja ir?

—Dirnos... ¡Pero solas!...

—¡Venga usted!

—Que vaya la abuela.

La cual tuvo que ser consultada a voces, como si se hubiera quedado
sorda de repente. Y enterándose de que era invitada a «juegos de
farsantes», negóse esquiva y triste, con entumecido movimiento de
cabeza y de labios.

—Iré yo—murmura Ramona, lanzando a su suegra una mirada baja y fría.

Cuando buscan a _Mariflor_ para cenar, responde desde el huerto, y
acude sonriente, sin esconder el gozo del semblante.

Le dicen los chiquillos que van a ir todos «a la comedia», y la
muchacha procura sacudir el entorpecimiento agudo de su alegría para
razonar y entender lo que sucede. Repite en voz alta lo que han dicho
los otros, deseando cerciorarse así de cuanto oye; y su acento resuena
ronco y dulce, embargado por la emoción.

Todos quedan mudos cuando habla ella, sobrecogidos por la fuerte
caricia de ternura que como encendida fragancia brota en sus frases
pueriles. La miran con vago asombro; resplandece, y sonríe sin cesar,
recién despierta a realidades que sin duda ha soñado; moja con la punta
de los dedos pedacitos de pan en la inevitable salsa, y parece que le
saben muy bien según los multiplica.

La frugal colación tiene esta noche un gusto nuevo, un incógnito grano
de pimienta que estimula en los paladares el apetito y la sed. Hasta
la inapetente niña de los ojos volubles, come de prisa, alterada y
ansiosa, como si fuese un sápido manjar la «sopa de patata».

Cuando más se acentúa el incitante sabor que hay en la cena, más se
extiende el silencio en la cocina. Entonces _Mariflor_ revive a sus
anchas las preciadas memorias de aquella tarde, y también la punta
de sus pensamientos mojan pedacitos de ilusiones en la «salsa de la
felicidad»...

Bendice la niña el instante precioso en que don Miguel le dijo, al
salir de la iglesia:—Aquí está «aquel señor» amigo tuyo—mientras
Rogelio Terán, con aire deslumbrado y feliz, se adelantó a saludarla en
medio de las primas.

Como él no reconociese en Marinela a la maragata que halló junto a la
fuente, la sobrina del cura hizo el descubrimiento entre rubores de
la moza y cortesanías del galán; después, todos reunidos, se fueron
lentamente hacia el lugar del baile.

Aprovechando la estrechez de una calleja, dijo Ascensión, oficiosa:

—Vayan delante ustedes.

Emparejó a la enamorada con el artista, quedóse del brazo de Marinela y
dejó atrás a Olalla con el sacerdote...

Bebe _Mariflor_ un sorbo de agua, en la boca misma del cántaro, para
serenar este recuerdo, y quédase confusa ante los murmullos de las
palabras dulces que todavía resuenan en su oído y las consideraciones y
esperanzas que se agitan en su corazón.

Es a ella, a la triste criatura abandonada entre cuidados y
pesadumbres, a quien un hombre de calidad ha dicho esta tarde:

—¡Te amo, te amo!... Sueño llevarte en mis brazos, un día, lejos de
Valdecruces; quiero que seas dichosa y que me debas la felicidad;
quiero compartir la vida contigo. ¡Eres mi reina, eres mi musa!... ¿Me
quieres, _Mariflor_?

—Sí, sí—repite embriagada por la gratitud el eco de una respuesta.

Y entre las efusiones sentimentales que embargan a la moza, que hinchan
sus pensamientos y los entumecen con divina y cordial calentura,
quedan flotando en obstinada aparición las imágenes más indiferentes;
el gorrito azul de la niña mielga a quien Rosenda Alonso mece en las
rodillas; el severo perfil de las bailadoras que danzan de dos en dos,
con los ojos bajos, el ritmo lento y las castañuelas alborotadas, y el
semblante inmóvil del tío Fabián, agrietado y oscuro como las nueces
secas...

También la _Chosca_ tenía cara de nuez. Y mirándola con repentina
curiosidad, sintió la muchacha importunas ganas de reir.

Comía la sirviente a la mesa metiendo su cuchara con acompasado vaivén
en la vasija común a la tía Dolores y a Ramona. Las tres sorbían y
mojaban con lenta moderación, sin hablar y sin mirarse, como viajeros
extraños y adustos a quienes el calor y la sed reúne en el camino a la
sombra de un árbol o en torno a la frescura de una fuente.

Descubre a estas mujeres _Mariflor_ como a criaturas nunca vistas ni
relacionadas con la sangre de ella, con su casta y origen.

Y cuando, ya agotado en los platos el _moje_ por mendrugos de pan, se
levantan los comensales para salir, quédase la muchacha sorprendida por
su propia voz que que dice:

—Adiós, abuela.

       *       *       *       *       *

Apacible y sin estrellas rodaba la noche en el espacio.

Al caer la tarde, se había extendido sobre el cielo, pálido de calor,
una sutil neblina, delicada y luminosa en su baño de luz crepuscular.
Y al descender la sombra a la llanura, quedó la blanca nube abierta en
los horizontes como un manto refrigerante, encendida por un cándido
resplandor de plenilunio: dulces soplos de viento, que parecían rezar
por los caminos, acabaron de prestar a la noche encantos de primavera.

El auditorio de los comediantes, compuesto de niños y mujeres, con
algún anciano por rara excepción, se preocupaba de mirar al cielo
tanto como a la vieja alfombra convertida en escenario bajo la trémula
claridad de unos hachones.

—Píntame que hace viento de Ancares—anunció Olalla con regocijo.

—Sí; corren unas falispas algo frescas—corroboró Ramona.

Su acento, amargo siempre, envolvía en la brusca modulación una
violenta ansiedad que halló resonancia febril en el concurso: la
inquietud y el deseo hizo balbucir a todos los labios con sigilosa
esperanza:

—¡Hace viento de Ancares!...

Y detrás del feliz augurio, los ojos se volvieron hacia el Norte,
escrutando las nubes encima del caserío, de aquel lado por donde la
lluvia era esperada.

—¡Señores, atención!—gritó el director de escena, como si advirtiese
que el público se distraía del «maravilloso espectáculo»—. Va a
comenzar la extraordinaria labor del joven Manfredo.

Ya se habían celebrado las «danzas griegas», un baile triste, lleno de
extrañas figuras y contorsiones, entre una moza muy desabrigada y un
doncel con arreos de baturro.

Era, sin duda, este mismo «nigromante y malabarista» que jugó con
navajas y botellas, con platos y faroles, tirándolos al aire en
complicadas suertes, para recogerlos con las manos, con la boca y con
los pies.

En seguida barajó unos resobados naipes y los hizo viajar por todo su
cuerpo. Guardó una carta con mucha pulcritud en la palma de la mano,
advirtiéndole muy finamente:

—Pasa, monina; pasa, chiquitina... pasa...

Y al conjuro del ruego mimoso, la sacó de la punta de una bota,
exclamando complacido:

—¡Ya pasó!

Aquel público no conocía, en su mayor parte, más tramoyas que las
farsas de los pastores, celebradas por año nuevo en zancos sobre la
nieve, y estaba, en realidad, maravillado.

—Paez cosa de paganía—murmuró Ramona con recelo.

—¡De veras!—dijo a su lado, absorto, _Rosicler_.

Un espacioso rumor llevó sobre el concurso estas palabras que se
condensaron en la frase hostil:

—¡Esos tíos serán ensalmadores!...

Y las aguas muertas de todas las pupilas se rizaron con un soplo de
supersticiosa pasión.

En aquel momento apareció en la plazuela don Miguel con su hermana, su
sobrina y un señor que ya por la tarde estuvo acompañándoles y gastó
inusitado palique con _Mariflor_ Salvadores.

Acercáronse los recién venidos al grupo que formaba el auditorio, y el
forastero halló manera de llegarse a Florinda, en tanto que el cura
explicaba a Ramona algún asunto muy difícil, a juzgar por lo que ella
dilataba los ojos con un gesto anhelante de comprender: miró por fin
a su sobrina arrobada en silenciosa conversación con el caballero, y
alzó los hombros con brusca señal de indiferencia. Pero su mirada, fija
con dura obstinación en el escenario, ya no vió imágenes distintas
ni participó nuevas impresiones al atormentado pensamiento: toda la
inteligencia de la pobre mujer quedó colmada, inflexible y obtusa bajo
las frases breves del sacerdote.

El joven Manfredo pedía, con muchas reverencias, un aplauso al
«respetable público», después de complicada serie de habilidades. Y
aquella gente, que no sabía aplaudir, mostróse torpe y seria delante
del ceremonioso malabarista.

No parecía muy buena la ocasión para alargar la bandeja peticionaria,
y las mujeres se quedaron atónitas ante aquel movimiento repentino del
director de escena.

Todas las manos se encogieron vacías, y el estupor general daba a
entender cuán sincera existía allí la convicción de que los histriones
fuesen unas criaturas sin hambre y sin cansancio, ni otra misión en el
mundo que la de rodar en una preñada carreta divirtiendo a las gentes.

—Señores: ¡somos unos pobres artistas!—clamó el director con su
acento italiano y su cara triste.

Una ráfaga de sorpresa agitó débilmente los inanimados sentimientos del
concurso; pero los rostros continuaron impasibles enfrente del ajeno
dolor.

Rogelio Terán contemplaba asombrado la escena, quizá sin suponer que en
ninguno de aquellos bolsillos hubiese un solo cobre.

La limosna del párroco y la del forastero vibraron únicas, con sonoro
repique en la exhausta bandeja.

Al brillo de la plata, una calurosa actividad reanimó a los artistas.
Pidió el galancete su sombrero al tío _Chosco_, el enterrador, que no
sin vacilaciones alargó la miserable prenda, raída y parda, de alas
abiertas, ceñido el casco por un cordón de colgantes borlas.

El viejo lucía inmóvil su _garnacha_ venerable, remedo de la gentil
melena de los godos. Y el malabarista sacaba duros, a granel, del
maragato sombrero; hacía sonar con deleite las monedas, y tenía al
público sugestionado con este inverosímil rumor del vil metal.

Sin que decayese el raro interés que tan peregrino juego despertaba,
anunciaron a toque de corneta la aparición de la _Musa errante_, y el
propio joven Manfredo, sin un solo duro ya en sus manos, adelantóse con
mucha gallardía sobre la alfombra, presentando a la dama.

Era ésta menuda, frágil y bella; parecía una niña vestida de señora.

Llevaba flotante la cabellera oscura, el vestido de luto, escotado y
aparatoso, con relumbrones de lentejuelas y sobrepuestos de livianos
tules. Había en su rostro infantil, quebranto y languidez; los ojos,
despiertos y tristes, pedían clemencia en mudo lenguaje; los bracitos
desnudos, agitados en la patética oratoria, se abrían como en demanda
de un abrazo, con la desolada expresión de quien siente una infinita
necesidad de reposo y de auxilio.

Avanzó enlutada entre los humeantes hachones, con aire visionario y
fúnebre, y comenzó a decir:

    Yo soy una mujer: nací pequeña,
  y por dote me dieron
  la dulcísima carga dolorosa
  de un corazón inmenso.
  En este corazón, todo llanuras
  y bosques y desiertos,
  ha nacido un amor, grande, muy grande,
  colosal, gigantesco;
  amor que se desborda de la tierra
  y que invade los cielos...
  Ando la vida muerta de cansancio,
  inclinándome al peso
  de este afán, al que busca mi esperanza
  un horizonte nuevo,
  un lugar apacible en que repose
  y se derrame luego
  con la palabra audaz y victoriosa
  dueña de mi secreto.
  Yo necesito un mundo que no existe,
  el mundo que yo sueño,
  donde la voz de mis canciones halle
  espacios y silencios;
  un mundo que me asile y que me escuche:
  ¡le busco, y no le encuentro!...

Vibró la última estrofa como un gemido y rodó sobre la calma de la
noche con tan anchurosa profundidad, que la errante querella pudo
sentirse peregrina de un mundo nuevo, del mundo silente y espacioso
anhelado por aquel inquieto y henchido corazón.

Florinda y el poeta se miraron a los ojos con profunda zozobra,
impresionados por la avidez y la inquietud del amoroso romance. Y a las
impasibles aldeanas les pareció sentir en algún punto remoto de su ruda
naturaleza un extraño roce como de brisas o de alas, una desconocida
sensación de impaciencias y ansiedades.

Aquel sordo torbellino sentimental fué a batir en el pecho de Marinela
con el ímpetu de una marejada tempestuosa.

Desde el medio día se agitó la zagala en brusco sobresalto hasta la
hora en que vió al forastero junto a _Mariflor_ hablándola con los
labios y con los ojos un divino lenguaje que la niña tradujo con
intuición milagrosa.

Y esta noche, sacudida por contradictorios sentimientos, perturbada por
singulares impulsos, advirtió de pronto que latía desnudo su corazón al
viento de las estrofas errabundas, como un árbol a quien arrebata su
follaje repentino huracán.

La voz ardiente de la farandulera desceñía con arrebato vertiginoso la
vestidura de sombras y de ignorancias sobre los exaltados pensamientos
de la joven, y ella veía a la intemperie todo el fermento amargo de sus
desvaríos, todo el caos de sus bellas locuras; pensó que los demás
contemplaban con asombro aquella terrible desnudez espiritual, motivo
de su espanto, y cubrióse con el pañuelo la cara roja de vergüenza.
¡Estaba herida del incurable mal de amores que el romance clamaba!
¡Tenía, como la errante musa, un anhelo infinito sangrando penas en el
inmenso corazón!...

Y esta misma certidumbre entraba en el ánimo de la moza con nublada
conciencia, como al través de un sueño. Quizá la niña triste iba a
sacudir tamaña pesadilla despertando a su estado interior de oscuridad,
donde ardía como lámpara celeste la vocación religiosa, vacilante y
confusa entre nieblas que servían de pudoroso vestido al inexplorado
sentimiento...

La figuranta se adelantó en el escenario otra vez. Hablaron con ella el
director y el galán, animándola sin duda a combatir la indiferencia del
público con un nuevo recitado. Y la dama, obediente y humilde, volvió a
extender los trémulos bracitos y a querellarse rostro a las nubes, con
desgarradora expresión de impotencia:

    ¡Todo está dicho ya!... ¡Qué tarde llego!...
  Por los hondos caminos de la vida
  pasaron vagabundos los poetas
  rodando sus cantigas:
  cantaron los amores, los olvidos,
  anhelos y perfidias,
  perdones y venganzas,
  zozobras y alegrías.

    Siglos y siglos, por el ancho mundo
  la canción peregrina
  sube a los montes, baja a los collados,
  en los bosques suspira;
  cruza mares y ríos, llora y muge
  en vientos y celliscas;
  se queja en el jardín abandonado,
  en las flores marchitas,
  en las cosas humildes, en las tumbas,
  en las almas sombrías.

    Todo el mundo es querella, todo es himno,
  todo el mundo es sollozo y poesía...
  Y yo vengo detrás de ese torrente
  que al universo encinta,
  con una canción nueva entre los labios
  sin poder balbucirla:
  porque ya no hay palabras, no hay imágenes
  ni estrofas ni armonías,
  que no rueden al valle penumbroso
  y suban a las cimas,
  y salven los abismos,
  colmando las medidas
  de las voces humanas
  y los sagrados sones de las liras...
  ¡En este mundo lleno de canciones
  ya no cabe la mía!
  Loca y muda la llevo entre los labios
  sin poder balbucirla...

Bajo las floridas alas de su pañuelo, Marinela rompió a llorar con
un murmullo devaneante de palabras, como si también en sus labios
feneciese una canción muda y loca, de acentos imposibles.

—¿Qué tienes, criatura?—le preguntó asombrada la sobrina de don
Miguel.

Se produjo un movimiento de alarma en torno a la llorosa, y su madre la
sacudió por un brazo, ríspida y violenta.

—¡El tríbulo de siempre!—murmuró.

Acercóse Olalla muy descolorida, cuando el cura, como si conociera el
origen del súbito desconsuelo y lo creyese justo y necesario, ordenó
que dejasen a la moza llorar.

El poeta y _Mariflor_ miraron al sacerdote comprendiéndole, mientras
los demás vecinos murmuraban que era aquel llanto un síntoma de
«manquera» incurable.

La _Musa_ extendía el plato petitorio con el aire indiferente de
costumbre, quizá un poco movido aquella noche por el aspecto singular
del público, por su grave y silenciosa expectación.

De cerca parecía más mujer y más triste la danzante: se agrandó su
estatura, y las líneas de su rostro aparecieron más cansadas y fuertes.

Posó en torno suyo una mirada ancha y escrutadora, y para tender el
plato al alcance del cura y de Terán, se mezcló en aquel grupo extraño
donde hasta los niños hablaban en voz chita.

Entonces, sorprendiendo los ahogados sollozos de Marinela, preguntó
asombrada:

—¿Por qué llora?

Su acento dulce y caliente hizo temblar a la afligida, que descubrió el
semblante y acarició con el húmedo cuarzo de sus ojos la figura de la
otra mujer.

Como nadie respondiese, la comedianta, agitando el velo oscuro de su
cabellera, volvió a decir:

—¿Por qué llora?

—Porque le ha conmovido tu declamación—dijo al cabo Terán.

Puso en la bandeja otra dádiva y averiguó sonriendo:

—¿De dónde eres?

—No lo sé... De cualquier parte... De un camino—repuso la andariega.

—¿Cómo te llamas?

—_Musa._

—Será remote—pronunció una voz tímida.

—¿Y dónde aprendiste esos romances tan inquietos?—añadió el joven.

La enlutada sacudió su melena con un gesto peculiar, alzó los hombros y
contestó en frase ambigua:

—Por ahí...

Su brazo desnudo parecía extenderse con altivo desdén hacia todos los
horizontes universales.

—¿Quieres darme una copia de los versos?—le decía Terán curioso.

—Papá los tiene.

Papá, que era el director, se había aproximado. Buscó diligente en
sus bolsillos unas hojas escritas a máquina, y luego de escogerlas,
alargólas murmurando:

—No son éstas las únicas que «hemos vendido», caballero.

El poeta comprendía y pagaba mientras desfiló el público en silencio,
y don Miguel, sin intimidarse por el escote exagerado, le decía a la
recitadora algunas palabras serenas y apacibles.

Marinela, que había cesado de llorar, apoyábase en el brazo de
Ascensión, cada vez más vergonzosa, débil, con inexplicable laxitud
de los miembros y del espíritu, como en la crisis de una enfermedad
repentina. Seguía obsesionándola el espanto de ver al aire su corazón
enfermo de ambiciones y de quimeras, dolido de ternuras insensatas,
preñado de un cantar indecible.

Ramona miraba de reojo a su hija pensando confusamente por dónde
habría venido sobre ella la agravación de sus habituales pesadumbres;
y miraba, sobre todo al galán acompañante de _Mariflor_, sin ver,
entre las brumas del espíritu, las razones que tendría el párroco para
decir que aquel hombre era un buen caballero inspirado en los mejores
propósitos hacia la niña, y a quien era preciso tratar con mucha
discreción. En la oscura cárcel de su inteligencia el instinto le hacía
temer a Ramona una amenaza en el forastero.

Ya los cómicos apagaron los hachones y recogieron la alfombra, buscando
el refugio de su casa ambulante, apenas visible en el abandono de la
plaza al resplandor mortecino de dos luces.

Habían retirado en un periquete los bancos y cajones donde se aposentó
una parte del público, y quedaba otra vez la cruz sola y vigilante
en la anchura silenciosa del lugar, abriendo los brazos con infinita
indulgencia, precisamente hacia el rincón donde iban a dormir los
pobres aventureros.

Divididos en grupos, los curiosos tornaban a sus hogares con la
extrañeza de haberlos abandonado, con el asombro de vagar a tales horas
por las calzadas adormecidas en la noche.

La presencia de don Miguel les obligó a rechazar suposiciones de
brujería en el raro festejo nocturno, y un alucinamiento de milagro
oprimió sienes y corazones ante la sorpresa de cuantas habilidades
había lucido la farándula, aparecida como un prodigio en aquel olvidado
rincón de la llanura.

Iba Olalla tirando de sus hermanitos, que volvían los ojos borrachos de
sueño hacia donde se quedaban los farsantes, y la familia de don Miguel
acompañaba a la de Salvadores, siempre inclinado con ansia el forastero
sobre la belleza de _Mariflor_.

Se había roto el pálido celaje mostrando un fondo azul florecido de
estrellas, y la luna, redonda y ardiente, subía en triunfo por el
firmamento escoltada por tusones livianos de nubes.

Aquellas ráfagas que la gente anhelosa de lluvia recibió como «viento
de Ancares», no eran más que suspiros de la brisa mojados en la
frescura natural de la noche. Y al mirar descorrido el cortinaje blanco
sobre el índigo dosel, las mujeres suspiraban a la par del viento, y
los ojos contemplaban desconsolado el alto horizonte azul.

Despidiéronse las dos familias en la plaza donde el forastero encontró
a Marinela; cambiados los adioses, con no poca timidez en algunos
labios, desapareció cada grupo en diferente calle, y como un eco de las
eternas inquietudes humanas, quedó allí solo y despierto el gallardo
temblor de la fuente, compadecido por un rayo de luna.

[Illustration]



[Illustration]



XII

LA ROSA DEL CORAZÓN


AL llegar a Valdecruces conoció Rogelio la situación de la familia
Salvadores; supo asimismo que la boda de Florinda con su primo Antonio
era raíz de una esperanza para la rehabilitación del hogar, y que
la pobre moza, enamorada del poeta, vivía en sorda lucha pugnando
heroicamente por favorecer a los suyos, sin hollar los fueros de su
propio corazón.

Al oir de labios de don Miguel tales revelaciones, sintió Rogelio una
agudísima piedad, y en un arranque de ternura y gratitud, determinó
acelerar sus propósitos, casarse con la dulce niña y arrebatarla para
siempre a las tristezas y servidumbres del páramo.

Junto a la noble figura del sacerdote, en aquel ambiente de austeridad
y sacrificio, desbordáronse las compasiones del caballero: vió a la
hermosa doncella condenada a yacer en una vida tan contraria a su
educación y natural finura; admiróla doblemente con instintos de
artista y misericordia de enamorado; encareció sus excelencias y
virtudes, elevándolas a lo sumo de la imaginación, y prometióse con
hidalguía quijotesca «no comer pan a manteles» hasta librar a su dama
de tan penoso cautiverio y hacerla feliz, muy feliz...

Mas, una vez a solas, pasó por la mente del hidalgo cierta ráfaga de
inquietud. Rogelio no era rico: después de una infancia triste, de una
adolescencia cruel, combatida por muchas pesadumbres, su arte y su
pluma, unidos en esfuerzo quizá no muy constante, pero firme y bien
orientado, comenzaban a subir la dura cuesta de la fama; pero aún no
podía como «el otro» redimir la hacienda de Valdecruces, ni siquiera
ofrecer a su amada más que un porvenir inseguro. Unirse con _Mariflor_,
¿sería, pues, hacerla feliz?

Miraba Rogelio la vida a lo poeta, desde las cumbres, sin pensar en
las humildes realidades hasta que por su mal tropezaba con ellas. Al
decidir la boda no hallaba para su vida otro refugio que una silenciosa
casita en Villanoble, donde murió su madre, la solitaria mansión
estremecida siempre por las voces del mar. Bello rincón sin duda para
esconder un idilio, para aguardar prósperos tiempos en brazos del amor.
Pero quizá esos tiempos no llegasen nunca; tal vez un día tuviera el
marido que salir del hogar, como antaño su padre, víctima también de
amor y de pobreza, el cual se fué para siempre, aunque tras sí dejaba
una mujer y un niño...

Al abismarse en las incertidumbres de lo venidero, revivía el mozo las
memorias de su infancia, junto a aquella madre siempre meditabunda,
siempre inquieta, vigilando día y noche los caminos por donde el
ausente pudiera tornar. Recordaba con obsesión de pesadilla los ojos
desmesurados de la infeliz cuando en el horizonte marino aparecía un
buque con rumbo a Santander, la desolación infinita del materno rostro
en constante solicitud sobre los barcos y las olas. Cuando las lágrimas
y el tiempo empañaron la luz de aquellas pupilas dulces y pacientes, la
mujer perseguía al niño para señalar, entre la bruma, el humo ilusorio
de una embarcación, y preguntar ansiosa, como la conocida «hermana» en
el cuento popular de _Barba Azul_:

—_Rogelio, hijo mío, ¿qué ves?..._

Temblaba el poeta ahora, repitiendo con el corazón oprimido por
inexplicables ternuras, su réplica tantas veces balbucida:

—_No veo más que las aguas y las nubes..._ ¡El no quisiera, por nada
del mundo, ser la causa de que en bocas inocentes hallasen ecos aquella
pregunta y aquella contestación, cifra de tremendo martirio, renovado
al través de toda una vida!

Era Terán superticioso, creía en los pecados por atavismo. Más de
una vez, pensando en la inconstancia de su padre y en sus propias
flaquezas, huyó de tener novia, prediciendo:

—Voy a causar su desventura.

Y a menudo, cuando le enardecían nuevos amores, se observaba con
espanto como si en el fondo de su corazón temiese descubrir el gérmen
de alguna fatalidad hereditaria. Estos mismos terrores le persiguieron
al arribar a Valdecruces, aunque nacía la afición de ahora con tales
ímpetus y ternuras, que llegó a juzgarla definitiva y libre de toda
infidelidad.

Acalló, pues, al fin, sus sobresaltos e incertidumbres; afirmóse en
la idea de la boda, y así se lo dijo a _Mariflor_. Pero la niña,
preocupada, irresoluta, confesóle, tras violentos sonrojos, que no
podía casarse sin aliviar a su gente de los graves apuros en que
se estaba hundiendo: lo había prometido, lo había jurado... era un
caso de conciencia y de honor. Con tan sublime sinceridad, con tales
aspiraciones generosas resplandecía el propósito de Florinda, que el
caballero enmudeció reverente.

No aludió ella, ni de lejos, a su primo; antes bien, con singular
delicadeza limitóse a expresar la candorosa confianza que tenía de
intervenir favorablemente en las desventuras familiares.

—Yo estoy resuelta—dijo—a remediarlas. Es un deber que me impuse.

—¿Aun a costa de la íntima felicidad?—preguntó Rogelio atónito.

—A costa de ella, no... pero antes de realizarla, sí... ¡lo he jurado!
Yo no puedo pensar en mi propia felicidad sin resolver la situación
de esta casa. ¿Cómo? No lo sé... En Dios confío. Entretanto, debo
olvidarme de mí misma.

Dijo la moza con rotunda firmeza; mas la sorda rebeldía de sus
sentimientos hablaban con tal elocuencia en la penumbra de los ojos,
que el poeta sonrió seguro de la pasión con que era amado.

Y al referir más tarde al cura esta entrevista, difundióse una grata
sorpresa por el rostro franco y abierto de don Miguel. Quiso Terán
entonces, un poco desconfiado, calar los ocultos pensamientos de
su amigo: asociaba su presente actitud con la singular resistencia
de _Mariflor_, adivinando en torno suyo algo más de aquello que ya
sabía... Pero nada pudo inquirir, porque el sacerdote se embozó de
pronto en la reserva peculiar de aquel país, todo calma, recato y
misterio...

       *       *       *       *       *

Suponía don Miguel tan interesada a _Mariflor_ por el poeta, conocíala
tan amorosa y vehemente, que esperaba verla transigir al primer reclamo
de la pasión, escondiendo en olvidados plieguecillos de la conciencia
su afán de caridades. Mas cuando supo que la moza había puesto, incauta
y valiente, condiciones a la propia ventura en beneficio de la ajena,
una conmovedora admiración le dispuso a proteger tales propósitos,
reveladores de heroicas energías y quizás de providenciales designios.

Así que, poco después, cuando _Mariflor_ fué a casa del párroco en
busca de refugio y de consuelo, animóla con grande ternura.

—Sí: yo estoy dispuesta a esperar—dijo la niña—, a esperar el
milagro... Pero ¡si viera usted lo que sufro!... Cada día que pasa cae
sobre mi corazón con horrible pesadumbre... Tiemblo por la suerte de
todos mis amores... ¿Hago mal, acaso, queriendo ser feliz?

—No, hija mía. Yo también quiero que lo seas. Pero hay que tener
presente...

—¡Qué! ¿Ya no confía usted en Rogelio?

—¡No confío en la felicidad!—exclamó el sacerdote, recordando a la
madre del poeta—. Además—añadió—, si tú quieres favorecer a los
tuyos...

—Sí: espero el milagro.

—Rogelio lo realizaría demasiado tarde... nunca tal vez... La
situación es crítica... Tu primo Antonio...

—¡Yo no me caso con mi primo!—protestó impaciente la muchacha.

Y como el sacerdote enmudeciera, ella se cubrió el rostro con las manos.

—¡Ya no me anima usted!—gimió—, ¡ya me abandona!

Sin dejarse llevar de toda su compasión, quiso el cura alentarla:

—No te abandono, mujer. Te animo a ser valiente, a ver claro, a elegir
el camino más corto para llegar al cielo, a desconfiar de la dicha que
buscas en la tierra. ¡Pobre criatura! Debo prevenirte ¡a ti que sueñas
demasiado!

—Pues soñar, ¿no es vivir... con el espíritu?

—Sí: cuando no se abandonan los deberes de la implacable realidad...
En fin, no te apures; yo llamaré a tu primo. Mediremos su voluntad, sus
intenciones...

—Pero diciéndole que no me caso con él—repetía la moza.

—Yo no intento, hija mía, que tú te sacrifiques. Haz lo que quieras...
Dispuesto está Rogelio a casarse contigo... ¡Piénsalo bien!

—He jurado ayudar antes de nada a mi familia...

—Yo te libro de ese juramento.

—¡Es que me da mucha lástima de todos!—dijo _Mariflor_ en un arranque
de ardorosa piedad. No soy egoísta. Quisiera tener mucho dinero para
darlo a manos llenas a mis parientes, a los extraños, a todos los que
sufren, a todos los que viven muriéndose de pobreza... Pero casarme
con «ese hombre» sólo porque es rico... un hombre a quien no conozco,
a quien no quiero... Mire usted, señor cura: ¡si él tampoco me conoce;
si él tampoco puede quererme! ¿Por qué ha de casarse con una pobrecilla
como yo? En cambio tiene el deber de amparar a la abuela, que es de su
sangre, que es su abuela también... Hablándole al corazón, por fuerza
ha de compadecerse de ella lo mismo que nosotros... ¿No es verdad?...
¡Sí: llámele usted; llámele en seguida! Yo le diré todo esto... Cuando
me escuche, cuando nos mire, si es cristiano, si nos tiene ley, nos
dará su apoyo, salvará nuestra hacienda... Y no será preciso que yo
venda mi corazón por un puñado de dinero...

A los oídos del sacerdote, acostumbrado a lamentos de cada criatura, no
eran frecuentes palabras como éstas: allí cada mujer llevaba estoica y
firme su cruz en la marea siempre viva de los infortunios, sin tiempo
ni bríos para compadecer los ajenos dolores. Cada vez más prendado del
alma de _Mariflor_, embriagábase el apóstol con las brisas consoladoras
que esta niña llevaba desde la tierra que vive hasta la tierra que
muere, como un soplo de sutiles piedades cultivadas en medio de la
civilización para infundir sus simientes en el páramo.

—¡Sí, sí!—exclamó don Miguel—. ¡Quién sabe!... Llamaré a tu primo...
Le llamaré en seguida como tú quieres.

—¿Y acudirá?

—Creo que sí.

—¿Antes del _día de agosto_?

—Antes: la semana que viene. Yo deseo que te tranquilices... Además,
el tío Cristóbal amenaza con el embargo y hay que tomar alguna
determinación.

—Ayer se llevó la recua.

—Ya lo sé.

—Y la _Chosca_.

—Eso no lo sabía.

—No le pudimos pagar unos salarios, y como estaba para el cuido de
los animales, pues se marchó también... ¡Pobre! Iba muy triste, con
los tres mulos y la borrica: volvían todos la cabeza hacia el establo
al seguir por primera vez el camino de un albergue nuevo... ¡Daba una
compasión!

—No quise evitar el despojo—dijo consternado el sacerdote—, porque
de los que os amenazan es el menos perjudicial; realmente una recua,
por mermada que esté, sin terraje propio y sin tráfico, más bien
resulta gravosa...

—La conservaban por cariño y también por algo de orgullo: ¡es tan
penoso venir a menos!... Aunque me entristeció la despedida de las
bestias, me alegró al fin que cambiaran de amo; estaban, lo mismo que
la _Chosca_, muertas de necesidad... La mujerona infeliz no comía
bastante y se afanaba por darles a ellas de comer, en los rastrojos,
en los alcores, en los añojales... ¡Pobre criatura! Nunca tuvo casa ni
familia: su padre y ella se tratan casi como desconocidos.

—Y lo son. El tío _Chosco_ «ya no se acuerda» de que esa mujer es
hija suya. Quedó viudo al nacer la desventurada, fuése lejos y cuando
volvió, pobre, viejo y vencido, se miraron como dos extraños... ¡ella
también parecía vieja!

—Vivió desde niña en trabajosa esclavitud...

—No da más de sí la caridad de Valdecruces—suspiró don Miguel—. Y
Florinda balbució:

—¡Cómo ha de darlo!

Quedóse acongojada, con el pensamiento henchido de penas.

—Pues ¡y el _Chosco_—insistió luego—, a quien mantiene usted de
limosna, que vive sin más ilusión que la de enterar a sus parientes y
sólo disfruta olfateando los difuntos!...

Después de una pausa lúgubre, tornó a decir _Mariflor_:

—¿Cree usted que el tío Cristóbal llegará a embargarnos, a ponernos en
la calle?

—Es capaz—respondió el cura—. Pero no así de pronto—añadió, viendo
palidecer a la muchacha—. Hicimos la tasación de las caballerías y con
ellas pagasteis el interés de los réditos...

—¿Interés de intereses?... ¡Válgame la Virgen!... ¿Sabe mi padre que
están así las cosas?

—Ya le escribí diciéndole toda la verdad, porque ha sido muy dañoso el
engaño en que le tuvo la abuela.

—Es inocente como una niña; es ignorante y simple: si no fuera por
usted, ya estaría la pobre en medio del arroyo.

—Ahora, con la pareja de los moricos—insinuó el párroco suavemente,
como si temiese lastimar con las palabras—creo que el feroz
prestamista quedará muy conforme...

—¿También los bueyes?... ¡Lo que va a sufrir la abuela!... Y, dígame,
no me asusto; dígame si la casa peligra: es lo que más me apura; que
nos echen del hogar de mi padre.

—No, no; yo haré todos los esfuerzos posibles por evitarlo—repuso el
cura muy conmovido.

—¡Demasiado hace usted!

Los ojos de Florinda dijeron estas palabras aún más profundamente que
sus labios.

—¡Si usted quisiera explicarme—agregó después con vivo rubor—cuánto
debemos a ese hombre y en qué forma!... Yo entiendo algo de cuentas y
necesito ayudar a mi padre con usted.

Absorto, perplejo, no sabía el cura qué decir, entre el reparo de
abrumar a la muchacha con más hondas preocupaciones y la admiración de
verla sobreponerse a sus íntimas amarguras para socorrer las cuitas
del común hogar. Decidióse de pronto: la mirada firme y escrutadora de
_Mariflor_ no daba treguas.

—Es más intrincado el asunto de lo que tú te supones—comenzó—. El
pasado mes venció un nuevo empréstito que el tío Cristóbal hizo sobre
la casa, los enseres, el huerto, la cortina y una parcela de regadío
en la mies de Urdiales: tres mil pesetas por todo ello, y no fué poco
para lo que vale aquí la propiedad y lo que hacía temer la usura del
prestamista. Pero no te asombres: ese «rasgo increíble» no solamente
está garantido con hipoteca de las mejores fincas del pueblo, sino
que rentaba de una manera escandalosa. A mayor _generosidad_... mayor
negocio. ¿Comprendes?

—Sí, señor.

—Como tu abuela no pagó los intereses nunca y el tío Cristóbal los
cobraba compuestos, la deuda amenazaba doblarse. Así sucedió en otras
ocasiones, y así vuestro pariente se quedó con mucho de este patrimonio
antes de que yo viniera a Valdecruces.

—¡Y mi padre sin saber nada!—exclama Florinda con desconsuelo.

Un fuerte impulso confidencial persistía en don Miguel, satisfecho de
hallar al fin en la familia Salvadores una persona razonable.

—El usurero—continuó—dejaba correr los meses sin apremiaros,
mientras los réditos le enriquecían: la hacienda garantizaba los plazos
vencidos. Pero ya calculó que tenía «derecho» a quedarse con todo y
se resiste a esperar; quiere la casa, los muebles y las fincas de la
hipoteca, o los doce mil reales... Hemos tasado en dos mil los bueyes
moricos y concede un plazo para el resto si se le entregan en seguida
los animales.

—¡Le costaron a mi padre mil pesetas!

—¡Sí!; es buena yunta, pero ha trabajado mucho y está maltratada: no
veo además otro medio de obtener un respiro, que debe ser corto, muy
corto, para que los fatales intereses no vuelvan a subir, para que
sacudáis de una vez esta inicua explotación.

—Sí, sí—decía la moza—. Pero después, ¿qué haremos con poca hacienda
y sin costumbre de trabajar?... Si mi padre no tiene suerte, le veo mal
fin a nuestras angustias: más difícil será evitarlas en lo sucesivo
que ponerles remedio ahora... Diez mil reales—añadió optimista—se
encontrarán fácilmente.

—¿Crees tú?—interrogó asombradísimo don Miguel.

—Se me figura...—murmuró azorada la joven, dudando de repente si
habría dicho una inconveniencia: su generosa juventud contaba miles de
reales con mucha facilidad.

Así, cuando el párroco declaró rotundamente:—Yo no conozco a nadie que
tenga tanto dinero disponible—balbució sobrecogida:

—¿Le parece a usted mucho?

—Para darlo o prestarlo a un pobre, me parece una suma fabulosa.
¡Estoy bien seguro de ello!

—¿Lo ha experimentado usted?—replicó la zagala con la inquietud de
súbita sospecha.

—Si yo «encontrase», como tú dices, esos miserables cuartos, ¿estaría
vuestra deuda en pie?... No creo en el dinero; no sé dónde se esconde;
no parece por ninguna parte cuando se le busca para hacer caridad: por
no tenerlo sufrí en mi primera juventud los más refinados pesares...

Triste ráfaga de evocaciones pasó como una nube por la frente del
apóstol.

—Cursé mis estudios de limosna, sin saborear nunca la posesión de una
peseta; caí en las adversidades de este pueblo sin poder remediarlas,
y cuando las vuestras me tocaron en lo más vivo del corazón, enloquecí
hasta el punto de creer en la existencia del embustero metal: en mi
prisa por salvaros pagué al tío Cristóbal con la dote de Ascensión...

—¿Qué?

—¡Y ahora no parece el dinero ni para vosotros ni para mí!

Alzóse precipitadamente de la silla, pesaroso de haber dejado escapar
semejante confidencia; _Mariflor_, desolada, se había levantado también.

En el profundo silencio de la tarde descendía la sombra invadiendo la
estancia; asomábase por el abierto balcón el cielo, de color de violeta.

—No te apures, chiquilla—repuso el cura por decir algo—; he sido un
torpe: no quería contarte así las cosas.

Con fácil prontitud asociaba Florinda a las últimas revelaciones de su
amigo cierta frase que antes sorprendiera: _un nuevo empréstito_. Y
ahora comprendía el alcance de esas palabras.

—¿De modo que fué inútil el tremendo sacrificio de usted?

—¿Tremendo?...—sonrió el cura con generosidad.

—¿De modo—repetía _Mariflor_ como una sonámbula, dando vueltas por
el despacho—que diez y doce veintidós mil?... ¡Esta sí que es suma
fabulosa! No hay nadie que la tenga «disponible».

—¡Mujer, no tanto!... Te alucinas...

La moza no escuchaba razones: en la aterciopelada dulzura de sus
ojos se dilató el espanto de necesitar con urgencia ¡veintidós mil
reales!... una suma tal, que acaso no existiera en el mundo... Sintió
de repente en sus hombros las dos manos de don Miguel.

—Esto se arregla, ¿entiendes?—dijo el sacerdote—. Esto se arregla
a escape: yo no he agotado todos mis recursos para buscar ese dinero;
me he explicado mal sin querer; te estoy haciendo sufrir de una manera
intolerable.

—Aunque esto se arregle por milagro de Dios—repuso la joven
obstinadamente—, la abuela volverá a las andadas. Yo no sé cómo
viviendo con tal miseria necesita empeñarse una y otra vez: ¡ya no
confío en apoyar la casa que se hunde!

—Mira: tu abuela es una calamidad. En la sombra confusa de su vida
brilló sólo un amor: el de la madre. Y esa única luz ha ofuscado a la
pobre mujer en lugar de alumbrarla. Repartió su ciega idolatría entre
los hijos mientras la muerte se los iba arrebatando, y por una de esas
flaquezas propias de criaturas vulgares, concentró después sus desvelos
en uno de los dos que le quedaban.

—Mi tío Isidoro—suspiró Florinda.

—Sí; porque tu padre casó con forastera... El predilecto, mal
afortunado en sus negocios mercantiles, emigró hace tres años con la
misma fatalidad que le acompañó en España, y desde entonces, cuanto
pide a su madre, se lo manda ella, escondiéndose de los que debemos
evitar que os arruine a todos sin provecho para ninguno, porque
Isidoro, enfermo y torpe, no sirve para nada.

—¿Y quién cura esa manía?

—Yo la curaré ahora que la experiencia me ha prevenido; ahora que tu
padre me ha otorgado poderes y atribuciones para intervenir en cuanto
sea menester.

—¿Hace mucho que se renovó esa hipoteca?—preguntó la niña
avergonzada.

—Un año. Apenas la levanté yo, por detrás de mí se volvió a tejer el
enredo.

—¿Pagó usted muchos intereses?

—Pocos...

—¿De verdad?

—Mujer, no te preocupes—eludió el cura, angustiado por la turbación
de la joven.

Pero ella, recelosa, alarmadísima, deseando conocer toda la magnitud
del desastre, hacía signos de incredulidad. Y al mismo tiempo que
preguntaba, iba acercándose a la puerta, como si sintiera impulsos de
huir antes de obtener una contestación categórica.

Don Miguel no quería dejarla marchar tan abrumada.

—Yo tengo mis planes—dijo aún, reteniéndola;—un programa de nueva
vida para vosotros.

—¿Cuál?

—Tú te casas.

—¿Con quién?

—Con quien te quiera y te guste, ¡carape! A tu abuela «la declaramos
pródiga»; a Pedro le mandamos a ganarse la vida; Olalla y Ramona
trabajan la mies para mantenerse con la anciana y los pequeños; a
Marinela la buscamos dote para que se haga monja... Esto en el peor de
los casos; si tu padre no tiene suerte y a mí no me toca la lotería...

Quiso la muchacha sonreir.

—Pero, trabajar la mies—protestó al cabo—, es una cosa horrible para
Olalla.

—¿Y no para su madre?

—También... aunque tiene más costumbre...

—¡Peor para ella!... ¡Pobre mujer! La quieres poco y vale mucho.

_Mariflor_, sorprendida, añadió sin defenderse:

—Pedro es muy niño para salir de casa... La dote de Marinela es muy
difícil de encontrar...

—En fin, que no estamos conformes—replicó el santo varón algo quejoso.

—¡Perdóneme, señor cura!—exclamó Florinda muy encarnada—. Dios le
pague cuanto hizo, cuanto hace por nosotros... Así que Antonio llegue,
tomaremos una resolución que le alcance a usted...

Y antes de salir, ocultando el vivo rubor en el umbral de la puerta,
añadió entre lágrimas:

—Tengo algunos anillos de oro, el reloj de mi madre, un brazalete...
¡si usted lo quisiera recibir!

Había juntado las manos en férvida súplica, a punto de caer de
rodillas. Transido de compasión el sacerdote, hizo un ademán brusco y
tierno.

En aquel instante se oyó el eco de unos pasos en el corral.

—Es Rogelio, que vuelve de Monredondo—advirtió don Miguel.

Y la moza, con un signo de silencio en los labios y un presuroso adiós
lleno de suavidades, bajó por la escalera aceleradamente.

Esquivando al forastero, deslizóse al «cuartico» donde Ascensión cosía,
muy curiosa de la confidencia celebrada en el despacho.

—¿Qué haces?—dijo _Mariflor_ sin saber lo que preguntaba—. Se había
enjugado los ojos, y a la media luz del aposento escondía mejor las
señales de su angustia.

—Ya ves—repuso Ascensión desplegando un trozo de blanqueta con el
cual confeccionaba refajos.

—¿Son para el equipo?

—Sónlo; esta lana es de la trasquiladura de antaño. ¡Da gusto coserla
cuando se ha visto viva en los animales!

—¿La has hilado tú?

—Sí; pero antes lleva muchos trajines. Cada vellón se lava, se
esponja, se escarpena, se abre, se carda y se hila: todo lo hacemos
aquí; después lo tejen en Val de San Lorenzo.

—Y ¿cuándo es la boda?

—El día de agosto, a más tardar; durante el mes que viene se leerán
los proclamos.

—Entonces, mañana será el primero.

—No; el domingo que sigue. Pero, ¿cuándo es la tuya?... ¿lo hablasteis
arriba?—aludió Ascensión.

—Vine por asuntos de la abuela... Yo no me caso tan pronto.

Resonaban pasos y voces en el despacho de don Miguel, y los últimos
alientos de la luz desfallecían en las blancas paredes del «cuartico».

—Sentiste llegar a don Rogelio, ¿verdad?—interrogó la novia, doblando
su costura.

—Sí... Ahora me voy: es tarde.

—Te acompaño hasta la fuente.

Tomó la muchacha un cántaro en la cocina, y ambas jóvenes salieron sin
hacer ruido.

       *       *       *       *       *

Ascensión Crespo y Fidalgo es una maragata sonriente y graciosa a
quien un leve roce con gentes extrañas a la suya ha dejado suave matiz
de alegría en las palabras y en los pensamientos: posee un título
de maestra elemental que no logra encumbrarla mucho ni distanciarla
moralmente de su país; pero le da cierto lustre entre los vecinos,
aparte su preponderancia como sobrina del párroco y novia de un rico
mercachifle.

Su madre, hermana mayor del cura, había querido acompañarle en
Valdecruces, no tanto por regir con cariño el hogar del sacerdote como
por tener su sombra. Criáronse un tiempo don Miguel y su hermana bajo
la protección de un tío que dió carrera al varón y legó a la hembra
unos quiñones y unos miles de reales. Viuda ella al recibir la merced,
y madre de dos niñas, casó pronto a la mayor, gracias al olorcillo de
la herencia, con un pariente muy bien establecido: fugaz matrimonio
que en el término de un año desbarató la muerte, llevándose a la recién
casada. Pero el viudo, con la querencia del lar y de la dote, vuelve
ahora en busca de su cuñadita Ascensión, y la madre, que aún llora a la
hija malograda, sonríe ante la suerte de esta otra, convencida de que
un marido con dinero es la suprema felicidad para una mujer.

Estos son, asimismo, los ideales de la joven maragata. Su rápida
excursión por la Normal de Oviedo no le descubrió muchos horizontes,
ni ensanchó sus miras, ni llegó a turbar hondamente el atávico reposo
de su inteligencia; bastante hizo la moza con suavizar su trato, con
desentumecer un poco la sonrisa y la voz: siguió escribiendo sin
ortografía y leyendo con el tonillo cantarín que aprendió en la aldea;
pero sus modales tuvieron más desenvoltura, sus palabras más camino, y
una gota de la curiosidad del mundo resbalaba, alegre, desde sus ojos
hasta sus labios sin descender nunca hasta el corazón.

Redimida de las rudas labores campesinas, con su título flamante de
maestra y su rumboso compromiso de boda, gozó la muchacha en el lugar
de todas las preferencias y admiraciones, hasta que llegó Florinda.
Sin ningún mezquino sobresalto prestóse al punto a compartir con ella
el auge de aquellos sutiles privilegios; creyó que su descollante
categoría la designaba para recibir cortésmente a la gentil forastera,
iniciarla en las nuevas costumbres y hacerla, en suma, con la mayor
solicitud, «los honores» del pueblo. Pronto esta buena disposición tuvo
por acicate la simpatía y la curiosidad. Florinda se hizo querer: el
encanto y la dulzura de su carácter se imponía con irresistible gracia,
y el ligero tinte exótico de su persona resplandeció a los ojos de la
maestra cual lejano saludo de las novedades mundanas que ella conocía.
_Mariflor_ miraba a los ojos de la gente; reía alto, lucía el florido
cabello peinado a la moda de las ciudades; tenía pensamientos pulidos,
ideas bizarras que de todo su sér emergían con libres y serenas
emociones... Ninguna zagala de Valdecruces admiró a la forastera con
tanta intuición de sus méritos como la sobrina de don Miguel.

Ahora, camino de la fuente, Florinda y Ascensión coloquian en afable
intimidad, lejos entre sí los corazones y unidas las existencias
juveniles en el fondo de un mutuo cariño.

—¿Conque te proclamas el mes que viene?

—Las dos veces que faltan, sí, porque la primera amonestación lanzóse
ya en enero, cuando nos apalabramos.

—¡Ah! ¿Es costumbre?

—¡Natural, mujer, para que se sepa que somos novios!

—¿Te escribe mucho?—insinúa Florinda, intrigada.

—Aquí no se usa.

—¿Pero ni una vez siquiera?

—Ni una sola.

—¿Tampoco ha venido a verte?

—Tampoco; vendrá la víspera del casamiento, y después de la tornaboda
se volverá a partir. Mi madre—añade, ufana, la maestruca—me da el
ajuar de la casa y la dote de cuatro mil pesetas, que administra mi tío.

Muy descolorida y agitada, comprobando la cuantía de la aterradora
suma, _Mariflor_ pregunta para disimular sus preocupaciones:

—¿Cómo sabes si quieres a tu novio sin conocerle apenas?

—Porque fué bueno para la biendichosa.

—¿Ausente y en un sólo año le pudisteis juzgar?

—Era deportoso... ¡«mandaba» mucho!

La risa de la fuente interrumpe la plática, y Ascensión averigua, antes
de despedirse de su compañera:

—Y tú, ¿cómo quieres a un forastero sin conocerle más que de un viaje,
sin saber de su casta ni de su bolsillo?

—He hablado mucho con él, con sus ojos y su corazón—balbuce Florinda,
algo confusa—; he leído sus libros y sus cartas... Además, ¿por qué
dices que le quiero?

—Lo supongo—sonríe la maestra, con pretensiones de sabiduría,
y advierte:—Es muy bien parecido y elegante, de mucha labia y
educación... pero este personal de pluma no suele tener hacienda...
¡Harías mejor boda con Antonio!

Vibró rudo el consejo sobre el rumor del agua fugitiva, en tanto que se
alejaba _Mariflor_, sonriendo a fuerza de pesadumbre.

En la profunda calma del ocaso le parece a la moza infeliz que una
vegetación de espinas surge debajo de sus pies y que un lamento corre
por la sombra. Al llegar a su casa, busca refugio en el huertecillo,
pidiéndole a Dios serenidad de ánimo, consuelo y fortaleza. Allí,
escondida entre la única fronda del vergel, siente de súbito en el
rostro el roce de unas alas de mariposa: es la hojita de un capullo que
vuela desde el rosal.

Atravesado el pecho de las más inefables compasiones, tomó Florinda
el pétalo en sus manos, y con irresistible impulso, quiso volverle a
la yema sonrosada de donde había caído. Pero quedóse inerte, presa de
inexplicable zozobra: era imposible unir la hoja muerta con el retoño
vivo... Y la zagala sentía cómo se deshojaba también, de inexorable
modo, la palpitante rosa de su corazón.



[Illustration]



XIII

SOL DE JUSTICIA


UN día y otro posaba el sol adurente sobre la llanura.

Eran tan placenteras las señales del cielo, que la sequía se convirtió
en seguro peligro para la escasa mies de Valdecruces, y bajo la férula
del tío Cristóbal celebróse con toda exactitud el turno de regar,
aprovechando el agua de los fugitivos arroyos.

Según había temido Olalla Salvadores, llegó para sus «bagos» la vez
en el riego sin que la familia tuviese con qué buscar obreras; y
al amanecer aquella mañana, Ramona y su hija mayor, silenciosas y
diligentes, salieron hacia los centenales con los aperos necesarios
para «apresar y correr el agua».

Del mermadísimo patrimonio de la tía Dolores no quedaban a la sazón
más tierras de regadío que las dos hazas de mies adonde las mujeres
se dirigían; y ya estas únicas parcelas estaban hipotecadas al
tío Cristóbal, que nada quiso dar sobre el terreno de secano, las
«hanegadas» de Abranadillo y Ñanazales, tendidas al otro lado del
pueblo, y menesterosas de continuas huelgas por su mucha ruindad.

Precisamente el viejo acaudalado de Valdecruces poseía tierras
asurcanas de las que iban a regarse, y se mostró aquel año muy
solícito para beneficiar las de sus infelices vecinas, gozándose en la
ambiciosa certeza de unir pronto los diferentes lotes en una sola finca
envidiable, señora de la mies.

No se durmió el anciano aquella mañana, y apenas calentaba el sol
cuando se aparecía entre los rústicos centenos la imponente figura
de un hombre alto y rojo, curtido y vacilante, con ancho sombrero de
cordón y borlitas, bragas de estameña, polainas de pardillo, y almilla
muy atacada sobre un chaleco de color; calzaba galochas y apoyábase en
un cayado patriarcal. En su rostro, enjuto y boquisumido, asomábanse
unos ojuelos grises, cargados de cejas blancas, turbios y persistentes,
con tenacidad interrogadora.

A este maragato, rico en relación a la pobreza del país, le respetaban
por el dinero y la autoridad, pero su avaricia inextinguible le hacía
también odioso y temido. A pesar de sus noventa y seis años, manteníase
terco y duro como un roble, y su presencia inspiraba en todas partes
cierta inquietud mezclada de repulsión.

Un solo hijo, ya viejo, le quedó al tío Cristóbal en la hora de la
viudez; pero este único descendiente, cargado de familia, hubo de
buscar el sustento en tráficos humildes fuera de Valdecruces, pues
todo lo que hizo el codicioso quintañón por la necesitada prole, fué
llevarse a una de las nietas para que le sirviese de criada. Y Facunda
Paz, la moza recogida por el abuelo, no lució nunca en el baile un
rostro complacido, ni un «rodo», mandil o sayo tan donoso como el de
sus vecinas o el de sus mismas hermanas, aunque las prendas de los
antiguos ajuares, mantelos y corpiños, rasos y cúbicas de la abuela se
apolillaban en el fondo de los cerrados cofres. Había trabajado el tío
Cristóbal en Madrid algunos lustros, mercader y agiotista en miserable
escala, establecido allá por los andurriales de la Puerta de Toledo.
Casó, ya hombre maduro, con moza acomodada de su país, y se trasladó a
la aldea sin abandonar los trapicheos mercaderiles; así fué explotando
en oscuros negocios la necesidad tirana del pobre vecindario, sin
compasión de la propia familia, como en el caso de la tía Dolores, de
quien era pariente.

No amaba este avaro la tierra como las mujeres de Maragatería, con ese
amor recio y generoso que da la sal del llanto y del sudor para abono
del surco en los terrones. Amaba el dominio y la riqueza con mezquinos
alcances, dentro de una pasión raquítica y sin alas.

Más duro de corazón y de mollera con los años, sentía la embriaguez de
las posesiones a lo grosero y sensual, sin ternuras de enamorado, sólo
con las voracidades torvas del instinto.

Su torpe codicia iba arrastrándose lo mismo que un reptil por los
barbechos, en la estrechez de la mísera tierra laborable y en el camino
silencioso y triste de las hendidas cabañucas romanas, hasta dar por
chiripa en una casa de adobes, en una recua y un rebaño.

Ahora zumba el usurero, como un cínife, en torno a la parcela de
regadío donde Olalla y Ramona abren el cauce regador.

Hipan aspadas las dos mujeres sin resuello ni alivio en la pesadumbre
del trabajo, metidas hasta la cintura en la rota, represando y
corriendo el anhelado camino para el agua.

—Dios os ayude—dice la trémula voz del tío Cristóbal desde el hoyo
profundo de sus labios.

Ramona sigue trabajando sin responder, y Olalla pronuncia tímidamente:

—Bien venido.

Un golpe de tos atraganta al viejo, y su melena goda se agita en la
inclinada cerviz, como blanco cendal batido por la tormenta sobre un
árbol caduco.

Alguna cosa impaciente querían decir aquellos labios contraídos en
espantable mueca, en tanto que los ojos, fijos y voraces, escrutaban
a las trabajadoras con ansiedad: sin duda el tío Cristóbal pretendía
enterarse de noticias urgentes antes de acabar de toser.

Mirábale de reojo la doncella, alarmada y expectante, y Ramona le
volvía la espalda con obstinado tesón, cada vez más hundida en la
rotura, buscando afanosamente el rumbo del arroyo.

El año anterior no necesitaron las de Salvadores regar sus panes,
porque había llovido en la primavera. Y ahora parecía que la antigua
vecindad del agua huyese como una desconocida a la solicitud de los
audaces brazos femeninos.

—Hogaño está más lejos—había dicho suspirante la moza, mirando cómo
la gracia apetecida resbalaba por el suave declive de la mies, en
murmullo remoto...

Ya el tío Cristóbal podía «colocar» aquella urgente pregunta que le
palpitaba en los ojos. Habíase parado al borde de los centenos, erguida
la vejez codiciosa sobre el verde tapiz de los tallos, apoyándose con
fuerza en el bastón.

Supo el viejo, la víspera, que un galán «señorito» acompañaba, como en
las ciudades, a la prometida de Antonio Salvadores, del rico a quien
él temía casado con _Mariflor_, pero a quien nunca supuso capaz de
favorecer a la familia con desinteresados fines.

De realizarse pronto la anunciada boda, pudiera suceder que al fincarse
en Valdecruces los novios, levantaran para sí el empeñado patrimonio de
la abuela. Entonces, ¡adiós casa, «bagos», yuntas y «cortina» en la
sombra perseguidos!

Mas, si por lo contrario, la zagala contrajese nupcias con aquel fino
caballero, él se la llevaría fuera del país; y, donde, con una sola
excepción, todos los vecinos necesitaban limosna, ninguna otra mano se
podía tender hacia la sitiada hacienda.

No había que pensar en que la defendiesen Isidoro ni Martín Salvadores,
que, a pesar de sus buenas aptitudes para el comercio, naufragaban
también en el maleficio lanzado por la tía Gertrudis sobre la casa del
abuelo Juan.

Desvelada con estas consideraciones, la astucia del tío Cristóbal se
dejó sorprender por la impaciencia, y quiso averiguar a todo trance lo
que de cierto hubiese en la general suposición del forastero prendado
de la niña. Ya iba a preguntar rotundamente:—¿Conque la rapaza de
Martín hace boda con uno de fuera?—cuando se presentó orillando la
mies, a buen paso y con la azada al hombro, la propia tía Dolores.

Saludáronse los dos primos con un leve murmullo estupefacto. ¿Qué hace
aquí la sombra de este carcamal?, se dijo la vieja, memorando con
pálida lucidez las celadas rastreras de su pariente.

Saltó luego a la zanja con más agilidad de la que hubiera podido
suponerse, y escudriñó de soslayo la esquiva catadura del hombre,
crecido desde allí como un gigante, negro y rojo, igual que una
tragedia, sobre la glauca alegría del centeno.

—¿A qué viene?—preguntaron con acritud dentro del cauce.

—A trabajar—respondió la anciana llena de bríos.

Hizo Ramona un gesto desdeñoso, y Olalla suspiró jadeante.

Alzábase la moza a menudo para medir con los ojos la distancia a cuyo
borde modulaba el arroyuelo su promesa; no era mucha, alcanzada con
la vista: veinte metros escasos. Mas era enorme para hendirla con el
azadón, honda hasta nivelar la altura del terreno con el declive donde
el regajal corría. Y la carne joven, nueva en aquella bárbara lid,
temblaba hecha un ovillo, sudorosa y encendida bajo el implacable sol.

En cuanto llegó la abuela a meter sus afanosos brazos en la zanja,
Ramona la dejó arañar el escondido seno de la tierra, menos duro que la
capa exterior, y subió infatigable a romper el camino en los abrojos,
sobre el campo de barbecho, mustio y ardiente.

Rígida la corteza del erial, defendíase con sordas rebeliones del
empuje bravo de la azada. Un hiposo jadeo, semejante a un bramido por
lo amargo, resoplaba en el pecho de la cavadora, y la tierra devolvía
en retumbos persistentes los desesperados golpes, escupiendo su polvo
de cadáver a la roja cara de la mujer.

Mira la joven con espanto cómo su madre rompe al fin la brecha sin
hacer una pausa ni pronunciar una frase, como poseída de un vértigo
brutal. Da y repite azadazos lo mismo que una furia, con sacudidas
violentas de todo su cuerpo: parece que le crujen los riñones y se le
saltan los ojos; parece que llora a raudales según tiene la faz mojada
de sudor.

También la anciana contempla absorta el tremendo poderío de una triste
juventud, escondida en la sangre y en la voluntad bajo las injurias de
vientos y de soles, de lágrimas y trabajos.

Pero al tío Cristóbal no se le da un ardite en aquel imponente pugilato
de la carne heroica y viva con la tierra muerta y dura.

Impaciente hasta la indignación por la intempestiva llegada de la tía
Dolores, por el silencio hostil de las tres mujeres y el eco retumbante
de la cava, se revuelve el avaricioso con la doble ansiedad de la vejez
que tiembla impotente por cada minuto perdido para sus deseos.

—¿Conque la rapaza de Martín hace boda con uno de fuera?—pronuncia,
al cabo, después de toser y de escupir.

Resbaló su pregunta como tañido de campana rota sobre el cauce
entreabierto y los rastrojos: el trajín enervante quedó atravesado por
la sorpresa.

—¿Qué dice?—murmura con asombro la tía Dolores.

Olalla da principio en voz queda a una difícil explicación que confunde
a la anciana, y Ramona hiende con nuevos redobles el erial.

—¡Eh!... ¿no contestáis?—grita el viejo apremiante.

Ya la abuela va entendiendo un poco:

—Sí, sí; el señor de Villanoble que viajaba con nosotras en el tren;
el que está con el cura de güéspede y va todos los días a nuestra
casa... Ya, ya... Pero, ¿y el primo Antonio?... ¿Y la boda esperada
como una salvación por la familia?

—Ya veremos—insinúa Olalla, mientras su madre, muda y sorda,
permanece entregada al trabajo con frenesí.

—¡Diájule! ¿Os habéis vuelto simples? ¿No queréis contestar?—vocifera
exasperado el tío Cristóbal.

—No hay que impacientarle mucho—piensa la muchacha, con la serenidad
de su juicio calmoso, y responde:

—De lo que usté pregunta... no sabemos nada.

—¿Cómo que no sabéis?... Pues si no es por la moza, ¿por quién viene
ese barbilindo?

—Por don Miguel.

—¡Mentira!

Olalla se encoge de hombros con aquel movimiento brusco, peculiar
en su madre. Y el viejo, sospechando que va por difícil camino su
investigación, hace acopio de paciencia, contiene su ira en un rebufo,
y se deja caer a la sombra del centenal, con el firme propósito de
acechar allí hasta que sepa algo, hasta que aquellas «morugas» hablen o
revienten.

Entonces Ramona le lanza una mirada oblicua para seguir en actitud de
bestia, con la cabeza gacha y el resoplo bravo, embistiendo contra el
duro rebujal.

Arde el sol inclemente, con furores de canícula, en gavillas de rayos
violentos, y ya tan alto sube que la sombra de los panes se disipa en
los rastrojos, desamparando al tío Cristóbal.

Va surgiendo la rotura, roja como una herida en el pálido rostro de la
tierra, bajo la azada prepotente.

Sigue Olalla el rastro abierto por su madre, y tunde también con bríos
las glebas hostiles; pero necesita descansar a menudo, suspira y se
angustia visiblemente en el esfuerzo.

De vez en cuando vuelve Ramona la cara, un poco, para murmurar entre
dientes:

—¡Aguanta, niña!

Quiere la tía Dolores, en medio de su admiración, aborrecer a la nuera,
odiarla por fuerte y voluntariosa, por dura y audaz. Pero no cabe
ninguna violenta pasión en el pecho cansado de la anciana; sólo puede
amar pasivamente en torno suyo, con un resto del extraño y sombrío amor
que consagró a la tierra: hasta para sufrir tiene estancada la vida
en la petrificación de todos los sentimientos, y es preciso que una
novedad muy cruel la sacuda para que todavía llore o se agite.

Allí sigue el tío Cristóbal, testarudo, con su pretensión entre las
cejas y su mirada gris fija en el cauce, sin que le apure el resistero
del sol encima de las espaldas. Cansado ya de esperar un indicio que le
lleve a descubrir lo que avizora, concluye por hablar solo y pronuncia
frases alusivas al asunto, llenas de doble sentido, y reticencias,
confiando en que las mujeres, por prurito de replicar, piquen el cebo
de la conversación.

—No se debe torcer el su inclín a las mozas... Los forasteros también
son buenos maridos...

Esperaba anhelante, y como nadie respondiese, entre escupitajos y toses
tornó a decir:

—Aunque a Antonio le hacen rico, no ha de gastar sus haberes aquí;
más le gusta Santa Coloma, el pueblo de su madre... El muchacho es
cabal, no digo que no; pero el mozalbillo de los Madriles debe ser
cosa fina... y ese empleo de escribano que tiene renta ahora muchísimo
dinero...

Se hunden las azadas en los duros terrones con acentos diferentes y
continuos, brava la una, esforzadísima la otra, débil la tercera en
seniles manos; la luz cuaja la llanura en un incendio; trasvuela un
ave, y dice aún el tío Cristóbal:

—Sería una machada que despidierais al uno por el otro. Nada más que
con papel y tinta gana éste en un mes tanto como Antonio en un año
con la tienda. Y que la gente de pluma es dadivosa, de mucho rumbo y
generosidá... Buena suerte ha tenido la rapaza... ¿Es aquella que viene
por allí?

En el fino sendero de la mies aparece una joven lenta y afanosa, con
una cestilla colgada del brazo.

—Ya es medio día—dice al llegar.

Y posando su leve carga, se abanica con las dos puntas sueltas del
pañuelo. Por verla el semblante esquivo, se arrastra el anciano sobre
el calcinado polvo, y ella gira disimuladamente el busto sin dejarse
descubrir.

—¡Eh! muchacha: ¿eres tú la novia del forastero?

—¿Yo?—prorrumpe absorta Marinela, volviéndose de pronto.

—¡Ah, no eres tú!

Terco, obcecado, el tío Cristóbal delira en torno de su idea única, lo
mismo que un demente.

De roja que es la cara del anciano se ha puesto de color de violeta
y ofrécese tan turbia la mirada de los ojos grises, tan inseguro el
acento de la sumida boca, que Marinela supone borracho a su pariente.

Vanse hacia el arroyo las dos zagalas para llenar de agua nueva el
cantarillo, que ya varias veces fué a pedir refrigerio a la linfa
murmuradora.

—¡Llega tan caliente!—lamenta Olalla.

Colman la vasija, beben las dos, y vuelven a colmarla.

—¡Está como caldo!—dice la sedienta cavadora—. Después cuchichean,
mirando con recelo hacia la mancha oscura del anciano, medio tendido al
borde de la zanja.

—¿Se ha vuelto chocho o está bebido?—pregunta Marinela.

—No, mujer; quiere que le digamos con quién se casa _Mariflor_...

—¿Y le habéis dicho?:..

—¡Qué sabemos nosotras!

Era la primera vez que las dos hermanas hablaban del asunto.
Considerada como una niña la más joven, solía descubrir los secretos
familiares nada más que con los ojos, sin sorprender casi nunca una
palabra ni una confidencia, expansiones poco frecuentes allí donde
el ritmo de la vida señalaba todas las inquietudes en el silencio
taciturno de las almas.

       *       *       *       *       *

Mientras comieron las trabajadoras, agazapadas en fila sobre el delgado
sendero del centenal, libres apenas de la plenitud del sol que a plomo
caía en la llanura, fué otras dos veces Marinela a llenar el cántaro al
arroyo.

Había pedido agua el tío Cristóbal, y después de dársela, vertió la
niña el líquido restante y corrió a lavar la boca de barro donde puso
el viejo la suya de color de ceniza.

Él no se mostró sentido por aquella manifiesta repugnancia, ni pareció
notar el molesto asombro que causaba a las mujeres su tenaz compañía.
Caído en soñolienta modorra, había perdido sin duda la noción del
tiempo, olvidado hasta de zumbar sus maliciosas preguntas.

Ni el hambre ni el ejemplo le avisaron la hora de comer; ni el tórrido
calor que le cocía dióle impulso de buscar el cobijo de su casa. Cuando
vió hacer a sus vecinas la señal de la cruz, le pareció que sonaba muy
lejos el familiar repique de una campanuca. Y cuando ellas, viéndole
medio dormido y atontado, le dijeron que el sol le iba a dañar, trató
de incorporarse, dió de bruces en la tierra y quedó inmóvil, con la
boca pegada al suelo.

Miráronse las mujeres con asombro, y como el viejo diese entonces un
fuerte ronquido, Ramona dispuso únicamente:

—Dejadle que duerma.

—¿Al sol?—preguntó compasiva Olalla.

Inició la madre, con algunas vacilaciones, su acostumbrado encogimiento
de hombros, y la muchacha, quitándose el mandil, lo desplegó con
solicitud sobre el ancho sombrero del maragato.

Poco después, hinojada en el sendero, Marinela recogía los pedacitos de
pan y el hondo cacharro con un resto de «moje», y doliéndole a Ramona
la delgadez endeble de la inclinada cintura y el trasojado semblante de
la niña, preguntó de pronto:

—¿Por qué has venido tú con esta calor, tan aina de comer?

—«Ella»—aludió con humildad la joven—iba a fregar el belezo y a
echar las llavazas al cocho... También cebó las gallinas y las palomas,
rachó leña y llevó los «curros» al agua.

—Abondo es eso...—comentó la madre con invencible desdén.

A tal punto, lanzó otro ronquido el tío Cristóbal, revolvióse con
sacudidas largas y crujientes, y en un esfuerzo, como si quisiera
levantarse, clavó en tierra las uñas de ambas manos.

Las mozas habían palidecido.

—Péme que está enfermo—dijo Olalla—; hincóse al lado suyo y trató de
alzarle la cabeza; pero la sintió agarrotada y rebelde.

Acudió entonces Ramona, hundió sus recios brazos por debajo del cuerpo
rígido, y de un brusco tirón dió vuelta al hombre: aparecía con el
rostro casi negro, mojado de una espuma sangrienta, los párpados caídos
y la respiración difícil.

Quedaron aterradas las mujeres.

—¡Coitado, agoniza!—clamó la tía Dolores llena de medrosa piedad, en
tanto que la nuera pedía con demudado semblante:

—¡Agua, agua!

Inclinó Marinela el cántaro tendido.

—Aún tiene dello...—Daba diente con diente mientras rociaba su madre
la congestionada faz.

Abrió el moribundo los ojos, torcidos hacia la moza con una mirada
vacilante y sombría, como aquella que buscó a la novia del forastero
antes de decir:

—¡Ah, no eres tú!

Torció también la boca, en la mueca de su habitual sonrisa
impertinente, y quedó tieso, inmóvil, con el respiro apenas
perceptible. La tía Dolores le daba pausadamente aire con el delantal;
las muchachas, doloridas y mudas, le hacían sombra con el cuerpo:
seguía Ramona mojándole los pulsos y las sienes, y caía el silencio con
el sol, como un manto de luz sobre el extraño grupo.

—Encomendémosle—murmuró Olalla arrodillándose.

—Señor mío Jesucristo—fué diciendo la voz oscura y triste de la
madre, y las otras mujeres repitieron angustiadas la oración hasta el
final.

No había dado el tío Cristóbal señales de entender el tremendo aviso,
cuando giraron sus pupilas desorbitadas y ciegas, y un estertor hiposo
le silbó dentro del pecho: con el postrer visaje y la última sacudida,
la inerte cabeza saltó desde las manos de Ramona rebotando en el
polvo, y las uñas del moribundo volvieron a clavarse feroces en el
erial.

—¿Murió?—dijo despavorida Olalla.

Marinela dió un grito y cerró muy apretados los ojos.

—Sí, sí; hay que llamar gente,—respondía la madre trazando sobre el
difunto la señal de la cruz—. Y viendo a la zagala tan miedosa, añadió
resoluta:

—Vai con la cesta y, al tanto, das razón de lo que ocurre.

—¿A quién?

—A la familia; ellos avisarán a la Justicia.

Obedeció la joven con terror y sigilo: sus pies medrosos apenas tocaban
el sendero; su grácil figura desaparecía entre los altos panes. Pero
quizás un leve roce de su brazo, o tal vez un soplo de perezosa brisa,
movió las hojas verdes con rumores suavísimos de «escucho».

—¡Madre, madre!—gimió la muchacha con espanto. Volvióse atrás
corriendo, y quedó parada al borde de la mies, sin atreverse a salir al
raso donde el muerto dormía. Allí encontró a la abuela, acurrucada en
la linde con cierta indecisión, tentada a la fuga, y detenida por el
trabajo y la caridad.

—¿Que yé, rapaza?—preguntó con susto.

—Tengo miedo... me siguen... escuché una voz...

—¡Te haltan jijas hasta para fuir!—lamentó más distante el acento
brusco de Ramona.

Y Marinela, inducida por su mismo pavor, asomóse al rebujal desde el
seto vivo de los tallos.

Vió que Olalla había desaparecido y que su madre, sentada al sol,
impasible y estoica, velaba al muerto. Parecióle el cadáver más rígido
y huraño, con la boca abierta, y la piel del sequizo color de los
abrojos; quedó allí fascinada un minuto, y, de repente, echó a correr
entre la verde masa, por el hilo sutil de los senderos; movía con
los codos el follaje, y el rumor de las hojas sacudidas le causaba
indecible inquietud: todas las crueles fluctuaciones del pánico
vibraban en los tirantes nervios de la doncella, empujando su loca fuga
al través del centenal.

Cuando llegó desalada al pueblo, no supo cómo hablar en casa del tío
Cristóbal. Entró en la ruin vivienda, que de pobres menesterosos
parecía, y halló a Facunda cosiendo en el clásico _cuartico_, la
pieza que ciertos días solemnes sirve de comedor a los maragatos,
forzosamente colocada entre la cocina y el corral; la misma que en casa
de la tía Dolores han llamado _estradín_ por excepción.

Ante la absorta mirada de su amiga, Marinela, confusa y torpe, acabó
por decir:

—Que tu abuelo se ha morido junto a la mies de Urdiales.

—¿Mi abuelo?... ¿Sábeslo tú?...

Facunda, con más asombro que dolor, se había puesto de pie.

—Vengo de allá; le vide.

—Pero, ¿qué le dió?

—La muerte repentina.

—¡Virgen la Blanca!... ¿Y qué hacía allí?

—Mirando cómo abrían el calce: andamos al riego en nuestra hanegada de
la Urz.

—¿Asurcana de la nuestra Gobia?

—¡Velaí!

Con la costura en la mano, la moza volvió a sentarse enfrente de
Marinela, doblada sobre un escañuelo en actitud de abrumadora fatiga.

—Pues yo le estaba esperando para comer.

—¿Y no comiste?

—Nada.

Quedaron mudas, mirándose a los ojos con sorpresa, al compás del reloj
que se mecía en su caja de roble, señoreando el _cuartico_.

Facunda levantó del solado un marchito ramillete de tomillana, y
espantó con lentitud el enjambre zumbador de moscas, desatado en el
aposento.

—Y al biendichoso—dijo después—, ¿se le saltaría el corazón?...

—¿El corazón?... Píntame que el mal le dolía en los ojos y en la boca:
echaba espuma entre los labios y tenía el mirar lusco.

—Salió de casa en ayunas, con una copa de aguardiente.

—Pues cuenta que derecho fué a la mies. Allí dió en preguntar con
quién se casaba mi prima.

—¡Andanda!

—Estaría algo chocho... ¡tantos años!

—Y la boda ¿es con ese extranjero?

Pasó un fulgor oscuro por las turquesadas pupilas de Marinela.

—No sé—balbució, para añadir a poco:

—Pero, digo yo que sí.

—Es galán y bien apersonado—musitó en éxtasis Facunda...—¿Tienes
hambre?—preguntó de repente, viendo a su amiga, blanca lo mismo que la
cal, en demudación terrible.

—No—dijo la otra con la cabeza.

—Pues ¿qué tienes entonces?... ¡Estás priadica!

La interrogada sacudió los párpados violentamente para ahuyentar la
nube de su lloro, y pudo con esfuerzo tristísimo decir:

—Me pasmó el difunto, ¿sabes?

—¡Ah, ya!... Quedaríase muy feo; ¡sin las armas de Dios!

—Mi madre le rezó el señor mío.

—¿Están al riego entodavía?

—Hasta la noche. La barbechera cae más alta que el regato, y es
menester cavar mucho.

—¿Quién os ayuda?

—¡Nadie!

Al evocar el desamparo de su pobreza con la triste palabra negativa,
por la mente de la joven pasó el reflejo seductor de los caudales del
tío Cristóbal.

—¡Vais a heredar a rodo!—murmuró fascinada, sin envidia ni rencores.

Alumbráronse los ojos descoloridos de Facunda y una sonrisa beata se
le cuajó en los labios. Todos los matices de la emoción, suscitada por
aquel anuncio, resplandecieron en esta frase elocuente:

—Voy a comer...

Alzóse de nuevo, con ademanes pesados: era gruesa, fuerte, baja; tenía
mejillas carnosas, tez bronceada por el sol, mirada pasiva, y una
insignificante belleza juvenil en el conjunto de la figura.

Revolvía Marinela su curiosidad alrededor, resumiendo maquinalmente
el inventario del _cuartico_. Y, de pronto, la hizo estremecer una
anguarina del tío Cristóbal, colgada en el apolillado capero, rígida y
sin aire, como una mortaja.

—Tienes que avisar a la Justicia—le advirtió a la heredera con
solemne tono.

—¡Ah! ¿Sí?—clamó Facunda, abriendo mucho la boca.

—¡Natural!

—¿Quién lo dijo?

—Mi madre.

—¿Pero es obligación?... Cuando murió la abuela no llamaron al juez.

—Porque estuvo en la cama... Cuando el tío Agustín se atolló en la
nieve y amaneció cadáver, vino el Ayuntamiento.

—Y ¿a quién mando a Piedralbina?—murmuró atribulada la moza, como si
tuviese que realizar una hazaña insuperable.

—Manda a _Rosicler_.

—Tiene el aprisco a la mayor lejura, en los alcores del Urcebo...

—Pues a tu hermano...

—Anda a la escuela...

Quedáronse de nuevo silenciosas, sumidas en la preocupación terrible de
aquella grave dificultad.

Marinela se había puesto de pie, sin apartar mucho los ojos de la
anguarina parda.

—¿No habrá un motil que te haga el mandado?—murmuró despacito, como
si alguien durmiese.

Y Facunda, en el mismo tono de misterio, resolvía:

—Iré yo después de comer y de avisar en casa de mi madre.

—¡Eso!

Felices con el hallazgo de aquella inesperada solución, se miraron en
triunfo, sonrientes, como si hubiesen escapado de un enorme peligro.

Tras largo y duro rechinamiento de resortes, dió el reloj una lenta
campanada, y Marinela, despidiéndose muy lacónica, salió de puntillas,
apresurada y vacilante.

—Al paso que vas—dijo la dueña de la casa con luminosa
inspiración—podías contarle a don Miguel...

—¡No puedo, no!—atajó la infeliz, temblando locamente.

—¿Por qué, criatura?

—¡No puedo, no!—y agarrada al cestillo, volvió a correr la mozuela
triste, dejando a su vecina con la boca abierta. Pero al doblar la
calle y cruzar la plaza, en el mismo brocal de la memorable fuente la
detuvieron una sombra, una voz y un saludo. Era el propio forastero de
quien la moza huía: llegaba sonreidor y alegre; extendió los brazos
para contener la delirante carrera de la joven, y con audaz halago le
rezó al oído, como un eco de su primera entrevista:

—¡Salve, maragata!

Un grito y un sollozo contestaron a la oración devota del poeta...
Tuvo él que sujetar el talle de la moza, fatalmente inclinado hacia el
pilón donde el agua decía la eterna incertidumbre de las cosas humanas.

—¿Me tienes miedo?—preguntó conmovido, hablando a Marinela de tú,
como a una niña.

Todo el nublado de las contenidas lágrimas estalló entonces.

—Pero, ¡siempre lloras!—exclamó Terán con angustia—. ¿Qué tienes?...
¿Por qué sufres?

Ella se dejó sostener un instante, enloquecida por el desbordado
ensueño de su alma, y al punto quiso huir.

—¿Temes que te haga daño?... ¿Estás enferma?—seguía el joven
diciendo, con blandura y cariño, sin dejarla escapar.

—¡No puedo, no!—repitió aún Marinela con gemido impotente, como si ya
no supiese decir otra cosa.

Y a Rogelio Terán le pareció que la desconsolada frase había causado un
estremecimiento profundo en el transparente corazón del agua.

—¿Qué tienes, dime?—insistió el poeta.

Alzóse el lindo rostro con tal expresión de súplica y mansedumbre, que
el caballero aflojó los brazos y dejó partir a la zagala.

Ya entonces la triste no pretendió correr. Fuése con pie desfallecido,
deshecha en lágrimas y sollozos, dándoles libertad con repentina y
bárbara crudeza, con alarde infantil.

Sorprendido y emocionado la vió Terán hundirse en la ardiente calle.
No había él ido a Valdecruces para hacer llorar a las mujeres, y su
experiencia, un poco mundana, le advertía de misteriosas culpas en
el llanto de aquella joven. _Mariflor_ le había dicho que su prima
gozaba poca salud, que padecía de tristezas y lloros, y que desde la
noche de la farsa se había puesto mucho más inapetente y melancólica,
más trasoñada y sensible. Por dos veces la encontraron escribiendo el
romance de la _Musa_ entre lágrimas y suspiros. Y Olalla, su compañera
de lecho, contó que la niña por la noche no pegaba los ojos, y que si
acaso al amanecer se adormecía era para soñar con voz alucinante los
versos de la farandulera.

También supo el forastero por don Miguel, con otros muchos pormenores,
que la zagala tenía vocación de monja. Pero, con su penetrante vista de
buen lector de almas, el poeta adivinó aquella tarde un nuevo aspecto
en la enfermedad complicada de la niña.

Dióse a estudiar el conflicto con inquietud y lástima, ruano y
meditabundo, al través del pueblo inmóvil, sin advertir que se había
borrado en el rojizo suelo la sombra exigua de las paredes, y que ardía
la luz, como un volcán, vertida a plomo en las silentes calzadas.

[Illustration]



[Illustration]



XIV

ALMA Y TIERRA


DESDE aquel medio día luminoso en que Rogelio Terán llegó a
Maragatería, soñador y aventurero, a semejanza de Don Quijote, habían
transcurrido dos semanas apenas, tiempo harto breve para curiosear la
tierra y el alma de este país incógnito y huraño, tosca reliquia de las
viejas edades, remanso pobre y oscuro de los siglos de hierro.

Deslizábanse los amores de _Mariflor_ y el poeta como idilio sereno
y apacible en la vida un poco fatigada del mozo, mientras se le iba
mostrando la dulce novia aún más gentil que en el primer encuentro
inolvidable, más esbelta y pensativa, luciendo más su innato señorío
sobre el fondo gris de Valdecruces.

Cuantas impresiones recibió aquí el artista en sus andanzas tuvieron
una fuerte originalidad. Con grande asombro y compasión aprendía la
dura existencia de este pueblo de mujeres, bravo y taciturno, que
ni el tiempo ni el olvido lograron borrar de las crueldades de la
estepa al través de las centurias: hábitos y costumbres, semblantes
y caracteres, mostráronse al novelista esquivos y asequibles a la
vez, como si el rostro de la aldea, tan cándido y tan rudo, guardara
hondos misterios bajo las tenaces arrugas de los siglos... Calzadas
escabrosas, rúas cenicientas, míseras cabañas, casucas de adobes,
techumbres de bálago, trajes, palabras y tipos, descubiertos al primer
vistazo en toda su interesante rusticidad, callaban la certeza de su
origen y escondían su historia en la penumbra de caminos ignotos:
un marco de nieblas y de sombras envolvió a Valdecruces delante del
forastero, a la luz espléndida del sol.

En la romántica incertidumbre de sus observaciones veía el poeta surgir
a cada instante el vivo enigma de unos ojos claros, de una boca muda,
de un talle macizo y un lento ademán; la humilde y robusta silueta de
una mujer, de una esfinge tímida, silenciosa, persistente: ¡la esfinge
maragata, el recio arquetipo de la madre antigua, la estampa de ese
pueblo singular petrificado en la llanura como un islote inconmovible
sobre los oleajes de la historia!

Esta imagen perenne, más diminuta y simple, más asustadiza y torpe,
repetíase pródigamente en los niños: la cara redonda, elevado el
frontal, cóncavo el perfil, los ojos pardos, verdes o azules, con una
vaga tendencia oblicua, daban a todos un aire primitivo de candor y
timidez, un viso triste de pesadumbre y esclavitud. El sesgo leve
de la mirada era nota de cobardía y sumisión más que de recelo o
disimulo; y los gestos pausados, los calmosos debates de la palabra y
el pensamiento para resolver la más sencilla de las dudas, delataban un
cultivo intelectual muy rudimentario, un secular abandono de aquellas
mustias imaginaciones.

Ningún rasgo masculino altivecía el semblante fusco de la aldea; los
pocos viejos que allí se refugiaban habían perdido la energía viril
lustrando por ajenos países, y en el esfuerzo bravío que sacudía a las
mujeres sobre el páramo, no asomaba ese alarde varonil de que algunas
hembras suelen revestirse al trabajar como los hombres: todo el ímpetu
fuerte de estos brazos, cultivadores del erial, derivaba del materno
amor, fuente inagotable de renunciaciones y heroísmos, divino poder que
allí se manifestaba callado, fatal y oscuro en las almas femeninas.

A tales conclusiones fué conducido el forastero al través de sus
íntimas charlas con el cura.

—¿Qué hay—preguntaba Rogelio cada vez más curioso—en estos corazones
tan recatados y sufridos?

—Hay madres solamente—respondía, melancólico, don Miguel.

—¿Y el amor sexual, esa lozanísima planta de la juventud que florece
en todos los países del mundo?

—Estas mujeres sólo conocen la obligación de la esposa que debe
concebir.

—Pero el sentimiento, la exaltación del espíritu hacia el hombre que
eligen, ¿tampoco lo conocen?

—No eligen: se les da un marido, y ellas le acatan mientras puede
sostener a la familia.

—Habrá excepciones.

—Ninguna.

—¿En toda la región?

—En toda... si algún elemento extraño no se mezcla en la vida
maragata...; que no suele mezclarse.

Bajo el tono apacible de la respuesta creyó Terán percibir una embozada
reconvención. Hallábanse ambos amigos a solas en el despacho del
sacerdote, estimulando su plática con el humo de los cigarros, mientras
el tío Cristóbal agonizaba en la mies.

Parecía que de intento el cura no quisiera aludir directamente a los
discutidos amores del poeta y _Mariflor_. Y en esta actitud sentía el
mozo latir una sorda hostilidad.

—¿Yo «sería» en Valdecruces ese «elemento extraño» que tú
dices?—preguntó de repente.

—¡Quién sabe!—respondióle con tristeza don Miguel.

—¿Estorbo?

—¡En mi casa nunca! Pero...—dijo el párroco suavemente—contra
ti se vuelve la realidad; yo dudo que estés destinado a cumplir en
Maragatería una misión redentora, como tú supones.

—¿Ni siquiera la de salvar a una sola mujer?... ¿no tendrá ella
bastante con mi corazón y con mi vida?

—Tu vida no depende de ti... Tu corazón... ¡quizá tampoco!

—¡Hombre!

—Acuérdate...

—Si, ya me acuerdo—interrumpió desconcertado el poeta—; pero esa
lúgubre memoria no ha de apartarme para siempre de la felicidad.

—La felicidad no es de este mundo...

—Si argumentas así, a lo asceta...

—¡A lo maragato!—sonrió acerbamente don Miguel.

—¿Y juzgas que Florinda ha nacido para sacrificarse?

—Florinda ha nacido para obrar el bien...

—Como todo fiel cristiano.

—Pero con especial misión de bienhechora... Oye, Rogelio—añadió el
cura, mirando de frente a su amigo y hablando recio, como quien tomase
de pronto una determinación—. Tus intenciones son muy hermosas.
Viniste a Valdecruces generosamente equivocado detrás de una mujer: si
la quieres «salvar», como tú dices, no interrumpas sus pasos hacia la
más segura y definitiva de las salvaciones.

—Estorbo: es indudable.

—Para que ella siga su trazado camino, sí.

—¿Por qué no me hablaste con esta franqueza desde el primer día?

—Porque vuestro idilio me perturbó un poco... porque no juzgué tan
firme la perseverancia de _Mariflor_.

—¿Y ahora?

—Veo más claro: sacudo la romántica influencia de vuestras
confesiones; miro la realidad de las cosas... No tenemos derecho, ni tú
por egoísmo, ni yo por sensiblería, a impedir la obra de compasión que
ella se propone realizar... Creo, en fin, que debes retirarte en tanto
_Mariflor_ pacta con su primo.

—Pero, ¿ha sonado la hora?

—Está al caer. A instancias mías, Antonio adelanta su viaje: llegará
esta semana, cuando menos se piense.

—Y mi marcha en este caso, ¿no parecerá una cobardía?... Te equivocas
si piensas que me retiene aquí el egoísmo, cuando me asalta la más viva
piedad.

—¿De una sola y linda mujer?

—¡Ojalá pudiera yo redimir a otras!

—¿Y si pudiera Antonio?

El pretendiente, amoscado, casi ofendido, respondió con ironía:

—Consintiendo el esposo que la esposa le hable de usted, le sirva y le
acate como a un dios, y reviente en el páramo mientras él se regodea en
la ciudad, ¿así quieres que yo suponga grandes hazañas de un maragato
para su familia?... Aquí tiene «tu protegido» a su gente pudriéndose de
miseria, y no la socorre...

—El móvil del amor puede inducirle...

—¡Qué amor ni qué ocho cuartos, hombre! Vosotros hacéis las bodas con
un poco de rutina y otro poco de interés...—Detúvose temiendo ofender
a su huésped, templando la vehemencia de la voz para añadir:—Eso me
has dicho tú...

—Y es la verdad—repuso don Miguel sin alterarse—. Pero quizá en
otros pueblos más adelantados y felices no se hacen las bodas de más
digna manera: ingredientes distintos, colores más brillantes, disimulo
y finura para dorar la píldora... Al fin y al cabo, matrimonios sin
amor.

—No siempre.

—Muy a menudo.

—Siquiera esos matrimonios no llevarán consigo la injusticia irritante
de causar una víctima sola.

—Muchas veces, sí: ¡la mujer!

Alzóse Terán de la silla, nervioso, confundido con el recuerdo de su
madre, que de pronto le pesaba como una losa. También el sacerdote dejó
su escabel; tiró la punta del cigarro y comenzó a decir con la voz
persuasiva y amable:

—Mira, Rogelio, amigo mío: el amor, ese sentimiento exaltado,
ambicioso, inmortal que nos sacude y nos enciende, esa divina escala
que nos conduce a Dios desde la tierra, sólo por singular prodigio
tiene un peldaño donde puedan abrazarse para ascender unidas dos
criaturas...

—Bien; y ese peldaño...

—No se consigue por la curiosidad romántica ni por la compasión que
sientes hacia Florinda Salvadores. De no poder subir con ella en
triunfo por la divina escala, déjala en Valdecruces, que labre aquí
consuelos...

—¿Y martirios?

—El hacer bien mitiga el propio dolor, le cura, le recompensa. Quien
más ama, con más brío se inmola...

—Es decir: ¿que me desahucias definitivamente?

—No; te aconsejo. Escucha. Ni de este amor que yo digo, ni de ese
otro que tú decías antes—impulsos, deseos y simpatías más o menos
sutiles—, suelen darse aquí las flores; ya te lo he confesado. Pero de
la llama sagrada, del divino soplo, tenemos un trasunto inconsciente
en el amor fortísimo de las madres. Florinda no quedaría huérfana de
todo goce; de este amor puede ella disfrutar con más cordura que otras
mujeres, con más sazón y gracia.

—¡También con más tristeza!

—Si se resigna y se conforma, no. Toda la felicidad del mundo
consiste, a mi parecer, en eso: en conformarse.

Una pausa y un suspiro detuvieron el discurso de don Miguel mientras el
artista murmuraba:

—¡No has dicho poco!

Blanda y persuasivamente siguió explicando el cura:

—En estos matrimonios que, como tú dices bien, ayuntan la costumbre y
la conveniencia, hay, sin embargo, un fondo de respeto y de fidelidad
muy ejemplares. Es cierto que la mujer come en la cocina, sirve
al marido a la mesa, le dice de vos, le teme y le desconoce; que
trabaja en la mies como una sierva y le ve partir sin despecho ni
disgusto. Pero en esto que ella hace y él consiente, no hay deliberada
humillación por una parte ni despotismo por la otra: hay en ambas
actitudes una llaneza antigua, una ruda conformidad. Aquí el alma es
primitiva y simple; las costumbres se han estancado con la vida; ello
es fruto del aislamiento, de la necesidad, de la pobreza: estamos aún
en los tiempos medioevales.

—Pero los maragatos emigran todos; ¿cómo no toman ejemplo de los
países más cultos?

—No les impulsa fuera de aquí la ambición tanto como la miseria. Los
que en sus luchas lograron vencer a la ignorancia, han sabido entrar
de lleno en la civilización y honrar a su país. Tenemos en América
letrados, industriales, fundadores de pueblos que han hecho prevalecer
su traje regional y sus familiares virtudes al través de influencias
muy extrañas... Tú sabes que los afortunados son muy pocos. Y la
mayoría de nuestros emigrantes sigue padeciendo la estrechez de la
inteligencia en precaria vida, trabajando en vulgarísimos trajines.
Ellos se consideran una casta aparte en el mundo, y tan apegados están
a sus leyes morales, que no adoptan de las ajenas cosa alguna, ni buena
ni mala. Son padres excelentes, ciudadanos trabajadores, económicos,
fieles y pacíficos. Si no saben sonreir a su esposa ni compadecerla,
tampoco saben engañarla ni pervertirla: no la tratan ni bien ni mal,
porque apenas la tratan. La toman para crear una familia, la sostienen
con arreglo a su posición; y la reciedumbre de estas naturalezas
inalterables descarga ciegamente todo el peso de su brusquedad sobre la
pasiva condición de la mujer; pero sin ensañamiento ni perfidia, con el
fatal poderío del más fuerte.

—¿Lo encuentras justo?

—Lo encuentro humano.

—¿Y lo disculpas?

—No: lo compadezco. Toda fuente de ternura cegada me produce sed y
tristeza.

Brillaron húmedos los ojos del sacerdote, al evocar tal vez una
doliente memoria, y Rogelio preguntó, mirándole con suma curiosidad:

—¿Tu discurso me quiere convencer de que _Mariflor_ necesite uno de
esos maridos... de la Edad Media? Porque todavía no me lo has probado.

—Nada pretendo probarte; quiero que conozcas toda la posible situación
de Florinda casada con ese hombre que, en el peor de los casos para
ella, no la impediría vivir con desahogo y socorrer a la familia;
quiero que pienses cómo puede ocurrir que la muchacha gane el corazón
de su primo para remediar las desventuras de la abuela.

—¿Mediante la boda?

—O sin la boda: lo que ha de suceder no lo sabemos. Y necesito también
decirte que para mí, procurador y abogado de esta pobre gente, no se
trata sólo de Florinda, sino de dos madres infortunadas, de dos hijos
emigrantes y tristes, de cinco criaturas más, cuyo porvenir parece
cifrado en el destino de esa joven...

—Pero yo sería un cobarde si desmintiera sus esperanzas de felicidad.

—¡Y dale con la felicidad! Si _Mariflor_ no te hubiera conocido, se
consideraría feliz al hallar un esposo acaudalado y fiel.

—No sólo de pan se vive... Sería muy desgraciada en la vulgaridad y el
abandono de una existencia semejante...

Parecía el sacerdote otra vez distraído en lejanas memorias, cuando
murmuró con solemne acento:

—No es vulgar si solitaria una vida donde el bien se reproduce; el
sacrificio es obra de alto linaje que recibe muy ocultas recompensas.

—Pero, ¿tú eres un maragato positivista o un místico delirante?

—Soy un pobre cura de almas que desea cumplir con su deber. La misión
mía es de paz y de amor, y en la dura tierra que labro no puedo soñar
con frutos sino a costa de dolores: me esfuerzo en adulcirlos cuando es
imposible evitarlos.

—No así con Florinda.

—Si ella acepta una cruz y yo la enseño a llevarla, ¿no habré
dulcificado su camino?

—Todos tenemos derecho a buscar un camino sin cruces.

—No hay quien lo encuentre.

—Mientras se busca y se confía...

—Se pierde el tiempo.

—Se vive con ilusiones.

—Antes que verlas perecer, es mejor encumbrarlas.

—Ya ya; siempre el mismo asunto: la otra vida. Dios nos manda también
lograr ésta.

Abismado nuevamente en remotas membranzas, exclamó el cura:

—_¡La mujer es un ser misterioso nacido para amar y para sufrir!_

—Eso, ¿lo discurres tú?—preguntó impaciente el artista.

—Son palabras de un filósofo cristiano. Yo las he visto cumplidas en
muchas ocasiones.

Posó una amarga tristeza en la rotunda afirmación. Terán, absorto,
sombrío, interrogó casi huraño:

—En fin, ¿qué me pides?

—Poca cosa: que no reveles a Florinda esta confidencia; que procures
no turbar sus planes; que esperes con prudente actitud, sin desanimar a
la muchacha ni comprometerla.

—Y ¿crees que debo partir?

Vaciló don Miguel.

—Mi casa es siempre tuya—pronunció cordialmente—, pero sería de mal
efecto que Antonio se creyera suplantado antes de negociar con su prima.

—Nadie más que tú y Olalla sabe de nuestras relaciones.

—Y todo Valdecruces. Ya te dije por qué el tío Cristóbal quería hacer
patente el inevitable rumor de este amorío; hoy supe, por mi sobrina,
que, valiéndose de _Rosicler_, otros rapaces y algunas mozas, el viejo
trata de que esta misma noche os echen «el rastro».

—¿Y eso qué es?

—Una costumbre del país: cuando las zagalas sospechan de una
negociación matrimonial, van de noche, callandito, a poner un reguero
de paja, visible y ufano, desde la vivienda del novio a la de la novia,
con ramificaciones a otras casas, indicando convites al casamiento. A
la puerta de la presunta desposada tejen una especie de colchón con
ramaje y rastrojos.

—El lecho nupcial—sonrió el artista encantado.

—Sí; un remedo a la vez insolente y candoroso, increíble en el enorme
pudor de estas mujeres.

—Pues yo no sé si aquí la castidad sin luchas ni peligros,
eternamente dormida, tendrá mucho mérito a los ojos de Dios...

—No negarás que es una virtud.

—O un signo acaso de bárbara esquivez.

—¿Quién sabe si la civilización al sensibilizarnos y pulirnos, nos
hace más o menos asequibles al mal?

—Nos hace conscientes, hombre, que es tanto como hacernos
responsables: qué, ¿tiras a retrógrado?

—Tiro a párroco de Valdecruces, por ahora.

—Bueno. ¿Y el rastro ése?

—Es un compromiso oficial de casorio si la moza no protesta. Si
rechaza al pretendiente, o los rumores del noviazgo son inciertos,
ella conduce el surco hasta una laguna, charco o regajal, durante la
siguiente noche.

—Es curioso.

—Da margen a una salida nocturna, llena de sigilo y moderación, por
supuesto. He tomado mis precauciones para evitar que os comprometan con
la broma, aunque si persiste el propósito...

—Marcharé en seguida—dijo Terán reflexionando—, Anunciaré a
_Mariflor_ la posibilidad de que una carta urgente me obligue a
partir... pero mi viaje no será una retirada, sino una tregua: sólo con
esa condición te daré gusto.

—Ni yo te pido más. Una tregua precisamente, que te dará también
espacio para posar tus impresiones y resolver con toda cordura en
negocio tan importante.

—Entonces, pasado mañana, si te parece...

—Muy bien. Dios te ayude.

Y mucho más satisfechos de lo que hubieran podido suponer durante el
curso de la conversación, bajaron los dos amigos a pedir el yantar.

       *       *       *       *       *

Una hora después, sin cuidarse del sol, rondaba Rogelio la calle de
Florinda, avisado por ella de que estaría sola y podrían hablar un
rato.

No tardó en aparecer sobre la sebe mazorral, entre rubos y agavanzas,
la gentil cabeza de la moza. Presentóse con una de esas dulces sonrisas
que nacen en los ojos y crecen en los labios, y acogió con apasionada
ternura el credo fervoroso del amante. Él, con mucha suavidad,
deslizó en la plática el temor de una repentina ausencia: sus asuntos
amenazaban llamarle a Madrid de un momento a otro.

La súbita emoción que encendió el semblante de la joven, mostróla tan
triste, tan pesarosa y estrujada por la vida, allí muda y trémula entre
las zarzas del vallado, que el mozo, vivamente conmovido, le prestó mil
espontáneos juramentos de constancia y fidelidad.

—Volveré pronto—decía—, cuando tú me asegures que estás dispuesta a
venirte conmigo.

La miraba, gozoso de saberse profundamente amado, y sufriendo al verla
tan atormentada y dolorosa, visibles ya en su cara los esfuerzos de la
lucha que sostenía con el duro trabajo, apenas caído sobre los débiles
hombros. ¿Qué iba a ser de ella prolongando la amarga situación? De la
cruel servidumbre, ¿la había de redimir el oro del primo o el amor del
poeta?

Como si la joven adivinase que aquella duda cabía en el pensamiento del
amado, murmuró con furtiva esperanza:

—¡Sí; volverás pronto!

Y pudo sonreir: aún dijo alegres frases y devolvió promesas de ardorosa
pasión, cauta y firme contra el primer asalto de una sorda inquietud
que le empañó el terciopelo oscuro de las pupilas, igual que si la
pálida sonrisa de los labios ya no pudiese volver nunca hasta los ojos
donde había nacido.

Quedaron los novios en verse por la tarde en la mies. Pensaba Florinda
salir a la caída del sol, cuando el agua corriera por los liños en la
hanegada de la Urz, ya vencido el trabajo del riego que traía a la moza
desvelada.

Despidióse Terán rendidamente, y se alejó despreocupado, con una
ligereza de espíritu indefinible y extraña en aquel momento: sentíase
optimista, lleno de dulces seguridades que apenas tenían raiz en su
conciencia, mecido en vagas ilusiones no menos gratas por imprecisas y
locas. Iba envuelto quizá, en cendales de amor, en el divino manto que
cubre con infinita dulzura a quien lo recibe, y destroza las manos que
lo tejen.

Así encontró a Marinela, que huía de él y que cayó en sus brazos
derretida en lágrimas. Cuando la dejó partir transido de compasión,
perdió de repente la serena beatitud que le envolvía y hallóse
despierto a sus íntimos cuidados, pesaroso de tocar tantas tristezas,
perdido en confusiones y recelos, como si la zagala enfermiza le
hubiese contagiado con los zollozos todas sus inquietudes y ansiedades.

Horas enteras vagó irresoluto y febril al través de Valdecruces,
acosado por la opresora sensación de hallarse prisionero. Una angustia
de cárcel le martirizó en cada rúa triste y ardiente. Y el cansancio
y la sed le llevaron a la entrada silenciosa de la taberna, sobre la
cual un lienzo inmóvil y de dudoso color denotaba a estilo del país el
tráfico de vinos.

Pidió el forastero un vaso y una silla, no sin dar grandes voces, a las
que acudió un anciano. Servido con mucha parsimonia, contemplado con
asombro por una vieja que llegó tras el viejo, supo allí que el tío
Cristóbal Paz había fallecido de un sofoco en la mies.

—¿Trabajando?—preguntó con lástima.

—¡Quiá!; no, señor; mirando cómo andaban al riego unas mujeres.

—¿Las de Salvadores?

—Esas; ya fué allá don Miguel con el Santolio pero no le alcanzó arma
ninguna; ahora están esperando a la Justicia para levantarle.

Descansó el poeta unos minutos, pagó con esplendidez el vaso de agua
con vino, y buscó una salida al campo, orientándose hacia naciente. Era
casi la hora de su cita con _Mariflor_; y el trágico acontecimiento de
la tarde parecía propicio a que la presencia del galán en la mies no
inspirase desconfianzas.

Ya en el libre camino aparece un poco nublado el cielo: tenues vellones
grises circundan el ocaso donde el sol se inclina malherido por la
noche, implacable y rojo sobre la sedienta planicie.

Cuando Rogelio rinde la finísima senda de la mies y se asoma al campo
baldío donde el cauce se tiende hacia el arroyo, un espectáculo de
tremenda emoción le pasma y le sacude.

Allí, donde la rotura brava del erial toca en suave cima con el borde
del regatuelo, se yerguen Olalla y Ramona sobre los cárdenos fulgores
de la luz poniente. El ronco retumbar de sus azadas repercute áspero y
terrible, lo mismo que una cava de sepultura; avanzan y tunden las dos
mujeres, solemnes y misteriosas frente al ocaso como si le estuvieran
abriendo una sagrada fosa al astro moribundo; con mucha prisa, antes de
que le envuelva la noche en el sudario gris de la llanura.

El cadáver del tío Cristóbal duerme en la rastrojera, a medio cubrir
por un piadoso abrazo de retamas; junto a él la tía Dolores reza o
llora, y vigila en una expectación delirante; y en el otro confín del
horizonte una orla de nubes pálidas tiende su pesadumbre a la orilla
del cielo.

       *       *       *       *       *

La respetada hora de la siesta había pasado magnánima aquel día sobre
las cavadoras de la mies de Urdiales.

Aprovechó Olalla el reglamentario reposo para satisfacer un repentino
impulso de su corazón. Y destacándose valiente en el abrasado rebujal,
cortó en la mustia ribera del arroyo un haz tan grande de retamas como
pudo ceñirle entre sus brazos, bien abiertos, robustos y acogedores.
Aún supo esmerarse con paciente solicitud, escogiendo en el retamal las
flores menos tristes; quería cubrir al muerto contra las moscas y el
sol, y hacerle los honores de la mies con un poco de dulzura.

Mientras hacinó la pálida genesta sobre el cadáver, las otras dos
mujeres rezaban el rosario, acurrucadas en la linde del plantío.
Contaba Ramona las avemarías por los dedos, murmurando al final de cada
decena, a guisa de responso:—_Requiescanquinpace_. Dijo después la
letanía de la Virgen, en el mismo bárbaro latín, y comenzó a hilvanar
una serie formidable de padrenuestros por las obligaciones del difunto.

Tranquila, hierática, agotó la mujer el repertorio de las oportunas
preces, con la calmosa ayuda de la vieja, cuando fué Olalla a sentarse
entre las dos, murmurando:

—¿Qué hará Tirso, el heredero, con nosotras?

—Quedarse con todo; quitarnos la casa; ese hereda las codicias con los
intereses—respondió la madre—. Su cara morena parecía más oscura, y
su acento, siempre brusco, sonaba más enrudecido.

Callaron las tres un instante, sobrecogidas bajo la dureza de aquella
afirmación.

Tirso Paz tenía fama de avaricioso; recibía el caudal paterno después
de una larga vida de privaciones, despechado contra la injusta suerte
del hijo pobre que tiene un padre rico; de seguro heredaba ansioso,
violento, impaciente de poseer, sin lástimas que para su miseria nadie
tuvo, sin treguas piadosas que su mismo padre le enseñó a negar.

Esta certidumbre tembló, fatídica, al borde de la mies, en el ardiente
silencio lleno de luz, y ahogó sus ansiedades al imperioso aviso de
Ramona que, consultando al sol, pronunció gravemente:

—Acabóse la sosiega.

Avanzó hacia el cauce con la azada al hombro; la anciana y la niña la
imitaron y, al pasar junto al muerto, las tres hicieron reverentes la
señal de la cruz. Inició Ramona otra vez la cava con un brío salvaje,
como si la tierra le fuese violentamente aborrecida, como si en cada
golpe de los tundentes brazos pusiera un ímpetu de odio.

Así avanzó la rotura al correr de las horas, entre una nube de polvo
estéril, pálida sangre de las sequizas entrañas abiertas a la sed del
centeno en furiosa persecución del regajal.

A menudo la tremenda mujer volvíase hacia la muchacha para decir
sordamente:

—¡Aguanta, niña!

Y la pobre bisoña, sin aliento, empapada en sudor, seguía los pasos
de su madre, ya lejos de la abuela, que se quedaba atrás alisando
maquinalmente los terrones movidos, sin saber lo que hacía, como un
instrumento inútil y abandonado.

Una súbita parálisis de todas sus fuerzas aplastaba a la tía Dolores
en la hendedura, triste y absorta, escarbando el polvo. Sentíase
impotente en el campo por primera vez en su vida. Sobre la infeliz,
esclavizada a la tierra por un amor recio y sombrío, caía el dolor de
la incapacidad con angustiosa certidumbre. Y cuanto más irremediable
era su desventura, más sensible se alzaba en su pecho un oscuro rencor
hacia aquella otra mujer, fuerte y joven que, arrebatándose en el
trabajo como una furia, ordenaba soberbia:

—¡Aguanta, niña!

La esposa, inflexible para recibir al esposo pobre y enfermo, podía
enorgullecerse como madre, capaz de acoger a un hijo desgraciado. Pero
la mujer vieja, la inútil labradora, ya no tenía derecho ni a ser madre.

Así pensaba turbiamente la tía Dolores, recordando, para mayor
pesadumbre, el peligroso albur de sus hipotecas en poder de Tirso Paz,
más temible que el propio tío Cristóbal. Sin mies, sin casa y sin
arrestos para el trabajo, ya no lograría recibir a Isidoro, ni valerle
ni ampararle; ¡ya se había acabado todo para ella en el mundo!

Probó la triste anciana a reanimar sus bríos, aún recientes, sobre
la bien amada tierra. Quiso sentirla con la fuerte pasión de otras
horas, y dominarla como en días mejores. Se inclinó audaz en el fondo
del cauce, con la azada entre las dos manos, como disponiéndose a
desenterrar con loca angustia sus fuerzas sepultadas y, al impulso del
imposible deseo, cayó de rodillas hasta dar con la frente en el polvo.

El chasquido agrio de los huesos no resonó tan fuerte como los golpes
de la cava, y la vieja se alzó sin escándalo, vencida y pesarosa como
nunca, a tiempo que una voz apremiaba, cada vez más distante:

—¡Aguanta, niña!

Se iba quedando la tía Dolores sola con el muerto; le miró pávida y
entontecida. Sobre él languidecía la genesta, formando un bulto largo y
amarillo a ras de los rastrojos, en el borde de la rota.

Sentóse cerca la mujer, con los recuerdos medio borrados y la seguridad
de su impotencia convertida en lágrimas y oraciones.

Algunas veces Olalla, viendo a la abuelita en tan singular actitud,
llegóse a preguntarle si le hacía daño el sol. Ella negaba con un gesto
del mortecino semblante, y la moza corría miseranda al arroyo para
humedecer aquellos labios mudos, preguntando:

—¿Por qué no busca la solombra? ¿Por qué no quiere descansar dello?

La abuela balbucía en vago deliquio:

—¡Aguanta, aguanta!

Y volvía a quedarse con el difunto, lejos de las cavadoras.

Comenzó a llegar gente por los senderos de la mies; algunos rapaces,
prófugos de la escuela, algunas ancianas compasivas, el cura, el
sacristán y el enterrador.

Don Miguel reconoció ligeramente el cadáver, habló con las testigos de
la imprevista muerte, y se volvió a marchar.

Las mujerucas, sin interrumpir el trabajo de sus vecinas, repitieron
con unción:—¡Biendichoso!

Fuése el sepulturero a preparar la fosa, con serena delectación, y tío
Rosendín, el sacristán, devolvió respetuosamente a la parroquia los
sagrados óleos que habían acompañado a don Miguel.

También los chiquillos desfilaron curiosos de ver llegar a la Justicia:
impacientes por escoltarla, y por correr en las callejas del pueblo la
trágica novedad.

—Hasta la noche no pueden venir los de Piedralbina—había dicho el
sacerdote—. Al paso lento de Facunda es imposible que les llegue el
mensaje antes de las seis.

Y toda la expectación quedó suspendida para el anunciado desfile.

Mientras tanto el cauce tocaba ya la ribera del arroyo, y Ramona mandó
a su hija hacer algunos sabios cortes en el terreno de la mies, para
cuando el agua corriese.

Arrastrándose entre los liños, la moza abrió con un destral leves
surcos en la cabecera de la «hanegada». Y alzóse pronto, ardiendo en
el calor reconcentrado de los panes, congestionada por la postura y el
esfuerzo, para correr a la cumbre de la rota, obediente a la sugestión
del terrible grito:

—¡Aguanta, niña!

Unos zarpazos más; un anhelo bravío de respiraciones; la suprema
tensión de los músculos, el último temblor desesperado de los nervios,
y las dos mujeres ven cómo el agua corre, humilde y fácil, convirtiendo
la dura zanja en blando atanor de promesas bienhechoras.

Tiembla y canta el arroyo, el sol se pone, los panes beben y las
heroínas de la cava, febriles y deshechas, reposan junto al muerto...

Cuando avanza Terán en el grave escenario, otra sombra le sigue.
Florinda registra también la rastrojera desde el borde de un sendero.
Llegan los dos al grupo singular, le miran silenciosos y escuchan cómo
la abuela dice con furtiva emoción, que parece escapada de un delirio:

—¡Ya no podré recibir a Isidoro!

Se vuelve Ramona hacia aquel acento profundo, y sorprendiendo toda la
amargura de la incapacitada madre, piensa de pronto en la propia vejez,
ve de ella un ejemplo en la sombría inutilidad de la anciana, y llora
con violentos sollozos, lívido el semblante reluciente de sudores,
temblando el cuerpo, que despide un áspero olor montuno.

Florinda y su novio retroceden espantados, sin adivinar el origen de
tan repentino desconsuelo: quizá piensan huir de aquel brusco drama
incomprensible cuando una atracción fuerte les inclina sobre el cadáver
del tío Cristóbal.

A la dormida luz del anochecer, bajo las retamas que ha movido la
curiosidad, sólo enseña el viejo sus garrosas manos, con las uñas
henchidas de la tierra arrebatada a los rastrojos en el arañazo supremo.

[Illustration]



[Illustration]



XV

EL MENSAJE DE LAS PALOMAS


HOY parte el poeta: después de medio día vendrá junto a los tapiales
del huerto para despedirse de su amada.

«Volverá pronto». Esta frase se ha repetido muchas veces en pocas
horas, entre enamoradas ponderaciones. Meditándola con invencible
angustia, _Mariflor_, convertida en lavandera, encrespa ropa junto a
Olalla en el caz vecino de su calle.

Muéstrase el cielo un poco aborrascado, y la temperatura, apacible,
tiene el sutil frescor de la humedad.

Silenciosas trabajan las dos jóvenes, mucho más hábil _Mariflor_
de lo que su impericia pudiese prometer. La tristeza le aploma el
pensamiento; mueve las delicadas manos entre espumas como una dócil
máquina insensible.

Mira Olalla las nubes pensando en la inutilidad del riego, y suspira
al acordarse de la próxima siega: tampoco habrá un jornal para los
segadores, ni un respiro para el descanso, ni una tregua en el bárbaro
trajín, superior al esfuerzo de las pobres mujeres.

Un vendedor ambulante pasa con su mulo cargado de baratijas y pregona
cansado:

—¡Tienda... tienda!

—Vende hilo, agujas, adornos y otras cosas—dice Olalla a su prima con
cierto orgullo.

—Pero, ¿vende, de veras?

—¡Natural!

—Como aquí no hay quien compre...

—¿No ha de haber? Se le cambian por las mercancías, huevos, lardo,
palomas, simientes... gana mucho.

En un silencio inalterable y sordo, repercute el eco del pregón:

—¡Tienda... tienda!

Al final de la calle, por la plazoleta de la fuente, cruza un maragato
en alta cabalgadura, con equipaje y espolique.

—¿Tirso Paz?—interroga Olalla con zozobra.

—Parece joven. Tirso, ¿no es viejo?

—Dicen que sí: yo no le conozco.

Se quedan mudas y violentas, procurando ocultarse mutuamente las
íntimas preocupaciones. Y al mediar la mañana terminan su labor.

No hay nadie en el _estradín_ por donde las dos mozas buscan los
pasillos, tornando a la casa por el corral.

Marinela, doliente, calla en su dormitorio; y cuando Florinda quiere
abrir el suyo, tropieza un fardo en el suelo y ve sobre la cama ropas
de hombre, unas bragas y una almilla, llenas de polvo.

—Ha venido tu primo, de repente, sin avisar—dice Ramona detrás de la
muchacha—, y como ésta es la habitación de los forasteros...

Florinda parece de piedra ante aquel masculino traje maragato. Y
Olalla, que también se asoma al camarín, prorrumpe azorada:

—¡Ha venido Antonio!... Era aquel viajero que vimos pasar.

Y palidece como una muerta.

—Sí; entró por la otra rúa—corrobora la madre con la voz menos agria
que de costumbre.

—¿Y dónde está? pregunta al cabo Florinda, con aire estúpido.

—En cuanto se mudó de traje marchó a casa del señor cura: dice que le
ha llamado él y que viene sobre lo de la boda.

—Pues voy allá, ahora mismo.

—¿Tú?

—¡Claro!

—Nunca vi cosa semejante: ¡una rapaza tratando con el novio del
casamiento!

—Mi primo no es mi novio; pero si lo fuera, con mucha más razón
necesitaría hablar con él inmediatamente.

Tan firme era el acento de la niña y tan rotunda su determinación, que
Ramona, obligada a transigir, quiso imponer su autoridad exigiendo:

—Olalla irá contigo.

—Que venga.

Y al volverse hacia su prima, asombróse _Mariflor_ de hallarla sin
colores, desconcertada y absorta.

—¿No vamos?—le dice.

—Pero así, sin componernos un poco...

—Si no tardas...

—De un volido acabo.

La maragata rubia desaparece seguida de su madre, mientras Florinda,
sin entrar en la habitación, aguarda impaciente, sufriendo el brusco
asalto de contradictorias emociones. ¿Qué va a conseguir de Antonio?
¿Cómo es él, y cómo la juzgará a ella? Su suerte se decide sin duda
en este día nublado y grave que pasa por Valdecruces tan sigiloso, tan
descolorido...

Le parece a _Mariflor_ que su prima tarda; se sorprende al considerar
que se está componiendo como para una fiesta, sólo porque ha llegado
Antonio. Y con un inevitable gesto de coquetería, ella se alisa también
con las manos los cabellos, se sacude el vestido y repara los pliegues
del jubón: quizá entrase al gabinete para corregir con más detalles
el tocado, si una instintiva repulsión no la dejara otra vez tan
meditabunda que no se fija en el atavío lujoso con que Olalla vuelve,
ni en su semblante, ya compuesto y servicial.

Hasta la vivienda del párroco no cruzan las dos primas una sola frase;
pero ya en la puerta de don Miguel, Olalla detiene ansiosa a Florinda,
y murmura difícilmente:

—¿Qué le vas a decir?

—Que nos salve.

—Y... ¿no le quieres?

—Para marido, no.

—¡Piénsalo bien!; si le venenas las intenciones, nos dejará en la
misma tribulanza.

—¡No puedo hacer más!

Ahora es _Mariflor_ la que palidece y tiembla con un gusto amargo en la
boca y un velo de turbaciones en las pupilas.

—¿Está arriba Antonio?—pregunta a Ascensión, que la recibe.

—Está.

—¿Y... Rogelio?

—No le he visto salir.

—Pero, ¿estaba con don Miguel?

—Estaba.

—Entonces...

—No oigo hablar más que a dos personas... Don Rogelio entra y sale a
menudo.

Cuando la valiente muchacha preguntó a la puerta del despacho:—¿Se
puede?...—un silencio de expectación dió margen al permiso, y la
visita nueva fué acogida con el mayor asombro.

Hacía poco más de un cuarto de hora que la misma Ascensión pidió allí
audiencia para Antonio Salvadores.

—Está abajo, preguntando por usted—había anunciado la muchacha a su
tío.

El sacerdote, sin titubear, contestó:

—Que suba.

En tanto que Rogelio decía apresuradamente:

—Yo me voy.

Pero con una repentina inspiración le aconsejó su amigo:

—Entra en mi alcoba.

—¿A qué?... ¿a escuchar?

—A enterarte.

—¿Como en las comedias?

—Y como en la vida.

—No; no me gusta...

—Si te asaltan escrúpulos, hay un falsete; pero quizá te interese lo
que oigas.

Y como ya resonaban en el pasillo los zapatones del forastero, don
Miguel cerró la puerta acristalada, delante del artista, y le dejó
allí, azorado, a media luz, detenido a pesar suyo por la curiosidad.

Primero oyó cómo se cruzaron los saludos de rúbrica: una voz recia y
joven alternaba con la de don Miguel. Según aquella voz, el viajero
no había encontrado en casa de la abuela más que a la tía Ramona, y
sin tomar descanso alguno acudía impaciente a la cita con el párroco.
El cual, atacado también de la impaciencia, no anduvo con rodeos
para llegar al fondo de la conversación; y la primera novedad que el
maragato supo, fué que su prima ya no tenía dote.

—Entonces retiro mi palabra de casamiento—dijo la voz firme, no sin
barruntos de contrariedad.

Volvióse el poeta con indignación hacia los cristales: los visillos de
tul dejaban entrever la salita mucho más alumbrada que la alcoba, y el
enamorado pudo distinguir al hombre que fué hasta aquel instante su
rival.

—Tu abuela está en ruina como sus hijos—decía don Miguel, disimulando
con palabras corteses la cólera de su acento—; tiene toda la hacienda
empeñada y padece una vida miserable; tus primas andan al campo como
las más infelices del país, y tú eres rico, y es menester que no las
abandones, por caridad y por obligación.

La temblorosa llamada de Florinda atajó en los labios de su primo un
reproche violento.

—¿Obligación?—iba a clamar—. ¿Y para decirme esta me fuerzan a venir?

Entraron las jóvenes con silenciosa acogida. Olalla, en actitud muy
recoleta, bajaba los ojos jugando con el floquecillo de su elegante
pañuelo; _Mariflor_ paseó por la sala un relámpago febril de sus
pupilas oscuras, y viendo solos al maragato y al sacerdote, recobró un
poco de serenidad.

—Esta será la hija de mi tío Martín—masculló Antonio después de
saludar embarazosamente.

—Esta es—dijo el cura.

—Por muchos años...

Y se quedó el mozo sin saber cómo atormentar a su sombrero entre las
manos gordinflonas.

Habíase parado _Mariflor_ junto a su primo, espiándole en muda
pesquisa, llena de esperanza y de inquietud.

Era ancho, fuerte, carilucio; tenía cortos los brazos, cándidos los
ojos, tímido el porte. Vestía rumboso traje, compuesto de pespunteada
camisa, chaleco rojo con flores y botonadura de plata, bragas de rosel,
sayo de haldetas, atacado por sedoso cordón, botines de paño con ligas
de «viva mi dueño», y churrigueresco cinto donde esplendía otro
galante mote de amorosa finura; bajo las polainas, unos enormes zapatos
de oreja tomaban firme posesión del suelo.

Para abreviar los enojosos preliminares de la conferencia, don Miguel,
ceñudo, molesto, se apresuró a decir a la muchacha:

—Antonio ya conoce vuestra situación. Y la tuya, particularmente, le
inclina, por lo visto, a no insistir en sus pretensiones de casamiento.

Al singular descanso que estas palabras ofrecieron a la moza, mezclóse,
al punto, una viva impresión de repugnancia. ¿Qué iba a pedir al
mezquino corazón de aquel hombre? ¿Cómo sería posible conmoverle, ni
con qué dignidad intentarlo en aquel instante?

El estupor y la vergüenza no la hicieron bajar los ojos: se los clavó a
su primo honda y calladamente, hasta hacerle sudar y retroceder: nadie
le había mirado así.

Viéndole tan confuso y torpe, sacrificó ella un fácil desquite,
diciendo, con toda la dulzura de su voz y toda la generosidad de su
espíritu:

—No te hemos llamado para tratar de bodas, sino para pedirte que
remedies a la abuela hasta que mi padre logre remediarla. Hace tres
meses que vine aquí sin sospechar lo que ocurría, y trato con don
Miguel, nuestro protector, de salvar la hacienda, que se está perdiendo
por ignorancia y timidez... No se atrevió la pobre vieja a confiarse a
ti, que eres rico y dadivoso...

Subrayó Florinda este prudente discurso con una leve sonrisa irónica,
dulce mohín con el cual perdonaba desde luego el áspero desdén de su
pariente.

—¿No respondes?—añadió con asombro ante el silencio del maragato.

Y como aún callase, sudoroso, deshilando las borlas del sombrero,
avanzó la niña y le puso las dos manos en los hombros suavemente, con
familiar llaneza.

—¡Vamos, primo! Tú eres un hombre educado, un caballero, y no puedes
consentir que la abuela, por faltarle un apoyo, se quede en mitad de la
calle, tan viejecilla, tan triste... ¿No la has visto? Se ha vuelto un
poco chocha con los años y las lágrimas y los dolores... Si tú no la
proteges, se quedará sin tierras y sin yuntas, sin huerto y sin casa.
Todo se lo debe a Tirso Paz, por un puñado del dinero que a ti te sobra.

—¡Diablo de chiquilla!—musitó el cura.

Olalla rompió a llorar con grandes hipos, y en la alcoba parecía que
alguien se revolviese.

Pero Antonio, inmóvil, petrificado bajo los finos dedos de _Mariflor_,
no resollaba. Nunca tuvo cerca de la suya una cara tan hermosa;
jamás una voz parecida sonó tan suave y angelical en aquel oído de
comerciante; ni el mozo suponía que en el mundo existiesen criaturas
con tanta labia, tanto atractivo y tamaño corazón.

—¿No respondes?—insistió ella, intentando zarandearle con blando
movimiento.

No consiguió moverle; creyó inútil su generosa hazaña, y los lindos
brazos, afanosos, cayeron sobre el delantal en desfallecida actitud.

Como si sólo entonces fuese el muchacho dueño de su albedrío, levantó
sus claras pupilas con arrobamiento hacia los ojos que le acechaban.

Los halló impenetrables, sumergidos en solemnes tinieblas, y volvió a
bajar los suyos con invencible respeto. En tanto, _Mariflor_ leyó en la
repentina mirada tal propósito, que retrocedió convulsa hasta apoyarse
en un escabel.

—Pues, hablaremos del asunto aquí el párroco y yo—dijo de repente
Antonio con cierto brío.

Olalla cesó de llorar y Florinda no supo qué decir; sentía congelada
su elocuencia, y no se hubiese atrevido a tender de nuevo los brazos,
persuasiva y deprecante.

Nadie se había sentado. Don Miguel, perplejo, irresoluto, liaba un
cigarrillo para Antonio, paseando entre la mesa y el balcón, sin
atreverse a hablar por miedo a arrepentirse. Iba cayendo en la cuenta
de que lo hubiera echado todo a perder si Florinda no le acude con el
dominio de su voluntad y el «ángel» de su persona. Mas ¿no iban ya
demasiado lejos las influencias de la muchacha?

El cura lo temía, viéndola tan ansiosa y escuchando las amigables
razones del primo.

Se desgarraron doce campanadas en un viejo reloj mural y casi al mismo
tiempo vibró en el aire el agudo tañido de la esquila, volteada en la
parroquia.

Don Miguel comenzó a rezar «las oraciones»; un murmullo piadoso zumbó
en el aposento; parecía que unas alas invisibles agitasen brisas de paz
sobre las inclinadas frentes. Cuando se alzaron ungidas por la señal
de la cruz, los ojos benignos del sacerdote se posaron en _Mariflor_
con misericordia. Ella inició una desconcertada sonrisa que pudo ser de
aliento o de quebranto, y don Miguel se resolvió a decir:

—Bueno, pues Antonio y yo trataremos con calma de vuestros intereses.

—¡Eso!—aseveró con energía el aludido.

—Vosotras—añadió el cura—avisaréis en casa que el viajero come hoy
aquí.

Unas fugaces excusas del invitado, una leve porfía de Olalla para que
les acompañase, y las mozas partieron con la promesa de que Antonio
iría más tarde a visitar a la abuelita.

Por el camino, la maragata rubia dice muy alegre:

—De ese lado abesedo sopla mucho el aire; va a llover.

Y la fresca brisa del Norte que les azota el rostro, le parece a
_Mariflor_ que corre triste, con amargura de lágrimas. Se detiene la
moza a escuchar aquel sordo gemido, inquietante para ella como un
augurio, y Olalla se admira.

—¿Qué oyes?...—pregunta—. Es el pregón del quincallero.

Entre los silbos del aire tormentoso, una voz repite con errabunda
melancolía:

—¡Tienda..., tienda!...

       *       *       *       *       *

Supo Antonio Salvadores que don Miguel tenía en casa un amigo
forastero, el cual aquella misma tarde regresaba a Madrid. Y, de
acuerdo con el cura, consintió el maragato en aplazar toda gestión para
después de la anunciada partida.

El huésped hizo las presentaciones entre sus comensales con mucha
delicadeza; pero la hora de comer transcurrió silenciosa, bajo la
respectiva preocupación de cada uno, acentuada en Antonio por su gran
cortedad y su recelo al trato con gente de pluma, novelistas a caza de
tipos y de observaciones que, a lo mejor, sacan en los papeles a los
pacíficos ciudadanos.

Miraba el comerciante de reojo al poeta, sin perder el apetito ni
acertar a decir una palabra. Y el poeta sorprendía con poco disimulo
la ordinariez de aquellos dedos glotones y de aquella boca bezuda,
reluciente de grasa, con tendencia a sonreir y a tragar en golosa
premeditación.

—¡Un hombre semejante despreciaba a Florinda!

Esta idea, produciendo sublevaciones bizarras en el ánimo de Terán,
ponía, sin embargo, a sus ojos una sombra de humillación sobre las
excelencias de su novia.

Mansamente, contra todos los impulsos de la voluntad, un cierto
desencanto se adentraba, furtivo, en el pecho del vate, y galopaba,
rebelde, por tierras de la fantasía, a la vanguardia de los
sentimientos más nobles. Al desaparecer las dificultades en torno de
aquel cariño, en las ambiciones de Terán enfriábase el astro del deseo:
¡humano tributo a la vasta inquietud de la imaginación, que en los
poetas suele tener un dominio incurable!

Como si una racha de viento borrase de repente en las nubes la colosal
figura de un águila, dejándola convertida en mariposa, así la imagen
de _Mariflor_ venía a quedar en la mente de Rogelio al nivel de
otra zagala, sin ventura y sin novio; el brutal desdén del maragato
desvanecía las fantásticas nubes.

Acababa el poeta de despedirse de la niña, asaltado por la turbia
impresión de todas aquellas novedades.

Mostróse cautivo y devoto como siempre, y renovó sus promesas y
afirmaciones con las mismas palabras de otros días; pero en la alta
emoción de aquel instante, solamente los labios de la moza guardaron a
los profundos sentimientos una santa fidelidad.

—Ahora sí que volverás pronto—dijo la muchacha, tratando de
sonreir—. Ya soy libre como el aire. Mi primo no me quiere porque no
tengo dote, y ya no depende de mi boda el bienestar de la familia; ¿te
lo ha contado don Miguel?

Ocultaba, modesta, la intención de aquella singular mirada sorprendida
en Antonio. Y sintió el caballero enrojecer su frente al acordarse de
la grosería con que fué rechazada su novia.

—Algo me ha dicho—balbució, añadiendo en la acerbidad de su encono—.
Tú no debías dirigir la palabra a ese hombre; eres demasiado humilde.

—¡Si él ayuda a la abuela!...

—Aunque la ayude.

Dulcificó al punto sus frases y su acento mientras callaba la niña con
todo el dolor reconcentrado en los ojos.

Rogelio tenía prisa; le aguardaban para comer y debía salir muy
temprano de Valdecruces a tomar en Astorga el tren de las cinco.
Buscaría el camino más corto por la carretera, huyendo del erial.

También a _Mariflor_ la esperaban en la cocina delante de la olla,
entre coloquios y comentarios.

—Te escribiré muchas cartas—prometió el poeta, cada vez más compasivo.

—¿Y versos?...

—¡Muchos!

Sonrió él con deleite, alucinado por la repentina ambición de entonar
canciones pastoriles a la bella musa de los zarzales, allí amorosa en
medio del escaramujo y de las urces.

Los últimos adioses se cruzaron fervientes; una emoción de arte
prevalecía sobre todos los peligros de la inconstancia. Florinda
acompañó a su novio a lo largo de la rúa con una mirada de ingenua
adoración.

En la explanada de la fuente el recuerdo de Marinela Salvadores detuvo
al caminante. El candor del agua y los matices verdes y azulinos del
suave manantial, le trajeron con ternura a la memoria la imagen de
la niña, sus ojos zarcos y volubles y aquel saludo lírico que tanto
la asustó a la llegada del forastero; ¿qué había sido de ella? Lo
preguntaría antes de marchar, arrepentido de haber olvidado en absoluto
a la triste zagala que una tarde le dejó sobre el pecho la limosna de
su llanto misterioso.

Todas las impresiones de aquellos quince días extraños, remansaban de
pronto seductoras en la conciencia del artista, como recordación de un
sueño peregrino que le obligase a sonreir.

Junto a la parroquia levantó los ojos a la torre, y el lecho vetusto
de la cigüeña le dejó extático una vez más. Ya crotoraban audazmente
los hijuelos bajo las alas regias de la madre, mientras el macho,
solícito como nunca, limpiaba de reptiles la mies y nutría la prole en
incesantes revuelos alrededor del nido.

El silencio de la calzada, la cobardía de la luz y el semblante
rústico del cuadro, sumergieron a Terán en artísticas divagaciones.
Y se abandonó a gustarlas con el íntimo gozo de saber que las iba a
sustituir por otras nuevas. Puso en sus pensamientos, como romántica
aureola, un incitante sabor de despedida, la dulce lástima de un
abandono que no punza, la perfidia sutil de quien siente por cada
placer desflorado vivas ansias de placeres en flor...

De toda aquella despiadada dulzura, sólo queda ahora enfrente de
Antonio Salvadores un movimiento de disgusto hacia el zafio mercader
que despertó al prócer caminante embelesado en el más lindo sueño de
su vida. Quiere el soñador compadecerse a sí mismo, como si Antonio
le hubiese causado un grave mal obligándole a partir; y no analiza la
miseria de aquel secreto goce con que parte, ni la llama oscura de
egoísmos que arde en su corazón desde que Florinda se le aparece libre.
Ni siquiera se le ocurre pensar que su viaje ya no es urgente, ni quizá
oportuno; el corazón y la lógica no dicen al novio y al caballero que
la felicidad y el amor le debían detener...

Se habla en la mesa de que llegó por la mañana, procedente de León, el
heredero del tío Cristóbal Paz. Rogelio calla y apenas come, nervioso y
susceptible, mientras el maragato devora. Don Miguel observa a su amigo
con alguna confusión, y el _Chosco_ avisa que ya está preparado el mulo
con el equipaje.

Las despedidas son breves, porque el viajero no sabe disimular su
impaciencia; y el enterrador, que oficia de espolique, toma el camino
con la cabalgadura, delante de Terán, a quien acompaña un rato el
sacerdote.

Ya en mitad de la calle, se vuelve el mozo como si algo se le olvidara.
Ascensión, que aún le despide desde la puerta, averigua complaciente:

—Qué, ¿dejó alguna cosa?

—A Marinela Salvadores, ¿qué le ocurre?... No la he visto...

—Dicen que adolece de medrosía.

—¡Pobre!

—Ya le contaré que preguntó por ella.

—Gracias.

—Condiós; buen viaje.

—¡Adiós!...

Una tirantez extraña enmudece a los dos amigos en los primeros pasos,
camino de la libertadora carretera.

No habían tenido tiempo de cambiar impresiones desde la llegada del
maragato, y don Miguel mostrábase receloso de la singular actitud del
vate. Éste rompe el silencio con alguna vacilación:

—¿Has visto qué rufián?—alude, sacudiendo la tierra con un mimbre
espoleador que agita entre los dedos.

—Ya tienes libre a la paloma—responde el cura, sin declarar que le
inspiran desconfianza las apariencias de Antonio.

Rogelio, evasivo, empeñándose en tener que estar muy enojado, adopta un
aire de víctima:

—Si, sí; pero es insufrible someterse a regateos y tapujos con un tipo
semejante.

—Tú ahora nada arriesgas con la caridad de Florinda, independiente ya
de vuestro amor y de vuestros propósitos.

—Pues, sin embargo, me duelen estas luchas tan mezquinas y pueriles en
que se apasionan corazones grandes, cuando hay fuera de aquí una vida
fuerte y ancha donde luchar y vencer.

—¿Vencer?—murmuró el cura incrédulo—. ¡Ay, amigo!, a cualquier cosa
le llamáis en el mundo éxito y logro... La pobre humanidad es en todas
partes la misma; nació propensa a la ambición y al delirio. Mas para
soñar es menester vivir, y para vivir... ¡es preciso comer! Todas las
redenciones espirituales tienen, por culpa de nuestra humana condición,
sus raíces en lo material. Yo me afano porque mis feligreses coman, a
fin de que puedan soñar con algo firme y duradero; si _Mariflor_ me
ayuda esta vez, ¡bendita sea!

Bajó el poeta la frente un poco avergonzado y taciturno, sobrecogido
por el recuerdo de aquella impetuosa caridad escondida de pronto, y
que dos semanas antes le inflamó con su divina lumbre al través de la
llanura.

—¡Bravo luchador, que puedes vivir escarbando la tierra y soñando con
el cielo!—exclamó en un arranque de involuntaria admiración.

—Cumplo mi destino—respondió sencillamente el cura.

Y ambos permanecieron mudos contemplando el paisaje, siempre raso y
pobre, extendido entre besasanas y calveros, surcado por imperceptibles
rutas hacia la pálida cinta de una carretera que iba a perderse en
el horizonte: era el mismo que Florinda entrevió una tarde de abril,
llegando a Valdecruces enamorada y triste.

—Hay que aguantar, señor, si no quiere que se le escape el
tren—advirtió el _Chosco_.

—Sí; nos despediremos—dijo Terán—. A ti también te esperan.

Y el sacerdote preguntó con un leve acento de ironía:

—¿Volverás pronto?

Aquella frase, tan acariciada en las últimas horas, sacudió la
conciencia del viajero.

—¿Qué duda cabe?... En cuanto me aviséis—aseguró cordial.

Un fuerte abrazo; promesa de noticias; votos de cariño y gratitud, y el
poeta montó en el mulo, que se alejó con paso rutinero y firme.

Varias veces volvió el joven la cabeza hacia su amigo y le halló
siempre inmóvil, con los brazos cruzados sobre el pecho en pensativa
y extática actitud. La negrura del hábito sacerdotal emergía fuerte y
rara sobre la yerta amarillez de los añojales.

—¿Pérfido?—se preguntaba el apóstol con infinita pesadumbre—. No;
un iluso, un equivocado—respondióse, poniendo el dedo en la llaga—.
Los poetas suelen ser como los niños: volubles y crueles... Juegan con
las emociones sin miedo a destrozar un corazón, sea el propio, sea el
ajeno, por pura curiosidad, y, a veces, con el mejor propósito del
mundo... Acaso los poetas, entre todos los hombres, merecen más, por su
condición infantil, las compasivas palabras: «¡Perdónalos, Señor, que
no saben lo que hacen!»...

Bajo la sugestión de esta noble figura sacerdotal, majestuosa y triste
sobre el adusto llano, caminaba Rogelio, distraído en meditaciones de
todo punto ajenas a su amor.

—¿Y el secreto de este hombre—se decía—, ese remoto y «blanco»
secreto que yo adivino y que se me escapa tal vez para siempre?...
Y este pueblo extraño, insondable, ¿de dónde procede al fin? ¿Es de
origen oriental? ¿bereber? ¿libio ibérico? _¿nórdico?_... Sufre los
oscuros ensueños de los celtas; tiene la bravura torva de los moriscos
y la fría seriedad de los bretones... Quizá le fundaron los primeros
mudéjares; quizá...

El cobijo blanco del pastor dió una cándida nota al paisaje, y el
mental discurso quedó roto en la linde de la carretera, donde el
viajero dió el último vistazo a Valdecruces.

Todavía la silueta del sacerdote, negra y perenne, ponía un punto en la
llanura gris. El caserío se columbraba apenas, confundiendo su pálido
color con los difusos tonos de caminos y celajes.

Poco después, a los ojos perseguidores del artista, el punto negro
y la línea pálida fueron aplastándose contra la tierra hasta quedar
borrados, confundidos, hechos cenizas del erial y rastrojo miserable
del «aramio».

Un bando de palomas voló apacible encima del poeta. El cual tuvo un
instante de súbita emoción. Una corazonada le inclinó ferviente en su
cabalgadura, con el _jipi_ en la mano y en los labios un beso, que en
mensaje confió a las avecillas; algo se rompía dulce y noble en aquel
pecho varonil picado de morbosas inquietudes; algo que circulaba por
las venas del mozo como un derrame de ternura y de lástima.

La sensación fué tan vehemente, que tomó al punto proporciones de
remordimiento. Por primera vez aquel día tumultuoso para la conciencia
de Terán, preguntóse, con repugnancia de su misma pregunta, si le sería
posible haber pensado en abandonar a Florinda.

—¿Pensarlo?... ¿«Consertir» en pensarlo?—musitó sonriente—¡Jamás!
Volveré a buscarla rendido y fiel.

Y por debajo de este gentil propósito, el débil sentimiento urdía una
irremediable traición.

       *       *       *       *       *

Durante la silenciosa comida de aquella mañana, tuvo _Mariflor_
singular empeño en ir y venir al dormitorio de Marinela para llevarle
pan tostado y leche, agua con azúcar, palabras y caricias llenas de
solicitud.

A cada instante la enamorada triste fingía escuchar su nombre para
levantarse y preguntar:

—¿Me llamabas?... ¿Qué quieres?

Con esta maniobra, a la cual se prestaba la preocupación de los demás,
pudo dejar entera en el plato su ración y al fin sentarse junto al
lecho de su prima que, a medio vestir, con el busto levantado sobre las
almohadas y el semblante doloroso, se consumía en extraña enfermedad.

Hasta el oscuro rincón de la paciente habían volado poco antes rumores
de extraordinaria magnitud; la llegada del primo Antonio y la partida
del forastero—como en Valdecruces llamaban al poeta—resonaron
profundamente en la alcoba.

Allí encontraba _Mariflor_ hondos y vibrantes los ecos de su angustia,
como si un secreto instinto la dijese que su pesar hallaba en aquel
aposento otro corazón donde repercutir, resignado y humilde.

Denso vaho de fiebre trascendía de la cama, y la oscuridad,
aposentándose en los rincones, sólo permitía un tenue dibujo a los
perfiles de las cosas. _Mariflor_ buscó las manos de la enferma, que
trasudaba con el aliento hediondo y el pecho agitado.

—¿Estás peor?—le dijo.

—Mucho peor.

—¿De veras?

—¿No lo ves?

La interrogación desconsoladora le sonó a Florinda como un reproche.

—No; no lo veo—repuso, inclinándose ansiosa sobre aquel gemido; sólo
descubrió la amarilla figura de una cara y la inquietante sombra de
unos ojos. Transida de piedad, exploró el recuerdo de los últimos días,
desde que Marinela llegó a casa, llorosa y medio delirante, contando
la muerte del tío Cristóbal. Como entonces entrecortaba su relación
balbuciendo convulsa:—No puedo, no puedo—así, a las instancias que le
hacían para comer y dormir, respondió muchas veces con igual pesaroso
deliquio:

—No puedo; no puedo...

La costumbre de verla padecer y dejarla soñar, abandonó a la zagala
enfebrecida y sola en el escondite de su cuarto.

Desfilaron las mujeres por allí, cada una con la prisa de sus faenas y
el agobio de sus preocupaciones, y la dijeron:

—¿Quieres algo?

—Agua—contestó siempre.

Olalla, por la noche, al acostarse con la enferma, padecía un instante
de inquietud.

—Tiés tafo nel respiro—observaba—y estás calenturosa.

Pero la rendía el sueño, y a la mañana, el trabajo, envolviéndola en su
rudo vasallaje, la empujaba fuera del hogar para suplir a la _Chosca_
en el acarreo de la leña y en el cuidado de la cuadra.

La tía Dolores descendía a la decrepitud vertiginosamente, como si
alguien la empujase desde la cumbre de la voluntad y del esfuerzo.

Y Ramona bregaba enfurecida en la mies, sachando entre las pujantes
umbelas, solicitada allí por la blandura que el riego puso en el
sembrado. Si posaba un minuto en la alcoba de su hija, era para fruncir
más el ceño y vaticinar cosas terribles a propósito del maleficio de la
tía Gertrudis.

No era milagro que desde el hoyo de su cama la enferma recibiese
a _Mariflor_ como un rayo de luz. Durante aquellos tres días de
exacerbado padecer, varias veces una voz suplicante dijo en la alcoba:

—¡Ven acá!... ¡Quédate un poco junto a mí!...

Y otra voz, apresurada, inquieta, respondía:

—Ya voy... Más tarde... Luego iré...

Florinda, en la congoja de sus pesadumbres y temores, no había tenido
tiempo de acudir al llamado quejumbroso.

Y Marinela aguardaba consumiéndose de recónditos afanes, con la
obsesión de que en su prima moraba, en espíritu enamorado, el caballero
de los ojos azules.

Cuando los de ambas muchachas se buscaron en el espejo de las pupilas,
la oscuridad no dijo más que zozobras, temblores y preguntas.

—¿Qué te duele?—quería _Mariflor_ saber.

—Nada; me atormentan el miedo y el secaño.

—¿Y a qué tienes miedo?

—A morirme... y a otras cosas.

—Pues vas a vivir, a ponerte buena y a profesar clarisa.

—No, no.

—¿Ya no quieres?

—Querer... sí—pronunció la zagala con alguna indecisión—; pero no
tengo dote.

—¡Le buscamos!

—¿Tú?

—Entre todas.

—¡Si te casaras con el primo, que es tan pudiente!

—Eso es imposible.

—Entonces... con el otro—indagó la niña arrebatada de impaciencia.

—¡Dios sabe!... O con ninguno. Pero de todas suertes, buscaremos el
dote, si eso te hace feliz.

Grande confusión produjo el pensamiento de la felicidad, impreciso y
extraño, cual una sombra nueva, bajo la penumbra que las emociones
condensaban en aquel espíritu infantil, alma fina y dócil llena de
miedo y de sed como la carne febril que la envolvía.

Entre las muchas perplejidades de su imaginación, sólo un deseo
definido apreciaba la enferma: el de tener a Florinda al lado suyo y
sentir el contacto de aquella juventud delicada y hermosa, en la cual
parecían posibles todos los prodigios de las ilusiones. Escuchando
la voz de su prima, viendo su cara, sentía Marinela aclararse sus
nebulosos ensueños, como si un rayo de sol les diese forma y rumbo:
para la inocente ambiciosa, Florinda era la humana realidad de todos
los presentimientos inefables; algo así como un trasunto glorioso de
cuantas quimeras y rebeliones se fraguaban en aquel corazón de niña,
desbocado y herido.

—¡No te vayas!—suplicó ella mimosa.

—¡Si me voy a estar contigo toda la tarde!—prometía _Mariflor_
clemente.

—¿Ya «te despediste?»—insinuó entonces Marinela, vibrante de
curiosidad.

—Sí.

—¿Volverá pronto?

—Eso dijo.

—¿Te escribirá mucho?

—Versos y cartas—confesó la novia.

Sentía que sólo el corazón de la zagala era allí adicto a sus amores, y
por primera vez hablaba con ella en cómplice secreto.

—¡Romances!—murmuró la niña con la voz repentinamente ilusionada.

Y cerrando los ojos, en un espasmo de sentimental deleite, añadió:

—Dime aquellos de la farandulera, que los aprendimos de memoria.

Comenzó Florinda a repetir los versos con argentino son, como si el
cristal de su alma resonase al través del recitado. Y escuchaba la
paciente niña empapando su espíritu en las olas del afanoso cantar, con
tan fuerte embriaguez, que le pareció sentir en la carne el escalofrío
de violentas espumas.

—Basta, basta—gimió—¡me duele!

—¿Cuál?

—El romance... el pensamiento...

—Duerme un poco; no te conviene hablar tanto—aconsejó _Mariflor_,
alarmada por la apariencia del delirio.

Pero la niña preguntó de pronto con mucha serenidad:

—Y tú, ¿dónde vas a dormir esta noche?

—¡Ah, no sé!

—¿Con la abuela?

Turbóse la moza: una repugnancia invencible la hizo exclamar:

—¡No!

—Entonces, ¿con quién?... No hay más camas.

—Aunque sea en el escaño de la _Chosca_.

—¡Mujer! ¡Si aquel rincón hiede! Da tastín a una cosa picante, así
como cuando el queso rancea.

Alcanzada por un asco irresistible, _Mariflor_ se puso de pie con
instinto de fuga. ¿Dónde iba a dormir aquella noche?

—Al raso: en el huerto, en el corral—pensó heroica y rebelde.

Y Marinela, sin enterarse del tremendo sobresalto, murmuraba conmovida:

—¡Oye!

—¿Qué?

—¿Ya «se marchó»?

La alusión, tácita y dulce, vibró con estremecimiento de saeta.

—Sí; ya irá por el camino—dijo Florinda amargamente.

Sus palabras rodaron con un eco profundo, como si dilatasen los
horizontes del viajero en infinita peregrinación.

—¡Quién fuese paloma!—exclamó la enferma con ardiente arrebato.

Una imagen de alas libres, de lontananzas azules, de espacios alegres,
de amor y de luz, robó a la novia el pensamiento, en sacudida brusca de
la imaginación. Sentía de pronto la pesadez implacable de la atmósfera,
con tales náuseas y repulsiones, que un indómito impulso de todo su ser
le obligó a decir:

—Me voy... vuelvo en seguida.

Y salió escapada del dormitorio, sin tino y sin aliento.

Buscando aire y claridad, llegó al _estradín_ y se quedó suspensa
delante de las tres mujeres de la casa, que parecían esperar una
visita, sentadas muy ceremoniosamente alrededor del aposento, sin
acordarse, al parecer, de sus cotidianos trajines.

La abuela había resucitado un poco, listos los ojuelos y solícita la
postura, mientras Ramona doblaba el cuerpo en la silla, vencido por
la costumbre de escarbar los azarbes y los surcos, y lucía Olalla
su pañolito de Toledo, frisado y reluciente, margen de un rostro
impasible.

No sabía _Mariflor_ cómo esquivarse a la censura de aquel extraño
grupo, silencioso como un tribunal, y azorada murmuró:

—Marinela necesita que la visite el médico.

—Aún se le debe el centeno de la iguala—dijo Ramona, acentuando la
sombría dureza de su rostro.

—No importa; hay que llamarle—se atrevió a replicar Florinda.

Y Olalla, encendida por el carmín del remordimiento, se puso de pie,
balbuciendo:

—¿Recayó?

—Tiene calentura.

—Habrá que darle agua serenada.

—Y un fervido esta noche—añadió la madre.

—Voy a verla—decidió Olalla saliendo del _estradín_, con su paso
corto y solemne, para volver el punto más de prisa, exclamando:—¡No
está en la cama!

—¿Cómo que no?

—Ven, ven; no está.

Las dos mozas corrieron juntas, y detrás gritaron las dos madres.

—¡Sortilegio, sortilegio!—rugía Ramona, en tanto que la abuela, sin
comprender el motivo de tales alarmas, iba lamentándose:

—¡Ay... ay!...

Todas palparon en la oscuridad el vacío lecho, y Ramona se hundió en él
de bruces, relatando conjuros y exorcismos con demente superstición. A
su lado, la tía Dolores seguía gimiendo:

—¡Ay... ay!...

Las muchachas buscaban a Marinela por diferentes escondites: no podía
haber corrido mucho en poco tiempo, débil y medio desnuda.

Todavía, en el asombro de la nueva inquietud, le sonaba a Florinda
con encanto la suspirada frase: ¡quién fuese paloma!, y los pasos
de la joven siguieron maquinalmente el invisible hilo de aquella
fascinación. Desde la penumbra de la escalera ganó la novia, con
gesto iluminado, la cumbre alegre del palomar, y entre el rebullir de
los pichones y el plumaje esponjoso de los nidos, halló a la pobre
Marinela, tiritando y encogida, de hinojos en el suelo.

—¿Qué haces, criatura?—gritó, corriendo a levantarla.

Pero ella puso un dedo en los labios con sigiloso ademán.

—¡Chist!... ¿No oyes muchas alas que baten?... ¡Escucha!...

—Sí; es que llega el bando—respondió Florinda, asomándose a recibir a
las viajeras, enajenada también por indecibles anhelos.

—¿De dónde viene?

—Pues de la llanura, del camino...

Alado azoramiento de temblores y arrullos invadió el palomar.

Quizá tocó a las aves un leve espanto en las alas cuando el viento
revolcó los húmedos sollozos en la estepa, aquella tarde triste; quizá
en los picos y en las plumas traían las palomas un mensaje embustero
y perjuro. Si el tempestuoso retornar de las mensajeras encerraba un
fatal designio, Florinda le recibió encima de los labios, sorbiéndole
hasta el corazón en el aire frío de las alas revoladoras, mirando al
nublado cielo con los ojos llenos de lágrimas, y Marinela le esperó
de rodillas, aterrada la frente, sumisa la cerviz, como una humilde
criatura sentenciada al último suplicio.



[Illustration]



XVI

LA TRAGEDIA


SOFOCADO y mohíno salió Antonio Salvadores de la segunda conferencia
con don Miguel, luego de afirmar que sólo casándose con Florinda
remediaría los apuros de su gente.

Había soltado la contradictoria declaración de sus intenciones con la
prisa de quien se descarga de un grave peso. Aceleradamente, lleno de
timidez y de bochorno, se adelantó a decir:

—Me casaré con «ella» y arreglaremos esas trampas sin demasiados
perjuicios...

No esperaba el cura tan a quemarropa la presentida capitulación.
Sonrió, avisado, y quiso paliar con diplomacia su respuesta para
no herir de frente el masculino orgullo, muy empinado y hosco en
Maragatería.

—¡Hombre!—dijo—vamos por partes: la moza oyó que tú la rechazabas;
¿cómo vas a exigir ahora que te quiera?... estará quejosa, ofendida...

—¿Ella?—dudó Antonio, como extrañando que una mujer pudiese tomar la
seria determinación de ofenderse. Luego, en aquella duda presuntuosa,
abrió su camino oscuro otra sospecha. ¿Y si _Mariflor_ no fuese una
mujer como las demás?... Porque parecía distinta...

—Usted le dirá que me equivoqué—propuso el mozo—; que no supe
expresarme; que usted me entendió mal y yo no me atreví a desmentirle;
cualquiera disculpa que a mí no se me ocurre.

Tanta cortesía y previsión eran indicios de firme voluntad
conquistadora. Y don Miguel, perplejo, confiando a la Providencia
el desenlace de aquel conflicto, se limitó a insistir, como medida
de precaución contra un brusco desengaño, en que Florinda era muy
sensible, delicada de pensamientos, dueña y señora de su voluntad por
expreso designio de su padre.

—Pues usted se entenderá con ella: le dice...

—No; eso tú.

—¿Yo?

—Naturalmente.

—Usted no me conoce; yo no sirvo para hablar de estas cosas con
rapazas; además, aquí no se usa.

—Pero tu prima es mujer de ciudad, inteligente y razonable, y tú ya
eres un hombre educado a la moderna.

—Yo soy el mismo de antaño, don Miguel; y me pongo zarabeto y torpe en
tratándose de finuras: quiero casarme con _Mariflor_; ayúdeme usted y
me daré a buenas en lo de la abuelica.

Clavado con tenacidad en su deseo, encendido el rostro y la actitud
inquieta, el pretendiente no dió un paso más por el camino adonde se le
quería conducir.

Y ya mediaba la tarde cuando el cura llevó a su convidado a casa de la
tía Dolores, prometiendo explorar el ánimo de _Mariflor_ y evitarle al
mozo en lo posible, las negociaciones directas con la prima.

Entraron, pues, los visitantes por la puertona principal, se asomaron
al _estradín_ desde el pasillo, y, no hallando quien los recibiera,
deslizáronse hasta la cocina. Quizá sus mismos pasos, recios sobre las
baldosas, y un repique sonoro del bastón de don Miguel, les impidiese
oir hacia la alcoba de Marinela voces apagadas y sollozos furtivos.

La moza, sorprendida en el palomar, acababa de aparecer, dócil como
un corderuelo, de la mano de _Mariflor_, y era recibida con espanto
como un ánima del otro mundo. Revolvíase la madre en el dormitorio,
asegurando «que la renovera le había traspuesto de suso a la rapaza
con intención luciferal». A estos aberrados plañidos hacían coro,
augurales, las otras dos mujeres; y en vano Florinda procuraba explicar
que, sin duda, la enferma, necesitando aire en los ardores de la
calentura, había escalado inconsciente el abierto refugio de las
palomas.

Sin negar ni asentir, acaso contagiada por la superstición de los
hechizos, Marinela gemía, hundiéndose en la cama otra vez y dejando que
su madre la cubriese con un rojo alhamar.

—Es preciso que sudes—ordenaba Ramona—para que desarrimes la friura
del pecho.

Y el terrible cobertor fué rodeado con saña al cuerpecillo febril.

—¡Tengo sede!—lamentaba la niña sollozando.

—¡Ni una gota de agua, ni una sola!—sentenció la madre severa.

Y la voz de don Miguel resonó entonces impaciente:

—¡Ah, de casa!... ¿Dónde estáis?

Pero ya estaban en la cocina, aceleradas y serviciales, las de
Salvadores, dejando sola con la enferma a _Mariflor_, aplastada bajo
el aire estantío del dormitorio. No permaneció allí mucho tiempo. La
llamaron al compás de unas voces solapadas, y acudió medrosa, con la
incertidumbre en el corazón.

Iban cayendo en la cocina las precoces tinieblas de aquella tarde gris,
y Antonio había buscado el rincón más oscuro para aposentar su lozana
persona; junto a él quedaron medio escondidas las tres mujeres; de
modo que al entrar la joven, sólo vió al cura, de pie bajo la escasa
claridad del ahumado ventanuco.

A una indicación del sacerdote le siguió Florinda, pasmada, hacia el
_estradín_, y, traspuesto apenas el umbral, los dos hablaron quedamente
un instante, mientras en el fondo de la cocina se delataban algunos
acentos confabulados y cautelosos.

Por el sombrío rastro de tales rumores fuese _Mariflor_ derecha hasta
su primo, le puso como por la mañana las suaves manos en los hombros, y
le dijo enérgica y triste:

—Yo no te pedía nada para mí, y aunque me dieras todo el oro del
mundo, no te puedo querer ni ahora ni nunca.

Tronaron sordamente unas frases violentas, en voz opaca de mujer, y un
brusco regate hurtó bajo los dedos de la niña el coleto de Antonio.
Libre ella de su grave secreto, volvió a guarecerse junto al sacerdote
que, habiéndola seguido desde el _estradín_, recibía otra vez el
fugitivo resplandor de los cristales, en el centro de la cocina.

—¿Entonces?...—interrogó Olalla con increíble desparpajo.

—Antonio dirá—pronunció cohibido el cura.

Y cuando parecía imposible que el mozo respondiera, atarugado por
timideces y rencores, subrayó con bastantes ánimos:

—Digo «que nada»; ya lo sabe usted.

Hipos y quejas estallaron encima de tan ruda afirmación, y allí, en
la cómplice oscuridad, fué pronunciado con odio y amenazas el nombre
«del forastero». Cuanto maldecía Ramona, áspera y cruel, repetíalo
maquinalmente la tía Dolores, mientras Olalla, más prudente y justa, se
atenía a ponderar el común infortunio con ayes quejumbrosos:

—¡Ay los mis hermanos!... ¡Ay mi abuelica!...

Desde lejos, Marinela, ardiendo en fiebres del cuerpo y del alma,
estremecida por aquellos extraños gritos, se atrevía también a plañir:

—¡Tengo sede!

—¡Qué escándalo!... ¡Esto es una vergüenza!—clamó atónito don
Miguel—. ¡Silencio!—ordenó al punto con una voz estentórea, y el
cuento de su bastón repicó furiosamente en el solado.

Establecida en apariencia la tranquilidad, dejóse oir el resoplido
de una respiración muy agitada, un trajín de carne ansiosa, como si
jadeando en las tinieblas Antonio se hubiese puesto de pie.

De pie estaba; había entendido que aquel señor «de pluma», displicente
y finuco, invitado por don Miguel, con mucho golpe de espejuelos y de
romances y poca guita en el bolsillo, le birlaba la novia. ¡Y vive Dios
que no sería así, tan fácilmente!

Por los fueros de Maragatería, por la honra de su casta, lo juró
Antonio Salvadores.

Con el estallido de un beso sobre la carnosa cruz del índice y el
pulgar, dió el maragato fe de su altivo juramento, y, arrogante, audaz
como nunca, preguntó:

—¿Cuánto hace falta para que no lloréis?

El estupor que estas palabras produjeron, enmudeció al auditorio, hasta
que Florinda, incrédula, quizá un poco mortificadora, dijo sordamente:

—Para que no lloren, hace falta mucho dinero.

—¿Cuánto?

Desde el fondo de la oscuridad, la insistencia de aquella pregunta
parecía algo fantástica. Y la joven, vacilando, como si en sueños
hablase con un duende o respondiera a un conjuro, enumeró:

—A don Miguel hay que darle cuatro mil pesetas en seguida.

—¿Qué más?

—Tres mil se le debían al tío Cristóbal...

—Al médico le debemos la iguala.

—Y al boticario treinta riales—apuntaron desde la sombra.

—¿Qué más?—aguijaba Antonio con tales bríos, que _Mariflor_,
corriendo un loco albur, añadió retadora:

—Mil duros para reponer los ganados y las fincas... Otros mil para que
Marinela profese en Santa Clara...

Crujió un escaño bajo el desplome del cuerpo, cuya voz pronunciaba
desoladamente:

—¡Pues lo doy!

—¿Todo?—acució Ramona delirante de codicia.

—Todo... si me caso con «ella»; sois testigos.

—Eso es imposible... ¡imposible!...

La indómita repulsa quedó ahogada entre insurgentes voces.

—¡Podré recibir a Isidoro!—balbució la abuela con extraordinaria
lucidez.

Y Ramona, en súbito arranque de ternura, dulcificó sus labios al
proferir:

—¡Mis fiyuelos!...

Pero el maragato oyó rodar la palabra «imposible» hacia donde la luz
resplandecía, y hazañoso al abrigo de las tinieblas, advirtió con
rotundo acento que apagó el de las mujeres:

—Yo no mendigo novia: pongo condiciones a la protección que se me
pide; si no convienen, ¡salud!, y que no se me diga una palabra más del
tributo de esta casa.

—¡Dios mío. Dios mío!—plañía _Mariflor_ con espanto en aquella
negrura, cada vez más espesa, donde las enemigas voces del Destino
ponían cerco a una felicidad inocente.

De pronto, aquel muro de sombras que disparaba frases como dardos
al corazón de la joven, se removió siniestro, y pedazos vivos de la
implacable fortaleza avanzaron hacia Florinda en forma de tres mujeres
suplicantes y desesperadas.

Quiso entonces la infeliz asirse al noble apoyo de don Miguel; pero los
hábitos sacerdotales recogían la creciente oscuridad con tan severa
traza, que también tuvo miedo de esta inmóvil persona muda y negra.

Y en semejante asedio y abandono, huyó la moza, perseguida por su
propio grito atormentado. Ganó el corral, cruzando el _estradín_, y
en plena rúa, corrió ciegamente, bajo la indecisa luz del prematuro
anochecer.

       *       *       *       *       *

Al ocurrir la desalada fuga, quedó en suspenso el vocerío de las
mujeres, y en la prisa por buscar una solución al urgente problema de
la boda, se le ocurrió a Olalla encender el candil. Aunque no alumbró
mucho espacio la crepitante mecha, a su amarilla claridad surgió
abocetada, impaciente en un rincón, la figura de Antonio.

Se limpiaba el maragato con un pañuelo de colores el sudor copioso de
la frente, y aparecía fatigadísimo, como si allí rindiera en aquel
instante la más dura jornada de su vida.

—«Ese» no se la lleva a ufo—rezongaba—; cuando yo me planto, no le
hay más terne en todo el reino de León.

Y bravatero, jactancioso, revolvíase entre el escaño y el llar, y hacía
con el pobre moquero raudos molinetes, en la actitud belicosa del
antiguo fidalgo que empuñase una espada leonesa de dos filos.

Pero aquella caricatura de perdonavidas, singular en el carácter
apacible de Antonio Salvadores, no mereció la atención de las mujeres
tanto como la quietud del párroco, silencioso y como entumecido en
medio de la estancia.

—¡Padre!... ¡Don Miguel!... ¡Señor cura...!—clamaron tres voces,
a la rebatiña de palabras insinuantes y cariñosas para sacudir al
ensimismado protector.

—¡Es verdad!—murmuró él, recordando, como si su espíritu volviese
de un viaje—. Yo tenía que deciros alguna cosa en esta ocasión...
Pues, ya lo estáis viendo: la muchacha «no puede querer» a su primo;
el primo «no quiere» favoreceros a vosotros, y yo, ni puedo ni quiero
sobornar los sentimientos de una doncella para hacer caridades a costa
de perfidias.

Hablaba despacio, tranquilo; su indignación se abatía sin duda en el
propósito de no intervenir más en aquel triste asunto. Y sus palabras,
escapándose en parte a la penetración de los oyentes, parecían el
resumen de un breve examen de conciencia.

Don Miguel Fidalgo, místico y piadoso, alma encendida en lumbres de
terrenales sacrificios, se había encariñado con la esperanza de que
_Mariflor_ realizase el acto sublime de tomar, por amor a su familia,
una cruz en los hombros. Sabía el cura muchos secretos de divinas
compensaciones; confiaba poco en la constancia de Rogelio Terán, y
temiendo por la frágil dicha que manejaba el poeta, imaginó poder
asegurarla haciéndola fecunda aprovechando, por decirlo así, el seguro
dolor de una existencia en beneficio de otras pobres vidas y en
simientes de goces inmortales.

A la luz de tan altos fines, los espejismos de don Miguel pudieron
ser hermosos; pero ahora, de cerca, tocando las salvajes pasiones y
hondas repugnancias que la heroína debiera resistir, un vértigo de
materiales angustias celaron al soñador los excelsos fulgores del
imaginado sacrificio: teorías consoladoras, confianzas secretas y
afanes recónditos, eran torres de viento para el bárbaro empuje de
la miserable escena presenciada. La brusca realidad de aquel contacto
produjo en el apóstol una sensación de pavorosa caída desde las nubes
a la tierra. Convencido de haber soñado a demasiada altura de las
fuerzas humanas, despertábase pesaroso, lleno de compasiones y de
remordimientos, como si el oculto albergue que dió a las esperanzas de
la boda fuese una culpa en la tragedia que sobrevenía. Y compungido por
el tumulto de tales pesadumbres, oyó como decía Olalla:

—El mal caso de no querer «a éste», es por «el otro».

—¡Por el amigo de usté!—renegó la madre, hostil.

Le dolía al cura este recuerdo como el mayor delito de su influencia
sobre la vida de _Mariflor_ en Valdecruces; parecíale imposible haberse
dejado llevar por un sentimiento romántico hasta el punto de compartir
un día con la inexperta moza ilusiones confiadas a un caballero
errante, mariposa de todos los vergeles, giróvago enamorado, de tan
noble intención como firmeza insegura. Despierta la desconfianza que
lejos del amigo pudo adormecerse, crecía en el ánimo del sacerdote
recordando la singular precipitación con que Terán partía, después de
resistirse para conceder una tregua a su enamorada solicitud. En el
preciso momento de quedar la novia libre de morales ligaduras, con que
ella misma por compasión se ataba a una promesa, alejábase el novio
impaciente, reservado, incomprensible... ¡Acaso ya corría en el tren
seducido por todas las atracciones de la vida, sin que en la ambiciosa
cumbre de sus pensamientos la idea del deber tuviese nada más que unos
lejanos resplandores!

Esta consideración penosa indujo al cura a conmiserar dolorosamente las
humanas flaquezas y a dejar correr una benigna lástima sobre aquellos
toscos espíritus asfixiados por el brutal peso de todas las ignorancias
y de todas las necesidades. Procuró mover los corazones bajo la
espesura de las inteligencias, solicitando mucho cariño y compasión
para Florinda, y quiso de nuevo suponer que la rebelde actitud de
la muchacha con Antonio obedecía a un justo desquite más que a las
rivalidades aludidas por Olalla.

El maragato, muy en desacuerdo con sus recientes fachendas, apresuróse
ahora, optimista y conciliador, a recoger la tranquilizadora especie; y
sin abdicar de su nativo orgullo, pronunció benévolo:

—Sí, la rapaza me tiene malquerencia por «aquello» que usté le dijo de
mí...

Olalla y su madre no se mostraron muy convencidas de semejantes
suposiciones, y permanecieron inquietas, atribuladas por el fracaso
definitivo de la boda; en tanto que la tía Dolores, sin alcanzar
la magnitud de la desgracia, temía un contratiempo en el negocio
matrimonial. Mirando de hito en hito a don Miguel desde el fondo gris
de las pupilas, preguntó medrosa:

—¡Eh!... ¿qué dicen? ¿Por qué la rapaza fuge?

Pero su voz se apagó entre los pasos veloces de los niños que
regresaban de Piedralbina con las trojas al hombro y las caras
interrogantes.

—_Mariflor_ corría llorando—dijeron al entrar.

—¿Por onde?

—Por la mies.

Adoraban los chiquillos a su prima, y la inquietud les daba
atrevimiento para inquirir en el rostro del cura razones de la triste
carrera que ellos no habían podido contener.

—Volverá—prometió el párroco, seguro—; volverá cariñosa para
vosotros y buena como siempre.

—Sí, volverá; ¡no tiene hiel!—exclamó Antonio con disimulada
impaciencia.

Y huyendo de la luz agonizante del candil, atajó en el pasillo al
sacerdote, que ya se despedía.

—Marcho de madrugada; ¿qué razón llevo?—preguntó solícito.

—¿De cuál?

—De la boda.

—Pues ya lo ves ¡ninguna!

—Pero... ese escribano de Madrid, ¿ha de tornar?

—Creo que no.

—¿Y luego?

Don Miguel se encogió de hombros, desazonado y aburrido en aquella
burda porfía, repitiendo mentalmente la grave palabra de _Mariflor:_
«¡Imposible, imposible!»

No parecía entender el mozo la elocuencia de los silencios ni la
expresión de los ademanes. Y aunque Olalla acudía con el candil,
aparentó el primo estar a oscuras para declarar magnánimo:

—Yo sostengo mis condiciones.

Como nadie le respondiese, añadió sobrepujante:

—Y aguardaré el sí o el no... hasta Navidá.

—¿Todavía el no?—dijo don Miguel con involuntaria sonrisa.

Marinela, que escuchaba un murmullo de voces cerca de su alcoba,
dolióse una vez más:

—¡Tengo sede!

—Dadle agua a esa criatura—recomendó el párroco al salir.

En los umbrales del portalón recordó alguna cosa, y se detuvo,
advirtiendo:

—Tened en cuenta que a mí no me debéis nada.

—¿Y las cuatro mil?...—quiso Antonio averiguar.

—Nada, nada—interrumpió el sacerdote, resuelto y apresurado.

Pero aún se volvió hacia sus feligresas, y encarándose con Ramona, le
dijo con especial tono:

—Florinda no tiene madre, ¡acuérdate!...

       *       *       *       *       *

Para volver a su hogar aquella misma noche sólo puso la fugitiva por
condición, en forma de sumiso ruego, que la esperase Olalla un poco
tarde, cuando los demás se hubiesen acostado.

Y desde casa del cura, donde posó al final de su anhelante carrera, fué
acompañada por Ascensión y su madre hasta la puerta del _estradín_.

De la timidez y sobresalto con que pisó de nuevo la cocina oscura,
solamente Olalla pudo sorprender la emoción. Pero, con los ojos turbios
de sueño, la joven no vió más que una sombra de su prima avanzando
pasito en la punta de los pies.

Entonces un lamento de fracaso quebró apenas la silenciosa quietud.

—Dios no quiere hacer el prodigio; ¡no quiere!—sollozó Florinda con
tan penetrante desconsuelo, que Olalla sintió necesidad de abrir los
brazos.

—¡No llores!—respondió generosa.

Y su pecho macizo, impasible a menudo, derritióse en blanduras
maternales al echar sobre sí el gran dolor de otra mujer.

Manaba tan vivo aquel pesar desde la herida tierna de un corazón,
que Olalla la sentía correr como un torrente donde se desbordasen
todas las amarguras del mundo. El deseo imperioso de consolar subió
de las entrañas de la moza, y derramó sus sentimientos más dulces y
protectores en estas elocuentes palabras:

—¿Quieres un poco de tortilla, un poco de vino que sobró a Antonio?

Como no pudiese _Mariflor_ responder, siguió diciendo:

—Lo había guardado para Marinela; pero te lo doy a ti.

—No, no; gracias—dijo al cabo la favorecida.

Porfió la maragata rubia con grande solicitud; pero _Mariflor_ la hizo
creer que había cenado ya. Juntas se hundieron en las oscuridades del
pasillo; y Olalla puso el candil en el suelo entre las puertas de dos
habitaciones contiguas.

—Yo no me desnudo, porque tengo que levantarme al amanecer—dijo,
acompañando a su prima hasta la cama de la abuela.

Enterada de que Antonio partía muy temprano, advirtió Florinda,
estremeciéndose:

—No me llamarás a esa hora...

—No, mujer; nos levantaremos dambas, mi madre y yo.

Hablaban callandito, y un momento contemplaron mudas a la anciana,
dormida con la boca abierta.

Estirándose en la semioscuridad con macabra rigidez, la figura yacente
parecía de tal modo un cadáver, que _Mariflor_ llegóse a tocarla
presurosa.

—¡Está fría!—dijo trémula.

Pero Olalla, imperturbable, repuso:

—Los viejos siempre están congelados: y diz que es dañino acuchar con
ellos los rapaces, porque les sacan la calor. Por eso la abuela duerme
sola.

Un silbido leve, fatigoso, daba noticia de la respiración de la
anciana, y, fuera, otros audaces silbos anunciaron los rigores del
temporal.

La lluvia estalló sonora sobre el «cuelmo» sedoso de la techumbre, y
toda la casa quedó mecida por el llanto y los suspiros de la noche.

—¡Dios mío, qué tristeza!—murmuró Florinda desnudándose.

Había colocado un almohadón a los pies del lecho y desdoblando la ropa
con sigilo, deslizóse en él sin tocar a la anciana. El irresistible
escrúpulo que antes galvanizó a la infeliz, asqueada y vergonzosa,
volvió a poseerla en la orilla de los colchones, empujándola a riesgo
de caer. Resistióse casi adusta cuando Olalla la quiso arropar, y hurtó
el cuello y los brazos desnudos al roce de la sábana.

—¡Si tienes tanto frío como la abuela!—protestó la prima.

—¡No importa, no importa!—balbució _Mariflor_, sin saber qué decir,
escalofriada a pesar de la densa espesura del ambiente. Luego añadió
amable:

—Y tú, ¿vas a quedarte en vela? ¿No tienes frío y sueño?

—¿Frío en el mes de julio?... ¡Válgame Dios!... Cansada sí que estoy;
agora apago la luz y voy, aspacín, a echarme junto a Marinela.

—¿Está mejor?

—No sé; dímosle agua y se durmió; pero arde y tiene temblores.

—Hay que llamar al médico.

—Madre no se atreve, por la paga.

—Pues hay que llamarle—insistió Florinda suspirando.

Revolvióse un poco la abuela, tembló la moza al borde del colchón, y
Olalla dijo:

—Duerme; ya es tarde.

Salió en puntillas, de un soplo mató la luz, y ya entraba en su alcoba
cuando la detuvo un leve reclamo de _Mariflor_.

—¡Oye!... Ese ruido, aquí cerca, que no es del viento ni de la lluvia,
¿de dónde viene?

Olalla escuchó un instante, y ahogó su risa al replicar:

—Es «él»... es Antonio que ronca; ¿tienes miedo?

[Illustration]



[Illustration]



XVII

DOLOR DE AMOR


SOBRE el llanto profundo de aquellas horas tristes, ¡cuántas angustias
rodaron en el alma de _Mariflor_!

El novio no escribía; mudo en la ausencia, oscurecido como fuyente
sombra, perdía su señuelo, de quijote en la llanura de los «pueblos
olvidados».

Todos los días procuraba la joven sorprender al tío Fabián Alonso
cuando, caballero en el rucio, repartía al través de Valdecruces la
escasa correspondencia. A la hora del correo, deslizábase _Mariflor_
al huertecillo en prudente vigilancia. Aprendió a mover un destral, y,
con las sabias advertencias de la prima, fué puliendo los caballones y
limpiando los caminos, precisamente a las seis de la tarde, cuando el
tío Alonso pudiese aparecer sobre la linde antes de dar la vuelta por
la rúa donde la casona abría su entrada principal. Al divisarle, una
terrible emoción perturbaba a la novia, y cuantas inquietudes ocultan
sus resortes en las raíces del deseo, giraban locamente alrededor de la
valija mensajera.

En aquellos instantes de suprema ansiedad, no había palpitación alguna
en la tierra ni en los cielos que para la joven no alcanzara signos
milagrosos de un augurio; el manso zurear de las palomas, el vuelo
suave de una mariposilla, el murmullo del regato, las señales apacibles
del horizonte, eran nuncios de sonriente promesa. Y, en cambio,
producía en la enamorada cruel zozobra que las aves volasen mudas, que
durmiese el arroyo o que una vedijuela de nube rodara en la limpidez
del cielo azul; así los afanes pendientes del papel amoroso que había
de llegar, padecían indecibles martirios agravados por mil puerilidades
de la impaciencia.

Ráfagas bruscas del mismo fuerte sentimiento sacudían a _Mariflor_,
supersticiosa o creyente en contradictorio impulso. Tan pronto se
estremecían sus labios con el temblor de una plegaria, confiando a
Dios todas las inquietudes del corazón amante, como bebían sus ojos
en la fuente de imaginarias significaciones, y la nunca dormida
fantasía fraguaba sus quimeras sobre una flor, una zarza, un nublado,
convertidos en talismán. Y cada nuevo desengaño, al doler y pungir como
traiciones, prendía en la esperanza un nuevo estímulo, acendrando el
amor con el dolor.

Nada preguntaba la niña a don Miguel, y tampoco el sacerdote necesitó
preguntar a la niña. Al encontrarse, ambos se miraban a los ojos con
la costumbre de medirse los claros pensamientos; ella leía reproches
y enemistad para el amado ausente, y aquél encontraba perdones y
disculpas en respuesta a su tácita acusación.

Transcurrieron en estas ansiedades muchos más días de los que
_Mariflor_ creyera posible resistir. Anduvo como una sonámbula viviendo
en apariencia, desprendida con furioso egoísmo de cuanto no fuese
anhelar noticias de su novio. El pan y el sueño le sabían a lágrimas,
a ofensa el aire y el sol, y a intolerable esclavitud los lazos que la
unían al hogar. Huyó de Marinela, que la llamaba siempre desde el lecho
con una pregunta ardiente entre los labios, y procuró evadirse a toda
intimidad, trabajando sola, en el huerto y la «cortina», convirtiéndose
en hortelana, con indiferencia absurda, sin que la doliese el esfuerzo
ni la dañase el calor. Apenas supo de Olalla y de su madre, que,
laborando en la mies, aparecíanse en la cocina por la noche, mudas y
hambrientas, estoicas, impasibles... La abuela, incapaz como nunca,
gemía por los rincones con el corazón cansado de sufrir, y los niños
tornaban de la escuela descalzos y maltrechos, sin que Florinda lo
advirtiese.

Generosa con el ingrato, no pudiendo admitir la idea de su olvido,
hasta llegó la joven a creer que hubiese muerto. Imaginó accidentes,
percances y dolencias; se atormentó con las más trágicas suposiciones
y sintió como un vértigo irresistible la atracción de la muerte;
tornábase enfermizo el carmín de sus mejillas, vacilaba su paso y
brillaban sus ojos con la tibia claridad de soles adormecidos.

Una de aquellas tardes en que acechaba desde el huerto la llegada del
tío Fabián, al oir un chasquido de herraduras en las piedras, tuvo
que arrodillarse para no caer. Quedó inmóvil de hinojos, transida
de emoción, y el viejo, que solía mirarla con regalo y curiosidad,
asomándose a la sebe lo mismo que otros días, hizo un guiño a manera de
saludo, y murmuró, piadoso:

—Hasta que no ahuyentes a la bruja no recibes esquela.

Levantóse la niña zozobrante a perseguir el eco de aquel aviso y
le pareció columbrar a la tía Gertrudis inclinada sobre el bastón,
doblando la rúa a pasito menudo y cauteloso.

Sed de amor y hambre de felicidad dieron ímpetus a Florinda para
correr en pos de la vieja. Pero la calle donde creyó que había
desaparecido, solitaria y misteriosa, no le mostró rastro ninguno.

Siguió la joven caminando al azar, enardecida por el deseo de pedir a
los ojos nublados de aquella mujer y a su entorpecida voz razones del
maleficio que desde el abuelo Juan alcanzaba a la nieta inocente.

Aún ardía la tarde, espléndida y dulce. Julio, al morir, agitaba el
abanico dorado de los centenos con una brisa generosa que fingía
murmullos de oleaje.

No había llovido desde aquella noche triste en que _Mariflor_
Salvadores lloró acerbamente con las horas, y la tierra, colorada y
sequiza, muerta de sed, emanaba agrestes perfumes en todo el paroxismo
de su excitada vegetación.

Aromas y rumores brindaron su refrigerante caricia a la desolada moza,
apenas traspuso los linderos del lugar.

Sabiendo que la tía Gertrudis habitaba en el barrio vecino de la mies,
íbase _Mariflor_ con ciego impulso por las rutas del campo, decidida y
absorta como si caminase derecha hacia lo infinito.

De pronto, allí, a la orilla de un propicio sendero, encontró a
_Rosicler_.

—¿Onde vas?—clama el pastor, atónito, delante de la moza.

Ella se aturde, olvidando a qué esperanza la lleva aquel camino, y en
una repentina evocación de su desventura, dice con acento oscuro:

—A buscar a la tía Gertrudis.

—¿La renovera?

—No sabemos si lo será—responde Florinda un poco avergonzada de
sospechar lo mismo que el pastor.

—Diz que lo es; y que a tu gente le hace mal de ojo por rencillas que
tuvo con tu abuelo.

Mientras coloquia el zagal, le seducen extrañamente la cabellera
sombría y la entenebrecida mirada de la joven.

—¿Gastas poca salud?—pregunta conmovido.

—Gasto mucha—balbució la enamorada maquinalmente.

—Píntame que has adelgazao—murmura él, pesaroso—. Y añade, viendo
que la muchacha se quiere despedir:

—¿Sabes a casa de la bruja?

—No.

—¿Entonces?...

Desconcertada _Mariflor_ intenta continuar su camino, pero el rapaz la
detiene:

—Yo te enseñaré—dice—. No necesitas dar vuelta a las aradas: según
vamos al pueblo, un poquitín a la derechera, hay una rúa angosta, y
alantre alantre, onde ves una cabaña con hartos boquetes y mucho cembo
en la techumbre, acullá...

Pero Florinda está llorando.

No comprende ella por qué su sensibilidad, atrofiada y como inerte
bajo la dureza del dolor, se derrite al contacto de la solicitud
de _Rosicler_. Saborea hieles de lágrimas hace ya muchos días, sin
conseguir el alivio del llanto. Y apenas el zagal pone ingenuamente sus
devociones al servicio de la secreta pesadumbre, estalla la lluvia del
corazón en los ardientes ojos de la novia; un sentimiento fraternal
suaviza la inclemencia del oculto padecer y afloja las bárbaras
ligaduras del silencio y el disimulo en el pobre pecho atormentado.

Aquella racha de aromas y rumores que antes penetró el alma de la
moza como apacible compañía, fué, sin duda, el anuncio de esta brisa
sentimental que en el abandonado espíritu levantan las solícitas frases
del pastor.

Sintiendo el apoyo de una fuerza consistente y viva, reacciona
_Mariflor_ y responde a su amigo:

—Ya no voy adonde dices: me vuelvo a casa.

—Y, ¿por qué lloras?

—Porque sí.

Esta irrebatible lógica desconcierta un poco al zagal, que luego se
rehace y afirma:

—Ya lo sé: porque se marchó el forastero sin que os echáramos el
rastro... No quiso el señor cura.

La moza no contesta, distraída en el consuelo de llorar, y, siguiéndola
por los estrechos viales de la mies, el pastor se preocupa meditando en
los motivos del lloro. Porque él oye decir que la niña está solicitada
para Antonio Salvadores, y no es probable que con un pretendiente de
tanta robustidad, hacienda y poderío, ella suspire por un extranjero
«ceganitas y esgamiao».

—¡No puede ser!—corrobora en voz alta.

Y, súbito, un razonamiento luminoso le da la clave del enigma:

—Lloras—dice muy cierto—por las malas nuevas que tuvo de allende el
señor cura.

—¿Las tuvo?

—Mi hermano escribió. En la esquela pone que el tío Isidoro adolece
del arca y está «en los últimos»; que su padre quiere llevarse a Pedro,
y que...

—Pero, ¿a quién se lo escribe?

—Eso a nosotros, con el sobre a don Miguel, y otra carta semejante
recibió el mismo día, lo cual que dijo: Esta es de Martín. Las tenía en
somo de la mesa cuando llegué a buscar la de mi hermano.

Sobresaltada y anhelosa, despierta _Mariflor_ desde el infausto sueño
de sus amores a las imponentes realidades de la vida. Sus lágrimas
se borran al calor de los remordimientos y el rudo latigazo de la
conciencia imprime velocidad al paso y al raciocinio de la joven.

—¡Mi padre!—murmura enajenada.

Y aquel nombre, dulce y solemne, le suena extraño y nuevo, muy remoto.

Asustado el zagal, teme haber sido inoportuno, y divaga en
murmuraciones confusas:

—Yo conté que lo sabías... Quizabes no sea cierto... Podemos ir yo y
tigo a preguntar...

—Gracias, _Rosicler_: será mejor que vaya sola.

Es tan visible y lastimoso el esfuerzo con que la niña se dispone a
correr en busca de sus nuevas desgracias, que el pastorcillo siéntese
inclinado a compartirle. Pero no sabe cómo sostener la media cruz de
aquel dolor, y para demostrar siquiera que él también sufre, afligido
murmura:

—Yo marcharé con Pedro, sabe Dios hasta cuándo.

—¡Pobre zagal!—lamenta Florinda, volviendo con dulzura la mirada a
los cándidos ojos que la siguen.

A _Rosicler_ se le enciende el semblante, lanza un fuerte suspiro al
aire claro y esconde en el corazón unos cuantos secretos.

¡Tal suspiran las mieses, cargadas de misteriosas inquietudes!

       *       *       *       *       *

Don Miguel estaba en Astorga y fué preciso aguardarle, ya que llegaría
de un momento a otro.

—Anda muy ocupado con el casamiento—dijo Ascensión a su amiga,
recibiéndola cariñosamente.

La idea de que el cura estuviese negociando un préstamo para la dote,
colmó la pesadumbre de la muchacha. Era la primera vez que se ponía
en contacto con la gente del pueblo desde la llegada del primo y la
partida del novio, y una dolorosa cortedad hacía difíciles sus palabras
y sus averiguaciones.

—¿Sabes tú lo que ha escrito mi padre?—atrevióse a decir.

—No sabemos nada.

Esta prontitud de la respuesta hizo a Florinda comprender que Ascensión
tenía orden de no decirle lo que supiese acerca de aquel punto. Pero
sin duda no le estaba prohibido exacerbar los pesares de la amiga con
crueles alusiones; y, más curiosa que malévola, por saber muchas cosas
que ignoraba, fué diciendo con femenil astucia:

—¿Tienes buenas noticias de la Corte?

Inmutada, la triste novia movió negativamente la cabeza.

—¿Y de Valladolid?

—Tampoco.

—Facunda Paz ha dicho que te casas para las Navidades.

—No es cierto—pudo protestar Florinda con delgada voz.

—¡Ah! yo creí... ¡Como el primo os lo pone todo tan llano!... La
verdad es—continúa la muchacha al cabo de un inútil silencio—que
habéis tenido mala suerte: la tía Dolores pierde los caudales cuando ya
no puede trabajar; Marinela adolece, para morir cuando caiga la hoja,
y los chicos están abandonados, mientras Olalla y su madre andan de
obreras, si a mano viene.

—¿De obreras... para los demás?—gime tembloroso, a punto de romperse,
el hilo de la remisa voz.

—Sí; mañana van para nosotras.

—Y, ¿a qué trabajo?

—A la siega.

—Pero, ¿no vienen hombres de Galicia?

—Algunos vienen a segar otros centenales de más labor; aquí lo
suelen hacer las segadoras: «éstas» se ofrecieron, y ¡como son buenas
servicialas!...

Le parece a la novia del poeta que fluctúa un ligero desdén en las
palabras de Ascensión, como si ya fuese irremediable el hundimiento
de la familia Salvadores y esta ruina arrastrase consigo todas las
deferencias que gozó en Valdecruces la niña ciudadana. La jerarquía del
corazón y la superioridad de la inteligencia, pugnan por levantarse
rebeldes sobre el desvalimiento fortúito, mas un pálido sonrojo tiñe la
frente de la orgullosa, y sus labios permanecen inmóviles: se siente
abandonada, pobre como jamás lo estuvo, lejos como nunca de todas las
cumbres que un día creyera poseer. El hondo fragor de sus arrogancias
enmudece esclavo de la fatalidad, cunde silencioso y baldío, derramando
los deseos en las tinieblas.

Y Ascensión, creciéndose con infantil empaque, según advierte el
profundo descorazonamiento de la niña, adopta un tonillo desusado para
enumerar «las donas» que recibe del novio, presume y alardea entre
manteos, jubones y delantales, esparcidos con hartura por la estancia.

Cuando llega, a poco, don Miguel y hace que Florinda suba a su
despacho, no puede la muchacha ocultar su aflicción a los ojos del
sacerdote; llora a raudales, derribada en el primer escañuelo que
tropieza, sorda a las preguntas con que el apóstol persigue la
desaforada cuita.

—De ese modo no se puede vivir, _Mariflor_—prorrumpe don Miguel con
blanda severidad.

Y la moza, difícilmente, responde:

—Es que necesito morirme.

Paseando en torno del parpadeante velón, aguarda el cura que se aquiete
la tremenda crisis de aquel pesar. Y cuando ya parece que a Florinda se
le agotan las lágrimas y sólo quedan en su pecho suspiros, indóciles
como rezago de borrasca furiosa, el confesor acerca un escabel a la
doliente, y ella misma procura abrir el alma a las investigaciones que
la solicitan.

Fuertes son los quebrantos que la zagala llora, no lo niega don Miguel;
pero no es de criaturas cristianas el abandonarse al infortunio en
estéril desesperación, olvidando la suma bondad de _Aquel que tiene
cuenta con los pajaricos y provee a las hormigas, y pinta las flores, y
desciende hasta los más viles gusanos_.

Esta prometedora evocación remueve con empuje milagroso las moribundas
fibras de una esperanza. ¡Pues no había olvidado _Mariflor_ aquellas
frases tan dulces y sabidas! Con su recuerdo acuden en tropel los de
la madre muerta y las lecciones aprendidas en su regazo; y un soplo
inmenso de ternura levanta los sombríos pensamientos de la moza.

Lumbres de la excelsa piedad que alcanza a las hormigas y a las flores
y busca a los gusanos entre el polvo, despiertan con su luz todas
las piedades dormidas en el triste pecho de la enamorada. Y ya en la
torrentera de la juvenil pasión, corren con las amarguras del férvido
caudal muchas compasiones para cuantos seres tiemblan en las ramas
del fracaso y del vencimiento, como aves castigadas por la lluvia en
adversa noche: enternecida bajo la piadosa corriente de un dolor menos
áspero, _Mariflor_ escucha lo que va contando el sacerdote.

No es cierto que las noticias de América sean tan malas como ha
entendido el simple de _Rosicler_: aunque el tío Isidoro no mejora, los
temores sobre su enfermedad no son definitivos, y los médicos opinan
que la vuelta al terruño quizá operase en el enfermo una beneficiosa
reacción.

Cuanto al viaje del rapaz, su tío le juzga conveniente, porque,
inútil Isidoro para el trabajo, le hace falta a Martín en el tenducho
una persona de su confianza. ¿Que Pedro es un niño? Más niños y sin
protección alguna emigran otros infelices: es necesario avezarse a la
lucha por la vida y resistirla desde la niñez.

Tampoco es una desgracia nueva que trabajen a jornal Ramona y su
hija. ¿Qué más tiene el surco propio que el ajeno, si exige el mismo
trabajo, le riega una misma fuente y el beneficio que reporta sabe a
pan moreno de una sola mies?... ¡Un poco de orgullo sacrificado es cosa
tan pueril cuando se piensa que «nuestras propiedades» lindan con el
cementerio!...

Quiere don Miguel consolar a _Mariflor_ y se esfuerza en aducir
consideraciones de ultrahumana filosofía; pero en el fondo de sus
graves palabras, solloza con tal ímpetu la tragedia del páramo, que se
descubre, arisca, la visión de los añojales, fecundos por el terrible
esfuerzo de las mujeres, confundidos con la tierra común preñada de
despojos, florecida de cruces y de nombres.

Y el pecho de la enamorada palpita con tan humanos afanes, tan seducido
por las aficiones a la vida y los anhelos de la transitoria felicidad,
que el pobre corazón se retuerce mártir y convulso, loco de pena entre
las lindes pálidas del cementerio y de la mies.

Sin embargo, es preciso pensar continuamente en los grises caminos
que deslindan «arrotos» y sepulturas. ¿Qué dice el heredero del tío
Cristóbal? ¿Arrebata la hacienda de la familia Salvadores? ¿Se muestra
piadoso?...

Sí; pues aunque Florinda lo dude, es cierto que Tirso se ha presentado
espontáneamente a don Miguel para decirle que prorroga hasta Navidad
los préstamos otorgados a la tía Dolores.

—¡Hasta Navidad!... ¡Qué raro es eso! ¿Hablaría Antonio con él?

No contesta el párroco a esta pregunta, pero de sus frases, vagas,
colige Florinda que no ha sospechado mal. Entonces un atrevido
pensamiento la conforta: ¡si el primo fuera remediando los apuros de la
familia hasta las Navidades!

Siempre sería ésta una ventaja para todos; además, en cinco meses,
¡pueden ocurrir tantas cosas!...

En seguida salta la imaginación de la joven a la más urgente de las
deudas familiares; ¿habrá pagado Antonio las cuatro mil pesetas
al cura? Trata Florinda de averiguarlo con dolorosa timidez, y el
sacerdote la interrumpe inquieto y persuasivo:

—No me debéis nada—murmura—; ni un céntimo; ya lo sabe Antonio.

—Pero la boda se aproxima...

—Tengo en el bolsillo las pesetas.

Como parece que la joven duda, don Miguel desdobla un fajo de billetes
que lleva guardados encima del corazón, y cuenta muy despacio la
interesante cantidad.

Aún no se aclara el entrecejo de la niña; la nube que le oscurece
persiste inquietadora, porque la hazaña de recuperar aquel dinero le
tiene que haber costado al cura un sacrificio, una humillación, quizá
un bochorno. Pero el bienhechor niega, sonríe: ¿Y si se lo hubieran
regalado?... ¡Vaya con la aprensiva!

—Usted dijo que a un pobre le era casi imposible lograr ese
préstamo—aduce _Mariflor_ acongojada.

—Yo suelo equivocarme algunas veces, y tú eres una visionaria que
estás conspirando contra tu salud a fuerza de atormentarte; basta para
afligirnos la situación de la pobre Marinela. Conque, hija mía, a
vivir... y a esperar.

—¿En quién?—prorrumpe ávida la moza.

—¿Y me lo preguntas?

—Sí; ya lo sé: ¡en Dios únicamente!...

La incertidumbre que interrogó desde los ansiosos labios se condensa
en un gesto de cansancio profundo. Atosigada por las vicisitudes del
Destino, siente Florinda muy lejana la ayuda de Dios, muy alto el
cielo, en inabordable confín, y harto duros en la tierra los desiertos
del olvido cruel. Nostalgias de una felicidad imposible crecen en el
colmado corazón, con apremios tan vivos, que todas las piedades y las
ternuras se encogen relajadas bajo la explosiva fuerza de un solo
anhelo.

Y audazmente, sin escrúpulos ni rubores, con absoluta necesidad de
asirse a un hilo de esperanza para poder vivir, pregunta la niña:

—¿No sabe usted nada, nada «de él», ni una palabra siquiera?

—¡Ni una palabra!—responde el cura con indefinible tono, lleno a la
vez de piedad y acusaciones. Advierte en seguida que su respuesta corta
como un puñal, y ve a la sentenciada palidecer y levantarse al filo de
la rotunda negativa.

Un violento espasmo sacude la fuerte juventud de _Mariflor_, crispa en
sus labios el pesar una sonrisa helada, y tiembla en sus ojos un ramo
de locura.

La convulsión de aquella pobre vida y el estrabismo del torturado
entendimiento, piden un socorro eficaz: pero, buscándole con la más
compasiva solicitud, sólo encuentra don Miguel revulsivos y cauterios
que, fundentes, contribuyen a derretir los caudales de bondad
constreñidos en el robusto corazón.

—Tu padre te escribe—anuncia, fingiendo que no siente ni descubre
aquel martirio—. Aquí está la carta.

Como la moza no tiende su mano a la misiva y continúa vacilante en los
trágicos límites de la demencia y el desaliento, añade el cura:

—Tu padre sufre y trabaja por ti; es menester que le confortes.

—¡Ah, mi padre!—exclama ella como un eco de lejanos cariños y
palabras antiguas.

—Sí; él, que sólo vive para volver a verte... Y Marinela... ¡escucha!,
Marinela se muere pronto si no la cuidas tú.

—¿Se muere?

—¡Claro; nadie la socorre!

—¡Virgen santa!...

El párroco ya sabe que el alma de Florinda se resistirá a sucumbir
ante el dolor; la ve arrastrarse hacia la derrota, fascinada por el
abismo de la pena, tornar luego sumisa a los requerimientos del deber;
apagarse, encenderse al soplo de corrientes misteriosas, como una
llama recia y combatida. Él la espera, la busca, y asiste conmovido al
ardoroso combate sentimental.

Pero la infeliz combatiente descubre el acecho de otra alma y se
esconde, replegada en sí misma, con el supremo recato de los más
íntimos pesares. Y el cura, al fin, ignora qué propósitos triunfan
en la conciencia de _Mariflor_, mientras ella se despide con el aire
pasmado, llevándose la carta.

       *       *       *       *       *

Desfallecen las luces del crepúsculo, y la noche se levanta en el
llano; le parece a Florinda que el silencio cae como una gran oscuridad
sobre la aldea.

Unos niños juegan al «columbón» en la explanada, pero se columpian sin
hablar ni hacer ruido, y con el propio secreto cunde la cancioncilla de
la fuente, gota a gota.

El pobre hogar que la enamorada encuentra, está sombrío y silencioso,
lo mismo que Valdecruces. Ella lo pisa con atroz angustia, mas a poco
de acostumbrarse al taciturno ambiente oye cómo también una lágrima
horada este silencio, manando, a hilo, como la fuente de la calle: es
la voz humilde con que Marinela suspira. Al segundo reclamo de esta
gota de pena, siente _Mariflor_ un formidable sacudimiento en todas las
fibras de su alma, y corre hacia el plañido suave.

—¡Estás sola!—compadece, dando a sus palabras una profunda entonación
de caridad y desagravio.

—¡Ah, eres tú!—responde la enferma con todo el brío de su acento
débil.

Y en el abrazo con que se unen en la sombra las dos primas, hay la
dulce solemnidad de una reconciliación.

—¿Dónde está la abuela? ¿Y los niños?—dice la recién llegada, como si
volviese de un viaje, sin ánimos para preguntar por las esclavas de la
mies.

—La abuela... por ahí. Los rapaces contentos porque mañana les darán
vacaciones.

—Y tú, ¿no estás mejor?

—Al contrario... Pero agora dicen que la hechicera hace igual de
ensalmadora, y que puede curarme.

—¿La tía Gertrudis?

—¡Velaí! Si ella me hizo el daño, que me lo quite.

—Antes tú no creías esas patrañas—protesta Florinda.

Luego se estremece al recordar que ella también las ha creído:
¿cuándo?... Una vertiginosa sucesión de imágenes la conturba.

—¿Cuándo?—repite—. ¿En otra vida? ¿En sueños?...

No; aquella misma tarde, bajo la realidad siniestra de la desgracia.

Medrosa de hundirse en los suplicios del amoroso padecer, quiere
Florinda esclavizarse a otras emociones que la subyugan el corazón.
Enciende el candil y busca en el rostro de la enferma y en la estancia
miserable el tangible drama familiar. Necesita poner las manos en el
palpitante dolor, en la carne lacerada y febril; necesita escuchar
llantos y gritos, sentir repugnancias y miedos, hasta ahogar las
secretas desesperaciones en una borrachera de amarguras.

Y lo consigue en parte. Marinela, muy blanca, muy tenue, sin poder
soportar la impresión de la luz, echa sobre las pupilas el lívido
velo de los párpados y sonríe enseñando unos dientes iguales, un poco
amarillentos; su cara infantil se transfigura bajo la corona violenta
de los cabellos esparcidos y vedijosos, y un conjunto indefinible
de alegría y de quebranto presta a las dulces facciones singular
expresión. El lecho, desaseado y hundido, parece un roto bajel, donde
la mozuela sentenciada boga con lentitud hacia la siniestra orilla.
En los rincones del dormitorio emergen sombras y miasmas, y cuando
Florinda alza el candil para juntar en una sola visión todas las
tristezas presentes, alumbra una imagen de Cristo, moribundo en la cruz.

—Si no es la bruja, ¿quién nos persigue?—balbuce Marinela, recogiendo
el reproche de su prima. Y ésta, sugestionada por el pálido Crucifijo
que se le aparece como emblema del más sublime dolor, pregunta a su
vez.

—¿Siempre estuvo aquí esta efigie?

—Siempre.

—Ahora la veo...

Bajo el corpiño de la muchacha cruje un papel, quizá empujado por el
tumbo fuerte del corazón que aviva sus emociones. Ella posa la luz en
el suelo y despliega impaciente la carta de su padre. De hinojos, para
mejor alumbrar su lectura, confirma en los renglones amados cuanto
dijera don Miguel; pero añade a lo ya sabido algunos descubrimientos
que la envuelven en su fatal pesadilla de la boda con Antonio.

El ausente, lleno de cariño y de inquietudes, trata a _Mariflor_ como a
una niña; quiere dejarla en libertad para elegir esposo, y oculta mal
sus temores de que no acierte a lograrlo con serena disposición. En los
consejos que la envía rebosan inconscientes las antiguas esperanzas de
los desposorios con el primo. «Es honrado y bueno, muy traficante; la
ayuda que su capital pudiera prestarnos, sería en estas circunstancias
definitiva para todos». Esto escribe el señor Martín sin conocer aún la
crítica situación de su madre.

Luego, contestando a las confidencias de la joven, desliza entre
palabras recelosas el sentimiento de una contrariedad:

«Esa gente de pluma—repite como un eco de todos los pareceres
maragatos—no me inspira confianza; suelen ser hombres andariegos,
imaginantes y lucidos, muy artificiosos y escasos de intereses; en fin,
hija mía, aconséjate mucho del señor cura y que Dios nos auxilie».

Al través de todo el pliego, un hálito de alarma y de tristeza confunde
a la lectora: el padre se duele de no mandar «posibles», de no tener
con qué realizar el viaje de Pedro ni la repatriación de Isidoro. Y la
nublada frente de la niña se dobla con desmayo sobre la carta, como si
la venciese el agobio de otra nueva responsabilidad.

Mientras Florinda leyó, fué Marinela haciéndose a la luz amortiguada
desde el suelo, y levantó los párpados poco a poco: el perfil de su
prima, trazado por la sombra con gigante dibujo, llenaba la pared y
tocaba en la techumbre.

Sonrió la enferma, alegre de encontrar la figura gentil de sus
ensueños, difundida como por milagro en todo el mezquino gabinete,
y deslizóse a orilla de la cama para verla en realidad. Pero un
sobresalto la trastorna cuando descubre la carta entre los dedos
temblones de _Mariflor_. ¿Será del forastero? ¡No parece que está en
romance!... ¡Y si fuera de «él»?...

Todas las perturbaciones y las incoherencias con que la zagala se
consume en inaudita pasión, se agolpan a los descoloridos labios para
balbucir aquella pregunta. Va a derramarse el ávido acento lo mismo que
un roto caudal de incertidumbres, y al borde sonoro de la palabra se
asustan de repente las emociones silenciosas de la niña. Tanto aprendió
a esconderlas, en el tiempo que vive encerrada con sus incógnitos
pesares, que le han crecido las sombras y los temores alrededor de los
pensamientos y ya el instintivo recato de su alma se cierra, oscuro
para siempre, en la propia timidez y confusión. Al levantar Florinda
los ojos, dócil a la penetrante consulta de otra mirada, ve Marinela
como en un espejo el desastre interior de aquella vida tan hermosa,
y le tiende los brazos en caritativo impulso de socorro. Menguada y
triste es la esperanza que ofrecen desde la navecilla del dolor unos
remos tan frágiles, mas en ellos se apoya con gratitud Florinda, y
levantándose firme, con ellos se abraza, sostenida en el naufragio de
la felicidad.

—¿Quién nos persigue?—clama otra vez Marinela entre sollozos—. Y
como su prima no responde, añade:

—La bruja es también sortílega, adivinadora, ¿entiendes?... ¡Vamos a
pedirle que nos ayude!

_Mariflor_ desciñe sus brazos en torno de la enferma, y señalando en la
pared al Cristo, murmura inspirada:

—No: ¡a Este!...

[Illustration]



[Illustration]



XVIII

LA HEROICA HUMILDAD


ARROJADAS como dos náufragos a los rigores de la suerte, Olalla y
Ramona siegan sus panes y los ajenos, hacen gavillas y manojos,
_acerandan_ y criban, mueven el trillo, el bieldo y el _calomón_.

Ningún fiero trabajo se resiste a la necesidad y al brío de estas
mujeres silenciosas y duras, imperturbables. Si Olalla desfallece un
minuto, ebria de calor y de esfuerzo, su madre la sostiene y aguza con
unas sílabas certeras, rápidas como un latigazo:

—¡Aguanta!—balbuce roncamente.

Y la moza, bajo el violento acicate de este sordo grito de guerra,
endurece sus músculos y esclaviza su voluntad como una veterana
obrera de la mies. Con tan buenas disposiciones, abundan los jornales
para entrambas, cuando la propia labor les permite aceptarlos, y el
desvalido hogar navega a remolque de las bravas remadoras.

_Mariflor_ secunda estos afanes con la más ardiente solicitud; su
dolor, reconcentrado y prisionero, yace sin rebeldías, cargado de
cadenas en el fondo del alma juvenil.

Pero en la valentía con que la muchacha se yergue sobre su desventura,
de frente a la existencia, late el humano propósito de vencer
al Destino a fuerza de abnegación. Encauzado el tumulto de sus
desolaciones, manso ya el torbellino de sus pensamientos, Florinda ha
fijado los ojos en Dios con suprema esperanza; pretende conseguir del
Cristo moribundo, en memoria de su excelso martirio, una revocación de
la sentencia que la confina en Valdecruces, sin amor y sin pan, bajo
el cruel dilema de una boda repugnante o de una miseria definitiva y
horrible.

Aún confía en el hombre amado, aún le defiende contra las acusaciones
de la realidad. El frío silencio que la persigue con presunciones de
abandono se lo explica como un castigo de la tardanza y resistencia con
que acude a los brazos abiertos de la Cruz.

Exigente consigo misma, ansiosa de purificarse en el tamiz de todas
las virtudes para merecer la divina compasión, se acusa de no haber
compadecido bastante, de no haber rechazado aversiones y repugnancias
con diligente voluntad; quiere ahora poner sus sacrificios a la
altura de sus anhelos, y se debate en tremendas luchas, porque todos
los dolores le parecen poco finos y apurados para subir por ellos
a la soñada cumbre, y con tales sutilezas se desarrolla su nativa
sensibilidad, que ya teme asomarse al huerto por no interrumpir el
canto de los pájaros y levanta las zarzas del camino para no herirlas
con el pie.

Al influjo de tan extremada compasión, un poco enfermiza y delirante,
adquiere la casona de la abuela un cariz de blandura, humano y dulce.
La enamorada realiza prodigios de orden y habilidad en torno suyo;
están los niños más aseados y alegres; el menaje más enderezado y
compuesto, y hasta la abuelita menos torpe y abrumada. Sobre todo,
Marinela es quien más plenamente recibe los favores de esta ternura que
invade el hogar como suave regolfo de una marejada asoladora.

Para traer al médico, luego de saldar la antigua cuenta, Florinda
registró su baúl de ciudadana, y, al cabo de muy tristes y secretas
negociaciones, obtuvo de la sobrina del cura el dinero preciso en
cambio de algunas chucherías que sedujeron a la muchacha.

La propia _Mariflor_ fué a Piedralbina con las siete pesetas, y a la
tarde siguiente el médico llamó con mucha solemnidad en casa de la tía
Dolores, después de atar a la vilorta del huertecillo las bridas de un
jaco semejante al de Fabián Alonso.

Joven, endeble y taciturno, el facultativo parecía tan necesitado de
asistencia como poco amigo de prestarla. Comenzó por renegar de la
lobreguez de la alcoba adonde le condujo _Mariflor_, y acabó por decir
que examinaría a la paciente cuando para ello dispusiera de aire y de
luz.

—La casa es grande—vociferó enojado—; ¿no encuentran ustedes más que
un escondrijo oscuro para esta criatura?

La abuela se santiguó llena de asombro. ¡Andanda con el mediquín nuevo;
oscura la alcoba, después de haber comprado una vela de las finas para
cuando él llegase!

Sintió _Mariflor_ mucha vergüenza por lo mismo que le pareció evidente
la justicia con que se censuraban las condiciones del aposento, y
prometió sustituirle al punto por el mejor del edificio.

Un poco amansado el médico, pulsó a la niña, le miró los ojos y la
lengua, preguntó antecedentes de los progenitores, y, después que la
anciana, con el auxilio de _Mariflor_, hizo un dificultoso relato de
muertes prematuras, recomendó a la enferma sanos alimentos, un tónico
de la botica y baños progresivos de sol.

Despidióse maravillado de la inteligencia y el interés conque Florinda
le escuchaba, dando señales de comprenderle, y cuando volvió, al cabo
de dos días, halló en mitad de la sala el lecho de Marinela, aireado y
a plena luz.

No costó poco trabajo subirle allí; tuvieron por loca a quien lo
proponía, y sólo a fuerza de obstinadas solicitudes logróse al cabo la
piadosa intención.

—¿Un catre en la sala?... ¡Válgame Dios; ya no me queda más que
ver!—había respondido la abuela a las primeras indicaciones de
Florinda, las cuales produjeron igual asombro en las otras mujeres.

Después de agotar la valerosa enfermera todos sus convincentes
argumentos, comenzó Olalla a mostrarse indecisa.

—¡Si es necesario!...—insinuó.

Ramona, siempre con su aire de bestia parda, alzó los hombros en
indefinible actitud. Y Marinela confortó su cuerpo con el sol y las
brisas, mientras la tía Dolores se hacía cruces.

Para conseguir los sanos alimentos y traer el tónico de Astorga,
volvieron la necesidad por un lado y por otro la codicia, a establecer
secretas relaciones entre el baúl de _Mariflor_ y los armarios de la
maestruca.

De rodillas, inclinada con desconsuelo sobre los despojos de sus
tiempos felices, buscó la pobre muchas veces algo que cambiar por
dinero. Y poco a poco, la ropa blanca, el rosario de coral, el bolsillo
de piel, las cintas y los adornos señoriles, fueron con mucha cautela a
pulir el equipo de la novia. Como todo ello eran frivolidades de valor
escaso, Florinda dejaba tímidamente que la generosidad de Ascensión
pusiera el precio. Y Ascensión, poco escrupulosa, influída por el
espíritu mercantil de la raza, fué abusando cada vez más de aquellos
apuros y llegó a poseer casi entero el humilde tesoro de su amiga. Ya
no le quedaba a ésta más recurso que el reloj de su madre; era de oro,
de una sola tapa, lindo y pequeño.

Postrada ante el cofre exhausto, contemplaba la niña su joya con
terrible perplejidad. Hubiera querido no sentir hacia ella un apego
entrañable, no estremecerse con profunda emoción mirando la saetilla,
parada en las tres, como recuerdo de una trágica hora.

Varias veces, aquel mismo día, salió el estuche rojo de su escondite,
llevado y traído por una mano trémula: _Mariflor_ quería ofrecérselo
a la novia y sonreir valiente al realizar el nuevo sacrificio. Pero
ante sus ojos, turbios de llanto, la vira del reloj temblaba como dedo
convulso que señalase con infinita pena una dulce memoria próxima a
extinguirse.

En vano la joven apelaba a sus firmes propósitos de someterse bajo el
purgativo dolor con ánimo eficaz; en la sedosa red de sus pestañas
tejía el humano sentimiento una niebla entre el alma y la Cruz...

       *       *       *       *       *

Marinela ha mejorado un poco. Tempranito, antes que abrase el día, baña
su débil pecho en los rayos milagrosos del sol. La pócima confortante
y las comidas, apetitosas algunas veces, la van fortaleciendo; se
levanta, sale al colgadizo cuando la tarde se dulcifica, y percibe sin
cesar el tónico de las brisas puras.

El médico ha ordenado que duerma sola, con el balcón abierto; pero
ella, lo mismo que su hermana, temen a la noche libre como a emboscado
enemigo, y Florinda tiende su colchón al lado de la enferma para
infundirle ánimos; ambas reposan a pleno aire, al amparo de la luna,
con estupefacción de cuantos vecinos conocen este nuevo sistema de
curar.

De él se duele Ramona cada vez con más ostensible disgusto; ha querido
oponerle resistencia, pero las súplicas de Florinda obran milagros hace
algún tiempo en aquella singular mujer. Cuando se le acerca la joven
a solicitar su permiso para alguna cosa, reprime un movimiento duro,
esconde la torva decisión de su mirada, y suele decir:—Bueno—alzando
los hombros con su acostumbrada indiferencia—. Sin duda, evoca el
aviso de don Miguel: «Florinda no tiene madre; ¡acuérdate!

Desde que la muchacha se ocupa con humilde abnegación del hogar y de
los niños, y especialmente de Marinela, diríase que acentúa Ramona
aquella pasiva tolerancia con que recibe cuanto de Florinda procede.
No pregunta de dónde saca ella dineros y entusiasmos para mimar a su
prima; supone vagamente que el párroco la ayuda por compasión, y finge,
como Olalla, no comprenderlo, algo confundidas ambas entre flojos
estímulos de vanidad y gratitud...

Hoy _Mariflor_ arrostra muy azorada el pálido mirar de la madre; es
menester adquirir un nuevo frasco de medicina, que vale cinco pesetas.
Lo dice así de pronto, seguido, para no amedrentarse demasiado.

—¡Cinco!—balbuce Ramona.

Su ronca voz, sin inflexiones, rueda sombría.

—Malas artes dañaron a la rapaza—murmura—. Y muy peor será acudir
a fabulaciones de ciudades para ponerla buena. Con darle boticas y
cuchifritus, acostarla a la santimperie y tenerla a todas horas a las
clemencias del cielo, no se consigue desfacer el hechizo de la bruja.

—¡No crea usted en hechicerías!—ruega _Mariflor_ tímidamente.

Pero Ramona, exaltándose, arguye:

—¿Voy a creer que es Dios el que me comalece los rapaces y el
esposo, me rebata la hacienda y me tosiga en la sumidad de todos los
trabajos?... ¡No lo tengo merecido! Dios es justo y no puede consentir
que unos gocen de mogollón y otros pujen todas las pestilencias de la
vida.

Palidece la doncella, creyéndose alcanzada como otras veces por el
despecho de las alusiones, pero la mujerona, mirándola de frente como
no acostumbra, adulce todo lo posible el desabrimiento de su voz, y
añade:

—Tú eres una párvula sin hiel y no conoces al diablo.

Suspensa _Mariflor_ ante la benigna frase, atrévese a profundizar con
la mirada en los ojos propicios de Ramona, y le parece sentir cómo se
rompe el hielo del explorado corazón, y un arroyo de ternura rueda
escondido en él...

Están de sobremesa las cuatro mujeres de la casa, después de cenar.
Alcanzaron permiso los rapaces para correr un rato al fresco de la
noche, y ellas parecen detenidas por una involuntaria laxitud.

El cansancio y la tristeza ponen su languidez amarga sobre aquellas
actitudes de indecisión y cortedad; el humo las envuelve y el silencio
las colma de profunda melancolía.

Abre la abuela en prolongando bostezo su desdentada boca, y la voz
suave de Florinda insiste:

—Marinela sanará si seguimos cuidándola...

Ramona interrumpe sordamente:

—No sana, como la bruja no la ensalme.

—¡Pero si está mucho mejor!... ¿Verdad, Olalla?

La aludida se estremece lo mismo que si volviera de un desmayo o
despertara de un sueño. Hay que repetirle la pregunta y explicarle el
asunto de la conversación; sólo entonces dice con vaga certidumbre:

—La meiga puede sanarla.

—¡Por Dios!... La tía Gertrudis no es meiga. ¿Tú también vas a dudarlo?

Se encoge de hombros la maragata rubia, igual que suele hacerlo su
madre. Parece que las sensaciones delicadas son ya desconocidas para la
moza, como si con los músculos y la voluntad se le hubiese endurecido
el corazón, palpitando sobre la mies.

Ramona espabila el candil, junta impaciente los regojos de pan en un
pico de la mesa, y no pudiendo contener el ímpetu de las indignaciones
que la obligan a moverse, prorrumpe:

—¿Conque no es meiga la tía Gertrudis?... ¿Cómo padeces tú el aojo de
la su visita, si no en la salud en tantas de cosas?... ¿Quién trujo al
forastero trufaldín y te aquerenció con él?... ¿Quién te ofusca para no
reamar a un pretendiente de la garrideza de Antonio?... ¡Ay, rapaza;
afánate por tu prima y verás lo que consigues, si no logras trincar la
intención que nos ofende!...

No solía Ramona componer tan largos discursos; su voz, escandecida,
tiñóse de emocionante desconsuelo, cuando añadió:

Yo bien conozco el daño que Marinela padece; por eso fuyo de oyirla
balitar como un corderín, con la secura en la boca y en los ojos la
medrosía... Pedido hube su curación al Santísimo por los alzamientos
del cálice; pero Dios, con ser tan compasionado, permite que Lucifer
conjure contra el pobre manojuelo de mis entrañas...

Extinguióse la burda queja en un sollozo, y el busto de la madre se
inclinó hacia la orilla de la mesa; algunas lágrimas cayeron sobre los
mendrugos de pan.

—¡No llore!—murmuró Florinda traspasada de compasión—; ¡no llore!
Dios no deja que el Diablo dañe a los suyos, estoy segura de ello; lo
aprendí en sermones y libros: lo dice don Miguel.

Ramona movía la cabeza con incredulidad, reprimiendo el llanto.

—¿Y quién busca el dinero de las medicinas?—dijo al fin, como si
se diese a partido—. Sus ojos enigmáticos se posaban en la moza con
inquietud.

Ella se ruborizó, y muy emocionada, pensando en su relojito, repuso:

—Yo buscaré lo suficiente para algunos días; pero ya se me acaba el...
la... el medio de encontrarlo.

Suspiró la mujer con alivio, sin mostrar desconfianza, admiración
ni curiosidades; secóse los párpados con la punta del mandil, y
comunicativa como jamás lo estuvo, dijo:

—Mañana van las de Fidalgo a Astorga, y como no tenemos cabalgaduras,
yo había pensado que Olalla fuese con ellas a vender unos palombos; la
prestarían compaña y montaje, y ocasión de mercar zapatos para que los
críos no nos avergüencen el día de la fiesta; pero nos han ofrecido a
las dos jornal.

—Yo iré—apresuróse a decir _Mariflor_, inspirada en un doble
propósito.

Admitida inmediatamente la promesa, Ramona tuvo que gritársela a su
hija:

—¿Te duermes o pasmaste?—voceó adusta.

—¡Estoy cansa!—lamentó sin bríos la infeliz.

—¡Pobre!—dijo Florinda entrañando el acento.

Y un gato flacucho y pintojo lanzó a la mesa elocuentes maullidos...

La imagen desfallecida de Olalla persiguió a _Mariflor_ toda la noche
como un punzante remordimiento; ¡ella también debía salir al campo,
jornalera y labradora sin condiciones, lo mismo que su prima!...

Aun en las blandas horas en que el sueño ata las existencias y las
somete a su apacible dominio, velaban los pesares de la joven ocultos
en las sombras del reposo, para erguirse más crueles a la luz de la
realidad, cuando la víctima despertase.

De tal modo iba ella robusteciendo sus ánimos contra el dolor, que
después de sobreponerse al cobarde anhelo de morir, se lanzaba a
padecer, delirante de heroísmo. Convertida en lavandera y hortelana, la
señorita melindrosa comía el rancho del hogar sin aparente esfuerzo,
mostraba un buen talante a todos los reveses de la pobreza, y se dolía
de no haber pagado su tributo de sudor a la mies. Pero la seguridad
de marchitarse aspada en el potro del trabajo, le causaba terror; ya
le parecía sentir en su florido cuerpo el menoscabo de la belleza, la
invisible garra del sacrificio hundiéndole en el rostro las facciones,
borrando la tersura y la sonrisa de la juventud. Hasta en la raíz
de los cabellos percibía la moza el temblor de tales amenazas: una
crispatura y un frío que acaso la hiciera encanecer.

Como dormía sin que durmiese su dolor, despertábase algunas mañanas
con el espanto de las pesadillas, creyéndose ya desjarretada y mustia,
igual que tantas infelices de Valdecruces.

Así recela hoy mismo, y una invencible zozobra la empuja hacia el
espejo. Entre las nubes del cristal resplandecen los veinte años
con tales promesas, que la medrosa no puede menos de sonreir. Se
aproxima al azogue donde irradia la imagen, busca bien en sus rasgos
la hermosura y descubre la piel fina un poco tostada por el sol, las
ojeras teñidas por la preciosa untura de las lágrimas, la boca grave
y dulce, profundo y noble el duelo de los ojos, todo el semblante
embellecido con gracias y tristezas.

En el nublado espejo de la tía Dolores tembló la luz de una mirada
agradecida, que, al volverse luego, descubrió a Marinela con los ojos
clavados en el Cristo moribundo, ya inseparable compañero de la niña
doliente.

Avergonzada _Mariflor_ por el contraste que ofrece su frívola consulta
con aquella otra, acude hacia su prima, hunde la cara entre los brazos
de ella para disimular el sonrojo, y pregunta:

—¿Rezabas?

—Eso mismo.

—¿Por quién?

—Por ti.

—¡Dios te lo pague!

La enferma alisa blandamente los cabellos de _Mariflor_, que de pronto
balbuce:

—¿Tengo canas?

—¡Josús, mujer!... ¿Canas a tu edade?... Tienes un pelo tan largo y
amoroso que da gusto cariciarlo.

—¿Sabes que voy a Astorga a vender los pichones?—dice Florinda,
incorporándose para acabar de vestirse.

—¿Tú? ¿Pues cómo?

—Anoche ya estabas durmiendo cuando lo dispusimos: tu madre y Olalla
tienen hoy jornal.

—¿Y quién me cuida?

—La abuela.

—¡Ay, no quiere que me bañe el pecho al sol; se duerme, riñe o llora!

—Yo vuelvo al anochecer. Te traeré la medicina y yemas escarchadas
sólo para ti: son de mucho alimento.

—¿Pero sabes el camino?

—Voy con las de Fidalgo.

—Entonces verás a las clarisas... ¡Dichosa tú!

—¿Sientes la vocación otra vez?

—¿Otra vez?—repite Marinela encendida como una rosa.

—Creí que ya no te acordabas del convento.

—Acordarme, sí...—murmura la enferma con tan balbuciente seguridad,
que _Mariflor_ la mira llena de asombro: ve que hace esfuerzos para
contener el llanto, se acerca a consolarla, y el incógnito dolor de
aquel pecho herido estalla en sollozante crisis.

—¿Qué tienes? ¿Por qué lloras? ¡Dime, dime tus penas!

La sin ventura no responde; gime anhelante, y Olalla sorprende a las
dos primas juntas, en un abrazo tristísimo.

—¿La despedida os hace duelo?—prorrumpe atónita. Sin esperar la
contestación, añade:

—Aquí están los palombos: diez parejas.

Y coloca sobre la cama un escriño pequeño, donde las aves cautivas se
revuelven temblorosas.

Florinda acaricia a Marinela, que procura serenarse y que poco después
se queda sola frente al balcón abierto, lanzando sus miradas, húmedas
aún, desde la agonía de Cristo a la serenidad resplandeciente de las
nubes.

[Illustration]



[Illustration]



XIX

EL CASTIGO DE LOS SUEÑOS


BIEN acogida _Mariflor_ por las viajeras, tuvo asiento propicio en las
anchas jamugas de la novia, mientras la madre de ésta asilaba a los
pichones en su mulo, prometiendo venderlos ella misma, más artera en
estos negocios que la niña ciudadana.

—Tú, en cambio—le dijo—, acompañas a Ascensión, faceis compras y
visitas, que ya la boda está adiada y no hay que descuidarse con los
encargos y los aconvidos...

El cielo, muy tocado de arreboles, anunciaba un día bochornoso, y las
amazonas se proponían llegar a la ciudad antes de que arreciase el
calor, para volver a Valdecruces con la fresca.

Iba la novia hablando con mucho empaque de los obsequios que había
recibido y de los que aún esperaba: mantellinas con recamos, medias de
seda, lienzos y estofas, anillos, pendientes y collares; ¡le faltaba un
reloj!

Sintió Florinda triste sobresalto allí donde llevaba oculta la alhaja
de su madre, al lado del corazón. Había resuelto vender el relojito
en Astorga para evitarse el pesar de verle en manos ajenas, y la
humillación de seguir pidiendo mezquinos favores entre gente conocida.
De pronto, considera que es preciso hacerle a la novia un regalo, un
regalo que debe extremarse como prueba de gratitud a don Miguel: y el
deseo expresado por Ascensión le parece un providente aviso contra el
propósito de hurtar la preciada joya a las ilusiones de la maestruca.
Teme que haya poca generosidad en el intento: recuerda con pesadumbre
su baúl vaciado en los cofres de la amiga a cambio de una menguada
limosna; pero aquella amiga fué antes dulce y noble con _Mariflor_, la
recibió en triunfo en el pueblo, colmándola de atenciones, cediéndola
homenajes que ella sola disfrutaba. Y ahora mismo la lleva al lado
suyo cogida por el talle con blandura, la mira y la sonríe confiada y
amable, aunque un poco embaída con su próspera suerte.

Segura de que en casa de la abuela no habrá un lindo regalo para
Ascensión, va cediendo Florinda al bondadoso impulso de ofrecerle el
relojito que oculta. Al instante se confunde, reflexionando: ¿cómo
entonces comprará lo que Marinela necesita?

Mejor le parece vender la joya, sumar el dinero con lo que valgan los
palomos, y después de adquirir los menesteres para la enferma y los
zapatos de los niños, comprar también el obsequio para la desposada.
Tendrá que separarse de sus amigas con disimulo antes de hacer la
venta. Entrará en una relojería y... ¿cómo va a decir cuando le
pregunten: ¿qué desea usted?

Un aturdimiento penosísimo le embarga: oye apenas el palique animado
de Ascensión, procura sostenerle, y teme, al hablar, que el transido
acento delate las interiores cuitas.

Compadeciendo el propio infortunio, en el alma opulenta de _Mariflor_
se desborda una gran ternura que sube a los pelados serrijones, corre
por llecas y cambronales, y unge de lástima los abietes ariscos, las
mustias amapolas, los matojos humildes, todo el vago confín de las
veredas blanquecinas.

¡Qué tristes son estos senderos solitarios! Arden y huyen al través
de pasturajes descoloridos y de rediles temblorosos, sin escuchar la
sonatina de una fuente ni percibir el aroma de una flor. Persíguelos
Florinda con mirada soñadora: parece que van a derramarse en la
infinitud de los horizontes para seguir corriendo a la insondable
eternidad, sin rumbo ni destino. Pero advierte que algunos,
deslizándose entre sebes y hormazos, se confunden a la par de una aldea
en los firmes renglones de una mies y mueren en los surcos, rectos y
hondos, como trazo de una ferviente plegaria dirigida hacia Dios.

Al descubrir en el erial estas conmovedoras señales de esperanza y
trabajo, la niña triste lanza su imaginación por las llanuras de la
fantasía, y alentada supone que ya está cerca el premio de su martirio.
Quizá Antonio se decide a portarse bien con la abuela; quizá aquella
misma tarde llegue a Valdecruces el esperado aviso de la felicidad: una
carta detenida por azares que nada tengan que ver con la ingratitud y
el desamor.

Harto encendido el día en resplandores, tocan en la ciudad las
maragatas: intérnase la madre por el callado laberinto de las rúas, y
no se detienen las mozas hasta la puerta del convento. Habían tomado un
camino vecinal junto a la milagrosa ermita del Ecce Homo; dieron desde
allí en el puente del Gerga, rozaron la Fuente Encalada, y por «el
reguero de las monjas» posaron en el umbral de las clarisas.

Después de un patio silencioso, encuentran dos portalones bajo las alas
del edificio, grande y pesado: se adelantan por uno de ellos, llaman al
torno con suaves golpecitos, y al cabo de prolija explicación les hacen
bir a la «Reja pequeña», un locutorio humilde con apretada celosía.

La novicia de Oviedo, amiga de Ascensión, recibe con otra monja a las
maragatas. A poco llegan unos señores preguntando por la abadesa, y
aparece la Madre Rosario, fina y dulce, sonriendo en el nimbo de su
manto virginal.

De un lado y otro de la reja se forman dos grupos susurrantes, y
_Mariflor_, un poco aislada, escucha, distraída primero, interesada al
fin, el relato con que la abadesa satisface la curiosidad de la visita.

—Sí—murmura—, a mediados del siglo trece, una clarisa del convento
de Salamanca, oriunda de Astorga, vino a fundar aquí. Poco después,
el muy alto y respetable señor don Álvaro Núñez de Trastamara, donó a
la Comunidad este edificio, que en aquella época lucía muy hermosas
proporciones y elegante arquitectura, y que hubo pertenecido con su
templo y aledaños a los ilustres caballeros de Alcántara.

Habla la Madre con sentida y reposada voz, su figura se yergue
majestuosa entre los pliegues blancos del ropaje; eleva los ojos,
suspira y prosigue:

—Reyes y próceres de otras centurias concedieron tantos favores a
esta santa Comunidad, que nuestra casa pudo llamarse _Real Convento_;
en testimonio de tal honor conservamos un escudo con castillos y
leones sobre la vivienda del capellán, y en nuestro archivo, bulas y
documentos de esclarecida memoria para la fundación.

Al otro lado del locutorio decae la charla bajo el dominio que ejerce
el suave acento de la abadesa.

—¡Qué lista debe de ser!—alude la maestruca mirándola con arrobo.

Y la novicia responde llena de orgullo:

—Viene de alto linaje: una antepasada suya fué canóniga de la Catedral
de León.

—¿De verdá? ¿Pueden ser canónigas las mujeres?

—En tierras de Castilla, sí.

La monja que presenciaba la visita quebrantó su grave silencio
argumentando con mucha erudición:

—El noble señorío de Villalobos goza, como los reyes, privilegio de
canonicato, que por falta de sucesión varonil recayó un tiempo en la
condesa doña Inés, ascendiente de nuestra Madre.

Por mandato de la cual, sin duda, abrióse de pronto una puertecilla
para que los visitantes pudiesen admirar un bello claustro de arcadas
góticas, bañado en suavísima luz.

—Es lo único que del antiguo edificio conservamos—dijo la abadesa—;
en el fondo está el jardín; todo ello pertenece a la clausura.

De la extraña claridad sin tonalidades, trascendía exquisito perfume
de rosas y jazmines, cándido aliento del misterioso vergel; aromas y
resplandores invadieron el locutorio con deleite; y penetrada Florinda
por la singular impresión, dícese codiciosa:

—¡Qué bien estaría aquí la pobre Marinela!

Aún responde la Madre Rosario a preguntas de los caballeros:

—Trastamaras y Osorios—encarece—han sido nuestros más cabales
protectores; al primero debe la Comunidad, entre inmensas mercedes,
el reguero que desde hace siglos viene desde Fuente Encalada a calmar
nuestra sed; todos los días pedimos a Dios por el ánima del insigne
castellano.

Como si la blandura de la evocación hubiese tenido mágico poder, un
hilo de agua rompió a cantar en el misterio del jardín. Le acordó la
Madre con su cristalino acento para responder a los señores visitantes:

—Nuestra regla es de mucha pobreza y humildad; comemos de vigilia todo
el año y usamos ropa interior de lana muy gorda, tejida en San Justo...

Cerróse lentamente el postigo recién abierto, y extinguidos la luz, el
aroma y el rumor que desde el claustro seducían como ilusiones de otro
mundo, vibraron las últimas palabras de la abadesa en la austeridad
penitente del locutorio.

Un instante después las dos niñas maragatas recobraron su mulo en el
umbral del convento y buscaron las calles céntricas de Astorga, que,
amodorrada al sol, yacía soñolienta y muda.

Iba _Mariflor_ leyendo los rótulos de las tiendas sin hallar aquel
que temía y deseaba. Cuando hicieron alto en un almacén de tejidos de
la rúa Antigua, Ascensión, sentada cómodamente, titubeando infinitas
veces antes de elegir, parecía dispuesta a no levantarse nunca. Con
el pretexto de ir a la botica, logró la de Salvadores dejarla allí,
perpleja entre nubes de holandas. Y sola ya en la calle, tomó un rumbo
al azar, encomendándose a Dios.

Antes de salir de Valdecruces había puesto Florinda en marcha el
relojito para romper la inmovilidad de aquella manecilla implacable,
siempre evocadora; le sentía latir junto a su corazón y le dolía en el
pecho acerbamente aquel tenue latido.

Anduvo apresurada, dobló una esquina y luego otra, registrando carteles
comerciales, hasta que en una vidriera vió algunos relojes de acero
entre dijes y gargantillas. Al otro lado del cristal, en menguado
tenducho, un hombre de triste catadura la recibió sorprendido:

—¿Qué desea usted, joven?

Un gato negro levantó perezoso la cabeza y un enjambre de moscas zumbó
en torno a la pregunta.

—Deseo—balbució la muchacha turbadísima—vender este reloj.

Tras un prolijo examen de la joya, el comerciante dijo receloso:

—¿Cuánto pide por él?

—Sesenta pesetas.

—Si quiere quince...

—¡Ah, no!—protestó indignada la infeliz. Y casi arrebatando su tesoro
de las manos extrañas, lanzóse de nuevo a la aventura por las calles.

Guardaba el relojito entre los dedos convulsamente apretados, y
parecíale sentir en la sangre trasfundido el pulso de metal, como si
otra vida se derramara en la suya. Todo el ímpetu de los recuerdos
latía doloroso en las potentes venas de la moza, bajo aquel doble
ritmo; ternuras maternales, goces de la niñez y florecidas esperanzas
del amor, cegaron con visiones de imposible felicidad los dulces ojos
de la viajera.

Como llevaba el paso indeciso y extasiado el semblante, los escasos
transeuntes la miraban curiosos. Ella seguía vagando sin rumbo,
repitiendo con mecánica obstinación los nombres de las calles: la
_Redecilla_, la _Culebra_, _Santa Marta_, _Plaza del Seminario_,
_Puerta Obispo_... allí se detuvo sin saber por qué, y quedóse mirando
fijamente al escudo de una casa antigua y señorial. Era el blasón
aparatoso; en campo de gules esplendía un castillo flanqueado por
torres de sable; dos águilas de oro sujetaban una cartela, que decía:

  _Soy morena, pero hermosa._

Varias veces leyó la muchacha el mote, con aquella porfía maquinal
interpuesta como una nube entre sus actos y sus pensamientos.

Bajo el dintel macizo de la portalada aparecieron unas damiselas con
sombreros de moda, abanicos y quitasoles. Mirándolas Florinda recordó,
como un tiempo muy distante, sus años de burguesa ciudadana con arreos
pueriles y melindrosas costumbres.

Las señoritas, al perder la frescura del portal, comenzaron a darse
aire con mucho ahinco. Entonces _Mariflor_ cayó en la cuenta de que el
bochorno la mortificaba, pero continuó detenida, releyendo con absurda
tenacidad:

  _Soy morena, pero hermosa._

De pronto la llamaron:

—¡Eh, rapaza, _Mariflor_! ¿qué haces ahí?

La hermana de don Miguel esperaba atónita, contemplando a la niña.

Ella, al volverse, quedó un momento confusa, y al cabo acertó a decir:

—Pues buscaba una botica y me he perdido... Ascensión está en un
almacén de la rúa Antigua comprando telas...

Conforme y calmosa, preguntó la maragata:

—¿Gustábate el escudo?

—Sí.

—Era de un corregidor perpetuo de toda la provincia, consejero del rey
y mayorazgo tan haberoso, que al morirse dejó mil misas añales por su
ánima.

—¡Ah!...

—Y escucha: ya que te encontré aquí, sube tú a llevar a doña Serafina
estos dos pichones de parte de mi hermano.

—¿Cómo?...

Explicó la mujer que doña Serafina, una astorgana linajuda, era esposa
del actual dueño de la casa, ambos excelentes amigos de don Miguel,
quien les debía grandes favores.

—Solemos ofrecerles alguna fineza—dijo—y agora pensé guardar para
ellos, a cuenta mía, tus más llocidos palombos... dejé el mulo en la
posada y aquí los traigo... pero me da mucha cortedad subir.

Ocultó Florinda su joya y, tomando del escriño las aves, entró en el
portal diciéndose:

—Estos señores deben ser los que le han facilitado al cura la dote de
Ascensión.

Quedó sorprendida al encontrarse en un claustro, antiguo y apacible
como el del convento, alrededor de un jardín. Siguiéndole, halló la
escalera principal, y al cabo de la misma una puerta franca donde llamó.

Poco después, por la ancha galería tendida sobre el claustro, se
adelantó una dama hermosa y morena, a tono con el mote de su escudo.
Bajo los negros rizos de la frente resplandecían con singular fulgor
los bellísimos ojos de aquella señora.

—¿Preguntabas por mí?—dijo con acento afable y triste.

Segura de que hablaba con doña Serafina, _Mariflor_ le entregó los
pichones de parte de don Miguel Fidalgo.

Las azoradas avecillas lanzaron el columbino temblor de sus ojuelos de
una a otra mujer, y ambas sintieron, con inefable ternura, palpitar
entre sus manos aquellas vidas cándidas y medrosas.

Bañado en suave luz cenital yacía el corredor en muda calma, y una rosa
que se asomaba en él desde el jardín, parecía doblegarse al peso de una
idea.

También Florinda se inclinó de repente para decir con súbita
inspiración:

—¿Quisiera usted, por casualidad, comprarme este relojito?

Y mostróle, tan afanosa y conmovida, que la dama dijo al punto:

—¡Será un recuerdo!

—De mi madre...

—¿Cómo te llamas?

—_Mariflor_ Salvadores.

—¡Ah, eres tú!—pronunció la señora, avizorando con sabia dulzura el
encendido rostro de la joven—. Aguarda—añadió, desapareciendo en la
galería.

Volvió al instante, y sobre el reloj que alargaba la moza, puso un
billete de cincuenta pesetas, murmurando:

—Guarda tu recuerdo, y éste para ti, en nombre de una niña que se
muere.

—¿Hija de usted?

Respondieron unos ojos llenos de lágrimas, y los labios mudos de la
madre rozaron en silenciosa despedida la frente de _Mariflor_.

Duró la escena breves minutos, alucinantes y peregrinos.

Al verse en la escalera otra vez, el escudo, el mote y la dama hubiesen
girado en la imaginación de Florinda igual que fantásticas visiones, si
el generoso billete no la ofreciera una sensación de realidad. Quiso
contemplar en él un augurio feliz y despertar a los presentimientos
venturosos, mas se detuvo, escuchando unas voces crueles y tranquilas,
fatales como el destino.

Bajaba un criado detrás de la joven y subía una doncella, que
recatadamente le preguntó:

—¿Conoces a ésa?

—Es una pobre maragata de Valdecruces: la señorita le ha dado limosna.

Y Florinda, con el corazón derribado, abatió la frente una vez más,
humilde al castigo de los sueños...

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[Illustration]



XX

DULCINEA LABRADORA


YA crece agosto, rubio en los centenos, azul en las nubes, cándido en
el aire: el sol abrasa, el viento perfuma; están dormidas las fuentes,
despiertas las dalladoras y animado Valdecruces como nunca lo suele
estar.

Es que han venido los hombres; cruzan reposadamente las anchurosas
calzadas y las callejas hostiles, en paseos y visitas de anual
conmemoración, y cuando el día languidece, se asoman un poco a los
abrasados caminos de la mies.

En estas rondas pausadas, algo serias, suelen ir juntos los paisanos
recién venidos; hablan a un mismo tono sereno y amigable, no discuten
ni se alteran jamás, como si para ellos no tuviese problemas la vida ni
dobleces el corazón.

Por encima de los carrillos colorados y de las bocas sonrientes, al
confortable calor de las sosegadas digestiones, los buenos maragatos
miran a Valdecruces con seráfica beatitud. Olvidaron su dolorosa
infancia de pastores o motiles, de escolares con la ruín troja al
hombro, siempre camino de Piedralbina, entre soles o nieves, acosados
por la miseria del hogar. Y aceptan hoy, como tributo merecido, que el
pueblo se vista de gala para hospedarles, que las esposas y las hijas
les respeten como siervas, y que los niños les huyan con saludable
miedo, como a la suprema representación de la Autoridad y del Poder.

Durante la magnífica semana de la fiesta Sacramental, sólo en la fecha
culminante del día 15, el clásico «día de Agosto», se suspenden en
Valdecruces las labores del campo.

No importa que en cada corral las plumas de las aves anuncien
holocaustos festivos; las mujeres se multiplican para servir
regaladamente a los hombres en sus casas y para segar y recoger en las
mieses los centenos maduros.

Como si el aguijón del servilismo se les hundiera en la carne más
brioso que nunca, fuerzan las maragatas el impulso mecánico de sus
energías, exaltan la pasiva corriente de sus humillaciones, y en un
absoluto renunciamiento a toda beligerancia social, se quedan al margen
de la vida, fuertes, ignorantes, insólitas, ofreciendo a «los amos»,
con el más primitivo de los gestos serviciales, la visión placentera
de los hijos criados y felices, de la mesa servida y colmada, del
campo fecundo y alegre: las apariencias de estas horas decorativas
y relumbrantes llenan a los maridos de orgullo entre los forasteros
invitados.

De Astorga, de León y de otras ciudades más lejanas acuden siempre
algunos curiosos a las típicas fiestas de Maragatería, y son alojados
con singular esplendidez en las casas más pudientes de cada población.
Las comilonas se suceden entonces con frecuencia y abundancia
increíbles; las cocinas pierden su medrosa oscuridad, iluminadas
por «ramayos» crepitantes, y detonan y esplenden como volcanes;
sacrifícanse allí vacas enteras, aves a montones, lechoncillos y
corderos; los manteles no se levantan, no reposan los jarros de vino ni
se disipa el humo de los cigarros.

Al través del continuo festín, atraviesa la maragata como una sombra
providencial; a todo atiende: sirve, corre, huye asustadiza, recatando
bajo las alas del pañuelo su invencible rubor. Aún suele quedarle
tiempo aquella tarde para _amorenar_ en la mies o echar a remojo las
_garañuelas_ en el regato campesino. Y no dejará de asistir a la
verbena ataviada con su vestido más lujoso, grave, muda y bailadora, en
actitud de ejercer una profesional obligación...

Este agosto en Valdecruces se suma a los festejos oficiales, los que se
celebrarán en la boda de Ascensión Fidalgo, y la pobre aldea, acosada
por el calor de la llanura y arrostrando con brazos femeninos los rudos
trajines de la recolección, se aturde sorprendida por el sacudimiento
del placer...

Las de Salvadores no esperan convidados ni preparan festines; callan y
sufren, trabajando con furiosa actividad que arrebata a _Mariflor_ y la
empuja una tarde a la mies.

Ya Marinela se puede quedar sola: baja a la cocina, sale al corral y al
huerto, cose y atiende un poco a los niños. El médico la supone curada:
hace recomendaciones de higiene y alimentación, y al despedirse asegura
que se debe a la enfermera aquel triunfo. Con la salud retornan los
místicos anhelos de la niña, encaminados y crecientes hacia el convento
de Santa Clara. Y la madre sigue encogiéndose de hombros: no fía mucho
en la robustez ni en la vocación de la mozuela.

De América no escriben; el párroco evita, compasivo, los interrogadores
ojos de _Mariflor_, a los cuales no sabe qué decir, y ella apura
silenciosa las crueles desesperanzas, dejándose caer en la mansedumbre
secular de aquella vida que la va absorbiendo.

Cuando sube al grado máximo la fiebre labradora de las mujeres, ya en
torno de las fiestas, hasta la tía Dolores hace gavillas, anda Pedro
muy afanoso, de motil, y _Mariflor_ dice resueltamente a Olalla:

—Esta tarde voy a la era contigo.

—¿A trabajar?

—¡Claro!

No pareció sorprenderse mucho la maragata rubia.

—Bueno—responde saliendo del _estradín_, donde aguardan la hora del
jornal.

—Esa tocha—indicó Marinela cuando vió salir a Olalla—no está en sus
cinco desde el arribaje de Antonio.

La madre, que dormitaba en una silla, alzó el rostro para decir con
acento desabrido:

—Y tú, ¿criarás verdete por non fablar?

—Es que _Mariflor_ no debe ir a la trilla—responde la mozuela con
pesadumbre.

—¡Ella lo quiso!—exclama Ramona de mal talante.

Y remanece Olalla, advirtiendo que ha pasado la tregua del medio día.

Camino de la mies se adelanta la madre con brusca precipitación. Olalla
y su prima salen detrás cogidas del brazo.

—¿La abuela no viene?—pregunta _Mariflor_ disimulando su angustia.

—No viene: acerbará en la troje.

—Y nosotras, ¿qué hacemos?

—Pues como ya todo está segado, juntaremos gavillas en manojos, ¿sabes?

—Nada sé; tú me enseñarás.

Se crece Olalla algo jactanciosa:

—Sí, mujer; aprendes en un volido. Mira: agora vamos a la arada
del _Gatiñal_, donde ayer estuvimos engavillando madre y yo. Con las
garañuelas, que son cañas de centeno remojadicas y amorosas, atamos las
gavillas en manojos y las amorenamos en un montón.

—¿En una «morena»?

—¡Velaí! De allí se cogen para cargar los carros; y en la era se hacen
con la mies pilas muy grandes, hasta que se trille: ¿nunca lo has visto?

—Nunca. Y aunque mi padre me lo explicaba, confundo las memorias.

Una nube de pena oscurece la frase, haciéndola temblar. Olalla se anima
y prosigue:

—Es que las majas llevan muchas labores: luego de tender los manojos,
desfacerlos y echar el trillo, se dan bien de vueltas hasta que se
pone la corona a la trilla. Después hay que atroparla con el calomón,
ponerla en parva, hacerle la limpia con los bieldos y acerandarla con
los cribos.

—¿Así se recoge?

—Sí; medímoslo en cuartales de seis heminas, bien limpio de granzas
y de coscojo, y ya tenemos pan seguro. En l’intre van juntando otras
obreras la paja que sirve para cuelmo y la menuda que se llama bálago...

Recuerda _Mariflor_ estas lecciones con profundo pesar: le sonaron
un tiempo a dulcísima parábola llena de símbolos felices, y ahora le
punzan la carne y el espíritu como anuncios de miseria y esclavitud.

En el campo anchuroso halla la moza borrados los fugaces senderos de
otros días. Las hoces, al segar la mies, tendieron por el llano una
alfombra rubia y caliente que reverbera al sol.

Blando soplo de viento besa la cara de las labradoras. Olalla se
recoge, oteando los confines del paisaje con inteligente curiosidad, y
anuncia:

—Corre una bufina mansa que ayuda mucho a los bieldos en la era.

—Luego sonríe y añade:

—Hoy no acongoja tanto la calor; tienes suerte, rapaza.

Viendo que Florinda no contesta aún, dice alentadora:

—Y quizabes esta noche dormamos en la trilla toda la mocedad.

—¡Ah! ¿Sí?

—Es la costumbre.

—¿Pero no lo dejáis para la última jornada?

—Según: hay que facerlo cuando están aquí los hombres, y en pasando
el día de agosto, ya marchan. Estamos a 13 y mañana es la boda; conque
tiene que premitirse bien aina.

Tocan la arada del _Gatiñal_, y trémula _Mariflor_, pregunta de repente:

—Dime, Olalla, dime; oye: ¿tú quieres a Antonio?

—¿El primo?

—Sí: ¿le quieres... con amor?

—¡Mujer!

—¡Contesta!

—No te entiendo.

—¿Te gustaría ser su esposa?

—Con mis padres no pactaron los suyos: ¡la elegida eres tú!

—Pero, ¿serías feliz si te eligiese?

Una súbita emoción encendió a Olalla el semblante: quizá en el reino
milagroso del entusiasmo brillaron para ella los únicos resplandores de
su vida.

Pasó como una ráfaga el dominio de aquella claridad, sobre la placidez
oscura de la moza, que se detuvo, miró a Florinda con los ojos vacíos
de ilusiones, y respondió solemne:

—Todos seríamos felices si tú le quisieras elegir.

       *       *       *       *       *

Se deslizó clemente la tarde, según Olalla había previsto. La mansa
«bufina» de los llanos de León pasó amable por las mieses y aligeró
los bieldos en la era, con regocijo de las trilladoras.

Ligeras nubes tremolaron en el firmamento como nuncios de una pálida
noche, y antes de sonar la hora del reposo ya se dió por seguro que la
mocedad cenaría en el campo y dormiría «a la rasa», en cumplimiento de
su fiesta bucólica, celebrada siempre con las solemnidades de un rito.

Fueron llegando algunos hombres solteros y casados que, muy benévolos,
ayudaron con galante solicitud a las últimas faenas de la tarde.
Quién se entretuvo en rematar una parva, quién manejó las tornaderas
o las maromas del _calomón_, y hasta hubo arrestados varones que se
atrevieron a conducir desde la mies a la era descomunales carros de
«seis en pico»: reinó allí la fraternidad más apacible y acarició el
ventalle de los bieldos muchas dulces sonrisas de mujer.

El descanso fué alegre: sobre el respeto y el rubor con que las
maragatas trataban a los hombres, puso la anchura de los campos un
generoso perfume de libertad, que desentumeció un poco las almas
femeninas.

La cena, copiosa y rociada con abundante vino, acabó de infundir
cordiales sentimientos entre el concurso, sin quebrantar el humilde
_vos_ con que las mujeres hablaban a sus esposos.

Pareció a los maragatos forastera la niña ciudadana de Salvadores,
miráronla con escondida curiosidad, que fué creciendo al advertir el
mutismo de la moza, triste y pasiva, precisamente cuando el raro placer
de la confianza quería dar en Valdecruces su transitoria flor.

Murmuróse que la tristeza de Florinda había nacido con la ausencia de
un señor «escribiente», prendado de la rapaza en extraño suelo. Se
atribuyó también aquella visible pesadumbre a la situación económica de
la familia, presa en apuros que nunca se pudieron suponer.

Enlazados con las de Salvadores por vínculos de sangre y lazos de
antigua vecindad, todos en aquel día de expansión hubieran sentido
impulsos compasivos hacia los arruinados parientes, cuyas adversidades
tenían que ser más duras para la forastera, crecida en regalada
juventud.

Pero mediaba Tirso Paz, asegurando que la tía Dolores levantaría su
quebrantada hacienda cuando en el próximo diciembre se celebrase
la boda de sus nietos Antonio y _Mariflor_, ya que el novio estaba
conforme con servir de sostén al derrumbado hogar; su reciente viaje
parecía confirmarlo así. Decíase que había pactado con el señor cura
las bases de un arreglo definitivo en los asuntos de la abuela, y
que Tirso entraba como acreedor en aquel previo ajuste, aplazado
para realizarse a la par de la boda. Y estos rumores, tan propicios
al bienestar de la niña, se estrellaban contra su actitud visionaria
y doliente; no cabía en la espesura de aquellos espíritus la sutil
posibilidad de que _Mariflor_ rechazase un matrimonio que tales
beneficios reportaría a ella y a los suyos.—¿Estará picada de la bruja
como la otra rapaza?—se había dicho en Valdecruces más de una vez.

Ahora, en la fiesta, los hombres miran con respeto aquel rostro mudo y
ardiente, como ninguno esquivo; el soberano dolor que irradia, infunde
admiración por su penetrante claridad, desconocida en este país de
sombríos dolores.

Cuando la flauta y el tamboril acuden a completar el holgorio, nadie
insiste cerca de _Mariflor_ para que baile, y a la orilla se queda sola
y meditabunda, sin que la danza respete a ninguna otra mujer.

Allá van todas, lentas y obedientes, muchas sin ganas de bailar,
destrozados los cuerpos en la brega del campo, escondidas las almas
sabe Dios en qué recónditos pesares. Se han reunido en la era desde
las mieses, y el tamborilero recluta a las más rezagadas, como atrajo
a los hombres, mozos y viejos: danzan en caprichosos giros llenos de
gravedad y de pudor, cada maragato con dos o más mujeres, quizá porque
la emigración y la ausencia han convertido en uso una necesidad.

Cae la noche: alta y cumplida la luna, cela entre nubes el disco
rutilante y difunde su luz con recatados matices.

En una pausa del tamboril, rasga los aires el bárbaro cantar que un
mozo entona, sin gracia ni malicia:

    «Si quieres tener femias
      en tus rebaños,
  un marón sólo dejes
      de pocos años...
    Si quieres que la casa
      non se te queme,
  limpia el sarro a la priula
      todos los meses...»

Vibra alguna zapateta, acompañada del _ru-jú-jú_ potente, el céltico
grito, perpetuado al través de las generaciones españolas, y
languidecen cada vez más las cadencias del «corro» y la «entradilla»,
hasta que el baile se extingue y la gente se dispone a dormir.

Pocos bailadores desfilan camino de sus casas, y la mayoría del
concurso busca reposo en la era, ancha y mullida como enorme lecho
nupcial.

Si en él duermen las hijas con las madres es porque la costumbre lo
establece, no porque lo necesite el buen decoro de aquella casta
juventud. A ningún marido se le ocurre vigilar a su mujer, y cada cual
se tumba por su lado, con el más impasible humor.

Ramona, que bailó tiesa y huraña hasta el último instante, es de las
primeras en hallar cómoda postura y permanecer inmóvil, quizá rendida
al sueño. Ella y Olalla no temen a la noche libre, hoy que la tradición
les mulle un dorado mantillo en el terruño.

Allí cerca reposa Florinda con los miembros lacerados y el alma
zozobrante: apenas consigue sonreir a _Rosicler_, que solícito la
ofrece una almohada de oloroso bálago. Hizo esfuerzos heroicos para
disimular su torpeza de labradora novicia, y la tortura de sus músculos
rebeldes al sufrimiento. Y ahora se aturde bajo los golpes de su
corazón, henchido de lágrimas, constreñido y apremiante, como si fuere
a romperse.

No sabe cuánto tiempo trasueña, enervada por el cansancio. Oye cerca de
sí un ronquido, y a poco dice tímida una mujer:

—¿Estades bien, señor?

Es la hija del tío Fabián, que habla a su esposo, recién llegado de la
Coruña. Él no responde, y Florinda vuelve a sumirse en su angustiosa
laxitud.

Despierta y delirante se figura reposar en el tren, enfrente de unos
ojos profundos que la penetran y sacuden hasta las entrañas.

Es tan brusca la turbación con que la joven se estremece, que bajo
su cabeza se desmorona el menudo acervo de la trilla. Perdido el
blando apoyo, álzase lastimada, y sin moverse contempla el singular
espectáculo de aquel pueblo fuerte y joven, áspero hasta en el sueño:
duerme un hijo de Tirso Paz de espaldas a su novia Maricruz; la de
Alonso, a los pies de su marido; lejos del suyo, la del tío Rosendín, y
divorciadas de igual suerte todas las parejas unidas por compromisos y
bendiciones.

No hay en el silencioso campamento, delante de Florinda, un corazón que
sufra, un afán que despierte ni una esperanza que se agite.

Las parvas enhiestan en alto como hacia las nubes, entre cuyos girones
aparece la luna desconsolada; de lejano pesebre llega el mugido de
una res en celo, y la desvelada moza bebe insaciable el dolor de la
soledad, más triste que nunca entre el sordo latido de aquellas vidas
y el aroma de aquellos frutos. Entonces siente crecer el peso de las
trenzas en los hombros; en los párpados, la lumbre de la pasión,
y en las mejillas el carmín de la salud: una fragancia de besos le
sube hasta los labios desde el corazón, ebrio de ternuras, y toda su
mocedad, exaltada por el sentimiento, vibra y arde bajo la encubridora
noche.

[Illustration]



[Illustration]



XXI

SIERVA TE DOY...


ROTO ya el pálido celaje, apenas brillaron las estrellas de la mañana
salió el tamborilero a tocar el _Mambrú_ al través de las dormidas
rúas, anunciando alegremente el día de la boda.

Por deferencias y respetos a don Miguel, se convino, aunque el novio
era viudo, en prescindir de la clásica cencerrada y celebrar los
desposorios con el solemne ceremonial que la costumbre ha convertido en
ley. Y desde muy temprano, algunos vecinos madrugadores atravesaban el
pueblo, en traje de fiesta, para formar la comitiva, bien armados los
hombres de escopetas y trabucos.

Máximo, el novio, había llegado la víspera, procedente de Gijón; traía
orondo equipaje, con las últimas «donas» para la desposada, dulces y
licores para los próximos banquetes.

Luego de confesar y examinarse de doctrina, separáronse los prometidos;
ella se encerró en su casa y él fuése a la de su allegado Fermín
Crespo, trajinante en Pontevedra, jefe de familia en Valdecruces.

Un hijo de este mercader y un nieto del tío Cristóbal—ambos solteros,
por ser la condición indispensable—fueron designados en calidad de
íntimos del contrayente, para «mozos del caldo», especie de gentiles
escuderos al servicio del novio. Facunda Paz y Olalla Salvadores eran
damas de la novia, también «mozas del caldo», de cuyo pomposo remoquete
pudo _Mariflor_ evadirse, no sin algunas porfías.

Cuando los nuevos redobles del tamboril anunciaron la hora del
almuerzo, llegó a casa de don Miguel un bizarro gentío, la flor y nata
de Valdecruces y no pocos vecinos comarcanos. Para todos había lonchas
de jamón, pavo, perdices, truchas y vino añejo, amén de otros manjares
y escogidos postres.

Duró hasta las once de la mañana este primer festín, a cuya
terminación, la madrina—una maragata de rumbo—prendió en la cabeza de
la novia fuerte manto de severo color, caído hasta los pies sobre el
lujoso vestido del país.

Comenzaron a tocar las campanas, y los hombres siguieron a Máximo,
que siempre envuelto en una capa enorme, aparentó ir en busca de la
bendición paternal. Simulada esta ceremonia, ya que el mozo no tenía
padre, volvieron sobre sus pasos entre salvas nutridas, y a la puerta
de don Miguel anunciaron con acento muy grave:

—Venimos a cumplir una palabra empeñada.

—Cúmplase norabuena—repuso la madre de Ascensión.

Y en el umbral, puesta la moza de hinojos, recibió las maternales
bendiciones.

El séquito varonil partió delante; detrás avanzaron las mujeres,
silenciosas, con intachable compostura; los «mozos del caldo»,
dispuestos a correr hasta nueve arrobas de pólvora, dirigían las recias
descargas de los trabucos.

Para lucirse mejor en el paseo, anduvieron todos a lo largo de la calle
y dieron vuelta por una donde tenía la parroquia otro portal. Allí
esperaba revestido el sacerdote, que permanecía en el templo desde que
muy temprano administró a los novios la comunión. Estaba don Miguel
pálido y triste; no quiso asistir al almuerzo, y suplicó le dispensaran
también de la comida, pretextando no hallarse muy bien de salud.

Comenzó el acto religioso en la cancela, apretados los contrayentes
por la curiosidad del público no invitado, que tomaba posiciones
horas hacía. Como el atrio era pequeño, muchos testigos se quedaron
fuera, y la calle, resplandeciente de colores y de sol, ofrecía en
toda su esplendidez una gallarda nota regional; finos paños, sedosos
terciopelos, brocateles y tisús, habían salido del fondo de los cofres
y esponjaban al aire su belleza, mucho tiempo cautiva.

Entre la mocedad estaba _Mariflor_, trasojada y nerviosa, deshaciéndose
en amargura bajo el rumboso atavío. Iba apoyando a Marinela, poco firme
en su primera salida de convaleciente.

Mientras sudaban los novios con el despiadado abrigo de la capa y el
manto, las mozas, al son de castañuelas y panderos, rompieron a cantar:

    «Ya te sacaron la Cruz
  de plata, para casarte;
  delante del sacerdote
  ya tu palabra entregaste.
    Las arras y los anillos
  que llevas, niña, en la mano,
  son las cadenitas de oro
  que te están aprisionando...»

A cada movimiento de las cantadoras, un vaivén de arrequives y
flocaduras, un relumbrón de filigranas y corales se ufanaron en la luz.

Encima de la torre, sin temor al bullicioso concurso, las cigüeñas
adiestraban a los hijuelos en sus primeras aventuras por el aire;
giraba el macho en torno de las crías, con una presa en el pico,
instigándolas a seguirle, y la madre volaba también alrededor de ellas,
más abajo, para sostenerlas en sus alas si cayesen.

Penetró la boda en el templo. Y cuando en él buscaban Marinela y
Florinda un banco donde sentarse, les hizo lugar una vieja con mucha
solicitud. Era la tía Gertrudis, encogida y humilde. Su voz, al rezar,
parecía un gemido; su pobre catadura inspiraba compasión.

Sobre el grupo que formaban las niñas y la vieja cayeron como un rayo
los ojos de Ramona, pero no se atrevían las muchachas a moverse;
celebrábase ya el Santo Sacrificio, y ellas fijaron su atención en el
altar, reverentes y devotas.

El «Resucitado» le pareció a Florinda más muerto que nunca, con su
lívido rostro lleno de sangre y la punzadora diadema sobre las sienes:
tenía en una mano la Cruz, y en la otra, que señalaba triunfante al
cielo, le habían colocado un ramuco de flores contrahechas. Quiso
la joven rezarle con calor y confianza, como otras veces; pero un
pesimismo envolvía sus pensamientos en espesas nubes, y las mustias
rosas de trapo, alzadas por el Señor con gesto desfallecido, le
causaron infinitas ganas de llorar...

La flauta y el tamboril acompañaron el canto de la misa, y la
elevación fué señalada con formidables estampidos de pólvora.
Iniciadas las últimas oraciones, deslizáronse al portal las «mozas del
caldo»—señaladas con mandiles verdes—seguidas por las demás solteras
para ofrecer nuevos cantares a los novios:

    «Sal, casada, de la Iglesia,
  que te estamos aguardando
  pa darte la norabuena,
  que sea por muchos años.
    Estímala, caballero,
  bien la puedes estimar:
  otro la pidió primero,
  no se la quisieron dar.
    Estímala, caballero,
  como una tacita de oro,
  que ya tienes mujer buena
  para que te sirva en todo...»

Los cónyuges aparecieron en la lonja parroquial, sudorosos,
acongojados, y allí mismo se apartó Máximo de su esposa para irse con
los hombres a _correr el bollo_.

A pesar de lo cual, las muchachas, siguiendo al femenino cortejo de
Ascensión, cantaron optimistas, con mucho repique de castañuelas:

    «Por esta calle a la larga
  lleva el galán a su dama;
  por esta calle arenosa,
  lleva el galán a su esposa.
      Voló la paloma
    por cima la oliva;
    vivan muchos años
    padrino y madrina.
      Voló la paloma
    por cima la fuente;
    vivan muchos años
    todos los presentes.
      Ponei, madre, mesa,
    manteles de hilo,
    que viene tu hija
    con el so marido...»

Encontró la joven en el umbral de su puerta dos sitiales
enguirnaldados, y, por si nadie supiese el destino de ellos, advirtió
muy oportuna la copla:

    Sentaivos, madrina,
  en silla florida;
  sentaivos, casada,
  en silla enramada.

Sentáronse, en efecto, las dos mujeres, siempre cargada Ascensión
con el duro manto, que después de aquel día sólo en caso de enviudar
debiera ceñirse para los funerales del consorte. Las mozas, colocadas
en dos filas, cantaron _el ramo_, un armadijo de muchos corolines
con ajaracas y dulces. Fué largo y triste el homenaje, salpicado de
consejos y alusiones, y le recibió la moza muy recoleta y compungida,
sin levantar los ojos del suelo ni sonreir al final de la canción:

     «Guapa es la novia cual naide,
  guapo el novio cual denguno;
  tengan hijos a docenas
  y a centenares los mulos.»

Mientras tanto, los jóvenes corrían en la era «el bollo» del padrino,
un pan de seis libras en forma de pelele, con monedas de plata dentro
de la cabeza.

Defendíanle los de la boda, al frente los «mozos del caldo», contra
todos los corredores que se presentaban: reglas de tradición daban
derecho a conseguirle. Cuando el vencedor hubo recogido las monedas del
premio, distribuyóse el descabellado monigote entre los concurrentes,
como fórmula que convertía a Máximo en vecino de Valdecruces: el
alcalde pedáneo lo hizo constar así en un acta.

Todavía cantaron las mozas al llegar los del «bollo» a casa de don
Miguel:

    «Bien vengades, bien vengades,
  bien venidos, que seyades...»

Habían colocado delante de Ascensión un profundo cesto de pan cortado
en pedacitos, que ella repartía a cuantas personas se acercaban a
decirle:

—¡Dios te haga bien casada!

Llegóse también la tía Gertrudis, y la moza, vacilando un momento,
dióle su parte con mucha delicadeza, sin tocar la mano extendida en
fino saludo.

Algunas voces protestaron:

—¡Fuera la bruja!

—No azomar a la pobre—dijo una compasiva mujer—; la infelice
perecería de hambre si no fuera por las limosnas del señor cura.

—Tien mucho rejo; no muere tan aina—rezongó Ramona—. Y a su lado
advirtió una zagala:

—Creer en agorerías es pecado mortal...

Cuando el pan de la boda estuvo repartido, sirvióse una gran comida: a
la clásica bizcochada de vino rancio siguió la interminable lista de
viandas fuertes que en un mismo plato compartieron los novios. Por fin,
a media tarde viéronse éstos libres de su parda vestidura matrimonial,
que les fué perdonada a los postres del banquete, para que bailasen
juntos hasta rendirse.

Ya la madrina _había ofrecido_. Con su moneda de oro sobre una rica
bandeja, pasó delante de los invitados diciendo:

—Para la rueca y el uso.

Todos daban: hasta las de Salvadores pusieron sus pesetillas en «la
ofrenda» general.

Luego pidió el padrino:

—Para los primeros zapatos del infante.

Y también hubo dones.

Es incumbencia de los «mozos del caldo» llevarle a la novia su ajuar
hasta el nuevo domicilio; pero como la recién casada iba a vivir
lindando con su madre, fué para los muchachos cosa de un periquete el
cumplir esta galante obligación.

Desplegóse luego la danza en toda su brillantez por la ancha rúa,
extendida hasta la iglesia desde la casa parroquial. La fuerte luz del
sol y la majeza de los trajes daban al espectáculo matices de alegría y
de rumbo, que faltaban al baile de la era. Aunque el recogimiento de
las mujeres tenía siempre un cariz de austeridad, parecían ahora menos
cansadas y más felices. Los hombres, de punta en blanco, rozagantes y
orondos, sin reir ni perder su grave actitud, rebosaban satisfacción:
en la portezuela de sus chalecos las rosas tendían magníficos realces
entre el plegado camisolín y la clásica almilla. Cenojiles, cintos y
lazos, daban al viento la ferviente leyenda del amor, encerrada a veces
en el cantarcillo popular:

    «Ahí tienes mi corazón
  cerrado con esa llave:
  ábrele y verás que en él
  sólo tu persona cabe...»

Empezó la danza por el «baile corrido», girando las parejas con un
lento vaivén, lánguido y señoril, que terminó en compases de jota.
Siguió el llamado «dulzaina»: las mujeres, de dos en fondo, dieron una
vuelta en círculo; delante las doncellas, detrás las casadas, siempre
abstraídas y mudas; iban los hombres en la misma forma, por el lado
exterior del corro femenino, hasta que, a una señal del tamboril,
buscaron parejas, escogiéndolas por orden riguroso, dos para cada uno,
desde las primeras danzantes. Vino después la «entradilla», en la
cual salen bailando los hombres y luego acuden ellas a buscar mozo:
es el baile de los rubores y las zapatetas; las muchachas procuran
elegir a los parientes más próximos, hermanos si es posible. El corro
característico de las bodas le componen las mujeres sin bailar, de
una en una, tocando las castañuelas: abre marcha la madrina, sigue la
novia y van las solteras en último término detrás de las «mozas del
caldo». Esta rueda no se interrumpe cuando intervienen los bailadores
desde la orilla para danzar con dos mujeres, bordando las figuras en
jeroglíficos y detalles de clásico sabor y mucha honestidad.

En el fondo de la rúa castellana, bajo los resplandores crudos de aquel
cielo de añil, adquiría la artística diversión caracteres de rito,
fabuloso perfume de romance, al que prestaba marco insigne la torre
parroquial con el sagrado nido de la cigüeña. Mas, de pronto, en un
breve descanso del tamboril, iban los hombres _a echar un neto_ sobre
los manteles de la boda, siempre extendidos; y mientras esperaban
jadeantes las mujeres, el encanto de la danza se deshacía y el aroma
del culto viejo convertíase en vulgar olor a vino de Rueda, con agrio
tufo a carne trasudada.

Así pasaron las horas. El escaso público que no tomaba parte activa en
la fiesta iba cansándose, pero nadie osaba decirlo: seguía corriendo la
pólvora, y los espectadores seguían fijando los ojos en el baile con
atávica devoción.

Habíase apartado don Miguel en su aposento con la disculpa de un leve
malestar, aunque no quiso perdonarse de tomar café con el padrino y
dirigir desde los balcones alguna curiosa mirada hacia la fiesta. Vió
a _Mariflor_ y su prima del brazo, ambas con el semblante fatigado y
mustio, recostadas en el atrio de la parroquia. Las hubiese invitado
a subir, mas, huyendo la tristeza inconsolable de los garzos ojos,
limitóse a mandar que las ofrecieran sillas.

Esta previsión colocó a las jóvenes en el punto más visible entre la
concurrencia, bajo el dintel de la casa ornamentado con ramaje de
chopos y negrillos, difícilmente logrado y ya moribundo.

La preferencia del lugar causó a las favorecidas alguna inquietud,
porque, de soslayo, iban las curiosidades a perseguir con mayor ahinco
el apartamiento de las dos zagalas bellas y tristes.

—¿No acabará esto pronto?—dijo molesta _Mariflor_.

—¡Quiá, mujer!; veráste tú: agora bailan hasta la noche, luego cenan
mucho, y todavía cuando están acostados los novios, van los «mozos del
caldo» a llevarles gallina en pepitoria.

—Ya, ya; ¡linda costumbre!...

—¡Y comen della!...

—Pero tú y yo nos marcharemos en cuanto caiga la tarde, porque te va a
hacer daño el relente.

—No podremos dormir: la mocedad aturde a los vecinos con los
trabucazos, y en cada puerta llama pidiendo aves para la tornaboda.

—Sí; ya sé que si no se las dan las cogen.

—Son derechos del novio... Mañana será la misa tempranico, y los
parientes de los desposados llevan la ofrenda al señor cura.

—Eso no lo sabía.

—Un cuartillo de grano o poco más: después se repite la fiesta de hoy.

—¿Tan solemne?

—Con menos ceremonias: sólo que una moza del caldo baila, llevando
consigo la _pica_, que luego se reparte, un pastel pintado de rojo...

Calló Marinela, negligente y cansada, suspiró Florinda y comenzó la
tarde a palidecer. Ya iban ellas a retirarse: esperaban una ocasión
para despedirse, cuando el tío Fabián se detuvo allí, extendiendo una
carta:

—Es para el señor cura—dijo—. ¿Quién la recoge?

_Mariflor_, de un vistazo, conoció la letra: era de su padre. Y repuso:

—Yo la subiré; don Miguel debe de estar arriba.

El viejo, entregándosela, musitó:

—Mejor te daba una para ti, paloma.

Desapareció la joven sin responder, y había dominado apenas su
emoción cuando llamó a la puerta del sacerdote, no poco sorprendido
de la visita. Dentro de la carta venía, como de costumbre, otra para
_Mariflor_; sin sentarse, leyeron impacientes cada uno la suya. Después
se miraron, y fué la muchacha la primera en hablar:

—Dice que me case con Antonio...

Sonaron las palabras con una amargura indescriptible.

—Será un consejo.

—Es una súplica: mi padre se hunde y me pide auxilio.

Tendió la carta, señalando con un dedo temblón los suplicantes
renglones «... hija mía; sálvanos a todos, y yo aseguro que en
recompensa a tu sacrificio Dios te hará feliz».

Con profunda lástima levantó el cura los ojos hacia la moza.

—Lea usted lo que escribe antes—murmuró ella.

—Sí; me lo figuro: tu primo le propone reforzar aquel negocio con el
capital necesario y bajo la condición de vuestra boda.

—¿Se lo cuenta a usted?

—Como a ti.

—¡Nada, que ese hombre me quiere comprar!

—No te agravie su procedimiento: con él te da una prueba inaudita de
estimación.

—¡Pero yo no me puedo vender!

—Díselo a tu padre honradamente.

—¡Dios de mi alma!

—Piensa que no estás obligada al sacrificio,

—¿Sacrificio?... Mi condescendencia no sería virtud, ya que Rogelio me
abandona.

Se inclinó sollozante: en sus lágrimas hervía una terrible desolación.

Don Miguel protesta conmovido:

—Sí, sí; el que voluntariamente rinde su libertad se sacrifica.

—Es que no soy libre: le juro, señor cura, que padezco una tremenda
esclavitud... Ya ve usted cómo «se ha portado»; pues no importa: ¡le
quiero, le quiero; no me puedo casar con otro... es imposible!

—Tranquilízate, niña: vete en paz. Yo escribiré a tu padre cuanto
sucede.

—¡Dígale que no consiste en mí; que mil vidas diera yo por él; que me
muero de pena al negarle este favor!...

La ahogaba el llanto; procuró el sacerdote calmarla con exhortaciones
de mucha piedad. Despidióse la muchacha en cuanto pudo, y salió
diciendo:

—¡Harto le mortifico a usted: Dios le recompense!

Como la sombra había ganado ya las habitaciones, desde el rellano de la
escalera alumbró don Miguel con cerillas para que _Mariflor_ bajase.

Iba desalada; huyendo de las luces de la cocina y el «cuartico»,
deslizóse al través del portal, hasta asir el brazo de Marinela y
hundirse juntas en el sosiego oscuro de las calles.

Era tan visible la congoja de la enamorada, que su prima le dijo con
susto:

—Pero qué, ¿trajo malas razones la esquela?

—No, no.

—Vienes tribulante: bajabas a modín como escondida.

—Por no despedirme... ¡tengo tan poco humor! Mañana daremos una
disculpa...

—Madre también fué para casa... Oye: ¡qué triste es una boda!...
¿noverdá? A mí me hace duelo sin saber por qué...

_Mariflor_ sólo pudo contestar con un suspiro.

[Illustration]



[Illustration]



XXII

LOS MARTILLOS DE LAS HORAS


CORRÍA noviembre. Ya en los robles puntisecos y en las oscuras urces
palidecían las hojas para morir enfermas de la fiebre otoñal; el sol
se insinuaba amarillo y remoto, dorando apenas el matiz austero del
paisaje, y en la hidalga llanura de León caían las horas con infinita
pesadumbre...

Una tarde, muy triste, _Mariflor_ Salvadores tuvo que ir al molino,
distante dos kilómetros del pueblo.

—Por el vero de la regona—díjole Olalla—no tienes onde perderte.

Ella se disponía a lavar junto a su madre hasta la noche, y Marinela,
otra vez lastimosa, encogíase cerca de la lumbre.

Salió _Mariflor_ con su cestilla de centeno al brazo y sus profundas
penas en el alma. Anduvo el camino de la mies, raso y frío, tan solo,
que ni el vuelo de un ave le daba compañía: cigüeñas y golondrinas
emigraron así que el viento comenzó a batir los eriales y la luz
pareció vieja y pálida al través de las nubes.

Los cigoñinos, al volar valientes y seguros en pos de sus padres,
despertaron en el pecho de Florinda nostalgias de aventuras, loca
impaciencia de albures y horizontes. Las cosas fugitivas le hacían
soñar y padecer: aguas, nublados y vendavales producíanle antojos
inauditos, ansias de convertirse en átomos de aquellas peregrinas
corrientes.

Hoy todo yace inmóvil alrededor de la moza: camina el silencio en torno
suyo, y ella escucha en la «sonora soledad» caer los instantes bajo
el martillo del tiempo y fluir la vida con sordas palpitaciones que
repercuten en los pulsos y en el corazón de la infeliz.

¡La vida!... ¿Para qué la quiere? Ya su alma se ha despedido de la
felicidad. Vive _Mariflor_ con los ojos puestos en todo lo que huye, en
todo lo que vuela y muere: cuenta a veces los minutos con furioso deseo
de que pasen: los empuja con el pensamiento; quisiera precipitarlos
a millones en el silo de la eternidad. No es la suya la prisa del
que espera; es la sombría inquietud del que busca la muerte; y, sin
embargo, un violento impulso de esperanza ruge en el tormentoso río de
estas ansiedades.

No quiere la enamorada confesárselo así, y ahora mismo aprovecha la
muda complicidad de este sendero para romper las cartas de su novio.
Con brusco arrebato las arranca del jubón y las desdobla: son tres.
Rasgadas juntas, va haciéndolas añicos, sin detenerse, apresurada y
triste.

Las letras de los versos parecen rebelarse en los menudos jirones del
papel, y Florinda huye del galope de su memoria, que repite:

    ...soy el amor que pasa,
  el niño amor que encontrarás un día
  tras de las tempestades de tu alma...

A pesar suyo escucha la moza los apasionados ecos de la querella. Se
dulcifica entonces su rostro, y en un repente de inefable ternura
siembra en el páramo los pedacitos de su felicidad, como granas de
amor, algunos caen al agua, a cuya linde camina la joven.

Quédanse allí los despojos de un cariño, las simientes de una ilusión,
temblando en la apacible linfa, diciendo a los duros terrones un
enamorado «escucho»...

Cunde el regato fino y silente, corren las nubes amenazadoras, y en la
descolorida lontananza se dibujan los perfiles de la aceña; allá lejos,
una pastoría tiende la corona de su redil junto a la henchida cama del
pastor.

Recuerda la caminante su primera salida por el campo de Valdecruces y
su encuentro allí con _Rosicler_, el galán pastorcillo que ya emigró,
como las aves. Muchos días anduvo radio y pesaroso alrededor de la
moza, hasta despedirse de ella. ¿Qué la dijo?... ¡Nada! Parecía tener
los ojos cargados de secretos, pero sólo acertó a murmurar: ¡Adiós,
adiós!... Iba llorando.

—¡Pobre!—balbuce Florinda tras fuerte y hondo suspiro.

Y amargada después por el acre sabor de tantos infortunios, se enardece
y rebela con el ímpetu de su gran corazón apasionado; ansía que al
despertar el viento en los eriales pueble de frémitos la llanura, torne
lívidas las aguas del arroyo y arrastre granizos y nieves... ¡Quisiera
envolver las desolaciones de su alma en una grandiosa tempestad, en una
formidable desolación del mundo entero!...

Asomados a las teleras balitan con desconsolada blandura los corderitos
primales, y el rapazuelo guardián entretiene sus ocios evocando al
invierno en lánguida canción:

    «¡Ay noche de Navidad,
  ay noche serena y clara!...»

—Buenas tardes.

—Bien venida.

Los ojos del niño siguen con extraño embeleso la gentil figura de
_Mariflor_, que todavía parece forastera y trasciende a encantos
desconocidos en el país.

—¡Usa la guedeja al aire!—dícese el pastor, absorto en la esplendidez
de los cabellos que la muchacha luce.

Y ella va mirando cómo crece la regona, según se aproxima al ladrón
abierto en el canal.

El viento ha despertado: gime y vocea sobre el tríbulo de la mies y
amontona las nubes que al rodar escriben silenciosos renglones en el
agua.

Hay poca gente en la aceña, que muele despacio, con el cauce débil,
y las maragatas allí reunidas aguardan la lluvia como un beneficio.
Pertenece a varios pueblos esta fábrica, que el Duerna rige y que
sólo en invierno trabaja; las mujeres, que esperan en riguroso turno,
platican con igual lentitud que el molino funciona. De vez en cuando
una se levanta, llena la tolva de cibera, suspira y vuelve a sentarse.
A poco avisa la citola que la rueda se ha parado; hay que esperar que
represe el agua.

Cuando llega Florinda a pedir turno, algo confusa de su inexperiencia,
la reciben afablemente, la hacen sitio en un escaño, y en voz baja
mencionan la familia de la joven:

—¡Quien la vió y quien la ve! ¿Noverdá?

—Sí; ¡con la arrufadía que gastaron!

—Era gente de mucha tramontana...

—¡Como tuvieron los haberes a rodo!...

—¡Y es bellida la moza!

La cual vió con gusto presentarse a Maricruz, que al regreso de
Piedralbina entraba a pedir un poco de agua y a buscar compañía, si la
hubiese, para volver a Valdecruces.

—Pues en la sotabasa—le dijeron—tienes colmado un cantarico; y aquí
está la de Salvadores.

Bebió Maricruz, sonrió a su vecina y sentóse a esperarla.

—¿Qué hora será?—pregunta una mujer.

Otra responde:

—Sin la ruta del sol no es fácil conocerlo.

Y a la recién llegada le parece que habrán dado las tres.

—¡Corre mucho frío!—le dicen.

—Abondo, y cercea.

—Pos la nieve es segura.

—Sí; hogaño la tenemos antes de Navidá.

—Ya de madrugada hubo pinganillos en los alares.

—Pronto crece el Duerna y tenemos que abrir el fortacán para moler.

Una moza de Piedralbina anuncia sonriente que las fiestas de año nuevo
van a estar muy preciosas. Y se discute la propiedad con que ese día
los pastores se disfrazan de mujeres para hacer gala de resistencia y
caracterizarse bien de valerosos. Así vestidos se denominan _xiepas_;
bailan en zancos sobre la nieve, cantan y piden aguinaldos en extrañas
procesiones nocturnas, que iluminan con «mechones» y adornan con
tirsos, como los gentiles en las orgías de Baco...

Poco después, logrado por _Mariflor_ su cestillo de harina, salen de la
aceña las zagalas de Valdecruces.

—Aguantai—les dijeron—, que no os alcance la nieve.

Y ya los primeros copos se cuajaban en el aire.

Quiso Maricruz entretener el camino en amistosa conversación y
mostrarse gentil con la niña ciudadana. Dijo que venía de pagar la
«avenencia» del médico, y preguntó si era verdad que las de Salvadores
esperaban al tío Isidoro.

—Paez que trae un amago de cáncere—compadeció.

—No sé—dice vagamente Florinda, observando con admiración a su
compañera—. Es una moza rubia y dulce; siempre que habla sonríe; tiene
seguro el paso, tranquilo el acento, apacibles los ojos, y la boda
apalabrada con un hijo de Tirso Paz.

El agua de la presa ondula al viento, con profundos sones; el pastor se
ha cobijado, y las nubes, cargadas de cellisca, borran las líneas del
paisaje.

—¡Buena noche se nuncia para el vuestro filandón!—prorrumpe sonriendo
Maricruz.

—No irá gente, si nieva.

—Más de gana, mujer, que habéis un establo bien mullido y anchuroso.
¿Dais entrada a la tía Gertrudis?

—Si va...

—Porque endecha unas historias de guerreros y marinos, que da gusto
oyirlas. Ella anduvo en su mocedad por las playas y conoció a maragatos
de mucho enseño, aquistadores que allende fincaron ciudades y ganaron a
pote.

—Pero, ¿los hubo?

—Ya lo creo, rapaza.

—Me lo dicen; lo he leído...

—¿Y lo dudas?

—A veces, sí.

—No conoces bien a estos paisanos; cuando te hagas estadiza entre
nosotros, ¡ya verás!

—Veo mucha pobreza; las mujeres aquí abandonadas a sus fatigas, los
hombres ausentes, duros.

—¿Duros?... No te entiendo... Valdecruces es una aldea ruín; pero
Maragatería es muy grande y tiene pueblos ricos y casas a la moda. Por
ahí fuera, los maragatos que hicieron fortuna y recibieron estudios,
son agora señorones de mucha fama.

—Ya, ya...

Es tan incrédulo el mohín de Florinda, que Maricruz, despierto su
estímulo regional, prosigue con algún calor:

—Hay libros que ponen muchas cosas valientes de los maragatos; la
maestra de Piedralbina se los hace leyer a todas las rapazas.

—Yo no digo mal de estos hombres, que de aquí es mi padre.

—Y tus agüelos,

—¡Claro! Digo de las costumbres, de la rudeza del país. ¡Es tan
triste!... Y en los hombres parece que se nota más.

—Los que no aprenden finuras serán como dices tú; pero más cabales
para el trabajo y la honradez no los encuentras; si dan una palabra la
cumplen, sostienen su familia al tanto de lo que ganan, y el que engañe
a la mujer se deshonra para inseculá... ¡Nunca acontece!

_Mariflor_ lanza un débil suspiro, y su amiga, creyéndola conforme con
el ardoroso discurso que acaba de pronunciar, se engríe y continúa:

—Tamién hay maragatos que trovan en la política y escriben en los
papeles. Háilos militares de mucha ufaneza, clérigos de mucha santidá...

—Ya lo sé.

—En cuanto los acrianzan fuera de aquí sirven para todo como el
primero: y aun los pastores más esfarrapaos tienen barrunta para
medrar, si a mano viene.

Ahora Florinda sonríe a pesar suyo.

—Sí, mujer; acuérdate de aquel rapaz de Iruela que aballadaba ganados
al pie del Teleno. Comiéronle los lobos una res y el pobretico,
temiendo al amo, alejóse por la Sanabria alante. Conque llegó perdido
a Extremadura y por causa de una revolución le echaron para Portugal;
entodavía de allí le desterraron a Ingalaterra, y sin saber la fabla
ni conocer a nadie, entró de sirviente en una relojería: aprendió el
oficio y ya no hubo en todo el orbe otro relojero más famado.

—Sí, ese era Losada: conozco la historia. Cuando vino a su tierra
después de mucho tiempo, dejó un reloj muy grande en Madrid, regalado
para un edificio de la Puerta del Sol.

—¿Véslo?... Pues otros pastores de Santa Catalina, parientes de mi
abuela, bajaban con las merinas a Badajoz todos los años, a invernar en
los jarales de un duque al cual nombran del Alba. Ello fué que labrando
la tierra baldía junto al chozo, halláronla fecunda, y cada invierno,
cuando iban ende con los ganados trashumantes, labraban otro poquitín,
hasta que el señor duque les dió permiso para fincar entre sus aradas
dos pueblos, los Antrines, el de arriba y el de embajo... ¿Sabíaslo?

—Eso no.

Sonríe triunfante Maricruz y pisa con firme orgullo en el yerto camino.
Florinda, para corresponder a la locuacidad de su compañera, murmura:

—Tú pareces muy feliz... ¿Cuándo te casas?

—Neste invierno: aún no está adiada la boda—responde con rubor—. Y
tú para las Navidades ¿eh? Llevas un mozo de mucha hombría... ¡Pa que
veas que hay gente de prez nestas planuras de León!

Achacando a modestia el silencio de Florinda, no insiste la moza en
este punto, y da otro giro a la plática.

—¡Cómo sona la nube!

—¡Sí!

Ambas jóvenes se detienen un instante a escuchar la furente carrera
de los vientos y a medir con tranquila expectación la preñada negrura
del nublado. Una y otra, por distintas causas, permanecen serenas: ni
a Maricruz le asusta el temporal, por conocerle mucho, ni le halla
_Mariflor_ bastante recio para aturdirse en él. Va pensando que su
alma está más sombría que los cielos, y buscan sus ojos con ansiedad
una huella de la semilla de amor arrojada en la llanura poco antes.
Pero ya las ráfagas tempestuosas verberaron con ímpetu en el suelo, y
al borde del estremecido arroyo no parece rastro ninguno de la siembra
sentimental.

Y cuando, alucinada, se inclina _Mariflor_ para coger, como una
reliquia, algo blanco y menudo que rueda por allí, levanta un copo de
nieve donde creyó recuperar el adorado fragmento de una carta: en la
ardorosa mano se deshace al punto la vedija glacial...

—¿Qué te sucede?—pregunta Maricruz, viendo palidecer a su amiga—.
¿Tienes miedo?

—No.

El ronco arrullo y el trastornado semblante con que responde, preocupan
a Maricruz. Una impresión extraña y dolorosa turba su silvestre
espíritu. Se enlaza con blandura al brazo de su compañera y dice,
conmovida, sin saber por qué:

—¿Sigue Marinela mejor?

—Está lo mismo.

—¿Aún dormís a la santimperie?

—Ya no; mi tía se opone desde que empezó el mal tiempo.

—¡Pobre pitusa!... ¡Y agora, si viene su padre tamién comalido!

—¡No sé si vendrá!...

—Ansí dicen que la tía Gertrudis os malface: ¿oístelo?

_Mariflor_ se había serenado un poco.

—Eso es mentira—protestó.

—Yo nunca lo creí: ni es bruja ni prodigiadora... Será, si acaso,
conjurante.

—Es una triste vieja como las demás.

—Y mejor: sabe fervorines, cantares y medicinas, que te pasmas. Con
tomillín de un cantero de la huerta y otro yerbato dulce, me curó a mí
antaño la ronquez.

—Dicen que está muy sola y muy necesitada.

—Sí; la malfamaron y poco se la ayuda, aunque la juventud no cree, ya,
en los hechizos: son cosas de rapaces y de viejas...

Apretó a nevar: las muchachas, muy juntas y diligentes, seguían la
margen del arroyo, fiel rumbo hacia Valdecruces en la espesa cerrazón
del horizonte. Ya estaba lejos el cauce del molino, y Maricruz, guiada
por su experiencia campesina, anunció alegre:

—Pronto llegamos.

Mas al punto refrenó el paso, prestó oído y añadió pesarosa:

—¡Ay!... ¡Se ha muerto la tía Mariana!

—Sí; tocan a difunto—dice Florinda escuchando—, ¿pero cómo sabes que
es por ella?

—Fíjate en las posas: una... dos... Si hubiera muerto un hombre serían
tres.

—¡Ah!

—También el tío _Chosco_ anda malico.

—¡Pues mira que si se muere el enterrador!

—Hereda el puesto el sacristán.

—Y esa tía Mariana, ¿era muy vieja?

—Sí, mujer: abuela de Facunda por parte de madre.

—¿Y abuela de tu novio?

—Velaí.

—Vamos a rezar por su alma.

Un devoto murmullo acarició los compungidos semblantes de las mozas,
que llegaban a Valdecruces cuando ya, en precoz anochecer, moría la
tarde, malherida de la nieve.

       *       *       *       *       *

Iba _Mariflor_ tan penetrada por el soplo de la tragedia, que no
experimentó grande inquietud al oir en su casa llantos y quejidos.
Supuso llegada la hora de que la Humanidad, lo mismo que la Naturaleza,
estallase en lamentos. Y las razones de esta lógica explosiva quedaron
atravesadas por una voz lamentable que decía en la sombra del
_estradín_:

—¡Ay, cómo tardabas!... ¿No sabes que Pedro va a partir y que mi padre
viene a morirse?

Florinda no supo qué responder, y Marinela, deteniéndola aún por el
brazo, añadió con angustia:

—Madre dice que nosotras somos harto pobres para socorrer a un
enfermo, y que la abuela ya no tiene casa ni haberes para aconchegar a
su hijo; además, no quiere que mi hermano marche; llora por él clamando
que se le rebatan, que se le quitan: la abuela gime y Olalla paez muda.

—Pero, ¿quién ha escrito?

—Tu padre.

—¿A mí?

—No: a la abuela.

—¡A mí ya no me escribe!

—¡Mujer, la carta pone para ti tantas de cosas!

Dentro se habían apaciguado un poco las lamentaciones, y _Mariflor_
siguió escuchando a su prima.

—Verás: dice la esquela que unos maragatos ricos pagan estos viajes
que te cuento. Mi padre llegará para la Pascua y el rapaz tiene que
salir a primeros de mes con un paisano de Santa Coloma—. Suspiró con
ansia la niña y lamentóse—: ¡Ay, Dios, ya estoy más sediente que
nunca, con un jibro en el pecho y un acor en el alma!

—Pues hay que tener ánimos—murmuró Florinda maquinalmente.

—Yo no sirvo para este mundo... ¡Si pudiese entrar en el convento!

En aquel instante llegaban los niños de la escuela sacudiéndose la
nieve y extendiendo las manos en la oscuridad, con rumbo a la cocina,
donde antes resonaron los lloros. Detrás de los rapaces entraron las
muchachas.

Ardía en el llar un fuego mortecino y temblaba sobre la mesa la luz
del candil. En viendo Ramona a su hijo mayor, lanzóse a él con ademán
salvaje y comenzó a gritar como si le prestaran sus aullidos todos los
animales maltratados y moribundos:

—¡Ay fiyuelo, quédome sin tigo!... ¡Te parí de mis entrañas, te
pujé en mis brazos y trabajé para ti como una sierva!... Agora que me
conoces y me quieres, te me quitan... ¡Ay, pituso, non te veré más!...
¡Los mares y los hombres te rebatan!...

Parecían mordiscos, por lo hambrientos, los besos de la madre; lloraba
toda la familia, y el zagal, asustado, apenas supo decir:

—¡Volveré pronto!

—Volverás muriente como tu padre, y yo estaré tocha y ceganitas como
tu abuela, sin nido ni cubil pa tu resguardo; lo mesmo que esa pobre:
¡mira!

Y conteniendo la explosión de su piedad en el acento ronco y firme,
Ramona empujó a su hijo hasta la anciana.

Acogióle ella entre sus brazos doblándose, en el sitial, para
recibirle, con tan acongojada pesadumbre, como si del viejo corazón
exprimido cayese en aquel instante la última gota de ternura.

También Carmen y Tomasín se refugiaron, ronceros y llorones, en
aquella caricia. Estalló un sollozo en el pecho de Olalla, y el triste
concierto de ayes y suspiros volvió a levantar sus desconsoladas notas
en la escena. Ramona, con los ojos fijos en el grupo que formaban los
rapaces y la tía Dolores, fué serenándose hasta sentir un repentino
bienestar que sin saber cómo se le subió a los labios en una dulce
palabra.

—¡Madre!—dijo.

Nadie respondía. Las muchachas creyeron que hablaba sola. Pero ella
avanzó resueltamente desde el sitio donde había quedado en pie. Su
larga sombra ganó el techo y llenó la cocina de gigantes perfiles.

—¡Madre!—iba diciendo—. En los últimos años, endurecido su áspero
carácter por el infortunio, huyó arisca de pronunciar esta suave
palabra.

—¡Madre!—repitió—; ¿no me oye?

Y puso las manos con inusitada blandura en los débiles hombros de la
vieja.

—¡Ah!... ¿Me llamaste a mí?

—¡Claro! Mire: con llorar, el solevanto que nos acude non se desface y
atribulamos a estas criaturas.

—¿Qué quieres, hija?

—Que no llore: es menester que Sidoro la halle moza.

—¿Pos no dijiste?...

—Era por decir: usté entodavía tiene salud y casa pa recoger a su hijo.

—¡Ah!... ¿Consientes?...

—¿Soy acaso una hereja?... ¿Se iba a quedar el pobre en medio de la
rúa?... Pujaremos por él como cristianas.

—Mujer, ¡Dios te lo pague!

—Sí—murmuró Ramona, abrazando otra vez a Pedro—. ¡Dios me lo pagará
cuando vuelva éste!...

Temblaba Marinela apoyándose en su prima, y las dos, lo mismo que
Olalla, se animaron con aquellas últimas frases.

—Andaí—ordenó Ramona, alcanzándolas, con un gesto impaciente—. Van a
venir las del filandón y no hay que poner las caras acontecidas. Mañana
hablaremos al señor cura.

—Denantes—pronunció Marinela aprovechando una cordialidad tan
expresiva y rara—vide a la tía Gertrudis, y me dijo...

—¿Onde la viste, rutiando por aquí?—interrumpió desabrida la madre.

—Pasaba sobrazando un atiello de coscoja: ¡casi no podía con él!

—Bueno; ¿y qué te dijo?

—Que esta noche vendría al filandón, porque en la so cabaña no tiene
luz para hilar... Yo no me atreví a decirle que no viniera; ¡como don
Miguel manda que se la estime!...

—Pos... ¡que entre!—concedió Ramona vacilante, mirando a Pedro con
oscura inquietud—. Y agora, las cuchares y el pote: a cenar, pa que
estos críos se acuchen.

Las pálidas figuras del cuadro se movieron sin ruido, y rodó solitario
en la estancia el son de la esquila parroquial, que aún contaba las
fúnebres posas...

[Illustration]



[Illustration]



XXIII

PAÑO DE LÁGRIMAS


—¡AYMÉ!

—¿Qué le pasa, tía Gertrudis?

—Estoy cansosa, niña.

—¿Y no va a decir aquella relación?

—¿La de la locecica?

—Esa.

—En cuanto repose; todo el día anduve por ribas y cuestos atropando
carrasca antes que cerrase la nieve; y atollecí.

—En l’intre—propuso entonces Maricruz—jugaremos a los acertijos,
¿queréis?

Mozas y viejos aceptaron. Una ligera curiosidad alzó los ojos y animó
los semblantes.

Tenía lugar el clásico «filandón» en la espaciosa cuadra que antaño
albergó las «llocidas» reses de la tía Dolores: un mantillo de bálago,
a modo de tapiz, prestaba calor y blandura al renegrido suelo, y un
candil de petróleo, cebado a escote, daba, pendiente de una viga, más
tufo que luz.

Toda labor de mujer tenía allí su escuela y ejercicio: hilaban, por lo
común, las más viejas; «calcetaban» y cosían algunas, tejían otras a
ganchillo refajos y gorros infantiles. La tertulia, que se acomodaba
por turno en los establos mejores de la aldea, en el santo suelo y
entre el vaho de los animales, solía terminar cristianamente con el
rezo del rosario. Pero antes se narraban historias, se proponían
adivinanzas y hasta se dejaba correr sobre ruecas y agujas algún
airecillo picante de murmuración.

Aunque la cuadra de este pobre lar, venido tan a menos, aloja hogaño
muy pocas reses, disfruta por céntrica y espaciosa las preferencias de
Valdecruces, y esta noche la invade un buen número de tertulianas, sin
más compañía de varón que la del tío Rosendín, el viejo sacristán. Allí
parecen también sus hijas Felipa y Rosenda; las nietas del tío Fabián,
con su madre; Ascensión con la suya; Maricruz Alonso y sus hermanas,
las de Crespo, la _Chosca_ y otra porción de mujeres de distintas
edades y parecidas condiciones.

Mientras fueron llegando, hablóse del temporal, haciendo memoria del
último, que cubrió las casas con _trousas_ formidables, verdaderos
montes de nieve. Felipa dijo que a prevención tenía muchos _fuyacos_
para alimentar a las ovejas, y el tío Rosendín profetizaba que aunque
arreciase el mal tiempo, aún se podían aprovechar los piornos para
el ganado durante una quincena. Las de Salvadores preguntaron con
mucho interés por el tío _Chosco_, que, según el sacristán, «iba ya
mejorcico». Se comentó en seguida el fallecimiento de la tía Mariana,
lamentando que las de Paz no asistiesen al «filandón».—Velarán el
cadáver de su agüela—opinaron algunas mujeres—. Y otras dijeron
compasivas:—¡Biendichosa!...

Pero ya juntas las que esta noche se reúnen, piden los acertijos, y la
misma iniciadora lanza el primero:

    «Enas iglesias estoy
  entre ferranchos metida,
  cuándo allende, cuándo aquende,
  cuándo muerta, cuándo viva...»

—¡La lámpara!—dice riendo el sacristán.

—¡Usté no vale!—protesta Maricruz.

En aquel momento Florinda le pregunta con sigilo:

—¿Cómo no fuiste al velatorio?

—No acuden mozas cuando fallece una vieja—responde—. Fué mi madre.

Algunos pretenden averiguar cuántos años tendría la difunta, y
Ascensión dice que no se sabe a punto fijo, porque en los libros
parroquiales sólo consta que «nació el día que se amojonó _Fumiyelamo_».

—No había yo nacido—apunta la tía Dolores, muy despierta y con cierto
orgullo.

Y el tío Rosendín, sonriendo malicioso, coloca otra adivinanza:

    «¿Qué cosa yía
  la que no has visto nin vi
  que no tien color ni olor,
  pero mucho gusto sí?»

Un aire de perplejidad inmoviliza al auditorio. El anciano detiene el
gesto de una contemporánea suya que intenta responder.

—¡Que acierten las mozas!

—¡El agua!—prorrumpe una voz juvenil.

—¡Avemaría!... ¡Tien que ser una cosa que nunca hayas visto!

Crece la incertidumbre y se suspenden las labores. Después de algunas
respuestas disparatadas, el sacristán dice triunfante:

—¡El beso!

—¡Josús!—pronuncian las zagalas, ruborosas.

Todos ríen, y el viejo, embaído, añade en seguida:

    «Blanco fué mi nacimiento,
  verde lluego mi niñez,
  mi mocedade encarnada,
  negra mi curta vejez.»

—¡La mora! ¡La mora!—repiten alegres las muchachas. Y como ya suponen
que la tía Gertrudis ha descansado, solicitan otra vez la prometida
narración.

Mientras la anciana sacude un poco su pensamiento, se oye al aire gemir
y a las ruecas zumbar: algún suspiro acaricia los copos blancos de las
hilanderas.

—Erase—principió la narradora—una noche muy triste, hace ya cuántos
siglos. Por el mar que le llaman de la muerte, cerca de La Coruña,
navegaba un lembo gobernado por el turco más temido nestas historias
de piratas. Con él iba prisionera una pobre doncellica que el capitán
robó en un castillo principal. Era hija de un señor de salva, tan
hermosa y fina como las febras del oro. Quería el turco esconder a la
moza tierra adentro, y esperaba un señal, una locecica de algunos de
sus piratas que por la riba aquende le buscaban cobil, pero en toda
la ledanía de los mares no pareció ninguna luz... Conque navegaba la
embarcación roncera, en calmería de viento, apocado el velaje y cansos
los marinos, cuando va y luce una flama en una torre que le decían la
Torre del Espejo y se encendía en las noches oscuras para las naos que
llegasen de paz. Dió un brinco el pirata cabe la moza, tomando por seña
de su gente la lumbre del fogaril. Y la infelice doncella clamó al Dios
de los cristianos, que era el suyo, pidiéndole que le sacase de aquella
amaritud...

Hace una pausa la tía Gertrudis para recordar las frases conmovedoras
de la cautiva, y aunque la misma leyenda se ha repetido muchas veces en
los «filandones», un devoto silencio la circuye ahora, y un aroma de
mar y de aventura la engrandece y ensalza entre sutiles asombros: la
evocación de ese otro llano, inmenso y libre, desconocido y atrayente,
se presenta en los labios de la anciana con imágenes desoladoras, en
que una mujer sufre cautiverio. Y las maragatas sienten batir contra
sus corazones las olas de aquel mar lejano que les lleva los padres,
los hijos y los esposos, fascinándoles con su prometedora anchura, para
engañarles al fin y cautivar la ilusión de infinitas mujeres.

También para Florinda la llanura amiga de su niñez suena ronca y
extraña en los acentos pavorosos de la tía Gertrudis. Todas las
ilusiones de la moza naufragaron en la amada ribera, y el recuerdo de
su bien perdido se le ofrece como una pálida visión de naves que huyen
y de espumas que gimen: apenas si el perfil de un marino se agita en
estas membranzas como símbolo del primer sueño de amor que la muchacha
tuvo. Por un instante se sorprende ella al caer desde la nube de sus
evocaciones al fondo del establo donde la tertulia aguarda a que se
termine el cuento. Mira absorta a su alrededor y le parece que Marinela
está muy descolorida y que Ramona oculta mal su incertidumbre.

Pero ya la anciana sigue el relato:

—...Y en esto que partían el ánima las voces de la inocente, los
mareantes de la embarcación dieron en complañirse y maldecir del
capitán...

Un estrépito medroso dejó rota la leyenda y en angustia las atenciones.

—¿Fué tronido?—balbuce una voz.

Y al mismo tiempo Marinela se dobla desmayada encima de su madre.

Recíbela Ramona con un ¡ay! tan brusco, que parece un bramido de su
corazón. Deslizando hasta el suelo el cuerpo inerte de la niña, se
arrastra, súbita y fiera, y sacude a la tía Gertrudis por los brazos en
una cruel explosión de frenesí.

—¡Conjúrala, conjúrala agora mismo—dice tuteándola con
menosprecio—bruja de Lucifer!

—¿Yo?... ¿Yo?...

—¡Tú, tú, sortera!

—Yo non sé conjurar. ¡Soy cristiana y nunca tuve poder con el diañe!

La voz senil plañía con menos asombro que amargura; aparecía en todos
los semblantes la congoja del pánico, y sólo Florinda se acordaba de
aflojar el corpiño a Marinela.

—¡Traed vinagre para los pulsos!—pidió vivamente.

Olalla, levantándose indecisa, declaró:

—¡Tengo miedo d’ir sola!

Después de algunas vacilaciones y consultas, encendió un cabo de vela
en el candil y dirigióse con Maricruz hacia el postigo medianero de la
cocina. Pero, sin alcanzarle, se volvió espantada:

—¡Sonan pasos!

—Es el viento y la truena—dijo Maricruz más valiente.

Y apremiaba Florinda:

—¡Pronto, pronto!

Ramona, que no había soltado a la tía Gertrudis, trocó de improviso en
súplicas sus delirantes voces:

—¡Por Dios me la conjure!... ¡Por Nuestra Señora la Blanca!... Daréle
a usted cuanto me pida; mire que va a morir. ¡Aguante, por la Virgen!

La vieja parecía no escucharla, murmurando llorosa:

—¡Al cabo los años que non fice mal nenguno, me temen los vecinos como
los rapaces al papón!...

Unos brazos nerviosos la levantaron de repente, y de un salto la posó
Ramona junto a la enferma, ya reclinada en el regazo de Florinda:

—¡Dele remedio!... ¡Aplíquele talismán!—gimió de hinojos la madre,
con las manos en cruz.

—¡Si non gasto sorterías, mujer!

Alguien aconsejaba:

—¡Dígale mas que sea una oración!

—¿Tién fístola?

—No lo sabemos...

La tía Gertrudis acercó sus cansadas pupilas al semblante de Marinela,
húmedo y descolorido como si estuviese lavado por los últimos sudores:
había sido inútil la aplicación del vinagre en las sienes y en los
pulsos.

Suspiró compasiva la anciana y recogióse un momento en solemne actitud
mientras aguardaban todos con ansiedad. De pronto comenzó a decir:

—«En el nombre del Padre, e del Hijo e del Espíritu Santo: tres
ángeles iban por un camino; encontraron con Nuestro Señor Jesucristo.
¿Dónde vais acá los tres ángeles? Acá vamos al monte Olivete y yerbas e
yungüentos catar para nuestras cuitas e plagas sanar: los tres ángeles
allá iredes; por aquí vendredes; pleito homenaje me faredes, que por
estas palabras precio non llevaredes esceto aceite de olivas e lana
sebosa de ovejas vivas... Conjúrote, plaga o llaga, que no endurezcas
ni libidinezcas por agua ni por viento ni por otro mal tiempo, que
ansí hizo la lanzada que dió Longinos a Nuestro Señor Jesucristo, ni
endureció ni beneció...»

Abrió los ojos Marinela, tan asombrados y tristes como si girasen ya
tocados por la muerte. Una impresión de maravilla inmovilizó a la
tertulia, y Ramona, febril fluctuando entre el odio y la gratitud,
preguntó a la vieja con ensordecido acento:

—¿Está ya liberada?

—¿De quién?

—Del diablo.

—Non tornes con embaucos, criatura, que paeces una orate: yo dije la
oración porque está bendita y es buena pa sanar si Dios la acoge. Agora
hay que levar aspacín a la rapaza, aconchegarla bien caliente y darle
un buen fervido. ¿Oyísteis?...

Bajo las dulces manos de Florinda iba Marinela recobrando el calor y el
pensamiento...

Aún permanece en mitad de la sala el lecho de la niña. Le comparte
la enfermera, abandonando, por difíciles de cumplir, las órdenes del
médico.

Ya _Mariflor_ no tiene bríos para cuidar a su prima en lucha con la
miseria y la ignorancia a todas horas; pero allí está vigilante junto a
ella, luego de haber tranquilizado a la familia.

Cuando ya la tempestad hubo cesado, abrió los postigos del balcón
para asistirse con la claridad de la noche: la luna, baja y fría,
reverberante sobre la nieve, iluminaba a Valdecruces con fantástica luz.

—¡Agua!—pedía ansiosa Marinela, y después con las manos en la
garganta, se dolía:

—¡Tengo un ñudo aquí!

Nerviosa y balbuciente hablaba del convento: sentía correr el agua del
jardín por los claustros, y le mareaba el olor penetrante de las flores.

—¿Quieres una?—murmuró—. Son para la Virgen... pero te daré esta
purpurina... ¿Oyes los cánticos?... Caen en acordanza... Atiende:

    Yo soy una mujer, nací pequeña
  y por dote me dieron
  la dulcísima carga dolorosa
  de un corazón inmenso...

¡Esa es la voz de la madre Rosario!... Tengo miedo a la luna... ¡mira
qué cara pone!... Vamos a laudar a Dios también nosotras; canta conmigo.

Y con tonos de diferentes canciones compuso una muy extraña, cuyo
estribillo se empeñaba en repetir:

  Yo soy una mujer, nací pequeña...

El acento exaltado de la cantora resonó tristísimo en la estancia, y
_Mariflor_, saturándose de recuerdos y pesadumbres, logró persuadirla
de que no era religioso aquel cantar:

—Acuérdate que le trajo la farandulera.

—¡Ah, sí, sí...; una que tenía el corazón roto como yo!... Ven...
¡escucha!

Y ciñéndole a su prima los brazos al cuello, Marinela suspiró:

—¿Tienes escondido algún romance?

—No, mujer, ninguno.

—Pues oye mi secreto...

  Yo tengo un corazón...

Esto no te lo digo a ti; se lo digo a Dios, ¡a Ése!

Volvióse la niña hacia la Cruz, alzada en el muro con la doliente
imagen del Señor, y quiso rezar; pero su entendimiento, obsesionado,
sólo conseguía dar forma a las endechas de la figuranta; y como
una ráfaga de lucidez alumbrase la disparatada oración, Marinela,
acusándose de herejía, acabó por llorar rostro a la Cruz.

Blanco de aquella lucha, la sagrada efigie atrajo también las miradas
de Florinda, que las estuvo meciendo desde el dolor humano hasta el
dolor divino, con fuertes emociones de piedad. Cerrando los ojos para
mirarse la alterada conciencia, imaginó que volvía a henchírsele
de lágrimas el pecho como en los días en que su desgracia era toda
compasión y ternura: creyó juntar su llanto con el de la enferma y
le pareció que sentía levantarse en su alma el infinito poder del
sacrificio, libre ya de egoístas propósitos, santo y puro, a humilde
semejanza del que probó Jesús agonizante.

Pero cuando un gemido la hizo recordar, halló sus párpados enjutos y
rebeldes sus pensamientos: ¡sin duda había soñado!...

Marinela, otra vez delirante, musitó:

—¡Mira qué volada echó aquella estrellica!... ¿a ver si aflama el
cielo?... Agora la planura es un mar de nieve...

Tuvo después miedo al gato que maullaba, y estremecióse con los toques
del reloj. Al amanecer, un perro lastimoso la hizo gritar de espanto,
un perro que gañía desesperadamente.

También se alarmó Florinda con los aullidos lúgubres, pero sin
manifestarlo; puso mucha persuasión en sus palabras tranquilizadoras,
consiguiendo al fin que se durmiese la niña.

Entonces el frío y el cansancio la inmovilizaron, envuelta en un
chal junto a los cristales: otra vez cerró los ojos abismándose en
desconsoladas meditaciones. Ya estaba allí el cano invierno con su
amenaza de pesadumbres: los lobos a la puerta, el hogar miserable,
dolientes un padre y una hija, cerrados los caminos, yertas las
esperanzas.

Poco a poco fué rodando la cabeza de _Mariflor_ hasta quedar vencida
sobre el pecho y apoyada en los vidrios. Oía la moza llorar, llorar
mucho a la abuela, a las primas y a los rapaces: una voz, triste y
oscura, clamaba también, entre condolida y furiosa. _Mariflor_ quiso
levantarse para saber el motivo de los llantos aquellos; pero la
detuvo un aire de tempestad que soplaba desde sombría nube. ¿Volvían
los huracanes de la nevasca?... ¡Ah, no!; este viento y esta sombra
eran pliegues alborotados en el manteo de un cura. Don Miguel llegaba
agitadísimo:—¿Oyes llorar?—preguntó—. ¿Quieres tú ser el paño de
todas esas lágrimas?... ¿Di?... ¿quieres?—. Iba la moza a responder y,
como antes Marinela en su delirio, sólo acertó a balbucir el romance de
la comedianta:

    En este corazón, todo llanuras
  y bosques y desiertos,
  ha nacido un amor...

Por suerte, la desatinada respuesta quedó ahogada en unos gañidos
resonantes que despertaron a Florinda.

—¡Otra vez el perro!—murmuró anhelosa. Y aún dominada por la
pesadilla reciente, llevóse las manos al rostro que sentía húmedo:
¿habría llorado?...

La blancura del paisaje llamó a las ensoñadas pupilas, que al punto se
nublaron de lástima: todo el bando de palomas, hambriento y alicaído,
esperaba en el carasol, y el gesto de la muchacha, al sorprenderle,
inició un arrullo largo y hondo, humilde como el de los niños cuando
piden una caridad por el amor de Dios...

       *       *       *       *       *

Cerca de dos meses guardó en su bolsillo don Miguel una carta de
Rogelio Terán. Solía decirse todas las mañanas: «Hoy se la enseñaré a
_Mariflor_». Y luego sentía una piedad inmensa por aquella esperanza
muda que a veces resurgía en los labios de la moza.

Ultimamente la pobre enamorada había cambiado mucho. Aparte de aquel
fuego sombrío de sus pupilas y algunos éxtasis profundos que iban a
sorprenderla cuando menos lo esperaba, fué envolviéndola un abatimiento
implacable y empujándola al fatalismo un cansancio lleno de trágicas
inquietudes.

Y al verla hundirse en el infortunio, dudaba el sacerdote si la lectura
de aquella carta cruel sería un cable salvador tendido por el desengaño
a las últimas energías de la infeliz, o un golpe definitivo para
quebrantárselas sin remedio.

Esta duda acomete a don Miguel una vez más cuando se dirige hoy a
casa de la tía Dolores. Le acaban de decir que Marinela ha sufrido
la víspera un grave desmayo, y aunque los detalles del suceso le
escandalizan un poco, acude a consolar en lo posible las cuitas de
aquella gente.

En el portal encontró a Olalla, que le dijo:

—Voy por el médico.

—¿Tan mal sigue la enferma para que te arriesgues así?

—No está el día tempestuoso como ayer.

—Pero los caminos se han borrado.

—Acertaré por la lindera del regajal.

—Aguarda, al menos, que yo suba, y si es preciso buscaremos quien te
acompañe.

Apareció Ramona, que bajo la mirada severa del sacerdote abatía la suya
enrojeciendo.

—De modo—pronunció don Miguel—¿que es imposible curarte de la
superstición?... ¡No esperaba yo eso de ti!

Ella, sin defenderse, comenzó temblorosa a relatar las noticias de
América: el esposo tornaba moribundo y el hijo había de partir agora
mesmo.

—En l’intre—añadió sollozante—peyora la zagala... y yo dejo la
cordura no sé onde.

—¡Vaya, vaya por Dios!—compadece el párroco.

Y suben todos detrás de él, mientras Ramona va diciendo:

—Anoche la coitada non quiso junto a sí más que a la prima, y hubimos
de acostarnos. Yo acodí madruguera y las hallé a las dos adormentadas:
andamos a modín pa non las recordar.

—Pues mira tú si duermen.

Asomó la mujer en la salita y volvióse al punto con un gesto negativo.

—Pase, pase.

Don Miguel halló a Marinela con los ojos febriles clavados en la Cruz
y a Florinda con los suyos vueltos al carasol. Ambas se estremecen al
sentir pasos en la estancia y, luego de saludar al sacerdote. Marinela,
descubriendo las palomas, prorrumpe:

—Vélas, vélas ende... Las pobreticas no encuentran onde pacer: andai
por una cachapada de cebo para echárselo aquí.

Apresúranse a obedecer los niños, y Florinda, presa de extraña emoción,
se enjuga los ojos murmurando:

—El hielo de los cristales me humedeció la cara... Dormí y creo que
soñé.

—¿Algo triste?—pregunta el sacerdote, reparando en la honda inquietud
de las palabras.

—¿Triste?... Era una cosa tremenda: usted venía a preguntarme... ¡ya
no me acuerdo!—balbuce sordamente.

Y de pronto don Miguel, con la precipitación de quien realiza un acto
contra su voluntad, busca en el bolsillo una carta y se la entrega a
Florinda:

—Entérate: ya hace tiempo que la recibí.

—¿Es de su padre?—dice Ramona.

—No.

Un silencio involuntario se establece, y aunque el cura trata de hablar
mientras la muchacha desdobla trémula el papel, sólo consigue que la
tía Dolores ensarte letanías a propósito del hijo viajero:

—¡Aymé! ¡Si en un santiguo le podiese yo recibir en mis brazos...
¿Arribará para la Pascua?... ¿Nevará en los mares tamién?... Voy
dejarle mi lecho, señor, y las frazadas mejores... Cuando quiera
hojecer la primavera ya estará en siguranza la curación, ¿noverdá?...

Había salido el sol, pálido y frío. Marinela, al borde de su cama
tendíase hacia él como si le pidiese una limosna de alegría: en
realidad, lo que deseaba era acercarse a _Mariflor_, en cuyas manos se
estremecía la carta de Rogelio.

Leía la muchacha en el foco de luz:

«Miguel, amigo mío: No el poeta ni el camarada, el penitente es quien
acude a ti. Cúlpame cuanto quieras; que me castiguen tus indignaciones,
si al fin me absuelve tu piedad. Yo te confieso contrito mi pecado de
inconstancia, mi estéril codicia de emociones, de ternuras y novedades.
Harto me duele esta triste condición: de todas mis culpas, soy, a
la par que el reo, la primera víctima... Tú bien conoces el corazón
humano y, aún mejor, conoces mi voluntad, donde toda flaqueza tiene
su asiento. Quise, fervorosamente, hacer feliz a _Mariflor_, sin
comprender que nunca, nunca lograré la felicidad, ni para mí ni para
nadie. Me engañó la fantasía; hoy reconozco la pequeñez de mi espíritu
que, enamorado de los sueños, se rinde cobardemente al afrontar
las realidades... Perdona mi error, tú, tan seguro, tan cabal, tan
heroico... Perdona también la tardanza de estos renglones que mi mano
te escribe mucho después que los dictase mi conciencia; luché antes de
escribirlos; vacilé y sufrí muchas veces con la pluma sobre el papel:
puedes creerlo. Y también que me falta valor para escribirle a «ella»:
dile que me perdone; que acaso nunca la olvide; que si fuese a buscarla
sería sin duda más culpable que apareciendo hoy a sus ojos como ingrato
y perjuro. Dile...»

—¿Viene en romance?—preguntó Marinela, impaciente por la prolongación
de la lectura.

Florinda volvió el rostro, blanco igual que un lirio. La rodeaban
los rapaces, y también Olalla se le iba aproximando; en el fondo de
la salita las dos mujeres cruzaban los brazos sobre el pecho. Ya la
enferma tenía entre las manos el cebo de las palomas. Quejóse de
«asperez» en la garganta, y tornó a preguntar:

—¿Viene en romance, di?

—No; ¡viene en prosa!

Vibró ardiente y sombría la respuesta. Aún quedaba por leer una parte
del pliego, mas, la lectora alzó los ojos, perdidos en una fugitiva
imagen, se pasó una mano por la frente, dobló la carta y, alargándosela
al cura, dijo:

—Puede usted escribirle a mi padre que me caso con Antonio.

Su voz era firme, firme también su actitud. Una ráfaga de tragedia, de
tragedia sin sollozos ni palabras, atravesó la salita y puso en todos
los pechos repentino estupor. Tras un silencio angustioso, preguntó el
sacerdote con grave solemnidad:

—Hija, ¿lo has pensado bien?

—Sí, señor—repuso ella, altivo el gesto y serena la mirada—. Y a mi
primo... usted hará la merced de darle en mi nombre el sí que estaba
esperando.

No dijo más. Volvióse hacia el carasol para abrir las vidrieras, tomó
el centeno en su delantal y todo el bando de palomas acudió a saciarse
en el regazo amigo, envolviendo la gentil figura con un manso rumor de
vuelos y de arrullos. La luz del sol, más fuerte al crecer la mañana,
rasgó las brumas y fingió una sonrisa en el duro semblante de la
estepa...

[Illustration]



[Illustration]



                          _ÍNDICE_


                                        Páginas.

      I. El sueño de la hermosura              5

     II. _Mariflor_                           15

    III. Dos caminos                          25

     IV. ¡Pueblos olvidados!                  39

      V. Valdecruces                          55

     VI. Realidad y fantasía                  71

    VII. Las siervas de la gleba              93

   VIII. Las dudas de un apóstol             109

     IX. ¡Salve, maragata!                   121

      X. El forastero                        135

     XI. La musa errante                     149

    XII. La rosa del corazón                 165

   XIII. Sol de justicia                     183

    XIV. Alma y tierra                       203

     XV. El mensaje de las palomas           223

    XVI. La tragedia                         247

   XVII. Dolor de amor                       261

  XVIII. La heroica humildad                 279

    XIX. El castigo de los sueños            291

     XX. Dulcinea labradora                  301

    XXI. Sierva te doy                       313

   XXII. Los martillos de las horas          325

  XXIII. Paño de lágrimas                    339



                   SE ACABÓ DE IMPRIMIR ESTA OBRA EN
                   MADRID, AÑO DE MCMXX, EN CASA DE
                     MIGUEL ALBERO. DECORACIÓN DE
                        ANTONIO MERLO Y ENRIQUE
                           VARELA DE SEIJAS



      *      *      *      *      *      *



NOTA DEL TRANSCRIPTOR:

—Los errores obvios de impresión y puntuación han sido corregidos.





*** End of this LibraryBlog Digital Book "La Esfinge Maragata - Novela" ***

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