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Title: Comedias escogidas
Author: Fernández de Moratín, Leandro
Language: Spanish
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produced from images generously made available by Biblioteca
Virtual del Patrimonio Bibliográfico/Universidad de Cádiz.)



NOTA DE TRANSCRIPCIÓN

  * En el texto, las cursivas se muestran entre _subrayados_ y las
    versalitas se han convertido a MAYÚSCULAS.

  * Los errores de imprenta han sido corregidos sin avisar.

  * Se ha respetado la ortografía del original --que difiere
    ligeramente de la actual--, normalizándola a la grafía de mayor
    frecuencia.

  * Se han normalizado los puntos suspensivos y se ha corregido el
    emparejamiento de admiraciones e interrogaciones.

  * Los «cuánto» y «con que» del original se han convertido a «cuanto»
    y «conque» cuando distorsionaban el sentido de las expresiones.

  * Las notas a pie de página se han renumerado y se han colocado a
    continuación del párrafo que contiene la llamada.

  * Se ha unificado el encabezamiento de las escenas indicando siempre
    los personajes que intervienen, tomando la información pertinente
    de otras ediciones.



MORATÍN

COMEDIAS ESCOGIDAS



  LEANDRO FERNÁNDEZ DE MORATÍN

  COMEDIAS ESCOGIDAS

  CON EL
  DISCURSO PRELIMINAR DEL MISMO AUTOR

  Y UN PRÓLOGO POR
  JOSÉ YXART


  LA COMEDIA NUEVA -- EL SÍ DE LAS NIÑAS
  LA ESCUELA DE LOS MARIDOS -- EL MÉDICO Á PALOS

  [Ilustración]

  BARCELONA
  BIBLIOTECA CLÁSICA ESPAÑOLA
  DANIEL CORTEZO Y C.ª, _Ausias March, 95_
  1884



[Ilustración]


Establecimiento tipográfico-editorial de DANIEL CORTEZO Y C.ª



[Ilustración]



LEANDRO FERNÁNDEZ DE MORATÍN


I

Ni el carácter atribuído á Moratín, ni mucho menos sus obras,
concebidas despacio, y más que limadas, sobadas con meticuloso
esmero de artífice, harían sospechar lo azaroso y revuelto de su
vida trashumante. Sin el arraigo que sólo dan en España heredados
patrimonios, fué llevado Moratín de la corriente de los sucesos
políticos que arrancaron á la sociedad española de su secular
asiento en el reinado de Carlos IV. Al arrimo de algún ministro,
ó en compañía de amigos é idólatras, siguió la suerte que á sus
protectores deparaba la ocasión, y apenas logró detenerse en alguna
parte el tiempo de hallar el reposo que tanto amaba su natural
pacífico. Secretario particular de Cabarrús, ordenado más tarde
de primera tonsura para alcanzar un beneficio que le confirió
Floridablanca, secretario luégo de la interpretación de lenguas
y favorecido por el príncipe de la Paz, bibliotecario mayor de la
nacional en tiempo de José Bonaparte; á tantos medios hubo de acudir
para lograr una existencia holgada que le permitiera dedicarse á su
pasión por la literatura. Con esta alternaron sus frecuentes viajes á
París, á Londres, Alemania é Italia, sus más frecuentes emigraciones
y sobresaltos, los mil reveses que sufrió en su peculio acumulado
á fuerza de ahorros, y los contratiempos personales que dos veces
hicieron cruzar por su imaginación con la fugacidad del rayo, la
idea del suicidio; una, volviendo de Italia por mar, sobrecogido por
un furioso temporal, y otra hallándose en Barcelona, tan sobrado de
vergüenza como falto de recursos. Así vivió sujeto á continuo vaivén,
hasta que falleció en París en 1828, casi olvidado por su patria.

¡Cuántos antecedentes no se hallan en su vida para juzgar del estado
de nuestra nación entonces y siempre! Aquistarse el aprecio público
y general con sólo el talento literario, era entonces, por lo visto,
soñar en lo imposible; adquirir independencia y fortuna, mucho más.
Continuando en otra forma las tradiciones de los trovadores de la
Edad Media, y la asalariada protección que concedieron algunos
príncipes á los poetas del Renacimiento, los literatos del siglo
pasado y gran parte del presente, acuden en la monarquía absoluta
á los privados de los reyes, en la constitucional al Estado. Por
una suerte de socialismo tácito, que á nadie espanta, aunque sea al
fin una de las formas del socialismo, el gobierno reparte públicos
y menguados beneficios entre los que se dedican á las letras. En
los primeros años de Moratín, se acostumbraba todavía á sacarlos
de las rentas de la Iglesia; luégo se hizo y se hace confiriendo
empleos, cargos retribuídos que, aun siendo más ó menos literarios,
no siempre son adecuados al genio poético, ni doran en absoluto la
humillación. En aquella ocasión no fué sin embargo tan patente esta
anomalía. Dada la índole de su talento, convenía á un Moratín una
secretaría de interpretación de lenguas, ó la plaza de bibliotecario
mayor, pero otras se dieron menos compatibles con la literatura á los
mismos poetas, como si el serlo supusiera gran ilustración en todas
materias, cuando cabalmente el genio poético nada tiene que ver con
la ilustración, y anda á veces reñido con ella.

Pero ni aun con estos recursos se libró Moratín de los azares de la
fortuna, víctima de los frecuentes litigios en que se halla envuelto
quien ha de esperarlo todo del tesoro público. La diócesis de Oviedo
se negó á pagar por largo tiempo la pensión que le había conferido
Godoy sobre aquella mitra. Á la vuelta de Fernando VII y evacuación
de los franceses, sus bienes fueron secuestrados y el dueño sujeto
á aquellos juicios de purificación, que entonces se estilaron,
irritante y ominosa medida política que hoy nos parecería fábula
absurda si no fuese historia de ayer. Con esto, las intermitencias de
la cesantía, los frecuentes gastos y las prodigalidades de su corazón
generoso y de sus aficiones de propietario urbano, llegó Moratín
en ocasiones á adornarse con la sentimental aureola de la pobreza,
corona con que hasta hace poco ha sido costumbre presentar en los
altares del arte á los grandes ingenios.

En estos accidentes, y los que más por menudo relata su
biografía--que felizmente no está por hacer, como su completa
semblanza,--Moratín se mostró con todas aquellas cualidades y
defectos que dejan suponer sus mismas obras. Á ser cierto el dicho
de que el _genio es el sentido común en su grado máximo_, merecería
Moratín el dictado de genio á boca llena. Porque más claro juicio,
más cabal discernimiento y más equilibrada inteligencia, pocos los
tuvieron. Pero estas mismas prendas excluyeron en él aquellas más
deslumbradoras facultades que fulguran á nuestros ojos apenas del
genio se habla: intuición rápida, intensa, y que abarca mucho de un
golpe; ánimo arrebatado, pasiones vehementes, audacia y grandeza,
así en las virtudes como en los errores. Lejos de mostrar nada
de esto, Moratín fué modelo de prudentes y discretos, modesto,
frío observador en la comedia de la vida. Su gusto acendrado, su
delicadísima percepción le hacían odiosos los extremos y violencias.
No templado para grandes luchas, siempre reservado, siempre huído,
buscó constantemente en las contrariedades el refugio del silencio.
Todo terminaba para él soltando la presa en cuanto se la disputaban.
Siendo protegido por el Príncipe de la Paz, gran visir en aquella
monarquía despótica, ni le aduló, ni se rebulló en sus antesalas,
donde iba á sacrificar gran parte de la nación el resto de pudor que
nos quedaba. Retraído siempre en público, sólo en privado mostraba
sus cualidades, y particularmente aquel vivo ingenio cómico, su
finísima observación de los caracteres y las ridiculeces humanas, el
exquisito gusto que poseía. Su gran distintivo fué la más perfecta
naturalidad, la extrema sencillez en todo, aquella naturalidad
y sencillez, que ni se compran ni se imitan, prenda nativa, que
es el más infalible signo de grandeza. Resplandece de tal modo
esta condición en sus papeles particulares, coleccionados en sus
_Obras póstumas_, que, conforme se le estudia en ellas se arraiga
la convicción de que nos hallamos ante un hombre verdaderamente
ilustre y privilegiado. La acendrada discreción con que habla de
todas las materias, aun las más ajenas á su talento, la elegante
llaneza de su prosa afluente y festiva, la variedad y acierto de sus
observaciones, cautivan á la larga en sus apuntes de _Viajes_ por
Europa. En ellos, en el _Diario_ de su vida, en sus cartas, resalta
siempre el mismo carácter de un alma bondadosa y apacible, de un
hombre modesto y laborioso pero dotado de buen golpe de vista, y
sensibilidad delicada, ya que no profunda, sin énfasis ni presunción.
Bien se comprende leyéndole que su horror á la pedantería reinante
tomara en sus escritos el carácter de una monomanía, y fuera como
la _muletilla_ de su Musa cómica, que, desde un principio, flagela
sin piedad á los pedantes literarios y no cesa de poner en ridículo
en todas sus obras Ermeguncios y Hermógenes, el sentimentalismo y
la filantropía de los malos imitadores de Diderot y Rousseau, la
ficticia cultura, las declamaciones de los falsos innovadores. Hay
en esta condición algo ingénito de nuestra raza, que no acertamos á
hallar ni en los vanidosos y volubles franceses, ni en los italianos
ardientes y solapados á un tiempo, ni en los hombres del Norte,
mesurados y cavilosos, que se lo traen todo aprendido á fuerza de
cultura.

Nacido, sin embargo, en una época en que hervía toda la sociedad en
nuevo crisol para tomar nueva forma, no fué de los que pretendieron
sacar á toda costa el genio nacional y la independencia de la patria
de aquella conflagración general. Superior sin duda en ilustración
á la gran mayoría de los españoles, estuvo por los franceses cuando
éstos vinieron á convertir en sucursal del Imperio, el abandonado
trono de Carlos IV. Él creería sin duda de buena fe que el Imperio
nos traería la cultura que él deseaba, y con ella todos los
beneficios cuyo precio le hicieron inestimable sus frecuentes viajes
por Europa, á trueque de una dependencia que no tenía al cabo nada de
humillante; sin duda pensó, como tantos otros, que nuestro pueblo,
ignorantón y casi salvaje, gangrenado y decaído, con sus incurables
preocupaciones, su apasionamiento y su desidia, no merecía la pena
de batirse por él con una nación civilizada y entonces gloriosa que
hubiera establecido con férrea mano las reformas. No hay que culpar
á Moratín por estas ideas. Quizás eran también las de los mismos que
en Cádiz trataban de regenerar á España, aunque no las manifestasen
en público. Lastima, sin embargo, no hallar á Moratín entre ellos,
al lado del gran Jovellanos y Quintana, cuando la nación entera hizo
tan supremo y glorioso esfuerzo. Más simpáticos parecen aquellos
hombres, empeñados en tan legendario combate con los de dentro para
ilustrarles á despecho suyo, con los de fuera para sacar á salvo
la independencia. Como dice el mismo Quintana en la fraseología
de la época, «lo primero era ser libres, el _cómo_ era negocio
para después.» El caso fué que, á pesar de la apática y pesimista
convicción de los afrancesados de que España no resistiría al único
genio de nuestro siglo, España renació y desde entonces vuelve á ser
nación á los ojos de Europa; buena ó mala, pero al fin nación: lo
primero es existir, el cómo es cuestión secundaria.

Quizás su conducta en aquel trance, unida á la índole peculiar de
sus obras, fueron causa de que viviese y muriese casi olvidado de
la nación, siendo como fué uno de sus hijos más ilustres, y que
con mayor desinterés ansió y se afanó por su cultura. Razón tuvo,
pues, en despedirse de la patria, con estos melancólicos versos, que
puesto que le pintan de cuerpo entero copiamos aquí, aunque estarían
mejor á la cabeza de su biografía, como artístico medallón sobre los
renglones de un epitafio:

      Nací de honesta madre; dióme el cielo
    fácil ingenio en gracias afluente,
    dirigir supo el ánimo inocente
    á la virtud el paternal desvelo.
      Con sabio estudio, infatigable anhelo
    pude adquirir coronas á mi frente:
    la corva escena resonó en frecuente
    aplauso, alzando de mi nombre el vuelo.
      Dócil, veraz, de muchos ofendido,
    de ninguno ofensor, las Musas bellas
    mi pasión fueron, el honor mi guía;
      pero si así las leyes atropellas,
    si para ti los méritos han sido
    culpas; adios, ingrata patria mía.


II

La gloria de Moratín se cifra toda entera en su campaña para
restaurar el teatro español; con el ejemplo, por medio de sus
comedias; con los preceptos, por medio de la exposición de sus
teorías, sus estudios históricos, las observaciones, apuntes y
comentarios que se hallan en todos sus escritos acerca de la poesía
dramática. Esta fué su constante preocupación; lo demás de sus obras
es accidental, ó tiene relación inmediata con su talento de poeta
cómico.

En esta campaña teatral Moratín sufrió grandes sinsabores. Nadie
que conozca el teatro por dentro ha de extrañarlo, aun antes de
saber cómo estaba el nuestro á fines del pasado siglo, y las
singulares costumbres de aquella época pintoresca. De todos los
que se meten á reformadores en este bajo mundo, ninguno habrá que
tenga aparejada con más anticipación la cruz, como quien pone empeño
en contrariar las dos más poderosas majestades de la tierra: el
gusto del público que asiste á un teatro, y los intereses de los
que viven de contentarle. En tiempo de Moratín, todo agravaba la
empresa: la enmarañada red que envolvía esta diversión pública,
con la intervención de las autoridades civil y eclesiástica, la
administración interna de los teatros, los bandos y partidos, el
estado de la literatura y la opinión. ¡Qué encarnizadísimo asalto
debían dar estas entidades juntas contra el hombre que se propusiera
la menor reforma! Tanto más, cuanto que Moratín ponía la mira en
todo, y en todo quería introducirlas. En este punto no fué sólo
un preceptista literario. Á todo alcanza su crítica, incluso á
defectos de policía de la incumbencia de un Alcalde corregidor. Así
discurre tocante á los medios gubernativos para sacar al teatro de
su postración ó las leyes relativas á la censura, como se entretiene
en señalar los vicios de las chocarreras tonadillas que se cantaban.
Basta esto para imaginar su martirio. ¡Qué hervidero de cábalas! ¡qué
recelos y envidias de autores y actores! Y en esto la autoridad,
ó impotente ó celosa de sus prerrogativas, el clero, huraño, los
espectadores, como siempre, bien hallados con sus gustos hijos de
la costumbre. Nombrado individuo de una junta para la reforma del
teatro, hubo de retraerse á poco de asistir á ella. Era presidente de
la misma, el del mismo consejo de Castilla... ¡un general! hombre de
genio muy áspero é impetuoso, que no pudo sufrir las observaciones
de Moratín, y que estuvo á punto una vez de tirarle el tintero á
la cabeza. Con lo cual ya se deja comprender que el autor de los
_Orígenes del teatro español_, se convenció á la primera de que al
bravo militar le sobraban razones y que era más entendido que él en
materias literarias. Quiso más tarde el gobierno crear una dirección
de teatros, y le ofreció este cargo; pero Moratín lo rehusó, porque
ya había sentido sus espinas. Por otra parte, no hubo comedia
suya cuyas representaciones no tropezaran con mil dificultades.
Exigencias de actriz demoraron cuatro años el estreno de _El Viejo_
y _La Niña_ después de mil supresiones que impuso la censura. La
_Comedia nueva_, cruenta sátira en acción de la decadencia del
teatro, apenas pudo arrostrar la estruendosa animosidad, el pataleo
y rabia de las víctimas. Naufragó _El Barón_ el día de su estreno
(después de haber sido plagiada, antes que representada), víctima de
las parcialidades y de la venganza en fermentación por espacio de
algunos años. Á la _Mojigata_ siguieron las más violentas polémicas
é intrigas increíbles, como siempre que se atacó en el teatro la
hipocresía, el vicio más vidrioso y asustadizo de todos, y el que más
chilla cuando se le saca á la vergüenza, como si en él descansara
toda la máquina social, lo cual no parece probable. Enardecidos los
ánimos conforme se acentuaba el propósito de Moratín de acertar en
el corazón á las preocupaciones de aquella época, no pararon los
enemigos hasta delatarle al Santo Oficio por _El Sí de las niñas_, y
denunciarle como un criminal. De modo que estas obras que hoy parecen
harto morales, parecieron revolucionarias y piedra de escándalo; y
su autor, tímido y juicioso por naturaleza, furibundo demagogo que
atentaba á lo más sagrado. Este último sorbo colmó su amargura y le
decidió á retirarse del teatro y arrinconar los borradores de otras
comedias, limitándose luégo á traducir de Molière, su ídolo, _La
Escuela de los maridos_ y _El Médico á palos_.

En esta ruidosa campaña ni todo fueron derrotas para Moratín, ni
estas se debieron en absoluto á las malas artes ó á la brutalidad
del enemigo. Algunos idolatraron á Moratín, sus obras á pesar de la
borrasca se representaron con éxito y fueron celebradas y leídas,
y cuanto hoy elogiamos en ellas encantó á muchos. Pero fuerza
es decir que los principios literarios de su autor debían ser
discutibles entonces, aunque con más talento de lo que lo fueron,
y son inadmisibles hoy en algunos puntos. Moratín pareció en la
escena, cuando se había perdido toda noción de buen gusto, y agotada
la inspiración, prosperaban sólo en la literatura los defectos del
genio literario español sin sus grandes cualidades; como árbol que
había perdido la exuberante savia, pero no la hojarasca inútil.
Atajar, pues, esta general corrupción era un bien y el expurgo,
necesario. Nada enseñó Moratín en este sentido que no estuviera
conforme con la más depurada belleza. Pero el error esencial de
todos sus preceptos estaba: primero, en que si tenían el valor
relativo de curar la enfermedad reinante, no tenían igualmente la
virtud de devolver el hervor de la inspiración y el sentimiento,
más necesarios para producir belleza que todas las retóricas; y en
segundo lugar, que siendo la de Moratín la más discreta y atildada
copia de las doctrinas francesas, contrariaba en absoluto el genio
nacional y luchaba á brazo partido con nuestro carácter. Moratín fué
la encarnación viva, definitiva y potente de la escuela francesa que
desde principios del siglo XVIII pretendía entronizarse en España;
un Boileau español, en suma, siempre á vueltas con la razón y el
buen sentido, el decoro y la regularidad, pocas veces partidario de
sentir hondo y vehemente. Si su atildamiento y pulcritud, la templada
observación de la naturaleza, la más absoluta sumisión á la mediana
verosimilitud, podían convenir á la comedia, no eran bastantes para
infundir poderosa y deslumbradora vida al teatro de una nación, ni
podía contentar á un público ardiente como el nuestro. En todos los
principios literarios de Moratín se observa la misma deficiencia
y aquel rigorismo innecesario y á veces absurdo que convierte el
arte en artificio, por una reacción natural contra la licencia y la
ignorancia, y obra como medicina que debiendo depurar la sangre, la
empobreciese hasta producir la anemia.

Tantas revoluciones y tantas ideas se han sucedido desde entonces
y tan apartados nos hallamos de las que profesó Moratín, que ya es
inútil discutirlas siquiera, pero siempre es curioso estudiar hasta
dónde alcanzan las preocupaciones de las escuelas. En el fondo de
cuanto dice Moratín, parece entreverse la eterna cuestión que suscita
siempre la literatura dramática, entre los literatos y el vulgo.
El teatro es diversión y es arte; espectáculo y literatura, y es
además todo él convención. ¿Á quién hay que complacer? ¿Al hombre
de letras que está apreciando las filigranas del estilo y distingue
de géneros y aquilata los menores detalles, ó á la generalidad de
los espectadores, ávidos de emociones vivas, hondas, inmediatas,
para quienes todo ha de aparecer de bulto y á grandes brochazos?
El genio dramático por lo común complace á todos y alcanza ambos
fines; divertir y producir bellezas; pero nuestros clásicos del
pasado siglo y particularmente Moratín, juzgaban en esta cuestión con
criterio casi exclusivamente literario, y querían escribir tragedias
y comedias con la pulcritud y la nimia observancia de las reglas
con que se escribían libros para unos pocos. Se empeñaban además en
limitar cuanto era posible la convención teatral en busca de una casi
identidad de la ilusión escénica con la realidad, no sólo imposible,
sino contraria á toda belleza. ¿Hay nada más absurdo y risible
que las unidades de lugar y de tiempo en el drama, tan discutidas
entonces? Se fuerza al espectador á que imagine que ve al mismo
César en las tablas y que por consiguiente ha retrocedido muchos
siglos, y no se le puede forzar una vez hecho este largo viaje, á
que dé por transcurrido un año siquiera durante el entreacto. Se
le planta en el _Foro_ desde la butaca, y cuando se le tiene allí
con el pensamiento, no le es permitido salir de Roma para que no
se desvanezca la ilusión. Nada hay verdad en aquella Roma de tela y
cartones; ni armas, ni trajes, ni hombres, ni idioma; pero una vez
realizada aquella mentira grata á la imaginación, ésta ya no puede
permitirse un solo pecadillo más, y ha de temblar ante la gramática
que mide sus palabras, encogerse por temor de la irregularidad,
reprimir sus vuelos por no incurrir en inverosimilitudes (de que está
llena, por cierto, la realidad que se pretende imitar), y ahogar
toda emoción atendiendo al decoro, como hastiado palaciego que juzga
cursi todo afecto arrebatado. Y esto se quería imponer como ley en un
espectáculo, donde la muchedumbre va á sentir y á distraerse, donde
el efecto es inmediato y no razonado, y la atmósfera caldeada, la
música, las luces, la misma presencia de la mujer, son otros tantos
incentivos que predisponen á la expansión del sentimiento.

Por otra parte, incurriendo en contradicciones, frecuentes siempre
que se pretende embutir en principios generales las libres y
espontáneas leyes de la naturaleza, mientras se aspiraba á remedarla
tan mezquinamente, se huía por sistema de la verdad, en lo más
esencial: los caracteres y las pasiones. Aquellos héroes y reyes
de tragedia, que las más veces debían pertenecer á Grecia y Roma,
no habían de parecerse á los seres vivos que representaban sino
á un falso y amanerado tipo, que se había convenido en tener por
ideal; y habían de ostentar una dignidad aparatosa y afectada en
palabras y acciones. Les estaba prohibido dar rienda suelta á sus
pasiones, manchar la escena con su sangre, proferir palabras ó
conceptos familiares, mezclar la risa con el llanto, codearse con sus
inferiores en las tablas. Moratín se indigna de que un Antonio de
Leiva diga puesto en ellas,--_El juicio me vuelven estas cosas_--y
un Julio César--_Hola ¿qué es esto?_--ú otras expresiones por el
estilo. Quiere á todo trance, que no se confunda nunca en una misma
obra lo patético con lo cómico, ni parezcan revueltas las clases.
Con profunda separación entre ellas, se reserva la tragedia para los
héroes y testas coronadas, y la comedia, para el pueblo, y después de
ser depurados en un alambique, se trasiegan á un frasco el llanto,
el veneno y la sangre para uso de los primeros, y las lagrimillas
de risa á otro para la gente de poco más ó menos, á quien se le
permite servir de ejemplo de ridiculeces. Ni tampoco es dado á los
coetáneos del autor, mostrar en las tablas heroísmo y magnanimidad,
y ser capaces de poderosas pasiones y virtudes. Los personajes de la
tragedia deben elegirse en regiones y tiempos distantes y apartados
del espectador.

Convengamos en que Moratín tenía razón sobrada en ridiculizar _El
gran cerco de Viena_, pero que también y á poca costa se hubiera
podido rehabilitar, si no al miserable Eleuterio Crispín de Andorra,
á sus inspirados ascendientes, si no aquellos errores ridículos, su
procedencia. El tiempo se encargó de la tarea; el genio nacional,
comprimido y forzado á aceptar la extranjera moda literaria, rompió
aquel molde pequeño, se desbordó otra vez, y refluyó á su fuente
primitiva, que al mismo Moratín á pesar de sus reservas y distingos
parecía abundantísima y rica. El triunfo de los clásicos, si es que
éstos llegaron á triunfar, fué efímero, y sólo benéfico en cuanto
purgaron la lengua y el estilo de la última escoria del gongorismo.
Pero pasada aquella necesidad momentánea, público y autores
volvieron á apasionarse por la riqueza y brillantez de invención
de la dramática del siglo de oro, la fuerza y elevación de los
caracteres, la variedad de gentes de todas condiciones que figuraban
en las tablas confundidas como en la vida; el deslumbrador estilo;
en una palabra, volvió á democratizarse el teatro, y á ser lo que
debía, panorama variado del mundo, y vasto como él, y no lección
académica entre cuatro columnas de cartón, ó corrección moral en
_caseros octosílabos_. Rota la valla, invadieron otra vez la escena
los personajes de capa y espada, dueñas y graciosos, la plebe y
los monarcas de la Edad Media; la comedia se hizo más intencionada
y desenvuelta, y enriqueció su estilo con la rima; la tragedia se
vistió de levita; apareció el drama histórico y el contemporáneo,
sentimental ó trascendental y el melodrama patibulario, y de uno
en otro ensayo, de una en otra tentativa paró en breve tiempo en
espectáculo para los sentidos con los violáceos fulgores de las
luces de bengala y los sorprendentes recursos de la escenografía,
y los cuadros al vivo de las apoteósis finales. Desde que murió
Moratín hasta el presente, la poesía dramática agotó los asuntos
y las formas, y las empresas, los medios de divertir é interesar
al público. Lejos de hallarnos en el caso de medir el tiempo de la
fábula para que no se desvanezca la ilusión, muchos espectadores
se han vuelto ya tan entendidos y se hallan tan poco dispuestos á
pasar por ella, que ninguna convención teatral logra hacerse perdonar
la imprescindible necesidad de su existencia. De modo que algunos
sospechan que el teatro agoniza, fatigado de servir. Todo esto ha
pasado, en menos de medio siglo, inmediatamente después de haberse
propuesto Moratín vivificar y convertir la escena en cátedra de moral
y cultura con sólo las túnicas de _Británico_ y _Atalía_ para las
grandes solemnidades y la casaca y la peluca del _Barón_ para los
días de labor.


III

Moratín decía hablando de sí mismo: «Mi padre fué poeta; yo no
lo soy.» Y diversas veces escribió: «No aspiré nunca á ceñir dos
coronas á mi frente.» Y decía verdad. Pocas son sus poesías líricas.
De estas, sus romances festivos y sus epístolas morales, como más
adecuados á su ingenio de autor cómico, ó á su natural reposado y
severo, se leen con placer y cierta fruición cuando la afición á las
letras es mucha, porque algún atractivo tiene aquel gusto depurado,
que raya en nimiedad, la sobriedad y elegancia de la frase, una
versificación remachada y correcta, donde en vano se buscaría el
menor descuido. Pero fuera de esto, nunca he podido comprender, lo
confieso con franqueza, qué poesía hallan en las demás obras líricas
los amigos del género pseudo-clásico.

También en esto nos hallamos ya tan distantes de él, que es imposible
aceptar por admirable lo que apenas logra entretenernos. El poeta
lírico era entonces, según la moda reinante, un caballero particular
muy instruído y versado en letras sagradas y profanas, que se
olvidaba por completo de sí mismo y de la realidad presente en cuanto
se le ocurría dar forma á sus inspiraciones poéticas. Entonces se
vestía de griego ó romano, se coronaba de rosas, se imaginaba coger
el estilete en lugar de la pluma, y las tablillas en vez del papel, y
fija la memoria en lo que sabía de la antigüedad, á mil ochocientos
años de distancia se forjaba la ilusión de que vivía bajo el reinado
de Augusto, pared por medio de Virgilio y Horacio. De repente, todo
se trocaba como por ensueño. La mujer amada perdía su nombre y
apellido por los de Clori ó Lesbia; el amigo, el suyo también por
otro de los que conferían los Arcades de Roma; la historia y la
geografía histórica debían conocerse al dedillo para hablar como de
presente de tan lejanos tiempos; el mayor afán consistía en decir
con palabras nobles é imágenes nuevas lo corriente y vulgar y se
establecía entre la imagen y el objeto, el sentimiento y la expresión
tal cúmulo de ideas intermedias, que se necesitaba el caudal de
conocimientos de un erudito para percibir todos los primores. ¿Es
esto poesía? ¿Puede parecérnoslo hoy? Será mal gusto mío, mas para mí
se halla tan distante de serlo, como una lección de retórica. Mucho
tiene la verdadera poesía de conmovedor, de inefable, que embriaga y
arrebata, que enardece y hace soñar, que no pude descubrir nunca en
este género de versos. _El opulento Gerión_, la _Cádiz eritrea_, _el
espartario golfo_, _la Hesperia_, el _ceguezuelo niño_ y el _luso_
y el _galo_, etc., acaban por marear. Distraen, enfrían y fatigan
tantas alegorías y perífrasis, para cuya inteligencia se necesita
un curso completo de mitología. No basta hallar de vez en cuando
algún sentimiento sincero entre ese fárrago de frases depuradas y
elegantes, ni contenta tal cual imagen graciosa que desde luégo por
su asunto y su precisión parece burilada como un camafeo, ó recuerda
las barrocas entalladuras de los artesones y muebles de la época.

      Esta corona, adorno de mi frente,
    esta sonante lira y flautas de oro
    y máscaras alegres que algún día
    me disteis, sacras musas...
    . . . . . . . . . . . . . . . . . .
    . . . . . . . . . . . . . . . . . .

¿Quién no ve desde luégo un telón de boca con sus pintados trofeos?

    ........ La Fama es esta,
    sí, la conozco. Rápida girando
    dilata al aire las doradas plumas,
    suelto el cabello que su frente adorna,
    desceñida la túnica celeste.

¿Quién no la imagina volando así por los artesones de un palacio?

      Venus, hija del mar, diosa de Gnido
    y tú, ciego rapaz, que revolante
    sigues el carro de tu madre hermosa
    la aljaba de marfil, pendiente al lado.

Bello es, bello como las miniaturas de las tabaqueras que usarían
Napoleón y el Príncipe de la Paz y que se ven todavía en las
colecciones del Louvre. Pero, ¿no ha de consistir en algo más
la poesía? Felizmente los poetas contemporáneos han creído que
sí. Se han pedido directamente nuevas y más eficaces imágenes á
la naturaleza, y á los modernos conocimientos; la fantasía y el
sentimiento han visto abrirse inmensos espacios, con el atractivo
indecible de su fondo infinito y sus tintas rutilantes. Es imposible
inventariar en una sola cláusula todos los géneros, todos los
afectos, todas las formas que trajo á la poesía moderna el presente
siglo, que algunos llaman prosáico, pero que de seguro parecerá á los
venideros, más que ninguno poético y original é inspirado en el arte
más inspirado de todos: la música y en el que más se le acerca: la
poesía lírica. En España queda, sin embargo, mucho por hacer todavía,
pues la enseñanza oficial propone aún como indiscutibles modelos
algunas obras del género de Moratín y persuade al culto de la forma
por la forma, de la frase por la frase, de la ficticia elegancia y
la imitada majestad y nobleza; á cuanto es posible adquirir con el
estudio y sin levantar la cabeza de los libros. No, lo que en los
libros se adquiere con la servil imitación, no es poesía ni lo ha
sido nunca. Hay que desechar las formas aprendidas y estereotipadas
por las que espontáneamente ofrece el propio genio cuando existe;
decir lo que se siente, como se siente, ver y vivir mucho, y sondear,
en suma, aquel cielo y aquel mundo, en los cuales, según la sublime
expresión del poeta, existen muchas cosas más de las que soñó la
humana filosofía, léase, la retórica.

  J. YXART.



DISCURSO PRELIMINAR



[Ilustración]



DISCURSO PRELIMINAR[1]

  [1] Este Discurso preliminar, que, escrito por el mismo Moratín,
  figuró al frente de sus comedias, comprende la historia resumida
  del Teatro español desde el siglo XVIII, á la época en que el
  autor tomó sobre sí la empresa de restaurarlo con su ejemplo y
  sus preceptos. Nada dice Moratín de sus coetáneos, y nada pudo
  decir, puesto que falleció en 1828, de la profunda revolución que
  trajo á la escena española el romanticismo, pocos años después
  de su muerte. Así limitado á dicho período todo el discurso, es,
  en suma, la historia de la decadencia del teatro genuinamente
  nacional, y de las tentativas hechas para sujetarle á los cánones
  del pseudo clasicismo, hasta que, no bien triunfantes, fueron
  otra vez derrocados y olvidados.


Al empezar el siglo XVIII tuvieron principio en España las
calamidades de la guerra de sucesión. Apenas hubo descanso para
celebrar con espectáculos alegres, en los primeros años del siglo, la
coronación de Felipe V, su casamiento con María Gabriela de Saboya,
y el nacimiento de un príncipe de Asturias. En tales ocasiones se
representaron delante de los reyes en el teatro del Buen Retiro,
y después al pueblo, algunas comedias de don Antonio de Zamora,
gentil hombre de S. M., que florecía entonces entre pocos y oscuros
autores, ninguno capaz de competirle. Habíase propuesto por modelo
las obras de Calderón, y es fácil inferir hasta dónde llegarían los
primores de quien sólo aspiraba á imitar los ejemplos poco seguros de
aquel dramático.

En sus zarzuelas ó comedias de música repitió Zamora iguales
desaciertos á los que Candamo, Calderón y Salazar habían amontonado
en las suyas: fábulas de absoluta inverosimilitud, estilo afectado,
crespo, enigmático, lleno de conceptos sutiles y falsos, de
empalagosa discreción que no puede sufrirse. En las comedias
historiales confundió los géneros de la tragedia, de la comedia y
aun de la farsa, sin otro mérito que el de muchos rasgos de indócil
fantasía, buen lenguaje y versos sonoros. Lo mismo hizo en las piezas
mitológicas y en las de asuntos sagrados.

Cien años antes había escrito el P. Gabriel Téllez (conocido bajo el
nombre de Tirso de Molina) la comedia de _El Burlador de Sevilla_,
la más á propósito para conmover y deleitar á la plebe ignorante y
crédula. Representada con aplauso en los teatros de España, pasó
á los demás de Europa: en Francia se hicieron cinco traducciones
de ella (más ó menos libres) por Villars, Dorimond, Dumenil, Tomás
Corneille y el gran Molière. Goldoni, en el siglo anterior al
nuestro, no se desdeñó de repetirla.

Los antagonistas del teatro no perdonaron los defectos de una comedia
tan perjudicial á las buenas costumbres, y hubo de sufrir, como
era justo, una severa prohibición. Zamora trató de refundirla, y
conservando el fondo de la acción, la despojó de incidentes inútiles;
dió al carácter principal mayor expresión, y toda la decencia que
permitía el argumento, haciéndole más agradable mediante la feliz
pintura de costumbres nacionales con que le supo hermosear; y
añadiendo á esto las prendas de locución y armonía, conservó al
teatro una comedia que siempre repugnará la sana crítica, y siempre
será celebrada del pueblo.

Deseoso de agradarle, escribió Zamora la primera y segunda parte
de _El Espíritu foleto_, en que por la intervención de un duende
festivo y revoltoso, hacinó prodigios y transformaciones, autorizando
á los que después, con menos gracia, inundaron el teatro de mágicos
y diablos, que todavía le ocupan á despecho del sentido común. En
la comedia de _Don Domingo de don Blas_ confundió Zamora grandes
intereses de reyes y príncipes con afectos comunes y situaciones
de indecorosa ridiculez. La figura cómica de don Domingo, bien
imaginada y mal sostenida, hace reir no pocas veces; pero sus gracias
mezcladas con intolerables descuidos no dan una idea favorable del
buen gusto de aquel poeta. Mayor mérito se reconoce en la comedia
de _El Hechizado por fuerza_, aunque no exenta de considerables
imperfecciones. La acción está complicada con episodios inútiles, no
verosímiles, y dirigidos únicamente á dilatar y entorpecer un mal
desenlace. Unas veces habla don Claudio como un hombre de instrucción
y talento, y otras como pudiera el más estúpido; no es fácil entender
si toma de veras ó de burlas lo que están haciendo con él, si
efectivamente piensa que está hechizado, ó si trata sólo de engañar
á los que intentan persuadírselo. Las situaciones cómicas, que son
muchas, degeneran en triviales algunas veces; el estilo, si no
siempre es correcto, siempre es fácil y alegre; la dicción excelente,
la versificación sonora, el diálogo rápido, animado y lleno de
chistes.

Zamora no hizo otra cosa mejor ni sus contemporáneos escribieron obra
ninguna de mayor mérito. Murió hacia el año de 1740; compuso hasta
unas cuarenta comedias, y en las que existen impresas se echa de ver
que siguiendo las huellas de sus predecesores, muchas veces rivalizó
con ellos; pero desconociendo los preceptos del arte, cultivó la
poesía escénica sin mejorarla, y la sostuvo como la encontró.

Don Pedro Scoti de Agoiz, coronista de los reinos de Castilla,
compuso por entonces algunas comedias y zarzuelas, en las cuales,
si merece aprecio la facilidad de su versificación, no es de alabar
la confianza con que se abandonó á la imitación de originales
defectuosos, acomodándose al gusto depravado de su tiempo.

Don Diego de Torres y Villarroel, catedrático de matemáticas y
astronomía en la universidad de Salamanca, además de algunas
zarzuelas de corto mérito, publicó una comedia intitulada _El
Hospital en que cura amor de amor la locura_, fábula de dos acciones,
personajes y estilo tabernario, ninguna perfección que disculpe
sus muchos desatinos. Tuvo aquel poeta grande celebridad en su
tiempo, y no sin causa, pues aunque no conoció el estilo elevado de
nuestra lengua, supo desempeñar en sus obras prosáicas con gracia y
facilidad los asuntos familiares y humildes; pero el corto paso que
parece que hay de esta clase de escritos, al tono y expresión de la
buena comedia, no supo darle. No fué bastante su talento á inventar
una fábula regular; con todo el conocimiento que tenía de los vicios
y ridiculeces comunes, no supo trazar un solo carácter, ni dar unidad
ni interés á su obra; quiso enredarla, y la embrolló; quiso hacerla
muy graciosa, y resultó chabacana y sucia. Con menos facilidad
todavía ejercitó su pluma don Tomás de Añorbe y Corregel, capellán de
las monjas de la Encarnación de Madrid, en unas diez y ocho ó veinte
comedias que dió á luz, en las cuales nada se encuentra que merezca
elogio ni perdón. Si hay alguna de sus piezas que pueda citarse como
la peor, es sin duda _El Paulino_, que el autor se atrevió á llamar
tragedia, y de la cual hablaron Luzán y Montiano con el desprecio
que merece. Aun suponiéndole ignorante de la lengua francesa, bien
pudo haber visto el _Cinna_ de Corneille, que había traducido con
inteligencia y publicó en el año de 1713 don Francisco Pizarro
Picolomini, marqués de San Juan. Allí hubiera podido á lo menos
sospechar lo que es una tragedia; pero de nada sirven los ejemplos á
quien no los quiere seguir.

Por entonces el ilustre benedictino Feijoo, animado del ardiente
anhelo de ilustrar á su nación disipando las tinieblas de ignorancia
en que se hallaba envuelta, se atrevió á combatir en sus obras
preocupaciones y errores absurdos. Es admirable el generoso tesón
con que llevó adelante la empresa de ser el desengañador del pueblo,
á pesar de los que aseguran su privado interés en hacerlo estúpido.
Con la publicación de sus obras facilitaba el camino de un modo
indirecto á los autores dramáticos para exponer en el teatro á la
risa pública las prácticas supersticiosas, las opiniones funestas
que habían autorizado la falsa filosofía, la equivocada política, la
credulidad y la costumbre; pero no había poetas capaces de seguirle
ni de aprovecharse de las luces de su doctrina.

Los autores del estimable periódico intitulado _Diario de los
literatos de España_ examinaban con juiciosa crítica las obras que
entonces se publicaban; sostenían los principios más sólidos del
raciocinio y del buen gusto, y trataban de encaminar hacia la
perfección, en cuanto les era posible, la literatura nacional. Su
fatiga no fué muy larga, y hubieron de abandonar el empeño por falta
de lectores y de agradecimiento público.

La Academia española, establecida á imitación de la francesa con una
organización igualmente defectuosa, vencida en gran parte aquella
lentitud que es inherente á esta clase de cuerpos literarios, atendía
con laudable celo á la formación del Diccionario de nuestra lengua;
pero no pudo por entonces dirigir sus tareas á otros objetos, ni
contribuir á los progresos de la oratoria y la poesía; su influencia
no pasó más allá del salón en que celebraba sus juntas.

En las escuelas se enseñaban á la luz de la antorcha de Aristóteles,
teología, cánones, leyes y medicina, sin el auxilio de la filosofía,
sin el de la historia, sin el de la política, sin el de las
matemáticas, sin el de la física, sin el de la erudición, sin el de
las lenguas doctas, sin el de las letras humanas. Nada de esto se
sabía, porque nadie lo podía enseñar, y nadie solicitaba aprenderlo.
_Todas las cátedras de las universidades_ (dice Torres) _estaban
vacantes, y se padecía en ellas una infame ignorancia. Una figura
geométrica se miraba en este tiempo como las brujerías y tentaciones
de san Antón, y en cada círculo se les antojaba una caldera donde
hervían á borbollones los pactos y los comercios con el demonio...
Pedí á la universidad la sustitución de la cátedra de matemáticas,
que estuvo sin maestro treinta años, y sin enseñanza más de ciento y
cincuenta._ Si esto sucedía en el más célebre de nuestros gimnasios,
¿cuál debía ser el estado de las buenas letras, el gusto crítico, la
amenidad y corrección de nuestra poesía, la cultura de nuestra escena
miserable?

Don Ignacio de Luzán, hijo de una ilustre familia de Aragón,
educado en Italia, discípulo de los más acreditados profesores que
florecían en ella, adquirió con el estudio, el trato y el ejemplo,
conocimientos científicos y literarios que en España no hubiera
podido adquirir. Este erudito humanista dió á luz en Zaragoza en
el año de 1737 una poética, la mejor que tenemos. Celebrada de los
muy pocos que quisieron leerla, y se hallaban capaces de conocer su
mérito, no fué estimada del vulgo de los escritores, ni produjo por
entonces desengaño ni corrección entre los que seguían desatinados la
carrera dramática.

El ministerio, ocupado exclusivamente en buscar dinero para
sostener la sangrienta guerra de Italia, no podía aplicar su
atención ni extender sus liberalidades en beneficio del teatro. Las
flotas no salían de los puertos de América; lo que producían las
contribuciones, todo se consumía en formar ejércitos y conducirlos
á la pelea; la administración interior se desatendía; los sueldos
de los innumerables empleados no se pagaban; los magistrados de las
cámaras de Castilla é Indias, después de haber vivido en la escasez y
aun en la miseria, se enterraban de limosna en Recoletos. El pueblo
era el único protector de los teatros; el premio que obtenían los
poetas, los actores y los músicos, se cobraba en cuartos á la puerta;
no es mucho que unos y otros procurasen agradar exclusivamente á
quien los pagaba, y hablarle en necio para asegurar sus aplausos.

Eran los teatros unos grandes corrales á cielo abierto, con tres
corredores al rededor, divididos con tablas en corta distancia que
formaban los aposentos: uno muy grande y de mucho fondo enfrente
de la escena, en el cual se acomodaban las mujeres; debajo de los
corredores había unas gradas; en el piso del corral hileras de
bancos, y detrás de ellos un espacio considerable para los que
veían la función de pié, que eran los que propiamente se llamaban
mosqueteros. Cuando empezaba á llover, corrían á la parte alta un
gran toldo; si continuaba la lluvia, los espectadores procuraban
acogerse á la parte de las gradas debajo de los corredores; pero si
el concurso era grande, mucha parte de él tenía que salirse, ó tal
vez se acababa el espectáculo antes de tiempo. La escena se componía
de cortinas de indiana ó de damascos antiguos: única decoración de
las comedias de capa y espada. En nuestra niñez hemos oído recordar
con entusiasmo á los viejos _aquel romper de cortinas de Nicolás de
la Calle_. En las comedias que llamaban de teatro ponían bastidores,
bambalinas y telones pintados, según la pieza lo requería, y entonces
se pagaba más á la puerta. Como La comedia se empezaba á las tres de
la tarde en invierno, y á las cuatro en verano, ni había iluminación,
ni se necesitaba.

El primer teatro que adquirió una forma regular fué el de los Caños
del Peral, en donde muy á principios del siglo se hicieron algunas
óperas y después comedias italianas por una compañía que llamaron
de los Trufaldines. El marqués don Aníbal Scoti, mayordomo mayor de
la reina doña Isabel Farnesio, hizo varias obras de consideración
en aquel teatro por los años de 1738, dándole mayor comodidad y
ornato, y en él continuaron los italianos por algún tiempo haciendo
sus farsas de representación y de música. Este ejemplo estimuló á la
autoridad á construir de nuevo dos teatros en el sitio de los dos
corrales, que por espacio de siglo y medio habían sido indecente
asilo de las musas españolas. El de la Cruz (alterando en algo los
planes que dejó hechos don Felipe Jubarra) se concluyó en el año de
1743; y el del Príncipe, dirigido por don Juan Bautista Sachetti (de
quien era entonces delineador don Ventura Rodríguez) quedó acabado en
el año de 1745, y se estrenó con la zarzuela intitulada _el Rapto de
Ganimedes_.

Esta plausible novedad, que dió á la corte unos teatros regulares y
cómodos, nada influyó en todo lo demás relativo á ellos: siguieron
las cortinas, y el gorro y la cerilla del apuntador, que vagaba por
detrás de una parte á otra; siguió el alcalde de corte presidiendo
el espectáculo sentado en el proscenio, con un escribano y dos
alguaciles detrás; siguió la miserable orquesta, que se componía de
cinco violines y un contrabajo; siguió la salida de un músico viejo
tocando la guitarra cuando las partes de por medio debían cantar en
la escena algunas coplas, llamadas _princesas_ en lenguaje cómico.
La propiedad de los trajes correspondía á todo lo demás: baste decir
que Semíramis se presentaba al público peinada á la papillota, con
arracadas, casaca de glacé, vuelos angelicales, paletina de nudos,
escusalí, tontillo y zapatos de tacón; Julio César con su corona de
laurel, peluca de sacatrapos, sombrero de plumaje debajo del brazo
izquierdo, gran chupa de tisú, casaca de terciopelo, medias á la
virulé, su espadín de concha y su corbata guarnecida de encajes.
Aristóteles (como eclesiástico) sacaba su vestido de abate, peluca
redonda con solideo, casaca abotonada, alzacuello, medias moradas,
hebillas de oro y bastón de muletilla.

Con estos avíos se representaban las comedias antiguas y las que
diariamente se componían de nuevo. El número de poetas crecía en
proporción de la facilidad que hallaban para escribir, habiendo
reducido á dos axiomas toda su poética: 1.º que las obras de teatro
sólo piden ingenio; 2.º que las reglas observadas por los extranjeros
no eran admisibles en la escena española.

Autorizado con estas libertades, compuso algunas comedias don
Eugenio Gerardo Lobo, capitán de guardias españolas, que habiendo
servido en las guerras de Portugal é Italia, se hizo estimable por
su inteligencia y su valor, y llegó á obtener distinguidos honores
en la milicia. Fácil y gracioso versificador en el género burlesco;
hinchado, oscuro y retumbante en el sublime, y en uno y otro
conceptista sutil, equivoquista y amigo de retruécanos miserables.
Sólo hay de él dos comedias impresas: la que intituló _El más justo
rey de Grecia_, estriba en un vaticinio de Apolo que puntualmente
se verifica. Á veces quiere imitar la de _El Esclavo en grillos de
oro_; pero tenía menos talento que Candamo, y quedó muy inferior á
su original: el gracioso, llamado _Veleta_, es de lo menos gracioso
que puede verse. En cuanto á historia y costumbres, mil desaciertos,
ningún asomo de regularidad dramática. Algunos pasajes están escritos
con bastante facilidad y decoro, otros desaliñados, otros de estilo
enigmático y gigantesco. La de _Los Mártires de Toledo y tejedor
Palomeque_ no es mejor. Cuchilladas, devoción, resistencias á la
justicia, celos, apartes, escondites, salir y entrar sin saber á qué,
requiebros, locuras, chocarrerías, bravatas, naufragio, martirio,
bautismo ridículo. La escena es en Toledo, en Málaga y en Argel. El
estilo desigual, nunca oportuno, á veces energúmeno, á veces ratero y
chabacano.

Un sastre llamado don Juan Salvo y Vela, eligiendo el camino más
breve de agradar al patio mediante el auxilio de los contrapesos y
las garruchas, publicó la comedia de _El Mágico de Salerno Pedro
Vayalarde_, y tanto aplauso tuvo, y tanto le solicitaron los cómicos
y los apasionados, que dió libre curso á la vena poética; y en otras
cuatro comedias que escribió con el mismo título, amontonó cuantos
disparates le pidieron y algunos más. Compuso después un auto y
varias comedias de santos, todo por el mismo gusto, adquiriendo
general estimación entre las mujeres, los beatos y los muchachos.

Don Francisco Scoti de Agoiz, caballerizo de campo de su Majestad,
heredó de su padre (de quien se ha hecho mención anteriormente) la
inclinación á la poesía dramática, y compuso algunas comedias que
se representaron en los teatros públicos; pero en nada contribuyó
á mejorarlos: tales son las que se conservan impresas, que aún son
inferiores á las de su padre.

Entre estos autores de inferior mérito sobresalía don José de
Cañizares, infatigable escritor de comedias, que supo imitar en
las suyas, si no todos los aciertos, toda la irregularidad de las
antiguas. No tuvo talento inventor; pero llegó á suplir esta falta
con una particular habilidad que manifestó para saber introducir
en sus fábulas cuanto había leído en las otras: este fué su mayor
estudio. Apenas se hallará en sus comedias una situación de algún
interés, sin que fácilmente pueda indicarse el autor de quien la
tomó. Á esto añadió de su parte un diálogo animado y rápido, un buen
lenguaje y un estilo en los asuntos heróicos crespo, metafórico y
altisonante, y en los comunes y domésticos festivo, epigramático,
chisposo, si así puede decirse. En los versos cortos tuvo mucha
facilidad, pero en los endecasílabos era tan desgraciado, que
mereció la censura de Jorge Pitillas, cuando los llamó _ramplones
y malditos_. En los últimos años de Carlos II ya escribía para el
teatro. Fué después fiscal de comedias (que este nombre se daba
entonces al encargo de censor), y existen aprobaciones suyas desde
el año de 1702 hasta el de 1747. Durante la guerra de sucesión fué
capitán de caballería, y retirándose del servicio, el duque de Osuna
su protector le colocó en la contaduría de su casa. Aún existe la
que habitaba en la calle de las Veneras, y en ella murió de avanzada
edad, poco antes del año de 1750.

Corren impresas unas ochenta comedias suyas, y como no todas las que
escribió se imprimieron, puede inferirse que el número de ellas fué
muy considerable. Compuso zarzuelas, comedias de figurón, de enredo
amoroso, historiales, mitológicas, de santos, de valentías, de magia;
no hubo argumento que él no aplicase al teatro. Si se consideran
únicamente aquellas en que más se acercó á la buena comedia, no
es posible disimular que en las de figurón excedió los límites
de lo verosímil, recargó los caracteres, mezcló muchas gracias y
situaciones verdaderamente cómicas con infinitas chocarrerías, y á
cada paso adoptó los recursos de una farsa grosera. En las que se
propuso por objeto una pasión amorosa, valiéndose de anécdotas y
personajes históricos (como en las de _El Rey Enrique el Enfermo_;
_Si una vez llega á querer, la más firme es la mujer_; _El Picarillo
en España_, y otras de este género), la composición de la fábula
no es intrincada ni fatigosa; y con la mucha práctica y facilidad
que tenía el autor para los versos octosílabos, introdujo escenas
de estilo florido y conceptuoso, no distante de los originales que
imitaba, y siempre agradable á la multitud que oye y no examina.

Cañizares tuvo presentes las mejores piezas francesas é italianas
que se habían publicado en su tiempo; pero no conoció su mérito, y
precisamente las imitaciones que hizo de ellas son lo peor de cuanto
escribió para el teatro. Véase _El Sacrificio de Ifigenia_, y se
hallará un embrollo desatinado, compuesto de triquiñuelas de amor,
estocadas, soliloquios, batallas campales, diálogos simétricos,
baladronadas caballerescas, consejos de guerra, templo y aras, y la
diosa Diana que baja cantando en una nubecita para dar fin á tanto
delirio. Estilo gigantesco, atestado de metáforas y de imágenes
monstruosas é inconexas. Agamenón dice _que el monte dividido en
dos puntas da al mar abrazos de arena_, y que la armada surta en el
puerto es una _ciudad permanente de peñas sobre cimientos de espuma y
cristal_; y entre estas bocanadas heróicas alternan á cada paso con
donaire de callejuela _Lola_, criada de Ifigenia, y _Pellejo_, lacayo
de Aquiles. Esta comedia la hizo Cañizares (como él mismo advierte)
_para mostrar las comedias según el estilo francés_. También se
atrevió á competir con Metastasio en la comedia intitulada _No hay
con la patria venganza, y Temístocles en Persia_. Allí hay majestades
y altezas, y se habla del niño de la rollona, de los diablos, de los
serafines y de los ciegos que venden jácaras. Allí hay un insufrible
gracioso llamado _Tulipán_, y un hijo de Temístocles que canta
seguidillas: éste y las damas, y el infante Darico, celebran una
academia ó certamen poético, y cada cual de los concurrentes responde
cantando á las cuestiones delicadas que se proponen unos á otros.
Allí hay además un concierto vocal é instrumental, con unas coplillas
en que la rosa habla con el clavel de parte de la siempreviva, y
el clavel responde. En otra escena el rey llama á un vaso de vino
con veneno _denodado bruto y púrpura confeccionada_[2]. Todo esto
prueba demasiado que el buen Cañizares escribía sin conocimiento de
los preceptos poéticos: su abundante vena le adquirió por espacio
de medio siglo una celebridad popular de aquellas que duran en la
tiniebla del error, y que luégo se disminuyen ó desaparecen á la luz
de mejores doctrinas.

  [2] Acerca de esta frase, Hartzenbusch cree que el texto
  está viciado. Véanse sus apuntes sobre el teatro moderno
  español,--artículo 3.º--_Revista de España, de Indias y del
  extranjero._--Diciembre 1845.

Fernando VI, muerto su padre, ocupó el trono en el año de 1746. La
acción más gloriosa de su reinado fué la de apresurarse á firmar la
paz, después de tan sangrientas é inútiles guerras. Su complexión
flemática, su delicada sensibilidad, su instrucción no vulgar, la
dura sujeción en que había vivido siendo príncipe, todo le estimulaba
á procurarse desahogos no conocidos, entregándose á las suaves
inclinaciones que por tanto tiempo había tenido que reprimir. María
Bárbara de Portugal, su esposa, congeniaba en gran manera con él:
celosa del decoro de la majestad, liberal, magnífica, inteligente
en las bellas artes, profesora eminente en la música, apreciaba el
mérito de los que dedicaban su estudio á cultivarlas. Se hallaban sin
hijos, sin esperanza probable de tenerlos, y por consiguiente bien
distantes uno y otro de toda idea de ambición; sólo se prometían en
su reinado abundancia y felicidad. Las flotas detenidas en la América
debían enriquecer prontamente el erario; podían repararse muchos
males con una administración regular, y era de creer que libre ya
la nación de las calamidades que había sufrido, la corte adquiriría
nuevo esplendor, dando lugar á los placeres que proporcionan la
riqueza y el buen gusto en el ocio halagüeño de la paz; y así sucedió.

Cuando la reina madre doña Isabel Farnesio se trasladó desde el
palacio de Buen Retiro á una casa particular junto á la plazuela
de Afligidos, y después al Real sitio de San Ildefonso, deseó que
continuara sirviéndola entre los cantores de su cámara Carlos
Broschi, llamado Farinello, que algunos años antes había hecho venir
de Londres para distraer con su voz suavísima la profunda melancolía
de Felipe V; pero la reina Bárbara no quiso permitirlo, y Farinello
se quedó en la corte con el título de criado familiar de S. M.

_Farinello_ (dice Riccoboni en sus Reflexiones históricas) _es el
último y el más joven de los músicos italianos de gran reputación.
Canta por el gusto de Faustina; pero según la opinión de los
inteligentes, no sólo es muy superior á ella, sino que ha llegado
al último grado de la perfección. En el año de 1734 fué llamado á
Londres, en donde cantó tres inviernos con general aplauso; vino
á París en el año de 1736, y después de haber lucido su habilidad
en las casas más distinguidas, adonde le llamaron favoreciéndole
como merece, tuvo el honor de cantar en el cuarto de la reina, y en
aquella ocasión le aplaudió el rey con tales expresiones, que toda
la corte quedó maravillada. Cuantos le han oído le admiran, y es
general la opinión de que Italia no ha producido nunca (y tal vez
no producirá en adelante) músico tan perfecto. Actualmente se halla
en España, destinado á cantar en el cuarto del rey y de la reina.
Aquel monarca, mediante sus liberalidades y las gruesas pensiones que
le ha señalado, ha hecho la fortuna del señor Broschi, el cual por
su parte ha sabido merecerla, no menos en atención á su habilidad
sobresaliente, que á la de sus méritos personales._

Era de presencia sumamente agraciada, como mostraba un retrato suyo
pintado por Amiconi, que poseía don José Marquina, corregidor de
Madrid: estimable cuadro, que en la noche del 19 de marzo del año
1808 pereció en las llamas al furor popular. Acostumbrado al estudio
de las actitudes nobles del teatro, y á la frecuente conversación de
personas bien educadas, daba á sus palabras y movimientos el tono,
la elegancia y el decoro que tanto interesan en el trato social. Su
modestia era admirable: ni el distinguido favor de los reyes, ni los
obsequios de los más ilustres personajes de la corte, que solían
asistir á su antesala y solicitar con empeño las menores señales
de su amistad, fueron bastantes á ensoberbecerle. Á cada paso les
recordaba él mismo su origen humilde, su profesión escénica, y sólo
convenía en que por uno de los caprichos de la fortuna se había visto
trasladado, sin mérito suyo, de las tablas de un teatro público á los
piés de un monarca empeñado en favorecerle. Así confundía la torpe
adulación de los muchos que le fatigaban solicitando su mediación y
su amistad. Pudo influir eficazmente en los destinos de la monarquía,
y jamás quiso tomar parte, ni aun remota, en los asuntos del
gobierno. Los ministros, ansiosos de complacerle, anhelaban conocer
sus deseos, y no pudieron lograrlo; ni quiso empleos, ni influyó en
las resoluciones, ni elevó ni persiguió á nadie; tenía parientes en
Italia, y á ninguno de ellos permitió que se presentase en Madrid.
La historia no ofrece ejemplo de una privanza acompañada de tanta
moderación.

Á este hombre extraordinario se encargó la dirección del teatro del
Buen Retiro, para que se hicieran en él óperas italianas, igualmente
que todo lo relativo á las serenatas que se cantaban por el verano
en Aranjuez, los embarcos nocturnos en la escuadra del Tajo, las
iluminaciones, fuegos de artificio y demás festejos durante la
jornada; en suma, todas las diversiones del palacio se fiaron á su
inteligencia y á su buen gusto. Broschi supo desempeñar todos estos
encargos, si no con economía, con admirable acierto.

Trajo á Madrid los más excelentes profesores de música vocal é
instrumental, maquinistas y pintores de escena, y adornó las
representaciones con magnificencia suntuosa. Cuando se hacían algunas
en el salón llamado _de los Reinos_, cubrían el piso exquisitas
alfombras, las paredes colgaduras de tisú de oro, espejos, tallas
y pinturas, entre las cuales se colocaban estatuas; la iluminación
correspondía á todo lo demás; los músicos de la orquesta tenían
uniformes de grana con galón de plata. En una ópera cantada en el
teatro se presentó una decoración toda de cristal, en otra ocasión
se iluminó la sala del concurso con doscientas arañas; en la ópera
de _Armida placata_ se vió un sitio delicioso con ocho fuentes de
agua natural, y una entre ellas con un surtidor que subía á sesenta
piés de altura, sonando entre los árboles el canto de una multitud
de pájaros, imitado con la mayor inteligencia. La riqueza de los
trajes, muebles y utensilios del teatro, las comparsas (que á veces
se componían de cincuenta mujeres y doscientos hombres), la vista de
los ejércitos con numerosa caballería, elefantes, carros, máquinas
de guerra, armas, insignias, música militar, los fuegos artificiales
que se veían al acabarse el espectáculo más allá de la escena
(cerrándose la boca del teatro, para que el humo no ofendiese, con
dos correderas compuestas de los mayores cristales de la fábrica de
San Ildefonso), todo era digno de un gran monarca que disipaba en
esta diversión la opulencia de sus tesoros.

Los poetas que escribieron las óperas, serenatas é intermedios desde
el año 1747 hasta el de 1758, fueron el abate Pico de la Mirandola,
Pedro Metastasio, Migliavacca, José Bonechi y Pablo Rolli. Las piezas
que se cantaron en el Retiro y en Aranjuez fueron estas. Óperas:
_La Clemenza di Tito_, _Angelica e Medoro_, _Il Vellocino d’oro_,
_Polifemo e Galatea_, _Artasserse_, _Armida placata_, _Demofoonte_,
_Demetrio_, _Didone abbandonata_, _Siroe_, _Niteti_, _il Re pastore_,
_Adriano in Siria_. Serenatas: _L’Asilo d’Amore_, _La Festa chinese_,
_La Nascita di Giove_, _L’Isola disabitata_, _Le Mode_, _La Ninfa
smarrita_. Intermedios: _Il Cavalier Bertoldo_, _La Burla da vero_,
_La Statua_, _Il Giuocatore_, _L’Ucellatrice_, _Il Cuoco_, _Don
Trastullo_, _Il Conte Tulipano_.

Por esta rápida enumeración se echará de ver que aquellos brillantes
espectáculos, dirigidos por un italiano y desempeñados por italianos,
poco ó ningún influjo pudieron tener en el adelantamiento de los
teatros españoles. Entre los músicos de la orquesta, sólo don Luís
Misón y otros dos ó tres instrumentos no eran extranjeros; entre los
que cantaron sólo hubo una actriz española; los artífices empleados
en la pintura de las decoraciones, en la invención y dirección de las
máquinas, vinieron de Italia también. Se mandó que todas las piezas
se imprimieran traducidas en castellano para distribuirlas á los
concurrentes en la primera noche de su ejecución. Se abrió el teatro
con la ópera de _La Clemenza di Tito_; encargóse á don Ignacio de
Luzán la traducción de ella, y la hizo, aunque en muy pocas horas,
con el acierto que era de esperar; las que se imprimieron después las
tradujo un médico italiano llamado don Orlando Boncuore, que ni se
avergonzó de suceder á Luzán en aquel encargo, ni tuvo escrúpulo de
hacerse escritor en una lengua que no sabía. Sus traducciones pueden
considerarse como otros tantos modelos de extravagancia y ridiculez.

En tanto pues que se admiraban reunidos en el Retiro todos los
primores de la música, de la poesía, de la perspectiva, del aparato
y pompa teatral, la escena española, miserable y abandonada de la
corte, se sostenía con entusiasmo del vulgo en manos de ignorantes
cómicos y de ineptísimos poetas. De nada sirvió el haberse dado al
corregidor de Madrid el título de protector de los teatros, con
el encargo de la formación de compañías y el gobierno de ellas:
la depravación de nuestra dramática pedía de parte de la suprema
autoridad providencias más directas y más eficaces.

El pueblo que tan estragado gusto manifestaba, se hubiera engañado
mucho menos en sus juicios, si no se hubiese dejado sojuzgar por
la opinión de ciertos caudillos que por entonces le dirigían,
tiranizando las opiniones y distribuyendo como querían los silbidos,
las palmadas y los alborotos. Los apasionados de la compañía del
Príncipe se llamaban _Chorizos_, y llevaban en el sombrero una cinta
de color de oro; los de la compañía de la Cruz _Polacos_, con cinta
en el sombrero de azul celeste; los que frecuentaban el teatro de los
Caños tomaron el nombre de _Panduros_. Había un fraile trinitario
descalzo, llamado el P. Polaco[3], jefe de la parcialidad á que dió
nombre, atolondrado é infatigable voceador, que adquirió entre los
mosqueteros opinión de muy inteligente en materia de comedias y
comediantes. Corría de una parte á otra del teatro animando á los
suyos para que dada la señal de ataque interrumpiesen con alaridos,
chiflidos y estrépito cualquiera pieza que se estrenase en el teatro
de los Chorizos, si por desgracia no habían solicitado de antemano
su aprobación, al mismo tiempo que sostenía con exagerados aplausos
cuántos disparates representaba la compañía polaca, de quien era
frenético panegirista. Otro fraile francisco llamado el P. Marco
Ocaña, ciego apasionado de las dos compañías, hombre de buen ingenio,
de pocas letras, y de conducta menos conforme de lo que debiera ser á
la austeridad de su profesión, se presentaba disfrazado de seglar en
el primer asiento de la barandilla inmediato á las tablas, y desde
allí solía llamar la atención del público con los chistes que dirigía
á los actores y á las actrices; les hacía reir, les tiraba grajea, y
les remedaba en los pasajes más patéticos. El concurso, de quien era
bien conocido, atendía embelesado á sus gestos y ademanes, y el patio
cubierto de sombreros chambergos (que parecían una _testudo_ romana)
palmoteaba sus escurrilidades é indecencias.

  [3] Don Vicente García de la Huerta en el prólogo de su
  Teatro español, impreso en 1785, explica así el origen de la
  denominación de _Chorizos_. «Francisco Rubert, por otro nombre
  Francho, fué la causa del apellido de _Chorizos_ que se dió en el
  año de 1742 á los individuos de la compañía de que era entonces
  autor Manuel Palomino, con motivo de ciertos chorizos que comía
  en un entremés; y habiéndose hallado una tarde sin ellos, hizo
  tales y tan graciosas exclamaciones contra el encargado de llevar
  los chorizos, que era el guardarropa de la compañía, y movió
  tanto la risa de los espectadores, que desde entonces se llamó de
  los _Chorizos_.»

Entre este desorden y baraúnda seguían representándose las comedias
que daban á luz los pocos y mal cultivados ingenios, que muerto ya
Cañizares, querían ser sus imitadores, y no acertaban á conseguirlo.
Tales fueron don Manuel de Iparraguirre, don José de Ibáñez y García,
don José de Lobera y Mendieta, autor, entre otras, de una comedia
intitulada _La Mujer más penitente y espanto de caridad, la venerable
hermana Mariana de Jesús, hija de la venerable orden tercera de
penitencia de N. P. S. Francisco de la ciudad de Toledo_; don Antonio
Frumento, Marcos de Castro, Vicente Guerrero, uno y otro cómicos;
el P. Juan de la Concepción, Manuel Guerrero (cómico también y
además canonista y teólogo), don Manuel Daniel Delgado, don Antonio
Camacho y Martínez, y otros de la misma escuela. Don José Julián de
Castro, poeta de ciegos, no desprovisto de gracia y facilidad para
sus romancillos y jácaras, dió al teatro la comedia intitulada _Más
vale tarde que nunca_, en la cual hay privado perseguido, trueque de
puñales, batida general, con aquello de _á la cumbre, á la espesura,
al monte, al valle, á la selva_; preso que se lamenta de su desgracia
glosando coplas; lacayo entremetido, equivoquista y sucio; pasito de
cárcel entre el leal y el traidor, y el rey que los escucha desde un
rincón. Cuantos desaciertos se hallan esparcidos en las comedias de
aquel tiempo, otros tantos se hallarán hacinados en esta.

Don Blas de Nasarre en el año de 1749 había recomendado, en el
prólogo que puso á las comedias de Cervantes, las más conocidas
reglas del arte dramático[4]. Luzán tradujo y publicó una comedia
de M. de La Chaussée, con el título de _La razón contra la moda_, la
cual ni entonces ni después se ha visto en el teatro. En los años de
1750 y 51 dió á luz don Agustín de Montiano y Luyando dos tragedias
originales intituladas _Virginia_ y _Ataúlfo_, nunca representadas,
y de las cuales existe una traducción francesa. En ellas confirmó
su laborioso autor aquella sabida verdad, de que pueden hallarse
observados en un drama todos los preceptos, sin que por eso deje de
ser intolerable á vista del público; y de que para acercarse á la
perfección en este género, no basta que el autor sea un hombre muy
docto, si le falta el requisito de ser un eminente poeta. Don Juan de
Trigueros en el año de 1752 dió á la prensa, traducido en excelente
prosa castellana, el _Británico_ de Racine. Don Eugenio de Llaguno y
Amírola publicó en el año de 1754, traducida en muy buenos versos, la
_Atalía_ del mismo autor. Nada de esto pasó al teatro.

  [4] Este prólogo de Nasarre provocó una violenta y ruidosa
  polémica literaria entre los partidarios del gusto francés y
  los del teatro de Lope y Calderón. Es digno de notarse que en
  los argumentos que usaban los últimos, se hallan en germen los
  principios de la escuela romántica de nuestro siglo.

La corrupción era general. En las aulas y escuelas públicas se
enseñaban sutilezas y vaciedades á la juventud, no verdades útiles:
lejos de cultivar y perfeccionar el entendimiento de los discípulos,
se le pervertía inhabilitándolo para adquirir los conocimientos
sólidos de las ciencias. En los púlpitos, según se lamentaban
prelados celosos y respetables, se había introducido la costumbre
de predicar sermones disparatados y truhanescos: tejido informe de
paradojas y sofisterías, metáforas, antítesis, cadencias, juguetes
insípidos de palabras, erudición inoportuna, aplicación reprensible
de los textos sagrados á las circunstancias más triviales, lo más
divino confundido con lo más indecente, la sublime y celestial
doctrina de Jesucristo con las preocupaciones y cuentos del vulgo,
y todo salpicado de bufonadas y chistes groseros. En los tribunales
no se usaba ni mejor lógica ni más delicado gusto. El espíritu
y la aplicación de las leyes se embrollaban con las diferentes
cavilaciones de los glosistas; suplíase la falta de filosofía, de
historia, de erudición, de verdadera elocuencia con retruécanos,
paranomasias, adagios, cuentos y seguidillas. Tal vez ganó el pleito
quien más supo hacer reir á los jueces; y así se defendían los
intereses, los derechos, la vida y el honor de los hombres.

Entre los desaciertos del teatro, no era el menor la representación
de los autos sacramentales. El ángel Gabriel anunciaba á la Virgen
(papel que desempeñaba la célebre Mariquita Ladvenant) la encarnación
del Verbo, y al responder, traducidas en buenos versos castellanos,
las palabras del Evangelio: _Quomodo fiet istud, quoniam virum non
cognosco?_ los apóstrofes hediondos del patio y las barandillas,
dirigidos á la cómica, interrumpían el espectáculo con irreligiosa
y sacrílega algazara, y hacían conocer á muchas madres cuán mal
habían hecho en llevar consigo á sus hijas honestas. Una mujer con la
custodia en las manos, acompañada de los coros, cantaba en procesión
el _Tantum ergo_. La primavera, el apetito, el alma, el cuerpo,
la culpa, la gracia, el cedro, la rosa, el domingo, el lunes y el
martes, la gentilidad, el mundo, el olfato y todos los sustantivos
del diccionario, eran interlocutores en aquellas fábulas. En una
salía S. Pablo con su montante enseñando á esgrimir á la Magdalena;
en otra se decía que la Samaritana vive en la calle del Pozo, y que
Jesucristo murió en la de las Tres Cruces; en otra se aconsejaba á S.
Agustín que se fuese al hospital de S. Juan de Dios. Así estaba el
teatro cuando vino de Nápoles el señor don Carlos III, quien por un
justísimo decreto puso fin á los indicados escándalos, prohibiendo la
representación teatral de asuntos sagrados.

Don Nicolás Fernández de Moratín, estimado generalmente como uno de
nuestros mejores líricos modernos, compuso á instancias de Montiano,
su amigo, una comedia intitulada _La petimetra_. Esta obra, impresa
en el año de 1762, carece de fuerza cómica, de propiedad y corrección
en el estilo; y mezclados los defectos de nuestras antiguas comedias
con la regularidad violenta á que su autor quiso reducirla, resultó
una imitación de carácter ambiguo y poco á propósito para sostenerse
en el teatro, si alguna vez se hubiera intentado representarla. La
_Lucrecia_, tragedia que publicó el mismo autor en el año siguiente,
es obra de mayor mérito, aunque la elección del argumento parece poco
feliz, el progreso de la fábula entorpecido con episodios inútiles, y
el estilo muy distante á veces de la sublimidad que pide este género.

Estos dos beneméritos autores fueron los primeros que se atrevieron á
procurar la reforma de nuestro teatro, escribiendo piezas originales,
compuestas con regularidad y decoro, y aunque no consiguieron toda
la perfección á que aspiraban, su estudio y su celo fueron laudables.

Don José Clavijo y Fajardo, en su obra periódica intitulada _El
Pensador_, censuró el desarreglo de las comedias que entonces
se representaban; y esto dió motivo á que el mencionado Moratín
publicase en el año de 1762 algunos discursos críticos en que
probó, que los autos de Calderón (tan aplaudidos del vulgo de todas
clases) no debían tolerarse en una nación ilustrada y católica. No
pudo desentenderse el gobierno de la eficacia de sus razones, y
desde entonces quedó limpia la escena española de composiciones tan
absurdas[5].

  [5] Los autos sacramentales se prohibieron por real cédula de 11
  de junio de 1765.

Pocos años después obtuvo permiso el marqués de Grimaldi, ministro
de Estado, para abrir teatros en los Sitios, y allí se representaron
tragedias y comedias traducidas, en que se vió, juntamente con el
mérito de las composiciones, la propiedad de la escena y de los
trajes, y una declamación, si no excelente, libre á lo menos de los
vicios extravagantes que eran peculiares en los actores de Madrid y
de las provincias.

El gran conde de Aranda, presidente de Castilla, empleó al mismo
tiempo la acreditada habilidad de los hermanos Velázquez en pintar
decoraciones para los teatros del Príncipe y de la Cruz; aumentó
y mejoró la orquesta, estableció una policía interior y exterior
que mantuviese el orden y decencia en el concurso, y reprimió la
turbulenta parcialidad de los apasionados de ambas compañías, entre
los cuales un herrero de la calle de Alcalá, llamado _Tusa_, era el
alborotador más obstinado y loco. Favoreció también con su trato
y amistad á los escritores más distinguidos de aquella época, y
les exhortaba á componer piezas dramáticas, cuya representación
eficazmente promovía, á pesar de la repugnancia de los cómicos, poco
dispuestos á recibir lo que no fuese irregular y absurdo.

Entonces se repitieron en Madrid las traducciones que se habían
hecho para los Sitios, y además se escribieron algunas tragedias
originales. Tales fueron _Hormesinda_, de Moratín, más laudable por
algunas situaciones interesantes, por las buenas imitaciones de
Virgilio, por su lenguaje y versificación, que por el artificio de su
fábula; _Guzmán el Bueno_, del mismo autor, en que hay un carácter
bien sostenido, afectos heróicos, pintura de costumbres, violencia
repugnante en la unidad de lugar, y no suficiente corrección de
estilo; _Don Sancho García_, de don José Cadahalso, arreglada y
débil, con rimas pareadas á imitación de los franceses, cuya cadencia
simétrica es en extremo desagradable á nuestros oídos; _Raquel_,
de don Vicente García de la Huerta, que siguiendo el mismo plan de
_La Judía de Toledo_, de don Juan Bautista Diamante, no acertó á
regularizarle, sin añadirle graves defectos; hay en ella un carácter
sobresaliente; los demás, ó por falta de conveniencia dramática ó
por inconscientes, han merecido la desaprobación de los críticos;
en los pensamientos se descubren á veces resabios de mal gusto; el
lenguaje es bueno, la versificación sonora. _Numancia destruída_ es
de don Ignacio López de Ayala, donde la mala elección del argumento,
los amores episódicos que la entorpecen y debilitan, la unidad del
lugar que produce inverosimilitud continua, se compensan con un
estilo animado y robusto, con la pintura enérgica de Roma usurpadora,
y el feroz heroísmo patriótico de Numancia con el efecto teatral que
produce siempre su representación. _Munuza_, de don Gaspar Melchor de
Jovellanos; _Jahel_, de don Juan López Sedano; _Progne y Filomena_,
de don Tomás Sebastián y Latre, y otras de inferior mérito que se
compusieron entonces, fueron ensayos plausibles de lo que hubiera
podido adelantarse en este género, si sus autores hubieran merecido
al gobierno más decidida protección.

En la comedia nada se hizo, por más que el público, y los que
habitualmente componían para el teatro, vieron indicado en las piezas
traducidas que se representaban cuál era el camino que debía seguirse
para obtener el acierto en este difícil género de la dramática.

Don Ramón de la Cruz fué el único de quien puede decirse que se
acercó en aquel tiempo á conocer la índole de la buena comedia;
porque dedicándose particularmente á la composición de piezas en
un acto, llamadas _sainetes_, supo sustituir en ellas, al desaliño
y rudeza villanesca de nuestros antiguos entremeses, la imitación
exacta y graciosa de las modernas costumbres del pueblo. Perdió de
vista muchas veces el fin moral que debiera haber dado á sus pequeñas
fábulas; prestó al vicio (y aun á los delitos) un colorido tan
halagüeño, que hizo aparecer como donaires y travesuras aquellas
acciones que desaprueban el pudor y la virtud, y castigan con
severidad las leyes. Nunca supo inventar una combinación dramática
de justa grandeza, un interés bien sostenido, un nudo, un desenlace
natural; sus figuras nunca forman un grupo dispuesto con arte; pero
examinadas separadamente, casi todas están imitadas de la naturaleza
con admirable fidelidad. Esta prenda, que no es común, unida á la de
un diálogo animado, gracioso y fácil (más que correcto), dió á sus
obrillas cómicas todo el aplauso que efectivamente merecían[6].

  [6] La crítica moderna ha concedido á D. Ramón de la Cruz mayor
  atención y más francos elogios, particularmente como autor de los
  inimitables _sainetes_, que gozan hoy de fama universal.

Cesó en su presidencia el conde de Aranda, en su ministerio el
marqués de Grimaldi, y los teatros de los Sitios se cerraron; los de
Madrid siguieron mezclando con su antiguo caudal las traducciones que
habían adquirido; y enriqueciéndose cada día con nuevos disparates,
solía suceder que cuando en la Cruz se representaba el _Misántropo_
ó la _Atalía_, en el Príncipe palmoteaba el vulgo á Ildefonso Coque
haciendo _El Negro más prodigioso_, ó _El Mágico africano_. Nunca
se había visto más monstruosa confusión de vejeces y novedades, de
aciertos y locuras. Las musas de Lope, Montalván, Calderón, Moreto,
Rojas, Solís, Zamora y Cañizares; las de Bazo, Regnard, Laviano,
Corneille, Moncin, Metastasio, Cuadrado, Molière, Valladares, Racine,
Concha, Goldoni, Nifo y Voltaire, todas alternaban en discorde unión;
y de estos contrarios elementos se componía el repertorio de ambos
teatros.

Así han seguido, y así continuarán hasta que entre los medios que
pide su reforma, se acuerde la autoridad del primero que debe
adoptarse, eligiendo el caudal de las piezas que han de darse al
público en los teatros de todo el reino, sin omitir el requisito de
hacer que se obedezca irrevocablemente lo que determine.

_El Delincuente honrado_, tragicomedia escrita por don Gaspar de
Jovellanos hacia el año de 1770, corrió manuscrita con estimación; y
aunque demasiado distante del carácter de la buena comedia, se admiró
en ella la expresión de los afectos, el buen lenguaje y la excelente
prosa de su diálogo. Impresa en Barcelona sin anuencia del autor,
no se vió representada en los teatros públicos hasta mucho tiempo
después.

En el dicho año de 1770, al cumplir los diez y ocho de su edad,
publicó don Tomás de Iriarte bajo el anagrama de don Tirso Imarieta,
la comedia intitulada _Hacer que hacemos_, la cual desagradó á los
inteligentes por su falta de interés y de caracteres; los cómicos,
al leerla, creyeron con mucha razón que no podría sostenerse en el
teatro.

La villa de Madrid, que celebró con regocijos públicos el nacimiento
de los infantes gemelos y la paz con Inglaterra, hizo representar
en el año de 1784 dos piezas dramáticas, que apenas vistas
desaparecieron para siempre de nuestra escena. _Los Menestrales_,
comedia de don Cándido María Trigueros, erudito, moralista,
poligloto, anticuario, economista, botánico, orador, poeta lírico,
épico, didáctico, trágico y cómico; obra escrita á pesar de Apolo,
mereció las zumbas de Iriarte, y la desaprobación del público. _Las
bodas de Camacho_, comedia pastoral de don Juan Meléndez Valdés,
llena de excelentes imitaciones de Longo, Anacreonte, Virgilio,
Tasso, y Gesner, escrita en suaves versos, con pura dicción
castellana, presentó mal unidos en una fábula desanimada y lenta
personajes, caracteres y estilos que no se pueden aproximar, sin que
la armonía general de la composición se destruya. Las ideas y afectos
eróticos de Basilio y Quiteria, la expresión florida y elegante en
que los hizo hablar el autor, se avienen mal con los raptos enfáticos
del ingenioso hidalgo: figura exagerada y grotesca, á quien sólo la
demencia hace verosímil, y que siempre pierde, cuando otra pluma que
la de Benengeli se atreve á repetirla. Las avecillas, las flores, los
céfiros, las descripciones bucólicas (que nos acuerdan la imaginaria
existencia del siglo de oro) no se ajustan con la locuacidad popular
de Sancho, sus refranes, sus malicias, su hambre escuderil, que
despierta la vista de los dulces zaques, el olor de las ollas de
Camacho y el de los pollos guisados, los cabritos y los cochinillos.
Quiso Meléndez acomodar en un drama los diálogos de _El Aminta_ con
los del _Quijote_, y resultó una obra de quínola, insoportable en los
teatros públicos, y muy inferior á lo que hicieron en tan opuestos
géneros el Tasso y Cervantes.

No sin mucha dificultad consiguió el mencionado Iriarte dar á la
escena en el año de 1788 la comedia de _El Señorito mimado_, la
cual muy bien representada por la compañía de Martínez, obtuvo los
aplausos del público, en atención á su objeto moral, su plan, los
caracteres, y la facilidad y pureza de su versificación y estilo.
Tal vez mereció la censura de los que notaron en ella falta de
movimiento dramático, de ligereza y alegría cómica; pero fácilmente
se disimularon estos defectos, en gracia de las muchas cualidades que
la hicieron estimable en la representación y en la lectura. Si ha de
citarse la primera comedia original que se ha visto en los teatros de
España, escrita según las reglas más esenciales que han dictado la
filosofía y la buena crítica, esta es.

Don Leandro Fernández de Moratín, que ya tenía compuesta por
aquel tiempo la comedia de _El Viejo y la Niña_, luchando con los
obstáculos que á cada paso dilataban su publicación, meditaba la
difícil empresa de hacer desaparecer los vicios inveterados que
mantenían nuestra poesía teatral en un estado vergonzoso de rudeza y
extravagancia. No bastaban para esto la erudición y la censura; se
necesitaban repetidos ejemplos: convenía escribir piezas dramáticas
según el arte: no era ya soportable contemporizar con las libertades
de Lope, ni con las marañas de Calderón. Uno y otro habían producido
imitadores sin número, que por espacio de dos siglos conservaron la
escena española en el último grado de corrupción. No era lícito que
un hombre de buenos estudios se ocupase en añadir nuevas autoridades
al error. No debía ya paliarse el mal; era menester extinguirle.

Consideró Moratín que la comedia debe reunir las dos cualidades
de utilidad y deleite, persuadido de que sería culpable el poeta
dramático que no se propusiera otro fin en sus composiciones que el
de entretener dos horas al pueblo sin enseñarle nada, reduciendo
todo el interés de una pieza de teatro al que puede producir una
sinfonía, y que teniendo en su mano los medios que ofrece el arte
para conmover y persuadir, renunciase á la eficacia de todos ellos,
y se negara voluntariamente á cuánto puede y debe esperarse de tales
obras en beneficio de la ilustración y la moral. «Los autores de las
comedias, dijo Nasarre, conociendo la utilidad de ellas, se deben
revestir de una autoridad pública para instruir á sus conciudadanos;
persuadiéndose de que la patria les confía tácitamente el oficio
de filósofos y de censores de la multitud ignorante, corrompida ó
ridícula. Los preceptos de la filosofía puestos en los libros son
áridos y casi muertos, y mueven flacamente el ánimo; pero presentados
en los espectáculos animados, le conmueven vivamente. El filósofo
austero se desdeña de ganar los corazones; el tono dominante de
sus máximas ofende ó cansa. El cómico excita alternativamente mil
pasiones en el alma; hácelas servir de introductores de la filosofía;
sus lecciones nada tienen que no sea agradable, y están muy apartadas
del sobrecejo magistral que hace aborrecible la enseñanza y aumenta
la natural indocilidad de los hombres».

Sentado el principio de que toda composición cómica debe proponerse
un objeto de enseñanza desempeñado con los atractivos del placer,
concibió Moratín que la comedia podía definirse así: «Imitación en
diálogo (escrito en prosa ó verso) de un suceso ocurrido en un lugar
y en pocas horas entre personas particulares, por medio del cual, y
de la oportuna expresión de afectos y caracteres, resultan puestos en
ridículo los vicios y errores comunes en la sociedad, y recomendadas
por consiguiente la verdad y la virtud».

_Imitación_, no copia, porque el poeta observador de la naturaleza,
escoge en ella lo que únicamente conviene á su propósito, lo
distribuye, lo embellece, y de muchas partes verdaderas compone un
todo que es mera ficción; verisímil, pero no cierto; semejante al
original, pero idéntico nunca. Copiadas por un taquígrafo cuantas
palabras se digan durante un año, en la familia más abundante de
personajes ridículos, no resultará de su copia una comedia. En esta,
como en las demás artes de imitación, la naturaleza presenta los
originales; el artífice los elige, los hermosea y los combina.

    Hoc amet, hoc spernat promissi carminis auctor;
    . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . et quæ
    Desperat tractata nitescere posse, relinquit.

_En diálogo_; porque á diferencia de los demás géneros de la poesía,
en que el autor siente, imagina, reflexiona, describe ó refiere,
en la dramática que produce poemas activos, se oculta del todo, y
pone en la escena figuras que obrando en razón de sus pasiones,
opiniones é intereses, hacen creíble al espectador (hasta donde la
ilusión alcanza) que está sucediendo cuánto allí se le presenta.
La perspectiva, los trajes, el aparato escénico, las actitudes,
el movimiento, el gesto, la voz de las personas, todo contribuye
eficazmente á completar este engaño delicioso, resulta necesaria del
esfuerzo de muchas artes.

_En prosa ó verso._ La tragedia pinta á los hombres, no como son en
realidad, sino como la imaginación supone que pudieron ó debieron
ser; por eso busca sus originales en naciones y siglos remotos. Este
recurso, que la es indispensable, la facilita el poder dar á sus
acciones y personajes todo el interés, toda la sublimidad, toda la
belleza ideal que pide aquel género dramático; y como en ella todo
ha de ser grande, heróico y patético en grado eminente, mal podría
conseguirlo, si careciese de los encantos del estilo sublime, y de la
pompa y armonía de la versificación.

La comedia pinta á los hombres como son, imita las costumbres
nacionales y existentes, los vicios y errores comunes, los incidentes
de la vida doméstica; y de estos acaecimientos, de estos individuos y
de estos privados intereses forma una fábula verisímil, instructiva
y agradable. No huye, como la tragedia, el cotejo de sus imitaciones
con los originales que tuvo presentes; al contrario, le provoca y le
exige, puesto que de la semejanza que las da resultan sus mayores
aciertos. Imitando pues tan de cerca á la naturaleza, no es de
admirar que hablen en prosa los personajes cómicos; pero no se crea
que esto puede añadir facilidades á la composición. _Difficile est
propriè communia dicere._ No es fácil hablar en prosa como hablaron
Melibea y Areusa, el Lazarillo, el pícaro Guzmán, Monipodio, Dorotea,
la Trifaldi, Teresa y Sancho. No es fácil embellecer sin exageración
el diálogo familiar, cuando se han de expresar en él ideas y pasiones
comunes; ni variarle, acomodándole á las diferentes personas que
se introducen, ni evitar que degenere en trivial é insípido por
acercarle demasiado á la verdad que imita.

Estos mismos obstáculos hay que vencer si la comedia se escribe en
verso. Ni las quintillas, ni las décimas, ni las estrofas líricas,
ni el soneto, ni los endecasílabos pueden convenirla; sólo el romance
octosílabo y las redondillas se acercan á la sencillez que debe
caracterizarla, y aun mucho más el primero que las segundas. La
facilidad, la energía, la pureza del lenguaje, la templada armonía
que debe resultar de la elección de las palabras, de la dimensión
variada de los periodos, de la contraposición de las terminaciones
asonantes, todo será necesario para llevar á su perfección este
género de poesía, que parece que no lo es. Ni espere acertar el que
no haya debido á la naturaleza una organización feliz, al estudio y
al trato social un extenso conocimiento de nuestra bellísima lengua,
enriquecido con la continua lección de nuestros mejores dramáticos
antiguos, los cuales, á vueltas de su incorrección y sus defectos,
nos ofrecen los únicos modelos que deben imitarse, cuando la buena
crítica sabe elegirlos.

_Un suceso ocurrido en un lugar, y en pocas horas._ Boileau en su
excelente Poética redujo á dos versos los tres preceptos de unidad:

    Una acción sola, en un lugar y un día,
    conserve hasta su fin lleno el teatro.

Esto mismo recomendaba el autor del _Quijote_ setenta años antes
que el poeta francés; los buenos literatos españoles coetáneos de
Cervantes tenían ya conocimiento de estas reglas. Lope las citó,
juntamente con otras muchas, manifestando, que si no las seguía, no
era ciertamente porque las ignorase: pues no sólo habló de ellas el
Pinciano en su _Filosofía antigua poética_, impresa en 1596, sino que
Bartolomé de Torres Naharro (ciento y veinte años antes que naciera
Boileau) las había practicado en alguna de sus comedias.

El Pinciano dijo, hablando á este propósito, en la citada obra: «Toda
la acción se finja ser hecha dentro de tres días... cuánto menos el
plazo fuere, tendrá más de perfección... Y de aquí puede colegirse
cuáles son los poemas do nace un niño, y crece, y tiene barbas, y se
casa, y tiene hijos y nietos; lo cual en la fábula épica, aunque no
tiene término, es ridículo; ¿qué será en las activas, que le tienen
tan breve?... Aquella fábula será más artificiosa, que más deleitare
y más enseñare con más simplicidad... En vano se aplican muchos modos
para una acción... Si una sola basta para enseñar y deleitar en un
poema, ¿para qué se aplicarán muchas?»

Creyó en efecto Moratín que si en la fábula cómica se amontonan
muchos episodios, ó no se la reduce á una acción única, la atención
se distrae, el objeto principal desaparece, los incidentes se
atropellan, las situaciones no se preparan, los caracteres no
se desenvuelven, los afectos no se motivan; todo es fatigosa
confusión. Un solo interés, una sola acción, un solo enredo, un solo
desenlace: eso pide, si ha de ser buena, toda composición teatral.
Las dos unidades de lugar y tiempo, muy esenciales á la perfección
dramática, deben acompañar á la de acción, que la es indispensable;
y si parece difícil la práctica de estas reglas, no por eso habrá
de inferirse que son absurdas ó imposibles. No se cite el ejemplo
de grandes poetas que las abandonaron, puesto que si las hubieran
seguido, sus aciertos serían mayores. Ni se alegue que si en la
representación de una pieza cómica ó trágica es necesario que exista
(para salvar las impropiedades que el arte no puede vencer) una
tácita convención de parte del auditorio, nada importa que esta
convención se dilate y aumente sin conocidos límites. Si tal doctrina
llegara á establecerse, presto caerían los que la siguieran en el
caos dramático de Shakspeare, y las representaciones del teatro se
reducirían á las mantas y los cordeles con que decoraba los suyos
Lope de Rueda. Existe en efecto la tácita convención; pero aplicable
solamente á disculpar los defectos que son inherentes al arte, no los
que voluntariamente comete el poeta. Ya se ha visto con repetidos
ejemplos que la observancia de las unidades de acción, tiempo y lugar
es posible y es conveniente: nada hay que decir en contrario, sino
que la ejecución es dificultosa; ¿y quién ha creído hasta ahora que
sea fácil escribir una excelente comedia?

Sujeta la fábula cómica á los preceptos que van indicados, hallará
comprobada el espectador en su origen, progreso y desenlace la verdad
moral é intelectual que el poeta ha querido recomendarle, si la
composición se dispone con tal inteligencia, que resulte conveniente,
verisímil y teatral. Para ser la fábula conveniente deberá existir
una inmediata conexión entre la máxima que se establece y el
suceso que ha de comprobarla. Para hacerla verisímil no basta que
sea posible; ha de componerse de circunstancias tan naturales, tan
fáciles de ocurrir, que á todos seduzca la ilusión de la semejanza.
Para hacerla teatral deberá ser la exposición breve, el progreso
continuo, el éxito dudoso, la solución (resulta necesaria de los
antecedentes) inopinada y rápida; pero no violenta, ni maravillosa ni
trivial.

_Entre personas particulares._ Como el poeta cómico se propone por
objeto la instrucción común, ofreciendo á vista del público pinturas
verisímiles de lo que sucede ordinariamente en la vida civil, para
apoyar con el ejemplo la doctrina y las máximas que trata de imprimir
en el ánimo de los oyentes, debe apartarse de todos los extremos de
sublimidad, de horror, de maravilla y de bajeza. Busque en la clase
media de la sociedad los argumentos, los personajes, los caracteres,
las pasiones y el estilo en que debe expresarlas. No usurpe á la
tragedia sus grandes intereses, su perturbación terrible, sus furores
heróicos. No trate de pintar en privados individuos delitos atroces
que por fortuna no son comunes, ni aunque lo fuesen pertenecerían
á la buena comedia, que censura riendo. No siga el gusto depravado
de las novelas, amontonando accidentes prodigiosos para excitar el
interés por medio de ficciones absurdas de lo que no ha sucedido
jamás ni es posible que nunca suceda. No se deleite en hermosear
con matices lisonjeros las costumbres de un populacho soez, sus
errores, su miseria, su destemplanza, su insolente abandono. Las
leyes protectoras y represivas verificarán la enmienda que pide tanta
corrupción; el poeta ni debe adularla, ni puede corregirla.

_La oportuna expresión de afectos y caracteres_ se hace tan
indispensable en la comedia, que sin ellos queda imperfectísima la
imitación, y si en todos los hombres existe una fisonomía y un genio
que los particulariza y los distingue, mal acierta á imitarlos el que
los iguala en la escena, y á todos los hace sentir, discurrir y obrar
de una manera idéntica. Este defecto, que abunda en las comedias de
nuestro antiguo teatro, y es muy frecuente en las modernas de otras
naciones, no se disimula ni con los rasgos delicados del ingenio, ni
con la abundancia de chistes epigramáticos, ni con la pureza del
lenguaje, ni con la cultura del estilo, ni con la fluidez sonora de
los versos; si no hay oportuna expresión de afectos y caracteres,
todo es perdido. El arte de escogerlos y de combinarlos, y el de
preparar las situaciones para que naturalmente se desenvuelvan,
ofrece no pequeñas dificultades á un poeta cómico.

_Resultan puestos en ridículo los vicios y errores comunes en la
sociedad_ mediante la disposición de la fábula y la expresión de los
caracteres. En cuanto á estos, conviene que algunos sean ridículos,
pero todos no, porque sin esta contraposición no aparecería la
deformidad en toda su luz, ni existiría la necesaria degradación
en las figuras, que tocadas con diferente fuerza deben quedar
subalternas á la que se presenta como principal. Los defectos
meramente físicos, involuntarios y de posible enmienda, no deben ser
objeto primario de la burla, si bien muchas veces se introducen como
medios auxiliares para completar la pintura del vicio que se trata de
corregir. Ninguna ridiculez corporal debe exponerse en el teatro á la
irrisión pública, si otra moral no la acompaña. Los vicios y errores
que pinta la comedia deben ser comunes, porque no siéndolo, ninguna
utilidad produciría su imitación. Una extravagancia, que rara vez se
verifique en algún individuo, no puede servir para enseñanza de la
multitud, que podría exclamar indignada contra el poeta: «Erraste el
objeto de corrección que te proponías; nadie de nosotros adolece del
vicio que pintas, ni conocemos á ninguno que le tenga.»

Debe pues ceñirse la buena comedia á presentar aquellos frecuentes
extravíos que nacen de la índole y particular disposición de los
hombres, de la absoluta ignorancia, de los errores adquiridos en la
educación ó en el trato, de la multitud de las leyes contradictorias,
feroces, inútiles ó absurdas, del abuso de la autoridad doméstica y
de las falsas máximas que la dirigen, de las preocupaciones vulgares
ó religiosas ó políticas, del espíritu de corporación, de clase ó
paisanaje, de la costumbre, de la pereza, del orgullo, del ejemplo,
del interés personal; de un conjunto de circunstancias, de afectos y
de opiniones que producen efectivamente vicios y desórdenes capaces
de turbar la armonía, la decencia, el placer social, y causar
perjudiciales consecuencias al interés privado y al público.

_Recomendadas por consiguiente la verdad y virtud_ en la fábula
cómica, mediante la censura de los vicios del entendimiento y del
corazón, desempeñará el poeta el objeto de utilidad general que debió
proponerse. Enseña la verdad, cuando apoyada su doctrina en los
conocimientos de la física, en el exacto raciocinio de la filosofía,
que preside á las ciencias, en los sucesos que eterniza la historia,
en la crítica y buen gusto de la literatura y de las artes, rectifica
los errores adquiridos en la enseñanza de malos estudios, ó en el
ejemplo de personas preocupadas ó estúpidas; y el pueblo, á quien
habitualmente rodea espesa nube de ignorancia, halla en el teatro la
única escuela abierta para él, donde se le desengaña sin castigarle,
y se le ilustra cuando se le divierte.

En la comedia se recomienda la virtud haciéndola amable, como
efectivamente lo es; pintando en otros hombres pasiones generosas
ó tiernas, que haciéndolos superiores á todo otro interés menos
laudable, los determinan á proceder en las varias combinaciones de
la vida según los principios de la justicia, de la prudencia, de la
humanidad y del honor lo piden. Cuantos vicios risibles infestan
la sociedad, otros tantos descubre la comedia para inducirnos
á conocerlos y evitarlos, al mismo tiempo que nos acuerda las
obligaciones que debemos desempeñar en el trato del mundo para
evitar los peligros que á cada paso nos presenta, para merecer por
una conducta irreprensible la estimación y el amor de los buenos,
para hallar en el testimonio de nuestra conciencia el más poderoso
consuelo, la más segura protección contra los accidentes de la
fortuna ó la injusticia de los hombres.

Tales fueron los principios generales que Moratín creyó convenir al
teatro cómico; pero debía pasar más adelante el que tomaba sobre sí
el empeño de reformar el nuestro. Su propia observación le dió á
conocer que si el arte es suficiente para evitar el error, no basta
él solo para producir los aciertos: éstos nacen de otro origen; no
los aprende el poeta, los halla en sí: no los adquiere á fuerza de
instrucción, la naturaleza se los da. Expliquen los que hayan llegado
á saberlo, cuál sea la causa de que en unos individuos sí, y en otros
no, se hallen facultades tan diferentes, que hacen imposible á éstos
lo que aquellos encuentran fácil y genial; baste la persuasión de que
efectivamente reside en determinados sujetos una peculiar aptitud
mental, que les hace percibir lo que para otros muchos, dotados á lo
que parece de la misma disposición orgánica, permanece ignorado y
oculto. Este sentido, este particular instinto (si algún nombre ha de
dársele) es el que ha producido hasta ahora los eminentes profesores
en las artes de imitación. Á él se deben la _Venus_ de Médicis y el
_Apolo_ de Belvedere; Velázquez, guiado por él, supo pintar el aire;
por él Molière halló el verdadero carácter de la comedia; por él
Rossini en sus inesperadas combinaciones armónicas añade á la música
nuevos encantos. Si esta facultad creadora existió en Moratín para
dar á sus composiciones dramáticas aquella facilidad difícil, aquella
fuerza de expresión, aquel espíritu de vida, aquella constante
apariencia de verdad, sin la cual nada es tolerable en la escena, la
posteridad justa sabrá decidirlo.

En el éxito que tuvieron sus obras cómicas, representadas y leídas,
vió logrado el fin que se propuso al componerlas. Dió en ellas el
ejemplo práctico de que la observancia de las reglas asegura el
acierto, si el talento las acompaña; y que el arte dramática, como
todas las demás, resulta de principios certísimos é inalterables, sin
cuyo conocimiento los mejores ingenios se precipitan y se malogran.
Quiso imitar el atrevimiento laudable de Corneille y de Molière, que
haciéndose superiores á las ideas comunes de su siglo, crearon la
tragedia y la comedia en Francia. No pactó con los errores vulgares;
no aspiró á una celebridad fácil de adquirir; quiso dar á su nación
modelos dignos de ser imitados por los que sigan después tan arduo
camino, y si no bastó su talento á igualar deseos tan generosos,
merece á lo menos la gloria de haberlo intentado. Cuando haya en
España buenos estudios; cuando el teatro merezca la atención del
gobierno; cuando se propague el amor á las letras en razón del premio
y el honor que logren; cuando cese de ser delito el saber, entonces
(y sólo entonces) llevarán otros adelante la importante reforma que
él empezó.

Quiso también desmentir de una manera victoriosa las equivocaciones
en que han incurrido no pocos extranjeros que han escrito acerca de
nuestro teatro, creyendo hallar en el carácter nacional las causas
de su corrupción, acumulando errores sobre este supuesto, copiándose
unos á otros, y obstinándose en decidir magistralmente sobre el
mérito científico de una nación, sin conocer la historia de su
literatura, sus costumbres ni su lengua, sin querer preguntar jamás
lo que ignoran á los únicos que les pudieran instruir.

Cuando hablan del teatro español exageran su irregularidad, el
espíritu caballeresco que le domina, los caracteres fantásticos,
el enredo complicado, los incidentes imposibles de que se componen
sus fábulas, escritas, á lo que ellos dicen, con estilo oriental,
ditirámbico, erizado de metáforas, equívocos y sutilezas, redundante,
hinchado, tenebroso, _ampullas et sexquipedalia verba_. Tal es la
pintura que hacen de él; y confundiendo las épocas en razón de su
mucha ignorancia, han atribuído y atribuyen á los españoles que hoy
viven el mismo depravado gusto que reinaba dos siglos há. Nos echan
en cara nuestra decidida inclinación á los autos sacramentales, y
el placer con que vemos imitados en acción dramática los misterios
de la religión, olvidándose de que hace ya setenta años que no se
representan tales dramas en ninguno de los teatros de España. Nos
citan una comedia de _San Amaro_, cuya acción dura doscientos años, y
un auto que acaba con el _Ite missa est_: y no añaden que no hay un
solo español ni extranjero que haya visto jamás en nuestra escena la
representación de tal comedia ni de tal auto.

¿Qué dirían si juzgásemos el teatro francés por sus antiguas
moralidades y sus misterios? ¿ó si para apreciar el talento cómico
de Molière les citáramos el saco de Scapin, la transformación de
M. Jourdain en Mamaouchi, los cuernos de Sganarelle, el aguavá
de Trufaldin, la materia copiosa y laudable de Lucinda, las
disposiciones de Argante y las jeringas de Pourceaugnac? ¿Qué dirían,
si callando los aciertos de Goldoni, de Albergati, de Metastasio,
de Monti, del terrible Alfieri, nos acordásemos únicamente de los
voluntarios desatinos con que infestó el conde Gozzi los teatros de
su nación? ¿si no halláramos otros ejemplares que citar que el de
_Arlequín tragado por la ballena_, _Arlequín que nace de un huevo_,
_El príncipe Taer convertido en piedra_, ó _La Dama serpiente_,
piezas no ignoradas, como la de _San Amaro_, no sepultadas en el
polvo de las bibliotecas, como nuestros autos, sino repetidas
frecuentemente en las principales ciudades de Italia, en donde los
que hoy viven han podido verlas no pocas veces?

Pero no sólo dan por supuesto que la escena española permanece en un
extravagante desarreglo, sino que se adelantan á negarnos hasta la
posibilidad de la enmienda. «Como la comedia tiene por objeto las
acciones de personas inferiores y humildes, no siendo esto conforme
con el carácter altivo de los españoles, puede asegurarse con verdad
que la comedia nunca tuvo cabida en España.--Ningún español ha podido
sujetar su talento á la unidad de lugar. No quieren los españoles
salir del teatro conmovidos de ningún afecto de desprecio, de odio
ó de amor: les parecería vergonzoso perder en una representación
su natural indiferencia.--Como la galantería de los españoles ha
sido heredada de los moros, les ha quedado á aquellos un cierto
sabor de África, de que no han participado las demás naciones.»
Esto dice el abate Cuadrio en su _Historia poética_. «La mezcla de
bufonesco y serio, de trágico y cómico, de caballeresco y popular
agrada extremadamente á los españoles.» Esta observación es del P.
Caymo, autor de la obra intitulada _El vago italiano_. «La verdadera
comedia no ha sido conocida nunca de los españoles, que no saben
reir sin gravedad, ni toleran en el teatro personas vulgares sino
acompañadas con los héroes.» Este rasgo de crítica es del abate
Bottinelli. «En la comedia aprecian siempre los españoles los enredos
de Calderón, Rojas, Moreto y otros autores del mismo género, y durará
este aprecio mientras sus fábulas tengan una relación general con
las costumbres.--Si en España no se aplican á pintar los caracteres
y ridiculeces de la sociedad, que tanto nos agradan en Molière,
consiste en que de algunos siglos á esta parte la sociedad no ha
dejado de ser en España lo que antes era.» Esto escribía M. La Harpe
en el año de 1797.

¿Para qué citar más? El público español, aplaudiendo las comedias de
Moratín, responde á tan atropelladas censuras. En España se llama
comedia nacional la que pinta costumbres españolas; y el gusto
dominante en la Península (como en todo lo restante de Europa) es
el de ver copiados en el teatro los originales que se encuentran á
cada paso en el trato común. El desarreglo no es nacional, no lo
ha sido nunca en ninguna parte, á no suponer que exista una nación
de estúpidos, en quienes no produce deleite la imitación de la
verdad. El desarreglo es meramente accidental y transeúnte en todas
partes, con más ó menos duración. Decir que en España se aprecian las
comedias antiguas porque las costumbres no se han mudado, es hablar
con tanto desacuerdo como si se tratara de un país remoto y casi
desconocido. Precisamente por haberse mudado las costumbres, por no
parecerse ya los españoles que hoy viven á los que existieron dos
siglos há, las comedias escritas en aquel tiempo han decaído de la
estimación que tuvieron, y desaparecerán del todo á proporción del
número de piezas modernas que vaya adquiriendo el teatro. El público
español, que tiene por muy nacionales las comedias de Moratín, ha
visto en ellas la pintura fiel de nuestros usos y costumbres, de
nuestros actuales vicios y errores. Ha visto que un español ha sabido
sujetar su carácter altivo á tratar acciones domésticas, reducirlas
á las temidas reglas de unidad, y aún algo más que esto. Ha visto
que no hay en sus fábulas personas heróicas, ni mezcla de bufonesco
y serio, de trágico y cómico, de caballeresco y popular. Ha visto
que en su representación se apasionan los espectadores, lloran ó
ríen, según el autor quiso que lo hiciesen, y que no les es posible
conservar aquella inmovilidad de estatuas con que el bueno del abate
Cuadrio nos caracteriza. Ha visto por último en las citadas piezas
la observancia más rigurosa del arte, unida á muchos de los primores
que se admiran en nuestro antiguo teatro, y no se dice que nadie haya
percibido en ellas hasta ahora ningún sabor ni resquemo africano,
oriental ni francés.

Hubo una época en que algunos jóvenes, mal instruídos en sus primeros
estudios, sin conocimiento de la antigua literatura, ignorantes de
su propio idioma, negándose al estudio de nuestros versificadores
y prosistas (que despreciaron sin leerlos), creyeron hallar en
las obras extranjeras toda la instrucción que necesitaban para
satisfacer su impaciente deseo de ser autores. Hiciéronse poetas, y
alteraron la sintáxis y propiedad de su lengua, creyéndola pobre,
porque ni la conocían ni la quisieron aprender; sustituyeron á la
frase y giro poético, que la es peculiar, locuciones peregrinas é
inadmisibles; quitaron á las palabras su acepción legítima ó las
dieron la que tienen en otros idiomas; inventaron á su placer, sin
necesidad ni acierto, voces extravagantes que nada significan,
formando un lenguaje oscuro y bárbaro, compuesto de arcaísmos, de
galicismos y de neologismo ridículo. Esta novedad halló imitadores,
y el daño se propagó con funesta celeridad. Por ellos dijo Capmany:
«Estos bastardos españoles confunden la esterilidad de su cabeza
con la de su lengua, sentenciando que no hay tal ó tal voz, porque
no la hallan. ¿Y cómo la han de hallar, si no la buscan ni la saben
buscar? ¿Y dónde la han de buscar, si no leen nuestros libros? ¿Y
cómo los han de leer, si los desprecian? Y no teniendo hecho caudal
de su inagotable tesoro, ¿cómo han de tener á mano las voces de que
necesitan?»

Á la ignorancia de la lengua se añadió la del arte de componer;
falta de plan poético, pobreza de ideas, redundancia de palabras,
apóstrofes sin número, destemplado uso de metáforas inconexas ó
absurdas, desatinada elección de adjetivos, confusión de estilos,
y constante error de creer sencillo lo que es trivial, gracioso
lo que es pueril, sublime lo gigantesco, enérgico lo tenebroso y
enigmático. Á esto añadieron una afectación intolerable de ternura,
de filantropía y de filosofismo, que deja en claro el artificio
pedantesco, y prueba que tales autores carecieron igualmente de
sensibilidad que de doctrina.

Si en las obras sueltas de Moratín no se advierten extravíos de
igual naturaleza, no por eso pudo lisonjearse de haber llegado á
la perfección, que siempre huye del anhelo con que los hombres la
solicitan: nada hay perfecto. Nunca aspiró á la gloria de poeta
lírico; pero compuso algunas obras en este género para desahogo
de su imaginación y sus afectos, ó para corresponder agradecido á
los que estimaban en algo las producciones de su pluma. Siguió en
este ramo de la poesía los mejores ejemplos de la antigua y moderna
literatura; cultivó su lengua con aplicación infatigable; evitó los
errores que veía difundirse y aumentarse diariamente, aplaudidos por
la ignorancia y la falsa crítica, y sostenidos por la autoridad, que
contribuyó eficazmente á propagarlos; pero ni desconoció la distancia
á que se hallaba del acierto, ni fué tan grande su amor propio que le
hiciese olvidar cuán difícil es adquirir en el Parnaso dos coronas.



LA COMEDIA NUEVA

COMEDIA EN DOS ACTOS, EN PROSA, ESTRENADA EN 1792



PERSONAS


  DON ELEUTERIO.
  DOÑA AGUSTINA.
  DOÑA MARIQUITA.
  DON HERMÓGENES.
  DON PEDRO.
  DON ANTONIO.
  DON SERAPIO.
  PIPÍ.


_La escena es en un café de Madrid, inmediato á un teatro._


  El teatro representa una sala con mesas, sillas y aparador
  de café; en el foro una puerta con escalera á la habitación
  principal, y otra puerta á un lado que da paso á la calle.


_La acción empieza á las cuatro de la tarde y acaba á las seis._



[Ilustración]



ACTO I.


ESCENA PRIMERA.

DON ANTONIO, PIPÍ.

(_Don Antonio sentado junto á una mesa, Pipí paseándose._)

D. ANTONIO.--Parece que se hunde el techo. Pipí.

PIPÍ.--Señor.

D. ANTONIO.--¿Qué gente hay arriba, que anda tal estrépito? ¿Son
locos?

PIPÍ.--No, señor; poetas.

D. ANTONIO.--¿Cómo poetas?

PIPÍ.--Sí señor: ¡así lo fuera yo! ¡No es cosa! Y han tenido una gran
comida. Burdeos, pajarete, marrasquino; ¡uh!

D. ANTONIO.--¿Y con qué motivo se hace esa francachela?

PIPÍ.--Yo no sé; pero supongo que será en celebridad de la comedia
nueva que se representa esta tarde, escrita por uno de ellos.

D. ANTONIO.--¿Conque han hecho una comedia? ¡Haya picarillos!

PIPÍ.--Pues qué, ¿no lo sabía usted?

D. ANTONIO.--No por cierto.

PIPÍ.--Pues ahí está el anuncio en el _Diario_.

D. ANTONIO.--En efecto, aquí está (_Leyendo en el Diario que está
sobre la mesa_): COMEDIA NUEVA INTITULADA EL GRAN CERCO DE VIENA.
¡No es cosa! Del sitio de una ciudad hacen una comedia. ¡Si son el
diantre! ¡Ay, amigo Pipí! ¡cuánto más vale ser mozo de café que poeta
ridículo!

PIPÍ.--Pues mire usted, la verdad, yo me alegrara de saber hacer,
así, alguna cosa...

D. ANTONIO.--¿Cómo?

PIPÍ.--Así, de versos... ¡Me gustan tanto los versos!

D. ANTONIO.--¡Oh! los buenos versos son muy estimables; pero hoy día
son tan pocos los que saben hacerlos, tan pocos, tan pocos...

PIPÍ.--No, pues los de arriba bien se conoce que son del arte.
¡Válgame Dios! ¡Cuántos han echado por aquella boca! Hasta las
mujeres.

D. ANTONIO.--¡Oiga! ¿también las señoras decían coplillas?

PIPÍ.--¡Vaya! Allí hay una doña Agustina, que es mujer del autor
de la comedia... ¡Qué! Si usted viera... Unas décimas componía de
repente... No es así la otra, que en toda la mesa no ha hecho más
que retozar con aquel don Hermógenes, y tirarle miguitas de pan al
peluquín.

D. ANTONIO.--¿Don Hermógenes está arriba? ¡Gran pedantón!

PIPÍ.--Pues con ese se estaba jugando; y cuando la decían:
«Mariquita, una copla, vaya una copla,» se hacía la vergonzosa; y
por más que la estuvieron azuzando á ver si rompía, nada. Empezó
una décima, y no la pudo acabar, porque decía que no encontraba el
consonante; pero doña Agustina, su cuñada... ¡Oh! aquella sí. Mire
usted lo que es... Ya se ve, en teniendo vena...

D. ANTONIO.--Seguramente. ¿Y quién es ese que cantaba poco há, y daba
aquellos gritos tan descompasados?

PIPÍ.--¡Oh! ese es don Serapio.

D. ANTONIO.--Pero ¿qué es? ¿qué ocupación tiene?

PIPÍ.--Él es... mire usted; á él le llaman don Serapio.

D. ANTONIO.--¡Ah! sí. Ese es aquel bulle bulle que hace gestos á las
cómicas, y las tira dulces á la silla cuando pasan, y va todos los
días á saber quién dió cuchillada; y desde que se levanta hasta que
se acuesta no cesa de hablar de la temporada de verano, la chupa del
sobresaliente, y las partes de por medio.

PIPÍ.--Ese mismo. ¡Oh! ese es de los apasionados finos. Aquí se
viene todas las mañanas á desayunar; y arma unas disputas con los
peluqueros, que es un gusto oirle. Luégo se va allá abajo, al barrio
de Jesús: se juntan cuatro amigos, hablan de comedias, altercan,
ríen, fuman en los portales; don Serapio los introduce aquí y acullá
hasta que da la una; se despiden, y él se va á comer con el apuntador.

D. ANTONIO.--¿Y ese don Serapio es amigo del autor de la comedia?

PIPÍ.--¡Toma! Son uña y carne. Y él ha compuesto el casamiento de
doña Mariquita, la hermana del poeta, con don Hermógenes.

D. ANTONIO.--¿Qué me dices? ¿Don Hermógenes se casa?

PIPÍ.--¡Vaya si se casa! Como que parece que la boda no se ha hecho
ya porque el novio no tiene un cuarto ni el poeta tampoco; pero le
ha dicho que con el dinero que le dén por esta comedia, y lo que
ganará en la impresión, les pondrá la casa y pagará las deudas de don
Hermógenes, que parece son bastantes.

D. ANTONIO.--Sí serán. ¡Cáspita si serán! Pero, y si la comedia
apesta, y por consecuencia ni se la pagan ni se vende, ¿qué harán
entonces?

PIPÍ.--Entonces, ¿qué sé yo? ¡Pero qué! No, señor. Si dice don
Serapio que comedia mejor no se ha visto en tablas.

D. ANTONIO.--¡Ah! Pues si don Serapio lo dice, no hay que temer.
Es dinero contante, sin remedio. Figúrate tú si don Serapio y el
apuntador sabrán muy bien dónde les aprieta el zapato, y cuál comedia
es buena, y cuál deja de serlo.

PIPÍ.--Eso digo yo; pero á veces... Mire usted, no hay paciencia.
Ayer, ¡qué! les hubiera dado con una tranca. Vinieron ahí tres ó
cuatro á beber ponch, y empezaron á hablar de comedias; ¡vaya! yo no
me puedo acordar de lo que decían. Para ellos no había nada bueno:
ni autores, ni cómicos, ni vestidos, ni música, ni teatro. ¿Qué sé
yo cuánto dijeron aquellos malditos? Y dale con el arte, el arte, la
moral, y... Deje usted: las... ¿Si me acordaré? Las... ¡Válgate Dios!
¿Cómo decían? Las... las reglas... ¿Qué son las reglas?

D. ANTONIO.--Hombre, difícil es explicártelo. Reglas son unas cosas
que usan allá los extranjeros, particularmente los franceses.

PIPÍ.--Pues, ya decía yo; esto no es cosa de mi tierra.

D. ANTONIO.--Sí tal: aquí también se gastan, y algunos han escrito
comedias con reglas; bien que no llegarán á media docena (por mucho
que se estire la cuenta), las que se han compuesto.

PIPÍ.--Pues ya se ve: mire usted, ¡reglas! No faltaba más. ¿Á que no
tiene reglas la comedia de hoy?

D. ANTONIO.--¡Oh! eso yo te lo fío: bien puedes apostar ciento
contra uno á que no las tiene.

PIPÍ.--Y las demás que van saliendo cada día tampoco las tendrán: ¿no
es verdad usted?

D. ANTONIO.--Tampoco. ¿Para qué? No faltaba otra cosa, sino que para
hacer una comedia se gastaran reglas. No, señor.

PIPÍ.--Bien; me alegro. Dios quiera que pegue la de hoy, y luégo verá
usted cuántas escribe el bueno de don Eleuterio. Porque, lo que él
dice: si yo me pudiera ajustar con los cómicos á jornal, entonces...
¡ya se ve! mire usted si con un buen situado podía él...

D. ANTONIO.--Cierto. (_Ap._ ¡Qué simplicidad!)

PIPÍ.--Entonces escribiría. ¡Qué! todos los meses sacaría dos ó tres
comedias. Como es tan hábil...

D. ANTONIO.--¿Conque es muy hábil, eh?

PIPÍ.--¡Toma! Poquito le quiere el segundo barba; y si en él
consistiera, ya se hubieran echado las cuatro ó cinco comedias que
tiene escritas; pero no han querido los otros; y ya se ve, como
ellos lo pagan... En diciendo: no nos ha gustado, ó así, andar ¡qué
diantres! Y luégo, como ellos saben lo que es bueno; y en fin, mire
usted si ellos... ¿No es verdad?

D. ANTONIO.--Pues ya.

PIPÍ.--Pero deje usted, que aunque es la primera que le representan,
me parece á mí que ha de dar golpe.

D. ANTONIO.--¿Conque es la primera?

PIPÍ.--La primera. ¡Si es mozo todavía! Yo me acuerdo... Habrá cuatro
ó cinco años que estaba de escribiente ahí, en esa lotería de la
esquina, y le iba muy ricamente; pero como después se hizo paje, y el
amo se le murió á lo mejor, y él se había casado de secreto con la
doncella, y tenían ya dos criaturas, y después le han nacido otras
dos ó tres; viéndose él así, sin oficio ni beneficio, ni pariente ni
habiente, ha cogido y se ha hecho poeta.

D. ANTONIO.--Y ha hecho muy bien.

PIPÍ.--¡Pues ya se ve! lo que él dice: si me sopla la musa, puedo
ganar un pedazo de pan para mantener aquellos angelitos, y así ir
trampeando hasta que Dios quiera abrir camino.


ESCENA II.

DON PEDRO, DON ANTONIO, PIPÍ.

D. PEDRO.--Café.

(_Don Pedro se sienta junto á una mesa distante de don Antonio: Pipí
le servirá el café._)

PIPÍ.--Al instante.

D. ANTONIO.--No me ha visto.

PIPÍ.--¿Con leche?

D. PEDRO.--No... Basta.

PIPÍ.--¿Quién es este?

(_Al retirarse después de haber servido el café á don Pedro._)

D. ANTONIO.--Este es don Pedro de Aguilar, hombre muy rico, generoso,
honrado, de mucho talento; pero de un carácter tan ingenuo, tan
serio, y tan duro, que le hace intratable á cuántos no son sus amigos.

PIPÍ.--Le veo venir aquí algunas veces, pero nunca habla, siempre
está de mal humor.


ESCENA III.

DON SERAPIO, DON ELEUTERIO, DON PEDRO, DON ANTONIO, PIPÍ.

D. SERAPIO.--¡Pero, hombre, dejarnos así!

(_Bajando la escalera, salen por la puerta del foro._)

D. ELEUTERIO.--Si se lo he dicho á usted ya. La tonadilla que han
puesto á mi función no vale nada, la van á silbar, y quiero concluir
esta mía para que la canten mañana.

D. SERAPIO.--¿Mañana? ¿Conque mañana se ha de cantar, y aún no están
hechas ni letra ni música?

D. ELEUTERIO.--Y aun esta tarde pudieran cantarla, si usted me apura.
¿Qué dificultad? Ocho ó diez versos de introducción, diciendo que
callen y atiendan, y chitito. Después unas cuantas coplillas del
mercader que hurta, el peluquero que lleva papeles, la niña que está
opilada, el cadete que se baldó en el portal, cuatro equivoquillos,
etc.; y luégo se concluye con seguidillas de la tempestad, el
canario, la pastorcilla y el arroyito. La música ya se sabe cuál
ha de ser: la que se pone en todas; se añade ó se quita un par de
gorgoritos, y estamos al cabo de la calle.

D. SERAPIO.--¡El diantre es usted, hombre! todo se lo halla hecho.

D. ELEUTERIO.--Voy, voy á ver si la concluyo; falta muy poco. Súbase
usted.

(_Don Eleuterio se sienta junto á una mesa inmediata al foro; saca de
la faltriquera papel y tintero, y escribe._)

D. SERAPIO.--Voy allá; pero...

D. ELEUTERIO.--Sí, sí, váyase usted; y si quieren más licor, que lo
suba el mozo.

D. SERAPIO.--Sí, siempre será bueno que lleven un par de frasquillos
más. Pipí.

PIPÍ.--¡Señor!

D. SERAPIO.--Palabra.

(_Don Serapio habla en secreto á Pipí, y vuelve á irse por la puerta
del foro; Pipí toma del aparador unos frasquillos, y se va por la
misma parte._)

D. ANTONIO.--¿Cómo va, amigo don Pedro?

(_Don Antonio se sienta cerca de don Pedro._)

D. PEDRO.--¡Oh, señor don Antonio! No había reparado en usted. Va
bien.

D. ANTONIO.--¿Usted á estas horas por aquí? Se me hace extraño.

D. PEDRO.--En efecto lo es; pero he comido ahí cerca. Á fin de mesa
se armó una disputa entre dos literatos que apenas saben leer;
dijeron mil despropósitos, me fastidié, y me vine.

D. ANTONIO.--Pues; con ese genio tan raro que usted tiene, se ve
precisado á vivir como un ermitaño en medio de la corte.

D. PEDRO.--No por cierto. Yo soy el primero en los espectáculos, en
los paseos, en las diversiones públicas; alterno los placeres con
el estudio; tengo pocos, pero buenos amigos y á ellos debo los más
felices instantes de mi vida. Si en las concurrencias particulares
soy raro algunas veces, siento serlo; pero, ¿qué le he hacer? Yo no
quiero mentir, ni puedo disimular; y creo que el decir la verdad
francamente es la prenda más digna de un hombre de bien.

D. ANTONIO.--Sí; pero cuando la verdad es dura á quien ha de oirla,
¿qué hace usted?

D. PEDRO.--Callo.

D. ANTONIO.--¿Y si el silencio de usted le hace sospechoso?

D. PEDRO.--Me voy.

D. ANTONIO.--No siempre puede uno dejar el puesto, y entonces...

D. PEDRO.--Entonces digo la verdad.

D. ANTONIO.--Aquí mismo he oído hablar muchas veces de usted. Todos
aprecian su talento, su instrucción y su probidad, pero no dejan de
extrañar la aspereza de su carácter.

D. PEDRO.--¿Y por qué? Porque no vengo á predicar al café; porque no
vierto por la noche lo que leí por la mañana; porque no disputo, ni
ostento erudición ridícula, como tres, ó cuatro, ó diez pedantes que
vienen aquí á perder el día, y á excitar la admiración de los tontos
y la risa de los hombres de juicio. ¿Por eso me llaman áspero y
extravagante? Poco me importa. Yo me hallo bien con la opinión que he
seguido hasta aquí, de que en un café jamás debe hablar en público el
que sea prudente.

D. ANTONIO.--Pues ¿qué debe hacer?

D. PEDRO.--Tomar café.

D. ANTONIO.--¡Viva! Pero hablando de otra cosa, ¿qué plan tiene usted
para esta tarde?

D. PEDRO.--Á la comedia.

D. ANTONIO.--¿Supongo que irá usted á ver la pieza nueva?

D. PEDRO.--Qué ¿han mudado? Ya no voy.

D. ANTONIO.--Pero, ¿por qué? Vea usted sus rarezas.

(_Pipí sale por la puerta del foro con salvilla, copas y frasquillos,
que dejará sobre el mostrador._)

D. PEDRO.--¿Y usted me pregunta por qué? ¿Hay más que ver la lista
de las comedias nuevas que se representan cada año, para inferir los
motivos que tendré de no ver la de esta tarde?

D. ELEUTERIO.--¡Hola! Parece que hablan de mi función.

(_Escuchando la conversación de don Antonio y don Pedro._)

D. ANTONIO.--De suerte, que ó es buena, ó es mala. Si es buena, se
admira y se aplaude; si por el contrario está llena de sandeces, se
ríe uno, se pasa el rato, y tal vez...

D. PEDRO.--Tal vez me han dado impulsos de tirar al teatro el
sombrero, el bastón y el asiento, si hubiera podido. Á mí me irrita
lo que á usted le divierte. (_Guarda don Eleuterio papel y tintero;
se levanta, y se va acercando poco á poco, hasta ponerse en medio de
los dos._) Yo no sé; usted tiene talento y la instrucción necesaria
para no equivocarse en materias de literatura; pero usted es el
protector nato de todas las ridiculeces. Al paso que conoce usted
y elogia las bellezas de una obra de mérito, no se detiene en dar
iguales aplausos á lo más disparatado y absurdo; y con una rociada de
pullas, chufletas é ironías, hace usted creer al mayor idiota que es
un prodigio de habilidad. Ya se ve, usted dirá que se divierte; pero,
amigo...

D. ANTONIO.--Sí, señor, que me divierto. Y por otra parte, ¿no sería
cosa cruel ir repartiendo por ahí desengaños amargos á ciertos
hombres cuya felicidad estriba en su propia ignorancia? ¿Ni cómo es
posible persuadirles?...

D. ELEUTERIO.--No, pues... Con permiso de ustedes. La función de esta
tarde es muy bonita, seguramente; bien puede usted ir á verla, que
yo le doy mi palabra de que le ha de gustar.

D. ANTONIO.--¿Es este el autor?

(_Don Antonio se levanta, y después de la pregunta que hace á Pipí,
vuelve á hablar con don Eleuterio_.)

PIPÍ.--El mismo.

D. ANTONIO.--¿Y de quién es? ¿Se sabe?

D. ELEUTERIO.--Señor, es de un sujeto bien nacido, muy aplicado,
de buen ingenio, que empieza ahora la carrera cómica; bien que el
pobrecillo no tiene protección.

D. PEDRO.--Si es esta la primera pieza que da al teatro, aún no puede
quejarse; si ella es buena, agradará necesariamente, y un gobierno
ilustrado como el nuestro, que sabe cuánto interesan á una nación los
progresos de la literatura, no dejará sin premio á cualquiera hombre
de talento que sobresalga en un género tan difícil.

D. ELEUTERIO.--Todo eso va bien; pero lo cierto es que el sujeto
tendrá que contentarse con sus quince doblones que le darán los
cómicos (si la comedia gusta), y muchas gracias.

DON ANTONIO.--¿Quince? Pues yo creí que eran veinte y cinco.

D. ELEUTERIO.--No, señor; ahora en tiempo de calor no se da más. Si
fuera por el invierno, entonces...

D. ANTONIO.--¡Calle! ¿Conque en empezando á helar valen más las
comedias? Lo mismo sucede con los besugos.

(_Don Antonio se pasea. Don Eleuterio unas veces le dirige la palabra
y otras se vuelve hacia don Pedro, que no le contesta ni le mira.
Vuelve á hablar con don Antonio, parándose ó siguiéndole; lo cual
formará juego de teatro._)

D. ELEUTERIO.--Pues mire usted, aun con ser tan poco lo que dan,
el autor se ajustaría de buena gana para hacer por el precio todas
las funciones que necesitase la compañía; pero hay muchas envidias.
Unos favorecen á éste, otros á aquél, y es menester una tecla para
mantenerse en la gracia de los primeros vocales, que... ¡Ya, ya!
Y luégo, como son tantos á escribir, y cada uno procura despachar
su género, entran los empeños, las gratificaciones, las rebajas...
Ahora mismo acaba de llegar un estudiante gallego con unas alforjas
llenas de piezas manuscritas: comedias, follas, zarzuelas, dramas,
melodramas, loas, sainetes... ¿Qué sé yo cuánta ensalada trae allí?
Y anda solicitando que los cómicos le compren todo el surtido, y da
cada obra á trescientos reales una con otra. ¡Ya se ve! ¿Quién ha de
poder competir con un hombre que trabaja tan barato?

D. ANTONIO.--Es verdad, amigo. Ese estudiante gallego hará malísima
obra á los autores de la corte.

D. ELEUTERIO.--Malísima. Ya ve usted cómo están los comestibles.

D. ANTONIO.--Cierto.

D. ELEUTERIO.--Lo que cuesta un mal vestido que uno se haga.

D. ANTONIO.--En efecto.

D. ELEUTERIO.--El cuarto.

D. ANTONIO.--¡Oh! sí, el cuarto. Los caseros son crueles.

D. ELEUTERIO.--Y si hay familia...

D. ANTONIO.--No hay duda; si hay familia es cosa terrible.

D. ELEUTERIO.--Vaya usted á competir con el otro tuno, que con seis
cuartos de callos y medio pan tiene el gasto hecho.

D. ANTONIO.--¿Y qué remedio? Ahí no hay más sino arrimar el hombro
al trabajo, escribir buenas piezas, darlas muy baratas, que se
presenten, que aturdan al público, y ver si se puede dar con el
gallego en tierra. Bien que la de esta tarde es excelente, y para mí
tengo que...

D. ELEUTERIO.--¿La ha leído usted?

D. ANTONIO.--No por cierto.

D. PEDRO.--¿La han impreso?

D. ELEUTERIO.--Sí, señor. ¿Pues no se había de imprimir?

D. PEDRO.--Mal hecho. Mientras no sufra el examen del público en el
teatro, está muy expuesta; y sobre todo, es demasiada confianza en un
autor novel.

D. ANTONIO.--¡Qué! No, señor. Si le digo á usted que es cosa muy
buena. ¿Y dónde se vende?

D. ELEUTERIO.--Se vende en los puestos del _Diario_, en la librería
de Pérez, en la de Izquierdo, en la de Gil, en la de Zurita, y en el
puesto de los cobradores á la entrada del coliseo. Se vende también
en la tienda de vinos de la calle del Pez, en la del herbolario de la
calle Ancha, en la jabonería de la calle del Lobo, en la...

D. PEDRO.--¿Se acabará esta tarde esa relación?

D. ELEUTERIO.--Como el señor preguntaba...

D. PEDRO.--Pero no preguntaba tanto. ¡Si no hay paciencia!

D. ANTONIO.--Pues la he de comprar, no tiene remedio.

PIPÍ.--Si yo tuviera dos reales. ¡Voto va!

D. ELEUTERIO.--Véala usted aquí.

(_Saca una comedia impresa, y se la da á don Antonio._)

D. ANTONIO.--¡Oiga! es esta. Á ver. Y ha puesto su nombre. Bien, así
me gusta; con eso la posteridad no se andará dando de calabazadas por
averiguar la gracia del autor. (_Lee don Antonio._) POR DON ELEUTERIO
CRISPÍN DE ANDORRA... «Salen el emperador Leopoldo, el rey de Polonia
y Federico senescal, vestidos de gala, con acompañamiento de damas y
magnates, y una brigada de húsares á caballo.» ¡Soberbia entrada! «Y
dice el emperador:

      Ya sabéis, vasallos míos,
    que habrá dos meses y medio
    que el turco puso á Viena
    con sus tropas el asedio,
    y que para resistirle
    unimos nuestros denuedos,
    dando nuestros nobles bríos,
    en repetidos encuentros,
    las pruebas más relevantes
    de nuestros invictos pechos.»

¡Qué estilo tiene! ¡Cáspita! ¡Qué bien pone la pluma el pícaro!

    «Bien conozco que la falta
    del necesario alimento
    ha sido tal, que rendidos
    de la hambre á los esfuerzos,
    hemos comido ratones,
    sapos y sucios insectos.»

D. ELEUTERIO.--¿Qué tal? ¿No le parece á usted bien?

  (_Hablando á don Pedro_.)

D. PEDRO.--¡Eh! á mí, qué...

D. ELEUTERIO.--Me alegro que le guste á usted. Pero no; donde hay un
paso muy fuerte es al principio del segundo acto. Búsquele usted...
ahí... por ahí ha de estar. Cuando la dama se cae muerta de hambre.

D. ANTONIO.--¿Muerta?

D. ELEUTERIO.--Sí, señor, muerta.

D. ANTONIO.--¡Qué situación tan cómica! Y estas exclamaciones que
hace aquí, ¿contra quién son?

D. ELEUTERIO.--Contra el visir, que la tuvo seis días sin comer,
porque ella no quería ser su concubina.

D. ANTONIO.--¡Pobrecita! ¡Ya se ve! El visir sería un bruto.

D. ELEUTERIO.--Sí, señor.

D. ANTONIO.--Hombre arrebatado, ¿eh?

D. ELEUTERIO.--Sí, señor.

D. ANTONIO.--Lascivo como un mico, feote de cara; ¿es verdad?

D. ELEUTERIO.--Cierto.

D. ANTONIO.--Alto, moreno, un poco bizco, grandes bigotes.

D. ELEUTERIO.--Sí, señor, sí. Lo mismo me le he figurado yo.

D. ANTONIO.--¡Enorme animal! Pues no, la dama no se muerde la lengua.
¡No es cosa cómo le pone! Oiga usted, don Pedro.

D. PEDRO.--No, por Dios; no lo lea usted.

D. ELEUTERIO.--Es que es uno de los pedazos más terribles de la
comedia.

D. PEDRO.--Con todo eso.

D. ELEUTERIO.--Lleno de fuego.

D. PEDRO.--Ya.

D. ELEUTERIO.--Buena versificación.

D. PEDRO.--No importa.

D. ELEUTERIO.--Que alborotará en el teatro, si la dama lo esfuerza.

D. PEDRO.--Hombre, si he dicho ya que...

D. ANTONIO.--Pero á lo menos, el final del acto segundo es menester
oirle.

(_Lee don Antonio, y al acabar da la comedia á don Eleuterio._)

  _Emperador._ Y en tanto que mis recelos...

  _Visir._     Y mientras mis esperanzas...

  _Senescal._  Y hasta que mis enemigos...

  _Emperador._ Averiguo.

  _Visir._               Logre.

  _Senescal._                   Caigan.

  _Emperador._ Rencores, dadme favor.

  _Visir._     No me dejes, tolerancia.

  _Senescal._  Denuedo, asiste á mi brazo.

  _Todos._     Para que admire la patria
               el más generoso ardid
               y la más tremenda hazaña.

D. PEDRO.--Vamos; no hay quien pueda sufrir tanto disparate.

(_Se levanta impaciente, en ademán de irse._)

D. ELEUTERIO.--¿Disparates los llama usted?

D. PEDRO.--¿Pues no?

(_Don Antonio observa á don Eleuterio y á don Pedro y se ríe de
entrambos._)

D. ELEUTERIO.--¡Vaya, que es también demasiado! ¡Disparates! ¡Pues
no, no los llaman disparates los hombres inteligentes que han leído
la comedia! Cierto que me ha chocado. ¡Disparates! Y no se ve otra
cosa en el teatro todos los días, y siempre gusta, y siempre lo
aplauden á rabiar.

D. PEDRO.--¿Y esto se representa en una nación culta?

D. ELEUTERIO.--¡Cuenta, que me ha dejado contento la expresión!
¡Disparates!

D. PEDRO.--¿Y esto se imprime, para que los extranjeros se burlen de
nosotros?

D. ELEUTERIO.--¡Llamar disparates á una especie de coro entre el
emperador, el visir y el senescal! Yo no sé qué quieren estas gentes.
Si hoy día no se puede escribir nada, nada que no se muerda y se
censure. ¡Disparates! ¡Cuidado que!...

PIPÍ.--No haga usted caso.

D. ELEUTERIO (_Hablando con Pipí hasta el fin de la escena_).--Yo
no hago caso; pero me enfada que hablen así. Figúrate tú si la
conclusión puede ser más natural, ni más ingeniosa. El emperador
está lleno de miedo, por un papel que se ha encontrado en el suelo
sin firma ni sobrescrito, en que se trata de matarle. El visir está
rabiando por gozar de la hermosura de Margarita, hija del conde de
Strambangaum, que es el traidor...

PIPÍ.--¡Calle! ¡Hay traidor también! ¡Cómo me gustan á mi las
comedias en que hay traidor!

D. ELEUTERIO.--Pues, como digo, el visir está loco de amores por
ella; el senescal, que es hombre de bien si los hay, no las tiene
todas consigo, porque sabe que el conde anda tras de quitarle el
empleo, y continuamente lleva chismes al emperador contra él; de
modo, que como cada uno de estos tres personajes está ocupado en su
asunto, habla de ello, y no hay cosa más natural.

(_Lee don Eleuterio; lo suspende, se guarda la comedia._)

    Y en tanto que mis recelos...
    y mientras mis esperanzas...
    y hasta que mis...

¡Ah, señor don Hermógenes! ¡á qué buena ocasión llega usted!

(_Sale don Hermógenes por la puerta del foro._)


ESCENA IV.

DON HERMÓGENES, DON ELEUTERIO, DON PEDRO, DON ANTONIO, PIPÍ.

D. HERMÓGENES.--Buenas tardes, señores.

D. PEDRO.--Á la orden de usted.

D. ANTONIO.--Felicísimas, amigo don Hermógenes.

D. ELEUTERIO.--Digo, me parece que el señor don Hermógenes será
juez muy abonado (_D. Pedro se acerca á la mesa en que está el_
Diario; _lee para sí, y á veces presta atención á lo que hablan los
demás_) para decidir la cuestión que se trata: todo el mundo sabe
su instrucción y lo que ha trabajado en los papeles periódicos, las
traducciones que ha hecho del francés, sus actos literarios, y sobre
todo, la escrupulosidad y el rigor con que censura las obras agenas.
Pues yo quiero que nos diga...

D. HERMÓGENES.--Usted me confunde con elogios que no merezco, señor
don Eleuterio. Usted sólo es acreedor á toda alabanza, por haber
llegado en su edad juvenil al pináculo del saber. Su ingenio de
usted, el más ameno de nuestros días, su profunda erudición, su
delicado gusto en el arte rítmica, su...

D. ELEUTERIO.--Vaya, dejemos eso.

D. HERMÓGENES.--Su docilidad, su moderación...

D. ELEUTERIO.--Bien; pero aquí se trata solamente de saber si...

D. HERMÓGENES.--Estas prendas sí que merecen admiración y encomio.

D. ELEUTERIO.--Ya, eso sí; pero díganos usted lisa y llanamente si la
comedia que hoy se representa es disparatada ó no.

D. HERMÓGENES.--¿Disparatada? ¿Y quién ha prorumpido en un aserto
tan?...

D. ELEUTERIO.--Eso no hace al caso. Díganos usted lo que le parece y
nada más.

D. HERMÓGENES.--Sí diré; pero antes de todo conviene saber que el
poema dramático admite dos géneros de fábula. _Sunt autem fabulæ,
aliæ simplices, aliæ implexæ._ Es doctrina de Aristóteles. Pero lo
diré en griego para mayor claridad. _Eisi de ton mython oi men aploi
oi de peplegmenoi. Cai gar ai praxeis..._

D. ELEUTERIO.--Hombre; pero si...

D. ANTONIO (_Siéntase en una silla, haciendo esfuerzos para contener
la risa_).--Yo reviento.

D. HERMÓGENES.--_Cai gar ai praxeis on mimeseis oi..._

D. ELEUTERIO.--Pero...

D. HERMÓGENES.--_Mythoi eisin yparchousin._

D. ELEUTERIO.--Pero si no es eso lo que á usted se le pregunta.

D. HERMÓGENES.--Ya estoy en la cuestión. Bien que, para la mejor
inteligencia, convendría explicar lo que los críticos entienden por
prótasis, epítasis, catástasis, catástrofe, peripecia, agnición, ó
anagnórisis, partes necesarias á toda buena comedia, y que según
Escalígero, Vossio, Dacier, Marmontel, Castelvetro y Daniel Heinsio...

D. ELEUTERIO.--Bien, todo eso es admirable; pero...

D. PEDRO.--Este hombre es loco.

D. HERMÓGENES.--Si consideramos el origen del teatro, hallaremos que
los megareos, los sículos y los atenienses...

D. ELEUTERIO.--Don Hermógenes, por amor de Dios, si no...

D. HERMÓGENES.--Véanse los dramas griegos, y hallaremos que Anaxipo,
Anaxándrides, Eúpolis, Antíphanes, Philípides, Cratino, Crates,
Epicrates, Menecrates y Pherecrates...

D. ELEUTERIO.--Si le he dicho á usted que...

D. HERMÓGENES.--Y los más celebérrimos dramaturgos de la edad
pretérita, todos, todos convinieron _nemine discrepante_ en que la
prótasis debe preceder á la catástrofe necesariamente. Es así que la
comedia del _Cerco de Viena_...

D. PEDRO.--Adios, señores.

(_Se encamina hacia la puerta. Don Antonio se levanta y procura
detenerle._)

D. ANTONIO.--¿Se va usted, don Pedro?

D. PEDRO.--¿Pues quién, sino usted, tendrá frescura para oir eso?

D. ANTONIO.--Pero si el amigo don Hermógenes nos va á probar con la
autoridad de Hipócrates y Martín Lutero que la pieza consabida, lejos
de ser un desatino...

D. HERMÓGENES.--Ese es mi intento: probar que es un acéfalo
incipiente cualquiera que haya dicho que la tal comedia contiene
irregularidades absurdas; y yo aseguro que delante de mí ninguno se
hubiera atrevido á propalar tal aserción.

D. PEDRO.--Pues yo delante de usted la propalo, y le digo, que por
lo que el señor ha leído de ella, y por ser usted el que la abona,
infiero que ha de ser cosa detestable; que su autor será un hombre
sin principios ni talento, y que usted es un erudito á la violeta,
presumido y fastidioso hasta no más. Adios, señores.

(_Hace que se va, y vuelve._)

D. ELEUTERIO.--(_Señalando á don Antonio._) Pues á este caballero le
ha parecido muy bien lo que ha visto de ella.

D. PEDRO.--Á ese caballero le ha parecido muy mal; pero es hombre
de buen humor, y gusta de divertirse. Á mí me lastima en verdad la
suerte de estos escritores, que entontecen al vulgo con obras tan
desatinadas y monstruosas, dictadas más que por el ingenio por la
necesidad ó la presunción. Yo no conozco al autor de esa comedia, ni
sé quién es; pero si ustedes, como parece, son amigos suyos, díganle
en caridad que se deje de escribir tales desvaríos; que aún está á
tiempo, puesto que es la primera obra que publica; que no le engañe
el mal ejemplo de los que deliran á destajo; que siga otra carrera,
en que por medio de un trabajo honesto podrá socorrer sus necesidades
y asistir á su familia, si la tiene. Díganle ustedes que el teatro
español tiene de sobra autorcillos chanflones que le abastezcan de
mamarrachos; que lo que necesita es una reforma fundamental en todas
sus partes; y que mientras esta no se verifique, los buenos ingenios
que tiene la nación, ó no harán nada, ó harán lo que únicamente baste
para manifestar que saben escribir con acierto, y que no quieren
escribir.

D. HERMÓGENES.--Bien dice Séneca en su epístola diez y ocho, que...

D. PEDRO.--Séneca dice en todas sus epístolas, que usted es un
pedantón ridículo, á quien yo no puedo aguantar. Adios, señores.


ESCENA V.

DON ANTONIO, DON ELEUTERIO, DON HERMÓGENES, PIPÍ.

D. HERMÓGENES.--¿Yo pedantón? (_Encarándose hacia la puerta por donde
se fué don Pedro. Don Eleuterio se pasea inquieto por el teatro._)
¿Yo, que he compuesto siete prolusiones greco-latinas sobre los
puntos más delicados del derecho?

D. ELEUTERIO.--¿Lo que él entenderá de comedias, cuando dice que la
conclusión del segundo acto es mala?

D. HERMÓGENES.--Él será el pedantón.

D. ELEUTERIO.--¿Hablar así de una pieza que ha de durar lo menos
quince días? Y si empieza á llover...

D. HERMÓGENES.--Yo estoy graduado en leyes, y soy opositor á
cátedras, y soy académico, y no he querido ser dómine de Pioz.

D. ANTONIO.--Nadie pone duda en el mérito de usted, señor don
Hermógenes, nadie; pero esto ya se acabó, y no es cosa de acalorarse.

D. ELEUTERIO.--Pues la comedia ha de gustar, mal que le pese.

D. ANTONIO.--Sí, señor, gustará. Voy á ver si le alcanzo; y _velis
nolis_, he de hacer que la vea para castigarle.

D. ELEUTERIO.--Buen pensamiento; sí, vaya usted.

D. ANTONIO.--En mi vida he visto locos más locos.


ESCENA VI.

DON HERMÓGENES, DON ELEUTERIO.

D. ELEUTERIO.--¡Llamar detestable á la comedia! ¡Vaya, que estos
hombres gastan un lenguaje que da gozo oirle!

D. HERMÓGENES.--_Aquila non capit muscas_, don Eleuterio. Quiero
decir, que no haga usted caso. Á la sombra del mérito crece la
envidia. Á mí me sucede lo mismo. Ya ve usted si yo sé algo...

D. ELEUTERIO.--¡Oh!

D. HERMÓGENES.--Digo, me parece que (sin vanidad) pocos habrá que...

D. ELEUTERIO.--Ninguno. Vamos; tan completo como usted, ninguno.

D. HERMÓGENES.--Que reunan el ingenio á la erudición, la aplicación
al gusto, del modo que yo (sin alabarme) he llegado á reunirlos. ¿Eh?

D. ELEUTERIO.--Vaya, de eso no hay que hablar: es más claro que el
sol que nos alumbra.

D. HERMÓGENES.--Pues bien. Á pesar de eso, hay quien me llama
pedante, y casquivano, y animal cuadrúpedo. Ayer, sin ir más lejos,
me lo dijeron en la Puerta del Sol, delante de cuarenta ó cincuenta
personas.

D. ELEUTERIO.--¡Picardía! Y usted ¿qué hizo?

D. HERMÓGENES.--Lo que debe hacer un gran filósofo: callé, tomé un
polvo, y me fuí á oir una misa á la Soledad.

D. ELEUTERIO.--Envidia todo, envidia. ¿Vamos arriba?

D. HERMÓGENES.--Esto lo digo para que usted se anime, y le aseguro
que los aplausos que... Pero, dígame usted: ¿ni siquiera una onza de
oro le han querido adelantar á usted á cuenta de los quince doblones
de la comedia?

D. ELEUTERIO.--Nada, ni un ochavo. Ya sabe usted las dificultades que
ha habido para que esa gente la reciba. Por último, hemos quedado en
que no han de darme nada hasta ver si la pieza gusta ó no.

D. HERMÓGENES.--¡Oh, corvas almas! ¡Y precisamente en la ocasión más
crítica para mí! Bien dice Tito Livio, que cuando...

D. ELEUTERIO.--Pues ¿qué hay de nuevo?

D. HERMÓGENES.--Ese bruto de mi casero... El hombre más ignorante
que conozco. Por año y medio que le debo de alquileres me pierde el
respeto, me amenaza...

D. ELEUTERIO.--No hay que afligirse. Mañana ó esotro es regular que
me dén el dinero: pagaremos á ese bribón; y si tiene usted algún pico
en la hostería, también se...

D. HERMÓGENES.--Sí, aún hay un piquillo; cosa corta.

D. ELEUTERIO.--Pues bien: con la impresión lo menos ganaré cuatro mil
reales.

D. HERMÓGENES.--Lo menos. Se vende toda seguramente.

(_Vase Pipí por la puerta del foro._)

D. ELEUTERIO.--Pues con ese dinero saldremos de apuros; se adornará
el cuarto nuevo; unas sillas, una cama y algún otro chisme. Se casa
usted. Mariquita, como usted sabe, es aplicada, hacendosilla y muy
mujer; ustedes estarán en mi casa continuamente. Yo iré dando las
otras cuatro comedias, que, pegando la de hoy, las recibirán los
cómicos con palio. Pillo la moneda, las imprimo, se venden; entre
tanto ya tendré algunas hechas, y otras en el telar. Vaya, no hay
que temer. Y sobre todo, usted saldrá colocado de hoy á mañana: una
intendencia, una toga, una embajada; ¿qué sé yo? Ello es que el
ministro le estima á usted: ¿no es verdad?

D. HERMÓGENES.--Tres visitas le hago cada día.

D. ELEUTERIO.--Sí, apretarle, apretarle. Subamos arriba, que las
mujeres ya estarán...

D. HERMÓGENES.--Diez y siete memoriales le he entregado la semana
última.

D. ELEUTERIO.--¿Y qué dice?

D. HERMÓGENES.--En uno de ellos puse por lema aquel celebérrimo dicho
del poeta: _Pallida mors æquo pulsat pede pauperum tabernas regumque
turres_.

D. ELEUTERIO.--¿Y qué dijo cuando leyó eso de las tabernas?

D. HERMÓGENES.--Que bien; que ya está enterado de mi solicitud.

D. ELEUTERIO.--¡Pues no le digo á usted! Vamos, eso está conseguido.

D. HERMÓGENES.--Mucho lo deseo, para que á este consorcio apetecido
acompañe el episodio de tener que comer, puesto que _sine Cerere
et Bacho friget Venus_. Y entonces, ¡oh! entonces... Con un buen
empleo y la blanca mano de Mariquita, ninguna otra cosa me queda que
apetecer sino que el cielo me conceda numerosa y masculina sucesión.

(_Vanse por la puerta del foro._)



ACTO II.


ESCENA PRIMERA.

DOÑA AGUSTINA, DOÑA MARIQUITA, DON SERAPIO, DON HERMÓGENES, DON
ELEUTERIO.

(_Salen por la puerta del foro._)

D. SERAPIO.--El trueque de los puñales, créame usted, es de lo mejor
que se ha visto.

D. ELEUTERIO.--¿Y el sueño del emperador?

D.ª AGUSTINA.--¿Y la oración que hace el visir á sus ídolos?

D.ª MARIQUITA.--Pero á mí me parece que no es regular que el
emperador se durmiera, precisamente en la ocasión más...

D. HERMÓGENES.--Señora, el sueño es natural en el hombre, y no hay
dificultad en que un emperador se duerma, porque los vapores húmedos
que suben al cerebro...

D.ª AGUSTINA.--Pero ¿usted hace caso de ella? ¡Qué tontería! Si no
sabe lo que se dice... Y á todo esto, ¿qué hora tenemos?

D. SERAPIO.--Serán... Deje usted. Podrán ser ahora...

D. HERMÓGENES.--Aquí está mi reloj (_Saca su reloj_) que es
puntualísimo. Tres y media cabales.

D.ª AGUSTINA.--¡Oh! pues aún tenemos tiempo. Sentémonos, una vez que
no hay gente.

(_Siéntanse todos menos don Eleuterio._)

D. SERAPIO.--¿Qué gente ha de haber? Si fuera en otro cualquier
día... pero hoy todo el mundo va á la comedia.

D.ª AGUSTINA.--Estará lleno, lleno.

D. SERAPIO.--Habrá hombre que dará esta tarde dos medallas por un
asiento de luneta.

D. ELEUTERIO.--Ya se ve, comedia nueva, autor nuevo, y...

D.ª AGUSTINA.--Y que ya la habrán leído muchísimos, y sabrán lo que
es. Vaya, no cabrá un alfiler, aunque fuera el coliseo siete veces
más grande.

D. SERAPIO.--Hoy los Chorizos se mueren de frío y de miedo. Ayer
noche apostaba yo al marido de la graciosa seis onzas de oro á que no
tienen esta tarde en su corral cien reales de entrada.

D. ELEUTERIO.--¿Conque la apuesta se hizo en efecto? ¿Eh?

D. SERAPIO.--No llegó el caso, porque yo no tenía en el bolsillo más
que dos reales y unos cuartos... Pero ¡cómo los hice rabiar! y que...

D. ELEUTERIO.--Soy con ustedes; voy aquí á la librería, y vuelvo.

D.ª AGUSTINA.--¿Á qué?

D. ELEUTERIO.--¿No te lo he dicho? Si encargué que me trajesen ahí la
razón de lo que va vendido, para que...

D.ª AGUSTINA.--Sí, es verdad. Vuelve presto.

D. ELEUTERIO.--Al instante. (_Vase._)

D.ª MARIQUITA.--¡Qué inquietud! ¡Qué ir y venir! No pára este hombre.

D.ª AGUSTINA.--Todo se necesita, hija; y si no fuera por su buena
diligencia, y lo que él ha minado y revuelto, se hubiera quedado con
su comedia escrita y su trabajo perdido.

D.ª MARIQUITA.--¿Y quién sabe lo que sucederá todavía, hermana? Lo
cierto es que yo estoy en brasas; porque, vaya, si la silban, yo no
sé lo que será de mí.

D.ª AGUSTINA.--Pero, ¿por qué la han de silbar, ignorante? ¡Qué tonta
eres, y qué falta de comprensión!

D.ª MARIQUITA.--Pues; siempre me está usted diciendo eso. (_Sale Pipí
por la puerta del foro con platos, botellas, etc. Lo deja todo sobre
el mostrador, y vuelve á irse por la misma parte._) Vaya, que algunas
veces me... ¡Ay, don Hermógenes! No sabe usted qué ganas tengo de ver
estas cosas concluídas, y poderme ir á comer un pedazo de pan con
quietud á mi casa, sin tener que sufrir tales sinrazones.

D. HERMÓGENES.--No el pedazo de pan, sino ese hermoso pedazo de
cielo, me tiene á mí impaciente hasta que se verifique el suspirado
consorcio.

D.ª MARIQUITA.--¡Suspirado, sí, suspirado! ¡Quién le creyera á usted!

D. HERMÓGENES.--Pues ¿quién ama tan de veras como yo? ¿Cuándo ni
Píramo, ni Marco Antonio, ni los Ptolomeos egipcios, ni todos los
Seléucidas de Asiria sintieron jamás un amor comparable al mío?

D.ª AGUSTINA.--¡Discreta hipérbole! Viva, viva. Respóndele, bruto.

D.ª MARIQUITA.--¿Qué he de responder, señora, si no le he entendido
una palabra?

D.ª AGUSTINA.--¡Me desespera!

D.ª MARIQUITA.--Pues digo bien. ¿Qué sé yo quién son esas gentes de
quien está hablando? Mire usted, para decirme: Mariquita, yo estoy
deseando que nos casemos; así que su hermano de usted coja esos
cuartos, verá usted cómo todo se dispone; porque la quiero á usted
mucho, y es usted muy guapa muchacha, y tiene usted unos ojos muy
peregrinos, y... ¿qué sé yo? Así. Las cosas que dicen los hombres.

D.ª AGUSTINA.--Sí, los hombres ignorantes, que no tienen crianza ni
talento, ni saben latín.

D.ª MARIQUITA.--¡Pues, latín! Maldito sea su latín. Cuando le
pregunto cualquiera friolera, casi siempre me responde en latín; y
para decir que se quiere casar conmigo, me cita tantos autores...
Mire usted qué entenderán los autores de eso, ni qué les importará á
ellos que nosotros nos casemos ó no.

D.ª AGUSTINA.--¡Qué ignorancia! Vaya, don Hermógenes; lo que le
he dicho á usted. Es menester que usted se dedique á instruirla y
descortezarla; porque, la verdad, esa estupidez me avergüenza. Yo,
bien sabe Dios que no he podido más: ya se ve, ocupada continuamente
en ayudar á mi marido en sus obras, en corregírselas (como usted
habrá visto muchas veces), en sugerirle ideas á fin de que salgan
con la debida perfección, no he tenido tiempo para emprender su
enseñanza. Por otra parte, es increíble lo que aquellas criaturas
me molestan. El uno que llora, el otro que quiere mamar, el otro
que rompió la taza, el otro que se cayó de la silla, me tienen
continuamente afanada. Vaya; yo lo he dicho mil veces: para las
mujeres instruídas es un tormento la fecundidad.

D.ª MARIQUITA.--¡Tormento! ¡Vaya, hermana, que usted es singular en
todas sus cosas! Pues yo, si me caso, bien sabe Dios que...

D.ª AGUSTINA.--Calla, majadera, que vas á decir un disparate.

D. HERMÓGENES.--Yo la instruiré en las ciencias abstractas; la
enseñaré la prosodia; haré que copie á ratos perdidos el _Arte magna_
de Raimundo Lulio, y que me recite de memoria todos los martes dos
ó tres hojas del _Diccionario_ de Rubiños. Después aprenderá los
logaritmos y algo de la estática; después...

D.ª MARIQUITA.--Después me dará un tabardillo pintado, y me llevará
Dios. ¡Se habrá visto tal empeño! No, señor, si soy ignorante, buen
provecho me haga. Yo sé escribir y ajustar una cuenta, sé guisar, sé
aplanchar, sé coser, sé zurcir, sé bordar, sé cuidar de una casa:
yo cuidaré de la mía, y de mi marido, y de mis hijos, y yo me los
criaré. Pues, señor, ¿no sé bastante? ¡Que por fuerza he de ser
doctora y marisabidilla, y que he de aprender la gramática, y que
he de hacer coplas! ¿Para qué? ¿para perder el juicio? que permita
Dios si no parece casa de locos la nuestra, desde que mi hermano ha
dado en esas manías. Siempre disputando marido y mujer sobre si la
escena es larga ó corta, siempre contando las letras por los dedos
para saber si los versos están cabales ó no, si el lance á oscuras
ha de ser antes de la batalla ó después del veneno, y manoseando
continuamente _Gacetas_ y _Mercurios_ para buscar nombres bien
estravagantes, que casi todos acaban en _of_ y en _graf_, para
embutir con ellos sus relaciones... Y entre tanto ni se barre el
cuarto, ni la ropa se lava, ni las medias se cosen; y lo que es peor,
ni se come ni se cena. ¿Qué le parece á usted que comimos el domingo
pasado, don Serapio?

D. SERAPIO.--¿Yo, señora? ¿Cómo quiere usted que?...

D.ª MARIQUITA.--Pues lléveme Dios si todo el banquete no se redujo á
libra y media de pepinos, bien amarillos y bien gordos, que compré á
la puerta, y un pedazo de rosca que sobró del día anterior. Y éramos
seis bocas á comer, que el más desganado se hubiera engullido un
cabrito y media hornada sin levantarse del asiento.

D.ª AGUSTINA.--Esta es su canción; siempre quejándose de que no come
y trabaja mucho. Menos cómo yo, y más trabajo en un rato que me ponga
á corregir alguna escena, ó arreglar la ilusión de una catástrofe,
que tú cosiendo y fregando, ú ocupada en otros ministerios viles y
mecánicos.

D. HERMÓGENES.--Sí, Mariquita, sí; en eso tiene razón mi señora
doña Agustina. Hay gran diferencia de un trabajo á otro, y los
experimentos cotidianos nos enseñan que toda mujer que es literata
y sabe hacer versos, _ipso facto_ se halla exonerada de las
obligaciones domésticas. Yo lo probé en una disertación que leí
á la academia de los Cinocéfalos. Allí sostuve que los versos se
confeccionan con la glándula pineal, y los calzoncillos con los tres
dedos llamados _pollex_, _index_ é _infamis_, que es decir: que para
lo primero se necesita toda la argucia del ingenio, cuando para lo
segundo basta sólo la costumbre de la mano. Y concluí, á satisfacción
de todo mi auditorio, que es más difícil hacer un soneto que pegar
un hombrillo; y que más elogio merece la mujer que sepa componer
décimas y redondillas, que la que sólo es buena para hacer un pisto
con tomate, un ajo de pollo ó un carnero verde.

D.ª MARIQUITA.--Aun por eso en mi casa no se gastan pistos, ni
carneros verdes, ni pollos, ni ajos. Ya se ve, en comiendo versos no
se necesita cocina.

D. HERMÓGENES.--Bien está, sea lo que usted quiera, ídolo mío; pero
si hasta ahora se ha padecido alguna estrechez (_angustam pauperiem_,
que dijo el profano), de hoy en adelante será otra cosa.

D.ª MARIQUITA.--¿Y qué dice el profano? ¿que no silbarán esta tarde
la comedia?

D. HERMÓGENES.--No, señora, la aplaudirán.

D. SERAPIO.--Durará un mes, y los cómicos se cansarán de
representarla.

D.ª MARIQUITA.--No, pues no decían eso ayer los que encontramos en la
botillería. ¿Se acuerda usted, hermana? Y aquel más alto, á fe que no
se mordía la lengua.

D. SERAPIO.--¿Alto? uno alto, ¿eh? Ya le conozco. (_Se levanta._)
¡Picarón! ¡vicioso! Uno de capa, que tiene un chirlo en las narices.
¡Bribón! Ese es un oficial de guarnicionero, muy apasionado de la
otra compañía. ¡Alborotador! que él fué el que tuvo la culpa de que
silbaran la comedia de _El Monstruo más espantable del ponto de
Calidonia_, que la hizo un sastre pariente de un vecino mío; pero yo
le aseguro al...

D.ª MARIQUITA.--¿Qué tonterías está usted ahí diciendo? Si no es ese
de quien yo hablo.

D. SERAPIO.--Sí, uno alto, mala traza, con una señal que le coge...

D.ª MARIQUITA.--Si no es ese.

D. SERAPIO.--¡Mayor gatallón! Y ¡qué mala vida dió á su mujer!
¡Pobrecita! Lo mismo la trataba que á un perro.

D.ª MARIQUITA.--Pero si no es ese, dale. ¿Á qué viene cansarse? Este
era un caballero muy decente; que no tiene ni capa ni chirlo, ni se
parece en nada al que usted nos pinta.

D. SERAPIO.--Ya; pero voy al decir. ¡Unas ganas tengo de pillar
al tal guarnicionero! No irá esta tarde al patio, que si fuera...
¡eh!... Pero el otro día ¡qué cosas le dijimos allí en la plazuela de
San Juan! Empeñado en que la otra compañía es la mejor, y que no hay
quien la tosa. ¿Y saben ustedes (_vuelve á sentarse_) por qué es todo
ello? Porque los domingos por la noche se van él y otros de su pelo
á casa de la Ramírez, y allí se están retozando en el recibimiento
con la criada; después les saca un poco de queso, ó unos pimientos
en vinagre, ó así; y luégo se van á palmotear como desesperados á
las barandillas y al degolladero. Pero no hay remedio: ya estamos
prevenidos los apasionados de acá; y á la primera comedia que echen
en el otro corral, zas, sin remisión, á silbidos se ha de hundir la
casa. Á ver...

D.ª MARIQUITA.--¿Y si ellos nos ganasen por la mano, y hacen con la
de hoy otro tanto?

D.ª AGUSTINA.--Sí, te parecerá que tu hermano es lerdo, y que ha
trabajado poco estos días para que no le suceda un chasco. Él se ha
hecho ya amigo de los principales apasionados del otro corral; ha
estado con ellos; les ha recomendado la comedia y les ha prometido
que la primera que componga será para su compañía. Además de eso, la
dama de allá le quiere mucho; él va todos los días á su casa á ver si
se la ofrece algo, y cualquiera cosa que allí ocurre nadie la hace
sino mi marido. Don Eleuterio, tráigame usted un par de libras de
manteca. Don Eleuterio, eche usted un poco de alpiste á ese canario.
Don Eleuterio, dé usted una vuelta por la cocina, y vea usted si
empieza á espumar aquel puchero. Y él, ya se ve, lo hace todo con
una prontitud y un agrado, que no hay más que pedir; porque en fin,
el que necesita es preciso que... Y por otra parte, como él, bendito
sea Dios, tiene tal gracia para cualquier cosa, y es tan servicial
con todo el mundo... ¡Qué silbar!... No, hija, no hay que temer; á
buenas aldabas se ha agarrado él para que le silben.

D. HERMÓGENES.--Y sobre todo, el sobresaliente mérito del drama
bastaría á imponer taciturnidad y admiración á la turba más gárrula,
más desenfrenada é insipiente.

D.ª AGUSTINA.--Pues ya se ve. Figúrese usted una comedia heróica como
esta, con más de nueve lances que tiene. Un desafío á caballo por
el patio, tres batallas, dos tempestades, un entierro, una función
de máscara, un incendio de ciudad, un puente roto, dos ejercicios
de fuego y un ajusticiado: figúrese usted si esto ha de gustar
precisamente.

D. SERAPIO.--¡Toma si gustará!

D. HERMÓGENES.--Aturdirá.

D. SERAPIO.--Se despoblará Madrid por ir á verla.

D.ª MARIQUITA.--Y á mí me parece que unas comedias así debían
representarse en la plaza de los toros.


ESCENA II.

DON ELEUTERIO, DOÑA AGUSTINA, DOÑA MARIQUITA, DON SERAPIO, DON
HERMÓGENES.

D.ª AGUSTINA.--Y bien, ¿qué dice el librero? ¿Se despachan muchas?

D. ELEUTERIO.--Hasta ahora...

D.ª AGUSTINA.--Deja; me parece que voy á acertar: habrá vendido...
¿Cuándo se pusieron los carteles?

D. ELEUTERIO.--Ayer por la mañana. Tres ó cuatro hice poner en cada
esquina.

D. SERAPIO.--¡Ah! y cuide usted (_Levántase_) que les pongan buen
engrudo, porque si no...

D. ELEUTERIO.--Sí, que no estoy en todo. Como que yo mismo le hice
con esa mira, y lleva una buena parte de cola.

D.ª AGUSTINA.--El _Diario_ y la _Gaceta_ la han anunciado ya: ¿es
verdad?

D. HERMÓGENES.--En términos precisos.

D.ª AGUSTINA.--Pues irán vendidos... quinientos ejemplares.

D. SERAPIO.--¡Qué friolera! Y más de ochocientos también.

D.ª AGUSTINA.--¿He acertado?

D. SERAPIO.--¿Es verdad que pasan de ochocientos?

D. ELEUTERIO.--No, señor, no es verdad. La verdad es que hasta
ahora, según me acaban de decir, no se han despachado más que tres
ejemplares; y esto me da malísima espina.

D. SERAPIO.--¿Tres no más? Harto poco es.

D.ª AGUSTINA.--Por vida mía, que es bien poco.

D. HERMÓGENES.--Distingo. Poco, absolutamente hablando, niego;
respectivamente, concedo: porque nada hay que sea poco ni mucho _per
se_, sino respectivamente. Y así, si los tres ejemplares vendidos
constituyen una cantidad tercia con relación á nueve, y bajo este
respecto los dichos tres ejemplares se llaman poco, también estos
mismos tres ejemplares relativamente á uno componen una triplicada
cantidad, á la cual podemos llamar mucho por la diferencia que va de
uno á tres. De donde concluyo, que no es poco lo que se ha vendido, y
que es falta de ilustración sostener lo contrario.

D.ª AGUSTINA.--Dice bien, muy bien.

D. SERAPIO.--¡Qué! ¡Si en poniéndose á hablar este hombre!...

D.ª MARIQUITA.--Pues, en poniéndose á hablar probará que lo blanco es
verde, y que dos y dos son veinticinco. Yo no entiendo tal modo de
sacar cuentas... Pero al cabo y al fin, las tres comedias que se han
vendido hasta ahora, ¿serán más que tres?

D. ELEUTERIO.--Es verdad; y en suma, todo el importe no pasará de
seis reales.

D.ª MARIQUITA.--Pues, seis reales: cuando esperábamos montes de oro
con la tal impresión. Ya voy yo viendo que si mi boda no se ha de
hacer hasta que todos esos papelotes se despachen, me llevarán con
palma á la sepultura. (_Llorando._) ¡Pobrecita de mí!

D. HERMÓGENES.--No así, hermosa Mariquita, desperdicie usted el
tesoro de perlas que una y otra luz derrama.

D.ª MARIQUITA.--¿Perlas? Si yo supiera llorar perlas, no tendría mi
hermano necesidad de escribir disparates.


ESCENA III.

DON ANTONIO, DON ELEUTERIO, DON HERMÓGENES, DOÑA AGUSTINA, DOÑA
MARIQUITA.

D. ANTONIO.--Á la orden de ustedes, señores.

D. ELEUTERIO.--Pues ¿cómo tan presto? ¿No dijo usted que iría á ver
la comedia?

D. ANTONIO.--En efecto, he ido. Allí queda don Pedro.

D. ELEUTERIO.--¿Aquel caballero de tan mal humor?

D. ANTONIO.--El mismo. Que quieras que no, le he acomodado (_Sale
Pipí por la puerta del foro con un canastillo de manteles, cubiertos,
etc., y le pone sobre el mostrador._) en el palco de unos amigos.
Yo creí tener luneta segura; ¡pero qué! ni luneta, ni palcos, ni
tertulias, ni cubillos; no hay asiento en ninguna parte.

D.ª AGUSTINA.--Si lo dije.

D. ANTONIO.--Es mucha la gente que hay.

D. ELEUTERIO.--Pues no, no es cosa de que usted se quede sin verla.
Yo tengo palco. Véngase usted con nosotros, y todos nos acomodaremos.

D.ª AGUSTINA.--Sí, puede usted venir con toda satisfacción, caballero.

D. ANTONIO.--Señora, doy á usted mil gracias por su atención; pero
ya no es cosa de volver allá. Cuando yo salí se empezaba la primer
tonadilla; conque...

D. SERAPIO.--¿La tonadilla?

(_Se levantan todos._)

D.ª MARIQUITA.--¿Qué dice usted?

D. ELEUTERIO.--¡La tonadilla!

D.ª AGUSTINA.--¿Pues cómo han empezado tan presto?

D. ANTONIO.--No, señora; han empezado á la hora regular.

D.ª AGUSTINA.--No puede ser; si ahora serán...

D. HERMÓGENES.--Yo lo diré (_Saca el reloj._): las tres y media en
punto.

D.ª MARIQUITA.--¡Hombre! ¡qué tres y media! Su reloj de usted está
siempre en las tres y media.

D.ª AGUSTINA.--Á ver... (_Toma el reloj de don Hermógenes, le aplica
al oído, y se le vuelve._) Si está parado.

D. HERMÓGENES.--Es verdad. Esto consiste en que la elasticidad del
muelle espiral...

D.ª MARIQUITA.--Consiste en que está parado, y nos ha hecho usted
perder la mitad de la comedia. Vamos, hermana.

D.ª AGUSTINA.--Vamos.

D. ELEUTERIO.--¡Cuidado, que es cosa particular! ¡Voto va sanes! La
casualidad de...

D.ª MARIQUITA.--Vamos pronto... ¿Y mi abanico?

D. SERAPIO.--Aquí está.

D. ANTONIO.--Llegarán ustedes al segundo acto.

D.ª MARIQUITA.--Vaya, que este don Hermógenes...

D.ª AGUSTINA.--Quede usted con Dios, caballero.

D.ª MARIQUITA.--Vamos aprisa.

D. ANTONIO.--Vayan ustedes con Dios.

D. SERAPIO.--Á bien que cerca estamos.

D. ELEUTERIO.--Cierto que ha sido chasco estarnos así, fiados en...

D.ª MARIQUITA.--Fiados en el maldito reloj de don Hermógenes.


ESCENA IV.

DON ANTONIO, PIPÍ.

D. ANTONIO.--¿Conque estas dos son la hermana y la mujer del autor de
la comedia?

PIPÍ.--Sí, señor.

D. ANTONIO.--¡Qué paso llevan! Ya se ve, se fiaron del reloj de don
Hermógenes.

PIPÍ.--Pues yo no sé qué será; pero desde la ventana de arriba se ve
salir mucha gente del coliseo.

D. ANTONIO.--Serán los del patio, que estarán sofocados. Cuando yo me
vine quedaban dando voces para que les abriesen las puertas. El calor
es muy grande; y por otra parte, meter cuatro donde no caben más que
dos es un despropósito; pero lo que importa es cobrar á la puerta, y
más que revienten dentro.


ESCENA V.

DON PEDRO, DON ANTONIO, PIPÍ.

D. ANTONIO.--¡Calle! ¿Ya está usted por acá? Pues, y la comedia ¿en
qué estado queda?

D. PEDRO.--Hombre, no me hable usted de comedia (_Se sienta_), que no
he tenido rato peor muchos meses há.

D. ANTONIO.--Pues ¿qué ha sido ello? (_Sentándose junto á don Pedro._)

D. PEDRO.--¡Qué ha de ser! que he tenido que sufrir (gracias á la
recomendación de usted) casi todo el primer acto, y por añadidura
una tonadilla insípida y desvergonzada, como es costumbre. Hallé la
ocasión de escapar, y la aproveché.

D. ANTONIO.--¿Y qué tenemos en cuanto al mérito de la pieza?

D. PEDRO.--Que cosa peor no se ha visto en el teatro desde que las
musas de guardilla le abastecen... Si tengo hecho propósito firme de
no ir jamás á ver esas tonterías. Á mí no me divierten; al contrario,
me llenan de, de... No, señor, menos me enfada cualquiera de nuestras
comedias antiguas, por malas que sean. Están desarregladas, tienen
disparates; pero aquellos disparates y aquel desarreglo son hijos del
ingenio y no de la estupidez. Tienen defectos enormes, es verdad;
pero entre estos defectos se hallan cosas que, por vida mía, tal vez
suspenden y conmueven al espectador en términos de hacerle olvidar
ó disculpar cuántos desaciertos han precedido. Ahora compare usted
nuestros autores adocenados del día con los antiguos, y dígame si no
valen más Calderón, Solís, Rojas, Moreto cuando deliran, que estotros
cuando quieren hablar en razón.

D. ANTONIO.--La cosa es tan clara, señor don Pedro, que no hay nada
que oponer á ella; pero, dígame usted, el pueblo, el pobre pueblo
¿sufre con paciencia ese espantable comedión?

D. PEDRO.--No tanto como el autor quisiera, porque algunas veces
se ha levantado en el patio una mareta sorda que traía visos de
tempestad. En fin, se acabó el acto muy oportunamente; pero no me
atreveré á pronosticar el éxito de la tal pieza, porque aunque el
público está ya muy acostumbrado á oir desatinos, tan garrafales como
los de hoy jamás se oyeron.

D. ANTONIO.--¿Qué dice usted?

D. PEDRO.--Es increíble. Ahí no hay más que un hacinamiento confuso
de especies, una acción informe, lances inverosímiles, episodios
inconexos, caracteres mal expresados ó mal escogidos; en vez de
artificio, embrollo; en vez de situaciones cómicas, mamarrachadas de
linterna mágica. No hay conocimiento de historia ni de costumbres,
no hay objeto moral, no hay lenguaje, ni estilo, ni versificación, ni
gusto, ni sentido común. En suma, es tan mala y peor que las otras
con que nos regalan todos los días.

D. ANTONIO.--Y no hay que esperar nada mejor. Mientras el teatro siga
en el abandono en que hoy está, en vez de ser el espejo de la virtud
y el templo del buen gusto, será la escuela del error y el almacén de
las extravagancias.

D. PEDRO.--Pero ¡no es fatalidad que después de tanto como se ha
escrito por los hombres más doctos de la nación sobre la necesidad de
su reforma, se han de ver todavía en nuestra escena espectáculos tan
infelices! ¿Qué pensarán de nuestra cultura los extranjeros que vean
la comedia de esta tarde? ¿Qué dirán cuando lean las que se imprimen
continuamente?

D. ANTONIO.--Digan lo que quieran, amigo don Pedro, ni usted ni
yo podemos remediarlo. ¿Y qué haremos? Reir ó rabiar: no hay otra
alternativa... Pues yo más quiero reir que impacientarme.

D. PEDRO.--Yo no, porque no tengo serenidad para eso. Los progresos
de la literatura, señor don Antonio, interesan mucho al poder, á
la gloria y á la conservación de los imperios; el teatro influye
inmediatamente en la cultura nacional; el nuestro está perdido, y yo
soy muy español.

D. ANTONIO.--Con todo, cuando se ve que... Pero ¿qué novedad es esta?


ESCENA VI.

DON SERAPIO, DON HERMÓGENES, DON PEDRO, DON ANTONIO, PIPÍ.

D. SERAPIO.--Pipí, muchacho; corriendo, por Dios, un poco de agua.

D. ANTONIO.--¿Qué ha sucedido?

(_Se levantan don Antonio y don Pedro._)

D. SERAPIO.--No te pares en enjuagatorios. Aprisa.

PIPÍ.--Voy, voy allá.

D. SERAPIO.--Despáchate.

PIPÍ.--¡Por vida del hombre! (_Pipí va detrás de don Serapio con un
vaso de agua. Don Hermógenes, que sale apresurado, tropieza con él y
deja caer el vaso y el plato._) ¿Por qué no mira usted?

D. HERMÓGENES.--¿No hay alguno de ustedes que tenga por ahí un poco
de agua de melisa, elixir, extracto, aroma, álcali volátil, éter
vitriólico, ó cualquiera quinta esencia antiespasmódica, para entonar
el sistema nervioso de una dama exánime?

D. ANTONIO.--Yo no, no traigo.

D. PEDRO.--Pero ¿qué ha sido? ¿Es accidente?


ESCENA VII.

DOÑA AGUSTINA, DOÑA MARIQUITA, DON ELEUTERIO, DON HERMÓGENES, DON
SERAPIO, DON PEDRO, DON ANTONIO, PIPÍ.

D. ELEUTERIO.--Sí; es mucho mejor hacer lo que dice don Serapio.

(_Doña Agustina, muy acongojada, sostenida por don Eleuterio y don
Serapio. La hacen que se siente. Pipí trae otro vaso de agua, y ella
bebe un poco._)

D. SERAPIO.--Pues ya se ve. Anda, Pipí; en tu cama podrá descansar
esta señora...

PIPÍ.--¡Qué! si está en un camaranchón, que...

D. ELEUTERIO.--No importa.

PIPÍ.--¡La cama! La cama es un jergón de arpillera y...

D. SERAPIO.--¿Qué quiere decir eso?

D. ELEUTERIO.--No importa nada. Allí estará un rato, y veremos si es
cosa de llamar á un sangrador.

PIPÍ.--Yo bien, si ustedes...

D.ª AGUSTINA.--No, no es menester.

D.ª MARIQUITA.--¿Se siente usted mejor, hermana?

D. ELEUTERIO.--¿Te vas aliviando?

D.ª AGUSTINA.--Alguna cosa.

D. SERAPIO.--¡Ya se ve! El lance no era para menos.

D. ANTONIO.--Pero ¿se podrá saber qué especie de insulto ha sido éste?

D. ELEUTERIO.--¡Qué ha de ser, señor, qué ha de ser! Que hay gente
envidiosa y mal intencionada, que... ¡Vaya! No me hable usted de eso;
porque... ¡Picarones! ¿Cuándo han visto ellos comedia mejor?

D. PEDRO.--No acabo de comprender.

D.ª MARIQUITA.--Señor, la cosa es bien sencilla. El señor es hermano
mío, marido de esta señora, y autor de esa maldita comedia que han
echado hoy. Hemos ido á verla; cuando llegamos estaban ya en el
segundo acto. Allí había una tempestad, y luégo un consejo de guerra,
y luégo un baile, y después un entierro... En fin, ello es que al
cabo de esta tremolina salía la dama con un chiquillo de la mano, y
ella y el chico rabiaban de hambre; el muchacho decía: Madre, déme
usted pan; y la madre invocaba á Demogorgón y al Cancerbero. Al
llegar nosotros se empezaba este lance de madre é hijo... El patio
estaba tremendo. ¡Qué oleadas! ¡qué toser! ¡qué estornudos! ¡qué
bostezar! ¡qué ruido confuso por todas partes!... Pues señor, como
digo, salió la dama, y apenas hubo dicho que no había comido en seis
días, y apenas el chico empezó á pedirla pan, y ella á decirle que
no le tenía, cuando para servir á ustedes, la gente (que á la cuenta
estaba ya hostigada de la tempestad, del consejo de guerra, del
baile y del entierro) comenzó de nuevo á alborotarse. El ruido se
aumenta; suenan bramidos por un lado y otro, y empieza tal descarga
de palmadas huecas, y tal golpeo en los bancos y barandillas, que no
parecía sino que toda la casa se venía al suelo. Corrieron el telón;
abrieron las puertas; salió renegando toda la gente; á mi hermana se
la oprimió el corazón, de manera que... En fin, ya está mejor, que es
lo principal. Aquello no ha sido ni oído ni visto: en un instante,
entrar en el palco y suceder lo que acabo de contar, todo ha sido
á un tiempo. ¡Válgame Dios! ¡En lo que han venido á parar tantos
proyectos! Bien decía yo que era imposible que... (_Siéntase junto á
doña Agustina._)

D. ELEUTERIO.--¡Y que no ha de haber justicia para esto! Don
Hermógenes, amigo don Hermógenes, usted bien sabe lo que es la pieza;
informe usted á estos señores... Tome usted. (_Saca la comedia, y se
la da á don Hermógenes._) Léales usted todo el segundo acto, y que
me digan si una mujer que no ha comido en seis días tiene razón de
morirse, y si es mal parecido que un chico de cuatro años pida pan á
su madre. Lea usted, lea usted, y que me digan si hay conciencia ni
ley de Dios para haberme asesinado de esta manera.

D. HERMÓGENES.--Yo, por ahora, amigo don Eleuterio, no puedo
encargarme de la lectura del drama. (_Deja la comedia sobre una mesa.
Pipí la toma, se sienta en un silla distante, y lee con particular
atención y complacencia._) Estoy de priesa. Nos veremos otro día, y...

D. ELEUTERIO.--¿Se va usted?

D.ª MARIQUITA.--¿Nos deja usted así?

D. HERMÓGENES.--Si en algo pudiera contribuir con mi presencia al
alivio de ustedes, no me movería de aquí; pero...

D.ª MARIQUITA.--No se vaya usted.

D. HERMÓGENES.--Me es muy doloroso asistir á tan acerbo espectáculo.
Tengo que hacer. En cuánto á la comedia, nada hay que decir: murió,
y es imposible que resucite; bien que ahora estoy escribiendo una
apología del teatro, y la citaré con elogio. Diré que hay otras
peores; diré que si no guarda reglas ni conexión, consiste en que el
autor era un grande hombre; callaré sus defectos...

D. ELEUTERIO.--¿Qué defectos?

D. HERMÓGENES.--Algunos que tiene.

D. PEDRO.--Pues no decía usted eso poco tiempo há.

D. HERMÓGENES.--Fué para animarle.

D. PEDRO.--Y para engañarle y perderle. Si usted conocía que era
mala, ¿por qué no se lo dijo? ¿Por qué, en vez de aconsejarle que
desistiera de escribir chapucerías, ponderaba usted el ingenio del
autor, y le persuadía que era excelente una obra tan ridícula y
despreciable?

D. HERMÓGENES.--Porque el señor carece de criterio y sindéresis para
comprender la solidez de mis raciocinios, si por ellos intentara
persuadirle que la comedia es mala.

D.ª AGUSTINA.--¿Conque es mala?

D. HERMÓGENES.--Malísima.

D. ELEUTERIO.--¿Qué dice usted?

D.ª AGUSTINA.--Usted se chancea, don Hermógenes; no puede ser otra
cosa.

D. PEDRO.--No, señora, no se chancea: en eso dice la verdad. La
comedia es detestable.

D.ª AGUSTINA.--Poco á poco con eso, caballero; que una cosa es
que el señor lo diga por gana de fiesta, y otra que usted nos lo
venga á repetir de ese modo. Usted será de los eruditos que de todo
blasfeman, y nada les parece bien sino lo que ellos hacen; pero...

D. PEDRO.--Si usted es marido de esa (_Á don Eleuterio_) señora,
hágala usted callar; porque aunque no pueda ofenderme cuánto diga, es
cosa ridícula que se meta á hablar de lo que no entiende.

D.ª AGUSTINA.--¡No entiendo! ¿Quién le ha dicho á usted que?...

D. ELEUTERIO.--Por Dios, Agustina, no te desazones. Ya ves (_Se
levanta colérica, y don Eleuterio la hace sentar_) cómo estás...
¡Válgame Dios, señor! Pero, amigo (_Á don Hermógenes_), no sé qué
pensar de usted.

D. HERMÓGENES.--Pienso usted lo que quiera. Yo pienso de su obra
lo que ha pensado el público; pero soy su amigo de usted, y aunque
vaticiné el éxito infausto que ha tenido, no quise anticiparle una
pesadumbre, porque, como dice Platón y el abate Lampillas...

D. ELEUTERIO.--Digan lo que quieran. Lo que yo digo es que usted me
ha engañado como un chino. Si yo me aconsejaba con usted; si usted
ha visto la obra lance por lance y verso por verso; si usted me ha
exhortado á concluir las otras que tengo manuscritas; si usted me ha
llenado de elogios y de esperanzas; si me ha hecho usted creer que yo
era un grande hombre, ¿cómo me dice usted ahora eso? ¿Cómo ha tenido
usted corazón para exponerme á los silbidos, al palmoteo y á la zumba
de esta tarde?

D. HERMÓGENES.--Usted es pacato y pusilánime en demasía... ¿Por
qué no le anima á usted el ejemplo? ¿No ve usted esos autores que
componen para el teatro, con cuánta imperturbabilidad toleran los
vaivenes de la fortuna? Escriben, los silban, y vuelven á escribir;
vuelven á silbarlos, y vuelven á escribir... ¡Oh, almas grandes, para
quienes los chillidos son arrullos y las maldiciones alabanzas!

D.ª MARIQUITA.--¿Y qué quiere usted (_Levántase_) decir con eso? Ya
no tengo paciencia para callar más. ¿Qué quiere usted decir? ¿Que mi
pobre hermano vuelva otra vez?...

D. HERMÓGENES.--Lo que quiero decir es que estoy de prisa y me voy.

D.ª AGUSTINA.--Vaya usted con Dios, y haga usted cuenta que no
nos ha conocido. ¡Picardía! No sé cómo (_Se levanta muy enojada
encaminándose hacia don Hermógenes, que se va retirando de ella_) no
me tiro á él... Váyase usted.

D. HERMÓGENES.--¡Gente ignorante!

D.ª AGUSTINA.--Váyase usted.

D. ELEUTERIO.--¡Picarón!

D. HERMÓGENES.--¡Canalla infeliz!


ESCENA VIII.

DON ELEUTERIO, DON SERAPIO, DON ANTONIO, DON PEDRO, DOÑA AGUSTINA,
DOÑA MARIQUITA, PIPÍ.

D. ELEUTERIO.--¡Ingrato, embustero! Después (_Se sienta con señales
de abatimiento_) de lo que hemos hecho por él.

D.ª MARIQUITA.--Ya ve usted, hermana, lo que ha venido á resultar. Si
lo dije, si me lo daba el corazón... Mire usted qué hombre; después
de haberme traído en palabras tanto tiempo, y lo que es peor, haber
perdido por él la conveniencia de casarme con el boticario, que á lo
menos es hombre de bien, y no sabe latín ni se mete en citar autores,
como ese bribón... ¡Pobre de mí! Con diez y seis años que tengo, y
todavía estoy sin colocar; por el maldito empeño de ustedes de que me
había de casar con un erudito que supiera mucho... Mire usted lo que
sabe el renegado (Dios me perdone); quitarme mi acomodo, engañar á mi
hermano, perderle, y hartarnos de pesadumbres.

D. ANTONIO.--No se desconsuele usted, señorita, que todo se
compondrá. Usted tiene mérito, y no la faltarán proporciones mucho
mejores que la que ha perdido.

D.ª AGUSTINA.--Es menester que tengas un poco de paciencia, Mariquita.

D. ELEUTERIO.--La paciencia (_Se levanta con viveza_) la necesito yo,
que estoy desesperado de ver lo que me sucede.

D.ª AGUSTINA.--Pero hombre, ¿que no has de reflexionar?...

D. ELEUTERIO.--Calla, mujer; calla, por Dios, que tú también...

D. SERAPIO.--No, señor; el mal ha estado en que nosotros no lo
advertimos con tiempo... Pero yo le aseguro al guarnicionero y á sus
camaradas que si llegamos á pillarlos, solfeo de mojicones como el
que han de llevar no le... La comedia es buena, señor; créame usted á
mí; la comedia es buena. Ahí no ha habido más sino que los de allá se
han unido, y...

D. ELEUTERIO.--Yo ya estoy en que la comedia no es tan mala, y que
hay muchos partidos; pero lo que á mí me...

DON PEDRO.--¿Todavía está usted en esa equivocación?

D. ANTONIO.--Déjele usted. (_Ap. á don Pedro._)

D. PEDRO.--No quiero dejarle; me da compasión... Y sobre todo, es
demasiada necedad, después de lo que ha sucedido, que todavía esté
creyendo el señor que su obra es buena. ¿Por qué ha de serlo? ¿Qué
motivos tiene usted para acertar? ¿Qué ha estudiado usted? ¿Quién
le ha enseñado el arte? ¿Qué modelos se ha propuesto usted para la
imitación? ¿No ve usted que en todas las facultades hay un método
de enseñanza, y unas reglas que seguir y observar; que á ellas
debe acompañar una aplicación constante y laboriosa; y que sin
estas circunstancias, unidas al talento, nunca se formarán grandes
profesores, porque nadie sabe sin aprender? ¿Pues por dónde usted,
que carece de tales requisitos, presume que habrá podido hacer algo
bueno? ¿Qué, no hay más sino meterse á escribir, á salga lo que
salga, y en ocho días zurcir un embrollo, ponerle en malos versos,
darle al teatro, y ya soy autor? Qué, ¿no hay más que escribir
comedias? Si han de ser como la de usted ó como las demás que se la
parecen, poco talento, poco estudio y poco tiempo son necesarios;
pero si han de ser buenas (créame usted), se necesita toda la vida
de un hombre, un ingenio muy sobresaliente, un estudio infatigable,
observación continua, sensibilidad, juicio exquisito: y todavía no
hay seguridad de llegar á la perfección.

D. ELEUTERIO.--Bien está, señor; será todo lo que usted dice; pero
ahora no se trata de eso. Si me desespero y me confundo, es por ver
que todo se me descompone, que he perdido mi tiempo, que la comedia
no vale un cuarto, que he gastado en la impresión lo que no tenía...

D. ANTONIO.--No, la impresión con el tiempo se venderá.

D. PEDRO.--No se venderá, no, señor. El público no compra en la
librería las piezas que silba en el teatro. No se venderá.

D. ELEUTERIO.--Pues, vea usted: no se venderá; y pierdo ese dinero;
y por otra parte... ¡Válgame Dios! Yo, señor, seré lo que ustedes
quieran; seré mal poeta, seré un zopenco; pero soy hombre de bien.
Ese picarón de don Hermógenes me ha estafado cuánto tenía para pagar
sus trampas y sus embrollos; me ha metido en nuevos gastos, y me deja
imposibilitado de cumplir como es regular con los muchos acreedores
que tengo.

D. PEDRO.--Pero ahí no hay más que hacerles una obligación de irlos
pagando poco á poco, según el empleo ó facultad que usted tenga, y
arreglándose á una buena economía.

D.ª AGUSTINA.--¡Qué empleo ni qué facultad, señor! si el pobrecito no
tiene ninguna.

D. PEDRO.--¿Ninguna?

D. ELEUTERIO.--No, señor. Yo estuve en esa lotería de ahí arriba;
después me puse á servir á un caballero indiano, pero se murió; lo
dejé todo, y me metí á escribir comedias, porque ese don Hermógenes
me engatusó y...

D.ª MARIQUITA.--¡Maldito sea él!

D. ELEUTERIO.--Y si fuera decir estoy solo, anda con Dios; pero
casado, y con una hermana, y con aquellas criaturas...

D. ANTONIO.--¿Cuántas tiene usted?

D. ELEUTERIO.--Cuatro, señor; que el mayorcito no pasa de cinco años.

D. PEDRO.--¿Hijos tiene? (_Ap. con ternura_ ¡Qué lástima!)

D. ELEUTERIO.--Pues si no fuera por eso...

D. PEDRO.--(_Ap._ ¡Infeliz!) Yo, amigo, ignoraba que del éxito de la
obra de usted pendiera la suerte de esa pobre familia. Yo también he
tenido hijos. Ya no los tengo, pero sé lo que es el corazón de un
padre. Dígame usted: ¿sabe usted contar? ¿escribe usted bien?

D. ELEUTERIO.--Sí, señor, lo que es así cosa de cuentas, me parece
que sé bastante. En casa de mi amo... porque yo, señor, he sido
paje... allí, como digo, no había más mayordomo que yo. Yo era el
que gobernaba la casa; como, ya se ve, estos señores no entienden de
eso. Y siempre me porté como todo el mundo sabe. Eso sí, lo que es
honradez y... ¡vaya! Ninguno ha tenido que...

D. PEDRO.--Lo creo muy bien.

D. ELEUTERIO.--En cuanto á escribir, yo aprendí en los Escolapios, y
luégo me he soltado bastante, y sé alguna cosa de ortografía... Aquí
tengo... Vea usted... (_Saca papel y se le da á don Pedro._) Ello
está escrito algo de prisa, porque esta es una tonadilla que se había
de cantar mañana... ¡Ay Dios mío!

D. PEDRO.--Me gusta la letra, me gusta.

D. ELEUTERIO.--Sí, señor, tiene su introduccioncita, luégo entran las
coplillas satíricas con su estribillo, y concluye con las...

D. PEDRO.--No hablo de eso, hombre, no hablo de eso. Quiero decir que
la forma de la letra es muy buena. La tonadilla ya se conoce que es
prima hermana de la comedia.

D. ELEUTERIO.--Ya.

D. PEDRO.--Es menester que se deje usted de esas tonterías.

  (_Volviéndole el papel._)

D. ELEUTERIO.--Ya lo veo, señor; pero si me parece que el enemigo...

D. PEDRO.--Es menester olvidar absolutamente esos devaneos; esta es
una condición precisa que exijo de usted. Yo soy rico, muy rico, y no
acompaño con lágrimas estériles las desgracias de mis semejantes. La
mala fortuna á que le han reducido á usted sus desvaríos necesita,
más que consuelos y reflexiones, socorros efectivos y prontos. Mañana
quedarán pagadas por mí todas las deudas que usted tenga.

D. ELEUTERIO.--Señor, ¿qué dice usted?

D.ª AGUSTINA.--¿De veras, señor? ¡Válgame Dios!

D.ª MARIQUITA.--¿De veras?

D. PEDRO.--Quiero hacer más. Yo tengo bastantes haciendas cerca de
Madrid; acabo de colocar á un mozo de mérito, que entendía en el
gobierno de ellas. Usted, si quiere, podrá irse instruyendo al lado
de mi mayordomo, que es hombre honradísimo; y desde luégo puede usted
contar con una fortuna proporcionada á sus necesidades. Esta señora
deberá contribuir por su parte á hacer feliz el nuevo destino que á
usted le propongo. Si cuida de su casa, si cría bien á sus hijos, si
desempeña como debe los oficios de esposa y madre, conocerá que sabe
cuánto hay que saber, y cuánto conviene á una mujer de su estado y
sus obligaciones. Usted, señorita, no ha perdido nada en no casarse
con el pedantón de don Hermógenes; porque, según se ha visto, es un
malvado que la hubiera hecho infeliz; y si usted disimula un poco las
ganas que tiene de casarse, no dudo que hallará muy presto un hombre
de bien que la quiera. En una palabra, yo haré en favor de ustedes
todo el bien que pueda; no hay que dudarlo. Además, yo tengo muy
buenos amigos en la corte, y... créanme ustedes, soy algo áspero en
mi carácter, pero tengo el corazón muy compasivo.

D.ª MARIQUITA.--¡Qué bondad!

(_Don Eleuterio, su mujer y su hermana quieren arrodillarse á los
piés de don Pedro; él lo estorba y los abraza cariñosamente._)

D. ELEUTERIO.--¡Qué generoso!

D. PEDRO.--Esto es ser justo. El que socorre la pobreza, evitando á
un infeliz la desesperación y los delitos, cumple con su obligación;
no hace más.

D. ELEUTERIO.--Yo no sé cómo he de pagar á usted tantos beneficios.

D. PEDRO.--Si usted me los agradece, ya me los paga.

D. ELEUTERIO.--Perdone usted, señor, las locuras que he dicho y el
mal modo...

D.ª AGUSTINA.--Hemos sido muy imprudentes.

D. PEDRO.--No hablemos de eso.

D. ANTONIO.--¡Ah, don Pedro, qué lección me ha dado usted esta tarde!

D. PEDRO.--Usted se burla. Cualquiera hubiera hecho lo mismo en
iguales circunstancias.

D. ANTONIO.--Su carácter de usted me confunde.

D. PEDRO.--¿Eh? los genios serán diferentes; pero somos muy amigos.
¿No es verdad?

D. ANTONIO.--¿Quién no querrá ser amigo de usted?

D. SERAPIO.--Vaya, vaya; yo estoy loco de contento.

D. PEDRO.--Más lo estoy yo; porque no hay placer comparable al que
resulta de una acción virtuosa. Recoja usted esa comedia (_Al ver la
comedia que está leyendo Pipí_); no se quede por ahí perdida, y sirva
de pasatiempo á la gente burlona que llegue á verla.

D. ELEUTERIO.--¡Mal haya la comedia (_Arrebata la comedia de manos
de Pipí, y la hace pedazos_), amén, y mi docilidad y mi tontería!
Mañana, así que amanezca, hago una hoguera con todo cuánto tengo
impreso y manuscrito, y no ha de quedar en mi casa un verso.

D.ª MARIQUITA.--Yo encenderé la pajuela.

D.ª AGUSTINA.--Y yo aventaré las cenizas.

D. PEDRO.--Así debe ser. Usted, amigo, ha vivido engañado; su amor
propio, la necesidad, el ejemplo y la falta de instrucción le
han hecho escribir disparates. El público le ha dado á usted una
lección muy dura, pero muy útil, puesto que por ella se reconoce y
se enmienda. ¡Ojalá los que hoy tiranizan y corrompen el teatro por
el maldito furor de ser autores, ya que desatinan como usted, le
imitaran en desengañarse!



EL SÍ DE LAS NIÑAS

COMEDIA EN TRES ACTOS, EN PROSA, ESTRENADA EN 1806



PERSONAS


  DON DIEGO.
  DON CARLOS.
  DOÑA IRENE.
  DOÑA FRANCISCA.
  RITA.
  SIMÓN.
  CALAMOCHA.


_La escena es en una posada de Alcalá de Henares._


  El teatro representa una sala de paso con cuatro puertas de
  habitaciones para huéspedes, numeradas todas. Una más grande
  en el foro, con escalera que conduce al piso bajo de la casa.
  Ventana de antepecho á un lado. Una mesa en medio, con banco,
  sillas, etc.


_La acción empieza á las siete de la tarde, y acaba á las cinco de la
mañana siguiente._



[Ilustración]



ACTO I.


ESCENA PRIMERA.

DON DIEGO, SIMÓN.

(_Sale don Diego de su cuarto. Simón, que está sentado en una silla,
se levanta._)

D. DIEGO.--¿No han venido todavía?

SIMÓN.--No, señor.

D. DIEGO.--Despacio la han tomado por cierto.

SIMÓN.--Como su tía la quiere tanto, según parece, y no la ha visto
desde que la llevaron á Guadalajara...

D. DIEGO.--Sí. Yo no digo que no la viese; pero con media hora de
visita y cuatro lágrimas, estaba concluído.

SIMÓN.--Ello también ha sido extraña determinación la de estarse
usted dos días enteros sin salir de la posada. Cansa el leer,
cansa el dormir... Y sobre todo cansa la mugre del cuarto, las
sillas desvencijadas, las estampas _del hijo pródigo_, el ruido de
campanillas y cascabeles, y la conversación ronca de carromateros y
patanes, que no permiten un instante de quietud.

D. DIEGO.--Ha sido conveniente el hacerlo así. Aquí me conocen todos,
y no he querido que nadie me vea.

SIMÓN.--Yo no alcanzo la causa de tanto retiro. ¿Pues hay más en esto
que haber acompañado usted á doña Irene hasta Guadalajara, para sacar
del convento á la niña y volvernos con ellas á Madrid?

D. DIEGO.--Sí, hombre, algo más hay de lo que has visto.

SIMÓN.--Adelante.

D. DIEGO.--Algo, algo... Ello tú al cabo lo has de saber, y no puede
tardarse mucho... Mira, Simón, por Dios te encargo que no lo digas...
Tú eres hombre de bien, y me has servido muchos años con fidelidad...
Ya ves que hemos sacado á esa niña del convento y nos la llevamos á
Madrid.

SIMÓN.--Sí, señor.

D. DIEGO.--Pues bien... Pero te vuelvo á encargar que á nadie lo
descubras.

SIMÓN.--Bien está, señor. Jamás he gustado de chismes.

D. DIEGO.--Ya lo sé, por eso quiero fiarme de ti. Yo, la verdad,
nunca había visto á la tal doña Paquita; pero mediante la amistad
con su madre, he tenido frecuentes noticias de ella; he leído muchas
de las cartas que escribía; he visto algunas de su tía la monja, con
quien ha vivido en Guadalajara; en suma, he tenido cuántos informes
pudiera desear acerca de sus inclinaciones y su conducta. Ya he
logrado verla, he procurado observarla en estos pocos días; y á decir
verdad, cuántos elogios hicieron de ella me parecen escasos.

SIMÓN.--Sí por cierto... Es muy linda y...

D. DIEGO.--Es muy linda, muy graciosa, muy humilde... Y sobre
todo, ¡aquel candor, aquella inocencia! Vamos, es de lo que no se
encuentra por ahí... Y talento... sí, señor, mucho talento... Conque,
para acabar de informarte, lo que yo he pensado es...

SIMÓN.--No hay que decírmelo.

D. DIEGO.--¿No? ¿Por qué?

SIMÓN.--Porque ya lo adivino. Y me parece excelente idea.

D. DIEGO.--¿Qué dices?

SIMÓN.--Excelente.

D. DIEGO.--¿Conque al instante has conocido?...

SIMÓN.--¿Pues no es claro?... ¡Vaya!... Dígole á usted que me parece
muy buena boda; buena, buena.

D. DIEGO.--Sí, señor... Yo lo he mirado bien, y lo tengo por cosa muy
acertada.

SIMÓN.--Seguro que sí.

D. DIEGO.--Pero quiero absolutamente que no se sepa, hasta que esté
hecho.

SIMÓN.--Y en eso hace usted bien.

D. DIEGO.--Porque no todos ven las cosas de una manera, y no faltaría
quien murmurase, y dijese que era una locura, y me...

SIMÓN.--¿Locura? ¡Buena locura!... ¿Con una chica como esa, eh?

D. DIEGO.--Pues ya ves tú. Ella es una pobre... Eso sí... Pero
yo no he buscado dinero, que dineros tengo; he buscado modestia,
recogimiento, virtud.

SIMÓN.--Eso es lo principal... Y sobre todo, lo que usted tiene,
¿para quién ha de ser?

D. DIEGO.--Dices bien... ¿Y sabes tú lo que es una mujer aprovechada,
hacendosa, que sepa cuidar de la casa, economizar, estar en todo?...
Siempre lidiando con amas, que si una es mala, otra es peor,
regalonas, entremetidas, habladoras, llenas de histérico, viejas,
feas como demonios... No, señor, vida nueva. Tendré quien me asista
con amor y fidelidad, y viviremos como unos santos... Y deja que
hablen y murmuren y...

SIMÓN.--Pero siendo á gusto de entrambos, ¿qué pueden decir?

D. DIEGO.--No, yo ya sé lo que dirán; pero... Dirán que la boda es
desigual, que no hay proporción en la edad, que...

SIMÓN.--Vamos que no me parece tan notable la diferencia. Siete ú
ocho años, á lo más.

D. DIEGO.--¡Qué, hombre! ¿Qué hablas de siete ú ocho años? Si ella ha
cumplido diez y seis años pocos meses há.

SIMÓN.--Y bien, ¿qué?

D. DIEGO.--Y yo, aunque gracias á Dios estoy robusto y... con todo
eso, mis cincuenta y nueve años no hay quien me los quite.

SIMÓN.--Pero si yo no hablo de eso.

D. DIEGO.--¿Pues de qué hablas?

SIMÓN.--Decía que... Vamos, ó usted no acaba de explicarse, ó yo le
entiendo al revés... En suma, esta doña Paquita ¿con quién se casa?

D. DIEGO.--¿Ahora estamos ahí? Conmigo.

SIMÓN.--¿Con usted?

D. DIEGO.--Conmigo.

SIMÓN.--¡Medrados quedamos!

D. DIEGO.--¿Qué dices?... Vamos, ¿qué?...

SIMÓN.--¡Y pensaba yo haber adivinado!

D. DIEGO.--¿Pues qué creías? ¿Para quién juzgaste que la destinaba yo?

SIMÓN.--Para don Carlos, su sobrino de usted, mozo de talento,
instruído, excelente soldado, amabilísimo por todas sus
circunstancias... Para ese juzgué que se guardaba la tal niña.

D. DIEGO.--Pues no, señor.

SIMÓN.--Pues bien está.

D. DIEGO.--¡Mire usted qué idea! ¡Con el otro la había de ir á
casar!... No, señor, que estudie sus matemáticas.

SIMÓN.--Ya las estudia; ó por mejor decir, ya las enseña.

D. DIEGO.--Que se haga hombre de valor y...

SIMÓN.--¡Valor! ¿Todavía pide usted más valor á un oficial que en la
última guerra, con muy pocos que se atrevieron á seguirle, tomó dos
baterías, clavó los cañones, hizo algunos prisioneros, y volvió al
campo lleno de heridas y cubierto de sangre?... Pues bien satisfecho
quedó usted entonces del valor de su sobrino; y yo le ví á usted más
de cuatro veces llorar de alegría, cuando el rey le premió con el
grado de teniente coronel y una cruz de Alcántara.

D. DIEGO.--Sí, señor, todo es verdad; pero no viene á cuento. Yo soy
el que me caso.

SIMÓN.--Si está usted bien seguro de que ella le quiere, si no la
asusta la diferencia de la edad, si su elección es libre...

D. DIEGO.--¿Pues no ha de serlo?... ¿Y qué sacarían con engañarme?
Ya ves tú la religiosa de Guadalajara si es mujer de juicio; esta
de Alcalá, aunque no la conozco, sé que es una señora de excelentes
prendas; mira tú si doña Irene querrá el bien de su hija; pues todas
ellas me han dado cuantas seguridades puedo apetecer... La criada
que la ha servido en Madrid, y más de cuatro años en el convento,
se hace lenguas de ella; y sobre todo me ha informado de que jamás
observó en esta criatura la más remota inclinación á ninguno de los
pocos hombres que ha podido ver en aquel encierro. Bordar, coser,
leer libros devotos, oir misa, y correr por la huerta detrás de las
mariposas, y echar agua en los agujeros de las hormigas, estas han
sido su ocupación y sus diversiones... ¿Qué dices?

SIMÓN.--Yo nada, señor.

D. DIEGO.--Y no pienses tú que, á pesar de tantas seguridades,
no aprovecho las ocasiones que se presentan para ir ganando su
amistad y su confianza, y lograr que se explique conmigo en absoluta
libertad... Bien que aún hay tiempo... Sólo que aquella doña Irene
siempre la interrumpe, todo se lo habla... Y es muy buena mujer,
buena...

SIMÓN.--En fin, señor, yo desearé que salga como usted apetece.

D. DIEGO.--Sí, yo espero en Dios que no ha de salir mal. Aunque el
novio no es muy de tu gusto... ¡Y qué fuera de tiempo me recomendabas
al tal sobrinito! ¿Sabes tú lo enfadado que estoy con él?

SIMÓN.--¿Pues qué ha hecho?

D. DIEGO.--Una de las suyas... Y hasta pocos días há no lo he
sabido. El año pasado, ya lo viste, estuvo dos meses en Madrid... Y
me costó mucho dinero la tal visita... En fin, es mi sobrino, bien
dado está; pero voy al asunto. Llegó el caso de irse á Zaragoza á su
regimiento... Ya te acuerdas de que á muy pocos días de haber salido
de Madrid recibí la noticia de su llegada.

SIMÓN.--Sí, señor.

D. DIEGO.--Y que siguió escribiéndome, aunque algo perezoso, siempre
con la data de Zaragoza.

SIMÓN.--Así es la verdad.

D. DIEGO.--Pues el pícaro no estaba allí cuando me escribía las tales
cartas.

SIMÓN.--¿Qué dice usted?

D. DIEGO.--Sí, señor. El día 3 de julio salió de mi casa, y á fines
de setiembre aún no había llegado á sus pabellones... ¿No te parece
que para ir por la posta hizo muy buena diligencia?

SIMÓN.--Tal vez se pondría malo en el camino, y por no darle á usted
pesadumbre...

D. DIEGO.--Nada de eso. Amores del señor oficial, y devaneos que le
traen loco... Por ahí en esas ciudades puede que... ¿Quién sabe? Si
encuentra un par de ojos negros, ya es hombre perdido... ¡No permita
Dios que me le engañe alguna bribona de estas que truecan el honor
por el matrimonio!

SIMÓN.--¡Oh! no hay que temer... Y si tropieza con alguna fullera de
amor, buenas cartas ha de tener para que le engañe.

D. DIEGO.--Me parece que están ahí... Sí. Busca al mayoral, y dile
que venga, para quedar de acuerdo en la hora á que deberemos salir
mañana.

SIMÓN.--Bien está.

D. DIEGO.--Ya te he dicho que no quiero que esto se trasluzca, ni...
¿Estamos?

SIMÓN.--No haya miedo que á nadie lo cuente.

(_Simón se va por la puerta del foro. Salen por la misma las tres
mujeres con mantillas y basquiñas. Rita deja un pañuelo atado sobre
la mesa, y recoge las mantillas y las dobla._)


ESCENA II.

DOÑA IRENE, DOÑA FRANCISCA, RITA, DON DIEGO.

D.ª FRANCISCA.--Ya estamos acá.

D.ª IRENE.--¡Ay, qué escalera!

D. DIEGO.--Muy bien venidas, señoras.

D.ª IRENE.--¿Conque usted, á lo que parece, no ha salido?

(_Se sientan doña Irene y don Diego._)

D. DIEGO.--No, señora. Luégo más tarde daré una vueltecilla por
ahí... He leído un rato. Traté de dormir, pero en esta posada no se
duerme.

D.ª FRANCISCA.--Es verdad que no... ¡Y qué mosquitos! Mala peste en
ellos. Anoche no me dejaron parar... Pero mire usted, mire usted
(_Desata el pañuelo y manifiesta algunas cosas de las que indica el
diálogo_), cuántas cosillas traigo. Rosarios de nácar, cruces de
ciprés, la regla de San Benito, una pililla de cristal... mire usted
qué bonita, y dos corazones de talco... ¡Qué sé yo cuánto viene
aquí!... ¡Ay, y una campanilla de barro bendito para los truenos!...
¡Tantas cosas!

D.ª IRENE.--Chucherías que la han dado las madres. Locas estaban con
ella.

D.ª FRANCISCA.--¡Cómo me quieren todas! ¡y mi tía, mi pobre tía
lloraba tanto!... Es ya muy viejecita.

D.ª IRENE.--Ha sentido mucho no conocer á usted.

D.ª FRANCISCA.--Sí, es verdad. Decía, ¿por qué no ha venido aquel
señor?

D.ª IRENE.--El padre capellán y el rector de los Verdes nos han
venido acompañando hasta la puerta.

D.ª FRANCISCA.--Toma (_Vuelve á atar el pañuelo y se le da á Rita,
la cual se va con él y con las mantillas al cuarto de doña Irene_),
guárdamelo todo allí, en la excusabaraja. Mira, llévalo así de las
puntas... ¡Válgate Dios! ¿Eh? ¡Ya se ha roto la santa Gertrudis de
alcorza!

RITA.--No importa; yo me la comeré.


ESCENA III.

DOÑA IRENE, DOÑA FRANCISCA, DON DIEGO.

D.ª FRANCISCA.--¿Nos vamos adentro, mamá, ó nos quedamos aquí?

D.ª IRENE.--Ahora, niña, que quiero descansar un rato.

D. DIEGO.--Hoy se ha dejado sentir el calor en forma.

D.ª IRENE.--¡Y qué fresco tienen aquel locutorio! Está hecho un
cielo... (_Siéntase doña Francisca junto á doña Irene_). Mi hermana
es la que sigue siempre bastante delicadita. Ha padecido mucho este
invierno... Pero vaya, no sabía qué hacerse con su sobrina la buena
señora. Está muy contenta de nuestra elección.

D. DIEGO.--Yo celebro que sea tan á gusto de aquellas personas á
quienes debe usted particulares obligaciones.

D.ª IRENE.--Sí, Trinidad está muy contenta; y en cuanto á
Circuncisión, ya lo ha visto usted. La ha costado mucho despegarse
de ella; pero ha conocido que siendo para su bienestar, es necesario
pasar por todo... Ya se acuerda usted de lo expresiva que estuvo,
y...

D. DIEGO.--Es verdad. Sólo falta que la parte interesada tenga la
misma satisfacción que manifiestan cuantos la quieren bien.

D.ª IRENE.--Es hija obediente, y no se apartará jamás de lo que
determine su madre.

D. DIEGO.--Todo eso es cierto, pero...

D.ª IRENE.--Es de buena sangre, y ha de pensar bien, y ha de proceder
con el honor que la corresponde.

D. DIEGO.--Sí, ya estoy; ¿pero no pudiera sin faltar á su honor ni á
su sangre?...

D.ª FRANCISCA.--¿Me voy, mamá? (_Se levanta y vuelve á sentarse._)

D.ª IRENE.--No pudiera, no, señor. Una niña bien educada, hija de
buenos padres, no puede menos de conducirse en todas ocasiones como
es conveniente y debido. Un vivo retrato es la chica, ahí donde usted
la ve, de su abuela que Dios perdone, doña Jerónima de Peralta... En
casa tengo el cuadro, que le habrá usted visto. Y le hicieron, según
me contaba su merced, para enviárselo á su tío carnal el padre fray
Serapión de San Juan Crisóstomo, electo obispo de Mechoacán.

D. DIEGO.--Ya.

D.ª IRENE.--Y murió en el mar el buen religioso, que fué un quebranto
para toda la familia... Hoy es, y todavía estamos sintiendo su
muerte; particularmente mi primo don Cucufate, regidor perpetuo de
Zamora, no puede oir hablar de su ilustrísima sin deshacerse en
lágrimas.

D.ª FRANCISCA.--Válgate Dios, qué moscas tan...

D.ª IRENE.--Pues murió en olor de santidad.

D. DIEGO.--Eso bueno es.

D.ª IRENE.--Sí, señor; pero como la familia ha venido tan á menos...
¿Qué quiere usted? Donde no hay facultades... Bien que por lo que
puede tronar, ya se le está escribiendo la vida; y ¿quién sabe que el
día de mañana no se imprima con el favor de Dios?

D. DIEGO.--Sí, pues ya se ve. Todo se imprime.

D.ª IRENE.--Lo cierto es que el autor, que es sobrino de mi hermano
político el canónigo de Castrojeriz, no la deja de la mano; y á la
hora de esta lleva ya escritos nueve tomos en folio, que comprenden
los nueve años primeros de la vida del santo obispo.

D. DIEGO.--¿Conque para cada año un tomo?

D.ª IRENE.--Sí, señor, ese plan se ha propuesto.

D. DIEGO.--¿Y de qué edad murió el venerable?

D.ª IRENE.--De ochenta y dos años, tres meses y catorce días.

D.ª FRANCISCA.--¿Me voy, mamá?

D.ª IRENE.--Anda, vete. ¡Válgate Dios, qué prisa tienes!

D.ª FRANCISCA.--¿Quiere usted (_Se levanta, y después de hacer una
graciosa cortesía á don Diego, da un beso á doña Irene, y se va al
cuarto de ésta_) que le haga una cortesía á la francesa, señor don
Diego?

D. DIEGO.--Sí, hija mía. Á ver.

D.ª FRANCISCA.--Mire usted, así.

D. DIEGO.--¡Graciosa niña! Viva la Paquita, viva.

D.ª FRANCISCA.--Para usted una cortesía, y para mi mamá un beso.


ESCENA IV.

DOÑA IRENE, DON DIEGO.

D.ª IRENE.--Es muy gitana y muy mona, mucho.

D. DIEGO.--Tiene un donaire natural que arrebata.

D.ª IRENE.--¿Qué quiere usted? Criada sin artificio ni embelecos de
mundo, contenta de verse otra vez al lado de su madre, y mucho más de
considerar tan inmediata su colocación, no es maravilla que cuanto
hace y dice sea una gracia, y máxime á los ojos de usted, que tanto
se ha empeñado en favorecerla.

D. DIEGO.--Quisiera sólo que se explicase libremente acerca de
nuestra proyectada unión, y...

D.ª IRENE.--Oiría usted lo mismo que le he dicho ya.

D. DIEGO.--Sí, no lo dudo; pero el saber que la merezco alguna
inclinación, oyéndoselo decir con aquella boquilla tan graciosa que
tiene, sería para mí una satisfacción imponderable.

D.ª IRENE.--No tenga usted sobre ese particular la más leve
desconfianza; pero hágase usted cargo de que á una niña no la es
lícito decir con ingenuidad lo que siente. Mal parecería, señor don
Diego, que una doncella de vergüenza y criada como Dios manda, se
atreviese á decirle á un hombre: yo le quiero á usted.

D. DIEGO.--Bien, si fuese un hombre á quien hallara por casualidad
en la calle y le espetara ese favor de buenas á primeras, cierto que
la doncella haría muy mal; pero á un hombre con quien ha de casarse
dentro de pocos días, ya pudiera decirle alguna cosa que... Además,
que hay ciertos modos de explicarse...

D.ª IRENE.--Conmigo usa de más franqueza. Á cada instante hablamos
de usted, y en todo manifiesta el particular cariño que á usted le
tiene... ¿Con qué juicio hablaba ayer noche después que usted se fué
á recoger? No sé lo que hubiera dado por que hubiese podido oirla.

D. DIEGO.--¿Y qué? ¿Hablaba de mí?

D.ª IRENE.--Y qué bien piensa acerca de lo preferible que es para una
criatura de sus años un marido de cierta edad, experimentado, maduro
y de conducta...

D. DIEGO.--¡Calle! ¿Eso decía?

D.ª IRENE.--No, esto se lo decía yo, y me escuchaba con una atención
como si fuera una mujer de cuarenta años, lo mismo... ¡Buenas cosas
la dije! Y ella, que tiene mucha penetración, aunque me esté mal
el decirlo... ¿Pues no da lástima, señor, el ver cómo se hacen los
matrimonios hoy en el día? Casan á una muchacha de quince años con
un arrapiezo de diez y ocho, á una de diez y siete con otro de
veintidós: ella niña sin juicio ni experiencia, y él niño también
sin asomo de cordura ni conocimiento de lo que es mundo. Pues, señor
(que es lo que yo digo), ¿quién ha de gobernar la casa?, ¿quién ha
de mandar á los criados?, ¿quién ha de enseñar y corregir á los
hijos? Porque sucede también que estos atolondrados de chicos suelen
plagarse de criaturas en un instante, que da compasión.

D. DIEGO.--Cierto que es un dolor el ver rodeados de hijos á muchos
que carecen del talento, de la experiencia y de la virtud que son
necesarias para dirigir su educación.

D.ª IRENE.--Lo que sé decirle á usted es que aún no había cumplido
los diez y nueve cuando me casé de primeras nupcias con mi difunto
don Epifanio, que esté en el cielo. Y era un hombre que, mejorando lo
presente, no es posible hallarle de más respeto, más caballeroso... y
al mismo tiempo más divertido y decidor. Pues, para servir á usted,
ya tenía los cincuenta y seis, muy largos de talle, cuando se casó
conmigo.

D. DIEGO.--Buena edad... No era un niño, pero...

D.ª IRENE.--Pues á eso voy... Ni á mí podía convenirme en aquel
entonces un boquirubio con los cascos á la jineta... No, señor... Y
no es decir tampoco que estuviese achacoso ni quebrantado de salud,
nada de eso. Sanito estaba, gracias á Dios, como una manzana; ni
en su vida conoció otro mal, sino una especie de alferecía que le
amagaba de cuando en cuando. Pero luégo que nos casamos dió en darle
tan á menudo y tan de recio, que á los siete meses me hallé viuda y
encinta de una criatura que nació después, y al cabo y al fin se me
murió de alfombrilla.

D. DIEGO.--¡Oiga!... Mire usted si dejó sucesión el bueno de don
Epifanio.

D.ª IRENE.--Sí, señor, ¿pues por qué no?

D. DIEGO.--Lo digo porque luégo saltan con... Bien que si uno hubiera
de hacer caso... ¿Y fué niño, ó niña?

D.ª IRENE.--Un niño muy hermoso. Como una plata era el angelito.

D. DIEGO.--Cierto que es consuelo tener, así, una criatura, y...

D.ª IRENE.--¡Ay, señor! Dan malos ratos, pero ¿qué importa? Es mucho
gusto, mucho.

D. DIEGO.--Yo lo creo.

D.ª IRENE.--Sí, señor.

D. DIEGO.--Ya se ve que será una delicia, y...

D.ª IRENE.--¡Pues no ha de ser!

D. DIEGO.--Un embeleso el verlos juguetear y reir, y acariciarlos, y
merecer sus fiestecillas inocentes.

D.ª IRENE.--¡Hijos de mi vida! Veintidós he tenido en los tres
matrimonios que llevo hasta ahora, de los cuales sólo esta niña me ha
venido á quedar; pero le aseguro á usted que...


ESCENA V.

SIMÓN, DOÑA IRENE, DON DIEGO.

SIMÓN (_Sale por la puerta del foro_).--Señor, el mayoral está
esperando.

D. DIEGO.--Dile que voy allá... ¡Ah! Tráeme primero el sombrero y el
bastón, quisiera dar una vuelta por el campo. (_Entra Simón al cuarto
de don Diego, saca un sombrero y un bastón, se los da á su amo, y
al fin de la escena se va con él por la puerta del foro._) ¿Conque,
supongo que mañana tempranito saldremos?

D.ª IRENE.--No hay dificultad. Á la hora que á usted le parezca.

D. DIEGO.--Á eso de las seis. ¿Eh?

D.ª IRENE.--Muy bien.

D. DIEGO.--El sol nos da de espaldas... Le diré que venga una media
hora antes.

D.ª IRENE.--Sí, que hay mil chismes que acomodar.


ESCENA VI.

DOÑA IRENE, RITA.

D.ª IRENE.--¡Válgame Dios! ahora que me acuerdo... ¡Rita!... Me le
habrán dejado morir. ¡Rita!

RITA.--Señora.

  (_Sacará Rita unas sábanas y almohadas debajo del brazo._)

D.ª IRENE.--¿Qué has hecho del tordo? ¿Le diste de comer?

RITA.--Sí, señora. Más ha comido que un avestruz. Ahí le puse en la
ventana del pasillo.

D.ª IRENE.--¿Hiciste las camas?

RITA.--La de usted ya está. Voy á hacer esotras antes que anochezca,
porque si no, como no hay más alumbrado que el del candil y no tiene
garabato, me veo perdida.

D.ª IRENE.--Y aquella chica ¿qué hace?

RITA.--Está desmenuzando un bizcocho, para dar de cenar á don
Periquito.

D.ª IRENE.--¡Qué pereza tengo de escribir! (_Se levanta y se entra en
su cuarto._) Pero es preciso, que estará con mucho cuidado la pobre
Circuncisión.

RITA.--¡Qué chapucerías! No há dos horas, como quien dice, que
salimos de allá, y ya empiezan á ir y venir correos. ¡Qué poco me
gustan á mí las mujeres gazmoñas y zalameras!

(_Éntrase en el cuarto de doña Francisca._)


ESCENA VII.

CALAMOCHA.

(_Sale por la puerta del foro con unas maletas, látigo y botas; lo
deja todo sobre la mesa y se sienta._)

CALAMOCHA.--¿Conque ha de ser el número tres? Vaya en gracia... Ya,
ya conozco el tal número tres. Colección de bichos más abundante, no
la tiene el gabinete de historia natural. Miedo me da de entrar...
¡Ay! ¡ay!... ¡Y qué agujetas! Estas sí que son agujetas... Paciencia,
pobre Calamocha, paciencia... Y gracias á que los caballitos dijeron:
no podemos más, que si no, por esta vez no veía yo el número tres, ni
las plagas de Faraón que tiene dentro... En fin, como los animales
amanezcan vivos, no será poco... Reventados están... (_Canta Rita
desde adentro, Calamocha se levanta desperezándose._) ¡Oiga!...
¿Seguidillitas?... Y no canta mal... Vaya, aventura tenemos... ¡Ay,
qué desvencijado estoy!


ESCENA VIII.

RITA, CALAMOCHA.

RITA.--Mejor es cerrar, no sea que nos alivien de ropa, y...
(_Forcejeando para echar la llave._) Pues cierto que está bien
acondicionada la llave.

CALAMOCHA.--¿Gusta usted de que eche una mano, mi vida?

RITA.--Gracias, mi alma.

CALAMOCHA.--¡Calle!... ¡Rita!

RITA.--¡Calamocha!

CALAMOCHA.--¿Qué hallazgo es este?

RITA.--¿Y tu amo?

CALAMOCHA.--Los dos acabamos de llegar.

RITA.--¿De veras?

CALAMOCHA.--No, que es chanza. Apenas recibió la carta de doña
Paquita, yo no sé adónde fué, ni con quién habló, ni cómo lo
dispuso; sólo sé decirte que aquella tarde salimos de Zaragoza.
Hemos venido como dos centellas por ese camino. Llegamos esta mañana
á Guadalajara, y á las primeras diligencias nos hallamos conque
los pájaros volaron ya. Á caballo otra vez, y vuelta á correr y á
sudar y á dar chasquidos... En suma, molidos los rocines, y nosotros
á medio moler, hemos parado aquí con ánimo de salir mañana... Mi
teniente se ha ido al colegio mayor á ver á un amigo, mientras se
dispone algo que cenar... Esta es la historia.

RITA.--¿Conque le tenemos aquí?

CALAMOCHA.--Y enamorado más que nunca, celoso, amenazando vidas...
Aventurado á quitar el hipo á cuantos le disputen la posesión de su
Currita idolatrada.

RITA.--¿Qué dices?

CALAMOCHA.--Ni más ni menos.

RITA.--¡Qué gusto me das!... Ahora sí se conoce que la tiene amor.

CALAMOCHA.--¿Amor?... ¡Friolera! El moro Gazul fué para él un pelele,
Medoro un zascandil, y Gaiferos un chiquillo de la doctrina.

RITA.--¡Ay, cuando la señorita lo sepa!

CALAMOCHA.--Pero acabemos. ¿Cómo te hallo aquí? ¿Con quién estás?
¿Cuándo llegaste? que...

RITA.--Yo te lo diré. La madre de doña Paquita dió en escribir
cartas y más cartas, diciendo que tenía concertado su casamiento
en Madrid con un caballero rico, honrado, y bien quisto; en suma,
cabal y perfecto, que no había más que apetecer. Acosada la señorita
con tales propuestas, y angustiada incesantemente con los sermones
de aquella bendita monja, se vió en la necesidad de responder que
estaba pronta á todo lo que la mandasen... Pero no te puedo ponderar
cuánto lloró la pobrecita, qué afligida estuvo. Ni quería comer, ni
podía dormir... Y al mismo tiempo era preciso disimular, para que
su tía no sospechara la verdad del caso. Ello es que cuando, pasado
el primer susto, hubo lugar de discurrir escapatorias y arbitrios
no hallamos otro que el de avisar á tu amo; esperando que si era su
cariño tan verdadero y de buena ley como nos había ponderado, no
consentiría que su pobre Paquita pasara á manos de un desconocido, y
se perdiesen para siempre tantas caricias, tantas lágrimas y tantos
suspiros estrellados en las tapias del corral. Apenas partió la carta
á su destino, cata el coche de colleras y el mayoral Gasparet con sus
medias azules, y la madre y el novio que vienen por ella; recogimos á
toda prisa nuestros meriñaques, se atan los cofres, nos despedimos de
aquellas buenas mujeres, y en dos latigazos llegamos antes de ayer á
Alcalá. La detención ha sido para que la señorita visite á otra tía
monja que tiene aquí tan arrugada y tan sorda como la que dejamos
allá. Ya la ha visto, ya la han besado bastante una por una todas las
religiosas, y creo que mañana temprano saldremos. Por esta casualidad
nos...

CALAMOCHA.--Sí. No digas más... Pero... ¿Conque el novio está en la
posada?

RITA.--Ese es su cuarto (_Señalando el cuarto de don Diego, el de
doña Irene y el de doña Francisca_), este el de la madre, y aquel el
nuestro.

CALAMOCHA.--¿Cómo nuestro? ¿Tuyo y mío?

RITA.--No por cierto. Aquí dormiremos esta noche la señorita y yo;
porque ayer metidas las tres en ese de enfrente, ni cabíamos de pié,
ni pudimos dormir un instante, ni respirar siquiera.

CALAMOCHA.--Bien... Adios. (_Recoge los trastos que puso sobre la
mesa, en ademán de irse._)

RITA.--¿Y adónde?

CALAMOCHA.--Yo me entiendo... Pero el novio ¿trae consigo criados,
amigos ó deudos que le quiten la primera zambullida que le amenaza?

RITA.--Un criado viene con él.

CALAMOCHA.--¡Poca cosa!... Mira, dile en caridad que se disponga,
porque está de peligro. Adios.

RITA.--¿Y volverás presto?

CALAMOCHA.--Se supone. Estas cosas piden diligencia, y aunque apenas
puedo moverme, es necesario que mi teniente deje la visita y venga
á cuidar de su hacienda; disponer el entierro de ese hombre, y...
¿Conque ese es nuestro cuarto, eh?

RITA.--Sí. De la señorita y mío.

CALAMOCHA.--¡Bribona!

RITA.--¡Botarate! Adios.

CALAMOCHA.--Adios, aborrecida.

(_Éntrase con los trastos al cuarto de don Carlos._)


ESCENA IX.

DOÑA FRANCISCA, RITA.

RITA.--¡Qué malo es!... Pero... ¡Válgame Dios, don Félix aquí!...
Sí, la quiere, bien se conoce... (_Sale Calamocha del cuarto de don
Carlos, y se va por la puerta del foro._) ¡Oh! por más que digan, los
hay muy finos; y entonces, ¿qué ha de hacer una?... Quererlos: no
tiene remedio, quererlos... Pero ¿qué dirá la señorita cuando le vea,
que está ciega por él? ¡Pobrecita! ¿Pues no sería una lástima que?...
Ella es.

D.ª FRANCISCA, _saliendo_.--¡Ay, Rita!

RITA.--¿Qué es eso? ¿Ha llorado usted?

D.ª FRANCISCA.--¿Pues no he de llorar? Si vieras mi madre... Empeñada
está en que he de querer mucho á ese hombre... Si ella supiera lo que
sabes tú, no me mandaría cosas imposibles... Y que es tan bueno, y
que es rico, y que me irá tan bien con él... Se ha enfadado tanto, y
me ha llamado picarona, inobediente... ¡Pobre de mí! Porque no miento
ni sé fingir, por eso me llaman picarona.

RITA.--Señorita, por Dios, no se aflija usted.

D.ª FRANCISCA.--Ya, como tú no lo has oído... Y dice que don Diego
se queja de que yo no le digo nada... Harto le digo, y bien he
procurado hasta ahora mostrarme contenta delante de él, que no lo
estoy por cierto, y reirme y hablar niñerías... Y todo por dar gusto
á mi madre, que si no... Pero bien sabe la Virgen que no me sale del
corazón.

(_Se va oscureciendo lentamente el teatro._)

RITA.--Vaya, vamos, que no hay motivos todavía para tanta angustia...
¿Quién sabe?... ¿No se acuerda usted ya de aquel día de asueto que
tuvimos el año pasado en la casa de campo del intendente?

D.ª FRANCISCA.--¡Ay! ¿cómo puedo olvidarlo?... Pero, ¿qué me vas á
contar?

RITA.--Quiero decir, que aquel caballero que vimos allí con aquella
cruz verde, tan galán, tan fino...

D.ª FRANCISCA.--¡Qué rodeos!... Don Félix. ¿Y qué?

RITA.--Que nos fué acompañando hasta la ciudad...

D.ª FRANCISCA.--Y bien... Y luégo volvió, y le ví, por mi desgracia,
muchas veces... mal aconsejada de ti.

RITA.--¿Por qué, señora?... ¿Á quién dimos escándalo? Hasta ahora
nadie lo ha sospechado en el convento. Él no entró jamás por las
puertas, y cuando de noche hablaba con usted, mediaba entre los dos
una distancia tan grande, que usted la maldijo no pocas veces... Pero
esto no es del caso. Lo que voy á decir es, que un amante como aquel
no es posible que se olvide tan presto de su querida Paquita... Mire
usted que todo cuanto hemos leído á hurtadillas en las novelas no
equivale á lo que hemos visto en él... ¿Se acuerda usted de aquellas
tres palmadas que se oían entre once y doce de la noche? ¿de aquella
sonora punteada con tanta delicadeza y expresión?

D.ª FRANCISCA.--¡Ay, Rita! Sí, de todo me acuerdo, y mientras viva
conservaré la memoria... Pero está ausente... y entretenido acaso con
nuevos amores.

RITA.--Eso no lo puedo yo creer.

D.ª FRANCISCA.--Es hombre al fin, y todos ellos...

RITA.--¡Qué bobería! Desengáñese usted, señorita. Con los hombres y
las mujeres sucede lo mismo que con los melones de Añover. Hay de
todo; la dificultad está en saber escogerlos. El que se lleve chasco
en la elección, quéjese de su mala suerte, pero no desacredite
la mercancía... Hay hombres muy embusteros, muy picarones; pero
no es creíble que lo sea el que ha dado pruebas tan repetidas de
perseverancia y amor. Tres meses duró el terrero y la conversación á
oscuras, y en todo aquel tiempo, bien sabe usted que no vimos en él
una acción descompuesta, ni oímos de su boca una palabra indecente ni
atrevida.

D.ª FRANCISCA.--Es verdad. Por eso le quise tanto, por eso le tengo
tan fijo aquí... aquí... (_Señalando el pecho_). ¿Qué habrá dicho al
ver la carta?... ¡Oh! Yo bien sé lo que habrá dicho... ¡Válgate Dios!
Es lástima... Cierto. ¡Pobre Paquita!... Y se acabó... No habrá dicho
más... nada más.

RITA.--No, señora, no ha dicho eso.

D.ª FRANCISCA.--¿Qué sabes tú?

RITA.--Bien lo sé. Apenas haya leído la carta se habrá puesto
en camino, y vendrá volando á consolar á su amiga... Pero...
(_Acercándose á la puerta del cuarto de doña Irene._)

D.ª FRANCISCA.--¿Adónde vas?

RITA.--Quiero ver si...

D.ª FRANCISCA.--Está escribiendo.

RITA.--Pues ya presto habrá de dejarlo, que empieza á anochecer...
Señorita, lo que la he dicho á usted es la verdad pura. Don Félix
está ya en Alcalá.

D.ª FRANCISCA.--¿Qué dices? No me engañes.

RITA.--Aquel es su cuarto... Calamocha acaba de hablar conmigo.

D.ª FRANCISCA.--¿De veras?

RITA.--Sí, señora... Y le ha ido á buscar para...

D.ª FRANCISCA.--¿Conque me quiere?... ¡Ay Rita! Mira tú si hicimos
bien de avisarle... Pero ¿ves qué fineza?... ¿Si vendrá bueno?
¡Correr tantas leguas sólo por verme... porque yo se lo mando!...
¡Qué agradecida le debo estar!... ¡Oh! yo le prometo que no se
quejará de mí. Para siempre agradecimiento y amor.

RITA.--Voy á traer luces. Procuraré detenerme por allá abajo
hasta que vuelvan... Veré lo que dice y qué piensa hacer, porque
hallándonos todos aquí, pudiera haber una de Satanás entre la
madre, la hija, el novio y el amante; y si no ensayamos bien esta
contradanza, nos hemos de perder en ella.

D.ª FRANCISCA.--Dices bien... Pero no; él tiene resolución y talento,
y sabrá determinar lo más conveniente... ¿Y cómo has de avisarme?...
Mira que así que llegue le quiero ver.

RITA.--No hay que dar cuidado. Yo le traeré por acá, y en dándome
aquella tosecilla seca... ¿me entiende usted?

D.ª FRANCISCA.--Sí, bien.

RITA.--Pues entonces no hay más que salir con cualquiera excusa. Yo
me quedaré con la señora mayor, la hablaré de todos sus maridos y de
sus concuñados, y del obispo que murió en el mar... Además, que si
está allí don Diego...

D.ª FRANCISCA.--Bien, anda; y así que llegue...

RITA.--Al instante.

D.ª FRANCISCA.--Que no se te olvide toser.

RITA.--No haya miedo.

D.ª FRANCISCA.--¡Si vieras qué consolada estoy!

RITA.--Sin que usted lo jure, lo creo.

D.ª FRANCISCA.--¿Te acuerdas, cuando me decía que era imposible
apartarme de su memoria, que no habría peligros que le detuvieran, ni
dificultades que no atropellara por mí?

RITA.--Sí, bien me acuerdo.

D.ª FRANCISCA.--¡Ah!... Pues mira cómo me dijo la verdad.

(_Doña Francisca se va al cuarto de doña Irene; Rita, por la puerta
del foro._)



ACTO II.


ESCENA PRIMERA.

DOÑA FRANCISCA.

(_Teatro oscuro._)

D.ª FRANCISCA.--Nadie parece aún... (_Acércase á la puerta del foro,
y vuelve._) ¡Qué impaciencia tengo!... Y dice mi madre que soy una
simple, que sólo pienso en jugar y reir, y que no sé lo que es
amor... Sí, diez y siete años y no cumplidos; pero ya sé lo que es
querer bien, y la inquietud y las lágrimas que cuesta.


ESCENA II.

DOÑA IRENE, DOÑA FRANCISCA.

D.ª IRENE.--Sola y á oscuras me habéis dejado allí.

D.ª FRANCISCA.--Como estaba usted acabando su carta, mamá, por no
estorbarla me he venido aquí, que está mucho más fresco.

D.ª IRENE.--Pero aquella muchacha, ¿qué hace, que no trae una luz?
Para cualquiera cosa se está un año... Y yo que tengo un genio como
una pólvora... (_Siéntase._) Sea todo por Dios... ¿Y don Diego no ha
venido?

D.ª FRANCISCA.--Me parece que no.

D.ª IRENE.--Pues cuenta, niña, con lo que te he dicho ya. Y mira que
no gusto de repetir una cosa dos veces. Este caballero está sentido,
y con muchísima razón...

D.ª FRANCISCA.--Bien; sí, señora, ya lo sé. No me riña usted más.

D.ª IRENE.--No es esto reñirte, hija mía; esto es aconsejarte. Porque
como tú no tienes conocimiento para considerar el bien que se nos ha
entrado por las puertas... Y lo atrasada que me coge, que yo no sé lo
que hubiera sido de tu pobre madre... Siempre cayendo y levantando...
Médicos, botica... Que se dejaba pedir aquel caribe de don Bruno
(Dios le haya coronado de gloria) los veinte y los treinta reales por
cada papelillo de píldoras de coloquíntida y asafétida... Mira que un
casamiento como el que vas á hacer, muy pocas le consiguen. Bien que
á las oraciones de tus tías, que son unas bienaventuradas, debemos
agradecer esta fortuna, y no á tus méritos ni á mi diligencia... ¿Qué
dices?

D.ª FRANCISCA.--Yo, nada, mamá.

D.ª IRENE.--Pues, nunca dices nada. ¡Válgame Dios, señor!... En
hablándote de esto no te ocurre nada que decir.


ESCENA III.

RITA (_Sale por la puerta del foro con luces y las pone encima de la
mesa._), DOÑA IRENE, DOÑA FRANCISCA.

D.ª IRENE.--Vaya, mujer, yo pensé que en toda la noche no venías.

RITA.--Señora, he tardado, porque han tenido que ir á comprar las
velas. ¡Como el tufo del velón la hace á usted tanto daño!...

D.ª IRENE.--Seguro que me hace muchísimo mal, con esta jaqueca que
padezco... Los parches de alcanfor al cabo tuve que quitármelos; ¡si
no me sirvieron de nada! Con las obleas me parece que me va mejor.
Mira, deja una luz ahí, y llévate la otra á mi cuarto, y corre la
cortina, no se me llene todo de mosquitos.

RITA.--Muy bien. (_Toma una luz, y hace que se va._)

D.ª FRANCISCA (_aparte, á Rita_).--¿No ha venido?

RITA.--Vendrá.

D.ª IRENE.--Oyes, aquella carta que está sobre la mesa dásela al mozo
de la posada, para que la lleve al instante al correo... (_Vase Rita
al cuarto de doña Irene._) Y tú, niña, ¿qué has de cenar? Porque será
menester recogernos presto para salir mañana de madrugada.

D.ª FRANCISCA.--Como las monjas me hicieron merendar...

D.ª IRENE.--Con todo eso... Siquiera unas sopas del puchero para el
abrigo del estómago... (_Sale Rita con una carta en la mano, y hasta
el fin de la escena hace que se va y vuelve, según lo indica el
diálogo._) Mira, has de calentar el caldo que apartamos al mediodía,
y haznos un par de tazas de sopas, y tráetelas luégo que estén.

RITA.--¿Y nada más?

D.ª IRENE.--No, nada más... ¡Ah! y házmelas bien caldositas.

RITA.--Sí, ya lo sé.

D.ª IRENE.--¡Rita!

RITA.--Otra. ¿Qué manda usted?

D.ª IRENE.--Encarga mucho al mozo que lleve la carta al instante...
Pero no, señor, mejor es... No quiero que la lleve él, que son unos
borrachones, que no se les puede... Has de decir á Simón que digo yo,
que me haga el gusto de echarla en el correo; ¿lo entiendes?

RITA.--Sí, señora.

D.ª IRENE.--¡Ah! mira.

RITA.--Otra.

D.ª IRENE.--Bien que ahora no corre prisa... Es menester que luégo me
saques de ahí al tordo y colgarle por aquí de modo que no se caiga y
se me lastime... (_Vase Rita por la puerta del foro._) ¡Qué noche tan
mala me dió!... ¡Pues no se estuvo el animal toda la noche de Dios
rezando el gloria patri y la oración del santo sudario!... Ello por
otra parte edificaba, cierto... pero cuando se trata de dormir...


ESCENA IV.

DOÑA IRENE, DOÑA FRANCISCA.

D.ª IRENE.--Pues mucho será que don Diego no haya tenido algún
encuentro por ahí, y eso le detenga. Cierto que es un señor muy
mirado, muy puntual... ¡Tan buen cristiano! ¡tan atento! ¡tan bien
hablado! ¡Y con qué garbo y generosidad se porta!... Ya se ve, un
sujeto de bienes y de posibles... ¡Y qué casa tiene! Como un ascua
de oro la tiene... Es mucho aquello. ¡Qué ropa blanca! ¡qué batería
de cocina, y qué despensa, llena de cuanto Dios crió!... Pero tú no
parece que atiendes á lo que estoy diciendo.

D.ª FRANCISCA.--Sí, señora, bien lo oigo; pero no la quería
interrumpir á usted.

D.ª IRENE.--Allí estarás, hija mía, como el pez en el agua: pajaritas
del aire que apetecieras las tendrías, porque como él te quiere
tanto, y es un caballero tan de bien y tan temeroso de Dios... Pero
mira, Francisquita, que me cansa de veras el que siempre que te hablo
de esto, hayas dado en la flor de no responderme palabra... ¡Pues no
es cosa particular, señor!

D.ª FRANCISCA.--Mamá, no se enfade usted.

D.ª IRENE.--¡No es buen empeño de!... ¿Y te parece á ti que no sé yo
muy bien de dónde viene todo eso?... ¿No ves que conozco las locuras
que se te han metido en esa cabeza de chorlito? ¡Perdóneme Dios!

D.ª FRANCISCA.--Pero... Pues ¿qué sabe usted?

D.ª IRENE.--¿Me quieres engañar á mí, eh? ¡Ay, hija! He vivido
mucho, y tengo yo mucha trastienda y mucha penetración para que tú me
engañes.

D.ª FRANCISCA (_aparte_).--¡Perdida soy!

D.ª IRENE.--Sin contar con su madre... como si tal madre no
tuviera... Yo te aseguro que aunque no hubiera sido con esta ocasión,
de todos modos era ya necesario sacarte del convento. Aunque hubiera
tenido que ir á pié y sola por ese camino, te hubiera sacado de
allí... ¡Mire usted qué juicio de niña este! Que porque ha vivido un
poco de tiempo entre monjas, ya se la puso en la cabeza el ser ella
monja también... Ni qué entiende ella de eso, ni qué... En todos los
estados se sirve á Dios, Frasquita; pero el complacer á su madre,
asistirla, acompañarla y ser el consuelo de sus trabajos, esa es la
primera obligación de una hija obediente... Y sépalo usted, si no lo
sabe.

D.ª FRANCISCA.--Es verdad, mamá... Pero yo nunca he pensado
abandonarla á usted.

D.ª IRENE.--Sí, que no sé yo...

D.ª FRANCISCA.--No, señora, créame usted. La Paquita nunca se
apartará de su madre, ni la dará disgustos.

D.ª IRENE.--Mira si es cierto lo que dices.

D.ª FRANCISCA.--Sí, señora, que yo no sé mentir.

D.ª IRENE.--Pues, hija, ya sabes lo que te he dicho. Ya ves lo que
pierdes, y la pesadumbre que me darás si no te portas en un todo como
corresponde... Cuidado con ello.

D.ª FRANCISCA (_aparte_).--¡Pobre de mí!


ESCENA V.

DON DIEGO (_sale por la puerta del foro, y deja sobre la mesa
sombrero y bastón_), DOÑA IRENE, DOÑA FRANCISCA.

D.ª IRENE.--Pues ¿cómo tan tarde?

D. DIEGO.--Apenas salí tropecé con el rector de Málaga, y el doctor
Padilla, y hasta que me han hartado bien de chocolate y bollos no me
han querido soltar... (_Siéntase junto á doña Irene._) Y á todo esto,
¿cómo va?

D.ª IRENE.--Muy bien.

D. DIEGO.--¿Y doña Paquita?

D.ª IRENE.--Doña Paquita siempre acordándose de sus monjas. Ya la
digo que es tiempo de mudar de bisiesto, y pensar sólo en dar gusto á
su madre y obedecerla.

D. DIEGO.--¡Qué diantre! ¿Conque tanto se acuerda de?...

D.ª IRENE.--¿Qué se admira usted? Son niñas... No saben lo que
quieren, ni lo que aborrecen... En una edad, así tan...

D. DIEGO.--No, poco á poco, eso no. Precisamente en esa edad son las
pasiones algo más enérgicas y decisivas que en la nuestra, y por
cuanto la razón se halla todavía imperfecta y débil, los ímpetus
del corazón son mucho más violentos... (_Asiendo de una mano á doña
Francisca, la hace sentar inmediata á él._) Pero de veras, doña
Paquita, ¿se volvería usted al convento de buena gana?... La verdad.

D.ª IRENE.--Pero si ella no...

D. DIEGO.--Déjela usted, señora, que ella responderá.

D.ª FRANCISCA.--Bien sabe usted lo que acabo de decirla... No permita
Dios que yo la dé que sentir.

D. DIEGO.--Pero eso lo dice usted tan afligida y...

D.ª IRENE.--Si es natural, señor. ¿No ve usted que?...

D. DIEGO.--Calle usted, por Dios, doña Irene, y no me diga usted á
mí lo que es natural. Lo que es natural es que la chica esté llena
de miedo, y no se atreva á decir una palabra que se oponga á lo que
su madre quiere que diga... Pero si esto hubiese, por vida mía, que
estábamos lucidos.

D.ª FRANCISCA.--No, señor, lo que dice su merced, eso digo yo; lo
mismo. Porque en todo lo que me manda la obedeceré.

D. DIEGO.--¡Mandar, hija mía!... En estas materias tan delicadas
los padres que tienen juicio no mandan. Insinúan, proponen,
aconsejan; eso sí, todo eso sí; ¡pero mandar!... ¿Y quién ha de
evitar después las resultas funestas de lo que mandaron?... Pues
¿cuántas veces vemos matrimonios infelices, uniones monstruosas,
verificadas solamente porque un padre tonto se metió á mandar lo que
no debiera?... ¿Cuántas veces una desdichada mujer halla anticipada
la muerte en el encierro de un claustro, porque su madre ó su tío se
empeñaron en regalar á Dios lo que Dios no quería? ¡Eh! No, señor,
eso no va bien... Mire usted, doña Paquita, yo no soy de aquellos
hombres que se disimulan los defectos. Yo sé que ni mi figura ni
mi edad son para enamorar perdidamente á nadie; pero tampoco he
creído imposible que una muchacha de juicio y bien criada llegase á
quererme con aquel amor tranquilo y constante que tanto se parece á
la amistad, y es el único que puede hacer los matrimonios felices.
Para conseguirlo, no he ido á buscar ninguna hija de familia de estas
que viven en una decente libertad... Decente; que yo no culpo lo que
no se opone al ejercicio de la virtud. Pero ¿cuál sería entre todas
ellas la que no estuviese ya prevenida en favor de otro amante más
apetecible que yo? ¡Y en Madrid, figúrese usted en un Madrid!...
Lleno de estas ideas me pareció que tal vez hallaría en usted todo
cuánto yo deseaba.

D.ª IRENE.--Y puede usted creer, señor don Diego, que...

D. DIEGO.--Voy á acabar, señora, déjeme usted acabar. Yo me hago
cargo, querida Paquita, de lo que habrán influido en una niña
tan bien inclinada como usted las santas costumbres que ha visto
practicar en aquel inocente asilo de la devoción y la virtud; pero
si á pesar de todo esto la imaginación acalorada, las circunstancias
imprevistas la hubiesen hecho elegir sujeto más digno, sepa usted
que yo no quiero nada con violencia. Yo soy ingenuo; mi corazón
y mi lengua no se contradicen jamás. Esto mismo la pido á usted,
Paquita, sinceridad. El cariño que á usted la tengo no la debe hacer
infeliz... Su madre de usted no es capaz de querer una injusticia, y
sabe muy bien que á nadie se le hace dichoso por fuerza. Si usted no
halla en mí prendas que la inclinen, si siente algún otro cuidadillo
en su corazón, créame usted, la menor disimulación en esto nos daría
á todos muchísimo que sentir.

D.ª IRENE.--¿Puedo hablar ya, señor?

D. DIEGO.--Ella, ella debe hablar, y sin apuntador y sin intérprete.

D.ª IRENE.--Cuando yo se lo mande.

D. DIEGO.--Pues ya puede usted mandárselo, porque á ella la toca
responder... Con ella he de casarme, con usted no.

D.ª IRENE.--Yo creo, señor don Diego, que ni con ella ni conmigo. ¿En
qué concepto nos tiene usted?... Bien dice su padrino, y bien claro
me lo escribió pocos días há, cuando le dí parte de este casamiento.
Que aunque no la ha vuelto á ver desde que la tuvo en la pila, la
quiere muchísimo; y á cuántos pasan por el Burgo de Osma les pregunta
cómo está, y continuamente nos envía memorias con el ordinario.

D. DIEGO.--Y bien, señora, ¿qué escribió el padrino?... Ó por mejor
decir, ¿qué tiene que ver nada de eso con lo que estamos hablando?

D.ª IRENE.--Sí, señor, que tiene que ver, sí, señor. Y aunque yo lo
diga, le aseguro á usted que ni un padre de Atocha hubiera puesto
una carta mejor que la que él me envió sobre el matrimonio de la
niña... Y no es ningún catedrático, ni bachiller, ni nada de eso,
sino un cualquiera, como quien dice, un hombre de capa y espada, con
un empleíllo infeliz en el ramo del viento, que apenas le da para
comer... Pero es muy ladino, y sabe de todo, y tiene una labia y
escribe que da gusto... Cuasi toda la carta venía en latín, no le
parezca á usted, y muy buenos consejos que me daba en ella... Que no
es posible sino que adivinase lo que nos está sucediendo.

D. DIEGO.--Pero, señora, si no sucede nada, ni hay cosa que á usted
la deba disgustar.

D.ª IRENE.--Pues ¿no quiere usted que me disguste oyéndole hablar de
mi hija en términos que?... ¡Ella otros amores ni otros cuidados!...
Pues si tal hubiera... ¡Válgame Dios!... la mataba á golpes, mire
usted... Respóndele, una vez que quiere que hables, y que yo no
chiste. Cuéntale los novios que dejaste en Madrid cuando tenías doce
años, y los que has adquirido en el convento al lado de aquella santa
mujer. Díselo para que se tranquilice, y...

D. DIEGO.--Yo, señora, estoy más tranquilo que usted.

D.ª IRENE.--Respóndele.

D.ª FRANCISCA.--Yo no sé qué decir. Si ustedes se enfadan.

D. DIEGO.--No, hija mía: esto es dar alguna expresión á lo que se
dice, pero ¡enfadarnos! no por cierto. Doña Irene sabe lo que yo la
estimo.

D.ª IRENE.--Sí, señor, que lo sé, y estoy sumamente agradecida á los
favores que usted nos hace... Por eso mismo...

D. DIEGO.--No se hable de agradecimiento: cuánto yo puedo hacer, todo
es poco... Quiero sólo que doña Paquita esté contenta.

D.ª IRENE.--¿Pues no ha de estarlo? Responde.

D.ª FRANCISCA.--Sí, señor, que lo estoy.

D. DIEGO.--Y que la mudanza de estado que se la previene no la cueste
el menor sentimiento.

D.ª IRENE.--No, señor, todo al contrario... Boda más á gusto de todos
no se pudiera imaginar.

D. DIEGO.--En esa inteligencia puedo asegurarla que no tendrá
motivos de arrepentirse después. En nuestra compañía vivirá querida
y adorada; y espero que á fuerza de beneficios he de merecer su
estimación y su amistad.

D.ª FRANCISCA.--Gracias, señor don Diego... ¡Á una huérfana, pobre,
desvalida como yo!...

D. DIEGO.--Pero de prendas tan estimables, que la hacen á usted digna
todavía de mayor fortuna.

D.ª IRENE.--Ven aquí, ven... Ven aquí, Paquita.

D.ª FRANCISCA.--¡Mamá!

(_Levántase doña Francisca, abraza á su madre, y se acarician
mutuamente._)

D.ª IRENE.--¿Ves lo que te quiero?

D.ª FRANCISCA.--Sí, señora.

D.ª IRENE.--¿Y cuánto procuro tu bien, que no tengo otro pío sino el
de verte colocada antes que yo falte?

D.ª FRANCISCA.--Bien lo conozco.

D.ª IRENE.--¡Hija de mi vida! ¿Has de ser buena?

D.ª FRANCISCA.--Sí, señora.

D.ª IRENE.--¡Ay, que no sabes tú lo que te quiere tu madre!

D.ª FRANCISCA.--Pues qué, ¿no la quiero yo á usted?

D. DIEGO.--Vamos, vamos de aquí (_Levántase don Diego, y después doña
Irene_). No venga alguno, y nos halle á los tres llorando como tres
chiquillos.

D.ª IRENE.--Sí, dice usted bien.

(_Vanse los dos al cuarto de doña Irene. Doña Francisca va detrás; y
Rita, que sale por la puerta del foro, la hace detener._)


ESCENA VI.

RITA, DOÑA FRANCISCA.

RITA.--Señorita... ¡Eh! chit... señorita...

D.ª FRANCISCA.--¿Qué quieres?

RITA.--Ya ha venido.

D.ª FRANCISCA.--¿Cómo?

RITA.--Ahora mismo acaba de llegar. Le he dado un abrazo con licencia
de usted, y ya sube por la escalera.

D.ª FRANCISCA.--¡Ay, Dios!... ¿Y qué debo hacer?

RITA.--¡Donosa pregunta!... Vaya, lo que importa es no gastar el
tiempo en melindres de amor... Al asunto... y juicio. Y mire usted
que en el paraje en que estamos, la conversación no puede ser muy
larga... Ahí está.

D.ª FRANCISCA.--Sí... Él es.

RITA.--Voy á cuidar de aquella gente... Valor, señorita, y
resolución. (_Se va al cuarto de doña Irene._)

D.ª FRANCISCA.--No, no, que yo también... Pero no lo merece.


ESCENA VII.

DON CARLOS (_sale por la puerta del foro_), DOÑA FRANCISCA.

D. CARLOS.--¡Paquita!... ¡vida mía!... Ya estoy aquí. ¿Cómo va,
hermosa, cómo va?

D.ª FRANCISCA.--Bien venido.

D. CARLOS.--¿Cómo tan triste?... ¿No merece mi llegada más alegría?

D.ª FRANCISCA.--Es verdad; pero acaban de sucederme cosas que me
tienen fuera de mí... Sabe usted... Sí, bien lo sabe usted... Después
de escrita aquella carta, fueron por mí... Mañana á Madrid... Ahí
está mi madre.

D. CARLOS.--¿En dónde?

D.ª FRANCISCA.--Ahí, en ese cuarto. (_Señalando al cuarto de doña
Irene._)

D. CARLOS.--¡Sola!

D.ª FRANCISCA.--No, señor.

D. CARLOS.--Estará en compañía del prometido esposo. (_Se acerca al
cuarto de doña Irene, se detiene y vuelve._) Mejor... Pero ¿no hay
nadie más con ella?

D.ª FRANCISCA.--Nadie más, solos están... ¿Qué piensa usted hacer?

D. CARLOS.--Si me dejase llevar de mi pasión y de lo que esos ojos me
inspiran, una temeridad... Pero tiempo hay... Él también será hombre
de honor, y no es justo insultarle porque quiere bien á una mujer
tan digna de ser querida... Yo no conozco á su madre de usted ni...
vamos, ahora nada se puede hacer... Su decoro de usted merece la
primera atención.

D.ª FRANCISCA.--Es mucho el empeño que tiene en que me case con él.

D. CARLOS.--No importa.

D.ª FRANCISCA.--Quiere que esta boda se celebre así que lleguemos á
Madrid.

D. CARLOS.--¿Cuál?... No. Eso no.

D.ª FRANCISCA.--Los dos están de acuerdo, y dicen...

D. CARLOS.--Bien... Dirán... Pero no puede ser.

D.ª FRANCISCA.--Mi madre no me habla continuamente de otra materia.
Me amenaza, me ha llenado de temor... Él insta por su parte, me
ofrece tantas cosas, me...

D. CARLOS.--Y usted ¿qué esperanza le da?... ¿Ha prometido quererle
mucho?

D.ª FRANCISCA.--¡Ingrato!... ¿Pues no sabe usted que?... ¡Ingrato!

D. CARLOS.--Sí, no lo ignoro, Paquita... Yo he sido el primer amor.

D.ª FRANCISCA.--Y el último.

D. CARLOS.--Y antes perderé la vida, que renunciar al lugar que tengo
en ese corazón... Todo él es mío... ¿Digo bien? (_Asiéndola de las
manos._)

D.ª FRANCISCA.--¿Pues de quién ha de ser?

D. CARLOS.--¡Hermosa! ¡Qué dulce esperanza me anima!... Una sola
palabra de esa boca me asegura... Para todo me da valor... En fin, ya
estoy aquí. ¿Usted me llama para que la defienda, la libre, la cumpla
una obligación mil y mil veces prometida? Pues á eso mismo vengo
yo... Si ustedes se van á Madrid mañana, yo voy también. Su madre de
usted sabrá quien soy... Allí puedo contar con el favor de un anciano
respetable y virtuoso, á quien más que tío debo llamar amigo y padre.
No tiene otro deudo más inmediato ni más querido que yo; es hombre
muy rico, y si los dones de la fortuna tuviesen para usted algún
atractivo, esta circunstancia añadiría felicidades á nuestra unión.

D.ª FRANCISCA.--¿Y qué vale para mí toda la riqueza del mundo?

D. CARLOS.--Ya lo sé. La ambición no puede agitar á un alma tan
inocente.

D.ª FRANCISCA.--Querer y ser querida... Ni apetezco más, ni conozco
mayor fortuna.

D. CARLOS.--Ni hay otra... Pero usted debe serenarse, y esperar que
la suerte mude nuestra aflicción presente en durables dichas.

D.ª FRANCISCA.--¿Y qué se ha de hacer para que á mi pobre madre no la
cueste una pesadumbre?... ¡Me quiere tanto!... Si acabo de decirla
que no la disgustaré, ni me apartaré de su lado jamás; que siempre
seré obediente y buena... ¡Y me abrazaba con tanta ternura! Quedó tan
consolada con lo poco que acerté á decirla... Yo no sé, no sé qué
camino ha de hallar usted para salir de estos ahogos.

D. CARLOS.--Yo le buscaré... ¿No tiene usted confianza en mí?

D.ª FRANCISCA.--¿Pues no he de tenerla? ¿Piensa usted que estuviera
yo viva, si esa esperanza no me animase? Sola y desconocida de todo
el mundo, ¿qué había yo de hacer? Si usted no hubiese venido, mis
melancolías me hubieran muerto, sin tener á quien volver los ojos,
ni poder comunicar á nadie la causa de ellas... Pero usted ha sabido
proceder como caballero y amante, y acaba de darme con su venida la
prueba mayor de lo mucho que me quiere. (_Se enternece y llora._)

D. CARLOS.--¡Qué llanto!... ¡Cómo persuade!... Sí, Paquita, yo solo
basto para defenderla á usted de cuántos quieran oprimirla. Á un
amante favorecido ¿quién puede oponérsele? Nada hay que temer.

D.ª FRANCISCA.--¿Es posible?

D. CARLOS.--Nada... Amor ha unido nuestras almas en estrechos nudos,
y sólo la muerte bastará á dividirlas.


ESCENA VIII.

RITA, DON CARLOS, DOÑA FRANCISCA.

RITA.--Señorita, adentro. La mamá pregunta por usted. Voy á traer
la cena, y se van á recoger al instante... Y usted, señor galán, ya
puede también disponer de su persona.

D. CARLOS.--Sí, que no conviene anticipar sospechas... Nada tengo que
añadir.

D.ª FRANCISCA.--Ni yo.

D. CARLOS.--Hasta mañana. Con la luz del día veremos á este dichoso
competidor.

RITA.--Un caballero muy honrado, muy rico, muy prudente; con su chupa
larga, su camisola limpia, y sus sesenta años debajo del peluquín.

(_Se va por la puerta del foro._)

D.ª FRANCISCA.--Hasta mañana.

D. CARLOS.--Adios, Paquita.

D.ª FRANCISCA.--Acuéstese usted, y descanse.

D. CARLOS.--¿Descansar con celos?

D.ª FRANCISCA.--¿De quién?

D. CARLOS.--Buenas noches... Duerma usted bien, Paquita.

D.ª FRANCISCA.--¿Dormir con amor?

D. CARLOS.--Adios, vida mía.

D.ª FRANCISCA.--Adios.

(_Éntrase al cuarto de doña Irene._)


ESCENA IX.

DON CARLOS (_paseándose con inquietud_), CALAMOCHA, RITA.

D. CARLOS.--¡Quitármela! No... Sea quien fuere, no me la quitará. Ni
su madre ha de ser tan imprudente que se obstine en verificar este
matrimonio repugnándolo su hija... mediando yo... ¡Sesenta años!...
Precisamente será muy rico... ¡El dinero! Maldito él sea, que tantos
desórdenes origina.

CALAMOCHA (_saliendo por la puerta del foro_).--Pues, señor, tenemos
un medio cabrito asado, y... á lo menos parece cabrito. Tenemos una
magnífica ensalada de berros, sin anapelos ni otra materia extraña,
bien lavada, escurrida y condimentada por estas manos pecadoras, que
no hay más que pedir. Pan de Meco, vino de la tercia... Conque si
hemos de cenar y dormir, me parece que sería bueno...

D. CARLOS.--Vamos... ¿Y adónde ha de ser?

CALAMOCHA.--Abajo... Allí he mandado disponer una angosta y fementida
mesa, que parece un banco de herrador.

RITA (_saliendo por la puerta del foro con unos platos, taza,
cucharas y servilleta_).--¿Quién quiere sopas?

D. CARLOS.--Buen provecho.

CALAMOCHA.--Si hay alguna real moza que guste de cenar cabrito,
levante el dedo.

RITA.--La real moza se ha comido ya media cazuela de
albondiguillas... Pero lo agradece, señor militar.

(_Éntrase en el cuarto de doña Irene._)

CALAMOCHA.--Agradecida te quiero yo, niña de mis ojos.

D. CARLOS.--Conque, ¿vamos?

CALAMOCHA.--¡Ay, ay, ay!... (_Calamocha se encamina á la puerta del
foro, y vuelve; se acerca á don Carlos, y hablan con reserva hasta el
fin de la escena, en que Calamocha se adelanta á saludar á Simón._)
¡Eh! chit, digo...

D. CARLOS.--¿Qué?

CALAMOCHA.--¿No ve usted lo que viene por allí?

D. CARLOS.--¿Es Simón?

CALAMOCHA.--El mismo... Pero ¿quién diablos le?...

D. CARLOS.--¿Y qué haremos?

CALAMOCHA.--¿Qué sé yo?... Sonsacarle, mentir y... ¿Me da usted
licencia para que?...

D. CARLOS.--Sí, miente lo que quieras... ¿Á qué habrá venido este
hombre?


ESCENA X.

SIMÓN (_Sale por la puerta del foro._), CALAMOCHA, D. CARLOS.

CALAMOCHA.--Simón, ¿tú por aquí?

SIMÓN.--Adios, Calamocha. ¿Cómo va?

CALAMOCHA.--Lindamente.

SIMÓN.--¡Cuánto me alegro de!...

D. CARLOS.--¡Hombre, tú en Alcalá! ¿Pues qué novedad es esta?

SIMÓN.--¡Oh, que estaba usted ahí, señorito! ¡Voto á sanes!

D. CARLOS.--¿Y mi tío?

SIMÓN.--Tan bueno.

CALAMOCHA.--¿Pero se ha quedado en Madrid, ó?...

SIMÓN.--¿Quién me había de decir á mí?... ¡Cosa como ella! Tan ageno
estaba ya ahora de... Y usted de cada vez más guapo... ¿Conque usted
irá á ver al tío, eh?

CALAMOCHA.--Tú habrás venido con algún encargo del amo.

SIMÓN.--¡Y qué calor traje, y qué polvo por ese camino! ¡Ya, ya!

CALAMOCHA.--¿Alguna cobranza tal vez, eh?

D. CARLOS.--Puede ser. Como tiene mi tío ese poco de hacienda en
Ajalvir... ¿No has venido á eso?

SIMÓN.--¡Y qué buena maula le ha salido el tal administrador!
Labriego más marrullero y más bellaco no le hay en toda la campiña...
¿Conque usted viene ahora de Zaragoza?

D. CARLOS.--Pues... Figúrate tú.

SIMÓN.--¿Ó va usted allá?

D. CARLOS.--¿Adónde?

SIMÓN.--Á Zaragoza. ¿No está allí el regimiento?

CALAMOCHA.--Pero, hombre, si salimos el verano pasado de Madrid, ¿no
habíamos de haber andado más de cuatro leguas?

SIMÓN.--¿Qué sé yo? Algunos van por la posta, y tardan más de cuatro
meses en llegar... Debe de ser un camino muy malo.

CALAMOCHA (_aparte separándose de Simón._)--¡Maldito seas tú, y tu
camino, y la bribona que te dió papilla!

D. CARLOS.--Pero aún no me has dicho si mi tío está en Madrid ó en
Alcalá, ni á qué has venido, ni...

SIMÓN.--Bien, á eso voy... Sí, señor, voy á decir á usted...
Conque... Pues el amo me dijo...


ESCENA XI.

DON DIEGO, DON CARLOS, SIMÓN, CALAMOCHA.

D. DIEGO (_desde adentro._)--No, no es menester: si hay luz aquí.
Buenas noches, Rita.

(_Don Carlos se turba, y se aparta á un extremo del teatro._)

D. CARLOS.--¡Mi tío!

D. DIEGO.--¡Simón!

(_Sale don Diego del cuarto de doña Irene encaminándose al suyo;
repara en don Carlos, y se acerca á él. Simón le alumbra, y vuelve á
dejar la luz sobre la mesa._)

SIMÓN.--Aquí estoy, señor.

D. CARLOS.--¡Todo se ha perdido!

D. DIEGO.--Vamos... Pero... ¿quién es?

SIMÓN.--Un amigo de usted, señor.

D. CARLOS.--Yo estoy muerto.

D. DIEGO.--¿Cómo un amigo?... ¿Qué? Acerca esa luz.

D. CARLOS.--¡Tío!

(_En ademán de besarle la mano á don Diego, que le aparta de sí con
enojo._)

D. DIEGO.--Quítate de ahí.

D. CARLOS.--¡Señor!

D. DIEGO.--Quítate. No sé cómo no le... ¿Qué haces aquí?

D. CARLOS.--Si usted se altera y...

D. DIEGO.--¿Qué haces aquí?

D. CARLOS.--Mi desgracia me ha traído.

D. DIEGO.--¡Siempre dándome que sentir, siempre! Pero...
(_Acercándose á don Carlos._) ¿Qué dices? ¿De veras ha ocurrido
alguna desgracia? Vamos... ¿Qué te sucede?... ¿Por qué estás aquí?

CALAMOCHA.--Porque le tiene á usted ley, y le quiere bien, y...

D. DIEGO.--Á ti no te pregunto nada... ¿Por qué has venido de
Zaragoza sin que yo lo sepa?... ¿Por qué te asusta el verme?... Algo
has hecho: sí, alguna locura has hecho que le habrá de costar la vida
á tu pobre tío.

D. CARLOS.--No, señor, que nunca olvidaré las máximas de honor y
prudencia que usted me ha inspirado tantas veces.

D. DIEGO.--Pues, ¿á qué viniste? ¿Es desafío? ¿Son deudas? ¿Es algún
disgusto con tus jefes? Sácame de esta inquietud, Carlos... Hijo mío,
sácame de este afán.

CALAMOCHA.--Si todo ello no es más que...

D. DIEGO.--Ya he dicho que calles... Ven acá. (_Asiendo de una mano á
don Carlos, se aparta con él á un extremo del teatro, y le habla en
voz baja._) Dime qué ha sido.

D. CARLOS.--Una ligereza, una falta de sumisión á usted. Venir á
Madrid sin pedirle licencia primero... Bien arrepentido estoy,
considerando la pesadumbre que le he dado al verme.

D. DIEGO.--¿Y qué otra cosa hay?

D. CARLOS.--Nada más, señor.

D. DIEGO.--Pues ¿qué desgracia era aquella de que me hablaste?

D. CARLOS.--Ninguna. La de hallarle á usted en este paraje... y
haberle disgustado tanto, cuando yo esperaba sorprenderle en Madrid,
estar en su compañía algunas semanas, y volverme contento de haberle
visto.

D. DIEGO.--¿No hay más?

D. CARLOS.--No, señor.

D. DIEGO.--Míralo bien.

D. CARLOS.--No, señor... Á eso venía. No hay nada más.

D. DIEGO.--Pero no me digas tú á mí... Si es imposible que estas
escapadas se... No, señor... ¿Ni quién ha de permitir que un oficial
se vaya cuando se le antoje, y abandone de ese modo sus banderas?...
Pues si tales ejemplos se repitieran mucho, adios, disciplina
militar... Vamos... eso no puede ser.

D. CARLOS.--Considere usted, tío, que estamos en tiempo de paz; que
en Zaragoza no es necesario un servicio tan exacto como en otras
plazas, en que no se permite descanso á la guarnición... Y en fin,
puede usted creer que este viaje supone la aprobación y la licencia
de mis superiores; que yo también miro por mi estimación, y que
cuando me he venido, estoy seguro de que no hago falta.

D. DIEGO.--Un oficial siempre hace falta á sus soldados. El rey le
tiene allí para que los instruya, los proteja y les dé ejemplo de
subordinación, de valor, de virtud.

D. CARLOS.--Bien está; pero ya he dicho los motivos...

D. DIEGO.--Todos estos motivos no valen nada... ¡Porque le dió la
gana de ver al tío!... Lo que quiere su tío de usted no es verle
cada ocho días, sino saber que es hombre de juicio, y que cumple con
sus obligaciones. Eso es lo que quiere... Pero (_Alza la voz, y se
pasea inquieto._) yo tomaré mis medidas para que estas locuras no
se repitan otra vez... Lo que usted ha de hacer ahora es marcharse
inmediatamente.

D. CARLOS.--Señor, si...

D. DIEGO.--No hay remedio... Y ha de ser al instante. Usted no ha de
dormir aquí.

CALAMOCHA.--Es que los caballos no están ahora para correr... ni
pueden moverse.

D. DIEGO.--Pues con ellos (_Á Calamocha._) y con las maletas al mesón
de afuera. Usted (_Á don Carlos._) no ha de dormir aquí... Vamos (_Á
Calamocha._) tú, buena pieza, menéate. Abajo con todo. Pagar el gasto
que se haya hecho, sacar los caballos, y marchar... Ayúdale tú... (_Á
Simón._) ¿Qué dinero tienes ahí?

SIMÓN.--Tendré unas cuatro ó seis onzas.

(_Saca de un bolsillo algunas monedas, y se las da á don Diego._)

D. DIEGO.--Dámelas acá. Vamos, ¿qué haces?... (_Á Calamocha._) ¿No he
dicho que ha de ser al instante? Volando. Y tú (_Á Simón._) vé con
él, ayúdale, y no te me apartes de allí hasta que se hayan ido.

(_Los dos criados entran en el cuarto de don Carlos._)


ESCENA XII.

DON DIEGO, DON CARLOS.

D. DIEGO.--Tome usted... (_Le da el dinero._) Con eso hay bastante
para el camino... Vamos, que cuando yo lo dispongo así, bien sé lo
que me hago... ¿No conoces que es todo por tu bien, y que ha sido un
desatino el que acabas de hacer?... Y no hay que afligirse por eso,
ni creas que es falta de cariño... Ya sabes lo que te he querido
siempre; y en obrando tú según corresponde, seré tu amigo como lo he
sido hasta aquí.

D. CARLOS.--Ya lo sé.

D. DIEGO.--Pues bien: ahora obedece lo que te mando.

D. CARLOS.--Lo haré sin falta.

D. DIEGO.--Al mesón de afuera. (_Á los dos criados, que salen con los
trastos del cuarto de don Carlos y se van por la puerta del foro._)
Allí puedes dormir, mientras los caballos comen y descansan... Y
no me vuelvas aquí por ningún pretexto ni entres en la ciudad...
cuidado. Y á eso de las tres ó las cuatro marchar. Mira que he de
saber á la hora que sales. ¿Lo entiendes?

D. CARLOS.--Sí, señor.

D. DIEGO.--Mira, que lo has de hacer.

D. CARLOS.--Sí, señor, haré lo que usted manda.

D. DIEGO.--Muy bien... Adios... Todo te lo perdono... Vete con
Dios... Y yo sabré también cuándo llegas á Zaragoza: no te parezca
que estoy ignorante de lo que hiciste la vez pasada.

D. CARLOS.--¿Pues qué hice yo?

D. DIEGO.--Si te digo que lo sé, y que te lo perdono, ¿qué más
quieres? No es tiempo ahora de tratar de eso. Vete.

D. CARLOS.--Quede usted con Dios.

(_Hace que se va, y vuelve._)

D. DIEGO.--¿Sin besar la mano á su tío, eh?

D. CARLOS.--No me atreví.

(_Besa la mano á don Diego, y se abrazan._)

D. DIEGO.--Y dame un abrazo, por si no nos volvemos á ver.

D. CARLOS.--¿Qué dice usted? No lo permita Dios.

D. DIEGO.--¿Quién sabe, hijo mío? ¿Tienes algunas deudas? ¿Te falta
algo?

D. CARLOS.--No, señor, ahora no.

D. DIEGO.--Mucho es, porque tú siempre tiras por largo... Como
cuentas con la bolsa del tío... Pues bien, yo escribiré al señor
Aznar para que te dé cien doblones de orden mía. Y mira cómo lo
gastas... ¿Juegas?

D. CARLOS.--No, señor, en mi vida.

D. DIEGO.--Cuidado con eso... Conque, buen viaje. Y no te acalores:
jornadas regulares y nada más... ¿Vas contento?

D. CARLOS.--No, señor. Porque usted me quiere mucho, me llena de
beneficios, y yo le pago mal.

D. DIEGO.--No se hable ya de lo pasado... Adios...

D. CARLOS.--¿Queda usted enojado conmigo?

D. DIEGO.--No, no por cierto... Me disgusté bastante, pero ya se
acabó... No me dés que sentir. (_Poniéndole ambas manos sobre los
hombros._) Portarse como hombre de bien.

D. CARLOS.--No lo dude usted.

D. DIEGO.--Como oficial de honor.

D. CARLOS.--Así lo prometo.

D. DIEGO.--Adios, Carlos. (_Abrazándose._)

D. CARLOS (_aparte, al irse por la puerta del foro_).--¡Y la dejo!...
¡Y la pierdo para siempre!


ESCENA XIII.

DON DIEGO.

D. DIEGO.--Demasiado bien se ha compuesto... Luégo lo sabrá,
enhorabuena... Pero no es lo mismo escribírselo, que... Después de
hecho, no importa nada... ¡Pero siempre aquel respeto al tío!... Como
una malva es.

(_Se enjuga las lágrimas, toma la luz, y se va á su cuarto. El teatro
queda solo y oscuro por un breve espacio._)


ESCENA XIV.

DOÑA FRANCISCA, RITA.

(_Salen del cuarto de doña Irene. Rita sacará una luz, y la pone
encima de la mesa._)

RITA.--Mucho silencio hay por aquí.

D.ª FRANCISCA.--Se habrán recogido ya... Estarán rendidos.

RITA.--Precisamente.

D.ª FRANCISCA.--¡Un camino tan largo!

RITA.--¡Á lo que obliga el amor, señorita!

D.ª FRANCISCA.--Sí, bien puedes decirlo: amor... Y yo ¿qué no hiciera
por él?

RITA.--Y deje usted, que no ha de ser este el último milagro. Cuando
lleguemos á Madrid, entonces será ella. El pobre don Diego ¡qué
chasco se va á llevar! Y por otra parte, vea usted qué señor tan
bueno, que cierto da lástima...

D.ª FRANCISCA.--Pues en eso consiste todo. Si él fuese un hombre
despreciable, ni mi madre hubiera admitido su pretensión, ni yo
tendría que disimular mi repugnancia... Pero ya es otro tiempo, Rita.
Don Félix ha venido, y ya no temo á nadie. Estando mi fortuna en su
mano, me considero la más dichosa de las mujeres.

RITA.--¡Ay! ahora que me acuerdo... Pues poquito me lo encargó... Ya
se ve, si con estos amores tengo yo también la cabeza... Voy por él.
(_Encaminándose al cuarto de doña Irene._)

D.ª FRANCISCA.--¿Á qué vas?

RITA.--El tordo, que ya se me olvidaba sacarle de allí.

D.ª FRANCISCA.--Sí, tráele, no empiece á rezar como anoche... Allí
quedó junto á la ventana... Y vé con cuidado, no despierte mamá.

RITA.--Sí, mire usted el estrépito de caballerías que anda por allá
abajo... Hasta que lleguemos á nuestra calle del Lobo, número 7,
cuarto segundo, no hay que pensar en dormir... Y ese maldito portón,
que rechina que...

D.ª FRANCISCA.--Te puedes llevar la luz.

RITA.--No es menester, que ya sé dónde está.

(_Vase al cuarto de doña Irene._)


ESCENA XV.

SIMÓN (_sale por la puerta del foro_), DOÑA FRANCISCA.

D.ª FRANCISCA.--Yo pensé que estaban ustedes acostados.

SIMÓN.--El amo ya habrá hecho esa diligencia, pero yo todavía no sé
en dónde he de tender el rancho... Y buen sueño que tengo.

D.ª FRANCISCA.--¿Qué gente nueva ha llegado ahora?

SIMÓN.--Nadie. Son unos que estaban ahí, y se han ido.

D.ª FRANCISCA.--¿Los arrieros?

SIMÓN.--No, señora. Un oficial y un criado suyo, que parece que se
van á Zaragoza.

D.ª FRANCISCA.--¿Quiénes dice usted que son?

SIMÓN.--Un teniente coronel y su asistente.

D.ª FRANCISCA.--¿Y estaban aquí?

SIMÓN.--Sí, señora, ahí en ese cuarto.

D.ª FRANCISCA.--No los he visto.

SIMÓN.--Parece que llegaron esta tarde y... Á la cuenta habrán
despachado ya la comisión que traían... Conque se han ido... Buenas
noches, señorita.

(_Vase al cuarto de don Diego._)


ESCENA XVI.

RITA, DOÑA FRANCISCA.

D.ª FRANCISCA.--¡Dios mío de mi alma! ¿Qué es esto?... No puedo
sostenerme... ¡Desdichada! (_Siéntase en una silla inmediata á la
mesa._)

RITA.--Señorita, yo vengo muerta.

(_Saca la jaula del tordo y la deja encima de la mesa; abre la puerta
del cuarto de don Carlos, y vuelve._)

D.ª FRANCISCA.--¡Ay, que es cierto!... ¿Tú lo sabes también?

RITA.--Deje usted, que todavía no creo lo que he visto... Aquí no hay
nadie... ni maletas, ni ropa, ni... Pero ¿cómo podía engañarme? Si yo
misma los he visto salir.

D.ª FRANCISCA.--¿Y eran ellos?

RITA.--Sí, señora. Los dos.

D.ª FRANCISCA.--Pero ¿se han ido fuera de la ciudad?

RITA.--Si no los he perdido de vista hasta que salieron por puerta de
Mártires... Como está un paso de aquí.

D.ª FRANCISCA.--¿Y es ese el camino de Aragón?

RITA.--Ese es.

D.ª FRANCISCA.--¡Indigno!... ¡Hombre indigno!

RITA.--¡Señorita!

D.ª FRANCISCA.--¿En qué te ha ofendido esta infeliz?

RITA.--Yo estoy temblando toda... Pero... Si es incomprensible... Si
no alcanzo á descubrir qué motivos ha podido haber para esta novedad.

D.ª FRANCISCA.--¿Pues no le quise más que á mi vida?... ¿No me ha
visto loca de amor?

RITA.--No sé qué decir al considerar una acción tan infame.

D.ª FRANCISCA.--¿Qué has de decir? Que no me ha querido nunca,
ni es hombre de bien... ¿Y vino para esto? ¡Para engañarme, para
abandonarme así!

(_Levántase, y Rita la sostiene._)

RITA.--Pensar que su venida fué con otro designio no me parece
natural... Celos... ¿Por qué ha de tener celos?... Y aun eso mismo
debiera enamorarle más... Él no es cobarde, y no hay que decir que
habrá tenido miedo de su competidor.

D.ª FRANCISCA.--Te cansas en vano... Dí que es un pérfido, dí que es
un monstruo de crueldad, y todo lo has dicho.

RITA.--Vamos de aquí, que puede venir alguien, y...

D.ª FRANCISCA.--Sí, vámonos... Vamos á llorar... ¡Y en qué situación
me deja!... Pero ¿ves qué malvado?

RITA.--Sí, señora, ya lo conozco.

D.ª FRANCISCA.--¡Qué bien supo fingir!... ¿Y con quién? Conmigo...
¿Pues yo merecí ser engañada tan alevosamente?... ¿Mereció mi cariño
este galardón?... ¡Dios de mi vida! ¿Cuál es mi delito, cuál es?

(_Rita coge la luz, y se van entrambas al cuarto de doña Francisca._)



ACTO III.


ESCENA PRIMERA.

DON DIEGO, SIMÓN.

(_Teatro oscuro. Sobre la mesa habrá un candelero con vela apagada, y
la jaula del tordo. Simón duerme tendido en el banco. Sale don Diego
de su cuarto acabándose de poner la bata._)

D. DIEGO.--Aquí, á lo menos, ya que no duerma no me derretiré...
Vaya, si alcoba como ella no se... ¡Cómo ronca éste!... Guardémosle
el sueño hasta que venga el día, que ya poco puede tardar... (_Simón
despierta, y al oir á don Diego se incorpora, y se levanta._) ¿Qué es
eso? Mira no te caigas, hombre.

SIMÓN.--Qué ¿estaba usted ahí, señor?

D. DIEGO.--Sí, aquí me he salido, porque allí no se puede parar.

SIMÓN.--Pues yo, á Dios gracias, aunque la cama es algo dura, he
dormido como un emperador.

D. DIEGO.--¡Mala comparación!... Dí que has dormido como un pobre
hombre, que no tiene ni dinero, ni ambición, ni pesadumbres, ni
remordimientos.

SIMÓN.--En efecto, dice usted bien... ¿Y qué hora será ya?

D. DIEGO.--Poco há que sonó el reloj de San Justo, y si no conté mal,
dió las tres.

SIMÓN.--¡Oh! pues ya nuestros caballeros irán por ese camino adelante
echando chispas.

D. DIEGO.--Sí, ya es regular que hayan salido... Me lo prometió, y
espero que lo hará.

SIMÓN.--¡Pero si usted viera qué apesadumbrado le dejé! ¡qué triste!

D. DIEGO.--Ha sido preciso.

SIMÓN.--Ya lo conozco.

D. DIEGO.--¿No ves qué venida tan intempestiva?

SIMÓN.--Es verdad... Sin permiso de usted, sin avisarle, sin haber
un motivo urgente... Vamos, hizo muy mal... Bien que por otra parte
él tiene prendas suficientes para que se le perdone esta ligereza...
Digo... Me parece que el castigo no pasará adelante, ¿eh?

D. DIEGO.--¡No, qué! No, señor. Una cosa es que le haya hecho
volver... Ya ves en qué circunstancias nos cogía... Te aseguro que
cuando se fué me quedó un ansia en el corazón. (_Suenan á lo lejos
tres palmadas, y poco después se oye que puntean un instrumento._)
¿Qué ha sonado?

SIMÓN.--No sé... Gente que pasa por la calle. Serán labradores.

D. DIEGO.--Calla.

SIMÓN.--Vaya, música tenemos, según parece.

D. DIEGO.--Sí, como lo hagan bien.

SIMÓN.--¿Y quién será el amante infeliz que se viene á puntear á
estas horas en ese callejón tan puerco?... Apostaré que son amores
con la moza de la posada, que parece un pico.

D. DIEGO.--Puede ser.

SIMÓN.--Ya empiezan, oigamos... (_Tocan una sonata desde adentro._)
Pues dígole á usted que toca muy lindamente el pícaro del barberillo.

D. DIEGO.--No; no hay barbero que sepa hacer eso, por muy bien que
afeite.

SIMÓN.--¿Quiere usted que nos asomemos un poco, á ver?...

D. DIEGO.--No, dejarlos... ¡Pobre gente! ¡Quién sabe la importancia
que darán ellos á la tal música!... No gusto yo de incomodar á nadie.

(_Sale de su cuarto doña Francisca, y Rita con ella. Las dos se
encaminan á la ventana. Don Diego y Simón se retiran á un lado, y
observan._)

SIMÓN.--¡Señor!... ¡Eh!... Presto, aquí á un ladito.

D. DIEGO.--¿Qué quieres?

SIMÓN.--Que han abierto la puerta de esa alcoba, y huele á faldas que
trasciende.

D. DIEGO.--¿Sí?... Retirémonos.


ESCENA II.

DOÑA FRANCISCA, RITA, DON DIEGO, SIMÓN.

RITA.--Con tiento, señorita.

D.ª FRANCISCA.--Siguiendo la pared ¿no voy bien?

(_Vuelven á probar el instrumento._)

RITA.--Sí, señora... Pero vuelven á tocar... Silencio.

D.ª FRANCISCA.--No te muevas... Deja... Sepamos primero si es él.

RITA.--¿Pues no ha de ser?... La seña no puede mentir.

D.ª FRANCISCA.--Calla... (_Repiten desde adentro la sonata
anterior._) Sí, él es... ¡Dios mío!... (_Acércase Rita á la
ventana, abre la vidriera y da tres palmadas. Cesa la música._) Vé,
responde... Albricias, corazón. Él es.

SIMÓN.--¿Ha oído usted?

D. DIEGO.--Sí.

SIMÓN.--¿Qué querrá decir esto?

D. DIEGO.--Calla.

D.ª FRANCISCA (_Se asoma á la ventana. Rita se queda detrás de ella.
Los puntos suspensivos indican las interrupciones más ó menos largas
que deben hacerse._)--Yo soy. Y ¿qué había de pensar viendo lo que
usted acababa de hacer?... ¿Qué fuga es esta?... Rita, (_Apartándose
de la ventana, y vuelve después._) amiga, por Dios, ten cuidado, y si
oyeres algún rumor, al instante avísame... ¿Para siempre? ¡Triste
de mí!... Bien está, tírela usted... Pero yo no acabo de entender...
¡Ay, don Félix! nunca le he visto á usted tan tímido... (_Tiran desde
adentro una carta que cae por la ventana al teatro. Doña Francisca
hace ademán de buscarla, y no hallándola vuelve á asomarse._) No,
no la he cogido; pero aquí está sin duda... ¿Y no he de saber yo
hasta que llegue el día los motivos que tiene usted para dejarme
muriendo?... Sí, yo quiero saberlo de su boca de usted. Su Paquita de
usted se lo manda... Y ¿cómo le parece á usted que estará el mío?...
No me cabe en el pecho... diga usted.

(_Simón se adelanta un poco, tropieza en la jaula y la deja caer._)

RITA.--Señorita, vamos de aquí... Presto, que hay gente.

D.ª FRANCISCA.--¡Infeliz de mí!... Guíame.

RITA.--Vamos... (_Al retirarse tropieza Rita con Simón. Las dos se
van apresuradamente al cuarto de doña Francisca._) ¡Ay!

D.ª FRANCISCA.--¡Muerta voy!


ESCENA III.

DON DIEGO, SIMÓN.

DON DIEGO.--¿Qué grito fué ese?

SIMÓN.--Una de las fantasmas, que al retirarse tropezó conmigo.

D. DIEGO.--Acércate á esa ventana, y mira si hallas en el suelo un
papel... ¡Buenos estamos!

SIMÓN (_tentando por el suelo cerca de la ventana._)--No encuentro
nada, señor.

D. DIEGO.--Búscale bien, que por ahí ha de estar.

SIMÓN.--¿Le tiraron desde la calle?

D. DIEGO.--Sí... ¿Qué amante es éste?... ¡Y diez y seis años, y
criada en un convento! Acabó ya toda mi ilusión.

SIMÓN.--Aquí está. (_Halla la carta, y se la da á don Diego._)

D. DIEGO.--Vete abajo, y enciende una luz... En la caballeriza ó
en la cocina... Por ahí habrá algún farol... Y vuelve con ella al
instante.

(_Vase Simón por la puerta del foro._)


ESCENA IV.

DON DIEGO.

D. DIEGO.--¿Y á quién debo culpar? (_Apoyándose en el respaldo de una
silla._) ¿Es ella la delincuente, ó su madre, ó sus tías, ó yo?...
¿Sobre quién, sobre quién ha de caer esta cólera, que por más que lo
procuro, no la sé reprimir?... ¡La naturaleza la hizo tan amable á
mis ojos!... ¡Qué esperanzas tan halagüeñas concebí! ¡Qué felicidades
me prometía!... ¡Celos!... ¿Yo?... ¡En qué edad tengo celos!...
Vergüenza es... Pero esta inquietud que yo siento; esta indignación,
estos deseos de venganza ¿de qué provienen? ¿Cómo he de llamarlos?
Otra vez parece que... (_Advirtiendo que suena ruido en la puerta del
cuarto de doña Francisca, se retira á un extremo del teatro._) Sí.


ESCENA V.

RITA, DON DIEGO, SIMÓN.

RITA.--Ya se han ido... (_Rita observa, escucha, asómase después á la
ventana, y busca la carta por el suelo._) ¡Válgame Dios!... El papel
estará muy bien escrito, pero el señor don Félix es un grandísimo
picarón... ¡Pobrecita de mi alma!... Se muere sin remedio... Nada, ni
perros parecen por la calle... ¡Ojalá no los hubiéramos conocido!...
¿Y este maldito papel?... Pues buena la hiciéramos si no pareciese...
¿Qué dirá?... Mentiras, mentiras, y todo mentira.

SIMÓN.--Ya tenemos luz...

(_Sale con luz. Rita se sorprende._)

RITA.--¡Perdida soy!

D. DIEGO (_acercándose_.)--¡Rita! ¿Pues tú aquí?

RITA.--Sí, señor, porque...

D. DIEGO.--¿Qué buscas á estas horas?

RITA.--Buscaba... Yo le diré á usted... Porque oímos un ruido tan
grande...

SIMÓN.--¿Sí, eh?

RITA.--Cierto... Un ruido y... mire usted (_alza la jaula que está
en el suelo_), era la jaula del tordo... Pues la jaula era, no tiene
duda... ¡Válgate Dios! ¿Si se habrá muerto?... No, vivo está, vaya...
Algún gato habrá sido. Preciso.

SIMÓN.--Sí, algún gato.

RITA.--¡Pobre animal! ¡Y qué asustadillo se conoce que está todavía!

SIMÓN.--Y con mucha razón... ¿No te parece, si le hubiera pillado el
gato?...

RITA.--Se le hubiera comido.

(_Cuelga la jaula de un clavo que habrá en la pared._)

SIMÓN.--Y sin pebre... ni plumas hubiera dejado.

D. DIEGO.--Tráeme esa luz.

RITA.--¡Ah! Deje usted, encenderemos esta (_Enciende la vela que está
sobre la mesa._) que ya lo que no se ha dormido...

D. DIEGO.--¿Y doña Paquita duerme?

RITA.--Sí, señor.

SIMÓN.--Pues mucho es que con el ruido del tordo...

D. DIEGO.--Vamos.

(_Don Diego se entra en su cuarto. Simón va con él llevándose una de
las luces._)


ESCENA VI.

DOÑA FRANCISCA, RITA.

D.ª FRANCISCA.--¿Ha parecido el papel?

RITA.--No, señora.

D.ª FRANCISCA.--¿Y estaban aquí los dos cuando tú saliste?

RITA.--Yo no lo sé. Lo cierto es que el criado sacó una luz, y me
hallé de repente, como por máquina, entre él y su amo, sin poder
escapar, ni saber qué disculpa darles.

(_Rita coge la luz, y vuelve á buscar carta cerca de ventana._)

D.ª FRANCISCA.--Ellos eran sin duda... Aquí estarían cuando yo hablé
desde la ventana... ¿Y ese papel?

RITA.--Yo no lo encuentro, señorita.

D.ª FRANCISCA.--Le tendrán ellos, no te canses... Si es lo único que
faltaba á mi desdicha... No le busques. Ellos le tienen.

RITA.--Á lo menos por aquí...

D.ª FRANCISCA.--¡Yo estoy loca! (_Siéntase._)

RITA.--Sin haberse explicado este hombre, ni decir siquiera...

D.ª FRANCISCA.--Cuando iba á hacerlo me avisaste, y fué preciso
retirarnos... Pero ¿sabes tú con qué temor me habló, qué agitación
mostraba? Me dijo que en aquella carta vería yo los motivos justos
que le precisaban á volverse; que la había escrito para dejársela á
persona fiel que la pusiera en mis manos, suponiendo que el verme
sería imposible. Todo engaños, Rita, de un hombre aleve que prometió
lo que no pensaba cumplir... Vino, halló un competidor, y diría: pues
yo ¿para qué he de molestar á nadie, ni hacerme ahora defensor de
una mujer?... ¡Hay tantas mujeres!... Cásenla... Yo nada pierdo...
Primero es mi tranquilidad que la vida de esa infeliz... ¡Dios mío,
perdón... perdón de haberle querido tanto!

RITA.--¡Ay, señorita! (_Mirando hacia el cuarto de don Diego._) que
parece que salen ya.

D.ª FRANCISCA.--No importa, déjame.

RITA.--Pero si don Diego la ve á usted de esa manera...

D.ª FRANCISCA.--Si todo se ha perdido ya, ¿qué puedo temer?... ¿Y
piensas tú que tengo alientos para levantarme?... Que vengan, nada
importa.


ESCENA VII.

DON DIEGO, SIMÓN, DOÑA FRANCISCA, RITA.

SIMÓN.--Voy enterado, no es menester más.

D. DIEGO.--Mira, y haz que ensillen inmediatamente al moro, mientras
tú vas allá. Si han salido, vuelves, montas á caballo, y en una buena
carrera que dés, los alcanzas... ¿Las dos aquí, eh?... Conque vete,
no se pierda tiempo.

(_Después de hablar los dos, inmediatos á la puerta del cuarto de don
Diego, se va Simón por la del foro._)

SIMÓN.--Voy allá.

D. DIEGO.--Mucho se madruga, doña Paquita.

D.ª FRANCISCA.--Sí, señor.

D. DIEGO.--¿Ha llamado ya doña Irene?

D.ª FRANCISCA.--No, señor... Mejor es que vayas allá, por si ha
despertado y se quiere vestir.

(_Rita se va al cuarto de doña Irene._)


ESCENA VIII.

DON DIEGO, DOÑA FRANCISCA.

D. DIEGO.--¿Usted no habrá dormido bien esta noche?

D.ª FRANCISCA.--No, señor. ¿Y usted?

D. DIEGO.--Tampoco.

D.ª FRANCISCA.--Ha hecho demasiado calor.

D. DIEGO.--¿Está usted desazonada?

D.ª FRANCISCA.--Alguna cosa.

D. DIEGO.--¿Qué siente usted?

(_Siéntase junto á doña Francisca._)

D.ª FRANCISCA.--No es nada... Así un poco de... Nada... no tengo nada.

D. DIEGO.--Algo será; porque la veo á usted muy abatida, llorosa,
inquieta... ¿Qué tiene usted, Paquita? ¿No sabe usted que la quiero
tanto?

D.ª FRANCISCA.--Sí, señor.

D. DIEGO.--Pues ¿por qué no hace usted más confianza de mí? ¿Piensa
usted que no tendré yo mucho gusto en hallar ocasiones de complacerla?

D.ª FRANCISCA.--Ya lo sé.

D. DIEGO.--¿Pues cómo, sabiendo que tiene usted un amigo, no desahoga
con él su corazón?

D.ª FRANCISCA.--Porque eso mismo me obliga á callar.

D. DIEGO.--Eso quiere decir que tal vez soy yo la causa de su
pesadumbre de usted.

D.ª FRANCISCA.--No, señor; usted en nada me ha ofendido... No es de
usted de quien yo me debo quejar.

D. DIEGO.--Pues ¿de quién, hija mía?... Venga usted acá... (_Acércase
más._) Hablemos siquiera una vez sin rodeos ni disimulación. Dígame
usted: ¿no es cierto que usted mira con algo de repugnancia este
casamiento que se la propone? ¿Cuánto va que si la dejasen á usted
entera libertad para la elección, no se casaría conmigo?

D.ª FRANCISCA.--Ni con otro.

D. DIEGO.--¿Será posible que usted no conozca otro más amable que yo,
que la quiera bien, y que la corresponda como usted merece?

D.ª FRANCISCA.--No, señor; no, señor.

D. DIEGO.--Mírelo usted bien.

D.ª FRANCISCA.--¿No le digo á usted que no?

D. DIEGO.--¿Y he de creer, por dicha, que conserve usted tal
inclinación al retiro en que se ha criado, que prefiera la
austeridad del convento á una vida más?...

D.ª FRANCISCA.--Tampoco; no, señor... Nunca he pensado así.

D. DIEGO.--No tengo empeño de saber más... Pero de todo lo que
acabo de oir resulta una gravísima contradicción. Usted no se halla
inclinada al estado religioso, según parece. Usted me asegura que no
tiene queja ninguna de mí, que está persuadida de lo mucho que la
estimo, que no piensa casarse con otro, ni debo recelar que nadie
me dispute su mano... Pues ¿qué llanto es ese? ¿De dónde nace esa
tristeza profunda, que en tan poco tiempo ha alterado su semblante de
usted, en términos que apenas le reconozco? ¿Son estas las señales de
quererme exclusivamente á mí, de casarse gustosa conmigo dentro de
pocos días? ¿Se anuncian así la alegría y el amor?

(_Vase iluminando lentamente el teatro, suponiéndose que viene la luz
del día._)

D.ª FRANCISCA.--Y ¿qué motivos le he dado á usted para tales
desconfianzas?

D. DIEGO.--¿Pues qué? Si yo prescindo de estas consideraciones, si
apresuro las diligencias de nuestra unión, si su madre de usted sigue
aprobándola, y llega el caso de...

D.ª FRANCISCA.--Haré lo que mi madre me manda, y me casaré con usted.

D. DIEGO.--¿Y después, Paquita?

D.ª FRANCISCA.--Después... y mientras me dure la vida seré mujer de
bien.

D. DIEGO.--Eso no lo puedo yo dudar... Pero si usted me considera
como el que ha de ser hasta la muerte su compañero y su amigo, dígame
usted: estos títulos ¿no me dan algún derecho para merecer de usted
mayor confianza? ¿No he de lograr que usted me diga la causa de su
dolor? Y no para satisfacer una impertinente curiosidad, sino para
emplearme todo en su consuelo, en mejorar su suerte, en hacerla
dichosa, si mi conato y mis diligencias pudiesen tanto.

D.ª FRANCISCA.--¡Dichas para mí!... Ya se acabaron.

D. DIEGO.--¿Por qué?

D.ª FRANCISCA.--Nunca diré por qué.

D. DIEGO.--Pero ¡qué obstinado, qué imprudente silencio!... cuando
usted misma debe presumir que no estoy ignorante de lo que hay.

D.ª FRANCISCA.--Si usted lo ignora, señor don Diego, por Dios no
finja que lo sabe; y si en efecto lo sabe usted, no me lo pregunte.

D. DIEGO.--Bien está. Una vez que no hay nada que decir, que esa
aflicción y esas lágrimas son voluntarias, hoy llegaremos á Madrid, y
dentro de ocho días será usted mi mujer.

D.ª FRANCISCA.--Y daré gusto á mi madre.

D. DIEGO.--Y vivirá usted infeliz.

D.ª FRANCISCA.--Ya lo sé.

D. DIEGO.--He aquí los frutos de la educación. Esto es lo que se
llama criar bien á una niña: enseñarla á que desmienta y oculte las
pasiones más inocentes con una pérfida disimulación. Las juzgan
honestas luégo que las ven instruídas en el arte de callar y mentir.
Se obstinan en que el temperamento, la edad ni el genio no han de
tener influencia alguna en sus inclinaciones, ó en que su voluntad ha
de torcerse al capricho de quien las gobierna. Todo se las permite,
menos la sinceridad. Con tal que no digan lo que sienten, con tal
que finjan aborrecer lo que más desean, con tal que se presten á
pronunciar, cuando se lo manden, un sí perjuro, sacrílego, origen
de tantos escándalos, ya están bien criadas; y se llama excelente
educación la que inspira en ellas el temor, la astucia y el silencio
de un esclavo.

D.ª FRANCISCA.--Es verdad... Todo eso es cierto... Eso exigen de
nosotras, eso aprendemos en la escuela que se nos da... Pero el
motivo de mi aflicción es mucho más grande.

D. DIEGO.--Sea cual fuere, hija mía, es menester que usted se
anime... Si la ve á usted su madre de esa manera, ¿qué ha de
decir?... Mire usted que ya parece que se ha levantado.

D.ª FRANCISCA.--¡Dios mío!

D. DIEGO.--Sí, Paquita; conviene mucho que usted vuelva un poco
sobre sí... No abandonarse tanto... Confianza en Dios... Vamos, que
no siempre nuestras desgracias son tan grandes como la imaginación
las pinta... ¡Mire usted qué desorden éste! ¡qué agitación! ¡qué
lágrimas! Vaya, ¿me da usted palabra de presentarse así... con cierta
serenidad y... eh?

D.ª FRANCISCA.--Y usted, señor... Bien sabe usted el genio de mi
madre. Si usted no me defiende, ¿á quién he de volver los ojos?
¿Quién tendrá compasión de esta desdichada?

D. DIEGO.--Su buen amigo de usted... Yo... ¿Cómo es posible que yo
la abandonase... ¡criatura! en la situación dolorosa en que la veo?
(_Asiéndola de las manos._)

D.ª FRANCISCA.--¿De veras?

D. DIEGO.--Mal conoce usted mi corazón.

D.ª FRANCISCA.--Bien le conozco.

(_Quiere arrodillarse; don Diego se lo estorba, y ambos se levantan._)

D. DIEGO.--¿Qué hace usted, niña?

D.ª FRANCISCA.--Yo no sé... ¡Qué poco merece toda esa bondad una
mujer tan ingrata para con usted!... No, ingrata no, infeliz... ¡Ay,
qué infeliz soy, señor don Diego!

D. DIEGO.--Yo bien sé que usted agradece como puede el amor que la
tengo... Lo demás todo ha sido... ¿qué sé yo?... una equivocación
mía, y no otra cosa... Pero usted, inocente, usted no ha tenido la
culpa.

D.ª FRANCISCA.--Vamos... ¿No viene usted?

D. DIEGO.--Ahora no, Paquita. Dentro de un rato iré por allá.

D.ª FRANCISCA.--Vaya usted presto.

(_Encaminándose al cuarto de doña Irene, vuelve y se despide de don
Diego besándole las manos._)

D. DIEGO.--Sí, presto iré.


ESCENA IX.

SIMÓN, DON DIEGO.

SIMÓN.--Ahí están, señor.

D. DIEGO.--¿Qué dices?

SIMÓN.--Cuando yo salía de la puerta, los ví á lo lejos, que iban
ya de camino. Empecé á dar voces y hacer señas con el pañuelo; se
detuvieron, y apenas llegué y le dije al señorito lo que usted
mandaba, volvió las riendas, y está abajo. Le encargué que no subiera
hasta que le avisara yo, por si acaso había gente aquí, y usted no
quería que le viesen.

D. DIEGO.--¿Y qué dijo cuando le diste el recado?

SIMÓN.--Ni una sola palabra... Muerto viene... Ya digo, ni una sola
palabra... Á mí me ha dado compasión el verle así tan...

D. DIEGO.--No me empieces ya á interceder por él.

SIMÓN.--¿Yo, señor?

D. DIEGO.--Sí, que no te entiendo yo... ¡Compasión!... Es un pícaro.

SIMÓN.--Como yo no sé lo que ha hecho.

D. DIEGO.--Es un bribón, que me ha de quitar la vida... Ya te he
dicho que no quiero intercesores.

SIMÓN.--Bien está, señor.

(_Vase por la puerta del foro. Don Diego se sienta, manifestando
inquietud y enojo._)

D. DIEGO.--Dile que suba.


ESCENA X.

DON CARLOS, DON DIEGO.

D. DIEGO.--Venga usted acá, señorito, venga usted... ¿En dónde has
estado desde que no nos vemos?

D. CARLOS.--En el mesón de afuera.

D. DIEGO.--¿Y no has salido de allí en toda la noche, eh?

D. CARLOS.--Sí, señor, entré en la ciudad y...

D. DIEGO.--¿Á qué?... Siéntese usted.

D. CARLOS.--Tenía precisión de hablar con un sujeto... (_Siéntase._)

D. DIEGO.--¡Precisión!

D. CARLOS.--Sí, señor... Le debo muchas atenciones, y no era posible
volverme á Zaragoza sin estar primero con él.

D. DIEGO.--Ya. En habiendo tantas obligaciones de por medio... Pero
venirle á ver á las tres de la mañana, me parece mucho desacuerdo...
¿Por qué no le escribiste un papel?... Mira, aquí he de tener...
Con este papel que le hubieras enviado en mejor ocasión, no había
necesidad de hacerle trasnochar, ni molestar á nadie.

(_Dándole el papel que tiraron á la ventana. Don Carlos luégo que le
reconoce, se le vuelve y se levanta en ademán de irse._)

D. CARLOS.--Pues si todo lo sabe usted, ¿para qué me llama? ¿Por qué
no me permite seguir mi camino, y se evitaría una contestación de la
cual ni usted ni yo quedaremos contentos?

D. DIEGO.--Quiere saber su tío de usted lo que hay en esto, y quiere
que usted se lo diga.

D. CARLOS.--¿Para qué saber más?

D. DIEGO.--Porque yo lo quiero, y lo mando. ¡Oiga!

D. CARLOS.--Bien está.

D. DIEGO.--Siéntate ahí... (_Siéntase don Carlos._) ¿En dónde has
conocido á esta niña?... ¿Qué amor es éste? ¿Qué circunstancias han
ocurrido?... ¿Qué obligaciones hay entre los dos? ¿Dónde, cuándo la
viste?

D. CARLOS.--Volviéndome á Zaragoza el año pasado, llegué á
Guadalajara sin ánimo de detenerme; pero el intendente, en cuya casa
de campo nos apeamos, se empeñó en que había de quedarme allí todo
aquel día, por ser cumpleaños de su parienta, prometiéndome que al
siguiente me dejaría proseguir mi viaje. Entre las gentes convidadas
hallé á doña Paquita, á quien la señora había sacado aquel día del
convento para que se esparciese un poco... Yo no sé qué ví en ella,
que excitó en mí una inquietud, un deseo constante, irresistible,
de mirarla, de oirla, de hallarme á su lado, de hablar con ella,
de hacerme agradable á sus ojos... El intendente dijo entre otras
cosas... burlándose... que yo era muy enamorado, y le ocurrió fingir
que me llamaba don Félix de Toledo. Yo sostuve esta ficción, porque
desde luégo concebí la idea de permanecer algún tiempo en aquella
ciudad, evitando que llegase á noticia de usted. Observé que doña
Paquita me trató con un agrado particular, y cuando por la noche
nos separamos, yo quedé lleno de vanidad y de esperanzas, viéndome
preferido á todos los concurrentes de aquel día, que fueron muchos.
En fin... Pero no quisiera ofender á usted refiriéndole...

D. DIEGO.--Prosigue.

D. CARLOS.--Supe que era hija de una señora de Madrid, viuda y pobre,
pero de gente muy honrada... Fué necesario fiar de mi amigo los
proyectos de amor que me obligaban á quedarme en su compañía; y él,
sin aplaudirlos ni desaprobarlos, halló disculpas las más ingeniosas
para que ninguno de su familia extrañara mi detención. Como su casa
de campo está inmediata á la ciudad, fácilmente iba y venía de
noche... Logré que doña Paquita leyese algunas cartas mías; y con
las pocas respuestas que de ella tuve, acabé de precipitarme en una
pasión que mientras viva me hará infeliz.

D. DIEGO.--Vaya... Vamos, sigue adelante.

D. CARLOS.--Mi asistente (que, como usted sabe, es hombre de
travesura, y conoce el mundo) con mil artificios que á cada paso le
ocurrían, facilitó los muchos estorbos que al principio hallábamos...
La seña era dar tres palmadas, á las cuales respondían con otras tres
desde una ventanilla que daba al corral de las monjas. Hablábamos
todas las noches, muy á deshora, con el recato y las precauciones que
ya se dejan entender... Siempre fuí para ella don Félix de Toledo,
oficial de un regimiento, estimado de mis jefes y hombre de honor.
Nunca la dije más, ni la hablé de mis esperanzas, ni la dí á entender
que casándose conmigo podría aspirar á mejor fortuna; porque ni me
convenía nombrarle á usted, ni quise exponerla á que las miras de
interés, y no el amor, la inclinasen á favorecerme. De cada vez la
hallé más fina, más hermosa, más digna de ser adorada... Cerca de
tres meses me detuve allí; pero al fin era necesario separarnos, y
una noche funesta me despedí, la dejé rendida á un desmayo mortal, y
me fuí ciego de amor adonde mi obligación me llamaba... Sus cartas
consolaron por algún tiempo mi ausencia triste, y en una que recibí
pocos días há, me dijo cómo su madre trataba de casarla, que primero
perdería la vida que dar su mano á otro que á mí; me acordaba mis
juramentos, me exhortaba á cumplirlos... Monté á caballo, corrí
precipitado al camino, llegué á Guadalajara, no la encontré, vine
aquí... Lo demás bien lo sabe usted, no hay para qué decírselo.

D. DIEGO.--¿Y qué proyectos eran los tuyos en esta venida?

D. CARLOS.--Consolarla, jurarla de nuevo un eterno amor, pasar
á Madrid, verle á usted, echarme á sus piés, referirle todo lo
ocurrido, y pedirle, no riquezas, ni herencias, ni protecciones,
ni... eso no... Sólo su consentimiento y su bendición para verificar
un enlace tan suspirado, en que ella y yo fundábamos toda nuestra
felicidad.

D. DIEGO.--Pues ya ves, Carlos, que es tiempo de pensar muy de otra
manera.

D. CARLOS.--Sí, señor.

D. DIEGO.--Si tú la quieres, yo la quiero también. Su madre y toda
su familia aplauden este casamiento. Ella... y sean las que fueren
las promesas que á ti te hizo... ella misma, no há media hora, me ha
dicho que está pronta á obedecer á su madre y darme la mano así que...

D. CARLOS.--Pero no el corazón. (_Levántase._)

D. DIEGO.--¿Qué dices?

D. CARLOS.--No, eso no... Sería ofenderla... Usted celebrará sus
bodas cuando guste; ella se portará siempre como conviene á su
honestidad y á su virtud; pero yo he sido el primero, el único objeto
de su cariño, lo soy y lo seré... Usted se llamará su marido, pero si
alguna ó muchas veces la sorprende, y ve sus ojos hermosos inundados
en lágrimas, por mí las vierte... No la pregunte usted jamás el
motivo de sus melancolías... Yo, yo seré la causa... Los suspiros,
que en vano procurará reprimir, serán finezas dirigidas á un amigo
ausente.

D. DIEGO.--¿Qué temeridad es esta?

(_Se levanta con mucho enojo, encaminándose hacia don Carlos, el cual
se va retirando._)

D. CARLOS.--Ya se lo dije á usted... Era imposible que yo hablase una
palabra sin ofenderle... Pero acabemos esta odiosa conversación...
Viva usted feliz, y no me aborrezca, que yo en nada le he querido
disgustar... La prueba mayor que yo puedo darle de mi obediencia y
mi respeto, es la de salir de aquí inmediatamente... Pero no se me
niegue á lo menos el consuelo de saber que usted me perdona.

D. DIEGO.--¿Conque en efecto te vas?

D. CARLOS.--Al instante, señor... Y esta ausencia será bien larga.

D. DIEGO.--¿Por qué?

D. CARLOS.--Porque no me conviene verla en mi vida... Si las
voces que corren de una próxima guerra se llegaran á verificar...
entonces...

D. DIEGO.--¿Qué quieres decir?

(_Asiendo de un brazo á don Carlos, le hace venir más adelante._)

D. CARLOS.--Nada... Que apetezco la guerra, porque soy soldado.

D. DIEGO.--¡Carlos!... ¡Qué horror!... ¿Y tienes corazón para
decírmelo?

D. CARLOS.--Alguien viene... (_Mirando con inquietud hacia el cuarto
de doña Irene, se desprende de don Diego, y hace ademán de irse por
la del foro. Don Diego va detrás de él y quiere impedírselo._) Tal
vez será ella... Quede usted con Dios.

D. DIEGO.--¿Adónde vas?... No, señor, no has de irte.

D. CARLOS.--Es preciso... Yo no he de verla... Una sola mirada
nuestra pudiera causarle á usted inquietudes crueles.

D. DIEGO.--Ya he dicho que no ha de ser... Entra en ese cuarto.

D. CARLOS.--Pero si...

D. DIEGO.--Haz lo que te mando.

(_Éntrase don Carlos en el cuarto de don Diego._)


ESCENA XI.

DOÑA IRENE, DON DIEGO.

D.ª IRENE.--Conque, señor don Diego, ¿es ya la de vámonos?... Buenos
días... (_Apaga la luz que está sobre la mesa._) ¿Reza usted?

D. DIEGO (_paseándose con inquietud_).--Sí, para rezar estoy ahora.

D.ª IRENE.--Si usted quiere, ya pueden ir disponiendo el chocolate, y
que avisen al mayoral para que enganchen luégo que... Pero ¿qué tiene
usted, señor?... ¿Hay alguna novedad?

D. DIEGO.--Sí, no deja de haber novedades.

D.ª IRENE.--Pues qué... Dígalo usted, por Dios... ¡Vaya, vaya!... No
sabe usted lo asustada que estoy... Cualquiera cosa, así, repentina,
me remueve toda y me... Desde el último mal parto que tuve, quedé tan
sumamente delicada de los nervios... Y va ya para diez y nueve años,
si no son veinte; pero desde entonces, ya digo, cualquiera friolera
me trastorna... Ni los baños, ni caldos de culebra, ni la conserva de
tamarindos, nada me ha servido; de manera que...

D. DIEGO.--Vamos, ahora no hablemos de malos partos ni de
conservas... Hay otra cosa más importante de que tratar... ¿Qué hacen
esas muchachas?

D.ª IRENE.--Están recogiendo la ropa y haciendo el cofre, para que
todo esté á la vela, y no haya detención.

D. DIEGO.--Muy bien. Siéntese usted... Y no hay que asustarse ni
alborotarse (_Siéntanse los dos_) por nada de lo que yo diga; y
cuenta, no nos abandone el juicio cuando más lo necesitamos... Su
hija de usted está enamorada...

D.ª IRENE.--¿Pues no lo he dicho ya mil veces? Sí, señor, que lo
está; y bastaba que yo lo dijese para que...

D. DIEGO.--¡Este vicio maldito de interrumpir á cada paso! Déjeme
usted hablar.

D.ª IRENE.--Bien, vamos, hable usted.

D. DIEGO.--Está enamorada; pero no está enamorada de mí.

D.ª IRENE.--¿Qué dice usted?

D. DIEGO.--Lo que usted oye.

D.ª IRENE.--Pero ¿quién le ha contado á usted esos disparates?

D. DIEGO.--Nadie. Yo lo sé, yo lo he visto, nadie me lo ha contado;
y cuando se lo digo á usted, bien seguro estoy de que es verdad...
Vaya, ¿qué llanto es ese?

D.ª IRENE (_llorando_).--¡Pobre de mí!

D. DIEGO.--¿Á qué viene eso?

D.ª IRENE.--¡Porque me ven sola y sin medios, y porque soy una pobre
viuda, parece que todos me desprecian y se conjuran contra mí!

D. DIEGO.--Señora doña Irene...

D.ª IRENE.--Al cabo de mis años y de mis achaques, verme tratada de
esta manera, como un estropajo, como una puerca cenicienta, vamos
al decir... ¿Quién lo creyera de usted?... ¡Válgame Dios!... ¡Si
vivieran mis tres difuntos!... Con el último difunto que me viviera,
que tenía un genio como una serpiente...

D. DIEGO.--Mire usted, señora, que se me acaba ya la paciencia.

D.ª IRENE.--Que lo mismo era replicarle que se ponía hecho una furia
del infierno, y un día del Corpus, yo no sé por qué friolera, hartó
de mojicones á un comisario ordenador, y si no hubiera sido por dos
padres del Carmen, que se pusieron de por medio, le estrella contra
un poste en los portales de Santa Cruz.

D. DIEGO.--Pero ¿es posible que no ha de atender usted á lo que voy á
decirla?

D.ª IRENE.--¡Ay! no, señor, que bien lo sé, que no tengo pelo de
tonta, no, señor... Usted ya no quiere á la niña, y busca pretextos
para zafarse de la obligación en que está... ¡Hija de mi alma y de mi
corazón!

D. DIEGO.--Señora doña Irene, hágame usted el gusto de oirme, de no
replicarme, de no decir despropósitos; y luégo que usted sepa lo que
hay, llore, y gima, y grite, y diga cuánto quiera... Pero entre tanto
no me apure usted el sufrimiento, por amor de Dios.

D.ª IRENE.--Diga usted lo que le dé la gana.

D. DIEGO.--Que no volvamos otra vez á llorar y á...

D.ª IRENE.--No, señor, ya no lloro. (_Enjugándose las lágrimas con un
pañuelo._)

D. DIEGO.--Pues hace ya cosa de un año, poco más ó menos, que doña
Paquita tiene otro amante. Se han hablado muchas veces, se han
escrito, se han prometido amor, fidelidad, constancia... Y por
último, existe en ambos una pasión tan fina, que las dificultades
y la ausencia, lejos de disminuirla, han contribuído eficazmente á
hacerla mayor... En este supuesto...

D.ª IRENE.--Pero ¿no conoce usted, señor, que todo es un chisme,
inventado por alguna mala lengua que no nos quiere bien?

D. DIEGO.--Volvemos otra vez á lo mismo... No, señora, no es chisme.
Repito de nuevo que lo sé.

D.ª IRENE.--¿Qué ha de saber usted, señor, ni qué traza tiene
eso de verdad? ¡Conque la hija de mis entrañas encerrada en un
convento, ayunando los siete reviernes, acompañada de aquellas santas
religiosas! ¡Ella, que no sabe lo que es mundo, que no ha salido
todavía del cascarón, como quien dice!... Bien se conoce que no sabe
usted el genio que tiene Circuncisión... Pues bonita es ella para
haber disimulado á su sobrina el menor desliz.

D. DIEGO.--Aquí no se trata de ningún desliz, señora doña Irene;
se trata de una inclinación honesta, de la cual hasta ahora no
habíamos tenido antecedente alguno. Su hija de usted es una niña muy
honrada, y no es capaz de deslizarse... Lo que digo es que la madre
Circuncisión, y la Soledad, y la Candelaria, y todas las madres,
y usted, y yo el primero, nos hemos equivocado solemnemente. La
muchacha se quiere casar con otro, y no conmigo... Hemos llegado
tarde; usted ha contado muy de ligero con la voluntad de su hija...
Vaya, ¿para qué es cansarnos? Lea usted ese papel, y verá si tengo
razón.

(_Saca el papel de don Carlos y se le da. Doña Irene, sin leerle,
se levanta muy agitada, se acerca á la puerta de su cuarto y llama.
Levántase don Diego, y procura en vano contenerla._)

D.ª IRENE.--¡Yo he de volverme loca!... ¡Francisquita!... ¡Virgen del
Tremedal!... ¡Rita! ¡Francisca!

D. DIEGO.--Pero ¿á qué es llamarlas?

D.ª IRENE.--Sí, señor, que quiero que venga, y que se desengañe la
pobrecita de quién es usted.

D. DIEGO.--Lo echó todo á rodar... Esto le sucede á quien se fía de
la prudencia de una mujer.


ESCENA XII.

DOÑA FRANCISCA, RITA, DOÑA IRENE, DON DIEGO.

RITA.--¡Señora!

D.ª FRANCISCA.--¿Me llamaba usted?

D.ª IRENE.--Sí, hija, sí; porque el señor don Diego nos trata de un
modo que ya no se puede aguantar. ¿Qué amores tienes, niña? ¿Á quién
has dado palabra de matrimonio? ¿Qué enredos son estos?... Y tú,
picarona... Pues tú también lo has de saber... Por fuerza lo sabes...
¿Quién ha escrito este papel? ¿Qué dice?

(_Presentando el papel abierto á doña Francisca._)

RITA (_aparte á doña Francisca_).--Su letra es.

D.ª FRANCISCA.--¡Qué maldad!... Señor don Diego, ¿así cumple usted su
palabra?

D. DIEGO.--Bien sabe Dios que no tengo la culpa... Venga usted
aquí... (_Asiendo de una mano á doña Francisca, la pone á su lado._)
No hay que temer... Y usted, señora, escuche y calle, y no me
ponga en términos de hacer un desatino... Déme usted ese papel...
(_Quitándola el papel de las manos á doña Irene._) Paquita, ya se
acuerda usted de las tres palmadas de esta noche.

D.ª FRANCISCA.--Mientras viva me acordaré.

D. DIEGO.--Pues este es el papel que tiraron á la ventana... No hay
que asustarse, ya lo he dicho. (_Lee._) «Bien mío; si no consigo
hablar con usted, haré lo posible para que llegue á sus manos esta
carta. Apenas me separé de usted, encontré en la posada al que
yo llamaba mi enemigo, y al verle no sé cómo no espiré de dolor.
Me mandó que saliera inmediatamente de la ciudad, y fué preciso
obedecerle. Yo me llamo don Carlos, no don Félix... Don Diego es
mi tío. Viva usted dichosa, y olvide para siempre á su infeliz
amigo.--_Carlos de Urbina._»

D.ª IRENE.--¿Conque hay eso?

D.ª FRANCISCA.--¡Triste de mí!

D.ª IRENE.--¿Conque es verdad lo que decía el señor, grandísima
picarona? Te has de acordar de mí.

(_Se encamina hacia doña Francisca, muy colérica y en ademán de
querer maltratarla. Rita y don Diego procuran estorbarlo._)

D.ª FRANCISCA.--¡Madre!... Perdón.

D.ª IRENE.--No, señor, que la he de matar.

D. DIEGO.--¿Qué locura es esta?

D.ª IRENE.--He de matarla.


ESCENA XIII.

DON CARLOS, DON DIEGO, DOÑA IRENE, DOÑA FRANCISCA, RITA.

D. CARLOS.--Eso no... (_Sale don Carlos del cuarto precipitadamente;
coge de un brazo á doña Francisca, se la lleva hacia el fondo del
teatro, y se pone delante de ella para defenderla. Doña Irene se
asusta y se retira._) Delante de mí nadie ha de ofenderla.

D.ª FRANCISCA.--¡Carlos!

D. CARLOS (_acercándose á don Diego_.)--Disimule usted mi
atrevimiento... He visto que la insultaban, y no me he sabido
contener.

D.ª IRENE.--¿Qué es lo que me sucede, Dios mío?... ¿Quién es
usted?... ¿Qué acciones son estas?... ¡Qué escándalo!

D. DIEGO.--Aquí no hay escándalos... Ese es de quien su hija de usted
está enamorada... Separarlos y matarlos, viene á ser lo mismo...
Carlos... No importa... Abraza á tu mujer.

(_Don Carlos va adonde está doña Francisca, se abrazan, y ambos se
arrodillan á los piés de don Diego._)

D.ª IRENE.--¿Conque su sobrino de usted?

D. DIEGO.--Sí, señora, mi sobrino, que con sus palmadas, y su música,
y su papel me ha dado la noche más terrible que he tenido en mi
vida... ¿Qué es esto, hijos míos, qué es esto?

D.ª FRANCISCA.--¿Conque usted nos perdona y nos hace felices?

D. DIEGO.--Sí, prendas de mi alma... Sí.

(_Los hace levantar con expresiones de ternura._)

D.ª IRENE.--¿Y es posible que usted se determine á hacer un
sacrificio?...

D. DIEGO.--Yo pude separarlos para siempre, y gozar tranquilamente
la posesión de esta niña amable; pero mi conciencia no lo sufre...
¡Carlos!... ¡Paquita! ¡Qué dolorosa impresión me deja en el alma el
esfuerzo que acabo de hacer! Porque, al fin, soy hombre miserable y
débil.

D. CARLOS (_besándole las manos_.)--Si nuestro amor, si nuestro
agradecimiento pueden bastar á consolar á usted en tanta pérdida...

D.ª IRENE.--¡Conque el bueno de don Carlos! Vaya que...

D. DIEGO.--Él y su hija de usted estaban locos de amor, mientras
usted y las tías fundaban castillos en el aire, y me llenaban la
cabeza de ilusiones, que han desaparecido como un sueño... Esto
resulta del abuso de la autoridad, de la opresión que la juventud
padece; estas son las seguridades que dan los padres y los tutores, y
esto lo que se debe fiar en el sí de las niñas... Por una casualidad
he sabido á tiempo el error en que estaba... ¡Ay de aquellos que lo
saben tarde!

D.ª IRENE.--En fin, Dios los haga buenos, y que por muchos años se
gocen... Venga usted acá, señor, venga usted, que quiero abrazarle...
(_Abrázanse don Carlos y doña Irene, doña Francisca se arrodilla y
la besa la mano._) Hija, Francisquita. ¡Vaya! Buena elección has
tenido... Cierto que es un mozo muy galán... Morenillo, pero tiene un
mirar de ojos muy hechicero.

RITA.--Sí, dígaselo usted, que no lo ha reparado la niña... Señorita,
un millón de besos.

(_Doña Francisca y Rita se besan, manifestando mucho contento._)

D.ª FRANCISCA.--¿Pero ves qué alegría tan grande?... Y tú, como me
quieres tanto... siempre, siempre serás mi amiga.

D. DIEGO.--Paquita hermosa, (_Abraza á doña Francisca._) recibe los
primeros abrazos de tu nuevo padre... No temo ya la soledad terrible
que amenazaba á mi vejez... Vosotros (_Asiendo de las manos á doña
Francisca y á don Carlos._) seréis la delicia de mi corazón; y el
primer fruto de vuestro amor... sí, hijos, aquel... no hay remedio,
aquel es para mí. Y cuando le acaricie en mis brazos podré decir: á
mí me debe su existencia este niño inocente; si sus padres viven, si
son felices, yo he sido la causa.

D. CARLOS.--¡Bendita sea tanta bondad!

D. DIEGO.--Hijos, bendita sea la de Dios.

[Ilustración]



LA ESCUELA DE LOS MARIDOS

COMEDIA EN 3 ACTOS, EN PROSA, ESTRENADA EN 1812



PERSONAS


  DON GREGORIO.
  DON MANUEL.
  DOÑA ROSA.
  DOÑA LEONOR.
  JULIANA.
  DON ENRIQUE.
  COSME.
  UN COMISARIO.
  UN ESCRIBANO.
  UN LACAYO. }
  UN CRIADO. } No hablan.


_La escena es en Madrid, en la plazuela de los Afligidos._


  La primera casa á mano derecha inmediata al proscenio es la de
  D. Gregorio, y la de en frente la de D. Manuel. Al fin de la
  acera, junto al foro, está la de D. Enrique, y al otro lado la
  del Comisario. Habrá salidas de calle practicables para salir y
  entrar los personajes de la comedia.


_La acción empieza á las cinco de la tarde y acaba á las ocho de la
noche._



[Ilustración]



ACTO I.


ESCENA PRIMERA.

DON MANUEL, DON GREGORIO.

D. GREGORIO.--Y por último, señor don Manuel, aunque usted es en
efecto mi hermano mayor, yo no pienso seguir sus correcciones de
usted ni sus ejemplos. Haré lo que guste, y nada más; y me va muy
lindamente con hacerlo así.

D. MANUEL.--Ya; pero das lugar á que todos se burlen, y...

D. GREGORIO.--¿Y quién se burla? Otros tan mentecatos como tú.

D. MANUEL.--Mil gracias por la atención, señor don Gregorio.

D. GREGORIO.--Y bien, ¿qué dicen esos graves censores? ¿Qué hallan en
mí que merezca su desaprobación?

D. MANUEL.--Desaprueban la rusticidad de tu carácter, esa aspereza
que te aparta del trato y los placeres honestos de la sociedad, esa
extravagancia que te hace tan ridículo en cuanto piensas y dices y
obras, y hasta en el modo de vestir te singulariza.

D. GREGORIO.--En eso tienen razón, y conozco lo mal que hago en
no seguir puntualmente lo que manda la moda; en no proponerme por
modelo á los mocitos evaporados, casquivanos y pisaverdes. Si así lo
hiciera, estoy bien seguro de que mi hermano mayor me lo aplaudiría;
porque, gracias á Dios, le veo acomodarse puntualmente á cuantas
locuras adoptan los otros.

D. MANUEL.--¡Es raro empeño el que has tomado de recordarme tan
á menudo que soy viejo! Tan viejo soy, que te llevo dos años de
ventaja; yo he cumplido cuarenta y cinco, y tú cuarenta y tres; pero
aunque los míos fuesen muchos más, ¿sería esta una razón para que
me culparas el ser tratable con las gentes, el tener buen humor, el
gustar de vestirme con decencia, andar limpio, y?... Pues qué, ¿la
vejez nos condena por ventura á aborrecerlo todo, á no pensar en otra
cosa que en la muerte? ¿Ó deberemos añadir á la deformidad que traen
los años consigo un desaliño voluntario, una sordidez que repugne
á cuantos nos vean, y sobre todo, un mal humor y un ceño que nadie
pueda sufrir? Yo te aseguro que si no mudas de sistema, la pobre
Rosita será poco feliz con un marido tan impertinente como tú, y que
el matrimonio que la previenes será tal vez un origen de disgustos y
de recíproco aborrecimiento, que...

D. GREGORIO.--La pobre Rosita vivirá más dichosa conmigo, que su
hermanita la pobre Leonor, destinada á ser esposa de un caballero
de tus prendas y de tu mérito. Cada uno procede y discurre como le
parece, señor hermano... Las dos son huérfanas; su padre, amigo
nuestro, nos dejó encargada al tiempo de su muerte la educación de
entrambas; y previno que si andando el tiempo queríamos casarnos
con ellas, desde luégo aprobaba y bendecía esta unión; y en caso
de no verificarse, esperaba que las buscaríamos una colocación
proporcionada, fiándolo todo á nuestra honradez y á la mucha amistad
que con él tuvimos. En efecto, nos dió sobre ellas la autoridad de
tutor, de padre y esposo. Tú te encargaste de cuidar de Leonor, y yo
de Rosita: tú has enseñado á la tuya como has querido, y yo á la mía
como me ha dado la gana, ¿estamos?

D. MANUEL.--Sí; pero me parece á mí...

D. GREGORIO.--Lo que á mí me parece es que usted no ha sabido educar
la suya; pero repito que cada cual puede hacer en esto lo que más le
agrade. Tú consientes que la tuya sea despejada y libre y pizpireta;
séalo en buen hora. Permites que tenga criadas, y se deje servir
como una señorita: lindamente. La das ensanches para pasearse por
el lugar, ir á visitas, y oir las dulzuras de tanto enamorado
zascandil: muy bien hecho. Pero yo pretendo que la mía viva á mi
gusto, y no al suyo; que se ponga un juboncito de estameña; que no
me gaste zapaticos de color sino los días en que repican recio; que
se esté quietecita en casa, como conviene á una doncella virtuosa;
que acuda á todo; que barra, que limpie, y cuando haya concluído
estas ocupaciones, me remiende la ropa y haga calceta. Esto es lo
que quiero; y que nunca oiga las tiernas quejas de los mozalbetes
antojadizos; que no hable con nadie, ni con el gato, sin tener
escucha; que no salga de casa jamás sin llevar escolta... La carne es
frágil, señor mío; yo veo los trabajos que pasan otros, y puesto que
ha de ser mi mujer, quiero asegurarme de su conducta, y no exponerme
á aumentar el número de los maridos zanguangos.


ESCENA II.

DOÑA LEONOR, DOÑA ROSA, JULIANA. (_Las tres salen con mantilla y
basquiña de casa de don Gregorio, y hablan inmediatas á la puerta._)
DON GREGORIO, DON MANUEL.

D.ª LEONOR.--No te dé cuidado. Si te riñe, yo me encargo de
responderle.

JULIANA.--¡Siempre metida en un cuarto, sin ver la calle, ni poder
hablar con persona humana! ¡Qué fastidio!

D.ª LEONOR.--Mucha lástima tengo de ti.

D.ª ROSA.--Milagro es que no me haya dejado debajo de llave, ó me
haya llevado consigo, que aún es peor.

JULIANA.--Le echaría yo más alto que...

D. GREGORIO.--¡Oiga! ¿Y adónde van ustedes, niñas?

D.ª LEONOR.--La he dicho á Rosita que se venga conmigo para que se
esparza un poco. Saldremos por aquí por la puerta de San Bernardino,
y entraremos por la de Fuencarral. Don Manuel nos hará el gusto de
acompañarnos...

D. MANUEL.--Sí por cierto: vamos allá.

D.ª LEONOR.--Y mire usted: yo me quedo á merendar en casa de doña
Beatriz... Me ha dicho tantas veces que por qué no llevo á ésta por
allá, que ya no sé qué decirla; conque, si usted quiere, irá conmigo
esta tarde; merendaremos, nos divertiremos un rato por el jardín, y
al anochecer estamos de vuelta.

D. GREGORIO.--Usted (_Á doña Leonor, á Juliana, á don Manuel y á doña
Rosa, según lo indica el diálogo_) puede irse adonde guste, usted
puede ir con ella... Tal para cual. Usted puede acompañarlas si lo
tiene á bien; y usted á casa.

D. MANUEL.--Pero hermano, déjalas que se diviertan, y que...

D. GREGORIO.--Á más ver.

(_Coge del brazo á doña Rosa, haciendo ademán de entrarse con ella en
su casa._)

D. MANUEL.--La juventud necesita...

D. GREGORIO.--La juventud es loca, y la vejez es loca también muchas
veces.

D. MANUEL.--Pero ¿hay algún inconveniente en que se vaya con su
hermana?

D. GREGORIO.--No, ninguno; pero conmigo está mucho mejor.

D. MANUEL.--Considera que...

D. GREGORIO.--Considero que debe hacer lo que yo la mande... y
considero que me interesa mucho su conducta.

D. MANUEL.--Pero ¿piensas tú que me será indiferente á mí la de su
hermana?

JULIANA (_aparte_).--¡Tuerto maldito!

D.ª ROSA.--No creo que tiene usted motivo ninguno para...

D. GREGORIO.--Usted calle, señorita, que ya la explicaré yo á usted
si es bien hecho querer salir de casa sin que yo se lo proponga, y la
lleve, y la traiga, y la cuide.

D.ª LEONOR.--Pero ¿qué quiere usted decir con eso?

D. GREGORIO.--Señora doña Leonor, con usted no va nada. Usted es una
doncella muy prudente. No hablo con usted.

D.ª LEONOR.--Pero ¿piensa usted que mi hermana estará mal en mi
compañía?

D. GREGORIO.--¡Oh, qué apurar! (_Suelta el brazo de doña Rosa y se
acerca adonde están los demás._) No estará muy bien, no, señora; y
hablando en plata, las visitas que usted la hace me agradan poco, y
el mayor favor que usted puede hacerme, es el de no volver por acá.

D.ª LEONOR.--Mire usted, señor don Gregorio, usando con usted de la
misma franqueza, le digo que yo no sé cómo ella tomará semejantes
procedimientos; pero bien adivino el efecto que haría en mí una
desconfianza tan injusta. Mi hermana es; pero dejaría de tener mi
sangre, si fuesen capaces de inspirarla amor esos modales feroces, y
esa opresión en que usted la tiene.

JULIANA.--Y dice bien. Todos esos cuidados son cosa insufrible.
¡Encerrar de esa manera á las mujeres! ¡Pues qué!, ¿estamos entre
turcos, que dicen que las tienen allá como esclavas, y que por eso
son malditos de Dios? ¡Vaya, que nuestro honor debe ser cosa bien
quebradiza, si tanto afán se necesita para conservarle! Y qué,
¿piensa usted que todas esas precauciones pueden estorbarnos el hacer
nuestra santísima voluntad? Pues no lo crea usted; y al hombre más
ladino le volvemos tarumba cuando se nos pone en la cabeza burlarle
y confundirle. Ese encerramiento y esos centinelas son ilusiones de
locos, y lo más seguro es fiarse de nosotras. El que nos oprime, á
grandísimo peligro se expone; nuestro honor se guarda á sí mismo,
y el que tanto se afana en cuidar de él, no hace otra cosa que
despertarnos el apetito. Yo de mí sé decir, que si me tocara en
suerte un marido tan caviloso como usted y tan desconfiado, por el
nombre que tengo que me las había de pagar.

D. GREGORIO.--Mira la buena enseñanza que das á tu familia, ¿ves? ¿Y
lo sufres con tanta paciencia?

D. MANUEL.--En lo que ha dicho no hallo motivos de enfadarme, sino de
reir; y bien considerado no la falta razón. Su sexo necesita un poco
de libertad, Gregorio, y el rigor excesivo no es á propósito para
contenerle. La virtud de las esposas y de las doncellas no se debe ni
á la vigilancia más suspicaz, ni á las celosías, ni á los cerrojos.
Bien poco estimable sería una mujer, si sólo fuese honesta por
necesidad y no por elección. En vano queremos dirigir su conducta, si
antes de todo no procuramos merecer su confianza y su cariño. Yo te
aseguro que, á pesar de todas las precauciones imaginables, siempre
temería que peligrase mi honor en manos de una persona á quien sólo
faltase la ocasión de ofenderme, si por otra parte la sobraban los
deseos.

D. GREGORIO.--Todo eso que dices no vale nada.

(_Juliana se acerca á doña Rosa, que estará algo apartada. Don
Gregorio lo advierte, la mira con enojo, y Juliana vuelve á
retirarse._)

D. MANUEL.--Será lo que tú quieras... Pero insisto en que es menester
instruir á la juventud con la risa en los labios, reprender sus
defectos con grandísima dulzura, y hacerla que ame la virtud, no que
á su nombre se atemorice. Estas máximas he seguido en la educación de
Leonor. Nunca he mirado como delito sus desahogos inocentes, nunca
me he negado á complacer aquellas inclinaciones que son propias
de la primera edad; y te aseguro que hasta ahora no me ha dado
motivos de arrepentirme. La he permitido que vaya á concurrencias,
á diversiones, que baile, que frecuente los teatros; porque en mi
opinión (suponiendo siempre los buenos principios) no hay cosa que
más contribuya á rectificar el juicio de los jóvenes. Y á la verdad,
si hemos de vivir en el mundo, la escuela del mundo instruye mejor
que los libros más doctos. Su padre dispuso que fuera mi mujer; pero
estoy bien lejos de tiranizarla: para ninguna cosa la daré mayor
libertad que para esta resolución, porque no debo olvidarme de la
diferencia que hay entre sus años y los míos. Más quiero verla agena,
que poseerla á costa de la menor repugnancia suya.

D. GREGORIO.--¡Qué blandura, qué suavidad! Todo es miel y almíbar...
Pero permítame usted que le diga, señor hermano, que cuando se ha
concedido en los primeros años demasiada holgura á una niña, es
muy difícil ó acaso imposible el sujetarla después, y que se verá
usted sumamente embrollado cuando su pupila sea ya su mujer y por
consecuencia tenga que mudar de vida y costumbres.

D. MANUEL.--Y ¿por qué ha de hacerse esa mudanza?

D. GREGORIO.--¿Por qué?

D. MANUEL.--Sí.

D. GREGORIO.--No sé. Si usted no lo alcanza, yo no lo sé tampoco.

D. MANUEL.--¿Pues hay algo en eso contra la estimación?

D. GREGORIO.--¡Calle! ¿Conque si usted se casa con ella, la dejará
vivir en la misma santa libertad que ha tenido hasta ahora?

D. MANUEL.--¿Y por qué no?

D. GREGORIO.--¿Y consentirá que gaste blondas y cintas y flores y
abaniquitos de anteojo y?...

D. MANUEL.--Sin duda.

D. GREGORIO.--¿Y que vaya al Prado y á la comedia con otras
cabecillas, y habrá simoniaco y merienda en el río, y?...

D. MANUEL.--Cuando ella quiera.

D. GREGORIO.--¿Y tendrá usted conversación en casa, chocolate,
lotería, baile, forte-piano y coplitas italianas?

D. MANUEL.--Preciso.

D. GREGORIO.--¿Y la señorita oirá las impertinencias de tanto galán
amartelado?

D. MANUEL.--Si no es sorda.

D. GREGORIO.--¿Y usted callará á todo, y lo verá con ánimo tranquilo?

D. MANUEL.--Pues ya se supone.

D. GREGORIO.--Quítate de ahí, que eres un loco... Vaya usted adentro,
niña; usted no debe asistir á pláticas tan indecentes.

(_Hace entrar en su casa á doña Rosa apresuradamente, cierra la
puerta, y se pasea colérico por el teatro._)


ESCENA III.

DON MANUEL, DON GREGORIO, DOÑA LEONOR, JULIANA.

D. MANUEL.--Ya te lo he dicho. La que sea mi esposa vivirá conmigo
en libertad honesta, la trataré bien, haré estimación de ella, y
probablemente corresponderá como debe á este amor y á esta confianza.

D. GREGORIO.--¡Oh! qué gusto he de tener cuando la tal esposa le...

D. MANUEL.--¿Qué?... Vamos, acaba de decirlo.

D. GREGORIO.--¡Qué gusto ha de ser para mí!

D. MANUEL.--Yo ignoro cuál será mi suerte; pero creo que si no te
sucede á ti el chasco pesado que me pronosticas, no será ciertamente
por no haber hecho de tu parte cuantas diligencias son necesarias
para que suceda.

D. GREGORIO.--Sí, ríe, búrlate. Ya llegará la mía, y veremos entonces
cuál de los dos tiene más gana de reir.

D.ª LEONOR.--Yo le aseguro del peligro con que usted le amenaza,
señor don Gregorio, y desprecio la infame sospecha que usted se
atreve á suscitar delante de mí. Yo le prometo, si llega el caso de
que este matrimonio se verifique, que su honor no padezca, porque me
estimo á mí propia en mucho; pero si usted hubiera de ser mi marido,
en verdad que no me atrevería á decir otro tanto.

JULIANA.--Realmente es cargo de conciencia con los que nos tratan
bien, y hacen confianza de nosotras; pero con hombres como usted, pan
bendito.

D. GREGORIO.--Vaya enhoramala, habladora, desvergonzada, insolente.

D. MANUEL.--Tú tienes la culpa de que ella hable así... Vamos,
Leonor. Allá te dejaré con tus amigas, y yo me volveré á despachar el
correo.

D.ª LEONOR.--Pero ¿no irá usted por mí?

D. MANUEL.--¿Qué sé yo? Si no he ido al anochecer, el criado de doña
Beatriz puede acompañaros. Adios, Gregorio. Conque quedamos en que es
menester mudar de humor, y en que esto de encerrar á las mujeres es
mucho desatino. Soy criado de usted.

D. GREGORIO.--Yo no soy criado de usted. Vaya usted con Dios.

(_Don Manuel y las dos mujeres se van por una de las calles._)


ESCENA IV.

DON GREGORIO.

D. GREGORIO.--Dios los cría, y ellos se juntan... ¡Qué familia!
Un hombre maduro empeñado en vivir como un mancebito de primera
tijera; una solterita desenfadada y mujer de mundo; unos criados sin
vergüenza ni... No, la prudencia misma no bastaría á corregir los
desórdenes de semejante casa... Lo peor es que Rosita no aprenderá
cosa buena con estos ejemplos, y tal vez pudieran malograrse las
ideas de recogimiento y virtud que he sabido inspirarla... Pondremos
remedio... Muy buena es la plazuela de Afligidos, pero en Griñón
estará mejor. Sí, cuanto antes; y allí volverá á divertirse con sus
lechugas y sus gallinitas.


ESCENA V.

DON ENRIQUE, COSME (_Salen los dos de la casa de don Enrique y
observan á don Gregorio, que estará distante._), DON GREGORIO.

COSME.--¿Es él?

D. ENRIQUE.--Sí, él es; el cruel tutor de la hermosa prisionera que
adoro.

D. GREGORIO.--Pero ¡no es cosa de aturdirse al ver la corrupción
actual de las costumbres!...

D. ENRIQUE.--Quisiera vencer mi repugnancia, hablar con él, y ver si
logro de alguna manera introducirme.

D. GREGORIO.--En vez de aquella severidad que caracterizaba la
honradez antigua (_Se acerca un poco don Enrique por el lado derecho
de don Gregorio, y le hace cortesía_), no vemos en nuestra juventud
sino excesos de inobediencia, libertinaje y...

D. ENRIQUE.--Pero ¿este hombre no ve?

COSME.--¡Ay! es verdad. Ya no me acordaba. Si este es el lado del ojo
huero. Vamos por el otro.

(_Hace que don Enrique pase por detrás de don Gregorio al lado
opuesto._)

D. GREGORIO.--No, no, no... Es preciso salir de aquí. Mi permanencia
en la corte no pudiera menos de... (_Estornuda y se suena._)

D. ENRIQUE.--No hay remedio; yo quiero introducirme con él.

D. GREGORIO.--¿Eh? (_Se vuelve hacia el lado derecho, y no viendo á
nadie, prosigue su discurso._) Pensé que hablaban... Á lo menos en un
lugar, bendito Dios, no se ven estas locuras de por aquí.

COSME.--Acérquese usted.

D. GREGORIO.--¿Quién va? (_Vuelve por el lado derecho; se rasca la
oreja, y al concluir una vuelta entera, repara en don Enrique, que le
hace cortesías con sombrero. Don Gregorio se aparta, y don Enrique se
le va acercando._) Las orejas me zumban... Allí todas las diversiones
de las muchachas se reducen á... ¿Es á mí?

COSME.--Ánimo.

D. GREGORIO.--Allí ninguno de estos barbilindos viene con sus... ¡Qué
diablos!... ¡Dale!... ¡Vaya, que el hombre es atento!

D. ENRIQUE.--Mucho sentiría, caballero, haberle distraído á usted de
sus meditaciones.

D. GREGORIO.--En efecto.

D. ENRIQUE.--Pero la oportunidad de conocer á usted, que ahora se me
presenta, es para mí una fortuna, una satisfacción tan apetecible,
que no he podido resistir al deseo de saludarle...

D. GREGORIO.--Bien.

D. ENRIQUE.--Y de manifestarle á usted con la mayor sinceridad cuánto
celebraría poderme ocupar en servicio suyo.

D. GREGORIO.--Lo estimo.

D. ENRIQUE.--Tengo la dicha de ser vecino de usted, en lo cual debo
estar muy agradecido á mi suerte, que me proporciona...

D. GREGORIO.--Muy bien.

D. ENRIQUE.--¿Y sabe usted las noticias que hoy tenemos? En la corte
aseguran como cosa muy positiva...

D. GREGORIO.--¿Qué me importa?

D. ENRIQUE.--Ya; pero á veces tiene uno curiosidad de saber
novedades, y...

D. GREGORIO.--¡Eh!

D. ENRIQUE.--Realmente. (_Después de una larga pausa prosigue don
Enrique. Se pára, deseando que don Gregorio le conteste; y viendo que
no lo hace, sigue hablando._) Madrid es un pueblo en que se disfrutan
más comodidades y diversiones que en otra parte... Las provincias
en comparación de esto... Ya se ve, ¡aquella soledad, aquella
monotonía!... Y usted ¿en qué pasa el tiempo?

D. GREGORIO.--En mis negocios.

D. ENRIQUE.--Sí; pero el ánimo necesita descanso, y á las veces se
rinde por la demasiada aplicación á los asuntos graves... Y de noche,
antes de recogerse, ¿qué hace usted?

D. GREGORIO.--Lo que me da la gana.

D. ENRIQUE.--Muy bien dicho. La respuesta es exactísima, y desde
luégo se echa de ver su prudencia de usted en no querer hacer cosa
que no sea muy de su agrado. Cierto que... Yo, si usted no estuviese
muy ocupado, pasaría, así, algunas noches á su casa de usted, y...

D. GREGORIO.--Agur.

(_Atraviesa por entre los dos, se entra en su casa, y cierra._)


ESCENA VI.

DON ENRIQUE, COSME.

D. ENRIQUE.--¿Qué te parece, Cosme? ¿Ves qué hombre este?

COSME.--Asperillo es de condición, y amargo de respuestas.

D. ENRIQUE.--¡Ah! ¡Yo me desespero!

COSME.--¿Y por qué?

D. ENRIQUE.--¿Eso me preguntas? Porque veo sin libertad á la prenda
que más estimo, en poder de ese bárbaro, de ese dragón vigilante, que
la guarda y la oprime.

COSME.--Auto en favor. Eso que á usted le apesadumbra debiera
hacerle concebir mayor esperanza. Sepa usted, señor don Enrique,
para que se tranquilice y se consuele, que una mujer, á quien celan
y guardan mucho, está ya medio conquistada; y que el mal humor de
los maridos y de los padres no hace otra cosa que adelantar las
pretensiones del galán. Yo no soy enamoradizo, ni entiendo de esos
filis; pero muchas veces oí decir á algunos de mis amos anteriores
(corsarios de profesión), que no había para ellos mayor gusto que
el de hallarse con uno de estos maridos fastidiosos, groseros,
regañones, atisbadores, impertinentes, cavilosos, coléricos, que
armados con la autoridad de maridos, á vista de los amantes de su
mujer, la martirizan y la desesperan. Y ¿qué sucede? Lo que es
natural, naturalísimo: que el tímido caballero, animándose al ver el
justo resentimiento de la señora por los ultrajes que ha padecido,
se lastima de su situación, la consuela, la acaricia, la arrulla;
y ella, como es regular, se lo agradece, y... en fin, se adelanta
camino. Créame usted: la aspereza del consabido tutor le facilitará á
usted los medios de enamorar á la pupila.

D. ENRIQUE.--¿Qué facilidades me propones, cuando sabes que hace
ya tres meses que suspiro en vano? Ganado el pleito, por el cual
emprendí mi viaje de Córdoba á Madrid, entretengo con dilaciones á
mi buen padre, impaciente de verme; huyo del trato de mis amigos, de
las muchas distracciones que ofrece la corte; me vengo á vivir á este
barrio solitario para estar cerca de doña Rosita y tener ocasiones de
hablarla, y hasta ahora mi desdicha ha sido tan grande, que no lo he
podido conseguir.

COSME.--Dicen que amor es invencionero y astuto; pero no me parece
á mí que usted pone toda la diligencia que pide el caso, ni que
discurre arbitrios para...

D. ENRIQUE.--¿Y qué he de hacer yo, si la casa está cerrada siempre
como un castillo; si no hay dentro de ella criado ni criada alguna de
quien poder valerme; si nunca sale por esa puerta sin ir acompañada
de su feroz alcaide?

COSME.--¿De suerte, que ella todavía no sabe que usted la quiere?

D. ENRIQUE.--No sé qué decirte. Bien me ha visto que la sigo á todas
partes, y que me recato de que su tutor repare en mí. Cuando la lleva
á misa á San Marcos, allí estoy yo; si alguna vez se va á pasear
con ella hacia la Florida, al cementerio ó al camino de Maudes,
siempre la he seguido á lo lejos. Cuando he podido acercarme, bien he
procurado que lea en mis ojos lo que padece mi corazón; pero ¿quién
sabe si ella ha comprendido este idioma, y si agradece mi amor, ó le
desestima?

COSME.--Á la fe que el tal lenguaje es un poco oscuro, si no le
acompañan las palabras ó las letras.

D. ENRIQUE.--No sé qué hacer para salir de esta inquietud, y
averiguar si me ha entendido y conoce lo que la quiero... Discurre tú
algún arbitrio...

COSME.--Sí, discurramos.

D. ENRIQUE.--Á ver si se puede...

COSME.--Ya lo entiendo; pero aquí no estamos bien. Á casa.

D. ENRIQUE.--Pues ¿qué importa que?...

COSME.--No ve usted que si el amigo estuviese ahí detrás de las
persianas avizorándonos con el ojo que le sobra... No, no, á casa...
Y despacito, como que...

D. ENRIQUE.--Sí, dices bien.

(_Vanse los dos, encaminándose lentamente á casa de don Enrique._)



ACTO II.


ESCENA PRIMERA.

DON MANUEL.

(_Sale don Manuel por una de las calles, llega á su casa, tira de la
campanilla, después de una breve pausa se abre la puerta, entra, y
queda cerrada como antes._)

D. MANUEL.--Abre.


ESCENA II.

DON GREGORIO, DOÑA ROSA, (_salen los dos de casa de don Gregorio_).

D. GREGORIO.--Bien, vete que ya sé la casa, y aun por las señas que
me das también caigo en quien es el sujeto.

(_Se aparta un poco de doña Rosa, y vuelve después._)

D.ª ROSA.--¡Oh! ¡Favorezca la suerte los ardides que me inspira un
inocente amor!

D. GREGORIO.--¿No dices que has oído que se llama don Enrique?

D.ª ROSA.--Sí, don Enrique.

D. GREGORIO.--Pues bien, tranquilízate. Vete adentro y déjame, que yo
estaré con ese aturdido y le diré lo que hace al caso.

(_Vuelve á apartarse y se queda pensativo. Entre tanto doña Rosa se
entra y cierra la puerta. Don Gregorio llama á la de don Enrique._)

D.ª ROSA.--Para una doncella demasiado atrevimiento es este... Pero
¿qué persona de juicio se negará á disculparme, si considera el
injusto rigor que padezco?

D. GREGORIO.--No perdamos tiempo... ¡Ah de casa!... Gente de paz...
Ya no me admiro de que el dichoso vecinito se me viniese haciendo
tantas reverencias; pero yo le haré ver que su proyecto insensato no
le...


ESCENA III.

COSME, DON GREGORIO, DON ENRIQUE.

D. GREGORIO.--¡Qué bruto de!... (_Al salir Cosme da un gran tropezón
con don Gregorio._) ¡No ve usted qué modo de salir!... ¡Por poco no
me hace desnucar el bárbaro!

(_Mientras don Gregorio busca y limpia el sombrero que ha caído
por el suelo, sale don Enrique, y durante la escena le trata con
afectado cumplimiento, lo cual va impacientando progresivamente á don
Gregorio._)

D. ENRIQUE.--Caballero, siento mucho que...

D. GREGORIO.--¡Ah! precisamente es usted el que busco.

D. ENRIQUE.--¿Á mí, señor?

D. GREGORIO.--Sí por cierto... ¿No se llama usted don Enrique?

D. ENRIQUE.--Para servir á usted.

D. GREGORIO.--Para servir á Dios... Pues, señor, si usted lo permite,
yo tengo que hablarle.

D. ENRIQUE.--¿Será tanta mi felicidad, que pueda complacerle á usted
en algo?

D. GREGORIO.--No; al contrario, yo soy el que trato de hacerle á
usted un obsequio, y por eso me he tomado la libertad de venir á
buscarle.

D. ENRIQUE.--¿Y usted venía á mi casa con ese intento?

D. GREGORIO.--Sí, señor... ¿Y qué hay en eso de particular?

D. ENRIQUE.--¿Pues no quiere usted que me admire, y que envanecido
con el honor de que?...

D. GREGORIO.--Dejémonos ahora de honores y de envanecimientos...
Vamos al caso.

D. ENRIQUE.--Pero tómese usted la molestia de pasar adelante.

D. GREGORIO.--No hay para qué.

D. ENRIQUE.--Sí, sí, usted me hará este favor.

D. GREGORIO.--No por cierto. Aquí estoy muy bien.

D. ENRIQUE.--¡Oh! No es cortesía permitir que usted...

D. GREGORIO.--Pues yo le digo á usted que no quiero moverme.

D. ENRIQUE.--Será lo que usted guste. Cosme, volando, baja un
taburete para el vecino.

(_Cosme se encamina á la puerta de su casa para buscar el taburete;
después se detiene dudando lo que ha de hacer._)

D. GREGORIO.--Pero si de pié le puedo decir á usted lo que...

D. ENRIQUE.--¿De pié? ¡Oh! no se trate de eso.

D. GREGORIO.--¡Vaya que el hombre me mortifica en forma!

COSME.--¿Le traigo ó le dejo? ¿Qué he de hacer?

D. GREGORIO.--No le traiga usted.

D. ENRIQUE.--Pero sería una desatención indisculpable...

D. GREGORIO.--Hombre, más desatención es no querer oir á quien tiene
que hablar con usted.

D. ENRIQUE.--Ya oigo.

(_Don Enrique hace ademán de ponerse el sombrero; pero al ver que
don Gregorio le tiene aún en la mano, queda descubierto, le hace
insinuaciones de que se le ponga primero. Don Gregorio se impacienta,
y al fin se le ponen los dos._)

D. GREGORIO.--Así me gusta... Por Dios, dejémonos de ceremonias, que
ya me... ¿Quiere usted oirme?

D. ENRIQUE.--Sí por cierto, con muchísimo gusto.

D. GREGORIO.--Dígame usted... ¿sabe usted que yo soy tutor de una
joven muy bien parecida, que vive en aquella casa de las persianas
verdes, y se llama doña Rosita?

D. ENRIQUE.--Sí, señor.

D. GREGORIO.--Pues bien; si usted lo sabe, no hay para qué
decírselo... Y ¿sabe usted que siendo muy de mi gusto esta niña, me
interesa mucho su persona, aún más que por el pupilaje, por estar
destinada al honor de ser mi mujer?

D. ENRIQUE (_con sorpresa y sentimiento._)--No sabía eso.

D. GREGORIO.--Pues yo se lo digo á usted. Y además le digo, que si
usted gusta, no trate de galanteármela y la deje en paz.

D. ENRIQUE.--¿Quién?... ¿Yo, señor?

D. GREGORIO.--Sí, usted. No andemos ahora con disimulos.

D. ENRIQUE.--Pero ¿quién le ha dicho á usted que yo esté enamorado de
esa señorita?

D. GREGORIO.--Personas á quienes se puede dar entera fe y crédito.

D. ENRIQUE.--Pero repito que...

D. GREGORIO.--¡Dale!... Ella misma.

D. ENRIQUE.--¿Ella?

(_Se admira y manifiesta particular interés en saber lo restante._)

D. GREGORIO.--Ella. ¿No le parece á usted que basta? Como es una
muchacha muy honrada, y que me quiere bien desde su edad más tierna,
acaba de hacerme relación de todo lo que pasa. Y me encarga además
que le advierta á usted, que ha entendido muy bien lo que usted
quiere decirla con sus miradas, desde que ha dado en la flor de
seguirla los pasos; que no ignora sus deseos de usted; pero que
esta conducta la ofende, y que es inútil que usted se obstine en
manifestarla una pasión tan repugnante al cariño que á mí me profesa.

D. ENRIQUE.--¿Y dice usted que es ella misma la que le ha
encargado?...

D. GREGORIO.--Sí, señor, ella misma, la que me hace venir á darle á
usted este consejo saludable, y á decirle, que habiendo penetrado
desde luégo sus intenciones de usted, le hubiera dado este aviso
mucho tiempo antes, si hubiese tenido alguna persona de quien fiar
tan delicada comisión; pero que viéndose ya apurada y sin otro
recurso, ha querido valerse de mí para que cuanto antes sepa usted
que basta ya de guiñaduras, que su corazón todo es mío, y que si
tiene usted un tantico de prudencia, es de esperar que dirigirá sus
miradas hacia otra parte. Adios, hasta la vista. No tengo otra cosa
que advertir á usted.

(_Se aparta de ellos adelantándose hacia el proscenio._)

D. ENRIQUE.--Y bien, Cosme, ¿qué me dices de esto?

COSME.--Que no le debe dar á usted pesadumbre, que alguna maraña hay
oculta, y sobre todo, que no desprecia su obsequio de usted la que le
envía ese recado.

D. GREGORIO.--Se ve que le ha hecho efecto.

D. ENRIQUE.--¿Conque tú crees también que hay algún artificio?

COSME.--Sí... Pero vamos de aquí, porque está observándonos.

(_Los dos se entran en la casa de don Enrique. Don Gregorio, después
de haberlos observado, se pasea por el teatro._)


ESCENA IV.

DON GREGORIO, DOÑA ROSA.

D. GREGORIO.--Anda, pobre hombre, anda, que no esperabas tú semejante
visita... Ya se ve, una niña virtuosa como ella es, con la educación
que ha tenido... Las miradas de un hombre la asustan, y se da por muy
ofendida.

(_Mientras don Gregorio se pasea y hace ademanes de hablar solo, doña
Rosa abre su puerta y habla sin haberle visto; él por último se
encamina á su casa y le sorprende hallar á doña Rosa._)

D.ª ROSA.--Yo me determino. Tal vez en la sorpresa que debe causarle
no habrá entendido mi intención... ¡Oh! es menester, si ha de
acabarse esta esclavitud, no dejarle en dudas.

D. GREGORIO.--Vamos á verla y á contarla... ¡Calle! Qué ¿estabas
aquí?... Ya despaché mi comisión.

D.ª ROSA.--Bien impaciente estaba. ¿Y qué hubo?

D. GREGORIO.--Que ha surtido el efecto deseado, y el hombre queda que
no sabe lo que le pasa. Al principio se me hacía el desentendido;
pero luégo que le aseguré que tú propia me enviabas, se confundió, no
acertaba con las palabras, y no me parece que te volverá á molestar.

D.ª ROSA.--¿Eso dice usted? Pues yo temo que ese bribón nos ha de dar
alguna pesadumbre.

D. GREGORIO.--Pero ¿en qué fundas ese temor, hija mía?

D.ª ROSA.--Apenas había usted salido, me fuí á la pieza del jardín
á tomar un poco el fresco en la ventana, y oí que fuera de la tapia
cantaba un chico, y se entretenía en tirar piedras al emparrado. Le
reñí desde el balcón diciéndole que se fuese de allí, pero él se reía
y no dejaba de tirar. Como los cantos llegaban demasiado cerca, quise
meterme adentro, temerosa de que no me rompiese la cabeza con alguno.
Pues cuando iba á cerrar la ventana, viene uno por el aire, que me
pasó muy cerca de este hombro, y cayó dentro del cuarto. Pensaba yo
que fuese un pedazo de yeso, acércome á cogerle, y... ¿qué le parece
á usted que era?

D. GREGORIO.--¿Qué sé yo? Algún mendrugo seco, ó algún troncho, ú
así...

D.ª ROSA.--No, señor. Era este envoltorio de papel.

(_Saca de la faltriquera un papel envuelto, y según lo indica el
diálogo, le desenvuelve y va enseñándole á don Gregorio la caja y la
carta._)

D. GREGORIO.--¡Calle!

D.ª ROSA.--Y dentro esta caja de oro.

D. GREGORIO.--¡Oiga!

D.ª ROSA.--Y dentro esta carta dobladita como usted la ve, con su
sobrescrito, y su sello de lacre verde, y...

D. GREGORIO.--¡Picardía como ella!... ¿Y el muchacho?

D.ª ROSA.--El muchacho desapareció al instante... Mire usted, el
corazón le tengo tan oprimido, que...

D. GREGORIO.--Bien te lo creo.

D.ª ROSA.--Pero es obligación mía devolver inmediatamente la caja y
la carta á ese diablo de ese hombre; bien que para esto era menester
que alguno se encargase de... Porque atreverme yo á que usted mismo...

D. GREGORIO.--Al contrario, bobilla: de esa manera me darás una
prueba de tu cariño. No sabes tú la fineza que en esto me haces. Yo,
yo me encargo de muy buena gana de ser el portador.

D.ª ROSA.--Pues tome usted.

(_Le da la caja, la carta y el papel en que estaba todo envuelto. Don
Gregorio lee el sobrescrito, y hace ademán de ir á abrir la carta;
doña Rosa pone las manos sobre las suyas y le detiene._)

D. GREGORIO.--_Á mi señora doña Rosa Jiménez._--_Enrique de
Cárdenas._ ¡Temerario, seductor! Veamos lo que te escribe, y...

D.ª ROSA.--¡Ay! No por cierto: no la abra usted.

D. GREGORIO.--¿Y qué importa?

D.ª ROSA.--¿Quiere usted que él se persuada á que yo he tenido la
ligereza de abrirla? Una doncella debe guardarse de leer jamás los
billetes que un hombre la envíe; porque la curiosidad que en esto
descubre, dará á sospechar que interiormente no la disgusta que la
escriban amores. No, señor, no. Yo creo que se le debe entregar la
carta cerrada como está, y sin dilación ninguna, para que vea el alto
desprecio que hago de él, que pierda toda esperanza, y no vuelva
nunca á intentar locura semejante.

D. GREGORIO.--Tiene muchísima razón. (_Se aparta hacia un lado, y
vuelve después á hablarla muy satisfecho. Mete la carta dentro de la
caja, la envuelve curiosamente y se la guarda._) Rosita, tu prudencia
y tu virtud me maravillan. Veo que mis lecciones han producido en tu
alma inocente sazonados frutos, y cada vez te considero más digna de
ser mi esposa.

D.ª ROSA.--Pero si usted tiene gusto de leerla...

D. GREGORIO.--No, nada de eso.

D.ª ROSA.--Léala usted si quiere, como no la oiga yo.

D. GREGORIO.--No, no, señor. Si estoy muy persuadido de lo que me has
dicho. Conviene llevarla así. Voy allá en un instante... Me llegaré
después aquí á la botica á encargar aquel ungüentillo para los
callos... Volveré á hacerte compañía, y leeremos un par de horas en
_Desiderio y Electo_... ¿Eh? Adios.

D.ª ROSA.--Venga usted pronto.

(_Se entra doña Rosa en su casa._)


ESCENA V.

DON GREGORIO, COSME.

D. GREGORIO.--El corazón me rebosa de alegría al ver una muchacha
de esta índole. Es un tesoro el que yo tengo en ella de modestia y
de juicio. ¡Ah! Quisiera yo saber si la pupila de mi docto hermano
sería capaz de proceder así. No, señor, las mujeres son lo que se
quiere que sean. (_Va á casa de don Enrique, y llama. Al salir Cosme,
desenvuelve el papel, le enseña la carta cerrada, se lo pone todo en
las manos, y se va por una calle._) Deo gracias.

COSME.--¿Quién es? ¡Oh! señor don...

D. GREGORIO.--Tome usted, dígale usted á su amo que no vuelva á
escribir más cartas á aquella señorita, ni á enviarla cajitas de oro,
porque está muy enfadada con él... Mire usted, cerrada viene. Dígale
usted que por ahí podrá conocer el buen recibo que ha tenido, y lo
que puede esperar en adelante.


ESCENA VI.

DON ENRIQUE, COSME.

D. ENRIQUE.--¿Qué es eso? ¿Qué te ha dado ese bárbaro?

COSME.--Esta caja con esta carta, que dice que usted ha enviado á
doña Rosita...

(_Don Enrique le oye con admiración, abre la carta y la lee cuando lo
indica el diálogo._)

D. ENRIQUE.--¿Yo?

COSME.--La cual doña Rosita se ha irritado tanto, según él asegura,
de este atrevimiento, que se la vuelve á usted sin haberla querido
abrir... Lea usted pronto, y veremos si mi sospecha se verifica.

D. ENRIQUE.--«Esta carta le sorprenderá á usted sin duda. El designio
de escribírsela, y el modo con que la pongo en sus manos, parecerán
demasiado atrevidos; pero el estado en que me veo no me da lugar á
otras atenciones. La idea de que dentro de seis días he de casarme
con el hombre que más aborrezco, me determina á todo; y no queriendo
abandonarme á la desesperación, elijo el partido de implorar de usted
el favor que necesito para romper estas cadenas. Pero no crea que la
inclinación que le manifiesto sea únicamente procedida de mi suerte
infeliz; nace de mi propio albedrío. Las prendas estimables que veo
en usted, las noticias que he procurado adquirir de su estado, de su
conducta y de su calidad, aceleran y disculpan esta determinación...
En usted consiste que yo pueda cuanto antes llamarme suya; pues
sólo espero que me indique los designios de su amor, para que yo le
haga saber lo que tengo resuelto. Adios, y considere usted que el
tiempo vuela, y que dos corazones enamorados con media palabra deben
entenderse.»

COSME.--¿No le parece á usted, que la astucia es de lo más sutil
que puede imaginarse? ¿Sería creíble en una muchacha tan ingeniosa
travesura de amor?

D. ENRIQUE.--¡Esta mujer es adorable! Este rasgo de su talento y de
su pasión acrecen la que yo la tengo; (_Don Gregorio sale por una
de las calles, y se detiene. Después se acerca._) y unido todo á la
juventud, á las gracias y á la hermosura...

COSME.--Que viene el tuerto. Discurra usted lo que le ha de decir.


ESCENA VII.

DON GREGORIO, DON ENRIQUE, COSME.

D. GREGORIO.--Allí se están amo y criado como dos peleles... Conque
dígame usted, caballerito, ¿volverá usted á enviar billetes amorosos
á quien no se los quiere leer? Usted pensaba encontrar una niña
alegre, amiga de cuchicheos y citas y quebraderos de cabeza. Pues ya
ve usted el chasco que le ha sucedido... Créame, señor vecino, déjese
de gastar la pólvora en salvas. Ella me quiere, tiene muchísimo
juicio, á usted no le puede ver ni pintado; con que lo mejor es una
buena retirada, y llamar á otra puerta, que por esta no se puede
entrar.

D. ENRIQUE.--Es verdad, su mérito de usted es un obstáculo
invencible. Ya echo de ver que era una locura aspirar al cariño de
doña Rosita, teniéndole á usted por competidor.

D. GREGORIO.--Ya se ve, que era una locura.

D. ENRIQUE.--¡Oh! yo le aseguro á usted que si hubiese llegado á
presumir que usted era ya dueño de aquel corazón, nunca hubiera
tenido la temeridad de disputársele.

D. GREGORIO.--Yo lo creo.

D. ENRIQUE.--Acabó mi esperanza, y renuncio á una felicidad que,
estando usted de por medio, no es para mí.

D. GREGORIO.--En lo cual hace usted muy bien.

D. ENRIQUE.--Y aun es tal mi desdicha, que no me permite ni el triste
consuelo de la queja; porque al considerar las prendas que le adornan
á usted, ¿cómo he de atreverme á culpar la elección de doña Rosa, que
las conoce y las estima?

D. GREGORIO.--Usted dice bien.

D. ENRIQUE.--No haya más. Esta ventura no era para mí: desisto de
un empeño tan imposible... Pero si algo merece con usted un amante
infeliz, (_Don Enrique dará particular expresión á estas razones y á
las que dice más adelante, deseoso de que don Gregorio las perciba
bien, y acierte á repetirlas._) de cuya aflicción es usted la causa,
yo le suplico solamente que asegure en mi nombre á doña Rosita, que
el amor que de tres meses á esta parte la estoy manifestando es el
más puro, el más honesto, y que nunca me ha pasado por la imaginación
idea ninguna de la cual su delicadeza y su pudor deban ofenderse.

D. GREGORIO.--Sí, bien está: se lo diré.

D. ENRIQUE.--Que como era tan voluntaria esta elección en mí, no
tenía otro intento que el de ser su esposo, ni hubiera abandonado
esta solicitud, si el cariño que á usted le tiene no me opusiera un
obstáculo tan insuperable.

D. GREGORIO.--Bien, se lo diré lo mismo que usted me lo dice.

D. ENRIQUE.--Sí, pero que no piense que yo pueda olvidarme jamás
de su hermosura. Mi destino es amarla mientras me dure la vida, y
si no fuese el justo respeto que me inspira su mérito de usted, no
habría en el mundo ninguna otra consideración que fuese bastante á
detenerme.

D. GREGORIO.--Usted habla y procede en eso como hombre de buena
razón... Voy al instante á decirla cuanto usted me encarga... (_Hace
que se va, vuelve._) Pero créame usted, don Enrique: es menester
distraerse, alegrarse y procurar que esa pasión se apague y se
olvide. ¡Qué diantre! usted es mozo y sujeto de circunstancias:
conque es menester que... Vaya, vamos, ¿para qué es el talento?...
Conque... ¡Eh! Adios.

(_Se aparta de ellos encaminándose á su casa. Don Enrique y Cosme se
van, y entran en la suya._)

D. ENRIQUE.--¡Qué necio es!


ESCENA VIII.

DON GREGORIO _llama á su puerta, y sale_ DOÑA ROSA.

D. GREGORIO.--Es increíble la turbación que ha manifestado el hombre,
al ver su billete devuelto y cerrado como él le envió... Asunto
concluído. Pierde toda esperanza, y sólo me ha rogado con el mayor
encarecimiento que te diga, que su amor es honestísimo, que no pensó
que te ofendieras de verte amada, que su elección es libre, que
aspiraba á poseerte por medio del matrimonio; pero que sabiendo ya el
amor que me tienes, sería un temerario en seguir adelante... ¿Qué se
yo cuánto me dijo?... Que nunca te olvidará; que su destino le obliga
á morir amándote... Vamos, hipérboles de un hombre apasionado...
pero que reconoce mi mérito y cede, y no volverá á darnos la menor
molestia... No. Es cierto que él me ha hablado con mucha cortesía y
mucho juicio, eso sí... Compasión me daba el oirle... Conque, y tú,
¿qué dices á esto?

D.ª ROSA.--Que no puedo sufrir que usted hable de esa manera de un
hombre á quien aborrezco de todo corazón, y que si usted me quisiera
tanto como dice, participaría del enojo que me causan sus procederes
atrevidos.

D. GREGORIO.--Pero él, Rosita, no sabía que tú estuvieras tan
apasionada de mí, y considerando las honestas intenciones de su amor,
no merece que se le...

D.ª ROSA.--¿Y le parece á usted honesta intención la de querer robar
á las doncellas? ¿Es hombre de honor el que concibe tal proyecto, y
aspira á casarse conmigo por fuerza, sacándome de su casa de usted,
como si fuera posible que yo sobreviviese á un atentado semejante?

D. GREGORIO.--¡Oiga! Conque...

D.ª ROSA.--Sí, señor, ese pícaro trata de obtenerme por medio de un
rapto... Yo no sé quién le da noticia de los secretos de esta casa,
ni quién le ha dicho que usted pensaba casarse conmigo dentro de seis
ú ocho días á más tardar; lo cierto es que él quiere anticiparse,
aprovechar una ocasión en que sepa que me he quedado sola, y
robarme... ¡Tiemblo de horror!

D. GREGORIO.--Vamos, que todo eso no es más que hablar y...

D.ª ROSA.--Sí, ¡como hay tanto que fiar de su honradez y su
moderación!... ¡Válgame Dios! ¿Y usted le disculpa?

D. GREGORIO.--No por cierto; si él ha dicho eso, realmente procede
mal, y el chasco sería muy pesado... Pero ¿quién te ha venido á
contar á ti esas?...

D.ª ROSA.--Ahora mismo acabo de saberlo.

D. GREGORIO.--¿Ahora?

D.ª ROSA.--Sí, señor, después que usted le volvió la carta.

D. GREGORIO.--Pero, chica, si no hice más que llegarme ahí á casa de
don Froilán el boticario, hablé dos palabras con el mancebo, me volví
al instante, y...

D.ª ROSA.--Pues en ese tiempo ha sido. Luégo que cerré me puse á
dar unas sopas á los gatitos, oigo llamar, y creyendo que fuese
usted, bajé tan alegre... Mi fortuna estuvo en que no abrí. Pregunto
quién es, y por la cerradura oigo una voz desconocida que me dijo:
Señorita, mi amo sabe que vive usted cautiva en poder de ese bruto,
que se quiere casar con usted en esta semana próxima. No tiene usted
que desconsolarse; don Enrique la adora á usted, y es imposible que
usted desprecie un amor tan fino como el suyo. Viva usted prevenida,
que de un instante á otro cuando su tutor la deje sola, vendrá
á sacarla de esta cárcel, la depositará á usted en una casa de
satisfacción, y... Yo no quise oir más, me subí muy queditito por la
escalera arriba, me metí en mi cuarto... Yo pensé que me daba algún
accidente.

D. GREGORIO.--Ese era el bribón del lacayo.

D.ª ROSA.--Á la cuenta.

D. GREGORIO.--Pero se ve que ese hombre es loco.

D.ª ROSA.--No tanto como á usted le parece. Mire usted si sabe
disimular el traidor, y fingir delante de usted para engañarle con
buenas palabras, mientras en su interior está meditando picardías...
Harto desdichada soy yo por cierto, si á pesar del conato que pongo
en conservar mi decoro y honestidad, he de verme expuesta á las
tropelías de un hombre capaz de atreverse á las acciones más infames.

D. GREGORIO.--Vaya, vamos, no temas nada, que...

D.ª ROSA.--No; esto pide una buena resolución. Es menester que usted
le hable con mucha firmeza, que le confunda, que le haga temblar. No
hay otro medio de librarme de él, ni de obligarle á que desista de
una persecución tan obstinada.

D. GREGORIO.--Bien; pero no te desconsueles así, mujercita mía; no,
que yo le buscaré y le diré cuatro cosas bien dichas.

D.ª ROSA.--Dígale usted, si se empeña en negarlo, que yo he sido la
que le he dado á usted esta noticia; que son vanos sus propósitos;
que por más que lo intente no me sorprenderá; y en fin, que no pierda
el tiempo en suspiros inútiles, puesto que por su conducto de usted
le hago saber mi determinación, y que si no quiere ser causa de
alguna desgracia irremediable, no espere á que se le diga una cosa
dos veces.

D. GREGORIO.--¡Oh! Yo le diré cuanto sea necesario.

D.ª ROSA.--Pero de manera que comprenda bien que soy yo la que se lo
dice.

D. GREGORIO.--No, no le quedará duda; yo te lo aseguro.

D.ª ROSA.--Pues bien. Mire usted que le aguardo con impaciencia;
despáchese usted á venir. Cuando no le veo á usted, aunque sea por
muy poco tiempo, me pongo triste.

D. GREGORIO.--Sí, éntrate, que al instante vuelvo, palomita, vida
mía, ojillos negros... ¡Ay! ¡qué ojos! ¡Eh! Adios... (_Doña Rosa se
entra su casa y cierra._) En el mundo no hay hombre más venturoso
que yo; no puede haberle... (_Da una vuelta por la escena lleno de
inquietud y alegría; después llama á la puerta de don Enrique._)
Digo, señor, caballero galanteador, ¿podrá usted oirme dos palabras?


ESCENA IX.

DON ENRIQUE, COSME, DON GREGORIO.

D. ENRIQUE.--¡Oh! señor vecino, ¿qué novedad le trae á usted á mis
puertas?

D. GREGORIO.--Sus extravagancias de usted.

D. ENRIQUE.--¿Cómo así?

D. GREGORIO.--Bien sabe usted lo que quiero decirle; no se me haga
el desentendido como lo tiene por costumbre... Yo pensé que usted
fuese persona de más formalidad, y en este concepto le he tratado, ya
lo ha visto usted, con la mayor atención y blandura; pero, hombre,
¿cómo ha de sufrir uno lo que usted hace sin saltar de cólera? ¿No
tiene usted vergüenza, siendo un sujeto decente y de obligaciones, de
ocuparse en fabricar enredos, de querer sacar de su casa con engaño y
violencia á una mujer honrada, de querer impedir un matrimonio en que
ella cifra todas sus dichas? ¡Eh! que eso es indigno.

D. ENRIQUE.--¿Y quién le ha dado á usted noticias tan agenas de
verdad, señor don Gregorio?

D. GREGORIO.--Volvemos otra vez á la misma canción. Rosita me las ha
dado. Ella me envía por última vez á decirle á usted, que su elección
es irrevocable, que sus planes de usted la ofenden, la horrorizan,
que si no quiere usted dar ocasión á alguna desgracia, reconozca su
desatino, y salgamos de tanto embrollo.

(_Empieza á oscurecerse lentamente el teatro, y al acabarse el acto
queda á media luz._)

D. ENRIQUE.--Cierto que si ella misma hubiese dicho esas expresiones,
no sería cordura insistir en un obsequio tan mal pagado; pero...

D. GREGORIO.--¿Conque usted duda que sea verdad?

D. ENRIQUE.--¿Qué quiere usted, señor don Gregorio? Es tan duro esto
de persuadirse uno á que...

D. GREGORIO.--Venga usted conmigo.

(_Hasta el fin de la escena va y viene don Gregorio, unas veces hacia
su puerta, y otras á donde está don Enrique, para que le siga._)

D. ENRIQUE.--Porque al fin, como usted tiene tanto interés en que yo
me desespere y...

D. GREGORIO.--Venga usted, venga usted... ¡Rosa!

D. ENRIQUE.--No es decir esto que usted...

D. GREGORIO.--Nada. No hay que disputar. Si quiero que usted se
desengañe... ¡Rosita! ¡Niña!

D. ENRIQUE.--¡Pensar que una dama ha de responder con tal aspereza á
quien no ha cometido otro delito que adorarla!

D. GREGORIO.--Usted lo verá. Ya sale.


ESCENA X.

DOÑA ROSA, DON ENRIQUE, DON GREGORIO, COSME.

D.ª ROSA.--¿Qué es esto?... (_Sorprendida al ver á don Enrique_).
¿Viene usted á interceder por él, á recomendármele para que sufra sus
visitas, para que corresponda agradecida á su insolente amor?

D. GREGORIO.--No, hija mía. Te quiero yo mucho para hacer tales
recomendaciones; pero este santo varón toma á juguete cuanto yo
le digo, y piensa que le engaño, cuando le aseguro que tú no le
puedes ver, y que á mí me quieres, que me adoras. No hay forma de
persuadirle. Con que te le traigo aquí para que tú misma se lo digas,
ya que es tan presumido ó tan cabezudo que no quiere entenderlo.

D.ª ROSA.--Pues ¿no le he manifestado á usted ya cuál es mi deseo,
que todavía se atreve á dudar? ¿De qué manera debo decírselo?

D. ENRIQUE.--Bastante ha sido para sorprenderme, señorita, cuanto el
vecino me ha dicho de parte de usted, y no puedo negar la dificultad
que he tenido en creerlo. Un fallo tan inesperado que decide la
suerte de mi amor, es para mí de tal consecuencia, que no debe
maravillar á nadie el deseo que tengo de que usted le pronuncie
delante de mí.

D.ª ROSA.--Cuanto el señor le ha dicho á usted ha sido por instancias
mías, y no ha hecho en esto otra cosa que manifestarle á usted los
íntimos afectos de mi corazón.

D. GREGORIO.--¿Lo ve usted?

D.ª ROSA.--Mi elección es tan honrada, tan justa, que no hallo motivo
alguno que pueda obligarme á disimularla. De dos personas que miro
presentes, la una es el objeto de todo mi cariño, la otra me inspira
una repugnancia que no puedo vencer. Pero...

D. GREGORIO.--¿Lo ve usted?

D.ª ROSA.--Pero es tiempo ya de que se acaben las inquietudes que
padezco. Es tiempo ya de que unida en matrimonio con el que es el
único dueño de la vida mía, pierda el que aborrezco sus mal fundadas
esperanzas, y sin dar lugar á nuevas dilaciones, me vea yo libre de
un suplicio más insoportable que la misma muerte.

D. GREGORIO.--¿Lo ve usted?... Sí, monita, sí; yo cuidaré de cumplir
tus deseos.

D.ª ROSA.--No hay otro medio de que yo viva contenta.

(_Manifiesta en la expresión de sus palabras que las dirige á don
Enrique, y en sus acciones que habla con don Gregorio._)

D. GREGORIO.--Dentro de muy poco lo estarás.

D.ª ROSA.--Bien advierto que no pertenece á mi estado el hablar con
tanta libertad...

D. GREGORIO.--No hay mal en eso.

D.ª ROSA.--Pero en mi situación bien puede disimularse, que use de
alguna franqueza con el que ya considero como esposo mío.

D. GREGORIO.--Sí, pobrecita mía... Sí, morenilla de mi alma.

D.ª ROSA.--Y que le pida encarecidamente, si no desprecia un amor tan
fino, que acelere las diligencias de unión.

D. GREGORIO.--Ven aquí, perlita; (_Abraza á doña Rosa; ella extiende
la mano izquierda, y don Enrique, que está detrás de don Gregorio,
se la besa afectuosamente, y se retira al instante_) consuelo mío,
ven aquí, que yo te prometo no dilatar tu dicha... Vamos, no te me
angusties; calla, que... Amigo (_Volviéndose muy satisfecho á hablar
á don Enrique_) ya lo ve usted. Me quiere, ¿qué le hemos de hacer?

D. ENRIQUE.--Bien está, señora; usted se ha explicado bastante, y yo
la juro por quien soy, que dentro de poco se verá libre de un hombre
que no ha tenido la fortuna de agradarla.

D.ª ROSA.--No puede usted hacerme favor más grande, porque su vista
es intolerable para mí. Tal es el horror, el tedio que me causa,
que...

D. GREGORIO.--Vaya, vamos, que eso es demasiado.

D.ª ROSA.--¿Le ofendo á usted en decir esto?

D. GREGORIO.--No por cierto... ¡Válgame Dios! No es eso, sino que
también da lástima verle sopetear de esa manera... Una aversión tan
excesiva...

D.ª ROSA.--Por mucha que le manifieste, mayor se la tengo.

D. ENRIQUE.--Usted quedará servida, señora doña Rosa. Dentro de dos
ó tres días, á más tardar, desaparecerá de sus ojos de usted una
persona que tanto la ofende.

D.ª ROSA.--Vaya usted con Dios, y cumpla su palabra.

D. GREGORIO.--Señor vecino, yo lo siento de veras, y no quisiera
haberle dado á usted este mal rato; pero...

D. ENRIQUE.--No, no crea usted que yo lleve el menor resentimiento;
al contrario, conozco que la señorita procede con mucha prudencia,
atendido el mérito de entrambos. Á mí me toca sólo callar, y cumplir
cuanto antes me sea posible lo que acabo de prometerla. Señor don
Gregorio, me repito á la disposición de usted.

D. GREGORIO.--Vaya usted con Dios.

D. ENRIQUE.--Vamos pronto de aquí, Cosme, que reviento de risa.

(_Retirándose hacia su casa, entran en ella los dos, y se cierra la
puerta._)


ESCENA XI.

DON GREGORIO, DOÑA ROSA.

D. GREGORIO.--De veras te digo, que este hombre me da compasión.

D.ª ROSA.--Ande usted, que no merece tanta como usted piensa.

D. GREGORIO.--Por lo demás, hija mía, es mucho lo que me lisonjea tu
amor, y quiero darle toda la recompensa que merece. Seis ú ocho días
son demasiado término para tu impaciencia. Mañana mismo quedaremos
casados, y...

D.ª ROSA (_turbada_).--¿Mañana?

D. GREGORIO.--Sin falta ninguna... Ya veo á lo que te obliga el
pudor, pobrecilla; y haces como que repugnas lo que estás deseando.
¿Te parece que no lo conozco?

D.ª ROSA.--Pero...

D. GREGORIO.--Sí, amiguita, mañana serás mi mujer. Ahora mismo voy
antes que oscurezca aquí á casa de don Simplicio el escribano, para
que esté avisado y no haya dilación. Adios, hechicera.

(_Don Gregorio se va por una calle. Doña Rosa entra en su casa y
cierra._)

D.ª ROSA.--¡Infeliz de mí! ¿Qué haré para evitar este golpe?



ACTO III.


ESCENA PRIMERA.

DOÑA ROSA, DON GREGORIO.

(_La escena es de noche. Doña Rosa sale de su casa, manifestando el
estado de incertidumbre y agitación que denota el diálogo._)

D.ª ROSA.--No hay otro medio... Si me detengo un instante, vuelve,
pierdo la ocasión de mi libertad, y mañana... No... primero morir.
Declarándoselo todo á mi hermana y á don Manuel, pidiéndoles amparo,
consejo... Es imposible que me abandonen. Desde su casa avisaré á
mi amante, y él dispondrá cuanto fuere menester, sin que mi decoro
padezca... (_Don Gregorio sale por una calle á tiempo que doña Rosa
se encamina á casa de su hermana; se detiene, y al conocerle duda
lo que ha de hacer._) Vamos, pero... Gente viene... Y es él...
¡Desdichada! ¡Todo se ha perdido!

D. GREGORIO.--¿Quién está ahí, eh? ¡Calle! ¡Rosita! ¿Pues cómo? ¿Qué
novedad es esta?

D.ª ROSA.--¿Qué le diré?

D. GREGORIO.--¿Qué haces aquí, niña?

D.ª ROSA.--Usted lo extrañará.

(_Indica en la expresión de sus palabras que va previniendo la
ficción con que trata de disculparse._)

D. GREGORIO.--¿Pues no he de extrañarlo? ¿Qué ha sucedido? Habla.

D.ª ROSA.--Estoy tan confusa y...

D. GREGORIO.--Vamos, no me tengas en esta inquietud. ¿Qué ha sido?

D.ª ROSA.--¿Se enfadará usted si le digo?...

D. GREGORIO.--No me enfadaré. Dilo presto. Vamos.

D.ª ROSA.--Sí, precisamente se va usted á enojar, pero... Pues
tenemos una huéspeda.

D. GREGORIO.--¿Quién?

D.ª ROSA.--Mi hermana.

D. GREGORIO.--¿Cómo?

D.ª ROSA.--Sí, señor, en mi cuarto la dejo encerrada con llave para
que no nos dé una pesadumbre. Yo iba á llamar á doña Ceferina, la
viuda del pintor, á fin de suplicarla que me hiciera el gusto de
venirse á dormir esta noche á casa, porque al cabo, estando ella
conmigo... como es una mujer de tanto juicio, y...

D. GREGORIO.--Pero ¿qué enredo es este, señor, que hasta ahora,
lléveme el diablo, si yo he podido entender cosa ninguna?... ¿Á qué
ha venido tu hermana?

D.ª ROSA.--Ha venido... Mire usted, le voy á revelar un secreto que
le va á dejar aturdido... Pero no se ha de enfadar usted, ¿no?

D. GREGORIO.--¡Dale!... ¿Lo quieres decir ó tratas de que me
desespere? ¿Á qué ha venido tu hermana?

D.ª ROSA.--Yo se lo diré á usted... Mi hermana está enamorada de don
Enrique.

D. GREGORIO.--¿Ahora tenemos eso?

D.ª ROSA.--Sí, señor. Hace más de un año que se quieren, y cuasi
el mismo tiempo que se han dado palabra de matrimonio. Por esto
fué la mudanza desde la calle de Silva á la plazuela de Afligidos,
pretextando Leonor que quería vivir cerca de mi casa, no siendo otro
el motivo que el de parecerla muy acomodado este barrio desierto,
adonde también se mudó inmediatamente don Enrique, para tener más
ocasión de verle y hablarle, aprovechándose de la libertad que
siempre la ha dado el bueno de don Manuel.

D. GREGORIO.--Pero este don Enrique ó don demonio, ¿á cuántas quiere?
¡Si yo estoy lelo!

D.ª ROSA.--Yo le diré á usted. Continuaron estos amores hasta
que don Enrique, celoso de un don Antonio de Escobar, oficial de
la secretaría de Guerra, con quien la vió una tarde en el jardín
botánico, la envió un papel de despedida lleno de expresiones
amargas; y desde entonces no ha querido volverla á ver. Parecióle
conveniente además pagar con celos que él la diese, los que le había
causado el tal don Antonio; y desde entonces dió en seguirme adonde
quiera que fuese, y hacerme cortesías, y rondar la casa, todo sin
duda para que mi hermana lo supiera y rabiase de envidia. Yo, que
ignoraba esto, bien advertí las insinuaciones de don Enrique; pero
me propuse callar y despreciarle, hasta que informada esta tarde de
todo por lo que me dijo Leonor (la cual vino á hablarme muy sentida,
creyendo que yo fuese capaz de corresponder á ese trasto), resolví
decirle á usted lo que á mí me pasaba, omitiendo todo lo demás, para
que la estimación de mi hermana no padeciese... ¿Qué hubiera usted
hecho en este apuro? ¿No hubiera usted hecho lo mismo?

D. GREGORIO.--Conque... Adelante.

D.ª ROSA.--Pues como yo la dijese á Leonor que inmediatamente
haría saber al dichoso don Enrique, por medio de usted, cuánto me
desagradaba su mal término, se desconsoló, lloró, me suplicó que no
lo hiciese; pero yo le aseguré que no desistiría de mi propósito.
Pensó llevarme á casa de doña Beatriz para estorbármelo; usted no
quiso que fuera con ella, y no parece sino que algún ángel le inspiró
á usted aquella repugnancia. Lo que ha pasado esta tarde con el tal
caballero bien lo sabe usted; pero falta decirle que así que usted
me dejó para ir á verse con el escribano, llegó mi hermana, la conté
cuánto había ocurrido, y... Vaya, no es posible ponderarle á usted la
aflicción que manifestó. Llamó á su criada, la habló en secreto, y
quedándose conmigo sola, me dijo en un tono de desesperación que me
hizo temblar, que la chica había ido á su casa á decir que esta noche
no iría, porque doña Beatriz se había puesto mala, y la había rogado
que se quedase con ella. Y que también iba encargada de avisar á don
Enrique, en nombre mío, de que á las doce en punto le esperaba yo en
el balcón de mi cuarto, que da al jardín. Con este engaño se propone
hablarle, y dar á sus celos cuantas satisfacciones quiera pedirla.

D. GREGORIO.--¡Picarona! ¡enredadora! ¡desenvuelta!... Y bien, ¿tú
qué le has dicho?

D.ª ROSA.--Amenazarla de que usted y don Manuel sabrán todo lo que
pasa, y que yo seré quien se lo diga para que pongan remedio en ello;
afearla su deshonesto proceder, instarla á que se fuera de mi casa
inmediatamente.

D. GREGORIO.--¿Y ella?

D.ª ROSA.--Ella me respondió que si no la sacan arrastrando de
los cabellos, que no se irá. Que en hablando con don Enrique, y
desvaneciendo sus quejas, ni á usted, ni á don Manuel, ni á todo el
mundo teme.

D. GREGORIO.--Mi hermano merece esto y mucho más... Pero ¿cómo he
de sufrir yo en mi casa tales picardías? No, señor. Yo le daré á
entender á esa desvergonzada, que si ha contado contigo para seguir
adelante en su desacuerdo, se ha equivocado mucho; y que yo no soy
hombre de los que se dejan llevar al pilón como el otro bárbaro. Yo
la diré lo que... Vamos.

(_Quiere entrar en su casa, y doña Rosa le detiene._)

D.ª ROSA.--No, señor, por Dios, no éntre usted. Al fin es mi hermana.
Yo entraré sola, y la diré que es preciso que se vaya al instante, ó
á su casa ó á lo menos á la de doña Beatriz, si teme que don Manuel
extrañe ahora su vuelta.

(_Hace que se va hacia su casa, y vuelve._)

D. GREGORIO.--Muy bien; aquí espero á que salga.

D.ª ROSA.--Pero no se descubra usted, no la hable, no se acerque,
no la siga... Si le viese á usted, sería tanta su confusión y
sobresalto, que pudiera darla un accidente... Si ella quiere enmendar
este desacierto, aún hay remedio; y mucho más si ese hombre se va,
como ha prometido... En fin, yo la haré salir de casa, que es lo que
importa; pero, por Dios, retírese usted, y no trate de molestarla.

D. GREGORIO.--¡Marta la piadosa!... ¡Cierto que merece ella toda esa
caridad!

D.ª ROSA.--Es mi hermana.

D. GREGORIO.--¡Y qué poco se parece á ti la dichosa hermana!...
Vamos, entra, y veremos si logras lo que te propones.

D.ª ROSA.--Yo creo que sí.

D. GREGORIO.--Mira que si se obstina en que ha de quedarse, subo allá
arriba y la saco á patadas.

D.ª ROSA.--No será menester. Voy allá... (_Hace que se va, y
vuelve._) Pero repito que no se descubra usted, ni la hostigue, ni...

D. GREGORIO.--Bien, sí, la dejaré que se vaya adonde quiera.

D.ª ROSA (_se encamina hacia su casa, y vuelve._)--¡Ah! Mire usted.
Así que ella salga, éntrese usted, y cierre bien su puerta... Yo
estoy tan desazonada, que me voy al instante á acostar.

D. GREGORIO.--Pero ¿qué sientes?

D.ª ROSA.--¿Qué sé yo? ¿Le parece á usted que estaré poco disgustada
con todo lo que ha sucedido?... Nada me duele; pero deseo descansar y
dormir... Conque... buenas noches.

D. GREGORIO.--Adios, Rosita... Pero mira que si no sale...

D.ª ROSA.--Yo le aseguro á usted que saldrá.

(_Éntrase dejando entornada la puerta. Don Gregorio se pasea por el
teatro mirando con frecuencia hacia su casa, impaciente del éxito._)

D. GREGORIO.--Y á todo esto, ¿en qué se ocupará ahora mi erudito
hermano? Estará poniendo escolios á algún tratado de educación...
¡La niña y su alma!... Bien que ¿cómo había de resultar otra cosa
de la independencia y la holgura en que siempre ha vivido?...
¡Mujeres! ¡qué mal os conoce el que no os encierra y os sujeta y os
enfrena y os cela y os guarda!... Pero no, señor... Mañana á las
diez desposorio, á las once comer, á las doce coche de colleras, y
á las cinco en Griñón... ¿Cómo he de sufrir yo que la bribona de la
Leonorcica se nos venga cada lunes y cada martes con estos embudos?
No por cierto... Allá mi hermano verá lo que... ¡Oiga! Parece que
baja ya la niña bien criada.

(_Se acerca más á un lado de la puerta de su casa, colocándose hacia
el proscenio, y escucha atentamente lo que dice desde adentro doña
Rosa, la cual finge que habla con su hermana._)

D.ª ROSA.--No te canses en quererme persuadir. Vete... Antes que todo
es mi estimación... Vete, Leonor, ya te lo he dicho... ¿Y qué importa
que me oigan? ¿Soy yo la culpada?... Vete. Acabemos, sal presto de
aquí.

D. GREGORIO.--En efecto, la echa de casa... (_Sale doña Rosa de
su cuarto con basquiña y mantilla semejantes á las que sacó doña
Leonor en el primer acto. Luégo que se aparta un poco, cierra don
Gregorio su puerta y guarda la llave._) ¿Y adónde irá la doncellita
menesterosa?... Ganas me dan de... Pero no, cerremos primero.


ESCENA II.

DON ENRIQUE, COSME, DOÑA ROSA, DON GREGORIO.

(_Los dos primeros salen de su casa._)

D. ENRIQUE.--¿Dijiste al ama que no me espere?

COSME.--Sí, señor.

D. ENRIQUE.--Pues cierra y vamos, que aunque sepa atropellar por
todo, he de hablarla esta noche.

(_Cierra Cosme la puerta con llave._)

COSME.--¡Noche toledana!

D. ENRIQUE.--Y á pesar de quien procura estorbarlo, ella y yo seremos
felices.

(_Doña Rosa, después de haberse alejado un poco hacia el fondo del
teatro, vuelve encaminándose á casa de don Manuel; don Gregorio se
adelanta igualmente y la observa. Ella se detiene._)

D.ª ROSA.--Él se acerca á la puerta de don Manuel. ¿Qué haré?... Ya
no es posible... (_Se retira llena de confusión hacia el fondo del
teatro. Don Enrique se adelanta, la reconoce y la detiene._) ¡Infeliz
de mí!

D. ENRIQUE.--¿Quién es?

D.ª ROSA.--Yo.

D. ENRIQUE.--¿Doña Rosita?

D.ª ROSA.--Yo soy.

D. ENRIQUE.--Á mi casa.

D.ª ROSA.--Pero ¿qué seguridad tendré en ella?

D. ENRIQUE.--La que debe usted esperar de un hombre de honor.

D.ª ROSA.--Yo iba á la de mi hermana; pero él me observa, no puedo
llegar sin que me reconozca, y...

D. ENRIQUE.--Está usted conmigo... Pasará usted la noche en compañía
de mi ama, mujer anciana y virtuosa... Mañana daré parte á un juez; y
á él, á don Manuel, á su tutor de usted, y á todo el mundo, les diré
que es usted mi esposa, y que estoy pronto si es necesario á exponer
la vida para defenderla... Abre, Cosme. Venga usted.

(_Cosme abre la puerta de la casa de don Enrique._)

D.ª ROSA.--Allí está.

D. ENRIQUE.--Bien, que esté donde quiera. Poco importa.

D.ª ROSA.--Allí, allí.

D. ENRIQUE.--Sí, ya le distingo... No hay que temer, quieto se
está... ¡Y qué bien hace en estarse quieto!... Adentro.

(_Asiéndole de la mano se entra con ella en su casa, y Cosme
detrás._)

D. GREGORIO.--Pues, señor, se marchó á casa del galán. No puede
llegar á más el abandono y la... Pero ¡regocijo siento al ver tan
solemnemente burlado á este hermano que Dios me dió, necio por
naturaleza y gracia, y presumido de que todo se lo sabe!... Vamos
á darle la infausta noticia... (_Se encamina á casa de don Manuel;
después se detiene._) No, el asunto es serio, y si el tiempo se
pierde, si yo no pongo la mano en esto, puede suceder un trabajo...
Al fin es hija de un amigo mío... Sí, mejor es... Allí pienso que ha
de vivir el comisario...

(_Va á casa del comisario, y llama._)


ESCENA III.

UN COMISARIO, UN ESCRIBANO, UN CRIADO, DON GREGORIO.

(_Salen los tres primeros por una de las calles. El criado con
linterna. La escena se ilumina un poco._)

COMISARIO.--¿Quién anda ahí?

D. GREGORIO.--¡Ah! ¿No es usted el señor comisario del cuartel?

COMISARIO.--Servidor de usted.

D. GREGORIO.--Pues, señor... Oiga usted aparte... (_Se aparta con el
comisario á poca distancia de los demás._) Su presencia de usted es
absolutamente necesaria para evitar un escándalo que va á suceder...
¿Conoce usted á una señorita que se llama doña Leonor, que vive en
aquella casa de enfrente?

COMISARIO.--Sí, de vista la conozco, y al caballero que la tiene
consigo... Y me parece que ha de ser un don Manuel de Velasco.

D. GREGORIO.--Hermano mío.

COMISARIO.--¡Oiga! ¿Es usted su hermano?

D. GREGORIO.--Para servir á usted.

COMISARIO.--Para hacerme favor.

D. GREGORIO.--Pues el caso es que esta niña, hija de padres muy
honrados y virtuosos, perdida de amores por un mancebito andaluz que
vive aquí en este cuarto principal...

COMISARIO.--¡Calle! Don Enrique de Cárdenas; le conozco mucho.

D. GREGORIO.--Pues bien. Ha cometido el desacierto de abandonar su
casa, venirse á la de su amante... Vamos, ya usted conoce lo que
puede resultar de aquí.

COMISARIO.--Sí... En efecto.

D. GREGORIO.--Ello hay de por medio no sé qué papel de matrimonio;
pero no ignora usted de lo que sirven esos papeles cuando cesa el
motivo que los dictó... ¡Eh! ¿Me explico?

COMISARIO.--Perfectamente... ¿Y ella está adentro?

D. GREGORIO.--Ahora mismo acaba de entrar... Conque, señor comisario,
se trata de salvar el decoro de una doncella, de impedir que el tal
caballero... Ya ve usted.

COMISARIO.--Sí, sí, es cosa urgente. Vamos... Por fortuna tenemos
aquí al señor, que en esta ocasión nos puede ser muy útil... (_Alza
un poco la voz volviéndose hacia el escribano que está detrás, el
cual se acerca á ellos muy oficioso._) Es escribano...

ESCRIBANO.--Escribano real.

D. GREGORIO.--Ya.

ESCRIBANO.--Y antiguo.

D. GREGORIO.--Mejor.

ESCRIBANO.--Mucha práctica de tribunales.

D. GREGORIO.--Bueno.

ESCRIBANO.--Conocido en testamentarías, subastas, inventarios,
despojos, secuestros y...

D. GREGORIO.--No, ahí no hallará usted cosa en que poder...

ESCRIBANO.--Y muy hombre de bien.

D. GREGORIO.--Por supuesto.

ESCRIBANO.--Es que...

COMISARIO.--Vamos, don Lázaro, que esto pide mucha diligencia.

D. GREGORIO.--Yo aquí espero.

COMISARIO.--Muy bien.

(_Llama el criado á la puerta de don Enrique, se abre, y entran los
tres. La escena vuelve á quedar oscura._)


ESCENA IV.

DON GREGORIO, DON MANUEL.

D. GREGORIO.--Veamos si está en casa este inalterable filósofo, y le
contaremos la amarga historia... (_Llama en casa de don Manuel, abren
la puerta, se supone que habla con algún criado, queda la puerta
entornada, y don Gregorio se pasea esperando á su hermano._) ¿Está?
Que baje inmediatamente, que le espero aquí para un asunto de mucha
importancia... ¡Bendito Dios! ¡En lo que han parado tantas máximas
sublimes, tantas eruditas disertaciones! ¡Qué lástima de tutor! Vaya
si... majadero más completo y más pagado de su dictamen... ¡Oh, señor
hermano!

(_Don Manuel sale de la puerta de su casa, y se detiene inmediato á
ella._)

D. MANUEL.--Pero ¿qué extravagancia es esta? ¿Por qué no subes?

D. GREGORIO.--Porque tengo que hablarte, y no me puedo separar de
aquí.

D. MANUEL (_adelantándose hacia donde está don
Gregorio._)--Enhorabuena... ¿Y qué se te ofrece?

D. GREGORIO.--Vengo á darte muy buenas noticias.

D. MANUEL.--¿De qué?

D. GREGORIO.--Sí, te vas á regocijar mucho con ellas... Dime: mi
señora doña Leonor ¿en dónde está?

D. MANUEL.--¿Pues no lo sabes? En casa de su amiga doña Beatriz. Allí
quedó esta tarde, yo me vine porque tenía una porción de cartas que
escribir, y supongo que ya no puede tardar. De un instante á otro...
Pero ¿á qué viene esa pregunta?

D. GREGORIO.--¡Eh! Así, por hablar algo...

D. MANUEL.--Pero ¿qué quieres decirme?

D. GREGORIO.--Nada... Que tú la has educado filosóficamente,
persuadido (y con mucha razón) de que las mujeres necesitan un poco
de libertad, que no es conveniente reprenderlas ni oprimirlas, que no
son los candados ni los cerrojos los que aseguran su virtud, sino la
indulgencia, la blandura y... en fin, prestarse á todo lo que ellas
quieren... ¡Ya se ve! Leonor, enseñada por esta cartilla, ha sabido
corresponder como era de esperar á las lecciones de su maestro.

D. MANUEL.--Te aseguro que no comprendo á qué propósito puede venir
nada de cuanto dices.

D. GREGORIO.--Anda, necio, que bien merecido está lo que te sucede, y
es muy justo que recibas el premio de tu ridícula presunción... Llegó
el caso de que se vea prácticamente lo que ha producido en las dos
hermanas la educación que las hemos dado. La una huye de los amantes;
y la otra, como una mujer perdida y sin vergüenza, los acaricia y los
persigue.

D. MANUEL.--Si no me declaras el misterio, dígote que...

D. GREGORIO.--El misterio es que tu pupila no está donde piensas,
sino en casa de un caballerito, del cual se ha enamorado
rematadamente; y sola y de noche, y burlándose de ti, ha ido á buscar
mejor compañía... ¿Lo entiendes ahora?

D. MANUEL.--¿Dices que Leonor?...

D. GREGORIO.--Sí, señor, la misma...

D. MANUEL.--Vaya, déjate de chanzas, y no me...

D. GREGORIO.--¡Sí, que el niño es chancero!... ¡Se dará tal
estupidez! Dígole á usted, señor hermano, y vuelvo á repetírselo, que
la Leonorcita se ha ido esta noche á casa de su galán, y está con él,
y lo he visto yo, y se quieren mucho, y hace más de un año que se
tienen dada palabra de matrimonio, á pesar de todas tus filosofías.
¿Lo entiendes?

D. MANUEL.--Pero es una cosa tan agena de verisimilitud...

D. GREGORIO.--¡Dale!... Vamos, aunque lo vea por sus ojos no se lo
harán creer... ¡Cómo me repudre la sangre!... Amigo, dígote que los
años sirven de muy poco cuando no hay esto, esto. (_Señalándose con
el dedo en la frente._)

D. MANUEL.--Ello es que tú te persuades á que...

D. GREGORIO.--Figúrate si me habré persuadido... Pero mira, no
gastemos prosa... ven y lo verás, y en viéndolo, espero y confío que
te persuadirás también. Vamos.

(_Se encamina á casa de don Enrique, y después vuelve._)

D. MANUEL.--¡Haber cometido tal exceso, cuando siempre la he tratado
con la mayor benignidad, cuando la he prometido mil veces no
violentar, no contradecir sus inclinaciones!

D. GREGORIO.--Ya temía yo que no había de ser creído, y que
perderíamos el tiempo en altercaciones inútiles. Por eso, y porque me
pareció conveniente restaurar el honor de esa mujer, siquiera por lo
que me interesa su pobrecita hermana, he dispuesto que el comisario
del cuartel vaya allá, y vea de arreglarlo, de manera que evitando
escándalos, se concluya, si se puede, con un matrimonio.

D. MANUEL.--¿Eso hay?

D. GREGORIO.--¡Toma! Ya están allá el comisario y un escribano
que venía con él... Digo, á no ser que usted halle en sus libros
algún texto oportuno para volver á recibir en su casa á la inocente
criatura, disimularla este pequeño desliz, y casarse con ella... ¿Eh?

D. MANUEL.--¿Yo? No lo creas. No cabe en mí tanta debilidad, ni soy
capaz de aspirar á poseer un corazón que ya tiene otro dueño. Pero á
pesar de cuanto dices, todavía no me puedo reducir á...

D. GREGORIO.--¡Qué terco es!... Ven conmigo, y acabemos esta disputa
impertinente.

(_Se encamina con su hermano hacia casa de don Enrique, y al llegar
cerca salen de ella el comisario y el criado. El teatro se ilumina
como en la escena tercera._)


ESCENA V.

EL COMISARIO, UN CRIADO, DON GREGORIO, DON MANUEL.

COMISARIO.--Aquí, señores, no hay necesidad de ninguna violencia.
Los dos se quieren, son libres, de igual calidad... No hay otra cosa
que hacer sino depositar inmediatamente á la señorita en una casa
honesta, y desposarlos mañana... Las leyes protegen este matrimonio y
le autorizan.

D. GREGORIO.--¿Qué te parece?

D. MANUEL (_reprimiéndose_).--¿Qué me ha de parecer?... Que se casen.

D. GREGORIO.--Pues, señor, que se casen.

COMISARIO.--Diré á usted, señor don Manuel. Yo he propuesto á la
novia que tuviese á bien de honrar mi casa, en donde asistida de mi
mujer y de mis hijas, estaría, si no con las comodidades que merece,
á lo menos con la que pueden proporcionarla mis cortas facultades;
pero no ha querido admitir este obsequio, y dice que si usted permite
que vaya á la suya, la prefiere á otra cualquiera. Es cierto que esta
elección es la mejor; pero he querido avisarle á usted para saber si
gusta de ello, ó tiene alguna dificultad.

D. MANUEL.--Ninguna... Que venga. Yo me encargo del depósito.

COMISARIO.--Volveré con ella muy pronto.

(_Se entra con el criado en casa de don Enrique. El teatro queda
oscuro otra vez._)

D. GREGORIO.--No me queda otra cosa que ver... Pero ¿cuál es más
admirable, el descaro de la pindonga, ó la frescura de este insensato
que se presta á tenerla en su casa después de lo que ha hecho, que la
toma en depósito de manos de su amante para entregársela después tal
y tan buena?... ¡Ay! Si no es posible hallar cabeza más destornillada
que la suya... No puede ser.

D. MANUEL.--No lo entiendes, Gregorio... Mira, tú has hecho
intervenir en esto á un comisario para evitar los daños que pudieran
sobrevenir, y has hecho muy bien... Yo la recibo por la misma razón;
para que su crédito no padezca; para que no se trasluzca lo que ha
sucedido entre la vecindad, que todo lo atisba y lo murmura; para que
mañana se casen, como si fuera yo mismo el que lo hubiese dispuesto;
para manifestar á Leonor que nunca he querido hacerme un tirano de su
libertad ni de sus afectos; para confundirla con mi modo de proceder
comparado al suyo... Pero... ¡Leonor! ¿Es posible que haya sido capaz
de tal ingratitud?

D. GREGORIO.--Calla, que... (_Salen por una calle doña Leonor,
Juliana, y el lacayo con un farol, habiendo pasado ya por delante
de la puerta de don Enrique, al volverse don Gregorio las ve. Doña
Leonor al ver gente se detiene un poco. Se ilumina el teatro._) Sí...
Ahí la tienes. Pídela perdón.

D. MANUEL.--¡Yo! ¡Qué mal me conoces!


ESCENA VI.

DOÑA LEONOR, JULIANA, UN LACAYO, DON MANUEL, DON GREGORIO.

D. MANUEL.--Leonor, no temas ningún exceso de cólera en mí, bien
sabes cuánto sé reprimirla; pero es muy grande el sentimiento que me
ha causado ver que te hayas atrevido á una acción tan poco decorosa,
sabiendo tú que nunca he pensado sujetar tu albedrío, que no tienes
amigo más fino, más verdadero que yo... No, no esperaba recibir de
ti tan injusta correspondencia... En fin, hija mía, yo sabré tolerar
en silencio el agravio que acabas de hacerme; y atento sólo á que tu
estimación no pierda en la lengua ponzoñosa del vulgo, te daré en mi
casa el auxilio que necesitas, y te entregaré yo mismo el esposo que
has querido elegir.

D.ª LEONOR.--Yo no entiendo, señor don Manuel, á qué se dirige ese
discurso... ¿Qué acción indecorosa? ¿qué agravio? ¿qué esposo es ese
de quien usted me habla?... Yo soy la misma que siempre he sido. Mi
respeto á su persona de usted, mi agradecimiento, y para decirlo de
una vez, mi amor, son inalterables... Mucho me ofende el que presuma
que he podido yo hacer ni pensar cosa ninguna impropia de una mujer
honesta, que estima en más que la vida su honor y su opinión.

D. MANUEL (_volviéndose á don Gregorio_).--¿Oyes lo que dice?

D. GREGORIO (_acercándose á doña Leonor_).--Ya se ve que lo oigo...
Conque Leonorcita... Ahorremos palabras... ¿De dónde vienes, hija?

D.ª LEONOR.--De casa de doña Beatriz.

D. GREGORIO.--¿Ahora vienes de allí, cordera?

D.ª LEONOR.--Ahora mismo... ¿No ve usted á Pepe, que nos ha venido á
acompañar?

D. GREGORIO.--¿Y no sales de casa de don Enrique?

D.ª LEONOR.--¿De quién? ¿De ese que vive aquí en?... ¡Eh! no por
cierto.

D. GREGORIO.--¿Y no habéis concertado vuestro casamiento á presencia
del comisario?

D.ª LEONOR.--Me hace reir... ¿Ves qué desatino, Juliana?

D. GREGORIO.--¿Y no estáis enamorados mucho tiempo há?

D.ª LEONOR.--Muchísimo tiempo... ¿Y qué más?

D. GREGORIO.--¿Y no estuviste en mi casa esta noche? ¿y no te
hicieron salir de allí? ¿y no te fuiste derechita á la de tu galán?
¿y no te ví yo?

D.ª LEONOR.--Esto pasa de chanza. Usted no sabe lo que se dice...
(_Asiendo del brazo á don Manuel se dirige hacia su casa._) Vamos á
casa, don Manuel, que ese hombre ha perdido el poco entendimiento que
tenía; vamos.


ESCENA VII.

DOÑA ROSA, DON ENRIQUE, EL COMISARIO, EL ESCRIBANO, COSME, UN CRIADO,
DOÑA LEONOR, JULIANA, UN LACAYO, DON MANUEL, DON GREGORIO.

(_El criado saldrá con la linterna. La luz del teatro se duplica._)

D.ª ROSA.--¡Leonor!... ¡Hermana!...

(_Corriendo hacia doña Leonor la coge de las manos, y se las besa._)

D. GREGORIO.--¡Huf!...

(_Al reconocer á doña Rosa, se aparta lleno de confusión._)

D.ª ROSA.--Yo espero de tu buen corazón que has de perdonarme el
atrevimiento con que me valí de tu nombre para conseguir el fin de
mis engaños. El ejemplo de tu mucha virtud hubiera debido contenerme;
pero, hermana mía, bien sabes qué diferente suerte hemos tenido las
dos.

D.ª LEONOR.--Todo lo conozco, Rosita... La elección que has hecho no
me parece desacertada; repruebo solamente los medios de que te has
valido... Mucha disculpa tienes, pero toda la necesitas.

D.ª ROSA.--Cuanto digas es cierto, pero... (_Volviéndose á don
Gregorio, que permanece absorto y sin movimiento._) usted ha sido la
causa de tanto error, usted... No me atrevería á presentarme ahora á
sus ojos, si no estuviese bien segura de que en todo lo que acabo de
hacer, aunque le disguste, le sirvo... La aversión que usted logró
inspirarme distaba mucho de aquella suave amistad que une las almas
para hacerlas felices... Tal vez usted me acusará de liviandad; pero
puede ser que mañana hubiera usted sido verdaderamente infeliz, si yo
fuese menos honesta.

D. ENRIQUE.--Dice bien, y usted debe agradecerla el honor que
conserva y la tranquilidad de que puede gozar en adelante.

D. MANUEL (_acercándose á don Gregorio_).--Esto pide resignación,
hermano... Tú has tenido la culpa, es necesario que te conformes.

D.ª LEONOR.--Y hará muy mal en no conformarse; porque ni hay otro
remedio á lo sucedido, ni hallará ninguno que le tenga lástima.

JULIANA.--Y conocerá que á las mujeres no se las encadena, ni se las
enjaula, ni se las enamora á fuerza de tratarlas mal. ¡Hombre más
tonto!

COSME (_hablando con Juliana_).--Y en verdad que se ha escapado como
en una tabla. Bien puede estar contento.

D. GREGORIO (_No dirige á nadie sus palabras, habla como si
estuviera solo, y va aumentándose sucesivamente la energía de su
expresión_).--No, yo no acabo de salir de la admiración en que
estoy... Una astucia tan infernal confunde mi entendimiento; ni es
posible que Satanás en persona sea capaz de mayor perfidia que la
de esa maldita mujer... Yo hubiera puesto por ella las manos en el
fuego, y... ¡Ah, desdichado del que á vista de lo que á mí me sucede
se fíe de ninguna! La mejor es un abismo de malicias y picardías.
Sexo engañador, destinado á ser el tormento y la desesperación de los
hombres... Para siempre le detesto y le maldigo, y le doy al demonio,
si quiere llevársele.

(_Sacando la llave de su puerta, se encamina furioso hacia ella. Don
Manuel quiere contenerle, él le aparta, entra en su casa, y cierra
por dentro._)

D. MANUEL.--No dice bien... Las mujeres, dirigidas por otros
principios que los suyos, son el consuelo, la delicia y el honor
del género humano... Conque, señor comisario, acepto el depósito, y
mañana sin falta se celebrará la boda.

D.ª ROSA.--¿La mía no más?

D. MANUEL.--Si tu hermana me perdona una breve sospecha, con tanta
dificultad creída, no sería don Enrique el solo dichoso; yo también
pudiera serlo.

D.ª LEONOR.--Hoy es día de perdonar.

D.ª ROSA.--Sí, bien merece tu perdón y tu mano el que supo darte una
educación tan contraria á la que yo recibí.

D.ª LEONOR.--Con su prudencia y su bondad se hizo dueño de mi
corazón, y bien sabe que mientras yo viva es prenda suya.

D. MANUEL.--¡Querida Leonor!

(_Se abrazan don Manuel y doña Leonor._)

JULIANA.--¡Excelente lección para los maridos, si quieren estudiarla!

[Ilustración]



EL MÉDICO Á PALOS

COMEDIA EN 3 ACTOS, EN PROSA, ESTRENADA EN 1814



PERSONAS


  DON JERÓNIMO.
  DOÑA PAULA.
  LEANDRO.
  ANDREA.
  BARTOLO.
  MARTINA.
  GINÉS.
  LUCAS.


  La escena representa en el primer acto un bosque, y en los dos
  siguientes una sala de casa particular, con puerta en el foro y
  otras dos en los lados.


_La acción empieza á las once de la mañana, y se acaba á las cuatro
de la tarde._



[Ilustración]



ACTO I.


ESCENA PRIMERA.

BARTOLO, MARTINA.

BARTOLO.--¡Válgate Dios, y qué durillo está este tronco! El hacha se
mella toda, y él no se parte... (_Corta leña de un árbol inmediato al
foro: deja después el hacha arrimada al tronco, se adelanta hacia el
proscenio, siéntase en un peñasco, saca piedra y eslabón, enciende un
cigarro y se pone á fumar._) ¡Mucho trabajo es éste!... Y como hoy
aprieta el calor, me fatigo, y me rindo, y no puedo más... Dejémoslo,
y será lo mejor, que ahí se quedará para cuando vuelva. Ahora vendrá
bien un rato de descanso y un cigarrillo, que esta triste vida otro
la ha de heredar... Allí viene mi mujer. ¿Qué traerá de bueno?

MARTINA (_sale por el lado derecho del teatro_).--Holgazán, ¿qué
haces ahí sentado, fumando sin trabajar? ¿Sabes que tienes que
acabar de partir esa leña y llevarla al lugar, y ya es cerca de
mediodía?

BARTOLO.--Anda, que si no es hoy, será mañana.

MARTINA.--Mira qué respuesta.

BARTOLO.--Perdóname, mujer. Estoy cansado, y me senté un rato á fumar
un cigarro.

MARTINA.--¡Y que yo aguante á un marido tan poltrón y desidioso!
Levántate y trabaja.

BARTOLO.--Poco á poco, mujer; si acabo de sentarme.

MARTINA.--Levántate.

BARTOLO.--Ahora no quiero, dulce esposa.

MARTINA.--¡Hombre sin vergüenza, sin atender á sus obligaciones!
¡Desdichada de mí!

BARTOLO.--¡Ay, qué trabajo es tener mujer! Bien dice Séneca: que la
mejor es peor que un demonio.

MARTINA.--Miren qué hombre tan hábil, para traer autoridades de
Séneca.

BARTOLO.--¿Si soy hábil? Á ver, á ver, búscame un leñador que sepa lo
que yo, ni que haya servido seis años á un médico latino, ni que haya
estudiado el _quis vel qui, quæ, quod vel quid_, y más adelante, como
yo lo estudié.

MARTINA.--Mal haya la hora en que me casé contigo.

BARTOLO.--Y maldito sea el pícaro escribano que anduvo en ello.

MARTINA.--Haragán, borracho.

BARTOLO.--Esposa, vamos poco á poco.

MARTINA.--Yo te haré cumplir con tu obligación.

BARTOLO.--Mira, mujer, que me vas enfadando.

(_Se levanta desperezándose, encamínase hacia el foro, coge un palo
del suelo y vuelve._)

MARTINA.--¿Y qué cuidado se me da á mí, insolente?

BARTOLO.--Mira que te he de cascar, Martina.

MARTINA.--Cuba de vino.

BARTOLO.--Mira que te he de solfear las espaldas.

MARTINA.--Infame.

BARTOLO.--Mira que te he de romper la cabeza.

MARTINA.--¿Á mí? Bribón, tunante, canalla, ¿á mí?

BARTOLO (_dando de palos á Martina_).--¿Sí? Pues toma.

MARTINA.--¡Ay! ¡ay! ¡ay! ¡ay!

BARTOLO.--Este es el único medio de que calles... Vaya, hagamos la
paz. Dame esa mano.

MARTINA.--¿Después de haberme puesto así?

BARTOLO.--¿No quieres? Si eso no ha sido nada. Vamos.

MARTINA.--No quiero.

BARTOLO.--Vamos, hijita.

MARTINA.--No quiero, no.

BARTOLO.--Mal hayan mis manos, que han sido causa de enfadar á mi
esposa... Vaya, ven, dame un abrazo.

(_Tira el palo á un lado, y la abraza._)

MARTINA.--¡Si reventaras!

BARTOLO.--Vaya, si se muere por mí la pobrecita... Perdóname, hija
mía. Entre dos que se quieren, diez ó doce garrotazos más ó menos
no valen nada... Voy hacia el barranquitero, que ya tengo allí una
porción de raíces, haré una carguilla, y mañana con la burra la
llevaremos á Miraflores. (_Hace que se va y vuelve._) Oyes, y dentro
de poco hay feria en Buitrago: si voy allá, y tengo dinero, y me
acuerdo, y me quieres mucho, te he de comprar una peineta de concha
con sus piedras azules.

(_Toma el hacha y unas alforjas, y se va por el monte adelante.
Martina se queda retirada á un lado hablando entre sí._)

MARTINA.--Anda, que tú me las pagarás... Verdad es que una mujer
siempre tiene en su mano el modo de vengarse de su marido; pero es
un castigo muy delicado para este bribón, y yo quisiera otro que él
sintiera más, aunque á mí no me agradase tanto.


ESCENA II.

MARTINA, GINÉS, LUCAS.

(_Salen por la izquierda._)

LUCAS.--Vaya, que los dos hemos tomado una buena comisión... Y no sé
yo todavía qué regalo tendremos por este trabajo.

GINÉS.--¿Qué quieres, amigo Lucas? Es fuerza obedecer á nuestro
amo; además, que la salud de su hija á todos nos interesa... Es una
señorita tan afable, tan alegre, tan guapa... Vaya, todo se lo merece.

LUCAS.--Pero, hombre, fuerte cosa es que los médicos que han venido á
visitarla no hayan descubierto su enfermedad.

GINÉS.--Su enfermedad bien á la vista está; el remedio es el que
necesitamos.

MARTINA (_aparte_).--¡Que no pueda yo imaginar alguna invención para
vengarme!

LUCAS.--Veremos si este médico de Miraflores acierta con ello... Como
no hayamos equivocado la senda...

MARTINA.--(_Aparte, hasta que repara en los dos y les hace la
cortesía._ Pues ello es preciso, que los golpes que acaba de darme
los tengo en el corazón. No puedo olvidarlos...) Pero, señores,
perdonen ustedes, que no los había visto, porque estaba distraída.

LUCAS.--¿Vamos bien por aquí á Miraflores?

MARTINA.--Sí, señor. (_Señalando adentro por el lado derecho._) ¿Ve
usted aquellas tapias caídas junto aquel noguerón? Pues todo derecho.

GINÉS.--¿No hay allí un famoso médico, que ha sido médico de una
vizcondesita, y catedrático, y examinador, y es académico, y todas
las enfermedades las cura en griego?

MARTINA.--¡Ay! sí, señor. Curaba en griego; pero hace dos días que
se ha muerto en español, y ya está el pobrecito debajo de tierra.

GINÉS.--¿Qué dice usted?

MARTINA.--Lo que usted oye. ¿Y para quién le iban ustedes á buscar?

LUCAS.--Para una señorita que vive ahí cerca, en esa casa de campo
junto al río.

MARTINA.--¡Ah! sí. La hija de don Jerónimo. ¡Válgate Dios! ¿Pues qué
tiene?

LUCAS.--¿Qué sé yo? Un mal que nadie le entiende, del cual ha venido
á perder el habla.

MARTINA.--¡Qué lástima! Pues... (_Aparte, con expresión de
complacencia._ ¡Ay, qué idea me ocurre!) Pues mire usted, aquí
tenemos el hombre más sabio del mundo, que hace prodigios en esos
males desesperados.

GINÉS.--¿De veras?

MARTINA.--Sí, señor.

LUCAS.--¿Y en dónde le podemos encontrar?

MARTINA.--Cortando leña en ese monte.

GINÉS.--Estará entreteniéndose en buscar algunas yerbas salutíferas.

MARTINA.--No, señor. Es un hombre extravagante y lunático, va vestido
como un pobre patán, hace empeño en parecer ignorante y rústico, y no
quiere manifestar el talento maravilloso que Dios le dió.

GINÉS.--Cierto que es cosa admirable, que todos los grandes hombres
hayan de tener siempre algún ramo de locura mezclada con su ciencia.

MARTINA.--La manía de este hombre es la más particular que se ha
visto. No confesará su capacidad á menos que no le muelan el cuerpo á
palos; y así les aviso á ustedes que si no lo hacen, no conseguirán
su intento. Si le ven que está obstinado en negar, tome cada uno
un buen garrote, y zurra, que él confesará. Nosotros cuando le
necesitamos nos valemos de esta industria, y siempre nos ha salido
bien.

GINÉS.--¡Qué extraña locura!

LUCAS.--¿Habráse visto hombre más original?

GINÉS.--¿Y cómo se llama?

MARTINA.--Don Bartolo. Fácilmente le conocerán ustedes. Él es un
hombre de corta estatura, morenillo, de mediana edad, ojos azules,
nariz larga, vestido de paño burdo, con un sombrerillo redondo.

LUCAS.--No se me despintará, no.

GINÉS.--¿Y ese hombre hace unas curas tan difíciles?

MARTINA.--¿Curas dice usted? Milagros se pueden llamar. Habrá dos
meses que murió en Lozoya una pobre mujer, ya iban á enterrarla, y
quiso Dios que este hombre estuviese por casualidad en una calle por
donde pasaba el entierro. Se acercó, examinó á la difunta, sacó una
redomita del bolsillo, la echó en la boca una gota de yo no sé qué, y
la muerta se levantó tan alegre cantando el _frondoso_.

GINÉS.--¿Es posible?

MARTINA.--Como que yo lo ví. Mire usted, aún no hace tres semanas
que un chico de unos doce años se cayó de la torre de Miraflores, se
le troncharon las piernas, y la cabeza se le quedó hecha una plasta.
Pues, señor, llamaron á don Bartolo; él no quería ir allá, pero
mediante una buena paliza lograron que fuese. Sacó un cierto ungüento
que llevaba en un pucherete, y con una pluma le fué untando, untando
al pobre muchacho, hasta que al cabo de un rato se puso en pié, y se
fué corriendo á jugar á la rayuela con los otros chicos.

LUCAS.--Pues ese hombre es el que necesitamos nosotros. Vamos á
buscarle.

MARTINA.--Pero sobre todo, acuérdense ustedes de la advertencia de
los garrotazos.

GINÉS.--Ya, ya estamos en eso.

MARTINA.--Allí debajo de aquel árbol hallarán ustedes cuantas estacas
necesiten.

LUCAS.--¿Sí? Voy por un par de ellas.

(_Coge el palo que dejó en el suelo Bartolo, va hacia el foro y coge
otro, vuelve, y se le da á Ginés._)

GINÉS.--¡Fuerte cosa es que haya de ser preciso valerse de este medio!

MARTINA.--Y si no, todo será inútil. (_Hace que se va, y vuelve._)
¡Ah! otra cosa. Cuiden ustedes de que no se les escape, porque corre
como un gamo; y si les coge á ustedes la delantera, no le vuelven á
ver en su vida. (_Mirando hacia dentro á la parte del foro._) Pero me
parece que viene. Sí, aquel es. Yo me voy, háblenle ustedes, y si no
quiere hacer bondad, menudito en él. Adios, señores.


ESCENA III.

GINÉS, LUCAS.

LUCAS.--Fortuna ha sido haber hallado á esta mujer. Pero ¿no ves qué
traza de médico aquella?

(_Los dos miran hacia el foro._)

GINÉS.--Ya lo veo... Mira, retirémonos uno á un lado y otro á otro,
para que no se nos pueda escapar. Hemos de tratarle con la mayor
cortesía del mundo. ¿Lo entiendes?

LUCAS.--Sí.

GINÉS.--Y sólo en el caso de que absolutamente sea preciso...

LUCAS.--Bien... Entonces me haces una seña, y le ponemos como nuevo.

GINÉS.--Pues apartémonos, que ya llega.

(_Ocúltanse á los dos lados del teatro._)


ESCENA IV.

GINÉS, LUCAS, BARTOLO.

(_Bartolo sale del monte con un hacha y las alforjas al hombro,
cantando; siéntase en el suelo en medio del teatro, y saca de las
alforjas una bota_).

BARTOLO.

      En el alcázar de Venus,
    junto al Dios de los planetas,
    en la gran Constantinopla,
    allá en la casa de Meca,
    donde el gran sultán bajá,
    imperio de tantas fuerzas,
    aquel Alcorán que todos
    le pagan tributo en perlas;
    rey de setenta y tres reyes,
    de siete imperios... (_Bebe._)
    De siete imperios cabeza;
    este tal tiene una hija,
    que es del imperio heredera.

(_Vuelve á beber, va á poner la bota al lado por donde sale Lucas,
el cual le hace con el sombrero en la mano una cortesía. Bartolo,
sospechando que es para quitarle la bota, va á ponerla al otro lado
á tiempo que sale Ginés haciendo lo mismo que Lucas. Bartolo pone la
bota entre las piernas, y la tapa con las alforjas._)

Arre allá, diablo. ¿Qué buscará este animal? Lo primero esconderé la
bota... ¡Calle! Otro zángano. ¿Qué demonios es esto? En todo caso la
guardaremos y la arroparemos; porque no tienen cara de hacer cosa
buena.

GINÉS.--¿Es usted un caballero que se llama el señor don Bartolo?

BARTOLO.--¿Y qué?

GINÉS.--¿Que si se llama usted don Bartolo?

BARTOLO.--No, y sí, conforme lo que ustedes quieran.

GINÉS.--Queremos hacerle á usted cuantos obsequios sean posibles.

BARTOLO.--Si así es, yo me llamo don Bartolo.

(_Quítase el sombrero y le deja á un lado._)

LUCAS.--Pues con toda cortesía...

GINÉS.--Y con la mayor reverencia...

LUCAS.--Con todo cariño, suavidad y dulzura...

GINÉS.--Y con todo respeto, y con la veneración más humilde...

BARTOLO (_aparte_).--Parecen arlequines, que todo se les vuelve
cortesías y movimientos.

GINÉS.--Pues, señor, venimos á implorar su auxilio de usted para una
cosa muy importante.

BARTOLO.--¿Y qué pretenden ustedes? Vamos, que si es cosa que dependa
de mí, haré lo que pueda.

GINÉS.--Favor que usted nos hace... Pero cúbrase usted, que el sol le
incomodará.

LUCAS.--Vaya, señor, cúbrase usted.

BARTOLO.--Vaya, señores, ya estoy cubierto... (_Pónese el sombrero, y
los otros también._) ¿Y ahora?

GINÉS.--No extrañe usted que vengamos en su busca. Los hombres
eminentes siempre son buscados y solicitados, y como nosotros nos
hallamos noticiosos del sobresaliente talento de usted, y de su...

BARTOLO.--Es verdad, como que soy el hombre que se conoce para cortar
leña.

LUCAS.--Señor...

BARTOLO.--Si ha de ser de encina, no la daré menos de á dos reales la
carga.

GINÉS.--Ahora no tratamos de eso.

BARTOLO.--La de pino la daré más barata. La de raíces, mire usted...

GINÉS.--¡Oh! señor, eso es burlarse.

LUCAS.--Suplico á usted que hable de otro modo.

BARTOLO.--Hombre, yo no sé otra manera de hablar. Pues me parece que
bien claro me explico.

GINÉS.--¡Un sujeto como usted ha de ocuparse en ejercicios tan
groseros! Un hombre tan sabio, tan insigne médico, ¿no ha de
comunicar al mundo los talentos de que le ha dotado la naturaleza?

BARTOLO.--¿Quién, yo?

GINÉS.--Usted, no hay que negarlo.

BARTOLO.--Usted será el médico y toda su generación, que yo en mi
vida lo he sido. (_Ap._ Borrachos están.)

LUCAS.--¿Para qué es excusarse? Nosotros lo sabemos, y se acabó.

BARTOLO.--Pero, en suma, ¿quién soy yo?

GINÉS.--¿Quién? Un gran médico.

BARTOLO.--¡Qué disparate! (_Ap._ ¿No digo que están bebidos?)

GINÉS.--Conque vamos, no hay que negarlo, que no venimos de chanza.

BARTOLO.--Vengan ustedes como vengan, yo no soy médico, ni lo he
pensado jamás.

LUCAS.--Al cabo me parece que será necesario... (_Mirando á Ginés._)
¿Eh?

GINÉS.--Yo creo que sí.

LUCAS.--En fin, amigo don Bartolo, no es ya tiempo de disimular.

GINÉS.--Mire usted que se lo decimos por su bien.

LUCAS.--Confiese usted con mil demonios que es médico, y acabemos.

BARTOLO (_impaciente_).--¡Yo rabio!

GINÉS.--¿Para qué es fingir si todo el mundo lo sabe?

BARTOLO.--Pues digo á ustedes que no soy médico.

(_Se levanta, quiere irse, ellos lo estorban, y se le acercan,
disponiéndose para apalearle._)

GINÉS.--¿No?

BARTOLO.--No, señor.

LUCAS.--¿Conque no?

BARTOLO.--El diablo me lleve si entiendo palabra de medicina.

GINÉS.--Pues, amigo, con su buena licencia de usted, tendremos que
valernos del remedio consabido... Lucas.

LUCAS.--Ya, ya.

BARTOLO.--¿Y qué remedio dice usted?

LUCAS.--Este.

(_Danle de palos, cogiéndole siempre las vueltas para que no se
escape._)

BARTOLO.--¡Ay! ¡ay! ¡ay!... (_Quitándose el sombrero._) Basta, que yo
soy médico, y todo lo que ustedes quieran.

GINÉS.--Pues bien, ¿para qué nos obliga usted á esta violencia?

LUCAS.--¿Para qué es darnos el trabajo de derrengarle á garrotazos?

BARTOLO.--El trabajo es para mí, que los llevo... Pero, señores,
vamos claros: ¿Qué es esto? ¿es una humorada: ó están ustedes locos?

LUCAS.--¿Aún no confiesa usted que es doctor en medicina?

BARTOLO.--No, señor; no lo soy, ya está dicho.

GINÉS.--¿Conque no es usted médico?... Lucas.

LUCAS.--¿Conque no? (_Vuelven á darle de palos._) ¿Eh?

BARTOLO.--¡Ay! ¡ay! ¡pobre de mí! (_Pónese de rodillas juntando las
manos, en ademán de súplica._) Sí que soy médico. Sí, señor.

LUCAS.--¿De veras?

BARTOLO.--Sí, señor, y cirujano de estuche, y saludador, y albéitar,
y sepulturero, y todo cuanto hay que ser.

GINÉS.--Me alegro de verle á usted tan razonable.

(_Levántanle cariñosamente entre los dos._)

LUCAS.--Ahora sí que parece usted hombre de juicio.

BARTOLO.--(_Ap._ ¡Maldita sea vuestra alma!...) ¿Si seré yo médico y
no habré reparado en ello?

GINÉS.--No hay que arrepentirse. Á usted se le pagará muy bien su
asistencia, y quedará contento.

BARTOLO.--Pero, hablando ahora en paz, ¿es cierto que soy médico?

GINÉS.--Certísimo.

BARTOLO.--¿Seguro?

GINÉS.--Sin duda ninguna.

BARTOLO.--Pues lléveme el diablo si yo sabía tal cosa.

GINÉS.--¿Pues cómo, siendo el profesor más sobresaliente que se
conoce?

BARTOLO (_riéndose_).--¡Ah! ¡ah! ¡ah!

GINÉS.--Un médico que ha curado no sé cuántas enfermedades mortales.

BARTOLO (_con ironía_).--¡Válgame Dios!

LUCAS.--Una mujer que estaba ya enterrada...

GINÉS.--Un muchacho que cayó de una torre y se hizo la cabeza una
tortilla...

BARTOLO.--¿También le curé?

LUCAS.--También.

GINÉS.--Conque buen ánimo, señor doctor. Se trata de asistir á una
señorita muy rica, que vive en esa quinta cerca del molino. Usted
estará allí comido y bebido, y regalado como cuerpo de rey, y le
traerán en palmitas.

BARTOLO.--¿Me traerán en palmitas?

LUCAS.--Sí, señor, y acabada la curación le darán á usted qué sé yo
cuánto dinero.

BARTOLO.--Pues, señor, vamos allá. ¿En palmitas y qué sé yo cuánto
dinero?... Vamos allá.

GINÉS.--Recógele todos esos muebles, y vamos.

BARTOLO.--No, poco á poco. (_Lucas recoge las alforjas y el hacha.
Bartolo le quita la bota y se la guarda debajo del brazo._) La bota
conmigo.

GINÉS.--Pero, señor, ¡un doctor en medicina con bota!

BARTOLO.--No importa, venga... Me darán bien de comer y de beber...
(_Apartándose á un lado, medita y habla entre sí. Después con
ellos._) La pulsaré, la recetaré algo... La mato seguramente... Si no
quiero ser médico, me volverán á sacudir el bulto; y si lo soy, me le
sacudirán también... Pero díganme ustedes: ¿les parece que este traje
rústico será propio de un hombre tan sapientísimo como yo?

GINÉS.--No hay que afligirse. Antes de presentarle á usted, le
vestiremos con mucha decencia.

BARTOLO (_aparte_).--Si á lo menos pudiese acordarme de aquellos
textos, de aquellas palabrotas que les decía mi amo á los enfermos,
saldría del apuro.

GINÉS.--Mira que se quiere escapar.

LUCAS.--Señor don Bartolo, ¿qué hacemos?

BARTOLO (_aparte_).--Aquel libro de vocabulorum, que llevaba el chico
al aula. ¡Aquel sí que era bueno!

GINÉS.--Vaya, basta de meditación.

LUCAS.--¿Será cosa de que otra vez?...

(_En ademán de volverle á dar._)

BARTOLO.--¡Qué! no, señor. Sino que estaba pensando en el plan
curativo... ¡Pobrecito Bartolo! Vamos.

(_Los dos le cogen en medio, y se van con él por la izquierda del
teatro._)

[Ilustración]



ACTO II.


ESCENA PRIMERA.

DON JERÓNIMO, LUCAS, GINÉS, ANDREA.

D. JERÓNIMO.--¿Conque decís que es tan hábil?

LUCAS.--Cuantos hemos visto hasta ahora no sirven para descalzarle.

GINÉS.--Hace curas maravillosas.

LUCAS.--Resucita muertos.

GINÉS.--Sólo que es algo estrambótico y lunático, y amigo de burlarse
de todo el mundo.

D. JERÓNIMO.--Me dejáis aturdido con esa relación. Ya tengo
impaciencia de verle. Vé por él, Ginés.

LUCAS.--Vistiéndose quedaba. Toma la llave, y no te apartes de él.

(_Le da una llave á Ginés, el cual se va por la puerta del lado
derecho._)

D. JERÓNIMO.--Que venga, que venga presto.


ESCENA II.

DON JERÓNIMO, ANDREA, LUCAS.

ANDREA.--¡Ay, señor amo! que aunque el médico sea un pozo de ciencia,
me parece á mí que no haremos nada.

D. JERÓNIMO.--¿Por qué?

ANDREA.--Porque doña Paulita no ha menester médicos, sino marido,
marido: eso la conviene, lo demás es andarse por las ramas.
¿Le parece á usted que ha de curarse con ruibarbo, y jalapa, y
tinturas, y cocimientos, y potingues, y porquerías, que no sé cómo
no ha perdido ya el estómago? No, señor, con un buen marido sanará
perfectamente.

LUCAS.--Vamos, calla, no hables tonterías.

D. JERÓNIMO.--La chica no piensa en eso. Es todavía muy niña.

ANDREA.--¡Niña! Sí, cásela usted, y verá si es niña.

D. JERÓNIMO.--Más adelante no digo que...

ANDREA.--Boda, boda, y aflojar el dote, y...

D. JERÓNIMO.--¿Quieres callar, habladora?

ANDREA.--(_Ap._ Allí le duele...) Y despedir médicos y boticarios,
y tirar todas esas pócimas y brebajes por la ventana, y llamar al
novio, que ese la pondrá buena.

D. JERÓNIMO.--¿Á qué novio, bachillera, impertinente? ¿En dónde está
ese novio?

ANDREA.--¡Qué presto se le olvidan á usted las cosas! Pues qué,
¿no sabe usted que Leandro la quiere, que la adora, y ella le
corresponde? ¿No lo sabe usted?

D. JERÓNIMO.--La fortuna del tal Leandro está en que no le conozco,
porque desde que tenía ocho ó diez años no le he vuelto á ver... Y
ya sé que anda por aquí acechando y rondándome la casa; pero como yo
le llegue á pillar... Bien que lo mejor será escribir á su tío para
que le recoja y se le lleve á Buitrago, y allí se le tenga. ¡Leandro!
¡Buen matrimonio por cierto! ¡Con un mancebito que acaba de salir de
la universidad, muy atestada de Vinios la cabeza, y sin un cuarto en
el bolsillo!

ANDREA.--Su tío, que es muy rico, que es muy amigo de usted, que
quiere mucho á su sobrino, y que no tiene otro heredero, suplirá esa
falta. Con el dote que usted dará á su hija, y con lo que...

D. JERÓNIMO.--Vete al instante de aquí, lengua de demonio.

ANDREA (_aparte_).--Allí le duele.

D. JERÓNIMO.--Vete.

ANDREA.--Ya me iré, señor.

D. JERÓNIMO.--Vete, que no te puedo sufrir.

LUCAS.--¡Que siempre has de dar en eso, Andrea! Calla, y no desazones
al amo, mujer; calla, que el amo no necesita de tus consejos para
hacer lo que quiera. No te metas nunca en cuidados agenos, que al fin
y al cabo, el señor es el padre de su hija, y su hija es hija, y su
padre es el señor; no tiene remedio.

D. JERÓNIMO.--Dice bien tu marido, que eres muy entremetida.

LUCAS.--El médico viene.


ESCENA III.

BARTOLO, GINÉS, DON JERÓNIMO, LUCAS, ANDREA.

(_Salen por la derecha Ginés y Bartolo, éste vestido con casaca
antigua, sombrero de tres picos y bastón._)

GINÉS.--Aquí tiene usted, señor don Jerónimo, al estupendo médico, al
doctor infalible, al pasmo del mundo.

D. JERÓNIMO.--Me alegro mucho de ver á usted, y de conocerle, señor
doctor.

(_Se hacen cortesía uno á otro, con el sombrero en la mano._)

BARTOLO.--Hipócrates dice que los dos nos cubramos.

D. JERÓNIMO.--¿Hipócrates lo dice?

BARTOLO.--Sí, señor.

D. JERÓNIMO.--¿Y en qué capítulo?

BARTOLO.--En el capítulo de los sombreros.

D. JERÓNIMO.--Pues si lo dice Hipócrates, será preciso obedecer.

(_Los dos se ponen el sombrero._)

BARTOLO.--Pues como digo, señor médico, habiendo sabido...

D. JERÓNIMO.--¿Con quién habla usted?

BARTOLO.--Con usted.

D. JERÓNIMO.--¿Conmigo? Yo no soy médico.

BARTOLO.--¿No?

D. JERÓNIMO.--No, señor.

BARTOLO.--¿No? Pues ahora verás lo que te pasa.

(_Arremete hacia él con el bastón levantado en ademán de darle de
palos. Huye don Jerónimo, los criados se ponen de por medio, y
detienen á Bartolo._)

D. JERÓNIMO.--¿Qué hace usted, hombre?

BARTOLO.--Yo te haré que seas médico á palos, que así se gradúan en
esta tierra.

D. JERÓNIMO.--Detenedle vosotros... ¿Qué loco me habéis traído aquí?

GINÉS.--¿No le dije á usted que era muy chancero?

D. JERÓNIMO.--Sí; pero que vaya á los infiernos con esas chanzas.

LUCAS.--No le dé á usted cuidado. Si lo hace por reir.

GINÉS.--Mire usted, señor facultativo, este caballero que está
presente es nuestro amo, y padre de la señorita que usted ha de curar.

BARTOLO.--¿El señor es su padre? ¡Oh! perdone usted, señor padre,
esta libertad que...

D. JERÓNIMO.--Soy de usted.

BARTOLO.--Yo siento...

D. JERÓNIMO.--No, no ha sido nada... (_Ap._ ¡Maldita sea tu
casta!...) Pues, señor, vamos al asunto. (_Saca la caja, se la
presenta á Bartolo, y él toma polvo con afectada gravedad._) Yo tengo
una hija muy mala...

BARTOLO.--Muchos padres se quejan de lo mismo.

D. JERÓNIMO.--Quiero decir que está enferma.

BARTOLO.--Ya, enferma.

D. JERÓNIMO.--Sí, señor.

BARTOLO.--Me alegro mucho.

D. JERÓNIMO.--¿Cómo?

BARTOLO.--Digo que me alegro de que su hija de usted necesite de mi
ciencia, y ojalá que usted y toda su familia estuviesen á las puertas
de la muerte, para emplearme en su asistencia y alivio.

D. JERÓNIMO.--Viva usted mil años, que yo le estimo su buen deseo.

BARTOLO.--Hablo ingenuamente.

D. JERÓNIMO.--Ya lo conozco.

BARTOLO.--¿Y cómo se llama su niña de usted?

D. JERÓNIMO.--Paulita.

BARTOLO.--¡Paulita! ¡Lindo nombre para curarse!... Y esta doncella
¿quién es?

D. JERÓNIMO.--Esta doncella es mujer de aquel. (_Señalando á Lucas._)

BARTOLO.--¡Oiga!

D. JERÓNIMO.--Sí, señor... Voy á hacer que salga aquí la chica para
que usted la vea.

ANDREA.--Durmiendo quedaba.

D. JERÓNIMO.--No importa, la despertaremos. Ven, Ginés.

GINÉS.--Allá voy.

(_Vanse los dos por la izquierda._)


ESCENA IV.

BARTOLO, ANDREA, LUCAS.

BARTOLO (_acercándose á Andrea con ademanes y gestos
expresivos_).--¿Conque usted es mujer de ese mocito?

ANDREA.--Para servir á usted.

BARTOLO.--¡Y qué frescota es! ¡Y qué... regocijo da el verla!...
¡Hermosa boca tiene!... ¡Ay, qué dientes tan blancos, tan igualitos,
y qué risa tan graciosa!... ¡Pues los ojos! En mi vida he visto un
par de ojos más habladores ni más traviesos.

LUCAS.--(_Ap._ ¡Habrá demonio de hombre! ¡Pues no la está requebrando
el maldito!...) Vaya, señor doctor, mude usted de conversación,
porque no me gustan esas flores. ¿Delante de mí se pone usted á decir
arrumacos á mi mujer? Yo no sé como no cojo un garrote, y le...

(_Mirando por el teatro si hay algún palo. Bartolo le detiene._)

BARTOLO.--Hombre, por Dios, ten caridad. ¿Cuántas veces me han de
examinar de médico?

LUCAS.--Pues cuenta con ella.

ANDREA.--Yo reviento de risa.

(_Encaminándose á recibir á doña Paula, que sale por la puerta de la
izquierda con don Jerónimo y Ginés._)


ESCENA V.

DON JERÓNIMO, DOÑA PAULA, GINÉS, LUCAS, BARTOLO, ANDREA.

D. JERÓNIMO.--Anímate, hija mía, que yo confío en la sabiduría
portentosa de este señor, que brevemente recobrarás tu salud. Esta es
la niña, señor doctor. Hola, arrimad sillas.

(_Traen sillas los criados. Doña Paula se sienta en una poltrona
entre Bartolo y su padre. Los criados detrás, en pié._)

BARTOLO.--¿Conque esta es su hija de usted?

D. JERÓNIMO.--No tengo otra, y si se me llegara á morir me volvería
loco.

BARTOLO.--Ya se guardará muy bien. Pues qué, ¿no hay más que morirse
sin licencia del médico? No, señor; no se morirá... Vean ustedes aquí
una enferma, que tiene un semblante capaz de hacer perder la chabeta
al hombre más tétrico del mundo. Yo, con todos mis aforismos, le
aseguro á usted... ¡Bonita cara tiene!

D.ª PAULA.--¡Ah! ¡ah! ¡ah!

D. JERÓNIMO.--Vaya, gracias á Dios que se ríe la pobrecita.

BARTOLO.--¡Bueno! ¡Gran señal! ¡gran señal! Cuando el médico hace
reir á las enfermas es linda cosa... Y bien, ¿qué la duele á usted?

D.ª PAULA.--Ba, ba, ba, ba.

BARTOLO.--¿Eh? ¿Qué dice usted?

D.ª PAULA.--Ba, ba, ba.

BARTOLO.--Ba, ba, ba, ba. ¿Qué diantre de lengua es esa? Yo no
entiendo palabra.

D. JERÓNIMO.--Pues ese es su mal. Ha venido á quedarse muda, sin que
se pueda saber la causa. Vea usted qué desconsuelo para mí.

BARTOLO.--¡Qué bobería! Al contrario, una mujer que no habla es un
tesoro. La mía no padece esta enfermedad, y si la tuviese, yo me
guardaría muy bien de curarla.

D. JERÓNIMO.--Á pesar de eso, yo le suplico á usted que aplique todo
su esmero á fin de aliviarla y quitarla ese impedimento.

BARTOLO.--Se la aliviará, se la quitará: pierda usted cuidado. Pero
es curación que no se hace así como quiera. ¿Come bien?

D. JERÓNIMO.--Sí, señor, con bastante apetito.

BARTOLO.--¡Malo!... ¿Duerme?

ANDREA.--Sí, señor, unas ocho ó nueve horas suele dormir regularmente.

BARTOLO.--¡Malo!... ¿Y la cabeza la duele?

D. JERÓNIMO.--Ya se lo hemos preguntado varias veces; dice que no.

BARTOLO.--¿No? ¡Malo!... Venga el pulso... Pues, amigo, este pulso
indica... ¡Claro! está claro.

D. JERÓNIMO.--¿Qué indica?

BARTOLO.--Que su hija de usted tiene secuestrada la facultad de
hablar.

D. JERÓNIMO.--¿Secuestrada?

BARTOLO.--Sí por cierto; pero buen ánimo, ya lo he dicho, curará.

D. JERÓNIMO.--Pero ¿de qué ha podido proceder este accidente?

BARTOLO.--Este accidente ha podido proceder y procede (según la más
recibida opinión de los autores) de habérsela interrumpido á mi
señora doña Paulita el uso expedito de la lengua.

D. JERÓNIMO.--¡Este hombre es un prodigio!

LUCAS.--¿No se lo dijimos á usted?

ANDREA.--Pues á mi me parece un macho.

LUCAS.--Calla.

D. JERÓNIMO.--Y en fin, ¿qué piensa usted que se puede hacer?

BARTOLO.--Se puede y se debe hacer... El pulso... (_Tomando el pulso
á doña Paula._) Aristóteles en sus protocolos habló de este caso con
mucho acierto.

D. JERÓNIMO.--¿Y qué dijo?

BARTOLO.--Cosas divinas... La otra... (_La toma el pulso en la otra
mano, y la observa la lengua._) Á ver la lengüecita... ¡Ay, qué
monería!... Dijo... ¿Entiende usted el latín?

D. JERÓNIMO.--No, señor, ni una palabra.

BARTOLO.--No importa. Dijo: _Bonus bona bonum, uncias duas, mascula
sunt maribus, honora medicum, acinax acinacis, est modus in rebus;
amarylida sylvas._ Que quiere decir, que esta falta de coagulación en
la lengua la causan ciertos humores que nosotros llamamos humores...
acres, proclives, espontáneos y corrumpentes. Porque como los vapores
que se elevan de la región... ¿Están ustedes?

ANDREA.--Sí, señor, aquí estamos todos.

BARTOLO.--De la región lumbar, pasando desde el lado izquierdo donde
está el hígado, al derecho en que está el corazón, ocupan todo
el duodeno y parte del cráneo: de aquí es, según la doctrina de
Ausias March y de Calepino (aunque yo llevo la contraria), que la
malignidad de dichos vapores... ¿Me explico?

D. JERÓNIMO.--Sí, señor, perfectamente.

BARTOLO.--Pues, como digo, supeditando dichos vapores las carúnculas
y el epidermis, necesariamente impiden que el tímpano comunique al
metacarpo los sucos gástricos. _Doceo doces, docere, docui, doctum,
ars longa, vita brevis: templum, templi: augusta vindelicorum, et
reliqua..._ ¿Qué tal? ¿He dicho algo?

D. JERÓNIMO.--Cuanto hay que decir.

GINÉS.--Es mucho hombre este.

D. JERÓNIMO.--Sólo he notado una equivocación en lo que...

BARTOLO.--¿Equivocación? No puede ser. Yo nunca me equivoco.

D. JERÓNIMO.--Creo que dijo usted que el corazón está al lado
derecho, y el hígado al izquierdo; y en verdad que es todo lo
contrario.

BARTOLO.--¡Hombre ignorantísimo, sobre toda la ignorancia de los
ignorantes! ¿Ahora me sale usted con esas vejeces? Sí, señor,
antiguamente así sucedía, pero ya lo hemos arreglado de otra manera.

D. JERÓNIMO.--Perdone usted, si en esto he podido ofenderle.

BARTOLO.--Ya está usted perdonado. Usted no sabe latín, y por
consiguiente está dispensado de tener sentido común.

D. JERÓNIMO.--¿Y qué le parece á usted que deberemos hacer con la
enferma?

BARTOLO.--Primeramente harán ustedes que se acueste, luégo se la
darán unas buenas friegas... bien que eso yo mismo lo haré... y
después tomará de media en media hora una gran sopa en vino.

ANDREA.--¡Qué disparate!

D. JERÓNIMO.--¿Y para qué es buena la sopa en vino?

BARTOLO.--¡Ay, amigo, y qué falta le hace á usted un poco de
ortografía! La sopa en vino es buena para hacerla hablar. Porque
en el pan y en el vino, empapado el uno en el otro, hay una virtud
simpática, que simpatiza y absorbe el tejido celular y la pía mater,
y hace hablar á los mudos.

D. JERÓNIMO.--Pues no lo sabía.

BARTOLO.--Si usted no sabe nada.

D. JERÓNIMO.--Es verdad que no he estudiado, ni...

BARTOLO.--¿Pues no ha visto usted, pobre hombre, no ha visto usted
cómo á los loros los atracan de pan mojado en vino?

D. JERÓNIMO.--Sí, señor.

BARTOLO.--¿Y no hablan los loros? Pues para que hablen se les da, y
para que hable se lo daremos también á doña Paulita, y dentro de muy
poco hablará más que siete papagayos.

D. JERÓNIMO.--Algún ángel le ha traído á usted á mi casa, señor
doctor... Vamos, hijita, que ya querrás descansar... Al instante
vuelvo, señor don... ¿Cómo es su gracia de usted?

BARTOLO.--Don Bartolo.

D. JERÓNIMO.--Pues así que la deje acostada seré con usted, señor don
Bartolo... (_Se levantan los tres._) Ayuda aquí, Andrea... Despacito.

BARTOLO.--Taparla bien, no se resfríe. Adios, señorita.

D.ª PAULA.--Ba, ba, ba, ba.

D. JERÓNIMO (_hace que se va acompañando á doña Paula, y vuelve á
hablar aparte con Lucas_).--Lucas, vé al instante y adereza el cuarto
del señor, bien limpio todo, una buena cama, la colcha verde, la
jarra con agua, la aljofaina, la tohalla, en fin, que no falte cosa
ninguna... ¿Estás?

LUCAS (_marchando por la puerta de la derecha_).--Sí, señor.

D. JERÓNIMO.--Vamos, hija mía.

(_Vanse don Jerónimo, doña Paula, Andrea y Ginés por la puerta de la
izquierda._)

BARTOLO.--Yo sudo... En mi vida me he visto más apurado... ¡Si
es imposible que esto pare en bien, imposible! Veré si ahora que
todos andan por allá dentro puedo... Y si no, mal estamos... En las
espaldas siento una desazón que no me deja... Y no es por los palos
recibidos, sino por los que aún me falta que recibir.

(_Vase por la parte del lado derecho._)

[Ilustración]



ACTO III.


ESCENA PRIMERA.

BARTOLO (_sale sin sombrero ni bastón por la derecha_), DON JERÓNIMO.

BARTOLO.--Pues, señor, ya está visto. Esto de escabullirse, es
negocio desesperado... ¡El maldito, con achaque de la compostura del
cuarto, no se mueve de allí!... ¡Ay, pobre Bartolo!... (_Paseándose
inquieto por el teatro._) Vamos, pecho al agua, y suceda lo que Dios
quiera.

D. JERÓNIMO (_sale por la izquierda_).--No ha habido forma de poderla
reducir á que se acueste. Ya la están preparando la sopa en vino que
usted mandó. Veremos lo que resulta.

BARTOLO.--No hay que dudar, el resultado será felicísimo.

D. JERÓNIMO (_sacando la bolsa y tomando de ella algunos
escuditos_).--Usted, amigo don Bartolo, estará en mi casa obsequiado
y servido como un príncipe, y entre tanto quiero que tenga usted la
bondad de recibir estos escuditos.

BARTOLO.--No se hable de eso.

D. JERÓNIMO.--Hágame usted ese favor.

BARTOLO.--No hay que tratar de la materia.

D. JERÓNIMO.--Vamos, que es preciso.

BARTOLO.--Yo no lo hago por el dinero.

D. JERÓNIMO.--Lo creo muy bien, pero sin embargo...

BARTOLO.--¿Y son de los nuevos?

D. JERÓNIMO.--Sí, señor.

BARTOLO.--Vaya, una vez que son de los nuevos, los tomaré. (_Los toma
y se los guarda._)

D. JERÓNIMO.--Ahora bien, quede usted con Dios, que voy á ver si hay
novedad, y volveré... Me tiene con tal inquietud esta chica, que no
sé parar en ninguna parte.


ESCENA II.

LEANDRO (_sale por la puerta de la derecha recatándose_), BARTOLO.

LEANDRO.--Señor doctor, yo vengo á implorar su auxilio de usted, y
espero que...

BARTOLO.--Veamos el pulso... (_Tomando el pulso, con gestos de
displicencia._) Pues no me gusta nada... ¿Y qué siente usted?

LEANDRO.--Pero si yo no vengo á que usted me cure; si yo no padezco
ningún achaque.

BARTOLO (_con despego_).--Pues ¿á qué diablos viene usted?

LEANDRO.--Á decirle á usted en dos palabras que yo soy Leandro.

BARTOLO.--¿Y qué se me da á mí de que usted se llame Leandro ó Juan
de las Viñas?

(_Alzando la voz. Leandro le habla en tono bajo y misterioso._)

LEANDRO.--Diré á usted. Yo estoy enamorado de doña Paulita; ella me
quiere, pero su padre no me permite que la vea... Estoy desesperado,
y vengo á suplicarle á usted que me proporcione una ocasión, un
pretexto para hablarla y...

BARTOLO.--Que es decir en castellano, que yo haga de alcahuete.
(_Irritado y alzando más la voz._) ¡Un médico! ¡Un hombre como yo!...
Quítese usted de ahí.

LEANDRO.--¡Señor!

BARTOLO.--¡Es mucha insolencia, caballerito!

LEANDRO.--Calle usted, señor; no grite usted.

BARTOLO.--Quiero gritar... ¡Es usted un temerario!

LEANDRO.--¡Por Dios, señor doctor!

BARTOLO.--¿Yo alcahuete? Agradezca usted que...

(_Se pasea inquieto._)

LEANDRO.--¡Válgame Dios, qué hombre!... Probemos á ver si...

(_Saca un bolsillo y al volverse Bartolo se le pone en la mano; él
le toma, le guarda, y bajando la voz habla confidencialmente con
Leandro._)

BARTOLO.--¡Desvergüenza como ella!

LEANDRO.--Tome usted... Y le pido perdón de mi atrevimiento.

BARTOLO.--Vamos, que no ha sido nada.

LEANDRO.--Confieso que erré, y que anduve un poco...

BARTOLO.--¿Qué errar? ¡Un sujeto como usted! ¡Qué disparate! Vaya,
conque...

LEANDRO.--Pues, señor, esa niña vive infeliz. Su padre no quiere
casarla por no soltar el dote. Se ha fingido enferma; han venido
varios médicos á visitarla, la han recetado cuantas pócimas hay en
la botica; ella no toma ninguna, como es fácil de presumir; y por
último, hostigada de sus visitas, de sus consultas y de sus preguntas
impertinentes, se ha hecho la muda, pero no lo está.

BARTOLO.--¿Conque todo ello es una farándula?

LEANDRO.--Sí, señor.

BARTOLO.--¿El padre le conoce á usted?

LEANDRO.--No, señor, personalmente no me conoce.

BARTOLO.--¿Y ella le quiere á usted? ¿Es cosa segura?

LEANDRO.--¡Oh! de eso estoy muy persuadido.

BARTOLO.--¿Y los criados?

LEANDRO.--Ginés no me conoce, porque hace muy poco tiempo que entró
en la casa; Andrea está en el secreto; su marido, si no lo sabe, á lo
menos lo sospecha y calla, y puedo contar con uno y con otro.

BARTOLO.--Pues bien, yo haré que hoy mismo quede usted casado con
doña Paulita.

LEANDRO.--¿De veras?

BARTOLO.--Cuando yo lo digo...

LEANDRO.--¿Sería posible?

BARTOLO.--¿No le he dicho á usted que sí? Le casaré á usted con ella,
con su padre y con toda su parentela... Yo diré que es usted...
boticario.

LEANDRO.--Pero si yo no entiendo palabra de esa facultad.

BARTOLO.--No le dé á usted cuidado, que lo mismo me sucede á mí.
Tanta medicina sé yo como un perro de aguas.

LEANDRO.--¿Conque no es usted médico?

BARTOLO.--No por cierto. Ellos me han examinado de un modo
particular; pero con examen y todo, la verdad es que no soy lo que
dicen. Ahora lo que importa es que usted esté por ahí inmediato, que
yo le llamaré á su tiempo.

LEANDRO.--Bien está, y espero que usted...

(_Vase por la puerta de la derecha._)

BARTOLO.--Vaya usted con Dios.


ESCENA III.

ANDREA (_sale por la izquierda_), BARTOLO, LUCAS.

ANDREA.--Señor médico, me parece que la enferma le quiere dejar á
usted desairado, porque...

BARTOLO.--Como no me desaires tú, niña de mis ojos, lo demás importa
seis maravedís, y como yo te cure á ti, mas que se muera todo el
género humano.

(_Sale por la derecha Lucas; va acercándose detrás de Bartolo, y
escucha._)

ANDREA.--Yo no tengo nada que curar.

BARTOLO.--Pues mira, lo mejor será curar á tu marido... ¡Qué bruto
es, y qué celoso tan impertinente!

ANDREA.--¿Qué quiere usted? Cada uno cuida de su hacienda.

BARTOLO.--¿Y por qué ha de ser hacienda de aquel gaznápiro este
cuerpecito gracioso?

(_Se encamina á ella con los brazos abiertos en ademán de abrazarla.
Andrea se va retirando, Lucas agachándose, pasa por debajo del brazo
derecho de Bartolo, vuélvese de cara hacia él, y quedan abrazados los
dos. Andrea se va riendo por la puerta del lado izquierdo._)

LUCAS.--¿No le he dicho á usted, señor doctor, que no quiero esas
chanzas?... ¿No se lo he dicho á usted?

BARTOLO.--Pero hombre, si aquí no hay malicia ni...

LUCAS.--Vete tú de ahí... Con malicia ó sin ella, le he de abrir
á usted la cabeza de un trancazo, si vuelve á alzar los ojos para
mirarla. ¿Lo entiende usted?

BARTOLO.--Pues ya se ve que lo entiendo.

LUCAS.--Cuidado conmigo... (_Le da un envión al tiempo de desasirse
de él._) ¡Se habrá visto mico más enredador!


ESCENA IV.

DON JERÓNIMO (_sale por la izquierda_), BARTOLO, LUCAS, LEANDRO.

D. JERÓNIMO.--¡Ay, amigo don Bartolo! que aquella pobre muchacha no
se alivia. No ha querido acostarse. Desde que ha tomado la sopa en
vino está mucho peor.

BARTOLO.--¡Bueno! eso es bueno. Señal de que el remedio va obrando.
No hay que afligirse, que aquí estoy yo... (_Llama, encarándose á la
puerta del lado derecho._) Digo ¡don Casimiro! ¡don Casimiro!

LEANDRO (_desde adentro_).--¡Señor!

BARTOLO.--¡Don Casimiro!

LEANDRO (_saliendo_).--¿Qué manda usted?

D. JERÓNIMO.--¿Y quién es este hombre?

BARTOLO.--Un excelente didascálico... boticario que llaman ustedes...
eminente profesor... Le he mandado venir para que disponga una
cataplasma de todas flores, emolientes, astringentes, dialécticas,
pirotécnicas y narcóticas, que será necesario aplicar á la enferma.

D. JERÓNIMO.--Mire usted qué decaída está.

BARTOLO.--No importa, va á sanar muy pronto.


ESCENA V.

DOÑA PAULA, ANDREA, GINÉS, DON JERÓNIMO, BARTOLO, LEANDRO, LUCAS.

(_Salen los tres primeros por la puerta de la izquierda._)

BARTOLO.--Don Casimiro, púlsela usted, obsérvela bien, y luégo
hablaremos.

D. JERÓNIMO.--¿Conque en efecto es mozo de habilidad? ¿Eh?

(_Va Leandro, y habla en secreto con doña Paula, haciendo que la
pulsa. Andrea tercia en la conversación... Quedan distantes á un lado
Bartolo y don Jerónimo, y á otro Ginés y Lucas._)

BARTOLO.--No se ha conocido otro igual para emplastos, ungüentos,
rosolis de perfecto amor y de leche de vieja, ceratos y julepes. ¿Por
qué le parece á usted que le he hecho venir?

D. JERÓNIMO.--Ya lo supongo. Cuando usted se vale de él, no, no será
rana.

BARTOLO.--¿Qué ha de ser rana? No, señor, si es un hombre que se
pierde de vista.

D.ª PAULA.--Siempre, siempre seré tuya, Leandro.

D. JERÓNIMO.--¿Qué? (_Volviéndose hacia donde está su hija._) ¿Si
será ilusión mía? ¿Ha hablado, Andrea?

ANDREA.--Sí, señor, tres ó cuatro palabras ha dicho.

D. JERÓNIMO.--¡Bendito sea Dios! ¡Hija mía! (_Abraza á doña Paula,
y vuelve lleno de alegría hacia Bartolo, el cual se pasea lleno de
satisfacción._) ¡Médico admirable!

BARTOLO.--¡Y qué trabajo me ha costado curar la dichosa enfermedad!
Aquí hubiera yo querido ver á toda la veterinaria junta y entera, á
ver qué hacía.

D. JERÓNIMO.--Conque, Paulita, hija, ya puedes hablar, ¿es verdad?
(_Vuelve á hablar con su hija, y la trae de la mano._) Vaya, dí
alguna cosa.

GINÉS (_aparte y á Lucas_).--Aquí me parece que hay gato encerrado...
¿Eh?

LUCAS.--Tú calla, y déjalo estar.

D.ª PAULA.--Sí, padre mío, he recobrado el habla para decirle á usted
que amo á Leandro, y que quiero casarme con él.

D. JERÓNIMO.--Pero si...

D.ª PAULA.--Nada puede cambiar mi resolución.

D. JERÓNIMO.--Es que...

D.ª PAULA.--De nada servirá cuanto usted me diga. Yo quiero casarme
con un hombre que me idolatra. Si usted me quiere bien, concédame su
permiso sin excusas ni dilaciones.

D. JERÓNIMO.--Pero, hija mía, el tal Leandro es un pobretón...

D.ª PAULA.--Dentro de poco será muy rico. Bien lo sabe usted. Y sobre
todo, sarna con gusto no pica.

D. JERÓNIMO.--Pero ¡qué borbotón de palabras la ha venido de repente
á la boca!... Pues, hija mía, no hay que cansarse. No será.

D.ª PAULA.--Pues cuente usted con que ya no tiene hija, porque me
moriré de la desesperación.

D. JERÓNIMO.--¡Qué es lo que me pasa! (_Moviéndose de un lado á otro,
agitado y colérico. Doña Paula se retira hacia el foro, y habla con
Leandro y Andrea._) Señor doctor, hágame usted el gusto de volvérmela
á poner muda.

BARTOLO.--Eso no puede ser. Lo que yo haré, solamente por servirle á
usted, será ponerle sordo para que no la oiga.

D. JERÓNIMO.--Lo estimo infinito... Pero ¿piensas tú, hija
inobediente, que?...

(_Encaminándose hacia doña Paula. Bartolo le contiene._)

BARTOLO.--No hay que irritarse, que todo se echará á perder. Lo que
importa es distraerla y divertirla. Déjela usted que vaya á coger
un rato el aire por el jardín, y verá usted cómo poco á poco se
la olvida ese demonio de Leandro... Vaya usted á acompañarla, don
Casimiro, y cuide usted no pise alguna mala yerba.

LEANDRO.--Como usted mande, señor doctor. Vamos, señorita.

D.ª PAULA.--Vamos enhorabuena.

D. JERÓNIMO.--Id vosotros también.

(_Á Lucas y Ginés, los cuales, con doña Paula, Leandro y Andrea, se
van por la puerta del foro._)


ESCENA VI.

DON JERÓNIMO, BARTOLO.

D. JERÓNIMO.--¡Vaya, vaya, que no he visto semejante insolencia!

BARTOLO.--Esa es resulta necesaria del mal que ha estado padeciendo
hasta ahora. La última idea que ella tenía cuando enmudeció, fué sin
duda la de su casamiento con ese tunante de Alejandro, ó Leandro,
ó como se llama. Cogióla el accidente, quedáronse trasconejadas
una gran porción de palabras, y hasta que todas las vacíe, ó se
desahogue, no hay que esperar que se tranquilice ni hable con juicio.

D. JERÓNIMO.--¿Qué dice usted? Pues me convence esa reflexión.

(_Saca la caja don Jerónimo, y él y Bartolo toman tabaco._)

BARTOLO.--¡Oh! y si usted supiera un poco de numismática, lo
entendería un poco mejor... Venga un polvo.

D. JERÓNIMO.--¿Conque luégo que haya desocupado?...

BARTOLO.--No lo dude usted... Es una evacuación que nosotros llamamos
_tricolos tetrastrofos_.


ESCENA VII.

LUCAS, ANDREA, GINÉS (_van saliendo todos tres por la puerta del
foro_), DON JERÓNIMO, BARTOLO.

GINÉS.--¡Señor amo!

LUCAS.--¡Señor don Jerónimo!... ¡Ay qué desdicha!

ANDREA.--¡Ay, amo mío de mi alma! que se la llevan.

D. JERÓNIMO.--Pero ¿qué se llevan?

LUCAS.--El boticario no es boticario.

GINÉS.--Ni se llama don Casimiro.

ANDREA.--El boticario es Leandro, en propia persona, y se lleva
robada á la señorita.

D. JERÓNIMO.--¿Qué dices? ¡Pobre de mí! Y vosotros, brutos, ¿habéis
dejado que un hombre solo os burle de esa manera?

LUCAS.--No, no estaba solo, que estaba con una pistola. El demonio
que se acercase.

D. JERÓNIMO.--¿Y este pícaro de médico?...

BARTOLO (_aparte lleno de miedo_).--Me parece que ya no puede tardar
la tercera paliza.

D. JERÓNIMO.--Este bribón, que ha sido su alcahuete... Al instante
buscadme una cuerda.

ANDREA.--Ahí había una larga de tender ropa.

LUCAS.--Sí, sí, ya sé dónde está. Voy por ella.

(_Vase por la izquierda, y vuelve al instante con una soga muy
larga._)

D. JERÓNIMO.--Me las ha de pagar... Pero ¿hacia dónde se fueron?
¡Válgame Dios!

ANDREA.--Yo creo que se habrán ido por la puerta del jardín que sale
al campo.

LUCAS.--Aquí está la soga.

D. JERÓNIMO.--Pues inmediatamente atadme bien de piés y manos al
doctor aquí en esta silla... (_Bartolo quiere huir, y Lucas y Ginés
le detienen._) Pero me lo habéis de ensogar bien fuerte.

GINÉS.--Pierda usted cuidado... Vamos, señor don Bartolo.

(_Le hacen sentar en la silla poltrona, y le atan á ella, dando
muchas vueltas á la soga._)

D. JERÓNIMO.--Voy á buscar aquella bribona... Voy á hacer que avisen
á la justicia, y mañana sin falta ninguna este pícaro médico ha de
morir ahorcado... Andrea, corre, hija, asómate á la ventana del
comedor, y mira si los descubres por el campo. Yo veré si los del
molino me dan alguna razón. Y vosotros no perdáis de vista á ese
perro.

(_Se va don Jerónimo por la derecha, y Andrea por la izquierda. Lucas
y Ginés siguen atando á Bartolo._)


ESCENA VIII.

BARTOLO, LUCAS, GINÉS, MARTINA.

GINÉS.--Echa otra vuelta por aquí.

LUCAS.--¿Y no sabes que el amiguito este había dado en la gracia de
decir chicoleos á mi mujer?

GINÉS.--Anda, que ya las vas á pagar todas juntas.

BARTOLO.--¿Estoy ya bien así?

GINÉS.--Perfectamente.

MARTINA (_saliendo por la puerta de la derecha_).--Dios guarde á
ustedes, señores.

LUCAS.--¡Calle, que está usted por acá! Pues ¿qué buen aire la trae á
usted por esta casa?

MARTINA.--El deseo de saber de mi pobre marido. ¿Qué han hecho
ustedes de él?

BARTOLO.--Aquí está tu marido, Martina: mírale, aquí le tienes.

MARTINA (_abrazándose con Bartolo_).--¡Ay, hijo de mi alma!

LUCAS.--¡Oiga! ¿Conque esta es la médica?

GINÉS.--Aun por eso nos ponderaba tanto las habilidades del doctor.

LUCAS.--Pues por muchas que tenga, no escapará de la horca.

MARTINA.--¿Qué está usted ahí diciendo?

BARTOLO.--Sí, hija mía, mañana me ahorcan sin remedio.

MARTINA.--¿Y no te ha de dar vergüenza de morir delante de tanta
gente?

BARTOLO.--¿Y qué se ha de hacer, paloma? Yo bien lo quisiera excusar,
pero se han empeñado en ello.

MARTINA.--Pero ¿por qué te ahorcan, pobrecito, por qué?

BARTOLO.--Ese es cuento largo. Porque acabo de hacer una curación
asombrosa, y en vez de hacerme protomédico han resuelto colgarme.


ESCENA IX.

DON JERÓNIMO, ANDREA, BARTOLO, LUCAS, GINÉS, MARTINA.

(_Sale don Jerónimo por la puerta de la derecha, y Andrea por la
izquierda._)

D. JERÓNIMO.--Vamos, chicos, buen ánimo. Ya he enviado un propio á
Miraflores; esta noche sin falta vendrá la justicia, y cargará con
este bribón... Y tú ¿qué has hecho?, ¿los has visto?

ANDREA.--No, señor, no los he descubierto por ninguna parte.

D. JERÓNIMO.--Ni yo tampoco... He preguntado, y nadie me sabe dar
razón... Yo he de volverme loco... (_Dando vueltas por el teatro,
lleno de inquietud._) ¿Adónde se habrán ido?... ¿Qué estarán haciendo?


ESCENA X.

DOÑA PAULA, LEANDRO (_salen por la puerta del lado derecho_), DON
JERÓNIMO, BARTOLO.

LEANDRO.--¡Señor don Jerónimo!

D.ª PAULA.--¡Querido padre!

D. JERÓNIMO.--¿Qué es esto? ¡Picarones, infames!

LEANDRO (_se arrodilla con doña Paula á los piés de don
Jerónimo_).--Esto es enmendar un desacierto. Habíamos pensado irnos
á Buitrago y desposarnos allí, con la seguridad que tengo de que mi
tío no desaprueba este matrimonio; pero lo hemos reflexionado mejor.
No quiero que se diga que yo me he llevado robada á su hija de usted,
que esto no sería decoroso ni á su honor ni al mío. Quiero que usted
me la conceda con libre voluntad, quiero recibirla de su mano. Aquí
la tiene usted, dispuesta á hacer lo que usted la mande; pero le
advierto que si no la casa conmigo, su sentimiento será bastante
á quitarla la vida; y si usted nos otorga la merced que ambos le
pedimos, no hay que hablar de dote.

D. JERÓNIMO.--Amigo, yo estoy muy atrasado, y no puedo...

LEANDRO.--Ya he dicho que no se trate de intereses.

D.ª PAULA.--Me quiere mucho Leandro para no pensar con la
generosidad que debe. Su amor es á mí, no á su dinero de usted.

D. JERÓNIMO (_alterándose_).--¡Su dinero de usted, su dinero de
usted! ¿Qué dinero tengo yo, parlera? ¿No he dicho ya que estoy muy
atrasado? No puedo dar nada, no hay que cansarse.

LEANDRO.--Pero bien, señor, si por eso mismo se le dice á usted que
no le pediremos nada.

D. JERÓNIMO.--Ni un maravedí.

D.ª PAULA.--Ni medio.

D. JERÓNIMO.--Y bien, si digo que sí, ¿quién os ha de mantener,
badulaques?

LEANDRO.--Mi tío. ¿Pues no ha oído usted que aprueba este casamiento?
¿Qué más he de decirle?

D. JERÓNIMO.--¿Y se sabe si tiene hecha alguna disposición?

LEANDRO.--Sí, señor; yo soy su heredero.

D. JERÓNIMO.--¿Y qué tal, está fuertecillo?

LEANDRO.--¡Ay! no, señor, muy achacoso. Aquel humor de las piernas le
molesta mucho, y nos tememos que de un día á otro...

D. JERÓNIMO.--Vaya, vamos, ¿qué le hemos de hacer? Conque... (_Hace
que se levanten, y los abraza. Uno y otro le besan la mano._) Vaya,
concedido, y venga un par de abrazos.

LEANDRO.--Siempre tendrá usted en mí un hijo obediente.

D.ª PAULA.--Usted nos hace completamente felices.

BARTOLO.--Y á mí ¿quién me hace feliz? ¿No hay un cristiano que me
desate?

D. JERÓNIMO.--Soltadle.

LEANDRO.--Pues ¿quién le ha puesto á usted así, médico insigne?

(_Desatan los criados á Bartolo._)

BARTOLO.--Sus pecados de usted, que los míos no merecen tanto.

D.ª PAULA.--Vamos, que todo se acabó, y nosotros sabremos
agradecerle á usted el favor que nos ha hecho.

MARTINA.--¡Marido mío! (_Se abrazan Bartolo y Martina._) Sea
enhorabuena, que ya no te ahorcan. Mira, trátame bien, que á mí me
debes la borla de doctor que te dieron en el monte.

BARTOLO.--¿Á ti? Pues me alegro de saberlo.

MARTINA.--Sí por cierto. Yo dije que eras un prodigio en la medicina.

GINÉS.--Y yo porque ella lo dijo lo creí.

LUCAS.--Y yo lo creí porque lo dijo ella.

D. JERÓNIMO.--Y yo porque estos lo dijeron, lo creí también, y
admiraba cuanto decía como si fuese un oráculo.

LEANDRO.--Así va el mundo. Muchos adquieren opinión de doctos, no por
lo que efectivamente saben, sino por el concepto que forma de ellos
la ignorancia de los demás.

[Ilustración]



ÍNDICE


                                   Pág.

  LEANDRO FERNÁNDEZ DE MORATÍN.      5

  DISCURSO PRELIMINAR.              21

  La comedia nueva.                 59

  El sí de las niñas.              109

  La escuela de los maridos.       183

  El médico á palos.               239





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