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Title: El caso extraño del Doctor Jekyll
Author: Stevenson, Robert Louis
Language: Spanish
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*** Start of this LibraryBlog Digital Book "El caso extraño del Doctor Jekyll" ***


(This file was produced from images generously made


  Nota del Transcriptor:


  Se ha respetado la ortografía y la acentuación del original.

  Errores obvios de imprenta han sido corregidos.

  Páginas en blanco han sido eliminadas.

  Letras itálicas son denotadas con _líneas_.

  Las versalitas (letras mayúsculas de tamaño igual a las minúsculas)
  han sido sustituidas por letras mayúsculas de tamaño normal.



                     NOVELAS PUBLICADAS EN ESPAÑOL
                                  POR
                    D. APPLETON Y CÍA., NUEVA YORK.


PEPITA JIMÉNEZ.

                         POR DON JUAN VALERA.

Edición Americana Ilustrada. Un hermoso tomo de 219 páginas, con 7
láminas, el retrato y autógrafo del autor y varias viñetas alegóricas.
Encuadernación de mucho gusto artístico y bonitamente decorada. Buen
papel, tipo claro, etc., etc. Precio, $1.25.


LA CASA EN EL DESIERTO.

Aventuras de una familia perdida en las soledades de la América del
Norte.

                      POR EL CAPITÁN MAYNE REID.

Un bonito tomo de 348 páginas con 12 láminas, encuadernado en tela
inglesa. $1.25.

La misma, edición económica, 50 centavos.


LAS MINAS DEL REY SALOMÓN.

                         POR H. RIDER HAGGARD.

Una novela inglesa llena de aventuras y de escenas interesantísimas. 50
centavos.



                          EL CASO EXTRAÑO DEL
                             DOCTOR JEKYLL


                      _NOVELA ESCRITA EN INGLÉS_


                                  POR
                        ROVERTO LUIS STEVENSON

                       TRADUCIDA AL ESPAÑOL POR
                            EMILIO SOULÉRE


                              NUEVA YORK
                        D. APPLETON Y COMPAÑÍA
                         1, 3, Y 5 BOND STREET
                                 1891



                           COPYRIGHT, 1891,
                      BY D. APPLETON AND COMPANY.


_La propiedad de esta obra está protegida por la ley en varios países,
donde se perseguirá á los que la reproduzcan fraudulentamente._



SOBRE LA PRESENTE OBRA.


El Caso extraño del Dr. Jekyll, ó sea del _Dr. Jekyll y de Mister
Hyde_, es, después de _La Isla del Tesoro_, la obra más afamada de
Stevenson y no será dudoso el que la primera sea aún más conocida que
la segunda en los países anglosajones. Débese esto indudablemente á
que además de haber sido y ser constantemente leída por casi todo el
mundo, fué dramatizada y obtuvo tan buen éxito que se ha representado
centenares de veces. Recientemente se publicó también una versión
francesa: _Le Cas Étrange du Docteur Jekyll_, hecha con no poco gusto
y tino por Mme. B. J. Low, esposa del reputado artista de este nombre,
y ahora aparece la española, que estamos seguros ha de ser tan bien
recibida como aquélla.

La novela posee ya de por sí un interés dramático poco común, y en
toda ella se revela ese arte peculiar y característico de su autor en
el relato, que desde el principio atrae la curiosidad del que la lee.
En este trabajo psicológico ó psico-fisiológico, Stevenson ha logrado
sacar, del misterio de la dualidad humana, efectos irresistibles,
uniendo discretamente lo maravilloso con lo científico y la enseñanza
moral con la narración más interesante de ese combate entre dos
naturalezas distintamente opuestas, que luchan sin cesar entre sí,
revelando el imperio que ejerce la más ruin sobre la más noble, cuando
á tiempo no se logran dominar sus exigencias y caprichos.

La historia del Dr. Jekyll, despojada de ciertos atavíos, de todo
adorno maravilloso y de la parte fantástica, es la historia de muchos
que acaso todos conocemos y tratamos diariamente, sólo que en el
presente caso está trazada por la mano maestra del reputado autor
escocés.

                                                 LOS EDITORES.

  NUEVA YORK, _Abril, 1891_.



EL CASO EXTRAÑO DEL DOCTOR JEKYLL.



HISTORIA DE LA PUERTA.


El Sr. Utterson, el abogado, era un hombre de rostro duro en el cual
no brillaba jamás una sonrisa; frío, lacónico y confuso en su modo de
hablar; poco expansivo; flaco, alto, de porte descuidado, triste, y
sin embargo, capaz no sé por qué, de inspirar afecto. En las reuniones
de amigos, y cuando el vino era de su gusto, había en todo su ser algo
eminentemente humano que chispeaba en sus ojos; pero ese no sé qué,
nunca se traducía en palabras; sólo lo manifestaba por medio de esos
síntomas mudos que aparecen en el rostro después de la comida, y de un
modo más ostensible, por los actos de su vida. Era rígido y severo para
consigo mismo; bebía ginebra cuando se hallaba solo, para mortificarse
por su afición al vino; y, aunque le agradaba el teatro, hacía veinte
años que no había penetrado por la puerta de ninguno. Pero tenía para
con los demás una tolerancia particular; á veces se sorprendía, no
sin una especie de envidia, de las desgracias ocurridas á hombres
inteligentes, complicados ó envueltos en sus propias maldades, y
siempre procuraba más bien ayudar que censurar. "Me inclino,--tenía por
costumbre decir, no sin cierta agudeza--hacia la herejía de Caín; dejo
que mi hermano siga su camino en busca del diablo." Con ese carácter,
resultaba á menudo, que era el último conocido honrado y la última
influencia buena para aquellos cuya vida iba á mal fin; y aún á esos,
durante todo el tiempo que andaban á su alrededor, jamás llegaba á
demostrar ni siquiera la sombra de un cambio en su manera de ser.

Sin duda era fácil esa actitud para Utterson, pues era absolutamente
impasible, y hasta sus amistades parecían fundadas en sentimientos
similares de natural bondad. Es característico en un hombre modesto el
aceptar de manos de la casualidad las amistades, y eso es lo que había
hecho el abogado. Sus amigos eran sus parientes ó aquellos á quienes
había conocido desde hacía mucho tiempo; sus afecciones, como la
hiedra, crecían con el tiempo, pero no procedían de ninguna inclinación
especial. De ahí, sin duda, provenía la amistad que le unía á Ricardo
Enfield, uno de sus lejanos parientes, y hombre que frecuentaba mucho
la sociedad. Para algunos había en ello un enigma; ¿qué podrían hallar
uno en otro, y qué podía haber de común entre ambos? Los que los
encontraban en sus paseos del domingo, referían que no se hablaban,
que parecían sombríos, y que la aparición ó la llegada de algún amigo
era acogida por ellos con evidentes signos de satisfacción y hasta de
consuelo.

Á pesar de todo, ambos daban gran importancia á aquellos paseos, que
eran como el principal placer para ellos, y no sólo rechazaban todas
las demás distracciones, sino que prescindían en absoluto de los
negocios, para disfrutar con mayor libertad de sus paseos.

La casualidad hizo que en una de aquellas excursiones, cruzasen una
callejuela situada en un barrio comercial de Londres. Era sumamente
tranquila, pero en los días de trabajo había en ella un comercio
activo. Sus habitantes hacían todos buenos negocios, esperaban hacerlos
mejores en el porvenir, y dedicaban el sobrante de sus beneficios al
embellecimiento de sus residencias, de tal suerte, que las fachadas
de las tiendas alineadas á lo largo de la calle parecían invitarlo á
uno como hubieran podido hacerlo dos hileras de sonrientes vendedoras.
Hasta el domingo, cuando aquellos atractivos encantos estaban ocultos y
la calle parecía relativamente desierta, ofrecía marcado contraste con
las inmediaciones, bastante sucias, contraste parecido al de un fuego
brillante en medio de un bosque sombrío; no cabe duda de que aquellas
persianas recién pintadas, aquellos bronces relucientes, y aquella nota
de limpieza y de alegría sorprendían y agradaban á los transeuntes.

Á dos casas de distancia de la esquina de la calle, á mano izquierda
yendo hacia el Este, la línea se hallaba cortada por la entrada
de un callejón sin salida, en el que se levantaba un edificio de
aspecto triste, cuyos aleros se extendían sobre la calle. Tenía dos
pisos, ninguna ventana, solo una puerta en la planta baja, y el
muro deteriorado que se elevaba hasta el extremo superior; en todo
demostraba aquella construcción largo tiempo de abandono y descuido.
La puerta, en la cual no había ni campanilla ni picaporte, estaba
deteriorada y sucia. Los vagos acostumbraban sentarse en el escalón
de ella, y la utilizaban para encender fósforos; los muchachos de
las escuelas habían probado sus cuchillas en las molduras; y durante
muchísimo tiempo nadie se había preocupado de rechazar á aquellos
visitantes, ó de reparar sus daños.

El Sr. Enfield y el abogado cruzaban por el otro lado de la callejuela,
y al llegar frente á aquel edificio, el primero señaló á la puerta con
su bastón.

--¿Habéis observado alguna vez esta puerta?--preguntó; y cuando su
amigo le hubo contestado afirmativamente, añadió:--se halla enlazada en
mi memoria con una historia harto singular.

--¿De veras?--dijo Utterson, con una ligera alteración en la voz--¿qué
historia es esa?

--Hela aquí--replicó el Sr. Enfield.--Regresaba á mi casa desde un
punto lejano, á eso de las tres de la madrugada, una obscura noche de
invierno, y mis pasos me llevaron á una parte de la ciudad en donde
no se veía más que los faroles. Todo el mundo dormía; las calles se
hallaban iluminadas como para una procesión y completamente desiertas;
mi ánimo había llegado á hallarse en aquel estado en que se desea
ardientemente ver á un agente de policía. De pronto vi dos personas:
una de ellas era un hombrecillo que caminaba á buen paso hacia el Este,
y la otra una niña de ocho á diez años que corría tanto como le era
dable, por una calle transversal. Al cruzarse en la intersección de las
dos calles, chocaron uno con otro, y el hombre pisoteó con la mayor
calma el cuerpo de la niña, dejándola tendida en el suelo y continuando
su camino. Aquello no era el proceder de un hombre, sino más bien el
del diablo indio Juggernaut. Lancé un grito, eché á correr, cogí á mi
hombre por el cuello, y lo llevé al punto en donde ya, alrededor de la
criatura, que se quejaba lastimosamente, había varias personas. Estaba
enteramente tranquilo, y además, no opuso la menor resistencia, pero
me lanzó una mirada que me infundió verdadero terror. Las personas
que habían salido de la casa inmediata eran todas de la familia de la
niña, y poco después llegó el médico, á quien habían ido á buscar.
En realidad, la criatura no estaba gravemente herida, sino más bien
asustada, según dijo el facultativo; y tal vez podríais suponer que las
cosas no pasaron de ahí; pero había una circunstancia curiosa. Desde el
primer golpe de vista había experimentado yo odio contra el agresor,
así como la familia de la niña, lo cual era muy natural. Lo que más me
sorprendió fué la conducta del médico. Era un tipo ordinario, sin nada
de particular, con un marcado acento escocés, y de aspecto tranquilo
y pacífico; pero no pudo menos de experimentar la misma conmoción que
nosotros; cada vez que miraba á mi prisionero, veía yo que el doctor
palidecía y contenía el deseo de arrojarse sobre él. Yo comprendía
lo que pensaba, y él á su vez, también comprendía mi pensamiento; y
como no era posible asesinar á aquel hombre, optamos por lo mejor.
Le dijimos que nos proponíamos hacer tanto ruido respecto de aquel
asunto, que su nombre sería maldecido de un extremo á otro de Londres.
Mientras le decíamos esto, nos vimos obligados á defenderlo contra
las mujeres, que parecían tan exaltadas como harpías. En mi vida he
visto una reunión de caras que demostrasen el odio que aquéllas; y en
medio de todos, nuestro hombre, parecía hacer alarde de una presencia
de espíritu brutal, sarcástica--como desafiando á todos, aunque en el
fondo yo veía que estaba asustado.

--Si lo que deseáis--dijo--es sacar dinero á costa de este
incidente, me declaro vencido. Todo caballero desea evitar el
escándalo--añadió;--decidme la suma que pretendeis.

La fijamos, no sin trabajo, en cien libras esterlinas para la familia
de la niña; se comprendía que hubiera querido resistir, pero había en
todas nuestras fisonomías algo que debió asustarle, y concluyó por
acceder. Después fué preciso obtener el dinero; y ¿adónde creéis que
nos llevó? precisamente al mismo lugar en que se halla esa puerta;
sacó rápidamente una llave, entró, y volvió á salir con diez libras
en oro y un vale por el resto, á cargo del Banco de Coutt, pagadero
al portador y á la vista, y firmado con un nombre que no puedo decir;
era un nombre muy conocido y más de una vez publicado en caracteres
de imprenta. La suma era fuerte, pero la firma valía mucho más, si
realmente era auténtica. Me tomé la libertad de hacer notar á nuestro
personaje, que todo aquel negocio parecía fantástico, y que no era
común que un hombre entrase á las cuatro de la madrugada por la puerta
de una cueva para salir con un vale perteneciente á otra persona, por
un valor de cerca de cien libras; pero acogió mi indicación con una
tranquilidad perfecta y dijo con tono sarcástico:

--Tranquilizaos; voy á permanecer con ustedes hasta que se abra el
despacho del Banco, y cobraré el vale yo mismo.--Partimos todos; el
doctor, el padre de la niña, nuestro hombre y yo pasamos el resto de la
noche en mi casa. Por la mañana, después de haber almorzado, fuimos
juntos al Banco. Presenté el vale, dudando si sería falso; pero nada de
eso; era bueno.

--Vaya, vaya--exclamó Utterson.

--Veo que experimentais igual duda que yo--repuso Enfield;--sí, es
verdaderamente una historia original. En cuanto á mi hombre, era un
ser con el cual nadie hubiera querido tener tratos; un hombre temible
y peligroso; y la persona que firmó el vale pertenece á la flor de la
alta sociedad, es muy conocida y, lo que da lugar á mayores sospechas
es que forma parte de los que se tienen por hombres de bien, y á
quienes se llama así. Yo creo que es un hombre honrado que tiene que
pagar á peso de oro el silencio de alguien que conoce alguna locura de
su juventud; así es que á esa casa de la puerta le llamo yo la casa de
la difamación, aunque, como lo podéis comprender, todo esto se halla
lejos de explicar las cosas--añadió; y después continuó pensativo,
sumido al parecer en profunda meditación; pero no tardó en salir de
ella, por la siguiente pregunta que le dirigió Utterson:

--¿Y no sabéis si el firmante del vale vive aquí?

--¡Ah! ¡sería verdaderamente una hermosa residencia para él!--repuso
Enfield--pero he tenido la suerte de lograr algunas noticias relativas
á sus señas; no vive aquí.

--¿Y jamás habéis preguntado nada respecto del sitio en que está la
puerta?--volvió á decir el Sr. Utterson.

--No señor, he tenido esa delicadeza--añadió Enfield.--Tengo viva
repugnancia por las preguntas; eso se asemeja demasiado á lo que se
hará el día del Juicio final. Lanzáis una pregunta, y es como si
tiráseis una piedra; estáis tranquilamente sentado en la cima de una
colina, y la piedra desciende arrastrando á otras consigo; y resulta
que un viejo pájaro cualquiera (el último de quien os acordáis), queda
herido por la piedra en su propio jardín, en su misma casa, y la
familia se ve obligada á cambiar de nombre á causa del escándalo. No,
señor, he llegado á hacer de ello una regla de conducta; cuanto más
sospechosa me parece una cosa, menos pregunto.

--Es, verdaderamente, un buen método--dijo el abogado.

--Pero he estudiado el paraje yo mismo--siguió diciendo Enfield;--la
construcción no se parece apenas á una casa. No tiene ninguna otra
puerta, y nadie ha entrado ó salido por esa en un largo espacio de
tiempo, sino el caballero de mi historia. Hay tres ventanas, con vista
al callejón sin salida, en el piso principal; debajo no existe ninguna;
los postigos están siempre cerrados, pero se ven limpios. Además, tiene
una chimenea que echa humo constantemente; luego, alguien debe vivir
allí. Mas no es absolutamente seguro, pues las casas de aquel callejón
sin salida encajan de tal modo unas dentro de otras, que es difícil
decir dónde concluye una y comienza otra.

Caminaron durante algún tiempo sin decir una palabra.

--Enfield--exclamó el Sr. Utterson--tenéis una excelente regla de
conducta.

--Así lo creo--repuso Enfield.

--Pero, á pesar de todo--continuó el jurisconsulto--hay una cosa que
quisiera preguntaros; desearía saber el nombre del hombre que pisoteó á
la niña.

--Bien--contestó Enfield--no veo ningún mal en ello. Era un individuo
llamado Hyde.

--¡Hum!--dijo Utterson--¿qué clase de hombre es?

--No es fácil de describir. Se observa en todo su exterior cierta
falsedad, algo desagradable, algo evidentemente detestable. Jamás he
visto un hombre que me agrade menos, y casi no sé por qué. Debe haber
en él algo deforme; produce el efecto de una gran deformidad, aunque
no me sea posible precisarla. Tiene una mirada extraordinaria, y sin
embargo, nada puedo especificar que se salga de lo común y ordinario.
No, señor, no me es posible llegar á una conclusión, ni tampoco
describirlo. Y no es por falta de memoria, pues puedo verlo en este
mismo instante.

El Sr. Utterson anduvo algunos pasos más sin interrumpir el silencio, y
luego preguntó, como obligado por sus reflexiones:

--¿Estáis seguro que hizo uso de una llave?

--Querido señor...--dijo Enfield, notablemente sorprendido por aquella
pregunta.

--Sí, ya sé,--continuó Utterson--ya sé que eso debe parecer extraño.
El hecho es que no os pregunto el nombre de la otra persona, porque la
conozco ya. Lo veis, Ricardo, vuestra relación ha dado en el blanco. Si
en algún punto habéis sido inexacto, haríais bien en rectificar.

--Creo que hubiérais podido avisarme--replicó Enfield, con algo de mal
humor--pero he sido completamente exacto. El hombre tenía una llave; y
lo que es más, la tiene todavía. Lo vi usarla no hace aún una semana.

Utterson lanzó un profundo suspiro, pero no volvió á hablar; y el
joven, reanudando entonces la conversación, añadió:

--Hé aquí para mí una nueva lección y otro motivo para callar. Me
avergüenzo de haber tenido la lengua demasiado larga, y convengamos en
no volver á tratar ese asunto.

--De todo corazón--respondió el abogado--os doy mi palabra y un apretón
de manos, Ricardo.



EN BUSCA DEL SR. HYDE.


Aquella noche, el Sr. Utterson volvió á su habitación de soltero,
con el ánimo sombrío, y se sentó sin placer ante la mesa en donde
se hallaba servida la comida. Tenía costumbre, el domingo, cuando
concluía de comer, de ir á sentarse junto al fuego, con un tomo de
cualquier teólogo árido sobre su pupitre, permaneciendo así hasta que
el reloj de la vecina iglesia tocaba doce campanadas, y entonces iba
tranquilamente á acostarse. Sin embargo, la noche aquella, así que
quitaron el mantel, tomó una bujía y fué á su gabinete. Allí abrió su
cofre y sacó del sitio más secreto un documento envuelto en un sobre,
en el cual estaba escrito lo siguiente: "Testamento del Doctor Jekyll,"
y se sentó melancólicamente para estudiar su contenido. El testamento
era ológrafo, pues aunque Utterson se había encargado de guardarlo
una vez hecho, no quiso intervenir en su redacción. Aquel testamento
declaraba, que no sólo en el caso del fallecimiento de Enrique Jekyll,
Doctor en Medicina, etc., etc., todos sus bienes deberían pasar á manos
de su amigo y bienhechor Eduardo Hyde, sino que por la desaparición ó
una ausencia inexplicable del Dr. Jekyll, ausencia que excediese de un
período de tres meses, el referido Eduardo Hyde debería tomar posesión
de los bienes de dicho Enrique Jekyll, sin ningún otro plazo, y libre
de toda carga ú obligación, salvo algunas pequeñas sumas que pagar á
los criados de la casa del doctor. Hacía ya mucho tiempo que aquel
documento desagradaba al abogado. Le molestaba á la vez en su calidad
de jurisconsulto, y en el concepto de partidario de los usos sensatos y
ordinarios de la vida, y de enemigo de todo lo extravagante. Además, su
desconocimiento de la persona del Sr. Hyde era lo que había aumentado
su indignación; y ahora, gracias á un acontecimiento inesperado, le
conocía. Ya era bastante malo que tuviese un nombre respecto del cual
nada podía saber, que nada decía, y era mucho peor cuando aquel nombre
fué revestido con detestables imputaciones; y el espeso y nebuloso velo
que había cubierto sus ojos durante tanto tiempo se rasgó de golpe para
dejarle ver á un verdadero demonio.

Después de esto, apagó la bujía, se puso un gabán, y salió. Encaminóse
hacia la plaza Cavendish, ciudadela de la Medicina, en donde su amigo,
el gran doctor Lanyón, tenía su casa, y recibía á sus numerosos
clientes. "Si alguien sabe, será Lanyón," se dijo á sí mismo el
jurisconsulto.

El solemne ayuda de cámara le conocía, y le saludó; como no se le
sometía á las interminables antesalas de las visitas ordinarias, fué
directamente desde la puerta hasta el comedor, en donde se hallaba el
doctor Lanyón.

El doctor era un caballero que vivía bien, excelente compañero,
saludable, bien portado y de rostro algo encendido; su cabello había
encanecido antes de tiempo, y lo llevaba desordenado. Sus ademanes
eran bruscos y alborotados. Al ver á Utterson, dejó la silla y corrió
á su encuentro, tendiéndole ambas manos. Aquella efusión, que era uno
de sus hábitos, tenía algo de teatral, pero se hallaba cimentada sobre
verdaderos sentimientos de amistad, pues ambos eran antiguos camaradas
y condiscípulos de la escuela y la Universidad, que se guardaban mutua
consideración, y aunque no sea consecuencia de ello, les agradaba
hallarse juntos.

Después de una corta y trivial conversación, el abogado llegó al asunto
que le aguijoneaba penosamente el espíritu.

--Supongo, Lanyón--dijo--que vos y yo debemos ser los dos amigos más
viejos que tiene Enrique Jekyll.

--Yo quisiera que los amigos fuesen más jóvenes--contestó riéndose el
Dr. Lanyón;--pero creo que así es. ¿Y qué más? Lo veo tan poco á menudo
ahora...

--¿Cómo?--exclamó Utterson--yo creía que teníais intereses comunes.

--Los hemos tenido--repuso el doctor--pero desde hace diez años,
el Dr. Enrique Jekyll se ha vuelto demasiado fantástico para mí.
Comenzaba á emprender un mal camino, mal camino desde el punto de
vista intelectual, y aunque sigo, sin duda, interesándome por él,
á causa de nuestro antiguo y buen compañerismo, he visto y veo muy
rara vez á nuestro hombre en estos últimos tiempos. Sus extravagantes
ideas--añadió el doctor poniéndose encarnado--hubieran hecho reñir á
Damón y Pythias.

Ese pequeño estallido de cólera llevó un poco de calma y algo de alivio
al ánimo de Utterson. "Habrán diferido únicamente de opinión en alguna
cuestión científica," pensó para sí, y no siendo hombre capaz de tener
pasiones científicas (salvo el caso del procedimiento y diligencias de
su oficio) añadió, hablando consigo mismo: "no será cosa grave." Dejó
algunos segundos de respiro para que se repusiese su amigo, y le lanzó
la pregunta objeto de su visita:

--¿Habéis visto alguna vez á uno de sus protegidos, un tal Hyde?

--¿Hyde?--repitió Lanyón.--No, jamás he oído nada de él. Su amistad
debe ser posterior á nuestras pequeñas diferencias.

Esos eran los únicos informes que llevaba el abogado al regresar á su
gran lecho sombrío, sobre el cual se agitó en todos sentidos hasta las
primeras horas de la mañana. Fué una noche aquella de poco descanso
para su atormentado espíritu, envuelto en obscuridades y asediado por
la duda.

Las seis daban en la cercana iglesia, tan bien situada con respecto
á la habitación del Sr. Utterson, y éste continuaba soñando en su
problema.

Hasta entonces sólo le había considerado desde el punto de vista
intelectual; pero en aquel momento estaba dominado por las diferencias,
por los saltos de su imaginación; y aunque acostado, y volviéndose
de un lado para otro, en medio de la sombría obscuridad del cuarto,
conservada por espesas colgaduras, la historia del Sr. Enfield se iba
desenvolviendo delante de él, y todos los detalles se le presentaban
como cuadros luminosos de un panorama.

Veía primero los espacios inmensos de una ciudad alumbrados por
faroles; luego la forma de un hombre caminando rápidamente; después
la de una criatura que volvía corriendo de la casa del médico, y en
fin, su encuentro, y aquel diablo (Juggernaut) de apariencia humana,
pisoteando á la niña y marchándose sin que le detuviesen sus gritos.
Su visión continuaba: veía un cuarto, en una hermosa casa, en donde
dormía su amigo, soñando y sonriendo á sus sueños, abrirse la puerta
del cuarto, separarse los cortinajes, despertarse su amigo, y frente
á él presentarse una forma que tenía el poder, aun en aquella hora
indebida, de hacerle levantar y darle órdenes. Aquella forma con
dos rostros tan distintos persiguió el espíritu del abogado toda
la noche, y si lograba dormirse algunos instantes, seguía viendo la
forma deslizarse disimuladamente á lo largo de las casas cerradas, ó
caminando rápidamente, más rápidamente aún, hasta caer desvanecida, á
través del laberinto de una ciudad alumbrada, iluminada, y luego, en la
esquina de cada calle, pisotear á una criatura y abandonarla á pesar
de sus lamentos y sus gritos. Y aquella forma no tenía jamás un rostro
que permitiese reconocerla; hasta en sueños no tenía una cara conocida,
ó la que tenía se ocultaba y desvanecía cuando quería mirarla; y
así fué, gracias á ese sueño, como creció y creció en el ánimo del
abogado aquella curiosidad verdaderamente extraña, casi extravagante,
de conocer la fisonomía del verdadero Sr. Hyde. Pensaba que, si
alguna vez llegaba á fijar sus ojos en él, se aclararía el misterio,
desapareciendo en absoluto, como sucede con todo lo sobrenatural cuando
se examina de cerca. Hallaría sin duda alguna razón para explicar la
extraña preferencia ó esa esclavitud de su amigo (llámesele como se
quiera), y también las cláusulas sorprendentes de su testamento. Sea lo
que fuere, no cabe duda de que el rostro valía la pena de ser visto;
ese rostro de un hombre cuyas entrañas no tenían compasión ni piedad
ninguna, era rostro que sólo con presentarse había logrado inspirar en
el ánimo del insensible Enfield un sentimiento de odio profundo.

Desde aquel instante, Utterson se puso á examinar frecuentemente la
puerta de la callejuela de las tiendas. Por la mañana antes de la
hora del escritorio, al mediodía cuando los negocios estaban en plena
actividad y teniendo escaso tiempo, por la noche á la luz de una luna
velada por la niebla, en una palabra, con todas las luces y á todas
horas, solo ó en medio del gentío, podía verse el abogado en aquel
sitio.

Al fin, su paciencia se vió recompensada. Era una noche hermosa y
apacible; helaba, y las calles estaban tan limpias como el piso de un
salón de baile; los faroles, cuyos mecheros no agitaba ni el más ligero
soplo de aire, daban la cantidad de luz y de sombra requerida.

Hacia las diez, cuando todas las tiendas estuvieron cerradas, la
callejuela quedó desierta y silenciosa, sin oirse más que el ruido
sordo de sus alrededores. Del otro lado de la calle se percibían
los movimientos, las idas y venidas en el interior de las casas,
distinguiéndose los pasos de los transeuntes mucho antes de verlos.
Hacía algunos minutos que Utterson estaba en su puesto, cuando llamó
su atención un paso ligero y extraño que se aproximaba. En el curso
de sus nocturnas peregrinaciones había llegado á acostumbrarse á
distinguir en medio de los zumbidos y de los ruidos más diferentes
de una gran ciudad, los pasos de una persona sola, lejos aún, y que
venía bruscamente á él, pero nunca se había sentido su atención tan
excitada ni tan fija como en aquel momento definitivo, y poseído de un
presentimiento absoluto y supersticioso de un buen éxito, se ocultó en
la entrada del callejón.

Los pasos se acercaban rápidamente, haciéndose más y más distintos
en el recodo de la calle. El abogado, mirando desde su escondite, no
tardó en ver con qué clase de hombre se las tenía que haber. Éste era
pequeño, vestido con sencillez; su exterior, aun á aquella distancia,
no fué enteramente del agrado del observador. El hombre fué derecho
á la puerta, atravesando el arroyo para ganar tiempo, y sin dejar de
andar, sacó una llave del bolsillo, como quien llega á su casa.

El Sr. Utterson atravesó la calle y le tocó el hombro cuando pasaba,
diciendo:

--¿El Sr. Hyde, si no me equivoco?

Hyde retrocedió vivamente, y su respiración pareció cambiarse en un
silvido. Pero su temor sólo fué momentáneo, y aunque no podía ver el
rostro del abogado, contestó con sequedad:

--Ese es mi nombre. ¿Qué me queréis?

--Veo que vais á entrar--repuso el abogado.--Soy un antiguo amigo del
Dr. Jekyll;--Utterson, de la calle Gaunt.--Debéis haber oído mi nombre,
y encontrándoos tan á propósito, he pensado que tendríais la bondad de
recibirme.

--No hallaréis al Dr. Jekyll; no está en su casa--replicó Hyde soplando
en el cañón de la llave, y luego, de repente, sin mirar al abogado,
añadió:--¿Cómo me habéis conocido?

--Ahora os toca á vos--dijo Utterson--¿queréis concederme un favor?

--Con mucho gusto--contestó Hyde--¿de qué se trata?

--¿Queréis dejarme ver vuestro rostro?--preguntó el abogado.

Hyde pareció vacilar; luego, impelido sin duda por alguna reflexión
súbita, se volvió enseñando el rostro con cierto aire de provocación ó
desafío, y ambos se miraron fijamente durante algunos segundos.

--Ahora os reconoceré--dijo Utterson--lo cual puede ser conveniente.

--Sí--replicó Hyde--no me disgusta que nos hayamos encontrado; y, á
propósito, os daré las señas de mi casa--y le dijo un número de una
calle en Soho.

--¡Dios mío!--pensó Utterson--¿se habrá acordado también él del
testamento?--Pero guardó sus temores para sí, y murmuró algunas
palabras como para agradecer las señas dadas.

--Bien, veamos--dijo Hyde--¿cómo me habéis conocido?

--Por una descripción--fué la repuesta.

--Una descripción, ¿de quién?

--Tenemos amigos comunes--añadió Utterson.

--¿Amigos comunes?--repuso Hyde como un eco y con voz ronca.--¿Quiénes
son?

--Jekyll, por ejemplo--dijo el abogado.

--Jamás os ha dicho nada--exclamó Hyde con un movimiento de cólera.--No
os creía capaz de mentir.

--Algo dura me parece esa palabra--replicó Utterson.

Hyde lanzó una estrepitosa carcajada, y con una rapidez extraordinaria,
levantó el pestillo de la puerta y desapareció dentro de la casa.

El abogado se quedó inmóvil y desconcertado al ver la desaparición
de Hyde. Al cabo de un rato echó á andar calle arriba, deteniéndose
á cada paso y llevándose una mano á la frente, como un hombre preso
de la mayor perplejidad. El problema cuya solución buscaba, según iba
caminando, era de aquellos que rara vez la tienen. El Sr. Hyde era
pálido y de pequeña estatura; producía la impresión de lo deforme sin
que fuese posible designar esa deformidad con una palabra exacta; tenía
una sonrisa desagradable; se había conducido con una mezcla criminal
de timidez y de audacia; había hablado con una voz ronca, que silvaba
por momentos, y algo cascada. Todos estos detalles le eran contrarios,
pero aun reunidos no bastaban para explicar la repugnancia, el odio y
el miedo con que los consideraba Utterson. Debe de haber algo más, se
dijo perplejo. Hay algo más; si pudiese darle á eso un nombre. ¡Ese
hombre apenas se parece á un ser humano! Tiene algo del troglodita.
¿Será esto como la antigua historia del Dr. Fell? ¿Ó es únicamente el
simple reflejo é irradiación de un alma mala que pasa á través de él
y que altera ó desnaturaliza su envoltorio corporal? Porque, ¡oh, mi
pobre viejo Enrique Jekyll, si alguna vez he leído la firma de Satanás
puesta en un rostro, ha sido en el de vuestro nuevo amigo!

Precisamente al doblar la esquina de la calle, había un grupo de
antiguas y grandes casas, en su mayor parte ya muy deterioradas,
divididas en pisos con habitaciones separadas que se alquilaban á
hombres de todas clases y condiciones, grabadores, arquitectos,
abogados sin clientes, y agentes de negocios dudosos. Una de aquellas
casas, sin embargo, la inmediata á la de la esquina de la calle, se
hallaba ocupada por un solo inquilino, y á la puerta de aquella casa,
que tenía cierto aspecto de comodidad y de riqueza, aunque medio sumida
en la obscuridad, porque únicamente la alumbraba un farol interior, fué
donde se detuvo Utterson, y á la que llamó. Un criado anciano y de buen
porte abrió la puerta.

--Poole, ¿está en casa el Dr. Jekyll?--preguntó el abogado.

--Voy á ver, Utterson--contestó Poole, haciendo entrar al jurisconsulto
en un extenso recibimiento bajo de techo y embaldosado, adornado con
hermosos armarios de roble, y calentado, al estilo de las casas de
campo, por un gran fuego que ardía en una chimenea abierta.

--¿Queréis esperar aquí junto al hogar, caballero, ó preferís pasar al
comedor?

--Aquí, gracias--contestó el abogado, aproximándose al fuego.

Aquella habitación, en la que se quedó solo por unos momentos, era la
predilecta de su amigo el doctor, y el mismo Utterson tenía costumbre
de hablar de ella como de la más agradable de Londres. Pero aquella
noche Utterson se hallaba en una situación excepcional; el rostro
de Hyde no se apartaba de su memoria; sentía (cosa rara en él) como
disgusto de la vida, y su espíritu entristecido le hacía ver como una
amenaza en los reflejos de las llamas sobre las partes brillantes de
los armarios, y en los oscilantes movimientos de las sombras del techo.

Cuando Poole regresó y anunció que el Dr. Jekyll había salido;--he
visto al Sr. Hyde entrar por la vieja puerta del gabinete de anatomía,
Poole--le dijo el abogado--¿es eso natural no estando en casa el Dr.
Jekyll?

--Completamente natural y regular, Sr. Utterson--repuso el criado.--El
Sr. Hyde tiene una llave de aquella puerta.

--Vuestro amo, Poole, parece tener la mayor confianza en ese joven.

--Sí, señor, es verdad--contestó Poole--todos tenemos orden de
obedecerle.

--No creo haber encontrado aquí jamás al Sr. Hyde--dijo Utterson.

--¡Oh! de seguro que no; nunca come aquí--añadió el ayuda de
cámara.--En realidad pocas veces oímos hablar de él en este lado de la
casa; casi siempre entra y sale por el laboratorio.

--Bien, buenas noches, Poole.

--Buenas noches, Sr. Utterson.

Y el abogado emprendió el camino de su casa con el corazón oprimido.
¡Pobre Enrique Jekyll! (decía hablando consigo mismo) tengo el
presentimiento de que va por mal camino. Era libertino cuando joven,
hace tiempo, es verdad, pero según la ley de Dios, siempre, tarde ó
temprano, llega para cada uno el castigo de sus pecados. Y debe ser
algo así; el espectro de algún antiguo pecado, el cáncer roedor de
alguna vergüenza oculta, cuyo castigo viene cuando años después la
memoria ha olvidado la falta y el amor propio la ha excusado.

Asustado por sus mismas ideas, recordó su pasado, buscando y
escudriñando en todos los rincones de su memoria, temeroso de que
algún antiguo pecado se mostrase en plena luz. Su pasado era bastante
limpio y sin tacha; pocos hombres hubieran podido leer las páginas
de su vida con menos temor y aprensión, y sin embargo, sentíase como
profundamente humillado á causa de las numerosas malas acciones que
creía haber cometido, al mismo tiempo que se gozaba con el recuerdo de
las que había sabido evitar.

Volviendo al asunto que le preocupaba, tuvo un rayo de esperanza.

Si se pudiera profundizar en el estudio de ese Hyde.... dijo para
sí--debe tener grandes secretos; secretos siniestros, á juzgar por su
cara; secretos ante los cuales las peores acciones del pobre Jekyll
serían como brillantes rayos de sol. Pero las cosas no pueden seguir
así. Se me hiela la sangre cuando pienso que ese ser se arrastra como
un ladrón hasta el lecho de Enrique; ¡Pobre Enrique, qué despertar el
tuyo! Y lo más peligroso de todo eso es que si el tal Hyde sospecha la
existencia del testamento, tendrá prisa por heredar. Es preciso que
yo me ocupe de este asunto--si Jekyll quiere permitírmelo--añadió--si
Jekyll quiere dejarme obrar--pues una vez más vió ante sus ojos
escritas, con igual claridad que en el papel, las extrañas cláusulas
del testamento.



EL DR. JEKYLL ESTABA TRANQUILO.


Quince días después, por una feliz casualidad, el doctor daba una
de sus alegres comidas á cinco ó seis antiguos amigos, hombres
inteligentes, respetables y conocedores del buen vino; el Sr. Utterson,
que era uno de ellos, se arregló de modo que permaneció allí después de
haberse marchado los demás. No fué aquello un hecho fortuito, porque
ya había ocurrido otras veces. En donde querían á Utterson, lo querían
de veras. Los anfitriones se complacían en retener al austero abogado,
cuando los demás convidados, con la lengua suelta y el corazón alegre,
habían traspasado el umbral de la puerta; les era grato permanecer
algún tiempo en su discreta compañía, comenzando así á acostumbrarse á
la soledad en que iban á quedar, y habituando el espíritu al silencio,
pasada la exuberante alegría producida por el banquete. El Dr. Jekyll
no era una excepción de esta regla; y sentado en el lado opuesto al
fuego, él, hombre de unos cincuenta años, bien constituído, de rostro
barbilampiño, con un aspecto quizá algo disimulado, pero de apariencia
inteligente y bondadosa, daba á entender que experimentaba por Utterson
una amistad tan viva como sincera.

--Deseaba hablaros, Jekyll--comenzó diciendo el Sr.
Utterson--¿recordáis aquel testamento vuestro?

Un atento observador hubiera podido notar que el asunto no era
agradable al doctor, pero lo acogió alegremente, al parecer.

--Mi pobre Utterson--le dijo--sois desgraciado tratándose de un cliente
como yo. Jamás he visto á un hombre tan turbado como vos cuando mi
testamento, excepción hecha del intratable pedante, el Doctor Lanyón,
cada vez que habla de lo que llama mis herejías científicas. ¡Oh! bien
sé que es un excelente compañero--no tenéis necesidad de fruncir el
entrecejo--sí, un excelente compañero, y cada día deseo verlo más á
menudo; pero, á pesar de todo es un intratable pedante; un pedante
declamador é ignorante. Nunca me ha contrariado tanto un hombre como
Lanyón, ni me he equivocado con otro, como con él.

--Ya sabéis que jamás he aprobado vuestro testamento--dijo el Sr.
Utterson, volviendo al tema de su conversación.

--¿Mi testamento? Sí, ciertamente; lo conozco--añadió el doctor algo
contrariado--ya me habíais hablado de eso.

--Pues bien, os lo vuelvo á decir--continuó el jurisconsulto--he sabido
algo respecto del tal Hyde.

La ancha y hermosa cara del Doctor Jekyll palideció, y un círculo
negruzco se dibujó alrededor de sus ojos.

--No deseo oir nada más--exclamó;--pensaba que no volveríamos á hablar
de esa cuestión, según lo teníamos convenido.

--Lo que he sabido es horrible--dijo Utterson.

--No puedo variar nada; no comprendéis mi situación--replicó el
doctor, con cierta incoherencia.--Mi situación es penosa, Utterson;
mi situación es verdaderamente extraña; muy extraña. Es uno de esos
asuntos que no se pueden arreglar con palabras.

--Jekyll--dijo Utterson--me conocéis; soy hombre en quien se puede
confiar y á quien todo se puede decir. Decidme toda la verdad en
confianza, y tengo la seguridad de poder sacaros de esa situación.

--Mi buen Utterson--repuso el doctor--lo que hacéis es bueno, es
francamente una gran bondad de vuestra parte, y no puedo hallar
expresiones suficientes para daros las gracias. Os creo en absoluto,
me fiaría de vos antes que de cualquiera otro hombre, antes que de
mí mismo, si tuviese que escoger; pero no es lo que os imagináis; no
es tan malo; y para tranquilizar vuestro buen corazón, os diré una
cosa, y es que en el instante mismo que yo quiera, podré librarme,
desembarazarme del Sr. Hyde. Dicho ésto, he aquí mi mano; gracias
otra vez. Sin embargo, quiero añadir una palabra, Utterson, y estoy
persuadido de que no la llevaréis á mal: ese es un asunto privado, y os
ruego que lo dejéis dormir.

Utterson reflexionó un momento, mientras seguía mirando al fuego del
hogar.

--No dudo que quizá tengáis razón--dijo, en fin, levantándose.

--Pues bien, ya que hemos hablado de este asunto, y por última vez,
según lo espero--siguió diciendo el doctor--hay un punto que desearía
haceros comprender bien. Tengo, realmente, grandísimo interés por ese
pobre Hyde. Sé que lo habéis visto; me lo ha dicho, y temo que haya
sido grosero. Pero tengo afecto, muchísimo afecto por ese hombre;
y si llego á perecer, Utterson, deseo que me prometáis sufrirlo y
hacer valer sus derechos. Creo que lo haríais si lo supiéseis todo, y
aliviaríais á mi espíritu de un gran peso si me lo prometiéseis.

--No puedo asegurar, á pesar de todo, que llegue á quererle--dijo el
abogado.

--No es eso lo que os pido--contestó Jekyll, como si defendiese una
causa, y apoyando la mano sobre el brazo de Utterson--no os pido más
que justicia; os pido que le ayudéis por amor á mí, cuando yo no esté
aquí.

Utterson no pudo impedir que se le escapase un profundo suspiro.

--Bien--dijo--lo prometo.



EL CASO DEL ASESINO DE CAREW.


Un año después, poco más ó menos, en el mes de octubre de 18**, la
ciudad de Londres quedó horrorizada por un crimen que demostraba una
brutalidad poco común, siendo el hecho más ruidoso aun á causa de la
alta posición de la víctima. Una criada que vivía en una casa situada
cerca del río, subía á acostarse hacia las once. Aunque la neblina
había cubierto á la ciudad durante las primeras horas del día, la noche
estaba clara, y la callejuela á la cual tenía vistas la ventana del
cuarto de la criada, se hallaba brillantemente iluminada por la luz
de la luna llena. Nuestra mujer tenía ideas románticas, pues se sentó
sobre su baúl, que estaba colocado precisamente al lado de la ventana,
y se entregó por completo á sus ensueños.

Jamás--acostumbraba á decir, derramando lágrimas, cuando refería
después el acontecimiento--jamás se había sentido tan en paz con
todos los hombres, ni había tenido ideas tan buenas acerca del mundo.
Hallándose sentada así, vió á un caballero de edad, de buen porte, con
el pelo blanco, que caminaba casi rozando la pared de la callejuela; á
su encuentro fué otro caballero, de pequeña estatura, en quien no había
reparado ella al principio. Cuando llegaron bastante cerca uno de otro
para poder hablar, el hombre de más edad se inclinó, acercándose al
otro con la mayor deferencia.

No pareció que el objeto de su pregunta fuese de grande importancia;
y, según su manera de hablar, podía suponerse que sólo preguntaba
el camino; la luna se reflejaba en su rostro mientras hablaba, y la
muchacha se alegraba de verlo, porque parecía indicar un carácter
ingénuo, con un no sé qué de altivo, y como de amor propio bien fundado.

En esto, los ojos de la joven se volvieron hacia el otro personaje, y
le sorprendió reconocer en él á un Sr. Hyde, que había una vez visitado
á su amo, y cuya presencia le desagradó. Tenía en la mano un pesado
bastón, con el cual jugaba; no contestó, y parecía apartarse con una
impaciencia mal contenida. De pronto tuvo un terrible acceso de cólera,
pateando, blandiendo el bastón y agitándose como un loco (según los
términos mismos empleados por la criada). El señor anciano retrocedió
un paso, como sorprendido y ofendido; pero el Sr. Hyde, arrebatado,
le acometió á palos y lo derribó. Al mismo tiempo, y con la furia de
un mono, pateó el cuerpo, y le descargó una lluvia de golpes bajo los
cuales se rompían los huesos, rodando la víctima hasta el arroyo.
Viendo aquellos horrores y oyendo los golpes, la muchacha perdió el
conocimiento.

Eran las dos de la madrugada cuando volvió en sí y fué en busca de la
policía. El asesino había huído hacía ya tiempo, y la víctima yacía
en medio de la callejuela, horriblemente mutilada. El bastón que
sirvió para cometer el delito, aunque de madera dura, rara y pesada,
estaba roto por la mitad á causa de los golpes dados con una ferocidad
insensata; uno de los pedazos había quedado allí, y el otro debió,
probablemente, llevárselo el asesino. Al registrar á la víctima, se
le encontraron una bolsa y un reloj de oro, pero ninguna tarjeta ni
papeles, salvo un sobre cerrado y sellado que iba, sin duda, á echar
al correo y en el cual estaban escritos el nombre y las señas del Sr.
Utterson.

Aquel sobre fué llevado al abogado al día siguiente por la mañana,
antes de que se levantase; así que lo vió y supo las circunstancias en
que había sido encontrado, sus labios se contrajeron.

--Nada diré hasta haber visto el cadáver--exclamó--esto puede ser muy
serio. Servíos esperar á que me vista. Y con la misma cara impasible
tomó su desayuno, y partió en coche hasta el vecino puesto de policía
en donde se encontraba el cadáver.

Tan pronto como entró en la celda, inclinó la cabeza y dijo:

--Sí, le reconozco. Tengo el sentimiento de decir que es Sir Danvers
Carew.

--¡Dios mío! ¡será posible! caballero--exclamó el agente de policía. Y
sus ojos brillaron con el fulgor de la alegría del oficio.--Este asunto
hará ruido, y quizá podáis ayudarnos á encontrar al asesino.--Luego
refirió rápidamente lo que había visto la criada, y enseñó el pedazo
roto del bastón.

Utterson se había extremecido ya al oir el nombre de Hyde; pero cuando
le enseñaron el bastón no le quedó la menor duda; roto y todo, lo
reconoció, por habérselo regalado hacía muchos años á Enrique Jekyll.

--¿Es Hyde--preguntó el abogado--persona de pequeña estatura?

--Es pequeño, y tiene muy mala mirada, según ha declarado la
criada--añadió el agente.

Utterson reflexionó; luego, levantando la cabeza, dijo:

--Si queréis venir conmigo, en mi carruaje, creo poder llevaros á casa
del asesino.

Serían, entonces, las nueve de la mañana, y era el primer día de gran
neblina de la estación. Un inmenso velo sombrío cubría la ciudad, pero
el viento rompía de cuando en cuando aquellas nubes de vapor, y como
el coche caminaba con precaución, Utterson pudo presenciar á su sabor
un continuo cambio de sombras y de luz; pues ya la obscuridad era como
al anochecer, ya se veía, por el contrario, una claridad viva como
la que proyecta un incendio, y ya, por fin, la neblina se desvanecía
completamente, y un descolorido rayo de luz penetraba por entre los
torbellinos de nubes.

El triste barrio de Soho, visto á través de aquellos rápidos claros,
con sus calles enfangadas, sus transeuntes sucios, sus faroles
encendidos para poder luchar contra aquella invasión de obscuridad,
parecía en la mente del abogado como la parte de una ciudad presentada
en una pesadilla, entrevista en sueños. Sus pensamientos, además, eran
lúgubres, y al volver la vista hacia su vecino de coche, sintió algo de
ese temor que inspiran siempre la ley y sus representantes, y que puede
experimentar hasta el hombre más honrado.

Cuando el carruaje llegó frente al número indicado, la neblina se
disipó un poco y le dejó ver una calle sucia, una taberna, una casa
de comidas de precio ínfimo, una tienda en donde vendían periódicos
á cinco céntimos y lechugas á dos cuartos, muchos niños harapientos
acurrucados en las puertas de las casas, y numerosas mujeres de
distintas nacionalidades que iban y venían, llevando en la mano las
llaves de sus cuartos, de donde salían para ir á tomar el trago de
la mañana. Poco después, la neblina volvió á ser intensa, y se halló
separado de todos aquellos desagradables cuadros.

Allí estaba la residencia del favorito de Enrique Jekyll, de un hombre
que debía heredar la cuarta parte de un millón de libras esterlinas.

Una mujer de edad, de rostro pálido y cabello blanco, abrió la puerta.
Tenía mala cara, aunque suavizada por la hipocresía, pero sus modales
nada dejaban que desear.

--Sí--dijo--aquí vive el Sr. Hyde, pero no está en casa.

Añadió, que había llegado por la noche, muy tarde, y que había vuelto
á salir haría poco menos de una hora; nada de particular había en eso;
sus costumbres eran muy poco uniformes, y estaba á menudo ausente; en
prueba de ello, dijo que hacía dos meses que no lo había visto, hasta
la tarde del día anterior.

--Perfectamente, deseamos ver su habitación--dijo el abogado--y como
la mujer empezaba á manifestar que era imposible.--Bueno es que
sepáis--continuó--que el señor es el inspector Newcomen del Distrito de
Scotland.

Un relámpago de siniestra alegría brilló en el rostro de la
mujer.--¡Ah!--exclamó--¿tiene que habérselas con la policía? ¿Qué ha
hecho?

Utterson y el inspector cambiaron una mirada.

--Parece que no es hombre muy popular--observó el inspector.--Y ahora,
buena mujer, permitidnos hacer un examen minucioso de la habitación.

En toda la extensión de la casa, que estaba enteramente vacía, salvo la
presencia de la vieja, Hyde sólo ocupaba dos piezas, que se hallaban
adornadas con lujo y buen gusto. Un armario estaba lleno de botellas
de vino, la vajilla era de plata, la mantelería elegante, de la pared
colgaba un buen cuadro, regalo (supuso Utterson) de Enrique Jekyll,
quien era muy inteligente en pinturas, las alfombras gruesas y de
colores agradables. Pero en aquel momento había en las dos habitaciones
indicios numerosos de un desorden reciente y precipitado; se veían
trajes en el suelo, con los bolsillos vueltos para fuera; en el hogar
un montón de ceniza gris, como si hubiesen quemado muchos papeles. De
entre las cenizas, calientes aún, sacó el inspector el lomo verde de un
libro talonario de vales, que había resistido á la acción del fuego; la
segunda parte del bastón roto se encontró detrás de la puerta; y como
esto confirmaba las sospechas, el inspector se regocijó de ello. Una
visita al Banco, en donde el asesino tenía un crédito de varios miles
de libras, completó su satisfacción.

--Podéis estar seguro, caballero--dijo el inspector á Utterson--de que
caerá en mi poder. Es preciso que haya perdido la cabeza, pues de otro
modo jamás hubiera dejado aquí el trozo del bastón roto, ni el pedazo
del libro talonario. No tenemos más que esperarlo en el Banco, y mandar
publicar los anuncios con su filiación.

Sin embargo, esas señas no eran fáciles de dar, pues el Sr. Hyde
tenía pocas intimidades; el amo de la criada sólo le había visto dos
veces; no se tenía ninguna noticia respecto de su familia; jamás había
sido fotografiado; y aquellas personas que pudieron describirlo,
no estuvieron conformes en muchos puntos, como acostumbra suceder
comunmente con los observadores inexpertos. Sólo convenían en una cosa,
en esa idea vaga de una deformidad difícil de describir, que había
llamado la atención de cuantos lo habían visto.



INCIDENTE DE LA CARTA.


Era ya muy entrada la tarde cuando Utterson llegó á la puerta de la
casa del Doctor Jekyll, en donde fué recibido por Poole, quien lo
condujo por las cocinas y atravesando un patio, que en otro tiempo
fué jardín, hasta el edificio llamado indistintamente laboratorio ó
gabinete de disección. El doctor había comprado aquella casa á los
herederos de un célebre cirujano; pero como sus aficiones particulares
le inducían más bien á la química que á la anatomía, había cambiado
el destino del edificio situado al extremo del jardín. Era la primera
vez que el abogado penetraba en aquella parte de las habitaciones
de su amigo; examinó con curiosidad aquel edificio desaseado y sin
ventanas; miró á su alrededor con extrañeza, mientras atravesaba la
sala que antes se llenaba de estudiantes, y ahora se hallaba vacía
y silenciosa. Las mesas estaban cubiertas materialmente de aparatos
químicos, y el suelo de tarros y de manojos de paja. La luz bajaba
obscura desde la cúpula, como en medio de una atmósfera nebulosa; en el
extremo, unos cuantos escalones conducían á una puerta tapada con un
lienzo rojo, y pasando por esa puerta, entró, en fin, Utterson en el
gabinete del doctor. Era una pieza espaciosa, adornada con armarios con
puertas de cristal, y entre cuyos muebles se veían un espejo grande,
de cuerpo entero, y una mesa escritorio. Ese gabinete recibía luz
por tres ventanas cubiertas de polvo, con vistas al patio. El fuego
chisporroteaba en el hogar; una lámpara estaba colocada sobre la piedra
de la chimenea, pues hasta dentro de la casa dejaba sentir sus efectos
la neblina; muy cerca del fuego se hallaba sentado el Doctor Jekyll, al
parecer, enfermo de cuidado.

No se levantó para ir al encuentro de su amigo, pero le alargó una mano
helada, y le dió la bienvenida con voz conmovida.

--Y bien--le dijo Utterson, así que Poole se hubo marchado--¿ya sabéis
la noticia?

El doctor se estremeció.

--La voceaban por el barrio--contestó.--Lo he oído todo desde mi
comedor.

--Una sola palabra--repuso el abogado--Carew era cliente mío, vos
también lo sois, y deseo saber lo que debo hacer. ¿Habéis sido bastante
loco para ocultar á ese hombre?

--Utterson, juro por Dios--exclamó el doctor--que jamás volverán mis
ojos á mirarlo. Os doy mi palabra de honor de haber concluído con él en
este mundo. Todo tiene fin; y, en realidad, no necesita mi ayuda; no
lo conocéis como yo; está en lugar seguro, enteramente seguro; atended
bien á mis palabras, no volverá nunca más á tratarse de él.

El abogado escuchaba con tristeza; la actitud febril de su amigo no le
agradaba.

--Parecéis estar muy seguro de él--le dijo--y por lo que os estimo,
espero que tendréis razón. Si el asunto llega á los tribunales, vuestro
nombre podrá salir á luz.

--Estoy completamente seguro de él--replicó Jekyll;--para semejante
certidumbre, tengo razones que no me es posible comunicar á nadie.
Pero hay un punto respecto del cual podréis darme consejo. Tengo...
he recibido una carta, y estoy dudando si debo ó no enseñarla á la
policía. Desearía dejarla en vuestro poder, Utterson; vos juzgaréis
la cosa con saber y prudencia, estoy cierto de ello; ¡tengo tanta
confianza en vos!

--¿Teméis, probablemente, que esa carta pueda llegar á hacerlo
descubrir?--preguntó el abogado.

--No--contestó el doctor--no puedo decir que me preocupe lo que ocurra
á Hyde; he concluído enteramente con él. Sólo pensaba en mí mismo;
hasta dónde podría exponerme ese deplorable asunto.

Utterson reflexionó durante algunos instantes; le sorprendía el egoísmo
de su amigo, y sin embargo, quedó en cierto modo tranquilo.

--Pues bien--dijo--dejadme ver la carta.

La carta estaba escrita con una letra extraña, casi perpendicular, y
firmada: "Eduardo Hyde." Decía, en términos breves, que su bienhechor,
el Doctor Jekyll, á quien desde tanto tiempo había recompensado tan
indignamente las mil generosidades de él recibidas, no tenía que
afligirse ni alarmarse en cuanto á su salvación, pues, para escapar,
poseía medios en los cuales tenía absoluta confianza.

La carta agradó bastante al abogado, porque parecía dar un color más
favorable á la amistad que existía entre Hyde y Jekyll; y se censuró
interiormente por algunas sospechas que había llegado á concebir.

--¿Tenéis el sobre?--le preguntó.

--Lo he quemado--repuso Jekyll--antes de reflexionar en lo que podía
contener; pero no tenía sello de correo. La carta ha sido traída á la
mano.

--¿Debo guardar la carta y esperar á mañana para tomar una
determinación?--preguntó Utterson.

--Os ruego que juzguéis vos mismo y que obréis como os parezca
mejor--le contestó;--he perdido toda confianza en mí mismo.

--Bueno, examinaré la cosa--replicó el abogado--pero me queda todavía
que haceros una pregunta. ¿Fué Hyde quien dictó las frases de vuestro
testamento referentes á esa desaparición?

Pareció que una gran debilidad se apoderaba del doctor; apretó los
labios y bajó la cabeza.

--Lo he sabido--dijo Utterson--tenía intención de asesinaros; ¡de buena
habéis escapado!

--Pero hay algo que me ha contrariado mucho más que el peligro; ¡oh!
¡Dios mío, qué lección he recibido, Utterson!--Y se cubrió el rostro
con ambas manos.

Al salir, detúvose el abogado y cambió algunas palabras con Poole.

--Decidme ¿han traído hoy una carta? ¿á quién se parecía el portador?

Poole afirmó que nada habían llevado sino por el correo, y sólo
circulares.

Ante aquellas afirmaciones, Utterson volvió á experimentar sus
antiguos temores. La carta habría llegado, sin duda, por la puerta del
laboratorio. También era posible que hubiese sido escrita en el mismo
gabinete del doctor; y en este caso, era preciso apreciarla de otro
modo, examinarla con el mayor cuidado y con gran prudencia.

En la calle, los chiquillos, vendedores de periódicos, gritaban con voz
ronca: "¡Edición extraordinaria! ¡Horrible asesinato de un miembro del
Parlamento!"

Esa fué la oración fúnebre de un amigo y cliente; y el abogado no
podía dejar de temer que la buena fama de otro de sus amigos se viese
comprometida de rechazo en aquel escándalo. De todos modos, era una
determinación difícil la que tenía que tomar, y aunque generalmente
acostumbraba á fiarse de su propio discernimiento, comenzó á sentir la
necesidad de pedir consejo á algún otro, si no directa, indirectamente.

Poco después, estaba sentado junto á la chimenea de su cuarto, y el
Sr. Guest, su primer pasante, enfrente de él, teniendo entre ambos,
á una distancia bien calculada del hierro, cierta botella de vino
añejo, especial, que durante mucho tiempo había permanecido en la cueva
de la casa. La neblina se cernía aún sobre la ciudad, y los faroles
encendidos brillaban como carbunclos. En medio de los ruidos de todas
clases, que las espesas nubes hacían más sordos, la vida general de
la ciudad seguía su curso ordinario en las grandes arterias, imitando
el rugido poderoso de un fuerte viento. Pero, gracias á la lumbre, el
cuarto tenía un aspecto alegre; el vino había llegado ya al grado de
calor deseado; el rojo había adquirido con los años tonos más suaves,
parecidos á los colores tamizados de las vidrieras ojivales; el ardor
de las calientes tardes de otoño sobre las colinas plantadas de viñas
iba á poder salir de su recipiente y dispersar las neblinas de Londres.
Poco á poco el abogado se fué volviendo más expansivo. No había hombre
para quien tuviese menos secretos que para el Sr. Guest; y hasta creía
haberle confiado demasiados. Guest había ido á menudo á casa del
doctor para tratar de asuntos; conocía á Poole; era imposible que no
hubiese oído hablar de la familiaridad con que el Sr. Hyde era tratado
en casa del doctor; por consiguiente, debía haberse formado una idea,
una opinión; ¿no era, pues, conveniente, enseñarle una carta que podía
explicar aquel misterio? Y, además, siendo Guest un buen estudiante
y perito en autógrafos, consideraría aquel paso como muy natural y
corriente.

El pasante era, además, hombre de buen juicio; le hubiera sido difícil
leer un documento tan extraño sin dejar escapar alguna observación, y
según fuese ésta, podría Utterson orientar su futura conducta.

--Es un triste suceso ese de Sir Danvers--dijo el abogado.

--Sí, señor. Ha excitado vivamente el sentimiento público--repuso el
Sr. Guest.--Aquel hombre debía estar loco.

--Me gustaría saber vuestra opinión sobre eso--contestó
Utterson.--Tengo aquí un documento en forma de carta... esto con
reserva y entre los dos, pues ignoro aún lo que haré; de todos modos
es un negocio feo, pero he aquí el documento; es nada menos que el
autógrafo de un asesino.

Los ojos de Guest brillaron; se recostó en la silla y leyó el documento
con el mayor interés.

--No, señor--dijo--no es de un loco, pero la letra es muy extraña.

--Y según parece, el que lo escribió es también un hombre
extraño--añadió el abogado.

Precisamente en aquel mismo instante, entró el criado con una carta.

--¿Es del Doctor Jekyll, señor?--preguntó el pasante;--me parece haber
reconocido la letra. ¿Algún asunto privado?

--Me invita á comer, nada más. ¿Por qué? ¿Queréis ver la carta?

--Sí, permitidme por un momento.--Y el pasante colocó una al lado de la
otra ambas hojas de papel, y las comparó cuidadosamente.

--Gracias, caballero--dijo al fin, devolviéndole una y otra--es un
autógrafo muy interesante.

Se sucedió una pausa, durante la cual tuvo lugar una lucha en el ánimo
del Sr. Utterson, que de repente preguntó al pasante:

--Guest, ¿por qué habéis comparado esas dos cartas?

--Pues bien, Sr. Utterson, hay entre ellas una rara semejanza; las dos
letras son idénticas en muchos puntos; sólo difieren en su oblicuidad.

--Es cosa original, ¿verdad?

--Sí, señor, muy original--contestó Guest.

--No pienso hablar á nadie de esta carta, ¿me entendéis?--dijo el
abogado.

--Sí, señor--contestó el pasante--ya comprendo.

Tan pronto como Utterson se quedó solo, se apresuró á guardar el
documento en la caja de hierro, en donde permaneció siempre.

--¡Cómo!--pensó.--¿Será posible que Enrique Jekyll haya falsificado la
letra de un asesino?--y la sangre se le heló en las venas.



NOTABLE INCIDENTE DEL DR. LANYÓN.


Transcurrió algún tiempo; ofreciéronse miles de libras esterlinas de
recompensa, pues la muerte de Sir Danvers fué considerada por todos
como un ultraje público, pero Hyde había desaparecido á pesar de las
investigaciones de la policía, lo mismo que si jamás hubiese existido.
Desentrañáronse, descubriéronse muchas cosas respecto de su vida
pasada, y verdaderamente, el conjunto era vergonzoso. Refiriéronse
historias sobre la crueldad á la vez insensible y violenta del hombre,
sobre su vida abyecta, sus extraños conocidos, sobre el odio que
había ido dejando tras sí; pero del momento presente, ni siquiera un
indicio. Desde la mañana del asesinato, en que había dejado la casa de
Soho, había desaparecido por completo; poco á poco, y con ayuda del
tiempo, Utterson comenzó á reponerse de sus temores, y su tranquilidad
fué aumentando. Á su juicio, la muerte de Sir Danvers se hallaba
ampliamente compensada con la desaparición de Hyde. Ahora que aquella
nefasta influencia no se ejercía, el Doctor Jekyll tenía una vida
nueva. Dejó el encierro, reanudó las relaciones con sus amigos, volvió
á ser su huésped familiar y su anfitrión, y como antes por su caridad,
se hizo entonces notar por sus sentimientos religiosos. Estaba ocupado
á menudo, fuera de su casa; tenía buena salud; su rostro parecía más
franco, más dilatado, como si sintiese el golpe de rechazo del bien que
hacía; y durante más de dos meses el doctor llevó una vida apacible.

El ocho de enero, Utterson había comido en casa del doctor en compañía
de un pequeño grupo de invitados, Lanyón entre ellos; las miradas
del doctor se dirigían de unos á otros, como en otro tiempo, cuando
formaban los tres un trío de amigos inseparables. El doce, y después el
catorce, cerróse la puerta para el abogado: "el doctor está encerrado
en sus habitaciones--decía Poole--y no recibe á nadie." El quince trató
otra vez de entrar, pero obtuvo igual negativa; y como durante los dos
meses que acababan de transcurrir, se había acostumbrado á ver á su
amigo casi todos los días, aquella vuelta á la soledad influyó en su
ánimo. Cinco días después convidó á Guest á comer, y al siguiente se
decidió á ir á casa del Doctor Lanyón.

Allí, á lo menos, no se le negó la entrada; pero desde que llegó junto
al doctor, quedó sorprendido por el cambio operado en todo su ser. El
doctor llevaba escrito en su rostro el signo de la muerte. Aquel hombre
de tez sonrosada, se había vuelto pálido; sus carnes estaban caídas;
distintamente se le veía más calvo y más viejo; pero no fueron sólo
aquellas visibles pruebas de rápida decadencia física lo que llamaron
la atención del abogado, sino más bien la mirada y la manera de ser del
doctor, testimonio evidente de algún terrible espanto en su espíritu.
Era poco probable que el doctor tuviese miedo á la muerte; así lo
sospechó Utterson.--Es médico--pensó,--debe conocer su estado y saber
que sus días están contados; y esa revelación es superior á lo que sus
fuerzas le permiten soportar.--Y como Utterson le hizo notar su mala
cara, el doctor con un acento de gran firmeza, le declaró que estaba
perdido.

--He sufrido un choque--dijo el doctor--y no volveré á recobrar
nunca la salud. Es cuestión de algunas semanas. Sí, la vida ha sido
agradable; la he querido; sí, señor, tenía el hábito de quererla.
Pienso algunas veces, que si lo supiésemos todo, nos iríamos con más
gusto.

--Jekyll está enfermo también--indicó Utterson.--¿Lo habéis visto?

Pero el rostro de Lanyón cambió, y levantó la mano temblorosa:

--Deseo no volver á ver ni oir jamás hablar del Doctor Jekyll--exclamó
con voz trémula.--Todo ha concluído entre él y yo, y os ruego que
evitéis cualquier alusión á alguien á quien considero muerto.

--Veamos--dijo Utterson, después de un largo silencio:--¿puedo seros
útil para algo?--éramos tres viejos amigos, Lanyón; no viviremos lo
bastante para tener otros.

--No hay nada que hacer--repuso Lanyón--interrogadle más bien á él.

--No quiere verme--contestó el abogado.

--No me sorprende--añadió Lanyón;--quizá algún día, cuando yo haya
muerto, sabréis, Utterson, lo fuerte y lo débil de todo esto. No puedo
decíroslo ahora. Y además, si queréis permanecer sentado y hablar
conmigo de otras cosas, por amor de Dios, quedáos y hablad; pero si no
podéis evitar tocar ese asunto, ¡oh! entonces en nombre de Dios, idos,
pues no puedo sufrir esa conversación.

Así que regresó á su casa, Utterson escribió á Jekyll, quejándose de
ser excluído, de no ser recibido por él, y preguntándole la razón de
su desdichada ruptura con Lanyón. Al siguiente día, recibió una larga
contestación, en la cual empleaba Jekyll expresiones muy patéticas, y
á veces, con intención, términos obscuros y misteriosos. La disputa
con Lanyón no tenía remedio ni arreglo. "No censuro á nuestro viejo
amigo--escribía Jekyll--pero pienso como él, que no debemos volver á
vernos. Desde ahora me propongo llevar una vida absolutamente retirada;
no os sorprendáis y dudéis de mi amistad, si mi puerta está á menudo
cerrada hasta para vos. Es preciso que me soportéis dejándome seguir
mi sombrío camino. Llevo conmigo un castigo y un peligro que no puedo
nombrar. Si soy el principal culpable, soy, también, la víctima
principal. No creía que esta tierra pudiese contener un sitio para
sufrimientos y terrores tan inhumanos; y vos, Utterson, no tenéis que
hacer más que una cosa, aliviar mis sufrimientos, y para ello, respetar
mi silencio."

Utterson quedó pasmado; separada la nefasta influencia de Hyde, había
vuelto el doctor á sus antiguas inclinaciones y amistades; hacía una
semana que sus ojos se habían alegrado ante repetidas pruebas de una
dulce y honrada vejez; y ahora, pocos instantes después, amistad,
tranquilidad de espíritu, todo el orden de su vida quedaba roto de
nuevo. Un cambio tan grande y tan imprevisto indicaba, evidentemente,
locura. Pero recordando el estado y las palabras de Lanyón, debía haber
en todo aquello algún misterio más grave.

Una semana después, el Doctor Lanyón tuvo que meterse en cama, y antes
de los quince días, murió. La tarde que siguió á los funerales, que
le afectaron profundamente, Utterson abrió la puerta de su gabinete,
y sentándose junto á la melancólica claridad de una luz, sacó de una
gaveta y colocó enfrente de sí un sobre que le había sido dirigido por
su difunto amigo, cerrado con su propio sello. Ese sobre llevaba la
enfática inscripción siguiente: _Personal. Para ser entregado en manos
del mismo Sr. Utterson solamente, y en el caso de haber fallecido
antes que yo, para ser destruído sin leer su contenido._ El abogado
temía abrirlo. "He enterrado á un amigo hoy--pensaba--¿qué sería si
esto me costase otro?" Luego, considerando ese temor como un acto poco
leal, rompió el sello. Pero había un segundo sobre, sellado lo mismo
que el primero, y en el cual se hallaban escritas estas palabras: _No
debe ser abierto antes del fallecimiento ó de la desaparición del
Doctor Enrique Jekyll_. Utterson no podía creer lo que estaban viendo
sus ojos. Otra vez la desaparición; otra vez, como en aquel insensato
testamento que había devuelto hacía ya tiempo á su autor, la idea de
desaparición y el nombre de Enrique Jekyll estaban juntos.

Pero en el testamento, la idea de desaparición era debida á la
siniestra sugestión de Hyde, estaba allí con un fin harto claro y harto
horrible. Mas, en la pluma de Lanyón, ¿qué significaba aquella palabra?
Una gran curiosidad se apoderó del fideicomisario; tuvo deseos de no
atender á la prohibición y de penetrar hasta el fondo, en busca de
todos aquellos misterios.

Pero su profesión y la confianza que tenía en su difunto amigo le
imponían severos deberes; de modo que el paquete fué á descansar en el
más secreto cajón de su cofre particular.

Si por una parte su curiosidad se hallaba mortificada, por otra
parecía excitada con violencia; y casi puede dudarse si desde aquel
momento deseó Utterson con igual vehemencia la sociedad del amigo
superviviente. Pensaba en él con afecto, sin duda; pero sus ideas
estaban perturbadas y eran temerosas. Fué á verlo, sin embargo; quizá
se congratuló de no ser conducido hasta su presencia; quizá también,
en el fondo de su corazón, prefería hablar con Poole en la escalera y
en medio de la atmósfera y de los ruidos de la gran ciudad, á penetrar
en aquella casa en donde reinaba una esclavitud voluntaria, y sentarse
á hablar con su impenetrable prisionero. Poole, además, no tenía nada
bueno que comunicarle. El doctor, al parecer, se encerraba más que
nunca en su gabinete ó en el laboratorio, en donde llegaba algunas
veces, hasta á quedarse dormido. Estaba muy triste; hablaba poco, no
leía, y hubiérase dicho que pesaba algo sobre su ánimo. Utterson estaba
ya tan acostumbrado á aquellas respuestas idénticas, que poco á poco
fué disminuyendo las visitas.



INCIDENTE DE LA VENTANA.


Aconteció un domingo, que dando su acostumbrado paseo con el Sr.
Enfield, la casualidad los condujo de nuevo á pasar por la callejuela;
cuando llegaron frente á la puerta, ambos se detuvieron un instante
para examinarla.

--En fin--dijo Enfield--esa historia ha concluído. No volveremos á ver
al Sr. Hyde.

--Así lo creo--repuso Utterson.--¿Os he dicho que lo vi una sola vez y
que experimenté la misma repulsión que vos?

--Era imposible verlo sin experimentar ese sentimiento--añadió
Enfield.--Y sea dicho de paso ¡por cuán tonto me habréis tenido, al
saber que yo ignoraba que esta puerta trasera conducía á casa del
Doctor Jekyll! Y por cierto que vos habéis sido la causa de que yo
buscase y de que haya encontrado.

--Habéis hallado, pues, la comunicación ¿no es verdad?--preguntó
Utterson--y ya que la conocéis, ahora podríamos detenernos en el patio
y echar un vistazo á las ventanas. Á deciros verdad, estoy inquieto
respecto del pobre Jekyll; y hasta en mi interior siento una voz que me
indica el bien que podría quizá procurarle la presencia de un amigo.

El patio era muy frío y también un poco húmedo; reinaba en él un
crepúsculo prematuro, aunque el cielo estaba aún brillantemente
iluminado por los rayos del sol poniente.

La ventana de el medio se hallaba entreabierta, y sentado detrás de
ella, tomando el aire, con un rostro muy abatido, como el de un preso
inconsolable, vió Utterson al Doctor Jekyll.

--¡Hola! Jekyll--le gritó--supongo que estáis mejor.

--Estoy muy decaído, Utterson--contestó el doctor tristemente, con voz
apagada.--No será por mucho tiempo, gracias á Dios.

--Permanecéis demasiado encerrado--siguió diciendo el
abogado.--Deberíais salir para hacer ejercicio, como lo hacemos Enfield
y yo. Es mi primo, el Sr. Enfield, el Doctor Jekyll.--Venid, poneos el
sombrero y venid á dar una vuelta con nosotros.

--Sois demasiado bueno--repuso el doctor;--bien lo quisiera; pero no,
es enteramente imposible. No me atrevo. Pero, de veras, Utterson, me
alegro que hayáis venido; es realmente una gran alegría para mí el
veros. Quisiera preguntaros á vos y al Sr. Enfield, pero el lugar no es
del todo conveniente.

--¿Por qué?--exclamó el abogado con afabilidad;--lo mejor que podemos
hacer es permanecer aquí abajo, y hablar con vos desde el sitio en que
estamos.

--Era precisamente lo que iba á atreverme á proponeros--replicó
sonriendo el doctor. Pero pronunció las palabras con dificultad; y
antes que la sonrisa hubiese desaparecido por completo de su cara,
ésta expresó un terror y una desesperación tales, que nuestros dos
caballeros sintieron helárseles la sangre en el cuerpo.

Todo aquello duró nada más que un momento, pues la ventana fué cerrada
instantáneamente; sin embargo, aquel instante les había bastado, y
dieron media vuelta, saliendo del patio para cambiar algunas palabras.
Atravesaron en silencio la callejuela, y sólo cuando llegaron á una
calle inmediata, en la cual, á pesar de ser domingo, había alguna
animación, fué cuando Utterson se volvió, por fin, hacia su amigo y lo
miró.

Ambos estaban pálidos, y había en sus ojos una expresión de horror tan
grande, que decía bastante por sí misma.

--¡Que Dios nos perdone! ¡Que Dios nos perdone!--exclamó Utterson.

El Sr. Enfield hizo gravemente un signo con la cabeza, y siguió en
silencio su camino.



LA ÚLTIMA NOCHE.


Una tarde, después de comer, Utterson estaba sentado junto al hogar,
cuando quedó sorprendido por la visita de Poole.

--¡Dios mío! ¿qué es lo que os trae aquí, Poole?--le dijo el abogado; y
mirándolo de nuevo, añadió:

--¿Qué os apena? ¿está enfermo el doctor?

--Sr. Utterson--contestó el criado--hay algo que va mal.

--Tomad asiento, y aquí tenéis un vaso de vino para vos--añadió
Utterson.--Ahora, sin ninguna prisa, decidme con sinceridad lo que
deseáis.

--Conocéis la manera de vivir del doctor--empezó á decir Poole--y
sabéis como se encierra. Pues bien, se ha encerrado de nuevo en su
gabinete, y no me gusta eso. Sr. Utterson, estoy asustado.

--Y ahora, mi buen Poole, ¿por qué estáis asustado? Hablad claro.

--Me asusté hace una semana poco más ó menos--contestó Poole, evitando
con algo de mal humor la pregunta que se le hacía--y no puedo ya
soportar más la cosa.

El aspecto del hombre justificaba completamente sus palabras; y salvo
el instante en que por primera vez había hablado de su espanto, no
había vuelto á mirar á la cara del abogado. Aun después, permanecía con
el vaso apoyado sobre la rodilla, pero sin beber, y sus ojos se fijaban
en un punto del techo.

--No puedo soportar más tiempo eso--volvió á repetir.

--Vamos--dijo Utterson--veo que tenéis un verdadero motivo para
hablarme así, Poole; veo que hay algo que anda verdaderamente mal.
Procurad decirme lo que es.

--Creo que ha habido algún crimen--añadió Poole con voz ronca.

--¡Un crimen!--exclamó el abogado muy asustado, y dispuesto á parecer
más irritado aún--¿qué crimen? ¿qué queréis decir con eso?

--No me atrevo á decirlo, señor, pero ¿queréis venir conmigo y verlo
vos mismo?

Por toda contestación, Utterson se puso en pie, tomó su sombrero y una
capa de abrigo, y notó con sorpresa el rostro del criado, quien le
pareció como aligerado de un gran peso; observó también, con no menor
sorpresa, que el vino no había sido tocado.

La noche era fría, noche propia del mes de marzo; la luna estaba pálida
y en su último cuarto, como si el viento la hubiese volcado; algunas
nubes rápidas y diáfanas corrían por el cielo. El viento furioso
impedía hablar y cruzaba la cara; había, además, ahuyentado á los
transeuntes y limpiado las calles de gente. Decía Utterson que no había
visto nunca tan desierto aquel barrio de Londres, y no era precisamente
lo que hubiera deseado en su interior; jamás durante toda su vida
había sentido un deseo tan vivo de ver y tocar á sus semejantes, pues
volviendo al curso de sus ideas lóbregas, tenía el presentimiento de
que se encaminaba hacia una gran desgracia.

Cuando llegaron á la plaza, todo estaba lleno de polvo; los árboles
descarnados del jardín parecían fustigarse entre sí á lo largo del
muro. Poole, que durante el camino se había adelantado uno ó dos
pasos, se detuvo bruscamente en medio de la calle; á pesar del frío,
se había quitado el sombrero y se secaba el sudor de la frente con un
pañuelo encarnado. No obstante la rapidez de su marcha, no era el sudor
producido por ella lo que enjugaba, sino el provocado por la angustia
que le sofocaba, pues su rostro estaba pálido y su voz era dura y ronca.

--En fin, señor--dijo--hemos llegado, y quiera Dios que no haya
sucedido nada malo.

--Amén, Poole--contestó el abogado.

En esto, el criado llamó con precaución; abrieron la puerta, pero no la
cadena, y una voz preguntó desde adentro:

--¿Sois vos, Poole?

--Yo soy--dijo Poole--abrid la puerta.

El recibimiento estaba brillantemente alumbrado; un gran fuego
ardía en la chimenea, y en derredor todos los criados, hombres y
mujeres, confundidos, se estrechaban unos contra otros como un rebaño
de carneros. Al ver al Sr. Utterson, una criada fué acometida de
contorsiones histéricas; y el cocinero, exclamando:--¡Bendito sea Dios!
es el Sr. Utterson--corrió hacia él como queriendo abrazarlo.

--¿Qué hay? ¿Estáis todos aquí?--dijo el abogado con aire triste.--Es
muy irregular, muy inconveniente, y disgustaría mucho á vuestro amo.

--Todos están asustados--repuso Poole.

Desconcertados, permanecieron callados, ninguno protestó contra
aquellas palabras; la doncella sola dejó oir su ahogado llanto y sus
gemidos.

--Callad, de una vez--le dijo Poole, con un acento tan brutal que
demostraba hasta qué punto tenía los nervios sobrexcitados; y
realmente, cuando la doncella había lanzado gritos de desesperación,
todos se estremecieron mirando la puerta interior, con espanto en los
rostros.

--Y ahora--añadió Poole dirigiéndose al mozo de cocina--dadme una luz,
y vamos á saber la verdad de este asunto.

Rogó al Sr. Utterson que le siguiese, y le enseñó el camino que
conducía al jardín.

--Andad lo más despacio que podáis--dijo Poole--y sin ruido; os ruego
que escuchéis y que no dejéis oir nuestras pisadas. Tened cuidado,
señor, de no entrar, si por casualidad os llamase.

Ante esta inesperada recomendación, Utterson se extremeció y casi
quedó desconcertado; pero pronto recobró su valor, y siguió al criado
á través del laboratorio, de la sala de anatomía con sus vasos y
sus botellas, y llegó al pie de la escalera. Poole le indicó que
permaneciese á un lado y escuchase, mientras que él, dejando la luz,
y apelando visiblemente á todo su valor, subió los peldaños, llamando
con temblorosa mano, es decir, dando algunos golpecitos sobre la tela
encarnada de la puerta del gabinete.

--El Sr. Utterson desea veros, señor--dijo el criado; y al hablar hacía
seña con viveza al abogado para que escuchase.

Una voz contestó desde el interior:

--Decidle que no puedo ver á nadie--y sus palabras parecían un largo
quejido.

--Gracias, señor--respondió Poole, con cierto acento de triunfo en la
voz; y tomando otra vez la luz, condujo á Utterson por el patio hasta
la gran cocina, en donde el fuego estaba apagado y los grillos saltaban
por el suelo.

--Señor--dijo mirando á Utterson--¿os parece que era aquélla la voz de
mi amo?

--Sí, parece haber cambiado mucho--contestó Utterson muy pálido, y
mirándole también.

--Cambiada, no cabe duda--añadió el criado.--¿Hubiera estado yo veinte
años al servicio de mi amo para engañarme de ese modo respecto de su
voz? No, señor, la voz de mi amo ha desaparecido y también él; ha sido
muerto, hace ocho días, cuando le oímos gritar el nombre de Dios; ¿y
quién está aquí en vez de él? ¿y por qué ese ser está aquí? Todo eso
pide venganza ante Dios, Sr. Utterson.

--He aquí una extraña relación, Poole, que más bien parece
relación salvaje, mi buen hombre--dijo Utterson mordiéndose los
dedos.--Supongamos que la cosa fuese tal cual la creéis; supongamos que
el Doctor Jekyll haya sido asesinado, ¿por qué se empeñaría el asesino
en permanecer aquí? Esa historia no se sostiene por sí misma; la simple
razón se niega á creerla.

--Bueno, Sr. Utterson, sois hombre difícil de convencer, pero sin
embargo, llegaré á lograrlo--contestó Poole.--Es preciso que sepáis,
que durante toda la última semana, él, ó sea quien fuere el que esté en
aquel gabinete, gritaba noche y día para tener una especie de droga y
no podía lograrla como la deseaba. Mi amo acostumbraba algunas veces
á escribir sus órdenes en un papel y echarlo por los escalones. Desde
hace una semana, eso es todo cuanto tenemos de él; nada más que papeles
y una puerta cerrada; con respecto á los alimentos, colocados sobre
los peldaños, iba á retirarlos á escondidas. Pues bien, señor, todos
los días y aun dos ó tres veces en un día, he sido enviado corriendo á
todos los drogueros de la ciudad. Cada vez traía el producto, pero otro
papel me mandaba volver, porque no era puro y tenía otra orden para
distinta casa. Necesita, pues, señor, en absoluto aquella droga por una
razón cualquiera.

--¿Tenéis alguno de esos papeles?--preguntó Utterson.

Poole buscó en sus bolsillos y halló un papel arrugado, que el abogado
examinó cuidadosamente acercándose á la luz. Su contenido decía lo
siguiente: "El Doctor Jekyll saluda á los señores Maw, y les asegura
que la última muestra es impura y no sirve para el objeto deseado. En
el año de 18** el Doctor J. adquirió una cantidad bastante grande en
casa de los señores M., y hoy les ruega que busquen con la exactitud
más escrupulosa, y si quedase de igual calidad, que se la envíen
inmediatamente. No hay que reparar en el precio. La importancia de
la cosa para el Doctor Jekyll está por encima de cuanto pudiera
decir." Hasta allí la carta estaba bastante correctamente escrita,
pero entonces la emoción le había vendido, y hubiérase dicho que
había materialmente aplastado la pluma contra el papel al añadir las
siguientes palabras: "Por el amor de Dios, enviádmela de igual calidad
que la antigua."

--Es una extraña nota--dijo Utterson, y luego añadió con
severidad:--¿cómo la habéis tenido abierta?

--El dependiente del Sr. Maw estaba furioso, señor, y la echó hacia mí
como si hubiese sido una cosa repugnante--repuso Poole.

--¿Sabéis si esa nota es con seguridad de puño y letra del
doctor?--preguntó el abogado.

--He pensado que la letra se parecía á la suya--dijo el criado con tono
áspero; y luego, cambiando de tono, añadió:--¿pero qué importancia
puede tener una nota escrita, cuando le he visto á él en persona?

--¿Le habéis visto?--repitió Utterson.--¿Y bien?

--He aquí, he aquí la historia--prosiguió Poole.--Entré súbitamente
en el laboratorio, yendo desde el jardín; creo que se había atrevido
á salir en busca de esa droga ó de cualquier otra cosa, pues la
puerta del gabinete estaba abierta, y él se hallaba en el fondo de
la habitación revolviendo y escudriñando las viejas botellas. Me
vió entrar, lanzó una especie de grito, y se volvió rápidamente al
gabinete. No le vi más que un instante, pero los pelos se me pusieron
de punta. Señor, si aquella aparición era mi amo, ¿por qué llevaba
una careta sobre el rostro? Si era mi amo, ¿por qué había lanzado
aquel grito y había huído de mí? Hace bastante tiempo que le sirvo; y
luego...--Poole calló y se pasó la mano por la frente.

--Realmente, son muy extraños esos detalles--dijo Utterson--pero creo
entrever la verdad. Vuestro amo, Poole, se halla sin duda atacado por
una de esas enfermedades que, á la vez torturan y deforman al enfermo;
de ahí, por poco que yo sepa, la alteración de su voz; de ahí la
máscara y su propósito de evitar la presencia de sus amigos; de ahí
la pasión de buscar esa droga por medio de la cual el pobre hombre
conserva alguna esperanza de curación. ¡Dios quiera que no se defraude!
Esa es mi explicación; la cosa es bastante triste, Poole, y bastante
sorprendente de considerar, pero se explica y es natural; todo ello
concuerda bien, y nos saca de esas espantosas alarmas.

--Señor--dijo el criado poniéndose alternativamente pálido y
encarnado--aquella aparición no era mi amo, esa es la verdad. Mi
amo--miró entonces á su alrededor y se puso á hablar en voz muy
baja--es un hombre alto, bien constituído, y el otro era más bien un
enano.

Utterson trató de protestar.

--¡Oh! señor--exclamó Poole--¿podéis pensar que no conozco á mi amo
después de treinta años? ¿Pensáis que no sé á qué altura llega su
cabeza en la puerta del gabinete, en donde le he visto todas las
mañanas de mi vida? No, señor, esa cosa con máscara no ha sido nunca
el Doctor Jekyll; sabe Dios lo que era, pero jamás ha sido el Doctor
Jekyll; y nadie me quitará de la cabeza que ha debido de cometerse un
crimen.

--Poole--replicó el abogado--si habláis así, mi deber exige llegar
hasta la certidumbre. Por más que deseo respetar los sentimientos de
vuestro amo, me desconcierta esa nota, según la cual parece demostrado
que vive todavía; considero como un deber romper aquella puerta.

--¡Ah! Sr. Utterson, ¡eso se llama hablar!--exclamó el criado.

--Y ahora viene la segunda pregunta--continuó diciendo
Utterson;--¿quién romperá la puerta?

--¿Cómo? vos y yo, señor--dijo valerosamente Poole.

--Bien dicho--repuso el abogado--y suceda lo que quiera, yo cuidaré de
que nada perdáis; dejadlo de mi cuenta.

--Hay un hacha en el laboratorio--indicó Poole--y vos podéis tomar un
hierro de la cocina.

El abogado se apoderó de un grosero pero pesado instrumento, y
moviéndolo, dijo á Poole que le estaba mirando:--¿Sabéis que vos y yo
vamos á colocarnos en una situación que ofrece algún peligro?

--Bien lo podéis decir, señor--contestó el criado.

--Entonces es justo y conveniente que seamos francos. En nosotros dos,
el pensamiento va más lejos que las palabras que nos hemos dicho;
hablemos con claridad. Esa cara enmascarada que visteis, ¿la habéis
reconocido?

--Pues bien, señor, pasó tan rápidamente, la persona estaba tan
inclinada, que no me atrevo á afirmar; pero si pensáis que fuese el
Sr. Hyde, yo también me figuro que era él, pues aquel ser era de su
tamaño, tenía el mismo andar rápido y ligero, y además, ¿quién sino él
hubiera podido entrar por la puerta del laboratorio? No habéis olvidado
sin duda, señor, que cuando ocurrió el asesinato, conservaba la llave
consigo. Pero hay más aun. Ignoro, Sr. Utterson, si habéis visto alguna
vez al Sr. Hyde.

--Sí--contestó el abogado--he hablado una vez con él.

--Entonces, debéis saber como todos nosotros, que había algo extraño
en ese personaje, algo que trastornaba, no se cómo expresarme, señor;
sentía uno frío hasta la médula de los huesos, al mirarlo.

--Confieso que he experimentado una cosa parecida á lo que
indicáis--contestó Utterson.

--Pues bien--siguió diciendo Poole--cuando aquella cosa enmascarada,
parecida á un mono, saltó en medio de los aparatos de química y se
escurrió en el gabinete, sentí un frío terrible en la espalda. ¡Oh!
bien sé que eso no es creíble, Sr. Utterson; soy bastante instruído
para saberlo; pero el hombre tiene presentimientos y os aseguro que era
el Sr. Hyde.

--¡Ah! ¡ah!--exclamó el abogado--mis temores me hacen creer lo mismo.
Temo que se oculte aquí una gran desgracia, que ocurriría sin duda, con
semejante encuentro. Y, de veras, os creo; creo que el pobre Enrique ha
sido asesinado y que su asesino (sólo Dios sabe con qué objeto) está
aún oculto en el cuarto de su víctima. Pues bien, venguémosle. Llamad á
Bradshaw.

El lacayo contestó en el acto, pero muy pálido y muy nervioso.

--Armáos de valor, Bradshaw;--dijo el abogado--el misterio que reina
aquí es un peso para todos vosotros; queremos conocerlo. Poole y yo
queremos penetrar, hasta empleando la fuerza, en el gabinete. Si todo
va bien, soy bastante fuerte para responder de las consecuencias de
esa fractura. Sin embargo, como puede haber debajo de todo eso algo
obscuro y malo, ó bien que algún malhechor trate de huir por la puerta
trasera, vos y otro criado id, dando vuelta por la calle, á colocaros á
la puerta del laboratorio armados con buenos palos. Tenéis diez minutos
para llegar á vuestro puesto.

Cuando Bradshaw hubo salido, el abogado miró su reloj.--Ahora
Poole--dijo al criado--vamos allá;--y llevando el hierro bajo el
brazo, se dirigió hacia el patio. Las nubes habían ocultado la luna,
y todo estaba completamente obscuro. El viento que llegaba como por
bocanadas á aquel fondo de los edificios, agitaba la llama de la bujía
mientras caminaban, hasta que estuvieron al abrigo, bajo el techo del
laboratorio; sentáronse en silencio y aguardaron. Á su alrededor se oía
el apagado murmullo de Londres; pero junto á ellos, sólo interrumpían
el silencio y la tranquilidad los pasos que iban y venían dentro del
gabinete.

--Así es como anda todo el día--dijo Poole--y ¡ay! también parte de la
noche. Únicamente se detiene un poco cuando llega un nuevo producto
de la droguería. ¡Sólo una conciencia mala puede animar á semejante
enemigo del descanso! ¡Ah! señor, ¡hay sangre vertida en cada uno de
sus pasos! Pero escuchad con atención desde más cerca, y decidme si es
ese el andar del doctor.

Los pasos eran ligeros y extraños, como una especie de balanceo, pero
muy apagados, y en nada se parecían al andar ruidoso y pesado del
Doctor Jekyll. Utterson suspiró.

--¿No hay nada más?--preguntó luego.

Poole hizo un signo afirmativo con la cabeza--¡una vez--dijo--una vez
le he oído llorar!

--¿Llorar? ¿cómo puede ser?--exclamó el abogado extremeciéndose de
horror.

--Llorar como una mujer ó como un alma extraviada--añadió el
criado.--Me fuí con el corazón tan enternecido que hubiera podido
llorar también.

Los diez minutos estaban para concluir. Poole sacó el hacha que se
hallaba oculta bajo un montón de paja; colocaron la bujía sobre la
mesa más próxima para alumbrarse durante el ataque; comprimiendo los
latidos de sus corazones se acercaron al paraje en donde los pasos iban
y venían en medio de la tranquilidad de la noche.

--Jekyll--gritó Utterson con voz fuerte--quiero veros.--Detúvose un
instante, pero nadie contestó.--Os doy un buen consejo; hemos concebido
sospechas; es preciso que os vea y os veré--y moviéndose, añadió--si
no por medios leales y honrados, será por medios violentos; si no lo
permitís, entonces se empleará la fuerza bruta.

--Utterson--dijo la voz--por amor de Dios, ¡piedad, piedad!

--¡Ah! no es la voz de Jekyll, es la de Hyde--exclamó
Utterson.--¡Poole, derribad la puerta!

Poole blandió el hacha por encima del hombro; el golpe extremeció el
edificio, y las colgaduras encarnadas quedaron pendientes sobre la
cerradura y los goznes. Un grito horrible, como el de un verdadero
animal espantado, resonó en el gabinete. El hacha dió un nuevo golpe;
los tableros crujieron, el marco saltó; otras cuatro veces cayó
el hacha, pero la madera era dura, y las diversas partes estaban
completamente ajustadas; de modo que hasta el quinto golpe no quedó
rota la cerradura y los trozos de la puerta echados hacia el interior
de la estancia.

Los vencedores, asustados de su obra, y del silencio que había
sucedido, se retiraron un poco y miraron. El gabinete estaba á su vista
con su lámpara tranquilamente encendida; un gran fuego llameaba y
chisporroteaba en el hogar; la cafetera hervía junto á la lumbre. Una ó
dos gavetas abiertas, papeles bien ordenados sobre la mesa escritorio,
y más cerca del fuego, los utensilios preparados para el te; hubiérase
creído que era el cuarto más tranquilo, y á no ser por los armarios
brillantes llenos de botes y redomas, el lugar más vulgar de Londres
aquella noche.

Precisamente en medio de la habitación yacía el cuerpo de un hombre
cuyas contorsiones se veían aún. Acercáronse en puntillas, pusiéronlo
boca arriba, y reconocieron el rostro de Eduardo Hyde. Estaba vestido
con ropas demasiado grandes para él; ropas que correspondían á la
corpulencia del doctor; las fibras de su rostro se movían todavía con
una semejanza de vida, pero la vida se había separado del hombre; el
frasco roto que tenía en las manos, y el fuerte olor de almendras
esparcido por el aire, probaron á Utterson que tenía delante de sí el
cuerpo de un suicida.

--Hemos llegado tarde--dijo con dureza--tanto para salvar como para
castigar. Hyde ha pagado su deuda, y sólo nos queda que buscar el
cuerpo de vuestro amo.

La mayor parte del edificio se hallaba ocupada por el laboratorio que
comprendía casi todo el piso bajo, y recibía luz por el techo, y por el
gabinete que, en uno de los extremos formaba otro piso y tenía vistas
al patio. Un corredor llevaba desde el laboratorio á la puerta de la
callejuela, y ésta comunicaba, también, directamente con el gabinete
por otra escalera.

Hacia el otro lado no había más que cuartos obscuros y una gran
despensa.

Todos aquellos parajes fueron completamente examinados. Cada habitación
podía verse con rapidez porque estaban llenas de objetos, y por el
polvo que caía de las puertas al abrirlas, se comprendía que habían
permanecido cerradas hacía mucho tiempo. La despensa estaba ocupada por
objetos rotos puestos allí desde el tiempo del cirujano, predecesor
de Jekyll, pero al tratar de abrir la puerta, se convencieron de la
inutilidad de sus investigaciones por la caída de una inmensa tela de
araña que desde años tapaba la entrada. En ningún punto había el menor
rastro, la más ligera señal de Enrique Jekyll, ni muerto ni vivo.

Poole dió con el pie fuertes golpes sobre las losas del corredor:

--Es preciso--dijo, escuchando el ruido de los golpes que volvía como
un eco--que esté enterrado aquí.

--Ó puede haber huído--repuso Utterson, y fué á examinar de nuevo la
puerta de la callejuela. Estaba cerrada; cerca de ella, sobre las losas
del pavimento se hallaba la llave enmohecida ya.

--Esta llave no parece haber servido--observó el abogado.

--¿Haber servido?--repitió Poole con la exactitud de un eco--¿no veis,
señor, que está rota? Diríase que alguien la ha pisado.

--Y--siguió diciendo Utterson--los puntos rotos también están
enmohecidos.

Los dos hombres se miraron con espanto.

--Todo eso, Poole, está por encima de mi inteligencia--dijo el
abogado.--Volvamos al gabinete.

Subieron la escalera sin hablar, y mirando con temor al cadáver,
comenzaron á examinar con mayor atención los diversos objetos que había
en el gabinete. Sobre una de las mesas se veían restos de preparaciones
químicas; montoncitos de diferente tamaño de una especie de sal blanca
estaban puestos en platos de cristal como si el desdichado hombre
hubiese preparado alguna experiencia que quedó interrumpida.

--Esa es precisamente la misma droga que yo iba siempre á
buscarle--dijo Poole; y mientras hablaba, el agua del jarro se puso
á hervir con más fuerza y se esparció por el suelo haciendo un ruido
espantoso.

Aquel incidente los llevó hacia el hogar, cerca del cual había sido
colocado un cómodo sillón; los utensilios para el te estaban preparados
junto al sillón, y el azúcar necesario, en la taza. Sobre una mesita
veíanse varios libros; uno de ellos, abierto, figuraba al lado mismo de
los utensilios para el te, y Utterson quedó sorprendido al ver que era
una obra piadosa, respecto de la cual había expresado Jekyll más de
una vez grandísima admiración; mas el libro contenía notas del propio
puño del doctor, que eran horribles blasfemias.

Continuando las investigaciones llegaron al espejo de cuerpo entero,
en el cual se miraron, extremeciéndose á pesar suyo. El espejo estaba
colocado de tal modo que no les dejaba ver nada más que el reflejo de
las llamas rojas sobre el techo, el del fuego reproduciéndose cien
veces sobre los tableros pulimentados de los armarios, y también sus
propias personas pálidas y asustadas.

--Este espejo ha debido ver extrañas cosas, señor--dijo Poole.

--Pero de seguro que nada sería tan raro como ese ser--repuso el
abogado casi con el mismo sonido de voz.--¿Con qué objeto tenía
Jekyll...?--y la palabra se perdió en sus labios; pero luego, dominando
su debilidad, añadió:--¿para qué tenía Jekyll necesidad de un espejo?

--También me dirijo idéntica pregunta--contestó Poole.

Luego fueron á la mesa escritorio. Sobre el pupitre, en medio de
papeles colocados con orden, había un gran sobre, en cuyo sobrescrito,
de puño del doctor, se leía el nombre del Sr. Utterson. El abogado lo
abrió, y varios otros sobres cayeron al suelo. El primero contenía sus
últimas disposiciones, redactadas en los mismos términos excéntricos
que el testamento devuelto seis meses antes; eran un testamento para
el caso de muerte, y una donación en el caso de desaparición; pero en
vez del nombre de Eduardo Hyde, el abogado leyó con grandísima sorpresa
el nombre de Gabriel Juan Utterson. Miró á Poole, después al papel y
finalmente al cadáver del criminal que yacía en el suelo.

--La cabeza me da vueltas--dijo--ha tenido este documento todos estos
días en su poder; no tenía motivo ninguno para quererme; debió rabiar
al verse desbancado, y no ha destruído el documento.

Recogió otro papel; era una carta muy corta escrita de propio puño
del doctor con una fecha en lo alto.--¡Oh! Poole--exclamó el
abogado--estaba vivo aquí hoy mismo; no puede haber arreglado todo
eso tan rápidamente; ¡debe estar vivo, debe haber huído! Pero ¿por
qué haber huído? ¿Y cómo? En este caso ¿podemos exponernos á declarar
el suicidio? ¡Oh! hay que pensar mucho en todo eso, pues preveo que
podríamos conducir á vuestro amo á alguna espantosa catástrofe.

--¿Por qué no leéis lo demás?--preguntó Poole.

--Porque temo--repuso el abogado con tono solemne--¡quiera Dios que no
tenga ningún motivo para temer!--y hablando así, acercó el papel á sus
ojos y leyó lo siguiente:

  "Querido Utterson: cuando estas líneas caigan en vuestras manos,
  habré desaparecido; en qué circunstancias, no tengo la presidencia
  requerida para preverlo, pero mi instinto y todas las condiciones
  de mi indefinible vida me dicen que mi fin es seguro y debe estar
  próximo. Id, pues, y leed primero la relación que Lanyón me ha
  avisado haber dejado en vuestro poder, y si queréis saber más
  todavía, leed después la confesión de vuestro indigno y desgraciado
  amigo

                                              ENRIQUE JEKYLL."

--¿Hay otro sobre?--preguntó Utterson.

--Aquí está, señor--dijo Poole entregándole un paquete cerrado con
varios sellos.

El abogado lo guardó en uno de sus bolsillos.--No hablaré de este
paquete--añadió.--Si vuestro amo ha huído ó ha muerto, podemos á lo
menos salvar su honor. Son las diez; debo volver á mi casa y leer con
calma esos documentos; pero volveré antes de las doce, para enviar á
buscar á la policía.

Salieron, cerrando tras sí la puerta del laboratorio, y Utterson,
dejando de nuevo á los criados reunidos alrededor del fuego en la
antesala, regresó tranquilamente á su despacho para leer los dos
documentos, en los cuales va á descorrerse el velo de este misterio.



RELACIÓN DEL DOCTOR LANYÓN.


"El nueve de enero, hace hoy cuatro días, recibí por el correo, en el
reparto de la tarde, una carta certificada, cuyo sobre estaba escrito
del propio puño y letra de mi colega y antiguo compañero Enrique
Jekyll. Quedé sumamente sorprendido, pues no teníamos costumbre de
corresponder por escrito; además, había visto al doctor el día anterior
y comido con él, y no podía adivinar lo que en nuestras relaciones
exigía las formalidades del certificado. El contenido de la carta
aumentó aún mi sorpresa; hé aquí los términos en que se hallaba
concebida:

                                        "_10 de diciembre de 18**_

  "QUERIDO LANYÓN: Sois uno de mis más antiguos amigos; aunque
  hayamos tenido á veces discusiones sobre asuntos científicos,
  no recuerdo, por lo que á mí se refiere, á lo menos, la menor
  interrupción en nuestra amistad. Si hubiese llegado un día en que
  me hubiéseis dicho:--Jekyll, mi vida, mi honra, mi razón se hallan
  á vuestra merced, hubiera sacrificado mi fortuna y mi mano derecha
  para ir en vuestra ayuda. Lanyón, mi vida, mi honra, mi razón se
  hallan enteramente á vuestra merced; si me faltáis esta noche,
  estoy perdido. Después de este prefacio vais á creer que necesito
  pediros alguna cosa deshonrosa. Juzgad vos mismo.

  "Vengo á rogaros que aplacéis todos los compromisos que podáis
  tener para esta noche--aunque fuéseis llamado junto al lecho de
  un emperador--que toméis un coche, y llevando con vos esta carta
  para consultarla, que vengáis directamente á mi casa. Poole, mi
  criado, tiene mis órdenes; estará aguardándoos con un cerrajero.
  Será preciso forzar la puerta de mi gabinete; luego entraréis
  solo; abriréis el armario que tiene un cristal (letra E), á la
  izquierda, romperéis la cerradura si está cerrado; sacaréis, _con
  todo su contenido, tal cual está_, la cuarta gaveta contando desde
  arriba, ó lo que es igual, la tercera empezando á contar desde
  abajo. En medio de mi extremada desesperación, tengo un temor
  mortal de no indicaros bien las cosas; pero aunque me equivocase,
  conoceríais la gaveta que necesito, examinando lo que contiene:
  algunos polvos, un frasco y una carterita de apuntes. Os ruego que
  llevéis con vos esa gaveta á la plaza de Cavendish, tal cual la
  halléis.

  "Esta es la primera parte del favor que os pido. Si partís así que
  recibáis esta carta, deberéis estar de regreso mucho antes de media
  noche; pero os dejo algunas horas de margen, no sólo por temor de
  uno de esos obstáculos que no se pueden prever ni impedir, sino
  también porque es preferible que haya llegado la hora del descanso
  de vuestros criados para concluir lo que os quedará que hacer.

  "Luego, á media noche, os ruego que permanezcáis solo en vuestro
  gabinete de consulta, que conduzcáis hasta él á un hombre que
  se presentará en mi nombre, y que le entreguéis la gaveta que
  habréis llevado de mi casa. Entonces habrá concluído vuestro papel
  y mereceréis mi más completa gratitud. Cinco minutos después, si
  insistís deseoso de tener una explicación, comprenderéis que todas
  estas precauciones tenían una importancia capital, y que el haber
  descuidado una sola, por fantástica que pueda parecer, hubiera sido
  cargar vuestra conciencia con mi muerte ó con la pérdida de mi
  razón.

  "Á pesar de la confianza en que estoy de que no os burlaréis de mi
  ruego, mi corazón desfallece, y tiembla mi mano sólo con pensar
  en semejante posibilidad. Acordaos de mí en esta hora, de mí que
  estoy en una extraña situación, atormentado por la negrura de una
  desgracia que ninguna imaginación podría llegar á exagerar; pensad,
  también, que si queréis servirme con puntualidad, desaparecerá mi
  turbación y todo ello no será más que una historia enterrada.

  "Prestadme ese servicio, mi querido Lanyón y salvad á vuestro
  amigo--E. J.


  "P. S.--Había cerrado ya esta carta cuando un nuevo terror se
  apodera de mi alma. Es posible que el correo cometa un error y que
  esta carta no llegue á vuestras manos hasta mañana por la mañana.
  En ese caso, querido Lanyón, cumplid mi encargo durante el día á
  la hora que os sea más cómoda, y aguardad otra vez mi mensajero
  á media noche. Pero quizá será demasiado tarde; y si transcurre
  entonces la noche sin ninguna novedad, podréis decir que habéis
  recibido la última noticia de,

                                              ENRIQUE JEKYLL."

Al leer aquella carta me convencí de que mi colega estaba loco; pero
hasta que la cosa no ofreciese género ninguno de duda, decidí ejecutar
lo que me pedía. Cuanto menos comprendía yo todo aquel fárrago, menos
me hallaba en el caso de juzgar de su importancia, y tal petición
dirigida en semejantes términos, no podía ser rechazada sin incurrir
en grave responsabilidad. Me levanté inmediatamente de la mesa y fuí
á buscar un carruaje que me condujo directamente á casa de Jekyll.
El criado aguardaba mi llegada; había recibido por el mismo correo
que yo un pliego certificado que contenía sus instrucciones, y envió
á buscar en el acto á un cerrajero y un carpintero. Ambos obreros
llegaron mientras estábamos hablando, y fuimos todos juntos á la sala
de disección del viejo Doctor Denman, por el extremo de la cual, según
lo sabéis probablemente, se entra con mayor comodidad en el gabinete
particular de Jekyll. La puerta era muy sólida, la cerradura excelente;
el carpintero confesó que tendría mucho trabajo y que haría mucho
destrozo, si tenía que emplear la fuerza; el cerrajero llegó á creer
que no podría descerrajarla, pero era un hábil obrero, y después de dos
horas de trabajo, quedó abierta la puerta.

El armario señalado con la letra E no estaba cerrado; saqué la gaveta,
la hice rellenar con paja y envolver en papel, llevándomela á la plaza
de Cavendish.

Así que llegué, me puse á examinar su contenido. Los polvos estaban
bastante bien arreglados, pero no con el cuidado de un químico
fabricante ó vendedor, de modo que, á no dudarlo, habían sido
manipulados personalmente por el Doctor Jekyll. Abriendo uno de los
sobres, vi que su contenido se parecía, sencillamente, á una sal
cristalizada de color blanco. El frasco, que examiné después, estaba
lleno hasta la mitad; contenía un licor rojo, con un olor muy agrio,
con algo de fósforo y éter volátil. En cuanto á los otros ingredientes,
no pude saber lo que eran. El cuaderno ó carterita de apuntes era como
casi todos los que usan los colegiales, y sólo contenía unas cortas
series de fechas. Esas fechas se extendían á un largo período de años,
pero observé que las entradas habían cesado hacía un año poco más
ó menos, y bruscamente. Aquí y allí, se veía añadida alguna breve
observación, á una fecha, que generalmente era nada más que la palabra
_doble_, que se hallaba repetida quizá seis veces en un total de
algunos centenares de entradas; una vez, enteramente al principio de la
lista, y seguidas de algunos signos de admiración, estaban las palabras
_fracaso total_.

Todo esto, aunque excitando mi curiosidad, me decía poco respecto del
objeto final. Un tarro con cierta tintura, un papel con una sal, el
diario de una serie de experimentos que, (como ocurría á menudo con
las investigaciones de Jekyll), no conducía á nada práctico. ¿Por qué
razón la presencia en mi casa de esos varios objetos podía afectar á
la honra, ó al estado del espíritu, ó á la vida de mi ligero colega?
Si su mensajero podía ir á un punto ¿por qué no podía ir á otro? Y
aunque hubiese alguna imposibilidad, ¿por qué ese caballero tenía que
ser recibido en secreto? Cuanto más reflexionaba en todo eso, más me
convencía de que me hallaba en presencia de una enfermedad cerebral;
sin embargo, al ordenar á mis criados que se recogiesen, fuí á buscar
un viejo revolver, para encontrarme en estado de defensa personal, si
hubiese sido necesario.

Las doce acababan apenas de sonar en Londres cuando el picaporte se
dejó oir muy despacio. Fuí á abrir yo mismo, y encontré á un hombre de
pequeña estatura vuelto de espaldas á los pilares de la entrada.

--¿Venís de parte del Doctor Jekyll?--le pregunté.

Me contestó que sí, con aire encogido; cuando le dije que entrase, no
me obedeció sin haber lanzado antes una mirada escudriñadora hacia
la plaza sumida en la obscuridad. Un agente de policía estaba cerca,
y venía con su linterna sorda abierta; al verlo creí notar que el
desconocido tembló y que se apresuró á entrar.

Estos incidentes me sorprendieron, no lo ocultaré, de un modo
desagradable; no perdí de vista á mi hombre, gracias á la luz
brillante que había en mi sala de consultas, y puse la mano sobre
el arma para estar prevenido á todo evento. En fin, tuve la suerte
de verlo. Jamás, es absolutamente cierto, mis ojos lo habían visto
antes. Era pequeño, según he dicho; me sorprendió la expresión de su
fisonomía, en la que podía leerse una curiosa mezcla de grandísima
actividad muscular y de indudable debilidad de constitución; por
último, me sorprendió todavía más la penosa turbación subjetiva que me
producía su vecindad; y fué de género tal, que mis miembros parecían
helarse y que el pulso latía con menos violencia. Atribuí entonces
aquellas sensaciones á alguna repugnancia idiosincrásica y personal;
pero á pesar de todo, me sorprendía la vivacidad de mis impresiones,
si bien desde aquella fecha he tenido motivos para pensar que su causa
yacía muy profundamente oculta en la naturaleza misma de aquel hombre,
y que me movía algún pensamiento más noble que el odio.

Esa persona, que desde el instante en que entró había producido en mí
una sensación que sólo puedo definir llamándola _curiosidad mezclada
con repugnancia_, estaba vestida de un modo que hubiera sido ridículo
en cualquiera otro individuo; su traje, aunque era, en realidad, de un
género rico y de color obscuro, parecía enorme, inmensamente grande
para él, bajo todos conceptos; sus pantalones colgaban de las piernas
y habían sido recogidos para preservarlos del lodo; el chaleco le
llegaba muy abajo de las caderas, y el cuello de la levita se extendía
demasiado ancho sobre los estrechos hombros. Por extraño que fuese,
aquel burlesco traje no me hizo reír. Al contrario, como había un no sé
qué de anormal y de contrahecho en el ser que tenía á la vista, algo
que sobrecogía, que sorprendía y que escandalizaba en su repugnancia
misma, aquella nueva originalidad confirmaba mis ideas y les daba
fuerza; llegó casi á interesarme la naturaleza y el carácter del
hombre, y sentí curiosidad de saber su origen, su vida, su fortuna y
la posición que ocupaba en el mundo.

Aunque estas observaciones requiriesen mucho tiempo para analizarlas,
se me ocurrieron en el espacio de algunos segundos. El desconocido
demostraba arder en una sombría impaciencia.

--¿La habéis traído?--exclamó--¿la habéis traído?

Y era tal su impaciencia que puso la mano sobre mi brazo, tratando de
sacudirlo.

Lo rechacé, habiendo experimentado á su contacto como una sensación
glacial en toda mi sangre.

--Vamos, caballero--le dije--olvidáis que no tengo el gusto de
conoceros; permaneced sentado, si gustáis.

Le dí ejemplo, sentándome en mi sillón habitual, con la misma
tranquilidad que si hubiese tenido que habérmelas con un enfermo
cualquiera; tan tranquilo, á lo menos, como me lo permitían la hora
avanzada, la naturaleza de mis preocupaciones y el horror que me
inspiraba mi huésped.

--Os pido perdón, Doctor Lanyón--contestó bastante cortesmente;--vengo
aquí á ruego de vuestro compañero el Doctor Enrique Jekyll, para un
asunto de cierta importancia, y quería decir...

Detúvose, y se llevó la mano á la garganta, reparando por su acción que
luchaba contra los síntomas de un ataque de histeria.

--Quería decir, una gaveta...

Tuve entonces compasión del estado del desconocido, y quizá también
llevado por mi curiosidad, contesté:

--Aquí está;--le enseñé la gaveta que estaba en el suelo detrás de una
mesa y cubierta con el lienzo.

Saltó hacia el lado de la gaveta, luego se paró, y llevó una mano al
corazón; oí rechinar sus dientes; su rostro era tan horrible de ver,
que me alarmé, y temí á la vez por su vida y su razón.

--Reponéos--le dije.

Volvióse á mí, me dirigió una sonrisa atroz, y como un desesperado
descubrió la gaveta. Al ver lo que contenía lanzó un gemido ahogado y
un grito de alivio tal, que permanecí petrificado. Un instante después,
con voz ya algo más tranquila, me dijo:

--¿Tenéis un vaso graduado?

Me levanté de mi asiento no sin dificultad, y le entregué lo que pedía.

Diome las gracias con un gesto adecuado, midió algunas gotas de la
tintura encarnada y añadió uno de los polvos. La mezcla, que al
principio era de un color rojizo, á medida que los cristales se
deshacían comenzó á adquirir un color más vivo, á hervir visiblemente,
luego echó como una nubecilla de vapor. De pronto, cesó la ebullición,
y la mezcla adquirió un color de púrpura obscuro, pasando después
lentamente á un verde agua. El desconocido, que había seguido con
mirada muy atenta todas aquellas metamórfosis, se sonrió, colocó el
vaso sobre la mesa, y volviéndose hacia mí y mirándome con un aire muy
grave, me dijo:

--Ahora hay que tomar una determinación en cuanto á lo que resta que
hacer. ¿Queréis ser prudente? ¿queréis ser conducido? ¿queréis que me
lleve este vaso en la mano y que salga de vuestra casa sin decir una
palabra más? ¿Ó bien vuestra curiosidad exige otra cosa? Reflexionad
antes de contestar, pues se hará lo que mandéis. Si queréis, quedaréis
como antes, tal cual estáis ahora, ni más rico ni más sabio, á menos
que la conciencia de haber prestado un servicio á un hombre puesto en
un apuro mortal, no pueda ser considerada como una especie de riqueza
espiritual. Ó si preferís escoger el otro camino, un nuevo reino de
ciencia, nuevas vías que conducen á la fama y al poderío os serán
abiertas, aquí ante vos, en este cuarto, al instante mismo; vuestra
vista quedará confundida por un prodigio que haría vacilar, que
conmovería la incredulidad del mismo Satanás.

--Señor--contesté, haciendo creer en una calma y tranquilidad que
estaba lejos de tener--habláis con enigmas, y no os sorprenderá el
que escuche vuestras palabras sin darles mucho crédito; pero he ido
demasiado lejos al prestar esos servicios inexplicables, para detenerme
antes de haber visto el final.

--Bien está--replicó el desconocido.--Lanyón, recordáis vuestros
juramentos; lo que va á acontecer se halla colocado bajo el sagrado
secreto de nuestra profesión. Y ahora, vos, que desde largo tiempo
estáis encadenado á las concepciones más estrechas y más materiales,
vos que habéis negado la virtud de la medicina trascendental, vos que
habéis hecho burla de vuestros superiores, ¡mirad!

Llevó el vaso á los labios y bebió su contenido de un solo trago. Á
esto siguió un grito; bamboleó, tropezó, cogió la mesa para apoyarse,
y continuó sus movimientos, con los ojos extraviados é inyectados
en sangre, la boca abierta y espumosa; y mientras que yo miraba, se
producía un cambio, según mi imaginación; íbase hinchando, su rostro se
volvió negro de repente y las líneas fisonómicas parecieron fundirse
y modificarse, y un instante después, me puse en pie, retrocedí hasta
la pared, con un brazo extendido hacia adelante como para defenderme
contra aquel milagro, y con mi espíritu anonadado por el terror:--¡Oh,
Dios!--exclamé aterrorizado;--¡Oh, Dios!--dije varias veces; ¡pues
allí, delante de mi vista, pálido, tembloroso, medio desfallecido,
palpando con las manos como un hombre que acaba de resucitar, estaba
Enrique Jekyll!

Lo que me dijo durante la hora siguiente me es imposible reconcentrar
suficientemente el espíritu para escribirlo. Vi lo que vi, oí lo que
oí, y mi alma iba enfermando; y hoy que aquella visión se borra de mis
ojos, me pregunto á mí mismo si creo en ella, y no puedo contestar. Mi
vida está resentida hasta en los cimientos; un terror mortal se apodera
de mí continuamente, noche y día; comprendo que mis días están contados
y que es preciso morir; y lo que es más, moriré incrédulo.

En cuanto á la ignominia moral que ese hombre enseñó ante mí, ni con
lágrimas de penitencia, podría, ni aun como recuerdo, pensar en ella
sin estremecerme de horror. Sólo puedo decir una cosa, Utterson, y será
(si podéis creerla cierta) más de lo necesario.

Ese ser que se arrastró aquella noche por mi casa, era, según confesión
del mismo Jekyll, conocido bajo el nombre de Hyde y perseguido en todos
los rincones del país como asesino de Carew.

                                               HASTIE LANYÓN."



EXPLICACIÓN COMPLETA DEL CASO EXTRAÑO DEL DR. ENRIQUE JEKYLL.


Nací en el año de 18**, heredero de una gran fortuna, dotado con
excelentes cualidades; mi naturaleza me inducía al trabajo, estimaba
mucho la consideración de aquellos de mis compañeros que me parecían
prudentes y buenos, en una palabra, hasta donde era posible creerlo,
poseía las condiciones necesarias para tener un porvenir honroso y
distinguido. En realidad, el peor de mis defectos era una tendencia
excesiva hacia la alegría, lo que causa el júbilo en otros, pero
difícil de conciliar con mi vivo deseo de llevar la frente alta y
afectar en público una actitud más seria de la que generalmente
tienen los otros hombres. De ahí resultó que comencé á ocultar mis
diversiones y placeres, y cuando llegué á la edad en que se piensa y
reflexiona, empecé á mirar á mi alrededor y á considerar la próspera
posición que ocupaba en el mundo. Me sentí ya destinado á una profunda
duplicidad en mi manera de vivir. Más de uno hubiera tenido á gloria
las irregularidades de que era yo culpable, pero desde el alto punto
de vista en el cual me había colocado, las miraba y las ocultaba con
una sensación de vergüenza casi mórbida. De modo que fué más bien
la naturaleza exigente de mis aspiraciones, que ninguna clase de
degradación particular en mis faltas, lo que me llevó á ser cuanto
fuí, lo que con un surco más hondo del que ordinariamente existe para
la mayor parte de los hombres, dividió en dos, en mi ser, aquellas
provincias del bien y del mal, que parten y forman el dualismo de
la naturaleza humana. En tal estado de ánimo, me vi inclinado á
reflexionar profundamente y sin descanso respecto de esa dura ley
de la existencia que reposa sobre las bases de la religión y que es
una de las causas de la desgracia de nuestra raza. Á pesar de ser
en modo tan absoluto un hombre de doble faz, no era hipócrita en la
acepción que se da á esta palabra; las dos partes de mi _yo_ eran
ambas verdaderamente serias. No era más _yo_ en realidad, cuando
arrojando todo freno, obraba vergonzosamente, que cuando, á la luz del
día, trabajaba para aumentar mis conocimientos, ó cuando procuraba
aliviar á los desgraciados y á los enfermos. La casualidad quiso que la
orientación de mis estudios científicos, que me guiaban absolutamente
hacia lo místico y trascendental, diese de rechazo ejerciendo como una
fuerza de repulsión, y me hiciese comprender, iluminándolo con mayor
claridad, ese estado de perpetua lucha entre las distintas partes de
mi ser. Cada día, y desde el doble punto de vista de la moral y de la
inteligencia, llegaba con mayor seguridad al conocimiento de aquella
verdad, cuyo descubrimiento parcial me arrastró á este espantoso
naufragio: á saber que el hombre no es realmente una entidad, sino que
existen dos entidades en él. Digo dos, porque el estado de mi propia
ciencia no me ha permitido pasar de ahí. Otros me seguirán, otros irán
más allá en esa vía; y aventuro, y me atrevo á emitir la opinión de que
ulteriormente se reconocerá que el hombre es una simple aglomeración
de diversos individuos sin ninguna relación entre sí. En cuanto á mí,
por la misma naturaleza de mi vida, adelanté forzosamente en una sola y
única dirección.

En el ser moral y en mi propia persona aprendí á conocer el perfecto
y primitivo dualismo del hombre; vi que, de las dos naturalezas que
parecían satisfechas en la extensión de mi conciencia, aunque hubiese
podido realmente ser la una y la otra, era únicamente porque, en
absoluto, tenía ó poseía las dos á la vez; y desde aquel momento,
antes de que hubiese comenzado la marcha de mis descubrimientos
científicos á sugerirme la más evidente posibilidad de semejante
milagro, había aprendido á insistir con placer, como en un sueño
despierto, en la idea de la separación de esos dos elementos. "Si--me
decía á mí mismo--cada uno de ellos pudiese estar domiciliado en
entidades diferentes, la vida se hallaría desembarazada de todo cuanto
la hace insoportable; lo injusto seguiría su camino, libre de las
aspiraciones y de los remordimientos de la parte gemela, de la parte
más virtuosa; y lo justo podría á su vez viajar segura y constantemente
por sus elevados senderos, llevando á cabo el bien que le llenaría de
satisfacción, y sin verse expuesto á los disgustos y remordimientos
que le ocasionarían los actos de la parte extraña y mala. Fué,
pues, destino fatal de la humanidad ver unir esos haces opuestos y
disparatados, y que en la matriz agonizante de la conciencia, aquellas
dos estrellas polares estuviesen luchando continuamente. ¿Cómo,
entonces, podrían ser separadas?"

Á ese punto había llegado en mis reflexiones cuando, según he dicho
ya, una luz inesperada comenzó á brotar sobre este asunto, de la
mesa del laboratorio. Empecé á concebir de un modo más profundo que
hasta entonces la vacilante inmaterialidad, el paso aún obscuro de
un estado á otro, de ese cuerpo que parece tan sólido y en el cual
caminamos con todos nuestros adornos. Hallé ciertos agentes que poseen
el poder de separar y de rechazar esa vestidura carnal, como el viento
posee el de agitar los lienzos de una tienda de campaña. Pero por dos
excelentes razones no entraré completamente de lleno en esta parte
científica de mi confesión. Primero, porque he aprendido que los
hombros del hombre deben para siempre jamás soportar el destino y la
carga de nuestra vida, y si llega á efectuarse alguna tentativa para
separar á los dos elementos, sólo servirá para aumentar su peso de un
modo más desagradable y más terrible. Y después, porque (mi relación
lo demostrará ¡ay! harto claramente) mis descubrimientos no eran
completos. Me bastará, por consiguiente, decir que no sólo reconocí que
mi cuerpo natural era el fantasma y el éter de algunos de los poderes
que componían mi espíritu, sino que llegué á inventar una pócima con
la cual esos poderes podían perder su supremacía, y reemplazarlos con
una segunda forma, que era tan natural como la primera, tan _yo_ como
la otra, porque constituía la manifestación misma de los más bajos y
despreciables elementos de mi alma.

Vacilé mucho tiempo, antes de someter esta teoría á la prueba de la
práctica. Sabía perfectamente que me exponía á morir, pues una droga
que debía medirse con tanta exactitud y sacudir, conmover la verdadera
fortaleza de la individualidad, podía con el menor aumento en la dosis,
ó por la inoportunidad del momento escogido para el experimento, hacer
desaparecer para siempre el envoltorio inmaterial que no deseaba yo
cambiar. Pero la tentación de un descubrimiento tan original y tan
importante concluyó por hacerme vencer los temores y alarmas. Tenía
la pócima preparada hacía ya tiempo; compré de una vez, en casa
de un droguero, gran cantidad de una sal especial que, después de
mis experimentos, sabía yo que era el último producto necesario; y
finalmente, en una noche maldita, reuní los ingredientes, vigilé su
ebullición, los vapores que salían del vaso, y cuando cesó el hervor,
en un arranque de valor, bebí la pócima.

Terribles angustias se apoderaron de mí; crujidos de huesos, náuseas
mortales, y un horror del alma que no puede ser mayor en la hora
de la muerte ó del nacimiento. Luego, aquellos instantes de agonía
comenzaron á disminuir gradual y lentamente, y volví en mí como si
hubiese salido de una grave enfermedad. Había algo extraño, algo nuevo
é indescriptible en mis sensaciones, y su novedad real las hacía
extraordinariamente dulces y gratas. Me sentía más joven, más feliz
en todo mi ser; en mi fuero interno experimentaba como una audacia
embriagadora, tenía á la vista un mundo de imágenes sensuales que
corrían con la misma rapidez que el agua al salir de un molino;
sentíame desligado de los lazos de toda obligación, y tenía una
libertad de alma desconocida, pero no inofensiva. Desde el primer
aliento de aquella nueva vida, me consideré malo, diez veces más
malo, esclavo de mi genio maléfico original; y estas ideas, en aquel
instante, me fortalecían y me embriagaban como hubiera podido hacerlo
el vino. Alargaba las manos con la alegría de disfrutar, de acariciar
unas sensaciones tan nuevas, y al hacerlo, pude observar que mi
estatura había disminuído.

No había, entonces, espejo en mi gabinete; el que está cerca de mí
mientras escribo estas líneas, fué puesto allí más tarde con objeto de
ver esas transformaciones.

Sin embargo, hacía ya tiempo que la noche había cedido su puesto á la
mañana, y la mañana obscura como estaba, iba á desvanecerse ante la
claridad del día. Los inquilinos de mi casa estaban encerrados en sus
habitaciones, durante esas horas tan necesarias al sueño. Decidime,
hinchado como me hallaba por la esperanza y el triunfo, á llegar con
mi nuevo envoltorio hasta mi cuarto de dormir. Atravesé el patio, lo
que permitió á las constelaciones lanzar sus reflejos sobre mí, pues
podía imaginar, con admiración, que era la primera criatura de esa
especie que hubiese aparecido á su vigilancia siempre despierta; me
escurrí por los corredores, como un extraño en su propia casa, y vi por
vez primera el aspecto exterior de Eduardo Hyde.

Es preciso que hable aquí desde el punto de vista teórico solamente,
sin decir lo que sé, sino lo que supongo que debe ser más probable.
La parte mala de mi ser, á la cual había dado ahora mi vida propia,
era menos robusta y menos desarrollada que la parte buena. Además, en
el curso de mi existencia que, en sus nueve décimas partes, después
de todo, ha sido una vida de esfuerzos, de virtudes y de vigilancia,
ese lado malo había sido mucho menos ejercitado y puesto de relieve
que el otro. Y de ahí resultaba, según infiero, que Eduardo Hyde era
mucho más pequeño, más delgado y más joven que Enrique Jekyll. Así como
el uno llevaba sobre el rostro el resplandeciente sello del bien, el
otro tenía escrito sobre su cara el sello de la maldad. La maldad, que
no debe considerarse aún como causa del carácter mortal del hombre,
había impreso en aquel cuerpo signos de deformidad y de decadencia.
Y cuando miré, entonces, en el espejo aquel ídolo perverso, tuve
conciencia, no de un sentimiento repulsivo, sino más bien de la brusca
transición producida y del buen éxito de mis tentativas. Aquel ídolo,
por lo demás, era yo mismo. Parecía natural y humano. Para mí, tenía
á la vista una imagen más viva del espíritu; había allí más expresión
y originalidad que en el ser imperfecto y doble, hasta aquel momento
acostumbrado á llamar _yo_; é indudablemente tenía razón. Observé
que cuando aparecía bajo la apariencia de Eduardo Hyde, nadie podía
aproximárseme sin experimentar primero un extremecimiento visible,
en todo su cuerpo. Eso, según comprendí, procede de que todos los
seres humanos, tal cual los vemos, son un compuesto de bien y de mal;
únicamente Eduardo Hyde, en las filas de los humanos, era puramente
malo sin mezcla ninguna.

Permanecí por algunos momentos delante del espejo, pero faltaba
intentar todavía el último experimento, el decisivo; quedaba por saber
si había perdido yo mi identidad, sin esperanza de recobrarla, y tenía
que esconderme de la luz del día y salir de una casa que ya no era
mía; y apresurándome á volver á mi gabinete, preparé inmediatamente
la pócima necesaria, y bebí: sufrí otra vez las angustias de una
descomposición, y volví á ser yo mismo, con el carácter, la estatura y
el rostro de Enrique Jekyll.

Aquella noche llegué pues al fatal encuentro de los distintos caminos
de la vida; si hubiese trabajado mi descubrimiento con un espíritu
más elevado, si hubiese intentado la experiencia bajo el influjo de
aspiraciones generosas y piadosas, las cosas hubieran ido de otro
modo, y hubiera salido yo de aquellas agonías del nacimiento y de la
muerte como un ángel, en vez de haber salido de ellas como un demonio.
La poción, en suma, era una cosa neutra; quiero decir que no era ni
diabólica ni divina; no hacía más que sacudir las puertas de mi cárcel
y de mi estado de ánimo; y como los presos de Filipi, lo que estaba
encerrado se escapaba fuera. En aquel momento mi virtud se durmió, y mi
genio malo, al contrario, despertado por la ambición, estaba alerta y
dispuesto para aprovechar las ocasiones, y sus esfuerzos traían siempre
á Eduardo Hyde. Así pues, aunque tuviese dos caracteres y dos rostros,
uno era absolutamente malo, y el otro era siempre el viejo Enrique
Jekyll, compuesto disparatado que ya desesperaba de poder perfeccionar
y mejorar. Sus aspiraciones actuales lo empujaban enteramente hacia el
mal.

Pero ni aún en aquel instante, había podido dominar la aversión que me
inspiraba esa conocida aridez de la vida estudiosa. En ciertos momentos
tenía todavía inclinaciones favorables al júbilo y á la alegría; como
mis placeres eran (empleando la palabra más benévola) deshonestos, y
como no sólo era mejor conocido y más considerado, sino que llegaba
á ser también hombre de edad, aquella incoherencia en mi vida me era
cada día más importuna, por eso mi nuevo poder me tentó para el bien
hasta que caí sumido en la esclavitud. Bastábame con beber la copa,
para despojar al conocido profesor y vestir el burdo traje, el cuerpo
de Eduardo Hyde. Esa idea me agradaba, me hacía sonreir; la cosa me
parecía cómica; y hacía los preparativos con el cuidado más atento
y minucioso. Alquilé y amueblé aquella casa de Soho, en donde Hyde
fué perseguido por la policía, y tomé como guarda á una mujer que me
constaba ser callada y no tener escrúpulos. Por otra parte, dije á mis
criados que un señor Hyde, cuyas señas les dí, tenía plena libertad
y poder para entrar y salir en mi casa; y para prevenir cualquier
acontecimiento desagradable, hice visitas á casa del Doctor Jekyll y
pasé como familiar suyo.

Luego escribí aquel testamento contra el cual opusísteis tantas
observaciones, y que me permitía, si algo me ocurría en la persona del
Doctor Jekyll, entrar en la de Eduardo Hyde sin pérdida pecuniaria.
Tranquilizado así respecto del porvenir, comencé á aprovechar las
extrañas inmunidades de mi situación.

Ha habido hombres antes que yo, que pagaron asesinos para hacer
ejecutar sus crímenes, dejando á cubierto su propia personalidad y
su reputación; pero yo he sido el primero que ha podido obrar así en
cuanto á sus placeres. He sido el primero que ha podido aparecer ante
el público con su carga de respetabilidad, y un instante después,
como un colegial, despojarme de aquellos disfraces y arrojarme sin
miramientos en un océano de libertades.

Bajo mi impenetrable envoltura, mi salud era completa, excelente.
Pensad en ello: ¡ni siquiera existía! Bastaba que pudiese penetrar por
la puerta de mi laboratorio, tener dos ó tres segundos para preparar
y beber la pócima que estaba siempre lista, y fuese cualquiera cosa
lo que hubiese hecho Eduardo Hyde, desaparecía como la señal del
aliento sobre un cristal; y allí, en vez de Hyde, tranquilo en su casa,
arreglando su lámpara para la noche, se hallaba un hombre que hubiera
podido burlarse de toda sospecha dirigida contra él, Enrique Jekyll en
persona.

Los placeres que me apresuraba á buscar con mi disfraz, eran, como ya
lo he dicho, deshonestos, por no emplear una palabra más severa, y con
un ser tal cual era Eduardo Hyde, no tardaron en adquirir un carácter
monstruoso. Cuando regresaba de mis excursiones, quedaba estupefacto
de la depravación de la otra parte de mi ser. El demonio familiar
que sacaba de mi propia alma y que enviaba solo á sus placeres,
era un ser profundamente malévolo y vil; todos sus actos, todas sus
ideas no tenían más objetivo que su egoísmo; tenía placer en una sed
bestial de torturar á sus semejantes; sin entrañas, como una estatua
de piedra. Había instantes en que Enrique Jekyll estaba horrorizado
de los hechos de Eduardo Hyde; pero la situación se hallaba fuera de
las leyes ordinarias, y gradualmente la influencia de la conciencia se
fué relajando. Después de todo, Hyde era el culpable, únicamente Hyde.
Jekyll no era peor que antes; sus buenas cualidades se despertaban
y aparecían en él sin haber disminuído, y procuraba cuando le era
posible, remediar los daños causados por Hyde; y así, su conciencia
dormitaba.

No me propongo referir circunstanciadamente las infamias en que me vi
mezclado ó complicado, pues ni aun hoy puedo admitir que fuese yo quien
las cometió. Sólo quiero mencionar los avisos y las etapas sucesivas
que me anunciaban la aproximación del castigo. Ocurrióme primero un
incidente, que, como no tuvo consecuencias, me limitaré á indicar
nada más. Un acto de crueldad contra una niña excitó la cólera de un
transeunte que reconocí el otro día como uno de vuestros parientes: el
médico y la familia de la criatura se unieron á él; hubo un instante
en que temí por mi vida; pero finalmente, para calmar su harto justo
resentimiento, Eduardo Hyde se vió obligado á llevarlos hasta la puerta
de la casa del Doctor Jekyll, y á darles un vale girado á la vista con
el nombre de este último. Pero ese peligro quedó fácilmente evitado
para el porvenir, abriendo una cuenta en otro Banco á nombre de Eduardo
Hyde; y haciendo mi letra con una caída más oblicua, había dado una
firma doble á mi otro ser, y creí de aquel modo ponerme á cubierto
contra todo ataque de la fatalidad.

Dos meses antes del asesinato de Sir Danvers, había andado en busca
de aventuras; regresé tarde, y desperté al siguiente día presa de
raras sensaciones. Miré en vano á mi alrededor, y en vano vi los ricos
adornos y las grandes líneas de mi cuarto; en vano, también, reconocí
los dibujos de las colgaduras de mi cama y su marco de caoba; algo me
decía continuamente que no estaba en donde estaba realmente, sino que
debía estar en el pequeño cuarto de Soho, en donde tenía costumbre
de dormir en el cuerpo de Eduardo Hyde. Me sonreí, y con mis ideas
psicológicas empecé á estudiar perezosamente los principios y los
datos de semejante ilusión, y resultó que, pensando en ello, volví
á caer en el dulce sueño de la mañana. Estaba aún medio dormido, y
accidentalmente fijé la vista en mis manos. La mano de Enrique Jekyll,
como habéis podido verlo á menudo, era la mano de un médico en cuanto á
forma y tamaño; era grande, sólida, blanca y bien proporcionada; pero
la mano que vi entonces, bastante claramente á pesar de la luz pálida
de la mañana, medio oculta como se hallaba sobre la colcha, aquella
mano era descarnada, huesosa, de una palidez mate, y cubierta de
abundantes pelos negros. Era la mano de Eduardo Hyde.

Debí permanecer como medio minuto contemplándola, y quedé tan anonadado
de admiración y de sorpresa, que el terror tardó en despertarse en
mi pecho, pero despertó súbitamente y me produjo un estremecimiento
parecido al que se experimenta al oir un inesperado redoble de
tambores; salté de la cama y fuí á mirarme al espejo. Al ver lo que
éste me enseñó, mi sangre casi se heló en las venas. Sí, me había
acostado como Enrique Jekyll, y me despertaba cambiado en Eduardo
Hyde. ¿Cómo explicar semejante transformación? Dirigíme esa pregunta,
y luego, con otro estremecimiento de espanto, ¿cómo remediarla? Era ya
muy entrada la mañana; los criados estaban levantados; todas mis drogas
se encontraban en el gabinete, era preciso un largo viaje para ir hasta
él, bajar dos pisos, atravesar un corredor, el patio abierto y la sala
de anatomía, lo cual me asustaba. Podía, es verdad, taparme la cara,
¿pero de qué me hubiera servido, puesto que no podía ocultar el cambio
de mi estatura? Luego, con indecible alegría recordé que los criados
estaban ya acostumbrados á las idas y venidas de mi otro yo. Vestíme
pronto lo mejor que pude, con el traje de mi estatura ordinaria;
atravesé rápidamente la casa y tropecé con Bradshaw, quien me miró
sorprendido, apartándose al ver á Mr. Hyde á aquella hora y con aquel
traje; diez minutos después, el Doctor Jekyll había recobrado su forma
habitual, y estaba sentado, con la frente sombría, para aparentar que
almorzaba.

Mi apetito era realmente bien excaso. Ese incidente inexplicable, esa
contradicción en mis experimentos previos, parecían, como los dedos
babilónicos sobre la pared, escribir los términos y las letras de
mi sentencia. Comencé á reflexionar más seriamente de lo que hasta
entonces, sobre el fin y sobre los acontecimientos posibles de mi
doble existencia. La parte de mi ser que tenía yo el poder de producir,
estaba más fortalecida y más nutrida; hasta me parecía que desde algún
tiempo hacía, el cuerpo de Eduardo Hyde había ganado en estatura,
cuando me hallaba bajo aquella forma, tenía conciencia de que la
sangre circulaba más generosa por sus venas, y comenzaba á entrever
el peligro de que si ese estado se prolongaba, el equilibrio de mi
doble naturaleza podría quedar definitivamente destruído, anonadado el
poder de un cambio á voluntad, y que el carácter de Eduardo Hyde sería
finalmente el mío. El poder de la pócima no había tenido siempre igual
resultado. Un día, al principio de mis transformaciones, su efecto
había sido completamente nulo; desde entonces tenía con frecuencia
que doblar la dosis, y una vez, hasta con riesgo de mi vida, tuve que
ponerla triple; estos fracasos, aunque raros, habían contribuído á
nublar algo mi alegría. Pero ahora, advertido por el accidente de la
mañana, llegué á observar que, así como al principio la dificultad
había consistido en echar fuera el cuerpo de Enrique Jekyll, había
ido poco á poco cambiando de aspecto, y consistía ahora en desalojar
á la otra individualidad. Todo parecía, pues, conducirme á la misma
conclusión, á saber, que perdía lentamente mi poder sobre mi ser
primitivo, el mejor, el superior, y que con la misma lentitud me iba
incorporando en el segundo y el peor.

Comprendía que era preciso escoger entre esos dos seres. Mis dos
naturalezas tenían una memoria común, pero en cuanto á las otras
facultades, estaban desigualmente compartidas. Jekyll (que era una
mezcla) sufriendo á veces los temores más vivos y los apetitos más
ávidos, se complacía tomando parte en los placeres y aventuras de
Hyde; pero Hyde era indiferente para con Jekyll, ó sólo se acordaba de
él como el bandido de las montañas se acuerda de las cuevas en donde
se oculta cuando lo persiguen. Jekyll tenía más que el interés de un
padre; Hyde tenía más que la indiferencia de un hijo. Identificarme
con Jekyll, era renunciar á esos apetitos por los cuales había tenido
siempre la mayor indulgencia y que desde algún tiempo acá empezaba á
acariciar. Identificarme con Hyde, era renunciar á mil intereses y
ambiciones, y volver á ser de golpe y para siempre un ser despreciable
y privado de toda amistad.

El contrato podía parecer desigual, pues había aún otra consideración
que tener en cuenta; mientras que Jekyll sufriría el martirio y se
quemaría vivo á causa de su abstinencia, Hyde ni siquiera tendría
conciencia de lo que habría perdido. Por extrañas que sean las
circunstancias en que me encuentro, los efectos de este dualismo son
tan viejos y tan vulgares como el hombre mismo; pues son poco más ó
menos los mismos apetitos y los mismos temores los que hacen titubear
al pecador apasionado y tembloroso, y sucede conmigo lo que con el
mayor número de mis semejantes, y es que escojo la mejor parte, sólo
que me falta firmeza para persistir en mi resolución.

Sí, prefería al doctor anciano y descontento, rodeado de amigos y
de esperanzas honradas y envidiables; dije resueltamente adiós á la
libertad, á la juventud (si se tenía en cuenta mi edad), al andar
ligero, al ardiente hervir de la sangre, á los placeres juveniles,
cosas de las cuales disfrutaba bajo el disfraz de Hyde. Tomé este
partido, no quizá sin ninguna reserva mental, pues no abandoné la
habitación de Soho ni destruí los trajes de Eduardo Hyde, que están
siempre en mi gabinete, dispuestos para ser puestos en uso. Durante dos
meses, sin embargo, fuí sincero en mi determinación; durante dos meses,
seguí una vida de una severidad tal cual nunca había llegado antes á
observar, y me regocijaba con las compensaciones que me proporcionaba
mi conciencia. Pero andando el tiempo, la impresión de mis temores
concluyó por desvanecerse; las alabanzas de la conciencia empezaron
á ser únicamente cosa vulgar; comenzaron á torturarme dolores y
deseos apasionados, como si Hyde luchase para recobrar su libertad; un
día, en un instante de decaimiento moral, compuse de nuevo la bebida
transformadora, y la absorbí de un trago.

No creo que, si un borracho discute ó raciocina consigo mismo respecto
de su vicio, haya sido detenido ó impedido, de cada quinientas veces
una sola, por los peligros que va á correr á causa de la insensibilidad
bestial y física en que va á sumirse; jamás tampoco, al examinar
mi situación, me había dado cuenta de la completa insensibilidad
moral, y de aquella increíble tendencia hacia el mal, que eran los
puntos característicos del genio de Eduardo Hyde. También por ahí fuí
castigado. Mi demonio había permanecido mucho tiempo enjaulado, y
salió rugiendo de su encierro. Tenía yo conciencia, sin embargo, en
el momento mismo en que bebí la pócima, de aquella tendencia hacia el
mal, más desenfrenada, más furiosa. Supongo que debe atribuirse á esa
excitación de mi alma, la violencia y la impaciencia con las cuales
escuché las atentas palabras de mi desgraciada víctima; quiero á lo
menos confesarlo delante de Dios: es imposible que un hombre moralmente
sano haya podido hacerse culpable de ese crimen tras una provocación
tan insignificante; quiero declarar, también, que herí con una idea tan
falta de razón como la que puede tener un niño enfermo que despedaza
un juguete. Pero me había despojado voluntariamente á mí mismo de
todos esos instintos que hacen vacilar, y que obligan al peor de los
hombres á conservar cierta compostura, aun cuando se deje arrastrar por
sus malas pasiones; en mi estado, tener una tentación, por ligera que
fuese, era caer, sucumbir.

El espíritu infernal despertó instantáneamente en mí con furor. Con
un verdadero transporte de júbilo molía á palos aquel cuerpo que no
oponía resistencia, y producía delicioso gozo en mi ser cada golpe que
descargaba; sólo cuando vino el cansancio fué cuando repentinamente,
en medio de mi acceso de locura, me llegó al corazón una fuerte
sensación de terror. La neblina que cubría mi vista se disipó, y
comprendí que mi vida iba á ser deshonrada; huí lejos del teatro de
tales excesos, radiante de gloria y temblando á un mismo tiempo,
satisfecha y estimulada mi pasión por el mal, y con el amor de la vida
subido al más alto grado.

Corrí á la casa de Soho y, para librarme mejor de cualquier
persecución, destruí mis papeles; luego salí; paseé por las calles,
que alumbraban los faroles, llevando la misma alegría en mi espíritu,
regocijándome de mi crimen, con el juicio bastante claro y dispuesto
para preparar otros, pero con los ojos y el oído atentos, temiendo los
pasos de algún vengador.

Hyde tenía una canción en los labios cuando preparó la pócima, y al
tomarla, bebió á la salud de su víctima.

Apenas habían concluído las angustias de la transformación, Enrique
Jekyll vuelto á su propio ser caía de rodillas con un torrente de
lágrimas de gratitud y de remordimiento, elevando hacia Dios sus manos
cruzadas. El velo que ocultaba mi indulgencia se rasgó de arriba á
abajo; volví á ver mi vida entera; la vi desde los días de la infancia,
cuando me paseaba dando la mano á mi padre, la vi otra vez en medio
de los trabajos austeros de mi profesión, y llegué finalmente, con un
sentimiento de incredulidad, hasta los espantosos horrores de aquella
noche. Hubiera podido ponerme á gritar, pero busqué en el llanto y
en la oración el medio de borrar las figuras asquerosas y los ruidos
espantables que volvían á mi memoria para anonadarme; y continuamente,
en medio de mis oraciones, el rostro malo de mi iniquidad me miraba
hasta las profundidades del alma.

Cuando el vivo dolor de esos remordimientos comenzó á calmarse,
llegué poco á poco hasta ideas menos tristes. Lo que tenía que hacer
en adelante era sencillo. Hyde no podía volver para el porvenir;
queriéndolo ó sin quererlo yo, estaba desde aquel momento encerrado
en la parte mejor de mi existencia, y ¡cuánto me complacía esa idea!
¡Con qué humildad voluntaria me felicitaba por hallarme de nuevo dentro
de las restricciones naturales de la vida ordinaria! ¡Con qué sincera
sumisión cerré la puerta por la cual había entrado y salido tantas
veces, y destrocé la llave bajo mis pies!

Al día siguiente, los diarios anunciaron que el asesino había sido
visto, que el crimen de Hyde era evidente, y que la víctima era un
hombre que disfrutaba del aprecio público. Aquello no había sido
únicamente un crimen, sino también una locura trágica. Me agradaba
ver emitir esa opinión; felicitábame interiormente viendo que mis
tendencias mejores se hallaban fortalecidas de aquel modo, y puestas,
además, bajo la salvaguardia del horror que inspira el cadalso.

Jekyll era, pues, mi refugio, mi asilo; que Hyde se dejase ver un
instante fuera, y los brazos de todos los hombres se levantarían para
prenderlo y para matarlo.

Resolví rescatar lo pasado con mi conducta futura; y puedo añadir que
mi resolución produjo algún bien. Sabéis por vos mismo cuánto trabajé
recientemente, en los últimos meses del año pasado, para mejorar la
suerte de los desgraciados; sabéis que he hecho mucho por otros, y que
los días han transcurrido para mí tranquilamente, casi con dicha y
felicidad. No puedo decir por cierto que esa vida de beneficencia y de
inocencia me pesase; creo, al contrario, que cada día era para mí más
agradable.

Pero me atormentaba siempre el dualismo de mis tendencias, y cuando
los rigores de la penitencia impuesta comenzaron á dulcificarse, los
malos instintos de mi ser, durante tanto tiempo acariciados, aunque
encadenados hacía poco, rugieron con violencia pidiendo su libertad.
No pensaba ciertamente en resucitar á Hyde; sólo la idea de esa
resurrección bastaba para asustarme y extremecerme; y como un pecador
vulgar, concluí sin embargo, por sucumbir á los constantes asaltos de
la tentación.

Todas las cosas tienen fin; el vaso mayor concluye por llenarse; y esa
débil condescendencia á mis malhadados instintos concluyó, también, por
destruir mis buenos propósitos; no me hallaba aún alarmado; la caída
parecía natural, y ser únicamente un retroceso á aquellos antiguos días
anteriores á mi descubrimiento. Oíd lo que me aconteció:

Era un hermoso y claro día de enero, atravesaba el Parque del Regente,
el suelo estaba húmedo en los puntos donde la nieve se había derretido,
pero el cielo aparecía despejado y sin nubes; el gorjeo de los pájaros
se mezclaba á unos olores suaves y deliciosos, casi primaverales. Me
senté en un banco al sol. La parte animal de mi ser se gozaba en los
recuerdos; la parte espiritual estaba algo dormida, pero dispuesta
á futuras expiaciones, aunque sin querer comenzarlas desde luego.
Después de todo, decíame á mí mismo que era semejante á mis vecinos; y
entonces sonreí comparándome con los demás hombres, mi buena voluntad,
mis beneficios y mi actividad, con su crueldad y su pereza.

En el mismo instante en que me acudía aquel orgulloso pensamiento, un
calambre, un extremecimiento me pasó por todo el cuerpo, una horrible
náusea, un temblor mortal se apoderaron de mí.

Todo ello pasó dejándome algo débil; y á pesar de esa debilidad comencé
á experimentar un cambio en el curso de mis ideas, mayor osadía,
desprecio del peligro, y un abandono real de los deberes y obligaciones
de este mundo. Miré al suelo; mi traje caía informe sobre mis miembros
encogidos y arrugados; la mano que descansaba en mi rodilla era
nerviosa y peluda. Otra vez volvía á ser Eduardo Hyde. Poco antes
me hallaba seguro del respeto de los demás hombres, rico, estimado;
mientras que ahora me veía convertido en vulgar presa de los hombres,
perseguido, sin domicilio, un asesino común amenazado con el cadalso.

Mi razón vacilaba, pero no me abandonó completamente. Más de una vez
había observado ya que, bajo mi segunda forma, mis facultades parecían
más vivas y animadas, mis ideas más elásticas; y así aconteció que allí
en donde quizá Jekyll hubiese sucumbido, Hyde se elevó á la altura
que requería el momento. Mis ingredientes se hallaban en una de las
gavetas de un armario de mi gabinete; ¿cómo hacer para tenerlos? Ese
era el problema cuya solución buscaba, apretándome las sienes con ambas
manos. Había cerrado la puerta del laboratorio. Si hubiese tratado de
entrar por la casa, mis propios criados me hubieran llevado á la horca.
Vi que tenía que acudir á otras manos, y pensé en Lanyón. Pero, ¿cómo
llegar hasta él? ¿Cómo persuadirlo? Suponiendo que llegase á evitar el
arresto en las calles, ¿cómo hacer para ir hasta él? Y ¿cómo lograría
yo, visita desconocida y repugnante, persuadir al gran médico á ir á
saquear el gabinete de estudio de su colega el Doctor Jekyll?

Recordé entonces la originalidad de mi carácter; me quedaba un partido
que tomar; podía escribir con mi propia letra, y cuando me hallé
iluminado por aquella chispa vivificadora, la vía que debía seguir se
presentó á mi vista desde el principio hasta el fin.

En esto arreglé mi traje lo mejor que pude, y llamando un coche que
pasaba, me hice conducir á una posada de la calle de Portland, cuyo
nombre recordaba, felizmente. Al verme (mi aspecto era verdaderamente
bastante cómico, aunque el traje convenía más bien á un hombre que
estuviese en un instante trágico) el cochero no pudo ocultar la
risa. Rechiné los dientes, mirándolo con furor diabólico; la sonrisa
desapareció de sus labios, afortunadamente para él y más aún para mí,
pues en cualquiera otra circunstancia le hubiera arrojado á viva fuerza
de su sitio. Al entrar en la posada, eché una mirada á mi alrededor
con aire tan terrible, que temblaron las personas allí presentes;
mientras estuve á su vista, no se miraron entre sí, recibieron
obsequiosas mis órdenes, me condujeron á un cuarto y me llevaron recado
de escribir. Hyde en peligro de perder la vida, era un ser desconocido
hasta para mí, pues conmovido por una cólera desenfrenada, estaba
suficientemente excitado para cometer otro asesinato, deseoso de hacer
sufrir á sus semejantes. Pero fué, sin embargo, hábil, y contuvo sus
accesos de furor, con grandes esfuerzos de voluntad; arregló las
dos importantes cartas, una para Lanyón, y otra para Poole y pudo
convencerse de que habían sido realmente llevadas al correo, pues dió
orden para que las certificasen.

Luego permaneció todo el día sentado junto al fuego en su cuarto,
comiéndose las uñas; más tarde le sirvieron la comida allí mismo, sin
más compañía que sus temores; el criado temblaba bajo el ascendiente de
sus miradas, y así que fué entrada la noche, tomó un carruaje cerrado
y se paseó de un lado á otro por la ciudad. Él, digo--no me es posible
decir _yo_--ese hijo del infierno no tenía nada de humano; nada vivía
en él fuera del temor y el odio. Cuando en fin, creyó que el cochero
iba á empezar á desconfiar, bajó del coche y se aventuró á pie, con su
traje desproporcionado para su estatura, y propio para atraer sobre él
la atención de los transeuntes nocturnos. Sus dos bajas pasiones, el
miedo y la rabia, hervían en él furiosas. No cesó de andar, perseguido
por sus temores, gruñendo en su interior, ocultándose en los parajes
menos frecuentados y contando los minutos que le separaban aún de la
media noche. En cierto instante creo que le habló una mujer, para
ofrecerle una caja de fósforos. Pególe en el rostro, y huyó.

Cuando llegué á casa de Lanyón, el horror que experimentó mi antiguo
amigo me causó quizá alguna impresión; pero no lo aseguro, pues en todo
caso fué sólo una gota más en el océano de horrores que habían llenado
las horas precedentes. Acababa de operarse un cambio en mí. Ya no era
el miedo del cadalso, era el horror de ser Hyde lo que me atormentaba.
La repulsión que inspiraba á Lanyón me apareció como un sueño, y como
soñando, también, volví á mi casa y me acosté. Dormí, después del
cansancio de aquel día, con un sueño profundo y pesado, que ni siquiera
fué interrumpido por las pesadillas que me atormentaban. Desperté por
la mañana conmovido, debilitado, pero más tranquilo. Seguía odiando
al animal, á la bestia que dormitaba en mí, y la temía, pues no había
olvidado los terribles peligros del día anterior; pero volvía á estar
en mi casa, y cerca de mis drogas; y la gratitud que tuve por haber
escapado al peligro fué tan grande en mi alma, que casi rivalizaba con
el resplandor de la esperanza.

Después de almorzar, atravesé el patio tranquilamente, respirando con
placer el aire fresco, cuando me acometieron de nuevo repentinamente
aquellas indescriptibles sensaciones, heraldos seguros de la
transformación, y apenas tuve el tiempo preciso para ponerme á cubierto
en mi gabinete, y ya rabiaba y tiritaba de frío, atormentado una vez
más por las pasiones de Hyde. Tomé entonces doble dosis para recobrar
mi identidad, pero ¡ay! seis horas después, mientras contemplaba
tristemente el fuego, los dolores me acometieron y tuve que volver
á tomar la pócima. En una palabra, desde aquel día sólo por medio
de grandes esfuerzos, como los que exige la gimnástica, y bajo la
influencia inmediata de la pócima, podía permanecer siendo el mismo,
es decir, conservar la personalidad de Jekyll. Á cada instante, á
cualquiera hora del día ó de la noche me acometían los escalofríos
precursores; sobre todo cuando dormía, ó estando soñoliento, y aun
hallándome ocupado en el trabajo, sentado en mi sillón, me despertaba
siempre convertido en Hyde. Oprimido por el peso incesante de esta
sentencia, absteniéndome voluntariamente de todo sueño, más allá de
lo que consideraba posible para el hombre, me convertí bajo la forma
de Jekyll, en una criatura devorada por la fiebre, que se consumía
y se debilitaba á la vez de cuerpo y alma, y perseguida únicamente
por una idea, á saber: el horror que me inspiraba mi otro _yo_. Pero
cuando dormía, ó cuando el efecto de la medicina había pasado, sentía
casi sin transición (pues los dolores de la transformación iban
disminuyendo cada día) un estado de espíritu en el cual me acometían
visiones terribles, en que sentía hervir en mi alma odios sin razón ni
motivo, y en que mi cuerpo no parecía ya bastante fuerte para contener
las rabiosas energías vitales. Hubiérase dicho que el vigor de Hyde
había crecido con la debilidad de Jekyll. Y en verdad, el odio que los
dividía entonces era igual en ambos lados. Para Jekyll era una lucha
por su propia vida. Habíase dado cuenta de la deformidad de aquella
criatura que compartía con él algunas de sus facultades intelectuales,
y era su compañero obligado, forzoso ante la muerte; y más allá de
esos lazos comunes, que en sí mismos formaban la parte más penosa
de sus tormentos, consideraba á Hyde, á pesar de la energía de su
vitalidad, como á un ser no sólo infernal, sino también inorgánico.
Pero lo que le producía mayor terror era la idea de que el lodo del
infierno podía emitir sonidos y lanzar gritos; que aquel polvo informe
podía gesticular y cometer pecados; que lo que estaba muerto y no tenía
ninguna forma, podía sin embargo llenar las funciones de la vida; y que
todo aquel conjunto estaba unido á su persona, más estrechamente de
lo que hubiera podido estarlo una esposa, un ojo; que aquel conjunto
estaba preso en su propia carne, hasta el punto de que durante el
misterio del sueño, podía luchar contra él y arrebatarle su misma
existencia. El odio que experimentaba Hyde contra Jekyll era de otra
naturaleza. Su miedo al patíbulo le obligaba continuamente á suicidarse
por un momento, volviendo á su estado de dependencia, formando
entonces una parte de otro ser, en vez del ser mismo; odiaba aquella
necesidad, odiaba aquella tristeza á la cual Jekyll se entregaba
ahora, y experimentaba todo el odio que sentían contra él. De ahí
aquellos juegos de manos que me hacía, garabateando con mi propia letra
blasfemias en mis libros, quemando las cartas, destruyendo el retrato
de mi padre; y en realidad, si el temor de su muerte no le hubiese
contenido, tiempo haría que se hubiese perdido para arrastrarme en su
ruina. Pero tenía extraordinario amor á la vida; voy aun más allá; yo,
que siento revolvérseme el corazón y me extremezco con sólo pensar en
él, cuando recuerdo su vil pasión por la vida, y cuando recuerdo sus
temores de que llegase á suicidarme, casi tengo compasión de él.

Es inútil y me falta tiempo para prolongar esta descripción; bástame
decir que nadie ha sufrido jamás tormentos iguales; y sin embargo, el
hábito de sobrellevarlos ha producido, no un alivio, no un descargo,
sino cierta dureza del alma, cierto abandono, cierta indiferencia para
con la desesperación; mi castigo hubiera podido durar años todavía, si
no me hubiese ocurrido la última desgracia, y por fin, no me hubiese
separado de mi propia personalidad. Mi provisión de sal, que jamás
había renovado desde mi primer experimento, comenzaba á disminuir.
Envié á buscar nuevas provisiones y compuse la pócima; prodújose la
ebullición, el primer cambio de color también, pero no el segundo; la
bebí, pero no produjo efecto. Sabréis por Poole cómo y hasta qué punto
he registrado todo Londres, pero inútilmente, y estoy persuadido hoy
de que mi primera provisión era impura (tenía mezcla) constituyendo
precisamente esa impureza desconocida la eficacia de la pócima.

Ha transcurrido una semana, y concluyo esta relación gracias al efecto
producido por los últimos paquetes de mis antiguos polvos. Es, pues,
la última vez--salvo un milagro--en que Enrique Jekyll puede decir
sus propias ideas, ver su propio rostro (y ¡cuán cambiado está!) en
el espejo. Además, no puedo demorar el concluir este escrito, pues si
hasta aquí ha podido salvarse de la destrucción, débese á una gran
prudencia de mi parte, y á una gran casualidad. Si los dolores de la
transformación me acometen mientras escribo, Hyde lo hará pedazos; pero
si ha transcurrido algún tiempo después que lo haya puesto aparte, su
egoísmo increíble y sus ideas siempre fijas en el presente, lo salvarán
otra vez de su maldad de mono; pues el destino que pesa á la vez sobre
nosotros dos, ha contribuído también á cambiarlo y á anonadarlo. Me
queda todavía media hora que esperar antes de volver á entrar para
siempre en esa personalidad maldecida, y sé cómo estaré entonces
sentado, gimiendo y tiritando en una silla, escuchando con atención y
espanto, yendo y viniendo en esta habitación (mi último asilo en la
tierra) sin cesar un instante, deteniéndome para escuchar los ruidos
amenazadores.

¿Morirá Hyde en el patíbulo? ¿ó tendrá á última hora el valor de
librarse de sí propio? Sólo Dios lo sabe. Poco cuidado me da; éste
es el verdadero término de mi muerte, y todo cuanto venga después
corresponde á otro que yo. Aquí, pues, dejando la pluma y sellando mi
confesión, concluyo de referir la vida del desgraciado ENRIQUE JEKYLL."


                                 FIN.



SUMARIO


                                        PÁGINAS

  HISTORIA DE LA PUERTA                       5

  EN BUSCA DEL SR. HYDE                      21

  EL DR. JEKYLL ESTABA TRANQUILO             41

  EL CASO DEL ASESINO DE CAREW               47

  INCIDENTE DE LA CARTA                      58

  NOTABLE INCIDENTE DEL DR. LANYÓN           70

  INCIDENTE DE LA VENTANA                    80

  LA ÚLTIMA NOCHE                            84

  RELACIÓN DEL DR. LANYÓN                   112

  EXPLICACIÓN COMPLETA DEL CASO EXTRAÑO
  DEL DR. ENRIQUE JEKYLL                    130



                     NOVELAS PUBLICADAS EN ESPAÑOL
                                  POR
                    D. APPLETON Y CÍA., NUEVA YORK.


MARÍA ANTONIETA Y SU HIJO.

Traducción del alemán. Un tomo de 173 páginas, con varias láminas y un
retrato de María Antonieta, en el frontispicio. 60 centavos.


MISTERIO * * * *

Novela original, escrita en inglés bajo el nombre de CALLED BACK,

                           POR HUGH CONWAY.

_Obra dramatizada._ 800,000 ejemplares vendidos de las ediciones
inglesas. Forma un bonito tomo en 12º de unas 230 páginas, tipo claro,
buena impresión, cubierta de papel de color artísticamente decorada. 50
centavos.


LA ISLA DEL TESORO.

Una preciosa novela escrita en inglés

                      POR ROBERTO L. ESTEVENSON.

Con ilustraciones, y un mapa, uniforme con la novela MISTERIO * * * *.
Un tomo de 342 páginas. 50 centavos.


LA CASA DEL PANTANO.

Una de las novelas más populares en Inglaterra y en los Estados Unidos.
50 centavos.


SU CARA MITAD.

                            POR J. BARRETT.

Es una preciosa novela inglesa, llena de amenidad y de ejemplos
filosófico-morales de la vida real, escrita en un lenguaje claro,
sencillo y lleno de interés. La versión española es muy buena.


EL ÍDOLO CAÍDO.

                       NOVELA INGLESA DE ANSTEY.

Anstey es un novelista peculiar como lo demuestra su _Vice-Versa_ y
otras de sus obras, llenas de una fantasía siempre fundada en alguna
tradición más ó menos imposible, pero al fin tradición que instruye
y deleita á la vez; puede considerarse como el Julio Verne de alguna
creencia antigua ó de alguna superstición ó leyenda del pasado. El
estilo está lleno de genialidades, de humor y de sátira.


CUENTOS EN EL MAR.

Es una preciosa colección de cuentos, referidos durante un accidente
en el mar por varios novelistas ingleses y americanos que se suponen
reunidos á bordo de un vapor.





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