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Title: La Caravana Pasa - Obras Completas Vol. I
Author: Darío, Rubén
Language: Spanish
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*** Start of this LibraryBlog Digital Book "La Caravana Pasa - Obras Completas Vol. I" ***


Libraries)



  Nota del Transcriptor:


  Se ha respetado la ortografía y la acentuación del original.

  Errores obvios de imprenta han sido corregidos.

  Páginas en blanco han sido eliminadas.

  Letras itálicas son denotadas con _líneas_.

  Las versalitas (letras mayúsculas de tamaño igual a las minúsculas)
  han sido sustituidas por letras mayúsculas de tamaño normal.



                           LA CARAVANA PASA

                                  POR

                              Rubén Darío


                                Prólogo
                                  de
                           Alberto Ghiraldo


                   Volumen I de las obras completas.
                       Administración: Editorial
                             MUNDO LATINO
                                Madrid



                                              ES PROPIEDAD
                                              QUEDA HECHO EL DEPÓSITO
                                              QUE MARCA LA LEY



PRÓLOGO



[Ilustración]



_RUBÉN DARÍO_


_El alma de América ha repercutido en el mundo a los sones portentosos
de la lira de este admirable poeta. Admirable y único, porque en él
se ha concentrado el esfuerzo de infinitas generaciones, siendo algo
así como la resultante de la evolución de la gran raza hispana que,
allende el mar Atlántico, condujo el fuego latino sobre el lomo de las
carabelas conquistadoras._

_La hora es llegada, pues; la hora de las grandes afirmaciones sobre
la obra de Rubén Darío. Levantemos la voz entonces para afirmar,
definitivamente, lo que ha tiempo viene concretándose en el fondo de
los espíritus: La influencia decisiva de este poeta en la literatura
española, ya que él es un fruto, el mejor fruto del árbol padre, pero
enriquecido por el aura de las florestas vírgenes, coloreado por
luces de cielos de libertad y sazonado por el sol esplendoroso de los
trópicos que doró su frente de predestinado._

_Y sin caer en la vulgaridad de exaltar, vanamente, la figura de
Darío al nivel del creador de una nueva literatura, cosa fuera de ley
natural, establezcamos el lugar verdadero ocupado por este magnífico
poeta, creador, a su vez, eso sí, de un nuevo valor, de una nueva
sensibilidad, de la que va impregnándose toda la literatura española y
española-americana, contagiada por su numen._

       *       *       *       *       *

_Contra la opinión general creo, como lo he dicho en una reciente
impresión literaria, que es a través de Darío, que la joven literatura
española se satura de Francia y de Verlaine... Pero es también a
través de Darío--el poeta que, para quienes saben mirar y ahondar en
las cosas y en los seres, atesora en su espíritu mayor cantidad de luz
americana--, que la joven literatura española adquiere una ductilidad,
una maleabilidad, una tersura, una sutileza, una sugestión, una
energía nuevas, bebidas por el precursor en sus Momotombos amenazantes
y tronadores, en sus florestas bellamente salvajes, en sus cielos
límpidos, en sus soles ardientes y en las gotas de sangre que sus
ascendientes, chorotegas o nagrandanos, mezclaron al tronco hispano,
místico y guerrero._

_Y he aquí cómo, a pesar de la influencia de París, americana es la
fuerza, americano el fuego, americana la sugestión del estilo que da
modalidad y carácter a este admirable movimiento literario de que es
bandera Darío._

_Escuchad cómo, él mismo, ha explicado su situación artística en estos
párrafos, tan llenos de sugestividades, que extraigo de la_ Historia de
mis libros:

  «_En el fondo de mi espíritu, a pesar de mis vistas cosmopolitas,
  existe el inarrancable filón de la raza; mi pensar y mi sentir
  continúan un proceso histórico y tradicional; mas de la capital del
  arte y de la gracia, de la elegancia, de la claridad y del buen
  gusto, habría de tomar lo que contribuyese a embellecer y decorar
  mis eclosiones autóctonas..._

  »_En_ Del campo (_véase_ Prosas Profanas) _me amparaba la sombra
  de Banville, en un tema y en una atmósfera criollos. La_ Canción
  de Carnaval _es también a lo Banville, una oda funambulesca, de
  sabor argentino, bonaerense. La_ Sinfonía en gris mayor _trae,
  necesariamente, el recuerdo del mágico Theo, del exquisito Gautier
  y su_ Symphonie en blanc majeur.

  »_La mía es anotada_ d'apres nature, _bajo el sol de mi patria
  tropical. Yo he visto esas aguas en estagnación, las costas como
  candentes, los viejos lobos de mar que iban a cargar en goletas y
  bergantines maderas de tinte y que partían, a velas desplegadas,
  con rumbo a Europa. Bebedores, taciturnos o risueños, cantaban en
  los crepúsculos, a la popa de sus barcos, mientras exhalaban los
  bosques y los esteros cercanos, rodeados de manglares, bocanadas
  cálidas y relentes palúdicos..._

  »_Y tal es ese libro_ (_se refiere a_ Prosas Profanas) _que amo
  intensamente y con delicadeza, no tanto como obra propia, sino
  porque a su aparición se animó en nuestro Continente toda una
  cordillera de poesía poblada de magníficos y jóvenes espíritus._»

_Y, ya seguro del triunfo, agrega_:

  «_Y nuestra alba se reflejó en el viejo solar._»

_Después, aludiendo a_ Cantos de Vida y Esperanza, _dice_:

  «_Español de América y americano de España, canté, eligiendo como
  instrumento al hexámetro griego y latino, mi confianza y mi fe en
  el renacimiento de la vieja Hispania, en el propio solar, y del
  otro lado del Océano, en el coro de naciones que hacen contrapeso,
  en la balanza sentimental, a la fuerte y osada raza del norte._»

_Y siempre, desde la_ Sinfonía en gris mayor _de_ Prosas Profanas
_hasta el_ Allá lejos _de_ Cantos de Vida y Esperanza, _un «rememorar
constante de paisajes tropicales» lo embarga, refloreciendo
perpetuamente en toda su obra «el recuerdo de la ardiente tierra
natal»_.

       *       *       *       *       *

_He hablado de predestinación, y nunca como en este caso podría
justificarse el uso de tal vocablo, puesto que una fuerza oculta,
secreta y soberana, parece impulsar a este peregrino del arte
que, zaherido por los necios y por los que no entienden_--celui
qui-ne-comprends-pas, _¡oh, Gourmont!--injuriado en su amor
propio--más bien dicho, en su orgullo inmenso de forjador de
belleza--por el insulto, rastreante y baboso, de toda especie de
pedantes y pendolistas sin estro, anquilosados y grises moluscos sin
alma y sin brillantez; perseguido y calumniado, al iniciarse en su
carrera de escritor, por el cúmulo de analfabetos zafios y leguleyos
circundantes; en plena y triunfante juventud, guiado sólo por el hada
milagrosa que lo besó al nacer, échase a andar por el mundo, el nuevo
mundo de su cuna, recorre los lindes de su pueblo y, después, con su
lira al brazo, sale de su Nicaragua lujuriante, va al Salvador, va a
Guatemala, va a Costa Rica, va a Honduras, cruza por segunda vez, en un
vuelo de águila, a Chile, y allí, a raíz de una brega fantástica con
la vida, con la mísera vida que pretende, inútilmente, atarlo por el
corazón y el estómago, a la piedra de sus molinos, en pleno vértigo de
iluminado, lanza a los vientos de la gloria el génesis de toda su obra
futura, encerrado, envuelto en el_ Azul _de sus ensueños. Después...
Después, escuchad: Vuelve de Chile a su Momotombo. Permanece una corta
temporada en la tierra que le vió nacer, tal como si hubiera ido a ella
sólo para acumular algunas fuerzas complementarias de su energía, y
el incansable peregrino del arte, lira al brazo de nuevo, parte esta
vez en busca de la Cruz del Sur... Regresa a Chile para entrar a la
Argentina por en medio de sus altas cumbres, y allí, en ese pueblo
nuevo, fuerte y predestinado también a cosas grandes, hace su aparición
triunfal._

       *       *       *       *       *

_Ha llegado a su primera y grande etapa. Allí, en la Argentina,
trabajará denodadamente, luchará como un esforzado, bandera y verbo de
su arte, contra todo y contra todos. Convertido en fuerza dinámica,
reunirá a su alrededor a la flor de la juventud llena de ideales y
ansiosa de expandirse; fundará revistas donde ensayarán sus vuelos
los pichones que hoy tienen alas de cóndor; hará periodismo alto,
fuerte, educador, sin mácula; será caudillo literario, a cuyo paso se
abrirán rosas perfumadas y ardientes y se erguirán cactus malignos
y punzadores; hará oir su palabra serena, armoniosa, llena de fuego
y de música extraña y sugestiva, en defensa de su credo renovador;
escribirá dos de sus libros fundamentales_, Prosas Profanas _y_ Los
Raros, _y, por fin, en el cenáculo nocturno, rodeado de los elegidos
de su espíritu, agitado y nervioso, presa del estimulante alcohólico y
trágico, será siempre el apóstol del arte, exaltado hasta el delirio
si queréis, embriagado hasta la locura, pero soñando, perennemente, con
la belleza y la luz_.

       *       *       *       *       *

_En la Argentina debía terminar su viaje por América. Ya de allí
vendría a Europa para irradiar desde aquí con más poder en todo el orbe
de habla castellana. Cumple así su peregrinación, y durante quince o
más años de batalla sin tregua--porque Darío fué un laborioso, hombre
de arte siempre, absorbido por la idea de la superación, evolucionando
y ascendiendo por la luminosa cuesta de su montaña de ensueño--,
realiza esa obra admirable, de la que son jalones soberbios sus_
Cantos de Vida y Esperanza, El poema de Otoño, Peregrinaciones, La
caravana pasa, _el_ Canto a la Argentina _y el_ Canto errante, _broche
diamantino con que cierra el ciclo de su acción fecunda interrumpida
por temprana muerte_.

       *       *       *       *       *

_¿Poeta por antonomasia? Sí, poeta, el poeta, el ser entregado, todo
entero, al arte, a su arte, que era el de poner música perdurable al
pensamiento._

_Apóstol de la belleza, cuya alma, todo sinceridad,_

                ¡Si hay un alma sincera esa es la mía!

_alentó vibrando siempre al ritmo musical de la naturaleza, percibiendo
los sonidos más armoniosos, sutiles y puros, para trasmitirlos, hechos
notas de luz, en sus estrofas aladas._

_En la lírica española queda para siempre marcada la influencia de este
poeta concretador, envidiable y generoso, de una nueva sensibilidad, la
sensibilidad de su época, que él supo hacer palpable en su estilo de
magno y mágico artífice._

                                                  Alberto GHIRALDO

  Madrid, 1917.

[Ilustración]



[Ilustración: LIBRO PRIMERO]



[Ilustración]



I


Desde el aparecer de la primavera he vuelto a ver cantores ambulantes.
Al dar vuelta a una calle, un corro de oyentes, un _camelot_ lírico,
una mujer o un hombre que vende las canciones impresas. Siempre hay
quienes compran esos saludos a la fragante estación con música nueva
o con aire conocido. El negocio, así considerado, no es malo para los
troveros del arroyo. ¿Qué dicen? En poco estimables versos el renuevo
de las plantas, la alegría de los pájaros, el cariño del sol, los besos
de los labios amantes. Eso se oye en todos los barrios; y es un curioso
contraste el de que podéis oir por la tarde la claudicante melodía
de un aeda vagabundo en el mismo lugar en que de noche podéis estar
expuesto al garrote o al puñal de un _terror_ de Montmartre, o de un
_apache_ de Belleville. Mas, es grato sentir estas callejeras músicas,
y ver que hay muchas gentes que se detienen a escucharlas, hombres,
mujeres, ancianos, niños. La afónica guitarra casi ya no puede; los
pulmones y las gargantas no le van en zaga, pero los ciudadanos
sentimentales se deleitan con la romanza. Se repite el triunfo del
canto. Las caras bestiales se animan, las máscaras facinerosas se
suavizan; Luisa sonríe, Luisón se enciende. El mal está contenido por
unos instantes; el _voyou_ ratero no piensa en extraer el portamonedas
a su vecino, pues la fascinación de las notas lo ha dominado. Los
cobres salen después de los bolsillos, con provecho de los improvisados
hijos de Orfeo--o de Orfeón--. El cantante sigue su camino, para
recomenzar más allá la misma estrofa. La canción en la calle.

El dicho de que en Francia todo acaba en canciones es de la más
perfecta verdad. La canción es una expresión nacional y Beranger no es
tan mal poeta como dicen por ahí. La canción que sale a la calle, vive
en el _cabaret_, va al campo, ocupa su puesto en el periódico, hace
filosofía, gracia, dice duelo, fisga, o simplemente comenta un hecho de
gacetilla. Ya la talentosa ladrona señora Humbert anda en canciones,
junto con la catástrofe de la Martinica, y la vuelta de Rusia de M.
Loubet. En Buenos Aires hay poetas populares que dicen en verso los
crímenes célebres o los hechos sonoros, como en Madrid los cantan los
ciegos. En Londres se venden también canciones que dicen el pensar del
pueblo, lleno de cosas hondas y verdaderas, «a tres peniques los cinco
metros» de rimas. Ese embotellamiento castalioperiodístico es útil a
la economía de las musas.

       *       *       *       *       *

Dos cancionistas acaban de irse a hacer una jira alrededor del mundo.
Conozco a uno de ellos, a Bouyer, excelente muchacho que hace versos
lindos. Ese viaje alrededor del mundo es con el objeto de hacer dinero.
La empresa es loable, aunque un poco difícil. Esas cigarras corren el
peligro de abandonar la lira en el camino a pesar de la _réclame_ de
_Le Figaro_, de la protección de las colonias y del talento de los
viajeros. La canción y el cancionista parisienses fuera de París, no
resultan. Siempre consideré la bella y generosa idea del Dr. Cané, en
uno de sus artículos, el establecimiento de un _cabaret_ artístico en
Buenos Aires, como irrealizable. La canción de aquí necesita primero
su idioma, sus oficiantes melenudos, su ambiente singular, la cultura
de un auditorio ático. Ya me imagino en un café criollo, una especie
de _Quat'z-arts_, la figura de Yon Lug, por ejemplo, cantando, con su
melena, y sus pantalones. ¡Pobre melena, pobres pantalones y pobre Yon
Lug! Louise France no saldría dos veces. Y en cuanto a los _hyspas_ que
quisiesen ridiculizar a tales o cuales personajes mundanos o políticos,
no quiero pensar en los percances que les sucederían.

La calle y el aire libre dan su nota especial a todo lo que en ellos
pasa, cortejo, personas, música o palabra. El mismo ensueño brota en
veces de la calle. ¿Quién no se ha sentido vagamente sentimental, en
la tristeza de una tarde, al oir cómo brota en fatigadas ondas de
melancolía la música soñadora de un organillo limosnero? ¿No ha escrito
un altísimo poeta un maravilloso poema en prosa con ese motivo?

La canción anda por las calles y callejuelas de París desde hace
tiempo. Los triolés de Saint Amand nos dicen algo de las que se oían
por aquí por mi vecindad, en el Pont Neuf. «Se las oye entre ocho y
nueve, las raras canciones del Pont Neuf. Su papel es menos blanco que
un huevo, pero mi lacayo las encuentra bellas. Las canciones del Pont
Neuf se unen a los raros libelos.» El espíritu popular ha florecido
siempre en las canciones, en blancos amorosos, en rosados alegres, o en
los rojos furiosos de las locas carmañolas. Charles Arzano nos renueva
la historia de la canción callejera desde su aparición en ese Pont Neuf
y sus alrededores,

    ...rendez-vous des charlatans,
    Des chanteurs de chansons nouvelles.

Los cancionistas eran un poco bohemios, un poco prestidigitadores o
maestros de animales sabios, perros o monos. Y sus cantos eran solos o
acompañados de lamentables violas o violines. Un pobre diablo de poeta
del tiempo de Saint Amand se llamaba el Perigourdin, andaba hecho una
lástima, vendiendo sus composiciones o haciendo que las vendía. Luego
hay otros, como el loco Guillaume, que divertía a Enrique IV y a Luis
XIII. Las mazarinadas aparecieron. Scarron afilaba sus tijeras. La
sátira de todos se encarnaba en volantes estrofas.

    Un vent de fronde
    A souflé ce matin:
    Je crois qu'il gronde
    Contre le Mazarin.

Las mujeres no faltan. Ya es la Mathurine compañera de Guillaume el
bufón, ya la terrible verdulera «dame Anne» que andaba en el mercado y
fuera de él esparciendo invectivas contra su regia tocaya de las bellas
manos, Ana de Austria. Desfilan en la curiosa lista de la canción
flotante, Phillipof el ciego, que

    ...a gueule ouverte et torse
    A voix hautaine et de toute sa force
    Se gorgiase a dire des chansons;

el cojo Guillaume de Limoges, el Apolo de la Grève, Mondor y Tabarin
su criado, Bruscambille, Duchemin, y el gran charlatán barón de
Grattelard. Bajo Luis XV, Minart y Leclerc, Valsiano y esa hermosa
Fanchon, cantora atrevida, pródiga de su cuerpo, que llevaba encajes de
Chantilly en su delantal. «Verdadera cancionista de las calles, a la
Watteau, ningún _souper fin_ digno de ese nombre se podía dar sin la
presencia de la bella Fanchon, a quien se festejaba y se llamaba por
todas partes.»

Bajo la Revolución no surge más figura que la de Angel Pitou, tan
famoso en el mundo gracias a Dumas. Pero la canción callejera entonces
va en coro, en grandes coros trágicos. Lleva el gorro frigio, rojo
como la sangre, y en las puntas de las picas, cabezas. Después la
canción ha degenerado. No aparecen figuras concretas y notables. Los
caricaturistas, como Daumier y Gavarni, se ocupan de ella como una
página de miseria al servicio de la filosofía de su lápiz.

Hoy los cantores ambulantes, como he dicho, son siempre camelots que
venden canciones con ocasión de un suceso cualquiera, así como venden
juguetes, grabados, tarjetas postales o abanicos. Y cantan ellos del
mismo modo que pronuncian discursos o _bonimenst_. La primavera es un
pretexto, Víctor Hugo otro, Boulanger otro, el 14 de Julio otro; y la
venta aumenta con un hecho criminal de resonancia como el asesinato de
Corancez:

    Ecoutez le terrible drame
    Qu'à tous ici je vais chanter,
    Vous en s'rez tous épouvantés
    Et pleurerez á chaudes larmes.
    ¡Faudrait qu'vous n'ayez rien dans l'âme
    Si vous réfusez de me l'acheter!
    Un père, un inmonde assassin
    Dont le coeur n'était pas humain
    Et quin n'est poín digne d'estime,
    Commit les plus horribles crimes.
    La colère guidant sa main,
    Il assomma tout's ses victimes.

La canción, editada generalmente en el Faubourg Saint-Denis o en la
calle du Croissant, lleva su ilustración, su grabado espeluznante,
o amoroso, o patriótico. Así la canción en la calle va presentada
por la pintura, por la música y por la poesía. No podrá quejarse el
aficionado. Los temas cambian como la actualidad, y de este modo la
profesión no tiene tiempo perdido, y la ganancia es segura. Vale más
que asaltar, robar o hacer el oficio de los célebres, por ahora, Leca y
Manda, dueños que fueron de la innominable _Casque d'or_.

       *       *       *       *       *

Eugenie Buffet logró gran fama, hace algunos años, saliendo a
cantar para los pobres; y en las calles de París recogió muy buenas
cantidades, ayudada por su agradable figura, su buena voz y su buen
talento. La vi en tiempo de la Exposición, en el París viejo, en el
_Cabaret de la pomme de pin_. Y la he vuelto a ver en otro cabaret que
ha hecho ruido al fundarse en Montmartre, pues no se podía conseguir el
permiso para su fundación: _La Purée_. En esos _cabarets_ montmartreses
y en algunos del barrio Latino, se refugia la canción que guarda las
tradiciones y las preeminencias de antaño, aunque muy venida a menos.
Los poetas cancionistas de esos lugares son casi todos comerciantes
al pormenor de talentos sin salida o sin colocación. Esos artistas
que tanto han dicho y dicen de la burguesía, son servidores de ella,
histriones de ella. El renombrado Fursy tiene como clientela la flor
mundana y _demi_-mundana. Los poetas de su _boîte_ divierten a las
cortesanas y a las gentes de dinero, diciendo sátiras más o menos
graciosas contra personalidades conocidas, y formando, por así decir,
una gaceta lírica con todos los sucesos que llaman la atención pública.
El _cabaret_ de Fursy es caro como un teatro de primer orden, y se va
a él después de comer en casa de Paillard... Esa no es la canción en la
calle. Es la canción del tiempo en que vivimos.

¡Ah! las ilusiones de tantos jóvenes americanos cuyas cartas recibo, en
que me hablan como de un soñado paraíso intelectual de esos centros en
que ellos juzgan triunfantes a la bella Poesía y al Arte adorado.

Hay, en esos centros, unos cuantos hombres de bastante talento, aquí
donde _todo el mundo tiene talento_, que le saben sacar su provecho
al oficio de rimar; y unos cuantos pobres diablos que cantan por unos
pocos francos la romanza sentimental o la canción de _faits divers_.
Y entre los concurrentes, gentes de todo pelaje, mujercitas fáciles,
botticellis que se dicen eterómanas, poetastros, viejos _ratés_, o
muchachos con fortuna que van a pasar el rato con su amiga. Por una
hermosa poesía, muchas mediocres, escatológicas, o tontamente obscenas.
Por una manifestación de arte, o de sentimiento, un sinnúmero de
bufonadas sin sal ni gracia. No faltan exóticos y rastacueros que
aparentan gozar con todo lo que allí se ve y oye, dando por un hecho
que, para ser parisiense, hay que gustar de ello.

La época actual ha bastardeado las cosas del espíritu y del
entendimiento y corazón. El utilitarismo y la poca fe han mermado el
soñar y el sentir. La vieja lira se ha vuelto un instrumento que hay
que poseer a escondidas, _en catimini_, como dicen por acá.

Las rimas en Francia están de baja. A pesar de ser Hugo divinizado,
los libros de versos no tienen salida en las librerías, ni los poetas
nuevos logran romper el hielo general. No debe ser esto signo de
progreso, porque en Inglaterra y en los Estados Unidos no hay familia
que no tenga su poeta favorito junto a la biblioteca del hogar.

Los poetas oficiales son como M. Rostand o como M. Sully Prudhomme...
Ni unos ni otros llenan el vacío ideal. Los otros se van cada cual por
su camino, mientras las sombras de Verlaine y Mallarmé desaparecen
entre los cipreses obscuros de una hermosa leyenda. La canción se echa
a la calle...

Prefiero oir el organillo, el «orgue de Barbarie»...

[Ilustración]



[Ilustración]



II


Ha habido en estos días dos exposiciones que han atraído la atención
parisiense, sobre todo la de la gente elegante: una de perros, otra
de flores. Tan de buen tono es una perrera de distinción, como una
colección de orquídeas o crisantemos.

En la plaza de la Concordia, frente a la exposición canina, se ha
instalado todos los días un grupo singular de hombres y canes, una
especie de pequeño mercado al aire libre: los perros pobres, los perros
de la calle, los «cuatro patas de París» cantados por Bruant cuando
Bruant no tenía rentas. Es algo como el Salón de los Independientes,
ante los medallados y ricos...

Ciertamente, en todo hay clases, hay jerarquías. Los perros del
coloquio de Cervantes no eran del mismo rango que los que acompañan,
decorativos, a los príncipes, en los retratos de Velázquez, y un perro
de ciego no es igual a un perro de millonario. El otro día, en el hall
del Elysée Palace Hôtel, he visto algo que preocupaba a la servidumbre.
Los _larbins_ sonreían, casi se humillaban... Solicitaban una caricia,
una mirada, quizá una mordida... Se trataba de los perros de la
baronesa Hirch, que andaban ahí por los salones, señores distinguidos
aunque importunos y mal educados.

Allí en la exposición se ha reunido una larga cantidad y variedad del
quizá extremadamente alabado animal, que usufructúa la mejor fama de
fidelidad y de nobleza. Todos los pelajes y todas las formas, desde
los enormes mastines hasta los perrillos redondeados como pelotas para
alfileres o semejantes a manguitos. Entre los visitantes he visto
personas que miraban con verdadera ternura a las notables bestias y
he recordado la suscripción abierta por el _New York Herald_ para un
hospital de perros, y a la cual han contribuído con buenas sumas,
nobles foxterriers y blasonados galgos. Y hay, en una isla del Sena, un
cementerio cínico que...

--«Cuanto más vivo entre los hombres, amo más a los perros», dejó dicho
alguien. «Yo, agregó un filósofo bastante cuerdo, con quien departía
junto a la gran perrera de las Tullerías, cuanto más vivo entre los
hombres envidio más a los perros. De ellos es la tierra prometida y
sus sucursales: París, Londres, New York. «La más noble conquista del
hombre» y el perro, han logrado gran parte en el imperio del mundo.

La ocurrencia de Calígula fué un presentimiento. Antes que en París, en
los Estados Unidos los perros han llegado, merced a la complacencia y
al capricho de sus amos millonarios, a la filozoología, parangón de las
obras y del sentimiento de los filántropos. Los perros ricos han dado
dinero a los perros pobres, sus hermanos desheredados. La caridad es
una noble virtud.

Los perros parisienses de la _élite_, gozan de todas las ventajas de su
excepcional posición. Disfrutan de ésta con un exceso chocante. Los hay
que no disimulan su petulancia y su vanidad. Los hay que van solos, en
los carruajes de sus amos al Bosque, en estas dulces tardes doradas de
sol. Miran, desde sus cojines, con un desdén manifiesto; no bajan de
su preeminencia social. Su desdén abarca a los hombres, a los hombres
pobres. Son autoritarios con los perros de la clase media, y tiranos
con los perros callejeros.

Jamás consentirían en una _messaliance_; tienen decoro. Hasta hoy,
en este favoritismo de que gozan, la gente de buena voluntad veía
algo como una coerción benéfica en los caballos y en los gatos; pero
los gatos se han dado demasiado a la literatura desde Beaudelaire;
y sufren, a causa del _civet_ de liebre, la predilección de los
cocineros de _rotiserías_ mediocres. En cuanto a los caballos que se
dirían exclusivamente favorecidos por las sociedades protectoras de
animales, están demasiado degenerados y abatidos por un servilismo que
retrogradará muchos siglos su progreso... ¡Hay el gran Prix, sí; pero
hay también la hipofagia! En tanto que los perros...

Haraposos, hombres y mujeres, los del mercado improvisado de perros,
estaban allí frente a la terraza de Orangerie. Les rodeaban un grupo
de pobres diablos y de curiosos; y por el aspecto, muchos de ellos
necesitados, hambrientos. Dentro se oía la algazara de los perros
ilustres; perros que valen una fortuna _y que lo saben_; perros
titulados y con holgadas rentas anuales; perros que tienen cocinero,
veterinario y modisto; perros _parvenus_, hijos del azar, perros
cristianos y perros judíos.

¡Ah! admirable Teufelsdroeckh.

«A los ojos de la lógica vulgar, ¿qué es el hombre?--¡Un bípedo
omnívoro que usa calzones!» Tú serías hoy impagable para una
conferencia trascendente sobre la psicología de los perros y su
relación con los humanos.

A la puerta de la exposición, un gran perro, vagabundo, un verdadero
«quat'patt's de París», sarnoso, flaco, lleno de remiendos y peladuras,
pero fuerte, con una gran boca que deja ver muy firmes y agudos
dientes, mira hacia adentro con ojos que sin ser humanos podrían decir
muchas cosas.

¡Si él pudiera!...

       *       *       *       *       *

Turno de las flores.

Esto es más grato. ¿Recordáis las maravillas florales de la Exposición
Universal? Habría que repetir el mismo himno, que glosar el mismo
canto. Flores de todos los climas, de todos los colores y de todas
las formas se presentan en las _serres_ nuevas, en el jardín de las
Tullerías, al lado de la rue Rívoli La jardinería confina ya con
la escultura, con la pintura, con la literatura. Hay aquí también
nobleza y distinción. Junto a las rosas reinas y las princesas
exóticas, están las flores de los campos, las flores rústicas que
han recibido educación, que han aprendido a ser elegantes, que han
aumentado y afinado sus trajes, que saben, al paso del aire, hacer
cumplidas reverencias y que pueden ser cortejadas por las más exigentes
mariposas. Un soplo de penetrantes aromas brota de tantas delicadas
carnes, de tantas magníficas corolas. Mil formas se combinan, se
juntan, y todos los tintes lucen a la luz que pasa amorosa por los
vidrios de las galerías. ¡Qué vasta nomenclatura! Las familias se
multiplican y se llega en ocasiones a perder el conocimiento. Rosas,
¿cuántas rosas? Claveles, ¿cuántas especies de claveles? Llaman las
clemátides japonesas de colores episcopales; los geranios de todos los
colores, los caladiums tropicales, las otras flores de sonantes nombres
latinos y griegos; las rosas siempre, de cien, de mil nombres, desde
los de las leyendas hasta los de las vulgares dedicadas a subprefectos
y propietarios; las reina-margaritas, los jazmines, las múltiples
violetas; las cestas de amapolas civilizadas; la anémona antigua que en
el latín de Plinio como bajo el cielo se abre al soplo del aire: _Flos
numquam se aperit nisi vento spirante, unde et nomen ejus_. Y otras, y
otras, infinitas joyas de los _parterres_.

Las marquesas, los ministros, militares, ricos mundanos iban y venían
gozando en la fiesta primaveral y perfumada.

El filósofo, silencioso, meditabundo me dijo de pronto:

--La verdad es que el derecho al pan es indiscutible.

--Sí, le contesté.

--Y también este otro: que cada cual tenga en la vida su parte de rosas.

[Ilustración]



[Ilustración]



III

_Andrianamanitra mby an-trano_, en correcto malgacho, quiere decir:
«El buen Dios está en la casa», lo cual se aplica, allá en Tananarive,
cuando la luz del sol invade las habitaciones. Es una manera de
expresarse poética, sencilla, religiosa, como conviene a gentes
salvajes, negras, desprovistas de toda civilización.

En París, capital de la cultura, cuando llega oficialmente cornacqueada
la pobre reina Ranavalo, se la llama «la negrita de la rue Pauquet», se
la aloja en un «garni» de segundo orden, se la pinta como una mona, en
los periódicos; lo cual no obsta para que, en la estación, al llegar su
majestad hova, se haya gritado, a falta de algo mejor: «¡vive la reine!»

La reinita morena--_nigra sum sed formosa_--es bastante agradable y
simpática; no es, ni mucho menos, una salvaje, puesto que pedalea
y lee novelas francesas. Si la pensión que se la pasa no fuese tan
limitada, se entregaría quizá al automovilismo. Prisionera, después de
ser destronada de un modo completamente progresista, ha vivido en una
villa que la sirve de jaula en Argel. Es algo en cambio de su palacio
de plata, en la capital de su reino, en donde, soberana, gozaba de su
libertad poderosa y de sus caprichos. La tierra de su nacimiento es de
singular hermosura; y al llegar a París, no ha dejado de recordarla.

Ese país, hoy bajo la fuerza francesa, es descrito así por Pierre
Mille: «Allí, dice, las tempestades mismas no obscurecen la claridad
del cielo. Las estrellas no son las mismas que en Europa, y la luna
es tan bella y majestuosa que los niños la llaman «abuela», queriendo
significar así su respeto y su afecto por ese astro. La tierra en ese
país es roja y casi sin árboles.

«Los ríos, detenidos por diques frecuentes, se extienden en los valles
y favorecen así el cultivo del arroz, que rinde ciento por uno. En fin,
los habitantes, siendo de origen polinesio, tienen más inocencia que
virtud. Aman el amor, los niños, los cantos fáciles, y, sobre todo, la
luz.»

Como véis son absolutamente bárbaros; y se ha procurado y se procura
infundirles ideas nuevas e importarles diferentes artefactos, así como
iniciarles en los refinados adelantos de nuestro ilustre Occidente.
Como Ranavalo lee los periódicos, se ha encontrado, a su llegada, con
el asunto de la secuestrada de Poitiers, una señorita encerrada por
su distinguida madre y su ex suprefecto hermano, durante un período
de veinticinco años, y encontrada medio podrida en un infecto cuarto;
varios procesos de delitos contra natura; un obispo estafador; un
tal príncipe de Vitenval, pontificio, preso por idénticos motivos;
descubrimiento de torturas y castigos vergonzosos en el ejército; la
cuestión dudosa del _Figaro_; y los odios antisemitas y nacionalistas.
Y al enterarse habrá exclamado: _¡Andrianamanitra mby an-trano!_ lo
que, como ya sabéis, quiere decir en lengua de Madagascar: _¡El buen
Dios está en la casa!_

       *       *       *       *       *

A la reina se la dan--hay que ser justos--25.000 francos al año; lo
cual representan el _revenu_ de cualquiera buena burguesa retirada de
sus negocitos. En cambio, el militarismo nacional impuso a la honesta
república la conquista de un país ya unido a Francia por lazos morales
y políticos, desde el tiempo de Luis XIV. El dulce Mercier fué el alma
de esta campaña heroica que costó a los franceses siete mil soldados
muertos de disentería y fiebres tropicales. La toma de Tananarive no
costó un solo cañonazo: la reina y los príncipes se entregaron a la
generosidad de los invasores. Francia asumió el protectorado directo
de la isla. Las cosas andaban muy bien y ya empezaba a reinar el
bienestar en el país, cuando, con pretextos más o menos fútiles, el
general Galieni, secuestró violentamente a Ranavalo, la despojó de
toda autoridad, e hizo fusilar en la plaza pública a los parientes y
ministros de la pobre soberana esclava.

Por eso cuando ahora la preguntan a ésta si ha tenido noticias de _la
bas_ se pone casi a temblar y olvida el francés que ha aprendido.--«Des
nouvelles? Non, non. Jamais des nouvelles. Rasanjy? Sais pas. Philippe
Razafimandimby? Sais pas!» No, no quiere saber nada. Se imaginará que
la van a fusilar.

Y la sobrinita María Luisa, que se llama en malgacho Zatú, tiene ya
nociones de lo que es la civilización europea. Y cuando la preguntan:
«¿Qué quieres ser tú cuando seas grande?» contesta:

--«¡General!»

El año pasado, en la Exposición, tuve oportunidad de conocer a una
señora francesa que había habitado por largo tiempo en Madagascar.
Llevaba consigo a una morenita hova, como de siete años, vestida con
su traje nacional, de lanas y sedas rojas y blancas. El pequeño bronce
vivaz tenía los más lindos ojos negros y una graciosa sonrisa que
enseñaba la finura de sus preciosos dientes. Hablaba la malgachita
con toda facilidad el francés y el inglés, y sus gestos y movimientos
denunciaban selección de raza y origen principal. La señora contaba la
historia de su bello hallazgo exótico, y es singular. Era la niña hija
de un alto dignatario. Cuando los pacificadores de Galieni quisieron
sofocar una pretendida rebelión, cuya causa mayor eran exacciones
de colonos aventureros, no encontraron mejor medio que imponer el
terror, y así fusilaron a gran parte de personajes influyentes, cuyo
concurso habría sido justamente indispensable para calmar cualquier
movimiento sedicioso o de protesta. Refugiados los sobrevivientes en
lo intrincado de las selvas, vivieron allí meses de hambre y angustia.
Los que se atrevían a salir servían de blanco a los soldados. Por otra
parte no era un sport nuevo. Los ingleses lo conocen.

Un día, después de una matanza de indígenas, encontraron abandonada a
esa chicuela, en un estado de lamentable extenuación. La buena señora
la recogió y después de muchos cuidados, logró salvarla. La niña
contaba que por largo tiempo había vivido alimentándose de raíces.
La misma señora no cesaba de alabar la inteligencia de su protegida.
La raza hova--decía--es de las más nobles y fáciles de gobernar. Es
verdaderamente una inmensa injusticia la que se ha cometido imponiendo
el régimen militar con su séquito de excesos y sus crueldades.
Actualmente todavía se impone allá la ley marcial. Fusiles y espadas
dominan.

Y la niña como que quería agregar:--_Andrianamanitra mby an-trano!_...

       *       *       *       *       *

El redactor de un periódico, recién llegada la reina Ranavalo,
recibió una carta en estos términos: «Señor, quedaré muy agradecido
si me explicáis porqué la reina Ranavalo ha sido recibida de otra
manera que el presidente Krüger. El caso es idéntico. Ambos, víctimas
de la violencia, han tenido que abandonar su patria invadida por
el estranjero. La única diferencia está en que la reina ha sido
despojada por hombres que usan guerreras obscuras y pantalones rojos
y el presidente por soldados que tienen guerreras rojas y pantalones
obscuros. Esta diferencia es muy poco importante para que la suerte de
la una sea menos interesante que la suerte del otro y despierte menos
simpatías. Por lo tanto, me preguntó: ¿a qué causa atribuir la actitud
tan contradictoria de la población parisiense?

La respuesta es sumamente sencilla y el periodista ha contestado
en consecuencia. El inglés encuentra muy legítima su acción en el
Transvaal, y condena la del francés en Madagascar; el francés considera
que tenía derecho a tomarse Madagascar; pero que el inglés, al
conquistar el Transvaal, se ha portado como un salteador. «Resulta,
decía una notable carta publicada en _La Nación_, de Buenos Aires,
que cuando la mueve su pasión, su interés o su conveniencia, la
civilización europea es más bárbara que los bárbaros».

Ciertamente, entre Krüger y Ranavalo hay considerable diferencia.
El viejo boer está libre y la reina no; Krüger tiene salva toda su
fortuna--quince millones, por lo menos, de pesos oro--, y la reina
no dispone sino de lo que el gobierno de Francia la quiere dar, en
pupilaje; Krüger lee la _Biblia_, y a Ranavalo se le ha contaminado de
Ohnet, Mary, y compañía. Y para colmo de desventuras de la infeliz,
cuando ha adoptado las modas europeas, comprado bicicleta, aprendido un
poco de piano y venido a París con licencia, se la recibe como a una
macaca, se la llama negra y fea a cada paso, y poco falta para que se
la proponga una contrata en un circo, para bailar la bámbula al lado de
Chocolat.

Entretanto, ella recibe su pensioncita, que la viene a ser como el
coronelato de Namuncurá.

Y el mariscal Waldersee vuelve ya de la China, en donde los soldados
de la civilización desventraron chinitas tan monas como María Luisa
Zatú. En el sur de Marruecos _se pacifica_. En Cuba la enmienda Platt
protege a la isla ex española. Tacna y Arica no saben a qué atenerse.
En el Transvaal, Cecil Rhodes hospeda a Jameson, el del raid, en su
mansión que tiene un jardín, según nos cuenta Jean Carrère, como no lo
tuvieron Césares romanos, lleno de flores raras y de leones enormes
prisioneros...

Decididamente, _Andrianamanitra mby an-trano_.

[Ilustración]



[Ilustración]



IV


Suelo encontrarme con gentes imaginativas y con gentes prácticas,
con caballeros de la célula y doctores místicos, con personas que
todo lo arreglan como dos y dos son cuatro y con personas que están
esperando en estos momentos el caballo blanco del Apocalipsis. Toda
la biblioteca Alcan me merece mucho respeto, y doble la figura de los
santos padres que inspiran esa y otras bibliotecas parecidas. Los
espiritualistas hasta el éxtasis y los swedenborguianos de la rue
Thouin, me inspiran vagos temores que algunas risueñas ideas suelen
aminorar. A propósito de una autopsia ruidosa que tuvo por anfiteatro
el del hospital Saint-Antoine, y en la cual unos estudiantes de buen
humor rellenaron de periódicos el cráneo de un ex gendarme--simbólica
ocurrencia,--multiplicaron su hígado y desparramaron sus demás
miembros, se ha hablado y escrito mucho en París. He oído la opinión
de los de la célula, y no encuentran de particular en el hecho sino
la mala administración del hospital; los del caballo blanco, por
el contrario, me han prometido para dentro de muy poco tiempo, la
destrucción del mundo por el fuego del cielo. No sé qué dirá la
«Camarde» de la sabia tranquilidad de los unos y de las bíblicas
seguridades de los otros; pero algo debe preparar después de tantas
ofensas, olvidos y burlas ante los cuales ese cómico descuartizamiento
de un difunto agente de orden público, es poca cosa. La verdad es que
_No hay que jugar con la muerte_, y París está jugando con ella, sin
mirar que desde lo obscuro de su abismo, horrible como en el fresco del
campo-santo pisano, esa flaca fatal ve mucho más allá de sus ausentes
narices.

Desde luego el olvido. ¿Quién recuerda, en el bullicio de esta vida
de continuos placeres en la lucha incesante por el dinero, por la
posición o por la fama--que todo en el fondo es uno,--quién recuerda
que tiene que morir? Es el perpetuo ejercicio de los sentidos, y
la fatiga consiguiente. Cuando llega _la hora_, todo el mundo está
desprevenido. Si se es algo, la noticia irá en las secciones de crónica
social de los periódicos, y a nadie se le ocurrirá que tal cosa pueda
acontecerle. Las ofensas son más. La frecuencia del duelo es una de
tantas manifestaciones. Otra, la destrucción de la vida en su germen,
los fraudes del amor, las connivencias de M. y M^{me} Saturno. La
estadística enseña resultados increíbles, y la simple conversación con
un portero instruye como un libro. Las «hacedoras de ángeles» han
ocupado tanto a la justicia, como la cirugía galante que abelardizó
una crecida clientela de damas ultraprudentes, partidarias de la
despoblación francesa. Estos terribles menoscabos a la vida, son otros
tantos insultos a la Muerte, que se ve privada de gran parte de su
cosecha y suplantada en sus futuras funciones.

La burla es peor. Existe en Montmartre un _cabaret_, que puede ser
considerado como uno de los templos en que mayor culto recibe la
estupidez y la grosería humanas. Se llama el _cabaret du Néant_, y
es una de las «curiosidades» que el recién llegado a París se ve
obligado a visitar, inducido por el cicerone, por el amigo bromista,
por la guía o por haber oído hablar del obscuro rincón en que se
toma a la muerte como un inconcebible pretexto de bufonería. Atenas
no habría consentido ese infecto bebedero, y en otra capital que no
se llamase París no habría ni policía ni público para la siniestra
farsa. La fachada del _cabaret_ está pintada de negro y una lámpara
verdosa ilumina la entrada. Ya en lo interior, os reciben unos cuantos
_croquemorts_ con saludos fúnebres, y os llaman la atención las
decoraciones absolutamente mortuorias. Calaveras, tibias, esqueletos,
inscripciones tumbales hieren la vista en las paredes; y las mesitas
para los consumos, están substituídas por ataúdes. El _croquemort_
que hace de mozo, al servir lo que se le pide, no deja de acompañarlo
con comentarios escatológicos, y de evocar ideas de carroña y de
inmundicia; las provocaciones al asco suelen ir acompañadas de insultos
grotescos, y todo esto, por lo general, es recibido por un público
singular, con risas aprobativas:

Luego se pasa a una especie de teatrito, en donde, por un juego óptico,
se presencia la descomposición de un cadáver. Y he encontrado un típico
personaje en ese antro: una infeliz muchacha, que cuando el lúgubre
barnum pregunta al público: «¿No hay quien quiera hacer de muerto? y
no surge de los asistentes el mozo ocurrente, o la joven lista, se
presta--dos francos la noche--a la macabra apariencia. Se ve entrar a
la persona en el ataúd, y se va advirtiendo poco a poco la lividez, la
podredumbre, la cuasi liquefacción y el esqueleto. El resultado es un
¡uff! de desahogo, al salir de tan abyecta cueva. ¡Cuán lejos, en el
camino de lo infinito, el fresco de Lorenzetti!»

       *       *       *       *       *

Tengo gran estimación por los médicos y gran devoción por la medicina,
entre otras cosas, porque Esculapio es hijo de Apolo. Por esto mismo he
sentido correr frío por mis venas cuando he oído a varios estudiantes
de medicina ciertos informes y juicios. «Yo, señor, me dijo uno, voy
a recibir mi título dentro de poco, pero ni ejerceré mi profesión, ni
me pondré jamás en manos de un colega.» ¿Me habla usted del desprecio
de la muerte, de los chistes cadavéricos, de bromas de _carabin_? Aún
hay algo peor en los internados. ¿Qué diría usted si le dijese que
suelen verse y no con rara frecuencia, casos de absurdas necrofilias,
e inconcebibles profanaciones por inicuos farsantes? Pues bien, el
desprecio de la vida, la burla de la vida, es algo que da escalofríos.
¿Ha leído usted _Les Morticoles_, de León Daudet? ¿Le han narrado casos
curiosos? Yo le diré de uno observado por mí.

Llega un infeliz, el profesor diagnostica: apendicitis. Ya sabe usted
la enfermedad que estuvo hace poco de moda. Va uno a operar. Se le
abre el vientre al pobre paciente, se ve, y se encuentra que no tiene
en absoluto tal apendicitis. El profesor, muy tranquilo: «¡Está bien,
cósanle!» ¿No es esta la peor de las vivisecciones y la más horrible de
las infamias?

Otro caso. Un marido, recién casado, va a consultar a un médico,
acompañado de su señora. Era un asunto ginecológico. El matrimonio,
rico. El doctor asegura al marido que hay que hacer una operación, una
operación muy ligera, cosa de cortos instantes, «mientras usted se fuma
un cigarrillo». Y el marido enciende el suyo, y se queda, no sin cierto
temor, esperando los resultados de la carnicería, en la antesala. Yo,
me dice mi amigo, tenía el cloroformo y otro ayudante el pulso; el
doctor comenzó a operar, y a poco vi un chorro de sangre que se elevaba
casi hasta el techo. No hubo remedio posible.

El médico, asustado, dijo: _¡Ça y est!_ Unos instantes después la
mujer era cadáver; el ayudante tuvo que salir a dar la noticia al
marido, pues el doctor tenía, y con razón, miedo de que le matara.
Y como éste, otros tantos casos. Naturalmente, esto no lo dicen los
Doyen, los Albarrán, los Mauclair. Otros me narran historias que serían
hoffmanescas si no fuesen netamente repugnantes, de las horas inútiles
del internado. Cuando el reciente hombre descuartizado, que es todavía
incógnita para la policía, se supuso una broma de estudiantes. ¡Ah,
las bromas! hay imbéciles que para asustar al profano, se lanzan hasta
hacer sospechar, con ambiguas reticencias, ocurrentes antropofagias.
Ante esta clase de internos, futuros doctores, me complazco en
recordar a buenos amigos míos, del hospital San Roque de Buenos Aires,
excelentes muchachos que cuando las fatigas de la obligación y del
estudio concluían, pasaban sus horas libres hablando de arte, dibujando
o interpretando en el armonium a Wagner, a Beethoven, a Grieg.

¿Y los vagos rumores de enfermedades sostenidas, de monstruosos
abortos, de verdaderos asesinatos en favor de impertérritos herederos,
de esos que han tenido su comentario mejor en una popularísima
caricatura de Caran D'Ache, y los encierros de gentes en su sana razón
en manicomios y casas de salud? Cierto; esto sucede en todas partes, y
entre vosotros podéis señalar algunos ejemplos que la prensa ha hecho
visibles y resonantes; pero en esta vastísima capital del placer, del
oro, del amor, los hechos son muchos.

Los _camelots_ venden juguetes macabros, el esqueleto se prodiga en
dijes y pisapapeles. En una ocasión no lejana se dió un concierto en
las catacumbas y se _flirtó_ al amor de una sensación nueva. La poesía
de Rollinat, que hoy ya nadie recuerda, tuvo muchos aficionados, y
_Mademoiselle Squelette_ muchos intérpretes. La Gran Histrionisa genial
Sarah Bernhardt, hizo famoso su féretro-lecho. La duquesa de Pomar,
tocada de teosofía, daba bailes en donde aparecía, según se dice, el
espectro de María Stuart; y el de Esseintes de Huysmans, cuyo modelo
en carne y hueso es el conde Robert de Montesquieu Fezensac, ofrecía
comidas negras, a las que no hubiera tenido inconveniente en sentarse
la sombra del Comendador.

Hay una literatura _faisandée_, que huele mucho a cadaverina con su
poco de cantárida; a ella pertenecen, para señalar un ejemplo, ciertos
cuentos de M. Jean Lorrain, caro a lectores reblandecidos.

La guillotina ha sido llamada por un escritor «el espectáculo
nacional», como los toros de España; y hay gentes, sobre todo en
un especial medio femenino, que buscan esos sangrientos pimientos
eróticos, para condimentar deseos insaciados y animar ensueños viciosos.

Claro, que no es todo París, hay que fijarse bien y claramente, no
es todo París, sin excepción; pues hay un París que trabaja y es
inmenso ese París, y hay un París que reza, inmenso también, aunque
parezca esto una eminente paradoja. Gran parte de la enfermedad está
sostenida por la carne cosmopolita que dominguea en la ciudad fabulosa
y maelstrómica.

Pero de un modo o de otro, París, en medio de su gloria, en medio de
la alegre agitación de sus pecados amables y terribles; en medio de la
avalancha de oro que un solo soplo de sus labios hace rodar al abismo;
en medio de tantas músicas y canciones que no hacen oir las quejas de
los de abajo, de los que están, _como los muertos_, en sus negras
catacumbas, miseria y hambre; en medio de una primavera que presenta
incesantemente sus flores y un otoño continuo que da sus frutos a los
paladares favorecidos de la suerte; en medio de un paraíso de locura en
que la mujer en su sentido más carnal y animal, es la reina invencible
y la devoradora todopoderosa, ha olvidado que hay algo inevitable y
tremendo, sobre los besos, sobre los senos, sobre la alegría, sobre la
música, sobre el capital, sobre la lujuria, sobre la risa, sobre la
primavera y sobre el otoño; y este algo es sencillamente la Muerte; la
Muerte, a la cual se olvida, o se ofende, o se burla.

No hay que meter periódicos en el cráneo de los muertos, como el mozo
del hospital Saint-Antoine. Se pueden poner al tanto de lo que pasa.

No hay que dar conciertos en las catacumbas. Se puede despertar la
Muerte; y ponerse a bailar, como en la Edad Media...

Ese sería el desquite de la Muerte...

[Ilustración]



[Ilustración]



V


Un distinguido asesino inglés, o al menos apellidado Smith, ha
intentado, con mal éxito, degollar a una vieja cortesana retirada, ya
sin cotización en plaza, pero que tiene automóvil. Las señoritas de
Pougy y otras Oteros, se han estremecido ante sus diamantes. En Maxim's
la noticia del suceso hizo palidecer muchas caras bonitas. El hecho
del día ha sido la preocupación de _esas damas_, que por mucho tiempo
tendrán que pensar en los inconvenientes de su lucrativa carrera. Han
parado mientes en que, en Babilonia y en el mundo _ou l'on s'amuse_,
bajo una buena levita se oculta un buen estrangulador, y en que Smith
es uno más en la lista de los Pranzinis, Prados y compañía.

¡Ah! estas graciosas desplumadoras de pichones y gallos viejos,
encuentran de repente la garra de la bestia bruta que por quitarlas
el collar les quiebra el lindo cuello, o les pega una puñalada, o les
ahoga, o emplea las armas principio de siglo del héroe de ahora: la
pelota de plomo en la cáscara de la mandarina, y el anillo atado a la
fina cuerda. Y no será quien las mate el hambriento desesperado de los
suburbios o el _marlou_ de gorra y blusa. Será uno de esos desechos
humanos, uno de esos intrusos de todas partes, caballeros de industria,
«rastas» empobrecidos y sin oficio, rondadores de mesas de juego,
componedores de amor ajeno a tanto la pieza, parásitos de hetairas y
candidatos a la momentánea o larga celebridad que ofrece el aparato de
M. Deibler.

En los cafés de mujeres elegantes y venales, habéis visto esos
extraños tipos, de nacionalidades dudosas, valacos, griegos,
levantinos, americanos del norte y también del sur, rubios u obscuros,
elegantemente vestidos, con prendedores hirientes, bigotes tziganos,
conocidos de muchos sin que ninguno sepa a punto fijo quiénes son,
amigos confianzudos de las más señaladas Emilianas y Margaritas, y
que levantan a su paso vagas interrogaciones: «¿De qué vive éste?
¿Cómo gasta, cómo derrocha?» Vive, casi siempre, de los calaveras que
le prestan y de las mujeres que le dan. Pero de repente, una noticia
circula al son de los valses húngaros, por las mesas envanecidas de
champaña: «¡Sabes! Fulano, preso. Una estafa. O un robo.» Cuando el
aventurero es de hígados negros, la campanada anuncia un asesinato.
¿Cuántos de esos van por el bosque, haciendo el rico, en equipajes
ajenos? ¿Cuántos se sientan a jugar en los casinos al lado de títulos y
personajes, hasta que un día se les agarra en la engañifa, se les echa
a puntapiés, o se les desenmascara?

Mas, es cerca de «esas damas» donde ellos aprovechan con más
frecuencia, pseudo protectores, «señores de compañía» como el grotesco
tipo que acaba de presentar Coolus, secretarios, o perros de presa. Por
ese camino se llega a todo. El dinero a que están acostumbrados les
hace falta de pronto, y hay que buscarlo de cualquier manera. Tienen
muchas amigas de las carreras, del aperitivo, de la cena, del teatro,
conocen sus joyeros, sus habitaciones, sus hábitos. Y así, de cuando en
cuando, una pobre pecadora muere de sangrienta y trágica muerte.

       *       *       *       *       *

Esas damas...

¡Preciosas estatuas de carne, pulidas y lustradas como dijes, como
joyas, flores, o animales encantadores, estuches de placer, maestras de
caricias, dignas de una corona de emperatriz, ducales, angelicales, y
tan brutas, tan ignorantes, tan plebeyas en su mayoría!

Cuando más os deleitan un gesto atávico, un modal hereditario, os
revelan la antigua granja, el gallinero, el lavadero o la cocina
maternales. Todas las aguas de Lubín, todas las invenciones de Lenteric
no bastarán a quitar la original mancha nativa; todos los roces
con Gales, con Borbón o con Sagán no las suavizarán la aspereza de
generaciones de servidumbre y vulgaridad, y cuando el carácter exalta
o se agria brotan de los más bellos labios palabras y hacen los más
blancos brazos gestos, que piden la portería o el mercado.

Ésta nació en un pueblecito de provincia; vino a París no se sabe cómo;
quiso trabajar y no pudo; le cayó del cielo de un lecho casual una liga
medianamente favorable. Abandonada, fué _soubrett_, y de criada de
señora alegre, fué arrebatada por tal viejo vicioso que la lanzó, es el
término. Tuvo suerte, y hoy posee una mediana educación, un hotelito,
caballos, y su nombre figura en las crónicas del _Gil Blas_.

Esa otra es gallega. Sirvió en Madrid en una casa de huéspedes. Todos
los estudiantes supieron en su pensión de a dos pesetas lo que era
el amor de la sirvientita, cuya cara primaveral era un plantío de
sonrisas, y cuya generosidad no tuvo límites. ¿Quién le enseñó a bailar
el vito y el fandango? ¿Quién la levantó de tan bajo como había caído?
¿Qué ángel le mostró el camino de París, y quién la hizo descaderarse
ante un concurso de periodistas? Es el hecho que triunfó en un
instante, y sus castañuelas hicieron llover luises. Los jóvenes vivos
y los viejos bobos la llenaron de diamantes. ¡Qué de diamantes! Sus
diamantes fueron tan célebres como sus conquistas. Torpe como un pato,
tiene en su época la celebridad de una Aspasia. Tiene hotel, casas que
alquila, todavía más diamantes, y mil trompetas que anuncian al mundo
el reinado de su belleza.

Aquélla, tuvo por cuna un montón de coles, se corrompió casi en la
niñez, circuló por los barrios parisienses, en noches de frío, en busca
del paseante trasnochador. La casualidad la hizo hallar su suerte buena
en un desconocido. Ascendió. Ganó. Acaparó. Juega a los caballos. Su
llegada a Niza y Monte-Carlo causa siempre sensación.

Aquella otra, ¿se acordará del pobre pintor que fué su amor primero en
un cuartucho del barrio Latino? ¿Se acordará de las noches danzantes
de Bullier? ¿De la escasa cena a la madrugada, en los mercados? Quizá,
porque se la suele ver en ocasiones pasear sus trajes de Doucet por
cafetines del Boul' Mich y saludar a sus antiguos conocimientos.

Las obreritas miran con envidia a estas desdichadas con fortuna, cuyas
faldas, cuyos sombreros, valen un año de trabajo en un taller matador.
El lujo las fascina, ese lujo gritón y exhibicionista; y el ver a las
ilustres pelanduscas en compañía del lord, del conde y del millonario.
Y no sospechan los lados duros y trágicos de esos aparatos de placeres,
a quienes el placer mismo martiriza.

Algunas empiezan ya a guardar dinero, a poner en el Banco economías, y
suelen ser menos frecuentes los fines de fiesta a lo Cora Peral. Pero
la riqueza no es segura y un crecido tanto por ciento va siempre a
los hospitales y a la miseria degradada, cuando un ímpetu salvador no
lleva la vieja carne inútil al Sena. Las que logran asegurar los años
últimos, ya se sabe en lo que paran. Como el diablo viejo, en fraile;
la diablesa gastada, en devota.

Hay sus raros ejemplos de afición a la literatura, y sobre todo a las
tablas. Lo primero no deja de ser una especie de _réclame_, como en el
caso de Mlle. de Pougy; y lo otro no es más que el _affiche_ viviente,
la muestra plástica, el escaparate del «restaurador» que pone a la
vista lo que atrae a los amantes de la _bonne chére_, o si queréis,
_bonne chair_...

       *       *       *       *       *

¿Habéis estado alguna vez, pasada la media noche, en casa de Maxin?
Cito este lugar, por ser uno de los que más ha estado de moda en
este último tiempo. Una muchedumbre de beldades caras se instala
en las mesas, que no tardáis en ver coronadas del indispensable
cordon-rouge o extrady. Caballeros de todos portes invaden el recinto
y entablan la partida amorosa de la cena, mientras los tziganos, que
casi siempre son españoles, italianos y franceses, martirizan los
violines en un suplicio orféico que no cesa. Jovencitos adinerados y
más que maduros _marcheurs_ se disputan la primacía del halago a las
mujeres, radiantes de joyas, maravillosamente vestidas, irresistibles
de vicio. Hay sonrisas, charlas, risas, y no son raros los insultos.
Allí están las varias Guerreros, estranguladas de perlas, repartiendo
sus tentaciones españolas; allí varias yanquis, soberbias y duras,
con las manos pesadas de brillantes; y las innumerables Fulanas de
Tal Cosa, Perengana de Tal Otra, francesas con su falso apelativo
nobiliario, graciosas, atrayentes, pálidas de noches blancas, a pesar
de los afeites. Y se come y se bebe; y cuando llega la madrugada, ya
las mesas se han apartado y el baile se inicia, y dale _Valse bleue_
y demás músicas en boga. Por el lado del bar pasan los equívocos
_chasseurs_ que llevan mensajes; por otro circulan los mozos serviles,
renovando la champañada. Y la _quête_ de los músicos, completa los
indispensables desembolsos. (¿Qué diríais al saber que los violineros
del _Café de París_ se han ganado en un año de propinas setenta y
tantos mil francos?) Y las mozas se alegran más y más. Cada cual cuenta
con su presa. Y el inadvertido mozalbete no consulta su cartera; y el
animado _gagá_ no halla qué hacer con su emperatriz de a tantos luises.
Y hay entre ellas celos y recelos. La ninfa no esconde a veces a la
verdulera, y la marquesita Watteau no oculta que sabe el vocabulario de
su papá el cochero.

El triunfo está a la salida, cuando cada víctima se lleva a su
compañera del brazo. No se cambiaría un caballero de éstos, en ese
instante, por el mismo ex príncipe de Gales.

Allí he visto auténticos potentados asiáticos e inconfundibles
majestades yanquis; conocidos lores, y, ¡qué honor para el continente!
gran variedad de afortunados hispano-americanos.

Allí he visto--y ya comprenderéis que no he asistido como uno de
tantos, pues no tengo inconveniente en manifestaros que no me llamo
Vanderbildt, y que la buena mensualidad que me paga _La Nación_ no me
alcanzaría para dos noches;--allí he visto, con cierto pesar, a ricos
argentinos, desparramar los billetes azules, esfumar los oros con
prodigalidades que no dejaban mal puesta la bandera... Pero os juro que
más de una vez he tenido la tentación de decir a uno de esos notables
gozadores de la vida: «Señor, es una bella pasión la pasión de la
belleza, y la grata compañía de estas princesas, envidiable desde todo
punto de vista, de oído, de olfato, de tacto. Tenéis un capital que
no palidece ante el de algunos de estos nababs cosmopolitas. No sería
yo quien os aconsejara tomar la vida por su lado obscuro, cuando las
estancias producen tanto y no gastáis sino los intereses de vuestro
haber total. Pero permitidme que os haga esta pequeña observación. Con
lo que gastáis en una semana de superfluos derroches, podría seguir por
mucho tiempo sus estudios un joven pintor, músico, escultor, escritor,
de los muchos que en vuestro país son pobres, y podrían más tarde dar
honra y brillo a la patria. Con lo que gastáis en dos semanas podríais
obsequiar al Museo nacional de Bellas Artes, una hermosa obra, que
acrecentaría al naciente emporio artístico; con lo que gastáis en
un año--y hablo de gastos absolutamente sin razón--¡calculad lo que
podríais hacer!»

Pero, casi siempre, cuando voy a hablar esto, suenan los violines, se
esparce la _Valse bleu_, se interponen los _chasseurs_, hace cuatro
reverencias el _sommelier_...

¡Y esas damas...!

[Ilustración]



[Ilustración]



VI


Lo que se llama aquí la Gran Semana, es dedicada principalmente a «la
más noble conquista del hombre»; «la más noble conquista del hombre» ya
se sabe que es el caballo.

Ya fué la fiesta de Auteuil, en donde, con la complacencia de un día
amoroso y dorado, se vió un brillante ejército de mujeres deliciosas,
vestidas con el arte de encantamiento que los costureros saben;
irrupción de rostros sonrientes, trajes de primavera, sombreros y
sombrillas que alegran de armoniosos colores el espectáculo: un ir y
venir de gentes elegantes; en las tribunas una aglomeración de notas
encantadoras; y cerca, los lagos, los carruajes ostentosos, también
con su carga de belleza y de riqueza; ya Chantilly, con su Derby que
hace competencia y vence en Epsom, Chantilly, lugar aristocrático y
deleitoso; ya Longchamps, adornado de lujo e hirviente de mundo; al
Gran Prix, con sus pompas y ruido.

El entusiasmo que hay en París por las carreras, sólo puede compararse
al que hay en España por los toros. Se juega mucho, se juega
demasiado. El sport actual no ve la mejora de la raza caballar sino
en la ganancia. El cuadro estético interesa poco. La equitación,
atacada por la bicicleta y el automóvil, está en decadencia. _Saxon_,
_Jocely_, _Chéri_ son aclamados, más que como «violentos hipógrifos»,
como fuentes de entradas, de francos o de luises. Los que pierden,
ciertamente, no aclaman al cuadrúpedo triunfante. Pero por el momento
los nombres de los ganadores van hasta las constelaciones. Desde
1873, una larga lista señala triunfos sucesivos--tal una enumeración
de papas, de reyes o de generales: The Ranger, Vermont, Gladiateur,
Ceylan, Férvacques, The Earl, Glaneur, Sornette, Cremome, Boïard,
Trent, Salvator, Kisber, Si-Cristope, Thurio, Nubienne, Robert-Devil,
Foxhall, Bruce, Frontín, Little Duhk, Paradox, Mintin, Tenebreuse,
Stuart, Vasistas, Fitz, Roya, Clamart, Rueil, Ragotski, Dolman
Baghtche, Andree Arreau, Doge, Le Roi Soleil, Pert, Semandria, hasta
el glorioso bruto de ahora, _Chéri_, cuyo propietario, Caillaut, no
cabe en su orgullo. Calígula no andaba muy errado. Las publicaciones
sportivas son numerosísimas y el público las compra como el periódico
noticioso, el diario preferido. Los principales cafés y bars tienen
un servicio de información inmediata para las carreras; las gentes
del alto mundo, tanto como las del bajo, tienen su animal favorito y
apuestan. Los suicidios a consecuencia de pérdidas en los hipódromos
no son escasos. Hay quienes opinan que las carreras son útiles y de
alta moralidad política. Las ha llamado alguien «pararrayos de las
revoluciones», exactamente como Huysmans llama pararrayos de las
tempestades diurnas a los conventos. El pueblo se divierte, dicen, y
así no hay temor de que se subleve. _Panem et circenses._ Mas no se
fijan que las carreras sin el pan, no contentan a los proletarios; y
lo que se está preparando en lo nebuloso del porvenir, por obra del
fermento popular, y de la miseria negra que contrasta con la insolencia
de la riqueza exhibicionista, no es la caída de un ministerio más o
menos Waldeck, o de una república más o menos radical o clerical;
es algo que soñó demasiado hermoso Hugo y que previó demasiado rojo
Heine; algo que le va a quitar el automóvil al príncipe D'Arenberg y
las caballerizas a M. Edmond Blanc. Eso no lo sabe tanto orgulloso
satisfecho de los que tienen por Homero a Jean Lorrain y por gráfico
retratista al mordiente Sem.

Grandes sportwomen hay, que se apasionan por el juego elegante, y otras
que son dueñas de _haras_. Por mucho tiempo la vizcondesa d'Harcourt
hizo lucir sus caballos, con sus jockeys blanco y oro. Hoy se ve
siempre en la tribuna a la duquesa d'Uzés, a la de Noailles, a muchas
duquesas; a las condesas de Roederer, de Le Marois, de Saint-Phallier,
de Portales, a la princesa Murat, y cien otras nobles más, y señoras
de propietarios de _écurie_, y mundanas en profusión tanto como
_semi-mundanas_... Y es desde luego una parada de elegancias, una
exposición de trajes y joyas, en competencia; visión de sedas y
encajes sutiles, visión de flores y de sombreros, de sonrisas, de
gestos graciosos. Del lado de los hombres, el todo d'Hozier, la banca,
los negocios, los clubs. Entre las barbas blancas, la del duque de
Chartres y del rey Leopoldo, y las patillas que enmarcan la cara dura
del barón Alfonso de Rothschild. Luego el grupo de los comisarios,
dueños de caballos, corredores, etc., y la tribuna de _entraîneurs_ y
jockeys.

Los jugadores y curiosos pobres están más allá, bajo los árboles, a la
hora del salchichón al aire libre, y junto a la reja en el momento de
la corrida de las ligeras bestias.

Y cuando la carrera empieza es el enorme griterío, la expectación, la
impaciencia por saber cuál ha de ser el dichoso ganador; y los nombres
de los animales que corren en competencia se pronuncian entre el ruido,
mientras los caballos van por la pista como la bola en la ruleta. Así,
como el _entraîneur_ de M. Caillaut, propietario de _Chéri_, llegase
tarde cuando el Gran Prix se corría, no encontró lugar en la tribuna
en que le correspondía estar, y no supo la victoria de los caballos
de su amo sino por las exclamaciones que entre la tempestad de gritos
llegaban a sus oídos: se nombraba a _Saxon_, el ganador de Chantilly,
y al inglés _Lady Killer_, hasta que el hábil hombre de caballeriza
sintió un soplo de alegría al oir aclamar en último instante a _Tibère_
y a _Chéri_.

Desde el presidente de la República al último _camelot_, pasa en
triunfo el nombre del vencedor, los colores del patrón adquieren un
nuevo brillo y como que, al pasear al bruto triunfante, se dejase
ver, en cuatro patas flacas y con una cabeza soberbia, la imagen de
la vanidad, pasajera y momentánea. Pues el doble _event_ es cosa
rara, y _Saxon_, ganador en Chantilly, no tuvo el gran premio. Y ese
principado hípico tiene el fin de todos los principados humanos.
Arquías hacía ya lamentarse al corcel antiguo triunfador en la carrera;
«me he visto, dicen los versos de la Antología, coronado, en otra
época, en las orillas del Alfeo; gané dos veces el premio junto a la
fuente Castalia; y obtuve aclamaciones de la muchedumbre y aplausos,
en Nemea y en el Istmo; a la piedra de Nisipo pasaba como llevado por
el aire, ¡Oh desdoro! hoy doy vueltas a la piedra de un molino, en
ruin ocupación, y sufro el látigo». Los _Saxon_ y los _Chéri_ no irán,
gracias a los progresos de la industria, a hacer harina; pero no está
en lo imposible que sus gloriosas carnes sean mañana, cuando la vejez
llegue, consumidas en beefteaks de culinaria subrepticia, o claramente
ofrecidos a la hipofagia parisiense. No serán los primeros _outsiders_
víctimas del apetito.

Un bello espectáculo es sin duda alguna el desfile, cuando las horas
doradas de la tarde ponen en el Bosque su ambiente de amorosa alegría,
en esta estación que hace hervir las savias y precipitarse la sangre.
El presidente de la República se retira, y generalmente es aclamado
a su paso. Una interminable procesión de vehículos se extiende, en
un resonar sordo de cascos y un sacudimiento de sonorosos arneses.
Pasa el mundo oficial, el gran mundo, los batallones de clubmen. Las
hetairas no son las menos miradas como comprenderéis--, la Emilienne
d'Alençon en su cab inglés, la Otero en su equipaje superior al del
mismo millonario Chauchard, y todas las celebridades de la gracia en
venta y del amor profesional. Se disemina el inmenso río de carruajes
y automóviles y bicicletas. Quiénes van a los restaurants del Bosque,
quiénes a la ciudad. París murmura, se estremece, bañado de fuego
vespertino, y al entrar a la plaza de la Concordia, al ver el casco de
oro de los Inválidos, las lejanas agujas de Santa Clotilde y, en el
inmenso _forum_ que engrandece y alegra el espíritu al propio tiempo,
el obelisco sobre el fondo verde de las Tullerías; al respirar este
ambiente y sentir filtrarse en uno el alma del día, se experimenta un
singular placer. Se viene de coronar a un caballo; pero no importa.
Allá está enterrado Napoleón, aquí respiró Víctor Hugo; sentimos como
que vamos sobre el pecho del mundo.

Venimos de la coronación de un caballo; en Atenas también se hacía lo
mismo. Un caballo bueno vale más que un general malo. Y luego, «la más
noble conquista del hombre» siempre ha sido compañera de la gloria; no
se concibe a Alejandro sin Bucéfalo, al Cid sin Babieca; no puede haber
Santiago en pie, Quijote sin Rocinante ni poeta sin Pegaso. El caballo
es noble, es generoso, es bueno. Merece más que los elogios de M. de
Buffon.

       *       *       *       *       *

Lo lamentable es que en el sport moderno, lo repito, en las carreras,
no se tenga por mira el espectáculo estético, sino el lucro, el azar,
la ganancia. La gran _pelousse_ equivale a una mesa de billar, a una
carpeta de juego. La Gran Semana es la semana de la ostentación del
lujo por un lado y la apoteosis del juego por otro. Dicen que esto es
el 14 de Julio sportivo. Hay razón en decir eso. Mas no es envidiable
la celebración desde aquel punto de vista.

Mejorar la raza caballar es una gran cosa. Se ha llegado en
esto a resultados admirables. Mejorar las razas humanas sería
indiscutiblemente mejor. Mejorar los cuerpos, mejorar las almas. No la
persecución imposible de una humanidad perfecta, pues esto no está en
la misma naturaleza; pero sí un progreso relativo, seguir el camino
que muchos conductores de ideas han señalado y señalan para bien de
los pueblos. Es mucho el contraste entre la maravillosa exposición de
bienestar y de riqueza sobrante y desafiadora, y la enorme miseria que
se agita, y el enorme aplastamiento del obrero por la masa del capital.

La noche del Grand Prix he visto a la célebre Fagette, una mediocre
_divette_ que sale a las tablas con un «bolero» que cuesta millón y
medio. No es equivocación del corrector: _millón y medio_.

Luego, se asustan de Ravachol.

La mejor conquista del hombre tiene que ser, Dios lo quiera, el hombre
mismo.

[Ilustración]



[Ilustración]



VII


_Ludus._

O para decirlo en moderno, sport; o para decirlo en castizo, deporte.
Yo, por mi parte, nunca diré deporte; primero, porque así dicen los
puristas, y luego, porque esa palabra no quiere decir las fiestas de
agilidad y los concursos de fuerzas, que, en nuestros días, dominan el
aburrimiento de los desocupados del mundo.

_Ludus_ es en latín, y esto puede ya hacer que me perdonen ciertos
jueces que no me permito atender, sobre todo cuando voy a hablaros del
sport francés, asunto agradable.

Hay aquí desde hace tiempo un despertamiento de afición a las cosas
sportivas que tanto dan que hacer a los anglosajones, a punto que se
creería que ellos son los inventores. El ejercicio es humano; la fuerza
sorda es bárbara; la gracia en la fuerza es latina; la elegancia
es latina. Por eso se ha necesitado descender en el concepto de la
ornamentación personal hasta la chatura de nuestro tiempo, para que
Pool sea el árbitro de la sastrería masculina, y que la elegancia tenga
su papa en Londres. La elegancia es helénica y latina. Ella hace que
el gladiador busque un bello gesto para la muerte, y que al toro del
sacrificio se le pongan pámpanos y rosas en los cuernos. Ella hace que
los aspectos de los centauros y lapitas en el mármol de las metopas se
afirmen hermosos y decorosos.

No puede haber comparación, sino para mengua de lo moderno, en el
concepto de la hermosura, entre los juegos antiguos que celebraba
Píndaro y los de ahora, que cantan el _Auto-Vélo_ o el _París Sport_.
Pero aun así, los actuales ejercicios y divertimientos ofrecen cuadros
y escenas de innegable atractivo. El teufteur, el pneu y los diversos
matchs de velocidad o agilidad, que hoy están de moda, entrarían
difícilmente en la oda. El automóvil ha encontrado un robusto poeta en
prosa en Paul Adam, y algún pequeño poeta ha celebrado a las varias
bellezas que se visten de oso y se ponen caretas extraordinarias para
ir a gozar de las delicias del torbellino de polvo, sobre el demonio de
caucho y hierro, fulminador de pavos, patos, gallinas y perros, cuando
no del desventurado peatón.

Otra vez he hablado de las carreras de caballos. Hoy se interesa
el público por las carreras de automóviles. «¡El caballo se muere!
¡El caballo ha muerto!» gritan algunos. Pero el Grand Prix no deja
de ser la fiesta por excelencia, y Auteuil y Chantilly y demás
lugares de hipógrifos con pedigree, se siguen viendo tan concurridos
como siempre. Un periodista afirma que «un simple Rothschild puede
franquear en una armazón eléctrica, en diez y siete horas y media,
la distancia que separa Stuttgard de París; es decir, setecientos
fulgurantes kilómetros, y eso en el momento mismo en que la pobre
Kizil Kourgan--ilustre yegua--hija de Eolo, gana el antiguo premio
de los hipódromos _vieux jeu_, y da vueltas ante el presidente de la
República. ¿Qué decís, oh días del corcel caro a Píndaro, y qué vais
a hacer? Triste sport de tortugas, ¿qué nos quieres? El Grand Prix de
París me parece tan lejano en la historia como las lupercales en honor
del dios Pan. Epsom, Longchamps, Auteuil y Chantilly, otros tantos
nombres que suenan a viejo régimen, viejos principios y _radotage_.
Yo estoy por los pneus, por los teuf-teufs, por los _autos_,--y los
express son nuestras diligencias.» A lo cual otro le contesta que el
automóvil no es para todo el mundo, pues hay que ser rico para pagarse
las delicias de los 100 por hora. No ha llegado tampoco el tiempo
en que el caballo sea únicamente un comestible en las carnicerías
hipofágicas. «Creemos, dice el bravo defensor del animal poético que
relincha en Job y galopa en Virgilio, creemos que los _autos_ no
reemplazarán jamás nuestra caballería armada, la cual, con las actuales
máquinas de guerra y con las que nos prepara el porvenir, se hacen más
y más indispensables. Esas solemnidades hípicas cuya ironía os parece
risible, son, pues, más útiles y de un orden más elevado que nunca,
y el día que anunciáis en que se abolirán las corridas de caballos,
mientras el caballo volverá a las pampas; el día, en fin, en que «los
coraceros cargarán en triciclos a petróleo»--no es broma, eso está en
el artículo--ese día encontrará mejor su lugar en carnaval que aquel
predicho por vos, en que «el caballo gordo, despacio, coronado de
pámpano, mitológico y comestible», desfilará por el bulevar. El mismo
Paul Adam ha preconizado la potencia destructora de los automóviles de
guerra, y lo que se creía una imaginación suya se ha visto confirmado
por la opinión de revistas técnicas y algún ensayo práctico en el
ejército inglés. Pero nada le quitará al caballo su triunfo estatuario
y su belleza lírica. No hay que olvidar que Pegaso es caballo.

       *       *       *       *       *

El ping-pong revoluciona las horas del salón, sin el encanto del
aire libre del lawn-tennis. Pero vino de Inglaterra y vence. La
pesca tiene sus aficionados, los de la paciencia inaudita con caña,
y los de la red, a _l'épervier_ en los ríos cercanos, sobre todo en
el amable Marne; o en el mismo Sena, o en Lagny, Andresy, Chelles o
Poissy. El caballo de silla tiene sus campeones y amadores, como ese
pobre millonario, el joven Sterne, sobrino del pintor Carolus Durad,
que acaba de matarse en un steeple. Hace poco se han efectuado los
steeples militares en Verie-Saumur, donde hará un año se ejercitaba
con lucimiento algún jinete argentino. Los concursos hípicos se
verifican en Vichy, Limoges, Roubaix, Brest, Rouen, Nancy, Poitiers,
Bologne-sur-Mer y Spa. Por lo general, son pruebas de obstáculos,
saltos de fosos, de barreras y de ríos. Son famosos los Habits-Rouges
de París. Y hay luego los tiradores de armas, desde los de la esgrima
de sala hasta los aficionados al cañón, que van a probarse en
Fontainebleau.

El jockey es un personaje; el pelotari aún figura; el maestro de billar
se hace nombrar; los _entraîneurs_ tienen como los Watson, de las
caballerizas Rotschild, sueldos de embajadores. Y aquellos hombrecitos
que corren los caballos, monos de seda, ligeros y osados, con los
colores tales o cuales, logran conquistas amorosas que tan solamente
tuvieron un tiempo los tenores, y que hoy pudieran apenas disputarles
los toreros. Dígalo ese muchacho yanqui, de diez y ocho años, Rieff...

Los concursos ciclistas van uno tras otro, en donde se ponen en liza
Meyers, Grogna, Ellegaard y cien más, cuando no negro prodigio, como
Major Taylor.

Los más a la antigua son los atletas. Desde la resurrección de los
famosos juegos olímpicos, hay todos los años campeones que, como
en la vieja Grecia, se disputan el lauro de la carrera, del disco,
del salto. Los triunfadores, en imagen, son popularizados por la
fotografía, como antes el bronce o el mármol en Pitia u Olimpia honraba
a los corredores, gimnastas o pancraciastas. En los vasos de Volci o
en la estatua de Mirón se admiran los antiguos cuerpos amacizados de
ejercicio y en posturas nobles y gallardas, que, por más que hagan, no
pueden igualar los gimnastas, luchadores y discóbolos de ahora. Antes
que el maravilloso estadio que inmortalizan las helénicas antologías,
lo que evocan, vencedores y todo, es la feria, el tablado de Neuilly,
las barracas anuales de los bulevares exteriores.

Otros son los del remo, como los que tuvieron también su celebración
de campeonato el día mismo en que se concluía la carrera automovílica
París-Viena y se verificaba la fiesta del Grand Prix de Paris Cycliste.
El Rowing Club proclamó a Roche y d'Helley campeones de Francia en
doble-scull; a Hiser campeón de los juniors en skiff, y a Prével
campeón de Francia en skiff. No hay la locura seria de los oxfordianos
y cambridgianos; los aficionados se ejercitan con pasión, pero no con
la decidida convicción patriótica que los colegas de ultra Mancha.

       *       *       *       *       *

¡Ah! y esa carrera París-Viena, ¡lo que ha dado que hablar! No hay
carrera de esas en que no haya su muerto, o cuando menos su herido.
Como los que tienen automóvil son gentes de fortuna, nobles o
burgueses, sucede que los anarquistas tienen en la máquina violenta
una colaboradora de más de la marca. Ya van varios millonarios muertos
por la pasión de la velocidad. Aquí sí que confunden precipitación
con velocidad; y así un Cahan d'Anvers fué lanzado por su _auto_ a la
otra vida; y Vanderbilt estuvo el otro día en gran peligro de perder
la suya; y muchos otros eminentes automovilistas, aun testas coronadas
como el rey de Italia, han pasado por ciertos peligros que el modesto y
elegante caballo, y aun mejor el vehículo de San Francisco, no ofrecen
a quienes se dedican a ellos.

No niego que hay su belleza en el automóvil, y que una vez puesto
uno en la silla, se va ensanchando Castilla delante del armatoste
formidable y no se acuerda uno más de los aplastados, desde el momento
en que se siente aplastador. La gloria de ir como en un vuelo fabuloso,
dominando el espacio en un monstruo casi mitológico o bíblico, puesto
que ha habido quien crea que Eliseo al dejar su manto lo hizo yéndose
en un automóvil _avant la lettre_; el placer físico de la ligereza,
de sentirse liviano como el aire mismo, son cosas innegables, pese a
los que, como yo, no pueden ver pasar una máquina de esas sin cierta
sublevación de ánimo. Pero, tal como se usa, es un placer inestético
y sucio. Inestético, porque jamás la mejor _dion_ o _mercedes_, o
_deschamps_, equivaldrá en gracia y elegancia a un soberbio carruaje
tirado por tronco más soberbio aún de brillantes caballos; y porque
para hacer esas vertiginosas caminatas hay que vestirse de máscara, con
inusitados balandranes o capas esquimalescas; y sucio, porque mientras
no se rieguen con petróleo todos los caminos del mundo, el que se
atreva a correr parejas con el huracán resultará lleno de polvo, negro
de tierra, incómodo y feo. Y luego, es un sport para privilegiados. La
más barata máquina cuesta cuatro mil, seis mil, y ocho mil francos. Las
hay de cincuenta mil, de cien mil, y no sé si de doscientos mil. Y no
todos somos el cha.

Todo sport tiene su encanto, su placer relativo; natación, caza, pesca,
remo, duelos a primera sangre, billar, turf, teuf-teuf y compañía El
placer está en no llegar a la exageración, en no romperse el alma por
hacer 101 kilómetros; el no ahogarse por querer pasar el Canal de la
Mancha; el no pescar una insolación antes que una trucha, caña en mano.
El ejercicio y la distracción hacen más amable la vida con tal de que
ésta no se exponga inútilmente.

Si el perilustre Mr. Vanderbilt, conocido del payo Roqué, me
dijese.--«Voy a regalar a usted un automóvil, y va usted a hacer 103
por hora», yo le contestaría:--«Muchas gracias, Mr. Vanderbilt, J'aime
mieux ma mie ô gue! J'aime mieux ma mie!»

[Ilustración]



[Ilustración]



VIII


La vuelta de Jules Bois de la India ha coincidido con un despertamiento
de curiosidad para los estudios psíquicos. _Le Journal_ y _Le Matin_
han publicado relaciones de milagros, reportajes de personas iniciadas
en los asuntos del _au-delà_; y han hablado sacerdotes, médicos,
magos, espiritistas y videntes. He creído oportuno, pues ocuparme en
este asunto; y me he dirigido a un amigo mío muy versado en lo que
pasa de tejas arriba, artista y teólogo, perteneciente a los círculos
swendemborguianos y espíritu convencido. He hablado ya de él en otra
ocasión: me refiero a G. Núñez.

Era una tarde opaca, como de comienzos otoñales; llegué a la casa de
mi amigo con objeto de saber su opinión a propósito de los milagros
de Lourdes. Le encontré en medio de su familia y en unión de su
inseparable Henri De Groux. Una gran Biblia estaba abierta en una mesa.
Mientras el crepúsculo penetraba por los vidrios de los balcones, una
de las hijas del artista despertaba suavemente en el piano, música
vaga, triste, como adecuada al momento.

Debo advertir que creo en absoluto en la sinceridad de mi amigo. A
pesar de que muchas veces he oído de sus labios narraciones, sucedidos
y hechos personales que parecerían increíbles, no me han sorprendido
tanto, después de haberme dedicado, en otros tiempos, a lecturas
teosóficas y ocultistas. Las historias y experimentos de Núñez, no me
parece que sobrepasen a lo que todos conocemos en William Crookes, H.
P. Blavatsky, Richet, Lombroso y tantos otros. Núñez es un oculista
cristiano; y, repito, es un hombre sincero. Es este el principal valor
de su opinión.

Sentadas mis proposiciones y hechas mis preguntas, quedóse mi amigo
meditando. Luego, comenzó a hablar:

       *       *       *       *       *

--No pueden, me dijo, negarse los hechos. El mismo canónigo Brettes,
dice que esas maravillas están anunciando en renacimiento de fe.

Animado por la lectura de esas polémicas y opiniones, había creído
oportuno publicar algo de lo que yo creo comprender sobre los
innegables milagros que se han producido y se siguen produciendo en
Lourdes. Es muy cierto que la humanidad está esperando hoy un nuevo
_fiat lux_.

Es muy cierto que aguardamos ese _fiat lux_, que venga a restablecer el
orden moral que todos ansiamos.

Nos encontramos en plena era de lo metafísico.

Tenemos, por lo tanto, que hablar de todos los asuntos metafísicamente.
Lo que es del «espíritu», «espíritu es», como dice el Evangelio, y
lo que es de la «carne», «carne es». Tenemos, pues, que estudiar los
milagros de Lourdes, desde el punto de vista espiritual, pues son un
efecto material que nos admira, y para comprender su significación hay
que estudiar sus causas.

Yo, como todos los que amamos la verdad, he estado durante años
esperando el santo advenimiento de esa fe tan deseada, y después
de muchos estudios he llegado a conseguir aquella voz del alma que
Dios concede a los que buscan sinceramente. Fundando mis razones en
esa verdad, en esa fe, voy a decir lo que sé sobre este singular y
discutible fenómeno de los milagros de Lourdes y a poner de acuerdo
a los que, como facciones opuestas todas ellas en guerra, buscan la
solución y no la encuentran.

Tenemos enfrente una dificultad parecida a la del huevo de Colón. Vamos
a verla. Vamos a romperla.

Según declaraciones personales del canónigo Brettes, el clero romano
no quiere imponer al mundo católico la creencia en los milagros de
Lourdes, y en sus palabras textuales califica de ignorante, de hombre
de mala fe y de otras cosas que se abstiene de escribir, a todo aquel
que se atreva a asegurar que el rebaño católico está obligado por
Roma a sostener como artículo de fe que los milagros de Lourdes son
auténtica obra del cielo.

M. Brettes sabe muy bien lo que está diciendo. Sus palabras son la
expresión de todo el clero romano.

Este sabio e inteligente prelado añade a renglón seguido que los
hombres pueden salvarse sin que sea para ello indispensable creer en
los milagros de Lourdes, pero que su salvación sería más segura y fácil
si creyeran. Por otra parte, monsieur Brettes cree firmemente en ellos
y declara haber presenciado diez y siete curaciones milagrosas que se
efectuaron entre cincuenta enfermos que él personalmente condujo en
peregrinación al santo lugar de las aguas encantadas.

El que sepa leer entre renglones observará que el clero romano no se
atreve a imponer la creencia en los milagros de Lourdes como dogma de
la religión romana, porque en presencia de los hechos imposibles de
negar, hay un vago presentimiento que les está diciendo que Lourdes
puede llegar a ser su propia ruina, pues si por un lado la evidencia
de los hechos los obliga a defender la existencia de los milagros, por
otra parte ve y palpa que dichos milagros no tienen carácter divino; y
si se niegan a reconocerlos como verdades del cielo, no por eso dejan
de preconizarlos, de predicarlos y de desplegar en su honor todo el
culto y respeto y pompa eclesiástica, con toda la grandeza y lujo que
son capaces de ostentar cuando lo crea necesario.

El clero romano está dando al mundo el ridículo espectáculo de un
pueblo arrodillado ante un rey que ellos mismos han reconocido, y que
no se atreven a coronar, porque le temen. Esa misma es la actitud de
M. Brettes. En su carácter de prelado romano no le es posible reconocer
a Lourdes como una verdad, pero en su opinión particular se postra ante
esa verdad que le es imposible negar.

Estas cosas tienen un sentido muy hondo, pues al mismo tiempo que
Roma desconfía de Lourdes, las medallas, las imágenes, las reliquias
y las aguas embotelladas como de Vichy o las de Huyady Janos circulan
por el mundo católico recomendadas por todos los clérigos, dando con
este proceder una prueba irrefutable de que sin querer dar la cara,
están ellos mismos persuadidos de una verdad que no comprenden y temen
reconocer abiertamente. Los milagros de Lourdes han puesto a Roma en un
triste predicamento.

La ausencia completa de grandeza y majestad que se observa en ellos,
los tiene perplejos, pues si es incontestable que hay curaciones
milagrosas (eso no lo puede negar nadie), esos milagros no llegan nunca
a la altura de dignidad y nobleza de los milagros que se relatan en
los Evangelios y en el Viejo Testamento. Son de carácter interior y
limitado. Imperfectos.

Monsieur Naudeau, hombre inteligente y sincero, presintiendo la verdad
simple y sencilla, pregunta al canónigo de Brettes por qué no se ve
nunca en Lourdes el renacimiento de un brazo o de una pierna amputada.

Si yo hubiera estado presente le hubiera preguntado a M. de Brettes por
qué no se ha visto nunca en Lourdes un muerto resucitado por las aguas
milagrosas.

Todo el clero romano, empezando por el papa y acabando por el
sacristán, se hubiera visto imposibilitado de dar una respuesta
satisfactoria.

¿Es que Dios le ha señalado un límite a la Reina de los Angeles, para
producir milagros?

¿Por qué no se ven en Lourdes otros milagros sino el de la curación de
enfermos?

Jesucristo resucitaba muertos, calmaba tempestades, convertía el agua
en vino, andaba sobre los mares, dividía cinco panes para que comieran
y se hartaran 5.000 personas.

¿Cómo es que a su Santísima Madre en Lourdes no le ha permitido curar
sino a un diez por ciento de miles de enfermos que imploran la salud?

El clero romano, que sabe estas cosas, no ha establecido a Lourdes
artículo de fe católica, porque no tiene mucha confianza en el
autor del milagro, y tiene razón; pues si esos milagros dimanaran
de la Divina Providencia, las virtudes de las aguas no estarían tan
circunscriptas como se ve que están.

Los milagros verdaderos que proceden de Dios, no están limitados en
manera alguna: son netos, redondos, francos, completos.

San Pedro y San Pablo resucitaron muertos, como consta en los Actos de
los Apóstoles.

Según la teneduría de libros de las oficinas de Lourdes, los enfermos
restablecidos en salud no han pasado nunca de un diez por ciento
(información que se le dió a M. Emile Zola), y, sin embargo, es sabido
que hay gente que ha hecho el viaje a Lourdes durante ocho y diez años
consecutivos sin lograr que el milagro los toque.

No puede darse mayor fe que la de esos desgraciados. Nunca logran su
curación, a pesar de su persistencia, y, sin embargo, Jesús ha dicho
que la fe transporta las montañas. Jesús no ha mentido, pero los
hombres trastornan su fe; ahí está la explicación.

¿Debemos creer, por los fiascos de Lourdes, que los poderes de Dios
sean limitados o encuentren en el mundo material obstáculos imprevistos
para realizarse?

No. Pero es lo cierto que nos encontramos en Lourdes con un dilema
colosal. Hélo aquí: O Dios se encuentra imposibilitado para curar a
todos los enfermos que van allí, o le ha puesto un freno al autor de
los milagros para que no traspase los límites determinados por su
infinita sabiduría.

El mismo M. de Brettes reconoce que hay en todo eso un designio
particular de Dios que nosotros los hombres ignoramos. Tiene razón.
Eso no puede negarse, como ha habido también un designio de Dios, y
esto tampoco puede negarse--en las apariciones de espíritus (que M. de
Brettes reconoce) y sus hechos ampliamente demostrados por los hombres
de ciencia que no son capaces de mentir, y entre los cuales se nombra a
M. Camille Flammarión, William Krookes, Zoelner y otros.

También ha habido designio particular de la Providencia cuando permitió
que el príncipe de Gales, hoy rey de Inglaterra, presenciara los
milagros portentosos hechos por los fakires indios, y que han sido
relatados en sus viajes para asombro de los que los leen. Ya se ve
por todo eso que Dios prepara un renacimiento de fe, como dice M. de
Brettes.

El clero romano sabe o debe saber estas cosas. El mismo canónigo dice
en su conferencia con Naudeau, que la aparición de los espíritus es
un hecho, y si él y el clero romano saben a qué atenerse con respecto
a los espíritus y a sus mentirosos milagros, habrán observado también
que todos ellos tienen un mismo carácter, que todos están limitados a
ciertos casos y a condiciones determinadas. Como pasa en Lourdes.

Los fines de la Providencia al permitir esos milagros, no son otros que
el restablecimiento de la fe contra la ciencia experimental, contra el
materialismo moderno y la filosofía positiva, que sin esos obstáculos
que se oponen a su progreso se despeñarían como un torrente maligno.
Dios ha querido desacreditar y destruir la ciencia de mala ley que se
esfuerza en atacar el principio espiritual de la naturaleza.

El triunfo no puede ser más completo, pues aunque el clero católico se
encuentre en un gran predicamento, la existencia de Dios y del mundo
espiritual está bien probada. La ciencia y el positivismo moderno han
sufrido y sufren un golpe mortal con los portentos de Lourdes. Lo
espiritual ha vencido a lo material.

Con la misma piedra, sin embargo, Dios ha matado dos pájaros: a la
ciencia materialista, y al catolicismo romano. Ambos van a morir en
Lourdes. Voy a explicar por qué y de qué manera los milagros de Lourdes
van a ser el Waterloo del clero romano.

Esta vieja y venerada institución no se atreve a declarar a Lourdes
como artículo de la fe romana, y al mismo tiempo se encuentra, hoy por
hoy, altamente comprometida a declararse abiertamente sin reticencias
ni hipocresías, puesto que atribuye los milagros a la influencia y
poderes de la Purísima Concepción; hemos de ver muy pronto que Roma en
su agonía reconoce oficialmente a Lourdes como milagro de la Virgen,
y cuando este reconocimiento tome la forma canónica y esté sancionado
por la infalibilidad, hemos de ver que las aguas pierden sus virtudes
y Roma se quedará abochornada, como sucedió con el cementerio de Saint
Medard, en el siglo antepasado. La ciencia positiva, por otra parte, no
tiene fuerzas en lo que ha dicho hasta hoy para negar a Dios y al alma,
pero les sobra con las que tiene para negar con éxito las supercherías
romanas.

Las razones que expone M. de Brettes para justificar el hecho de que
esos milagros se efectúen con preferencia en Francia, no están bien
explicadas en su conferencia con M. Naudeau. M. de Brettes no ha
querido confesar que la Francia es hoy el país más materialista de la
tierra. No sentaría bien en un clérigo romano semejante declaración,
puesto que Roma no desea hoy otra cosa que tener de su parte a _la
fille aînée de l'église_ a la primera de las naciones latinas, a la más
rica, y a la que podría poner a su disposición capitales, ejército,
escuadras y un millón de hombres, dado caso de que la Francia doblara
la rodilla a su santidad. Francia sería la más preciosa perla en la
tiara de los papas.

Dice M. de Brettes que la prueba de que Dios ha preferido a la Francia
para esas manifestaciones, es que hay enfermos que hacen el viaje a
Lourdes cinco y seis veces, y que su fe permanece. No me parece que
una cosa sea consecuencia de la otra; pero, en fin, que recuerde M. de
Brettes que la Francia es el país de los Enciclopedistas, de Voltaire,
de Diderot; que recuerde que en Francia fusilaron a un arzobispo en los
tiempos de la Comuna, y que recuerde por fin que en Francia casi no hay
sino materialistas y católicos fanáticos. Que recuerde que en Francia
están hoy expulsando las congregaciones, y que aunque esto no sea
completamente grave para Roma, prueba muy bien de una manera o de otra
que la Francia es un país con quien no pueden contar abiertamente.

Por otra parte, yo creo que si Dios permite esas maravillas en Francia
no es con el objeto de proteger a Roma, sino para extinguir la
incredulidad que reina en este importante país. M. de Brettes es un
clérigo muy discreto en lo que dice. Lo reconozco, y admiro su talento.

Ahora bien. «Un milagro, según la explicación que da el ilustre
canónigo, es un fenómeno que se produce fuera de las reglas ordinarias,
por la intervención directa de la Divinidad.» Eso podría negarse por
los textos sagrados; pero pasemos adelante. Continúa el canónigo
diciendo que las reglas ordinarias no son las reglas que rigen en el
mundo. Así es como la resurrección de un muerto (según el canónigo), es
menos grande que la creación de un ser humano, y la mies del campo que
se produce todos los años es un milagro mayor que el de la división de
los cinco panes entre 5.000 personas.

Yo, por mi parte, creo que son tan grandes el uno como el otro,
pero reconozco que M. de Brettes es un pensador y, por lo tanto, le
preguntaría lo siguiente:

¿Por qué Dios, en Lourdes, no puede resucitar a un muerto, siendo esto
más fácil que hacer nacer el número de niños que seguramente nace allí
diariamente?

¿Por qué Dios no puede curar más que un diez por ciento de los enfermos
que van a Lourdes, ni reconstituir piernas amputadas, ni repartir su
bien y su bondad con la misma abundancia con que Cristo dió de comer a
5.000 hombres, y con la seguridad y grandeza con que levantó a Lázaro,
ya podrido, de su sepulcro, y con la certeza que Dios da la mies al
campo?

No creo que esos milagros sean hechos por Dios, y si no lo son, son
obra _de su enemigo_.

_Son obra del Genio del Mal._ De la entidad Demonio.

Y si fuera Dios quien los hiciera, no resultaría un diez por ciento del
milagro, sino el milagro completo, pues según derrama Dios la luz del
sol sobre justos e injustos, y llueve sobre buenos y malos, como dice
Jesús, asimismo daría alivio y curación a todos los que se toman el
trabajo de ir a Lourdes para ser curados por la gracia Divina.

Sin embargo, Roma, que desconfía mucho del milagro de Lourdes, quiere
valerse de él para prolongar por más tiempo su dominio en el mundo.

El poder y el prestigio romanos están en las últimas, y Roma hace hoy
alianzas con todo lo que cree que puede salvarla. Esa es su política
presente.

Suponiendo que los milagros de Lourdes sean hechos por Dios con el
objeto de levantar la fe católica y proteger a Roma y sus clérigos,
éstos están dando ejemplo de una inconcebible ingratitud al Ser
Supremo, no reconociendo esos milagros como artículo de fe; y si
no, dan prueba de una gran apostasía entregándose hipócritamente a
la especulación con un hecho que no creen procedente de la Divina
Providencia.

Además de eso, debemos observar que esa celeste religión está
recibiendo desde hace tiempo los golpes más rudos que la política del
mundo puede darla. Por todas partes está perseguida. Ella cree que
tiene vida eterna, pero toma sus precauciones atesorando cuanto puede
por si vienen los malos días. Hoy no hay en ella sino especulación.
Amor al dinero.

Esa religión querida y protegida por Dios, perdió en 1870 el poder
temporal de los papas, milagro, en mi concepto, más grande que el
de Lourdes; perdió anteriormente a la Inglaterra y a los países
reformados; pierde su prestigio de día en día hasta el punto que la
misma España, la nación más católica del mundo, quiere expulsar a sus
religiosos; y sus congregaciones no saben dónde sentar el pie, pues
su decadencia es manifiesta y conocida de todos. Eso sí es obra de la
Divina Providencia.

¿No tiene Dios otro medio de salvarla que haciendo milagros con un diez
por ciento de verdad? Si Dios quisiera restablecer la Iglesia romana
en su anterior grandeza, otros medios tendría de hacerlo sin recurrir a
esas cosas.

Los designios de la Providencia son otros. Más bien parece que quiere
acabar con ella. En efecto, ¿Qué ha hecho el catolicismo romano en el
siglo XIX? ¿Qué le deben los hombres? La ruina de España. La ruina y
la anarquía de las repúblicas sudamericanas. La pobreza de Italia. La
decadencia actual de la Francia. Los países católicos están perdidos,
pobres, ignorantes, infelices, debiles, y Roma quiere continuar
dirigiendo el mundo habiendo sido un árbol que ha producido tan malos
frutos.

¿Y cree Roma que Dios no ve estas cosas?

¿Cree Roma que puede continuar la adoración de huesos muertos en
los tiempos presentes, y las simonías, y el comercio de almas, y la
serie de iniquidades espantosas que insultan a Dios, y que cometen
diariamente en el nombre de un Dios todo amor, que murió en una cruz
para salvarnos?

Si yo creyera en la transmisión hereditaria de las llaves de Pedro,
diría desde luego que de dos llaves entregadas a los pontífices
romanos, ellos no han sabido usar sino una, y ésta es la que ha abierto
las puertas del infierno y lo ha desencadenado como torrente espantoso
sobre el mundo, y entre los hombres. La otra llave no han sabido usarla
sino para abrirse ellos mismos las puertas de su propio cielo, que
consiste en el poderío, el lujo y los deleites.

--¿Sabe usted, le dije, que habla como un clarín del Juicio final? ¿Y
los milagros?

--Para comprender las cosas de procedencia espiritual hay que
estudiarlas espiritualmente.

El fenómeno de Lourdes es espiritual en el fondo. Busquemos, pues, su
explicación en el sentido espiritual que encierra, pues en el espíritu
es donde hay que buscar las causas, y las causas no pueden conocerse
estudiando los efectos; hay que proceder por el orden opuesto; buscar
la causa para conocer el efecto. El hecho material que presenciamos
en Lourdes, es un efecto, un hecho palpable, pero para encontrar su
significación hay que buscarla en las causas que lo producen, y éstas
las iremos esclareciendo poco a poco hasta que aclaremos bien lo que
tenemos delante.

Como Dios no es un ser sujeto a vanidades ni a caprichos, ni es lícito
suponer que haga lo que hace para ser mirado por los hombres, nos vemos
forzados a convenir que los milagros de Lourdes, así imperfectos como
son, han sido permitidos por Dios para que los hombres aprendamos con
ellos algo que nos interesa saber.

El estudio y la observación en los tiempos presentes en la historia
de la humanidad, nos están revelando que el mundo ha de cambiar de
un momento a otro; que está cambiando. El canónigo de Brettes ha
dicho, con mucha razón, que la crisis presente es demasiado fuerte.
Que estamos en una época de agonía, de angustia, y que el sér humano
implora la Verdad, cueste lo que cueste. Que es preciso que la Verdad
se presente, que aparezca. El sér humano la llama a gritos, la invoca,
la quiere. Una revolución moral está a la vista. Esas son sus palabras.

Todos los grandes pensadores están diciendo lo mismo. No hay quien no
lo observe, y, sin embargo, mentira parece, nadie quiere darse cuenta
de que estamos entrando en el gran día del Juicio final. Monsieur
Brettes lo presiente.

Nadie se da cuenta de esa Verdad. Todos creen que aquel gran día está a
una distancia inconmensurable de nosotros, sin advertir que lo tenemos
encima.

No me sería difícil explicar las razones en que reposa ese engaño,
pero, como quiera que sea, en ese gran día hay muchas cosas que
están condenadas a perecer, y una de ellas es la religión católica,
apostólica, romana.

El que quiera verlo claro, que lea los capítulos XVII y XVIII del
Apocalipsis y se convencerá de ello; verá a esta religión tratada como
una mujer vestida de oro y pedrería, con un cáliz en la mano lleno de
abominaciones y un nombre en la frente: _Misterium_, etcétera.

Roma está condenada a desaparecer, y lo prueba su decadencia y su
perdido prestigio.

Una nueva religión vendrá en que se adorará a Cristo en toda su gloria.

La gloria de Cristo va brillando más y más cada día, y el hombre
observador notará que hay una gran verdad que se abre paso en medio de
esta crisis, que aparece como envuelta en nubes, pero que cada día se
ve más clara.

Esa es la nueva religión. La verdad cristiana en toda su pureza.

--¿Y el Antecristo?... me atreví a preguntar.

--Aquí es donde vamos a encontrar la solución del misterio de Lourdes;
pero antes es necesario saber quién es el Antecristo.

El Antecristo no es un guerrero (como se ha dicho), que ha de venir del
Oriente con grandes ejércitos cual otro Atila, a destruir la religión
católica, apostólica, romana. Eso es un absurdo. No se necesita tanta
fuerza y aparato semejante para destruir una institución que ya a estas
horas está agonizando.

Cuando sepamos quién es el Antecristo, hemos de verlo cara a cara tal
cual es; pero antes de desenmascararlo es conveniente que oigamos
algunas palabras de los apóstoles, y especialmente de San Pablo, que lo
tiene bien apuntado con el dedo.

Oigamos a San Pablo, hablando del Juicio final:

                                   «No os engañe nadie en manera
                                   alguna; porque no vendrá aquel día
                                   sin que venga antes la Apostasía,
                                   y se manifieste el hombre de
                                   pecado, el hijo de perdición.

                                   El que se opone y se levanta sobre
                                   todo lo que se llama Dios o es
                                   adorado; tanto que, como Dios,
                                   se asienta en el templo de Dios,
                                   haciéndose parecer Dios, ¿No os
                                   acordáis que cuando estaba con
                                   vosotros, os decía esto?

                                   Y vosotros sabéis qué es lo que
                                   impide ahora para que a su tiempo
                                   se manifieste. Porque ya se
                                   obra el misterio de iniquidad:
                                   solamente que el que ahora impide,
                                   impedirá hasta que sea quitado del
                                   medio.

                                   Y entonces será manifestado aquel
                                   _inicuo_, al cual el Señor matará
                                   con el espíritu de su boca, y
                                   destruirá con la claridad de su
                                   venida.

                                   Aquél cuya venida será, según la
                                   operación de Satanás, _con toda
                                   potencia, y señales, y milagros
                                   mentirosos_.

                                   Y con todo engaño de iniquidad
                                   obrando en los que perecen.»

                                   (II de los Tesalonicenses. Cap.
                                   II, 3-10.)

El Antecristo es _La Muerte_.

La muerte es un ser invisible, un espíritu malvado que habita en el
mundo y que no desea ni hace otra cosa que trabajar por separarnos de
la tierra. En otra Epístola de San Pablo, hablando también del Juicio
final, dice lo siguiente:

                                   «El postrer enemigo que será
                                   destruído es la muerte.»

                                   (1a. de Corintios XV, 25.)

Ese hombre invisible es el _hombre de pecado_, _el hijo de perdición_
de que habla San Pablo.

Nosotros no hemos visto en la muerte sino el fenómeno natural con todos
sus horrores, pero no hemos visto la causa de ese fenómeno. Vamos a
verla.

Si los hombres no pecaran nunca, ese hombre invisible no podría entrar
en nosotros y habitar en nuestro cuerpo, pues el hombre no fué creado
por Dios para morir como se muere, sino para transformarse de otra
manera, y si fuéramos justos y no pecáramos nunca, seríamos al mismo
tiempo inteligentes, sobrios, precavidos, y ese _inicuo hijo de pecado
y perdición_ no encontraría ocasiones de sorprendernos con su cortejo
de enfermedades sucias y dolorosas y asquerosas que prepara con astucia
en nuestro cuerpo, destruyendo nuestro organismo y arrebatándonos
antes del tiempo en que nuestra transformación, semejante a la
crisálida que se transforma en mariposa, hubiera de efectuarse. La
muerte se desencadenó entre los hombres por medio de Caín, primer
homicida en el mundo (la de Corintios XV, 21).

Ese hombre invisible, con la astucia que lo caracteriza, se ceba
también en los animales, pero no con tanto celo como en los hombres, y
por eso las enfermedades son menos frecuentes en ellos. Sabido es que
los espíritus entran en los animales como entraron en los puercos que
Jesús expulsó del loco de los sepulcros. (Marcos V, 13.)

La muerte tiene dominada a la humanidad por el _miedo_, _el espanto_,
_el terror_.

La muerte vino al mundo por Caín.

El que quiera abrir una Biblia, encontrará un pequeño diálogo entre
Caín y el Eterno, que ya sabía que Caín había de asesinar a Abel.

El Eterno le dice lo siguiente:

Si hicieres bien, ¿no serás aceptado? Mas si no hicieres bien, el
pecado está a la puerta. _Y a ti estará sujeta su voluntad y tú serás
su señor._ (Génesis IV, 7.)

Quiere decir que el pecado está obligado a hacer la voluntad del _genio
homicida_. El pecado, pues, abre las puertas a la muerte.

Caín fué el primer homicida que hubo entre los hombres, y su espíritu
ha dominado a la humanidad entera desde entonces acá.

Jesucristo vino al mundo precisamente para deshacer la obra de la
muerte. Él no padeció jamás enfermedad, porque nunca pecó, ni tampoco
murió de lo que llaman muerte natural, porque le mataron, y para
revelarle a los hombres _la gran mentira de la muerte_, resucitó con su
cuerpo y apareció varias veces después, delante de más de 500 personas,
según el Nuevo Testamento. (la. de Corintios XV, 6.)

Los cristianos de la iglesia primitiva sabían estas cosas (ya
olvidadas), y por eso vemos en los crucifijos el cráneo y los huesos
debajo de los pies de Jesús. Es una tradición que viene desde entonces.
El espíritu de la muerte puede entrar y salir en el cuerpo del pecador
si así le conviene. Su puerta es el pecado, como le dijo el Eterno a
Caín, y el pecado hace su voluntad.

Las enfermedades de los hombres son pecados funcionando en un organismo
humano. Es lo que querían decir los apóstoles cuando decían que «todo
_pecado engendra la muerte_.» La enfermedad es la materialización de un
pecado. Se abriga en la carne.

La lepra (enfermedad incurable hoy), la curaban los sacerdotes de Leví
con ritos y ceremonias religiosas que Jehova mismo reveló a Moisés.

Jesucristo les decía a los enfermos que curaba: «tus pecados te son
perdonados»; y otras veces: «vete y no peques más». La enfermedad es
efecto del pecado, que se anida en la carne y la destruye.

La muerte (el hombre invisible), se burla de los doctores y sus drogas.

Los milagros operados por reliquias, huesos de muertos, tierra de
sepulcros, aguas encantadas, etcétera, son milagros de _hombre
invisible_, de Caín, que como dice San Pablo, se sienta en el templo de
Dios, haciéndose parecer Dios.

Ahí lo tenemos en Lourdes, subido en los altares y realizando milagros
mentirosos.

Cuando ese hombre invisible, a quien la enfermedad obedece, no ha
llegado todavía a destruir alguno de los órganos indispensables de la
vida, la curación se opera con sólo retirarse del cuerpo enfermo, como
sucede con las enfermedades nerviosas, parálisis, reumatismo y todas
las enumeradas por M. Darieux en su entrevista con M. Naudeau. Pero
cuando se ha destruído uno de los órganos indispensables del organismo,
el hombre invisible no puede reconstruirlo, porque al infierno no le es
dado _crear_ sino _matar_.

Esa es la razón porque en Lourdes no se pueden ver muertos resucitados,
ni piernas reconstruidas, y que las famosas aguas no pueden curar sino
un diez por ciento de los enfermos.

Algunos de los que se curan tienen apariencia de muy enfermos, pero
no lo están en realidad. Si fuera posible hacerles una autopsia, se
encontrarían sus órganos enteros todavía, aunque enfermos muy graves en
apariencia.

Milagros semejantes a los de Lourdes se han visto y se ven en todas
partes del mundo, con todas las religiones; en el siglo pasado, cuando
la muerte del diácono jansenista François de París, se vieron las
mismas maravillas en el cementerio de Saint-Médard, hasta el punto que
se tuvo que cerrar por orden del rey. Las curaciones eran idénticas.

La ciencia moderna ha dado un paso muy importante, descubriendo que
las enfermedades son ejércitos de animales microscópicos destruyendo
un organismo humano. Muy bien. Ya se empieza a ver que en la muerte
hay un principio de vida. Lo único que falta es descubrir al capitán
de esos minúsculos ejércitos. Ese es el hombre invisible, el genio de
destrucción que está en nosotros y que en todas partes se ha sentado en
los altares haciéndose pasar por Dios. En el antiguo Egipto, bajo la
forma descarnada de Isis; en la Caldea, como un pez enorme; entre los
negros de Africa, como un cocodrilo; en China, como un dragón, etc.,
etc.

Los hombres de todos los países y en todos tiempos, aterrados por el
espectáculo de la muerte con su espantoso estado mayor de enfermedades
y terriblezas, le atribuyó a la muerte poderes divinos y suprema
omnipotencia.

No pudiendo imaginarse a ese Dios sino bajo aspecto horroroso, creyeron
ver su símbolo en animales espantosos, como cocodrilos, serpientes y
otras fieras asquerosas que realizaban en ellos la idea de la potencia
destructora. De aquí viene el origen de aquellas idolatrías que tan
salvajes nos parecen hoy. Pero no nos hagamos ilusiones; nosotros
mismos, los civilizados del siglo XX, somos víctimas de los mismos
errores, pues si es cierto que no adoramos serpientes ni dragones,
veneramos como dioses encarnados a aquellos de nuestros semejantes
que mejor han sabido matar hombres en grandes cantidades. La muerte
nos engaña de mil maneras para echarnos fuera del mundo. Hoy se ven
naciones que se despueblan por los vicios y la corrupción. Esa es
su obra. Por último, los milagros de Lourdes son milagros del inicuo
invisible, traídos por el infierno y permitidos por Dios para que
sepamos que hay un más allá que no vemos con los ojos, pero desde donde
se dirige la máquina del mundo.»

Me despedí, no sin cierta inquietud.

Era ya la noche.

Un tranvía eléctrico pasó ante mi vista. Subí y partí.

[Ilustración]



[Ilustración: LIBRO SEGUNDO]



[Ilustración]



I


Tres horas de mar y héme aquí en Londres. La inmensa ciudad está
lluviosa, lodosa, y una tempestad ha hecho chasquear sobre ella rayo
tras rayo. De Victoria Station al hotel me lleva el _cab_ y al _cab_
lo lleva empujando el viento. Al paso desfilan las casas obscuras
rayadas de lluvia. Lluvia que ya arrecia, ya persiste cernida, y que
me ha de aguar la visita por varios días. Mas como no tengo tiempo
que perder, encontrado un amable amigo que me espera, nos lanzamos a
la calle. Enorme, bulle el profuso amontonamiento de hombres, cinco
millones casi, en su fabuloso inmóvil océano de sombrías construcciones
partido por el glauco Támesis sobre el que flotan brumas y pesadillas.
¡Capital potente y misteriosa! Cuantas veces la visitéis, siempre
os dominará bajo el influjo de su severa fuerza. (¿En dónde estás,
dulce sonrisa femenina de París?) Viril orgullo en las cosas mismas,
aspecto de humana dignidad en las manifestaciones monumentales, serena
majestad en la naturaleza. Es explicable en estas gentes confiadas en
sí mismas, el ímpetu a la dominación, la necesidad leonina; porque no
es el leopardo, sino el león del escudo el que, sobre la isla, vuelve
la mirada a los cuatro puntos del horizonte.

Esta gente va, va. ¿Adónde va? Adelante, más adelante. Lo dicen en
sus divisas, en sus proloquios, cortos, porque no son verbosos como
nosotros los latinos, raza de retores. Y lo hacen. País de rapiña, se
dice; tanto peor para los que no puedan resistirle y caigan bajo su
zarpa... Esta gente va, va.

              Gallia causidicos docuit facunda britannos;

pero no son pródigos en sus palabras ni de gestos, como el vecino de
enfrente; van a lo que consideran indicado por su deber; su deber les
dice ser vigorosos, crecer, engrandecerse más y más; y es el caso
que desde ese navío anclado se tiene en jaque al mundo. Sin entrar
a las pedagogías de M. Demolins, no es difícil explicarse que ese
vigor colectivo viene del ejercicio de la energía individual. Ser
hombres; ese es el oficio de los ingleses. _This was a man_ es elogio
shakespeareano. En ninguna parte se amacizan por igual cuerpo y
espíritu como en la Gran Bretaña. La conciencia propia y particular ha
creado la conciencia nacional y común. El orgullo norteamericano tiene
aquí su origen, y las recientes fanfarronadas del millonario Carnegie,
metido a periodista, debían haber comenzado por esa profesión. Pero
el yanqui, como buen advenedizo--advenedizo colosal, es cierto--,
es rastacuero y exhibicionista. El inglés es silencioso y guarda su
íntimo conocimiento y convencimiento. Su _respectability_ forma parte
de su coraza. La raíz celta y la raíz anglosajona nutrieron de savia
concentrada el tronco nativo; y desde la heptarquía hasta la dominación
danesa y la conquista normanda, se fué desarrollando el árbol de
Guillermo, que fué el árbol de Isabel, que fué el árbol de Victoria. No
sabemos que exista aún acero para hacer un hacha que pudiera cortarle.

El inglés, generalmente, es fuerte y grande, bien musculado, de
movimientos ágiles y seguros; pero no se crea que todo el mundo
es en Londres coloso. Fuera de los _policemen_ y de magníficos
ejemplares de la raza anglosajona que sobresalen, el tipo medio es de
un equilibrado desarrollo. Mas una cosa he de advertir: la inglesa
fea de las caricaturas y la elegancia que siguen los anglómanos del
extranjero, también un poco y hasta un mucho caricatural, son para
la exportación. Sí, he visto en mis viajes de Italia, de España, de
Francia, las caravanas de la agencia Cook, con muestras de la más
exquisita fealdad; pero en Londres no he dado un paso sin encontrarme
con deliciosas figuras de mujer; de un particular atractivo y dignas de
ser incontinenti madrigalizadas y amadas. En cuanto a la _fashión_, en
lo que he advertido, se sigue a la letra por los verdaderos _gentlemen_
el principio aristocrático de Brummel: La elegancia suprema consiste en
no hacerse notar.

El sentimiento de la dignidad personal y el respeto de sí mismo, son
innatos en todo inglés. Esto obliga a la reserva. Cada inglés es isla.
En su unidad y solidaridad moral, nada tiene el país soberbio que
envidiar al mundo. Es dueño de Shakespeare y del Océano. Impera el oro
en la tierra; los norteamericanos hablan de sus millonarios... Bastará
nombrar a este imperial Beit, jefe de la casa Vernher, Beit and Co.,
propietario de la mitad de las minas del Africa del Sur, y, sobre todo,
las de Kimberley...

Algunos agudos espíritus han creído ver en el coloso los síntomas de
una decadencia. Es el efecto de la residencia tenaz de las repúblicas
africanas. W. H. Darvey, en el _Mercure de France_, y Andrew Carnegie
en la _Nineteenth Century_, han presentado razones y datos que traerían
por consecuencia la disminución del antiguo poderío, la constancia
de un desmoronamiento en la base del secular edificio. La marina,
que antes se creía invencible, estaría hoy, según datos técnicos y
estadísticos, en condiciones que dejan mucho que desear; el comercio,
en merma; el poder militar, impotente para decidir de una vez la
cuestión boer. Durante las guerras de Napoleón, dice el almirante
Seymour, con un gran genio como Nelson a la cabeza de nuestra marina,
sabéis qué dificultades no tuvo para descubrir aun las idas y venidas
de sus enemigos; sabéis que, a despecho de su infatigable vigilancia,
Napoleón logró escaparse de Egipto después de la destrucción de su
marina en el combate del Nilo; recordáis las luchas desesperadas de
Nelson en el gobierno, a propósito de la falta de barcos y de hombres;
y todo eso con el mayor genio conocido para el mando. ¿Creeréis que
nuestra marina en esa época era igual y aun un poco superior a la del
resto de la Europa reunida? ¿Y a qué iguala nuestra marina actualmente?
¡Apenas a las Francia y Rusia combinadas! ¿Y dónde está el Nelson,
en estas condiciones mucho más difíciles? Es un estado de cosas que
debe hacer reflexionar. Y los calculadores, alarmados de la oposición,
claman a los imperialistas tenaces el peligro económico. El comienzo de
la época victoriana no fué copioso a este respecto. El tesoro inglés
padecía las consecuencias de las guerras que turbaron los albores de
la pasada centuria. Mientras en las altas regiones se verificaban los
apuros, descendían sobre el pueblo los aumentos de impuestos, que
eran recibidos con las protestas consiguientes. Así la situación al
advenimiento de la difunta reina. Por muchos esfuerzos logrados no se
mejoró ese difícil estado de cosas hasta el año 45, más o menos. Se
realizaron economías, y la deuda pública fué suavizada en los últimos
años.

Mucho tiempo--casi todo el reinado de Victoria,--la cordura vigiló la
hacienda, con escasos intervalos, hasta el año 97, en que empezaron
nuevos y extraordinarios gastos. Calculad con algunos datos sobre lo
que se ha aumentado nada más que en el ramo de guerra y marina. El año
de la coronación de la reina Victoria, 1837, los gastos de guerra y
marina eran algo más de 300.000.000 de francos. Cincuenta años después
han subido ya a 762.500.000 francos. Hay que advertir, naturalmente,
que las fuentes de entradas crecieron en igual relación o algo más.
Diez años después se ve aumentado el mismo presupuesto a más de mil
millones. Después, en este último tiempo, ha llegado a 1.575.000.000.

Así los impuestos se han multiplicado. Hace menos de diez años eran
de 1.875.000.000 de francos y este año han subido a 3.050.000.000.
Sin contar los gastos de guerra, esa suma apenas basta para llenar
el presupuesto ordinario del país. Los prudentes se miran con temor,
pensando en que las tendencias, tanto en el Parlamento como fuera de
él, van a mayores empresas. El imperialismo pide sangre y oro, ¡Pero
son tan fuertes estos hombres!

Entretanto, Chamberlain cuida sus orquídeas. Roberts es colocado en el
sentimiento popular entre Marlborough y Wellington, y al nuevo _Iron
Duque_ se le regala un buen por qué de libras esterlinas, juntando a
la gloria el sentido práctico. Declara Kitchener fuera de la ley a los
boers aún resistentes. El _hard man_ demuestra que es el _steel lord_ y
que merece serlo. Y el rey Eduardo, que parece decir como su antecesor
Enrique IV, en el drama tan bellamente vertido por Cané:

    I have long dream'd of such a kind of man
    So surfeit-swell'd, so old, and so profane;
    But being awake, loide despise my dream,

se prepara medioevalmente para su coronación del año entrante--lo
que no le impide seguir siendo rey de la moda y partidario del
automovilismo.

Encuentro por las calles de Londres soldados vestidos de kaki, con la
flamante medalla que acaba de colocarles en el pecho el rey Eduardo.
Parece que su majestad cuida de llevar bien la corona como el «ocho
reflejos». Así sea.

Interesante monarca el rey Eduardo. Se creía, antes de morir la reina
Victoria, que al pueblo británico no sería simpático el reinado del
célebre príncipe de Gales. Una vez éste en el trono--_When thou dost
oppear I am as I have been..._--se ha visto que todo ha continuado de
la misma manera. El rey, aclamado y querido, ha enterrado al ruidoso
calavera de antaño. Él ha entrado en su papel, y puede decirse que es
un digno soberano de su nación. Cada rey tiene el reino que merece.
Guillermo II es estudiante y vive casi siempre en ópera wagneriana;
Alfonsito XIII acaba de presentarse por primera vez en el coso
madrileño y ha sido aclamado por la tauromaquia nacional; Inglaterra,
«país tradicionalista y práctico en que la decoración de la vida social
yustapone armoniosamente vestigios de arte gótico a construcciones de
usina», está muy satisfecha con un rey que viste púrpura, armiño y
oro, se coloca en la cabeza la corona de los viejos monarcas, ante su
parlamento animado de fórmulas y ceremoniales, y luego, con un habano
en la boca, se va en su automóvil, en menos de una hora, de Londres
a Windsor; visita el yate que ha de disputar la copa a los yanquis,
o se interesa por sus caballos Diamond Jubilee, Ambusch o Persimmon.
Ese rey sportman es grato a su país de sportmen, es amable para los
ciudadanos que gustan del tiro al blanco en Bisley, del remo en
Henley, de las carreras en Ascot o en Epsom. El _corpore sano_ de los
universitarios, es una de las causas de la robustez, de la salud de la
nación. Como algunos de nuestros repúblicos americanos, como algunos
de nuestros directores de pueblos, el rey se interesa por las razas
caballares, gusta de los ejercicios físicos, pero sabe su Shakespeare
admirablemente, entiende de arte a maravilla, y puede consultar su
Homero en griego y su Horacio en latín, como os lo certificarán sus
compañeros de Oxford y de Cambridge.

No es Eduardo un príncipe guerrero. Llega ya tarde al trono y mal
sentarían aires marciales y feroces al _arbiter elegantiarum_ de los
reyes y al rey de los gentlemen. El gran país de presa es odiado en la
tierra toda; y ese odio se ha agriado más por los recientes sucesos
africanos; mas es casi cierto que si el rey de la Gran Bretaña se
presenta en esa misma Francia recelosa, será, como en Italia, acogido
con la misma simpatía que la poderosa anciana imperial que pasaba con
sus hindús y su burrito. La reina Alejandra, por su parte, es digna
del cariño de sus súbditos y del respeto de los extraños. ¿No es acaso
la princesita que cosía modestamente en compañía de su hermana, una
zarina futura, en días de escasa fortuna en Copenhague? ¿No es la culta
doctora en música de la Universidad de Irlanda? Y sobre todo, ¿no posee
un carácter sencillo y amable desde la altura en que acompaña a su
marido y no sabe adornar de suave majestad la gracia encantadora de su
belleza? En Sandringhan como en Marlborough Palace, ha sabido ser una
ejemplar señora, y en la corte de su suegra una ejemplar princesa.



[Ilustración]



II


Mientras Waldersee se ponía en camino de Pekín a Berlín, tuve ocasión
de ver en París y en Londres sendas pantomimas en sendos circos, en los
cuales se representaba la guerra de China. Había chinitas preciosas y
chinos muy ridículos y feos, y bizarros y bonitos oficiales de Europa
que les quitaban las muchachas a los chinos y _ainda mais_ les daban
palos; había batallas con música y fuegos vivos, en que los chinos
cobardes salían corriendo y los soldados de Francia cantaban la
Marsellesa y se tomaban un fuerte; soldados ingleses con la chaquetilla
roja; marinos rusos muy grandes; oficiales americanos con sombreros
de cowboy y enorme revólver; italianos coronados con colas de gallo,
y japoneses menudos que, ni carne ni pescado, hacen el caucásico sin
dejar de ser el mongólico. De todo ello resultaba que los celestes son
un pueblo bárbaro e infeliz al cual hay que descuartizar en provecho de
nuestro glorioso Occidente.

De esas farsas pintorescas, pirotécnicas y filosóficas me acordaba al
ir por Witechapel a ver la exposición china que se halla abierta en la
Art Gallery del barrio de _Jack the Ripper_. Fijaos bien, lectores;
es el barrio del destripador, el barrio terrible, y voy a él, no a la
taberna a ver a los asesinos, sino a una galería de arte, en donde se
exponen objetos raros, curiosos y preciosos que enseñan mucho de la
vida y del sentido artístico del imperio chino. Así, pues, el barrio
que os imagináis poblado de gentes dantescas y en donde, en efecto,
se encuentran como en otros puntos, por ciertas callejuelas, pobres
diablos y diablesas ebrios, posee lugares de estudio y de cultivo
espiritual y organiza exposiciones que no podemos tener nosotros.
¿Por qué? Porque aquí la iniciativa particular se emplea en obras que
aprovechan a la cultura común. Y esta exposición, por ejemplo, que se
sostiene con lo que los visitantes quieren dejar, unos pocos céntimos,
si gustáis, se realiza porque asociaciones religiosas o bancarias como
la British and Foreing Bible Society, la London Missionary Society,
la Hong-Kong and Shanghai Banking Corporation, y personas como lady
Hannen, lady Hart, sir Walter Hilier, sir William Des Voeux, sir
Claude Macdonald y otros, han enviado objetos y cuadros de que son
propietarios y que constituyen la exhibición. La entrada no cuesta
nada, y, como he dicho, el que quiere deja algo para los gastos de
sostenimiento. Allí se dan lecturas que explican el significado de
muchas cosas, y, ya sea con intención conquistadora, ya con deseo
de divulgar conocimientos, se hace ver lo que es esa inmensa nación
asiática que, o será comida o comerá, según lo han de ver los años.

El local de la exposición no es muy extenso, pero en él se contiene
notable cantidad de objetos y documentos del celeste imperio. Ya
estaréis pensando que algo de todo eso habrá sido comprado y mucho
perteneciente al botín de las tropas que demostraron en la tierra de
Lao-Tseu la dulzura de nuestra civilización. Desde luego, veo una
bandera imperial, de riquísima seda amarilla, con caracteres que
me hacen envidiar los conocimientos de madama Judith Gautier, o de
Alexandre Ular. Según los datos del catálogo, esta bella pieza fué
tomada en 1900 en los fuertes de Shan Hai-Kuan, por sir Walter Hillier
y 18 soldados, aunque los chinos que los ocupaban eran 5.000.

Paso ante maniquíes vestidos de truculentos guerreros, ante la Puerta
de los Espíritus, y cuadros y fotografías que representan escenas de la
vida china, y un gran mapa de Asia, en el cual está bien señalada la
región celeste, como un plato que habrá que dividir, tocando la mejor
parte, a no dudarlo, a estos terribles importadores de misioneros y de
opio... Hay rollos decorativos con representaciones religiosas y un
par de «paraguas de diez mil nombres», paraguas de honor. Esto merece
su explicación. Cuando en China se quiere honrar notablemente a una
persona, se le regala un gran paraguas de seda, en el cual van bordados
o escritos los nombres de los donantes. Cuando muere el personaje
a quien se ha regalado tan extraño presente, éste se lleva en el
entierro. ¡El paraguas de honor! Cedo el dato gustosamente al lápiz de
Mayol. Veo un dormitorio, en el cual una cama construída y ataraceada
en Ningpo. Es una cama de lujo con cobertores de finas telas, y que me
enseña cómo los ricos chinos no usan colchones, sino mullidas colchas.
De todos modos, no debe ser muy cómodo dormir en cama semejante. Una
mesita hay cerca, para jugar al ajedrez, y dos sillas, todo incrustado
con habilidad y gusto completamente orientales.

Hay muestras interesantes del arte pictórico chino; sus faltas
de perspectiva, la manera singular de ver los objetos, en planos
contradictorios, choca desde luego; pero no hay que olvidar, que como
dice una conocedora, Mrs. Little, «antes de que Giotto naciera, los
chinos pintaban la figura humana como no pueden hoy hacerlo». Y cuenta
esta misma señora que en la ciudad de Chung-King, ha conocido un
pintor de flores maravilloso, que vende sus pinturas... por centímetro
cuadrado, por decirlo así.

Las lacas son variadas y valiosas, y hay ejemplares de la rara laca
roja de Soa-Chow, cuyo secreto de fabricación se perdió cuando el
incendio de aquella ciudad, devastada en la rebelión Tai-Ping de hace
cincuenta años. Incomparable de riqueza los bordados que hay en ropas
femeninas,--muy parecidas por otra parte a las masculinas. Y los
rollos suceden a los rollos, y las banderas amarillas a las banderas
amarillas. Luego vienen fotografías de los templos, confucistas,
taoistas y budistas. A los taoistas se debe principalmente el extremo
culto a los antepasados, que los chinos tanto conservan y defienden. Ya
recordaréis la amenaza de las potencias, en tiempo de la última guerra,
de hacer desenterrar los huesos de las antiguas tumbas imperiales.

Veo fotografías de bonzos y objetos pertenecientes al culto, y
reproducciones de ídolos e ídolos legítimos. Allí está el dios del
Fuego, el dios del Mundo Inferior, el dios de la Música y el feo dios
de la Guerra. Sabido es que los chinos miran con gran desdén la carrera
de las armas, así como reverencian altamente la de las letras. Quiera
Dios que continúen con tales ideas, pues ya os imaginaréis qué pasaría
con el inmenso pueblo bien armado, jingoísta e imperialista, y con
muchos Rud-Yard-Ki-Pling, cantando la conquista y el exterminio de los
bárbaros de Occidente.

Buda, en bronce y madera, entrecruza sus piernas como un sastre y
expresa el éxtasis; la virgen Kwan-Yin está, madona amarilla, cercada
de raros candeleros y aun más raros incensarios. Junto a un vaso de
bronce _cloisonné_, vése una antigua pintura que representa a Buda
y que proviene de un convento de lamas tibetanos. Figuras mil en
papel de arroz; y vestidos de la clase pobre; pinturas al óleo hechas
hace más de cincuenta años--, los japoneses han creído innovar al
presentar las suyas en la pasada exposición. Luego, maniquíes de cera
vestidos de seda, figurando actores y juglares; y modelos de juncos
con sus velas cuadradas. Es de notarse la colección de acuarelas de
asuntos chinos, paisajes, vistas urbanas, edificios que presenta
miss Gordon-Cumming. Maravillas de habilidad se confunden, hechas de
plato o marfil, cucharas, pimenteros, junquitos, cajas, pipas; y al
lado tejas amarillas de la tumba de los emperadores Ming; incensarios
de bronce labrados finamente, y que representan monstruos como el
Ki-lin. Un magnífico vaso de cristal de roca parece extraído de un
palacio miliunanochesco. De tiempos anteriores a Cristo son los vasos
sagrados que figuran cabezas de dragones y varios monstruos, y hay un
precioso vaso de sacrificio, de oro y plata, de la más extraña y bella
orfebrería. Y bronces, y más bronces, de pagodas, de palacios, de
monasterios. Es también de raro valor la colección de jades labrados.

No es muy curiosa la de monedas modernas, como el papel moneda antiguo.
Los chinos, como sabéis, lo usan desde hace muchos siglos. Marco Polo
comienza uno de los capítulos de sus viajes, al hablar de un lugar
que visitó: «Los habitantes de esta ciudad son idólatras y usan papel
moneda».

La parte relativa a la imprenta es de interés, sobre todo para un
hombre de letras. Hay muchos libros viejos impresos en planchas, y hay
impresiones modernas hechas con caracteres movibles. Llama la atención
el sello imperial, un sello enorme, con grandes caracteres, que deben
significar las virtudes y potencias del Hijo del Cielo. Y tres números
del decano de los diarios del universo: la _Gaceta de Pekín_. Al lado
vénse carteles, invitaciones en enormes tarjetas o en trozos de rica
seda, y un libro de caja de lo más extraño.

Hay instrumentos de música. Conocéis la anécdota del embajador chino,
que creyó lo mejor de la ópera el momento en que la orquesta templaba
sus violines. Y de mí diré que los músicos chinos que he oído en los
teatros celestes de la Habana y otros lugares, no me han entusiasmado.
Pero eso debe ser cuestión de costumbre y de iniciación... Porque si
no, no podría haberle pasado lo que le pasó a Confucio. Este filósofo
se conmovió una vez tanto con un trozo musical de su país, que no probó
un bocado de carne por tres días seguidos. Y eso que la escala china
se compone solamente de cinco notas; los instrumentos pueden ir en
tonos desacordes; sus melodías van siempre al unísono, y otras tantas
condiciones que a nuestros gustos no sientan bien. Aquí veo violines
bicordes; la especie de órgano llamado _cheng_, un laúd de diez
cuerdas; címbalos que acompañan en los templos las plegarias.

Y más perfiles y más jades, con decoraciones de leyenda y de pesadilla.
Aquí está en jade el Ki-lin, cuerpo de ciervo, cola de zorro y cabeza
de unicornio. Saludo la tumba de Confucio representada en miniatura,
y admiro al pasar las porcelanas, ya antiquísimas, ya de fabricación
no tan lejana en el tiempo. Se recuerdan versos de Gautier y de Hugo,
y al emperador Houng-Li, bajo cuyo poder se descubrió el arte de
esta exquisita alfarería, y al emperador Wac-Li, bajo cuyo poder se
escribieron unos versos que deben ser muy hermosos, y en los cuales se
nombra por primera vez la porcelana. Se miran piezas de todas formas
y de varios colores, sobre todo un vaso de la dinastía Ming, cuya
arquitectura y adornos son de la más exótica elegancia y gracia. Hay
representados varios caballeros y emblemas budistas como el parasol,
que significa el honor; dos peces, que significan la abundancia; el
loto, que está dedicado a Buda, y otras tantas cosas más. Y una tacita
preciosa, con los más brillantes colores; y varios pequeños vasos, con
mariposas, con pájaros, con flores, de la más delicada pasta y del más
admirable tono.

No acabaría en muchas páginas, si me detuviera a admirar tantas
cosas que revelan en aquellas almas extrañas una comprensión y una
observación de la vida y de la naturaleza, que no es propiamente
para tratarlas de salvajes e irles a incendiar sus palacios y casas
y a robarles sus tesoros y asesinarles sus niños. ¡Sus niños! He
visto retratos, fotografías encantadoras de chinos chicos y de
chinas adolescentes, bellas, bellísimas en su gracia singular de
seres como venidos de otro astro, de seres misteriosos que tienen
otras sensaciones y otro concepto de la vida que el que con nuestra
civilización nos hemos hecho nosotros.

Tés y plantas odoríferas, sedas, ceras, esmaltes, metales, ricos
trabajos por artistas de manos ágiles y como aéreas líneas que han
trazado esos dedos sutiles y visto ojos como de pájaros; arquitecturas
de cuento, paramentos de cuento, casas, cosas, ideas, manifestaciones
de gentes de fábula, almas antiguas como el mundo, ¿no es más bien
un lugar de paz y ensueño, esa China noble y poética que se ha ido a
despertar a cañonazos?



[Ilustración]



III


Partí rápido a Dunkerque. De Brujas, toda paz, toda quietud, espiritual
y natural, a Dunkerque, en donde se colgaban todos sus escabeles los
actores de la comedia patriótica, en una danza de naves, con música
de cañones y Mariana recibía con su más amable sonrisa y hacía su
mejor reverencia al dueño del Oso. Decir las durezas de mi viaje, las
apreturas en las estaciones de ferrocarril, la falta de correspondencia
de trenes, los roces horribles de las aglomeraciones, las difíciles
comidas en los restaurants, la cama por ochenta francos en cuartos
compartidos, lo fabuloso del tupe cocheril y otras cosas que deseo
echar en olvido, sería historia amarga y larga, sin contar con la
demanda de papeles por la policía a cada instante, y la imposibilidad
de poder acercarse a mirar la faz de los autócratas cuando éstos
pasaron por la ciudad de Jean Bart, veloces, como por un tubo de
acero, empujados por un soplo. ¿Un soplo de miedo?...

Miedo... Mientras Francia se ponía de gala para saludar al emperador
aliado; mientras se preparaba Compiègne, antiguo nido de águilas,
para recibir a la bicéfala de las Rusias; mientras Nicolás y su linda
mujer se alistaban con el mejor humor posible a escuchar marsellesas
y a entrar de fiesta en donde han de sonreir a _Liberté_, dar la mano
a _Egalité_ e ir del brazo de _Fraternité_; mientras se disponen las
trompetas de los saludos y los violines de los bailes, y todo el mundo
está muy contento, en espera de un regio y regalado divertimiento...
_quelqu'un, troubla la fête_, allá lejos, en los Estados Unidos,
_quelqu'un_ que quita la vida al jefe de la inmensa república
imperialista que estaba por tender un tentáculo a la América del Sur;
y _quelqu'un_ hijo de un país que se llama Polonia... Nicolás se puso
pálido; pues no es cómodo ya el oficio de Rey, habiéndose llegado a
fuerza de civilización a tener en perpetua realidad la prueba simbólica
de Dionisio de Siracusa.

Mas la cita estaba dada, y debía cumplirse con el pequeño prólogo
suavizado de Dantzig, suavizador para Guillermo, _amado primo_, que
busca a las claras el _flirt_.

Cuando llegué a Dunkerque, la ciudad hervía de gozo municipal y
forastero; mas en verdad, fuera de las manifestaciones de gremios
aislados y de la pompa y engalamiento oficiales, no encontré que
hubiese allí un foco de entusiasmo, una de esas fiebres que ponen a
los pueblos en delirio en ocasiones semejantes. No encontré, por
ejemplo, el estremecimiento ciudadano de París cuando la llegada de
Krüger, o cuando la primera venida de este mismo zar. Quizá serían las
precauciones, absolutamente rusas, tomadas para evitar un atentado,
las cuales llegaron a impedir casi por completo que los dunkerqueses
contemplasen la figura de las imperiales personas; o, quizá también,
una disminución del ardor con que se tomó al principio la alianza,
cuando no estaba tan menguante la inquina con el alemán; o quizá,
porque no deja de estar en buen sentido del _populo_ la filosofía que
oí hacer a un quidam, frente al arco de triunfo, elevado ante los
_bassins_ del puerto:--«¡Mirad!--decía, y en voz alta, de modo que no
sé cómo no fué arrestado--; ¡mirad! ¡tanta bandera y tanto _lampion_
por un hombre que viene a quitarnos dinero!»

La ciudad presentaba un aspecto florido, toda ceñida de estandartes,
pabellones, banderas y banderolas. La noche anterior a la llegada del
zar, las iluminaciones hacían de toda la población un inmenso ramo
de fuegos de colores; y, por el lado del mar improvisaban el día, un
día blanco y deslumbrante en el vago tapiz de la sombra, los focos y
reflectores de la escuadra. Imposibles los hoteles, los cafés rebosando
de gentes, las calles con arcos de linternas, estofas vistosas y bombas
japonesas; la catedral empavesada como una colosal nave; las músicas
resonando a lo lejos; los grupos circulando por todas partes; todo el
mundo en espera del acontecimiento del siguiente día, la entrevista,
más que la revista. Aunque no se ocultaba en las conversaciones el
despecho del pueblo: «¿Somos acaso unos parias para que se nos prohiba
que le miremos?» Mas este despecho se aminoraba por la causa: el
Gobierno quería prevenir cualquier atentado; nadie podría acercarse al
séquito; la línea misma del ferrocarril por donde habría de pasar el
tren, estaría como en Rusia, guardada por doble fila de soldados.

A las siete de la mañana del día 18, M. Emile Loubet se embarcaba en el
_Casini_, para ir al encuentro del _Standart_, yate imperial. Las olas
hacían bailar los barcos, y los cañones daban un continuo trueno. Nadie
más que las gentes oficiales pudo llegar al punto de desembarco. La
revista: vasta cuadrilla y tempestuoso cañoneo. El zar, por fin, llegó
a tierra, y con él la zarina: él de uniforme, ella de negro, dicen los
que los percibieron. Yo no vi con el anteojo, desde lejos, más que
muñequitos, al son de los clarines y de las bocas de fuego. Llegaba en
los aires el severo himno ruso y la siempre impetuosa Marsellesa; y
los aires deben haberse encontrado perplejos al presentarse cosas tan
contradictorias: «_¡Dios salve al zar!_»... _y_: «_¡contra nosotros se
ha levantado el estandarte sangriento de la tiranía!_»...

Loubet, cuya buena madre aldeana, quizá, daría en ese instante de comer
a sus gallinas en la casa de campo de Montelimar, iba del brazo de la
zarina Alix; Alix, la zarina de Rusia, que aparece allá, en la pompa
de su corte semiasiática, semejante a una emperatriz bizantina, ídolo
autocrático de un colosal imperio cuasi bárbaro. En la galería que une
el desembarcadero con la Cámara de Comercio, un grupo de pescadoras, de
ropas obscuras y blancas cofias, ofrece a Alix un pez de plata sobre
un cojín de seda. El séquito se detiene en la Cámara de Comercio. En
Dunkerque, el zar Nicolás, el Pacificador, es saludado por la Guerra y
hospedado por el Dinero. Y son luego los cortesanos, los protocolares,
las presentaciones y los _salamalecs_. Y el ágape, en que han de oirse
nuevas protestas de amistad y liga, y los brindis que llegan y repiten
en esa manera oficial, que cree decirlo todo y no dice nada, palabras
que parecen simpáticas y fraternas, pero de las cuales los siglos
sonríen.

Luego el tren partió con los porfirogénitos huéspedes, hacia Compiègne.
El recuerdo de Luis el Piadoso sería propicio al emperador, y el de
Juana de Arco a la emperatriz, y a ambos los de Napoleón y María Luisa,
en cuyas alcobas iban a dormir.

       *       *       *       *       *

Cuando el _maire_ de Compiègne ofreció a la emperatriz un ramo de
brezos, su flor preferida, M. José María de Heredia había ya lanzado
el suyo por las columnas de su diario. No era un soneto. Eran versos
serios, académicos y mediocres, como si hubiesen sido de encargo.
Versos a la emperatriz a la cual trataba de _vous_... _Car le poète
seul peut tutoyer les rois._ Rostand, por su parte, encargado oficial
esta vez, había escrito una oda, en la cual dice a su majestad cosas
como ésta:

    En revenant de Danemark,
    Vous avez, pour gagner ce parc
    Passé devant chez Jeanne D'Arc.

Ante los malos versos aristocráticos, prefiramos los buenos versos
anarquistas. En la presente ocasión, las musas de la Cúpula no han
ayudado al ilustre autor de los _Trofeos_, y el autor de _Cyrano_.

París no sabía si iría a recibir la visita de los soberanos amigos.
Tras el _bouquet_ de brezos y el cumplimiento, se durmió en el castillo
de Compiègne, donde debe vagar algunas noches una sombra cesárea que
extrañaría mucho ver al amo de los cosacos en íntima unión con la
República francesa. Se consolaría observando que el Bósforo no es ruso
todavía.

La revista de Dunkerque, como las grandes maniobras del Este, eran el
principal objeto de la venida de los autócratas; al día siguiente,
pues, el 19, se dirigieron al campo de operaciones. El zar montó a
caballo, galopó a su placer, se hizo explicar cañones, almorzó tarde y
precipitado, examinó el nuevo freno hidráulico en la artillería, meditó
ante el nuevo cañón de 75 milímetros, vió desfilar los batallones,
las corazas, los penachos, las espadas desnudas, las lanzas, los
uniformes vistosos, oro, hierro, acero, escarlata, oyó las bandas y el
ensordecedor trompeterío; bebió el vino del soldado bajo la tienda de
campaña, y sumó en su interior la fuerza de la aliada república con la
fuerza de sus dominios inmensos; y después de esto, recordando quizá
el pasado Congreso de la Haya celebrado junto a la gracia sonrosada y
joven de la última flor de la rama de Orange, habrá repetido el verso
del lírico italiano:

                   ¡Io vo gridando pace, pace, pace!

Y he pensado en que aquel pobre y grande Castelar, que vivió y murió
tachado de poeta, tuvo una palabra profética al escribir, a la orilla
de la muerte, esta sensación del porvenir: «El descontento del gobierno
italiano, producido recientemente a consecuencia de sus fracasos
diplomáticos en la cuestión de China; las dificultades suscitadas
entre Francia e Inglaterra por el Sudán y el Nilo; el aumento de la
escuadra inglesa, que ha necesitado una suspensión de la amortización
y un déficit de importancia; el cambio de América, que ha modificado
su temperamento industrial y trabajador para marchar a la guerra
y a la conquista; el reparto de la China, deseado por universales
ambiciones; los progresos del ferrocarril ruso en la Mongolia; los
conflictos del Transvaal entre la presidencia de Krüger y la dictadura
del desequilibrio del Napoleón del Cabo; las amenazas contra Portugal y
sus colonias; los temores y los espantos, tan fundados como legítimos,
de nuestra desgraciada España; la rivalidad de Turquía y de Grecia, de
Francia y de Prusia, de Rusia e Inglaterra; los motines de Austria; el
movimiento interior que reclama y pide una Alemania más considerable, y
numerosa que la Alemania actual; los gérmenes de desacuerdo entre las
primeras potencias por consecuencia de las extensiones territoriales
de sus colonias. Todas estas cosas dicen que después de la exposición
de 1900 no tendremos una hora de paz, y que los elementos de guerra
estarán diseminados y extendidos por todas partes.» Mas como el zar
Nicolás ha sido el coronado mensajero de pacificación universal, ante
el cual hombres como el bravo periodista Stead han creído ver un ser
casi elegido por la Providencia, pronuncia después de la revista frases
que no cuentan con la codicia de las naciones y con las trampas de los
políticos, esta gran manifestación de guerra, como la revista naval de
Dunkerque, serían, ¡oh, paradoja! el mejor sostén de la paz en el mundo.

Y tras la revista, el sacrocesáreo ortodoxo visita la basílica de
Reims, en que han sido consagrados los reyes de Francia; allí el
representante de la paz, esto es, de Cristo, le recibe en su pompa
ritual, rojo entre negras sotanas. Allí, bajo el rosetón que corona
la doble entrada, ante la estatua de la Virgen, entre las estatuas de
santos que decoran la vieja arquitectura, el cardenal arzobispo saluda
al jefe de la iglesia rusa, que penetra en la catedral católica. Y
la catedral dice en su inscripción de entrada: _Deo Optimo Maximo_.
Prudente sería su eminencia para no rozar la religión rusogreca ni
hablar con untuosa diplomacia pontificia, ya que de uniones se trata,
de la unión de las cristianas iglesias. En el _Diario de Pedro el
Grande_, al referirse a la visita que aquel duro emperador hiciera a
París en 1717, se lee: «El 3 de Junio su majestad se presentó en la
Academia, donde los doctores de la Sorbona trataron ante su majestad
de la unión en la fe, diciendo que sería fácil establecerla. A lo que
su majestad se dignó responderles que este asunto era grave y que era
imposible arreglarlo en un breve término; que por lo demás, su majestad
se ocupaba principalmente de asuntos militares. Pero que si lo deseaban
en realidad, no tenían más que escribir a los obispos rusos, pues
este era un asunto importante, que exigía una asamblea eclesiástica;
al mismo tiempo se dignó prometer a los doctores que si escribían a
los obispos rusos, ordenaría a éstos contestar según la autoridad
que Dios les había dado.» Como véis, aquel espeso autócrata tenía la
malicia fina. No se trató ahora en Reims con doctores de la Sorbona,
sino con un purpurado de la república, bajo el pontificado de León el
Diplomático.

Después fué el día de real holgorio en Compiègne: paseos en el parque
lleno de encantos, el bello parque poblado de arboledas magníficas,
de estatuas que saben secretos eclógicos y aguas tranquilas realzadas
de cisnes; y por la noche, en el teatro del mismo castillo, la fiesta
de gala, con declamación, danzas preciosas y divertimientos lindos y
delicados como conviene a los reyes. Y la emperatriz con su diadema
imperial, y el zar, pequeño y apretado en su uniforme y en su orgullo,
formando un contraste curioso con el bueno, honesto y sonriente
Loubet, la excelente presidenta y el coro de ministresas burguesas
que han tenido que estudiar con profesor de baile la reverencia, y
que lo que menos pudieran tener sería al taburete en la corte de
Francia, la almohada en la corte de España. Y Millerand por allí, al
antiguo atacador de este mismo zar; elementos que se rozan con el
socialismo, contemporizando con elementos autocráticos; la república
de los Derechos del Hombre, el país que se precia de ir adelante en
la historia con la bandera de la libertad, festejando al jefe de un
imperio en que reina el despotismo más absoluto, en donde Tolstöi bajo
Nicolás, sufre por sus ideas más que Soloviov bajo Alejandro; el
país que predica la soberanía de la prensa, unido al país en donde el
_caviar_ tradicional empuerca y mutila periódicos y libros; la tierra
en donde por todas partes se encuentran las letras L. E. F., hecha una
con la tierra en donde el Knut existe y la Siberia continúa siendo
lugar de deportación y de castigo, y en donde los estudiantes acaban de
ser apaleados y heridos y muertos. Es cosa verdaderamente singular. Los
versos de Rostand resuenan en el teatrito:

      En revenant de Danemark
    Vous avez, pour gagner ce parc
    Passé devant chez Jeanne D'Arc...

La tierra de Juana de Arco, con la tierra que se ha tragado a la
desventurada Polonia. El grande anciano de la lesnaia-Polonia lo acaba
de aclamar a los cuatro vientos de la justicia y de la verdad: la unión
entre Francia y Rusia es un enorme absurdo y una mentira colosal.

       *       *       *       *       *

Pedro el grande, que era inculto, hasta limpiarse los dedos en los
trajes de sus vecinas de mesa, vino aquí a observar civilización: la
observó, junto con la cara de la hábil viuda Scarrón. El abuelo del
actual zar, Alejandro I, vino también, pero con otro objeto, después
de Austerlitz, después de Friedland, después de Eylau y después de
la paz de Tilsit; vino en compañía de los Borbones, y entonces no se
le cantaron marsellesas. Alejandro II vino o estrechar amistades con
Napoleón III, lo que no obstó para que en el 70 la Francia estuviera
sola. Alejandro III no vino, pero dice que dijo estas palabras: «La
Francia debe ser grande, para que la Rusia se desarrolle. La Rusia debe
ser fuerte y armada hasta los dientes, para que la Francia viva en
paz». ¿No creeríais oir en el cuento de Perrault el toc, toc, toc, del
lobo en la puerta de la cabaña? Nicolás ha venido porque ama a Francia,
dicen unos; otros, porque quiera saber cómo está de armas el aliado;
otros, por un empréstito. Este joven zar aseguran que, siendo niño,
al ver un álbum con vistas de París, exclamó: «_¡oh comme je voudrais
la visiter!_» Quizá sea París su fascinación, y como el gran rey crea
que bien vale una misa. París le ha correspondido. Ni en sus Lividias,
Petersburgos y Vladivostocks; ni cuando siendo zarewich recorrió medio
mundo, encontró nunca acogida tan formidablemente satisfactoria cual
la que le brindó París en su primer viaje. Por todas partes va regando
frases que halagan el amor propio francés. Y cuando el metropolita de
San Petersburgo, Paladius, le casó con la princesa Alix, la mujer que
tomaba era, según se cuenta, una adoradora de Francia. Cuando la visita
a esta capital, Nuestra Señora de París recibió como correspondía a
los devotos de Nuestra Señora de Kazan. Hasta se ha encontrado una
descendencia francesa a Alix de Hesse. Una hija de Santa Isabel de
Hungría se casó en el siglo XIII con Enrique el Magnánimo, duque de
Brabante y príncipe de la casa de Lorena. Hijo de ellos fué Enrique
el Niño, quien abandonó el ducado y fué a Hungría, donde fundó una
rama nueva que fué después la casa de Hesse. La genealogía tiene más
utilidad y oportunidad de lo que aparenta. Es una dulce y bella mujer
la zarina de Rusia que está al lado de su esposo como un escudo de
marfil. Desgraciadamente, ¿no era hecha de marfil y rosas fragantes
y de espirituales perlas, aquella infeliz Elisabeth de Austria que
encontró en Ginebra, en su soledad errante, el puñal que va derecho y
no distingue?

¡Terrible vida la de un César como el zar eslavo! Aparte de las
víctimas que el anarquismo ha hecho y sigue haciendo por todos los
lugares de la tierra, tiene en su propio país la misteriosa sombra
del nihilismo, que duerme, pero no ha muerto; y el recuerdo de su
padre, el coloso Alejandro, despedazado por las bombas, debe venir a
cada instante a su mente, aun en los momentos del hogar y del amor.
Porque está visto que cuando llega la hora señalada por lo desconocido,
el príncipe de las Mil y una Noches, encerrado en su torre, muere
violentamente, y el monarca encuentra su asesino en su centinela o en
su ayuda de cámara. Parece que mientras mayor potencia opresora se
aglomerase arriba, por ley de presión, asciende la fuerza de abajo.

No vino esta vez a París el zar, claramente se mira, no porque no
tuviese deseos, o porque tan sólo hiciera su visita a la marina y
al ejército, como lo dió a entender en el brindis de Bhéteny el
presidente; no vino porque la policía rusa no lo quiso consentir de
ninguna manera, porque hay muchos rusos vigilados en París, y porque
de donde menos se pensara podía brotar la certera locura de cualquier
libertario.

Porque: es bella y triunfante una coronación cuasi divina bajo el
amparo del Santo Sínodo, en ceremoniales que recuerdan la prestigiosa
Bizancio que Jean Lombard ha evocado de tan magnífico modo; es bello y
grandioso el dominar el imperio más potente del globo, y ser aún, en el
siglo XX, las dos divinas mitades de que habla Hugo, papa y emperador;
son soberbias las excursiones a Livadia, y la mirada omnipotente
sobre el mar Negro, y la caza del oso con parientes de real sangre;
es dulce e imperial tener por esposa una animada y rubia figura de
icono, «ser que parece que anda en las nubes», ser nefelibato; tener
como guardias dorados gigantes, rudos y pomposos heiducos; comer a la
mesa más exquisita del mundo; poder lanzar hordas de cosacos como los
hunos de Atila, cabalgar con los húsares de Grodno o con los soldados
del Preobrajensky; poseer el Kremlin en Moscú, el Palacio de Invierno,
el Anichkoff y el Ermitaje en Petersburgo; y el Tsarkeio-Selo, y el
de Peterhof, Versalles ruso; ser saludado «padrecito» por el mujick,
cuando se va en el chato drosky o en la rápida troika; reunirse con
la familia de coronas y diademas en la mesa del «suegro de Europa»,
allá en Fredensborg; tener por antepasados a los majestuosos Romanoff,
autócratas de hierro; reposar en la Casa de Pesca en Finlandia, a la
orilla del río lleno de peces como de oro y plata; recibir de más de
120 millones de hombres, en lenguas distintas, el respeto y la casi
adoración como _Imperatorkij Goubernator_ y como cabeza de la iglesia;
y todo eso para estar en el continuo cuidado de un condenado a muerte
que no sabe si logrará el indulto... estas cosas son la sonrisa de la
Boca de Sombra.

En el 98, por orden del emperador Nicolás, decía el _Messager Oficiel_,
de Saint-Petersburgo, que «el mantenimiento de la paz general y una
reducción posible de los armamentos excesivos que pesan sobre todas las
naciones, se presentan en la situación actual del mundo entero, como
el ideal a que deberían tender los esfuerzos de todos los gobiernos.
Los deseos humanitarios y magnánimos de su majestad el emperador, mi
augusto amo, están allí enteramente dirigidos. En la convicción que
ese elevado fin responde a los intereses más esenciales y a los votos
legítimos de todas las potencias, el gobierno imperial cree que el
momento presente sería más favorable a la rebusca, en la vía de la
discusión internacional, de los medios más eficaces para asegurar
a todos los pueblos los beneficios de una paz real y durable, y a
poner ante todo un término al desarrollo progresivo de los armamentos
actuales. Penetrado de ese sentimiento, su majestad se ha dignado
ordenarme proponer a todos los gobiernos cuyos representantes están
acreditados cerca de la corte imperial, la reunión de una conferencia
que habría de ocuparse en ese grave problema.

»Esta conferencia sería, con la ayuda de Dios, de un feliz presagio
para el siglo que va a empezar; ella juntaría en su haz poderoso
los esfuerzos de todos los Estados que buscan sinceramente hacer
triunfar la gran concepción de la paz universal, sobre los elementos
de perturbación y de discordia. Ella cimentaría al propio tiempo sus
acuerdos por una consagración solidaria de los principios de equidad y
de derecho sobre los cuales reposan la seguridad de los Estados y el
bienestar de los pueblos.» De allí el Congreso de la Haya. ¿Qué salió
de esa conferencia en la capital de la fresca Guillermina? Inglaterra
saltó sobre el Africa del Sur; Alemania agarró más fuertemente la
Alsacia y la Lorena; Francia apuró sus fábricas del Creusot; la China
fué «castigada» por la pacífica y civilizadora Europa; y hoy Nicolás,
cuyo ferrocarril transiberiano conduce las más sanas intenciones, viene
en visita de paz, a admirar marinos y soldados, nuevos armamentos y
nuevas invenciones para matar mejor. Los perros de la destrucción y de
la muerte están mejor amaestrados que nunca: _Death and destruction
dog_... dice Shakespeare. El sueño de la paz universal queda reducido
a espuma en esa revista de Reims, tierra florida de dulce vino de
champaña. Allá en las largas estepas, en las chozas de los pobres,
la figura del zar es colocada al lado de la milagrosa panagia, y San
Félix Faure está a su lado. Rusia, Francia, Alemania, Inglaterra, los
amenazantes yanquis, el entero mundo civil está listo para la matanza y
para la rapiña. Los reyes, por más que busquen la paz, son siempre, en
la inmensa fauna humana, águilas, las águilas son pájaros de presa, son
carnívoras. Mas en lo hondo de la montaña misteriosa, en lo profundo de
los valles del porvenir, se oyen de cuando en cuando sones de cuernos,
ladridos, tropeles. Se mira en el Oriente como una alba terrible. Los
pueblos presienten algo: el presente está en cinta: y quién sabe si de
repente el hombre a tientas encontrará el camino que desde el principio
de los tiempos le tiene señalado la voluntad infinita, el Dios de todas
las razas y de todas las almas.

¡Entonces será tal vez el advenimiento de la Justicia y de la Paz!

[Ilustración]



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IV


Una noticia llega: el príncipe consorte de los Países Bajos, le ha
pegado a su mujer... Sensación. Indignación... Sonrisa... ¡Cómo! ¿Ese
muchachón teutón, educado a la prusiana, ha podido levantar la mano
contra una reinita que París ha visto, saludado y aplaudido, entre el
ruido y alegría de los bulevares?

...La reina habría dicho a su marido algunas palabras, en la mesa, que
provocaron después la cólera del Mecklemburgo... ¡Cómo! ¿Las majestades
y las altezas se tiran los platos y se tratan exactamente como el
vecino del entresuelo, o del primero, o del segundo?

La Prensa comenta el hecho, comenta y aumenta, e inventa... Los salones
de Europa tienen por muchos días un asombroso y pimentado tema que
gustar... Guillermina, que es, con Nicolás, la soberana de la paz...
¡Buena está la paz! Los caballeros franceses que quedan, censuran
ásperamente a ese caballero de ultra Rhin que olvida el precepto
oriental: ni con una rosa... Exigen al príncipe de Holanda que se esté
bien quieto, dentro de su queso.--Los detalles llegan. El príncipe es
un hombre poco galante, muy seco, muy militar, muy _soudard_. Desde los
primeros días del matrimonio, se le ha visto alejarse más y más de la
reina, demostrarle diferencia y desvío, él que no tiene más oficio que
ser el marido de su mujer... Los detalles aumentan. El príncipe debe
y bebe... Los acreedores pasan sus cuentas y la reina no quiere saber
nada de eso, de las cuentas enormes del príncipe Enrique... En cuanto
a su afición báquica, se complica de pasión cinegética y el príncipe
prefiere irse al campo, con sus amigos a permanecer junto a su esposa.
Además, se dice que el consorte no tiene simpatías por Holanda, y
los holandeses le pagan en la misma moneda... La reina se disgusta,
se enferma... Salen a su defensa oficiales de su real casa, que son
heridos en duelo por el marido espadachín. El castillo de Loo está en
conmoción.

Por otra parte, trae el telégrafo nuevas que desmienten todo eso... No,
no ha pasado nada en el castillo de Loo, y los _racontars_ no tienen
fundamento ninguno... El príncipe Enrique no debe nada a nadie y sus
relaciones con la reina están en perfecto estado. La corte está apenada
por todas esas invenciones, obra de malintencionados socialistas...
La indisposición de su graciosa majestad ha tenido otras causas que
las que las que se murmuran y van por las gacetas, por la _Gazzette
de Hollande_... La reinita del cuento azul, o de poemita en prosa de
Gaspard de la Nuit, la favorita de la paz, vive en paz con su marido,
quien no tiene inconveniente en apartarse de los negocios del Estado
por consagrarse por entero a las funciones para que ha sido elegido.
Cuando deja la grata compañía de Guillermina, es para dedicarse a la
agricultura... Hay en ello siempre el idilio.

       *       *       *       *       *

_¡Hélas!_ como se dice por aquí. ¡Y cuán cotidiana es la vida, según el
verso del admirable montevideano Jules Laforje, áun para los que viven
en palacios reales, y han nacido porfirogénitos! Verdad: no se necesita
de anarquistas amenazadores para que se tenga por poco envidiable, una
cantidad de derecho divino y una figuración en el almanaque de Gotha.

Hablaba el ministro argentino una vez, en Bruselas, con una de las
princesas, mujer cuerda y de inteligencia, y a propósito de algo,
concluyó una de sus frases: ...«para las que tienen la dicha, o la
desgracia, de ser princesa»... _Le malheur, monsieur le ministre, le
malheur!..._», contestó en seguida su alteza real. _Le malheur..._
Ciertamente, no es una historia de dichas la de las testas coronadas, y
circunscribiéndonos al caso de la reina de Holanda, el hogar y el trono
no pueden caber, sino con raras excepciones, en el mismo sitio... Las
Jantipas coronadas han sido muchas, y reyes que puedan señalarse como
modelos de virtud conyugal son tan escasos.... El prudente Ulises queda
para Homero con la reina Penélope, que sabía tejer, y la princesa
Nansicaa, que sabía lavar su ropa.

En nuestro tiempo, con dirigir la vista alrededor de Europa, hay para
estarse quieto, en la apacible medianía horaciana, en la descansada
vida de fray Luis o en la modesta burguesía que tiene su ideal supremo
en un automóvil.

Mirad allá en Rusia, en donde hoy, según se ve, reina la más envidiable
paz doméstica bajo las techumbres de los palacios imperiales, no puede
borrarse el no muy lejano recuerdo de un matrimonio como el del zar
Pedro III, el marido de la gran Catalina... Ser el marido de la gran
Catalina... ¡Morir como murió ese pobre zar Pedro...! No, en verdad, no
era ese un hogar modelo, ni de varios grandes duques, cuyas aventuras
y desventuras suenan por ahí. En Austria, la tragedia... Vagará
por mucho tiempo, en Mayerling, la sombra de aquel pobre príncipe
heredero, muerto de tan romántica muerte con la Vetsera... Para que
su buena esposa después se case con un elegido de su corazón; y luego
se hable del divorcio de la condesa de Lonyay... Agregad las varias
_méssalliances_ cuajadas de anécdotas, ya cómicas o dramáticas...

En Italia, todo muy bien... Solamente, un gran rey de grandes bigotes,
es apellidado el _Galantuomo_. Y luego, en el reinado siguiente, en la
paz de la corte, una bicicleta francesa va por allí, dando vueltas,
causando perturbaciones... en la familia.

En Alemania, perfectamente, en las altas regiones; pero escándalo
sonoro y granducal, en el país de Hesse y de Aquel...

En España como es de razón, por el sol y por la sangre. Hay libros,
memorias, cuentos, anécdotas, chascarrillos. Isabel II, Don Francisco
de Asís... Alfonso XII, el rey Barbián... La reina Mercedes que pasa
malos ratos, la reina Cristina, que quiere irse a casa de su familia...
el Papa que Interviene. Y los matrimonios que vienen. La infanta
Eulalia y su divorcio ruidoso... Un pueblo entero queriendo impedir que
se case una joven infanta con un joven Caserta... ¡Es delicioso el goce
del hogar, en el esplendor de la corte de España!

En Servia... Este era un rey que se llamaba Milano... Por España
anda la viuda, que fué tan hermosa, la reina Natalia... Se ha hecho
católica, reza mucho... El hijo se casó con una señora que es hoy la
reina Draga... Y en su palacio pasan cosas, cosas tan tristes... ¡Y tan
ridículas... Fué un matrimonio por amor, el del hijo del rey Milano y
de la reina Natalia!

En Rumania, la reina continúa haciendo literatura y la señorita
Vacaresco también, aquí en París... Esta pobre señorita Vacaresco, que
pensaba posibles los cuentos azules, que creía llegar a ser reina,
o cuando menos, esposa morganática, según se cuenta... Para venir a
parar aquí, soltera, siempre, haciendo versos, coronada poetisa por la
Academia francesa, y recitando en casa del ministro Haití...

En Portugal...

¿Los príncipes de antes eran más felices que los de ahora?... Hay quien
achaca la culpa de las desventuras de los actuales al periodismo,
al reporterismo. Antaño la maledicencia cortesana no transcendía
como hoy, a las hojas de los periódicos; los decires iban de boca en
boca, tan solamente circulaban en las cortes, en el plano superior...
Ahora, todo va a todos. Y las debilidades de los afortunados son el
regocijo de los de abajo... El pueblo siente un verdadero placer en
la demostración práctica de que todos los seres privilegiados que
tienen una corona o una autoridad, están sujetos a las mismas pequeñas
miserias que el más humilde de los hombres. Y como el periodismo
no deja noticia sin publicar y detalle sin aprovechar, las alcobas
imperiales y reales son exhibidas a la mirada de un público lleno de
odios y malignidades.

Volviendo, pues, al caso tan comentado de la reina de Holanda, hay que
convenir en que la posición del príncipe no es de las más envidiables.
Del rey de Dinamarca se ha dicho que es «el suegro de Europa». Es
una inestimable ventaja. En el príncipe Enrique de Mecklemburgo,
la situación es desventajosísima: la nación es su suegra. En todo
otro Estado, el papel de príncipe consorte habría sido lleno de
inconvenientes y de molestias; pero en Holanda, en donde la reina es el
ídolo del pueblo, en donde todo el mundo está con los ojos fijos para
velar por su completa tranquilidad y por su dicha, el puesto es de todo
punto incómodo. De aquí han venido los recientes ruidos, con base real
o ficticia, pero que tienen por un momento la atención y curiosidad de
Europa dirigidas al castillo de Loo.

La verdad, según personas bien informadas, es que el matrimonio es muy
dichoso, la reina y el rey se quieren mucho, y todo lo que se ha dicho
ha sido producto de muchas imaginaciones. La más enamorada pareja está
sujeta a pequeñas nubes estivales. Algún instante hay en que el mejor
amor interrumpe su constante faz por un ligero choque, que suele tener
siempre exquisitas consecuencias y aumentos de afecto, si es posible.
Uno de esos instantes ha sido sorprendido por alguien, que ha aumentado
el hecho, y la bola de nieve ha llegado al alud periodístico. La reina
Guillermina, por su belleza, por su juventud, por sus bellos gestos
como el de tender la mano al errante y lamentable viejo Krüger, por las
cualidades de su espíritu, de su carácter, de su corazón es adorada
de sus súbditos. Al príncipe le tienen en perpetua observación, como
a quien se ha confiado una joya incomparable o la existencia de un
hijo. Y los celos públicos son terribles. Por algo se ha silbado en
los music-halls holandeses el retrato del príncipe Enrique, después
de saludar con aclamaciones y aplausos el de la reina... El príncipe
hace lo que puede, para pasar inadvertido, para dejar que la reina sea
única y exclusivamente saludada, para apartar su persona de las miradas
del pueblo. Y cuando va con su graciosa mujer, ya en la Haya, o en
la linda población de Apeeldorn, en donde se ha elevado un monumento
conmemorativo de las regias nupcias, él hace como que no escucha, y
apenas si saluda, ante las manifestaciones de la muchedumbre. Sabe
bien que él es nadie--el esposo de su majestad;--y parte, desde que lo
puede, a la campaña, a interesarse por cuestiones agrícolas y a cazar.

Es muy conocido el cuento del rey que andaba en busca de la camisa del
hombre feliz, y que nunca la encontró, pues el hombre más feliz que
había en todos sus Estados no tenía camisa... No es muy probable que
esa prenda se encontrase hoy en ninguna de las cortes de Europa.

¡Quizá, como nos hace pensar cierta filosofía, la camisa del hombre
feliz existe, y es la que a uno le ponen cuando va a dormir el último
sueño...! Si se la ponen.

[Ilustración]



[Ilustración]



V


Los franceses suelen mirar con cierto menosprecio a los belgas.
Cuando digo los franceses, digo sobre todo los parisienses. Es una
injusticia, y Víctor Hugo no pensaba de la misma manera. Baudelaire fué
cruel, en «su corazón puesto al desnudo». Hugo vivió aquí desterrado,
Baudelaire también: Hugo por la política, Baudelaire, por la vida.
No sé si Baudelaire se arrepintió; pero los intelectuales belgas de
hoy han olvidado la amargura del hombre del estremecimiento nuevo.
Intelectuales y en su parte latina, Bélgica está unida a Francia y ha
dado a la literatura francesa contemporánea buena parte de sus mejores
espíritus. «_¡Eh, Eh! ¡Bruselles! Vous n'avez qu'a vous bien tenir
vous autres ici. ¡Bruxelles, oui, je n'en dis pas plus!_» Es Villiers
de l'Isle Adam el que habla y es Mallarmé el que lo cuenta. Aquí
vino Hugo, aquí sufrió Verlaine, aquí sufrió Baudelaire; y Mallarmé
aquí regó satisfecho en su campo propicio, mucho de la simiente de
sus sembrados mágicos. Los Verhaeren, los Maeterlinck, los Rodenbach,
como poco antes y ahora los Huysmans, acrecen la común heredad del
pensamiento de lengua francesa, siendo en Francia entre los nativos los
primeros. «Bruselas, se dice, es un París chico.» Mas si Bruselas imita
a París; Bélgica no sigue a Francia. Aparte está su gran movimiento
industrial; sus ciudades de trabajo, flamencas y walonas representan
las propias energías, conservadas de la activa vitalidad de antaño. Son
los hombres sanos y fuertes, pesadamente alegres, ruda flotación de
pueblo. La flamenca canta, por boca de uno de sus más bravos poetas:

    Mon homme est fort.
    Dans tout le port
    On sait les fardeaux qu'il souleve;
    Il a le coeur au bon endroit.
    Il marehe vite et marche droit...
    Son sang monte comme la sève...
    Je suis heureuse de mon sort.
        Mon homme est fort.

    Mon homme est fort.
    Le froid du nord
    Le soleil pas plus que la grêle
    N'usera son cuir de flamand:
    C'es en vain qu'en leur tournoiemet
    La neige et le vent pêle-mêle
    Le cernent. Intact il en sort
        Mon homme est fort.

Las mujeres también, fuerte son, hermosas de carnes, frescas de
colores; y el primer día, al llegar, pude contar: uno, dos, tres, diez,
muchas Rubens y Jordaens. Bruselas peripuesta a la moderna, tiene,
verdad, en pequeño, mucho del París bulevardero, con poco de aquella
sensualidad ambiente que lo cantaridiza todo. La ciudad trepida al paso
de los tranvías eléctricos; los carruajes circulan, y deja su mal olor
o bufa cuando menos lo pensáis, el odioso automóvil; y las bicicletas
pasan a cada instante por las avenidas y desfilan por el bosque de la
Cambre. Hay cafés con terrazas, en las vitrinas se ven retratos de
bellas parisienses, sobre todo el de la señorita Cleo de Merode; en
las librerías se venden con profusión libros de franceses; las damas
se visten con Doucet o Paquín, o cualquiera de esos señores; se lucha
por Wagner; Sarah y Coquelin vienen a trabajar en estos teatros; los
diarios tienen algunos redactores franceses. Me diréis que todo eso
pasa en Buenos Aires también. Perfectamente. No argumento, sino que
certifico.

Al que está acostumbrado al francés de París, el de aquí parece duro
y amarsellado. Otra cosa que extraña es el cambio de carácter en la
población. Tienen fama de insolentes los cocheros belgas. ¡Jamás
podrán igualar a los parisienses! El servilismo del _larbín_ no se
encuentra tampoco aquí. Aquí no os estrujan a genuflexiones y a _s.
v. p._ La obra social ha adelantado mucho. El obrero conserva aún el
orgullo de los gremios antiguos. En cuanto a la burguesía no hay que
olvidar que es en su fondo la misma que ennoblecieron los pintores de
siglos gloriosos. El mejor _maire_ tiene algo de vulgar; en el último
burgomaestre se cree hallar algo de dignidad atávica...

Una de las ocurrencias biliosas e injustas de Baudelaire fué ésta. «Los
belgas piensan en banda». El pensamiento belga está, por el contrario,
compuesto de individualidades. Bastaría con señalar actualmente a
Rodenbach, a Lemonnier, a Maeterlinck, a Felicien Rops, y a ese
potente Wiertz, cuyo atrevimiento y libertad anteceden a tentativas
revolucionarias artísticas que han triunfado en el mundo, y al cual
sería una injusticia no considerar como un precursor. Aquí laboran
silenciosos sabios y artistas, trabajadores de la transformación
social, aquí viven tranquilos; aquí he visto la persona venerable del
viejo Reclus pasar bajo la sombra fresca de la avenida Luisa, cuyos
árboles, ahora pálidos de otoño, son hospitalarios y acogen pensativos.

En el bosque de la Cambre, paisajes y lugares a que la naturaleza y el
hombre contribuyen, entretienen la mirada, brindan su regalo de salud y
de belleza. No os libraréis del restaurant a la moda en que se retienen
mesas y os asesinan alma y paciencia los violines de los tziganos, ni
tampoco de la amenaza vandálica del _chauffeur_. Mas hallaréis amables
umbrías, dulces rincones en que vagar y meditar, y en donde lo que
menos pensáis es en que aquí reina el rey Leopoldo, ese señor _bien_
que tiene una estancia negra que se llama el Congo.

_Kiekenfretter_ quiere decir en flamenco comepollos. Jordaens y sus
reyes glotones y obesos me han traído a hablaros del apetito brabanzón,
y en cadenas de ideas, de la comida bruselesa. Aquí se come mucho, y
juro que muy bien; así los refinados encuentran la _bonne chère_ que
sueñan, los cultivadores del estómago la sana y bondadosa cocina local,
cuyas carbonadas y gallinas asadas con compotas de fruta, llaman el
acompañamiento del lambic. Hallaréis buenos vinos; pero las cervezas
os brindan su reino; los reyes de Jordaens todos son parientes de
Gambrinus. Y comiendo bien y bebiendo bien, el pueblo es francamente
alegre---; lejos las pálidas faces de los ajenjistas de París, la
inmensa bruma verde que envuelve tantos espíritus en aquella alegría
nerviosa y torturada; aquí, por la tarde o al anochecer, he solido
encontrar grupos de muchachos y muchachas que van por las calles
cogidos de los brazos como en las rondas de las kermeses, y lanzando
sus cantos en coro, muchachos robustos, muchachas con carrillos como
manzanas, de estos mismos que en el florecimiento de su pubertad dejan
ver, bajo la corta falda, las más firmes y torneadas piernas.

Como en todas partes, gusto más de la parte vieja de la ciudad
que de la nueva. La ciudad, en sus signos monumentales, habla de
grandes cosas pasadas; y tan solamente en San Marcos de Venecia he
sentido el respetuoso placer de la contemplación, de la evocación de
siglos difuntos, que en la Grand Place, a la cual Hugo, con alguna
exageración, llamara la primera del mundo. Nada más hermoso que este
conjunto de nobles arquitecturas en que la Maison du Roy es cincelada
joya, las casas de las corporaciones, bellas páginas de piedra, y el
Hotel de Ville, osado y soberbio, la más admirable catedral cívica que
haya labrado la legendaria masonería gótica. La imaginativa de los
antiguos escultores se revela en simples detalles de una concepción
definitiva, que forman en el vasto libro arquitectónico, lecciones
estupendas en la interpretación de la faz humana y en el simbolismo
zoológico. Al entrar, nada más, podéis adivinar ciertas páginas de
Huysmans y ciertos gestos de Henri de Groux, en un simple murciélago
lapidario o un rostro humano decorativo.

Las casas históricas con su estilo, sus dorados, su aristocracia de
monumentos, parece que aguardan la presencia de cortejos reales o
procesiones de dignatarios. Y mientras miro y admiro, me solicita una
muchacha que vende flores, ofreciéndome pompísimas rosas, y pasa una
lechera flamenca con su carrito tirado por tres magníficos y pacientes
perros.

Un pensamiento que no dejará de despertarse en vuestra mente es el
del perdido poderío español... Aún vaga por aquí la sombra del «duque
de sangre», y las estatuas fraternales de los condes de Egmont y
de Hornes, en el square del Petit Sallón, fijan en bronce el duro
recuerdo. Se perdió Flandes; se perdió la América continental, se
perdió Cuba...; el general Weyler no tendrá a mal que se le compare con
don Fernando Alvarez de Toledo...

Santa Gudula es hermana de Notre-Dame de París, de la familia de tantas
otras iglesias venerables en que las dos torres góticas se alzan,
enormes centinelas del tabernáculo, trabajadas por la virtud de siglos
de fe; urnas vastas en que se guardaba la esperanza cristiana y cuyas
anchas ojivales puertas se abren hacia las bullentes ciudades, como con
sed de almas.

Tan descriptos están los monumentos, que no caben de ellos ya más que
las impresiones. Diríase que el _tourisme_ ha profanado todos los
santuarios de la tierra en que la religión y el arte conservan sus
reliquias y elevan sus plegarias. La agencia Cook borra todas las
huellas sagradas e interrumpe las meditaciones de los fervorosos que
aún quedan. Es un complemento del experimentalismo... Mientras admiro
en el severo templo los vitraux de Van Oreley y de Frans Florís, hay
unas cuantas personas que rezan en el más profundo y piadoso silencio;
mas de pronto una tropa (¿tropilla?) de viajeros con cornacq hace su
irrupción y se percibe que la gente que ora sufre con la entrada de
la caravana. La voz del guía pronuncia en inglés con mediano tono de
discurso: «Aquí tenéis el cenotafio de Juan II, duque de Brabante y de
Margarita de York, 1312 a 1318; y enfrente el del archiduque Ernesto,
gobernador general de los Países Bajos, etc...»

La vista del palacio de Justicia da idea de un aplastamiento; es un
edificio de Babilonia; lo rechoncho en lo enorme; la gran corona que
remata el monumento semeja la tapa de una colosal pieza de postre en
una mesa de Brobdignac. Polaert, el arquitecto, pensaba poner en lo
alto una pirámide hindú; sus planes no se pudieron llevar a la práctica
por imposibilidad material, y se construyó un domo con estatuas. Se
alaba mucho esta gigantesca ensalada de estilos: hay griego, egipcio,
asirio, romano, romántico, renacimiento. A mi entender, es una creación
semiyanqui que asombra por su tamaño, y que queda bien entre las cosas
_greatest in the world_.

Prefiero ir a admirar el Mercado, esa obra maestra de la ferreteria
moderna, que encontró un cantor magnífico y _férreo_ en Huysmans, y
en donde el metal domado une la solidez a la gracia y a la elegancia;
trabajo ciclópeo y artístico que no se cita ni se recomienda en las
guías.

¿Cómo no hablaros de la gloria municipal de Bruselas, el muñequito de
bronce que ha llegado a ser un símbolo, y que, en ejercicio de una
de las más prosaicas funciones fisiológicas, ha adquirido el cariño
popular, renombre y honores, todo como un hombre? Como habrá muchos de
mis lectores que no sepan lo que es el Manneken-Pis, trataré de decirlo
en pocas palabras. Cuéntase que un noble ciudadano de Bruselas tenía
un niño a quien quería entrañablemente, el cual niño desapareció un
día sin que su padre, que lo hizo buscar por todas partes, diese con
su paradero. Por fin, fué encontrado en la calle, y en una posición
difícil de explicar si se guardan las conveniencias. Hacía... lo que un
personaje de Rabelais para apagar incendios; no tanto como Sancho en
una de las más bravas aventuras de Don Quijote...; lo que se dice en
un usual latín después de _Domine labia_... Si con tantas indicaciones
hay quien no haya comprendido, que haga el viaje a la capital
brabanzona y vea lo que está haciendo Manneken-Pis.

En conmemoración del hallazgo, el padre del niño hizo elevar la
estatua, que se atribuye a Duquesnoy. Después, ésta tuvo tanta fama
como la de Pasquino en Roma. Fué robada dos veces y encontrada. Luis
XV le concedió la orden del Espíritu Santo; en ciertas épocas la
han vestido de guardia cívico; se la mezcla en política; una vieja
solterona la dejó mil francos de herencia, como a un simple gato o
perro, y la municipalidad paga a un _valet de chambre_, para que la
cuide, 200 francos anuales.

No es demasiado. En todas partes hay hombres que en la política,
las letras, las ciencias y demás disciplinas hacen cosas peores que
Manneken-Pis, y tienen buenas posiciones y ganan pingües rentas.

[Ilustración]



[Ilustración]



VI


La sola palabra Trianón evoca el espíritu y la vida de toda una
época. Se acerca, en el tiempo, como un perfume antiguo; se oye
un son de viola de amor, un minué en el clavicordio de la abuela;
se mira, con los ojos entrecerrados de la memoria melancólica, un
conjunto de suntuosidades y elegancias. Los arriesgados ejercicios
de la coquetería, las declaraciones de los caballeros y las sutiles
conversaciones de los abates; horas de encaje y seda; embarques
para Citeres; idilios rústicos entre pastores gongorinos y pastoras
«preciosas». Collar de horas que fué como una guirnalda de rosas que
cubriese de pronto una ola de púrpura. Tiempo encantador, ciertamente,
que tiene su parangón en los libros de cuentos de hadas y que adoraban
los Goncourt. Hoy, ese tiempo florido hace escribir algunos buenos
libros; inspira a ciertos poetas musicales deleitosas poesías;
interesa a los compradores de cuadros y a los modistos y peluqueros,
con ocasión de los bailes de trajes o cabezas empolvadas. ¡Buen baile
de cabezas dió fin a la perenne fiesta en que la reina María Antonieta
imperaba de todas guisas!

Los lugares que sirvieron de teatro a tantas maravillas, tienen hoy en
su severa soledad una dulce tristeza que no querría ser perturbada.
Versalles y sus rincones de amor y de recuerdo, parece que no deberían
profanarse con ruidos modernos, con vulgares paradas contemporáneas.
Déjense las umbrías de los nobles bosques, las gloriosas y abandonadas
arquitecturas, a los soñadores, a los enamorados, a los solitarios.
Esas lindas gracias del siglo XVIII que quedan en memorias que parecen
leyendas, y se admiran en cuadros y retratos que semejan sitios y
figuras de encanto, gocen de la quietud que les dió su trágico final.

Eso han pensado algunos parisienses con motivo de un acontecimiento
mundano que ha ocupado grandemente la atención en estos días. Cierto
grupo de damas de la alta sociedad ha querido resucitar por unas
cuantas horas aquel hermoso vivir. Mas ha habido grandes dificultades.
La vieja y restringida aristocracia, no ve con buenos ojos algunas
iniciativas que vienen de la nobleza adventicia. Una verdadera condesa,
con verdaderos cuarteles, protesta ante la intromisión en asuntos de
su sola incumbencia, de tal o cual marquesa o condesa de ultramar,
coronada de perlas heráldicas en virtud de los millones de papá. Cierto
es que entre las iniciadoras había nobles de auténticos pergaminos,
como una La Rochefoucauld y una Folingnac; pero la persistente
imposición de tal miss Gould, por ejemplo, devenida condesa de
Castellane, arruga muchas frentes. «En el _hameau_ de la reina, observa
alguien, antes las grandes damas hacían papel de _fermières_; hoy las
_fermières_ intentan hacer de grandes damas.» Otro dice: «He soñado
mucho con las bellas figuras que animaron tan admirables escenarios
para arriesgarme a ir a padecer con la desilusión de personas
actuales desprovistas de toda poesía.» Pasada la reunión, un cronista
anota, junto a una Clermont-Tonnerre, «noblezas del Ural y de las
Cordilleras». El poeta Montesquiou-Fezensac se asusta encontrando allí
«cabezas que rehusaría seguramente la guillotina»; y el Jean Lorrain,
desventrado cien veces por Laurent Tailhade, agrega en verso:

_La pique en les voyant recule epouvantée._ Con todo, la celebración
histórica ha sido variada, alegre y hermosa. Las princesas de hoy,
aburguesadas de gustos y aficiones, cuentan, sin embargo, con
preciosos ejemplares; y con dinero, todo se dora y se imita. En los
salones actuales, los abates de antaño están sustituídos por ciertos
sacerdotes distinguidos que el autor del _Journal d'un défroqué_ ha
sabido retratar, y los Copée, Lemaître y Barrés, reemplazan el espíritu
del buen tono de la vieja Francia. No han faltado pavanas y minuetos
bailados por bailarinas; y la taimada madame de Thébes ha hecho de
Cagliostro, diciendo la buena ventura y vendiendo amuletos _para
ganar dinero y para ser amado_. Hay que confesar que los segundos se
vendieron más que los primeros.

La resurrección de una época no se hace únicamente con trajes costosos
y comparsas teatrales. Ciertos juegos necesitan señalado estado moral
y cultivo espiritual. Cuando lo griego y lo romano estuvo de moda, en
época distinta de la Francia, flotaba por las salas como un ambiente
de academias. Las damas se ilustraban y, petulantes o marisabidillas,
representaban con perfección sus papeles. Los salones oían con
frecuencia las palabras de los sabios, los discursos de los poetas, las
agudezas de los hombres de ingenio. Madama Recamier invitaba. Ahora,
los nobles legítimos y los advenedizos, con notadas excepciones, al
decir de los bien informados, no se han ocupado en la cita de elegancia
que se dieron más que de la carrera de automóviles París-Berlín, y
otros asuntos de igual transcendencia estética. Las berquinadas tienen
otro nombre. Lancret, Fragonard, Watteau, nada tienen que ver ante
Woth, Paquín o Redfern. Un Morgan cualquiera se lleva a Chicago o a
Nueva York tesoros del más puro arte francés; el señor de Iturri,
tucumano según me dicen, y amigo íntimo de Montesquiou-Fezensac,
descubre en un convento de Versalles la tina en que se bañaban la
Montespan y el rey juntos y la instala en Neully.

¡Ah, el alma fina del siglo de las frágiles y pomposas elegancias y de
las gracias sutiles, del siglo de Florian y de Boucher, no pertenece,
como otras tantas cosas, a los ricos de hoy! Es la herencia de los
artistas, de los Verlaine, los Samain, de los Helleu. Los pobres
príncipes de belleza y de armonía tienen este desquite.

Cuentan que el ya muy nombrado poeta de los «olores suaves», uno de
los pocos portalira de que la nobleza puede hoy glorificarse, dió una
fiesta en Versalles en honor del _Pauvre Lelian_, a la cual fiesta
concurrió buen golpe de bellas marquesitas, duquesitas, princesitas y
baronesitas de su parentela y amistad.

No sé qué cara pondría el viejo fauno delante de ellas, como no sea la
máscara satiríaca que solía expresar la alegría pánica y báquica. Mas
entre todas, ¡qué impresión haría la presencia del triste y terrible
poeta, triste de amor, terrible de dolor! Ninguna, supongo, fuera de la
malsana curiosidad, o el superficial snobismo.

La nobleza femenina, en todas partes, se dedica hoy con preferencia al
sport, se interesa mucho por el cuerpo, descuida bastante el espíritu.
Este rumbo siguen las jóvenes «bien» de nuestras democracias y la
adinerada burguesía universal.

La bicicleta ha juntado al príncipe con el hortera, la «Mors» une
el chocolate con la flor de lis. Y entre todos los sports hay uno,
nivelador también, en el divertimiento y en el flirt: la caridad...
La fiesta de Trianón, como la del Bazar memorable, era una fiesta de
caridad.

He querido, principalmente, en estas líneas hacer notar la cuestión del
conflicto de las noblezas, la antigua y tradicional y la adquirida. El
papel en que se coloca a las americanas ricas casadas con títulos, es
poco envidiable.

Un alto desdén, justificado hasta cierto punto, e irremisible, se
cierne sobre las cabezas recién ilustradas con la corona nobiliaria.

No borrará toda la catarata del Niágara pactolizada, la mancha nativa
de Porcópolis, o de Oil City. En todas partes existe, en el gran cuerpo
de la aristocracia, una aristocracia chica y cerrada, que no transige
ni admite mescolanzas ni componendas. D'Hozier frunce el entrecejo ante
los reyes del acero y los barones del dollar. Hay nobles arruinados que
se ponen a precio, y nobles de manga ancha que contemporizan con las
plutocracias exóticas; pero las tres docenas de familias que vienen de
muy lejos en la historia, y que miran sobre el hombre a los titulados
de Luis XIII acá son impenetrables en su mayoría. La _messaliance_ es
cosa rarísima. Para eso se fué a las cruzadas.

       *       *       *       *       *

Reflexionen las niñas que en nuestras Américas incuben la lejana
esperanza de entrocar en el árbol genealógico de uno de estos viejos
nombres europeos. Es bonito, «viste mucho», como dicen en España, eso
de oirse llamar Madame la Comtesse, Madame la Marquise, Madame la
Princesse; pero desde el momento en que se sabe que ese tratamiento es
para una «galería» especial, que el verdadero núcleo a que se aspira
rechaza la solidaridad y se señala a cada momento la liga; que su
paso levantará siempre un equívoco murmullo y provocará más de una
afilada sonrisa; que la coburguisación, digamos así, o la adquisición
de un marido, por lo general de escaso intelecto, de costumbres poco
ejemplares y de salud casi siempre averiada, no valen la pena de
sacrificar una juventud y una vida a la vanidad más improductiva,
creo que no habrá una sola que prefiera a un dorado ridículo y a un
flordelisado martirio, ser cabeza de ratón entre los suyos, en su casa,
en su tierra, en su sociedad, en su patria.

Ahora, la nobleza del dinero, lo que hace resonar el globo con su metal
desparramado, los principados del cheque, las baronías del casino, el
armonial de hierro y caucho, los marquesados del jeckey, los cuarteles
del yate eso es otra cosa.

Yo sé de un filósofo a quien admiro.

Guarda ovejas en la pampa.

[Ilustración]



[Ilustración]



VII


París, ardiente me ha soplado con boca de horno empujándome a la orilla
del mar, a Dieppe, frente a Inglaterra, en el Canal de la Mancha. Es lo
que está más cerca de París, para pasar el tiempo de verano al amparo
del frescor marino, sin ir a los deliciosos y peligrosos paraísos de
la Costa de Azur, de la Grande Bleue. He llegado en días gratos y
de espectáculos pintorescos. Buena cosecha, o si queréis, pesca de
impresiones.

Anidado, cerca del agua, comienzo por dar un buen vistazo a la ciudad.
La cual se divide en dos partes: la elegante y muy moderna, ceñida de
villas y chalets, que se extiende por la calle Aguado hasta el viejo
castillo y el morisco edificio del Casino, y la que contiene el bario
de Pollet, en donde está el puerto. Calles interiores estrechas, casas
sin carácter, más no exentas de uno que otro golpe pintoresco. Por las
cuadradas ventanas que se decoran de tiestos floridos como en España
o Italia, suele aparecer la faz graciosa de una muchacha, o la vieja
coronada de apretado trapo blanco, muy semejante a un gorro de dormir.

Por la Grande Rue, un comercio y un vivir de ciudad de pocos ruidos. No
encuentro mucho de original, como no sean los escaparates de labores
en marfil que un tiempo tuvieron tanta boga y renombre. Al paso, en
una plaza, la Nacional, veo a Duquesne en bronce, gran dieppense aquel
marino; crespa y larga cabellera, bravo talante, firme en sus botas,
bocina en mano. Cerca una vieja iglesia, con su torre que recuerda
la de Saint Jacques, de París, y que lleva el mismo nombre, afirma
la nobleza severa del arte antiguo que la levantó y la fuerza de la
olvidada piedad.

Una callejuela me hace caer de pronto en pleno mercado de cosas
marinas, la Poissonnerie. En un instante pasan por mi mente figuras de
Thwlow; versos de Richepin. Un olor salado flota en el aire. De las
barcas que atracan al muelle sacan los cestos de mariscos; los azulados
bonitos, anchas y sonrosadas rayas, plomizas anguilas, aranques como
puñales, y el «cardenal de los mares» todavía sin su púrpura, y enormes
cangrejos y erizadas centollas. Como salidos de un baño de rosas se
miran los salmonetes, de rosas y madreperlas; lácteos, azulados y
semitransparentes, los calamares; como pasados por laminador, los
lenguados grises; y los gordos peces mayores, dejando entrever la flor
escarlata de las agallas. Aquí de Simón Pedro, aquí de Tobías, aquí
de las Mil Noches y una Noche y de Brillat Savarín. ¡Y los admirables
tipos de gentes de mar! No hace falta sino saber dibujar, _eroquer_,
tanta cara singular, tanto aspecto lleno de carácter: la anciana
revendedora que asiste al remate, fuera del recinto propio del mercado;
la joven más fresca que el pez recién sacado, y perfumada de mar
también, atrayente con su rostro encendido, sus copiosos cabellos, su
sonrisa; los viejos y duros pescadores, cabezas de pipa como hechos
en madera; narices rojas, barbas en barboqueio o herradura; el bigote
afeitado, las anchas manazas, las firmes patazas; quien con el arete
de oro a la oreja, o la cachimba entre los dientes, y en la mirada una
profundidad inmensa, esa profundidad serena e inmensa que comunica la
frecuencia del Océano, el azul de los golfos, lo vasto del cielo, a
los hombres que viven y trabajan sobre las olas, acostumbrados así a
los cantos del alba, a la dulzura de las saladas brisas, como a las
injurias de la espuma y las bofetadas de la tempestad.

El lugar de la venta del pescado no es muy extenso. Es una sólida
galería de hierro, con puestos laterales, en donde las pescadoras
exponen sus artículos ¿Es una obsesión, o es la asendereada ley del
medio?

Parece que todas estas mujeres, las de edad como las mozas, tuviesen
en su rostro algo de pescado; los ojos y las bocas, sobre todo, casi
ictiomorfos... Una pescaderita de quince años, que ríe con finos
dientes y tiene en su cabellera reflejos de algas, se me antoja que
tiene algo de sirena. _Guardo_ y paso.

Ante sus langostas, me detiene con su figura una robusta anciana, como
sacada de no sé qué olvidado cuadro. Bajo el cucurucho blanco del
gorro dos macizas arracadas de oro puro descienden hasta los hombros;
un corpiño obscuro aprisiona auténticos y generosos testimonios de
maternidad; una falda corta acampanada, deja ver las columnas de las
piernas cubiertas por medias de lana; sobre los duros zuecos, dos bien
construídas carabelas en que un Colón de Liliput podría ir a descubrir
en Noche Buena no importa cuál América de nacimiento.

La venta es buena. Al día siguiente han de comenzar las fiestas. Así,
pasan a mi lado haciendo sus compras varios burgueses de Dieppe; y,
nota parisiense entre la concurrencia, blanca toda, fina, bella, una
señorita que ha bajado de su carruaje, llega, acompañada del groom,
compra un buen paquete de langostinos y se va, rápida como un pájaro.

El apetito, más que despierto, me hace dirigirme a un restaurant
vecino, cerca de las arcadas del Café Suizo--aquí, como en todas partes
del universo, hay un café Suizo.--Comida barata sabrosa, marisco
fresco, ausencia de vino y presencia de sidra, rica sidra de ámbar o
de topacio, pues en Normandía, como en el paraíso terrenal, triunfa la
manzana. Mientras almuerzo, oigo de lejos cantar la draga en el canal,
como un gran grillo de hierro.

El día comienza a ponerse opaco. Se hace recordar la vecindad de
Inglaterra. Mientras en París se derriten los sesos de las gentes,
aquí se siente un grato frescor. Después del café, me dirijo a la
playa. Llega al desembarcadero un vapor de Newhaven. La niebla aumenta
poco a poco. Casi ha invadido todo el mar, toda la costa. La tarde
naciente se ahuma. Empieza a vocear, triste, insistente, la campana
de la bruma, allá en el faro. La campana, en tiempo de niebla, hace
las veces de la luz; es el faro del oído. Las olas llegan a la arena
en actividad y encrespamiento que hacen resbalarse a la continua los
guijarros; mas no es la soberbia acompasada que enarca las gruesas
marejadas cuando se enoja el viento. El agua no carnerea, hierve, en la
enorme extensión, sin rasgarse. De cuando en cuando una vela fantasma,
una sombra de barca, se percibe en el tupido vapor flotante; a través
del aire espeso llegan lejanos ruidos de sirenas y de esquilas. La
humedad se insinúa en la piel, barba y cabellos. Se gusta la sal del
ambiente.

El sol, que se asemejaba a luna una, o a un astro de pesadilla, no
logra hacerse paso entre las espesas nubazones. Así se desliza el
tiempo hasta la noche, en que se aclara un tanto el espacio. Las luces
de los faros rielan sobre las aguas. Las aguas, más tranquilas, dan
campo a la mirada que puede ya lanzarse al horizonte. Quietud.

       *       *       *       *       *

Volvía yo de recorrer el bulevar marítimo, a eso de las diez, cuando
una aglomeración de muchedumbre, un son de trompetas y un brillo de
antorchas en la sombra de una calle me hicieron detener. ¿Qué capitulo
de viejo libro estaba viendo? Ante el pueblo reunido, había dos
heraldos, de armas y un regidor, montados en sendos caballos un pelotón
de arcabuceros y otro de arqueros. Uno de los heraldos desenrolló un
largo papel, y con una gran voz, dijo:


  Or, tost, accourez tous, faictes bonne silence et oyez.

  Es nom des schevins et tout ayant étè par eux arresté avec très
  honorable sire Charles des Marets, capitaine du Chastel et de la
  ville de Dieppe, pour Notre Roy et soubverain segneur Charles le
  septième.


    Faisons assavoir:

  Que le jour de demain, dimanche, septième de Juillet, se doibvent
  tenir en ceste cité des festes soulennelles et espéciales pour le
  resjouissement et grand proffit de tous.

  Adonc, en celluy jour de demain, sus le midy ou environ, si haura
  par les voies et carrefours de ceste ville, une belle y avenante
  monstre numéreuse a la vérité diré, jusques a passer cinq censt
  parsonnes, et figurant, sommairement et comme par abrégé, avec
  personnages les mieux en point que puet estre, les faicts les plus
  illustres en l'histoire de Dieppe à travers les âages et les plus
  dignes de ramentevance.

  Et maintenant, cecy dit, de vostre part, bourgeoys, manans et
  vilains, faut jà vous retirer. Et sitôf que s'oyra covre feu soner,
  bien nous vos advison que tout bruyt se doibt cesser, que toute
  chandoille de sieu ou resine doibt estre esteinte.

  Et bien vous préparez, par un bon somme, à estre frais et dispoz
  pour célébrer dignement et alégrement la grant journée de demain.

                    ¡NOEL! ¡NOEL! ¡VIVE LA FRANCE!


Como el grupo era pintoresco, la música alegre y la noche fresca, seguí
a los heraldos de Charles des Marets «capitaine du Chastel et de la
ville de Dieppe», entre el regocijo de crecido número de pescadores
y pescadoras que iban en la procesión, y así escuché varias veces el
pregón. Y siguiendo después el consejo de prepararme con un buen sueño,
para estar _frais et dispoz_ para la fiesta próxima, me encaminé a
mi hospedaje, en donde, al amor del mar, dormí gratamente, hasta que
la animación de la aurora entró por los cristales de mi ventana y la
armoniosa lengua de las olas me dió los buenos días.

Bueno era ese, de sol claro, de cielo lavado y bruñido. La ciudad,
llena de banderas, se agita en su fiesta. Gente del lugar y forastera
circula por las calles principales e invade la playa. Se oyen a lo
lejos gritos, cantos y petardos. _Camelots_ de París venden sonoros
mirlitones. En la Grande Rue se extiende un mercado improvisado, un
mercado de aves, de manteca y quesos, de verduras, de productos de la
campaña; y en la plaza Nacional se instala un bazar de cuanto os podáis
imaginar de cosas viejas y nuevas, con el aditamento de muy baratas.
Hay desde frenos hasta calzoncillos, y mientras un zapatero remendón
elogia las botas claveteadas que ha rejuvenecido, un vistoso charlatán
canta su ditirambo delante de una cabellera fenómeno que debe su famosa
riqueza a una botella de agua milagrosa.

Llegan los trenes de París y Rouen repletos de gente. Los vecinos
de Treport, Puy, Varengeville, aumentan la suma de visitantes. Se
advierten tipos de la capital, mujercitas del bulevar, y no faltan
cabezas del Barrio Latino y de Montmartre. No son los que menos se
notan los ingleses. Hay bastantes bicicletas, y, bufando, se han hecho
presentes dos o tres automóviles. Los marinos y pescadores no ponen
buena cara al hipógrifo de caucho.

El cortejo, el gran cortejo histórico «Dieppe a través de los siglos»,
comenzará a desfilar dentro de poco.

El cortejo. Era primero el siglo XV, y venía a la cabeza dando al
aire sus sones la fanfarra de la milicia burguesa. Son los tiempos
en que los dieppenses, fatigados de la lucha con el inglés, acaban
de volver a su independencia, por obra y empuje de Desmarest. Allí
viene Desmarest tras el preboste de los comerciantes, los ballesteros
casqueados y forrados en sus túnicas rojas, los regidores de negro,
los trompeteros violeta, azul y encarnado, y los heraldos de armas
con dalmáticas y cota. Es el bravo Desmarest o Des Mares, caudillo
desde la adolescencia, y que luego, brazo poderoso, fué creciendo en
empuje hasta sus acciones en Dieppe y Bures, y a quien después de rudo
batallar y vencer, no pudo la muerte arrancar del mundo sino cuando en
el descanso de su ancianidad, había llegado a ciento quince años.

Viene después Dieppe en el siglo siguiente en la época de su mayor
auge. Este tiempo opulento se anuncia desde luego con oros y colores.
Un grupo de niños llega con palmas doradas en las manos y sombreros de
airosas plumas sobre las rosadas cabezas. Preceden a Descellier, el
geógrafo que antes de Gerardo Mercator publicaba su planisferio que
mejoraba los trazados ptoloméicos. Viene Descellier en el carro de
la hidrografía enseñando a sus discípulos, pues, según las palabras
de Asseline, a propósito de las cartas marinas, «le sieur Pierre des
Cheliers, preste a Arques, a eu la gloire de'avoir ètè le premier
qui en a fait en France. Aussi estoit-il un si habile géographe et
astronôme qu'il fit une sphère plate, au milleu de laquelle en voioit
un globe qui représentait toutes les parties du monde.» Vestido de
negro pasa en su carro, que imita una bella _boiserie_ que existe en
el castillo de Gaillón; y tras él la música de los arcabuceros, negro
y azul, jóvenes pajes, a la manera florentina, y precedidos de sus
capitanes, el armador magnífico y fuerte Jean Angó, aquél que solo y
con flota propia, declaró la guerra al rey de Portugal, sin que nada
tuviese que ver en la empresa el gran rey Francisco. Angó es la figura
más brillante de Dieppe. Por él la ciudad, antes de que las luchas
de religión contribuyesen a su ruina, se levantó a una situación de
riqueza y de poderío. Angó heredaba de su padre el espíritu. Como él,
Angó se lanzó a empresas coloniales en la India y en América. De allá
viniéronle riquezas en sus navíos, y con ellas llevó vida de príncipe,
opulento, lujoso, y al mismo tiempo de pensar maduro y juicioso. Hizo
aquí construir un palacio admirable. «La fachada, de madera de encina,
había sido esculpida por los más hábiles artistas y representaba
escenas de navegación, combates entre ingleses y normandos. Los cuadros
y las estatuas de los más grandes maestros ornaban ese palacio, y le
daban un aire de magnificencia incomparable. Desde sus ventanas Jean
Angó tendía sus miradas sobre el puerto, sobre el mar y sobre el valle
de Arques.» Francisco I le visitó, y la ciudad permitió al magnate que
las fiestas fuesen pagadas con su peculio. El rey quedó maravillado de
la fastuosidad de su anfitrión. Hubo lujo de vajilla italiana, en plata
labrada, viandas exquisitas y vinos incomparables, arcos de triunfo,
y, para paseo por el mar, barcas doradas que corrieron las aguas con
buen tiempo y cielo propicio. Angó murió en la pobreza, y he recordado
su grandeza de un tiempo ante la piedra tumbal que cubre sus viejos
huesos, en la iglesia de Saint-Jacques.

Redoble de tambores. Acorazados de cuero y en la cabeza el casco, pasan
los soldados de la milicia burguesa; los oficiales de a caballo van
casqueados también, y brillan sus coseletes de hierro. Los gremios
desfilan en seguida, los de la industria del hierro que llevan jubón
azul; los de la cerveza, violeta, y los del marfil, en cuero de gamuza.
Amarilla y negra la banda de la guardia real, lanza su música, y
oro y negro y a la espalda un manto, los heraldos del rey. Sigue el
gobernador Aymar de Charles, con su uniforme de caballero de Malta; el
capitán de Vardes luce su jubón gris, y luego seis pajes azules en
grandes caballos, antes del gran escudero que porta el real estandarte,
anunciador del rey soberbio, cuya magnífica armadura relampaguea al
sol. Allí va luego el «padre de la agricultura», el buen Sully, de
negro, al que hacen fondo los suizos vestidos de verde. Es el tiempo en
que Enrique IV ha venido a Dieppe antes de la batalla de Arques y de
Ivry, en que hubo de salir triunfante del duque de Mayenne.

Tras el tiempo caballeresco y heroico, el siglo pomposo. Semejantes
a otros tanto Aramises y Portos, los mosqueteros a caballo, gran
chambergo emplumado, coraza y larga capa negra de terciopelo, desfilan
seguidos del gobernador Montigny. El rey Sol es aún niño, y en una
carroza de gala va en compañía de Ana de Austria, la de las bellas
manos. La reina está representada por una graciosa moza que saluda
linda y realmente. A caballo sigue el rojo Mazarino, y un grupo de
cortesanos le acompaña. Llegan gentes de mar. Son los hombres de
Duquesne. Allá, sobre una reducción de la _Sainte André_, el gran
marino, el orgulloso calvinista que desecha por su fe el bastón de
mariscal, está de pie. Angó era el fuerte armador del comercio;
Duquesne es el hombre de la guerra. Es el combatiente de Suecia como
vicealmirante de Cristina; es el reorganizador de la armada francesa
y el jefe de la expedición de Nápoles; es el luchador feliz contra
españoles, ingleses y holandeses; es el generoso vencedor de Ruyter, el
bloqueador de Chio y el temor del Dux veneciano. Cuando Duquesne murió,
el rey le negó una sepultura...

Tambores. A compás marchando van ocho tamborcitos, luego una banda
militar y el pabellón. Dos ujieres de la ciudad se adelantan al _maire_
y al cuerpo comunal; en todos los negros trajes lucen tan sólo las
hebillas de plata de los zapatos. Y luego Balidar. ¿Quién es Balidar?
Es el desconocido turbulento y terrible, el que impuso su nombre como
una bandera de amenaza en la Mancha, el corsario de quien John Bull
supo mucho, y que en Roscoff, cansado de pelear bajo el poder de
Napoleón, puso a su casa balcón de plata maciza, y _freía_ monedas de
plata y oro para arrojárselas al populacho bien calientes. Cuando la
independencia americana, Balidar fué a pedir carta de corsario, y no se
supo más de él que su paso por las costas mejicanas. Ese fué Balidar.
Así, pasa orgulloso entre sus hombres de mar; síguele un grupo de
marinos veteranos; luego, la guardia consular y los trompetas vestidos
de amaranto o blancos brandeburgos. En su caballo blanco cierra la
marcha Napoleón, el Napoleón de largos cabellos del tiempo consular.
Unos cuantos oficiales le acompañan; los húsares, de azules dormanes
van tras él. Tal ve Dieppe pasar su pasado. Un pasado casi legendario,
de empresas bravas y singulares conquistas, con princesas bellas,
reyes gallardos, bizarros capitanes, corsarios temerarios, magníficos
marinos. Y así inaugura el Dieppe de hoy su bulevar marítimo, que pone
hacia las olas que vieron tantas proezas, un balcón extenso para los
veraneantes que no, es por cierto, de plata, como el de Balidar.

«Al principio no había nada.» El mar cubría la mitad de la playa y la
marea llegaba hasta el valle del Arques. Luego hubo un lento retiro,
de siglos. Un día se creó la _pelouse_ donde hoy se alzan los grandes
hoteles de la calle Aguado. Creció allí hierba y pastaron rebaños. La
ciudad prosperaba, comerciaba y entonces los ingleses, como siempre,
aparecieron. Los _échevins_ alzaron entonces fortificaciones, y tres
grandes torres para polvorines. Luego vino la iniciación de los
baños de mar en Dieppe. La sociedad parisiense comenzó a venir en
«largas diligencias», y la moda se hizo. A comienzos de este siglo
ya venía mucha gente cuando la duquesa de Berry afirmó la boga. Se
construyó un teatro, se alzó un casino para los grandes señores de la
Restauración. En 1836, el Estado vendió los terrenos en que antes había
fortalezas. Se levantaron casas y se creó la calle Aguado, cuyo nombre
tiene a causa del banquero español que intentó dotar a Dieppe de un
ferrocarril, intentó, pero no lo realizó. La calle, sin embargo, lleva
su nombre. Napoleón III quiso pasar su luna de miel en Dieppe. Eugenia
quedó encantada del lugar. Gracias a ella se embelleció y prosperó en
poco tiempo. Veinticinco años después la ciudad hizo fuertes gastos
para el establecimiento de sus primeros casinos. Los terrenos de la
playa centuplicaron su valor, y el Estado, interviniendo entonces,
vendió a la ciudad la playa en 451.000 francos. En 1895 el alumbrado
eléctrico fué introducido. Así continuó hermoseándose, hasta que
se observó el daño que causaban a la plaza las invasiones del mar.
La municipalidad dieppense resolvió la construcción del bulevar,
una sólida muralla, flanqueada de rotondas provista de un parapeto
con un ancho _trottoir carrelé_ alumbrado con numerosos postes de
luz eléctrica. Entre este bulevar y la calle Aguado se extiende la
espaciosa plaza llena de césped. El bulevar tiene cerca de un kilómetro
de largo, es un paseo excelente y fué construído por el ingeniero
Herzog.

[Ilustración]



[Ilustración: LIBRO TERCERO]



[Ilustración]



I


He recibido un libro importante y curioso, de M. Henri d'Alméras,
_Avant la Gloire_. El autor ha tenido la amabilidad de enviarme un
ejemplar antes de que aparezca en las librerías. Es un volumen que
trata, en un estilo sin penachos, sencillo, a veces malicioso y casi
siempre espiritual, de los comienzos de muchos grandes nombres de las
letras francesas contemporáneas. Grandes nombres es mucho decir. Hay
en la obra mezcla de grandes y medianos. Lo mismo que «gloria» habría
quedado mejor sustituída por «celebridad». El autor ha averiguado con
paciencia e interés los detalles de los comienzos y primeros pasos
de los escritores que figuran en su obra, desde que, completamente
desconocidos, hicieron los iniciales esfuerzos para lograr renombre.
Los escritores son de diferentes tamaños. Los hay enormes, como Zola, y
chatos, como Ohnet. El libro es ameno y logra que el lector se interese
por más de un precioso dato.

¡Los comienzos! Es decir, los sueños, las esperanzas, el entusiasmo.
Esos principios son más bellos muchas veces que las más triunfantes
victorias. Siquiera porque toda esperanza es hermosa, y todo logro
quita el placer de esperar y da el cansancio humano de lo conseguido.
La posesión de la gloria es lo mismo que la posesión de la mujer.

El libro de M. D'Alméras está lleno de anécdotas, que son la sonrisa de
tantas luchas. Él ha buscado documentarse en conversaciones, lecturas
y recuerdos. Comienza con Alejandro Dumas, hijo, de cuyo nacimiento
habla su padre en sus Memorias con estas palabras: «El 29 de Julio de
1824, mientras el duque de Montpensier venía al mundo, a mí me nacía
un duque de Chartres, plaza de los Italianos, número 1.» Cuenta sus
primeros años de colegio, sus versos, porque hizo versos. Su entrada en
el mundo, muy joven, y estos paternales consejos, muy del viejo Dumas:
«¡Ya eres hombre! Escucha mis instrucciones. Cuando se tiene el honor
de llamarse Alejandro Dumas, no se debe vivir como un mercachifle o
como un hortera. Se come en el Café de París. Se tiene lindas mujeres
y se les paga regiamente. No se priva uno de nada. Anda, hijo mío, y
cuenta conmigo. En tres o cuatro años, si quieres casarte--porque al
fin se llega a eso--te daré trescientos mil francos para comenzar.»
Demás decir que Dumas, hijo, siguió con todo empeño el consejo de su
padre, y en muy poco tiempo llegó a tener cincuenta mil francos de
deudas. Cuando le pidió al autor del _Montecristo_ para pagar, aquél le
contestó: «¿Cómo diablos te voy a poder dar cincuenta mil francos para
pagar, yo que debo seiscientos mil?» Con todo, el hijo, que se vió en
la necesidad de pedir prestado a muchos amigos, hasta en verso, murió
rico y avaro.

De los Goncourt hay noticias que ya conocemos en algunas páginas
autobiográficas, como las referentes a la publicación de _En 18_... No
son de los que menos han sufrido en su iniciación, los dos hermanos
Zemgano de la escritura artística. Solicitudes, fracasos, desdenes
de editores, incomprensión, amarguras de toda especie acompañaron su
entrada a la literatura. En cuanto a Alfonso Daudet, M. D'Alméras se
ha encontrado el trabajo hecho, en el encantador _Petit Chose_. Mas
hay otros puntos nuevos y páginas bien narradas sobre la juventud
del padre de Tartarín. «El joven escritor, dice en su párrafo, había
escapado, gracias a una casualidad feliz--la protección de un hombre de
_esprit_--a la negra miseria de los comienzos, de que no se avergonzó
jamás. Ya no estaba expuesto a comer con un apetito de diez y ocho
años, por toda comida, un pedazo de pan y un trozo de salchichón.
No corría ya el riesgo de verse echado, por un bárbaro propietario,
por algunas mensualidades atrasadas, y pasar la noche--felizmente
en verano--en un banco del Luxemburgo.» Y la anécdota del «paso de
_Fromont jeune et de Risler aîné_.» Son las primeras ganancias serias
que aseguran la vida. Esa novela, de una observación tan penetrante y
tan conmovedora, había sido compuesta en medio del París industrial, en
un cuadro material y moral que le convenía, a maravilla. »Mi gabinete,
escribía el autor, años más tarde, daba sobre los verdores y los
negros enrejados de un jardín. Pero más allá de esta zona de frescor
y de trinos de pájaro, había la vida obrera de los barrios, la recta
humareda de las usinas, el rodar de los carretones, y aún oigo sobre el
pavimento de un corralón vecino el ruido de una carretilla de comercio
que en la época de los regalos iba llena de tambores para niños. La
vuelta, la salida de los talleres, las campanas de las fábricas pasaban
sobre mis páginas a hora fija. Ni el menor esfuerzo para conseguir el
color, la atmósfera ambiente; estaba lleno de ello.» _Fromont jeune
et Risler aîné_--que la Academia debía coronar en su sesión de 15 de
Noviembre de 1875--tuvo un gran éxito de Prensa y llegó muy pronto
a ese número de ediciones que asegura--a veces injustamente--a un
escritor el mérito de su obra. En el mes que siguió a la puesta en
venta, Alfonso Daudet había sido invitado a almorzar en casa de su
editor Charpentier. Este, cuando se levantaron de la mesa, le dijo en
voz baja: «No os olvidéis, ante todo, antes de iros, de pasar a la
caja.» Cuando él se presentó, un poco conmovido, ante la ventanilla,
el cajero le entregó en luises de oro, en monedas de a cinco francos y
en moneda menuda, según dese manifestado, una suma muy respetable--los
primeros beneficios del libro--. Daudet salió como un loco, tomó un
coche para llegar más pronto a su casa, subió la escalera rapidísimo,
entró sofocado, encantado, en la pieza en que se encontraba su mujer, y
después de haber arrojado a manos llenas sobre la alfombra, sin tener
fuerzas para decir una palabra, el dinero que acababa de dársele,
bailó lo que después se llamó entre los suyos «el paso de _Fromont
jeune et de Risler aîné_». Y con ese paso de _ballet_ fué como entró en
la gloria».

De Maupassant hace notar la rapidez en la reputación, desde sus
primeros trabajos. De paso habla de sus versos. De éstos se dijo
que revelaban un excelente prosista. Sin entrar en esas sutiles
distinciones, es el caso que en Maupassant había un verdadero poeta
ahogado después en necesidades de producción y de oficio. _¡Voilà le
mort d'amour avec savandière!_ Veamos algunas líneas de M. D'Alméras:
«Sabía sacar partido maravilloso de su literatura, fabricada
concienzudamente y con método. Se le pagaba lo que valía, lo cual es
muy raro en el mundo de las letras. Evitaba las colaboraciones a la
ventura y las casas cuya prosperidad no le parecía bastante cierta. Su
reputación aumentaba cada día». _Bel Ami_ le colocó en primer rango
entre los novelistas, nuevos y viejos, y le dió gloria. Así, en cuatro
años de vida literaria llegó a la cima; pero ya se desarrollaba en
él, como una enfermedad incurable, ese doloroso estado de alma que
debía emponzoñar todas sus alegrías. El medio de los literatos, de
los artistas, en que estaba obligado a vivir, le repugnaba más y más,
y a los treinta años experimentaba el cansancio y los disgustos de
un escritor envejecido y fatigado. El periodismo, con su necesidad
banal y monótona, no le interesaba ya: «No tengo sino un deseo en mi
vida--escribía a un director de revista--; y es el de no escribir
jamás una sola línea en ningún diario del mundo»; y agregaba esta
otra confesión, que muestra hasta qué punto estaba desencantado:
«Tengo una imperiosa necesidad de no oir hablar más de literatura, de
no hacerla más, de no vivir en eso y de ir a respirar lejos un aire
menos artístico que el nuestro». Todo esto, en verdad, es excesivo,
pero se explica. A través de lo justo de esos desencantos prematuros
se transparenta la inquietud mental del enfermo, que debía acabar por
perderse en la locura y en la violenta muerte.

De Verlaine hay poco que no se sepa en su accidentada vida. Por
otra parte, él ha dejado mucha confesión, recuerdos y páginas de
autobiografía. Saint-Paul-Roux descubrió en el campo a un labrador,
tío del pobre Lelián. Poco nuevo hay en este libro que pueda interesar
a los verlainistas. Por lo que toca a Catulle Mendès, sí hay noticias
escasamente sabidas. Desde luego, estos versos escritos en la infancia,
y que son inéditos:

    Le poêle brûlant, rouge, accroupi dans son angle
    Comme un âne poussif par sa corde étranglé.
    Râlait sous une bande en cuivre roux, qui sangle
    Son gros ventre d'argile aux feux tout écaillé.

Aunque apoyado largamente al principio por su padre, Mendès no dejó
de pasar horas muy duras, después de haber fundado varias revistas
y alzado y derribado muchos castillos en el aire. «Casi célebre ya,
aquél, a quien se llamaba el Clodión de la pequeña literatura, gastaba
mucho y ganaba poco. Allá por 1868, la recomendación de la princesa
Matilde le hizo obtener una plaza de expedicionario--90 francos al mes
sin contar gratificaciones--en no sé qué ministerio que dependía del
mariscal Vaillant. La primera vez que Catulle Mendès se presentó en
su oficina, un ujier vino a buscarlo de parte del mariscal Vaillant.
Persuadido, con ese tocante candor de la juventud que la mayor edad no
corrige casi, de que se le va a ofrecer un puesto digno de él, entra,
lleno de confianza y buscando fórmulas de gratitud, en una gran pieza
en que se encontraba un hombre gordo en mangas de camisa. El hombre
gordo se vuelve apenas, y con una voz brusca:

--¿Es usted el que ha escrito esto?--le dijo mostrándole un ejemplar
del _Román d'une nuit_, con las páginas sin cortar.

--Sí, señor--respondió Mendès; pero, a una seña de las personas que
estaban presentes, corrigió:--Sí, mariscal.

--No lo he leído, pero me parece que es inconveniente. Yo no quiero en
mis oficinas empleados que escriban inconveniencias. ¡Lárguese!

Así terminó la carrera burocrática de Catulle Mendès. La princesa
Matilde, resentida de que se hubiese echado tan poco atentamente a
su protegido, el yerno de su viejo amigo Gautier, le estableció una
pensión. Poco tiempo después, la gloria y el provecho llegaron.

Mucho se sabe de la leyenda de Jean Richepin. En su vida, la leyenda
y la realidad se confunden. Nació en Argel; su padre fué un médico
militar, y fué bautizado por un sacerdote que había sido zuavo.

Veinte años más tarde comienzan sus esfuerzos para proclamarse turanio,
bohemio y por _épater_ a las gentes. Fué periodista, profesor, gimnasta
y pasó mil necesidades. Fué soldado. Usó un gran sombrero que fué
célebre.

--«¿Qué es ese sombrerón?--murmuraban las gentes ya conquistadas.

--Es Jean Richepin, joven poeta de porvenir. Se habla muy bien de las
obras que va a escribir.»

Luego fué la gran campanada de la _Chanson des Gueux_, por el cual
libro de versos fué llevado a la prisión de Sainte-Pelagie.

Después dejó París. «Otro quizá habría quedado aplastado,
definitivamente vencido por la persistencia de su mala suerte; pero el
vigor físico, en Richepin, venía en ayuda del vigor moral. Después de
haber cantando a los _gueux_, no vaciló en serlo él mismo, y el rudo
oficio de cargador en los muelles de Burdeos permitió al poeta esperar
días mejores. Vuelto a París, pudo entrar en el _Gil Blas_ y encontró
una colaboración seria. Eso no era aún la gloria, pero sí la vida
asegurada». Después fué cómico, con Sarah Bernhardt, en _Nana Sahib_, y
luego fué célebre.

En las páginas sobre Sardou son de señalar las que tratan de su
espiritismo. Sardou se apasionó de esos estudios desde la llegada del
medium Homc. Conocidos son sus dibujos y sus escritos de ese género; ya
se sabe que todavía persevera en sus creencias y en sus experimentos.
En cuanto a su estreno teatral, fué con la _Taverne des étudiants_, y
la historia de esa comedia es de lo más interesante y sugerente.

A Jules Lemaître, hoy perdido en los laberintos obscuros de la
política, la suerte le vino por el lado del normalismo. En la
Escuela Normal se inició en las letras, y hasta escribió versos, no
completamente católicos.

    Qui ne la connaissait, hélas!
    Aux bons endroits du Boule-Miche?
    Mon Dieu! comme elle parlait gras
    Et buvait sec la pauvre biche!
            O Nini,
            N, i, ni,
            C'est fini.
        Elle n'avait jamais un sou
        Elle était franche et facile,
        On l'appelait Nini Voyou.
        «Encore une étoile qui file.»

Ya véis que cuesta mucho creer que eso sea del actual sostenedor
del nacionalismo en unión de Coppée. Vinieron después los trabajos
críticos, la seriedad, la celebridad, las ganancias. Un artículo duro
contra George Ohnet hizo ruido. D'Alméras tiene a este propósito una
frase deliciosa: «Attaquer le talent de George Ohnet, c'était dire du
mal d'un absent.»

¿Y Scholl? Aquí están también los comienzos de este famoso periodista,
hoy muy viejo, a quien algunos creen muerto. Son también interesantes y
ayudan a conocer esa personalidad ya casi desaparecida, pero que tuvo
el imperio de la crónica.

    C'est le mousquetaire Aurélien Scholl,
    Au Palais-Royal, le soir, quand il passe,
    Les arbres, courbant leur front avec grâce,
    Lui disent: Bonjour, Monsieur Rivarol.

En las páginas sobre Claretie encontramos cómo fué que el actual
administrador de la Comedie Française aprendió español: llevando
los libros y la correspondencia de un comisionista en mercaderias.
Hay un detalle asimismo muy curioso. ¿Quién conoce la primer novela
de Claretie, _Les secrets d'Exili_? Esta obra no se ha publicado en
francés. Véase cómo. El autor había guardado su manuscrito en un
colegio, y un chileno lo descubrió y lo mandó a la América del Sur. He
aquí por qué esa obra apareció en un diario de Chile, en español. ¿Cuál
fué ese diario? ¿Quién fué ese chileno? ¿Quién sabe en Chile detalles
sobre ese asunto?

Y así sobre el perilustre Montepin, sobre Zola, sobre Anatole France
y otros autores menos altos. M. d'Améras ha compuesto su libro y le
ha hecho amable a la lectura, con el halago que presentan las cosas
inéditas, las confidencias, los lados ocultos o poco sabidos de la
existencia de los hombres notables.

La moral de la obra está en que no hay que desesperar si la suerte
se presenta poco favorable al principio. Casi todos los dueños de la
gloria y de la fortuna han tenido que luchar, que sufrir, que pasar
horas muy amargas, muy terribles. Con fe y con voluntad han triunfado.
Después ha venido la fama, y con ella el dinero, precipitado actual de
la celebridad, ya que no de la verdadera y soberana Gloria.

[Ilustración]



[Ilustración]



II


No se sabría ignorar que París ha atraído y atrae a la intelectualidad
de todos los lugares del mundo. Numerosos artistas y escritores
extranjeros hacen de París su residencia preferida. No se encuentra
en ninguna parte este ambiente espiritual y esta contagiosa vibración
de vida. Si la inmigración a este respecto no es mayor, débese a que
París no consiente el triunfo constante de un extranjero. Un escritor,
un sabio o un artista, será alabado en este centro en tanto que su
nombre llegue de lejos. Cuando ese artista, ese escritor o ese sabio,
instalado en París, se convierte en un rival, cuando su producción
llega a hacer competencia a la producción propia, se le atacará, se le
demolerá o se le desdeñará.

Strindberg, entre cien, pagó cara su carta de vecindad parisiense;
D'Annunzio no ha vuelto a pensar en escribir en francés, y Sienkiewicz,
aun allá en Varsovia, por sus multiplicadas ediciones, es apellidado
ya _le juif polonnais_. Viven, pues, aquí muchos hombres de letras,
extranjeros, que escriben para sus respectivos países, o como Max
Nordau, para públicos de distintas naciones.

La literatura hispanoamericana es, como lo he dicho en otra ocasión,
completamente desconocida. Apenas el _Mercure de France_ abrió por
algún tiempo en sus páginas una sección, que ha desaparecido. Por otra
parte, todo lo hispanoamericano se confunde con lo netamente español.
Y es digno de notar que gran parte de la _élite_ de las letras de
nuestras repúblicas vive hoy en París.

En épocas pasadas, París albergó a notables personalidades de
la intelectualidad de nuestro continente. La figura más alta,
indiscutiblemente, fué la de Alberdi. El chileno Bilbao fué aquí donde
recibió las lecciones directas de sus maestros Lamennais y Quinet.
El colombiano Torres Galcedo, diplomático y escritor de muy buenas
intenciones, logró hacerse una personalidad un tanto parisiense, y
Jules Janin le escribió un prólogo para un libro de versos. Héctor
Varela, de bulliciosa memoria, hizo por un instante volver la vista
hacia sus fuegos artificiales. Numa Pompilio Llona, el respetable poeta
ecuatoriano, tuvo muy buenas amistades en la corte de Hugo.

Más recientemente, otro ecuatoriano genial muy poco conocido en la
América de este lado de los Andes, Juan Montalvo, pasó los últimos años
de su vida, duros y penosos, bajo este cielo. Demás decir que en cuanto
murió se le levantó una estatua en Quito o Guayaquil.

Actualmente residen en París, establecidos desde hace tiempo, el
célebre filólogo colombiano J. Rufino Cuervo y el crítico cubano
Enrique Piñeiro. El señor Cuervo es un prodigioso trabajador de
infinitas pequeñeces transcendentalmente lexicográficas. ¡Es el autor
asombroso del _Diccionario de regímenes_! Es, indudablemente, un
lingüista sabio, y la Academia española se inclina ante su inmensa
labor, que ocupará, concluída, varios estantes. El señor Piñeiro
publicó hace muchos años en Nueva York un libro sobre poetas modernos,
que puede considerarse como una de las más serias y elevadas obras de
crítica intentadas en la América latina. El señor Cuervo continúa en
su tarea lexicológica fabulosa, que ha hecho que en Colombia se le
compare, con ventaja, a Littré.

Entre los diplomáticos hay algunos nombres. El ministro de Guatemala,
D. Fernando Cruz, ha, en sus tiempos floridos, «pulsado la lira», y
Clori y Filis le agradecieron más de un _bouquet_ galante, allá en
tierra guatemalteca. Su secretario, Domingo Estrada, ha publicado
prosas y versos muy estimables, entre estos últimos la traducción
de _Las Campanas_, de Poe. Recientemente ha merecido tener éxito su
librito bien sentido sobre José Martí.

El marqués de Peralta, ministro de Costa Rica, parece que no tiene su
conciencia bien tranquila respecto a asuntos del Parnaso, y, ahondando
en sus recuerdos, se encontraría más de una ligera confabulación en las
musas. Fernández Guardia, secretario de la Legación, autor de un muy
bonito volumen de cuentos, es de los más notables escritores de los
países centroamericanos.

A este respecto se lleva la palma de poeta el secretario de la Legación
argentina, García Mansilla, cuyos versos, de una elegancia discreta,
y escritos en francés, no quieren traspasar los límites del salón, en
donde se tratan confidencialmente con las flores de Magdalena Lemaire y
las músicas de Benberg.

El marqués de Rojas es un escritor de sólido saber, y cuya autoridad en
asuntos económicos es por todos acatada.

El ministro de Chile, Señor Blest Gana, es autor de varias novelas que
tuvieron en su época gran acogida. Si Miguel de Unamuno las lee, irá
Martín Rivas junto con Nastasio a la Universidad de Salamanca. El ex
presidente de Honduras, Marco Aurelio Soto, uno de los dos miembros
honorarios de la Real Academia Española, y que hizo el Luis XIV
bastante bien hecho, en Tegucigalpa, hace años que no tiene nada que
ver con la literatura, lo propio que el señor Gustavo Baz, encargado
de Negocios de Méjico. Hay otros literatos residentes en París, los
activos, algunos de ellos no desconocidos en Buenos Aires.

       *       *       *       *       *

Luis Bonafoux, corresponsal del _Heraldo de Madrid_ y el director del
_Heraldo de París_, es un crítico temido y de autoridad en España. Es
nacido en Puerto Rico, pero se le considera como español. El señor
Bonafoux, satírico violento, elegante y sutil cuando sujeta sus ímpetus
flagelantes, y de una aspereza que en Francia tan solamente podría
compararse con las justicias e injusticias de Bloy o de Tailhade, casi
siempre tiene razón cuando ataca. Como cuentista ha publicado, entre
otras cosas, un reciente pequeño volumen de narraciones y _nouvelles_,
en donde hay verdaderos hallazgos de invención y bellas gracias de
estilo.

Miguel Eduardo Pardo, autor de una buena novela venezolana, _Todo un
pueblo_, es un temperamento de luchador y acompaña en el _Heraldo de
Madrid_ al señor Bonafoux. Escribe allí generalmente sobre asuntos
políticos sudamericanos, y en especial sobre los sucesos de su patria,
Venezuela, en donde, dado su carácter, no será difícil verle ocupar un
puesto público.

Otro venezolano reside en París, cuyo nombre entre los intelectuales
argentinos es saludado con simpatía y respeto: ha nombrado a Manuel
Díaz Rodríguez. Es éste un espíritu de excepción, de los pocos que
forman la naciente y limitada aristocracia mental de nuestra América.
Es un entendimiento serio y reflexivo, aislado de las bulliciosas
tentativas de un arte de moda, como de las filas de momias que duermen
entre sus _bandelettes_ tradicionales. Desde su primer libro, la
nobleza de su pensamiento y la distinción de su estilo le colocaron
en un lugar aparte en nuestra literatura. _Confidencias de Psiquis_,
_De mis romerías_, _Cuentos de color_ nos pusieron en comunión con
una de las más fervientes almas de arte que hayan aparecido en tierra
americana. Dentro de poco se publicará una novela, obra de médula y
aliento, muy americana en su psicología, y muy europea en la forma
arquitectural del libro, que revela desde luego en el autor la
seguridad y la fuerza de un maestro. Y el señor Díaz Rodríguez es aún
muy joven, apenas roza la treintena. Yo quisiera que todos los nuevos
talentos de América cultivasen la propia personalidad con la firmeza
y discreta gallardía de este generoso trabajador. La publicación
de _Ídolos rotos_, si no se pudiera llamar con el usado clisé, un
acontecimiento literario, causará innegable agrado. Y levantará los más
justos y sinceros aplausos en los grupos pensantes de las repúblicas
de lengua española. Esta es de las novelas que, traducidas, pueden
incorporar una literatura hasta hoy ignorada, como la hispanoamericana,
al movimiento cosmopolita. La idea de Max Nordau no anda muy lejos de
la verdad, al ver en lo porvenir una rica primavera para el pensamiento
americano. Si Europa llega a poner su curiosidad en nuestros productos
intelectuales, habrá de comenzar por obras como las del señor Díaz
Rodríguez.

Amado Nervo, el poeta mejicano, se ha establecido también en esta
capital de las capitales. Buen artista, buen monje de la belleza,
buen muchacho, lleva su nombre con toda seguridad; se le conoce, y
al llamársele, no se miente. Sensitivo, verleniano, virtuoso en la
ejecución del verso, y, sobre todo, sincero y de conciencia, que en
esto, como en todo, es lo principal, tiene su triunfo seguro. He dicho
que es mejicano, y, naturalmente, es en Méjico donde se le ataca. El
ambiente de París ha dado nuevas vibraciones a los nervios de Nervo,
y hecho el indispensable y complementario viaje a Italia, el fiel
laborioso prepara nuevas obras que han de superar desde luego a
_Perlas negras_ y a _Místicas_, en donde un cuidado de _métier_ y una
preocupación de técnica y de _décor_, apartaban la fuente oculta de la
íntima poesía de verdad y de vitalidad que empieza a aparecer en _Savia
enferma_. Hay en el fondo de este poeta mucha savia sana, y es la que
hemos de ver pronto en poemas de energía y de gozo, en una epifanía
espiritual, en una exaltación de las propias fuerzas, sobre la simple
«literatura», y que llevará en sí una virtud comunicativa de anhelos de
bien, de esparcimientos de puro y caritativo arte. ¡Gloria sea dada en
la tierra y en el cielo a los artistas de buena voluntad!

Vargas Vilas es un escritor genial, novelista y poeta. Su vida es
también un poema, de luchas y de triunfos en la política agitada de
nuestras repúblicas hispanoamericanas. Su obra, incorrecta como un
torbellino, sonora como un mar, es una obra de bien. Vargas Vilas no es
ni de su tiempo ni de su país. Su época habría sido la de la Italia del
Renacimiento, y su país, esa misma Italia que él ama y en la cual su
espíritu se ha aparecido y ha creado páginas de amor, dolor y belleza.

Rufino Blanco Fombona es un artista delicado y raro, al propio tiempo
que un espíritu osado y violento; hay en sus versos trino y aletazo,
suave pluma y garra de bronce. Sus cuentos son páginas de emoción y
de pasión. La juventud, con todos sus dones primaverales y todas sus
exuberancias irreflexivas, se abre paso en toda la producción, ya
considerable, de este autor brillante y elegante. Ha viajado mucho y ha
gozado mucho. Conoce el color de todas las cabelleras amorosas, y le
han dicho «yo te amo» en todas las lenguas conocidas. Mañana será la
madurez y el peso del pensamiento y la acción provechosa que su patria
espera. Hoy, en la copa de oro, es justo y natural ver deshojar rosa y
rosa o disolverse una perla.

Un folleto publicado en Nueva York hace algún tiempo, _El continente
enfermo_, causó bastante ruido en algunas repúblicas hispanoamericanas.
Su autor, un venezolano, César Zumeta, exponía con valiente franqueza
las dolencias y vicios continentales, los peligros de nuestras
democracias, la constitución dañada del social organismo, las
consecuencias fatales de las malas políticas y lo inevitable de la
amenaza yanqui. Este folleto ocasionó la publicación de un libro de
alto mérito del señor Francisco Bulnes, mejicano. Como hombre de
letras, el señor Zumeta merece un renombre superior al que ha logrado
por su labor sociológica. Un libro suyo, de calidad exquisita, pero
abrumado por un título que recuerda los cuadernos de escuela primaria:
_Escrituras y lecturas_, conocido por un escaso número de lectores
y apreciado en su justo valor por limitadísimo grupo intelectual,
bastaría para dar a su autor la autoridad y consideración respetuosa.
Es un sincero adorador de belleza. Produce poco y muy de tiempo en
tiempo. En París sostiene precariamente una revista de intereses
americanos, que, a pesar del talento de su director, no es sino una de
tantas, por culpa esencialmente criolla.

El _Mercure de France_ tenía como redactor de su sección de letras
hispanoamericanas, a Pedro Emilio Coll, también, como el señor Zumeta,
de Venezuela. Espíritu fino y delicado, Coll ha publicado escasamente;
pero lo poco suyo conocido nos revela una fuerza mental sobre la
mentalidad provisional de nuestra América. Como todo lo poco que pesa
y se impone en las repúblicas de lengua española. ¡Estas repúblicas
de Sud América son en todo tan provisionales! exclamaba con su sabia
ironía monsieur Rémy de Gourmont, en uno de sus últimos _Epilogues_.

  «POLONIO.--¿Qué leéis, monseñor?

  HAMLET.--Palabras, palabras, palabras.

  POLONIO.--¿Pero de qué se trata?

  HAMLET.--¿Entre quiénes?

  POLONIO.--Quiero decir ¿de qué asunto trata el libro que leéis?

  HAMLET.--¡Calumnias! El perverso satírico afirma que los viejos
  tienen la barba gris, el rostro lleno de arrugas, que sus ojos
  vierten ámbar y goma, y que unen a la falta de entendimiento una
  gran debilidad de piernas; lo cual creo plenamente, y, sin embargo,
  no me parece honesto hallarlo consignado en tales términos, pues
  vos mismo, señor, seríais de mi misma edad, si os fuera posible
  andar hacia atrás como el cangrejo.

  POLONIO, _in péctore_.--Aunque todo lo que habla son locuras, no
  deja de tener en el fondo cierto método.»

Esta cita de Shakespeare sirve de prólogo al primer libro de
Coll, _Palabras_, unida a estas exclamaciones de _Hamlet_, en las
maravillosas _Moralités Legendaires_: «¡Ah, qué solo estoy! Y en
verdad, la época no es culpable de ello. Tengo cinco sentidos que me
atan a la vida; pero, este sexto sentido este sentido de lo infinito...
Soy joven todavía, y en tanto goce de mi excelente salud, todo irá
bien. ¡Pero la Libertad! ¡La Libertad! Sí, me marcharé de aquí y viviré
anónimo entre gentes honradas y me casaré para siempre, la cual será
la más hamlética de mis ideas. Pero hoy es preciso obrar, es necesario
objetivarse. ¡Adelante por sobre las tumbas, como la Naturaleza!»

Estas preferencias inducen al conocimiento de un temperamento. Como
crítico, el señor Coll ha dado a conocer, siempre con amable optimismo,
en sus revistas del _Mercure_, la producción intelectual de la América
española en estos últimos años. Es una lástima que su partida a
Venezuela haya puesto fin a tan plausible tarea.

Otro venezolano aún, Pedro César Dominici, una de las más activas y
abiertas inteligencias de su país, publicó el año pasado una novela,
_La tristeza voluptuosa_, de innegable valor psicológico, aunque
torturada de descuidos de forma; que no tendrían en absoluto excusa por
ser voluntarios.

Bolivia tiene un representante en el joven poeta Franz Tamayo, autor
de un libro de _Odas_ muy meritorias que se dirían calcadas en Hugo.
Este culto talento, cuyo solo contrapeso está en la difícil digestión
de unas cuantas filosofías y variedad de erudiciones, honrará, si su
voluntad persevera, al pensamiento de su patria, ya glorioso en el
mundo de la nueva poesía, con el solo nombre de Ricardo Jaimes Freyre.

Argentino es el señor Soto y Calvo, autor de picantes páginas de
viajes, y que por su mentado _Nastasio_ ha juntado a lo que la
naturaleza le dió lo que Salamanca le presta. Los méritos poéticos del
señor Soto y Calvo han sido revelados a nuestro público por el sabio
rector de la Universidad salmantina, ¡mozo jinetazo ahijuna! que no
halla inconveniente es estudiar a un tiempo la patrología griega y ser
el escoliasta de Martín Fierro o Anastasio el Pollo.

Argentino asimismo es Manuel Ugarte, joven cuyo talento ponderado y
buscador ha logrado la realización de más de una bella joya de arte.
Su sobriedad le ha impedido los pasos en falso, las caídas icarias.
No tiende sino hasta donde sus fuerzas le alcanzan y el pegaso, en
los vuelos precisos, jamás se ha dislocado un solo hueso. Su vaso es
pequeño; pero cuando lo necesita, se fabrica otro más grande, y bebe
así en sus dos vasos. Sabe lo que se propone, y el cielo de París le ha
alentado en sus deseos. Sus versos son siempre gratos; bellos algunas
veces. Busca la originalidad y se aparta de la extravagancia. En prosa
es claro y pictórico cuando describe. Es socialista, y aun creo que en
el fondo de sus voliciones, anarquista:

Y argentino Angel Estrada, cuyo libro _El color y la piedra_ tanta
agitación causó con su aparecimiento en Buenos Aires. Como el Dr.
Cané, no pocos hemos sido los que hemos visto como un signo de vida
nueva en la juventud argentina--yo digo en la juventud americana--el
hermoso aparecer de este joven talento, cuyo libro primigenio tiene
todo el color y la gracia del primer fruto de un árbol sano y gozoso
de savia. Generoso temperamento ante la naturaleza, espíritu religioso
y al propio tiempo dueño de la libertad del arte, ha viajado mucho, y
en todos lugares, los paisajes de la tierra, las luces del cielo, las
armonías de las cosas le han hecho vibrar como un instrumento acordado,
y el don de Dios ha hecho fluir la digna idea en noble ritmo, en la
música de la palabra. Ya conocido en nuestro mundo intelectual por su
poema especular, en que el alma de Rodenbach se romantiza en la emoción
lírica de una juventud coronada de sueños, su obra en prosa vino a
asentar la fuerza de su pasión artística, la discreción aristocrática
de su buen gusto. Nuevas poesías han brotado al influjo de climas
diversos, y nuevas páginas de impresiones y de recuerdos, mentales y
sentimentales.

Las prosas cantan en su música interna de ideas y evocaciones más
sutilmente aún que en sus cuerdas de palabras; son las hermanas de los
versos, educados ambos por la misma voluntad paternal, en un cuidado
de armonía y en un anhelo de ascensión que se diría tienen las mismas
voces y las mismas alas. Mayor sobriedad, el desdén de la preocupación
puramente «artística», y que asoma con más frecuencia, apareciendo
entre la riqueza del _décor_, el alma sincera y fresca del poeta,
que sabe la inmensidad de su virtud íntima y tiene el orgullo de su
tesoro--, orgullo que no se muestra más que benévolo en el don de su
primavera.

Todos estos escritores y poetas que he rápidamente nombrado, y yo el
último, vivimos en París; pero París no nos conoce en absoluto, como ya
lo he dicho otras veces. Algunos tenemos amigos entre las gentes de
letras; pero ninguno de estos señores entiende el español. El _Mercure_
abrió la _rubrique_ de letras hispanoamericanas, hoy desaparecida
por un extremado cosmopolitismo, y M. Finot, director de la _Revue
et Revue des Revues_, al encargarme un estudio sobre el movimiento
intelectual argentino, fué franco en no ocultarme que tomaba el asunto
casi como perteneciente al folk-lore. Así, de la literatura malaya
se pasa a la literatura dominicana o a la poesía de las islas Fidji.
Desgraciadamente todo es cuestión de moda. Hace algunos años todo lo
ruso privaba y luego lo escandinavo. Se hizo una estación en Italia
con D'Annunzio y la Serao, y hoy se grita _¡Vive la Pologne Monsieur!_
a causa del fatigante y asenderado _Quo Vadis_? A nosotros no nos ha
tocado aún el momento; y mucho es que el poeta Díaz Romero encuentre
su prosa traducida en revista como el _Mercure_, a propósito de Albert
Samaín. Cuando uno piensa que hace más de dos meses que Bjorsterne
Bjornson se encuentra en París y que si no fuera un grupo de naturistas
y otros entusiastas que han pensado en hacer representar una obra suya,
nadie sabría que el pobre grande hombre está en la enorme capital...

[Ilustración]



[Ilustración]



III


El acontecimiento del día es la entrada a la Academia del marqués de
Vogüé, su discurso y la respuesta de José María de Heredia. El «preux»
y el conquistador. Se ha visto más que nunca que la Academia es, ante
todo, un oficial salón aristocrático. La fiesta ha sido un triunfo del
mundanismo y de la nobleza. Allí había Gotha, d'Hozier y el _Almanach
des châteaux_. La pompa solemne era sacada de una página de historia.
El académico entrante y el que le recibía tienen una buena parentela de
armaduras. Heredia lleva en su blasón, si mal no recuerdo, una ciudad
de plata bajo una palmera de oro, o viceversa; Vogüé, un gallo de oro
sobre campo azul.

Como es natural, Vogüé hace el elogio de su antecesor, el duque de
Broglie. Habla de su vivaz inteligencia, de su espíritu penetrante
e incisivo y del fondo vigoroso de su alma. Y no calla sus lados
opuestos y defectuosos, como su timidez. ¿Quién diría que el fuerte
duque de Broglie fuera un tímido? «Este hombre, cuyo coraje cívico y
valentía moral no se desmintieron nunca, era un tímido que el contacto
de sus semejantes embarazaba, a quien un acto de autoridad costaba
un penoso esfuerzo. Su naturaleza, un poco dura, sujeta a extrañas
distracciones, no respondía siempre a los impulsos de su corazón o a
las intenciones de su perfecta cortesía.» Cuestión de «raza». Tanto
en un discurso como en otro, a cada momento se habla de raza. Largos
párrafos van desenvolviéndose, evocando rasgos históricos, presentando
tipos vigorosos de mariscales, de estadistas o de obispos. Aguarda
uno el momento en que, por fin, llegue la parte de las letras, objeto
principal, al parecer, de la Academia. Y llega sin gran brillo, aunque
respetable, la cita de la obra intelectual del duque de Broglie. Algún
sentimental lamentaría que no aparezca en todo el discurso una sola vez
citado el nombre del pobre Doudan, el áulico preceptor, el filósofo
doméstico, el fiel cronista de los Broglie. Cierto es que no era sino
un criado para el cerebro.

El discurso de Vogüé es una obra maestra de ese estilo correcto,
distinguido, eminente, que conviene a los escritores de su laya,
temerosos o desdeñosos de la metáfora; literatura de buen tono. En un
párrafo, creeríase oir una repetición de la escena de los retratos
en _Hernani_... «Francisco María de Broglie, el primero que sirviera
a Francia y que se hizo matar a los cincuenta y seis años por su
patria adoptiva--Víctor Mauricio, que fué el primer mariscal de su
nombre--; Francisco María, el lugarteniente preferido de Villars, que
fué el último en dejar el campo de batalla de Malplaquet y entró el
primero en la de Denain, y que a su vez mariscal de Francia, peleaba
aún en Bohemia a los setenta años, Víctor Francisco, tercer mariscal,
el vencedor de Bergen y de Sondershausen; su hermano, el discreto y
valiente depositario del _secreto del rey_; su hijo Mauricio, obispo
de Gante, quien resistió a Napoleón y preparó la emancipación de la
Bélgica. Otros aún, cuyos servicios, no por ser menos brillantes
fueron menos abnegados.» Los párrafos y las frases van en el discurso
guardando su categoría; sin precipitaciones ni violencias. La
admiración misma se manifiesta con pulcritud. Aun en los pasajes en que
se trata de política, nada revela que se altere la noble limitación
de la pieza académica. Apenas en un punto, a propósito de la actitud
de Broglie con Chateaubriand, expresa: «Una voz solamente salió del
círculo habitual de sus trabajos y de su moderación habitual, Las
_Memorias de ultratumba_ acaban de aparecer; esta confesión póstuma
del genio, que descubría sin prudencia las más secretas llagas de un
alma desgarrada, y mostraba, sin velos, todo lo que la irremediable
flaqueza humana puede mezclar de pequeñeces y de egoísmo a las
sublimes aspiraciones del patriotismo. El joven crítico se indignó.
Vertió su indignación en rasgos de un raro vigor y viril elocuencia
en que flagelaba con mano implacable las tristes confidencias de un
viejo lúgubre, las injustas recriminaciones del político desengañado,
levantando la piedra de su tumba para verter la calumnia, en la
seguridad y la irresponsabilidad de la muerte.» Confesaréis que, aun
lo de «viejo lúgubre», aplicado nada menos que a Chateaubriand en tal
recinto, guarda siempre ciertas conveniencias.

La producción intelectual de Broglie aparece, ya que no grandiosa,
respetable. Como historiador, su _Historia de la Iglesia y del
Imperio Romano en el siglo IV_, le da una buena base. Es una obra
de estudio, de reflexión y de labor, pero hecha con un criterio
parcial en cuanto a ideas religiosas, y muy lejos de un procedimiento
estrictamente científico. En dos revistas, la _Revue des Deux Mondes_
y el _Correspondant_, dejó gran parte de sus lucubraciones el autor
blasonado que, a los cuarenta años, era acogido por la Academia,
bendecido por Pío IX y defendido por Lacordaire.

M. de Heredia, para responder a la aristocrática arenga, se puso todos
sus hierros españoles; sacó la vieja espadona del abuelo de Cartagena,
y tuvo gestos de adelantado que ni el mismo Pedrarias Dávila o Pedro
de Mendoza. Sabido es que Heredia tiene la nobleza homérica de los
fundadores de ciudades, y guarda en su salón, como una joya heráldica,
una evocación de «L'Ancêtre» por Claudius Popelin.

Su discurso fué otro desfile de figuras nobiliarias y de hechos
heroicos, iluminados esta vez por el resplandor meridional de su verbo
de poeta, y en la música de un idioma sonoro y metálico. Hay allí una
gran cantidad de sonetos perdidos.

El severo y magnífico D. José María ha demostrado una ocasión más
que el _deus_ no abandona a los favorecidos de las Gracias en ninguna
ocasión, así sea en la ardua de contestar el discurso académico de un
Vogüé. Galeras conquistadoras, choques de armas, vuelos de gerifaltes,
todos los trofeos aparecen en el animado fondo de esa prosa elegante y
soberbia. No dejará él de dirigir sus párrafos genealógicos a propósito
de los Vogüé, como al cubrirse por vez primera un grande de España.
«En el año de 1084 Bertrand de Vogüé funda el monasterio de San Martín
de Villadieu. Raymond de Vogüé estuvo en la tercera cruzada, si he
de creer a una escritura fechada en 1191 en el campo cristiano, bajo
los muros de Ptolemais sitiada, por la cual el buen caballero recibe
prestados de algún judío o lombardo ochenta y cinco marcos de plata.
Paso, en el curso de los siglos, más de un Raymond, Jorges, Pedros,
Geoffroys y Audebertos. De todos esos barones, caballeros o donceles,
los mayores guerreaban, se casaban con herederas y vivían noblemente,
acreciendo su dominio y su descendencia. Grandes bailíos de espada
del alto y bajo Vivarais, caballeros de la Orden, se asentaban en
los estados de la nobleza de Languedoc. Los menores eran obispos o
canónigos de Viviers y de Trois-Châteaux, o entraban en la Orden de
San Juan de Jerusalén, mientras que las hijas no casadas se hacían
religiosas o abadesas de Saint-Bernard d'Alais y de Saint-Benoît
d'Aubenas.» Con toda la dignidad del caso, el hidalgo enumera todas las
glorias familiares de ese antiguo y frondoso árbol de Vogüé, en que
han florecido muchos reyes magos; conviene a saber, varios Gaspares,
Baltasares y Melchores, uno de los cuales ocupaba ya un sillón de la
Academia Francesa y es uno de los escritores más eruditos, discretos
y sabrosos de estas letras contemporáneas. M. de Heredia quiere
disculparse, en un pasaje de su persistencia, en tratar esos asuntos
personales, y da por excusa que en la Academia, «l'homme, quel qu'il
soit, n'est estimé qu'à sa valeur personnell». Haciendo el elogio de
toda la ilustre parentela, halaga al recién venido y de paso a la
Corporación que, como la otra que sabéis, pretende o aparenta fijar,
limpiar y dar esplendor a la lengua de Flaubert y de Baudelaire--, dos
que no pertenecieron al senado «inmortal».

La prosa de M. de Heredia tiene mucho de marcialidad; cosa no extraña
en el traductor de _Bernal Díaz_, y compulsador de tanta crónica
y página de viejos soldados escritores. El épico penacho de crin
aparece de cuando en cuando. Y la gallardía, la _superbia_ lírica, no
abandonará en todo el tiempo al adorador de Musagetes. Por esto no
puedo menos que imaginarme una vaga sonrisa en ciertos colegas suyos
que se sientan en el ilustre Instituto única y exclusivamente «por su
valor personal». «¡Poeta, pensarán, poeta!» mientras los pensamientos
heroicos y las cláusulas sonantes se van por el aire de la inmortalidad

           Comme un vol de gerfaults hors de charniers nata.

Los méritos del marqués de Vogüé son, por otra parte, positivos,
y su entrada a la Academia estaba prevista desde hacía tiempo.
Además, era ya miembro del Instituto en su sección de Inscripciones
y Bellas Letras. Los trabajos de ese noble son muchos y enormes.
M de Heredia saluda admirado esas _Iglesias de la Tierra Santa_,
_Templo de Jerusalén_, _Siria Central_, _Inscripciones semíticas_,
que han colocado a su autor en un honorable puesto entre los modernos
arqueólogos: «Vos habéis fijado las reglas sobre la paleografía fenicia
y aramea, aclarado más de un punto de historia por las inscripciones
y la numismática, establecido el carácter del arte fenicio, revelado
el arte chipriota, explicado la representación religiosa y comercial
de los hebreos y de los arameos en Siria, y arrojado una luz nueva
sobre los palmirianos y los nabateos, esos dos pueblos que el comercio
del Oriente hizo tan prósperos y que han desaparecido dejando dos
maravillas: las ruinas de Thadmor y las de Petra. Cuando en 1868 fuiste
elegido miembro libre de la Academia de Inscripciones y Bellas Letras,
ya estábais considerado desde hacía largo tiempo como uno de los
maestros de la arqueología oriental». Ya veis, pues, que en este caso
las brillantes armas de Heredia rinden bien los honores, y esos honores
son justos, puesto que se hacen a un aristócrata del estudio y de la
sabiduría, antes, o al mismo tiempo que al descendiente de una docena
de mariscales y una veintena de duros y «ferrados» barones, matizados
de amatistas con varias abadesas y dignatarios episcopales.

La Academia une, después de todo, a los hombres de genio que alberga
como a los mediocres de espíritu resplandecientes de apellidos, en una
misma tarea, vaga y eterna: hacer el diccionario. Un diccionario que
se está haciendo desde hace muchísimo tiempo y que, probablemente, no
se acabará nunca. Sospecho que ese es el secreto de la «inmortalidad».
Si algún poeta está en su puesto en tan misteriosa y dilatada tarea, es
M. de Heredia, que tardó los años que se sabe en dar a luz sus famosos
sonetos.

Ya hay, pues, dos de Vogüé en el ilustre recinto «bajo la Cúpula»,
como se dice por aquí. El vizconde Melchor guarda silencio desde hace
algún tiempo. No hay que olvidar que se le deben libros resonantes y
meritorios, y que es un gran admirador y celebrador del espíritu y
de la solidaridad latinos. Él fué quien, oficialmente, digamos así,
presentó la obra de Gabriel D'Annunzio a los franceses.

El marqués, una vez en posesión de su silla, podrá hacer notar a su
pariente que falta otro Vogüé todavía en el Instituto, para que quede
completo el número de los reyes magos tradicionales.

[Ilustración]



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IV


Por fin Enrique Heine tendrá su estatua en París, verdadera patria
suya. Sabido es que su patria original, la tierra de su nacimiento,
Alemania, no ha consentido en que se levante el menor monumento.

Razones ha tenido Alemania para no tratar con excesivo cariño al
portalira de la sardónica musa, que le dijo y cantó tantas verdades.
Amor con amor se paga. Mas lo cierto es que los profetas y las
patrias no han hecho nunca buenas migas. Un profeta molesta mucho al
vecindario, perturba al cura, inquieta al alcalde; vale más que vaya a
otra parte a hacer sus profecías. Si no se va, se le crucifica, se le
apalea o se le desdeña. Pero entonces, sí, inmediatamente que muere,
se le dedica una calle o se le inaugura un simulacro de mármol o de
bronce. Heine amó grandemente a Francia; amó, sobre todo, a París,
respiró este ambiente, sufrió aquí la terrible enfermedad que tanto le
hizo padecer, y reposa en un rincón del cementerio de Montmartre. Allí
están los despojos de aquel que dijo: «Yo soy un ruiseñor alemán que
vino a hacer su nido en la peluca de Voltaire.»

Un ruiseñor alemán... Cantó divinamente aquel ruiseñor. Cantó divina y
dolorosamente; así Dios, según dicen, saca los ojos a sus pájaros de
poesía para que canten mejor.

Muchas gracias. Valdrá más, entonces, no cantar ni bien ni mal. ¿Por
qué la desventura ha de ser condición del genio, y, sobre todo, de los
maestros de la armonía, desde Homero, rey de los ciegos y de los cisnes?

Heine, dulce y áspero, risueño y sollozante a veces, padeció muchísimo,
espiritual y corporalmente. Por eso se construyó su fina armadura de
ironía, su escudo de desdén, su espada de amargura. Y de esa manera,
alejado de los olimpos de un Goethe, o de la serena meditación de
un Novalis, rompe con todos los dioses y desconfía de todos los
hombres. Apenas algo antecesor en esto de Nietzsche, dedica una parte
de su admiración a los grandes conquistadores, a los acaparadores
de la gloria que, como el emperador francés, dominan en los siglos.
Francia le atrajo con el irresistible encanto de sus seducciones.
Alemania, gran madre, sin embargo, _Germania mater_, no ha llenado
los sueños y aspiraciones de más de uno de sus ilustres hijos. Fuera
de sus cazadores de absoluto, Fichte, Schelling, Hegel, están los
que protestan y se erizan. «Previendo mi muerte, dice Schopenhauer,
declaro: que desprecio la patria alemana, a causa de su estupidez, y
que me avergüenzo de pertenecer a ella.» Y Heine: «El pueblo prusiano,
es siempre el mismo pueblo de muñecos pedantes; siempre el mismo ángulo
recto a cada movimiento, y, en el rostro, la misma suficiencia helada
e estereotipada. Se apretaban, siempre tan tiesos, tan estirados, tan
estrechos como antes, y derechos como una I. Diríase que se han tragado
la vara de cabo con que antes les zurraban». «Es el país chato de
Europa», escribe de su Alemania el flagelante Nietzsche: _Das Flachlan
Europas_.

Pero la verdad es que aquel judío melodioso ha entrado a la eterna
Walhalla de la gloria, si no a la consideración oficial del imperio de
Guillermo II. Si en su _Alemania_, si en su _Atta Troll_, si en muchas
partes de su obra admirable, zahiere la patria que no le fué maternal
ni simpática, extrajo de ella misma una inmensa riqueza poética. En la
luz de sus claros de luna cristalizó más de un collar de perlas del más
mágico oriente; hay versos suyos eternamente húmedos de rocío de sus
florestas y campos; el ensueño alemán flota, con su legendaria bruma,
en el canto musical y entristecido del prusiano rhenano.

De su permanencia en París, Gautier nos ha dejado algunas páginas muy
bellas. Cuando sufría el ruiseñor alemán, ya herido por su dolencia,
no en la peluca de M. de Voltaire, sino en la silla de enfermo de la
que no podía levantarse, le pinta un escritor, habitando rue de la
Chataigneraie en Montmorency: «Vivía solo, pobre, orgulloso, cuidado
por su mujer, que era muy bella, un poco vulgar. La amaba mucho y le
toleraba, sin embargo, un compañero bastante desagradable: un loro
hablador. Era una gran condescendencia de su parte, pues el menor ruido
le irritaba. No podía ni resistir el tic-tac de un reloj en el bolsillo
de un visitante; su sensibilidad exacerbada transformó la mitad de su
existencia en áspera agonía. Pasó sus días como un desollado vivo.»

Suplicio prometeano, suplicio dantesco. Hay en él entonces algo de un
Job irónico. No cabe en su delicadeza de imaginativo y de sensitivo la
dura blasfemia, el desahogo brutal. Las abejas de su jardín zumban,
melancólicamente, y extraen su miel heráclea de los más amargos ajenjos
y gencianas.

       *       *       *       *       *

Es interesante, vivamente interesante el culto, el cariño admirativo
de la pobre y trágica emperatriz de Austria, Isabel la mártir, por la
memoria y la obra del lírico alemán.

La tontería ultrapatriótica rechazó a éste de Berlín; la torpeza
antisemita le negó la ciudadanía de Viena. No quisieron en la capital
austriaca su estatua porque era israelita. No querían el azor ni
los ejemplos buenos, por nacer en «vil nio» y «por los decir judío»
como reza el verso de Rabbi Sem Tob. La princesa atrida, entonces,
en su villa de Corfú le levantó su monumento. Muerta la emperatriz y
puesto a la venta el Achilleion, un millonario italiano ha querido
ser generoso también con el poeta, y ha dado la estatua para que sea
colocada en la tumba del cementerio de Montmartre. No ha de faltar
el día de la inauguración el cumplido homenaje de París. El primero
de los satíricos modernos, según el sentir de Menéndez Pelayo; pero
sobre todo, el poeta, el melodioso y triste poeta, tendrá flores en su
sepulcro y se celebrará su gloria como en lugar propio.

Sí; Heine el volteriano es ciudadano de París, Heine, el admirador de
Napoleón, tiene ganada su carta de ciudadanía francesa.

¿Recordáis la balada? Dos granaderos, prisioneros en Rusia, volvían
a Francia. Y al entrar en país alemán, inclinaron la frente. Allí
escucharon ambos esta triste noticia, la Francia perdida, el gran
ejército vencido y mutilado y el emperador, el emperador prisionero.
Entonces, los dos granaderos se pusieron a llorar juntos, al saber
tan tristes nuevas. El uno dijo: «¡Cuánto dolor siento! ¡Cómo me arde
mi vieja herida!» El otro dijo: «La canción ha concluído; yo también
quisiera morir; tengo, sin embargo, mujer e hijo en la casa que, sin
mí, perecerían. Qué me importa mi mujer, qué me importa el hijo: tengo
más alto un deseo mejor. Que mendiguen cuando tengan hambre. ¡Mi
emperador, mi emperador prisionero!

»Hermano, concédeme lo que te ruego: si muriere ahora, lleva mi cadáver
a Francia, entiérrame en la tierra de Francia. La cruz de honor con la
cinta roja me la colocarás sobre el pecho; me pondrás el fusil en la
mano y me ceñirás mi espada.

»Quedaré acostado así, el oído atento, como un centinela en la tumba,
hasta que escuche al fin los aullidos del cañón y el sonar de cascos de
los caballos relinchantes.

»Mi emperador entonces, tal vez pasará sobre mi tumba, mil espadas
se chocarán y brillarán. Así, saldré todo armado de la tumba, para
proteger al emperador, ¡al emperador!...»

Pocas liras francesas han celebrado con más bello sonar la grandeza del
Cabito, del _Petit Caporal_.

M. George d'Esparbes debe hacerse presente en la fiesta de Heine, su
antecesor, en el culto de la leyenda del Aguila.

Tanto peor para las patrias que desconocen a sus hijos ilustres;
tanto peor para las patrias cuando los hijos gloriosos las dicen
con justicia: «No tendrás mis huesos». Alemania hará construir cien
monumentos más a sus mariscales, políticos y Césares.

Heine descansa contento en París.

       *       *       *       *       *

Tiempo después de escritas las anteriores líneas he asistido a la
inauguración del monumento, un modestísimo monumento. No hubo, pues,
regalo de millonario. Tanto mejor.

[Ilustración]



[Ilustración]



V


Dos artistas--uno argentino, el señor Irurtia, otro mejicano, el señor
Ramos Martínez--, me habían invitado para ir con ellos esta mañana al
campo, a respirar el fresco aire y ver los hermosos paisajes que ellos
trasladan a la tela. Había que levantarse temprano. Yo fuí muy matinal
y me dirigí a buscarlos a la rue Campagne Première. Nos encaminamos
luego a la Avenue du Maine en donde debíamos sacar a otro compañero.
Serían las seis, más o menos. El cielo estaba tranquilo y claro.
Caminábamos conversando alegremente de proyectos, de luchas, de obras
por hacer, de sueños por realizar. De repente, al llegar a la avenida,
uno de mis amigos llama la atención:

--«Eh, miren allá, en el cielo. Santos Dumont, seguramente». Un globo,
no lejos, estaba a nuestra vista. Se dirigía como hacia el lado de Mont
Rouge.

Yo hice notar que Santos Dumont, según los diarios, había llegado hacía
dos o tres días, de los Estados Unidos, bastante enfermo. Seguimos
mirando el aerostato, que se acercaba más, cuando no pudimos menos de
lanzar un grito: «¡Se quema!» Del globo salió una luz, una llama, y se
produjo una detonación, un corto trueno, y luego un humo que nos llenó
de espanto a todos, a nosotros y a unos cuantos transeuntes que se
habían detenido a ver... No; es algo tan horrible que no encuentro cómo
escribirlo. La impresión penosa me dura, y el recuerdo me durará por
toda la vida. El globo reventado descendió en un momento, arrastrado
por el pesado aparato que servía de barquilla. Fué tan rápido eso, que
no nos dimos cuenta exacta del tiempo; unos pocos segundos. Oímos el
ruido del choque, horroroso choque, como a unos doscientos metros...
El espanto parecía que había paralizado a todo el mundo. Mis amigos
y yo no nos hablábamos una sola palabra hasta momentos después, que
pasaron varios automóviles que venían en socorro de los aeronautas. A
lo largo de la avenida, cerca de la rue de la Gaîté, estaban los restos
del globo, y bajo ellos, los despedazados restos de dos bravos hombres:
el pobre señor Severo, diputado brasileño, émulo de Santos Dumont, y
su mecánico, M. Sachet. A poco llegaban las camillas y se recogían
los cuerpos... Yo no quise ver... sacos sangrientos de carne y huesos
deshechos... Luego supimos que allá, en el parque de Vaugirard, la
pobre mujer del aeronauta y su hijito mayor, habían presenciado, locos
de terror, la caída...

Ya no pensamos más en paseo ni en paisajes... Nos volvimos, rudamente
conmovidos, enfermos, a nuestras casas. No, no olvidaré esto nunca,
nunca...

       *       *       *       *       *

Este pobre señor Severo, brasileño como Santos Dumont, había venido a
París con el objeto de encontrar gloria, gloria y provecho, superando
a su ya famoso compatriota. Aún no vieron algunos con buenos ojos el
aparecer de este competidor, en los días mismos en que aquel joven
aeronauta lograba sus mejores triunfos. Se apartó toda idea de envidia
y mala intención, cuando se supo que fué a iniciativa de Severo, que
el Congreso del Brasil acordó un premio valioso a Santos Dumont. Pero
es el caso que él también estaba poseído por el demonio del invento, y
unía a su carácter tesonero un valor singular. Lo que le faltaba, según
dicen los entendidos, eran conocimientos prácticos en la navegación
aérea, pues no había subido en globo a pesar de sus estudios teóricos,
sino dos o tres veces, lo cual hace más temeraria la tentativa que le
ocasionó la muerte. Un hombre más en la larga lista de los devorados
por la ciencia, de los rechazados y destruídos por la fuerza secreta de
la naturaleza, que no quiere dejarse conocer y vencer. Muchos designios
desconocidos se oponen a la conquista del universo, al _humani generis
potentiam et imperium in rerum_, de Bacón. Después de que muchos
han caído, después de que la muerte y la desgracia han deshecho mil
constancias y paciencias, un día llega en que alguien logra dar un
paso adelante, entrar un poco en el campo ambicionado. Enorme es el
martirologio de la ciencia, y su número acrecerá hasta lo infinito. Es
constante el que un abanderado caiga y otro recoja la bandera. Y el
ejército silencioso sufre mermas y claros que se reponen luego. Caen
las construcciones, explotan los laboratorios, muelen las máquinas,
envenenan los gases, fulminan las fuerzas eléctricas, emponzoñan los
microbios, y los consagrados a hacer adelantar la felicidad y el
progreso humanos siguen en su labor ardua y paciente.

En la lucha con los elementos, el aire resiste, misterioso y traidor.
Muchísimos son ya los que han corrido la suerte del antiguo Icaro;
muchos los imprudentes y osados.

Recuerdo haber visto en el museo Borbónico un vaso pintado en que
representa a Dédalo poniéndose las alas, ayudado por Minerva. Juzgo
que esta pintura debía estar en el escudo de cada aeronauta, pues la
cordura debe presidir a cada tentativa, so pena de exponerse a la
irremediable catástrofe. Al echar a volar de la prisión cretense en que
los tenía aprisionados el rey Minos, llevaban alas iguales Dédalo y su
hijo Icaro; pero éste no escuchó los consejos prudentes de su padre
y fué precipitado en el Egeo. Así, los Icaros modernos deben tener
siempre fijo el significado del mito griego.

El desgraciado Severo, como el hijo de Dédalo, fué víctima del fuego;
al uno los rayos del sol derritieron la cera de sus alas, y al otro
el encendido motor hizo explotar el hidrógeno de su globo. La trágica
prosa de estos infelices estrellados en pleno París, convertidos en
una sangrienta masa, supera en su horror al poético descenso del
personaje legendario a las aguas de un mar armonioso. Severo era
fatalista. «Si he de morir hoy, dijo, moriré.» Y murió. Era también
bastante meridional. Gustaba de las hermosas frases, y llevaba en su
barquilla papeles impresos en que «El Brasil saludaba a Francia desde
el Pax». Su entusiasmo era superior a su reflexión, cosa que no ocurre
en los verdaderos sabios... Su ímpetu poético le fué fatal, y su noble
impaciencia de victoria. Pensaba construir después de su primer triunfo
un gran globo que se llamaría Jesús, y con el cual atravesaría el
Océano. Soñaba en la paz humana, en la conquista de tranquilidad del
mundo por la ciencia y por la virtud cristiana. La casualidad, que es
misteriosa pariente de la ironía, hizo que el globo llamado Pax cayese
con su creador Severo en la calle de la Gaîté, y que el globo Jesús
quedase en proyecto en el despedazado cerebro del lamentable brasileño.

No se arredran los que tienen la fiebre del descubrimiento. No les
atemoriza la terrible lección de un antecesor que fracasa en un drama
espantoso. Todos saben que hay escollos y dificultades, y lo que es
peor, la probable muerte. No importa. La fe va de guía; la fe, que es
ciega. Así el desventurado Severo. Así tantos otros. Pilatre de Rieres
no aleccionó a Zambeccari, ni Zambeccari a Giffard, ni Giffard, entre
muchos, a Woelfert, ni Woelfert a Jagels, ni Jagels a los Tissanddier,
a Renard y Krebs, a Santos Dumont y al soñador del Pax y del Jesús.

Los chinos y los japoneses tienen dioses horribles de los elementos.
Los dioses del aire, de la tierra, del fuego, son seres a quienes
hay que hacer sacrificios y no ofender en sus distintos reinos. La
iglesia católica reconoce en cada elemento una potencia que obedece
a sus conjuros, y a los cuales el sacerdote bendice en día señalado,
conforme al ritual. Mas el esfuerzo humano va conquistando a cada paso
el dominio del mundo, en continua lucha con lo desconocido. Y dioses
nuevos se descubren: el dios de la electricidad, el dios del vapor
asientan más y más su potencia sobre la faz de la tierra. Mas para
alcanzar esas victorias, ¡cuántas víctimas, cuánta sangre, cuánta vida!

¡Pleno cielo! cantaba Hugo. Ninguna conquista más atrayente, más
grande, más transcendental que la del espacio. La locomoción aérea
dirigida y voluntaria, es el cambio de la existencia actual; el
advenimiento de una nueva era, la revolución más decisiva en el estado
actual de las sociedades humanas. La guerra no desaparecería de entre
los hombres; pero sí mil leyes, convenciones y modos de ser. Hay en
ello mucho en que soñar, y la sonrisa del lápiz ha trazado ya más de
una graciosa imaginación con ese tema.

Se explica el entusiasmo de un inventor, al creer ya en su poder las
riendas del huracán, el imperio del cielo azul. Ser como el águila o el
cóndor, sobre la pequeñez de las fronteras y de las aduanas, y realizar
una vez más la grandeza del mito, siendo sencillamente y con fuerza
simplemente humanas, una voluntad casi divina. Es, en verdad, demasiado
hermoso. Mas la esfinge, no se deja vencer fácilmente. La energía de lo
oculto se manifiesta contra el hombre invasor que se atreve a rasgar
el velo de lo misterioso.

    Et les bûchers flambaient, multipliés, dans l'air
    Fétide, consumant la pensée et la chair
    De ceux qui, de l'antique Isis levant les voiles
    Emportaient l'âme humaine au delà des étoiles.

Así dice el poeta, y así se cumple. Y así se ha ido en el penoso y
largo camino desde el hombre lacustre hasta los Pasteur y los Edisson,
desde Tubalcaín hasta Eiffel, desde el fabuloso hasta los modernos
Icaros.

--¿Qué hará usted ahora?--han preguntado a Santos Dumont después del
trágico suceso de la Avenue du Maine.

--Recomenzar--contestó.

Y comenzará de nuevo. Y quizá él también vaya a aumentar la lista de
los sacrificados, por la noble tenacidad que hace a los héroes y a los
sabios. ¿Creerá él también en la fatalidad?

El elemento que pasa por la naturaleza entera y al cual llamamos
vulgarmente fatalidad, toma un aspecto brutal y bárbaro, dice Emerson.
Y Chaucer: El destino, ministro general que ejecuta todo aquí abajo--la
cosa prevista por Dios--, es tan fuerte, que, así el mundo entero
hubiese jurado lo contrario, por sí o por no, un acontecimiento que no
llega en mil años, llegaría en un día dado; pues, ciertamente, nuestros
deseos o apetitos, guerreros o pacíficos, de odio o de amor, están aquí
gobernados por una presidencia superior.

Y si el luchador ha de triunfar, triunfará, pues la fatalidad del bien
es igual a la fatalidad del mal, y en donde el acorazado que sabe
adonde se dirige, se hunde, la carabela de Colón, pasa guiada por el
destino hacia en donde ha de aparecer la deseada América.

Icaro ha de ser, por fin, dueño del elemento con que ha tanto tiempo
brega. De las legendarias alas a la aviación actual, los trofeos
ganados son muchos. La raza es generosa y potente. Eupalamo, que
inventó los barcos, y cuyo laberinto, que se creía invención de la
fantasía, acaban de encontrar felices arqueólogos fué un ser de carne
y hueso y el maravilloso arquitecto fué el abuelo de Icaro. Hoy surge
un hijo de la tierra americana, que representa la antigua estirpe y que
quizá sea el señalado por la suerte para el logro definitivo.

Es de notarse que es el nuevo continente quien da hoy esos nombres a la
gloria. Y Severo muerto, y Santos Dumont en la obra que le posee, son
lustre y orgullo, no solamente del Brasil, sino también de la América
toda. O para decir mejor, de la humanidad.

[Ilustración]



[Ilustración: LIBRO CUARTO]



[Ilustración]



I


Una sensación de bosque. Los árboles llenos de hojas forman cúpulas
de frescura de donde se escapa suave rumor y una incesante polémica
de pájaros. La fuente de Médicis evoca la gracia italiana que trajo
aquella magnífica María, flor florentina. Las estatuas se duplican
en el agua especular. A lo largo de las alamedas juegan los niños de
piernas desnudas. Más allá, frescas muchachas se divierten con el
_lawntenis_. Bandadas de gorriones saltan familiares sobre el terreno
cubierto de hierba menuda y fina. Vuelan palabras, gritos, risas. La
fuente central, frente al palacio, lanza su chorro verticalmente, que
el aire transforma en una larga pluma cristalina y espumosa. En los
bancos, al amor del delicioso ambiente, las gentes leen sus periódicos
o sus libros. Varias mujeres hacen su labor. Uno que otro pintor
copia rincones pintorescos. Abro mi diario y recorro sus columnas: la
nueva ley sobre el servicio militar; una endemoniada en un convento;
detalles sobre la catástrofe de la Martinica; todavía los Humbert...
Llegan a mis oídos los acentos de una música militar. Por una almeada
un sacerdote despacioso se adelanta; frente a él vienen dos estudiantes
que discuten. Oigo la palabra _laico_... He ahí las dos fuerzas que
hoy en Francia luchan con encarnizamiento... Y recuerdo la pregunta de
Zola: «¿Adónde váis, jóvenes; adónde váis, estudiantes, que recorréis
las calles manifestando, arrojando en medio de nuestras discordias la
bravura y la esperanza de vuestros veinte años?--Vamos a la humanidad,
a la verdad, a la justicia.» La Francia de mañana, los hombres de lo
porvenir, no todos siguen el mismo rumbo. Hay la juventud atada a las
tradiciones y prejuicios, y la juventud violenta de deseo, llena de
ansias de futuro, dispuesta a la conquista de la felicidad humana.
Hay la juventud gárrula, los hijos de papá, los trasnochadores de la
taberna del Pantheon y otros d'Harcourts, y los laboriosos que siguen
una carrera y la coronan, y no cesan de estudiar y bregar noche y día,
dando lecciones, viviendo del propio esfuerzo, en tarea y en dignidad.
Hay los ciegos o vendados por la influencia de la educación sectaria,
voluntariamente inútiles, o poseídos de su idea parcial, y los que con
los ojos bien abiertos buscan la vía segura, confían en la fuerza del
pensamiento y se abrevan de ciencia vestidos de constancia y acorazados
de voluntad. No creo mucho en las exageraciones de cierta juventud
laica, que confinan con la filosofía de la crueldad y del absoluto
egoísmo so pretexto de librar el alma de todo yugo dogmático. Ser
laico, dice Lavisse, no es limitar al horizonte visible el pensamiento
humano, ni prohibir al hombre el ensueño, y la perpetua rebusca de
Dios; es reinvindicar para la vida presente el esfuerzo del deber. No
es querer violentar, no es despreciar las conciencias aún detenidas
en el encanto de las viejas creencias; es rehusar a las religiones
que pasan, el derecho de gobernar a la humanidad que dura. No es
odiar tal o cual iglesia o todas las iglesias juntas; es combatir el
espíritu de odio que sopla de las religiones, y que ha sido causa de
tantas violencias, carnicerías y ruinas. Ser laico no es consentir
en la sumisión de la razón al dogma inmutable, ni la abdicación del
espíritu humano delante de lo incomprensible; es no afiliarse a ninguna
ignorancia. Es creer que la vida vale la pena de ser vivida, rechazar
la definición de la tierra «valle de lágrimas», no admitir que las
lágrimas sean necesarias y bienhechoras, ni que el sufrimiento sea
providencial; es no tomar partido por ninguna miseria. Es no esperar en
un juez que está sentado más allá de la vida, que ha de dar de comer
al hambriento, de beber al sediento, de reparar las injusticias y de
consolar a los que lloran; es librar batalla contra el mal en nombre de
la justicia. Ser laico es tener tres virtudes: la caridad, es decir, el
amor a los hombres; la esperanza, es decir, el sentimiento bienhechor
de que un día vendrá, en la posteridad lejana, en que se realizarán los
ensueños de justicia, de paz y de felicidad que, mirando al cielo,
acariciaban los lejanos antepasados; la fe, es decir, la voluntad de
creer en la victoriosa utilidad del esfuerzo perpetuo. Estas palabras,
escuchadas del labio del sabio maestro, me parecen simplemente una
interpretación moderna de la antigua idea cristiana. Y no encuentro la
razón de ser del anticristianismo que en estos momentos se manifiesta
en una parte del joven pensamiento francés. Un ideal de verdad, de
justicia y de paz universal no está en contradicción con la doctrina
del Nazareno, como la fe, la esperanza y la caridad. El dañó está en
el estrecho clericalismo. La juventud idealista francesa oye desde
hace tiempo el anuncio de un alba nueva, de una aurora de redención,
y lo que ve surgir de cuando en cuando, en una noche cada vez más
obscura, son manifestaciones medioevales, apariciones de retroceso,
odios sectarios, nacionalismo odioso, antisemitismo ferozmente arcaico,
el elogio de las matanzas de religión, el despertamiento de las
Dragonadas, la dormida Montagne Pelée de los ancestrales rencores que
hace erupción cuando menos se piensa, poniendo en peligro la ciudad
de libertad, de igualdad, de fraternidad que se va construyendo poco
a poco. Una parte de la juventud se esfuerza en evitar el mal. Las
otras partes la han amenazado, la han burlado, se le han opuesto. Los
descendientes de la Revolución no han dejado, no dejan de proseguir
su campaña, alentados por unos cuantos maestros. Ellos buscan que la
educación política se emprenda sobre bases sólidas para que luego
mantenga el edificio de la nación. Nuestro objeto, dicen, es hacer la
educación republicana de las jóvenes generaciones de nuestro país.
Su profesión de fe filosófica, política, social y artística, está
concentrada en este verso de Fernand Gregh:

             Aimer le vrai, rêver le beau, dire le juste.

Ponen frente al viejo ensueño semita del Evangelio, la «unión de la
cordura antigua y de la ciencia moderna.» Luchan entre la anarquía
moral por un ideal moderado, «en nombre de la Verdad contra los Dogmas,
en nombre del Derecho contra la Fuerza, en nombre de la Justicia contra
todas las iniquidades sociales.» Otros van más lejos y traspasan los
muros de la ciudad utópica de la comunidad humana, mientras se mueren
en su ingrato oficio los Trublions de Anatole France. El ejército se
mira combatido por los que, como el marqués de Rochefort, abanderado
del Estado Mayor, atacan de todas guisas la idea del militarismo. «Ah,
voilà assez longtemps qu'on nous embête avec l'honneur militaire!»
grita ese furioso viejo _gamin_. Drumont predica el patriotismo, al
propio tiempo que llama al Ministerio de la Guerra «una caverna, un
lugar de perpetuos escándalos, una cloaca que no podría compararse a
los establos de Augías». El coronel Villebois-Mareuil, en una carta
resonante, confiesa que «ciertamente, los galones no valen la pena.» El
diputado nacionalista Alfonso Humbert, llama al pabellón símbolo de la
patria, una «loque tricolore». El mismo Rochefort escribe que «nuestros
vencedores no son más crueles respecto de nosotros que lo que nosotros
hemos sido feroces con nuestros vencidos, y que «il faut absolument en
finir avec le rêgne des soudards». Cassagnac deja constancia de que,
bajo la república, se prefiere siempre a «un imbécil o a un canalla,
y que el Estado Mayor está compuesto de imbéciles, de vanidosos y de
ganapanes». Edmond Lepelletier demuestra que los jefes del ejército
comienzan ya a ser escogidos entre los antiguos alumnos de las casas
religiosas. Se citan versos de Coppée:

    Vous portez, mon bel officier
    Avec une grâce parfaite,
    Votre sabre a garde d'acier;
    Mais je songe à notre défaite.

    Cette pelisse de drap fin
    Dessine à ravir votre taille;
    Vous êtes charmant, mais enfin
    Nous avons perdu la bataille,

    On lit votre intrépidité
    Dans vos yeux noirs aux sourcils minces
    Aucun mal d'être bien ganté!
    Mais on nous a pris deux provinces.

    Vos soldats sont-ils vos enfants?
    Etes-vous leur chef et leur père?
    Je veux le croire et me défends
    D'un doute qui me désespère.

Lemaître declara que las promociones se hacen en el ejército entre los
«flexibles, los intrigantes y los imprudentes», Charles de Freycinet,
senador y tres veces ministro de la Guerra, afirma que hoy la vida del
soldado más bien merma que aumenta su valor moral. M. Jules Delafosse,
diputado conservador, asegura que con el servicio militar obligatorio
y universal, no podrían rivalizar en obra de mal, «ni las epidemias
mortíferas, como la peste o el cólera, ni las convulsiones del mundo
físico, como los terremotos y los ciclones, ni las catástrofes
devastadoras, como los incendios y las inundaciones». Y esto lo
escuchan los jóvenes espíritus que han cantado la Marsellesa y que
piensan en futuros ataques a la integridad de la patria. Otros piensan
en otra patria mayor, en los intereses universales, en la solidaridad
de los hombres. No admiten la divisa romana en el concepto romano de la
patria: _Tu regere imperio populos, Romane, Memento_, y oyen palabras
que, como la de Paul Bert, les dicen: «Queremos que se respete la
patria, porque allí vemos una expresión, una de las manifestaciones
más elevadas de la libertad humana.» La patria no se define por los
límites naturales; no se define por la lengua, por la raza; no tiene
que ver casi con la geografía, la lingüística, la etnografía. La
patria se constituye por el libre y mutuo consentimiento de hombres
que quieren vivir bajo un régimen político y social que han libremente
creado o adoptado. Se cimenta por el recuerdo de las luchas sostenidas
para conquistar ese estado social, por la fraternidad de los campos de
batalla, de la sangre vertida y también por las aspiraciones comunes
y por los intereses comunes. El peligro está, indudablemente, bien
señalado, y contra él van los franceses de buena voluntad, jóvenes y
viejos. Los sueños libertarios por bellos que sean, no dejan de estar
muy lejanos. Los hombres de lo pasado, los representantes de las viejas
ideas, se diría que son los únicos que tienen valor, energía, voluntad.

Ellos defienden bravamente su terreno conquistado desde tantos siglos,
y no se dejarán destruir, armados como están de todas armas, y con un
vigor que no demuestran los contrarios.

A un paso se alza la cúpula del Pantheon. A un paso está el Museo.
Reinan un ambiente de gloria y un soplo de arte. El arte, la ciencia,
la investigación del misterio humano, la liberación de todos los
espíritus por medio de la Verdad y de la Belleza, he ahí la verdadera
salvación de la Francia, de la tierra, de la humanidad entera. Los
grandes creadores de luz son los verdaderos bienhechores, son los
únicos que se opondrán al torrente de odios, de injusticias y de
iniquidades. He ahí la gran aristocracia de las ideas, la sola, la
verdadera que desciende al pueblo la impregna de su aliento, le
comunica su potencia y su virtud, le transfigura y le enseña la bondad
de la vida. Y es el camino hacia lo desconocido, en busca del secreto
de nuestro ser. Mientras en la calle se entrechocan las antipatías y
las hostilidades, mientras los portavoces de las pasiones violentas
y malignas agotan sus terribles diccionarios, mientras se gastan en
campañas miserables, i en trabajos de destrucción y de rencor fuerzas
que podrían ser empleadas en bien de la comunidad, en provecho de
la república, unos cuantos sabios prosiguen en sus laboratorios sus
investigaciones; unos cuantos pensadores se afanan en la solución de
más de un problema benéfico; unos cuantos artistas se aislan en su obra
diaria, en la metódica labor que crea poco a poco la obra durable. Y
hay por eso que confiar, que no desesperar. A la consecución de altos
fines tiende el impulso vehemente de las almas nuevas. No sabemos si
ese pálido joven de larga cabellera que acaba de pasar con un libro
debajo del brazo es uno de los salvadores de mañana. Lo que sí sabemos
es que los salvadores de mañana no están entre los danzantes de Bullier
y donjuanes de la terraza. Felizmente, la juventud estudiosa americana
que viene a París, buena parte encara los grandes problemas y consagra
a la observación y a los libros sus mejores horas. No toda viene a
bailar y beber.

He de ocuparme en los estudiantes americanos. He de escribir de su
vida y de sus esfuerzos. He de visitarlos en los hospitales, en los
laboratorios, en los talleres. Y he de contar la existencia del
artista, pensionado o no, que pasa sus horas en la esperanza de su
visión, en la fe en su arte, en el amor de su propósito. Estos no van a
gritar a los monomios, ni buscan recomendaciones. Aprenden las maneras
de la juventud libre y sana. No desdeñan reir, a pesar de la arruga
que el pensamiento les cincela en la frente. Piensan en engrandecer
la patria lejana, con todo y la indiferencia de los gobiernos y
las sociales miserias, cegueras e injusticias. Miran, observan las
agitaciones de las naciones europeas, los progresos, las tentativas,
los fracasos y las victorias. Meditan en sus pensiones, en sus cuartos,
en sus estudios más o menos pobres. Sonríen a uno que otro amor
pasajero. Y, a la hora de los poetas, suelen venir a respirar olor de
bosque bajo los árboles del jardín próximo, como estos verdes y frescos
del Luxemburgo.

[Ilustración]



[Ilustración]



II


M. Jean Finot, al hablar de la Inglaterra enferma, no deja de hacer
notar la vitalidad creciente de los Estados Unidos. No poco le ha
servido para sus estudios y comparaciones la obra de M. Stead sobre
la americanización del mundo, la cual tiene como epígrafe una frase
de Cobden, en 1835: «We fervently believe that our only chance of
national prosperity lies in the timely remodelling of our system, so
as to put it as nearly as possible upon an equality with the improved
management of the Americans.» M. Stead considera con razón como el más
grande fenómeno político, social y comercial, la ascensión de la gran
república al primer puesto entre las potencias del mundo.

El valiente periodista ha dicho claramente a sus connacionales: Si no
renunciamos a un ficticio orgullo y no imitamos los procedimientos
de los americanos, y no trabajamos para la concordia y unión del
_english-speaking world_, vamos a quedar reducidos a la posición
mediocre de Holanda o de Bélgica.

«Los norteamericanos se esfuerzan con inaudito despliegue de energía
en rehacer el mundo a su imagen y semejanza. Y la americanización
universal ha comenzado. Inglaterra está invadida. Irlanda es más
americana que inglesa. Un irlandés preferirá siempre, y estará
orgulloso de ser ciudadano americano, a ser súbdito de la Gran Bretaña.
La mayoría de los irlandeses miran con hostilidad al imperio británico.
El partido revolucionario irlandés es en América donde tiene su base,
sus banqueros, sus comités. Cada día Irlanda está más americanizada,
más y más asimilada a las ideas de la democracia del Oeste.

»Lo que América ha dado a los irlandeses es mucho más valioso que
dollars. Es únicamente en las ciudades de la Unión Americana donde los
irlandeses han tenido oportunidad de desplegar aquellas facultades
políticas, cuyo ejercicio se les niega en su tierra natal.» M. Stead es
un escritor franco, que no disfraza nunca su pensamiento y que habla
claro.

Las Antillas están llamadas a la anexión a los Estados Unidos; y es muy
significativa una caricatura yanqui en que van, en forma de pollitos,
a caer bajo el sombrero-trampa del Tío Sam. En cuanto al Canadá,
juzga M. Stead que será la primera entre todas las antiguas colonias
inglesas que se separe del Imperio para echarse en brazos de la forma
republicana, aunque no para una anexión a los Estados Unidos.

Sin embargo, hay muchos partidarios de ella, sobre todo entre los
canadienses de origen francés.

Australia está influenciada por los principios de la república
americana. En la organización del Australian Commonwealth se ha tenido
la mira puesta en los Estados Unidos. «El nuevo parlamento no tiene
un año, pero ya ha formulado una petición de grandes alcances para la
adopción de una doctrina de Monroe para el Pacífico.» Por lo que toca
a la vida y costumbres, los australianos son mucho más americanos que
ingleses, como lo han hecho notar algunos escritores y viajeros, entre
ellos Henry George.

De paso, notemos una de las principales bases de la fuerza
norteamericana en la inmigración. Son enormes aumentos de aspiraciones
y energías las que han ido a acrecer la potencia propia. «La
emigración, que a menudo es mirada por los americanos como un elemento
de peligro, ha probablemente contribuído más que nada, excepto el
puritanismo en la educación de la Nueva Inglaterra, a la formación de
la república.» El profesor Starr ha asombrado recientemente con su
afirmación de que, si no fuese el continuo influjo de la emigración
extranjera con sus prolíficas familias, el tipo genuíno americano se
aproximaría al piel roja, y, como el piel roja, estaría llamado a
desaparecer. El país ha sido «un crisol de naciones».

La americanización de Europa va en una rápida progresión, aunque a
ella se opongan unos cuantos espíritus defensores y previsores,
cuyo principal representante y director es el emperador de Alemania.
M. Stead tiene una frase muy feliz a su respecto: es Canuto, dice,
enfrente del mar. La ola no deja de avanzar poco a poco a pesar de
todas las protestas y de todos los esfuerzos. Y el viaje reciente del
príncipe Enrique ha podido convencer al magnate viajero de la verdadera
fuerza yanqui en su centro y origen, y el kaiser, una vez más, habrá
sido bien informado. A esta oposición del kaiser obedecen las nuevas
disposiciones y las nuevas tendencias de encauce de la emigración de
que he hablado en una de mis correspondencias anteriores. Pero oigamos:
«No hay ciudades más americanizadas en Europa que Hamburgo y Berlín.
Son americanas en la rapidez de su progreso, americanas en su nerviosa
energía, americanas en su pronta apropiación de las facilidades para
el rápido transporte. El americano se encuentra mucho más en su casa,
a pesar de la diferencia de idioma, en la concentrada y febril energía
de la vida de Hamburgo y de Berlín, que en las más estacionarias y
conservadoras ciudades de Liverpool y Londres. El manufacturero alemán,
el armador alemán, el ingeniero alemán, están prontos a emplear las
más recientes máquinas americanas. La máquina de escribir americana
impera tanto en Alemania como en la Gran Bretaña; y, lo que es mucho
más importante, el estanciero americano continúa proveyendo de pan y
tocino, en cantidades cada vez mayores, la mesa alemana». Hay además la
transfusión de ideas políticas, que ha preocupado mucho al emperador,
con justo motivo.

La influencia norteamericana en el imperio otomano se ha entrevisto
recientemente, a propósito de la captura de miss Stone. El misionero
yanqui ha fundado colegios y centros que, al propio tiempo, son de
propaganda evangélica y de provecho para los Estados Unidos. En
Bulgaria, la mujer mas influyente era una discípula de la famosa miss
Stone; la señora W. B. Kossuroth. Si el gobierno americano hubiese
querido tomar la cosa a pechos, cuando el secuestro sonoro, «las
Estrellas y Listas hubieran flameado pronto sobre las aguas del mar
de Mármara, y el trueno de los cañones americanos hubiera sonado la
agonía de la dinastía otomana. Ningún poder sobre la tierra hubiera
podido detener el avance de los barcos americanos, y ninguna potencia
de Europa, por supuesto, se habría atrevido a intentarlo.»

En el resto de Europa la americanización ha tomado otras vías. La
invasión es sentida por todos y en la conciencia de todos parece
incontenible.

En Asia, los Estados Unidos, después de la guerra con España, han
llegado a ser un poder activo con la toma de las islas Filipinas. El
influjo del capital americano en China y en el Japón ha ido en aumento
desde hace tiempo.

Por lo que entrañan y lo que dejan gráficamente significado, las
caricaturas son muy valiosas lecciones, y en este caso hay innumerables
obras de dibujantes ingleses y americanos.

En una está el «Colonel Jonathan J. Bull», o lo que llegará a ser
John Bull. En un fondo londinense, pero lleno de casas a lo yanqui,
está plantado John Bull, la personificación simbólica de Inglaterra.
Pero viste un traje que participa del traje propio conocido y del del
tío Sam. A su lado está el águila americana, pero con cabeza de león,
del león británico. Esa híbrida mezcla quiere decir demasiado para
detenerse a explicarla. El dibujo es del _Punck_.

Ya he hecho referencia al sombrero-trampa que coge los pollitos de las
Antillas. En otra caricatura, a propósito de la tarifa Wal, se alude a
la anexión de Cuba. La única salvación está, ante el muro levantado,
en un santos-dumont que se llama _Annexation_ y que va montado por un
cubano. Ambas caricaturas son de origen yanqui.

Hay otra del _Punck_ de Nueva York, en que, ante las naciones de
Europa, gallos enjaulados en la jaula de la doctrina de Monroe, se
pasea, gallo enorme entre los pollos de las naciones latinas de
América, el Uncle Sam. En otra el mapa de la América del Sur forma
una cabeza cuyo sombrero es el del mismo Tío. En otra, con motivo
de la terminación del tratado Clayton Bulwer, John Bull se inclina
descubierto al abrir una puerta por la que entra orgulloso, armado de
pico y pala, a abrir el canal de Nicaragua, el Tío consabido. En otra,
un monstruo, una extraordinaria serpiente marina formada de arados,
locomotoras, vagones, bolsas de trigo, máquinas agrícolas, barricas
y algodón, avanza hacia el continente europeo, y a su vista salen
corriendo, espantados, los tipos representativos de las naciones de
Europa, John Bull el primero. Y en otras, ya es John Bull que sale a
pasear por su propio país, y se encuentra con que todas las propiedades
que ve están compradas por capitalistas norteamericanos; ya es el
mismo John Bull que trabaja en una oficina en donde todo es «made
in U. S.», o en una calle no encuentra tranvía en que subir que no
sea de Compañía americana. Aquí va Jonathan llevándose un talego que
representa el comercio del mundo, y a su paso atropella a las naciones
del viejo mundo; más allá se demuestran las victorias seguidas de los
Estados Unidos en materia de sport. O se ve a John Bull víctima de una
pesadilla, viendo por todas partes tíos Samueles que le estorban el
paso, que le prenden, que le juzgan, que le pegan en el box, que le
dejan sentarse, que le vencen a la carrera o que se ganan todos los
aplausos en los teatros. Por un lado, un retrato _charge_ de Pierpont
Morgan, cubierto con un sombrero que simboliza los _truts_ y vestido de
un chaleco de dollars. En otra parte, él mismo, como Atlas, lleva el
mundo al hombro; y en otras tiene los tentáculos de un pulpo, o va en
una bicicleta cuyas dos ruedas son los dos hemisferios del planeta.

¿Cuáles son los medios con que la dominadora América americaniza? Tiene
la religión, por medio de sus innumerables ejércitos de misioneros y
asociaciones de todos los cultos e iglesias americanas.

Hasta el espiritismo ha sido un útil medio en sus manos. Luego, la obra
del Christian Endeavour movement, se ha extendido en toda tierra de
habla inglesa.

Su influencia en el mundo intelectual y en el periodístico es grande.
Desde el almanaque del Poor Richard hasta los ensayos de Emerson y
la obra sociológica de Henry George. En el siglo pasado ha dado dos
poetas de una originalidad y vuelo que se han impuesto al Universo:
Poe y Whitman. Sus humoristas han contagiado a todas las literaturas
de la tierra, a punto de hacer pesado en más de un autor «gai» francés
el tradicional y ligero espíritu de la risa gala. Novelistas como
Bellamy han logrado fama en un momento. Sus diarios son los colosos del
diarismo mundial, y sus «magazines» son insuperables. En arte tienen un
movimiento enorme que comienza a conocer el mundo; y la pintura saluda
a Vhistler como la escultura a St. Gaudens, entre los grandes maestros.
Su ciencia ha conseguido varias victorias. Su teatro ha invadido
plenamente a Inglaterra. Su sociedad se ha ennoblecido por alianzas,
gracias a su riqueza. Yanquis son la virreina de la India, lady Curzon,
como la duquesa de Marlborough, y como muchas tituladas de todas las
cortes de Europa. En el mundo del sport son reyes los yanquis. Y
el _Truts_ tiene carta de ciudadanía americana. Son los directores
actuales de la Fuerza en la Humanidad.

[Ilustración]



[Ilustración]



II


La vieja cuestión del canal interoceánico se renueva de tiempo en
tiempo. En estos momentos, se agita en los Estados Unidos y tiene
naturalmente gran repercusión en Francia. ¿Se realizará el canal por
fin? ¿Cuál de los canales? ¿El de Nicaragua? ¿El de Panamá? ¿Los dos?
Colombia, Nicaragua, Costa Rica están a la espera de las resoluciones
definitivas. El proyecto de Nicaragua parece ganar terreno; el cadáver
de Panamá se diría conmovido eléctricamente como la rana de Galvani.
M. Buno-Barilla lanzó aquí hace algunos meses un llamamiento a los
panamistas, en el buen sentido de la palabra, para interesarlos en
favor de una empresa que podría resarcir las antiguas pérdidas;
nadie hizo caso. M. Hutin hizo un viaje a los Estados Unidos para
tratar de ofrecer al yanqui los restos de Panamá, a un buen precio.
Las influencias y los ofrecimientos usuales en los medios políticos
americanos, no han escaseado. Nada se ha resuelto todavía. Entretanto,
los norteamericanos se posesionan poco a poco de Nicaragua, en donde
el gobierno ha comenzado por hacer concesiones que han sido aminoradas
por declaración del presidente Zelaya, pero que, por parte de los
Estados Unidos, han sido mantenidas, según las primeros versiones que
la Prensa hizo conocer; es decir, cesiones territoriales a un lado y
otro del futuro canal, con derecho de establecer guarniciones militares
y tribunales de justicia. No se podrá alegar, pues, en tal caso, la
«soberanía» de la república centroamericana, aunque hay que confiar en
el reconocido patriotismo y tacto político del general Zelaya.

El señor Crisanto Medina, antiguo ministro de varias repúblicas
de Centro América en Europa, persona de consejo y habilidad, que
conoce perfectamente la cuestión del canal, como que ha sido actor
en muchos preliminares de ella, ha ido recientemente a Nicaragua,
y no es de dudar que sus indicaciones hayan sido escuchadas en el
gobierno. Ha escrito con oportunidad una interesante historia del
canal interoceánico, que reviste la mayor actualidad. No es el señor
Medina de los dudosos, él cree probable que llegará, tarde o temprano,
la necesidad, para el comercio del mundo, de los dos canales, el de
Panamá y el de Nicaragua. Por de pronto, y por más que se asegure que
los entusiasmos norteamericanos por el istmo nicaragüense son aparentes
y tan sólo manifestados para encontrar más fáciles las ofertas del
Panamá, abandonado por la mano francesa, parece extraordinario que
se pueda suponer interés en continuar la ruta fracasada de Lesseps.
Me ha tocado visitar en compañía de ingenieros desolados ante el
espectáculo ciertamente conmovedor, aquel inmenso cementerio de
construcciones, aquel colosal osario de máquinas, entre las ruinas, en
el lugar fatídico en que la imprudencia por un lado y el delito por
otro, enterraron un sinnúmero de vidas y un sinnúmero de ahorros de
pobres gentes... Proseguir, animar de nuevo las viejas dragas llenas de
herrumbre, volver a turbar con nuevos ruidos el silencio que dejó allí
la más formidable de las «débacles», una especie de Sedán económico de
Francia, sería una locura que no cabe, sobre todo, en cerebros yanquis.
Pero, todo puede ser.

Los días pasados, en casa del señor Medina, recorría yo las líneas
que ha dedicado a la obra ístmica. Él hace primero, y antes de entrar
en recuerdos y apreciaciones personales, una reseña ligera de las
tentativas que, a través de los siglos, se han iniciado para unir los
dos océanos. Tiene el buen gusto de no citar la previsión de Séneca:
«aquí está la vasta puerta de dos mares» demasiado mellada por el uso
que de ella han hecho cuantos han tenido que ocuparse en el asunto.
Habla de los ingenieros del Renacimiento, que fueron a buscar oro de
Cipango, y que señalaron varias rutas factibles. Refiriéndose a ellos,
cuenta que M. de Lesseps le dijo un día: _Ils n'étaient pas fixés!_ Él
tampoco, el pobre grande hombre _n'était pas fixé!_...

--Vea V., me dice el señor Medina--mientras la madera crepita en la
chimenea de su «bureau» de diplomático, en la rue Boccador--; vea
V. lo curioso que es ese proyecto de un antiguo español, Diego de
Mercado, cuya relación se ha encontrado hace poco en los archivos
de Sevilla: «Diego de Mercado no era un ingeniero; tampoco era un
geógrafo. Él mismo dice modestamente a su soberano, Felipe III, que
es «fabricante de pólvora, y antiguo soldado, a la sazón vecino desta
ciudad de Santiago, de la provincia de Goathemala.» No obstante,
sus descripciones son de una precisión admirable, y sus proyectos
no carecen de buen sentido práctico. Principia Diego de Mercado por
diseñar un cuadro muy completo de los puertos de San Juan al Norte y
San Juan al Sur de Nicaragua; y explica en seguida la conformación
del río San Juan y las muchas, pero no insuperables, dificultades que
ofrece para la navegación a causa de sus arenas, sobre todo de sus
raudales. Luego indica el trabajo que sería necesario hacer en él.
Hace en seguida comparaciones entre los puertos de Panamá, Colón, San
Juan del Norte y San Juan del Sur, y después de algunas descripciones
prolijas y entusiastas, en las cuales el buen Diego de Mercado revela
su alma de flamenco, hablando con más entusiasmo de los cereales que
de las selvas vírgenes; después de un largo examen de las riquezas
conocidas del suelo costarricense y de las riquezas y misterios y
de la costa de Mosquitia, cuyo nombre primitivo de _Sierra del Oro_
(Saguzgalpa), hace germinar en su imaginación ensueños de fortuna y
de conquista, llega a su proyecto de canal y lo expone con sencillez
y claridad en páginas que muestran su gran deseo de ser útil a
la humanidad y al rey. Diego de Mercado fué un hombre estudioso y
perspicaz, de buena voluntad y de fe entera, que comprendió desde
luego las grandes ventajas que la canalización de Nicaragua ofrecía a
la navegación universal en cambio de un ligero sacrificio. El rey Don
Felipe III, no obstante, debe de haber dado muy poco crédito a sus
palabras, puesto que aun teniendo seguridad de que, según sus propias
palabras, «los trabajadores llevarían la obra a cabo sin necesidad de
pagarles salario alguno», dejó sin respuesta definitiva la proposición
de su leal vasallo.

Antes habían ya hecho propuestas semejantes al emperador Carlos V,
Hernán Cortés y Angel de Saavedra; el primero señalaba como utilizable
el curso del Darien y creía hacedero el canal por Panamá, basado en los
estudios hechos por Vasco Núñez de Balboa en 1513; Cortés optaba por
Tehuantepec, y encargó de hacer los estudios a Gonzalo de Sandoval.
Carlos V se encogió de hombros. Tenía otras cosas que intentar. Luego,
un aventurero portugués, llamado Antonio Galvao, encontró hacedero
el canal por cuatro vías diferentes: Nicaragua, el istmo de Méjico,
Panamá, entre el golfo de Uraba y el golfo de San Miguel. Felipe II
recibió los pedidos de López de Gomara para que llevase a la práctica
la obra del canal. Mucho tiempo pasó sin que ningún paso importante se
diese. El fundador del Banco de Inglaterra, William Patterson, hizo
que su rey aprobase un plan de colonización del Darien y de un canal
por ese punto; aunque la expedición se organizó, no pudo efectuarse.
Después tenemos la iniciativa de Bolívar, que, naturalmente, encontraba
muy factible la obra por el istmo panameño; el Libertador se ocupó en
el asunto antes y después de la realización de sus sueños políticos.

La primera expedición científica fué en tiempo y por orden de Carlos
III. «Dos ingenieros eminentes, dice el señor Medina, uno francés y
otro español, Martín de la Bastide y Manuel Galistro, fueron a Panamá
y a Nicaragua; examinaron el terreno, hicieron minuciosos sondajes
y volvieron a Europa con un proyecto favorable a Nicaragua (y no a
Panamá, como dicen algunos historiadores), según consta del _Abanico
Geográfico_ que Martín de la Bastide depositó en la Biblioteca Nacional
de París en 1805, es decir, en el mismo año del nacimiento de Ferdinand
de Lesseps.»

No pudo tener buena acogida el plan de esos dos ingenieros; el tiempo
y el medio no estaban de su parte. Es el tiempo y el medio pintados
y evocados magistralmente en ese _Enfant d'Austerlitz_ que acaba de
producir el genial poder de Paul Adam. Todo lo envolvía el soplo
agitado de la Revolución, y luego el estruendo y la tempestad de las
guerras imperiales. En cambio, a comienzos del siglo pasado, fueron
legión los proyectos y tentativas. Los grandes países, hace notar el
señor Medina, enviaban entonces comisiones tras comisiones, y los
sabios iban personalmente a América. Es la época del barón de Humboldt,
panamista, también en el buen sentido, _avant la lettre_. Por parte de
Nicaragua estaban Crosman, Baily, Félix Belly, Childs, Tay y otros;
y Tehuantepec tenía a varios, sobre todo norteamericanos, por interés
de vecindad y, por tanto, de absorción. «El historiador D. Alejandro
Marure refiere que un hijo de Nicaragua, el señor Manuel Antonio de
la Cerda, jefe que fué después de aquel Estado, tuvo la gloria de
ser el primer centro americano que promoviese (en Julio de 1823) el
asunto del canal, y explica los motivos que le impidieron llegar a un
resultado. El señor Cañas, ministro de Centro América en Wáshington,
en un oficio dirigido al departamento de Estado, en 1825, propuso la
cooperación de Centro América con los Estados Unidos para abrir el
canal por la provincia de Nicaragua. Como consecuencia, el famoso Clay,
entonces secretario de Estado, comunicó sus instrucciones a Williams,
ministro de la Unión en Centro América, para hacer las investigaciones
necesarias y aún se celebró un contrato para la construcción del canal,
que adolecía de defectos consiguientes a la ignorancia en que por falta
de estudios exactos, se estaba todavía sobre el costo y las necesidades
de la obra.» Entonces fué cuando el gobierno centro-americano recurrió
a Holanda. La política europea echó abajo las buenas intenciones de la
compañía holandesa que se organizó. Centro América intentó de nuevo,
esta vez con los Estados Unidos, en tiempo del presidente Jackson.
Hace tiempo que se solicita la boca del lobo... Las negociaciones
siguieron su curso hasta que, en 1853, el Senado adoptó una resolución
excitando al presidente a abrir negociaciones al efecto de proteger
por tratados a cualesquiera compañía o individuos que acometiesen la
construcción del canal, para los Estados Unidos lo mismo que para las
demás naciones. En 1849, los Estados Unidos dieron dos buenos pasos
a ambos lados del istmo: obtuvieron una concesión del ferrocarril de
Panamá, y firmaron un tratado con Nicaragua para la apertura del canal.
Inglaterra paró la oreja; y a propósito de los indios de la Mosquitia,
celebró el famoso tratado de Clayton-Bulwer, tan llevado y traído en
estos últimos tiempos.

En 1880, siendo presidente de Nicaragua el general Zavala, se firmó
el contrato Cárdenas-Menocal, que quedó en nada. En 1884 firmó en
Wáshington el ministro Zavala un tratado, «en virtud del cual los
Estados Unidos se comprometían a construir el canal con acompañamiento
de ferrocarriles y telégrafo, concediendo Nicaragua no sólo el
territorio al efecto, sino una faja de dos y media millas inglesas de
ancho en toda la longitud de la obra. La empresa sería virtualmente
administrada por el gobierno americano quien entregaría al de Nicaragua
una tercera parte de los productos netos.» Este tratado no obtuvo la
ratificación del Senado americano; Cleveland lo retiró. Luego hubo
otros arreglos y contratos que caducaron sin resultado ninguno.

Respecto a la tristemente célebre Compañía Universal del Canal de
Panamá, el señor Medina es más explícito. «Tendré que tratarla,
dice, con más detalles, por haber sido testigo presencial de los
acontecimientos desde su origen hasta el fracaso definitivo.» Así,
recuerda el primer Congreso científico que haya tratado del canal, en
Amberes, el año de 1871, de donde salió muy recomendado el proyecto
por el Darien, entre los ríos Tuyra y Atrato, presentado por M. de
Gogorza. En 1875 la cuestión fué tratada en el Congreso de Geografía
de París. Se trató de la reunión de un Congreso internacional que
decidiría. Ya Lesseps aparece; y luego el Sindicato que él apoyaría y
que tuvo por presidente al general Türr. Conseguidos los capitales,
la Comisión de estudio que debía dictaminar fué enviada. La Comisión
partió para América en Noviembre del 76. Iba a bordo del vapor
_Lafayette_, y entre sus miembros se contaban el ingeniero Reclus, el
oficial italiano Bixio, Víctor Celler y seis ingenieros más, bajo las
órdenes de Luciano Napoleón Bonaparte Wyse. Tocóle al señor Medina ir
en ese vapor en tal ocasión. Varios de los miembros de la Comisión eran
amigos personales suyos y hace memoria de sus impresiones.

Sabido es que en ese tratado se estipula que las partes contratantes
se comprometen a no ejercer un contrato exclusivo sobre el canal, a
no alzar fortificaciones en él, a no ejercer dominio alguno sobre
Nicaragua, Costa Rica, la costa Mosquitia ni parte alguna de la América
Central, ni directamente, ni por medio de alianzas o protectorados. Ya
se sabe cómo es la política de los países anglosajones, y cómo saben
interpretar, según el caso, sus tratados y sus doctrinas. El canal no
pudo tampoco hacerse entonces. Luego fué la invasión filibustera de
Walker. Si Walker triunfa, el canal estaría hace tiempo abierto. En el
63 los Estados Unidos, que ya tenían plantado el jalón del ferrocarril
en Panamá, propusieron a Colombia la construcción del canal; tales
condiciones ponían, que Colombia no aceptó. «Se dice--agrega el señor
Medina--que el príncipe Luis Napoleón estuvo en San Juan del Sur, y
fué uno de los más entusiastas partidarios del canal por Nicaragua,
aunque más tarde, dueño ya de un imperio, no hizo nada para llevar a la
práctica la realización de sus ensueños juveniles.» En efecto, Napoleón
III publicó un estudio sobre el canal de Nicaragua, muy meditado e
importante, y del cual, ya en tiempos en que era emperador, se ocupó
el Instituto de Francia. Pero la cosa no pasó a más. El señor Medina
habría podido investigar y darnos a conocer algo de las relaciones
estrechas que ligaron al monarca francés y al ministro nicaragüense
Castellón.

«En nuestras largas conversaciones--cuenta el diplomático
centro-americano--, los ingenieros y, especialmente, Bonaparte Wyse
y Bixio, me hicieron ver la importancia decisiva de la misión que
ellos llevaban, asegurándome que, una vez sus estudios terminados, la
obra se ejecutaría sin demora, gracias al poderío y a la influencia
de Lesseps, en quien la Europa toda había depositado una confianza
ilimitada después de Suez. Yo lo creía también así, y, naturalmente,
no dejé pasar una sola de las ocasiones que se me presentaron para
influir en sus ánimos, haciéndoles ver las mil ventajas que Nicaragua
ofrecía a la empresa; indicándoles la clemencia relativa del clima, la
densidad de la población, superior a la de Panamá, la abundancia de
maderas y víveres, etcétera. Tan pronto como terminaran sus estudios
en el istmo y firmaran un contrato con el gobierno colombiano, tenían
la idea de pasar a Nicaragua con igual objeto. Así pensaban regresar
a Europa con todos los elementos necesarios para que la resolución del
Congreso pudiera darse con entera imparcialidad y perfecto conocimiento
del asunto. Pero cuando Bonaparte Wyse regresó de Colombia y Nicaragua,
resultó que sólo con el primero había celebrado contrato para la
construcción del canal de Panamá. Esta era la situación cuando se
reunió el Congreso internacional que debía resolver definitivamente el
punto.» Aquí los recuerdos personales del señor Medina se precisan.
«Reunióse el Congreso en París, y celebró sus sesiones en el hotel de
la Sociedad de Geografía, en los días 15 a 29 de Mayo del año de 1879.
El elemento extranjero en dicho Congreso se componía de 62 delegados,
representantes de Alemania, Austria, Bélgica, China, España, Estados
Unidos, Colombia, Gran Bretaña, Hawai, Holanda, Méjico, Noruega,
Perú, Portugal, Rusia, Suecia y Suiza. En cuento a las Repúblicas
de Centro América, sólo estaban allí representadas: el Salvador,
por el ilustrado publicista colombiano D. José María Torres Caicedo
(con quien el señor Medina tuvo un duelo célebre); Costa Rica, por
don Manuel M. Peralta. Yo representaba entonces a Guatemala. Además
de estos delegados extranjeros, había en el Congreso más de ochenta
representantes franceses, en su mayor parte ingenieros distinguidos
y casi todos hombres de verdadero talento y de real sabiduría;
pero que, habiendo sido hábilmente escogidos por M. de Lesseps,
estaban dispuestos a apoyar sus planes y a formar siempre la mayoría
necesaria al triunfo de su inquebrantable voluntad. Para llevar a
cabo metódicamente sus labores científicas, dividióse el Congreso en
cinco Comisiones especiales, y a mí me tocó en suerte, a pesar de mis
escasos méritos, ser el vicepresidente de la primera de ellas y de
dirigir sus debates durante las ausencias del ilustre sabio francés
M. Levasseur. Tratábase, ante todo, en el seno de esta Comisión de
establecer, gracias a datos y cálculos estadísticos, los rendimientos
probables del canal, para poder, desde luego, estar seguros de la
equitativa relación que debía existir entre el capital empleado y los
dividendos futuros. En este sentido traté siempre de inclinar los
ánimos en favor de Nicaragua, basándome en cifras exactas, pues todos
o casi todos los proyectos de apertura de la vía interocéanica por el
Lago y el San Juan, marcaban la necesidad de un capital menor al que
era indispensable para llevar a cabo la obra en el Darien, y, por lo
mismo, ofrecían más probabilidades de ganancias para los accionistas.
Esta cuestión era, en el fondo, una de las más importantes, y si mis
ideas hubiesen prevalecido entonces, no hay duda de que la opinión
pública hubiera ejercido una presión contra Panamá; pero el público no
prestó gran interés a ese punto de detalle y dejó obrar a los hombres
que, estando encargados de hacer los cálculos estadísticos, con una
libertad hasta cierto punto fantástica, debían decidir, en última
instancia. Dispuesto M. de Lesseps a no aceptar a Nicaragua sino en
último caso, pidió que los datos fueran calculados con toda la posible
largueza, basándolos en el tráfico probable del porvenir, teniendo en
cuenta el aumento gradual que habría obtenido el comercio cosmopolita
cuando el canal empezase a funcionar; es decir, estableciendo los
cálculos según lo que ese aumento estaba llamado a producir en 1866.
El tonelaje previsto fué de 7.250.000. A pesar de la elevación en tal
cifra fué necesario subir el precio primitivamente fijado como derechos
de tránsito del canal; y, aun con todo eso, apenas se llegaba a obtener
los rendimientos indispensables para pagar los intereses del capital
que se necesitaba invertir en la obra. No así adoptando el proyecto
Menocal por Nicaragua, que revelaba una economía de 500.000.000,
comparado con el presupuesto hecho para Panamá, por el ingeniero
Ribourt.»

Las revelaciones del señor Medina son muchas y muy interesantes. Sería
de desear que extendiese sus Memorias, que aumentase los detalles
y diese a luz un verdadero libro que, de seguro, contendría datos
curiosos, previsiones cumplidas y rasgos pintorescos. Recuerda el
informe de Levasseur y los estudios de la cuarta Comisión del Congreso,
compuesta de los más sabios ingenieros del universo, y que tenía que
ocuparse de la parte técnica de los proyectos, que fueron muchos. Me
llama grandemente la atención lo que rememora de una carta de M. Lucien
Puydt y que leyó en una sesión el secretario de la Comisión. Era un eco
anticipado de la catástrofe que debía venir, un anuncio del formidable
«Panamá» que debía minar la base de la gloria del Gran Francés. En
esa carta se decía que «M. de Lesseps se ocupa exclusivamente del
éxito y del porvenir de la compañía civil, y que la cuestión de la
apertura del canal, desde el punto de vista del interés universal,
queda regalada a un plan secundario, y su solución subordinada a la
aceptación del proyecto de su protegido.»

Más, mucho más contienen las apuntaciones y la riquísima Memoria del
señor Medina, respecto a los entretelones de la cuestión del canal,
de asuntos técnicos y pasos diplomáticos, tanto en Europa como en los
Estados Unidos. No dejaré de citar sus impresiones en las últimas
sesiones de ese Congreso con M. de Lesseps. «La opinión extranjera,
dice el señor Medina, se había pronunciado casi con unanimidad en
favor de Nicaragua. Viendo esa presión desinteresada, M. de Lesseps se
dirigió confidencialmente a mí y me dijo textualmente lo que sigue:
«El sentimiento de la mayoría del Congreso parece pronunciarse en
favor de Nicaragua; yo no tengo ningún interés personal en que se
favorezca tal o cual vía, tanto más, cuanto que los gastos hechos por
el Sindicato de exploración Türr y Wyse pueden ser reembolsados por la
compañía que se forme; pero sería necesario formalizar algunas bases de
arreglo con el gobierno de Nicaragua, porque si el Congreso opta por
el canal de Nicaragua y enviamos después un comisionado a tratar con
aquel gobierno, sin arreglo previo de ningún género, las pretensiones
serán tales que no habrá modo de hacer un contrato realizable. ¿Hay
alguien aquí autorizado para hacer cualquier ofrecimiento en nombre
de Nicaragua?» «Yo sabía desgraciadamente que no, y me limité a
asegurar a M. de Lesseps, como amigo de Centro América, que Nicaragua
comprendería demasiado sus intereses para demostrar la intransigencia
que él temía, y le insté para que dejara que el Congreso se pronunciase
libremente; pero mis instancias, como las de otros, se estrellaron
contra los temores de M. de Lesseps y contra la presión del Sindicato
colombiano que trabajaba por que la decisión fuera enteramente
favorable a sus proyectos.» Lesseps se decidió firmemente por Panamá.
En la votación general la mayoría de los representantes extranjeros
se abstuvo. Entonces resultaron 87 votos por Panamá, y sólo 8 por
Nicaragua. El Gran Francés había triunfado...

Ahora es en los Estados Unidos. Se verá, por fin, cuál será la vía
elegida por los yanquis, pues ellos son los que han de hacer práctico
tanto proyecto. Por Panamá, o por Nicaragua o por ambas partes, ellos
buscan que América sea para los americanos. O para la humanidad... que
habla inglés.

[Ilustración]



[Ilustración]



IV


Un almirante de la marina de Francia se quejaba los días pasados, en
el Congreso, de las disposiciones del gobierno que suprimen a bordo de
los barcos de la armada toda manifestación religiosa, desde luego la
bandera con la cruz, que se izaba durante el sacrificio de la misa,
y después, la misma misa... «No sé qué mal puede hacer a la marina
francesa, decía el almirante, el signo y el nombre de Cristo, cuando en
Francia casi todos son cristianos, y en una enorme mayoría, católicos.»
Una vez puesta la atención en estos asuntos, la verdad que encontraréis
es que el espíritu que anima a este país no es el de un pueblo ateo.
Un espiritualismo histórico impregna la médula de la raza, y no es
por cierto una seca filosofía lo que subsiste junto con la claridad
tradicional al influjo lejano del ensueño celta. Aun en la locura
diluviar de la Revolución, la idea de la divinidad queda flotante. «Si
no existiese Dios, dice un demoledor, sería preciso inventarlo». Los
hombres de la Enciclopedia, aun los osados como D'Alember, confinan con
la tolerancia. Toda la literatura clásica converge a una concepción
deísta.

_Dieu laissa-t-il jamais ses enfants au besoin?_, es la voz de Racine
en _Atalia_; mientras Corneille deja el drama cristiano encarnado en
toda su intensidad en su admirable _Poliuto_... A veces una explosión
revela los ardientes elementos contenidos en el seno de la nación, las
exasperaciones del fanatismo, el fermento de una creencia demasiado
recelosa; según los tiempos, la complicación de causas se caracteriza,
y así es el movimiento de las Cruzadas, la revocación del edicto de
Nantes, la noche de San Bartolomé, y en nuestros lamentables tiempos el
antisemitismo reforzado del veneno de políticas caseras. Mas un soplo
religioso agita todas las florestas, pasa por todas las ciudades, y no
está echada en el olvido la antigua divisa _Gesta Dei per Francos_; la
corona de los emperadores de Occidente fué colocada en la frente del
gran Carlomagno por las manos de un Papa, y la ampolla de San Remy aún
guarda en Reims el recuerdo de Juana de Arco... Son cosas que tiene en
entredicho la república francmasona o pseudosocialista... No pertenece
al reino de lo imposible que las palabras a Clovis sean repetidas más
tarde a tantos fieros sicambros... No está destruída, ni con mucho,
en esta Francia generosa, la savia de la conciencia religiosa. Hay
unas frases de Tolstoï, que así dicen: «No ignoro que, siguiendo una
opinión extendida en nuestro tiempo, la religión es un prejuicio del
que la humanidad está ya libre, y resultará de esto que no existe en
nuestro tiempo conciencia religiosa común a todos los hombres... Sé
también que esta opinión pasa por ser la de las clases más ilustradas
de nuestra sociedad. Los hombres que no quieren reconocer el verdadero
sentido del cristianismo, inventando toda suerte de doctrinas
filosóficas y estéticas para ocultar a sus propios ojos la sinrazón
de su vida, esos hombres no pueden ser de otra opinión. Sinceramente
o no, confunden la idea de un culto religioso, y rechazando el culto,
se imaginan rechazar con el mismo golpe a la conciencia religiosa.
Pero todos esos ataques contra la religión, todas esas tentativas
de establecer una filosofía contraria a la conciencia religiosa de
nuestro tiempo, todo eso prueba bastante claramente la existencia de
aquella conciencia, y que ella reprueba la vida de los hombres que la
atacan y la contradicen. Si se determina en la humanidad un progreso,
es decir, un paso hacia adelante, preciso es necesariamente que algo
designe a los hombres la dirección que deben seguir en la marcha. Pues
tal ha sido siempre el papel de las religiones. Toda la historia nos
demuestra que el progreso de la humanidad se ha verificado siempre
bajo la guía de una religión. Y como el progreso no se detiene, como
su marcha ha de continuar durante mucho tiempo, mucho tiempo necesita
también una religión propia.» Es lo que acontece en todas partes y en
Francia en particular, revelado por signos que un día son las grullas
de M. de Vogüé; otro, las tendencias artísticas y literarias de una
_élite_; otro, la palabra de tal o cual representante del espíritu
universitario, como M. Brunetiere. A una inclinación exagerada,
responden un enderazamiento y un impulso en ángulo igual. Veremos,
quizá pronto, la contraparte de la ley de las Congregaciones. Tómese
como ejemplo la ley Falloux, de cuya abrogación se trata en estos
momentos.

En 1850, el ministro Falloux propuso la ley que lleva su nombre y que
fué aceptada, en favor de la enseñanza primaria de las Congregaciones
religiosas. En 1886, la ley de 30 de Octubre quitó los privilegios.
Actualmente, el maestro de primaria religioso tiene los mismos grados
que el institutor laico. Y la resultante es que, si en 1849, según la
declaración del hermano Philippe ante la Comisión extraparlamentaria,
los Hermanos de la Doctrina Cristiana, solamente, enseñaban unos
200.000 niños, y las Hermanas de la Caridad, cerca de 120.000 niñas,
hoy las Congregaciones sostienen, según los mejores datos estadísticos,
por lo menos 1.600.000 niños.

       *       *       *       *       *

Acaba de ser juzgado en consejo de guerra el soldado Grasselin, del
batallón de artillería, después del soldado Delsol--dos especies de
«doukhobors»,--influencia de Tolstoï en el medio del «pioupiou». No he
de presentaros sino un fragmento del interrogatorio:

  --«El 19 de Noviembre se os ha dado la misma orden; os habéis
  negado a ejecutarla. Pasan días y seguís con la misma actitud
  de oposición. Se os ha leído el Código penal cinco veces.
  Ruegos, amenazas, reprensiones, nada ha logrado vencer vuestra
  obstinación. ¿Por qué obráis así?

  --»Jesucristo ha dicho: _No matarás_. Amaos los unos a los otros.
  Yo no he querido ser dañoso para nadie.

  --»Abrir una culata no es dañar a nadie.

  --»Más tarde se me habría dado un fusil; un fusil sirve para matar,
  como el hierro del arado sirve para cultivar la tierra.

  --»En fin, no teníais que discutir; se os daba una orden.

  --»Sobre mis superiores, que son hombres, está el Cristo.

  --»Por último, ¿no queréis ir a la guerra?

  --»No.

  --»¿Aceptáis, al menos, someteros a la ley?

  --»No para matar. Que se me ordene hacer otra cosa.

  --»¿Haríais lo que se os mandó, abrir las culatas, ahora?

  --»Querría prometer, pero no cumpliría. No podría cumplir. Esto no
  es insubordinación, es sumisión a mi conciencia.»

Esto no está tomado del «acta» de ningún mártir, no está en la Leyenda
Dorada ni en los Bollandistas: está en los periódicos. Todo el mundo
ha podido leerlo. Muchos se han encogido de hombros, y han creído
que esos dos casos son simplemente casos clínicos. Esos dos soldados
que toman al pie de la letra los mandamientos de Jesucristo no son
irresponsables, puesto que han sido condenados... y son ciertamente
significativos.

La aristocracia francesa y la alta burguesía no son anticristianos.
Es la república la que--y esto no siempre--ha sido hostil a las
creencias nacionales. Y aun en la república no ha habido gobiernos
antirreligiosos, sino ministerios antirreligiosos. La Revolución ha
sido, según el P. Delaporte, «este acto de felonía de la Francia
oficial para con el Hombre-Dios.»

Este activo sacerdote lleva a un plan decisivo su concepción de la
salud de la patria. «Dos perspectivas se ofrecen a nosotros: una,
la de la vuelta de las naciones a la aceptación de la soberanía de
Dios; otra, la de la potencia que se disfraza con nombres diversos:
revolución, ciencia, estado laico, soberanía del sufragio universal. Lo
que hay que hacer es restablecer el orden verdadero. El orden verdadero
es la preeminencia de la sociedad religiosa, la sola absolutamente
esencial.»

Es el lenguaje de un bravo sectario. «¡Leed, releed el
Evangelio!--dicen otros.--El Evangelio está descuidado aún en los
colegios de enseñanza religiosa, en los seminarios; hay que volver
a él y dejarse guiar por él.» Así lo ha hecho M. François Coppée; y
el otro día le he visto, por el jardín del Luxemburgo, muy contento
y rejuvenecido... Antes, uno de los personajes de su drama _Pour la
couronne_, certifica el bien de tales fuentes:

    --Qui t'a rendu si bon?
            Ma mére et l'Evangile.

El evangelismo no está ausente en la literatura contemporánea más
en boga. ¿Quién diría que un tan fino inmoralista como Paul Bourget
lo predica discretamente? Cristo ha sido y continúa siendo una
preocupación de los intelectuales y de los socialistas, así se le
considere como un simple cartel, como dice _Severini_ con demasiado
oratorio irrespeto: «El tribuno pálido, clavado, como el primer
_affiche_ socialista, sobre el madero del Gólgota.» Jules Guesde
declaraba en una sesión del Congreso, la del 19 de Febrero de 1794:
«Estamos obligados a dejar constancia de que hay en esta asamblea, al
menos un miembro, el abate Lemire, que representa el Evangelio del
Cristo, ante el cual se inclinan hoy los socialistas». Los anarquistas
mismos, si cuentan con elegantes blasfemos como M. Tailhad, tienen
poetas que no desdeñan nombrar al Divino Libertario en versos como
éstos:

    Puisque le Christ, le sang, les pleurs
    Tyrans! no'ont pu former vos coeurs
    Aux sentiments de la Colombe:
            Gare la bombe!

Cuando llega la Cuaresma, los diarios suelen presentar muestras de
literatura fervorosa, a propósito de los oradores sagrados. Los
conferencistas como monsieur Brunetiere, son casi considerados como
apóstoles; y lo cierto es que muchas de sus conferencias tienen el arte
y el tono de los mejores sermones y homilias. Y con Brunetiere, otros
cuantos severos y respetables varones. Para mí todo eso no vale en
piedad, y fe verdaderas una plegaria del Verlaine de _Sagesse_.

A través de los últimos salones se ha visto también el arte preocupado
de religiosidad. Después de las grandes «machines» de Munckassy,
nada ha causado tanto ruido como las reconstituciones de Tissot. Las
profanaciones de Juan Beraud no dejan de ser también señal de una idea
en marcha. Hasta los pintores mundanos se han sentido influídos, y M.
Carolus Duran tiene su Calvario, como el museo de cera Grevin tiene su
pasión en tiempos de Semana Santa.

Al dar cuenta del Salón del Champ de Mars, en 1894, hacía notar M.
Turquet: «Llama la atención el número de cuadros religiosos. Los
unos son puramente religiosos y representan escenas de la historia
cristiana; los otros, inspirados por un profundo sentimiento religioso,
reproducen escenas de la vida moderna.

Los que piensan, se preguntarán lo que quiere decir ese movimiento en
el mundo de los artistas, y ese renuevo en un arte que los escépticos
se felicitaban de ver desaparecer. Eso no es sin motivo; y corresponde
evidentemente a un nuevo estado de alma en la nación. No solamente
los cuadros religiosos y los que están impregnados de sentimiento
religioso son numerosos, sino que atraen a los visitantes. He querido
darme cuenta de la impresión producida, y he escuchado a menudo las
observaciones hechas. Rara vez he oído reir; raramente he visto
burlarse. Es un signo del tiempo, que deben tomar en cuenta los que
quieren gobernar el país.» Hay que apartar del movimiento religioso las
comedias del diletantismo, las misas wagnerianas y el preciosísimo
decorativo de un misticismo literario completamente superficial. Mas
los casos de recogimiento, las victorias morales como la de Huysmans,
son, sí, de atraer al observador. La Samaritana de M. Rostand frecuenta
demasiado la calle de la Paix, como la María Magdalena de M. Massenet;
pero los frescos de Besnard dicen demasiado, y en tales monasterios de
París, un núcleo de creyentes artistas oye aún el verdadero canto de la
música antigua que dice cosas de Dios, y se oyen flautas angélicas como
en los versos de Schiller:

    Sie floeten so süs,
    Wie Stimmen der Engel im Paradies...

La provincia está llena de religiosidad, desde la clara Provenza hasta
la negra Bretaña. Las pinturas realistas hechas con el talento que
distingue al conde Austin de Croze, no son completamente imparciales.
M. de Croze es un enemigo declarado del clericalismo. Mas tanto en
la provincia como en el centro, la verdadero levadura religiosa no
debe ser confundida con la obra de una política que tiene muy poco de
evangélica. La Francia cristianísima, lo es, a pesar de los errores
comprometedores de los sectarios y de las campañas ruidosas de un clero
harto combatido.

Suelo penetrar en los templos--Saint Severin, Notre Dame, Saint
Eustache--lejos de la devoción elegante y ostentosa--, y allí veo,
siempre, muchas buenas almas francesas, con humildad, en silencio,
haciendo una cosa muy sencilla e inmensa, que se creería que ya no se
hace, y menos en París,--orando.



[Ilustración]



V


He recibido de M. Jacques Morland la comunicación siguiente: «En un
discurso reciente, el emperador Guillermo II ha proclamado de nuevo la
pretensión del espíritu germánico a una supremacía mundial.»

Parece, no obstante, que una reacción se produce contra la influencia
intelectual alemana que fué tan fuerte en maestros como Renán y aun
Taine en Francia, y en la mayor parte de los espíritus de la segunda
mitad del siglo XIX.

Las victorias de 1870 han valido a Alemania un ascendiente universal.
Los franceses, vencidos, estuvieron por reconocer esa preponderancia y
creyeron deben instruirse en el país de sus vencedores.

De vuelta de ultra-Rhin, los jóvenes franceses se interrogan, se
felicitan de algunos fecundos procedimientos de trabajo adquiridos en
las universidades alemanas, pero muchos confiesan una decepción.

Numerosos síntomas indican un descenso de esa autoridad que se había
acordado a la cultura germánica.

Hace dos años, el célebre crítico dinamarqués, Georg Brandes, al
dar una serie de conferencias en Hungría sobre las diferentes
civilizaciones europeas, preconizó el genio francés, con gran enojo de
los diarios de Berlín, de Leipzig y de Hamburgo.

Hoy las estadísticas demuestran que los estudiantes ingleses comienzan
a desertar de las universidades alemanas para venir a instruirse a
París.

En fin, en Alemania misma, Nietzsche, después de Goethe y Schopenhauer,
ha hablado de sus compatriotas con desdén.

Se cree interesante hacer una «enquête» entre algunos sabios,
filósofos, literatos y artistas franceses y extranjeros, con el objeto
de obtener testimonios competentes que no podrían ser suplidos por un
examen personal. El _Mercure de France_ emprende esta «enquête», sin
«parti pris», solamente para aclarar la opinión y también el juicio de
los alemanes, si es posible, respecto a su propio valor.

«¿Qué piensa usted sobre la influencia alemana desde el punto de vista
general intelectual, y más especialmente desde el punto de vista
filosófico y moral en la América del Sur?

¿Esta influencia existe aún y se justifica por sus resultados?»

Siendo muy niño, allá en mi país natal, recuerdo haber tenido, por
primera vez, la sensación de la influencia alemana, gracias a un famoso
asunto Eisenstuck: el pequeño puerto de Corinto amenazado por las
bocas de fuego de los buques de guerra alemanes. Fué mucho después que
leí la _Crítica de la razón pura_...

Después de recorrer casi toda la América española y de haber residido
por algún tiempo en varias de las Repúblicas, creo poder afirmar que
las ideas alemanas no han encontrado ni pueden encontrar buen terreno
en nuestro continente. A medida que la civilización ha avanzado,
el pensamiento naciente ha buscado diversos rumbos en los tanteos
de un comienzo deseoso y entusiasta. Filosófica y moralmente se ha
seguido hasta hace algunos años por el antiguo cauce español. Pero
una tendencia continua al progreso ha hecho que cada movimiento de
ideas europeo haya tenido allá repercusión. Las «ideas abuelas», como
las llama M. Paul Adam, han fructificado sobre todo; la mental savia
latina se ha mantenido incólume, a pesar del poderoso y vecino elemento
bárbaro. Toda gran voz humana se ha hecho oir allá por el órgano de la
Francia. La América latina, después de la Revolución, en el orden de
las ideas, mira en Francia su verdadera madre patria. Cuando en España
causó una especie de revolución filosófica un mediocre profesor alemán
poco admirado en su país--he nombrado a Krause--, el contagio no pasó
el Atlántico, y la América española estuvo libre de él. En cambio,
Comte encontró allá largas simpatías y el positivismo discípulos y
seguidores. Si hoy Nietzsche ha obrado en algunas intelectualidades, ha
sido después de pasar por Francia.

Ciertamente, alguna parte de la juventud hispanoamericana se ha educado
en Alemania y ha logrado grandes progresos desde el punto de vista
profesional. No nos falta el médico que guarda en su cara el recuerdo
de los estúpidos duelos universitarios y la dilatación de estómago de
los aún más estúpidos trasegamientos obligatorios de cerveza. Pero
no se tiene, en el grupo pensante, puesta la mirada y el ensueño en
Berlín ni en Bonn, sino en París. Aun algunos de nuestros mejores
intelectuales que por sangre y cultura tienen más de un punto de
contacto con los alemanes, como el argentino doctor Bunge, autor del
notable libro sobre la _Educación_, el centro-americano Ramón Salazar
y el colombiano Pérez Triana, son a su manera lógicos y a su estilo
claros, influídos voluntariamente o no, por los pensadores y escritores
franceses. Chile es quizá el único país de la América hispana en donde
el espíritu alemán haya logrado alguna conquista. De Ventura Marín a
Valentín Letelier, los estudios filosóficos dan un paso enorme del aula
hispanocatólica a la enseñanza universitaria alemana. Con todo, después
de las doctrinas de un Lastarria, no creo que las ideas del señor
Letelier, representante el más conspicuo de las tendencias germánicas
en Chile, influyan mayormente sobre sus compatriotas.

Las victorias alemanas sobre Francia han producido, naturalmente, en
aquellos países nuevos un acrecentamiento del militarismo. La divisa
chilena cierto es que parece pensada por Bismarck: _Por la razón
o la fuerza_. En cada pequeña República no ha faltado un pequeño
conquistador que quiera hacer de su país una pequeña Prusia. El
progreso ha llegado a la importación del casco de punta y del paso
gimnástico marcial. En ciertos gobiernos una moral a uso de tiranos
se ha implantado. Pero esos gobiernos han caído, caen o presto caerán,
al impulso del pensamiento nuevo, de la mayor cultura, de la dignidad
humana. Los sudamericanos que meditan en la verdadera grandeza de los
pueblos, los hombres de buena voluntad y de juicio noble, no se hacen
ilusiones sobre la virtud y alteza del alma alemana.

Se conocen los versos célebres de Arndt:

    Deutsche Freiheit, deutscher Gott,
    Deutscher Glauber ohne Spott,
    Deutsches Herz und deutscher Stahl
    Sind vier Helden allzumal.

Y sabemos que la libertad de los alemanes es tanta, que casi no hay día
en que no haya un proceso de lesa majestad; que el dios de los alemanes
no es otro que el bíblico «dios de los ejércitos», que les ayudó en
Sedán; que la buena fe sin burla la conoció muy bien Jules Favre por
el «canciller de hierro», y París sitiado nada menos que por Wagner,
y que el acero de los alemanes cuesta muy caro a las pobres naciones
militarizadas de la América española, en donde hay la desgracia de
tener un agente de la casa Krupp.

       *       *       *       *       *

No, no puede ser simpático para nuestro espíritu abierto y generoso,
para nuestro sentir cosmopolita, ese país pesado, duro, ingenuamente
opresor, patria de césares de hierro y de enemigos netos de la gloria y
de la tradición latina.

Los eruditos de la última gaceta os dirán que han aprendido que no
hay raza latina, y que en Europa misma los elementos componentes de
la nacionalidad española o francesa son todo menos latinos en su
mayor parte. «La nacionalidad latina, responderá Paul Adam, es toda
de ideas, no de sangre.» Nosotros somos latinos por las ideas, por la
lengua, por el soplo ancestral que viene de muy lejos. «En la América
del Sur, ha escrito M. Hanotaux, ramas vigorosas han florecido sobre
el viejo tronco latino y le preparan el más brillante porvenir.» En
países como los nuestros, en que, ante todo, se busca hoy un ideal
comercial, han podido deslumbrar, junto con la victoria de las armas,
las conquistas de la industria y del comercio alemanes hasta hace poco
preponderantes. Pero ese ideal, absolutamente cartaginés, no podría
ser durable. Tenemos a la vista el ejemplo de los Estados Unidos. El
país de Caliban busca también las alas de Ariel. Y volviendo a la
Alemania, un escritor francés que la conoce mucho y que ha sido el
introductor de Nietzsche en Francia, acaba de expresar: «Los Heine,
los Boerne, los Herwegh--para no nombrar sino poetas--, han encontrado
entre nosotros una segunda patria y la libertad de escribir. Sin
duda, los tiempos han cambiado, y la Alemania de los Hohenzollern ha
reemplazado gloriosamente el caos de las Germanias de antes. La holgura
ha venido, la prosperidad material, pero también la arrogancia y la
hinchazón. Se trabaja, se gana dinero, pero ya no se tiene tiempo de
tener espíritu. No se impide a Hegel profesar, pero es tal vez porque
no hay otro Hegel. Se tiene el orgullo de las libertades políticas,
pero ¿se admite acaso la libertad moral? Hace algunas semanas ha
circulado una protesta entre los escritores alemanes. En ella se pedía
la abrogación del párrafo 166 del Código penal del imperio, que se
refiere a los «ultrajes a las instituciones religiosas». ¿Y a propósito
de qué? A propósito de una traducción alemana de un volumen de Tolstoï,
titulado _El sentido de la vida_, y que contenía, entre otras cosas, la
_Respuesta al Sínodo_, volumen confiscado en Leipzig--y no en Rusia--.
El escritor polaco Estanislao Przybyzewski, que publicaba sus obras en
lengua alemana, tuvo que dejar Berlín hace algunos años. Escribe ahora
libremente en Varsovia. Lejos de mejorar las condiciones intelectuales
de Alemania, ¿no se agravan más?

La tiranía de la opinión pública iguala a la severidad policial y la
estrechez de espíritu no fué quizá nunca como hoy. Hace cincuenta
años, Max Stirner, hizo aparecer _Lo único y su propiedad_, sin
ser inquietado. Hoy, los calabozos de Weichselmünde, le enseñarían
a reflexionar. Hace cien años, los poetas románticos se mostraban
por todas partes con sus queridas... y Goethe sonreía. ¿Es que,
acaso, musicalmente, nos habrá conquistado el espíritu alemán? No
me parece que el wagnerismo mecánico de la moda haya obrado muy
transcendentalmente en nuestros talentos musicales.

Por más que se diga, somos, más que otra cosa, hijos mentales de
Francia, de la civilización latina. Un impulso latino mantiene nuestro
anhelo de libertad y de belleza. Los mismos defectos son heredados y
tradicionales cuando no reflejados o impuestos por una ley simpática.

Y hay atrevidos descendientes del «ruiseñor alemán que hizo su nido en
la Peluca de Voltaire», que dicen y cantan la verdad a la orgullosa
patria. Así Oscar Panizza, el autor de _Parisiana_, que vive aquí, como
Heine, y que ha sido tan atacado y perseguido por sus versos valientes
y ásperos, y que habiendo reconocido en Francia una madre intelectual,
la celebra y anuncia sus futuras victorias, a despecho de la patria
original.

Las patrias madrastras deben cuidarse de los hijos que desconocen y
ofenden.

[Ilustración]



[Ilustración]



VI


M. A. Viallate acaba de publicar en una de las revistas más
importantes, _La Revue de París_, un estudio en que, con motivo del
Congreso panamericano de Méjico, trata de las relaciones de la gran
república norteamericana con sus hermanas menores del Sur, y de las
varias tentativas hechas para extender la influencia yanqui por todo
el continente. Comienza por hacer notar que durante la guerra de la
independencia, los Estados Unidos no prestaron ayuda oficial alguna a
los pueblos hispano-americanos que luchaban por su libertad; pero, que
no obstante, los ciudadanos norteamericanos demostraron sus simpatías.
Por otra parte, los Estados Unidos fueron quienes primeramente
reconocieron su rango de naciones a las antiguas colonias de España.
Desde entonces aparece el pensamiento de las ventajas futuras que el
país anglosajón entrevé, y es el célebre Henry Clay, representante de
Kentucky, el que expresa en el Congreso estas palabras en 1818: «La
América española, una vez independiente, cualquiera que sea la forma de
gobierno que sus habitantes elijan, estará necesariamente animada por
un sentimiento americano y guiada por una política americana.

»Y en 1820, la América del Sur, dice, a la hora actual tiene 18.000.000
de habitantes.

»La población de esos países se desenvolverá con una rapidez igual
a la nuestra. En veinticinco años se puede prever que será de
36.000.000; en cincuenta años de 72.000.000. Los Estados Unidos
tienen ahora 10.000.000 de habitantes. Gracias al carácter de nuestra
población, nuestra nación será siempre la primera de este continente
desde el punto de vista industrial y comercial. Imaginad cuál será
la potencialidad de ambos países y la importancia de sus relaciones
comerciales cuando nosotros tengamos 40.000.000 de habitantes, y la
América del Sur 70.000.000.» Aunque los cálculos de Clay no hayan
salido exactos, puesto que hoy los Estados Unidos cuentan 66.000.000 y
la América española 55.000.000, la idea del orador no ha desaparecido,
afianzada después por la doctrina de Monroe. A pesar de las
declaraciones de Mac Kinley y de Roosevelt, los Estados Unidos buscan
no solamente influencia, sino también dominación. Han demostrado ya
prácticamente buen apetito.

Habla M. Viallate de las varias tentativas de unión hispanoamericana,
que, desde Bolívar, se han hecho. El libertador no envió invitación a
los Estados Unidos para la conferencia de Panamá en 1824. Pero el año
siguiente los gobiernos de Colombia y Méjico pidieron al de la Unión
que enviase sus representantes. Era secretario de Estado el mismo Henry
Clay, y, aunque el entonces presidente Quincy Adams, no estaba muy
bien dispuesto a entrar a esas vías, Clay lo convenció, viendo en ese
Congreso, según sus palabras, «el principio de una era nueva en los
asuntos humanos.» Veía un inmenso triunfo para la democracia universal,
y la demostración más clara, a los pueblos europeos dominados por la
monarquía, del valor y grandeza de las instituciones republicanas.
Clay, dice M. Viallate, temía también una unión de la América latina,
de la cual estuviesen completamente excluídos los Estados Unidos. Dos
grupos de origen, de lengua, de aspiraciones diferentes se encontrarían
creados en el continente americano. La decisión de Adams para enviar
representantes a Panamá, tuvo gran oposición en el Senado. El Congreso
se verificó, y con ningún éxito, en 1826. No hubo más delegados que los
de Colombia, Centro América, Méjico y Perú.

Desde 1825 a 1845, los Estados Unidos no se preocupan de la América
latina. Tanto rehusaron intervenir en la cuestión de las islas
Falkland, entre la Argentina e Inglaterra en 1831 como el año de 1840,
cuando dejaron a Francia e Inglaterra tomar parte en la cuestión de
la Argentina con el Uruguay. En 1835 y en 1848, no se dieron por
entendidos de la ocupación inglesa en Nicaragua--como tampoco en el
no lejano desembarco en el puerto nicaragüense de Corinto.--Atacaron
a Méjico y se anexionaron Tejas en 1835, y en 1848 Nuevo Méjico y
California. Buchanan proyectaba el establecimiento de un protectorado
sobre las provincias mejicanas septentrionales, y pedía al Congreso
el derecho de entrar, en caso necesario, en territorios de Méjico,
Nicaragua y Nueva Granada, para defender las personas y los bienes de
los ciudadanos americanos. Si el Congreso hubiera cedido, el presidente
de los Estados Unidos hubiera sido pronto el dictador de la América
Central. Las tentativas del filibustero Walker en Nicaragua no fueron
sino vistas con gran simpatía en los Estados Unidos.

La intervención europea en Méjico, en tiempo de Maximiliano, hizo que
la república anglosajona tomase su papel de defensora de Sud-América,
por el temor del establecimiento de una monarquía en el vecindario;
pero las cuestiones peruano-chileno-españolas, que trajeron como
consecuencia actos como el bombardeo de Valparaiso, los dejaron
tranquilos: y como dice M. Viallate, los Estados Unidos se proponían
impedir a Europa instalarse de fijo, aunque fuese disimuladamente, en
la América del Sur, pero no querían defender a las repúblicas latinas
contra las consecuencias naturales de sus faltas políticas. Esto se
acaba de ver confirmado una vez más con la actitud que tomaron con
motivo de las amenazas de Alemania en Venezuela.

¿La causa? El mal uso que de su independencia y autonomía han hecho
las naciones de la América española, manteniéndose desde su separación
de la madre patria en revolución continua, retardando su progreso y
dando al mundo todo el espectáculo más desconsolador y lamentable. Las
cuestiones territoriales fueron causa continua de desavenencias, y las
varias tentativas de un arreglo por el arbitraje no tuvieron ningún
resultado en las varias conferencias de Lima. La conferencia de Panamá
iniciada por Colombia en 1880, no pudo realizarse a causa de la guerra
del Perú y Chile. Luego fué la iniciativa de los Estados Unidos bajo
la presidencia de Garfield. En ese momento, la situación política en
la América latina estaba muy perturbada. Chile, vencedor del Perú,
amenazaba imponer a éste condiciones de paz que le habrían casi
anulado, mientras que Méjico se preparaba a posesionarse de Guatemala.
Blaine vió el peligro que había para los Estados Unidos en dejar libre
carrera a esas ambiciones. Ellos no tenían interés en ver desarrollarse
indefinidamente la potencia de un pequeño número de Estados en el
hemisferio Sur; por otra parte, esas guerras presentaban siempre el
peligro de una intervención europea que podría solicitar, así fuese
pagando con una parte de su independencia la potencia más débil. Blaine
estaba convencido de la necesidad para los Estados Unidos de hacerse
los árbitros de las querellas entre las naciones sudamericanas. Era
preciso hacer aceptar por esas potencias el principio del arbitraje.
Ese debía de ser el objeto de un Congreso panamericano cuya idea hizo
aceptar al presidente. La muerte de Garfield, asesinado meses después
de la inauguración, llevó al vicepresidente Arthur a la presidencia.
Éste resolvió continuar la política de su predecesor, y el 29 de
Noviembre de 1881, Blaine dirigía a las naciones independientes
de la América invitaciones a un Congreso que se verificaría en
Wáshington al año siguiente, «con el objeto de estudiar y discutir los
medios de impedir en lo futuro los horrores de las luchas crueles y
sangrientas entre países casi siempre de la misma sangre y lengua, o
las calamidades mayores aún de la guerra civil.» Las ideas de Blaine
fueron más claras después. «No hemos llevado nuestras relaciones con la
América española tan cuerdamente y tan firmemente como pudimos hacerlo.
Durante más de una generación nada hemos hecho para atraernos las
simpatías de esos países. Deberíamos hacer todos los esfuerzos posibles
para ganarnos su amistad. Mientras que las grandes potencias europeas
aumentan constantemente su poderío territorial en Africa y en Asia,
lo que nosotros debemos hacer es acrecentar nuestro comercio con las
naciones americanas. Ningún campo nos ofrece una cosecha tan abundante,
ninguno ha sido tan poco cultivado. Nuestra política extranjera debería
ser una política americana en el sentido más amplio; una política de
paz, de amistad y de desenvolvimiento comercial.» La conferencia no se
realizó porque el Congreso no votó los créditos necesarios, a la salida
de Blaine, en 1881.

En 1884 el Congreso creó una Comisión para estudiar «los mejores medios
de asegurar las relaciones internacionales y comerciales más íntimas
entre los Estados Unidos y los países de Centro y Sud-América.» Se
vió que el comercio norteamericano había perdido mucho, y después de
varios tanteos, se encontraron bien dispuestas todas las repúblicas,
con excepción de Chile, a celebrar tratados de reciprocidad comercial
con los Estados Unidos. En 1888, la ley de 24 de Mayo autorizó al
presidente a invitar a las naciones independientes de América a una
conferencia en Wáshington, «con el objeto de discutir un plan de
arbitraje para el arreglo de las diferencias susceptibles de nacer
entre ellos en lo futuro, y estudiar las cuestiones relativas al
mejoramiento de las relaciones comerciales, al establecimiento de
las comunicaciones directas entre esos países y al desarrollo del
comercio recíproco, capaz de asegurar a sus productos mercados más
extensos.» La conferencia se reunió, como es sabido, en Wáshington.
Blaine presidió, y en su saludo de bienvenida habló de «confianza
sincera» y «ayuda mutua»; pero los diarios hablaban con demasiada
claridad de las intenciones ogrescas. «Queremos, decía el _Sun_, de
Baltimore, monopolizar, si es posible, el comercio de la América
central y meridional, no por la baratura y buena calidad de nuestros
productos, sino encerrando a esos países en nuestra tarifa protectora.
Queremos poder entrar en los puertos de esos países, mientras que la
entrada en ellos será prohibida a nuestros competidores europeos.» Era
un lazo tendido a todos los mercados latinoamericanos. Poco se habló
en el Congreso de arbitraje; todo fué casi alrededor del comercio, y a
cada paso salía a relucir la palabra de Monroe. Entonces fué cuando el
representante argentino contestó con su célebre frase: «La América para
la humanidad.»

El escritor francés demuestra cómo la obra económica del Congreso de
Wáshington fué casi tan vana como su obra política. Luego se ocupa de
ese inútil _Bureau de las repúblicas americanas_, que aún se mantiene
en la capital anglosajona. En realidad, el mundo comercial ignora su
existencia y no se cuida casi de él.»

Se refiere luego a las repetidas tentativas norteamericanas para
lograr el dominio de los mercados de las demás repúblicas. Ya son los
trabajos en la Exposición de Chicago, ya la fundación del _Philadelphia
Commercial Museum_, la reciente Exposición de Buffalo y el Congreso de
Méjico. Citaré a este respecto las palabras de M. Viallate: «Con menos
prisa que hace diez años, las repúblicas sudamericanas han aceptado
la invitación de Méjico. Algunas de ellas no parecían esperar que el
Congreso pudiese llegar a un resultado serio. Además, la situación
política no se ha modificado en el hemisferio meridional. Los peligros
de revolución y de guerra son siempre grandes; los diferentes gobiernos
no han adquirido una estabilidad interior bien sólida; apenas si se
puede fiar en la calma que ofrecen desde hace algunos años un pequeño
número de entre ellas. La situación internacional no es mejor, y esos
pueblos de la misma lengua y de la misma raza continúan ofreciendo el
triste espectáculo de hermanos enemigos, siempre listos a despedazarse.
Poco tiempo antes de la apertura del Congreso, un conflicto que dura
todavía estalló entre Venezuela y Colombia. El odio entre Chile y el
Perú, consecuencia de la guerra de 1880, no está cerca de calmarse, y
existe, desde hace muchos años un estado de antagonismo latente entre
Chile y la República Argentina, que ha estado por traer la guerra
al mismo tiempo en que sus plenipotenciarios discutían en Méjico
los medios de hacerla imposible. En fin, los triunfos recientes de
los Estados Unidos, sus conquistas nuevas, sus éxitos industriales
mismos, no son para no causar a las naciones de la América latina
naturales cuidados. Ellas vacilan en unir demasiado estrechamente su
porvenir político al de tamaña potencia: tener en ella un protector
interesado que tiene demasiados medios de transformarse un día en dueño
autoritario.» Respecto al Congreso, la obra política, concluye, en lo
que concierne a las ambiciones de los Estados Unidos, ha fracasado. Su
obra económica no podría tener resultado mejor. Los Estados Unidos,
según el articulista, tienen infinitos obstáculos que vencer en la
América del Sur, aunque hayan logrado la supremacía en el Golfo
de Méjico. No cree, como algunos estadistas, que esté muy próxima
la hegemonía de los Estados Unidos sobre el continente todo, con
perjuicio de los intereses de Europa. El peligro existe, pero puede
ser evitado. Y concluye: «La orgullosa afirmación de mister Olney,
cuando la querella de los Estados Unidos e Inglaterra, a propósito
de territorios de Venezuela, de que «los Estados Unidos son hoy
prácticamente soberanos sobre el continente americano», no está de
ningún modo de acuerdo con la realidad de los hechos. Ellos aspiran a
serlo, es verdad, y el colosal desarrollo de sus riquezas, la profunda
confianza que tienen en sí mismos, les hacen creer en la fácil
realización de esos ambiciosos deseos; pero están lejos de haberlo
logrado. Puede esperarse que la construcción del canal interoceánico
traiga el establecimiento de un protectorado más o menos disfrazado de
los Estados Unidos sobre los pequeños Estados de la América Central;
se puede prever que las Antillas escapen poco a poco a la dominación
europea para caer en las de ellos. Quizá, también, si anda falto de
cordura y prudencia, Méjico, a pesar de su importancia, concluya por
ser asimismo un satélite de los Estados Unidos. Les será preciso a
éstos mucho más largo tiempo y muchísimos más grandes esfuerzos para
extender su hegemonía sobre las naciones sudamericanas, suponiendo que
puedan llegar a ello. Sin duda, los Estados Unidos verán aumentarse
sus relaciones comerciales con esos países y participarán de los
efectos de crecimiento y prosperidad que parecen estarles reservados.
El desarrollo de su potencia industrial, la reconstrucción de su
marina mercante, les ayudará mucho; pero, por muchos años aún la gran
corriente comercial de la América del Sur continuará dirigiéndose hacia
Europa, cualesquiera que sean los medios que empleen los Estados Unidos
para desviarla. _Y si el Brasil, la Argentina y Chile, abandonando
sus querellas intestinas y sus rivalidades, hallasen la estabilidad
política y se consagrasen a cultivar las riquezas maravillosas de
su suelo, se podría ver, en un cuarto de siglo, o en medio siglo,
constituirse en esa región naciones potentes, capaces de contrapesar a
la América anglosajona, y de hacer en lo de adelante vano el sueño de
hegemonía panamericana acariciado por los Estados Unidos._»

Subrayo las palabras finales, porque ellas son la expresión del juicio
que la Europa sensata y previsora tiene de nuestras repúblicas, ante la
amenaza del imperialismo yanqui. Es de desear que nuestros hombres de
Estado se fijen en estas manifestaciones. El estudio que he extractado,
encierra la opinión del criterio serio europeo, y ojalá los pensadores
nuestros tomen en cuenta estas altas vistas[1].

       [1] Recomiendo a quienes interese, en este sentido, un
       reciente artículo del _Times_ sobre el imperialismo americano.
       «El canal de Nicaragua», en el _Kolnische Zeistung_. Y «La
       lucha por la preponderancia en la América del Sur», en el
       _Frankfurter Zeitung_.

[Ilustración]



[Ilustración:

                                ACABÓSE
                              DE IMPRIMIR
                             ESTE LIBRO EN
                     MADRID, EN EL ESTABLECIMIENTO
                              TIPOGRÁFICO
                            DE JOSÉ YAGÜES
                          SANZ, EL DÍA XXVII
                           DE JUNIO DEL AÑO
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