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Title: El doncel de don Enrique el doliente, Tomo III (de 4) - Historia caballeresca del siglo quince
Author: Larra, Mariano José de
Language: Spanish
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DOLIENTE, TOMO III (DE 4)***


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Note: Images of the original pages are available through
      Internet Archive. See
      https://archive.org/details/eldonceldedonenr03larr


NOTA DE TRANSCRIPCIÓN

      En el texto las cursivas se muestran entre _subrayados_ y las
      versalitas se han convertido a MAYÚSCULAS.



EL DONCEL DE DON ENRIQUE EL DOLIENTE:

HISTORIA CABALLERESCA
DEL SIGLO QUINCE

por

D. MARIANO JOSÉ DE LARRA.

SEGUNDA EDICION.

TOMO III.



Madrid: 1838.
IMPRENTA DE LOS HIJOS DE D.ª CATALINA PIÑUELA,
_calle del Amor de Dios, núm. 7_.



EL DONCEL DE _Don Enrique el Doliente_.



CAPITULO XXII.

    Cuando la noche cerró,
    ambos se fueron armare,
    cabalgaron á caballo,
    salieron de la ciudade,
    armados de todas armas
    á guisa de peleare.

        _Rom. del marques de Mántua._


Con feroz espresion de alegría llegó Abenzarsal á noticiar al conde
de Cangas y Tineo el funesto resultado de su bien combinada intriga:
gran parte habia tenido en ella la casualidad; pero ni creyó oportuno
declarárselo asi al conde, ni acaso lo creería él mismo. Regocijóse
mucho don Enrique de Villena al principio de su narracion, pero
fue oscureciendo su rostro una nube de descontento cuando llegando
al desenlace de la escena referida en nuestro anterior capítulo,
calculó que á la hora en que él estaba escuchando tranquilamente
de boca del empedernido viejo la horrible maquinacion, ésta podria
estar costándole la vida á uno de los dos combatientes, pues no
era dificil inferir que á pelear y no á otra cosa habian salido en
aquella forma y á aquellas horas del alcázar el amoscado hidalgo y
el impetuoso caballero. Parecióle de veras mal que pasase la burla
tan adelante. Cuando habia admitido para este asunto los ausilios del
astrólogo judiciario, ó se habia lisonjeado de que este conseguiria
colocar las cosas en cierto punto del cual no pasasen, y que bastase
sin embargo para poner fuera de combate á sus enemigos; ó lo que
es mas probable, no se habia tomado el trabajo de reflexionar
suficientemente que las pasiones no se manejan con la mano, y que el
tino ha de estar en ver cómo se ha de soltar el leon de la jaula,
porque una vez suelto ni hay retroceder, ni hay calcular dónde y cómo
habrá de parar el estrago. Como todos los hombres débiles y faltos
de energía, habia procurado ahogar en un principio los latidos de
su conciencia, si se nos permite esta atrevida metáfora. En valde
trató el viejo redomado de tranquilizar su espíritu y embotar sus
remordimientos, presentándole el caso menos arriesgado de lo que era
y debia ser realmente; en valde le citó mil ejemplos de desafios
empezados y no concluidos, y enumeró infinidad de ellos terminados
al llegar al campo por miedo de uno ó de los dos adversarios, ó por
cualquiera estraña casualidad sobrevenida; ó llevados á cabo, en fin,
á costa solo de algunas heridas de poca importancia y gravedad. Para
haber cedido á la insinuante persuasion del físico, era preciso no
haber conocido el pundonoroso espíritu del hidalgo, y haber ignorado
completamente la fibra irritable y la arrojada decision del doncel.
Luchaba el conde con mortales angustias entre el deseo de ver perdido
al doncel y el temor de que quedase envuelto en su ruina su fiel
escudero, cuyos leales servicios, y cuya probidad, solo cariño y
respeto le podian merecer. Si hubiera sido posible que por una causa
agena enteramente de él hubiera desaparecido Macías y callado para
siempre la importuna honradez del hidalgo, hubiérase alegrado tal
vez; pero la idea de que iba á recaer sobre su cabeza la sangre de
un semejante suyo, no era bastante malvado para arrostrarla. ¡Estado
infeliz del hombre que ni puede llamarse bueno ni malo completamente,
en cuyo corazon domina todavia el conocimiento, de lo primero, sin
el suficiente vigor para desechar lo segundo! El tiempo entre tanto
corria y era forzoso decidirse presto.—Abenzarsal, dijo por fin
Villena con la violencia que se hace el enfermo para pasar de un
trago la amarga medicina, á que ha de deber mal su grado su salud,
Abenzarsal, me habeis perdido. Nada habeis hecho por mi, si muere
alguno. Corramos á evitar una catástrofe. ¡Ay de nosotros si llegamos
tarde! No os mandé yo tanto.

—¿Qué dices, señor? repuso asombrado el astrólogo, que contaba
todavia con la indecision del conde y con su propia elocuencia para
acabarle de determinar. ¿Pretendes lograr tus planes con semejante
cobardía? ¿nada quieres sacrificar? nada, pues, lograrás. El
entendido maestro corta un brazo para salvar los demas miembros.
Los términos medios nada remedian. Dejémosles correr su suerte. Si
su constelacion por otra parte es morir, ¿qué poder tendrémos para
contrastar los astros?

—¡Los astros! ¡los astros! acostumbrado á ese pérfido lenguaje,
quereis deslumbraros á vos mismo. Si uno de ellos está pereciendo en
este instante, ¿qué astro sino vuestra intriga los habrá perdido?

—Eso querrá decir don Enrique, que su constelacion era que los
perdiese mi intriga.

—Basta, Abenzarsal, gritó Villena mirando al reloj. Cada grano de
menuda arena, que veis caer en la parte inferior de esa vasija, es
una gota de sangre tal vez; y no encierran tantas gotas las venas de
ningun hombre como granos contiene ese arenero. Abenzarsal, yo quiero
que su constelacion no ordene su muerte: venid conmigo...

—¿Adónde? ¿Quién es capaz de adivinar dónde han dirigido sus pasos
enmedio de las tinieblas de la noche dos locos, que...?

—Locos, sí, locos; pero hombres, en fin, que cuerdos ó locos no
tienen mas que una vida, y esa la perderán si los dejamos.

—¿Y bien? ¿Serán los primeros que hayan muerto víctimas de su
necedad? ¿Soy yo, por ventura, quien los ha persuadido de que vale
tanto una hermosura pasagera como la vida del hombre? Si no han
aprendido á conocer á la muger, ¿será nuestra la culpa de su muerte?
¡Insensatos! Los que consienten en morir por un ser pérfido, no
merecen que dé nadie dos pasos para salvarles la vida. ¿Serán por
ventura mas felices cuando la conserven para vivir esclavos, y
fascinados por el loco capricho de un sexo envenenador, para creer
gozar en una falsa sonrisa, para llorar lágrimas de sangre ante un
injusto desden? Su muerte será acaso su felicidad.

—¡Sofisma, Abenzarsal, bárbaro sofisma!

—Es decir, pues, replicó el viejo, batido en sus últimos
atrincheramientos, es decir...

—Es decir, viejo insaciable, que no consiento réplicas. ¿Cuánto oro
necesitas para ceder? ¿En cuánto aprecias la vida de dos hombres?

—Si por eso lo decís, en nada. De valde los salvaré.

—Tomad, sin embargo, repuso Villena arrojándole otro bolson, parecido
al que poco antes le habia dado, tomad y acallad con oro vuestra
conciencia, si es que os remuerde de obrar bien alguna vez. Vamos de
aqui. ¡Quiera el cielo oir mis votos! Aseguremos sus vidas, y no nos
faltarán medios despues para deshacernos de ellos de un modo menos
culpable.

Al decir esto asió del brazo al astrólogo, que obedeció de mala gana
á la violencia que se le hacia.—¡Hé aqui el hombre! salió diciendo
entre dientes detras de Villena, que á pasos precipitados se lanzó
fuera del aposento. Inventa recursos, Abenzarsal, añadió hablando
consigo mismo, imagina arbitrios para engrandecer á un ser débil y de
carácter indeciso, y él mismo derribará la obra que hayas edificado.
¡Remordimientos, remordimientos, dos hombres! Sin embargo, si mueren
por una hermosa, la hermosa al saber su muerte la colgará como trofeo
en el altar de sus conquistas, y volverá los ojos á emponzoñar
tranquilamente con nuevas sonrisas y desdenes la existencia de un
tercero. ¡Y nosotros entre tanto con remordimientos!

Mientras esto pasaba en la cámara de don Enrique de Villena,
caminaban hácia el soto de Manzanares con el mayor silencio nuestros
dos competidores. El hidalgo, al salir por la puerta del cubo de la
Almudena, se habia vuelto á Macías, que le seguia con la indiferencia
y serenidad de un hombre que nada espera y que está por consiguiente
dispuesto á todo, y le habia dicho: “Caballero, mientras mas
apartados de la poblacion, reñirémos con mas libertad.” Al decir
estas palabras, que fueron sin duda oidas, aunque no contestadas,
hizo un ademan con la mano dando á entender que debian seguir
algun trecho mas adelante camino de la casa del Pardo, que á la
sazon edificaba don Enrique el Doliente en medio del famoso soto.
Macías manifestó su asentimiento á tal proposicion siguiéndole á
pocos pasos. Asi anduvieron largo trecho, conservando siempre entre
sí igual distancia y el mismo silencio; parecian en medio de la
oscuridad dos troncos cortados á igual altura, que movidos de impulso
estraordinario se trasladaban á otro punto, por entre sus muchos
lozanos compañeros, que desafiaban á las nubes con sus altas copas,
por cuyas ramas pasaba agitándolas y susurrando tristemente el viento
de las vecinas sierras. Por fin, llegaron á una especie de plazoleta
formada por los leñadores, que habian hecho su carga en aquel parage
derribando algunos arbustos y matorrales. Paróse al entrar en ella
el hidalgo, miró en derredor, y dando con el pie en el suelo y
desembozando su corto capotillo, “_Aqui_, dijo con voz alterada por
la cólera, _aqui_.” Imitó el doncel su accion, y desenvainando su
espada sosegadamente, esperó á que le acometiera su contrario con
resuelto continente. Desenvainó la suya tambien el escudero, pero
antes de proceder al combate cruel que los esperaba,—No creo inútil,
dijo al doncel, que fijemos los pactos de nuestro duelo. En primer
lugar, deseo preguntaros si teneis noticia de una música que se dió
no hace muchas noches al pie de la ventana de mi señora la condesa de
Cangas y Tineo.

—Sí, contestó Macías secamente. Defendeos.

—Esperad. ¿Y sabeis quién era el músico?

—No me creo obligado á contestaros, repuso Macías en el mismo tono,
volviendo á hacer ademan de dar principio al combate.

—¿Y quereis decirme quién era la dama enlutada que acusó esta mañana
en pública corte á mi señor el conde?

—Los mismos datos teneis para conocerla que yo.

—¿Qué motivos tuvísteis para abrazar su defensa?

—Los que creí justos.

—¿Cómo os he encontrado solo con ella en el laboratorio del judío?
¿Sabeis que soy su esposo?

—He dicho una vez por todas que no me creo obligado á responderos. No
acostumbro á sufrir interrogatorios.

—No me podréis negar que una entrevista de esa especie supone
relaciones que mi honor...

—Vuestro honor está ileso. Vuestra esposa inocente.

—Probádmelo.

—Con la punta de mi espada al momento.

—¿No teneis, pues, otras pruebas...?

—Para hablar, hidalgo, no necesitábamos habernos apartado tanto de
Madrid.

—Decis bien, repuso el hidalgo, en quien crecia la ira mas y mas en
el corazon con cada respuesta del arrogante mancebo; vengamos, pues,
á los pactos de nuestro duelo. El que venza.

—El que venza, dijo Macías irritado ya por la tardanza, enterrará al
otro, ó lo dejará, si le parece mejor, para pasto de los cuervos de
Castilla.

—Si le venciese, empero, sin matarle, podrá imponerle...

—Os prevengo, hidalgo, que no me vencereis sino matándome. Por lo
demas, recordad que no estais armado caballero, y que cuando me
sujeto á reñir con vos, no puede haber pacto por consiguiente entre
nosotros.

—No estoy armado, pero soy hidalgo. Por no haberla recibido no
desconozco la orden de caballería...

—Probadlo, pues.

Bien vió el hidalgo que en valde intentaria obtener de su adversario
mas ámplias esplicaciones. Meditó un momento buscando en su
imaginacion algun medio que pudiera hacerle conocer si era realmente
tan culpada su esposa como él lo habia imaginado, ó si habria
procedido de ligero; pero no hallando ninguno, y temiendo, por fin,
que sus dilaciones diesen motivo al doncel para dudar de su valor,
púsose en actitud de acometer sin proferir mas palabra, y dentro de
pocos instantes sonaban ya las espadas cruzándose con desapacible y
temeroso ruido. La oscuridad no permitia una defensa tan hábil como
la exigia la seguridad de cada uno; pero en cambio podemos decir que
realmente entrambos á dos tiraban mas bien á ofender al contrario que
á resguardar su propia vida del contrapuesto acero. Por otra parte
los dos manejaban las armas y las conocian perfectamente. Imposible
nos fuera enumerar y describir los golpes que se tiraron y las
heridas que recibieron: nada dicen de esto las leyendas. Lo único que
podemos asegurar como si lo hubiéramos visto, es que á poco rato de
encarnizada refriega se hallaba ya tinto el suelo en mas de un parage
con la roja sangre de los combatientes. Ni una palabra se oía; una
esclamacion involuntaria que exhalaba alguno al sentirse herido, ó al
conocer que su estocada habia dado en el cuerpo del contrario, y el
aullido de algun lobo, que al ruido del hierro huía precipitadamente
todo espantado del sitio del combate, era el único rumor que en gran
trecho á la redonda se percibia.

De alli á poco, parándose de pronto el doncel y clavando en tierra
la punta de su espada,—Hidalgo, dijo en voz baja, teneos: ¿no habeis
oido algo?

—Nada, respondió el hidalgo cesando de pronto en el acometer.

—Imaginé haber oido pies de caballos en el camino inmediato, y aun
si mi oido no me engaña, pasos de alguna persona entre esos espesos
matorrales.

—Alguna fiera que busca su guarida. ¿Estais cansado?

—De vivir y de que me resistais. Espero que no podré temer una
emboscada ni...

—¿Qué decís? ¿no hemos salido juntos?

—Perdonad.

—¿Estais herido?

—No, contestó Macías con voz que reprimia el dolor, tal vez, de los
golpes recibidos. No es vuestra la herida que me duele.

—Ahora creo yo oir gente, dijo á su vez Fernan; sintiera que nos
interrumpiesen.

—¿Interrumpir, hidalgo? ¡Ea! acabemos de una vez. A buen tiempo
llegan; enterrarán al vencido.

—Acabemos, respondió Fernan.

Y volvieron con nuevo furor al interrumpido combate, no ya como hasta
entonces batiéndose segun las reglas de la caballería, y atacando y
respondiendo. Alzadas á un tiempo mismo las espadas, descargábanlas
simultáneamente sin cuidar mas de la defensa que si tuvieran dos
vidas. Iban á acabarse muy presto uno á otro, pues que si bien
Macías llevaba indudablemente ventaja en el manejo de las armas,
la oscuridad y su rabia no le permitian usar de ella, y el hidalgo
reñia con zelos. La casualidad empero quiso que Hernan Perez al
arrojarse sobre su adversario pusiese el pie en un parage del suelo
humedecido con la sangre que ambos habian perdido, y por lo tanto
resbaladizo: no bien le habia sentado, cuando el mismo impulso que
su cuerpo llevaba le hizo venir á tierra á los pies del enfurecido
doncel. Vencedor ya éste, dirigió la punta de su espada al rostro
del caido.—¡Sois muerto! le gritó; pero al mismo tiempo una mano,
mas fuerte que las manos unidas de diez hombres, asiendo del brazo
del vencedor, no solo le detuvo en su mortífero intento, sino que
levantándole en el aire le apartó largo trecho del sitio de la
pendencia con la misma facilidad que lleva el viento un ligero copo
de nieve de una parte á otra. No volvia el doncel de su aturdimiento,
ni acababa de entender el caido hidalgo cómo le duraba la vida
todavia.

Oyóse al mismo tiempo gran ruido de caballos que se abrian paso por
entre la espesura de la selva.—¡Aqui estan, decian unos á otros,
aqui!—Llegándose en seguida dos de los ginetes, que para alumbrarse
traían teas en la mano, al que en el suelo yacía, iluminó su rostro
el resplandor, y no debia de estar muy bien parado segun lo indicaba
su estrema palidez; probó á levantarse al sentir sobre sí aquella
máquina de gentes estrañas, pero inútilmente: el terrible golpe
que acababa de llevar, cayendo cuan largo era, habia abierto mas
sus heridas, y asi permaneció en tierra esperando en silencio el
desenlace de aquella estraordinaria interrupcion. Macías en tanto
buscaba con los ojos, por todo lo que alcanzaba á ver á la luz de las
teas, al atrevido que habia osado apartarle de aquel modo tan incivil
como peregrino de su ya conseguida victoria; pero en cuanto los de
las teas hubieron reconocido al hidalgo y á su contrario, matando
las luces de repente:—El caido es Fernan Perez, dijo el que parecia
principal de ellos; el otro el doncel.—Y no bien hubo acabado estas
palabras, cuando precipitándose tres ginetes sobre el doncel, que se
dirigia ya hácia ellos con el objeto de reconocer qué gente fuese,
desenvainaron las espadas y comenzaron á acometerle todos á una con
la ventaja de los caballos y con la de gente no cansada ya como él
de pelear. Amparó Macías en tan inminente peligro sus espaldas del
tronco de un árbol, y defendíase como un leon acosado á la puerta de
su caverna por una manada de hambrientos lobos.

—Date, le gritó uno de los tres: no queremos tu vida; sino tu persona.

—Jamas, cobardes, les gritó Macías defendiéndose con bizarría, y
á los primeros golpes acertó á dejar á uno desmontado hiriéndole
peligrosamente el caballo. Los compañeros, que vieron tan indeciso
el combate, acudieron en número de otros tres al ausilio, y era
evidente que Macías no hubiera podido resistir mucho tiempo á lucha
tan desigual.

—Date, repitió el mismo que habia hablado al ver llegar el socorro,
date ó eres...

No pudo acabar la frase, porque dió consigo en tierra desde el
caballo, con no poca admiracion del doncel, que entretenido con otro,
no habia podido ofender al que hablaba. Igual suerte tuvo de alli á
un momento el que mas acosaba á Macías.

—¡Mueren por sí solos mis enemigos! esclamó Macías. Villanos,
prosiguió cobrando ánimo con la invisible proteccion que el cielo le
daba, rendíos, y decid quién sois, y qué intento os ha traido. Si
sois salteadores...

—¡Muera! dijo uno de los tres que le quedaban acometiendo: ¡muera!
Yo daré cuenta de su muerte. Él ha muerto á tres de los nuestros.
Abalanzóse sobre él Macías, pero antes de que su espada hubiese
llegado á tocarle,—¡Cielos! esclamó el desconocido: ¡soy muerto! y
cayó cuan largo era.

Al oir esta esclamacion tan inesperada, llenos de terror sus
compañeros dieron á correr gritando:—¡Es hechicero! ¡es hechicero!
¡el diablo le defiende!

Arrojóse tras ellos Macías, pero conoció que seria vano intento
querer alcanzarlos; detúvole en aquel punto la misma mano que parecia
haberle salvado aquel dia de tantos peligros.

—¿Quién eres? iba á decir Macías á su invisible protector, cuando una
voz ronca que parecia hablar sola enmedio de las tinieblas dijo con
reposado continente:

—¡Voto va! dejad ese venado, que ni sirven esas piezas para yantar,
ni menos para vestir. El montero de ley no ha de cazar nunca raposas
cuando puede cazar venado mas noble.

—¡Cielos! esclamó Macías: ¿eres tú, Hernando? ¿Es á tí á quien debo
esta noche la existencia acaso...?

—¡Por Santiago! Yo creí que ya sabia mi amo el doncel Macías que
donde está la fiera, alli está Hernando.

—¡Hernando! esclamó Macías arrojándose en sus brazos.

—Vaya, dejemos eso. Si esta noche me debeis la vida, yo os la estoy
debiendo todo el año, pues me manteneis. ¡Voto va! ¿y qué pieza era
esa que estaba ahí tendida?

—Hernando, me recuerdas mi deber; busquemos á ese desgraciado. Está
vencido, y debemos dar treguas al rencor.

Pusiéronse á buscar en seguida al hidalgo, pero inútilmente.

—¡Esta es buena! dijo Hernando. Los pícaros lo han llevado. ¡Bella
presa! ¿No dije yo, señor, que no podia salir nada bueno de ese
astrólogo? A mí líbreme Dios de hombre que no caza. En su vida ha
cogido un venablo.

—¡Ea! Hernando, esas reflexiones son para otro lugar; puesto que el
hidalgo no parece, y que nosotros cumplimos ya con nuestro deber,
partamos. Necesito curar mis heridas...

—¿Tambien eso? vamos, señor: ¡vive Dios! Hernando quiere que lo
monteen á él si vuelve á suceder mientras estemos en esta maldita
corte que se separe un punto de su amo y señor.

Concluida esta imprecacion hicieron otro rebusco por si á una parte
ú otra podrian encontrar vivo ó muerto al escudero. Y yendo apoyado
Macías en su fiel montero por el dolor que empezaban á causarle las
heridas, tomaron en seguida el camino de Madrid, por el cual ningun
vestigio habian dejado los de los caballos, si es que por él habian
pasado.

[Ilustración]



CAPITULO XXIII.

      ¿Qué mal teneis, caballero?
    ¿Querédes me lo contare?
    ¿Teneis heridas de muerte?
    ¿O teneis otro algun male?
    —Háme herido Carloto,
    su hijo del emperante,
    porque él requirió de amores
    á mi esposa con maldade;
    porque no le dió su amor,
    él en mí se fué á vengare,
    pensando que por mi muerte
    con ella habia de casare.

      _Rom. del marques de Mántua y Valdovinos._


Cuando Elvira fue sacada de la mano por el astrólogo fuera de su
cámara, á la inesperada entrada de Fernan Perez de Vadillo, apenas
tuvo tiempo aquel de indicarla que habiendo informado ya á su alteza
de sus circunstancias, la daba éste licencia para restituirse á
su habitacion tranquilamente hasta el dia en que, realizándose el
combate, hubiese de concurrir á sostener en el juicio de Dios su
acusacion, por medio de sus pruebas ó del esfuerzo del caballero que
habia escogido por campeon. Pero por una parte ella esperaba ya este
resultado, y por otra el sobresalto en aquel primer momento no podia
dar lugar á la reflexion; asi que, huir debió ser su primer cuidado.
En realidad ninguna de las acciones de Elvira era culpable: por un
esceso de amistad poco comun, y animada del espíritu caballeresco
y reparador de agravios que se dejaba sentir tan generalmente en
aquella época, se habia lanzado á un acto de generosidad que nadie
podia reprocharle con razon fundada. Conociendo que no podia vengar
á la condesa, ó descubrir su suerte y paradero sin ofender al conde,
de quien al fin era escudero su esposo, un principio de delicadeza
le habia inspirado la idea de ocultarse, á lo cual se habia añadido
otra importante consideracion: no conocia en la corte de don Enrique
caballero tan valiente ni generoso como Macías á quien dirigirse para
que amparase su debilidad contra el enemigo que iba á grangearse;
pero era demasiado perspicaz para no conocer cuán falsa era la
posicion en que estaban uno respecto de otro, y demasiado virtuosa
para no tratar de huir de toda ocasion en que pudiese aventurar
aquel verbalmente una declaracion que ya tantas veces le habian hecho
sus ojos con su elocuente silencio. En este asunto no habia, pues,
en sus acciones otro delito ostensible contra su esposo sino aquella
especie de reserva que con él habia guardado, reserva tanto mas
disculpable cuanto que á no haber sido por la intriga del astrólogo,
enteramente independiente de Elvira, y que no podia por consiguiente
haber entrado en sus planes, le hubiera salido á medida de su deseo,
puesto que solo se hubiera sabido que era ella la acusadora, del
modo que sabemos haber estado en un baile de máscaras una persona á
quien creemos haber conocido, pero que no se descubrió nunca en él,
y que niega constantemente su asistencia; lo cual no es saber las
cosas, sino dudarlas. El que su esposo la hubiese encontrado sola
con el doncel en el laboratorio del químico, ella sabia, y el lector
sabe perfectamente, que no podia ser argumento contra ella. Pero el
lector sabia acaso una cosa que Elvira no sabia por lo visto, ó que
no habia reflexionado bastante, y es que no hay posicion mas falsa
que aquella en que se pone una persona al guardar secretos para
otra que tiene derecho á exigir una total franqueza. El misterio
hace aparecer culpables las cosas mas inocentes, y por otra parte
es fuerza confesar que si las acciones de Elvira no eran culpables,
acaso no podia ella decir otro tanto de sus pensamientos, por mas
que procurase sofocarlos de continuo; y cuando nosotros mismos nos
reconocemos culpados, de nada sirve para nuestra tranquilidad que
nos tenga el mundo por inocentes. Si solo hubiera abrigado Elvira
indiferencia con respecto á Macías, no se hubiera creido perdida al
ver entrar á Vadillo; de lo cual es forzoso inferir: primero, que
Elvira huyó de sí misma, creyendo huir de su esposo: y segundo, que
para ser malo es preciso serlo del todo: una muger menos virtuosa que
Elvira en todo este desgraciado asunto no hubiera comprometido ella
misma su seguridad, porque hubiera calculado mas y dominado mejor sus
emociones.

Su primer pensamiento fue huir sin saber adonde; pero á poca
distancia del aposento de Abenzarsal ofreciéronse á su imaginacion
las reflexiones todas que hubieran debido ocurrírsele un momento
antes: era inocente; declararia á su esposo francamente su
posicion, y esta franqueza le grangearia mas y mas su aprecio. ¿Y
adónde podia dirigir sus pasos sino á su habitacion? Cualquiera
otro partido hubiera sido indisculpable. Llena de la idea de que en
último resultado nada podia echársele en cara, pues que habia sabido
resistir á las seductoras palabras del doncel, y nada habia en su
conducta verdaderamente reprensible, dirigióse á su departamento, no
sin luchar algun tanto, y aunque á su pesar desventajosamente, con el
recuerdo perseguidor del diálogo que acababa de tener con un hombre
mas peligroso de lo que ella pensaba para su tranquilidad. Habíanla
seguido sus dueñas, inquietas al notar su zozobra é indecision.

Quitáronla el manto en cuanto llegó y el antifaz, y pudo entregarse
ya mas libremente á reflexionar sobre su verdadera posicion.

La primera idea que entonces le ocurrió fue el riesgo de un próximo
rompimiento en que habia dejado á Macías y á su esposo. Segura
empero de que en nada habia ofendido á este último, é ignorante al
mismo tiempo de las sospechas y recelos que le atormentaban de algun
tiempo á aquella parte, no creyó que lo ocurrido pudiese ser motivo
suficiente para comprometer su existencia; á lo cual se agregaba la
reflexion de que á aquellas horas y en aquel sitio tan inmediato á la
cámara de su alteza no era posible que se enredasen de palabras hasta
el punto de realizar sus temores; y para el otro dia se prometia
haber desvanecido ya todo género de duda en el corazon de Vadillo con
respecto á su conducta, porque en esta materia las mugeres suelen
contar siempre demasiado con los recursos que concedió el cielo á su
sexo, naturalmente fascinador y artificioso. Mas serena con estas
reflexiones, esperó la llegada de su esposo con toda la tranquilidad
que en su posicion cabia, si bien sin hacer caso de las continuas
interrupciones con que el pagecillo cortaba de cuando en cuando el
hilo de su meditacion. Viendo éste por fin que eran inútiles cuantos
recursos empleaba para distraer á la melancólica Elvira, y que
tampoco estaba ésta por entonces de humor de descargar en su pecho el
peso de sus secretos, decidióse á guardar silencio, esperando otra
ocasion mas propicia de averiguar las penas que debian afligir á su
hermosa prima. Retiróse con mal humor á un rincon de la pieza por ver
si le llamaba al cabo de un rato de desvío, pero no habiendo surtido
tampoco efecto alguno este inocente arbitrio, quedóse al cabo de un
rato profundamente dormido con aquel sueño que tan facilmente se
toma como se deja en aquella feliz edad de la vida que nuestro page
alcanzaba. Mucho tardó en llegar el momento tan deseado y temido al
mismo tiempo de Elvira; pero cuando por fin despues de horas enteras
de ansiosa espectativa vió á su esposo, ¡cuán distinto le vió de lo
que esperaba!

Abrióse la puerta de la cámara, y lo primero que se ofreció á la
vista de Elvira fue Fernan, llevado en brazos de dos siervos del
conde de Cangas y Tineo. Apenas creía á sus ojos; pero cuando no
pudo rechazar por mas tiempo la horrible realidad, arrojóse hácia él
exhalando un ¡ay! que salia de lo mas hondo de su corazon, y que hizo
abrir al herido los ojos lánguidamente, si bien volvieron á cerrarse
casi en el mismo instante. ¡Vive! ¡vive! esclamó la desdichada
esposa reparando su movimiento, y llegando sus labios á los suyos
para reanimar su amortiguada vida. Dirigió en seguida á los que le
traían mil preguntas, que se sucedian tan rápidamente unas á otras
que apenas dejaban entre sí espacio para las respuestas. ¡Dios
mio! ¡Dios mio! esclamó medio informada ya de lo ocurrido. ¡Hernan
Perez! ¡Querido esposo! Estrechábale en sus brazos, regaba el pálido
rostro de Vadillo con sus ardientes lágrimas, cogía una de las manos
del herido entre las suyas, acercaba estas otra vez á su corazon
por ver si palpitaba todavia... en una palabra, en aquel momento
Macías entero habia desaparecido de su imaginacion: su esposo,
herido, bañado en su sangre, moribundo, acaso por su imprudencia, la
ocupaba toda. Toda lucha habia desaparecido, y el mas débil, el mas
necesitado triunfaba entonces en su corazon de muger.

Dejémosla entregada á su acerbo dolor, y al tierno cuidado del
doliente hidalgo: otros personages de nuestra historia reclaman por
ahora nuestra atencion. Con respecto al caballero, no habia salido
tan mal parado de la refriega, pero no dejaban de reclamar sus
heridas algun cuidado. Apoyado en el brazo del tosco montero llegó á
las puertas de Madrid y al alcázar poco despues que su adversario.
Introducido en su cuarto, salió Hernando inmediatamente á buscar un
maestro en el arte de curar, como se llamaba entonces generalmente
á esos seres de suyo carniceros que llamamos en el dia cirujanos,
el cual maestro declaró que ninguna de sus heridas era mortal, con
tanta seguridad y un tono tan decisivo como si él efectivamente lo
supiera. Aplicóle las yerbas que mas convenientes le hubieron de
parecer, y por esta vez hubiera sido notoria injusticia dudar un
solo momento de su ciencia. Corrióse por la corte al punto que el
doncel favorito de su alteza, á quien nadie conocia en lo distraido
desde su vuelta de Calatrava, habia tenido un duelo singular en
el soto de Manzanares, de cuyas resultas debia guardar el lecho
por algunos dias. Y en atencion á que el escudero de don Enrique
Villena habia necesitado tambien los ausilios del arte, y se hallaba
igualmente en cama, no se dudó un momento que hubiese sido entre
los dos el ruidoso duelo. Ahora bien, sabido esto, no era dificil
que la pública maledicencia añadiese alguna particularidad notable
á las circunstancias de la desavenencia, y que tratase de hallar el
verdadero motivo de ella. Algunos de los enemigos del conde de Cangas
no necesitaron mas para asegurar que éste, cuya natural prudencia
era pública, tratando de evitar la necesidad siempre desagradable
de responder á la acusacion intentada contra él, y sostenida por
el doncel, habia determinado á su escudero á acometer á aquel,
acompañado de otros varios, una tarde que habia salido á alconear por
el soto de Manzanares; relacion á que daba bastante verosimilitud la
circunstancia de haber vuelto Hernan en brazos de algunos siervos
del de Villena. Otros sin embargo de los amigos de Macías que habian
notado su singular aislamiento, su profunda tristeza, y que habian
creido interceptar en varias ocasiones algunas miradas de rencor
dirigidas por el doncel á Vadillo, y que recordaban con este motivo
una serenata dada cierta noche á los pies de las habitaciones de
la condesa, no se sabia por quién, tuvieron lo bastante para decir
que el doncel habia puesto los ojos en cierta dama, cosa que no le
habia parecido bien, segun ellos, al hidalgo, que aunque no era
caballero, era marido, y segun malas lenguas un si es no es zeloso.
A esta version daba algun peso tal cual sonrisa maligna que el
judío Abenzarsal habia dejado escapar en algunos corrillos de la
corte, donde se habia referido el duelo singular. El propalar estas
especies no era en verdad servir amistosamente la pasion de Macías,
ni hacer gran favor á la buena opinion y fama de Elvira; pero hay
autores que aseguran que la amistad no escluye la envidia, de donde
infieren que las conversaciones de los amigos no son siempre las mas
favorables. Nosotros, que estamos lejos de participar de esta opinion
arriesgada, creemos mas bien que algun amigo de Macías sospechó
aquella esplicacion como la mas satisfactoria y natural sobre el
lance ocurrido: este en confianza comunicaria su idea á algun otro
amigo, quien la trasladaria á otro bajo la misma fé del secreto, de
cuyo modo fue corriendo la noticia; y como somos defensores acérrimos
de los amigos, en los cuales creemos, como en nuestra salvacion, nos
atrevemos á asegurar que al repetirse sus conjeturas de boca en boca,
siempre irian acompañadas de aquellas espresiones cariñosas, tales
como: “¡Pobre Macías! ¿Sabeis que el desafío fue por Elvira?—¿Qué
decís?—Sí, no lo digais; pero es indudable: está perdido de amores
por ella; y es lástima ciertamente,” y otras semejantes, que
descubren á cien leguas la mas pura amistad hácia el objeto de tales
conversaciones.

Lo cierto es que esas voces corrieron, y como fieles historiadores
nos creemos obligados á asegurar, porque lo sabemos de buena tinta,
que ni Macías ni el hidalgo pudieron dar lugar á ellas. Aquel estaba
harto interesado en guardar el mas rigoroso silencio sobre punto
tan delicado; y á éste no podia convenirle en manera alguna poner
en claro la causa verdadera del desafío, pues tan de cerca tocaba
al honor de su esposa. El mismo Enrique III tentó mas de una vez el
vado con Macías, usando de las espresiones mas afectuosas, pero nunca
pudo recabar nada de él; y otro tanto sucedió con el hidalgo, á quien
quiso arrancar el conde de Cangas y Tineo la confesion de aquello
mismo que él sabia ya demasiado bien por el astrólogo judiciario.

Por lo que hace á éste y al ilustre colaborador de su funesta
intriga, ya habrá conocido el lector que despues de los escrúpulos
que habian atormentado, como arriba dejamos dicho, al indeciso conde,
habian salido ambos con varios criados en busca de los desafiados,
con el intento de salvar al escudero del peligro que le amenazaba
peleando con tan acreditado caballero como era Macías, y de hacer
desaparecer á éste de la corte, apoderándose de su persona, como
en aquellos tiempos solian practicarlo los poderosos con los
débiles, y encerrándole despues en alguno de los castillos del
conde; desde donde no hubiera podido volver á poner obstáculos en
su vida á los planes del nigromántico, como le llamaba el vulgo
justa ó injustamente. Si este proyecto se habia malogrado, no habia
sido en verdad por culpa del intrigante maestre, ni de su servicial
consejero, sino merced al valor de Macías, y á la desconfianza,
penetracion y fuerza sobrenatural del montero Hernando, quien luego
que habia visto salir en aquella forma á su señor y al escudero,
no habia dudado un solo momento en seguir sus pasos á lo lejos, y
en espiar todas sus acciones, como el lector ha visto en nuestro
capítulo anterior. Apenas habia podido distinguir en medio de la
oscuridad cuál de los dos combatientes era su señor; pero luego que
notó que uno de ellos habia caido, creyó que en todo caso lo mas
seguro era separarlos, y solo al asir del que era realmente su amo
le habia conocido. No sabemos si era su intencion favorecer, como
favoreció, á su enemigo, pero lo que no se puede dudar es que sin
su destreza en herir á los servidores del conde con los venablos
arrojadizos de que se habia provisto antes de salir del alcázar,
acaso se hubiera terminado nuestra historia mucho antes de lo que
nosotros mismos deseamos, y de lo que quisiéramos que desearan
tambien nuestros lectores.

[Ilustración]



CAPITULO XXIV.

      Todo le parece poco
    respecto de aquel agravio;
    al cielo pide justicia,
    á la tierra pide campo,
    al viejo padre licencia,
    y á la honra esfuerzo y brazo.

          _Rom. del Cid._


Despues del mal éxito que habia tenido la tentativa de don Enrique de
Villena y del judío Abenzarsal para quitar de enmedio el estorbo de
Macías, apenas les quedaba á estos otro recurso que esperar el sesgo
que quisiesen tomar las cosas.

En realidad solo podian temer ya de él fundadamente el juicio de
Dios, que acerca de la acusacion quedaba pendiente, porque las
medidas que habian tomado para asegurar el maestrazgo habian sido
tales y tan buenas, que aunque quedaban declarados por la parcialidad
de don Luis Guzman gran número de castillos y lugares de la orden,
podia contar el maestre sin embargo con la mayor parte. Estaban
por el Alhama, Arjonilla, Favera, Maella, Macalon, Valdetorno, la
Frejueda, Valderobas, Calenda, y otras villas del Maestrazgo, con
mas infinitos castillos, en los cuales habia puesto ya alcaides á su
devocion. Con respecto á Calatrava, donde estaba el primer convento
de la orden y el clavero, hechura todavia del maestre anterior, no
se habian apresurado á prestarle el homenage debido, sino que habian
respondido tanto á él como á su alteza que convocarian el capítulo
para elegir y nombrar segun los estatutos de la orden al maestre.
Lisonjeábase el clavero en su respuesta de que la eleccion de su
alteza hubiese recaido en un príncipe tan ilustre y de sangre real,
y se prometia que los votos todos unánimes de los comendadores y
caballeros serian conformes con los deseos del rey don Enrique; pero
esto era en realidad resistirse á la arbitrariedad y ganar tiempo
con buenas palabras. El artificioso conde no habia creido oportuno,
sin embargo, intrigar para que se acelerase la reunion del capítulo,
porque se prometia acabar de ganar las voluntades de sus enemigos
en el ínterin, y solo don Luis de Guzman era el que no perdonaba
medio de llevar á cabo cuanto antes sus intenciones. Presentóse en
consecuencia á su alteza con una humilde demanda, firmada por él y
sus parciales: en ella alegaba el derecho de la orden de elegirse
su maestre, y no dejaba de apuntar el que creía tener á la dignidad
de que estaba ya casi en posesion el de Villena. No fue tan bien
recibida esta mocion de su alteza como se esperaba; pero el rey
Doliente era demasiado justiciero para atropellar abiertamente los
fueros de una orden tan respetable: convenido ademas de que el cielo
habia designado para maestre á su ilustre pariente, curábase poco
de creer en la posibilidad de otra eleccion, y asi, fue su decision
que el capítulo se reuniria en cuanto él recibiese las noticias
que esperaba de Otordesillas, que eran en realidad las que mas por
entonces le ocupaban, pues deseaba ardientemente que su esposa doña
Catalina diese á luz un príncipe digno de succeder en su corona, si
bien estaba jurada ya princesa heredera por las cortes del reino la
infanta doña María su primogénita. Mas de un astrólogo de los que en
aquellos tiempos de credulidad y supersticion vivian especulando con
la pública ignorancia le habia lisonjeado con esperanzas conformes
con sus deseos. Quedó, pues, pendiente por entonces el litigio
del maestrazgo, y cada uno de los contrincantes procuró aprovechar
aquel intervalo para engrosar su partido. Don Enrique era entre
tanto el mejor librado, pues disfrutaba á buena cuenta de las
prerogativas y de gran parte de las rentas y dominios del maestrazgo,
que la adulacion de sus parciales se habia adelantado á poner á su
disposicion.

Quedaba en pie solamente la otra merced que en la mañana de la
acusacion de Elvira habia dispensado su alteza al adversario de
Villena. Pero no tardó mucho Macías en estar en disposicion de
concurrir de nuevo á la corte, y de acompañar al rey en sus partidas
de cetrería, especie de caza de que gustaba mucho su alteza, y en
que su doncel sobresalia singularmente: afianzóse mas en ella la
amistad que el rey le profesaba; en consecuencia de alli á poco su
alteza mismo quiso, como lo habia prometido, poner el hábito de
Santiago á su doncel: esta ceremonia, que con toda la solemnidad,
que de tal padrino podia esperarse, se verificó en la iglesia de
la Almudena, con presencia del maestre de la orden y de todos los
comendadores y caballeros santiaguistas que asistian á la sazon á
la corte; favor singular que hubiera lisonjeado singularmente el
amor propio de Macías si hubiese él podido desechar la funesta idea
que le perseguia siempre por todas partes, desde que por primera
vez habia visto á Elvira, y en particular desde que la esplicacion
desgraciada que habia tenido en la cámara del judío no habia podido
dejarle á ella duda alguna acerca de su amorosa pasion. El doncel
desde aquella funesta noche no habia vuelto á ver al objeto de su
amor, que viviendo en el mayor retiro, y cuidando solo de la salud
de su convaleciente esposo, evitaba toda ocasion de presentarse
en público, fuese porque la tristeza, que cada vez se arraigaba
mas en su corazon, la hiciese no hallar gusto sino en la soledad,
fuese porque se hubiese afirmado en quitar al doncel todo motivo de
esperanza; fuese, en fin, por desvanecer en el ánimo de Fernan Perez
de Vadillo todo género de duda acerca de su irreprensible conducta.
¿De qué servia empero al doncel no ver personalmente á Elvira, si un
solo momento no se separaba su recuerdo de su ardiente imaginacion?

Entre tanto se restablecia diariamente el hidalgo de sus heridas: el
cuidado de su esposa, la flaqueza que aun le quedaba, y la ausencia
del doncel, si no habian bastado á aplacar su rencor, contribuían
no poco á debilitar la fuerza de sus sospechas, y á embotar en gran
manera sus primeros zelos. Pero conforme iba volviendo la serenidad
al corazon de su esposo, conforme iba el peligro desapareciendo,
volvia á tomar imperio sobre Elvira el recuerdo de su perdido amante.
Le hubiera sido ademas imposible olvidarle del todo. En la corte
ningun caballero hacia mas papel que Macías: era raro el dia que no
tenia que oir de sus mismos criados los elogios suyos, que de boca
en boca se repetian. Ya habia abordado en la plaza con tal primor,
que habia dejado atras á los mejores jugadores de tablas: ya habia
compuesto una trova ó una chanzon tan tierna, tan melancólica, que no
habia dama que no la supiese de memoria, ni juglar que no la cantase
al dulce son de la vihuela de arco, instrumento de quien dice el
arcipreste de Hita, autor contemporáneo,

    La vihuela de arco fas dulses de bailadas,
    adormiendo, á veces, muy alto á las vegadas,
    voces dulses, sonosas, claras, et bien pintadas,
    á las gentes alegra, todas las tiene pagadas.

¿Y cómo resistir sobre todo á este mágico poder, si al leer la trova
ó la chanzon, donde los demas no veían mas que una brillante poesía,
Elvira no podia menos de leer un billete amoroso? Parecia que sus
composiciones la estaban mirando continuamente á ella, como los
ojos de su autor. Miraba á veces á su esposo al parecer Elvira, y
su imaginacion solia estar muy lejos de él. Una lágrima entonces,
dedicada al doncel, solia asomarse á sus ojos. Vadillo, convaleciente
aun, la miraba absorto y enternecido; “Elvira, le decia, da tregua
á tu afliccion: todo peligro ha huido: me siento mejor ya, y esas
lágrimas que por mí derramas solo pueden contribuir á afligirme.”
Volvia en sí Elvira al oir esas palabras: un oculto sentimiento de
vergüenza teñía sus mejillas de carmin, y la despedazaba la idea de
abusar sin querer de la credulidad de su esposo.

En los primeros dias habia esperado Elvira á que Fernan la hablase
del acontecimiento que le habia reducido á aquel término, y lo habia
esperado con ansia y con temor, pero en valde. El hidalgo, fuese por
amor propio, fuese por no tener bastante seguridad para emprender una
esplicacion en que él no podia hacer todavia el papel de acusador,
guardó el mas rigoroso silencio. En vista de esta conducta, parecióle
á Elvira que lo mejor que podia hacer era aventurar alguna pregunta;
pero igual suerte tuvo su arrojo que su espectativa. No solo no
consiguió ninguna esplicacion satisfactoria en este punto, sino que
habiendo conocido que toda conversacion relativa á la noche del duelo
alteraba visiblemente á Vadillo, hubo de renunciar á su importuna
curiosidad. Creyendo el hidalgo tambien que su esposa le negaria
haber sido ella la enlutada encontrada en el cuarto del astrólogo,
y que mientras no tuviese otras pruebas irrecusables seria mas bien
espantar la caza que asegurarla el hablar del caso, observaba sobre
este particular la misma conducta que sobre el duelo, reservándose
sin embargo dos cosas: primero, el propósito de espiar mas
escrupulosamente en lo sucesivo todos los pasos de Elvira; segundo,
la intencion decidida de terminar cuanto antes con cualquiera ocasion
y pretesto que fuese el suspendido duelo con el hombre primero que
habia aborrecido en su vida, y que habia aborrecido como se aborrece
cuando no se aborrece mas que á uno.

Constante en estos propósitos, no bien estuvo Hernan Perez
restablecido, dirigióse á la cámara de su señor el conde de Cangas.
Su semblante dejaba ver todavia la huella de la enfermedad.

—Hernan Perez, le dijo don Enrique con afabilidad, ¿os han permitido
ya dejar el lecho? Debiérais recordar sin embargo que vuestra salud
es harto importante para vuestro señor, y no esponerla con tan
temerario arrojo á una recaida peligrosa.

—Las heridas del cuerpo, gran príncipe, aquellas que hizo la lanza
ó la espada, repuso Vadillo con reconcentrada tristeza, sánanse
facilmente: las que recibimos en el honor son las que no se curan
sino de una sola manera.

—¿Qué decís? ¿Será que por fin os habreis decidido á abrirme
francamente vuestro corazon? contestó don Enrique. ¿Será que
querais esplicarme los motivos de vuestra conducta, de ese duelo
singular, cuyos efectos se ven todavia en vuestro rostro, y de esa
reconcentrada melancolía que deja diariamente en él huellas aun mas
indelebles y duraderas?

—Señor, contestó Vadillo, ya creo haber manifestado á tu grandeza en
varias ocasiones que mi mayor pena es no poder confiarte las muchas
que agovian á tu escudero.

—Quiero no darme por ofendido, contestó friamente Villena, de vuestra
inconcebible reserva.

—Perdónala, señor, dijo Vadillo hincándose de rodillas, y permite que
puesto á tus plantas solicite tu escudero de tu grandeza una gracia,
que acaso nunca te hubiera propuesto sino en el campo de batalla, si
una ofensa, y una ofensa mortal, no le obligara á ello.

—Alzad, Vadillo, y decid la gracia, que yo os juro por Santiago que
os será concedida.

—No me levantaré, señor, mientras no sepa que nadie en lo sucesivo
podrá decir impunemente á un hidalgo: “_No ha lugar á pactos entre
nosotros, pues no eres caballero._” Ármame, señor. Si mis largos
servicios te fueron gratos, si pasando de la clase de doncel, en que
fui admitido á tu servicio, á la honrosísima que ocupo hoy á tu lado,
no dejé nunca de cumplir con esas sagradas obligaciones que los mas
grandes señores no se desdeñan de ejercer; si desempeñé los deberes
de la hospitalidad con tus huéspedes, y los de la mesa contigo; si
fue siempre la fidelidad mi primera virtud; si has tenido pruebas de
mi valor alguna vez, confiéreme, señor, esa orden tan deseada. Y si
no bastan mis méritos, básteme esa hidalguía, de que en valde blasono
si puede cualquiera deshonrarme impunemente como á villano pechero.

—Alzad, Vadillo, dijo don Enrique viendo que habia acabado su
peticion el afligido escudero. Por mucho que me sorprenda vuestra
demanda en esta coyuntura, continuó, por mucho que me dé que recelar,
mal pudiera negaros una gracia á que sois, Vadillo, tan acreedor.

—Guarde el cielo, señor, tu grandeza...

—Remitid, Vadillo, vanos cumplimientos. Os armaré: os lo prometí en
pública corte no ha mucho tiempo, y torno á repetíroslo ahora. Pero
decidme, ¿qué causa en esta ocasion mas que en otra...?

—Tu honor y el mio. Has sido calumniado, atrozmente calumniado;
porque tú me digistes, señor...

—Calumniado, sí, Vadillo, calumniado. Pongo al cielo por testigo, que
podeis, fiado en la justicia de mi causa...

—Bástame tu palabra á desvanecer mis dudas todas. Quiero, pues, que
mi primer hecho de armas, en que gane mi divisa, sea la defensa de mi
señor. Yo alcé en tu nombre el guante que un mancebo temerario arrojó
públicamente en testimonio de desafío. Yo responderé de él: si tu
causa es justa, la victoria es segura.

—¿Cómo pudiera no aceptar vuestra generosa oferta, Fernan Perez?
Quédame, sin embargo, una duda; duda que en obsequio vuestro quisiera
desvanecer. Solos estamos: abridme vuestro corazon: decidme, no
teneis alguna otra causa que os mueva...

—Señor...

—¿Presumís que puede tenerse noticia de vuestro encuentro con Macías
en el soto... y del arrojo con que os adelantásteis en la corte á
alzar el guante al punto que vísteis ser él el mantenedor de la
acusacion, sin sospechar al mismo tiempo que causas muy poderosas...?
Hablad...

—Acaso las hay. No lo niego.

—Escuchad, añadió Villena en voz casi imperceptible; ¿seria cierto
que tuviéseis zelos...?

—¿Zelos, señor, yo zelos? Esclamó Fernan con mal reprimido amor
propio. ¿Quién pudo decir...?

—Nadie, Fernan, nadie: yo solo soy el que he creido en este momento...

—¿Vos solo? si supiera...

—¿Y bien? ¿A mí por qué no descubrirme...? ¿Vuestra esposa sin
embargo...?

—Basta, señor: no hablemos mas en eso. ¡Mi esposa, Dios mio! ¡Mi
esposa! Si mi esposa pudiese faltar...

—¿Qué es faltar, Vadillo?

—Si pudiese tan solo con su pensamiento empañar la mas pequeña
porcion de mi honor, no necesitára yo castigar á ningun atrevido, ni
que me armára nadie caballero: dagas tengo aun: la última gota de su
sangre, la última no seria bastante indemnizacion de tan insolente
ultraje. ¡Elvira, á quien amo mas que á mí propio! ¡Mi bien! ¡Mi vida!

—Sosegaos, Vadillo: nunca fue mi propósito ofenderos, pero pudiérais,
sin que Elvira hubiese empañado nunca vuestro honor...

—Jamas, señor. Si un atrevido hubiera osado poner sus ojos en mi
esposa, ¿viviria aun, viviria? contestó el hidalgo pudiendo disimular
apenas la lucha que existía entre sus palabras y sus ideas.

—Entonces, pues, ¿qué ofensa...?

—Permite, gran señor, que la calle. La hay, lo confieso, y si alguien
pudiera vencerme en la lid, si me pudieran vencer todos, nunca
Macías: un fausto presentimiento me dice que lavaré en su sangre mis
ofensas. Confiéreme la orden de caballería, y yo te respondo, gran
señor, de una victoria pronta y segura.

—Sea, contestó don Enrique, como lo deseais. Mañana os la conferiré.
Mañana juraréis en mis manos defender su fé, el honor y la hermosura.

Despues de este breve diálogo, el candidato besó las manos del conde
de Cangas, y se retiró á esperar, con mortal impaciencia, el nuevo
dia que habia de poner término á todas las esperanzas que contentaban
por entonces su ambicion.

[Ilustración]



CAPITULO XXV.

      Agua le echan por el rostro
    para facerlo acordado,
    y vuelto que fuera en sí,
    todos le han preguntado
    qué cosa fuera la causa
    de verlo asi tan parado.

            _Rom. del Cid._


A la mañana siguiente brillaban con fuego estraordinario los ojos
de Fernan Perez. Leíase en su semblante la alegría que inundaba su
corazon. Efectivamente la orden de caballería era en aquel tiempo la
mas alta dignidad á que pudiese aspirar un hombre de armas tomar.
Su virtuoso orígen y sus fines, aun mas virtuosos, le daban tal
prestigio, que los reyes se honraban con tan honorífico dictado, y un
caballero solo con serlo tenia derecho á comer en su mesa, honor que
no disfrutaban ya ni sus mismos hijos, hermanos ó sobrinos, mientras
no entraban en aquella noble cofradía. Era preciso ser hidalgo por
parte de padre y madre, y con la antigüedad por lo menos de tres
generaciones: era preciso haber dado pruebas de valor, y gozar de
una reputacion pura é inmaculada. A muchos les costaba ademas pasar
por el largo noviciado de page y escudero progresivamente. Los que
habian entrado al servicio y á hacer prueba de su persona con un rey
ó un príncipe de alta categoría, en calidad de pages, se llamaban
donceles. Macías se habia hallado con Enrique III en este caso, y si
se le llamaba todavia públicamente el doncel, era porque habiéndole
tomado Enrique III, con quien se habia criado, mas afecto que á otro
alguno, habíale conservado aquel nombre por modo de cariño, aun
despues de haber recibido la orden de caballería. En el mismo caso
se habia hallado con don Enrique de Villena el hidalgo Fernan Perez:
habíale entrado á servir primero en calidad de page ó doncel, y habia
pasado á ser su escudero. El cargo de escudero en estos tiempos, y
hasta ese nombre, parecen sonar mal á los oidos delicados. Podemos
asegurarles, sin embargo, que no solo no tenia en aquel tiempo nada
de denigrante, sino que antes era tan honorífico, que muchísimos
grandes, señores y príncipes que habian llegado á ser caballeros
por el orden regular de los grados requeridos para ello en tiempos
de paz, no se habian desdeñado de ejercerlo. En la recepcion de
escudero, los padrinos ó madrinas del page prometian en su nombre
religion, fidelidad y amor, con la misma formalidad é importancia
que en la recepcion de un caballero. Reducíase la obligacion del
escudero á seguir por todas partes á su señor ó al caballero con
quien hacia veces de tal, llevándole su lanza, su yelmo ó su espada;
llevaba del diestro sus caballos, en los duelos y batallas proveíale
de armas, levantábale si caía, dábale caballo de refresco, reparaba
los golpes que iban dirigidos contra él; pero solo en grandes
peligros le era lícito tomar armas por sí en las pendencias y
encuentros á que asistia. Sus deberes domésticos se ceñian á trinchar
y presentar las viandas en la mesa, y aun á ofrecer el aguamanil
á los convidados antes y despues de comer. Pero estos cargos se
desempeñaban con tanta mas dignidad cuanto que los platos los recibia
de mano del maestre-sala, que ya era por sí una dignidad, aunque mas
subalterna, y el agua de mano de los pages, que la tomaban ellos ya
de los domésticos inferiores. En público, y en los banquetes en que
reinaba toda etiqueta y ceremonia, no podia sentarse el escudero
á la mesa de su señor. Para probar que ni el oficio de doncel ni
el de escudero eran sino muy honoríficos, concluirémos diciendo,
que en las historias francesas del siglo XIII, hallamos designados
estos donceles y escuderos con el nombre de _Valets_, mas humillante
aun en el dia que los de _Daoiseau_ y _Ecuyer_, que corresponden
á aquellos en la lengua francesa. Diremos que Villehardouin en su
historia hablando del príncipe Alexis, hijo de Isaác, emperador de
los griegos, le llama en repetidas ocasiones el Valet (ó escudero) de
Constantinopla, porque aquel príncipe, aunque heredero del imperio de
Oriente, no habia recibido todavia la orden de caballería. Por igual
causa son calificados con la misma designacion por los historiadores
sus contemporáneos Luis, rey de Navarra, Felipe, conde de Poitou,
Cárlos, conde de la Marcha, hijo de Felipe, y otros infinitos. Entre
nosotros fue page y doncel el famoso y nobilísimo don Pero Niño,
conde de Buelna, y el mismo don Alvaro de Luna, tan célebre por su
prodigioso favor como por su ruidosa desgracia.

En tiempos de guerra, y en los principios de la orden de caballería,
se conferia esta con menos pompa y formalidad: el rey ó el general
creaba caballeros antes y mas comunmente despues del combate: en
esos casos reducíanse todas las ceremonias á dar la pescozada ó
espaldarazo dos ó tres veces en el hombro del candidato con el plano
de la espada, diciéndole en alta voz: _Os hago caballero en nombre
del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo_. Solia ser otras veces
el teatro honroso donde se conferia la orden de los valientes,
leales y esforzados, un torneo, un campo de batalla, el foso de un
castillo sitiado ó asaltado, la brecha abierta ya de una torre,
ó una fortaleza feudal. En medio de la confusion y tumulto de la
refriega, arrodillábase el escudero á las plantas del rey, del
general, ó de un caballero cualquiera acreditado ya por sus altos
hechos de armas. Cuando el famoso Bayardo, caballero sin tacha y
sin reproche, confirió de esa suerte la orden de caballería al rey
Francisco II, “O espada mia, esclamó, mil y mil veces venturosa por
haber dado hoy la orden de caballería á un rey tan grande y tan
poderoso, yo te conservaré como preciosa reliquia, y te preferiré
siempre á cualquiera otra.” Despues, añade el historiador que nos ha
conservado este rasgo singular, dió dos saltos y envainó su espada.

En tiempos de paz, y cuando posteriormente hubo llegado esta famosa
institucion á su mas alto grado de esplendor y á su verdadero apogeo,
se solia aprovechar, para conferirla á los escuderos que se habian
hecho de ella merecedores, alguna solemnidad. Un dia grande de la
iglesia, el aniversario de una famosa victoria, la boda ó nacimiento
de un príncipe ó una coronacion, eran las coyunturas mas comunmente
escogidas, y en tales casos hacíase la promocion con otra pompa y
con mas minuciosas formalidades; las cuales se complicaron mas y mas
sobre todo desde el siglo XI, en que pareció tomar aquella orden un
carácter nuevo con la mezcla de ceremonias religiosas y profanas, que
para la admision de los señores en esta vasta cofradía se exigieron.

Fernan Perez de Vadillo no podia menos de dar á su nueva dignidad
la importancia que en aquellos siglos tenia. Todo aquel dia empleó
en los preparativos de la ceremonia solemne que se preparaba para
él. El condestable Ruy Lopez Dávalos quiso ser su padrino, y obtuvo
que fuese madrina la noble esposa de don Juan de Velasco, camarero
mayor de su alteza. El conde de Cangas y Tineo era un personage
bastante calificado para que la dignidad que iba á conferir á su
escudero llamase la atencion de la corte. Su posicion ventajosa, en
aquel momento mas que en otro alguno de su vida, le granjearon la
asistencia á aquel acto, y la cooperacion de las primeras personas
de Castilla. Don Pedro Tenorio, arzobispo de Toledo, se brindó á
oficiar en la ceremonia, y el mismo rey don Enrique, al señalar para
ella la capilla de su regio alcázar, quiso presenciarla tambien
desde una tribuna á pesar de sus dolencias. El candidato ayunó aquel
dia, conformándose con los usos establecidos: revestido de una larga
túnica cenicienta, verdadero trage de su clase de escudero, asistió á
la comida que dió don Enrique de Villena á los que debian presenciar
la ceremonia. El candidato, colocado aparte en una mesa pequeña
mientras los demas comian en la principal, permaneció en ella servido
por donceles del conde su señor; pero este, escrupuloso observador
de la etiqueta, le intimó al sentarse que no podria hablar ni reir
durante la comida, ni aun llegar bocado á los labios. Concluida esta
ceremoniosa comida, fue llevado el candidato por sus padrinos,
acompañado de los demas concurrentes, y seguidos de gran número de
juglares y ministriles, que tañian gran variedad de instrumentos y
cantaban baladas alusivas al acto que se preparaba, á la capilla
del alcázar. Esperábale ya, custodiada por dos hombres de armas de
Villena, una hermosa armadura blanca sin mote ni divisa, de que le
hacia merced su señor. Separóse de él alli la concurrencia, y quedó
Fernan Perez de Vadillo velando sus armas y en oracion la noche
entera, despues de haberse despojado de la túnica escuderil, y haber
vestido una cota, embrazado la adarga y empuñado la lanza. Llegada
la mañana, confesó devotamente con fray Juan Enriquez, confesor
de su alteza. No sabremos decir si vuelto su corazon á Dios hizo
sacrificio ante el altar augusto de la penitencia del rencor y de
los sanguinarios proyectos de venganza que le habian determinado á
armarse caballero. Presumimos que asi lo haria, y creemos que si
luego mas adelante la historia nos ha conservado algunos rasgos que
podrian oponerse á aquella concesion cristiana, debe achacarse mas
bien esta inconsecuencia á la flaqueza del corazon humano, ó á la
mezcla estraordinaria de pasiones y religion que reinaba en aquella
época, que á la falta de verdadera contricion del noble hidalgo.
Hecha su confesion, y veladas ya las armas, retiróse el candidato por
el mismo orden que habia venido, y llegado á su habitacion vistió
el trage de caballero, mas rico y adornado que el de escudero,
que acababa de dejar para siempre. Alli recibió las visitas y
felicitaciones de sus deudos y amigos; y varios señores allegados
á don Enrique de Villena vistiéronle sobre la cota de menuda malla
una ancha loriga guarnecida de piel, adorno reservado solo en aquel
tiempo á personas de categoría, y pusiéronle sobre los hombros un
gran manto, cortado á manera de manto real. En esta forma, y llevando
colgada del cuello la espada, llegó seguido de los padrinos, de
los convidados y de sus amigos, á la real capilla, donde esperaban
el momento de dar principio á la augusta ceremonia su alteza en su
tribuna rodeado de varios dignatarios; el arzobispo, que habia salido
al altar al verle llegar, y gran número de damas. Distinguíase entre
ellas la madrina del novel caballero, ricamente ataviada, y á la
derecha del buen condestable, arrodillados los dos al lado de la
epístola en ricos reclinatorios de terciopelo carmesí, en que se veía
recamado en oro el escudo de sus armas respectivas, y de que pendian
largos borlones de aquel precioso metal. Algo detras, y entre otras
damas principales, se veía á Elvira, esposa del hidalgo, cubierta con
un velo, al través del cual se traslucia sin embargo su hermosura,
como suele verse al través de ligeras nubecillas el resplandor
del sol. A la otra parte se colocó el poderoso conde de Cangas,
acompañado de algunos caballeros principales y seguido de dos de sus
pages, con su yelmo el uno y el otro con las espuelas y demas piezas
de la armadura que debian revestirle á Vadillo en acto tan solemne.
El resto de la capilla estaba ocupado por la numerosa concurrencia
que la calidad de las personas habia traido, y por bandas de
ministriles que habian seguido la comitiva, tañendo dulcemente sus
instrumentos. Era gran gusto oir la desacorde confusion que producian
tocadas á un tiempo la cítola sonora, la guitarra morisca, _de
las voces aguda é de los puntos arisca_, el corpudo laúd, el rabé
gritador, el orabin, el salterio, la adedura albardana, la dulcema,
é axabeba y el hinchado albogon, la cinfonia, el odrecillo francés y
la reciancha mandurria, cuyos ecos distintos se unian al sonsonete de
las sonajas de azofar, y al estruendo de los atambores y atambales,
de las trompas y añafiles; instrumentos todos con que se verian tan
apurados nuestros músicos del dia para organizar una sola tocata
medianamente agradable, si se los trocaran de pronto con los que la
civilizacion música les ha perfeccionado, como se verán nuestros
lectores para formar una exacta idea de su figura y armónica melodía
sin mas datos que esta breve enumeracion, por mas fidedigna que la
constituya la autoridad del trovador arcipreste á quien la robamos.

Establecido ya el silencio, arrodillóse el hidalgo ante la reverenda
persona del arzobispo, quien le quitó del cuello la espada que
traía suspendida, y la colocó en el altar en que iba á oficiar.
Comulgó en seguida el candidato con edificante fervor. Despues de
un momento de oracion y recogimiento, principió el arzobispo los
oficios, acabados los cuales se levantó el candidato, é hincándose
de hinojos ante la persona de su señor feudal el poderoso conde
de Cangas y Tineo, pidióle reverentemente que le hiciese merced
de conferirle la orden de caballería. Juró en seguida en manos
del ilustre maestre de Calatrava no escusar su vida ni sus bienes
en defensa de la santa religion católica, apostólica, romana, y
guerrear hasta morir en toda coyuntura y ocasion que se presentase
contra los infieles de aquende y allende el mar; fórmula en que se
comprendian no solo los moros que mantenian guerra todavia con los
reyes de Castilla, sino tambien los sarracenos que poseian á la sazon
el santo sepulcro, y contra los cuales se dirigian de todos los
puntos de Europa continuamente innumerables cruzados. Juró amparar
y defender las viudas y huérfanos que hubiesen recibido tuerto, y
los desvalidos que á su fuerte brazo recurriesen para deshacer sus
agravios, no pudiendo de otra manera los enderezar. Prestado este
noble juramento, leyéronsele los evangelios, sobre los cuales le
repitió nuevamente. Hecho lo cual, el arzobispo, cogiendo la espada
que habia estado sobre el altar durante el oficio divino, la bendijo
y se la ciñó. Llegándose á él sus padrinos, calzóle la una espuela
el buen condestable don Ruy Lopez Dávalos, y la otra la esposa del
noble don Juan de Velasco, á quienes el novel caballero dirigió las
mas espresivas gracias por la merced singular que le dispensaban. Uno
de los principales señores que acompañaban á don Enrique de Villena
le ciñó la coraza antigua, compuesta del peto y espaldar, dándole
paz despues. Don Enrique de Villena, adelantándose en seguida, le
dió tres espaldarazos con el plano de la espada, armándolo caballero
en nombre de Dios, de san Miguel y de Santiago. Recibióle despues en
sus brazos, y en seguida hicieron con él igual ceremonia todos los
demas asistentes, como para darle á entender que se gozaban mucho de
tener admitido en su gremio caballero que tan completo prometia ser
como el noble hidalgo. Alzóse entonces alegre estruendo de todos los
instrumentos proclamando al nuevo caballero. Entre los que debian
dar paz al recien admitido hallábase uno armado de pies á cabeza,
que se habia mantenido constantemente inmóvil al lado del evangelio,
y enfrente del sitio destinado á las damas principales de la corte.
Ni el oficio divino, ni la larga ceremonia habian sido parte para
sacarle de su asombrosa distraccion. Parecia la estátua del fundador
de la capilla, como en aquellos tiempos solian verse algunas en
las mas de las iglesias. Pero si se llegaba á presumir que era una
persona y no una estátua, para comprender su perfecta inmovilidad,
y la fijacion de sus ojos, era preciso creer que un maleficio
particular ejercía sobre él una influencia funesta, y le obligaba á
mirar á aquella parte con la misma irresistible fuerza con que un
instinto fatídico obliga á la incauta mariposa á girar en torno de la
vacilante llama que la ha de acabar, y con que una atraccion física
llama hácia la serpiente cascabel al mísero pajarillo para hacerle
víctima de su irresistible voracidad. Causaba aquel embeleso una dama
que no habia podido menos de notarla, y que en valde habia pensado
ponerle término interponiendo su velo entre las atrevidas miradas
del caballero y su aciaga hermosura. Esta medida habia producido un
efecto enteramente contrario al que esperaba. Si las miradas habian
sido antes continuadas, pero naturales, tomaron despues un carácter
de investigacion muy parecido al que tienen las de aquel que trata
de leer durante el crepúsculo, ó á la opaca luz de la luna. Apenas
quedaba concluido el acto, cuando deseosa la dama de esconderse á tan
imprudentes miradas, se habia confundido y desaparecido entre la
multitud: los ojos sin embargo del caballero, acostumbrados á ver en
aquel punto su contorno, le seguian viendo gran rato despues de haber
desaparecido, como le sucede al que se atrevió á mirar fijamente por
largo espacio al luminar del dia. Horas enteras conserva su retina
la impresion indestructible, y por mas que haya desviado ya los
ojos de su deslumbrante luz, por mas que los cierre, en fin, ve el
sol todavia donde no le hay. Al llegar Vadillo al caballero acababa
de levantarse la dama. Tendió el hidalgo los brazos naturalmente á
recibir de él como de los demas el beso de ceremonia, é hizo la misma
figura que el que fuese á abrazar un árbol ó una columna. No pudo
menos de levantar la cabeza, y de reparar en la especie de estátua
que delante de sí tenia. Conociólo, y su primera accion fue volverse
con la rapidez del rayo á seguir la visual del caballero, y ver en
qué objeto se paraba: si alcanzó á ver algo todavia, ó si el punto
á que las miradas se dirigian bastó á contestar á su muda pregunta,
eso es lo que no sabemos. Diremos solo que su rostro se tiñó de
carmin, y que vertiendo fuego por los ojos y los poros todos de su
encendido semblante, sacudió con una mano al distraido diciendo por
lo bajo, pero con reconcentrada cólera: “_Ya puede haber pactos entre
nosotros, que ya no soy escudero._” A esta sacudida inesperada volvió
en sí el caballero como quien dispierta de un largo sueño. Reconoció
su imprudencia al reconocer al que le hablaba, y no ocurriéndole nada
que responder de pronto á su rara interpelacion, bajó los ojos y
quiso enmendar su pasada distraccion tendiendo entonces los brazos al
hidalgo. Este, empero, poniendo entrambas sus manos en ellos: “Dejad,
le dijo, el abrazo para ocasion en que esteis menos ocupado, que yo
quisiera que el que nos diésemos fuese mas estrecho y mas largo.”
“Como gusteis, hidalgo, repuso el caballero con arrogancia, como
gusteis.”

No habia podido menos de notarse por la concurrencia esta pequeña
escena episódica lanzada en medio de aquel acto solemne: nadie oyó
lo que se dijeron, pero los mas tuvieron algo que decirse al oido
acerca de aquella rara singularidad. Nosotros diremos como fieles
historiadores, que la dama cuando se creyó fuera ya del alcance de
las miradas del importuno, volvió la cabeza y alcanzó aun á ver
algo, que fue lo bastante para despertar en ella ideas de inquietud,
á que hacia ya algun tiempo que no habia dado lugar en su corazon.

Acabada la ceremonia, retiróse cada cual, y el novel caballero,
acompañado de sus padrinos y de sus deudos, se trasladó á la
habitacion del señor de Cangas y Tineo, donde esperaban ya á la
comitiva varias damas y convidados, y donde un magnífico banquete,
dado por el ilustre maestre, terminó con toda la pompa digna de tal
solemnidad un dia tan señalado en la vida de nuestro celoso hidalgo.

[Ilustración]



CAPITULO XXVI.

      Mucho os ruego de mi parte
    me lo querais otorgar,
    pues que de nigromancía
    es vuestro saber y alcanzar,
    que me digais una cosa,
    que yo os quiero demandar.
    La mas linda muger del mundo
    ¿dónde la podria hallar?

      _Rom. de Roldan y Reinaldos._


La situacion de los principales personages de nuestra historia era
bien precaria. No hablemos de la infeliz condesa de Cangas, á quien
no pudimos menos de abandonar á su triste suerte. Aun entre los que
en el dia ocupan nuestra atencion, habia mas de uno que no tenia
motivos para estar contento con su estrella. Elvira en primer lugar
llevaba continuamente clavado en el corazon el dardo que se ahondaba
mas mientras mas esfuerzos hacia por arrancarle, y tenia no pocos
motivos de inquietud y melancolía. La falta de la condesa, á quien
echaba menos entonces mas que nunca, le recordaba sin cesar que
tenia pendiente una acusacion, en el éxito de la cual se hallaba
comprometida no solo la vida del hombre á quien no podia menos de
amar, sino la suya propia, pues era condicion de tales juicios que
habia de morir el acusado ó el acusador, si no en el combate, despues
de él. Elvira se hallaba libre en su cámara, pero lo debia á la buena
opinion que habia merecido siempre en la corte. Luego que se habia
dado á conocer á Abenzarsal, y éste habia espuesto á su alteza sus
circunstancias y las causas particulares que la obligaban á guardar
secreto, se la habia dejado en libertad bajo su palabra, con la única
condicion de haberse de presentar en el juicio, como acusadora, el
dia que su alteza tuviese á bien señalar, dia que se retardaba ya
demasiado, segun lo que solia en tales casos practicarse. El vulgo de
las gentes sobre todo, que no habia podido dar esplicacion ninguna á
la acusacion y circunstancias de la tapada, no sabia á qué achacar
semejante tardanza, sino era á las brujerías de don Enrique de
Villena. Mientras tanto no era menos cierto que Elvira debia estar en
la mas cruel espectativa. La conducta de su esposo era incomprensible
al mismo tiempo para ella: nunca le habia dicho una palabra del
encuentro en la cámara del astrólogo: semejante reserva, agregada á
aquella tristeza misteriosa que le habia dominado hasta el dia en que
habia recibido la orden de caballería, manifestaba que tenia oculto
algun proyecto, idea que no podia menos de hacerla temblar.

Hernan por su parte, á quien saben nuestros lectores ocupado
únicamente en llevar á cabo su venganza contra el doncel, no era mas
feliz. Habia llegado á creer fijamente que Macías estaba prendado de
su esposa: la pequeña escena que habia pasado entre los dos en la
capilla del alcázar no le podia dejar duda acerca de este particular:
asi, pues, esperaba con impaciencia el momento de llegar á las manos
entonces, que ya tenia permiso de su señor para defender su parte en
el juicio de Dios. Con respecto á su esposa, debia estar seguro ya de
que era la acusadora de don Enrique; pero justamente resentido de ese
paso, tampoco la habia hablado de este asunto, y como tan complicado
con el otro que en un mismo dia habia él de morir, ó castigar al
atrevido y al objeto de su osadía, cuidábase ya poco de esto. No
estaba seguro de que su esposa participase de la culpable pasion de
Macías; pero eran tan vehementes sus sospechas, que esta era la
única razon porque no habia temblado al considerar que ó habia de
morir en el combate, ó habia de morir su esposa si él vencia. Triste
alternativa por cierto para otro á quien no hubieran tenido tan ciego
los zelos como al hidalgo. Entre tanto trataba con la mayor dulzura
á su esposa, porque creía que este era, si habia alguno, el medio de
asegurar mas la aclaracion de sus sospechas. No viendo ella en él
ninguna señal alarmante, se abandonaria mas facilmente y caeria en el
lazo que le tenia astutamente tendido.

Don Enrique de Villena no dejaba de estar inquieto tampoco. Cuando
la fortuna se le presentaba tan favorable, cuando habia conseguido
romper los funestos cuanto incómodos vínculos que le unian á su
esposa, cuando tenia asido ya el apetecido maestrazgo, un doncel
aventurero y una dama estravagantemente heróica se habian atravesado
en el camino de sus planes: si él hubiera tenido maldad suficiente,
nada mas facil que haber quitado de enmedio á toda costa tan
importunos obstáculos, como continuamente le aconsejaba el judío;
pero ya hemos visto que el indeciso conde creía tener ya harta carga
sobre su conciencia con la desaparicion de doña María de Albornoz.
El juicio de Dios le hacia temblar, no precisamente porque él
estuviese convencido de que si el cielo tomaba cartas en el juego no
podia estar nunca de su parte, sino porque creyendo mas, como creía,
en el valor de los combatientes para semejantes trances que en la
participacion de la justicia divina, no podia menos de asustarle
la idea de que el contrario era Macías, que pasaba con razon entre
las gentes por caballero mucho mas perfecto y cumplido que Hernan
Perez. Este debia ser víctima probablemente de su temerario y
generoso arrojo; y en este caso don Enrique, vencido en la persona
de su campeon, tendria que recurrir á medios muy violentos, y que le
repugnaban sobremanera, para conservar no solo el maestrazgo, sino
tambien la vida. Hasta entonces habia tenido la fortuna de retardar
el señalamiento del dia, pero esto no podia durar porque la otra
parte instaria, y porque la acusacion habia sido demasiado pública
y la sentencia demasiado terminante para que pudiese sobreseerse
en el asunto. ¿Habria algun medio de evitar que la parte contraria
compareciese el dia aplazado? Esto era lo que formaba el objeto por
entonces de las maquinaciones de don Enrique de Villena, de su
juglar confidente Ferrus y del astrólogo judiciario. En ese caso,
tanto Elvira como Macías serian declarados infames, y reputados
culpables de calumnia, y acreedores por consiguiente al castigo que
habian reclamado en nombre de la ley contra el conde.

Macías era de todos el menos inquieto, y sin embargo el mas
desgraciado. Él debia pelear por su amada; pero el que pendiese la
vida de aquella del esfuerzo de su brazo, era para él una gloria,
una fortuna inapreciable antes que un motivo de inquietud, fuese
Villena, fuese otro mas valiente su contrario: y si Elvira no hubiera
huido constantemente de sus miradas, si no le hubiese quitado todas
las ocasiones de verla y hablarla, ¿quién como él? Pero desde la
mañana en que habia sido armado caballero Fernan Perez, mañana en
que habia bebido tan copiosamente el veneno del amor, Macías estaba
en un estado continuo de delirio y de fiebre, que no le daba lugar
á reflexionar que desde el punto en que el hidalgo habia llegado
á concebir la mas leve sospecha, solo su estremada circunspeccion
podia escusar á la desdichada Elvira mortales sinsabores. El mísero
no veía al hidalgo, no veía el mundo que le rodeaba. Ansioso de
saber del astrólogo lo que le habia querido decir la mañana de su
presentacion en la corte, despues de su llegada de Calatrava, con sus
misteriosas palabras, y no habiendo podido verificarlo por el funesto
encuentro que en la cámara del judío tuviera, habia vuelto á visitar
á este despues de su curacion. Abenzarsal, siguiendo el plan de
enredar á los amantes en el laberinto de su pasion, aun á pesar del
ciego temor del conde, pues trataba de salvar á este mal su grado, no
dudó en echar leña al mortecino fuego de su esperanza.

—Decidme, padre mio, decidme, comenzó Macías, ¿cuál es el sentido
de vuestras fatídicas palabras? Esa corte, que me habeis anunciado
siempre como un...

—Sí, le contestó Abenzarsal, la primera vez que os ví conocí que la
corte debia seros funesta.

—¿Funesta, Abenzarsal? ¿Pero qué llamais funesta vosotros? ¿Quereis
decir que podrá acarrear mi muerte...? porque eso, Abenzarsal,
no seria lo peor que pudiera sucederme. ¿Qué causa os conduce á
pensar... qué secreto mio...? Mucho temo que esa ciencia de que os
jactais sea vana y...

—Escuchadme, jóven temerario, interrumpió Abenzarsal. Antes de soltar
vuestra inesperta lengua, aprended á respetar lo que no entendeis.
¿Pensais que puedo vivir ignorante de vuestras acciones, de vuestros
deseos, de vuestros mas secretos pensamientos? Decid: ¿os acordais
del dia en que os dije que al anochecer encontraríais en mi cámara la
satisfaccion de vuestras dudas?

—Sí, sí: ¿cómo pudiera no acordarme? sin el concurso de
circunstancias que impidieron entonces una entrevista entre nosotros,
esta seria acaso escusada.

—Y bien, ¿y qué encontrásteis en mi cámara?

—¡Cielos! ¿qué encontré? ¿seria...?

—Jóven incrédulo, ¿no encontrásteis el verdadero astrólogo que
buscábais? ¿quién os podia dar razon mas satisfactoria de lo que
intentábais preguntarme?

—Lo sabe todo, lo sabe todo, dijo para si Macías. ¡Ah! tu ciencia es
cierta. Yo nunca dije á nadie una palabra, Abenzarsal, tomad ese oro;
es cuanto traigo: satisfaced ahora á mis preguntas. ¿Me ama, adivino,
me ama? ¡Callais, santo Dios! ¡Oh! ¡bien me lo temia!

—¿Y qué hicísteis que no se lo preguntásteis? ¿A qué preguntarme á mí
lo que ella debe saber mejor que yo?

—Viejo artificioso, ¿os burlais de mi dolor? ¿no habeis conocido
nunca una muger? ¿encontrásteis una jamas que haya respondido _sí_,
_no_, á vuestras inconsideradas preguntas? ¿no sabeis que la ficcion
y el silencio son el arte de las mugeres?

—Harto lo sé: estas canas de que veis cubierta mi cabeza no nacen
impunemente.

—Y bien, si tanto sabeis, respondedme: ¿me ama, ó me desprecia?
¿son sus miradas las peligrosas redes que las mugeres desvanecidas
suelen tender á mil amantes que tal vez aborrecen, ó son las de una
hermosa incapaz de engaño y de artificio? ¿son sus ojos solos, ó es
su corazon tambien el que me mira? ¿es buena, ó es mala? ¿quién pudo
conocer jamas á una muger? ¿soy su juguete por ventura, soy solo su
trofeo, ó soy, Abenzarsal, su vencedor? ¡Ah! cuanto poseo es vuestro.
¡Si me ama, decídmelo! Entonces la corte no puede serme nunca
funesta, porque aun muriendo, si muero amado seré dichoso. Si no me
ama, callad. Yo he oido decir que conoceis los hechiceros mil medios
que inspiran el amor. Enloquecedla, Abenzarsal, haced vos lo que
debiera mi mérito haber hecho: ámeme ella, y sea como quiera. ¿Qué
condiciones son precisas? ¿cuál es el premio de vuestro trabajo...?
¡Oh! Elvira, Elvira, ¡cuánto me cuestas! ¿Necesitais mi cuerpo, mi
sangre? hé aqui, herid y consultad mis venas... ¿necesitais mi alma?
¡maldicion, maldicion! haced que me adore, Abenzarsal, y tomadla
tambien. ¡Que me ame! ¡que me adore! y todo lo demas despues.

—Moderaos, jóven arrebatado. ¿Qué motivos teneis para tanta
desesperacion? ¿no arde siquiera en vuestro corazon una chispa de
esperanza?

—¿Y cuándo muere la esperanza en el corazon del hombre? Yo la he
visto mil veces: sus ojos me miraban, y se detenian sobre los mios,
como se detienen los de un amante sobre los de su querido. Cuando
se encuentran nuestros ojos, no hay fuerza que los desvíe. Nuestras
almas se cruzan por ellos, se hablan, se entienden, se refunden
una en otra. Pero ¡ah! Abenzarsal, que huyen á veces, y su rostro
airado...

—¿Airado habeis dicho? ¿y qué mas fortuna pedís? Cuando huyen sus
ojos de los vuestros, entonces es cuando mas os ama; entonces,
doncel, os teme.

—¿Qué decís?

—No huye la indiferencia, ni se enoja. ¿Y nunca la habeis hablado?

—¡Ah! por mi desgracia una vez...

—¡Por vuestra desgracia! ¿Le dijísteis...?

—Menos de lo que siento, pero le dije...

—¿Y respondió?

—¡Mas cómo respondió!!

—¿Os respondió que no, que la ofendíais... que huyéseis... que...?

—¡Abenzarsal!

—¿De qué, pues, os quejais? ¿queríais, mozo inesperto y precipitado,
que una muger virtuosa, una muger que debe á su esposo...?

—¡Abenzarsal! gritó furioso Macías.

—¿Y bien? ¿quereis que me ria en vuestra cara de esa locura? ¿no os
enojais ahora porque...? yo creí que teníais muy sabido...

—Sí, sabido, sí; ¡pero ay del que se complazca en repetírmelo!

—En buen hora. ¿Queríais que esa muger, cuyas perfecciones adorais...?

—Entiendo, entiendo.

—Sed mas confiado, señor, y menos impaciente. Vos mismo la hubiérais
apreciado en menos, y eso las mugeres lo saben. Quieren ser premio de
la victoria, pero de una victoria reñida, porque cuando son vencidas,
doncel, ellas mismas hallan disculpa á su flaqueza, disculpa que
no encontrarian si no se defendiesen. Las menos virtuosas, Macías,
quieren parecerlo hasta á sus propios ojos. ¿Qué será, pues, las que
realmente lo son?

—Sí, pero no confundais á Elvira con...

—En buen hora, doncel. Si os habeis prendado de un ángel, id á
consultar ángeles: yo solo conozco el corazon humano.

—Judío, ¿y qué me aconsejais?

—¿Necesitais consejos despues de lo que os he dicho?

—¿Es posible? Ah, padre mio, no me hagais entrever la felicidad
para arrancármela despues mas amargamente de entre las manos. Si mi
constelacion...

—Las constelaciones, doncel, mandan que tengamos frio en el invierno,
y sin embargo, si os sumergís en un baño de agua caliente en el
corazon de enero, ¿no habreis de sudar?

—¡Cierto!

—Andad, pues, y venced, si podeis vuestra constelacion. Ella se os
anunció funesta. Hacedla vos venturosa.

—Esplicaos mas claro, padre mio... ved que...

—Doncel, os he dado cuantas esplicaciones puedo daros. Recapitulad
mis palabras, y partid. Solo os añadiré, y ved que no os hablo mas en
el asunto, que para vencer es fuerza pelear, por mas que muchos que
peleen no venzan. Vuestra constelacion es funesta; en vuestra mano
está, sin embargo, vencerla. Confianza y audacia. A Dios.

—¡Confianza y audacia! salió diciendo Macías. ¡Santo Dios! ¿será mia?
¿será mia alguna vez? Dos lágrimas, hijas de la terrible emocion y de
la alegría que henchía su corazon, surcaron sus encendidas mejillas.
Desde entonces el audaz mancebo revolvió en su cabeza cuantos medios
podian ocurrírsele para tener una entrevista con Elvira; desde
entonces no vió mas que á Elvira en el mundo; y desde entonces
pudiera haber conocido quien hubiera leido en su corazon que Elvira ó
la muerte era la única alternativa que á tan frenética pasion quedaba.

[Ilustración]



CAPITULO XXVII.

    Eres muger finalmente.

        _Rom. de Zaide á Zaida._


Jaime, decia una mañana Elvira á su page, que sentado á sus pies la
miraba de hito en hito con ojos ora tiernos, ora indagadores; Jaime,
¿te habló hoy Fernan Perez á tí?

—¿A mí? prima mia, ya sabeis que no soy santo de su devocion; siempre
que me ve hablando con vos mas de lo regular, hay motivo bastante ya
para que tenga mala cara un dia entero. Sin embargo, nunca le hice
mal alguno; antes le deseo mucho bien, porque os lo deseo á vos. Con
que si no os ha hablado, lo que es á mí...

—¡Ah! tampoco: no sé qué secreta melancolía le devora desde la
noche...

—Sí, aquella noche en que...

—No la recuerdes: mi falta de confianza acaso... el paso que dí... si
llegó á cerciorarse de que era yo...

—Pudiera ser; pero me parece que tiene alguna cosa mas.

—¿Qué cosa?

—Yo he oido decir que los zelosos hacen lo mismo que vuestro esposo.

—¡Jaime! ¿Seria posible que Hernan Perez abrigase la menor duda
acerca de la virtud de su consorte...?

—No digo eso; antes creo todo lo contrario. Alguna vez le he solido
sorprender, hablándose solo á sí mismo: acaso me tenga rencor por
eso... _Elvira me ama_, decia antes de ayer cuando yo le encontré
distraido, _me ama tanto como yo á ella_, _es imposible_: _no era
culpable_...

—¿Eso decia?

—Eso le oí...

—¡Dios mio! ¡cuán ingrata soy! Y en ese caso, esos zelos que dices...

—Esos zelos puede tenerlos de alguno, aun sin pensar que vos...

—¿De alguno?

—Escuchad. Ayer en la corte miró á un caballero, que conoceis, de una
manera... ¡Ay! si sus ojos hubieran sido rayos, con la velocidad del
relámpago hubiera sido reducido á cenizas el caballero.

—¡Cielos! ¿Qué os hice yo para merecer tanto rigor?

—Y como se dice que ya en una ocasion ha tenido algun lance con el
mismo caballero, y que sus heridas...

—Basta, Jaime, no despedaces mi corazon; tú que le conoces, tú que
sabes cuán inocente soy...

—¡Oh! si yo fuera esposo de la hermosa Elvira, ¡qué pocos cuidados
me habian de dar los zelos! ¡cómo dormiria á pierna suelta! ¿no es
verdad, prima?

Un estremecimiento involuntario fue la única respuesta de Elvira y un
profundo silencio, indicio de la mayor distraccion.

—¿No es verdad, prima? preguntó de nuevo el inesperto niño, volviendo
á aplicar el dedo imprudentemente en la llaga. Ello, por otra parte,
á mí me da lástima.

—¿Qué te da lástima? preguntó Elvira.

—Si viérais en qué estado está mi pobre amigo; el que me solia llamar
así...

—¿Qué amigo?

—¡Qué amigo quereis que sea! Si viérais que rostro tan pálido... tan
desfigurado... Por fuerza está muy malo... Si el amor es capaz de
hacer tantos estragos, no quiero nunca enamorarme.

—¿Qué dices, Jaime?

—Lo que oís: solo que yo no lo entiendo, cuando oigo decir que Macías
está asi porque quiere bien. Yo os quiero bien; no os podrá querer él
mas, y sin embargo váme bien de salud. A pesar de eso todos dicen que
está enamorado.

—¿Lo dicen todos? ¡Imprudente!

—Un caballero tan aventajado, tan...

—Jaime, te he prohibido que me hables de él: ¡por piedad!

—Bien, prima, bien: no os aflijais. En confianza... añadió
sonriéndose, es lo último que voy á decir... no tengais cuidado... en
confianza, se me figura que no estais vos mejor que él...

Elvira se cubrió el rostro con su pañuelo y apretó involuntariamente
la mano del pagecillo, que continuó...

—Yo os aseguro que si le viérais... y le hablárais...

—Jaime, dijo volviendo en sí Elvira y levantándose, nunca, ni verle,
ni hablarle... ni hablarme nada de él; lo he dicho ya.

—¿Tan delincuente puede ser? Porque os ama...

—Porque es mi voluntad, page. Callad.

—Pero haceos cargo de que si está enamorado, segun dicen, ¿cómo
puede él dejar de amar, ni qué culpa tiene? Yo no creía que fuérais
tan rencorosa. ¡Ah! si de ese modo pagais el cariño de los que os
quieren bien, os dejaré yo de querer...

—No hay remedio, Dios mio, no hay remedio, esclamó Elvira
desesperada. No he de volver los ojos donde no le vea. No he de oir
hablar sino de él. Si no quereis, Dios mio, mi perdicion, empezad por
apartar su imágen de mis ojos, su recuerdo de mis oidos. Yo os lo
pido, y os lo pido de corazon. No quiero sucumbir, no quiero.

—Ved, prima mia, que siento pasos, y que si llega alguien y os ve de
esa manera, pensará que os he reñido yo á vos, en vez de reñirme vos
á mí.

—Sí: voy á enjugar mis lágrimas. Jaime, ríes, porque no conoces el
mundo todavia: no crezcas, ¡ay! no salgas nunca de tu dichosa edad.

Dichas estas palabras, que dejaron un tanto cuanto reflexivo y
meditabundo al pagecillo, que no veía muy claro todavia qué peligro
podria haber en crecer como todos habian crecido antes que él,
retiróse Elvira por no ofrecer su rostro descompuesto en espectáculo
á la persona que iba á entrar, si no engañaba el ruido de los pasos,
que cada vez se oían mas cerca.

Apenas habia desaparecido, cuando un caballero embozado en su capilla
entró mirando con espantados ojos á una y otra parte.

—Tampoco, dijo, tampoco está aqui.

—¿Adónde vais, señor? preguntó el page, asombrado del desorden que
reinaba en su fisonomía y en toda su persona, ¿adónde de esa suerte?

—¿Jaime, eres tú? Pues bien: he de verla.

—¿Habeis de verla? ¿á quién?

—¿A quién? ¿hay otra en el mundo por ventura? ¿conoces tú otra?

—¿Estais loco?

—Sí lo estoy, estoy lo que quieras, con tal que me la enseñes. Verla,
no mas verla, ¿Dónde está?

—¡Desdichado! ¿Y Hernan Perez, señor?

—¡Ah! Hernan Perez no vendrá. Ahora halconea con el rey en la rivera.
Me he perdido de propósito por encontrarla.

—¿Pero no veis cuán mal hecho es lo que haceis?

—¡Mal hecho! ¡mal hecho! ¡Siempre la reconvencion, siempre el deber,
y siempre la virtud! ¿Quién te ha dicho, page, que estoy obligado á
hacerlo todo bien? ¡Peor hecho es ser ella hermosa!

—¡Qué palabras! Pues advertid que ver á mi prima es imposible.

—¿Imposible? repitió con una amarga sonrisa el doncel. ¿Por ventura
no está?

—Estar... respondió con algun embarazo el page, eso... Mirad: está;
pero si quereis creerme, es como si no estuviera. Para vos debe ser
lo mismo.

—¿Por qué?

—Porque está mala. ¡Ah! Señor, si la viérais... tened compasion...

—¡Compasion! ¿La tiene ella de mí? Pero, Jaime, ¿qué mal, qué
dolencia...?

—Yo no sé. Se entristece, no duerme, no come, llora...

—¿Llora? ¿Sufre?

—Ya veis, pues, que es imposible.

—Ahora mas que nunca la he de ver.

—¿Qué hablais? Yo creía que con deciros...

—¡Ah! con que me engañas, page... ¿no es cierto cuanto me dices...?

—Como el evangelio, señor caballero; pero... en una palabra, díjome
no ha mucho... Mas aguardad. Si no me engaño ella viene...

—¿Ella? ¿Elvira?

—Salid, pues: ved que no gustará...

—¡Que salga! No, page, no.

—Pero reparad... ¡Anda con Dios! ¡allá os avengais! Yo no pude
hacer mas, dijo el page encogiendo los hombros al ver que Macías,
apartándole con brazo poderoso, se dirigia hácia donde sonaba el
ruido de los pasos.

—¿Qué altercado es ese, Jaime? salió diciendo Elvira. ¡Santo Dios!
añadió en cuanto vió al doncel, que arrodillado ya á sus pies parecia
implorar el perdon de su audacia y su descortesía. ¡Qué imprudencia,
señor, y qué osadía! ¿Qué haceis? ¿Vos en mi habitacion?


—Sí, bien mio, respondió Macías. Vana es ya la porfia: inútil la
resistencia; yo os amo, Elvira.

—¡Ah! ¿qué intentais? Alzad, señor, volveos.

—¿Adónde quereis, Elvira, que me vuelva? dijo Macías, levantándose y
estrechando entre sus manos las de su amante. El mundo entero está
para mí donde estais vos. No hay mas allá.

—¡Silencio! Si mi esposo...

—Elvira, no temais...

—Salid. Os lo ruego, os lo mando.

—¡Delirio! ¿Os parece que cuando me decidí á accion tan aventurada,
cuando me espuse y os espuse á vos misma á los riesgos de esta
entrevista, fue para volverme despues de lograda?

—Yo tiemblo. Jaime, dijo Elvira, si por ventura oyeses...

—Perded cuidado, prima mia... respondió Jaime.

—Corre, sí: si le vieses venir...

—Jaime os probará su fidelidad.

Dicho esto, salió el inteligente pagecillo, bien resuelto á ejercer
la mas activa vigilancia para evitar qué la locura imprudente del
doncel acarrease á su prima mas funestas consecuencias que la de
haber de convencerle de cuán temerario era el paso que acababa de dar
en aquel momento. Macías dirigió al page que desaparecia, una mirada
en que se podia leer claramente una larga accion de gracias al cielo,
que le proporcionaba por fin aquella secreta ocasion de vencer el
desden de la señora de sus pensamientos.

—¡Ah! Macías, si sois generoso, si sois caballero, oid mis ruegos
por piedad. Idos. Soy muger, y os lo ruego. A vuestras plantas si
quereis...

—¡Elvira! gritó Macías fuera de sí levantando á la hermosa Elvira.
Oidme. Un momento no mas. Oidme, y partiré. Tres años, señora, hace
que os ví la vez primera; tres años os amé, y os amo, yo os lo juro,
como nadie amó jamas: igual tiempo callé. Mil veces fue á escaparse
de mis labios la palabra fatal: mil veces la sofoqué: la inmensidad
de mi amor la ahogó en el fondo de mi corazon. Mis ojos, sin embargo,
os lo dijeron. ¿Cómo imponerles silencio? Ellos hablaron á mi pesar.
¿Por qué los vuestros me respondieron? Calláran ellos, y muriera yo
callando. Ellos me animaron empero. Bien lo sabeis, señora. Mi amor
es obra vuestra.

—¿Mia? ¡Ah! ¡sed, doncel, mas generoso!

—¿Pedisme generosidad? ¿La usásteis vos conmigo? ¿Vos me pedis
virtudes? Pedidme amor, señora. Es lo único que os puedo dar. Amor,
y nada mas. Si es virtud el amar, ¿quién como yo virtuoso? Si es
crímen, soy un monstruo.

—¡Silencio!

—¿Por qué? ¿Pensais que la naturaleza ha podido imprimir con
caractéres de fuego en el corazon del hombre un sentimiento sublime,
un sentimiento de vida, eterno, inestinguible, para que se avergüence
de él? ¡Ah! No la hagais injuria semejante. Cuando lanzó la muger al
mundo, _la amarás_, dijo al hombre; inútil es resistirla. Sus leyes
son inmutables. Su voz mas poderosa que la voz reunida de todos los
hombres. Os amo, y á la faz del mundo lo repetiré; harto tiempo lo
callé...

—¿Pero podeis ignorar, Macías, que mi estado...?

—¿Vuestro estado? Preguntadle á mi corazon por qué latió en mi pecho
con violencia cuando os ví por la vez primera. Preguntadle por qué
no adivinó que lazos indisolubles y horribles os habian enlazado á
otro hombre. Nada inquirió. Yo os ví, y él os amó. ¿Por qué, cuando
dispuso el cielo de vuestra mano, no dispuso tambien de vuestra
hermosura? Si solo para un hombre habeis nacido, ¿por qué os dió el
cielo belleza para rendir á ciento?

—Vos delirais, Macías.

—Si es delirio el amaros, deliro, y deliro sin fin. Si en mis
acciones, si en mis palabras echais de menos por ventura la razon,
vos la teneis sin duda, que vos me la robásteis. Vuestros son tambien
mi locura y mi delirio.

—Falso es, Macías, lo que hablais; es falso. Ni vos me amais ahora,
ni me amásteis jamas. ¿Dónde aprendísteis á amar de esta manera?
Me veis, y vuestros ojos, funestamente clavados en los mios, estan
diciendo á todo el mundo: ¡_Yo la amo_! Corro al campo á buscar la
tranquilidad que en vano me pide mi corazon en la ciudad, y alli
Macías, alli donde yo voy. Veis á mi esposo, que al fin, Macías,
es mi esposo, es cosa mia, y haceis gala de decir á las gentes con
vuestras fatídicas miradas: _Porque ella es suya le aborrezco_. ¿Y
por qué, imprudente, no he de ser suya? ¿Qué hizo él acaso para
merecer tanto odio? ¿Qué haceis vos que él no haya hecho, y antes,
doncel? ¿Gustais de mí decís? Tambien él lo decia. ¿Puede ser en él
crímen el amarme, y en vos...?

—Crímen, sí, crímen imperdonable, que solo con mi sangre ó con la
suya...

—Basta ya, temerario. ¿Y vos me amais, doncel? ¡Y vos me lo decís!
Os encuentra ese esposo á mis plantas casi, no hunde su acero en
vuestro corazon como debiera sin duelo alguno, y ¿vos le provocais y
osais contra él alzar el insolente acero? ¿Eso es amar, Macías? Nadie
hay en la corte que al pronunciar vuestro nombre, no pronuncie el
mio al mismo tiempo. ¿Por qué esa union fatal? Vuestra imprudencia
acaso...

—¡Mi imprudencia!

—Y no contento con perderme para siempre, no contento con haber
llenado de luto mi corazon, con haber hecho de mis ojos dos fuentes
de lágrimas inagotables, ¿osais aun, á riesgo de ser hallado,
traspasar el dintel de mi puerta, osais comprometer mi vida... mi
honor...?

—¿Yo, Elvira? ¡Maldicion sobre mí!

—¿Eso es, decidme, lo que debia yo prometerme de ese amor tan
decantado? ¡Ah! Macías, si os amára, ¡cuán infeliz seria!

—¡Si me amára!

—¡Cuán infeliz! Vos mismo habeis cavado entre los dos un abismo
insondable...

—Abismo que se llenará, que yo traspasaré, ó donde entrambos nos
hundirémos. Me amas, Elvira, me amas. Tu llanto, tus acentos, esa
voz trémula y agitada, la tempestad, que anuncian tus palabras, son
señales harto ciertas que descubren el volcan inmenso que arde en tu
corazon. Si fui imprudente, lo confieso tu tuviste la culpa: ¿Por qué
no me inspiraste una de esas débiles pasiones, un amor pasagero, de
esos que es dado al hombre disimular, de esos que no se asoman á los
ojos, que no hablan de continuo en la lengua del amante, de esos que
pasan y se acaban, y dan lugar á otros? Ay, tú lo ignoras, Elvira.
Hay un amor tirano; hay un amor que mata; un amor que destruye y
anonada como el rayo el corazon donde cae; que rompe y aniquila la
existencia; y que es tan facil de encerrar, en fin, en lo profundo
del pecho, como es facil encerrar en una vasija esos rayos del sol
que nos alumbra.

—Macías, ¡por piedad!

—No: sufre ahora, que yo sufrí tambien, y sin consuelo, sin
indemnizacion, sin premio. Una vez no mas te hablo en la vida,
pero me has de oir. ¿Temes el mundo? Bien. Habla, es verdad, habla
imprudente lo que sabe, lo que no sabe, lo que existe, y lo que acaso
jamas existirá. Témele tú en buen hora. Yo le aborrezco. Huyamos de
él, huyamos para siempre. Una lanza para mí, y un caballo para los
dos. Basta.

—¿Qué escucho? ¿adónde quereis llevarme?

—Donde no haya hombres, Elvira; donde la envidia no penetre. Una
cueva nos cederán los bosques: amor la adornará; tú misma con tu
presencia. Solo nosotros hablarémos de nosotros. El leon alli no
contará á la leona, con maligna sonrisa, que Macías ama á Elvira. Las
fieras se aman tambien, y no se cuidan como el hombre del amor de su
vecino. El viento solo lo dirá á los ecos, que nos lo repetirán á
nosotros mismos. Ven, Elvira, bien mio.

—Macías, dijo Elvira desasiéndose de los opresores lazos del doncel,
vos os dejais llevar de vuestro loco arrebato. Vos me tuteais...

—¿Y qué importa, señora, que no se tuteen nuestros labios, si
nuestros ojos se tutean?

—¡Ea! partid, dejadme; añadió Elvira con una emocion dificil de
esplicar. Por la última vez dejadme.

—Decidme que me amais, y partiré. Una vez sola, una vez; decidme que
he de volver á veros, que he de volver á hablaros...

—Soltad; es imposible.

—Amadme, Elvira: ¡por piedad!

—¡Nunca! ¡jamas! os aborrezco.

—¿Me aborreceis? ¿no hay en el cielo rayos? ¿no hay quien me mate?
¡Fernan Perez!

—¿Qué haceis?

—Llamarle. Lleve mi vida quien se llevó mi dicha. ¡Fernan Perez!

—¡Teneos! Macías. Bien: yo...

—Acaba, acaba.

—Yo os... imposible, jamas. Os aborrezco.

—¿Y lo dices llorando? Tus lágrimas ardientes corren hasta mis manos.
Huyamos. Los amantes son solo, Elvira, los esposos... inútil es la
lucha...

—No, no, Macías: hay un Dios. Hay un Dios que nos ve. Mi deber es
primero. ¡Santo Dios! esclamó prosternándose la desdichada Elvira,
¡dadme fuerza y virtud! Sola no basto á resistir.

—¿Qué escucho? ¡Es mia, es mia!

Macías estrechaba sobre su corazon á la infeliz Elvira, que exánime
y sin sentido no oponia á su loco arrebato mas resistencia que la
pasiva inmovilidad del estupor y del asombro.

—Él viene, gritó de pronto una voz harto conocida á los oidos de
Macías y de Elvira. Él viene, repitió de alli á un momento. Asi
resonó en el corazon del doncel, como el eco lúgubre del bronce, que
anuncia al amante parado en la playa la despedida del buque que lleva
consigo el tierno objeto de sus ansias.

—¿Viene, Jaime...? preguntó Elvira fuera de sí. ¡Dios mio! Salid,
señor, salid. ¿Veis á qué estremidad me reduce vuestra imprudencia?

—Decidme, pues, contestó Macías deteniéndola aun, decidme una palabra
sola de consuelo.

—¡No, no! contestó Elvira mirando á todas partes con la mayor
agitacion.

—Ved que no es tiempo ya, repitió el pagecillo mirando por entre los
coloreados vidrios de una rasgada y gótica ventana.

—¡Mi honor, mi honor, Macías! esclamó Elvira.

—Hablad, pues...

—Bien: sí, lo que gusteis diré, pero ocultaos.

—Solo por tí...

—¡Hacedlo por mí! Sí. Ved ese gabinete. Armas es lo que hay dentro.
Rara vez llega á él. Presto: ocultaos.

Echó Macías una ojeada de dolor á Elvira, y otra de despecho hácia
la puerta por donde debia tardar muy poco en entrar el hidalgo:
impelido, sin embargo, por el brazo de Elvira, que suplicante le
rogaba con lágrimas en los ojos que salvase su honor, ocultóse en el
gabinete, y cerróse por sí misma tras él la pesada puerta.

—¡Dios mio! esclamó Elvira. ¡Perdon, perdon! Vos veis, Señor, mi
inocencia desde los cielos. ¡Dadme valor para la amarga prueba que me
falta!

No bien habia acabado de decir estas palabras, y de enjugar
precipitadamente las lágrimas que se habian agolpado á sus ojos, rogó
al pagecillo, no menos asustado que ella, que no se separase de su
lado en aquel crítico momento, en que necesitaba su serenidad toda y
la de un amigo ademas para no revelar ante los perspicaces ojos de
su marido la terrible emocion que dominaba en su pecho. Poco despues
entró Fernan Perez. El lector nos perdonará si dejamos para otro
capítulo la prosecucion del cuento de las cuitas de la infeliz Elvira.

[Ilustración]



CAPITULO XXVIII.

      E si por ventura quieres
    saber por qué soy penado,
    plácete, porque si fueres
    al tu siglo trasportado,
    digas que fui condepnado
    por seguir damor sus vias,
    é finalmente, _Macías_
    en España fui llamado.

      _D. Enr. de Villen. Infierno de los enamorados._


Suponemos de buena fé que pocas de nuestras lectoras se habrán
encontrado en la situacion de Elvira, si bien no nos atreviéramos
á asegurar otro tanto de nuestros lectores con respecto á la del
encerrado doncel. Era efectivamente aquella bastante estraordinaria.
En valde habia dirigido la virtud mas rígida todas las acciones y
palabras de Elvira: en valde habia resistido, á costa de los mayores
tormentos, á la encendida pasion de su imprudente amante. Una
inesplicable fatalidad pesaba sobre ella y sobre cuanto la rodeaba.
Ella habia inspirado inocentemente una pasion frenética, que solo
podia emponzoñar su vida ó adelantar su muerte; pero semejante á la
abeja, que se lastima al picar y deja perdido el aguijon en la herida
que hace, Elvira no habia ganado el corazon del doncel sino á costa
del suyo. Mas virtuosa, como muger, luchaba mas tiempo, pero luchaba
con un enemigo mas fuerte que ella, y solo la mano del Todopoderoso,
que acababa de implorar, podia salvarla del hondo precipicio que ante
sus pies miraba. Amaba á su esposo por otra parte; y ¿cómo no amarle?
Era, pues, tan inocente como desgraciada.

La misma fatalidad que pesaba sobre Elvira, habia alcanzado al
doncel. Habia bebido sin saberlo la ponzoña que corria por sus venas.
Largo tiempo habia luchado tambien el deber con el amor; pero un
concurso de circunstancias no buscadas le habian venido á poner en
tal estado, que asi le era facil sacudir el yugo, como le es facil á
la débil paloma desasirse de las crueles garras del sacre devorador.

La puerta del gabinete donde Macías habia entrado era compuesta de
dos altas hojas, construidas segun el gusto gótico, ó por mejor
decir, gótico arabesco, que tenian entonces todos los adornos
arquitectónicos. Pero en cada una de sus hoyas una ventanilla cerrada
por una cruz de hierro, y puesta á la altura poco mas ó menos de una
persona, proporcionaba desgraciadamente al caballero la deplorable
facilidad de ver cuanto pasaba en la cámara donde los dos esposos
estaban, no pudiendo ser él visto á causa de la oscuridad en que se
hallaba sepultado aquella especie de astillero ó gabinete de armas,
que no tenia mas luz que la que del salon inmediato recibia.

El semblante pálido y deshecho de Elvira, sus ojos encendidos de
llorar, una indefinible tristeza que oscurecia sus facciones, como
una nube oscurece el dia, y cierta agitacion particular, hija del
temor y del cuidado con que entonces estaba, la hubiera hecho
interesante á los ojos de cualquiera, por indiferente que hubiera
sido á los tiros del amor. Hacia tiempo por el contrario que no habia
tenido Hernan Perez un dia que tanto hubiese contribuido á disipar su
natural melancolía. Habia cazado con su alteza y con don Enrique de
Villena, que ambos á dos le habian colmado de favores: aquella habia
sido la primera vez que se habia hallado en público en calidad de
caballero, y el corazon del hombre es harto débil para no lisonjearse
de semejantes distinciones. Deseaba partir con una persona querida su
satisfaccion; ¿y con quién mejor que con su esposa? Dirigióse á ella
con un semblante mas animado y franco de lo que comunmente solia.

—¿He tardado? ¿no es verdad, Elvira? dijo acercándose á ella con un
hermoso azor en el puño izquierdo. ¿He tardado?

—No, Hernan: antes paréceme que habeis venido...

—¿No me esperábais todavia? Esta es la suerte de los maridos. Nunca
se los espera.

—¡Santo Dios! dijo para sí Elvira, hasta cuyo corazon habia penetrado
esta casual alusion.

—¿Estais triste, Elvira? continuó Hernan acariciando al pájaro
distraidamente. Cualquiera diria que habíais cometido alguna accion
de que tuviéseis que avergonzaros. Si os hubiera sorprendido con un
amante, ¿no tendríais la cara mas lastimosamente melancólica? Si he
venido á haceros mala obra...

—¡Esposo mio! esclamó Elvira destrozada en su interior, sabeis que
ha tiempo que la debilidad de mi cabeza...

—Tenaces son esos males de cabeza y terribles, añadió Hernan. Tambien
está triste este pobre pájaro. Miradle, Elvira. Su alteza acaba
de cambiármele por el mio: ha cazado tan bien esta mañana, que ha
querido quedarse con él. Nos ha encantado á todos. ¿Quereis creer que
cuantas veces le ha soltado su alteza y don Enrique de Villena, otras
tantas ha vuelto con la presa? Solo una vez que le solté yo se vino
con las garras vacías. Sobre eso quiso su alteza darme vaya.—¡Ea!
dijo; Vadillo, hoy no estais para cazar. Hoy no cogeréis pájaro
ninguno... ¿Qué teneis, Elvira...? Sobre eso fue tal la rabia que
concebí, que se lo ofrecí al rey, y de buena voluntad. Efectivamente,
no era mi estrella cazar hoy. De alli á poco su alteza se empeñó en
que le soltára su doncel favorito... y tambien cazó, pero yo nada.
Verdad es que Macías caza bien. ¿Pero, esposa, os alterais? esa
agitacion... acaso... su nombre solo os ofende. ¿Tanto le aborreceis?
¿recordais por ventura...? Pero veo que os incomoda demasiado.
Nunca hemos hablado de eso. No hablemos jamas ya. Volviendo á la
caza, Elvira, está visto que hoy no cazo. Dióme, pues, este azor en
cambio del mio, y ¡par diez! que está triste. Acaso habrá dejado
su compañera al venir á mi poder. Los animales nos dan ejemplo de
fidelidad, ¿no es verdad, Elvira? Capaz será de morirse. ¡Azor!
¡azor! Solo por eso le quiero. Él no caza hoy, es verdad: en eso se
parece á mí: pero es fiel, y váyase lo uno por lo otro; ¡por que en
eso se parece á vos!

Volvia Elvira la cabeza á una y otra parte: tosía, bostezaba,
cubríase el rostro con el pañuelo; pero la agitacion que en su
esterior se notaba, era comparada con el desorden de sus pensamientos
y la lucha atroz de sus sensaciones, lo que es la arrugada superficie
del mar, azotado por una blanda brisa, comparada con el furor y
embate de las montañas de agua que subleva y despide contra el cielo
una deshecha borrasca. Al pajecillo íbasele un color y veníasele
otro, que aunque de corta edad, ni se le ocultaba el riesgo del
encerrado mancebo, ni el de Elvira si llegaba á ser descubierto, ni
la terrible simpatía que entre aquella situacion y el diálogo del
hidalgo reinaba.

Comenzó éste á parar la atencion en el singular estado de su
esposa.—Os entiendo, Elvira, dijo despues de un momento de pausa,
os entiendo. Las conversaciones de dos esposos que se aman no han
menester testigos, y vos teneis sin duda algun secreto que fiarme.

—¿Yo? preguntó azorada Elvira. ¿De qué inferís...?

—Sí; Jaime, continuó Hernan Perez, yo te llamaré.

—Ah, dejadle, señor: el page no incomoda...

—No importa. Lleva este azor adentro. Que le cuiden. Que no se escape
sobre todo: era el favorito de su alteza, y tan ilustre huésped no
puede sino honrar mi casa.

Preciso le fue al page obedecer. La orden estaba dada de una manera
muy positiva, y el haber insistido por otra parte demasiado solo
hubiera conducido á dar sospechas.

Elvira hizo un esfuerzo para levantarse, y dirigiéndose al page,
bastante separado ya de su esposo, aparentó acariciar al ave, pero
díjole en realidad al oido:—Jaime, vuelve dentro de un momento; si
he conseguido apartar de aqui á Hernan Perez, facilita la salida al
caballero. ¡Y que no vuelva nunca, nunca!

—Bien, querida prima, respondió el page en voz alta, no es este el
primer pájaro de que he cuidado. Yo os aseguro que se le tratará
como merece. ¡Azor! ¡azor! se fue diciendo en seguida, y saltaba al
mismo tiempo aparentando con la mayor inteligencia el indiferente
atolondramiento de su alocada edad.

—Pienso, Hernan Perez, dijo Elvira acercándose á su esposo, que el
aire libre me sentaria bien. Si quisiérais, pudiéramos...

—Esposa mia, repuso Hernan Perez, cuyos deseos de conversar á solas
con Elvira irritaban mas y mas los obstáculos que se le querian
oponer, no lo creais. Se ha levantado un viento fuerte, que solo
podria perjudicaros. Venid y sentaos á mi lado. No es mi carácter,
Elvira, esa fatal reserva que circunstancias desgraciadas me han
hecho usar con vos de algun tiempo á esta parte. El corazon del
hombre se cansa del silencio: llega un caso, por fin, en que
necesita, como el agua oprimida, un desahogo. Me es necesaria,
Elvira, una larga esplicacion.

—¡Dios mio! dijo Elvira para sí: ¡en vuestras manos me encomiendo!
resignada con esta breve oracion mental, sentóse trémula y agitada
al lado de Hernan, que cogiéndole una mano y oprimiéndosela
cariñosamente, no ya como un marido, sino como un amante, continuó
clavando tiernamente sus ojos en los de ella.

—Sí, Elvira, oidme. Si os creyese una muger vulgar, una muger capaz
de guardar secretos para vuestro esposo, no os abriria mi corazon.
Pero ¡ah! vos sois víctima tambien hace ya tiempo de esta fatal
reserva que ha helado nuestra existencia. Maldicion sobre el ser
impasible y yerto, que cerrado siempre para sus semejantes, vive solo
dentro de sí y solo para sí. Su consorte es un vivo, condenado á
vivir atado á un cadáver.

—¿Qué decís?

—Sé que el destino ha arrojado entre nosotros un ser desgraciado:
sé que una inclinacion á que dísteis acaso demasiado imperio sobre
vuestro corazon...

—¡Hernan Perez! esclamó asustada Elvira.

—Sí: ¿á qué negarlo? Vos amábais á la condesa, mas acaso de lo que la
misma amistad tiene derecho á exigir.

—Cierto que la amé siempre mucho, interrumpió Elvira con mas
serenidad.

—No culpo en vos ese sentimiento, si bien pudiera estar zeloso de
él. Nace de un corazon generoso; pero...

—Permitidme que en ese punto no dé oidos, señor, á vuestras
reconvenciones... dijo Elvira pensando mas en abreviar el diálogo que
en meditar prudentemente sus respuestas.

—¿Es posible, Elvira, es posible?

—He jurado guardar silencio...

—¿Pero cuál misterio...?

—Permitidme que calle ahora: algun dia sabreis, y no está lejos tal
vez, que esa misma amistad que me echábais no ha mucho en cara, os
hace mirar á don Enrique bajo un aspecto falso. Básteos saber que no
he creido faltaros...

—Dejemos en buen hora ese punto, si tanto os incomoda, Vengamos á
otro. Sabeis, Elvira, que soy vuestro esposo... Hay un hombre sin
embargo...

—Esas palabras, señor... ¡Ah! soy inocente, esclamó Elvira
precipitándose á los pies de Fernan Perez.

—¿Cómo pudiera yo dudarlo, Elvira? sois inocente; ¿pero basta acaso
en el mundo en que vivimos ser inocente? ¿No es fuerza parecerlo
tambien? Oidme. Vos sabeis cuánto os amé: os conduje al altar, partí
con vos mi lecho, os entregué mi casa porque os amaba, Elvira. Hay
un hombre, sin embargo, que ha osado poner en vos los ojos.

—¡Ah! señor, acaso os deslumbre...

—Nada me deslumbra, Elvira. No os haré cargo alguno. Vuestra palabra
me basta. Mi honor está en vuestras manos. Ese fue el depósito
sagrado que al desposarme os entregué. ¿Le habeis guardado, Elvira?

—¡Señor! esclamó Elvira ahogando sus sollozos, y volviendo el rostro
á mirar con la mayor agitacion al gabinete.

—La verdad, Elvira, y nada mas. Mirad; yo os pedí vuestro corazon, no
os lo robé: yo no os dije _sereis mi esposa_, sino ¿_quereis serlo_?
¿Para qué pensásteis que enlacé á mi suerte la de una muger? Para
hacerla feliz. No hago trovas, Elvira, no es el talento la cualidad
de que blasono. Empero la honradez será siempre mi norte. Sed,
Elvira, feliz. Decidme ahora cuáles son los medios que para serlo
exigís. Hoy es tiempo todavia; mañana no lo será tal vez.

—¡Ah! esclamó Elvira en el mayor desorden. ¿Vos habeis dudado,
esposo? Si viérais sin embargo mi corazon, si viérais cuánto ha
padecido... ¡Piedad, piedad de mí! No mando en mí, Fernan, ni sé
quién soy.

—No os turbeis, Elvira, tranquilizaos. Eso me basta. ¿Me amais?

—¡Si os amo! ¿Cómo pudiera no amaros?

—Basta, Elvira; de hoy mas mis labios se sellarán: vuestra palabra va
á guardar en lo succesivo mi tranquilo sueño. ¡Elvira, Elvira!

Una larga escena de silencio, pero de elocuente silencio, se siguió
á esta enérgica esclamacion. Elvira al oirla miró dolorosamente al
gabinete. Presentóse entonces á sus ojos el amor, terrible presagio
de sangre y de desgracia. Asustada cerró los ojos, y no pudiendo
resistir á la lucha interior que la devoraba, y á la imágen de cuanto
deberia sufrir el que estaba condenado á ser testigo de escena tan
amarga, dejó caer su cabeza desmayada sobre el hombro de Hernan
Perez. Un torrente de sus lágrimas inundó el pecho del hidalgo; de
esas lágrimas de hiel que se forman y corren lentamente, que manan
con dolor, con amarguísimo dolor del mismo corazon.

—Ah, perdonadme, Elvira, dijo arrebatado el hidalgo de ternura y de
entusiasmo; perdonadme si he podido ofenderos con dudas ofensivas...

—¿Que os perdone, señor? esclamó Elvira. ¿Yo á vos? Perdonadme vos á
mí...

Al llegar aqui anudáronse las palabras en la garganta de Elvira, y
no la dejaron sus sollozos proseguir. Un sentimiento profundo de
vergüenza y remordimiento, y una espansion espontánea de generosidad
se habian apoderado de ella. Un momento menos de reflexion, y
la infeliz Elvira declaraba á los pies de su suspicaz esposo su
deplorable estado; pero el doncel estaba en su casa todavia. La menor
imprudencia suya hubiera tenido funestas consecuencias. Alzó los ojos
al cielo Elvira, y contentóse con llorar. ¡Macías, Macías! dijo para
sí. ¡Oh, quién pudiera aborrecerte!

—¡Me ama, me ama como el primer dia! esclamó Hernan Perez con loco
frenesí: arrojándose en seguida en sus brazos, estampó en su pura
frente un ósculo conyugal. Elvira sintió su rostro encenderse de
rubor al contacto fatal. Bajó los ojos avergonzada, y hubiera querido
mas bien ver con ellos el infierno todo, que haber encontrado con los
de su esposo, tranquilos entonces, serenos, confiados, como lo está
el ignorante pasagero que duerme con placer á la pérfida sombra del
nogal.

Tambien el doncel oyó el ósculo dado en la frente de Elvira, que
resonó en su corazon como la voz de la verdad en la tumba. Helóse
su sangre toda dentro de sus venas. Sus ojos, lanzados fuera de
su órbita, devoraban desde la oscuridad el rostro divino de la
hermosura, reclinada en brazos de otro. Sus manos, cerradas por sí
solas y comprimidas, sacudieron la cruz de hierro que cerraba la
ventanilla, y si no bastaron á romperla sus esfuerzos, torciéronla
como un mimbre delicado.

—¡Se aman, se aman! esclamó el doncel con voz ronca y apenas
inteligible. ¡Maldicion, maldicion sobre ellos y sobre mí! Y una
lágrima, pero una lágrima sola, se abrió paso con dificultad á lo
largo de su mejilla, fria como el mármol.

[Ilustración]



CAPITULO XXIX.

      Seis años fuí de él servida,
    sin de mí alcanzar nada.
    Él ofendió á mi marido,
    y de ello yo fuí la causa;
    y con todo esto le quiero,
    y le tengo acá en el alma.

          _Rom. de Gazul._


—¡Ah! Vadillo, esclamó Elvira creyendo haber oido algun rumor en el
gabinete, ¡cuán desdichada soy!

—¡Elvira! dijo escuchando un momento Fernan Perez. Diria que alguien
habia hablado á nuestro lado.

—¿A nuestro lado? ¿Cómo? ¡Qué fantasía...! ¿Quién pudiera...?

    —“_Tiempo es el caballero,
    tiempo es de andar de aqui._”

entró cantando á esta sazon con voz descomunal el atolondrado
pagecillo, segun las palabras de aquel antiguo y famoso romance
popular que se cantaba entre las gentes: entraba Jaime como quien
creía que habria tenido ya ocasion la bella prima de sacar de alli al
hidalgo.

—Seria el page, señor, el que aquel ruido metia, dijo Elvira
aprovechando tan feliz coincidencia.

—¿Qué buscais de nuevo aqui? preguntó Hernan Perez con todo el
mal humor de aquel á quien interrumpen en una ocupacion agradable
para la cual no ha menester testigos. No haria yo mal, ¡vive Dios!
atolondrado, en cogeros de un brazo y encerraros en ese gabinete
oscuro hasta que hubiéseis aprendido otra mesura y comedimiento.

—Perdonadle, gritó Elvira asustada.

—Ved que habrá sabandijas en ese cuarto, señor hidalgo, repuso el
pagecillo prontamente: nadie entra en él jamas.

—Vos sereis el bellaco y la sabandija, mal criado, contestó Hernan
Perez. ¡Ea! salid.

—De buena gana; pero no será sin deciros que el azor no quiere comer,
y que es tan torpe Alvar, el escudero que os habeis echado desde que
recibísteis la orden de caballería, que quiero yo que me encerreis de
veras si antes de un cuarto de hora no campa solo el pájaro por su
respeto sobre alguna torre del alcázar. ¡Pobre animalito! él, ¡ya se
vé! quiérese escapar. Os digo que se escapará.

—¿Se escapará? ¡Voto va! Page, á vos os lo dí: si él se escapa,
acordaros habeis del pájaro de su alteza. Dejad, Elvira, que vea lo
que hacen esos necios. Tenedme ahí entre tanto á buen recaudo á ese
insolente. ¿Escaparse? No se escapará, ¡voto á Santiago!

Diciendo y haciendo salió precipitadamente el hidalgo, y el page,
vuelto hácia la puerta por donde salia, y poniéndose los puños en los
hijares.

—Se escapará, dijo con donaire y burlita sardónica; sí señor, se
escapará. ¿Pero esperaros yo aqui, eh? Para mí santiguada que no haré
tal; no estoy tan mal avenido aun con mis orejas. Vaya, ¿qué haceis,
prima? Ved que el tiempo pasa, y si le perdeis, saldráse con la suya
el hidalgo, y el pájaro no se escapará.

—¡Santo Dios! ¿Con que es falso ese recado que nos habeis traido,
Jaime? ¿Y no temblais...?

—Prima, todo el riesgo para mí es perder una oreja, y mas perderíais
vos si...

—¡Querido Jaime, querido Jaime! esclamó Elvira estrechando al page
entre sus brazos.

—Luego, prima mia, luego, dijo Jaime mirando con cuidado hácia la
parte por donde acababa de separarse el hidalgo, y dirigiéndose en
seguida hácia el gabinete. ¡Caballero, añadió abriendo, caballero!
¡Vaya que se ha dormido, mientras que nosotros hemos sudado por
enmendar sus locuras! ¡Ay Dios mio! prosiguió todo asustado
viendo salir al doncel. Parecia este efectivamente mas bien un
espectro que una persona. El amor y los zelos luchaban aun en su
semblante.—¡Ingrata! gritó fuera de sí dirigiéndose á la desdichada
Elvira. ¡Ingrata! ¿Qué pretendeis ahora de mí? ¿Sacáisme aqui á la
luz por si no veo bien alli vuestras infernales caricias, por si no
oigo bien vuestros pérfidos juramentos? ¿Qué os hice yo para rigor
tan grande? ¡Le amais, le amais!

—¡Macías! basta; huid, huid, esclamó temblando de terror y echándose
á sus plantas la infeliz. No mas tiempo, no mas; que ha de volver.

—¡Vuelva! ¡vuelva! aqui mi pecho está. Máteme luego.

—¡Vaya! señor, esclamó el page, deje para otro dia esa cancion; mire
por Dios...

—¡Ah Jaime! ¡Me aborrece! le interrumpió Macías.

—¿Qué os ha de aborrecer? repuso el page.

—¡Jaime! gritó Elvira tapando con su mano la boca del inocente.
Macías, partid.

—No, no partiré. ¿A qué vivir, si he de vivir sin vos? Sea su triunfo
completo. Amadle sin rubor. ¡Perezca solo quien no debe gozar!

—¡Por Dios! ¡por mí, Macías!

—¡Cierto! soy un testigo importuno para los placeres que os esperan,
dijo Macías con voz reconcentrada, y toda la sangre fria de un hombre
desesperado.

—¿Qué han de esperarme ¡ay de mí! sino tormentos? ¿Quereis que al fin
lo diga? Huid y lo diré.

—Elvira, ¿qué dirás? gritó Macías. ¿Que le amas, otra vez...?

—No, nunca, no. ¿Qué puede hacer delante de él? A tí amo: solo á tí...

—¿A mí? ¡ah! ¿A mí? ¿Sueño, deliro?

—¡Qué vergüenza, Dios mio! Pero huye ya; ¿qué esperas? ya lo oiste de
mi boca: por ese amor frenético que leo en tus ojos con placer, por
ese amor, Macías, ¡huye! ¡huye por Dios! ¡y por piedad!

—¡Elvira! ¡Elvira! dijo Macías palpitando todo de amor y de
felicidad. Huyo, sí, huyo. Dime, empero, que volveré.

—Volverás si huyes ahora, volverás.

—¡A Dios, Elvira, á Dios! gritó con loco furor Macías, y se lanzó
fuera del cuarto.

—¡A Dios, repuso con voz apagada Elvira, á Dios! y cayó sin fuerzas
casi y sin sentido sobre un sitial inmediato, escondiendo con ambas
manos su rostro descompuesto y avergonzado.

—Alzad, prima; no lloreis, dijo Jaime acercándose á la hermosa
desconsolada.

—¿No he de llorar? esclamó ésta volviendo en sí, y mirando á todas
partes con temor de ver volver á su esposo. ¿No he de llorar? ¿Qué
le dije yo, Jaime, qué le dije? ¡Imprudente! ¡Y él volverá, volverá!
¡No, jamas!

—Andad, añadió el page: templad vuestro dolor. ¿No habeis visto con
qué facilidad hemos engañado al buen hidalgo? ¡Ah! Yo necesitaba
tener presente cuán serio era el lance, prima mia, para no soltar la
carcajada. ¿Habeis notado que no ha dicho una palabra que no pudiera
hacernos reir con fundado motivo?

—¡Hacernos reir, Jaime! Maldecida sea mi loca pasion. ¡Sí, dices
bien! yo le hice risible. ¿Yo? ¿Yo pago de ese modo su cariño, su
amor, su condescendencia? ¿En qué era, pues, risible? ¿En amarme?
Saetas eran sus palabras para mí. ¿Por qué ha de ser risible, Jaime?
Porque tiene una esposa infiel, que olvidada de su deber ha dejado
crecer en su pérfido corazon un amor odioso. ¿Y porque ella es
ingrata, él es risible? ¡Dios mio! Confundidme. Hé ahí el premio que
doy á su cuidado. Porque ha partido su lecho conmigo, porque me ha
confiado su casa, porque me dió su corazon, porque quiso llamarme
madre de sus hijos, ¿por eso le aborrezco? ¡Me horrorizo, Jaime! ¿Yo
misma me doy horror? ¿Yo cubriré su nombre de ignominia; yo destinaré
á eterno oprobio el nombre de mi marido, que es el mio? ¿Las gentes
al mirarme le pronunciarán con befa y con maliciosa risa? ¡Dios mio,
Dios mio! ¡Yo pierdo la cabeza! ¿Y cómo amarle sin embargo? ¿Es mio
por ventura mi corazon? ¡Macías, me has perdido! Oye, Jaime, si le
ves por acaso, dile que nunca, nunca torne á mi presencia. Que huya,
que huya. Le adoro, sí, le adoro. Díselo tú tambien; pero que huya.
¡Qué delirio el mio! ¡Qué locura! ¡Mi voz se ahoga!

—Hermosa prima, Fernan Perez vuelve. Serenaos.

—¿Vuelve, vuelve? ¡Ah! Evita su furor. Déjame á mí: muera yo sola:
¡yo su castigo merecí!

—¡Ah! no, no parto si llorais asi.

—Parte. Sí, dices bien, no lloro ya, dijo con interrumpidos sollozos
Elvira, enjugándose los ojos rápidamente, y empujando con una mano al
page; parte: que no te llegue á ver.

—¿Dónde está, gritó Hernan Perez; dónde el insolente que osa jugar
con mi cólera y desafiarla?

—¡A Dios, Jaime! dijo en voz baja Elvira: corre... Teneos, Hernan
Perez... añadió arrojándose al paso de su esposo.

—¡Oh! decidme vos si no, gritó el hidalgo, ¿hay en esto, señora,
otro misterio? ¿Qué significan vuestras lágrimas, vuestros sollozos,
vuestra confusion...?

—Jaime, señor, es inocente, inocente: nunca quiso jugar con vuestra
cólera. Todos os amamos aqui y os respetamos, todos; pero...
mirad... oid...

—¡Elvira! ¡Elvira! esclamó con voz descompuesta el hidalgo, que
comenzaba á sospechar vagamente.

—¡Perdon! gritó Elvira con voz aguda y ahogada por sus lágrimas y
sollozos: esposo mio, ¡perdon! Y cayó de rodillas abrazando los pies
del hidalgo, y dando su frente pura sobre el suelo con asombro de
aquel, que cruzado de brazos delante de ella parecia en la mayor
inmovilidad andar buscando en su cabeza alguna esplicacion de escena
tan estraordinaria.

[Ilustración]



CAPITULO XXX.

      Estando en esto llegó
    uno que nuevas traía.
    —Mercedes á tí, fortuna,
    de esta tu mensagería.

        _Rom. del rey Rod._


Ya veis que en ningun caso puede convenirme, decia agitado Villena
al astrólogo un dia. Cuando tengo vencidos casi los obstáculos todos
que á la posesion de mi maestrazgo parecian oponerse; cuando unos ya,
merced á mis beneficios y promesas, han vuelto á entrar en la senda
del deber; cuando otros, cansados del poco fruto de la diligencia de
don Luis Guzman, ceden en tan obstinada demanda y dan al olvido su
rencor, ¿querrán que yo esponga á los riesgos de un combate el objeto
de todas mis ansias y desvelos? ¡Qué bobería, Abenzarsal! Fuerza es
para suponer en mí semejante delirio no conocer cuánto he deseado ese
maldecido maestrazgo. ¡Por cierto que puede ser dudoso el éxito del
combate! No quiero yo decir con esto que mi antiguo escudero Hernan
Perez carezca de valor de ningun modo. Pero una cosa es tener valor,
y otra estar seguro de vencer á Macías. Abenzarsal, el combate no
puede verificarse sino para perder yo el maestrazgo por lo menos; y
no se verificará.

—No es tan facil hacerlo como decirlo, dijo Abenzarsal sin mirar
al conde, y mas bien como quien habla consigo mismo que como quien
contesta á otro; no es tan facil hacerlo como decirlo. Porque, al
fin, ni el mismo rey puede revocar ya la prueba por combate que
tiene decretada á peticion de parte, ni fuera decoroso en vos el
solicitarlo.

—Abenzarsal, decirme á mí ahora que nada se puede remediar en el
asunto por los términos ordinarios, vale tanto como decirme que
Madrid está en Castilla; y por cierto que no tengo ni el tiempo
hoy ni la cabeza para aprender verdades de esa importancia. Si os
consulto es porque presumo que pudiéramos dar un golpe atrevido. ¿No
hay algun arbitrio? ¿no os ocurre á vos nada? ¡Por Santiago! yo creí
que ya habíais comprendido que yo quiero que os ocurra.

—Mi cuerpo, señor, viejo y feo conforme se halla, está á tu
disposicion: del alma nada te quiero decir, porque no estoy muy
seguro de si puedo disponer de ella como cosa mia, despues de la
tempestuosa y aun maliciosa vida que he traido. Dios me la perdone.
Pero en cuanto á mis ocurrencias, permite que te diga, señor,
que solo conforme me vayan ocurriendo podré irlas poniendo á tu
disposicion.

—¡Maldito viejo! refunfuñó Villena entre dientes. ¿Cuándo quereis
acabar de fundirme esa cabeza de bronce que ha de responder á todo
el que la pregunte, y que me habeis tantas veces prometido? Yo os
aseguro que si la tuviera en mi poder, como debiera, á la hora esta
ya la habria hecho decir cosas buenas y oportunas acerca del asunto.
No habria combate, yo os lo aseguro: no lo habria. Os juro que esa
seria la mejor cabeza de Castilla, sin contar la mia, Abenzarsal, se
entiende.

—Mientras la mia, señor, esté sobre mis hombros, que será todo el
tiempo que yo pueda, paréceme que la de bronce ha de estar de mas.

—Veamos, Abenzarsal, esa prodigiosa fecundidad de recursos. Ya
imaginaba yo que no dejaríais de sacarme de este molesto apuro.

—¿Has visto alguna vez á tu juglar Ferrus desempeñar con singular
destreza y maestría el famoso juego de cubiletes que de Italia han
traido á España algunos juglares y juglaresas de Provenza?

—Adelante, Abenzarsal.

—Bueno: pues es preciso que aprendas ahora de Ferrus tan peregrina
habilidad, y esto sin remedio.

—¿Os volveis loco, ú os burlais de mí?

—Ni lo uno ni lo otro. Lo primero no me tiene cuenta á mí; lo segundo
no te la tiene, señor, á tí; sin embargo, afírmome en lo dicho; no
tienes, conde, otro remedio, á no ser que quieras valerte del agua
aquella que poseo, que no seria tan mal recurso. Pero has dado en
apreciar la vida del hombre...

—¡Qué horror, Abenzarsal, qué horror! ¿Habeis tomado á vuestro cargo
endurecer mi alma, y hacer de mí un pícaro tan redomado como vos? ¿no
temblais el crímen?

—¿Qué es el crímen? ¿lo que han querido llamar tal los hombres? Soy
uno de ellos; tengo derecho á no adoptar sus definiciones.

—¿Me diréis que el quitar la vida á otro ser...?

—¿Qué es quitar la vida, don Enrique? ¿puede el hombre, necio,
insensato, quitar la vida á ningun ser? ¿puede el hombre crear ni
destruir? ¡Impotente! ¡miserable! Aquel en quien acaba el alma de
separarse del cuerpo, deja de vivir á los ojos de los hombres. A
los ojos de Dios vive, porque nada muere á los ojos de Dios: él
ha derramado la vida en los seres todos: unos existen bajo unas
condiciones, otros bajo otras. Si el vivo vive de una manera que
confesamos, vive tambien el muerto de otra que no conocemos: á los
ojos de Dios las acciones todas son iguales: no hay bien, no hay mal;
no hay vida, no hay muerte; no hay virtud, no hay crímen.

—¡Blasfemia, blasfemia! gritó don Enrique. Os complaceis en aventurar
horribles paradojas en los momentos críticos en que tenemos mas
necesidad de inventiva que de ergotismo escolástico, y de confianza
en el cielo que de heréticas impiedades.

—Como gusteis: ¡dejemos en buen hora á los hombres, viles gusanos de
la tierra, imaginarse en su vanidad los seres privilegiados de la
creacion: dejémosles creer orgullosos que para dar vueltas al rededor
de su mundo miserable ha lanzado al vacío el Hacedor millones de
mundos mayores; dejémosles pensar que son algo, y que valen algo;
dejémosles, en fin, dar una incomprensible importancia á sus acciones
míseras, al que llaman su honor, á su supuesta ciencia, á sus
ridículas pasiones, al ruido que hace la boca, que llaman aullido en
el lobo, y en sí mismos conversacion!!!

—¿Acabaréis? ¡por Santa María!

—Dejémoslos en tan lisonjero error: convencedle al hombre de que no
es nada, y precipitado de la altura del trono que sobre la naturaleza
se ha erigido, se afligirá como si el no ser nada fuese algo.

—¡Por Santiago! esclamó Villena despechado: teneis razon, Abenzarsal.
Teneis razon en todo lo que habeis dicho, y en lo que habeis pensado,
y en lo que os habeis dejado por pensar y por decir. ¿Pero y mi
maestrazgo? Os suplico que no lo considereis como cosa de hombres,
que yo os prometo probaros antes de mucho que si el hombre puede no
ser nada, un maestrazgo por lo menos es algo.

—Vengamos, pues, al maestrazgo, dijo sonriéndose el astrólogo, á
quien esta última frase debió de parecer mejor que el mundo y sus
míseros habitadores. Ya he dicho, señor, que no queriendo hacer uso
del _aqua mortis_, necesitais aprender...

—¿Pero, qué significa...?

—Significa, que asi como el juglar y un juglar cualquiera, hace
desaparecer entre los dedos la bola mágica, segun la llama el vulgo
de los hombres, ese de quien yo os hablaba hace poco...

—¿Volvemos? dijo Villena desesperado con lastimoso acento.

—No: tranquilízate, señor; asi, pues, necesitas tú hacer desaparecer
á alguien de la corte de don Enrique.

—¿A quién? ¿y cómo?

—Voy á decirte, ilustre conde. A Elvira, tu acusadora, es caso
imposible, porque está libre bajo mi responsabilidad, asi como Macías
y tú lo estais bajo la propia del rey, tú por tu clase y él por su
favor.

—Bien. Adelante. Elvira es ademas muger de Fernan Perez.

—Cierto; pero á Macías no me parece que podria ser dificil. Él está
ahora mas que nunca poseido de una pasion frenética, pasion cuyos
resultados, felices para nosotros, has cortado tú mismo con tus
incomprensibles escrúpulos. Sin embargo, puédenos servir todavia.
Entreveo un plan asequible tal vez. Necesitarémos de Ferrus. Si el
doncel cae en el lazo que le vamos á tender, no será él ciertamente
quien venza á Fernan Perez.

—Abenzarsal, ¡cuánto os debo, amigo mio! dijo Villena estrechando sus
manos.

—Dame, empero, tu palabra, señor, de no estorbar mis intentos, y dame
con tu palabra á Ferrus. Sé las escenas que han pasado entre los
amantes recientemente, sé... pronto lo sabrás tú mismo. Ven en tanto,
señor, conmigo... oigo un rumor estraño en la cámara de su alteza.
¿Será acaso alguna novedad en la salud del rey, que debamos sentir
todos?

Al acabar el astrólogo estas palabras, dirigiéronse entrambos hácia
la cámara de su alteza. Oíase desde ella un prolongado y confuso
clamoreo, cuya causa no tardaron en adivinar. Su alteza, rodeado ya
de algunas de las primeras dignidades de Castilla preguntaba á unos y
á otros, y parecia haberse hallado largo rato en la misma duda que
los personages de nuestro último diálogo. Brillaba sin embargo en su
semblante una alegría desusada en él, y podíase conocer desde luego
que mas tenia de fausto que de infausto el suceso que producia en
aquella ocasion tanto movimiento.

—Venid, ilustre conde, mi pariente y vos, Abenzarsal, venid, dijo don
Enrique el Doliente saliendo al paso contra su costumbre, con notable
olvido de su propia dignidad á los dos personages que entraban en su
cámara. La corona de Castilla tiene ya un heredero varon.

—Señor, dijeron á un tiempo Villena y el físico, ¿es posible? ¿Ha
llegado ya tan alegre nueva?

—Sí, dijo el rey: el enano que está de atalaya en la torre mas alta
del alcázar acaba de ver las ahumadas que tenia mandadas disponer
para este caso, y los fieles habitantes de mi leal villa de Madrid se
han apresurado á felicitarme sobre tan feliz acontecimiento.

Oíanse, en efecto, ya mas distintamente los repetidos vivas con que
de buena fé manifestaba el pueblo su entusiasmo al saber que le habia
nacido un rey, y que no podria faltarle ya en ningun caso quien le
mandase.

Salió su alteza á una de las _fenestras_ de su alcázar, como se
llamaban entonces las ventanas en castellano, sin que se pudiera
achacar eso á galicismo, pues no habia entonces en la pobre villa
de Madrid tantos traductores como en los tiempos que alcanzamos de
dicha y de ilustracion; salió á una de las _fenestras_, como dejamos
dicho, y agradeció al pueblo con claras demostraciones y ademanes de
contento y satisfaccion su inocente entusiasmo.

Vuelto en seguida á Stúñiga, justicia mayor del reino,—Diego Lopez,
le dijo su alteza, dispondréis que mañana sea la última audiencia que
dé en esta villa á los fieles habitantes de Madrid. Debemos marchar
inmediatamente á Otordesillas, adonde se trasladará la corte por
ahora. Quiero que al separarme de esta mi villa predilecta puedan mis
vasallos venir á implorar á los pies del trono la justicia que puedan
necesitar. Recuerdo ademas, condestable, añadió volviéndose al buen
Ruy Lopez Dávalos, que he suspendido en dos ó tres casos decisiones
de grave interés, prorogándolas hasta el momento que tan felizmente
ha llegado.

Inclináronse el condestable y el justicia mayor, y no puso tan buen
gesto como don Luis Guzman el intruso maestre. Antes, llegándose al
oido del astrólogo,—¿Habeis oido? le dijo. Mañana dará orden de que
se reuna el capítulo de Calatrava, y mañana acaso fijará el dia de
nuestro combate.—No hay tiempo que perder, repuso en voz baja tambien
el judiciario.

Don Luis Guzman y Macías echaron cada uno por su parte una mirada
significativa de esperanza y desprecio al conde de Cangas y Tineo. El
resto del dia se empleó en preparativos para el viaje que la corte
disponia, y la noche en músicas y en danzas, en que los ministriles y
juglares divirtieron no poco á todos con sus juegos y arlequinadas,
farsas y bufonerías.

[Ilustración]



CAPITULO XXXI.

      Porque le ví ir huyendo,
    muy malamente llagado,
    y que á la hora de agora,
    será muerto ó cativado.

          _Rom. del rey Rod._

      Por ende quien me creyere,
    castigue en cabeza agena,
    é no entre tal cadena,
    do no salga si quisiere.

      _Marques de Santillana. Querella de amor._


Algunas horas hacia ya que la noche habia tendido sobre nuestro
hemisferio su tenebroso velo. Ningun ruido sonaba en la campiña, ni
en las solitarias y tortuosas calles de la villa de Madrid. Solo en
el alcázar se veían brillar en algunas habitaciones mas luces de las
que solian comunmente arder á semejantes horas: oíase desde la calle
un rumor sordo y lejano, que se desprendia del altísimo edificio,
bien como se desprenden de la tierra los vapores en una mañana
clara de invierno. Un caballero acababa de bajar triste y taciturno
la escalera principal del alcázar: su trage indicaba que salia
del brillante sarao que arriba se oía; su desasosiego, sus pasos
vagos y sin direccion, indicaban el desorden y la indecision de sus
pensamientos.

—Sí, volveré, decia hablando consigo mismo, volveré: ella misma lo
decidió. ¡Importuna danza! ¡ruido mil veces mas importuno! ¡Mientras
mas gente, mas solo!

    Cativo de mi tristura,
    de mí todos han espanto:
    preguntan, ¿cuál desventura
    hay que me atormente tanto?

¡Inútiles esfuerzos! ¡talento estéril! ¿De qué me sirves, de qué? ¡Ni
mis palabras la vencen, ni mis trovas la mueven! ¡Elvira!

    ¡Ah! te place que mis dias,
    yo fenezca mal logrado,
    muy en breve;
    Pues que al infeliz Macías,
    es tu pecho despiadado,
    tan aleve.

Despues de repetir esta endecha tristísima de una de sus
composiciones, apoyóse el trovador desdichado contra la alta muralla
del alcázar, donde se encerraban todos sus deseos. Poco tiempo podia
hacer que estaba sumergido en la mas profunda meditacion, ora
recordando las contradictorias pruebas que de cariño y odio le habia
dado su señora, ora repitiendo vagamente y con profunda distraccion
fragmentos sueltos de las chanzones que le habia inspirado su
desgraciado amor, cuando una mano se apoyó sobre su hombro con
estraña familiaridad.

—¿Quién eres, preguntó airado, el que osas perturbar la meditacion
del que desea estar solo?

—Quien os ha visto salir: quien compadece vuestra pasion: quien os ha
de consolar en ella: quien sabe de vuestros asuntos tanto como vos,
sino mas, repuso el desconocido.

—¡Ah! judiciario, dijo Macías reconociendo al físico Abenzarsal que
habia salido tras él del bullicioso sarao. ¿Qué se hicieron tus
predicciones, y qué tu vana ciencia? ¿Dónde está mi felicidad, dónde?

—Mas cerca acaso de lo que presumes, hombre incrédulo.

—¿Qué decís? esplicaos. ¡Ah! si alguna vez os han engañado; si
sabeis, padre mio, lo que es esperar lo que nunca llega, y creer lo
que nunca sucede, no os burleis de mi necia confianza. Ved que lo
creo todo, porque todo lo deseo.

—¡Silencio! ¿Conoceis una reja alta que da sobre el terraplen y el
foso, hácia la parte del alcázar que mira al soto del Manzanares?

—¿Qué me quereis decir?

—Oid. La reja se abre. Hé aqui su llave.

—¿Su llave? ¿Para qué?

—¿Para qué preguntáis? ¿No os sirve, pues?

—¡Ah! dadme, dadme acá. Decidme, ¿de quién, para quién la teneis?

—No os importa. ¿Conoceis su letra?

—¡Desdichado! ¿De qué la habria de conocer? Si tanto sabeis y
adivinais...

—Bien: no importa. Miradla aqui.

—Su letra, Abenzarsal. ¿Es magia esto, es magia? ¿Deslumbrais mis
sentidos por ventura con los artes de vuestra pérfida profesion?

—Leed y callad, añadió el astrólogo sacando de debajo de su ropa una
linterna, cuya luz proyectó sobre un pergamino que le dió al mismo
tiempo.

—¡Dios mio! dijo el doncel acabando de leer. ¿Es ella, lo sabeis, es
ella la que escribe estas breves palabras?

—No: soy yo si os parece, dijo afectando enojo el pérfido viejo: á
Dios; puesto que no quereis ser feliz, no os quejeis despues.

—¡Ah! no: venid: perdonad, señor, si el esceso mismo de mi
felicidad... ¿Es posible...?

—¡Ea! dejad vuestras pueriles esclamaciones. El tiempo corre. Partid.
No convendria que nos viesen juntos. Sabeis que el hidalgo está con
su alteza. A Dios.

—Escuchad; teneos. ¡Un momento! dijo Macías; pero hablaba solo ya: el
astrólogo habia desaparecido con indecible presteza. ¡Qué confusion!
prosiguió el doncel. ¡Tanta felicidad, Dios mio! Corramos: mas
no. ¿Quién sabe los sucesos que me esperan esta noche? Sé que mi
constelacion me es contraria. Quiero buscar mi espada: con ella al
lado, nadie, nadie podrá estorbar mi felicidad.

Dirigióse, dichas estas palabras, el animoso doncel á su habitacion,
y ciñó su espada cubriendo con un tabardo oscuro de belarte su
elegante vestido, que no podia menos de haber llamado la atencion de
cualquiera que á aquellas horas se le hubiera notado, en el parage
sobre todo donde él pensaba que podria tener que esperar un instante
propicio para su dicha.

Volvia á bajar la escalera del alcázar para salir al campo lo mas
presto posible, y antes de que se hubiesen cerrado las puertas de
la villa, cuando un encuentro inesperado le detuvo, no tan á su
pesar como podria parecerle á primera vista al que no supiese que el
que hacia variar de aquella manera su primer pensamiento, era nada
menos que el mismo, mismísimo pagecillo Jaime, á quien tan apurado y
comprometido dejamos por causa del doncel en uno de nuestros últimos
capítulos, que acaso no habrá olvidado todavia el lector.

—¡Jaime! dijo Macías.

—¡Señor caballero! repuso el page no menos admirado y satisfecho.
Buena la hicísteis la mañana pasada. ¡Ah! otra vez ved de ser mas
prudente.

—¿Acaso Elvira...?

—Mirad, eso nada sabré deciros, sino que desde entonces esposo y
esposa se tratan de una manera... La señora pasa llorando los dias,
y el señor rabiando las noches... la casa es un infierno. Felizmente
á mí nada me tocó de lo que merecia. Pero á propósito, gózome de
encontraros. Díjome mi hermosa prima...

—Mas bajo.

—No, no hay peligro.

—¿Qué te dijo?

—Que si volvíais alguna vez, como habíais dejado prometido...

—¡Como ella misma...! querrás decir...

—Sí, bien... como gusteis.

—¿Y qué?

—Nada: no os aflijais. Mirad: las mugeres son... vos lo conoceis
mejor que yo...

—¿Qué hablas, pagecillo? Acaba.

—¡Ah! no: si os enfadais... tranquilizaos, y os diré...

—¡Acaba por Santiago! Juro por el infierno que estoy tranquilo.

—Me dijo, pues, contestó el page aterrado de la estraña tranquilidad
del doncel, que si volvíais, se os dijera que no estaba.

—¿Eso dijo? ¡Perfidia! ¡perfidia sin igual! ¿Y no lloró al decirlo,
no tembló, miserable? Sed generoso con las damas: creed, creed un
solo punto. _¡Salvad mi honor, huid, y volvereis; que os amo_, dijo,
y todo fue mentira! ¡Y yo salí y obedecí! ¡Necio! ¡insensato! ¡Ah!
¡maldecida generosidad! Page, ¿me engañas? prosiguió despues de una
breve pausa, en la cual dió mil vueltas al pergamino que le acababa
de dar el astrólogo. No pudo decir eso: tú burlas mi dolor, y tú...

—¿Yo, señor, yo? Me obligareis á deciros lo que añadió...

—¿Qué añadió, santo Dios?

—Pues mirad, añadió que se os dijera á vos mismo que ella habia dado
aquella orden.

—¿Eso? ¿Ella? ¿ella misma? ¡O ultraje! ¡ó rabia! Page, ¿conoces tú su
letra?

—Poco, señor.

—¿Es esa? dijo Macías acercándola á un farol de la escalera inmediata.

—Paréceme que... sí... cierto; yo á lo menos... verdad es que yo no
sé escribir. Yo soy mal juez.

—¿Cuándo dijo lo que me acabas de referir?

—Aquel dia mismo.

—¡Respiro! Algún objeto llevaria. Vuela á tu prima, Jaime: dile que
me diste ese recado, y que respeto sus motivos. Escucha. Con respecto
á su cita, dile que antes de una hora...

—¿Cómo? ¿os cita?

—¡Silencio!

—¿Y os quejábais vos? Decid entonces que el engañado he sido yo. Ya
me encargaré yo de esos recaditos en adelante, para que me cuesten
una oreja el dia menos pensado, y que la señora luego... ¿Es posible,
señor caballero, que han de engañar las mugeres hasta á sus mayores
amigos? ¡A todo el mundo, señor, á todo el mundo!

—¡Ea! ¡Silencio! y separémonos. Nada digas, nada hables. En estos
asuntos, Jaime, la palabra escapada revuelve sobre el que la dijo, y
las imprudencias se pagan con la vida. ¡A Dios, á Dios!

Dichas estas palabras continuó el doncel su camino, pidiendo á su
señora en su borrascosa imaginacion mil perdones por la ligereza con
que la habia inculpado, en aquel momento mismo en que acababa de
darle, segun él, la prueba mas singular de su constancia y fidelidad.

Llegó el page entre tanto á Elvira, y refirióle lo ocurrido. Mil y
mil ideas se cruzaron en la imaginacion de la desdichada. Deseosa,
sin embargo, de aclarar aquel misterio, y bien decidida á no
esponerse de nuevo al peligro que no podia menos de correr con el
arrebatado doncel. ¡Jaime, dijo, quiero salvarme á toda costa! Le
amo, le amo con furor, y el infeliz lo sabe. No le vea, no le hable.
Mi honor es lo primero. Juzgue de mí lo que quisiere. Escucha. Yo
de mí misma desconfio y tiemblo. Sus ruegos pudieran vencerme.
Por otra parte, esa cita solo puede ser un artificio... acaso una
horrible maquinacion; un lazo que nos tienden. Mira: toma esa llave,
y ciérrame por fuera, de esa manera no le podré yo abrir aunque sus
ruegos me ablandáran. Corre en seguida en su busca. ¿Dónde iba?

—Bajaba la escalera del alcázar.

—¡Soy feliz! Todavia no viene en mucho tiempo. Búscale, Jaime,
búscale. Dile que es inútil; que nunca le he citado; que es mentira;
que su vida peligra; que está Fernan conmigo... lo que quieras. Que
no venga, y lo demas no importa. ¿Qué seria de mí si Hernan...?
¿Será él por ventura, será él el que de esta suerte intenta...? ¡Qué
horrible maquinacion!—Hizo Jaime lo que su hermosa prima le rogaba
con no poco miedo de verse metido á su edad en tan gran laberinto de
riesgos y de intrigas, pero con toda la decision al mismo tiempo de
que es capaz la fidelidad.

—¡Otra vuelta! dijo Elvira al page, que cerraba ya por defuera. Así:
¡á Dios! Si mi esposo viene, él tiene otra llave. ¡Yo os doy gracias,
Dios mio, añadió prosternándose con cristiano fervor; yo os doy
gracias, Señor, por el peligro de que me habeis librado!

Apenas habia acabado de decir estas palabras, cuando se dejó sentir
en la parte de afuera de su habitacion un rumor, estraño ciertamente
á aquellas horas y en aquel sitio tan solitario.

—¿Qué oigo, Dios mio? ¿Qué oigo?

—¡Elvira! dijo una voz que asi parecia bajar del cielo como salir de
alguna profunda cueva. ¡Elvira!

—¿Quién me llama? añadió la asustada dama corriendo hácia la puerta
para asegurarse de que estaba bien cerrada.

—¡Macías! respondió la voz sordamente, y resonaron dos ó tres
golpecitos dados con cierto misterio é inteligencia.

—¡No le ha encontrado el page! esclamó Elvira. ¡Ah! si Hernan...
oid... doncel... Nadie responde... y el ruido continúa. ¡Cielos!
no es aqui: no es en la puerta. ¿Dónde pues, dónde? Aqui, esclamó
llegando á la ventana; en esta parte están. ¿Qué intentan? Esta
reja se abre; pero la llave... la llave debe tenerla el alcaide del
alcázar... ¡La abren, Dios mio! continuó escuchando con la mayor
ansiedad. Huid, huid, quien quiera que seais.

—¡Bien mio! respondió el doncel abriendo completamente la reja, y
dando con su espada en la madera, que quedaba cerrada todavia.

—¡Ah, es él, es él! y soy perdida. Yo misma me he encerrado,
gritó Elvira arrojándose sobre un sillon al tiempo mismo que la
madera, destrozada por los furiosos golpes del doncel, cedian á su
irresistible fuerza.

—Yo soy, Elvira, yo soy, dijo Macías arrojándose á los pies de su
amante. Mil obstáculos he tenido que vencer; no pensé alcanzar á la
altura de esa reja, que he debido escalar con la espada en la boca.
Ya estoy en fin, aqui, bien mio, y á tus plantas.

—¡Ah! no; salvaos por piedad, y salvadme á mí. Macías, cada palabra
que hablamos es una palabra de abominacion; el tiempo es precioso y
le perdemos.

—¿Perderle yo á tu lado?

—Cesa ya, y parte.

—¿Me llamas, señora, para escuchar de nuevo tus rigores?

—¿Yo os llamé? Macías.

—¿Qué escucho? dijo levantándose. ¿Cuya es, pues, esa letra?

—¿Esa letra? ¡Cielos! los traidores la han fingido.

—¿La han fingido, señora?

—Para perdernos, sí.

—¿No es vuestra? ¡Crédulo yo, insensato! ¡Cierto es, pues, lo que
Jaime me asegura...!

—Todo, sí, todo es cierto: huid; no os quiero ver: os aborrezco.

—¿Me aborreceis? Pues bien, nos perderán. Ya su triunfo es completo.
¡Pérfida! añadió despues de haberla contemplado un momento. ¿De esta
suerte pagais mi generosidad? ¡Tres años de silencio! Hablo, por fin,
hablo para ofreceros mas generosidad, mayor sigilo aun, amor mas
grande ¿y no os ocurren en pago sino pérfidos medios de engañarme?
Sed noble, señora, hasta en la perfidia misma. Medios hay aun de ser
noblemente malo. ¿Sois veleidosa? ¿Por qué no me decís: “Macías, soy
muger? ¡Plúgome vuestro amor, mas hoy me cansa! No es para mí, que
es harto grande.”—Yo agradeciéra vuestra nobleza entonces.

—Acabemos, Macías: no mas reconvenciones, no. Idos, y nunca mas
volvais. Toda comunicacion, todo vínculo es roto entre nosotros.
Si prendas teníais de mi amor, si insistís en creer que mis ojos,
mi lengua, mis acciones os prometieron algo, en buen hora creedlo;
devolvedme, empero, mi libertad...

—¿Qué os la devuelva, señora? Volvedme vos la dicha, volvedme la
confianza.

—¡Qué suplicio! por piedad, partid.

—¿Partid? ¡Qué delirio! Mi vida hoy, ó mi muerte. No os creo ya: nada
espero de vos. Todo de mí. Oidme.

—Soltad mi mano.

—No: sois mia, y lo sereis.

—¿Y ese es amor tan grande? ¿Me amais vos, y me amais comprometiendo
mi honor y mi existencia?

—Sí, porque tú y yo no somos ya mas que uno. Los dos felices, ó
desgraciados ambos. Uniónos el amor: la muerte sola nos separará.
Volved los ojos hácia mí, volvedlos: inútil es retirarlos: me veis,
me veis donde quiera que los volvais: cerradlos, y aun me vereis.
Decidme que me amais. Mentid, señora, si no es cierto: decidlo,
empero, por piedad, y salgo.

—Jamas, jamas, profirió débilmente Elvira, procurando en vano
desasirse de los amantes lazos en que la tenia presa el impetuoso
doncel.

—¿Jamas, decís? Pues escuchadme, repuso Macías con el acento de la
mas profunda desesperacion. Yo habia nacido para la virtud. Vos me
consagrais al crímen. No hay sacrificio inmenso de que no fuera
mi corazon capaz, ó por mejor decir, el amor era mi constelacion.
Encontrando en el mundo una muger heróica, era mi destino ser un
héroe. Encontrando una muger pérfida, Macías debia ser un monstruo.
Yo os dí á elegir, señora. Nuestra felicidad, y el secreto y cuanto
vos exijiéseis, ó el escándalo y mi muerte. Vos elegísteis lo peor.
Escrito estaba asi. ¡Muerte y fatalidad!

—¡Ah! Silencio, silencio. No me maldigas ya: ¡desventurada!

—Sí: todo es ya acabado entre nosotros. Nuestra felicidad ha sido
una borrasca: formada como el rayo en la region del fuego, debia
destruir cuanto tocara. Ha pasado como el rayo, pero como el rayo
ha dejado la horrible huella de su funesto paso. Tu amor, tu amor,
¿quién lo creyera? era el único que no debia dejar mas señales de
su existencia en tu corazon de yelo, que las que deja el ave que
atraviesa rápidamente el cielo, que las que deja sobre tu labio
abrasador este ósculo de muerte, que recibes, bien mio, á tu pesar.

—¡Ah! esclamó Elvira, reluchando inútilmente; soy perdida, perdida
para siempre.

—Y mil y mil, añadió frenético Macías; prendas son todos de nuestra
próxima muerte. Ellos son, Elvira, la agonía del amor. ¿No sientes
el fuego inmenso que encienden en las venas? ¿No percibes el tósigo?
Bórralos jamas, olvídalos si puedes, y olvídame despues. Venga la
muerte ahora, añadió desasiendo á la infeliz Elvira, que perdidos los
ojos en el techo y pálido el semblante, cayó desprendida del doncel
sobre el sitial inmediato.

Un momento de pausa y de silencio, semejante al que llena de
misterioso terror al caminante despues del fragoroso estampido de la
exhalacion eléctrica, succedió á las últimas palabras del doncel.
Arrodillado á las plantas de Elvira imprimia todavia en una de sus
manos, hermosas como el alabastro, sus trémulos labios; no lloraba ya
Elvira, no derramaba una lágrima Macías. En las grandes situaciones
de la vida no halla salida el llanto. La inmovilidad del mármol,
el estupor de la postracion son los caractéres de las emociones
sublimes. El silencio entonces es elocuente, porque no hay palabras
en ninguna lengua ni sonidos en la naturaleza que pinten el amor en
su apogeo, que espliquen el dolor en toda su intensidad.

—¡Elvira! dijo por fin Macías. ¡Cuán desgraciados somos!

—Partid, partid, profirió con trabajo Elvira. ¡No querais, señor, que
lo seamos aun mas! Esta es la última vez que nos veremos.

—¡La última! sí; porque la muerte llega.

—¡Ah! no; no los espereis. Ya todo se ha concluido entre nosotros:
ahora es cuando os lo digo, sabedlo; os he querido, señor, os he
querido, como nadie volverá á querer. Salvadme ahora, despues de esta
confesion.

—¡Ah, lo decís por fin! tiempo es aun... decid que ahora me quereis,
y huyamos. Pero huyamos los dos.

—No es tiempo ya, no es tiempo. Sed generoso vos ahora: no apure el
vaso yo del crímen, y del deshonor. Nunca ya nos hablarémos, Macías...

—¿Nunca, señora...?

—Desistid... ¡por Dios...!

—Os juro que no desistiré.

—Ved que los asesinos se acercan acaso ahora... Ah: no me hagais
aborrecer la vida: no me obligueis á maldeciros.

—Sí; maldíceme, ahora... ¿mas qué rumor...?

—¡Ellos son, ellos son! gritó Elvira precipitándose hácia la puerta.
¡Los traidores!

Oyóse efectivamente ruido de armas y personas al pie de la reja.

—¡La puerta está cerrada, gritó Elvira, y él solo puede entrar!

—Dime que me amas, esclamó Macías; decídete, en fin, señora, á
participar de mi suerte; dime que siempre me amarás; y mi espada aun
nos abrirá paso al través de los pérfidos asesinos.

—No, no, Macías: no muera deshonrada, gritó Elvira, sin saber adonde
refugiarse. ¡Dios mio! compasion ¡Dios mio! Salvaos solo, Macías.

—Contigo, Elvira.

—Jamas, repuso Elvira, abrazándose á un alto Crucifijo de plata que
sobre una mesa lucía. El cielo maldice nuestro amor... y yo...

—¡Silencio! Por última vez. Ved, señora, que algun dia diréis _es
tarde, es tarde_, y diréislo entonces con dolor. Ahora que es tiempo
todavia.

—No, Macías, no; yo le maldigo nuestro amor.

—Elvira, pues, á Dios. Mi muerte es tuya, como fue mi vida.

Al decir estas palabras Macías cogió su espada, y poniéndola
rápidamente sobre su rodilla, partióla en dos desiguales trozos, que
despues de abrir de par en par las maderas de la ventana lanzó contra
los que ya trepaban por la reja.

—¡Hernan Perez! gritó: ¡Hernan Perez! Héme aqui sin defensa. La
muerte os pido, la muerte.

—¡Macías! esclamó Elvira desasiéndose del Crucifijo, y arrojándose
hácia la ventana. Era tarde, empero. Macías se habia lanzado ya fuera
de la reja.

—¡Es nuestro! ¡es nuestro! retirarnos: ¡basta! Clamaron á un tiempo
varias voces.

—¡Ah! gritó Elvira con una espresion dificil de pintar. ¡Socorro!
¡Socorro!

Al mismo tiempo sonó la llave en la puerta. ¡Él es! ¡él es! gritó
Elvira. ¡Santo Dios! ¡Piedad de mí, piedad!

Un chillido agudo y espantoso terminó tan horrorosa escena. El que
entró se dirigió hácia la reja, mirando enderredor, y nada descubrió.
Tendió en seguida la vista por la habitacion, y solo vió en el suelo
el cuerpo de una muger hermosa privada enteramente de sentido.


FIN DEL TOMO TERCERO.

[Ilustración]



ÍNDICE DEL TOMO TERCERO

CAPITULO XXII       1
CAPITULO XXIII     20
CAPITULO XXIV      34
CAPITULO XXV       48
CAPITULO XXVI      65
CAPITULO XXVII     78
CAPITULO XXVIII    96
CAPITULO XXIX     110
CAPITULO XXX      119
CAPITULO XXXI     130



      *      *      *      *      *      *



NOTA DE TRANSCRIPCIÓN

  * Se ha respetado la ortografía original, que difiere de la utilizada
    actualmente. Las inconsistencias ortográficas se han normalizado a
    la grafía de mayor frecuencia.

  * Se ha completado el emparejamiento de los puntos de admiración y de
    interrogación.

  * Los errores obvios de imprenta han sido corregidos sin avisar.

  * Se han añadido ilustraciones de adorno al final de los capítulos
    que, en el original impreso, carecen de ellas.

  * Se ha añadido al final un índice de capítulos que no existe en el
    original impreso.





*** End of this LibraryBlog Digital Book "El doncel de don Enrique el doliente, Tomo III (de 4) - Historia caballeresca del siglo quince" ***

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