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Title: Estampas de viaje
Author: Urbina, Luis G. (Luis Gonzaga)
Language: Spanish
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                           ESTAMPAS DE VIAJE

                    ESPAÑA EN LOS DIAS DE LA GUERRA



                            LUIS G. URBINA

                               ESTAMPAS
                               DE VIAJE

                    ESPAÑA EN LOS DIAS DE LA GUERRA

                             Creer-Crear.

                               [colofón]

                              BIBLIOTECA
                                 ARIEL

               EDITADA POR LA REVISTA HISPANO-AMERICANA

                              «CERVANTES»

                          Es propiedad de la
                           BIBLIOTECA ARIEL


                _Este libro está dedicado a la memoria
                                  de_

                            _Justo Sierra_

                  _mi maestro, que amó a España y en
                             ella murió._

                                            _Luis._

                   1920.



INTRODUCCION

_Al comenzar el año de 1916 pisé, por primera vez, tierra española._

_Desde la orilla del Mediterráneo, todo yo me volví ojos para ver y
corazón para sentir._

_Vine como redactor corresponsal de_ El Heraldo de Cuba, _y para ese
periódico escribí mis impresiones de viaje. Las escribí poniendo en
ellas amorosa sinceridad_.

_Así, tan de pronto, no era posible que penetrase yo en el alma de este
pueblo, a pesar de las afinidades que tiene con el mío, y que en mí
mismo percibí al entrar en el ambiente ibérico._

_Mas las obscuras herencias que despertaron en mi espíritu, sirvieron de
acicate a mi curiosidad y de orientación instintiva a mis
observaciones._

_Nada miré sin interés o sin emoción; y, aunque recién venido, acerqué
cuanto pude, la oreja, al pecho enjoyado de España._

_Formé este libro con algunas de las notas y apuntes que rápidamente fuí
tomando entonces, en horas de angustia y asombro para la humanidad._

_Después, este gran país, que seduce desde luego la vista con el
espectáculo de sus costumbres y de su naturaleza, y aviva la imaginación
y la estimula a las evocaciones ante sus viejas maravillas de arte, fué,
poco a poco, revelándome cuanto encierra su seno de calladas y profundas
virtudes._

_Y la ilusión con que en él soñé, se ha convertido en la admiración y la
devoción con que ahora lo quiero. Y tanto como me deslumbró la
magnificencia de su pasado, me llena de fe el presentimiento de su
porvenir._

_En las páginas que siguen hay, seguramente, más de adivinación que de
análisis._

_Me queda el anhelo de lograr algún día--mejor poseído por el creciente
encanto de esta tierra de sol y de leyenda--rendir a la raza, en verdad
y en belleza, el filial tributo que le debo en nombre de mi patria
americana, que al otro lado del Atlántico es como una dulce
prolongación, como un fresco brote de esta España en cuyo suelo está
germinando todavía una primavera de libertad._

                                                        LUIS G. URBINA.

Madrid, diciembre de 1919.



ENTRE DOS BAHÍAS


El contraste no pudo ser más sugestivo. Al partir de la Habana, durante
un vivo y cálido atardecer, el mar de seda de la bahía mezclaba a su
azul, bruñido por la luz del crepúsculo, súbitos y variados matices. Se
mecía una onda, y en su seno encendíase, por un instante, un guiñapo de
escarlata desteñida. Venía brincando una ola de curvas elegantes, y su
vidrioso contorno empenachábase de espuma sonrosada. Alrededor de los
remolcadores temblaba una franja de cambiantes. Las barcas, al pasar,
dejaban en la corriente una larga raya de colores, como si fueran
soltando serpentinas en la corriente.

Y cuando el buque empezó a moverse, toda la ciudad, salpicada de chispas
locas, se fué deshaciendo en una rosada penumbra. Las fachadas del
_Malecón_, que parecían un suave dibujo en miniatura, se fundieron, poco
a poco, y conforme iban estando más lejos, en una extensa mancha en la
que sólo brillaban--latidos de claridad amarilla--puertas y ventanas.
Después, en la franja obscura de la ribera, vimos, por mucho tiempo
todavía, el índice negro del Morro, coronado por la movediza llama
verde, que paseaba, en torno suyo, su ráfaga de tenue claridad. La bahía
de la Habana acababa de despedirse del sol, deteniéndolo como una
Julieta enamorada, y pidiéndole el último beso. Al mirarla, casi borrosa
en la distancia, podría uno imaginarse, sin esfuerzo, que la vieja y
deliciosa metrópoli cubana quedaba, trémula de emoción, como criolla
apasionada, en el instante en que concluye la cita y desaparece el
galán.

       *       *       *       *       *

Hoy, cuatro días más tarde, desde la cubierta del veterano buque
español, veo un cuadro distinto del tropical, de aquel que retengo en
la memoria como el recuerdo de una cariñosa despedida. El frío es
intenso, y los pasajeros, enfundados en sendos abrigos, al hablar, echan
por la boca nubecillas de vapor plomizo. El mar está sucio y pesado el
oleaje. La niebla, que desde ayer emboza los horizontes, se acerca más y
se hace más densa. De ella sale, como si la atravesara con esfuerzo, un
reflejo gris que melancoliza el ambiente. Una lluvia menuda cae sobre
las aguas, y las enturbia al encarrujarlas en pequeñísimos rizos. Es una
hora indecisa que no atinaríamos a definir si, recurriendo a las
muestras de los relojes, no viésemos que señalan las diez y que, tras de
una noche azul, nos encontramos a la mitad de la mañana nublada. El
buque está frente a Nueva York. Todos los pasajeros, de bruces sobre las
barandillas, quieren ver lo que se dibuja en aquellos telones de húmeda
y maculada blancura. Algún viajero «snob» se ha echado a la cara los
gemelos, en una actitud cómica de inglés de opereta. Ver la ciudad,
distinguir los edificios, contemplar el panorama, es imposible. Pero
divisar todo esto, sorprender, aquí una masa de bruma negra, allá un
contorno borroso, y la sombra de un edificio, y el fantasma de una
embarcación, ya es menos difícil. Sí; mirando atentamente, devorando con
los ojos la niebla, horadándola con la imaginación, se va distinguiendo,
imprecisamente, lo que se arrebuja y esconde en el horizonte. Primero es
un islote, que antes que lleguemos a la ciudad nos sale al encuentro:
entre árboles de humo verdinegro, caseríos rústicos de vaporosa
inconsistencia, barcas que parecen hechas en el aire con las espirales
de un cigarrillo; dos torpederos de sepia aguada, perfilados junto al
montículo pastoso de una fortaleza. Y luego, en el amplio fondo,
caprichosamente reclinadas, unas nubes sombrías, unas formas extrañas,
dos, tres, cuatro erectos paralelepípedos, que dan el efecto de que son
bandas negras, estandartes desteñidos que cuelgan de la altura del
horizonte, mejor que formas que se levantan asentadas sobre la tierra.
Son pedazos de montañas, acantilados, tajos y escarpaduras. Trazados al
esfumino, tienen la vaguedad de las pantallas fotográficas. Yo adivino
que allí enfrente está la ciudad; es más, lo sé; pero aquellas
fantasmagorías no dejan de turbarme un poco.

--¿Qué es eso?--pregunto a un compañero que cerca de mí sonríe, como
saludando a un conocido.

--Son los «rasca cielos»--me contesta--; mire usted;--y me va señalando
los sitios con el índice--: allá está el «Singer Building»; allá el
«Municipal Building»; el «Metropolitan», y el más alto y airoso, el
«Woolvord»...

Entonces, recuerdo los almanaques, los anuncios, los avisos murales, la
inundación de pinturas, grabados, estampas que he visto durante mi vida
por todas partes, en libros, en oficinas, en tiendas. Me divierto
retocando, precisando, abriendo vanos, componiendo remates, labrando
piedras, extendiendo colores, en una tarea imaginativa, en la cual
colabora, confusamente, la memoria.

Y por asociación, por semejanza, frente a aquel diorama de vidrio
ahumado, me acuerdo de las ilustraciones en que la pluma de Hugo solía
entretenerse, al margen de las cuartillas manuscritas, mientras el
potente cerebro repujaba alguna imagen estupenda. Cuéntase que, a
veces, en la nerviosidad con que la mano saltaba del tintero al papel,
caía en la garrapateada página una gota de tinta. El poeta, en un
maniático «dilettantismo», aprovechaba la ocasión, y de aquella gota
negra, extendida en líneas, siluetas y trazos inverosímiles, iban
saliendo portentosas sombras chinescas: el castillo medioeval de los
Burgraves; un ejército en marcha; la cabeza de monstruo de Quasimodo;
una carrera de titanes en fuga. Quedan todavía, en viejas ediciones, los
caprichos tumultuosos de aquel dibujante, en quien la fantasía creadora
pudo sustituir con ventaja a la técnica correcta.

Algo de esa vaga exuberancia poseía, para mí, el espectáculo de la bahía
neoyorquina. A través del encaje levísimo de la lluvia, la ciudad
nebulosa, se me aparecía, en lo remoto, como un friso de cielo invernal
en el último momento de un ocaso sin sol. Mi curiosidad se entremezclaba
de melancolía. Mi espíritu encontraba un ambiente propicio para su
desfallecimiento.

Miraba yo, miraba, en una difusión de ideas, que reproducía en mi
interior las nebulosidades del día. Y de pronto, en el borrado y último
término, en una semiclaridad amarillenta que parecía brotar de abajo,
como una humareda luminosa, fué dibujándose, más precisa cuanto más la
miraba yo, una masa de sombra compacta que poco a poco diseñó en el
fondo su contorno, con la habilidad de esos artistas callejeros que,
recortando con tijeras papel negro, hacen retratos en siluetas, que
pegan después sobre un naipe cualquiera. Y vi: las sobrias molduras de
un pedestal basto; la línea culebreante de una veste griega; los trazos
paralelos de un brazo en alto que remataba en un florón obscuro que
rememoraba una antorcha; la curva cerrada de una cabeza que diademaban
largas púas tenebrosas. Era una estatua, la colosal estatua de Bertoldi,
erguida sobre las aguas incoloras, en la tristeza de una inmensidad de
claro-obscuro.--La «Libertad iluminando el mundo»--pensé, repitiendo el
nombre del célebre y artístico faro.

Allí la vi en una hora de misterio, de bruma, de fría y rara vaguedad.
Se diría que, como un nubarrón, estaba próxima a deshacerse al soplo de
una cercana tormenta. Se diría que, dentro de su obscuridad, se
acurrucaba el rayo insomne. Era un guardián de tiniebla, vigilando una
ciudad de sombra.

Y mientras llegábamos al muelle, me puse a tejer con neblina,
perplejidad y sueño, un símbolo profético y pavoroso.



EL DELIRIO DE «WALL STREET»


Llegamos al sucio muelle, y entre ruido de cadenas, golpes de tabla,
gritos de primitivo y batahola de marinería, nos preparamos a descansar
un poco de las monótonas cien horas de mar en calma.

Es domingo. Estoy en la orilla de la ciudad estupenda, descrita,
admirada, cantada, glorificada, analizada por una legión de filósofos,
de artistas, de poetas, de pensadores, de curiosos. A mí, que sólo veo
desde el buque una fila de casas, muy altas, acribilladas de ventanas en
hilera, me produce la impresión de que me hallo junto a una urbe
extraña, monstruosa y vacía. De fuera no viene ningún rumor. No percibo
un movimiento. Nadie asoma por las innúmeras ventanas. No se oye el eco
de unos pasos. De un lado, los edificios están mudos; del otro, las
lejanias, veladas. Arriba, la nublazón, inmóvil; abajo, la corriente,
silenciosa. Únicamente las gentes del barco trajinan. Los pasajeros que
no han salido, duermen. Cae la tarde, a telón lento, sin esfuerzo,
simplemente, sin pugilatos de luz y sombra, porque, de antemano, lo gris
es ya uno de los matices de lo negro; es la tiniebla empalidecida.

Y en ella comienzan a clavarse las chispas eléctricas del alumbrado. Por
detrás de los formidables muros de las construcciones fronteras al
muelle, sube un vaho de claridad blanquecina, como polvo de luna. Es la
iluminación de Nueva York. Dejo pasar dos horas, tres; me aburro sobre
cubierta. Y, aunque me dicen que nada hay que ver en un domingo de
población yanqui, me aventuro a pasear mi fastidio, siquiera sea por la
parte baja de la ciudad. Salgo de la embarcación como un ratoncillo sale
de su escondite, atisbando hacia todos lados. La calle del muelle,
obstruida en una acera por montones de cajas y barriles, está desierta
por la otra, y presenta cerradas las puertecillas con escalones de
piedra, cerca de los barandales que señalan los sótanos. Veo un extenso
cuadro simétrico y uniforme:--la simetría es quizás una característica
de la estética de este pueblo--. Casas semejantes; casas iguales; no
varían, a primera vista, más que los rótulos y sus leyendas en oro, en
carmín, en azul. De trecho en trecho, los faroles públicos colocan su
nota ocre en la pesada penumbra. A lo lejos, el puente de Brooklyn raya
el aire con su formidable dibujo geométrico. Camino unos pasos, y una
plaquilla de hierro en la punta de un poste, en el ángulo de una amplia
vía, me señala una ruta: «Wall St».

¡Ah! La arteria financiera; como si dijéramos: la aorta. Me encuentro en
el corazón comercial. (¿Esta ciudad tendrá dos corazones a la manera de
ciertos organismos anormales?)

Siguen las casas negras, altas, medrosas. Anchas las aceras; grande y
pulida la calzada. Mas aquí no existe la simetría arquitectónica. No
distingo estilos, y, sin embargo, percibo variedades; formas entrantes y
salientes; encristalados ventanales; columnas de pórtico romano;
abigarramientos de piedra; grandiosidades sin majestad; imitaciones sin
gusto. Estas fábricas macizas me producen un efecto de solidez
improvisada. Se marca bien, a pesar de ello, el carácter de la obra. No
son viviendas: son oficinas, despachos, bancos. Aquí y allá, la palabra
«Lunch», se combina de distintos modos. Algún escaparate conserva
iluminada su pequeña exposición de tabaco. Se comprende que todos estos
_restaurants_ son otras tantas oficinas de comer de prisa, para seguir
en la afanosa labor.

Ahora, esta vía está solitaria como la calzada de un cementerio. Por muy
corto tiempo ha desaparecido la agitación. Las cosas están en reposo;
pero se nota que esperan la vuelta del torbellino humano. La arteria
queda exangüe por unos cuantos momentos. Yo marcho por el embaldosado y
soy el único sér con animación en esa profunda y agresiva soledad. Mi
vieja murria se mezcla de curiosidad infantil. Héme aquí al pie de una
estatua, de proporciones extraordinarias, que corta en dos mitades la
escalinata de un templo corintio. A la media luz de la calle, reconozco
la figura: es Wáshington. Y recurro a mi memoria para percatarme de que
dentro del templo corintio está encerrada una buena parte del tesoro
del Estado. Un Wáshington de granito, inquebrantable como el de carne,
cuida la suma fabulosa, el oro, el papel moneda, lo que yo no puedo
saber en mi breve escapatoria de colegial aventurero.

--Haces bien, Wáshington--le digo a la estatua--, cuida del tesoro
monetario. ¡Ojalá que dentro del arca de sillares labrados, a cuyo
frente estás, guardara tu pueblo otros tesoros espirituales que tal vez
ande malgastando por el mundo!

Y sucedió que, sugerido por mis propias meditaciones, moviéndome dentro
del fondo de Rembrandt, de «Wall Street», tuve una pueril alucinación:

Vi que, en el silencio solitario del sitio, de la angosta puerta de una
de aquellas oficinas, salía con su traje talar, y su becoquín negro, un
judío del siglo XIV: el cuerpo encorvado y temblón; la barba luenga y
cana; los ojos de nictálope; la nariz de pico de halcón; las manos
sarmentosas, saliendo, como hierbas secas, de la campana de las mangas.
Lo reconocí inmediatamente. Era mi amigo Shylock. No me cabía duda. Y
hasta creí ver relucir en uno de sus cerrados puños el cuchillo
vengador. Iba, como siempre, en busca de la libra de carne del deudor.

Pero su paso, inseguro y lento, le impedía alcanzar a la muchedumbre
numerosísima, a el ejército obscuro que, apelotonándose por millares,
corría delante de él. Shylock hacia estériles esfuerzos por llegar.
¡Imposible! La carrera loca de la multitud era fantásticamente rápida.
También a mí me estaba pasando una cosa imprevista. Yo volaba tras el
judío y sus perseguidos, tal como suelo volar durante el sueño.
Comprendí que Hermes me había prestado sus alas. Y ya no me importaba la
altura sombría de las casas de Nueva York. Era agradable mi ingravidez.
Todos volábamos en un vértigo jadeante. Abajo, en la llanura humana, se
agitaban los brazos como espigas negras en el término de la noche.

Y, de repente, a la espalda del gigantesco ángulo ojival--invertido
embudo de tinta china--de la iglesia de «La Trinidad», fué subiendo un
segmento de oro cegador; y subiendo, subiendo, milagrosamente, el
circulo colosal llenó el espacio: ¡el sol!

Sí; un sol nuevo, recién fundido acabado de troquelar, porque el astro,
gloria del cielo, era nada menos que una áurea y gran moneda de veinte
dólares... Y empezó a encender el día...

       *       *       *       *       *

En el «angosto lecho» de mi camarote, me reía a solas, de mis
intemperancias de visionario. Desde allí oí sonar las campanas de
cristal de «La Trinidad». El silencio estaba haciéndose más hondo.



UN MINUTO DE NUEVA YORK


Conocí en mi tierra a un literato rico, sér extraordinario, no porque su
riqueza fuese grande como la de un nabab, ni porque su literatura
alcanzara las proporciones de un genio, sino porque, además de juntar en
una pieza sola el cultivo de las letras y la abundancia del dinero--caso
rarísimo en el ambiente novo-hispano--, tenía el hombre tales manías y
extravagancias, que teórica y prácticamente se diferenciaba por completo
del tipo común de los mortales. Ejercitaba su talento y sabiduría en la
critica, y si sus doctrinas chocaban al buen sentido, por lo
estrafalarias, no le iban a la zaga sus costumbres, por lo inusitadas y
excéntricas. No era el suyo prurito de aparecer original, ni fingida
locura para llamar la atención de los cándidos; era un real y positivo
desequilibrio, un orgánico defecto espiritual que le retorcía los
conceptos y le daba en oblicuo, casi siempre, la visión de la vida.

Y entre las manías que lo caracterizaban, una de las más interesantes y
divertidas, sin duda, era la de ajustar su existencia a un riguroso
método, inventado por él, y para él, dizque modificando las supuestas
leyes de la higiene, ciencia de la cual hablaba pestes el acaudalado
hombre de letras, quien, por otra parte, era buen cristiano, excelente
jefe de familia y cumplido caballero.

Recuerdo--y lo cuento aquí para ejemplificar una impresión--que fuí a
verle a su casa una mañana con el fin de averiguar algo que yo
necesitaba saber sobre asuntos bibliográficos, porque--también hay que
decirlo--era mi amigo un erudito, y no a la violeta como los satirizados
por el neoclásico español.

Hallé al literato en su biblioteca, garrapateando cuartillas sobre su
mesa de trabajo, que más bien parecía, por lo cargada que estaba de
libros y papeles polvorientos, una mesa revuelta. Interrumpió su labor,
y nos pusimos a charlar. Así fueron resbalando las horas, hasta que
llegó para él la de comer. Y digo para él, porque a las once y media en
punto no había poder humano que evitase el que un viejo criado tendiese,
sobre la propia mesa de trabajo, un fino mantel y pusiese allí los
utensilios indispensables para el servicio del almuerzo. El cual daba
principio de una manera imprevista por todo aquel que no estuviese en el
secreto del ceremonial estrambótico. Primero, el literato, abstraído por
completo de cuanto le rodeaba, extraía de uno de los bolsillos del
chaleco un grueso reloj de oro, de dos tapas, que, previamente abierto,
colocaba junto al plato vacío, sin apartar los ojos de la muestra, como
hacían antaño los médicos que tomaban el pulso a los enfermos. Hecho
esto, el criado, que de antemano habíase preparado, presentaba a su amo
la fuente de la sopa. Servíase éste y comenzaba a engullir, llevándose a
tientas la cuchara a la boca, puesto que las miradas las tenía clavadas,
como un hipnotizado, en el minutero.

--Dos minutos de sopa--decía después le un rato--; basta.

Sin interrupción alguna, iba el sirviente presentándole los manjares:

--Un minuto de pescado... Tres de carne... Cuatro de legumbre... Medio
de dulce. Otro medio de fruta y, sin discrepancia, seis segundos de
café. Un instante para limpiarse los labios con la servilleta, otro para
mojarse los dedos en agua rosada puesta en tazón de cristal, y en un
abrir y cerrar de ojos, el mozo levantaba el campo. Total: once minutos
y dos segundos, contados con exactitud matemática, para cumplir con una
de las indispensables necesidades impuestas por la Naturaleza a todo
viviente.

       *       *       *       *       *

Este modo de comer de mi amigo me viene a la memoria al anotar mis
impresiones de Nueva York. Yo también me nutrí, es decir, quise
nutrirme, en esta monstruosa yanquipolis, como el literato extravagante:

--Dos días de Nueva York, que es lo mismo que: una hora de Nueva York, y
hasta que: un minuto de Nueva York. Eso he creído estar: cuarenta y ocho
horas, que son un minuto, quizá menos, para ver una de las más
prodigiosas ciudades de la civilización moderna.

He contado ya cómo llegué en un domingo nebuloso, y la extrañeza que me
produjo el enorme silencio de Wall Street, en mi nocturna y tímida
excursión.

El contraste del siguiente día fué perturbador. Asistí, con infantil
curiosidad, al despertar de la urbe americana. Vi, primero, en los
muelles, los grandes carromatos tirados por caballos gigantescos y
pesados: diez, cien, mil, que rodaban, crujiendo, por la calzada de
adoquines de piedra. Por el embanquetado frontero, pululaban faquines,
obreros, marineros, en traje azul, o desarrapados; obscuros unos, de
negrura de ébano; otros de un rubio, sucio, como pelambre de animal. No
iban de prisa, y se diría que vagaban al acaso, como si no tuvieran
ocupación. Por entre ellos se deslizaban tipos de cinematógrafo, seres
de vicio y de miseria, de rostro abotagado, bombín cubierto de polvo,
flux mugriento, zapatos de largas caminatas, de correrías nocturnas.
Todas estas gentes entraban y salían de los «bar», cuyas puertas los
vomitaban a montones, en incesante movimiento. Por entre ellos me
deslicé hasta el ángulo desde donde se abría la amplia calle de los
negocios. Otro espectáculo absolutamente diverso: una esquina, una
línea, un punto, separan imperceptiblemente dos mundos que se rechazan,
que se odian: el vicio y el trabajo, la inteligencia y la riqueza, la
incuria y la pulcritud, la pereza y el aceleramiento. Hay que figurarse
un hormiguero con locura ambulatoria. Aquí todas las personas,
correctamente vestidas, van de prisa, tal como si temiesen no llegar a
tiempo a la cita. Los transeuntes se cruzan y se entrecruzan, sin
tocarse, apretados, pero no molestos, sin mirarse, sin estorbarse, cada
uno con una preocupación clavada en la frente. Pasan los automóviles
seguros de que no atropellarán a nadie, porque nadie hay que deje de
saber andar en ese torbellino; hombres y mujeres corren, cuando así lo
necesitan, y empujan sin miramiento, a quienes les puede impedir el
libre y rápido ejercicio de las piernas. Las casas bancarias, son
pueblos agitados; las oficinas, ciudades inquietas. Suben y bajan los
ascensores con una piña humana, que momento a momento se renueva. Es el
afán hecho vértigo; es la fiebre dinámica del anhelo. Los edificios, por
sus puertas, arcos y columnatas, tragan y degluten multitudes. Por las
ventanas de la «Bolsa», unos energúmenos mudos hacen señas ridículas,
pero intencionadas, a la muchedumbre numerosa que invade la vía. Un poco
más lejos, otra muchedumbre, detenida como un remanso en el oleaje de la
rúa, escucha a un orador gritón de gesto furibundo. Es un «meeting»
político.

Y en aquel ruido compuesto de la suma de todos los ruidos posibles--el
de la gente que anda, el de las voces que gritan, el del elevado que
cruza sonando hierro, el de las sirenas de los autos--, en aquel ruido
excitante que me perturba más y me causa más pavor que el silencio de la
noche dominguera, me asalta, con mayor rudeza todavía, una sensación de
calor. A la herida profunda uno de mis sentidos se une el asombro
culminante de otro. Lo que acabo de ver me distrae un poco de lo que
estoy oyendo. Y lo que veo es un gallardete muy grande, que desde la
altura de un quinto o sexto piso, cuelga en medio de la calle,
suspendido de un cordel que va de fachada a fachada. Conforme voy
marchando, sigo con la vista las paralelas de piedra de la avenida y
distingo, de trecho en trecho, los mismos gallardetes que ondean con
leve y pesado balanceo. Todos tienen los colores de la bandera
americana. Y esos son: llamativas y amplificadas banderas que, colgantes
en medio de la calle, parecería que están ansiosas de dejar caer del
lienzo blanco las barras rojas, para que se clavasen, como picas, en el
pavimento y detuviesen así la indiferente batahola fenicia que anda por
abajo persiguiendo un propósito material y concreto.

¡Ah!, porque cada bandera tiene su leyenda que habla al ciudadano de
patria: que le invita a defenderle; que le pide su contingente; que le
exige una preparación. Las banderas tienen una voz heroica; forman un
coro bélico, indican al pueblo que está quizá próxima la hora de la
guerra.

Y las banderas están ayudadas por carteles, por avisos, por «réclames»,
por «affiches» que pregonan con breve elocuencia la necesidad de una
aptitud militar frente a los posibles peligros de la humanidad en
delirio homicida. Se anuncia para el próximo sábado una manifestación
imperialista.

Yo noto, sin embargo, que ninguno levanta la cara. Y me imagino que la
manifestación resultará grandiosa, con todo lo que aquí se realiza; pero
entusiasta, vibrante, conmovedora, tal vez no será.

En mi neoyorkino minuto, volando en el carro del elevado, escurriéndome
como por corriente profunda, por las perforaciones subterráneas;
paseando, al caer de la tarde, por la «Quinta Avenida»; discurriendo por
entre los árboles del «Parque Central», mirando tantas mujeres hermosas;
oyendo el rumor de tantas charlas, en distintos idiomas; asombrándome de
tanto lujo, de tanto «confort», de tanta vitalidad anhelante, de tanto
esfuerzo económico acumulado; sintiéndome vivir en esta ciudad madre,
inacabable, inagotable, de fealdades colosales, de bellezas
deslumbradoras, de antros de crimen y de palacios de ciencia y de arte,
tan brutal y tan exquisita, tan desproporcionada y monstruosa en unas
partes y en otras tan refinada y sutil; devoradora de carne humana, como
el Ogro de los cuentos; improvisadora como los genios legendarios, de la
fortuna y del placer; concentradora y propugnadora de energías malsanas
y de virtudes sublimes; en este minuto mío de atención, de revelación,
de expectación, he presentido, he creído adivinar que el alma híbrida,
poliédrica, formidable, de la metrópoli americana, no quiere la guerra,
no la desea, no piensa en ella. Nueva York no parece imperialista. Y un
amigo que iba a mi lado, respondió a mis observaciones:

--Eso es lo que piensas, no lo que ves, quizá. Vuelcas sobre la realidad
tu mundo interior, y ajustas tus observaciones a tu prejuicio. ¿Qué
sabes tú lo que hay detrás de cada uno de estos altísimos muros,
simétrica y multiplicadamente agujereados, donde los grandes y los
pequeños intereses rumian proyectos financieros? Este es un país de
fuerza y de audacia: dos fundamentales elementos de la guerra. El
nervio, que según la frase napoleónica es el oro, lo poseen. Su ambición
es del tamaño de la ciudad. La idea que tienen de sí mismos es más
elevada que el más empinado de sus edificios. La americanización del
mundo necesita, tal vez, del esfuerzo heroico...

--Es verdad--replico--; pero alguna vez pienso que este gran pueblo no
ha definido ni caracterizado todavía su espíritu nacional. No ha
cristalizado su ideal. No lo ha unimismado en aspiraciones peculiares,
en una fórmula suprema. Hay, es cierto, altivez y orgullo en este
pueblo; pero a esa fanfarronería le falta penacho. Y luego, el
hibridismo acomodaticio de estas gentes que han venido de los ocho
puntos de la estrella a medrar, trayendo el desarrollo inusitado de sus
energías, que, inútiles o improductivas, encuentran aquí un ambiente de
aventura que las estimula sin cesar; la masa inmensa de aglomerado
social que se ha adherido a la base étnica de estas colonias sajonas, y
que sólo muy lentamente va perdiendo el recuerdo de la patria abandonada
y el contacto moral de las distintas y originarias colectividades de que
proviene; toda esta sociedad, que es una poderosa nación, la más fuerte
acaso, con fuerza de juventud desarrollada en la gimnasia de la
voluntad, no me parece aún una gran patria como esas que cruzan por la
historia ensangrentadas y divinas, y que van al sacrificio gritando la
fiera palabra de la raza...

--¡Bah!, lirismos tuyos. Esta nación irá también cuando le llegue su
momento. Ahora está remisa y como amodorrada de egoísmo. Ríe, como un
acaudalado burgués, en la sobremesa del banquete casero. Los negocios
marchan; los cálculos han resultado exactos; las ganancias se
multiplican. El banquero sonríe, entre un sorbo de champaña y una fumada
de tabaco. Mas como eso no es la vida entera, la energía social habrá de
buscar en lo futuro, y obligada por las contingencias, orientaciones
nuevas.

--¿La guerra? Nueva York no quiere la guerra; yo lo veo, lo cual no
quiere decir que los habitantes tengan sus simpatías y partidos. Ahí
está la prensa que lo confirma...

--Pero Nueva York no es toda la Unión; es la ciudad cosmopolita y
egoísta, que ha metodizado el trabajo con el fin de sacarle producto en
beneficio del goce: acapara y derrocha; acumula y dilapida; es laboriosa
y fastuosa; cruel y fascinante...

--Está bien; pero, mira: nadie levanta la cabeza para ver las banderas.
Nadie se fija en los anuncios de la manifestación en pro del
militarismo.

--No importa. La preparación será posiblemente difícil y lenta; pero yo
creo que se llegará; se llegará...

El automóvil nos llevaba por el extenso paseo de la ribera oeste, lleno
de árboles, de estatuas y de monumentos, de palacios y de niños. La
Nueva York infantil estaba allí, corriendo a vuelos de mariposa,
gritando a trinos de pájaro, revolcándose en la alfombra de los pastos.
Es el lado aristocrático y fino de la ciudad. Allí se extinguen los
ruidos de hierro y la ensordecedora algarabía. Ni un tranvía. Lujosos
trenes; máquinas de vuelo silencioso. Caía el sol. Las aguas del Hudson
al alcance de la mano, tenían un color de violeta iluminoso.

Y flotando en ellas, cerca de la orilla, envueltos en una fantástica y
transparente neblina azul, vi tres enormes acorazados. Daban el aspecto
de cetáceos blancos adormecidos sobre las ondas.

Ya las casas que yo miraba tenían esbeltez. Ya los monumentos habían
recobrado linea, proporción y eficacia. Ya imperaba la belleza sobre la
monstruosidad. Ya no había nada «colosal»: el matiz chillón, el anuncio
titánico, los diseños bárbaros se habían quedado allá, en el centro
pululante y atormentador. La Naturaleza derramaba sus encantos sobre la
hermosura creada por el hombre.

Y entonces, el sitio, la hora, el paisaje, la ponderación
arquitectónica, me devolvieron el sentido de mí mismo. Y tuve una
instantánea noción de convencimiento; de presentimiento, mejor dicho.

He aquí, me dije, dos fuerzas salvadoras: niños y acorazados. Y me lancé
al ensueño de una humanidad nueva.

Asì pasó, en la claridad de un relámpago, mi efímero minuto de Nueva
York.



EL PELIGRO DE LOS MONITORES Y LAS NOTICIAS DE A BORDO


A la altura de los bancos de Terranova nos sorprende, por unas horas de
la tarde, la niebla. El buque, cabeceando y crujiendo sobre la corriente
tumultuosa, va como dentro de una nube cargada de lluvia. Todas las
cosas han tomado un color plomizo: las toldillas, la vela, las jarcias,
el casco. Cuanto veo parece falto de relieve y matiz; está en
claro-obscuro. Me causa el efecto de un dibujo al lápiz. Muy pocos
pasajeros se han atrevido a quedarse sobre cubierta, y esos,
entrapajados y mudos, no caminan; se han apoltronado en bancas y sillas,
y, por largo tiempo, como si temiesen moverse, conservan sus encogidas
posturas. Algunas señoras, con el velo enredado a la cabeza y las manos
metidas en los bolsillos de los abrigos, han formado corro sedente
alrededor de un locuaz cincuentón que charla en voz alta. Varios
caballeros de gorra encasquetada y enguantadas manos han formado también
tertulia, y prolongan un parsimonioso palique. Con las capuchas del
hábito, echadas sobre los cerquillos, tres frailes franciscanos,
arrellanados en una banca, parecen dormitar. El tiempo corre con
lentitud y monotonía. Dos marineros, para evitarnos las molestias del
aire húmedo y frío, empiezan a echar la cortina de lona sobre la
barandilla de cubierta. Son las cinco. Acaban de sonar los campanillazos
anunciadores de la primera mesa. Se oyen carreras, voces y risas de
chiquitines, que se apresuran, desde los pasillos interiores, a llegar
hasta el comedor.

Mientras, la niebla va amarilleándose como si cambiara su plomo
ennegrecido en oro pálido. La luz del sol comienza a diafanizar la nube.
Y, de repente, allá, ábrese un boquete por donde salta un chorro de
claridad tibia. Y rápidamente la niebla queda deshecha en un fino y
rubio vaho que, en torno del buque, se aleja hacia los horizontes. El
mar, hace un instante negro y pesado, vuelve a mecerse en lentas olas de
cristalino y obscuro azul. Nadie, sin embargo, se preocupa de todos
estos pequeños incidentes del color y de la forma. Noto que el mar, en
una larga travesía, produce aburrimiento en los viajeros. Al salir el
buque del puerto, se ve el agua con admiración y simpatía; días más
tarde con indiferencia; y ya en plena alta mar, cuando nos asalta el
vago concepto de infinito, se ve con cierta secreta e inconfesada
repugnancia, mezcla de hastío y rencor.

Anhélase ver tierra, y, ya se distinga alguna vez, remotísima, o ya la
finja un celaje lejano, hay, en el pasaje, una emoción que se revela en
sonrisas y miradas alegres. Y si tierra no, al menos otro buque, otra
embarcación que rompa la, para el montón, insufrible igualdad del «padre
Océano». En un largo viaje marítimo puede uno convencerse de que hay muy
pocos espíritus, no ya contemplativos, sino observadores, curiosos de la
realidad siquiera. El cansancio viene pronto y es preciso curarse de él,
aplicándose grandes dosis de frivolidad. Entonces no se escucha el rumor
del mar, sino el de las conversaciones. La murmuración es más
divertida, indudablemente.

Y, no obstante esta frivolidad, este deseo de matar y olvidar el tiempo,
se adivina en todos que sí existe una preocupación... dos, que no son,
por cierto, estéticas ni filosóficas; nos preocupamos, como es natural,
de nosotros, primero; en seguida, de los demás.

Desde Nueva York nos dimos cuenta de que el buque cargaba materiales de
guerra. El muelle de la Trasatlántica Española estaba repleto de cajas
que, según se dijo, contenían municiones y armas. Noche y día
funcionaban las grúas para meter, en las bodegas devoradoras, aquel
peligroso cargamento.

No dejaba de alarmar a los timoratos esta circunstancia. Los razonables
pensaban que, si una nación, hasta ahora neutral, como España, necesita
transportar pertrechos para sus soldados, no podía ni debía temerse un
atropello de la vigilancia marítima de las naciones beligerantes. Todo
ello estaría, de fijo, bien arreglado, para no exponernos a trágicos
percances. Pero como es invencible el temor a lo imprevisto, y las
diarias noticias acerca de hundimiento de barcos no son nada
halagadoras, y la fantasía, además, hace novelas en colaboración con el
miedo, había en el ambiente del trasatlántico una difusa sensación de
malestar que se atemperaba con la idea general e imprecisa de lo
irremediable. Ibamos, como dijo el clásico, «Ut fata trahun». Sentíamos
una onda del misterio de la fatalidad antigua. ¡Quién sabe! A las
perfidias de las ondas podían sumarse las de la guerra. Mas las pueriles
observaciones terminaban y caían en la punta de pararrayos de un
optimismo contagioso. El hombre, cuando se encuentra frente a lo
desconocido, es optimista. No sabe lo que hay detrás de la sombra; pero
algo bueno ha de ser. Y una orgullosa y terca esperanza lo desatemoriza
y alienta. Alguien hubo que, para afirmar su confianza, se dirigió al
capitán del barco y le hizo en voz baja una tímida pregunta, que los
demás no escucharon, pero adivinaron.

El capitán, fuerte y rudo viejo, habituado al peligro y a la franqueza,
sonrió con cierto irónico desprecio, y contestó con esta grosería, que
atenuaba la burla:

--¡No sea usted tonto!...

Hasta el término del viaje, ninguno se atrevió ya a interrogarle de
nuevo sobre el asunto.

La preocupación para los demás se manifestaba colectivamente en la
noche, después de la comida, cuando la cubierta era como la calzada de
un paseo por la que iban y venían, en ejercicio higiénico, los
pasajeros. Con frecuencia en esta conversación, y en esotra, y en
aquélla, se deslizaba el tema universal: la guerra. Había aliadófilos y
germanófilos, como es de rigor. Y unos y otros discutían y defendían sus
preferencias. Pero en un buque, que obliga al hombre por algún tiempo a
una forzada comunidad de juicio, las opiniones se expresan con menos
violencia, se sostienen con más prudente brío. Los más exaltados
refrenan sus ímpetus y fingen una moderación verdaderamente ejemplar. De
modo es que aquel combate de opiniones contrarias, no se encendía en
disputa bravía como en tierra sucede, sino que era el caballeresco
asalto a florete, con peto y careta, en una sala de armas.

Mas por la noche, a la entrada del salón, un marinero clavaba la tabla
de noticias. Los polluelos que andan sueltos por el corral, acuden con
prisa menor al llamado de la gallina madre que ha encontrado unos
granitos de arroz y se los picotea, que la que mostraba los dos pasajes,
el de primera y el de segunda, por acercarse a leer el pliego de los
marconigramas. Apelotonábanse las gentes, y su avidez era tan ansiosa
como la de los callejeros muchachos que rodean a los padrinos después de
un bautizo a la salida de la parroquia. Los que no alcanzaban los
primeros lugares, contentábanse con preguntar a los que podían leer de
cerca:

--¿Qué hay?

Nada había, casi nada: incidentes estratégicos en Verdun; algún pequeño
barco echado a pique; ataques parciales en el frente italiano;
movimientos rusos sin importancia.

Era la desilusión de cada veinticuatro horas. Se deseaba, en aquella
existencia aburridora de la travesía, sentir un choque brutal, una honda
conmoción que sacudiese el espíritu. Y en aquel grupo de fastidiados se
comprendía, de modo concreto y preciso, el deseo creciente de que
concluya cuanto antes esta horrible angustia que parece interminable y
que se ha vuelto desesperante. A veces se leían, en alta voz, las
noticias redactadas muy lacónicamente, y vertidas del inglés, en un
castellano indescifrable como una inscripción cuneiforme. Y después de
la lectura y el comentario, quedaban la inquietud, la tristeza,
que--a un relámpago de pasión, que pasaba, de repente, por la
conciencia--transformábase en fe por la causa, en seguridad de triunfo,
en exposición de razonamientos, en proyectos de proposiciones
pacifistas, en cuento y recuento de ejércitos, en fabuloso cálculo de
gastos, en nimios e infantiles juegos de imaginación, que, como las
espirales hechas con el humo de un pitillo, se deshacen en el aire,
apenas esbozados.

El laconismo de las noticias parece traer aparejado otro elemento: la
atenuación. Son breves, y, al mismo tiempo, suaves. Despojadas en la
forma periodística, sin «cabezas» llamativas, sin amplificaciones
circunstanciales, están, al mismo tiempo, escritas en forma irresoluta y
vacilante: «Al Oeste o al Este del Mosa se está efectuando un ataque
alemán, que «quizá» termine por ser rechazado...--«se asegura» que, en
la frontera italiana, se contuvo la ofensiva austriaca--. «Es probable»
que los rusos hayan avanzado... Nada fijo, nada imperativo ni
afirmativo; una duda agridulce, una condicional precaución, prestan
vaguedad a los radiogramas.» No quedan conformes los lectores nerviosos.
Se dirigen a la oficina:

--¿Está ahí el primer «Marconi»?

--No.

--Pues el segundo...

--¿Qué desean ustedes?

Y da principio la conquista de la verdad. Circunloquios, sugestiones,
ruegos para saber cuál es la noticia cierta o entera. Porque las de la
tabla estarán mutiladas o alteradas, ¿quién lo ignora?

El segundo «Marconi», imperturbable, recibe el chaparrón verbal, y
cuando se alarga, lo detiene en seco.

--¡Bah, hombre! Esas son las que recibimos. No hay otras. No se figure
que las estoy inventando.

Los que no conformes, se retiran; protestan entre dientes, y luego se
desbandan para seguir el paseo de la digestión.

Entretanto, la noche ha cerrado. El mar tiene una inquietud amenazadora.
El buque se balancea rítmicamente. Brillan por todas partes, en las
aguas, estrías luminosas. Algunas blancas estrellas parpadean en el
horizonte, como ojos cansados. Hace frío y tristeza.

En el salón canta, al piano, una tiple de zarzuela que va contentísima
de regresar a España:

      Canta vagabundo
    tus pesares por el mundo,
    que tu canción quizá
    el aire llevará...

Sentados en una banca, los frailes franciscanos han abierto sendos
breviarios, y a la luz de un farol de la toldilla, calladamente leen...



CÁDIZ


A las siete de la mañana estábamos frente a Cádiz. El mar, azul y rosa,
sin una arruga; terso y brillante, como de vidrio. Sobre él, en segundo
término, la vieja ciudad, montón de caseríos blancos extendidos en una
faja que moteaban las manchas verdes de los jardines.

El sol espolvoreaba su polvillo radioso por encima de aquella blancura.
La hermosura de la bahía nos emocionaba menos que la presencia de la
tierra cercana. En el anterior anochecer habíamos visto fulgurar en
lontananza, como un astro a ras de las aguas, el faro del Cabo de San
Vicente; y por mucho tiempo clavamos ojos y pensamiento en el punto
fúlgido que nos hacía guiños de lumbre.

--Aquí está ya la tierra--nos decía--: pronto volverás a verla.

Y, en efecto, el faro cumplió su promesa; poco después de amanecer,
Cádiz estaba allí. Atracó el buque en el muelle. Echaron los marineros
la escala, descendimos, y con regocijo alborotador, semejante al de los
muchachos que salen de la escuela, en varios grupos, los pasajeros
echáronse a caminar, los más sin rumbo ni propósito, y los que debían
quedarse allí, por ser el término del viaje, a buscar asilo y reposo.

En terreno plano, las angostas y torcidas callejas de Cádiz impresionan
por su aspecto limpio y sencillo. Las fachadas, de altos muros,
empenumbran las vías estrechas; pero como domina el color blanco, la
pintura clara, hay, a pesar de la ligera penumbra, alegría en el
ambiente. Por lo general, no hay balcones, sino miradores de cristales
cerrados. Es raro ver asomada en ellos a una persona. Figúrome que esta
es una de las seculares costumbres, residuos, tal vez, del retraimiento
oriental. Pero si no mujeres, flores sí suelen asomar por las casas;
lindos tiestos de claveles que ponen su nota de rojo encendido en la
apacible blancura de los muros. De cuando en cuando, plazas arboladas,
por donde discurren, con provinciana lentitud, los vecinos; una anciana
obesa, con la canasta al brazo; un sacerdote de capa y sotana, y peludo
y acordonado sombrerillo; un joven de chaquetilla ceñida y sombrero
cordobés; un señor con figura de oficinista pobre; un muchacho de blusa
larga que vocea periódicos.

Y es allí donde reside la alegría: en ese movimiento callejero; en esa
gente que, sin precipitarse, va de aquí para allá; en esas morenas de
andar garboso; en esos obscuros mantones; en esas peinetas que, bajo las
mantillas trasparentes, muerden cabellos lustrosos; en esos grandes ojos
que relucen; en esas provocativas bocas que sonríen; en esos rostros
agitanados, por los cuales pasa a cada instante un relámpago de contento
instintivo.

Cádiz no es monumental; algún rincón moruno tiene interés; algún resto
medioeval, un retablo, un pedazo de muralla, son evocadores; algo
moderno: la estatua de Moret, la placa conmemorativa en la casa de
Castelar... En su reducida picanoteca hay un Rubens primoroso y cinco o
seis admirables Zurbarán; un Ribera magnífico. En su catedral, de
estilo Renacimiento español, poco significativa, guárdanse algunas
piezas de vieja orfebrería: vasos sagrados, puños de espada, cruces...

Mas, si no es monumental, es plácida y está satisfecha de vivir así. Su
alegría no llega al júbilo ruidoso; quédase en el sosegado
contentamiento. Es comercial; pero, a primera vista, no parece
emprendedora, ni se muestra poseída de la laboriosidad inquieta. Al
verla, cree uno sospechar que esta urbecilla, de pulida claridad y
dorada semipenumbra, vive, a su gusto, en el trabajo rutinario, que si
no la enriquece, tampoco la afea ni desgasta. Es linda, y con eso le
basta. El salado aliento del mar, al acariciarla, se impregna de aromas
de clavel y de fragancias de manzanilla. Hasta el tráfico del puerto es
pausado, con un dejo de arcaica parsimonia. Las barcas de los pescadores
dormitan en la orilla como gaviotas fatigadas. Apenas si se distingue,
entre las quebradas líneas de las casas, la chimenea de una fábrica.

Como buen hispanoamericano, quise pasar por el edificio donde, en 1812,
se efectuaron las memorables sesiones de las Cortes. Si unas losas de
mármol, con nombres grabados en oro unos y otros en negro, no señalaran
la casa, nadie pararía mientes en ella. Por lo que he contemplado en
unas cuantas horas de vagabundeo--calles, plazas, palacios, templos--,
no logro rehacer en mi fantasía a la Cádiz cartaginesa, ni a la
medioeval, ni a la morisca; sería preciso, para ello, venir a estudiarla
y a sorprender sus secretos. Lo que sí me imagino, lo que me reproduce
el ambiente, es la Cádiz siglo diez u ocho; la de los casacones
bordados, las rameadas chupas, las pelucas blancas, las procesiones
suntuosas, los saraos deslumbrantes. De esa sí quedan rastros,
reliquias, no apagadas visiones. El requiebro mismo que los españoles
dirigen a esta ciudad es de época; la llaman: «la tacita de plata».

Al terminar mi rápida visita, sentéme a descansar en una de las mesas
que invaden la calle en el café que está frente al mar. Concurridísimo
estaba el sitio. En todas las mesas se charlaba con insinuante gracia.
Algunos chicos limpiabotas ofrecían sacar «mucho brillo» al calzado, por
sólo diez céntimos. Serían las siete de la tarde. Un crepúsculo
prolongado entintaba las velas de las barcas, los cascos de los buques,
la superficie del agua en el mar; y en la tierra, las casas, los
cristales de las ventanas, las copas de los árboles. Agata y violeta era
el ocaso.

Junto a mí, alrededor de una mesa cubierta de vasos de cerveza, tazas de
café y cañas de manzanilla, hablaban unos jóvenes con la audacia de la
inexperiencia. Se habían enzarzado germanófilos y aliadófilos en arduas
disquisiciones. Apasionábanse ambos bandos. Temí, por un minuto, que la
discusión degenerase en riña.

Y no. De repente, uno de los oradores, comenzó a cantar «sotto voce»:

    Tus amores me han «matao»... ¡ay!

La gemebunda canción, llena de aspiraciones lacrimosas, volvió la calma
al grupo. Los bastones empezaron a marcar el compás. Y discretas
palmadas subrayaron el ritmo del aire andaluz. La paz estaba hecha. Ya
dijo el fabulista que la música domestica a las fieras.



GIBRALTAR


Salimos de Cádiz a las diez de una mañana tranquila. Cielo de azul
intenso. Mar de plata verdosa. Y entre el cielo y el mar, cada vez más
lejana, la ciudad andaluza, extendida y clara, blanca y risueña, nimbada
por el sol en la línea rojiza de sus techos, en los cuadros de esmeralda
de su parque, en las bordaduras de azulejos de sus cúpulas y
torrecillas.

Luego, sólo quedó una línea amarillenta, que se borró al fin, y se
confundió en las remotas ondulaciones de la costa.

--Dentro de cinco horas--oí decir a un pasajero--estaremos en Gibraltar.
Allí nos detendrán seguramente.

Entonces, en el corrillo de los expertos, de los que viajan por
necesidad o por agrado, comenzaron a surgir las confidencias y los
«cuentos de mar». El que más me interesó fué el narrado por un
mallorquín que había pasado el temido estrecho cinco meses antes. El
vapor que lo conducía era un trasatlántico español, como éste en que
íbamos ahora. Llevaba la ruta de América. Un barco de guerra inglés lo
detuvo frente al Peñón. Tres oficiales vinieron en una lancha, subieron
al trasatlántico, lo inspeccionaron, y de acuerdo con el capitán del
buque mercante, pasaron minuciosa revista al pasaje. En él venían tres
hombres que hablaban inglés y que se habían inscripto como
norteamericanos. Sin embargo, durante la revista, fueron señalados por
los oficiales británicos como alemanes.

--Estos son--exclamó uno, recordando quizá las señas dadas de antemano
para que fuesen reconocidos.

Se les condujo, vigilados, a sus camarotes. Allí, los sospechosos,
presentaron sus pasaportes. Estaban perfectamente identificados; eran,
en efecto, según sus documentos, ciudadanos de la Unión. Llevaban en
regla sus papeles. Uno de ellos, no obstante, desde que fué detenido el
barco, había bajado a su dormitorio, había extraído de un saco unos
pliegos, los había roto y había entregado los pedazos a su compañero de
camarote, el mallorquín precisamente, rogándole al mismo tiempo, con
gran desasosiego, que los arrojase al mar como pudiese y sin ser visto.
El mallorquín, compadecido, cumplió con el encargo, que no dejaba en
aquellos momentos de ser peligroso.

Los oficiales ingleses consultaron, por medio de radiogramas, qué debían
hacer con aquellos hombres que, a pesar de coincidir con las señas y
tener aspecto y acento teutones, estaban resguardados por pasaportes
americanos. La consulta se resolvió después de cuatro horas de
detención; los marinos del buque de guerra bajaron sin prisioneros, y el
trasatlántico siguió su interrumpida marcha. No hubo ningún otro
incidente hasta el arribo a Nueva York, donde el mallorquín se despedió
de sus amigos, quienes, una vez en tierra, le confesaron que eran los
alemanes a quienes buscaban los oficiales ingleses, y que, con mucho
secreto, llegaban a cumplir una delicada y patriótica misión. Y el
mallorquín mostraba el reloj que uno de ellos le había dejado como
recuerdo.

En torno de esta anécdota de actualidad, fueron saliendo otras más o
menos verosímiles, que preparaban a los oyentes para las próximas
contingencias.

--No va a ser grave lo que suceda--murmuró al lado mío un sujeto de
anchas espaldas, peligroso, mirada franca y muy abierta, y rostro de
piel atezada y curtida.

Las palabras de este pasajero, pronunciadas con aplomo, inspiraron
confianza. Me propuse saber quién era el que hablaba así, de modo tan
diverso a los demás. Acerquéme a él y entablé conversación. Era el
capitán de un barco que quedaba anclado en Cádiz. A Barcelona iba el
capitán, llamado para asuntos de servicio, por su Compañía naviera.
Tenía veintiséis años de navegar por el Mediterráneo. Lo conocía playa a
playa, rompiente a rompiente, ola a ola.

Y él me confirmó la noticia acerca de las molestias que podrían sufrirse
durante el tránsito del Estrecho.

Mientras tanto, el viejo y pesado buque corría cuanto le era posible,
aprovechando los vientos. A eso de las dos de la tarde pasamos no lejos
de Tarifa; se distinguía la muralla de piedras amarillas, la columna del
faro y, medio borrada, sobre los áridos peñascales de la costa, la
geometría rectangular del histórico pueblo. La falda de la montaña
subía, pelada y ocre; de estribación en estribación, se alejaba y
desvanecía en un fondo de acarminado violeta. Por frente a Tarifa
alzábase también, surgida repentinamente de la raya del horizonte, la
sinuosa franja azul de la ribera africana. Todo este pedazo de mar está
lleno de historia. Recordarla es animar de sombras bélicas este cuadro
grandioso.

A las tres y media estábamos en el Estrecho. Como estaba previsto, un
torpedero vigilante nos hizo señales para que detuviéramos el paso.
Obedeció el trasatlántico, que llevaba izada la bandera de
reconocimiento. Y asomados a la barandilla de cubierta, los pasajeros,
curiosos e intranquilos, se pusieron a esperar. El torpedero se acercó:
era una ligera embarcación pintada de plomo, y que, fuera de sus
extremidades, apenas salía del nivel de las aguas. Se la veía, eso sí,
armada y dispuesta. En su pequeñez, daba el aspecto de una formidable
máquina de guerra. En conjunto, presentaba la forma de una gigantesca
lanzadera. Cuando estaba a unos cuantos metros de distancia, salió de la
cámara un hombre en mangas de camisa y con una bocina en la mano. La
cual bocina se echó el hombre a la cara inmediatamente, y empezó a
hablar, en español, con nuestro capitán que, con su correspondiente
bocina, también estaba en el puente del trasatlántico.

--¿Adónde va?

--A Barcelona.

--¿Qué carga trae?

--General.

--¿Pasó por Nueva York?

--Sí.

--Espere en Gibraltar. Por favor.

Nuestro buque, obediente, se encaminó a la bahía. Cuarenta minutos
después fondeaba en ella. Pequeña es, pero está muy bien aprovechada por
los ingleses: su amplio dique, su dársena. Detrás de los muros, echados,
como protectores brazos de piedra sobre el mar, salían las torres y las
chimeneas de los barcos de guerra resguardados ahí. Decíase que algunos
de ellos estaban prisioneros. ¿Correríamos nosotros la misma suerte? En
todo caso aquella visita resultaba interesante. No son hasta ahora
muchos los que pueden jactarse de haberla hecho. Aquel lugar
está--desde hace dos siglos, y no sin cierta mortificación para
España--misteriosamente vigilado por la celosa Albión.

Estábamos en la bahía, mirando a menos de media milla, todo un lado del
célebre Peñón. El otro lado, el opuesto, es un cantil cortado a pico.
Este no; es una ladera empinada, en cuya falda se agrupa la población y
se tienden los cuarteles y demás departamentos militares. El Peñón, en
masa, semeja vagamente una inmensa y monstruosa fiera asobinada en la
puerta del Mediterráneo. La aguda cima es como la giba de un animal. Y
la giba está erizada de púas horizontales; son cañones, que en la altura
se perfilan como delgadas líneas negras. Casas, muchas, altas, horadadas
por multitud de ventanas, apretadas unas contra otras y subiendo hasta
donde pueden por el declive del promontorio. En la felpa de musgo,
rasgada en diferentes partes por las rocas, se ven extrañas y preciosas
rayas, en zig-zag, muros de cal y canto que parecen, de la cumbre abajo,
dividir predios. Bajo el dorado vaho vespertino se diluye la obscura
cuadrícula de las calles, rota, a veces, por el hueco verde de un
jardín. Todo solitario y silencioso. Produce, vista desde el barco, el
efecto de una ciudad abandonada. La creeríamos desierta si no fuera
porque, de cuando en cuando, suenan apagados toques de clarín.

Yo pienso en alta voz:

--¡Qué soledad!

Y el capitán pasajero que mira junto a mí, responde a mis cavilaciones.

--Pues no; muy poblado está siempre esto de gente de mar, de soldados,
de familias, todo inglés. Y tan poblado que, el Peñón entero, tiene
extensas horadaciones para dar cabida a cuarteles, depósitos de armas,
galerías...

En los ojos ha de vérseme la duda, porque el capitán, que es un sobrio
verbal, insiste.

--Sí, amigo. Fíjese usted--y señala--. Por allí.

--Es una enorme fortaleza--concluye--. Y como yo, vuelve a hundirse en
la muda contemplación.

El barco nuestro espera. Después de largo tiempo se desprende de la
orilla un remolcador; llega a nosotros, y vemos subir por la escalera a
un viejo oficial correctamente uniformado de azul, y a otro joven de
grado inferior, con reluciente traje blanco. El sobrecargo sale a
recibirlo. Suben a hablar con el capitán, bajan tras un breve rato con
los «papeles del trasatlántico»; los lleva el oficial vestido de blanco;
se vuelve a tierra en el remolcador.

Nosotros vemos estos incidentes, aunque sonriendo, un tanto
intranquilos. Pero la curiosidad nos distrae, y la naturaleza que nos
rodea, es bellísima. Se está poniendo el sol de un modo solemne, como
conviene a las circunstancias. Los contornos de la remota cordillera se
destacan limpios, con entonaciones de zafir, en el moaré esplendoroso
del Poniente, que se refleja, empalidecido, en un mar color de perla,
inmóvil como un lago en calma. El espíritu se baña en la diafanidad
rosada de la atmósfera. La naturaleza invita a la paz, pero los hombres
no la ven, no la quieren.

Alguien se fijó y preguntó:

--¿Qué es aquéllo?

A lo lejos, brincaba sobre el haz de las aguas. Era un coleóptero negro,
un enorme y saltador escarabajo. Su vuelo se hizo más rápido, más, y
ascendió, y pasó zumbando sobre nosotros, y se hizo un punto obscuro en
una nube del horizonte. Era un hidroplano que estaba cumpliendo con su
misión de atisbo y espionaje.

Las horas pasaban; cuatro, cinco, y los papeles no volvían. Habíamos
bajado a comer y habíamos vuelto a cubierta. Una que otra ventana se
encendía en Gibraltar, y palpitaba como una chispa en la sombra.

A las ocho y media regresaba el remolcador con los oficiales y los
papeles, y el buque, autorizado, tornaba a emprender la marcha
interrumpida. Desde la orilla, de distancia en distancia, movíanse tres
poderosos reflectores que arrojaban, siniestramente, su extensa ráfaga
de plata deslumbrante sobre la tiniebla del cielo y del mar.

Enfrente bailaban, como fuegos fatuos en la obscuridad, las luces de
Ceuta.



BARCELONA LA VIEJA

I


Lo sabíamos todos los viajeros, y, sin embargo, teníamos la impaciencia
complicada de temor. Barcelona estaba allí, a diez millas del buque, y
no nos era posible distinguirla. Y era que el horizonte se había
adelantado hacia nosotros, espeso y negro, y rodeaba la embarcación que
se había detenido en el seno de una nube. Un poco de luz lívida nos
hería de soslayo, arriba; y, abajo, en el agua que alcanzábamos a ver,
se iban formando embudos siniestros que crecían y giraban
vertiginosamente. El trasatlántico, crujiendo, empezó a balancearse. Una
lluvia torrencial vaciaba sobre él sus danaidescos toneles. De pronto,
la lluvia se convirtió en pedrea y lapidó el barco con sus blancas
esferillas. El viento se enfureció. El capitán, en el entrepuente,
dirigía las maniobras. Una hora, dos de tempestad, con sus rayos y
relámpagos correspondientes. Este era el telón que nos ocultaba la vista
de Barcelona. Serían las seis de la tarde cuando se abrió un boquete,
como una desgarradura, en la nube tormentosa, y por allí se precipitó
una catarata de luz de sol. Inmediatamente se deshizo el temporal, se
alejó la nublazón, se apaciguaron las aguas, el viento aplacó sus
ferocidades, y el barco pudo continuar serenamente la marcha. Entonces
comenzaron a perfilarse en la niebla azul y dorada los picos del
Monserrat, como agujas góticas semidiluídas en los vahos opalinos de la
tarde. Y cerca, avanzó su cono verdoso el Montjuich, el gigante Alcides
de la oda de Mosén Jacinto:

    que perguardar sa filla del serd costat nascuda
    en serra transformantse s’hagués quedat aquí.

A los pies de la vigilante montaña, la cinta roja del Llobregat, rendía
su tributo al mar. Estábamos por fin, frente a Barcelona. Este era el
término del viaje, y, al entrar en el puerto el «Antonio López», se
halló con un cordón de gentes que lo esperaban a la orilla de los
muelles. Deudos, amigos, conocidos, curiosos, tras los efusivos saludos,
tenían a flor de labio la misma pregunta:

--¿Y qué se dice en los Estados Unidos de la guerra europea?

Y así fué como caí en la cuenta del valor que dan por acá a Yanquilandia
en el presente conflicto. Saben hasta dónde este país formidable influye
en la actual situación del mundo. A cada momento cuando lo permite la
sombría tragedia de Verdun, sobre la que están ávidamente puestos todos
los ojos, las cabezas se vuelven hacia el lado de la remota América
sajona. Hay también un enigma allí.

       *       *       *       *       *

Un niño arroja un día una maraña de cabellos sobre un papel. Después,
caprichosamente, va deshaciendo la maraña, hilo por aquí, hilo por allá,
torcido éste, derecho aquél, y a un lado, tan abierta como se puede,
abre una raya, recta, firme, que se prolonga hasta la terminación de la
maraña. Pues bien: ese niño hace, sin quererlo, el plano de la vieja
ciudad de Barcelona; tan intrincadas así son callejas y callejones, tan
irregulares los lineamientos, tan quebrados y absurdos los perfiles y
trazos. Pegada al mar y no obstante obscura, con sus altos muros de
casas viejas, con las piedras milenarias y ennegrecidas de sus fachadas
horadadas por los vanos asimétricamente colocados, con sus calzadas
estrechas, por donde el transeunte va, en algunas partes, temeroso de
abrir los brazos y tocar las paredes de las aceras, con su ambiente
arcaico y feudal, Barcelona muestra los rastros perennes de las épocas y
de las civilizaciones; torres romanas, palacios góticos, bóvedas
ojivales, ventanas morunas, y conserva en su destartalamiento y vetustez
un aire grave y noble que le da majestad y que nos inspira respeto. A
ciertas horas, a la caída de la tarde, durante el obscurecer de uno de
estos inacabables crepúsculos, o bien entrada ya la noche en la
solemnidad del silencio, el viajero que pase por frente al ábside de la
catedral, o visite el claustro de San Pablo, o se detenga en la cerrada
Plaza del Rey, o simplemente vagabundee por este laberinto de calles
angostas, tendrá que sentir un poco de extrañeza al ver cómo la
indumentaria de los transeuntes, y la propia suya, no corresponden a la
fuerza evocativa de los parajes. Hay un evidente anacronismo entre el
vestido y las viviendas, entre las telas y los sillares, entre los
hombres y las cosas. Borceguíes bordados, calzas de seda reluciente,
ropillas de terciopelo enflecado de oro, banda heráldica, espada de puño
repujado, gorra de pluma blanca sostenida por el joyel, como por una
estrella cintillante; capa airosa y amplia, con ondulaciones de manto;
arrogancia en el andar, donosura en el decir, firmeza en la mano
enguantada, serenidad en el barbudo y serio rostro; así pasan, así
debían pasar las gentes por debajo de este retablo, por junto a aquel
contrafuerte, deslizándose por esotra historiada ventanilla, ascendiendo
por aquella empinada escalinata. Rotos escudos de piedra ornan claves de
puertas y pilones de fuente. Arcos pesados unen aquí y allá los muros de
las casas fronteras. El hierro, fiel compañero de la piedra, se envejece
con ella; muchos portones claveteados; allí el gancho de un farol,
acullá la ménsula de una lámpara. Y el aire del mar, que ha atezado
todo con su aliento salino.

Mas estas fantasías pierden vigor y se deshacen ante la arrolladora
visión de la realidad. Por las callejas medioevales pulula el moderno
pueblo catalán, la anciana gorda y erguida de canasta al brazo y pañuelo
en la cabeza; la mocetona sin manto, ceñuda como un sargento y rolliza
como una mascota; el obrero ampliamente musculado, fuerte de ánimo y
robusto de tórax; la empleadilla pulcra como una damisela, de corpiño
albeante y lustroso peinado; tipos de una exuberancia y una energía
extraordinarias; figuras bien plantadas y fuertes, llenas de confianza
en sí mismas. En ellas, cualquier cosa denota energía: muévense con
seguridad, miran con franqueza, hablan en alta voz.

Y aquel núcleo viejo de la ciudad, por donde hormiguea un pueblo
laborioso y vigoroso, por donde se abren tantas tiendas, por donde viven
tantas gentes, por donde, para el artista, van y vienen los recuerdos,
de claustro en claustro, de palacio en palacio, de playa en playa, de
iglesia en iglesia; aquel barrio donde se levantan el gótico monumento
de Santa María del Mar y las típicas torres de la Plaza Nueva; aquel
viejo núcleo está incrustado, como una mancha negra multiplicadamente
rayada de blanco, en el gran plano de paralelogramos regulares, de
bloques alineados con admirable precisión, con ideal exactitud; son las
manzanas, las calles, los paseos, los parques del Ensanche; la ciudad
nueva, pulida, elegante, dilatada, por lo que la vieja tiene de exigua,
valetudinaria, apretada y sombría.

Pero yo he dicho que el niño que con una maraña y un papel trazara, sin
querer, el plano de Barcelona la antigua, tendría que poner de un lado
una raya firme y ancha. Y por esta raya, la que fué capital de
Saletania, la Barcino legendaria, gusta de comunicarse con la hermosura
del Ensanche. Y esta raya que se prolonga está formada por las hermosas
«Ramblas». Hablemos en un rasgo de las «Ramblas».



BARCELONA

II

LA EXTRAVAGANCIA DE LA PIEDRA


Las calles, plazas y paseos de Barcelona la nueva, la del Ensanche, no
llaman la atención tan sólo por sus dimensiones, por su arbolado, por la
incesante multiplicidad de sus monumentos y estatuas. No; lo que en esta
grande y flamante ciudad interesa más, llama los ojos y pica la
curiosidad, son los edificios. El genio catalán se ha manifestado en la
arquitectura atrevida, rara, que se le nota está descontenta de las
formas creadas hasta aquí, y busca otras combinaciones, otras líneas,
otra distribución y otro agrupamiento de las masas, algo que no sea ya
la fachada inexpresiva, el vulgar estilo, la ciega obediencia a los
modelos consagrados, la copia de una estampa.

Crear, hacer belleza en el arte magnífico y sereno de la construcción,
es de una dificultad aterradora. Pero aquí los arquitectos han sido
audaces, y fiados en el vigor de su talento, han obligado a la piedra a
la originalidad, y algunas veces a la extravagancia. Son inquietantes
este modo de mezclar órdenes y estilos, esta persecución de la
asimetría, esta extraña concepción de la forma, esta inarmonía lineal,
estas bruscas apariciones de la ojiva en pleno muro del Renacimiento,
estas reminiscencias románicas en el ornato muzárabe... La más
caprichosa fantasía preside estos sueños de piedra. Todo se encuentra
aquí: torres caladas, arcos que imitan la antigüedad, paredes de
azulejos multicolores; una casa que parece una ermita; otra que finge
una mezquita, y todo ello entonado pintorescamente en este aire de oro
que no deja labrado sin relieve, color sin brillo, línea sin precisión.

En este sentido, el famoso templo de la Sagrada Familia, sin concluir
aún, y que es la obra gigantesca de un soñador tremendo, es lo que se
llama la última palabra. Mirando el pórtico, entrecruzados los ojos para
abarcar aquel conjunto estrambótico y simbólico, de ángeles, santos,
reptiles, aves, fieras, gárgolas y monstruos, no colocados al capricho,
sino en una deliberada e intencionada composición, y, sin embargo, en
una especie de loco desorden; descifrando, queriendo descifrar, mejor
dicho, desde las dos torres, que son dos colosales colmenas, hasta la
base de las dos columnas fundamentales, que es una tortuga-atlas;
sorprendiendo primores de detalle e incomprensibles complicaciones
recuerda uno del modo más natural la frase del poeta e inmediatamente la
aplica a la contemplación.--Esta es una pesadilla petrificada. Hay en el
arquitecto catalán un irreducible, tal vez, en ocasiones, sumado a un
delirante, pero indudablemente en cantidad y calidad mayores, hay un
artista, un brioso y fuerte artista.

El arte ha sido siempre distintivo de estas tierras heroicas. Allí está
Barcelona la vieja, que frente a esta espléndida del «Ensanche» puede,
entre el laberinto de callejuelas, alzar sus monumentos patinados por
los siglos y venerados por la historia.

Barcelona es la productora, por excelencia, de libros. Es un centro
editorial de primera importancia. Hay que ver la cantidad de hojas
volantes, de folletos, de revistas, derramadas a los cuatro vientos, en
tan incesantes vuelos, que no parece sino que el aire mismo se vuelve, a
ratos, papel impreso.

Si los impresores trabajan, los albañiles no están ociosos. Aquí se
hacen, sin cesar, libros y edificios. Aquí no se puede repetir la
sentencia de Claudio Frollo: «Esto matará aquéllo.»



BARCELONA SE DIVIERTE

III


No tengas miedo aquí, campesino bonachón y crédulo, de que a estas
horas, las once de la noche, en alguna de estas encrucijadas, el alma en
pena de Berenguer el Fratricida se nos aparezca y nos amedrente. Ya no
hay fantasmas, no hay más que malhechores, como en toda gran capital.
Esta es la tierra de los «timos», y es a los timadores a quienes debes
temer, no a las sombras. ¿Ves conversar a la luz de aquel mechero
verdoso a tres caballeros de bombín flamante y bien cortada americana?
Uno, ¿lo ves cómo ha llevado la mano a la boca para detener en ella un
fragante veguero, y en esa mano brilla el ojo resplandeciente de un
diamante que alumbra, con ser tan pequeño, más que el farol de la calle?
Lo puedes notar. También otro de ellos lleva clavada una estrella en el
nudo de la corbata. Y el tercero muestra orgullosamente una cartera de
piel adobada, que revienta de billetes de Banco. A éstos sí debes
temerles, y no a endriagos y aparecidos. Pasemos lo más lejos posible.
Porque pudieran muy bien acercarse a nosotros, entablar conversación y
hacerse nuestros amigos; si eso sucediera, mira que podríamos caer en
cualquiera de estos garlitos: el de la «herencia», el del «portugués»,
el del «casamiento»; y tus ahorros, esos que llevas cosidos en el
bolsillo de la chaqueta, y ni a Dios enseñas, pasarían a las manos de
los timadores por un limpio acto de prestidigitación; te lo aseguro.

Fuiste ya a oir en Novedades a la Compañía de María Guerrero, quien
parece no sentirse vencida de la edad, como la espada de D. Francisco de
Quevedo; ya te deleitaste con la música de _Maruxa_, y te divertiste con
la vacuidad del género chico; ya te asomaste al teatro catalán, en una
velada al aire libre, en las Arenas de Barcelona, donde tres o cuatro
millares de obreros ocupan las gradas del extenso anfiteatro. Viste
desarrollarse en el rústico tablado la fábula de Daudet, la famosa
«Arlesiana», comentada y subrayada por la pintoresca y cordial música de
Bizet. Hastiado estás del cinematógrafo y de sus dramas espeluznantes;
no alcanzaste la temporada orfeónica, y te has contentado con visitar el
palacio del célebre coro catalán, en cuya arquitectura, de gusto
discutible y de indescriptible originalidad, hay una maravilla de arte:
el grupo escultórico de Blay.

Mas aún nos queda por conocer una de las diversiones típicas de
Barcelona: los cafés cantantes. Sé lo que vas a decirme: el café
cantante es una de las más viejas perversiones europeas y americanas.
Pero es que aquí adquiere una peculiaridad que, por ahora, lo distingue
de los otros, de los de París, de los de Madrid. Ya verás.

Del monumento a Colón al llamado Paralelo, no hay más que un paso. Si se
diera otro más se llegaría al Montjuich. Pero no es necesario. En esta
amplísima calle, por donde incesantemente van y vienen tranvías, hay
luces en las fachadas, anuncios eléctricos, focos de colores, llamativas
iluminaciones que se extienden por ambos lados, hasta perderse en la
obscuridad de la noche. Son los cafés cantantes unos diez, cien, quizá
doscientos, muchos, que ofrecen la impresión de lo inacabable. Están
funcionando todos desde las cinco o seis de la tarde. Su aspecto y su
construcción nada tienen de particular: una sala de espectáculos, con
sus bancas en fila, como en un teatro, y en cuyos respectivos respaldos
una tabla pulida sirve de mesa a los concurrentes posteriores; una o dos
series de palcos, llenos de mujeres livianas y de tenorios callejeros; y
abajo y arriba, y por todas partes, desenfado licencioso. Este pueblo no
se embriaga, de modo que la copa de cognac, o de anís o de Bacardí (como
en La Habana impera el nombre y también el anuncio de luz), son un
pretexto para tomar asiento. Hay más vasos de café que de vino o
cerveza. Y más, muchos más que los vasos y que los concurrentes, hay
cupletistas.

Para cada teatrillo de estos, pasan, noche a noche, treinta o cuarenta
mujeres, vestidas al capricho, semidesnudas las más, y otras, que muy
poco tienen que hacer para desnudarse en el tabladillo iluminado «a
giorno». Sedas, rasos, gasas, lentejuelas, que se agitan y deslumbran
sobre las carnes pintadas de estas artistas ínfimas. Las hay catalanas,
italianas, francesas y andaluzas. Las coplas pícaras, las canciones de
moda que chorrean malicia, los retruécanos indecentes, las alusiones
pornográficas, están acentuadas y completadas por el gesto y la música,
que son de un naturalismo despampanante.

La chulería madrileña y la gitanería sevillana triunfan en estos diarios
concursos de la gracia malévola. Porque hay, indudablemente, gracia en
la letra, en la música y en la interpretación de estos cantos, que,
aunque caricaturescos, reproducen en su forma perversa, la vida popular.
A veces, por entre los temas canallescamente amorosos, se desliza alguno
de franco sabor romántico y de libre opinión política. Los hay también
socialistas y dramáticos, rencorosos, apasionados, llenos de protestas y
amenazas.

Mal disfrazada y peor comprendida, cruza todas las noches por aquí la
«rumba» cubana.

El baile se entrevera con el canto. Las castañuelas, hábilmente tocadas
por las bailarinas, marcan el ritmo sensual de jotas y sevillanas. Las
muchachas se descoyuntan en violentas actitudes, que sirven muchas veces
para obligar a las faldas a que dejen de cumplir con su deber. Son los
mismos viejos bailes de que nos hablan las crónicas del siglo XVII: el
«gateado», el «zapateado», el «escarramán», revividos de un modo
singular, en una plástica vigorosa y nueva, en una visión modernista de
lo más interesante y característico.

En el tablado radiante, entran y salen mujeres provocativas, gordas como
cacharros de vino, espigadas como caña de manzanilla; magras unas,
amplias las otras, blancas y morenas, hermosas y feas, cada una con su
desvergüenza, con su desenfado, con su tentación a luz de mirada y con
su sonrisa a flor de labio. El quinteto de músicos, fatigado, ronronea
abajo. Los mozos del café van y vienen con las charolas llenas de vasos.
Y... en el salón, los espectadores, de cuando en cuando, juntan sus
manos para producir un desmayado aplauso. El público de los cafés
cantantes muestra más indiferencia que deseo, más hastío que
sensualidad. No se embriaga con vino; pero tampoco con entusiasmo.

--¿A qué van entonces allí?--preguntas tú, campesino candoroso, que
probablemente sientes delante de estas muchachas bailarinas lo que
Herodes delante de Salomé.

--Pues a matar el tiempo, a atemperarse el fastidio, a encanallarse
mejor que a divertirse, y a procurar encender en un grosero incentivo su
fatigada imaginación.

Claro que por aquí andan los rubicundos alemanes, los franceses de cara
ingenua, las _cocottes_ de las Ramblas, y de seguro que también la
andante apachería se habrá diseminado por los cafés cantantes del
Paralelo y de la calle del Conde del Asalto. Son muchos y grandes estos
teatros típicos, y todos ellos llaman con sus anuncios luminosos. Pero
no son estas diversiones sólo para extranjeros pervertidos. El pueblo
catalán asiste a ellas, y en ellas domina. Suyas son y han entrado en
sus costumbres. Hay aquí una domadora de voluntades: la cupletista.

A este barrio viene la espuma que forma el flujo y reflujo de la vida en
plenitud, rica de ansias nuevas. En el Café Español, el de los obreros,
vasto como una catedral, iluminado como un palacio, hay millares de
mesas pequeñas, en torno de las cuales se aprietan las familias, la
mujer, los hijos, los hermanos. Hay blusas azules, manos gruesas, pipas
humeantes, francas risas y rumor de conversación por todas partes. Junto
al enfermizo espectáculo, vive la reunión saludable; entre la maldad
alborotadora, se abre paso la honradez tranquila.

Pero, ¿qué te sucede, campesino? Te has detenido frente a un café
cantante; entras en el vestíbulo, espías. Un ruido metálico, un
_tín-tín_ argentino te llama la atención; te fijas hacia un lado. En el
fondo, alrededor de una mesa de tapete verde, se inclina, en un
espectante silencio, una multitud de hombres y mujeres. ¿Una sala de
juego? Sí, precisamente eso. El café cantante es tal vez el pretexto. Y
no hay, tal vez, uno que no tenga al lado, devoradora y pérfida, una
mesa verde. Birján aprovecha las redes que Venus tiende a los cándidos.

Así, al comenzar el verano, cerrado el Liceo, mudo el orfeón, desganada
la zarzuela, con el pie en estribo la comedia, se divierte la ciudad
laboriosa y monumental, que gusta de morder por la noche la agria
manzana del pecado.



EN BARCELONA

I

ALIADÓFILOS Y GERMANÓFILOS
FIESTAS DE NIÑOS Y FLORES


Mientras voy subiendo por la empinada calle que conduce al Parque Güell,
me entretengo en oír conversaciones en español, que lo que es de las
otras, de las catalanas, no percibo sino palabras sueltas. Leo el
lemosín, pero no lo oigo; y en esta ciudad son escasos los momentos en
que se habla castellano. Pero alguna vez, el hijo de esta tierra tiene
que comunicarse con sus compatriotas, con el montañés, con el gallego,
con el vasco, y entonces recurre al idioma común, no sin hacer para ello
un visible esfuerzo, porque está siempre bien hallado su pensamiento con
la expresión vernácula.

Y, en esta tarde de domingo, somos muchos los que vamos al Parque Güell
a ver una «fiesta de niños y flores». Naturalmente que los obreros,
vestidos como cualquier burgués elegante, no faltan. Estas excursiones
al campo son el recreo de los días de fiesta. El pueblo sale de la
ciudad y se va a la montaña, como el «Zaratustra» de Nietzsche.

Y entre los paseantes, los hay de distintas regiones de España. Por eso
se oye el castellano, y por eso puedo entretenerme en escuchar algunas
conversaciones. Todas son sobre la guerra, sobre el último combate naval
del mar del Norte. Hay en esas conversaciones asombro, pero también
pasión. Germanófilos y aliadófilos discuten con tibio acaloramiento, que
denota que están enfrenados los ímpetus. En Barcelona, el germanofilismo
es abundante. En los cafés, en los teatros, en las plazas, en los
paseos, me he dado cuenta de esa abundancia. Sin embargo, los
partidarios de los aliados no son pocos, y si pueden vencerles sus
contrarios en cantidad, difícilmente en calidad pueden ganarles. He
notado, y es esta una observación que no he podido comprobar, porque
para eso necesitaría vivir aquí largo tiempo, he notado, repito, que, en
general, las clases intelectuales son aquí decididamente aliadófilas, en
tanto que las no intelectuales son decididamente germanófilas. Un
comerciante, por ejemplo, se pone a conversar de la guerra con un
doctor, y las tendencias contrarias aparecen a poco andar; el
comerciante muestra sus simpatías, más fervorosas que reflexivas, por
los imperios centrales; el doctor enseña su criterio, frecuentemente
razonado y favorable a Francia, Inglaterra, Italia y Rusia.

Y en esta vez, en esta tarde de domingo, he logrado recoger algunos
juicios y reflexiones.

Tres sujetos vienen junto a mí hablando de la guerra. Dos, son
admiradores de Alemania, y uno, de Francia e Inglaterra. Se discute la
entrada en Cartagena del submarino teutón. Y de repente, en medio de la
caldeada conversación, cae un frío vocablo: neutralidad. Y el buen
sentido de esta gente se pone de acuerdo en un punto esencial de la vida
política española. Y aparecen las razones serenas, ponderadas, exactas,
en favor de una noble y completa abstención de este país, en la locura
infernal de la guerra. Es el papel que, según estos hombres, toca
representar generosamente a España. Y por entre la malla de las
lucubraciones, viene rodando, en vuelo alegre, la peseta, la favorecida
precisamente por la actitud de prudencia y tacto de la nación española;
la peseta, la que, como David a Goliat, ha vencido al «dólar».

Escucho y sonrío. Recuerdo que estoy en la tierra de Cervantes, y que el
buen Alonso Quijada concedía, de cuando en cuando, la razón a las
irrefutables llanezas de Sancho.


II

FIESTA DE NIÑOS Y FLORES

En uno de los primeros escalones de la montaña está el jardín. La
entrada es majestuosa, como de peristilo helénico. Detrás de la galería
de columnas, una inmensa planicie se extiende dentro de un círculo
colosal de lustrosas bancas de porcelana. Arriba de la planicie, una
balconada rústica. Y más arriba, la montaña, que sigue trepando,
cubierta de manchas de hierba, de picos de roca, de felpa de musgo, de
copas de árboles, de lindas casas blancas. Interminables hilos de gente
suben y bajan por las escalerillas de piedra, se estacionan debajo del
ramaje, se asoman por los balcones rústicos, escogen su sitio entre los
musgos, se rompen, se atan, se desmenuzan, pintorescamente matizadas
por los trajes claros y obscuros de las mujeres, por la invertida corola
de las sombrillas, por las plumas y adornos de los sombreros femeninos.
Es una invasión de colores sobre un fondo de verde fulgurante. La tarde
está prodigiosamente diáfana.

En pie, reclinado en el respaldo de porcelana de una banca, vuelto de
espaldas a la montaña, miro tenderse, abajo, hasta el mar, la fastuosa
urbe catalana. Es estupendo el panorama. Yo había podido disfrutar de él
desde más arriba, desde el Tibidabo. Pero allá es más impreciso, por más
lejano, y se ve como a través de un pálido y nacarino celaje. Aquí no;
aquí se distinguen, como en un dibujo finamente trazado, los bloques
rectangulares de las casas, la cuadrícula de las avenidas, las paralelas
de árboles de los paseos, los polígonos de las plazas, las agujas, las
colmenas, las chimeneas, la ciudad entera, que se derrama en suave
declive, vastísima, hermosísima, hasta tropezar con la franja pulida, de
azul luminoso, del Mediterráneo. El espectáculo asombra y conmueve.
Produce un principio de éxtasis. Lo contemplamos y sentimos en los ojos
humedad de lágrimas y recónditas y misteriosas ternuras en el corazón.

       *       *       *       *       *

Mas es preciso asistir a la fiesta de los niños y de las flores, y
volver, por lo mismo, la cara a la montaña.

Ya están preparados los chicos. En seis o siete filas, uniformados, en
trajecillos de campesino catalán, con su camisa albeante y su encendida
barretina, esperan, en mutismo escolar, la indicación del maestro que,
frente a ellos, los capitanea y dirige. A la altura de los balcones
montañeses se corre de pronto una cortina colorada y aparece, hecho con
flores amarillas y rojas, un escudo de grandes dimensiones. Es el
símbolo sagrado de la patria. Los niños rompen a cantar. Cantan
afinadamente, orfeones de frase simple, pero amplia y emotiva. Las
vocecitas, que todavía conservan algo del trino angélico de los primeros
balbuceos, se armonizan en un conjunto que tiene algo de coral
religioso. Y hay que ver en aquellas caritas sonrosadas, la alegría de
cantar.

El orfeón infantil recibe un poderoso refuerzo de voces femeninas. Las
chiquillas, como bandadas de mariposas blancas, llegan y se enfilan
detrás de los muchachos. Recomienza el coro. Son centenares de niños los
que cantan; millares son los que escuchan, en la planada alrededor de la
montaña, en las bancas, en los prados, escondidos detrás de las ramas en
flor, asomados a los balcones rústicos; por todos los lugares, en todas
las clases, atentos a su fiesta, a la que ha venido media Barcelona a
acompañarlos, a estimularlos, a aplaudirlos.

A cada instante suenan, en efecto, los aplausos. Las ovaciones
maternales se suceden. Las flores se deshacen sobre el orfeón, en lluvia
de pétalos. Y después de los orfeones de los pequeños, vienen los de los
grandes, los de los barbudos hombres, que tienen también la voz dulce y
la mirada candorosa. Este pueblo se ha acostumbrado a reunirse para
cantar, y sabe bien que así, sintiéndose cerca el corazón, se comprende
y se unifica mejor el ideal colectivo.

Y tras los orfeones viene el baile regional: la Sardana. Suena en la
orquesta, bañándose en llanto, la flauta pastoril. El tambor agreste
marca, sordamente, el ritmo. Los demás instrumentos--el violín, el
clarín, el contrabajo--sirven para empastar y colorear los sonidos.

Y se forma un primer círculo de muchachos y muchachas, una rueda de
bailarines, unidos por las manos, como las coronas griegas. Y en esta
actitud empieza, acompasado y tranquilo, el movimiento. Levantados, a la
altura de la cabeza, brazos y manos, el cuerpo rígido, la mirada fija en
el centro del círculo, los pies ejecutando una cadenciosa gimnasia,
adelantándose el uno al otro, permanecen mozos y mozas, sin hablarse,
sin mirarse casi, media hora, una hora, en una casta somnolencia que
sigue el compás, monótono y tristón de la Sardana. Es un baile
primitivo, arcádico, que huele a retama. No tiene un solo impulso de
voluptuosidad; no enciende una sola chispa lasciva en estos ojos de
veinte años. No es el pecado que se disfraza de regocijo; es la
inocencia que siente la alegría de vivir...

La tarde, contagiada de candor, entrecierra los ojos con una melancolía
bucólica. Niños, flores, bailes campestres, himnos patrióticos, quedan
envueltos en una semiobscuridad de ágata. La fiesta se va apagando,
desvaneciendo, con una fatiga serena y pura, como la de un infante que
se cansara de jugar.

Y mientras, de vuelta, voy bajando por la empinada calle, en el silencio
apacible de las cosas y el rumoroso bullicio de las gentes, pienso que
esta es la verdadera Barcelona noble y honrada, que está empollando
cuidadosamente sus destinos futuros; no la Barcelona del Paralelo, de
los cafés cantantes, de la «cocotte» y del «apache», del timador y del
tahur.

La llaga no indica el envenenamiento del organismo. Es exclusivamente
una enfermedad de la piel...



EN MADRID

I

LA GUERRA Y LA POLÍTICA,
EN LAS MESAS DE CAFÉ


En verano, el famoso sol de España, hace de Madrid una caldera
hirviente, que, como en la de las brujas de los cuentos, huele a carne
humana. Porque este sol podrá ser menos claro que el de Cuba; pero, en
este tiempo, no es menos ardoroso. Las mañanas queman, las tardes
achicharran. Dícese que el principio del día es de una tibieza
agradable. Es posible; pero muy pocos, de seguro, gozan, en pie y
despiertos, de estas horas tibias.--El que no se levanta con el sol, no
goza del día--dijo hace más de tres siglos un vecino de Madrid, el
ingenioso hidalgo Miguel de Cervantes Saavedra. Probablemente, la
sentencia lleva escondido un reproche, y aparejado un consejo.--¡No os
levantéis tarde, perezosos!--parece decir el pensamiento a los
habitantes de la villa y corte. Mas las gentes suelen no hacer caso de
las observaciones de los genios, ni de los preceptos de la higiene,
cuando ésta o aquéllos contrarían los gustos sociales.

Y así es como los vecinos de Madrid, en su inmensa mayoría, siguen, a
pesar del apotegma cervantino, levantándose tarde, sin disfrutar, por lo
mismo, de las alegrías mañaneras. Pero no sucede eso sin ton ni son;
largas explicaciones podrían darse para justificar la inveterada
costumbre. Y la primera de todas ellas es, sin duda, la de que aquí las
noches son deliciosas, oreadas por un vientecillo sutil, que se bebe
como cualquiera de los mejores refrescos del Salón del Prado o de
Telégrafos. Ya el alcalde Crespo se lo decía al capitán Don Lope de
Figueroa, en solemne momento de la comedia calderoniana: que la
recompensa que en Castilla tienen los días de agosto, son sus noches.

El madrileño no quiere, y con razón, perder un instante de esos
plácidos, azules, serenos, reconfortantes, durante los cuales la vida y
la naturaleza se acarician como dos enamorados. Para sentir la fruición
de la frescura nocturna, el pueblo de la metrópoli española comete el
crimen de Lady Macbeth: mata al sueño. Y tomando al revés la
prescripción del autor del _Quijote_, no se levanta con el día, sino que
se acuesta, precisamente, cuando «la rosada aurora abre con sus dedos de
nácar las cortinas del Oriente».

A las diez de la noche, las casas están vacías, y los cafés, y los
jardines, y los teatros, llenos. No es éste el Madrid elegante, ni el
bien acomodado. Esos se han marchado a veranear, a las playas, a las
montañas, a los campos, para evadirse a las divinas sofocaciones de la
cortesana ciudad. Veranear entra en el programa de cualquier hijo de
vecino... madrileño. Es más una necesidad social que higiénica. Hoy por
hoy, el noble y el burgués, el comerciante y el empleadillo almibarado,
han salido de aquí para poder escribir a sus amigos desde algún sitio
conocido, participándoles que ellos son de las personas que veranean. Es
de mal gusto dejarse ver por las calles de la villa durante los meses
de julio y agosto. Se pierde el tono. Y hay quien asegura que también se
pierde un poco la reputación.

En Madrid no queda sino lo genuino, lo popular, lo pobre, lo inamovible.
Deja la ciudad su aspecto de linajuda elegancia, sus palaciegas
recepciones, sus fiestas rutilantes, sus regocijos deportivos, el
magnífico y extranjero bullicio por hoteles y vías, el desfile
interminable de sus blasonados carruajes, y queda cuanto de típico posee
la risueña y fácil metrópoli: el Madrid de la alegría sin dinero, de la
algazara sin causa, del chiste sin aliño, de la confianza sin
reticencias; el Madrid zumbón, epigramático, dicharachero, henchido de
frivolidad simpática y de adorable «quemeimportismo». En los barrios,
aceras y calzadas son estrados. En el centro, la tertulia de los cafés
se hace más animada e íntima.

Como todo el mundo (a la tierra a que fueres, haz lo que vieres), yo he
escogido mi café, y en él mi lugar. Es un sitio que me permite ver la
procesión de muchachas que invade noche a noche la calle de Alcalá. La
mujer madrileña es garbosa, graciosa, gallarda; mucha audacia en la
mirada, mucha franqueza en la sonrisa; mucha acompasada agilidad en los
movimientos. El matiz blanco domina en ellas, y hace contraste con el
cabello y los ojos de negrura resplandeciente. Las dos extremidades
ocupan y preocupan a la mujer madrileña: el peinado, que es una obra de
arte, y el calzado, que muestra un cuidadoso atildamiento. Lo demás--la
falda modesta o rica, el busto ceñido o suelto--sabe llevarlo la
madrileña con sobria y natural arrogancia. Fuerte es y atractiva esta
figura bien plantada de mujer española. Su juventud tiene fragancias y
tersuras de flor. Lo penoso es que estos floridos y espigados veinte
años naufraguen, rápidamente, en una deformadora onda de grasa. Esta
tendencia a la obesidad es la enemiga de la belleza madrileña. Yo veo
pasar a cada momento mujeres gordas, excesivas, rechinantes, cuya
madurez se ha precipitado antes de tiempo, porque conservan todavía en
sus facciones, en las pupilas, un fulgor juvenil.

En jamona prematura no siempre desaparecen los rasgos de una angélica
pubertad. Salud es la de este tipo, salud hermosa y pomposa; mas lo que
gana la fortaleza, lo pierde la plástica.

Viendo pasar tanto cuerpo grueso, tanto exuberante torso, me he
preguntado si aquella multiplicada vastedad que, tan en breve modifica
la belleza de las madrileñas, tendrá por causa la alimentación, el
sedentarismo o la apatía. Un poco de esto le sucede también a la criolla
cubana. ¿Por qué?

       *       *       *       *       *

El café, que se enfría en las tazas sobre la mesilla rodeada de
parroquianos, importa poco, es un pretexto; lo que importa de verdad, y
es lo fundamental, es la conversación, la charla incesante, la
palabrería, la intimidad, el intercambio verbal que no cesa, y que hace,
no como el beso de Rostand, un ruido de abeja, sino un zumbido de
colmenas locas. Son numerosos y varios los establecimientos que desde la
Puerta del Sol se tienden y extienden a lo largo de la amplísima calle
de Alcalá, ocupan la de Sevilla, siguen por la del Príncipe, dan vuelta
por la plaza de Santa Ana; a pequeños saltos invaden la calle de
Atocha, vuelven a la de Carretas, y corren, corren, por todos lados, en
todas direcciones; se abren paso en los arbolados de los jardines,
buscan refugio en el pórtico de los teatros, se alejan hacia los barrios
bajos, llegan a la Moncloa, sientan sus reales en el Parque del Oeste...
Si se viese a Madrid desde lo alto, a ojo de pájaro, se distinguiría una
compacta y radiante Vía Láctea; las luces de sus cafés, de sus
restaurantes, de sus tabernas. En ellos, a decir verdad, hay poco
modernismo; al contrario, muchos conservan un aire arcaico, un
abrumamiento de ancianidad que impresiona; bancas, espejos, candiles,
gentes, parecen retrasados y se nos figuran, por un instante,
evocaciones de épocas pasadas, reflejos románticos, fantasmagorías de
antaño.

Las conversaciones de café tienen frecuentemente dos temas esenciales:
la política, la guerra. La conversación sobre política es generalmente
turbia, apasionada, interesante e interesada. La facultad de la raza de
expresar con inaprendida elocuencia, y de vestir con abundancia retórica
la idea más insignificante, se muestra en estos paliques que, a ratos,
toman las proporciones y las entonaciones de un debate parlamentario.
Yo no creo que esto sea verdaderamente pensar en la política, sino
verbalizar la política. El afán oratorio cubre y borra observaciones y
reflexiones, y es a modo de corriente impetuosa que se desborda del
cauce del juicio e inunda las comarcas de la razón. Estas agitadas
inundaciones de los vocablos, ¿serán como las del Nilo, provechosas y
fecundas? Pienso que podrían ser a condición de que, trayendo los
deslaves de un alto ideal, bajaran a las llanuras periódicamente, no
incesantemente, como suelen venir desde los cafés hasta las tribunas del
Congreso.

El hecho es que la política es un asunto inacabable para la mesa de un
café, y que sólo tiene otro ideal que lo sobrepuje, y, por determinadas
horas, lo venza: el asunto de la guerra. La guerra no presenta los
matices variados de la política, no es sino de dos colores, de dos
matices, de dos simpatías: germanos y aliados.

Junto a mí, noche a noche, se instalan varios grupos discutidores de la
guerra. Domina en ellos el germanofilismo, en cuanto al número, no en
cuanto a la claridad de los conceptos. Durante esas charlas
deshilachadas he oído disparates sociológicos y tácticos, geográficos y
estratégicos, civiles y militares, podría decirse; pero a la vez he
sentido la bravura, la fe con que cada individuo defiende su causa, como
si se tratase de algo inmediato e íntimo, de importancia suprema para la
vida personal. La pasión española es de una generosa tenacidad. Y es lo
que el germanófilo de Madrid muestra por encima de cualquier
razonamiento que se le oponga: la pasión. Yo noto que no es precisamente
amor al alemán el que sostiene sus simpatías en esta guerra; es aversión
al inglés. Un viejecillo, que es un vibrante manojo de nervios, ha
dicho, golpeando con su mano sarmentosa la orilla de la mesa:

--...porque allí donde veo un inglés, veo a un enemigo.

Los aliadófilos, aparentando mayor serenidad, enseñan más justeza de
ideas, encadenamiento de coordinación más completos en sus juicios y
observaciones, y cierta inclinación al trascendentalismo, que convierte
sus razones en doctrinas de orden más elevado y humano. Un partidario
de los aliados hacía la siguiente observación:

--Los españoles no podemos ni debemos admitir el concepto de Estado, en
que se funda el imperio teutón. Un Estado, al que se debe obediencia
ciega, que se adueña de todas las voluntades, sin ristricción, ni
límite, que manda y dispone a su guisa del ciudadano, que constituye una
suprema entidad moral que ha de regir, con arbitrio inapelable, la
conciencia individual; que no permite la libertad ni el albedrío; un
Estado que se cierra en dogmas, que se manifiesta en opresión, que se
revela en fuerza tiránica; un Estado intangible, inviolable,
irrefutable, como la divinidad, y que hace de la existencia humana un
instrumento inespiritual, no puede ser nunca aspiración y propósito en
nuestras almas, ni admiración en nuestros entusiasmos. Porque con ese
sistema se logrará formar un pueblo disciplinado, rígido, homogéneo,
como un bloque de granito; pero no un pueblo espontáneo, eficaz, libre,
más grande que el otro, puesto que la libertad es el resumen de todos
los fines del espíritu, de todas las ideas humanas, como dice un
germano, Fleinrich Mann. La guerra actual es la lucha de estos dos
contrarios esfuerzos. Nuestra historia nos impide estar de aquel lado,
en la simpatía y en la aspiración.

Lo difícil es percatarse del final de estas controversias, en las que,
poco después del principio, hablan todos al mismo tiempo y en un
creciente arrebato.

De estos laberintos oratorios suelen subir los que tan desaforadamente
despotrican, cuando, de improviso, cae sobre la mesa, llevado por
alguien, en una pregunta, en una alusión, en una impresión rápida, el
asunto ambiente, el popular, el que atrae, como llama a la mariposa, a
todo madrileño bien nacido: la última corrida de toros.

Allí sí que, bruscamente, se detiene la máquina política, sociológica,
filosófica; y el problema de la guerra, sin empequeñecerse, como que se
esfuma y desvanece a semejanza de un celaje, y la discusión, sin perder
bríos ni ardores, tuerce el rumbo, y entra de lleno en el arte de la
tauromaquia, en el que los madrileños sacan a luz su vieja y
justificadamente célebre sabiduría. Los tecnicismos, las explicaciones,
los análisis de las «suertes», el estudio de las habilidades,
sustituyen con ventaja, por la expresión pintoresca e impregnada de
gracejo, al comentario sano y vivaz, y a la elocuencia encopetada y
tribunicia.

Porque si en Barcelona la cupletista es reina, en Madrid el torero es
dios. Un diestro, un maestro, como aquí se dice, es un ser glorioso por
excelencia, y glorificado por costumbre. Donde él llega, cualquiera otra
celebridad palidece; cualquier otro mérito es olvidado.

La calle de Sevilla, la calle de los cafés de toreros, se ve a todas
horas concurridísima de gente del pueblo, que se detiene a contemplar la
figura de éste o aquél maestro, del cual las revistas hacen elogios
hiperbólicos en prosa y verso, por la «faena monumental» y el exquisito
premio de la oreja. Pero esto, señores, merece capítulo aparte.


II

LA HUELGA, LA GUERRA
Y EL PUEBLO ESPAÑOL


Cierta mañana, Madrid amaneció bajo la influencia de una nerviosa
curiosidad. Desde las primeras horas del día, con todos los requisitos
civiles y militares, habíase pegado en las esquinas de las calles, al
lado de los anuncios de teatros y de los carteles de toros, el bando que
declaraba la plaza y provincia de Madrid en estado de guerra.

A pesar de lo caluroso de las horas, de la rabia cegadora del sol, la
gente se apiñaba por todas partes para leer y quizás para desentrañar el
enérgico documento firmado por el Capitán general, y que no mostraba,
por cierto, ni más ni menos que los otros del mismo género, fijados,
tiempo atrás y por circunstancias diversas, en los mismos lugares. A la
cabeza de las apretadas líneas tipográficas, que contenían los artículos
excepcionales, severos, distinguíase, desde lejos, el renglón de gruesos
caracteres, cuya frase imperativa y seca tenía no sé qué arrogancia de
voz militar: «Ordeno y mando.»

De acuerdo con esa ley extrema, quedaban prohibidos los grupos numerosos
en la vía pública; quedaba establecida la censura para la Prensa;
quedaba asimismo establecida la pena de muerte para todo acto sospechoso
de sedición, de desobediencia y de violencia. El bando imponía, si no la
inacción civil, por lo menos la acción quebrantada y vigilada por la
autoridad; y además, imponía también a la Prensa, si no el silencio
absoluto, la expresión mutilada o moderada por la censura.

¿Qué era, pues, lo que estaba pasando, para exigir de un pueblo tan
inquieto y verboso por naturaleza, el sacrificio del reposo y del
mutismo? Pues sucedía una cosa muy común en la existencia de los
pueblos modernos: sucedía que se había declarado una huelga, y que ésta
obligaba, más que el bando, y con mayor amplitud que él, a la brusca
paralización, al detenimiento rápido de las comunicaciones en toda
España. A este paro, anunciado ya con anticipación, se le llamó la
huelga de los ferroviarios. La intención, como muy bien se comprende,
era la de privar a la nación de este indispensable servicio, hasta que
las Compañías ferrocarrileras accediesen a las exigencias de aumento de
jornal y otras prerrogativas impuestas por los trabajadores y empleados.

Venía la nube cargada de amenazas. El Gobierno, que vió el peligro, se
dispuso a conjurarlo, y apeló a recursos comprobadamente eficaces. Mandó
que soldados de los regimientos de ingenieros militares, hiciesen,
íntegro, el servicio de todas las líneas, y cuidasen las estaciones;
encarceló a los que creyó perniciosos agitadores; enseñó a los obreros
los dientes, en un gesto de intimidación, y se propuso intervenir entre
éstos y las Compañías para resolver el conflicto. La verdad es que el
servicio, aunque irregular y defectuoso, no dejó de hacerse; que los
militares tuvieron un buen comportamiento, y que, de ése modo, quedó
bastante frustrada la huelga de los ferroviarios.

       *       *       *       *       *

La gente que leyó el bando, que se percató de la censura, que notó las
reticencias y dificultades de la Prensa para transmitir las noticias,
comenzó, como sucede siempre, a tejer en el «canevá» de la imaginación,
los arabescos de la hipérbole y el absurdo. En corrillos de café y
paliques de restaurante, de mesa a mesa, corrían las más exageradas
historias; hablábase de resistencias armadas, de luchas entre obreros y
soldados, de muertos...

Las conversaciones _sotto voce_, en estos casos, revisten un carácter
alarmante que es de lo más entretenido. Es muy curioso oir cómo de boca
en boca la exageración abulta y adorna los hechos, y con un grano de
realidad hace una montaña de fantasía. Cada quién clava un nuevo
incidente a los sucesos que se comentan. Estas charlas que he escuchado,
con motivo de la huelga ferroviaria, son de lo más pintoresco y
divertido que pueda darse. El español que narra episodios de interés
general entra en competencia con las personas con quienes despotrica; y
siente, a par de ellas, un estímulo de fantasear que lo lleva
frecuentemente demasiado lejos. Trata de sobrepujarse, de causar una
impresión cada vez más profunda, y que a él mismo lo agite con su propia
palabra. El afán de elevar lo insignificante a la altura de lo
extraordinario, lo excita como una bebida que lo embriagase.

Esto, que suele ser tan característico de los países latinos, se acentúa
en determinados momentos, cuando se presenta una cuestión de interés
colectivo, un asunto de gravedad social. Entonces se deforma la
fisonomía de la realidad para hacer de ella una apasionante y dramática
caricatura. Entonces, el escepticismo y el pesimismo, con sus brochas
sombrías, pintan los telones de la vida.

En tales ocasiones, el español, que es un espontáneo orador, se complica
de novelista, y su elocuencia corre parejas con su inventiva. Pone,
además, una lógica sutil que de inferencia en inferencia, lo lleva a las
más imprevistas conclusiones.

Mas en todos estos castillos en el aire pone un aliento, una fuerza de
corazón verdaderamente conmovedores. El español gusta de juzgarse con
una acritud exagerada y molesta. Hincha sus defectos, niega sus
virtudes, y ve en los extraños una superioridad que no existe tal vez.

Pero esta actitud antiegoísta, este criterio falseado por excesivo, este
«voto en contra», esta inclinación a mortificarse y herirse el amor
propio, me parece que no son más que manifestaciones de un deseo
nobilísimo de buscar precisamente en el excitante del golpe y el
castigo, la reacción favorable y benéfica de una voluntad nacional, que,
medio amodorrada y perezosa, debe recobrar, porque ha llegado el
instante, su actividad y su energía. Algo del «flagelante» hay en este
brusco procedimiento.

El español siente acaso que han ido aflojándose en el espíritu de la
raza los resortes del brío que en otro tiempo la empujaron en todas
direcciones a difundirse en las más vastas y gallardas empresas. Una
secular indiferencia, aun prolongando el orgullo, ha debilitado el
aliento, ha enmohecido la acometividad. Siente también el español la
necesidad biológica de renovarse, y para ello comprende que es preciso
sacudir las rutinas, echar a andar las perezas y robustecerse en la
metódica gimnasia de la voluntad. Urge a España colocarse cuanto antes
en la línea de marcha.

Sabe que el tiempo es premioso y rígido, y no puede ni quiere aguardar a
nadie. Pasa y deja atrás a quien no se dispuso, de antemano, para seguir
con él la ruta.

Y no sólo los pensadores, los hombres nuevos, los intelectuales del
«último barco», se preocupan en anunciar y tratar de resolver este
apremiante problema; las clases, las agrupaciones, los individuos de la
masa anónima, presienten un malestar que les engendra anhelos imprecisos
de transformación.

De ahí esa desdeñosa amplificación de los defectos, ese desprecio
escéptico, ese acre reproche, esa manía de autovituperio que está en
cualquier parte: en la calle, en el café, en el teatro, en la copla de
actualidad, en el artículo de periódico. Es el golpe rítmico dado en el
pecho del semiahogado para producirle nuevamente la respiración.

       *       *       *       *       *

Yo observo, busco, me intereso en todos los incidentes y accidentes de
la vida española. Una semana después de haberse iniciado la huelga de
ferroviarios, la Prensa anunciaba con grandes «cabezas», en las primeras
planas de sus diarios, la terminación del conflicto y el
restablecimiento de la normalidad.

Cesaron las hablillas, los cuentos y las noticias espeluznantes; pero
todavía permaneció en estado de guerra la ciudad durante otra semana, y
hasta el momento en que escribo esta impresión, el Madrid político sigue
con la mordaza puesta; las Cortes continúan cerradas, y la censura
vigila, línea a línea, los periódicos.

No es extraño ver aún pedazos de columnas, y hasta columnas enteras, en
blanco, en _El Liberal_, en _El Imparcial_, en _La Epoca_, en _La
Correspondencia_. Hace pocos números se suprimió en _El Imparcial_ un
artículo completo de Mariano de Cávia, y en el semanario _España_ fué
mutilado el editorial de Luis de Araquistain, el cual artículo era un
serio comentario sobre la huelga, y tenía una índole decididamente
pacífica. Es quizá que el Gobierno temió la voz demasiado sonora y
demasiado impetuosa de los imaginativos, de los romanceros del suceso.

Estos noveladores habían propagado una noticia trascendental, y es a
saber: que la huelga no obedecía a móviles nacionales y económicos
puramente, sino que los obreros habían recibido de Alemania dinero para
trastornar, con su paro, los negocios de España. La cuestión tenía,
según ellos, doble fondo, y este doble fondo era la guerra europea.

Para la gente sensata, la tal noticia no pasó de ser una patraña. El
mismo presidente del Consejo la ridiculizó en unas declaraciones. La
Prensa, sin embargo, no ha podido dar opiniones amplias acerca de los
acontecimientos, y se ha contentado, por la fuerza de las
circunstancias, con hacer frías observaciones llenas de un optimismo
que, por tímido, parece poco sincero.

Sólo Araquistain, escritor socialista de mucho empuje y firmeza, se
atrevió a asegurar que el error de acallar la voz pública, la
prohibición de no dejar a los obreros defenderse por medio de la
publicidad, diéronle gravedad a la huelga, que tenía una actitud
conciliatoria.

Ello es que, aceptado en principio un arbitraje para dirimir las
dificultades entre el capital y el trabajo, y pedido al Instituto de
Reformas Sociales un laudo en esta controversia, la huelga, deshecha,
tomó el buen camino de las conciliaciones. Tirios y troyanos están de
acuerdo en que, en este conflicto, el conde de Romanones se ha manejado
con inteligente perspicacia y afortunada habilidad política.

Y no obstante...

       *       *       *       *       *

No obstante, la censura ha continuado, y las Cortes permanecen con las
puertas cerradas. Lo gracioso del caso es que, olvidada la huelga, ahora
la censura se ejerce sobre las noticias de la guerra europea.

Y esto da lugar a que los fantaseadores suelten las palomas mensajeras
de la «noticia secreta y trascendental». Se dice que está siendo a
España muy penoso sostener la neutralidad; que hay exigencias de parte
de los beligerantes; que Portugal quiere pasar tropas por territorio
español; que...

El hilo de la hipótesis va trazando los más increíbles e intrincados
dibujos, en los cuales se enreda el buen sentido, así como una mosca en
una telaraña. Pero bueno es acordarse de la sentencia del filósofo: «hay
en toda mentira un alma verdad».

Y, efectivamente, por debajo de esta franca alegría madrileña, de esta
despreocupada vida, de esta encantadora y aparente frivolidad, se diría
que hay un molesto movimiento de inquietud que no parece exclusivo de la
«ciudad alegre y confiada», sino que se extiende por España entera y, en
algunas partes, se señala con un latido más enérgico.

¿De dónde proviene esta indudable desazón? ¿Es la vecindad con el
incendio de la guerra, y así, proviene del ambiente exterior, o es una
palpitación de la entraña popular, e indica entonces una dolencia
interna? ¿O se junta una causa a la otra y ambas producen este
sintomático estado, perceptible a pesar del aspecto regocijado de la
vida?

Cierto es que no hay ningún pueblo de la tierra que no resienta en esta
hora aflictiva del mundo, un doloroso asombro, un trastorno psíquico en
el que se entremezclan el temor y la esperanza. El ángel negro recorre
la cristalina esfera que, como dijo el romántico, «gira bañada de luz».

Y en España, donde todo, de lejos, parece arcaico, desmoronado y
monumental, como sus catedrales y sus claustros, hay una cosa viva,
siempre nueva, firme siempre y que ha conservado entre los escombros de
la gloria y los empolvados códices de sus gestas lejanas: la virtud de
los laureles soñados, que son inmarcesibles, y la gracia inmortal del
día, que es siempre niño cuando se asoma por Oriente. En España todo
puede estar viejo, menos el pueblo.

El español se equivoca cuando se juzga a sí mismo, y se cree pervertido,
degenerado o enfermo.

Nada de eso tiene. El es como un surco abierto que espera la mano del
sembrador. No hay más que acercársele para sentir su vigor y su
juventud.

Ha conservado, a través de la historia, sus virtudes esenciales: su amor
al trabajo y a la libertad. El pueblo de España no ha vivido todavía la
plenitud de su existencia. Posee reservas virginales, y aguarda el
instante señalado por el destino para su futuro resurgimiento.

Clases superiores, instituciones, costumbres, pueden presentar, algunas
veces, un aire de desfallecimiento mortal, una faz hipocrática. Mas
abajo, muy abajo, sobre el terruño removido, junto a la máquina
aceitada, dentro de las zumbadoras colmenas de los talleres y de las
fábricas, está el verdadero pueblo sano, robusto, voluntarioso, que
quiere ir de prisa y que irá adonde lo empujen su ambición y lo llama su
ideal.

¡Ah, su ideal, que comienza a perfilarse en lo futuro como una
transformación, serena y nueva, de aquel que hace siglos estaba
representado por la espada del Cid, la armadura del Gran Capitán, el
ferreruelo de Felipe II y las naves de Hernán Cortés!...



UNA PÁGINA DE NOVELA

EL SUICIDIO DE FELIPE TRIGO


Cerca de las nueve de la noche caminaba yo, con Paco Villaespesa, por la
calle del Marqués de Cubas, cuando pasó junto a nosotros un hombre muy
delgado y muy alto, vestido con un traje claro:

--Adiós, Felipe--dijo el poeta.

--Adiós, Paco--contestó el otro.

Y Villaespesa, con su natural bondad, me preguntó:--¿Quieres que te lo
presente? Es Felipe Trigo. Le he hablado de ti.

--Mira--le indiqué--. Vamos, primero, a ver a Gómez Carrillo. Y luego,
mañana, si ahora no queda tiempo, buscaremos a Trigo.

Yo tenía vivos deseos de presentarme cuanto antes a Gómez Carrillo, para
saludarle y acompañarlo en aquel momento que yo creía penoso; acababan
de denunciar una de sus crónicas de _El Liberal_; lo acusaban de ofensa
a Alemania. Más tarde supe que aquello tenía resonancia, pero no
importancia.

A pocos pasos nos encontramos, en efecto, al famoso cronista, que venía
acompañado de otro poeta, con el cual he fraternizado cordialmente:
Manuel Machado. Entramos los cuatro en un café vecino, y nos pusimos a
charlar. A las dos de la mañana nos despedimos, con la promesa de
reanudar la conversación al anochecer siguiente.

Hacia la una de la tarde vino Villaespesa a mi casa, me saludó, le noté
vivamente agitado.

--Chico--me dijo con voz rápida y turbada--, vengo deshecho.

--¿Pues qué te sucede?

--¡Figúrate! Que se ha suicidado Felipe Trigo. Dos balazos en la cabeza;
una hora de agonía terrible. En estos momentos ya debe de haber muerto.

Y se sentó frente a mí, y se llevó una mano a los ojos. La verdad es
que, aun sin haber tratado a Trigo, sin sentir admiración, ni siquiera
inclinación por su literatura, sentí pena. El novelista se hallaba en la
edad madura, próximo a la vejez, en el período de la energía mental, de
la experiencia atesorada, de la producción sólida. Villaespesa me pidió
que le acompañase a ver a la familia; accedí de buen grado; comimos
juntos, le escuché al poeta la relación conmovedora de su íntima amistad
con el autor de «La Bruta«, y a las cinco de la tarde tomamos, en la
Puerta del Sol, el tranvía que había de conducirnos a la Ciudad Lineal.
Por el camino fueron subiendo al carro otros amigos que iban con igual
propósito que el nuestro.

Las afueras de Madrid son de una aridez implacable. Mucho polvo, mucho
sol, mucha tierra sedienta y cubierta por el roto tapiz de la hierba
amarilla y reseca. Aquí y allá, por entre las motas verdes de algunos
pequeños plantíos, indicios de que por allí hace el agua milagros. Casas
diseminadas. Ventas. Y un cielo magnífico, de azul deslumbrante,
encorvándose por el horizonte. El camino es largo, y es, además, el del
cementerio, porque veo cómo, de trecho en trecho, nos vamos encontrando
con carrozas fúnebres y filas de coches que las siguen. Yo pienso que
esta es, decididamente, una tarde predestinada para la tristeza. Después
de una hora de viaje en tranvía, nos encontramos en la Ciudad Lineal. Es
ella un pueblecito melancólico, de una calle sola y extensa, en la que,
por ambos lados, se levantan hoteles más o menos graciosos y elegantes.
Los hay también feos y pobres. En medio de la ancha vía se alza una
doble fila de árboles. El paraje es simpático, no alegre. Nosotros lo
sentimos a propósito para nuestra desazón. Reflejamos en él nuestro
estado de alma. Hemos pasado ya por frente a dos o tres hoteles
silenciosos. Yo, sin preguntar, respetando el silencio de mis
compañeros, me digo, al caminar:--Aquí.--No; aquí. Y no atino con la
casa, del suicida. Está lejos; está más allá de diez o doce hotelitos
que dejan presumir una comodidad burguesa. De repente, nos detenemos en
una reja entreabierta. Allí sí es. Dos policías o dos soldados--no
sabría decirlo--están en pie recogiendo las tarjetas, de los que llegan,
e indícanles que la familia pide excusas por no poder recibirlos.
Entramos. Un jardín y, en el fondo, un _chalet_ muy blanco, de
enjabelgado que reluce al sol, y por cuyos muros trepan los caprichosos
ramajes, de verde clarísimo, de las enredaderas. ¿Qué dijo Villaespesa a
los hombres uniformados? No sé. El resultado fué que, a cuatro o cinco,
nos dejaron libre la entrada. Subimos al _chalet_. Nadie salió a
recibirnos. Amortiguando los pasos, de puntillas casi, penetramos,
primero, en un pasillo estrecho, y, en seguida, en un saloncito, que
estaba obscuro porque habían cerrado sus puertas y ventanas. La
violencia del contraste entre la claridad de afuera y las sombras del
interior, me hirió vivamente los ojos. Llegué deslumbrado, y muy poco a
poco, fuí distinguiendo, fantasmales, a unas cuantas personas que
hablaban en voz baja. Comencé a respirar y a sentir el ambiente de lo
siniestro. Dejé que mis compañeros se dirigieran a sus amigos y
conocidos, y, como siempre, busqué mi rincón de observador. Sonó en la
pieza contigua la campanilla del teléfono, y un acento, en el que había
temblor de sollozos, empezó a hablar para transmitir, por el aparato,
los detalles de la noticia. Se comunicaba, probablemente, con la
redacción de un periódico y dictaba, con largas y desgarradoras pausas,
la carta de despedida de Felipe Trigo, breve, dolorosa, amorosa, en la
que daba el último adiós a sus hijos, a su mujer, y en la que repetía,
con ternura insistente, la palabra perdón. En el pesado silencio de
aquella casa, este mensaje de la muerte, transmitido por una voz
lacrimosa, lastimaba como si fuese un golpe en el corazón. La voz se
calló, por fin, y después de un minuto salió de la pieza donde había
sonado, un jovencillo pálido, nervioso, con la mirada distraída y la
expresión del ensimismamiento que nos deja un grande e imprevisto
suceso. Saludó, forzadamente, a los visitantes, y salió. Otro joven
militar, a quien yo no había visto, lo siguió llamándolo:--¡Hermano!
¡Hermano!

Todos los circunstantes mirábamos, en muda contemplación, estas simples
escenas, que impresionaban, no obstante, con el horror de la tragedia.

Y mientras nosotros permanecíamos mudos abajo, arriba, en las
habitaciones altas, se quejaban, gritaban, lloraban. Llantos y plañidos
de mujer que intermitentemente se apagaban, alzábanse por largos
intervalos. Eran súplicas, imprecaciones, oraciones, desesperaciones.
Un vocativo, repetido sin cesar, me hurgaba el alma y la memoria, como
gancho que me revolviese penas y recuerdos: «¡Papá!».

La familia de Felipe Trigo se había refugiado allí de la indiscreta e
inoportuna compañía de los extraños. Me sentí mortificado. Y acercándome
a Villaespesa, le dije al oído:

--Me voy.

--No, aguarda un poco. Van a sacar el cadáver. Quiero acompañar a mi
amigo hasta ese instante.

--¿Pues dónde está?

--Allí.

Y Villaespesa me señaló una puerta cerrada, en el mismo primer piso
donde estábamos. El gabinete de trabajo de Trigo. Allí estaba solo, el
desventurado, sin blandones y sin plegarias, en el mismo lugar, en el
mismo sillón donde se había quitado la existencia.

A esa puerta llegaban--yo las vi bajar hechas un océano de lágrimas--las
hijas del escritor, una hermosa y rubia criatura y una robusta y linda
niña. Los hermanos las acompañaban.--¡Yo quiero verlo!--rogaban
ellas--. Y, convenciéndolas, obligándolas, las alejaban de aquel lugar
pavoroso. La puerta cerrada era una barrera infranqueable.

Estos suplicios me hacian daño, y, para no asistir a ellos, me aconsejó
mi egoísmo que saliese al jardín. Salí con otro literato que sentía y
pensaba lo que yo. Una vez en el jardín los dos, él empezó a contarme la
vida del célebre novelista:

--Este final no es imprevisto. Ya nos lo esperábamos. Felipe estaba
enfermo, muy enfermo. Una profunda neurastenia lo agotaba. No podía
escribir ya como antes. Veinte noches hacía que no probaba el sueño. El
era médico, y sus síntomas le inquietaban. Presentía un próximo desastre
mental. En su familia hubo alienados. El tenía miedo de la fatalidad
hereditaria. Indudablemente que Felipe tenía un extraordinario talento,
una imaginación resplandeciente, una agudísima percepción. Sus
facultades de novelista fueron muy grandes. Su lenguaje carecía de
pureza y de estilo. Con frecuencia se alejaba del buen gusto. Pero, en
cambio, sabía ver muy bien, y reproducía con exactitud los ambientes y
los personajes de segundo término. Los de primer término, no, porque, en
general, sus mujeres, sus heroínas, son irreales, están hechas con
materiales imaginativos y concebidas por la exaltación erótica, por el
sueño sensual que atosigó de continuo la vida de Trigo. Y sus hombres,
sus protagonistas, son él mismo, el autor con sus anhelos de aventura
dannunziana. Porque Felipe no sólo escribía, sino que quería vivir sus
novelas. Las vivía. Vistiendo la realidad, que solía ser inferior y
grosera, con los atavíos de un fantástico refinamiento, el poeta--porque
era un poeta, un soñador incansable--se forjaba la ilusión de las
conquistas suntuosas, de los amores raros, de las citas misteriosas, de
las altas comedias del placer y de la elegancia. Trigo era un
fantaseador admirable e ingenuo. Era también un teorizante lleno de
novedad. Temperamento exaltado, corazón generoso, gran cerebro; este
literato fué, a pesar del mundo calenturiento que llevaba en el
espíritu, un bondadoso jefe de familia, un excelente amigo y un cumplido
caballero. Y no sufrió únicamente imaginarias tormentas, sino que,
asímismo, las sufrió verdaderas.

En Filipinas, lo acuchillaron los tagalos hasta abandonarlo por muerto
en el campo de combate. ¿No le notó usted la cara atravesada por cuatro
o cinco grandes cicatrices? Anduvo con su inquietud por todas partes. No
se conformó con ser médico de provincia. Fué ambicioso de gloria,
voluntad activa. Tarde reveló su vocación artística: al filo de los
cuarenta años. El realismo de sus novelas no es siempre agradable.
Disgusta la insistencia de su manía erótica. Eso, quizá, depende de la
edad en que comenzó a escribir. En sus libros destapó la caja de sus
deseos irrealizados. Pero hay obras suyas muy fuertes: _Jarrapellejos,
El médico rural_...

       *       *       *       *       *

Calló el literato. Habíamos visto que comenzaba a bajar la corta
escalinata del chalet una camilla cubierta con un paño negro y cargada
por dos mozos funerarios. Detrás, con la cabeza descubierta, venían los
amigos y camaradas.

Se oía sollozar, gritar, implorar dentro de la casa. El cadáver salió,
no por la puerta principal, sino por una que había detrás del jardín.
Figuróseme aquello una escapatoria, una fuga avergonzada, el
remordimiento de dejar tanto dolor y tantas lágrimas. El crepúsculo era
espléndido y simbólico; rojo, como la sangre; azul, como la esperanza.



EL MADRID DEL GÉNERO CHICO

VERBENAS Y TRADICIONES


Noche de agosto; brava noche, de calor seco, asfixiante. Son las once. Y
decir las once en verano, es decir aquí la hora del principio del
bullicio, de la preparación de la fiesta. El Madrid verbenero se
divierte de once a cinco.

Por la calle Mayor pasan henchidos los tranvías, y se nota un frecuente
ir y venir de coches alquilones que entran y salen por los arcos de la
gran plaza. La gente que marcha a pie, va como en romería. Pasan mujeres
garbosas, y, por distintas partes, pasan mantones historiados y
floridos: uno blanco y otro azul y otro rojo; pasan, llevadas
cuidadosamente, guitarras enlistonadas, y algunas van ensayando, _sotto
voce_, rasgueos y pespunteados. La calle y la plaza, mal alumbradas por
la luz verdosa de los faroles públicos, presentan, con su procesión
popular, un aspecto un poco rembranesco, un cuadro nocturno en el que
juegan, en violentas antítesis, la sombra y la claridad.

Curioso y vagabundo, me dejo arrastrar por la multitud. De repente, me
encuentro en la calle de Toledo. Ya estoy en el límite de la zona del
regocijo. Desde la Plaza de la Cebada se extiende la batahola; luces,
tinglados callejeros, papeles de colores, guirnaldas de claveles, ritmos
de castañuelas, afinadas vibraciones de cuerdas, ecos de voces que
cantan, hervor humano. Voy acercándome: puestos de almendras, tendidos
de peladillas, pirámides de melones, mesas con platos de aceitunas y
vasos de manzanilla; juguetes, alfarería, gritos de vendedores
ambulantes; calles estrechas, por cuyas calzadas va la gente abriéndose
paso con los codos; algazara, cuchicheo, rumores de colmena; sombreros
de torero, gorras de _golfo_; peinados de chula, muchos ojos negros;
muchos labios frescos; una rosa aquí y otra allá; una agudeza
canallesca, un modismo de barrio; música por todos lados; ruido que
ensordece; calor que sofoca.

En una calle semiobscura, la amarilla y radiante mancha de una iglesia
romántica y nueva, dentro de la cual se aprieta la gente por ver a la
Virgen en el altar mayor, hecho una brasa rutilante. Distintos
cobertizos se alzan en medio de la calle. Este cobertizo es salón de
baile; dentro danzan las parejas en típicas posturas, suena incansable
el organillo de manubrio, se pasea el bastonero enarbolando su largo
palo, que es un tirso de listones; fuera, detenida por la frágil
barandilla, la muchedumbre atenta mira el cuadro. Aquel cobertizo es
improvisado restaurante, y en él familias enteras de la clase
submedia--obreros, menestrales, cigarrerillas y gente de juerga,
mozuelas y galancetes--, sentados en torno de las mesas, comen con
incitador apetito. Grupos regionales, repartidos por los distintos
lugares, cantan y bailan: unos a la andaluza, otros a la aragonesa, acá
las sevillanas y acullá las jotas, en incesante y sugestiva monotonía.
Los muros, viejos; los pavimentos, mal empedrados; los portales,
obscuros; tabernas y cafés, brillantes y concurridísimos; un contento
natural, ingenuo, que se respira en el aire (¡y eso que apenas se
respira!); simple alegría de vivir de un pueblo que no ha perdido la
salud espiritual. Esta es, pintada a brochazos, la célebre verbena de la
Paloma.

Me acordé de la que yo conservaba en la memoria, entre los trastos de la
guardarropía y los viejos retratos de las tiples; me acordé del sainete
de Ricardo de la Vega, musicado por Bretón. Y comparando la realidad con
el artificio, hallé que éste tenía una vida tan intensa como aquélla, y
que, sin literatura, sin subterfugio, sin arte casi, el poeta había
trasladado un pedazo de verdad al escenario, arrancándolo de este
ambiente alborotador del barrio madrileño. No parece una copia, sino el
original mismo, que, sin perder detalles, queda reducido al espacio
pequeño del tablado. Tan exacta es la identidad que, por momentos, me
sentía formando parte de un coro zarzuelesco, y buscaba a mi lado la
muchacha a quien cantarle aquello de:

    Como es la Virgen
    de la Paloma...

Estaba yo en pleno _género chico_ de la vida. Y en cada viejo
emperifollado distinguía al boticario calaverón; en cada bien plantada
jamona reproducía la _Señá Rita_; en cada anciana obesa que bailaba
sacudiendo las trémulas carnes recordaba a la _tía fingida_ de la morena
y de la rubia. Muchas rubias y muchas morenas se paseaban allí, del
brazo de sendos Julianes enamorados.

Y es que las costumbres de este pueblo no necesitan aderezo para ir al
teatro y renovarse en él por medio de pintorescas escenas, castizas
agudezas, animados personajes, intencionados diálogos, música típica y
chuscos episodios. Son estas las horas en que el pueblo de la villa vive
para reir, para querer, para desbordar el entusiasmo y el alborozo, en
la calle, en la plaza, al son del organillo y entre las agitaciones del
tumulto.

Los majos de don Ramón de la Cruz, los horteras de las _Escenas
matritenses_, el _Castellano viejo_, de _Fígaro_, la _Fortunata_, el
_Celipón_, las _Miaus_, de Pérez Galdós, y el cesante famélico, el
valiente de barrio, el galán de vecindad, _La revoltosa_, la _Regina_,
las _Mujeres_, en fin, y los hombres todos de Burgos, de Sinesio
Delgado, de Arniches, de los dioses mayores y menores, del chiste
escénico español, y de los antiguos costumbristas, y de los novelistas
de genio, andan aquí barajados y revueltos, y se nos presentan para
desaparecer, como por obra de fantasmagoría, entre el gentío de la
verbena de la Paloma.

Es vigoroso el carácter plástico y psíquico que conserva este pueblo.
Una chula madrileña no cambiaría su mantón por el velo de Tannit. Un
guapo mozo no se desanudaría del cuello el pañuelo de seda, para que, en
su lugar, le colgaran un toisón de oro. Las modas han alterado el traje;
pero no lo han acercado a cualquiera otra vestimenta extranjera; el
pueblo, con un raro instinto de individualización, ha adoptado sus
modelos y figurines, y ha peculiarizado sus imágenes.

Al modernizar su apariencia, obligado con imperio por la necesidad,
siempre se retrasa, y, principalmente en el atavío femenino, deja algo
de arcaico, algún toque arqueológico: la peineta, la mantilla, la
estirada media blanca, el zapato bajo.

Las provincias, menos expuestas al contagio social, conservan mejor sus
vestidos característicos: Andalucía, Aragón, Galicia.

Pero este pueblo de Madrid, el de la chulapería andante, si ha retocado
el indumento, ha persistido en la conservación de su alegría
desenfadada, de su _quemeimportismo_, de su gracia a flor de labio, de
sus fiestas seculares y de sus ruidosas verbenas.

Pueblos firmes por dentro y por fuera, pueblos que persisten en
peculiarizarse y no olvidan ni desdeñan sus antiguallas, por seguir
formas de placer inadaptables al espíritu de la raza, tienen una larga
vida nacional. El _misoneísmo_ colectivo, que, en ocasiones, perjudica y
retrasa, en ocasiones también sirve y robustece, porque cultiva en la
existencia popular el amor a la tradición y unifica en un sentido común
el espíritu de las generaciones.

Bueno es acabar con la inveterada rutina; pero malo destruir las viejas
tradicionales costumbres. Es un error derribar a golpe de piqueta un
edificio, un monumento, representativos para el arte y para la historia,
y construir, en su lugar, o un monumento o un edificio nuevos.

Y, sin ser monumentales, son tradicionales y representativas estas
verbenas de Madrid, tan pintorescas, tan interesantes y típicas, desde
la de San Antón, hasta la de la Virgen de la Paloma.



MENDIGOS Y GUITARRAS.


A las seis de la tarde, el sol madrileño ha empezado a perder su brío.
Después de quemar, durante siete horas, la ciudad, y de fundirla en sus
cálidos oros, se complace en acariciarla con suaves y matizados fulgores
y le pide al viento su ayuda, el cual de buen grado la da, soplando
tenuemente, y repartiendo así consoladora frescura.

Madrid, entonces, entra en una repentina animación que no abandona ya
sino hasta la vuelta del nuevo día. Repentinamente se pueblan: de niños,
el Prado; de coches, la Castellana; de transeuntes, la Puerta del Sol y
la Carrera de San Jerónimo; de parroquianos, los cafés; las calles
centrales, de mujeres hermosas, y los árboles de los viejos jardines, de
pájaros y gorjeos. Los tritones y delfines de las fuentes monumentales
sueltan sus delgados y corvos chorros de plata irisada; el carro de
cantera blanca de la Cibeles se sonroja con las luces del Poniente, y,
en la misma línea, al otro extremo, los dientes del Arma de Neptuno
clavan y retienen una última llamarada vespertina.

Las ventanas y balcones de los edificios, las lanzas de las rejas, las
columnatas y bordaduras de piedra de los palacios, los bronces de las
estatuas, las farolas del alumbrado, todo relampaguea y resplandece. El
Goya de la fachada del Museo de Pinturas parece sentado en un sillón de
oro fulgido. A la vuelta, Velázquez, sobre su bajo pedestal, mira cómo
relumbra en su mano la paleta obscura; San Isidro y Alfonso el Sabio, en
la escalinata de la Biblioteca, perfilan, en la diafanidad del aire, el
blanco mate de su granito; los negros leones del Congreso muestran la
melena untada de amarillo solar. Aquí y allá, en las esquinas de los
parques, los quioscos de refrescos son ascuas. En las frondas compactas
del _Retiro_ hay escardillos de esmeralda.

En esta hora, Madrid está hecho con cristales de color; cristal de roca,
las fachadas; azogado cristal las fuentes y los estanques; cristal
verde, los árboles; cristal de Baccarat, los mármoles...

Hasta las piedras ennegrecidas de las casas seculares que, como ancianas
coquetas, no logran ocultar la edad; las calles de antaño, angostas,
tristonas, con sus altos muros, sus vanos exiguos, sus balconcillos, por
donde asoma, de cuando en cuando, el penacho florido de un tiesto; hasta
el Madrid secular y semidestartalado, sonríe, y su sonrisa ingenua y
amable nos parece la de una boca desdentada. Los inclinados techos de
teja mezclan ocre a sus rojos polvorientos.

Y éstos, precisamente, son los momentos en que comienzan a salir y a
recorrer la ciudad los mendigos, las gitanas, adivinadoras de la suerte,
los ciegos de bordón y lazarillo, los músicos ambulantes, las cantadoras
de coplas, los violines de prima gemebunda, las guitarras de rasgueo
monótono, los acordeones de vocecilla aguda, el hampa española,
pintoresca y pedigüeña, que va por esos mundos despertando la
curiosidad, moviendo la compasión y recogiendo la calderilla en el
consabido plato de estaño.

Para el viajero, para el que por primera vez pisa estas históricas
tierras, el desfile de la Corte de los Milagros tiene un vivísimo
interés y constituye un singular entretenimiento. Nada más pintoresco,
ni más típico, ni más evocador.

En la banca de un paseo, en la silla de un café, en cualquier recodo, en
cualquier ángulo, donde se quiera, no importa dónde, puede improvisarse
un sitio de recreo y observación, que si la mano no es avara y el alma
es piadosa, cuesta poco: algunas _perras chicas_ repartidas entre la
miseria ambulante.

La manera más común de pedir de estos pordioseros, es cantando algún
airecillo en boga, tañendo algún instrumento de cuerda o soplando en
alguna flauta de barro. Los hay que van solos, y los hay también que
forman sociedad, y juntan y armonizan voces, instrumentos y ganancias.

Va usted caminando y distraído por esas calles de Dios; oye usted el
silbido licuado de un pito que caricaturiza un tema vulgar de
zarzuelilla o de opereta; se acerca usted, y en el entrepaño que separa
dos puertas, ve, recargado, a un viejo. Es una hermosa figura: largo el
cabello, muy larga la canosa barba, noble y afilada la nariz, ancha la
frente, alto y enflaquecido el cuerpo, que viste pobre, mal cepillado
traje de americana; las manos están afanosamente ocupadas bajo la boca,
en tapar y destapar los agujeros del flautín de arcilla, de donde sale
torpemente modulado, un tema popular. Los ojos están cerrados. Y usted
oye, ve, imagina, recuerda, hace una novela eléctrica, siente un impulso
tierno y saca del propio bolsillo la moneda, esperada ya por la vieja
mano, que repentinamente cambió de ocupación. Usted se aleja pensando en
Homero, en Edipo, en el rey Lear. Bien dijo el célebre _ironista_ que la
hermosura es una carta de recomendación que da la Naturaleza.

Pero cátate que, mientras usted toma tranquilamente su asiento en la
acera del café, llegan y se enfilan frente a usted cuatro singulares
personajes: dos mujeres de edad indefinible y dos hombres de catadura
sospechosa: sucios, andrajosos, descascarados. Ellas llevan cubierta la
cabeza con sendos pañuelos de hierbas; ellos la llevan cubierta,
asimismo, con sombreros o gorras de formas inverosímiles; ellas cantan,
ellos acompañan el canto, uno con un violín y otro con un guitarrón. Las
caras hacen gesticulaciones que parecen arrugamientos de trapo viejo.
Este es ciego, tuerto aquel, y al de más allá le manan, y no ámbar, los
ojos pitarrosos. Vienen coplas de amor, desengaño y tristeza; coplas
españolas, de melancolía árabe, en las cuales llora, sintetizada, una
pasión, ausencia, ingratitud, traición, olvido. Viene la canción
alusiva, picaresca, oportuna, en la que cada palabra adquiere un sentido
penetrante, y es como un grano de sal, como una caja de gracia
maliciosa. Y vienen el vals vienes y la jota aragonesa, desafinados, con
la letra cambiada, con la frase torcida, con el acompañamiento de moscón
de la guitarra y los crispantes chirridos del violín; mas coplas,
canciones, vals y jota traen desenfado y se llevan céntimos.

Porque el platillo recorre las mesas, el salón, los rincones, las
aceras, y de mano en mano de mozo en mozo, de transeunte en transeunte,
pronto se le ve, si no henchido, visitado a lo menos, por los obscuros
discos de las monedas de cobre.

No se ha marchado aún esta compañía lírica, cuando llegando esta otra,
de mayor o menor personal, de mejor o peor afinación, de diverso
instrumental, de distinto repertorio, de orfeón sólo o de exclusivo
género sinfónico; tres muchachas: una que canta en pie; otra, que,
sentada, abre y cierra el acordeón, y la más chiquilla, que recoge las
limosnas; un baturro de negro y corto pantalón, encintada pantorrilla,
hilacha de manta al hombro y varejón en mano; dos hembras greñudas y
tomadas de orín como las armas de Don Quijote; una pálida niña, de ojos
abiertos por el hambre y por la desvergüenza; una anciana, hecha una
_etcétera_ dentro de su manto raído; un mundo, en fin, el mundo de los
desheredados, de los inútiles, de los mutilados; el mundo de la pereza y
el vicio, de la incuria y del dolor; el fondo de la miseria, el
sedimento de todo conglomerado social, que sube a la superficie en estas
horas de alegría, y que burbujea y hace espuma, como si señalara
venenosas fermentaciones. Hasta bien entrada la noche sigue pasando la
_procesión histórica_, que plañe, grita, canta, implora, amolda una
oración en un aire de _tango_, y habla de sus enfermedades y desdichas
en tiempo de mazurka. Todo pintoresco, animado; todo sinceramente
optimista; a tal punto, que en estos rápidos cuadros de género que han
pintado tantos pintores españoles, la misericordia nos parece frívola,
la que ya nos suena a _cante-jondo_, el dolor se nos figura falseado, y
se nos antoja fingida la ceguera. Es que aquí la tristeza lleva
cascabeles, y los mendigos cargan guitarra. Es que aquí la mendicidad
tiene sus puntos y ribetes de juerga. Es que la despreocupación y la
alegría de vivir están en la atmósfera.

       *       *       *       *       *

¿Procesión histórica acabo de decir? Si, estas costumbres, esta
mendicidad retozona, esta musiquería ambulante, esta hampa colorida, son
antiguas, son seculares, están historiadas en los códices polvosos de
los cantares de gesta, descritas en los libros de Don Juan Manuel,
rimadas por Don Juan Ruiz, el fraile nocherniego del siglo XIV,
contadas en la vida del Lazarillo de Tormes, y desgranadas en mil y tres
fábulas, en las novelas de truhanes y pícaros. Estos mendigos de
guitarra y violín, estas cantadoras de copla coreada y jaleada, estos
flautistas de barba ermitañesca, son los mismos de hace ocho y siete y
seis siglos, son una prolongación, un desprendimiento, un escurrimiento
de las edades pretéritas, y constituyen una variante, una transformación
de aquella andante juglería medioeval, que llevaba por todas partes, a
los pueblos batalladores, una visión del ideal épico y una gota
trovadoresca de ensueño y galantería.

No piden a secas, cantan, tocan, llaman a las puertas del alma popular
con los mástiles de sus mugrientas guitarras; piden una moneda de cobre
a cambio de canciones y rasgueos. Esparcen a los cuatro vientos polvo de
regocijo y de ilusión, a trueque de un poco de calderilla desgastada. Y
como en los tiempos del _Mío Cid_, se conforman con un vaso de vino, y
ahora con un terrón de azúcar, cuando no reciben dinero.

Billeteros y pilluelos voceadores acompañan la sinfonía.



LA ULTIMA VISITA

DON JOSÉ ECHEGARAY


Madrid, septiembre 15 de 1916.

Los periódicos de ayer trajeron la noticia de la enfermedad de don José
Echegaray. Unos, la daban alarmados; consolados, otros. Estos, decían:
«Ya, por fortuna, ha pasado el peligro.» Aquéllos, temían que el caso
fuese fatal, «dada la edad del ilustre paciente».

Por la noche, las conversaciones de los cafés tuvieron su tema de
actualidad: la muerte de don José Echegaray. Lo que la Prensa temía por
la mañana, sucedió al atardecer. A las siete y minutos, y tras una breve
y plácida agonía, dejó de existir el célebre hombre de letras.

Hoy, todos los diarios de Madrid vienen cargados de homenajes a
Echegaray: su retrato, sus rasgos biográficos, la lista de sus obras, el
recuerdo de sus méritos, las anécdotas de su vida, las viejas fórmulas,
en suma, de los honores póstumos.

Ni la noticia de ayer ni la de hoy me sorprendieron. La de ayer no,
porque desde hace seis u ocho días, un amigo mío me había dicho en tono
de secreta confianza:

--Don José Echegaray está malo; tiene fiebre todas las noches; los
médicos temen una infección, muy peligrosa a los ochenta y cuatro años
de don José; la familia no quiere que se sepa esto, para evitar la
avalancha de las visitas y la marea de la curiosidad pública.

La noticia de hoy tampoco me ha sorprendido, porque casualmente oí
hablar a un médico que, con otra persona, pasaba por la calle del
Príncipe:

--Don José está agonizando en estos momentos.

Desde que escuché la frase púseme a hilvanar recuerdos, a remendar la
tela podrida de la memoria. Sin sorpresa, pero con tristeza, he pensado
en esta natural y suave desaparición de un espíritu tan vigoroso y
entero, que animaba, con energía de juventud robusta, una materia ya
gastada, un organismo endeble y decrépito. La llama de la vida interior
hacía crujir el resquebrajado vaso de la lámpara.

Uno de los deseos que traje a España fué el de hacer una visita a
Echegaray. Este hombre y este nombre, evocan en mí quién sabe cuántas
visiones de lo pasado; reviven, imaginativamente, mis andanzas de
cronista y crítico teatral, mis entusiasmos artísticos, mis frenéticas
admiraciones de muchacho.

Diez y seis años hace que mi maestro don Justo Sierra, de vuelta en
México de su viaje a Europa, me dijo:

--Don José Echegaray ha leído los artículos de usted. Cree que en Méjico
lo comprenden muy bien, y gusta de que sus obras sean estrenadas aquí.

En efecto; poco tiempo después, María Guerrero y Fernando Díaz de
Mendoza estrenaban, en una temporada brillante, _Malas herencias_ y, en
otra época, _La escalinata de un trono_. Después de la del _Loco Dios_,
estas ofrendas llenaron de agradecimiento al público de mi país. Eran
los tiempos en que se había hecho de moda desdeñar a Echegaray en
España y aplaudirlo y glorificarlo en América.

Así, pues, nada de extraño tiene que buscase yo el modo de realizar mi
deseo de visitar al anciano dramaturgo.

La suerte me deparó la ocasión. Francisco A. de Icaza, que tiene gran
prestigio en los círculos literarios y sociales, me habló un día de su
amistad con don José. Aproveché entonces la oportunidad para indicarle
mi propósito.

--Quisiera yo hacerle una visita--le dije.

--Está muy aislado me contestó Icaza--. No se deja ver de nadie. Todas
las tardes suele pasear un rato, en coche, por la Castellana. Le
acompañan personas de su familia, y no vuelve a salir, sino por las
mañanas, a sus habituales ocupaciones. Sin embargo, voy a ver si puedo
conseguir que te conceda una entrevista.

Y el sábado de una de estas últimas semanas, el insigne y bondadoso
amigo mío vino a prepararme:

--Mañana, domingo, iremos a visitar a don José. Nos espera a las cinco.
Vendré por ti.

--Estaré listo. Te agradezco la eficacia. Y sonreí ante la promesa de
una pequeña ilusión que iba a ser realizada.

       *       *       *       *       *

Por el Madrid nuevo, a un lado de la Castellana, se prolonga, ancha,
extensa, con su línea de arbolillos a la orilla de las aceras, la calle
de Martínez Campos, una de las más hermosas de este flamante barrio
recién urbanizado. Tapias limpias, fachadas de piedras labradas y
cristales fulgentes.

Por allí caminábamos el poeta Icaza y yo, al descender del tranvía, en
una luminosa y tibia tarde de agosto. Mi amigo reconoció, en una
esquina, el hotel de los Mendoza-Guerrero.

--El de Echegaray está inmediato a éste--me dijo--, junto al de los
artistas. Vamos por aquí, por la calle de Zurbano.

Y a pocos pasos nos detuvimos para sonar el timbre de una alta y cerrada
puerta. A la criada que la entreabrió, le preguntamos:

--¿El señor Echegaray?

--No está en casa--nos respondió, mirando con esa fijeza agresiva con
que se ve a los importunos.

Pero nosotros no hicimos caso, y como si no hubiésemos oído, sacamos de
nuestras carteras sendas tarjetas y se las entregamos a la sirviente,
agregando:

--Diga usted al señor que somos las personas a quienes dió cita para
esta hora.

Ante esta actitud, la fámula, un poco turbada, tomó las tarjetas y subió
por la escalinata del hotel. Bajo el vestíbulo quedamos esperando.
Veíamos asomarse, a un lado, las plantas floridas de un jardín.

La moza volvió:

--Que pasen ustedes.

Y entramos en la casa del maestro. En la planta baja, en una vasta
habitación, amurallada de libros, distinguimos los consabidos muebles de
estrado; el grave sofá, como un ministro, en medio de los dos sillones
acólitos. En el centro de la pieza, una elegante librería giratoria,
sobre la cual, entre volúmenes y papeles, se alzaba encristalada una
fotografía, de tamaño imperial, de María Guerrero. Una gran ventana,
cuyos vidrios atravesaba la luz de la tarde, una luz discreta, teñida de
verde, porque antes de llegar a la vidriera había tenido que filtrarse
por el follaje de una trepadora. Allí esperamos unos minutos, al cabo de
los cuales oímos el ruido suave de unos pasos, y, a poco, vimos aparecer
la figurilla pequeña, encorvada y magra, de un viejecito. Mi propósito
se había cumplido. Me encontraba yo frente al más portentoso creador y
forjador de fábulas delirantes de la escena española.

Don José se sentó en uno de los sillones, de espaldas a la ventana,
junto a mí, que en un extremo del sofá no cesaba de contemplarle.

Yo le conocía mucho por los retratos que tantas veces publicaron
revistas y periódicos. Pero no; la cámara no alcanza a reproducir la
expresión reveladora del espíritu, el ambiente psíquico que da animación
y carácter a una fisonomía. A los lados del cráneo cónico, el ralo y
apenas perceptible cerquillo de los cabellos blancos; muy amplia y de
limpia y majestuosa curva, la frente, cruzada por un leve pentágrama de
arrugas; bajo los lentes, apretados en el nacimiento de la nariz fina,
los ojos infantiles, indagadores y risueños; de una extremidad de los
lentes, cuelga la angosta cinta negra que desciende por la mejilla hasta
enredarse alrededor del cuello; y, lo que tal vez da más carácter a la
cabeza, el vellón de nieve de los bigotes espesos y la aguda perilla,
que rodean una boca de labios delgados y entreabiertos. Inclinada hacia
adelante y semienterrada en la estrecha caja de los hombros, aquella
cabeza recuerda viejas ilustraciones de leyendas y libros de
caballerías: un mago del Oriente, un hechicero medioeval... Bien le
sentaría a este rostro, iluminado de misteriosa claridad, la caperuza de
Merlín.

Don José está vestido con traje de casa; abriga su flacucho cuerpecito
con un saco afelpado y gris. Y en tanto que empieza a hablar, a
hurtadillas le miro las manos, muy viejas ya, más que la cara, de piel
rugosa y seca y deformados dedos, pero que conservan un enérgico gesto
de fuerza. ¡Oh, excelsas manos laboriosas, que estuvieron ochenta años
trazando sobre el papel figuras geométricas, signos algebráicos,
palabras de ciencia, voces de filosofía, líricos y sonoros vocablos!

La voz, la media voz de la conversación íntima, es insinuante y dulce.
Quiere, por educación, agradar con entonaciones afectuosas. El gran
hombre tiene miel en los labios y en el entendimiento. Dice cosas
amables y buenas. Y lenta y naturalmente, va ampliando su ideas, hasta
llevarlas desde las futilezas de la urbanidad hasta los horizontes de la
cultura.

Habla--es de rigor--de la guerra. Se duele de que por ella la ciencia
haya tenido que suspender sus investigaciones. ¡Es asombroso el adelanto
científico contemporáneo! Día por día se notaba...

Y comienza don José a hacernos profundas y divertidas explicaciones de
los nuevos descubrimientos. Cuanto le escuchamos con reverente atención,
está lleno de sabiduría y de la amenidad: el cálculo para conocer la
cantidad de átomos que cabe en un centímetro cúbico de aire; la
descripción y la historia de los globos; el análisis y el funcionamiento
de las máquinas aéreas; las conclusiones de la Física Matemática.

Cae, en el serio palique, traído por espontáneas asociaciones, el
recuerdo de los estudios científicos de Alemania. El sabio español los
encomia con entusiasmo. Tiene una gran curiosidad, una alta y noble
curiosidad por conocer los medios de que se valió el submarino
_Deutschland_ para ir, bajo las aguas, de Bremen a Nueva York.

--¡Oh--exclama--, es una admirable hazaña científica!

En este período de la charla, Echegaray ha llegado, no sólo a la
confianza, sino al contento. El hombre de ciencia encuéntrase a gusto
pensando, ante nosotros, en voz alta.

Francisco A. de Icaza, a quien mucho estima don José, departe
respetuosamente con el maestro. Yo guardo silencio y observo.

Y agotado el tema científico, en una pausa oportuna, dirijo esta
pregunta al polígrafo:

--¿Y las Memorias, señor? ¿No ha terminado usted sus Memorias?

--No--me contesta--; las dejé pendientes, porque la revista donde la
escribía, _La España Moderna_, cesó de publicarse, y no volví a ocuparme
más en el asunto.

--¡Qué lástima! ¡Tan interesantes, tan pintorescas, tan evocadoras! ¡Tan
deseosos que estábamos todos por que llegase usted a contarnos las
Memorias de su teatro!

--Cabalmente iba yo a empezar esa parte. Llegué a los tiempos de Don
Amadeo. Ahí se quedarán las tales Memorias.

Y por ese camino de las remembranzas y de las añoranzas, nos llevó el
hilo caprichoso de la conversación a las impresiones de la niñez, a los
más remotos recuerdos. Don José, entonces, en tono de confidencia
familiar, accionando parsimoniosamente con la mano huesosa, y dejando
vagar la mirada por el espacio, comenzó una narración tierna y sencilla,
sin literatura, de una sugestiva sinceridad. Cuatro o cinco episodios de
infancia, dos de los cuales fueron contados con velada y exquisita
emotividad. Don José, muy niño, de tres o cuatro años, recuerda haber
estado en pie cerca de su madre, pegado a ella y enfrente de un campo o
de una casa, en alto, donde estaban pasando cosas que le daban miedo y
le conmovían... ¿Qué era aquéllo? Mucho tiempo después, reflexionando
sobre eso e interrogando a su madre, vino a caer en la cuenta: era el
tablado de un teatro. Esa fué su primera impresión artística. Recuerda
asímismo, en otra ocasión, un camino, un coche lleno de gente, en el que
iban él y su madre.

Una detención brusca, gritos de angustia, caras de susto; su madre
sacando dinero de la bolsa de mano y rezando con extrema aflicción. ¿Qué
edad tendría entonces el chiquitín? Dos o tres años. Y aquel suceso,
¿qué era? Un asalto de bandidos.

Don José sonríe, y tiene su sonrisa _pargoletta_ una ingenuidad
candorosa.

--¡Es raro! ¡Es raro!--repite--. ¡Cómo pueden conservarse tan frescas y
tan lejanas estas impresiones de una edad en que no despertamos aún a la
vida!

Mi curiosidad espera la ocasión para orientar la plática hacia los
asuntos literarios, y apenas llega, la aprovecho:

--Señor, ¿no tiene usted nada inédito de teatro?

--Nada. Como autor dramático, he terminado. Buen espacio hace que no
escribo literatura. Artículos de vulgarización científica, sí. Usted
debe de saberlo. Llevo cincuenta años de colaborador quincenal de _El
Diario de la Marina_, de la Habana, y en esa publicación desarrollo,
por lo general, temas de ciencia.

--Sí, señor, lo sé. Y sé que tiene usted en ese bello país muchos
lectores y muchos admiradores. Y sé, además, que el teatro de usted no
muere en América: vive tan apasionante como siempre...

Don José vuelve a sonreír; pero ahora ya es una sonrisa de inconfesada y
profunda amargura. Algo doloroso, algo triste, pasa y nubla por un
instante la lucidez del pensamiento. Mas pronto vuelven la apacible
tranquilidad y la mansa expresión a aquel semblante de agorero. En el
fondo, este carácter parece poseer, como fuerza suprema, una fría
virilidad, que se sobrepone a los acontecimientos y domina los ímpetus
de la fantasía y del temperamento. Don José, absolutamente sereno, se
dirige a Icaza y lo interroga:

--¿Y la Academia? ¿Por qué no ha ido usted a la Academia?

Icaza explica su ausencia accidental del docto Cuerpo, legislador del
idioma, y yo, mientras tanto, recorro, con rapidez relampagueante los
campos del recuerdo.

       *       *       *       *       *

Estoy frente a un ingenio de España. La España actual tiene dos viejos
que la honran y la glorifican: Echegaray y Galdós. Ninguno de la
presente generación más alto que ellos. Han rendido su fruto, es verdad;
pero hay todavía mucho que aprender y que admirar en esa labor extensa.
Este don José, dramaturgo, es un eslabón de oro que unió la moral
calderoniana al desenfreno desmelenado del romanticismo. Y así prolongó,
exaltándola y agitándola, el alma española. Fué un creador de soberanos
delirios; un forjador de seres hiperestesiados. Sus concepciones, vastas
y desproporcionadas, tienen una existencia monstruosa por sublime. Sus
personajes son, frecuentemente, no hombres de carne y hueso, sino entes
metafísicos, figuras alegóricas, ánimas emblemáticas, símbolos de
virtudes y de vicios. El bien en los dramas de Echegaray, asciende hasta
lo seráfico; el mal desciende hasta lo demoníaco; cuanto él imagina,
toma aspecto grandioso. Pocas veces es humano; muchas, superhumano.
Puede falsear la vida hasta lo absurdo, pero la falsea para
amplificarla, para purificarla de menguadas bajezas, para hacerla más
comprensiva y noble. En su teatro usa y abusa de lo patético, de lo
torturante, de lo inverosímilmente doloroso, de lo horriblemente
trágico; pero todo ello para dejar en nuestro espíritu la marca
imborrable de un ideal, del ideal, del sólo ideal de perfección humana,
conquistado y realizado por el sacrificio y el martirio. La fatalidad
griega no triunfa en las febriles fantasías de Echegaray; es, al
contrario, vencida, a pesar del sufrimiento y de la muerte.

Cuando el poeta abre las alas, ensaya vuelos aquilinos. Gusta de
clavarse y hundirse en las nubes más remotas, más negras, más cargadas
de rayos. Es formidable y arrebatado. Juega con el frenesí como un niño
con un muñeco. Sabe apretar los corazones sin dañarlos, antes
complaciéndoles en el sufrimiento. Mezcla el amor y el dolor; el mal y
el bien; la vida y la muerte; las lágrimas y la sangre; la luz y la
sombra, y, por contrastes, y antítesis, y violencias, logra expresar la
belleza, haciéndonosla sentir inolvidablemente. Es, además, un lírico
supremo. No pule la frase; no es un joyero: la esculpe; es un
estatuario. Por todas partes siembra pensamientos; por aquí brilla una
profunda sentencia; por allí cruza el ave matizada de una metáfora;
clarea, en aquel parlamento, un símil raro; luce, de pronto, en esta
cláusula, un apotegma filosófico. Siembra pensamiento; pero para que
florezca, lo riega con linfas sentimentales. Es difícil hallar quien
mejor sepa poner a flor de labio la ternura, la pasión enamorada, la
súplica que ruega y acaricia, la palabra que confiesa el amor y suena a
beso. Las mujeres de don José Echegaray, cuando son buenas, son
angélicas; cuando son malas, su perversidad inspira más lástima que
misericordia. Todo en ellas es conflicto amoroso. Algunas heroínas
abren, de tiempo en tiempo, las alas, para que se vea que son querubes:
Mariana, Teodora, Fuensanta, Adelina...

Y este atormentador, en el momento que lo desea, es un seductor, y, en
el instante que le place, un burlador. Hace caricaturas, un poco
grotescas, pero muy sugestivas, de la imbecilidad social: el _clubman_
frívolo, el galán de salón, el vejete egoísta, el falso sabio.

Las facultades prodigiosas de este soñador se adaptan, con más amplitud,
al teatro de época, el drama heroico y de reconstrucción. Es en él
donde hizo maravillas. _En el seno de la muerte_, _Haroldo_, _Un milagro
en Egipto_, _La esposa del vengador_, _La muerte en los labios_.

En la comedia actual y de costumbres, rompe, con la pujanza de su
esfuerzo, la realidad; pero, con la influencia irresistible de su poder
genial, nos obliga a seguirlo a través de sus inverosimilitudes,
incoherencias y descoyuntamientos ilógicos. Perdemos, bruscamente
sugeridos, el sentido de la existencia positiva, y nos dejamos
arrebatar, como por la tormentosa corriente de un río, por las
peripecias de la acción excepcional, de la situación centelleante, que,
siendo rayanas en lo imposible, no dejan, sin embargo, de ser humanas.

El teatro de Echegaray es marcadamente romántico y genuino.
Manifestación de una raza bravía, generosa, exaltada en el idealismo,
enérgica en la acción, desbordante en el sentimiento, reproduce todos
estos caracteres en un mundo imaginario, impulsivo y tremendo. Arte
magno y conmovedor, que mueve multitudes y les arranca admiraciones.
Arte desmesurado y radiante, en que, como en el de Miguel Angel, la
Humanidad está representada y exteriorizada «en un sueño de energía
salvaje y de grandeza».

       *       *       *       *       *

Contuve mis rápidas meditaciones como un auriga sus corceles. Iba
demasiado de prisa. Volví a la humilde verdad. Allí, junto a mí, flaco y
encorvado, un viejecito sonreía y charlaba. Era un genio. Dentro de él
bullía aún, lleno de soles, un universo.

De pronto me acordé de una duda antigua, y, apenas pude hacerla, me
dirigí a don José:

--Dígame usted, señor, aquel drama que estrenó en México María Guerrero
y que se intitulaba _El preferido y los cenicientos_, ¿es de usted?
¿Será de algún imitador de usted? Perdóneme la indiscreción. ¡Tengo
tanta curiosidad de enterarme de eso! Yo escribí una crítica afirmando
que usted era el autor, y no el argentino de que me hablaba con
insistencia Fernando Díaz de Mendoza...

--Sí, recuerdo--me contestó cariñosamente el anciano--. En efecto, es
mía la obra: lo último que hice para el teatro; de ahí en adelante,
nada; me despedí para siempre... Desde entonces sigo con interés y
placer mis estudios sobre Física Matemática. Jamás falto a mi cátedra.
He escrito ya diez volúmenes acerca de esta materia, y aún tengo
proyectos para otros tantos.

Y con cierta ligereza, la que le permitían sus piernas, se levantó del
sillón, fué a una de las piezas contiguas y volvió con un libro, que
puso ante nuestros ojos. Soportábalo con una mano, y con la otra lo
hojeaba. Nosotros veíamos pasar fórmulas de álgebra, figuras
geométricas. Don José sabía muy bien que de nada le hubiese servido
explicarnos su obra; comprendía que éramos profanos, y se contentó con
la inocente satisfacción de enseñárnoslo. Después colocó el libro sobre
el estante giratorio y se sentó. Había satisfecho nuestros deseos, había
contestado a nuestras interrogaciones. Ahora le tocaba a él preguntar:

--¿Y América? ¿Y la situación de México? ¿Y Cuba?

Escuchaba con gran atención nuestras respuestas; seguía curiosamente
nuestras explicaciones; insistía, aclaraba, opinaba; mostraba una
extraordinaria penetración en sus juicios, una sólida ilustración.
Estaba informado de la sociología y de la política de los pueblos
hispanoamericanos. Al verle tan atento y tan enterado, pensé que este
hombre de tan varios conocimientos, podía repetir la célebre sentencia:
«Lo que interesa a la Humanidad, me interesa a mí.»

Habían pasado dos horas y no las habíamos sentido. Como quien despierta,
tornamos a la noción del tiempo. La habitación comenzaba a ennegrecerse,
y era cada vez más débil y mortecina la claridad de la ventana.

Nos dirigimos una mirada de inteligencia Icaza y yo; nos pusimos en pie.
Con respetuosa efusión, como el creyente que toca una reliquia, tomé la
mano que me tendía el portentoso viejecito, y recuerdo que le dije:

--No olvidaré que la buena suerte me otorgó el don, pocas veces
conseguido, de estrechar la mano de un inmortal.

--No--aclaró don José--; de un mortal... muy próximo a la muerte.

Y salió a acompañarnos hasta el primer peldaño de la escalera. Todavía,
al llegar al zaguán, volvimos la cabeza para saludarle. Y al verle por
última vez, me pareció que aquel cuerpo encorvado y magro era de una
engañosa debilidad y, como dijo el poeta, «tenía la fragilidad de las
cosas aladas».

       *       *       *       *       *

_Septiembre 16._

A las tres de la tarde salgo a la calle. Madrid está de luto. Los
balcones tienen cortinas negras. Las gentes van con rumbo a la
Castellana. La curiosidad de la multitud--se siente--está complicada de
pena y asombro. Las vías por donde ha de pasar el cortejo están
henchidas de silencioso gentío. Apenas puedo llegar al paseo de
Recoletos, y me detengo. Es imposible dar un paso más. La comitiva
fúnebre viene: ministros, diputados, prelados, clérigos, académicos,
uniformes, estandartes, insignias, soldados.

El desfile es interminable. Es toda la España legendariamente fastuosa y
coruscante. Suena una marcha funeral. Se oye a lo lejos, de cuando en
cuando, un cañonazo. Desde mi sitio alcanzo a ver, en varios edificios,
la bandera amarilla y roja, a media asta, aliquebrada y mustia. Hay sol
y llueve un poco.

Y yo, para mis adentros, mientras pasa el fastuoso ceremonial, a don
José, al buen don José, al viejecito mago y genial que me recibió en la
calle de Zurbano, le estoy diciendo las dulces palabras que le aprendí a
uno de los personajes de sus comedias: «Duerme, niño de los cabellos
blancos, que ya están haciéndote tu camita de tierra.»



VALLE-INCLÁN


Barcelona y Madrid son las catedrales de la literatura española. En cada
una de ellas reside la diócesis de la crítica. Allí se consagra a los
elegidos. Es preciso pasar por ahí para recibir las órdenes menores y
mayores de las letras. Pero Barcelona tiene su especialidad regional: el
lemosín.

Madrid es la primera, la fundamental, la tradicional. El talento de
provincia necesita, para ser conocido y estimado y para ampliar su
esfera de acción, venir a Madrid. Porque en Madrid se equilatan y tasan
las joyas del ingenio. Bien visto, un poeta provinciano apenas si para
los distribuidores de gloria es algo más que un «ruiseñor americano».
Necesita llegar y conquistar. Para unos, el camino es fácil, y la
fortuna, mujer caprichosa, se muestra avasallada y rendida porque sí.
Para otros, en cambio, es harto difícil y tortuoso el sendero, y
esquiva y desdeñosa la suerte.

Mas la ventaja estriba en que se puede cambiar de ruta y orientación: el
teatro, la lírica, la novela, la crítica, el periodismo. Hay,
naturalmente, en todo eso, un aspecto mercantil y otro artístico. Un
autor dramático, injustamente silbado, da media vuelta, marcha y
encuentra sitio en la redacción de un diario. Claro que las facultades
son diversas, y cada uno de esos intelectuales requiere especialización
y preparación. No es posible abarcar en un puño un conjunto de
condiciones, tan disímiles, a veces, que lo que, por ejemplo, sirve para
un género, es para otro absolutamente inservible y hasta perjudicial.

Pero la necesidad ayuda a la acomodación, y se establece un eclecticismo
típico que da a la vida literaria de la Villa y Corte variados y
sugestivos aspectos. Es curioso contemplar aquí la lucha por la gloria,
que se confunde y mezcla con frecuencia a la lucha por el pan, hasta
constituir una sola lucha con identidad de valores en los propósitos: el
pan es gloria; la gloria es pan.

No es sólo en Madrid esta inquietud batalladora que nos hace cambiar de
rumbo y aplicar los esfuerzos a empleos para los cuales no habíamos
educado nuestras aptitudes; pero aquí las dificultades de la existencia
personal del literato, obligan marcadamente, más tal vez que en otros
países, a la desespecialización, a la difusión.

El teatro es la grande y primera fuente de riqueza para el hombre de
letras. Quien llega a él y obtiene buen éxito, ya tiene asegurada la
vida, a condición de no dormirse sobre los laureles. El libro es menos
productivo, naturalmente; mas aun con público restringido, si logra
vender, sostiene al autor, y sólo en contadas ocasiones lo enriquece. El
dramaturgo, al imprimir sus obras, participa de las ventajas que le dan
el teatro y el libro. El periodismo, particularmente si es literario, no
es, ni con mucho tan productivo como el teatro y el libro; pero es un
«modus vivendi» que, a falta de recursos pecuniarios, ofrece los de la
influencia y la popularidad que, en ciertos casos, prestan innegables
servicios. Muchos son los que, rodando del teatro o del libro, caen en
el periódico, y en él quedan, aunque siempre dispuestos a nuevas y
audaces tentativas para triunfar en el tablado y en el volumen.

       *       *       *       *       *

Con mi propósito de silencioso acercamiento a los hombres de letras, he
tenido oportunidad de ver y oir en Madrid a algunos de los más
encopetados y célebres.

El verano suspende la vida social, los teatros se cierran, los palacios
quedan abandonados, tristes los cafés, mudas las orquestas y
transferidas las veladas del Ateneo. Medio mundo se va; pero el otro
medio mundo permanece y sufre los rigores del día, a cambio de la
impagable frescura de la mayor parte de las noches.

Este es el tiempo de las fiestas al aire libre, de las Verbenas, de la
opereta del «Magic Park», de las funciones del «Retiro», de las
nocturnas corridas de toros, del contento callejero, que no quiere cesar
hasta que lo sorprenda la luz del día.

Por calles y plazas va, en sonora fiesta, la multitud; los chicos
vocean, gritan los billeteros, rasguean sus apolilladas vihuelas los
mendigos; los tranvías derraman gentío en la Puerta del Sol; los
salones de los cafés están hechos un ascua. Pues, ¿qué hora es? Las tres
de la madrugada. En esta ciudad parece que no duerme nadie.

Y es que el medio mundo que en Madrid quedó, no es el más rico, sino el
más bullanguero; el que gusta de las cenas y bailes de la Bombilla, de
los mantones matizados, de la gracia oportuna, de la horchata de chufas
y del suave viento de la noche.

En el mundo que se fué están distinguidos artistas y poetas.

Sin embargo, intentaré hacer el esbozo de uno que en Madrid permaneció
hasta muy avanzado ya el Verano. Y así fué...


II

Una de estas noches prometedoras de frescura, iba yo por el principio de
la calle de Alcalá, rumbo al «Retiro», cuando de una de las mesas que de
los cafés se desbordan en tumultuoso desorden por las amplias aceras, vi
levantarse a un hombre vestido de negro. El sombrero, de anchas y
flojas alas; la barba no muy espesa, pero flúida y crecida sí, y casi en
contacto con la barba, como disputando a ésta territorio, unos quevedos,
dentro de cuyos grandes arillos de carey brillaban, con suavidad, los
ojos obscuros; todos estos rasgos hiciéronme comprender que se trataba
de un artista, probablemente de un pintor o de un escultor. La silueta
nerviosa y delgada tenía mucho carácter. Mas lo que mejor le
peculiarizaba era que, al andar, la manga izquierda de la americana
flotaba vacía: a juzgar por los movimientos de la manga, faltaba el
brazo desde un poco más abajo del hombro.

De pronto, no pude sospecharlo; pero un instante después, noté que a mí
venía la singular persona, la cual, desde lejos, pronunciaba en voz alta
mi nombre; y, entonces, poniendo una rápida y profunda atención, hice un
esfuerzo de memoria, extraje de ella una imagen, la comparé con la que
estaba frente a mí, y estreché entre las mías la única mano que, con
afable gesto, me tendía el barbudo y manco hombre. Y como un recuerdo, a
semejanza de los pájaros, mete ruido al volar y despierta a otros
muchos, al saludar al recién llegado, recitaba yo para mi coleto, el
caricaturesco alejandrino de Rubén Darío:

Este buen don Ramón de las barbas de chivo...

Efectivamente, allí estaba, en cuerpo mutilado y alma noble, Ramón del
Valle-Inclán, el «Marqués», autor famoso, caballero de juventud
trashumante, hidalgo enamorado de las hazañas, soñador de viejas y
tremendas fábulas, poeta raro y pulido, que revive en sus exquisitas
canciones la gracia honda y sutil, el encanto fragante de las trovas
antiguas.

Más de veinte años hacía que en una calle de México nos habíamos dicho:
«hasta luego», como quienes se despiden para tornar a verse a la
siguiente mañana. Y el mañana ha sido muy largo, y, no obstante, Ramón
del Valle-Inclán ha sabido llenarlo de gloria y de ventura.

--¿Qué hace usted por Madrid?

--Ya lo ve usted; vivir. Acabo de llegar...

--Pues yo también. Vengo de Francia; he estado en París, he visitado las
trincheras. ¿Cuándo quiere usted que charlemos?

--Cuando usted quiera; mañana mismo, si es posible.

--Sí, mañana. ¿Dónde vive usted?

--En una vieja posada. Será mejor que me dé la dirección de su casa; iré
a buscarle.

--Bueno; calle de Don Francisco de Rodas, número 3; lo espero a las
cinco de la tarde.

--No faltaré. Buenas noches, Ramón.

       *       *       *       *       *

En un barrio madrileño, muy bien saneado y cómodo, en el segundo piso de
una casa nueva, blanca, bien distribuída, vive ahora el insigne narrador
del «Romance de Lobos». Una vivienda luciente de limpieza. Llamo; abre
la puerta la muchacha criada, vestida con pulcritud, risueña y fresca.
Entro en la discreta penumbra de un angosto pasillo; después, levanta la
criada un cortinón de rameada y vieja seda verde, y me invita a pasar.
Es un saloncillo sobriamente amueblado: una mesa y una larga cómoda, de
madera fina y adosados al muro blanco, en dos de los lados del
cuadrilátero: frente a la mesa, apoyado también en el muro paralelo, un
pequeño y sencillo sofá, acompañado, como de dos acólitos, de dos
sillones braciabiertos; dos o tres sillas más por diversos rumbos. Sobre
la cubierta de la cómoda, en marco de metal, el retrato de un militar.
Curioseo la dedicatoria: es don Jaime. A muy poca altura de la mesa, un
cuadro apaisado de medianas dimensiones representa a Ramón del
Valle-Inclán, de poco más de medio cuerpo, en postura sedente. La figura
se destaca a un lado, en primer término, sobre una cortina descogida que
deja ver, al recogerse, un fondo de paisaje soñado, como los de los
retratos italianos del Renacimiento. Hay un bien logrado intento de
psicología en este retrato. El ambiente de la obra tiene no sé qué de
arcaico que parece emanar de la figura misma, barbuda, seria,
serenamente grave.

Todo este interior está iluminado por la claridad albidorada de la tarde
que entra, sin obstáculo alguno, por la ventana abierta, una ventana
cuya amplitud ocupa el ancho de la pared. Sobre el sofá está colocado un
hermoso óleo viejo, y a uno y otro lado de éste, otras pinturas y
dibujos. Me siento a esperar. Respiro el tranquilo y silencioso ambiente
de los «obreros de la palabra». Me acuerdo de que yo viví así no hace
mucho tiempo. Pasan unos minutos; oigo el eco sonoro de unos pasos que
se acercan; una mano, muy delicada, de largos dedos, levanta el cortinón
de la puerta; es él.

Es don Ramón del Valle-Inclán, pero un don Ramón más afectuoso, de una
amabilidad tierna, que presta a la voz un acento mórbido, tenoril,
ligeramente impregnado de feminidad. Tras el saludo cariñoso, nos
sentamos, yo, en mi sillón, y él, en el vecino extremo del sofá. Puedo
observar, a toda luz y atentamente, a mi amigo. Su cabeza pequeña, de
forma céltica, deja ver apenas, en el pelo corto, uno que otro hilo
blanco; el cutis del rostro se conserva juvenil y terso; luciente está
el obscuro castaño de la barba. Sobre la nariz, irregular, aperillada,
un poco plebeya, cabalgan los anteojos descomunales, y este adminículo,
que yo no le conocía, me desconcierta la imagen que conservaba en la
memoria; pero, en cambio, vuelvo a sentir la influencia de la mirada y
de la sonrisa, que son verdaderamente deliciosas.

Niños son los ojos, y niña la boca, y por ellos se exterioriza y derrama
el candor ingénito y diamantino de las almas superiores. En la mirada y
la sonrisa de Valle-Inclán se presiente la fuerza; pero se adivina la
inocencia. Dicen que es maligno; no se le conoce; lo que se le conoce es
lo apasionado, lo vivaz, lo nervioso. Dicen que es irónico; sí lo es, y
bien se nota cómo el ingenio gusta de pasarse, con agilidad duendil, por
los jardines del epigrama. Pero ser irónico no implica siempre ser
malicioso. La ironía suele no ser más que una corola encendida del rosal
de la gracia. Y la gracia es esencialmente amor y candor.

Valle-Inclán es, tal vez, un ironista caprichoso, que juega
gimnásticamente con la sutileza y el donaire. Se le juzga de otro modo,
quizá porque pertenece a la generación de los iconoclastas, de aquellos
jóvenes del «noventa y ocho» que se propusieron renovar las letras, y
que, para tal empresa, comenzaron por ejercitar sus rebeldías derribando
sistemáticamente los ídolos, minando y destruyendo las celebridades de
entonces. La tarea tenía más de atrevimiento que de justicia, pero nada
de extraño y muy poco de censurable. Los que llegan a la lucha, empiezan
por despreciar y desprestigiar a los que, ya cansados, conservan un
puesto que hace falta a los nuevos. Caen unos, levántanse otros, que, a
su vez, serán derribados más tarde, y luego, apagadas las pasiones,
viene la crítica, y, sin miramientos, da a cada quien lo que en rigor le
pertenece.

En un brevísimo instante pensé todo esto, mientras dábamos principio a
una conversación deshilvanada, insubstancial, nutrida de incoherencias y
preguntas vagas.

Aproveché un corto silencio para preguntarle lo que yo estaba deseando
desde el principio de la entrevista:

--¿Y qué impresiones tiene usted, Ramón, de su viaje a Francia?

--¡Oh!--me responde inmediatamente, y como adivinando mis intenciones--,
estoy seguro del triunfo.

Empieza a hablar, elevando un poco la entonación y haciendo intervenir,
para subrayar la palabra, a la única mano, que gesticula sobria pero
elocuentemente. Cuéntame, desde luego, su excursión al campo de batalla,
a las trincheras. Yo conozco todo esto por descripciones literarias.

No olvido los fuertes artículos nutridos de verdad del Dr. Ferrara. Y, a
pesar de eso, la narración de Valle-Inclán, que no me cuenta nada nuevo,
pone con mucha viveza la realidad frente a mis ojos. Es que estoy
escuchando a un conversador pintoresco, muy rico de dicción, fácil y
habilísimo en el manejo de las corrientes mentales para llevarlas por el
cauce lógico, sin retenerlas ni estancarlas en los remansos de la
digresión. El literato está acostumbrado a seguir sin desviaciones el
curso principal de los sucesos. No se detiene en incidentes ni
episodios, sino cuando cree que contribuyen a reforzar y a realzar la
acción fundamental. Conoce los recursos para encender el interés, y los
aplica con precisión y seguridad. Se diría que, aun conversando,
proyecta de antemano su discurso como quien traza el plan de una novela.
Lo que me seduce en la charla de Valle-Inclán, es la naturalidad. El
pensamiento espontáneo, la palabra simple: no hay torceduras
ideológicas ni contursiones sintácticas.

Fluye el lenguaje claro y sonoro como agua de fuente montañesa. Mas, en
esta misma sencillez, hay indudable elevación mental, sentimental y
verbal. A ratos, la conversación toma aspecto áulico. Detrás del poeta
comienza a perfilarse el profesor. Yo escucho con una atención escolar:
Estoy divertidísimo. La vida de topo del soldado, su esfuerzo, su
heroísmo, su alegría; los prodigiosos trabajos de defensa, los
improvisados jardines, las tremendas máquinas de guerra, las calzadas
polvorientas, los paisajes extraños, las descargas de fusilería, la
imprevista visita de las granadas... Es como una película a colores la
que estoy mirando.

Ramón iba acompañado de un camarada y varios oficiales, por un camino,
cerca de las trincheras, cuando, de pronto, vió que instantáneamente se
cubría de polvo amarillento la espalda del compañero, y, a la vez, él se
sintió bruscamente empujado por un golpe de aire, y, a pocos pasos,
hacia atrás, distinguió un gran agujero repentinamente abierto en la
tierra, un furioso remolino de arena, y un formidable estallido; era
una granada. Valle-Inclán creyó sentir en la suela de la bota el roce de
un casco. Un minuto de estupefacción. Se declara el aire. Los visitantes
y los oficiales habían salido ilesos. Y Valle-Inclán, para darme una
lección de «cosas», se pone en pie, va a la pieza vecina, y vuelve con
un pesado tubo vacío: el casco de la granada. Me quedo como párvulo en
«Kindergarden». Aquellas proezas del novelista me hacen el efecto de uno
de los cuentos fantásticos del «Cofre de Sándalo». El escritor está
junto a mí, con su sonrisa, ingenuo, y su mirada pura, y la expresión
serena de su flaca y barbada faz. Entonces recuerdo...

Recuerdo de Valle-Inclán, es un fantaseador extraordinario. Vive dentro
de una gesta constante. ¿Abulta o deforma la verdad? ¿Es hiperbólico o
decorador de la vida real? Yo pienso que, sencillamente, es un enamorado
de lo maravilloso. Su exaltación imaginativa no es otra cosa que una
resultante de sus generosas potencias espirituales, de su necesidad de
establecer la acción hasta los límites del ensueño. En el fondo del
hombre de letras se agitan los atávicos deseos del hombre de armas.
Sabido es que este admirable fantaseador tiene empapada la memoria en
filtros mágicos de aventuras y hazañas. Y se ve cómo, en efecto, el
valor en él está a la altura del ingenio.

       *       *       *       *       *

Mas lo que en Valle-Inclán seduce como narrador, interesa menos que lo
que tiene de expositor. Reproduce con mucho calor y mucha variedad una
acción, pero es indudablemente superior cuando desarrolla una teoría.
Aquí su facundia, que se refrena, y su lenguaje que se afina y torna más
lúcido y precioso, sírvenle de extraordinario modo para enlazar, en
sólidas y bien trabadas concatenaciones lógicas, los aledaños aéreos de
todo un sistema filosófico que, cual otra escala de Jacob, se tiende en
lo infinito.

Con su verba diáfana y su firme encadenamiento lógico, va el ilustre
literato español desenvolviendo sus ideas sobre la guerra europea, con
el cuidado con que un mercader de Oriente desenrollase un velo antiguo
tejido con filamentos de luna. Me hace entrar en la nebulosa radiante y
azul de una metafísica etérea. Háblame de las causas profundas de esta
espantosa conflagración. Era una forzosa consecuencia, un camino que
debía atravesar, en su peregrinación ascendente, el hombre, vértice, él
mismo, de un ángulo inmenso y misterioso, cuyos dos lados son lo pasado
y lo porvenir. La teoría de Valle-Inclán posee un atractivo fatalismo
teológico.

El escritor predice el triunfo próximo de Francia, de Inglaterra, de
Italia. Y sus frases llanas y rítmicas adquieren sonoridades de
versículo. Parecen salir de los delgados labios con un doble y profético
sentido.

Entonces Valle-Inclán no es sólo el narrador de leyendas, ni el
expositor de teorías; es el orador, es más, es el predicador. La delgada
figura toma lucimientos ascéticos. El rostro se ilumina con un rayo
místico. Y da principio la hora de la belleza.

Porque de las razones sociológicas y políticas, el estupendo conversador
pasa, como por el puente aquel que en el cuento de Grim, estaba hecho
con un cabello de hada, a las radiantes comarcas de la Estética. En
ellas está mejor: las recorre como si fuesen su señorío. Habla de la
expresión artística, de la forma del verbo, de las cognaciones étnicas
en relación con los idiomas, y su discurso, cada vez más cristalino y
tenue, viene como fulgor de estrella, del horizonte de la metafísica.
Escucho, de la boca de Valle-Inclán, los mismos conceptos que más tarde
había de leer en su último libro: «La Lámpara Maravillosa».

«Las palabras son siempre una creación de las multitudes. Alumbran, en
la hora en que se hacen necesarias, como verbos de amor y comunión entre
los hombres.»

«Las palabras son humildes como la vida. Pobres ánforas de barro,
contienen la experiencia derivada de los afanes cotidianos, nunca lo
inefable de las ilusiones eternas. El hombre que consigue romper alguna
vez la cárcel de los sentidos, reviste las palabras de un nuevo
significado, como de una túnica de luz.»

«El secreto de las conciencias sólo puede revelarse en el milagro
musical de las palabras. ¡Así el poeta, cuanto más obscuro, más
divino!»

Y Valle-Inclán, estimulado por su verba, que es una cadenilla de plata
sonante, va afiligranando los períodos, cerrando con la gótica llave de
oro del ritmo de las cláusulas y matizando sus locuciones con las flores
vivas y luminosas de la metáfora. Mi entendimiento lo sigue como siguen
los ojos, en el azul, el vuelo de los celajes. Y mientras él teoriza
inefablemente, yo lo estudio y pretendo darme cuenta del poder de su
fascinación. Domina, no únicamente por la energía y flexibilidad del
pensamiento, sino también por el sonido de la palabra. La articula y la
canta de una manera particular, y armoniza, con arte muy delicado, los
conjuntos fonéticos. Es un excelente instrumentador de las voces. Y, a
la finura de la idea, une la orquestación mozartiana de los vocablos.
¿Un verbo-motor? Probablemente. Pero sobre todo un soberano artístico de
la fonética.

Yo había visto en Valle-Inclán al poeta, y luego, al batallador. El
heredismo despertaba imaginativamente en el hombre de letras al hombre
de armas. Y para completar los caracteres de la raza, salía ahora del
fondo del «yo» integral, el hombre de altar y claustro, el dialéctico
de habilidad asombrosa. El poeta, en cuyas prosas y rimas queda un
velado rumor del Cancionero de Baena; el «Marqués», que recuerda en sus
narraciones caballerescas las descomunales batallas del libro portugués,
vertido por Montalvo; el fraile teólogo que, como San Bernardo, predica
cruzadas y escribe tratados de la ciencia de Dios, juntos en un hombre
como Valle-Inclán, hacen de éste un tipo representativo que, en su
complejidad, muestra la imperecedera unidad de una raza.

EL escritor, nervioso ya, en plena sobre-excitación, se ha puesto en pie
y, hablando, se pasea a lo largo del saloncillo. El brazo derecho ha
recogido, por la espalda, la vacía manga izquierda, y la manquera
resulta así más visible. El brazo que falta ha sido cortado casi a
cercén, y entonces la figura que se mueve en las primeras penumbras del
atardecer, trae a la memoria, por asociaciones repentinas--materiales y
psíquicas--, las viejas estatuas mutiladas de los santos de piedra que
se yerguen en las hornacinas de las fachadas de los templos seculares.

Ha caído la noche, entretanto. Valle-Inclán me invita a recorrer con él
las calles de Madrid hasta la Puerta del Sol. Acepto y bajamos de su
blanca y pulida casita. Vamos, callados ya, por el antiguo y adorable
Madrid. Yo, en mi interior, reflexiono y comparo: ¡Cómo ha crecido este
espíritu! ¡Qué grandes son las alas de esta «Aguila de blasón!» Mas ¡qué
bien conservan su candorosa infancia los ojos y la sonrisa! Cuando habla
nuevamente me va contando memorias, caras a su corazón, de Cuba, de
México...

       *       *       *       *       *

Hace pocos días, Valle-Inclán dió una conferencia en la Exposición de
cuadros de Anglada. Obtuvo un ruidoso triunfo. Para premiar sus méritos,
el Gobierno acaba de nombrarlo profesor de Estética en la Escuela de
Bellas Artes, de Madrid. El autor de «Flor de Santidad» está ya donde
debe estar: en la gloria, en la cátedra.



ALREDEDOR DE LOS ASESINOS

DON NILO Y PASOS LARGOS


El delito pasional tiene en Madrid sus peculiares caracteres de raza: la
disputa por la hembra, la riña de la calle, el desafío de taberna, la
navaja insaciable. Todos los días los celos realizan sus dramas de
arrabal, y los periódicos, con despectiva indiferencia, dan noticia de
estos sucesos habituales sin adjetivarlos ni comentarlos. Son
insignificantes notas de policía que se amontonan en el sitio fijo de
una plana interior, entre las hazañas del ratero y el suicidio del
amante desdeñado. Los pocos que quieren enterarse de esas curiosidades
ya saben dónde van a encontrarlas.

Pero ahora, durante muchos días, la crónica del crimen ha tomado por
asalto la primera plana de todos los periódicos de España, y extendida,
pormenorizada, ilustrada, compite con las noticias de guerra, a pesar
del ruido de armas con que éstas se imponen en el campo del periodismo.

El pueblo, sacudido como por un ataque nervioso, lee los «reportages»
que pormenorizan y desmenuzan el delito de don Nilo Aurelio Sanz,
miembro de la clase burguesa, agente de negocios, medio rábula, medio
timador, listo para hallar trampas, salidas y vericuetos entre los
artículos de los Códigos; audaz y laborioso, insinuante y maligno,
dispuesto siempre a la caza de toda empresa turbia, maestro de hurto, e
infatigable prestidigitador del engaño. La vida de don Nilo es la novela
de un pícaro novisecular. Acosado por las deudas, impulsado por las
necesidades, se ingenia día por día para encontrar recursos que lo
salven de las situaciones apuradas. Y los halla en la mentira, en el
enredo, en la intriga. Hoy vende abonos minerales que resultan ser
puñados de tierra; ayer se proveyó de la subsistencia pleiteando con las
Compañías de ferrocarriles; para mañana está preparando la emboscada de
una comisión de compraventa. Es afable y diligente. Tiene apariencia
bondadosa y franca. Posee el inestimable don de gentes.

Y así fué como atrajo a un labrador septuagenario y honrado, quien de
los campos de su provincia vino a Madrid. Quería el inocente y acomodado
rústico comprar un molino. Don Nilo le hizo promesas, le dió confianza,
sedujo la natural ambición de todo campesino, y, con un calculado y bien
dispuesto plan diabólico, lo llevó una tarde a un hotelito alquilado
previamente en las orillas de Madrid, lo invitó a beber y, aprovechando
un momento, le descargó por la espalda tres o cuatro hachazos, que
partieron el cráneo al infeliz Sr. Febrero, que ese era el nombre del
labrador. Después, despojó al cadáver de dos mil pesetas y el reloj, y
lo enterró en una de las piezas del hotel. Todo esto lo hizo ayudado de
su hijo, un mozo de diez y ocho años. Y una vez hecho, salió
tranquilamente a disfrutar de su vida burguesa y a permitirse el lujo de
ir a veranear con su familia a un lejano y pintoresco pueblo.

De allí lo trajo la policía que, singularmente activa y perspicaz,
logró encontrar las huellas del crimen y desenterrar el cadáver del Sr.
Febrero. Don Nilo, abrumado por las pruebas e impotente para lucir sus
habilidades de embaucador, ha tenido que confesar:--¡Yo lo maté!--Y se
disculpa débilmente atribuyendo a una riña el asesinato. Y más que
disculparse él mismo, pretende disculpar a su hijo. No supo nada; no me
ayudó en nada; es inocente. Este rasgo paternal muestra que don Nilo no
es un tigre, sino un ser humano..., bastante inhumano, para premeditar
el robo y la muerte de un viejo indefenso.

El crimen es vulgar; con sus repugnantes lances y episodios, nos lo
imaginamos como si viéramos una película barata. Pero, vulgar como es,
llenó por más de dos semanas los periódicos y las conversaciones. ¿Por
qué?

Es que en este país, sobresaltado y pasional, son raros los crímenes en
frío, metódicamente combinados, analizados, como este de don Nilo, y
ejecutados por personas de la clase media, que lleven su inmoralidad
hasta el punto de que un padre y un hijo colaboren en la preparación y
representación de una comedia que termina con un cobarde y vil
homicidio. Ni el amor, ni el odio, ni siquiera el deslumbramiento de la
riqueza, la fascinación del oro, intervinieron en este sangriento
cálculo. Una ambicioncilla insignificante, una torpe necesidad de cubrir
con unos cuantos centenares de pesetas los agujeros de las deudas que
impedían el paso de don Nilo: eso fué todo. El trabajo era grande y
¡vive Dios! que estuvo bien llevado a término; pero la recompensa
resultó miserable: cuatrocientos duros como pago de tanta fatiga, de
tanto ingenio, de tanta audacia: escoger el sitio, la hora, engañar, dar
hachazos, limpiar la sangre, enterrar al muerto...

Nadie comprende cómo don Nilo y su hijo pudieron hacer eso por tan
escaso dinero.

Pero si profundizamos un poco en este crimen, que repugna y desorienta a
la vez, hallaremos la clave, no sólo en la maldad hipócrita de los
asesinos, sino tal vez en el modo de existir, de arrastrar la
existencia; mejor dicho, de una parte numerosa de esta sociedad
madrileña, la cual parte suele tener sucursales en las metrópolis de
los países americanos. En Madrid hay un género abundante: el
pauperismo. Y este se divide en diversas especies que van desde el
mendigo de llaga pintada y ceguera fingida, hasta el noble arruinado que
hace prodigios para sostener su categoría social. Entre esta gama se
destaca, por su tono obscuro y tétrico, por su terrible malestar, por su
escondida desgracia, una de las especies: la de los pobres de levita. Es
impenetrable; es vergonzante; lucha por ocultar su indigencia comunal,
obligada a gastar de lo superfluo sin haber probado de lo estricto.
Vive, en el incesante problema de hoy, asustándose del fantasma del
mañana. Cada día que llega plantea una cuestión de vida o muerte. Y urge
resolverla de prisa, por medio de subterfugios y sutilezas. No es
posible rebajarse hasta la limosna; no es posible tampoco vivir sin el
pan, sin el techo... y sin la levita. El desequilibrio es incesante; es
fuerza, para mantenerse en el alambre de la categoría, hacer prodigios
acrobáticos. El escudero de «El Lazarillo de Tormes» es una muestra de
la tortura del famélico que ha de mostrarse harto, del desnudo que ha de
disfrazarse de vestido. Lo que esta clase sufre y lucha en Madrid ha
sido narrado en dolorosas y admirables páginas por muchos artistas,
entre ellos por el magno don Benito Pérez Galdós.

Y de esta clase, de las chicas de elegancia chillante y cursi; de los
chicos de traje de moda y corbata nueva; del padre de bastón y reloj
dorado; de la madre de vestido de seda negra; de la familia en el cine,
en el teatro, en el veraneo; de esta clase del martirio, del dolor y de
la mentira, salió don Nilo a cometer sus fechorías. Y como en este
combate sombrío del pan y la levita fué perdiendo el escrúpulo, la
dignidad, la vergüenza; como los muebles, a los que por el trasiego de
los años se les cae el barniz, se encontró al cabo del tiempo con que no
sólo era un pillo, sino que podía ser un criminal. Y cometió la infamia,
urgido y violentado por las terribles exigencias de una posición falsa.
Apareció en él, el regresivo, el «nato», el precursor, con las
malignidades y vivezas del civilizado; el lobo con las mañas del zorro.
Nada de esto lo absuelve; pero, al menos, lo explica. El delito se
afianza, como planta de raíces envenenadas, a la tierra que lo produjo.

La sociedad siente asco por estos delincuentes desapasionados eximios
que ponen, en un asesinato, el ingenio, la razón y la paciencia de
ciertas gentes que se entretienen en descifrar charadas y logogrifos.

En cambio, y como un contraste revelador, por la misma época que don
Nilo en la Cárcel de Madrid, entró en la de Ronda--población
andaluza--otro criminal perseguido: «Pasos Largos». Se presentó solo en
una fonda, se entregó, vino la policía, lo recogió y lo condujo a la
prisión. Al ser conducido en un coche, la multitud, que curiosamente lo
seguía, lo aplaudió, es más, lo vitoreó.

El crimen de «Pasos Largos» es de los que producen: en el hombre
inferior, simpatía, y en el superior, interés y misericordia.

«Pasos Largos» era un cazador furtivo. De eso vivía, esquivando a los
guardias y jugando con ellos al escondite por bosques y caminos. Un día
fué alcanzado por un guardia y azotado cruelmente. «Pasos Largos» juró
vengarse y se vengó; quitó la vida a quien le había quitado el pellejo.
Desde entonces huyó con doble motivo: por cazador y por asesino. Y
siguió la existencia aventurera de los bandidos de novela, la del «Rey
de Sierra Morena», la de los «Siete Niños de Ecija», la de tantos héroes
de la fantasía popular. Fué un rebelde valeroso, desafiador de los
peligros. Hasta que, fatigado, y quizá arrepentido, bajó un día, como
Zaratustra, de la montaña y se puso él mismo en las manos de la
justicia. Mientras corrieron tras él no le dieron alcance. Cuando él
quiso, se ofreció voluntariamente.

Este hombre, producto de una región romántica e imaginativa, ha entrado
en su prisión como si entrara en su palacio de vuelta de una hazaña
portentosa. Ya sabe él que aunque la ley lo castigue, el pueblo lo
comprende y lo perdona. Ha escuchado un fallo rumoroso que debe de haber
sonado en sus oídos como un himno de apoteosis. A «Pasos Largos» la
Prensa lo ha tratado con cierta piadosa benevolencia.

Los comentarios de Madrid afirman que entre don Nilo y «Pasos Largos» se
abre un abismo. Puede ser; pero en el fondo de este abismo corre un
manantial de sangre humana.



LA FIESTA ROJA


Yo creo que si en España se suprimiesen los toros, la revolución no se
haría esperar. Porque aquí la vida no se concibe sin ellos; y el afán
general y el anhelo particular no tendrían estímulo--¡qué digo
estímulo!--ni objeto tendrían si las corridas fuesen suprimidas alguna
vez, cosa que me parece tan difícil como prohibir el uso del vino. Cada
pueblo de España, por más pobre que sea, tiene siempre su iglesia y su
plaza de toros; todo lo demás puede faltarle; estas dos cosas no.

En Madrid acaba de terminar la gran temporada; pero, de la misma manera
que en otros «centros taurinos», siguen las «novilladas», que se
repiten, según me cuentan, hasta que vuelve la temporada seria, y que,
manteniendo vivo el fuego sagrado, entretienen la inquietud del público
insaciable.

Un día de toros en la metrópoli ibera, es como la poesía baudeleriana,
de la cual dijo Hugo que traía un nuevo estremecimiento. Aunque sea de
trabajo, no importa, es un día de fiesta. Hay agitación por todas
partes, desde muchas horas antes de la corrida. La gente no puede
contener su nerviosidad. Las conversaciones de los corrillos callejeros
vuélvense augurios y presentimientos acerca del próximo espectáculo. Los
rostros pasan iluminados por una flama de entusiasmo, se revenden y
compran los billetes de entrada con un afán loco. Cada quien se prepara
a recibir fuertes impresiones. Los nombres de los matadores en boga
saltan en todos los labios. Se cruzan apuestas sobre quién de entre
ellos va a quedar mejor. Los hombres opinan; las mujeres sonríen y ríen;
gritan los arrapiezos; salúdanse los amigos desde lejos y se citan para
ir juntos a la corrida; todo es algazara, bullicio, contento,
fascinación, luz de sol y fragancia de claveles.

A las cuatro de la tarde, la calle de Alcalá, desde la Puerta del Sol
hasta la puerta de la Plaza, adquiere una animación alborotadora. Un
rosario de tranvías henchido corre sin cesar; pasan, cargados,
jardineras y coches de punto; vuelan los automóviles de caja lustrosa, y
corren, con aspecto de cestas de flores y encajes, las «victorias»
ligeras.

Al llegar, de la redonda fábrica salen rumores de alterada marea. Al
entrar, los ojos se deslumbran y sufren el doloroso encanto de la luz
intensa. Hierve el oro del sol en más de la mitad de la plaza, y la
sombra que proyecta la parte no soleada, pinta en la arena del redondel
una media luna de negro acuoso. Los tendidos, cubiertos de gente,
semejan una rampa compacta de sombreros cordobeses, de caras risueñas,
de mantillas blancas, y aquí y allá, las móviles espigas de los brazos
completan la ilusión de un campo sembrado de matizadas floraciones.
Arriba de los barandales de las «lumbreras», cuelgan tapices y mantones,
como lienzos salpicados al capricho, de chispeantes grumos de color.

Ya ha dado principio la corrida. Los lidiadores, refulgentes de sedas y
oros, van y vienen, azuzando y engañando al toro con el trapo rojizo,
que el animal, corpulento y resoplante, embiste con generosa bravura.
¡Ah, pero el sacrificio de los caballos, el asqueroso y brutal pisoteo
de las entrañas de la pobre bestia vendada, que tiembla de miedo y
obedece, sin embargo, al hombre que la guía; las contorsiones de dolor,
las gesticulaciones de angustia, los sacudimientos de agonía, las
horribles crueldades de los picadores y «monos sabios», que quieren
aprovechar hasta el último momento de aquellas vidas inferiores,
martirizadas en unos instantes que son para ellas como siglos de terror;
aquellos grandes charcos de sangre, que brillan como espejos de púrpura;
aquellos cadáveres rígidos que, empolvados y vacíos, enseñan en un
«rictus» bronco y tremendo la doble fila de los dientes amarillentos!...

Estos actos de fiereza inhumana bastarían para hacer odioso el
espectáculo. Los defensores de él afirman que es este un modo peculiar y
sugestivo de conservar el vigoroso ímpetu de la raza. Yo me figuro que
lo que se conserva más que el ímpetu es, indudablemente, la barbarie, el
instinto del mal, la ferocidad primitiva, que es lo que la civilización
trata de modificar y destruir en la especie humana. Si la cultura no
tiene por base y fundamento moral la piedad, si no ha de ahogar, o por
lo menos ablandar en nosotros a la fiera, no sirve entonces la obra de
la cultura, y a la postre resultará frustránea y vacua. No es el ideal
hacer refinados, sino piadosos. Fuertes sí, pero para aprovechar las
fuerzas en el bien, porque los hombres no han de ser fuertes nada más,
han de ser buenos. Así pensaba yo, mientras...

No conozco los incidentes ni las peripecias de una lidia. Los hombres
bregan, el toro embiste, y he aquí que en el final de la lucha, cuando
el matador, espada en mano, reta a la fiera, vi un relámpago de acero,
una flámula roja por los aires, y en los cuernos del bruto un montón de
seda y bordados de oro que voltejeaba. El matador había «sido cogido».
Acudieron los compañeros, con sus capotes, a arrebatar su presa al toro;
levantaron del suelo al herido; en silla de manos sacáronle los monos
sabios a la enfermería. El público cesó de rugir. Una onda de pánico
hizo el silencio en torno de la tragedia. Entonces, todo emocionado,
dije a mi compañero:

--Esto se acabó; vámonos.

--No, no se acabará--me contestó mi amigo madrileño--. «Pacomio» a la
enfermería. Nosotros a seguir mirando la lidia. Faltan cuatro toros y me
dicen que hay dos de muy buena estampa. Y aún quedan matadores en el
ruedo.

Efectivamente, a poco, el público, repuesto, aplaudía la aparición de un
toro arrogante y alto, que alzaba orgullosamente el coronado testuz.

       *       *       *       *       *

Al salir de la plaza nos detuvimos en una taberna cercana a descansar.
El espectáculo es de los que descoyuntan como una larga jornada. Cuando
ya la tarde se iba obscureciendo y la calle de Alcalá tomaba su aspecto
normal, vi pasar una procesión fúnebre: marchaba muy lentamente, a su
cabeza, una camilla cubierta de mantas, y cargada por seis robustos
mozos; toreros, amigos, periodistas y curiosos, la seguían. Así salió,
aquella tarde, «Pacomio» de la plaza. Ocho días antes, así había salido
también «Paco Madrid». A las primeras horas de la noche, los chiquillos
voceaban la gravedad del matador.

En la plaza de Canalejas, en los balcones de un diario, estuvo por
varios días un boletín dando cuenta del estado del enfermo.

Se acentuó la mejoría, y ya nadie hizo caso del suceso. No tenía
significación. Además, vino a ponerlo en completo olvido el anuncio de
que, en corrida especial, «Regaterín» iba a cortarse la coleta. Los
diarios todos se ocuparon en hablar del asunto. Tratábase de un
acontecimiento en la villa de Madrid. La Prensa publicó ilustraciones de
primera plana. Hubo en el ruedo y en los tendidos lágrimas, abrazos y
efusiones.

Para quitarme un tanto la impresión desconcertante de un suceso que no
me interesaba, me puse a leer con atención las noticias de la ocupación
de Biut, los combates que las tropas sostuvieron en Africa con los moros
rebeldes. Murieron allí, heroicamente, oficiales y soldados. El valor
español tuvo una alta manifestación en el cumplimiento del deber. Los
enviados especiales de la Prensa han hecho pequeños relatos de epopeya.

Y, no obstante, se diría que esta noticia no ha causado la sensación, la
emoción colectiva que yo me esperaba...



LOS LITERATOS ESPAÑOLES Y LOS RUISEÑORES AMERICANOS

IGLESIAS Y GUIMERÁ


En Barcelona vi a dos hombres célebres en la literatura dramática:
Iglesias, el autor de _Los Viejos_, y Guimerá, el poeta de _Tierra Baja_
y _María Rosa_.

Durante una representación de _La Artesiana_, de Daudet, en la Plaza de
las Arenas, a la terminación de un acto, cuando los obreros--porque se
trataba de una función popular--andaban de aquí para allá por los
pasillos de la sala de espectáculos, improvisada en el vasto redondel,
me picó la curiosidad un hombre escuálido y vestido con modestia, de
larga y lacia cabellera, asomándose por bajo el fieltro negro y de
anchas alas, y de rostro seco y huesoso, que hacía pensar en un Don
Quijote con anteojos... La figura no era extravagante; era interesante,
y más que eso, típica, original. Personificaba, como otras tantas
españolas, un pueblo y una raza. Los ojos tenían extraordinario brillo;
la cara, áspero gesto; el cuerpo, actitudes desmayadas.

--¿Quién es?--le pregunté al editor Ramón Araluce, que se hallaba a mi
lado, y era mi directorio, mi «cicerone» y mi guía.

--Es Iglesias--me contestó Araluce--: tiene mucho prestigio, ¿quiere
usted ser presentado con él?

--Ahora, no--respondí--. Ya encontraremos otra oportunidad.

Y mientras estuve en Barcelona, la oportunidad no volvió a presentarse.

       *       *       *       *       *

La verdad es que me he propuesto ver primero a los pueblos que a las
gentes, a los grupos que a los individuos. Desde luego las ciudades en
su aspecto total; en seguida, los ejemplares de humanidad selecta y
representativa, en sus peculiaridades individuales. Además, experimento
un raro placer en observar desde mi insignificancia; soy un anónimo; me
llamo Don Nadie, y así no hay quien se fije en mí ni me haga caso, ni
mucho menos se ponga en «actitud», como frente a los fotógrafos y
periodistas. De este modo puedo ver más al natural, y sorprender cosas
que quizá de otra manera se me ocultarían o pasarían inadvertidas para
mí. Es cierto que no podré darme cuenta sino de lo exterior; pero es que
en muchas ocasiones el secreto interior sale a la superficie y se
revela, y en esos determinados momentos es un goce el ejercicio de la
perspicacia.

Luego, he podido comprender que los literatos españoles saben poco de la
vida cultural de la América latina. Hispano-América sirve mucho a los
libreros; a los autores de libros los tiene sin cuidado. El editor
conoce al dedillo el estado económico, intelectual y político de
cualquiera de nuestros países novicontinentales; como que el asunto le
interesa sobremanera y es la base de sus cálculos; lo que se vende en
América es para el editor peninsular, tanto o más importante que lo que
se vende en España misma.

El literato no piensa lo mismo, porque no tiene necesidad de ello. Se
cree de una superioridad incontestable sobre los hombres de letras
españolas en Ultramar. Se juzga quizá un conquistador mental, supuesto
que su nombre y sus obras ejercen un dominio y son conocidas y muchas
veces admiradas en Colombia, Venezuela, Chile, Perú, Argentina, Cuba,
México...

El concepto es falso, a todas luces; mas pienso que ha de llegar el día
en que vaya siendo rectificado. Se necesita un esfuerzo de intercambio
que cruce los límites utópicos de la confraternidad idealista y entre en
el terreno positivo del comercio bibliográfico. Entonces se anotarán los
errores de esta indiferencia, ya que no desdén, por la cultura de
América.

Y tal indiferencia no es obstinación, ni rencor, ni vanidad;
encastillamiento, y, tal vez, un resto de orgullo metropolitano. Tan es
así, que Rubén Darío, por ejemplo, dejó huellas hondas en la vida
literaria de aquí, se le considera un maestro, un reformador, una gloria
del arte, y se le cita y se habla de él con respeto y admiración. Santos
Chocano alcanzó pronto celebridad y fama; Amado Nervo recibió un
homenaje inolvidable. Pero no es eso; es el conjunto de una
civilización, es el aspecto general de los fenómenos literarios los que
darían a los españoles una noción clara de lo que son actualmente las
letras de Hispano-América. Habría algo que decir y que decidir acerca de
eso.

Sobre los motivos indicados existe otro muy personal que me detiene en
la línea obscura de mi honesta insignificancia. El bombo, el platillo y
todos los instrumentos de ruido y compás, me han parecido siempre
ridículos. La notoriedad hecha en párrafos de gacetilla es como una
condecoración de oropel; quien se la pone, queriendo engañar a los
demás, se engaña a sí mismo.

En mi tierra andaba por esas calles de Dios un loco, que sobre los
miserables harapos que cubrían su pecho, colgaba cintajos, medallas
viejas, nuevas, de latón, cuentas de vidrio, cuanto veía brillar en la
basura de los muladares. Con esto y con una caña corriente, que era su
bastón de mando, iba haciendo gestos arrogantes y caricaturescas
posturas. Se creía condecorado por reyes, papas, emperadores. A este
megalómano le llamaban el General «Lobo Guerrero».

Pues como él, he visto pasar a muchos impacientes de gloria. Hay muchos
«Lobos Guerreros» de la literatura y del arte.

       *       *       *       *       *

Por acá suelen descolgarse muchachos que atravesaron el Atlántico para
recibir la consagración de manos de los pontífices de la poesía
castellana. Esos muchachos visitan todas las redacciones, se presentan a
todos los artistas y periodistas en boga, y en cada esquina espetan
poemillas modernistas, insustanciales y verbosos. La burla española, la
genuina y picante burla de este pueblo zumbón y malicioso, ha
clasificado a esos versificadores inocentes, ansiosos de renombre; los
llama «ruiseñores americanos». Yo no me he atrevido a entrar en el
gremio; no quiero pasar por un ruiseñor americano. En mí sería tanto más
extravagante cuanto que no podría disculpar mi torpeza atribuyéndola a
locuras de juventud. Ya peino canas.

Prefiero, como cualquier hijo de vecino, ir, venir, ver a mis anchas,
sin miedo a la crítica, sin apercibimiento para la ironía, sin la
obligada genuflexión, sin el elogio vulgar e insincero, sin necesidad,
en fin, de que los literatos y yo perdamos naturalidad, ellos para
producir la impresión y yo para recogerla.

Por eso me excusé de ser presentado con Iglesias. Por eso todas las
tardes, a la caída del sol, detenía yo unos minutos mi paseo por las
ramblas, frente a un café situado en la esquina de la Plaza de Cataluña,
y a través del vidrio de un escaparate me ponía a mirar a un anciano,
silencioso, triste, de mirada incierta y como desconfiada, de frente
cargada de recuerdos, de gesto desconsolado y amargo. Siempre lo vi
solo; callado siempre; el cuerpo, en el que se adivina el quebranto de
la fatiga recargado en el terciopelo rojo de una butaca mural; el
espíritu en quién sabe qué vuelo lejano de memorias. Vida interior,
ensimismamiento, envuelven y velan a este hombre cansado y melancólico.
Es un grande y piadoso poeta a quien todos hemos aplaudido y admirado.
Su nombre traspasó las fronteras de la patria. Es dramaturgo, y algunas
de sus obras se presentan en Italia, en Francia, en Alemania. Una,
«Tierra Baja», musicada por un teutón, se canta. La tristeza lo rodea;
la gloria lo sigue. A su alrededor se ha hecho un silencio
resplandeciente.

Así es como, en Barcelona, miré a Guimerá, al famoso don Angel Guimerá,
tarde por tarde.



EN MADRID

LA EXPOSICIÓN DE ANGLADA


En los Jardines del «Buen Retiro», a un lado del bello e inacabado
monumento de Alfonso XII, cuya corva columnata muerde en el extremo
opuesto la orilla del lago plomizo, se alza una bonita construcción de
estilo Renacimiento. A las cinco de la tarde, hora sofocante aún, voy
subiendo por la escalinata de este palacio del Arte.

Me siento espoleado por una extraordinaria curiosidad. La exposición de
las obras del pintor Anglada es el tema del día en las conversaciones de
los círculos culturales y en las columnas de crítica de los periódicos
de Madrid.

Llevo menos de un mes de vivir en esta deliciosa ciudad, «la ciudad
alegre y confiada» de que nos habla Benavente en su última comedia, y
cinco veces he visitado el famoso Museo del Prado, que es, entre todas
las pinacotecas europeas, una de las que con mayor derecho aspira a los
primeros lugares. La sala de los retratos, con sus Grecos, sus Sánchez
Coello, sus Pantojas, sus Tiziano, sus Carreños, bastaría sólo ella para
clavar años y años, vista y entendimiento en aquellos cuadros que
parecen ventanas por donde se están asomando, siglos hace, reyes,
caballeros, princesas, monjas, a quienes no miramos nada más nosotros,
sino que nos miran ellos también, inmortalmente vivos, con el alma a
flor de pupila, con el corazón latiendo bajo las sedas, los brocados y
los terciopelos de los trajes. La sala de Goya retiene con el imperio de
su mundo tragicómico, estupendo de realismo revolucionario, frenético de
horror y empapado de sátira diabólica, donde reina en su inquietante
desnudez la «Maja». La redonda sala de Velázquez es una catedral, de la
que no quisiéramos salir nunca, embebidos en los milagros del genio. Y
Rubens, el suntuoso, y Van Dick, el elegante, las doradas carnes de
Tiziano, y los ambientes ascéticos de Zurbarán, y la gracia amable de
Murillo, y todo el universo evocador encerrado en aquel maravilloso
Museo, fuerzan en el espíritu a la contemplación incesante y lo sumergen
en una onda de brillo total, donde sólo queda flotando la impresión
conmovedora del color y la línea. Un día, quizá, me atreva yo a
exteriorizar esa impresión en alguna próxima nota. Por ahora diré
únicamente que mis cinco visitas al Prado despertaron mis viejas
aficiones de impenitente y apasionado «dilettante».

       *       *       *       *       *

La Exposición Anglada se ve muy concurrida tarde por tarde; artistas,
mujeres, poetas, escritores, se aglomeran dentro del reducido recinto.
Más de treinta y dos son las obras presentadas por este pintor catalán,
que hizo en Francia sus trabajos y su celebridad, y que no había querido
aparecer en España antes, tal vez, de haber consolidado su fama y su
personalidad. Los periódicos madrileños, al anunciar esta exhibición,
dijeron que se trataba de una de las dos columnas de la moderna pintura
española: una de ellas, Zuloaga; la otra, Anglada.

Después, la crítica periodística, sin escatimar el elogio hiperbólico,
parece que vela con él cierta inconfesa reticencia; que se mueve, no
obstante, por debajo de la malla deslumbradora del encomio. En cambio
los técnicos, los conocedores del oficio, han manifestado una admiración
que se acerca al éxtasis y que excluye toda censura. Anglada ha llegado
al límite de lo posible. Pintando, nadie ha ido más allá.

¿Y el público? ¡Ah! el público ve y oye. Cuando ve, se desconcierta;
cuando oye, se previene. Y es que lo que ve, no guarda relación con lo
que oye. La mirada profana no descubre el decantado prodigio de la
pintura de Anglada, y aun dispuesto, como se encuentra el público, a
dejarse sugestionar por la palabra, no lo consigue. Es que para ver las
actuales manifestaciones del arte plástico parece necesitar una
preparación, una educación que en otro tiempo no era indispensable, y
que hoy hace del culto estético una capilla estrecha, una torre de
marfil en la que caben nada más unos cuantos iniciados en los
esotéricos misterios.

Yo creo en lo que dicen los «técnicos». Hay, efectivamente, en los
trabajos de Anglada una maestría insuperable para poner, combinar y
armonizar el color y producir una brusca sensación de encanto por los
atrevimientos y contrastes de los tonos. Cada cuadro es una sinfonía de
raros acordes de matices, de ásperas disonancias, que causan, sin
embargo, un delicioso placer visual y provocan la fascinación de lo
original y exquisito. Los mantones bordados, los rasos joyantes, las
telas transparentes, las flores aterciopeladas, salen de los lienzos, se
nos muestran en un inverosímil naturalismo, nos producen el efecto de
que estamos recorriendo un bazar de indumentaria magnífica, en el cual,
el típico mantón español domina con sus notas polícromas, la variedad de
los encajes y la seda. Y estos paños fastuosos que cuelgan de los muros,
se destacan, brillan, caen en pliegues mates y en flecos desmayados, con
un relieve imprevisto que nos engaña, al punto de darnos la ilusión de
que no han sido pintados, sino de que están allí pegados y superpuestos
en el lienzo. Nos acercamos, y delante de nuestros ojos están los grumos
de pintura untados, como si la mano del artista hubiese ido, a capricho,
exprimiendo sobre la tela los botecillos de la pintura. Mas el
sortilegio persiste si volvemos a alejarnos un poco.

       *       *       *       *       *

Y así vamos, de asombro en asombro, recorriendo los salones. En ellos,
las figuras de mujer son las más frecuentes y atractivas. ¿Atractivas,
por qué? No precisamente por su humanidad, por su vitalidad, por su
espiritualidad, sino por sus trajes y sus actitudes, algunas de las
cuales indican no sé qué forzada violencia, no sé qué rebuscado
descoyuntamiento. Semejantes «poses» chocan, pero no carecen de
sugestión. Hay en ellas cierta gracia artificial y morbosa. Pero no son
seres producidos por la naturaleza; poseen una desdibujada vaguedad, una
lejana expresión de vida, una indefinida rigidez de maniquí, que
contrastan con el «verismo» indumentario. Indudablemente estas criaturas
han sido sentidas por un enfermizo temperamento de sensualidad
extravagante. Hay quien las ve inquietantes. Hay también quien las ve
insignificantes.

Anglada presenta composiciones de aliento, tales como «El tango de la
Corona», «Los enamorados de Jaca», «Valencia», que son cuadros robustos,
muy fuertes de colorido y de marcada extrañeza de pensamiento y
sentimiento. Presenta también el pintor tres soberbios desnudos,
magníficas «academias» de admirable claro-obscuro.

Mas la impresión que persiste en nuestro recuerdo y que ha herido
vigorosamente nuestra retina, es la de habernos recreado, no en la
contemplación de pinturas, sino de esmaltes, de marfiles, de raras y
brillantes cerámicas, de barnizados caolines, de satinadas traperías, de
viejos tapices, encajes y flecos. No recordamos haber visto carne. No
recordamos el alma de las figuras tan espléndidamente ataviadas. La
producción de Anglada, en general, parece dar a la pintura, su carácter
de auxiliar de arte meramente decorativa, y en éste o aquél trabajo, nos
trae a la memoria el género inferior del «affiche».

Mas, en manera alguna se trata de un débil, sino de un pletórico y
extraño talento, cuyos caprichos pueden, en ocasiones, llegar a la
extravagancia, pero sin hacerle perder sus pujantes cualidades.

       *       *       *       *       *

Y si creo en los que dicen los «técnicos», no dejo de comprender, al
mismo tiempo, que los profanos tienen razón. Todos esos modos de ver y
de sentir la vida, todas esas insanias de metamorfosis y alteración de
color y de forma, todas esas nuevas escuelas que nos obligan a la
reeducación de los sentidos, a la preparación y al esfuerzo, alejan al
Arte de su natural tendencia de expansión y propagación. El arte tiene
que ser eminentemente popular. Tiene una gran misión social que cumplir,
y cuanto más se aleje de ella y reduzca sus emociones a pequeños grupos
de iniciados y sacerdotes, tanto más perderá de ideal y significación.
Anglada es un insigne pintor que aquilatan y comprenden unos cuantos
exquisitos.

Y pensando en la sublime simplicidad de Velázquez y en la estupenda
fantasía de Rubens, salí del Palacio artístico del «Buen Retiro».

--¡Qué luz tienen los cuadros de Anglada!--acababa yo de oir decir a los
admiradores del pintor catalán.

Y bajo aquella luz de tarde veraniega que se filtraba entre los ramajes
y que diafanizaba las lejanías en un verde dorado y suave, me alejé
diciendo para mí:

--¡Qué luz la de este cielo!



EN TOLEDO

UNA NOCHE TOLEDANA


Por el ventanillo del tren en marcha miro el obscurecimiento del
paisaje. Poco a poco van saliendo, blancas y tímidas, las estrellas. De
pronto, la locomotora se ha detenido. Una voz plañidera grita:
_¡Algodor! ¡Un minuto!_, luego seguimos caminando con rapidez. Yo sigo
en mis silenciosas contemplaciones.

Una larga y lívida franja, deshilvanándose en el azul sombrío del
horizonte, sirve de fondo a un caprichoso dibujo en tinta china; diríase
una mancha negra que, caída en una orla de seda violeta, se expandiese
en múltiples y raros perfiles. En la sombra amarillenta de la llanura
castellana, por la cual ha comenzado a palpitar una que otra centellita
de candil rústico; esta fantasmagoría que se desvanece en el término
remoto, me recuerda lecturas hace tiempo olvidadas: versos de poema
románticos; descripciones de novelas por entregas.

Lo que de niño me hicieron soñar los libros, he aquí que, en la madurez
cansada de mi vida, me lo da la realidad para entretenerme como en
aquellos días felices. La silueta negra sobre el friso semiapagado del
crepúsculo, revuelve en mi cerebro lejanas memorias. Yo estuve allí
muchas veces, muchas, mientras, a hurtadillas, en la banca de la
escuela, o en algún rincón de mi casa, devoraban mis ojos los cuentos de
milagrería que llenaron mi adolescencia de maravilla y pasmo.

Ya nada veo más que sombra abajo y astros arriba. Y cuando menos lo
pienso, el tren se detiene por última vez. _¡Toledo!_ Los pasajeros se
ponen de pie y se apresuran a bajar. Me enfundo en el gabán, tomo la
maletilla, y ¡andando! Entro en la estación; busco el carro de un hotel;
subo con otros tres o cuatro viajeros, en la incómoda diligencia, y me
preparo a continuar en mi divertida y muda contemplación. No quiero
darlo a conocer, pero la verdad es que me siento, no sólo curioso, sino
emocionado. Se me remueven, hervorosamente, las añoranzas. Suena el
látigo del cochero: los animales de tiro emprenden su ruidoso trote. El
coche se bambolea y cruje. Ya vamos atravesando el puente de Alcántara;
una torre maciza, de gris aperlado por el fulgor de la noche, nos abre,
al fin del puente, su puerta obscura y blasonada. Pasamos. El camino,
angosto, va, cuesta arriba, haciendo curvas amplias. Hacia un lado, el
de afuera, el pretil de piedra del principio; por el otro lado, el
interior, pedazos de muralla, altos paredones, gruesas mamposterías, por
los que, de trecho en trecho, sale el disco blanco de una pantalla, en
cuyo centro brilla la ampolla de oro de un anacrónico foco eléctrico. A
pesar del ruido de la diligencia, se oye la voz del río que corre
invisible, en el fondo de la escarpadura. Abajo, en el campo, veo cómo
se extiende el caserío, todo sembrado de luces inmóviles. A lo lejos se
distingue que, ascendiendo nuevamente el suelo, forma el suave declive
de una colina moteada de follajes obscuros. Del cielo, pálido y limpio,
cae profusamente la lluvia de plata de la luna. Pasamos junto a otra
puerta morisca, fileteada de luz en la gigantesca herradura de su clave,
y más arriba, en los dientes de sus almenas. El coche sube por la
calzada de recio empedrado. Mis ojos, incansables y asombrados, beben
misterio. La sombra y las ruinas, la noche y los muros, diseñan en
claro-obscuro, una fantástica decoración. Vuelvo la cabeza para darme
cuenta del trecho recorrido, y alcanzo a ver todavía los arcos del
Puente de Alcántara, y bajo ellos la cinta rutilante del río, y en un
extremo, la masa de contornos precisos de un castillo. Lo reconozco; me
acuerdo de las viejas láminas que me lo enseñaron; es la secular atalaya
de San Servando, asilo de los Monjes de Cluny, morada de los Templarios.
Flanqueamos un jardín solitario, que es un alto miradero que domina el
panorama argentado. Penetramos por callejuelas torcidas y negras, muy
escasamente alumbradas. En ellas entra la diligencia con la exactitud de
una alhaja en su estuche, de una espada en su vaina. Si sacáramos una
mano tocaríamos las casas. En una plazuela poligonal, que parece el
hueco que dejó un prisma enorme, está el hotel. Allí, casi a tientas,
bajamos a pedir hospedaje. El interior, bien iluminado, contrasta con la
plaza tenebrosa. Escojo mi habitación con vista a un callejoncito, que
es como un estrecho listón de terciopelo negro, en el que fulgura una
sola lentejuela: la claridad ocre de un farol pavoroso.

       *       *       *       *       *

He salido a pasear sin rumbo. Fuí primero en busca de luz. Cuando seguí
por cinco o seis callejas, la hallé. Hallé la luz en los lugares que son
comunes a todo pueblo moderno: en los escaparates de las tiendas, en los
salones de los cafés, en los paseos, en la irregular y vasta plaza de
Zocodover, en la calle principal por donde todavía iban y venían las
señoritas toledanas.

Quien ha vivido la existencia lugareña, monótona, uniforme, maliciosilla
y cansona, con su amor platónico, su chisme del día, su rencor
escondido, sus sanas y devotas costumbres, y su maledicencia susurrante,
recordará todo eso si sale, como yo, a ver en Toledo, a las nueve de la
noche, las tiendas de la calle del Comercio y los cafés de la plaza de
Zocodover; la burguesa mediocridad provinciana en su simpático aspecto
de sencilla tranquilidad.

Me voy deteniendo, para matar el tiempo, frente a los cristales de los
aparadores: ropa, zapatos, quincalla... Las mismas mercancías de
cualquier parte, dispuestas de igual manera, para idénticas necesidades.
Mas de aparador en aparador voy sorprendiendo peculiaridades que me
obligan a pensar en el carácter de la ciudad que visito. Los escaparates
de las tiendas son también reveladores para quien sabe estudiarlos y
comprenderlos. Suelen mostrar lo que esconden las casas y callan las
bocas. Enseñan las tendencias de las gentes que pasan, sus gustos, sus
modos de vivir, sus cualidades y defectos. Ver mucho los aparadores,
verlos con atención y con intención, en una ciudad que no se conoce, es
prepararse a comprender la sociedad y sus costumbres.

Y en estas viejas urbes que viven de su paso legendario, de su grandeza
monumental y remota, de su celebridad fabulosa, de sus ruinas, el
escaparate es, a veces, como un voceador de mercadería para el viajero;
la leyenda, la grandeza, la fábula se abajan y entran en charlatanerías
y falsificaciones de buhonero.

Sí tiene Toledo aparadores característicos en su mejor y más concurrida
vía: dos, cinco, diez, dominan sobre el conjunto de la vulgaridad. Allí
están, dentro de su paralelógramo de cristal, cada uno de ellos es una
exposición deslumbrante; éste es un anaquel de santos; el otro, un
puesto de cacharros azules; el de más allá, una armería. Esculturillas y
estampas sagradas aquí; adelante, cantarillos y vasos de loza de
Talavera de la Reina, y por todas partes hojas de acero refulgente,
espadas, puñales, navajas, con inscripciones y diseños repujados,
damasquinados puños, cofrecitos y joyeros de ataujía primorosa, pequeñas
ánforas, sobre cuyas formas pavonadas se entretejen los hilos de oro en
dibujos intrincados y sutiles...

Al contemplar estas chucherías encantadoras y estas blancas espadas y
estos puñales de cubierta afiligranada, sentí el hechizo de la
fantástica Toledo, goda, moruna, judaica; la Toledo de los romances
viejos, de las crónicas misteriosas, de los orientales placeres, de las
devotas austeridades, de los heroísmos asombrosos, de las tumultuosas
tragedias, de las aventuras de retablo y encrucijada, de los amores de
reja y desafío; de la Toledo de espada y de puñal, de ánfora y joyero,
de vajilla de Talavera y de santas y policromas esculturas.

Aquí, en los escaparates, aunque rebajada y modernizada, la encuentro.
Pero quiero verla en el ambiente, revivirla en el recuerdo, vivirla en
la imaginación y la evocación.

       *       *       *       *       *

Estoy sentado en el zócalo de piedra que rodea el centro de la plaza de
Zocodover. El reloj, que brilla como un ojo bilioso, en lo alto del arco
de la Sangre, acaba de sonar, con sus campanas de voces juveniles, las
once de la noche. En la plaza, ya casi sola, se levanta uno que otro
árbol escueto. Bajo las portaladas vetustas siguen abiertos y vivamente
alumbrados los cafés. En lo alto, dominándolo todo, se recorta la masa
rectangular del Alcázar. Sus torres puntiagudas pican la plata sideral.

Mi soledad comienza a estar llena de visiones: cuadros hechos con humo
de colores se desenvuelven en la obscuridad de la memoria; tumulto de
turbantes; vuelos de sedas; matices de alcatifas; el mercado arábigo;
las zambras; los juegos de cañas y las lizas, y, llena de sombra y de
relámpagos, la procesión de los autos de fe.

Aquí pasaron todas esas cosas. Y como soy un libresco empedernido,
comienzo a sacar papeles de la estantería de los recuerdos, y a
hojearlos y a buscar los pasajes que podrían intensificar en aquel
instante mi emoción y hacerme más sensible y exaltada la realidad.

Después de media hora me levanto y, a impulsos de mi fantaseadora
curiosidad, me decido a perderme en el laberinto y en el tentador
silencio de la ciudad. Por las callejas, de áspero empedrado, que se
entretejen confusamente, por los recodos y retorceduras, por las cuestas
y descensos del suelo voy, entre la sombra, agujereada de cuando en
cuando por los amarillentos farolillos, como si fuese por una ciudad
vista en un sueño. Mis pasos tienen ecos que se reproducen en la
distancia. Todas las casas están cerradas. Las paredes de las fachadas,
altas, negras, medrosas. A la claridad parpadeante del alumbrado
distingo, en un lienzo carcomido, en un muro de ladrillos rotos, a lo
largo de las aceras, ya un arco románico, ya una puerta ojival, ya un
ajimez calado, y una columna gótica, de capitel pesado, en la clave de
un portalón descascarado, un borroso escudo, un bajo-relieve heráldico,
una escena mística tallada en granito. Es más lo que adivino que lo que
percibo, lo que infiero y sospecho que lo que miro. Sobre esta paz
profunda cae el argento de las estrellas. Llego a una plazoleta; me
siento en el pórtico de una iglesia, desde el cual puedo alcanzar una
parte del panorama. Allá abajo se extiende la negrura plateada de la
campiña, limitada por los collados que tapiza el espeso y obscuro
follaje; ya no hay danza de luciérnagas en ella. Oigo el rumor del Tajo,
invisible y adormilado. Vivo, por fin, una hora antigua, una hora
pretérita, de poesía medioeval. Divago a mis anchas por entre recuerdos
históricos y poemas y leyendas.

¿Qué se han hecho la vida presente, la agitación actual, la inquietud
activa de este minuto angustioso del mundo? ¿Dónde están las noticias
de la guerra europea, el estremecimiento de la lucha universal, la
preocupación de los problemas modernos, el miedo visionario, la
esperanza nerviosa que me sacuden incesantemente el espíritu? Todo se ha
desvanecido en esta ciudad fantasma, en esta noche feudal, en este
laberinto de calles morunas y palacios castellanos, en esta plazoleta,
en cuya tierra gris se alarga ridículamente mi sombra, junto a este
paisaje misterioso que la luna envuelve y deslíe.

Y, como en la oda de Fray Luis, me fingí que el río sacaba el pecho
fuera, y empezaba a narrarme cuentos de hazañas, de encantamiento y de
amor. Y el espectro de la intrépida Isabel, mujer de Fernando de Aragón,
el astuto, cruza, paso a paso, rodeada de su séquito de damas y pajes,
rumbo al claustro de San Juan de los Reyes. A distancia, recatado y
severo, revestido con la armadura resplandeciente y sonante, sigue la
comitiva, como presa de un penoso ensimismamiento, el prodigioso capitán
don Gonzalo Fernández de Córdova, Condestable del reino de Nápoles,
orgullo de la época, domador de la gloria. ¿Estará acaso enamorado el
_Gran Capitán_? El Tajo, bajando la voz, interpreta, para mí, la crónica
de don Hernando del Pulgar, y me aclara las alusiones obscenas de las
Coplas de Mingo Revulgo.

       *       *       *       *       *

¡Media noche! El sereno la grita; el reloj la canta. Después de rodeos y
tanteos, como Dios me da a entender, vuelvo a mi hotel; entro en mi
cuarto, abro el balcón, insaciado todavía de curiosidad e interés. El
callejoncito, la cinta de tiniebla, conserva aún el resplandor de su
lentejuela, de su farola agonizante. Pero ahora tiene una luz más, en la
altura de un muro, frente a mi balcón, en una ventana abierta. De ella
sale un sonido constante, rítmico y fino. Yo, atisbo el interior.
Inclinada sobre una máquina de coser, una mujer trabaja. Desde donde
estoy puedo ver un pedazo de la casa pobre: algunas sillas, el lecho,
una cómoda, un cuadro. Sobre la mesa de la máquina, una lámpara. La
cabeza inclinada de la mujer, no me permite ver el rostro. Mas un
canturreo, a _bocca chiusa_, me hace pensar en la juventud, tal vez en
la belleza, acaso en el amor y en la melancolía. Y, urgido por la
existencia real, abandono los recuerdos de las gestas gloriosas, los
desfiles suntuosos del Romancero, las arrogancias del Cid, la entrada
del Rey Alfonso, y compongo con los últimos hilos de la fantasía--la
Penélope eterna--un cuentecito becqueriano.

La vida provinciana me revela sus tristezas de ahora.

La muchacha y yo, frente a frente, sin conocernos, velamos. Toledo
duerme profundamente en un silencio conmovedor.


II

SOL DE CASTILLA


De codos en el carcomido antepecho, a la orilla del desfiladero, en cuyo
fondo corre la pulida lámina del Tajo, gozo de la belleza y la frescura
de la mañana. Bajo las brillazones del sol, los campos toledanos tienen
una grave y serena alegría. Ancha la vega, silenciosa, cruzada y acotada
por compactas arboledas, muestra una placidez majestuosa como de inmensa
huerta conventual. Los olivares trepan por el collado frontero, en
inmensas manchas verdinegras, por entre las cuales asoman su blancura
reluciente las viejas casas de campo, que de lejos, por su pesada
fábrica, por su apariencia claustral, causan la impresión de monasterios
diseminados en el monte.

Al pie del peñón abrupto en que se asienta la ciudad, sobre el ocre
rojizo de la tierra, se agrupa pintorescamente el caserío del Arrabal y
las Covachuelas. Y un puente arcaico levanta, atravesando el río, sus
tres fuertes y sobrios arcos. En el confín se profundiza el azul
ceniciento del horizonte.

Pero el día avanza, y es preciso entrar en el corazón de Toledo para
visitar sus tesoros. Desde Madrid preparé mis datos y me tracé un plan.
Las muchas guías bibliográficas me ayudaron a necesitar lo menos posible
de los _ciceroni_ locuaces y vulgares. Ocupé a uno de ellos, tan sólo
para que me orientase, con prohibición absoluta de explicación y
comentario. Penetro en la ciudad, que a estas horas, las diez de la
mañana, parece no haber despertado todavía. En el aire de vetustez de
estas calles estrechas, zigzagueantes, penumbrosas, apenas hay indicios
de movimiento. Por un empinado callejón va, delante de mí, una mujer del
pueblo, de pañuelo en el busto, falda corta y alta, medias azules y
alpargatas plomizas. Después, la soledad; después, una beata anciana, y
otro trecho solitario; y un sacerdote que haldea; y al cabo de mucho
tiempo, en una plazolilla toda gris de polvo, un hombre arriando sus
cargados borricos que andan soñolientos, cuellicaídos, moviendo sobre la
frente el bordado adorno de la cabezada. Un rechinante carrito de
verduras. Un militar de uniforme azul. Y nada más. Calles, plazas,
tapias, todo hermosamente ruinoso; todo plácidamente mudo. La
irregularidad y la variedad de líneas y masas en las fachadas, son de
una irresistible fuerza evocadora. Una puerta de herradura, que tiene
los ladrillos carcomidos, y parece una boca abierta que enseñara los
dientes cariados. La columnilla de un lindo ajimez, cubierta de
negruzcas mordeduras. Una saliente y tupida reja, con su tejado
triangular y sus ménsulas de hierro mohoso. De cuando en cuando, una
placa incompleta de azulejos desteñidos. De distancia en distancia, las
fachadas destartaladas de una casa señorial, de un palacio con sus
puertas cerradas, de las que cuelgan los historiados aldabones. Una
fuente de brocal gastado, en torno de la cual unas cuantas mujeres
calladas, han dejado, en el suelo, sus cántaros blancos. Una niña,
sentada en la escalerilla de un postigo, tatarea. Remotísimamente, un
organillo de Berbería, toca una canción madrileña. Y nada más. Las
casas, que tienen abierto el portón, me dejan fisgar una celosa entrada
moruna, con sus tableros policromados; un ángulo de patio con sus
tiestos florecidos. Muy pocas figuras humanas, muy pocas voces. Toledo
está vacío; Toledo está abandonado; Toledo es el cementerio de sus
antiguos moradores.

Es necesario llegar al centro para percatarse de que Toledo, aunque
débilmente, vive. Por allí viene un grupo de canónigos; por allá cruza
un gran automóvil atiborrado de oficiales; los vendedores ambulantes
vocean; las tiendas se suceden y se aprietan en las vías de lento
tránsito. En los salones del café hay varias mesas ocupadas. La gente
marcha sin apresuramiento ni apreturas, en un escaso y pobre desfile.
Mas todo este lienzo provinciano está aquí como prestado, como forzado.
Es de un chocante anacronismo. Las piedras y las personas no se ponen de
acuerdo. Las piedras ostentan fiereza y grandeza; las gentes, sencillez
y apocamiento. La alegría de las piedras es fastuosa y suntuosa; la de
las gentes es humilde y amanerada. Las piedras se han vestido de
encajes y adornado con relabrados de orfebrería, o bien se atavían de
hierro, embrazan escudos, soportan cascos y cargan bordaduras
heráldicas; o bien se ahuecan para recibir santos de mármol; o llevan
sobre los pulidos cerramientos retablos esculpidos. Las gentes carecen
de elegancias presuntuosas, y visten provincianamente, sin excesos de
lujo, sin ostentaciones vanidosas.

Las piedras poseen una elocuencia oriental; saben historias, narran
fábulas, conocen la poesía árabe, hablan latín y recitan versículos
hebraicos. Las gentes parecen despreocupadas y hasta olvidadas de tanta
sabiduría. Las piedras son viejas, están desmoronándose por todas
partes, pero pregonan eviternidad. Las gentes dejan entrever su sello
perecedero y caduco. Y es que las piedras viven; recuerdan tristezas,
placeres, heroísmos, sacudimientos de libertad, esfuerzos de piedad. Y
las gentes entre las piedras, viven también, aunque una existencia
rebajada, callada y obscura, que se asemeja y acerca a la muerte. El
alma, vigorosa y maravillosa, irradia de las piedras, y tímida y
desmañada se esconde en las carnes...

       *       *       *       *       *

En el corredor de la casa del Greco, sentado en la banca mural de
ladrillos gastados, me recreo, mirando el jardín. No es grande, y las
paredes que lo limitan son bajas. Desde él, en el sitio en que estoy, se
ve ascender la ciudad; se ven las líneas de las casas subir, suavemente
escalonadas, hasta recortar el horizonte diáfano. Es un espectáculo de
época; es el siglo XVI que se pone delante de mí, en muros severos, de
ventanas simétricamente dispuestas, con su fría austeridad de
monasterio. El jardín está caprichosamente sembrado de plantas que
florecen, y que, sin embargo, por su verde polvoroso, por su aspecto
mustio, producen la impresión de que son tan viejas como el edificio.
Una fuentecilla secular deja caer, desde la altura de su gastado pilón
de piedra, su chorro cansado y turbio. El sol, en plenitud, sobredora
este rincón, apacible y huraño.

Los pilares leprosos del corredor, proyectan hacia dentro, y en
oblicuo, una cinta de sombra. ¡Qué paz siente el espíritu, qué
alejamiento, qué anonadamiento! ¡Ah, casa decrépita, senil palacio del
avariento Samuel Levi y del refinado y diabólico Enrique de Villena,
cómo se conoce que te habitaron hombres exquisitos, almas contemplativas
y sutiles! El Greco te aderezó y te adaptó a su raro y admirable sentido
estético. Albergaste un día la riqueza; escondiste en tus subterráneos
el tesoro de Aladino; otro día encubriste la mágica sabiduría, y bajo tu
techo abrió las alas, llamado por el cabalístico conjuro, el ángel
Asrael; pero lo que vale en ti más que todo es haber tenido la gloria de
abrigar los ensueños luminosos del Arte. Domenico Theotocopuli,
descansando en este mismo lugar, concibió las visiones celestiales, el
séquito de ángeles alargados y de figuras que parecen copiadas en
cóncavos espejos. Tal vez aquí, en una hora como ésta, mientras, frente
al caballete, untaba sobriamente en la paleta sus cuatro colores
favoritos, hablaba de cosas ascéticas con su amigo el venerable maestro
Fray Juan de Avila.

Toledo entero está lleno de este espíritu enfermo de la divina locura
del genio. Toledo es del Greco; nadie le puede disputar esta soberanía.
Es su dominio, su feudo, su monumento.

He visitado las iglesias, los palacios, las fortalezas, las ruinas, las
mezquitas, las sinagogas; el portento de la Catedral, que sobrecoge como
el misterio del _más allá_; el alcázar poblado de espectros
esplendentes.

El arte mudéjar, la arquitectura muzárabe, las maderas incrustadas de
nácar, las techumbres sobrecargadas de marfil, han removido en mí el
mundo fantástico de los recuerdos. Las joyas, de trémula pedrería; las
vestiduras, de brocado magnífico; las capas magnas, de gemados diseños;
los tapices, de colorido inmarcesible, me han herido los ojos con
deslumbramientos de milagro. El sepulcro de don Alvaro de Luna, el
sarcófago del Cardenal Mendoza, la espada de Alfonso VI, las insignias
del Cardenal Cisneros, el San Francisco de Asís de Mena, limpiaron en mi
fantasía el panorama de la historia. He soñado leyendas, he recitado
romances, viendo templar una hoja de acero, junto a una vieja fragua, y
contemplado, en su capilla silenciosa, al Cristo de la Vega.

Mas cosa ninguna me ha tocado el corazón ni me ha producido emoción más
honda que el rincón de la iglesia de Santo Tomé, donde viví, quién sabe
cuántos siglos, en el breve tiempo en que logró mi alma alcanzar la
elevación del éxtasis, ante el muro que sostiene el prodigio del
Entierro del Conde de Orgaz.

       *       *       *       *       *

Al concluir mi larga meditación en el jardín de la casa del Greco, del
formidable inmortalizador de la España devota y caballeresca, enderecé
mis pasos hacia el rumbo opuesto; atravesé la plaza del Zocodover; pasé
por debajo del arco de la Sangre y me detuve frente a un caserón
pringoso y obscuro, en cuyo patio se desgranaba, materialmente, un
veterano coche de camino. Era la posada del Sevillano. Un forastero
pobre, de aspecto hidalgo, de aguileño rostro, manco y gallardo, se
hospedó en esta posada. Llamábase, el tal, Miguel de Cervantes
Saavedra.

Y cuéntase que en alguno de estos aposentos escribió una de las fábulas
más hermosas y típicas de la lengua castellana. ¿Quién ha oído hablar
por ahí de _La Ilustre Fregona_?...


FIN

[Illustration: BIBLIOTECA ARIEL]



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