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Title: Dafnis y Cloe, leyendas del antiguo Oriente
Author: Valera, Juan
Language: Spanish
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                              JUAN VALERA

                                NOVELAS

                             DAFNIS Y CLOE

                     LEYENDAS DEL ANTIGUO ORIENTE

                             (FRAGMENTOS)

                           [imagen: colofón]

                            OBRAS COMPLETAS

                               TOMO XII

                             Es propiedad.
                         Derechos reservados.



                             DAFNIS Y CLOE

                                   Ó

                        LAS PASTORALES DE LONGO



[una barra decorativa]

INTRODUCCIÓN


Los aficionados á libros suelen cegarse con frecuencia y prestar á
muchas obras literarias un mérito que no tienen, y esperar que logren
una popularidad que al cabo no alcanzan. Es evidente que yo, cuando me
he tomado el trabajo de traducir esta novela, y me he atrevido luego á
presentarla al público, es porque creo, ó bien con fundamento, ó bien
inducido en error por dicha ceguedad, que esta novela es bonita é
interesante, y que ha de gustar y divertir á los lectores.

Lejos de censurar, disculpo yo y hasta aplaudo la publicación de
cualquier libro antiguo, por malo que sea. La mayoría no tendrá la
paciencia de leerle; pero siempre le leerá con gusto y con interés
cierto breve círculo de personas estudiosas que busquen en él, y quizá
hallen nuevos datos para la historia literaria, ó curiosas noticias
sobre costumbres, usos, hechos históricos, estilo y lenguaje de una
época y nación determinadas. De libros publicados con este objeto debe
salir á la venta muy pequeño número de ejemplares. No son, ni pueden ser
en realidad, libros para el público, sino para unos cuantos bibliófilos.

No es así como yo traduzco y publico en castellano la novela de Longo.
La publico como algo que, en mi sentir, puede y debe gustar aún al
vulgo; como algo que puede ser popular en nuestros días.

Á fin de manifestar las razones en que me apoyo para pensar así, escribo
esta introducción.

Escasísima cantidad de obras maestras tiene una fama que jamás se
marchita. Sus autores se llaman por excelencia los autores clásicos, y
toda persona culta, ó que presume de culta, los compra, aunque nunca los
lea. Si por acaso acomete, en ratos de ocio, la lectura de uno de estos
autores, pongo por caso de Homero, de Píndaro ó de Virgilio, á las pocas
páginas, ó se duerme ó se aburre. Tres modos principales suele emplear
después el lector aburrido ó dormido para explicar su aburrimiento ó su
sueño. Si es muy modesto, se echa la culpa á sí propio, reconociendo que
carece de la educación estética ó de la aptitud natural bastante para
penetrar el sentido de lo que lee, y apreciar y ponderar todos los
primores y bellezas del estilo, teniendo en cuenta, además, que es
menester cierto aparato de erudición y cierto esfuerzo de fantasía para
trasladarse en espíritu á la edad en que vivió el autor y para ponerse
en lugar de uno de sus contemporáneos, participando de sus creencias,
afecciones y anhelos, único modo de comprender todo el valor de lo que
lee, y de sentir, al leerlo, la misma honda impresión que sintieron, sin
duda, los hombres que vivían cuando el autor, y para quienes el libro se
compuso. Los que se explican así el no gustar de un autor clásico son
los menos, porque la modestia y la humildad son prendas rarísimas. Otros
hay que se lo explican todo dejando á salvo al autor y echando la culpa
al traductor desgraciado. Busca, por ejemplo, una persona elegante y de
mundo, que oye decir que la _Iliada_ es un trabajo prodigioso, una
traducción castellana de la _Iliada_; le dan la de Hermosilla: empieza á
leerla, se harta á las seis ó siete páginas, y acude, para desenojarse,
á una novela de Daudet ó de Belot, que le parece mil veces más
agradable. No atreviéndose á decir que Homero es insufrible, y que todos
los críticos que le han elogiado lo hacían por seguir la corriente, ó
porque eran unos pedantones que con tales elogios querían darse tono,
decide que el traductor lo ha estropeado todo, en lo cual, hasta cierto
punto, no se equivoca á veces, y de esta suerte deja á salvo, por una
parte, el buen gusto y la agudeza y perspicacia que él cree tener, y por
otra, la autoridad de los siglos y el general y constante
consentimiento de varias y diversas civilizaciones y de muchas
generaciones, que han decidido que los cantos de Homero son de la mayor
belleza. Los más atrevidos por último, se van derechos contra el autor,
y decretan que Homero es soporífero; que en la edad bárbara en que
vivió, tal vez gustaría; pero que ahora no hay quien le aguante, y que
ni los mismos que le encomian le leen, sino que aprenden lo más
substancial de lo que dice, en algún compendio ó manual de historia de
la Literatura, y suponen que le han leído y hasta que se han encantado
leyéndole, para darse tono y lustre de discretos y de profundos.

Á mí me ha ocurrido con frecuencia que hombres políticos de primera
magnitud, que han sido ministros cuatro ó cinco veces, abogados famosos,
hacendistas y economistas, me hayan excitado á que me desemboce con
ellos y les confiese que Homero no puede haberme gustado, si es que le
he leído. Y como yo me obstinara en que le había leído y en que me
gustaba, me han tenido por hipócrita literario ó por hombre disimulado y
lleno de fingimiento, á fin de darme importancia de erudito y humanista.

Lo expuesto hasta aquí debiera arredrarme, en vez de animarme, para
publicar á Longo; pero yo discurro de otra suerte. Es verdad que los
poetas clásicos, griegos y latinos, no gustan al vulgo de los
españoles; pero ¿por qué no han de gustar los prosistas?

Para que no gusten ni sean populares los poetas hay, á más de las ya
expuestas, otras muchas razones que vamos á exponer. Nosotros poseemos
una riquísima poesía nacional, tanto más popular cuanto más se aparta en
todo del antiguo gusto clásico. Para el asunto, si es narrativa, nos
deleita la Edad Media ó los tiempos de la casa de Austria, idealizados
de cierta manera y como nunca fueron; para los sentimientos y
pensamientos, los católicos y piadosos, aunque el poeta sea ateo y los
entrevere y combine con modernas filosofías; y para la forma, ó gran
riqueza de rimas, ó la asonancia del romance, ó la castiza y también
asonantada seguidilla. Ahora bien; sin entrar aquí á buscar la causa, es
lo cierto que Homero y Virgilio se despegarían puestos en seguidillas ó
en romances, y puestos en octavas reales ó en décimas, no sólo se
despegan también, sino que es imposible que el más hábil versificador,
forzado por el consonante, no ponga mucho de su cosecha, y además
abundantes ripios en su traducción. La versificación clásica antigua,
sobre todo los exámetros, han pasado con fortuna á varias lenguas
modernas. En inglés y en alemán se escriben y se leen con gusto los
exámetros. En castellano casi nadie los ha escrito, y nadie los
resiste. Y el verso endecasílabo libre que, á mi ver, es muy á propósito
para este género de traducciones, y aun para escribir narraciones
poéticas originales, inspira en España verdadero aborrecimiento, acaso
porque rara vez se ha hecho bien hasta ahora. Como, por otra parte, el
vulgo no tiene acostumbrado el oído, no percibe la armonía de esta
versificación, ni comprende su valer, y la juzga prosa cansada.

Longo, que está en prosa y que yo traduzco en prosa, no ofrece ninguna
de estas graves dificultades. Es cierto que no debe considerarse como un
autor clásico; pero también es cierto que su obra pertenece á un género
más de moda hoy que nunca; _Dafnis y Cloe_ es una novela. Y como, á mi
ver, es la mejor que se escribió en la antigüedad clásica, y está
traducida en casi todos ó en todos los idiomas modernos, he creído que
debiera estarlo también en castellano, y que una traducción fiel y hecha
con alguna gracia, si atinaba yo á dársela, había de agradar á todos.

Harto sé, no obstante, que los libros, no ya clásicos y capitales, por
decirlo así, sino de segundo orden, como suelen ser las novelas, están
aún más sujetos á la moda que los demás libros. Homero y Virgilio,
aunque ya no divierten al vulgo, siguen y seguirán siempre siendo el
encanto de los doctos aun de los medianamente instruídos; pero á veces
hasta las novelas, que fueron en su época delicia de todos, no hay quien
las sufra en el día: ni los más literatos llevan con paciencia su
lectura. ¿Qué portugués, por sabio que sea, lee ahora, sin saltar una
página, la _Menina e moça_, de Bernardín Riveiro? ¿Qué español se traga
la _Diana_, de Jorge de Montemayor? El _Amadis de Gaula_, que durante
dos siglos ó más hechizó y deleitó á toda Europa, yace hoy arrinconado
para que algún paciente erudito ó algún lector tan incansable como raro
le lea por entero.

Esta efímera popularidad de la novela debe de consistir, sin duda, en
que las más estimadas y leídas en su época se lo debieron, no á
cualidades permanentes, sino al estilo de moda: á algo de convencional,
que hechiza en un momento y que un momento después empalaga y aburre por
falso y afectado.

Hay excepciones de esta regla; hay algunas novelas que por encima de la
beldad de convención poseen la beldad absoluta. Tales novelas sólo
sobreviven, se salvan del olvido en que las otras caen, y llegan á
contarse en el número de los libros clásicos. En toda época, pues, son ó
deben ser leídas por las personas de buen gusto. No pretendamos por eso
que el vulgo las lea también. Algo más las leerá y algo más habrán de
agradarle que los grandes poetas antiguos; pero nunca, ni con mucho, le
parecerán tan bien como cualquiera novela novísima, según el estilo y la
moda vigentes. Yo tengo para mí que el mismo _Quijote_, con ser novela
extraordinaria, sin par y única, la más espléndida joya de nuestra
literatura, el fruto más rico y sazonado del ingenio español, el libro
al lado del cual no se podrá poner acaso sino una docena de otros libros
desde que los hay en el mundo, no es hoy leído sino por literatos,
mientras que el vulgo y gran multitud de personas cultas, vulgo en esto,
se aburren leyéndole, si es que intentan leerle, y apenas perciben
algunas de sus bellezas, y las demás se escapan por completo á su
percepción, aunque la tengan muy viva, sutil y despierta para comprender
hasta los ápices y más menudos primores de Feuillet, Musset, Mérimée,
Sue, Balzac, Dickens, Dumas, Víctor Hugo y otra caterva de novelistas
contemporáneos, extranjeros, y aun españoles. Claro está que por
patriotismo, por no contrariar la corriente, con lo cual se harían en
este caso reos de lesa gloria nacional, casi todos afirman y sostienen
que el _Quijote_ es obra admirable, si bien la admiran por fe y sin
leerla.

Y no digo esto lamentándolo, sino para consignar un hecho. Esta
diversidad de gustos, esta moda vulgar de cada siglo, es conveniente.
¿Qué sería del infeliz escritor si el gusto fuese siempre igual? ¿Qué
concurrencia no le harían los autores antiguos? ¿Cómo competir en
España con el ignorado autor de la _Celestina_ ó del _Amadis_ y con
tantos otros famosos novelistas, si sus obras tuviesen hoy la vida, la
frescura y el encanto, y si fuesen tan sentidas y comprendidas del vulgo
como cuando se escribieron? Muchos, los más de los que hoy escribimos,
tendríamos que cruzarnos de brazos, llenos de aflicción y desaliento.
¿Quién escribiría un drama si gustasen y se comprendiesen Calderón y
Lope y Tirso, y respondiesen hoy, como en el siglo XVII, á los afectos,
pasiones y creencias de la muchedumbre?

De todos modos, yo entiendo que la novela de _Dafnis y Cloe_ dista no
poco de ser una obra extraordinaria; pero entiendo también que hay en
ella mérito bastante para colocarla en el número de las novelas
excepcionales, de belleza absoluta é independiente de la moda. Esto me
basta para justificar su traducción y su publicación en castellano.
Pero, ¿cómo he de fundar en esto la esperanza de que se divulgue y sea
popular la novela que traduzco y patrocino?

Lo espero, en primer lugar, por su concisión, pues no pasa, traducida
por mí, de 120 páginas. Y la espero también, porque la traducción
francesa de Courier, refundiendo la de Amyot, y las disputas de Courier
con Furia por ocasión de la mancha de tinta, han dado en Francia no muy
distante celebridad y popularidad á esta novela; y como las modas
vienen á España de Francia, pudiera ser que viniese esta moda de gustar
de _Dafnis y Cloe_.

Otra razón para que la novela guste, es la sencillez de su estilo, donde
la belleza de convención no entra para nada, pues los autores griegos,
hasta en la edad de decadencia, como se cree que fué la de Longo, se
dejaban más difícilmente extraviar por los artificios conceptuosos al
uso ó al gusto de un momento.

Razón es asimismo la de que, á pesar de lo que aseguran muchos, de que
los autores griegos y latinos no sentían ni comprendían tan hondamente
la Naturaleza como los modernos y los orientales, en _Dafnis y Cloe_ la
Naturaleza está viva, cuando no hondamente sentida y pintada. Así lo
declaran el sabio Humboldt, en el _Cosmos_, Villemain y otros críticos.
La brevedad de estas descripciones hace que hieran con más vigor la
fantasía de todo lector un poco atento, sin peligro de que fatiguen como
ocurre con frecuencia en las descripciones minuciosas, analíticas é
interminables de muchos escritores modernos, de quienes se diría que
miran con microscopio, tocan con escalpelo y escriben con plomo
derretido.

Una gran contra, fuerza es confesarlo, tiene, por cierto, _Dafnis y
Cloe_: el realismo de sus escenas amorosas, y la libertad, que raya en
licencia, con que algunas están escritas; pero sirva de disculpa que lo
que en _Dafnis y Cloe_ pueda tildarse de licencioso no es en el fondo
perverso, y si algo de esto último hay en el original, lo hemos cambiado
ó suprimido. En las impurezas de _Dafnis y Cloe_ resplandecen además
cierto candor y cierta nitidez, y hasta me atrevo á decir que la desnuda
y limpia inocencia del mármol pentélico, trabajado por el cincel del
escultor antiguo. Para mí sería no menos injusto tildar de poco decentes
algunas escenas de _Dafnis y Cloe_, como tildar de poco decentes el
Apolo de Beldevere y la Venus de Milo. Toda la culpa, si la hay, está en
el desnudo. Vestidas, y bien vestidas, están Fanny, Madame Bovary, _La
mujer de fuego_, _La Dama de las Camelias_ y otras mil heroínas del día,
y son harto menos honestas que Cloe. Inmensa, pongamos por caso, es la
distancia entre Cloe, que ama á Dafnis sin ningún interés y por él
mismo, y jura serle fiel y le es siempre fiel en vida y en muerte, y la
heroína de Goethe, Margarita, á quien las damas más púdicas admiran, no
ya á solas, en su estancia, donde no es pública la desvergüenza, sino en
pleno teatro, por lo menos haciendo gorgoritos en italiano, y en cuya
seducción interviene, no obstante, el incentivo de la codicia, el regalo
de las joyas, y donde ella, para estar con más descuido en los brazos de
su amante, da á su madre un narcótico, y para ocultar su pecado, mata á
su hijo. Todo lo cual no impide que Margarita sea admirada como criatura
angelical, modelo de ternura y de otras virtudes, y que se vaya derecha
al cielo, sin media hora siquiera de purgatorio, y que después interceda
con la Virgen María para llevarse también por allá al bribonazo del
doctor Fausto, del cual ha hecho el poeta alemán un extraño Job al
revés, ya que, en lugar de padecer con resignación las duras pruebas á
que somete el diablo al Job árabe, hace, con ayuda del diablo, cuanta
maldad y bellaquería se le antojan, sin escrúpulo de conciencia; y para
distraer sus melancolías en la ocasión más terrible, cuando ha
deshonrado y perdido á Margarita y causado la muerte de tres personas,
se va á bailar el jaleo con brujas jóvenes y bonitas en un estupendo y
desenfrenado aquelarre.

Al lado de _Fausto_, al lado de gran parte de los más celebrados libros
modernos, es inocentísimo el que traducimos.

Algo podrá también influir para que guste y para que las antedichas
faltas se perdonen ó se disimulen, el haber indudablemente servido de
modelo á la famosísima y con razón encomiada novela de Bernardino de
Saint-Pierre, que se titula _Pablo y Virginia_. No negaré yo que en ésta
el pudor y el espiritualismo de los amores se levantan inmensamente por
cima de lo que se pinta y refiere en _Dafnis y Cloe_, como que allí
todo está informado, á pesar del autor que era poco cristiano, por el
casto espíritu del cristianismo, mientras que _Dafnis y Cloe_ es obra
gentílica; pero en otras cosas, á mi ver, _Dafnis y Cloe_ aventaja á
_Pablo y Virginia_. En esta última novela hay, sin duda, en medio de sus
sencillas y naturales bellezas, sobrada afectación y _sensiblería_
malsana, propias de Rousseau, maestro de Saint-Pierre, y teosófico
prurito de buscar en la Naturaleza una revelación religiosa, mientras
que en _Dafnis y Cloe_ hay religión positiva, aunque sea mala, y todo es
más candoroso y menos alambicado.

Tales son las principales razones que me asisten para creer que _Dafnis
y Cloe_ puede gustar aún al vulgo en España.

Ya otra novela griega, que ha sido dos ó tres veces traducida ó
parafraseada en español, la única quizá que ha obtenido esta honra,
_Teágenes y Cariclea_, de Heliodoro, gustó mucho durante más de un
siglo, como lo prueban, Cervantes imitándola en el _Persiles_; Calderón
tomando asunto de ella para su comedia _Los Hijos de la Fortuna_; la
antigua traducción hecha por Fernando de Mena y publicada en 1516, y la
nueva hecha del latín, como la antigua, por D. Fernando Manuel del
Castillejo, en el año de 1722. Ambas traducciones gustaron, aunque son
desmayadísimas, y más que traducciones, desleídas paráfrasis. La novela
de Heliodoro, además, hasta en el original peca de fastidiosa, si bien
en la moral apenas tiene punto vulnerable, como obra de un santo varón
cristiano que llegó á ser obispo.

Debe, por último, excitar la curiosidad pública y avivar el deseo de
leer la novela de _Dafnis y Cloe_ la consideración de ser la primera por
su merecimiento, ya que no en el orden cronológico, de cuantas nos ha
dejado la literatura griega, germen fecundo y guía constante de todas
las literaturas de la moderna Europa.

Aunque de la historia de este género de ficciones, que hace tiempo se
llaman _novelas_, y que tan en moda están en el día, pudiéramos
excusarnos de hablar, remitiendo al lector á los autores de más valer
que sobre ello han escrito, bueno será poner algo aquí, en breve
resumen, acerca de la novela griega en general, y singularmente acerca
de _Dafnis y Cloe_, tomando por guía á Chassang, á Chauvin, á Sinner, á
Dunlop y á otros.

Cierto que la novela, escrita en prosa con alguna extensión, en una
forma aproximada á aquella en que hoy la concebimos y escribimos, y
contando lances de la vida privada de personas, no históricas, sino
particulares y fingidas las más veces, es una aparición muy tardía en la
literatura griega, y se puede y debe colocar en época de decadencia, al
menos relativa; pero, si por novela hemos de entender toda narración,
oral ó escrita, en prosa ó en verso, de casos inventados, ya se inventen
con plena conciencia, ya se imaginen ó se sueñen por unos hombres de un
modo espontáneo é inconsciente, y por otros se crean verdaderos y
reales, la novela es tan antigua como el mundo, desde que vive en el
mundo gente que habla.

Los griegos la llamaron _mytho_, y los latinos _fábula_. _Contar ó
hablar_ equivalía á referir _fábulas ó mythos_. _Hablar_ viene de
_fabulor_, que á su vez viene de _fábula_; y _mytho_ en griego significa
á la vez palabra, discurso, fábula, ó tradición popular cuento. Toda
_habla_ tenía, pues, en lo antiguo, sobre todo cuando narraba, mucho de
cuento, novela ó fábula. Por medio de ellas se explicaban los fenómenos
de la Naturaleza: el terror de los bosques, el curso del sol y de las
estrellas, la vida misteriosa de las plantas, la voz del escondido eco,
la recóndita inmensidad y el prolífico abismo de los mares, el
subterráneo origen de las fuentes, el brío devorador á par que plasmante
de la llama, la lucha de los elementos, sus afinidades y consorcios
fecundos, la fuerza que amontona los metales ó que cuaja el cristal en
las entrañas de la tierra, el arco iris que se extiende en la bóveda
azul, las tinieblas de la noche, el fulgor de la aurora, las nubes, el
trueno, el rayo, la lluvia que fertiliza y el viento que destroza;
cuanto hiere, en suma, la imaginación de los hombres, cuando la
Naturaleza hablaba con más poderosa voz que en el día á sus potencias y
sentidos, sin apartar el velo que la cubre ni hacer patentes sus
entonces inefables y temerosos arcanos. Los afectos, pasiones y
apetitos, que conmovían nuestro ser, no analizados tampoco entonces, ni
fisiológica ni psicológicamente, se personificaban del mismo modo que
los fenómenos naturales externos, y de aquí nacían también dioses y
diosas, demonios y genios. Cada uno de estos seres fantásticos tenía su
vida propia. Su historia, ya se refería, ya se cantaba en himnos. Los
acontecimientos humanos, las conquistas bienhechoras ó destructoras, la
emigración de los pueblos, la fundación de ciudades, reinos ó
repúblicas, los viajes por mar y por tierra en un mundo apenas conocido,
donde la imaginación ponía lo que el entendimiento ignoraba; todo esto,
engrandecido á poco de suceder, y á veces á par que sucedía, sin que
nadie lo escribiese, transmitiéndose y creciendo al pasar de boca en
boca, y conservado á menudo en la memoria, merced á la palabra rítmica,
dejaba de ser historia, se convertía en cuento, fábula ó _mytho_, y era,
en suma, la materia épica diseminada ó difusa. En ella se guardaba,
oculto en símbolos y figuras, todo el saber de las primeras edades; de
donde, con el andar del tiempo, salieron las maravillosas epopeyas,
cuando un vate singular y dichoso acertó á reunir los dispersos cantares
en armónico conjunto; y de donde la historia brotó más tarde, cuando un
observador, curioso y discreto, agrupó esos mismos cantares épicos,
hablas y tradiciones, poniéndolos en desatada prosa y procurando dar
alguna razón de ellos en virtud de la crítica naciente.

De aquí que, en fuerza de ser todo novela (religión, geografía,
historia, ciencias naturales, moral y política), no viniese hasta muy
tarde la novela propiamente dicha.

Han disputado muchos eruditos sobre la procedencia de la novela griega.
Unos, como Huet, suponen que vino del Oriente; otros, que nació en
Grecia, original y castiza. Yo creo que, sin duda, los primitivos
griegos traían ya sus creencias y sus _mythos_ desde que emigraron de la
cuna de la raza aria, en las faldas del Paropamiso; que fueron después
inventando mucho, y que tomaron también no poco de Egipto, de Fenicia,
del Asia Menor, de Tracia y de otras regiones y pueblos; pero los
griegos, admirablemente dotados por la Naturaleza, pusieron en todo el
sello de su propio ser: la gracia, la medida, la armonía y el buen gusto
instintivo é innato.

Como quiera que ello sea, la ficción fué, en un principio, candorosa, y
no reflexiva: tuvo carácter épico, tanto por el sujeto que fingía,
cuanto por el objeto fingido. No era la ficción individual, ó se habían
perdido las huellas de que lo fuese: era obra de la imaginación
colectiva: no era historia fingida adrede, sino creída y soñada; ni era
tampoco de casos meramente domésticos, sino importantes al pueblo todo ó
á todos los hombres: historia de reyes, de patriarcas, de héroes
epónimos, de dioses y semi-dioses, los cuales, ya, como Hércules, Teseo,
Perseo y Belerofonte, altos modelos de los ulteriores caballeros
andantes, socorrían doncellas, amparaban menesterosos y libertaban la
tierra de monstruos y tiranos; ya, como Baco, Osiris y los Argonautas,
se extendían por el mundo, civilizándole en expedición conquistadora;
ya, como Hermes, inventaban artes que hacen grata la vida; ya, como
Prometeo, arrostraban la cólera del cielo y del inflexible destino, á
fin de salvar, mejorar ó ennoblecer al género humano.

Cuando toda esta materia épica pasó de ser oral á ser escrita, y
perdiendo el ritmo ó forma de la poesía, vino á ponerse en prosa, la
ficción, ó dígase la novela en su más lato sentido, entró en un período
importante de su historia, si bien aun apenas aparecía aislada, sino
combinándose con todo. Los moralistas se valían de ella para inculcar
sus preceptos, y los filósofos y políticos para hacer más perceptibles y
populares sus teorías y sistemas. De aquí las fábulas de Platón sobre
la Atlántida y sobre Her el armenio, la del grave Aristóteles sobre
Sileno y Midas, y la de Jenofonte sobre la educación de Ciro.

Lo inexplorado hasta entonces de este planeta en que vivimos, daba lugar
á innumerables _utopias_; esto es, á tierras incógnitas ó muy remotas,
donde vivían pueblos extraños, ya por lo monstruoso de su ser y
condición, ya por estar gobernados de una manera singular y perfecta,
según el gusto de quien transmitía ó inventaba la ficción. Así nacieron,
y se pusieron en diversos sitios, reinos ó repúblicas de amazonas, de
pigmeos y de arimaspes, y así surgieron también islas afortunadas: el
país de los hiperbóreos, amados de Apolo; la tierra de los meropes, la
nación india de los atacoros, y hasta la Pancaya de Evhemero.

De la misma suerte que, por ignorancia de la geografía, se creaban
países y pueblos fantásticos, por el desconocimiento de los casos
pasados, emigraciones de razas, conquistas, victorias, civilizaciones
florecimientos y decadencias, nacieron multitud de historias de pueblos
primitivos, donde á veces, sobre la leve trama de algunos hechos reales,
la fantasía tejía y bordaba mil prodigios.

Para dar autoridad á alguna doctrina religiosa ó filosófica, casi se
forjaba un personaje y toda su portentosa historia, como la de Abaris ó
la de Zamolxis, y, por el contrario, para glorificación de un personaje
real, se forjaba su leyenda. Así se escribieron no pocas vidas, no ya
sólo de reyes, héroes y conquistadores, sino también de sabios y de
filósofos, como la de Pitágoras por Jámblico y Porfirio, la de Apolonio
de Tyana por Filostrato, la de Plotino por Porfirio, y la de Proclo por
Marino. Hasta para dar una explicación racionalista á la historia
divina, para traer á la tierra á los númenes que el vulgo adoraba, y
reducirlos á la condición y proporciones humanas, se inventan fábulas no
menos increibles y absurdas que la misma religión que tiraban á
destruir, como ocurría en la ya citada Pancaya de Evhemero, quien cuenta
hoy, sin las disculpas que él tenía, tan numerosos y brillantes
discípulos, v. gr.: Rodier, Renan, Moreau de Jonnes, y sobre todo, el
autor de un libro titulado _Dios y su tocayo_, donde se pretende probar
que Jehováh era el emperador de la China, y Adán un súbdito rebelde,
expulsado del Celeste Imperio.

Es evidente que al señalar aquí las diversas direcciones que tomó entre
los griegos el espíritu de invención novelesca, lo hacemos con rapidez y
á grandes rasgos, y no podemos ceñirnos á la cronología, ni marcar con
precisa distinción épocas y períodos. Baste que nos atrevamos á afirmar
que hasta los tiempos de Alejandro Magno, apenas queda rastro de lo que
ahora podemos llamar _novela de costumbres_. Toda ficción es sobre algo
que toca ó interesa á la vida pública, ya religiosa, ya política, ya
filosófica. La novela de casos domésticos estaba en gérmen y reducida al
cuento oral, que hasta muy tarde no empezó á coleccionarse.

Estos cuentos venían principalmente de Mileto, de Sibares y de Chipre, y
eran á menudo amorosos y obscenos. Los más antiguos recopiladores de
estos cuentos, de quienes se tiene noticia, son de la edad de Alejandro,
ó posteriores, como Clearco de Soli, Partenio de Nicea, maestro de
Virgilio, y Conón, que vivió en el mismo tiempo.

Con la novela hubo de suceder lo mismo, en cierto modo, que con el
teatro cómico. Aristófanes, en la comedia antigua, habla y trata de la
vida pública, política y religiosa. Viene después la comedia media, que
trata aún de la vida pública; pero, ya perdidas la actividad y la
libertad de la democracia ateniense, olvida lo político, y se emplea en
representar filósofos y cortesanas. Sólo con Menandro, en la comedia
nueva, aparece la verdadera vida interior doméstica, y se pintan
caracteres y pasiones de personajes privados.

En la novela, lo que responde á la comedia nueva en el teatro, esto es,
lo que hasta cierto punto pudiéramos llamar _novela de costumbres_, vino
mucho más tarde. Todo novelista de este género puede afirmarse que es
posterior á la era cristiana.

No por esto juzgo yo, como los clasicistas severos, que es época de
decadencia ésta en que apareció la novela de dicha clase. Verdad que el
siglo de oro de las letras griegas fué el de Pericles; pero autores
eminentes hubo en épocas distintas, y nuevos períodos de florecimiento y
nuevos campos para luchar y vencer se abrieron después en repetidas
ocasiones al ingenio helénico; ora bajo los Ptolomeos y otros sucesores
de Alejandro, en filosofía, en ciencias exactas y naturales, y en poesía
lírica y bucólica; ora bajo la dominación de Roma, en quien infundió
Grecia su cultura; ora con la aparición y difusión del cristianismo y el
gran movimiento de ideas que trajo en pos de sí, aun hasta después de
caer el imperio de Occidente. Yo creo que no pueden llamarse épocas de
decadencia en una literatura aquéllas en que florecen poetas como
Teócrito, Bion y Calímaco; prosistas como Polibio, Plutarco y Luciano;
filósofos como Plotino, y escritores tan elocuentes y pensadores tan
profundos como tantos y tantos Padres de la Iglesia.

En esta última época, á saber, desde el primero al quinto ó sexto siglo
de la era cristiana, es cuando escriben los principales novelistas
griegos de la novela propiamente dicha, ó dígase de la _novela de
costumbres_, ó más bien de la novela de amor y aventuras ya que las
costumbres no se pintaban entonces con la exactitud de ahora; no se
empleaba lo que hoy llamamos ó podemos llamar _color local y temporal_,
sino cuando esto salía sin caer en ello los autores; ni mucho menos
había, ni era posible que hubiese, este análisis psicológico de las
pasiones y afectos, que hoy se usa y agrada tanto. En cambio, el empleo
de lo sobrenatural y prodigioso no era tan difícil como en el día,
porque los hombres creían sin gran dificultad, por donde era llano
ingerir en las novelas lo fantástico de las antiguas fábulas
filosóficas, religiosas, geográficas é históricas.

Las novelas más famosas y conocidas del expresado género son: la
_Eubea_, de Dion Crisóstomo; el _Asno_, de Lucio de Patras; _Las
Efesiacas_, de Jenofonte de Efeso; _Teágenes y Cariclea_, de Heliodoro;
_Leucipe y Clitofonte_, de Aquiles Tacio, y _Las Pastorales_, de Longo,
ó _Dafnis y Cloe_, que damos aquí traducida, y que es sin duda la mejor
de todas, ya que el _Asno_, de Lucio, es ferozmente obsceno, y la
_Eubea_, de Dion, tiene poco interés, por más que esté lindamente
escrita. Las otras novelas de dicha época son en el día harto pesadas de
leer. Y las novelas posteriores, del Bajo Imperio, no son más amenas
ahora, si bien son en extremo interesantes por lo mucho que influyen en
el desenvolvimiento de todas las literaturas del centro y occidente de
Europa durante la Edad Media; ya en leyendas y cuentos; ya en poemas y
libros de caballerías; ya en el mismo teatro, cuando el renacimiento y
después, como sucede, por ejemplo, con la historia de Apolonio de Tiro,
el poema de Alejandro y las historias troyanas.

Según ya hemos dicho, aunque nuestro elogio se atribuya á pasión de
traductor, _Dafnis y Cloe_ es la mejor de todas estas novelas; la única
quizá que, por la sencillez y gracia del argumento, por el primor del
estilo, y en suma, por su permanente belleza, vive y debe gustar en todo
tiempo.

Contra los ataques que se han dirigido á su poca moralidad y decencia,
ya la hemos defendido hasta donde nos ha sido posible. De otras faltas
es harto más fácil defenderla. Una, sobre todo, apenas se comprende que
haya críticos juiciosos que se la atribuyan: la de la intervención
milagrosa de Pan para salvar á Cloe, á quien llevaban robada. Lo extraño
es que los críticos se hayan fijado en este momento, como si en él
apareciese sólo lo sobrenatural, y no hayan querido comprender que,
desde el comienzo de la novela, lo sobrenatural interviene en todo. Sin
su intervención la novela no sería verosímil, y por lo tanto, no sería
divertida. La verosimilitud estética se funda, pues, en la creencia en
ciertos seres por cima del ser humano y que le amparan y guían; en la
creencia en las Ninfas; en Amor, no como figura alegórica, sino como
persona real, viva y divina, y en Pan, como dios protector de los
pastores, belicoso á veces y tremendo.

Sin la providencia especial de estas divinidades, sin el cuidado que
toman por Dafnis y Cloe y sin la elección que hacen de ellos para un
caso singular de enamoramiento dulcísimo, ni se hubieran salvado los
niños recién nacidos, abandonados en medio del campo, ni los hubieran
criado con tanto amor una cabra y una oveja, ni hubieran conservado su
rara hermosura á pesar de las inclemencias del cielo, ni hubieran sido
tan sencillos é inocentes, ni hubiera pasado, en resolución, casi nada
de lo que en la novela pasa. Por esto es de maravillar que los críticos
censuren el milagro de Pan para libertar á Cloe, y no censuren los demás
milagros ni se paren en ellos.

Ni yo creo en Pan ni en las Ninfas, ni hay lector en el día que pueda
creer en tales disparates; mas, para la verosimilitud estética, es
fuerza ponerse en lugar del vulgo gentílico que en un tiempo dado
(todavía cuando la novela se escribió) creía en las mencionadas
patrañas, sobre todo en lugares agrestes, lejos de las grandes ciudades.
Una vez concedido esto, todo es verosímil y llano.

Dafnis y Cloe, en completo estado de naturaleza, aunque sublimado é
idealizado por el favor divino, pero por el favor divino de dioses poco
severos, se aman antes de saber que se aman, son bellos é ignorantes,
contemplan y comprenden su hermosura, y de esta contemplación y
admiración nace un afecto bastante delicado para dos que viven casi vida
selvática: él sin colegio ni estudio de moral, y ella sin madre
vigilante y cristiana, sin aya inglesa que la advierta lo que es
_shocking_, y sin nada por el estilo. Si el autor, dado ya el asunto,
hubiera puesto en los amores de sus dos personajes algo de más sutil,
etéreo y espiritual, hubiera sido completamente falso, tonto é
insufrible.

La novela de _Dafnis y Cloe_ es, pues, lo que debe y puede ser, y tal
como es, es muy linda.

Su autor imita, sin duda, á los antiguos poetas bucólicos, á Teócrito
sobre todo; pero le imita con tino y gracia. De aquí que su obra sea la
mejor, la más natural, la menos afectada y artificiosa, la única acaso
no afectada de cuantas novelas pastorales se han escrito posteriormente,
y que, pasada ya la moda, no hay quien lea con paciencia.

_Dafnis y Cloe_, más bien que de novela bucólica, puede calificarse de
novela campesina, de novela idílica ó de idilio en prosa; y en este
sentido, lejos de pasar de moda, da la moda y sirve de modelo aún,
_mutatis mutandis_, no sólo á _Pablo y Virginia_, sino á muchas
preciosas novelas de Jorge Sand, y hasta á una que compuso en español,
pocos años há, cierto amigo mío, con el título de _Pepita Jiménez_.

De estas novelas en prosa se ha pasado también á componerlas en verso,
tomando asunto de la vida común; pintando escenas villanescas, rústicas
ó burguesas, que no carecen de poesía, sino que la tienen muy grande,
cuando se aciertan á pintar con la debida sencillez homérica. En vez de
cantar á los héroes tradicionales de la epopeya, se ha cantado en estos
idilios modernos á sujetos de condición humilde. Los dos más bellos
modelos de tal género de composición, en nuestros días, son _Hermann y
Dorotea_, de Goethe, y _Evangelina_, de Longfellow. Algunos de nuestros
mejores poetas han seguido un poquito esta corriente desde hace cinco ó
seis años. Así Campoamor, en los que llama _Pequeños poemas_, y Núñez de
Arce, en otro que titula _Idilio_.

Grecia también nos dió el ejemplo de esto, al ir á espirar su gran
literatura. En el siglo v, ó después (porque, así como nada se sabe de
quién fué Longo, nada se sabe tampoco de este otro autor, ni del tiempo
en que vivió), hubo un cierto Museo, á quien llaman _el gramático_ ó _el
escolástico_, para distinguirle del antiquísimo Museo mitológico, hijo
de Eumolpo y discípulo de Orfeo, el cual Museo más reciente compuso la
novela en verso de _Hero y Leandro_, que es un idilio por el estilo de
los que ahora se usan, un dechado de sencillez y de gracia, un _pequeño
poema_ precioso. Ganas se le han pasado al traductor de _Dafnis y Cloe_
de traducirle también y de incluirle en este mismo volumen; pero, como
no está seguro de que el público guste de lo primero, deja para más
adelante, si el público no le desdeña y le anima, el ofrecerle lo
segundo. Entre tanto, y por hoy, se despide de él, pidiéndole perdón de
sus muchas faltas.



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PROEMIO


Cazando en Lesbos, en un bosque consagrado á las Ninfas, vi lo más lindo
que vi jamás: imágenes pintadas, historia de amores. El soto, por
cierto, era hermoso, florido, bien regado y con mucha arboleda. Una sola
fuente alimentaba árboles y flores; pero la pintura era más deleitable
que lo demás: de hábil mano y de asunto amoroso. Así es que no pocos
forasteros acudían allí, atraídos por la fama, á dar culto á las Ninfas
y á ver la pintura.

Parecíanse en ella mujeres de parto, otras que envolvían en pañales á
los abandonados pequeñuelos, cabras y ovejas que les daban de mamar,
pastores que de ellos cuidaban, mancebos y rapazas que andaban
enamorándose, correría de ladrones y algarada de enemigos. Otras mil
cosas, y todas de amor, contemplé allí con tanto pasmo, que me entró
deseo de ponerlas por escrito; y habiendo buscado á alguien que me
explicase bien la pintura, compuse estos cuatro libros, que consagro al
Amor, á las Ninfas y á Pan, esperando que mi trabajo ha de ser grato á
todos los hombres, porque sanará al enfermo, mitigará las penas del
triste, recordará de amor al que ya amó, y enseñará el amor al que no ha
amado nunca; pues nadie se libertó hasta ahora de amar, ni ha de
libertarse en lo futuro, mientras hubiere beldad y ojos que la miren.
Concédanos el Numen que nosotros mismos atinemos á contar, sanos y
salvos, los amores de otros.



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LIBRO PRIMERO


Ciudad de Lesbos es Mitilene, grande y hermosa. La parten canales, por
donde entra y corre la mar, y la adornan puentes de lustrosa y blanca
piedra. No semeja, á la vista, ciudad, sino grupo de islas.

Á unos doscientos estadíos de Mitilene, cierto rico hombre poseía
magnífica hacienda, montes abundantes de caza, fértiles sembrados,
dehesas y colinas cubiertas de viñedo: todo junto á la mar, cuyas ondas
besaban la arena menuda de la playa.

En esta hacienda, un cabrero llamado Lamón, que apacentaba su ganado,
halló á un niño, á quien criaba una cabra. En el centro de un matorral,
entre zarzas y hiedra trepadora, y sobre blando césped, reposaba el
infantico. Allí solía entrar la cabra, de suerte que desaparecía á
menudo, y abandonando su cabritillo, asistía á la criatura. Lamón notó
estas desapariciones, y se compadeció del cabritillo abandonado; pero un
día, en el ardor de la siesta, siguiendo la pista de la cabra, la vió
deslizarse con cautela entre las matas, á fin de no lastimar con las
pezuñas al niño, el cual, como si fuera del pecho materno, iba tomando
la leche. Maravillado Lamón, que harto motivo había para ello, se acercó
más, y vió que la criatura era varón, bonito y robusto, y con prendas
más ricas de lo que prometía su corta ventura, porque estaba envuelto en
mantilla de púrpura con hebilla de oro, y al lado había un puñalito,
cuyo puño era de marfil. Lo primero que discurrió Lamón fué cargar con
aquellas alhajas, y abandonar al niño; pero avergonzado luego de no
remedar siquiera la compasión de la cabra, no bien llegó la noche, lo
llevó todo, niño, cabra y alhajas, á su mujer Mirtale, á la cual, para
que se le quitase la aprensión de que las cabras parieran niños, le
contó lo ocurrido; cómo halló á la criatura, cómo la cabra la amamantaba
y cómo él había tenido vergüenza de dejarla morir. Y siendo Mirtale del
mismo parecer, ocultaron las alhajas, prohijaron al niño y encomendaron
á la cabra su crianza. Á fin de que el nombre del niño pareciese
pastoral, decidieron llamarle Dafnis.

Dos años después, otro pastor de los vecinos campos, cuyo nombre era
Dryas, halló y vió algo semejante cuando apacentaba su rebaño. Había una
gruta consagrada á las Ninfas, gran roca, hueca por dentro, y en lo
exterior redonda. En esta gruta se veían figuras de Ninfas, hechas de
piedra, los pies descalzos, los brazos desnudos hasta los hombros, los
cabellos esparcidos sobre la espalda y la garganta, el traje ceñido á la
cintura, y una dulce sonrisa en entrecejo y boca; todo el aspecto de
ellas, como si hubiesen bailado en coro. En el fondo de la gruta se
levantaba un poco el terreno, y de allí manaba una fuente, cuyas aguas
se deslizaban formando manso arroyo, y alimentando en torno un prado
amenísimo, de copiosa y blanda grama cubierto. Allí se veían suspendidos
tarros, colodras, flautas, pífanos y churumbelas, ofrendas de antiguos
pastores. Á este templo de las Ninfas acudía una oveja que había ya
criado corderos, y el pastor Dryas sospechaba á veces que se le había
perdido. Queriendo, pues, corregirla y traerla de nuevo á su antiguo y
tranquilo modo de pacer, tejió con sutiles varitas de mimbre verde uno á
modo de lazo, y entró en la gruta á fin de coger la oveja; pero no bien
llegó cerca, vió lo que no esperaba: vió á la oveja que, con ternura
verdaderamente humana, daba su ubre, para que de ella sacase abundante
leche, á una criaturita, la cual, con avidez, pero sin llanto, aplicaba
la boca pura y limpia, ya á una teta, ya á otra, y cuando se había
hartado de mamar, la oveja le lamía la cara. Esta criatura era una niña,
y tenía pañales y otras prendas para poder ser reconocida; toquillas y
chinelas bordadas de hilo de oro, y ajorcas de oro también.

Considerando divino tal hallazgo, y enseñado por la oveja á compadecer y
amar á la niña, Dryas la tomó en sus brazos, guardó aquellas prendas en
el zurrón, y rogó á las Ninfas que le dejasen criar con buena suerte á
la que se había puesto bajo su amparo. Y como ya era tiempo de llevar la
manada al aprisco, volvió á su cabaña, contó á su mujer lo ocurrido, le
mostró á la niña y la exhortó á tomarla por hija, ocultando cómo había
sido hallada. Napé, que así se llamaba la pastora, amó desde luego á la
niña como madre, recelosa de que la oveja no la venciese en ternura; y
en prueba de que la niña era su hija, le puso el nombre pastoral de
Cloe.

Pronto crecieron los niños. Su hermosura distaba mucho de parecer
rústica. Cuando él cumplió quince años y ella dos menos, Dryas y Lamón
tuvieron idéntico sueño en una misma noche. Pensaron ver que las Ninfas,
las de la gruta donde estaba la fuente y donde Dryas había encontrado á
la niña, ponían á Dafnis y á Cloe en poder de un mozuelo gentil á par
que arrogante, con alas en los hombros y armado de arco y flechas
pequeñitas, el cual, hiriendo á ambos con la misma flecha, les mandó que
fuesen pastores: á ella, de ovejas; á él, de cabras. No poco afligió á
los viejos este sueño, que destinaba á sus hijos al oficio de guardar
ganado, porque hasta entonces habían augurado mejor suerte para ellos,
fiándose en las prendas halladas, por lo cual los habían criado con el
mayor regalo y les habían hecho aprender las letras y cuanto en el campo
hay de bueno. Resolvieron, no obstante, obedecer á los dioses, cuya
providencia había salvado á los niños. Y después de comunicarse
mutuamente el sueño, y de haber hecho un sacrificio, en la gruta de las
Ninfas, al mozuelo de las alas (cuyo nombre no acertaban á adivinar),
enviaron á los mozos á cuidar del hato, enseñándoles el oficio pastoril:
de qué modo ha de apacentarse antes del medio día, de qué modo después
de pasada la siesta; cuándo conviene llevar al abrevadero, cuándo al
aprisco; en qué ocasión debe emplearse el cayado y en qué ocasión basta
la voz. Ellos se alegraron de esto en gran manera, como si los hubieran
hecho príncipes, y amaron á sus cabras y corderos más que suele el vulgo
de los pastores, porque ella recordaba que debía la vida á una oveja, y
él no había olvidado que una cabra le cuidó y alimentó en su abandono.

Empezaba entonces la primavera y se abrían las flores en montes, selvas
y prados. Oíase ya por todas partes susurro de abejas y gorjeo de
pajarillos. Los recentales balaban, los corderos retozaban en la
montaña, las abejas susurraban en el prado, y en umbrías y sotos
cantaban las aves. Como en aquella bendita estación todo se regocijaba,
Dafnis y Cloe, tan jóvenes y sencillos, se pusieron á remedar lo que
veían y oían. Oían cantar á los pájaros, y cantaban; veían brincar á los
corderos, y brincaban gallardamente; y remedando á las abejas, cogían
flores, y ya se las ponían en el pecho, ya, tejiendo guirnaldas, se las
ofrecían á las Ninfas. Todo lo hacían juntos y apacentaban cerca el uno
del otro. Á menudo Dafnis hacía volver la oveja que se extraviaba, y á
menudo Cloe espantaba á las cabras más atrevidas para que no trepasen á
los riscos. Á veces uno solo cuidada de ambos hatos, mientras que el
otro se recreaba y jugaba. Sus juegos eran infantiles y propios de
zagales. Ora ella, con juncos que cogía, formaba jaulas para cigarras,
y, distraída en esta faena, descuidaba el ganado. Ora él cortaba
delgadas cañas, les agujereaba los nudos, las pegaba con cera blanda, y
se esmeraba hasta la noche en tocar la zampoña. Á menudo compartían
ambos la leche y el vino y se comían juntos la merienda que traían de
casa. En suma, más bien se hubieran visto las cabras y las ovejas
dispersas que á Dafnis y Cloe separados.

En medio de tales juegos, Amor empezó á darles penas. Una loba, que
recientemente había tenido cría, robaba muchas veces corderos de los
campos próximos para alimentar sus cachorros. Algunos aldeanos se
reunieron con este motivo, é hicieron de noche zanjas de más de una vara
de ancho y de cuatro ó cinco de hondo. Mucha porción de la tierra
removida la esparcieron á lo lejos, y sobre el hoyo extendieron palos
secos y quebradizos, cubriéndolos con el resto de la tierra para que el
suelo apareciese como antes, de modo que hasta una liebre que corriese
por cima rompiese los palos, más débiles que paja, y probase que no era
suelo, sino apariencia de suelo. Así abrieron varias zanjas en los
cerros y en el llano; pero nunca pudieron coger la loba, que presintió
la trampa. En cambio perdieron no pocos corderos y cabras, y Dafnis
estuvo á punto de perderse.

Dos machos cabríos, irritados por la brama, lucharon con tal furor y
violencia, que á uno de ellos se le rompió un cuerno, y, lleno de dolor,
comenzó á huir dando bramidos, mientras que el vencedor le perseguía sin
tregua ni sosiego. Dolióse Dafnis del cuerno quebrado, y lleno de ira
contra la terquedad del macho victorioso, empuñó el cayado y dió en
perseguirle á su vez. Así, huyendo el uno y siguiéndole enfurecido el
otro, sin ver dónde ponían los pies, cayeron ambos en la trampa, el
macho primero y luego Dafnis, lo cual le salvó, pues al caer se quedó
caballero en el macho; pero, como se veía en el fondo del hoyo,
lloraba, aguardando que alguien viniese á sacarle de allí. Cloe, que
vió de lejos lo sucedido, acudió de carrera al hoyo, reconoció que
Dafnis estaba con vida y pidió socorro á un boyero de los vecinos
campos. Llegó el boyero y buscó una cuerda ó soga, para que, asido á
ella, Dafnis saliese; pero no se encontraba cuerda. Entonces Cloe desató
la cinta de sus crenchas, la dió al boyero, y de esta suerte, puestos
ambos en la boca del hoyo, agarrándose Dafnis á la cinta y tirando
ellos, logró subir el caído. Sacaron después al macho infeliz, que con
el golpe se había roto entrambos cuernos (pronta y completa venganza del
vencido), y se le dieron al boyero en pago de su ayuda, con propósito de
decir en casa, si alguien preguntaba por él, que un lobo se le había
llevado.

Volvieron luego donde estaban cabras y ovejas y hallaron que pacían en
paz y buen orden. Sentáronse entonces cabe el tronco de una encina y
miraron ambos con atención si alguna parte del cuerpo de Dafnis se había
lastimado al caer; pero ni herida ni sangre tenía, sino sucio barro en
el pelo y en lo demás de su persona. Dafnis determinó lavarse para que
Lamón y Mirtale no supiesen lo ocurrido. Y yéndose con Cloe á la gruta
de las Ninfas, le dió á guardar la tuniquilla y el zurrón y se puso á
lavar en la fuente su cabellera y el cuerpo todo. La cabellera era negra
y abundante; el cuerpo, tostado del sol. Diríase que le daba color
obscuro la sombra de la cabellera. Cloe, que miraba á Dafnis, le halló
hermoso, y como hasta allí no había reparado en su hermosura, imaginó
que el baño se la prestaba. Cloe lavó luego las espaldas á Dafnis, y
halló tan suave la piel, que de oculto se tocó ella muchas veces la suya
para decidir cuál de los dos la tenía más delicada.

Como ya el sol iba á ponerse, ambos volvieron con el hato á sus cabañas,
y Cloe nada deseaba tanto como ver á Dafnis bañarse de nuevo.

Al día siguiente, de vuelta en la pradera, Dafnis, sentado, según solía,
al pie de una encina, tocaba la flauta, á par que miraba sus cabras,
encantadas, al parecer, con el dulce sonido. Cloe, sentada asimismo á la
vera de él, miraba sus ovejas y corderos; pero miraba más á Dafnis. Y
otra vez le pareció hermoso tocando la flauta, y creyó que la música le
hermoseaba, y para hermosearse ella tomó la flauta también. Quiso luego
que volviera él á bañarse y le vió en el baño, y sintió como fuego al
verle, y volvió á alabarle, y fué principio de amor la alabanza. Niña
candorosa, criada en los campos, no se daba cuenta de lo que le pasaba,
porque ni siquiera había oído mentar al Amor. Sentía inquietud en el
alma; no podía dominar sus ojos y hablaba mucho de Dafnis. No comía de
día, velaba de noche y descuidaba sus ovejas; ya reía, ya lloraba; si
dormía, se despertaba de súbito; su rostro se cubría de palidez y luego
ardía de rubor. Nunca se agitó más becerra picada del tábano. Acontecía
á veces que ella á sus solas prorrumpía en estas razones:

«Estoy mala é ignoro mi mal; padezco y no me veo herida; me lamento y no
perdí ningún corderillo; me abraso y estoy sentada á la sombra. Mil
veces me clavé las espinas de los zarzales y no lloré; me picaron las
abejas y pronto quedé sana. Sin duda que esta picadura de ahora llega al
corazón y es más cruel que las otras. Si Dafnis es bello, las flores lo
son también; si él canta lindamente, no cantan mal las avecicas. ¿Por
qué pienso en él y no en las avecicas y en las flores? ¡Quisiera ser su
flauta para que infundiese en mí su aliento! ¡Quisiera ser su cabritillo
para que me tomara en sus brazos! ¡Oh agua perversa, que á él sólo haces
hermoso y me lavas en balde! Yo me muero, queridas Ninfas; ¿cómo no
salváis á la doncella que se crió con vosotras? ¿Quién os coronará de
flores después de mi muerte? ¿Quién tendrá cuidado de los pobrecitos
corderos? ¿Á quién encomendaré mi parlera cigarra, que cogí con tanta
fatiga y que solía cantar en la gruta para que yo durmiese la siesta? En
vano canta ahora, pues yo velo, gracias á Dafnis.» Así padecía, así se
lamentaba Cloe, procurando descubrir el nombre de Amor.

Entre tanto, Dorcón, el boyero que sacó del hoyo á Dafnis y al macho,
mozuelo ya con barbas y harto sabido en cosas de Amor, se había prendado
de Cloe desde el primer día; y como mientras más la trataba más se
abrasaba su alma, resolvió valerse ó de regalos ó de violencia para
lograr sus fines. Fueron sus primeros presentes, para Dafnis, una
zampoña, que tenía nueve cañutos ligados con latón, y no con cera, y
para Cloe la piel de un cervatillo, esmaltada de lunares blancos, para
que la llevase en los hombros, cual suelen las bacantes.

Así creyó haberse ganado la voluntad de ambos, y pronto desatendió á
Dafnis; pero á Cloe la obsequiaba de diario, ya con blandos quesos, ya
con guirnaldas de flores, ya con frutas sazonadas. Y hasta hubo
ocasiones en que le trajo un becerro montaraz, un vaso sobredorado y
pajarillos cazados en el nido. Ignorante ella del artificio y malicia de
los amadores, tomaba los regalos y se alegraba; y se alegraba más aún
porque con ellos podía regalar á Dafnis.

No tardó éste en conocer también las obras de Amor. Entre él y Dorcón
sobrevino contienda acerca de la hermosura. Cloe había de sentenciar.
Premio del vencedor, un beso de Cloe. Dorcón habló primero de esta
manera:

«Yo, zagala, soy más alto que Dafnis, y valgo más de boyero que él de
cabrero, porque los bueyes valen más que las cabras. Soy blanco como la
leche y rubio como la mies cuando la siegan. No me crió una bestia, sino
mi madre. Éste es chiquitín, lampiño como las mujeres y negro como un
lobezno. Vive entre chotos, y su olor ha de ser atroz, y es tan pobre,
que no tiene para mantener un perro.

Se cuenta que una cabra le dió leche, y á la verdad que parece cabrito.»

Así dijo Dorcón. Luego contestó Dafnis: «Me crió una cabra como á
Júpiter, y son mejores que tus vacas las cabras que yo apaciento. Y no
huelo como ellas, como no huele Pan, que casi es macho cabrío. Bastan
para mi sustento queso, blanco vino y pan bazo, manjares campesinos, no
de gente rica. Soy lampiño como Baco, y como los jacintos moreno; pero
más vale Baco que los sátiros, y más el jacinto que la azucena. Éste es
bermejo como los zorros, barbudo como los chivos, y como las cortesanas
blanco. Y mira bien á quién besas, pues á mí me besarás la boca, y á él
las cerdas que se la cubren. Recuerda, por último, ¡oh zagala, que á tí
también te crió una oveja, y eres, no obstante, linda!»

Cloe no supo ya contenerse, y movida de la alabanza, y más aún del largo
anhelo que por besar á Dafnis sentía, se levantó y le besó; beso
inocente y sin arte, pero harto poderoso para encenderle el alma.

Dorcón huyó afligido en busca de nuevos medios de lograr su amor. Dafnis
no parecía haber sido besado, sino mordido: de repente se le puso la
cara triste; suspiraba con frecuencia, no reprimía la agitación de su
pecho, miraba á Cloe, y al mirarla se ponía rojo como la grana. Entonces
se maravilló por primera vez de los cabellos de ella, que eran rubios, y
de sus ojos, que los tenía grandes y dulces como las becerras, y de su
rostro, más blanco que leche de cabra. Diríase que á deshora se le
abrieron los ojos y que antes estaba ciego. Ya no tomaba alimento sino
para gustarle, ni bebida sino para humedecerse la boca. Estaba
taciturno, cuando antes era más picotero que las cigarras; yacía
inmóvil, cuando antes brincaba más que los chivos; no se curaba del
ganado; había tirado la flauta lejos de sí, y tenía pálido el rostro
como agostada hierba. Únicamente con Cloe ó pensando en Cloe volvía á
ser parlero. Á veces, á solas, se lamentaba de esta suerte:

«¿Qué me hizo el beso de Cloe? Sus labios son más suaves que las rosas,
su boca más dulce que un panal, y su beso más punzante que el aguijón de
las abejas. No pocas veces he besado los chivos; no pocas veces he
besado los recentales de ella y el becerro que le regaló Dorcón; pero
este beso de ahora es muy diferente. Me falta el aliento, el corazón me
palpita, se me derrite el alma, y á pesar de todo, quiero más besos. ¡Oh
extraña victoria! ¡Oh dolencia nueva, cuyo nombre ignoro! ¿Habría Cloe
tomado veneno antes de besarme? ¿Cómo no ha muerto entonces? Los
ruiseñores cantan, y mi zampoña enmudece; brincan los cabritillos, y yo
estoy sentado; abundan las flores, y yo no tejo guirnaldas. Jacintos y
violetas florecen, y Dafnis se marchita. ¿Llegará Dorcón á ser más lindo
que yo?»

Así se quejaba el bueno de Dafnis, probando los tormentos de Amor por
vez primera.

Dorcón, entre tanto, el boyero enamorado de Cloe, se fué á buscar á
Dryas, que plantaba estacas para sostener una parra, y le llevó de
regalo muy ricos quesos. Y como era su antiguo amigo, porque habían ido
juntos á apacentar el ganado, trabó conversación con él, y acabó por
hablarle del casamiento de Cloe. Díjole que él deseaba tomarla por
mujer, y le prometió grandes dones como rico boyero que era: una yunta
de bueyes para arar, cuatro colmenas, cincuenta manzanos, un cuero de
buey para suelas, y cada año un becerro que podría ya destetarse.
Halagado por las promesas Dryas estuvo á punto de consentir en la boda;
pero recapacitando después que la doncella merecía mejor novio, y
temiendo ser acusado algún día de ocasionar irremediables males,
desechó la proposición de boda y se disculpó como pudo; sin aceptar lo
prometido en alboroque.

Viéndose Dorcón defraudado por segunda vez en su esperanza y perdidos
sin fruto sus excelentes quesos, resolvió apelar á las manos no bien
hallase sola á Cloe. Y como había notado que Cloe y Dafnis traían
alternativamente á beber el ganado, él un día y ella otro, se valió de
una treta propia de zagal: tomó la piel de un gran lobo, que un toro
había muerto con sus astas, defendiendo la vacada, y se cubrió con dicha
piel puesta en los hombros, de modo que las patas de delante le cubrían
los brazos, las patas traseras se extendían desde los muslos á los
talones, y el hocico le tapaba la cabeza como casco de guerrero.
Disfrazado así en fiera lo menos mal que pudo, se fué á la fuente donde
bebían cabras y ovejas después de pacer. Estaba la fuente en un
barranco, y en torno de ella formaban matorral tantos espinos, zarzas,
cardos y enebros rastreros, que fácilmente se hubiera ocultado allí un
lobo de veras. Allí se escondió Dorcón, espiando el momento de venir á
beber el ganado, y con grande esperanza de asustar á Cloe con su disfraz
y de apoderarse de ella.

Á poco llegó Cloe á la fuente con el ganado, mientras Dafnis cortaba
verdes tallos y renuevos para que los cabritillos se regalasen después
del pasto. Los perros que guardaban el rebaño seguían á Cloe, y como
tenían buena nariz, sintieron á Dorcón, que ya se disponía á caer sobre
Cloe; se pusieron á ladrar, se echaron sobre él como si fuera lobo, le
rodearon, y antes de que volviese del susto le mordieron. Al principio,
con vergüenza de ser descubierto, y recatándose aún con la piel de lobo,
Dorcón yacía silencioso en el matorral. Cloe, entre tanto, llena de
terror, había llamado á Dafnis para que la socorriese. Y los perros,
destrozada ya la piel del lobo, mordían sin piedad el cuerpo de Dorcón,
el cual á grandes voces acabó por suplicar que le amparasen á Cloe y á
Dafnis, que ya había llegado. Estos mitigaron pronto el furor de los
perros con las voces que tenían de costumbre. Después llevaron á la
fuente á Dorcón, que había sido herido en los muslos y en las espaldas.
Le lavaron las mordeduras, donde se veía la impresión de los dientes, y
pusieron encima corteza mascada y verde de olmo. La ignorancia de ambos
en punto á atrevimientos amorosos les hizo considerar la empresa de
Dorcón como broma y niñería pastoril, y en vez de enojarse contra él, le
consolaron con buenas palabras, y le llevaron un poco de la mano hasta
que le despidieron.

Él, salvo de tan grave peligro, y no, como se dice, de la boca del
lobo, sino de la del perro, fué á curarse las heridas.

Dafnis y Cloe no tuvieron poco que afanarse hasta bien entrada la noche,
para recoger las ovejas y las cabras, las cuales, espantadas de la piel
del lobo y de los ladridos, unas se encaramaron á los peñascos, y otras
se fueron huyendo hasta la mar. Todas estaban bien enseñadas á acudir á
la voz, á congregarse al son de la zampoña, y á venir oyendo sólo una
palmada; pero entonces el miedo les había hecho olvidarse de todo. Casi
fué menester perseguirlas y buscarlas por el rastro, como á las liebres.
Después las llevaron al aprisco. Aquella sola noche durmieron ambos con
profundo sueño. La fatiga fué remedio del mal de Amor; pero, venido el
día, padecieron de nuevo el mismo mal. Se alegraban al verse; les dolía
separarse; estaban desazonados; deseaban algo, é ignoraban qué. Sólo
sabían, él, que el origen de su mal era un beso, y ella, que era un
baño.

Tocaba ya á su fin la primavera y empezaba el estío. Todo era vigor en
la tierra. Los árboles tenían fruta; los sembrados, espigas. Grato el
cantar de las cigarras, deleitoso el balar de los corderos, dulce el
ambiente perfumado por la fruta en sazón. Parecía que los ríos cantaban
al correr mansamente; que los vientos daban música como de flautas al
suspirar entre los pinos; que las manzanas caían enamoradas al suelo, y
que el sol, anhelante de hermosura, rasgaba todo velo que pudiera
encubrirla. Dafnis, impulsado de un ardor íntimo, que todo esto le
causaba, se echaba en los ríos, y ya se lavaba, ya cogía ligeros peces,
ya bebía como si quisiese apagar aquel fuego. Cloe, después de ordeñar
sus ovejas y no pocas de las cabras, empleaba bastante tiempo en cuajar
la leche y en osear las moscas, que al osearlas le picaban; luego se
lavaba la cara; se coronaba de ramas de pino, se ponía al hombro la piel
del cervatillo, llenaba una gran taza de vino y de leche, y gozaba con
Dafnis de aquella bebida.

Cuando llegaba la hora de la siesta, llegaba también mayor hechizo y
cautividad de los ojos, porque ella miraba á Dafnis desnudo y su beldad
floreciente, y desfallecía al considerar que no había falta que ponerle
en parte alguna; y él, al verla con la piel de ciervo, coronada de pino
y ofreciéndole bebida en la taza, imaginaba ver á una de las Ninfas de
la gruta. Entonces Dafnis, arrebatando de la cabeza de ella las ramas de
pino, se coronaba á sí propio, no sin besar antes la corona. Ella, en
cambio, solía tomar la ropa de él, mientras él se bañaba, y vestírsela,
no sin besarla antes también. Ambos se tiraban manzanas, y otras veces
se peinaban el uno al otro, y Cloe comparaba el cabello de él, por lo
negro, á la endrina, y Dafnis decía que el rostro de ella era como las
manzanas, por lo blanco y sonrosado. Á veces le enseñaba á tocar la
flauta; y apenas soplaba ella, se la quitaba él y recorría todos los
agujeros, como para mostrarle dónde había faltado, y en realidad para
besar á Cloe por medio de la flauta.

Tocando él así una siesta, y reposando á la sombra el ganado, Cloe hubo
de quedarse dormida. Y no bien lo advirtió Dafnis, dejó la flauta para
mirarla toda, sin hartarse de mirarla; y ya sin avergonzarse de nada,
dijo en voz baja de este modo: «¡Cómo duermen sus ojos! ¡Cómo alienta su
boca! Ni las frutas ni el tomillo huelen mejor; pero no me atrevo á
besarla. Su beso pica en el corazón y vuelve loco como la miel nueva.
Además, temo despertarla si la beso. ¡Oh parleras cigarras! ¿No la
dejaréis dormir con vuestros chirridos? ¿Y estos pícaros chivos, que
alborotan peleando á cornadas? ¡Oh lobos más cobardes que zorras! ¿por
qué no venís á robarlos?»

Mientras que él profería estas razones, una cigarra, huyendo de una
golondrina que la quería cautivar, vino á refugiarse en el seno de Cloe.
La golondrina no pudo coger su presa ni reprimir el vuelo, y rozó con
las alas las mejillas de la zagala, la cual, sin comprender lo que había
sucedido, despertó asustada y gritando; pero no bien vió la golondrina,
que aún volaba cerca, y á Dafnis, que reía del susto, el susto se le
pasó y se restregó los ojos, que querían dormir todavía. Entonces la
cigarra se puso á cantar entre los pechos de Cloe, como si quisiera
darle gracias por haberle salvado. Cloe se asustó y gritó de nuevo, y
Dafnis rió. Y aprovechándose éste de la ocasión, metió bien la mano en
el seno de Cloe, y sacó de allí á la buena de la cigarra, que ni en la
mano quería callarse. Ella la vió con gusto, la tomó y la besó, y se la
volvió á poner en el pecho, siempre cantando.

Recreábase una vez en oir á una paloma torcaz que arrullaba en la selva.
Quiso Cloe aprender lo que decía, y Dafnis la doctrinó, refiriendo esta
sabida conseja: «Hubo en tiempos antiguos, zagala, una zagala linda y de
pocos años como tú, la cual apacentaba muchos bueyes. Era gentil
cantadora, y su ganado se deleitaba con la música, por manera que la
zagala no se valía del cayado, ni picaba con la aijada, sino que
reposando á la sombra de un pino y coronada de verdes ramas, se ponía á
cantar de Pan y de Pitis, y toda la vacada pacía en torno oyéndola. No
lejos de allí había un zagal que también guardaba vacas y era hábil
cantador, como la zagala, y competía con ella en los cantares, siendo
los de él más briosos, como de varón, y, como de muchacho, no menos
dulces. Así fué que los ocho mejores becerros que ella tenía, hechizados
por los cantares del zagal, se pasaron de un rebaño á otro. La zagala
se apesadumbró en extremo con la pérdida de los becerros, y más aún con
el vencimiento en los cantares, y suplicó á los dioses que, antes de
volver á casa, la convirtiesen en ave. Accedieron los dioses y la
convirtieron en ave montaraz y cantadora cual la zagala. Aun en el día,
cuando canta, recuerda su derrota, y dice que busca los becerros
huidos.»

En tales recreos se pasó el verano, y vino el otoño con sus racimos.
Entonces ciertos piratas de Tiro que tripulaban una nave de Caria, á fin
de no parecer bárbaros, desembarcaron en aquella costa con espadas y
petos, y garbearon cuanto pudieron hallar á su alcance: vino oloroso,
trigo á manta, panales de miel y hasta algunos bueyes y vacas del rebaño
de Dorcón. Quiso la suerte que se apoderasen de Dafnis, el cual se
andaba solazando solo junto á la mar, porque Cloe, como niña que era,
sacaba más tarde á pacer las ovejas de Dryas, por temor de los pastores
insolentes. Viendo los piratas á aquel mozo gallardo y espigado,
juzgáronle mejor presa que las ovejas y las cabras, y cesando en sus
correrías y robos, se le llevaron á la nave, mientras que él lloraba, no
sabía que hacer, y llamaba á voces á Cloe. Los piratas en tanto
desataron la amarra, pusieron mano á los remos, y se iban engolfando en
la mar, cuando acudió Cloe ya con sus ovejas y trayendo de presente á
Dafnis una nueva flauta. Y viendo ella las cabras medrosas y
descarriadas, y oyendo á Dafnis, que la llamaba siempre á gritos,
abandonó las ovejas, tiró al suelo la flauta, y á todo correr se fué
hacia Dorcón pidiéndole socorro. Hallóle por tierra, cubierto de heridas
que le habían hecho los ladrones, respirando apenas y derramando mucha
sangre. Cuando él vió á Cloe, el recuerdo de su amor le hizo cobrar
aliento. «Cloe, le dijo, pronto voy á morir. Esos inicuos piratas me han
destrozado como á un buey, porque defendía mis bueyes. Sálvate tú, salva
á Dafnis, véngame y piérdelos. Yo tengo enseñadas á mis vacas á seguir
el son de mi flauta, y por lejos que estén, acuden cuando la oyen.
Tómala, ve á la playa, y toca allí la sonata que yo enseñé á Dafnis y
que Dafnis te enseñó. Lo demás lo harán la flauta sonando y las mismas
vacas. Á tí hago presente de esta flauta, con la cual vencí en contienda
musical á muchos vaqueros y cabreros. Tú, en pago, bésame ahora, que aún
vivo, y llórame muerto. Y cuando veas á alguien apacentando bueyes,
acuérdate de mí.» Dicho esto, Dorcón besó el beso último, pues á par de
beso y voz exhaló el alma.

Tomó la flauta Cloe, aplicó á ella los labios y sopló con cuanta fuerza
pudo. Oyéronla las vacas, reconocieron al punto el son, mugieron todas,
y de consuno se tiraron con ímpetu á la mar. Con salto tan violento se
ladeó la nave de un costado, y al caer las vacas se abrió en la mar como
una sima, de suerte que se volcó la nave, y las olas, al volverse á
juntar, se la tragaron. No todos los náufragos tenían la misma esperanza
de salvación, porque los piratas llevaban espada al cinto, vestían
medias corazas escamosas y calzaban grevas, mientras que Dafnis iba
descalzo, como quien apacienta en la llanura, y casi desnudo, por ser la
estación del calor. Así fué que los piratas, apenas bregaron un poco, se
hundieron, con el peso de las armas; pero Dafnis se despojó con
facilidad de su ligero vestido, y aun así se cansaba con tanto nadar,
como quien antes sólo por poco tiempo había nadado en los ríos. La
necesidad le enseñó, no obstante, lo que importaba hacer: se puso entre
dos vacas, asió sus cuernos con ambas manos, y se dejó llevar tan cómodo
y sin fatiga, como en una carreta; pues es de saber que las vacas nadan
más y mejor que los hombres, y sólo ceden en esto á las aves de agua y á
los peces, por lo cual no se cuenta de vaca ni de buey que jamás se
ahogue, como no se le ablande la pezuña con el sobrado remojo. Y en
prueba de la verdad de lo que digo, hay muchos estrechos de mar que
hasta hoy se llaman pasos de bueyes.

Del modo referido escapó Dafnis, contra toda previsión, de dos peligros,
piratería y naufragio. Luego que saltó en tierra y halló á Cloe, que
reía y lloraba al mismo tiempo, se echó en sus brazos y le preguntó por
qué tocaba la flauta. Ella se lo contó todo: su ida en busca de Dorcón;
la costumbre de las vacas de acudir al son de la flauta; el consejo de
Dorcón de que la tocase, y la muerte de éste. Sólo por pudor se calló lo
del beso.

Decidieron ambos honrar la memoria de su bienhechor, y en compañía de
amigos y parientes hicieron el entierro de aquél sin ventura. Echaron
tierra en la huesa, plantaron en torno árboles, y suspendieron de las
ramas las primicias de su trabajo; libaron leche sobre el sepulcro,
exprimieron racimos de uvas y quebraron flautas. Se oyó á las vacas dar
lastimeros mugidos, y se las vió correr despavoridas y sin concierto;
todo lo cual, según declaraban pastores peritos, era lamentación y duelo
de las vacas por el vaquero difunto.

Después del entierro de Dorcón, Cloe se fué con Dafnis á la gruta de las
Ninfas, y allí le lavó, y luego ella misma, por la primera vez, viéndolo
Dafnis, lavó su cuerpo, blanco y reluciente de hermosura, y sin
necesitar el baño para ser hermoso. Cogieron, por último, flores de las
que daba la estación, coronaron con ellas á las imágenes y colgaron como
ofrenda la flauta de Dorcón en la pared de la gruta.

Hecho esto, salieron á ver cabras y ovejas. Todas estaban echadas, sin
pacer ni balar, sino, á lo que yo entiendo, harto afligidas por la
ausencia de Dafnis y de Cloe. Así fué que en cuanto los vieron y oyeron
que las llamaban como de costumbre y que tocaban la churumbela, se
alzaron todas alegres, y las ovejas se pusieron á pacer, y las cabras á
brincar y á balar, celebrando que su cabrero se había salvado.

Con todo esto, Dafnis no podía recobrar su antiguo contento desde que
vió á Cloe desnuda y patente toda su beldad, escondida antes. Le dolía
el corazón como si hubiese tomado ponzoña, y su aliento ya era fuerte y
agitado, como de alguien á quien persiguen, ya desfallecido, como por el
cansancio de la fuga. Parecíale el baño de Cloe más temible que la mar,
y pensaba que su alma estaba aún cautiva de los piratas: pues, como
mozuelo campesino, ignoraba las piraterías de Amor.



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LIBRO SEGUNDO


Estaba ya en su fuerza el otoño, se acercaban los días de la vendimia, y
todo era vida y movimiento en el campo. Unos preparaban los lagares,
otros fregaban las tinajas; éstos tejían canastas y cestos ó afilaban
hoces pequeñas para cortar los racimos, y aquéllos disponían la piedra ó
la viga para estrujar las uvas, ó machacaban mimbres y sarmientos secos
para hacer antorchas á cuya luz trasegar el mosto de noche. Dafnis y
Cloe habían abandonado ovejas y cabras, y prestaban en tales faenas el
auxilio de sus manos. Él acarreaba la uva en cestos, la pisaba en el
lagar y llevaba el mosto á las tinajas, y ella condimentaba la comida de
los vendimiadores, les daba á beber vino añejo, y hasta vendimiaba á
veces en las cepas bajas; porque en Lesbos las viñas no están en alto ni
enlazadas á los árboles, sino rastreando los sarmientos como la hiedra,
de modo que una criatura apenas salida de los pañales puede allí coger
racimos.

Según usanza en esta fiesta de Baco y nacimiento del vino, acudieron
mujeres de las cercanías para ayudar en las faenas, y las más ponían los
ojos en Dafnis y encarecían su belleza como igual á la del dios. Una de
las más avispadas y audaces le besó y el beso supo bien á Dafnis y
afligió á Cloe. Y los que estaban en el lagar echaban á Cloe no pocos
requiebros, saltaban furiosamente como sátiros que ven á una bacante, y
deseaban convertirse en carneros para que ella los llevase á pacer; con
todo lo cual Cloe se regocijaba y Dafnis se ponía mohino. De aquí que
ambos ansiasen el fin de la vendimia, la vuelta á su frecuentada soledad
campestre, y oir, en vez de aquel desconcertado bullicio, el son de la
zampona y el balar de la grey.

Pocos días pasaron y las viñas quedaron vendimiadas y las tinajas llenas
de mosto. Como ya no había necesidad de tantos brazos, volvieron ellos á
llevar el ganado á pacer. Muy satisfechos entonces dieron culto á las
Ninfas y les ofrecieron racimos con pámpanos, primicias de la vendimia.
Nunca habían descuidado este culto, porque siempre, antes de llevar al
pasto la grey, iban á reverenciar á las Ninfas, y al volver al aprisco
también las reverenciaban, sin dejar una vez sola de ofrecerles algo, ya
flores, ya fruta, ya verdes ramos, ya libaciones de leche; generosa
devoción de que recibieron más tarde recompensa divina. Por lo pronto
ambos retozaban como lebreles que se sueltan, y tocaban la flauta y
cantaban, y como los chivos y los borregos luchaban hasta derribarse.

Mientras así se divertían, se les apareció un viejo, que vestía pellico,
calzaba abarcas y llevaba al hombro un zurrón muy estropeado. Sentóse
junto á ellos y habló de esta suerte: «Yo, hijos míos, soy el viejo
Filetas, el que tantos cantares entonó á estas Ninfas y tantas veces
tocó la flauta en honor de aquel Pan. Con mi música sólo he guiado yo
numerosa vacada. Ahora vengo á vosotros para contaros lo que ví y
participaros lo que oí. Poseo un huerto que, desde que me quité de
pastor y busqué en la vejez reposo, cultivo con mis propias manos.
Cuanto se cría en todas las estaciones se halla en mi huerto no bien su
estación llega: en primavera, rosas, lirios, azucenas, jacintos y
violetas sencillas y dobles; en verano, amapolas, peras y todo linaje de
manzanas; ahora, uvas, granadas, higos y mirto verde. Los pájaros acuden
á mi huerto á bandadas cuando amanece: unos vienen á picar, otros para
cantar á gusto, porque hay en él sombra y tres arroyos, y tal espesura
de árboles, que si derribásemos la tapia que le cerca, pensaríamos ver
un bosque.

«Hoy, á eso de medio día, he sorprendido allí á un muchacho que tenía
granadas y arrayán, y era blanco como la leche, rubio como la llama y
limpio y luciente como recién salido del baño. Estaba desnudo y solo, y
se entretenía en saquearme el huerto como si fuera suyo. En balde me
eché sobre él para prenderle, receloso de que me destrozase arrayanes y
granados con sus travesuras, porque él se me esquivó, ágil y leve, ora
deslizándose entre los rosales, ora escabulléndose entre las malvalocas,
como un perdigonzuelo. No pocas veces me afané para coger cabritillos de
leche ó me cansé persiguiendo becerras; pero esta res de hoy es muy
otra, y no hay quien sepa cazarla. Fatigado yo pronto, como es natural á
mis años, y apoyado en mi báculo, no sin procurar á la vez que no se
fugase, le pregunté quién era de mis vecinos y por qué se entraba á
robar en el cercado ajeno. Él, sin responder palabra, se puso junto á
mí, sonrió con singular ternura, me tiró á la cara los granos de mirto,
y no sé cómo me ablandó el corazón y me quitó el enojo. Roguéle entonces
que no tuviese miedo de mí y se dejase prender, y juré por los mirtos
que en seguida le daría suelta, regalándole manzanas y granadas y
consintiendo que en adelante cogiese mi fruta y segase mis flores, si
alcanzaba de él un solo beso. Rióse el muchacho al oírme, con risa
sonora, y salió de su pecho voz más dulce que el cantar de la
golondrina, del ruiseñor y del cisne cuando es viejo como yo. «Á mí,
¡oh Filetas! dijo, nada me cuesta que me beses. Más gusto yo de besos
que tú de remozarte. Mira, con todo, si el don que pides conviene á tus
años, los cuales no te valdrán para quedar exento de perseguirme cuando
me hubieres besado, y no hay águila, ni gavilán, ni ave alguna de rapiña
que me alcance, por ligera que sea. No soy niño, aunque parezco niño,
sino más viejo que Saturno. Yo soy anterior al tiempo todo. Á tí te
conozco de muy atrás, cuando, zagalón todavía, guardabas tu rebaño en el
llano de la laguna. Yo estaba á la vera tuya siempre que tocabas la
flauta bajo los chopos, enamorado de Amarilis. Tú no me veías, por más
que yo solía ponerme cerca de la zagala. Al cabo te la dí, y de ella te
nacieron hijos, que son valientes vaqueros y labradores. En el día
cuido, como pastor, de Dafnis y de Cloe; y después que los reuno al
rayar el alba, me vengo á tu huerto, me divierto con sus plantas y
flores, y me baño en sus fuentes. Por eso flores y plantas están lozanas
y hermosas, regadas con el agua de mi baño. Mira cómo no hay rama alguna
deshojada, ni fruta arrancada ó caída, ni arbolillo sacado de cuajo, ni
fuente turbia. Y alégrate, además, porque sólo tú, entre los hombres,
lograste verme en la vejez.» Apenas dijo esto, empezó á revolotear entre
los arrayanes lo propio que un pajarillo, y saltando de rama en rama, se
subió á lo más alto del follaje. Entonces noté que tenía alas en las
espaldas, y entre las alas un arco, y luego no ví nada de esto, ni á él
tampoco le ví. Ahora bien, si no he vivido en balde, y si con la edad no
he llegado á perder el juicio, yo os declaro, hijos míos, que estáis
consagrados á Amor y que Amor cuida de vosotros.»

En grande se holgaron ellos, como si oyeran un cuento, y no un sucedido,
y preguntaron quién era el tal Amor, si era niño ó pájaro, y qué poder
tenía. De nuevo habló así Filetas: «Dios, hijos míos, es Amor, joven,
hermoso y volátil, por lo cual se complace en la mocedad, apetece y
busca la hermosura y hace que broten alas en el alma. Tanto puede, que
Júpiter no puede más; dispone los gérmenes de donde todo nace, reina
sobre los astros y manda más en los dioses, sus compañeros, que en
cabras y ovejas vosotros. Todas las flores son obra suya. Él ha creado
estos árboles. Por su virtud corren los ríos y los vientos suspiran. Yo
ví al toro en el celo, y bramaba como picado del tábano; yo ví al macho
enamorado de la cabra, y por todas partes la seguía. Yo mismo, cuando
mozo, amaba á Amarilis, y ni me acordaba de la comida, ni tomaba de
beber, ni me entregaba al sueño. Me dolía el alma, me daba brincos el
corazón y mi cuerpo languidecía; ya gritaba como si me azotasen; ya
callaba como muerto; á veces me arrojaba al río para apagar el fuego en
que me quemaba; á veces pedía socorro á Pan, porque amó á Pitis;
elogiaba á Eco, porque después de mí llamaba á Amarilis, ó rompía mi
flauta, porque atraía á las vacas, y á mi Amarilis no la atraía. Ello es
que no hay remedio para Amor: ni filtro, ni ensalmo, ni manjar con
hechizo; no hay más que beso, abrazo y acostarse juntos desnudos.»

Filetas, después que los hubo doctrinado, se fué, recibiendo de ellos
algunos quesos y un chivo, al que asomaban ya los pitones. No bien ellos
se quedaron solos, y oído entonces el nombre de Amor por vez primera, se
apesadumbraron más, y de vuelta á sus chozas, comparaban lo que sentían
á lo que el viejo había referido. «Padecen los amantes, decían, y
padecemos nosotros; no cuidan de sí mismos, como nosotros nos
descuidamos; no logran dormir, y nosotros tampoco dormimos; se diría que
arden, é idéntico fuego nos abrasa; desean verse, y para vernos ansiamos
que llegue el día. Esto, de juro, es amor. Nos amábamos sin saberlo.
Pero si esto es amor y somos amados, ¿qué nos falta? ¿Qué nos aflige?
¿Para qué nos buscamos? Filetas nos dijo la verdad; el mozuelo que vió
en su huerto no es otro que el que en sueño se apareció á nuestros
padres y les ordenó que nos diesen á guardar el ganado. ¿Cómo le
podremos prender? ¡Es pequeñuelo y se fugará! ¿Cómo huir de él? Tiene
alas y nos alcanzará. ¿Pediremos á las Ninfas que nos protejan? En vano
pidió Filetas protección á Pan cuando su amor con Amarilis. Tomemos los
remedios de que él hablaba: besos y abrazos y acostarse juntos desnudos.
Es cierto que hace mucho frío, pero le sufriremos, á fin de tomar el
último remedio.» Así repasaban ambos de noche la lección que Filetas les
había dado.

Al día siguiente llevaron el ganado á pacer, y al verse, se besaron, lo
cual nunca habían hecho antes, y se estrecharon las manos y se
abrazaron. Con el tercer remedio, con el de acostarse juntos desnudos,
era con el que no se atrevían, sin duda por requerir mayor atrevimiento
que el que cabe, no ya sólo en doncellicas ternezuelas, sino también en
cabreros de corta edad. Aquella noche estuvieron tan desvelados como la
anterior, y ya con recuerdos de lo hecho, ya con pesar de lo omitido,
decían en sus adentros: «Nos hemos besado, y de nada aprovecha; nos
hemos abrazado, y tampoco hemos tenido alivio. Por fuerza, el único
remedio de amor ha de ser acostarse juntos. Menester será ponerlo por
obra. Algo ha de haber en ello más eficaz que el beso.»

En tales discursos acabaron por dormirse, y sus ensueños fueron
amorosos: besos y abrazos. Aun lo que no habían hecho despiertos lo
hacían soñando: se acostaban juntos desnudos.

Despertáronse luego con el alba más prendados que nunca, y se
apresuraron á salir á pastorear, impacientes de renovar los besos. No
bien se vieron, corrieron con blanda sonrisa hasta juntarse; se besaron
y se abrazaron; pero el tercer remedio no se empleó. Ni Dafnis se
atrevía á proponerle, ni Cloe quería tomar la iniciativa. El acaso hubo,
pues, de disponerlo todo.

Sentados estaban ambos junto al tronco de la encina, y gustaban del
deleite que hay en el beso, y no lograban hartarse de su dulzura.
Ceñíanse con los brazos para que la unión fuese más apretada. Una vez,
como Dafnis apretase con mayor violencia, Cloe se cayó sobre un costado,
y Dafnis, siguiendo la boca de Cloe para no perder el beso, se cayó
también. Reconocieron entonces en aquella postura la que en sueños
habían tenido, y se quedaron así durante mucho tiempo, como si
estuviesen atados. Sin adivinar lo que había después, creyeron haber
tocado al último límite de los gustos amorosos, y consumieron en balde
la mayor parte del día, hasta que al llegar la noche se separaron
maldiciéndola, y recogieron el hato. Quizás hubieran llegado pronto al
término verdadero, á no sobrevenir un alboroto en aquel rústico retiro.

Ciertos mancebos ricos de Metimna, deseosos de solazarse durante la
vendimia y de hacer alguna gira, echaron un barco á la mar, pusieron
por remeros á sus criados, y se vinieron á las costas de Mitilene,
donde hay ensenadas seguras, lindos caseríos, cómodas playas para
bañarse y bosques y jardines, ya por obra de Naturaleza, ya por
industria humana, y todo bueno y grato para la vida. Costeando de esta
suerte saltaban de diario en tierra, sin hacer daño á nadie, y se
entregaban á varios pasatiempos. Ora desde alguna roca que avanzaba
sobre la mar, pescaban con anzuelos colgados de una caña por un hilo
delgado; ora con redes y con perros cazaban las liebres que habían huído
de los majuelos, espantadas por los vendimiadores; ora cogían con lazo
ánades silvestres, ánsares y avutardas, con lo cual, á par que se
recreaban, proveían su mesa. Y si algo necesitaban aún, lo tomaban de
los campesinos, pagándolo más caro de lo que valía. El pan y el vino era
lo único que les faltaba, y también un sitio donde albergarse, pues no
hallaban seguridad en dormir á bordo por la otoñada, y temerosos del
temporal, traían de noche la nave á tierra.

Un rústico de por allí había menester de una soga, rota ya ó gastada la
de que antes se servía para sostener en alto la piedra del husillo de su
lagar; y yéndose de oculto hacia la playa, halló la nave sin quién la
guardase; desató la amarra, se la llevó á su casa y la usó en dicho
empleo.

Por la mañana los mancebos de Metimna buscaron en balde la amarra.
Nadie confesó haberla tomado. Disputaron un poco con sus huéspedes por
este motivo, se embarcaron y se fueron. Navegaron treinta estadíos, y
llegaron á los campos donde moraban Dafnis y Cloe. Aquel llano les
pareció muy á propósito para correr liebres. Y como carecían de soga ó
cuerda que les sirviese de amarra, entretejieron y retorcieron largas
varillas de verdes mimbreras, con las cuales amarraron la nave á tierra
por la alta popa. Soltaron luego los perros para que olfatearan y
levantaran la caza, y tendieron las redes en los sitios que juzgaron más
adecuados. Los perros con sus ladridos y carreras espantaron las cabras,
y éstas abandonaron los cerros y alcores y se vinieron hacia la mar,
donde entre la arena no tenían pasto, por lo cual algunas de las más
atrevidas se acercaron á la nave y se comieron la mimbre verde á que
estaba amarrada. En la mar á la sazón había resaca, porque soplaba
viento de tierra, de suerte que, no bien el barco quedó libre, las olas
le empujaron y se le llevaron lejos. Pronto se percataron de ello los
cazadores, y unos corrieron á la orilla, otros atraillaron los perros, y
todos gritaron de manera que cuanta gente había en los vecinos campos
acudió al oirlos, pero de nada valió su venida. El viento sopló más
fuerte y se llevó el barco con celeridad irresistible.

Los de Metimna, enojados con la pérdida de tantas prendas de valor,
buscaron al cabrero, y habiendo hallado á Dafnis, se pusieron á darle
golpes y á desnudarle; y hasta hubo uno que, valiéndose de la cuerda con
que atraillaba los perros, iba á atarle las manos á las espaldas.
Maltratado así Dafnis, gritó y pidió socorro á los rústicos, y sobre
todo llamó á Lamón y á Dryas. Acudieron éstos, que eran dos viejos
recios, con las manos endurecidas en las labores del campo, y se
hicieron respetar, exigiendo que se tratase el negocio en justicia y
fuesen oídas las partes. Todos se conformaron, y Filetas el vaquero fué
nombrado juez, porque era el más anciano de los que allí estaban
presentes, y por su rectitud famoso en aquella comarca.

Los de Metimna, con claridad y concisión, plantearon así su querella
ante el juez vaquero:

«Vinimos á estos campos á cazar, dejamos nuestro barco junto á la
orilla, amarrado con verde mimbre, y nos pusimos á ojear con los perros
de caza. Entre tanto bajaron las cabras de este mozuelo á la marina, se
comieron la mimbre y desataron el barco. Ya viste cómo se le llevaron
las olas. ¿Cuánto crees que importa el perjuicio ocasionado? ¡Qué de
trajes hemos perdido! ¡Qué de collares de perros! ¡Cuánta plata, de
sobra acaso para comprar todo este terreno! Por todo lo cual parece
justo que nos llevemos á este cabrerillo torpe, que apacienta cabras
junto á la mar, cual si fuera marinero.» Así se quejaron los metimneños.

Dafnis, por más que le dolían los golpes recibidos, vió á Cloe presente,
lo despreció todo, y dijo: «Yo guardo bien mi ganado. Jamás se quejó
labrador de estos contornos de que cabra mía le destrozase su huerto ó
le comiese los brotes de su viña. Éstos son cazadores inhábiles, y traen
perros mal enseñados, que no saben sino correr sin concierto, y ladrar
con tal furor, que las cabras han huído del llano y del cerro hacia la
mar, como acosadas por lobos. Es cierto que se comieron la mimbre.
¿Acaso en la arena tenían verde grama, madroños y tomillo? El barco se
le llevó el viento ó la mar. Cúlpese á la tormenta, no á las cabras. En
el barco había ropa y plata; pero ¿quién, que esté en su juicio, ha de
creer que llevaba tales riquezas un barco con amarra de mimbre?»

Dicho esto, Dafnis rompió á llorar y movió á compasión á los rústicos,
de suerte que Filetas, el juez, juró por Pan y las Ninfas que no había
culpa en Dafnis, ni tampoco en las cabras. Culpados eran la mar y el
viento, los cuales tenían otros jueces. La sentencia de Filetas no
satisfizo á los metimneños, y avanzaron furiosos, cogieron otra vez á
Dafnis y le querían atar para llevársele. Pero los rústicos se
alborotaron, y, cayendo sobre ellos como grajos ó como nube de
estorninos, pronto libertaron á Dafnis, que también peleaba, y pusieron
en fuga á los metimneños, hartándolos de palos y sin cesar de
perseguirlos hasta que los echaron de todo aquel territorio. Así quedó
el campo en sosiego, y Cloe llevó á Dafnis á la gruta de las Ninfas.
Allí le lavó la cara, llena de sangre, que había echado por las
lastimadas narices, y le hizo comer un pedazo de torta y una raja de
queso que sacó del zurroncillo, y para que mejor se recobrase, le dió un
beso, todo de miel, con sus blandos labios.

Así se salvó Dafnis de aquel peligro; mas no pararon allí las cosas. Los
metimneños, de vuelta á su tierra, con harta fatiga, á pie en vez de ir
en barco, y apaleados en vez de ir divertidos, convocaron en junta á los
ciudadanos, y en traje de suplicantes pidieron venganza del insulto
recibido, sin decir palabra de verdad, para que no se burlasen de ellos
por haberse dejado apalear por unos villanos; antes bien supusieron que
los de Mitilene les habían apresado el barco y robado sus bienes, como
en tiempo de guerra.

En vista de las heridas, los de la junta lo creyeron todo y consideraron
justo vengar á aquellos jóvenes de las principales familias de la
ciudad. La guerra contra los de Mitilene fué, pues, decretada sin
declaración previa, y se dió orden á un capitán para que saliese á la
mar con diez naves y talase y saquease las costas del enemigo. Como se
acercaba el invierno, no era seguro aventurar mayor escuadra.

Al día siguiente, hechos los aprestos y llevando como remeros á los
mismos soldados, recorrió la escuadrilla las costas de Mitilene, y la
gente entró á saco muchos lugares, robando ganado y trigo y vino en
abundancia, porque estaba recién hecha la vendimia, y cautivando no
pocos hombres de los que trabajaban en el campo. Desembarcó también
donde Dafnis y Cloe apacentaban y se llevó cuanto halló á mano.

Dafnis á la sazón no guardaba las cabras, sino había ido al bosque á
coger ramas verdes para dar en el invierno alimento á los chivos. Cuando
vió la invasión desde lo alto se escondió en el hueco tronco de un
quejigo seco. Cloe, en tanto, guardaba el rebaño, y perseguida por los
invasores, se refugió en la gruta de las Ninfas, por cuyo amor rogaba
que á ella y á su grey perdonasen. De nada valió el ruego. Los
metimneños, no sólo hicieron muchas burlas y profanaciones de las
imágenes, sino que á las ovejas y á la misma Cloe, como si fuera oveja
también, se las llevaron por delante á varazos. Ya entonces tenían las
naves cargadas de botín de toda laya, y decidieron no navegar más, sino
volverse á sus casas, recelosos del invierno y de los enemigos.

Navegaban, pues, aunque poco y á fuerza de remos, porque el viento no
los favorecía, cuando Dafnis, visto el sosiego que reinaba, bajó á la
llanura en que solía apacentar, y no halló cabras ni ovejas, ni halló á
Cloe, sino soledad mucha, y por el suelo la flauta con que Cloe se
deleitaba. Dafnis empezó entonces á gritar y á exhalar sollozos
lastimeros, y ya corría bajo el haya donde antes se sentaba, ya hacia la
mar para ver si alcanzaba á su amiga, ya á la gruta donde se refugió
cuando la perseguían. Allí se echó por tierra y vituperó á las Ninfas de
traidoras. «Al pie de vuestras aras, dijo, fué robada Cloe, y lo vísteis
y lo sufrísteis; Cloe, la que os tejía coronas y las que os ofrecía las
primicias de la leche y la flauta que veo allí colgada. Jamás lobo me
robó una sola cabra, y los enemigos me han robado todo el rebaño y la
zagala mi compañera. Desollarán las cabras; sacrificarán las ovejas.
Cloe vivirá lejos en alguna ciudad. ¿Cómo presentarme ahora á mi padre y
á mi madre, sin cabras y sin Cloe, y también sin oficio, pues no quedan
cabras que guardar? Aquí me voy á quedar aguardando la muerte ó algún
otro enemigo. Y tú, Cloe, ¿padeces como yo? ¿Te acuerdas de estos prados
y de las Ninfas y de mí, ó te consuelan las ovejas y las cabras,
prisioneras contigo?»

Conforme se lamentaba así, entre gemidos y lágrimas, se apoderó de él un
profundo sueño y se le aparecieron las tres Ninfas, grandes y hermosas,
medio desnudas, descalzas y suelto el cabello, como las imágenes. Al
principio mostraron compadecerse de Dafnis; luego dijo la mayor,
confortándole: «No así nos acuses, ¡oh Dafnis! Más cuidado que á tí nos
merece Cloe. De ella nos compadecimos apenas nació, y la criamos cuando
fué expuesta en esta gruta. Nada de común tiene ella con los campos ni
con las ovejas de Dryas. Ya hemos dispuesto lo que más le conviene. Ni
se la llevarán cautiva á Metimna, ni será entregada á los soldados como
parte del despojo. El mismo dios Pan, que está sentado bajo aquel pino,
si bien jamás le llevásteis vosotros ofrendas de flores, cede á nuestros
ruegos y va en auxilio de Cloe, como más avezado que nosotras en los
negocios de la guerra, por haber ya militado en muchas, abandonando su
agreste retiro. Tremendo enemigo va á caer sobre los metimneños. No te
aflijas, pues: levántate y ve á consolar á Lamón y Mirtale, que se
revuelcan por el suelo como tú, creyendo que también te llevan cautivo.
Mañana volverá Cloe, y con ella las ovejas y las cabras. Aun las
guardaréis juntos; aun juntos tocaréis la flauta. De lo otro cuidará
Amor.»

Al ver y oir Dafnis todo esto, despertó, lloró de alegría á par que de
pena, y adoró las figuras de las Ninfas, prometiendo sacrificarles la
mejor de sus cabras, si se salvaba Cloe. Corrió después bajo el pino,
donde estaba la imagen de Pan, con patas y cuernos de cabra, en una mano
la flauta y con la otra deteniendo un chivo, y le adoró también, é
intercedió con él por Cloe y le prometió sacrificarle un macho. Y como
casi iba ya á ponerse el sol, sin cesar él en sus lamentos y plegarias,
recogió las ramas que había cortado y se fué á su cabaña. Con su vuelta
quitó á sus padres un gran pesar, trocándole en contento. Luego comió un
bocadillo y se fué á dormir, no sin llorar aún y suplicar á las Ninfas
que trajesen pronto el nuevo día, y á Cloe con él, cumpliendo la
promesa. La noche aquella le pareció la más larga de todas las noches.

Entre tanto, el capitán de los metimneños, no bien hubo navegado cerca
de diez estadíos, quiso que reposase su gente, fatigada de la correría.
Había allí un cerro que avanzaba sobre la mar, abriéndose en forma de
media luna, en cuyo seno convidaban las ondas tranquilas con el más
seguro puerto. En él anclaron las naves, lejos aún de la costa, á fin de
no recelar asalto ó sorpresa de villanos, y los metimneños se entregaron
en paz á sus deportes. Como traían abundancia de todo, fruto de su
rapiña, comieron y bebieron con gran fiesta y algazara, para celebrar la
fácil victoria. Así pasaron el día, y no bien los sorprendió la noche,
parecióles de repente que toda la tierra se ardía alrededor con llamas y
relámpagos, y que se oía en la mar estrépito impetuoso de remos, como de
formidable escuadra que á combatirlos venía. Muchos gritaban á las
armas; otros se llamaban mutuamente: éste creíase ya herido; aquél
imaginaba que alguien caía muerto á su lado. En suma, todo asemejaba
reñido combate nocturno, sin que hubiese enemigos.

La noche así pasada, amaneció un día más espantoso que la misma noche.
Las cabras y los machos de Dafnis llevaban en los cuernos hiedra con sus
corimbos, y los carneros y ovejas de Cloe aullaban como lobos. Ella
apareció coronada de ramas de pino. En la mar ocurrieron también muchos
portentos. No se podían levar anclas, que se agarraban al fondo; los
remos se rompían al meterlos en el agua para bogar; los delfines,
brincando fuera de la mar, azotaban con las colas las naves y
desbarataban su trabazón. Y oíase el sonido de una flauta en la más alta
cumbre de la roca; mas no deleitaba como flauta, sino aterraba á los
oyentes como trompa guerrera. De aquí el general sobresalto, el correr á
las armas y el miedo de enemigos que no se veían. Todos ansiaban que
volviese la noche, esperando que les diese tregua.

Á nadie que tuviese sano el entendimiento podía ocultársele que tales
visiones y ruidos eran obra de Pan; encolerizado contra los marineros;
pero no adivinaban el motivo de su cólera, pues no habían saqueado
ningún templo de aquel dios. Por último, á eso de medio día, no sin
disposición de lo alto, quedóse el capitán dormido, y Pan se le
apareció, diciendo:

«¡Oh, los más impíos y malvados de todos los mortales! ¿Cómo os
propasasteis á tal extremo en vuestra audacia loca? Llevasteis la guerra
á los campos que me son caros; robásteis las vacas, cabras y corderos de
que yo cuido, y arrancásteis de mi propio altar á una virgen, de quien
Amor quiere componer muy linda historia. Ni á las Ninfas, que os
miraban, ni á mí, que soy Pan, habéis respetado. Nunca navegando con
tales despojos, volveréis á ver á Metimna, ni escaparéis al son de mi
flauta aterradora. Os he de anegar y os he de dar por pasto á los peces,
si al punto no devolvéis á Cloe á las Ninfas, y á Cloe su rebaño, cabras
y corderos. Levántate, pues, y pon en tierra á la muchacha con todo lo
que te dije. Yo te llevaré luego en salvo por mar, y á ella por tierra.»

Todo consternado se despertó con esto Briaxis, así se llamaba el
capitán, y llamó á los cabos y principales de las naves, ordenándoles
que buscasen sin demora entre los cautivos á la zagala Cloe. En seguida
la hallaron, porque estaba sentada con guirnalda de pino, y la trajeron
á la presencia del capitán, quien conoció por las señales que á causa de
ella había tenido la visión, y él mismo la llevó á tierra en su mejor
barca. Apenas desembarcó la pastorcilla, se oyó de nuevo son de flauta
sobre la roca, pero no ya belicoso y espantable, sino suave y pastoril,
como para llevar corderos á prado. Y en efecto, los corderos y las
ovejas echaron á correr por las escaleras abajo, sin tropiezo á pesar de
la dureza de sus pezuñas, y las cabras con mayor atrevimiento aún, como
acostumbradas á saltar por los vericuetos. Y toda la grey rodeó á Cloe,
y en coro se puso á retozar, brincar y balar en muestra de alegría. Las
cabras, bueyes y demás ganado de otros pastores se quedaron quietos en
el fondo de las naves, como si aquel son no los llamara. Las gentes se
maravillaron en grande al ver estas cosas, y celebraron á Pan, quien en
mar y tierra obró luego mayores prodigios. Antes de levar ancla, las
naves iban ya navegando. Un delfín, que salía con sus brincos sobre las
ondas, guiaba la nave capitana. Suavísima música de flauta conducía
cabras y corderos, y nadie veía á quien tocaba. Y todo el rebaño,
hechizado con el son, andaba á par que pacía.

Era ya la hora en que se va de nuevo al pasto después de la siesta,
cuando Dafnis, que estaba oteando desde un alta atalaya, vió venir el
ganado y vió venir á Cloe. Entonces gritó: «¡Oh, Ninfas! ¡Oh, Pan!»
bajó á lo llano, abrazó á Cloe, y cayó desmayado de placer. Apenas
volvió en sí merced á los besos de Cloe y al dulce calor de sus abrazos,
se la llevó bajo el haya donde solían, y sentados contra el tronco, le
preguntó de qué suerte se salvó de los enemigos. Ella contó todas las
circunstancias: la hiedra de las cabras, los aullidos de las ovejas, la
corona de ramas de pino que le ciñó las sienes, y la medrosa noche, y
cómo hubo en la tierra fuego, extraño ruido en la mar y dos distintos
sones de flauta, uno guerrero y otro pacífico. Dijo, por último, que
ignorante ella del camino, se le indicaba y la guiaba cierta música
misteriosa.

Bien notó en todo Dafnis el cumplimiento del sueño de las Ninfas y los
milagros de Pan, y también refirió él cuanto había visto y oído, y que
ya se moría de dolor cuando las Ninfas le salvaron. Después mandó á Cloe
á que dijese á Dryas y á Lamón que vinieran con todo lo necesario para
hacer un sacrificio. Él, en tanto, tomó la mejor de sus cabras; la
coronó de hiedra, conforme se había mostrado á los enemigos; vertió
leche entre sus cuernos; la sacrificó á las Ninfas; la suspendió y la
desolló, y colgó la piel en la roca.

Presentes ya Cloe y los que la acompañaban, Dafnis encendió fuego, asó
parte de la carne y coció la otra parte; ofreció á las Ninfas las
primicias y les hizo una libación con un cántaro lleno de mosto. Dispuso
luego lechos de hojas verdes para todos los convidados, y se entregó á
beber, comer y jugar con ellos, sin dejar de atender al ganado, no
viniese el lobo é hiciese en él de las suyas. Hermosos cantares se
cantaron allí en loor de las Ninfas, compuestos por pastores antiguos.
Venida la noche todos durmieron al raso ó en la gruta. Al salir el sol,
se acordaron de Pan; coronaron de pino el manso de la manada y le
llevaron bajo el pino, donde entre libaciones de mosto y cantos en
alabanza del dios, se le sacrificaron, colgándole y desollándole. Las
carnes asadas y cocidas las pusieron en el prado sobre hojas verdes. La
piel con los cuernos quedó colgada del pino, junto á la imagen del dios,
ofrenda pastoral al dios de los pastores. Ofreciéronle también las
primicias de la carne; vertieron vino del cántaro más hondo, y Cloe
cantó, y Dafnis la acompañó con la zampoña.

Recostáronse después y se pusieron á comer, cuando por acaso llegó
Filetas el vaquero, el cual traía para Pan algunas guirnaldas y racimos
de uvas con sarmientos y pámpanos. Le acompañaba su hijo menor Titiro,
rapazuelo de pelo rubio y ojos zarcos, vivo y travieso, y que venía
saltando más ágil que un chivo. Levantáronse todos para coronar á Pan y
colgaron los racimos en la copa del pino, y luego volvieron á sentarse,
convidando á Filetas á que merendase y bebiese con ellos. Ya algo
bebidos, se dieron, según es propio en los viejos, á referir casos de
sus verdes años, de qué suerte guardaban el hato y de cuántas
incursiones de bandidos y piratas habían escapado. Éste se jactaba de
haber muerto un lobo; aquél de no ceder más que á Pan en tocar la
flauta. La última jactancia era de Filetas. Dafnis y Cloe le rogaron con
ahinco que les diese á conocer algo de su arte tocando la flauta en la
fiesta del dios que tanto se huelga de oirla. Filetas consintió en
tocar, y si bien lamentándose de que con la vejez le faltaba resuello,
tomó la flauta de Dafnis; pero halló que era pequeña para lucir en ella
toda su maestría, y sólo propia para la boca de un rapaz, y envió á
Titiro en busca de su flauta, aunque distaba su casa diez estadíos de
allí. El chico soltó la ropa que le estorbaba, y casi desnudo echó á
correr como un gamo. Lamón, mientras volvía, se puso á contar la fábula
de Siringa, tal cual se la contó un cabrero de Sicilia, á quien dió en
pago un cabrón y una zampoña.

«Siringa, dijo, no era flauta pastoril en lo antiguo, sino virgen
hermosa, con buena voz y arte en el canto. Cuidaba cabras, jugaba con
las Ninfas y cantaba como ahora. Pan, al verla cuidar las cabras,
retozar y cantar, se llegó á ella y le pidió que consintiese en lo que
él quería, ofreciéndole, en cambio, que sus cabras todas parirían
muchos cabritillos gemelos. Ella se burló de este amor y se negó á
admitir amante que era medio hombre y medio macho de cabrío. Pan
entonces la persiguió para lograrla por fuerza. Huyó Siringa de Pan y de
su violento arrojo, y fatigada al cabo, se ocultó en un cañaveral y
desapareció en una laguna. Cortó Pan las cañas con furia; sin hallar á
la linda moza halló desengaño, é imaginó un instrumento, juntando con
cera desiguales cañutos, por ser su amor desigual como ellos. De aquí
que la hermosa virgen de entonces hoy sea flauta sonora.»

Terminada tenía ya Lamón su historia, y Filetas le alababa por haberla
contado con más dulzura que un cantar, cuando apareció Titiro con la
flauta de su padre, la cual era grande, hecha de gruesas cañas y con
adornos de bronce sobre las pegaduras de cera. Dijérase que era la
propia y primera flauta que fabricó Pan. Filetas se levantó, se puso
derecho sobre su asiento, y lo primero que hizo fué ensayar si el viento
colaba bien por los cañutos, y habiendo notado que el soplo penetraba
sin estorbo, sopló con brío juvenil y se oyó al punto como un concierto
de muchas flautas; tanto resonaba la suya sola. Poquito á poco fué luego
mitigando aquella vehemencia y convirtiéndola en suave melodía, y mostró
allí todo el arte del buen pastoreo musical: lo que agrada á las vacas y
bueyes, lo que conviene para las cabras y lo que gusta á las ovejas.
Para las ovejas era el son dulce, grave para el ganado vacuno y agudo
para el cabrío. Todo esto, obra de diversas flautas, lo imitaba él con
sólo la suya.

Recostados los circunstantes oían la música con delicia y en silencio,
hasta que se alzó Dryas y pidió á Filetas que tocase una tonada en loor
de Baco para que él bailase un baile de lagar. Bailó, pues, imitando,
ora que vendimiaba, ora que acarreaba la uva en cestos, ora que la
pisaba, ora que llenaba las tinajas, ora que probaba el mosto. Y todas
estas cosas las bailó Dryas con tal primor y claridad, que parecía que
se estaban viendo viñas, lagar y tinajas, y al propio Dryas vendimiando
y bebiendo. Así se lució en el baile el tercer viejo, y fué á besar á
Dafnis y á Cloe. Éstos se alzaron al punto y bailaron el cuento de
Lamón. Dafnis hacía de Pan, y de Siringa Cloe. Él pedía amor; ella le
burlaba desdeñosa; él sobre las puntas de los pies, para imitar las
pezuñas del cabrío, la perseguía corriendo, y Cloe se fingía cansada y
se ocultaba, por último, entre unas matas como si fuese en la laguna.
Dafnis tomó entonces la gran flauta de Filetas, y tocó ya con flébil
tono como de suplicante, ya con tono amoroso para persuadir, ya con
suave llamada, como buscando y atrayendo á la fugitiva. Maravillado
Filetas, se alzó de su asiento, besó al rapaz, y después de besarle le
regaló la flauta, no sin pedir al cielo que Dafnis en su día pudiese
dejarla á sucesor semejante. Dafnis, por último, suspendió su pequeña
flauta en el ara de Pan, besó á Cloe como si la volviese á hallar
después de una fuga verdadera, y se llevó sus cabras, tocando la flauta
grande.

Como la noche venía ya, Cloe condujo también su rebaño, aprovechándose
del mismo son, de suerte que cabras y ovejas iban juntas. Dafnis
caminaba cerca de Cloe y ambos platicaron entre sí hasta bien cerrada la
noche, concertándose para salir al día siguiente más temprano que de
costumbre.

Así lo hicieron en efecto. Apenas rayó el alba, volvieron al prado, y
después de saludar primero á las Ninfas y en seguida á Pan, se sentaron
bajo la encina, tocaron juntos la flauta, se besaron, se abrazaron, se
acostaron muy juntos, y sin hacer nada más, se levantaron. Pensaron
luego en la comida, y bebieron vino con leche. Algo acalorados con esto,
y creciendo también en audacia, se enredaron en amorosa disputa y
acabaron por exigirse juramento de fidelidad. Dafnis, acercándose al
pino, juró por Pan no vivir un solo día sin Cloe, y Cloe, penetrando en
la gruta, juró por las Ninfas ser de Dafnis en vida y en muerte; pero
ella, como niña aún, era tan simplecilla, que al salir de la gruta
quiso que Dafnis le hiciese nuevo juramento. «¡Oh, Dafnis!, le dijo,
este dios Pan es travieso y muy poco de fiar. Se enamoró de Pitis, se
enamoró de Siringa, no cesa jamás de perseguir á las Dryadas y se emplea
de continuo en servir y complacer á todas las ninfas pastoriles. Si no
cumples la fe jurada, se reirá y no te castigará, aunque te enredes con
más queridas que cañutos tiene tu zampoña. Júrame, pues, por tu rebaño y
por la cabra que te crió, no abandonar á Cloe mientras ella te sea fiel.
Y si Cloe te faltare, perjura á tí y á las Ninfas, húyela, aborrécela,
mátala como á un lobo.» En el alma se complació Dafnis de estas dudas de
Cloe; y de pie en medio del rebaño, la una mano sobre una cabra y sobre
un macho la otra, juró amar á Cloe mientras ella le amara, y si ella
amase á otro, en vez de matarla, matarse él. Cloe se holgó del juramento
y le creyó, porque doncellica y pastora, tenía á las cabras y ovejas por
divinidades propias de cabrerizos y zagales.



[una barra decorativa]

LIBRO TERCERO.


Cuando supieron los de Mitilene la expedición de las diez naves, y, por
gente que venía del campo, los robos que habían hecho, no juzgaron
decoroso sufrir tal afrenta de los de Metimna y resolvieron mover guerra
contra ellos con toda rapidez. Levantaron, pues, tres mil infantes y
quinientos caballos; y recelosos de la mar en la estación del invierno,
los enviaron por tierra, al mando de su general Hipaso.

Éste no estragó los campos ni robó ganado ni frutos y enseres de
labranza, considerando más propios de bandido que de general tales
actos, sino marchó derecho y pronto contra la ciudad de Metimna,
esperando sorprenderla con las puertas sin custodia. Ya no distaba de la
ciudad más de cien estadíos, cuando se presentó un heraldo pidiendo
treguas. Los metimneños habían averiguado por los cautivos que los de
Mitilene nada sabían de lo ocurrido, y que eran gañanes y pastores los
que habían maltratado á los jóvenes, por lo cual reconocían que se
habían atrevido con más acritud que prudencia contra la vecina ciudad, y
sólo deseaban devolver el botín, tratarse de amigos y comerciar como
antes por mar y tierra. Hipaso aunque tenía plenos poderes para
negociar, envió al heraldo á Mitilene, y, acampado á diez estadíos de
Metimna, aguardó la resolución de sus conciudadanos. Á los dos días vino
el mensajero con orden de recibir la restitución y de volverse sin
causar daño, porque, al escoger entre la paz y la guerra, habían hallado
la paz más útil. Así terminó la guerra entre Mitilene y Metimna, con fin
tan inesperado como el principio.

Llegó el invierno, para Dafnis y Cloe más que la guerra crudo. De
repente cayó mucha nieve: cubrió los caminos y encerró á los rústicos en
sus chozas. Con ímpetu se despeñaban los torrentes; se helaba el agua;
parecían muertos los árboles, y no se veía el suelo sino al borde de
arroyos y manantiales. Nadie, pues, llevaba á pacer el ganado ni se
asomaba á la puerta, sino todos encendían gran candela en el hogar, no
bien cantaba el gallo, y ya hilaban lino, ya tejían pelo de cabra, ya
tramaban lazos para cazar pájaros. Entonces era menester andar solícitos
en dar paja á los bueyes en el tinao, fronda en el aprisco á las cabras
y ovejas, y fabuco y bellotas á los cerdos en la pocilga.

Con esta forzosa permanencia dentro de casa, se holgaban los demás
pastores y labriegos, porque descansaban algo de sus faenas, comían bien
y dormían á pierna tendida. Así es que el invierno se les antojaba más
dulce que el verano, que el otoño y hasta que la misma primavera. Pero
Dafnis y Cloe, retrayendo á la memoria los pasados deleites; cómo se
besaban, cómo se abrazaban y cómo merendaban juntos, se pasaban las
noches muy afligidos y sin dormir, ansiosos de que volviese la
primavera, que era para ellos volver de la muerte á la vida. Cuando por
dicha topaban con el zurrón en que habían llevado la merienda, ó veían
el cantarillo en que habían bebido, ó la zampoña, presente amoroso,
abandonada ahora, la pena de ambos se acrecentaba. Con fervor pedían á
las Ninfas y á Pan que los librase de tantos males, dejando que ellos y
su ganado salieran á tomar el sol; pero á par que pedían, buscaban medio
de verse. Cloe andaba con terribles vacilaciones y sin saber qué hacer,
porque no se apartaba de la que tenía por madre, aprendiendo á cardar
lana y á manejar el huso y escuchándola hablar de casamiento; pero
Dafnis, con mayor libertad y más ladino también que la muchacha, inventó
esta treta para verla.

Delante de la vivienda de Dryas, contra la propia pared, había dos
grandes arrayanes y una mata de hiedra, tan cerca los arrayanes el uno
del otro, que la hiedra que crecía en medio los ceñía, enredando en
ambos sus hojas y largos tallos á modo de parra, y formando gruta de
tupida verdura. Por dentro colgaban, como racimos en la vid, muchos y
gruesos corimbos. Acudía, pues, allí, multitud de pájaros invernizos:
mirlos, tordos, palomas zuritas y torcaces, y otros que comen granos de
hiedra á falta de mejor alimento. So color de cazar estos pájaros,
Dafnis salió de su casa con el zurrón lleno de bollos de miel, y
llevando asimismo, para que le dieran más crédito, lazos y liga. Su
habitación distaba de la de Cloe cerca de diez estadíos, pero la nieve,
no bien endurecida, hubiera hecho trabajoso el camino, si no fuese que
para Amor todo es llano: fuego, agua y nieve de Escitia. Dafnis, pues,
se plantó de una carrera á la puerta de Dryas; sacudió la nieve de los
pies, tendió lazos, colocó largas varillas untadas con liga, y se puso
en acecho de los pájaros y también de Cloe.

En cuanto á los pájaros, acudieron muchos y quedaron presos. No corta
tarea tuvo Dafnis en cogerlos, matarlos y desplumarlos. Pero nadie salía
de la casa, ni hombre ni mujer, ni gallo ni gallina. Todos, sin duda,
estaban dentro, sentados al amor de la lumbre. Dafnis vacilaba; temía
haber salido á pájaros con malos auspicios, y no se atrevía, no
obstante, á imaginar un pretexto para entrar en la casa, cavilando dónde
hallar el más plausible. «Pediré candela.--¿Cómo es eso? ¿No tienes á
nadie más cerca á quien pedirla?--Pediré pan.--Tu zurrón está bien
provisto.--Diré que me falta vino.--Há poco que hiciste la vendimia.--Un
lobo me persigue.--¿Dónde están las huellas de ese lobo?--Vine á cazar
pájaros.--Pues vete, ya que los has cazado.--Quiero ver á Cloe.--No es
fácil declarar esto al padre y á la madre de la muchacha. Más vale
callarse. No hay cosa que no excite las sospechas. Me iré. Veré á Cloe
esta primavera. No consienten los hados, á lo que barrunto, que yo la
vea en invierno.» Así discurría para sí, y, recogiendo lo que había
cazado, se disponía á partir, cuando, por misericordia de Amor, ocurrió
lo que sigue.

Estaban á la mesa Dryas y su familia. Se distribuía la carne, se
repartía el pan y el jarro se llenaba de vino, en ocasión que uno de los
perros del ganado, aprovechándose del descuido de los dueños, cogió un
pedazo de carne y huyó con él fuera de casa. Irritado Dryas, tanto más
que la carne robada era su ración, agarra un palo y corre tras el rastro
del perro, como otro perro. En esta persecución, pasa cerca de la hiedra
y los arrayanes; ve á Dafnis, que se echaba ya al hombro su presa;
resuelto á irse; olvida al punto carne y perro, y exclamando en alta
voz: «¡Salud! ¡Oh, hijo mío!», le abraza, le besa, le toma de la mano y
le hace que entre en su morada. Poco faltó para que, al verse Dafnis y
Cloe, no cayesen ambos al suelo. Procuraron, no obstante, tenerse
firmes; se saludaron y se volvieron á besar, y esto casi fué arrimo para
no caer ambos.

Después que logró Dafnis, contra su esperanza, ver y besar á Cloe, se
sentó junto al hogar; puso sobre la mesa las palomas y los mirlos que
traía al hombro, y contó que, harto de encierro casero, había salido á
coger pájaros, y de qué modo había cogido, ya con lazo, ya con liga, los
que venían á picar en la hiedra y en los arrayanes. Los allí presentes
alabaron mucho su habilidad y le convidaron á comer de lo que el perro
había dejado. Cloe, por orden de sus padres, le escanció la bebida, y
con alegre rostro sirvió á los otros primero, y á Dafnis el último,
fingiéndose muy enojada de que, habiendo él venido hasta allí, iba á
irse sin verla. Á pesar del enojo, Cloe, antes de presentar el vaso á
Dafnis, bebió un poco, y le dió lo demás. Dafnis, aunque sediento, bebió
con lentitud para que durase más y fuese mayor su deleite. Limpia ya la
mesa de pan y de carne, y aún sentados á ella, le preguntaron por
Mirtale y Lamón, y los declararon felices de tener en su vejez tal
apoyo; encomio de que gustó Dafnis en extremo por escucharle Cloe.
Rogáronle después que se quedase allí hasta el día siguiente, porque
tenían que hacer un sacrificio á Baco, y Dafnis, de puro contento, por
poco los adora como si fuesen el dios. Á escape sacó de su zurrón cuanto
bollo de miel en él traía, y dió á guisar para la cena los pájaros que
había cazado. Se llenó de nuevo el jarro de vino; se atizó y encandiló
el fuego, y, apenas llegó la noche, se pusieron otra vez á la mesa,
donde se divirtieron contando cuentos y entonando canciones, hasta que
los ganó el sueño y se fueron á dormir, Cloe con su madre, y Dafnis con
Dryas. Cloe se complació con la idea de volver á ver por la mañana á
Dafnis, y Dafnis, lleno de satisfacción de dormir con el padre de Cloe,
le abrazó y besó muchas veces, soñando que á Cloe abrazaba y besaba.

Al amanecer era el frío atroz, y el viento del Norte todo lo helaba. De
pie ya la gente, sacrificó á Baco un borrego añal; encendió lumbre y
preparó el almuerzo. Mientras Napé amasaba el pan y Dryas guisaba el
borrego, Dafnis y Cloe, estando de vagar, salieron de la casa bajo los
arrayanes y la hiedra, y, tendiendo lazos otra vez y poniendo liga,
pillaron multitud de pájaros. Durante la caza fué aquello un no cesar de
besarse, entreverando los besos con pláticas, también sabrosas.--Por ti
vine, Cloe.--Lo sé, Dafnis.--Por ti mato estos mirlos sin ventura. ¿En
qué aprecio me tienes? ¿Te acordaste siempre de mí?--¡No me había de
acordar! Así me quieran bien las Ninfas, por quienes juré en la gruta,
á donde concurriremos apenas se derrita la nieve.--Pero cuánta hay, ¡oh,
Cloe! Yo temo derretirme antes que ella.--Anímate, Dafnis, el sol
calienta ya mucho.--Ojalá que ardiese con la viva llama en que arde mi
corazón.--Me burlas con lisonjas y luego me engañarás.--Nunca; por las
cabras, por las que quisiste que te lo jurase.

Así charlaban, respondiendo Cloe á Dafnis como un eco, cuando los llamó
Napé, y ellos entraron con más abundante caza que la víspera. Hicieron
luego una libación á Baco, y comieron coronados de hiedra. Llegó, por
último, la hora, y no sin cantar antes alegres himnos en loor del dios,
despidieron á Dafnis, llenando su zurrón de carne y de pan.
Devolviéronle, además, los tordos y las palomas, para que se regalasen
comiéndolos Lamón y Mirtale, ya que ellos cazarían más en cuanto durase
el invierno y no faltase hiedra para añagaza. Dafnis, al irse, besó
primero á los padres, y á Cloe la última, á fin de guardar en toda su
pureza el dejo del beso. En adelante volvió Dafnis por allí no pocas
veces, valiéndose de otras artimañas, de modo que el invierno no se pasó
del todo mal.

Apenas renació la primavera, se derritió la nieve, se descubrió el suelo
y la hierba retoñó, salieron todos los zagales á apacentar sus ganados,
y antes que todos Dafnis y Cloe, como siervos que eran del pastor más
poderoso. Lo primero fué correr á la gruta de las Ninfas, luego á Pan y
al pino, y, por último, bajo la encina, donde se sentaron, mirando pacer
y besándose. Buscaron flores para coronar á las Ninfas, y, aunque las
flores apenas empezaban á entreabrirse, acariciadas por el céfiro y
reanimadas por el sol, hallaron narcisos, violetas, corregüelas y otras
vernales primicias. Con estas flores coronaron las imágenes é hicieron
ante ellas libaciones de la nueva leche de sus ovejas y sus cabras.
Tocaron también la flauta como para competir con los ruiseñores, quienes
respondían de entre la enramada, expresando poco á poco el nombre de
Itys, cual si tratasen de recordar el canto después de tan largo
silencio. Por donde quiera balaba el ganado; los corderillos ya
retozaban, ya se inclinaban bajo las madres para chupar el pezón de la
ubre, y los moruecos perseguían á las ovejas que aún no habían tenido
cría, y cada uno cubría la suya. Las cabras eran también perseguidas por
los machos con más lascivos saltos, y los machos reñían por ellas, y
cada cual tenía sus cabras, y cuidaba de que no viniera otro y á hurto
las gozase. Tales escenas, cuya vista hubiera remozado y enardecido á
los helados viejos, enardecían más á estos mozos, llenos de fervor y de
brío. Y anhelando hallar, desde hacía tiempo, el fin del Amor, lo que
oían los abrasaba, lo que veían los amartelaba, y todo los inducía á
buscar algo de más rico y satisfactorio que el beso y el abrazo.
Buscábalo singularmente Dafnis, quien por el reposo casero y holganza
del invierno estaba rijoso y lucio, y con el beso se emberrenchinaba, y
con el abrazo se alborotaba, y al ejecutar las cosas, era ya más curioso
y atrevido. Pedía, pues, á Cloe que se prestase á cuanto él quisiera, y
que lo de acostarse juntos desnudos fuese por más tiempo que antes, ya
que esto era lo que faltaba hacer bien de cuanto les enseñó Filetas,
como único remedio para calmar el amor.

Cloe le preguntó qué imaginaba él que habría más allá del beso, del
abrazo, y hasta del acostarse juntos, y qué resolvía hacer si volvían á
la yacija desnudos ambos.--Lo que hacen los moruecos con las ovejas, y
con las cabras los machos, contestó él.--Mira cómo, después de la obra,
ni las ovejas huyen ni los carneros se cansan en perseguirlas, sino que
pacen quietos y juntos, como satisfechos de un común deleite. Dulce, á
lo que entiendo, es la obra, y vence lo amargo de amor.--¿No reparaste,
repuso Cloe, que las ovejas y los carneros, las cabras y sus machos,
hacen esas cosas de pie, saltando ellos encima y sosteniéndolos ellas?
¿Para qué, pues, he de tenderme contigo desnuda? ¿No está el ganado más
vestido que yo con su pelo ó con su lana? Dafnis no pudo menos de
convenir en que así era. Tendióse, no obstante, al lado de Cloe y
meditó largo rato; sin atinar con el modo de calmar la vehemencia de su
deseo. Hizo después que ella se alzara, y la abrazó por detrás, imitando
á los carneritos; pero con esto nada logró, quedando más confuso y
echándose á llorar al ver que para tales negocios era más rudo que las
bestias.

Tenía Dafnis por vecino á un labrador propietario, llamado Cromis,
sujeto ya de edad madura, quien había traído de la ciudad á una
mujercita, linda, de pocos años, con gustos más delicados y más
cuidadosa de su persona que las campesinas. Esta tal, que se llamaba
Lycenia, con ver de diario á Dafnis cuando llevaba por la mañana las
cabras al pasto, y cuando por la noche las recogía á la majada, entró en
codicia de tomarle por amante, engatusándole con regalillos, y tan
acechona anduvo, que consiguió hablar con él á solas, y le dió una
flauta, un panal de miel y un zurrón de piel de venado, si bien se
avergonzó y vaciló en declararse, conjeturando que él amaba á Cloe, al
verle siempre tan empleado en servirla. Al principio, sólo presumió esta
inclinación por risas y señas que sorprendió entre ambos; pero luego
pretextó con Cromis que iba á visitar á una vecina que estaba de parto;
los siguió una mañana; se recató entre zarzas, para que ellos no la
viesen, y vió cuanto hicieron, y escuchó cuanto dijeron, sin
ocultársele siquiera el llanto de Dafnis. Compadecida entonces, creyó
propicia la ocasión de hacer dos veces el bien, mostrando el camino de
salvación á aquellos cuitadillos y logrando ella su gusto.

Con tal propósito, salió al día siguiente, como para ir á ver de nuevo á
la parida, y se fué derecha á la encina donde Dafnis y Cloe se sentaban.
Fingiéndose con primor toda consternada,--«¡Sálvame, dijo, oh, Dafnis!
¡Ay, infeliz de mí! ¡Un águila me ha robado el más hermoso de mis veinte
gansos! Fatigada con tanto peso, no he podido volar hasta lo más alto de
aquel peñón, donde anida, y se bajó con su presa á lo hondo del soto. Te
lo ruego por Pan y las Ninfas: entra conmigo en la espesura; liberta mi
ganso. Mira que no me atrevo á entrar sola, de puro medrosa. No dejes
que se descabale mi manada. ¿Quién sabe si de paso no matarás el águila,
y con eso ya no robará corderos y cabritos? Mientras, guardará Cloe
ambos rebaños. Harto la conocen las cabras, de verla siempre en tu
compañía.»

Dafnis, sin prever nada de lo que iba á pasar, se levantó muy listo,
empuñó su cayado y siguió á Lycenia. Llevósele ésta lejos de Cloe, á lo
más intrincado y esquivo del soto, y allí le mandó que se sentase á su
lado, cerca de una fuentecilla.--«¡Oh, Dafnis, le dijo, tú amas á Cloe!
Anoche me lo revelaron las Ninfas. Se me aparecieron en sueño; me
informaron de tus lágrimas de ayer, y me ordenaron que te salvase,
enseñándote las obras de Amor, las cuales no estriban sólo en beso y en
abrazo y en remedar á los carneros, sino en brincos y retozos más
dulces, y cuyo deleite dura más. Así, pues, si quieres desechar el mal
que te aflige, y conocer por experiencia los gustos que anhelas,
entrégate á mi cuidado cual aprendiz sumiso, y yo, por gracia y merced
de las Ninfas, seré tu maestra.»

Dafnis, sin refrenar su alegría, como cabrerillo cándido y rapaz
enamorado, se arrodilló á los pies de Lycenia y le suplicó que cuanto
antes le enseñase aquel oficio para ejercerle luego con Cloe. Y como si
fuera algo de raro y revelado por el cielo lo que Lycenia le había de
enseñar, prometió darle en pago un chivo, quesos frescos de nata y hasta
la cabra misma. Halló Lycenia aquella liberalidad pastoril más sencilla
y grata de lo que presumía, y empezó en seguida á instruir á Dafnis.
Mandóle que volviese á sentarse á la verita de ella; que le diese besos,
tales y tantos como él solía dar; que mientras la besaba la abrazase, y
por último, que sé tendiese á la larga.

Luego que se sentó, y que besó, y que se tendió, habiéndose cerciorado
ella de que todo estaba alerta y en su punto, hizo que él se levantase
de un lado, y se deslizó con suma destreza debajo de él, poniéndole en
el camino por tanto tiempo buscado en balde. Después nada hubo fuera de
lo que se usa. Naturaleza misma enseñó á Dafnis lo demás.

Terminada la lección amatoria, Dafnis, que guardaba su candor pastoril,
quiso correr en busca de Cloe para hacer con ella lo que acababa de
aprender, harto temeroso de que con la tardanza se le olvidase; pero
Lycenia le contuvo diciendo: «Otra cosa te importa saber, ¡oh, Dafnis! Á
mí, como soy mujer, no me hiciste daño alguno, porque ya otro hombre me
enseñó el oficio, y tomó mi doncellez en pago; pero Cloe, cuando luchare
contigo esta lucha, gemirá, llorará y derramará sangre cual si estuviere
herida. No por ello te asustes, sino cuando la persuadas á que se preste
á todo, tráetela á este sitio, para que, si grita, nadie la oiga, si
llora nadie la vea, y si derrama sangre, se lave en la fuente. No te
olvides, por último, de que yo te he hecho hombre antes de Cloe.»

No bien Lycenia dió estos preceptos, se fué por otro lado del soto, como
si buscase el ganso todavía. Dafnis, en tanto, con la preocupación de lo
que había oído, cejó de su primer ímpetu, y no se atrevió á perturbar á
Cloe sino con el beso y el abrazo, á fin de que no gritase como
perseguida de enemigos, ni llorase como lastimada, ni como herida
vertiese sangre, pues escarmentado él por los recientes lances de la
guerra, tenía miedo de la sangre, y sólo de heridas imaginaba que
saliese. Así fué que tomó la determinación de no deleitarse con ella
sino en lo que tenía por costumbre; y, dejando el soto, volvió al lugar
donde ella estaba sentada, tejiendo guirnaldas de violetas; le refirió
que había arrancado de las garras mismas del águila el ganso de Lycenia,
y la besó apretadamente como Lycenia le había besado en el deleite, ya
que esto no pensaba que trajese peligro. Ella ajustó á la cabeza de él
la guirnalda de violetas, y le besó el cabello, á su ver más que las
violetas precioso. Luego sacó del zurrón pan de higos y bollos, y se los
dió á comer; y, conforme él comía, se lo quitaba ella de la boca y comía
á su vez, como los pajarillos pequeñuelos comen del pico de la madre.

Mientras que comían, y más que comían se acariciaban, se descubrió una
barca de pescadores, que bogaba no lejos de la costa. No hacía viento;
la calma era completa, y era menester remar. Los pescadores remaban con
grande empuje para llevar fresco el pescado á gentes ricas de la ciudad.
Lo que suelen hacer los marineros para engañar ó aliviar sus fatigas, lo
hacían éstos también á par que remaban: uno de ellos llevaba la voz y
entonaba un cantar marino, y los restantes, por marcados intervalos,
unían en coro sus voces en consonancia con la del principal cantor.
Cuando iban por alta mar; el canto se perdía en la extensión y se
desvanecía en el aire; pero cuando doblaron la punta de un escollo y
entraron en una ensenada profunda, en forma de media luna, se oyó mejor
la música y sonó más claro en tierra el estribillo de los navegantes. En
el fondo de aquella ensenada había una garganta ó estrechura de cerros,
donde se colaba el son como en un cañuto; luego, una voz imitadora lo
repetía todo: ya repetía el ruído de los remos, ya repetía el cantar; y
era cosa de gusto el oirlo, pues primero llegaba el son que venía
directo de la mar, y el son que venía de la tierra llegaba más tarde.
Dafnis, que sabía lo que era aquello, sólo atendía á la mar; se
embelesaba al ver la barca, que más volaba que corría, y procuraba
retener algo de aquellos cantares para tocarlos luego en su flauta. Pero
Cloe, que hasta entonces no había oído eso que llaman eco, ya miraba
hacia la mar para ver á los que cantaban, ya se volvía hacia el bosque
buscando á los que respondían; y cuando pasó la barca y sobrevino
silencio en la mar y en el valle, preguntó á Dafnis si más allá del
escollo había otra mar, y otra nave que bogaba, y otros marineros que
cantaban, y por qué ya callaban todos. Dafnis sonrió con dulzura; la
besó con más dulce beso; ciñó á sus cienes la guirnalda de violetas, y
empezó á contarle la fábula de Eco, no sin concertar antes que ella le
diese diez besos más en pago de la enseñanza.--«Hay, dijo, niña mía,
muchas castas de Ninfas. Las hay de las praderas, de los bosques y de
los lagos; todas bellas; músicas todas. Hija de Ninfa fué Eco, mortal,
por serlo su padre; hermosa, cual de hermosa madre nacida. Las Ninfas la
criaron. En tocar la flauta, en pulsar la lira y la cítara, y en toda
clase de cantar, tuvo á las Musas por maestras. Así es que, cuando llegó
á la flor de su mocedad, con las Ninfas danzaba y con las Musas cantaba;
pero huía de todo varón, ya dios, ya hombre, por amor de la doncellez.
Pan se enfureció contra ella, envidioso de su música y desdeñado de su
hermosura, é infundió su furor en el alma de los pastores. Éstos, como
perros ó lobos, la despedazaron mientras cantaba, y esparcieron por toda
la tierra sus miembros, llenos de harmonía. Y la tierra los escondió en
su seno por complacer á las Ninfas, y dispuso que conservasen la virtud
de cantar. Las Musas, por último, decretaron que lo imitasen todo en la
voz, como la doncella hizo cuando vivía: hombres, dioses, instrumentos y
fieras; que imitasen, en suma, á Pan mismo cuando toca la flauta. Pan,
apenas lo oye, brinca y corre por las montañas, no ya porque ame á la
Ninfa, sino anhelando averiguar quién es su discípulo oculto.»

En premio de la historia, Cloe dió á Dafnis, no sólo diez, sino muchos
más besos, y Eco casi la repitió, como para dar testimonio de que no era
mentira.

El sol calentaba más cada día, porque había pasado la primavera y
empezaba el verano. Los pasatiempos de ambos eran propios de la nueva
estación. Él nadaba en los ríos, ella se bañaba en las fuentes; él
tocaba la flauta á porfía con el viento que resonaba en los pinos, ella
cantaba en competencia con los ruiseñores; ambos cogían saltamontes y
parleras cigarras, formaban ramilletes de flores, sacudían los árboles ó
trepaban á ellos y se comían la fruta. Al cabo se acostaban desnudos en
una piel de cabra. Pronto Cloe hubiera sido mujer si la sangre no
aterrase á Dafnis, quien, receloso con frecuencia de no ser dueño de sí,
impedía á Cloe que se desnudara. Pasmábase ella, si bien por vergüenza
no preguntaba la causa.

En aquella estación se presentó para Cloe un enjambre de novios. De
muchas partes acudían á Dryas, pidiéndosela por mujer; unos traían
buenos presentes; otros los prometían mejores. Así fué que Napé,
estimulada por las promesas, era de opinión de casar á Cloe cuanto
antes, y no guardar por más tiempo á mozuela ya tan granada, la cual el
día menos pensado perdería su doncellez en medio del campo y se casaría
por manzanas y flores con un pastor cualquiera; que lo más conveniente
sería hacerla pronto señora de su casa, aceptar los presentes y
guardarlos para el hijo legítimo de ellos, que no hacía mucho les había
nacido. Dryas se dejaba vencer á menudo de tales razones, ya que le
ofrecían prendas de más valer que las que suelen ofrecerse por una pobre
zagala; pero, pensando luego que la muchacha valía demasiado para
casarse con un rústico, y que si hallaba un día á sus verdaderos padres
éstos los harían dichosos á todos, se resistía siempre á responder, y
así iba dando largas al asunto, no sin aprovecharse mientras de no pocos
presentes.

Al saber estas cosas tuvo Cloe gran pesar, si bien se le ocultó á Dafnis
por temor de afligirle. Viendo, no obstante, que él la importunaba con
preguntas, y que ya estaba más triste de no saber nada que lo que
pudiera estar de saberlo todo, se atrevió al fin á contárselo. Le habló
de los novios, muchos y ricos; de las razones que daba Napé para
apresurar la boda, y de que Dryas no mostraba oponerse, sino lo demoraba
para las próximas vendimias. Dafnis, con tales nuevas, estuvo á pique de
perder el juicio; se echó por tierra, lloró y afirmó que él se moriría
si Cloe le faltaba, y no sólo él, sino también se morirían los carneros
sin tal pastora. Después, reflexionándolo mejor, cobraba ánimo y
resolvía hablar al padre de ella y ponerse en la lista de los
pretendientes, esperando vencerlos. Sólo una cosa le sobresaltaba: que
Lamón no era rico. Esto debilitaba mucho su esperanza. Decidióse, con
todo, á pedir á Cloe, y ella convino en que lo hiciese. Nada al
principio se atrevió á decir á Lamón; pero confiando más en Mirtale, le
descubrió su amor y le dijo que quería casarse con Cloe. Mirtale lo
participó todo á Lamón por la noche. Éste recibió con dureza la noticia,
y regañó á su mujer porque quería casar con una hija de pastores á un
muchacho que había de tener grandes riquezas, si no mentían las prendas
halladas, y que á ellos, si venían á descubrirse los padres, los haría
horros y dueños de mayores campos. Mirtale, temerosa de que Dafnis, por
despecho amoroso, y perdida toda esperanza de boda, osara darse muerte,
alegó otros motivos menos importantes que los que había dado Lamón.
«Somos pobres, le dijo, hijo mío, y necesitamos novia que más bien
traiga algo que no que se lo lleve. Ellos son ricos, pero quieren novios
ricos. Ve, no obstante; convence á Cloe, y haz que Cloe convenza á su
padre, á fin de que no pidan mucho y te la den. Ella te ama, y sin duda
gustará más de acostarse con un buen mozo pobre que no con un jimio
rico.»

No esperaba Mirtale que Dryas diese nunca su consentimiento,
disponiendo, como disponía, de más ricos novios, que le ofrecían buenos
presentes. Dafnis no tenía que argüir contra lo dicho por su madre;
pero se afligió mucho, é hizo lo que suelen hacer los enamorados pobres:
lloró, y pidió auxilio á las Ninfas. Ellas volvieron á aparecérsele por
la noche, mientras dormía, en la propia forma que la primera vez, y la
mayor le dijo: «Á otro dios incumbe tratar de tu boda con Cloe. Nosotras
te daremos con qué ablandar á Dryas. La nave de los mancebos de Metimna,
cuya amarra de mimbre se comieron tus cabras, se fué aquel día muy lejos
de tierra, empujada por el viento; mas por la noche sopló viento
contrario; alborotó la mar y arrojó la nave contra unos altos peñascos.
La nave pereció, y con ella cuanto encerraba, salvo una bolsa con tres
mil dracmas, que con los restos de la nave trajo á la costa la onda, y
está allí oculta entre algas, cerca de un delfín muerto, por lo cual
nadie de los que pasan se ha aproximado, huyendo del hedor de aquella
podredumbre. Ve allí, toma la bolsa y dala. Así conviene para acreditar
por lo pronto que no eres pobre. Ya vendrá tiempo en que seas rico.»

Dicho esto, desaparecieron las Ninfas en la noche. Cuando vino el día,
se levantó Dafnis rebosando de gozo; llevó sus cabras al pasto con la
mayor premura, y después de besar á Cloe y de adorar á las Ninfas, se
fué hacia la mar, como si quisiera ser rociado por las olas. Allí, por
la orilla y sobre la arena, vagaba en busca de los tres mil dracmas. No
empleó largo tiempo ni fatiga en hallarlos. El delfín no olía bien, y su
podredumbre le dió en las narices y le guió por el camino hasta llegar
al sitio indicado. Ya en él, apartó las algas y descubrió la bolsa llena
de dinero. La recogió, la guardó en el zurrón, y antes de irse, dió
gracias por todo á las Ninfas y á la misma mar, pues, aunque cabrero,
parecíale la mar más dulce que la tierra, desde que le ayudaba para
conseguir casarse con Cloe.

Dueño de los tres mil dracmas, nada creía que le faltaba ya. Se
consideraba, no sólo más pudiente que los labriegos de por allí, sino
más rico que todos los hombres. Se fué al punto donde estaba Cloe; le
contó el sueño; le mostró la bolsa; le rogó que estuviese á la mira del
ganado durante su ausencia, y corrió con gran denuedo en busca de Dryas,
á quien halló en la era, trillando trigo con su mujer Napé, y á quien
dijo estas valerosas palabras:--«Dame á Cloe por mujer. Yo sé tañer la
zampoña con maestría, podar viñas y plantar árboles. Sé también arar la
tierra y aventar la miés con el bieldo. En lo tocante á pastoreo,
pregúntale á Cloe. Cincuenta cabras me entregaron, y ya tengo doble
número. He criado también grandes y hermosos machos, cuando antes era
menester llevar las cabras á que otros las padreasen. Soy muy mozo aún,
vecino vuestro y de irreprensible conducta. Me crió una cabra, como á
Cloe una oveja. Si en todo esto me aventajo á los demás novios, en
generosa largueza no he de quedarme tampoco atrás. Ellos te dan tal ó
cual cabra ú oveja, ó alguna yunta de bueyes con roña, ó ahechaduras de
trigo para mantener unas cuantas gallinas. Yo, en cambio, te doy estas
tres mil monedas. Pero no se lo digas á nadie, ni á mi padre Lamón.» Y
al dar el dinero, abrazó y besó á Dryas.

Este y Napé, al recibir, sin esperarlo, tamaña suma, prometieron en
seguida á Dafnis que le darían á Cloe y que tratarían de persuadir á
Lamón. Dafnis se quedó con Napé, haciendo andar á los bueyes sobre la
parva y desmenuzando espigas con el trillo, mientras que Dryas, después
de guardar la bolsa y el dinero, se fué más que de priesa á ver á Lamón
y á Mirtale, contra todo uso y costumbre, para pedirles al novio.

Hallábanse éstos midiendo cebada, que acababan de cribar, y lamentándose
de que apenas habían cogido lo que sembraron. Dryas pensó consolarlos
con asegurar que era general la mala cosecha, y luego pidió á Dafnis
para marido de Cloe, diciendo que otros le daban mucho, pero que él
prefería no tomar nada de Lamón y Mirtale, sino que se sentía inclinado
á socorrerlos con su propia hacienda. «Además, añadió, los chicos han
crecido viéndose siempre; cuidando del hato se han encariñado de manera
que no es fácil separarlos, y ya están ambos en edad de dormir juntos.»
Estas y otras razones, no menos persuasivas, alegó Dryas, como quien
había tomado tres mil dracmas para persuadirlos.

Lamón no podía excusarse con la pobreza, porque los padres de la novia
no le desdeñaban por pobre, ni con la poca edad de Dafnis, que era ya un
garzón muy apuesto. La verdad no quería confesarla. No osaba decir que
consideraba á Dafnis mejor partido. Se calló, pues, por un rato, y al
cabo respondió así: «Noble es vuestro proceder al dar á los vecinos
preferencia sobre los extraños, y al poner por cima de la riqueza á la
pobreza honrada. Que Pan y las Ninfas os concedan en premio su amor. En
cuanto á mí, no deseo menos que vosotros la boda. Loco estaría yo si no
desease amistad y unión con vuestra familia, cuando me hallo tan cerca
de la vejez y necesito brazos y auxilio para mis faenas. De Cloe no hay
más que pedir: linda zagala en la flor de su edad, y buena como pocas.
Lo malo es que yo soy siervo, y de nada dispongo. Debo, pues, informar á
mi amo para que dé su permiso. Diferamos la boda para el otoño. Para
entonces dicen los que llegan de la ciudad que vendrá el amo por aquí.
Para entonces serán marido y mujer; ámense entre tanto como hermanos.
Entiende con todo ¡oh, Dryas! que vas á tener un yerno que vale más que
nosotros.» Dicho esto, le besó y le ofreció de beber, porque estaban ya
en todo el fervor del medio día, y le acompañó un buen trecho de camino,
con mil atenciones y muestras de afecto.

No oyó en balde Dryas las últimas palabras de Lamón, y mientras
caminaba, iba cavilando así sobre quién sería Dafnis: «Le crió una
cabra, cual si por él velasen los dioses. Es hermoso, y en nada se
parece á ese vejete chato y á esa mujerzuela pelona. Se proporcionó tres
mil dracmas, y no hay zagal que logre reunir otros tantos piruétanos.
¿Le expondría alguien como á Cloe? ¿Le encontraría Lamón como yo la
encontré, con prendas parecidas y á propósito para un futuro
reconocimiento? ¡Oh venerado Pan y Ninfas muy amadas, permitid que así
sea! Tal vez, si él descubre á sus padres, logrará que Cloe sea también
reconocida por los suyos.»

Así iba Dryas discurriendo y soñando hasta que llegó á la era, donde
esperaba Dafnis, ansioso de oir las nuevas que traía. Dióle ánimo,
llamándole yerno; le prometió que las bodas se celebrarían en el otoño,
y le estrechó la mano en señal de que Cloe no sería de otro, sino suya.
Más veloz que el pensamiento, sin comer ni beber, corrió Dafnis en busca
de Cloe. Estaba ella ordeñando y haciendo quesos, y él le anunció la
buena nueva. De allí en adelante la besaba, sin recatarsé, como á su
futura; compartía sus afanes; recogía la leche en colodras; apretaba los
quesos en zarzos, y ponía á mamar bajo las madres á cabritillos y
corderos.

Después de cumplir bien con su oficio, los dos se bañaban, comían,
bebían é iban á coger fruta en sazón. Había entonces grande abundancia
de ella, por ser el momento más feraz del verano: manzanas á manta,
peras, acerolas y membrillos. Fruta había caída por el suelo; otra,
pendiente aún en el árbol; la caída, más olorosa; más lozana y fresca á
la vista la que de las ramas colgaba. Esta relucía como el oro; aquélla
embriagaba con su olor, como el vino.

Entre los frutales se veía uno, tan esquilmado ya, que no tenía ni fruta
ni hoja. Desnudas estaban todas sus ramas. Una manzana sola pendía aún
en la cima, grande, hermosa, y venciendo á las demás en fragancia. Quizá
quien hizo el esquilmo no se atrevió á subir tan alto para cogerla;
quizá la dejó por descuido; quizá la bella manzana se guardaba allí para
un pastor enamorado. Apenas la vió Dafnis, quiso subir á alcanzarla.
Cloe se opuso, pero él no hizo caso; y desatendida ella, se fué con
enojo donde estaba el rebaño. Dafnis, en tanto, subió hasta alcanzar la
manzana; se la trajo á Cloe, y le dijo para quitarle el enojo:

«Esta manzana ¡oh, virgen! es creación de las Horas divinas: árbol
fecundo le dió sustento; el sol la maduró y sazonó; nos la conserva la
Fortuna. Ciego y necio hubiera sido yo si no la hubiera visto y si la
hubiera dejado para que, ó bien viniese á caer por tierra, la pisoteasen
las reses y la envenenasen los reptiles, ó bien permaneciese en la
cumbre hasta que el tiempo la acabara, sin más fin que admiración
estéril. Venus recibió una manzana en premio de su hermosura. Toma tú
ésta por galardón de igual victoria. Ambas sois bellas, y de condición
semejante son vuestros jueces, pastor él y yo cabrero.»

Esto dijo, y le echó la manzana en el regazo. No bien se acercó, le besó
ella. Él no se arrepintió de la audacia de haber subido tan alto por un
beso más rico que la manzana de oro.



[una barra decorativa]

LIBRO CUARTO


Por aquel tiempo llegó de Mitilene un siervo, compañero de Lamón, á
quien anunció que poco antes de la vendimia vendría el amo para ver qué
daños había causado en sus tierras la incursión de los metimneños. Y
como ya iba yéndose el verano, y el otoño se venía encima, Lamón se
afanó por disponer un recibimiento en el que todo fuera grato á los
ojos. Limpió las fuentes para que el agua corriese pura y cristalina;
sacó el estiércol del establo y corrales para que no molestara su mal
olor, y aderezó el huerto para que pareciese más ameno.

El huerto era de suyo lindísimo y digno de un rey. Medía en longitud más
de un estadío; estaba en una altura, y contenía sobre cuatro yugadas de
tierra. Semejaba extenso llano, y había en él toda clase de árboles:
manzanos, arrayanes, perales, granados, higueras y olivos. En algunos
puntos la vid trepaba á los árboles, y, enlazada á ellos, lucía sus
frutos en competencia con manzanas y peras. Esto en cuanto á los
frutales; pero también había allí árboles selváticos y de sombra, como
cipreses, lauros, adelfas, plátanos y pinos; en todos los cuales, en vez
de la vid, se entrelazaba la hiedra, cuyos corimbos, que eran grandes y
negreaban ya, remedaban racimos de uvas. Las plantas que daban fruta
estaban en el centro, como para mayor defensa; las estériles, en torno,
como muralla. Lo rodeaba y amparaba todo una débil cerca ó vallado. No
había cosa que no estuviese con cierto orden y primor. Los troncos,
separados de los troncos, y en lo alto, mezclándose las ramas y
confundiéndose el follaje. Diríase que el Arte se había esmerado á
porfía con la Naturaleza. Había, en cuadros y eras, multitud de flores,
que la tierra daba de sí sin cultivo, ó que la industria cultivaba:
rosas, azucenas y jacintos, criados por la mano del hombre; violetas,
corregüelas y narcisos, espontáneamente nacidos. Allí había, en suma,
sombra en estío, flores en primavera, frutos en toda estación, y los más
deliciosos y exquisitos en otoño. Desde allí se oteaba la ancha vega, y
se contemplaban pastores y ganados, y se descubría la mar, y se veían
los que por ella iban navegando, lo cual no era pequeña parte de los
gustos con que brindaba aquel huerto. En el centro mismo, así de lo
largo como de lo ancho, se levantaban un templo y un ara de Baco; el
ara, revestida de hiedra, y de pámpanos el templo, por fuera. La
historia del dios estaba dentro pintada: Semele, pariendo; Ariadna,
dormida; encadenado, Licurgo; despedazado, Penteo; vencidos, los indios;
los tirrenos, transformados. Por donde quiera, los Sátiros; por donde
quiera, las Bacantes, que danzaban. Ni faltaba allí Pan, quien, sentado
sobre una piedra, tañía la zampoña, y daba el mismo son y compás al
pisoteo de los Sátiros en el lagar y al baile de las Ménades.

Tal era el huerto que Lamón se afanaba por cuidar, podando las ramas
secas y enredando en festones la vid á los árboles. Á Baco le coronaba
de flores. Derivaba sin dificultad el agua por las limpias acequias.
Había una fuente, que Dafnis había descubierto, la cual regaba las
flores. Llamábanla fuente de Dafnis. Lamón, por último, encomendó á éste
que engordase las cabras lo más que pudiera, porque el amo, que no había
venido en tanto tiempo, iba ahora á verlo todo.

Muy confiado estaba Dafnis en que alcanzaría grandes elogios por las
cabras. Las tenía en doble número de las que le habían entregado; el
lobo no se había llevado ninguna, y todas estaban más lucias y medradas
que las ovejas. Deseoso, no obstante, de hacerse propicio al amo para
que consintiese en la boda, ponía el mayor cuidado y solicitud en llevar
á pacer las cabras apenas amanecía, y en volver al aprisco tarde. Dos
veces al día las llevaba á beber, y siempre buscaba para ellas los
mejores pastos. Se procuró barreños y tarros nuevos, muchas colodras y
zarzos más capaces. Y llegó á tal punto su esmero, que barnizó con
aceite los cuernos á las cabras, y al pelo le sacó lustre. Al ver cabras
tan compuestas, las hubiera tomado cualquiera por el propio sagrado
rebaño del dios Pan. Compartía Cloe estos afanes con Dafnis, y,
descuidadas sus ovejas, sólo á las cabras atendía, de suerte que
imaginaba Dafnis que, por emplearse en ellas Cloe, se ponían tan
hermosas.

Atareados andaban en esto, cuando llegó de la ciudad segundo mensajero
con orden de vendimiar cuanto antes. Él debía quedarse allí hasta que
las uvas se hicieran mosto, y entonces volver á la ciudad para acompañar
al amo, que no vendría hasta el fin del otoño. Á este mensajero, que se
llamaba Eudromo, porque su oficio era correr, le trataban todos con la
mayor consideración. Entre tanto, cogieron las uvas, las acarrearon al
lagar, y echaron el mosto en las tinajas, no sin dejar en las cepas los
racimos más gruesos, á fin de que los que iban á venir disfrutasen algo
y tuviesen cierta idea de la vendimia.

Cuando Eudromo preparaba su regreso á la ciudad, Dafnis le hizo cuantos
regalillos podían esperarse de un cabrero: le dió quesos bien cuajados,
un cabrito recién nacido y una blanca piel de cabra, de pelo largo, para
que se abrigase durante el invierno en sus caminatas. Eudromo quedó
harto pagado del obsequio, y prometió á Dafnis decir de él al amo mil
cosas buenas. Se fué, pues, á la ciudad muy amigo de Dafnis.

Se quejó éste receloso y asustado. Y no era menor el miedo de Cloe,
porque él era un muchachuelo, sólo acostumbrado á ver cabras y riscos, y
á tratar con gente rústica y con Cloe, y ahora tenía que ver al señor,
de quien ignoraba antes hasta el nombre. Todo se le volvía cavilar cómo
se acercaría al señor y le hablaría; y su corazón se azoraba al pensar
en que la boda pudiera desvanecerse como un sueño. De aquí que los besos
fuesen más frecuentes, y los abrazos más largos y apretados; pero se
besaban con timidez y se abrazaban con tristeza y á hurtadillas, como si
el amo estuviera allí y pudiera verlos.

En medio de estas desazones tuvieron un disgusto más grave. Un vaquero
de aviesa condición, llamado Lampis, había pedido á Dryas la mano de
Cloe, y le había hecho muchos regalos á fin de que conviniese en el
casamiento. Sabedor Lampis de que Dafnis la tendría por mujer, si no se
oponía el amo, buscó trazas de enemistarle con él, y como lo que más le
agradaba era el huerto, resolvió afearle y destrozarle. Si se ponía á
talar el arbolado, podrían oir el ruido y sorprenderle, y así prefirió
arrancar las flores. Guarecido, pues, por la obscuridad de la noche,
saltó por cima de la cerca, arrancó unas plantas y quebró otras, y holló
y pisoteó las demás, como los cerdos. Después se fugó con cautela y sin
que le viesen.

No bien vino el día, entró Lamón en el huerto para regar las flores con
el agua de la fuente, y al ver aquella desolación, que no la hubiera
hecho más cruel un ladrón foragido, se desgarró el sayo y puso el grito
en el cielo, con tal furor, que Mirtale, soltando la hacienda que traía
entre manos, y Dafnis, abandonando las cabras que llevaba á pacer,
acudieron á saber lo que pasaba. Al saberlo, gritaron también y se
echaron á llorar. Y no era maravilla que, temerosos del enojo del señor,
hiciesen aquel duelo por las flores. Un extraño, si hubiera pasado por
allí, hubiera llorado como ellos. Aquel sitio había perdido su gracia y
su adorno. No quedaba sino fango y broza. Si alguna flor se había
salvado de la injuria, resplandecía aún y estaba hermosa, aunque mustia
y tronchada. Las abejas revolaban en torno, y sonaba á lamentación su
incesante susurro.

Lamón decía, lleno de angustia: «¡Ay de mis rosales, que me los han
roto! ¡Ay de mis violetas pisoteadas! ¡Ay de mis jacintos y narcisos,
arrancados de raíz por algún mal hombre! Vendrá la primavera y no
renacerán mis flores; vendrá el verano y no desplegarán su pompa y
lozanía; vendrá el otoño y nadie hará con ellas guirnaldas y ramilletes.
Y tú, señor Baco, ¿por qué no tuviste piedad de las infelices, entre las
que habitabas, á las que veías, y con las que te coroné tantas veces?
¿Con qué cara enseñaré ahora el huerto al amo? ¿Qué dirá al verle? Sin
duda mandará ahorcar de un pino á este viejo sin ventura, como ahorcaron
á Marsyas. ¿Y quién sabe si no ahorcarán conmigo á Dafnis, creyendo que
por descuido suyo hicieron el destrozo las cabras?»

Con tales lamentaciones se acongojaban más y más, y no lloraban por las
flores, sino por ellos mismos. Cloe sollozaba y gemía como si Dafnis
hubiese de ser ahorcado; pedía al cielo que el señor ya no viniese, y
pasaba días amargos imaginando que por lo menos azotarían á su amigo.

Aquella noche llegó Eudromo con la noticia de que el señor mayor sólo
tardaría ya tres días en venir, y de que su hijo estaría allí al día
siguiente. Se pusieron entonces á discurrir cómo salir de aquel apuro, y
pidieron consejo á Eudromo, el cual tenía buena voluntad á Dafnis, y fué
de parecer que declarasen primero al señor mozo lo que había pasado,
pues él prometía interceder en favor de ellos, ya que dicho señor le
quería y estimaba por ser su hermano de leche. Ellos convinieron en
hacerlo así.

Al siguiente día el señor mozo; que se llamaba Astilo, llegó á caballo,
en compañía de su parásito Gnatón. Éste afeitaba sus barbas hacía no
pocos años. Astilo era un mancebo barbiponiente. Lamón, seguido de
Mirtale y de Dafnis, se prosternó á los pies del amo mozo, y le rogó se
compadeciese de un viejo infortunado y le salvase de la ira de su padre,
pues él de nada tenía culpa. Luego le contó el caso sin rodeos. Astilo
tuvo piedad del suplicante; fué al huerto; vió el estrago causado en las
flores, y prometió que para disculpar á Lamón y á Dafnis supondría que
sus caballos se habían desatado del pesebre, pisoteándolo todo,
desgajándolo y arrancándolo. Lamón y Mirtale, consolados con esto,
colmaron al joven de bendiciones, y Dafnis, además, le hizo varios
presentes: chivos, quesos, racimos con pámpanos aún, nidos de pájaros y
manzanas con rama y hojas. Sobresalía entre estos presentes el vino de
Lesbos, que huele á flores y es el más grato al paladar de cuantos se
beben. Astilo encareció la bondad de todo, y se fué á cazar liebres,
como mancebo rico, que sólo pensaba en divertirse, y que había venido al
campo á disfrutar de nuevos placeres.

Gnatón, por el contrario, no hallaba placer sino en la comida y en beber
hasta emborracharse: era como un sumidero, todo gula, y todo lascivia y
pereza. Así fué que no quiso ir á cazar con Astilo, y para entretener el
tiempo, bajó hacia la playa, donde se encontró á Dafnis guardando su
ganado. Junto á Dafnis estaba Cloe, hermosa como nunca. La vió Gnatón, y
quedó al punto prendado de ella. Pensó que en la ciudad no había visto
jamás más linda moza. Dafnis, á quien apenas apuntaba el bozo, y que
parecía más niño y más dulce aún de lo que era, no infundió el menor
respeto al parásito. Y como la zagala era sencilla y humilde, juzgó
fácil empresa deslumbrarla y lograrla. Á este fin, empezó por elogiar
sus ovejas; luego la elogió á ella; luego trató de alejar á Dafnis, y no
pudo conseguirlo; y, por último, movido de una pasión que á los más
cuerdos roba la prudencia, tomó á Cloe entre sus brazos y la besó
repetidas veces, aunque ella se resistía. Dafnis acudió á interponerse,
y se interpuso entre ambos cuando Gnatón quería renovar los besos,
haciendo poca cuenta de quién se le oponía, y creyéndole débil, ó tan
respetuoso que el respeto le ataría las manos. Por dicha no fué así:
Dafnis rechazó á Gnatón con tremendo brío, y como Gnatón, según su
costumbre, estaba borracho y poco firme sobre sus piernas, dió consigo
en el suelo cuan largo era, donde Dafnis, ciego de cólera, le pateó á su
sabor y con alguna saña. Viendo después que el vencido y pateado no
bullía, Dafnis tuvo miedo de su proeza y echó á huir, seguido de Cloe,
dejando el hato en abandono.

Con la afrenta y el dolor se le disiparon un poco á Gnatón los vapores
del vino; calculó que era muy ridículo quejarse y contar lo que había
ocurrido, y determinó callárselo; pero más empeñado que antes en
conseguir su propósito, resolvió pedir á Astilo, que nada le negaba, que
se llevase á Dafnis á la ciudad, y quedase él luego algún tiempo en
aquel campo, donde ya sin estorbo podría lograr á Cloe. Por lo pronto,
sin embargo, no pudo Gnatón hallar momento oportuno de hacer su
petición. Dionisofanes y su mujer Clearista acababan de llegar, y todo
era ruido y alboroto de caballerías y criados, de hombres y mujeres.
Gnatón tuvo tiempo de preparar un elegante y prolijo discurso, en que
pintaba á Astilo su amor á fin de conmoverle.

Dionisofanes tenía ya entrecanos barba y cabellos; pero era un señor
alto y hermoso, y tan robusto, que daría envidia á los mancebos. Era
además rico como pocos, y muy digno y respetable. Lo primero que hizo el
día en que llegó fué sacrificar á los dioses que gobiernan las cosas
campestres: á Ceres, á Baco, á Pan y á las Ninfas. Luego dió un banquete
á todas las personas que estaban allí. En los días siguientes
inspeccionó los trabajos de Lamón. Y habiendo visto en los campos los
hondos surcos del arado, la lozanía de pámpanos en las viñas y el huerto
tan ameno (pues en lo tocante al estrago de las flores Astilo tomó para
sí la culpa), se alegró mucho, alabó á Lamón y le prometió la libertad.

Después de esto fué á ver las cabras y á ver al cabrero que las cuidaba.
Cloe se escondió entre la arboleda, temerosa y avergonzada de aquel
gentío. Dafnis quedó sólo, y se mostró revestido de una peluda piel de
cabra y llevando un zurrón flamante al hombro, en la mano izquierda
quesos recién cuajados y en la derecha dos cabritillos de leche. Ni
Apolo, cuando estuvo de pastor al servicio de Laomedonte, apareció tal
como entonces apareció Dafnis, quien, lleno de rubor, sin hablar palabra
y los ojos inclinados al suelo, presentó sus dones. Lamón dijo: «Éste
¡oh, señor! es tu cabrero. Me entregaste cincuenta cabras y dos machos,
y él las ha aumentado hasta ciento. ¡Mira qué gordas y lucias están, qué
pelo tan largo y espeso, y qué cuernos tan enteros y sanos! Estas
cabras, además, han aprendido la música, y al son de la zampoña lo hacen
todo.»

Clearista, que estaba allí presente, deseó ver aquella habilidad de las
cabras, y mandó á Dafnis que tañese la zampoña como solía, ofreciendo en
premio, si lo hacía bien, regalarle camisas, un sayo y un par de
zapatos. Dafnis al punto, puestos todos en cerco en torno de él, y de
pie él bajo la copa del haya, sacó la zampoña del zurrón, y apenas la
hizo sonar un poco, las cabras se pararon atentas y levantaron las
cabezas. Después tocó el toque del pasto, y las cabras bajaron las
cabezas y pacieron. Dió en seguida la zampoña un son blando y suave, y
las cabras se echaron. Luego fué agudo el son, y las cabras huyeron al
soto como perseguidas por un lobo. Tocó, por último, llamada, y saliendo
del soto, las cabras todas corrieron á echarse á sus pies. Nadie vió
jamás siervo alguno que obedeciese más listo á una señal de su amo. De
aquí que todos los circunstantes se quedaron pasmados, y sobre todos
Clearista, la cual juró que daría más de lo ofrecido á aquel cabrero tan
músico y tan guapo. Después todos se fueron á la quinta y comieron, y
enviaron á Dafnis de la comida de los señores. Él la compartió con su
zagala, muy complacido de probar los manjares de la ciudad, y con
grandes esperanzas de lograr el permiso de los amos para su casamiento.

Gnatón, entre tanto, más obstinado aún en su amor, á pesar de la
pateadura, y creyendo que su vida sin Cloe sería amarga y sin objeto, se
aprovechó de un instante en que Astilo se paseaba en el huerto á sus
solas; le llevó al templo de Baco, y le besó las manos y los pies.
Astilo le preguntó por qué hacía tales extremos; le mandó que se
explicase, y juró darle auxilio en su cuita. «Ya se perdió y pereció
Gnatón, mi amo, dijo Gnatón entonces. Yo, que hasta aquí no amaba más
que una buena mesa, y nada hallaba más lindo y apetitoso que el vino
añejo, y estimaba á tu cocinero más digno de adoración y de afecto que á
todas las muchachas de Mitilene, sólo juzgo ahora digna y amable á la
zagala Cloe. Yo me abstendría de comer todos los delicados manjares que
de ordinario se sirven en tu casa, carnes, pescados, bollos y confites
de miel, y, convertido en corderito, me alimentaría de la hierba,
dejándome guiar por la voz de Cloe y por su cayado. Salva á tu Gnatón;
vence su amor invencible. De lo contrario, lo juro por el dios de mi
mayor devoción, agarro un cuchillo, me lleno bien la panza de comida, me
mato á la puerta de Cloe, y no tendrás á quién llamar Gnatoncillo,
jugando y burlando, como es tu costumbre.»

No pudo aquel magnánimo mancebo, que además conocía lo que son penas de
amor, ver sin piedad las lágrimas de Gnatón, que de nuevo le besaba los
pies. Prometióle, pues, que pediría á Dafnis á su padre y que se le
llevaría á la ciudad como criado, dejando á Cloe sin aquel estorbo, á
fin de que Gnatón la tuviese á todo su talante. Deseoso luego Astilo de
embromar á Gnatón, le preguntó, riendo, si no le daba vergüenza de amar
á una rústica y de acostarse con una zagala que por fuerza había de oler
pícaramente. Pero Gnatón, que había aprendido en los banquetes de mozos
alegres y enamorados cuanto hay que saber y decir en la materia,
contestó, defendiéndose: «El que ama, señor mío, no repara en nada de
eso. No hay en el mundo objeto que no pueda inspirar una pasión, con tal
de que en él resplandezca la hermosura. Ha habido amadores de una
planta, de un río y de una fiera. ¿Y quién más digno de lástima que el
amador á quien infunde miedo el amado? En cuanto á mí, si la que amo es
por la suerte de servil condición, por la belleza es y puede ser señora.
Sus cabellos son rubios como las espigas granadas; sus ojos brillan bajo
las cejas como piedras preciosas en engaste de oro; su cara está teñida
de suave rubor, y en su fresca boca se ven dientes como el marfil de
blancos. ¿Quién tan insensible al amor, que no anhele besar tal boca? En
esto de amar á las pastoras y gente del campo, ¿qué hago yo más que
imitar á las deidades? Vaquero fué Anquises, y Venus le tomó para
querido. Pitis, amada de Pan y de Bóreas, y Maya misma, tan amada de
Júpiter, ¿eran al cabo más que pastoras? No menospreciemos á Cloe porque
lo es, sino demos gracias á los dioses de que, enamorados de ella, no
nos la roban y se la llevan al cielo.»

Astilo rió y celebró este discurso, diciendo que Amor hacía á los
grandes oradores. Luego trató de hallar ocasión en que pedir á su padre
que le diese á Dafnis para criado.

Eudromo había estado escondido oyendo toda la conversación, y como
quería á Dafnis y le tenía por excelente mozo, se afligió mucho de que
la gentil zagala viniese á ser ludibrio de aquel borracho, y fué al
punto á contárselo todo á Lamón y al mismo Dafnis. Consternado éste,
pensó en huir robando á Cloe ó en matarla y matarse; pero Lamón,
llamando á Mirtale al patio, le dijo: «Estamos perdidos, mujer. Llegó ya
la ocasión de revelar lo que teniamos oculto. Queden sin guía las cabras
y quedémonos sin apoyo; pero, por Pan y por las Ninfas, aunque yo me
trueque en buey atado al pesebre, no me callaré sobre la condición de
Dafnis, sino que referiré cómo fué hallado y alimentado, y mostraré las
prendas que estaban expuestas junto á él. Es menester que sepa Gnatón
quién es el mozo de cuya novia quiere burlarse. Tú, ten prontas las
señales de reconocimiento.» Dichas estas palabras, ambos entraron de
nuevo en la habitación.

Habiendo hallado Astilo propicio á su padre, le pidió que le dejase
llevar á Dafnis á Mitilene, asegurando que era un gallardo mancebo, más
propio para la ciudad que para el campo, y que pronto aprendería á
servir bien y á tener modales urbanos. Accediendo gustoso el padre,
llamó á Lamón y á Mirtale, y les dió como buena nueva la de que Dafnis,
en vez de estar al servicio de las cabras, iba á entrar en el de su
hijo. En cambio del cabrero que les quitaba, les ofreció, por último,
dos cabreros. Entonces Lamón, cuando ya todos los criados habían acudido
y se alegraban de tener tan gentil compañero, pidió licencia para
hablar, y habló de esta suerte: «Escucha ¡oh, señor! la verdad misma de
los labios de este viejo. Juro por Pan y por las Ninfas que no te
engañaré en nada. Yo no soy el padre de Dafnis, ni tuvo Mirtale la dicha
de ser madre suya. Otros padres le expusieron cuando pequeñuelo, por
tener ya, sin duda, hijos de sobra. Yo le encontré abandonado y tomando
la leche de una cabra, á la cual, cuando murió de muerte natural, di
sepultura cerca del huerto, con el amor que se debe á quien hizo tan
bien el oficio de madre. Yo encontré, además, con el niño ciertas
alhajas, que pueden servir en su día para reconocerle. Confieso, señor,
que conservo aún dichas alhajas. Por ellas se verá que Dafnis es de
clase superior á la nuestra. No creas, sin embargo, que me duele que
Dafnis sea criado de tu hijo: sería un galán servidor para dueño no
menos galán. Lo que me duele, y lo que no puedo tolerar, es que todo se
haga por un liviano antojo de Gnatón y por sus dañados propósitos.»

Dicho esto, Lamón se calló y derramó abundantes lágrimas. Gnatón,
envalentonado, le amenazó con una paliza; pero Dionisofanes, pasmado de
lo que acababa de oir, impuso silencio á Gnatón, arqueando las cejas y
mirándole fosco; luego interrogó á Lamón, y le mandó que dijese la
verdad, y que no procurase oponerse con embustes á la voluntad de su
hijo. Lamón se sostuvo en lo dicho, lo juró por todos los dioses, y
pidió que le diesen tormento si mentía. Llegó en esto Clearista, y no
bien averiguó lo que pasaba, «¿por qué, dijo, había de mentir Lamón? ¿No
le dan dos cabreros en vez de uno? ¿Cómo ha de inventar un rústico tan
sutil patraña? Por otra parte, ¿no es increíble que de tan pobre viejo y
de tan ruín madre haya nacido tan hermoso muchacho?» Decidieron, pues,
no engolfarse en más conjeturas, sino ver y examinar las prendas, por si
denunciaban, en efecto, la superior condición que Lamón presumía.

Mirtale fué al punto á sacarlas de un viejo zurrón en que las tenía
guardadas. Cuando las trajo, el primero que las vió fué Dionisofanes. Al
mirar la mantilla de púrpura, la hebilla de oro y el puñalito con puño
de marfil, dió un grito, exclamando: «¡Oh señor Júpiter!» y llamó á su
mujer para que examinase aquellas prendas. Ésta, no bien las hubo
mirado, exclamó de la misma manera: «¡Oh, queridas Parcas! ¿No son éstas
las prendas que expusimos con nuestro propio hijo cuando le enviamos con
la sierva Sofrosina para que le abandonase en el campo? No son otras;
son éstas, marido. El muchacho es nuestra sangre. Hijo tuyo es el que
guarda tus cabras.»

Mientras ella hablaba así, y Dionisofanes besaba las prendas del
reconocimiento, llorando de puro gozo, Astilo se enteró de que Dafnis
era su hermano; se desembarazó de la capa y dió á correr por el huerto
para ser el primero en abrazarle. Al ver Dafnis que venía en pos de él
tanta gente corriendo y llamándole por su nombre, pensó que querían
prenderle: tiró al suelo el zurrón y la zampoña, y huyó hacia la mar,
resuelto á arrojarse en ella desde lo alto de una roca. Y de seguro lo
hubiera hecho, siendo así, por extraño caso, tan pronto hallado como
perdido, si Astilo, recelando su intento, no le gritase otra vez:
«Tente, Dafnis, y no temas. Yo soy tu hermano. Son tus padres los que
hace poco eran tus amos. Lamón nos contó lo de la cabra y nos enseñó las
prendas. Vuélvete y mira qué alegres y risueños estamos. Bésame á mí
primero. ¡Juro por las Ninfas que no te engaño!»

Paróse Dafnis al oir este juramento y Astilo le alcanzó y le estrechó en
sus brazos. Después acudió multitud de criados y de criadas, y, por
último, llegaron el padre y la madre. Todos le abrazaron y le besaron
con lágrimas de contento. Él, por su parte, estuvo cariñoso con todos, y
en particular con su madre y su padre, á quienes, como si de antiguo los
conociese, estrechaba contra su seno, sin hartarse de abrazarlos: tan
rápida y poderosa impone Naturaleza su ley. Casi se olvidó Dafnis por un
instante de Cloe.

Con esto se le llevaron á la quinta y le dieron, para que se vistiese,
un costoso vestido nuevo. Sentándose después con Astilo al lado de su
padre, le oyó decir estas razones: «Yo, hijos míos, me casé muy
temprano, y á poco fuí padre, según yo pensaba, muy dichoso. Primero
tuve un hijo, luego una hija, y Astilo fué el tercero. Estos tres eran
los que convenían para mi casa y mi hacienda. Vino este otro después de
todos, y tuve que exponerle. No se expusieron, á la verdad, estas
prendas como señales para reconocerle más tarde, sino como ornamento de
su sepulcro. La fortuna lo dispuso de otra manera. Mi hijo mayor, y
también mi hija, murieron ambos de la misma enfermedad y en el mismo
día. Tú, Dafnis, por la providencia de los dioses, te has salvado para
que yo tenga en la vejez doble apoyo. No me aborrezcas por haberte
expuesto. Muy á despecho mío lo hice. Y tú, Astilo, no te aflijas de
contar ahora sólo con parte cuando contabas con toda la herencia. El
mayor bien para un hombre discreto es un buen hermano. Amáos, pues, mis
hijos; y en cuanto á los bienes, nada tendréis que envidiar á los
príncipes. Ambos poseeréis pingües fincas y siervos ágiles, y oro y
plata, y todas aquellas cosas que poseen los ricos y poderosos. Mas
desde luego doy á Dafnis este campo, en que se ha criado, con Lamón y
Mirtale, y con las cabras de que él mismo ha sido pastor.»

Apenas acabó dichas palabras, Dafnis se levantó y dijo: «En buena
ocasión me lo traes á la memoria, padre mío. Voy á llevar á beber á las
cabras, que aguardan sedientas el son de mi zampoña, mientras que estoy
aquí sentado.» Todos rieron de que, habiendo llegado á ser señor,
quisiese ser cabrero todavía, y enviaron á un nuevo cabrero á que
cuidase de las cabras. Sacrificaron después á Júpiter Salvador y
dispusieron un banquete. Á este banquete, el único que faltó fué Gnatón,
el cual, lleno de miedo, se pasó el día y la noche en el templo de Baco,
orando y haciendo penitencia.

Pronto cundió la fama por todas partes de que Dionisofanes había hallado
á su hijo, y de que el cabrerillo Dafnis se había cambiado en señor
terrateniente, y de acá y de acullá acudieron los rústicos á felicitar
al mozo y á traer presentes á su padre. Entre ellos vino Dryas, el padre
adoptivo de Cloe. Dionisofanes los detuvo á todos para que participasen
del regocijo y de la fiesta. De antemano se había preparado vino en
abundancia, mucho pan, chochas y patos, lechoncillos y gran variedad de
tortas y confites de miel. Se mataban, además, no pocas víctimas á los
dioses titulares de aquellos sitios. Dafnis, en tanto, reunió todos sus
trastos pastoriles para repartirlos como ofrenda entre los dioses.
Consagró á Baco el zurrón y el pellico; á Pan, el pífano y la zampoña, y
á las Ninfas, el cayado y los dornajos y las colodras, que él mismo
había hecho; pero la vida de la primera juventud es aún más grata que la
riqueza, y Dafnis se apartaba con lágrimas de cada uno de estos objetos.
No ofreció las colodras, sin ordeñar antes las cabras; ni el pellico,
sin ponérsele por última vez; ni la zampoña, sin tañerla. Todo lo besó;
habló con las cabras, y llamó por sus nombres á los machos. Bebió, por
último, en la fuente, donde tantas veces había bebido con Cloe; pero no
se atrevió á hablar aún de su amor aguardando ocasión propicia.

Mientras Dafnis andaba en tales sacrificios, Cloe, solitaria y llorosa,
estaba sentada viendo pacer su ganado y se lamentaba de esta suerte:
«Dafnis me olvida. Sin duda piensa ya en una novia rica. ¿Por qué exigí
que jurase, no por las Ninfas, sino por las cabras? Las abandona como á
mí. Ni al hacer ofrendas á Pan y á las Ninfas deseó ver á Cloe. Tal vez
halló más bonitas que yo á las criadas de su madre. Adiós, Dafnis, y sé
dichoso. Yo no viviré.»

Exhalando estaba Cloe estas sentidas quejas, cuando el vaquero Lampis,
acompañado de algunos labriegos, vino á robarla, creyendo que Dafnis ya
no se casaría con ella, y que Dryas consentiría luego en dársela á él.
La cuitada, resistiéndose al rapto, daba lastimeros gritos, y alguien
que la oyó fué á decírselo á Napé. Napé se lo dijo á Dryas, y Dryas á
Dafnis. Éste, fuera de sí, sin atreverse á decir nada á su padre, y no
pudiendo, con todo, tolerar aquella injuria, salió del huerto, diciendo:
«¡Mal haya el reconocimiento de mi padre! ¡Cuánto más valiera seguir de
pastor! ¡Cuánto más feliz era yo cuando siervo. Entonces veía á Cloe.
Ahora Lampis la roba, se la lleva, y esta noche dormirá á su lado. Y yo
como y bebo y me deleito. En vano juré por Pan, por las Ninfas y por las
cabras!»

Gnatón, que estaba oculto en el templo de Baco, oyó estas lamentaciones
de Dafnis, y juzgando oportuna la ocasión de ganarse su voluntad y de
conseguir que le perdonara, salió de su escondite y dijo á Dafnis que él
era allí el amo y que podía disponer de los criados para cualquier
empresa. Llamando entonces Dafnis á algunos de los que servían á Astilo,
se fué con ellos y con Gnatón á casa de Lampis con tal diligencia y
prontitud, que le sorprendió cuando acababa de llegar con Cloe, y la
sacó por fuerza de entre sus manos, dando de palos á los rústicos que
habían concurrido al robo y queriendo llevar cautivo á Lampis, que logró
fugarse.

Dafnis perdonó á Gnatón, y le concedió su amistad después de tan buen
consejo y auxilio; y libertada ya Cloe, convino con ella en callar aún
lo de la boda, en verse de oculto, y en que Dafnis descubriese sólo su
amor á su madre. Pero Dryas no lo consintió, y halló más conveniente
decírselo todo al padre, confiado en que le persuadiría. Al día
siguiente, pues, se echó en el zurrón las prendas de reconocimiento, y
se fué en busca de Dionisofanes y de Clearista, á quienes halló sentados
en el huerto. Astilo y el propio Dafnis estaban también allí. En
silencio todos, habló Dryas de esta manera: «Igual necesidad que á
Lamón, me manda descubriros un secreto que he guardado hasta ahora. Ni
yo he engendrado á la zagala Cloe, ni he sido el primero en sustentarla.
Otro fué su padre, y yo la encontré en la gruta de las Ninfas,
alimentada por una oveja. Maravillado del hallazgo, tomé conmigo á la
niña y la crié en mi casa. Testimonio de la verdad de lo que digo da su
propia hermosura, en nada semejante á nosotros. Testimonio dan también
estas prendas, más ricas que las que suelen tener los pastores. Vedlas,
y buscad á los padres de la doncella, quien tal vez os parezca un día
digna consorte de Dafnis.»

No sin intención dejó escapar Dryas estas últimas palabras. Dionisofanes
no las oyó en balde tampoco, sino que, dirigiendo la mirada hacia
Dafnis, y advirtiendo que se ponía pálido y que no acertaba á ocultar el
llanto, comprendió que tenía amores con Cloe. Y con la solicitud que
hubiera tenido por su propia hija, y no por una extraña, examinó
atentamente las razones del viejo.

Vió también las prendas, es á saber, las chinelas, la toquilla y las
ajorcas, y luego hizo venir á Cloe á su presencia, y la exhortó á que se
alegrase, pues ya tenía marido, y pronto hallaría también á su padre y á
su madre. Por último, Clearista se llevó consigo á la doncella y la
aderezó y compuso como si fuese mujer de su hijo.

Dionisofanes, apartándose á un lado con Dafnis, le preguntó en confianza
y con sigilo si Cloe conservaba aún la doncellez. Dafnis juró que no
había pasado del beso, del abrazo y de las mutuas promesas, con lo cual
se holgó el padre, y le dijo que se pusieran á comer con él.

Allí se hubiera podido aprender cuánto el adorno realza la hermosura,
porque Cloe, bien vestida, graciosamente peinado y trenzado el cabello,
y recién lavada la cara, parecía más bella que nunca, tanto que el
propio Dafnis apenas la reconocía. Jurara cualquiera, sin ver otras
prendas y señales, que no era Dryas el padre de tan gallarda moza.
Dryas, no obstante, estaba en el festín con Napé, y tenían por
compañeros en el mismo lecho á Lamón y á Mirtale.

Pocos días después se hicieron sacrificios á los dioses y ofrendas por
amor de Cloe, y ella les consagró sus baratijas pastoriles: flauta,
zurrón, pellico y colodras. Vertió, además, vino en la fuente de la
gruta, porque allí encontró amparo; adornó con flores el sepulcro de la
oveja, que le mostró Dryas; volvió aún á tocar la flauta para alegrar el
ganado, y á las propias Ninfas les dió música, pidiéndoles que
parecieran pronto sus padres, y que fueran dignos de la alianza con
Dafnis.

Después que se hartaron de diversiones campesinas, decidieron volver á
la ciudad, á fin de buscar á los padres de Cloe y no retardar más su
boda con Dafnis. Muy de mañana cargaron el equipaje, y dieron á Dryas
tres mil dracmas, y á Lamón la mitad de las mieses y de la vendimia de
aquellos campos, las cabras y los cabreros, cuatro yuntas de bueyes,
buenos pellicos para el invierno, y la libertad de su mujer. Se fueron,
por último, á Mitilene con mucho aparato y pompa de carros y de
caballos.

Como llegaron muy de noche á la ciudad, nadie se enteró de lo ocurrido;
pero al día siguiente se reunió á las puertas de Dionisofanes gran
multitud de hombres y de mujeres: ellos, para felicitarle por haber
hallado á su hijo, sobre todo viéndole tan guapo mozo, y las mujeres,
para holgarse con Clearista de que había logrado á la vez hijo y nuera.
Cloe las sorprendió á todas por su rara hermosura, que les pareció sin
par. En suma, nadie hablaba en la ciudad sino del muchacho y de la
zagala, augurando mil venturas de su enlace. Rogaban también á los
dioses que Cloe hallase padres dignos de su beldad, y hubo no pocas
mujeres ricas que de buena gana hubieran pasado por madres de hija tan
hermosa.

Entre tanto, Dionisofanes, después de mucho cavilar, se quedó
profundamente dormido y tuvo un sueño. Creyó ver á las Ninfas pidiendo á
Amor que se llevase pronto á cabo la boda prometida. Y Amor, aflojando
la cuerda del arco y poniéndosele al hombro junto á la aljaba, ordenó á
Dionisofanes que convidase á un gran banquete á todos los sujetos de más
fuste de la ciudad, y que, al ir á llenar los últimos vasos, mostrase á
los convidados las prendas halladas con Cloe, y mandase cantar el canto
de Himeneo.

Visto y oído este sueño, Dionisofanes madrugó, y dispuso una opípara
comida, donde hubiese cuanto se cría de más delicado y sabroso en tierra
y en mar, en ríos y en lagos. Luego convidó á su mesa á todos los
señores principales.

Ya era de noche, y estaba lleno el vaso con que suele hacerse libación á
Mercurio, cuando entró un criado trayendo las prendas en un azafate de
plata, y dando vuelta á la mesa, se las enseñó á todos. Ninguno las
reconoció; pero un cierto Megacles, que por su ancianidad estaba
reclinado en un extremo, las reconoció apenas las vió, y dijo con voz
alta y firme: «¡Cielos! ¿qué veo? ¿Qué ha sido de tí, hija mía? ¿Vives
aún? ¿Qué pastor guardó, por dicha, estas prendas? Ruégote ¡oh
Dionisofanes! que me digas dónde las hallaste. No envidies, pues tienes
á Dafnis, que yo también la tenga.»

Quiso Dionisofanes que, antes de todo, contase Megacles cómo había
expuesto á la niña, y éste, con el mismo tono de voz, dijo: «Tiempo há
que me veía yo muy pobre, por haber gastado casi todos mis bienes en
juegos públicos y en naves de guerra. Estando en estos apuros, me nació
una hija. Se me hizo muy duro criarla en tanta pobreza, y la expuse con
esas alhajas, calculando que muchas personas, que no tienen hijos
naturales, desean ser padres, adoptando por hijos á los expósitos. La
niña lo fué en la gruta de las Ninfas y confiándola yo á su cuidado.
Desde entonces mis riquezas han aumentado de día en día, sin tener yo
heredero á quien dejarlas, porque no volví á tener otra hija; y como si
los dioses quisieran burlarse de mí, se me aparecían en sueño por la
noche, ofreciéndome que me haría padre una oveja.»

Dionisofanes hizo, al oir tales palabras, mayores exclamaciones aún que
las que Megacles había hecho, y dejando el festín, fué á buscar á Cloe y
la trajo muy adornada y bizarra. Al entregársela á su padre, le dijo:
«Ésta es la niña que expusiste. Por disposición de los dioses, te la ha
criado una oveja, como una cabra á Dafnis. Tómala con las prendas, y al
tomarla, dásela á Dafnis por mujer. Los dos expusimos á nuestros hijos,
y los dos los hallamos ahora. Amor, Pan y las Ninfas nos los han
salvado.»

Megacles convino en todo, y mandó llamar á su mujer, cuyo nombre era
Rodé, teniendo siempre á Cloe entre sus brazos. Megacles y Rodé se
quedaron á dormir allí, porque Dafnis había jurado que nadie, ni su
propio padre, sacaría á Cloe de la casa. Á la mañana siguiente, Cloe y
Dafnis decidieron volverse al campo, porque no podían sufrir la vida de
la ciudad y deseaban hacer bodas pastorales. Regresaron, pues, á la
quinta donde estaba Lamón, é hicieron que Megacles conociese á Dryas, y
Rodé á Napé.

Todo se preparó allí con esplendidez para la fiesta de la boda.

Megacles consagró á su hija Cloe á las Ninfas, y suspendió como ofrenda
en la gruta, á más de otros objetos ricos, las prendas de
reconocimiento. Á Dryas, sobre los tres mil dracmas recibidos, le dió
para completar diez mil.

Viendo Dionisofanes que el tiempo era excelente, mandó aderezar lechos
de verdes hojas en la gruta, donde se reclinaron los rústicos para gozar
de espléndido banquete. Asistieron Lamón y Mirtale, Dryas y Napé, los
parientes de Dorcón, Filetas y sus hijos, Cromis y Lycenia. Ni Lampis
faltó, después de conseguir que le perdonasen. Y como la fiesta era de
rústicos, todo allí fué al uso campesino y labriego. Cantaron unos el
cantar de los segadores; otros hicieron las farsas y burlas que suelen
hacerse cuando la vendimia; Filetas tocó la zampoña; Lampis tocó el
clarinete; Dryas y Lamón bailaron. Dafnis y Cloe no dejaron de besarse.
Las cabras mismas pacían allí cerca, como si tomasen parte en la
función, lo cual no era muy grato á los de la ciudad. Dafnis las llamaba
por sus nombres, les daba verde fronda, las agarraba por los cuernos y
las besaba.

Y esto no fué sólo en aquella ocasión, sino también en lo sucesivo,
porque Dafnis y Cloe hicieron casi de continuo vida pastoril, adorando á
los dioses y profesando especial devoción á Pan, á Amor y á las Ninfas.
Aunque llegaron á ser poseedores de mucho ganado lanar y cabrío, nunca
hubo manjar que les supiese mejor que leche y fruta. Al primer hijo
varón que tuvieron le dieron por nodriza una cabra, y á la criatura
segunda, que fué una niña, la hicieron mamar de una oveja. Al varón le
pusieron por nombre Filopoemén, y á la niña Ageles. Así vivieron largos
y felices años. Y no descuidaron tampoco el adorno de la gruta, sino que
erigieron nuevas imágenes de Ninfas; levantaron un altar á Amor
pastoril; y á Pan, en vez de la copa del pino á cuya sombra estaba, le
edificaron un templo, bajo la advocación de Pan Batallador.

Todo esto, sin embargo, ocurrió mucho más tarde. Por lo pronto, llegada
la noche, cuantos estaban allí llevaron á los novios al tálamo. Unos
tocaban flautas, otros tocaban clarines, y otros iban con antorchas.
Cerca ya de la puerta de la cámara nupcial, la comitiva cantó de
Himeneo, con voz tan áspera y desacorde, que no parecía que cantaban,
sino que arañaban pedruscos con almocafres.

Dafnis y Cloe, á pesar de la música, se acostaron juntos desnudos; allí
se abrazaron y se besaron, sin pegar los ojos en toda la noche, como
lechuzas. Y Dafnis hizo á Cloe lo que le había enseñado Lycenia; y Cloe
conoció por primera vez que, todo lo hecho antes, entre las matas y en
la gruta, no era más que simplicidad ó niñería.

Madrid, 1880.

FIN



NOTAS


I. El título de la obra, en griego, es Λόγγου ποιμενικῶν τῶν κατὰ Δάφνιν
καὶ Χλόην βίβλοι (λόγοι) τέσσαρες, que puede traducirse: _Los cuatro
libros de las pastorales de Longo, ó Dafnis y Cloe_. Á fin de seguir el
gusto y el estilo modernos, hemos invertido y modificado los términos
del título. Ponemos por título principal de esta novela _Dafnis y Cloe_,
y añadimos luego _Las pastorales de Longo_, para indicar el género á que
pertenece la obra y el nombre, verdadero ó supuesto, de quien la
compuso.

De esta novela no conocemos traducción ninguna en castellano.

En otros idiomas, ó conocemos ó hemos visto citadas muchas traducciones.
Las más famosas son: En latín, la de Gothofredo Jungermann, de 1605, y
la de Pedro Moll, de 1860. En francés, la de Santiago Amyot, obispo de
Auxerre, y la de Pablo Luis Courier, que corrige y completa la
traducción del citado obispo. En italiano, la del comendador Aníbal
Caro, la de Manzini y la de Gozzi. En inglés, la de Jorge Thornley,
1657, y la de Jacobo Craggs, 1764. Y en alemán, las de Grillo, Krabinger
y Passow, en 1765, 1803 y 1811.

Tenemos también una traducción sobrado libre de _Dafnis y Cloe_, hecha
en hermosos exámetros latinos, por Lorenzo Gambara, y dedicada al
célebre Antonio Perenott, cardenal Granvela, á la sazón virrey de
Nápoles.

Para hacer esta traducción española hemos seguido el texto griego
completo, publicado por Courier y enmendado por Sinner: Paris, Fermín
Didot, 1829. Hemos tenido á la vista y consultado la traducción en latín
de la edición bipontina y la traducción francesa de Amyot, _revue,
corrigée, completée, de nouveau refaite en grande partie par P. L.
Courier_.

En nuestra traducción de los tres primeros libros, hemos procurado ser
tan fieles al original cuanto es posible en una lengua moderna de
Europa. Nos lisonjeamos de que en punto á fidelidad hemos vencido á
Courier, como podrán ver los inteligentes, si comparan con el original
ambas traducciones.

En el cuarto libro nos hemos atrevido á hacer bastantes alteraciones:
algo parecido á lo que llaman un arreglo. Esto no quita que muchos
párrafos (más de la mitad de dicho libro cuarto), estén también
traducidos por nosotros con la mayor exactitud. Sólo hemos variado unos
lances originados por cierta pasión repugnante para nuestras costumbres,
sustituyéndolos con otros, fundados en más naturales sentimientos.

Fué nuestro primer propósito hacer nuestra traducción en lo que han dado
en llamar _fabla antigua_ esto es, en el castellano del siglo XIV ó del
siglo XV. Para imitar bien el candor y la sencillez del texto, tal vez
hubiera sido esto convenientísimo; pero, en nuestro sentir, requería un
trabajo ímprobo si había de hacerse con conciencia y evitando el peligro
de inventar una _fabla antigua_, que jamás se hubiese hablado. Para
Courier, que ha hecho su traducción en francés arcáico, la empresa no
era tan árdua; tenía por modelo á Amyot, que le guiaba mientras él le
corregía. Por otra parte, yo entiendo que, sin procurar expresamente lo
arcáico, siguiendo bien el texto, buscando las palabras propias y los
giros más adecuados, y huyendo de las frases hechas y con frecuencia
amaneradas del estilo novísimo, resulta un castellano bastante candoroso
y que parece antiguo. El público juzgará si hemos conseguido esto en
nuestra traducción.


II. Dice el proemio: _y habiendo buscado á alguien que me explicase bien
la pintura, compuse estos cuatro libros_. P. L. Courier traduce: _si
cherchai quelq’un qui me les donna á entendre par le menu, et ayant le
tout entendu, en composai ces quatre libres_. Yo empleo quince palabras,
y P. L. Courier veintidos, para decir lo que dice en ocho el
autor griego: καὶ ἀναζητησάμενος ἐξηγητὴν τῆς εἰκόνος, τέτταρας βίβλους
ἐξεπονησάμην. Depende esto, no sólo de la riqueza de formas de la lengua
griega, sobre todo en participios, que hace que se pueda decir más en
menos palabras, sino también de nuestro empeño de no sobreentender nada,
diciéndolo todo. Claro está que, cuando el autor buscó á alguien _qui me
les donna á entendre par le menu_, no se contentó con buscarle, sino que
también le oyó la explicación; pero esto se cae de su peso y no era
menester decirlo. El original no lo dice. P. L. Courier pone, pues, de
su cosecha, _et ayant le tout entendu_. En otras ocasiones añade
también, ó ya porque lo cree necesario para mayor claridad, ó bien
porque halla alguna frase que le parece bonita. Yo he procurado evitar
tales amplificaciones y adornos, y si á veces he incurrido en ellos, no
ha sido con tanta frecuencia como P. L. Courier.

La observación que acabamos de hacer pudiera repetirse con frecuencia.
No lo haremos, por no pecar de prolijos. Nos limitaremos á citar otro
solo ejemplo, tomado también del proemio. Dice el original: τὸν
ἐρασθέντα ἀναμνήσει, τὸν οὐκ ἐρασθέντα προπαιδεύσει. Son siete palabras.
Traduce Courier: _peut remettre en memoire de ses amours celui qui
autrefois aura été amoureux et instruire celui qui ne l’aura encore
point été_. Son veinte y tres palabras. Traduzco yo: _recordará de amor
al que ya amó, y enseñará el amor al que no ha amado nunca_. Son diez y
siete palabras.


III. _Á unos doscientos estadios de Mitilene_, yo traduzco deὅσον ἀπὸ
σταδίων διακοσίων; en latín, _stadia circiter ducenta_. _Estadio_ es
palabra perfectamente castellana en este sentido, y significa la
distancia ó longitud de 125 pasos geométricos. P. L. Courier pone:
_environs huit ou neuf lieues loin de cette ville de Mitylène_. En este
caso confieso que no choca mucho que modernice la unidad de medida para
las largas distancias, pero entiendo que está mejor, ya que la historia
sucede en Grecia y en tiempos antiguos, conservar los usos y costumbres
de entonces. Más claro se comprende esto, y se ven el anacronismo y el
desentono que de semejante exceso de traducción resultan, cuando en el
mismo cuento de Dafnis y Cloe se habla de _dracmas_, dinero, y traduce
Courier _escudos_. Yo prefiero poner _dracmas_, y no traducir _escudos_,
_ducados_, _reales_ ó _pesetas_, que entonces no había. Hay palabras
que no se traducen, sino que pasan íntegras á todos los idiomas cuando
se quiere volver á designar el objeto determinado y singular que
designaban. Así, pues, por muy llano y natural que yo quisiese hacer mi
estilo, jamás, por ejemplo, me atrevería á traducir _peplo_, _clámide_,
_estola_ ó _coturno_, por prendas de vestir parecidas y en uso en
nuestros días.


IV. Los objetos suspendidos como ofrendas en la gruta de las Ninfas
eran γαυλοὶ, καὶ αὐλοὶ πλάγιοι, καὶ σύριγγες, καὶ κάλαμοι. Courier traduce
γαυλοὶ _seilles á traire le lait_; el latín, _mulctræ_. En castellano
creo que bastaría _colodras_, que son vasijas de que se valen los
pastores para ordeñar; pero, como el _Diccionario de la Academia_ supone
que las tales colodras son de madera, y los γαυλοὶ ó _mulctræ_ tal vez
serían de barro, he añadido tarros para que haya de todo. Αὐλοὶ πλάγιοι
ha sido menester traducirlo también con gran libertad. En latín se
llaman _tibiæ obliquæ_, trompetas oblícuas. Dicen que este instrumento
fué inventado por Midas. Á lo que más se parece de los modernos es al
bajón, al fagot y al pífano. Por esto pongo _pífanos_ en mi traducción.


V. _Y les habían hecho aprender las letras_; en griego, καὶ γράμματα
ἐπαίδευον. Courier, por seguir á Amyot, pone _leur faisant apprendre les
lettres_; pero censura esta traducción en una larga nota, suponiendo que
implica un contrasentido, ó, por lo menos, que induce en error. Nosotros
creemos que no hay tal error, y que, en vista del sentido todo, no da
tampoco lugar á anfibología. _Aprender las letras_ no es más que
aprender las letras, y no aprender literatura. Dice Courier que Longo
quiso decir que Dafnis y Cloe aprendieron á leer y á escribir. Yo creo
que no quiso decir sino lo que dijo, que aprendieron las letras, que
aprendieron á deletrear, y que tal vez ni escribían ni leían de corrido.


VI. _Y se esmeraba hasta la noche en tocar la zampoña._ La voz griega
σύριγξ significa un instrumento inventado por Pan y compuesto de varios
cañutos desiguales, unidos entre sí. El P. Baltasar de Vitoria, gran
autoridad en esta materia, dice en su _Teatro de los dioses_, que este
instrumento se llama en castellano _zampoña_ ó _albogue_. Yo pongo
zampoña unas veces, y otras veces flauta, porque el uso ha hecho que se
hable más, aunque menos exactamente, de la flauta de Pan que de la
zampoña de Pan.


VII. _...logró subir el caído._ Desde este punto hasta donde dice: _¿qué
me hizo el beso de Cloe?_, todo falta en la traducción de Amyot. En el
original de la edición bipontina hay un pedazo más, hasta donde dice: _y
yendo con Cloe á la gruta de las Ninfas, le dió á guardar la tuniquilla
y el zurrón_. Había, de todos modos, una gran laguna, que después se ha
llenado, en vista del manuscrito de Florencia, donde el texto está
completo.


VIII. _Quisiera ser su flauta para que infundiese en mí su aliento._ P.
L. Courier traduce: _Ah!, que ne suis-je sa flûte pour toucher ses
lèvres_. Dice el original: εἴθε αὐτοῦ σύριγξ ἐγενόμην, ἵν’ ἐμπνέη μοι.
Claro está que no se habla de los labios, sino del aliento ó soplo.
Supone Courier que esto está tomado de la antigua copla siguiente:

    Εἴθε λύρα καλὴ γενοίμην ἐλεφαντίνη,
    Καί με καλοὶ παῖδες φέροιεν Διονύσιον ἐς χορὸν.
    Εἴθ’ ἄπυρον καλὸν γενοίμην μέγα χρυσίον,
    Καί με καλὴ γυνὴ φοροίη καθαρὸν θεμένη νοόν.

La copla es muy bonita, pero el decir de Cloe puede ser coincidencia, y
no imitación. Es fácil coincidir en lo natural. Una oda de Anacreonte
encierra el mismo pensamiento, diciendo en la traducción de Castillo y
Ayensa, si no me es infiel la memoria:

      Quisiera ser la cinta
    Que pende de tu cuello;
    Quisiera ser la joya
    Adorno de tu pecho;
    Quisiera ser el agua
    Con que lavas tu cuerpo;
    Y fuera la sandalia
    Que ciñe tu pie bello;
    Que por tu planta hollado,
    Viviera yo contento.

De seguro que los rústicos andaluces no leen á Anacreonte, y uno de
ellos compuso, sin duda, aquella graciosa á par que apasionada copla de
seguidillas, que dice:

      ¡Ay, quién fuera la cinta
    De tu zapato!...

Y no ponemos los otros dos versos por demasiado expresivos; pero buenas
ganas se nos pasan de poner los, porque vencen á los de Anacreonte, á
los del otro poeta griego y á la prosa de Longo.


IX. _La piel de un cervatillo, esmaltada de lunares blancos, para que la
llevase en los hombros, cual suelen las bacantes._ En el original hay
estas dos palabras: νεβρίδα βακχικήν, para cuya traducción ha sido
menester emplear todas éstas: _la piel de un cervatillo para que la
llevase en los hombros, cual suelen las bacantes_.


X. _Soy blanco como la leche y rubio como la mies, cuando la siegan._
Añade Courier, entre estos elogios que Dorcón se tributa á sí mismo:
_frais comme la feuillée au printemps_, lo cual no está en el texto.


XI. _...y de sus ojos, que los tenía grandes y dulces como las
becerras._ La comparación, en son de elogio, de los ojos de las
muchachas con los ojos de los bueyes, vacas ó becerras, es muy frecuente
en los autores griegos; hasta hay los epítetos de βοώπης y βοόγληνος,
para designar á quien tiene ojos grandes y hermosos.


XII. _...y tenía pálido el rostro como agostada hierba._ Son las
palabras de Safo: χλωροτέρα πόας ἐμμί.


XIII. _...y el hocico le tapaba la cabeza, como casco de guerrero_: καὶ
τοῦ στόματος τὸ χάσμα σκέπειν τὴν κεφαλήν, ὥσπερ ἀνδρὸς ὁπλίτου κράνος.
Algunos guerreros, y singularmente los abanderados, según se ve en la
Columna Trajana, llevaban el casco, _galea_, cubierto con la piel de la
cabeza de una fiera, que conservaba la forma de cabeza, de suerte que
el rostro del soldado parecía asomar por entre los dientes de la fiera.


XIV. _...llenaba una gran taza de vino y de leche._ De esta mezcla
resultaba una bebida llamada οἰνόγαλα, que se toma aún, según dice
Courier, en Levante y en Calabria.


XV. _Se ponía á cantar de Pan y de Pitis._ Pan fué un dios tan enamorado
como poco dichoso en sus amores. Siringa, Eco, la Luna y otras diosas y
ninfas le desdeñaron. Pitis, por el contrario, le amó, y desdeñó por él
á Bóreas, quien, enojado y celoso, la arrebató en sus alas, y la mató
arrojándola contra las rocas. La Tierra, compadecida, la transformó en
árbol: πίτυς, femenino en griego, _el pino_.


XVI. _...y dice que busca los becerros huídos._ Esta fábula ó conseja,
que, el autor califica de θρυλλούμενα, cosa sabidísima ó divulgada, no
se halla en ningún mitólogo de los que yo conozco. Φάττα, la paloma
torcaz, no es nombre de ninguna ninfa, como lo es el nombre de la otra
paloma, περιστερά. Esta ninfa, Peristera, ayudó á Venus, que competía
con Amor en coger flores. Venus triunfó así de Amor. Éste, enojado,
convirtió en paloma á la ninfa. Venus la puso en su carro triunfal.


XVII. _...hay muchos estrechos de mar que hasta hoy se llaman pasos de
bueyes._ En griego βοοσπόροι, de donde Bósforo.


XVIII. _No soy niño, aunque parezco niño, sino más viejo que Saturno. Yo
soy anterior al tiempo todo._ Este discurso de Filetas es quizá lo más
bello que hay en la obra de Longo, no tanto por lo que dice de Amor,
dicho ya por muchos autores, sino por la graciosa sencillez de estilo
con que la aparición de Amor en el huerto y todo lo demás está contado.
Como en la religión de los griegos no hubo dogmas fijos, cada poeta
contaba los hechos á su manera, resultando de aquí mucha variedad de
fábulas sobre una misma persona divina, sobre todo cuando esta persona
tenían más de alegórico que otras, como sucede con Amor. Empezando por
su mismo origen, hay gran discrepancia. Así es que unos, los más,
hicieron á Amor hijo de Venus y de Marte; otros, como Platón, le dieron
por padres á Poro y á Penia, esto es, al dios de la abundancia y á la
diosa de la pobreza; otros quieren que Amor naciese de Júpiter, y otros,
que naciese antes que todo, no comprendiendo que nadie pudiera nacer sin
Amor y antes de Amor, á no ser el Caos y la Tierra ó el Eter y la Noche.
Claro está que, para éstos, Amor es el fuego, la luz, la actividad, el
prurito, la voluntad primera que crea el ser, la vida y el universo
todo. Después de muchos siglos, Schopenhauer ha venido á parar en la
misma doctrina. Todo cuanto es, según este filósofo, se reduce á
apariciones y formas en que _Der Wille_, la Voluntad ó el Amor, se
revela y hace visible. Las criaturas son _objetivaciones de Amor_. Der
Wille es, pues, el principio real del Universo y el principio ideal ó
metafísico, y la solución del problema cosmológico. Doctrina parecida es
la de Longo cuando hace decir á Amor que es anterior al tiempo todo.
Esta idea del Amor, como fuerza demiúrgica, está expresada en la
Teogonía de Hesiodo, diciendo:

    Ἤτοι μὲν πρώτιστα Χάος γένετ’, αὐτὰρ ἔπειτα
    Γαῖ’ εὐρύστερνος, πάντων ἕδος ἀσφαλὲς αἰεὶ
    Ἀθανάτων οἳ ἔχουσι κάρη νιφόεντος Ὀλύμπου,
    Τάρταρα τ’ ἠερόεντα μυχῷ χθονὸς εὐρυοδείης,
    Ἠδ’ Ἔρος, ὃς κάλλιστος, κ. τ. λ.

Lo cual coincide con la cosmogonía de los fenicios, que se lee en un
fragmento de Sancuniathon, y dice: «Fueron principio de este universo un
aire tenebroso y sutil y el caos confuso y envuelto en obscuridad, á los
cuales, en tiempo infinito y que no se puede determinar, encendió un
soplo de Amor, mezclándolos, y de esta mezcla nació el deseo, fuente de
la creación toda.» Aristófanes, en su comedia _Las Aves_, donde éstas
cantan en coro el origen del mundo, expone doctrina semejante: «Eran
primero el Caos, dice, y la Noche, y el negro Erebo, y el extenso
Tártaro. No había tierra, ni aire, ni cielo. Pero en el seno infinito
del Erebo, la Noche, dotada de alas negras, puso un huevo, del cual,
agitado é incubado por las Horas, brotó el Amor, lleno de deseos.» De
aquí nació todo. Antes de Amor no hubo ni dioses.


    Πρότερον δ’ οὐκ ἦν γένος ἀθανάτων, πρὶν Ἔρως ξυνέμιξεν ἅπαντα.

Esta idea de poner á Amor antes que todo y como creador de todo inspira
hasta á los poetas cristianos. Milton, en vez de Amor, pone sobre el
Caos al Espíritu Santo, á manera de paloma, incubándole y fecundándole.

    _...with mighty wings outspread_
    _Dove-like sat’st brooding on the vast abyss,_
    _and mad’st it pregnant._


XIX. _Tanto puede (Amor) que Júpiter no puede más._ Todo este segundo
discurso de Filetas, dice Courier que está tomado de Platón. Yo entiendo
que de Platón y de muchos otros autores, esto es, que poco ó nada es
nuevo ó era nuevo entonces, salvo el sentir propio del autor, y su
expresión y estilo, lleno de candor y de gracia. Se citan unos versos de
Menandro, en que pone el poder de Amor por cima del de Júpiter. Pero,
¿de qué poeta no podrá citarse sentencia parecida? Ya Homero, en su
himno á Afrodita, dice que todas las divinidades están sujetas á su
imperio, salvo tres, que son Minerva, Diana y Vesta.

Estos encarecimientos del poder de Amor no cesan con los autores
cristianos, confundiéndole tal vez para ello con una de las personas
divinas. Así dice San Bernardo que _Amor triunfa de Dios_; y nuestro
Padre Fonseca pone, entre mil otras alabanzas, que «Amor entróse por
esos cielos, y cogiendo á Dios, no flaco, sino fuerte; no en el trono de
la Cruz, sino en el de su majestad y gloria, luchó con él hasta bajarle
del cielo y hasta quitarle la vida.»

Las victorias de Amor son, pues, extraordinarias y no tienen cuento. Por
eso, los espartanos, creyéndole más belicoso que á Marte, se
encomendaban á él y le hacían sacrificios siempre que tenían que reñir
alguna brava batalla.

Fué creído, además, desde muy antiguo, inspirador de todas las acciones
generosas y de virtud, y se tuvo por cierto, con prefiguración
profética, aunque confusa, de los más altos misterios, que el Dios
supremo le envía á la tierra para que salve á los hombres. Ya Esopo
habla bellamente de esto en su fábula de Júpiter y Amor, dando cuenta de
que «cuando Júpiter crió á los hombres, dióles todas las prendas que los
adornan ahora; pero aún no moraba Amor en las almas de ellos, porque
este dios, que tiene alas tan sublimes, no bajaba nunca del cielo, y
sólo hería con sus flechas á los dioses. Temeroso Júpiter, no obstante,
de que se perdiera la más hermosa de sus criaturas, envió á Amor á la
tierra para que fuese custodio del género humano. Amor obedeció el
mandato de Júpiter, pero no consideró que le estuviese bien morar en
todas las almas y elegir por templo suyo lo mismo las profanas que las
iniciadas y buenas, por lo cual distribuyó el rebaño de las almas
comunes entre los Amores plebeyos, hijos de las Ninfas, y él se fué á
vivir dentro de las almas celestes y divinas, y embriagándolas con
delirio amoroso, produjo infinitos bienes para todos los hombres.»


XX. _El mismo dios Pan... como más avezado que nosotras á los negocios
de la guerra, por haber ya militado en muchas..._ Aún se conserva en
nuestros idiomas modernos el epíteto de _pánico_, dado al terror cuando
es muy grande. Pan auxilió mucho á Júpiter en las guerras que tuvo,
encadenando á Tifeo ó envolviéndole en una red; si bien otros dicen que
le asustó, dando un grito espantoso. En otras guerras ocurridas en este
bajo mundo, auxilió á sus devotos, como, por ejemplo, á los griegos
contra los galos, mandados por Breno.


XXI. _...se puso á contar la fábula de Siringa..._ Esta transformación
de Siringa en flauta, y los amores de Pan, que la originaron, sucedieron
en Arcadia, á orillas del río Ladón, según refiere Ovidio en sus
_Transformaciones_, donde dice que la Ninfa iba huyendo de Pan:

      _Donec arenosi placidum Ladonis ad amnem_
    _Venerat; hic illam, cursum impedientibus undis_
    _Ut se mutarent, liquidas orasse sorores:_
    _Panaque cum prensam sibi jam Siringa putaret,_
    _Corpore pro Nymphæ calamos tenuisse palustres;_
    _Dumque ibi suspirat, motos in arundine ventos_
    _Effecisse sonum tenuem, similemque quærenti,_
      _Arte nova: vocisque deum dulcedine captum,_
      _Hoc mihi colloquium tecum dixisse manebit,_
      _Atque ita disparibus calamis compagine ceræ_
      _Inter se junctis nomen mansisse puellæ._


XXII. _Llegó el invierno, para Dafnis y Cloe más que la guerra crudo._
Sin duda convenía al autor, para su sencillo argumento, que el invierno
fuese muy rigoroso, ó tal vez quiso lucir su retórica pintándole, pues
es evidente que, ni en nuestro siglo, ni en la época de la acción de la
novela, hubo de hacer jamás tanto frío ni de caer tanta nieve en la isla
de Lesbos.


XXIII. _¡Salud!_, _¡oh, hijo mío!_ Χαῖρε, ὦ παῖ, dice el original. He
preferido decir, _¡salud!, ¡oh, hijo mío!_, al modo más natural de
saludar ahora, diciendo _Dios te guarde_, porque este modo parece
anacrónico é impropio de gentiles.


XXIV. _...comieron coronados de hiedra._ Parece que un gentil muchacho,
llamado Cisso, gran bailarín y valido de Baco, bailando un día delante
del dios, para divertir sus ocios, se cayó en un hoyo y se convirtió en
hiedra, planta que fué consagrada á dicho dios, el cual gustaba de
coronarse con ella. También para los poetas se tejían de ella coronas:

    _Pastores hedera crescentem ornate poetam._

dice Virgilio. La hiedra, sobre todo, era para coronar á los poetas
dramáticos, por ser el teatro propio de Baco. Por eso Menandro pide á
los dioses ser siempre coronado de hiedra ática:

    Τὸν Ἀττικὸν αἰεὶ στέφεσθαι κισσόν.

En las bacanales se coronaban asimismo de hiedra los que las celebraban.
Así es que el gobernador que puso Antíoco en Jerusalén, queriendo hacer
gentiles á los judíos, les mandaba que fuesen por las calles coronados
de hiedra cuando se celebraba la fiesta de aquel dios, como se cuenta en
el libro II, capítulo VI, de los Macabeos: _et cum Liberi sacra
celebrarentur, cogebantur heredà coronati Libero circuire_.


XXV...._hallaron narcisos, violetas, corregüelas_ y _otras vernales
primicias_. El texto griego dice ἀναγαλλίς, que hemos traducido por
_corregüela_. Las anagalídeas son un género de la familia de las
primuláceas, en el que se contienen muchas especies como los _murajes_.
Courier traduce _muguet_, que viene á ser en español _lirio de los
valles_; pero tal vez puso _muguet_ sólo porque el vocablo es bonito y
también el objeto que expresa. Quiera significar lo que quiera la tal
flor Anagalis, al tratar de traducirla al castellano, un amigo mío me ha
recordado á una Ninfa Anagalis, de quien nada leí jamás en ningún libro,
ni en Polidorio Virgilio; pero que, según afirma Juan de la Cueva, en su
extraño poema de _Los inventores de las cosas_, fué la que inventó el
juego de pelota. El erudito poeta dice:

      Del juego tan común de la pelota
    Anagalis, muchacha, fué inventora:
    Que se llame Astragalis quieren otros.


XXVI. _...expresando poco á poco el nombre de Itis._ Este Itis fué hijo
de Tereo, rey de Tracia. Progne, mujer de Tereo, mató á su hijo Itis, y
se le dió á comer á su propio padre. Filomena, hermana de Progne y tía
de Itis, fué convertida en ruiseñor; Progne, en golondrina; en gavilán,
Tereo, y en faisán, Itis.


XXVII. _Por el reposo casero y holganza del invierno estaba rijoso y
lucio, y con el beso se emberrenchinaba y con el brazo se alborotaba._
Para descargo de mi conciencia de haber traducido con sobrada energía y
desenvoltura, diré que Dafnis, con el reposo y holganza, ἐνηβήσας, de
ἐνηβάω, _pubesco_, _juveniliter lascivio_: con el beso ὤργα, de ὀργάω,
_succo turgeo_, _venerea cupiditate flagro_; y con el abrazo ἐσκιτάλιζε,
de σκιταλίζω, _salax sum_. Lo mismo digo de otros pasajes, donde siempre
he atenuado el brío y suavizado la crudeza del texto.


XXVIII. _Cromis, sujeto ya de edad madura, quien había traído de la
ciudad á una mujercita_, etc. Debe entenderse que esta mujercita no era
la mujer propia, la esposa de Cromis, sino una cortesana mantenida por
él. Su mismo nombre Lycenia, de Αὔκαινα, _loba_, parece ya indicarlo, y
hasta la circunstancia de venir siempre dicho nombre en diminutivo en el
texto griego. En el teatro de aquel pueblo apenas había comedia en que
no hiciesen papel las cortesanas ó _heteras_, á veces vilipendiadas
cruelmente por los poetas, á veces también ensalzadas de discretas,
amables, generosas y hasta virtuosas. Y esto no ha de extrañarse, porque
las cortesanas de entonces representaban la inteligencia y la cultura de
la parte femenina, y alcanzaban gran poder y valimiento. Algunas se
casaban con los mismos reyes. Targalia de Mileto se casó con un rey de
Tesalia, y Tais con un Ptolomeo. Duró esto hasta muy tarde, hasta época
ya en que estaba muy difundido el Cristianismo. La mujer de Justiniano,
la célebre emperatriz Teodora, había sido una cortesana de las más
disolutas. Fué, además, tan desaforada comedianta, que las cosas que
hacía en público teatro no hay quien se atreva á explicarlas en ningún
idioma moderno, sino que se toman de Procopio y se ponen como nota, en
griego, en las historias que de ello tratan. El mismo Gibbon lo deja sin
traducir. Imitémosle.

No ha de extrañarse, pues, que en la edad clásica y gentílica las
cortesanas tuviesen grande influjo, y fuesen amigas respetadas de los
hombres más eminentes: así Aspasia, de Pericles; Arqueanasa, de Platón;
Herpilis, de Aristóteles, y Glicera, de Menandro. Alcifrón puso en
cartas muchos rasgos brillantes de las cortesanas, y Machón escribió un
poema de los dichos discretos y agudos de estas mujeres.

Una de las más ilustres, por su talento, discreción y afecto á sus
compatriotas, fué Rodopis, alma de la colonia griega de Egipto en tiempo
del rey Amasis. El célebre egiptólogo y novelista Jorge Ebers, en su
novela _La hija de Faraón_, hace de esta Rodopis la principal heroína,
después de la misma hija del rey de Egipto que casó con Cambises, y de
la princesa Atosa, hija de Ciro, mujer de Darío y madre de Jerjes. Claro
está que Lycenia no era una hetera de primer orden, sino modesta y de
pocas campanillas, como un pobre labrador de Lesbos podía costearla.


XXIX. _...habiéndose cerciorado ella de que todo estaba alerta y en su
punto..._ Creo haber traducido del modo más púdico posible el texto,
μαθοῦσα ἐνεργεῖν δυνάμενον καὶ σφριγῶντα, que interpreta así la versión
latina: _ipsa jam edocta eum ad patrandum non solum fortem esse, verum
etiam libidine turgere_...


XXX. _...Luego sacó del zurrón pan de higos..._ Para que no se entienda
que este _pan de higos_ está inventado por mí por la afición que yo
tengo á las cosas andaluzas, diré que παλάθη no significa más que pan de
higos; _massa caricana_, dice la versión latina, esto es, masa hecha
con el higo de Caria, que se llamaba _carica_. P. L. Courier traduce, no
sé por qué, _raisin sec_. De seguro que no había comido él, como yo, el
delicioso pan de higos que se hace en Málaga.


XXXI. Los mitólogos varían mucho al referir esta historia de Eco.
Fíngenla los más hija del Aire y de la Tierra. Juno dicen que la castigó
obligándola á repetir las últimas sílabas de las palabras que oyese.
Otros, que desdeñada de Narciso, á quien amaba, se convirtió en peñasco.
Ovidio, en las _Transformaciones_, cuenta que su mal pagado amor la secó
de suerte y la consumió hasta tal punto, que se quedó en los huesos y en
la voz:

      _Vox manet: ossa fuerunt lapide traxisse figuram_
    _Inde latet sylvis nulloque in monte videtur,_
    _Omnibus auditur: sonus est qui vivit in illa._

La fábula de Longo es, pues, diversa, y su principal gracia consiste en
un equívoco intraducible; porque μέλος, en griego, significa _miembro_,
y también _verso_, _medida_, de donde la palabra _melodía_. Así es que
los pastores esparcieron por toda la tierra τὰ μέλη, las canciones, las
melodías de la Ninfa, lo cual está traducido en latín _cantabunda
membra_, y por Courier, á quien en esto seguimos, _sus miembros_,
_llenos de harmonía_.


XXXII. _Esta manzana ¡oh, vírgen! es creación de las Horas divinas._ El
texto dice Ὦ παρθένε, τοῦτο τὸ μῆλον ἔφυσαν Ὧραι καλαί: el latín, _Mea
virgo, hoc pomum quod vides, anni ætates pulchræ pepererunt_. _Cette
pomme Chloe, ma mie, les beaux jours, d’été l’ont fait naître_, traduce
Courier. Yo he preferido dejar á las Horas, á las diosas, hijas de
Júpiter y de Temis, que dirigen y gobiernan las estaciones y cuidan del
carro del Sol, como creadoras de la manzana. No lo disputo, aunque creo
que esto es más poético que decir llanamente que con el verano se crió
la manzana; pero entiendo que soy más fiel traductor. Tal vez se dirá
que no es gran encarecimiento de alabanza el decir que una manzana es
creación de las Horas. Lo mismo crean las Horas las manzanas gruesas y
hermosas que las feas y ruines. Esto es verdad, considerado
pedestremente; pero cuando esto de que la manzana es creación de las
Horas se dice con entusiasmo, vale tanto como decir que las Horas
pusieron en crearla singular esmero. Semejante censura he oído hacer,
por ejemplo, de aquellos versos de Zorrilla en elogio de Granada.

      Salve ¡oh, ciudad! en donde el alba nace,
    Y donde el sol poniente se reclina;
    Donde la niebla en perlas se deshace,
    Y las perlas en plata cristalina.

En todas las ciudades nace el alba, se pone el sol, se deshace la niebla
y corre el agua: no cabe duda; pero Zorrilla da á entender que en
Granada ocurre todo ello de una manera eminente, ejemplar y soberana,
como si la aurora no quisiera nacer sino para alumbrar á Granada, y el
sol no quisiera reclinarse más que en el seno ó á la espalda de sus
montes.


XXXII. _Semele, pariendo; Ariadna, dormida_, etc. Aquí pone el autor en
breves palabras los principales casos de la vida de Baco. _Semele
pariendo_, no es la común opinión, pues refieren los más, de cuantos han
tratado este asunto, que Semele, hija de Cadmo, que tenía amores con
Júpiter, deseó ver al Dios en toda su gloria, y al verle, ardió en el
resplandor que de sí lanzaba. Ya muerta, sacó Júpiter á la criatura que
tenía ella en su seno, y acabó de criarla, hasta que se cumplieron los
nueve meses, guardándosela en un muslo. Cuentan otros, no obstante, que
Semele dió á luz á Baco naturalmente y á su tiempo, y á éstos sigue
Longo. Repetimos, con todo, que la general opinión es la del doble
nacimiento de Baco. Luciano le ha celebrado en un diálogo burlesco, y el
dios ha llevado nombres que recuerdan este nacimiento doble. Así se ha
llamado _bimatre dithyrambo_, de παρὰ τὸ δύο θύρας βῆναι, salir por dos
puertas, y Eirafiote, cosido en el muslo.

Por lo demás, Baco y su historia tienen grandes variaciones, por ser
este dios uno de los más simbólicos y misteriosos que en Grecia se
adoraron, y por representar á la vez no pocas cosas. Por una parte,
proviene este dios del naturalismo: es la fuerza vegetativa de las
plantas. De aquí que tantas le estén consagradas, como la hiedra, la
higuera y la vid, y que le llamen γενεσιουργὸς τῶν καρπῶν, engendrador
de los frutos, y que sea también padre de Príapo.

Representa, además, á un héroe conquistador y civilizador del mundo, y
su leyenda, bajo este aspecto, toma mucho de la de Osiris egipcio, y de
la de Melkarh ó Hércules tirio. Como Hércules, Baco erigió sus columnas
en el extremo de las tierras y mares hasta donde llevó su expedición
triunfadora.

Representa, por último, Baco la fuerza y virtud del licor fermentado,
que inspira á los hombres una especie de delirio, que se tenía á veces
por sagrado. En este sentido, Baco trae su origen de Soma, dios de los
Vedas, dios-bebida, dios-libación, dios que se consume en la llama del
sacrificio; hijo de Indra, como Baco es hijo de Júpiter. En este
sentido, Baco recibió muchos títulos ó sobrenombres entre los griegos y
latinos. Llamóse _Musagetes_, conductor de las Musas; _Pirigenio_,
nacido del fuego; _Melpómeno_, celebrado en himnos; _Leneo_, de ληνός,
lagar; _Líber_, por la libertad que el vino engendra, y _Taurokeros_ ó
_Tauromorfos_, porque tomaba cuernos y forma de toro, á causa del furor,
osadía y violencia que adquiere quien se embriaga. De aquí que Horacio
dijese á Baco:

    _Tu spem reducis mentibus anxiis_
    _Viresque et addis cornua pauperi._

Dice Longo, _encadenado Licurgo_. Era éste un rey de Tracia que se opuso
al culto de Baco, por lo cual sufrió un gran castigo del dios.

_Despedazado Penteo._ Esta aventura es de las más famosas de la historia
de Baco, por haber dado asunto á un drama de Esquilo, ya perdido, que
llevaba por título _Penteo_, y á la tragedia de Eurípides, que se
conserva y se titula _Las Bacantes_. Parece que el culto de Baco, con
sus frenéticas orgías, vino á Grecia desde Tracia y Macedonia, y halló
en Grecia al principio grande oposición. Penteo en Tebas se opuso á este
culto, y fué despedazado por las bacantes furiosas, entre las cuales se
hallaba Agave, su madre.

_Ariadna dormida._ Prescindimos, por no ser prolijos, del valor y
significado alegórico é histórico que puedan tener los amores de
Ariadna, hija de Minos, con Baco. La general opinión, esto es, la fábula
más conocida, junta en una las dos historias de los amores de Ariadna
con Baco y con Teseo. Abandonada por este príncipe en la isla de Naxos,
después que le ayudó á vencer al Minotauro y á salir del laberinto, Baco
se le aparece enamorado, y se la lleva en triunfo. Los hermosísimos
versos de Catulo, en el epitalamio de Tetis y Peleo, describen
admirablemente, así el furor de Ariadna abandonada, como su triunfo
inmediato, y la pompa báquica en toda su extraña locura:

      _At pater ex alia florens volitabat Iachus,
    Cum thiaso Satyrorum et Nysigenis Silenis,
    Te quærens, Ariadna, tuoque incensus amore;
    Qui tum alacres passim lymphata mente furebant
    Evoe, bachantes, evoe, capita inflectentes.
    Horum pars tecta quatiebant cuspide thyrsos,
    Pars e divolso raptabant membra fuvenco:
    Pars sesse tortis serpentibus incingebant;
    Pars obscura cavis celebrabant orgia cistis
    Orgia quæ frustra cupiunt audire profani;
    Plangebant alia proceris tympana palmis.
    Aut tereti tenues tinnitus ære ciebant;
    Multi raucisonos efflabant cornua bombos,
    Barbaraque horribili stridebat tibia cantu._

Como se ve, el asunto del triunfo de Ariadna, de las bacanales y de la
historia del hijo de Semele, rodeado siempre de bacantes, sátiros y
silenos, se prestaba mucho á la pintura, y desde los tiempos más
antiguos se han empleado en este asunto los pintores.

Pedimos perdón á los eruditos de habernos extendido demasiado en esta
nota, pero ya se harán cargo de que escribimos también para el vulgo, el
cual tal vez ignora lo que ellos tienen olvidado de puro sabido. Para no
prolongar más la nota omitimos mucho que, con ocasión de Baco, se
pudiera decir sobre el origen de la tragedia, que nació en sus fiestas,
y sobre otras cosas, curiosas para quien no las sabe, y tal vez cansadas
para los doctos, que las saben más fundamentalmente que yo.


XXXIV. _Á este mensajero, que se llamaba Eudromo, porque su oficio era
correr._ Es evidente que en lo antiguo los nombres y los apellidos
debieron de ser apodos, que denotasen oficio, condición, virtud, defecto
ó calidad de la persona á quien se daban. Y esto en todos los países é
idiomas. Lo que ocurría primero en la realidad de la vida se conservó
después en Grecia y Roma, en las ficciones poéticas, sobre todo en
comedias y cuentos, donde aparecen personajes imaginarios, y no
históricos. El nombre de cada uno de estos personajes designa ya su
carácter, empleo ó menester. Así, por ejemplo, en las comedias de
Terencio se pone al principio lo que llaman _ratio nominum_, ó sea una
explicación de por qué los personajes se llaman como se llaman. Allí
vemos que una nodriza se llama Canthara, del cantarillo ó vaso de la
leche; un soldado fanfarrón, Thraso, de θράσος, audacia; un joven
alegre, Fedro, de φαιδρός, alegre; una meretriz desenvuelta, Bacchis;
un criado, Parmeno, porque está ó permanece cerca de su amo, etc.
Eudromo, pues, el buen corredor, se llamaba así porque corría.


XXXV. _...Sin duda mandará ahorcar de un pino á este viejo sin ventura,
como ahorcaron á Marsyas._ Marsyas no fué sólo ahorcado, sino también
desollado, como dice Ovidio en los Fastos.

    _Provocat et Phœbum, Phœbo superante, pependit;_
    _Cæssa recesserunt a cute membra sua._

Se cuenta de este Marsyas que fué un sátiro de grandísimo ingenio, que
inventó muchas cosas, pero que se puso tan soberbio, que quiso competir
con el propio Apolo en la música, de lo cual salió tan mal parado como
queda dicho. Las Ninfas, de quien Marsyas era muy estimado, le lloraron
y le convirtieron en río, cuyas aguas riegan la Frigia. Esto sucedió
cerca de la ciudad de Celenas, por donde corre el río Marsyas. Así es
que Xenofonte, cuando pasó por allí con los diez mil, acompañando al
joven Ciro, dice que «se contaba que allí desolló Apolo á Marsyas cuando
le venció en la contienda que con él tuvo sobre la música, y que colgó
el cuero de él en una cueva de donde nacen las fuentes.» Xenofonte no
dice con todo que Marsyas se convirtió en río, sino que por eso, por
dicho lance, se llamó el río Marsyas.


XXXVI. _...en compañía de su parásito, Gnatón._ Gnatón viene de γνάθος,
boca, quijada. Tal vez salga de este vocablo griego la palabra española
_gaznate_. De todos modos, γνάθων es sinónimo de parásito, y muchos
personajes de comedias, que representan dicho carácter, llevan por
nombre Gnatón. Hasta hay cortesanas ó etéreas que, sin duda, por muy
golosas y comilonas, se llaman Gnatenas. El parásito del _Eunuco_ de
Terencio se llama Gnatón. Alcifrón, en sus famosas cartas, describe
muchos parásitos, y en el teatro griego apenas había comedia en que no
figurase uno, respondiendo á nuestros lacayos graciosos de las comedias
de capa y espada, si bien los parásitos eran más despreciables y ruines.


XXXVII. _Ni Apolo, cuando estuvo de pastor al servicio de Laomedonte..._
Aquí el autor se distrajo tal vez, y supuso que Apolo guardó los bueyes
de Laomedonte, por más que la general creencia era la de que guardó el
ganado de Admeto, rey de Tesalia, cuando andaba oculto por las riberas
del río Anfriso huyendo de las iras de Júpiter por haber muerto á los
cíclopes. Hizo Apolo estas muertes porque los cíclopes forjaron á
Júpiter el rayo con que el rey de los dioses mató á Esculapio, que era
hijo de Apolo. Apolo estuvo también con Neptuno al servicio de
Laomedonte, mas fué para levantar los muros de Troya.


XXXVIII. _...y estimaba á tu cocinero más digno de admiración y de
afecto que á todas las muchachas de Mitilene._ Esto tiene tal vez en el
original cierto sentido que, en virtud del _arreglo_ hecho por mí en el
libro IV, debe desaparecer en la traducción. El sentido que se da á la
frase en la traducción está perfectamente conforme con el carácter del
parásito glotón y aficionado á los buenos bocados. Para la gente de esta
clase, según los poetas cómicos y satíricos de la edad clásica, los
cocineros, siendo buenos, eran como dioses, y la cocina era un templo.
Las causas de su amistad y de su amor estaban en la cocina. Á este
propósito escribió un poeta del Renacimiento el siguiente epigrama:

    _Vita Cœnipetas, vagos Gnathones,_
    _Nec blandos licet æstimes amicos:_
    _Illis, dum calet olla, amor calebit;_
    _Frigebunt cito, si culina friget._
    _Non te, sed tempidum colunt cæminum:_
    _Illis fumus ubi est, ibi est amicus._

Lo cual imitó de esta suerte Francisco de la Torre:

    Á los que representan vida buena
    En el teatro de una y otra cena
    Lisonjeros buscones, y testigos
    De la mesa, no estimes por amigos;
    Porque en éstos (Dios de ellos nos preserve)
    Mientras hierve la olla el amor hierve.
    Y tienen con hastío,
    Si helada la cocina, el pecho frío.
    Lo que aman no eres tú, aunque amigo seas,
    Sólo aman las calientes chimeneas,
    Y para éstos, en fin, con ardor sumo,
    Allí el amigo está donde está el humo.

En las cartas de Alcifrón están pintadas las costumbres de los parásitos
y sus percances y disgustos: uno va á buscar cortesanas para el señor
que le convida; otro es apaleado casi de diario; otro está á punto de
morir de indigestión; otro se desespera porque no halla quien le
convide; otro se introduce en la cocina y roba de los mejores platos
para regalarse. Había también parásitos muy divertidos, decidores y
discretos, cuyos chistes hacían reir y entretenían á los señores con
quienes comían. En tiempo de Menandro había dos parásitos famosísimos
por sus chuscadas y por su elocuencia, y se llamaban Euclides y
Filoxeno. El respeto, la admiración y el amor que los parásitos
profesaban á los buenos cocineros, están consignados en muchos
fragmentos que de la comedia griega se conservan aún. Sobre todo esto
pueden verse pormenores curiosos en el ameno y erudito libro de
Guillermo Guizot, titulado _Menandro ó la comedia y la sociedad
griegas_. Baste decir aquí que el arte de la cocina y la gastronomía
eran considerados punto menos que santos. Había tratados de gastronomía
que se estimaban mucho, y se cita el de Archestrato como uno de los más
famosos.


XXXIX. _Vaquero fué Anquises_, etc. Esta parte del discurso de Gnatón
está de otro modo en el original. El parásito, en el original, quiere
justificarse de otras cosas con el ejemplo de los dioses.


XL. _...se desembarazó de la capa_ ῥίψας θοιμάτιον, dice el original;
_abiecto pallio_, la traducción latina. La mejor traducción de esto en
castellano es _capa_, si bien el _pallium_ era más bien una manta ó una
pieza cuadrada de tela de lana que los griegos se ponían sobre la
túnica, como los romanos se ponían la toga. El ἱμάτιον, sujeto por lo
común al cuello por un broche, _fibula_, πόρπη, tomaba diversos nombres,
según el modo de llevarle puesto.


XLI. _No me aborrezcas por haberte expuesto. Muy á despecho mío lo
hice._ Las razones meramente económicas que tuvieron los padres de
Dafnis y de Cloe para exponerlos á muerte segura y horrible, pues sólo
se salvan por milagro de Amor y las Ninfas, y la frescura y poca
vergüenza con que confiesan su infanticidio, pues lo era, aunque
frustrado, no pueden menos de sublevar los más humanos y nobles
sentimientos de nuestra edad; mas, por desgracia, esta dureza
antinatural de padres y madres no fué sólo entre paganos, ni está sólo
consignada en historias fabulosas ó verdaderas de entonces. Las
historias de épocas muy cristianas están llenas de casos parecidos y aun
peores; verdad es que no era la economía, sino un infame pundonor, quien
á tales horrores excitaba. Así vemos, por ejemplo, que Amadis fué
arrojado al río por orden ó consentimiento de su madre Elisena, y en _El
Prevenido engañado_, de Doña María de Zayas, una dama va á parir á un
corral y deja allí abandonada á la criatura para que se la coman los
cerdos. En el día, estos motivos de falsa honra no han cesado; pero los
de economía vuelven á tener ó tienen mayor fuerza que nunca, si bien el
infanticidio se suele hacer con anticipación tal, que apenas lo parece.
Se asegura que hay países muy cultos donde estipulan los que se casan
cuántos hijos han de tener. Ignoramos si tan perversa costumbre se va ya
introduciendo en España. Contra ella es freno la religión. No me atrevo
á decir que lo es también toda moral filosófica, cuando vemos que uno
de los filósofos ó pensadores que más en moda han estado, y más han
movido los espíritus de los hombres de un siglo á esta parte, J. J.
Rousseau, echaba á sus hijos á la inclusa y lo confesaba cínicamente.


XLII. _...Al varón le pusieron por nombre Filopoemen y á la niña
Ageles._ Filopoemen vale tanto como _amigo de los pastores_ ó _de la
vida pastoril_, de φίλος, _amigo_, y ποιμήν, pastor. Ageles significa
_rebaño_, _manada_, ἀγέλη.


XLIII. _Las pastorales de Longo_ han sido anotadas y comentadas por
muchos y muy sabios críticos, como Sinner, Courier, Villoison,
Mitscherlich, Coray, Huet, Moll y Schaefer. De muy poco de estas notas
nos hemos valido, por ser más propias de los que publican el texto
original. Las nuestras son casi todas para la mejor inteligencia de la
traducción, y van sólo dirigidas en su mayor parte, como ya hemos dicho
en otro lugar, al vulgo de los lectores no eruditos.

Y ya que hemos hablado de los anotadores y comentadores de Longo, bueno
será decir algo de los críticos que le han juzgado, poniendo aquí, para
terminar estas notas, varias muestras de sus juicios.

Huet (_De l’origine des romans_) dice: «Su estilo es sencillo, fácil y
conciso, sin obscuridad; sus expresiones están llenas de viveza y de
fuego; produce con ingenio, pinta con agrado y dispone sus imágenes con
destreza.» Mureto le llama «escritor suavísimo y dulcísimo.» Scalígero,
«autor amenísimo, y tanto mejor cuanto más sencillo.» Villoison dice:
«El habla de Longo es pura, cándida, suave, concisa y encerrada en
breves períodos, y sin embargo, numerosa, sin ninguna aspereza, pues
fluye más dulce que miel, ó como arroyo argentino, á quien frondosa y
verde selva da sombra y frescura, y donde se ven mucha copia y variedad
de flores; de suerte que no hay allí palabra, ni sentencia, ni frase que
no deleite.»

Dunlop (en su _History of fiction_) discurre por extenso sobre nuestra
novela. Extractaremos algo de su juicio. «Longo, dice, ha evitado muchas
de las faltas en que sus modernos imitadores han caído, causando á este
género de composición (el pastoril) no corto descrédito. Sus personajes
nunca expresan conceptos de afectada galantería, ni se enredan en
razonamientos abstractos, ni él ha sobrecargado su novela con aquellos
frecuentes y largos episodios que en la _Diana_ de Jorge de Montemayor y
en la _Astrea_ de D’Urfé fatigan la atención y nos causan indiferencia
respecto á la acción principal. Ni nos pinta tampoco aquel estado
quimérico de la sociedad, llamado siglo de oro, donde los rasgos
característicos de la vida rural están borrados, sino que procura
agradarnos por una imitación legítima de la naturaleza y con la
descripción de las costumbres, faenas, deleites y fiestas de los
campesinos... Esta _pastoral_ está en general muy bellamente escrita. El
estilo, aunque ha sido censurado por la reiteración de las mismas
formas, y por mostrar en algunos pasajes al sofista que emplea juego de
palabras y afectadas antítesis, debe considerarse como el dechado más
puro de la lengua griega en aquel último período. Las descripciones de
las escenas y ocupaciones campestres son por extremo agradables, y, si
es lícito usar la expresión, hay en ellas cierta amenidad y calma, que
sobre toda la novela se difunden. Ésta, á la verdad, es la principal
excelencia en una obra de esta clase, pues no nos encanta el pastoreo,
sino la paz y el reposo de los campos.»

No es todo elogio lo que pone Dunlop. Censura la monotonía de los amores
y coloquios, y condena, sobre todo, la inmoralidad y licencia de varios
pasajes.

Sobre el influjo que ha tenido ó puede haber tenido esta novela en obras
de la moderna Europa, Dunlop deja en duda si Tasso se inspiró algo en
ella para el _Aminta_; pues si bien no se publicó edición alguna de
Longo en griego, hasta 1598, cuando ya Tasso había muerto, Tasso pudo
leer la traducción francesa de Amyot de 1559 y la paráfrasis latina en
verso de su compatriota Gambara, publicada en 1569. Dice, por último,
Dunlop, que ni Montemayor en la _Diana_, ni D’Urfé en la _Astrea_
imitaron á Longo. Sí le han imitado Ramsay en el _Gentle Shepherd_,
Marmontel en _Annette et Lubin_, y más felizmente que todos, el alemán
Gessner en sus idilios.

Villemain dice: «No se puede negar que _Dafnis y Cloe_ ha servido de
modelo á _Pablo y Virginia_. Á pesar de los cambios de costumbres,
creencias y clima, la imitación es sensible en el lenguaje de los dos
amantes; las mismas candideces apasionadas salen de la boca de Dafnis y
de la de Pablo; pero la superioridad del autor francés, ó más bien de
los sentimientos que le inspiran, se muestra por doquiera, y hace de su
obra una de las más encantadoras producciones de los tiempos modernos.
Esta superioridad no consiste sólo en una dicción más sencilla, en un
gusto más conforme con lo natural y verdadero, sino que estriba, sobre
todo, en la pureza moral y en la especie de pudor cristiano que reinan
en _Pablo y Virginia_. El cuadro de Longo es voluptuoso; el del autor
francés es casto y apasionado.»

Chauvin (en _Les romanciers grecs et Latins_) dice: «_Dafnis y Cloe_ es
una pastoral encantadora, y ocupa, con la obra de Heliodoro, el primer
lugar entre las novelas griegas. La intriga es seguida, interesante y de
una sencillez del todo campesina... Es un cuadro lleno de gracia y de
frescura, variado por cuentos mitológicos dichosamente elegidos y bien
ligados con el asunto. El carácter, el lenguaje y las costumbres de los
pastores son siempre lo que deben ser, y el autor ha sabido evitar los
dos escollos ordinarios de las novelas pastorales: la grosería y la
cortesanía afectada. El estilo no es menos notable que el fondo; es casi
siempre de una elegancia que raya en coquetería y revela el trabajo del
autor. Su frase tiene cierta concisión ingeniosa, dispuesta con la más
hábil simetría y construída con tal delicadeza de gusto, que hasta de la
eufonía se preocupa. El autor no aventura sin intención ni una palabra,
y descuella en el empleo de las más propias para que el pensamiento sea
claro y fácil de comprender. Como se afana por parecer natural y emplea
tanto arte para ser cándido y sencillo, exagera estas cualidades y
descubre el trabajo que le cuesta tenerlas. Es lástima que el mérito de
esta linda novela esté afeado por la mancha que es común á todas las
novelas griegas: la obscenidad de ciertos pormenores y de las pinturas
voluptuosas, que el amor del arte no puede justificar.»

Más severo Chassang con _Dafnis y Cloe_, conviene, no obstante, en que
esta novela es la mejor de todas las antiguas, aunque después añade: «Su
mérito no es la moralidad. Comparémosla con la imitación que ha hecho de
ella Bernardino de Saint-Pierre en _Pablo y Virginia_, y veremos lo que
una imaginación casta y pura ha hecho de un cuadro en el que lo
voluptuoso rayaba en indecente. La fábula de _Dafnis y Cloe_ es de gran
sencillez, y ésta es calidad que se aprecia, sobre todo al considerar
los mil incidentes groseramente dramáticos que se amontonan en otras
novelas griegas. Aquí el espíritu se reposa en más tranquilas imágenes.
¿Por qué ha de haber aquí también raptos y piraterías? ¿Por qué la
naturaleza toda se ha de desencadenar á causa del rapto de Cloe, y por
qué ha de mezclarse con la narración de las aventuras de los amantes la
de una guerra entre dos ciudades? En cuanto al estilo, de todo tiene
menos de sencillo. Tiempo ha que el candor de la traducción de Amyot ha
dejado de alucinarnos sobre la afectación del original.» En este punto
el excesivo amor propio nacional creemos que engaña á Chassang,
encontrando sencillez y candor en francés, y no encontrándolos en
griego. Por último, añade: «El autor (Longo) era un ingenio elegante,
distinguido y dotado de un vivo sentimiento de la naturaleza; pero su
obra tiene los caracteres de una época de decadencia.»

Humboldt, en el _Cosmos_, al hablar del sentimiento de la naturaleza, y
de su expresión entre las diversas razas humanas, vista la rapidez con
que tiene que tratar este asunto, es grande la distinción que hace de la
obra de Longo, de la que dice (edición de Stuttgart, 1847, II Band., p.
14): «En el posterior tiempo bizantino, desde el fin del siglo IV, vemos
con más frecuencia pinturas de paisajes en las novelas de los prosistas
griegos. Por estas pinturas se distingue la novela pastoral de Longo, en
la cual, no obstante, las suaves descripciones de la vida humana son muy
superiores á la expresión del sentimiento de la naturaleza.»

FIN DE LAS NOTAS

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LEYENDAS DEL ANTIGUO ORIENTE



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LEYENDAS DEL ANTIGUO ORIENTE


El recuerdo de la gran civilización greco-romana, ya gentílica, ya
transfigurada más tarde por el Cristianismo, no dejó de columbrarse
hasta en los siglos más tenebrosos de la Edad Media. Los pueblos de
Europa siguieron avanzando á la luz de aquel recuerdo, y pronto
volvieron al verdadero camino de la civilización, del cual no cabe duda
que se habían apartado. Y no es esto negar la marcha constantemente
progresiva del humano linaje. Un caminante se pierde por la noche en una
intrincada y obscura selva: atraviesa espesos matorrales, breñas
confusas y medrosos precipicios; tal vez rodea mucho; tal vez gasta más
tiempo y se fatiga más de lo que debiera; pero vuelve al cabo á hallarse
en el buen sendero, más adelante del punto en que se perdió, y más cerca
del término á que aspira. No de otra suerte comprendemos el retroceso
aparente de la civilización del mundo, en ciertos períodos históricos.

Importa, además, tener presente, que cuanto por la intensidad se
menoscaba, suele compensarse en difusión. Más alumbra acaso una lámpara,
suspendida en la bóveda de un pequeño santuario, que la luna esparciendo
sus rayos por el espacio profundo de los cielos. Y, sin embargo, el
fulgor de la luna es infinitamente mayor que el de la lámpara. Lo mismo
ha podido afirmarse de la civilización, cuando se ha encerrado dentro de
los límites de un solo pueblo, ó tal vez ha iluminado sólo á una casta
de hombres superiores, ó por naturaleza ó por institución religiosa,
civil ó política. La suma del saber extendida por el mundo todo en el
siglo X de la Era cristiana, por ejemplo, era mayor sin duda que la suma
del saber que había en el mundo en el siglo IV antes de dicha Era. En
balde se buscará, no obstante, en todas las regiones y entre todas las
razas de hombres, en el siglo X, un florecimiento artístico, poético y
filosófico, como el que hubo en el siglo IV antes de la venida de
Cristo, en una pequeña comarca de Europa, cuyo centro fué Atenas.

La memoria, aunque vaga, de aquel florecimiento, los restos de aquella
antigua civilización sirvieron de guía, estímulo y mira á las naciones
de Europa, las cuales, pensando sólo en hacer que aquella ya muerta
civilización, renaciese, aspirando sólo á retroceder hasta allí para
encontrar su ideal, lograron en la época del Renacimiento, no ya un
mero renacimiento, sino una civilización mayor, más comprensiva y más
varia, en la cual no era todo la antigua civilización clásica, sino era
un elemento, una parte, uno de los muchos factores. Fué como planta
marchita, que se había cortado hasta el haz de la tierra, pero cuyas
raíces vivían. Cuando á fuerza de esmerado cultivo, retoñó, reverdeció,
y volviendo á florecer, dió abundantes frutos, hubo de notarse con
agradable sorpresa que los frutos eran otros, ricos y extraños, mejores
de los que se esperaban, porque en la raíz de la planta antigua se
habían introducido insensible y misteriosamente, como otros tantos
injertos fecundos, mil peregrinas ideas, nociones y pensamientos. El
poeta, que pensó imitar á Homero ó á Virgilio, puso en su obra algo
nuevo y superior, y fué Dante ó Tasso; el filósofo, que pensó comentar á
Platón ó Aristóteles, creó en su comentario una nueva filosofía que
aquéllos jamás soñaron; los humildes glosadores de las leyes romanas
abrieron inspirada y divinamente ancho é inexplorado campo y jamás hasta
entonces vislumbrados y claros horizontes, por donde alcanzaron á
entrever un concepto más puro y sublime de la justicia en la sociedad y
en los indivíduos; y los estudiosos admiradores de Plinio, Dioscórides,
Hipócrates y Galeno, buscando inspiración á fin de anotarlos y de
aclararlos, descubrieron en el oculto seno de la naturaleza más hondas
verdades que cuantas sus maestros habían llegado jamás á conocer y á
divulgar entre los hombres.

En nuestro sentir, lejos de ser el Renacimiento, con la adoración que no
pudo menos de suscitar en favor de los antiguos, y con el prurito
constante de imitarlos, un estorbo para que lo original y lo propio
apareciesen, una distracción hacia lo pasado que nos embelesaba y
retenía sin ir á la conquista del porvenir, fué un incentivo poderoso,
un estímulo ardiente, quizá una saludable alucinación por donde,
imaginando volver atrás en pos del remedio, nos lanzamos con brío hacia
adelante, en busca de lo desconocido.

Posteriormente, cuando los pueblos de la moderna Europa contemplaron el
camino andado y tuvieron plena conciencia de la superioridad de su
civilización, el respeto á los antiguos se convirtió en orgulloso
menosprecio y en desdén injusto, el cual, empezando por las ciencias, y
en este punto llegando á su colmo en el siglo XVIII, vino á extenderse
también á principios de nuestro siglo por los dominios del arte y de la
poesía.

Por dicha, en época posterior y algo reciente, mitigada la pasión del
engreimiento, pero sin que reviva por eso la ciega admiración anterior,
hemos venido á un término justo y razonable de estimación á la antigua
cultura clásica, la cual fué nuestro norte; y hemos evaluado y tasado
en lo debido su importancia, su influjo y su cooperación eficaz en los
desenvolvimientos ulteriores del espíritu humano.

Predispuestos así los ánimos en nuestros días, hemos anhelado como nunca
descubrir y saber las cosas todas, y hemos manifestado una equitativa y
serena imparcialidad para juzgarlas. Desde el renacimiento clásico hasta
ahora, el espíritu de los pueblos europeos ha encumbrado su vuelo á tal
altura, que mientras otea entre nieblas no poco de su confuso porvenir,
va penetrando en los abismos de lo pasado, y ensanchando por ambos
extremos el imperio vastísimo de la historia. Y no podía ser de otra
suerte, porque no podía reducirse nuestro conocer á una porción de
tiempo mezquina, después de haberse dilatado por el espacio sin término.
El hombre de ahora, que ha hollado con sus pies todas las regiones del
globo que habita, y que ha llegado á abarcar con sus ojos mortales la
insondable profundidad del éter, ha querido hacer y ha hecho no menos
importantes conquistas en el tiempo que en el espacio.

Si quedan en pie las dudas sobre el principio que pudo tener este
infinito Universo, y hasta sobre el origen de la tierra, nuestra morada,
y sobre la aparición en ella de nuestros primeros padres, de todo lo
cual sólo la fe ó la imaginación siguen dando explicaciones, mientras
que la verdadera ciencia niega ó calla; al menos ese principio, ese
origen y esa aparición incomprensibles, han ido retrocediendo en nuestra
mente hasta perderse en la noche tenebrosa del tiempo, y han dejado al
descubierto un larguísimo período, millares de años de existencia, no ya
sólo para el globo en que vivimos, sino también para el linaje humano.

Sobre el origen de éste y del mundo no puede ya aquietarse la
curiosidad, dándose por satisfecha con los _mythos_ de los antiguos
Libros Sagrados ó con las bellas fábulas que los poetas han inventado ó
nos han transmitido, prestándoles una forma inmortal. Sin embargo,
menester es confesarlo, las explicaciones de los sabios modernos acerca
de estas cosas, no por ser menos poéticas nos parecen menos
inverosímiles y disparatadas. Algunos naturalistas de ahora tal vez
tengan razón, tal vez nosotros seamos atrevidos y hasta insolentes en no
querer creerlos, pero muchas de sus teorías tienen visos de ser tan
extravagantes como las expuestas en el _Antropodemus plutonicus_ y en
_El ente dilucidado_ del padre Fuente de la Peña. Schmidt, por ejemplo,
supone que las formas pasan ó se transmiten de unos seres á otros; ya
del animal á la planta, ya de la planta al animal. Así, de un tulipán
saca un cisne, poniendo patas á la cebolla y á la flor pico, y de la
cola de un león, desprendida por cierto accidente, y caida y enclavada
en terreno fértil, produce una airosa y vencedora palma. Oken, reconoce
que el hombre no debió de aparecer sobre la tierra ya perfecto y adulto,
pero tampoco cree posible que apareciese como aparece ahora, no teniendo
madre ni nodriza que le cuidase y amamantase, y siendo una criatura tan
menesterosa é incapaz en los primeros años de su vida. Para salvar estas
dificultades, imaginó Oken que en el seno de los mares, cuando estaban
aún á muy elevada temperatura, se formaron unos huevos donde los
primeros hombres se criaron y empollaron hasta la edad de tres ó cuatro
años. La marea hubo de ir depositando estos huevos en la playa, y de
ellos salieron ya los muchachos, listos y traviesos, y aptos para
alimentarse de mariscos, raíces, frutas silvestres y sabandijas. Tal fué
el origen de la humanidad. Otro sabio, llamado Ritgen, hace nacer á los
primeros hombres en el cáliz de ciertas flores gigantescas. Otros, por
último, y ésta es la opinión que ahora priva, hacen que todo proceda de
ciertas moléculas ó globulillos viscosos ó glutinosos, los cuales van
compaginando y construyendo todas las formas y maneras de la vida, desde
los grados más ínfimos hasta el grado supremo, que en el día es el
hombre, y seguirá siéndolo mientras no se forme, engendre y cuaje otro
género superior que nos quite la supremacía y el imperio, y nos mate á
desazones y malos tratos. Edgardo Quinet, en su reciente y amena obra
_La Creación_, se muestra muy inclinado á esta doctrina, y harto
receloso de que el día menos pensado nos encontremos como quien dice de
manos á boca y al revolver de una esquina, con este ser superior al
hombre, que nos destrone y confunda, y de quien seamos animal doméstico,
como es para nosotros el perro ó el gato. Con dolor prevé Edgardo Quinet
que, en nuestro orgullo de reyes de la creación, no hemos de querer
conformarnos con un papel tan humilde, y que todos nos hemos de morir de
pena, aunque somos ya de 1.200 á 1.300 millones. No de otra suerte se
extinguió la raza de los _antropiscos_, que, según otro sabio, llamado
Bergmann, en sus _Estudios de Ontología general_, precedió
inmediatamente al hombre, y fué el eslabón de la cadena que le une al
chimpancé, al gorila y á otros monos mayúsculos, desde los cuales, si
seguimos retrocediendo en los grados de la vida, iremos á parar á los
globulillos pegajosos de que ya hemos hablado. Pero estos globulillos,
sacos ó vejigüelas que contienen la vida, ¿cómo se han formado? ¿Cómo de
lo inorgánico ha procedido lo orgánico? Á esto se contesta con la ley de
formación progresiva y hasta se cita el _uranoelain_, que es una
substancia, orgánica vesicular, que se halla en la nieve cuando cae de
las nubes. Teniendo ya á mano las tales vejigüelas, no queda criatura
que no se fabrique con ellas y que, por sus pasos contados, de ellas no
vaya saliendo.

Del moho sale el hongo, del hongo el líquen, del líquen el musgo, del
musgo el helecho y del helecho la palma; mientras que por otro lado,
sale del pulpo el caracol, del caracol el cangrejo, y del cangrejo el
pez, y del pez el lagarto, y del lagarto el cuadrúpedo, y del cuadrúpedo
el mono, y del mono el _antropisco_, y del _antropisco_ el hombre, y del
_hombre_ ese sujeto de quien tenemos tanto que recelar, según Edgardo
Quinet. Llama dicho autor á la destrucción de nuestra especie por el
mencionado sujeto, una _profecía de la ciencia_. Es el último capítulo
de su obra, la Apocalipsis de este Novísimo Testamento. Nuestras artes,
nuestras literaturas, nuestra elocuencia parlamentaria, nuestras
cavatinas, arias y sinfonías, todo se acabará. ¿Qué permanecerá de
todo?, pregunta Edgardo Quinet. Y él mismo responde: «Lo que hoy queda
del murmullo de los insectos en la floresta carbonífera?» Por cierto que
no valía la pena que se ha tomado de estar estudiando ciencias naturales
durante diez años, según afirma este profeta, para prorrumpir al cabo en
un tan desconsolador vaticinio. Entre tanto, conviene vivir sobre aviso
y con la barba sobre el hombro; y si descubrimos en gérmen á ese nuevo
ser, no hay más que exterminar el germen, aunque sea obra poco
caritativa, imitando en esto la conducta prudente de los pigmeos,
quienes, según autores fidedignos, bajan todas las primaveras de los
montes en que habitan, caballeros en sendas cabras, y destruyen los
huevos de sus acérrimos enemigos, las grullas.

Lo malo es, si hemos de creer á otros sabios, que ya es tarde para
imitar á los pigmeos. Nuestras grullas han roto el cascarón: la raza que
ha de acabar con nosotros, como nosotros acabamos con los _antropiscos_,
vive y se extiende por el mundo y le domina, y ha empezado la obra de
aniquilamiento. Darwin, Schaafhausen y otros doctos ingleses y alemanes,
han explicado bien la teoría de que lo que es mejor y más fuerte, debe
suplantar á lo que es peor y más débil. Las razas decaídas y endebles,
que se quedan en grande atraso, que no pueden seguir, ni á remolque y á
larga distancia, á otras razas más enérgicas é inteligentes, están
condenadas á perecer y de hecho perecen. Al contacto de toda
civilización muy superior, los hombres de una civilización muy inferior,
se mueren todos. Los portugueses y españoles, como no estábamos muy
civilizados, no dimos muerte á todos los negros é indios con quienes
entramos en relación cuando nuestros descubrimientos y conquistas; pero,
según parece, los ingleses y los yankees, como más adelantados en
civilización, tienen la misión de acabar con todos. Á unos los matan á
cañonazos porque se rebelan, como á los cipayos; á otros de hambre y de
tristeza, arrojándolos de los terrenos fértiles que habitaban y
acorralándolos é internándolos en tierras más estériles, como á los
cafres, hotentotes, pieles-rojas y naturales de la Nueva Holanda y Nueva
Zelanda; y á otros los matan de fastidio, con el empeño de que lean y se
afinen, y estudien la Biblia, como á los alegres habitantes de Otahiti,
olvidados ya de sus danzas lascivas y de sus fáciles amores, y sujetos á
la férula de algún ministro protestante, empalagoso y cogotudo. Hablando
Quinet de estos infelices polinesianos, exclama: «De una raza de
hombres, esparcida sobre una inmensa extensión del globo, no quedará un
individuo sólo dentro de pocos años.» «Pronto, añade más adelante, no
quedará de estas naciones sino una queja vaga del abismo, un canto
popular, una lamentación, quizás algunas palabras de una lengua muerta,
que pasarán á la lengua de los europeos.» Como prueba de esta misión
destructora de los ingleses, dice el doctor Zimmermann que la India
Oriental había sido invadida por las feroces hordas de los mongoles y
los turcomanos, los cuales incendiaron palacios y ciudades enteras,
pasaron á cuchillo á los moradores, é hicieron otras cien mil
insolencias. El país, con todo, era tan generoso y tan rico, que pudo
alzarse de nuevo á la primera prosperidad. Pero fueron los ingleses á
la India, y la India, que era antes un jardín florido, se va
convirtiendo en un yermo, y su población de 400 millones se va
reduciendo á la cuarta parte. Sin duda que en esto hay alguna
exageración del doctor Zimmermann; mas no puede negarse que, aun
despojado de la exageración, basta para demostrar cuán terrible es la
civilización cuando llega muy desnivelada, y para hacernos sospechar si
serán los ingleses ese género nuevo con que Edgardo Quinet nos amenaza,
y que no bien acabe con los indios, ha de empezar á acabar con nosotros.
Toda raza inferior, con respecto á otra superior, es un eslabón ó un
anillo de la cadena que une al hombre con la naturaleza bruta, y según
lo explica satisfactoriamente el ya citado doctor Schaafhausen, es una
ley ineludible del progreso, que este eslabón ó anillo se rompa y
aniquile.

Quizá pensará alguien que nosotros por salir tan mal librados con esta
Filosofía de la Historia, hija del consorcio de la Economía Política y
de la Biología, producto de la combinación de las teorías de Malthus y
Darwin, la estimamos en poco y nos atrevemos á calificarla de inhumana y
desconsoladora, cuando no la tenemos por falsa. Pero es lo cierto que la
tenemos por falsa por convicción y sin que á ello nos mueva el menor
interés. Apoyan dicha Filosofía de la Historia, los que la siguen, en
el hecho supuesto de que el progreso se realiza, como si dijéramos, por
la cima, por la cumbre, por la eminencia de las razas. Entienden que con
el ejercicio se desenvuelven más ciertos órganos y de aquí nacen las
nuevas especies. Los individuos primeros de las nuevas especies son como
monstruos de las antiguas. Aquella duda profunda del Padre Fuente de la
Peña, acerca de _si los monstruos lo son ellos ó lo somos nosotros_, ha
venido á resolverse, según la teoría de Darwin, y resulta que los
monstruos lo somos nosotros. El símil de la girafa explica esto que no
hay más que pedir. La girafa era en un principio una como cabra montés ó
gacela; pero se fué á vivir á parajes donde no había yerba, y tuvo que
alimentarse de las altas ramas hojosas de los árboles. Andaba, por lo
tanto, casi continuamente estirando el pescuezo y las patas delanteras,
y tal fué lo afanoso de este ejercicio durante muchas generaciones, que
las patas delanteras y el pescuezo se le alargaron, y casi sin sentir
vino á convertirse en girafa. Así, _mutatis mutandis_, se explica el
origen de las demás nuevas especies, cada vez mejores. Aplicada al
hombre la susodicha teoría, debe entenderse que el inglés, á fuerza de
discurrir y cavilar, ha ido empujando para arriba toda la parte anterior
de su cráneo y haciendo más capaces los senos, y más gruesas las
protuberancias de la causalidad, comparación y demás facultades
mentales superiores. Al mismo tiempo, los laberintos ó circunvoluciones
del meollo y encéfalo se han hecho más tortuosos y complicados, de lo
cual depende, sin duda, el pensamiento, así como de la masa y volumen de
los sesos, que se han hecho mayores. Y, por último, la buena
alimentación ha acostumbrado el estómago inglés á extraer y á asimilar á
su organismo mayor cantidad de fósforo, que es el ingrediente principal
con que el pensamiento se confecciona, según Moleschott, Büchner y un
boticario amigo nuestro. Lo que es Edgardo Quinet, en su ya citada
_Creación_, saca de aquí un luminoso corolario. Casi prueba que con el
Cesarismo se achican los sesos, se hacen más livianos y tienen menos
circunvoluciones. Los sesos de cualquier francés pesan hoy menos y
tienen menos laberintos que cuando comenzó á reinar Napoleón III.

De lo que haya de verdad en este modo de explicar el pensamiento, no
queremos tratar aquí; pero explíquese el pensamiento como quiera, es
indudable, á nuestro ver, que no se ha aumentado en el hombre la
potencia ó energía de pensar, desde los principios de la historia hasta
el día. En esto no ha habido progreso, ni consiste en esto el progreso.
Quien quiera que fuese el autor ó los autores de los más antiguos himnos
del Rig-Veda, de los Poemas homéricos, del libro de Job ó de las
Institutas de Manú, pensó con más energía y eficacia que Shakspeare
componiendo todo su teatro, ó que Newton descubriendo las leyes de la
gravitación universal. Dados los pocos medios ó elementos de que
entonces se disponía, dado el escaso caudal de saber, adquirido entonces
por herencia, cualquiera de los trabajos mencionados presupone un
esfuerzo intelectual mil veces mayor; apenas se comprende sin que
atribuyamos al autor un poder sobrehumano, una inspiración semi-divina.
Los primeros hierofantes de la humanidad, los que abrieron la senda del
progreso, el hombre que detuvo

    La palabra veloz que antes huía,

el que pensó por primera vez en la primera causa, y el que dió á un
pueblo las primeras leyes, fueron superiores á los hombres de ahora, ó
al menos iguales á los genios más sublimes que produce ó puede producir
en el día la humanidad. Valmiki, Viasa, Zoroastro, Moisés, Sakia-Muni y
Homero, si es que el pensamiento es fósforo, gran masa de meollo y
muchas circunvoluciones en él, tuvieron todos tantas circunvoluciones
como el que más en el día, y tuvieron sesos muy voluminosos y pesados, y
consumieron toda una fosforería, destilando y secretando de ella mil
ideas sublimes en la retorta del cráneo. Damos, pues, por seguro que no
ha consistido el progreso en que una familia ó varias, ó cierto número
de individuos, hayan ido elevándose y haciéndose superiores á los otros,
sino en que de la superioridad primitiva de algunos individuos ó
familias han ido poco á poco haciéndose participantes los demás, y
subiendo por la educación y por las mejoras sociales al mismo nivel de
moralidad y de inteligencia, hasta donde esto es posible, dada la
desigualdad de aptitudes que la naturaleza pone en nosotros. También ha
consistido, y consiste el progreso, en el caudal de saber y de
experiencia que se transmiten las generaciones de unas en otras, caudal
que ya no se perderá nunca y que irá creciendo cada día, con el trabajo
incesante de los futuros pensadores.

Entendido así el progreso, debe considerarse además que la marcha
ascendente de la humanidad no se ha realizado siempre en el mismo punto,
ni entre las mismas tribus, naciones ó gentes. Desde el primer albor de
la historia hasta los tiempos de Ciro, el grande impulso civilizador
estuvo en Asia; desde Ciro hasta Alejandro, Asia y Europa se disputaron
el cetro de la civilización, y, por último, Europa le adquirió entonces,
y si bien en cierto período, desde el siglo V al XII de nuestra Era, se
diría que se le iba cayendo de la mano, y que Asia le recogía y volvía á
empuñarle, hoy más que nunca Europa le mantiene.

Si echamos la vista sobre un mapa del Mundo Antiguo, veremos que Europa
es como una extremidad de Asia; como la sexta parte de aquel gran
continente. Las razas y la civilización de Europa de Asia han venido.
Es, pues, extraño y parece anormal que estas razas, que son las mismas
en Asia y en Europa, y esta civilización que en Asia tuvo origen,
florezcan hoy en Europa, y en Asia estén como adormecidas ó aletargadas.
Es evidente, en nuestro sentir, que en Asia han de renacer. No creemos,
como generalmente se cree, que los pueblos, las grandes familias
humanas, cumplen su misión y mueren luego. No creemos que la vida toda
del Asia se haya agolpado y como refugiado para siempre en este extremo
que se llama Europa, y que, últimamente, hasta haya abandonado la mejor
y mayor parte de este extremo, y haya ido á localizarse y á
circunscribirse sólo en las últimas tierras y naciones del Noroeste.
Aunque este fenómeno singular se advierta ahora, hace tan poco tiempo
que se advierte, que no puede ni debe mirarse sino como un accidente
momentáneo en la historia del mundo. ¿Qué son tres ó cuatro siglos, á lo
más, durante los cuales Inglaterra, Francia y Alemania pueden reclamar
con razón la supremacía, comparados con los veinte ó veinticinco siglos
que duró la civilización griega desde Hornero hasta Láscaris, y con los
millares de años que han durado las civilizaciones orientales?

Estos pensamientos explican por qué los hombres del Occidente de Europa
volvemos la vista con tanta curiosidad hacia el Oriente, de donde nos
vino la luz, y por qué es tan fecundo todo recuerdo de las pasadas
civilizaciones.

Desde mediados del siglo XV hasta fines del siglo XVI podemos marcar en
la historia de la moderna Europa una época, que llaman del Renacimiento:
la época en que revive ó renace la antigua civilización greco-romana y
obra los portentos de que hemos hablado al comenzar este escrito. Hoy,
esto es, desde un siglo ha, podemos afirmar que hay algo como otro
renacimiento, el cual también será fecundo: un renacimiento de la
ciencia, las lenguas, las religiones y las literaturas del Asia.

Prolija tarea y harto superior á nuestras fuerzas sería trazar aquí á
grandes rasgos la historia de este Renacimiento oriental. No incumbe
tampoco á nuestro propósito el hacerlo. Baste decir, que lo que más nos
interesa, y lo que en efecto se puede tener por demostrado hasta la
evidencia, es nuestro cercano parentesco con los indios y con los
persas, cuyos antepasados vivieron reunidos á los nuestros en época
remotísima, difícil aún de determinar, al Norte del Cáucaso indiano.
Esta sociedad primitiva, pueblo ó tribu, es la raíz y el tronco de una
gran raza civilizadora y progresiva en alto grado, que ha extendido sus
ramas frondosas y cargadas de flores y frutos desde Ceilán hasta
Islandia, dilatándose más tarde por toda la extensión de ambas Américas.
Esta gran raza civilizadora se llama indo-europea ó japética; el pueblo
primitivo de que procede se llama los Arios. Otros pueblos de otras
razas los precedieron y formaron grandes centros de civilización antes
de que los arios apareciesen: tales son los chinos y los egipcios. Hay
quien conjetura que hubo otros centros de civilización, como el de los
atlantes, cuyo dominio se extendía por un continente inmenso, colocado
entre Europa y América, y que se tragó la mar. Supónese asimismo que los
pueblos semitas, esto es, los árabes, los hebreos, los caldeos y
asirios, ó más bien el tronco de que salieron, estuvo en época
remotísima unido también al tronco ario. Esto, con todo, ni siquiera por
indicios puede rastrearse. Ni en los idiomas semíticos hanse hallado
hasta ahora bastantes voces ni formas reductibles á las de alguna lengua
ariana, ni tradiciones autorizadas y concordes nos hablan de esta unión
primitiva. Los semitas aparecen en la historia viviendo más hacia el
Occidente que los arios; en las llanuras que bañan el Tigris y el
Eufrates.

En dichos tiempos, llamados con elegancia por Edgardo Quinet los
_propileos_ de la historia, figuran, además, otras razas blancas ó
amarillas, en guerra constante con los arios, y á quienes se designa con
el nombre de turanienses ó turaníes. El país que se extiende desde el
Oriente del Mar Caspio al Imaus, regado por caudalosos ríos como el
Jaxartes y el Oxo, en cuyo centro está el Lago Aral, y donde aun se
ostentan ricas y famosas ciudades como Kiva, Bucara y Samarcanda, era el
Turan antiguo ó la tierra por excelencia de los turaníes; tal vez los
mismos hombres á quienes llama la Biblia los pueblos de Gog y de Magog.

Es de advertir que algunos de los investigadores ó fantaseadores de la
más antigua historia del humano linaje, antes de esta división entre
turaníes y arios, suponen todas estas razas mezcladas y viviendo aún más
al Norte, en un país delicioso y ameno, más allá de las montañas Rifeas,
montañas que podemos colocar donde se nos antoje. Las antiguas fábulas
griegas hablan de estas montañas Rifeas y del hermoso país de los
felices hiperbóreos, el cual estaba más allá del punto desde donde sopla
el Bóreas, causa del frío, y, por consiguiente, era un país templado,
fértil y de suavísimo clima.

Rodier supone á estos hiperbóreos, á quienes llama proto-scitas,
esparciéndose ya por el mundo y colonizando la Europa, unos 25 ó 26.000
años antes de la Era Cristiana. Los restos de las Edades de Piedra y de
Bronce, las poblaciones lacustres, los cráneos hallados en las cavernas,
y á los que se atribuye una antigüedad portentosa, pueden creerse de
estos proto-scitas primitivos pobladores de Europa.

La geología y la paleontología han venido á prestar un auxilio poderoso
á la arqueología y á la historia, á fin de afirmar la grande antigüedad
del género humano. Con todo, si bien dichas ciencias prueban, en nuestro
sentir, que esta antigüedad es grande, ni la fijan ni la determinan. La
misma discordancia de opiniones entre los geólogos convida al
escepticismo. Cierto es que todos convienen en que las armas de sílex y
otros restos de la Edad de Piedra suponen millares de años; pero los
cálculos varían mucho. Unos, como Bergmann, dan á los objetos que han
visto una antigüedad de 25.000 años; Lyell una antigüedad de 100.000;
Bronn llega á suponer que tienen 158.000. Todos estos geólogos, y otros
muchos, como Boucher de Perthes, Falconer y Prestwith, podrán acertar
sin contradecirse, porque podrán ser distintos los objetos que han
observado, y la Edad de Piedra no es sincrónica en todas las regiones
del globo y entre todas las razas. La Edad de Piedra dura aún en
algunas.

De todos modos, la geología y la paleontología se ligan hoy íntimamente
con el estudio de la historia. La _Historia Universal_, publicada en
Francia, bajo la dirección del Sr. Duruy, por una sociedad de sabios,
como allí suelen llamarse cándidamente á sí mismos los escritores, sin
oponerse esto á que, en efecto, lo sean, va precedida de un tomo
titulado _La Tierra y el Hombre_, obra del ilustre Alfredo Maury,
miembro del Instituto. Puede calificarse esta obra de una verdadera
pre-historia, y contiene la geología, la historia de nuestro globo antes
de la aparición del hombre, su aparición, y la descripción de las
diferentes razas humanas y de las lenguas y religiones. Esto manifiesta
el enlace de dichas ciencias con la ciencia histórica. No se ha de
negar, sin embargo, que la cronología de los geólogos es una, y la de
los historiadores, en cierto modo, es otra.

Las armas de sílex, otros instrumentos y utensilios de una industria
grosera, tal vez alguna imagen rudamente esculpida en un hueso ó en una
piedra, imagen de algún animal que ya no existe, ó el hueso mismo de
algún animal, como el _Bos priscus_, el _Ursus spelæus_ ó el _Rhinoceros
tichorinus_, herido por un arma, todo esto podrá demostrar la presencia
del hombre en el período cuaternario, quizá al fin del terciario, en los
terrenos llamados _pliocenos_, y dejar así abierto y despejado un
inmenso espacio de tiempo de 40.000 ó 50.000 años si se quiere, para que
la historia pueda extenderse por él; pero la verdadera historia no
empieza sino donde empieza el recuerdo de la palabra humana, cuyos
documentos son la escritura, ya hieroglífica, ya cuneiforme, y á todo lo
cual pueden añadir algunos indicios la filología comparativa y el
estudio de las más antiguas religiones y _mythos_. Este último estudio
tiene, sin embargo, el escollo de hacernos incurrir en un _evhemerismo_
exagerado; esto es, de hacernos prestar una realidad y una consistencia
históricas á lo que no fué acaso sino una mera alegoría ó cuento
fantástico naturalista, convirtiendo en reyes á los dioses y en sucesos
de la tierra á los sucesos soñados en espacios imaginarios, celestes ú
olímpicos. Así, por ejemplo, Rodier convierte decidida y resueltamente
en personajes reales, no sólo á Osíris y á Thoth, sino también á los
dioses egipcios más primitivos, como Phré y Phta, haciendo de esta
suerte que comience la historia de Egipto más de 30.000 años antes de la
Era Cristiana.

En efecto, la civilización egipcia parece ser la más antigua de la
tierra; pero de ningún modo podemos creer que empiece en época tan
distante. Y limitándonos nosotros á los Arios y á los demás pueblos del
Asia central que estuvieron en relaciones con ellos desde el principio
de la historia, diremos que ni Rawlinson, ni Layard, ni Duncker, ni
Grimm, ni Max Müller, ni Lassen, ni Lenormant, ni Weber; ni ningún otro
de los más eminentes historiadores, arqueólogos y filólogos
orientalistas, dan mayor antigüedad á la literatura védica que unos
dieciséis siglos antes de Cristo; á la primera dispersión de los ários,
3.000 años, y á sus sucesivas inmigraciones en Europa, de 2.000 á 1.000;
todo lo cual puede, ó casi puede, conciliarse con la cronología de la
Biblia, larga y generosamente explicada. Dentro de este gran período de
tiempo de 3.000 años, ó mejor dicho, de 2.500, terminando el período en
el origen de la guerra médica, unos 500 años antes de Cristo, así como
caben con holgura los sucesos históricos que refiere la Biblia, caben
también todos los sucesos que las tradiciones orientales, los libros
sagrados, como el Vendidad y el Desatir, las epopeyas, como el Ramayana,
el Mahabarata y el Shah-nameh, y las inscripciones cuneiformes y demás
antigüedades de la India, la Persia y el Asiria, refieren ó indican con
un carácter verdaderamente histórico, y que no son meramente un _mytho_
ó una alegoría.

Imaginemos ó conjeturemos en época anterior un reino ó imperio en el
país primitivo de los arios antes de su división ó cisma en iranienses é
indios. Este país se llama Ariana-Vaega. Allí reinaron sucesivamente
cinco dinastías de reyes. Los fundadores de estas dinastías, y aun
algunos otros reyes, fueron santos, legisladores ó profetas. Así,
Mahabad, quien dicen haber sido el mismo Manú; así, Dji-Afrans, Cayumer
y otros, hasta Djemschid, el Salomón de los persas, á quien los
orientales han convertido en rey de los Genios.

Durante todo este período, los celtas, los primitivos germanos, los
primitivos griegos ó jaones y otros pueblos de raza japética, se van
separando de los arios y emigrando hacia el Asia occidental y la Europa.
Posteriormente, pero también dentro de este período, los indios y los
iranienses se separan; y, por último, el país de Ariana-Vaega es
abandonado, ó por una inundación ó diluvio, ó porque se convierte en muy
frío, y los iranienses fundan un imperio más al Sur, tal vez en la
Bactriana y Aria antiguas, extendiéndose por la Partia y la Hircanía, ó
sea en el Afganistán y el Corazán de ahora. Este nuevo Imperio se llama
Vara. Djemschid le funda, y otro Djemschid, ó el mismo Djemschid, le
pierde, porque los personajes _mythicos_ ó semi _mythicos_ viven siglos
y siglos. Zohac, caudillo árabe, le vence y le destrona.

Supongamos, además, que este Zohac conquistase el reino de Djemschid, y
le venciese, no 7.048 años antes de Cristo, como pretende Rodier, sino
unos 2.200 ó 2.300 años antes de Cristo, como pretende Gobineau en su
_Historia de los Persas_, haciendo á Zohac contemporáneo de Nino, y
equiparándole ó confundiéndole con el Areo de los escritores clásicos.
Apoyados ahora en estas suposiciones y en las fechas que señala Rodier
con exactitud portentosa, fijemos en el año 2284, en que fué el
advenimiento de Nino, rey de Asiria, el principio de la historia que
tiene ya algo de seguro.

Tengamos por inseguro y mythico cuanto ocurre antes y concretémonos al
período en que prevalece Asia sobre Europa; esto es, hasta la guerra
médica, unos 500 años antes de Cristo. Nos queda, pues, un espacio
histórico de cerca de 1800 años, desde Nino hasta el primer Darío,
dentro del cual se nos ha ocurrido ir escribiendo y colocando una serie
de leyendas ó novelas, en donde la imaginación ó la inspiración, si Dios
quiere enviárnosla, complete y aclare la historia, la cual, á pesar de
los trabajos de Rawlison, de Gobineau, del mismo Rodier y de otros
muchos autores que ya hemos citado ó que nos excusamos de citar, nos
deja, como vulgarmente se dice, á media miel sobre los más famosos
personajes y los más estrepitosos acontecimientos. No despreciaremos
tampoco todo lo que se cuenta de edades anteriores á Nino, y
aprovecharemos las tradiciones confusas, las epopeyas y las relaciones
de los libros sagrados, para que los casos de esas edades anteriores á
Nino sean como el fundamento y el antecedente de nuestras leyendas, y al
mismo tiempo lo que crean y afirmen sus héroes, cuando les hagamos
entrar en agradables coloquios.

No se echen á temblar nuestros lectores juzgándose amenazados de una
obra interminable. Sin duda en mil ochocientos años caben novelas y
leyendas infinitas; pero nosotros somos infecundos y perezosos, y más
pecaremos por escribir pocas novelas ó leyendas para justificar este
prólogo ó introducción, que por escribir demasiadas. Todavía
escribiremos menos si no gustan las primeras que escribamos. Por último,
cada una de nuestras leyendas será breve de por sí, y no entraremos en
las menudencias y prolijidades en que entran y caen los que escriben
novelas de tiempos más cercanos á los nuestros, como de la Edad Media ó
aun de época más moderna, de los cuales tiempos nada se ignora, y aun la
historia que no tiene el recurso de imaginar, va siendo ya harto prolija
y algo pesada, contándonos hasta los ápices al parecer más
insignificantes. Por esto precisamente, deseando dar vuelo y rienda
suelta á nuestra fantasía, nos hemos refugiado en el antiguo Oriente.
Barante, por ejemplo, ha llenado con la historia de seis Duques de
Borgoña más volúmen de lectura que el que forman acaso todos los
historiadores griegos y latinos que aún quedan, y donde se refieren los
acontecimientos de miles de años, y el principio, crecimiento,
decadencia y caída de una multitud de imperios, repúblicas y
monarquías. Si Barante, limitándose á lo histórico, escribe tanto sobre
seis Duques de Borgoña, ¿á dónde iríamos á parar, si sobre lo histórico
quisiésemos recamar, bordar y completar con la fantasía? Por esto,
repetimos, nos vamos al antiguo Oriente. Allí donde la ciencia no llega,
es donde la imaginación y la poesía deben volar.

Otra razón nos impulsa también á escribir estas leyendas. Deseamos
divulgar un poco la literatura oriental antigua y empezar á emplearla en
nuestra moderna literatura española. En Francia y en Inglaterra y en
Alemania, el renacimiento oriental, de que hemos hablado, deja, tiempo
ha, sentir su influjo en el arte y en la poesía. En España aún no se
nota nada de esto.

En Alemania, el Mahabarata, el Ramayana, el Shah-nameh, los Vedas, ó han
sido traducidos en verso, ó han inspirado ya bellas poesías. En Francia,
desde los lindos cuentos de Voltaire, el antiguo Oriente ha dado asunto
feliz á muy amenas narraciones. ¿Por qué hoy, que se conoce mejor el
antiguo Oriente, no hemos de aspirar á algo semejante en España? Se me
contestará que carecemos del ingenio de Voltaire, y que _El toro
blanco_, _Zadig_ y _La Princesa de Babilonia_, son inimitables.
Procuremos, con todo, aproximarnos á esos modelos. De tiempos antiguos
se han escrito en Francia últimamente muy primorosas novelas, como _La
Momia_ y _La Corte de Merodac-Baladan_, de Teófilo Gauthier, y
_Calirhoe_, de Mauricio Sand. Sírvanos esto de estímulo.

De Grecia y Roma, mientras duró el impulso que imprimió el Renacimiento
clásico en la moderna literatura, se escribieron novelas, poesías y
leyendas, algunas muy eruditas, agradables y celebradas, como los
_Viajes de Antenor_ y los _Viajes de Anacarsis_. Algo parecido pudiera
con general aplauso escribirse del antiguo Irán, de Asiria, de
Babilonia, de Media ó de Persia. Pero no presumimos de ser capaces de
tanto. Nuestro propósito es escribir una obra de mera imaginación sobre
el fundamento de un escasísimo saber, que sólo es necesario para que
sirva como de pauta y cañamazo á nuestros fantásticos bordados. Tal vez,
si en algo acertamos, se animen otros á escribir con más tino,
discreción y conocimiento del asunto.

Éste, no sólo es vasto, sino seductor y apetitoso. La rapidez con que en
los libros sagrados y antiguos poemas aparecen ciertos personajes, y se
fijan en nuestra mente de un modo indeleble, como si los hubiésemos
conocido y tratado, y luego se pierden y se desvanecen, sin que se sepa
más de ellos, induce y solicita á buscarlos con la fantasía y hasta en
sueños, á fin de completar y acabar la historia de su vida.

Sin citar para ejemplo más que á algunos personajes de la Biblia, por
ser más conocidos de todos, ¿quién no siente curiosidad de saber cómo se
llamaba la mujer de Putifar y qué fué de su vida después de aquella
terrible pasión y de aquel cruelísimo desaire que recibió de Josef el
Casto? ¿Pues, y la Reina Vastí? ¡Apenas si interesa la Reina Vastí! ¿Qué
fué de ella, después que la repudió el Rey Asuero, por demasiado
pudorosa; por no querer presentarse á lucir su hermosura, delante de
todos aquellos Príncipes y Sátrapas borrachos y libertinos, que su
marido, borracho también, tenía congregados en su gran palacio de Susa?
Del Rey Asuero nadie ignora que, después de repudiada Vastí, hace reunir
de todas las provincias del Imperio las más gallardas doncellas, las
cuales van entrando una á una en su cámara, no sin pasar antes un año en
lavatorios, sahumerios, unciones con bálsamos y pomadas y otros cien mil
preparativos para que estuviesen bien adobadas y lustrosas, y de todas
estas doncellas, previo un examen profundo, elige por reina á Ester:
pero de la pobre Vastí, nadie vuelve á acordarse. Díganme si no es este
un asunto para una novela sentimental, que mejor pudiera llamarse
lastimosa, si no temiésemos el equívoco. Más bello asunto sería aún, si
cabe, el de los amores de Salomón con la discreta y bella Reina de Sabá,
que vino á verle con tanta comitiva y séquito, que le propuso tanta
pregunta difícil, y que tan enajenada quedó de la sabiduría de Salomón y
de la magnificencia y esplendor de su corte. Como todo esto sólo está
indicado y dicho en brevísimas palabras en la Biblia, se siente un
vivísimo deseo, al menos nosotros le sentimos, de acudir á las
inscripciones y á las tradiciones, ó de pedir á Dios segunda vista
histórica para adivinar los pormenores que faltan, empezando por el
nombre propio de la Reina de Sabá, y para escribir las relaciones que
tuvo con el hijo de David, y demás casos ocurridos entonces. Lo propio
que decimos de los personajes bíblicos, puede decirse con no menos razón
de los personajes que figuran en las historias y poemas arios. Mucho nos
han interesado hasta aquí Agamenón, Ulises, Aquiles, Temístocles y
Epaminondas: mucho nos han encantado los poetas griegos, pero más nos
interesan hoy los personajes arios y más los cantos de las Vedas. Se
diría que por el espíritu están más cerca de nosotros. Los vemos tan
bien y tan íntimamente, que se siente uno inclinado á creer en la
metempsícosis y á recordar la vida que tuvo en Ariana Vaega, ó en los
tiempos de Djemschid ó de Feridum. Agni, Indra ó Aura-Mazda, nos parecen
más divinos que Vulcano, Júpiter ó Saturno. Todo el desenvolvimiento
ulterior de la civilización moderna europea se nos presenta como en
germen en aquella primera civilización oriental. No se extrañe, pues,
que hayamos elegido este asunto de las leyendas del antiguo Oriente, ni
se tilde de difusa la introducción. Antes bien, se nos quedan no pocas
cosas por decir: pero todo lo que aun queda irá saliendo en las
leyendas, las cuales aparecerán poco á poco en esta _Revista de España_,
y más tarde, si Dios nos da salud y si el público no nos desdeña,
formarán dos ó tres volúmenes separados, quizá de nada ingrata lectura.
Bueno es que España contribuya también, aunque sea pobre y modestamente,
ya que no á lo que hemos llamado y debe llamarse Renacimiento oriental,
al influjo de este renacimiento en la literatura y en la poesía de la
moderna Europa.

Vamos á retroceder con el espíritu hasta las edades primeras de la
humanidad que la historia ilumina algo con sus fulgores, y vamos á
pintar, sin embargo, portentosas civilizaciones y á presentar
personajes, no inferiores en nada, tal vez superiores á los del día. Ya
hemos explicado cómo comprendemos el progreso. Le comprendemos por el
caudal acumulado por herencia y por la difusión y divulgación del saber
y de la moralidad en mayor número de personas, familias, tribus y
naciones. Mas creemos asimismo que, para que el progreso se realizase,
las razas civilizadoras, y singularmente los Arios, desde el principio
y más que nunca en el principio, debieron estar y sin duda estuvieron
dotados de extraordinarias facultades y de una poderosa iniciativa;
prendas que habían de resplandecer más en ellos, mientras permanecieron
en toda su pureza y no se mezclaron con otras castas plebeyas é impuras.
Pero el mezclarse con estas castas, el no despreciarlas, el bajar un
poco hasta su nivel para elevarlas hasta ellos, y el amalgamárselas para
fundar la humanidad una, era su misión providencial, era su salvación y
su destino. Los que faltaron á esta misión, degradando y envileciendo
cada vez más á las castas ó razas inferiores, acabaron por envilecerse y
degradarse ellos mismos. Los que hicieron lo contrario realizaron el
progreso. El sacerdote egipcio se ha confundido con el felah, y el
bramín con el sudra, mientras que el último hombre de nuestros pueblos
de Europa se ha elevado.



LULÚ, PRINCESA DE ZABULISTÁN

(FRAGMENTO)



[una barra decorativa]

LULÚ,

PRINCESA DE ZABULISTÁN


I.

Mucho se ha cavilado y discutido siempre sobre la antigua civilización
de los escitas, y aun sobre la casta de hombres que los escitas eran.
Unos escritores se los imaginaban como un pueblo japético, y otros veían
en ellos á los progenitores de los tártaros del día. Con los progresos
etnográficos no cabe ya duda en que todo lo que hoy se llama Tartaria y
Siberia, estuvo en las edades más remotas habitado por razas tártaras y
mongolas; pero también hubo allí tribus blancas, tal vez de pelo rubio y
ojos azules, de donde proceden los pueblos más nobles é ilustres de
Europa, ó que han venido á establecerse en Europa en sucesivas
emigraciones.

Estos escitas blancos descendían de los primitivos arios, como los
celtas, los griegos y los latinos, los cuales se habían separado del
tronco común en épocas más ó menos lejanas. Los Imperios fundados en
toda la zona central del Asia, los chinos, los persas, los asirios, los
lidios y los medos, ofrecían desde muy antiguo una barrera difícil de
romper á las invasiones de aquellos pueblos del Norte. Cuando éstos
pudieron romper la barrera, penetraron en el Asia Central y bajaron por
el Sur hasta la India; pero, cuando la barrera les presentaba un
obstáculo invencible, y ellos, por exceso de población, ó bien huyendo
de los fríos boreales, se proponían abandonar el terreno de la Escitia,
tuvieron que caminar hacia el Occidente, y vinieron á establecerse en
Europa. Así nos explicamos la historia primera del gran continente del
Asia, del cual forma Europa como una pequeña prolongación occidental.

Hasta los tiempos de Ciro el Grande, los Imperios de Persia ó de Media,
esto es, el antiguo Irán, no fueron bastante poderosos para contener las
invasiones de los escitas blancos, los cuales entraron por la Persia y
se extendieron hasta la India. Ciro, al reconstituir sobre más sólidas y
anchas bases el Imperio del Irán, hizo casi inexpugnable, ó al menos
difícil de romper la barrera que atajaba el paso de los escitas hacia el
Sur del Asia, y esto los contuvo en el Norte ó los fué impulsando
pausadamente hacia el ocaso.

Es indudable para mí que la mayor parte de las invasiones han sido
motivadas por una violenta é imperiosa necesidad. Los pueblos, por
nómadas que sean, siempre tienen algún amor á la patria, algún apego al
suelo que los vió nacer, y no le abandonan sino por causas poderosas.
Quizás el mayor movimiento invasor de los pueblos de Asia en Europa,
movimiento que determina una de las crisis más transcendentales en la
historia, y que marca una era en la vida de la humanidad, ladeando el
curso de la civilización y abriéndole nuevo cauce, tuvo su primer origen
en China.

Sabido es que los chinos han cumplido mucho antes que nosotros todo el
progreso de su cultura, y han venido á pararse y á inmovilizarse luego.
Ya un escritor americano del día, el Sr. Draper, augura para la Europa
suerte ó destino semejante. Según él, llegará un día, no muy lejano, en
que, recorrida toda la extensión de nuestra cultura posible, hasta tocar
el límite de lo ideal que cabía en nuestros cerebros, ó que era capaz de
concebir nuestra mente, nos quedaremos inmóviles, con el ideal
realizado, ó sin ideal, que es lo mismo. Entonces seremos como los
chinos, un pueblo ó una confederación de pueblos, muy bien ordenados,
pero sin brío y sin iniciativa. Resueltos todos los problemas de la
vida, acabadas ó satisfechas todas las esperanzas, nada quedará que nos
impulse. Mucho dudo yo de que pueda llegar jamás esta situación. El
audaz linaje de Japet, esta gente europea está dotada de una fuerza de
aspiración interminable, y de una virtud creadora en la fantasía
superior y posterior á toda ciencia y á todo arte y á toda mejora.
Siempre, creo, habrá en nosotros ímpetu para salvar con la imaginación
todos los espacios explorados y todos los caminos trillados, y para ir á
plantar, mucho más allá, la columna de fuego de un nuevo ideal que nos
sirva de guía y nos excite á caminar sin reposo en un progreso infinito,
ó si se quiere indefinido. Aun en los mismos chinos, así como en otros
pueblos del Asia, ¿quién sabe si será reposo ó sueño lo que se nos
antoja paralización eterna? ¿Quién sabe, si á la voz de un profeta, de
un vate, de un avatar, de un dios nuevo, no despertarán esos pueblos?
Entonces sí que podría cambiar por completo el eje de la civilización
del mundo y turbarse todo el equilibrio de las sociedades y de las
naciones. La agitación, las mudanzas radicales que esto pudiera traer sí
que serían extraordinarias. La guerra actual entre Francia y Alemania,
con todas sus consecuencias posibles, y hasta una guerra general en
Europa, no serían nada en comparación de lo que ocurriría si los chinos
ó los indios, en número de cuatrocientos ó quinientos millones de
hombres, se sintiesen de pronto inflamados por un nuevo ideal, y con
espíritu guerrero cayesen sobre nosotros. Nuestros cañones,
ametralladoras y fusiles de aguja de nada nos servirían. Ellos los
tendrían pronto tan buenos ó mejores que los nuestros.

Sea de esto lo que sea, parece cierto que, allá en el siglo III ó IV,
después de Cristo, hubo en China una espantosa é inmensa revolución,
motivada por el desarrollo del bienestar material de la población y de
la riqueza. Lo que llamamos socialismo se manifestó de un modo horrible.
Los más bravos, viciosos y audaces entre las clases menesterosas de
aquella ingente población, se sublevaron contra los ricos y los dichosos
del mundo. Siguióse una tremenda guerra civil y social. Diéronse
batallas titánicas en que los hombres murieron á millares y la sangre
corrió á torrentes. La sociedad, el orden establecido, la propiedad,
triunfó al cabo, y los rebeldes más feroces, acosados por los ejércitos
del Imperio y por los hombres de las clases acomodadas, que habían
tomado las armas en vista del gran peligro, huyeron hacia el Norte y
traspasaron la frontera del Imperio, penetrando en la Siberia ó
Tartaria. Esas gentes levantiscas, siendo de la ralea más baja, llevaron
consigo al emigrar muy poco de la riqueza acumulada, del capital social
que se llama ciencia. Por esto mismo les fué más fácil unirse con tribus
tártaras errantes, y de la mezcla provino en breve un pueblo rudo y
guerrero. Movido este pueblo en busca de terrenos más fértiles y de
clima más suave, y no pudiendo ó no atreviéndose á ir hacia el Sur por
el valladar que entonces les oponía el Imperio de los Sasanidas, siguió
hacia Occidente y fué impulsando por delante de sí á todas las tribus y
naciones arianas de la Escitia, las cuales se hallaban escalonadas en la
parte boreal del Asia y aun se extendían por mucha parte de Europa,
sobre todo, en las regiones de Oriente.

Explicado así, como parece que satisfactoriamente se explica, el
movimiento inicial de la más conocida invasión de los bárbaros y de la
caída de Roma, es claro que los pueblos de la Europa moderna tenemos
muchísimo que agradecer á los persas, y á Ciro sobre todo; porque si los
escitas blancos no hubieran sido contenidos por el valladar que Ciro
afirmó é hizo casi inexpugnable, los pueblos de raza tártara hubieran
caído sobre Europa sin que los escitas blancos se interpusiesen. Así, en
vez de ser casi todos los pueblos de nuestro continente de raza ariana,
en lugar de haber venido á mezclarse con los habitadores del orbe latino
otros pueblos, arios también, y que habían conservado en el Norte su
prístina pureza y estaban más cerca del tronco común, hubieran venido á
conquistarnos y á manchar y alterar la limpieza de nuestra sangre los
humnos, abominablemente feos y mucho menos inteligentes y civilizables.

Sostienen los fisiólogos, que los pueblos tártaros y mongoles tienen el
cráneo más duro y menos flexible que los arios, y que dicho cráneo no
cede ni se dilata como los nuestros para dar lugar al desenvolvimiento
del seso ó meollo; por donde se ha de presumir que, si tenemos tanto
meollo los europeos y si nuestra civilización se ha elevado á tanta
altura, se lo debemos á Ciro, gran Rey de Persia, que tuvo á raya á los
escitas blancos. Si éstos hubieran invadido la Persia y la India y otras
comarcas ó regiones del Asia, quizás la gran civilización estaría ahora
por allí. Es innegable, además, que los pueblos neo-latinos, á pesar de
nuestra nobilísima estirpe, nos hubiéramos tenido que cruzar con los
tártaros, chatos, de ojos oblícuos, de gruesos labios y pómulos
salientes, y de este desigual y plebeyo cruzamiento hubieran salido unos
mestizos feos de veras, y no las naciones ilustres, hermosas y sabias
que encierra en sí la Europa.

Pero dejando esto aparte, pues no es mi ánimo hablar de tiempos tan
recientes como los de la caída del imperio romano y fundación de las
nacionalidades europeas, tales como son hoy, diré que desde época
remotísima, ó bien por efecto de un período glacial de que hablan muchos
geólogos, ó bien por otro cataclismo, los arios, que debían vivir en un
país bastante al Norte, quizás mucho más al Norte que el lugar que por
lo común se les da por cuna, á la falda del Paropamiso, tuvieron que
separarse y emigrar. Se dice que los hielos del Polo Norte se
derritieron, quizás por efecto de haber tomado la tierra la inclinación
que hoy tiene, abriéndose el ángulo que forman los ejes del Ecuador y de
la Eclíptica, que antes se confundían y eran un solo eje. Con tan
espantosa dislocación, hubo de haber por fuerza un sacudimiento atroz en
la corteza sólida de nuestro globo, que haría reventar no pocos
volcanes; un diluvio punto menos que universal, y, por último, unos
fríos tremebundos.

Por este motivo, y en Era muy distante de nosotros, esto es, 24.000 años
antes de la Era Cristiana, según Rodier y otros audaces cronologistas,
fué la primera dispersión de los arios. Nosotros, en la introducción á
estas leyendas, hemos mostrado ya un escepticismo prudente acerca de
este punto. No negamos ni afirmamos nada: hacemos una distinción. Á los
geólogos prehistóricos no les negamos sus descubrimientos. Queremos
conceder que sus armas y utensilios de piedra, sus fósiles y sus
poblaciones lacustres, puedan tener acaso mayor antigüedad que los
indicados 24.000 años; pero, históricamente, poco ó nada se sabe ni
puede afirmarse sobre los primeros 21.000. No es negar que hubiese
historia tres mil años antes de Cristo: es afirmar que esta historia se
ha perdido en muchos países, y que en otros se halla tan desfigurada
por las fábulas, que es imposible distinguir el cielo de la tierra, los
reyes de los dioses, los vanos ensueños poéticos de la fantasía de la
maciza y tangible realidad de las cosas. Sin duda, muchos grandes
diluvios sucesivos, aunque parciales, bastante grandes para destruir
casi por completo naciones y razas enteras, destruyeron también los
anales, si ya los había, ó borraron ó confundieron en la memoria de los
hombres los hechos de sus antepasados.

Si no estoy trascordado, el primero que explicó el diluvio universal,
dándole por causa la fusión de los hielos del Polo Norte, fué Bernardino
Saint-Pierre, el cual escribía preciosas novelas de ciencias naturales,
harto más bonitas que las de Julio Verne en el día. Posteriormente se ha
inventado la periodicidad de los grandes diluvios, y el Polo Sur alterna
con el Polo Norte en el oficio de causarlos. Ya hemos dicho que 24.000
años antes de Cristo fué el Polo Norte quien causó un diluvio. En el
reinado de un rey indio, llamado Satyaurata, parece que hubo otro
diluvio causado por los hielos del Polo Sur. Este diluvio, dicen algunos
sabios, que fué el que anegó á casi todos los hijos de Sem, menos á los
que se refugiaron en los montes de Armenia; en suma, fué el diluvio de
Noé, referido en la Biblia. Todavía, por último, unos 2.400 ó 2.300
años antes de Cristo, como quien dice ayer de mañana, para quien da tan
estupenda antigüedad á nuestra especie, se imagina otro gran diluvio que
acabó con casi todos los griegos, y que también se recuerda en China,
bajo el nombre de diluvio de Yao. Al Polo Norte le tocó hacer el papel
de promovedor de este diluvio, el cual hundió la Atlántida y sepultó
bajo las arenas y piedras que trajeron consigo las aguas impetuosas los
utensilios, armas y habitaciones, y los cuerpos mismos de los primitivos
pobladores de Europa, de los hombres de la Edad de Piedra, que hoy los
sabios están sacando á relucir.

De todo esto se deduce, á mi ver, que poco ó nada se sabe de los
principios de nuestra especie, y que apenas hay ciencia más obscura y
contradictoria que la cronología de las primeras edades del mundo. En
cuanto á los diluvios fuerza es creer que ha habido uno universal, ya
que así lo afirman nuestras Sagradas Escrituras; pero podemos poner en
duda esos enormes diluvios parciales causados por los hielos del uno ó
del otro polo en ciertos períodos.

Tal vez basten las fuerzas permanentes de las aguas y de los volcanes,
en la larga serie de siglos, según la teoría de Lyell, para cortar
istmos y abrir estrechos, allanar valles y aupar montañas, cambiar la
posición de los continentes y de las islas, y transformar la tierra en
mar y la mar en tierra.

La idea de Adhemar, que fué el inventor de los diluvios periódicos,
parece una renovación de la Kalpa ó del día y la noche de Brahma, que
duraba 432 millones de años, ó del año grande de los egipcios y de
Orfeo; sólo que en vez de durar este período por lo menos 120.000 años,
dura 21.000, según Adhemar. Este año grande, de los dichos 21.000 años,
tuvo su verano máximo para nuestro hemisferio boreal, en 1248, reinando
San Fernando en Castilla. Desde entonces los veranos de todos los años
van menguando y van creciendo los inviernos, hasta que llegue el año de
6498 de Cristo, en el cual los veranos y los inviernos serán exactamente
iguales en ambos hemisferios. Á lo que parece, en los momentos de esta
igualdad está el grave peligro. Los hielos que se han ido amontonando en
el Polo Sur, durante el largo invierno de 10.500 años, que por allá hay,
se derretirán, buscando el equilibrio, y habrá un nuevo diluvio que tal
vez destruya casi todo el humano linaje. En suma, y sin entrar en
reconditeces astronómicas, cada 10.500 años hay ó debe haber un diluvio,
que se va preparando lentamente con la aglomeración de los hielos, ya en
un Polo, ya en otro, á causa del mayor frío que hace alternativamente,
ora en el hemisferio austral, ora en el boreal. Como el nuevo diluvio
está anunciado para el año de 6498, es claro, como la luz del día, según
Adhemar, que el diluvio próximo pasado ocurrió en el año de 4002 antes
del nacimiento de Cristo. Se conoce que Adhemar no ha querido disgustar
al Padre Petavio, y su último diluvio coincide, sobre 100 años más ó
menos, con el de Noé.

Dirán algunos lectores que estos apuntes cronológicos son un extraño
principio de novela; pero yo les pido perdón y me disculpo asegurando
que no es dable empezar de otro modo. La novela es un poema prosaico;
una epopeya sin poesía ó con poca poesía; y aunque en la novela entre
por mucho la invención, ó si se quiere la inspiración, conviene que esta
invención ó esta inspiración tenga algún fundamento, y no se quede en el
aire. Pongamos por caso el rapto de Sita por el tremendo rey de los
raksasas, Ravana; la alianza de Rama con los valerosos é ilustres monos,
y con Sugriva, su poderoso monarca, los cuales tan enérgicamente le
auxiliaron; su expedición á Ceilán, y el sitio y conquista de Lanka,
capital de aquella isla, con todos los portentos que allí ocurrieron.
Estos acontecimientos, en lo antiguo, podían referirse de un modo épico,
sin indicar la fecha, ni siquiera próximamente. Hoy día es preciso
marcar una fecha, créanla ó no la crean los lectores. Si yo tuviera que
contar los hechos de Rama, tendría que apelar á los críticos y
cronologistas para fijar el tiempo en que sucedieron, y he de confesar
que me vería apuradísimo. Unos me dirían que 5.500 años antes de Cristo;
otros que mucho después. Lo mismo ocurriría con casi todos los sucesos
de la India antigua. La vida de Krishna, por ejemplo, algunos la ponen
más de 3.000 años antes de Cristo; otros, como Bentley, hacen á Krishna
tan moderno, que ponen su nacimiento con exactitud maravillosa (en
virtud del horoscopio ó aspecto del cielo, cuando nació el Dios), el día
7 de Agosto del año 600 de nuestra Era. Quien supone que la leyenda de
Krishna ha servido de modelo á la historia de nuestro Divino Redentor;
quien no ve en la leyenda de Krishna sino una invención de los
brahmanes, un remedo de la vida de Jesucristo, interpolado en los
antiguos libros y poemas de la India, con el propósito de hacer
ineficaces todas las predicaciones de nuestros misioneros.

Por lo expuesto se notará que sobre la dificultad inherente á la
cronología de los tiempos antiguos, está la mayor dificultad que ha
creado la pasión religiosa. Los amigos del Cristianismo, para
conciliarlo todo con la corta edad que la Biblia concede al mundo,
propenden á negar antigüedad á todo; y los enemigos del Cristianismo,
con menos crítica á veces, dan á ciertos sucesos y á ciertas
civilizaciones, una antigüedad portentosa. En la opinión de cada sabio
entra, además, por mucho, en no pocos casos, una ciega y decidida
predilección por un pueblo y por una cultura, objeto de sus estudios
favoritos. Tal sabio, como Beauregard, hace que todo proceda de Egipto:
leyes, religiones, artes y ciencias; tal otro, como Jacolliot, que todo
nazca de la India. De aquí también proceden en parte las divergencias en
punto á cronología.

En fin, á pesar de estas divergencias, yo tengo que fijar algo, antes de
empezar esta primera leyenda. Si carezco de la ventaja de ser sabio, el
no serlo lleva también una ventaja. Como no he hecho estudios favoritos
de nada, nada es objeto de mi particular afición. Lo mismo me interesan
los chinos que los egipcios; no quiero más á los indios que á los
persas. No adulteraré yo la verdad ni trocaré las fechas por amor á
ninguna tribu, nación ó raza, ni por afecto á ningún gran legislador,
profeta, semidiós ó dios antediluviano.

Empecemos, pues, por creer en el diluvio universal y no parcial, único y
no periódico, y ocurrido en el mismo año en que, de acuerdo con el Padre
Petavio, le coloca nuestra _Guía de Forasteros_. Una vez sentado y
admitido esto, pongamos aparte á los chinos, que tendrán que intervenir
muy poco en nuestras leyendas. Los demás pueblos, estirando algo la
cronología bíblica, y condensando algo sus revoluciones, adelantamientos
y desarrollos de cultura, caben todos dentro de los 4.000 años que van
desde el Diluvio hasta nuestra Era. Tal vez los egipcios, con sus
innumerables dinastías, se resistan á entrar en tan breve espacio de
tiempo; pero haremos oídos sordos contra sus clamores y protestas, y
prescindiremos de los períodos de Phta y de Phré, y de los reinados de
Osíris y de Horus, evidentemente mitológicos. Supongamos á Menes primer
rey de Egipto, y aunque le supongamos lo más cerca que se pueda del
Diluvio universal, siempre habremos de imaginar que muchas de las quince
ó dieciséis dinastías, que se cuentan desde entonces hasta el momento en
que va á empezar nuestra primera leyenda, fueron simultáneas. Cuando
nuestra historia empieza, el Egipto estaba mucho tiempo hacía bajo la
dominación de los árabes ó hycsos. Uno de sus reyes, llamado Apofis, es
quien había tenido aquellos sueños que interpretó el casto José, y quien
le nombró luego su primer Ministro.

Un sucesor de Apofis, por nombre Janías, reinaba en Egipto en el momento
en que va á empezar nuestro relato. La capital de su reino era Sais. Los
reyes indígenas, después de haber ido palmo á palmo haciendo la
reconquista, habían logrado dar á su reino una gran extensión, y tenían
por capital de él la magnífica ciudad de Tebas, Of ó Dióspolis magna,
que por todos estos nombres es conocida. El rey ó Faraón, que por
entonces reinaba en Tebas, se llamaba Temuz; grande y terrible
personaje, algo parecido á un D. Jaime el Conquistador entre los
egipcios.

En la India había decaído el inmenso poder de los reyes de Ayodia. Los
sucesores de Isvakú y de Rama el divino, dominador de los raksasas,
protector de los monos multiformes y sabios y destructor de Lanka,
capital de Ceilán, habían venido muy á menos. Entre tanto, la Casa Real
de los Chandras ó hijos de la Luna se había elevado mucho, y el soberano
reinante de esta dinastía había tomado el título de Maharadjad ó Gran
Rey. La terrible guerra de Mahabarat no había estallado aún.

Sobre Asiria y Caldea se nos ofrecen algunas dificultades que importa
allanar para la mejor inteligencia de esta notable leyenda y de las
sucesivas. Sabido es que Botta, Layard, ambos Rawlinson, Oppert y otros
doctos arqueólogos, han excavado en las ruinas de Nínive, de Nimrod, de
Persépolis, de Corsabad y de otras antiguas ciudades; han desenterrado
prodigiosos monumentos; los han descrito; los han explicado, y hasta han
leído no pocas inscripciones cuneiformes, poniendo en claro su sentido.
Confrontando después estos datos con los suministrados por la Biblia,
Herodoto, Ctesias y Beroso han rehecho y esclarecido en extremo la
historia de los caldeos, asirios y babilonios. Merced á tan raros
trabajos, la historia, las leyes, los usos y costumbres, la cronología,
la vida, en suma, de los grandes imperios semíticos de las orillas del
Tígris y del Eufrates, son tan bien ó mejor conocidos que los de algunos
pueblos de la Edad Media en Europa, sobre todo desde la famosa Era
llamada de Nabonasar, año de 747 antes de Cristo, unos seis ó siete años
después de la fundación de Roma. Lo que es ya desde el reinado de
Senaquerib, en 686, la cronología no puede ser más exacta. Los mismos
objetos de entonces, descubiertos por infatigables anticuarios, nos
alucinan hasta el punto de imaginar que tocamos con la mano y vemos con
nuestros ojos mortales la civilización de aquel siglo. Aquí, en Madrid,
en nuestros bailes y fiestas, hemos contemplado al cuello de una ilustre
dama, entre otros cilindros ninivitas y babilónicos, el sello real de
Asar-Addon, conquistador de Babilonia, hijo de Senaquerib y padre de
Nabucodonosor I.

Las dificultades y dudas en la historia de Caldea y de Asiria ocurren
mucho antes. Sin embargo, todos los sabios convienen ya, gracias á Dios,
en lo más esencial. De esperar es asimismo que no pocas dudas y
divergencias que quedan lleguen con el tiempo á resolverse. Rawlinson
dice que, de vez en cuando, es menester rehacer ó componer de nuevo la
historia de los antiguos imperios del Asia. Recientes descubrimientos
la modifican y aclaran cada vez más. Debe, pues, conjeturarse que, no
bien se escriban, con el andar de los tiempos y el progreso de la
ciencia, tres ó cuatro historias tan magistrales como la suya, vendremos
á saber á punto fijo lo que ocurría á orillas del Eufrates veinticinco ó
treinta siglos antes de Cristo, como se sabe ya lo que ocurría seis ó
siete siglos antes. En el ínterin, el historiador, grave y concienzudo,
tiene que limitarse á rastrear por indicios, en medio de mil
vacilaciones, ciertos sucesos capitalísimos, dejando entre ellos
inmensas obscuridades ó lagunas por iluminar ó por llenar. El poeta ó el
novelista, que es un poeta en prosa, es el único que por hoy puede
llenarlas, gracias á una inspiración semi-divina en que deben creer sus
lectores. Algo, con todo, puede ya fijarse como fundamento, casi con
prueba plena.

Los autores están concordes en suponer ó sospechar un Imperio de Asiria
anterior á Nemrod.

Nemrod vino por mar; pertenecía á la raza cusita ó etiópica; venció á
los asirios, y fundó un nuevo Imperio en el Sur de la Mesopotamia, cuya
capital fué Ur, á orillas del Eufrates.

Asur se retiró al Norte con los asirios que no se sometieron al yugo de
los cusitas ó caldeos.

El Imperio de Nemrod, ó la antigua Caldea, se llamó también el Imperio
de las Cuatro Razas. Aquel _fuerte cazador delante del Señor_ tuvo por
súbditos á cusitas, arios, semitas y turaníes, esto es, á gentes de las
razas amarilla, blanca y negra. El pueblo dominante fué el cusita ó
etiópico.

De la dinastía de Nemrod se citan con certeza otros dos nombres de
reyes, á saber: Urukh é Ilki, de cuyos colosales alcázares y torres aún
se descubren vestigios.

Á lo que parece, el Imperio de Nemrod, hacia el año de 2.400 antes de
Cristo, se desmembró y fraccionó en varios reinos, hasta que un siglo
después un rey llamado Kudur-Lagomer ó Codorlahomor, y yo tengo para mí
que era de raza ariana, hizo tributarios á otros muchos reyes y
restableció el Imperio, por breve tiempo.

Nadie ignora que este Codorlahomor fué contemporáneo de Abraham. Los
semitas iban ya recobrando su antigua preponderancia sobre las demás
razas. En Arabia, venciendo previamente á los cusitas, que allí
predominaron, habían fundado un reino muy fuerte y guerrero, cuyo centro
era el Yemen y el Hadramaut. Contaban aquellos reyes árabes por
antecesores á Jectan, Sabá y Homeir, por lo cual las tribus que les
estaban sujetas se solían apellidar los jectanidas ó los homeiritas.

Por último, en el tiempo en que empieza nuestra primera leyenda, reinaba
en Arabia un descendiente de Homeir, llamado Aret-el-Rech, á quien
algunos historiadores clásicos llaman Areo. Aliado este Areo con Nino,
tercero ó cuarto sucesor de Asur, venció á los cusitas; y así vino á
fundarse la gran Monarquía asiría de Nino. Con el auxilio de
Aret-el-Rech, Nino se enseñoreó de todo el Asia central.

Llega ahora el punto más dificultoso y de mayores dudas: la primitiva
historia del Irán. El mismo Rawlinson no se atreve á retroceder con paso
seguro en esta historia sino hasta 600 ó 700 años antes de Cristo para
los medos, y para los persas hasta el reinado de Ciro ó poco antes; esto
es, que empieza casi donde nosotros vamos á concluir las leyendas. Mas
no es esto decir que nos hayamos engolfado en las edades plenamente
fabulosas. Historiadores, aunque sabios y prudentes, menos tímidos que
Rawlinson, hallan verdad histórica en los sucesos del Irán bastantes
siglos antes de Ciro, y algunos reconstruyen una historia del Irán que
empieza antes de la separación de los Indios y de los iranienses, cuando
ambos pueblos formaban uno solo; los arios, que entonaban juntos los
himnos religiosos del Rig-Veda en la primitiva región de Ariana-Vaega.
Todos los hechos de esta larga historia iraniense, anterior á Ciro,
están sacados de antiguas tradiciones conservadas por los güebros ya en
libros sagrados, ya oralmente, y recogidas muchas por los poetas épicos
del tiempo de los Soberanos musulmanes de Gasna. Entre todos estos
poetas épicos, descuella Firdusi, el Paradisaico. Su obra se titula el
_Shah-Nameh_ ó _Libro de los Reyes_. Á imitación y como continuación del
Shah-Nameh, se escribieron después otras epopeyas, otros _Namehs_ ó
_Libros_, que hacen del ciclo épico del Irán uno de los más ricos y
fecundos. Hay el _Gerschap-Nameh_, el _Barsu-Nameh_, el
_Djusgan-hir-Nameh_, el _Feramur-Narneh,_ el _Banu-Guyasp-Nameh_, el
_Bahman-Nameh_, y otros muchos que sería prolijo ir mentando. Los
Soberanos, los Príncipes y los héroes del Irán son cantados extensa y
lindamente en estos poemas. Sobresale entre todos Rustán, como en el
ciclo épico carlovingio sobresale Roldán, y el Cid en nuestra magnífica
epopeya de las guerras entre moros y cristianos, durante los siglos
medios. La cuestión está en decidir si todos estos cantos populares
tienen más valor histórico que los Libros de Caballerías; si los
Rustanes, Feramures y Barsúes son tan fantásticos como los Amadises,
Esplandianes y Lisuartes; ó si los _Namehs_, con las hazañas y guerras
que refieren, se fundan al menos, como la Iliada y la Odisea y las obras
de otros homeridas, hasta Juan Tzetzas y Colutho, en casos reales y
verdaderos, si bien abultados por la tradición y por la fantasía del
vulgo. Yo me inclino á creer que, despojados de lo sobrenatural, los
sucesos referidos por Firdusi y otros épicos de Persia pertenecen á la
historia. Los historiadores orientales, como Kondemir y Mircondo,
refieren también muchos de dichos sucesos, y, si bien Klaproth les niega
toda autoridad, hoy, en el estado actual de la ciencia, no es lícito ser
tan escéptico. Los libros sagrados zendos, como el _Vendidad_ y el
_Desatir_, confirman lo que cuentan las historias y poemas posteriores
al Islán. Estas historias estaban además basadas sobre tradiciones muy
fidedignas y sobre documentos y monumentos antiquísimos. No pocos de los
autores, como Firdusi, el más glorioso de todos, eran _dehkanes_, esto
es, antiguos nobles del Irán, hidalgos por decirlo así, de muy ilustre
casa, cuyas genealogías debieron guardarse.

En suma, yo creo que muchas de las historias del Irán, antes de Ciro,
deben tenerse por ciertas y algunas por probables y verosímiles.

En este supuesto, diré que el Mahabad de los Persas parece ser el mismo
Manú de los Indios, un legislador mítico primitivo. Otro profeta
iraniense, llamado Dji-Afram, simboliza el período histórico del cisma ó
separación de indios y persas. El Ariana-Vaega, con sus reyes Cayumors,
Ferval, Siamek y otros, sólo prueba que hubo una sociedad primitiva, en
la cual formaron un solo pueblo los indios, los iranienses y los escitas
blancos.

Después de la separación, los iranienses, conducidos por Djenschid,
emigraron y fundaron el reino ó Imperio de Vara, cuya capital fué Raga.
Un conquistador, llamado Zohac, destruyó el Imperio de Vara y vino á
reinar sobre los iranienses. En el reinado de Zohac empieza nuestra
primera leyenda. Pero, ¿quién fué este Zohac y en qué siglo vivía? Á mi
ver, Zohac era semita, era el propio Aret-el-Rech, ó más bien un sobrino
y lugarteniente de aquel famoso rey del Yemem, aliado de Nino. En esto
me aparto de la opinión de Rodier, quien hace á Zohac cusita y supone
que reinó siete mil años antes de Cristo; pero tengo á mi lado á
Gobineau en su _Historia de los Persas_, quien hace que viva y reine
Zohac en la época más reciente de Nino, rey de Asiria.

Finalmente, reinaba por entonces en la Escitia un rey llamado Tihur. La
capital de su reino era la hermosa ciudad de Vesila-Tefeh. En ella
introduciremos al punto á los lectores para que tenga verdadero comienzo
nuestra historia.


II.

Vesila-Tefeh, por más que parezca inverosímil, estaba situada en medio
de las que son hoy áridas estepas por donde vagan los kirguises. En la
orilla Norte del Sir ó Jaxartes se parecía la hermosa ciudad, cuyas
casas y palacios se reflejaban en las aguas del caudaloso río. El
Imperio de que era capital se extendía por el Sur hasta el Oxo ó el
Amú-Deria. Más allá, un arenoso desierto. Otro desierto arenoso le
separaba por el Oriente de la Sogdiana. Por el Occidente tenía por
límites el Caspio y el Aral, que entonces formaban un mar solo. Por el
Norte no conocía otros términos ó fronteras que la mayor ó menor pujanza
de los escitas, vasallos del Rey Tihur, para tener á raya á los pueblos
nómadas y enteramente feroces que iban errando por los páramos boreales.
En suma, los dominios del Rey Tihur, eran como un oasis de cultura, como
una isla civilizada en medio de un Océano de barbarie.

Á pesar de este aislamiento, los escitas de Vesila-Tefeh dejaron memoria
de sus virtudes y de su ciencia aun entre los mismos griegos, tan
vanidosos. Zalmoxis, Abaris y otros filósofos escitas se cuenta que
llevaron á Grecia religión, oráculos, ritos y misterios profundos. La
fama lejana de estos escitas hizo nacer sin duda en Grecia la fábula de
los felices hiperbóreos, que vivían en un país feraz y rico, y que
componían y cantaban los himnos más bellos que imaginarse pueden, por
ser muy amados de Apolo. Ello es que, muchos siglos antes de que en
Grecia escribiesen Homero, Herodoto y Esquilo, y aun antes de que á
Grecia llevasen los fenicios la escritura, florecía Vesila-Tefeh con
extraordinario florecimiento. Regado el fértil terreno por las aguas de
siete ríos, de muchos arroyos y de numerosos canales, estaba cubierto en
partes de hermosas huertas y jardines. No faltaban bosques umbríos de
pinos, abetos y robustas encinas. Había campiñas extensas donde se
producía trigo en abundancia, y sobre todo dilatadísimas dehesas
cubiertas de fresca y larga hierba, donde pastaban numerosos rebaños.
Pero la más envidiable calidad del País de los Siete Ríos, que así se
apellidaba el reino de Vesila-Tefeh, era la abundancia de oro. Los
esclavos de los escitas, no sólo sacaban el oro lavando las arenas, sino
también ahondando tenazmente con instrumentos de bronce en el seno de
las montañas. Los rusos han descubierto muchos restos de estas
antiquísimas minas, á las que llaman, no sé por qué, _pozos fínicos_.
Nadie duda que los rudos tártaros, que hoy habitan en las vertientes del
Ural, tanto en Kirguisia como en Siberia, son y han sido siempre
incapaces de ejecutar para sí tan hábiles trabajos, los cuales no pueden
menos de atribuirse á los antiguos escitas. Y digo _para sí_, porque en
realidad los tártaros, la gente de raza amarilla y no pocos hombres de
raza cusita ó etiópica, reducidos á la condición de esclavos, eran los
que laboreaban las minas bajo la dirección de los escitas-arios. Éstos,
como raza dominante y noble, se hubieran deshonrado ejerciendo cualquier
otro oficio que no fuese el de pastores, el de la guerra, la caza y la
agricultura. Multitud de esclavos de raza amarilla y etiópica se
empleaba en los menesteres más bajos y mecánicos. Otros esclavos semitas
hilaban y tejían la lana, el lino y el cáñamo; forjaban las armas y
utensilios de bronce, porque el hierro no se trabajaba aún; curtían y
adobaban las pieles; desempeñaban varias industrias más elegantes, y
hacían, por último, el comercio.

Dificultoso era venir desde Nínive ó desde Babilonia trayendo
mercaderías hasta Vesila-Tefeh. Pero, ¿qué no vencen el interés y la
perseverancia del hombre? Los dos emporios principales desde donde se
hacía el comercio entre el Sur del Asia y nuestros escitas, eran el
Chersoneso Táurico y Colcos. Las caravanas que salían de Cherson tenían
que sufrir grandes trabajos, atravesar países desiertos ó habitados por
tribus feroces y pasar ríos caudalosos como el Tanais, el Rha y el Daix,
que hoy se nombran el Don, el Volga y el Ural. Todo esto se hacía, sin
embargo, y el antiguo camino de los mercaderes que señala Herodoto,
cruzaba por la parte septentrional del reino de Vesila-Tefeh y se
prolongaba hasta la China. Desde Colcos, más activo emporio aún en las
edades remotas, se iba también hasta Vesila-Tefeh, aunque exponiéndose
á peligros gravísimos que la imaginación magnificaba, pues era necesario
salvar torrentes ó ríos impetuosos como el Kur, cruzar los desfiladeros
del Cáucaso ó Montaña Sagrada, donde vivía el pájaro inteligente llamado
Karshipta, y discurrir por comarcas donde moraban gentes tan fieras, que
la fantasía del vulgo las había trocado en monstruos, bajo los nombres
de arimaspes, grifos y gorgones.

Á pesar de todo esto, Vesila-Tefeh era un gran mercado; un centro
comercial importantísimo. De China venían sedas y objetos de marfil
labrado; de Siberia preciosas pieles; de la Arabia plumas y aromas, y de
la India especierías y tejidos de algodón, delicados y aéreos. En las
comarcas meridionales del Reino de Vesila-Tefeh, hacia donde están hoy
Kiva, Samarcanda y Bucara, se daba ya entonces el algodón como se da
ahora, pero sólo se fabricaban telas groseras. Las finas y perfectas
venían de la India por Colcos. Este comercio, que hizo Colcos durante
muchos siglos, en telas de algodón, excitó, según algunos graves
economistas, la codicia de los griegos y promovió la expedición de Jason
y de los argonautas y los infortunios y horrorosa venganza de Medea.
Jason iba á establecer una factoría en Colcos y el famoso Vellocino de
oro no era más que percal, gasa, muselina ó cotonía. Tal vez algún
etimologista ingenioso se atreva á sostener, en confirmación de lo
dicho, que la palabra _colcha_ viene de Colcos ó de Colchida, puesto que
las colchas son de algodón casi siempre. Otros autores aseguran, á pesar
de todo, que el Vellocino dorado no era una tela de algodón, sino una
zalea, adobada y preparada de un modo tal, que lavando en ella las
arenas auríferas en que los ríos de Colcos abundan, los granitos y
pajitas de oro se quedaban adheridos á la lana. Dícese que todavía, no
ya sólo algunos pueblos del Cáucaso, sino también los kirguises, se
valen de semejante método prehistórico para extraer el oro de las
arenas. Pero dejemos á un lado esta cuestión, pues importa poco á la
exactitud y escrupulosa verdad de nuestra historia.

Otro medio había también de comunicarse con el país de los Siete Ríos,
pero era no menos difícil y peligroso. Era este medio atravesar todo el
mar Caspio ó de Hircania, mar proceloso y de muchos bajíos, y harto
mayor entonces que ahora. Acrecentaba la dificultad el no conocerse
entonces, no ya el vapor como fuerza motriz, pero ni siquiera el uso de
las velas. Las embarcaciones eran chicas y poco sólidas y se movían á
remo por fornidos esclavos. Aun así, es evidente que mientras floreció
el Imperio de Vara, Djenschid y sus sucesores sostuvieron por mar, con
los reyes de Vesila-Tefeh las relaciones más cordiales, frecuentes y
provechosas para unos y otros súbditos, los cuales se reconocían como
hermanos, por ser arios de la misma estirpe y procedencia. Caído el
Imperio de Vara bajo el poder del tirano Zohac, casi habían acabado
estas relaciones. Los iranienses gemían bajo el yugo, si bien en las
montañas del Elburz se sostenían independientes algunos valerosos.
Sabíase en Vesila-Tefeh que un ilustre descendiente de Djenschid,
llamado Abtian, los acaudillaba, pero ni tenía plaza fuerte, ni morada
fija, sino las breñas y las cavernas. Sólo en la cumbre elevadísima del
monte Demavend, en el castillo inaccesible de Selket, el más ilustre de
los _pelavanes_, ó guerreros nobles, ondeaba aún la antigua bandera del
Irán. Amol, Raga y otras ciudades del Elburz gemían cautivas y tenían
guarnición asiria ó árabe.

Dos reinos arianos había en las orillas meridionales del Mar Caspio,
pero se habían hecho tributarios de Zohac y de Nino. Uno de estos reinos
era el de los medos, al Oriente, donde imperaba Kus-Pildendan. El otro,
al Occidente, donde está hoy el Ghilan, era el reino escita de Matjin;
su capital, Zibay; Behek su monarca.

La catástrofe del imperio de Vara, desde que llegó á noticia de los
vesilianos, había conmovido hondamente los corazones. Todos querían
socorrer á los pocos que peleaban aún por la independencia y por la ley
pura: pero ¿cómo socorrerlos? ¿Cómo luchar contra los árabes, asirios,
caldeos y medos coaligados todos? ¿Cómo hacer además con un ejército
numeroso tan larga y expuesta expedición, ni por mar, ni por tierra? Los
vesilianos tuvieron, pues, que limitarse á una estéril simpatía, y se
vieron más aislados que nunca del resto del mundo civilizado entonces.

Por fortuna, la civilización de Vesila-Tefeh tenía recursos propios, y
muy hondas y vigorosas raíces para vivir aisladamente. Aquellos ilustres
escitas-arios no eran sólo guerreros, pastores y labriegos, sino también
artistas, poetas, filósofos y hasta teólogos.

De su habilidad artística daba brillante muestra la arquitectura de los
muros, casas, palacios y templos de Vesila-Tefeh. ¡Cosa singular y
apenas creíble! Aquella arquitectura era el germen, el embrión, la flor
primera de lo que hoy se llama estilo gótico. Sin duda el arte de
Bizancio y la religión cristiana han influído muy posteriormente en
dicho estilo; pero sus inventores fueron los arios de la Escitia, que en
sus inmigraciones sucesivas le introdujeron en Europa. La ciudad de
Sarmazigetusa, el castillo de Genucla y otros edificios géticos y
sármatas, representados en la Columna Trajana, inclinan á Gioberti y al
famoso Carlos Troya á creer que los getas, los sármatas y los dácios,
descendientes de los escitas primitivos, trajeron á nuestra Europa
aquella arquitectura, existente ya, por lo menos, en los antiguos
edificios de Deceneo y de Zalmoxis. Digo esto aquí para que se vea que
tengo pruebas en favor de todos mis asertos, si bien las pruebas son
inútiles, cuando lo sé y lo doy por seguro, merced á la inspiración.

Harto bien noto que me detengo mucho en preparar la escena y en dar
conocimiento de mis actores, sin hacerlos salir ni hablar; pero la
historia ó el drama que va á representarse, exige tales preámbulos. De
otra suerte, bastantes lectores ni se darían cuenta de dónde estaban, ni
gustarían de la leyenda, ni tal vez la comprenderían. Por lo demás, yo
procuro y procuraré siempre ser muy breve.

Ya he dicho que la ciudad de Vesila-Tefeh estaba en las orillas del Sir.
Un puente de piedra unía ambas orillas del río. Los muros que cercaban
la ciudad eran altos y gruesos, hasta el punto de que pudiese correr un
carro por cima de ellos. Cuatro anchas puertas, revestidas de chapas de
bronce, daban entrada á este recinto. Dentro de él estaban las casas de
los más nobles y principales señores, un templo en lo alto de un cerro,
y no muy distante el alcázar del Rey Tihur. No había calles. Las casas
estaban separadas unas de otras por arbolado y jardines. Fuera del
recinto de la muralla, que más bien pudiera llamarse ciudadela que
ciudad, se extendía la población y el caserío. En torno de cada casa
había una cerca, más ó menos grande, y, resguardados por la cerca ó
tapia, un huerto, un aprisco para los carneros y ovejas y un tinado para
los bueyes.

En el templo había una torre, de forma cúbica, que terminaba en una
pirámide cuadrangular, muy aguda. Entre el extremo del cubo y la base de
la pirámide, quedaba un espacio hueco, sostenido por cuatro poderosos
machones. Del techo de este mirador colgaba, asida á una cuerda, una
enorme plancha circular de cierta amalgama metálica, en extremo sonora,
la cual, herida por un mazo de plata, daba la señal de alarma, y
convocaba á los guerreros.

Lo interior del templo era muy bello. Diez gigantescos pilares sostenían
la techumbre. Cada pilar, desde el zócalo hasta lo alto, se asemejaba á
un grupo de palmas, cuyos troncos, unidos en manojo, esparcían luego las
airosas ramas, formando la bóveda ojival. No había imagen alguna. Sólo
había un altar en el fondo, sobre el cual brillaba perpetuamente el hijo
del cielo, la emanación de Ahura Mazda, el fuego divino.

En Vesila-Tefeh no había sacerdotes, ó por mejor decir, eran sacerdotes
los padres de familia. El rey, como Melquisedec, era el primero de
todos.

El dios que adoraban aquellas gentes era el Grande Espíritu, el Ser
Supremo, cuya noción no habían ofuscado aún el politeísmo y la
idolatría. En un principio, habíanle llamado Teu, ó Dev ó Div. Desde el
cisma entre iranienses é indios, este nombre de Div se había aplicado al
príncipe de las tinieblas, á los genios negros, á los espíritus
tenebrosos. Los Divs, en suma, eran los diablos para los iranienses y
para nuestros escitas-arianos. Los sabios de Vesila-Tefeh, conociendo
bien la ciencia y la teología iránicas, al principio luminoso, al foco
de la luz increada, al Grande Espíritu, en suma, generador de todo bien,
le llamaban Ahura-Mazda. Ariman era su contrario.

El vulgo, ignorante de tan altas doctrinas, llamaba á Dios Boga ó
Savitar. Daba culto asimismo á los genios buenos ó espíritus que le
servían; á las almas de los héroes, á quienes llamaba Anses; al fuego
del altar y al Soma ó licor sagrado. El modo de adoración eran
sacrificios cruentos, libaciones é himnos. Aun no había otra liturgia ú
otro canon que la inspiración de cada sacrificador y de cada poeta.

Delante del alcázar del Rey Tihur hacían guardia constante 60 guerreros
escogidos, de las más egregias familias. Todos tenían lanzas, arcos,
flechas y una espada corva ó alfanje. Ya servían á pie, ya á caballo, y
constituían el único ejército permanente. Verdad es que todos los
ciudadanos libres eran soldados, y acudían al llamamiento en caso de
peligro.

El alcázar del Rey Tihur era espacioso, cómodo y lleno de regalos y
primores. Encerraba en su piso bajo magníficas caballerizas con hermosos
caballos, asnos, mulas y cabras; cinco carros elegantes; podenquera, que
contaba unas cuantas jaurías de galgos y de podencos; no escasa
colección de halcones, gerifaltes neblíes y hasta águilas y buitres
adiestrados en la cetrería; anchos corrales poblados de aves domésticas,
y un jardín muy lindo. También estaban en el piso bajo las cocinas,
despensas y bodegas y las habitaciones de la servidumbre.

Moraba el Rey Tihur en las cámaras altas, donde había grandes salones.
Armas colgadas en haces, pieles de fieras, cabezas de venados, de lobos
y de osos ornaban los muros.

En lo más recóndito y bello del palacio se encontraba el harem ó
_gineceo_. Los escitas no tenían más que una sola mujer, pero los reyes
y los príncipes se permitían (habiendo tomado esta pícara costumbre de
los cusitas y semitas más refinados y viciosos), el poseer algunas
bellas esclavas.

El Rey Tihur, si bien pasaba ya de los cincuenta años, no se había
casado nunca y carecía de sucesión legítima. Un hermano suyo debía
heredar el trono, previo el consentimiento y aclamación de los nobles y
libres vasallos.

Ni las esclavas que habitaban el harem ni las más gentiles y nobles
doncellas de toda la Escitia habían herido jamás el corazón del Rey
Tihur, ni excitádole al matrimonio. Fuerza es confesar, sin embargo,
aunque redunde en desdoro suyo, que el Rey Tihur había sido y era aún, á
pesar de sus años, muy aficionado á mujeres. Este era casi su único
defecto. Por lo demás, era tan llano, tan justo, tan valiente, tan
generoso y tan benévolo que todos sus vasallos le querían de un modo
entrañable.

Considere, pues, el pío lector lo afligidos que estos vasallos andarían
al empezar nuestra narración. El Rey Tihur se hallaba aquejado de una
melancolía profunda, misteriosa, invencible.

Encerrado en su estancia sólo se dejaba ver de su fiel esclavo favorito
Amrafel, negro como la endrina y fiel como el oro. Hombres versados en
la ciencia y arte de curar habían acudido con hierbas, conjuros y versos
mágicos, mas el rey no había querido recibirlos.

En Vesila-Tefeh no se hablaba más que de aquella extraña dolencia.
Preguntábanse unos á otros:

--¿Qué tendrá el rey?--pero nadie daba contestación satisfactoria.


III.

La profunda melancolía del Rey Tihur no tenía causa conocida. Era el mal
de moda en nuestro siglo; pero entonces, aunque no se hablaba tanto de
este mal, no era menos frecuente. En las primeras edades del mundo hubo,
como en nuestra edad del vapor y del magnetismo, corazones con un amor
sin objeto, con un afán vehemente de admiración y de adoración, sin
hallar nada digno de ser admirado y adorado; con un vacío infinito en la
existencia que nada puede llenar; con un ideal vago é irrealizable; con
un empeño loco de dar tan noble y elevado fin á la vida, que todo lo que
no es este fin parece vanidad y miseria.

La diferencia entre ahora y entonces, lo que induce á creer á los que
miran superficialmente las cosas que el mal de que hablo es más general
en el día, estriba en una mera figura retórica: en el _eufemismo_. El
que por feo, por tonto ó por poco listo, no es tan atendido y
considerado como él cree que merece; el que no llega á la posición á que
aspira; el que se aprecia y tasa en mucho más de lo que dan por él; y
muy singularmente el que tiene menos dinero del que necesita, y sabe
gastarle y no sabe adquirirle; todos éstos y no pocos más que adolecen
de otros achaques prosaicos, se atribuyen en el día el mal poético y
sublime del Rey Tihur. Ellos se curarían, y en efecto suelen curarse de
su hastío y desesperación _byroniana_, ya con un empleo, ya con unas
cuantas monedas, ya con una Gran Cruz, ya con un título de Marqués ó de
Conde; pero, mientras esto no llega, se colocan en el número de los
desesperados y de los seres superiores no comprendidos, y se declaran
ejemplos vivientes de las amarguras que pasa el _genio_ y de la
estupidez y ruindad del vulgo para con él.

No era así el Rey Tihur. Su desesperación y su aburrimiento eran de
buena ley, y, por consiguiente, incurables.

Los ejercicios violentos de correr á caballo y de cazar fieras no
mitigaban su dolor. En medio de las mayores agitaciones corporales su
alma estaba fija en la causa de su tormento. La fatiga rendía su cuerpo,
pero no rendía su espíritu. Hasta en sueños, el mal del espíritu le
perseguía y con nada acertaba á alejarle de sí.

Una mañana, poco después de levantarse, hallábase el rey en su estancia
más reservada y retirada. Cualquiera de nosotros, si estuviese tan
aburrido como él, tendría un cigarro, un libro ameno, un periódico para
distraerse. En tiempo del Rey Tihur no había nada por el estilo.

Estaba, pues, el Rey Tihur sentado en un enorme banco de roble, cubierto
el banco de una piel de oso y de varios almohadones. La ocupación del
rey era echar los dados de un cubilete y meditar sobre los caprichos
misteriosos del acaso. Entonces entró en la estancia el esclavo favorito
Amrafel, único que tenía permiso para ello, y se entabló el siguiente
coloquio.

Conviene, empero, antes de transcribirle aquí, dar una idea ligera del
aspecto y traza de ambos interlocutores.

Amrafel tendría de treinta á cuarenta años de edad, y ya hemos dicho que
era negro; de menos que mediana estatura, pero muy fornido. El fuego de
sus ojos y la extraordinaria blancura de sus dientes resaltaban sobre lo
atezado de su rostro. Nacido y criado Amrafel en Ur, se había instruído
en todas las ciencias y supersticiones de los caldeos, y sabía mucho de
astrología y de magia. Cuando Ur cayó en poder de los asirios-semitas,
Amrafel fué vendido como esclavo á unos mercaderes de Colcos, los cuales
le revendieron al Rey Tihur, de quien ahora gozaba toda la privanza.

Estaba vestido Amrafel con una túnica de lana obscura, ceñida al talle
por un talabarte de cuero de búfalo, de cuyos tiros colgaban una ancha
espada, á la izquierda, con vaina y puño de plata, y á la derecha un
largo puñal, cuyo puño y vaina eran de plata también. Traía los brazos
desnudos hasta los hombros, y en los brazos sendos brazaletes. Llevaba
en las orejas zarcillos, y en la vestidura, hasta la misma fimbria ú
orla inferior, varios cascabeles ó campanillas, que sonaban al andar, y
que eran, asimismo, de plata, como los brazaletes y zarcillos. Ya se
entiende que dichos cascabeles ó campanillas no eran adorno de bufón,
sino signo de dignidad palatina y de jerarquía elevada. Por esto, sin
duda, ha quedado entre nosotros el designar á cualquiera señor muy
respetable y encumbrado, llamándole _un señor de muchas campanillas_.
Llenos de campanillas iban siempre los levitas ó sacerdotes hebreos, y
aun ahora, en la iglesia griega, están cuajados de campanillas sonoras
los trajes más ricos y vistosos de los obispos, archimandritas y
patriarcas.

La cabeza de Amrafel estaba descubierta, dejando ver un pelo negro,
corto y muy rizado, aunque no tan áspero y crespo como la lana ó pasas
de los negros del Africa Occidental. Amrafel calzaba, por último,
elegantes sandalias, y empuñaba en la diestra una pértiga de marfil,
muestra de autoridad. Era como el pertiguero ó maestro de ceremonias del
palacio; algo parecido á lo que Jenofonte y otros autores llamaron
posteriormente _esceptuco_ en la corte de los acheménides.

Al entrar, Amrafel no saludó al rey, prosternándose al uso de los
asirios y caldeos, sino que, según la costumbre más noble y altiva de
todos los pueblos arianos, desde los indios hasta los celtas, describió
lo que llaman en sánscrito un _pradakshina_, ó dígase trazó un círculo ó
arco de círculo, presentando siempre al rey el lado derecho. Luego se
paró silencioso enfrente de su amo.

Este jugaba solo á los dados; juego prehistórico. Sus ropas eran de
finísima lana negra, ceñidas á la cintura por una faja de seda roja. Los
borceguíes ó coturnos, de cuero bien curtido, eran rojos también. La
rubia y larga cabellera del rey, que ya empezaba á encanecer, estaba
recogida por ínfula asimismo de seda roja. Era el Rey Tihur alto y
robusto, ancho de hombros, y de pecho dilatado. En sus piernas, que
hasta el muslo se veían desnudas, se dibujaban con brío todos los
músculos, cuerdas y tendones.

Sobre la pujante cerviz estaba gallarda y airosamente colocada la
cabeza, bien proporcionada y hermosa.

Los ojos del rey eran azules y ardientes, aunque velados por una triste
y amorosa expresión; y su boca, pequeña, á lo que podía descubrirse
entre la barba y el bigote, poblados y luengos. La tez era sonrosada y
blanca, á pesar de que el sol y la intemperie le habían dado un barniz ó
baño dorado; una especie de pátina semejante á la que imprime el tiempo
en los monumentos de mármol blanco de Andalucía, Sicilia y Grecia. En
fin, el perfil de la nariz y de la frente era tan correcto y
majestuoso, como imaginamos que debió serlo el de la nariz y la frente
del Júpiter de Fidias.

Durante un breve rato no advirtió el rey la entrada de Amrafel; tan
ensimismado estaba. Alzó, por último, la cabeza; vió á Amrafel y rompió
el silencio de esta suerte:

--Siéntate á mi lado; deseo hablarte con reposo.

Amrafel se sentó respetuosamente en un escabel, á cierta distancia.

El rey prosiguió:

--Tú no ignoras mi mal, Amrafel, pero no aciertas con el remedio, ni yo
creo que le tiene. Me cansa la vida, y no quiero morir. No puedo
persuadirme de que no hay nada más allá de esta vida. ¿No crees tú, como
yo creo, que después de la muerte queda de nosotros una sombra leve y
vaporosa, que tal vez vaga por la noche en torno del sepulcro, que tal
vez se levanta en el aire tenebroso y recorre volando muchos espacios,
pero cuya vida es incompleta y horrible, por lo mismo que esta sombra
conserva el pensamiento y la memoria, y no puede ver la luz del claro
día?

--Lo que pasa después de la muerte es un misterio,--respondió
Amrafel;--pero lo natural en el hombre es creer en una existencia
ulterior é imperecedera.

Yo he peregrinado mucho, he hablado con hombres de todas las naciones y
castas, y todos creen en esa vida ulterior, aunque explicándola de
diverso modo.

--¿Te satisface alguna de esas explicaciones?

--Ninguna, por completo; y menos que ninguna la de aquéllos que del
aniquilamiento y del endiosamiento hacen una misma cosa. El entender y
el querer son esencialmente distintos. Por el entender bien podemos
confundirnos con la inteligencia infinita, y perdernos en ella como una
gota de agua se pierde en el mar; pero la voluntad es un centro
individual irreductible. Mientras más se educa y se levanta la
inteligencia humana, más se identifica y confunde con toda inteligencia;
más se acerca á la inteligencia única de que proviene. Por el contrario
la voluntad; mientras más se educa y se levanta, por más que se someta y
se conforme á los decretos eternos, más se determina y se aisla; más se
individualiza y distingue. Tiene la voluntad su centro en sí, y en su
desarrollo no hace sino marcar con más energía este centro; mientras que
el entender tiene su centro fuera de nosotros. Es un centro universal
donde concurrirían y se perderían todas las inteligencias, reduciéndose
á perfecta unidad, si en el querer de cada individuo no se cifrase la
indestructible diferencia. La voluntad es el ser que nos hace sobrevivir
en el reino de las sombras: la forma, el ídolo, el fantasma nuestro es
la voluntad.

--Mi pensamiento está de acuerdo con el tuyo, en el modo de considerar
la vida futura. Yo concibo que un puñal, un veneno, cualquier agente
capaz de romper la máquina de mi cuerpo, puede separar las partes que le
constituyen y volverlas á los elementos de que salieron para que
compongan otros seres. Lo que no concibo es que mi forma desaparezca.
Este no sé qué, que me hace ser yo y no ser otro, no perece. Mas, ¿en
qué consiste este no sé qué?

--Debe ser una substancia sutilísima; algo como aire ligero.

--Tan sutil debe ser, que dudo mucho de que nuestros sentidos perciban
jamás las sombras. ¿Crees tú, que podemos verlas, oirlas, sentirlas de
algún modo, comunicar con ellas?

--Creo que sí; pero de un modo imperfectísimo. En esta vida mortal nos
comunicamos por medio de la palabra, que estremece el aire y hiere el
oído. La palabra de las sombras debe estremecer otro ambiente más raro y
debe herir otros sentidos más agudos y perspicaces. El lenguaje de las
sombras debe ser, por último, más compendioso y rico. Su concisión y
energía maravillosas.

--¿Cómo explicas, entonces, la evocación? ¿Acaso no crees en la
evocación de las sombras?

--No tan sólo creo, sino que me juzgo capaz de evocarlas.

--¿Y cómo podrás ponerme en comunicación con los muertos?

--Sobreexcitando tus sentidos, dándoles mayor perspicacia y penetración;
pero, aun así, confieso humildemente que sólo podrás entenderte con las
sombras por un estilo rudo y grosero. La palabra verdadera de las
sombras jamás la oirás mientras vivas; su lenguaje será ininteligible
para tí mientras conserves ese cuerpo que hoy tienes.

--De suerte--dijo el Rey Tihur,--que si sólo por estilo grosero y rudo
pueden las sombras hablar conmigo, ¿cómo ha de ser que me descubran nada
de los misterios de su vida; que me infundan nuevas ideas, inefables,
sin duda, en el lenguaje en que sólo hablan conmigo?

--Si no es imposible, es muy difícil que las sombras te trasmitan sus
ideas; no caben en ningún idioma de los que hablan ni hablarán los
vivientes. Por esto el comercio mental entre las sombras y nosotros no
se acrecentará jamás con el andar de los siglos. Muchas leyes de las que
gobiernan el mundo que vemos descubrirá el hombre con el tiempo; pero
del mundo que está más allá de nuestros sentidos, aunque nos rodea y nos
penetra, se descubrirá poco ó nada. Lo mismo que se sabe hoy se sabrá
después que el sol y la bóveda del cielo hayan veinte mil veces
producido con sus acordes movimientos la variedad alternada de las
estaciones.

--Te confieso que lo que no logra en mí la desesperación, el cansancio
de la vida, tal vez lo logrará un día la curiosidad. Á veces deseo la
muerte para iniciarme en esos grandes misterios; pero encontrados
sentimientos me combaten. Esos mismos grandes misterios me llaman á
conocerlos, me excitan, me atraen y me aterran.

--Son, en efecto, pavorosos.

--¿Llegaré á tener más luz sobre ellos en esta vida?

--Lo ignoro.

--Voy á declararte un proyecto que tengo y que he de realizar
inmediatamente. Estoy decidido á hacer una larga peregrinación. Quiero
ir á Bactra, á la patria del gran profeta Zoroastro, y anhelo iniciarme
en los misterios antiquísimos de Mitra. Tal vez allí descubra yo un
medio de comunicar más íntimamente con las sombras, y con otros seres
que, no tomando jamás cuerpo humano, hayan permanecido hasta hoy ocultos
á nuestra mente. ¿Imaginas tú que existan estos otros seres?

--No lo imagino sólo, lo doy por seguro. Apenas conocemos algo de lo que
nos rodea merced á los ojos, al oído y al tacto; pero estos mismos
sentidos más aguzados, ú otros sentidos, que no acertamos siquiera á
imaginar, nos pondrían sin duda en comunicación con infinidad de seres
que hoy viven aislados de nosotros, aunque de continuo nos circundan.
En el aire, en el agua, en el fuego, en la luz, en las tinieblas hay, á
mi ver, inteligencias recónditas, seres vivos de una naturaleza superior
á la nuestra, genios emanados de Ahura-Mazda ó del Espíritu contrario,
poderes benéficos ó maléficos, que tal vez influyen en nuestro destino.

--¿Podemos dominar á algunos de esos seres y obligarlos á que nos
obedezcan y sirvan?

--Á los buenos y luminosos no podemos, porque provienen de un principio
soberano intransmisible; pero podemos dominar á los malos y hacer que
nos sirvan, ora ligándolos con el Espíritu contrario al bien, y
comprándole esa potestad á expensas de nuestra servidumbre, ora por
favor del mismo Ahura-Mazda, que concede esa potestad á los varones
virtuosos y sabios. Por lo dicho comprenderás que la magia es de dos
maneras, y los conjuros pueden ser eficaces, ya en nombre del principio
luminoso, ya en nombre del rey de las tinieblas.

--Á la hora del medio día, cuando el sol está en toda su fuerza, cuando
los hombres duermen y reina el silencio, he vagado por las selvas
solitarias; en el horror de la obscura noche he acudido al lugar de los
sepulcros, donde mis mayores se dice que descansan; pero ni he visto ni
he oído sombra alguna, ni espíritu, ni genio. He vertido en las tumbas
el Soma sacrosanto, leche y manteca clarificada: he llamado á los Anses,
á los héroes antiguos. No me han respondido, ni han dado señal de quedar
satisfechos de las libaciones. ¿He cometido algún crimen, ó soy de tan
baja y vil naturaleza que no merezco acercarme á lo superior y á lo
divino? ¿Por qué ha de abrasarme entonces esta sed inextinguible de lo
divino y de lo superior? Si toda la naturaleza está poblada de virtudes,
de genios, ¿cómo es que permanece siempre desierta para mí? Oigo el
bramar de los vientos, el murmullo de las aguas; veo la esfera celeste;
veo la tierra cubierta de frutos, plantas y animales; veo y oigo, en
suma, cuanto ve y oye el más abyecto de los mortales; pero, ¿no merezco
más? ¿No valgo más?

--No sospeches, señor, que es lisonja cortesana lo que voy á decirte.
Más vales y más mereces. Digno eres de que lo divino venga á tí durante
la vigilia y de un modo claro, no entre los vapores de un ensueño ó en
la alucinación medrosa que produce la fuerza mágica de ciertos filtros ó
de ciertos linimentos y pociones que yo poseo. Pero las sombras, los
espíritus no ceden á un capricho; no se revelan á fin de satisfacer una
mera curiosidad. Proponte un fin grande y sublime y ellos acudirán
entonces.

--¿Quién te dice, exclamó el Rey, que yo carezco de ese fin grande y
sublime? Si en esta torpe lengua humana no acierto á formularle, ¿crees
tú que no está en mi mente, claro y limpio y formulado, y que los
espíritus no podrán leerle en ella?

--Aun así, ¡oh Rey! menester será que hagas cuanto en lo humano sea
posible para realizar ese fin. Sólo, entonces, si el fin es bueno, y si
es, además, humanamente irrealizable, alcanzarás acaso bastante
merecimiento para que los espíritus se te aparezcan y te den su
sobrehumano auxilio.

Calló Amrafel, y el rey Tihur quedó también por algunos instantes en muy
hondo silencio. Vuelto á lo que le rodeaba, después de aquella
reconcentración en que había caído, el Rey habló de esta manera:

--Mira, Amrafel, lo que me impulsa á buscar el trato y conversación de
los espíritus es todo amor y aspiración no satisfecha: amor de saber y
amor de amor mismo. Quiero hallar una hermosura superior á las que he
conocido hasta ahora, para que mi voluntad la ame y en ella repose;
quiero hallar verdades superiores á las que hasta ahora he conocido,
para que mi entendimiento se satisfaga.

--¿Y no adviertes que hay un egoísmo inmenso y un desmedido orgullo en
lo que anhelas?

--No niego que le hay, pero no todo es orgullo y egoísmo. Más que en mi
propia ventura pienso en la grandeza y prosperidad de mi raza y de todo
el linaje humano. Salvo algunos indivíduos, y hablando en general, no
puede negarse que la raza á que pertenezco es la más noble de todas. De
ella será el imperio del mundo; ella ha de llevar á feliz término toda
aspiración y ha de realizar todo bien. Mi raza está muy postrada y
humillada. No dudes que volverá á levantarse. Concurrir á este fin es mi
deseo. El aislamiento en que vive el pueblo de Vesila-Tefeh le ha hecho
olvidar no pocas de aquellas fecundas ideas que nos inspiraron nuestros
sabios primitivos antes de separarnos. Otros pueblos de nuestra misma
estirpe han conservado mejor aquellas ideas y las han desenvuelto, pero
en cambio han viciado su voluntad. Yo pretendo ir en busca de la ciencia
de aquellos pueblos, nuestros hermanos, y traerla á nuestro pueblo, que
no la posee, si bien conserva la voluntad más pura y más entera. El
imperio de Vara ha caído; el descendiente de Djenschid no tiene cetro ni
corona. Los asirios y los árabes, á quienes aborrezco, se han
enseñoreado en los dominios de Djenschid y de los hombres de la Ley
pura. Harto conozco que las fuerzas de Vesila-Tefeh son muy débiles para
que yo vaya al imperio de Djenschid como libertador, y no quiero ir á él
como pacífico peregrino, pero iré más hacia el Oriente; iré á Bactra;
iré más allá; penetraré en la India y consultaré á los solitarios é
iluminados penitentes que habitan los bosques frondosos de Dandaka y de
Pantchavati, y las risueñas orillas del Lago de las Cinco-Apsaras.

La gloria de aquellos solitarios llena ya toda la tierra.

--¿Á quién dejarás, ¡oh, Rey!, el gobierno de Vesila-Tefeh, durante tan
largas y peligrosas peregrinaciones?

--Á mi hermano Arioc--contestó el Rey Tihur.--Tú prepara lo conveniente,
pues hemos de partir mañana, al rayar el día.

--¿Quién irá contigo?

--Irás tú; irán treinta de los sesenta guerreros de mi guardia; cuatro
pastores, con veinte vacas y cien ovejas; mis dos mejores perros y mis
dos mejores halcones; diez mulas cargadas de riquezas y presentes que
sacarás de mi tesoro; otras cuarenta con todo género de vituallas y
refrescos; algunas tiendas de campaña; mi caballo negro de montar y mi
carroza de viaje, tirada por dos zebras poderosas, y treinta esclavos
ágiles para que nos sirvan. Todo esto ha de estar pronto, antes de que
mañana despunte la aurora.

Al oir las últimas palabras del rey, se alzó Amrafel de su asiento, y
dando con el cuento de su pértiga ebúrnea un golpe en el suelo, dijo:

--Tu voluntad será cumplida.

Sin más explicaciones, salió Amrafel de la estancia.


IV.

En nuestra Edad Media cristiana, los villanos eran tan humildes y
andaban tan mal armados, que un solo caballero, con buena armadura,
podía y solía alancear á millares de hombres; y un pequeño escuadrón de
caballeros podía y solía conquistar todo un reino y hacer tales proezas
é insolencias, que justificasen las que refieren los Libros de
Caballerías. Había, además, en nuestra Edad Media, mayor población y más
recursos. Nunca ó rara vez faltaba un castillo ó una posada donde
albergarse cuando llegaba la noche, ni algo de comer y de beber que, de
grado ó por fuerza, robado, comprado ó generosamente ofrecido, pudiera
satisfacer la sed y el hambre de un caballero. No se ha de extrañar,
pues, que no ya caballeros particulares, sino á veces hijos de reyes y
hasta reyes, saliesen solos de su casa, salvo la compañía de algún
escudero leal, y recorriesen mucha parte del mundo buscando aventuras.
Pero más tarde, cuando los villanos y rústicos sacudieron de sí aquella
mansedumbre y aquel hábito de sumisión á que la dominación romana por
largos siglos los había acostumbrado, y cuando la humildad evangélica
dejó de ser entendida por ellos tan á la letra, ya empezó á ser difícil
el salir sólo un caballero en busca de aventuras, por bien armado que
estuviese; y ya se expuso todo caballero, por valiente que fuese, á ser
apaleado, herido ó muerto.

En tiempo del Rey Tihur, la dificultad y el peligro subían de punto en
absoluto, y más aún si se atiende al aislamiento de Vesila-Tefeh. Lejos,
pues, de parecemos demasiada la comitiva que el Rey Tihur quería llevar
consigo, y muchas las provisiones de toda laya que había ordenado
disponer, deben parecemos pocas é insuficientes para tan difícil
empresa.

Bajando por la ribera del Aral, unido entonces al Mar Caspio, nada había
que recelar entonces hasta llegar cincuenta _parasangas_ ó leguas al Sur
de Vesila-Tefeh. Todo el país estaba lleno de preciosas aldeas, donde
vivían felices los súbditos de Tihur; los campos estaban bien
cultivados, y los ríos tenían puentes de barcas ó de piedra: mas, al
llegar al sitio indicado, cambiaba completamente el aspecto del suelo.
El río Djan-Deria, hoy seco ó perdido bajo las arenas del desierto de
Kizil-Cun corría entonces caudaloso con grande ímpetu á precipitarse en
el mar, en aquel sitio, donde no había puente para pasarle.

Si bien, según he dicho, el Imperio de Vesila-Tefeh se extendía hasta el
Oxo ó el Amú-Deria, entre el Djan-Deria y la ciudad de Vesila-Kara,
célebre entonces por sus grandes minas de oro, que aun en tiempos
modernísimos han excitado la codicia del Zar Pedro el Grande, había un
inhospitable desierto de unas 40 leguas de largo, que se llama hoy
Kizil-Cun. Una vez atravesado este desierto, desde Vesila-Kara,
caminando hacia el Sur, el país era fertilísimo, poblado y hermoso,
hasta cerca del Oxo; por el Oriente lo era también hasta donde hoy está
Samarcanda, sobre poco más ó menos; pero más allá, había montañas
ásperas, nuevos desiertos arenosos y regiones selváticas, por donde
vagaban los corasmios y otras gentes fieras: todo lo cual separaba las
posesiones del Rey Tihur de la santa ciudad de Bactra ó Zoriaspa. Véase,
pues, si tenía sobrada razón el Rey Tihur para hacer tamaños
preparativos.

Amrafel, que era listo y eficacísimo, dió las órdenes oportunas, y todo
se hallaba dispuesto para la partida á las pocas horas de haberla
decidido el rey.

Su hermano Arioc y algunos de sus grandes vasallos trataron de
disuadirle de que emprendiese aquella expedición; pero todo fué en
balde.

Los negocios se arreglaron como era justo, y Arioc quedó nombrado lo que
llamaríamos ahora Regente del Reino.

Cuando se esparció la noticia de que el rey se iba, todos los habitantes
de Vesila-Tefeh, entre quienes el rey era idolatrado, dieron muestras
del más vivo y doloroso sentimiento.

Las esclavas del _gineceo_ se afligieron también; pero se resignaron
pronto con la ausencia de su señor, quien, por lo general, les hacía
poquísimo caso. Sólo una, á quien apellidaban Peridot, como si dijéramos
hija de una peri, amaba al rey con entrañable cariño, y no podía
conformarse con su ausencia. El rey también la amaba, como parece que
sólo podía amar á una criatura terrena aquel corazón herido y aquella
alma que ardía en sed de lo sobrehumano.

La noche víspera de la partida del rey, cuando ya las tinieblas habían
encapotado el cielo y todo el alcázar estaba en calma y reposo, Peridot
se envolvió en un manto obscuro, y tomando en la mano una lámpara, cuya
luz estaba alimentada con oloroso aceite, se dirigió á la estancia de su
dueño, que sin duda la aguardaba.

Hallábase distraído el Rey Tihur en sus meditaciones, y como Peridot
andaba con pasos ligeros, que apenas se oían á pesar del silencio
nocturno, el rey no la sintió llegar. Dió Peridot un leve golpe en la
puerta cerrada de la estancia, y el rey, como quien despierta de un
sueño, dijo maquinalmente:

--¿Quién es?--aunque bien sabía que era ella.

--Soy yo; tu sierva Peridot--respondió una voz argentina.

Abrió Tihur la puerta, y volvió á cerrarla no bien entró la esclava.
Ésta colocó en seguida la lámpara sobre un pie ó candelabro que había en
un ángulo; dejó caer el manto que la cubría y se echó en los brazos del
rey.

Peridot era una preciosa criatura, y bien se podía dudar de que entre
los seres sobrenaturales con quienes Tihur buscaba trato, entre los
_izeds_, _anses_, _amschaspands_, _apsaras_, _peris_ y _genios_, hubiera
nada más lindo y gracioso, ni más vivo, y al parecer más inteligente.
Cualquier otro hombre que no fuese el Rey Tihur juzgaría que no era
deseable más íntima comunicación con las cosas divinas que la que podía
tener por medio de aquella muchacha; que en sus labios podía beber la
bebida de los dioses, y que la luz de sus ojos podía iluminarle con la
luz y el fuego del cielo.

Una estola de finísimo y blanco lino velaba apenas las delicadas formas
de Peridot. Sus cabellos eran rubios como el oro. Una cinta azul los
sujetaba en parte sobre la frente pequeña y recta, desprendiéndose
airosamente algunos leves rizos sobre las sienes y el cuello. La gran
masa de la abundante mata de pelo estaba levantada por todos lados y
recogida en la cima de la cabeza, donde, entrelazada con hojas de
hiedra, formaba un corymbo elegante. Las mangas, anchas y cortas,
dejaban ver los bien torneados brazos, ornados de brazaletes de oro.
Calzaba Peridot finas sandalias, que descubrían los menudos pies. En el
ambiente que la circundaba y en el aire que agitaba y rompía al pasar,
no se sentía perfume artificial ni esencia de flores, sino un aroma
tenue y deleitoso de juventud, de salud y de limpieza; una frescura
beatífica; algo de magnético, luminoso y risueño.

Tendría Peridot de 18 á 20 primaveras, y todo su cuerpo era de una
corrección admirable de dibujo. Si de la cara no se podía decir lo
mismo, sus facciones ganaban en gracia, animación y hechizo, lo que en
regularidad perdían. La nariz, algo recortada y levantada por abajo,
prestaba á toda su fisonomía cierto carácter de infantil petulancia; sus
grandes ojos azules estaban llenos de pasión y desenfado; sus labios, un
poco gruesos, tenían el lustre sano y el color rojo de las cerezas en
sazón, cuando aún están en el árbol, húmedas con el rocío de la aurora;
y su boca, en verdad, no muy chica, entreabierta casi siempre por una
sonrisa franca, dejaba ver dos hileras de dientes blanquísimos, iguales
y apretados, bien puestos sobre las frescas y coloradas encías, adonde
no se acertaba á comprender que hubiesen tocado jamás alimentos
terrenales, sino el néctar y los elíxires de que viven las peris y las
apsaras.

En el primer abrazo y en la efusión de cariño que hubo de sucederle, tal
vez olvidó el Rey Tihur su aspiración á lo sobrehumano y su ansia de
penetrar los grandes misterios; tal vez desechó su enfermedad sublime,
su hastío del mundo visible y su amor del invisible. La verdad es que
nada de esto habló, ni nada se habló de ninguna otra cosa. En ciertos
momentos no hay palabra de ningún idioma conocido, por suave y regalada
que sea, que baste á expresar lo que se siente, que no lo profane al
querer expresarlo. Por esto el Rey Tihur y Peridot se callaban. Tal vez
pensó entonces el Rey Tihur que aquello sólo podía expresarse en
vocablos monosílabos; con algo como rudimentos é interjecciones, que han
de pertenecer, sin duda, al lenguaje de los espíritus, y han de ser como
el _a b c_ del habla celestial.

Una hora después, reclinada Peridot sobre mullidos almohadones, y
teniendo junto á sí al Rey Tihur, le hablaba de esta suerte:

--¡Ingrato! ¡Cruel! ¿No eres aquí dichoso? Por qué te vas y me
abandonas?

--Así lo quiere mi destino,--respondió el Rey Tihur.

--¿Y por qué, ya que es inevitable tu partida no me llevas contigo?
¿Crees tú que no tendré valor para arrostrar á tu lado todos los
peligros, para exponerme á todos los azares y para sufrir y resistir
todas las fatigas? Semíramis, la reina de Asiria, he oído contar que
inventó un traje elegantísimo, un traje guerrero y viril que le sentaba
lindamente, y en este traje acompañaba siempre á su marido en todas sus
campañas, peregrinaciones y conquistas. ¿Por qué no me dejas imitar en
esto á Semíramis? Me siento muy capaz de imitarla.

--No puede ser, mi querida Peridot, replicó el rey. Tú ignoras lo
expuesto, lo difícil, lo terrible que es el viaje que voy á emprender.
El cansancio te rendiría; el sol y el viento ajarían y marchitarían tu
hermosura. Consérvame tu hermosura y consérvame tu amor para cuando yo
vuelva. Mi vuelta será pronto, y no puedes darme mayor prueba de afecto
que esperarme tranquila.

--¿Y cómo he de estar tranquila, si me consumirá el deseo de tu amor y
los celos me abrasarán el alma?

--¿Y de quién has de tener celos, oh amabilísima entre las mortales?
Todos aquellos senos de mi corazón, donde cabe aún el amor de los seres
visibles, están henchidos de tu nombre, están sellados con tu imagen, y
están encendidos en el fuego de tu mirada. No te niego, ni nunca te
negaré, que en lo más noble de mi ser, en lo más elevado de mi alma, hay
otro amor superior al que me inspiras; pero este amor, lo mismo aquí que
muy lejos de aquí, te será siempre contrario. Por este amor no te
pertenezco. Por este amor no soy tuyo. Pero, ¿acaso puedes tú tener
celos del objeto vago é inexplicable de este amor?

--Y ¿por qué no he de tenerlos? Contigo soy muy humilde, como tu esclava
debe ser, pero soy soberbia con los otros. No hay peri, no hay ninfa, no
hay genio, no hay espíritu que juzgue yo más noble y más bello que el
espíritu que anima mi ser, cuando en tu amor se diviniza y hermosea. Si
quieres entenderte con el espíritu sólo, si quieres ahondar en los
misterios que nos circundan y donde no penetran nuestros groseros
sentidos, toma un puñal y mátame. Libre mi espíritu de esta ciega
prisión, no será sordo á tus evocaciones ni rebelde á tu mandato. Mi
voluntad amorosa tendrá fuerza bastante para quebrantar las leyes de
naturaleza; para traspasar los límites del reino de las sombras; para
llegar hasta tí; para acariciarte y besarte en el mismo centro del alma;
para decirte lo inefable; para narrarte lo inenarrable y para traer á tu
conocimiento las ocultas verdades, rompiendo el sello que las encubre.
Mátame, y ya verás cómo el lazo con que el amor me liga á tí no se
rompe, y cómo se abre para tí el reino de las sombras, en el que tendrás
una esclava.

Ciertamente que á tan enamoradas frases era difícil contestar. No había
otra contestación que cortarlas con un beso; que cerrar con los labios
los labios de que salían.

Así lo hizo el Rey Tihur, exclamando después de una breve pausa:

--La culpa es mía; indudablemente la culpa es mía. Fue un egoísmo feroz
el que me incitó á hacerme amar de tí, que eres una niña. Yo soy un
viejo de corazón gastado, y apenas si puedo darte nada á trueque de los
inagotables tesoros de amor que tu alma guardaba y que tomé para mí. Los
robé miserablemente, pues nada puedo darte en cambio. No, Peridot, yo no
te amo como tú me amas, ni lograré amarte nunca. Esta sola consideración
me induciría á partir, aun cuando no hubiese otra. Tal vez la ausencia
te curará del amor inmerecido que he llegado á inspirarte. Olvídame; haz
cuenta de que no existo y consagra á otro hombre ese amor que yo sé
estimar, pero no pagar. Las puertas del _gineceo_ están abiertas para
tí. Eres libre; válete de tu libertad.

Al oir esto Peridot, rompió en desconsolado llanto y en ternísimos
sollozos; tibias y claras lágrimas se deslizaron por sus mejillas de
rosa; y su cabeza, como flor que agosta el sol de estío, se inclinó
lánguida sobre el pecho del Rey Tihur.

--Yo soy tu esclava--prorrumpió;--yo quiero ser y seré siempre tu
esclava. La cadena con que me has atado es más dura que el diamante, más
poderosa que la muerte. Ames ó no á Peridot, Peridot te amará con
inmortal cariño.

Al decir esto, desató la cinta que sostenía los cabellos sobre su
frente, y suspendió en ella dos pequeños discos de oro que antes estaban
ligados á sus brazaletes por unas argollitas. Los discos podían unirse
por medio de resortes. Arrancando luego de su peinado varias hojas de
hiedra, las puso y encerró entre los discos, y ató la cinta de que
pendían al cuello del Rey Tihur.

--La hiedra--dijo--es símbolo de mi amor, de la fuerza que á tí me liga.
Sea esta joya un talismán que te traiga venturas, que te preserve de
males y que te recuerde mi afecto.

El rey prometió á Peridot llevar siempre sobre el pecho aquel talismán;
y, si bien era poco aficionado á jurar, juró amarla con fidelidad, juró
no amar á otra mujer más que á ella.

En estas y otras finezas y pláticas dulces se pasó toda la noche y
sobrevino el alba.

Aun no hemos dicho en qué estación del año nos hallábamos. Bueno será
decirlo ahora.

Era la primavera alegre; los pájaros gorjeaban y celebraban en sus no
aprendidos cantos la luz del nuevo día, el cual anunciaba ser despejado
y sereno; un airecillo fresco y suave movía las blandas y recién nacidas
hojas de los árboles; un sutil aroma de flores y de búcaro ó de tierra
mojada por el rocío, subía hasta la estancia del rey.

El momento de despedirse de Peridot era llegado. La despedida fué
tierna y dolorosa. Peridot lloró de nuevo, y faltó poco, muy poco, para
que no se desprendiesen dos lágrimas de los ojos del Rey Tihur.

Envuelta Peridot otra vez en su manto negro, volvió á estrechar al rey
en un apretado y prolongado abrazo. Haciendo luego un esfuerzo, más bien
como quien huye, que como quien se retira, se fué por la misma puerta
por donde había entrado.

Solo ya el Rey Tihur, dió fuertemente con el pie en el suelo, y se hirió
la frente con la palma de la mano, como quien anhela cobrar ánimo y
desechar vacilaciones y pensamientos que le embargan.


V.

Me parece conveniente, á fin de no fatigar á los lectores, contar en
brevísimo sumario, y sin entrar en pormenores inútiles, que el Rey Tihur
salió aquella misma mañana de Vesila-Tefeh con toda su comitiva. Cinco
días caminó por medio de fértiles campos y atravesando populosas aldeas,
donde sus vasallos le mostraban amor y sentimiento porque los dejaba. Al
día sexto, ya el camino y los campos circunstantes empezaban á ser
solitarios y estériles. Hubo, sin embargo, una pequeña población donde
reposar aquella noche.

En todo este tiempo nada ocurrió que importe ó interese á nuestra
historia.

Al séptimo día, volvieron el rey y su séquito á emprender el viaje muy
de mañana. Y ya declinaba el sol hacia el ocaso, tiñendo de topacio y de
púrpura el horizonte y rielando en las ondas del mar Caspio, no lejos de
cuya orilla caminaban, cuando acertaron á divisar el río Djan-Deria, que
como un ancho listón de plata, cortaba la extensa llanura.

Por más que picaron á las caballerías y á las reses, no llegaron á la
orilla del río hasta bien entrada la noche. Acamparon, pues, en la
orilla, y esperaron el alba para pasar el río.

Á fin de que los más pudiesen dormir seguros, vigilaban alternativamente
de cuatro en cuatro los guerreros del Rey Tihur, evitando toda sorpresa
de fieras ó de bandidos.

Al amanecer, al toque de una trompeta, los guerreros se pusieron de pie
y empuñaron las armas; y los siervos y los pastores acudieron á
prepararlo todo para el paso del río.

Pronto, con bien afiladas segures, cortaron multitud de álamos, chopos,
mimbrones y sauces, de los cuales, entrelazados con cuerdas, que traían
preparadas al efecto, formaron seis grandes balsas y las pusieron á
flote. En una colocaron el carro del Rey Tihur y sobre el carro subió el
rey. Amrafel y doce de sus más bravos guerreros iban acompañándole en
la misma balsa. En las cinco restantes, se pusieron todas las vituallas
y riquezas que habían traído á lomo las mulas. Para mover las balsas y
hacerlas llegar á la otra orilla, aunque cediendo algo á la corriente,
iban en cada una ocho ó diez vigorosos esclavos que rompían el agua con
largos remos. Además, las mulas más fuertes, atadas á las balsas,
tiraban de ellas nadando.

El caballo del Rey Tihur pasó también á nado, llevado del diestro por el
escudero Samec. De la misma suerte se aventuraron á pasar otros seis
guerreros, con las armas y las ropas de que se habían desnudado, puestas
sobre sendas odres atadas á las colas de los caballos. Otros tantos
esclavos, hábiles nadadores, iban asidos á las odres é impedían que se
volcasen.

El río era por allí muy ancho, y la corriente rápida. Más de una hora
tardaron en pasarle, llevados hacia el mar por el ímpetu del agua á más
de media legua de distancia del punto de que habían salido. El mar
distaba aún otra media legua del punto de desembarque.

Mientras pasaban, dijo Amrafel al Rey Tihur:

--Bueno es, señor, que te apercibas. Presiento que nos aguarda un gran
peligro al llegar á la otra orilla de este río. Tú no ignoras cuán
perspicaz y penetrante es mi vista. Pues bien; entre aquellas enormes
jaras, malezas y zarzales que el violento curso del río nos hace dejar á
la izquierda, me ha parecido advertir un movimiento como de muchos
hombres emboscados. Tal vez sean ladrones ó piratas iberos y albaneses,
que desde las opuestas riberas del mar Caspio, á la falda del Cáucaso
gigantesco, aportan á veces hasta nuestras playas en sus ligeras
embarcaciones.

No pareció verosímil al Rey Tihur esta suposición, ni fundado el recelo
de Amrafel. Sin embargo, se preparó para cualquier evento, y fué el
primero que saltó en tierra armado. Siguiéronle Amrafel y los doce
guerreros que en la misma balsa venían.

Pronto estuvieron también desembarcadas las vituallas y las riquezas de
las otras balsas, como también el caballo del Rey y los seis guerreros
que habían venido nadando.

El resto de las fuerzas del Rey Tihur, las reses, los pastores y las
acémilas, habían quedado en la opuesta orilla; pero lo más codiciable y
precioso estaba con el Rey Tihur.

Las malezas donde Amrafel había creído advertir el movimiento
sospechoso, habían quedado muy distantes. Nada se notaba que confirmase
la sospecha.

El Rey Tihur mandó á parte de su gente que volviese con las balsas á la
opuesta orilla para traer á los que allí quedaban.


VI.

En la orilla del Djan-Deria, á donde había pasado el Rey Tihur, la
vegetación era más pobre que en la orilla opuesta. Las rojas y estériles
arenas del Kizil-Cun, que el viento atraía por aquella parte hasta el
mismo borde del río, quitaban toda lozanía y todo vigor productivo al
terreno. Aquellas arenas se han ido extendiendo hacia el Norte con el
andar del tiempo, y han hecho cambiar de cauce al Djan-Deria no pocas
veces.

En la época de nuestra historia ya he dicho que el Djan-Deria estaba en
su desembocadura á unas cincuenta leguas del Sir y de Vesila-Tefeh. El
desierto de Kizil-Cun allí mismo empezaba.

Con todo, hasta donde las aguas y el limo fecundante del Djan-Deria
solían llegar en las mayores avenidas había hierbas y plantas, verdes y
floridas entonces por ser el mejor momento de la primavera.

En torno del sitio donde el Rey Tihur había desembarcado crecían juncos
y espadañas, olorosa retama ó gayomba, cubierta entonces de sus flores
amarillas, y algunos espinos, tarajes y enebros raquíticos.

Á cierta distancia, hacia la izquierda, el suelo parecía ser menos
infecundo, y se alzaba el bosquecillo ó matorral donde Amrafel habría
creído percibir el movimiento de gente emboscada.

No bien se alargaba la vista á cien pasos del río, la vegetación
desaparecía casi por completo, y apenas se veía sino un llano
extensísimo, un mar de arena roja, cuya monotonía sólo alteraban las
dunas ó montecillos que solía formar la misma arena movediza.

Á pesar de la tristeza de este paisaje, el aire sereno y puro, el cielo
azul y diáfano, el sol que vertía sus rayos espléndidos, alegrando la
tierra y dorando el ambiente, y algunas aves, como mirlos y alondras,
que cantaban entre las matas, daban cierto encanto agreste á aquel lugar
solitario, si bien no pocos grajos y cornejas, que se levantaban á
bandadas y volaban hacia el desierto parecían anunciar con sus
siniestros graznidos las fatigas y los trabajos que aguardaban allí á
nuestros caminantes.

Los dos perros que el Rey Tihur había traído empezaron á ladrar como
sobresaltados y á correr husmeando entre los juncos y retamas.

El Rey, en vez de subir en el carro, había montado á caballo, pues á
caballo se proponía hacer todas las jornadas del arenoso desierto.
Llevaba el Rey en la cabeza un yelmo en forma de tiara recta ó
cilíndrica, todo él de bronce bruñido y refulgente. Dos alas, caída á
los lados, le cubrían y defendían las sienes y orejas. Vestía una
túnica que llegaba á mitad del muslo, toda de piel de cabra ó de
estezado, en el cual estaban sobrepuestas infinitas escamas, de bronce
también, que formaban una vistosa y fuerte armadura. Los borceguíes y el
talabarte eran de cuero rojo. Del talabarte pendían un rico puñal con
puño de marfil, que representaba una serpiente, y una espada ancha,
grande, pesada y terrible, cuyo puño era de oro, obra de labor pasmosa,
donde un sabio artífice ninivita se había esmerado y lucido al figurar
un león que estrechaba entre sus garras una gacela. La aljaba, llena de
acicaladas flechas, de largos y flexibles juncos, y el arco poderoso,
que pocos hombres de entonces y muchos menos de ahora tendrían fuerza
para manejar, iban pendientes á la espalda. Las grevas eran asimismo de
estezado, revestidas de escamas como la túnica, y ajustadas al tobillo,
por cima de los borceguíes, con broches de oro primorosos. Cubrían, por
último, los muslos del rey, y llegaban hasta por bajo de las rodillas,
unos calzones anchos de lana, que usaron los pueblos del Norte del Asia,
según Heródoto, y que los griegos y romanos designaron con el nombre de
_sarabaras_.

Amrafel, á caballo al lado del rey, no vestía ya su traje áulico, sino
un traje militar, casi idéntico al del rey, aunque menos rico. Del mismo
modo iban los guerreros de la escolta. Sin embargo, en vez del yelmo,
en forma de tiara recta, que ornaba la cabeza del rey, tenían capacetes
cónicos, sin cresta ni penacho. Todos, por último, llevaban rodelas, y
para guarecerse del frío, capas, mantos, ó como quieran llamarse, que
cuando no se abrigaban con ellos, iban suspendidos á las ancas de los
caballos.

Todos los objetos que habían venido á lomo de las mulas y pasado el río
en las balsas, estaban amontonados en la orilla. El rey, Amrafel y los
dieciocho guerreros, que ya también habían pasado, formaban un lucido,
aunque pequeño escuadrón, y aguardaban á pie firme á que el resto de la
caravana pasase.

Las balsas en tanto se alejaron de la orilla del Sur y se encaminaron
lentamente á la otra en busca de los que allí quedaban.

Amrafel casi había ya perdido el recelo de un mal encuentro, cuando los
perros ladraron otra vez con más ahinco y furor que en un principio.
Oyóse entonces un silbido agudo, y cual si fuera convenida señal, vieron
el rey y su gente una nube de flechas y de piedras que caían sobre
ellos.

--Son bandidos de Iberia y de Albania, como yo temía;--dijo Amrafel al
rey.

En efecto, de entre los juncos y retamas por donde habían venido
recatándose acababan de salir como unos cincuenta hombres, que con
arcos y hondas, á una distancia de mucho más de cien varas, hicieron
aquel disparo. Los bandidos vestían trajes de pieles y cubrían las
cabezas con sombreros de fieltro, semejantes á los que usaron en Roma
los gladiadores tracios. Una pluma de águila adornaba la punta de cada
sombrero. El aspecto de los bandidos era feroz y bárbaro.

--¡Á ellos!--exclamó el Rey Tihur, y lanzó su caballo á galope. Amrafel,
Samec y los demás le seguían.

Las primeras flechas y piedras no habían herido á ninguno de los
vesilianos, los cuales, cubiertos con las rodelas y defendidos por sus
armaduras, avanzaban hacia el enemigo. El disparar de las flechas y de
las piedras no cesaba un instante; pero Tihur y los suyos no tiraban
flechas, sino que con las espadas desnudas iban á dar caza á los
bandidos.

Como éstos vieron á los caballos á menos de treinta pasos dispararon con
más tino que nunca, y al punto se pusieron en fuga. Á Amrafel le deshizo
una enorme piedra parte de la armadura de un hombro. Al rey le tocaron
dos flechas, y una se rompió en la rodela, y otra se embotó en las
_sarabaras_. Tres caballos, atravesados por otras tantas flechas,
cayeron muertos á poco, haciendo rodar en el polvo á sus jinetes.

En aquel momento, la gente de Vesila-Tefeh se hallaba ya en el mismo
lugar donde los bandidos se habían mostrado. Los bandidos, huyendo,
habíanse puesto á bastante distancia.

Al caer muertos los tres caballos, pararon un instante los demás del
escuadrón. Entonces resonó, á un paso de donde estaban, un alarido
salvaje, y de un lado y otro, de entre el taraje y la maleza, salieron
de improviso otros treinta ó cuarenta bandidos que allí estaban en
acecho. Unos traían largos escudos cuadrangulares y convexos; otros, el
brazo izquierdo envuelto en un paño que les servía de escudo; todos
empuñaban cuchillos corvos, con el filo hacia dentro y con aguzada
punta, semejantes en la forma á los colmillos de jabalí. Era el arma que
usaron posteriormente los tracios y otros pueblos bárbaros del Norte.
Los romanos la llamaron _sica_, de donde proviene el nombre de
_sicario_. Agachándose con esta arma, el que sabía manejarla asestaba á
su contrario el golpe de abajo arriba, á fin de abrirle el vientre.

El Rey Tihur, con más rapidez que lo que podemos tardar en decirlo,
comprendió el gravísimo peligro en que se hallaba. Él y los suyos
estaban cercados de enemigos. Los que habían ido huyendo, para traerlos
hasta aquel sitio, iban también á caer sobre ellos. Aguardar á caballo á
los bandidos, que se deslizarían y meterían hasta entre las piernas de
los caballos y los matarían con sus terribles cuchillos, era exponerse á
morir sin gloria y sin completa venganza. Abrirse camino por entre los
bandidos y salir á escape de aquel trance, no era difícil, pero era
deslucidísimo. Para el Rey Tihur era insufrible la idea sola de huir
ante aquellos miserables. Parecíale ver á todos sus gloriosos
antepasados, á todos los espíritus de los héroes de su estirpe,
empezando por el ilustre Cayumor, que se levantaban airados á fin de
atajarle en la fuga. Creía oir las voces de todos ellos que le gritaban:

--Es preferible la muerte.

Todo este razonamiento fué instantáneo; pasó veloz como un relámpago por
la mente del Rey Tihur. Pasó tan veloz, que los bandidos que no tenían
más que dar un salto para estar encima, no le habían dado aún, cuando el
Rey Tihur exclamó con voz serena é imperativa:

--¡Todos á pié, agrupados en torno mío!

No había terminado de pronunciar estas palabras, cuando ya estaba pié á
tierra. Golpeó entonces de plano con la espada en la grupa de su
caballo, y el caballo dió dos ó tres botes y saltó por medio de los
sicarios, derribando á dos que se le opusieron y no lograron herirle.
Amrafel y los demás de la banda del Rey hicieron lo mismo con prontitud
maravillosa. Sueltos los caballos todos, se lanzaron á galope hacia el
punto, en la orilla del río, donde las vituallas y riquezas, el carro,
las zebras y algunas mulas estaban bajo la custodia de ocho esclavos,
excelentes flecheros.

Algunos, aunque pocos bandidos, se dirigieron en pos de los caballos;
pero los ocho esclavos acababan de levantar con los sacos ó cargas una
especie de parapeto, y desde allí, resguardados, disparaban sus flechas.
Cuatro bandidos cayeron mal heridos por ellas; otros seis ó siete se
volvieron á donde estaban sus camaradas, que ya combatían contra el Rey
Tihur.

Éste había colocado rápidamente á sus compañeros en una sola línea,
quedándose él en medio. Á su derecha Amrafel, Samec á su izquierda. La
línea se doblaba ó formaba un ángulo, en cuyo vértice estaba el Rey. Los
lados del ángulo ya se abrían, ya se cerraban hasta juntarse, según lo
requerían los accidentes de la batalla. Así presentaban siempre la cara
al enemigo, el cual no podía herirlos ni por la espalda ni por los
costados.

De los tres guerreros que habían caído al caer sus caballos muertos, dos
habían logrado salvarse, y habían venido á ser parte en aquella
formación. El otro, cogida una pierna bajo el cuerpo del caballo, no
tuvo tiempo para levantarse, y estando caído, uno de los bandidos le
segó la garganta.

Lo más recio de la pelea era en el vértice del ángulo, donde estaba el
Rey. Por ambos lados se precipitaban sobre él los sicarios. Cuando
paraba Tihur un golpe por un lado, por el opuesto le descargaban otro
golpe. Éstos le tiraban á la cara; aquellos, en tanto, se bajaban y
pugnaban por herirle en el vientre. Tihur se defendía y ofendía con
esfuerzo incansable y ligereza sobrehumana. Á tres había ya derribado de
otras tantas cuchilladas. El macizo y artístico puño de oro de su espada
tremenda se había hundido ya en el cráneo de otros dos, que agachados
habían venido á herirle. El puño de su espada y su homicida diestra
ponían grima con la sangre y las vísceras trituradas.

El ataque primero de los bandidos duró dos ó tres minutos. Este tiempo
bastó para que, según hemos dicho, el Rey pusiese á cinco fuera de
combate. Amrafel, Samec y los demás guerreros habían muerto ó herido á
otros seis. Sólo dos de los guerreros vesilianos habían perecido; el que
cayó con la pierna bajo el caballo, y otro en la formación, junto á
Samec. Uno de los bandidos, poniéndose de rodillas delante de él, y
antes de que acudiera á defenderse, le rasgó el vientre con el cuchillo,
destrozándole y sacándole las entrañas.

Sin embargo, las dos hileras de los vesilianos parecían un muro de
bronce, que se movía sin romperse y daba la muerte á cuantos á él se
acercaban.

Los bandidos rechazados, retrocedieron, exhalando gritos roncos como el
rugir de las fieras, y pronunciando palabras bárbaras é incomprensibles
para los de Vesila-Tefeh. El ángulo que éstos formaban, se abrió
entonces hasta reducirse á una sola línea, la cual se adelantó sin
deshacerse hacia los fugitivos.

Los bandidos, que se habían retirado después de tirar las flechas para
atraer á la emboscada á los guerreros del Rey Tihur, habían vuelto
durante la corta lucha que hemos descrito, y estaban ya á pocos pasos.

Los vió Tihur con mirada de águila, y en el momento en que dispararon,
ordenó á su gente que cejase, formando el ángulo de nuevo. La descarga
apenas halló blanco en que dar. Sólo sobre las rodelas de Tihur, de
Amrafel y de Samec, vino á chocar con estruendo una granizada de flechas
y de piedras.

Al ver los de los cuchillos ó _sicas_ que sus compañeros, con los arcos
y hondas, les daban tan oportuno auxilio, arremetieron otra vez á los
vesilianos con brío descomunal y con furioso ímpetu. Otros dos guerreros
de Tihur cayeron muertos en este segundo ataque; pero también murieron
los matadores. Las sombras de los guerreros vesilianos no quedaron
inultas.

En silencio admirable, sin una voz, sin una queja, sin una imprecación,
seguían todos combatiendo. Los sicarios acudían más que sobre ningún
otro sobre el Rey Tihur; pero Samec y Amrafel combatían á su lado, y le
ayudaban á rechazar al enemigo. Tihur, con todo, se vió en un momento
acometido por tal turba, que apenas tenía vagar sino para herir con la
espada y parar las puñaladas con la rodela de triple cuero de buey y
doble plancha de bronce. Estando en esta lucha con los del cuchillo, los
arqueros y honderos no cesaban de disparar. Distraído el Rey Tihur, no
pudo precaverse ni presentar el escudo contra una piedra enorme, que
disparada de muy cerca con mano robusta y certera, partió zumbando de la
honda, y vino á dar de lleno en la refulgente tiara, abollando el limpio
bronce de que estaba hecha, y desligándola de las carrilleras que la
sostenían. La tiara rodó por el suelo, y la cabeza del Rey quedó
desnuda, brillando al sol, más que el bronce de las armas, su lustrosa y
luenga cabellera rubia.

No quedó gota de sangre en las venas y arterias del Rey Tihur que no
sirviese entonces de ira. En aquella ofensa hecha á su persona sagrada,
vió el Rey una ofensa hecha á toda la raza divina de que descendía. Los
manes todos de los reyes gloriosos de Ariana Vaega ó tenían que ayudarle
en tan espantosa cuita ó le renegaban por descendiente. El Rey Tihur
creyó sentir entonces que penetraban en su ser, y llegaban filtrándose
hasta su corazón los espíritus de los héroes de su raza, infundiéndole
un ánimo sobrenatural y un coraje indómito.

--No ha de quedar bandido vivo;--exclamó.--Es menester que todos mueran.
Yo sólo basto á matarlos. Sus viles cuchillos no llegarán á tocarme. No
es posible ¡oh Cayumor! que tú consientas en que muera tu nieto á manos
de ladrones.

Diciendo estas palabras, se pensaría que el Rey Tihur habíase
transfigurado; que un fuego aterrador brotaba de sus ojos; que un nimbo
deslumbrante, que una llama eléctrica ardía en torno de sus sienes,
alzándose larga y horrible sobre la desnuda cabeza. Todos los guerreros
del Rey Tihur imaginaron ver ó vieron en realidad, aquella portentosa
llama, efecto acaso de los espíritus; obra tal vez de un magnetismo
extraordinario, ingénito y propio de aquella naturaleza privilegiada,
exaltada entonces por una pasión inmensa y vehemente. El ardor de
aquella llama encendió los corazones de los guerreros del Rey Tihur. La
fuerza y el aliento de cada uno de ellos redoblaron desde aquel
instante.

Y sin duda, un prodigio era necesario para poder salvarse de los
bandidos. Á pesar de los muertos, la malvada tropa se había aumentado
con muchos de los arqueros y honderos, los cuales, juntos ya con los
otros, habían también puesto mano al cuchillo y cargaban
desesperadamente sobre Tihur y los suyos, brincando como panteras ó
arrastrándose como serpientes.

El rey, Amrafel, Samec, cada uno de los guerreros vesilianos dió muerte
por lo menos á un bandido en aquella feroz pelea; pero también mordieron
el polvo cinco vesilianos más.

Por tercera ó cuarta vez retrocedían llenos de terror los bandidos,
cuando los arqueros y honderos todos, sin que faltase uno, vinieron á
reforzarlos. También el Rey Tihur tuvo un pequeño refuerzo. Los ocho
esclavos, abandonando los sacos, las mulas, el carro y los demás
objetos, llegaron en su socorro. La última lucha, más recia, más cruda,
más desesperada que las anteriores, se emprendió ya sin que nadie
combatiese desde lejos, sino cerrando unos contra otros con sed de morir
ó matar.

Los bandidos caían muertos ó heridos, pero su número era seis veces
mayor que el de los vesilianos, y éstos empezaron á perder terreno,
aunque sin abandonar la formación ni emprender la fuga.

Es cierto que el que hubiera emprendido la fuga hubiera muerto al punto.
Con el peso de las armas nunca hubiera podido sustraerse á sus ligeros
perseguidores. Aun así, aun conservando la serenidad, el orden y la
formación prescripta, pronto murieron dos guerreros más de los
vesilianos y dos de los esclavos que habían acudido á socorrerlos.
Quedaban sólo el Rey Tihur, Amrafel, Samec, siete guerreros de la
guardia y seis esclavos. Trece de los del Rey Tihur habían ya perecido.

Los que habían quedado en la orilla opuesta venían navegando en las
balsas, veían la lucha desigual y ansiaban llegar en auxilio del rey;
pero la corriente los alejaba del combate y dilataba el tiempo de tocar
el borde Sur del Djan-Deria, donde el combate ocurría.

Á milagro pudiera atribuirse que el Rey Tihur, más atacado que ninguno
otro, se conservase aún incólume, sin herida ni lesión alguna. Tal vez
su mirada tenía fuerza de matar como la mirada del basilisco; tal vez el
resplandor de sus ojos turbaba, aterraba, cegaba á sus contrarios; tal
vez su majestad tranquila y como celeste, en medio de aquel sangriento
tumulto, les hacía perder el tino.

Con todo, el capitán de los bandidos, ó el que parecía serlo como el más
audaz y más diestro de todos, se arrojó tan súbito sobre el Rey Tihur,
que éste no tuvo tiempo de herirle con la espada, ni de contenerle con
la rodela. El bandido, soltando el escudo, echó el brazo izquierdo al
cuello del Rey Tihur, le hizo vacilar sobre sus piernas robustas y
estuvo á punto de derribarle. Al propio tiempo, y con no vista presteza,
le tiró á la garganta una puñalada con toda la pujanza y el encono de
que era capaz. Por dicha, el Rey Tihur, aunque cedió un instante á la
fuerza de aquel bárbaro, é inclinó la cabeza de suerte que la garganta
estuvo á punto de que en ella se clavase el cuchillo, todavía se repuso
y echó el cuerpo atrás en ocasión que el cuchillo del caucasiano vino á
herirle. El cuchillo, en vez de dar en la garganta descubierta, dió con
tal violencia en el pecho del rey, que, rompiendo y destrozando varias
de las escamas de bronce, resbaló y llegó á clavarse en un costado. La
noble sangre de los héroes del primitivo imperio de Ariana-Vaega y de
los reyes de Escitia brotó impetuosa por la herida; pero, casi
simultáneamente, el Rey Tihur dió con el pomo áureo de su espada tan
rudo golpe en el hombro izquierdo de su contrario, que le volcó de
espaldas sobre la dura tierra. Un ruido temeroso hizo aquel bárbaro al
caer, como el ruido que hace un roble fortísimo cuando el huracán le
arranca de cuajo y le derrumba. Antes de que el bárbaro pudiera
levantarse vino sobre él Tihur, con la celeridad del rayo, y con el
tacón de bronce de su coturno le acertó tan certera y violentamente en
una sién, que la machacó y aplastó como quien aplasta una víbora.

Muerto ya el capitán de los bandidos, todos iban á desbandarse y á
emprender la fuga; pero una nube sombría cubrió los ojos del Rey Tihur,
y hubiera caído desmayado al suelo, con la pérdida de la sangre, si
Amrafel no hubiese acudido á sostenerle en sus brazos.

Los bandidos, al ver que el rey caía, recobraron el aliento y se
revolvieron contra él y contra Amrafel. Los vesilianos cercaron al rey
para defenderle hasta morir.

Toda esperanza parecía ya locura ó sueño. Amrafel, Samec y los otros
vesilianos tenían la perdición por segura é inminente. No les quedaba
otro recurso ni otro consuelo que vender caras sus vidas y morir
matando.

El Rey Tihur no había perdido el sentido, aunque sí la voz y las
fuerzas. No hablaba ni combatía, pero pensaba.

Un pensamiento, tan generoso como amargo, se fijó entonces en su mente
causándole más dolor que la herida. Todos aquellos hombres, sus amigos,
sus leales servidores, iban á morir ó habían muerto ya por su culpa, por
un capricho suyo.

Quizás hallen anacrónico mis lectores este pensamiento, ó mejor dicho,
este sentimiento filantrópico del Rey Tihur; pero créanme, no hay ni ha
habido jamás anacronismo en esto de sentimientos. Y así como hoy, en
pleno siglo XIX, hay reyes que ven impasibles que mueran millares y
millares de hombres por su culpa, bien pudo haber entonces un rey tan
humano que se afligiese de que unos pocos muriesen por él. Ello es, que
Tihur no lamentó su herida ni su posible muerte, sino las heridas y la
muerte de los otros, y no consideró que en su época era indispensable
exponerse á casos tan crueles, ó permanecer siempre sin salir del
alcázar.

Entre tanto, la misma energía de aquel sentimiento de piedad hacia sus
compañeros fué como un bálsamo en la herida, é hizo que el Rey Tihur se
recobrase un poco. Desprendióse de los brazos de Amrafel y le dijo:

--Defiéndete y déjame.

Á pesar de la sangre que perdía, Tihur no soltó ni el escudo ni la
espada, y quedó en pie, después de apartarse de los brazos de su
favorito, pero quedó retraído é inerte.

Delante de él combatían Amrafel, Samec y los demás guerreros. Los
bandidos, sin embargo, los obligaban á cejar y á irse retirando, aunque
sin poder romper fila. El rey cejaba, harto á disgusto, y á pesar de lo
débil que se sentía, entraba ya en deseo de volver á ponerse delante y
de pelear como los otros, ó más que los otros.

Solicitado por este deseo y por la contraria convicción de la debilidad
que le aquejaba, alzó las manos al cielo y evocó con fe profunda los
espíritus de sus mayores.

De repente, y como si fuera en respuesta de su evocación, silbó una
flecha que vino á clavarse en el pecho de uno de los bandidos y le hizo
caer en seguida al suelo, revolcándose en su sangre; un instante después
silbó otra flecha y mató á otro bandido. La tercera y la cuarta flecha
no tardaron en llegar, causando idéntico destrozo. Quizás una sombra
inteligente, un espíritu invisible las disparaba.

Así los bandidos como los guerreros vesilianos atribuyeron á prodigio
aquella inesperada intervención. Los guerreros vesilianos volvieron á
confiar en la fortuna y pelearon con más denuedo.

Entonces apareció á deshora el arquero diestro y milagroso. Salió de
entre las matas cercanas como si del centro de la tierra saliese. Una
extraña hermosura resplandecía en todo su ser. Su mirada era dulce y
zahareña al propio tiempo. Sus negros ojos eran suaves y terribles, como
si á la vez anidasen en ellos el amor y la muerte. Su traje era casi
igual al de los guerreros vesilianos, sólo que, en vez de capacete
llevaba un gorro colorado en la cabeza. Su talle era esbelto y gallardo;
su estatura elevada; marcial su apostura, y su rostro bello y juvenil;
negra y sedosa la barba; la tez morena, y todo él agraciado, noble y
simpático. Sus cabellos le caían en rizos sobre la espalda.

Con rápidos pasos vino á lanzarse sobre los bandidos. Mientras caminaba,
echó á la espalda el arco y sacó de la vaina la espada y el puñal,
armadas así ambas manos, y sin escudo. Al mismo tiempo, y arrojándose
ya sobre los bandidos, dijo con voz sonora, en el mismo lenguaje ariano
que hablaba el Rey Tihur:

--El cielo te protege, ¡oh Rey Tihur!, y me envía aquí para que te
salve. ¡Sus y á ellos, oh valeroso Amrafel! ¡Oh fuerte y leal Samec!
¡Oh, vosotros, clarísimos vesilianos!

Al oírse nombrar por aquel desconocido, se corroboraron todos en creer
su celestial ó sobrenatural procedencia. Sólo se atrevió á contestarle
Tihur:

--¡Bien venido seas y bendito! Tú eres sin duda un _ized_, un genio, un
enviado de Ahura-Mazda.

Aún no había terminado el rey esta frase, cuando ya el desconocido, en
medio de los bandoleros, revolviéndose á un lado y á otro, é hiriendo y
parando á la vez con la espada y el puñal, causaba más estragos y
muertes que un fiero león en un rebaño de tímidas ovejas.

Los bandidos, aterrados, se pusieron pronto en precipitada fuga, en
dirección hacia el mar, donde estaban, sin duda, los barcos en que
habían venido, junto á la desembocadura del Djan-Deria; pero el resto de
la caravana del Rey Tihur acababa de desembarcar y les cortó la
retirada.

En tanto, el desconocido, el Rey Tihur, á pesar de su herida, y todos
los guerreros vesilianos, empuñaron los arcos y acosaron é hirieron con
sus flechas á los que huían. Hasta los perros, que habían estado
medrosos é inertes durante la refriega, y sólo cuando fué herido el Rey
Tihur habían dado muestra de sí, prorrumpieron en lastimeros aullidos,
cobraron valor entonces, y ladrando y corriendo, como en la caza, se
pusieron á perseguir á los bandoleros.

El dicho del Rey Tihur casi vino á cumplirse.

--No ha de quedar ninguno vivo--había dicho,--y efectivamente, parecía
que no había quedado vivo ni uno solo. Aun los que trataron de
esconderse entre la maleza fueron descubiertos por los perros y muertos
á flechazos ó á cuchilladas por los vesilianos.


VII.

Todavía andaban los guerreros vesilianos dando caza á los fugitivos
ladrones, cuando el Rey Tihur, conducido en brazos de Amrafel y de
Samec, había llegado á la orilla del río, donde estaban los sacos y
cargas.

Allí, extendido en un lecho que le habían preparado al aire libre,
porque las tiendas estaban aún por desembarcar, el rey se dejó curar la
herida por Amrafel, que era hombre docto en aquel arte. Amrafel conoció
al punto que la herida, aunque ancha, era poco profunda y nada grave ni
peligrosa. El puñal había resbalado en vez de ahondar, y había dejado
ilesa toda entraña. La causa del desmayo del rey había sido la gran
pérdida de sangre, aumentada por los esfuerzos que hizo combatiendo
después de herido.

Un personaje singular estaba al lado de Amrafel y le ayudaba en la cura.
Nadie había reparado, durante la batalla, en aquel personaje que, sin
embargo, se había mostrado en pos del guerrero desconocido; pero, fijas
en éste todas las miradas y la atención toda, no había sido vista una
vieja, alta y delgada hasta el extremo de asemejar á un esqueleto, la
cual seguía al guerrero misterioso.

En el momento de ir á curar la herida al rey, la vieja se ofreció á
hacerlo, jactándose de su ciencia. El guerrero misterioso aseguró que de
ella podían fiarse.

Iba la vieja con una ropa talar desgarrada, pero que se conocía haber
sido rica y elegante. Un manto negro de lana le cubría la espalda,
prendido al hombro por un broche dorado. Sus cabellos, blancos como la
plata, aunque sostenidos en parte por un cordón, dejaban flotar muchos
mechones en desorden y á merced del viento. Sus manos eran tan flacas y
tan descarnados los dedos, que parecían transparentes. Sus ojos,
pequeños y vivos, lanzaban de sí miradas escudriñadoras; su nariz era
aguileña y fina; su boca, sumida y sin dientes, mostraba los colmillos
afilados y largos, que asomaban por entre los labios sutiles y
fruncidos. Llevaba la vieja un zurrón ancho de piel de tejón, atado al
cinto sobre la cadera, y en la diestra un báculo, que más que para
apoyarse, aparentaba ser signo de autoridad y dominio, ó vara mágica y
de virtudes. La vieja andaba á grandes pasos, firme y derecha como una
moza de veinte primaveras, ó más bien como un granadero prusiano de
nuestros días, que esté muy ducho en lo que llaman la marcha gimnástica.

En suma, todo el continente de la vieja era raro por demás, y hubiera
podido servir de modelo á un hábil artista para pintar ó esculpir la
Sibila pérsica ó la Sibila eritrea.

Mientras duró la operación de curar la herida, la vieja hizo visajes y
signos con las manos, y murmuró ó rezó en voz sumisa ensalmos
ininteligibles. De su zurrón sacó hierbas para restañar la sangre, que
Amrafel reconoció, aceptó y aplicó.

Y por último, cubierta ya y vendada la herida, la vieja dió al rey un
licor, también con permiso y beneplácito de Amrafel, el cual licor
infundió en el rey un sueño grato y delicioso.

Cuando el rey despertó del sueño, se sintió tan aliviado y fortalecido,
que pensó en continuar la peregrinación al día siguiente. Ni Amrafel ni
la vieja se opusieron, con tal de que fuese el rey en el carro y no á
caballo.

Durante la cura terminó la persecución y exterminio de los ladrones, y
se acabó de poner en tierra cuanto habían dejado en las balsas los
últimos que pasaron el río, á fin de acudir con más presteza al lugar
del combate.

Guerreros, esclavos, caballos y acémilas, todo, en suma, se reunió en el
mismo lugar. Allí se desplegaron las tiendas y se formó el campamento
para reposar aquella noche.

Una comida abundante restauró las fuerzas de todos.

Después de la comida, el rey Tihur llamó á su tienda al guerrero
desconocido, y estando á solas con él le habló de esta manera:

--Valeroso joven, tú me has salvado hoy de una muerte vergonzosa. Mi
gratitud será eterna. Díme quién eres para que sepa yo á quién estoy tan
obligado.

--Mi nombre, ilustre príncipe, es Tidal.

--Sin duda,--añadió el Rey,--que eres de sangre de héroes; de antigua y
clara estirpe. No parece que guarde tan soberano esfuerzo el corazón de
un hombre plebeyo y obscuro.

--En verdad,--replicó Tidal,--yo me inclino á creer, como tú, que la
grandeza de ánimo y la virtud se heredan. De esta suerte se explica que
los hombres todos se mejoren, añadiendo los que nacen después á la
nobleza heredada de otros la por ellos adquirida. Si nada heredásemos,
si ninguna virtud se trasmitiese por herencia y con la sangre, los
hombres de hoy no valdrían más que los de ayer, ni jamás ganaría nada el
humano linaje, como yo entiendo que gana. Así, pues, no atribuyo á
preocupación de casta tu idea de que debo ser noble de nacimiento,
porque me he mostrado fuerte de cuerpo y de alma. Sin embargo, la ley no
es general. Castas hay que degeneran y otras que se levantan y
magnifican. La virtud que en una familia ilustre se extingue y se
pierde, renace en otra familia. Tal vez esta virtud, trasmitida por
algún héroe, progenitor mío, ha estado latente ú obscurecida largo
tiempo por la bajeza en que había caído mi familia, ó por otras causas
que no acierto á exponer, y ahora renace en mí; que no tengo nombre, ni
antecedentes, ni gloria heredada. Yo, Rey Tihur, no soy más que un
humilde mercader, hijo de otro mercader humilde.

--¿Eres iraniense ó escita, ó de qué raza ó nación eres? Yo me complazco
en suponer y supongo que eres escita por la perfección con que te oigo
hablar mi idioma.

--Ignoro si soy ó si puedo decir que soy escita ó iraniense; pero creo
que soy ario. Nací y me crié en Nimrud, á las orillas del río Tigris. Mi
padre y mi madre, de familia ariana ambos, vivían allí sujetos al
dominio de los caldeos-cushitas. Por las conquistas de los hijos de Asur
y del poderoso Nino, no consiguieron más que mudar de amo. Antes de
salir de la niñez me quedé huérfano de padre y madre. Un fiel servidor
cuidó de mí y de mi hacienda hasta que tuve dieciocho años. Entonces
aquel fiel servidor me hizo dueño de todos mis bienes, que consistían en
un gran tesoro de piedras y metales preciosos, y me dijo que mi destino
era cumplir grandes cosas, recorrer muchas tierras y vagar por todo el
mundo, hasta que hallase la ocasión propicia de llevar á dichoso fin la
gloriosa empresa que por el cielo me estaba encomendada.

--¿Y no te designó esa empresa?

--No me la designó. Ó lo ignoraba él mismo, ó entendía que los decretos
de la Providencia no habían de cumplirse sino á condición de que yo los
ignorase hasta un momento dado.

--¿No marcó tu ayo ese momento?

--Le marcó y no le marcó. Aquí hay algo que no me es lícito revelar:
juré no revelarlo nunca. Sólo puedo decirte que en una cajita cerrada,
que llevo siempre oculta en el cinto, y que sólo debo abrir cuando
aparezcan ciertas señales, hay un escrito que me dará luz sobre todo. Mi
propio ayo ignoraba lo que la cajita contenía. Mi padre se la dió con
el encargo de entregármela y yo la guardo siempre conmigo.

--¿Y no recuerdas á tu padre ni á tu madre?

--Apenas conservo de ellos una idea confusa. Los dos, como te dije,
murieron siendo yo muy niño.

--Singular es de veras cuanto me refieres. Sospecho que tu padre, bajo
el título de mercader, encubría otra condición más alta.

--No me parece eso posible. Los ciudadanos de Nimrud, con quienes he
hablado, y que conocían á mi padre, nunca me dijeron de él ni de mi
familia nada de extraño ó misterioso.

--Más extraño es eso todavía. Y dime, ¿tu ayo no te aconsejó nada al
hacerte entrega de tus bienes?

--Me aconsejó calma y paciencia; me aconsejó no dejarme arrastrar por la
curiosidad, ni tratar de averiguar nada sobre mi futuro destino, hasta
que la suerte misma dispusiese la revelación. Me repitió mil veces que
yo no era más que un mercader; que como un mercader debía considerarme,
y que sólo me ordenaba, en nombre de mi padre, que abandonase á Nimrud y
recorriese el mundo.

--¿Y sobre tu conducta en el comercio no te dió instrucciones?

--Mi ayo era gran conocedor de los pueblos diversos, de los países más
distantes, de sus artes, de sus ciencias y de sus productos; y sobre
todo esto, me enseñó cuanto sabía: pero había en él algo entre
inspiración y locura, aunque yo no atino á veces á distinguir la locura
de la inspiración, y sobre ciertos puntos me dió consejos muy opuestos á
los que suelen y parece que deben darse á la gente moza.

--¿Qué te aconsejaba, pues, si te es permitido declararlo?

--En vez de parcidad me aconsejaba largueza y magnificencia. Mis tesoros
los juzgaba inagotables, y suponía además que yo había de ganar más
mientras más gastase, y que había de recobrarlo todo con creces cuando
llegase á perderlo todo.

--Extraña manera fué de aconsejar á un mancebo, por lo común inclinado á
ser pródigo.

--Yo fuí espléndido, pero no llegué jamás á la prodigalidad. Por otra
parte la suerte me ha favorecido hasta ahora. He peregrinado por casi
toda el Asia; he visto las islas del mar del Sur y la India, el Yemen y
el Adramaut, el antiquísimo Egipto y la Libia ardiente. Sería prolijo
referirte mis aventuras. Sólo importa saber que, á pesar de cuanto he
gastado, tengo en lugar seguro un tesoro riquísimo. Creo además, sin
jactancia, que he adquirido en mis peregrinaciones una experiencia muy
superior á mi edad.

--¿Qué ha sido de tu ayo, entre tanto?

--Mi ayo era ya viejo, y durante mi larga ausencia de Nimrud, he sabido
que pagó el tributo que debemos pagar todos á la Naturaleza, más tarde ó
más temprano.

--Tu persona, tu vida, ese misterio de tu destino me interesan tanto,
¡oh Tidal!, que, á trueque de pasar por sobrado curioso y exigente, te
ruego me digas si el anciano que te sirvió de ayo te descubrió alguna
otra cosa.

Nada más me descubrió, sino un nombre que me dijo podría yo llevar
cuando me le diesen muchos hombres reunidos. Entre tanto, á nadie debo
declarar este nombre. Me dió asimismo un sobrenombre, apodo ó alcuña,
que no debo divulgar tampoco, pero que puedo confiar con el mayor
sigilo, si quiero dar á una persona la mayor prueba de amistad y de
confianza. Esta alcuña voy á decírtela. Por ella, Rey Tihur, si no me
desdeñas, quiero ligarme á tí con los lazos más amistosos. Según me dijo
el anciano, con la persona á quien yo declarase esta alcuña, me unía
voluntariamente como si fuese mi hermano. En la persona que me dijese al
oído dicho nombre y dicho apodo, debía yo depositar por fuerza una
confianza sin límites.

--Yo jamás podré desdeñarte--replicó el Rey,--y tu amistad será el mayor
bien para mí. Reflexiona antes con todo, si crees que la merezco, y no
procedas de ligero revelándome esa alcuña.

--No procedo de ligero. Cedo, al confiarme á tí, á una inclinación
irresistible, á una viva simpatía; y aun á algo parecido á un mandato.

--¿Acaso tu anciano tutor te habló de mí alguna vez?

--Nunca. Ha sido otra persona quien me ha aconsejado que te dé esta
prueba de confianza.

--¿Y cuándo te dieron el consejo?

--Hoy mismo.

--¿Quién?

--La vieja extraña que me acompañaba.

--¿La conoces tú desde hace mucho tiempo?

--Pocos días ha que la conozco, y ni siquiera sé su nombre; pero ella
tal vez, por el arte mágico que posee, sabe el mío secretísimo y sabe
también mi apodo. Escucha en breves razones los más recientes sucesos de
mi vida. Por ellos comprenderás cómo pude venir tan en sazón á
socorrerte. Mi afán de ver mundo me movió á comprar una nave de 30
remeros que cargué de preciosas mercancías, que tripulé en el país de
los cadusios, y en la que me embarqué en el Araxes, con intento de salir
al Mar Caspio y venir á Vesila-Tefeh, donde pensaba emplear en pieles
ricas, y visitar y conocer la capital de tus dominios. Para no cansarte
con extensos pormenores, te diré, en resumen, que en esta ocasión me
faltó mi acostumbrada prudencia. Los marineros que venían conmigo, se
habían concertado con piratas iberos y albaneses.

Me sorprendieron dormido; mataron á tres servidores que hicieron
resistencia; se apoderaron de cuanto yo traía, y me ataron con cuerdas
los piés y las manos. Hecha esta presa, querían volver los piratas á sus
guaridas de Albania, pero se levantó una tempestad furiosa que trajo
nuestras naves á la costa de tu reino. Sabía el capitán la lengua
escita, y se aventuró con otros dos, que también la sabían, á saltar en
tierra, disfrazado, para explorar el país, y ver dónde y cómo podría dar
un buen golpe. En los campos fértiles y en las pobladas aldeas del Norte
de Djan-Deria, supo que venías tú de camino para Bactra; supo el número
de guerreros y las riquezas que traías, y dispuso salirte al encuentro,
no con sus embarcaciones al pasar el río, porque calculó que no te
aventurarías á pasarle, si las vieses, y perdería la ocasión, sino
emboscándose en los matorrales de esta orilla, y cayendo sobre tí cuando
tus fuerzas estuviesen divididas en una y otra márgen.

Así lo hizo, como has visto, y harto conoces el resultado.

Yo estaba vigilado con extraordinarias precauciones; atado, como te he
dicho, de pies y manos. Sólo me desataban las manos para comer. Los
barcos, que son ligeros, se pusieron á seco en la playa desierta del
Caspio, y diez hombres sólo quedaron para su custodia. El capitán trajo
aquí para la empresa la más gente que pudo.

Indudablemente, yo hubiera permanecido á bordo sin acudir en tu auxilio
y sin saber siquiera lo que ocurría, pues, aunque entiendo y hablo
varios idiomas, ignoro el de estos moradores del Cáucaso, á no ser por
la singular y portentosa vieja que has visto. El capitán de los bandidos
y los otros dos exploradores la hallaron vagando al declinar de la tarde
en un bosque no lejos de la playa y tuvieron la ocurrencia de traerla
cautiva.

La vieja dijo á unos la buena ventura, curó á otros varias enfermedades
y se ganó la voluntad de todos. Con rara facilidad hablaba la lengua de
los piratas, como habla la tuya y otras varias.

Los piratas no desconfiaron de la vieja; conversaron sin recatarse de
ella y la enteraron de todos sus proyectos.

La vieja no me había dirigido nunca la palabra durante cuatro días que
habíamos vivido juntos. Imagina cuál sería mi sorpresa, cuando hoy de
mañana, estando yo tendido, dormitando en la popa de uno de los bajeles,
puesto ya en tierra, la vieja se llegó á mi oído y pronunció, no sólo mi
apodo, sino también mi nombre incomunicable.

Debo advertirte que desde el día de ayer nos habían dejado los bandidos
y te estaban aguardando en la emboscada.

Al oir aquellos vocablos sacramentales y poderosos para mí, me incorporé
lleno de pasmo y ví la figura de la vieja más extraña que nunca, por el
fuego que lanzaba de los ojos y la profunda conmoción que extremecía su
descarnado cuerpo. Se diría que un numen, un dios, un espíritu, la
excitaba en lo íntimo de su ser. Me hablaba el bello idioma de la Ley
pura, y sus palabras tenían el ritmo y la armonía soberana de los cantos
sagrados. Una insólita majestad resplandecía en aquel ser decaído. Una
expresión de ternura maternal casi hermoseaba su semblante. La vieja me
abrazó y me cubrió de besos, llamándome ¡hijo!, y apenas si sus besos me
causaron repugnancia. Á mi lado ví mis armas, que la vieja había traído.
Allí estaban espada, puñal, aljaba, arco y flechas. La vieja, empuñando
y desenvainando mi puñal, cortó con rapidez mis ligaduras.

--Eres libre,--me dijo,--toma tus armas, levántate y sígueme. Tus
guardadores, unos están ausentes, otros han sido sumidos por mis artes,
en un hondo letargo.

Obediente seguí á la vieja, que me trajo hasta aquí, y en el camino me
informó de quién tú eras, del peligro que corrías y de la misión de
libertarte, que me encomendaba. Lo demás, ya lo sabes.

Ahora, ¡oh Rey Tihur!, sólo me falta cumplir con el precepto de la
vieja: darte la más segura prenda de amistad; ligarme para siempre
contigo. Mi alcuña es _Seher-Gav_; el _Toro-Vigitante_.



ZARINA

(FRAGMENTO)



[una barra decorativa]

ZARINA


I

La doctrina del progreso, á más de tener gran fundamento de verdad, está
llena de poesía. ¿Qué no puede fingir la imaginación en lo futuro,
suponiendo que la actividad de la mente humana va añadiendo, cada vez
con mayor energía, nuevos inventos y mejoras á cuanto ya acumularon y
nos legaron las pasadas generaciones? Sin embargo, todo lo que se puede
fantasear ó columbrar en lo porvenir es incierto y confuso, mientras que
las cosas que fueron conservan ser y consistencia, y, aunque carecen de
vida, pueden tomarla prestada de la forma artística y del ingenio de un
poeta.

Por otra parte, está muy en duda, al menos para mí, si bien creo
firmemente en el progreso, que el progreso sea algo más que extrínseco.
No iré yo hasta el punto de creer que los hombres de otros siglos fuesen
más valerosos, más leales, más discretos, ni siquiera más robustos que
los del día; pero no creo tampoco que, á pesar de todos los medios que
la civilización nos proporciona, la raza humana haya ido mejorando en lo
substancial. Tal vez ese vivir de los bárbaros ó salvajes, que todavía
se hallan en nuestro planeta, no responde al estado inicial desde donde
se elevaron los pueblos de Europa á superior cultura, sino que es
degeneración ó corrupción en que á la larga han caído los tales salvajes
ó bárbaros, y de donde ni por sus propias fuerzas ni con auxilio extraño
quizá salgan nunca.

En cambio, ciertas tribus ó castas superiores de los tiempos primitivos,
como, por ejemplo, los arios y los semitas, no debieron de valer menos
que los cultos europeos de ahora, y hasta hay una ilusión óptica que
hace que se nos aparezcan valiendo más. Los vemos como entre nubes, al
despertar intuitivo de la inteligencia, cuando lograba más la
inspiración que el discurso, bañados por la luz de una aurora divina, y
como llevando en el seno fecundo del espíritu de ellos el germen lozano
del árbol de la ciencia y de la cultura, cuya riqueza en flores y frutos
hoy tanto nos encanta y envanece.

De aquí el que no pocos sabios vuelvan con amor los ojos, en nuestra
edad, al estudio de las primeras edades, rehaciendo antiguos idiomas,
traduciendo hieroglíficos, interpretando inscripciones, descifrando
alfabetos, y sacando á nueva luz, del olvido en que yacían sepultados,
imperios, repúblicas, reinos, dinastías, príncipes, héroes y
semi-dioses.

¿Por qué los que no somos sabios no hemos de suplir con la imaginación
lo que ellos á fuerza de estudio no acabaron de aclarar? ¿Por qué no
hemos de concluir con sus debidos pormenores y circunstancias las
historias que más nos interesen y conmuevan, y de las cuales la
erudición nos dejó á media miel, como vulgarmente se dice?

Hay personajes que, al entreverlos y percibirlos, indecisos, esfumados y
como hundidos en el fondo de un mar de años, todavía me encantan y me
ilusionan. ¡Qué pena me da de no conocerlos de cerca! ¿No sería posible
que, en virtud de un raro magnetismo, de una segunda vista histórica,
fijando bien la mirada mental en cualquiera de ellos, llegásemos á
comprender su carácter, sus pasiones, el móvil de sus actos y todos los
casos de su vida mejor que el sabio, que no se fija en el personaje,
sino que inspecciona fría, prosaica y rastreramente tal cual huella que
él ha dejado de su paso por el mundo, ya en el fragmento inédito, ó mal
entendido hasta hoy, de algún historiador, ya en un obelisco, ya en una
pirámide, ya en otro monumento sepulcral, ya en alguna inscripción en
forma de clavos, de las llevadas por Layard ó por otros, desde el
centro de Asia al Museo Británico, en multitud de sutiles ladrillejos?

Yo no creo ni descreo en el espiritismo. No he profundizado la materia.
No me atrevo á decidir. Pero hablando de mí solo y por mi cuenta, aunque
no sea más que de puro modesto, no atino á concebir como factible que
los héroes, los sabios, los profetas, los santos y los penitentes
severos de todas las religiones, los monarcas soberbios, los tiranos y
guerreros, foscos, crudos y nada complacientes por naturaleza, y las
hermosas mujeres, virtuosas ó galantes, aunque todas caprichosísimas,
retrecheras y desmandadas; en suma, todo ser que ha dejado rastro
luminoso de sí en la tierra, no bien se muda al otro barrio, se vuelva
tan dócil y sumiso, que acuda á mi mandado y responda á infinidad de
preguntas, tal vez impertinentes. Y extrema para mí lo increíble de
estos hechos la manera de responder á las preguntas, que, en vez de ser
rápida, bella y digna de un espíritu, es mecánica, pesada y fastidiosa.

No obstante, por más que yo deseche el espiritismo de esta laya, declaro
que en ocasiones me siento muy inclinado á creer en otro espiritismo más
vago, menos metódico y más conforme con la poesía. Ya en sueños, ya
dormitando, ya en arrobos, durante los cuales el alma se sobrepone á la
duración ó adquiere una velocidad mil veces mayor que la del rayo,
acaso nos elevamos por el éter y subimos á remotas estrellas, en el
momento en que llega allí la luz del sol, que hace cuarenta ó cincuenta
siglos reflejó nuestro globo, ó acaso por arte menos complicada y más
íntima, y que es por lo mismo más difícil de explicar, vemos á los
personajes pasados y los conocemos, y parece como que vivimos en su
compañía, averiguando cuanto les ha sucedido.

De aquí la afición y los motivos que me inducen y hasta me habilitan
para escribir historias ó aventuras del antigo Oriente. Otro escritor
más profundo, ó mejor dicho, otro escritor menos somero que yo, se
propondría, al escribir cualquiera de estas historias, dar una lección
moral, política, religiosa ó filosófica á sus lectores; resolver algún
problema de importancia; pero yo no me propongo nada de esto. Me
propongo sólo entretenerme un rato y entretener á los demás. Ojalá lo
consiga. Y me propongo igualmente, aunque apenas me atrevo á confesarlo
para que no me tilden de presumido, retraer á la vida, con el conjuro de
la escritura y con la mágica evocación de la palabra, seres que ya
existieron y que me son simpáticos.

Yo no estoy descontento de vivir en el siglo en que vivo, ni de tratar á
la gente con quien trato, ni de llevar la vida que llevo, si bien me
faltan varias cosas con las cuales viviría yo un poquito mejor; pero
todavía, á pesar de que no estoy descontento, hallo consolación en la
teoría universal; esto es, no ya sólo en abandonar lo práctico y
consagrarme á lo meramente especulativo, sin mezclarme en nada, y
contemplando con serenidad cuanto me rodea, sino lanzándome también en
la contemplación longincua; volando en busca de objetos muy apartados de
mí por el tiempo y por el espacio. Así es que hoy mi alma se ha ido de
bureo desde esta villa y corte de Madrid hasta el Asia central, y ha
saltado también por cima de no pequeño montón de siglos, subiendo contra
la corriente, hasta llegar al año 60 ó 70, sobre poco más ó menos, que
en esto no hemos de ser muy escrupulosos, de la era llamada de
Nebonasar.

Harto se ve que no nos hemos ido muy lejos. Estamos en una edad
relativamente moderna para lo que han descubierto los sabios y
prehistoriadores del día. Vivimos con la mente poco más de seiscientos
años antes de Cristo.

Roma había sido ya fundada; Licurgo había dado sus leyes; en Atenas y en
Corinto habían triunfado los posibilistas, cayendo la monarquía y
surgiendo la democracia; el reino de Israel, había desaparecido; el de
Judá estaba próximo á desaparecer; y Nínive misma, restaurada después
del incendio del alcázar de Sardanápalo y del saqueo y destrucción de la
ciudad por Arbaces el medo y Belesu el babilonio, estaba, á pesar del
tremendo brío de sus últimos soberanos, amenazada de nueva ruina.

Al pasar, ó dígase al volar, hemos reparado en todo esto. Reposémonos
ahora en la recién fundada ciudad de Ecbatana, capital de Media.


II.

Reinaba entonces allí un rey, poderoso y muy nombrado, y que por serlo
tenía muchos nombres, cuya significación, ya es idéntica, ya no lo es,
ya se ignora ó ya se sabe. En persa le llamaban Uvak-satara, como si
dijéramos _el poseedor ó dueño de gallardos mulos_; en asirio le
llamaban Uvakistar; en griego, Cyaxares y Ozauros, y en lengua médica,
Vakistarra, que significa _el que lleva la lanza_. Traducido este
título, tan propio, de llevador de lanza ó lancero, á la lengua de los
persas, lengua parecida á nuestras lenguas modernas de Europa, el rey se
llamaba Astibaras, y así lo designaremos en adelante.

Asistía en la corte de este rey un príncipe ó magnate, bello y agraciado
de rostro, de elevada estatura, de afable trato, diestro en todos los
ejercicios corporales, impávido en la guerra, infatigable en la caza, y
prudente en el consejo, á pesar de sus pocos años. Sentimos no poder
darle un nombre bonito y sonoro; pero es personaje histórico; no tiene
muchos nombres en que elegir, como tenía su rey; se llamaba Estrianges,
y Estrianges le llamaremos.

_Nada hay nuevo debajo del sol_, ha dicho el sabio, y cuando el sabio lo
dijo, estudiado lo tenía. Las cosas no suelen ser exactamente iguales;
pero son á menudo semejantes.

En aquel tiempo, los reyes medos iban ya convirtiendo su Estado en
monarquía absoluta, haciendo prevalecer la autoridad real sobre los
otros poderes.

Antes, la Media había sido conquistada por una raza de arios. Los arios,
luchando con las tribus indígenas y subyugándolas, habían formado una
aristocracia guerrera. Después, dominada la Media por los asirios, los
medos arios y los medos turaníes, esto es, los vencedores y los vencidos
habían estrechado un lazo de amistad para libertarse de la común
servidumbre. Había ocurrido, por ejemplo, algo de muy parecido á lo que
ocurrió en España cuando la conquista de los árabes: que los visigodos y
los hispano-romanos se unieron también. El primer gran caudillo que para
la reconquista tuvieron los españoles se llamó Pelayo, nombre latino, y
no visigodo, para denotar la fusión de las razas. Del mismo modo el
primer gran caudillo de los medos había llevado un nombre tomado de la
lengua de los vencidos, ó medos turaníes, y se había llamado Arbaces,
que significa _el primero_.

La nueva aristocracia fué de dos clases: turaní, y sus individuos se
llamaban _busios_; y aria, y sus individuos se llamaban _arizantes_. La
plebe, no ya por fuerza, sino por amor de la patria, los seguía devota y
voluntariamente. Así vino á constituirse una república ó confederación
de caudillos, busios y arizantes, que cada cual tenía sus particulares
vasallos, sus fortalezas y dominios. Fundada, por último, la enriscada
ciudad de Ecbatana, los caudillos principales, descendientes de Arbaces
habían ido poco á poco cambiando aquel Estado en unitaria y fuerte
monarquía, á lo cual contribuyó más que ninguno este gran rey Astibaras,
á quien hemos ya presentado á nuestros lectores.

Al empezar nuestra narración, Astibaras llevaba más de veinte años de
reinado, durante los cuales había hecho cosas estupendas. No las
contaremos todas, para no cansar al pío lector; pero algo será menester
referir, en resumen, á fin de que se estime y pondere todo el valer y
toda la gloria de este monarca, y á fin de que los sucesos de nuestra
historia ó leyenda se comprendan sin dificultad.

El padre de Astibaras es conocido también con muchos nombres, que todos
significan lo mismo y son el mismo, según la lengua en que el nombre ha
sido traducido, á pesar del disfraz con que le han trocado al pasar de
un idioma á otro. Llamábase Pirruvartis, Fraortes, Artinés y Hartruna,
esto es, el Belicoso.

Artinés, á fin de no desmentir su nombre, había querido sacudir el yugo
de los asirios, de quienes era tributario; había levantado un ejército
numerosísimo y había ido á combatir al rey ninivita Asurbanipal; pero
éste derrotó por completo al rey de Media en una brava y sangrienta
batalla que se dió á las orillas del Tigris. Artinés perdió allí la
vida.

Astibaras, no bien subió al trono, trató de vengar la muerte de su
padre, y ya había invadido, con huestes más disciplinadas y numerosas
que las que llevó Artinés, los Estados de Asurbanipal, cuando sobrevino
un inesperado y gravísimo acontecimiento, que retardó por muchos años su
venganza.

Entre el Ponto Euxino y el mar Caspio hay una gran extensión de tierras,
casi cerradas al Norte por dos ríos, el Rha, hoy el Volga, que va á
perderse en el mar Caspio, y el Tanais, hoy el Don, que se pierde en el
mar de Azof. Acaso más de cien leguas al Sur de dichos ríos, como
defensa ó valladar puesto por la Naturaleza, se levanta y extiende, de
mar á mar, la ingente cordillera del Cáucaso, donde, según la fábula
griega, Júpiter amarró á Prometeo con cadenas de diamantes, y donde un
buitre comía el hígado del titán filántropo; hasta que Hércules logró
libertarle. Desde la falda del Cáucaso, dilatándose al Mediodía hasta el
monte Ararat, en cuya nevada cumbre se posó el arca de Noé, habitaban y
habitan aún diversas tribus, gentes ó naciones, apellidadas caucásicas;
casta de hombres valientes, robustos y hermosísimos, cuales son hoy los
circasianos, georgianos y mingrelianos, en los tiempos á que nos
referimos designados con nombres diversos. Al Oriente, en las riberas
del Caspio, vivían los albaneses, y más al Sur, los cadusios; al
Occidente, orillas del Ponto, habitaban los colquios, famosos por Medea
la hechicera y por el áureo vellocino, y más al Occidente, los calibes,
diestros forjadores del hierro, y los de Tibar, tan envidiados por su
oro. En el centro de estas naciones, y como defendiendo las puertas
caucasianas contra las invasiones de los escitas, se hallaban los
iberos, de quienes sin duda proceden los primitivos españoles, que se
llamaron iberos también.

Aunque se me censure como digresión impertinente, se me antoja decir
aquí que he tenido una verdadera satisfacción al ver que mi docto y
sagaz amigo el Padre Fidel Fita ha probado casi en su discurso de
recepción en la Academia de la Historia que los iberos de España y los
del Cáucaso son los mismos iberos, y que el georgiano y el vascuence
son lenguas hermanas. Hacía mucho tiempo que yo afirmaba lo mismo, sin
haberlo estudiado y como adivinándolo de tenazón. Y una de las razones
que yo tenía para ello era y es la corrección de formas y facciones y la
hermosura de las mujeres de las provincias vascongadas y de Navarra,
donde se conserva aún la raza ibérica primitiva en su mayor pureza; por
donde yo no podía persuadirme de que dicha raza tuviese ni hubiese
tenido jamás afinidad ni parentesco con la fea raza amarilla, tártara,
mongólica, ó como quiera llamarse. Basta echar una rápida mirada de
inspección etnográfica á las marquesas de S. y C. T., ambas de pura raza
vascongada ó ibérica primitiva, para convencerse de que no corre por sus
azules venas una sola gota de sangre tártara, sino que toda es de
Georgia y de la más acendrada y exquisita.

Refieren las crónicas georgianas, mandadas redactar y publicar por el
Rey Wagtang, que, después de la dispersión de las gentes, fué á poblar
la Georgia ó Iberia el gigantesco patriarca Togorma, hijo de Gomer y
nieto de Jafet. Otros quieren que fuese Túbal, hijo de Jafet, quien
pobló ó colonizó la Iberia del Cáucaso, y que luego él ó sus
descendientes llegaron hasta la Iberia al Sur de los Pirineos, ya
pasando primero á Irlanda, isla á quien dieron el nombre de Ibernia, y
desde allí viniendo á España, ya viniendo á España directamente. Sobre
estos nombres de Iberia é Ibernia, de Ebro y de iberos, dados á diversas
comarcas, ríos y pueblos, se ponen varias etimologías. Ya los derivan de
_ibha_, que en el idioma de los vedas vale tanto como _familia_, ya de
_avara_, que en el mismo idioma significa _occidente_.

Como quiera que sea, parece probado y archiprobado que estos iberos del
Cáucaso eran lo que se llama arios, y que desde allí, salvando los
desfiladeros de dichas montañas, buscaron y siguieron uno de los más
importantes y trillados caminos, por donde la gente aria se fué
extendiendo por Europa. Todas las tradiciones convienen en esto, y aun
los nombres de lugares, que fueron poniendo al pasar, lo confirman. Y
está asimismo demostrado que de la propia manera que desde el Sur del
Cáucaso invadían la Europa los arios-iberos, pasando al Norte, también,
en no pocas ocasiones, los iberos y demás pueblos del Sur del Cáucaso
sufrían la invasión de los hijos de aquéllos que en otro tiempo se
apartaron de su lado y emigraron á regiones más boreales.

Ya, desde muy antiguo, cuentan las citadas crónicas de Georgia no pocas
invasiones en el Sur del Cáucaso, de las gentes que habitaban al Norte
de dichas montañas y que formaban un reino llamado de los cuzares ó
kazares, el cual se extendía hasta más allá del Boristenes y del Tiras.
Parece además, probado que el rey de los dichos cuzares llegó, dos mil
años antes de Cristo, á dominar toda la extensión de tierras que va
hasta el Ister, y que al Sur del Cáucaso hizo también tributarios á
todos los pueblos caucasianos, que se llamaban entonces togormíes, á
causa del patriarca Togorma, de quien se jactaban de descender, ó
kartlosíes, á causa del gigante Kartlós, hijo de Togorma, que había sido
su primer rey.

Tributarios dicen que permanecieron largo tiempo los kartlosíes del rey
de los kazares, á quienes los autores clásicos llaman _sauromatas_ ó
_sármatas_, y cuya capital era Guerrhus, cerca de donde está hoy la
ciudad rusa de Kief, á orillas del Boristenes; pero una gran revolución
que hubo en el Irán vino, si no á libertarlos, á hacer que cambiasen y
mejorasen de dueño.

La gloriosa dinastía de Djenschid y su imperio más glorioso habían sido
destruídos por un tirano, descendiente de Chus y de Nembrot, á quien
llaman Zohac, ó sea Dragón, y á quien también llaman Peiverasp, porque
poseía diez mil caballos árabes; pero pronto suscitó la Providencia á un
héroe, por nombre Feridún, cuyas hazañas ha cantado en lindos versos el
poeta Firdusi, el cual Feridún, á quien también apellidan Tetraono,
libertó á los iranios del yugo de Zohac, y encadenó á este déspota
diabólico en la cumbre del Cáucaso ó del Demavend, donde unas
serpientes que le brotaron en las espaldas, y que mientras era tirano no
le hacían mal porque las alimentaba con sesos de niños, privadas ya de
tan costoso alimento, se le comían á él de contínuo.

Prescindiendo de esto, que sin duda debe de ser una fábula, la cual
tendrá su sentido moral, es lo cierto que, restablecido por Feridún el
imperio de los iranios, éste se extendió sobre los pueblos del Cáucaso,
los cuales recibieron entonces la cultura, la religión y los libros de
Zoroastro.

Más tarde, según he podido averiguar á fuerza de prolijos estudios,
habiendo crecido mucho la población de la Iberia oriental, civilizada
entonces con la civilización irania, enviaron los iberos nuevas colonias
á España, donde ya habían enviado otras; y estas nuevas colonias
llevaron allí los libros zoroástricos y todas sus teologías y
filosofías. De aquí el gran saber de los turdetanos y tartesios, y más
tarde la ciencia y la virtud de Argantonio, rey de Tarteso y de Cádiz,
de cuyo feliz reinado tengo preparada una historia mil veces más
interesante que ésta que ahora escribo. En ella se verá cuán atinada es
la conjetura del Padre Fidel Fita, de que Argantonio era un _athravan_
zoroástrico que reinó en España durante el eclipse de Tiro, aplastada
por Nabucodonosor, y de que el código turdetano, que Estrabón menciona,
era el mismísimo Avesta.

Contrayéndonos ahora á los tiempos y negocios del rey Astibaras, diré
cuál fué el pavoroso acontecimiento que le detuvo en medio de sus
triunfos sobre los hijos de Asur.

Los escitas, que se distinguen con el calificativo de sauromatas ó
sármatas, estaban muy pujantes bajo el cetro del rey Madías. Hombres y
mujeres iban siempre á caballo y peleaban con igual valor, armados de
flechas con puntas de hueso envenenadas y con yelmos y escudos de piel
de toro, de donde el primer fundamento de cuanto se refiere de las
amazonas. Este pueblo belicoso de los sármatas, después de haber vencido
á los cimerios y á los tauros, que habitaban entonces la Crimea,
penetraron en Iberia por los desfiladeros del Cáucaso, lo arrollaron
todo, y cayeron sobre Media como nube de langostas destructoras y
terribles.

Astibaras acababa de derrotar á los asirios, y ya había puesto cerco á
Nínive, pero tuvo que levantar el cerco y acudir á la defensa de su
patria. Dió á los invasores una gran batalla, y fué vencido.

Los escitas vencedores se derramaron entonces cual torrente devastador,
no sólo por el Imperio medo, sino también por la Frigia, la Lidia y la
Cilicia, salvando la cordillera del Tauro, y llegando hasta las
fronteras de los reinos de Jerusalem y Samaria.

El profeta Jeremías alude sin duda á estos bárbaros del Norte, y no á
los persas cuando habla de aquellos guerreros que envía el Señor para
destruir á Babilonia. «Viene, dice, contra ella una nación del Norte,
que pondrá su tierra en soledad, y no habrá quien la habite». Claro está
que Jeremías no había de estar tan poco versado en Geografía, que había
de llamar á los persas nación del Norte, cuando con relación á los
babilonios pueden llamarse nación del Sur, y mejor aún del Oriente. Y en
otra parte añade Jeremías: «He aquí que viene un pueblo del Norte, y una
nación grande, y muchos reyes se levantarán de los términos de la
tierra». Con lo cual parece indicar que estos invasores vienen de muy
remoto país, y no de la Persia y de la Susiana, cuyas tierras baña el
Tigris, lo mismo que las de Babilonia. Jeremías alude, pues, en esta
ocasión á los escitas. Todo lo que de ellos dice conviene á los bárbaros
del Norte, y no á los persas. «Crueles son, exclama, crueles y sin
misericordia; y la voz de ellos sonará como el mar»; como si se tratase
de lengua peregrina é ignorada, que resonase á modo de bramido.

En suma, y aluda Jeremías á quien se le antoje, lo cierto es que estos
escitas-sármatas, si bien devastaron otras muchas comarcas, se fijaron
en Media principalmente; y así, tal vez sin concierto previo, fueron
auxiliares poderosos de los asirios. Astibaras, en lucha constante y
heroica contra ellos, tratando de arrojarlos de sus Estados, durante
más de veinte años dejó reposar á Nínive y á sus reyes.


III.

Entre el estruendo y el horror de las armas, en medio del tumulto de
esta larga guerra de independencia, se había criado y había crecido
nuestro héroe Estrianges.

Á la edad de diez y siete años, cuando apenas le apuntaba el bozo, había
ido á pelear al lado de su padre, á quien había visto morir, atravesado
el corazón por una enherbolada flecha enemiga.

Estrianges, que era hijo único, heredó los bienes y Estados que su padre
poseía, y entre ellos un castillo ó fortaleza, á pocas parasanjas de
Raga, en lo más áspero de los montes al sur del Caspio, yendo de Raga
hacia el Oriente. Desde allí, como el águila desde su nido, había estado
en acecho cuando los escitas podían mucho aún, y había caído sobre ellos
en frecuentes expediciones, vengando la muerte de su padre y auxiliando
poderosamente á Astibaras en la empresa de libertar á su pueblo.

Cuando ya los escitas fueron pereciendo, ó sometiéndose, ó huyendo de
Media, Estrianges entretenía sus ocios cazando tigres y otras fieras
alimañas, de las muchas que se crían en aquellos montes, cuyas
ramificaciones abarcan el Sur de la silvestre Hircania y la separan de
la Partiena.

Ya de edad de veinticuatro años, acudió Estrianges á la corte de
Ecbatana, á donde llegó precedido de la fama de sus altos hechos, como
guerrero y como cazador. Y no era esta fama vaga é indefinida, sino que
se fundaba en datos aritméticos de la más severa exactitud. Sabíase á
punto fijo el número de batallas, encuentros y escaramuzas en que se
había hallado; cuántos escitas había muerto con su propia diestra, y
cuántos tigres, panteras, leones y jabalíes habían perecido entre sus
manos.

Además de esto, y de ser Estrianges el más acaudalado y rico del reino,
y muy discreto é instruído para lo que entonces se sabía, gozaba de
ciertas cualidades de que no podemos dar idea clara sin gastar mucha
prosa ó sin apelar á un concepto anacrónico. Puesto en su tanto el modo
de ser de tiempo y de lugar, Estrianges era el _dandy_ ó el _gomoso_ más
perfecto de Media; era el espejo en que se miraban todos los elegantes
sus contemporáneos.

Resultó de aquí la cosa más natural del mundo. La hija mayor del rey,
que era lindísima, recatada é inteligente, que bailaba y cantaba bien, y
tenía otras mil habilidades, se enamoró de Estrianges del modo más
resuelto. Esta princesa llevaba un nombre sonoro y significativo de sus
prendas de carácter. Se llamaba Darvasastu, que en lengua pérsica es,
como si dijéramos, _que ella sea fuerte_. Darvasastu lo fué en amor como
en todo.

El rey Astibaras, lejos de hallar disparatado este amor, halló que se
ajustaba bien con su política. Por medio de un enlace lograría que
entrara en su casa y familia el más rico y brioso de sus grandes
vasallos, corroborando su dinastía y ligando á sus intereses todo el
poder y los medios de que gozaba aquel arizante ilustre.

Fácil fué darle á entender la inclinación que tenía por él la princesa,
lo cual no pudo menos de lisonjearle en grado sumo. Si bien no compartió
aquel amor fervoroso supo agradecerle. Darvasastu valía un tesoro, y
Estrianges, lleno de amistad y de reconocimiento, quizás él mismo
confundió tales afectos con los de amor vivo, y decidió casarse con la
princesa, sin creer que hiciese con esto el menor sacrificio. Casóse,
pues, según los ritos y ceremonias de la religión de Zoroastro, que si
bien algo impurificada por la religión de los asirios, era en aquella
edad la religión oficial del reino de Media. De esta suerte vino á ser
Estrianges yerno del Rey Astibaras.

Con el trato y la convivencia, ambos consortes, que eran finos y
prudentes, fueron amándose más cada día y viviendo en santa paz
matrimonial, aunque por parte de ella con grande amor, y por parte de
él con tibieza; tibieza, no obstante, oculta entre mil cuidadosos
extremos y atenciones, pues no en balde era él la flor de la cortesía.

Tan rara concordia duró años; fué una desmesurada luna de miel.
Contribuyó á esto que Estrianges, á pesar de que no amaba con fervor á
su mujer, era tan descontentadizo y tan crítico, que tampoco hallaba á
otra alguna, ni dentro de los dominios de su suegro ni fuera, en cuanto
él había explorado en sus peregrinaciones, que fuese más digna de su
amor.

De aquí que, allá en el fondo de su alma, él se dijese algo parecido á
nuestro refrán castellano: _á falta de pan, buenas son tortas_; y como
todo es relativo en este mundo, él, de un modo relativo, amó á su mujer
por cima de todas las otras mujeres conocidas y reales.

La situación de su ánimo, no confesada á nadie sino á sí propio,
atormentaba su corazón, á pesar de cuanto va dicho. No era él hombre que
se contentase y aquietase con lo relativo: ansiaba lo absoluto y lo
perfecto.

Con frecuencia tenía este ó semejante coloquio consigo mismo:

--Yo consagro á mi mujer todo el amor que pudiera dar á otras mujeres;
yo soy un dechado de fidelidad; pero descubro en lo más hondo de mi
pecho un manantial abundante de cariño, el cual ella no conoce y del
cual ni ella ni nadie bebe. ¿De qué me vale este manantial? ¿Para qué
esta riqueza de que nadie goza? Esta escondida virtud ¿no llegará jamás
á manifestarse?

Así discurría Estrianges; pero como sus discursos en este particular
eran recónditos, pasaba en la corte, con gran satisfacción de Astibaras,
y pasaba también en la dilatada extensión del reino, por el fénix de los
maridos. Por modelo le presentaban á los suyos todas las mujeres
casadas, y todos los padres de hijas casaderas anhelaban un yerno que se
le asemejase.

En su casa sólo parecía que faltaba un requisito para la completa
felicidad; requisito que, no ya en apariencia, sino realmente, hubiera
estrechado su lazo de amor legítimo. Su matrimonio había sido estéril.
Cinco años hacía que se había casado, y no había tenido sucesión.
Estrianges tenía entonces treinta años, y veinticuatro la princesa.

Los hombres, cuando no hallan pábulo bastante al fuego interior, á la
actividad que los devora; cuando no tienen objeto real á quien consagrar
sus facultades, suelen buscar algún objeto fantástico ó sofístico.
Estrianges no era todo lo feliz que él ansiaba ser. Sentía sed, apetito
de algo confuso, que no acertaba á explicarse ni sabía dónde encontrar.
Su mujer, sus amigos, las demás mujeres, su gloria, su posición, la
hermosura del universo, las estrellas que pueblan el éter, el esquivo y
grato terror de las selvas, los matices y aromas de las plantas y de las
flores, todo deleitaba su ánimo; pero su ánimo no se pagaba de nada por
entero. Entonces llegó á imaginar Estrianges si todo sería como
misterio, cifra ó emblema, cuyo significado podría descubrirse por medio
de alguna clave que explicase el enigma. De aquí que, paso á paso, sin
revelar nada á nadie, porque era muy reservado, se fué Estrianges
dedicando á la magia.

Él amaba y buscaba la luz, y pensó, por consiguiente, en la magia
blanca, y no en la negra; pero, según hemos indicado ya, la pura
religión de la luz increada se había contaminado y falseado bastante en
Media en aquellos tiempos, mezclándose con extrañas supersticiones y
creencias venidas de otros países, y singularmente de Babilonia.


IV.

Estrianges se afanaba por revestir de forma sensible algo que fuese
núcleo de luz increada y perfecta concreción de su idea: algo donde
pudiera consumir la llama de amor que devoraba su alma.

Consultó á los _athravanes_ y magos, y se dió á entender, en vista de la
consulta, que así como en todo el universo no había ser que no tuviese
su idea en la mente, así tampoco había idea en mente alguna, por vaga y
confusa que la idea fuese, que no tuviera su objeto real en el mundo. De
aquí deducía Estrianges que la idea por la que estaba atormentado no era
idea vana, sino idea que tenía objeto, y que era menester buscarle para
que se aquietase en él su voluntad.

Esto, sin embargo, ofrecía no pocos inconvenientes. La empresa era
difícil. Podían además darse circunstancias que la hiciesen imposible.

--En el seno de Zervana-Akerena, pensaba nuestro héroe, en el seno del
tiempo sin límites, está todo: está el dios del bien, Aura-Mazda; está
el dios del mal, Arimanes; y están las criaturas de ambos dioses
enemigos; pero ahora, en el momento en que vivo yo, ¿vive ó no vive
también el ser que me enamora? Sin duda vive. Pero ¿vive con forma y en
condiciones que me le hagan asequible? ¿No puede haber pasado ya por
esta tierra que habitamos y estar aguardando en el reino de las sombras
el día de la resurrección de los cuerpos? ¿No puede ser que aun no haya
venido á esta mansión terrena, y exista sólo su _feruer_, esto es, su
esencia celestial y divina? ¿Qué esperanza me resta, si el objeto de mi
amor es _feruer_ ó espíritu desprendido ya del cuerpo? También es dable
que el objeto de mi amor, en vez de ser criatura de Aura-Mazda, sea
criatura de Arimanes; provenga de las tinieblas, y no de la luz.

Estrianges trataba de desechar de sí este pensamiento, que le convertía
en amador de un ser diabólico; pero el pensamiento persistía. Arimanes,
allá en lo hondo de su tenebroso imperio, había acertado á crear seres
hermosísimos, que parecían hijos de la luz. Entre ellos se contaban las
_pairikas_ ó _peris_. Estrianges llegó á sospechar si andaría él
enamorado de una _pairika_.

De todos modos, en lo que él estaba firme era en revestir al objeto de
su amor, ya viniese de la luz, ya de las tinieblas, de un cuerpo
imaginario de mujer hermosa. Pero ¿dónde y cómo hallar la realidad de
este ser?

Mil métodos adoptó y ensayó para hallarle. Al cabo hubo de dar un gran
paso en este camino, si bien este paso le trajo á más angustiosa
situación de espíritu de aquella en que antes se hallaba.

Á nada dió jamás tanto crédito nuestro héroe como á la existencia de un
flúido misterioso y sutilísimo, el cual es elemento ó ambiente en que se
bañan, viven y respiran los espíritus; por manera que este flúido apenas
es materia, pero de él nacen las esferillas sutiles que, apretándose y
aglomerándose, de difusas que eran, vienen á formar los soles y los
demás astros y cuantos seres en ellos moran y viven; flúido, por otra
parte, cuya infinita virtualidad, potencia y brío los espíritus selectos
logran á veces reunir, desechando la extensión, la pesadez, la masa, la
inercia y otras cualidades que son esencia de los cuerpos, y guardando
sólo la energía, que es el principio espiritual, invisible é impalpable
de la vida y de la inteligencia.

Lisonjeándose Estrianges de haber adquirido cierto dominio sobre este
flúido, se creyó apto para desprender su espíritu, dejando al cuerpo en
letargo, y sin desatarse del cuerpo, y unido á él como por un hilo de
dicho flúido, volar por donde quiera con tal rapidez, que equivaliese á
ser ubicuo.

Para lograr esto, no vaciló en apelar á medios reprobados por Zoroastro,
fundador de su religión: bebió del mágico licor llamado Soma ú Homa, que
era considerado como el dios de la inspiración, y se untó las plantas de
los pies y de las manos, el pecho y la nuca, con linimentos que le
suministraron los hechiceros caldeos, los cuales tenían entonces
convento ó congregación en Ecbatana.

Cualquiera que fuese la causa, lo cierto es que Estrianges empezó á
tener muy singulares visiones. Su alma, como si le nacieran alas para
volar y fuerzas para romper la cárcel del cuerpo, le abandonaba dormido,
y vagaba con velocidad por mil regiones, buscando siempre el escondido
objeto de su idea confusa.

Una vez se halló Estrianges en medio de vastísima llanura, donde apenas
había árboles, sino larga y verde hierba. No reparó en otros accidentes
del paisaje, porque pronto se halló en un pequeño recinto, cuyas paredes
le pareció que flotaban como si fuesen de tela. Sobre enorme piel de
oso, extendida en el suelo, había una limpia cama, con cubierta de
púrpura. En la cama yacía durmiendo una tan bella mujer, que la
imaginación jamás la había fingido tan bella, ni con mucha distancia. Su
cuerpo, casi desnudo, era mórbido y gracioso, y modelado con suaves
curvas, aunque lleno de vigor; su tez, sonrosada y blanca; su frente,
despejada y serena; carmín sus labios; sus mejillas, como claveles, y su
luenga cabellera, tan abundante, tan rubia y tan gentilmente rizada en
ondas, que parecía envolver en parte á su dueño con manto de luz y de
oro.

Extático la contempló Estrianges durante algún tiempo, cuya exacta
duración no pudo medir. Tampoco acertó á explicarse si su presencia
allí, meramente espiritual, ejercía algún influjo en la mujer dormida.
Notó, no obstante, que la mujer despertaba de pronto, abría los ojos y
miraba con cariño hacia el punto en que estaba él. Entonces creyó
advertir asimismo que los ojos de ella eran azules y llenos de luz, como
el cielo en el mediodía, y que en su gesto, en su actitud y en su mirada
se revelaban la inteligencia y todo el brío de un noble carácter.

Por un momento pensó Estrianges que aquella mujer no era más que su
propia idea, que se proyectaba fuera de sí, saliendo de las nieblas
confusas del cerebro y tomando forma distinta; pero esta reflexión (como
la del que duda si estará despierto ó soñando, que sólo con dudar parece
que afirma que está despierto) le corroboró más en la creencia de la
realidad exterior y material del ser que contemplaba. Y esta creencia,
por último, hubo de convertirse para Estrianges en certidumbre cuando
entendió que otro sentido, además del de la vista, daba testimonio en su
alma de la existencia de aquella mujer. Estrianges la oyó decir con
acento peregrino y en idioma que comprendía, por más que no acertaba á
deslindar cuál fuese:--¿Quién viene á interrumpir mi sueño? ¿Quién me
perturba?--Luego con voz entera, aunque se tradujesen en ella la
inquietud y el enojo, exclamó la mujer:--_¡Hilka, hilka, bescha,
bescha!_--conjuro mágico, exorcismo asirio, que se ha conservado en uso
hasta nuestros días entre quienes cultivan y ejercen las ciencias y
artes ocultas, y que significa:--_¡Véte, véte, malo, malo!_ La fuerza de
este conjuro se tiene por irresistible cuando se pronuncia acompañado de
los signos que el ritual exige. Así es que el espíritu de Estrianges se
conmovió y se replegó apenas le hubo oído. La visión se apartó de su
vista, ó más bien, él se apartó de la visión. Estrianges se halló
despierto, en su lecho y en su propia alcoba, al lado de la princesa
Darvasastu, su legítima consorte.

Mil veces intentó después volver á ver á la mujer misteriosa. Mil veces
excitó y lanzó á su espíritu en busca de ella. Todo fué en balde. Tan
potente era, sin duda, la virtud del exorcismo asirio.

Estrianges acudió de nuevo inútilmente á los bebedizos mágicos y á los
impuros linimentos: se hizo iniciar en los misterios de Mitra, á fin de
adquirir recursos más poderosos para ver lo escondido y ser zahorí del
tesoro que cada día codiciaba más su alma; pero la mujer se sustraía á
sus sobrenaturales pesquisas. Por tales medios no volvió á verla
nunca.



ÍNDICE


                                     _Páginas._

DAFNIS Y CLOE

Introducción                                5

Libro primero                              35

Libro segundo                              61

Libro tercero                              89

Libro cuarto                              117

Notas                                     148


LEYENDAS DEL ANTIGUO ORIENTE              183

Lulú, Princesa de Zabulistán              219

Zarina                                    321

                  *       *       *       *       *

                    ACABÓSE DE IMPRIMIR ESTE LIBRO
                        EN LA IMPRENTA ALEMANA
                         EN MADRID Á XXXI DÍAS
                              DE JULIO DE
                              MCMVII AÑOS

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