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Title: Tierras Solares - Volumen III de las obras completas
Author: Darío, Rubén
Language: Spanish
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*** Start of this LibraryBlog Digital Book "Tierras Solares - Volumen III de las obras completas" ***


generously made available by Internet Archive/Canadian Libraries
(https://archive.org/details/toronto)



      file which includes the original illuminations.
      Images of the original pages are available through
      Internet Archive/Canadian Libraries. See
      https://archive.org/details/obrascompletaspr03daruoft


Nota del Transcriptor:

      Letras itálicas son denotadas con _líneas_.

      Las versalitas (letras mayúsculas de tamaño igual a las
      minúsculas) han sido sustituidas por letras mayúsculas
      de tamaño normal.



                                TIERRAS
                                SOLARES

                                  POR

                              RUBÉN DARIO

                             ILUSTRACIONES
                                  DE
                             ENRIQUE OCHOA



                  Volumen III de las obras completas.
                       Administración: Editorial
                             MUNDO LATINO

                                MADRID



                             ES PROPIEDAD



                                   A

                             FELIPE LÓPEZ

                           MUY CORDIALMENTE

                                       _R. D._



[Ilustración: BARCELONA]



[Ilustración]


DESPUÉS de algunos años vuelvo a Barcelona, tierra buena. En otra
ocasión os he dicho mis impresiones de este país grato y amable, en
donde la laboriosidad es virtud común y el orgullo innato y el sustento
de las tradiciones defensa contra debilitamientos y decadencias. Salí
de París el día de la primera nevada, que anunciaba la crudez del
próximo invierno. Salí en busca de sol y salud, y aquí, desde que he
llegado, he visto la luz alegre y sana del sol español, un cielo sin
las tristezas parisienses; y una vez más me he asombrado de cómo
Jean Moreas encuentra en París el mismo cielo de Grecia, el cual tan
solamente da todo su gozo en las tierras solares. Bien es cierto que el
poeta se refiere más al ambiente que a la luz, más al respirar que al
mirar. Pero la bondad de este cielo entra principalmente por los ojos y
los poros, abiertos al cálido cariño del inmenso y maravilloso diamante
de vida que nos hace la merced de existir.

Cuando os escribí de España fué a raíz de la guerra funesta. Acababa
de pasar la tempestad. Estaba dolorosa y abatida la raza, agonizaba
el país. Y os hablé, sin embargo, de la mina de energía, del vasto
yacimiento de fuerza que hallé en esta provincia de Cataluña, gracias
al carácter de los habitantes, de antaño famosos por empresas arduas
y bien realizadas; y admiré la riqueza y el movimiento productor
de esta Barcelona modernísima, hermana en trabajo de la potente
Bilbao, afortunadas hormigas ambas que no han mirado nunca con buen
mirar a la cortesana cigarra de Castilla. España estaba, por opinión
general, condenada a la perpetua ruina, a la irremediable muerte.
No se veía venir por ninguna parte el caballero esperado, a quien
buscaba en la lejanía del camino la mirada ansiosa de la hermana Ana.
Hubo el aparecimiento de los profetas del mal y la irrupción de los
improvisados salvadores. Todo el mundo era hábil para indicar una
senda propicia; todo el mundo se creía llamado a poner nueva sangre
en el cuerpo agotado. Se dijera un consejo de políticas. Todas las
políticas y todos los politiquistas sabían un secreto con el cual se
iba a hinchar con músculos nuevos el pellejo del maltrecho León. En el
mundo del pensamiento se veían apenas unas cuantas esperanzas entre
el coro de eminencias amojamadas. Apenas los pocos violentos, los
revolucionarios, los iconoclastas, hacían lo posible por encender una
hoguera nueva. Y olía demasiado a podrido en Dinamarca.

Hoy, al pasar, mi impresión es otra. Desde hace algún tiempo se ha
notado un estremecimiento de vida en la península. Cierto que las
políticas y los politiquistas continúan con sus ruidos inútiles y sus
discursos verbosos; cierto que ni los del carlismo renuncian a su
vago soñar, ni los de la república pierden momento para proclamar
que ellos son los dueños del porvenir y de la grandeza nacional,
entre escándalos y rivalidades poco provechosas al verdadero ideal
perseguido; cierto que el clericalismo inquisitorial, por un lado,
y el militarismo montjuichesco, por otro, no han cambiado un ápice
desde los tiempos terribles en que cayó, rojamente, el pobre y grande
conservador D. Antonio Cánovas; cierto que nadie sucede al pobre y
grande liberal Emilio Castelar; cierto que cierta prensa en que los
antiguos baturrillos, tiquismiquis, o dimes y diretes continúan en
una tradicional ignorancia de cultura, aún persiste; cierto que el
hambre del pueblo no mengua; cierto que la pereza general y la inquina
porque sí, del uno contra el otro, se sigue manifestando; cierto que
sigue oliendo a podrido en Dinamarca. Pero, fijáos bien: una fragancia
de juventud en flor llega hasta nosotros. Voces individuales, pero
poderosas y firmes, dicen palabras de bien y de verdad que el país
comienza a escuchar. Hay un rumor. ¿Es una resurrección? No, es un
despertamiento. Se renace. Se vuelve a vivir en un deseo de acción,
que demuestra y anuncia una próxima era de victorias. No tenían razón
los desconsolados, los que juzgaron el daño irremediable. He ahí los
buenos pensadores de la nueva España que piensa; he ahí los buenos
profesores de trabajo; los bravos catedráticos de actos, que enseñan a
las generaciones flamantes la manera de conseguir el logro, de sembrar
para recoger. Los superficiales del pedantismo desaparecieron; los
superficiales del odio inmotivado, de la improductiva palabra, de
las envidias absurdas, esos no existen más que en sí mismos. Existe,
empero, una juventud que ha encontrado su verbo. Existen los nuevos
apóstoles que dicen la doctrina saludable de la regeneración, del gozo
de la existencia; los buenos escritores de desinterés y de ímpetu;
los nuevos poetas que hablan armoniosamente, con sencillez o con
complicación, según sus almas, lo que sienten, lo que juzgan que deben
decir, en amor y sinceridad, con desdén del lodo verbal, de la vulgar
hazaña, del reir injusto. Y eso en toda España, desde entre los vascos
y catalanes activos, hasta entre los vibrantes andaluces y entre los
habitantes de la gárrula corte. La salud será, pues, luego, total.

Mas Barcelona me detiene, con su carácter tan propio, y sin embargo,
desde antes tan universalizada más que europeizada. Sus ramblas
floridas hierven de almas, con su paseo de Gracia; las fábricas vecinas
han adquirido mayor empuje. Llegan numerosos los barcos a traer el
material de las industrias y salen cargados de la exportación pingüe
que aumenta la existente riqueza. Se alzan palacios flamantes. La
electricidad ayuda al progreso por todos puntos. La urbe se ensancha
y la población crece. Tan solamente turban la paz activa de producir
las agitaciones que de tanto en tanto siguen manifestándose y tomando
incremento en el elemento obrero. Hay un huevo que empolla desde
hace años la revolución latente, pero de ese huevo no saldrá ni con
mucho la soñada gallina gorda de los socialistas; antes bien, el ave
roja de la anarquía. El obrero aquí no se deja embaucar y va viendo
por sí solo. Los cabecillas pueden de un momento a otro perder su
cabeza. El trabajador aquí se impone, y su imposición se nota. No se
ve un solo establecimiento público que esté vedado a la blusa, y la
blusa hace ostentación de su presencia en todas partes. La cultura
general es también mayor, como ya otra vez lo he hecho notar, que en
otras provincias. El ambiente barcelonés es el de un pequeño París.
Sus artistas y escritores, genuinamente catalanes, están en contacto
con todo el mundo. Esta tierra de hombres de labor material, vasto
nido de menestrales, es también sustentadora de fuertes cerebros, de
aladas almas, de finas y sutiles imaginaciones. En el siglo XIX surge
el marqués de Campo; lo cual no obsta para que nazca después Santiago
Rusiñol. Rusiñol, espíritu encantador, pintor de soñaciones, maestro
de melancolías, y el cual en todas sus obras pone algo de la tristeza
que ha aprendido en las partes dolorosas y misteriosas de la vida. Le
conocí en París, después de ser muy amigos desde lejos. Es la primera
vez en que la persona no me causó decepción por el artista. Personal
e intelectualmente es el mismo. Gracias a Dios que no me ha quitado
aún--¡ni me lo quite nunca!--el don de admirar. Admirar de veras, con
mente sincera, con el corazón o con la cabeza, o con ambas cosas. Me
habló entonces Rusiñol de su drama _L'Heroe_ y de la resonancia del
estreno, pues en la pieza hay dura enseñanza popular dicha, si con
manera de noble artista, con claridad que pone a la vista de todos una
amarga lección de los injustos horrores de la guerra. Los del gobierno,
los del poder y los entorchados, protestaron e iban a provocar grueso
escándalo; las representaciones cesaron por orden de la autoridad, y
el artista dramaturgo tuvo que salir para Francia. Ahora veo en los
carteles anunciada una obra nueva, que por su título juzgo causará, si
cabe, mayores protestas. Se llama _El Mistich_. El soñador hace así
su ofrenda de bien a los oprimidos, ayuda a los de abajo. Como debe
hacerlo: desde arriba.

Otros poetas traducen a los clásicos, y a los modernísimos extranjeros.
Hay un «teatro latino» que equivale a l'Oeuvre, o al Libre de París. Se
publican excelentes revistas de ideas y de arte, y libros de ingenios y
talentos bregadores presentados en formas artísticamente llamativas y
de bella tipografía. Todo ésto en catalán. Pues son raros los que, como
el noble poeta Marquina, prefieren vestir de castellano sus ideas.

La juventud--¡brava «joventut»!--cultiva su campo, siembra su
semilla. Alza, construye su torre en el limitado cerco en que se oye
su lengua: pero desde lo alto de su torre, ve todos los horizontes.
Fecundo núcleo de vivaz civilización, la vieja Barcino, la generosa
y gallarda Barcelona de ahora, se afianza en su seguro valor y alza
la cabeza orgullosa coronada de muros, entre la montaña y el mar, que
vió partir en otros siglos los barcos de sus conquistadores. ¿Existe
el catalanismo? ¿Existe el odio que se ha dicho contra el resto de
España? Yo no lo creo ni lo noto ahora. Existe el catalanismo, si
por catalanismo se entiende el deseo de usufructuar el haber propio,
la separación de ese mismo haber para salvarlo de la amenazadora
bancarrota general, el derecho de la hormiga para decir a la cigarra:
«¡baila ahora!»; y la voluntad de mandar en su casa. Mas así como el
ansia de porvenir ha unido a los obreros catalanes con todos los de
la península en una misma mira y un mismo sentimiento, el deseo de
vuelo y expansión comienza a unir a la intelectualidad libre catalana
con la libre intelectualidad española, representada por admirables
personalidades pertenecientes a todas las provincias, ligados así
todos por la solidaridad del pensamiento y el propósito de olvidar
pasados defectos y errores, y colaborar en la misma tarea de bondad
y de gloria. Cierto, repito, que quedan los anquilosados de ayer,
los rezagados de la pacotilla; pero toda la sucia y seca hojarasca
desaparece al brotar la nueva selva, al renovarse la flora del viejo
jardín, a la entrada triunfal de la recién nacida primavera. La
América española ha mandado también sus embajadores, y poco a poco se
va formando más íntima relación entre ambos continentes, gracias a la
fuerza íntima de la idea, y a la internacional potencia del arte y
de la palabra. Pues hasta, por mayor decoro, la vida comercial misma
ha sacado ventajas, ayudada por los predicadores de las letras y
misioneros del periodismo. La unión mental será más y más fundamental
cada día que pase, conservando cada país su personalidad y su manera
de expresión. Se cambiarán con mayor frecuencia las delegaciones de
los intereses y las delegaciones de las ideas. Seremos, entonces
sí, la más grande España, antes de que avance el yanqui haciendo
Panamaes. Que cada región tenga y conserve su egoísmo altivo, pues de
la conjunción de todos esos egoísmos se forma la común grandeza; cada
grande árbol crece y se fortifica solo y todos forman la floresta. Esto
me hace pensar la Barcelona de las rojas barretinas y de las compañías
de vapores, la Barcelona de Rusiñol y de Gual, y la de las copiosas
fábricas y nutridos almacenes; la que hace oro, labra hierro, cultiva
flores y se fecunda a sí misma, entre los montes altos, silenciosos y
las inmensas aguas que hablan.

[Ilustración]



[Ilustración: MÁLAGA]



[Ilustración]


ESCRIBO a la orilla del mar, sobre una terraza adonde llega el ruido
de la espuma. A pesar de la estación, está alegre y claro el día, y
el cielo limpio, de limpidez mineral, y el aire acariciador. Esta es
la dulce Málaga, llamada la Bella, de donde son las famosas pasas,
las famosas mujeres y el vino preferido para la consagración. Es
justamente una parte de la «tierra de María Santísima», con dos partes
de la tierra de Mahoma. Mas el color local se va perdiendo, a medida
que avanza la universal civilización destructora de poesía y hacedora
de negocios. Hay, en verdad, mucho de lo típico, en los barrios
singulares, como el Perchel, la Trinidad y la escalonada Alcazaba; mas
la ciudad no os ofrecerá mucho que satisfaga a vuestra imaginación,
sobre todo si imagináis a la francesa, y no buscáis sino pandereta,
navaja, mantón y calañés. Hay sí la reja cantada en los versos, y los
ojos espléndidos de las mujeres, y la molicie, y el ambiente de amor.
Hay las callejuelas estrechas y antiguas, y las ventanas adornadas
con los tiestos de albahacas y claveles, como en los cromos; hay
bastante morisco y no poco medioeval. Mas, del lado del mar, surge una
Málaga cosmopolita y nueva, y más que cosmopolita, inglesa, durante
la «season», pues demás está decir que desde que un Mr. Richard Ford
escribió en su «Hand-Book for travellers in Spain» que el clima de
Málaga es «superior a todos los de Italia y España para enfermedades
del pecho» y que «aquí el invierno es desconocido», la invasión
británica estuvo decretada. Los ingleses no han llegado a Andalucía tan
solamente por bien de sus pulmones y bronquios. Y así, como lo hace
observar José Nogales, que es autoridad y que es andaluz: «en las
zonas andaluzas donde se extiende la influencia inglesa--exclusivamente
inglesa--, la vida interior reacciona de un modo maravilloso. Parece
otra gente. Por Málaga, por el campo de Gibraltar y por Huelva, van
entrando los ingleses en mansa y tranquila invasión de intereses que de
día en día ensanchan y afirman. Y el fenómeno por mí observado consiste
en lo bien y rápidamente que se entienden y hermanan el andaluz y el
inglés. A los dos días de llegar, el inglés es «don Guillermo», o «don
Roberto», o «don Jorge». Unos y otros se acomodan bien a sus maneras, y
hay, andando el tiempo, deseos del entruque rara vez desperdiciados. De
ahí va saliendo el núcleo de una raza nueva y vigorosa». El extranjero
ha traído a Andalucía el impulso del trabajo, ha implantado fábricas,
ha dado gran aumento a la exportación de frutas y de vinos. ¿Quién se
acuerda ya del inglés «aborrecido»? El nombre de uno está grabado en
un monumento público, el inglés Robert Boyd, que fué fusilado por la
causa de la libertad, junto con Torrijos. Estas villas floridas, estos
chalets llenos de morenas meridionales y rubias anglo-sajonas, al
lado de la Caleta y el Polo, hacen recordar que por aquí pasó Byron y
afirman que esto es encantador. Sobre todo, no hay ese bullir lujoso
de las ciudades balnearias revueltas por la moda y emponzoñadas por
el casino. Aquí no hay casino, ni moda, ni viene Liane de Pougy, ni
monsieur de Phocas. Aquí hay luz, montes apacibles, el Mediterráneo,
barcas pescadoras. «Larios y boquerones», corrige un andaluz que lee
las últimas palabras que he escrito.

¿Larios? En efecto, en la ciudad todo es Larios. La propiedad, la
influencia política, están en poder de ese apellido. Vais por un paseo
y encontráis una estatua del marqués de Larios. La calle principal
de la ciudad, es la calle de Larios; las casas todas que forman esa
calle, pertenecen a los Larios; de los Larios son también otras cuantas
regadas en la población. Hay dos grandes fábricas de hilados, con
unos ocho mil trabajadores, y demás está deciros que esa fábrica es
de los Larios. Hay diez fábricas y refinerías de azúcar, y pertenecen
igualmente a la famosa familia.--¿Y ese gran asilo?--De Larios. Desde
Gibraltar hasta Almería, me dicen, todo es de ellos. Málaga es la
ciudad de los Larios.--¿Y la catedral, también será de ellos?--La
catedral no; pero el reloj de la catedral, ¡sí! Estas son andaluzadas
en serio.

       *       *       *       *       *

«Les damos por armas la forma de la misma ciudad y fortaleza de
Gibralfaro, con el corral de los cautivos en un campo colorado, y por
reverencia y en cada una de sus torres, las imágenes de los patronos de
Málaga, San Ciriaco y Santa Paula, y por honra del puerto las ondas del
mar, y por orladura de las dichas armas, el yugo y las flechas». Así se
expresa la real cédula en que los Reyes Católicos, Don Fernando y Doña
Isabel, concedieron a Málaga el blasón que queda dicho. Gibralfaro es
una ruina, como todo lo que queda recordando el poderío árabe. He visto
la bella puerta de las Atarazanas sirviendo de entrada a un mercado, en
el mismo lugar en que se levantaba una magnífica mezquita en tiempos no
de tanta miseria para el pueblo malagueño. Es la obra de los cristianos
y civilizados vencedores. La labrada piedra contesta: _Le galib ille
Aláh_: El vencedor solo es Dios...

Y la herencia arábiga se encuentra por todas partes, en la faz de las
mujeres, en las figuras del pueblo, en las rejas de las casas, en los
guturales gritos de los vendedores ambulantes.

Cuando he recorrido la ciudadela de la antigua Alcazaba, he creído
ver revivir ante mis ojos la pasada existencia. Habitan gentes en las
mismas viejas construcciones, casas estrechas y escalonadas en la
altura, desde donde se domina el ancho puerto.

En algún punto veis, sobre una columna corintia del tiempo de la
dominación romana, el arco en herradura que vió pasar los albornoces
blancos y los estandartes verdes. He conocido al poeta y novelista
Arturo Reyes, el primero de los portaliras malagueños y bien amado de
sus conterráneos; jamás he visto moro de pintura o de verdad que le
supere en aspecto. ¡Qué modelo para Benjamín Constant! He visto vestida
a la moda de París y en un elegante carruaje, a Zulema; y, con una flor
en la cabeza, comprando pescado, cerca del seco Guadalmedina, a Zoraida.

       *       *       *       *       *

Entrando a la realidad de la vida, halláis un pueblo pobre, falto
de sangre y de trabajo. El exceso de población apenas halla salida
escasa en los inmigrantes que atraviesan el Océano. Y la indolencia
nacional... Iba yo recorriendo la ciudad, en un tranvía tirado por
flojos caballos. Allá, en un lugar llamado Puerta Nueva, se encontró
un carro en la vía, en el carro unos cuantos sacos, y el carrero
consiendo uno de ellos. El hombre vió venir el tranvía con una mirada
indiferente, y siguió cosiendo su saco. ¿Pasaríamos? ¿No pasaríamos...?
El conductor descendió a hablar con el carrero; oí vagas palabras,
vi pocos gestos. El hombre seguía consiendo su saco... A los cuatro
minutos, el tranvía pudo pasar, _et pour cause_. El hombre había
acabado de coser su saco...

En un lugar de la larga hondonada que forma el lecho del sediento
Guadalmedina, he visto una especie de lamentable mercado al aire libre,
peces y fruta, cestas de pulpos como en Nápoles, y naranjas doradas. Lo
pintoresco no quita la sensación de miseria, entre calles y callejuelas
llenas de malos olores, de charcos pestilenciales, de focos de
enfermedad. Me explico la abundancia de pálidos rostros, de colores
marchitos en las más hermosas facciones.

Hoy veo, en un diario, que el número de reses vacunas sacrificadas
es de veinte; y Málaga tiene más de ciento treinta mil habitantes...
¡Y la carne paga una peseta el kilo, de derechos de consumo! Un muy
discreto y activo periodista, a quien he tenido el placer de tratar, el
Sr. Fernández y García, me da los más penosos detalles: «La carestía
de los artículos alimenticios, dice, equivale a un grave motivo de
alarma. La carne, para los pobres, resulta un artículo de lujo. Muchos
enfermos tienen que prescindir de ese alimento necesario para reponer
las fuerzas, porque su precio excesivo no lo pone al alcance más que
de las personas bien acomodadas. La leche es mala y cara. ¿De qué
nos sirve nuestra vecindad con Marruecos, si rara vez disfrutamos
la ventaja de recibir, en cantidad suficiente, huevos y aves a
precios económicos, importados de los terrenos inmediatos a nuestras
posesiones de Africa? El pescado mismo, con excepción de los días de
pesca abundante y extraordinaria, sufre carestía. ¿El bacalao? Si el
gobierno no toma el buen acuerdo de pedir a las Cortes la supresión de
los derechos arancelarios, se venderá tan caro, que, como sucede con la
carne, no estará al alcance de los pobres. Sólo faltaba el aumento en
los precios de los alquileres, y ya es tan difícil encontrar albergue
higiénico y barato, como un avaro con alma. De modo que el malestar se
acentúa para todas esas clases de la sociedad a quienes la lucha por
la existencia resulta penosísima, y que van dejándose la piel en las
zarzas de estos infortunios. Con decir que el remedio no se vislumbra,
se expresa que la desgracia que nos afluye parece mayor porque se vive
sin esperanzas». Hay, pues, necesidad en las clases pobres, hambre en
el pueblo.

La antigua religiosidad ha mermado mucho, y, en sus sufrimientos, ya
no se vuelven los necesitados a la Divinidad, ya no se ruega a Dios...
Se siente una invasión de protestas anárquicas, que va de la ciudad a
la campiña, a pesar de las congregaciones religiosas que luchan por
conservar su influencia, a pesar de las vírgenes que podéis ver en
algunos sitios, a la entrada de algunas casas, adornadas de flores
artificiales, y ante las cuales arde una pálida lamparilla de devoción
tradicional.

       *       *       *       *       *

Hoy, 11 de Diciembre, aniversario del fusilamiento de Torrijos y
sus compañeros, he ido a ver el monumento levantado en memoria del
espantoso sacrificio... No vi coronas profusas, flores de recuerdo.
Por calles sucias, entre baches y pedregales, llegué, por el barrio
del Perchel, a la iglesia del Carmen, donde estaba el antiguo
convento. Por el camino, un compañero me recuerda la página sangrienta
que inmortalizó artísticamente un célebre pincel. Encontrábanse en
Gibraltar unos cincuenta desterrados a causa de sus ideas liberales,
y fueron llamados secretamente por el gobernador de Málaga, Moreno,
proponiéndoles pronunciarse con ellos en favor de las libertades
de la Constitución, como se decía entonces. Salieron de Gibraltar
cincuenta y un hombres. En camino, pasaron la noche en el cortijo de
la Alquería, y allí fueron copados por las tropas que mandó con ese
objeto el mismo gobernador de Málaga. Lograron escapar dos ingleses,
de tres que venían en la expedición. Llegaron los presos por la mañana
del 10 de Diciembre, y al día siguiente, a pesar de ser día domingo,
con el permiso episcopal, fueron fusilados. La capilla la pasaron en
una iglesia del entonces convento carmelita. La ejecución empezó a
las siete de la mañana y duró media hora. El último que mataron fué
el inglés Boyd. «Mi abuelo, me dice la persona que me acompaña, oyó
los tiros desde el vecino matadero de reses. Calcula que se tirarían
mil tiros... De lo que no hay que asombrarse, teniendo en cuenta que
entonces se usaban fusiles de chispa, que estaba lloviendo y que se
mojaba la pólvora de las cazoletas, por lo que fallaban muchos tiros.
Los quejidos de las víctimas y el estado nervioso de los mismos
soldados de la ejecución aumentaban el horror de tal manera, que el
fraile que confesó y ayudó a bien morir a las víctimas se volvió
loco...»

Al llegar a la iglesia, un chicuelo zaparrastroso me sale al paso.

--¿Qué quiere usted?

--Visitar la iglesia.

--Venga.

--Dime: ¿en dónde estuvieron encerrados Torrijos y sus compañeros?

El chico me mira asombrado. No halla qué contestar. Le explico más. Se
trata de unos que mataron hace tiempo... Por fin cae en la cuenta.

--Venga usted. Ya sé. Aquí está el confesonario en donde los confesaron.

En efecto: en una capilla que está al lado derecho del altar mayor, y
cuya entrada aún conserva la gruesa reja que sirvió de cárcel de una
noche a los sacrificados, logré ver entre la obscuridad, aislado, un
confesonario viejo y polvoroso. Luego salgo con mi amigo acompañante a
buscar el lugar en que fueron ultimados. Lo encontramos, preguntando,
en una callejuela inmunda. Hay una base gastada, de mármol, sobre la
que reposa una tosca cruz de hierro. Hay una inscripción borrada,
ilegible. Ni una flor. Hay comadres conversando en las puertas de las
casuchas vecinas, y muchachos mugrientos jugando a pleno cielo, y un
perro soñoliento hacia el lado por donde se va al mar azul...

Esta es Málaga la Bella, de donde son las famosas pasas, las famosas
mujeres y el vino preferido para la consagración.


II

Por la mañana he ido a ver «sacar el copo» a los pescadores, a un
lado del esbelto y blanco faro. Las gentes están ya de fiesta como
la mar y el sol. Miro animación por las calles, sobre todo cerca de
la Plaza de la Constitución, donde un puñado de barracas atrae a los
transeuntes y forasteros. La calle de lujo, la calle Larios, ofrece
sus vitrinas llenas de dulces, de pintura _criarde_ y de artículos
de París. Allá en la playa hay ropas más vistosas que de costumbre,
mantones blancos y azules, pañuelos y corbatas policromas, entre las
gentes que van a presenciar la sacada de la red. Tirada por unos
cuantos hombres y muchachos, sostenida en las aguas por odres infladas,
va saliendo poco a poco ante la inmensidad del Mediterráneo azul y
del cielo azul. Cuando llega a la arena y la recogen rápidamente los
pescadores--después de larga fatiga,--se ve la carga de boquerones
semejantes a vivas rebanaduras de plomo, los opalinos y flácidos
calamares, la pescadilla como una lanza, la sardina plateada y profusa.
De allí los recoge el vendedor callejero, que va después gritando su
calidad y llevando, como la balanza los platillos, dos cestos laterales
colgantes del palo que sostiene sobre sus hombros.

Por las calles va la gente atareada en busca de los preparativos de
las cenas caseras. Los paveros, «de su banda de pavos en compañía»,
como canta la sonora guitarra del poeta Rueda, van, en efecto,
conduciendo, con una vara larga como de alcalde y un ancho sombrero,
a los suculentos animales que son de costumbre y ley en noche de
Navidad. Se compran en las dulcerías y confiterías las sabrosas cosas
miliunanochescas o monjiles, hechas de harinas y mieles, y cuya
nomenclatura regocijaría a pantagruélicos abates: turrones y mazapanes,
pestiños, roscas, tortas de aceite y manteca, y entre cien otros, los
polvorones de Estepa y Laujar, los alfajores exquisitos y golosinas de
almendras y azúcar que se deshacen inefablemente en el paladar. Apenas
me referiré a la _charcuterie_ nacional, con sus salchichones de Vich,
sus chorizos de Candelario y la Rioja y Extremadura, sus incomparables
morcillas y salazones, y la egregia butifarra catalana. Las frutas
tienen admirable representación en los puestos que se establecen a la
entrada de la calle Nueva, con una variedad y lozanía que sorprenden.
Junto a la uva deliciosa del país, cuya fama es universal, y junto a
las doradas naranjas dulcísimas, se ve la americana chirimoya y la
misma caña de azúcar, y la banana, que han brotado en este suelo al
amor de un clima casi tropical. El mercado de frutas en plena calle
es a la manera de un zoko árabe, por su bullicio y movimiento, lo
pintoresco de las gentes, los borriquillos cargados, los tipos mismos
populares y la invisible y perdurable influencia que los antiguos
habitantes africanos dejaron en el ambiente de esta ciudad indolente,
poética y llena de cálida gracia.

Y he de celebrar siempre, ante todo y después de todo, el hechizo de
la mujer malagueña, indudablemente la primera en hermosura en todo el
reino de belleza que es la tierra de España. Hay que ver Málaga en
un día como éste, con sus calles y paseos, su Caleta y el Palo, su
Alameda y su nuevo Parque, animados de maravillosas rosas vivientes,
que van y vienen, sin coqueterías de países más parisienizados, pero
todas carne floral y colores de vida, de salud y amor. Lo mismo las
malagueñas de la aristocracia, que saben bien los usos y modas de París
y Londres, que las de la clase media y las del pueblo, llevan en sus
rostros un poema de encanto natural y una atávica chispa encendedora de
corazones que hacen revivir en las más prosaicas almas de este tiempo
práctico, un enamorado son de guzla, o una declamación que valga por
una kásida. La malagueña es sultana u odalisca. O impera con la mirada,
o halaga con la sonrisa. Hay cuerpos que van rítmicamente andando con
manera tal, que el _incensu patuit dea_ os sale de los labios. Hay ojos
malagueños que son inmensos, y en su inmensidad está todo el cielo y
todo el mar y todo el amor, junto con la inmensa voluptuosidad. Este es
don particular de la hembra de aquí, como saturada del perfume de la
ilusión moruna del mahometano paraíso. Son las anticipadas huríes. Y
como a sus abuelas les impuso el catolicismo la devoción, hay en ellas
una inquietante mezcla de ángeles católicos y zoraidas sarracenas.
Tienen el más provocador de los pudores. Las cabelleras son copiosas y
doradas o renegridas. He visto pasar dos hermanitas de las más opuestas
cabelleras: la una nocturna, de noche tempestuosa; la otra auroral.
Llevaban el pelo caído por la espalda, y no se podía menos de pensar ya
en Margarita, ya en Mignon. ¿Y Esmeralda? A Esmeralda la veis a cada
paso. Y si vais al suburbio, en el medio gitano, veis aparecer, aun en
horribles tugurios, sus dos ojos negros llenos de pasión y maleficio.

La goletera, la heroína de Arturo Reyes, sale multiplicada de su
barrio, seguida del novio y de los varios Pipirigañas que andan
alrededor suyo. Como no soy muy ducho en distinguir las de la Goleta
entre las del Perchel y de la Trinidad, se me antoja una Trini cada
moza de las que llaman barbianas, con bellos ojos y caras y cuerpos
de celeste pecado mortal. En el paseo, por la tarde, a orilla del mar
quieto y amoroso en su dulce infinito, se juntan todas esas Trinis en
grupos familiares, cerca de pequeñas hogueras en que en sartas se asan
las ricas sardinas recién salidas del copo, y que se comen calientes,
regadas después con el chispeante Montilla que pone luz solar en la
cabeza y suelta estas ágiles lenguas, estas ágiles manos y estos ágiles
pies, pues siempre se toca la guitarra, siempre se jalea, se acompaña
al tocador con las palmas, siempre se cantan las gimientes malagueñas
o los rítmicos tangos, y a veces se ve a una brava muchacha iniciar
un paso en que luce el garbo heredado de las antiguas danzarinas
andaluzas. Las percheleras y las trinitarias son famosas por su gracia
y su habilidad para el canto y el baile. Así las he admirado al pasar,
mientras un sol cariñoso teñía ya de oro, de violeta, de púrpura, el
inmenso cristal mediterráneo.

Los hombres pasan con sus trajes nuevos, las americanas ceñidas a la
torera, los sombreros grises cordobeses, los zapatos de charol con la
inevitable caña de color claro. Y con ciertos andares y ademanes que
hacen ver que el compadrito bonaerense ha heredado algo de por acá.
Y las mujeres andan como que se deslizan, con los mantones de lana,
blancos, rojos, azules, como las corbatas de los novios y amigos, y
llevan las cabezas hermosísimas, adornadas con flores, profusamente,
rosas fresquísimas y rosadas, claveles ultraviolentos, y unas especies
de crisantemas pajizas que llaman goyetinas, y que completan la
decoración floral. Quién va a la casa a preparar la cena de la noche,
quién va a las barracas a comprar juguetes con los niños; juguetes que
tienen todo el carácter local: guitarritas, castañuelas, panderetas
y figuras de nacimiento, que se venden al lado del pin-pan-pum,
divertimiento grotesco en que la brutalidad y el instinto de agresión
humanos encuentran contentamiento, lo mismo en la feria de Neully que
en la diminuta fiesta pascual malacitana. Las borracheras populares
comienzan a hacer ruido por la noche. Se oyen pasar las sonoras
«parrandas», reuniones de muchachos y muchachas del pueblo, que van
cantando coplas por las calles, coplas que recuerdan la celebración
del día, la Virgen en el pesebre, José, el niño Jesús, el buey y la
mula. Y de paso va entremezclada la copla amorosa o satírica, al son
de las zambombas, al grito de los pitos, al chocar de las almireces
y castañuelas, al rasgueo de la inseparable guitarra. Hay quien se
acuerda todavía de por qué se celebra esa noche; hay quien piensa,
por la tradición, en la estrella de los reyes magos, en la aldea de
Belén, en el Dios de los cristianos que nació pobremente, que murió
hace muchos siglos, y por el cual se pasan ratos muy agradables y
regocijados.

            La nochebuena se viene,
          la nochebuena se va,
          y nosotros nos iremos
          y no volveremos más.

      ¡Carrasclás, que gordo está el pavo;
    carrasclás, que gordito está;
    carrasclás, qué enjundia que tiene;
    carrasclás, carrasclás, carrasclás!

¿Quién se acuerda en París, al engullir el «boudin» blanco, ni de
Cristo ni de la muerte...?

Luego se va aquí a la misa del gallo. Las gentes invaden la iglesia,
iluminada como para la alegre fiesta. El órgano lanza sus chorros
armoniosos. Los villancicos resuenan, como las coplas de una celeste
juerga. Los registros de la voz humana, del bombardón, de la chirimía,
derraman sus sonidos como en un trueno de música. Hay verdadero gozo
en el ambiente, aunque la devoción no sea muy grande. Las campanas han
anunciado el nacimiento del buen Pastor, celebrado por los pastores
y adorado por los reyes. Todo eso está muy bien; y así ha llegado la
hora de ir a los ágapes copiosos en que hay tanta golosina, tanto vino
encendedor de sangre y el animal de ritual:

    ¡Carrasclás, que gordo está el pavo;
  carrasclás, que gordito está;
  carrasclás, qué enjundia que tiene;
  carrasclás, carrasclás, carrasclás!

Luego será la danza, los cantos; airosas sevillanas, donairosos
panaderos, saltantes y garbosas jotas. Y el buen pueblo continuará
en la zambra; saldrá por la población caminando al compás de sus
instrumentos, echando al aire, bajo las estrellas, estrofa y estrofa;
la parranda llenará con sus ecos todos los barrios; el vino irá
dejando vencidos, y la última canción se escuchará hasta después de
que haya salido el sol.

       *       *       *       *       *

Sol andaluz, que vieron los primitivos celtas, que sedujo a los
antiguos cartagineses, que deslumbró a los navegantes fenicios, que
atrajo a los brumosos vándalos, que admiró a los romanos, pero que,
sobre todo, fué la delicia de los africanos de ojos y sangre solares;
él es más que todo el donador de gracia y amor en esta tierra. Málaga
es predilecta del divino Helios. «En otros días, dice D. Juan Valera,
cuando teníamos en España un pronunciamiento cada seis meses, Málaga
se jactaba de ser la primera en el peligro de la libertad. Ahora que
felizmente la libertad no peligra, Málaga, con su región, bien puede
jactarse, si no de ser la primera, de ir muy adelante y de descollar
mucho en el cultivo de las letras humanas y de la palabra hablada y
escrita. Es singularísimo que los hijos de esa región se distingan
hablando y escribiendo, por dos cualidades extremas en las que se
cifra todo el poder de la palabra humana. El discurso hablado del
malagueño es torrente impetuoso que arrebata y conmueve: acusaciones
serias, chistes, burlas, sistemas políticos y económicos, y hasta
filosofías de la historia, inventado todo de repente y convertido en
masa de proyectiles para derribar a los contrarios y meterlos debajo
de los bancos; tal es la elocuencia torrencial de la región malagueña:
algo semejante a una venida del Guadalmedina.» Esas son cualidades
solares. El sol da su brillo a la imaginación malagueña, su fuerza a
la fecundidad malagueña, su singular encanto a la hembra malagueña;
Castelar no era de Málaga, era de Cádiz; hermana solar también; pero
Cánovas era malagueño. La paleta del egregio maestro Moreno Carbonero
concentra mucho de esta luz poderosa y dominante. Los poetas malagueños
Díaz de Escovar, que hace cantares oyendo el latir del corazón de su
pueblo; Reyes, que lleva la primacía, ardoroso moro, y más que andaluz
supermalagueño; Rueda, maestro en gay saber andaluz; Urbano, delicado;
Sánchez Rodríguez, triste y melodioso; González Anaya, enamorado
melancólico de su tierra; Fernández de los Reyes, que labra el verso
sincero y vibrador; todos los portaliras malagueños son dignos de su
raza solar. Son almas que sufren lejanos atavismos, de los cuales brota
el canto como la rosa del rosal.

Hay una estatua que levantar en Málaga: la de Hamehet-el-Zegrí.

Y así concluyo estas líneas sobre la Nochebuena, en pleno sol.


III

Los extranjeros que llegamos en la hora actual a España, sufrimos
ciertamente desengaños. Hemos llegado tarde; _les lauriers sont
coupés_. El progreso es el enemigo de lo pintoresco, y su nivelación
no va dejando carácter local ni originalidad en ninguna parte. Hay
andaluces de la hora presente que protestan contra la Andalucía de
figuras de pandereta y caja-de-pasas, que tanto ha dado que escribir,
cantar y pintar, la Andalucía byroniana, de Gautier, la de D'Amicis;
protestan porque quieren otra Andalucía semejante a los Dorados
comerciales en que piensa mi amigo Maeztu. ¡Ah! desgraciadamente ya
no encontramos la poética Andalucía sino muy venida a menos o muy ida
a más. El progreso aquí en Málaga, por ejemplo, ha traído los altos
hornos y se ha llevado los encantos de antaño. Las particularidades
andaluzas que antes daban viva lección de las gracias autóctonas y de
las locales bizarrías, la indumentaria misma, todo lo que constituía
tema para páginas de colorido y de dibujo característicos, queda en los
viejos libros. _El Solitario_ es tan antiguo como Nepote. En la calle
principal de Málaga hay tiendas parisienses, dos clubs. En el paseo
principal hay corso como en Palermo o en el Bois, relativamente, y la
ciudad cuenta con un automóvil, ¡oh poeta Ovando Santarén!, que no
podría entrar en tus octavas reales.

Los malagueños progresistas que quieren su ciudad igual a no importa
qué «ciudad moderna», con las abominaciones rectangulares que odiaba
el gran Yanqui, están en su derecho, como los venecianos que quieren
rellenar el _Canalazzo_ y echar al olvido las góndolas. Están en su
derecho; pero también están en el suyo los artistas del mundo que
defienden la belleza del pasado y la razón del arte. Nada más odioso
para mí que un doctor japonés vestido de londinense, que durante el
tiempo que nos tocó estar juntos en un compartimiento de ferrocarril,
me hablaba con desprecio de los pintores japoneses y de la poesía
de su raza, y me elogiaba la invasión del parlamentarismo y la
occidentalización de sus compatriotas de ojos circunflejos. Y nada más
simpático que la idea del fuerte y noble pintor Moreno Carbonero, que
inició un proyecto, según me dicen, de reconstruir la ruinosa Alcazaba
morisca malagueña, para resucitar en la ciudad luminosa un rincón
pintoresco y animado de la vida antigua, sin duda alguna más activa,
y, sobre todo, más bella que la presente. Las altas damas desdeñan
ya la mantilla. No se encuentra una maja sino en cromos. Los hombres
quieren, por su parte, parecer ingleses, como los elegantes de todos
lugares. El pueblo bajo no tiene sino vagos restos de las tradicionales
maneras. Los toreros quieren ser personajes sociales. «Don Luis» es
el célebre Mazzantini, y se habla de sus modos de gran señor y de su
biblioteca y de sus trufas. El otro Mazzantini, el _cadet_, se mete en
los asuntos electores de su pueblo, perora, toma parte activa en las
luchas políticas. La coleta queda, por milagro, como un recuerdo y como
una costumbre, que acabará por caer. Los tipos bizarros de antes quedan
para modelos de los pintores y _pour l'exportation_.

El mismo cante flamenco ha degenerado, ha perdido sus bríos antiguos.
Vagan aún gloriosas ruinas, como Chacón, famoso por sus «jipíos»,
tanto como por sus buenas fortunas en aristocráticos caprichos, y Juan
Breva, el «cantaor» de Don Alfonso XII, que, viejo corpulento, va hoy
por ahí cantando en falsetes lamentables las eternas malagueñas de
quejas e hipos, o las amorosas y armoniosas soleares, último aeda del
antes triunfante flamenquismo. Dicen de Chacón que es uno de los que
han contribuído a la ruina del cante, porque ha sido el decadente con
talento de los «cantaores», y los que le han seguido y han querido
hacer como él, han resultado con el fracaso de todos los serviles
acólitos que sin reflexión ni fuerza imitan. Donde algo queda de las
pasadas gracias nativas es en el baile, pues las danzarinas andaluzas
guardan aún las mismas condiciones que las hacen aparecer en los
exámetros de Juvenal. La exportación que ya señala el satírico, está
hoy en más auge que nunca. El baile español se ha hecho un número
preciso en todo programa de café-concert o music-hall que se respeta,
y hay países en donde es singularmente gustado, como en Rusia y en los
Estados Unidos. Carolina Otero conoce la admiración de los rublos. Y
el ilustre cubano José Martí contó, en una de sus bellas cartas, a los
lectores de _La Nación_, de Buenos Aires, cómo los yanquis salían de su
frialdad anglosajona al mover sus estupendas piernas aquella ruidosa y
preciosa Carmencita, que quedó, para regocijo de los ojos, perpetuada
en la tela de Sargent, que guarda el Luxembourg.

Así, toda joven que aprende a bailar, sueña, si es bella, con la
felicidad que existe en el extranjero, con las contratas en grandes
ciudades en que hay gloria y amor rico, en las victorias de las
Carmencitas, Oteros, Guerreros y Chavitas que van conquistando el mundo
a son de sevillana, jota, vito, seguidilla o tango. Entretanto se van
cerrando los cafés típicos de cante, aun en esta misma Andalucía de las
guitarras, coplas y claveles. Aquí en Málaga había cinco, por ejemplo,
entre ellos el famoso de Silverio, y apenas queda uno, muy mediocre
y poco atrayente. En Sevilla se cerró el sonadísimo Burrero, en la
calle de las Sierpes, después de haber tenido en su tablado todas las
celebridades guitarreras y coreográficas de la tierra, que como sabéis,
es «de María Santísima». Restan apenas las vistosas y decorativas casas
de cante y baile que puedan satisfacer la curiosidad del viajero, en
ciudades de segundo orden, como Ronda, Vélez-Malaga o Antequera, lugar
por donde muchos quieren que salga el sol...; o allá en Algeciras, o
La Línea, en las cercanías de Gibraltar, en donde los ingleses de la
guarnición van a dejar sus libras convertidas en castizas pesetas.

Yo he ido a ver aquí en Málaga el café de España. Leí el anuncio en
un diario: «Todas las noches, grandes bailes nacionales y cante, por
la célebre cantadora por Tangos la Niña de Pomares, y el aplaudido
cantador José Beda, el Jerezano. A las siete y media. Entrada al
consumo». El local es un largo salón, con mesitas, como cualquier café,
y en el centro un tablado, sin adorno alguno.

Concurrencia heteróclita; humo de cigarros; uno que otro «señorito»,
uno que otro militar, algunos campesinos, que aquí llaman catetos.
De pronto, los acordes de un piano se oyen, y aparecen en el tablado
seis u ocho mozas vestidas de semimajas; es decir, de majas, que a la
conocida indumentaria han agregado adornos y pompones a la francesa.

Llevan colores vistosos en las faldas cortas y acampanadas, en los
corpiños; y en las cabezas, rizadas y de peinados bajos, portan
moños de cintas y flores de tintes violentos, flores naturales o
artificiales. Bailan primero las boleras, que son las que llevan esas
faldas cortas, y se acompañan con las castañuelas, bailan el olé,
que tiene el ritmo de un vals; los panaderos, más despaciosos, por
dos parejas; las sevillanas, el jaleo, el vito, las soleares, las
«seguirillas», y hasta jotas. Hay cierta gracia; pero deslucen las
arrugadas medias color de carne, los trajes sin esmero, los zapatos
usados, las sonrisas forzadas en las caras llenas de pintura, los
horribles calzones que se exhiben al dar las ligeras vueltas o al hacer
un quiebre de cintura.

Después de las boleras bailan las flamencas sus polos, medios polos,
zapateados, tangos y otros bailes. Las flamencas llevan faldas largas,
no llevan castañuelas; pero hacen sonar los dedos imitándolas, y tienen
un coro de jaleadores que las anima con gritos, con los tradicionales
«oles» y «arzas», y que sigue el ritmo con las palmas. Todas esas
danzas se parecen; el extranjero, el no conocedor, difícilmente puede
distinguir la diferencia que hay entre una y otra, la cual diferencia
es de pasos y compases, con el ritmo más o menos precipitado o
contenido.

Después que han bailado, descienden boleras y flamencas a visitar
a los consumidores en las mesitas, a hacer gastar lo más que se
pueda, según la consigna del dueño del café. Todas las que he visto
son muy jóvenes y bonitas, afeadas tan solamente por lo sórdido de
los vestidos. Hay una niña de trece a catorce años, portadora de
monstruosas piernas postizas. Pregunto a un vecino qué dice la liga
contra la trata de blancas a este respecto, y me contesta que estas
jóvenes son, o por lo menos dicen que son, honestas. De mesa en mesa
van trasegando manzanilla y más manzanilla, de mesa en mesa donde hay
extranjeros o forasteros, porque los nativos conocen el juego y no se
dejan explotar. Las caras de las muchachas, cubiertas de polvos y de
afeites, exageradamente brochadas de rojo, a los resplandores de la luz
eléctrica toman reflejos extraños, se ven en una verdad lamentable,
con un aspecto cuasi grotesco, penoso y triste, en su fiesta, como en
un cuadro de Zuloaga. Las infelices beben, beben, para volver a bailar
y volver a beber. Las interpelan conocidos, de chaqueta o americana
corta y sombrero cordobés, les dicen groseras galanterías, les murmuran
proposiciones, se burlan de ellas, y, a veces, las insultan... El piano
inicia de nuevo el son, y ellas, descaradas, bestiales, ingenuas, suben
de nuevo a las tablas.

Toca a los cantadores la tarea. _Cantaor_ en realidad hay uno sólo
de los dos hombres bien afeitados y ceñidos que se sientan en sendas
sillas. Uno toca la guitarra. El otro, el _cantaor_, clava los ojos
en el aire, mirando hacia arriba, y comienza a quejarse, a quejarse
largamente; con un bastón pesado golpea las tablas, llevando el compás,
y la queja se extiende, ondulante, gemido, grito, ay, lamento; y la
boca sigue abierta, como si fuese saliendo de ella una interminable
cinta de notas gemebundas, hasta que sale el verso de la copla, que
se refiere a una de estas tres cosas, que desde hace mil años forman
el tema de los poetas andaluces: su mamá, su novia, la muerte, o
una de tantas vírgenes de su devoción. Entre verso y verso hay unos
ayes desgarradores, unos ayes feroces, de alguien a quien se está
asesinando, y entonces, del público conocedor salen unos cuantos _¡olé
ya!_ aprobativos, mientras la guitarra sigue en rasgueos, o canta o
gime también como el afeitado y berreante _cantaor_. Luego se anuncia
el «americanito». Y sale a cantar un chico de unos diez o doce años,
que bien pudieran ser catorce o quince, y grita, y gime, y berrea
también amores desesperados, habla de la Virgen y de una _puñalaíta_. Y
olé ya. Cuando llegó el chico a mi mesa me pidió un chocolate.

A él no le obligan a beber montilla ni manzanilla.

--¿Por qué te llaman «el Americanito»?

--Porque zoy americano.

--¿De dónde?

--De Buenozaire.

--¿Y te acuerdas de Buenozaire?

--No zeñó.

--¿Y cuánto hace que viniste de allá?

--Doze años.

¡Cómo no haya venido en el vientre de su madre! Y vuelta otra vez a
los bailes de las pobres muchachas pintarrajeadas, a los clamores
desesperados de José Beda «el Jerezano», y a los tangos de la «niña de
Pomares». Sale uno fastidiado, aburrido. Gautier y D'Amicis llegaron
a estas tierras en tiempos mejores. Sus almas, ciertamente, no tenían
el veneno del Livor que mata a las generaciones de hoy; pero también
las cosas de España eran distintas entonces. Imperaba la alegría de
Fortuny. Había diligencias, contrabandistas, mendigos pintorescos...
Hoy éstos abundan de todas layas... Y la vulgaridad utilitaria de la
universal civilización lleva el desencanto sobre rieles o en automóvil
a todos los rincones del planeta. Si no fuesen las soberbias mujeres,
el hechizo de la tierra, la dulzura del sol. Eso ayuda a la imaginación
y hace que aun se levanten castillos «en España».


IV

Algunos historiadores malacitanos recuerdan cierta horrorosa tempestad
que padeció este puerto el año 1567. «Aunque no ha sido el puerto
de Málaga de los más combatidos por las tempestades, no obstante,
registra varias tristes efemérides--dice el poeta Díaz de Escovar--que
cubrieron de luto a los habitantes de la ciudad». Uno de los temporales
más terribles, que ocasionó muchos daños y no pocas víctimas, fué el
acaecido el 8 de Febrero de 1567. Pocas noticias detalladas encontramos
sobre el mismo, y sólo Martínez de Aguilar, en su _Breve descripción
cronológica de la fundación de la ciudad de Málaga_, impresa en 1819,
nos da algunos datos que hacen comprender la importancia del temporal.
Marzo, en el tomo segundo, página 72 de la _Historia de Málaga_,
escribe algunas indicaciones sobre este suceso. El puerto estaba lleno
de navíos importantes, que debían conducir cargamento de artillería,
municiones y otros bastimentos para las plazas de Africa. A bordo de
estos navíos se hallaban seis mil hombres del ejército, que tenían
necesidad de desembarcar en Cartagena. El mar, agitado violentamente,
arrojó contra las piedras de los muelles muchos de aquellos barcos.
Veinticuatro días, según Martínez de Aguilar, duró el temporal, siendo
difíciles los socorros y grande el pánico de los que veían perecer
tanto y tanto hombre y perdida tanta riqueza. No están conformes los
historiadores, de quienes estos datos tomamos, respecto al número de
navíos que se hicieron pedazos. Marzo asegura que fueron veintisiete,
cantidad con la cual no está conforme Martínez de Aguilar, que escribe
fueron veintitrés, añadiendo que sólo se salvó de aquel horrible
desastre un navío vizcaíno. El mar se cubrió de víctimas, pues muchos
soldados y marineros perecieron.

Esto me hace recordar otra catástrofe reciente que tanta conmoción
produjo; me refiero a la pérdida del buque-escuela de la marina
alemana que se despedazó contra los escollos, a la vista de la
población malagueña. El barco había salido fuera del puerto, a pesar de
amenazar mal tiempo, a hacer algunos ejercicios. La tempestad se vino
violentamente, y cuando el capitán quiso entrar a ponerse en salvo, no
pudo conseguirlo y el buque chocó contra las rocas. Todos miraban desde
los murallones y desde la playa la muerte de tantos hombres, y, si se
logró salvar a algunos, grande fué el número de los que perecieron.
Quiénes se pudieron asir a cables o boyas, quiénes lograron ganar la
costa a nado, a pesar del fragor y fuerza de las olas enormes. Fué
aquel un día de luto para la escuadra alemana, para Alemania entera
y su emperador. Y he podido ver en este aniversario las coronas que
ornaron las tumbas de algunos de los que perecieron en el cementerio
inglés de esta ciudad. La pérdida de ese barco-escuela, como la del
«Vienne» francés, es de esos golpes terribles que la ira del mar
asesta sobre los países que conquistan su elemento con el poder de las
escuadras, y la escuadra y la nación argentinas saben de esos duelos
con recordar el solo nombre de la perdida «Rosales».

A veces el mar asalta a la tierra, o temerosamente la amenaza; fuera
de los formidables cataclismos cíclicos, como aquel en que se hundió
la misteriosa Atlántida. Algunos sabréis del clamor que se oyó en el
Callao en tiempos ya lejanos: «¡El mar se sale!» Y si mi memoria no
yerra, he leído que hubo, en efecto, una invasión del mar. Pues bien,
aquí en tierra malagueña se oyó a mediados del antepasado siglo,
en el mismo mes y año en que sufrió Lisboa su histórico y terrible
terremoto, se oyó el mismo espantoso clamor. Serían las diez y media
de la mañana, dice Díaz de Escovar--que sabe admirablemente los
pasados y presentes secretos, leyendas e historias de su ciudad--del
27 de Noviembre de 1755, cuando violentas oscilaciones, que, según
el autor de las _Conversaciones malagueñas_, duraron de cinco a seis
minutos, conmovieron los edificios de Málaga. A la vez se esparció
entre los vecinos la pavorosa voz de que «el mar se salía». Díaz de
Escovar, que es varón creyente y valiente en su fe católica, confiesa
que no ha de entrar «en disertaciones sobre si la voz fué hija de una
extraña realidad o alucinación de exaltadas fantasías». No faltan
historiadores, cuyas dotes de veracidad son notorias, que la presenten
como verdadera. Barbán de Castro parece dar a entender que la voz no
fué sobrenatural, sino que se esparció y propaló de unos en otros, casi
instantáneamente.

Esto es más racional y más verosímil por más que nada hay imposible si
Dios lo quiere. Paréceme que Málaga, país en donde los gitanos dicen
la buenaventura, lleno aún de terrores medioevales como estaba, fué
posiblemente presa de una vasta autosugestión colectiva, días después
de la ruina de la capital lusitana.

O había terremoto y maremoto, y alguien gritó: «¡el mar se sale!».
Aunque ni esto último parece, pues ese mismo citado Barbán de Castro
dice en su _Cronología_: «¿Quién creyera que estando el mar entonces
con la mayor quietud y serenidad visible, pues era la hora más
proporcionada para ello, se pudiese persuadir a todo un pueblo tan
numeroso a que creyese que el mar se le tragaba? Se puede con toda
verdad asegurar a nuestros venideros, que apenas hubo persona de todos
estados y condiciones que no creyese a un tiempo mismo que el mar,
como decían, se había salido, y era menester huir aceleradamente a
los montes». A los montes volaron las gentes, por lo que según parece
no fué cólera del mar, sino broma neptuniana; de gente se llenaron los
cerros de San Cristóbal y Gibralfaro, que están junto a la ciudad. De
Escovar escribe que: «El magistrado de la ciudad recorrió las alturas,
costándole gran trabajo y no pocas palabras convencer a los que allí
se refugiaban de que sólo existía una alarma infundada, que tenía por
base el miedo, pues el mar estaba tan sosegado como intranquilos los
espíritus de los habitantes de Málaga. Los menos temerosos volvieron a
la ciudad. Se publicaron bandos referentes a los hechos ocurridos, en
los que se anunciaba que si ocurriese novedad alguna se avisaría por
medio de la campana que había sobre la Puerta de Mar, en cuyo sitio un
regidor perpetuo, con centinelas avanzados, en el caso de notar algún
movimiento peligroso, o extraño en el mar, dispararía algunos tiros
al aire, que servirían de señales». Y si gustáis de la nota cómica en
medio de las tribulaciones, he aquí lo que cuenta, entre otras cosas,
un escritor que presenció los sucesos: «El Dignidad de Tesoro de
nuestra iglesia, al ver correr a las gentes a buscar el campo quiso
seguirlas, y pareciéndole que en calle de Beatas se atrasaba a otros,
porque el manteo y el sombrero le estorbaban, los soltó en la calle,
para seguir la marcha, alzándose bien la sotana. Advirtiendo después
que en ella llevaba, entre el pecho, metidos los guantes (me contó él
mismo), que los arrojó al suelo, pareciéndole que aun aquello le servía
de embarazo». Y agrega Medina Conde: «Fueron muchas las confesiones
generales que se hicieron, y reformó más este susto que muchas
misiones».

       *       *       *       *       *

He ido a ver en día de mar agitado la playa malagueña. El agua, que
tantas veces ha mostrado a mis ojos su espejo de azules profundos
y pacíficos, ruge y se arquea y avanza hacia la tierra de manera
tal, que bien se explica hayan padecido el legendario susto los que
gritaban: «¡El mar se sale!» Las espumas saltan sobre las macizas obras
del puerto que aquel gran malagueño que se llamó D. Antonio Cánovas
del Castillo dejó a su ciudad nunca olvidada. Por el lado del faro
la furia marina se manifiesta igual, y a lo largo de la vía que se
extiende hacia la parte de la Caleta. Hablando en poeta diría que la
espuma de los briosos caballos de Neptuno, o la hirviente leche de los
rebaños que «carnerean» sobre la revuelta superficie, o bien el agitado
jabón que mil colosales Nansicaas derraman de colosales artesas, llega
alzándose, echando al aire saladas pulverizaciones, rompiéndose en las
piedras, hasta salpicar los jardines que en floridas mansiones hay para
encanto de hidalgos, ricos o adinerados extranjeros.

He visto, a pesar de la mar brava, que los pescadores estaban sacando
sus redes con gran trabajo. Me he acercado a ellos. Unos veinte hombres
de cada lado tiraban, aprovechando la llegada de la ola, las cuerdas
resistentes; y luego hacían esfuerzos para que la vuelta del agua no
les quitara lo ganado.

Poco a poco, bajo el sol y casi desnudos, hacen su tarea. A veces les
bañan los espumarajos; a veces les hace retroceder la potencia del
agua, y se entierran hasta más arriba de los tobillos, encorvados
con la cuerda del hombro. Y parece que el monstruo está colérico,
sin razón, como la fatalidad, contra esos pobres trabajadores del
mar. Porque las cóleras del mar son así, como todas las cosas de la
naturaleza, iguales para todos. La hormiga o el hombre, el acorazado
o la lancha del pescador, son aplastados por la misma invisible mano,
sorbidos por el mismo visible elemento, unidos en la destrucción, en la
universal muerte. Thalasa no sabe si el rey loco la manda azotar, o si
están allí los pies de ese otro rey para mojarlos o no. Ella vive en su
misterio. Hace su eterna obra, cumple su destino infinito. Apenas si
se comunica con los corazones que se acuerdan con la palpitación del
suyo, con las mentes de los soñadores y pensadores que se hunden en lo
insondable del tiempo y del espacio, con los buzos de Dios.

La ronca mar sigue en sus vaivenes y en sus clamores furiosos, y los
pescadores tiran de su «copo». Un grito señala el momento de unir
el empuje. Entre los que trabajan hay ancianos, hombres robustos,
adolescentes dorados de sol, niños que están aprendiendo los oficios
del agua y del viento. Un capataz vigila. A lo lejos se recortan en el
lejano horizonte las velas latinas que andan aguas adentro. Los colores
del agua cambian. Aquí es el blanco lácteo de las espumas, en seguida
un gris verdoso, en seguida verdeoscuro, luego verdepálido, luego azul.
Y las voces del mar enojado son roncas, hondas, cuando se desploman los
arcos de cristal y de ámbar, alborotadas como de muchedumbre al saltar
los ramilletes enormes, las cascadas espumosas, y con ruido de sedas,
de papeles que se rozan, de condor que se arrastra, del aire entre los
ramajes de pinos de un bosque.

Gracias a Dios. A pesar de la cólera del mar, a pesar del ímpetu de
esas poderosas fuerzas, he aquí que los pescadores han sacado por fin
el «copo», y más cargados de peces que otras ocasiones en que los he
visto trabajar con viento propicio y Mediterráneo en calma. La red
ha traído un buen por qué de calamares, sardinas, rojos salmonetes,
pequeños y saltantes boquerones, un crecido, feo y amarillento pulpo.
Los pescadores están contentos. Y me alejo pensando--asociación de
ideas--en Wells, en Víctor Hugo y en N. S. Jesucristo.



[Ilustración: LA TRISTEZA ANDALUZA]



[Ilustración]


¿HABÉIS oído a un «cantaor»? Si lo habéis oído, os recordaré esa voz
larga y gimiente, esa cara rapada y seria, esa mano que mueve el bastón
para llevar el compás. Parece que el hombre se está muriendo, parece
que se va a acabar, parece que se acabó. A mí me ha conturbado tal
gemido de otro mundo, tal hilo de alma, cosa de armonía enferma, copla
llena de rota música que no se sabe con qué afanes va a hundirse en
los abismos del espacio. El «cantaor», aeda de estas tierras extrañas,
ha recogido el alma triste de la España mora y la echa por la boca
en quejidos, en largos ayes, en lamentos desesperados de pasión. Más
que una pena personal, es una pena nacional la que estos hombres van
gimiendo al son de las histéricas guitarras. Son cosas antiguas, son
cosas melodiosas o furiosas de palacios de árabes... He oído a Juan
Breva, el «cantaor» de más renombre, el que acompañó en sus juergas
al rey alegre don Alfonso XII. Juan Breva aúlla o se queja, lobo o
pájaro de amor, dejando entrever todo el pasado de estas regiones
asoleadas, toda la morería, toda la inmensa tristeza que hay en la
tierra andaluza; tristeza del suelo fatigado de las llamas solares,
tristeza de las melancólicas hembras de grandes ojos, tristeza especial
de los mismos cantos, pues no se puede escuchar uno que no diga muerte,
cuchillada, luto, virgen penosa o nota crepuscular. A la orilla del mar
he oído cantar a un mozo pescador, que descansaba junto a una barca; y
su canción era tan triste, tan amarga, como las coplas de Juan Breva.
Cantan lo mismo las muchachas frescas, rosadas de vida, que ponen
claveles en las ventanas y que tienen un novio. Porque así son aquí la
vida y el amor; todo lo contrario de lo que piensan los que sólo han
visto una Andalucía a la francesa, de exposición universal o de caja
de pasas. En verdad os digo que este es el reino del desconsuelo y de
la muerte. El amor popular es inquieto y fatal. La mujer ama con ardor
y con miedo. Sabe que si engaña al novio, le partirá éste el pecho y
el vientre de un navajazo. «Una puñalaíta». Hace algún tiempo, en un
florido patio malagueño, se celebraba una fiesta, y cierta gallarda
moza se puso a cantar. Cantaba maravillosamente. De pronto cantó una
copla que dice en dos de sus versos:

    ¿No hay quien me pegue un tirito
    en medio del corazón?

Un loco, o un enamorado novio, estaba allí, y sacó una pistola, y le
pegó el tiro, en medio del corazón. Estos salvajes amorosos son así.
Antaño no habría sido pistola, sino gumía. Todos los poetas de estas
regiones son dolorosos y excesivos, fatalistas, o violentos. Todos son
amados del sol. Todos no: he aquí uno amado de la luna...

En uno de estos crepúsculos de invierno, en que el Mediterráneo ensaya
un aspecto gris que borrará la aurora del siguiente día, he comenzado
a leer el libro de un poeta nuevo de tierra andaluza, el cual acaba
de aparecer y es ya el más sutil y exquisito de todos los portaliras
españoles. Al hojear su libro _Arias tristes_, lo juzgariais de un
poeta extranjero. Fijáos más; es un poeta completamente de su tierra,
como su nombre. Se llama Juan, como el Arcipreste, y Jiménez, como el
Cardenal. Surge en momentos en que a su país comienzan a llegar ráfagas
de afuera, sobre más de una parte derrumbada de la antigua muralla
chinesca que construyó la intransigencia y macizó el exagerado y falso
orgullo nacional. Quiero decir que llega a tiempo para el triunfo de su
esfuerzo. Como todo joven poeta de fines del siglo XIX y comienzos del
XX, ha puesto el oído atento a la siringa francesa de Verlaine. Mas,
lejos del desdoro de la imitación y ajeno a la indigencia del calco,
ha aprendido a ser él mismo--_être soi mème_--y dice su alma en versos
sencillos como lirios y musicales como aguas de fuente. Este poeta
está enfermo, vive en un sanatorio, allá en Madrid. Así, en su poesía
no busquéis salud gozosa ni rosas de risa. Cuando más, a veces, una
sonrisa, una sonrisa de convaleciente:

                  Convalescente di squisitti mali...

pero en la cual se insinúa uno de los más grandes misterios de la vida.
Cuando Camille Mauclair, el crítico meditativo del «Arte en silencio»,
se complacía en escribir versos, colocó un volumen de verbales
sonatinas de otoño bajo la invocación de Schumann; Jiménez tiene como
patrono de su libro musical y melancólico al melodioso Schubert. Antes
de cada división de sus poemas, aparecen, a la manera de introducción,
las notas de «El elogio de las lágrimas», de la «Serenata», de «Tú
eres la paz». Se penetra así, a la influencia de la música, a uno como
parque de dulzura y de pena en donde, al amor de la luna, un alma dice,
como el ruiseñor, sus arias crepusculares o nocturnas. Nunca como ahora
se ha cumplido el precepto de Pauvre Lelian: _De la musique avant toute
chose..._ Ya antes dijo el celeste Shakespeare:

      The man that hath no music in himself,
    Nor is not mov'd with concord of sweet sounds,
    Is fit for treasons, stratagems, and spoils;
    The motions of his spirit are dull as night.
    And his affections dark as Erebus...

Conozco de esos seres. Y veo, en cambio, a través de esta poesía de
sinceridad y de reserva, a un tiempo mismo, la transparencia de un
espíritu fino como un diamante y deliciosamente sensitivo. He aquí
un lírico de la familia de Heine, de la familia de Verlaine, y que
permanece, no solamente español, sino andaluz, andaluz de la triste
Andalucía. Es de los que cantan la verdad de su existencia y claman
el secreto de su ilusión, adornando su poesía con flores de su jardín
interior, lejos de la especulación «literaria» y del mundo del
arribismo intelectual. Su cultura le universaliza, su vocabulario es el
de la aristocracia artística de todas partes, pero la expresión y el
fondo son suyos como el perfume de su tierra y el ritmo de su sangre.
Desde Becquer no se ha escuchado en este ambiente de la península
un son de arpa, un eco de mandolina, más personal, más individual.
Pudiendo ser obscuro y complicado, es cristalino y casi ingenuo. Se
diría que tiene timideces de orfandad, como el Maestro--_¡priez pour
le pauvre Gaspard!_--si no se viesen brillar a la luz de la luna las
espuelas de oro de sus pies de príncipe, que estimulan los bríos de un
pegaso joven y ardiente cuyas crines están húmedas de rocío matinal.
El poeta dice, como la Ifigenia de Moreas: «Es dulce el sol», pero
sus ansias y sus visiones están alumbradas por el _clair-de-lune_. Y
hay allí en esos versos admirables y exquisitos, las mismas visiones
y las mismas ansias que en las coplas populares que cantan las mozas
enamoradas, y los sonoros, duros y aullantes _cantaores_. Allí está la
irremediable obsesión de la muerte, de la podredumbre sepulcral, de
los corazones partidos, de la tristeza matadora. Sólo que el artista
tiene una cultura europea, y si no fuese su «acento» mental, no se le
conocería el origen ni la patria, y sus arias podrían ser _lieder_
germánicos o sonatinas parisienses que acompañaría la música de
Debussy. Hay un olor a violetas. Hay paisajes entrevistos como por una
ventana, cielos y campos de viñeta. Hay una gran castidad poeana, a
pesar de los gritos de la vida; hay valles que tienen un ensueño y un
corazón:

      El valle tiene un ensueño
    y un corazón; sueña y sabe
    dar con su sueño un son triste
    de flautas y de cantares,

hay flautas pánicas, dulces flautas campesinas. ¡Deliciosos romances!

      Río encantado, las ramas
    soñolientas de los sauces,
    en los remansos dormidos
    besan los claros cristales.

      Y el cielo es plácido y dulce,
    un cielo bajo y flotante,
    que con su bruma de plata
    va acariciando los árboles.

Ese romance suena a la música del divino Góngora; y para nosotros, los
americanos, a la música de un rimador de encantos y de tristezas, de
un adorable orfeo cubano, ha tiempo desaparecido. Esas notas las hemos
oído en las cuerdas que acariciaba la mano de Zenea. Escuchad a Jiménez:

      Llora el ángelus de otoño
    la campana de la iglesia,
    un ángelus mustio, muerto
    entre la lluvia y la niebla.

Recordad a Zenea:

      Baja Arturo al occidente
    Bañado en púrpura regia
    Y al soplar el manso alisio
    Las eolias arpas suenan.

En todo el libro de Jiménez hay una, diríase, sonrisa psíquica, llena
de la suavidad melancólica que da el anhelo de lo imposible, antigua
enfermedad de soñador. Los que hablan de un arte enfermo, juzgo que
se equivocan. No hay arte enfermo, hay artistas enfermos; y en las
almas es como en la naturaleza. Hay maneras de expresión que da el
obscuro destino. Los antiguos no andaban errados cuando hablaban de la
influencia de los astros. Hay maneras de expresión que da el obscuro
destino, y no exijáis a una pálida flor de lis que tenga los colores
violentos de una rosa roja, ni modestia a la cola del pavo real, ni
un solo de ruiseñor al papagayo. El poeta nace, sí; todas las cosas
naturales nacen; lo que no nace es lo artificial. Así, no penséis
en que Francis Jammes o Juan R. Jiménez harían mejor en pensar en
el porvenir político de sus respectivas naciones, que en decir los
sentimientos que brotan al calor apacible de sus dulces musas. No seas
alegre, poeta, que naciste absolutamente amado de la tristeza, por tu
tierra, por la morena y amadora y triste Andalucía; y porque tu sino te
ha puesto al nacer un rayo lunático y visionario dentro del cerebro.

Hay en este libro vagas reminiscencias literarias; por ahí pasa, un
momento, un enlutado misterioso semejante al de la estrofa mussetiana,
el enlutado «qui me ressemble comme un frère»; suena uno que otro
acorde de fiesta galante--íntima, sin decoración ni preciosismo--y se
alzan, bajo la claridad lunar, los chorros de agua de Lelian, «sveltes
parmi les marbres». Y Febe, aquí; allá, más allá, siempre:

      Las noches de luna tienen
    una lumbre de azucena,
    que inunda de paz el alma
    y de ensueño la tristeza.

      Yo no sé qué hay en la luna
    que tanto calma y consuela,
    que da unos besos tan dulces
    a las almas que la besan.

      Si hubiera siempre una luna,
    una luna blanca y buena,
    triste lágrima del cielo
    temblando sobre la tierra,

      los corazones que saben
    por qué las flores se secan,
    mirando siempre a la luna
    se morirían de pena.

      Mi jardín tiene una fuente
    y la fuente una quimera,
    y la quimera un amante
    que se muere de tristeza...

Hay de cuando en cuando, entre los sedosos romances, estrofas que
hacen vibrar sus consonantes de armónica, sus acordes de ocarina. Lo
preciso se junta a lo indeciso. Y el amor del astro en todos los siglos
misterioso lo melancoliza todo. El poeta explicará su atracción: «Libro
monótono, lleno de luna y de tristeza. Si no existiera la luna, no sé
qué sería de los soñadores, pues de tal modo entra el rayo de luna en
el alma triste, que, aunque la apena más, la inunda de consuelo: un
consuelo lleno de lágrimas, como la luna. Los que os hayáis estremecido
bajo las estrellas, oyendo venir en la brisa la sonata de un piano,
sintiendo qué pobre es la vida entre la noche y ante la muerte, dejad
caer la mirada sobre estas rimas iguales, de un mismo color, sin otros
matices que los que en la noche surgen confusamente de los macizos
del jardín, allá donde están las flores casi ahogadas en la negrura.
Y soñad conmigo con las visiones blancas de siempre y con los poetas
muertos: Enrique Heine, Gustavo Becquer, Pablo Verlaine, Alfredo de
Musset; y lloremos juntos por nosotros y por todos los que nunca
lloran.» Mirad con simpatía esa juventud que, en estos impudentes
tiempos, tiene el franco valor de las lágrimas: _Lacrimabiliter_.
Juzgad que ha elegido bien el patronato de Schuber. «Llave de plata de
la fuente de las lágrimas», dice Shelley de la música. El poeta nuevo
toca esa llave y hace caer el agua de la fuente una vez más. Así,
Andalucía, entre todos tus tocadores de guitarra y de pandereta, entre
todos los que hacen literatura alegre con tu color y tu exuberancia,
te ha nacido un sonador de viola, de arpa, que sabe cantar, noble y
deliciosamente, a la sordina, la recóndita nostalgia, la melancolía que
llevas en el fondo de tu pecho. En tu copioso y fuertemente perfumado
jardín lleno de claveles, ha abierto sus pétalos armoniosos una rosa
de plata pálida espolvoreada de azul. Y yo tengo fe en la vida y en
el porvenir. Quizá pronto, la nueva aurora pondrá un poco de su color
de rosa en esa flor de poesía nostálgica. Y al ruiseñor que canta por
la noche al hechizo de la luna, sucederá una alondra matutina que se
embriague de sol.



[Ilustración: GRANADA]



[Ilustración]


HE venido, por un instante, a visitar el viejo paraíso moro. He venido
por un ferrocarril osado, bizarría de ingenieros, hecho entre las
entrañas de montes de piedra dura. He visto inmensas rocas tajadas; he
pasado sobre puentes entre la boca de un túnel y la de otro; abajo, en
el abismo, corre el agua sonora. Así el progreso moderno conduce al
antiguo ensueño. Y cuando he admirado la ciudad de Boabdil, he tenido
muy amables imaginaciones. He pensado en visiones miliunanochescas.
He recordado el título del lírico libro del provenzal Aubanel: _La
granada entreabierta_. Y he ideado las impresiones de la pequeña
alma de una coccinela pequeñita que se pasease por una granada
entreabierta... Va por la corteza rugosa que acaba en una corona, que
ha sido flor roja como una brasa. Va, la pequeñita coccinela, por
las durezas lisas o ásperas de la cáscara, hasta llegar al borde,
desde donde se divisa el interior palacio de pedrería... Y los rayos
solares ponen el encanto de los juegos de la luz en el corazón de la
granada entreabierta; y la coccinela penetra entre las riquezas que se
presentan a sus ojos, y se maravilla de ese esplendor, y luego sabe
que el corazón de la granada es dulce como la miel. Como la almita
de esa bestezuela de Dios mi alma. He mirado la corteza rugosa de la
antigua capital mahometana, en un tiempo muy poco propicio, entre
calles lodosas y bajo un cielo nublado; mas luego he ido hacia la
parte entreabierta que deja ver el corazón de su historia y su propio
corazón. Y he visto la pedrería fantástica de un arte exótico, amoroso
y sensual. Y después, el sol ha brillado; y así, la encantadora ciudad
se me ha mostrado primero brumosa y luego luminosa. Y sé que el
corazón de la granada entreabierta es dulce como la miel.

Razón tuvo el rey que lloró como una mujer... Es este uno de los países
en que uno crearía, para una primavera sin fin, un jardín de ilusiones.
Un «carmen». Carmen, verso... Jóvenes enamorados, parejas dichosas de
todos los puntos de la tierra, si sois ricos, venid a repetiros que os
amáis, en el tiempo de la primavera, a un carmen granadino; y si sois
pobres, venid en alas de vuestro deseo, en el carro de una ilusión, en
compañía de un poeta favorito... Verso, carmen.

He tenido, por llegar en este frío Febrero, un singular gozo; estar
solo en la Alhambra y en el Generalife. En otra estación, la afluencia
de viajeros abruma y perturba, como en todos los lugares adonde
puede guiar el rojo Baedeker. Pues es esta una de las ciudades más
frecuentadas por los rebaños de la agencia Cook. Además, el guía,
discreto, no ha pretendido instruirme evocando la sombra del erudito
Riaño. Los rebaños de la agencia Cook, que van a dar de comer a
las palomas de Venecia, a oir el eco del baptisterio de Pisa, y a
reflexionar sobre la inclinación de la torre; los que andan en
busca de la especialidad señalada en las guías, o narrada por los
_commis-voyageurs_, ya se sabe lo que vienen a ver a Granada: los
mosaicos y azulejos, que antaño destrozaba el turismo; la Alhambra
anecdótica: «¡ah, cómo gozaban aquellos moros!»; _Chorro e Jumo_, el
rey de los gitanos y los tangos de las gitanillas, en las cuevas, en
donde se compran cestillas de mimbre y candiles de cobre. En otra
ocasión y en otra parte, me he complacido en bailes de gitanas que
bailaban maravillosamente, y he contado cómo el pintor Carolus Durán
dejó caer en el corpiño de una pequeña Esmeralda un luis de oro. En
cuanto al lamentable rey _fâlof_, vestido como los contrabandistas de
la era romántica, con una indumentaria de comparsa de ópera cómica,
«¡palojinglese!» le he mirado al pasar, a la entrada del palacio.
Ya está muy viejo el pobre modelo de Fortuny, y vive apenas de las
propinas anglo-sajonas.

No me perdonaríais que a estas horas os resultase con el descubrimiento
de Granada. Todos, más o menos, acariciáis el recuerdo de vuestro
«último abencerraje», y si no, el yanqui Washington Irving os
habrá, de seguro, conducido por estas encantadoras regiones. Pero
no es posible poner el pie en este suelo atrayente, contemplar la
decoración histórica de estos recintos de leyenda, sin hacer un poquito
el Chateaubriand. ¿Quién no se siente en un caso igual poseído de
ese tartarinismo sentimental, que sin que notemos a la inmediata su
influencia, nos solidariza un tanto con los tipos de nuestras lecturas,
con los personajes que nos han hecho pensar y soñar un poco, por la
poesía de su vida, que nos liberta por instantes de la prosa de nuestra
existencia práctica cuotidiana? Así, pues, no he de negaros que he
evocado a la bella Lindaraja cerca de su mirador, que he lamentado una
vez más la atroz expulsión de los moros, de aquellos moros cultos,
sabios, poetas, con industrias hermosas y pueblo sin miserias. Desde
la Alhambra se mira el soberbio paisaje que presenta Granada y su
vega Deliciosa. A la derecha, la antigua capital, el barrio actual
del Albaicín, con sus tejados viejos, sus construcciones moriscas,
su amontonamiento oriental de viviendas; al frente, la ciudad nueva,
en que la universalidad edilicia sigue el patrón de todas partes; a
la izquierda, la verde vega, con sus cultivos y sus inmensos paños
de billar; más acá, cerca de la mansión de encajes de piedra, los
cármenes, estas frescas y pintorescas villas, donde los granadinos
cultivan en los ardientes veranos sus heredadas gratas perezas, sus
complacencias amorosas y sus tranquilas indolencias. En el fondo, la
sirena coronada de blancura. En verdad se sienten saudades del pasado.
Se comprende el entusiasmo de los artistas que han llegado aquí a
recibir una nueva revelación de la belleza de la vida. Se piensa en
los novelescos guerreros y amadores que vinieron del Africa cercana a
anticiparse en este país espléndido un poco del cielo mahometano. Nadie
ha vivido la poesía como esa misteriosa y pensativa raza de hombres
tristes de amor y de fatalidad. Su arte labra esas mansiones de recelo
y capricho con talento de abejas. La decoración viene de la naturaleza
misma, de las líneas de florales, de las geometrías de la clara del
huevo batido o de los cristales de la nieve. Su arco diríase imitado
de las herraduras de sus caballos; sus columnas de los datileros, o
de los tallos de las azucenas. Y hay algo de inaudito y de fantástico
en todo esto, de manera tal, que vienen al pensamiento esas moradas
ilusorias en que habitan los inmortales príncipes de los cuentos que
cuenta la prodigiosa Scherezada. Y tan no puede separarse la poesía
de estas mágicas arquitecturas, que sus decoradores y ornamentistas
aprovechaban sus magníficas caligrafías para adornos, adornos que
al mismo tiempo que los ojos con sus combinaciones y bizarrías
de caracteres, halagan la mente con el sentido de las suras o la
significación de los versos. Y ¿ese encanto del agua, transparencia,
frescor, armonía, en los patios de mármol, para creyentes en cuya
religión son obligatorias las abluciones, y ardientes poligamos en cuyo
paraíso el primer premio es la limpia, perfumada, adolescente y siempre
virgen belleza femenina?

El agua por todas partes, en las copiosas albercas, en los estanques
que reproducen las bizarrías arquitecturales, en las anchas tazas como
la que sostienen los leones del famoso patio, o simplemente brotando de
los surtidores colocados entre las lisas losas de mármol. Comprendían
aquellos príncipes imaginativos que hablaban en tropos pomposos, que
la vida tiene hechizos que hay que aprovechar antes de que sobrevenga
la fatal desaparición. Fijáos en el significado de las inscripciones
decorativas que a cada paso encontraréis: «Yo soy una esposa con las
vestiduras nupciales, dotada de hermosura y perfecciones. Contempla el
esplendor que me rodea y comprenderás la gran verdad de mis palabras.
Mira también mi corona, la encontrarás semejante a la luna nueva. Ibn
Nazar es el sol de este orbe del esplendor y la belleza. Permanezca en
su elevado puesto sin miedo a la hora del ocaso. Mientras yo, llena
de gloria por misericordia suya, publico siempre sus felicidades.
Contempla este esplendor. Aquí se establece para administrar justicia a
sus siervos. Siempre que de aquí se aleja, sus vasallos se entristecen
de no encontrarlo. Pues por mi Señor Ibn Nazar colma Dios de beneficios
a los que le sirven. Habiéndole hecho descendiente del Señor de la
tribu de Jaxred Saad, hijo de Obada». ¡Gloriosos nazaritas y feliz
Abul Walid Ismael! Y allí en dos nichos de la sala de Comares:
«¡Alabanza a Dios! Yo deslumbro a los seres dotados de hermosura con
mis adornos y mi diadema, pues los luceros descendieron a mí desde
sus elevadas mansiones. Aparece el vaso de agua que hay en mí como un
fiel que en la quibla del templo permanece absorto en Dios. A pesar
del transcurso del tiempo, continuarán mis generosas acciones dando
alivio al que tiene sed, y albergue al indigente. Pues por mí pasan
las numerosas liberalidades de mi Señor Abul Hachach. Nunca dejan de
brillar en mí sus resplandores, pues su luz resplandece aun en las
tinieblas de la noche. Tallaron sutilmente los dedos de mi artífice
mis labores, después de haber ordenado las piedras de mi corona. Me
asemejo al solio de una esposa, pero soy superior a él, pues contengo
la felicidad de los desposados. Aquel que venga a mí sediento, le
conduciré a un lugar donde encuentre agua limpia, fresca, dulce y
sin mezcla. Pues yo soy a manera del arco iris cuando aparece, y el
sol nuestro Señor Abul Hachach. No dejen de vivir sus bondades tanto
tiempo cuanto la casa del Excelso continúe concediendo los favores de
la peregrinación». Por todos lugares encontraréis las alabanzas al
dichoso dueño y morador, y, sobre todo, a Alah. Nada que contenga mayor
filosofía que la divisa de los Alhamares: «Sólo Dios es vencedor».
Para disfrutar tranquilamente de la magnificencia y suavidad de estos
parajes y recintos, ninguna ayuda mejor que la tradición, eso que no
está en los libros ni certifican los documentos. Así, al llegar a la
pila en donde algo que se asemeja a una gran mancha sangrienta llama
la atención del visitante, no escuchéis a los que os dicen que Ginés
Pérez de Hita inventa, y creed firmemente en que esa oscura tacha de
mármol es debida a las rojas degollaciones de que se habla en las
leyendas de zegríes y abencerrajes. Y cuando estéis en el patio de
Lindaraja, no pongáis atención a los arabizantes que os pretendan
explicar la etimología del nombre y negar la existencia de la linda
figura; antes bien: imagináosla muy rosada, muy blanca, muy ardiente
para el amor, y con unos ojos almendrados, de negros mirares, como
corresponde a una verdadera sultana de cuento. Los traductores como
Lafuente Alcántara pueden serviros para saber que en la taza de la
fuente, en ese patio, dejó un poeta estos pensamientos: «Yo soy un
orbe de agua que se ostenta a las criaturas diáfano y transparente;
un gran océano, cuyas riberas son obras selectas de mármol escogido,
y cuyas aguas, en forma de perlas, corren sobre un inmenso hielo
primorosamente labrado. Me llega a inundar el agua; pero yo, de tiempo
en tiempo, voy desprendiéndome del transparente velo con que me cubre.
Entonces yo y aquella parte de agua que se desprende desde los bordes
de la fuente, aparecemos como un trozo de hielo, del cual parte se
liquida y parte no se liquida. Pero cuando mana con mucha abundancia,
sólo somos comparables a un cielo tachonado de estrellas. Yo también
soy una concha, y la reunión de las perlas son las gotas. Semejantes
a las joyas que la diestra mano de un artífice colocó en la corona de
mi Señor Ibn Nazar, del que con solicitud prodigó para mí los tesoros
de su erario. Viva con doble felicidad que hasta el día el solícito
varón de la estirpe de Galeb, de los hijos de la prosperidad, de los
venturosos, estrellas resplandecientes de la bondad, mansión deliciosa
de la nobleza. De los hijos de la kabila de los Jazrech, de aquellos
que clamaron la verdad y ampararon al profeta, él ha sido nuevo Saad,
que con sus amonestaciones ha disipado y convertido en luz todas las
tinieblas. Y constituyendo a las comarcas en una paz estable, ha hecho
prosperar a sus vasallos. Puso la elevación del trono en garantía de
seguridad a la religión y a los creyentes. Y a mí me ha concedido el
más alto grado de belleza, causando mi forma admiración a los eruditos;
pues ni jamás se ha visto cosa mayor que yo en Oriente ni en Occidente,
ni en ningún tiempo alcanzó cosa semejante a mí rey alguno ni en el
extranjero ni en Arabia». Salones, torres, ajimeces, bordadas piedras,
aéreos calados, baños, jardines, miradores... Aquí encuentro que había
Justicia; más allá que había Salud; más allá que había Belleza; más
allá que había Placer. Eran sabios aquellos hombres de turbante; eran
buenos, eran fuertes y eran artistas.

Si la Alhambra es más grande, más suntuosa, más imponente, el
Generalife es más cordial, más íntimo, más amable. «Delicioso para el
amor», escribió en el álbum de la dulce mansión una mujer llamada
D.ª Cristina Santoyo. D.ª Cristina sintetizó así todo lo que pueden
hilar los literatos y rimar los poetas sobre este rincón hechicero.
Yo no sé si la marquesa de Campotejar, dueña actual de esa maravilla,
es joven; pero si no lo es, tiene que haberlo sido y que haber amado
en este nido de ensueño; y, por lo tanto, haber tenido por escenario
de su amor el que le envidiarían todos los reyes de la tierra. Cuán
explicables son los entusiásticos arranques del viejo Dumas, en las
cartas en que se manifiesta poeta y amoroso: «Lo que hay de maravilloso
en el Generalife, señora, no son por cierto sus salas, sus baños, sus
corredores, pues que esto lo encontraremos en la Alhambra mejor y más
bien conservado; lo que es allí bello, maravilloso, son sus jardines,
sus aguas, su vista. Permaneced, pues, en medio de esos jardines lo que
os sea posible, señora; embriagáos con los perfumes que no encontraréis
iguales, porque en parte ninguna se hallarán reunidos en un más pequeño
espacio tantos naranjos, tantos jazmines, tantas rosas; impregnáos con
la muelle frescura que despide el agua, porque tampoco en parte alguna
veréis brotar tantas fuentes, despeñarse tantas cascadas, rodar tantos
torrentes; y, en fin, mirad por cada abertura, que cada abertura es una
ventana abierta sobre el paraíso. Y lo que más os seducirá, señora,
es ese sabor de Arabia que ha quedado flotando en el aire». Yo he
gustado ese sabor de Arabia desde que penetré por entre la doble fila
de cipreses y entré por la baja y ancha puerta del Generalife. Buenos
genios me amparaban en mi paseo solitario. Por guía tuve a la hija del
jardinero, una preciosa niña de trece a catorce años, rubia y seria,
que me enseñó el secular ciprés, bajo el cual se sentaba la sultana
Zoraida, y el estanque, y los mirtos, y los rosales, y las salas en que
en los viejos lienzos se representan los antiguos señores, y el gran
árbol genealógico, y las galerías silenciosas en donde dan ganas de
suspirar y de besar. ¿Para qué hablaros de lo demás? ¿Para qué deciros
vulgares noticias de las guías, datos y fechas que os resultarían
ridículos? ¿Para qué hablaros de la Granada actual, de la ciudad que
hace política y en donde se pregonan las últimas noticias del conflicto
ruso-japonés? He dejado Granada con pena, por su corazón de mármol
labrado, por su viejo corazón, por sus divinas vejeces, que hace más
adorables una naturaleza singular. Es uno de los pocos lugares de la
tierra en que uno querría permanecer, si no fuese que el espíritu
tiende adelante, siempre más adelante, si es posible fuera del mundo,
«anywhere out of the world!» Y al dejarlo, han venido a mi memoria las
estrofas de una romanza que en mi niñez oía cantar:

      Aben Amet, al partir de Granada,
    su corazón desgarrado sintió,
    y allá en la vega, al perderla de vista,
    con débil voz su lamento expresó...

[Ilustración]



[Ilustración: SEVILLA]



[Ilustración]


AUNQUE es invierno, he hallado rosas en Sevilla. El cielo ha estado
puro y francamente hospitalario pasadas las primeras horas de la
mañana. La Giralda se ha destacado en espléndido campo de azur. Luego,
las mujeres sevillanas, entrevistas por las rejas que hay a la entrada
de los patios marmóreos y floridos, dan razón a la fama. He visto,
pues, maravilla.

No sin razón es esta la ciudad de don Juan y la ciudad de don Pedro.
Siempre la poesía, la leyenda, la tradición, os saldrán al encuentro.
Estrella, el Burlador, el Monarca cruel, el Barbero... Por eso el
grande y armonioso José Zorrilla se recomendaba aquí evocando el nombre
de su Tenorio y de su Rey justiciero. El turismo viene, por moda, a la
Semana Santa. Es decir, a pagar cuentas enormes de hospedaje, a dormir
sobre una mesa de billar en veces, y a ver pasar las procesiones, entre
católicos irreligiosos, santos macabros, cristos lívidos y sangrientos
con cabelleras humanas. Al mismo tiempo, el viajero escuchará los
gritos extraordinarios de las saetas y las carceleras. En el día
aprovechará la buena ocasión para ir a ver a las cigarreras en la
fábrica, con sus _deshabillés_ sugerentes; si ha leído _La femme et le
pantin_, de Pierre Louys, tanto mejor; y volverá a su país diciendo que
ha conocido el encanto sevillano. No, ciertamente, indiscutiblemente,
el encanto sevillano está en otra parte. La Semana Santa y la feria
son notas singulares, y las cigarreras ayudan al color local que se
ha conocido en las lecturas; pero el alma de Sevilla no tiene gran
cosa que ver con todo ese pintoresco reglamentario. Ni con eso, ni
con el industrialismo y la vida comercial que puebla de barcos las
riberas del Guadalquivir; ni aun con el batallón trashumante de toreros
calipigios que se entretiene en la estrecha y retorcida calle de las
Sierpes. El encanto íntimo de Sevilla está en lo que nos comunica su
pasado. Su alma habla en la soledad silenciosa; así el alma triste de
toda la vieja España. Dicen sus secretos las antiguas callejuelas en
las horas nocturnas. Y nada es comparable a la melancolía grave de sus
jardines, esos jardines que ha interpretado pictórica y magistralmente
en melodías del color el talento excepcional y hondo de Santiago
Rusiñol--ese «ruiseñor» de la fuerte Cataluña.

¡Sevilla! Las injusticias de la fama no tienen gran fundamento:
abominad la célebre calle de las Sierpes en donde existió un célebre
café flamenco que se llamaba el Burrero...; abominad la manzanilla
misma, que es un brevaje aceitoso y poco amable; abominad, aunque os
gusten los toros, a los toreros fuera del coso. Pero adorad, extasiáos,
para vuestro reino interior, en los jardines del Alcázar sevillano--,
como en Aranjuez, como en la mágica Granada. De todo lo que han
contemplado mis ojos, una de las cosas que más han impresionado a
mi espíritu son esos deleitosos y frescos retiros. Ni las vetustas
murallas carcomidas de siglos, que aún atestiguan el viejo poderío de
los conquistadores romanos, ni los restos visigodos, ni la esbelta
Giralda mauritana, cuyo nombre alegra como una banderola, ni la Torre
del Oro a la orilla del río, ni las magnificencias del Alcázar, que
renuevan en mi memoria las sensaciones experimentadas en la Alhambra
granadina, nada me ha hecho meditar y soñar como estos jardines
que vieron tantas históricas grandezas, tantos misterios y tantas
voluptuosidades. La culpa la tiene en gran parte ese don Pedro que
tenía tanto de don Juan...

Cuando uno entra, a un lado de las galerías que llevan el nombre de
aquel raro monarca que comprendía la belleza morisca, que tuvo mucho
de oriental, mucho del Arum-al-Raschid de «Las mil y una noches», lo
primero que conmueve es el más blando de los silencios, apenas turbado
por el fino hilo líquido que cae de un surtidor en el ancho estanque de
verdes aguas. El suave viento mueve el ramaje de dos grandes magnolias
vecinas. Y entre rosales y arrayanes, se descienden dos graderías y se
va a ver lo que se llama los baños de doña María de Padilla. Hay una
grande y larga piscina, bajo bajas bóvedas góticas. Nada más. Pero,
¿qué importa? Pintores ha habido que han intentado resucitar el sensual
capítulo de la bella novela de vida. Quedáos al amor de vuestras ideas.
¿No oís cantar los pájaros de la primavera? ¿No veis al monarca que se
acerca entre las flores nuevas y lujuriantes? ¿No oís el ruido del agua
transparente en donde el cuerpo sonrosado de la real querida forma a
su rededor círculos de diamante? Ella ríe, el duro rey sonríe. Cerca
hay palomas blancas y de plumajes que la luz tornasola; y un pavón
de Oriente, vestido de orgullo, ostenta sus gemas, como un visir de
fiesta. Ahí tenéis el encanto sevillano.

Más allá iréis al jardín de la gruta, y allí los arrayanes forman un
famoso y pueril laberinto; y en un rústico templete, bajo extraña
bóveda, una blanca estatua de dos mujeres unidas por la espalda, arroja
de sus cuatro pechos cuatro chorros de agua. Neptuno decorativo os
saluda en el llamado jardín Grande, y en el del León hay señaladas
huellas leoninas: _hic sunt leones_. Es en efecto aquí donde se
conserva el cenador del césar Carlos V. Allí, entre los mármoles y los
policromos azulejos y las maderas admirablemente talladas, las águilas
imperiales guardan el orgullo de sus actitudes y recuerdan la presencia
desvanecida de la soberbia y soberana persona.

Cuando salís, lleváis una sensación imborrable.

Como decía antes, por las calles os llamará siempre, con su callada
voz, la tradición. En vano, en las vías estrechas, os hará pegaros a la
pared el tranvía eléctrico. En vano los vendedores de antigüedades os
querrán atraer con sus letreros en inglés. Por muy poco meditativos o
poetas que seáis, tendréis que pensar en uno de los dos hombres-sombras
zorrillescos, don Pedro o don Juan.

Allá en la iglesia del hospital de la Caridad, me he inclinado ante
nombres ilustres, de mosaistas, pintores y tallistas; bastará el solo
de Murillo multiplicado en obras excelentes, como un Dios Niño que se
apoya en el mundo, todo gracia, y un Moisés en que Bartolomé Esteban
demuestra que celeste suavidad y pincel dulce no le impiden el dar
cuando le venía en voluntad una nota de fuerza. Y luego el realista
y macabro Valdés Leal, cantado en las labradas rimas de Gautier, que
renueva en más de un cuadro el triunfo de la muerte, y las visiones
cadavéricas de los frescos del camposanto pisano.

Cuenta un cronista que al ver pintada tan a lo muerto la descomposición
en el ataúd, dijo Murillo a su amigo el artista: «Compadre, esto
es menester mirarlo con la mano en las narices». Mas, pasad a la
sacristía. No os detengáis en la visión de San Cayetano, de Céspedes,
ni en el San Miguel, de Roela.

Ved ese retrato del tiempo viejo, ved ese caballero firmado por Valdés
Leal y ved esa espada antigua, que en estos tiempos de ruines prosas
no hay mano digna de tocar. Ese caballero orgulloso, cuya estatua se
ha inaugurado recientemente, es un _révenant_, es un habitante del
ensueño, es un vecino de la ciudad de la eterna ilusión, es un héroe de
la poesía, un fantasma de capa y espada. Ese hombre es el asesino del
amor y el campeón de la voluptuosidad. Es el Sr. D. Miguel de Mañara,
celebrado en la inmortalidad del arte bajo el nombre de Don Juan. Y esa
es su espada. Está en una sacristía, porque ya sabéis que el diablo
cuando se hizo viejo se metió fraile.

En la catedral mucho hay que admirar y las guías lo detallan; pero
allí también, como en todos lugares, es el pasado el que os detiene
con su historia o con su página legendaria. Así, de ese púlpito que
encontráis en un patio, en donde predicaron varones ilustres como el
vigoroso Vicente Ferrer, pasáis a las maravillas de las naves, en donde
gloriosas paletas dejaron telas de valor y de renombre. Y la anécdota
tradicional os espera asimismo por toda capilla y rincón, desde el
colosal San Cristóbal, junto al altar de la Gamba, hasta el pequeño
Niño Jesús, al cual llaman el mudo, obra de Montáñez. Y aquí llega la
nota curiosa.

Encontráis gentes de añeja devoción, a quienes dirigís la palabra,
y que, por más que les habléis, no os dan contestación alguna. Esos
son fanáticos que han hecho al niño rubio del altar la promesa del
silencio por un tiempo determinado. En una de las capillas--y aquí la
anécdota es moderna--está el famoso San Antonio, de Murillo, cuadro
que fué mutilado por un visitante norteamericano, que creyó oportuno
aislar el santo del resto de la composición para provecho propio.
Sabido es que el cónsul español en Boston tuvo denuncia del paradero
del fragmento pictórico y logró rescatarlo. Hoy, gracias al arte y
habilidad de un pintor eminente, el cuadro aparece restaurado, y no se
notan las señales de la amputación del robador yanqui.

No os detendré ante las muchas obras artísticas y renombradas que aquí
se guardan, pues son tantas y tales que hay libros de eruditos, como
Cean Bermúdes, que están dedicados a ellos. Pero no dejaré de deciros
que veáis cierto fúnebre monumento que está cerca del Cristóforo de
Pérez de Alesio, el cual monumento es obra moderna y muy celebrada,
compuesta de cuatro figuras que soportan una urna, y que seguramente
os es familiar por las ilustraciones. En esa urna--¡descubríos!--están
las cenizas, las discutidas cenizas de Cristóbal Colón, que antes
estuvieron depositadas en la catedral de la Habana. Creo que el más
impasible e indiferente de los americanos, no dejará de sentir así sea
una vaga emoción delante de ese puñado de huesos. Hasta después podrá
llegar la eterna Eironeia, y haceros comprender que no es muy grande el
favor que nos hizo.

La tarde estaba alegre y dorada cuando pasé el Puente de Triana para
ir al barrio de ese nombre tan cantado en las coplas. ¿Diré que tuve
más de una ilusión deshecha? Fuera de una que otra ventana llena de
los tiestos usuales en toda Andalucía, y una que otra cara de cromo
o de caja de cerillas, no pude satisfacer mi curiosidad de belleza
sevillana. Vi mucho mozo de chaqueta y pantalón ajustado, haraganeando
en las esquinas, no lejos de los muelles en que el sevillano trabajador
suda en los afanes del tráfago moderno. Vi portales sin aseo y tiendas
de salazones, y una diligencia a la antigua, que al lado del eléctrico
tranvía iba cargada de gentes y maletas a alguna parte. Vi la Torre
del Oro bañada del oro de la tarde, y el río de un color sucio
amarillento; y a lo lejos las alturas que empezaba a borrar, a esfumar
el crepúsculo. Y si no volví contento de Triana, puesto que quizás yo
iba con la idea de un Triana fantástico, o imposible o demasiado a la
francesa, tuve un desquite con la salida de una bella niña y una vieja
dueña de una vieja iglesia. Doña Inés del alma mía y su inseparable
guardadora.

[Ilustración]



[Ilustración: CORDOBA]



[Ilustración]


UNA modesta estación; un ómnibus que va mal que bien por la calle,
sobre baches y fango.

Mal tiempo. He ahí mi primera impresión en la ilustre y secular
Córdoba. En cambio, los verdes naranjos, en los cercanos jardines,
y flores a pesar del tiempo, me resarcieron del inicial desencanto.
El hotel en que me hospedo da a la vía principal de la población,
la alameda llamada del Gran Capitán, en memoria de aquel magnífico
guerrero D. Gonzalo, cuya casa natal estuvo por este punto. Cuando la
lluvia ha cesado y puedo salir, veo grupos de gentes estacionados en
la alameda, el eterno grupo de ciudad española, que conversa y «mata»
las horas.

Fuera de este paseo, de que están orgullosos los habitantes, las otras
calles son marcadamente típicas, descendiendo de la parte alta de la
ciudad a la baja, o Ajerquia. No he podido menos que tener presente en
mi memoria a la amable Córdoba argentina, a cada paso que he dado en
la antigua Córdoba andaluza. No es que tengan nada de semejante, fuera
del espíritu de la raza llevado por los hombres de la colonia, sino
que el nombre imponía el recuerdo, y el haber sido centro de estudio
y de saber en tiempos remotos esta ciudad abuela, como esa en no tan
lejanos, continuando su tradición en los presentes. No son pocos los
pergaminos de nobleza de la patria de Séneca y de Lucano, a la cual un
latinista moderno hace declarar sus grandezas en clásicos exámetros:

      Illa ego sum quodam latialis gloria Roma
    cum dedit illa mihi quæ sibi jura dabat.
    Inter romanas sum prima colonia facta
    sola que patricio nomine clara fui.
    Deliciis fruor ipsa meis Montisque Marian
    ad cujus gremium dotibus aucta cubo...
    Piscosus me Boetis amat, me argentea cingit
    unda cabalino fonte sacrata magis, etc., etc.

Y vaya esa transcripción de sabios metros en gracia a las dos Córdobas
gloriosas, pues la de ese lado del mar también pudiera repetir con ésta:

      Mille mihi Senecæ, Lucani mille fuissenl,
    si mihi Mecoenas unus ab urbe foret.

Decía, pues, que las calles de la población me han parecido de
lo más característico, y con razón, pues según la monografía
histórico-topográfica de Ramírez, «ni en su dirección ni en su anchura
han sufrido alteración alguna sustancial desde los tiempos más remotos,
y son, por lo general, como todas las de las poblaciones antiguas,
estrechas y torcidas, o poco alineadas, por lo que es cosa digna de
reparo que en el centro de la ciudad se encuentren algunas calles de
mediana anchura». Yo, ni en Granada, ni en Sevilla, ni en Málaga, he
encontrado ese ambiente de antigüedad de esta capital esclarecida y
en una época foco, puede decirse, de la sabiduría universal. Y en la
estrechez y soledad de las calles, la reja siempre, la ventana propicia
al amorío de romance, los patios misteriosos que se entrevén. Si en
un lugar, a modo de plazoleta, está el nombre de Séneca, y evocáis la
memoria de aquel admirable filósofo y periodista _avant la lettre_,
conocimientos mentales no tan viejos se os presentarán en esas casas
de las vías angostas, y de las cuales suele brotar, inesperadamente,
el eco de un piano. Allí puede muy bien vivir la señorita doña Pepita
Jiménez; allá puede estar forjando sus ilusiones el doctor Faustino;
y si no, en una o en otra morada puede haber nacido el ilustre D.
Juan Valera, porque es sabido que, como Ambrosio de Morales y el gran
Góngora, D. Juan es cordobés.

De edades lejanísimas quedan en Córdoba huellas cesáreas. De César
quedan, cuando después de ser cartaginesa fué romana. Como colonia
patricia consta en las medallas y en los libros que fué notable. Y aun
afirma uno de sus historiadores que, siendo pretor de las Españas
citerior y ulterior Marco Claudio Marcelo, «la ciudad fué ampliada y
ennoblecida con suntuosos edificios, y parece se hizo de moda en Roma,
por aquel tiempo, poseer una quinta en los amenos campos de Córdoba».
Hoy de aquellas grandezas quedan apenas lápidas, inscripciones
monumentales, columnas miliarias, monedas de Augusto en que hay
borrosos problemas para los numismatas, y un venerable puente, al que
aún sostienen sus pesados arcos sobre el turbio Guadalquivir. Fué goda
y luego árabe, y los islamitas la elevaron en verdad a su más alta
potencia. Leer esa historia es penetrar en su vida cuasi fabulosa de
capital imperial, de un imperio de cuento miliunanochesco.

Hoy queda casi nada en comparación de los antiguos esplendores
califales; pero lo que queda, la mezquita convertida en catedral y
cuya transformación enoja a todo artista viajero, como D'Amicis, da
idea de qué clase de cerebros cubrían aquellos prestigiosos turbantes.
¿Qué sería aquella magnífica Rusafa, o huerto real, en donde el
poderoso Abderramán I, que también, como buen oriental, era profeta,
anticipándose al cubano José María Heredia el viejo, cantó a su
compatriota la palmera, entonces extranjera en esta tierra? Y sobre
todo, ¿qué escenario como de la historia del príncipe Camaralzamán y la
princesa Badura, u otros príncipes en cuyas vidas se interesaba tanto
Dinarzada, no sería la Azhara de Abderramán III, llamada así por el
nombre de la favorita del harén? En verdad, pudo venir a habitar el
palacio el rey Salomón en compañía de la reina de Saba. No os repetiré
los datos algo prosaicos de cronistas cristianos como Díaz de Rivas;
pero sí lo que refieren narradores árabes contemporáneos de aquel
espléndido califa:

«Las casas edificadas bajo un plan uniforme, con mucho gusto y
magnificencia y coronadas de azoteas, tenían jardines plantados de
naranjos, y correspondían a la grandeza y suntuosidad del alcázar a
que estaban agregadas. En la construcción de este sitio real empleó
Abderramán inmensos tesoros. Los obreros ocupados en la construcción
eran mil, mil y quinientas las mulas y cuatrocientos los camellos que
conducían materiales. Ayudáronle en la dirección de la obra los más
célebres arquitectos de Bagdad, Tosthat y Kaiorán, y de Constantinopla,
que le envió su aliado Constantino VI, regalándole al mismo tiempo
cuarenta columnas de granito, las más hermosas que pudo encontrar.
Pasaban de mil doscientas las de varias clases de mármoles que había
hecho traer a gran precio de algunas provincias de España, de Francia,
de Italia, Grecia, Africa y Asia. El exterior, así como el interior del
alcázar, contra la costumbre de los árabes, estaba hermoseado con el
mismo empeño y prolijidad que el resto del edificio, y en el interior
se encontraba cuanto el arte ayudado de la riqueza puede producir de
más bello y encantador. Las paredes estaban incrustadas de arabescos
de mucho gusto, las ventanas y puertas eran de cedro adornadas
de preciosas esculturas, y los techos pintados de azul celeste y
esmaltados de oro.

«Pero como era natural, nada llegaba al primor y riqueza que en
el salón destinado para su morada había prodigado el califa. Los
adornos de sus muros estaban formados de oro, perlas y otras piedras
preciosas, y en varios sitios, según costumbre, se leían aleluyas
alkoránicas. En una magnífica fuente de alabastro, que estaba en medio
de la pieza, arrojaban agua por la boca varios animales de oro, y en
su centro nadaba un cisne del mismo metal. Sobre la fuente pendía
una perla de extraordinario precio que al califa había regalado el
emperador León, de Constantinopla. El retrete donde estaba el lecho
de la favorita, se veía cubierto por un artesonado revestido de oro y
acero, y sembrado de piedras preciosas; y en medio del resplandor que
despedían las luces de cien arañas, saltaba un chorro de azogue que
cual plata líquida caía en un hermoso pilón de alabastro. Sobre la
puerta principal del alcázar, se veía la estatua de la hermosa esclava,
no sin indignación de los más severos musulmanes, que censuraban la
impiedad del califa, que se había atrevido a representar la forma
humana, contra el expreso precepto del Korán. Los jardines que rodeaban
el palacio correspondían a lo demás en primor y belleza, pues la
fantasía más fecunda había prodigado allí cuanto puede lisonjear los
sentidos. Bosques de mirtos y de laureles se mezclaban con los olivos,
cuyo verdor se retrataba en las cristalinas aguas de los estanques:
animales raros vagaban encerrados en jardines dispuestos para este fin
y aves de vistosos plumajes y agradable canto animaban tan encantadora
mansión.» Al suspender esa descripción, no creeríais oir la voz de
Dinarzada: «¿Hermanita, quieres contar uno de los hermosos cuentos
que tú sabes?» De tales mansiones no se gloria hoy la más soberbia de
las testas coronadas y solamente pueden contemplarse, con ayuda de
la imaginación, en las renombradas narraciones que he citado y que
ha sacado a la luz y al arte modernos la sabia voluntad y el talento
admirable del Dr. Mardrus.

Vagando de un punto a otro y perdiéndome a veces en el laberinto
de esas calles orientales, he dado con fuentes, ruinas, un curioso
monumento al ángel Gabriel, que, según tradición, ha librado a la
ciudad repetidas veces de pestes, tempestades y calamidades, y por
fin encontré lo único que verdaderamente atrae a los extranjeros: la
mezquita. En este caso, como en otros, no cabe descripción alguna,
pues muchas hay en las guías y en cien libros de viajes. Diré, sí,
que me asombró este edificio de fe, como los otros edificios de amor y
de guerra que dejaron en su amado Al-Andalus, y que uní mi voz a las
mil que han lamentado la vandálica religiosidad de los católicos que
creyeron preciso demoler obras del arte y afear el recinto de Alah para
adorar mejor a Jesucristo.

La selva de columnas, la profusión de los arcos, hacen pensar en
lo que sería cuando no había tapiadas puertas y la luz penetraba
lateral. Se diría una vasta petrificación de palmeras. Y gracias que
aún queden joyas arquitecturales y de mosaico, cual ese prodigioso
mihrab o sagrario mahometano, que es la admiración de los conocedores.
Aunque hay en la parte de intrusa construcción española muy notables
trabajos, como el coro, el visitante no tiene pensamientos más que
para los islamitas, que sabían edificar tan bellas moradas de oración.
Al entrar, da deseos de cambiar los zapatos por un par de babuchas, y
murmurar que «sólo Dios es grande».



[Ilustración: GIBRALTAR]



[Ilustración]


I

DESDE que llegué a Algeciras, sentí que ya no me encontraba
completamente en España. No descendí en la estación, sino a la entrada
del muelle, a un paso del Hotel Anglo-Hispano y del Hotel Reina
Cristina, dos establecimientos ingleses. El tren llega hasta allí
para comodidad de los ingleses. Desde luego la línea férrea entre
Bobadilla y Algeciras es propiedad de una compañía inglesa. En el hotel
me encuentro con que todo el mundo es inglés. En el salón de lectura
casi todos los diarios son de Londres. Alguien me asegura que desde el
Hotel Reina Cristina, que está construído en una altura y en el cual
se eleva un largo mástil, se hacen señales semafóricas con Gibraltar.
Al día siguiente tomo en el muelle inglés el vapor de la misma
nacionalidad, que me conduce al Peñón.

       *       *       *       *       *

Un malagueño que se llama Paquito y que es portador de una guitarra, va
a bordo. Una joven miss se ha acercado a él y en muy buen castellano le
invita a que le dé una lección al aire libre, sobre cubierta. Paquito
se excusa. Luego, allá a solas conmigo, me hace sus confidencias.

--¡Vamos, que los ingleses no me agradan! Voy a Gibraltar por unos días
a ganar un dinerito... A usted, si gusta, le invito para que me oiga
tocar y cantar.

La enorme mole se va agrandando sobre el fondo del cielo invernal.
Se distinguen las casas escalonadas sobre la roca, y más tarde los
muelles y escolleras; por todas partes el ir y venir de barcos, y, con
ayuda del anteojo, las innumerables baterías, la floración de cañones
que hacen del promontorio un inmenso panal de piedra y acero en que
aguardan el momento propicio para lanzarse los enjambres de avispas de
fuego que alborotará la mano de la guerra.

--¿Qué le parece, Paquito?

Paquito alza los hombros, resignado. Después, a media voz, me canta,
junto a la borda del barco, una canción, con ritmo de tango, cuyas
patrióticas y desgreñadas estrofas, no por serlo dicen menos lo que
siente el corazón popular.

      España fué la nación
    que más lauros conquistó;
    por la tierra y por el mar
    extendió su autoridad;
    al grito sacrosanto
    de Castilla y de León,
    clavaba en lo más alto
    su glorioso pabellón.
    Tiempo feliz que de fijo
    para siempre ya pasó.
    Al comparar la antigua situación
    con la actual, causa pena y dolor.
    De ira y de vergüenza
    deberíamos llorar
    al contemplar, y es la verdad,
    que nuestra dignidad
    manchada está
    desde que vió ondear
    la bandera inglesa
    en el Peñón de Gibraltar.
    Qué vergüenza da,
    que vergüenza da, y es la verdad.
    Aunque el mundo sabe
    que ese invencible Peñón
    hoy es inglés
    por una traición.
    Porque jamás pudo vencer
    el pueblo inglés al español,
    y en lucha igual, franca y leal,
    el Aguila se humilla ante el León.
    Pero ha de llegar
    el día en que volvamos
    nuestro Peñón a recobrar
    y ese día cerca está,
    y subiendo a lo más alto,
    y allí gritando ¡viva España!
    nuestro glorioso pabellón clavar.

¡_Alas poor_, Paquito! Mientras das al aire suavemente esa cordial
protesta, yo admiro a estos fuertes y temibles hombres. Este Peñón es
el más vasto altar, el más colosal monumento de la conquista y de la
guerra. Por un lado se impone dominante sobre España, por otro sobre
Africa, y el Mediterráneo que vió en lejanos tiempos la omnipotencia
latina, presencia hoy la omnipotencia de Britannia, sobre las olas--,
_on the waves_.

       *       *       *       *       *

El vapor atraca al muelle. Al pisar tierra, creo entrar en un cuartel.
Las murallas, los fuertes, las amenazantes baterías de la altura están
ante mi vista. Al entrar por una puerta de la ciudad, un soldado me da
un cartoncito con un número y un permiso para circular por ella hasta
el cañonazo de las doce. En una plazoleta, oficiales rojos enseñan el
ejercicio a soldados kakhi. Una banda suena a lo lejos. Por fin, heme
aquí en un hotel carísimo--parece que no hay de otros en la ciudad--y
luego, en la calle, para aprovechar mi tiempo.

Noto que, a pesar de todo, no se ha logrado desarraigar el idioma. Toda
la gente habla español. En las vitrinas de las tiendas, los objetos
están expuestos con los precios escritos en inglés y en español.
Asimismo la moneda española circula, y se puede pagar una cosa,
correspondientemente, en chelines o en pesetas. Mas la poderosa Roma
moderna impone su sello. Hay algo de cada colonia que podéis observar
al paso. Aquí un negro, más allá un hindú, que os vende labores de
Persia y del Indostán. No os extrañarán, por la vecindad, los moros,
y los muchos malteses y judíos en sus tiendas curiosas. Los tipos son
marcadísimos. He visto en verdad y en una esquina, a Alí Babá. Y los
cuarenta ladrones, entre ellos el cochero que me pasea; y a Shylock,
junto a un sórdido mostrador, un Shylock como el que hace Novelli,
todo vestido de negro. Pasan, en fiacres de toldos amarillos, soldados
y oficiales, que se dirigen a los cuarteles. Veo, no lejos, humo de
chimeneas, y oigo agitación de máquinas. Sobre todo se siente el peso
de una consigna y la regularidad dura de la vida militar. Aquí se han
de leer mucho los versos de Rudyar Kipling. Todos esos caras morenas de
comerciantes de la India, sonríen al Tommy que pasa. Los judíos están
contentos porque hacen negocio. Los gibraltarinos están satisfechos
porque los negocios van siempre bien. Y los españoles vecinos, de la
misma manera, pues hay aquí buen mercado para los productos que se
importan. Por su parte, los militares llevan una existencia de lo más
agradable, pues tienen desde «whisky-and-soda» hasta «music-hall», con
estrellas de la Alhambra londinense, y cacerías en tierra española, con
todo el confort y cuidado que un inglés pone en esas cosas.

       *       *       *       *       *

Allá lejos, pasadas las puertas del lado sur del puerto--una española,
otra inglesa, puertas gemelas que decoran sendos escudos, el uno
del tiempo de la antigua dominación, el otro moderno--; más allá de
los jardines que en la roca escueta han hecho florecer con bellas
vegetaciones las activas autoridades, he ido a ver los trabajos de los
grandes diques en construcción. Los trabajadores bullen en la inmensa
escavación, afanosos. Se me dice que de algunos días a esta parte
se han recibido órdenes de apurar las tareas. Se escucha el ruido
de las dragas. Los pitos de vapor silban, las vagonetas cargadas de
tierra corren, la multiplicada labor se siente incansable. Se ve que
es la energía británica la que dirige. Hay aspectos imprevistos, de
rincones floridos, cerca de las garitas y de los depósitos. El cochero
que he tomado en Gunners Parade, me lleva hasta una de las baterías
bajas, donde un enorme cañón rodeado de proyectiles, también enormes,
amenaza al mar. Hay en las entrañas de la colosal roca vastos trojes
de guerra, en previsión de posibles cercos, así fuesen los traídos por
consecuencia de una liga continental.

Hay cordones de bocas de fuego en las distintas salientes del Peñón.
Y, a pesar de lo que se murmura contra la capacidad del ejército
inglés, hay una admirable disciplina, y se ve que una inteligencia
ordenada y eficaz ha precedido a todo el abastecimiento y defensa
de ese formidable castillo natural sobre las olas. No soy perito en
cuestiones militares, pero no sé hasta qué punto tenga razón un miembro
de la Cámara de los Comunes, Gibson Bowles, en las afirmaciones hechas
en un ruidoso folleto sobre la vulnerabilidad y debilidad estratégica
de Gibraltar. Sin embargo, a la simple vista, no me parece de una
imposibilidad absoluta que por el lado de tierra, un ejército audaz
y bien dirigido pudiese llegar a tomar la gran fortaleza, apoyado
por modernísimos cañones, que encontrarían el más estupendo blanco
que imaginarse puede. Por esto es muy explicable la actitud celosa
de Inglaterra que, cada vez que el gobierno español ha intentado
fortificar su territorio por los lados peligrosos, ha protestado por
medio del embajador en Madrid, y ha impedido toda probabilidad de
futuros perjuicios. Por su parte, el almirantazgo y el ministerio de
guerra londinenses tienen siempre buenos centinelas. De Rooke a White,
todos los que han tenido mando en el Peñón han sido espíritus hábiles
y meritorios soldados. Me parece que en los versos de Paquito el
malagueño, hay profecías difíciles de cumplirse. En Highest-Pont, en
The Galleries, en Signal-Station, hay muchos ojos vigilantes. Y cada
día que pasa se va aumentando el número de cañones, el trabajo de los
diques de carena y el arreglo y buen mantenimiento de los innumerables
galpones, bodegas y depósitos de municiones y víveres. Hay talleres
excelentes y cantidades de carbón crecidísimas. El nuevo muelle,
concluído casi, es de primer orden, como los otros en construcción. Una
lluvia de libras esterlinas amaciza y fortalece todo eso.

       *       *       *       *       *

Difícil de abordar el gobernador, el secretario colonial, Mr. Evans,
es en verdad tipo simpático y afable. Un mi compañero ocasional, Mr.
Fox--sonriente zorro anglosajón, que viaja por placer y sport, y que
ha recorrido todo el mundo, se hace lenguas del secretario.--«¿Y la
guerra, Mr. Fox? ¿Y la guerra?»--«No sabe nadie lo que puede pasar.
Pero Inglaterra es tan prudente como potente, y no crea usted que se
precipite a causar conflictos, de los cuales no se puede calcular el
terrible resultado. No obstante, la Gran Bretaña está lista para todo
evento. El pueblo simpatiza con el Japón, más que por la alianza, por
la antigua enemiga con el Oso. En cuanto al estado de la marina y
del ejército, no crea usted a los pesimistas. Se ha trabajado y se
trabaja. Sir Charles Beresford, no diría ahora lo que en época no muy
lejana. Esta es la opinión del vencedor de Ladysmith y de su amable
secretario». Miss Fox, que acompaña a su padre y que tiene los más
lindos ojos azules en el más fino y sonrosado rostro, aprueba. Lo cual
me hace, incontinenti, no tener ningún cuidado por la buena suerte
asegurada de los barcos y soldados de su majestad el rey Eduardo.

       *       *       *       *       *

En un solo día he visto pasar un hermoso crucero francés, tres barcos
de guerra de otras nacionalidades y como doscientos vapores mercantes.
Se espera pronto a la escuadra nacional. Además, el King Alfred y el
Diadem, que de Singapoore se dirigen a Inglaterra. Y dentro de días, la
visita del emperador de Alemania.

       *       *       *       *       *

Mr. Fox me hace saber cosas interesantes y pintorescas. Hay un club
Ladysmith que da bailes de máscaras en sus salones, situados en el
Flat Bastion Road. El ejército de salvación, por su parte, predica el
bien y pone en las calles los grandes letreros usuales, con máximas
evangélicas y declamatorios consejos. Pero los oficiales que escuchan y
siguen al pie de la letra la palabra de esos comisionistas del Señor,
son pocos como los temperantes de tal o cual asociación. Prefieren
entre el _hunting_ y el _tennis_, unas salidas gratas por el lado de
la Línea, en donde hay cante flamenco, guapas mozas españolas y el
consiguiente pale-ale y whisky de Escocia. Y aquí, en la ciudad armada,
está el Empire, a la manera de Londres, con una London Variety Company,
en que hay una «star» que se llama mademoiselle Vanmeeren.--«¡Soberbio,
Mr. Fox!--_¡I think so, Mr. Darío, The Channel Fleet will thus find
ample amusement for their evenings on shore!_»

Miss Fox mira, distraídamente, hacia la costa de España, donde Tarifa
semeja una ciudad sin vida. La banda ensaya, no lejos, todos los himnos
nacionales habidos y por haber. Las sombras nocturnas se adelantan.

       *       *       *       *       *

--¡Allo, Mr. Darío!

--¡Allo, Mr. Fox!

--¿Una taza de té?

Tomar una taza de té con Mr. Fox es un placer, cuando no da en hablar
de cacerías y otros sports. Miss Fox le acompaña siempre, y toma parte
activa en charlas sobre literatura, sobre ocultismo, sobre artes.

Ambos son admiradores de Rodín, y se esfuerzan en convencerme de que
los franceses no comprenden al gran escultor y los ingleses sí. Los
ingleses y los norteamericanos, dice Miss Fox. Se celebra la poesía de
Rudyard Kipling, algunas de cuyas composiciones, demasiado argóticas,
confieso modestamente no comprender. Se trata del valor japonés, y no
soy simpático cuando expongo mis simpatías por Rusia. Así, llegamos a
tratar de la cuestión anglo-española, la eterna cuestión de Gibraltar.

--Los españoles, dice Mr. Fox, dicen que los Ingleses ocupan Gibraltar
por una traición. Y a los japoneses se les acusa de traidores por
causa del golpe por sorpresa que inició la guerra actual. ¿Qué guerra
no es, en realidad, traidora? ¿Y qué cosa es traición, cuando se
trata de guerra? Ahora bien, si los ingleses dejaran actualmente poner
excelentes y modernísimas fortificaciones en el Fraile, en La Leña, en
Camorro, en las Palomas y en otros lugares del litoral del estrecho,
confiese usted que serían unos tontos. Puesto que usted ha leído al
filósofo alemán de «Más allá del Bien y del Mal», no tengo que entrar
en mayores disertaciones. Además el tiempo es oro.

Miss Fox pone un poquito más de brandy en mi té.

       *       *       *       *       *

Pronto he de dejar el Peñón, erizado de hierro y de muerte. Me he de
dirigir a la vecina Africa, cuyas costas se divisan, alzándose en
el fondo el grande Atlas. Mis amigos ingleses me dan una carta de
presentación para un rico árabe, que reside en Tánger, y llevo además
otra, del amable cónsul argentino en Málaga, para el administrador
español de correos en la ciudad blanca.


II

En estos días ha habido, como muy a menudo, divertimientos alegres
para los distinguidos oficiales de esta férrea guarnición. Persona que
ha asistido a ellos, me celebra la distinción y las elegancias de las
jiras sportivas. Ha sido un _fox hunting_ de lo más ameno y variado,
después de gozar los invitados de la hospitalidad de Mr. Larios--, uno
de la egregia familia que sabéis. Galopes animados hacia Salt Pans,
por amables colinas, por Agua Corte; persecución de un zorro cerca de
Polmones Village; amazonas animosas y bravos cazadores, que iban en
caballos veloces; magnífica jauría;

    Van perros de fina raza,
    Cornetas de monte, en fin,
    Cuanto exige Moratín,
    En su poema _La Caza_.

como diría, en los buenos tiempos en que hacía versos, el señor
presidente Marroquín, de Colombia. Además de zorros, ha habido
jabalíes, entre los cuales uno viejo y terrible que hirió gravemente
a dos sabuesos. Nada os diré de las excelentes provisiones, siendo
ingleses los de la partida. Hasta versos se han rimado, en los cuales
se dicen bromas anglosajonas que tocan al «honorable secretario». He
aquí esa muestra del humor britanocalpense:

      Oh where and oh where is the gallant «Hon. Sec.»
    Oh where and oh where can he be?
    There's no one to keep these bold «thrusters» in check
    No signs of E. M. can we see.
    We met at «the Farm» (sure 'twas after the Ball)
    And gossiped and «coffe-housed» there,
    And drinks (though the need of Dutch courage is small)
    While violets decket each dame there.
    _Chorus._--And there, oh yes there, was the genial «Hon. Sec.»
    His smile beaming broadly and bland
    As fietd money tickets he swift did collect
    By scores were they thrust in his hand.

Eso, con otras estrofas más, se ha cantado con uno de esos joviales
aires ingleses que habéis oído más de una vez. Así se divierten los
militares que guardan la vasta fortaleza de rocas que humilla el amor
propio de la Europa entera. Así se divierten, como en todas partes
donde moran. Unos son enviados a la India, o a otras posesiones
coloniales. Otros hay que viven aquí desde hace mucho tiempo. A veces
suena un pífano, se oyen tambores. Un grupo de soldados pasa, solemne.
Se lleva a enterrar a un compañero que quedará por siempre en el peñón,
como están en el cementerio viejo, bajo túmulos grises, llenos de
inscripciones, víctimas de Trafalgar... Pero son los amos de cuanto su
vista abarca.

       *       *       *       *       *

Como leyese las anteriores líneas a un mi amigo español que está en el
mismo hotel que yo, sonríe amargamente.--«¿Usted no sabe hasta dónde
llega la conquista de la libra esterlina y de los cañones del Peñón, en
tierras de España, en tierra de nuestro D. Quijote? Pues escuche.» Y me
lee unos recortes que saca de su cartera:

«Junto a Algeciras los ingleses disponen de campos para jugar al
«golf», de cotos para cazar, de huertas para recrearse. Apenas alguien
necesita en Algeciras vender una casa, los ingleses la adquieren, y a
buen precio. Pronto habrá en Algeciras más propietarios ingleses que
españoles. Sin embargo, Algeciras, es como Gibraltar una plaza fuerte.
Bien es verdad que esta condición no se halla justificada sino por una
vetusta batería artillada por algunas piezas de las que se cargan por
la boca; pero no importa, buena, o mala, Algeciras es una plaza de
guerra, y como tal, está sujeta a reglas especiales, ni más ni menos
que la plaza de Gibraltar.

Sin extremar, como en Gibraltar se extreman--por ser allí la
jurisdicción militar la única que rige--la dignidad, el honor, si
todavía estos vocablos quieren significar algo en nuestra patria,
debieran imponernos cierta línea de conducta. Entretanto, del propio
modo que La Línea, El Campamento y Puente Mayorga son arrabales de
Gibraltar, Algeciras se convierte paulatinamente en una dependencia
del imperio británico. Hay una provincia inglesa que tiene por capital
Gibraltar, y que comprende de hecho el Peñón, el Campo, Algeciras y
todo el territorio hasta Tarifa por un lado, y de Ronda por otro.
Es verdad que esta provincia tiene autoridades militares, civiles y
judiciales españolas; pero quien gobierna efectivamente en ellas es el
Foreign Office de Londres, y por mandato suyo, el general gobernador
de la plaza de Gibraltar. Allí no se hace nada sin anuencia de los
ingleses, en tanto que los ingleses hacen allí lo que les parece,
seguros de hallar la aprobación tácita o la sanción legal de parte de
España. La soberanía española en aquella región de la Península es una
pura ficción. Conviene hablar claro y que lo proclamemos muy alto; es
indispensable que España lo sepa: existe de hecho, enclavada en los
dominios de la monarquía española, una provincia inglesa de Gibraltar,
de la cual el Peñón es la cabeza y la ciudadela.

Los ingleses se han creado intereses por doquiera, desde la margen
del estrecho hasta la serranía de Ronda. Todo el mundo sabe lo que
significa para los ingleses la fórmula «crearse intereses». La
intervención activa de la Gran Bretaña en la colonia portuguesa
de Lorenzo Márquez y la transformación de ésta en una especie de
protectorado británico, débese principalmente al ferrocarril de
Delagoa a Komati-Port, cuyo primer interesado es un súbdito inglés.
Así también la zona recorrida por el ferrocarril de Algeciras a
Bobadilla cae, según la teoría diplomática inglesa «dentro de la
esfera de los intereses británicos». De ahí que conceptuemos este
ferrocarril como una infamia, porque, una de dos: o esta línea
aprovecha al país, o aprovecha a los ingleses: si lo primero, el más
elemental patriotismo aconsejaba que se concediese a una compañía
nacional, o por lo menos, no inglesa; si lo segundo, jamás, en manera
alguna, debía haberse otorgado la concesión a quienquiera que fuera,
y menos aun, a una compañía inglesa. Si los ingleses no se encuentran
bien en Gibraltar; si el Peñón les parece incómodo y angosto; si la
residencia en Gibraltar les es penosa, por la falta de campos, de
espacio, de comunicaciones, ¡que se vayan! pero que no vengan a exigir
de nosotros esas facilidades de que carecen. Desgraciadamente, para
oprobio nuestro, esas facilidades las obtienen con creces; gracias a
nosotros, Gibraltar reune para ellos todos los atractivos y todas
las comodidades imaginables». Todo eso es la pura verdad, y mi amigo
español me hace notar que se les ha dado y se les sigue dando hasta
tierra. ¡Hasta tierra! Sí, se ha traído mucha tierra de España y la
que se pisa, en el muelle nuevo, y más allá, es, ciertamente, «tierra
española...»

¿Y agua?

Hay aljibes admirables en que se aprovecha toda el agua que cae en
el Peñón; pero se trataba no hace mucho de concesiones de no sé qué
fuentes de la sierra al lado de San Roque. Y ha habido un diputado a
cortes que sostenía con entusiasmo esa concesión. «Gibraltar tiene en
el parlamento español «sus» diputados. Los ingleses no civilizan nunca,
corrompen, y el espíritu corruptor inglés se extiende como una lepra
a muchas leguas a la redonda del Peñón.» No obstante... Podrán los
ingleses no civilizar; más, desde Castellar, Ronda, y demás lugares
que se van acercando a Gibraltar, de donde se desborda la invasión
británica, advertís un aseo, una actividad, una higiene, un confort y
un _pale-ale_, que muy poco tienen de españoles...

No he encontrado en los habitantes de Gibraltar, originarios de
familias españolas, un manifiesto deseo de volver a la antigua
bandera... Se advierte que un nuevo espíritu se ha posesionado de la
raza. Todo el mundo ama el trabajo y procura la actividad. He recordado
la palabra del siempre citable Nietzsche: «Las razas laboriosas no
pueden soportar la ociosidad. Fué un golpe magistral del instinto
«inglés» santificar el domingo en las masas y hacerlo aburrido para
ellas, a tal punto que el inglés aspira inconscientemente a su
trabajo de la semana.» El domingo en Gibraltar, es como el domingo
en Londres, o en cualquier ciudad anglosajona. Religiosa o no, la
población se encuentra triste, opaca, sin movimiento, en un exceso de
santificaciones.

Todos los ciudadanos de Gibraltar que hablan español piensan en inglés.
El Peñón está bien asido, como por las poderosas mandíbulas de un
gigantesco bulldog. Este no soltará fácilmente, antes bien quiere
avanzar, tierra adentro.

Como he dicho, no se permite al Gobierno de España ninguna
fortificación vecina. Inglaterra desea mantener el campo, tal como
quedó establecido en 1810, cuando fueron volados los fuertes
existentes. «De 1810 a acá, dice un escritor español, cuantas veces
hemos intentado levantar las fortificaciones derruídas o construir
otras, Inglaterra ha hallado medio de hacer obstrucción. Nuestras
tentativas por recuperar en la bahía de Algeciras el rango a que
tenemos derecho, o simplemente por organizar la defensa de nuestro
territorio, corresponden a la segunda mitad del siglo XIX. El último
proyecto, el que más nos interesa, puesto que se aplica a los modernos
adelantos de la artillería y a las recientes innovaciones en el arte de
la fortificación, lleva la fecha de 1900.»

Los ingleses, por su parte, hacen perfectamente, pues una vez bien
fortificada la parte española y artillada con cañones modernos, El
Peñón estaría, dada una conflagración europea, en verdadero peligro.



[Ilustración: TÁNGER]



[Ilustración]


EN el _Gibel-Musa_, vapor inglés, después de tres horas de mar, llego
a tierra mahometana. Desde a bordo ha comenzado para mí lo pintoresco
con el amontonamiento, sobre cubierta, de moros y judíos de distintos
aspectos, blancos, morenos, de ropajes oscuros o de vestidos vistosos.
Había ancianos de largas barbas blancas, semejantes a los Abrahames
de las ilustraciones bíblicas, y mocetones robustos, hombres de faces
serenas y meditativas, mercaderes con morrales y cajas. Había rimeros
de paquetes, armas, bagajes. Había pipas humeantes de cazoleta
diminuta. Cabezas con fez, con turbante, con capuchón. Había animales.
Un árabe de negra mirada iba cuidando su caballo. Un viejo de dulce
y venerable aspecto acariciaba un cordero. Las inglesas del pasaje y
unas norteamericanas de gorrita impertinente y rosados colores sacaban
instantáneas, no sin la protesta de algunos de los africanos, que veían
en tal acto un atentado contra el precepto koránico. Atrás quedaban las
costas andaluzas. (¿No es allá, oh soberbio y famoso mulato, donde el
Africa empieza más bien que en los Pirineos?). El mar estaba apacible,
a pesar de las cóleras que le han sacudido los días pasados, y el
firmamento de un azul pacífico. Poco a poco la ciudad fué apareciendo
a mi vista, y antes, a un lado, las alturas que se extienden hacia
el interior, en donde hormiguean las kabilas; y más allá, la casita
blanca del nunca bien ponderado corresponsal del _Times_, Mr. Harris
(¡perpetúe Alah su felicidad y sus días!), que en tantas andanzas se ha
metido, y cuya cabeza ha sido deseada por tantos alfanjes de hijos del
Profeta. Ese brillantísimo colega y Mr. Mac-Lean tuvieron que salir
más que velozmente a causa de políticas aventuras, en las cuales estaba
mezclado el sultán modernista, sportman Moulai-abd-ul-Aziz (¡que Alah
le dé unos buenos tirones de orejas!), el cual no piensa más que en
bicicletas y máquinas fotográficas, cosa que no había pensado el buen
Loti cuando le vió niño en la corte de su padre.

Por fin la ciudad se presenta, sobre el celeste fondo, la ciudad
blanca, muy blanca, tatuada de minaretes verdes. Confieso que es para
mí de un singular placer esta llegada a un lugar que se compadece
con mis lecturas y ensueños orientales, a pesar de que sé que es una
ciudad profanada por la invasión europea, adonde la civilización ha
llevado, con escasos bienes, muchos de sus daños habituales. Por de
pronto, he ahí la muchedumbre de intérpretes del hotel, de dueños de
botes de desembarco que pretenden desollarnos en todas las lenguas
posibles. Y ya en el muelle, después de pasar la aduana, muchedumbre
de guías, y de los que el señor Echegaray llamaría, por no hablar como
Quevedo, galeotos. ¡La aduana! Yo no sé que es lo que le dice en árabe
a uno de los empleados de turbante y albornoz el intérprete que me
conduce; pero, como en algunos países cristianos, no me han registrado
el equipaje, y ha de costarme esa deferencia el consabido premio.
Entro a la ciudad por una de las tres puertas juntas arábigas que hay
en los muros blancos, entre una muchedumbre de albornoces, turbantes
y babuchas, burritos cargados, cargadores que atropellan, mendigos
que tienden la mano y dicen palabras guturales, amontonamientos de
fardos, de cajas, de cargamentos de todas clases. Hacia la izquierda
subo por una calle estrecha, y a poco estamos en el mercado, o Zoko
Chico, punto en donde se encuentra el hotel en que he de habitar
durante mi corta permanencia. A pesar de las tiendas europeas, a pesar
de la indumentaria de los turistas y vecinos europeos, el aspecto
de la ciudad es completamente oriental. Me siento por primera vez
en la atmósfera de unas de mis más preferidas obras, las deliciosas
narraciones que han regocijado y hecho soñar mi infancia, en español,
y complacido y recreado más de una vez mis horas de hombre, en la
incomparable y completa versión francesa del Dr. Mardrus: _Las mil
Noches y una Noche_. Es que tras esta mezcla de árabes, de moros, de
kabilas, de europeos, que constituye la población accesible, existe el
misterio y la poesía de la verdadera vida de Oriente, tal como en los
tiempos más remotos. Pues, como muy bien se ha observado, el Marruecos
contemporáneo es siempre el imperio moro del siglo duodécimo, con
su organización feudal, su lujo y sus artes exquisitas. Y comprendo
la inmensa distancia que hay entre esos espíritus de creyentes y
fatalistas musulmanes y las almas de Europa y América; entre esas razas
del animal humano llenas de ferocidades, de noblezas, de arrojos, de
vicios y de virtudes naturales, y las razas nuestras que el progreso
y la civilización han llenado de artificialidad, de sequedad y de
desencanto. El desdén inmenso que estos hombres sienten por nosotros,
tiene su base principal en el concepto distinto de la vida que hay en
su cerebro. Ellos no guardan, como los que somos cristianos, ciertas
ideas del pecado que hacen dura y despreciable la vida terrestre, y en
su inmortalidad teológica, no esperan ni premios ni castigos que vayan
más allá de nuestra comprensión.

       *       *       *       *       *

Salgo del hotel a dar mi primera vuelta por la ciudad, caballero en
una mula mansa y vieja, en una silla morisca forrada de paño rojo. Me
precede, en otra mula, el guía, un español que hace largos años reside
aquí, y que conoce el idioma perfectamente. Me sigue, a pie, un morito
vivaracho, de grandes ojos negros. Ambos llevan látigos; el guía para
los moros del pueblo, que no se apartan del camino, y el morito para
mi mula. Así pasamos por toda la larga y única calle que pueda merecer
este nombre, hasta llegar al gran Zoko, o Zoko de Barra, el mercado
principal. No nos detenemos, pues por esta vez quiero conocer los
alrededores. No lejos están las casas en que habitan los cónsules,
algunas con hermosos jardines y de arquitectura oriental. Más afuera,
en los declives del terreno, o sobre graciosas colinas, hay otras
construcciones en donde moran extranjeros. Después es la campaña. Hay
profusión de áloes y tunas, lo que en España llaman higos chumbos, y
datileros e higueras. Manchas de flores rojas y amarillas entre los
repliegues del terreno, y gencianas y geranios. Todo lo ilumina una
luz grata y cálida. No muy distante, advierto grupos de casas bajas,
aldehuelas como sembradas en el seno de los valles, y de donde se eleva
una columna de humo. Y sobre una altura, de pronto, la silueta de un
jinete. Unos cuantos soldados entran montados en sus hermosos caballos
y armados de las largas espingardas que se creerían tan solamente
propias para las panoplias de adorno y las colecciones de los museos y
armerías. Son de las tropas que vienen del interior, en donde una nueva
insurrección se ha levantado de manera tal, que desde hace algunos días
son escasas las caravanas que entran a Tánger, y, por lo tanto, sufre
el comercio.

La tarde cae y vuelvo al hotel.

He bajado a la playa, allá lejos, en donde hay casetas de baño y pasan
de cuando en cuando moros montados en sus burros, que vienen de no
sé dónde, del campo vecino, de detrás de las alturas cercanas. Hay
cerca un quiosco blanco y pintoresco, casas blancas de techos rojos,
habitaciones en que ricos extranjeros se solazan enfrente de las aguas
azules.

Desde aquí se divisa una parte de la población; en algunos puntos
jardines y arboledas; más lejos, murallones, las orientales
construcciones cúbicas, construídas como en un vasto anfiteatro. Hay
algunas de dos pisos, y tales rodeadas de otras bajas, con muchas
puertas.

Una que otra lancha se ve por ahí cerca en el mar quieto. Hay una
grande paz. Por aquí deben habitar de esos ingleses y norteamericanos
hábiles y curiosos que han sentado sus reales en esta tierra y han
explotado y explotan el país comercialmente, o como dice un buen
censor, que han hecho experiencias industriales e industriosas. Los
chalets y moradas que hay cerca de mí, muestran todos los aspectos de
nuestras mansiones de ricos occidentales.

A poco rato de vagar, he aquí que sale de una de las casas una bella
dama rubia, mientras en lo interior suena un piano. Pongo el oído
atento a lo que tocan. Es algo del _Otello_ de Verdi. No está fuera de
lugar.

Un caballero español me presenta a Mohamed-Ben-Ibrahim, moro de
letras, que ha viajado por Francia, Italia y España, y que conoce
perfectamente, para ser moro, la literatura española. Es un tipo
elegante, quizá demasiado europeizado, que a su traje flotante y
soberbio ha agregado una magnífica leontina hecha por un platero
madrileño, y un reloj suizo, de cincelados oros, con campanilla de
repetición, que se complace en hacerme oir cuando paseamos... Me
habla del poeta Zorrilla y me recita versos del maestro. Me pregunta
si Zorrilla sabía árabe y, como yo resueltamente y creyendo decir la
verdad, le digo que sí, su contentamiento es grande. Mohamed no ha
perdido mucho de su carácter nacional a pesar de sus viajes y de su
confesado afecto por las mujeres cristianas, sobre todo por esas huríes
singulares de París. Él continúa en la completa fe de sus mayores, y
es un mahometano practicante que no olvida, a la hora señalada, su
plegaria, con la mirada hacia el punto cardinal en donde la ciudad
sagrada se encuentra. Pero no es suficientemente ortodoxo... Hemos
entrado en un bar, o cosa por el estilo, que hay cerca de mi hotel,
y allí Mohamed se ha mostrado demasiado afecto a una bebida nacional
británica, muy usada por los célebres rumíes Harris y Mac Lean...: el
whisky-and-soda. «Amigo Mohamed, le digo, tengo una vaga sospecha de
que vuestro profeta no os ha dicho precisamente que el vino es bueno, y
menos el whisky». Mohamed sonríe, pero no con irreverencia occidental,
antes bien como quien va a decir una cosa de razón a quien la ignora.
«Es cierto que él peca, porque le gustan mucho no solamente el whisky,
sino los vinos de España, y sobre todo el champaña que aprendió a
saborear en los bulevares parisienses, y cierto moscato espumante
de que la admirable Italia le dió muestra exquisita, pero él es un
creyente que conoce muy bien su religión, y las condiciones que hay que
llenar para que los pecados sean perdonados y sea abierto el mahometano
paraíso. El peca, y luego va a la Meca.

No ha faltado, desde hace tiempo, una sola vez a la consagrada
costumbre, obligatoria para todo buen musulmán, y así Alah le reconoce
digno». Esto dicho, Mohamed bebe su licor escocés con fruición y vuelve
a hablar de poesía. A este propósito me confía que se ha atrevido a
hacer versos en español, y me recita algunos, no más malos que los
de tales incircuncisos que yo me sé. Me cuenta que hay marroquíes y
tunecinos que cultivan la literatura castellana, y me pondera a un su
amigo de Túnez, llamado Abul Nazar, de quien me recita unos versos a
la Giralda sevillana, que le habrían satisfecho a Zorrilla, por moros
y por zorrillescos. Abul Nazar, como Mohamed-Ben-Ibrahim, siente en
verdad que el alma del autor de _Granada_, era, siendo tan católica,
enormemente sarracena. Los versos de Abul Nazar, son los siguientes:

    Giralda, alminar gentil
    En que la belleza mora,
    Eres cautiva señora
    En extranjero pensil.

    Yo te llevara a un paraje
    Que fuera harén opulento,
    Donde regalase el viento
    Tus alharacas de encaje.

    Vieras con el ajimez,
    Que ojos finge de tu cara,
    Las lejanías del Sahara,
    Los bosques de Mequinez.

    Sobre cielos carmesíes
        Las huríes,
    Aun más blancas que el marfil,
    Se apostaran por mirarte
        E imitarte
    En tu apostura gentil.

    Desde tu altura sonara
        Dulce y clara
    La canción del Muëzín;
    Te abanicaran palmeras
        Y tuvieras
    De rosas blando cojín.

    ¡Quién abrochara tu talle
        De mi valle
    Con el nardo embriagador!
    Y a tu pecho floreciente
        Diera ardiente
    Cálido beso de amor.

¿Qué más morisco y qué más zorrillesco? Ese son de guzla es ciertamente
una oriental que se intercalaría sin detonar, entre las del autor de
_Tenorio_ o las del injustamente olvidado padre Arolas.

       *       *       *       *       *

Anoche he estado en el principal café moro. Por una puerta estrecha que
da a una angosta callejuela, se entra al no muy espacioso recinto. Hay
tapices para los del país, y mesitas para los visitantes extranjeros.
Mi amigo español y yo nos sentamos en una de las últimas. Había cerca
de nosotros varios franceses y señoras inglesas. Un mozo de rojo fez
nos sirve en pequeñas tazas el café ya azucarado y sin colar, como es
uso y como lo solemos tomar los aficionados en París en el restaurant
judío-oriental de la rue Cadet. La atmósfera está cargada, pues no son
pocos los fumadores. Unos fuman el tabaco solo, y otros mezclado con
cáñamo indiano. De pronto inicia la orquesta--¡la orquesta!--un son de
los suyos... La orquesta se compone de ocho o diez músicos que tocan
los más inverosímiles violines y violones. Veo un solo violoncello
europeo tocado por un morenote barrigón que mueve todo el cuerpo
cuando toca. Es un solo motivo repetido una, dos, innumerables veces,
motivo triste, lánguido, hipnotizante; y como no andan muy acordes
todos los que ejecutan, da la disonancia persistente, a veces, cierta
angustia. ¿Qué impresión hay en mí? En verdad, vuelve a cada paso,
por la escena iluminada por las lámparas de cobre, por el ambiente,
por los tipos y sus indumentarias, la reminiscencia miliunanochesca;
pero también pienso que no es la primera vez que escucho ese aire
monótono y veo esas singulares figuras. A la idea de cuento árabe se
junta entonces el no lejano recuerdo de la Exposición de 1900. Me
regocija un tanto, por el lado poético, el que esto esté en su centro
y lugar, aunque me amargue mi contentamiento el notar que todo se hace
para satisfacer la curiosidad y recibir las pesetas del turista, del
perro cristiano. Las cuerdas chillan rozadas por los arcos curvos, y
de las cajas sonoras, hechas unas en forma de zuecos, salen las voces
gimientes. A esto acompañan varios guitarrones a manera de laúdes, con
labores de nácar incrustados, y a todo se unen las voces cantantes de
los músicos mismos, entre los que hay jóvenes y viejos, abundando
entre los últimos siempre los rostros bíblicos, las caras de viejos
profetas aullantes.

Hay que salir de ahí para librarse de la repetición dolorosa y llorosa
del motivo oriental, que llega a causar malestar en los nervios.

       *       *       *       *       *

El canto o más bien recitado del muezzin, es de esas cosas que no
se olvidan cuando se las oye. En lo profundo de la sombra nocturna,
o a la hora del crepúsculo, o bajo la maravillosa luna que brilla
sobre zafiro celeste, su voz, en un ritmo repetido y único, confía al
viento y promulga al mundo que Alah es grande. Esta campana humana
que llama a la oración y que recuerda a las razas más creyentes del
orbe la omnipotencia del Dios poderoso, es de lo más impresionante
intelectualmente que se puede todavía encontrar sobre la faz de la
tierra, de la tierra árida de destrucciones mentales, seca de vientos
de filosofía, y que casi no halla en donde resguardar el resto de las
creencias y de amables ilusiones divinas que han sido por tantos
siglos el sostén y la gracia del espíritu de los pueblos.

Flaubert afirmaba, que si se golpeaba sobre las cabezas bellas y graves
y pensativas de estos africanos, no saldría más que lo que hay en un
_cruchon sans bière ou d'un sepulcre vide_. Yo he oído salir de estos
cerebros--quizá de los menos europerizados que en mis pocos momentos
africanos he conocido--pensamientos serios y ocurrencias interesantes.
No porque ellos tengan un punto de vista diferente del nuestro en la
vida, en el progreso y en la esperada inmortalidad, dejan de mostrar
una sensatez y largas vistas que muchos cristianos desearían. Son
excepciones, es cierto; pero no hay que olvidar que esta raza tuvo en
jaque a Europa y encendió lámparas al mundo cuando había enseñanza en
Córdoba, y gloria en Granada y en Bagdad.

El zapatero que tiene su taller en un miserable tenducho, os dice
razones discretas y, sobre todo, os trata con toda la urbanidad
apetecible, desde luego que entráis bajo su techo. Esos remendones
de babuchas son curiosísimos, y, según mi intérprete, hacen entre la
morería, como los barberos de nuestras civilizaciones cristianas:
charlar de los sucesos que pasan y entretener o impacientar al cliente
con sus conversaciones. En este caso, pues, el silencioso vivir de la
raza, tiene su contraparte...

       *       *       *       *       *

Día de mercado. El gran zocco es un vasto cafarnaum, un hervidero de
colores y de figuras bizarras, una colección rara, para el extraño, de
escenas pintorescas.

He aquí las caravanas en reposo, después de haber cruzado el desierto
para traer las mercaderías de lejanas comarcas. Los camellos, que
hasta hoy había visto tan sólo en jardines zoológicos, en la bohemia
de los circos errantes, los camellos, feos y misteriosos, cantados
tan bellamente en los versos de Valencia, están aquí en su ambiente
y bajo su cielo, unos echados, otros de pie, tristes, esfíngicos,
jeroglíficos...; y junto a ellos, sudaneses de carbón, beduínos de
gestos fieros, entre bultos y amontonamientos de cosas heteróclitas.
Más allá, mulas, caballos desensillados o con las consabidas monturas
rojas. Y un mundo de gentes diversas, un andante museo de biología
comparada, y una variedad de vestimentas y de tintes que sorprenden e
interesan. Aquí está un moro berberisco, con su capucha calada que le
cae atrás en pico: su traje que se asemeja a una clámide con mangas
que le llegan a medio brazo, y el aire poco reservado, en su cara que
llamara campechana si no relampagueasen de repente instintos terribles
en sus pupilas. Lleva las piernas desnudas, la barba afeitada, los
pies descalzos. Luego un kabila ceñudo, rapado el cabello por delante
hasta formarle una calva sobre el apretado y corto pelo negro; los
ojos crueles, la boca voluntariosa bajo un bigote escasísimo. Luego un
árabe rubio casi, de mirada soñadora y barba fina, y un árabe moreno,
de cara afilada, mentón puntiagudo que prolonga la barba negra, cráneo
alargado, gesto autoritario y siempre duro. Luego negros colosales;
¿senegalenses? ¿abisinios? ¿sudaneses?

Perdonad mi escasez de antropología en tan curiosas sensaciones
africanas; mas lo único que os diré, es que como esos gigantescos
negros eran, o deben haber sido, los que cuidaban los molosos y los
leones de la reina de Saba. Los vestidos hacen sus juegos de color en
la plaza hormigueante. Ya es el jaique blanco, ya el jaique rosado,
ya el jaique verdoso, ya el jaique obscuro o leonado; ya el amplio
albornoz majestuoso, ya los mil turbantes de varias formas. Veo
turbantes rojos en el centro, y alrededor blanquísimos, en un pesado
retorcimiento de telas, turbantes blancos de centro negro, turbantes
todos negros y turbantes todos blancos; y unos que parecen hechos
con camisas viejas y otros que parecen gordas trenzas de fulares de
lujo. Una tela es áspera y pobre; otra os da idea del gran señor que
la lleva, por los tejidos de oro que brillan en la ondulante seda o
preciosa lana. Hay albornoces que indican una categoría. Hay babuchas
ricas y babuchas miserables.

A tal comerciante le veo una leontina semejante a la de mi amigo
Mohamed-Ben-Ibrahim, y un rostro que parece haber pasado por el
pecaminoso ambiente de París. Si irá también con frecuencia en
peregrinación a la Meca... Y paso entre este mundo tan diferente al
mundo en que he vivido, con la sensación de estar en un ambiente de
fantasía. En este lado, un moro vende dátiles en confitura; más lejos
unas galletas de apetitoso aspecto; más allá, dulce de no sé qué fruta;
más allá habas; acullá aceitunas, y almendras, y pan del país hecho de
un trigo especial que llaman _dura_.

Luego, son unos ambulantes vendedores de babuchas y cueros, curtidos,
de colores vivos, orfebrerías y tejidos de oro de Fez: _chiarenas_, y
jaiques hechos a mano. Y en sus tenduchos, otros mercaderes aguardan
indolentes a los compradores de sillas de montar, de turbantes, de
arneses, de puñales, de hierros y aceros distintos, de vasos y jarras.
¿Y las mujeres? Yo no he visto sino tales envoltorios blancos, pobres
viejas, que como todas las mahometanas, tenían el pudor oriental de la
cara. A una jovencita alcancé, en un descuido, a verle el rostro, por
un lado; era hermosa, mas me pareció que estaba tatuada en la mejilla.
Mirad si un artista, en estas tierras, tiene en donde ver vida aparte,
seres aparte, y soñar su sueño, aparte...

Caminando llego hasta un grupo de gentes que ven a un encantador de
serpientes. Más lejos, unos _aissaouas_ hacen sus sabidas terribles
proezas. Al son de unos roncos tambores golpeados por las manos de sus
dos compañeros, el salvaje brujo comienza a mover la cabeza primero,
luego el busto, luego todo el cuerpo, sin mover los pies, en una
danza de cobra, de adelante atrás o de un lado para otro. Los moros
le miran en silencio. Uno de los tamboreros echa en un brasero cierto
polvo resinoso, que produce fuerte humareda, en la cual, sin dejar
su rítmico vaivén, mete la cabeza el _aissaoua_ y aspira con fuerza.
Diríase que se hipnotiza y que se anestesia. A poco toma un puñal agudo
y se traspasa un brazo, una mano, una oreja, la lengua; ase a puñados
brasas que uno ve que queman, pues se siente un repugnante olor a carne
asada...; se echa de barriga sobre un sable afiladísimo y se le ve en
la piel una herida que brota sangre...; se mete una especie de cuña en
la órbita de un ojo y el globo sale fuera, horroroso...; ase varias
víboras que dicen ser venenosas y se deja picar en los labios, en el
cuello, en la lengua... Los tamboreros siguen su son, al que agregan
un canto nasal y chillón. Para final, el brujo feroz toma un poco de
paja, la da a examinar a la asistencia como nuestros prestidigitadores,
la enrolla, la hace una pelota entre sus ásperas manos, sopla en ella y
la paja se enciende y arde sobre sus palmas hasta que se consume. Los
concurrentes le dan unos cuantos ochavos y la función concluye para
recomenzar más tarde.

       *       *       *       *       *

Al retirarme veo en otro extremo de la plaza, que forma un declive,
gran muchedumbre sentada en el suelo silenciosa. Frente al grupo
de albornoces, jaiques y turbantes de colores, se alza un árabe de
negra barba, todo vestido de blanco, tipo, en verdad, hermoso y
aristocrático. Habla, recita. Mi intérprete me explica: «Es el poeta
que cuenta cuentos». Viejos, muchachos, hombres, le escuchan como a
quien trajese noticias de reinos extraordinarios, de países de ilusión.
Bello es el espectáculo al armonioso brillar del sol de la tarde sobre
los hombres, sobre las vestiduras, sobre las cercanas casas cúbicas y
blancas. El poeta, el narrador, dice con entonaciones admirables, en
su gutural y ronca lengua, sus historias, sus cuentos. Y hay algo en
su declamación del modo de recitar de los actores franceses. Cuando
concluye, todos desfilan ante él y le dejan su óbolo.

Y al partir y al despedirme de ese lugar y de este país en donde jamás
un tholva leerá un libro de Nietszche, vuelve a mi memoria el libro
maravilloso, el libro glorioso, a quien se debe tanta magia, tanto
color, tantas sanas alegrías y visiones interiores, el adorable _Alf
lailah oua lailah_--_Las mil noches y una noche_--que empieza: «Está
referido--pero Alah es más sabio y más cuerdo y más bienhechor--que
había--en lo que transcurrió y se presentó en la antigüedad del tiempo
y el pasado de la edad y del momento--un rey entre los reyes de Sassan
en las islas de la India y de la China...»



[Ilustración: VENECIA]



[Ilustración]


ESCRIBIR sobre Venecia, insistir sobre Venecia... ¿todavía? Bien se
pudiera, para nosotros, sobre todo, con un poco del montón estético
ruskiniano, con Molmenti, con los mil de la bibliografía veneciana,
hacer, al uso del fácil literaturismo, una labor de pintorescos
retazos, como del viejo traje de Arlequín, desecho de los últimos
carnavales... No en mis días. Uno podría aparecer de repente que me
dijese: «Eso es de Ruskin», o «es de Molmenti». Os doy mejor lo mío,
mis impresiones, mis instantáneas intelectuales, a toda luz, para que
todos las comprendan y las vean. Esto me atrae desde hace ya tiempo las
simpatías de las excelentes personas que gustan de la claridad y de la
sencillez...

Así, pues, guardo mi flauta y mi violín, que me habrían servido para
ejecutar vagas rapsodias en esta ocasión, y digo simplemente que
estoy en Venecia, de nuevo, y que, desde la misma ventana del hotel
Bellevue, por donde me asomaba hace cuatro años, veo la misma joya
bizantina de San Marcos, las palomas, la plaza, con el Campanile
de menos, y los ingleses eternos, que van a visitar la iglesia, el
palacio, y a dar de comer a las palomas... La primera vez me enamoré
de Venecia con locura: hoy, creo que estoy siempre enamorado de ella,
pero haría un matrimonio de conveniencia... No porque la juzgue muerta,
como Maurice Barrés, porque Anadiómena no muere, sino por las malas
frecuentaciones y relaciones que ha tenido; no por su decadencia,
sino por su profanación. Profanación del peor vicio cosmopolita que
viene a flotar en góndola, para dar color local a sus caprichos; del
ridículo literario de todas partes, que escoge como decoración de
insensatez estos lugares divinizados por la poesía y consagrados por
la historia; del dinero anglosajón y alemán que vulgariza los palacios
y las costumbres, del turismo carneril que invade con sus tropillas
todo rincón de meditaciones, todo recinto de arte, todo santuario de
recuerdo. Esto se ha convertido, ¡oh, desgracia! en la ciudad de los
Snobs, en Snobópolis. Y es el peor snobismo existente el que aquí
se da cita. ¿Sabéis que podéis encontrar en el Danieli aristocracia
adventicia, falsa y pentapolitana? Chiflados de todas partes vienen
a querer convertirse en ruiseñores y a creer que hacen brillar la
renovación de grandes nombres. Periodistas ricos y novelistas de
París, de Londres, de otras partes, vienen a vivir dos meses de novela
pseudosentimental que les dé para ponerla en una serie de artículos,
en un volumen... Pintores de rezagado romanticismo enfermos, o de
ultrahisterismo, rematados, _ainda mais_ llenos de ideas morbosas,
llegan a proyectar telas y a realizar escándalos de que los Esclavones
sonríen y la Piazzeta se conmueve, aun... Tal novelista bulevardero,
busca aquí temas o decorado, para sus escenas, para su literatura
asfaltita. Y las siete lámparas de la Arquitectura no se apagan, y las
Piedras de Venecia siguen impasibles.

...Piedras de Venecia, ¿quién diría vuestros encantos, vuestros
misterios, vuestros maravillosos secretos, vuestras floraciones de
idea y de arte? Muchos lo han dicho--y el mejor, y el último, ese
inexcusable D'Annunzio... Y he aquí que D'Annunzio se me asemeja a esa
prodigiosa Venecia... ¿Raro? No sé. Vamos a ver.

Venecia, la poética, la soberbiamente dulce, la celeste Venecia--decía
yo a un amigo mío, compañero de viaje, mientras la góndola nos
conducía en esas aguas soñolientas cuyo paludismo se mezcla a tanta
reminiscencia intelectual... Y me esforcé en hacer todo lo posible
para presentarle, en cortas frases, una monografía veneciana, una
imagen pequeña como en un pequeño espejo, de la soberana y magnífica
república, del poderío antiguo, de la maravilla de sus grandezas
comerciales y políticas, de su vida artísticamente real y práctica, y
cruel y terrible y poética y sangrienta. Le cincelé en poca prosa un
Puente de los Suspiros... Le hice ver el Canalazzo, casi en verso, con
estrofa por palacio... Le diluí, con mi mejor manera, la dulzura de
amar y el ardor de amor, en ese ambiente. Le hice sentir a Giorgione, y
adorar el Ticiano, a su manera. Vió de oro, de mármol y de sol amable
la ciudad de silencio, de amor y de crepúsculo. Saqué mi violín... En
esto llegó, en otra góndola, un agente de una casa de cristalería y
muebles... Fuimos a los almacenes. Vimos muchas cosas de todas clases
y hubo que comprar. Había una Venus de mármol, cristales finísimos y
pacotilla... Recordé un cuento de Julio Piquet, a propósito de un lindo
vaso. Hubo que hacer sumas... Hablamos en inglés... El agente hacía
señas al vendedor, para su comisión... Afuera brillaba un bello sol
sobre el gran canal... Eso es D'Annunzio... ¿y qué?... Eso es nuestro
tiempo. Eso es nuestra vida actual. Eso es: pompa y oropel, brillo y
negocio...

...La negra góndola va por el agua negra y mal oliente. Relucen sus
adornos dorados. Va entre las viejas puertas, las paredes viejas y las
rejas de las famosas prisiones. El gondolero no deja de enseñarme su
lección de historia hasta que le pido silencio. Va la negra góndola.
Sale al gran canal. La tarde es literaria. El sol va adorablemente
dorando con oro violeta las aguas, y con oro rojo pálido la cúpula
de San Giorgio... La luz, el paisaje, la armonía suprema natural, el
horizonte «histórico», el aire melificado por siglos de besos de amor,
los poetas que por aquí pasaron, los duxes, los conquistadores... ¡Qué
hermoso escenario para veinte años vírgenes y una lira! Yo tengo casi
el doble, y sin palma; y el instrumento apolíneo creo que se me quedó
en Buenos Aires...

Llego al Lido en momentos en que puedo presenciar un lamentable
espectáculo. D. Carlos de Borbón y su esposa D.ª Berta de Rohan,
bajan a tierra, de su barquilla a vapor, o a gasolina, una especie de
automóvil marítimo. Hace años os he hablado, con respeto y simpatía, de
ese rey en el destierro... Hoy le veo y me parece que no le ha limado
el tiempo. Su D.ª Berta--«¡Rohan soy!»--es la misma. El aspecto del
monarca _in partibus_ es el mismo, y su humor que se transparenta por
sus maneras, pintado admirablemente por Luis Bonafoux, debe ser el
mismo. Y _César_, el perro, de que hablé también hace ya tiempo, sigue
siempre al lado del amo, símbolo de la carlista fidelidad.

Conozco la mayor parte de las repúblicas nuestras, con sus extrañas
políticas movidas desde los palacios presidenciales y casas de
distintos colores, y llego a este propósito a recordar la ocurrencia
que en una revista francesa expresó un chispeante escritor argentino,
Luis B. Tamini: ¡Los pueblos latinoamericanos unidos en un gran imperio
o reino, y proclamado y coronado señor, D. Carlos de Borbón! La broma
da que pensar, sobre todo, si se han leído los versos en que un poeta
y diplomático del Perú, el distinguido Sr. Chocano, dice con su épica
trompa:

      Ve a Porfirio I: si él es fuerte y es grande,
    Grande y fuerte es su pueblo. Y él nos da la lección.
    Quien le diga tirano, ya sabrá que en América
    Los rieles que se clavan son los grilletes de hoy.

Yo no sé lo que dirán de eso mejicanos poco entusiastas por los rieles
del presidente Díaz, como el escritor Ciro Ceballos. Mas volviendo a
D. Carlos, no me uniría yo a la proclamación que inicia Tamini, desde
que le he visto salir de su lanchita a vapor en las playas de ese Lido
por donde vaga el recuerdo de Byron. Le he visto, con su esposa, ella
muy elegante, muy parisiense, él muy sportman, muy inglés, con su
sombrerito de paja y doblado el ruedo de los pantalones, como es de uso
entre la correcta gente británica. Hasta allí todo va perfectamente.
Mas ¿esa banderita española que parte los corazones, en la popa de
la lanchita automóvil? ¿Y esos marineros, vestidos como comparsas
de zarzuela patriótica, con cintas amarillas y rojas en vestidos y
sombreros?... ¡Oh, Daudet, oh, Voltaire!

       *       *       *       *       *

Llevo en la obscura barca el libro en que Barrés, cultivando siempre su
yo, realiza preciosas páginas de amable filosofía. Y me fijo en las que
hablan de «las sombras que flotan sobre los ponientes del Adriático».
Es una la del sereno Goethe, otra la del sentimental Chateaubriand,
otra la del borrascoso lord Byron, dos unidas, las de Musset y George
Sand; otra la del pintor suicida, Leopoldo Robert; luego la de Taine,
la de Gautier, la de Wagner. Pienso que esas sombras tienen mucha
culpa, con los evocadores de ellas, de que la encantada ciudad pueda
justamente ser denominada Snobópolis. Desde más de un honesto burgués
atacado de mal de novela vivida, hasta los equívocos Aldesward, se
acogen, quién al amparo de la sombra de Musset, quién a la de Wagner.
Solamente a la del sesudo Taine sospecho que la dejan tranquila.

...¡Musset, George Sand! Acaba de publicarse la correspondencia de ese
famoso par de románticos, y no por pura indiscrección del encargado de
la publicación o de las familias respectivas, sino por póstuma voluntad
de aquella terrible señora, que pensó en el futuro, en que la humanidad
del porvenir tendría interés en saber sus intimidades poco delicadas,
y la estupenda situación del _ménage à trois_ sentimental y físico que
sostuvieron su inaudito carácter y su extraordinario temperamento.
Sand, Musset, Pagello... ¡Da pena leer esas cartas, pena por el pobre
Musset, jovencito, soñador, alcoholizado, y en manos de semejante
literata! La literatura los unió, y Pagello, que no entendía de
literaturas, aparece allí como el más interesante bruto. Él es el único
que está en la vida. A los dos curiosos amantes, apenas el velo de oro
de la gloria alcanza a librarlos del ridículo. Ellos mismos fueron
snobs _avant la lettre_.

Oigo, por la noche, en el silencio de los canales, bajo el taciturno
cielo, como eco de cantos. Vuelvo a la góndola y me dirijo hacia en
donde, en una gran barca adornada de farolillos de colores, suenan
violines y flautas y guitarras. Allí, una graciosa muchacha, acompañada
por los instrumentos, canta sus canciones. La barca está rodeada
de góndolas, y todos los que han llegado atraídos por la armonía,
escuchan. Hay allí seguramente espíritus de pasión, almas de ideas; y
hay allí, seguramente, de los cosmopolitas de Snobópolis. Hay quienes,
silenciosos, sueñan su sueño, y quienes se engañan a sí mismos, en una
aventura de farsa, en una comedia amorosa, artística o literaria. De
todas maneras, es éste aún uno de los lugares de la tierra en donde,
los enamorados del amor o de sus visiones, pueden encontrar un refugio,
a despecho de los profanos invasores. _Aunque se quiera, no puede
haber un automóvil._ No hay más que el de D. Carlos sobre las aguas...
Se puede también apartar por momentos, mejor que en ninguna parte, la
dolorosa realidad cotidiana. «El único medio eficaz de soportar la
vida, es olvidar la vida», dice el ya citado M. Taine. Aquí se puede
gozar de ese olvido, pues Venecia, todavía, a pesar de los judíos de
las fábricas de vidrios, a pesar de los clientes del café Florián,
a pesar de los estetas de larga cabellera, es un país de sueño y de
ilusión, un reino florido de versos y de melodías. Y la belleza de las
mujeres venecianas, consagrada en rimas y en cuadros magistrales, con
sus gloriosas cabezas que Ticiano amaba, está allí, indestructible,
atractiva, demandando la ofrenda del canto y el tributo del amor. Amor
que inspiran, no terribles y estrepitosas Pentesileas de letras, como
la ilustre jamona del lírico de _Las Noches_, sino prodigios de gracia
y de decoro juveniles, primaverales, como aquella divina y casi impúber
condesa que adoró a Byron, la Guiccioli, cuyo nombre vibra en la noche
del tiempo como un trino de italiano ruiseñor.



[Ilustración: FLORENCIA]



[Ilustración]


UNA vuelta por la Cascine, una recorrida al Lungarno, un saludo a
Miguel Angel, una reverencia a Dante, y después de subir por la puerta
Romana a respirar el dulce aire en que se recrea la vegetación florida
que rodea al amable San Miniato, descender por este suelo que hollaron
los pies de Beatriz, hacia la ciudad. Luego, pasar por las venerables
construcciones de dominó, detenerse un rato en el Gambrinus, e ir
en seguida a un restaurant, en donde no se coma a la francesa, y en
donde se balancee en su armazón de níquel el grande y panzudo frasco
de purísimo vino toscano. Es un buen programa para turista que va de
prisa. Si sois artistas, esta ciudad es para largas permanencias, para
venir a pintar un gran cuadro, vivir una bella vida, escribir un gran
libro..., aunque fuese uno más en la inmensa bibliografía inspirada por
la vieja urbe florida de los lirios y de las rosas.

Por la noche he ido al teatro en que cantan la Paccini y Bonci. Aquí no
se exige el traje de etiqueta. Es algo así como si se diese a entender
que lo que en otras partes es función extraordinaria y singular
divertimiento, aquí es espectáculo natural y propio. Se está en casa de
la Opera, de confianza.

Magnífica orquesta, concurrencia, en donde brillaban hermosísimos ojos
de luz negra, o de ardientes resplandores azules; copiosas cabelleras
de heroínas d'annunzianas, y un ambiente de comunicativa alegría. Y son
los viejos _Puritani_, los que se cantan. Gloria a la música antigua,
a la melodiosa ópera romántica, a los maestros que nos deleitan sin
fatigarnos mucho el cerebro, con el «vapor del arte». Las músicas
nuevas y sabias son para la cabeza; las que encantaron a nuestros
abuelos son para el corazón. Feliz quien puede todavía gustar de esos
goces de antaño, y salir del teatro con la imaginación fresca, el alma
alada, como respirando un recién cortado _bouquet_ de ilusiones, y,
como en el encanto de pasados recuerdos, o en la esperanza de amor aún,
tarareando una romanza que aún no han alcanzado a ajar los callejeros
organillos.


PEQUEÑA ÓPERA LÍRICA

Por la mañana, después de leer los versos de un poeta joven y ardoroso,
R. Blanco Fombona, he tenido una singular soñación, de esta manera...:
«En cuanto a la persona del autor de esta «Pequeña ópera lírica», diré
que es un antiguo conocimiento mío. Lo vi la primera vez en casa del
cardenal de Ferrara, en Roma, y allí nos presentó en términos amables
y corteses, messer Gabriel Cesano. Juntos visitamos frecuentemente en
sus horas laboriosas al insigne Benvenuto Cellini, a quien solíamos
acompañar, algún tiempo después en la ciudad de Florencia, cuando
salía de paseo y aventura, durante cuatro días que allí permaneció.
Benvenuto lo tenía en estima y cariño, porque mostraba un gentil
hablar, una gallarda figura y un ímpetu brillante para cosas de placer
y pendencia, además de sus relaciones con las musas, docto en finas
rimas, finas dagas y finas palabras. Desrazonábamos a la luz de la
luna, a las orillas del Arno. Él tenía a veces súbitos arranques
de intransigencia y ponía yo como escudo paciencia fuerte, para no
acabar tanto intelecto de amor en choque y sangre. Mi mayor edad me
daba más tranquilos argumentos. Las discusiones eran sobre Cristo
Nuestro Señor, sobre el poder de Venus, sobre el mérito de un salero
de oro. Me solía repetir sentencias de graves pensadores y exámetros
de sensuales poetas. Fraternizábamos en Epicuro, pero yo creyendo
siempre en Jesús santo, y él no. Me repetía con frecuencia un apotegma
del sesudo y honesto Marco Aurelio: «En general, el vicio no daña al
mundo, y en particular no daña sino a aquel que no puede abandonarlo
cuando quiere.» Tenía las más suaves y amables maneras y las más
inesperadas y agresivas sonrisas. Una noche, en una hostería, apaleó
a un mozo, se armó camorra, sacó la espada, llegó la justicia, yo me
escurrí. Sus frecuentaciones eran de todas guisas. El mismo día en que
me presentó a un grande de España, le vi hablar con gentes equívocas.
«La vida es eso», contestaba a mi extrañeza. Era gran partidario
de los Médicis y amaba sobre todo a Lorenzo, porque era poeta y se
apellidaba el Magnífico. Apenas había comenzado a vivir verdaderamente,
y ya quería escribir el diario de su vida. Era injusto, porque la
juventud es pasión y la pasión no es justicia. Yo le observaba con
nuestro gran Benvenuto: «Tutti gli uomini d'ogni sorte, che hanno fatto
qualche cosa che sia virtuosa, o si veramente che le virtù somiglie,
doverieno, essendo veritieri e da bene, di lor propria mano descrivere
la loro vita: ma non si doverrebe cominciare una tal bella impresa,
prima che passatto l'età de quarant'anni». Partió a Flandes; llegó
a París y fué favorecido por el rey Francisco. Tuvo una riña con La
Primatrice a causa del Cellini, e hirió gravemente a un mal enemigo,
por lo cual fué a prisión. Seguía siempre el cultivo de su individuo,
y el de los versos, y el de su fresca y valiente vida. Concluía una
carta suya que recibí en Florencia, con una cita de Séneca... «et in
isto vitæ habitu compone placide, non molliter». Tan pronto oía rumor
de guerra en cualquier parte, quería volar, buscaba el caballo que
relincha en Job. Amador de gozo, había sido desde la infancia sabedor
de sufrimiento; y en su fragante primavera, miraba a todos lados
azorado, cual si sospechase que iban de pronto a salir cabezas de lobos
de entre las rosas. Desconfiaba de la más dulce amistad, pues en el
corazón de cada próximo bien podía haber un nido de perfidias. Gustaba
largamente del buen vino de España, del excelente acero, de la carne
en flor. Se exaltaba con facilidad, mas de la violencia pasaba en un
instante a la blandura. Un día, con messer Luigi Alamanni, que era
alegre y razonable, por una cuestión de arte, casi llega a la ofensa.
Guardaba en su estancia hermosas armas, ricas sedas, libros de poemas,
camafeos de diosas y figuras itifálicas. Dejé de verlo por la ausencia.
Luego, no supe más de él. Un nuestro amigo romano me dijo estar en
conocimiento de que habiendo partido a un país lejano y entrado en
guerras, se había hecho coronar rey. Otro me refirió que lo habían
matado. Otro que se había metido fraile.

...Hoy, en una mañana ardorosa de las calendas de Mayo, del año de
1904, en la ciudad de Florencia, he escrito las líneas anteriores, que
he leído varias veces con meditación y cuidado. ¿Lo que contienen, es
una creación de la fantasía, o bien un fijo recuerdo de una pasada
realidad, o la concentración de un sueño?... Pasemos. Pasemos... Un
poco de barata sabiduría alcánica no haría mal; o un poco de teosofía
hindú y de H. P. B. No me interesan esas proezas. El que tenga ojos que
vea. ¡Para los demás todo es inútil!

El Arno está allí, no lejos de donde escribo. Acabo de ver una
vez más el palacio viejo, el Perseo, los sátiros que rodean al
Biancone... Estoy saturado de italianidad y de florentinismo... Doy
a Dios gracias por los aislamientos intelectuales que me procura, y
por lo lejos que estoy de tantas otras gentes... Y gusto los versos
de este poeta hispanoamericano, que es asimismo tan de Italia, tan
del Renacimiento, aunque sea muy de hoy y tenga sangre española, y
haya nacido en Caracas y habite en París. «Pequeña ópera lírica»...
¿qué me importa cómo se llame el instrumento si suena bien y seduce
la armonía? El instrumento suena ya como una mandolina de Venecia,
ya como una melancólica guitarra americana, o bien como una lira de
arte nuevo. Mas, quien lo toca, tenedlo por seguro, es un hombre; un
hombre que dice la verdad de su sentimiento y de su pensamiento, a
veces lo más personalmente posible, a veces pagando el natural tributo
al momento intelectual por que pasa la joven poesía castellana de
ambos continentes. Ha pasado ya la primera tentativa de Querubín, D.
Juan se afirma, sin que pueda evitar, un instante u otro, un acceso
de sentimentalismo, pues tiene pupilas que contemplan el crepúsculo
y oídos que oyen la revelación de un son de flauta. Un donjuanismo a
veces pensativo, a veces precioso, a veces felino... Como de su don
Juan gato. El dirá el encanto de las piedras preciosas, madrigalizará
arcáicamente, pagará lo que debe a la literatura. Mas, cuando dice:
Vida, es de verdad, y parece que se desnudase, que se pusiese en pleno
sol en el orgullo de su animalidad, con el ímpetu de hacer cosas
fuertes y naturales, primitivas, que manifiestan energía, músculo
y voluntad. Y así contradice al espíritu de decadencia un soplo de
humanismo. El cansancio, la tristeza urbana, la enfermedad de las
lecturas, el residuo de las varias filosofías apuradas, dan paso a un
soplo sano, a un aire germinal, a un aliento agrario.

      ...Me dan ganas
    de beber leche, de domar un potro,
    de atravesar un río...

Esto está ajeno a las parodias de corrupción estética que infestan
algunos de nuestros rincones literarios, verlenianismo por fuerza,
sibilinismo de importación, «porque así se hace ahora», cosas que a
muchos parecen nuevas, y que ya son, en verdad, muy viejas. Hombre
enérgico, de acción, la poesía le va bien, como el laurel a la frente,
la banderola a la lanza y el penacho al casco. ¿Por qué te habías
de dejar contagiar, ¡oh, amigo de Benvenuto y de Lorenzo!, por el
rebajamiento de las aspiraciones, por la humillación ante su propia
conciencia, por las _petites saletées_ del literaturismo industrial
que privan en las bajas regiones de la mentalidad parisiense, o mejor
dicho, bulevardera? Si caes, tanto peor para ti, y rompe, antes, tus
relaciones epistolares con la Primavera, y encógete de hombros ante los
pañuelos blancos que dicen adiós. He leído estos versos con el placer
que se experimenta siempre a la influencia de la juventud, con todos
sus bellos excesos, exuberancias e irreflexiones. Tal fosco aspecto
de ateísmo, tal contagio de superhombría germánica, tal ligereza de
expresión, no van con mis pensares y mis gustos. Lo que sí va, es el
amor a la Belleza en general, y a la femenina belleza en particular, y
la continua tendencia a la vida, a la dominación de la vida, con sus
países de ensueño y sus realidades armoniosas, productoras, floreales,
genésicas. Va ese gran placer del sensitivo que toca los nervios del
mundo y los siente vibrar al unísono con sus nervios; va el culto del
beso y del verso, y la savia pagana y la locura sensual de todo panida.

El grupo de rimas es corto. Siete cañas tiene la siringa, y de cada una
de ellas fluirá una rítmica voz. No alargaré esta disertación sobre
la breve ópera en que se canta un alma. Sería fabricar un baúl para un
collar de perlas o «hacer una casa para un ruiseñor.»


ITALOTERAPIA

El mejor sistema de curación para la fatiga de los inmensos capitales,
para el hastío del tumulto, para la pereza cerebral, para la desolante
neurastenia que os hace ver tan sólo el lado débil y oscuro de vuestra
vida: este sol, estas gentes, estos recuerdos, esta poesía, estas
piedras viejas.

[Ilustración]



[Ilustración: DE TIERRAS SOLARES A TIERRAS DE BRUMA]



[Ilustración]


WATERLÓO

CUANDO descendí del tren, un carruaje me condujo a recorrer el campo
de batalla. Hacía un bello día primaveral. La vasta campiña verde se
extendía bañada de sol fresco, de luz dulce. Y fué primero el gran
recuerdo de Hugo, narrando la formidable caída del dueño del águila,
y a los sonoros clarines líricos y a las terribles trompetas épicas
apareció todo lo que el arte ha creado por obra del más tempestuoso
derrumbamiento de gloria y de soberbia que hayan visto los siglos.
Y entonces me convencía de que en realidad no puede ya fácilmente
concebirse otro Napoleón que el Napoleón idealizado de la leyenda, el
de los versos de Heine, el de los cuadros lívidos de Henri de Groux.
Los lugares de peregrinación y de turismo, la realidad de las reliquias
conservadas en las colecciones que se exhiben, todo contribuye a
afirmar mayormente el carácter extrahumano de la acción que tuvo entre
los hombres el semidiós, cuyas cenizas están bajo la cúpula de los
Inválidos. (Semidiós..., cenizas, cenizas de semidiós..., ¡mísero
planeta!) El gran león conmemorativo se alza sobre su alto pedestal;
los monumentos dicen en letras borrosas nombres de guerreros; la Ferme
Papelotte alza su torrecilla sobre las blancas paredes; Hougomont
aún mantiene ruinoso el tremendo capítulo de _Los miserables_, las
ruinas de la capilla, el Cristo de pies quemados, el pozo; todo es
la ilustración patente del magnífico trozo de historia que cambió
la suerte del mundo. Aun tal tronco de árbol, contemporáneo de la
sangrienta función, se yergue, destrozado y mordido por la curiosidad
o la piedad, o la admiración de estrictos visitantes. La Belle
Alliance, blanca y vieja, junto a la verde alameda, da su testimonio
como una abuela. En el cuartel general de Wéllington hay un café y se
vende leche fresca. En el castillo anciano, bajo un galpón, está el
carretón y los barriles, tomados en Waterlóo. Y en un hotel inglés en
que hay un bar, se exhiben huesos, balas desenterradas, apolilladas
casacas, _petits-chapeaux_, autógrafos de Blucher, Wéllington y otros
jefes, números del _Times_ que dieron cuenta de la batalla, sables
franceses, holandeses, ingleses, hierros viejos, memorias viejas.
Una vieja inglesa hace el _boniment_, da la explicación, vende
tarjetas postales... Después, uno, se toma, al lado, un bock, o un
whisky-and-soda, entre ingleses, que no faltan, pensando en la leyenda
del Aguila, en el inmenso Napoleón, semidiós en cenizas.

Y he ahí que al dejar el vasto campo en el Mont-Saint-Jean, en donde
tanta sangre se derramó por _el Cabito_, por _el Pelón_, por uno de los
más tremendos azotes de Dios, cae sobre la tierra, harta de osamentas,
la clara bondad de los azules cielos. Vacas rojas, manchadas de blanco,
pacen sobre la felpa ondulada de la llanura. Un campesino ara. Suena a
lo lejos un mugido. Un pájaro pasa sobre mi cabeza, como una flecha.
Tranquilidad. Mayo. Paz.


POR EL RHIN

Adiós, Colonia, que aprendí a amar en Heine, y que me eres grata por
tu catedral portentosa, por el agua que inventó Farina y por mi amigo
Johan Fasthenrath, que traduce a los poetas españoles y ha llevado al
zorrillesco D. Juan Tenorio a hablar en el idioma del Doctor Fausto.
Te saludo por las once mil vírgenes que desembarcaron en tu suelo,
guiadas por la divina Ursula; por Conrado de Hochsteden, tu Arzobispo;
por el arquitecto de tu fábrica sagrada, que entró en tratos con el
diablo antes que el amante de Margarita; por el bravo obispo Engelbert
de Falkembourg y por Hermann Gryn, cuyas armas aún he podido contemplar
esculpidas en tu _rathaus_. Llevo de ti la visión de tus puentes de
barcas, del domo labrado que erige al firmamento sus oraciones de
piedra, armoniosa y severa iglesia, hermana gótica de las maravillas
de Burgos, de París, de las antiguas basílicas de las ciudades que
antaño sabían orar católicamente; el magnífico esplendor moderno de tus
construcciones, de tus paseos entrevistos y de una emperatriz Augusta,
marmórea y serena, sentada sobre su blanco pedestal ante un plantío
casi heraldizado de tulipanes multicolores.

¡El Rhin! Y siempre la vasta sombra hugueana por todas partes... Y
la sombra de otro coloso, Wagner, y las armoniosas baladas de tantos
poetas. Permitid que, por primera vez, cite versos a propósito, de un
poeta que me es íntimamente personal y querido:

                              ...; la celeste
    Gretchen; claro de luna; el aria, el nido
    del ruiseñor; y en una roca agreste,
    la luz de nieve que del cielo llega
    y baña a una hermosura que suspira
    la queja vaga que a la noche entrega
    Loreley en la lengua de la lira.
    Y sobre el agua azul el caballero
    Lohengrín; y su cisne, cual si fuese
    un cincelado témpano viajero,
    con su cuello enarcado en forma de S.
    Y del divino Enrique Heine un canto
    a la orilla del Rhin; y del divino
    Wolfang la larga cabellera, el manto:
    y de la uva teutona el blanco vino.

El vaporcito, flamante y elegante, sale por el río, hacia Maguncia.
Miro a un lado la campaña verde, y a otro la fila de grises edificios
comerciales y marítimos. Hay una que otra chimenea que lanza su humo.
Se oye el rumor de la ciudad, y a lo lejos el agudo clamor de una
sirena. Y antes de las últimas villas y chalets que señalan el término
de población, alcanzo a divisar una especie de gigantesco guerrero, rey
de piedra, o monumental burgrave que aparece como una evocación de la
pasada feudalidad teutónica.

Y comienza el desfile de castillos, de esos castillos de cuento y
de grabado que han deleitado nuestra infancia en páginas de dorados
libros, en antiguos almanaques o en ornamentados _keepsakes_. Y sobre
las torres arruinadas, o sobre las restauradas almenas, pasa el vuelo
de las tradiciones legendarias.

Y es el pasado recóndito, la prodigiosa Edad Media «enorme y
delicada», o los nombres de ayer, resplandecientes de gloria y
sonoros de armonía. He aquí ya Bonn, que, más altas que su castillo
de Poppelsdorf, levanta dos banderas de gloria: Arndt, Beethoven. He
aquí las siete montañas a un lado, y a otro el derruído Godesberg; y
una vasta procesión de poéticas resurrecciones empieza. ¿Son cincuenta
nombres? ¿Son cien nombres? ¿Son mil? Son un mundo de creaciones de
la historia, de la fantasía popular y de la celeste potencia de los
maestros de la lira y del arpa. Y sucede que, a menudo, mientras vais
pensando en una brumosa soñación, o mirando con los ojos de vuestra
mente las figuras de luz de luna, nacidas de la melodía de los poemas,
pasa de pronto ante vuestros carnales ojos, por la cultivada ribera,
a perderse en la negrura de un túnel, una locomotora, que arrastra su
caudal de vagones. Cuando Hugo vino todavía no había ferrocarriles
en estas regiones que sintieron antaño el paso de los dragones y de
los gigantes. El maestro recogió muchos ecos de las sagas rhenanas, y
los repitió y aprisionó en la prosa suya, hecha como con las mismas
rocas duras de los montes y de los cimientos indestructibles de los
castillos señoriales. Pero las leyendas son innumerables y vencen al
paso de los siglos. Su gran enemigo, el progreso, apenas las toca y
transforma. Lo que es estudio folklórico para los eruditos, vive y
palpita siempre en la imaginación y en el corazón populares--y en el
santuario de los incontaminados poetas.

...Gryn, el matador de leones, pasa. Surgen entre las viejas piedras,
en las leyendas ciudadanas, testas de fieros arzobispos, o de duros
y severos burgomaestres. Soberbios bandidos son amados, antes que
Hernani, por deliciosas y delicadas castellanas. Entre huestes
semejantes a perros rabiosos, florecen dulces rubias que melifican
el espanto de las torturas y carnicerías. Caballeros que parten en
peregrinación a Palestina, son salvados de las desgracias por el Señor,
a quien elevan capillas votivas. El milagro florece como en Jacobo de
Voragine; hay dragones como en las vidas de los santos, y gigantes como
en las _Mil y una Noches_, y aparecidos como en los cuentos del pueblo.
Mujeres ideales, de ojos azules, son lirios de felicidad y rosas de
consagración. Bárbaros velludos como osos y feroces como tigres,
se mueren de amor por las blancas y finas adoradas. Princesas de
lánguidos cuellos cantan romanzas acompañándose con el arpa, ante reyes
paternales, de largas barbas y ojos pensativos. Peregrinos tocan a las
puertas de los castillos en noches tempestuosas. Los alquimistas hacen
el oro en sus nocturnas tareas. Los templarios combaten, o emplazan,
en la hoguera, a sus verdugos, ante el tribunal de Dios. Los cuernos
de caza hacen resonar los bosques y los rudos cazadores persiguen en
caballos como huracanes, ciervos y jabalíes. Lorelay, envuelta en gasa
lunar, melodiosa, amorosa, peligrosa, la mujer, la ilusión, la sirena,
se sienta en su roca.

Antorchas llameantes brillan entre los peñascos. San Clemente libra
a la suave Ina, de la furia del río y de los bandidos. Uta, muere
abrazada a su amante Reichenstein, en un suicidio amoroso que ha de
ser, corriendo los tiempos, un común _faits-divers_. El Arzobispo
Hatto, a quien la historia alaba y la leyenda vitupera, muere, por
castigo de Dios, a causa de su mal corazón, comido por los ratones.
El Conde Eppo encuentra en una montaña a una bella joven robada por
un gigante; y, con ayuda de la Santísima Trinidad, salva a la dama y
echa al monstruo en un precipicio en donde muere despedazado. La enorme
persona de Carlo Magno aparece aquí, allá. Su hija Emma, casada contra
su voluntad, va a habitar con su esposo Egimardo, en el campo; luego
el emperador, ante ellos, un día que los encuentra por casualidad, y
los reconoce, felices, les perdona y les lleva a su palacio. El mismo
César sale, en coche, en excursiones, con el bandido Elbegart, que
es un bandido cuerdo y valiente. Condes violentos y caprichosos son
vencidos en sus mansiones feudaes por la unión de los comerciantes de
las ciudades coligadas. El caballero de Stanferberg se enamora de una
ondina y es correspondido; luego es infiel a su juramento de amor y es
castigado por la cólera de las ondas vengadoras. Una sirena discreta
y hacendosa, va a hilar en la rueca, a la casa de un joven que se
apasiona por ella. Una noche la sigue, la ve entrar en las aguas del
Rhin, y muere al lanzarse tras ella en los cristales del río. Los
espíritus salen de las tumbas a amonestar a los caballeros demasiado
tunantes. Lobos furiosos castigan a las profetisas que, enamoradas de
los hombres, pierden su castidad y su don pitónico. Bodegas ocultas
guardan un vino de dioses que inútilmente es buscado en los campos
misteriosos. El diablo, Satanás en persona, sale de sus abismos y
entra en tratos con las personas que andan en apuros y dificultades, y
las saca de ellos, a trueque del alma y de la salvación eterna. Pero
Nuestra Señora suele aparecer a tiempo con su poder, y manda a los
infiernos al perverso demonio. Un joven pintor ve de noche renovarse
en Oppenmeins, entre esqueletos, una batalla entre suecos y españoles,
de la guerra de Treinta años. Una diestra caballería conduce a la dama
que la monta y a la que se quiere casar por fuerza, a la mansión de
su amante. Y cien y cien más páginas, de sangre y de bruma, de luz
pálida o de resplandores rojos, hasta llegar a esa Maguncia famosa en
que nació el hombre que después Lucifer ha hecho mayor competencia al
Creador: Gutenberg.

Desfile de castillos, desfile de leyendas, revuelo de poesía y de
encanto lírico, en este viaje de horas, por el río sereno, eternamente
perfumado por el vino pálido que dan las viñas de sus orillas. Y canta
Adelaida von Stolterfoth: «Del polvo de la ruina nace en el Rhin una
vida más bella. Giran los espíritus que por tanto tiempo han descansado
en las tumbas; resuenan las canciones con extraños saludos que yo debo
repetir suavemente en mis canciones y en mis ensueños. Cuando veo volar
al pájaro en las alturas del azul del aire; cuando veo deslizarse los
barcos en la lejanía de las brumas grises, me parece que dice palabras
el pájaro al hender los espacios, y otras palabras escucho al rápido
paso de la embarcación.» Y yo también, peregrino de arte, de americanas
tierras, hecho al sol y al canto de la vida latina, he puesto el oído
atento a esas palabras de las aves y de las barcas germánicas, y de esa
bruma he visto surgir la eterna gracia de las almas aladas, la virtud
de la sagrada poesía, a la cual no vencerán ni los odios humanos, ni
las sequedades de los intereses modernos, ni la mediocridad de las
chatas cabezas de los regeneradores igualitarios. Pues la soberanía
del espíritu se basa en lo que está más allá del bien y del mal, más
allá de nuestro planeta mismo y de nuestros conceptos de verdad y de
mentira: en lo infinito, en lo absoluto.


FRANCFORT S. M.

Francfort, ciudad seca, triste, honrada, judía. A pesar del abuso del
_art nouveau_ que la invade como a todas las ciudades alemanas, a pesar
de sus tranvías eléctricos y de los palacios modernos de sus banqueros,
tiene un aire de antigüedad, un olor de vejez y un sello imborrable de
_ghetto_ y de _judengasse_. Por algo hacen detener el carruaje cuando,
al pasar por la calle Boerne, os señalan una casita _vieillotte_ de
estampa, blanca, con su fachada terminada en punta, sus ventanas con
cortinillas de encaje, sus dos rejas de hierro en la parte baja. Es
la casa-madre, la cuna del poder de los Rothschild. Allí vivió y allí
manejó sus primeros millones el viejo _rex Judeorum_, tronco de los
barones de hoy. La sequedad y la tristeza de esta ciudad de finanzas
apenas es alegrada aquí, allá, por la figura de mármol o de bronze
de un pensador, de un poeta. Aquí Schiller, allá Goethe, más allá
Lessing. Pasan tipos de Shilock, o hermosas Rebecas, por las calles en
donde se alzan los muros de la sinagoga. La restaurada catedral se ve
como extraña en esta tierra de circuncisos. En el día, se siente el
hervor de los negocios, la agitación de los rapaces mercaderes de oro.
De noche, no hay lugar más triste. A las diez, ya los teatros están
cerrados. A las diez y media, nadie anda por las calles. Tanto como
el catolicismo, el arte parece estar aquí en dominio ajeno. Apenas se
sabe aquí que existe un museo Goethe, en donde, junto con documentos
iconográficos, se guardan objetos y manuscritos del gran alemán. El
verdadero santuario de Francfort del Mein, es la casita de verjas de
hierro y de las cortinillas blancas: la casa de los viejos Rothschild.

La sombra del Emperador de la banca, del César israelita, se ve, por
los ojos de nuestra adoración mammónica contemporánea, más grande que
la del remoto y casi ignorado Gunther Schwarzburg, y aun que la del
fabuloso Carlo Magno, cuya estatua se alza en el rojo y viejo puente
sobre el río moroso que divide la población.


HAMBURGO O EL REINO DE LOS CISNES

Huysmans ha sido injusto con Hamburgo, y su duro humor se ha expresado
en párrafos acres. Es que Durtal no fué a visitar el paraíso de los
cisnes, y M. Folantin comió mal a dos marcos cincuenta. Hamburgo es
alegre, casi con alegría latina, en cuanto cabe en un centro sajón.
Hamburgo es la ciudad trabajadora, negociante, independiente, con
su estricto senado, sus fábricas, sus canales, sus grandes hoteles,
sus almacenes copiosos, y es también la ciudad que se divierte, se
embellece, coquetea con el extranjero, tiene un su San Paulique que se
parece a Montmartre como la cerveza al champaña, cafés al aire libre, a
la orilla del Alster animado de yates, y a donde se va en vaporcitos,
y en donde, los domingos, garridas muchachas flirtean al son de la
música. Tiene un gran barrio lujoso que algunos llaman la Judea, porque
poderosos semitas gozan en villas y _cottages_ de la felicidad que
da el dinero. Huysmans habla, feroz, de caraqueños que encontró en
este emporio comercial. Yo no he encontrado a ningún compatriota de
Bolívar, aunque no es raro oir hablar español, pues son muchos los
hispanoamericanos residentes, y los hamburgueses que se han venido a
establecer con sus familias criollas, después de hacer fortuna en las
lejanas tierras calientes. Las arquitecturas distintas surgen entre los
verdores de los jardines o al lado de las ordenadas alamedas.

Helkendorf, fresco y florido, tiene rincones deliciosos de descanso, de
amor y de ensueño, pues no es imposible ejercer esa delicada función
de soñar en una ciudad en donde los habitantes, por muy prácticos que
sean, tienen un poético paraje formado por un remanso del río, en el
cual paraje una cantidad numerosa de cisnes es mantenida por el erario
público. Estos poetas no tienen otra ocupación más que consagrarse a la
belleza, ser blancos--hay algunos negros--y deslizarse gallardamente,
con la dignidad que les dejó como herencia Júpiter. Ellos cumplen
exactamente con sus obligaciones, y además de la pitanza que les
ofrecen sus guardianes, el público los gratifica con migas de pan. El
remanso es cristalino, la ribera florida; las tardes de oro llueven
gracia mágica sobre ese divino espectáculo, que pondría meditabundo al
doctor Tribulat Bonhomet. Y los líricos habitantes de esos cristales
que multiplican sus olímpicos aspectos, gozan de la más dulce beatitud
en la capital de los falsificadores y mercaderes teutónicos. Aunque,
en verdad, no he dejado de sentirme un poco inquieto cuando, comiendo
en compañía de un mi conocido, exportador semita, me ha dicho, con
una manera de satisfacción glotona, que el cisne, como el ganso, bien
preparado, es, ¡ay! muy sabroso.

Y a propósito de líricos cisnes, os he dicho que Hamburgo tiene un
Montmartre que se llama San Pauli... A mí me lo habían asegurado así,
al menos. ¿Un Montmartre...? Para marineros. Con uno que otro café de
nota, en que se puede comer halagado por la orquesta. Por lo demás,
los teatritos son sórdidos, con _chanteuses_ de deshecho, espesas
mugidoras de romanzas, o flacas parcas que dicen en inglés o en alemán
chillonas canciones. No hay un solo cabaret, un solo poeta melenudo o
sin melena que evoque el recuerdo de Privas, de Rictus o de Montoya.
En un gran salón de audiciones populares, da conciertos una banda
militar. En la plaza, un guignol atrae al _populo_; los letreros de
la luz eléctrica prometen maravillas, y en el interior, la diversión
es mala y fastidiosa. Quedan los restaurantes, con las sopas dulces,
las salchichas, los diversos _bráten_, y la excelente cerveza. M. de
Folantin, por un lado, tuvo razón. Pero, ¡oh, Des Esseintes!, ¿y los
cisnes?


BERLÍN

Al conocer Alemania, y sobre todo, Berlín, he creído comprender al
emperador. Guillermo II, militar, creyente fervoroso, apasionado de
arte, inquieto, viajero, abarcador, es el único cerebro de coronada
testa en que hoy caben los antiguos ideales de grandeza, de dominación
y de dignidad cesárea que constituyeron, durante tanto tiempo, el poder
y la fuerza del vigoroso feudalismo. Todos los monarcas de hoy, más o
menos, con excepción quizá del autócrata de Rusia, merecen el paraguas
de Luis Felipe. Guillermo II, compatriota de Lohengrin, vidente que ha
previsto no hace mucho tiempo y anunciado a las naciones, por medio
de un simbólico dibujo célebre, el despertamiento y la acometida de
la raza amarilla contra la blanca Europa; Guillermo II, que, si no
fuese el óbice pietista, quién sabe si llegaría hasta realizar la liga
medioeval dominadora del mundo--el Papa y el Emperador;--Guillermo II,
vive más allá del momento, inspirado en lo pasado, presintiendo lo
porvenir, y amacizando el presente robusto de su país, con la rigurosa
disciplina que lo militariza todo, príncipe de ideal sustentado por
la realidad de la fuerza, creyente cuando ya casi no hay rey que
crea ni en su propio derecho divino, respetuoso de la tradición
eclesiástica romana, cuando la misma Francia cristianísima echa de su
suelo a las congregaciones religiosas y está dominada por un gobierno
que no desearía otra cosa que la completa ruptura del concordato y
la separación absoluta de la iglesia; Guillermo II, cuya actividad
asombra, cuyo talento no hay quien no reconozca, cuyo carácter es de
acero como su voluntad, está en su verdadero centro en este Berlín
geométrico, alegre de otra alegría que la de París, hollado a cada
momento por el paso de las tropas, con su Unter den Linden que extiende
su verde avenida entre las casas lujosas, con su movimiento comercial y
su circulación activa, y en donde, junto a las conmemoraciones de las
armas, se levantan las conmemoraciones de las artes y de las ciencias.
Y no en vano el divino Euforión surgió en esta tierra a la evocación
del cisne de Weimar, pues en esta capital bárbara a cada paso se mira
florecer la gracia helénica, ya en la composición de los artificiales
paisajes, en las arquitecturas urbanas, en las construcciones
monumentales. Yo no sabría alabar cierta protestante hipocresía general
que se nota en la vida; pero, sí, la bella libertad del arte en sus
mejores manifestaciones, una larga comprensión de la armonía, del
desnudo, de la euritmia griega. Y esto se explica. Aquí, en tierra
germánica, Goethe resucitó la olímpica persona de la homérica Helena,
Lessing meditó sus dilucidaciones del Laoconte, Juan Pablo pensó:
Heine, el ruiseñor, se abrevó de agua castalia; Momsen construyó su
edificio mental sobre las gloriosas ruinas de Roma.

La luz de la Helade alcanzó las brumas septentrionales. Allí en
Charlotemburg, siguiendo el silencioso camino de copudas alamedas,
al suave rozar de los pinos, entre los macizos de rosas, entre los
plantíos de tulipanes, he llegado al severo y sencillo templete que
sirve de lugar de reposo a los restos imperiales de los abuelos
de Guillermo II. Un coloso marcial de larga y rubia barba me ha
permitido la entrada. Y he tenido, en verdad, como la vaga sensación
de un ensueño. A través de los vidrios de un color azul dulce y de
cielo, la onda solar penetra maravillosamente, de manera que baña el
recinto con su tenue y paradisiaco resplandor. Y a esa blanda y mágica
luminosidad se ve alzarse la alta figura tristemente grave de un divino
centinela, el arcángel Miguel, armado de su espada flamígera, y luego,
he allí tres yacentes estatuas sobre tres mausoleos. Y en el fondo
un Jesucristo de mosaico, que dice con su leyenda y con su expresión
sabias y celestes palabras. Allí descansa en la paz de Dios Federico
Guillermo II; allí descansa en la misericordia de Dios Guillermo I,
emperador de Alemania y rey de Prusia. Y he allí, a su lado, a la Dama
porfirogénita que es semejante a una diosa. El artista no haría con
más amor que el que ha puesto al hacer ese cuerpo admirable apenas
cubierto por el lino fino de la túnica, el cuerpo de Diana o el cuerpo
de Venus. ¿Es Diana, es Venus dormida? Diana no es, pues la maternidad
se revela en esa flor en plena hermosura; no es Venus, pues antes bien
que la tentadora gracia de la carne, se desprende de esa forma una
dignidad casta y serena. Y la luz tamizada pone una caricia paradisiaca
sobre esa realización pagana; y Miguel, apoyado en su arma flamígera,
vela silencioso: una paz sepulcral llena el estrecho habitáculo de los
príncipes de mármol; e iguales a los del último paria, en la sola y
posible igualdad de la transformación eterna, quedan en sus criptas
semejantes a santuarios, esos puñados de huesos de Hohenzollern.

Berlín: cuarteles, museos, estatuas, paseos con más estatuas, derroche
de mármol como en la alameda de la Victoria, mármol para todos los
Hohenstauffen, mármol para los Hohenzollern, y bronce y mármol para
el gran Federico, para el gran Guillermo, para Moltke, para Bismarck;
almacenes, pasajes llenos de tiendas de bric-a-brac, pomposas
cigarrerías, restaurantes de cervezas y restaurantes de vinos; grandes
teatros y un music-hall enorme. Y un aquárium que llamó la atención
de Huysmans. Huysmans vió mucho, pero no lo vió todo, naturalmente. A
mí me ha parecido entrar en un círculo del Dante, en el cual hubiera
necesitado, como Virgilio, a mi amigo el doctor Holmberg. El aquárium
es subterráneo, y no es solamente aquárium, pues se exhiben hasta loros
y arañas y otros bichos pesadillescos, como ese horroroso ptatydactilus
aegipcianus que está a la entrada, semejante a una rana estirada, y el
zomurus gigánteus, lagarto erizado como de púas de hierro. Más allá,
la africana bitis gabónica, serpiente con la piel pintada art-nouveau,
y el pithon feroz y el crótalo con su apéndice de cascabeles; el naja
búngarus, venenosísimo y aterciopelado; iguanas crestadas, nudos de
viboritas enredadas como macarrones, y grises, y flácidas; y luego la
anaconda brasileña. Se desciende, y en un estanque, entre peñascos,
hay focas y leones marinos, y a un lado, papagayos blancos; y después
una gran pajarera, donde se oyen arrullos de paloma y cuchilleo
de aves. A un lado, apenas separados por una barrera baja y muy
franqueable, los cocodrilos semejantes a troncos, a piedras. Y en
seguida, la siboldia máxima japonesa, monstruoso y leproso lagarto. ¿Os
atrae de nuevo la pajarera? Es que canta la gymnorhinia tibicen, igual
a un cuervo que tuviese una blanca sobrepelliz y que tocase la flauta.
Un hoyo lleno de agua: el cocodrilo negro de China, como un gran
«garrobo». Y por fin, os atrae el verdadero aquárium, la fantástica
vida submarina que tanto ha interesado al autor de _A Rebours_. Es la
inaudita flora del Océano, los peces de sueños calenturientos, los
aspectos de visión diabólica, o de locura. Veo en un fondo de arenas
y de roca, naranjas que se mueven, crustáceos imprevistos, caprichos
madrepóricos, semivivientes rábanos que se encogen, hipocampos y
estrellas purpúreas. Erizos como pelotas de alfileres, entre lechugas
de cristal verdemarino. Y grutas. Y un pecezote hinchado, inflado,
junto al escorpión de mar. Hay una brocha que se mueve, una vejiga de
manteca, plumones y espumas. Entreabiertas, grandes valvas que parecen
abanicos, cactus y raquetas de lawn tennis. Pagurus inverosímiles
van arrastrando sus casas llenas de púas y protuberancias. Y la
pluralidad de los peces, la variedad de sus tipos, son desconcertantes.
Y veis en todas sus faces monstruosas, hasta en las más increíbles,
la reproducción de fisonomías humanas que habéis observado, desde
las comunes hasta las deformes del raquitismo, de la idiotez, de la
imbecilidad, de los casos crueles de los manicomios. Y hay formas y
gestos que creeríais imaginarios y alucinatorios; y os convencéis que
los pintores holandeses de ciertos cuadros demoníacos, y el mismo
Rops y Odilon Redon, con sus fantasías monstruosas e ilusorias, no
han creado nada, pues todo lo que la imaginación del hombre más
torturado de visiones infernales pueda imaginar, existe en los secretos
misteriosos y en los profundos laboratorios de la naturaleza. Seguís, y
os encontráis con la murena que se envaina en un tubo como un espeso
sable gris. Pequeños pulpos evolucionan entre el agua burbujeante.
Inmóvil sobre la arena, está la negra raya chata, de pizarra terrosa
con su arpón largo. Y pasa despacioso el homard, enorme alacrán marino
acorazado, que en vez del venenoso garfio, tiene una mariposa de
terciopelo negro ornada de amarillo.

Berlín: ciudad que sabe la ordenanza, el latín, el griego, y también
el plat-deustch; ciudad fuerte, pecadora, pero pacata; elegante, pero
dura; rica, banquera; de arte; pero con cierto mal gusto común; con
mujeres lindas, pero que tienen unos pies aplastadores de ilusiones;
ciudad de secretos escándalos y de corrección excesiva; ciudad en que
se siente la influencia del cuartel junto a la de la universidad;
ciudad llena de cosas contradictorias, donde visitando un templo, os
aborda un proxeneta que os promete el pecado, y en un bar, entre gentes
pecadoras, se os aparece una mujer que os ofrece periódicos religiosos
y os vende ¡imágenes de Cristo!


VIENA

Me habían dicho: «Es una hermana de París». Es una hermana de París que
tiene los ojos más azules de tanto mirarse en el espejo del Danubio.
Hay en la ciudad una alegría comunicativa, y si no la gracia impregnada
de parisina, posee la elegancia, la gallardía de la seducción.

Para mí, Viena y vals eran dos ideas juntas en mi mente. Viena, vals,
placer. Un gran torbellino de mujeres hermosas en brazos de magníficos
danzadores, deslizándose en anchas salas lisas, mientras afuera pasaban
sonoros carruajes, se alzaban soberbios monumentos, bullía el mundo.
Más o menos, he podido encontrar realizada esa imaginación, con mucho
progreso además y mucho jardín atrayente, y mucho divertimiento, y
mucha belleza femenina, y el centenario del padre del vals, Joseph
Johan Strauss, que acaba de celebrarse. En su honor me he invitado
a almorzar en el Volksgarten. En su honor y con una reverencia al
poeta Grillparzer, cuyo monumento se alza no lejos de donde me sirven
excelente _rostbraten_ y una pilsen de oro pálido, que es como líquida
seda helada, mientras la brava orquesta anima el suave aire con ritmos
armoniosos y ondulantes. En este mismo jardín fué donde Strauss dirigió
la suya. Aquí nació el vals, a cuyos compases se balanceó el orbe;
el vals, halago de la melancolía, lengua del gozo, música de amor,
creación de un músico _minor_, pero que adoptarían los más altos y
mayores, como Weber, como Chopín, como el mismo poderoso Beethoven.
¿Que Lanner, el amigo y rival, tuvo parte en el invento? Nadie se
acuerda de Lanner, hoy, como no sea para hacer constar que tenía mucho
menos talento que Strauss.

Juraría que no hay uno solo de los que lean estas líneas, que no haya
tenido en su vida un momento de animado placer, o de dulce tristeza,
al mágico brotar de esa pequeña y cristalina cascada melodiosa que
se llama _El Danubio azul_... Yo le debo muy copiosa cosecha de
recuerdos y de ensueños, ya lanzada por las orquestas, ejecutadas en
confidenciales pianos, o suspirada por errantes organillos; sobre todo
por los organillos...

También como París, es este un país de arte, y en una avenida os
encontraréis con un grande y pensativo Goethe, sentado en su sillón
de bronce, o en una plazuela con un Mozart, jóvenes y airosos, o con
Beethoven, o con Schiller; y en todas partes, un ambiente propicio al
pensamiento. Y, sobre todo, un invisible soplo que incita al placer.
En París hay más vicio que goce, aquí más goce que vicio. De todas
maneras, aquí lanzó su último aliento el probo y sensato Marco Aurelio,
que, entre sus mejores sentencias, ha dejado ésta, si poco purista, muy
cuerda: «En general, el vicio no daña al mundo, y en particular, no
daña sino a aquel que no puede abandonarlo cuando quiere».

Viena placentera, pero también Viena laboriosa, pensadora, política,
sentimental, artística, guerrera, religiosa. Todo encontraréis a
vuestro paso. Aquí su palacio imperial; su catedral, enorme vegetación
de piedra; más allá, Santa María Stiegen, vasto bouquet de ojivas
y flechas, lo antiguo; y más allá, su teatro de la Opera, con su
peristilo coronado por dos caballeros de bronce, lo moderno; o el
Hofburgtheater, serio y elegante, al cual se llega por entre dos filas
de estatuas de mármol, que tienen por fondo verdores de árboles y
macizos de flores; o la Rathaus imponente con su elevada torre central;
o el palacio del Reichsrath, y el frontispicio del parlamento, todo
griego; y ante este último, mientras a sus pies, entre simulacros
marmóreos, se vierte el agua armoniosa de una ánfora, Palas Atenea,
gigantesca, se apoya en su lanza de oro y tiene en la diestra la alada
Victoria.

Dulces rincones amorosos, blandos retiros, labrados quioscos y curvos
chorros de agua, en los jardines, en el Stadtpark, lleno de risas de
niños; en Schwarzenberg, fácil a las citas y a los suspiros, o en el
mismo Volksgarten, con su templo a Teseo, y sus alamedas, sus umbrías,
sus tibios nidos, sus fragancias de parque y sus rumores de bosque. O
allá, en el Prater, que si no vale el Bois parisiense, tiene especiales
atractivos, en sus recodos de floresta y sus techumbres de hojas y su
larguísima avenida. Mas, nada como ese fastuoso e histórico Schönbrunn,
donde recordáis a Versalles y a Le Nôtre, y al gran Napoleón, y al
triste Aiglon, hijo del Aguila. Flota un ambiente singular entre las
bien ordenadas arquitecturas vegetales, entre los templetes de ramas y
las verdes cúpulas y arcadas que forman los recortados tilos, las copas
educadas y pomposas de los castaños. Las mitologías de las fuentes se
bañan en la exhalación de vaporizadas perlas de su propia lluvia. Grata
quietud invita a sentarse en los místicos bancos de los parterres,
a meditar, a soñar, a imaginarse las bellas representaciones de la
historia, mientras en su magnífica altura, la Gloriette destaca sobre
el fondo celeste su pórtico soberbio, aún persistente decoración de más
de una comedia y drama imperiales y reales.


LA TUMBA DE LOS NUEVOS ATRIDAS

Un capuchino de larga barba guía al grupo de visitantes--campesinos,
forasteros e ingleses. Al bajar la escalera estrecha de la bóveda, el
ruido de los pasos. Luego, el ruido de las llaves de su reverencia.
Luego, silencio. Y el cicerone de capucha, comienza a decir su lección,
recorriendo las tumbas del lado derecho, los sarcófagos viejos, en
donde reposan reales e imperiales huesos viejísimos, entre las cajas
de metal gris labrado de esculturas macabras y simbólicas, tras
duras rejas férreas. A mí no me interesan esos príncipes antiguos
que tienen su página correspondiente en los anales austriacos: no me
atrae Matías, ni Ana, ni José, ni Leopoldo, ni Carlos. Yo voy hacia
la izquierda, en donde duermen los porfirogénitos malditos, las
coronadas testas perseguidas por el destino, la familia misteriosa y
fatídica de los Atridas modernos, esos Hapsburgos rubios o brunos,
jóvenes o viejos, pero idénticos en el sufrimiento, en la desventura,
en la tragedia. No me impresiona tanto el ataúd en que están los
restos del duque de Reichstadt, ni el nombre de María Luisa en la caja
mortuoria, como los otros sarcófagos en que duermen su eterno sueño,
Maximiliano, el emperador de la barba de oro, el del cerro de las
campanas; Elisabeth, la «emperatriz errante», que segó el anarquismo,
y Rodolfo, el de la novela sangrienta. Aquí reposa, en la paz de la
muerte, el que estaba destinado a ceñir la corona de los emperadores
de Austria y de los reyes de Hungría. El capuchino explica rápida
y precisamente, en alemán, la vida de cada uno de los príncipes
difuntos que reposan en el subterráneo; y el profundo silencio de
los visitantes es tan solamente interrumpido por un vago rumor de
palabras entredichas en voz baja, cuando se detiene el grupo ante el
sepulcro del archiduque Rodolfo de Hapsburgo. Pequeña iglesia de los
capuchinos, que encierra tanta desventura, los despojos de esa familia
predestinada fatídicamente a ser azotada por la desgracia; tristes
grandezas desaparecidas entre la locura y la sangre; seres de vidas
extraordinarias que realizan las más lúgubres y dolorosas creaciones de
los poetas del destino, de los dramaturgos del misterio.


LA SECESIÓN

Cuando en 1900 vi en el Grand Palais la sección correspondiente a los
secesionistas vieneses, mi entusiasmo fué vivo y justo. He ahí unos
cuantos adoradores sinceros de la libertad del arte, buscadores de lo
nuevo, de lo raro, según sus temperamentos, o intérpretes personales
de las antiguas tradiciones artísticas, sin _blague_ bulevardera, sin
esteticismos montmartreses, sin los absurdos mamarrachos que, entre
pocas obras de talento, exhiben unos cuantos desalmados, en el Salón
de los Indépendents parisienses. ¿Es que el ambiente es otro? ¿Es que
en Viena la lucha por la vida y por la gloria es distinta? La verdad
es que, en todos los esfuerzos de los artistas de la Secesión, noto
una sinceridad y una noble independencia y una consagración a la idea
y a la realización de la belleza, muy distantes de los extravagantes
_épateurs_ apurados de arribismo que abundan en la capital francesa.

En edificio propio construído y arreglado conforme con los gustos
y pensares estéticos de los organizadores del museo, la obra de la
Secesión se exhibe en la metrópoli austriaca como un testimonio
innegable del tesón, de la energía y del talento de sus puros artistas.
El museo es un museo «de excepción» como diría Vittorio Pica. Nada de
lo que hay en él es vulgar ni común, y se manifiesta en todo un don de
alta gracia y una voluntad de hermosura y una fuerza de pensamiento,
que honran y elevan sobremanera a la luchadora mentalidad austriaca.
Aquí se ve que no se busca asustar al burgués, sino más bien darle una
nueva revelación de belleza. Aquí tienen nobles sacerdotes el ensueño
y la vida misteriosa, y el pincel y el cincel dicen la profundidad
de lo desconocido, lo arcano de nuestras humanas existencias y el
enigma que existe en toda cosa. Sintéticos o complicados, expresan
sus meditaciones y sus visiones interiores, o en un extraño aparato
simbólico hacen surgir un aspecto de la verdad posible, o hacen
florecer de luz el alma, o cristalizan lo indeciso y lo recóndito. Y
hay la franca expresión y el desdén de toda rutina. Aquí es el único
museo del mundo en donde no solamente se ha destrozado la académica
hoja de parra, sino que se ha tenido el valor de revelar lo más íntimo,
de no ocultar lo más oculto, a punto de que se os vienen a la memoria
ciertas cuartetas memorables de Théophile Gautier. La leyenda tiene sus
cultivadores. Veo cien cuadros que me atraen; no os diré los nombres
de los autores, pues no están en las telas y no tengo tiempo para
anotar un catálogo. Sí recordaré al potente Franz Metzner, el Rodin
austriaco, el autor de ese poema soberbio de mármol que se llama _La
Tierra_, y de admirables estudios decorativos y de bustos y de estatuas
de una originalidad imponente y comprensiva. _La Tierra_, de Metzner,
está expuesta en un saloncito especial, adornado tan solamente de
expresivos telamones y de su sola, impresionante y elegante sencillez.
Y la figura en que se manifiestan la vida y el ritmo terrestres y la
fuerza natural, está sobre su base como la majestad y el misterio de
un simulacro sagrado. Lo que la Secesión ha enviado a la Exposición de
San Luis, atestigua el valor de sus pintores, decoradores, estatuarios,
ceramistas, mueblistas. Ferdinand Andri envía sus figuras valientes,
que renuevan algo del arcáico arte asirio; Metzner, sus soberbias
creaciones plásticas, sus sintéticas expresiones de la persona
humana; Klimt, sus cuadros simbólicos de factura extraordinaria y de
significación honda, como _El manzano de oro_, _La vida es un combate_,
_La Jurisprudencia_ y _La Filosofía_, que tantas discusiones causó
cuando se expuso en París en la última Exposición Universal.

Salgo de la Secesión encantado de encontrar un verdadero templo del
arte en tiempos en que los templos del arte están en posesión de
los mercaderes, de los insinceros, de los pacotillistas o de los
histriones. Y saludo ese esfuerzo generoso, deseando que en nuestros
países de arte naciente se junten las energías individuales de los
puros, de los incontaminados, y procuren hacer algo semejante, lejos de
la chatura de las escuelas de limitación y atrofia y de las modas vanas
que nada tienen que ver con la eternidad de la belleza.


BUDA-PEST

...Buda-Pest: el Rey; María Teresa; el Danubio azul; paprikahum, vino
de Tokai...; y una vieja zarzuela que deleiteó mis años infantiles.
_Los Madgyares_, en la cual cantaba un coro:

      Vamos señores
    A la feria de Buda,
    Que hoy es el día
    De vender y comprar.

Y los trajes vistosos de alamares y galones, y el leguito del convento:

      _Ego sum, ego sum_
    El leguito del convento
    _Ego sum_, además
    Campanero y sacristán...

Y me hechizó la ciudad bizarra, o más bien las dos ciudades gemelas
unidas por los magníficos puentes, con su clima, sus flores, sus
paseos, su barrio elegante y moderno en que casi todas las nuevas
construcciones son _art nouveau_, o secesión, mansiones caprichosas
de los magnates y propietarios de pingües pushtas y «economías». Es
una delicia pasear por el kiralgi var, y sus palacios y verdores, a
orillas del agua azul del armonioso río. Hay edificios espléndidos
como el magnífico parlamento, que se refleja en el Danubio, y sus
plazas espaciosas, las calles y avenidas, y sobre todo, las más bellas
mujeres del mundo hacen mirar esta tierra como un terrenal paraíso.
¡Oh! todos los países tienen lugares de gozo y bellas mujeres, pero
la Ciudad del Amor y de la hermosura, creedme, es Buda-Pest. Hay un
lugar, en un suburbio de la ciudad de Pest, que se llama Os Buda Vara,
jardín, paseo; feria nocturna, lleno de atracciones, teatritos, ventas
diversas, castillos luminosos, flores, perfumes, músicas nacionales,
trajes pintorescos; y allí he visto una colección de beldades que
habrían dejado meditabundo y soñador al mismo rey Salomón que, como
sabéis, era de gusto exquisito.

Un momento ha habido de duelo nacional, más que duelo ha sido una
glorificación, una apoteosis: la muerte de Jokai. Impregnado del
encanto de esta ciudad fascinadora, he asistido a los funerales de su
poeta, de su novelista, de su pensador nacional. Pasaban los carros
cargados de coronas por la gran calle Andrassy, en donde estaba la
morada del escritor; el cortejo era solemne y fastuoso; representantes
del gobierno asistían a la ceremonia en que se honraba la memoria del
viejo revolucionario; vistosos y pintorescos uniformes militares,
universitarios, heráldicos, desfilaban en la severa procesión. Y en en
los balcones, adornados de colgaduras de duelo, se veía una muchedumbre
de rostros divinos en que brillaban maravillosos ojos húngaros. Y ante
ese esplendor y ese prodigio de belleza femenina, al pasar el carro de
las más frescas coronas, de los estudiantes, compré a una florista un
ramo de rosas, y, poeta desconocido de lejanas tierras, con el corazón
palpitante, con un temor de emoción, arrojé yo también mi ofrenda al
anciano Jokai.

[Ilustración]



INDICE


TIERRAS SOLARES

                                       Págs.

  Barcelona                                9

  Málaga                                  21

  La tristeza andaluza                    69

  Granada                                 85

  Sevilla                                103

  Córdoba                                117

  Gibraltar                              129

  Tánger                                 155

  Venecia                                181

  Florencia                              195


  DE TIERRAS SOLARES A TIERRAS DE BRUMA

  Waterlóo                               211

  Por el Rhin                            214

  Francfort S. M.                        223

  Berlín                                 228

  Viena                                  237

  La tumba de los nuevos atridas         241

  La Secesión                            243

  Buda-Pest                              247



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                              TIPOGRÁFICO
                            DE JOSÉ YAGÜES
                           SANZ, EL DÍA XXV
                             DE SEPTIEMBRE
                                DE AÑO
                                MCMXVII



      *      *      *      *      *      *



Nota del Transcriptor:

Se ha respetado la ortografía y la acentuación del original.

Errores obvios de imprenta han sido corregidos.

Páginas en blanco han sido eliminadas.





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