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Title: El Doctor Centeno (Tomo I)
Author: Pérez Galdós, Benito
Language: Spanish
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*** Start of this LibraryBlog Digital Book "El Doctor Centeno (Tomo I)" ***


NOTA DE TRANSCRIPCIÓN

  * En el texto, las cursivas se muestran entre _subrayados_ y las
    versalitas se han convertido a MAYÚSCULAS.

  * Los errores de imprenta han sido corregidos sin avisar. Para su
    detección se ha tenido en cuenta una edición posterior de esta
    obra.

  * Se ha respetado la ortografía original --que difiere ligeramente
    de la actual--, normalizándola a la grafía de mayor frecuencia.

  * Se han añadido tildes a las mayúsculas que las necesitan.

  * Las comillas que inician intervenciones en diálogos han sido
    sustituidas por rayas largas, tal como hacen las ediciones más
    recientes.



EL DOCTOR CENTENO



  Es propiedad. Queda hecho el depósito que marca la ley. Serán
  furtivos los ejemplares que no lleven el sello del autor.



  B. PÉREZ GALDÓS
  NOVELAS ESPAÑOLAS CONTEMPORÁNEAS


  EL
  DOCTOR CENTENO


  TOMO I

  14.000

  [Ilustración]

  MADRID
  OBRAS DE PÉREZ GALDÓS
  132, Hortaleza
  1905



  EST. TIP. DE LA VIUDA É HIJOS DE TELLO
  IMPRESOR DE CÁMARA DE S. M.
  Carrera de San Francisco, 4.



EL DOCTOR CENTENO



I

INTRODUCCIÓN Á LA PEDAGOGÍA


I

Con paso decidido acomete el héroe la empinada cuesta del
Observatorio. Es, para decirlo pronto, un héroe chiquito, paliducho,
mal dotado de carnes y peor de vestido con que cubrirlas; tan
insignificante, que ningún transeunte, de éstos que llaman personas,
puede creer, al verle, que es de heróico linaje y de casta de
inmortales, aunque no esté destinado á arrojar un nombre más en
el enorme y ya sofocante inventario de las celebridades humanas.
Porque hay ciertamente héroes más ó menos talludos que, mirados con
los ojos que sirven para ver las cosas usuales, se confunden con
la primera mosca que pasa ó con el silencioso, común é incoloro
insectillo que á nadie molesta, y ni siquiera merece que el buscador
de alimañas lo coja para engalanar su colección entomológica... Es
un héroe más obscuro que las historias de sucesos que aún no se han
derivado de la fermentación de los humanos propósitos; más inédito
que las sabidurías de una Academia, cuyos cuarenta señores andan á
gatas todavía, con el dedo en la boca, y cuyos sillones no han sido
arrancados aún al tronco duro de las caobas americanas.

Esto no impide que ocupe ya sobre el regazo de la madre Naturaleza
el lugar que le corresponde, y que respire, ande y desempeñe una y
otra función vital con el alborozo y brío de todo sér que estrena
sus órganos. Y así, al llegar al promedio de la cuesta, á trozos
escalera, á trozos senda mal empedrada y herbosa, incitado sin duda
por los estímulos del aire fresco y por el sabroso picor del sol, da
un par de volteretas, poniendo las manos en el suelo, y luego media
docena de saltos, agitando á compás los brazos como si quisiera
levantar el vuelo. Desvíase pronto á la derecha y se mete por los
altibajos del cerrillo de San Blas; vuelve á los pocos pasos, vacila,
mira en redondo, compara, escoge sitio, se sienta...

Es un señor como de trece ó catorce años, en cuyo rostro la miseria
y la salud, la abstinencia y el apetito, la risa y el llanto han
confundido de tal modo sus diversas marcas y cifras, que no se sabe
á cuál de estos dueños pertenece. La nariz es de éstas que llaman
socráticas, la boca no pequeña, los ojos tirando á grandes, el
conjunto de las facciones poco limpio, revelando escasas comodidades
domésticas, y ausencia completa de platos y manteles para comer;
las manos son duras y ásperas como piedra. Ostenta chaqueta rota y
ventilada por mil partes, coturno sin suela, calzón á la borgoñona,
todo lleno de cuchilladas, y sobre la cabeza greñosa, morrión ó
cimera sin forma, que es el más lastimoso desperdicio de sombrero que
ha visto en sus tenderetes el Rastro.

De aquellos incomprensibles bolsillos del chaquetón saca mi hombre,
á una mano y otra, diversas cosas. Por este agujero aparece un
pedazo de chocolate; por aquella hendidura asoma un puro de estanco;
por el otro repliegue déjanse ver sucesivamente dos zoquetes de
empedernido pan; de aquel jirón, que el héroe sacude, caen ó llueven
seis bellotas y algunos ochavos y cuartos; más abajo se descubre un
papelillo de fósforos; por entre hilachas salen tres plumas de acero,
un trozo de lápiz, higos pasados, un periódico doblado, con los
dobleces rotos y ennegrecidos... Aparta con diligente mano aquellos
objetos que hasta ahora no se consideran digestivos, desenvuelve
y tiende sobre el suelo el periódico á modo de mantel, y sobre él
va poniendo los varios artículos de comer y fumar. Se coloca bien,
echando una pierna á cada lado del papel; quita, pone, clasifica,
ordena, se recrea en su banquete y lo despacha en dos credos.

No se meterá el historiador en la vida privada, inquiriendo y
arrojando á la publicidad pormenores indiscretos. Si el héroe usa
una de las plumas de acero, como tenedor, para pinchar un higo; si
se lleva á la boca con gravedad el pedazo de pan, mordiendo en él
con limpieza y buena crianza; si hay, en suma, en su alborozado
espíritu un gracioso prurito de _comer como los señores_, ¿por qué
se ha de perder el tiempo en tales niñerías? Más importante es que
el historiador, con toda la tiesura, con toda la pompa intelectual
que pide su oficio, se remonte ahora á los orígenes de aquella
propiedad, y escudriñe de dónde proceden las bellotas, de dónde el
fiero cigarrote, los higos, el pan y demás provisiones, con lo cual,
si sale airoso de su empresa y lo descubre todito, se acreditará de
sabio averiguante, que es lo mejor para tener crédito y laureles sin
fin. Llevado de su noble anhelo, baraja papeles, abofetea libros,
estropea códices, destripa legajos, y al fin ofrece á la admiración
de sus colegas los siguientes datos, preciosa conquista de la
sabiduría española:

Á 10 de Febrero de 1863, entre diez y once de la mañana, en la
Ronda de Embajadores, fué mi hombre obsequiado con bellotas por
una vendedora de aquel artículo, de otro que llaman cacahuet,
de papelillos de fósforos y avellanas. Veintitrés mil razones se
emplean para demostrar la probabilidad de que esta esplendidez fuera
recompensa de uno ó de varios servicios, quizás recados á la vecina,
ir á comprar dos libras de jabón, ó traer un saco de ropa desde el
lavadero de las Injurias. Y de igual modo aparecen sacadas de la
obscuridad de los tiempos pretéritos la procedencia de las demás
vituallas y del cigarro, si bien en esto último hay dos versiones,
igualmente remachadas con poderosa lógica. ¿Se lo encontró en la
calle? ¿Se lo dió Mateo del Olmo, sargento primero de artillería
montada?... Basta. Esta sutil erudición no es para todos, por lo cual
la suprimimos. Adelante.

Después de comer como los señores, piensa mi hombre que fumarse
ricamente un puro es cosa también muy conforme con el señorío.
¡Lástima no tener fósforos de _velita_ para echar al viento la llama
y encender, á estilo de caballero, en el hueco de la mano! El héroe
coge el cigarro, lo examina sonriendo, le da vueltas, observa la
rígida consistencia de las venas de su capa, admira su dureza, el
color verdoso de la retorcida hierba, toda llena de ráfagas negras
y de costurones y cicatrices como piel de veterano. Parece, por
partes, un pedazo de cobre oxidado, y por partes longaniza hecha con
distintas substancias y despojos vegetales. ¡Y cómo pesa! El héroe
lo balancea en la mano. Es soberbia pieza de á tres... ¡Fuego!

Un papelillo entero de mixto se consume en la empresa incendiaria;
pero al fin el héroe tiene el gusto de ver quemada y humeante la
cola del monstruo. Éste se defiende con ferocidad de las quijadas,
que remedan los fuelles de Vulcano. Lucha desesperada, horrible,
titánica. El fuego, penetrando por los huecos de la apretada
tripa, abre largas minas y galerías, por donde el aire se escapa
con imponentes bufidos. Otras partes del monstruo, carbonizadas
lentamente, se retuercen, se esparranclan, se dividen en cortecillas
foliáceas. Durísima vena negra se defiende de la combustión y asoma
fiera por entre tantas cenizas y lavas... Pero el intrépido fumador
no se acobarda y sus quijadas sudan, pero no se rinden. ¡Plaf! Allá
te va una nube parda, asfixiante, cargada de mortíferos gases. Al
insecto que coge me lo deja en el sitio. Síguele otra que el héroe
despide hacia el cielo como la humareda de un volcán; otra que
manda con fuerza hacia el Este. El Ocaso, el Norte son infestados
después. ¡Con qué viril orgullo mira el valiente las espirales que se
retuercen en el aire limpio! Luego le cautiva y embelesa el fondo de
país sub-urbano que se extiende ante su vista, el cual comprende el
Hospital, la Estación, fábricas y talleres remotos, y, por fin, los
áridos oteros de los términos de Getafe y Leganés. No lejos de las
últimas construcciones se nota algo que brilla á trechos entre los
pelados chopos, como pedazos de un espejillo que se acaba de romper
en las manos de cualquier ninfa ribereña. Es el río que debe su
celebridad á su pequeñez, y su existencia á una lágrima que derramó
sin duda San Isidro al saber que estos arenales iban á ser Corte y
cabeza de las Españas. El héroe mira todo con alegría, y después
escupe.

Contempla la mole del Hospital. ¡Vaya que es grandote! La Estación se
ve como un gran juguete de trenes de los que hay en los bazares para
uso de los niños ricos. Los polvorosos muelles parece que no tienen
término. Las negras máquinas maniobran sin cesar, trayendo y llevando
largos rosarios de coches verdes con números dorados. Sale un tren.
¿Á dónde irá? Puede que á la Rusia ó al _mesmo_ Santander... ¡Qué
_tié_ que ver esto con la estación de Villamojada! Allá va echando
demonios por aquella encañada... Sin _ponderancia_, esto parece la
gloria eterna. ¡Válgate Dios, Madrid! ¡Qué risa!... Al héroe le entra
una risa franca y ruidosa, y vuelve á escupir.

¿Pues y la casona grande que está allí arriba, con aquella rueda de
_colunas_?... ¡Ah! ya, ya lo sabe. Paquito el ciego se lo ha dicho.
Ya se va _destruyendo_. ¡Sabe más cosas...! En aquella casa se ponen
los que cuentan las estrellas y _desaminan_ el sol para saber esto
de los días que corren y si hay truenos y agua por arriba... Paquito
le ha dicho también que tienen aquellos señores unas antiparras tan
grandes como cañones, con las cuales... Otra salivita.

¿Pero qué pasa? ¿Los orbes se desquician y ruedan sin concierto? El
Hospital empieza á tambalearse, y por fin da graciosas volteretas
poniendo las tejas en el suelo y echando al aire los cimientos
descalzos. La Estación y sus máquinas se echan á volar, y el río
salpica sus charcos por el cielo. Éste se cae como un telón al que
se le rompen las cuerdas, y el Observatorio se le pone por montera á
nuestro sabio fumador, que siente malestar indecible, dolor agudísimo
en las sienes, náuseas, desvanecimiento, repugnancia... El monstruo,
vencedor y no quemado por entero, cae de sus manos; quiere el otro
dominarse, lucha con su mal, se levanta, da vueltas, cae atontado,
pierde el color, el conocimiento, y rueda al fin como cuerpo muerto
por rápida pendiente como de tres varas, hasta dar en un hoyo.

Silencio: nadie pasa... Transcurren segundos, minutos...


II

Alejandro Miquis[1], estudiante de leyes, natural del Toboso, de
veintiún años, y Juan Antonio de Cienfuegos, médico en ciernes,
alavés, subían al filo de mediodía por las rampas del Observatorio.
Eran dos guapos chicos, alegría de las aulas, ornamento de los cafés,
esperanza de la ciencia, martirio de las patronas. Llevaban capa y
sombrero de copa, aquellas culminantes chisteras de hace veinte años,
que parecían aparatos de calefacción ó salida de los humos de la
cabeza. Todavía no se habían generalizado los hongos, y la severidad
de continente, heredada de la generación anterior, imponía á todo
madrileño fino el deber de añadir á su cabeza, á todas horas, el
inconcebible tubo de fieltro, al cual la época presente, por dicha
nuestra, ha quitado importancia, reduciendo su tamaño y limitando su
uso. Cienfuegos llevaba en la mano el número de la edición pequeña de
_La Iberia_ (fijarse bien en la fecha, que era por Febrero de 1863),
y á ratos leía, á ratos peroraba. Miquis, con la capa terciada,
el brazo enfático, la mano expresiva, tan pronto cantaba como
tiraba al sable sin sable. Cienfuegos leyó en voz alta una frase
parlamentaria; Miquis, sin oirle, dijo en tono de teatro aquellos
afamados versos de Quevedo:

  [1] Hermano de Augusto Miquis. (_La Desheredada._)

    Faltar pudo su patria al grande Osuna,
    Pero no á su defensa sus hazañas...

Iba á seguir; pero, sorprendido, gritó:

--¡Un muerto!--y fué corriendo hacia donde estaba el héroe.

--Quita, hombre, si es un chico... Duerme.

Ambos le tocaron con la punta del pie. Después Cienfuegos,
arrodillándose, le observó de cerca. Le sacudieron, le incorporaron.
Nada: como un saco.

--Parece desmayado... ¡Eh! chico, despabílate. ¿Tienes hambre,
frío?... Á ver, Cienfuegos, mediquillo, lúcete. ¿Qué es esto?

--¿Qué ha de ser? Borrachera... Es un pillete. Mira cómo abre los
ojos... ¡Eh! mequetrefe, ¿te estás burlando de nosotros? Si hubiera
por ahí un jarro de agua, se lo echaríamos por la cabeza... ¡Eh!
perdis, levántate.

--Hombre, no le pegues.

--Enséñale dos cuartos y verás cómo salta.

El héroe abrió los ojos... Pero como si la impresión de la luz
renovara su mal, apretó los párpados, quedándose otra vez como muerto.

--¿Has bebido más de la cuenta? ¿Tienes frío? Si no respondes, te
echaremos á rodar por el cerrillo abajo.

Uno le cogió por los hombros, otro por los pies y le balancearon un
rato. Se divertían de veras. Pusiéronle después en mejor sitio, y
Miquis, con seriedad filantrópica, dijo á su compañero:

--Hay que ver lo que tiene. No seamos bárbaros... Si yo fuera
médico... Porque se dan casos de muerte por hambre. ¿Qué se te
ocurre, qué dices? Hombre, receta.

--Al momento. Pero para este mal, la botica es la panadería.

El héroe, sin abrir los ojos, empezó á temblar. ¡Pero qué temblor de
agonía!

--Si lo que tiene es frío...

--Puede ser. En tal caso no hay mejor boticario que un sastre.

Miquis se quitó al punto la capa. El otro, que le conocía bien,
echóse á reir.

--Bonita te la pondrá... Deja, hombre, deja. Ahora me acuerdo:
tengo un gabán, que no me sirve, con más ventanas que la catedral
de Toledo... Mequetrefe, despierta, abre los ojos, responde: ¿te
pondrías tú mi gabán?

Ni respuesta ni señales de haber oído dió el infeliz, que sólo
parecía tener vida para sus violentos temblores. Miquis le echó
encima su capa, y procuraba envolverle en ella, cosa no fácil estando
el otro tendido en tierra. Fué preciso liarle dándole sucesivas
vueltas sobre sí mismo. Cienfuegos se moría de risa viendo á su
compañero en aquella faena, no menos humanitaria que cómica. En
aquel punto y ocasión pasó un señor, hombre respetable por su edad
y figura, alto, afable, y que en todo se revelaba como persona de
esa clase intermedia en que suavemente se verifica la transición
del estado humilde al acomodado. Iba decentemente vestido. Según
se mirase á ésta ó á la otra parte de su empaque, debía de variar
la calificación que de él se hiciera, pues por el gabán correcto y
cepillado parecía más, por la gorra de paño menos de lo que realmente
era. Por su corbata de seda negra, traspasada con alfiler de cabecita
de oro y menudas perlas, figuraba más; menos por el cesto de
provisiones que colgado del brazo llevaba. Los que no le conociesen
como conserje del Observatorio, creeríanle algo á manera de caballero
sirviente. Paróse á ver la curiosa escena y á dar un palmetazo en
el hombro de Cienfuegos, el cual se volvió y dijo con énfasis el
nombre de aquel sujeto, cortándolo con la cadencia y número de un
endecasílabo:

--Don Floren...cio Mora...les y Temprado.

--Se saluda á la pareja... ¿Vienen ustedes á tomar café con el
señor de Ruiz? Estará haciendo la observación de las doce... Pasen
ustedes... ¿Y qué es esto? Ya: un borrachillo. ¡Se ven por aquí unos
puntos!... El señor director trabaja para que el ministro nos mande
cerrar estos terrenos, á ver si nos vemos libres de la gentuza que
viene aquí á tomar el sol... ó á tomar la luna, que de todo hay...
¡Oh! Miquis, le ha puesto usted su capa. ¡Vaya con usted!

--Lo que tiene este caballero es hambre.

--Pues por un pedazo de pan no ha de quedar.

--Allá iremos todos, señor de Morales y Temprado,--dijo Miquis,
mientras el buen señor seguía con paso lento hacia su domicilio.

El héroe empezó á dar señales de vida. Agasajábase poco á poco en la
pañosa, cogiendo por aquí un pliegue, por allí otro, y manifestando
gran confortamiento y gozo con aquel inesperado abrigo.

--Como me la rompas, verás...--le dijo Miquis amenazándole.--Vamos á
cuentas. ¿Te tomarías tú un café?

Creyérase que estas palabras tenían la preciosa virtud de resucitar á
los muertos, según se despabiló nuestro hombre.

--No le digas tal cosa, porque pega un brinco y te rompe la capa.

--¿Te comerías tú una chuleta?

El muchacho miraba con espanto á su favorecedor. Estaba atónito de
puro incrédulo. Sin duda le parecía burla lo que oía.

--Si es idiota... ¿pero no lo ves?

--Dime, ¿eres idiota?

El otro contestó con la cabeza negativamente. La energía de su muda
réplica quitaba toda duda.

--No, tú no eres memo; pero eres un grandísimo pillo.

Otra negativa del héroe, pero tan enérgica, que á poco más se le cae
la cabeza de los hombros.

--Ya... Lo que no tiene duda es que eres mudo.

El héroe sonrió un poco, y con trémula, pero muy clara voz, dijo así:

--No, hombre, que sé hablar.

Desde la puerta del Observatorio viejo, otro joven, bastante menos
joven que Miquis y Cienfuegos, dió dos ó tres gritos de esta manera:

--¡Eh, perdidos! ¡Juan Antonio!... caballeros, ¡que estoy aquí!

Cienfuegos corrió hacia arriba, y cuando estuvo junto á Ruiz, que así
se llamaba el auxiliar de astrónomo, el primer saludo fué:

--Mira ese tonto de Miquis.

--¿Qué hace? ¿Con quién habla?

--¿Pero has visto qué célebre...?

--¿Quién está ahí en el suelo?... ¿una chica?

--Un gandul que hemos encontrado como muerto. Le ha dado su capa.

--¡Alejandro!... ¡Otro como éste...!

Miquis subía paso á paso, frotándose las manos. Con zumba y chacota
le acogieron sus dos amigos.

--Tú no aprendes nunca--le dijo el registrador del firmamento.--Dale
bola... que te vas á quedar sin capa... Y van dos.

--No lo creas. Es una persona honrada.

Ruiz se partía de risa.

--Este pobre Miquis es de lo más inocente...

Los tres fueron hacia el Observatorio nuevo, donde está la gran
ecuatorial y las habitaciones de los astrónomos. Entraron; pero
al poco tiempo salió Alejandro y bajó hacia donde había dejado
su capa. Conviene decir que el llamado héroe se hallaba muy bien
dentro de su inesperado sayo, y empezaba á mirarlo como cosa propia.
Poquito á poquito se fué acomodando en la sabrosa amplitud pegadiza
del paño, y al fin, como quien no hace nada, se embozó hasta los
ojos. ¡Qué gusto!... ¡Y qué bien comprendía la felicidad de los
escogidos mortales que poseen una capa! En su vida había probado
él las delicias de prenda tan amorosa. Así, cuando se vió solo,
aliviado del respeto que le imponía su favorecedor, se familiarizó
más con la hermosa tela, y se envolvió mejor, y la apretó contra sí.
Lentamente se desvanecía el horrible malestar que le había privado
de conocimiento; pero el maldito frío no se le quitaba. Sus fuerzas
eran escasas, y cuando probó á ponerse en pie tuvo que dejarse caer
de nuevo, porque las piernas no querían sostenerle. Como sabandija
herida, se fué arrastrando hasta un lugar más seco y abrigado.
Buscando apoyo en el tronco de un árbol, se sentó en cuclillas, se
colgó la capa sobre la cabeza y se tapó con ella todo, no dejando
abierto más que un triángulo, por el cual le asomaban solamente ojos
y nariz.

Era tan estrafalaria figura, que sería preciso buscarle semejante en
las momias egipcias ó en salvajes y feos ídolos africanos. Como había
cambiado de sitio, Miquis no le encontró al tornar á la rampa. «¡Ah!
pillo»,--murmuraba, volviendo á un lado y otro los ojos, hasta que
llegó hasta él la voz débil del héroe con estas palabras:

--Señor... que no me he ido... que estoy aquí.

--Pues te vas haciendo confianzudo... ¡Qué fresco!...--le dijo el
estudiante de leyes, sentándose frente á él.--Si creerás que te voy
á dar la capa... No seas tonto, tápate, tápate más. Eso se llama
cogerlo con gana. No, no te entrarán moscas.

--Señor, tengo mucho frío... Luego se la daré.

--Me gusta la franqueza... Parece que no eres corto de genio.

El otro se reía dando diente con diente. El frío y cierto gozo que
cosquilleaba en su espíritu, se expresaban juntamente en un solo
fenómeno.

--Vamos á ver. Has de responderme sin mentira... porque tú eres muy
mentiroso... ¿Cómo te llamas?

--_Celipe._

--¿Y qué más?

--Celipe Centeno.

--¿De dónde eres?

--De Socartes.

--¿Y dónde está eso?

--Al lado de Villamojada... ya lo sabrá usted. Donde están las
minas...

--Pero ¿qué minas, hombre, qué minas?

--Las minas de Socartes... Aquí está el río, aquí Villamojada, aquí
mis minas...

--Enterados... ¿Y tienes padre y madre?

--Sí, señor. Pero como no querían que yo _desaprendiese_... me tomé
la carretera y me vine acá.

--Anda, pillete... Á buena cosa habrás venido tú... Con que á
_desaprender_... ¿En qué has venido? ¿en tren, en carromato...?

--Re-córch... Á patita limpia, señor... Siete _desemanas_ y dos días.

--¿Y qué haces aquí? Pedir limosna, vagabundear, merodear...

El héroe no entendía esta última palabra; que si la entendiera,
habría protestado severamente. Tan sólo dijo:

--Busco un _desacomodo_.

No hay medio de averiguar de dónde había sacado el entendimiento de
mi hombre aquel barbarismo de anteponer á ciertas palabras la sílaba
des. Sin duda creía que con ello ganaban en finura y expresión y que
se acreditaba de esmerado pronunciador de vocablos.

--¿Buscas un des...? ¿Qué dices, muchacho?...

--Digo que estoy buscando... de ver cómo encuentro... de que
poniéndome á servir á un señor, me deje tiempo para _destruirme_.

--Hombre, sí, destrúyete, porque eres el bárbaro mayor que he
visto... Pero explícame, ¿cómo te las arreglas? ¿cómo y dónde vives?
¿quién te mantiene?

El héroe dió un gran suspiro, un suspirote que no cabía dentro de la
rotonda del Observatorio.

--Una noche dormí en aquella casa.

Señalaba al Museo.

--¿En el Museo?... ¿dentro?

--No, señor. ¿Ha visto usted unos _ujeros_ que hay por _desalante_,
donde están unas figuras muy guapas?... Pues allí. Otra noche dormí
en la puerta de esa _fráica_...

--¿Qué?

--De esa _fráica_ que hay allá... donde hacen el _desalumbrado_ de
las calles.

--El gas... ¿Y cómo hiciste el viaje?... ¿pidiendo limosna?

--¡Re-có...! ¿no le digo?... Pues yo traía dinero... Cuando llegué
á este pueblo, no me quedaba nada... El primer día me dieron medio
pan... Yo gano también haciendo recados á las lavanderas, y en la
Estación un señor me dió á llevar el _desequipaje_...

--¿Y qué enfermedad tienes?... ¿Por qué estabas desmayado?

--Porque me fumé un cigarro que me dió ayer Mateo del Olmo, sargento
de la _desartillería_. Es de mi pueblo, trabajó en mis minas, y fué
novio de mi hermana Pepina... _Desencendí_ mi cigarro, y cuando tan
siquiera di seis chupadas, todo me daba vueltas.

--¿Y dónde vives ahora?

--En un tejar que hay allá abajo... ¿Ve usted aquella chimenea
grande, grande? ¿Ve usted aquella pared blanca, muy blanca? Tiene
unas letras que dicen: _Calenturón_.

--¿Cómo?

--_Calenturón_. Allí al lado, en un cobertizo, vivimos muchos pobres.
Nos da de comer la mujer del guarda del almacén.

--¿De qué almacén?

--Del almacén de _Calenturón_.

--¿Qué es eso?

--Venden cal-en-terrón.

--¿Sabes leer?

--Cuando estuve en casa de la tía Soplada... Me tomó de criado para
que le hiciera recados. Tiene puesto de ropas _desusadas_ en el
Rastro. No me daba salario, sino la comida, y me puso en la escuela
de la calle del Peñón. Estuve un mes y días. _Desaprendí_ las letras,
pegué al _Catón_, y cuando iba á entrarle al _Juanito_, me salí de
casa de la Soplada, porque tiene un hijo muy malo, que me zurraba.
No he vuelto á la escuela; pero me leo todos los letreros de las
tiendas, y cuando cojo en la calle un pedazo de _Correspondencia_, me
lo paso todo.

--Bien, hombre, bien. Casi, casi eres un sabio.

--¿Quiere tomarme por criado?--dijo el rapaz prontamente.

--Yo no necesito criado.

--Sí, señor: tómeme, tómeme.

--Por de pronto, vete desprendiendo de la capa, que ya noto su falta,
y todos somos de carne y hueso.

Como el caracol se asoma tímidamente al boquete de su choza calcárea,
y luego poco á poco, halagado del sol, va saliendo y alargándose, así
Felipe iba sacando, por sucesivos avances, primero una mano, luego el
cuello, los brazos, y al fin medio cuerpo. Probó á levantarse; pero
el mareo y lo mucho que había hablado, le tenían muy débil.

--¿Qué has comido hoy?

--Bellotas...

--¿Y ayer?

--Bellotas... pan...

--No sigas, hombre. Me da dolor de estómago oirte. ¿Comerías tú
alguna cosita caliente?

Echando el alma por los ojos, contestó Felipe mejor que lo habría
hecho con palabras.

--Ven conmigo. Á ver si echas una carrera de aquí á aquella casa
grande.

--Sí que podré,--repitió el héroe, midiendo con ansiosas miradas la
distancia.

--Allí hay convitazo... ¿Viste aquel buen señor que pasó por aquí?
Es el conserje. Celebra los días de su esposa. Le voy á decir que te
convide. Verás. Anda, valiente... No, no te quites la capa. Embózate
en ella... Vamos, hombre, con gracia, con aire.

El otro se reía, probando á embozarse y sin poderlo conseguir.

--Así, bien, así... á la macarena. Eres un zascandil... Me gusta ese
garbo. Adelante, paso firme. Bien.

La risa que le entró al héroe impedíale andar, pues tan extremada era
su debilidad.

--¡Cómo se ríe!... Vaya, que es usted tonto de veras, señor de
Centeno.

Él, que se oyó llamar _señor_, tuvo una tan fuerte acometida de
hilaridad, que se cayó al suelo, temblando de brazos y piernas como
un epiléptico.

--¡Ay mi capa, ay mi capita de mi alma!

--No, señor, no... no se la _destropeo_,--dijo ahogadísimo Felipe,
poniéndose primero de rodillas, luego á cuatro pies, y por último...

--¡Aúpa, hombre valiente! ¡Ya estás en pie! ¡Gracias á Dios! Ni que
fueras de algodón... Pues tú puedes andar. ¡Ah, chiquilicuatro! lo
que tú tienes es mucha marrullería.

--¿Yo?...

--Hipócrita.

Felipe no entendía; mas creyendo era cosa de gracia, siguió riendo.
Miquis le daba empujones y pellizcos, le tiraba de un brazo...

--Que me hace cosquillas, señor.

--¡Pillo, granuja!

--¡Ay, ay!

--Si usted sigue con sus bromas, señor don Felipe, le doy á usted una
puntera, que del salto va usted á su pueblo, allí donde están sus
minas.

Llegaron así á la puerta del Observatorio nuevo.

--Entra, hombre... No gastes cumplidos.

Es circular aquel vestíbulo, y con cierto aderezo arquitectónico á
la griega. En el centro, cual decorativa estatua representando la
vigilancia á la entrada del palacio del estudio, estaba don Florencio
Mora...les y Temprado. No pudo contener una observación bondadosa,
que salió de sus respetables labios en esta forma:

--Tan chiquillo es el uno como el otro.

--Señor Morales, me tomo la libertad de...

--Es usted muy dueño, señor de Miquis,--dijo el bendito Morales,
ocultando discretamente un bostezo de hambre tras la palma de la
mano.

--De recomendarle á usted al señor de Centeno, que no ha comido hoy
nada caliente. Puesto que tiene usted convidados...

--Es verdad... y si usted gusta de honrarnos, señor de Miquis...

--Gracias... Yo voy arriba. Ruiz nos va á leer una comedia. Con que...

--Queda de mi cuenta...--dijo Morales disimulando otro bostezo.--Y la
hora de comer se alarga... Entre paréntesis, amigo: como hoy tenemos
algo extraordinario... ¡Qué tareas en esa cocina!...

De las cuatro puertas pequeñas que hay en el vestíbulo, una de las de
la izquierda, entrando por el Mediodía, conducía á las habitaciones
particulares de don Florencio. Por allí entraron éste y Felipe,
mientras Alejandro Miquis subía solo por la escalera de la izquierda
en busca de sus amigos que en lo más alto del edificio estaban.

--Ea, siéntate aquí--dijo á Felipe, señalándole un banquillo, el buen
sujeto, á quien el héroe conceptuaba dueño y manipulador de cuanto
existía en aquellos edificios para andar en tratos con la luna y
las estrellas.--Suelta la capa, que se la vas á poner perdida á don
Alejandro. Aquí no hace frío. ¿Qué tenías?

Y sin esperar respuesta, luego que puso la capa bien doblada sobre
una silla, empezó á pasearse por la habitación, golpeando duramente
con uno y otro pie sobre la estera. Una voz de mujer dijo desde la
estancia interna que con aquélla se comunicaba:

--Florencio, ¿todavía no se te han calentado los pies?

--Todavía... Vamos, vamos, prisita, prisita... ¡Qué horas de comer!...


III

Desde el ángulo en que Felipín estaba, quietecito, cohibido, con
los pies colgando del alto banco y la gorra en la mano, no se veía
sino un extremo de la pieza inmediata, que debía ser como salón ó
estancia principal del domicilio florentino. Allí estaban reunidos
los convidados, esperando el momento. Se oía gente y gozosa algazara:
voces de muchachas, ruido de platos, risas de niños. Felipe veía
una de las cabeceras de la mesa, y deliciosos olores de cocina
le anunciaban lo que iba á pasar. El observaba todo, callado y
circunspecto. Nada perdía su activa penetración; á su instintivo
examen de las cosas, nada se escapaba. De todo, imágenes y olores,
iba tomando acta, así como de la figura grande y paternal de don
Florencio, comedido, solemne; de aquellas cejas negras y espesas
que parecían dos tiras de terciopelo; de aquel bigote blanquecino,
recortado y punzante como los pelos de un cepillo; de la gorra de
seda que usaba para dentro de casa; de sus botas tan relucientes como
grandes; de la exactitud de su andar y ademanes, que le daba cierto
parentesco con los péndulos de la casa. Tampoco perdía Felipe detalle
alguno de los preparativos, aun sin verlos. Seguíalos con atención
discreta, paso á paso, en su rápido progresar, y decía para sí: «Ya
ponen las sillas, ya traen la sopa, ya se sientan, ya echan agua en
las copas, ya empiezan.»

Don Florencio vió con marcada satisfacción que la comida empezaba, y
dió su último paseo. Su mujer salió á recibirle.

--Todavía el izquierdo está como hielo--dijo él dando una gran patada
con la aludida extremidad.--¿Vamos á la mesa? Gracias á Dios. Ya era
hora.

Felipe notó entonces aumento y difusión de los diversos vapores de
comida. Tan pronto olía á cosas fritas, tan pronto á guisados, todo
suculento, delicado y confortativo. Él miraba, afectando cierta
indiferencia mezclada de compostura, con disimulos muy trabajosos de
su verdadero anhelo; y veía que don Florencio, sentado en la cabecera
de la mesa, que justamente caía delante de la puerta, le vigilaba
desde su asiento. Á los otros comensales no les veía Felipe; pero
les oía, y podía distinguir, por el metal de cada voz, las varias
personas que estaban en la mesa. El habla de la señora con ninguna
otra podía confundirse; había dos voces que parecían de señorita
fina, dos ó tres de niño, y á todas las dominaba una varonil, sonora,
grave, al mismo tiempo decidora y chispeante, pues no pronunciaba
palabra alguna que no fuera seguida de generales risas y alabanzas.

Lelo, embobado, como esos músicos fanáticos que cuelgan su alma de un
hilo de notas, oía Felipe aquel enorme concierto de voces, sorbos,
risas, cucheretazos, cuchilladas sobre la loza, toqueteo de platos,
esgrima de tenedores, chocar de copas, y esos chupetones de labios
que son los besos de la gula. Todas las conversaciones giraban sobre
lo que bebía ó dejaba de beber el de la voz hermosa, que era el
gracioso de la mesa y seguramente el convidado más atendido. Felipe
oyó hablar de Jerez, de empanadas de anguilas, de capones cebados,
de escabechadas truchas, con infinitos comentarios y opiniones sobre
cada una de estas cosas. Así pasó tiempo, un lapso indefinido, y por
fin los párpados le temblaban, la vista se le iba de puro débil, la
piel se le enfriaba, las cavidades de su cuerpo parecían comprimirse
y arrugarse, cual odres que nunca más se habían de volver á llenar.
¡Cansancio infinito! Eran ya para él como un peso inútil sus propias
miradas, y no sabiendo á dónde arrojarlas, las echó sobre una estampa
de Cristo crucifijado que delante de él estaba en la pared. Miró los
chorros de sangre que al Señor le corrían por el santo cuerpo abajo,
y la ferocidad del judiote que le daba el lanzazo, y las tinieblas
y flamígeros celajes del fondo, todo lo cual puso espanto en su
sensible corazón, llevándole hasta el absurdo convencimiento de que
él (Felipito) era tan digno de lástima como nuestro Redentor.

¡Súbito cambio en su situación! ¡En la mesa hablaban de él! Lo
observó sin saber cómo, por la vibración de una palabra en el aire,
por milagrosa adivinación de su amor propio. Estremecióse todo al ver
que el señor de Morales, desde su asiento presidencial, le miraba
de una manera afectuosa. Después... ¡visión celeste! En el luminoso
cuadro que la puerta formaba, apareció, saliendo de uno de los lados,
una cara de mujer que más bien parecía de serafín. Era que una de
las señoritas sentadas á la mesa alargaba el cuello y se inclinaba
para poderle ver. El murmullo de compasión que del aposento venía,
embriagó el espíritu del héroe, y hasta se turbó su cerebro como al
influjo de fuerte y desusado aroma. No sabía cómo ponerse ni para
dónde mirar. Si miraba al comedor, creerían que pedía; si no miraba,
le olvidarían otra vez... Cortó estas angustiosas dudas un niño
gracioso y rubio que apareció... casi puede decirse que entre nubes,
desnudillo y con rosadas alas... Apareció, como digo, el niño con un
plato en la mano, y se lo puso delante diciéndole: «_Pa tí._»

Y el plato ¡ay! contenía diversos manjares, bonitos, gustosos,
calientes. Decir que el héroe hizo ceremonias ó melindres para
empezar á consumir el contenido del plato, sería contar patrañas. Se
le alegró el alma de tal modo, que no sabía por dónde empezar, y esto
le parecía bien, aquello mejor y todo venido del cielo. Absorbido
como estaba su ser enteramente por tan principal función, aún podía
distraer el sentido de la vista para echar una mirada al Santísimo
Crucifijo, que ya, sin saber cómo, tenía rostro de contento. Era
más bien el Señor Resucitado que volaba hacia el cielo, rodeado de
gloria. Lo más gracioso era que seguían aún hablando de él en la
mesa. Quizás decían alguna broma inconveniente; quizás le comparaban
á los gatos, cuando cogen un bocado sabroso y se van á un rincón á
comérselo. En efecto... maquinalmente se había vuelto Felipe de cara
hacia la pared, con el plato en las rodillas, y así despachaba su
regalo. ¡Vaya unas cosas ricas! ¡qué gran persona era don Florencio!
¡Y el señor de la voz hermosa, qué gracioso!... Pues aquellas tajadas
parecían gloria ó pedazos desprendidos de la bienaventuranza eterna.
Sin duda eran de la misma carne de las mejillas de la niña bonita
que alargaba el cuello para mirarle desde su asiento... ¡Buen queso,
bueno! No había niña mejor que aquella doña tal. ¡Y el niño qué
bonito, y las aceitunas qué sabrosas...! Desde el rincón, miraba él
por el rabillo del ojo hacia la puerta sin atreverse á arrostrar la
curiosidad de los comensales. Se reían, y la niña bonita se había
levantado para verle mejor.

Por fin el plato se quedó vacío, y el mismo niño rubio le trajo
pasas, almendras y una golosina amarilla, redonda, lustrosa como
cristal, por de fuera dura y quebradiza como caramelo, por dentro
blanda y más dulce y rica que todas las mieles posibles... Los de la
mesa dejaron de fijar su atención en el héroe. Allí no se pensaba
ya más que en beber. El de la voz hermosa debía de ser una humana
bodega, según lo que podía almacenar dentro de su cuerpo; las niñas
hacían melindres; el otro las llamaba cobardes y ñoñas. Risas y más
risas, apremios, protestas, carcajadas; mucho de _No, por Dios_;
repetición incesante del _Vamos, Amparo, esta copita_; luego otra
voz: _Ay, no, no, don Pedro, por Dios_. Y después: _Jesús, qué
melindrosa... Pero usted me quiere emborrachar... vamos... así,
valiente...--¡Ay, cómo pica!_

Don Florencio, fanático por las aguas de Madrid, apenas probaba el
Valdepeñas. El héroe le oyó abominar con sesudas razones del ardiente
Jerez, y, sobre todo, de los vinos compuestos, licores y demás
brebajes extranjeros.

--¿Te gustan los obscuritos y manchados, ó los rubios y flojos?--le
oyó decir Felipe aludiendo sin duda á los cigarros, que mostraba en
una envoltura de papel.--Son de estanco, pero bien escogiditos.

--Á ver éste qué le parece á usted,--dijo el otro sacando un manojo
de brevas negras y olorosas.

--Hombre, eso es más fuerte que la pez. Yo no salgo de mis coraceros.
Gracias...

Restallaron las cerillas... Humo.

Y al poco rato vió Centeno asomar por la puerta un señor no muy
alto, doblado y potente, todo vestido de negro. El rostro hacía
juego con el traje, pues era muy moreno. Bien afeitada la barba,
los cañones negros sobre la cárdena piel, cruelmente tundida por la
navaja, dábanle como aspecto de figura de bronce. Traía en la boca un
desmedido puro, del cual debía de sacar mucho gusto, según la fe con
que lo chupaba.

Bastaba mirarle una vez para ver cómo á la superficie de aquella
constitución sanguínea salía la conciencia fisiológica, el yo animal,
que en aquel caso estaba recogido en sí mismo con indolencia,
meditando en los términos de una digestión satisfactoria. Paso á paso
llegó hasta el héroe, y le miró de pies á cabeza sin decir nada.
Felipe, sobrecogido de respeto que casi rayaba en terror, se puso en
pie y esperó... ¡Qué ojos los de aquel hombre!


IV

Aquella casa de recogimiento y estudio, aquel monasterio de la
ciencia, se parece á una casa de vecindad de las más vulgares. Los
que allí entran con el espíritu abrasado en esa fe de la ciencia,
que escala real y verdaderamente los cielos, creen percibir ecos
misteriosos de las altas armonías sidéreas. (Es que la poesía se mete
en todas partes, aun donde parece que no la llaman, y así, cuando
se cree encontrarla en los arroyuelos, aparece en las matemáticas.
¡Cuántas veces, en un bosque de versos, no se encuentran ni rastros
de ella, y se la ve callada, discreta, vestida con túnica de verdad,
en la zarza luminosa de una fórmula, enteramente contraria á las
formas del Arte!...) Pero los que entran en aquel recinto como se
entra en la oficina del Estado donde se hace el Almanaque, no oyen
cosa alguna, como no sea la voz casi sublime de don Florencio Mora...
les y Temprado, ni ven más que la arquitectura pobre y sin majestad,
las dos escaleras, en cuyos descansos se abren las puertas de las
habitaciones de los astrónomos, los farolillos de aceite destinados
al alumbrado nocturno, verdes, con una montera corva que parece
morrión de coracero.

Concluída la observación, Ruiz echó la llave á la sala de la
ecuatorial y bajó á su habitación. Miquis y Cienfuegos le oyeron leer
su comedia, y la encontraron muy buena, como pasa siempre en estas
lecturas de familia. Parecerá extraño que un astrónomo haga comedias;
pero ya se sabe que aquí servimos para todo. ¿No fué director del
Observatorio un célebre poeta? Anda con Dios, que por algo son
hermanas las Musas. Hombre de imaginación, Ruiz volvía sus ojos,
cansados de escudriñar el Cielo, hacia el aparatoso arte del teatro,
único que da fama y provecho. Creía él que se puede sobresalir
igualmente en labores tan distintas; su espíritu fluctuaba entre el
Arte y la Ciencia, víctima de esa perplejidad puramente española,
cuyo origen hay que buscar en las condiciones indecisas de nuestro
organismo social, que es un organismo vacilante y como interino.
El escaso sueldo, la inseguridad, el poco estímulo, entibiaban el
ardor científico de Federico Ruiz. ¿Para qué se metía á descubrir
asteroides, si nadie se lo había de agradecer como no fuera el
asteroide mismo?... España es un país de romance. Todo sale conforme
á la savia versificante que corre por las venas del cuerpo social. Se
pone un hombre á cualquier trabajo duro y prosáico, y sin saber cómo
le sale una comedia.

Después que Federico Ruiz leyó la suya, empezaron las disputas.
Los tres se habrían creído indignos de tener opinión, si no la
manifestaran bien adornada de manotadas, aspavientos y porrazos
sobre la mesa. Las ideas democráticas, que aún no habían perdido la
timidez de la virginidad; el viejo romanticismo; la música clásica,
recién venida, gemían en el yunque de aquella disputa, y la sintaxis
lloraba lágrimas de solecismos al verse en tales trotes. La lógica,
descoyuntada en potro, daba chillidos de sofismas y se vengaba de sus
verdugos, aparentando probar las cosas más absurdas, y, por último,
los conceptos convencionales, disfrazados de axiomas, salían por
encima de todo, soberbios é insolentes, embozados en la mala fe.
Pasó mucho tiempo en estas controversias ociosas, que eran como la
esgrima de los entendimientos, ávidos de ensayarse para el presagiado
combate. Hubo mucho de _pues yo sostengo que hoy por hoy_... y
aquello de _dígase lo que se quiera, la verdad es_... Oyóse más de
una vez el _porque yo soy muy lógico_... y no faltó el _yo tengo muy
estudiada esa cuestión_...

Los instantes volaban. Los minutos corrían con cierta familiaridad
juguetona que no está fuera de lugar en la casa del tiempo.
De pronto vieron los disputadores que entraba en la habitación
don Florencio, con una bandeja de dulces, copas y una botella.
Recibiéronle con alegría, y él, gozoso y lleno de bondad, les dijo al
ver su sorpresa:

--Pues qué, señores, ¿no sabían que hoy, 11 de Febrero, celebro los
días de mi mujer, que se llama Saturna?

--¡Qué gracioso!...--observó Miquis.--Por el nombre de su señora de
usted, parece que es esposa de un astro.

--Se llama Saturnina, señor de Miquis.

--Por muchos años.

No estuvieron reacios los tres amigos en la aceptación del obsequio.
Don Florencio, escanciando el Jerez, habló un poco de asuntos de la
casa... El señor director volvería pronto de Alemania... Se iban
á emprender algunas obras en la meridiana y en la biblioteca...
Había llegado un gran cajón con el nuevo barometrógrafo encargado á
Londres... Luego, volviéndose á Miquis, le dijo:

--¡Cuánto nos hemos reído con su amigo!

--¿Qué amigo?

--El de la capa, ese infeliz... Le hemos dado de comer, y nos ha
contado su historia... ¡Cómo se han reído las chicas!... ¡Á Perico
le ha caído tan en gracia...! Le hemos hecho mil preguntas. Dice que
ha venido de su pueblo á patita para _meterse_ de médico. ¡No, no
reirse, señores! Hay casos, hay casos. Yo soy viejo, y he conocido
á don Lorenzo Arrazola empollando las lecciones de noche, á la luz
de los portales de las casas... Éste apenas sabe leer; pero tiene
una viveza... Dice que estaba en unas minas, que es de la familia
de las piedras, y que á él se le ha puesto en la cabeza curar. Todo
su empeño es que le tomen de criado, y que le dejen aprender. Á mi
primo le ha entrado por el ojo derecho... Entre paréntesis, creo que
conocen ustedes á don Pedro Polo y Cortés, capellán de las monjas de
San Fernando. Pero no sabrán que tiene una escuela muy bien montada
en el hermoso local que le han cedido las señoras á espaldas del
convento.

--Le conozco--dijo Miquis con malicia.--Es un cura muy guapetón. Le
he visto muchas noches por esas calles embozado en su capa...

--Alto allá, niño. No haga usted suposiciones injuriosas...

--Le he visto en el café...

--Alto...

--Pero, don Florencio, ¿esto es suponer mal? Esto significa que el
padre Polo no es hipócrita.

--Como simpático--dijo Cienfuegos usando un giro popular,--lo es.

--Hombre que no gasta remilgos, pero que sabe como pocos su
obligación de sacerdote... Yo lo puedo asegurar así á los señores
que me escuchan--dijo con voz altisonante don Florencio, que
admiraba mucho á Olózaga y tenía de cuando en cuando sus dejos y
sonsonetes oratorios.--Es Pedro de la mejor pasta de hombres que
conozco. Nada de hipocresías: no es él de esos que dicen una cosa
y hacen otra. Lleva el corazón en la mano, y todo cuanto tiene es
para los necesitados. Hay quien le critica porque gusta de vestir
bien de paisano. ¿Y qué, señores? Para ser bueno, ¿es preciso andar
cubierto de andrajos? Muchos conozco, señores, que andan por ahí como
anacoretas, y luego en el hogar doméstico... Me callo.

--He oído que el padre Polo es furibundo gastrónomo.

--Alto ahí... Sobre eso también hay pareceres--añadió Morales
tomando asiento.--¿Que le gusta comer bien en días señalados? Y
entre paréntesis, señores, mi mujer nos ha dado hoy una comida...
francamente, creo que ni en Palacio. Volviendo al punto que se
debate, diré que sí, ciertamente, á Perico le gustan los buenos
platos... Y entre paréntesis, ¿saben ustedes que poquito á poco se ha
ido haciendo predicador, y es uno de los mejores que tiene Madrid? Yo
soy viejo, he oído muchos oradores en las Cortes, en la Cátedra del
Espíritu Santo, y cábeme la satisfacción...

--Muy bien,--clamaron los tres aplaudiendo.

--Cábeme la satisfacción...

--No se corte usted á lo mejor... Adelante.

--Entre paréntesis--dijo Cienfuegos con viveza.--También ha tenido
usted hoy á su mesa dos chicas preciosas.

--Son hijas de un pariente, el conserje de la Escuela de Farmacia:
Amparo y Refugio, dos ángeles, señor de Cienfuegos; trabajadorcitas,
modestas. ¡Cómo se han reído con las cosas de Pedro! Porque Pedro es
hombre de mucha sal... ¡Y qué corazón, señores! Un ejemplo: vió á ese
chico, le encontró simpático y listo. Á todos nos daba mucha lástima.
Al instante Pedro se volvió á mí y me dijo: «Don Florencio, éste es
un hombre: le tomo por mi cuenta.» Y yo le dije... llévale de criado
y enséñale en tu escuela... Entre paréntesis, señores, los hombres
que, como Pedro Polo, se lo deben todo á sí mismos; los hombres que
han trabajado para subir desde la nada de su origen al todo de su
posición actual; los hombres, en una palabra...

Ésta era ya demasiada oratoria para don Florencio. La plétora de sus
ideas le congestionó y no pudo concluir bien aquel brillante rosario
de conceptos.

--Quiero decir--prosiguió,--que estos hombres son los que mejor
pueden apreciar el mérito y las disposiciones... Volviendo al
importante asunto que nos ocupa, diré á los señores que me escuchan
que Pedro va á ser nombrado capellán honorario de Su Majestad. Esto
no es paja...

--¿Qué ha de ser?...

--Pastor Díaz me le tuvo entre ceja y ceja para una canongía. El
padre Cirilo no le deja vivir... siempre con recaditos. Y no es
porque el primo de mi mujer sea de los aduladores de Su Eminencia
Ilustrísima. Al contrario, Pedro tiene pocos amigos entre la gente
eclesiástica. Entre paréntesis, no falta quien le critica por su, por
su, por su...

Don Florencio no encontraba la palabra; mas la suplía con un vivo
ademán que quería decir algo como franqueza, aires distinguidos,
soltura...

--Y finalmente, señores, yo soy tan religioso como el primero; pero
no me gustan curas retrógrados, sino que vivan con el siglo...

--¡Que se resbala, don Florencio!

Ruiz no podía contener la risa.

--¡Si es un progresistón como una casa!--gritó Miquis, echando el
brazo por los hombros al bendito conserje.

--Alto allá, señores; atención...--manifestó gallardamente.--Vamos
por partes...

--Está suscrito á _Las Novedades_ y á _La Iberia_, y es el gran
amigote de Calvo Asensio.

--Alto, alto... Orden, señores, orden. Respétese el sagrado de las
opiniones. Que Calvo y yo nos tuteemos, sólo quiere decir que ambos
somos de la Mota del Marqués, y que le conocí tamañito así.

--Vamos, que este señor Morales y Temprado, bajo su capita de
santo--dijo Miquis,--es el revolucionario más atroz que hay en Madrid.

--Señor de Miquis...

--Va disfrazado á la Tertulia progresista.

--Señores, si no tuviera el convencimiento--declamó don Florencio,
levantándose un poquito enojado,--si no tuviera el convencimiento
de que las palabras dichas por mi _particular_ amigo el señor don
Alejandro Miquis...

Era orador sin pensarlo aquel buen señor. Con qué majestad prosiguió
la cláusula, después de una pausa de efecto, diciendo:

--...son pura broma, creería que ya la juventud española había
perdido el respeto á las canas.

--No, don Florencio. ¡Viva don Florencio!

--Por Dios...

--Aquí entre amigos...

De pie, con la botella vacía en la mano, libre la otra para describir
lentos y pomposos círculos en el aire, la gorra un poco echada hacia
atrás, el bigote más tieso y las mejillas un tanto encendidas, el
insigne don Florencio fué soltando de sus autorizados labios estas
palabras, que ni de los de Solón salieran con más gravedad:

--Porque, vamos á ver, señores: establezcamos _bajo_ seguras bases
esta cuestión. De que á uno le guste la libertad, no se deduce, no se
puede deducir... de ningún modo se deduce...

--Pero ¿qué es lo que no se deduce?...--preguntó Alejandro impaciente.

--No interrumpir. ¡Silencio en las tribunas!

--Entre paréntesis, señores, los que hemos andado á tiros con
los montemolinistas en Zaldívar y Estella... Pero no, no quiero
tocar esta cuestión personal. Mis méritos son escasos, y los dejo
aparte. _Reasumiendo_: yo he sido siempre un hombre de orden, muy
español, muy enemigo de lo extranjero y de la tiranía; pero... Entre
paréntesis, ahora me acuerdo de cuando el pobre Bartolo Gallardo me
decía: «Mientras haya curas no nos curaremos.» Éramos muy amigos.
Tenía la cabeza del revés... Yo no fuí ni soy de su parecer, y por
eso digo: «Mucha libertad, mucha religión, para que el mundo ande
derecho.» De otro modo no es posible, no, señor, lo sostengo...
¡Libertad, religión!... Y no me sacan de ahí. Olózaga, en las
Constituyentes del 55, pensaba lo mismo. ¿Para qué sirve la libertad
de cultos? Absolutamente para nada. Para que los demagogos, señores,
insulten á los ministros del altar... Veo que se ríen. Bueno, ríanse
todo lo que quieran. Ustedes son unos polluelos que no tienen mundo.
Leen muchos libros, que yo no leo; pero no crean que por eso saben
más. ¡El mundo, la experiencia, los años! Esos, esos, señor de
Miquis, esos son mis libros. Cuando uno tiene la cabeza llena de
canas, puede reirse de las ilusiones y desvaríos de la juventud... Y
veo que la juventud está hoy muy echada á perder. ¡Esas democracias
extranjeras!... ¡Si aquí tuviéramos juicio...! Pero no, con eso de
_todo ó nada_ nos están pervirtiendo... Yo conozco gente de Palacio
que me ha asegurado que no hay tales obstáculos tradicionales... Aquí
se habla más de la cuenta.

--Como que el mejor día llaman al Duque.

--No digo yo que al Duque precisamente--manifestó don Florencio de
una manera augusta;--pero...

--Más vale que no nos lo diga usted...

--Que lo diga...

Don Florencio dió algunos pasos hacia la puerta, y de improviso
volvió acompañado de esta soberana idea:

--Yo digo que en _la_ Europa hay tres hombres grandes, tres hombres
de talento macho... y son: Napoleón III, el cardenal Antonelli y don
Salustiano de Olózaga.

Y sin esperar respuesta, cual hombre convencido de que no merecían
escucharse los comentarios que se hicieran á su afirmación, dió otra
media vuelta á lo militar, y se fué diciendo:

--Señores, que haya salud, y que les aproveche.

Desapareció. Los tres amigos tuvieron la consideración de esperar
á que estuviera lejos para soltar la risa, y tras la risa las
agudezas que á competencia descargaron sobre el bendito señor, hasta
que le dejaron bien acribillado... Era un progresista platónico y
vergonzante que se iba callandito á la Tertulia algunas noches, y
desde el rincón donde se sentaba no perdía sílaba de los discursos.
Pero sólo gustaba de aquéllos que fuesen templados y juiciosos; y si
le seducía la sencillez elegante y la diplomática malicia de Olózaga,
ó la pedestre claridad de Madoz, desde que algún orador fogoso se
salía con embozadas invectivas ó con palabritas y donaires contrarios
á la religión, ya estaba mi hombre desasosegado y fuera de su centro.
Se escabullía con disimulo y abandonaba el local, diciendo para sí:

«Estos señores matarán al partido con su imprudencia... La
exageración es causa de todos los contratiempos del partido... Nada,
no conocen que todo se puede conciliar: el triunfo del partido y la
religión de nuestros mayores.»

Su inteligencia, según decía Ruiz, era una petrificación, en la
cual se veían hasta tres ideas perfectamente conservadas, duras é
inmutables como las formas fósiles que en un tiempo fueron seres
vivos. No tenía vanidad sino para suponerse amigo de célebres
personajes, y decía: «Cuando Fermín Caballero y yo nos conocimos en
Barajas de Melo...» ó bien: «Don Martín me contó tal ó cual cosa...»
«Don Antonio González me quiso llevar á Londres cuando fué á la
embajada...»

Era hombre de gran sobriedad, enemigo de las bebidas espirituosas
y aun de la horchata de cepas; muy inteligente en aguas; de estos
catadores de manantiales que distinguen con admirable paladar el agua
de la fuente del Berro de la de Alcubilla, y encuentran diferencias
notables entre la de la Encarnación y la del Retiro. Así, en días
señalados, se le veía descender al Prado y tomar asiento en el
banquillo de una aguadora, de quien era parroquiano, y allí hacerse
servir un gran vaso de Cibeles ó el Berro, el cual iba bebiendo á
sorbos, paladeándolo y gustándolo con más chasqueteo de lengua que
si fuera manzanilla de Sanlúcar ó amontillado de treinta años. Su
pericia en esta materia, con doctas aplicaciones á la Geografía, se
mostraba siempre que en su presencia se hablaba de viajes por pueblos
ó ciudades famosas. Él ilustraba las discusiones, diciendo: «¡Oh,
Bustarviejo!... ¡pueblo de excelentes aguas!» y otras veces su desdén
de todo lo extranjero encontraba ocasión de enaltecer la patria de
este modo: «¡Bah, París!... ¡pueblo donde no se puede beber un
triste vaso de agua!...»

Desde su edición pequeña de _Las Novedades_ observaba el movimiento
político, sin comprender de él más que la superficie bullanguera y
la palabrería rutinaria. Á veces hallaba en su diario alguna cosa
ininteligible, algo que era como los escalofríos y el amargor de
boca del cuerpo social y síntoma de su escondida fiebre. Entonces
se llevaba el dedo á la frente, afectaba penetración, y risueño,
borracho de agua, decía á su consorte:

--Saturna, ¡qué cosas escriben estos haraganes para hacer reir á la
gente!


V

Las cuatro serían cuando Miquis bajó y con él sus amigos. Ya no
estaba su protegido en el lugar donde le había dejado, sino junto al
pórtico Norte del edificio, viendo cómo discurrían con algazara, por
entre los setos de _evónymus_ y aligustre, las dos niñas bonitas y el
reverendo primo de la esposa de Morales. Ésta y el propio Mora...les
y Temprado gozaban de los últimos rayos del sol en la columnata
del Observatorio viejo, dando palique á una señora mayor que les
acompañaba. Dos niños jugaban en la explanada meridional, oprimiendo
alternativamente los lomos de un caballo de palo.

--Mire, señor--dijo Felipe á su protector agarrándole de un
faldón;--mire aquel caballero que allí está con esas señoritucas...
Me va á desasnar.

--Buena falta tienes...

--Me toma de criado... tiene _discuela_... Mañana me voy...

Ruiz y Cienfuegos se decían disimuladamente cosas picantes sobre las
dos agradabilísimas niñas del conserje de la Escuela de Farmacia...
Mas no se entienda que de esta murmuración saliese concepto alguno
contrario á la buena fama de las tales, siendo todo referente á
recuerdos de Ruiz, á la hermosura de ellas y al gusto que ambos
tendrían en tratarlas con la mayor confianza. Cienfuegos las había
visto en el paraíso del Real, y casi había hablado algunas palabras
con la menor, que era la menos bonita y tenía un defecto. Faltábale
un diente. Á la mayor se le podía decir como á Dulcinea: _alta
de pechos y ademán brioso_. Tenía lo que llaman ángel, expresión
de dulzura y tristeza, y un hermosísimo pelo castaño, que podría
figurar allá arriba, allá, en la constelación del León, ó junto á la
cabellera de Berenice.

¡Lástima grande que se notara en su cuerpo cierta tendencia á
engrosar más de lo que pedían la justa proporción y repartimiento de
las formas humanas! Era, no obstante, ágil y airosa. Pusiéranle una
túnica griega, y bien podría pasar por Diana la cazadora, que, según
dice Pausanias, era de formas redonditas, ó por Cibeles, la que dió
vida á tantísimos dioses. ¡Luego, aquel cuello blanco, torneado!...

¡Adiós! desaparecieron las dos y don Pedro tras aquellos arbolitos, y
ya no se les vió más. La tarde caía.

--Vamos--dijo Miquis, poniéndose su capa, que le entregó Felipe.

Aún estuvieron mucho tiempo allí, porque don Florencio pegó la hebra
con Cienfuegos, y entre hablar de tal ó cual cosa, y despedirse y
volverse á despedir, y ofrecimiento por acá, congratulación por allá,
se vino el crepúsculo encima quedamente. Fresquecillo picante convidó
á todos á marcharse. Ruiz se volvió á su casa. Cuando Cienfuegos y
Miquis bajaban la cuesta, éste se sintió detenido por una tímida
fuerza que le atenazaba el borde de la capa; volvióse y vió al más
humilde de los héroes, que con gran consternación le dijo:

--Señor, ¿se van sin decirme nada?

--Es verdad: ¡ya no me acordaba de tí! Ven con nosotros.

Ligerísimo, expresando su afecto con saltos, como un perrillo,
emprendió Felipe la marcha al lado de su protector. No puede formarse
idea de lo que padeció su dignidad al oir decir á Cienfuegos:

--¿Estás loco? ¿Á dónde vas con ese espantajo?

--Á casa. Le voy á dar ropa.

--¡Ropa!... Mañana voy con aquel caballero... Á las ocho, á las
ocho... Me toma de criado, y me enseña todo lo que sabe,--dijo Felipe
brincando.

--¿Te pondrías tú unas botas mías?

--¿Qué hacer?...

--Pues yo le voy á regalar una corbata verde,--indicó Cienfuegos.

--Y tengo yo una levita, que se la podría poner un duque.

Oyendo tales cosas, veía el bueno de Felipe delante de sí mundo
risueño de comodidades, glorias, grandezas y regalo. El cielo se
abría plegando su azul, como las cortinas de un guardarropa, y
mostraba una y otra prenda: ésta para invierno, aquélla para verano;
y tras la ropa, mil objetos de lujo y opulencia, como por ejemplo:
varias cajas de cerillas, un bastoncito, un reloj con tres varas de
cadena, anillos, una cartera con su lapicito para apuntar, paraguas,
etc.

--Y dos camisetas viejas, ¿qué tal te vendrían?

--Vamos, que tengo yo un cinturón de gimnasia que no me sirve para
nada...

--Y yo un sombrero número 3. ¿Te lo pondrás?

Felipe brincaba. Su gratitud no podía ser elocuente de otro modo.

--Es tarde--dijo Cienfuegos avivando el paso.--Doña Virginia se va á
poner furiosa porque tardamos.

--Valiente cuidado me da á mí de doña Virginia. ¿Dí, Felipe,
dormirías tú en una cama de colchones si te pusieran en ella?

Felipe, atacado de un gozo convulsivo, echó á correr, desapareció.
Al poco rato. Miquis le sintió á su espalda, imitando con donosura
infantil el ladrar de un cachorrillo.

Á trechos con prisa, á trechos lentamente, disputando en cada esquina
y pasando repetidas veces de una acera á otra, llegaron los dos
amigos y su protegido al centro de Madrid. Por cualquier motivo
fútil, cuando no lo había de importancia, habían de estar siempre
cuestionando y riñendo Miquis y Cienfuegos. En ellos la amistad no
habría tenido goces despojada de la irritación de la controversia, y
de aquel dramático interés que provenía de las frecuentes embestidas
entre uno y otro temperamento. Lo que hablaron, lo que argumentaron,
lo que por aquella simpleza de ir á prisa ó ir despacio dijeron, no
se puede contar. Á poco más pasan de las palabras á las obras.

--Es que no me gusta que esperen por mí.

--Mira no te vaya á comer doña Virginia...

--No es sino que...

--No me vengas á mí con...

--Bruto, no es eso...

--Animal, no se puede tratar contigo...

Llegaron por fin á su casa, que era de las que llamamos de huéspedes,
y estaba, según cuenta quien lo sabe, en una mala calle situada en
un barrio peor, la cual, si llevara nombre de macho como lo lleva de
hembra, se llamaría del _Rinoceronte_. Subieron al cuarto, que era
segundo con entresuelo, por la mal pintada, peor barrida y mucho peor
alumbrada escalera, y antes de que llamaran abrió con estruendo la
puerta una hermosa harpía, que en tono iracundo les increpó de esta
manera:

--¿Son éstas horas de venir á comer? ¡Qué señores éstos! No se puede
con ellos. Usted, don Alejandro, tiene la culpa.

--Señora, ¿quiere usted irse á...?

--¿Á dónde, á dónde?

--Á donde usted quiera.

Acobardado Felipe por el destemplado lenguaje de la matrona, se
detuvo en el último escalón, mirando con ansiedad á la puerta, que se
iba á cerrar ante él. Retrocedió Alejandro para llamarle; mas cuando
la señora, tan guapa como furiosa, oyó que Miquis decía: «entra,
muchacho,» se arrebató más, cerró de golpe, y he aquí sus dramáticos
acentos, conservados por un erudito averiguador:

--Pero qué... ¿Habráse visto? ¿Otra vez me trae estafermos de la
calle?... No faltaba más...

--Señora--dijo Miquis con zalamería,--si no me deja usted hablar, no
hay medio de entendernos. Yo sólo quería pedir á usted tuviese la
bondad de dejar dormir á ese chico en la buhardilla.

Oir esto y volarse fué todo uno. Los demás huéspedes acudieron al
ruido, curiosos de ver lo que pasaba.

--¿Qué les parece á ustedes este don Alejandro?...--prosiguió la
dueña de la casa, pasando ya del furor á las burlas.--Niño, ¿es
esto una hermandad para recoger pobres?... El mes pasado me trajo
un italiano de esos que tocan el arpa; hace días un viejo ciego con
joroba y clarinete, y hoy... ¡Vaya unos amigos que se echa el tal don
Alejandro! Y no pide nada... que les ponga cama en la buhardilla, que
les dé de comer... Vaya, señores, á la mesa, á la mesa.

Entre tanto, Miquis acercaba su rostro al ventanillo y por el
enrejado de cobre decía:

--Felipito, Felipito...

--Señor...

--Espérate ahí un momentito...

Los compañeros de hospedaje se burlaban, y la misma doña Virginia,
pasado aquel primer chispazo de ira, se reía también, diciendo:

--¡Pobre don Alejandro!... Es un buenazo.

Y no paró en esto su desenojo, sino que, mientras se servía la sopa,
fué adentro y sacó pedazos de pan, queso y golosinas, y poniéndolo
todo en un papel, salió á la escalera. Al poco rato volvió al comedor
asustada, con las manos en la cabeza y riendo á todo reir.

--Pero ¡qué loco, Virgen madre, qué loco!... Allá está dándole
ropa... Le ha dado el chaqué azul que no se ha puesto más que tres
veces... y dos camisas y unas botas enteramente nuevas... ¡Jesús,
Jesús!

En el extremo de la mesa sonó una voz campanuda, dictatorial, que,
separando con pausa las sílabas, promulgó esta sesuda frase:

--Acabará en San Bernardino.



II

PEDAGOGÍA


I

Dice Clío, entre otras cosas de menor importancia, que don Pedro Polo
y Cortés se levantaba al amanecer, bajaba á la iglesia de las monjas,
decía su misa, se desayunaba en la sacristía, fumaba un cigarrillo,
volvía después á su casa, charlaba con su madre por espacio de un
cuarto de hora, cambiaba de ropa, daba un suspiro... Todo esto
ocurría invariablemente día por día, sin que nada faltase, ni el
chocolate, ni el suspiro. Esto último era como la señal para entrar
en el local de la escuela, cuyas puertas se abrían á las ocho en
verano y á las nueve en invierno.

Hemos dicho que se abrían las puertas. ¡María Santísima, qué ruido,
qué pataditas, qué empujones! La vetusta casa temblaba como en
amenaza de desplomarse. Y el estruendo duraba hasta que aparecía don
Pedro, no diré repartiendo bofetones, sino sembrándolos con gesto
semejante al del labrador que arroja en tierra la semilla. Luego daba
una gran voz. ¡Vaya un silencio, camaradas! Creo que se podría oir
el ruido que hiciera una mosca frotándose la trompa con las patas...
Después, poquito á poquito, saltaba un murmullo, una sílaba, una
palabra, y de esto se iba formando susurro hondo y creciente que no
se sabe á dónde llegaría si don Pedro con su potente _quos ego_ no lo
atajara.

Había un pasante á quien llamaban don José Ido, hombre aplicadísimo
á su deber, pálido como un cirio y con ciertos lóbulos ó verrugones
que parecían gotas de cera que le escurrían por la cara; de expresión
llorosa y mística, flaco, exangüe, espiritado; manifestando en
todo las congojas de una de esas vidas de abnegación y sacrificio
heróicamente consagradas á la infancia. Tenía en la frente un
mechón de negros y espeluznados cabellos que parecía un pábilo
humeante, y en sus ojos, siempre mojados, chisporroteaban, con
la humedad y el pestañeo, desgarradoras elegías. Era el mártir
obscuro y sin fama de la instrucción, el padre de las generaciones,
el fundamento de infinitas glorias, la piedra angular de tantas
fortunas y de preclaros hechos. Políticos que habéis firmado sabias
leyes; ministros que con un meneo de rúbrica lleváis diariamente
la felicidad al corazón de vuestros amigos; negociantes que
autorizáis un crédito; notarios que dais fe; poetas que conmovéis
la muchedumbre; jurisconsultos que lucháis por el derecho; médicos
que curáis, y periodistas que escribís y amantes que fatigáis el
correo, acordaos de don José Ido, que al poner una pluma en vuestra
mano torpe y al administraros el bautismo de tinta, iniciándoos en
la religión de la escritura, os dió diploma y título de cristianos
civilizados...

Porque el fuerte, ó mejor dicho, el sacerdocio de nuestro don José
Ido, era la caligrafía. Enseñaba por el Evangelio de Iturzaeta una
forma redonda, armónicamente compuesta de trazos gordos y finos,
con cada rasgo para arriba y para abajo que daba gloria, y un golpe
de mayúsculas que podría competir con lo mejor de los tiempos
benedictinos. Cuando por encargo especial acometía un trabajo de
felicitación ó cosa semejante, para implorar por cuenta propia ó
ajena la benevolencia de cualquier magnate, eran de ver aquellas
Emes iniciales con el cabello erizado de entusiasmo, aquellas Haches
que arrastraban más cola que un pavo real, aquellas Erres que hacían
cortesías, aquellas Efes con más peluca que Luis XIV, aquellas Eses
minúsculas que parecían saltar de gozo, aquellas Eles á caballo sobre
las Íes, aquellas Jotas con morrión, y otras infinitas maravillas que
producían á la vista ilusión de pirotecnia, todo rematado con unas
_etcéteras_ que á la cola de esta procesión pendolística iban con
plumachos, blandiendo alabardas y banderolas. El resto lo hacían mil
vaivenes de rúbrica, como flechas disparadas ó laberinto arácnido,
en el centro del cual aparecía lánguido, indolente, cual si cayera
mareado en medio de tanto círculo, el claro nombre de _José Ido del
Sagrario_.

La clase duraba horas y más horas. Era la vida perdurable, un lapso
secular, sueño del tiempo y embriaguez de las horas. Nunca se vió
más antipática pesadilla, formada de horripilantes aberraciones de
Aritmética, Gramática ó Historia sagrada, de números ensartados,
de cláusulas rotas. Sobre el eje del fastidio giraban los graves
problemas de sintaxis, la regla de tres, los hijos de Jacob, todo
confundido en el común matiz del dolor, todo teñido de repugnancias,
trazando al modo de espirales, que corrían premiosas, ásperas,
gemebundas. Era una rueda de tormento, máquina cruelísima, en la cual
los bárbaros artífices arrancaban con tenazas una idea del cerebro,
sujeto con cien tornillos, y metían otra á martillazos, y estiraban
conceptos é incrustaban reglas, todo con violencia, con golpe,
espasmo y rechinar de dientes por una y otra parte.

En la cavidad ancha, triste, pesada, jaquecosa de la escuela, se
veían cuadros terroríficos: allá un Nazareno puesto en cruz; aquí
dos ó tres mártires de rodillas con los calzones rotos; á esta
parte, otro condenado pálido, cadavérico, todo lleno de congojas y
trasudores, porque se le había atragantado una suma; más lejos otro
con un cachirulo de papel en la cabeza y orejas de burro, porque
sin querer se había comido una definición. Como el sol reverbera
sobre el rocío, así, por toda la extensión de la clase, las sonrisas
abrillantaban las lágrimas, cuando no las secaba el ardor de las
mejillas. Los números y rayas trazadas en los encerados daban frío,
y mareaban los grandes letreros y las máximas morales escritas
en carteles. Las negras carpetas, al abrirse, bostezaban, y los
tinteros, ávidos de manchar, hacían todo lo posible por encontrar
ocasión de volcarse... Daba grima ver tanto dedo torpe y rígido
agarrando una pluma para trazar palotes, que más se torcían cuanto
mayor era el empeño en enderezarlos. Las bocas, nerviositas, hacían
muecas con el difícil rasgueo de la pluma... Á lo mejor, un cráneo
sonaba seco al golpe de un puño cerrado y duro. Restallaban mejillas
sacudidas por carnosa mano. Los pellizcos no cesaban, y á cada
segundo se oía un ¡ay! Se confundían las voces de _bruto_, _acémila_,
con los lamentos, las protestas y el lastimoso y terrorífico _yo no
he sido_. La palmeta iba cayendo de mano en mano, incansable, celosa
de su misión educatriz, aporreando sin piedad á todo el que cogía.
La quemazón de la sangre, el cosquilleo, el dolor agudísimo, daban
entendimiento al torpe, mesura al travieso, diligencia al indolente,
silencio al lenguaraz, reposo al inquieto. Y como auxiliares de
aquel docto instrumento, una caña y á veces flexible vara de mimbre
sacudían el polvo. Había nalgas como tomates, carrillos como
pimientos, ojos con llamaradas, frentes mojadas de sudor de agonía, y
todo era picazones, escozor, cosquilleo, latidos, ardor y suplicio de
carnes y huesos.

Salvas las contadas ocasiones en que se veía cruzar por el aire una
mosca con rabo de papel, sucediendo á esto la algazara propia del
caso, el aburrimiento llenaba las horas de la clase, aquellas horas
que avanzaban arrastrándose como las babosas sobre una peña. Los
miembros se entumecían, y no había fuerza humana capaz de impedir
las patadas, los desperezos, el acostar la cabeza sobre los brazos
cruzados, el cuchicheo, la inquietud... Una autoridad férrea,
despótica, á quien la conciencia del deber daba algo de la crueldad
sublime que enalteció á Junio Bruto, Jefté y Guzmán el Bueno,
recorría los bancos, desde que se notaban los primeros síntomas de la
rebelión del fastidio. Á la manera que el cómitre de una galera iba
sacudiendo con duro látigo la pereza de los infelices condenados al
remo, así don Pedro ponía rápido correctivo con su vara ó su mano al
arrastrar de suelas, á las pandiculaciones, al cuchicheo, al mirar,
al reir. ¡Pobres orejas! ¡Cuántas veces se veía la mano del maestro
levantar muy alto una cabeza suspendida de una oreja, ó empujar otra
sobre la carpeta con tal fuerza, que á poco más se incrusta la nariz
en la tabla!... Su máxima era: _Siembra coscorrones y recogerás
sabios._


II

Don Pedro Polo y Cortés era de Medellín: por lo tanto, tenía con el
conquistador de Méjico la doble conexión del apellido y de la cuna.
¿Había parentesco? Dice Clío que no sabe jota de esto. Doña Claudia,
madre de nuestro extremeño, sostenía que sí; mas para probarlo se
vale del sentimiento antes que de las razones. El padre, hombre que
gozó la más pura y noble fama de honradez, murió desastrosamente en
la cárcel veinte años antes de estos sucesos que ahora referimos.
Perseguido con saña por graves delitos ajenos, de que su buena fe le
hizo en apariencia responsable, fué mártir del honor; fué, como suele
decirse, un carácter elevado y glorioso, de esos que, si no abundan,
no faltan tampoco en cada edad, para que conste, conforme al plan del
mundo, que éste no es patrimonio de los malos. Murió como un santo, y
muchos están con menos motivo en los altares.

La familia no había vivido nunca con holgura, y muerto el jefe
de ella, quedó en triste miseria. Á Pedro Polo le correspondía
llevarla sobre sí, cosa en extremo difícil, pues se encontraba con
veinticuatro años á la espalda, sin haber estudiado cosa alguna,
sin oficio, carrera ni habilidad que pudiera serle provechosa. Sólo
sabía leer, escribir, contar y un poco de latín más macarrónico que
erudito. Había pasado la niñez y lo mejor de su juventud dedicado á
divertimientos corporales y al saludable ejercicio de la caza. De
su complexión atlética, ¿qué beneficio podía sacar como no fuera
un jornal mísero? Á las ciencias no les tenía maldita afición.
La milicia le seducía, pero ya era tarde para pensar en ella. Ir
á cualquier parte de las próvidas Américas en busca de fortuna,
cuadraba á su natural aventurero y á su atrevido espíritu; pero
mientras parecía la fortuna, que allí como en todas partes no se
alcanza sin trabajo y paciencia, ¿de qué vivirían su madre y su
hermana? El comercio no le desagradaba; pero no tenía más capital que
su escopeta y un poco de pólvora. Cualquier profesión, por breve y
fácil que fuese, requería tiempo y libros, y la necesidad de familia
no admitía espera. Una sola carrera ó profesión existía que pudiera
acometer y lograr en poco tiempo el joven Polo. Apretábale á seguirla
un tío suyo materno en tercer grado, canónigo de la catedral de
Coria; hubo lucha, sugestiones, lágrimas femeninas, dimes y diretes;
el tío ofreció pensionar á la madre y hermana mientras durasen los
estudios, y por fin, todos estos estímulos, y más que ninguno el
agudísimo de la necesidad, vencieron la repugnancia de Polo, le
fingieron una vocación que no tenía, y...

Cantó misa, y la familia tuvo un apoyo. Cinco años pasó Polo y
Cortés en Medellín, viviendo con estrechez, pero viviendo. Con sus
misas, sus funerales y bautizos, desempeñando la coadjutoría de la
parroquia, pudo pagar deudas onerosas que abrumaban á la familia.
Disentimientos y rivalidades de sacristía le obligaron á salir de
su pueblo. Vivió algún tiempo en Trujillo; desempeñó más tarde
un curato en Puente del Arzobispo, y luego residió seis años en
Toledo, siempre con grandísima penuria, mortificado por la pena de
no poder sacar á su madre y hermana de aquella triste vida, llena de
incomodidades y pobreza. Tuvo esto feliz término cuando se estableció
en Madrid. ¡Gracias á Dios que le sonreía la fortuna! Desde que una
azafata de la Reina, extremeña, solicitó y obtuvo para Pedro Polo
el capellanazgo de las monjas mercenarias calzadas de San Fernando,
la vida de aquellas tres personas tomó cariz más risueño y un rumbo
enteramente dichoso. ¡Las monjas eran tan buenas, tan cariñosas,
tan señoras...! Ellas mismas sugirieron á su bizarro capellán la
idea de poner una escuela donde recibieran instrucción cristiana y
yugo social los muchachos más díscolos; y para realizar este noble
pensamiento, le ofrecieron el local que tenían en el callejón de San
Marcos, en la casa del marquesado de Aquila-Fuente, tronco de aquella
piadosa fundación.

Era el edificio tan viejo, que sólo por respeto á su origen glorioso
se conservaba en pie. La planta principal servía para habitación
de don Pedro y su familia, y la baja, con espaciosas cuadras, para
albergar la escuela y toda la chiquillería consiguiente. Hermoso
plan, tan pronto pensado como hecho. Así como el tío canónigo (á
quien don Pedro en sus ratos de jovialidad solía llamar _el bobo de
Coria_) había dicho _hágote sacerdote_, las monjas habían dicho á
su vez _hágote maestro_. Para su sotana pensaba Polo así: «¿Clérigo
dijiste? pues á ello. ¿Profesor dijiste? pues conforme.» Dichosa edad
ésta en que el hombre recibe su destino hecho y ajustado como tomaría
un vestido de manos del sastre, y en que lo más fácil y provechoso
para él es bailar al son que le tocan. Música, música y viva la
Providencia.

El éxito de la escuela fué grande. Centenares de hijos del hombre
acudieron de todas las partes del barrio, atraídos por la fama de
docto, juicioso y paternal que había adquirido Polo sin saber cómo.
El caudal de la familia engrosaba lentamente, y viérais por fin cómo
se dulcificaba la hasta entonces amarga vida de aquella buena gente;
cómo podía gozar doña Claudia de comodidades que hasta entonces no
conociera, y Marcelina Polo decorar su persona con severa compostura.
No faltaban ya en la casa los alimentos sanos y abundantes, ni
el abrigo en invierno, ni los honrados esparcimientos en verano.
Aunque la mayor de las satisfacciones de don Pedro Polo era el
bienestar de su madre y hermana, á quienes amaba tiernamente, no le
disgustaba tomar para sí una parte de los dones de la fortuna, y al
año de establecida la escuela se le podía ver y admirar, vestido de
seglar ó de cura, según los casos, con la pulcritud y el lujo de los
sacerdotes más distinguidos.

Aquel nobilísimo oficio le daba mucho que hacer en sus comienzos,
porque tenía que aprender por las noches lo que había de enseñar
al día siguiente; trabajo ingrato y penoso que fatigaba su memoria
sin recrear su entendimiento. Todo lo enseñaba Polo según el método
que él empleara en aprenderlo; mejor dicho, Polo no enseñaba nada:
lo que hacía era introducir en la mollera de sus alumnos, por una
operación que podríamos llamar _inyecto-cerebral_, cantidad de
fórmulas, definiciones, reglas, generalidades y recetas científicas,
que luego se quedaban dentro indigeridas y fosilizadas, embarazando
la inteligencia sin darla un átomo de substancia ni dejar fluir las
ideas propias, bien así como las piedras que obstruyen el conducto
de una fuente. De aquí viene que generaciones enteras padezcan
enfermedad dolorosísima, que no es otra cosa que el mal de piedra del
cerebro.


III

También dice la chismosa Clío que el temperamento de don Pedro Polo
era sanguíneo, tirando á bilioso, de donde los conocedores del cuerpo
humano podrían sacar razones bastantes para suponerle hostigado
de grandes ansias, ambicioso y emprendedor, como lo fueron César,
Napoleón y Cromwell. Sobre esto de los temperamentos hay mucho que
hablar, por lo cual mejor será no decir nada. Quédese para otros el
fundar en el predominio de la acción del hígado el genio violentísimo
de nuestro capellán, y en el desarrollo del sistema vascular, así
como en la superioridad de las funciones de nutrición sobre las
de relación, la intensidad de sus anhelos, su fuerza de voluntad
incontrastable. Cierto es que si se dedicara, como su paisano, á
conquistar imperios, los habría ganado con rapidez. Habiéndose
metido, por la fatalidad de los tiempos y de las circunstancias,
á instruir muchachos, los instruía por los modos y estilo que el
otro empleó en domar naciones. Y no comprendía Polo la enseñanza de
otra manera. Se le representaba el entendimiento de un niño como
castillo que debía ser embestido y tomado á viva fuerza, y á veces
por sorpresa. La máxima antigua de _la letra con sangre entra_,
tenía dentro del magín de Polo la fijeza de uno de esos preceptos
intuitivos y primordiales del genio militar, que en otro orden de
cosas han producido hechos tan sublimes. Así, cuando, movido de su
convicción profundísima, descargaba los nudillos sobre el cráneo de
un alumno rebelde, esta cruel enseñanza iba acompañada de la idea
de abrir un agujero por donde á la fuerza había de entrar el tarugo
intelectual que allí dentro faltaba. Los pellizcos de sus acerados
dedos eran como puncturas por las cuales se hacían, al través de la
piel, inyecciones de la sabiduría alcaloide de los libros de texto.

Gran auxilio á don Pedro prestaba el pasante don José Ido, mayormente
en el arte de escribir. Polo escribía mal, y su ortografía era muy
descuidada. Ido le ayudaba también en las lecciones, y hacía leer á
los pequeñuelos, mas con tan delgada voz y entonación tan embarazosa,
que para articular una sílaba parecía pedir prestado el aliento al
que estaba más próximo. Los chicos, desde el mayor al más pequeño,
respetaban y temían tanto á don Pedro, que ni aun fuera de la clase
se atrevían á hacer burla de él; pero al pobre Ido le trataban con
familiaridad casi irreverente. Las paredes del callejón de San Marcos
estaban de punta á punta ilustradas con el retrato del señor de Ido,
en diferentes actitudes, y eran de ver lo parecido del semblante y
la gracia de la expresión en aquellos toscos diseños. No faltaban
explicaciones y leyendas que decían: _Ido diendo á los toros_; y
por otro lado: _Ido del Sagrario calléndosele los calzones_. Porque
este pobre calígrafo tenía las carnes tan flácidas, que toda su
ropa parecía escurrirse, y que cada pieza, desde la corbata á los
pantalones, estaba más baja del sitio que le correspondía. Otra cosa
que daba motivo así á las cuchufletas como á las ilustraciones, era
el cartílago laríngeo, ó la nuez del pasante, la cual era grandísima.
Entre las pinturas murales, que representaban casi siempre escenas de
toros, había una cuyo letrero decía: _El toro, perdone ustez,--me le
enganchó de la nuez_...

Á este hombre, probo, trabajador, honrado como los ángeles, inocente
como los serafines, esclavo, mártir, héroe, santo, apóstol, pescador
de hombres, padre de las generaciones, le trataba don Pedro delante
de los chicos con frialdad y sequedad; mas cuando estaban solos le
abrumaba á cortesanías y piropos, como éste: «Es usted más tonto que
el cerato simple,» dicho con desenfado y sin mala voluntad. Ó bien
le saludaba así: «Cierre usted esa boca, hombre, que se le va por
ella el alma.» Y era verdad que parecía que el alma estaba acechando
una ocasión para echársele fuera y correr en busca de mejor acomodo.

Los capones y pellizcos, los palmetazos y nalgadas, las ampliaciones
de orejas, aplastamiento de carrillos, vapuleo de huesos y maceración
de carnes, no completaban el código penitenciario de Polo. Además
de la pena infamante de las orejas de burro, había la de dejar sin
comer, aplicada con tanta frecuencia, que si las familias no sacaban
de ella grandes ahorros, era porque no querían. Todos los días, al
sonar las doce, se quedaban en la clase, con el libro delante y las
piernas colgando, tres ó cuatro individuos que se habían equivocado
en una suma ó confundido á Jeroboan con Abimelech, ó levantado
algún falso testimonio á los pronombres relativos. Los autores
de estos crímenes no debían alcanzar de nuestro Eterno Padre el
pan de cada día, que todos piden, pero que se da sólo á quien lo
merece. Bostezos que parecían suspiros, suspiros como puños llenaban
la grande y trágica sala. Isaías no habría desdeñado llorar tan
dolorosas penas, y hubiera sacado de su boca algún sublime acento
con que pintar aquellos desperezos tan fuertes, que no parecía sino
que cada brazo iba á caer por su lado. Á menudo las páginas sucias,
dobladas, rotas, de los aborrecidos libros se veían visitadas por un
lagrimón que resbalaba de línea en línea. Pero esta forma del luto
infantil no era la más común. La inquietud, la rebeldía, el mareo, la
invención de peregrinas diabluras eran lo frecuente y lo más propio
de estómagos vacíos. Quién gastaba su poca saliva en mascar y amasar
papel para tirarlo al techo; quién dibujaba más monos que vieron
selvas africanas; quién se pintaba las manos de tinta á estilo de
salvajes...

Cuando la clase concluía, allá sobre las cinco de la tarde, después
de diez horas mortales de banco duro, de carpeta negra, de letras
horribles, de encerado fúnebre, el enjambre salía con ardiente fiebre
de actividad. Era como un furor de batallas, cual voladura de todas
las malicias, inspiración rápida y calorosa de hacer en un momento
lo que no se había podido hacer en tantas horas. Una tarde de Enero,
un chico que había estado preso, sin comer y sin moverse en todo el
día, salió disparado, ebrio, con alegría rabiosa. Sus carcajadas
eran como un restallido de cohetes; sus saltos, de gato perseguido;
sus contorsiones, de epiléptico; la distensión de sus músculos, como
el blandir de aceros toledanos; su carrera, como la de la saeta
despedida del arco. Por la calle de San Bartolomé pasaba una mujer
cargada con enorme cántaro de leche. El chico, ciego, la embistió
con aquel movimiento de testuz que usan cuando juegan al toro. El
piso estaba helado. La mujer cayó de golpe, dando con la sien en el
mismo filo del encintado de la calle, y quedó muerta en el acto.


IV

Es forzoso repetir que la crueldad de don Pedro era convicción, y
su barbarie fruto áspero, pero madurísimo, de la conciencia. No
era un maestro severo, sino un honrado vándalo. Entraba á saco
los entendimientos, y arrasaba cuanto se le ponía delante. Era
el evangelista de la aridez, que iba arrancando toda flor que
encontrase, y asolando las amenidades que embelesan el campo de la
infancia, para plantar luego las estacas de un saber disecado y sin
jugo. Pisoteaba rosas y plantaba cañas. Su aliento de exterminio
ponía la desolación allí donde estaban las gracias; destruía la vida
propia de la inteligencia para erigir en su lugar muñecos vestidos
de trapos pedantescos. Segaba impío la espontaneidad, arrancaba
cuanto retoño brotara de la savia natural y del sabio esfuerzo de
la Naturaleza, y luego aquí y allí ponía flores de papel inodoras,
pintorreadas, muertas. Por uno de esos errores que no se comprenden
en hombre tan bueno, estaba muy satisfecho de su trabajo, y veía
con gozo que sus discípulos se lucían en los Institutos, sacando
á espuertas las notas de _sobresaliente_. Don Pedro decía: _ellos
llevan el cuerpo bien punteado de cardenales, pero bien sabidos van_.

Á los tres años de esta ordenada vida capellanesca, escolástica y
cardenalicia, la familia se encontraba en un pie de comodidades que
nunca había conocido. Doña Claudia Cortés se trataba con azafatas,
alabarderas, tal cual camarista y otras personas bien puestas en
Palacio. Marcelina Polo, que llevaba el peso de la casa, había
logrado decorar ésta con cierta elegancia relativa. En el reducido
círculo de las relaciones de la familia pasaba ya por dogma que en
ningún cacareado colegio de Madrid recibían los muchachos educación
tan sólida, cristiana y de machaca-martillo como en el del padre
Polo. Llegó día en que eran necesarias las recomendaciones para
admitir una nueva víctima en el presidio escolar. Desgraciadamente
para la familia, los ingresos, aunque regularcitos, no correspondían
á la fama del llamado colegio, por tener don Pedro una cualidad
excelsa en el terreno moral, pero muy desastrosa en el económico:
era una extremada y nunca vista delicadeza en cuestiones de dinero.
Aquella voluntad de hierro, aquel carácter duro se trocaban en
timidez siempre que era preciso reclamar de algún chico ó de sus
padres el pago de los honorarios. Así es que muchos no le pagaban
maldita cosa, y él antes se cortara una mano que despedirles. Este
sublime desinterés lo tuvo también el padre de don Pedro, de donde
le vino, al decir de sus contemporáneos, que muriera en afrentosa
cárcel. La economía política debe llamar á esta virtud _voto de
pobreza_, es evidente que estorba para todo negocio que no sea el
importantísimo de la salvación.

Pero bueno es decir que los fallidos ocasionados en la caja por los
efectos de esta santidad los compensaba Polo y Cortés con otros
ingresos que le sobrevinieron cuando menos pensaba. Alentado por
varios amigos, se metió á predicador. Hizo una tentativa: le salió
regular; animóse; fué entrando en calor, y al año se lo disputaban
las cofradías. El no era por sí elocuente; pero le favorecían su
voz grave, llena, hermosa, á veces dulce, á veces patética, y su
facilidad de dicción. En tres ó cuatro leídas se apropiaba un sermón
de cualquiera de las colecciones que existen. De su propia cosecha
ponía muy poco. Había tenido también el talento de asimilarse el
énfasis declamatorio y la mímica del púlpito, que tan grande parte
tienen en el éxito. Cada perorata le valía una onza, y á su madre
le daba con cada sermón diez años de vida, porque, según ella, los
ángeles mismos no dirían cosas tan sublimes y cristianas como las
que su hijo echaba por aquel pico de oro. No se desvanecía don Pedro
con estas lisonjas, flores preciosas del amor materno, y á solas con
su conciencia literaria, cuando bajaba del púlpito, iba diciendo:
«Dios me perdone las tontadas que he dicho.»

Muchas amistades cultivaba don Pedro en Madrid. Eran principales
amigos un empleado de Hacienda que conoció en Toledo, y un fotógrafo,
excelente persona, extremeño, y también Cortés de nombre y genio. Las
señoras de ambos visitaban á doña Claudia, y tomaban participación
en sus jugadas de lotería. Porque es bueno saber que á la madre
de don Pedro le había entrado pasión tan ardiente por la Lotería
Nacional, que en todas las extracciones probaba fortuna, y se pasaba
la vida discurriendo y combinando números. Éste era bonito, aquél
feo, tal otro había sido afortunado, cuál refractario á la suerte;
pero la suya era con todos tan mala, como incorregible su manía de
probarla dos ó tres veces al mes. El empleado de Hacienda paseaba
con don Pedro algunas tardes, y las de día de fiesta infaliblemente.
Se ponían los dos muy guapos, de guante y gabán, y medían todo el
Retiro, hablando de la cosa pública, del reconocimiento del reino
de Italia y de la guerra de Santo Domingo. El fotógrafo no había
encontrado manera mejor de corresponder á la amistad de los Polos que
retratándolos á todos con profusa variedad. Por esto se veían las
paredes de la salita salpicadas de diferentes imágenes en cuantas
formas se pueden idear: don Pedro, de hábitos, sentado; don Pedro,
de paisano, con un libro en la mano; Marcelina, de mantilla, ante un
fondo de ruinas y lago con barquilla; don Pedro y su madre, sobre
telón de selva con cascada, ella sentada y estupefacta, él en pie
mirándola, y otros muchos...

Dos parentescos tenían los Polos en Madrid, ambos con venerables
conserjes de establecimientos científicos. El de la escuela de
Farmacia, padre de las dos guapas chicas que vimos aquel día en donde
queda dicho, se declaraba primo de don Pedro en tercer grado. Su
apellido era Sánchez y Emperador; pero á las niñas se las llamaba
comúnmente _las de_ ó _las del Emperador_. Doña Saturna, esposa
de aquel don Florencio Morales que se emborrachaba con agua, era
sobrina de doña Claudia. Á estos parientes consideraban más que á
nadie los Polos, no sólo por sus cualidades y virtudes, sino porque
doña Saturna poseía entre éstas una de grandísimo valor para don
Pedro. Era la tal señora la más eminente cocinera que se ha visto,
doctora por lo que sabía, genio por lo que inventaba, y artista por
su exquisito gusto. Cuentan que en su juventud había vivido con
monjas y servido después en casas de gran rumbo. Todo lo dominaba:
la cocina rancia española y la extranjera, la confitería caliente y
fría. De aquí que don Pedro la trajera en palmitas, porque el buen
señor, al pasar de su primitiva vida miserable á la regalona en que
entonces estaba, se pasó también gradualmente, y sin darse cuenta
de ello, de la sobriedad del cazador á la glotonería del cortesano.
Le acometían punzantes apetitos, y mientras más rarezas coquinarias
probaba, más se relamía con todas y más deseaba las nuevas y aún no
conocidas. Su gusto se refinó grandemente, y sin aborrecer los platos
nacionales, adoraba algunos de los extranjeros connaturalizados
en España. Su madre alentaba esto mimándole y engolosinándole sin
tasa, discurriendo las cosas más aperitivas y confabulándose con
doña Saturna para proporcionarle un día y otro esta novedad, aquella
sorpresa.

Siempre que los Polos invitaban á algún amigo á comer, doña Saturna
se personaba en la casa muy tempranito, y cuando Morales celebraba
sus días ó los de su esposa, el primer convidado era Polo. Las de
Emperador iban á una y otra parte, y en ambas eran muy agasajadas por
sus méritos, por su índole modesta, por ser huérfanas de madre, y por
su mansedumbre graciosa y un tanto sentimental.

Marcelina Polo las quería entrañablemente, y hacía para ellas
laborcillas de gancho, corbatas y mil enredos y regalitos. Ya que
hemos nombrado á la hermana del capellán, conviene decir que esta
señora, de más edad que don Pedro, era lo que en toda la amplitud
de la palabra se llama una mujer fea. Su cara se salía ya de los
términos de la estética, y era verdaderamente una cara ilícita,
esto es, que quedaba debajo del fuero del poder judicial. Debía,
por consiguiente, recaer sobre ella la prohibición de mostrarse en
público. Así lo conocía la dueña de aquel monumento azteca, y ni
tenía en su habitación espejos que se lo reprodujeran, ni salía más
que para ir á la iglesia, ó á visitar amigas de confianza. Era una
persona insignificante, pero que tratada de cerca inspiraba algunas
simpatías. Ocupábase de cuidar la casa, de hacer obras de mano,
generalmente de poco mérito, y de rezar, escribir cartitas á las
monjas ó enredar un poco en la sacristía de la iglesia. Resumiendo
todo lo que nos dice Clío respecto á estas tres personas, resulta
que se avenían y ajustaban maravillosamente, viviendo bajo un mismo
techo y amándose con ardor, tres diferentes pasiones: Gula, Religión,
Lotería.


V

--¡No, si no te he de pasar nada; si te he de brear y batanear y
curtir, hasta que seas otro y no te parezcas á lo que fuiste!... Haz
cuenta de que naces. ¿Dices que quieres aprender y ser hombre? Pues
ahora te las verás conmigo.

Esto decía Polo á su nuevo alumno, recogido por caridad un domingo
por la tarde, en momentos de satisfacción digesta. Se vieron, se
hablaron, se comprendieron, simpatizaron y de la simpatía salió
el siguiente contrato: don Pedro sería maestro de su criado, y el
criado sería discípulo de su amo. Perfectamente... Á la familia le
hacía falta un chiquillín que desempeñase recados, barriese casa
y escuela, que á veces no podían con más polvo, y prestara además
otros servicios. Doña Claudia se veía negra muchas veces para
poder repartir á domicilio los papelitos en que hacía constar las
participaciones que ésta ó la otra persona tenían en sus jugadas.
Marcelina recibió á Felipe con benevolencia. ¡Cuántas veces había
dejado de mandar á las monjas un recado importante por no tener
quien lo llevara! Agradó á todos el muchacho, y como llevaba la
buena ropa que le había dado Miquis, casi casi parecía un paje, un
caballerito... Señaláronle para su vivienda un cuarto, ó más bien una
garita, en los deshabitados desvanes de la casa, los cuales, aunque
llenos de trastos y polvo y telarañas, fueron para él mejores que
cuantos palacios puede soñar la fantasía.

Hasta aquí muy bien. Grande, inesperada fortuna del héroe, que decía
gozoso: «¡Ahora no hay quien me tosa! ¡Si la Nela me viera en medio
de tantos santos, blandones, _murumentos_ y animales!...» Y era
verdad que en compañía de todo esto se hallaba, porque los sotabancos
del caserón de Aquila-Fuente servían á las monjas para depósito de
objetos inútiles, ó de otros que no tenían hueco en la sacristía, y
allí había cantidad de imágenes, las unas rotas, las otras desnudas;
aparejos de funeral, y diversas piezas del monumento de Semana Santa
en cartón y madera. Los animales eran los que acompañan y simbolizan
á tres de los Evangelistas, piezas enormes y algo pavorosas, cuya
vista daría miedo á quien no tuviera corazón tan esforzado como el de
Felipe.

Los primeros días pasaron bien. En la escuela, la torpeza del neófito
no causaba sorpresa al maestro ni á don José Ido, por estar el
chico en estado completamente cerril ó primitivo. Ni en el servicio
doméstico había tiempo aún de juzgarle, porque su ignorancia de todas
las cosas le disculpaba de su inhabilidad. Si no sabía el destino de
los objetos más usuales, como una bandeja, la badila, el molinillo
de café, ¿cómo se le podía inculpar equitativamente de no traer lo
que se le pedía, de equivocarse casi siempre y aun de romper alguna
cosa? Marcelina llevaba con cierta resignación sus desaliños, le
aleccionaba con paciencia y le alentaba con discretos plácemes cuando
era puntual. Menos tolerante doña Claudia, exageraba las faltas de él
y ponía las manos á la altura de sus anteojos siempre que la criada,
muerta de risa, venía contando alguna fechoría ó gansada del pobre
Felipe. Porque Maritornes, preciso es decirlo para que cada cual
tenga su verdadero puesto, le había declarado guerra á muerte desde
el principio, y muchas cosas que él hubiera hecho bien las hacía mal
porque ella le confundía con sus gritos y le atropellaba con sus
lenguarajos. No habían pasado tres semanas, cuando doña Claudia decía
á todo el que la quisiera oir:

--¡Qué cosas tiene mi hijo!... Habernos traído aquí este muñeco... Lo
que digo, es un número sin premio.

Una cualidad buena reconocían todos en Felipe, y era que jamás
contestaba á las reprimendas, ni se daba por aludido de los
pellizcos, coscorrones y demás argumentos en vivo que en la escuela
y en la cocina se le hacían. Todo lo llevaba con paciencia aquel
estoico, pequeño de cuerpo. Si no llegaba á decir, como el otro,
que el dolor es bueno, en su interior lo diputaba justo y merecido,
y á solas lloraba de rabia, encolerizado contra sí mismo, ó se
ponía de hoja de perejil, encareciendo su torpeza y brutalidad...
¡Si aquello parecía arte del demonio! Él procuraba salir airoso en
sus obligaciones, y todo le salía lo peor posible. ¿De qué le valía
poner en cada faena sus cinco sentidos y aun alguno más? Notaba en
sus manos una tosquedad que las hacía ineptas para todo lo que no
fuera cargar espuertas de tierra. Mal ó bien, ya se iba haciendo
á manejar platos y tazas; pero cuando le ponían una pluma entre
sus tiesos y duros dedos; cuando le sentaban delante de un papel
rayado y le mandaban trazar... ¡Dios de los pequeños, Dios de los
débiles! ¡qué sudores, qué congojas, qué doloroso esfuerzo! La mano
se le ponía rígida y trémula; era una mano de cartón que, en vez de
sangre, estaba llena de cosquillas. Para someterla á la voluntad, el
angustiado alumno alargaba el hocico, hacía trompeta de sus labios,
distendía todos los músculos de su cuerpo, contraía los dedos de los
pies... Ni por esas: sólo conseguía mancharse de tinta hasta el codo,
y en tanto el infame palote no salía. Daba grima ver aquel trazo
curvo, erizado de púas como un cardo... Y cuando, al fin, parecía que
iba saliendo un poquito más derecho... ¡cataplum! un coscorrón del
pasante que le hacía soltar el papel para llevarse la mano á la parte
dolorida, y rascársela cuanto permitieran las iracundas miradas de
don Pedro... Nueva tentativa, nuevo fracaso acompañado de esta lluvia
de flores:

--Burro, eso no es escribir: eso es dar coces...

En lectura iba bien. Pero cuando, pasado algún tiempo, le pusieron
á desflorar los elementos de las artes y las ciencias... ¡Dios
misericordioso, amparo de la ignorancia!... Nada, nada: Polo y
don José Ido convinieron unánimes en que carecía absolutamente de
memoria y entendimiento. No había fuerza humana que pudiera hacerle
decir bien ninguna de aquellas sabias definiciones que compendian
la sabiduría de nuestros libros escolares. No son para contados los
testimonios que levantaba y los trastrueques que hacía al intentar
decir que _el participio es una parte de la oración que participa
de la índole del verbo y del adjetivo_. En otras definiciones se
trabucaba más por no conocer el valor y significado de las palabras.
¡Flojita cosa era para él saber lo que es _Gramática_! ¡Re-córcholis,
si no sabía lo que es _arte_... si no sabía lo que quiere decir
_correctamente_!... Por algo, sí, por algo, Dios de justicia, pensaba
el pobre Centeno que fabricar ciertas definiciones y asar la manteca
eran cosas harto semejantes.

Luego venía la Historia Sagrada con sus cáfilas de nombres, sus
genealogías, sus guerras, sus episodios patéticos y trágicos. Aquello
era otra cosa. Aun en insulso extracto, la historia de Israel ofrece
interés á la infancia. Pero el entendimiento del pobre Centeno no
estaba hecho, no, para retener tanto y tanto nombre de individuos y
pueblos. Deploraba la fecundidad de Jacob, y las tribus le traían á
mal traer, porque confundía una con otra, ó le colgaba un parentesco
al más pintado. Él no sabía de linajes, ¡contra! y lo mismo daba Juan
que Pedro. Un día cometió un desliz bíblico-mitológico achacando á
Nabucodonosor excesos y desmanes del señor de Júpiter; y al ver que
todos se reían, dijo con mucho desenfado:

--Lo mismo da: tan pillo era el uno como el otro.

La algazara que produjo esta observación fué tan grande, que don
Pedro tuvo que dar zurribanda general para imponer silencio, aunque
él mismo no contenía la risa.

Venía luego la Doctrina Cristiana. Al fin, al fin se iba á lucir.
Como que ya sabía él algo, y aun algos, de cosa tan buena, santa y
admirable, de que se deriva la máquina toda del humano saber. Pero
á las primeras de cambio, ¡Dios de los tontos! empezó mi sabio á
desbarrar. Érale imposible retener en la memoria las respuestas que
comprenden y definen los altos principios del Cristianismo. Cuando
las cláusulas eran breves y sencillas, menos mal: mi hombre las
espetaba de corrido; pero ¡ay! cuando venía una de aquellas cosas
hondas, largas, enrevesadas y obscuras que guardaba el librito
en sus últimas hojas, ya era Felipe hombre perdido... Allá iban
proposiciones que harían estremecer de espanto á los Santos Padres.
¡Risas, escándalo y patadas en la clase! No se ha visto ni verá más
atrevido heresiarca. ¡Decir que la gracia _es un sér divino que nos
hace esclavos del demonio_!... ¡Ciérrate, boca nefanda!

Un día, que fué de los más infelices que tuvo Centeno en la casa de
don Pedro, á los tres meses de haber entrado en ella; un día en que
todo lo dijo mal y lo hizo peor, y echó por aquella boca los más
horribles despropósitos que pueden oirse, don Pedro tuvo una idea
entre humorística y sanguinaria que al punto quiso poner por obra
como saludable escarmiento y visible lección de sus alumnos. Porque
cuando el tal don Pedro, siempre tan serio y ceñudo, con aquella cara
de juez inexorable y aquella expresión de patíbulo, tenía humoradas,
eran éstas ferozmente irónicas, verdaderas caricias de puñal, como
los epigramas de Shakespeare. Cogió á Felipe, me le puso de rodillas
sobre un banco, le encasquetó en la cabeza el bochornoso y orejudo
casco de papel que servía para la coronación de los desaplicados.
Luego, en el airoso pico de esta mitra, colgó un papel que decía con
letras gordas, trazadas gallardamente por don José Ido: EL DOCTOR
CENTENO.

¡Dios de Dios, qué risa, qué estruendo, qué ovación! Aquel día tuvo
don Pedro humor burlesco. Su alma de pedernal echaba chispas, y de
su verbosidad chancera brotaban cuchillos. De sus chistes resultaba
el escarnio. Paseándose delante de la víctima, con la palmeta en la
mano, decía:

--Este señor vino á Madrid para ser médico. Como es tan aprovechado,
tan sabio, tan eminente, pronto le veremos con la borla en la
cabeza... Ánimo, hombre, no llores... No hay carrera sin trabajos...
Ya estás á medio camino. Si sabes más que ese tintero... Serás
médico: tómale el pulso á la pata de la mesa.

¡Risas, confusión, aplausos, bramidos! Don Pedro era el maestro más
gracioso...


VI

Por desgracia de Centeno, la antipatía que inspiró á doña Claudia,
en vez de disminuir con el tiempo, iba creciendo fomentada por el
carácter seco y desabrido de aquella señora. Era la roca árida en
que había nacido la negra encina que llamamos don Pedro Polo. Luego
la maldita criada agravaba la situación de Felipe con sus enredosos
chismes. De todo lo malo que en la casa pasaba había de tener la
culpa el sin ventura hijo de Socartes. Si algo traía, traíalo tarde;
si se le confiaba cualquier faena de la cocina, echábala á perder; si
redoblaba su esmero, resultaba que, por atropellar las cosas, salían
mal; si al ir á comprar algo lo hacía con poco dinero, lo que había
traído era detestable; si resultaba caro, era un sisón; si hablaba,
era entrometido; si se callaba, sin duda estaba meditando picardías;
si se limpiaba la ropa, era un presumido; si no, era un Adán. En
resumidas cuentas, habría deseado el Doctor (pues dieron en llamarle
de este modo, y también el _Doctorcillo_) tener la sabiduría de aquel
señor tan despejado de que habla la Historia Sagrada, Salomón, para
poder complacer á la doméstica y á la señora. Los regaños de ésta,
importunos y soeces, le ponían en tal tristeza, que le entraban
deseos de marcharse de la casa. Viendo que sus leales esfuerzos no
tenían estímulo ni recompensa, desmayaba su valeroso ánimo, y lo
mismo le importaba cumplir que no. Así, cuando iba á recados, se
detenía en las calles mirando los escaparates ó añadiéndose al corro
que por cualquier motivo se formara, ó entablando sabroso palique con
éste ó el otro amigo.

En tanto, las horas de servicio crecían de lo lindo y las de
enseñanza mermaban. Viéndole cada día más torpe, apenas se le tomaba
lección de aquellas condenadas materias que tan poca gracia le
hacían, y el gran don José Ido, al llegar á él, decía:

--Mira, Doctor, más vale que te vayas á subir agua, que estas cosas
no son para tí.

Y él veía el cielo abierto, porque más le gustaba y más le instruía
sacar agua del pozo y cargar una cuba que repetir aquello de que
_el artículo sirve para entresacar el nombre de la masa común de su
especie_.

De las enseñanzas de la escuela, lo único que le agradaba era la
Geografía. Cierto día, teniendo delante un mapa muy bonito, donde se
veían los países pintados con rayas y masas de colores, y el mar azul
y las islas de extraña forma, sintió una tentación que sin duda debía
de ser mala. ¡Diablos de chicos, no hay cosa que no inventen!...
Pues se le ocurrió nada menos que dejar á un lado los palotes, como
se arroja fatigosa carga, y ponerse con toda su alma á _retratar_ el
mapa, imitando los contornos y perfiles que allí parecían el propio
rostro de las naciones. ¡Qué lástima no tener caja de pinturas, ó al
menos lápices de colores! Así, así debían ser enseñadas todas las
cosas. ¿Por qué no se han de pintar la Gramática y la Doctrina?...
Manos á la obra y venga papel. Sacó del bolsillo un pedazo de lápiz,
y aquí te quiero ver, talento. Raya por allí, raya por allá; aquí
un pico, más allá un hueco, todito iba saliendo á maravilla: la
Inglaterra, que es una isluca con muchas púas; Suecia, que parece una
gran pieza de bacalao; Franciota con luengas narices; Portugalito con
la boca risueña, que es la del Tajo; Italia como una bota; Grecia
cual manojo de pueblecitos, y Rusia grandísima, informe, esteparia,
soñolienta, sin fisonomía... Muy bien. La cosa prometía. El retrato
estaba hablando, y aunque á algunas de las naciones no las conocería
ni la mala mujer que las inventó, si el artista tuviera goma con que
borrar para rehacer su trabajo... ¡re-contra!... Tan engolfado estaba
en sus golfos, y tan aislado dentro de sus islas, que no vió venir á
don Pedro, el cual se acercó por detrás pasito á pasito... ¡Ay, Dios
mío! Del primer cosque poco faltó para que los nudillos del maestro
penetraran hasta la masa cerebral del geógrafo pintor, y detrás otro
y otro, dados al compás de estas cariñosas frases:

--¡Animal, siempre de juego, pum!... ¡Si te voy á freir! ¿De esa
manera, ¡pum!... correspondes al bien que te he hecho recogiéndote...
¡pum! de las calles? No se puede... ¡pum! sacar partido de tí. Anda,
anda arriba...

El resto de tan cristiano discurso fué, más que pronunciado, escrito
con las manos del maestro sobre las mejillas rojas del criminal y
sobre otras partes de su cuerpo. Cada lagrimón que le caía abultaba
más que un garbanzo. La suerte es que se los iba bebiendo á medida
que llegaban á la boca; que si los dejara rodar, seguramente le
mojarían la ropa. Al subir, se tentaba el cráneo para indagar cuántos
y de qué calibre eran los agujeros que en él, á su parecer, tenía.

Por tres motivos estaba de malísimo talante aquel día doña Claudia.
Primeramente le dolía la cabeza, como atestiguaba la venda que se
la oprimía, sujetando dos ruedas de patata sobre las sienes. Añadid
á esto el disgusto que le ocasionaba la lista grande, que acababa
de leer, en cuyo documento, por uno de esos descuidos tan propios
de nuestra mala administración, no aparecía premiado ningún número
de los que la señora tenía. Seguramente la lista estaba equivocada.
Por último, doña Claudia había descubierto en la criada cosas de que
no se podía echar la culpa á Felipe. Así, cuando éste se presentó y
le dijo llorando: «El señor me ha mandado que suba,» doña Claudia
se puso en pie, dió al aire las dos aspas de sus brazos, y con
voz desabrida le contestó: «Dí á mi hijo que aquí no hacen falta
monigotes.» Felipe tornó al piso bajo; mas no tuvo ánimo para entrar
en la clase, y sentóse junto á la puerta de ella, esperando á que don
Pedro saliera y le dijese algo.

Allí estuvo largo rato, oyendo el rumor hondo del aula, tan semejante
al del mar, y como éste, músico y peregrino. Lo componen un vagido
constante de cláusulas que vienen y van, salpicar de letras,
restallido de palmetazos y aquel fondo mugidor de la murmuración
infantil, que es como el constante silbar de la brisa. Este fenómeno,
sobre que entristecía el alma del buen Doctor, le convidaba á
mecerse en meditaciones... ¡Qué desfallecimiento el suyo! No podía ya
dudar que era el más bruto, el más torpe y necio de la escuela.

Él lo comprendía bien, por virtud de su propio entendimiento, en
que cada esfuerzo era un fracaso, y además cierto debía de ser,
porque lo aseguraban personas como Polo y don José Ido, que eran dos
templos de sabiduría. Verdaderamente, el Doctor Centeno no estaba
en su lugar sino en Socartes, rodeado de sus iguales, las piedras,
y de sus dignos prójimos, las mulas. ¿Por qué algunos chicos decían
tan bien sus lecciones, y él no daba pie con bola?... ¡Qué cosa más
triste! ¡Toda la vida sería un animal!... Sí: tan médico sería él
como puede serlo una calabaza. ¡Qué desengaño! Y no era por falta de
voluntad, que si la voluntad hiciera sabios, él se reiría del mismo
Salomón. Era porque le faltaba algo en aquella condenada y cien
veces maldita cabeza... Pero no, no lo podía remediar, ni estaba
en su mano corregir su natural barbarie. Había hecho fatigosos y
titánicos esfuerzos por retener las sabias respuestas de los libros,
y las palabras se le salían de la memoria como se saldrían las
moscas si se las quisiera encerrar en una jaula de pájaros... El
Doctor Centeno para nada servía, absolutamente para nada. ¡Malditos
libros, y cómo los odiaba! Y era tan bobo Felipe, que se le había
ocurrido aprender muchas cosas preguntándolas al pasante. Porque en
los cansados libros no se mentaba nada de lo que á él le ponía tan
pensativo, nada de tanto y tanto problema constantemente ofrecido á
su curiosidad ansiosa. ¡Oh! si el doctísimo don José le respondiese
á sus preguntas, ¡cuánto aprendería! Adquiriría infinitos saberes,
verbigracia: por qué las cosas, cuando se sueltan en el aire, caen al
suelo; por qué el agua corre y no se está quieta; qué es el llover;
qué es el arder una cosa; qué virtud tiene una pajita para dejarse
quemar, y por qué no la tiene un clavo; por qué se quita el frío
cuando uno se abriga, y por qué el aceite nada sobre el agua; qué
parentesco tiene el cristal con el hielo, que el uno se hace agua y
el otro no; por qué una rueda da vueltas; qué es esto de echar agua
por los ojos cuando uno llora; qué significa el morirse, etc., etc.

Pensando en estas simplezas, dieron las doce y terminó la clase de
la mañana. ¡Momento feliz! Creeríase que el día, perezoso, daba un
salto y se ponía de pie... Iban saliendo los escolares á escape y
atropelladamente: el último quería ser el primero. Todos, al pasar
por donde Centeno estaba, le decían alguna cosa. Éste le daba con
el pie; el otro le incitaba á que saliera también para jugar en la
calle, y unos con desvío, los más con afecto, todos tenían para él
palabra, pellizco ó arrechucho. Don Pedro le vió en la puerta, y
ceñudo le dijo:

--Hoy estás sin comer.

Ni asombro ni pena causó esto á Felipe, por lo acostumbrado que
estaba á tales penitencias. De los seis días de labor de cada semana,
tres por lo menos se los pasaba á la buena de Dios. Es forzoso
repetir que Polo hacía estas justiciadas á toda conciencia, creyendo
poner en práctica el más juicioso y eficaz sistema docente; no lo
hacía por ruindad, ni por la sórdida idea de ahorrar la comida de su
Doctor sirviente.

Los condenados al ayuno se quedaban en la clase. Se les obligaba á
estudiar en aquella triste hora, vigilados por el pasante, á quien
una mujer andrajosa llevaba la comida en dos cazuelillos. Mientras
ellos leían ó charlaban, él comía sus sopas y un guisote de salsa.
Á veces, cuando les veía muy desconsolados, dábales algo. Después
hacía traer un café, y repartía el azúcar que sobraba; siendo tal
su bondad, que generalmente tomaba el brebaje muy amargo para que
no faltara á los hambrientos la golosina. Alguno había tan mal
agradecido, que cuando Ido se distraía reprendiendo á otro, echábale
bonitamente dentro del vaso un pedazo de tiza de la que servía para
escribir en el encerado.

Centeno, por estar privado de comida, no dejaba de servir la de sus
amos en el comedor. Luego, cuando la criada ponía la mesa en la
cocina, se le mandaba bajar á clase con el estómago más vacío que las
arcas del Tesoro. Era tan desgraciado, que siempre llegaba después
que el seráfico don José había repartido los terroncillos. Pero algún
alma tolerante y cristiana se acordaba de él, hay que decirlo claro;
sí: Marcelina le guardaba siempre alguna cosita, para dársela al
anochecer, á escondidas de su hermano y de doña Claudia, que decía:

--¿Sabes lo que haces con esos mimos? Pues consentirle y echarle á
perder más.

Y á pesar de tantos y tan variados rigores, Felipe tenía cariño á
don Pedro; le quería, le respetaba y se desvivía por agradarle. Las
reprimendas que su amo le echaba heríanle en lo más vivo de su alma,
y ésta se le inundaba de contento cuando sorprendía en el semblante
de él señales ó vislumbres, por débiles que fueran, de aprobación.
Le miraba como á un sér eminente y escogido, instrumento de la
Providencia, grande y terrorífico como aquel Moisés que hacía tan
vistoso papel en las Escrituras. Algunos domingos, el terrible don
Pedro tenía un arranque de generosidad, digno de su alma varonil.
Aquella rigidez se doblaba; aquella dureza se fundía; aquel bronce se
hacía carne. Llamaba á Felipe, y echando mano al bolsillo, le daba un
par de cuartos, diciéndole:

--Toma, hombre: vete por ahí de paseo y compra alguna golosina.


VII

Frente á la casa de don Pedro, por el callejón de San Marcos, se
veía, en muestra negra con letras blancas, el título de un periódico.
En el piso bajo estaba la redacción, y en el sótano la imprenta y
máquinas del mismo. Felipe, siempre que salía, se paraba delante de
las ventanas mirando por los cristales á los señores que escribían
el diario, reunidos alrededor de una mesa con tapete verde, en la
cual había papeles cortados, manojos de cuartillas, grandes tijeras
y obleas rojas. Los tales eran, según Felipe, los hombres más sabios
de la tierra, porque inventaban todas aquellas cosas saladísimas
que salían en el papel al día siguiente. Les miraba él desde fuera
con supersticioso respeto, y se admiraba de que, siendo todos tan
sabios, no tuvieran mejor pelaje. Disputaban, reían, y mientras el
uno escribía, otro daba grandes tijeretazos sin piedad en distintos
papeles más largos que sábanas. De todos aquellos simpáticos señores,
el que más atraía la atención de Felipe era uno que siempre se
sentaba frente á la ventana, y por eso se le veía mejor desde la
calle. No era joven; tenía la cara redonda, la nariz muy chica
y picuda, la expresión avinagrada, el mirar soberano, y grande,
espaciosa y reluciente calva, por la cual se pasaba suavemente la
mano para acariciar sus ideas. Vaya, que si toda aquella cabeza
estaba llena de talento, aquél debía ser el hombre del siglo. ¡Con
qué gravedad tomaba, ora las tijeras, ora la pluma, y con qué aire se
acomodaba á cada momento los anteojos sobre la nariz!... Observando
estas cosas, Felipe se detenía en la calle más de lo regular; los
recados tardaban eternidades, y luego doña Claudia ó Marcelina ponían
el grito en el cielo y llovían bofetadas. Mayores fueron aún las
distracciones de Centeno cuando se hizo amigo de otro chico de la
misma edad, poco más ó menos, que era hijo del mozo de la redacción y
servía en ésta y en la imprenta para hacer recados y llevar pruebas.
No salía nunca el Doctor á un mandado sin asomar las narices á la
puerta de la redacción para ver si estaba su amigo. Éste también le
buscaba, y como se encontraran, ambos se pasaban las horas jugando,
olvidados de su deber. Desde que se vieron simpatizaron, y desde que
se hablaron su afecto apareció tan vivo como si fuera antiguo. El
primer cambio de palabras fué para enterarse de los nombres.

--¿Cómo te llamas tú?

--¿Yo? Felipe Centeno. ¿Y tú?

--Yo me llamo Juanito del Socorro.

En figura y en genio no tenían semejanza, pues Socorro representaba
menos edad de la verdadera; era delgado, flexible y escurridizo como
una lagartija. Parecía tener alas en los pies, porque no andaba sino
á saltos, y hablaba haciendo mil contorsiones y monerías. Era más
embustero que el inventor de las mentiras, que, según parece, fué la
serpiente del Paraíso, y además vanidoso y lleno de las más graciosas
y ridículas presunciones. Se comía la mitad de las palabras, y
dándose aires de protector, llamaba á su amigo _hijito_, con un
retintín que habría hecho reir á la rueda de una noria. Por Socorro
supo Felipe que el señor de la calva y de los espejuelos sobre la
nariz chica, era el que escribía los artículos y sueltos de Hacienda.

--¡De Hacienda!--exclamó Centeno, abriendo la boca todo lo que se
puede abrir.

--Hijí... tú no sabes: es un señor que siempre está muy enfadado,
y cuando escribe, dice que la Deuda... ¡bum! la Hacienda, ¡bum! el
_Porsupuesto_, ¡bum!... y echa unas carretadas de números que te
quedas bizco.

Felipe le oía con la boca abierta, lleno de admiración.

--¡Vaya un hombre!... ¡Cór...!

--Pues mira, hijí... cuando no está en la casa, los otros _relatores_
se ríen de él, y dicen que es más tonto que el cepillo de las ánimas.
Voy á comprarle cigarros... Que se espere.

En estas conversaciones pasaban el tiempo, y se acompañaban el uno
al otro en sus recados. Á menudo Juanito hacía ponderaciones de su
estado y familia, diciendo:

--Hijí... cuando menos lo pienses, te he de colocar... porque mira,
mi padre tiene muchas haciendas, y aunque está sirviendo, es porque
van á subir los de acá, y lo menos le hacen _comendante_... Yo como
todos los días gallina y jamón, porque mamá tiene una amiga que es
duquesa y le manda regalos... Un día de éstos verás el caballo que me
va á comprar papá. Lo van á traer de las haciendas, ¿estás?

Otras veces, Juanito, que era listo y conservaba en su memoria lo que
oía en la redacción, decía á su amigo con misterioso acento:

--Hijí... hijí... ¿no sabes? _Esto se va_... Vamos al decir, que
viene revolución. Los señores lo dicen. Ya está la tropa apalabrada.
Se arma, se arma.

Centeno, al oir esto, sentía en su espíritu el pasmo que ocasiona
todo anuncio de cosas insólitas, sobrehumanas y jamás vistas ni
comprendidas.

--Sí, hijí... cuando yo te lo digo... Esto anda mal, y los curas
tienen la culpa de todo... Mi padre, que sabe mucho y es amigo de los
pejes gordos, dice que cuando venga la cosa, hay que ahorcar á mucho
pillo. Á un hermano de papá le mataron en otra trifulca, y papá dice
que se la han de pagar... porque cuando venga la cosa, habrá lo que
llaman _melicia_.

--Pues algo va á pasar--manifestó Felipe, dándose
importancia,--porque ayer don Pedro, en la mesa, dijo que esto
se pone feo... ¿oyes? y habló del Gobierno, de la tropa, del
_Porsupuesto_... Él también lee por las mañanas un papel, y el otro
día contaba que... pues, no me acuerdo. Tú que sabes estas cosucas,
dí, ¿qué quiere decir _las turbas_?

--¿Las turbas?... pues las turbas... Hijí... eso está claro. Las
turbas somos nosotros.

Alguna vez les sorprendía don Pedro, al salir de noche, en estas
conferencias, sentados en la puerta de la redacción ó en otra más
allá, fumando entre los dos á turno un roto cigarrillo. El maestro no
se contentaba con reprender y castigar á Felipe, sino que á los dos
les sacudía algunos pescozones, diciéndoles:

--Tunantes, id á vuestra obligación.

Don Pedro salía todas ó las más de las noches. Aquel hombre,
consagrado á rudo trabajo, necesitaba esparcimiento y ejercicio.
En los primeros años de su vida escolástica, solía tertuliar con
su madre y hermana después de la cena, hasta la hora de acostarse.
Pero llegaron días de mayor cansancio; las digestiones no eran tan
fáciles, y sobre este malestar vinieron unas melancolías tan negras
que no era posible hacer salir de la boca del capellán una sola
palabra. Se paseaba por el comedor mirando al suelo; luego se metía
en su cuarto y se estaba allí larguísimo rato solo y á obscuras...
De repente sentíasele revolviendo en la habitación, y al fin aparecía
de paisano, envuelto en su capa.

--Sí--le decía en un bostezo doña Claudia:--bueno es que hagas
ejercicio.

Marcelina le miraba sin decir nada; pero sus miradas traducían
tímidamente esta observación: «Ya le entró á mi hermano la calentura.»

Don Pedro decía: «voy á dar una vuelta,» y se iba. Regresaba á las
once, cuando ya su madre dormía. Su hermana le esperaba siempre, y le
alumbraba hasta llegar á la alcoba. Don Pedro sólo decía alguna frase
referente al tiempo.

Vino después larga temporada en que parecía luchar consigo mismo para
evitar la salida. Después de comer se entregaba á la lectura. Compró
muchos libros, y otros se los prestaba el fotógrafo, que tenía gran
copia de ellos. El leer más grato á su espíritu varonil era el de
cosas heróicas y fuera de lo común, historias de bravas conquistas
ó descubrimientos. También se entretenía con novelas, prefiriendo
las de mucho enredo, llenas de pasos y lances estupendos. Los viajes
arriesgados por islas y tierras de bárbaros le deleitaban, y todo
aquello en que hubiera lucha con feroces bestias ó con los elementos;
dificultades, trabajos y el siempre sublime sacrificio del hombre por
la cruz y la civilización. Su temperamento se empapaba en esto y se
condimentaba, dirémoslo así, como ciertos manjares se guisan en su
propio jugo.

Jamás se le vió leer libro místico; y cuando tenía que preparar un
sermón, cogía la _Cadena de Oro de Predicadores_, el _Alivio de
Párrocos_, ó bien el socorrido _Troncoso_, únicos libros religiosos
que guardaba, y entresacando de aquí y de allí, esto quiero, esto no
quiero, una de cal y otra de arena, componía sus enfáticas oraciones;
y aprendidas de memoria, las soltaba como un seráfico papagayo, del
mismo modo que sus venturosos discípulos decían las definiciones. ¡Y
qué pico de oro!


VIII

La mesa de don Pedro había ido ganando, día por día, en variedad
y riqueza. Modestísima en los comienzos de la vida capellanesca,
era últimamente casi suntuosa. Sobre los regalos que le hacían las
monjas, tenía los de sus discípulos, que no eran cualquier cosa.
El 29 de Junio se renovaba allí el espectáculo eructante de las
Bodas de Camacho. En tal día y en otros marcados, convidaban los
Polos á parientes ó amigos, no faltando nunca don Florencio ni el
fotógrafo. Doña Saturna iba puntual á sus primores, y desde muy
temprano, ella y doña Claudia se metían en la cocina y pasaban todo
el día machacando especias, haciendo salsas y picadillos, revolviendo
peroles. Generalmente, por ser casi todos los comensales extremeños,
las dos señoras hacían el _frite_, guiso de cordero á la extremeña,
que era recibido en la mesa con aclamaciones patrióticas.

Cuando iban á comer las dos chicas de Sánchez Emperador, don Pedro
estaba en sus glorias, y se esmeraba en ser fino y galante con ellas,
especialmente con la mayor, que era la hermosa.

Profesaba Polo la teoría, por cierto muy razonable, de que se puede
ser á un tiempo buen sacerdote y atendedor de las damas, con lo cual
se reverencia de dos maneras al Supremo Artífice de todas las cosas.
Por esto, cuando las de Emperador eran convidadas, viérais al señor
capellán y maestro salir de su cuarto muy almidonado, muy peinado y
oloroso, en correcto y limpio traje de paisano. Luego, durante el
curso de la comida, no cesaba de echar donaires por aquella boca, y
galanas flores retóricas del mejor gusto y sin chispa de malicia.
Todos lo alababan y reían, no siendo las dos chicas indiferentes á
los elogios que se hacían de su mérito.

Después de uno de estos días de honesta jarana, solía estar don Pedro
muy taciturno y displicente. Notaban los alumnos en él refinamientos
de rigor y exigencias inquisitoriales al tomar la lección. No
perdonaba ni una mota. Aun con la familia estaba el buen señor muy
enojado: economizaba con avaricia las palabras; ponía defectos á la
comida diaria; quejábase de inexactitudes en los servicios de su
hermana; á cualquier descuido, como un botón por pegar ó un cuello
mal planchado, daba importancia extrema. Se paseaba silencioso de
un ángulo á otro de su cuarto, y Felipe se asustaba oyéndole dar
unos suspiros tan grandes, que eran como si por el resuello quisiera
descargarse de un pesadísimo tormento interior. Únicamente salía de
sus labios la frase rutinaria «voy á dar una vuelta» en el momento de
ponerse la capa.

Tal estado de misantropía se iba desvaneciendo, y el personaje, cual
pieza forjada que se enfría y recobra su temple y dureza, volvía
lentamente á su carácter normal: pacífico y tierno con la familia,
afable y cariñoso con todos menos con los alumnos.

Cuando don Pedro se iba á dar la famosa vuelta, doña Claudia, que
cenaba sola y más tarde que su hijo, se comía el salpicón ó la
ensalada con el cortadillo de vino, y luego se daba á la endiablada
tarea de combinar sus números y recorrer las listas pasadas para
hacer un cálculo de probabilidades que no entenderían los matemáticos
de más tino. El sueño la cogía de súbito en estos afanes, y se
dormía sobre sus laureles aritméticos. Después de dar mil cabezadas
íbase á la cama, arrastrándose, y poco después sus ronquidos daban fe
de la tranquilidad de su conciencia.

Marcelina y Felipe se quedaban en vela esperando á don Pedro, junto
á la lámpara del comedor, ella ocupada en costura ó laborcilla de
_crochet_, él estudiando las lecciones del día siguiente. Muy á
menudo el Doctor inclinaba la cabeza sobre la Gramática y se quedaba
dormido, como esos Niños Jesús á quienes pintan durmiendo sobre
el libro de los Evangelios. La fea de las feas tenía la bondad de
respetar á veces aquel descanso, y no lo interrumpía en media hora.
Cuando el chico estaba despierto, la señora le sermoneaba, echándole
en cara su poco amor al estudio, sus descuidos en el servicio, y
principalmente su pícara afición á vagabundear por las calles y á
detenerse las horas muertas en los recados. Bien conocía Centeno
la justicia de estas observaciones; pero en cuanto á su gusto de
callejear, se sentía cobarde para reprimirlo, porque la amistad
de Juanito del Socorro, que le contaba cosas tan interesantes de
política y revoluciones, era el único bálsamo de su vida miserable.

Triste era para él la casa; triste su habitación; tristísima la
escuela, el pasante y los libros; más tristes aún doña Claudia, la
cocinera y la cocina. La calle y Juanito eran todo lo contrario de
aquel marco sombrío y de aquellas figuras regañonas y lúgubres; lo
contrario de los coscorrones, de las bofetadas, de los gritos, del
estirar de orejas, de la Gramática (¡el impío y bárbaro estudio!),
de la bestial Maritornes, de aquel rudo trabajo sin recompensa moral
ni estímulo. Sin un poquito de calle cada día; luz de su obscuridad,
lenitivo de su pena y descanso de su entumecido físico y moral, la
vida le habría sido imposible.

--Lee, hombre, lee--le decía por las noches Marcelina, sin quitar los
ojos de su obra, cuando á Felipe sorprendía jugando con sus propios
dedos ó atendiendo á los ruidos de la calle.--Eres malo de veras. No
aprenderás nunca palotada. Mi hermano dice que él ha conocido muchos
brutos, pero ninguno como tú... ¿No te da vergüenza, hombre, de ver á
otros niños tan aplicaditos...?

Reconociendo el Doctor que la señora hablaba como la misma sabiduría,
no le hacía gran caso, y con el alma, más que con los ojos, miraba
á la calle, oyendo los silbidos con que le llamara el del Socorro.
¡Inmenso dolor!... ¡No poder acudir á tan dulce reclamo! Sin duda
tenía que contarle aquella noche cosas muy buenas: por ejemplo, que
los regimientos se iban á echar á la calle, que la cosa estaba en un
tris, y los curas con el alma en un hilo... No había más remedio que
tener paciencia y entretener de cualquier modo las pesadas horas, ya
mirando los movimientos que con sus dedos hacía Marcelina metiendo y
sacando el gancho, ya contando los hoyos que aquella excelente señora
tenía en la nariz, ó los erizados pelos de su verruga... porque
pensar que él había de leer en la fementida Gramática, era pensar en
lo imposible.

Un sistema de distracción encontró Centeno, á fuerza de aburrirse,
y era observar los distintos ruidos que hacían las puertas mohosas
de la casa cuando las abría y cerraba la cocinera, la cual andaba
trasteando, hasta más de las diez, de la cocina á la despensa y de
la despensa al comedor. Las puertas, como toda la casa, tenían dos
siglos de fecha, y en tan largo tiempo nadie se había tomado el
trabajo de acariciar con aceite sus gastados, secos y polvorientos
goznes. Así es que daban unos gemidos que parecían de seres
vivientes, y su lamentar producía los más extraños efectos musicales.
En la soledad y hastío de su espíritu, Felipe no hallaba mejor
entretenimiento que observar la diversa tesitura y acento de cada uno
de aquellos ruidos. Tal puerta imitaba el mugido de un buey; tal otra
el llanto de un niño; alguna sonaba como voz gangosa que pronunciara
el principio del Padre nuestro; la de más allá parecía la matraca de
Viernes Santo, y otra decía siempre: _mira que te cojo_. Amenizaba
estas sonatas el lejano roncar de doña Claudia, que á ratos era
silbido tenue, á ratos fabordón que decía con toda claridad: _Sursum
Cooor...da_.

Cuando las puertas callaban, cual si se durmieran, Felipe buscaba
impresiones del mismo orden en las vidrieras. Eran éstas, como
las ventanas, grandísimas, desvencijadas. Se componían de vidrios
pequeños, verdosos, que retasaban la luz y eran como aduaneros de
ella, pues no la permitían pasar sin cogerse una parte. La madera
estaba pintada de azul, al temple, según el uso antiguo; el plomo era
negro, y de puro viejo apenas sujetaba los vidrios. Estos, siempre
que los pesados bastidores se abrían, bailaban en sus endebles
junturas, cual si quisieran saltar y echarse fuera. Cuando pasaba un
coche por la mal empedrada calle, era tanto el temblor y tanta la
chillería de los vidrios, que las personas tenían que dar fuertes
gritos para hacerse oir.

Tal era la ocupación del Doctor: atender al paso de los coches. Desde
que sentía su rodar lejano, ponía alerta el oído para observar cómo
lentamente empezaba el retintín de los vidrios; cómo iba en rápido
_crescendo_, hasta ser algarabía estruendosa. Antojábasele comparar
la casa con un cuerpo humano al que se hacían cosquillas, y con las
cosquillas se disparaba en convulsivas risotadas.

De todo esto era preciso tomar nota, y con su pedacito de lápiz iba
marcando disimuladamente con rayas, en el margen del libro, los
coches que pasaban. Pero algunas veces era vencedor de la atención
el fastidio. Felipe hacía almohada de la Gramática y se cuajaba
dulcemente como un ángel. Viéraisle despertar pavorido á la entrada
de don Pedro, que, por tener llavín, no llamaba nunca. Á veces, una
mano vigorosa le extraía, suspendido de la oreja, de aquel seno
placentero de su sueño, y oía una voz de trompeta del Juicio Final,
diciendo: «Á acostarse.»

Andaba dormido, tropezando, los sentidos abotagados, sin enterarse
de lo que charlaban el amo y su hermana antes de recogerse. Á
tientas subía por fin á sus elevados aposentos, y... Á media noche
todo dormía en la casa: personas, goznes y vidrios. Sólo don Pedro,
algunas veces, tenía el sueño tan difícil, que el alba y aun el claro
día le encontraban como un lince; y gracias que pudiera aletargarse
y dar breve descanso á sus potencias cerebrales á hora inoportuna,
cuando ya el esquilón monjil le avisaba que era llegada la de la
misa.


IX

En la calle de la Libertad, más allá de la esquina de la casa donde
la redacción estaba, había un solar vacío, separado de la calle
por una cerca de desiguales y viejas tablas. Dentro sólo se veían
montones de escombros, media docena de escobas y otras tantas
carretillas que dejaban allí los encargados de la limpieza urbana.
Tenía la tal valla una puerta que estaba cerrada casi siempre; pero
Juanito del Socorro y otros chicos de la vecindad, asistentes á
la escuela de don Pedro, habían hallado medio de colarse dentro,
arrancando una tabla y apartando otra; y posesionados del terreno, lo
dedicaron á plaza para hacer en él sus corridas.

Habiendo sido admitido un día Felipe á esta diversión infantil, halló
tanto gusto en ella, que se hubiera estado todo el santo día en la
plaza, sin acordarse para nada de sus deberes escolares y domésticos,
ni de don Pedro, ni del santo de su nombre. Mientras más el juego
se repetía, más afición le cobraba, y los domingos por la tarde, si
sus amos le permitían salir, entregábase con frenesí á las alegrías
del toreo. Saltar, correr, montarse sobre otro; ser alternativamente
picador, caballo, banderillero, mula, toro y diestro, era la delicia
de las delicias, exigencia del cuerpo y del alma, prurito que
declaraba perentorias necesidades de la naturaleza. Días enteros
pasaba pensando en el ratito que podía dedicar á la función, ó
representándose los entretenidos episodios y pasos de ella. Y tanto
repitieron los chicos aquel juego, que llegaron á organizarlo en
regla, para lo cual tenía especial tino el gran Juanito del Socorro,
sujeto de mucho tacto y autoridad. Era empresario y presidente,
acomodador y naranjero. Dirigía las suertes y á cada cual asignaba
su papel, reservando para sí el de primer espada. Á Felipe le tocaba
siempre ser toro.

Quisieron proporcionarse una de esas cabezotas de mimbres que adornan
las puertas de las cesterías; pero no lograron pasar del deseo al
hecho, porque no había ningún rico en la cuadrilla, ni aunque se
juntaran los capitales de todos podrían llegar á la suma necesaria.
Se servían de una banasta, donde Felipe metía la cabeza. ¡Con qué
furor salía él del toril, bramando, repartiendo testarazos, muertes
y exterminio por donde quiera que pasaba! Á éste derribaba, al otro
le metía el cuerno por la barriga, al de más allá levantaba en vilo.
Víctimas de su arrojo, muchos caían por el suelo, hasta que Juanito
del Socorro, alias _Redator_, lo remataba gallarda y valerosamente,
dejándole tendido con media lengua fuera de la boca.

Cada cual contribuía con sus recursos y con su inventiva á dar todo
el esplendor y propiedad posibles á la hermosa fiesta. No había
detalle que no tuvieran presente, ni oportunidad que no aprovecharan
aquellas imaginaciones llenas de viveza y lozanía. Blas Torres, hijo
de un prendero, se proporcionó una capa de seda con galoncillos de
plata. Algunos llevaban capa de percal, y otros se equipaban con un
pedazo de cualquier tela. Perico Sáez, hijo del carnicero, presentó
á la cuadrilla una adquisición admirable y de grandísimo precio: un
rabo de buey, que Felipe se ataba en semejante parte para imitar la
trasera del feroz animal. Con aquello y la banasta en la cabeza, y
los bramidos que daba, parecía acabadito de venir de la ganadería.
Fuenmayor llevaba las banderillas de papel, y Gázquez, hijo del
estanquero, llevaba una cosa muy necesaria en juego tan peligroso,
á saber: tiras de papel engomado de los sellos para aplicarlo á las
heridas, rozaduras y contusiones. El chico de la prestamista se
había proporcionado una corneta para hacer las señales, y algunos
cascabeles para las mulas; y Alonso Pasarón, el de la tienda de
ultramarinos, que era artista, pintor y tenía su caja de colores
para hacer láminas, llevaba los carteles con una suerte pintada en
verde y rojo, grandes letras y garabatos en que no faltaba palabra,
ni fecha, ni detalle de los que en tales rótulos se usan. Pero de
cuanto aquellos benditos inventaron para imitar al vivo las corridas,
nada tan ingenioso como lo que se le ocurrió á Nicomedes, hijo del
dueño de una tienda de sedas de la calle de Hortaleza. Este condenado
reunió en su casa muchas varas de cinta encarnada: con ellas hacía un
revuelto lío; se lo metía en la camisa junto á la barriga, y cuando
en lo mejor de la lidia desempeñaba con admirable verdad, vendado
un ojo, el papel de caballo, y venía el toro y le daba el tremendo
topetazo en el cuerpo, empezaba á soltar cinta y más cinta y á cojear
y dar relinchos y á hacer piruetas de dolor, con tal arte, que
parecía que se le salían las tripas y que se las pisaba, como suele
suceder á los caballos de verdad en la sangrienta arena de la plaza.
Para que nada les faltara, también se habían adjudicado unos á otros
sus _alias_ en sustitución de los nombres verdaderos. Á Nicomedes
se le llamaba _Lengüita_, sin duda por lo mucho que hablaba. Blas
Torres, ilustre hijo de una prendera, tenía por mote _Trapillos_.
Felipe respondía por el _Iscuelero_, y Juanito del Socorro tenía un
apodo á la vez popular y respetuoso, nombre peregrino, que declaraba
en cierto modo su origen literario. Se le llamaba _Redator_.

En lo mejor de la pelea se presentaba un individuo de policía ó el
guarda del solar, y les echaba á la calle... Porque, verdaderamente,
¿qué cosa más contraria á la dignidad de una población que esta
batahola de chicos en un solar cerrado, en día festivo, y cuando
los mayores se entregan con delirio á las ardientes emociones del
toreo verdadero? Los guindillas ó polizontes municipales demostraban
un celo digno de todo encomio en la corrección de estos abusos
infantiles, y el guarda, enojadísimo porque profanaban la virginidad
de su solar, la emprendía á escobazos con los lidiadores y... Dios
nos libre de que alguno se le rebelara... Por la calle adelante salía
corriendo la partida, perseguida activamente por la fuerza pública,
y al fin se disolvía, sin más consecuencias y sin ninguna desgracia
personal.

Por lo mismo que Felipe no podía disfrutar de este juego sino en
breves y angustiosos momentos, robados á cualquier obligación, sus
goces eran grandísimos, inefables, y no los trocaría por la gloria
eterna. Los sofiones que se llevó por su tardanza en un recado
ó por sus escapatorias cuando el deber le llamaba á la casa, no
son para contados. Pero llegó á familiarizarse de tal modo con el
sermoneo y los golpes, que ya no le hacían efecto. Estaba al fin
como curtido, y su cuerpo se le figuraba forrado de duras conchas
como las del galápago. Moralmente, su atrofia corría parejas con
la insensibilidad dérmica, y el convencimiento de que era malo,
incorregible, llevábale á sentir altivo desprecio de los mandamientos
de todos los Polos nacidos y por nacer.

Cuando se retiraba de noche á su madriguera, renovaba en su mente con
claridad y frescura las gratas sensaciones de la última corrida, y á
la memoria traía los puyazos que le dieron, los jinetes que echó á
rodar por el suelo, los caballos que destripó y los diestros que hizo
pedazos. Oía la bélica trompeta y los gritos de la multitud. Hasta el
recuerdo del despejo final, hecho á escobazos por el guarda, y aquel
desalado correr por la calle, insultando desde la esquina al mismo
guarda, tenía dejos gratísimos en su memoria. ¡Oh! divinas horas,
¿por qué pasáis?

Pronto le ganaba el sueño, y se dormía profundamente, rendido de
cansancio. No le permitían usar luz por temor á que prendiera fuego á
los trastos almacenados en el desván, y cuando no había luna que le
iluminara el paso por aquel tenebroso y fantástico recinto, á tientas
buscaba su rincón, y ya se trompicaba en el cáliz de la Fe, ya iba
á parar á los brazos de una Virgen, ó rodaba entre las columnas del
monumento.

Si por acaso despertaba á media noche ó de madrugada, y era tiempo
de luna, le entraba miedo de verse entre tantos señores de cartón.
los unos en pie, los otros arrumbados, casi todos muy barbudos y con
luengos trajes blancos ó negros. Por allí salía un brazo con dorada
custodia; por aquí la cabeza melenuda de un león; por allá judíos
feroces con los brazos en alto y las manos armadas de disciplinas;
caras lívidas y afligidas, y lienzos negros con calaveras pintadas
y canillas en cruz. Las primeras noches pasó Felipe momentos de
agonía, y los escalofríos y congojas no le dejaban dormir. El terror
le apretaba los párpados, y la curiosidad se los abría... Abría un
poquito, y luego al punto cerraba prontamente para no ver más. Poco
á poco se fué acostumbrando á ver sin miedo las figuras que poblaban
su vivienda, y de tal modo se connaturalizó con ellas, que llegaron
á parecerle individuos de la familia, algo como parientes mudos ó
callados amigos. No obstante, le desagradaba despertar á media noche
en tiempo de luna, porque, ó él era tonto y veía visiones, ó la Fe
soltaba el cáliz y se quitaba la venda de los ojos para mirarle á él,
á Felipe, que no osaba moverse ni el espacio de un dedo.

También le puso al principio en gran zozobra un ruido que sentía tras
las paredes, así como roce y vibración de una soga, rumor seguido de
lejanos tañidos de campana. No tardó en comprender que un tabique
le separaba de la parte alta del convento, y que por allí pendía
la cuerda con que las señoras monjas tocaban á maitines á desusadas
horas de la noche. Sentía también Felipe ruido de pasos. Eran las
esposas de Jesucristo que bajaban al coro. Una de ellas debía de
ser coja, porque claramente se sentía el acompasado toqueteo de dos
muletas.

Tempranito despertaba nuestro Doctor. Generalmente no era preciso
llamarle; pero á veces, si su cansancio le emperezaba un poco,
subía la criada, y tirándole del cabello le ponía más despabilado
que una ardilla. Se levantaba mi hombre renegando de las criadas
madrugadoras, y antes de bajar se daba un paseo por entre sus
inmóviles compañeros de domicilio, observando las variaciones que el
tiempo y el olvido ponían en la catadura de cada cual. Á una santa le
habían comido los ratones media cabeza. Las telarañas que abrigaban
como toquilla el vendado rostro de la Fe, crecían atrozmente, y
rostros que fueron lampiños echaban barbas de polvo; rodaban por el
suelo torneados brazos, alas de ángeles, manos de judíos que, aun
desprendidas, no habían soltado el látigo. Había rostros apolillados
que de tristes habíanse vuelto cómicos y alegres.

Pero lo más interesante para el gran Felipe era un San Lucas, tamaño
como dos hombres bien conservados, y que estaba, no enteramente á
plomo, sino algo arrumbado sobre San Marcos, el cual, oprimido del
peso de su compañero, tenía muy ajadas las ropas. Á los pies del
primero había un magnífico toro, del cual no se veían más que los
cuartos delanteros y la cabeza, tan grande y hermosa como la de los
que salen en la plaza. El escultor que lo hizo había sabido imitar á
la Naturaleza con tan exquisito arte, que al animal no le faltaba más
que mugir. Tenía los cuernos relucientes, corvos y agudísimos; los
ojos negros y vivos; la piel obscura... en fin, daba gozo el verle.

De cuanto en el desván había, esta cabeza taurina era lo que
principalmente merecía la admiración, mejor dicho, los amores de
Felipe. La quería con toda su alma. Todos los días le quitaba el
polvo, y por fin la limpió con agua, dejándola tan reluciente,
que era una maravilla de aseo. Un día, mientras la limpiaba, notó
en el cuello del animal una grande y profunda hendidura. Sí: la
cabeza estaba casi separada del tronco, y bastaba tirar un poco
para desprenderla completamente. ¿Se atrevería?... Sí: Felipe tiró
cuidadosamente y con cierto respeto, y el apolillado cartón se rasgó
como un papel.

La cabeza era hueca, cual muchas de carne y hueso puestas sobre
humanos hombros. En la mente de Felipe nació una idea... ¡qué idea!
Pronto fué luz y norte de su alma... ¡Qué soberbia pieza para jugar
al toro! El Doctor metió su cabeza dentro de la del animal, y vió que
le venía como el mejor de los sombreros... Pero no veía nada. Los
ojos no tenían agujeros... Tanto le dominó y subyugó su idea, que
aquel mismo día hubo de subir con disimulo el cuchillo de la cocina,
y le sacó los ojos al toro. Hizo dos agujeros, con los cuales la
cabeza quedó convertida en admirable careta. ¡Bien, muy bien!

¡Si él se atreviera...! pero no, no se atrevería. Pues si se
atreviera, ¡qué golpe!... ¡Si cuando estuviesen los chicos en lo
mejor de la corrida se presentara él de repente con su cabeza
puesta...! De fijo creerían que había entrado en la plaza un toro de
verdad... ¡Qué sensación, qué efecto, qué delirio! ¡Con qué envidia
le mirarían!... Porque él primero se dejaría desollar que ceder su
cabeza á nadie... Pero no se atrevía, no...

Gran batalla surgió en su alma, turbándola espantosamente. Aquella
idea tenía poder bastante para interrumpir su pesado sueño infantil.
Á media noche despertaba creyendo estar en la plaza, haciendo lo
que por el día había pensado. De día, y dando la lección, soñaba lo
mismo, y no se volvía su espíritu á ninguna parte sin llevar consigo
la idea tentadora, gozo y tormento de su existencia. Ya, en los
breves ratos sustraídos á su obligación, no salía á la calle en
busca de Juanito del Socorro (_Redator_), sino que en dos trancazos
se encaramaba en el desván, y poniéndose la cabeza, arremetía al
mismo San Lucas, á la Fe, á los rotos telones, y en todo ello, con
las repetidas cornadas, abrió mil agujeros y desgarraduras. Por el
boquete que el santo Evangelista tenía en su vientre, se le verían
las entrañas si algunas hubiera.

Cuando se cansaba de este ejercicio, se divertía de otro modo. Tenía
el desván un ventanillo alto que daba á los tejados y buhardillones
de la vecindad. Con ayuda de un banco, Felipe subía hasta alcanzar
con su cabeza el hueco, se ponía la del toro y se asomaba para
ofrecer inusitado espectáculo á los chicos y á las mujeres de la
buharda frontera. Él se reía lo increíble, viendo por los agujeros,
que eran los ojos del animal, el estupor y miedo de los espectadores;
y para dar más carácter á la broma, lanzaba desde el interior de su
máscara un prolongado y terrorífico _muú_... imitando el bramar de
la fiera. Los chicos de la vecindad que tal veían se alborotaban;
las vecinas se asomaban también, y todo era curiosidad, cuchicheos,
asombro y dudas... De pronto desaparecía el toro... Expectación.
Presentábase de nuevo, llenando el marco del ventanucho; y como no
se viera rastro de persona, ni se tenía noticia de que allí habitase
nadie, crecía la sorpresa de aquella gente y la felicidad del
_Iscuelero_.

Si se atreviera, ¡ay!... ¿pero cómo atreverse? Don Pedro le mataría.


X

En éstas y otras cosas pasaba el verano, época dichosa para algunos
de los alumnos del capellán; mas no para Felipe y las demás
víctimas, porque don José Ido siguió funcionando durante la canícula
y don Pedro administrando coscorrones. Á tantas diversidades de
tormentos uníase la asfixia, porque el infierno de Polo tenía
exposición meridional, y si por una ventana salían lamentos, por
otra entraban llamaradas. Se podía decir que en aquel caldeado altar
de la instrucción se ofrecían á la bárbara diosa entendimientos
cochifritos... Pero esto se queda aquí, pues lo que nos importa ahora
es hablar de la solemnísima fiesta religiosa que celebraron las
monjas, no se sabe bien si el 15 de Agosto ó el 8 de Septiembre, por
haber cierta obscuridad en los documentos que de esto tratan. Mas
como la fecha no es cosa esencial, y ambas festividades de la Virgen
son igualmente grandes, queda libre este punto para que cada cual lo
interprete ó aplique á su gusto.

Consta, sin género alguno de duda, que ofició el obispo de
Caupolicán, prelado de excelsa virtud y humildad, y que dijo el
panegírico nuestro buen don Pedro Polo, el cual supo salir muy airoso
de su empeño, que consideraba el más arriesgado de su vida por ser
alto y sutil el asunto, la función muy aparatosa, el auditorio
escogidísimo. Su varonil presencia en la cátedra, así como su hermosa
voz, le aseguraban las tres cuartas partes del éxito. Gustó mucho el
sermón, y de uno á otro confín de la iglesia, cuando don Pedro bajaba
del púlpito, se oían esos murmullos de aprobación que equivalen á los
aplausos que en otros sitios manifiestan el contento del público.
Doña Claudia y Marcelina habían mojado entre las dos, de tanto
llorar, una docena de pañuelos. No faltaba ninguno de los amigos
de la casa: Morales y su esposa, don José Ido, el fotógrafo y el
empleado de Hacienda con sus señoras respectivas, y Sánchez Emperador
con sus dos guapas niñas, Amparo y Refugio.

Felipe y Juanito del Socorro se habían subido al coro para ver mejor
y estar al lado de la música y oirla de cerca. Pegados al que tocaba
el contrabajo, estorbaban sus gallardos movimientos en tal manera,
que el buen músico, un anciano de mucha paciencia y cortesía, les
dijo alguna vez, apartándoles:

--Si me hicieran ustedes el favor...

Felipe estaba lelo, mirando cómo vibraban las cuerdas de aquel
formidable instrumento; luego observaba embelesado cómo abrían
la boca los cantores; y él y Juanito agradecían mucho que se les
mandara tener algún papel de música ó traer un vaso de agua al señor
director, el cual era un hombre con mucha hormiguilla en el cuerpo,
según se movía y dislocaba para conducir la orquesta y toda la
balumba de voces.

Durante el panegírico, ambos, aburridísimos, se fueron á la calle y
se metieron en la redacción, que estaba desierta por ser día festivo.
Revolvieron los pupitres de los redactores, comieron obleas rojas,
cortaron pedazos de periódico, escribieron en las cuartillas. En un
momento de entusiasmo, Juanito se subió sobre la mesa, y empezó á
repetir frases que antes oyera y que se habían grabado en su memoria.
El condenado imitaba la voz y gesto de alguno de los periodistas
ausentes, diciendo:

--Señores, esto se va... los dioses se van... esto matará á aquello.

Después subieron al campanario del convento. Juanito, siempre fatuo
y vanidoso, contaba á Felipe las grandezas de su casa. ¡Qué cosas le
dijo! Su madre tenía una silla dorada, y su padre era amigo de un
Marqués. Él iba á estudiar para _redator_, y su padre no esperaba
sino que llegara la jarana para ponerse su uniforme de capitán de
la milicia. Como en estas conversaciones siempre sacaba á relucir
el del Socorro los términos que oía, habló á Felipe del pueblo
soberano, de la revolución próxima, de los curas, de la tropa y
de ahorcar mucha y diversa gente. Esto, dicho en las alturas del
campanario y bajo los ardientes rayos del sol, le puso á mi Felipe la
cabeza toda exaltada y como en ebullición, llena de ideas sediciosas
y disolventes. Cuando bajaban á saltos por la angosta escalera, le
dijo Socorro:

--Aquel obispote que está en el altar mayor, es el capitán general de
los curas... ¡Vaya un peje!... ¡Cuando se arme...!

Concluída la función, hubo refresco en casa de don Pedro. Las monjas
enviaron dulces y bartolillos, y el predicador laureado sacó de un
misterioso armario de su cuarto botellas de vino añejo que le había
regalado el padre de uno de sus alumnos. Brindó el fotógrafo por el
_primero de nuestros oradores sagrados_, cuyo elogio recibió don
Pedro con carcajadas de modestia. El oficial de Hacienda, frotándose
las manos, no cesaba de decir:

--Bien, señor de Polo, muy bien.

Doña Claudia se reía como si no tuviera bien sentado el juicio,
y el majestuosísimo don Florencio Mora...les y Temprado daba
fuertes palmadas en el hombro del héroe del día, promulgando estas
observaciones que merecen ser entregadas á la posteridad:

--Vas á dejar atrás al célebre Troncoso y á ese que llaman
_Bordalúo_... Estuviste muy propio. Así da gusto oir predicar. Esto
es religión, porque francamente y entre paréntesis, querido, cuando
suben á la cátedra del Espíritu Santo, ó pongamos el caso, á la
tribuna de un Congreso, algunos que...

Amparo y Refugio miraban á Polo con cierta veneración. Refugio, que
era un tanto desenvuelta, sin menoscabo de su inocencia y purísimas
costumbres, dijo así con risa y donaire:

--Don Pedro, estaba usted muy guapo en el púlpito.

Amparo, que era muy callada, tendiendo siempre á la melancolía, no
decía nada.

Obsequiaba Polo á sus amigos con exquisita urbanidad. Vestía, no sin
elegancia, su negra sotana limpia, y más que rancio y descuidado cura
español, parecía uno de esos italianos de la Nunciatura, hechos al
roce del mundo y al trato de gentes cortesanas. Cuando se suscitó
aquella cuestión de si estaba más ó menos guapo en el púlpito, echóse
á reir y dijo con mucha sorna:

--Pero, Refugio, si tú no me has visto... Yo te ví, y me parece que
te dormías.

--¡Don Pedro!

--¿No es verdad, Amparo? Ésta lo dirá. ¿Es cierto ó no que Refugio
estaba dando cabezadas?

--¡Quien las daba era ella!--exclamó Refugio señalando á su hermana.

--¿Yo?... ¡Si no quitaba los ojos de don Pedro...! Que lo diga él.

--Bien, bien. ¿Esas tenemos? ¡Don Pedro!... ¡Amparo!--exclamó el
fotógrafo, riendo y envolviéndose una mano en otra, pues era hombre
que no sabía decir sus bromas sin amasarse las manos con tanta fuerza
cual si de las dos quisiera hacer una sola.

--¿Y cuándo predicamos en Palacio?--preguntó en tono de excelsitud el
señor de Morales, ávido de cortar, con una proposición seria, aquel
tema tan baladí.

Don Pedro dió media vuelta para contestar á Sánchez Emperador, que le
daba su parecer sobre el vino que bebían. Este señor y el empleado
de Hacienda no gastaban cumplidos para aceptar copa tras copa, y se
reían de Morales, considerándole el estómago lleno de ranas, sapos,
anguilas y otras diversas alimañas acuáticas. Pero él, sin darse por
vencido, antes bien orgulloso de su pasión por las aguas, gritaba
cogiendo el vaso, lleno hasta los bordes del licor del Lozoya:

--Estas son mis bodegas. Vaya una cosa rica... No me harto nunca.

Felipe bajaba á cada instante al torno de las monjas, para traer
cestas llenas y llevarlas vacías.

Bizcochos, mojicones, bartolillos, pasteles, mazapanes y otras
menudencias ocupaban toda la mesa, pasando fugaces desde las
bandejas á las tragaderas del fotógrafo, de Sánchez Emperador y del
hacendista, que eran los principales consumidores. Bienaventuradas
bocas, ¡para eso os cría Dios! En poco tiempo descubrióse el fondo de
las bandejas. Había, entre los felicitantes, ropas polvoreadas, dedos
untados de pegajoso caramelo y barbas con canela.

Doña Claudia, que estaba en todo, dijo á Felipe:

--Vete corriendo al locutorio y dí á las señoras monjas que no se
olviden de mandarnos el pebre para la salsa del cabrito.

Volviendo luego á la hermosa Amparo, que á su lado estaba, le dijo:

--Es el pebre picante de que hablábamos ayer, fuertecito como á tí te
gusta. ¡Verás qué cosa tan rica!

Don Pedro, que no cesaba de mirar á todos lados repartiendo por igual
sus finezas y ofrecimientos, alcanzó á ver, allá junto á la puerta,
lejos del animado grupo, ¿á quién? al propio don José Ido, humilde y
modestísimo en todas las ocasiones, y más en aquélla, pues tanta era
su timidez, que habiendo entrado de los primeros, hacía media hora
que estaba allí sin que nadie reparase en él, y ni avanzar quería
ni retirarse por miedo á llamar la atención. Estaba el pobre sin
saber qué hacer, inmóvil y pestañeando, parado y atónito, cual sí le
estuvieran dando una mala noticia. Don Pedro, con aquella generosidad
rumbosa que era la flor tardía, pero lozana, de un honrado carácter,
llegóse al pasante, le trajo por el brazo al círculo de amigos y con
cariñoso modo le dijo:

--No tenga usted miedo, Ido. Tomará usted una copita.

Ido refunfuñó no se sabe qué excusas; pero negarse á recibir la copa
y tomarla, todo fué uno.

--Un bollito, don José.

--Gracias... si acabo de comer...

Para aquel bendito, haber comido en Julio era acabar de comer. En un
solo instante rechazaba el bollo y se lo engullía. El fotógrafo, qué
quieras que no, le hizo tomar otra copa; y después de beber, don José
sacó un pañuelo para limpiarse la boca y enjugarse las lágrimas, pues
aquel hombre, más que hombre, era una sensitiva. Cualquier incidente
común le producía emoción vivísima, y cualquier emoción abría la
exclusa de sus lágrimas. Balbuciendo gratitudes y dando un cordial
apretón de manos á don Pedro, se marchó veloz, bajando la escalera
como si le fueran á prender.

--Este señor--dijo el fotógrafo,--es más blando que la manteca.

Entre tanto, se oía ruido de almireces que alegraría el corazón menos
sensible á los halagos de un buen comer. La cocina repicaba á convite
con más ruido que la iglesia repicando á procesión. Allí estaba
doña Saturna, afanada con tanto tráfago. La cocinera y Marcelina la
ayudaban. Grandes palmadas y bravos resonaron en la sala, cuando
Refugito, la del diente menos, se presentó, poniéndose un delantal y
diciendo:

--Voy á ayudar también.

--¡Bien, bravo! ¡Viva la cocinera de la sal!

--¿Qué nos va usted á hacer?

--La salsa picona.

--Haga usted la olla gorda.

--¿Y usted, Amparito?--preguntó con urbanidad el empleado de Hacienda.

--Ésta no puede ir á la cocina--dijo don Pedro.--Le dan vahídos.

--Y se pone las manos perdidas,--añadió doña Claudia, haciendo
observar y admirar á todos los presentes las hermosas, blancas y
finísimas manos de la joven.

--Que nos las sirvan estofadas,--indicó el fotógrafo, riendo él su
propia gracia antes de que la rieran los demás.

Don Pedro, que no olvidaba nada y sabía, en ocasiones como
aquélla, hacer caer sobre todos, grandes y pequeños, el rocío de
su liberalidad, llamó á Felipe, que entraba y salía inquietísimo
arrojando sobre las bandejas más miradas que echó Scipión sobre
Cartago, y le dió dos bartolillos de los mayores, uno para él y otro
para Juanito del Socorro, que estaba en el portal.

Cuando los dos amigos se sentaron en el primer peldaño de la escalera
á comerse los pasteles, el Doctor, lleno de orgullo por los triunfos
oratorios de su amo y por los plácemes que le daban los amigos,
empezó á enumerar las elevadas personas que había en la casa.

--Está ese que saca los retratos, ¿oyes? que no hace más que verte
y te pone clavado. Está ese otro señor gordo, del gabán color de
barquillo, que cuando entra da voces y respira como un fuelle. Doña
Claudia dice que le hizo la boca un fraile, por lo mucho que come.
Está también aquella señora guapa, ¿oyes? aquella que parece una
reina y que mira como las imágenes... Si la ves y te dice algo, te
caes redondo. Una tarde me pasó la mano por la cara, ¿oyes? y por
poco me desmayo de gusto. Una noche estaba en la sala con don Pedro:
entré yo, y oí que don Pedro le decía que había bajado del cielo...
ella, ella... Yo la llamo _La Emperadora_: la otra noche soñé que
estaba yo en la iglesia, y ella bajando de un altar con una estrella
en la frente y muchas flores por aquí y por allí... Sus dedos son
azucenas.

--Hijí... no digas bobadas.

--Cuando viene acá, y come en casa, me quedo un rato como lelo
mirándola.

Juanito, que era la misma soberbia, no consentía que delante de él
se hablase de las grandezas de otras casas sin sacar á relucir al
instante las de la suya y las visitas que recibía su madre el día de
su santo. En aquella ocasión solemne su madre se sentaba en la silla
dorada, y empezaba á recibir gente. Iba un alabardero con su sombrero
atravesado, un alférez, muchos señores de sombrero de copa, y uno que
va á caballo al lado de la Reina cuando ésta sale de paseo.

--Tiene mi madre dos amigas tan guapas, tan guapas, pero tan
guapas--indicó para concluir,--que cuando las ves te entra un frío...
¿estás? Son señoras de unos grandes pejes, y llevan vestidos de seda
verde con mucho arrumaco. Una de ellas tiene los pechos así...

Y hacía Juanito con los brazos un grande y bien arqueado círculo
delante de su pecho para dar idea, siquiera fuese aproximada, de la
delantera de aquella señora desconocida.

--¡Pues lo que es ésta...!--murmuró Felipe.

Agria y destemplada voz, gritando desde lo alto de la escalera
_pillo_, _tunante_, llamó al Doctor á su obligación. Subió y entró
en la sala á recoger copas y vasos y bandejas. Cuando los señores
fumaban, doña Claudia entró con varios papelitos en la mano,
diciendo:

--En el 5.505 lleva dos reales Enriqueta. Señor de Lomo, guárdese
usted el apuntito. ¡Qué número! Es el mío. Lo soñé hace dos años, y
le tengo una ley... Ya me lleva ganados más de mil reales. El que va
á salir ahora es el de los tres patitos: el 222. En éste te he puesto
la peseta, Amparo. Toma la papeleta. Mira que si la pierdes, no pago.
Hace cuarenta y tres extracciones que este número no sale. Ahora,
ahora... Á la cuarenta y cuatro le toca, es decir, al doble de dos de
sus tres números. Esto es claro como el agua.

Don Pedro, el fotógrafo y Morales convinieron en que era preciso dar
un buen paseo para hacer ganas de comer, y salieron llevando consigo
á Amparo. Los demás se fueron poco más tarde, dejando concertada la
hora en que se habían de reunir por la noche para comer. Ninguno
faltó á la cita; celebróse el festín; lucióse doña Saturnina; dijo
muchas agudezas algo libres el fotógrafo, y oportunidades sin número,
llenas de donaire y finura, el insigne don Pedro; rieron mucho Amparo
y Refugio; se le fué el santo al cielo al empleado de Hacienda;
también á Sánchez Emperador, y aun hay ciertos indicios de que doña
Claudia no conservó en toda la comida la plenitud y claridad de su
juicioso entendimiento. Por último, don Florencio se puso como una
cuba, y no de vino, hasta el punto de que, al decir del fotógrafo,
podía navegar una fragata dentro de su estómago.

Por la noche, Felipe estuvo indigesto; don Pedro ¡ay! muy triste.


XI

Algunos días después de aquél por tantos conceptos memorable, doña
Claudia notaba con asombro y pena que su hijo había perdido el
apetito. Era cosa de llamar al médico; pero don Pedro, con malísimo
talante, se opuso á tan descabellada idea, diciendo: «Si las ganas de
comer están ahora de menos, váyase por cuando han estado de sobra.»
Por las noches, no obstante su inapetencia, daba prisa para que le
sirvieran la cena; despachábala en un santiamén, picando con el
tenedor en éste y el otro plato, probando más bien que comiendo, y
parecía que le faltaba tiempo para echarse á la calle.

--Estoy abotagado--decía,--y necesito mucho, mucho ejercicio.

Más que pictórico, estaba nuestro capellán desmedrado y flatulento,
como quien padece desgana ó insomnios. Y era verdad que dormía
poco, no cuidándose él ciertamente de halagar el sueño, sino más
bien espantándolo con sus lecturas á deshora, las cuales á veces
duraban hasta el amanecer. Habíase impuesto con rigor de anacoreta
la prohibición de leer historias de guerras y conquistas, novelas,
viajes y demás cosas incitativas de su espíritu activo; ayunaba de
aquel pasto heróico, y para dominarse y flagelarse y someterse,
apechugaba valeroso con los alimentos más desabridos de la literatura
eclesiástica. Por desgracia suya, pronto le faltaron las fuerzas
para esta cruelísima penitencia. Ni _La Rosa mística desplegada_,
ni el _Imán de la gracia_, ni el _Mes de San José_, ni otras obras
insípidas que tenía en su biblioteca, sin saber bien cómo habían
ido á ella, privaron por mucho tiempo en su espíritu. Hastiadísimo,
las confinó á un hueco de su estante, donde probablemente estarían
intactas hasta la consumación de los siglos.

Los grandes místicos se acordaban mal con su viril temperamento,
hostigado de inclinaciones humanas. No los comprendía bien. Las
sutilezas admirables de que tales libros están llenos no le cabían
á él en su tosco cacumen, molde de resueltas acciones más bien que
alambicados pensamientos; ni tampoco tenía gusto literario bastante
fino para poder saborear el gallardo y elegante estilo de aquellos
buenos señores. Los poetas sagrados se le sentaban en el estómago
(pase esta frase vulgar que él usaba con frecuencia), y los versos
de monjas le daban náuseas. No hallando á dónde volver los ojos
en el terreno de las lecturas, se amparó de la Biblia. El Antiguo
Testamento, sobre ser cosa muy santa, es poema, historia, geografía,
novela, poesía, drama, y la riquísima serie de sus relatos enciende
la imaginación, aviva el entusiasmo, embelesa, suspende y anonada.
Para llenar aquellos tristes vacíos de sus insomnios. Polo cogía
el Génesis, el Éxodo, los Números, los Jueces, y se deleitaba con
lo mucho que allí hay de trágico y sublime, con las guerras, las
intrigas, las conspiraciones, las conquistas, las batallas, los
grandes sacrificios, las violencias, los hechos inmensos, los
colosales crímenes y virtudes que allí se cuentan. Aquel estilo
sobrio, en que la frase parece producto inmediato del hecho que la
motiva, estaba en armonía preciosa con el genio esencialmente activo
de Polo. Porque él tenía en su espíritu el germen de los hechos, lo
que podríamos llamar impulso histórico; impulso y germen que, aunque
comprimidos por las contingencias de tiempo y lugar, tenían cierta
vida sofocada y dolorosa en el fondo de su alma.

Refiere Felipe Centeno que uno de aquellos días, hallándose en el
comedor limpiando cubiertos, doña Marcelina contaba con misterio
á la señora del fotógrafo una cosa estupenda y un si es no es
horripilante. Á media noche, la señora había sentido la voz de su
hermano, que gritaba con palabras descompuestas. Creyó al principio
que hablaba dormido; mas como sintiera los pasos de él, sospechando
que estaba enfermo, se levantó. Despavorido, cual si se viera
rodeado de fantasmas, salió el mísero capellán del cuarto, los ojos
inyectados, el habla torpe, los brazos trémulos, inseguro y vacilante
el pie. La vista de su hermana le serenó un tanto, volviendo al cauce
normal su razón desbordada; dejóse conducir al lecho, y al sentarse
sobre él, después de un breve espasmo, durante el cual pareció
resolverse la crisis, dió un suspiro, se pasó la mano por la frente,
y entre fosco y risueño dijo estas palabras: «El león dormido cayó
en la ratonera; despierta, y al desperezarse rompe su cárcel de
alambre.» Marcelina contaba á su amiga estos disparates, vacilando
entre reírlos como ocurrencias, ó lamentarlos como señales de
extravío mental. La digna esposa del fotógrafo, que tenía sus puntas
y recortes de médica, tranquilizó á Marcelina con estas sesudas
palabras:

--Eso no vale nada. Pero conviene prevenir... Créeme: tu hermano debe
sangrarse.

Precisamente en la mañana que siguió á la noche de referencia, fué
cuando el Doctor se espantó de ver á su amo: ¡tan desfigurado estaba!
Era su rostro verde, como oxidado bronce. Sus ojos, que tenían
matices amarillos y ráfagas rojas, recordaban á Centeno la bandera
española, y sus labios eran del color de la tela con que se visten
los obispos. Tuvo tanto miedo Felipe, que no se atrevió á ponérsele
delante. Aquella mañana don Pedro no quiso celebrar la misa. Mandó
un recado á las monjas diciendo que estaba malo, y malo debía de
estar, pues no probó bocado en todo el día, desairando las fruslerías
selectas que para engolosinarle inventó doña Claudia.

Pero, no obstante su enfermedad, si alguna había, bajó á la clase
y fué más cruel y exigente que nunca. ¡Día de luto, día de ira!
Las lágrimas que corrieron fueron tantas, que con ellas se podrían
haber llenado todos los tinteros, si alguien intentara escribir con
llanto la historia de la desventurada escuela. Hasta los ojos de
don José Ido contribuyeron con algo al crecimiento de aquel caudal
tristísimo. Los chichones que se levantaban en ésta y la otra cabeza
fueron tantos, que era una erupción de cráneos. Las orejas crecían
por pulgadas, y poco faltó para que hubiera piernas rotas y espinas
dorsales quebradas por la mitad. Don Pedro, aquel constructor de
jorobas intelectuales, quería desfigurar también los cuerpos. Tenía
como un furor de odio y venganza. Creeríase que los muchachos le
habían jugado una mala pasada teniéndole por maestro. Doce ó catorce
se quedaron sin comer. Felipe estuvo aterradísimo todo el día, y
evitaba el mirar á su amo y maestro. También él se quedó en ayunas,
y en su mísero cuerpo no hubiera sido posible poner un cardenal más:
tan bien ocupado y distribuido estaba todo.

Por la noche, cuando se acostó, después de haber jugado un poco
al toro, dando testarazos á las imágenes, soñó diversas cosas
terroríficas. Primero, que don Pedro era el león de San Marcos y se
paseaba por la clase fiero, ardiente, melenudo, echando la zarpa á
los niños y comiéndoselos crudos, con ropa, libros y todo; segundo,
que don Pedro, no ya león, sino hombre, iba al convento y castigaba
á las monjas, cual hacía diariamente con los alumnos, dándoles
palmetazos, pellizcos, nalgadas, sopapos, bofetones y porrazos,
poniéndoles la coroza y arrastrándolas de rodillas.

Otra mañana, cuando limpiaba el cuarto del señor, vió en el suelo
pedacillos de papel. Sin duda don Pedro había pasado la noche
escribiendo cartas. Alguna le salió mal, y la había roto; pero los
trozos eran tan chiquirrititos, que apenas contenían un par de
sílabas. La vela estaba apurada, señal de haber pasado el señor
capellán la noche de claro en claro... Para que todo fuera extraño,
llegó también un día en que don Pedro estuvo tolerante y hasta
benignísimo con los muchachos. No solamente dejó de pegar y tuvo
en paz las manos en aquel venturoso día, sino que á cada momento
amenizaba las lecciones con chuscadas y agudezas. ¡Qué risas! Nunca
fueron humanas gracias más aplaudidas, ni con mayor plenitud de
corazón celebradas. Aún no había abierto la boca el maestro, y ya
estaban todos muertos de risa. Humanizada la fiera, perdonaba las
faltas, alentaba con vocablos festivos á los más torpes, y los
aplicados recibían de él sinceros plácemes. Hasta don José Ido se
permitió unir su delgada voz al coro de los chistes, diciendo algunos
que no carecían de oportunidad.

Para que en todo fuera dichosa aquella fecha, don Pedro comió
vorazmente; pero estaba tan distraído en la mesa, que no contestaba
con acierto á nada de lo que su madre y su hermana le decían. Cuando
se levantó para fumar, puso bondadoso la mano sobre la despeinada
cabeza de Felipe, y dijo estas palabras, que el Doctor oyó con
arrobamiento:

--Es preciso hacer á Felipe algo de ropa blanca.

Centeno, que mejor que nadie sabía cuán grande era su necesidad
en ramo tan importante del vestir, no tuvo palabras para dar las
gracias. ¡La gratitud le volvía mudo!

--¡Se le hará, se le hará!--afirmó doña Claudia, mirando embobada á
su hijo, pues desde que empezaron aquellos desórdenes orgánicos, la
madre no cesaba de leer atentamente á todas horas en la fisonomía
del capellán, buscando la cifra de sus misteriosos males.

--Es preciso que te sangres, Pedro,--dijo Marcelina, mirándole
también con perspicaz cariño.

--Sí, hijo: sángrate, sángrate.


XII

De cuantos recados hacía Felipe, ninguno para él tan grato como ir á
la Cava Baja á recoger los encargos que traía para doña Claudia el
ordinario de Trujillo. Esto se verificaba dos veces cada trimestre,
y apenas la señora recibía la carta en que se le anunciaba la remesa
de chacina, ya estaba mi Doctor pensando en los deliciosos paseos que
tenía que dar. Porque doña Claudia era muy impaciente y le mandaba
cuando aún no había llegado el ordinario; con lo que la caminata
se repetía dos y hasta tres veces. Díjole, pues, una mañana: «Esta
noche, después de cenar, te vas corriendito á la Cava Baja, ya sabes.
Cuidado cómo tardas.»

Lo de tardar sería lo que Dios quisiera. Pues á fe que la tal calle
estaba á la vuelta de la esquina. Ya tenía Felipe para dos ó tres
horitas, porque la detención se justificaba con la enorme distancia
y con una mentirilla que parecía la propia verdad, á saber: que
el ordinario de Trujillo estaba en la taberna; que tuvo que ir á
buscarle, y volver y esperar...

Las nueve serían cuando partió, acompañado de Juanito del Socorro,
que fiel le esperaba en la puerta. En la redacción le habían
mandado á entregar unas pruebas en la calle de la Farmacia, recado
urgentísimo que él se apresuraba á desempeñar dando antes la vuelta
grande á Madrid. Lo que gozaban ambos en sus nocturnos paseos
no es para referido. Empezaron aquella noche por pasar revista
á los escaparates de la calle de la Montera, haciendo atinadas
observaciones sobre cada objeto que veían. Mirando las joyerías,
Felipe, cuyo espíritu generoso se inclinaba siempre al optimismo,
sostenía que todo era de ley. Mas para Juanito (alias _Redator_) que,
cual hombre de mundo, se había contaminado del moderno pesimismo,
todo era falso.

Esta diferencia de criterio revelábase á cada instante. Pasaban junto
á un coche descubierto que llevaba hermosas señoras, y el Doctor,
pasmado y respetuoso, decía:

--¡Buenas personas!... ¡gente grande!

--Pillos, hijí... Tú no tienes mundo... Esa es gentecilla. ¿Crees que
porque van bien vestidos...? Mamá, allí donde la ves, tiene vestidos
muy majos, y no se los pone nunca para que no la tomen por esas...
Cuando va á pasar el verano á las haciendas, se pone uno azul,
¿estás?...

Siguieron por la calle del Arenal adelante, despacito para ver
bien todo, estorbando el paso á las señoras y quitando la acera á
todo transeunte. El descarado Juanito no se privaba, cuando había
oportunidad para ello, de echar un piropo á cualquier mujer hermosa
que encontrase, ya fuera de clase humilde, ya de la más elevada.

--Hombre, que te van á pegar,--le decía el Doctor.

--Déjame á mí, hijí... que yo soy muy largo--contestaba el otro.--¡Yo
he corrido más!... tú no entiendes... ¡Si vieras á papá! Es un buen
peje para mujeres... En casa no hay criada que dure, porque les dice
cosas y les hace el amor... Mi madre se pone volada y las despide.
Cuando mi padre y mi madre riñen, sale aquello de que papá quiso á la
señá marquesa. Porque cuando era soltero... tú no sabes... todas las
marquesas se volvían locas por papá y por su hermano, que era torero,
y lo mataron en una revolución. Mi tío era un gran hombre, un peje
gordo... y se echó á la calle á matar tropa por la libertad; pero le
vendieron, y ese pillo de O’Donnell le mató á él... Papá tiene su
retrato en la sala, pintado de tamaño de las personas, y á tantos
días de tal mes, que es el universario, ¿estás, hijí...? le pone dos
velas encendidas y un letrero que dice: _Imitaz á este mártir_.

Absorto oía Felipe estas maravillosas historias, no sin reirse
interiormente de la fatuidad de su amigo. En cuanto al legendario tío
de Juanito, torero, miliciano y mártir de la libertad, constábale
ser cierto lo del retrato de tamaño de las personas, porque lo había
visto con el mencionado letrero... En estos dimes y diretes, pasaban
junto al Palacio Real. Mudos contemplaron los dos un instante su
mole obscura y misteriosa, tanto balcón cerrado, tanta pilastra
robusta, las ingentes paredes, aquel aspecto de tallada montaña
con la triple expresión de majestad, grandeza y pesadumbre. Felipe
miraba el edificio en el imponente reposo de la noche, y como la
primera observación que hace el espíritu humano en presencia de estos
materiales símbolos del poder es siempre la observación egoísta, no
desmintió él este fenómeno, y dijo con toda su alma:

--Juanito, ¡si esto fuera mío!...

El otro, siempre tocado de un escepticismo postizo, le contestó con
desdén:

--Pues yo... para nada lo quería... Como no me lo dieran lleno de
dinero...

--¡Lleno de dinero!

Felipe se mareaba.

--¿Pues qué crees tú? Los sótanos están llenos de sacos de oro y de
barricas de billetes.

--¿Lo has visto tú?

--Lo ha visto papá...--afirmó el del Socorro, después de vacilar un
rato.--Papá conoce al... ¿cómo se llama? al entendiente, y algunos
días viene á ayudarle á hacer cuentas.

--Yo quisiera ver esto por dentro, ¿oyes? Será bonito.

--Hijí... no tienes más que decírmelo el día que quieras. Mamá conoce
á la gran zafata... ¿estás? la que gobierna todo, y cuida de la ropa
blanca y tiene las llaves. ¡Yo he venido más veces...! ¿Que si es
bonito dices?... Así, así... de todo hay... Tiene un salón más grande
que Madrid, con alfombras doradas, de tela como las de las casullas,
¿estás? El coche de la Reina sube hasta la propia alcoba... yo lo
he visto. Aquí todo está lleno de resortes. Calcula tú: tocas un
resorte, y sale la mesa puesta; tocas otro, y salen el altar y el
cura que dice la misa á la Reina... tocas otro...

Felipe, riendo, daba á entender que si tocaba más resortes, las
mentiras de su amigo no tendrían término. Pero acobardado _Redator_
por la incredulidad de Centeno, dejó correr sin tasa la inagotable
vena de sus embustes. Pasando calles, llegaron por fin á la Cava
Baja, donde Felipe no pudo cumplir su encargo, porque el ordinario de
Trujillo no había parecido aún. Bien: ya tenía para otra noche. Era
ya tan tarde, que los amigos sintieron un poquito de recogimiento y
estrechura en las respectivas conciencias, aunque la de Juanito del
Socorro era más ancha que la puerta de Alcalá, y por ella cabían las
más grandes faltas sin doblarse ni romperse. Emplear dos horas en un
recado urgentísimo, para el cual le habían señalado veinte minutos,
era cosa muy adecuada á un carácter tan entero como el suyo. Ya
sabía que cada minuto de más le valía igual número de golpes de su
papá; pero tenía la piel curtida y el espíritu fortificado por las
contrariedades.

--Vamos, vamos--dijo Felipe inquieto.--Es muy tarde.

Apresuradamente corrieron hacia los barrios del Norte, y aunque
Juanito quería detenerse á oir los cantos de Perico el ciego, el
Doctor tiraba de él y á prisa le llevaba. Llegaron por fin á la calle
de la Farmacia, donde Redator debía entregar su encargo, y mientras
éste subía al piso tercero del núm. 6, vivienda del infelicísimo
escritor que desde las nueve estaba esperando sus pruebas, Felipe
se paseó en la acera de enfrente, entre la Escuela y la esquina de
San Antón. Como en todo se fijaba, observó que junto á una de las
rejas bajas del edificio había un bulto, un hombre con las solapas
del gabán negro de verano levantadas... Al pasar, Felipe notó un
cuchicheo; miró... Aunque la noche estaba obscura... ¡sí, sí, era
él!... Felipe se estremeció, embargado de grandísima sensación de
pavor y vergüenza. Sintió el ardor de la sangre en su cara hasta la
raíz del cabello... ¡Era, era don Pedro!

Siguió adelante, y pronto hubo de unírsele Juanito, á quien comunicó
sus impresiones. Su amigo le dijo:

--Vamos á pasar otra vez.

Lleno de terror, Felipe se agarró al brazo de su amigo para
detenerle, y le decía:

--¡No, no, no; pasar no!

Pero más pudo la maliciosa sugestión del pícaro que el miedo del
Doctor, y pasaron otra vez. En el momento mismo, el bulto se apartó
de la reja. Felipe y él se encontraron frente á frente, y se
vieron... ¡Era, era!

La vacilación de don Pedro fué instantánea. Siguió su camino. Tras
él, á mucha distancia, iban Felipe y su amigo: aquél tan turbado, que
no sabía por dónde caminaba; éste haciendo comentarios sobre lo que
habían visto.

--¿Te parece que le tiremos una piedra?--propuso Socorro á su
compañero, el cual, indignado, repuso:

--Si tiras, te pego... ¡no es broma, te mato!

Y más adelante, dominado siempre por inexplicable vergüenza y terror,
decía Centeno:

--¡Me ha visto, me ha visto!

Cuando llegó á la casa, ya don Pedro había entrado. Felipe pensaba
de este modo: «Ahora, por lo que he visto y por lo que he tardado, me
desuella vivo.» Pero no fué así. Doña Claudia dormía ya, y Marcelina,
que no quería alborotar á deshora la casa, tan sólo le dijo:

--Mañana, mañana te ajustará mamá las cuentas...

¡Siniestra y misteriosa figura! Don Pedro se paseaba en el comedor,
meditabundo. Felipe deseaba que le tragase la tierra, ó que el señor
se quedase ciego para que no le pudiese mirar. Fingiendo hacer alguna
cosa, evitaba los ojos de su amo; pero al fin, en una vuelta que
dió, encontrólos inesperadamente... ¿Qué expresión era aquélla? ¿Qué
decían aquellos ojos?

Turbóse más Felipe observando que los ojos del capellán, al mirarle,
no echaban llamas de ira. Expresaban algo que él no entendía, una
perplejidad terrorífica, el estupor del calenturiento. ¡Ah! Felipín
era muy chico y no sabía leer en las fisonomías; apenas deletreaba.
No podía entender bien la zozobra del grande ante el pequeño, el
despecho formidable del vendido por el acaso, el temblor del león
delante de la hormiga, la humillación trágica del poder ante la
debilidad.

Don Pedro no dijo nada, y se metió en su cuarto.


XIII

En la clase, al día siguiente, Felipe temblaba más que de ordinario.
Pero contra su creencia, Polo no le tomó lección ni le aplicó ningún
castigo. Podría creerse que se proponía no mirarle y como figurarse
que no existía. Estaba el señor triste, fosco, entenebrecido y
como avergonzado. Lo poco que tenía que decir decíalo en voz baja,
y desparramaba miradas sombrías y recelosas por toda el aula. De
rato en rato veíasele apretar los dientes y juntar uno contra otro
los labios, cual si quisiera hacer de los dos uno solo. Aun de
lejos podían observarse en la piel de su cara movimientos y latidos
enérgicos, ocasionados por la contracción de los músculos maxilares.
Pensaría cualquiera que el buen capellán se mascaba á sí mismo.

Por último, llegó Felipe á sentirse lastimado del poco caso que su
amo y maestro hacía de él. Aunque le tirase de las orejas y le diera
alguna bofetada, habría preferido que don Pedro le tomase lección, y
que le mirara y atendiera. Tan marcado desdén era quizás una forma
extraña y traicionera de la ira. Felipe tenía presentimientos y
sentía en su alma un desasosiego inexplicable. Pero aún le quedaba
mucho que ver. Ocurrirían casos con los cuales había de llegar al
último grado su sorpresa. Por la noche, doña Claudia, mientras se
comía su salpicón, reprendíale por haber dejado de hacer no sé qué.
Él, callado, oía la terrible plática sin contradecirla. Considerad
su asombro cuando vió que don Pedro á su defensa salía. ¡Cosa
fenomenal, inaudita y tan peregrina como la alteración de las órbitas
celestiales!... Don Pedro, ya dispuesto para salir, bastón en mano,
paróse ante su madre, y dijo estas benévolas y santas palabras:

--¡Qué diantre! si no lo ha hecho será porque no habrá tenido lugar.

Después le miró. ¿Era indulgencia, era temor lo que en el rayo de su
mirada resplandecía? ¿Era el más terrible de los odios, ó traición,
debilidad, cobardía, el agacharse de la fiera herida? Fuese lo que
quiera, Felipe, inocente, lo interpretó como señal de amistad. Púsose
muy contento, y diéronle ganas de contestar de mala manera á doña
Claudia, mandándola á paseo.

También aquella noche salió á la calle á traer de la botica aceite de
beleño que la señora usaba para combatir el ruido de oídos. Dice Clío
que por las noches le zumbaban á doña Claudia en el órgano auditivo
los números de la lotería, y que para aliviarse de esta molestia se
ponía algodones mojados en cualquier droga narcótica. Cuando Felipe
salió, dijo la Cortés á su hija:

--Parece chanza; pero lo podría jurar. En los oídos me suena el
222... créelo que me suena.

Felipe no pudo ver sino breves instantes á Juanito; pero éste tuvo
tiempo para hablarle del encuentro de la noche anterior, y añadió
esta observación maligna:

--Á mamá le conté lo que vimos. ¿Hijí... sabes lo que dice mamá? Que
tu amo es un buen peje, y las chicas esas unas cursis.

Indignadísimo y avergonzado Felipe, sólo contestó á su amigo dándole
un empujón hasta ponerle en medio del arroyo. Que no se pegaran
aquella noche, fué prueba evidente de su cordial y sólida amistad.
Felipe no podía pensar nada malo de su maestro, á quien tenía por el
mejor y más completo de los hombres, sin que alteraran esta opinión
la crueldad y saña de que eran víctimas los alumnos. Y tan gratamente
impresionado estaba el ánimo del buen Doctor con las palabras que en
su defensa había dicho don Pedro aquella noche, que subió al desván
pensando en él y representándose una escena, un lance en que los dos,
maestro y discípulo, eran muy amigos y se contaban cariñosamente sus
respectivas cuitas y aventuras.

Antes de acostarse, se puso la cabeza del toro y jugó larguísimo
rato. Algunas figuras quedaron en disposición de ir á la
enfermería... «¡Oh!--pensaba él.--Si me atreviera... si me vieran
entrar con mi cabeza de animal... ¡María Santísima!... ¡Pues sí me
atreveré! Don Pedro no me dirá nada. Es mi amigo y me quiere mucho...
Si sabe que llevo allá mi cabeza, se reirá, y... Claro, hoy por tí y
mañana por mí... Todos pecamos.»

Al día siguiente, doña Claudia dió un grito, ¡ay! y con tanto énfasis
señaló un punto de la _Lista grande_, que hizo en ella un agujero
pasando su dedo á la otra parte. El 222 había tenido un premio
pequeño, tan pequeño que no valía la pena de celebrarlo con grande
algazara. No obstante, el feliz suceso era tan raro, que la señora
alborotó la casa.

--Anda, corre, vuela--dijo á Felipe después de comer.--Lleva la lista
á doña Enriqueta (la fotógrafa) y á Amparo. Pobre Amparo, ¡cuánto me
alegro! le han tocado seis pesetas. Diles que mañana se cobrará y que
vengan á recoger su parte.

La mañana en que debía cobrarse el capital ganado (obra de ciento
sesenta reales), llegó con la puntualidad de todos los mañanas que
se convierten en hoy, haya ó no en ellas cantidades que ganar ó
perder. Era jueves, día de medio asueto en la temporada de verano.
Por la tarde los chicos se iban de paseo, y don José Ido descansaba
de sus hercúleas tareas... Era jueves, y Andrés Pasarón, el hijo
del tendero de ultramarinos, había pegado en una tabla del solar
el cartel risueño de azul y oro que decía: «_Corría extralinaria
á munificio de la Munificencia_,» con toda la relación de los
toros, diestros, ganadería, divisas, suertes y demás pormenores
cornúpetos... Era jueves, y toda la clase se había dado cita en el
solar. El día era espléndido, risueño como el cartel, y también de
azul y oro. El alma de Felipe despedía centelleos de esperanza,
de temor, de miedo, de alegría. Andaba por la casa afanadísimo,
desplegando una actividad febril para desempeñar en poco tiempo todos
los servicios que le correspondían aquella tarde.

Había formado propósito de escaparse si no le dejaban salir. Estaba
frenético. Su anhelo era más fuerte que su conciencia. ¡Ay! tarde
de aquel día, ¡qué hermosa eras! Eras un pedazo de día, rosado y
nuevecito, lo más bello que se había visto hasta entonces salir de
las manos laboriosas del tiempo... Creyó Felipe que el Cielo se
le abría de par en par cuando don Pedro llegó á él y le dijo, sin
mirarle de frente:

--Felipe, ya has trabajado bastante. Toma dos cuartos y vete á dar un
paseo.

¡Estupor!... Felipe creyó que el Ángel de la Guarda se encarnaba en
la persona tremebunda y leonina del señor de Polo... Echó á correr,
temiendo que su maestro se arrepintiera de tanta benevolencia. Subió
como un rayo al desván... ¡Oh, toro! bendito sea el padre que te
engendró, el escultor que te hizo y San Lucas divino que te tuvo á
sus pies. ¡Pobre San Lucas! por el boquete que tenías en tu cuerpo
cabía ya todo el de Felipe. La Fe estaba acribillada. ¡Pobre Fe! no
contabas con la acometida de este Doctor maldito, cuyos agudos y
formidables cuernos podrían llamarse Martín Lutero el uno y Calvino
el otro. Para ensayarse, Centeno hizo gran destrozo aquella tarde:
derribó, apabulló, destripó, tendió, aplastó. No quedó títere con
cabeza, como se dice comúnmente, ni barriga sana, ni cuerpo incólume,
ni ojo en su sitio, ni boca de su natural tamaño y forma. Daba
compasión mirar tanta estrago. Él, mientras mayor destrozo hacía, más
se encalabrinaba. Se volvía feroz, brutal. Después... ¡á la calle!

Bajó pasito á paso á la casa, queriendo ver quién estaba allí y
si podía salir sin que lo notaran. Desde la puerta de la cocina
vió á doña Claudia y á Marcelina, ambas de manto, que hablaban con
don Pedro. ¡Iban á salir! Doña Claudia daba dinero á su hijo y le
decía: «Seis pesetas para Amparo, que vendrá á recogerlas; lo demás
para doña Enriqueta... Nos iremos á ver á las de Torres. Parece
que la pobre doña Asunción está expirando...» Don Pedro no decía
nada, y dejaba las pesetas sobre la mesa del comedor. Pausada y
lúgubremente, cual sombras que se desvanecían, salieron la madre y la
hija.

No se sabe la hora ni el momento preciso en que hizo su aparición
en el redondel aquella novedad inesperada, admirable, verdadera.
Imposibles de pintar el asombro, la suspensión, el alarido de salvaje
y frenética alegría con que Felipe fué recibido... Hubo delirante
juego, pasión, gozo infinito, vértigo... después, cuando menos se
pensaba, policía, guarda, escoba, caídas, dispersión, persecución,
golpes... Así acaban las humanas glorias. Vióse una víctima por el
suelo, hecha trizas: una cabeza partida en dos, en tres, en veinte
fragmentos. Por aquí un cuerno, por allí un pedazo de cráneo, más
lejos medio hocico. El guarda recogió los diversos trozos en un
pañuelo, y tomándolo cuidadosamente con la mano izquierda, con la
derecha agarró al criminal y se dispuso á llevarle á la presencia
del maestro para que éste hiciera ejemplar justicia. La partida se
dispersaba por la calle de la Libertad, dando gritos, silbidos y
alilíes. Felipe, sobrecogido y aterrado, no podía con el peso de su
conciencia.

Cuando el guarda llegó á la casa-escuela, encontró al fotógrafo en la
puerta y le dijo:

--He llamado tres veces, y no abren. Parece que no hay nadie.

Enterado inmediatamente de la fechoría de Felipe, dijo aquel gran
hombre las cosas más sesudas acerca de la moral pública y privada.

--Ahora recuerdo--añadió,--que te ví salir á las tres con un bulto
envuelto en un pañuelo, y dije para mí: ¡Si habrá robado algo ese
perillán!... Ahora, ahora, amiguito, te las verás con tu amo.

Subieron y llamaron. Transcurrido un largo rato, el mismo don Pedro
abrió la puerta... ¡Tremenda escena! Felipe rompió á llorar con
vivísimo desconsuelo. El guarda hablaba, el fotógrafo hablaba, don
Pedro hablaba. Todos, todos le abrumaban á gritos, apóstrofes y
acusaciones; pero él no podía responder. El fotógrafo se permitió
estirarle una oreja, diciendo:

--Principias mal... mal. ¿Á dónde llegarás tú con estas mañas?

Lo peor del caso fué que en éstas llegaron doña Claudia y Marcelina.
Pronto se informaron las dos del nefando suceso, y por poco
descuartizan allí mismo al pobre Doctor; pues si ésta le tiraba de un
brazo, aquélla le sacudía el otro con furor de justicia.

Don Pedro estaba grave y patético. No le decía injurias, pero no le
disculpaba; no le llamaba «ladrón sacrílego» como Marcelina, pero
tampoco profería una sílaba en su defensa.

Por último, se atrevió Felipe á balbucir alguna excusa. Más que
defenderse, lo que intentaba era pedir perdón. Pero aún no había
abierto la boca, cuando las dos mujeres clamaron á una:

--No se le puede creer nada de lo que diga; no abre la boca más que
para decir mentiras.

Felipe se calló, y he aquí que don Pedro afirmó con prontitud:

--Es cierto: no dice más que mentiras, y nada de lo que hable se le
puede creer.

Parecía que el formidable maestro revolvía en su mente una
determinación grave. De repente dijo con sequedad:

--Felipe, ahora mismo te vas de mi casa.

--¡Ahora mismo!--repitió doña Claudia.

--¡Antes ahora que después!--regurgitó la fea de las feas, que,
habiendo subido al desván, volvía espantada de los destrozos que en
las cosas santas hiciera Felipe.

Y más pronto que la vista volvió á subir y tornó á bajar con un lío
de ropa, que entregó al criminal, diciéndole:

--Aquí tienes tus pingajos.

--Ni un momento más.

Felipe lloraba tan copiosamente, que las lágrimas le llegaban á la
cintura. El retratista dijo estas atinadas palabras:

--Con las cosas santas no se juega.

Y se marchó. El Doctor salió á la antesala ó recibimiento, donde
estaba la puerta de la escalera, y se dejó caer en el suelo. No
podía tenerse en pie, pues con tantas lágrimas parecía que se le
echaban fuera todas las energías de la vida. Desde allí veía parte
de la sala donde estaban sus amos, enfurecidos contra él y haciendo
comentarios sobre su horrible crimen. De pronto oyó una voz dulce,
amorosa, celestial; voz que sin duda venía á la tierra por un hueco
abierto en la mejor parte del Cielo. La voz decía:

--Don Pedro, don Pedro, perdónele usted.

--No puede ser, no puede ser.

Protestas de las dos señoras, acusaciones, y recargadas pinturas del
feo delito... Pero la voz, constante y no vencida, repitió:

--Perdónele usted... cosas de chicos...

Felipe estaba tan agradecido, que hubiera adorado á la voz indulgente
como se adora á las imágenes puestas en los altares. El condenado á
muerte no mira al Crucifijo con más esperanza, con más unción, con
más gratitud que miró él á la persona que palabras tan cristianas
decía.

Polo, cuyo semblante expresaba inexplicable desasosiego, salió á
donde él estaba, y le dijo con estudiada entereza:

--No hay perdón, no puede haber perdón. Vete pronto.

Y se volvió adentro... Silencio. Felipe oyó un suspiro, expresión
lacónica y hermosísima de un alma que se sentía impotente para hacer
el bien que deseaba... Otra gran pausa... Parecía que se retiraban
todos á las habitaciones interiores. Desplomábase con lenta caída el
día sobre la tarde, la tarde sobre la noche, y la casa se obscurecía
gradualmente.

Esperó Centeno un rato. En la soledad era su pena más acerba, su
contrición más honda. No tenía fuerzas para marcharse. Quería
morir abrazado al suelo y besando los ladrillos de la casa en que
había hallado un asilo, sustento, y el pan del alma, que es la
instrucción... Sintió pasos. Vió aparecer una hermosa y celestial
figura, _La Emperadora_, la de la voz que pedía misericordia por
él... Fuese ó no la tal una beldad perfecta, á él, en tan crítico
instante, se le representó como superior á cuanto en la tierra había
visto, hermosura de mundos soñados y de sobrenaturales regiones. Por
la ventana entraba la luz del crepúsculo. Sobre ella se destacaba la
soberana belleza de aquella mujer, rodeada de rayos de oro, echando
de su frente fulgores de estrellas. Su ropaje, que sin duda era de
lo más vulgar, se le representó á Felipe compuesto de arreboles ó
centelleo de pedrerías, y teñido de tintas irisadas, todo sublime,
imaginativo, conforme al extraño y admirable caso. _La Emperadora_ le
miró sonriendo, y le dijo con voz de serafines:

--No quieren perdonarte... ¡Pobrecito!...¿En dónde pasarás la
noche?... Hijo, ten paciencia, y Dios te amparará.

En sus manos blancas y hermosas traía manzanas, pedazos de pan,
pasteles y otras cosas dulcísimas de comer.

--Toma esto--le dijo.--No llores tanto. Ten paciencia... Con esto
puedes remediarte esta noche.

Después le pasó sus dedos finísimos y frescos por la barba. Él estaba
tan ardoroso, que aquellos dedos le parecían de mármol. Aún hizo ella
más. Con su pañuelo, que á delicadas esencias olía, le limpió las
lágrimas. Después...

Felipe la vió retroceder, mirar hacia la sala, como temerosa de que
la espiaran. Volvió junto á él. Metió la mano en el bolsillo, sacó
una cosa que relucía y sonaba. De sus dedos salían rayos de plata.
Centeno estaba absorto, pasmado, y de su alma se amparaba lentamente
un consuelo inefable, paz deliciosa y gratitud que, sobreponiéndose
á los demás sentimientos, los sofocaban, y al fin triunfaban de su
honda pena.

_La Emperadora_ dió un gran suspiro. Era un alma abrumada que no
podía echar de sí esta idea: «¡Qué mal hacen en no perdonarte!»

Y luego le tomó una mano, que él tenía cerrada; abriósela no sin
esfuerzo; le puso en el hueco una cosa, cerrándosela luego y
apretando los dedos de él; y al concluir, le dijo:

--Con esas seis pesetas te arreglarás por ahora... No puedo darte más.

Felipe se fué.



III

QUIROMANCIA


I

Federico Ruiz... ¡Singular hombre, dado á la ciencia, al arte; el
astrónomo que más entendía de versos, el poeta más sabedor de cosas
del Cielo! Diez años hacía que su espíritu navegaba jadeante por los
espacios del saber buscando una vocación, y de ensayo en ensayo, de
una en otra tentativa, el entusiasmo se le enfriaba y su voluntad
padecía desmayos. Era español puro en la inconstancia, en los afectos
repentinos y en el deseo de renombre. Primero fué músico, después
cursó la Facultad de Ciencias y obtuvo la plaza del Observatorio,
en la cual no estaba contento. Su espíritu tenía un desasosiego y
escozor semejantes á la inquietud del enfermo que busca su alivio en
los cambios de postura.

Era de costumbres apacibles, un tanto egoísta y un tantico avaro.
Carecía de entusiasmo profesional; pero desempeñaba á conciencia,
si no de buena gana, los servicios del Observatorio. Soñaba
con triunfos en el teatro, ¡demencia española! y se creía, como
tantos otros, un ingenio no comprendido y sacado de su natural
asiento, víctima de la fatalidad y de las perversas contingencias
locales. Todo ecléctico es triste: la perplejidad del espíritu hace
displicentes humores. Y el bueno de Ruiz, en las melancolías que le
ocasionaba una profesión considerada como interina, decía: «¡Qué
país éste!... ¡Desgracia grande vivir aquí! ¡Si yo hubiera nacido
en Inglaterra ó en Francia...!» Muchos ¡ay! que dicen esto, revelan
grande ingratitud hacia el suelo en que viven, pues si en realidad
hubieran nacido en otros países, estarían quizás haciendo zapatos ó
barriendo las calles. De todo esto se desprende que Federico Ruiz,
astrónomo sin substancia, debía de ser adocenado poeta. Incapaz de
dar direcciones nuevas al arte, no sabía más que trillar los viejos
caminos donde ya ni flor había ni hierba que no estuviesen cien veces
holladas y aun pisoteadas.

Era el eternamente descontento, el plañidor de su suerte, el
incansable arbitrista de su propio destino. Seguramente, desde que
una obra suya pasara de las musas al teatro, le entrarían ganas de
dar nueva ocupación á su espíritu. Un hombre tan sin centro y de
pensamientos tan variables, no podía ser gordo. En efecto: Federico
Ruiz era flaco, tan flaco, que los carrillos se le besaban por
dentro; y cuando se sentaba, tomando extrañas posturas, sin las
cuales no demostraba comodidad, todo él se volvía ángulos. Era un
zig-zag... Por extraña armonía, su pensamiento era lo mismo, y
hablando variaba de dirección rápidamente y describía con la palabra
un vaivén mareante. Nada había derecho en él, ni el cuerpo ni el
juicio. Andaba con cierta vacilación, semejante á la de los que han
bebido más de la cuenta, y su voz era desentonada.

Último toque. Era ferviente católico, ó al menos así lo decía él. Con
su mejor amigo era capaz de pegarse si le hurgaba tantico, sacando
á relucir divergencias entre la Fe y la Ciencia. Casamentero de
las ideas, hacía singulares contubernios, y para ello tenía caudal
copioso de oportunas y originales razones. Con su verbosidad errática
y un si es no es elocuente, defendía todo lo defendible, logrando
encontrar tales armonías entre el _Génesis_ y el telescopio, que al
fin sus contendientes no tenían más remedio que callarse.

En el Observatorio su trabajo era más bien meteorológico que
astronómico. Desempeñaba una plaza de auxiliar. Por ausencia ó
enfermedad de algún astrónomo, hacía las observaciones corrientes y
algunos estudios matemáticos. Aunque no lo hacía mal, sus jefes no
le confiaban ningún trabajo delicado. Tardaba mucho, se fatigaba, y
además... Entre fórmula y fórmula, ¿cómo no dar descanso y consuelo
al ánimo con un par de versitos?

En los tiempos aquéllos en que le conocimos estaba el hombre muy
encariñado con una idea católico-astronómica, que confiaba á sus
amigos. Hay motivos para creer que la tenía formulada en diversos
papelotes. La cosa era muy original, y hasta útil, filosófica, y como
simbólica de la deseada concordia entre la Ciencia y la Religión. He
aquí la idea de Federico Ruiz:

¿Por qué los planetas y las constelaciones, todas las unidades,
familias ó grupos sidéreos han de tener nombres mitológicos? ¿Qué
significación ni sentido podemos dar en nuestra edad cristiana á
los nombres y á las aventuras amorosas ó criminales de tanto dios
adúltero y brutal, de tanto semidiós canalla, de tanta ninfa sin
vergüenza, de tanto animal absurdo? ¿Por ventura no tenemos, en lo
espiritual, nuestro magnífico Cielo cristiano poblado de santos
patriarcas, ángeles, profetas, vírgenes, mártires y serafines?
Y si lo tenemos, ¿por qué no hemos de concordarlo y emparejarlo
con el Cielo visible, dando á los astros los excelsos nombres del
Cristianismo? Así tendríamos el Almanaque práctico, religioso, y una
como cifra exacta de la presencia de los bienaventurados en el Cielo,
lo mismo que están esas hermosas luces en el vacío infinito. ¿Qué
inconveniente hay en que ese grandioso planeta, llamado hasta aquí
_Júpiter_, dios de una falsa doctrina, se llame ahora San José? Y
los demás planetas de nuestro sistema, ¿por qué no habían de tener
el nombre de otros patriarcas, Adán, Noé, Abraham...? Esto se cae
de su peso. Pues siguiendo este trabajo de bautizar firmamento,
las doce partes del Zodiaco vienen que ni de molde para los doce
Apóstoles. Todas las constelaciones boreales y australes tendrían su
santo correspondiente, y las grandes estrellas representarían los
santos más famosos. _Arcturus_, por ejemplo, sería San Francisco de
Asís; _Aldebarán_, San Ignacio de Loyola; el _Alpha del Centauro_,
Santiago; la _Cabra_, San Gregorio Magno; _Vega_, San Agustín;
_Rigel_, San Luis Gonzaga... La _Cabellera de Berenice_ tomaría
el nombre de la Magdalena; las _Pléyades_ serían las once mil
Vírgenes; la _Espiga_ ó _Alpha de la Virgen_, Santa Teresa de Jesús,
y _Antarés_, la Verónica... _Sirius_, la mayor maravilla del Cielo,
tendría la representación de la Madre de Dios más propiamente que
la Polar. Al hacer las denominaciones, se tendrían además presentes
los días en que la Iglesia celebra las festividades de los santos;
de modo que al paso del Sol por cada región zodiacal determinara las
fiestas de los Apóstoles, y así no se diría _sol en Piscis_, sino
_sol en San Pedro_... En cuanto á los cometas...

--¡Ja, ja, ja!--Estas carcajadas eran de Alejandro Miquis, á quien
Ruiz explicaba sus nomenclaturas una mañana, que debió de ser la del
domingo 19 de Septiembre de aquel año.

--No te rías... Esto es muy serio. Tengo todo preparado para escribir
una Memoria. Sin ir más lejos, el Almanaque sería entonces una
verdad, y apurando la cosa, no se necesitarían ya ni altares ni
iglesias. ¿Qué mejor imagen de un bienaventurado que esas magníficas
luces nocturnas que nos embelesan y anonadan? ¿Qué mejor catedral que
la aparente bóveda del Cielo? Los hombres adorarían á la entidad San
José, San Juan en la imagen luminosa de éste ó del otro astro; y como
la celebración de la festividad por la Iglesia coincidiría con un
fenómeno astronómico, he aquí establecida simbólicamente una armonía
sublime entre la religión y las matemáticas...

--¡Ja, ja, ja!--Miquis mordía el ala de su sombrero: tan dichoso era
con lo que oía.

Cienfuegos dijo así:

--Querido Ruiz, no te metas en poner motes... Deja que conserven
por allá arriba los bonitos nombres paganos de Casiopea, Ofiucus,
Júpiter... Como las beatas sepan la jugada que les preparas poniendo
el nombre de cualquier santo á una señora que se ha llamado Venus, te
van á sacar los ojos.

Esto lo hablaban en la gran sala cuyo techo y muros están hendidos,
formando una línea en la dirección ideal del meridiano. Esta
hendidura tiene puertas que se abren con cuerdas semejantes á las
que mueven las velas de un buque, y se descubre así la parte del
cielo que se desea observar. El telescopio, montado en una especie
de cureña, tiene aspecto de cañón aéreo. Le sostienen postes de
granito; sólo gira en un plano vertical, y hay sin fin de ruedas y
palancas de dorado bronce para mover el gran tubo y colocarlo en el
ángulo que exige la observación. Montado sobre carriles, un gran
sillón sirve para que el astrónomo se tienda en posición cómoda,
y pueda, aplicando el ojo al catalejo, escudriñar cómodamente el
espacio y ver todo transeunte del meridiano, sea chico, sea grande:
de día, el padre Sol; de noche, ésta ó la otra res del inmenso rebaño
de estrellas, ora una clarísima, fulmínea, ora las que vacilantes
hormiguean entre la muchedumbre infinita. Se las ve atravesar,
impacientes y como perseguidas, el campo del objetivo, dándonos á
entender con su aparente carrera la marcha que llevamos nosotros por
los insondables derroteros del vacío. El cristal está dividido en
cuarteles por hilos de araña cogidos en los árboles para este fin, y
que tienen, ¡quién lo diría! aplicación tan sabia y útil. ¡Venturosos
animalejos las arañas, que, sin saberlo, son tejedoras de las
cuerdas, casi invisibles de puro tenues, con que se toma la medida á
las proporciones billonarias del firmamento!

El péndulo sidéreo, colocado á la derecha, parece la imagen de la
discreción y de la mesura. Su pulsación suave, el juego de sus
manecillas, que tan calladas van marcando los segundos y minutos,
embelesan al que lo mira. Se le ve como si fuera una persona, un ser
vivo, de madre nacido, con facciones de números y entrañas de animado
metal, palpitantes y en ejercicio como nuestras entrañas. Por el
mismo estilo que el péndulo, el barómetro registrador parece también
un personaje; sólo que el primero es de lo más serio y reposado que
se puede imaginar, mientras el segundo, organismo admirable que sabe
redactar sus impresiones sobre la pesadez atmosférica, tiene no sé
qué de festivo y pueril. Es un geniezuelo, un antropoide cuyo origen
no sabe el profano si atribuir á la invención de la leyenda ó á los
cálculos del mecánico; es prodigioso cuerpecillo, juguete que parece
que tiene alma, y hace ruidos graciosos y extraños, cual si á media
voz cantara misteriosas endechas. Hace toda la gracia un escape que
juega con la palanca; siguen á esto ruedas silenciosas y graves,
y en el término del mecanismo tiene el endiablado instrumento su
pedacito de lápiz, con el cual escribe sobre un cilindro de papel...
Cuando hay tempestad es cuando tiene que ver. Entonces, agitado el
mercurio, que es su sangre, actúa sobre todos sus miembros, y se le
ve febril, echando sobre el papel unas rúbricas que son fehaciente
expresión del variable peso de la atmósfera.


II

Ruiz, taciturno y atento sólo á su deber, hizo la observación del
paso del sol por el meridiano. No se efectuó el acto sin cierta
solemnidad como religiosa, con silencio, sosiego y aun algo de
poesía, por cuya circunstancia, y por ser operación diaria, decía
Miquis que aquello era la misa astronómica. Cinco minutos antes del
momento en que el péndulo sidéreo marcara el paso de Su Majestad,
manipuló Ruiz en el telégrafo para subir la bola de la Puerta del
Sol. Estuvo luego atento, callado, observando el mesurado latir del
péndulo; preparó el anteojo con cristal opaco, se puso en el sillón,
abrió las compuertas, miró. Una sección del globo inmenso entraba en
el campo del objetivo, y su tangencia en los hilos de araña permitía
determinar, por cálculo, el mediodía medio, por donde regulamos y
medimos estas divisiones convencionales del tiempo, á las cuales
acomodamos nuestro vivir. Luego manipuló otra vez para hacer caer
la bola de la Puerta del Sol, y cerradas las compuertas y tapado
el anteojo, registró los cronómetros y apuntó su observación en un
cuaderno. Cienfuegos y Miquis, que habían visto esto muchas veces,
permanecieron indiferentes, como los sacristanes ante los sagrados
ritos. El uno leía un periódico, el otro se paseaba inquieto á lo
largo de la sala.

Pensar que tres españoles, dos de ellos de poca edad, pueden estar
en el lugar más solemne sin sacar de este lugar motivo de alguna
broma, es pensar lo imposible. Á la iglesia van muchos á pasar ratos
divertidos, cuanto más á una sala meridiana donde no hay más respeto
que el de la ciencia, donde se entra con el sombrero puesto, y aun
se fumaría si la susceptibilidad de los instrumentos lo permitiera.
No había concluído Ruiz sus apuntes, cuando Miquis se echó atrás el
sombrero, y poniéndole la mano sobre el hombro, le dijo:

--Á ver tú... ¿por qué no me sacas mi horóscopo?

Era el mismo demonio aquel Miquis; ¡y qué cosas se le ocurrían!
Si Ruiz no fuera un si es no es guasón y maleante, se habría
escandalizado de aquella proposición sacrílega. Pero como no tenía
entusiasmo por la ciencia, no tenía tampoco ese respeto fanático
que impone deberes de compostura en ciertos sitios. ¡Oh! Sin ir más
lejos... si él hubiera nacido en Inglaterra ó en Francia, habría
tenido aquél y otros respetos, sí, señor, porque seguramente ganaría
mucho dinero con la ciencia; ¡pero aquí, en este perro país!... Como
español (y gato de Madrid, por más señas), podía hacer mofa de todo.
Manos á la obra. ¿Horóscopo dijiste? Bien; ¿y de qué se trataba?

Cienfuegos, que sentado en una silla leía _La Iberia_, alzó los ojos
del papel para decir:

--Ya los astros no dicen nada del destino humano. No quieren meterse
en vidas ajenas... Desde que se ha empezado á decir de ellos que
tienen miseria en sus cabelleras luminosas, es á saber, que están
habitados, se han amoscado y no quieren cuentas con nosotros... ¡Oh!
si hablaran, Miquis lo agradecería... Está el pobre que no le llega
la camisa al cuerpo, pendiente de una resolución, de una sentencia...

Ambos le miraron. Miquis se paseaba á lo largo de la sala, con las
manos en los bolsillos, arrastrando sus miradas por el suelo.

--¿Qué es eso, Alejandrito?... ¿Amores?

--¡No, no: valiente tontería! Mejor dicho, vida ó muerte
para mí--dijo el estudiante de Derecho parándose ante el
astrónomo.--Figúrate que con esta vida jamás está uno en fondos, y la
verdad... mejor sería no carecer de nada.

--Eso, aunque no lo digan los astros, es matemático.

--Yo te diré lo que hay--manifestó Cienfuegos.--Alejandro tiene una
tía, que le ha prometido darle trigo... pero trigo... en gordo...
Pasan días y días, y el recadito de la tía no parece.

--Me dijo que á mitad de la semana, y la semana ha concluído.

--Un día más ó menos...

--Es que tengo un desasosiego...--suspiró Miquis, mostrando bien en
su voz y en su gesto lo que decía.--Temo que si pasa tiempo, recobre
mi tía el juicio.

--Que lo pierda, querrás decir.

--No, hombre, no, porque mi tía está loca, y al darme lo que ha
prometido, si es que me lo da, se acreditará de rematada... Estoy
agonizando... ¿Se habrá arrepentido? ¿Habrá entrado en aquel cerebro
un rayo de esa luz del sentido común que anda esparcida por el mundo,
sin que la vean muchos de los que tienen ojos? Porque se dan casos de
que la vean, antes que nadie, los topos.

--Pues vete á su casa, tonto, y pregúntale, y dile: «Señora tía, ¿me
da usted ó no lo que me ha prometido?»

--Es tan nervioso y tan pusilánime--observó Cienfuegos,--que no se
atreve á ir, porque si la señora le dice que no hay nada, se desmaya.

--¡Yo no voy, yo no voy!--declaró el manchego volviendo á
pasearse.--Si después de haberme consentido dice nones, creo que
cojo una enfermedad.

Ruiz se frotaba las manos, riendo con aquella expresión burlona que
tenía para todo, para lo grave y lo cómico.

--Te voy á sacar el horóscopo, Alejandrito. Vamos á ver. Hay que
principiar por saber la fecha del nacimiento de tu querida tía.

--¡La fecha del nacimiento!--exclamó Cienfuegos.--Debió ser el año de
la Nanita.

--Eso lo sabrá la diosa Isis. Creo que mi tía no tiene fecha. Debe
proceder del antiguo Egipto. ¡La pobre es tan buena!... es lo mismo
que los chiquillos, ¡y me quiere tanto...! No nos burlemos... señores.

--¡No, no nos burlemos!--declamó Ruiz, remedando la tiesura de un
sacerdote de ópera.--Siento no tener aquí una sotana de ala de mosca
y un cucurucho lleno de sapos y culebras. Cuando te digo que te voy á
sacar el gran horóscopo, y á adivinarte lo que deseas... Sin ir más
lejos: en este momento, ¿qué hora es? las doce y veintidós minutos
y tres segundos. Al pelo, chico. Mira: el Sol está saliendo de la
constelación del León, á quien yo llamaría San Marcos, y entra en
Virgo... ¡La Virgen! tu tía... Luego viene la Balanza... ¡dinero...!
Esto es más claro que el agua. Tenemos también á Mercurio sobre
nuestras cabezas. Este caballero representa el comercio, las jugadas
de Bolsa, el papel-moneda. Lo dicho, dicho: el encuentro de Mercurio
y la Virgen, puede considerarse como felicísimo augurio. Y si
añadimos que al entrar en la Balanza pasa junto al Centauro, que yo
llamaría San Ignacio de Loyola, resulta lo siguiente: ¿Qué representa
Mercurio? El comercio, las transacciones, el correo. Por algo le
representaban aquellos brutos con aladas zapatillas. El correo,
fíjate bien. De todo se desprende que debes escribir una carta á tu
tía prehistórica, preguntándole qué vuelta llevan esos dinerillos que
te prometió, y que no has visto todavía.

--Pues eso no me parece mal--dijo Miquis meditando.--¿Y si me
contesta que no?

--Pues si te contesta que no, te metes las manos en los bolsillos
vacíos, y te quedas fresquecito, de verano...

Alejandro volvió á pasearse, y Cienfuegos á leer su periódico.
De repente, el manchego, con la súbita vehemencia del que tras
vacilaciones dolorosas se decide á tomar un partido, gritó:

--¡Pluma, papel, tinta!... Voy á escribir la carta á la diosa Isis...

--Calma, calma: iremos á la Biblioteca. No hay que alborotar en esta
santa casa.

--¿Y quién llevará la carta? ¡Es tan lejos!...

--No faltará quien la lleve. No te apures. Irá el Centauro, ó
mandaremos al mismo Mercurio. Vamos á la Biblioteca.

Pasaron á donde decía Ruiz, y Miquis se puso á escribir. ¡Dios mío,
qué premioso estaba aquel día! No sabía cómo empezar, ni en qué forma
y con qué materiales construir la deseada epístola. Tres ó cuatro
empezó y las tuvo que romper, porque ninguna de ellas respondía bien
á su pensamiento. La una decía:

«Querida tiíta Isabel: Tengo que ir esta noche al baile de la
Embajada austriaca, de frac; y como usted comprenderá...»

Ésta no servía. Ras... Empezó otra así:

«Estoy enfermo en cama. Me visitan siete médicos, y con tanta visita
y gastos de botica, se me acabó el dinero que tenía. Como usted me
prometió...»

Ras, ras... tampoco valía...

Otra:

«Estoy en casa de los catedráticos haciendo un trabajo...»

Fuera.

Por último, encontró la fórmula y la carta quedó escrita. Dió un
suspiro al cerrarla y repitió su queja:

--No vamos á tener quien la lleve.

--¡Qué pesadez!--dijo Cienfuegos, suspendiendo otra vez su
lectura.--Cuando éste coge un tema... La llevaré yo, si es preciso.

--Si es en los quintos infiernos... allá, donde Cristo dió las tres
voces.

--Sea donde fuere... Ese es atroz cuando da en encontrar dificultades
y en echar lamentos.

--Vamos á casa--dijo Ruiz.--Veremos si hay algún ordenanza. Don
Florencio nos sacará del paso...

Salieron, y lo primero que vió Miquis fué el famoso héroe de aquel
otro domingo, que gozoso y algo conmovido se acercó á saludarle,
gorra en mano.

--Hola, mequetrefe, ¿tú por aquí otra vez? ¿Qué es de tu vida?

Felipe, confuso, no sabía qué contestar, pues érale muy difícil
exponer en breves palabras los motivos de su salida de la paternal
casa de don Pedro. Temía que su protector, por falta de explicaciones
circunstanciadas, atribuyera la expulsión á cualquier falta
denigrante y odiosa.

--Te has civilizado... ¡Pero qué bonita has puesto mi ropa! Es verdad
que lleva tiempo... Y hablas ya como la gente. Lo que menos creías tú
era verme aquí.

--Señor, estoy viniendo todos los días á ver si le veo...

--Pues mira, hoy caes aquí como agua de Mayo. Nunca podrías ser más
oportuno. Me vas á hacer un recado.

--¡Un recado!...--exclamó el Doctor con alegría.--Si los señoritos me
buscaran una colocación...

--Sí, para colocaciones estamos,--dijo Cienfuegos.

--Como me traigas buenas noticias--indicó Miquis,--te prometo...

--¡Adiós! ya está éste tocando el violón... No prometas nada,
Alejandro, no prometas.

--Vas á llevarme esta carta.

--Sí, señor.

--Á la calle del Almendro. Entérate bien ó te pego. ¿Sabes dónde está?

Felipe vacilaba.

--Entras por Puerta Cerrada...

--Sí, sí... démela, démela.

--Bien claritas he puesto las señas. Número 11, cuarto segundo.
¿Sabes leer?

--¡Pues ya!...

--Preguntas por doña Isabel... esperas contestación, te la da, y me
la traes aquí.

Llegó cuando menos se le esperaba don Florencio, muy peripuesto,
vestido de negro, con el rostro enmascarado de cierta tristeza
fúnebre, y saludó á los tres amigos.

--Ya sabemos á dónde va usted, señor Morales y Tempra...do, don
Florencio.

Con solemnidad luctuosa, haciendo con ambas manos una elocuente
mímica de ese dolor mesurado y correcto que es propio de las
tragedias clásicas, el señor don Florencio dejó caer de su boca esta
frase:

--Voy al entierro del gran hombre.

--¡Pobre Calvo Asensio!

En tal día enterraban con gran aparato de gente y público luto al
atleta de las rudas polémicas, al luchador que había caído en lo más
recio del combate, herido de mortal cansancio y de fiebre; hombre
tosco y valiente, inteligencia ruda, que no servía para esclarecer,
sino para empujar; voluntad de acero, sin temple de espada, pero
con fortaleza de palanca; palabra áspera y macerante; temperamento
organizador de la demolición. Reventó como culebrina atacada con
excesiva carga, y su muerte fué una prórroga de las catástrofes
que la Historia preparaba. Don Florencio, que era su amigo, hacía
aspavientos de dolor comedido y decía:

--Entre paréntesis, si no hubiera cambiado su farmacia por esta
condenada política, todavía viviría. Era un mocetón... Vamos á
echarle un puñado de tierra.

Después, fijándose en Felipe, que oía con el mayor respeto aquellas
elegiacas razones, le consagró también á él, pequeñito, una frase
llena de socrático sentido:

--Doctor Centeno, ¿qué haces por aquí? ¿Sirves á estos señores? Como
te portes bien, medrarás. Si no... Ya me contó Pedro que tienes mañas
sacrílegas y dices muchas mentiras... Ojo, señores, ojo...

Ofendido y malhumorado oyó Felipe estos conceptos; mas nada quiso
contestar. Apremiado por Miquis para que fuera pronto al recado de la
cartita, echó á correr por la rampa abajo, dejando atrás muy pronto á
Morales, que iba con su metódico paso de procesión cívica.


III

Quince días habían pasado desde que el buen Doctor dejó con tan
mala ventura la casa de don Pedro Polo... Cayó, como el cabello que
cortado se arroja, á los rincones y vertederos urbanos, allá donde
las escobas parece que arrastran, con los restos de todo lo útil,
algo que es como desperdicio vivo, lo que sobra, lo que está de
más, lo que no tiene otra aplicación que descomponerse moralmente y
volver á la barbarie y al vicio. ¿Quién le seguirá por esta zona, á
donde llegan arrastrados todos los despojos de la eliminación social
en uno y otro orden? ¿Quién le seguirá á las casas de dormir, á las
compañías del Rastro, á los bodegones y tabernas, á los tejares y
chozas de la Arganzuela ó las Yeserías, á la vagancia, á las rondas
del Sur, inundadas de estiércol, miseria y malicia? La historia del
héroe ofrece aquí un gran vacío que es como reticencia hecha en lo
mejor de una confesión. Sólo se sabe que á los dos días de su salida
de la casa de Polo, se extinguió el último ochavo de las seis pesetas
que le diera la cristiana y al mismo tiempo pagana _Emperadora_,
figura hermosísima que él había visto en alguna parte, sí: en ésta
ó la otra página de sus estudios, en la Doctrina Cristiana y en
la Mitología. ¡Misterios de la óptica moral! Fuera lo que Dios
quisiere, él se había prometido no olvidar á aquella señora en todo
el tiempo que durase su vida...

Se sabe también que algunas noches durmió en lo que vulgarmente se
llama la _posada de la estrella_, ó sea al aire libre; que pasó
grandes y tormentosas escaseces; que iba todos los días á la subida
del Observatorio con esperanza de encontrar al que le protegió,
le amparó y le dió ánimos en aquella feliz ocasión; que al fin su
puntual fidelidad obtuvo recompensa, como se ha visto, deparándole
Dios el encuentro de Alejandro Miquis, prólogo de los importantes
acontecimientos que vienen ahora, y paso primero en el nuevo rumbo
que toma la vida del héroe, como verán los que no se hayan aburrido
de esta lectura y quieran seguir adelante.

Emprendió, pues, la marcha el Doctor para desempeñar su recado, y
en la Puerta del Sol, ¡inesperado estorbo! se encontró con que no
podía pasar, parque todo estaba lleno y apelmazado de gente. Él,
no obstante, había de penetrar entre la multitud para ver por qué
motivo se reunían tantas personas. Metióse por las grietas que en la
humana masa se abrían; navegó con trabajo por entre codos, piernas,
espaldas, y pudo ganar al fin la esquina de la calle de Carretas.
Felizmente, había allí un farol que no estaba ocupado, y se subió
á él, guardando cuidadosamente la carta en el pecho. ¡Qué bien se
veía todo desde aquella altura! «¡Ya!... entierrito tenemos.» Y
que el muerto era persona grande lo manifestaba la muchedumbre de
acompañantes y de curiosos. Vió Felipe el carro mortuorio, tirado por
caballos negros y flacos, con penachos que parecían haber servido
para limpiar el polvo de los cementerios; vió el armatoste donde el
difunto venía, balanceándose como una lancha negra en medio de las
olas de un mar de sombreros de copa; vió los asilados, los lacayos
fúnebres, de malísima catadura, y el lucido acompañamiento, ejército
sin fin de personas diversas, elevadas y humildes, todo obscuro,
triste y hosco. Iba detrás, en primer término, un señor alto y gordo,
de presencia majestuosa; á su lado otros muchos, gruesos ó flacos, y
detrás un río de levitas y chaquetas. ¡Cómo serpenteaba la fatídica
procesión, cómo se detenía de trecho en trecho, cómo empujaba! Era
cuña que en las plazas abría la masa de curiosos, y en las calles se
dejaba oprimir á su vez por aquélla... Felipe se unió á la comitiva.
Tan pronto iba delante con los incluseros, tan pronto atrás, cerca
de aquellos señores tan guapotes. Pero él se mantenía siempre á
respetuosa distancia: miraba, y nada más. No era como el intruso
y farsante Juanito del Socorro, á quien Felipe vió delante de los
caballos, apartando el gentío con ridículos y oficiosos aspavientos.
«¡Fantasioso!» pensó el Doctor; y poco después, allá cuando iban
por la calle de la Concepción Jerónima, vióle atrás, pegado á los
faldones del respetabilísimo caballero obeso y de blancas patillas
que presidía... «¡Otro más entrometido que Juanito...!»

Por la calle de Toledo, _Redator_ distinguió á su amigo entre la
multitud y se fué derecho á él. ¡Qué facha la de Juanito! Llevaba
las mismas alpargatas ó babuchas de orillo que usaba siempre, una
chaqueta de papá y una corbata negra que su mamá le había hecho para
aquella lúgubre ocasión. Se saludaron con un par de estrujones, y
Juanito dijo al otro:

--Estoy rendido... Yo fui á avisar á la parroquia para que llevaran
los _Oles_... Después, recado por arriba y por abajo... llevar mucha
papeleta, y ahora traer coches... Voy aquí con don Salustiano.
Hijí... éste sí que es peje.

Al decir esto, señalaba al señor grueso, persona de tan admirable
presencia que á Felipe le parecía, si no rey, un dedito menos. En
efecto: el Doctor vió á su amigo meterse entre los señores que
iban en la delantera del acompañamiento, estrujándoles la ropa y
estorbándoles el paso. Alguien le daba empellones para echarle fuera;
pero él á meterse volvía. Al fin de la calle de Toledo, muchos
empezaron á ocupar los coches... Felipe entonces, satisfecho de
haber visto bastante, acordóse de su deber, y retrocedió para buscar
la calle del Almendro.

La cola del inmenso cortejo estaba aún por San Isidro. Allí se apartó
Felipe; dió varias vueltas por Puerta Cerrada, mirando letreros, y
por fin se internó en la calle del Nuncio. Estaba en camino. Los
lacayos de la Nunciatura excitaron su curiosidad, y perdió un ratito
admirando tanto galón y tan buenas aposturas. Algunos pasos más, y ya
estaba mi hombre en el fin de su viaje. ¡Qué silencio, qué sepulcral
quietud la de aquellos lugares! Eran más fúnebres que el entierro y
más solitarios que la soledad. Después del bullicio, de la confusión
y gentío que había presenciado, verse allí era como caer en un pozo.
Y la tal calle se enroscaba marcando una vuelta tan brusca, que no
se veía ni el principio ni el fin de ella. Parecía una trampa armada
al descuidado transeunte; y todo el que entrase en ella, no como
Felipe, sin ver, por ser niño, el sentido de las cosas, creeríase
más en Toledo que en Madrid, ó bajo la dominación de los reyes
austríacos, amenazado de las uñas de Rinconete. Hoy es la calle del
Almendro recogida y silenciosa; júzguese cómo sería hace veinte años,
cuando aún la ley de las transformaciones municipales no la había
comunicado, derribando casas, con la Cava Baja. Entonces, nadie
pasaba por allí que no fuera habitante de la misma calle. Componían
gran parte de su caserío las cocheras de la casa de Aransis; la casa
de Vargas, sola, misteriosa, abandonada, pues al parecer sólo mora
en ella el espíritu de San Isidro. No se conocía en ella ninguna
industria, como no fuera la de un colchonero que tenía por muestra un
colchoncito de media vara. Había escudos sobre puertas que jamás se
abrían, y balcones de hierro que á pedazos, corroídos por el orín, se
desbarataban. Dos ó tres casas de alquiler, relativamente modernas,
existían en la tortuosa longitud de la calle. Una de ellas, la del
núm. 11, que era la que buscaba Felipe, estaba en la rinconada que ha
desaparecido para establecer la comunicación de aquel embudo con la
Cava Baja. De modo que la casa de la tía de Miquis no existe ya. Hay
que figurarla; pero como no faltan memoria y datos, puede decirse que
era un edificio del siglo XVII, ordinario, vulgarísimo, feo, con dos
pisos altos, puerta de piedra, en cuyo clave se veía grabada la común
inscripción _Jesús, María y José_, y lo demás de revoco.

Nos hallamos en el rincón más interesante quizás de este Madrid
que tantas curiosidades encierra, y que hoy presenta revueltas,
en algunas zonas, las primicias de la civilización y los restos
agonizantes del mundo antiguo. Dos huecos tenía cada piso de la casa
vetusta, que Felipe comparó, _in mente_, con un seis de copas. En
la ventana baja, inmediata á la puerta, no había señal de vivienda
humana. Rotos estaban los vidrios y cerradas las maderas. Era el
depósito de una cofradía caducada, y ya se ignoraba quién tenía las
llaves. En los dos balcones del principal había muchos tiestos,
descollando entre ellos una grande y bien florecida adelfa que daba
alegría á la casa y aun á la calle toda. No tengamos reparo en decir,
aunque sea indiscreto y prematuro, que allí vivía una mujer ó señora
que _echaba las cartas_ y tenía gran parroquia, muy tapadamente, en
todo Madrid.

Si los balcones del principal eran alegritos con tanta hierba y
verdura, los del segundo éranlo mucho más, porque en ellos el follaje
se desbordaba por los hierros, subía y aun daba grata sombra. Era
ya una vegetación arborescente, impropia de balcones y que traía á
la memoria lo que de Babilonia se cuenta. Los tiestos de diversa
forma estaban unos sobre otros; había pucheros, cajones, tibores,
medias tinajas y barriletes, todo admirablemente cultivado y lleno de
variedad gratísima de plantas. Descollaban una higuera con higos, un
manzano con manzanas, un níspero también con fruto, un albaricoque
y hasta una parra que ofrecía en sus ya pintados racimos abundante
esquilmo de Octubre. Y entre estas familias mayores, las capuchinas
de doradas florecillas subían por la jamba, agarrándose á cuerdas muy
bien colocadas; lo mismo hacían las campánulas, el guisante de olor
y otras trepadoras. Achaparrados y asomando por entre los hierros,
veíanse los claveles, el sándalo, la hierba-buena, la medicinal ruda,
la balsamina, el perejil de la reina, el geranio de pluma y otras
especies domésticas. Colgadas á un lado y otro de los balcones había
hasta media docena de jaulas chiquitas con verderones y jilgueros
presos; pero tan cantantes, que no cesaban ni un momento de arrojar
sobre la calle sus deliciosos trinos.

Al reconocer el número, avanzó Felipe hasta el centro del arroyo y
se quedó como lelo, mirando la casa. Era para él tan misteriosa,
emblemática é incomprensible como una de aquellas páginas de la
Gramática ó de la Aritmética, llenas de definiciones y guarismos
que no había entendido nunca. Miraba y miraba, descifrando con el
incipiente prurito de su mente investigadora... Hacía lo menos quince
minutos que duraba este contemplativo examen, cuando observó que se
abrían los cristales de uno de los balcones del segundo. Por entre
el follaje distinguió una mano delgadísima que apretaba los higos de
la higuera como para ver si estaban maduros. Luego acariciaba los
racimitos de la frondosa parra... Mirando más, y cambiando de sitio,
pudo distinguir una cara... Era blanca, fina y lustrosa, como las
caras de las muñecas de barniz que se ven en las tiendas de juguetes,
con ojos negros y vivos. En la cabeza tenía un lío amarillo, al
modo de turbante... Felipe se vió mirado y examinado por los ojos
de la muñeca, pero con tal fijeza, que hubo de turbarse y no supo
qué hacer. Aquélla era la tía del señor de Miquis. ¿Por qué le tenía
miedo? ¿por qué se quedaba absorto y como fascinado delante de la
casa...? Es preciso entrar. Atrévete, hombre.


IV

Cuando la criada de la tiíta Isabel abría la puerta, lo primero que
se veía... Hablemos con claridad: allí no se veía nada hasta que el
visitante se iba acostumbrando á la obscuridad; hasta que sus ojos,
ávidos de ver, no pescaban, digámoslo de este modo, en el fondo de
las tinieblas, éste ó el otro objeto para sacarlo al espacio visible.
Antes que ocurriera tal fenómeno, y no ocurría jamás sin gran trabajo
y paciencia de la retina, el visitante percibía gratísimos olores
de plantas aromáticas, tomillo, mejorana y orégano, de tal manera
fuertes, que se creía en un establecimiento de herbolario... Después
que había olido bien, empezaba la percepción visual, y lo primerito
era una pareja de gatos, grandes, gordos, manchados, saltones. Se
daban á conocer primeramente por sus dorados ojos, alguna vez con
reflejos verdosos como los del fondo del mar, y luego se distinguían
sus blandas piruetas y sus escurridizos rabos. En la sala, repentino
contraste: mucha luz esparcida y un no sé qué de regocijo. Allí
aparecía de nuevo la familia gatesca, aumentada con dos ó tres
chiquitos y muy monos, y reforzada con vivaracho perrillo, el cual no
cesaba de ladrar ó de rezongar, debajo de un mueble, todo el tiempo
que duraba la visita.

La sala tiene que ver. El que no sepa guardar las formas respetuosas
que exigen ciertos lugares consagrados por el tiempo y la virtud, que
se vaya á la calle y me deje solo. Solo y extático contemplaré el
nogal de aquellos sillones y mesas, bruñido por la edad y el aseo;
nogal que salió de los primeros árboles que dieron cosecha de nueces
en el mundo. Admiraré aquella madera tan fregoteada, que algunas
cosas de mérito se hallan deslucidas y feas de puro limpias.

¿Quién no hace una reverencia ante el paleontológico sofá,
interesantísimo, pintado que fué de rojo y oro, con patas curvas y
dos respaldos tiesos con cojincillos de tela encarnada; pieza de
tal forma, que el que se apoyara sin estudio en cualquiera de sus
costados, corría peligro de romperse un codo? Vargueño y tablas
que en esta pared estáis, ¿quién os lavó tanto que os quitó la
mitad de la pintura y casi todo el dorado, dejándoos en los huesos?
Los candeleros de oro echan chispas de sus repulidas facetas, y
hasta la estera de junco, amarillosa con golpes rojos, parece que
se compone de varillas metálicas, según lo lustrosa que está...
Veamos esas láminas. Sus rótulos nos dirán lo que representan:
_Diana, hallándose con sus ninfas en el baño, sorprende y descubre
el estado interesante de la ninfa Calisto_... _Juno convierte á
Calisto en osa_... _Matilde, hermana de Ricardo Corazón de León,
desembarca vestida de monja en la Tierra Santa_... _Matilde ve á
Malek-Adhel_... _Malek-Adhel roba á Matilde, y echa á correr con ella
por los desiertos campos_. Á esta otra parte hallamos algo más que
admirar: _Vista de Mahón y sus fortalezas_... Muy bien. Pero lo que
más nos cautiva es una miniatura sobre marfil, monísima, graciosa
de contornos, transparente y fina de color. Es retrato de esbelta y
delicada joven, como de quince años, de negros ojos y ensortijado
cabello. Su talle es alto, muy alto; su cuerpo enjuto, enjutísimo.
Con su mano derecha nos muestra una rosa, tamaña como un cañamón, y
en la izquierda tiene un abanico semiabierto, en el cual se lee su
bonito nombre: «Isabel Godoy de la Hinojosa.» La fecha está borrada.

El gabinete que con la sala se comunica podría llamarse bien _el
museo de las cómodas_, porque hay tres... ¿qué tres? Al entrar vemos
que son cuatro, de diferente forma y edad, siendo la más notable
una panzuda, estilo Luis XV, pintada de rojo y oro. Su vecina es de
taracea, y ambas ostentan encima cofrecillos y algún santo vestido
con ropita limpia, búcaros con flores y tocador de aquéllos que
tienen el espejo montado á pivote sobre dos columnas. Almohadilla
con muchos alfileres y agujas no faltaba en otra de las cómodas, la
cual sostenía también un camello de porcelana cargado de un montón de
botellitas y copas de limpio cristal.

Brasero de cobre sobre claveteada tarima ocupaba el centro del
gabinete; pero no le veríais lleno de frías cenizas ni de brasas
ardientes, pues jamás, ni en invierno ni en verano, sirvió para
calentar la habitación, sino que hacía diariamente el papel de
búcaro, ostentando un gran ramo de hierbas olorosas y algunas flores.
Era pebetero más que estufa. En vez de calentarse con fuego, sin duda
la habitadora de aquel recinto se confortaba con aromas y se templaba
con poesía.

Ya llega: vedla salir por la puerta de su alcoba, y venir afable
y obsequiosa á nuestro lado... ¡Admirable figura! Sólo el que en
absoluto esté privado de memoria, podría dejar de recordarla. Tenía
el cabello enteramente blanco y rizado; los ojos obscuros, alegres y
amorosos; era delgada, derecha como un huso, ágil, dispuesta, y más
que dispuesta, inquieta y con hormiguilla. Su edad, ¿quién la sabe?
Decía Alejandro que su tiíta era contemporánea del protoplasma, para
expresar así la más larga fecha que cabe imaginar. Puede decirse,
en corroboración de esto, que la señora era una de esas naturalezas
escogidas que han celebrado tregua ó armisticio con el tiempo, y
que tienen el don de prolongarse y conservarse momificadas en vida
para dar qué decir y qué envidiar á dos ó tres generaciones. Quién
le echaba noventa años, quién sólo le contaba setenta y seis, y no
faltaba algún computador que ponía ciento y un pico. Cualquiera que
fuese su edad, era gran maravilla cómo sabía conservar su salud y sus
bríos. Mujeres hay de veinte años que si se sentaran y se levantaran,
y dieran las vueltas por la casa que daba esta señora al cabo del
día, caerían rendidas de cansancio. No le hablaran á ella de estarse
quieta. Sin movimiento y vaivén constante no podía aquella señora
vivir. Tenía la ligereza de la ardilla, y algo de lo impalpable y
escurridizo de la salamanquesa. Entraba y salía por aquellas puertas
sin hacer ruido alguno. Sus pasos no se sentían. Calzaba zapatillas
con suela de fieltro, y su cuerpo, más que compuesto de huesos y
músculos, parecía un apretado y enjuto lío de algodón en rama. Su
cara, como observó muy bien Felipe, era cual las de las muñecas de
barniz, con un rosicler intenso y extraordinario lustre. Por don
especial de su naturaleza, aquel lustre purísimo le disimulaba las
arrugas, y su estirada piel se había endurecido, tomando aspecto de
porcelana. Atribuía ella esta virtud á la costumbre de lavarse y
fregotearse bien con agua fría y jabón de Castilla todas las mañanas,
y darse luego unos restregones que la ponían como un tomate. Se
envolvía la cabeza con un pañuelo de hierbas, cruzándolo y anudándolo
con cierto arte á estilo vizcaíno, dejando ver parte de sus cabellos
blancos y ensortijados como el vellón del Cordero Pascual.

Tenía un fanatismo que la avasallaba: el de la limpieza. Su vida
se distribuía en dos clases de ocupaciones, correspondiendo á una
división metódica del día en dos partes. Por la mañana, consagraba
tres horas á la parroquia de San Pedro, donde oía cuatro ó
cinco misas. Desde que tornaba á su casa hasta la noche, pasaba
invariablemente el tiempo limpiando todo, frotando el nogal de
los muebles, lavando con un trapito las imágenes de madera y los
cristales de los cuadros, persiguiendo el polvo hasta en los más
recónditos huequecillos, dando sustento á los pájaros y limpiándoles
los comederos, las jaulas, los palitos en que se posan, regando las
flores de sus amenos balcones. Esto no había tenido variación en
muchísimos años, ni lo tendría hasta el acabamiento de doña Isabel
Godoy de la Hinojosa. La limpieza general se hacía diariamente. Ya no
era costumbre, era un dogma. Tenía doña Isabel una criada, de edad
madura, de toda confianza, y entre ambas se repartían el trabajo por
igual. Doña Isabel barría también, sacudía, estropajeaba, llevaba
muebles de aquí para allí, y metía sus activas manos en todo.

¡Comer!... Aquí viene uno de los aspectos (para hablar el lenguaje de
la Historia) más notables, del carácter de la Godoy. El aseo, llevado
al frenesí, se manifestaba en ella paralelamente á los escrúpulos en
materia de alimento, de tal modo, que no entraba por la boca de la
dama cosa alguna que no aderezara ella misma; pues ni de su criada,
más que criada, amiga, se fiaba para esto. No comía carne de vaca,
porque siendo este artículo de muy poco ó ningún uso en la Mancha, su
patria, siempre lo miró con repugnancia. Cuando se dignaba admitir
en su cocina medio cabrito, ó recental, ó bien gorda gallina, lo
lavaba tanto y en tantas aguas, que le hacía perder toda substancia.
El vino no lo probaba, por ser de las cosas más sucias que existen.
El pan de las tahonas... _vade retro_. El ordinario de Quintanar le
traía mensualmente hogazas duras y bollos y tortas, con otras cosas
de que se hablará más adelante. En el chocolate ponía doña Isabel
todo su esmero, por ser lo que le gustaba más y lo único que tomaba
con deleite. No compraba nunca el de los molinos y fábricas, que se
compone de mil ingredientes nocivos ó asquerosos: llevaba un mozo
á la casa para que le labrara la tarea de cuatro meses, y ella le
inspeccionaba, sin quitarle la vista de encima, por si se atravesaba
una mosca ó se le caía al buen hombre de la trabajadora frente alguna
gota de sudor... Luego hacía ella misma la onza de cada mañana en
una cocinilla de espíritu, y ponía en esta operación un cuidado, un
esmero, que ni los del sacerdote, manejando el Pan eucarístico, se le
igualara. Acompañaba el chocolate, no de mojicones, no de bizcochos
traídos de las tiendas, sino de unos como piruétanos ó cachirulos que
le mandaban las monjas Franciscas del Toboso.

Delicadísima y llena de ascos en materias de comer, doña Isabel no
podía pasarse sin los manjares y golosinas de su tierra. Era de esas
personas refractarias á la adaptación alimenticia, y que por do
quiera que van han de llevar el bocado con que las criaron. Su olla
era enteramente castellana por los cuatro costados, y en vez de
sopa, comía todos los días gachas, preparadas según el más puro rito
manchego. No las hacía de harina de trigo, sino de _titos_, que es un
guisante pequeño, y en los días grandes añadíale el tocino, el hígado
de cerdo bien machacado y siempre bastante pimienta y orégano. Esta
olorosa especia sazonaba y aromatizaba todos los guisos de la cocina
de doña Isabel. Su aroma, juntamente con el de otras hierbas, llenaba
la atmósfera de la casa. Conviene añadir, para que no pierdan las
gachas su carácter, que doña Isabel, fiel á los manchegos usos, no
las comía con cuchara, sino con rebanadas de pan y en la misma sartén.

El ordinario de Quintanar, que paraba en la posada de Ocaña, surtía
mensualmente á la Godoy de diferentes artículos del país, sin los
cuales infaliblemente la señora se habría dejado morir de inanición.
¡Ella comer cosas de este Madrid puerquísimo...! Además de la harina
de titos, el ordinario le traía las indígenas tortas de manteca,
hojaldradas, con sabrosos chicharros dentro; traíale también grandes
cántaros de mostillo y arrope del mejor que se hace en Miguel
Esteban, queso del campo de Criptana, bizcochos de Villanueva del
Gardete, bañados y tiernísimos, que tienen fama en toda España.
Pero lo más importante que recibía la Godoy era el lomo, frito y en
manteca, de modo que con él se improvisaba un principio en un decir
Jesús. También se lo mandaban en la forma que llaman rollos, envuelto
en masa de harina y aceite, y acompañado interiormente de huevos,
chorizos y jamón.

Con estos elementos aderezaba diariamente la señora su comida. En
Cuaresma hacía lo que llaman por allá un _ajillo de patatas_, y
el día del Corpus, por ser costumbre inmemorial é infalible en la
tierra, no podía faltar en su mesa cordero con arroz. Hasta los
postres venían del Toboso ó de Quintanar por mano de aquel bendito
ordinario. Consistían en el manjar más inocente del mundo, que de
ordinario sirve para sustento de los pajarillos: cañamones tostados.
Á la señora le gustaban mucho, y ningún día, á no ser los de gran
ayuno, dejaba de comerse una docena. Las Franciscas del Toboso solían
mandarle almendras garapiñadas, que eran su especialidad. Con ser
manchega de pura raza y tener sus propiedades arrendadas para el
cultivo del azafrán, doña Isabel no usaba nunca esta droga tintórea.
Por las infusiones teínas de diferentes hierbas tenía verdadera
pasión, y un surtido y acopio tan abundantes, que le faltaba poco
á la casa para ser la más completa herbolería. No se acostaba sin
tomarse un tazón de salvia ó de manzanilla, según los casos; á veces
de hierba-luisa. Jamás probó el té chinesco, y el café no lo conocía
más que de nombre.

La criada, que desde luengos años la servía, era una mujer de
bastante edad, toda cargada de refajos verdes y amarillos, y con gran
moño de trenza, atado con cordón que terminaba en el huesecillo que
llaman _higa_, para librarse del mal de ojo. La comunidad de vida con
doña Isabel la asimiló pasmosamente con ésta. Pegáronsele primero
los escrúpulos, luego los gustos, las costumbres, y, por último, el
modo de hablar y hasta la fisonomía... Últimamente todo era en ellas
común: el trabajo, la comida, los rezos y hasta los pensamientos.

Sólo el que frecuentara la casa habría podido separar bien aquellos
dos rostros y caracteres, destruyendo la aparente combinación ó
cambio molecular que entre ellas había, y dar á cada una lo suyo,
presentando á Teresa cual mujer sesuda, grave y de bien sentados
razonamientos; haciendo ver, por el contrario, en doña Isabel un
cerebro soliviantado, dentro del cual parecía que trinaban con más
gusto que en sus jaulas todos los verderones y jilgueros que en la
casa había.


V

Historia. Doña Isabel Godoy de la Hinojosa era tía de la madre de
nuestros amigos Augusto y Alejandro Miquis.

No atendáis al olor de privanza que aquel apellido tiene, para
suponer parentesco entre esta familia y el Príncipe de la Paz. Aunque
de procedencia extremeña, estos Godoyes nada tenían que ver con aquél
por tantas razones famosísimo y más desgraciado que perverso. Desde
el siglo pasado aparece prepotente en Almagro, y poco después en el
Toboso y en Quintanar, la estirpe de doña Isabel, consagrada á la
propiedad territorial y á la caza. Y fué tan fecunda en segundones,
que dió al Estado más de un consejero de Indias, muchos guardias de
Corps al Ejército, á la Iglesia regular y secular doctos definidores
y capellanes de Reyes Nuevos.

Doña Isabel y su hermana, llamada doña Piedad, fueron la única
sucesión del don Gaspar Godoy, uno de los más frondosos y enhiestos
ramos de aquel tronco de los Godoyes manchegos. Eran ambas hermanas
discretas, bonitas, instruiditas, bien educadas y tirando á lo
sentimental, conforme á las costumbres y á la literatura de aquellos
tiempos. Dígase también que la tradición las designaba como las
personas más leídas de toda la Mancha. Se sabían casi de memoria la
_Casandra_, novela de tanto sentimiento, que el que la leía se estaba
llorando á moco y baba tres meses. Conocían también otras obras,
muy en boga entonces, como _Ipsiboe_ y _El Solitario_, del vizconde
D’Arlincourt, llenas de desmayos, lloros, pucheros y ternezas. Pero
la lectura que más particularmente había afectado á Isabel Godoy era
la de aquella dramática y espasmódica novela de _Madame Cottin_,
_Matilde ó Las Cruzadas_, la comidilla más sabrosa de aquella
generación archi-sensible. Por mucho tiempo duró en el espíritu de la
joven la influencia de tales lecturas, suministrándole, casi hasta
nuestros días, motivos de comparaciones. Así, decía: «es un moreno
atrevidísimo como Malek-Adhel», ó bien «celoso y fiero como un Guido
de Lusignan.» Las anticuadas láminas de Epinal que su sala ostentaba,
habían tenido ya su período de éxito en la casa paterna.

No faltaba, veinte ó treinta años há, entre los desocupados del
Toboso, algún viejo que contase algo de remotos sucesos acaecidos
cuando le hicieron á doña Isabel la preciosa miniatura que hemos
visto en su sala. Según rezaba la tal crónica viva, hubo por aquellas
calendas en el Quintanar un galán de hermosa presencia, tan notable
por su gallardía como por sus modales y educación, hombre peregrino
en aquellas tierras, á las que fué con hastío de la Corte, buscando
un descanso á sus viajes y á las fatigas de la moda y del mundo.
Doña Isabel se apasionó locamente del tal, que era de gran familia,
los Herreras de Almagro, y tenía tíos y primos en el Toboso. Él le
correspondía; eran públicos y honestos sus amores; parecía natural
que la solución y término de esto fuera el matrimonio... mas no
sucedió así. De la noche á la mañana, con pasmo y hablilla de todo el
pueblo, Herrera se casó, no con doña Isabel, sino con su hermana.

Guardó la ofendida las apariencias de conformidad, y ni en su rostro
ni en su lenguaje revelaba el dolor de la tremenda herida, que sólo
cicatrizaron los años, muchos años, y un sosiego y régimen de vida
muy reparadores. Las dos hermanas se querían entrañablemente lo mismo
antes que después del repentino inexplicable cambalache. Piedad tuvo
una niña, y murió al año de casada; murió, ¡ay! según se dice, de
ignorada y misteriosa pesadumbre; de una tristeza que le entró de
súbito y la fué secando, secando, hasta que, no teniendo más que los
huesos y el alma, ésta se partió sin dolor, porque nada había ya en
aquel cuerpo que pudiera doler. Poco tiempo después del fallecimiento
de su mujer, Herrera se fué á América, en donde hizo dos cosas
igualmente desatinadas: se volvió á casar y se murió de la fiebre.

Á la niña que nació de Herrera y de Piedad Godoy, pusiéronla también
Piedad, por ser este nombre el de la patrona de aquellas tierras, y
tan común allí, que no hay familia donde no haya un par de Piedades.
Crióla con extremado mimo doña Isabel, que á ella se consagró,
haciendo voto de soltería eterna. No se consideraba tía, sino
verdadera madre, por exaltación de su espíritu y maniobra sutilísima
de su entendimiento. Consumada idealista, empapando sin cesar su
espíritu en la memoria de su hermana, había logrado realizar el
fenómeno psicológico de la transubstanciación. En sus soledades
y abstracciones había llegado á decir casi sin pensarlo: «Yo soy
Piedad... yo soy mi hermana...» Y otra vez se le escaparon estas
palabras: «La que se murió fué Isabelita.»

La Piedad pequeña creció al lado de su tía y otros parientes.
Mimáronla mucho y la querían con delirio. Todo iba bien, todo fué
regocijo y paces hasta que llegó á ser mujer. Aquí viene el punto
capital de esta historia retrospectiva y el motivo del singularísimo
aspecto con que se nos presenta doña Isabel. La adorada, la mimada,
la enaltecida hija-sobrina de esta señora, la heredera de los claros
nombres de Herrera y Godoy, se enamoriscó de un tal Pedro Miquis;
resistió tenaz y heróicamente la oposición de su familia; se dejó
depositar y se casó con él... ¡Abominación! Los Miquis habían sido
criados de los Godoyes.

¡Pobrecita doña Isabel! El espanto y dolor que el caso produjo en
ella no son para referidos. Parecía increíble que este nuevo traspaso
de su corazón, añadido á las llagas pasadas, no le quitara la vida.
Decía con toda su alma: «Mi niña ha muerto.» Porque pensar que ella
había de transigir con tal ignominia, era pensar en las nubes de
antaño... Llena de tesón, hizo la cruz al Toboso, á Quintanar, á toda
la Mancha; escribió en su corazón un segundo epitafio, y se vino á
Madrid. Su odio á los Miquis era tan profundo, estaba tan entretejido
con sus convicciones, que en cuanto se tocaba este punto, rompía
en una charla de tarabilla, y su interlocutor, aburrido, tenía que
marcharse y dejarla hablando sola. Nombrar á los Miquis era nombrar
lo más bajo de la humanidad. Los Miquis del Toboso eran escoria,
desperdicios de nuestro linaje. En semejante muladar había caído
aquella temprana rosa. No era posible sacarla; y aunque se la sacara
con pinzas, ¿de qué serviría ya?

Los años suavizaron un tanto estas asperezas. Después de escribir
muchas cartas cariñosísimas y humildes á su tía-madre, la Miquis
consiguió obtener una contestación, aunque muy desabrida. De allá le
enviaban regalitos de arrope, lomo en manteca, bollos y cañamones
tostados, sin conseguir que aceptara. Por fin aceptó algo, y las
relaciones se restablecieron fríamente, por escrito. Pasados quince
años, el lenguaje epistolar de la tiíta Isabel despedía cierto calor.
El tiempo, que tantas maravillas había obrado en ella, hacía nueva
conquista de paz en su indomable espíritu. La reconciliación con
Piedad llegó á ser un hecho; pero en ninguna de sus cartas dejaba de
poner la Godoy una frase desdeñosa para su yerno y toda su aborrecida
parentela.

Cuando el primogénito de Piedad, Alejandrito, hecho ya un hombre y
con lisonjeras esperanzas de serlo de provecho, fué á estudiar á
Madrid, llevó encargo de visitar á la tiíta. ¡Cuánto le aleccionó su
madre sobre esto, y qué de advertencias le hizo, previniéndole lo
que le había de decir, lo que debía callar!... En la primera visita,
doña Isabel hubo de recibir al muchacho con circunspección y recelo.
Le miró mucho, y de pronto lanzó una exclamación de lástima y amor,
diciendo:

--¡Eres el vivo retrato de mi niña!

Al instante se le descompuso la estudiada severidad, echóse á llorar,
y estuvo besándole sin tregua más de una hora, en los cabellos, en
las sienes, en las mejillas.

--Vente por aquí todas las semanas--le dijo:--creo que no podré estar
muchos días sin verte. Siempre que quieras comerás conmigo.

Pero Alejandro, no bien probó una vez la extraña comida de su tiíta,
hizo firme propósito de no volver más. Porque verdaderamente los
piruétanos, las gachas, el ajillo, y, sobre todo, aquel postre
ornitológico de cañamones, no eran, no, para estómagos de cristianos.
Luego, la señora le hacía tomar de sobremesa un tazón de salvia que
le ponía enfermo. En dos días no se apartaba de su olfato aquel
maldito olor de orégano y anís, que eran inseparables de la imagen
de su tía, del recuerdo de la casa, de los pájaros y del camello que
estaba sobre la cómoda.

Otro motivo de disgusto para Alejandro era que la tiíta no se
recataba de manifestar descaradamente ante él su desprecio de los
Miquis, de su padre y tíos, tan queridos y respetados en toda la
Mancha, y les daba nombres chabacanos, como los Micifuces, los
_Mengues_, los Micomicones.

--Tu abuelo--le decía,--fué mozo de mulas en mi casa, cuando yo
levantaba tanto así. Era un bruto. Me parece que le veo con su
gorro de pelo y su manta al hombro. Sus hijos se engrandecieron,
como se engrandecen todos los brutos en estos tiempos de faramalla
y de equivocaciones. Uno compró bienes del clero por un pedazo de
pan, y se hizo rico negociando con la fortuna de la Iglesia, con
lo que es de Dios y de sus ministros. Gumersindo Miquis y tu padre
también han hecho mil picardías para enriquecerse. ¡Qué manera de
juntar dinero! Con la contrata del fielato, vejando y martirizando
á los pobres paletos que entraban dos docenas de huevos... Una vez
desnudaron á una pobre mujer que entraba media sarta de chorizos en
el refajo. Eran odiados en toda la Mancha... Gaspar Miquis ya sabemos
que contratando carreteras ha hecho un capital. Así están aquellos
caminos. Donde debía poner piedra ponía barro, y el puente sobre el
Jigüela creo que lo hicieron de papel... En las Casas Consistoriales
de Quintanar hay cada expediente... Pero ellos, ya se sabe, sacando
votos para los diputados han hecho lo que han querido y se han
burlado de la justicia... En mi tiempo, hijo, había, sí, ladrones
de caminos, gentuza mala, es verdad; pero no había caciques, no
había estos salteadores públicos que hacen lo que les da la gana:
oprimen al pobre, roban al rico, amparados de la política. ¿No es un
horror ver á Gaspar Miquis repartiendo las contribuciones y echando
á algunos tantísima cuota, mientras él, que es el primer propietario
de Criptana, no paga nada? Tu papaíto también es buena pieza. Compra
el azafrán á seis duros, valiéndose de la miseria de los pobres
labradores, y luego lo vende á catorce... Así se han hecho poderosos.
Yo me acuerdo de haber visto al padre de tu abuelo, á tu bisabuelito,
sí, venir á casa todos los sábados á recoger las limosnas que daba
papá. Aquel viejo, con ser mendigo, era más decente que todos sus
hijos y nietos. Últimamente se entregó á la bebida; pero cuando
estaba bueno, tenía mucho arte para coger cangrejos del Jigüela, por
Cuaresma, y le traía espuertas llenas á papá, que gustaba mucho de
ellos...

Don Pedro Miquis no participaba de esta inquina, y en las cartas á
su hijo solía poner un párrafo como éste: «No dejes de visitar con
frecuencia á la tiíta Isabel, y aguántale sus rarezas.» Otras veces
le decía: «Cuidado con la tiíta. No te incomodes si la oyes decir
algún disparate. Esta buena señora tiene la cabeza como Dios quiere.
Siempre fué lo mismo. No hay que llevarle la contraria, sino decirle
á todo amén, aunque luego no se haga lo que mande.» Ya hacía tres
años que Alejandro estudiaba, cuando en una carta de su padre halló
esto: «Ha llegado don Santiago Quijano y me ha dicho que la pobre
está rematadamente loca. ¡Pobre señora! Visítala; sírvela en lo que
puedas, y trátala con tacto y estudio para no ofenderla.»

Casi en los mismos días en que Alejandro recibía esta carta, su tía,
hablando con él de cosas de la Mancha y de antepasados, que era la
conversación más de su gusto, le dijo así:

--¡Ay! qué trastada le voy á jugar á los Micifuces.

Y el regocijo ponía extrañas claridades en sus ojos; se reía y daba
palmadas, aplaudiéndose á sí misma, como los niños cuando están
contentos ó proyectando alguna travesura. Alejandro nunca le pidió
explicaciones de estas rarezas, porque siempre que la Godoy ponía
de oro y azul á sus enemigos, él, entre avergonzado y colérico, no
chistaba. En otra ocasión dijo la señora:

--¡Cómo me voy á reir! Me parece que estoy viendo á tu padre,
furioso, echando espumarajos por aquella boca... ¡Que reviente...
mejor! Digan lo que quieran, todos los _Mengues_, uno tras otro, han
de tener su castigo en este mundo.

Alejandro no daba gran importancia á estas razones, porque tenía en
muy poco el juicio de doña Isabel, y las juzgaba rarezas y tonterías.
Por otra parte, si la tiíta arrojaba diariamente á los caciques del
Toboso toda clase de invectivas, con Alejandro (ella le decía siempre
Alejandro Herrera) estaba siempre á partir un piñón. Le recibía
gozosa, y alguna vez, después de hacerle mil preguntas sobre sus
estudios, sus relaciones y pasatiempos, abría un cajón de la cómoda
panzuda, y de un bolsillico muy mono sacaba una moneda de dos duros.

--¿Ves? ¡qué rica!--le decía, mostrándosela entre dos dedos.--¿Te
gusta esta golosina? Es para que vayas al teatro á ver una función
honesta y entretenida.

Más de un sermón le echó sobre la bajeza y grosería de la juventud de
estos tiempos.

--Los chicos de hoy--le decía,--sabrán más que los de mi tiempo:
en eso no me meto. Y no sé, no sé: si de lo que aprenden hoy se
quitan las herejías y maldades, poco ha de quedar. Pero sea lo que
quiera, si en ciencia valen más, lo que es en urbanidad y en modales
están muy por debajo. Y si no, dime tú, ¿conoces entre tus amigos
alguno que sepa trinchar un ave en una mesa de cumplimiento? ¿Cuál
habrá que sepa sentarse derecho en una silla, decir finuras á una
dama, y sostener con ella conversación amena, cortés y escogida?
Ninguno. Todos son unos ordinarios, que sólo saben decir palabrotas,
recostarse en los asientos de los cafés, disputar á gritos, escupir
en el suelo y ponerlo como una estercolera, fumar y expresarse como
los jayanes y matachines. Poco del mundo actual conozco, porque no
salgo de mi casa; pero lo poco que he visto me da mucho asco... Es
menester que tú no te parezcas á esos gandules de los cafés; es
preciso que adquieras buenos modales, que seas fino, que frecuentes
la sociedad, que te hagas presentar en alguna honesta reunión, y
que huyas de las tertulias hombrunas, donde no se aprenden más que
groserías.

Para tenerla contenta, y siguiendo el consejo de su padre, que le
ordenaba llevar en todo el genio á la tiíta, Alejandro le llenaba la
cabeza con éstos y otros inocentes embustes:

--Pues, tiíta, yo voy todas las noches á una tertulia de señoras
finas, donde no se habla más que de cosas honradas... Me van á llevar
á los bailes de la Embajada de Austria, para lo cual me he encargado
ya el frac... Tengo pensado ir á Palacio. Un amigo quiere presentarme
á Su Majestad...

Entusiasmábase con esto doña Isabel, y decía:

--¡Así, así te quiero!... Lo de ir á Palacio á besar la mano de esa
perla de las reinas, me enamora. Yo, si no estuviera tan vieja, iría
también... Tengo prometida una visita á Su Majestad; pero ¿para qué
quiere la señora ver vejestorios en su real casa? Yo rezo por ella
y por la felicidad de su reinado, así como por todos los príncipes
cristianos... ¡Viva Isabel, y muera la cobarde facción!


VI

Para concluir. Doña Isabel Godoy era supersticiosa en grado
extremo; fenómeno que, si se examina bien, no es incompatible con
la devoción maniática, ni con los rezos de papagayo. Con ser una de
las principales ostras de los bancos parroquiales de San Pedro y
San Andrés, más raíces tenían en el espíritu de esta señora ciertas
creencias y temores vulgares que la pura idea religiosa. Cierto que
ella defendía con rutinario tesón los dogmas de la Fe; pero les
añadía innúmeros suplementos, fundados en todo lo vano, pueril y ñoño
que ha imaginado el miedo y la ignorancia del pueblo. Creía en las
fatalidades del núm. 13, de la sal vertida y de los espejos rotos;
sentía horror del murciélago, por suponerlo emisario del Demonio;
atribuía mil ridiculeces al erizo ó puerco-espín; creía, como el
Evangelio, que las culebras maman y que hablan las cigüeñas; que hay
gallos que ponen huevos, y que el pelícano se saca la sangre para
alimentar á sus polluelos; sostenía la existencia de los dragones,
salamandras y basiliscos con sus propiedades mitológicas; creía
también en el ave fénix y en las influencias de los astros benignos
ó adversos y de los cabelludos cometas, precursores de calamidades;
daba fe á la influencia de la imaginación materna sobre el crío y á
los antojos; prestaba crédito á las buenaventuras de los gitanos,
y era para ella artículo dogmático la existencia de los zahorís,
personas que, por haber nacido en Jueves Santo, tienen la virtud de
ver lo que hay bajo tierra. Como la propia doña Isabel había nacido
en Jueves Santo, se tenía por zahorí de lo más sutil y agudo que
pudiera existir. Igualmente daba oídos á los saludadores, que todo lo
curan con saliva, y á los embrujados. No había quien le quitara de la
cabeza que hay personas que aojan, es decir, que hacen mal de ojo, y
matan ó resecan á los niños sólo con mirarles. Los sueños eran para
ella revelaciones de incontrovertibles verdades. Si oía por la noche
el aullido de un perro, ya tenía por seguro un mal caso; si entraba
en la sala una mariposa negra ó moscardón, señal era de inevitable
desdicha; si alguno hacía girar una silla sobre una pata, indicio era
de contiendas. Al salir á la calle, cuidaba de sacar primero el pie
derecho que el izquierdo, pues, de otro modo, no volvería á casa sin
dar un mal paso.

Quiso su mala suerte, para acabar de rematarla, que tuviera por
vecina en Madrid á una de estas sacerdotisas de la magia, que,
contra todo el fuero de la verdad y la civilización, existen aún
para explotar la inocencia y barbarie de la gente. Y no son las más
humildes, que jamás vieron el abecedario, las que estos tugurios de
la magia frecuentan, sino que allá van alguna vez damas principales á
que les echen las cartas. Esto parece mentira; ¡pero qué verdad es!

Doña Isabel trabó amistad con su vecina: hizo la prueba de un
oráculo, y quedó tan complacida, que le entró descomunal afición
á tales patrañas. No había semana que no bajase un par de veces
á consultar la filosofía hermética en el libro de las cuarenta y
ocho hojas, y de cada consulta le salían admirables predicciones y
avisos que escrupulosamente seguía. La vecina de doña Isabel gozó en
aquellos años de mucho auge y prosperidad. Tenía para sus trabajos
de cartomancia un aposento con muchas imágenes de santos, alumbrados
con velas verdes, y sobre una mesa bonitísima hacía sus juegos y
arrumacos. Según lo que se le pagaba, así eran largos ó breves los
aspavientos y el quita y pon de naipes, todo acompañado de palabras
obscuras.

Doña Isabel se iba siempre á lo más gordo, haciéndose aplicar la
tarifa máxima, que le aseguraba misterios muy hondos y desconocidos.
¡Eterno anhelo de ciertas almas, ver lo distante, conocer lo que
no ha pasado aún, robar al tiempo sus secretos planes, plagiar á
Dios, y hacer una escapada y meterse en lo infinito! Doña Isabel
había consultado últimamente un negocio de la mayor importancia.
Cortada la baraja con la mano izquierda, y divididos los naipes de
cinco en cinco, la pitonisa había contado de derecha á izquierda
(uso oriental) explicando la significación de los que aparecían en
la séptima y sus múltiplos. Veamos: el _tres de copas_ anunciaba un
negocio próspero; el _rey de espadas_, que un letrado se mezclaría en
el asunto; el _caballo de copas_, ó sea el Diablo, procuraría echarlo
á perder; finalmente, el _as de oros_ decía clarito, como tres y dos
son cinco, que todo saldría por maravilla, y que el maldito renegado
_caballo de copas_ (léase don Pedro Miquis) quedaría confundido,
maltrecho y hecho pedazos.

Vivía doña Isabel de las rentas de sus tierras, que no eran
valiosas. Casi toda su fortuna estaba en fragmentos ó piezas muy
pequeñas, diseminadas por los términos de Miguel Esteban, el Toboso
y Villanueva del Gardete. Junto á las lagunas de Ruidera poseía unas
estepas salitrosas de más de dos leguas, que no le daban veinte duros
al año. Las piezas de valor teníalas arrendadas á los labradores
pobres de la comarca, que cultivan el azafrán, esa droga que debiera
llamarse oro vegetal, porque vale tanto como el más fino de la Arabia
ó el de los peruanos montes. No obstante, los que crían y peinan
las doradas hebras de esta rica florecilla son los más pobres de
la Mancha, porque el cultivo del azafrán es muy costoso y el mucho
esmero que exige embebe todas las ganancias. Doña Isabel vivía, pues,
de esa pintura de las comidas españolas; droga, además, de valor en
la farmacia y en la industria tintórea. Sus tierras daban los menudos
hilillos de oro, que el mercader coge con respeto en las puntas de
los dedos para pesarlo. Se cotizaba antes á onza la onza, es decir,
oro por oro. Hoy vale doce duros y aún menos.

El administrador de la señora en el Toboso se entendía con Muñoz y
Nones, Notario de Madrid, manchego, y éste entregaba mensualmente
á doña Isabel una cantidad no grande, pero sobrada para sus
necesidades. Todos los años, al dar cuentas, recogía los ahorros de
la señora para ponerlos á interés.

Vamos al negocio.--En la dirección de la Deuda tenía doña Isabel un
expediente de liquidación y conversión de juros. El origen de este
papel era un préstamo hecho por Godoy á la Real Hacienda, allá en
tiempos remotísimos, con la garantía de las alcabalas de Almagro.
Solicitó la señora la conversión con arreglo á la ley del 55; pero lo
que pasa... el expediente se eternizaba en el encantado laberinto de
nuestras oficinas. Por dicha, desde que lo tomó por su cuenta Muñoz
y Nones, el expediente empezó á despertar de su letargo, dió señales
de vida, fué de aquí para allá, de mesa en mesa, de departamento
en departamento, y ahora me le echan una firma, después dos, ya le
añadían papelotes, ya le agregaban números, hasta que por fin se
le señaló día para salir de aquel Purgatorio, y fué un hecho la
conversión de la antigua deuda por renta perpetua del 3 por 100.

Es incalculable lo que pierde el dinero en estos traspasos y caídas
al través de la tortuosa Historia nacional. Los 900.000 reales que
los Godoyes, con patriótica candidez, prestaron al Rey, quedaban
reducidos, á causa de los rozamientos financieros, á 48.636 reales.
La tercera parte era, según convenio, para Muñoz y Nones. Doña Isabel
percibió 32.424 reales. ¿Á quién pertenecía este capital? Á doña
Isabel y á su hermana Piedad. No existiendo ésta jurídicamente, si
bien su espíritu existía compenetrado en la propia alma de doña
Isabel, la mitad de los dinerillos correspondía en rigor de derecho
(porque el jus no entiende de transubstanciaciones), correspondía,
decimos, á los herederos de Piedad, á su hija única, Piedad también,
esposa de _Micomicón_... ¡Dar á Miquis los 16.212 reales que á su
mujer pertenecían! ¡Jesús, qué absurdo! Antes se partiría el mundo
en dos pedazos... Porque si el dinero se le entregaba á Piedad, lo
cogería Miquis, administrador de los bienes matrimoniales. No, y mil
veces no.

El encono profundísimo que la Godoy sentía contra aquella nefanda
estirpe de plebeyos groserísimos, avarientos y sin ley, sugirióle los
razonamientos que puntualmente se copian aquí:

«Si doy el dinero á mi sobrina, se lo doy al cafre de los cafres,
que bastante ha tragado ya, prestando dinero á mi familia al 18 por
100. No, no, Dios de justicia: con tu santo permiso, voy á jugarle
una trastada... ¡Pero qué linda y pesada jugarreta! Me la aconseja
San Antonio bendito, y la he visto clara en el frío lenguaje de las
cartas, movidas y barajadas por los mismos ángeles... Pero si me
guardo ese dinero, es pecado. ¿Lo daré á mi hija, encargándole...?
No, no puede ser... El salvaje metería sus uñas al instante... No,
no; digo que no. Veamos: ¿cuál es el pecado de aquel bárbaro entre
los bárbaros? La avaricia. ¿Cuál es el castigo del avaro? La forzada
liberalidad. Pues yo hago forzosamente generoso al _Mecifuf_, y le
doy grandísima desazón entregando el dinero á su hijo y mi nieto,
no para que lo gaste en golosinas, no para que lo tire con amigotes
soeces, sino para que lo emplee en buenos libros, para que emprenda
algún instructivo viaje, para que se haga ropas muy majas con que ir
á las embajadas y al Real Palacio, para que se afine y decore, viva
como un caballero y sepa ilustrar el hermosísimo nombre de Herrera.»

Esto pensó, esto dijo, y se estuvo riendo tres horas seguidas.
Aquella noche soñó con la venganza que de los aborrecidos _Mengues_
tomaba, y vió á don Pedro zumbar en torno á su cabeza en forma de
caballito del diablo. Pero ella, valerosa, le decía: «Rabia, rabia,
que el dinero no es para tí. Revienta, Judas; muérete, Holofernes.»


VII

Desde que Muñoz y Nones le dijo: «La cosa es hecha; esto es claro
como la luz del mediodía: la semana que entra le traigo á usted
su dinero,» doña Isabel creyó oportuno comunicar su vengativo
pensamiento al bueno de Alejandro, el cual lo tuvo, justo es
decirlo, por el más disparatado que podía nacer en humano cerebro.
Ya tenía él vislumbres de que, en el de su tiíta, la cantidad de
seso iba mermando rápidamente; pero al llegar aquella ocasión, lo
juzgó completamente vacío. Cosa más inverosímil y absurda no había
él oído jamás. Se avenía bien con la casa de su tía, y con la
persona de ésta; persona, casa, trato y aliños en que todo semejaba
embrujamientos y hechicerías. Mas como era tan en provecho suyo la
locura que la dama cometía; como en aquellos días estaba escasísimo
de dinero y sólo abundante de compromisos, deudas y necesidades,
no tuvo nada que decir contra la generosa oferta. Eso sí: cuando
la Godoy le puso por condición el honrado y juicioso empleo del
dinero, hizo él votos solemnes de consagrarlo á su mejoramiento
social y educativo... ¡Pues á fe que era poco formal! En la vida más
entraría en un café: todo el que quisiera verle, que le buscara en
las bibliotecas, en las cátedras, y por las noches en algún salón
de embajada ó en cualquiera palaciega tertulia, donde el trato de
finísimas damas perfilara sus modales.

--Eso, eso, eso--dijo la tiíta con crédulo alborozo.--Si no lo
haces así, perderemos las amistades. Ya ves, sería un cargo de
conciencia... Bueno, pues la semana que entra... ¡Caballito del
diablo, arre... arre!

Al decir esto, la aristocrática manchega no se estaba quieta, sino
que iba de un paraje á otro de la sala, sin dirección ni tino,
trémula y como picada de la tarántula. Sus brazos hacían la mímica de
apartar algo que revolaba en su alrededor, y sus ojos echaban unos
reflejos plateados y verdosos que habrían dado á Miquis mucho miedo
si éste no hubiese visto repetidas veces á su tiíta en tan lastimoso
estado.

Ahora se comprende el desasosiego de Alejandro en los días que
mediaron desde la promesa de su tía hasta la realización del
donativo. Estaba el infeliz muchacho como el que padece obsesión,
pensando siempre en la fortuna que se le ofrecía, lleno de dudas
y congojas. Porque el dinero le venía como aguas de Abril. ¿Y si
después de prometérselo resultaba que todo era un estrafalario juego
de los derretidos sesos de su tía...? Si el metal entraba en su
bolsa, creeríase el más venturoso de los nacidos; si todo era una
burla, ¡qué horrendo desengaño! Por esto en la noche del sábado no se
le podía sufrir: tan caviloso y pesado estaba. Sin explicar el motivo
de su pena, á todos sus amigos nos pedía que le tomáramos el pulso...
Tenía fiebre.

--Y quién sabe--decía.--Puede ser que la semana que entra no me
cambie por el duque de Osuna.

Vino el domingo, memorable por el entierro de Calvo Asensio, y en la
mañana de aquel día fué con Cienfuegos al Observatorio, y ocurrió
aquello del horóscopo, el encuentro de Centeno y el recado que éste
llevó... Volviendo á la casa de la calle del Almendro, se dirá que el
sábado recibió doña Isabel, de Muñoz y Nones, la suma producida por
la venta del papel que la Hacienda reintegraba en pago de la secular
deuda. Llevóse el notario su parte, y de lo restante hizo doña Isabel
dos, que, bien separaditas, guardó en el lugar de los secretos,
tabernáculo de dulces memorias, que era un cajoncillo situado en
la tercera gaveta de la cómoda panzuda. El domingo por la tarde,
cuando abrió su balcón para ver qué tal iba la cosecha de higos, vió
un desalmado chico que desde media calle la miraba. ¡Insolente!...
Á poco rato llamaron. La señora leyó la carta de su sobrino, en la
cual, con expresivas y francas razones, inspiradas en la verdad, le
hacía ver que la pingüe oferta nunca como en aquella ocasión sería
tan feliz y oportuna si se realizaba. La misma doña Isabel salió al
recibimiento á decir á Felipe:

--Dí á mi sobrino que sí, ¿entiendes? que sí, y que puede venir
cuando quiera.

Como exhalación corrió Centeno al Observatorio, donde estaba
Alejandro, más muerto que vivo, cual en día de examen, lleno de
ansias y sobresalto. Sus dos amigos se habían ido al entierro, y él
se quedó solo, paseando de una casa á otra. Dióle Felipe el recado,
y el estudiante, que con las nuevas verbales sentía en el alma los
turbulentos halagos de la esperanza sin perder sus dudas, hizo
propósito de salir de ellas al momento, corriendo á casa de su tía.

--No puedo pasar la noche en esta incertidumbre--afirmó
resueltamente.--Vamos allá.

Al decir «vamos,» Felipe se cosió á los faldones del manchego, y
éste, en un rapto de amistad, de generosidad, de benevolencia, que
eran el destellar más común de su alma, le dijo así cuando iban por
la rampa abajo:

--Te tomo de criado... Si esto me sale bien, serás mi criado... mi
escudero, porque verdaderamente necesito... ¡Qué lejos está esa calle
del Almendro!

El otro, de puro asombrado y agradecido, no decía nada. En su alma se
había metido también una desusada grandeza, una esperanza embargante,
un pedazo de cielo que entró en su cuerpo con el aliento y se le
atravesaba al respirar. Ambos tenían una suerte de inspiración, de
Dios interior que les agitaba y les hacía pensar, si no decir, cosas
admirables... ¡Y cómo corrían! La noche estaba próxima, y Alejandro
anhelaba llegar de día, porque la Godoy tenía la costumbre de echar
todos los cerrojos de su casa á la hora en que se acuestan las
gallinas. ¡Ay! á todo término, por lejano que sea, llegamos al fin,
y ambos muchachos entraron en la calle del Almendro. ¡Qué soledad,
qué paz! y ellos dos ¡qué palpitación de corazones, qué latido de
arterias! Llevaban en sí toda la vida que faltaba al dormido barrio,
y podrían derramarla á raudales sobre aquel vacío escenario de las
aventuras matritenses de otros siglos.


VIII

La casa del seis de copas estaba aún abierta... Adentro. Llamaron á
la puerta de aquel templo de la Quiromancia. La mente de Alejandro
ardía con vagorosa luz, desparramada y flotante como la llama que
baila sobre el alcohol. Sorprendida quedó doña Isabel de verse
visitada por su sobrino á hora tan intempestiva, pues nunca lo había
visto en su casa de noche. También mostró la señora alguna extrañeza
al ver á Felipe.

--Es un chico que me acompaña y me hace recados,--dijo Alejandro con
voz trémula.

Permaneció Felipe en el recibimiento, sentado sobre un cajón, y al
punto rodeáronle los gatos y el perrillo, con tantas pruebas de
amistad, que él les estaba muy agradecido. Doña Isabel entró con
Alejandro en el gabinete de las cuatro cómodas, alumbrado por un
candil de cuatro mecheros, de aquéllos bien labrados y pesadísimos
que van desapareciendo con la industria española. Lo primero que hizo
la señora fué tomar una mano de su sobrino y acercarla á la luz para
mirarla bien, diciendo:

--¡Qué uñas!... ¡Pero, hijo!...

Alejandro sintió vivamente haber olvidado aquel detalle, pues la
primera condición para agradar á su tía era el aseo.

--Es que... estuve toda la tarde revolviendo libros muy empolvados...

--Pero dí--prosiguió ella observándole la ropa.--¿No tienes cepillo
en casa? ¿Pues y esa cabeza? Parece que te has peinado con una
escoba... ¡Qué niños éstos del día!... Luego queréis agradar á las
damas. No sé cómo hay mujer que os mire... Verdad que ellas están
buenas también. Muy emperejiladas por fuera, y luego, si se va á
mirar... Veremos si te modificas, ahora que no te faltará dinero...

Al oir esta última palabra, Alejandro se estremeció de íntimo placer.
Los dedos de una divinidad escondida y misteriosa le acariciaban las
entrañas.

--¿Pero qué?...--dijo la tiíta con vacilación, acercando sus manos de
torneado marfil á la cómoda.--¿Te vas á llevar eso esta noche?...
¿No tienes miedo á los ladrones?

No queriendo mostrar Alejandro, por delicadeza, los abrasadores
deseos que tenía de poseer aquel tesoro, murmuró estas palabras:

--Como usted quiera, tiíta...

--Mañana...

Aquel mañana le parecía á Alejandro inesperado alejamiento de un día
grande, la inmistión antipática de lo infinito entre el hoy y su
felicidad. ¡Mañana!... ¡el siglo que viene!...

--Por los ladrones no sea... ¿Cree usted que me voy á dejar robar?...
Pero si usted no quiere...

--Pues de una vez,--dijo la Godoy tirando del tercer cajón de la
cómoda, que hizo un ruido músico y dulce como de puerta celestial de
áureos goznes.

Y tornando á vacilar:

--La cosa es que...

En lo íntimo de su ser, Miquis se sublevaba contra la prórroga de su
dicha. Tenía los labios secos... le ocurrió una idea...

--La cosa es--observó,--que mañana quizás no pueda venir.

--Ya que estás aquí...--indicó la señora sacando al fin el pesado
cajón.

Alejandro echó sus ansiosas miradas dentro de aquella cavidad, de
la cual salía fortísimo aroma de flores secas, de rosas seculares
y como embalsamadas. Los dedos de la señora abrieron la tapa de
una caja, que tenía encima una bonita pintura de Adonis herido, y
expirando en brazos de Venus. Dentro vió Alejandro las que fueron
rosas y eran ya una masa seca, pero aún olorosa, cual momia que
conservara también momificada el alma... Después apareció un
retrato, preciosa miniatura. Era un joven muy guapo, pálido, con los
cabellos encrespados y revueltos... Alejandro se inclinó, movido
de curiosidad, para ver aquella imagen, que al pronto creyó la de
su abuelo; mas doña Isabel, con movimiento rapidísimo y airado, le
apartó diciendo:

--Quita de aquí tus ojos puercos...

Él se apartó con discreción, no sin atisbar algún paquete de cartas
de color amarillo, atadas con cintita roja, de las que sirven de
marca en los devocionarios. De debajo del paquete sacó al fin la
tiíta una cartera de terciopelo, y de la cartera... ¡ay!...

--Aquí tienes tu parte...

Al decir esto, despedían sus ojos los mismos fulgores plateados y
verdosos que Alejandro había observado otras veces en el extraño
mirar de su tía. Y otra vez hacía la Godoy el consabido gesto en el
aire con la nerviosa mano, diciendo:

--Arre, arre, caballito del diablo... ¡Esto no es tuyo, no es tuyo!

Sintió Miquis como un gran temor, y alargando la mano para tomar lo
que se le daba, apenas á tocarlo se atrevía. Pero ella, cerrada de un
golpe la cómoda, se sentó, y extendiendo sobre su regazo los billetes
de Banco, puso las cosas en la realidad con esta salmodia aritmética:

--Entérate... Quinientos y quinientos, mil... Dos mil, cuatro,
ocho... doce, diez y seis... El pico aquí está: diez duros y tres
pesetas...

¿Qué pensaba y qué sentía el estudiante al ver aquel sueño hecho
vida, aquella mentira verdad, aquella fiebre de su alma resuelta
en oro, ni más ni menos que todo el movimiento del Universo, según
dicen, se resuelve en calor? Pues su mente poderosa, aunque infantil,
no sabía descender á la realidad desde el firmamento de las leyendas;
cerníase arriba, en las preñadas nubes de donde llueven la magia, la
quiromancia y los sortilegios. No podía bajar á la verdad terrestre;
y como por la mañana había entretenido su afán con aquellas quimeras
de los astros que hablan y del horóscopo, creíase en lo más tenebroso
y poético de la Edad Media, entre magos y nigromantes. Conociendo
la afición de su tía á echar las cartas, todos los pormenores de
aquel suceso estaban muy en su lugar: era la casa laboratorio de
alquimista, al cual sólo faltaban las telarañas para estar en
perfecto carácter. Sí: aquel dinero había venido á sus manos por
arte de alquimia ó por dictamen de estrellas, coluros ó melenudos
cometas. Quizás eran figurados los billetes, en realidad engañosos
naipes egipcios, que se iban á deshacer en sus manos tan pronto como
los tocara.

--Cuéntalos tú ahora...

--No, si está bien... No faltaba más.

--Hazme el favor de contarlo... No quiero que...

--Por Dios, tiíta...--balbució Miquis con gran torpeza de lengua y de
manos.

Los billetes eran billetes... Al tomarlos, sensación dulce y
placentera se extendió por su cuerpo, partiendo de las yemas de los
dedos. Contarlos no le parecía bien. Además, en su febril dicha, no
le importaba recibir un billete de menos.

--Como quieras...

Y él los recogía, los doblaba... ¡Ay, qué momento! Si se hubiera
puesto á contar el dinero, de seguro lo habría contado mal. Su
espíritu, súbitamente atacado de una exaltación loca, no estaba
para cuentas; era insensible al orden y á la fría disciplina de
los números... Perdió la noción de la cantidad que representaban
aquellos sobados papeles verdes y azules, y no veía más que un caudal
abrupto, una suma tan grande como sus sueños, suficiente á todas las
necesidades del momento y de mucha parte de su juventud; una suma
que duraría eternidades... Se lo metió todo en el bolsillo del pecho,
y á cada instante, con disimulo, tocaba á la parte donde su corazón y
su ventura estaban, juntitos, como amantes en la luna de miel...

Y en tanto, doña Isabel, atacada de la verbosidad que era uno de
los caracteres de su mental dolencia, hablaba, hablaba... ¿De qué?
Alejandro la oía sin entender nada. Hacía que escuchaba, moviendo
afirmativamente la cabeza, cual muñeco que tiene por pescuezo un
resorte; pero estaba su espíritu en otras regiones, y sólo llegaban
hasta él palabras sueltas, una cantinela monstruosa: los Herreras,
los Miquis, el fielato, la subasta de bienes del clero, la juventud
ordinaria del día, las tierras plantadas de anís, el precio del
azafrán, la Virgen de la Piedad...

Como se oye una campanada lúgubre, oyó Alejandro al fin de la
cancamurria esta horripilante cláusula:

--Te quedarás á cenar conmigo.

¡Alquimia y cartomancia! Cenar con la tía era permanecer allí dos
horas más, oyendo la cansada cantinela; era igualmente el mal paso
de tener que comer gachas, piruétanos, cañamones, y beberse á la
postre un jarro de aguas cocidas; era oir una salmodia antiestomacal,
impregnada de orégano; estar bajo la presión y entre las garras de
un desordenado y misterioso genio de ojos plateados y verdes; caer
bajo el obscuro poder de la magia; era beber, con la salvia, el jugo
de la locura, y comer, con los cañamones, el tuétano y substancia de
todos los desvaríos posibles.

--¡Cenar con usted!--murmuró vacilante entre el horror y la
cortesía.--¡Qué más quisiera yo que cenar con usted, tiíta... qué
más quisiera yo...! Pero es el caso que en mi casa me esperan, y los
demás compañeros se estarán sin comer hasta que yo vaya... Gastan en
mi casa unos cumplidos...

Al decir esto, Miquis sentía que en su cuerpo le habían nacido alas.
Su impaciencia por echar á correr era, no ya febril, sino como
desazón epiléptica. Le quemaba el asiento, y en pies y manos tenía
hormigueo abrasador.

--Entonces--indicó doña Isabel con el más dulce tono de su bondad
tolerante,--más vale que te vayas.

Por poco da Miquis un salto al oir el _vayas_; pero no le faltó
fuerza de voluntad para reportarse, y levantándose con estudiada
lentitud, dijo en un tono que parecía el de la mayor naturalidad:

--¡Qué tarde se ha hecho!

--Sí: ya los días son nada.

--¡Cosa tan rara!... á las seis de la tarde, noche.

--El tiempo vuela.

Alejandro le alargaba su mano, cuando la señora, resistiéndose á
estrecharla con la suya, le dijo:

--No, grandísimo gorrino; no juntarás tu mano asquerosa con la de una
dama... Es preciso que te civilices. Ven acá y lávate.

Llevóle á su cuarto, y echando agua en la jofaina, le obligó á darse
una buena fregadura en las manos. Ella misma le ayudaba con tanta
fuerza, que por poco le despelleja. Esto lo hacía casi siempre que el
estudiante iba á su casa. Mientras se lavaba, la Godoy decía:

--Así, así. ¡Oh! ¡qué niños éstos! ¡Cuándo se había de ver en mi
tiempo un joven con esas manazas de cavador!... Otra cosa hay que
me estomaca, y es esas barbas que han dado en usar ahora todos los
hombres.

Alejandro tenía en su cara un vello, ya muy crecido para bozo, si
bien corto aún para ser barba, en el cual nunca había entrado la
navaja, por tener su dueño el propósito de ser con el tiempo un
sujeto barbudo, conforme á la moda corriente. Doña Isabel, mientras
él purificaba sus manos, tirábale de aquellos miserables pelos,
diciéndole:

--¡Qué bonito! Pero ¿qué hermosura encontráis en esta suciedad? Por
fuerza los espejos de hoy no son como los de mi tiempo, y hacen ver
las cosas de otro modo. Pareces un chivo. Si quieres que te quiera,
échate abajo ese perejil mal sembrado.

Á todo se mostraba él conforme, y más cuando ella pronunció, con tono
de familiar amenaza, estas palabras:

--Cuidadito con el comportamiento... Cuidadito con la manera de
gastar el dinero... Mira que yo lo sé todo; mira, Alejandro, que nada
se me oculta, y que sin salir nunca de este rincón, puedo enterarme
de todo lo que haces. ¡Mira, Alejandrito, que yo he nacido en Jueves
Santo!... Tú no seas malo... Mira que te estoy mirando siempre...

Él prometió ser todo lo bueno, juicioso y arreglado que en lo
humano cabe. Pues no faltaba más... Al prometerlo así, hablaba
como una máquina: su entendimiento seguía en rebelión, arrastrado
en el velocísimo giro de un vórtice de disparates. Su tía, cuando
concluyó de amonestarle, se sintió tocada otra vez de aquel prurito
de recorrer la habitación y apartar un insecto... Vestía la Godoy
traje blanco, y el pañuelo se le había desatado y le caía como toca
flotante. Alejandro no pudo menos de representársela semejante á la
imagen de la novelesca Matilde, vestida de blanquísimo hábito monjil,
y los aspavientos de la buena señora eran lo más adecuado á los
ademanes de la heroína cuando Malek-Adhel la roba y se la lleva en
brazos, á caballo, por los polvorosos desiertos.

--Adiós, tía.

Arrojóse la señora en brazos de su sobrino y le dió un cariñoso
beso... ¡Plata y verde relucieron en su mirada! Á los ojos de
Miquis, todo se transformaba. Por momentos, doña Isabel parecía
volver al prístino estado que representaba su retrato en galana y
fresca miniatura; la estera amarilla y roja tomaba las sucias tintas
azuladas y los garabatos de los billetes de Banco; el camello echaba
bendiciones; al santo le salía una joroba, y él mismo, Alejandro...

¡Á la calle!


IX

Entre tanto, á Felipe le pasaban en el recibimiento cosas muy
peregrinas. Allí no había más luz que las extrañas claridades de
los gatunos ojos, y alumbrado por ellas, aguardaba el escudero á
su señor, pidiendo á Dios que saliese pronto, porque se aburría,
acompañado tan sólo de los mansos animales, que se le subían por
brazos y piernas y se le sentaban en los hombros, produciéndole
estremecimiento el roce de sus blandas patas frías. De pronto, al
pasar la mano por el lomo de uno de ellos, vió con asombro que el
animal echaba chispas... chispas azuladas, lívidas... ¿Qué podía
ser?... Pasaba, pasaba la mano, y las gotas de luz salían de entre
los pelos. ¡Pavoroso, inexplicable suceso! Probó en otros gatos, y en
todos ocurría lo mismo. Esto y la obscuridad de la casa infundíanle
mucho miedo... Quieto se estuvo en el durísimo asiento, hasta que
se le ocurrió, para distraerse, asomar el hocico por una ventanilla
que al patio daba. Nunca tal hiciera. Desde aquella ventana veíase
otra, situada más abajo y correspondiente al piso principal. En
este segundo hueco había claridad; pero ¡qué cosa tan horrible!
Aquella claridad dábanla unas velas verdes encendidas delante de
un altarejo lleno de santicos y otras figurillas, las cuales eran
sin duda imágenes de diablos y criaturas infernales. También vió
Felipe una mesa llena de naipes, y junto á ella una figura siniestra
y horripilante: una mujer con mantón negro por la cabeza, haciendo
arrumacos y garatusas.

Retiróse de la ventana el muchacho asustadísimo, diciendo para sí:
«Esta ha de ser la casa del Demonio... Yo también, como los gatos,
echaré chispas.» Se pasaba las manos por sus propios hombros, á ver
si él también chispeaba; pero nada: frota que frotarás, no podía
sacar de sí ni una sola centella. Por fortuna suya, salió Miquis de
la sala, y ambos se fueron á la calle. Doña Isabel dió á Felipe, al
despedirle, un puñado de cañamones tostados, que él tomó con ánimo
de tirarlos en cuanto salieran, como lo hizo, murmurando:

--Aquí todo es brujería... por fuerza... Quieren que yo me coma esto
para que me vuelva pájaro...

Y le faltó tiempo para contar á su amo lo de las chispas gatunas y lo
de las velas verdes. Miquis, al poner el pie en la calle, como que
descendió á la atmósfera real de la vida, dejando atrás y arriba la
quiromancia con sus mentirosos embolismos. Reíase á carcajadas de los
terrores de Felipe, al cual desde aquel momento designó y consagró
por sirviente, espolique ó secretario, diciéndole:

--Pues no hay más que hablar, chiquilín. La cosa salió bien. Eres mi
criado. Yo necesito ahora de un ayuda de cámara, porque...

Sus ideas no eran claras, y el correr de su mente tan veloz, que las
ideas no tenían tiempo de esperar la expresión de los labios. Se
desvanecían al nacer, dejando tras sí otras y otras.

--¿Te parece que tomemos un coche?--preguntó á Felipe.

La imaginación de éste se encendió en pintorescas ilusiones al pensar
que iba á andar sobre ruedas. Tomaron el vehículo en la calle de
Tintoreros. Alejandro le dijo al cochero: «Por horas: las nueve están
dando.» Y ambos se metieron adentro. El cochero preguntó:

--¿Á dónde vamos?

--¡Ah!--exclamó el estudiante;--es verdad... Á donde quieras... No,
no: á la calle del Rubio.

Al sentirse rodado, Felipe, que jamás se había visto en semejantes
trotes, se reía como un bobo. Alejandro le miraba á él, y se reía
también. Felipe iba en la bigotera, asomado á la ventanilla. Cuando
pasaban junto aun farol, ambos se miraban y como que se regocijaban
más, contemplando respectivamente su dicha propia, reflejada en el
semblante del otro.

--¡Cuánta tienda!--observó Miquis, y empezó á cantar á gritos.

Alentado por el ejemplo, soltó también Felipe la voz infantil.
Cantaba lo único que sabía, el himno de Garibaldi, que dice: _Si
somos chiquititos_... La gente, al pasar el coche, se detenía á
mirarles, pasmada de aquel extraño júbilo. Los cantos de Alejandro
eran en retumbante italiano de ópera: _in mia mano al fin tu sei_...
ó cosa por el estilo.

Pasaron por una casa de cambio. Miquis gritó al cochero que parase,
porque se le ocurrió cambiar al punto un billete. En su delirio de
acción, en su afán de realizar en breve término añejos deseos y
propósitos, no quería esperar al día siguiente para pagar ciertas
deudas enojosas. Cambió su billete en un momento, y Felipe, que le
aguardaba en el coche, vióle llegar con los bolsillos repletos de
duros y pesetas. Los billetes pequeños agregábalos al paquete de los
grandes.

--Sigue, cochero.

Eran las nueve y cuarto.

Aunque era domingo, muchas tiendas estaban abiertas. Pasaron por una
zapatería, cuyo iluminado escaparate contenía variedad de calzado
para ambos sexos.

--Para, cochero--gritó Alejandro,--y tú, Felipe, baja. Te voy á
comprar unas botas, porque me da vergüenza de que te vea la gente con
esas lanchas que tienes, que parece fueron de tu señor tatarabuelo.

Felipe bajó gozoso; entró en la tienda. Al poco rato volvió á decir á
su amo:

--Me he puesto unas... Pide cincuenta y seis reales.

--Toma el dinero, paga y ven al momento.

Al poco rato volvió á aparecer el gran Felipe muy bien calzado y con
las botas viejas en la mano.

--¿Qué hago con éstas?

--Tira eso; tíralas...

Felipe las tiró en medio de la calle, no sin cierto desconsuelo,
porque las botas, aunque feas, todavía servían, y era él sujeto
arreglado y aprovechador, que no gustaba de tirar cosa alguna.

--Adelante, cochero.

Felipe levantaba los pies del suelo, y se reía de verse tan majas
las extremidades inferiores. Eran las nueve y media.

--¡Cochero, cochero!--volvió á gritar Miquis.

Detúvose el vehículo á la entrada de la calle de la Montera, y
Alejandro, desde el ventanillo, llamó á un amigo á quien había visto
pasar.

--¡Arias, Arias!

El llamado Arias acudió, y ambos amigos dialogaron un instante, con
entrecortado estilo, en la ventanilla.

MIQUIS--¿Vas al café?

ARIAS.--Sí: ¿por qué no has ido á comer?

MIQUIS.--He tenido que hacer... Ya contaré.

ARIAS.--_(Con intuición.)_ Tienes cara de contento... ¡Tú posees vil
metal!... ¿Á dónde vas ahora?

MIQUIS.--Á casa del famoso _Gobseck_. Quiero pagarle un pico esta
misma noche.

ARIAS.--_(Lleno de júbilo.)_ Estás en fondos. Ni llovido, chico, ni
llovido me vendrías mejor. Si hicieras el favor de prestarme cuatro
duros... Tengo un compromiso.

MIQUIS.--_(Con efusión.)_ Toma ocho... ¡Cochero, arre!

Eran las nueve y cuarenta.

Pasaron por una tienda de tabacos habanos... «¡Cochero...!» Miquis
había pensado que no tenía tabaco, y que el habano es muchísimo
mejor que el llamado vulgarmente _estanquífero_. Aunque no se había
acostumbrado á fumar puros sino rara vez, quiso proveerse de todo,
y además adquirir tres ó cuatro boquillas, porque en verdad la
absorción de la nicotina por los labios y lengua es cosa muy mala.
Adelante. Eran las nueve y cincuenta.

--Calle del Rubio, 41.

Subió Alejandro como una exhalación al piso tercero, y bajó al poco
rato un tanto desconsolado. El prestamista no estaba. La ilusión del
pagar tiene también sus desengaños, como la del recibir, y Miquis se
entristeció de no poder abrumar al usurero aquella noche con el bello
espectáculo de su solvencia.

MIQUIS.--Cocherito, á mi casa.

COCHERO.--¿Y dónde es su casa de usted?

MIQUIS.--Es verdad... ¡qué tonto! No vaya usted á mi casa: aún es
temprano. ¿Á dónde vamos, ilustrísimo Centeno?

Felipe, que se había vuelto un tanto taciturno á causa de la
grandísima necesidad que tenía, respondió con desenvoltura:

--Á donde se coma.

--¿Pero tú tienes ganas de comer? Yo no. Quisiera ir antes á comprar
unos libros.

--Si están las tiendas cerradas... ¡qué hombre éste...!

--Vamos á casa de don Alonso Gómez... Auriga: Sordo, 14.

Alonso Gómez era un acreedor de Miquis, estudiante y buen amigo.
Tuvo la suerte de encontrarle aquel excelente pagador, y después
de darle veinte duros que le debía, le prestó encima otro tanto,
viniendo á ser inglés el que antes estaba bajo el nefando peso de una
deuda. Eran las diez y diez.

--Quiero desempeñar esta noche misma mi reloj--pensó Alejandro.--¡No
puedo estar sin saber la hora! Automedonte, Montera, 18... ¡Ah! no...
tengo que ir antes á casa por la papeleta.

Y el coche siguió su laberíntico viaje por calles y callejuelas.
El bienaventurado manchego subió á su casa. De sus compañeros de
hospedaje, algunos estaban en el café, otros estudiaban. Cienfuegos
le salió al encuentro. Vióle exaltado y como delirante.

CIENFUEGOS.--Chico, acuéstate; tú no estás bueno.

MIQUIS.--_(Delirando.)_ Tiíta... cañamones... horóscopo...
papeleta... juros... coche abajo... reloj... buenas noches.

CIENFUEGOS.--Que no estás bueno, hombre... ¿Pero qué hay? ¿Y aquello?

MIQUIS.--(Más dueño de sus ideas.) Todo á maravilla. ¿Y tú?

CIENFUEGOS.--_(Estrujando un libro.)_ Yo desolado... Pensaba vender
mi esqueleto... calavera... doce duros... Quiero decir, el esqueleto
que compré para estudiar... ¡Horror de los horrores! Doña Virginia
esta noche...

MIQUIS.--_(Impaciente, sin sosiego.)_ ¿Qué?... ¿Habráse atrevido...?

CIENFUEGOS.--(Casi llorando.) Me ha armado un escándalo... delante de
todos... Que si no le pago...

MIQUIS.--_(Echando fuego por los ojos.)_ No te apures.

CIENFUEGOS.--_(Con el alma en un hilo.)_ ¿Y tú podrás...?

MIQUIS.--_(Sacando con gallardía un puñado de rayos de oro y otro
puñado de hojas sobadas y mugrientas, que son las plumas de los
ángeles.)_ Mira... cuatrocientos, quinientos, seiscientos... ¿Es
bastante?

CIENFUEGOS.--_(Á punto de desfallecer de emoción.)_ Sí... ¡oh!
(Canturriando.) «Dell commendatore non é quella l’ statua.»

MIQUIS.--_(Echando música, luz y espíritu por todos sus poros.)_
Abur, abur... «Bel raggio lusinghier...»

Recogida la papeleta, volvió al coche, y sin pérdida de tiempo
redimió su reloj cautivo. Cuando bajó con él al coche, eran las diez
y treinta y cinco. Encontró á Felipe desfallecido. El pobre muchacho
le dijo con desmayado acento y mucha cortedad que él no podía
aguantar más; que si tenía su amo la bondad de darle real y medio, se
iría á cualquier taberna y se tomaría unas judías ó media ración de
cocido.

--Ya verás, ya verás qué bien vas á comer hoy--le dijo su
amo.--Mayoral, á una fonda.

--¿Á cuál?

--Á la primera que encuentres... Ahí, en la calle del Carmen.


X

Llegaron, salieron del coche, pagaron, y viéraisles á los dos en el
cuartito estrecho, pero cómodo, de una fonda ó _restaurant_. Miquis,
exaltado y como demente; Centeno, muerto de hambre y al mismo tiempo
encogidísimo de verse allí frente á un espejo, bajo los mecheros
de gas y en mesa para él tan rica y elegante. Pidió Alejandro dos
cubiertos de los más caros, y mientras preparaban el servicio, Felipe
se iba atracando con la vista. Algo había ya en la mesa á que hubiera
echado mano, como las ruedas de salchichón, los rabanitos, el pan y
la mantequilla; pero su respeto puso frenos al salvaje apetito que
tenía, y no tocó nada hasta que trajeron la sopa. Al pobre Doctor le
parecía mentira que había de venir la tal sopa, y cuando llegó y tomó
él la primera cucharada, pasóle lo que al héroe de Quevedo, esto es,
que hubo de poner luminarias en el estómago para celebrar la entrada
del primer alimento que tras de tan larga dieta entraba. Y razón
había para ello, porque estaba con un triste pedazo de pan duro que
había tomado por la mañana.

Miquis no acertó á comer: estaba impaciente, inquietísimo, hablaba
solo... Á ratos miraba á su protegido, y se reía paternalmente de
verle tan aplicado á la obra de reparar sus fuerzas. «Come, hombre,
come sin reparo. No te dé vergüenza de comer todo lo que tengas gana,
que harto has ayunado.»

Felipe seguía estos saludables consejos al pie de la letra, y la
emprendió con los manjares que el mozo iba trayendo, sin perdonar
ninguno. Aplacada su necesidad, quedóle tiempo á su espíritu para
maravillarse de todo, así de los gustosos platos como del servicio.
Nunca había visto él mesa tan bien puesta y servida. Después
de observar tanta elegancia, la transparencia de las copas, la
limpieza de las servilletas y manteles, la abundancia de golosinas,
la esplendidez de tanto y tanto plato de carne, substanciosos y
exquisitos, la claridad del gas que tales maravillas iluminaba;
después de observar esto, digo, y el primor de la habitación con su
mullida alfombra y su gran espejo, se dirigía recelosas miradas á sí
mismo, y comparaba la riqueza del local y de la comida con su estampa
miserable. Su ropa... ¡vaya una porquería! Sin ser andrajosa, más era
de mendigo que de caballero... Su facha, sus manos... ¡qué vergüenza!
Por eso el mozo le miraba y parecía burlarse de él... Otros mozos
cuchicheaban en la puerta, como pasmados de ver allí semejante tipo.
¡Gracias que tenía las grandes botas del siglo!... ¡Ay, si don Pedro
y don José Ido le vieran en aquellas opulencias... delante de tanto
plato fino, y bebiendo en aquellas copas, y comiendo todo lo que
quería...! Cosas le sirvieron que no sabía cómo se habían de comer,
por lo cual creyó prudente no tocarlas y afectar que no tenía más
gana. Lo que no perdonó fué el sorbete, golosina que él ya conocía,
aunque no había probado de ella más que porción mínima, cuando una
señora, en el café de Zaragoza, le dió á lamer la copa en que la
había tomado.

¡Y ya, Jesús divino, no era sólo lamer la dulzura pegada á un frío
cristal, sino que se lo envasaba todo entero, desde el pico hasta el
fondo; y no sólo devoraba el suyo, sino también el de su amo, que,
gozoso de ver tan hermoso apetito, le dijo: «Tómate también éste!...»
Luego pastas, dulces, frutas...

Ó aquello era sueño, ó ya no hay sueños en el mundo. Pero él, sin
entender de Calderón ni haberle oído mentar en su vida, decía
rudamente y á su modo lo que significan las famosas palabras:
_soñemos_, _alma_, _soñemos_. Interesante grupo formaban los dos,
el uno come que come, y el otro piensa que piensa, soñando de
otra manera que Felipe y gastando anticipadamente la vida de los
días sucesivos; lanzando su espíritu al porvenir, sus sentidos á
las emociones esperadas, empeñando su voluntad en grande lides y
altísimos propósitos. Ideales de arte y gloria, pruritos de goces,
ahora sublimes, ahora sensuales, caldeaban su mente. Parecíale
pesado y cojo el tiempo, que no traía pronto aquellos _mañanas_...
Él, con la labor de su fantasía, estaba ya gozando y viviendo antes
de que llegaran. Para no esperar más, aquella misma noche había de
procurarse emociones y dulzuras, de las que tan hambrienta estaba su
alma.

Felipe, regocijado ante su inexplicable suerte, decía: «Ya me vino
Dios á ver.» Pero no acertaba á figurarse lo que detrás de aquel
espléndido cambio vendría. Como que apenas conocía á su amo, y aún
no las tenía todas consigo respecto al acomodo que le ofreciera.
Alejandro, soñador de empuje y que en todas las ocasiones iba más
allá de la realidad presente, no veía con vaguedad el porvenir;
veíalo claro y distinto, cual hermosísimo paisaje alumbrado por
el más puro sol. Todo se presentaba á sus despabilados ojos con
fortísimas tintas y limpios contornos. La gloria artística, el
triunfo del más atrevido de los dramas, dichosos lances de amor y
fortuna, degustación de placeres desconocidos, poesía y realidad,
todo lo sentía vivo, corpóreo, de carne, de sangre y de hueso,
encarnado en seres humanos, con voz y figura que él plasmaba en su
imaginación creadora.

En los capítulos siguientes se contarán las hazañas de estos dos
niños. En vez de un héroe ya tenemos dos.


  FIN DEL TOMO PRIMERO



ÍNDICE DEL TOMO PRIMERO


                                  Páginas.

    I.--Introducción á la Pedagogía.    5

   II.--Pedagogía.                     57

  III.--Quiromancia.                  161





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