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Title: La vuelta al mundo de un novelista; vol. 2/3
Author: Ibáñez, Vincente Blasco
Language: Spanish
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*** Start of this LibraryBlog Digital Book "La vuelta al mundo de un novelista; vol. 2/3" ***

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NOVELISTA; VOL. 2/3 ***



                          LA VUELTA AL MUNDO,
                            DE UN NOVELISTA



                         VICENTE BLASCO IBAÑEZ

                          LA VUELTA AL MUNDO,
                            DE UN NOVELISTA

                                TOMO II

                CHINA.--MACAO.--HONG-KONG.--FILIPINAS.
                 JAVA.--SINGAPORE.--BIRMANIA.--CALCUTA


                               PROMETEO

                       Germanías, 33.--VALENCIA
                         (Published In Spain)
                                 1924


                    ES PROPIEDAD.--Reservados todos
               los derechos de reproducción, traducción
                             y adaptación.

                 Copyright 1924, by V. Blasco Ibáñez.



                  LA VUELTA AL MUNDO, DE UN NOVELISTA



I

EN MUKDEN

     Caballitos manchures y perros siberianos.--Un desierto de nieve por
     cuya posesión se mataron 154.000 rusos y japoneses.--La dinastía de
     «Los Muy Puros» y sus mausoleos.--El frío, maestro de
     humildad.--Las escalinatas chinas y «el sendero imperial».--La
     chiquillería pedigüeña de las estaciones.--Un gendarme que
     pega.--Indignación patriótica.--La incoherencia de los demonios
     blancos.


Espero las primeras luces del alba paseando por los salones del Hotel
Yamata, en la estación de Mukden.

Miro por las grandes puertas de cristales que dan á los andenes y veo
correr grupos de chinos cargados con fardos envueltos en telas de
colores ó llevando maletas de forma europea. Han descendido de un tren
procedente del interior de la China y van al asalto de otro más corto
que debe conducirles á Dairén, á Port Arthur y demás poblaciones del
inmediato golfo de Liao Tung. Luego contemplo por las vidrieras de la
parte opuesta el aspecto de Mukden, ciudad misteriosa para mí, envuelta
en la noche y la nieve.

La curiosidad me hace salir á la ancha plaza de la estación, pero el
frío es tan intenso que retrocedo á los pocos minutos. En esta plaza hay
muchos carruajes de caballos, en espera sin duda de algún tren matinal;
pero los cocheros, á pesar de sus gorros tártaros y sus gabanes de piel
de zorro, se han refugiado en los cafetines de las inmediaciones. Los
famosos caballitos manchures, nerviosos, agresivos, de largo pelaje,
entretienen su abandono coceando silenciosamente la nieve del suelo,
haciendo exhalar á los vehículos con sus estremecimientos un ruido de
ferretería vieja, expeliendo dos chorros de vapor por sus narices
propensas al relincho. Estos caballos de corta alzada se muerden entre
ellos, y cuando se entregan á la excitación de la carrera galopan como
desbocados. Por entre sus patas se deslizan perros siberianos de
hirsutas lanas. De tarde en tarde aparece un cochero. Como va forrado en
pieles y las orejeras de su gorro las lleva sueltas y erguidas, tiene el
aspecto de una bestia de la noche que momentáneamente marcha en posición
vertical.

Vuelvo á sentir la misma extrañeza que en Corea viendo esta aglomeración
de caballos. Los ojos parecen haberse acostumbrado á la escasez de
animales que se nota en el Japón, donde todo lo hace el brazo humano,
sin pedir auxilio á las especies domesticadas que ayudan al hombre en su
trabajo.

Van surgiendo de la nocturna lobreguez las techumbres nevadas de los
edificios. La ciudad de Mukden, á la que los naturales llaman Fengtien,
empieza á dibujarse en la lívida penumbra con un aspecto contradictorio
é híbrido. Cerca de la estación hay edificios modernos de muchos pisos,
que imitan la arquitectura norteamericana con todas sus audacias. Más
allá, las calles son iguales á las japonesas y coreanas, tienen una
amplitud de cuarenta ó cincuenta metros y edificios de un solo piso
hechos de madera.

Llegan varios automóviles y sus conductores se ofrecen para llevarnos á
los mausoleos imperiales de la dinastía manchura, lo más interesante que
existe en las inmediaciones de Mukden. Salimos con los primeros
resplandores del alba, por unas calles anchas y completamente dormidas
bajo sus sábanas de nieve. Luego, en pleno campo, el frío, el silencio y
la luz cenicienta del amanecer invernal dan una tristeza abrumadora al
dilatado paisaje.

Pensamos que más de un millón de hombres se batieron aquí, en la famosa
batalla de Mukden, que duró dos meses, por la posesión de un suelo
monótono é inclemente como un paisaje ártico. Luego recordamos que esta
tierra goza, como tantas otras, una primavera y un verano. Los
exploradores del río Amur, que corre por la Manchuria septentrional,
cuentan cómo en los bosques de sus orillas chorrea la miel formando
arroyuelos: tantas son sus flores y sus abejas. En su parte meridional,
que es donde estamos, se obtienen grandes cosechas de toda clase de
cereales. Pero nosotros sólo vemos ahora una planicie de nieve, y
surgiendo de ella, como grupos de escobas plantadas por el mango,
algunos bosquecillos de árboles negros y escuetos.

El automóvil, al marchar por esta llanura uniforme, donde su conductor
tiene que adivinar con ojos de piloto la existencia del camino oculto,
cae en hoyos ignorados ó se ladea de un modo alarmante al borde de
taludes invisibles. Algunas veces saltamos sobre inexplicables oleajes
del suelo. Es que nos hemos metido en un cementerio chino y vamos
pasando sobre las cúpulas de tierra de los sepulcros, que apenas si se
revelan con ligerísimas curvas en el igualamiento realizado por la
nieve.

La lucha de nacionalidades agita sordamente al país manchur y se deja
adivinar en las casas de madera que se agrupan como avanzadas de la
ciudad sobre este mar sólido y blanco, de horizontes infinitos. En unas
ondea la bandera japonesa, en otras el pabellón quinticolor de la
República china. Los verdaderos dueños del país, chinos y manchures,
duermen con la bandera izada sobre sus techos, para que dé testimonio
hasta en las horas nocturnas de la nacionalidad del suelo. Los japoneses
son cada vez más numerosos en Mukden y van acaparando el comercio. Su
gobierno posee ya legítimamente la tierra coreana que existe al otro
lado del río Yalu. Además, sostiene una guarnición en Mukden y otras
ciudades manchuras que son de la China, con pretexto de guardar el
ferrocarril. Desea convertir en propiedad definitiva lo que es hasta
ahora ocupación temporal. La propaganda japonesa habla frecuentemente de
los 87.000 rusos y los 67.000 japoneses que murieron batallando
alrededor de Mukden. Ve en tan enorme montón de cadáveres un título de
propiedad para anexionarse definitivamente este centro ferroviario á
veinticuatro horas de Pekín.

Una música alegre y ruidosa anima de pronto el silencioso desierto
blanco. Nos cruzamos con una boda china. El cortejo va en busca de la
novia, que debe haber abandonado la cama á media noche para hermosearse.
Al frente marcha un grupo de músicos sonando gaitas y tamboriles. Van
vestidos de rojo con galones de oro y en la cabeza llevan unos
sombreros-paraguas barnizados de amarillo. Seguido de una escolta de
invitados y parientes pasa el pintarrajeado palanquín nupcial, con
manojos de plumas en sus ángulos y una gran flor dorada en su vértice.

Otra vez los campos de nieve, los árboles negruzcos, y grandes revuelos
de cuervos alzándose en espiral para caer sobre algún cadáver invisible.
Después de varias millas de avance fatigoso llegamos á las tumbas de los
emperadores manchures.

Los que están en ellas fundaron la última dinastía china, ó sea la
destronada. Hasta hace tres siglos los manchures fueron un pueblo
nómada, de civilización rudimentaria, pero muy numeroso. La palabra
china _Mand-chou_ significa «país muy poblado». Estos jinetes, hábiles
arqueros, se batían indistintamente á pie ó á caballo.

El Imperio chino, que parece en la Historia viejo como el mundo,
sucediéndose dentro de él las dinastías casi lo mismo que en el antiguo
Egipto, estuvo en peligro de perecer destrozado á mediados del siglo
XVII. El último de los Ming, viéndose desobedecido por muchas de sus
provincias, necesitó auxiliares para combatir á los rebeldes y acudieron
en su defensa los tártaros de la Manchuria, acaudillados por su rey
Chunti-Ti. Éste, después de restablecer el orden, destronó al emperador
que le había llamado, se hizo dueño de Pekín y acabó por apoderarse de
toda la China, fundando la dinastía 22, llamada de los Tai Thing (Los
Muy Puros), que ha durado hasta nuestros días. En realidad, los últimos
emperadores nada tenían de chinos por su origen ni por su aspecto
físico. Eran tártaros-manchures. Por eso los republicanos chinos
pudieron dar á su revolución un carácter nacional, combatiendo á los
monarcas intrusos en nombre de la antigua China.

Un bosque de árboles escuetos y ennegrecidos por el invierno rodea el
parque donde están las tumbas monumentales de los primeros soberanos de
la dinastía Tai Thing. Al echar pie á tierra nos hundimos en la nieve.
Un obstáculo inesperado nos inmoviliza luego ante el arco que da acceso
al parque. El encargado del monumento no ha venido aún de la ciudad, y
los dos guardias que lo vigilan son unos soldados manchures, grandes, de
perfil caballuno, sobrios en palabras y obedientes á la consigna. Uno de
nuestros guías tiene que ir en busca de dicho empleado, no sé dónde, y
quedamos frente á la entrada del monumento, rodeados de la mañana
lívida, con nieve hasta media pierna y recibiendo en el rostro un viento
cortante.

A un lado hay una casucha de aspecto miserable, el cuerpo de guardia de
los cuatro soldados que custodian este monumento histórico.
Instintivamente voy hacia dicho refugio, atraído por las caras amarillas
de los dos hombres libres de servicio que nos miran por un ventano. Me
asomo á este antro con amable sonrisa. Veo una tarima á medio metro del
suelo y sobre ella mantas y algunas prendas haraposas de estos
guerreros, que no se distinguen ciertamente por la flamancia de sus
uniformes.

Hay en el ambiente la densidad hedionda de los locales cerrados donde
han dormido toda una noche hombres de excesiva salud. Varios ladrillos
forman un pequeño fogón, y dentro de él hay lumbre, con más ceniza que
brasas.

¡Ah, el frío! ¡Cómo aterciopela los caracteres más ásperos! ¡Qué gran
maestro de humildad! Su influencia es tan poderosa como la del hambre.
Me siento agradecido junto á este fogón, poniendo los pies sobre las
moribundas brasas, hasta que noto cómo las suelas de mis zapatos
empiezan á quemarse.

De todos modos debo abandonar mi asiento. Varias señoras han adivinado
mi retiro y entran en el tabuco soldadesco, lanzando exclamaciones de
sorpresa á la vista del mísero hogar. Algunas de ellas son millonarias
de los Estados Unidos, y además hermosas y de gustos refinados; pero hay
que ver sus amabilidades y sonrisas con los guerreros manchures para
justificar tal invasión. Ponen sus piececitos elegantemente calzados
sobre la lumbre mediocre, y hablan á estos jayanes amarillos, con gorra
de piel rematada por dos orejas asnales, como si el mundo estuviese ya
transformado bajo el rasero de una revolución igualitaria, como si la
moneda hubiese perdido toda influencia, siendo los únicos potentados del
planeta capaces de dispensar mercedes los poseedores del pan y del
fuego.

Llega al fin el personaje deseado y podemos entrar en la avenida
cubierta de nieve virgen que conduce á las tumbas imperiales. Los
soberanos manchures construyeron aquí unos mausoleos semejantes á los
que habían levantado cerca de Pekín los Ming, anteriores á ellos.

Todas las avenidas están bordeadas con imágenes gigantescas de granito
que representan animales. Parejas de caballos, de camellos, de elefantes
y leones, esculpidos en una piedra negruzca, se suceden, formando
luengas perspectivas. Al final de estas procesiones de animales pétreos
se alzan los templos funerarios.

Son edificios que en otro lugar parecerían sonrientes; se les cree en el
primer momento palacios erigidos por la vanidad de un soberano para
albergar escenas de placer. Su arquitectura tiene oros y lacas
multicolores como materiales primarios. Tal vez en verano, cuando los
campos de la Manchuria son tierras labradas, abundantes en polvo,
parezcan dichos edificios menos alegres y vistosos; pero ahora la nieve
ha barnizado la laca con una humedad de lluvia, y los panteones tienen
la frescura brillante de algo recién construído. Además, los envuelve en
sus fulgores un sol adolescente que acaba de romper los grises telones
de la mañana.

Por primera vez veo en las escalinatas de estos mausoleos el famoso
«sendero imperial».

Todos los palacios chinos, aunque la madera es su principal materia
constructiva, están asentados sobre plataformas de mármol, y las
escalinatas amplias y extensas que conducen á ellas resultan siempre la
parte más trabajada del monumento. Los escultores han cincelado en sus
barandas, sin tener en cuenta el tiempo ni la minuciosidad de su
trabajo, toda una fauna de reptiles fantásticos. Estas escalinatas
imperiales se hallan partidas por un bloque de mármol, acostado en mitad
de los peldaños, que las divide en dos. Tal bloque es lo que se llama
«sendero imperial».

Cuando el emperador tenía que ascender por una de aquéllas, nunca
empleaba los peldaños. Éstos eran para sus palaciegos, simples mortales,
á los que era lícito mover las piernas como los demás hombres; el Hijo
del Cielo sólo podía subir por una pendiente. Mientras los personajes de
su séquito iban avanzando escalón por escalón--los mandarines letrados
por los peldaños de la derecha, los mandarines militares por los de la
izquierda--, el Hijo del Cielo ascendía lentamente por el bloque de
mármol intermedio.

En algunos de los palacios de Pekín hay «senderos imperiales» hasta de
18 metros y de una sola pieza. La piedra ostenta cincelado el emblema
del Imperio de Enmedio: dos dragones en posición invertida, teniendo
cada uno de ellos la cabeza junto á la cola del otro. Las escamas de
esta pareja de bestias heráldicas forman profundas rugosidades en el
mármol; así el divino monarca podía afirmar sus pies, calzados
simplemente con ligeras sandalias de pergamino.

Volvemos á Mukden para ver los barrios viejos, que aún conservan sus
murallas y sus puertas-castillos, con techumbres cornudas. Visitamos
igualmente el palacio que construyeron los emperadores manchures, y hoy
se halla convertido en museo. Pero aunque todo esto nos sorprende y nos
interesa, por ser una primera visión de la vida china, se empalidece
algunos días después cuando llegamos á Pekín, menospreciando su recuerdo
como el de una copia borrosa comparada con la obra original.

Al recorrer las calles de Mukden nos fijamos en la enorme cantidad de
anuncios industriales colocados en paredes y vallas por los almacenes de
los Estados Unidos y de Europa establecidos aquí. Ostentan figuras de
colores, vestidas á la moda occidental, pero los rostros de dichos
monigotes, pretenciosamente elegantes, aunque guardan los rasgos
principales de la raza blanca, tienen los ojos oblicuos, poco abiertos,
y una sonrisa achinada, para que el público amarillo les reconozca una
belleza verdadera.

Antes del mediodía salimos para Pekín. Atravesamos campos grises, cuyo
suelo ligeramente rizado recuerda la arena fina de las playas con las
huellas caprichosas del viento. De estos arenales obscuros surgen
islotes de arboleda ennegrecida.

Vemos marchar, paralelas al tren, largas caravanas de carretas. Estos
vehículos, de techo redondo, van tirados por caballitos manchures,
fieros, peludos, de inagotable vigor. Su pequeñez contrasta con el
tamaño del carruaje, dando á la caravana cierto aspecto cómico de
juguete.

Los hombres, seguidos por numerosos perros, marchan al lado de sus
caballos. Todos llevan gorro de pieles; pero como el día es de sol, han
soltado las orejeras que defienden su rostro por ambos lados, y los dos
apéndices, erguidos sobre la cabeza, acompañan su marcha con un
balanceo grotesco. Las huellas de sus pies se destacan en blanco sobre
el camino gris. Lo que creíamos arena es simplemente nieve sucia.

Al quedar inmóvil nuestro coche en una estación, más allá del término
del andén, se va agolpando una muchedumbre contra el alambrado de púas
que defiende la vía. Por primera vez nos vemos enfrente del populacho de
este país de inmensa procreación, donde la gente surge de todas partes
con una abundancia rumorosa de colmena y la existencia humana parece
valer menos que en otras tierras.

El pueblo bajo va en China invariablemente vestido de lienzo azul; pero
á causa de ser muy crudos los inviernos en las provincias
septentrionales, se procuran todos el abrigo necesario forrando
interiormente pantalones y blusas con una capa de algodón en rama. Los
soldados también van con ropas acolchadas, lo que les da un aspecto
hinchado y cuadrangular. Como los trajes del populacho son andrajosos,
se escapa por todas las roturas su relleno algodonado, y los mendigos,
los jornaleros del campo, toda la chiquillería sucia y pedigüeña
amontonada en las vallas de las estaciones, tienen aspecto de insectos
aplastados, que sueltan por las grietas de su cascarón azul las
reventaduras de unas entrañas mantecosas.

Vemos debajo de nuestras ventanillas, clavándose las púas del alambrado
sin que parezcan sentirlo, más de cien muchachuelos de cara amarillenta
salpicada de costras de suciedad. Parece dudoso que se hayan lavado
alguna vez. Los más conservan la coleta que la República china ha
suprimido en Pekín y otras poblaciones importantes. Revueltas con ellos
hay varias muchachas, vestidas igualmente con pantalones y blusa azules,
que dejan asomar sus rellenos blancos. Se las conoce por su cara, más
ancha de pómulos y menos sucia que la de los varones; por su peinado,
que consiste simplemente en una cortinilla de pelos recortados caída
sobre la frente y una trenza anudada sobre el cogote.

Se empujan todos levantando los brazos, con las manos muy abiertas.
Chillan, rugen, algunos lloran. Los más pequeños caen al suelo
zarandeados y pateados por sus camaradas, pero se levantan
inmediatamente para unirse al pedigüeño concierto. Otras veces fingen
dolores ó los exageran, para atraer la piedad.

Los empleados del tren recomiendan que no se dé dinero á las
muchedumbres mendicantes de las estaciones. La República quiere suprimir
esta vil costumbre de otros tiempos. Pero ¡cómo resistirse á unas
vociferaciones de súplica que duran ya varios minutos! La infancia
inspira siempre interés, y éste aumenta cuando los niños tienen el
atractivo del exotismo. Toda esta avalancha de muchachos con faz
arrugada y ojos de viejo, de niñas con peinado de mujer, carillenas y
que imitan los gestos de las comadres, nos impulsa á la desobediencia, y
empezamos á arrojar puñados de monedas por las ventanillas.

¡Nunca lo hubiéramos hecho!... Al ver el dinero, los grandes se unen á
los pequeños. Grupos de mocetones que contemplaban impasibles el paso
del tren se arrojan en medio de la chiquillería, disputando á puñetazos
y bofetadas la conquista de las monedas.

En el extremo del andén hay un féretro chino, con forro de estera, que
indudablemente contiene un cadáver. Siempre se encuentra algún muerto en
las estaciones chinas. Todo hombre amarillo, al sentirse morir fuera de
su casa, si tiene dinero ó parientes, pide que lo trasladen á su país
natal. Si muere en el otro extremo del planeta, procura dejar antes lo
necesario para que lo entierren en China. Aquí los muertos viajan tanto
como los vivos. Unas mujeres que están junto á dicho féretro corren
también para cazar en el aire algunas de las monedas, con agresivo
manoteo.

Un personaje inesperado surge en mitad de esta ola de rostros amarillos
y manos ganchudas que se retira del alambrado con el reflujo de sus
empujones y avanza otra vez para chocar contra sus púas. Es un soldado
vestido de azul, con polainas blancas y gorra á estilo japonés. Sostiene
su fusil con una mano y lleva en la otra un látigo de cuero.

Desde el primer momento se da á conocer como un hombre extraordinario,
verdaderamente extraordinario por su fealdad y por su energía dinámica.
Tiene el rostro amarillo de cera, con numerosas arrugas á pesar de su
juventud. Debajo de la gorra le cuelgan hasta los hombros unas melenas
lacias, semejantes á los pelos de mono con que adornan algunas señoras
sus abrigos. En cuanto á pegar, no he visto en mi vida manos más ágiles
é incansables. No es un hombre: es toda una compañía que se lanza á
través de la masa adversaria, partiéndola, sembrando el espanto y la
dispersión, abriendo un desierto medroso en torno á su personalidad
soberbia y triunfante.

Pega con las manos y casi al mismo tiempo con los pies, como si se
mantuviese en el aire por obra de nuevas leyes de gravitación. Esparce
culatazos, latigazos, patadas, y su deseo sería morder igualmente; pero
nadie se pone al alcance de su dentadura de caballo.

Surge de las diversas ventanillas un coro de indignación. Todos nos
equivocamos. Varias señoras norteamericanas protestan en inglés; yo
vocifero en español, como si el terrible guerrero pudiera entendernos.

Hemos visto soldados nipones en Mukden ocupando una tierra que no les
pertenece, y como este guerrero azul de las melenas desmayadas y la
gorra á lo japonés es extremadamente feo, no sentimos duda alguna sobre
su nacionalidad. Todos enronquecemos, indignados por las brutalidades
del invasor.

--¿Con qué derecho les pega usted, miserable? Váyase á su país. Estos
pobres chinos están en su casa... ¡Verdugo!... ¡Salvaje!...

Pero un intérprete corre de ventanilla en ventanilla dando
explicaciones. Nos equivocamos. Es un gendarme chino que desea librarnos
á su modo, por los medios que él considera más seguros y prontos, del
ruidoso asalto de estos mendigos.

Callamos, algo avergonzados de nuestro error, sintiendo una repentina
simpatía por el militar de las greñas de mono. ¡Las deducciones
incoherentes del patriotismo!... Al saber que es chino, ya nos parece
más aceptable y natural que les pegue á sus compatriotas.

El pobre hombre que acudió creyendo realizar una buena acción permanece
ahora inmóvil, intimidado por nuestros gritos, mirándonos con sus
ojillos agudos. No comprende nuestras protestas por un acto tan
corriente. En China, los representantes de la autoridad siempre llevaron
un látigo en la mano.

Al saber que no es japonés y si pega lo hace dentro de su casa, algunos
viajeros hasta le echan cigarrillos. Él saluda con sonrisa humilde,
enciende uno y empieza á fumar, rodeado de toda la masa humana á la que
zurró momentos antes, y que le contempla con cierta admiración.

Todos permanecen quietos. Algunos se rascan los chichones recientes ó se
limpian con las manos la sangre de sus rostros.

El gendarme no puede explicarse nuestra indignación anterior, ni las
repentinas muestras de simpatía que recibe ahora. Fuma y nos mira
asomados á nuestras ventanillas, como si fuésemos bestias raras dentro
de una jaula ambulante.

Se adivina su pensamiento:

«¡Demonios blancos, locos y bárbaros!... Nunca sabe uno cómo darles
gusto.»



II

LA LLEGADA Á PEKÍN

     Los bandidos chinos y los trenes-fortalezas.--Una mala noche.--El
     Imperio del bambú soberano y de la paliza paternal.--5.000 años de
     historia conocida.--Recordando á Marco Polo.--Los cuatro grandes
     héroes de la Geografía.--«Micer Millones».--Cómo por obra de Marco
     Polo salieron Colón y los navegantes españoles hacia Pekín, para
     visitar al Gran Kan, y dieron con la ignorada América.--El
     despertar en Tien-Tsin.--Los chinos elegantes.--Agricultura sabia y
     campos de tumbas.--Una puerta de diez siglos con telegrafía sin
     hilos.


Al cerrar la noche, nuestro tren se transforma en una fortaleza.

Varios oficiales llevando largo abrigo de pieles y gorra con insignias
de oro, á la que han añadido orejeras peludas, pasan de vagón en vagón
dando órdenes, como si preparasen la resistencia á un asalto. En las dos
plataformas de nuestro coche se sitúan centinelas con el fusil cargado y
la bayoneta calada. En el pasillo quedan algunos más para relevar á sus
compañeros durante la noche. A la cabeza y á la cola del tren van dos
numerosos destacamentos en vagones blindados.

Nuestros defensores pertenecen al nuevo cuerpo que acaba de crear la
República china con el título de «Guardia de Ferrocarriles». El país
está infestado de bandoleros que asaltan los trenes. Muchos de estos
bandidos son antiguos soldados. El chino, después de conocer la vida
militar, en la que come mejor que la mayoría de sus compatriotas á
cambio de mantener un fusil en uno de sus hombros, ya no quiere
desprenderse de dicha arma, pues ve en ella la herramienta del más fácil
y agradable de los oficios. Si lo licencian ó lo expulsan de su
regimiento, se agrega á la partida de facinerosos más inmediata.

Hace cuatro meses fué asaltado un tren entre Pekín y Shanghai, y los
bandidos secuestraron á los que iban en él (europeos y norteamericanos),
para exigir grandes rescates. El gobierno, después de este suceso, se
preocupa de vigilar las líneas férreas. No quiere que se repitan las
reclamaciones diplomáticas; teme que el Japón aproveche tales incidentes
para insinuar una vez más la conveniencia de que China le ceda la
custodia de sus ferrocarriles. Esto traería como primer resultado el
establecimiento de tropas japonesas dentro del territorio chino: una
invasión disimulada igual á la de Manchuria.

No es algo nuevo, que debe atribuirse á la anarquía política del país
con motivo de su revolución, esta inseguridad de los caminos. Los
bandoleros y los piratas abundaron siempre en China, llegando en otros
siglos á quebrantar la autoridad de los emperadores, estableciendo un
Estado nuevo y excepcional dentro del vasto Imperio. El vulgo aún
muestra admiración por ciertos bandoleros famosos del mar y de los
caminos, héroes de antiguos poemas y novelas.

Los soldados instalados en el pasillo de nuestro vagón hablan en voz
alta, fuman y discuten con una inconsciencia que impide toda protesta.
Están aquí para defendernos, y como ellos no deben dormir, encuentran
natural que sus protegidos se priven igualmente del sueño. Sus orejeras
peludas, sus pellizas rústicas, las greñas aceitosas que cuelgan por
debajo de sus gorras, les dan un aspecto inquietante. Tal vez han sido
bandidos antes de figurar como defensores del orden. Según se dice, la
Guardia de Ferrocarriles la ha reclutado el gobierno entre el personal
de las antiguas bandas, para mayor seguridad. Si les conviene, mañana,
en vez de ir dentro del tren para defenderlo, se apostarán al lado de la
vía para asaltarlo.

Esto no les impide mostrarse joviales, agradecidos y un tanto
confianzudos. Cuando les dan cigarrillos, acogen el regalo con
gesticulaciones cómicas de gratitud. Si pasa una señora por el corredor
señalan las sortijas ó los pendientes que lleva, y á continuación fingen
que sacan el revólver, imitando con la boca varios tiros imaginarios.
Pretenden expresar con esta mímica su resolución de batirse hasta la
muerte en defensa de tales alhajas; pero mejor preferirían apoderarse de
ellas, al verse lejos de la vigilancia de sus oficiales, jóvenes,
correctos, de aire militar europeo, que mantienen firmemente la
disciplina.

Los coches-camas del Japón imitan á los de la América del Norte. Los que
ruedan por las líneas chinas son parecidos á los de Europa, pero más
abundantes en dorados, y con una altura tan exagerada y absurda de sus
camas superiores, que hace necesario el empleo de una escala de muchos
travesaños para poder acostarse en ellas.

Como las voces de los chinos no nos dejan dormir, entretengo mi insomnio
pensando en la historia de esta aglomeración humana, la más antigua y
numerosa de todas las existentes, sobre cuyo suelo vamos deslizándonos á
través de la noche. Esta historia abarca más de 5.000 años, y sus
episodios salientes son veintidós cambios de dinastía y dos grandes
invasiones: la de los tártaros mogoles y la de los manchures.

Egipto es de mayor antigüedad; mejor dicho; los historiadores han ido
más lejos en sus descubrimientos, ensanchando las fronteras de su
pasado. Pero el viejo Egipto hace miles de años que dejó de existir, y
la China se conserva viva y sólida, como en los tiempos de sus
emperadores fabulosos.

Recientemente desorientó al mundo, saltando sin transiciones
constitucionales del régimen despótico más absoluto á la República
democrática. Mas esto no pasa de ser un cambio de fachada, ya que la
revolución todavía no ha reformado gran cosa en el interior del
edificio.

El país más grande y más viejo de la tierra conservó hasta hace una
docena de años la forma de gobierno de las sociedades primitivas: el
régimen patriarcal. La autoridad política imitaba la autoridad del jefe
del hogar. El emperador era el padre de los padres, reinando sobre
centenares de millones de súbditos, como los patriarcas de la Biblia
sobre su descendencia. El Hijo del Cielo pegaba ó premiaba como un
padre, y sus palabras eran manifestaciones de la sabiduría divina. Del
mismo modo el padre chino ha guardado dentro de su hogar, hasta hace
poco, el derecho de vida ó muerte sobre sus hijos, casándolos á su
antojo, sin consultar para nada su voluntad.

Durante 5.000 años el bambú flexible y duro fué el verdadero cetro de
este Imperio, la varilla mágica que hizo marchar los engranajes del
Estado, impulsando á los hombres á la práctica de la virtud. El único
chino exento del peligro de sufrir una paliza era el Hijo del Cielo. Sus
ministros más apreciados, los mandarines favoritos, los virreyes de las
provincias, todos podían recibir por orden del emperador unas cuantas
docenas de bastonazos, como penitencia de faltas ó descuidos. Y después
de soportar esta muestra del interés imperial, continuaban en el
ejercicio de sus funciones.

Acostumbrados desde su niñez á los castigos del padre, nunca se creyeron
los chinos deshonrados por unos cuantos palos más ó menos en el curso de
su existencia. La paliza no cortaba una carrera ni quebrantaba el
prestigio del que la sufría. Era como para nosotros pagar una multa por
infracción de los reglamentos municipales. La policía imperial llevaba
el bambú ó el látigo siempre en la diestra, para aplicar el correctivo
apenas notada la falta.

Este Imperio, gobernado lo mismo que una casa por un padre de origen
celeste, con cerca de 500 millones de hijos, fué creando en el curso de
cincuenta siglos una civilización que hoy se cae al suelo de puro vieja
y refinada, pero tuvo en todas las épocas el poder de asimilarse á sus
vencedores, de transformar á los caudillos fieros que se adueñaron de su
territorio, convirtiéndolos en emperadores chinos, iguales á las
dinastías fenecidas.

Hasta hace 800 años, nuestro mundo occidental, indiscutiblemente bárbaro
en comparación con el llamado Imperio de Enmedio, nada sabía de éste.
Los capitanes que siguieron á Alejandro hasta la India y los romanos del
Imperio llegaron á conocer vagamente la existencia del llamado «País de
la seda». Mas á esto se limitaron sus noticias sobre la tierra china.
Algunos viajeros árabes la visitaron en los primeros siglos de la Edad
Media, pero nada se supo en Occidente de sus relatos.

La humanidad se ha desenvuelto en dos escenarios diferentes sobre el
gran macizo continental que forman juntas Asia y Europa, sin que el
grupo de la vertiente atlántica-mediterránea supiese nada del otro grupo
establecido en la opuesta vertiente del Pacífico. Ni Grecia ni Roma
tuvieron noticias de la civilización que se iba desarrollando, con
muchos siglos de adelanto sobre ellas, al otro lado de la barrera
formada por el Asia Menor, la Persia, la India y los mares misteriosos.

Las expediciones de los cruzados y las guerras implacables de
Gengis-Kan, que arrancaron á tantos pueblos asiáticos de sus alvéolos
históricos, lanzándolos como piedras en opuestas direcciones, dejaron
adivinar un poco del misterio chino. Pero fué un hombre aislado, un
comerciante, un explorador amigo de correr aventuras, quien hizo conocer
á los países de Europa lo que existía en este mundo lejano, envuelto en
sombras para los occidentales. Este hombre se llamó Marco Polo.

Cuatro grandes héroes tiene la Geografía: Alejandro, que llevó la
influencia griega hasta el Ganges; Marco Polo, Colón y Magallanes. Pero
el héroe macedónico pudo realizar en gran parte su corta y asombrosa
carrera porque su padre le había legado toda la fuerza militar y la
sabiduría de Grecia, acaparadas astutamente por él. Colón descubrió un
mundo nuevo auxiliado por los Pinzones y otros nautas españoles, que á
causa de la posición geográfica de su país conocían mejor que los demás
navegantes la existencia de tierras misteriosas en el Océano. Magallanes
vió completada su circunnavegación del planeta gracias á la energía de
Sebastián del Cano, que supo dar fin á tan magna empresa.

Marco Polo no tuvo colaboradores. Fué un simple mercader de genio,
aficionado al estudio y á los descubrimientos, hábil para aprender las
lenguas y amoldarse á los ambientes; un entendimiento ágil, capaz de
ejercer las más diversas funciones.

Su padre y su tío habían hecho ya viajes comerciales á través de la
misteriosa Asia, y le llevaron con ellos al ser mozo. Durante veintidós
años vivió lejos de Europa, habituándose á los usos del Extremo Oriente.
Su vida se desarrolla de la mitad del siglo XIII al primer tercio del
siglo XIV. Viajó por el Asia Menor, la Persia, la India, y llegó á China
cuando el nieto de Gengis-Kan acababa de establecer la dinastía mongola
en el Imperio de Enmedio, declarando á Pekín su capital.

El Gran Kan--nombre que Marco Polo da al emperador de la China y la
tradición consagró durante siglos--necesitaba extranjeros leales que le
sirviesen, en un país recién conquistado y sordamente hostil á sus
nuevos dominadores. Por tal razón acogió favorablemente al mercader
veneciano, que además podía darle noticias de su remoto y desconocido
mundo.

Marco Polo fué un personaje en el Pekín de hace siete siglos, que se
llamaba entonces Cambaluc (la Ciudad del Señor), y él titula en su libro
Gran Ciudad del Catay. Este título se cambió luego en Pe-King (Corte del
Norte), por haber estado la capital en otras ciudades situadas más al
Sur. El veneciano hasta llegó á ser virrey de una provincia china; pero
su curiosidad le impulsó á correr nuevas tierras, viajando por Sumatra,
Java, Ceilán y Tartaria.

Pocos autores han influido en las letras como este hombre de acción,
falto de pretensiones literarias. Al volver á su país, los venecianos
escucharon con interés el relato de sus maravillosos viajes. Luego los
incrédulos y los maldicientes hicieron materia de dudas y bromas estas
historias de un mundo lejano, y muchos de sus compatriotas acabaron por
apodarle _Micer Millones_. Unos lo llamaban así por las riquezas
fabulosas que describía en sus relatos; otros, peor intencionados,
calculaban por millones las mentiras salidas de su boca. Estando en la
cárcel por haber caído prisionero de los enemigos de Venecia en una
batalla naval, escribió la crónica de sus viajes á través del Asia. En
sus últimos días, al hablar melancólicamente de la incredulidad de sus
contemporáneos, afirmó no haber puesto en su libro ni la décima parte de
las maravillas vistas por él.

La veracidad de Marco Polo ha sido comprobada por muchos sabios y
exploradores modernos, sin encontrar en su libro errores geográficos de
bulto ni descripciones inverosímiles. Su obra circuló entre los hombres
doctos de los dos últimos siglos de la Edad Media. Poetas y novelistas
la explotaron para sus relatos caballerescos. Él hizo conocer al Preste
Juan de las Indias, rey misterioso del que tanto se ocuparon los autores
medioevales; él lanzó los nombres de Catay y Cipango para designar á la
China y el Japón; él fué el primero en describir como testigo visual las
riquezas del Gran Kan y sus palacios de Pekín.

Colón no pudo leer directamente el libro de Marco Polo. Este relato sólo
fué popularizado por medio de la imprenta años después del
descubrimiento de América. Pero empleó como autores de consulta á muchos
que se habían inspirado en el aventurero mercader, repitiendo sus
descripciones de las riquezas asiáticas, en cuya busca fué Colón al
salir de España, siguiendo el rumbo de Occidente. Por Marco Polo conocía
también la existencia del Gran Kan, y estaba tan cierto de encontrarlo,
que pidió á los Reyes Católicos una carta de presentación escrita en
latín, para que aquel le recibiese en su ciudad de Catay como enviado de
España.

El libro de un explorador que vivió en Pekín á fines del siglo XIII
sirvió para que dos siglos después otro aventurero genial, con tres
puñados de españoles sobre tres barquitos, fuese en busca del Japón y la
China por el lado de Poniente, aprovechando la redondez de la tierra. Y
al insistir en tan audaz aventura dieron todos, sin esperarlo, con una
muralla infranqueable en medio de los mares, la tierra virgen de las
nuevas Indias, mal llamada después América...

Acabo por dormirme, no obstante los gritos y las risotadas de nuestros
guardianes. Cuando despierto entra el sol por los resquicios de las
ventanillas. Parece que ya hemos pasado la parte más peligrosa del
camino: unas tierras encharcadas por las grandes crecidas fluviales, en
cuyos pantanos, exuberantes de vegetación, se refugian los bandoleros.

Llegamos á la ciudad de Tien-Tsin, el puerto más inmediato á Pekín. En
el vagón-comedor encuentro á varios europeos residentes en dicha
población, que han subido al tren para trasladarse á la capital. Todos
ellos llevan abrigos de pieles con el pelo á la parte exterior. En otras
mesas hay numerosos chinos de aspecto elegante, que hablan en inglés y
usan el tenedor como los occidentales. Son mercaderes acaudalados ó
personajes adictos al gobierno de la República, que se dirigen á Pekín
para despachar sus asuntos. Llevan el traje nacional: una túnica de rica
seda azul, chaleco negro de damasco abotonado hasta el cuello, y un
solideo de igual color con botón de coral ó de jade. Como la sotana azul
está abierta á partir de las rodillas, deja ver su forro interior de
suaves y costosas pieles. Además, llevan un pantalón sujeto al tobillo,
muy ancho y acolchado por dentro. Todos ellos aman las joyas. Ostentan
valiosas sortijas en las manos finamente cuidadas, y cadenas de oro
sobre el pecho.

Uno de estos personajes, joven y de sonrisa afable, me explica la
vestimenta que usan los chinos modernos según las estaciones. En
invierno prefieren el traje nacional. Es más abrigador; su amplitud
permite forrarlo con pieles y acolchados. En verano imitan á los
coloniales de origen europeo, y se visten de blanco, con pantalón y
chaqueta cerrada.

A la nieve ha sucedido el polvo. Corre el ferrocarril por unas llanuras
amarillas divididas en campos. Todo está arado. Cuando pase el invierno,
esta sucesión de parcelas cultivadas resultará atractiva con su
interminable oleaje de mieses; pero ahora el viento levanta remolinos de
tierra rojiza, y los servidores del comedor deben sacudir á cada momento
el cuero de los divanes y los manteles de las mesas.

Tienen cierta semejanza estos campos con las planicies de la Argentina
después de la siembra, pero con más abundancia forestal. Todas las
propiedades están orladas de árboles, á los que arrebató el invierno su
follaje: hileras de esqueletos grises, elevando al cielo sus múltiples y
nudosos brazos.

Hay en todas las estaciones muchedumbres vestidas de azul. Hombres y
mujeres usan el mismo traje, de idéntico color. El pantalón y la blusa
son el uniforme de la nación china sin distinción de sexos. En los
pueblos rurales se conserva la trenza varonil. Sólo los chinos de las
grandes ciudades y los que viven en el extranjero aprovecharon la caída
del Imperio para cortarse este apéndice tradicional.

Lo que produjo mayor asombro á Marco Polo, y algunos siglos después á
los primeros misioneros establecidos en China, fué el desarrollo de su
agricultura. En aquellos tiempos los labriegos de Europa eran unos
bárbaros que cultivaban sus tierras de un modo rudimentario. Todos los
adelantos agrícolas posteriores fueron las más de las veces simples
copias de la agricultura china.

Admiramos desde el tren huertas que merecen el título de jardines. Las
grandes extensiones dedicadas á los cereales revelan un trabajo
minucioso. Mas con frecuencia, partiendo los vastos rectángulos de
tierra cultivada, vemos un oleaje de pequeñas cúpulas que son tumbas.
Estos grupos de sepulturas se prolongan á veces hasta el horizonte,
formando cementerios interminables.

Los chinos pueden ordenar su enterramiento sin ningún obstáculo legal.
Cada uno improvisa un cementerio en el campo de su pertenencia. Las
tumbas no desaparecen con el curso de los siglos, y á las nuevas
generaciones les basta añadir unas paletadas de tierra sobre los
montículos sepulcrales para que éstos persistan á través de miles de
años con más consistencia que los monumentos de granito.

Cada uno defiende las tumbas de sus muertos al defender la propiedad de
la tierra que le alimenta. Y como en este país, poblado por cerca de
quinientos millones de seres, la cantidad de defunciones alcanza todos
los años á una cifra enorme y no se borra ninguna tumba aunque
transcurran siglos y siglos, resulta que los que se fueron roban cada
vez más terreno á los que llegan, estrechando los límites de su
actividad.

Más de una cuarta parte de la inmensa China se halla ocupada por tumbas.
Además, éstas son eternamente sagradas y no hay gobierno que se atreva á
tocarlas. Una de las dificultades mayores con que tropiezan los blancos
al construir ferrocarriles, es la imposibilidad de expropiar una tierra
que tenga sepulcros. Algunas veces se ven obligados á desviar la línea
férrea con absurdos rodeos porque los descendientes de unos chinos que
murieron hace tres ó cuatro siglos se niegan á remover las sepulturas de
éstos.

La República lleva hechas algunas reformas, pero no se atreverá en
muchos años á aligerar el suelo patrio de tantos millones y millones de
tumbas. Los muertos pesan sobre el país con una fuerza abrumadora; lo
siguen gobernando, y habrá que empezar por hacerlos desaparecer para que
la China entre en la vida moderna.

Son tantos los sepulcros en algunos campos, que sus poseedores,
necesitados de hacerlos producir, aprovechan los espacios libres entre
los montículos y van trazando con el arado surcos tortuosos. Así
obtienen hileras de espigas nutridas con el zumo de unos ascendientes á
los que nunca conocieron, pero que les inspira un respeto supersticioso.

El japonés venera á sus antepasados porque se han convertido en dioses,
y él á su vez será dios cuando sus descendientes le rindan igual culto.
El chino los respeta porque les tiene miedo. Venera las tumbas de unos
abuelos remotísimos cuyo nombre ignora; se arruina y vende hasta los
objetos de primera necesidad para costear funerales ostentosos en honor
de los que fallecen dentro de su casa. Como teme á los muertos, procura
mantenerlos tranquilos y contentos, para que no vengan á atormentarle
durante la noche, ni siembren de fracasos y desgracias el camino de su
vida. Alguien ha definido á este país diciendo que es una aglomeración
de quinientos millones de vivos, aterrados por la presencia de miles de
millones de muertos.

Los cementerios se suceden en el paisaje, cada vez con mayor frecuencia.
Al final sólo vemos tumbas, y emergiendo de su oleaje rojizo algunas
chozas de esteras y pedazos de lata, semejantes á las que existen en los
suburbios de todas las ciudades.

Empieza á deslizarse paralelamente al tren una alta muralla gris de
apretadas almenas. En la faja de terreno intermedia van pasando pequeñas
huertas y casitas de hortelanos. Vemos, con cinematográfica rapidez, una
puerta que perfora lo mismo que un túnel este bastión interminable, y
sobre su arcada sombría un castillo rojo con tres tejados superpuestos,
cuyos ángulos tienen forma de cuernos.

Esta puerta, fortificada al estilo chino, la hemos contemplado muchas
veces en libros de viajes. A continuación, con violenta antítesis
visual, se alzan sobre la muralla unos palos gigantescos que se
aproximan á nosotros. Son dos poderosas antenas de comunicación
inalámbrica, instaladas por los norteamericanos. ¡La telegrafía sin
hilos junto á una puerta que cuenta más de mil años!...

Va aminorando su marcha el tren y se inmoviliza finalmente luego de
rozar una especie de malecón que es una antigua muralla cortada.

Hemos llegado á Pekín.



III

LAS TRES CIUDADES DE PEKÍN

     La forma geométrica de Pekín.--La ciudad china, la ciudad tártara y
     la ciudad prohibida.--El edificio chino y la tienda de
     campaña.--Los geomantes y sus adivinaciones.--Los espíritus del
     Viento y del Agua.--La cuarta ciudad.--El barrio de las Legaciones
     y sus tropas visibles y ocultas.--La seguridad de las calles de
     Pekín y la policía china.


Todas las mañanas, al saltar fuera de mi cama en el «Grand Hôtel des
Wagons-Lits», siento la misma duda, y me pregunto:

--¿Estoy verdaderamente en Pekín?

El aspecto europeo de mi habitación me obliga á descorrer las cortinas
de una ventana y limpiar sus vidrios, empañados por el frío exterior.
Veo enfrente un canal, á un lado una muralla obscura, y al pie del hotel
una larga fila de cochecitos con las varas en el suelo, mientras sus
conductores, cruzando los brazos sobre el pecho, abrigan sus manos
conservándolas bajo los sobacos. Todos estos chinos miran á las
ventanas, y uno de ellos que me llevó por la ciudad en días anteriores,
al reconocer á su cliente inicia una mímica apasionada para hacerme
saber que me espera desde el alba.

Una vez más me convenzo de que estoy en Pekín, pero esto no impedirá que
al despertar mañana sufra la misma duda. ¡Es tan extraordinario vivir en
esta población, cuyo nombre aprendemos desde niños, como algo
remotísimo que nunca llegaremos á ver!...

La gran ciudad china figura en nuestras primeras impresiones como un
lugar inaudito de absurda lejanía. Cuando oíamos hablar, siendo
pequeños, de alguna persona que se había alejado para siempre, decían:
«Se fué á Pekín», y no era preciso añadir más. Los hombres de verbo
enérgico, para concretar algo que no podría realizarse nunca ó no
tolerarían de ningún modo, afirmaban: «Ni aquí ni en Pekín», y todo
quedaba dicho.

Esta capital misteriosa se hallaba al otro lado del planeta, debajo de
nuestras plantas, y como sus habitantes de ojitos oblicuos, sonrisa
astuta y trenza en el cogote vivían cabeza abajo, era natural que todo
lo hiciesen al revés que los blancos, lo que abría ante nuestra
imaginación infantil una serie interminable de espectáculos grotescos y
disparatados.

Me convenzo todas las mañanas de que estoy en Pekín é igualmente de que
los chinos no son tan extravagantes como los creíamos en nuestra niñez.
La vida moderna ha cambiado la fisonomía de todos los pueblos, hasta del
Imperio chino, que parecía eterno como una momia y hoy es una República.
Pero no obstante la general transformación, guarda esta ciudad el
prestigio misterioso y el novelesco interés que envolvió siempre su
nombre.

Verdaderamente sólo á partir del régimen republicano forma Pekín una
ciudad única. Mientras existieron los emperadores estuvo compuesta de
tres ciudades: la china, la tártara y la imperial, llamada también
«ciudad prohibida», cada una de ellas con su defensa de anchos muros y
puertas profundas, coronadas por castillos.

Pekín es, de todas las capitales de la tierra, la que tiene una forma
más exactamente geométrica y una orientación escrupulosamente
geográfica. Su eje va de Norte á Sur rigurosamente. La calle de
Chien-Men, que divide toda la ciudad china y gran parte de la tártara,
llegando hasta la primera puerta de la ciudad imperial, es una línea
escrupulosamente trazada entre estos dos puntos cardinales, y las calles
secundarias que la atraviesan van con igual exactitud de Este á Oeste.
Las murallas que abarcan á las tres ciudades forman en su conjunto un
cuadrilátero y cada una de sus caras es paralela á uno de los cuatro
límites geográficos.

Al examinar el plano de Pekín se cree estar viendo un dibujo geométrico.
Abajo, en el Sur, hay un rectángulo más ancho que alto, que es la ciudad
china. Encima un cuadrado perfecto, la ciudad tártara, y en el centro de
ella un segundo cuadrado, la ciudad imperial. La ciudad china, reservada
en otros siglos al populacho, ocupa el lugar del vestíbulo en un plano
arquitectónico; después viene, como si fuese el cuerpo principal del
edificio, la ciudad tártara, y en su corazón, bien guardado por todas
sus caras, está el santuario, la ciudad imperial, donde residía el Hijo
del Cielo.

Marco Polo cuenta que el nieto de Gengis-Kan, al establecer su capital
en Pekín, tuvo en cuenta las predicciones de algunos adivinos que le
acompañaban en sus conquistas. Como éstos le aseguraron que su
descendencia perecería por una sublevación de dicha ciudad, el Gran Kan
levantó al lado de la antigua Cambaluc, ó sea la ciudad china, la actual
ciudad tártara, repartiendo los solares entre sus feudatarios más
adictos. De tal modo, sus herederos vivirían rodeados siempre por los
nietos de los antiguos conquistadores, sirviéndoles éstos de guardia y
defensa. Para que los enemigos del Hijo del Cielo pudiesen llegar hasta
él, tenían que asaltar primeramente la ciudad china, que por sí sola
representaba todo un sistema de fortificación. Luego, salvando el canal
que separa dicha ciudad de la tártara, debían hacerse dueños de los
baluartes de ésta última, todavía más altos y robustos, y finalmente, al
verse poseedores de la ciudad tártara, tropezaban con las murallas de la
«ciudad roja», nombre que se da igualmente por el color de sus muros á
la ciudad imperial ó prohibida.

Durante varios siglos de paz se fué quebrantando la división de razas
que separaba á los conquistados, habitantes de la ciudad china, de los
vecinos de la ciudad tártara, descendientes de los conquistadores. Esta
última, por contener en su recinto los palacios imperiales, vivía bajo
un régimen militar, cerrándose sus puertas á la puesta del sol y
quedando sometidos sus habitantes á todas las molestias de una plaza
fuerte. Como precisamente los nietos de los tártaros eran los más ricos
y dados á los placeres, se fueron trasladando á la ciudad china, para
vivir con mayor libertad. Hace ya muchos años que estas denominaciones
no son más que recuerdos históricos. Las familias chinas y tártaras se
han mezclado por enlaces matrimoniales y viven indistintamente en una ó
en otra ciudad.

La arquitectura de Pekín recuerda el origen nómada del pueblo chino en
los tiempos remotos de su historia. También fueron de vida errante las
dos invasiones de jinetes tártaros y manchures. A causa de esta
influencia, muchos que han estudiado su arquitectura reconocen en todas
sus construcciones--palacios, templos, torres ó casas particulares--una
imitación de la tienda de campaña habitada por sus ascendientes.

En China sólo se construyeron durante los pasados siglos edificios de un
piso único. Cuando se quería darles cierta altura para que adquiriesen
proporciones majestuosas, eran levantados sobre mesetas de piedra. En
los barrios comerciales, la necesidad de vivir sin quitar espacio al
propio almacén obligó á muchos á construir sobre su establecimiento una
especie de buhardilla, que sirve de habitación. Pero es creencia
tradicional que el vivir en piso alto atrae las enfermedades, y
manteniéndose en contacto á todas horas con la tierra se reciben
efluvios misteriosos que vigorizan la salud.

El parecido entre el edificio chinesco y la tienda de campaña resulta
exacto. Las techumbres, negras ó de tejas barnizadas, son externamente
cóncavas, como la cubierta de lona de la tienda, que forma bajo el soplo
del viento una curva entrante. Las columnas, siempre de madera, carecen
de capiteles y basamentos, aunque el edificio se halle revestido con
pomposa riqueza. Están cubiertas de laca y oro, pero son iguales de
arriba á abajo, sin ningún adorno saliente, como los postes que forman
el andamiaje interior de los campamentos. Los ángulos de las techumbres
se encorvan hacia arriba, lo mismo que los extremos de la tienda,
sostenidos por lanzas.

Los chinos han ratificado con sus ideas supersticiosas esta forma curva
de los ángulos de sus tejados. Son muchos los que aún creen en la
actualidad que sus ascendientes dieron figura de cuerno á los remates de
los aleros para dejar más espacio á los espíritus del Agua y del Aire,
señores de nuestra existencia. Así no se rasgan las alas ni se enredan
en ángulos agudos, como los que fabrican los «demonios blancos» en sus
construcciones.

Éste es el país de los geomantes. Antes de construir un edificio se pide
consejo á la ciencia geomántica y no se abren los cimientos ni se coloca
una piedra sin que el adivino, enterado del revoloteo de los espíritus y
las direcciones amadas por ellos, estudie el solar y diga al arquitecto
qué orientación debe seguir en sus planos. Son también los geomantes
quienes señalan los terrenos más favorables para enterrar á los muertos
y que los espíritus sean clementes con ellos. Con frecuencia, el adivino
designa como lugar favorable para la futura tumba el campo de algún
amigo suyo, y los herederos se ven obligados á adquirirlo á un precio
fabuloso. Lo más extraordinario es que estos hechiceros que legislan
sobre las buenas ó malas condiciones del suelo únicamente reconocen á la
tierra que los hace vivir una personalidad secundaria y pasiva. Los
dioses, según ellos, sólo habitan la atmósfera. Son _Feng_ (el Viento) y
_Shui_ (el Agua).

Más de una vez, el europeo ó el norteamericano, después de haber
construído una fábrica, una estación de ferrocarril ó una chimenea de
ladrillos, ve llegar en masa á la chinería de las inmediaciones, que
protesta con desesperación, enumerando las calamidades caídas
recientemente sobre la comarca. Esto se debe á que _Feng_ y _Shui_ están
irritados por las obras groseras que obstruyen una atmósfera en la que
se movían antes con desembarazo. Es el geomante más célebre del distrito
quien ha hecho tal descubrimiento, gracias á su ciencia. Y los
civilizadores del país no tienen otro recurso que buscar al sabio
popular para conseguir con donativos secretos que cambie repentinamente
de opinión. En ciertas ocasiones el geomante es un nacionalista hasta la
xenofobia, que no admite regalos y cree de buena fe en sus revelaciones,
aferrándose á ellas para que los extranjeros se alejen del país. El
populacho insiste en sus protestas, y los mandarines encargados de la
justicia ordenan, para restablecer la paz, la demolición de los
edificios industriales, aunque el gobierno tenga que pagar una fuerte
indemnización á sus dueños.

La tienda de campaña, origen y modelo de la arquitectura china, se
repite siempre en extensión ó en altura. Una torre de pagoda no es más
que una sucesión de tiendas con los aleros cornudos, colocadas una sobre
otra en armónica disminución. Los pequeños y ligeros edificios
superpuestos deben ser forzosamente en número impar: cinco ó siete por
regla general. Los chinos aborrecen el número par y lo evitan en todas
sus obras.

Templos y palacios están formados por aglomeraciones de edificios,
siempre en figura de tienda, y teniendo por únicos materiales la madera
y el azulejo. El mármol y el granito se reservan para los basamentos de
las construcciones, para las escalinatas con barandillas admirablemente
cinceladas, para los puentes de atrevida joroba, para los pavimentos de
los patios, encerrados entre cuatro hileras de edificios y por cuyo
centro se desliza un curso de agua.

Las tres antiguas ciudades que forman la capital china han visto crearse
otra más pequeña junto á la muralla de la ciudad tártara, en el lugar
donde se alza la Puerta de Enfrente, dando paso á la avenida que
atraviesa todo Pekín hasta el Palacio Imperial. Esta cuarta ciudad es el
llamado barrio de las Legaciones, por vivir en él los representantes
diplomáticos y todos los blancos residentes en Pekín. Es como un Estado
independiente dentro del corazón de la China. Hasta tiene un ejército
internacional para su defensa, y en el interior de sus fronteras no
rigen las leyes ni las autoridades del resto del país.

El lector recordará indudablemente la sublevación de los boxers en 1900
y la horrible situación en que se vieron los habitantes del barrio de
las Legaciones. Estos boxers, patriotas hasta la ferocidad, se
sublevaron contra los «demonios blancos», exterminando á todos los
individuos de nuestra raza que pudieron encontrar. El personal de las
Legaciones, los exiguos contingentes militares que éstas tenían á su
disposición y los europeos civiles que pudieron armarse sostuvieron una
lucha desesperada durante varias semanas, hasta que llegaron los
refuerzos enviados por las grandes potencias. Tuvieron que batirse uno
contra mil día y noche, sufriendo el hambre, la sed, el insomnio, la
infección de la atmósfera producida por los cadáveres abandonados en las
calles al pie de las barricadas. Como estaban seguros de perecer
sometidos á horribles tormentos si caían en poder de los boxers, se
batieron con el heroísmo del que ha decidido morir, pero sin soltar las
armas.

Además, el chino es poco propenso á las ofensivas á cuerpo descubierto,
y prefirió atacar las Legaciones oculto en los edificios cercanos, con
la esperanza de rendir á sus enemigos por el hambre y la sed.

Después de esta cruel experiencia, las naciones poderosas que desean
influir sobre los destinos de la China mantienen en el barrio de las
Legaciones unos contingentes militares dignos de respeto. Se ven en las
calles de esta pequeña ciudad, edificada á estilo europeo, soldados
ingleses, franceses, italianos, y especialmente norteamericanos.

La Embajada de los Estados Unidos es enorme. Sus varios edificios están
situados junto á una sección interior de la muralla que defiende á la
ciudad tártara. Algunos de ellos son pabellones militares, idénticos á
los de los cuarteles. Desde lo alto de la muralla se ven sus patios y en
ellos grupos de soldados con chambergos puntiagudos que hacen el
ejercicio de fusil y practican el manejo de las ametralladoras. Además,
dentro de la Embajada están las dos enormes antenas de telegrafía
inalámbrica que mantienen en comunicación segura á las Legaciones con el
resto de la tierra.

Hoy no es probable un ataque de los patriotas exaltados contra este
barrio. Las fuerzas militares de que disponen los embajadores en Pekín y
en las concesiones diplomáticas del puerto de Tient-Sin ascienden, según
parece, á unos ocho mil hombres, lo que representa, por la calidad de
los soldados y por su material de combate, un ejército importantísimo,
teniendo en cuenta la desorganización ruidosa y la propensión á huir,
después de un ataque rechazado, que muestran las muchedumbres chinas.

No hacen los embajadores ostentación de dichas tropas. Únicamente se ven
en las calles, con alguna frecuencia, soldados norteamericanos; lo que
no resulta extraordinario, por ser el gobierno de los Estados Unidos el
que ejerce mayor influencia sobre la República china. Soldados nipones
apenas se encuentran, aparte de los centinelas que guardan la entrada de
su Legación; pero en Pekín ascienden á varios miles los tenderos
japoneses, vigorosos, jóvenes, de sonrisa astuta. Según me dicen algunos
diplomáticos, todo japonés tiene oculto en su tienda el uniforme y el
fusil, y basta que su embajador lance una palabra, para que media hora
después formen en sus patios dos regimientos tan bien organizados como
los de la guarnición de Tokio, sin que nadie pueda adivinar de dónde
surgieron.

Este barrio de las Legaciones es interesante y ameno á causa de las
rivalidades ocultas, las ceremonias y las etiquetas exteriores, que
forman el tejido de su vida diaria. Recuerda el mundo diplomático de
Constantinopla antes de que fuese destronado el último sultán absoluto,
cuando aún existían los privilegios internacionales de las
Capitulaciones. Las esposas de los diplomáticos reproducen en Pekín las
elegancias y placeres de la vida occidental. Son frecuentes las fiestas
de sociedad, los banquetes conmemorativos, las recepciones oficiales.

El primer hotel europeo de Pekín lo estableció, en pleno barrio de las
Legaciones, la Compañía europea de los Wagons-Lits y lleva este mismo
título. Es un hotel de tipo francés, que algunos consideran algo
anticuado. Recientemente, la influencia norteamericana creó el Gran
Hotel de Pekín, edificio enorme, á semejanza de los de Nueva York, con
vastas salas de baile y una feria de bulliciosas tiendas en su piso
bajo. La tranquilidad actual de la China ha permitido la audacia de
construir este albergue lujoso fuera del barrio de las Legaciones. En
torno á él se están edificando casas á la europea para las familias
occidentales, cada vez más numerosas. De ocurrir una revolución
nacionalista, las fuerzas que guarnecen las Legaciones podrían defender
con facilidad este nuevo barrio anexo.

Los que conocemos á Pekín desde hace muchísimos años por nuestras
lecturas, preferimos el tranquilo y señorial Hotel de los Wagons-Lits.
Lo vimos mencionado siempre en los relatos de la lejana ciudad como
única residencia de los europeos de entonces, y nos parece que
instalados en él estamos más de veras en China.

Tengo un amigo y compañero de letras que ha residido en esta capital dos
largas temporadas, y me conduce á muchos lugares cuyo conocimiento
requiere una larga observación. Es el marqués de Dosfuentes, ministro
plenipotenciario de España; diplomático que vive como un prócer de otra
época, escritor que en su libro _El alma nacional_ supo condensar como
nadie lo mejor y lo más sano de nuestra raza. La Legación de España,
edificio gracioso, de elegante sencillez, ha aumentado sus atractivos
para la sociedad internacional de Pekín con las fiestas que da
frecuentemente nuestro ministro. Gracias á él pude conocer en poco
tiempo todas las personalidades interesantes de este barrio célebre que
asisten fielmente á sus comidas y recepciones.

En los primeros días causa extrañeza ver con qué naturalidad se
desarrolla la vida europea dentro de esta urbe asiática tenida hasta
hace poco por misteriosa. Parece imposible que á una distancia de dos
docenas de años nada más, fuesen martirizados y hechos pedazos todos los
blancos que pudo pillar la muchedumbre amarilla en sus calles. Las
señoras van solas en plena noche á través del gentío chino, sin recibir
el menor insulto; tal vez con más seguridad que en algunas ciudades
europeas.

Al pasear por Pekín se nota inmediatamente la abundancia de policía y el
método con que cumple ésta sus funciones. A cortas distancias hay
agentes que con sus movimientos de brazos regulan la circulación. Sólo
los pobres marchan á pie. Muchos chinos van en automóvil, y el resto de
los transeúntes se vale del carruajito de ruedas ligeras, tirado por un
solo hombre, que aquí se llama _ricsha_. En la gran avenida que parte
longitudinalmente á Pekín, las _ricshas_ forman filas de seis y de ocho,
circulando por la derecha ó la izquierda, según su dirección. Ninguno de
los caballos humanos deja de obedecer los manoteos ordenadores de la
policía. Además, cada cien metros hay una pareja de gendarmes con el
fusil al hombro, más correctamente uniformados y de mejor cara que
nuestros guardianes del ferrocarril.

Se adivina en toda la ciudad un orden firme y severo, una vigilancia
continua é inexorable. Robos y homicidios abundan menos que en la
mayoría de las capitales de Europa. El chino del Norte, grande de
estatura, sobrio en palabras, honesto en sus tratos, se parece muy poco
al chino del Sur, pequeñito, bullanguero, astuto, propenso á la mentira,
que es el más conocido en el mundo, porque junto con tan malas
cualidades posee otras muy excelentes, que hacen de él un elemento
valioso de emigración.

Después de comer en la Legación de España veo que una de las invitadas,
señora joven y elegante, se vuelve sola á su casa á las once de la
noche. Al extrañarme de ello, como de una audacia inconcebible, me dice
con naturalidad que todas las noches hace lo mismo. Toma una _ricsha_,
cuyo conductor no conoce las más de las veces, y se hace llevar por él á
su domicilio, fuera del barrio de las Legaciones, á través de calles
puramente chinas.

Nunca la ocurrió el menor percance. Jamás ha sentido la inquietud del
miedo. En las vías solitarias encuentra siempre á un policía, con su
gorra redonda galoneada de blanco y el revólver sobre una cadera. Otras
veces es una pareja de gendarmes con fusiles al hombro y cargados.

No todos pueden decir lo mismo en la mayoría de las ciudades de
Occidente, más peligrosas y desiertas después de media noche que los
senderos de una selva.



IV

SINGULARIDADES DE LA VIDA CHINA

     La ciudad más grande del mundo.--Las antiguas calles y sus
     muchedumbres.--Casas, muebles y gorros.--Los casamientos.--Los pies
     de las chinas.--Vanidad con que las mujeres á estilo antiguo
     aprecian su deformación.--Las damas manchures.--La cocina china y
     sus horripilantes picadillos.--Vinos de animales.--Los cocineros
     chinos esparcidos por el mundo.--Sus caprichos de artista.--Lo que
     vió una dama al bajar á su cocina, y la respuesta del cocinero para
     que todos quedasen contentos.


A mediados del siglo XIX era Pekín la ciudad más grande del mundo.
Londres encerraba escasamente millón y medio de habitantes; Nueva York y
París, muchos menos. Pekín tenía el mismo vecindario que ahora: dos
millones y medio de seres.

Su área era también superior á la de todas las grandes urbes de
Occidente, por apreciarse las categorías de los personajes chinos con
arreglo á la extensión de terreno que ocupan sus viviendas. Por eso en
todas las construcciones de algún valor procuran los arquitectos engañar
al visitante con perspectivas hábilmente dispuestas, que agrandan las
proporciones de los edificios y especialmente la amplitud de los
jardines.

La población de Pekín ha parecido siempre dos ó tres veces más numerosa
que lo es en realidad, por las ceremonias de la etiqueta china y las
costumbres especiales del país. En tiempo del Imperio ningún personaje
salía á la calle sin ir en un palanquín llevado á hombros y con largo
séquito de domésticos. Los mandarines allegados al emperador debían ir
seguidos cuando menos de cien acompañantes. Los jueces, al dirigirse á
los sitios donde administraban justicia, llevaban detrás de ellos todo
su tribunal formado en procesión: secretarios, procuradores, alguaciles
y litigantes. Los mandarines militares, á partir de un grado equivalente
al nuestro de capitán, iban con una escolta de jinetes. Esta escolta,
según la importancia del jefe, llegaba á convertirse en nutrido
escuadrón. Todos galopaban sin orden determinado, pero procurando
mantener al personaje en el centro del grupo.

Además llenaban las calles, de sol á sol, los pequeños cortejos de los
particulares. Éstos se consideraban desprestigiados si no hacían sus
visitas en un palanquín con numerosos servidores. Unos se relevaban para
el sostenimiento de la pequeña casa portátil, otros llevaban los objetos
usuales de su dueño: el quitasol, el abanico, la pipa, etc.

Otro motivo de gran afluencia en las calles del Pekín imperial era la
costumbre de trabajar á domicilio, observada por los menestrales desde
tiempos remotos. El carpintero, el herrero, el sastre, circulaban por la
ciudad con sus oficiales y aprendices, llevando las materias y
herramientas para su trabajo. Hasta los impresores iban á las casas de
los letrados con su prensa, sus resmas de papel y sus tarros de tinta
para imprimir libros. Los autores guardaban en su domicilio las planchas
de madera grabadas, cada una de las cuales era una página, y no tenían
más que sacarlas á la puerta para que el impresor fabricase en unas
cuantas horas centenares de volúmenes, tirados en un papel sutil, de
dobles planas, plegadas y sin cortar, forma que todavía subsiste.

El tercer motivo de aglomeración en las vías públicas era que en Pekín
todo se hacía á brazo, y el transporte de maderos y ladrillos para las
obras del gobierno y los edificios particulares exigía largos rosarios
de atletas doblados bajo pesos abrumadores.

Hoy la vida antigua de la ciudad está modificada. Han desaparecido casi
por completo los palanquines, como ocurrió en las ciudades japonesas. La
_ricsha_, más ligera y que sólo exige un hombre para su manejo, ha
democratizado la circulación.

Son los blancos quienes implantaron este nuevo medio de transporte en el
Extremo Oriente. Algunos misioneros norteamericanos, viejos y achacosos,
al establecerse en el Japón en 1860, se hicieron llevar por naturales
del país en carruajitos de tal especie. Los japoneses se apropiaron la
innovación, creando la _koruma_, y del Imperio del Sol Naciente han
copiado el uso de su _ricsha_ los chinos y otros pueblos asiáticos.
Antes sólo podían ir en palanquín los mandarines y los comerciantes
ricos; ahora todos los chinos que gozan de un pequeño bienestar usan la
_ricsha_. Esto ha aumentado la afluencia en las calles, pero con un tono
uniforme y obscuro, sin la brillantez colorinesca de los antiguos
cortejos.

Algunos próceres chinos apegados á la tradición se niegan á aceptar el
automóvil, como muchos de sus compatriotas que viajaron por los países
occidentales. Tampoco se atreven á resucitar el antiguo palanquín, y dan
sus paseos en unas berlinas azules, de ruedas doradas, con el interior
forrado de seda gris perla. En estos carruajes vistosos, tapizados como
un tocador de dama, no hacen mala figura los personajes de la antigua
corte, chinos de aventajada estatura, algo gruesos, con ricas
vestimentas de seda azul. Dos caballitos mogoles, de exigua talla con
relación al vehículo, tiran de éste, y á veces se muerden entre ellos,
obligando á echar pie á tierra á uno de los lacayos, para ponerlos en
paz.

Al ser de un solo piso, las casas están compuestas de numerosos
pabellones separados por patios y jardines. Los chinos son los únicos en
el Extremo Oriente semejantes á nosotros por su mueblaje. Se sientan en
sillas y no en el suelo, comen sobre una mesa, duermen en camas. En sus
salones, el gran lujo son los biombos. Sus diversas hojas contienen
paisajes y escenas de la vida ordinaria, pintados con minuciosa
observación. En todas las viviendas de alguna comodidad, los pisos
tienen debajo de ellos tubos de piedra que transmiten el calor de una
hoguera encendida en el subterráneo.

Una contradicción artística de este pueblo. Ama las líneas simples en su
arquitectura; algunos de sus edificios célebres parecen diseños
geométricos, y en cambio muestra horror por la línea recta cuando
fabrica muebles y objetos de lujo. Talla la madera y los metales con
ondulaciones reptilescas. Los contornos de sillas y mesas parecen estar
formados con una interminable curva vermicular. El eterno modelo es un
dragón, con sus enroscamientos escamosos.

Este pueblo que durante siglos vistió de un modo uniforme, obedeciendo
las leyes suntuarias decretadas por el Hijo del Cielo, conserva por
tradición el mismo corte de traje en los diversos grados sociales. La
importancia de las personas se aprecia únicamente por la riqueza de las
telas que usan.

La elegancia y el rango de cada uno se concentra en el gorro ó solideo
que cubre su cabeza. En él se exhiben los signos honoríficos, iguales á
las condecoraciones que los mandarines civiles de Europa se colocan
sobre el pecho en forma de cruces y los mandarines militares sobre los
hombros en forma de charreteras. Cada tocado indica la categoría de su
portador por medio del botón que lo termina. Unas veces el botón es de
seda, otras de oro ó de piedras preciosas, abarcando su simbolismo todas
las dignidades, hasta las puramente literarias. Además, los mandarines
letrados, para demostrar su alejamiento de los trabajos materiales, se
dejaron crecer hasta hace poco las uñas de sus manos. Sólo las exhibían
en días de ceremonia, guardándolas el tiempo restante metidas en fundas
de bambú.

Bien sabida es la enorme influencia del llamado Código de los Ritos en
este país ceremonioso. La gran sabiduría para la China imperial
consistió en conocer la mayor cantidad de palabras y todas las reglas de
una complicadísima etiqueta. La escritura china, que es ideológica, no
tiene letras sueltas. Cada signo es una palabra, y la gran ciencia
consiste en poder guardar en la memoria veinte mil, treinta mil y hasta
cuarenta mil de ellos, y tenerlos igualmente prontos al extremo del
pincel que sirve de pluma. El que además llegaba á dominar todos los
enrevesamientos interminables de la etiqueta, se consideraba apto para
los más altos cargos del gobierno, pues éstos se obtenían siempre por
examen. Hoy todo ha cambiado, y los letrados que figuran en la República
china saben algo más que palabras sin ideas ó cortesías interminables y
falsas.

La autoridad despótica del padre mantuvo hasta hace poco un régimen
absurdo dentro de las familias. Los hijos nunca eran consultados para su
casamiento, lo mismo que en el antiguo Japón. Con frecuencia, dos amigos
faltos aún de descendientes se prometían de un modo solemnísimo unir en
matrimonio los hijos que pudieran tener más adelante, si eran de sexo
distinto. La solemnidad de tal promesa consistía en desgarrarse la
túnica en dos pedazos, dándose recíprocamente la mitad. El Código de los
Ritos protestó en vano contra estas absurdas costumbres. Los padres
celosos de su poder absoluto siguieron casando á los hijos según su
capricho ó su interés, y vendiendo sus hijas al marido que ofrecía más.

En las provincias del interior todavía es el casamiento un juego de azar
para el hombre. Como los chinos tradicionalistas mantienen á sus hijas
reclusas, el que desea contraer matrimonio se vale de los oficios de
viejas casamenteras, sometidas por las antiguas leyes, en caso de
engaño, á severísimas penas, que algunas veces llegaban hasta la
estrangulación.

A pesar de tales amenazas de la ley, las casamenteras, sobornadas por
los padres, engañan casi siempre á los novios, exagerando descaradamente
las gracias y los méritos de sus futuras. Como el marido ve por primera
vez á su esposa al abrir la portezuela del palanquín que la trae á su
casa, no le queda otro recurso, si le han engañado con falsos informes
sobre su belleza, que devolverla inmediatamente á sus padres, dando por
terminada la fiesta y despidiendo al ruidoso cortejo de músicos é
invitados. Pero esto se ve con más frecuencia en las comedias chinas que
en la realidad, ya que el marido, si adopta tal resolución, pierde el
dinero que dió al suegro por obtener á su hija, así como los regalos que
lleva hechos.

El juego es la gran pasión del populacho, desarrollándose este vicio
especialmente en las provincias del Sur. La diversión que más le
entusiasma, los fuegos artificiales. Los pirotécnicos de Europa copiaron
mucho de los de aquí, pero en realidad nunca han llegado á dar á sus
obras la duración y el brillo de los fuegos chinos.

Hoy se usa en Pekín la tarjeta de visita como en Europa. La única
variante consiste en estar impresa por ambas caras: á un lado en
caracteres chinos, al otro en letras occidentales. En tiempo del
Imperio, la tarjeta, originaria de aquí, era de enormes dimensiones, y
tenía tres emblemas representando las tres felicidades más grandes que
puede obtener un chino: un heredero, un empleo público y una vida
larguísima, simbolizados por las figuras de un niño, un mandarín y una
cigüeña.

Al circular por las calles de Pekín sentí inmediatamente cierta
curiosidad que hace mirar al suelo á todos los extranjeros. Deseaba ver
los pies de las chinas.

Una de las primeras reformas de la República fué abolir la bárbara
costumbre que estropea los pies de las mujeres para hacerlos
extremadamente pequeños. Ahora existe ya toda una generación de
adolescentes con los pies intactos, iguales á los de las otras mujeres;
pero á los pocos días de circular por Pekín se van encontrando damas de
la burguesía y de la aristocracia con las extremidades desfiguradas por
tan absurda costumbre, muchas de ellas todavía jóvenes, de veintiocho ó
treinta años de edad.

Esta deformación no es de origen antiquísimo, como se imaginan algunos.
Data del siglo X y no se comprende cómo pudo generalizarse en tan vasto
Imperio. Los invasores tártaros tuvieron el buen sentido de no imitar
dicho uso de los vencidos, y sus mujeres, nueva aristocracia del país,
dejaron crecer sus pies en libertad, sin considerarse por ello menos
hermosas que las chinas tradicionales. Lo más censurable fué que las
mujeres del pueblo, por imitar á las de arriba, comprimieron igualmente
los pies de sus hijas, y millones de hembras han tenido que ganarse la
subsistencia trabajando, á pesar de faltarles un sólido apoyo por culpa
de sus extremidades deformadas.

Todos saben cómo se realiza esta tortura, obligando á las niñas á usar
diminutos zapatos de metal, que sólo abandonan cuando son mujeres. Los
dedos se doblan y se anquilosan, quedando adheridos á las plantas de los
pies, y éstos no son al fin mas que dos muñones dentro de un calzado que
por su forma redonda se asemeja á las pezuñas de ciertos animales.

Las mujeres que sufrieron tal mutilación marchan con una dificultad que
causa cierta angustia al observador la primera vez que las ve. Avanzan
con igual movimiento que una persona montada en zancos; parece que sus
rodillas no pueden doblarse; se balancean con un contoneo grotesco,
semejante al del pato. Y sin embargo, los poetas chinos han cantado en
el curso de los siglos este andar torpe, comparándolo con los balanceos
de la flor, con el sauce llorón, etc.

A pesar de la dificultad que sufren en sus movimientos, siempre están
las chinas dispuestas á pasear, y lo que lamentan es que sus esposos y
padres no las concedan mayor libertad. No es la deformación de sus pies
lo que las hace sedentarias, sino la dureza del régimen familiar. Todas
llevan pantalones de seda azul, muy anchos de boca, y resulta cómico y
triste á un tiempo ver salir de dicha funda ondeante una pantorrilla
enjuta, toda hueso, con media blanca, rematada por un muñón y una
pezuñita de raso negro, sostenida por cintas, que hace oficio de zapato.

Según dicen algunos que por sus observaciones íntimas pueden estar bien
enterados, esta estúpida amputación pedestre anquilosa la pantorrilla
femenil, haciéndola de una delgadez esquelética, pero en cambio engruesa
el muslo y sus vecindades superiores, particularidad plástica que
parece muy de acuerdo con la estética china. He encontrado en los museos
y jardines ex imperiales muchas de estas damas balanceantes y casi
faltas de pies. Reían con cierta vanidad al notar nuestra sorpresa y la
atención con que mirábamos sus extremidades. Exageraban sus movimientos
para que no sintiésemos duda alguna sobre su agilidad. Hacían toda clase
de remilgos y monadas, como niñas traviesas.

Las mujeres chinas son más grandes que las del Japón. Algunas de ellas,
á no ser por sus ojitos oblicuos, pasarían por europeas, á causa de su
tez blanca y sus formas redondeadas. Todas se pintan el rostro, jóvenes
y maduras. Emplean el negro para dar á sus cejas la forma de un
semicírculo y se colocan una mancha de bermellón en el labio inferior.
Las damas de origen manchur usan como signo de nobleza el peinado de su
raza, un lazo parecido al de las alsacianas hecho con sus cabellos. Las
más de las chinas son de naricita corta; las manchures tienen un perfil
aquilino y soberbio de raza de presa.

Otro signo de aristocracia histórica en estas últimas es el no usar
ningún carruaje de origen europeo. Su vehículo nobiliario está
representado por la vieja carreta manchur. Yo he visto en un camino,
cerca del Palacio de Verano, á varias princesas de la antigua corte
imperial, una de ellas tía del joven ex emperador. Todas iban pintadas y
con su peinado en forma de lazo, ocupando una especie de carreta de
labriego tirada por dos caballitos manchures. Sus asientos eran
almohadas puestas sobre el fondo de tablas del vehículo, y como éste
carecía de muelles, en cada bache de la ruta sus Altezas y Excelencias
tenían que agarrarse á los varales para no rodar fuera de él. Una
pintora norteamericana, antigua retratista de la emperatriz regente, que
tuvo la bondad de mostrarme el Palacio de Verano, hizo detenerse la
carreta para saludar á las amigas de su época gloriosa, y yo gocé el
honor de cruzar varias sonrisas con estos fantasmas del pasado, sin
entender ninguna de sus palabras.

Gracias á la cocina del país volvemos á encontrar la China de costumbres
extrañas y originalidades desconcertantes que tanto nos asombró de niños
en los libros. Los gastrónomos de esta tierra son los que han hecho
retroceder hasta un límite más remoto el catálogo de las materias
utilizadas por el estómago humano. En las carnicerías venden gatos y
perros, que, según afirman los conocedores, fueron cebados con arroz,
estando sujetos á una argolla día y noche para su engorde. Como este
consumo podría ser causa de que las ratas, libres de enemigos, se
multiplicasen de un modo peligroso, también las venden en los mismos
establecimientos, desolladas y formando manojos de á docena, unidas por
los rabos. El chino aburrido de comer arroz con cerdo emplea dichas
carnes como variantes. ¡Y pensar que este país es el del faisán,
abundando tanto como la gallina!...

La gran especialidad gastronómica nacional es la de los picadillos que
se sirven al principio de todo banquete. Hay unas cuarenta clases de
picadillos, entrando en tales platos los componentes más inverosímiles:
gusanos de tierra, cucarachas enormes, de un negro brillantísimo, que he
visto vender en las calles, huevos empollados con sus pequeños fetos,
capullos de seda hervidos conservando sus larvas...

Salsas y trituraciones modifican el aspecto y el gusto de estos
picadillos. En idéntica forma son presentados los famosos nidos de
golondrinas, filamentos gelatinosos, iguales por su aspecto á los
fideos, y la aleta dorsal del tiburón, de la que se utiliza solamente
las fibras de su base.

Algunos de estos manjares, que repugnan á nuestros estómagos, resultan
costosísimos. Para hacer un simple plato de picadillo hay que dar caza á
un tiburón, empleándose únicamente de tan enorme organismo un pequeño
manojo de filamentos pegado al lomo.

He procurado evitar el conocimiento directo de estas singularidades
gastronómicas; pero no me espantan ni me escandalizan. Mi humilde
estómago europeo data de unos cuantos siglos nada más y está próximo aún
á la nutrición monótona de nuestros silvestres antepasados. El estómago
chino cuenta con una historia de 5.000 años, tiempo suficiente para que
cocineros y comilones refinados llegasen en fuerza de inventos y
caprichos á las más remotas y disparatadas combinaciones.

Nosotros también saboreamos manjares y bebemos líquidos que hubiesen
dado náuseas á nuestros bisabuelos y tal vez á nuestros abuelos. Hoy
mismo, la mayoría de las gentes que viven en los campos y en los barrios
pobres no llegan á comprender cómo las personas de educación superior
comen ostras y otros mariscos crudos, quesos fermentados abundantes en
gusanos, ó beben cerveza y ciertos aperitivos hediondos.

Muchos chinos opulentos se han arruinado dando banquetes á sus amigos.
Estas comilongas, inverosímiles para los blancos, duran á veces una
noche entera, desfilando sobre la mesa los platos más inauditos. Los
patricios de Roma, con sus lampreas devoradoras de esclavos, no llegaron
á la costosa extravagancia de los próceres chinescos.

Las supersticiones de la farmacopea nacional influyen en la confección
de las bebidas. En algunas ciudades del Sur hay restoranes famosos por
sus bodegas, repletas de venerables tinajas que únicamente son abiertas
para los conocedores ricos, capaces de pagar dignamente su contenido.
Estas vasijas preciosas guardan «vino de mono», «vino de culebra», «vino
de pollo», llamados así porque hace años se hallan dichos animales en
maceración dentro de la tinaja, comunicando al líquido sus cualidades
especiales. Según parece, el vino de mono es un excelente afrodisíaco;
el de pollo evita las enfermedades del pecho y el de reptiles da valor y
ligereza. Algunos europeos que por engaño probaron el picadillo de
gusanos de seda me afirman que tiene un sabor parecido al de las
castañas hervidas.

Sin embargo, el chino es un excelente guisandero, y se le encuentra
ahora en las cocinas de muchos hoteles, de muchos trasatlánticos y de
importantes casas de América, lo mismo del Norte que del Sur. Siente una
verdadera vocación por la química nutritiva, asimilándose fácilmente las
combinaciones gastronómicas de los blancos. Luego las perfecciona con su
paciencia sonriente y su despierto ingenio. Muchos arroces inventados
por ellos figuran entre los mejores platos de la cocina moderna. En las
ciudades de los Estados Unidos, los restoranes chinescos atraen siempre
numerosa clientela. Las familias más acomodadas de algunas capitales de
la América del Sur aprecian mucho á los cocineros chinos, por su
laboriosidad y por las novedades que añaden á los guisos del país.

De vez en cuando estos amarillos, con su nerviosidad de artistas
mimados, se permiten caprichos semejantes á los de un tenor célebre.
Todos son jugadores, y al ir por la mañana al mercado, antes de hacer
sus compras entran en el café de algún compatriota, para dedicarse con
otros chinos á juegos de azar, de nombres poéticos y resultados
terribles. Si pierden, dan á comer á sus amos con una parquedad
inexplicable, cual si la población hubiese quedado sitiada de pronto.
Cuando ganan, los sorprenden con un banquete inaudito, cual si se
hubiesen trastornado las leyes económicas y todo lo diesen gratis en el
mercado.

Lo peligroso en estos artistas admirables es que sienten con frecuencia
la nostalgia del remoto país al que serán llevados cuando mueran, ya que
para eso pagan todos los meses su cotización á una empresa encargada de
repatriar cadáveres amarillos. Recuerdan los platos que comieron en su
niñez guisados por su madre, y procuran resucitar en el fogón esta época
de la vida, que es siempre para todos la más conmovedora...

En una ciudad histórica de la América del Sur, los convidados de una
familia aristocrática se hacían lenguas de cierto caldo preparado por el
cocinero chino de la casa. Era un secreto profesional que el «maestro»
se negaba á revelar.

La señora, excitada su curiosidad por el mutismo sonriente del chino,
bajó un día á la cocina para sorprender el misterio de la marmita
burbujeante. Al levantar la tapa y ver su interior, dió un grito de
espanto. Una rata enorme subía y bajaba á impulsos del hervor,
derramando sus jugos en el líquido.

Como la dama insistiese en sus exclamaciones de asco, el artista
amarillo creyó llegado á su vez el momento de enfadarse. ¿A qué tantos
extremos de asombro, como si presenciase algo inaudito?... Que cada cual
siga sus gustos; lo importante es vivir todos en paz, tolerándose. Y en
su español balbuciente y propenso al tuteo, dijo á la señora:

--No grites; todo arreglado... Caldo para ti, rata para mí.



V

TEMPLOS Y FILÓSOFOS

     El templo del Gran Lama.--La capilla secreta.--Un
     milagro.--Doctores y bachilleres en armas.--Laotsé y Confucio.--El
     templo de Confucio y el Salón de los Clásicos.--Culto de la
     República china á Confucio.--El templo del Cielo.--El simbolismo
     del número 9.--La ceremonia imperial en el solsticio de
     invierno.--El templo de la Agricultura.--Cómo araba todos los años
     el Hijo del Cielo.--Progreso de la agricultura china hace miles de
     años.--Su abono predilecto y más precioso.--Cómo se produce
     públicamente en calles y caminos.


En el extremo Norte de Pekín, cerca de la muralla de la Ciudad Tártara,
esparce sus diversos edificios el templo del Gran Lama, famoso en otros
siglos. Más que templo es un vastísimo monasterio, habitado por bonzos
venidos del Tibet, á los que se unieron chinos budistas deseosos de
recibir las doctrinas guardadas durante largos siglos por el Gran Lama
en su misteriosa ciudad de Lassa. Este templo de Pekín llegó á albergar
1.500 bonzos, proveyendo los emperadores á la manutención de todos ellos
y haciendo además cuantiosos donativos para embellecer y agrandar sus
construcciones.

Mientras duró el Imperio, el templo del Gran Lama y su seminario de
bonzos fueron tan cerrados y hostiles al extranjero como la Ciudad
Prohibida. Con el triunfo de la República, llegaron para este monasterio
la pobreza y el olvido. Los republicanos chinos son indiferentes en
materias religiosas ó profesan la filosofía de Confucio, el más alto
personaje nacional.

Para poder vivir han abierto los bonzos el templo del Gran Lama y lo
muestran lo mismo que un museo. Algunos de ellos hasta aprendieron unas
pocas palabras de inglés para pedir propina á los visitantes.

Como todos los monumentos chinos, es una agrupación de edificios
sueltos, con patios enlosados de granito y un jardín de cedros
seculares. En todo el Extremo Oriente no he visto nada que dé una
impresión tan absoluta de vejez como este templo caído en la pobreza.
Los edificios de Occidente, hechos de piedra, adquieren con el abandono
y la ruina un aspecto sombrío y majestuoso. Las construcciones
asiáticas, compuestas de mármol cincelado que toma á través de los
siglos un tono de marfil con caries, de ladrillos vidriados, de tejas
coloreadas y barnizadas, de maderas que se desconchan dejando caer
escamas de laca y de oro, hacen pensar en una momia de las que mantienen
sobre su costillaje, al quedar expuestas á la luz, harapos bordados,
restos de afeites, perfumes corrompidos, joyas empañadas por la tierra y
los zumos cadavéricos.

Esta pagoda, majestuosa en otro tiempo, tiene ahora sus techumbres
cubiertas de matorrales. Una variedad innúmera de plantas parásitas
silvestremente floridas ha surgido entre las tejas, separándolas con el
empuje de sus raíces. Los cuervos, eternos figurantes de todo cielo de
Asia, revolotean sobre los patios ó se alinean en los aleros, lanzando
graznidos. Las maderas enormes de los techos están acribilladas por la
carcoma y dejan caer poco á poco su corazón hecho polvo. Las columnas
pierden sus estucos rojos y se motean de blanco con la viruela de la
vejez.

Los habitantes de este monasterio parecen igualmente decrépitos y
sonríen con una melancolía fatalista. Son bonzos sin edad, seres
inclasificables, que tienen en el rostro una expresión de fanatismo y de
rutina. Las ideas generosas del dulce Gautama se modificaron al ser
interpretadas por numerosas generaciones de sacerdotes profesionales, y
hoy no son más que un pretexto para ceremonias. Estos monjes del budismo
han perdido de vista á Buda. Sólo conocen los actos del rito y los
repiten automáticamente, sin sospechar su significado.

Vemos en uno de los santuarios la estatua gigantesca de Maitreya, ó sea
el Buda chino; imagen jovial, carillena, extremadamente panzuda, que
hace reir á los mismos sacerdotes que le rinden culto. ¡Cuán lejos este
coloso grotesco del sereno y noble solitario de Kamakura, esculpido
igualmente por chinos!...

El interior de los santuarios es tan vetusto como las fachadas. Brilla
el oro por todas partes, pero un oro agrietado, de resplandor
agonizante, con grandes manchas negras. Algunos bonzos, para atraerse la
generosidad de los curiosos, hacen sonar los dos instrumentos litúrgicos
de todo templo budista: la campana y el timbal. Otros más inferiores,
que son á modo de sacristanes, se han puesto su traje de ceremonia para
guardar las puertas, manto rojo y anaranjado, con un gorro puntiagudo de
idénticos colores, que recuerda la montera con que los artistas
simbolizan á la Locura.

En las primeras horas de la mañana, cuando los bonzos celebran sus
oficios, el aspecto general del templo ofrece todavía cierta
magnificencia. Los oficiantes llevan sus capas pluviales rojas, de color
de limón ó de azafrán, parecidas á las del culto católico. Las únicas
riquezas que conserva la pagoda de su esplendoroso pasado son las
vestiduras rituales, regaladas muchas de ellas por remotas emperatrices.

Uno de los servidores del templo, mediante una propina extraordinaria,
nos abre cierto santuario que puede llamarse secreto. En otros tiempos
sólo lo veían los emperadores, y ahora, para entrar en él, hay que
aprovechar la ausencia de los bonzos más importantes. Este pequeño y
misterioso escondrijo contiene varias imágenes fálicas, traídas del
Tibet hace siglos, que representan el acto de la procreación con un
naturalismo sin tapujos. Además, el sacristán budista nos proporciona
las señas de ciertos artífices chinos que venden reproducciones en
bronce de estas esculturas divinas, tan solemnemente ingenuas, que á
pesar de sus gestos no resultan pornográficas.

Otro de los servidores, decrépito y vacilante, como todo lo que nos
rodea, cuenta con balbuceos, traducidos por nuestro intérprete, la
historia milagrosa de un Buda de cara feroz que toca el techo con su
cabeza. Todo él está tallado en un árbol del Tibet. Un emperador de
Pekín vió en sueños la imagen, y envió á un santo bonzo á la remota
ciudad tibetana para saber si realmente existía. El hombre de Dios
encontró la imagen en Lassa, y sin vacilar se la echó á cuestas,
emprendiendo el regreso á la China. (Necesito advertir que la imagen es
un coloso de varios metros de altura y pesa indudablemente una cantidad
respetable de toneladas. Pero en materia de milagros deben pasarse por
alto estos pequeños detalles.) En su viaje de vuelta tuvo que atravesar
el bonzo la Siberia rusa, y como no conocía el idioma del país se vió en
grandes peligros. Pero el Buda que llevaba á sus espaldas era poseedor
de todos los idiomas de los hombres y se encargó de hablar en ruso por
él, sacándolo de apuros.

A pesar de la pobreza mental de sus actuales habitantes, este monasterio
despierta gran interés cuando se recuerda lo que representó para China,
hace muchos siglos, la introducción del budismo. La nueva religión
despertó la vida espiritual del país. Numerosos chinos, ansiosos de
saber, emprendieron largas y penosas peregrinaciones hacia el remoto
Tibet, donde eran guardados en toda su pureza los recuerdos y las
doctrinas de Buda. Tuvieron que atravesar países bárbaros, siempre en
guerra; arrostraron la esclavitud y la muerte, y tales viajes
emprendidos con un fin puramente teológico sirvieron para aportar á la
cerrada China nociones geográficas y relatos de costumbres de otros
pueblos, hasta entonces desconocidos.

En las inmediaciones del templo del Gran Lama existe el de Confucio y su
anexo llamado el Salón de los Clásicos.

Confucio es el primero de los chinos. De los quinientos millones de
seres que pueblan este país, muy pocos recuerdan los nombres de sus
emperadores, ni aun los de aquéllos que figuran gloriosamente en su
historia. Pero ninguno ignora quién fué Kung-Tsé, nombre chino de
Confucio. No hay ejemplo de que un varón ilustre de Occidente haya
llegado á una celebridad tan absoluta. En este país, donde cargos y
honores no son transferibles, y los herederos de los mandarines más
poderosos vuelven á sumirse en las últimas capas sociales si no logran á
su vez conquistar por el estudio y el examen la posición de sus padres,
la única nobleza reconocida es la de los descendientes de dicho
filósofo. La República, que se muestra ajena á todas las religiones del
país, ha acrecentado aún más la fama de Confucio, tributándole un culto
nacional. En ningún pueblo se vió jamás rendir tales honores á un
moralista, conservandole su condición simple de hombre, sin pretender
convertirlo en hijo de Dios.

En realidad, el pueblo chino, á pesar de su rutinarismo, fué siempre el
más respetuoso para la inteligencia, y este respeto viene durando miles
de años, sin ningún eclipse. Los invasores mogoles y manchures eran
bárbaros de á caballo, que sólo creían en la fuerza y encontraban
insípida la existencia sin las aventuras y peligros de la guerra. Y sin
embargo, para poder reinar sobre tan vasto Imperio, tuvieron que
amoldarse á las costumbres tradicionales, dejando que marchasen en su
cortejo los mandarines letrados á la derecha y los mandarines militares
á la izquierda.

Los antiguos ejércitos chinos hasta tenían una organización literaria.
Los jefes y oficiales se titulaban, según sus grados, «doctores en
armas» y «bachilleres». Para ser bachiller bastaba manejar hábilmente el
sable, la espada y la ballesta, dando pruebas, en un riguroso examen, de
estar ejercitados igualmente en la equitación y la gimnasia. El grado de
doctor sólo se otorgaba á los que poseían conocimientos profundos de
estrategia y eran capaces de dirigir un ejército y atacar ó defender una
plaza.

Mostraron los emperadores tártaros gran empeño en dar el primero de los
lugares á los «graduados en armas», pero no pudieron conseguirlo. La
opinión pública estableció siempre una diferencia entre los doctores
civiles y los doctores militares, respetando más á los primeros. Muchos
siglos antes de Cicerón, este pueblo había puesto en práctica su _Cedant
arma togoe_.

Confucio tiene un predecesor, el moralista Lao-Tseu ó Laotsé. Este
espíritu puro y superior vivió seiscientos años antes de nuestra era y
un siglo antes que Confucio. Pero Laotsé tuvo la desgracia de dar motivo
después de muerto á una religión de supersticiones y magias que es la
seguida por el populacho chino, y esto ha rodeado su memoria de un
sinnúmero de leyendas que la desfiguran de un modo lamentable. El fondo
del llamado taoísmo es una filosofía que recomienda el anonadamiento de
las pasiones materiales, el alejamiento de los placeres del mundo, la
contemplación de la naturaleza divina para confundirse con ella, como
las aguas de una fuente vuelven al mar del que proceden.

No creó Confucio una religión, pero su vida pura sirve de ejemplo á
todos los chinos. En las escuelas se repiten sus aforismos morales y sus
cantos elegíacos, pues este filósofo fué al mismo tiempo un poeta y un
amante apasionado de la música.

Haciendo un breve parangón entre los dos grandes conductores del pueblo
chino, puede decirse que Laotsé se preocupó más del hombre que de la
humanidad. Según él, la vida es un período transitorio y su objeto
principal debe ser puramente contemplativo. La filosofía moralista de
Laotsé resulta estéril para la felicidad común. Confucio, por el
contrario, pensó en la sociedad más que en el hombre, fundando aquélla
sobre las leyes de la más generosa moral. Para él, la virtud no consiste
únicamente en abstenerse de acciones condenables. Hay que ser útil
además á los otros seres, contribuyendo activamente á la felicidad de
todos.

El uno considera la civilización como causa de la decadencia del género
humano; el otro la acepta como el mayor destino del hombre sobre la
tierra. El primero se pierde en las profundidades de la metafísica, el
segundo propuso leyes y costumbres, muchas de las cuales rigen hoy la
vida superior del pueblo chino. Laotsé fué un gran filósofo, Confucio un
gran legislador.

«Responde al mal con la justicia y á la bondad con la bondad.» Así habló
Laotsé cuando aún faltaban seis siglos para el nacimiento de Jesús.
«Trata á los demás hombres como tú deseas que te traten á ti.» Esto lo
dijo Confucio quinientos años antes de la era cristiana.

Mientras en los otros países se dedicaban templos á dioses imaginarios y
muchas veces crueles, la nación china los elevó á un simple hombre,
porque fué apóstol de la dulzura humana, de la moral y la virtud. El
templo de Confucio en Pekín es de majestuosa simplicidad, muy grande,
pero solemnemente vacío. Sus paredes no contienen imágenes; su principal
adorno es una calma absoluta. Las columnas y las murallas, de un rojo
uniforme, sólo tienen ligeros toques de oro. Después de haber visto la
exorbitante profusión de dioses y monstruos en las pagodas, los ojos
parecen descansar placenteramente en este vasto local sin ídolos y sin
tallados. En el centro, como único adorno, hay un ramo gigantesco de
lotos surgiendo de un vaso de bronce de iguales dimensiones.

Nichos abiertos en los muros de color sanguíneo contienen pequeños
obeliscos de piedra. En sus lados están grabadas sentencias morales de
los filósofos á cuya gloria fueron erigidos estos monumentos simples. La
piedra de Confucio es más grande y parece presidir á las otras, ocupando
un sitio preferente, el mismo del altar mayor en los templos. A ambos
lados de ella están las piedras representativas de sus cuatro asociados
(uno de los cuales fué su célebre continuador Mencio), de sus doce
discípulos más ilustres, y de setenta y dos discípulos menores,
alineados con arreglo á fechas y méritos.

En este panteón severo, que nunca guardó cadáveres, y en la próxima
sala, llamada de los Clásicos, donde se reúne algunas veces la Academia
de Pekín, no se desarrolla ningún acto con carácter religioso. En
realidad, Confucio fué un moralista que se mantuvo al margen de las
religiones positivas. Todas, incluso el catolicismo, pueden admitir su
moral y amoldar á sus doctrinas la personalidad del filósofo. Sólo una
vez por año el presidente de la República viene al templo con su cortejo
de grandes funcionarios--como venía antes el emperador--para tributar un
homenaje al más grande de los chinos en presencia de los alumnos de las
escuelas, y una música acompaña los coros de voces infantiles cuando
éstas entonan los viejos himnos del poeta de la moral.

Los dos templos indiscutiblemente más antiguos de Pekín se hallan en el
extremo opuesto, al principio de la Ciudad China, según se llega por el
camino del Sur, y en ellos se ha rendido culto hasta hace poco á las
nociones religiosas de las primeras dinastías, con ceremonias que datan
de más de tres mil años. Son el templo del Cielo y el templo de la
Agricultura.

Cada uno de ellos está formado por una aglomeración de capillas y los
dos tienen en torno un parque de árboles centenarios, que adquirieron
enormes proporciones. Únicamente separa á ambos parques sagrados la
famosa calle de Enfrente, al avanzar recta por el centro de Pekín desde
la puerta de igual nombre en la muralla de la ciudad tártara, á la
puerta del Sur que da entrada á la Ciudad China.

La puerta y la calle se llaman de Enfrente (Chien-Men) porque están en
el mismo eje que pasa por el centro del palacio imperial y por mitad
también del Salón del Trono, donde daba audiencia el Hijo del Cielo.
Éste, sin moverse de su asiento, si hacía abrir las puertas de los tres
recintos fortificados de la Ciudad Imperial y la puerta del muro de la
Ciudad Tártara, podía ver toda la longitud de la calle de Enfrente,
bordeada de edificios y hormigueante de muchedumbre, en una extensión de
diez kilómetros.

Una vez al año seguía el emperador este camino para ir al templo del
Cielo. Esta solemnidad era el día del solsticio de invierno. Jamás en el
resto del año atravesaba el divino monarca las calles de su capital. No
por ello lograban los súbditos ver su rostro el día de la citada fiesta.
Los habitantes de la calle de Enmedio debían permanecer recluidos en sus
casas, con pena de muerte si osaban mirar por una rendija. Las calles
adyacentes quedaban cerradas con altas vallas. Debía ser un espectáculo
interesante la marcha lenta y aparatosa del cortejo imperial por esta
amplia avenida, completamente desierta.

Hace ocho años todavía era el Chien-Men la calle más «pintoresca» de la
China. Hoy sus edificios siguen ocupados por los primeros comercios de
Pekín; pero un incendio destruyó las antiguas fachadas de sus tiendas,
todas ellas con celosías cubiertas de oro viejo y la madera tallada en
forma de flores, ramajes y dragones.

El comerciante chino, inventor del anuncio, sigue poniendo en sus
puertas grandes tableros avanzados sobre la calle, con inscripciones
doradas y dibujos quiméricos en sus dos superficies. Dicho ornato
industrial da una originalidad animada y colorinesca al Chien-Men, de
perspectiva interminable. Pero los que pudieron ver esta calle antes del
incendio se hacen lenguas de la suntuosidad artística que ofrecían las
fachadas de sus tiendas, cubiertas de sólidos encajes dorados.

Atravesamos las avenidas del parque que rodea el templo del Cielo. Es
tan extenso este bosque situado en el interior de una ciudad amurallada,
que hay que usar la ricsha para visitar todos los edificios esparcidos
en sus arboledas. Se comprende la admiración de los primeros blancos que
visitaron Pekín cuando las grandes urbes de Europa aún no habían trazado
sus parques actuales. Resultaba inaudito encontrar dentro de una ciudad
fortificada estas arboledas de límite invisible, que parecen crecer en
pleno campo. Además, el Chien-Men era entonces la única calle del mundo
con cincuenta metros de anchura.

Vamos visitando los edificios sagrados anexos al verdadero templo. Estas
construcciones, no muy altas, tienen sus gruesos muros pintados con un
rojo obscuro de sangre, que es aquí el color de las construcciones
majestuosas y cubre uniformemente palacios y templos. Las tejas son de
un azul cerúleo, en armonía con el culto celeste. Puentes de mármol se
encorvan sin objeto sobre anchos fosos invadidos por la hierba. Antes
corría por estos canales un agua verdosa y clarísima, en la que nadaban
todas las especies fantásticas é inverosímiles de la fauna fluvial del
país: peces rojos, dorados, violeta, de ojos telescópicos y monstruosos,
arrastrando una larguísima falda transparente de bailarina, moviendo sus
nadaderas sutiles y amplias como manteletas de encaje.

Subiendo escalinatas de mármol partidas por el «sendero imperial»,
llegamos al altar del sacrificio. A primera vista parece demasiado bajo,
en relación con la arboleda y los otros edificios del parque. Pero los
chinos no aman la enormidad en sus monumentos; buscan su belleza en la
armonía de las proporciones, con arreglo á la educación de sus ojos.
Este altar se compone de tres torres bajas y anchas, superpuestas en
ángulos entrantes. Los tres rellanos son de mármol blanquísimo y
uniforme, habiendo concentrado los escultores toda su labor en las
barandas.

Cada una de dichas mesetas está separada de las otras por escalinatas de
nueve peldaños. El 9 es el número sagrado de los chinos, como el 7 lo
fué de los pueblos cristianos. La primitiva religión del país tiene
nueve cielos; su antigua ciencia da á la tierra nueve grados; las
divisiones del tiempo y del espacio se basan siempre sobre el citado
número.

Subía el emperador, en una mañana brumosa y frígida de nuestro mes de
Diciembre, á la plataforma más alta de dicho altar, para rendir
sacrificio á sus padres, los señores del cielo. En esta ceremonia vestía
una túnica de piel de cordero negro, forrada interiormente de zorro
blanco, y encima un gabán de seda, en el que estaban bordados los dos
dragones celestiales, el sol, la luna y las estrellas.

Él era el único que se erguía en la última meseta del cono truncado. Los
personajes de su séquito quedaban inmóviles en los peldaños de las tres
series de escalinatas: los letrados á la derecha, los guerreros á la
izquierda. Y el soberano iba ofreciendo á los espíritus celestes las
viandas preparadas para esta ceremonia, los rollos escritos en pergamino
y en seda, un novillo sin ningún defecto, un disco de lapislázuli. El
público silencioso de altos dignatarios no ignoraba que el Hijo del
Cielo se había preparado para esta ceremonia con ayunos y largos
exámenes de conciencia, siendo la pureza de su alma y los virtuosos
deseos de hacer á su pueblo feliz la principal ofrenda dedicada á sus
mayores, que le estaban mirando desde lo alto del cielo.

Iba acompañada la ceremonia por músicas litúrgicas. En un pabellón de
este mismo parque se guardan muchos instrumentos empleados en dicha
fiesta. Son grandes tambores, címbalos y _gongs_. También hay arpas
enormes que tienen por base cisnes y perros azules con melena de león.

Después del triple altar se llega por una avenida al verdadero templo
del Cielo, especie de rotonda cuya cúpula se halla sostenida por
columnas de laca roja. En sus muros circulares brilla una falsa
primavera de flores de oro.

Seis religiones vienen existiendo en la China hace muchos siglos. Tres
de ellas poseen á la mayoría de la nación: el taoísmo, el confucismo y
el budismo. (El taoísmo es la religión basada en las doctrinas de
Laotsé. Éste llamó _Tao_ á la razón que gobierna el mundo, ó sea la
suprema virtud.) Además, el islamismo, el cristianismo y el judaísmo
tienen numerosos adeptos. Sus comunidades resultan sin embargo de poca
importancia comparadas con la enorme cifra de la población china; los
cristianos no pasan de dos millones; los judíos son menos, y los
mahometanos, más numerosos, sólo llegan á veinte millones.

El confucismo es la religión de los letrados; el taoísmo y el budismo,
religiones del pueblo, cuentan sus fieles por centenares de millones.
Las tres se asocian fraternalmente, tomándose unas á otras doctrinas y
ritos y absteniéndose de todo proselitismo. A pesar de su tolerancia
miran con recelo á los misioneros cristianos, porque se han inmiscuído
muchas veces en los asuntos políticos del país, protegiendo á terribles
malhechores convertidos á sus creencias para escapar á la justicia.
Tampoco aman á los chinos musulmanes, á causa de su insurrección en
1856, que duró nueve años.

Los emperadores, respetuosos siempre para las varias religiones de sus
súbditos, sólo rendían culto al cielo y manifestaban además un
agradecimiento místico á la tierra arada, sustentadora de la nación.

El templo de la Agricultura, vecino al del Cielo, tiene un parque menos
extenso que el de éste, pero sus proporciones resultarían
extraordinarias en muchas capitales de Europa. El mismo emperador, que
ofrecía con sus manos un tributo á los dioses celestes en el solsticio
de invierno, celebraba otra ceremonia religiosa al llegar la época en
que son aradas las tierras. En presencia de sus cortesanos y con todo el
aparato de un acto de gobierno, el Hijo del Cielo empuñaba la esteva de
un arado amarillo al que iban uncidos dos bueyes con cuernos dorados y
labraba un trozo de campo sin ayuda de nadie, sembrándolo después.

Este es el pueblo que dió á la humanidad la seda, el arroz, el naranjo y
otros frutos preciosos. La corte imperial, al venerar religiosamente el
cultivo de la tierra, adoraba la gloria de su propia nación.

La maestría y el entusiasmo aportados por los chinos á las labores
agrícolas han acabado por hacer sufrir una molestia obsesionante á los
extranjeros, dificultando su vida mientras permanecen en el país. Estos
agricultores intensivos se preocuparon de los abonos hace miles de años,
cuando nadie en nuestro mundo tenía la menor idea de lo que pudiera ser
un fertilizante. Y de todas las materias que reconstituyen y tonifican
las fuerzas germinativas del suelo, la más preferida por ellos es la de
procedencia humana.

Ya dije algo de esta predilección con motivo de cierto encuentro en una
calle de Kioto. Es verdad que el chino mezcla la citada materia con
otras para dosificar sus energías fecundantes, pero no resulta menos
cierto que todas las plantas de sus admirables huertas tienen al pie
invariablemente algo que pasó por una letrina.

En los hoteles importantes de Pekín y otras ciudades, los directores,
para tranquilidad de la clientela, fijan un anuncio en el vestíbulo
afirmando rotundamente que todas las hortalizas preparadas en su cocina
proceden de terrenos propiedad del establecimiento cultivados á estilo
europeo.

Ríe el chino de los escrúpulos y ascos de la gente occidental.
Establece comparaciones entre el estiércol podrido de cuadra que
empleamos en nuestros campos y la materia preferida por él, no pudiendo
comprender por qué razón los detritus de las personas deben ser más
repugnantes que los proporcionados por los animales, y acaba
compadeciéndonos, como si fuésemos unos niños incoherentes y
caprichosos.

Como el abono humano es el más apreciado de todos, el acto de producirlo
no representa algo vergonzoso é inmundo, como en nuestros países,
desarrollándose públicamente con la mayor tranquilidad. Dentro de Pekín,
la policía de la República vela por dar á la capital una disciplina
europea, y no permite en las calles principales estos desahogos á lo
chino, tan apreciados por la agricultura. Pero al pasar en _ricsha_ ó
automóvil por las vías apartadas ó por las afueras, siempre se encuentra
algún chino en cuclillas, con un pedazo de diario en la mano, cuya
lectura no le interesa, y que sonríe al transeunte sin cambiar de
postura. Algunas veces no está solo, y á continuación de él se extiende
una larga fila de compatriotas con el mismo encogimiento y no menor
tranquilidad.

Todo agricultor se preocupa de instalar en sus campos una letrina cerca
del camino para que la use el viandante. Escoge para esto el lugar más
agradable: la sombra de un árbol frondoso, un grupo de arbustos
floridos. Hasta hay quien afirma que los más letrados colocan en dichos
lugares carteles con versos, rogando al transeunte que haga alto y deje
su recuerdo.

Pero yo no los he visto.



VI

LA CIUDAD PROHIBIDA

     Los mares y las montañas de los jardines imperiales.--La «Montaña
     del Carbón».--El árbol sentenciado á cadena perpetua por lesa
     majestad.--Los guardianes de la República.--Los grandes patios de
     mármol y sus ríos.--Los tesoros del Hijo del Cielo.--Las
     recepciones solemnes en la Sala de la Gran Reunión.--Todo Pekín
     visto desde el trono.--Los dueños alados y definitivos de la Ciudad
     Prohibida.--Robos de las tropas civilizadoras.--Un museo formado
     con lo que dejaron ó lo que devolvieron.--La ironía de los
     chinos.--«Nosotros los salvajes.»


Antes de 1911, fecha de la caída del régimen imperial, el europeo
llegado á Pekín sólo podía ver el templo del Cielo y de la Agricultura,
con sus vastos parques. La Ciudad Prohibida estaba cerrada para él, é
igualmente muchos templos antiguos que eran al mismo tiempo boncerías
habitadas por monjes fanáticos.

La República ha abierto todas las residencias imperiales, y desde hace
catorce años un nuevo Pekín se ofrece á la curiosidad de los viajeros.
La llamada Ciudad Prohibida puede ser visitada á todas horas en los tres
diferentes recintos que la componen.

El primero lo designó siempre el pueblo con el nombre de Ciudad
Amarilla, á causa del color de las tejas barnizadas que cubren sus
techos. En ella estaban los ministerios y otros centros de la vida
oficial, pudiendo ser visitada por los extranjeros de distinción. El
segundo recinto era la Ciudad Roja, llamada así por el color de sus
muros. Nadie pasaba sus puertas si no pertenecía á la corte del Hijo del
Cielo. En sus construcciones más avanzadas vivían los soldados de la
Guardia del emperador y sus cortesanos. El tercer núcleo, ó sea el lugar
central y misterioso donde estaban las habitaciones del soberano y su
familia, se llamaba la Ciudad Violeta, también por el color de sus
techumbres.

Pocos entraban en la Ciudad Violeta. Los mandarines importantes y los
embajadores recibidos por el Hijo del Cielo no iban más allá de los
patios majestuosos de la Ciudad Roja. Aun en el presente continúa siendo
inaccesible la Ciudad Violeta, por estar reservada una parte de ella
para el joven emperador sin corona, que sigue llevando, cerca del
presidente de la República, una existencia misteriosa.

Así como los antiguos viajeros quedaban admirados ante los grandes
parques existentes dentro de la ciudad amurallada de Pekín, se siente
asombro ahora viendo los jardines de la Ciudad Prohibida. Se cree vivir
en pleno campo al contemplar arboledas que parecen interminables;
montañas cubiertas de palacios y pagodas con techos superpuestos y
cornudos, de cuyos aleros penden campanillas de sonoros
estremecimientos; lagos por los que navegan sampanes con proas de dragón
y cámaras doradas de techo redondo. Y estos vastos jardines están en el
interior de un recinto fortificado; los guardan murallas, invisibles
desde aquí, pero que se extienden kilómetros y kilómetros.

Los emperadores chinos y los mandarines opulentos consideraron un jardín
como el más precioso adorno de toda vivienda rica, reproduciendo en su
frondosidad las bellezas naturales con arreglo á un gusto pueril y
extremadamente minucioso, mas no por esto indigno de consideración.
Visitando esta Ciudad Prohibida, tan grande como algunas capitales de
Europa y que sirvió de simple vivienda á un solo hombre, se puede
apreciar cuán necesario es para la vida humana el contacto con la
Naturaleza. Estos monarcas absolutos, que durante largos siglos
dominaron la mayor parte del mundo asiático y por exigencias de la
etiqueta debían mantenerse aislados de su pueblo, reprodujeron en el
interior de su ciudad-palacio los esplendores del campo, ya que no
podían ir á contemplarlos como simples viajeros.

Ahora los jardines imperiales están olvidados. La República no puede
mantener un ejército de miles de jardineros como lo hacían los Hijos del
Cielo, derrochadores de tesoros. Pero á pesar de su abandono creciente y
la tristeza de las tardes invernales, aún ofrecen un aspecto de
melancólica majestad.

Los lagos son varios y enormes, con islas y penínsulas cubiertas de
arboleda. Como los chinos de Pekín vivían y morían lejos del Océano, no
vieron obstáculo alguno en llamar enfáticamente «mares» á estas
extensiones acuáticas, y todavía conservan dicho título. Dentro de la
Ciudad Prohibida se encuentran el Mar de Enmedio, el Mar del Norte, el
Mar de las Cañas, y otros.

No bastando á los emperadores abrir mares en el suelo de sus jardines,
elevaron igualmente montañas. Pekín está asentado en una llanura
polvorienta, y sólo al perder de vista la capital empiezan á columbrarse
las estribaciones de una cordillera. Pero los jardines de la Ciudad
Prohibida tienen montañas que ostentan en sus cumbres palacios y
templos, siendo la más famosa de ellas la llamada _Mee-Chaen_ (Montaña
del Carbón).

Según cuentan, debe su título á que cierto emperador, durante una de las
remotas guerras civiles, hizo previsoramente enormes acopios de carbón,
temiendo un asedio de sus enemigos. La gigantesca masa de combustible
quedó en el olvido, los huracanes polvorientos que soplan sobre la
planicie pekinesa la fueron cubriendo de tierra, y acabó por convertirse
en una colina de rudas pendientes. Luego, los emperadores, despreciando
por innecesario el contenido de la montaña artificial, cubrieron sus
laderas con jardines, y durante varios siglos fué un lugar predilecto
dentro de este mundo cerrado y majestuoso.

Hoy la Montaña del Carbón está abandonada. En sus caminos sólo se ven
boncerías desiertas ó palacios que habitaron los mandarines favoritos y
caen ahora poco a poco en escombros. Entre estos edificios crecen
bosques de lilas y extienden su venerable ramaje los cedros centenarios.
Bandas de pájaros saltarines animan con sus voces una soledad verde que
dura de sol á sol.

No creo, sin embargo, que estas avenidas en pendiente se viesen más
frecuentadas en los buenos tiempos del Imperio. El chino rico gusta de
los jardines para verlos desde una ventana; rara vez pasea por ellos,
los aprecia como un deleite de los ojos. Los mandarines del pasado
únicamente debieron subir en palanquín los caminos ásperos de la Montaña
del Carbón para llegar á su cumbre y sentarse en la torre que la corona,
contemplando desde sus miradores todo el ámbito de una ciudad que sólo
de tarde en tarde podían visitar á causa de sus deberes palaciegos.

En el centro del Mar de Enmedio ó de los Lotos, sobre una colina
artificial con bosques y palacios, está el famoso árbol encadenado.

Cuando los emperadores manchures, hace dos siglos y medio, destronaron á
la dinastía de los Ming, apoderándose de Pekín, el último de los Ming no
quiso sobrevivir á tal vergüenza y se ahorcó de una rama de dicho
árbol. A los nuevos emperadores les convenía mantener intacto el
prestigio de su investidura, la inviolabilidad religiosa de sus
personas, y ordenaron el procesamiento del árbol por haber prestado sus
ramas para esta acción sacrílega, condenándolo á prisión perpetua como
reo de lesa majestad. El árbol hace muchos años que está seco, pero aún
se mantiene erguido, negro y leñoso, en medio de una vegetación que goza
de plena libertad, teniendo enroscadas á su tronco y sus brazos
numerosas cadenas manchadas de herrumbre.

Sobre los canales con riberas de piedra que llevan el agua de un «mar» á
otro, se lanzan las curvas de los puentes de mármol. En otros sitios
ponen en comunicación el jardín con las islas. El arqueamiento exagerado
de estos puentes resulta penoso para los pies occidentales. Uno de
ellos, á pesar de su magnificencia, recibe el apodo de «El Jorobado» por
la altura de su curva. El tiempo y el abandono han desgastado además los
pequeños escalones de su doble pendiente, haciendo aún más difícil su
tránsito. Pero los personajes chinos iban calzados con ligeras
zapatillas de fieltro, que les permitían ajustar sus plantas á las
sinuosidades del suelo, ascendiendo por ellas mejor que nosotros. Ya
dije también cómo el monarca, con sus ligeras sandalias de pergamino,
subía ritualmente las escalinatas por el «sendero imperial», que no
siempre era camino fácil.

Actualmente los jardines de la Ciudad Prohibida no tienen otros
guardianes que hombres del ejército. Al licenciar la República el
personal enorme mantenido por los emperadores en sus palacios, lo suplió
con soldados de línea. Como el ejército es muy numeroso en este país
extraordinariamente poblado y gusta más de vivir tranquilo que de
ejercicios y maniobras, una gran parte de la guarnición de Pekín se
halla dedicada á la vigilancia de los edificios públicos.

En todos los kioscos se encuentran soldados y fusiles. Sobre las riberas
marmóreas de los lagos circulan patrullas con el arma al hombro. Junto á
los puentes de atrevida curva hay militares que se apresuran a ofrecer
una mano á los viajeros, ayudándolos á pasar sobre el lomo resbaladizo
de mármol, en espera de una propina ó un simple cigarrillo. Si no
reciben nada, no por ello dejan de sonreir y hacer cortesías. Estos
mocetones, procedentes de las provincias del Norte, campesinos de buen
humor que la República ha convertido en soldados, parecen más grandes de
lo que son en realidad á causa de sus trajes de invierno, acolchados
interiormente. Los forros de algodón en rama los hacen extremadamente
obesos. Hay nieve en los rincones sombríos de la arboleda, flotan sobre
los lagos anchas placas de helado cristal, pero como luce el sol, estos
guerreros han dejado sueltas las orejeras de piel de sus gorras. Cuando
pasa un destacamento se ve sobre las cabezas de sus hombres y por debajo
de las hileras de bayonetas cómo se balancean al compás de la marcha los
pares de orejas erguidas.

Por encima de las murallas de la Ciudad Roja espejean las techumbres de
los palacios imperiales, todas con tejas de laca amarilla, color que
únicamente podía usar el Hijo del Cielo. Una sucesión de nueve patios
enormes (siempre el número simbólico), en torno á los cuales corre una
cuádruple fila de edificios, forma el núcleo de la Ciudad Prohibida.
Estos patios se comunican á través de portadas, sobre mesetas de mármol
que tienen por ambos lados amplios graderíos. Las portadas también son
de mármol y constan de tres puertas, estando reservada la del centro
para el emperador y las otras para los mandarines, según su categoría.
Sobre cada una de aquéllas existe un pabellón de madera laqueada y
dorada, con techo amarillo, cuyos aleros se encorvan en los ángulos.

Estos patios, orientados con arreglo á los puntos cardinales, tienen al
Sur y al Norte las portadas de acceso, á ambos lados de ellas los
salones más importantes, y al Este y al Oeste galerías, detrás de las
cuales existen almacenes, dormitorios y cuadras. En torno al primer
patio vivían los funcionarios palaciegos más modestos y los jefes de la
Guardia imperial. Hay que advertir que la Ciudad Prohibida contaba
siempre con una guarnición de 15.000 infantes y 5.000 jinetes.

Todos los nueve patios tienen pavimento de mármol, y por su centro corre
un río atravesado por tres ó cinco puentes. Su extensión es tan enorme
que el hombre parece perdido en ella, achicándose con una modestia
lamentable cuando se aleja á uno de sus extremos. Para cortar la
monotonía de estas llanuras rectangulares, embaldosadas de blanco y
cerradas por ostentosos edificios, se alzan en ellas grandes pedestales
sustentando leones chinescos, de ojos saltones como bolas, dentadura de
cocodrilo y melena de perro. Otras veces sostienen cigüeñas de bronce ó
vasos que parecen campanas olvidadas.

El segundo patio, el más enorme de todos, guarda en su fondo la sala
imperial. Dentro de ella recibía el Hijo del Cielo á los embajadores y
los príncipes feudatarios. En las galerías del Este y del Oeste estaban
los almacenes de las cosas preciosas de su pertenencia particular,
vastos salones que muchas veces no podían contener los tesoros del
celeste emperador, dueño absoluto de un país más grande que Europa.

Uno de los edificios guardaba los vasos de bronce y diversas obras de
metal hechas por los artífices de Pekín ó regaladas por los gobernadores
de las provincias. Otro contenía las peleterías preciosas enviadas por
los cazadores de las provincias limítrofes con Siberia. El enorme
Imperio chino abarcaba todos los climas y poseía todas las faunas, desde
el oso de las llanuras de hielo á la pantera y el tigre de los arrozales
cercanos á los mares del Sur.

En un tercer depósito se almacenaban las vestiduras de honor que el Hijo
del Cielo regalaba como si fuesen condecoraciones á los funcionarios
dignos de tal recompensa: gabanes de seda, con forros de zorro azul, de
cibelina, de armiño. Otra sala contenía las piedras sin montar del
tesoro imperial, diamantes, amatistas, esmeraldas, mármoles raros, jade
de un verde tierno que parece vivir ó veteado de oro, perlas finas
pescadas por los súbditos de las provincias meridionales. El ropero
imperial ocupaba un edificio de dos pisos, con armarios y cofres
repletos de maravillosas vestimentas, ligeras y coloreadas como flores.
En un sexto depósito estaban las armas, ricas y célebres, tomadas al
enemigo, y otras ofrecidas por los embajadores de los monarcas
tributarios.

Creo oportuno recordar cómo fué en otras épocas el poder de los
emperadores chinos. Nos hemos habituado tanto en los últimos tiempos á
ver subyugado este país á las exigencias abusivas y crueles de las
naciones europeas y de los japoneses, que apenas si nos damos cuenta de
que el Hijo del Cielo vivió durante siglos y siglos, dentro del mundo
asiático, más poderoso y obedecido que ningún monarca lo fué en
Occidente. No había pueblo del viejo mundo que no reconociese su
autoridad y temiera sus ejércitos innumerables. El Japón fué el único
que se libró de tal vasallaje, por su posición insular y por los
caprichos oceánicos que destruyeron todas las flotas chinas llegadas á
sus costas. El cruel Timur, ó sea el famoso Tamerlán, terror y azote de
tantos pueblos, se declaró feudatario del Gran Kan residente en Pekín.

Hay que imaginarse el aspecto de este segundo patio en días de gran
recepción. Se abre en su parte Norte lo que puede llamarse sala del
trono y que los chinos titulan _Tacho-Tien_ (Sala de la Gran Reunión).
En el centro de ella colocaban el asiento del emperador, quedando las
cuatro patas de dicho mueble á ambos lados del eje que divide por mitad
á Pekín. Si abrían la puerta central del pabellón Sur, y sucesivamente
las portadas de la Ciudad Roja, de la Amarilla y de la Tártara--todas
colocadas exactamente en la misma línea--, el Hijo del Cielo, sin
moverse de su asiento, podía extender sus miradas hasta el extremo Sur
de Pekín, á través de toda la Ciudad China, en una extensión
longitudinal de muchos kilómetros, viendo como un hormiguero la remota
actividad de las muchedumbres circulando por la calle de Enfrente.

A la meseta de mármol que sustenta la Sala de la Gran Reunión se sube
por cinco escalinatas que dan á otras tantas terrazas con balaustradas
de maravillosa labor. El mármol ha sido trabajado como algo dúctil que
adquiriese rápida forma bajo los dedos. Cigüeñas y dragones parecen
correr entre los encajes marmóreos. Los siglos han dado á la preciosa
piedra un color amarillo de miel.

Las puertas de esta sala imperial son de laca roja y de oro, con menudos
dragones deslizándose entre ramajes complicados. También son de rojo y
de oro las grandes columnas, y estos dos colores imperiales se repiten
en el adorno de los muros, dando á todo el salón una visualidad que hace
recordar las tintas de la bandera española agitada por el viento.

Sobre pedestales quebrados por los golpes más que por los siglos, se
ven unos vasos maravillosos de bronce verde, con adornos de oro pálido
profundamente rayado. Fueron soldados japoneses los que en 1900 rascaron
con sus cuchillos-bayonetas esta capa de oro, para llevarse el precioso
polvo. Tal rapiña no resultó un acto extraordinario. Las tropas europeas
llegadas á Pekín en la misma expedición contra los boxers mostraron
igual conducta. Lo admirable de estas vasijas gigantescas, desfiguradas
por la rapacidad de los invasores, es su timbre sonoro. Basta dar en
ellas con los nudillos para que salga de sus entrañas una vibración
misteriosa y ultraterrena, un eco que hace recordar las melodías
planetarias imaginadas por los pitagóricos.

Todo el salón es de madera, paredes y columnas, pero con numerosas capas
de laca roja, dorada ó de bronce verdoso, que imitan los tonos de los
metales y las piedras preciosas, dando además á dichos colores la
frescura eterna de su barniz, en cuyo brillo no logran morder los años.

El canal que atraviesa este segundo patio es profundo como un río. Cinco
puentes de mármol lo atraviesan, para que en otros tiempos pudiesen
pasar á la vez los imponentes cortejos del Hijo del Cielo. Sobre las
cinco mesetas de mármol que se escalonan hasta la Sala de la Gran
Reunión se mantenían derechos miles de mandarines durante el curso de la
ceremonia imperial.

En este patio, donde podrían desplegarse cómodamente varios batallones
europeos, formaban los destacamentos de las Ocho Banderas en que estaba
dividido el ejército chino, con sus corazas multicolores, sus yelmos
metálicos en forma de sombrilla, sus lanzas rematadas por anchos
alfanjes, sus mosquetes que tenían por culatas cabezas de dragón, sus
vestimentas de tinte anaranjado ó azul. Sobre el bosque brillante de las
armas ondeaban las Ocho Banderas, emblemas de las antiguas tribus
manchures, amarilla, blanca, roja, azul ó con diversas combinaciones de
estos cuatro colores. En el fondo, ocupando un lugar secundario y
modesto, formaban las tropas de la Bandera Verde, las más numerosas y
plebeyas, que mantenían el orden en las provincias del Imperio, haciendo
oficio de gendarmería.

Hoy, todas las explanadas de mármol de la Ciudad Imperial, majestuosas y
enormes, como no las tiene ningún palacio de la tierra, están
solitarias. De tarde en tarde, cual si fuesen hormigas, se deslizan por
sus llanuras cuadrangulares y blancas algunos pequeños grupos de
soldados ó de curiosos. Sus verdaderos habitantes de ahora vuelan y
viven en los aleros.

Los adornos salientes de los edificios tienen un color blancuzco, á
causa de la capa de fenta depositada por los palomos. Éstos deshonran
igualmente con sus residuos las terrazas de mármol y las imágenes de
leones, tortugas y cigüeñas de verdoso bronce erguidas sobre pedestales.
Unos cuervos pequeños y de graciosos movimientos revolotean en los
patios ó se posan en los filos de las techumbres, alterando con sus
voces el silencio de la gran ruina. Gritan como niños asustados; otras
veces parecen burlarse de los que entran y salen en este palacio de
inusitadas proporciones, que ellos poseen ahora absolutamente. En
realidad, los personajes soberbios de la Historia, al construir
monumentos que se imaginan inmortales, trabajan para el cuervo, la
araña, el lagarto y la hiedra, sus herederos forzosos.

En los edificios de otros patios ha improvisado la República china un
museo con lo que se pudo salvar de la rapacidad de las tropas
civilizadas cuando vinieron en 1900 á socorrer á los sitiados del barrio
de las Legaciones y á dispersar á los boxers. Dichas salas ofrecen un
aspecto poco ordenado, pero su magnificencia deslumbra y llega á fatigar
los ojos. Mejor que museo debía titularse lo que se guarda en ellas
«Colección de riquezas nacionales que no pudieron robar los
representantes de la civilización occidental».

Sus porcelanas son de valor inestimable, piezas antiquísimas que parecen
fabricadas por manos superiores á las del hombre. Se ven en las vitrinas
lujosos muebles con todos los caprichos de la curva escamosa del dragón,
tallados en ricas maderas; tronos de oro; corazas con incrustaciones de
pedrería; árboles cuyas hojas y troncos están hechos con valvas de
madreperla; armas cinceladas como joyas; trajes de ceremonia con bestias
heráldicas de grueso realce; cetros de oro y cristal de roca; esmaltes
de tan enormes proporciones que resulta inexplicable su producción;
cascos y sombreros cubiertos enteramente de perlas, cual si hubiese
caído sobre ellos un rocío celeste.

Muchos de estos objetos los ocultaron chinos fieles á la dinastía,
cuando llegó la expedición de los países civilizadores, devolviéndolos
luego al gobierno. Otros fueron robados por las tropas invasoras, y las
comisiones encargadas de remediar tales delitos consiguieron
rescatarlos. ¡Pero desaparecieron tantas riquezas!... ¡Fueron tan
numerosos los robos!...

Cada vez que nos muestran un objeto precioso estúpidamente destrozado,
los guardianes del museo se limitan á decir:

--Esto lo hicieron las tropas de las naciones civilizadas.

Y sonríen con una amabilidad irónica.

El pueblo chino ha cometido crueldades, como todos los pueblos de la
tierra, pero muchas menos que las imaginadas por la ignorancia
occidental. La culpa remota de este error la tienen los sacerdotes
budistas, que tanto aquí como en el Japón han hecho circular durante
varios siglos estampas horripilantes representando cuantos tormentos
sufren en la otra vida los que mueren en pecado. Son casi iguales á las
estampas del infierno y de sus suplicios que existen en los países
católicos.

Muchos viajeros, al ver estas escenas del infierno budista, las creyeron
una fiel representación de tormentos complicados y monstruosos que
aplicaban antiguamente chinos y japoneses. Nada más falso. En China han
existido la muerte á palos y la decapitación, como en casi todos los
países de la tierra. Durante las revueltas populares y las guerras
civiles abundaron refinadas ejecuciones y matanzas, aunque tal vez menos
que en ciertos países de Europa y América. Sus piratas y sus bandidos de
tierra firme no fueron peores que los de otras partes.

En cambio, la expedición civilizadora contra los boxers abundó en
episodios inauditos. Un soldado procedente de uno de los países más
cultos de Europa, al pasar con varios camaradas por una de las calles de
Pekín, vió en la puerta de su tienda á un mercader extremadamente gordo,
con esa obesidad monstruosa producto de una vida sedentaria, lenta y
pacífica.

--Me interesa saber--dijo--lo que ese chino tiene en el vientre.

Y de un bayonetazo le rajó el abdomen, echando afuera sus tripas.

Estos chinos que parecen cansados y hasta apolillados, después de
cincuenta siglos de civilización á su modo, hablan con ironía del estado
que ocupan en el mundo moderno.

«Nosotros los salvajes», dicen con burlona modestia. Y añaden poco
después: «Los blancos, que nos hacen el favor de querer
civilizarnos...»

Hemos mencionado ligeramente algo de lo ocurrido durante la última
entrada en Pekín de las tropas civilizadoras. En otra expedición militar
emprendida en tiempos de Napoleón III por un ejército de ingleses y
franceses, el robo de los palacios imperiales resultó inaudito. Casi
todas las riquezas de arte chino existentes en Europa datan de aquella
invasión de bandidos civilizados.

Además, la artillería de las citadas tropas se instaló en el primitivo
Palacio de Verano, cerca de Pekín, y la explosión intencionada ó casual
de su depósito de pólvora hizo desaparecer instantáneamente este
monumento célebre del arte chino.

Otra intervención anterior de Inglaterra, en la primera mitad del siglo
XIX, que la permitió adueñarse de Hong-Kong, aún fué más vergonzosa. Los
gobernantes chinos, para librar á su pueblo del envilecimiento del opio,
prohibieron el consumo de dicha droga. Los ingleses siguieron entrándola
de contrabando, porque así convenía á su comercio, y como el virrey de
Cantón embargase varios cargamentos, echándolos al agua, la piadosa y
liberal Inglaterra envió sus batallones y sus navíos contra el gobierno
del Hijo del Cielo para defender una vez más la civilización... y la
venta del opio.

--Nosotros los salvajes--repiten sonriendo los chinos.

Saben que su enorme y viejo país, rutinario y fatigado como todos los
pueblos extremadamente antiguos, dió al mundo la brújula, la imprenta,
la pólvora, la porcelana y los principios fundamentales de la
agricultura científica.



VII

EL PALACIO DE VERANO

     La retratista de la emperatriz.--La mentalidad de una soberana
     china.--Los hermosos camellos de Pekín.--Las murallas de la capital
     y su antigua artillería.--Maravillas del Palacio de Verano.--El
     «lago-mar».--El famoso Navío de Mármol.--Un puerto de comercio
     improvisado, para que el Hijo del Cielo se disfrazase de
     vagabundo.--Robo de dos azulejos.--El feliz «triángulo»
     imperial.--El joven ex emperador y el presidente de la República.


Miss Catalina Carl es una pintora notable de los Estados Unidos y la
única dama de raza blanca que vivió en los palacios imperiales de la
China.

En 1905, estando en Shanghai, fué llamada á Pekín por la Legación
norteamericana. La emperatriz regente, que vivía como ciertas reinas
famosas de otras épocas, gobernando á su modo el vastísimo Imperio y
haciendo frente á las ambiciones de las potencias occidentales, sentía
repentinamente deseos de imitar la existencia de los remotos soberanos
de Europa. Pero tales deseos no eran más que movimientos de curiosidad,
retrogradando en seguida á sus antiguas costumbres. Esta emperatriz, que
fué verdaderamente el último soberano chino--la República se proclamó
tres años después de su muerte--, quiso que la retratase un artista
blanco, y al saber que una pintora célebre viajaba por sus Estados,
aprovechó la ocasión, prefiriendo servir de modelo á una mujer.

La citada artista ha escrito un libro interesante sobre su vida
palaciega y además me relató nuevas anécdotas durante mi permanencia en
Pekín. Era la emperatriz una manchur de carácter enérgico, que ejercía
con verdadera vocación sus funciones de gobernante. Teniendo que dirigir
los destinos de un territorio enorme como un continente, con una
población de cuatrocientos á quinientos millones de seres, se equivocó
muchas veces; pero un hombre de talento, obligado á desempeñar una
autoridad tan variada y extensa, tal vez habría cometido los mismos
errores.

En su tiempo ocurrió la revolución de los boxers. Mirada del lado
europeo, esta revolución resulta un alzamiento horripilante por sus
crueldades. Examinada desde el punto de vista chino, fué una protesta
nacionalista, una explosión de odio contra los extranjeros, dominadores
del país. Por esto la figura de la última soberana resulta confusa y
contradictoria. Algunos la creen una emperatriz mesalinesca, con los
defectos de Catalina de Rusia. Otros la admiran como una gran patriota.
Miss Carl sólo guarda de ella excelentes recuerdos y se enternece al
relatar sus bondades.

Esta reina, poseedora de más súbditos y territorios que ningún soberano
de Europa, recibió á la artista californiana con una afabilidad
burguesa, sin aparato alguno. Al saber que era huérfana, le dijo:

--Yo seré tu madre. No te preocupes de tu porvenir. Corre á mi cargo
hacerte feliz.

Y la instaló en uno de sus palacios, con un mayordomo que capitaneaba á
trescientos domésticos. En el Extremo Oriente la importancia de los
personajes se mide por el número de criados, y nadie sabe hasta dónde
puede llegar la cantidad de éstos, teniendo en cuenta las divisiones del
servicio. Uno está encargado solamente de los platos, otro de las
copas, cada lecho de la casa tiene un sirviente especial, etc.

Después que la pintora tomó posesión de su palacio y pasó revista á su
batallón de servidores, aún tuvo que esperar varios meses para dar
principio á su obra. Hacer un retrato de la emperatriz de la China era
negocio de Estado, digno de largos estudios y lentas discusiones.
Primeramente una comisión de astrólogos levantó el horóscopo de miss
Carl para saber si su espíritu era compatible con el de la sagrada
emperatriz, ó iba á causarle graves daños al ponerse en contacto con
ella. Cuando al fin reconocieron los sabios que podía aproximarse á la
soberana sin peligro alguno, los geomantes del palacio entraron en
funciones para decidir qué edificio sería el más á propósito para el
trabajo de la artista. Y después de encontrado el sitio, hubo que hacer
nuevos estudios, fijando el día y la hora favorables para dar la primera
pincelada.

Tan satisfecha quedó la emperatriz de miss Carl, que años después le
pidió que hiciese un segundo retrato de ella. Estas dos obras adornan
los salones más grandes del Palacio de Verano. La soberana aparece en
ambos lienzos ocupando un trono, con el traje femenino de la dinastía
manchur. Va cubierta de joyas lo mismo que un ídolo; tiene los pies
pequeños naturalmente, sin la deformación tradicional de las antiguas
chinas; su tocado se levanta y se abre sobre la frente como una
canastilla de flores.

Mientras era pintada por su retratista, iba haciéndola preguntas, con
una curiosidad de niña, sobre el modo de vivir las mujeres en los países
de raza blanca.

La etiqueta china no le había permitido ver nunca las calles de Pekín.
Gobernaba su vastísimo Imperio sin haber visitado ninguna de sus
ciudades. Todo lo sabía de oídas, según se lo habían contado sus
mandarines. Cuando atravesaba la capital una vez al año para ir al
Templo del Cielo con el joven emperador, ó al trasladarse desde su
residencia de invierno en Pekín al Palacio de Verano, no le era posible
ver á su pueblo. Calles y caminos quedaban desiertos desde un día antes.
Los chinos sabían que era delito, pagado con la cabeza, todo intento de
conocer á sus soberanos. La emperatriz, seguida de su brillante séquito,
pasaba como un fantasma por estas calles muertas, y para que su tránsito
resultase aún más irreal, servidores palaciegos ocultos en tejados y
árboles dejaban caer una lluvia de pétalos rojos y amarillos, colores
emblemáticos de la dinastía, como un homenaje celeste.

Para esta dueña absoluta de quinientos millones de seres humanos, la
mayor diversión era asomarse con disimulo á una ventana, en las horas
matinales, viendo á los pobres servidores de sus cocinas que traían á
cuestas sacos ó cestos de comestibles. Así podía conocer otras gentes
que los personajes de su corte. Poco después, la tradición y el orgullo
dinástico renacían en su interior, haciéndole incomprensible la vida
ordinaria de las soberanas europeas.

Mostraba una simpatía instintiva y una admiración «de clase» por la
reina Victoria de la Gran Bretaña. Se había enterado por sus ministros y
por los diplomáticos de la existencia de esta emperatriz, semejante á
ella, que gobernaba la otra vertiente del mundo.

En el fondo de su alma china se creía superior á su colega. Los sabios
del país, herederos de cinco mil años de ciencia, le habían enseñado que
el Imperio de Enmedio ocupa el vértice de la tierra, mientras la pobre
Europa se mantiene agarrada, con grandes esfuerzos, á uno de sus lados.
Pero de todos modos, Victoria resultaba la única mujer que podía
compararse con su persona celeste en el mundo de los blancos. Propiedad
de ella eran las islas flotantes que marchan por los mares arrojando
humo; también le pertenecía una parte del Asia, la India, el país más
poblado después de la China, y la Hija del Cielo no podía comprender
cómo tan gran señora salía á pie por unas calles donde marcha todo el
mundo y viajaba sin largo séquito, lo mismo que una tendera de Pekín.

--¿Tú crees que verdaderamente vive así?--preguntaba á su retratista--.
¿No me habrán engañado?

Miss Carl tiene la bondad de acompañarme á los lugares cerrados y
maravillosos donde vivió algunos años cerca de la emperatriz regente: al
Palacio de Verano, retiro favorito de ésta. Desde la caída del Imperio
ha vuelto pocas veces á este paraíso regio. Le infunde una tristeza
profunda ver con aspecto de próximas ruinas los palacios y los jardines
que ningún blanco visitó antes de ella.

Vamos á pasar un día entero en el Palacio de Verano, y aun así nos
faltará tiempo para conocer todos sus valles y montañas, abundantes en
alcázares y pagodas; para viajar--ésta es la palabra exacta--por las
cuatro orillas de mármol de su lago.

Esta artista experimentó tan hondamente la atracción de la vida china,
que no ha querido marcharse de Pekín, á pesar de haber desaparecido casi
todos los personajes del tiempo del Imperio, y habita en el nuevo barrio
europeo que ha ido formándose junto al antiguo de las Legaciones.

Seguimos en automóvil la larga avenida de la Paz Perpetua y otras calles
no menos anchas de la Ciudad Tártara. Vemos algunos mercados,
rebullentes de muchedumbre á esta hora matinal. En las cercanías del
llamado del Carbón abundan las caravanas de camellos. Todos los
artistas que han pintado escenas de Pekín colocan invariablemente junto
á sus murallas una fila de camellos, y este detalle, que parece
rebuscado adorno, no es más que copia exacta de la realidad. Siempre
tuve que detener mi automóvil en las puertas de Pekín para dejar paso á
estas escuadras de navíos terrestres, que avanzan moviendo la cabeza
como una proa y balanceando sus costados.

El camello de aquí no es el de África, pelado, calloso y de una delgadez
que marca la osamenta bajo la piel, como si fuese á rasgarla con sus
aristas. Las caravanas chinas están compuestas de camellos gallardos y
majestuosos. Se mueven de un modo rítmico, sus ojos abultados tienen una
expresión inteligente; además ostentan el regio adorno de sus lanas
rojizas, semejantes á las melenas del león. Estas lanas les caen por
ambos lados como una gualdrapa y se extienden piernas abajo en forma de
pantalones.

Por el interior de la ciudad marchan en fila y atados, para que no
entorpezcan la circulación. Cada uno lleva la cuerda de su bozal sujeta
á la cola del compañero que le precede. En las cercanías de los
mercados, al verse libres de sus cargas, doblan las patas y quedan
inmóviles sobre las aceras, mientras los camelleros venden sus
mercancías.

Sopla el viento mongólico de una mañana invernal. Los charcos de las
avenidas están helados. En los rincones, adonde no llega el sol, hay
montones de nieve. Los camellos, con sus cuatro patas ocultas, parecen
sobre la acera montones de lana rojiza, de los que surgen sus cuellos de
reptil antediluviano y lanzan por sus narices curvas dos chorros de
vapor.

Atravesamos una de las puertas de Pekín. Todas ellas están rematadas por
castillos de vetustas techumbres. Los colores de sus muros se hallan
tan modificados por el tiempo, que es imposible darles una clasificación
dentro de la gama conocida.

La antigua muralla de Pekín es la fortificación más grandiosa y más
inútil que puede encontrarse en el mundo entero. Su anchura va más allá
de las proporciones conocidas. En realidad se compone de dos murallas,
habiendo rellenado los antiguos constructores, con tierra y escombros,
el espacio abierto entre ambas. A causa de esto, las puertas son
profundas como túneles, y no obstante su altura parecen agujeros de
ratonera por su extremada longitud. Al pasarlas se encuentra una nueva
muralla en forma de media luna, una plaza de armas en la que puede
formar desahogadamente un batallón, y otro castillo para que los
asaltantes, después de haber tomado la primera puerta, encuentren el
obstáculo de una segunda. Sin embargo, las fortificaciones de Pekín no
sostuvieron jamás ningún sitio heroico y los invasores las atravesaron
con facilidad.

En los castillos de aleros cornudos que coronan estas puertas hay
grandes troneras para la artillería, pero hace más de cien años que no
se ha asomado á ellas la boca de un cañón. Los basamentos de las
baterías superiores son de madera y están casi pulverizados por la
carcoma. Además, la antigua artillería china necesitaba para funcionar
unas plataformas extraordinariamente macizas. Este pueblo de admirables
fundidores, que fabricó Budas colosales cuando en Europa no sabían ir
los broncistas más allá de las dimensiones humanas, produjo cañones tan
grandes como las piezas recientes de la artillería moderna. Su tiro era
incierto y corto, pero en cambio sus bocas imitaban fauces horribles de
dragón, gargantas de monstruos quiméricos, para infundir pánico á los
enemigos.

Nuestro automóvil corre por los suburbios de Pekín y se lanza luego á
través de la campiña. El Palacio de Verano está á veinte kilómetros, en
un lugar que los emperadores modificaron á su gusto para hacer surgir de
él un paraíso, como Luis XIV hizo brotar de áridas llanuras los jardines
de Versalles con sus fuentes y estanques. Pero la obra de los soberanos
chinos resulta más enorme en sus dimensiones que la del rey francés.
Fueron varios monarcas celestes los que se sucedieron en su ejecución.
Además, contaron con el trabajo disciplinado y tenaz de muchedumbres
incansables.

Seguimos las riberas de un canal que va desde Pekín al Palacio de
Verano. Ahora este curso acuático está interrumpido en varios lugares.
Antes el Hijo del Cielo podía ir desde la Ciudad Violeta al Palacio de
Verano en barcas doradas, de las que tiraban grupos de servidores
caminando por la orilla.

Paso un día entero en este palacio-jardín, que tiene varias leguas de
circuito. Como se halla lejos de la capital, sólo de tarde en tarde ve
llegar visitantes, y los soldados que lo guardan llevan una vida
campestre, como si viviesen destacados en un fortín de la frontera
tártara. Un ambiente melancólico de profunda paz envuelve esta obra
vastísima, destinada á unos soberanos de origen celeste cuya sucesión se
cortó para siempre.

Vemos las salas de audiencia, la parte del Palacio de Verano que los
emperadores destinaban al mundo exterior. Aquí venían á turbar su vida
campestre ministros, embajadores ó virreyes de las provincias. En uno de
los salones, dos estatuas enormes de bronce, representando un fénix y un
dragón, se alzan sobre pedestales de jaspe con sus bocas abiertas. Según
me explica mi acompañante, que tantas veces pasó por estas habitaciones,
las dos bestias esparcían por sus fauces una nube invisible de perfume
mientras duraba la audiencia imperial. También vemos en patios y salones
grandes vasos de bronce, verdes y dorados, con una fauna enroscada de
monstruos escamosos. Estos recipientes contenían agua. Los chinos
consideran higiénico tener vasijas de agua en sus habitaciones, por
creer que este líquido purifica la atmósfera tragándose los miasmas.

Más allá de las salas de recepción y antes de llegar á los edificios que
fueron las verdaderas residencias imperiales, está el teatro, patio
enorme encuadrado por palacios bajos de madera dorada y laqueada, sobre
plataformas de mármol.

En el centro de dicho patio se levanta el escenario, edificio de tres
pisos. Los actores hablaban á gritos, pasando de un piso á otro, según
las exigencias escénicas.

Miss Carl me describe las representaciones á que asistió muchas veces.
Duraban un día entero, y en los entreactos comía el público, servido por
el personal de las cocinas imperiales. Tres lados del patio estaban
ocupados por los funcionarios de la corte, los personajes invitados por
el emperador y los mandarines célebres por su sabiduría ó sus hazañas
guerreras. El lado restante era para las mujeres de la familia imperial
y su séquito de damas. Varios biombos colocados oportunamente las
permitían ver el escenario sin ser vistas á su vez por la concurrencia
masculina.

Después del teatro vamos pasando al pie de una sucesión de colinas con
vertientes escalonadas, formando bancales. Estos peldaños tienen muros
de contención, hechos de azulejos, y fueron jardines. Ahora se muestran
cubiertos de hierbas parásitas, secas por el frío. En tiempo de los
emperadores estaban plantados de peonías, y cada una de dichas cumbres
era una pirámide de flores, sustentando en su cúspide un edificio rojo
y dorado, pagoda ó kiosko.

Se abre de pronto el paisaje, se apartan bruscamente edificios,
columnatas y montañas. Una llanura blanca y azul se prolonga ante
nosotros. Es el famoso «mar» del Palacio de Verano, extensión acuática
que no tiene semejante en ningún jardín de la tierra.

Los estanques de Versalles y otros parques famosos pierden su
importancia al compararse con esta magnificencia líquida. Para apoyar
tal afirmación baste decir que este lago, cuyos límites sólo se abarcan
desde una altura y que por única vez justifica la énfasis de los chinos
al llamarle «mar», tiene todas sus riberas enlosadas de mármol en una
extensión de kilómetros y kilómetros, con balaustradas también de
mármol, talladas como un mueble precioso. Es una riqueza aplastante--no
puede llamarse de otro modo--, y sin embargo la amplitud de la
perspectiva, el aire libre, el movimiento luminoso de las aguas, dan una
ligereza simpática á su solemne enormidad.

Sobre una gran parte de estas riberas se extienden caminos cubiertos,
galerías de madera pintada, que parecen no tener fin. En sus techos hay
miles de paisajes representando los lugares más célebres de la China.
Por los frisos corren procesiones de animales con una variedad infinita.
Se adivina que esta obra ha costado muchos años, interviniendo en ella
numerosas huestes de pintores. Es un trabajo verdaderamente chino, de
aparente sencillez, que asombra y desorienta luego por su diversidad,
cuando se le examina detalle por detalle, acabando por fatigar al
observador. Paseando el Hijo del Cielo, durante años y años, por estas
galerías, llegaba á conocer, aunque fuese de un modo vago ó imperfecto,
la grandeza de sus Estados con su fauna y su flora, así como los
aspectos de sus ciudades.

Ríos interiores parten del lago, serpenteando luego á través de los
jardines. Puentes de mármol de giba audaz se encorvan sobre sus orillas.
Todas las pequeñas montañas son artificiales, hechas á brazo por
multitudes innúmeras de trabajadores. Los palacios y templos de sus
cumbres tienen plataformas y balaustradas de mármol, paredes de
porcelana verde, blanca y azul, aleros de madera tallada con tejas de
amarillo oro--el color imperial--, y por el filo de sus ángulos avanzan
hileras de dragones y monos.

Junto á la extensión acuática hay bosquecillos frondosos, de suaves
penumbras, y ante las escalinatas de los embarcaderos se alzan arcos
triunfales. Los puentes de mármol ponen en comunicación la orilla con
dorados kioscos para tomar el té.

Todo el centro del lago es blanco y sólido, con rugosidades azuladas. El
invierno lo ha helado profundamente. Junto á las orillas la costra
glacial se ha roto, y el agua, libre, deja ver su verde profundidad, en
la que tiemblan las cabelleras de una sedosa vegetación. De vez en
cuando pasan, como relámpagos de púrpura y oro, peces chinos de largos
faldellines en su cola. Varios cisnes blancos, salidos no sé de dónde,
vienen á nuestro encuentro cortando el agua libre y frígida, con la
esperanza de que ofrezcamos algo á sus ávidos picos. Barcas doradas de
aspecto vetusto se balancean, como recuerdos del pasado, entre los
pequeños témpanos sueltos de la ribera.

Un buque mucho mayor y completamente blanco atrae la atención del
visitante. Es el famoso Navío de Mármol. Esta isla en forma de
embarcación la hizo construir uno de los últimos emperadores, colocando
sobre su casco de mármol un palacio, también de la misma piedra. Un
puente une la orilla y el buque inmóvil.

Los republicanos chinos explican el origen de este capricho de un
monarca que, á semejanza de casi todos sus iguales, nunca había visto el
Océano. En el pasado siglo necesitó la China realizar grandes esfuerzos
pecuniarios para crear una verdadera flota moderna, capaz de repeler las
ambiciones, cada vez más intolerables, de las potencias europeas y del
Japón. Cuando al fin se reunieron los fondos necesarios para construir
navíos de combate, el Hijo del Cielo empezó por dedicar una parte de
ellos á su marina del Palacio de Verano, y creó este buque de mármol.

No intento comprobar la anécdota consultando á mi simpática acompañante.
Se muestra emocionada por los recuerdos que despierta en ella este
palacio. Guarda una memoria demasiado viva de las bondades de su
imperial modelo, para que pueda aceptar la citada explicación sobre el
origen del Navío de Mármol.

Visitamos en lo alto de una montaña artificial el templo de los Diez Mil
Budas. Luego pasamos á otras cumbres ocupadas por nuevos palacios y
nuevas pagodas. En escalinatas y mesetas vamos encontrando soldados que
parecen enfermos de hidropesía, á causa de la hinchazón de sus
uniformes, acolchados interiormente. Sufren las molestias del frío y la
soledad, pero al mismo tiempo son los únicos poseedores del inmenso
jardín, como si hubiesen heredado á los Hijos del Cielo.

En lo alto de la Montaña del Oeste, un kiosco con miradores de porcelana
y columnas de laca ha sido convertido en restorán para los visitantes.
Al entrar en él vemos un grupo de soldados en torno á una mesa, comiendo
cacahuetes y pepitas de calabaza á guisa de aperitivos.

Almorzamos en dicho kiosco, contemplando á nuestros pies toda la llanura
blanca del «mar» congelado. Miss Carl nos explica las particularidades
del paisaje. Vemos casi en el límite del horizonte varias colinas con
pagodas en su cumbre. Sobre una de ellas se alza una torre formada por
siete pequeños templos superpuestos.

Nos asombra el saber que estas alturas lejanas también pertenecen al
Palacio de Verano y los límites del jardín imperial aún van más lejos.
Cerrará la noche sin que hayamos visto más de una mitad de este mundo
aparte, creado para los monarcas más invisibles de la tierra. Nadie como
ellos supo buscar la paz y la dulzura de la vida. Fueron pastores de
hombres, destinados por herencia á regir los rebaños más numerosos del
mundo, y sin embargo vivieron alejados de sus semejantes, como si
perteneciesen á otra humanidad, en un paraíso artificial moldeado
egoístamente con arreglo á sus caprichos.

Algunos emperadores sentían de pronto la nostalgia de la vida vulgar,
deseaban rozarse con el populacho, conocer las amargas luchas sostenidas
por sus súbditos para ganarse el puñado de arroz. Aburridos de su
excesiva majestad, ansiaban no ser Hijos del Cielo, querían vivir como
simples hombres.

En tales momentos, los directores de sus placeres improvisaban un puerto
á orillas de este lago, con numerosos «juncos» mercantes anclados en sus
aguas y todo el caserío de una ciudad comercial. Los cortesanos se
disfrazaban de mercaderes y marinos; las damas de la corte eran criadas
de taberna ó desempeñaban peores papeles. El Hijo del Cielo, vestido
como un vagabundo, hacía sus pequeños robos en el mercado de la ciudad
fingida y circulaba por sus peores antros, sin que nadie se atreviese á
reconocerlo. De pronto reñían cuchillo en mano falsos navegantes y
tenderos, chillaban las hembras, acudía la guardia, y así iban
reproduciéndose todas las escenas de los puertos chinos, corrompidos y
pululantes como una gusanera. Este Carnaval divertía durante unas
semanas al Hijo del Cielo y á las 80.000 ó 100.000 personas que vivían
en torno de él.

Vemos de lejos las arboledas del Parque de Caza. Ahora están
despobladas. En tiempos del Imperio volaban sobre sus frondas millares
de palomos amaestrados, á los que habían puesto una flautita debajo de
cada ala. Eran animales eólicos que al volar iban dejando una estela de
dulces sonidos, y como las pequeñas flautas tenían diversos tonos, estos
músicos alados poblaban el espacio con las caprichosas armonías de una
orquesta vagorosa.

Encontramos nuevas escaleras cubiertas, cuyos techos guardan pintada una
fauna infinita de dragones. Parece imposible que la imaginación haya
podido concebir tantas variedades de un solo animal quimérico. La
baranda de las múltiples escalinatas es maciza, hecha con azulejos
verdes y amarillos.

Como el Palacio de Verano lleva varios años de abandono, estas barandas,
faltas de reparación, han dejado caer sus ladrillos esmaltados en
diversos lugares. Tomo dos, uno verde y otro amarillo oro, para
ocultarlos debajo de mi gabán. Pienso que cuando vuelva á Europa me será
grato ver sobre mi mesa estos dos fragmentos del Palacio de Verano. Me
siento ladrón, como la mayor parte de los europeos que vinieron aquí
para civilizar á los chinos. Además, ¿cuánto podrán durar aún estas
construcciones frágiles y olvidadas?... ¿Existirá el Palacio de Verano á
mediados del presente siglo?...

Al volver á la capital pasamos ante las ruinas del otro Palacio de
Verano, el más antiguo, que destruyeron las tropas anglo-francesas con
la voladura de su polvorín. Pero apenas me fijo en él, me preocupa algo
más reciente. Sé que en Pekín existe un emperador, á pesar de que el
país está constituído en República hace doce años. He preguntado
repetidas veces por él, y nadie conoce con certeza el lugar donde vive
oculto.

Los chinos, tan extraordinariamente tildados de crueles, resultan
incomprensibles muchas veces por su dulzura y su tolerancia, virtudes
que les permiten encontrar una solución agradable á los conflictos más
enrevesados.

Cuando en Europa se destrona á un monarca, se le hace salir del país
inmediatamente. En algunas ocasiones, para liquidar de veras el pasado,
hasta se le corta la cabeza.

En China, los republicanos, después de su triunfo, dejaron en paz al
joven emperador para que continuase viviendo lo mismo que antes. Y como
en realidad el monarca no había salido nunca de la Ciudad Prohibida, ni
gobernado otra cosa que su vivienda--los ministros lo hacían todo en su
nombre--, debe pensar á estas horas que la República no se diferencia
mucho del antiguo régimen.

Algunos que parecen bien enterados me aseguran que continúa instalado
dentro de la Ciudad Prohibida, en lo más céntrico de la Ciudad Violeta.
Es tan enorme y con entrañas tan complicadas la antigua Ciudad
Imperial--una legua de circuito--, que el monarca destronado puede
seguir ocupando varios palacios y un jardín, sin que su antiguo pueblo
sepa dónde está. En verdad, cuando era emperador su vida no abarcaba
mayor espacio sobre la tierra.

Parece que este jovenzuelo es más feliz que antes, porque no recibe
visitas y nadie le molesta con inútiles consultas. Le casaron de niño
con una de su edad, y los dos siguen jugando, ya mayores, en kioscos y
jardines. Él está enamorado de una amiga de su mujer, perteneciente á
una gran familia de mandarines adictos al Imperio. Los chinos sólo
tienen una esposa legítima, pero la costumbre les permite un número
ilimitado de amigas dentro de la casa. Y el feliz «triángulo» imperial
vive paradisíacamente en el centro de Pekín, sin que nadie se acuerde de
su existencia.

De tarde en tarde el ex emperador recibe la visita del presidente de la
República, que también habita un palacio dentro de la antigua Ciudad
Prohibida. Unas veces es un mandarín letrado, otras un «doctor en
armas», ó sea un general, pues la República china sufre los cambios
bruscos de los seres en crecimiento, las aventuras violentas de toda
juventud.

El último Hijo del Cielo no sabe en realidad lo que es un presidente de
República. Debe creerlo un ministro universal, un favorito como los que
gobernaban en otro tiempo la China despóticamente, mientras sus abuelos
imperiales permanecían invisibles en la paz majestuosa del Palacio de
Verano.

Bien puede ser que algunas veces se le ocurra la conveniencia de
aplicarle al Presidente unas cuantas docenas de bastonazos con un bambú
duro, para que atienda con más generosidad á sus gastos. Pero no ve en
torno de él á los eunucos de la antigua corte encargados de dicha
función.

Sólo encuentra en sus jardines militares azules, de uniforme repleto
durante el invierno, que le miran frente á frente con una audacia de
campesinos sublevados, no pudiendo comprender por qué razón á un hombre
que marcha lo mismo que ellos sobre la tierra lo llamaron sus pobres
antepasados, durante cincuenta siglos, el Hijo del Cielo.



VIII

LA GRAN MURALLA

     Un muro de 600 leguas edificado en ocho años.--El chino sabe
     demasiado para ser militar.--Las industrias fúnebres.--Entierros
     ruinosos.--Las tumbas de los emperadores de la dinastía
     «Luminosa».--En las puertas de la Tartaria.--Los vagabundos de la
     Gran Muralla.--La caravana de Kalgán.--El frío viento de la
     Mongolia.--Los dos ciegos musulmanes.


En este país extremadamente viejo, decano de todas las naciones
actuales, no abundan los monumentos que puedan llamarse antiguos.
Templos y palacios sólo alcanzan una vida de contados siglos. Lo eterno
es la China, su historia y sus costumbres. El alma del país perdura
inmutable á través de miles de años. La exterioridad de las cosas
resulta transitoria y ha sufrido muchas renovaciones.

Su monumento más venerable y famoso es la Gran Muralla. Representa en la
historia del pueblo chino lo que las Pirámides para la primitiva nación
egipcia.

Las Pirámides tienen algunos miles de años más que la Gran Muralla.
Cuando el emperador Hoang-Ti levantó ésta 240 años antes de J. C., las
Pirámides eran ya antigüedades milenarias que venían á contemplar
viajeros de otros países. Pero como esfuerzo constructivo, la obra china
resulta más enorme que la de los primeros Faraones de Memfis. Resultan
las Pirámides más grandiosas al poder abarcarlas el visitante con sus
ojos; imponen un respeto casi místico por su pesadez de cumbre; tienen
la concreción aplastante del amontonamiento. La Gran Muralla es una obra
de extensión, un trabajo de gigantes en sentido horizontal, que casi
nadie ha podido apreciar en conjunto, pues esto exigiría un viaje
larguísimo. Los chinos, para crearla, manejaron indudablemente mayor
cantidad de materias que los fellahs constructores de las Pirámides.

Ocupa la Gran Muralla una longitud de 600 leguas, distancia mayor que la
existente entre Madrid y París. Algunos han calculado que con sus
materiales se podría construir un muro que diese por dos veces la vuelta
á la tierra. Tal obra la ordenó Hoang-Ti, porque deseaba separar sus
Estados del resto del mundo, y para él todo el mundo eran los tártaros y
los manchures, que podían atacar á su nación por el Norte.

Hoang-Ti sólo gobernaba entonces la verdadera China, ó sea las llamadas
Diez y ocho Provincias. Una cosa es la China y otra el Imperio chino.
Los tártaros y los manchures, que á pesar de la Gran Muralla acabaron
por invadir el suelo de la China, fundieron sus territorios con las
provincias de los vencidos, dando así su extensión actual á este Imperio
de once millones de kilómetros cuadrados y quinientos millones de
habitantes. Hace muchos siglos que la Gran Muralla resulta una obra
completamente inútil, por haber quedado dentro del Imperio,
extendiéndose la nación á un lado y á otro de sus baluartes; pero en sus
primeros tiempos significó un gran adelanto como obra de fortificación,
defendiendo á la China de sus más temibles enemigos.

Se extiende sin interrupción 2.400 kilómetros sobre cumbres de montañas,
sobre valles profundos, y algunas veces sus cimientos se apoyan en
pilotes para atravesar terrenos blandos y pantanosos. El emperador
exigió á los ingenieros que no dejasen fuera de la muralla la más
pequeña parcela de sus tierras, y esta orden hizo aún más dificultoso el
trabajo. Quiso además que la obra colosal se terminase cuanto antes y
fué emprendida por muchos puntos á la vez, dedicándose á ella millones
de hombres.

En menos de ocho años se realizó, venciendo todos los obstáculos
naturales, y según cuentan los historiadores, murieron en esta empresa
sobrehumana unos 400.000 hombres.

Su trazado tiene el ondulamiento del dragón, línea favorita de los
artistas chinos, pero tal forma se debe también á la exigencia imperial
de seguir con rigurosa exactitud los límites de sus provincias
septentrionales. En algunos sitios parece suspendida de los flancos
escarpados de las montañas; otras veces se oculta en gargantas profundas
ó pasa como un puente sobre ríos y torrenteras.

Todo el que visita Pekín siente la atracción de la Gran Muralla.
Presenta ésta diversos aspectos según los sitios que atraviesa, é
imagínese el lector si ofrecerá puntos de vista distintos en una
extensión de 600 leguas. El lugar más frecuentado por pintores y
fotógrafos se halla á varias horas de Pekín, empleándose para llegar á
él un ferrocarril que va á la Mongolia y tiene por término la ciudad de
Kalgán, situada casi en pleno desierto.

Atravesamos la mayor parte de la capital, poco después de amanecer, para
ir á la estación de esta línea férrea construída por una empresa china.
Se halla fuera de las murallas, al otro extremo de la Ciudad Tártara.
Nunca como en esta mañana me di cuenta de la extensión de Pekín. Nuestro
automóvil rueda kilómetros y kilómetros, siempre por avenidas que
parecen sin término. Vemos calles laterales con las fachadas llenas de
anuncios colorinescos y el arroyo obscurecido por una apretada
muchedumbre. Atravesamos mercados con inmóviles caravanas de camellos.

Todas las puertas de la antigua Ciudad Prohibida ostentan á ambos lados,
clavadas en su muralla rosa, dos banderas cuyas telas tienen muchos
metros de amplitud. Es el pabellón quinticolor de la China
revolucionaria, rojo, amarillo, azul, blanco y negro. La República hace
gran ostentación de su nueva bandera, como si esto bastase para
modernizar á un país que hasta hace poco no conocía otro símbolo
patriótico que los dos dragones heráldicos de sus emperadores. Algunos
edificios oficiales han adornado sus fachadas con falsas columnas y
capiteles de papel multicolor que muestran la prodigiosa habilidad
manual de los artífices del país. Estamos en las fiestas de Año Nuevo,
colocadas por el calendario chino algunos días después de nuestro 1.º de
Enero, y todos los palacios gubernamentales se cubren de dichos adornos.

Llegamos finalmente á la estación del ferrocarril de Mongolia. Junto á
ella se extiende un campo de maniobras, y mientras llega la hora de
partir el tren vemos cómo trotan, cómo se echan al suelo y nos apuntan
con sus fusiles varios grupos de soldados vistiendo uniforme blanco y
azul, todos con zapatillas afieltradas, de pie negro y caña blanca, que
son el calzado nacional.

Dicen que estos soldados resultan tan excelentes como los mejores si los
dirigen oficiales extranjeros, capaces de hacerlos avanzar con su
ejemplo y con el automatismo de la disciplina. Pero al ser mandados por
generales chinos no hay tropas más blandas, más refractarias al ataque á
pecho descubierto, con menos «mordiente». Esta flojedad, incomprensible
en hombres que aprecian la vida menos que nosotros y parecen más
acostumbrados á sufrir el dolor físico, sólo puede explicarse teniendo
en cuenta que el chino, por regla general, es más astuto é inteligente
que el blanco.

Sabe demasiado para ser militar; tiene una experiencia de varios miles
de años á su espalda, y las expresiones sonoras «patria», «gloria»,
etc., que en otros países empujan los hombres á la muerte, no despiertan
en él grandes entusiasmos. Su positivismo le hace pensar que los
provechos de la victoria serán para sus jefes y no para él. Sabe que si
queda inválido no recibirá ninguna recompensa digna de tan enorme
desgracia. Pero el porvenir es una sucesión de sorpresas, y ¡quién sabe
lo que hará en lo futuro este pueblo de quinientos millones de seres!...

Sus campesinos, individualmente valerosos, sobrios y crueles, pueden
convertirse en temibles soldados si los reune y los entusiasma un ideal
común, algo que hable á su orgullo de raza y á su positivismo. Mas por
el momento, los que conocen á este ejército afirman que nada vale como
fuerza agresiva y tampoco puede servir gran cosa para la defensa del
país en caso de invasión. Los chinos, como todos los pueblos de un gran
pasado histórico, miran con superioridad á los países que estuvieron
bajo su dependencia, política ó intelectual. Como los japoneses fueron
sus discípulos y los vapulearon hace treinta años en una guerra, se
vengan de ellos llamándoles «los enanos». Pero es indudable que si las
potencias europeas y los Estados Unidos no se preocupasen de mantener la
independencia de la República china, «los enanos» habrían aprovechado
cualquier pretexto para llegar hasta Pekín--sólo están de él á
veinticuatro horas de ferrocarril--, barriendo con facilidad á todo este
ejército azul y blanco, de zapatillas silenciosas.

Empieza á deslizarse el tren sobre los campos inmediatos á la capital.
Pasan ante las ventanillas grupos de árboles ennegrecidos por el
invierno y montones de tierra que son tumbas, cada vez más numerosas.
Algunas de ellas deben ser de gente rica, cuyos parientes cuidaron de su
ornamentación, haciendo algo más que amontonar terrones sobre los
féretros. (Había olvidado decir que el ataúd chino no lo descienden al
fondo de una fosa, como en nuestros cementerios. Queda sobre el suelo y
lo van cubriendo con tierra hasta que forma ésta una cúpula
suficientemente gruesa para preservarlo de las injurias atmosféricas.)
El adorno escultórico de los cementerios ricos es siempre el mismo: una
gran tortuga de piedra que lleva sobre el lomo un obelisco ó una torre
de pagoditas superpuestas. Esta tortuga, emblema de una larga vida, con
la pareja de dragones imperiales y el ave fénix, constituye el grupo
principal del simbolismo chino.

Pasamos junto á canales que tienen sus taludes cubiertos de nieve.
Cisnes blancos y negros abren el agua verdosa con el plumón de sus
pechos. Entretengo la monotonía del viaje pensando en la importancia que
las supersticiones taoístas han dado á las ceremonias del entierro.

Hasta el coolí más humilde ahorra pequeñas monedas pensando en el
féretro que ocupará después de muerto. Los almacenes de pompas fúnebres
son los establecimientos más importantes en los barrios populares de
Pekín. Hay talleres enormes de carpintería que fabrican montañas de
ataúdes de pino blanco, dentro de los cuales se encajan otros de maderas
más valiosas.

Un entierro magnífico es la ambición suprema de todos los habitantes de
este país; el glorioso final de una existencia. Las familias contraen
deudas que agobian el resto de su vida, ó se arruinan totalmente,
perdiendo su rango social, para costear unos funerales. Tardan éstos
con frecuencia meses y aun años á causa de los preparativos que exigen.
Los entierros, escrupulosamente reglamentados según su costo, se
escalonan en clases, y la memoria de una persona se venera de acuerdo
con la importancia de su sepelio.

En los funerales de un rico se queman muebles, armas de caza, perros;
antiguamente palanquines con sus portadores, ahora berlinas tiradas por
caballos ó automóviles de marcas célebres. Lo que constituyó en vida el
lujo del difunto, debe seguirle más allá de la tumba. Pero este pueblo,
hábil en toda clase de negocios, ha encontrado el medio de proporcionar
á los muertos sus comodidades terrenales sin que por ello pierda el
capital de los vivos unos objetos tan preciosos para la existencia. Y
los muebles, las armas, los automóviles, los animales domésticos, son
todos de cartón, construídos por notables artífices que reproducen el
original con una escrupulosidad puramente china, sin olvidar detalle.

Los muertos de gran familia quedan provisionalmente metidos en ataúdes,
esperando que todo esté listo para sus funerales. El fallecimiento de un
personaje proporciona á los escultores fúnebres largo trabajo, y por más
que se afanen transcurre mucho tiempo antes de que la familia pueda
realizar un entierro suntuoso. El público acude á ver el desfile de
objetos y bestias de cartón para apreciar la fidelidad con que fueron
reproducidos, y admira que tan costosas obras estén destinadas á
convertirse en cenizas sobre una tumba.

Continuamente se encuentran en las calles de Pekín bandas de músicos que
van á ponerse á la cabeza de un cortejo fúnebre. Chinitos mofletudos y
sonrientes pasan cargados con enormes _gongs_ y otros instrumentos no
menos ruidosos y de grandes dimensiones. Ellos y los músicos que les
siguen parecen alegres por la abundancia de trabajo. La muerte fomenta
los negocios del país y aviva la actividad de las gentes. Hay entierros
que llegan á costar 300.000 ó 400.000 dólares chinos, figurando en ellos
centenares de hombres con dobles estandartes, varias bandas de músicos y
una procesión interminable de falsos carruajes, monigotes y casas
portátiles, destinados á convertirse en humo.

Abandonamos el tren en mitad de nuestra marcha á la Gran Muralla. Son
las nueve. El sol de una hermosa mañana de invierno empieza á caldear la
tierra. Los charcos han perdido su costra blanca de la noche. Lloran los
árboles con la licuefacción de la escarcha de sus hojas. El terreno ha
ido subiendo y no obscurece ya la atmósfera el polvo amarillento de los
alrededores de Pekín. Se respira un aire fresco de montaña. Vemos en el
horizonte las cumbres de la Mongolia, que parecen haberse acercado á
nosotros repentinamente.

Marchamos dos horas á caballo para ver un grupo de mausoleos de los
emperadores Ming. Son más ostentosos y ocupan mayor espacio que los que
visitamos en las cercanías de Mukden, construídos por la dinastía de los
«Muy Puros». Pero el aspecto arquitectónico de unos y otros casi es
igual; largas avenidas que conducen á templos multicolores y tienen en
sus bordes parejas de animales gigantescos esculpidos en granito:
elefantes, caballos, licornios y leones. Lo más notable de este parque
fúnebre es su arboleda, que se extiende kilómetros y kilómetros,
formando una selva de sagrado silencio. El suelo está cubierto de césped
finísimo y resbaladizo. Con gran frecuencia pasamos sobre el arco de un
puente de mármol. Los arquitectos paisajistas de la China se complacen
en hacer dar á un mismo arroyo numerosas revueltas, de modo que se
coloque incesantemente ante el paso del visitante, sólo por el placer
de ir lanzando nuevos puentes sobre su curso.

El puente es la obra suprema del artista chino, y cuanto más abunda en
un paisaje, mayor esplendor le proporciona. Esta predisposición á la
línea tortuosa la siguen también al trazar las avenidas funerarias.
Únicamente son rectas en cortos espacios, torciéndose inmediatamente
para tomar una nueva dirección y volver más allá á la línea primitiva.
Según parece, en estos bosques sepulcrales los constructores emplearon
la línea quebrada con un fin religioso, para desorientar y fatigar á los
malos espíritus. Como éstos sólo vuelan en línea recta, llegarían
fácilmente hasta el monumento fúnebre levantado en su último término si
las avenidas fuesen tiradas á cordel. Gracias á tales tortuosidades,
queda defendido el sepulcro por masas de arboleda que lo ocultan á los
demonios alados.

Visitamos las tumbas de estos Ming, emperadores que en el siglo XIII
formaron una verdadera dinastía nacional, gobernando á la China entre
los invasores tártaros, á quienes destronaron, y los invasores
manchures, que los destronaron á su vez. El primero de los Ming fué
verdaderamente un héroe, un gran capitán salido del pueblo, que llegó á
convertirse en emperador. Empezó de niño como acólito de una pagoda;
luego, de joven, ganó su vida barriendo el templo y sirviendo de criado
á los sacerdotes. Al sublevarse la nación contra los últimos
descendientes de Gengis-Kan, este sacristancito chino se lanzó á la
guerra, revelándose como hábil guerrero y astuto político, que supo
reunir en torno á su persona las fuerzas populares hasta entonces
disgregadas, batiendo para siempre á los tártaros y entronizando á su
familia con el título de dinastía Ming, que significa «Luminosa».

No llegó el primero de los Ming á reinar en Pekín. Su capital fué
Nankín, ciudad creada por él, donde se halla todavía su tumba.

Volvemos al tren y éste reanuda su marcha hacia las montañas de la
Mongolia, que llenan el horizonte. Siguiendo la orilla de un río, se
desliza poco después por las tortuosidades de continuos desfiladeros.
Empezamos á ver cortinas de fortificación que, partiendo del valle
fluvial, se remontan á las cumbres. Son defensas secundarias, á espaldas
de la Gran Muralla, cuya proximidad se deja adivinar.

Todas las montañas son rojizas, á causa de su vegetación seca y quemada
por el frío. En verano deben vestirse de un verde tierno y jugoso. Ahora
su aspecto es áspero y fiero; parecen forradas todas ellas con pieles de
león.

Creo adivinar el destino de las murallas que cortan el largo y tortuoso
valle. Veo caminos fortificados que suben á las cumbres; escalinatas
entre dos murallas con almenas, para poner á cubierto de los flechazos
enemigos á las huestes que ascendían por sus peldaños de roca. Los
puentes que se encorvan sobre el río tienen igualmente almenas y dan
acceso á castillos ruinosos que fueron cuarteles. Las tropas chinas no
podían pasar el invierno entero acampadas en la Gran Muralla.
Precisamente en esta región serpentea sobre cumbres donde sopla durante
largos meses el frío viento de la Mongolia. La guarnición vivía en el
valle, de temperatura más templada, y al dar la alarma los destacamentos
avanzados podía ascender rápidamente por los caminos cubiertos, yendo á
ocupar sus sitios de combate.

Se detiene el tren en la estación de Chinglungchiao, nombre que no es
fácil para dicho ni para escrito. Desde la estación se ve sobre las
cumbres inmediatas una torre cuadrada y varios lienzos de muro que se
alejan. Es la Gran Muralla, que llega hasta aquí en uno de sus ángulos
entrantes y retrocede con brusquedad, perdiéndose entre picachos de
rocas.

Empezamos á ascender por la pendiente de un barranco. La marcha se
prolonga más de una hora. Algunas veces el suelo deja de ser pedregoso y
pasamos entre pequeños rectángulos de tierra cultivada por unos
labriegos puramente tártaros. Los chinos que vienen con nosotros,
intérpretes y guías, con sus sotanas negras y sus birretes de seda
rematados por un botón rojo, resultan extranjeros en este país.

El tártaro lleva gorro de pieles y barbas lacias. Todos tienen los
pómulos muy anchos y unos ojitos menos oblicuos que los chinos, pero más
duros. Nos rodea una tropa de ellos, con trajes andrajosos, cuya tela
acolchada de algodón deja escapar éste por las roturas. Los calzones son
tan rígidos por su forro interior y por la suciedad externa, que parecen
tallados en madera como dos troncos huecos de árbol.

Muchos de estos hombres, formando grupos de cuatro, sostienen ramas
peladas de árbol de las que penden unos sillones viejos de junco, y
cuando se cansa un viajero le invitan á que se siente en el rústico
palanquín. Así lo llevan cuesta arriba con esfuerzos escandalosamente
exagerados para exigir luego mayor recompensa. Cada cien pasos se
detienen, y el primero de los cuatro portadores lanza un grito. Apoyan
entonces la barra en unas horquillas y cambian ésta de hombro,
continuando su ascensión.

Otros tártaros son comerciantes de la Gran Muralla y acosan á los
viajeros ofreciéndoles «curiosidades» del país, especialmente
cencerritos y eslabones fabricados por los herreros indígenas. Lo que
más venden son piezas de la antigua moneda mongola. Esta moneda, la más
original que puede encontrarse en el mundo, consiste en pequeños sables
de bronce, yataganes de la longitud de un dedo, que tienen grabadas en
su hoja la leyenda de la pieza y el año en letras chinas.

Llegamos finalmente á una de las puertas del interminable recinto
fortificado, la de la ruta que va á Kalgán, ciudad importante del
desierto. Lo mismo que los antiguos soldados del Hijo del Cielo,
empezamos á subir por unas escaleras fortificadas, hasta lo alto de la
Gran Muralla. Una vez sobre ella marchamos entre dos filas de almenas
por un camino enlosado de granito, en el que pueden avanzar cómodamente
diez hombres de frente.

Sólo logramos ver la parte más insignificante de esta obra que ocupa una
extensión igual á la longitud de dos ó tres naciones medianas de Europa.
Y sin embargo, este reducido sector nos parece algo extraordinario que
hace presentir la enormidad de todo lo que permanece oculto más allá de
nuestro poder visual.

La muralla sube por ambos lados siguiendo las pendientes, escala las
cumbres, desaparece, la vemos surgir á muchos kilómetros de distancia
sobre nuevas alturas, se oculta en los valles, y así va hundiéndose y
emergiendo en los sucesivos términos del horizonte, hasta no ser mas que
un hilillo rojo casi esfumado entre remotas montañas azules. A
distancias regulares se levantan torreones cuadrados, todos parecidos.
Los arqueros, desde lo alto de sus plataformas, podían cruzar sus
disparos de modo que no quedase un fragmento del muro sin ser defendido
por sus flechas.

Caminamos mucho tiempo sobre el lomo de esta obra que parece infinita.
El tiempo apenas ha causado mella en su masa de piedras y ladrillos. La
soledad del lugar la conservó, como la campana neumática preserva los
objetos confiados á su vacío.

Al otro lado se extiende la árida tierra mongola, que es como una
antesala del desierto de Gobi, y diversos países de misterio, poblados
por demonios guardadores de tesoros, por tribus nómadas de bandidos, y
en cuyos remotos valles hay ciudades santas que gobiernan dioses
vivientes. Allá está Ourga, donde se deja adorar el Buda hecho carne,
divinidad que muere envenenada muchas veces, si los santos Lamas del
Tibet, establecidos en Lassa, consideran que ha vivido demasiado y
ansían darle un sucesor más sumiso, para lo cual les basta con enviarle
un nuevo médico. Allá los lagos de nafta que arden incesantemente
poblando la noche de resplandores infernales; allá las tribus guerreras
que pertenecen de nombre al inmenso Imperio chino, pero hace años viven
con independencia, aliadas á los Soviets de Siberia, y ensoberbecidas
por el armamento que les regala el gobierno rojo de Moscou.

Vamos encontrando monótono el espectáculo al poco rato de marchar por
estos caminos almenados que se empinan siguiendo las pendientes y en
cuyas piedras pulidas por los siglos resbalamos con demasiada
frecuencia. Luego el interés renace al pensar que esta obra de color
rojizo, que sólo parece tener un siglo de existencia, fué construida
hace 2.300 años. Siempre que vemos el interior de un torreón recordamos
que la Gran Muralla tiene 20.000 de ellos, todos iguales.

En la puerta atravesada por el camino de Kalgán se notan más las
roeduras del tiempo. Un castillo fué adosado á ella, y esta
fortificación suplementaria es ahora un montón de ruinas. El arco de la
puerta se mantiene intacto. Detrás de él se halla obstruido el camino
por masas de mampostería derrumbada, semejantes á los pedruscos que
forman islotes en el lecho de los barrancos.

Vemos cómo se aproxima cortando el desierto una caravana de mulas y
camellos procedente de la Mongolia. La fila de bestias, con sus arrieros
tártaros, atraviesa la puerta-túnel de la muralla. Luego saltan
aquéllas, con una agilidad de cabras, sobre las ruinas que obstruyen el
paso, y vuelven á formarse más allá en el camino libre que desciende á
las llanuras cultivadas de la China.

Unos gendarmes con guedejas de pelo de mono, gorra azul y blanca y
revólver al costado, se han unido á nosotros en las inmediaciones de la
muralla. Su compañía es oportuna. Todos estos grupos de comerciantes de
monedas-yataganes, de portadores de palanquines rústicos, de vagabundos
con andrajos duros como la madera, ojitos feroces y barbas de chivo, si
se limitan á pedirnos dinero valiéndose de gesticulaciones humildes ó
exagerando desvergonzadamente el menor servicio que prestan, es porque
ven á nuestro lado á estos gendarmes algo grotescos con sus melenas
lacias, que han sustituido á la antigua trenza, y sus orejeras peludas.
De no estar ellos presentes, exteriorizarían sin duda sus deseos con
menos humildad.

Desciende el sol, y un viento helado y cortante, el terrible viento de
la Mongolia, empieza á cantar en torreones y almenas. Los mismos
habitantes del país acogen con una sonrisa crispada estos chillidos
atmosféricos. Unos introducen sus manos en los guantes-manoplas que les
cuelgan del pescuezo. Otros más pobres se las meten bajo los sobacos y
empiezan á bailar para defenderse por adelantado del frío.

Es tan brusco este soplo, huracanado y glacial, que nos hace correr
muralla abajo, con gran arremolinamiento de faldas y gabanes, levantando
todos las manos para asegurar los sombreros.

Al pie de la escalera fortificada, junto al arco de la puerta, en una
especie de hornacina, vemos arrodillados á dos mendigos, viejos
tártaros de luenga barba blanca. Uno de ellos tiene un vago parecido con
Anatolio France.

Los dos están ciegos, con esa ceguera extremada y monstruosa de los
países orientales, que no se contenta con borrar la vista y destruye
además ferozmente los globos de los ojos. Tienen sus cuencas rojas y
completamente huecas. Las moscas invernales se sobreviven y alimentan
revoloteando en torno á estos cuatro orificios de herida, siempre
frescos y sangrientos.

Murmuran oraciones con voz monótona, balanceando sus diestras tendidas.
Canturrean como si cumpliesen un rito, indiferentes á que el viajero se
detenga ó siga adelante.

Se adivina que estos chinos son musulmanes. El nombre de Alá,
confusamente pronunciado, pasa á través de la sorda melopea de sus
invocaciones. Tienen además la gravedad fatalista de los mendigos del
Islam.

Reciben las monedas en sus manos impasibles y siguen suspirando
palabras, fijas sus órbitas sin ojos en el infinito.

Estos dos habitantes de la Gran Muralla no se mueven nunca de la
hornacina que les sirve de refugio: aquí duermen; aquí comen cuando
tienen de qué.

¿Para qué canturrean todos los días, si sólo de tarde en tarde se
presentan viajeros?... ¿Quién puede darles limosnas en este desierto?...
¿Qué es lo que ven en su eterna noche, arrodillados junto á esta puerta
que da entrada á una de las soledades del mundo más extensas y
misteriosas?...



IX

EN MARCHA HACIA EL RÍO AZUL

     Los bandidos de Ling Tcheng.--Dos trenes fortificados.--Compañeros
     que van cayendo.--La exportación de huevos chinos.--Faisanes
     laqueados.--La amazona misteriosa del bosque fúnebre de los
     Ming.--Los bandidos no aparecen.--Decepción de algunas
     viajeras.--Opiniones sobre la República china.--Un cuerpo robusto
     falto de sistema nervioso.--La China aún no sabe que existe.--El
     Gran Canal.--El río Amarillo y el río Azul.--La civilización del
     trigo y la civilización del arroz.--Los pueblos asiáticos
     eternamente casados con el Hambre.


Muchos europeos residentes en Pekín, ingenieros, comerciantes y hasta
diplomáticos, se unen a nosotros para aprovechar el tren especial que
debe conducirnos á Shanghai, á través de una parte considerable de la
China.

El gobierno ha tomado grandes precauciones para que no se repita al
pasar nosotros por Ling Tcheng el ataque que sufrió hace unos meses un
tren de lujo, lleno de europeos y norteamericanos. Varias partidas de
soldados desertores, capitaneadas por un oficial joven llamado Suen Mei
Yao, atacaron dicho tren durante la noche llevándose secuestrados á
todos sus viajeros, incluso las mujeres y los niños. Fué un acto de
bandolerismo y al mismo tiempo una maniobra política para crear
dificultades al gobierno de Pekín con las grandes potencias.

Las circunstancias no han cambiado. Antes de nuestra salida de la
capital los diarios hablan largamente sobre la posibilidad de que seamos
atacados en la región de Ling Tcheng, favorable para esta clase de
operaciones. Además, los mismos periódicos, con una asombrosa
imprudencia informativa, mencionan las enormes fortunas de algunos de
mis compañeros de viaje. Especialmente hay una señora, vestida de luto,
que va con un hijo único, y lo mismo en el _Franconia_ que en hoteles y
ferrocarriles es siempre mi vecina más inmediata. La dama apenas habla,
sonríe modestamente y parece no tener fuerzas para manifestar una
opinión contraria á lo que dicen los demás. El hijo, tímido como la
madre, y de una perfecta y silenciosa educación, se ve buscado por todas
las señoritas, que se disputan el bailar con él. Estos dos compañeros,
siempre deseosos de pasar inadvertidos, poseen varias explotaciones de
petróleo en California y hay años en que la madre recibe algo así como
10.000 dólares todos los días. ¡Qué golpe para los bandidos chinos!...

Como son muchos los personajes de Pekín que necesitan ir á Shanghai y
otros puertos del Sur y desean agregarse á nuestro viaje, se forman
finalmente dos trenes especiales. Cada uno de ellos lleva enormes
proyectores eléctricos, como los que usa la marina de guerra, y á la
cabeza y la cola vagones blindados con una compañía de infantería y
varias ametralladoras. Además, el Ministerio de la Guerra ha hecho
concentrar tropas en las estaciones estratégicas, dentro de la vasta
zona montañosa donde se mueven las partidas de bandidos.

Creemos que con tantas precauciones nos será posible llegar sin tropiezo
á Shanghai, realizando el viaje en treinta y seis horas. Los dos trenes
están compuestos de vagones-dormitorios, vagones-comedores y
vagones-salones con balconaje exterior para contemplar el paisaje.
Nunca he visto en Europa algo semejante por sus comodidades y su lujo.
Únicamente los llamados «trenes de millonarios», que van de Nueva York á
Los Ángeles durante el invierno, pueden compararse con estos dos,
organizados por el gobierno chino. El material rodante es el mismo, pues
los vagones de Pekín fueron comprados en la América del Norte.

La estación se llena de gente blanca poco antes de nuestra salida;
habitantes del Barrio de las Legaciones que ven en esto un motivo para
pasar el tiempo; familias de origen europeo y americano venidas para
despedir á padres y maridos.

Un joven pálido, envuelto en mantas, que parece moribundo, llega hasta
el tren en un palanquín, escoltado por un médico, una _nurse_ americana
y varios servidores chinos. Es un compañero nuestro, enfermo de una
pulmonía aguda. Prefiere ser llevado al _Franconia_ á quedarse en un
hospital de Pekín, y corre el riesgo de morir en el vagón durante tan
largo viaje. Su madre y su hermana lo acompañan, haciendo esfuerzos por
ocultar su inquietud. Se interrumpe el regocijo de la despedida; cesan
los comentarios jactanciosos sobre un probable ataque al tren. Todos
pensamos en la posibilidad de que este joven sea una de las víctimas
exigidas por la Aventura á nuestro viaje perigeo.

De los que salimos de Nueva York ya cayó uno. La Nochebuena, estando en
Yokohama, la policía japonesa trajo al _Franconia_ un fogonero
encontrado inánime en los muelles. Le creían simplemente ebrio, por
haber bebido con exceso en honor de la cristiana festividad, y al
examinarlo el médico de á bordo se convenció de que estaba muerto desde
muchas horas antes. Ahora, este joven, al que he visto bailar muchas
veces en los salones del _Franconia_, viene en nuestro tren como un
moribundo. Parece milagroso que no seamos más los que hayamos caído con
una congestión en los pulmones después de tanto paseo nocturno en
_ricsha_ descubierta por las calles glaciales de Pekín ó de la visita á
la Gran Muralla, bajo el viento mongólico de una tarde de Enero.

Empieza nuestro viaje. Vemos tropas en todas las estaciones, pero esto
ya es para nosotros un espectáculo ordinario. Nos interesa más el
aspecto de la campiña, que se va repitiendo, siempre igual, durante el
primer día de viaje, y se reproducirá á la mañana siguiente, aunque con
las variaciones propias de un cambio de clima, pues vamos en línea recta
del Norte al Sur.

Todo el suelo está arado. Fuera de las secciones ocupadas por las tumbas
no hay un solo palmo de tierra falto de cultivo. Sin embargo, como
estamos en invierno, la llanura es amarilla. No se ven más que surcos,
terrones sueltos y rastrojos á los que arranca el viento columnas de
polvo. En primavera y verano estas llanuras deben ser verdes y cobrizas.

Una vida animal exuberante se desarrolla sobre la campiña cuidadosamente
trabajada. Corren por los campos manadas de aves domésticas,
persiguiendo á los parásitos de la tierra, en cantidades incalculables.
Sólo aquí pueden verse unas bandas tan numerosas. El suelo parece haber
adquirido una vida extraordinaria: se mueve, ondea; tantas son las
gallinas que marchan sobre él. En torno á estanques y canales ó
cubriendo sus aguas en largos trechos, aletean tropas de ánades y patos.
Esta China inmensa es la mayor productora de huevos que existe. En
algunas estaciones vemos grandes conos de metal, semejantes á los que
emplean los ferrocarriles europeos para el envase de vinos y aceites.
Los gigantescos cilindros contienen una pasta espesa, formada por
millones de huevos, crudos y revueltos, que esparce una intolerable
hediondez. Los confiteros la adquieren en los puertos de Europa para que
sirva de base á sus dulces y perfumadas combinaciones. Vemos también
fábricas que utilizan la gran producción de huevos para secarlos y
triturarlos, enviándolos á otros países en forma de polvo.

En todos los pueblos, hasta en los más pobres, grupos de hembras
vociferantes ofrecen comestibles á los viajeros; platos guisados por
ellas que tienen como principal componente el pollo ó el faisán. Este
último animal, tan apreciado en Europa, es vulgarísimo en los pueblos
chinos. Se le ve tanto como la gallina en todos los corrales.

Muchas de las estaciones, con sus vendedoras de cara redonda, tez
amarilla y ojos oblicuos, me recuerdan las de Méjico, donde se aglomeran
igualmente numerosas mujeres ofreciendo empanadas y trozos de ave
espolvoreados de rojo. Aquí los comestibles también son del mismo color.
Veo faisanes guisados, cubiertos con una capa purpúrea y charolada; pero
no está compuesta, como en Méjico, del pimiento extremadamente picante
llamado «chile». Los chinos, con objeto de dar mayor ostentación á las
aves asadas las rebocan con laca roja, la misma que emplean en el
barnizamiento de un vaso ó un mueble.

Pasan por los caminos polvorientos muchos jinetes que tienen aspecto de
labriegos ricos y van hacia sus propiedades montados en una mula
encaparazonada de seda con penacho de plumas. Recuerdo un encuentro de
hace pocos días, al visitar la tumba de los Ming. Cuando nos dirigíamos
á dichos mausoleos montados en unos caballejos alquilones, se unió á
nosotros por algunos minutos un jinete interesante.

Era una mujer, vestida con pantalones y blusa de seda azul, un azul
verdoso, igual al de la chispa eléctrica, secreto tradicional de los
tintoreros del país. Esta hembra, grande y arrogante, se sostenía
montada sin estribos, avanzando hacia el pecho de la bestia sus largas
piernas y sus pies enteros, metidos en zapatitos de fieltro, sin la
deformación que sufren las más de sus compatriotas. El delantero de su
blusa desaparecía bajo numerosos collares y amuletos de múltiples
colores. La cabeza la llevaba destocada, ostentando el peinado del país,
una cortinilla de pelo lacio sobre la frente y el resto de la cabellera
anudado sobre la nuca. En cambio, su mula, nerviosa y trotadora, agitaba
entre las orejas un penacho de plumas azules y sus flancos iban
cubiertos con una gualdrapa de borlas de seda.

Así marchaba, completamente sola, á través de unas tierras desiertas. De
todo lo que he visto en China, su encuentro resulta tal vez lo más
novelesco. Nuestros guías é intérpretes parecieron no menos extrañados
por su presencia. No diré que fuese hermosa. Nosotros no podemos
apreciar el atractivo de una cara de pómulos anchos y nariz algo
aplastada, por más que los ojos tengan una expresión graciosamente
diabólica. Pero era una hembra de estatura arrogante y esbelto vigor;
una criatura sana, de miembros gimnásticos, é iba sola por campos
despoblados, en un país donde las mujeres únicamente salen de casa
acompañadas por domésticos ó buscándose entre ellas para formar grupo.

Tal vez era una labradora rica y viuda que iba varonilmente hacia una de
sus propiedades. Me acordé de muchas novelas chinas escritas hace miles
de años que tienen por tema hazañas de piratas y bandidos. Siempre en
estas bandas de aventureros hay una mujer extraordinaria, una walkyria
de ojos oblicuos y cuerpo arrogante, capitana que se hace obedecer
puñal en mano por los más terribles desalmados.

Trotó unos instantes junto á nosotros, como si no nos viese. Al examinar
su perfil achatado de Diana amarilla, sorprendí el rabillo de uno de sus
ojos mirándonos disimuladamente con fría curiosidad. Luego, cansada de
ver á los «demonios blancos», taconeó su mula, desapareciendo entre las
primeras arboledas de las tumbas de los Ming.

Tan extraordinario me pareció este encuentro en los linderos del inmenso
bosque fúnebre, que llegué á imaginar la absurda hipótesis de que una de
las antiguas emperatrices hubiese abandonado su sepulcro por unas horas
para correr la China del presente, constituida en República... Y no la
vimos más. Ahora pasan mujeres á caballo cerca del tren, pero son
labriegas de aspecto zafio. Avanzan con el trotecito de sus asnos en pos
del marido, ó van acompañadas por jornaleros que las escoltan á pie.

Durante la noche pasamos el sector más peligroso de nuestro viaje, país
de montañas donde las partidas de rebeldes pueden enriscarse con
facilidad después de un atentado contra el tren. Vemos correr sobre el
paisaje inquietos resplandores de incendio. Son las mangas luminosas de
los reflectores que exploran nuestro camino, haciendo surgir los rieles
de la nocturna lobreguez, como dos barras de plata. En todas las
estaciones hay grupos de oficiales que suben al tren arrastrando sus
sables para dar noticias y tomar órdenes.

Algunas damas empiezan á mostrar cierto desaliento al ver que
transcurren las horas nocturnas sin que nos ataquen los bandidos. Como
viajan para adquirir «experiencia en la vida», sienten no conocer las
emociones de un secuestro armado. Vamos á pasar á través de una China
en pleno desorden sin ningún incidente digno de ser contado, como el que
viaja en un tren de lujo entre Nueva York y Boston.

Después de media noche los viajeros se encierran en sus camarotes para
dormir y únicamente quedan despiertos los centinelas situados en las
plataformas y sus relevos, que fuman y conversan á gritos en los
pasillos. Mientras espero la llegada del sueño tendido en mi litera,
reflexiono sobre la situación actual de la China para concretar mis
opiniones.

Indudablemente la joven República vive en un estado anárquico. El
gobierno de Pekín apenas si se ve obedecido en una menguada parte del
territorio nacional, y sería menospreciado generalmente de faltarle el
apoyo que le conceden los Estados Unidos é Inglaterra. Existen dos
Repúblicas: la del Norte, que es donde estamos, y la del Sur, ó sea la
de Cantón, dirigida por el doctor Sun Yat Sen.

Se nota además en la China revolucionaria una innovación fatal, una
verdadera regresión política que por suerte no resultará permanente,
pues es á modo de una enfermedad que sufren todas las Repúblicas
jóvenes. Al desaparecer el Imperio, los militares chinos han alcanzado
una importancia que nunca tuvieron. Ya dije cómo durante miles de años
el mandarín letrado fué más importante que el «doctor en armas»,
monopolizando como función propia el gobierno del país. Ahora China,
bajo el régimen republicano, es una especie de Méjico. El Presidente
(sea quien sea) aparece siempre en los retratos con numerosos
entorchados y un kepis, del que cuelga un manojo de plumas con el
desmayo del sauce llorón. Este general-presidente es en realidad un
personaje decorativo, pues se sostiene en Pekín gracias á la protección
de otros generales que dominan las provincias con la cruel rapacidad de
los procónsules, y á los que llaman _tou-kiuns_.

Pero la anarquía actual no pondrá en peligro de muerte á esta vastísima
nación. China ha pasado en su historia de cincuenta siglos por períodos
más tremendos, en los que estuvo próxima á perecer despedazada--guerras
civiles que duraron cien años, hambres exterminadoras, etcétera--, y sin
embargo su prodigioso vigor interno la hizo surgir de tales conflictos
con una salud renovada, continuando su existencia.

Las cosas no son simples y uniformes como se las imaginan los espíritus
dados á la generalización. En nuestra vida todo resulta complejo, y las
más de las veces contradictorio é inexplicable para nuestros sentidos.
La China no es un pueblo uniforme; existen dos Chinas: una la
tradicional, que todos conocen, la China milenaria de los biombos, con
ceremonias enrevesadas hasta la puerilidad y supersticiones distintas á
las nuestras. La otra es el inmenso pueblo chino, agrupación humana la
más dispuesta al trabajo, que soporta alegremente la fatiga y siente en
todo momento el ansia de saber.

El deseo del chino es ganarse la subsistencia, aunque sea trabajando
catorce ó diez y seis horas al día, y apenas queda libre aprovechar su
descanso para aprender. Ningún comerciante del mundo puede compararse
con él por su inteligencia despierta, ávida de novedades y ágil para
salvar obstáculos. Ningún obrero supera al de aquí en habilidad manual y
tenacidad sonriente para el trabajo. Como en esta tierra pudieron los
pobres, durante 5.000 años, subir á los más altos puestos del Estado
gracias al estudio, las biografías de sus letrados más célebres
contienen ejemplos de una tenacidad heroica para adquirir la
instrucción. Algunos, después de trabajar en su juventud manualmente el
día entero, estudiaban de noche al resplandor de la luna. Otros abrían
un orificio en la pared del vecino para aprovechar su luz, y bajo este
reflejo débil aprendían sus complicadas lecciones.

Esta ansia de saber y la facilidad para asimilarse lo que otros
estudiaron, han producido la actual República. Los jóvenes chinos
educados en la América del Norte y en Europa acabaron por vencer con sus
predicaciones el más viejo, el más absoluto y carcomido de los Imperios,
intentando organizar sobre sus ruinas lo que ellos llaman «la gran
democracia amarilla».

Existe un abismo entre las ilusiones generosas de estos apóstoles
inexpertos y el ambiente que los rodea, todo corrupción, rutina y vejez.
Los generales fabricados por la República roban lo mismo que los
antiguos virreyes nombrados por el emperador. El gran vicio de la China
consistió siempre en que los funcionarios consideran los dineros
públicos como algo propio, quedándose la mayor parte de ellos y enviando
sólo un pequeño tributo al ser lejano é invisible que gobierna en Pekín.

La inmoralidad administrativa y la falta de solidaridad entre los
hombres son las dos enfermedades mayores de la nueva República. En
realidad, los chinos se ignoran entre ellos. Es tan vasto el antiguo
Imperio, que cada uno conoce su provincia nada más, y aun dentro de ella
sólo se siente ligado al pueblo en que nació.

Anatolio France ha dicho que «la China empezará á existir cuando los
chinos se enteren de que existe una China».

Se esfuerza la República por hacérselo saber, pero son pocos aún los que
se han enterado en este país de centenares de millones de seres. Antes
tenían noticia de la existencia de un emperador en Pekín. Ahora no
saben nada, y en algunas regiones tal vez creen que la llamada República
es una emperatriz semejante á la que gobernó hasta pocos años antes de
la revolución.

Mas iguales situaciones, confusas y anárquicas, se han visto en países
europeos, y aún pueden verse en algunos de América, sin que por ello ose
nadie profetizar su muerte. La China saldrá de esta crisis. Es un país
antiquísimo y al mismo tiempo eternamente joven, pues tiene el poder de
renovarse gracias á la vitalidad de sus muchedumbres. Hasta los mayores
detractores del chino reconocen su sobriedad, su valor para sobrellevar
las privaciones de la pobreza, su entusiasmo en el trabajo. Ningún
pueblo de la tierra está mejor dotado para amoldarse á los climas más
extremos, soportando lo mismo los fríos de Siberia que los ardores del
Trópico. El gran geógrafo Reclús veía en los chinos y en los españoles
los dos únicos pueblos aptos naturalmente para la colonización, á causa
de la variedad geográfica de sus respectivos países, que les permite
adaptarse á las diversas temperaturas del globo.

El chino, primer comerciante de la tierra, se extiende por todos los
continentes, instalándose en ellos como si estuviese en su casa. No hay
trabajo que le intimide. Se entrega á su labor como si ésta fuese para
él una finalidad desinteresada y no un medio de vivir. Produce
sonriendo, cual si experimentase un placer. Yo he sentido asombro muchas
veces viendo la alegre facilidad de su producción. Más adelante contaré
lo que me ocurrió con un sastre chino de Singapore.

Los republicanos de Pekín muestran una justa cólera ante las críticas de
algunos viajeros que se imaginan haber estudiado su país.

--Que nos den tiempo--dicen--para realizar nuestras reformas. El Japón
no hizo más que copiar la fuerza guerrera é industrial de Europa, y para
ello necesitó cincuenta años... Y á nosotros nos exigen que en doce ó
catorce hayamos dado la perfección de una República como los Estados
Unidos de América á este país que por ser el más viejo de la tierra está
saturado cual ninguno de prejuicios y rutinas.

Las potencias de Europa han puesto sus ojos en la China para
apropiársela. Pero cada una de ellas desea la mejor parte, sus
rivalidades neutralizan toda agresión, y mientras tanto la nueva
República va viviendo. Lo importante para ella es que tan peligroso
equilibrio se prolongue muchos años, lo que la permitirá realizar
lentamente su evolución, que no puede ser obra instantánea.

Observan los Estados Unidos con la China una política en la que van
mezclados el egoísmo comercial y cierto romanticismo democrático. Su
industria ve un inmenso mercado de exportación en este país de
quinientos millones de seres. Su gobierno procura atraérselo por medio
de la gratitud, y para ello le proteje abiertamente de las ambiciones
conquistadoras del Japón. Los políticos de Wáshington creen de buena fe
en la posibilidad de una gran República amarilla. Están convencidos de
que si los demás países dejan á la China desarrollarse por sí misma, en
completa paz, soportará las enfermedades propias de una democracia
joven, y antes de medio siglo podrá ser una verdadera República,
sólidamente cimentada y ordenada, algo que tendría derecho á titularse
los Estados Unidos de Asia.

Muchos consideran esto un ensueño generoso é inconsistente, una ilusión
que se verán obligados á abandonar los gobernantes de los Estados Unidos
y bien pudiera ser causa de la temida guerra del Pacífico. Pero nadie
posee los secretos del porvenir, y muchas veces la realidad se complace
en buscar lo que todos creen ilusión, con preferencia á las deducciones
frías del raciocinio.

--¿Por qué no podemos hacer nosotros--dicen los republicanos chinos--lo
mismo que hicieron las democracias de Europa y América?... Nuestro
pueblo llevaba inventados muchos de los actuales progresos de la
civilización blanca cuando los europeos vivían aún en hordas ó alojados
en cavernas.

Yo siento por el pueblo chino el respeto que merece un glorioso
antepasado. Recuerdo la emoción de Goethe, á los ochenta años de edad,
leyendo en su retiro de Weimar una novela china de fábula sana, con
descripciones tan frescas y vivientes como las de una obra moderna.

--¡Y pensar--decía asombrado el poeta--que esta novela fué escrita hace
3.000 años, cuando muchos de los hombres de Europa acampaban aún en los
bosques!

Digamos como resumen que la China actual es un organismo enorme y
fuerte, pero falto de sistema nervioso, lo que le obliga á permanecer
caído. El Japón sueña con llegar á ser su cerebro director. Quinientos
millones de chinos, sobrios, inteligentes, incansables, organizados por
los japoneses... ¡qué amenaza para el resto de la tierra!

Los Estados Unidos, para evitar el tan famoso «peligro amarillo» y al
mismo tiempo por el romanticismo democrático mencionado antes, procuran
que las demás potencias dejen en paz á la República china y ésta se vaya
reformando lentamente por sí sola, hasta crearse, sin ingerencias
extranjeras, el alma moderna que aún no posee.

Al despertar en la mañana siguiente vemos desde el tren una China
nueva. Nos aproximamos á la parte tropical del país. Empezamos á sentir
calor y nos desprendemos de nuestros trajes á la moda de Pekín.

En el Barrio de las Legaciones todos llevan durante el invierno ricos
abrigos de pieles y un costoso gorro de marta á estilo siberiano. Me
desprendo de mi pelliza y de un gorro de esta clase, que tal vez no
usaré más. Ha terminado el frío. En adelante nuestro viaje será por
tierras cálidas, á un lado y á otro de la línea ecuatorial.

Nos aproximamos al río Yang-Tsé, el famoso río Azul. Todo el terreno que
estamos cruzando desde Pekín á Shanghai lo componen la cuenca de dos
cursos fluviales dignos por su enormidad de la fama que gozan: el
Hoang-Ho (río Amarillo) y el Yang-Tsé (río Azul). En realidad estas dos
cuencas son la verdadera China, y hasta los tiempos de la antigua
República romana el pueblo chino se desarrolló entre ellas sin ir más
allá. Después, el Imperio de los Hijos del Cielo fué realizando
conquistas ó sufriendo invasiones de bárbaros que le aportaron sus
propios territorios, y hoy comprende, además de la antigua China, la
Mongolia, la Manchuria, el Turquestán y el Tibet.

Hemos atravesado durante la noche la cuenca del caudaloso río Amarillo,
que cambia con frecuencia de curso, inundando provincias enteras,
convirtiendo otras en terrenos pantanosos, condenando al suplicio del
hambre millones de seres, y haciendo emigrar á ciudades en masa. Ahora
estamos en la vertiente septentrional del río Azul.

Vemos desde el balconaje del coche-salón lagunas cultivadas, arrozales
que se pierden de vista, con bandas de patos blancos y rojizos. Ésta es
la China productora de arroz. A trechos encontramos un ancho río
artificial, cuyas riberas están tiradas á cordel, y enormes plazas
acuáticas que sirven de puertos. Centenares de juncos, tocándose por sus
bordas, alzan en el aire un bosque de mástiles.

El Imperio realizó hace muchos siglos una obra tan enorme como la Gran
Muralla, aunque menos famosa que ésta. Es el Gran Canal, que atraviesa
la mayor parte de la China, yendo desde los puertos del Sur hasta Pekín.
Para abrirlo se necesitaron largos años de trabajo y varios millones de
hombres.

Está ahora el Gran Canal roto en algunos puntos de su enorme trayecto,
pero todavía puede navegarse miles de kilómetros dentro de él y la
numerosa marina mercante del país lo utiliza para sus viajes interiores.
Varios lagos alimentan con sus reservas este curso de agua artificial,
el más grande que se conoce. Los Hijos del Cielo lo abrieron para que
llegasen por él todos los tributos en arroz pagados por las provincias
del Sur, envíos de insustituíble necesidad para el mantenimiento de
Pekín y las muchedumbres del Norte.

Los arrozales del Japón, pequeños y tan escrupulosamente limpios como
los estanques de un paseo, no son comparables con estas llanuras
acuáticas que atravesamos durante horas y horas, camino de Nankín,
antigua capital de la China á orillas del río Azul.

Indudablemente el mundo está dividido en dos civilizaciones, la del
trigo y la del arroz; mas el europeo se equivoca al imaginarse el arroz
como un alimento asiático, abundantísimo. Representa la más seductora de
las nutriciones para los hombres amarillos, pero la mayoría de ellos
sólo lo comen de tarde en tarde, y si llegan á hacer de él su alimento
diario, lo absorben en muy reducidas cantidades.

La ambrosía divina del Olimpo indostánico es el arroz con _cury_. Los
dioses en sus banquetes no conocen nada mejor. Los magnates de todos
los pueblos amarillos se nutren igualmente con este don del cielo. Los
demás mortales, cuyo número asciende á centenares de millones, lo toman
con palillos para que dure mayor tiempo el placer de comerlo, y
prolongan voluptuosamente la absorción del montoncito colocado sobre un
plato no más grande que una copa. El populacho indostánico considera un
banquete tener en la palma de la mano izquierda un puñadito de arroz é
ir llevándoselo á la boca con dos dedos de la diestra, grano á grano.

Los pueblos de la vieja Asia viven desde los más remotos siglos de su
historia indisolublemente casados con el Hambre.



X

SHANGHAI, LA RICA Y ALEGRE

     Un abordaje de chinos en el río Azul.--La ciudad literaria de
     Nankín.--El «Londres del Extremo Oriente».--La Concesión Francesa y
     la Concesión Internacional.--Las palabras «boom» y
     «krac».--Placeres y despilfarros.--Las cortesanas del país y el
     mujerío internacional.--«Princesas chinas» y opio.--Una colonia
     española interesante.--Dos frailes notables, directores de
     Misiones.--La propaganda católica y la propaganda protestante.--Sus
     diversos recursos.--El barrio chino de Shanghai y sus callejones
     hormigueantes de muchedumbre.--Visita al famoso «Jardín del
     Mandarín» que el lector conoce desde su niñez.


El tren nos deja en la estación de Pukow, á orillas del río Azul. Éste
abre ante nosotros su enorme camino acuático de un color de ópalo
verdoso, parecido al del ajenjo.

A semejanza de algunos cursos fluviales de América, creemos que es río
porque así lo afirma la geografía, pero más bien parece por su extensión
y su abundancia de barcos un brazo de mar ó un estrecho. Estamos á
doscientos kilómetros de su desembocadura, y sin embargo pasan por él
numerosos vapores de tonelaje considerable; buques que han hecho la
travesía del Océano y remontan el río Azul hacia puertos situados en el
corazón de la China.

En sus orillas no se sabe dónde termina la tierra y empieza el río. Hay
centenares, hay miles de embarcaciones del país, llamadas «sampanes»,
que sirven de eterna vivienda á las familias que las tripulan y
transportan además mercancías. A veces tales barcos se inmovilizan meses
y años en una ribera.

El agua permanece invisible entre los cascos apretados de esta flota
pululante y miserable. Mujeres, hombres y niños corren por dicha ribera
adicional y movediza, saltando de un barco á otro. Surgen de ella á la
vez un griterío continuo y un olor nauseabundo de cocina disparatada. En
todas las grandes ciudades de la China del Sur volveremos á encontrar
estas poblaciones fluviales, que se descomponen de la noche á la mañana
y vuelven á reformarse, conteniendo un vecindario casi tan numeroso como
el de la ciudad terrestre.

Atravesamos el río Azul en un vapor blanco que con ágiles viradas evita
la proa de los grandes buques de carga que suben ó bajan su majestuoso
curso. En la orilla de enfrente está Nankín. La estación del ferrocarril
tiene muelles que avanzan en el río, y vemos agitarse sobre ellos una
muchedumbre de hombres medio desnudos.

Todavía está nuestro buque á tres ó cuatro metros de la orilla y sus
tripulantes se ocupan en las operaciones del atraco, cuando toda esta
turba de atletas ligeros de ropa, tomando carrera, salta é invade
nuestra cubierta. Son unos doscientos y el entarimado se estremece con
la caída de sus cuerpos.

Me doy cuenta de lo que debieron ser en otros siglos los abordajes de
los piratas. Así aparecían indudablemente sobre la cubierta del velero
descuidado las hordas de bandidos marítimos que figuran en las antiguas
novelas chinas. Saltan todos á un tiempo, sin orden alguno, y hasta
parece que se empujan mientras están suspendidos en el aire,
apresurando cada cual la caída del que va delante. Algunos se escurren
en el espacio todavía abierto entre el buque y el muelle, y al agujerear
el agua como piedras, levantan surtidores de espuma. La gente ríe. ¿Qué
importa unos chinos menos? ¡Hay tantos! Pero el chino escapa mejor que
el blanco de los peligros; tiene mayor agilidad para hurtar el cuerpo á
la muerte, y á los pocos segundos los vemos emerger en el callejón
acuático, que el atraco de nuestro buque va haciendo cada vez más
angosto. Todos acaban por asaltar la cubierta, librándose de perecer
ahogados ó aplastados.

Estos portadores de equipajes se adueñan de cuanto viene en el buque,
desde el saco de mano al baúl más enorme, y con su ligereza de duendes
amarillos pasan en unos segundos toda nuestra impedimenta á los andenes
de la estación.

Visitamos Nankín á toda prisa. En realidad, resulta más interesante
visto en los libros que directamente. La capital creada por el primer
Ming es casi una ruina. Su fundador la construyó en gran escala para dos
ó tres millones de habitantes, y solo tiene 50.000. Su decadencia le
proporciona cierto interés melancólico. Dentro de su recinto,
fortificado con gruesas murallas y puertas-castillos, lo mismo que
Pekín, ocupan los jardines mayor espacio que las casas.

Su industria principal es un tejido fino de algodón amarillento, llamado
«nankín», tela célebre en el mundo á partir del siglo XVIII, que fué
cuando empezaron á usarla los europeos en verano, para librarse del
calor de sus casacas bordadas. Además, esta ciudad decadente disfruta el
mismo prestigio que algunas universidades antiguas de nuestro mundo. Los
mandarines letrados que adquieren sus títulos en la ciudad literaria de
Nankín se consideran superiores á los demás. Aquí se producen la mejor
tinta china y el papel más fino; aquí están las imprentas que publican
los libros más bellos.

A cierta distancia de Nankín se halla el mausoleo del fundador de la
dinastía «Luminosa». Pero ya hemos visto las tumbas de otros Ming, y
como deseamos llegar á Shanghai á media noche, prescindimos de tal
visita.

Reanudamos el viaje al ponerse el sol. Antes de que se extinga la luz
notamos cierta variación en la campiña, que revela la proximidad de un
gran puerto comercial. Las barracas de madera con tejado cornudo, las
vallas de los campos y hasta los puentes ostentan grandes anuncios de
letras blancas sobre fondo amarillo. Como estos rótulos están escritos
con caracteres chinescos, resultan decorativos y agradables para
nuestros ojos, divirtiéndonos en encontrar analogías entre sus letras
geroglíficas y diversas figuras de personas y animales.

Cierra la noche. Nos faltan cinco horas para llegar á Shanghai. Mientras
comemos va pasando el tren ante estaciones repletas de gentío. Detrás de
su masa obscura adivinamos la presencia de grandes ciudades. Los centros
más importantes de la industria china se hallan establecidos en esta
zona, entre el río Azul y Shanghai. De aquí salen los tejidos de seda
que se esparcen por el mundo entero; aquí se prepara igualmente la seda
en rama, primera materia para las hilanderías de Lyón y otros centros
industriales de Europa.

Columbramos detrás de las empalizadas la muchedumbre que ha acudido para
ver nuestro tren. Sobre sus cabezas se agitan numerosas luces, como
fuegos fatuos. Son linternas de cristal fijas al extremo de palos;
faroles de papel, redondos como frutos, ó prolongados en forma de pez. A
lo lejos, en el interior de las ciudades, se destacan edificios de suave
fuego sobre el negro terciopelo de la noche. Continúan las fiestas del
nuevo año. Templos y edificios oficiales han iluminado los perfiles de
sus techumbres ganchudas.

Después de las once llegamos á Shanghai, y durante el resto de la noche
y el día siguiente corro las calles y establecimientos de esta
población, la más viviente, la más rica y dada á los placeres de toda la
China.

Shanghai es el mayor puerto de exportación é importación del antiguo
Imperio Celeste. Hong-Kong rivaliza con él en movimiento marítimo, pero
no es más que un puerto de tránsito, mientras que Shanghai es puerto
terminal. Además, Hong-Kong pertenece á Inglaterra, y Shanghai es de
todos. Figura como ciudad china, y en realidad sólo una parte de ella es
gobernada por funcionarios enviados de Pekín. El resto se compone de dos
extensos distritos que los blancos gobiernan á su gusto. Uno de ellos es
la Concesión Francesa, y el otro, más grande, la Concesión
Internacional, el verdadero Shanghai de los negocios, dirigido por los
cónsules de todos los países, dentro de cuya corporación se hace sentir
naturalmente la influencia de los representantes de las naciones más
poderosas en China, que son Inglaterra y los Estados Unidos.

Habitan la Concesión Francesa los apoderados y agentes de las grandes
sederías de Lyón, que adquieren aquí su primera materia. Además, pasan
de 100.000 los chinos que se han instalado en dicha parte de la ciudad,
bajo el amparo de las autoridades francesas, para librarse de las
arbitrariedades de sus mandarines. Calles y avenidas han sido
rebautizadas últimamente con motivo de la guerra. Están bordeadas de
hotelitos con jardines, las vigilan policías amarillos traídos del
Tonkín, con sombreros en forma de paraguas, y se titulan Avenida Joffre,
Avenida Foch, Avenida de Verdún, etc.

En la Concesión Internacional, verdadero núcleo de Shanghai, los
edificios están ocupados por Bancos, grandes oficinas mercantiles, y
bazares enormes á lo norteamericano, fundados y dirigidos por chinos.
Estas construcciones de numerosos pisos, al estilo de Nueva York, se
alinean á lo largo de un río navegable cuya agua sólo se ve á pequeños
trechos, tan abundantes son los vapores de comercio y los buques de
guerra anclados en él. Unos policías indostánicos de anchas barbas y
turbantes abultados, traídos por los ingleses, vigilan las calles de
este Shanghai internacional.

Se nota inmediatamente la abundancia de dinero, la gran prosperidad de
los negocios. Los ingleses han inventado dos palabras que por su eufonía
no necesitan explicación y retratan exactamente el estado de los
negocios en un país. Cuando los valores suben vertiginosamente y todo
aumenta de precio, siendo general la abundancia de dinero, concretan tal
prosperidad diciendo que es un _boom_, palabra sonora é imitativa del
ruido de una explosión. Si todo marcha mal y la riqueza se oculta,
viniéndose abajo las empresas con el derrumbamiento de la quiebra,
expresan ésto con la palabra _krac_, sonido de lo que se rompe y viene
abajo.

Shanghai está en pleno boom cuando llego á él. Todos son ricos. Gentes
que años antes no pasaban de ser modestos empleados, poseen ahora
millones. Se vive actualmente en este puerto chino como en la California
de á mediados del siglo XIX.

Tal abundancia, que en ciertos casos merece llamarse excesiva, se nota
especialmente de noche en los lugares de placer. Shanghai, además de ser
célebre en todo el Extremo Oriente por sus industrias y el movimiento de
su puerto, hace sonreir á muchos cuando escuchan su nombre, unas voces
con nostalgia, otras con cierta malicia. Es la capital del placer y el
despilfarro. Hay en ella una calle de varios kilómetros, que se llama
«Fou-Tcheou Road», y está iluminada magníficamente hasta que sale el
sol. Toda la noche permanecen abiertos sus restoranes, sus
cafés-cantantes, sus casas de juego, y otras más difíciles de mencionar
por su verdadero nombre.

La mujer china goza aquí mayor libertad que en el resto del país. Las
cortesanas de Shanghai son célebres y figuran en muchas novelas y
comedias de la literatura nacional. Se las ve pasar de noche por la
citada calle sentadas en _ricshas_, con vestiduras floreadas y vistosas
que las cubren desde el cuello hasta los pies, el rostro pintado como el
de una muñeca, los ojos prolongados por negras pinceladas, fijos é
inexpresivos. Van de restorán en restorán para figurar en los banquetes.
Toda comida china carece de atractivo si durante su curso de muchas
horas no van pasando por el salón numerosas cortesanas de dicha especie.
Conversan graciosamente con los comensales, coquetean, dicen versos y
canciones, y se retiran para dejar sitio á las compañeras que llegan,
yendo ellas á su vez á dar animación con su presencia á otros banquetes.
El anfitrión se encarga de remunerarlas por esta visita fugaz.

Los grandes mercaderes chinos deseosos de imitar la vida de los europeos
frecuentan restoranes elegantes y menos «alegres» con sus esposas é
hijas, conservando los trajes nacionales de vistosa suntuosidad. Todos
son ricos en este país y despilfarran el dinero: los comerciantes
ingleses y norteamericanos, los sederos franceses, los hombres de
negocios de las otras colonias extranjeras; pero los capitalistas más
fuertes hay que buscarlos entre los chinos, admirables comerciantes que
en un puerto como Shanghai pueden dar amplia expansión á sus facultades,
monopolizando las introducciones de artículos extranjeros y la
producción nacional de la seda.

Hasta los contados españoles que viven aquí resultan más interesantes y
más ricos que los de otros lugares del Extremo Oriente. El cónsul de
España, Julio Palencia y Tubau, hijo de un eminente comediógrafo y de
una de las mejores actrices que tuvo nuestro teatro, está casado con una
hermosa dama, nacida en Grecia, hija de un célebre político de dicho
país. Este matrimonio de gustos artísticos, refinadamente intelectual,
me invita á comer en su casa (una «villa» de frondoso jardín, cerca de
la Concesión Francesa) con los principales individuos de la pequeña y
prestigiosa colonia española, y escucho lo que me cuentan con verdadero
interés, pues todos ellos, por su estado social, conocen á fondo el
país.

Uno de ellos, llamado Lafuente, es un arquitecto nacido en Madrid, que
ha construído el Gran Hotel de Shanghai; otro, apellidado Ramos, es
dueño de las mejores salas de cinematógrafo que existen en esta capital
del placer; y Cohen (el millonario de la colonia) posee casi todas las
_ricshas_ circulantes en la ciudad, que ascienden á varios miles, lo que
le proporciona un ingreso diario enorme, uniendo á tal industria otras
de no menos consideración. Este es el elemento civil que tiene España en
Shanghai. El religioso aún resulta más interesante.

Estoy sentado á la mesa frente á dos frailes que son al mismo tiempo dos
hombres de acción, el padre Castrillo y el padre Cuevas, superiores de
las Misiones Agustiniana y Recoletana, existentes en China.

El padre Castrillo, con su barbilla gris en punta y su frente voluminosa
de hombre de tenaces voluntades, me hace recordar á los héroes de la
conquista americana en el siglo XVI. En Shanghai lo respetan como si
fuese uno de los fundadores de la moderna ciudad, admirándole además por
sus dotes de organizador y financiero. Adivinó el porvenir de este
puerto antes que los ingleses, los norteamericanos y todos los que
explotan hoy sus negocios. Empleó los dineros de su comunidad (la de los
Agustinos del Escorial) en comprar terrenos alrededor del viejo
Shanghai, en la peor de las épocas, cuando eran frecuentes las
revoluciones y la sangre de enormes matanzas humanas corría por las
riberas del río Azul.

Hoy la ciudad se ha ensanchado considerablemente y muchos de sus
edificios principales son propiedad de la orden representada por el
padre Castrillo. Éste goza de tal prestigio financiero y conoce tan á
fondo la población europea que vió formarse desde su primer núcleo, que
los banqueros más importantes, ingleses y norteamericanos, le piden
informes y consejos en momentos de duda; y el fraile castellano, con su
barbilla cervantesca, su sotana simple de clérigo y el sombrero de teja
echado atrás sobre la cabeza voluminosa, va bonachonamente de un lado á
otro, mirándolo todo con sus ojos que parecen distraídos y no pierden
detalle. Basta cruzar con él unas palabras para convencerse en seguida
de que es «alguien».

La conversación con estos dos representantes de la propaganda católica
resulta de un gran interés geográfico. El padre Cuevas, misionero de
evangélica bondad y español entusiasta, me cuenta cómo envían todos los
años el dinero y los objetos más necesarios á las Misiones establecidas
en el interior de la China. La palabra «interior» hay que apreciarla
después de haber hecho memoria de la enormidad de esta nación, casi tan
grande como Europa. Me hablan los dos religiosos de un amigo suyo que es
obispo en no recuerdo qué ciudad situada junto á unas cataratas que
sólo muy contados viajeros conocen. Para llegar á ella hay que hacer un
viaje por el río Azul y sus afluentes, que dura sesenta días.

Ahora, con los decretos de la República, que favorecen el traje á la
europea y permiten á los chinos la ablación de la trenza tradicional,
pueden los misioneros católicos recobrar un poco de su aspecto
religioso. En tiempo de los emperadores iban vestidos de chinos y usaban
coleta como los del país, para cumplir las funciones de su ministerio
con mayor libertad.

Julio Palencia recuerda una visita que recibió hace algunos años en este
mismo Consulado, cuando era simple vicecónsul. Vió entrar una mañana en
su oficina á un mandarín, que le hizo varias reverencias á estilo del
país y empezó á balbucear en español con gran dificultad.

--Yo soy el padre Ibáñez, obispo de...

Y avergonzado por no encontrar palabras en su propio idioma para seguir
expresándose, se le llenaron los ojos de lágrimas y dijo humildemente:

--Perdóneme, señor cónsul. Hace más de treinta años que no he tenido
ocasión de hablar mi lengua.

Resulta meritoria y altamente digna de respeto la vida de los misioneros
en el interior de la China, por su desinterés y sus penalidades. Pero en
los resultados de la propaganda cristiana no son los católicos los que
llevan la mejor parte. Las Misiones protestantes resultan más poderosas,
sin que esto suponga mayores méritos de un personal sobre otro. La
diferencia consiste simplemente en que las primeras disponen de
capitales muy superiores á la renta de las Misiones católicas. Además,
los Estados Unidos han dado un carácter casi laico y de ciencia práctica
á sus centros catequistas. Una gran parte de estos misioneros americanos
no son sacerdotes, ni sus funciones, puramente temporales, comprometen
el porvenir de su vida. Se parecen á las Hermanas de la Caridad dentro
del catolicismo, que hacen votos por tiempo limitado y pueden volver á
la vida profana.

Muchos norteamericanos jóvenes, profesores ó escritores, deseosos de ver
mundo y exponer la vida por un ideal generoso, así como numerosas
señoritas que han pasado por las escuelas, solicitan ingresar en las
Misiones de la China, donde actúan como maestros más que como
catequistas, dedicándose á la enseñanza de la agricultura y otras
ciencias prácticas. Algunos de los empleados de la «American Express»,
que nos guían á través de la China y hablan su lengua, pasaron varios
años en las Misiones norteamericanas.

La propaganda católica es dirigida en primer término por los sacerdotes
franceses. Su apoyo más importante es la «Sociedad de San Javier»,
establecida en Lyón, que tomó con justicia el título del santo español
Francisco Javier, por haber sido éste el primer misionero en Asia. Dicha
sociedad recauda unos siete millones de francos anualmente, dedicados en
gran parte á las Misiones de China. Otra sociedad francesa, llamada de
la «Santa Infancia», ha gastado 80 millones en medio siglo para asegurar
el bautismo de los niños paganos, invirtiendo en China la mayor parte de
esta prodigalidad pueril.

Las Misiones protestantes, inglesas y norteamericanas, disponen todos
los años de unos cien millones, sin contar los donativos en especies que
reciben, máquinas agrícolas, material de escuelas, etc.

Esta ciudad bulliciosa y rica, que gobierna una junta de cónsules, y
todos llaman por su puerto y sus negocios el «Londres del Extremo
Oriente», guarda á un mismo tiempo los directores de la propaganda
moral cristiana y los lugares de corrupción más ruidosos de Asia. He
estado poco tiempo en Shanghai y siento el deseo de volver á ella, con
preferencia á otras ciudades conocidas en mi viaje. Tengo el
presentimiento de que estudiándola puede escribirse una de las novelas
más interesantes y originales de la época moderna.

La noche en la enorme calle de Fou-Tchéou Road no tiene igual en el
mundo. Se ven hembras de todos los países, se oye hablar todos los
idiomas. El gran sacudimiento ruso ha enviado hasta Shanghai una ola de
mujeres de cabellera roja y ojos verdes, sentimentales, complicadas y
medio salvajes á un mismo tiempo. Las cortesanas europeas se mezclan con
las chinas. Los millonarios del _boom_ arrojan á puñados los billetes.
Una cena en Shanghai es algo que va más allá de las fantasías del
_Satiricón_. El teatro chino florece aquí más que en ninguna otra
ciudad, y como los papeles de mujer son desempeñados por jovenzuelos de
dulces ademanes, la llamada «princesa china» rivaliza con el mujerío
internacional. El hombre blanco, influenciado por el ambiente del país,
se entrega al opio con un entusiasmo de neófito, y acaba por visitar las
casas lujosas de las «princesas chinas», cuyos directores intoxican al
imberbe personal con cierta hierba para que languidezca y tome un
aspecto más interesante.

¡El barrio chino de Shanghai!... Ahora me parecen los chinos de Pekín,
grandes, parcos en palabras y de sonrisa grave, hombres de otra nación.
Aquí encuentro por primera vez al chino pequeño, bullanguero, saltarín y
propenso al engaño. La ciudad china de Shanghai se diferencia de todo lo
que he visto en el Norte.

Sus calles tortuosas, estrechas y húmedas son iguales á las de un zoco
musulmán. El suelo resulta elástico bajo el talón, tantas son las capas
de suciedad que forman su costra. En las tiendecitas, semejantes á
cuevas, se ven las industrias más diversas: ebanistas labrando muebles
riquísimos, vendedores de pájaros, ropavejeros que ofrecen túnicas de
mandarín con forros de preciosa cibelina colonizada por los piojos,
acuarios con peces de formas fantásticas, fábricas de ataúdes,
carnicerías con animales desollados de imposible identificación. Y
apretándose en las angostas callejuelas, gente, mucha gente; multitudes
como sólo pueden encontrarse en estos pueblos-hormigueros de Asia,
habituadas á una miseria inaudita.

Como hace menos frío que en Pekín, muchos van medio desnudos. Otros
conservan orgullosamente sus andrajos acolchados, pero los llevan
sueltos, colgando de las roturas las vedijas blancas de su relleno. Hay
que abrirse paso con los codos entre mendigos que son caricaturas
humanas, desfigurados por las enfermedades de un modo horrible. Los
leprosos tienden su diestra implorante, que es un muñón falto de dedos.
Otros carecen de nariz, y por dos orificios negros, completamente al
descubierto, se columbra el interior de su cráneo... Y toda esta
muchedumbre regatea, grita, se empuja, pide limosna ó canta.

Grupos de mendigos entonan una especie de villancicos á coro, frente á
los mostradores de panaderos y carniceros, avanzando al mismo tiempo con
ambas manos la olla que recibe las ofrendas. Como estamos en un país de
juglares asombrosos, muchos jóvenes, aprendices de equilibrista, se
pasean con un junco en la nariz, á cuyo término da vueltas un plato ó
una rueda.

Si atravesamos este Patio de los Milagros haciendo un esfuerzo para
soportar tanto contacto peligroso, tanto hedor inmundo, es porque
deseamos visitar el célebre «Jardín del Mandarín»... Y aquí considero
útil hacer una advertencia. Los chinos no saben lo que es un mandarín,
como ignoraban hasta hace poco la existencia de una nación llamada
China.

La palabra «mandarín» es portuguesa. Como los portugueses fueron los
primeros marinos de Europa que visitaron los puertos de China, al anclar
en Cantón llamaron «mandarines» á todos los funcionarios del país que
ejercían algún «mando» sobre sus compatriotas. También creo oportuno
mencionar que la China ha ignorado, hasta las innovaciones recientes de
la República, el nombre exacto de casi todas las naciones de Europa,
designándolas á su modo. Nadie sabía aquí el nombre de un país llamado
España. Como el comercio chino lleva tres siglos de negocios con Manila,
capital de la isla de Luzón, España fué llamada hasta hace poco «la Gran
Luzón», y todavía los mandarines de Shanghai y otros puertos usan dicho
título al dirigirse á nuestros cónsules.

Actualmente está el «Jardín del Mandarín» en el centro de la ciudad
china de Shanghai. El tal jardín se ha convertido en casas, y lo único
que se conserva es su pequeño lago. Resulta interesante este redondel
acuático reflejando en su fondo las construcciones de aleros carcomidos
y tejados brillantes de laca que forman su orilla circular.

En mitad del lago hay una isla, ocupada toda ella por un kiosco para
tomar el té y un sauce que se encorva lloroso sobre el agua verde. Un
puente la une con la orilla, pero este puente no es recto. Resultaría
demasiado simple para el gusto chino. Avanza formando ángulos, y así el
viaje resulta más largo y ofrece diversos puntos de vista. Dicho islote
con su kiosco, su sauce y su puente en ángulos es lo que deseamos ver.
Resulta tan célebre para el chino como el Partenón, las Pirámides, la
Alhambra, las catedrales góticas ó el Capitolio de Wáshington para
nosotros.

El lector conoce perfectamente la isla del «Jardín del Mandarín»; la
conoce casi tan bien como yo que la he visto con mis ojos. No haga
gestos negativos. Repito que la conoce desde su niñez. Es la isla con un
kiosco, un sauce y un puente que figura en todas las tazas de té y en
sus platillos, en todos los mantones llamados de Manila, en todas las
cajas de laca, en todos los abanicos chinescos.

Los artistas de este país llevan cuatro siglos copiando la isla del
«Jardín del Mandarín», y así continuarán otros tantos. A pesar de su
aspecto frívolo y frágil, es el monumento chino más conocido en toda la
tierra.



XI

EN EL MAR AMARILLO

     El regreso al «Franconia».--Peces y perros chinos.--El mar más
     frecuentado del mundo.--Audacia extraordinaria de los marineros del
     mar Amarillo.--Los tres tripulantes del ataúd.--La hermosa bahía de
     Hong-Kong.--Calles en pendiente y la avenida de la Reina.--De cómo
     el que se retrata pierde una parte de su alma, absorbida por el
     objetivo.--La carretera de la Cornisa en la isla de «los Arroyos
     Floridos».--Fisonomía de los puertos del Extremo Oriente.


A causa de su calado, el _Franconia_ nos espera á catorce millas de
Shanghai, en un lugar llamado Woosung, que es donde anclan los
trasatlánticos que por su considerable tonelaje no pueden remontar el
río Whangpoo hasta los muelles del «Londres del Extremo Oriente».

Un remolcador nos lleva aguas abajo hacia su desembocadura en el
estuario del río Azul entre buques cada vez más numerosos, cuyo tamaño é
importancia aumentan según vamos avanzando. Vapores de diversas
nacionalidades se deslizan entre juncos panzudos con velas cuadradas de
estera y sampanes tripulados por familias casi desnudas. Volvemos con
cierta emoción al trasatlántico que abandonamos en las costas niponas.
Sentimos la inquietud inexplicable del que regresa á su casa después de
una larga ausencia.

Hemos encontrado en Shanghai á muchos compañeros de viaje que se
quedaron en el buque, mientras nosotros, formando tres pequeños grupos,
pasábamos á través de la Corea y la China. Estos compañeros que vienen
en el pequeño vapor fluvial y los otros que esperan en el trasatlántico
han visitado durante nuestra excursión varias islas japonesas y algunos
puertos de la China.

Vamos casi aglomerados en las dos cubiertas de este pequeño buque.
Vuelven de una sola vez al _Franconia_ los viajeros que han pasado
varios días en Shanghai y todos los individuos de su dotación que
bajaron á tierra con permiso. Los que hemos atravesado una parte de la
China arrastramos la impedimenta de un nuevo equipaje que guarda las
compras hechas en Pekín. Yo voy sentado en la cumbre de un montón de
maletas y fardos que me pertenecen en su mayor parte, y debo preocuparme
además de dos vasos de porcelana que contienen unas cuantas docenas de
peces chinos, interesantemente monstruosos, con largos faldellines de
bermellón y oro, comprados en los callejones inmediatos al «Jardín del
Mandarín».

Veremos cuántos de estos animales de una fealdad adorable llegan vivos á
Europa, para aclimatarse en los pequeños estanques de mi jardín de
Mentón.

Cuando subimos al _Franconia_, cerca del anochecer, encontramos en
pasillos y salones una fauna aleteante y flotante, adquirida igualmente
por nuestros compañeros durante su estadía en los puertos. Canturrean en
jaulas pájaros amaestrados por la habilidosa paciencia china; nadan en
redomas y hasta en lavabos peces semejantes á los míos. Los oficiales
del buque ejercen una rigurosa vigilancia, examinando todo lo que traen
los pasajeros. Hay orden terminante de no admitir ningún perro. En todas
las expediciones alrededor del mundo, las señoras se muestran
entusiasmadas por la belleza y la baratura de unos pequeños canes
chinescos, llamados «pekineses», y se apresuran á comprarlos. Ninguno
llega al final del viaje. Me cuentan los oficiales que en una travesía
anterior hubo que echar al agua más de doscientos «pekineses». Para
evitar la repetición de esta mortandad inevitable y que el buque no
atraviese los mares como una perrera flotante, dejando detrás de él una
estela de ladridos, las gentes del trasatlántico se muestran inflexibles
en la aplicación de dicha orden. Algunas damas norteamericanas, con la
intrepidez de su raza y valiéndose de astucias dignas de un drama
cinematográfico, consiguen introducir en su camarote al lindo perrito
chinesco, pero antes de que zarpe el buque se descubre el engaño, y
tienen que confiar el animal de lujo á los cargadores y barqueros
indígenas que todavía están junto á las escalas del _Franconia_.

Reanudamos nuestra existencia de navegantes. Sentimos un placer familiar
al repetir las comidas, los paseos, todos los episodios algo monótonos
de la vida sana y ampliamente respirada que llevamos á través de las
soledades del Pacífico. El viaje de Shanghai á Hong-Kong por el mar
Amarillo resulta comparable á los paseos que se dan por el interior de
la propia casa sin encontrarse solo un momento. No existe un mar más
poblado que el de la China. Por todas partes se ven grandes juncos de
cabotaje y barcas de pesca. La sirena del _Franconia_ tiene que rugir á
cada momento para dar aviso á los carabelones que navegan pesadamente
delante de su proa, sin que parezcan enterarse del peligro. Es algo
igual á la marcha de un automóvil por una avenida en la que abundan los
transeuntes sordos y distraídos.

Se explica tan enorme cantidad de velas por la importancia que ha tenido
siempre en China la vida marítima. Su arquitectura naval resulta
semejante á la nuestra de la Edad Media. Los buques son más altos de
popa que de proa y los mueve un velamen primitivo. Estos cascos
enormemente panzudos y de poco calado se sostienen por su anchura, y
como les falta profundidad, navegan balanceándose de tal modo que el
observador cree á cada momento en una catástrofe. Con esto queda dicho
lo malo de la marina china. Añadamos que ningún pueblo de la tierra
posee tantos navegantes y tantos buques. Los juncos y sampanes son
incontables. La cantidad de chinos que viven sobre el agua, en mares y
ríos, asciende á millones. Como todos ellos llevan á sus familias, las
generaciones nacidas sobre el agua se suceden sin interrupción, y hay
todo un mundo que puede llamarse anfibio, refractario á la vida
terrestre, el cual encuentra agradable la existencia sobre estos buques
de forma milenaria.

De día nuestro paquebote avanza rodeado de juncos que se balancean con
la grotesca inestabilidad del ebrio, á pesar de que la agitación de las
olas casi es nula. Todos marchan con el mismo rumbo, pues aprovechan
periódicamente los vientos para sus viajes en masa hacia el Sur ó hacia
el Norte.

La vista de estos buques iguales á las carabelas y galeones del
descubrimiento de América nos hace evocar la dura existencia de los
navegantes españoles y portugueses en el siglo XVI. Mientras la cubierta
del Franconia permanece inmóvil, como si fuese un fragmento de tierra
firme, estas escuadrillas de otros siglos avanzan hacia el Sur
balanceándose y cabeceando con un movimiento llamado de tornillo. Esto
nos hace comprender cómo en la época de los grandes descubrimientos
españoles raro era el marino, por larga que fuese su historia de hombre
de mar, que no acababa mareándose. Muchas de las citadas descubiertas
fueron hechas por tripulaciones que estaban completamente «almadiadas»,
nombre que dan al mareo los pilotos de aquella época en sus libros de
navegación.

De noche todo el mar está poblado de luces, como si se diese sobre él
una fiesta. Cada junco lleva un farol. Además, en el interior de su popa
siempre va un pequeño altar dedicado á los espíritus marítimos, ante el
cual encienden lámparas los tripulantes ó queman varillas olorosas.

Según afirman los capitanes blancos, no existe marino más admirable que
el chino por su desprecio al peligro. Todo lo que flota le sirve para
embarcarse tranquilamente. Metidos en una especie de artesa hecha con
cuatro tablas y empujada por una vela de fibras vegetales, se lanzan mar
adentro, perdiendo de vista las costas. Y esto lo hacen en uno de los
mares más peligrosos del planeta por los ciclones que barren su agitada
extensión. Todos los años hay tornados que en menos de una hora suprimen
centenares de juncos y sampanes. Pero el huracán mortífero sólo perturba
por unos días las navegaciones de este pueblo acostumbrado á las
catástrofes. ¡Hay tantos chinos!... La fecundidad de la raza lucha con
las cóleras del Océano, con las inundaciones homicidas de los ríos, con
las epidemias, con los temblores del suelo, y acaba por triunfar,
considerando un episodio ordinario la pérdida de algunos centenares de
miles de seres.

Un día antes de la llegada á Hong-Kong presencio un espectáculo
inaudito, algo que no habría creído nunca de no haberlo visto. Estamos
entre la isla de Formosa y la costa china, cerca del pequeño
archipiélago designado con el nombre español de Pescadores. En dicho
estrecho menudean los tornados, y los más de los días, aunque las
condiciones atmosféricas sean buenas, el oleaje resulta violento para
los buques pequeños. Poco después de la salida del sol noto que algunos
marineros del _Franconia_ se avisan y corren á un costado del buque.
Necesito concentrar toda mi energía visual y seguir las indicaciones de
ellos para contemplar finalmente el extraordinario espectáculo. Tres
chinos medio desnudos vienen hacia nosotros, de pie sobre las olas; unas
olas altas, de largas pendientes, que los ocultan en sus profundos
valles y los elevan de nuevo unos momentos para hacerlos desaparecer
otra vez. Sólo cuando pasan cerca de nuestro buque, ó mejor dicho,
cuando el _Franconia_ en su avance llega al nivel de ellos, es cuando me
doy cuenta de que los tres van sobre un bote que más bien merece el
título de ataúd, embarcación de tres metros de largo que asoma sobre las
olas unos cuantos centímetros de borda. Como este barquichuelo va lleno
de agua, apenas si se nota su reborde negro por encima del mar. Bogan
apresuradamente. De vez en cuando abandona el remo uno de ellos y se
dedica á vaciar la obscura artesa. Y así marchan sobre el rudo oleaje
del estrecho, que esta mañana hace balancearse al _Franconia_.

No podemos adivinar adónde se dirigen. Por todos lados se ve agua. A
esta hora matinal no se distinguen las costas de la China ni de Formosa,
y aun en el caso de que se dejaran ver, no serían mas que montañas de
vagoroso azul esfumado por una distancia enorme. Tal vez son marineros
que han salido de alguno de los juncos que se acuestan y se levantan en
el horizonte y van tranquilamente hacia otro junco lejano.

El oficial que está de guardia en el puente del _Franconia_ sonríe
celebrando esta audacia y afirma que los chinos serían los primeros
marineros del mundo si tuviesen quien supiera mandarlos. Los tres
remeros han pasado ante nuestro paquebote sin torcer la cabeza para
mirarlo; nos vuelven la espalda con una indiferencia majestuosa. Los
vemos subir y bajar sobre las inquietas montañas de agua. A cada nueva
aparición resultan más pequeños. La marcha del _Franconia_ en sentido
inverso los aleja con extraordinaria rapidez, como si sus golpes de remo
tuviesen una potencia mágica. Ellos y su féretro navegante no son mas
que un pequeño tapón que se envían las cumbres azules al hincharse y
desplomarse; luego un punto; después nada. Parece que se los haya
tragado el mar. Viendo esta atrevida inconsciencia se comprenden las
aventuras y hazañas de los piratas amarillos de otros siglos, que tantas
veces pusieron en peligro la vida del Imperio.

Llegamos á Hong-Kong á los tres días de nuestra salida de Shanghai. Esta
posesión inglesa ocupa una gran isla de las muchas que emergen sobre el
enorme estuario que forma al desembocar en el Océano el río Perla, ó sea
el río de Cantón. Entre dicha isla y la península de Kowloon, situada
enfrente, se abre una bahía famosa en el mundo por su belleza. Solamente
la de Río Janeiro y la de Sydney en Australia pueden compararse con
ella.

Los ingleses se posesionaron de Hong-Kong en 1841, como una consecuencia
de la llamada guerra del opio. Ya dijimos algo de esta guerra. El
comercio de la Gran Bretaña vendía opio á los chinos; el Imperio Celeste
se opuso á la difusión de esta droga fatal, embargando varios
cargamentos ingleses enviados á Cantón y echándolos al agua. El gobierno
de Londres declaró la guerra á la China, y después de un rápido triunfo
se quedó, como indemnización por los gastos de la campaña y por los
cargamentos de opio anegados, con la isla de Hong-Kong, que es un
magnífico puerto de paso situado estratégicamente.

Hay que reconocer, sin embargo, que la Gran Bretaña ha sabido hermosear
su adquisición. En 1841 era una montaña rocosa y casi desierta. Hoy
existe en ella una rica ciudad abundante en palacios y jardines, con
largas calles de Bancos y lujosos almacenes. Esta ciudad se llama
oficialmente Victoria, en honor de la vieja reina de Inglaterra, pero
todos continúan llamándola Hong-Kong.

Se entra en su bahía como el que penetra en un salón viéndose obligado á
cruzar antes varias antecámaras. Veo á la luz violeta del amanecer una
costa de colinas abruptas. Sus rocas pardas ó con un color de sangre
tostada tienen manchas obscuras de vegetación. En torno al _Franconia_
son cada vez más densos los grupos de buques chinos con alta arboladura
de velas cuadradas hechas de fibras de bambú. Todos marchan hacia el
mismo punto, como un rebaño que estrecha sus hileras y toma una
formación triangular para deslizarse mejor por la entrada del aprisco.
Empiezan á verse entre los panzudos juncos pequeños sampanes con un
hombre en el timón, padre ó marido, y una tripulación de mujeres
amarillas. Estas amazonas del mar llevan pantalones azules por toda
vestidura, el tronco tetudo completamente descubierto, y manejan las
velas ó el remo con sudorosa fuerza.

Nos introducimos entre dos islas, siguiendo el estrecho que da entrada á
la bahía, y es tal la abundancia de buques chinos casi pegados al casco
del trasatlántico, que obligan á éste á marchar con exagerada lentitud,
haciendo rugir á cada instante la sirena de su máquina. Se abre
repentinamente ante la proa la planicie verdosa de este abrigo marítimo,
uno de los más frecuentados del mundo. Los grandes paquebotes de
comercio amarrados á tierra enmascaran el movimiento de los muelles. En
el centro están anclados algunos buques de guerra ingleses. Sus cascos
blancos de perfil atrevido revelan el impulso de una gran velocidad aun
permaneciendo inmóviles.

Fondea el _Franconia_ frente á Hong-Kong, en los muelles de la península
de Kowloon, ó sea de la tierra firme. Cada cinco minutos llega un
vaporcito y parte otro, atravesando la bahía para poner en comunicación
la ciudad de Victoria, situada en la isla, con los barrios que están
naciendo en la península de enfrente.

Se han preocupado los ingleses de crear jardines y bosques, y Hong-Kong
ofrece desde la orilla opuesta un hermoso aspecto con su largo caserío,
que sigue el borde de la bahía, y sus pendientes verdes, que algunas
mañanas están ocultas bajo las nubes. Un funicular asciende rectamente á
la cumbre del Pico, nombre de la montaña en que se apoya la ciudad de
Victoria. Sobre dicha cúspide existe un sanatorio que goza de una vista
maravillosa.

Quince mil habitantes de raza blanca y trescientos mil chinos forman la
población de Hong-Kong. Como la ciudad se inició entre el mar y una
montaña abrupta, ha tenido que ir prolongando su crecimiento por el
borde de la bahía, lo que la da actualmente una extensión de muchos
kilómetros. Su calle principal, llamada de la Reina, es casi tan larga
como toda la ciudad y ofrece magnífico aspecto; pero no ha podido seguir
la línea recta, plegándose á los contornos de la montaña y las
ondulaciones de la ribera. Esta avenida, espina dorsal de Hong-Kong,
tiene á la derecha el mar y á la izquierda calles estrechas de rápida
pendiente que se remontan por las faldas del Pico. En ellas vive el
vecindario chino y siempre están llenas de muchedumbre. Todas las
fachadas tienen anuncios en orden vertical, palabra sobre palabra,
pintados en fajas de tela ondeantes.

Dentro de la avenida de la Reina se hallan los grandes almacenes de
sedas, de porcelana, de bordados, de todo lo que produce la industria
china, y dichos comercios son generalmente sucursales de las fábricas de
Cantón. El viajero que llega por la parte de Oriente, viniendo del Japón
y del interior de la China, nota en Hong-Kong una diferencia
arquitectónica. En las calles principales los edificios ya no son de
madera. Todos ellos fueron construídos con piedra. La montaña inmediata
la proporciona en abundancia. El orden público es guardado, lo mismo que
en la Concesión Internacional de Shanghai, por agentes indostánicos,
belicosos sikhs de barbas anchas y obscuro turbante, montañeses al
servicio de Inglaterra, unas veces como soldados y otras como policías.

En las avenidas paralelas al mar, de suelo horizontal bien pavimentado,
el medio de locomoción es la ricsha, como en todas las ciudades
asiáticas. Los chinos que tiran aquí de los carruajitos son más
vigorosos: verdaderos atletas de piernas extremadamente desarrolladas,
semejantes á columnas. El lujo de todo europeo de Hong-Kong,
especialmente de los hombres de negocios, es llevar tres hombres en su
_ricsha_. Uno empuña las varas, otros dos empujan, y el ligero vehículo
con su ocupante parece que va por el aire, tal es su velocidad. Cuando
se detiene, los tres diablos medio desnudos sacan al señor de su asiento
como en volandas y lo ponen en el suelo.

El antiguo palanquín es empleado aún en las calles pendientes de
Hong-Kong. Parejas de chinos con sombrero de paraguas y unos
calzoncillos por todo traje sostienen en hombros dos barras flexibles
sobre las cuales va el sillón del palanquín. En los restoranes y hoteles
esparcidos entre las arboledas de la montaña, siempre hay fotógrafos que
se ofrecen para retratar á los viajeros ocupando este vehículo
tradicional. Pero antes hay que entenderse con los portadores. Muchos de
ellos se niegan con tenacidad á dejarse retratar. Otros, tentados por la
codicia, se deciden heroicamente á colocarse ante el objetivo mediante
una buena propina. Todos saben que la máquina fotográfica absorbe una
parte del alma de los que se ponen ante ella, acortando en consecuencia
los días de su vida.

Se nota en los comercios de Hong-Kong y también en los de Shanghai una
supervivencia monetaria que hace recordar el antiguo tráfico español. El
peso mejicano sirve todavía de unidad en las operaciones de los
mercaderes chinos. La Nao de Acapulco trajo á Manila durante dos siglos
cargamentos de pesos fabricados en las casas de moneda de Nueva España
para pagar las mercancías chinas, y al declararse la independencia de
Méjico continuó dicha exportación de moneda, inundando los mercados del
Extremo Oriente.

La isla de Hong-Kong tiene en torno de ella un camino para automóviles,
que es una de las Cornisas más hermosas del mundo. La de la Costa Azul
resulta superior por las ciudades que ha ido estableciendo á lo largo de
ella la colaboración de los ricos de Europa, mas no excede á la de esta
isla en la hermosura é interés de los paisajes. Su título exacto es
Heung-Kong, que significa en chino «Arroyos Floridos», y tal nombre no
resulta hiperbólico, pues lo justifica la olorosa vegetación de sus
jardines tropicales.

Los elegantes hoteles creados junto á este camino de la costa, los
palacios y parques de varios personajes de Hong-Kong que me invitan á su
mesa, no me atraen tanto como el incesante movimiento de la bahía, en la
que se mezclan la marina medioeval de los amarillos y los más recientes
progresos de la navegación inventados por los blancos. Aquí, como en
los ríos de la China, existen barrios flotantes formados de sampanes,
que sirven ahora de casa y servirán luego de sepulcro á las familias que
los tripulan, proporcionándoles al mismo tiempo el medio de ganarse el
arroz. Las marineras, desnudas de cintura arriba, con adornos verdes de
falso jade en las cabelleras cerdosas, ponen la mirada de sus ojillos
tirantes, insolentes y fijos en el blanco que examina sus viviendas.

Al ver á una humanidad tan distinta de la nuestra, se duda algo del
porvenir de la República china y de la liberación de otras
naciones-hormigueros pertenecientes á este mundo extremadamente viejo.

¡Pueblos de Asia!... Pueblos eternamente siervos, que en su historia de
miles de años no han vivido ni una hora la vida de la libertad, siendo
los primeros en considerar la democracia algo absurdo, opuesto al ritmo
de la existencia; pueblos que únicamente son virtuosos cuando tienen
miedo á alguien, y si no ven la corrección inmediata olvidan todo
respeto, mostrando una insolencia de escolares sublevados. ¿Cómo
llegarán nunca á ser algo grande, si, exceptuando una minoría escogida y
superior, todos sus hombres ignoran la dignidad personal?...

Encuentro en un pequeño libro de notas las siguientes líneas, escritas
con lápiz á la luz del ocaso, navegando sobre las aguas nacaradas de la
bahía de Hong-Kong, dentro de un bote automóvil conducido por dos
muchachuelos chinos.

Los puertos del Extremo Oriente son pedazos de Europa caídos en el mundo
antiguo, nuevos Londres con sol y cielo azul, donde el humo de la hulla
y las vedijas de la niebla no alcanzan á vencer el esplendor luminoso de
Asia.

Sus muelles con montañas de carbón de piedra, con torres de metal que
guardan lagos de petróleo, con apilamientos de productos exóticos,
huelen á ostra muerta; tienen un perfume de agua en putrefacción, de
drogas químicas, de frutos tropicales, de maderas olorosas. En estas
gusaneras humanas, hombres por todas partes, amarillos, rojos, cobrizos,
que apenas sienten el calor quedan en cueros, con sólo un trapo pasado
entre las piernas. El policía indostánico no se digna hablar al
indígena; simplemente levanta el vergajo y pega. Los chicuelos pasan el
día nadando. Las mujeres reman.

Sobre las bordas de los grandes trasatlánticos asoma sus filas de
cabezas con turbantes la servidumbre compuesta de indios y los fogoneros
de las máquinas pertenecientes á la misma raza. Son hombres que parecen
convalecientes de una fiebre por el color pálido de su epidermis, por su
extremada delgadez y sus ojos de calentura. Unas barbas horizontales les
ensanchan el enjuto rostro, iguales á las de un enfermo que no se ha
afeitado en varios meses.

Todo se junta sobre las aguas de estos puertos: grandes paquebotes
iguales á ciudades, juncos que aún no han salido de la Edad Media,
sampanes que son chozas flotantes donde las familias nacen y mueren,
cruceros de guerra llegados para exigir indemnizaciones ó vigilar el
cobro de las aduanas.

Sobre los muelles pasan los palanquines sostenidos por unos coolíes de
grandes sombreros que parecen setas vivientes, _ricshas_ empujadas por
corredores de redondas piernas, hombres-caballos y hombres-balanzas que
lo llevan todo en dos discos de fibra pendientes de un grueso bambú
incrustado en un hombro; mujeres que trabajan más que los varones y se
entregan á una reproducción fatalista durante su reposo de bestia de
labor.

La policía arrastra hasta los buques marineros que ha recogido inánimes
en los muelles. Los cree borrachos y han muerto á consecuencia de un
hartazgo alcohólico. Otros, al recobrar la razón, bajan castigados al
infierno de las máquinas.

Vendedores ambulantes gritan ante los trasatlánticos que tienen su pared
de acero pegada al muelle. Un mercado provisional extiende sus puestos
junto á la férrea pared perforada de ventanos redondos. En las blancas
terrazas de estos palacios flotantes, sus huéspedes miran los objetos
que ofrece la muchedumbre amarilla más abajo de sus pies: sillones de
junco, amuletos de falso jade, sombrillas de cartón pintarrajeado,
abanicos de plumas.

Salen buques para la costa americana, que es la acera de enfrente, y
está, sin embargo, en el lado opuesto del planeta. Llegan otros de los
diversos rincones del Océano Pacífico, gran plaza de la humanidad futura
que aún ignora la mayor parte de Europa.

Para que el mundo de los blancos se entere de la existencia é
importancia del Pacífico, será necesaria una gran guerra. Así se dió
cuenta por primera vez de que existía el Japón.



XII

HONG-KONG Y CANTÓN

     Las huelgas de los chinos.--Banquetes ruidosos.--Servidumbre de las
     casas ricas de Hong-Kong.--«No vaya usted á Cantón».--Historia del
     gran puerto del té y de la porcelana.--La republicana Cantón y sus
     habitantes revolucionarios.--El doctor Sun Yat Sen.--Las dos
     Chinas.--Viaje á Cantón.--La ciudad flotante sobre el río
     Perla.--Los «bajeles de flores».--Agresividad xenófoba de los
     cantoneses ante los buques de guerra anclados en el río.--Tiros en
     las calles.--Los cónsules nos aconsejan un pronto regreso á
     Hong-Kong.--Los piratas del estuario.--Una novela de 70 tomos y
     1.000 personajes.--El asalto del vapor-correo de Macao.--La
     capitana de los dos revólveres.--Voy á Macao.


Encuentro á los hombres de negocios de Hong-Kong en pleno _boom_, lo
mismo que los de Shanghai. Hablo con varios jóvenes que hace meses eran
simples empleados y ahora tienen más de 100.000 dólares, adquiridos en
rápidas especulaciones. Otros negociantes más viejos sonríen
escépticamente al considerar tales triunfos. Han conocido en su vida
varios _boom_ pero no menos _krac_, y saben que en estos países de
formación reciente las fortunas se crean y se deshacen con igual
prontitud.

La prosperidad de Hong-Kong parece dificultar su vida interior. Cerca
está Cantón, la más revolucionaria de las ciudades del antiguo Imperio,
que solivianta los ánimos de las nueve décimas partes de la población
de Hong-Kong. Los chinos de este puerto inglés no son sindicalistas ni
saben qué puede significar tal nombre, pero encuentran agradable ver
doblados ó triplicados sus jornales y gozan además cierto placer
interior dificultando la vida de los «demonios blancos». Los comités
revolucionarios de Cantón se dedican á organizar huelgas en las colonias
próximas, gobernadas por europeos, y estas huelgas han obtenido hasta
ahora en Hong-Kong un éxito completo y ruidoso. Los hombres amarillos
son insustituibles para la resistencia pasiva y no hay miedo de que
ninguno de ellos falte á las órdenes secretas de sus directores.

Hong-Kong ha visto su vida paralizada semanas enteras. Hasta los
portadores de palanquines y _ricshas_ desaparecieron cual si se los
hubiese tragado el suelo. Las calles de la hermosa ciudad quedaron
desiertas, como avenidas de cementerio. Y el gobierno de Hong-Kong, que
se compone de un gobernador enviado por la corona de Inglaterra y los
personajes más importantes de la ciudad, tuvo que transigir repetidas
veces con las imposiciones de los revolucionarios. Hay quien dice que
esta derrota de los ingleses dentro de Hong-Kong se debe á la excesiva
prosperidad del país. Autoridades y comerciantes se enriquecen en poco
tiempo, y esto parece quitarles energía para hacer frente á las
imposiciones de los chinos. Desean que se restablezca cuanto antes la
marcha normal de los negocios y continúen sus ganancias.

En Macao, ciudad portuguesa, que está á cuatro horas de Hong-Kong, al
otro lado del estuario, los agitadores de Cantón intentaron varias veces
sublevar á los habitantes chinos; pero como su gobernador se encontraba
en otras condiciones que las autoridades de Hong-Kong pudo hacer uso de
medios enérgicos, sin miedo á que le echasen en cara anteriores
complacencias, y los movimientos subversivos contra el europeo
resultaron otros tantos fracasos.

Viven los negociantes de Hong-Kong con tanto lujo como los de Shanghai,
pero aquí los lugares de placer son menos numerosos. Los chinos ricos
mantienen con sus banquetes una calle entera de restoranes instalados en
edificios de varios pisos. Toda la noche reflejan sobre las aguas de la
bahía sus balconajes y sus aleros ribeteados de guirnaldas eléctricas.
En este barrio resultan tan enormes los estrépitos como la iluminación.
Los anfitriones de unos banquetes que duran la noche entera y cuestan
miles de dólares quieren que sean acompañados de una pompa exterior
reveladora de su generosidad. Frente á la puerta hay bandas de música
pagadas por ellos, en las cuales el bombo, los platillos y los chinescos
de abundantes campanillas son los instrumentos dominantes. Arden entre
servicio y servicio vistosas piezas de fuegos artificiales; _tracas_
ensordecedoras corren á lo largo de la calle ó por encima de los
tejados, con un tiroteo de batalla.

Los ricos de raza blanca dan sus banquetes á la europea, en el lujoso
Hotel de Repulse Bay, junto al camino de la Cornisa, ó en sus palacios
de esplendorosa vegetación sobre las vertientes del Pico. Una de las
manifestaciones de opulencia es la cantidad de servidores. Todo rico
tiene á sus órdenes un ejército de coolíes. Únicamente con tal
exuberancia de personal se consigue que marche á medias el servicio de
una casa, pues cada doméstico chino sólo quiere encargarse de una
función, limitada y fija. Justo es añadir que no hay criados más baratos
y que exijan menos atenciones de sus dueños. El coolí recibe una
cantidad determinada al mes y su amo no tiene que preocuparse de su
comida ni de su instalación. Él se procura por su cuenta el alimento y
para dormir le basta con el umbral de una puerta ó el hueco de una
escalera. En realidad, no se sabe cuándo come ni duerme. El dueño le ve
llegar siempre que le llama y muchas veces lo encuentra sin llamarlo
espiando todo lo de la casa con sus ojitos de párpados tirantes, que
parecen cosidos, y su sonrisa mecánica é inexpresiva.

Quiero visitar la ciudad de Cantón, y todos me dicen lo mismo:

--No vaya usted. Parece que andan á tiros diariamente los partidarios
del doctor y sus adversarios. Además, si se juntan unos y otros, será
para matar á los europeos por lo de las aduanas.

Sé que hay alguna exageración en tales afirmaciones, pero de todos modos
resulta indudable que la capital de la China del Sur vive hace tiempo en
un estado de revuelta.

Cantón fué la única metrópoli del Extremo Oriente que conocieron durante
siglos europeos y americanos. Pekín permaneció cerrada para el mundo
blanco hasta el último tercio del siglo XIX. Los Hijos del Cielo,
deseosos de conservar aislado su vasto Imperio, habilitaron á Cantón
como único puerto en el que podían ser admitidos los buques de las
naciones cristianas.

Cuando los portugueses del siglo XVI anclaron por primera vez ante dicha
ciudad, vieron que otros navegantes no europeos les habían precedido en
su descubrimiento. Eran los marinos árabes, que tenían en ella desde
mucho antes depósitos de mercancías y una mezquita. Durante cien años
los capitanes portugueses monopolizaron el tráfico con Cantón, llevando
á Europa por el Cabo de Buena Esperanza sus sederías y porcelanas. Los
españoles adquirían estos mismos artículos en Manila, enviados por los
mercaderes cantoneses, y la Nao de Acapulco los llevaba hasta Nueva
España á través del Pacífico.

Fué bien entrado el siglo XVII cuando los ingleses empezaron á visitar
el río de Cantón para cargar en sus naves el té, hierba cada vez más
apreciada en Europa y América y que dió vida á una gran navegación para
surtir los mercados de Liverpool, Salem, Boston y Nueva York. Esta
afluencia de buques europeos y americanos fomentó la emigración
indígena, y á ella se debe que todos los chinos esparcidos en el mundo
sean de las provincias del Sur y consideren á Cantón como su verdadera
capital, con preferencia á Pekín.

Al reunir algunos de estos emigrantes considerables fortunas en América,
su deseo fué volver á Cantón para disfrutarlas, aumentando la riqueza de
la ciudad. Los que no regresaron á su patria mantuvieron correspondencia
con sus familias, y todo esto hizo que Cantón siguiese el movimiento
liberal de nuestra época, pensando de modo distinto al resto del
Imperio.

Cantoneses han sido los chinos más ilustrados de los últimos tiempos.
Desde hace medio siglo la juventud intelectual de Cantón completó sus
estudios en los Estados Unidos y en Europa. Además, estos chinos del Sur
son más inquietos y menos sufridos que los del Norte. Sus antecesores
actuaron muchas veces de piratas ó vivieron en las montañas como
rebeldes. En los últimos años del Imperio los cantoneses entonaban en
las calles canciones injuriosas para el Hijo del Cielo y los gobernantes
de Pekín, sin que las autoridades imperiales de la ciudad osasen tomar
medidas contra tales irreverencias.

Como era lógico, el movimiento republicano que dió fin á la dinastía de
«los Muy Puros» tuvo su origen en Cantón. Pero una vez establecida la
República, los hijos de dicha ciudad se negaron á continuar siendo
gobernados desde Pekín, como en tiempos del Imperio, declarándose
independientes y constituyendo la llamada República del Sur.

Este separatismo no es algo circunstancial, inventado por las
divergencias de los partidos políticos. En realidad existen dos Chinas,
completamente distintas. El habitante de Pekín, grande de estatura,
sereno de rostro, parco en palabras, medio tártaro y medio manchur, no
se parece al chino exuberante, imaginativo, de ingobernable
individualismo, que puebla las provincias meridionales y al extenderse
como emigrante por América se llama orgullosamente cantonés.

El doctor Sun Yat Sen, creador de la República del Sur y su eterno
Presidente, es un médico de Cantón que estudió en los Estados Unidos,
trabajando con energía en la época del Imperio para hacer triunfar la
República. Mas ahora, dentro de su propia casa, lucha con numerosos
adversarios que dificultan su política interior y además hace frente á
las naciones extranjeras, mantenedoras del gobierno de Pekín, que se
niegan á reconocer la República del Sur.

En el presente momento sostiene una lucha franca con todas las
potencias. Éstas cobran los ingresos de las aduanas chinas, y después de
guardarse una parte de ellos por indemnizaciones acordadas hace años,
entregan el resto al gobierno de Pekín. El doctor, Presidente del Sur,
se opone á que las potencias intervengan las aduanas dependientes de
Cantón si no se comprometen á entregarle el sobrante, dado hasta ahora á
sus enemigos de la China del Norte.

Se hallan actualmente anclados en el río Perla buques de guerra de todas
las naciones que tienen intereses en China, para intimidar á Sun Yat Sen
con esta demostración naval.

--No vaya usted--me repiten--. El populacho de Cantón se muestra furioso
contra los blancos y puede ocurrir de pronto una matanza. Después vendrá
la intervención armada de las potencias y también los castigos y las
indemnizaciones, pero el que haya sido muerto en la revuelta seguirá
muerto.

Voy, sin embargo, á Cantón, y el viaje resulta breve, fatigoso, casi
inútil. Hay un ferrocarril que parte de Hong-Kong, pero hace más de un
año que no funciona. La línea es inglesa, y como el presidente de la
República de Cantón se quedó repetidas veces con el material rodante,
sus directores han creído oportuno suspender el servicio. Viajamos por
el río en cómodos vapores á estilo americano, con varias cubiertas, que
son á modo de hoteles flotantes.

Pasamos entre las numerosas islas del estuario, siguiendo unos canales
dorados por el sol naciente, con riberas de verde obscuro. Dentro ya del
río atravesamos un estrecho que los descubridores portugueses llamaron
Boca Tigris. A la ida, navegando contra la corriente, invertimos unas
seis horas. El regreso, como es natural, resulta más rápido.

A pesar de que los europeos llevan tres siglos establecidos en Cantón,
todavía viven aparte, ocupando un barrio llamado Shameen, separado del
resto de la población por un canal y que es el lugar donde estaban
antiguamente las factorías. Hoy Shameen es una ciudad de tipo americano,
con edificios de muchos pisos y varios hoteles, de los cuales el
Victoria es el mejor y el más concurrido. Una cuarta parte de los
vecinos de este Cantón blanco son franceses y los restantes de lengua
inglesa. El «Christian College», establecimiento importantísimo
sostenido por los misioneros de los Estados Unidos, sirve de Universidad
á muchos centenares de jóvenes del país, que reciben en él una
educación moderna. Ocupa el resto de Cantón una área enorme y está
habitado por más de dos millones de chinos. Las antiguas murallas,
parecidas á las de Pekín, fueron cortadas en varios puntos para dar
expansión á la ciudad. Además, una parte de los habitantes, más de
150.000, viven sobre el río en sampanes.

La población flotante de Cantón fué siempre un objeto de curiosidad para
los viajeros. Los barcos forman grupos, como las manzanas de edificios
en las ciudades terrestres. Sus bordas se tocan y los vecinos pasan
indistintamente de una cubierta á otra. Angostos canales separan estos
barrios de embarcaciones, sirviendo de callejuelas, por las que se
deslizan diminutas canoas. Hay sampanes que son tiendas donde se vende
lo más indispensable para las necesidades de esta población anfibia.
Otros barcos viejísimos sirven de templos, y bonzos de existencia
vagabunda viven mezclados con los habitantes del Cantón fluvial,
mendigos, contrabandistas y eternos figurantes de todas las revueltas.

También han flotado durante siglos en las orillas del río Perla los
famosos «bajeles de flores». El lector sabe indudablemente de qué sirven
estas casas acuáticas, unidas á tierra por un ligero puente y con
galerías cubiertas de plantas trepadoras y vasos floridos. Su
tripulación--llamémosla así--es de mujeres con el rostro pintado y
túnicas de colores primaverales. Estos «bajeles de flores», iluminados
toda la noche, pueblan las obscuras aguas de reflejos dorados y alegres
músicas. De sus patios surgen cohetes voladores que cortan la lobreguez
celeste con cuchilladas de luz silbadora y multicolor.

Son restoranes y palacios del amor fácil para las gentes libertinas del
país. El europeo que consigue penetrar en un «bajel de flores» sale casi
siempre golpeado por los parroquianos. Más de una vez ha desaparecido
el visitante blanco en el lecho fangoso del río.

Quedan aún muchos «bajeles de flores», pero no llegamos á verlos ni
exteriormente. Los viajeros recién llegados á Cantón sólo conocemos las
calles medio europeas del barrio de Shameen, entre el desembarcadero y
el Hotel Victoria, que hemos atravesado en ricsha.

Los chinos cantoneses nos parecen menos educados, más levantiscos é
insolentes que los de otras ciudades. Gritan al vernos pasar, con una
voz agresiva; se dirigen á los compatriotas que tiran de nuestras
ricshas, y aunque no puedo entender sus palabras, creo adivinarlas por
los gestos con que las subrayan. Insultan indudablemente á estos
compatriotas que sirven de caballos á los blancos. Se nota en la
muchedumbre una excitación extraordinaria, á causa sin duda de los
cruceros anclados en el río. Hay numerosos barcos de guerra ingleses,
franceses y norteamericanos; además un crucero de Italia y otro de
Portugal, todos con los cañones desenfundados y prontos á la acción.

Después del almuerzo en el Hotel Victoria, cuando los más curiosos nos
disponemos á salir por las calles de los barrios chinos para visitar sus
famosos almacenes de porcelana, llegan varios enviados de los cónsules y
nos advierten que sería razonable y prudente un regreso inmediato á
Hong-Kong.

Hace varias horas que en un extremo de Cantón las tropas del doctor Sun
Yat Sen emplean sus fusiles y ametralladoras contra unos insurrectos.
¿Qué desean? ¿Por qué luchan?... Nadie lo sabe con certeza. Tal vez son
cantoneses que no consideran bastante revolucionario al doctor, y como
tienen armas á su alcance, se sublevan contra él, ya que no destruye con
una rapidez milagrosa los cruceros de los blancos.

Nos marchamos en las primeras horas de la tarde, viendo otra vez los
barrios flotantes del Cantón fluvial, y en plena noche llegamos á
nuestros camarotes del _Franconia_.

Al día siguiente hablo á mis amigos de Hong-Kong de ir á Macao, y esto
les produce más alarma que el viaje á Cantón. Todos dicen lo mismo:

--No vaya usted. Los piratas atacan el vapor-correo siempre que les
conviene. Hace pocos meses se llevaron secuestrados á todos los que iban
en él.

Con frecuencia se oye hablar en China de piratas; pero en las provincias
del Sur y especialmente en el estuario del río Perla, la piratería es
objeto de un respeto simpático, como el que infunden las instituciones
tradicionales. La novela, dentro de la literatura china, es un género
tan antiguo como la poesía lírica. Desde hace miles de años existen aquí
novelas de tres géneros: históricas, de aventuras y de costumbres; pero
la más famosa de todas es la escrita por Chinai Ngan, novelista del
siglo XII, que vivió bajo la dinastía de los Kin. Este Chinai Ngan es el
Wálter Scott chino; pero á pesar de que su fecundidad fué tan grande
como la del célebre novelista escocés, sólo ha dejado una obra única,
que se titula _Historia de las riberas de un río_. Debo añadir que esta
novela famosa, leída en el curso de 800 años por todos los jóvenes
chinos, tiene nada menos que 70 tomos y sus personajes principales son
más de 100, sin contar los tipos secundarios, que tal vez pasan de
1.000. Todos los capítulos constan de dos partes, y en el transcurso de
la obra se plantean, se desarrollan y epilogan 140 intrigas ó argumentos
diferentes.

Este monumento literario es simplemente un relato de interminables
hazañas, verdaderas ó fantásticas, que los piratas realizaron en el
siglo X, bajo la dinastía de los Soung, al hacer la guerra á dichos
emperadores. La China vivió en aquel período desgarrada por las guerras
civiles y el bandidaje, despoblándose á consecuencia de largas hambres y
pestes. Esta anarquía preparó la invasión y dominación de los mongoles,
y comparada con ella, las dificultades actuales de la República resultan
hechos insignificantes. Como todos los jóvenes leen la novela famosa de
Chinai Ngan, empiezan su vida considerando la profesión de pirata como
una aventura interesante que no puede deshonrar para siempre la vida de
un hombre.

Me burlo del miedo que pretenden infundirme con sus piratas los
habitantes de Hong-Kong. Luego me parece más serio y digno de ser tenido
en cuenta tal peligro, cuando escucho á un joven comerciante español,
establecido en Hong-Kong, llamado Gabino Caballero, que me sigue á todas
partes amablemente. Estaba en el buque-correo de Macao la tarde del
asalto y fué prisionero de los piratas. Acompañaba á su suegra, una
señora filipina, deseosa de ser examinada por un médico especialista
portugués que reside en Macao.

Acababan de sentarse á la mesa en el comedor del buque, cuando oyeron
los primeros disparos. Las autoridades de Hong-Kong, preocupadas por
osadías anteriores de los piratas, habían alojado en el vapor unos
cuantos polizontes indostánicos armados de carabinas. Los piratas fueron
avanzando de la proa á la popa, hiriendo á estos guardias ó
desarmándolos por sorpresa. Al final se apoderaron de todo el buque,
dejando medio muerto al capitán inglés, al maquinista y á otros de la
tripulación que iniciaron una resistencia inútil. Mi amigo Caballero
abandonó la mesa al oir los tiros, pero antes de llegar á la puerta del
comedor se vió arrollado y golpeado contra la pared por una manga de
chinos en armas que entraron como una tromba, ordenando á gritos que
pusieran todos sus manos en alto.

Al frente de ellos iba una mujer, la eterna capitana de todas las
novelas chinas de piratas, joven vestida á la europea, como una heroína
de cinematógrafo, con falda azul y blusa blanca. Detalle curioso: esta
amazona tenía un revólver en cada mano, y dichas armas estaban sujetas á
sus muñecas por dos tiras de cuero en forma de pulseras. De tal modo
podía soltar sus revólveres para registrar los bolsillos de los
viajeros, volviendo á recobrar instantáneamente dichas armas colgantes
en un caso de alarma.

El español tuvo que entregar su cartera y sus sortijas. Afortunadamente
para él, éstas salían con facilidad de sus dedos. Un viajero que se
esforzaba inútilmente por sacar las suyas se vió ayudado con una
prontitud horrible. Los piratas le cortaron los dedos de una cuchillada
y siguieron adelante en su registro. Como el capitán y el maquinista
estaban tendidos en el puente sobre charcos de sangre, la joven de los
dos revólveres tomó el mando del buque. Uno de los pasajeros, industrial
de profesión, fué obligado á descender á las máquinas para dirigir su
funcionamiento, ayudándole como fogoneros otros camaradas de infortunio.

Estos piratas no eran marinos. Se habían embarcado como pasajeros en
Hong-Kong, distribuyéndose con arreglo á su vestimenta en los
departamentos de las diversas clases, y al sonar una señal convenida,
cada grupo se arrojó sobre un lugar previamente designado.

Navegó el buque varias horas con un timoneo loco por los canales del
estuario. Muchos juncos pacíficos de cabotaje se vieron próximos á ser
pasados por ojo, librándose de la catástrofe en el último momento
gracias á una virada oportuna. Aun así, el vapor, que marchaba como un
ebrio, arrancó á muchos veleros, con sus bruscos roces, todo lo que
sobresalía de sus cascos. Al fin los piratas lo encallaron, pasada media
noche, en una costa desierta, á varias leguas de Hong-Kong,
desapareciendo tierra adentro, y unos pescadores llevaron á la ciudad la
noticia del suceso para que un buque de guerra viniese á recoger las
víctimas.

En el presente caso los piratas se contentaron con el botín, sin
llevarse á los viajeros para exigir un rescate. Otras veces, montando
juncos armados, toman por asalto á los vapores y raptan á sus pasajeros.
Escriben después á las familias de éstos exigiendo fuertes cantidades, y
si el dinero tarda en llegar envían como advertencia una oreja cortada ó
un dedo, anunciando la continuación metódica de tales amputaciones.

--Pero todos los días no hay asalto de piratas--digo después de oir
tales historias.

Efectivamente, estos atentados sólo ocurren cada seis meses, poco más ó
menos. Las autoridades británicas, después de una piratería, adoptan las
medidas más severas. Buques armados surcan incesantemente los canales
del estuario, la policía bate las islas, el tribunal de Hong-Kong
muestra una severidad inusitada y condena á ser ahorcados á todos los
chinos que han cometido un crimen, aunque éste no tenga carácter
pirático.

Transcurre el tiempo sin que los bandidos de los canales den motivo para
que hablen de ellos; la autoridad se muestra menos vigilante, creyendo
terminado dicho mal, y cuando la gente se embarca con mayor confianza
para ir á Macao, ciudad de vida agradable y juego libre, donde los
chinos ricos arriesgan su dinero al «Fan-tan» y los viajeros blancos
pueden admirar los antiguos edificios de aire señorial, una nueva banda
de piratas da otro golpe, con capitana ó sin ella.

A pesar de tales relatos me embarco al día siguiente para la colonia
portuguesa. Otros pueden seguir con tranquilidad su viaje sin sentir la
atracción de Macao. Yo he nacido en la Península Ibérica y además soy
escritor.

Sería vergonzoso haber estado á cuatro ó cinco horas de distancia y no
visitar la vieja ciudad donde Camoens, desterrado y pobre, compuso su
poema inmortal, pensando en las glorias de la patria lejana.



XIII

VIAJE Á MACAO

     Registro de chinos antes de su entrada en el vapor.--Cubiertas
     transformadas en jaulas y puente convertido en
     fortaleza.--Recuerdos del asalto de los piratas.--«¡Necesito matar
     á un chino!»--La interesante «Ciudad del Santo Nombre de Dios en
     China».--Los juncos con cañones, anclados en su antiguo puerto.--El
     nuevo puerto de Macao.--Gran porvenir de la ciudad.--Excelente
     administración del gobernador Rodrigues.--La gruta de Camoens.--El
     juego del «Fan-tan» y otras particularidades interesantes del viejo
     Macao.--La calle de la Felicidad y sus altares.--Regreso á media
     noche por el estuario de los piratas.--Las fosforescencias del mar
     chino.--Espectáculo inolvidable.


En las primeras horas de la mañana nos embarcamos para Macao. Vemos ante
el buque numerosos grupos de chinos. Un retén de policía regula su
avance, uno por uno, sobre la pasarela que junta al casco con el muelle.
Todos son registrados de cabeza á pies, y sólo pueden seguir adelante
cuando el agente indostánico queda convencido de que no llevan el más
pequeño cortaplumas. Como estos hombres amarillos se parecen todos por
su traje azul y sus rostros casi uniformes, es difícil establecer
distinciones entre un coolí pacífico que va por sus negocios á Macao y
un pirata que prepara con sus compañeros el ataque del buque en mitad
del viaje.

Este vapor-correo es igual á todos los que navegan en el estuario y los
ríos cercanos, pero después del asalto que presenció mi compatriota, se
han hecho en él grandes reformas defensivas. Verjas de gruesos barrotes,
semejantes á las de las cárceles, lo dividen en varias secciones. Un
gendarme indostánico, con uniforme azul, gorra blanca, carabina y
revólver, guarda la puerta abierta de cada una de dichas barreras
mientras dura el embarque. Cuando el buque empieza á navegar todas las
entradas de los jaulones se cierran interiormente y los centinelas
quedan detrás, apoyando sus carabinas sobre la cruz de los barrotes.

La cubierta superior también está interrumpida por fuertes enrejados que
cortan la comunicación entre las diversas clases del pasaje, y para
evitar que los asaltantes puedan deslizarse al otro lado de ellos,
sacando el cuerpo fuera de la borda, se han prolongado las verjas sobre
el mar con semicírculos exteriores de puntas agudas como lanzas. El
puente donde va el capitán está defendido con placas de acero
cromatizado, iguales á las mamparas que cubren á los artilleros en las
piezas modernas. De este modo los tiros de los piratas no pueden
alcanzar á los que dirigen el buque. Pero los que presenciaron el último
asalto no muestran gran fe en tales precauciones y creen que los chinos
inventarán algo inesperado para salvar estos obstáculos defensivos.

Antes del embarque nos hemos despojado de los relojes y joyas de uso
diario. Vienen conmigo dos señoras, acompañadas de sus doncellas. Una de
las mencionadas damas, muy hermosa y elegante, nació en Bombay, pero es
hija de español. Está casada con Mr. Stephan, director del Banco de
Hong-Kong y Shanghai, institución financiera la más importante de todo
el Extremo Oriente. Su director figura por derecho propio en el Consejo
de gobierno de Hong-Kong, siendo á modo de su ministro de Hacienda.

La señora de Stephan lleva muchos años deseando ir á Macao y nunca se
decidió á realizar tal viaje por miedo á los piratas. Prudencia
justificadísima. En realidad, no podrían imaginar los bandidos del
estuario un golpe más fructuoso que secuestrar á la esposa del director
del Banco de Hong-Kong y Shanghai. ¡Qué rescate de miles y miles de
libras esterlinas!... Mas al enterarse dicha señora de que yo voy á
Macao, se decide con repentina energía á realizar el mismo viaje, como
si mi presencia pudiera proporcionarle una seguridad extraordinaria.

Somos ocho, las dos señoras con sus doncellas, dos españoles residentes
en Hong-Kong, un amigo holandés que habla un sinnúmero de lenguas, y yo.
Va retrocediendo por la popa de nuestro buque la isla de Hong-Kong
envuelta en nieblas matinales rasguñeadas á trechos por el sol. Sobre la
cima del Pico, este turbante de brumas pierde por momentos su opacidad
gris, y empieza á brillar como un tejido de filamentos de oro.

Fuera de la bahía el mar del estuario muestra una tersura de lago, y su
color azul tiene la claridad láctea de la porcelana. Los juncos son
numerosísimos. Ya dije que en las costas de China la navegación forma
enjambres, pero aquí, cerca de la embocadura del río Perla, aún resulta
más densa, y nuestro buque tiene que rugir incesantemente para evitar
colisiones.

Estos juncos de construcción medioeval, á pesar de la tranquilidad de
las aguas navegan en una posición inestable para nuestros ojos, con la
proa casi hundida y la popa muy en alto, cual si fueran á sumergirse
definitivamente en cada uno de sus cabeceos. Los canales se ensanchan,
formando brazos de mar relucientes y tranquilos, como láminas de
espejo. Flotando en sus aguas adormecidas hay pequeños islotes de
basura, caída de los barcos ó arrancada de las riberas.

No disminuye la afluencia de embarcaciones según nos alejamos de
Hong-Kong; por el contrario, ésta parece aún mayor al meternos entre las
islas. Sobre las bordas de los juncos vemos marineras achaparradas y
fornidas: con bíceps de hombre, pechos colgantes y adornos verdes en la
cerdosa cabellera.

También las tierras insulares se muestran cada vez más numerosas. Por la
derecha nos deslizamos junto á la isla de Lantao, cuya longitud alcanza
á veinte millas. A babor, la ribera está cortada por incontables canales
y estrechos, que forman pequeños archipiélagos. En el horizonte empieza
á elevarse un grupo de cumbres, titulado por los descubridores
portugueses _Nove Illas_, las Nueve Islas. Antes de ser dueños de Macao,
los marinos de Portugal se establecieron en otra isla de este estuario
llamada Sancian, donde murió San Francisco Javier cuando se proponía
entrar en China como primer apóstol del cristianismo.

Mi compatriota Caballero me va mostrando los diversos lugares del buque
donde presenció el ataque de los piratas. Ésta es la mesa en que se
hallaba comiendo al sonar los primeros disparos. Aquí le robaron la
cartera, zarandeándole un poco. Más allá daba gritos de mando la
muchacha de los dos revólveres. Luego me lleva á visitar al capitán, que
es el mismo que mandaba el buque en aquella triste ocasión.

Los guardianes cobrizos no nos dejan entrar en el recinto acorazado del
puente y el capitán se decide á salir de su fortaleza. Es un inglés que
tiene paralizada la parte izquierda de su cuerpo á consecuencia de las
heridas que recibió en dicho asalto. Desde entonces se muestra
taciturno y repite el mismo deseo, como obsesionado por una idea tenaz.
Sonríe un poco al reconocer á mi compatriota, y cuando éste hace memoria
de los terribles episodios de aquella tarde, frunce el ceño, mira su
brazo inútil y murmura:

--Esto no puede quedar así. Es preciso que yo mate á un chino...
Necesito matar á un chino.

Se ve claro que no descansará hasta conseguir dicha compensación. Tal
vez se negó á aceptar el retiro á que tiene derecho y continúa mandando
el buque porque «necesita matar á un chino», y así tiene más
probabilidades de proporcionarse el citado gusto. Lo matará, estoy
seguro de ello; tal vez lo ha matado á estas horas. ¡Hay tantos chinos
para escoger!... Después de mi regreso á Europa, he leído todos los
meses noticias de nuevos asaltos de piratas en el estuario de Hong-Kong,
con secuestros de viajeros, combates y numerosos muertos y heridos. El
capitán debe haber matado á su chino, si es que los chinos no han
acabado definitivamente con él.

Todos los de nuestro grupo almorzamos en un salón de la cubierta más
alta, para evitarnos el roce con las familias que ocupan el comedor de
primera clase. Son gentes bien educadas, pero el olor especial de los
chinos resulta intolerable para muchos olfatos europeos. Ellos, por su
parte, declaran que nosotros expelemos un hedor de carne cruda, digna de
nuestra condición de bárbaros. Tal vez el hacernos comer aparte es
también para que no veamos los manjares favoritos de estos pasajeros.

Algunos son personajes importantes, vecinos de Hong-Kong, que van á
pasar unos días en sus casas de Macao. Visten ricas túnicas de seda azul
y ostentan botones de piedras preciosas. Uno de estos chinos opulentos
ha sido ennoblecido por el rey de la Gran Bretaña y goza el título de
baronet. La importancia financiera de todos ellos y su trato con los
blancos hacen que el populacho los considere traidores á su raza, y como
en Hong-Kong las asociaciones chinas son temibles por sus venganzas,
estos personajes viven encerrados en sus palacios, y cuando desean unos
días de esparcimiento se trasladan á Macao, donde el orden es más firme
y las autoridades portuguesas pueden ofrecerles mayores seguridades.

Dejamos de navegar entre islas, saliendo á dilatados espacios de mar
libre, y vemos en el horizonte un promontorio con un castillo y un faro
sobre su lomo. Mucho tiempo después, al dar vuelta á dicho promontorio,
aparece lentamente la vieja é interesante ciudad de Macao.

Tiene un aspecto, multicolor y ligero, de población del Extremo Oriente,
y al mismo tiempo una estabilidad sólida que revela el origen de sus
fundadores. Los edificios son obra de albañilería en su mayor parte, y
no de madera, como en las otras ciudades chinas. Los más tienen un piso
superior, con arcadas ó galerías cubiertas, y por encima de sus
techumbres se remontan los campanarios de las iglesias católicas.

Macao, que fué llamada primitivamente «Ciudad del Santo Nombre de Dios
en China» y luego vió sustituído dicho título por el de _Macau_, de
origen indígena, resultaría altamente exótica si se la pudiera trasladar
de pronto á las cercanías de Lisboa. Vista aquí, después de haber
visitado las principales ciudades del litoral chino, nos recuerda al
antiguo Portugal y parece venir de ella una respiración lejanísima de
nuestro mundo.

El puerto viejo es más chino que la ciudad. Puedo añadir que en ninguno
de los puertos del Extremo Oriente se consigue ver la marina mercante
que ancla en las aguas de Macao.

Nuestro vapor va pasando ante una fila de grandes juncos, galeones
panzudos que parecen imaginados por un artista en delirio más que por
hombres dedicados a la navegación. Tienen en su proa dragones enroscados
y dorados, amenazando con sus fauces ignívomas el azul del cielo y del
mar. El velamen de sus arboladuras se compone de esteras de bambú, en
forma de alas de murciélago. Las popas se remontan como alcázares, y á
lo largo de sus bordas avanzan los cuellos de una docena de cañones. Son
cortos y de un calibre enorme; piezas antiguas de hierro que se cargan
por la boca y deben enviar sus balas á poca distancia, pero con un
estrépito infernal, lo que suple para sus artilleros la mediocridad del
alcance.

La marinería tiene igualmente un aspecto arcaico y poco tranquilizador:
atletas amarillos y medio desnudos, guardando muchos de ellos en el
occipucio una trenza que parte su espalda sudorosa. De los castillos de
algunos galeones surgen columnitas de humo perfumado, revelando la
existencia de un altar en honor á la Diosa de las Aguas, ante cuyo ídolo
arden varillas de sándalo. Todas las proas tienen en ambas caras unos
agujeros redondos y pintados que imitan ojos. Los marineros chinos sólo
se embarcan confiadamente en un buque que tenga ojos. Saben que así,
mientras ellos duermen ó durante las lobregueces de la tormenta, el
junco, que á fuerza de existir adquiere una vida misteriosa como todos
los objetos, podrá ver arrecifes y escollos, desviándose de tales
peligros cual una bestia prudente.

Siento inquietud y repulsión al imaginar la posibilidad de que una
aventura de mi viaje me hiciese navegar en estos buques extraordinarios,
pocas veces vistos en Shanghai y Hong-Kong. Los que conocen el país me
explican las especialidades de esta marina mercante armada de cañones
que navega por los recovecos del gran estuario y remonta los ríos
cientos de leguas hasta las ciudades del interior. Conservan estos
barcos su vieja artillería con pretexto de hacer frente á los piratas,
pero en realidad son contrabandistas y vienen á cargar el opio que les
proporcionan los mercaderes chinos de Macao. Algunas veces se oye desde
la ciudad el cañoneo que sostienen con otros juncos del gobierno
encargados de perseguir á los traficantes de la citada droga. El
belicoso estruendo, agrandado por la sonoridad de los canales, no causa
ninguna emoción en los vecinos de este puerto libre. La mercancía ya ha
sido vendida y cobrada. ¡Que los chinos peleen á su gusto!...

Macao es una península semejante á Gibraltar, aunque su montaña tiene
menos altura. Un istmo la une al territorio del antiguo Imperio, y su
puerto era el mejor de todo el estuario antes de que los ingleses
fundasen á Hong-Kong, hace tres cuartos de siglo. En esta península se
ha ido extendiendo una ciudad de 80.000 habitantes, cifra extraordinaria
si se tiene en cuenta el espacio reducido de la colonia. El comercio ha
realizado tal milagro.

En el siglo XVI dió el gobierno chino á los portugueses este territorio
de unos pocos kilómetros como recompensa por haber auxiliado con sus
buques á las autoridades de Cantón en lucha contra unos piratas que
pretendían apoderarse de dicha capital. Los holandeses intentaron
hacerse dueños de la nueva colonia, pero fueron menos afortunados que en
Ceylán, en Java y otras posesiones del Extremo Oriente arrebatadas por
ellos á los portugueses. El vecindario repelió sus asaltos, derrotando
finalmente á la flota holandesa.

Llevó después Macao una existencia decadente, y en el siglo XIX su
guarnición sostuvo empeñados combates con los chinos, que pretendían
recobrar la península. Ahora adquiere cada año mayor importancia, y
dentro de poco rivalizará con Hong-Kong, gracias á su nuevo puerto.

El gobernador actual, doctor Rodrigo Rodrigues, es un médico que gozaba
de justo renombre en su patria antes de entrar en la vida política; un
republicano de los que combatieron desinteresadamente á la monarquía de
su país, y luego, al verse triunfantes, tuvieron que abandonar su
antigua profesión para servir á la joven República portuguesa.

Durante las horas pasadas en Macao pude apreciar lo que mi amigo
Rodrigues lleva hecho en varios años de gobierno. Una recaudación de los
impuestos, bien administrada, ha dado lo suficiente para la construcción
de un puerto grandioso, en el que podrán fondear trasatlánticos de gran
tonelaje. Macao pasará rápidamente del tranquilo canal en que anclan
ahora escuadrillas de juncos dedicados al cabotaje y al contrabando, á
la vida tumultuosa de un puerto moderno, con toda clase de facilidades
para la descarga y el transporte; y este puerto atraerá á todos los
buques que no sean ingleses, por estar más cerca de Cantón que el de
Hong-Kong.

Guiados por los ayudantes del gobernador, jóvenes de gran cultura
intelectual, vamos conociendo la ciudad, pintoresca mescolanza de
edificios chinos y caserones portugueses del siglo XVII. Una fachada de
piedra es lo único que resta de la antigua catedral de San Pablo y del
convento anexo, fundado por los jesuítas para descanso y preparación de
sus misioneros antes de que se lanzasen en el interior de la China. Este
templo se incendió en 1835, pero su enorme fachada se mantiene en pie,
con la piedra enrojecida por el sol más que por las llamas, y á través
de sus ventanales se ve el muro azul del cielo, que parece servirle de
apoyo.

El castillo guarda recuerdos del ataque de los holandeses en el siglo
XVII. Vemos en su capilla una losa sin nombre que cubre los restos de
los defensores de Macao. Como dice el doctor Rodrigues, el culto al
soldado desconocido creado por la última guerra lo inventaron los
defensores de Macao hace más de doscientos años...

En una explanada del castillo nos obsequian con un té abundante en
alfajores y otras pastelerías portuguesas, que recuerdan las de
Andalucía. ¡Panorama inolvidable!...

Frente á nosotros, por la parte del istmo, se levanta una cordillera que
ocupa gran parte del horizonte: las montañas de Catay. Rodrigues y yo
recordamos á Marco Polo. El nombre de Catay lo aplicó el célebre viajero
á la China entera, y durante siglos el mundo cristiano dió el título de
unas montañas del Sur á todo el vasto Imperio gobernado por el Gran Kan.

A nuestros pies extiende la ciudad la masa apretada de sus tejados,
obscuros como los de Europa. A trechos surgen de ellos techumbres
chinescas y remates de pagodas budistas. Muchas fachadas están pintadas
de rosa ó azul, colores tiernos que infunden una alegre juventud á las
construcciones vetustas.

Más allá de la ciudad, islas y canales se repiten hasta el infinito,
como si la tierra entera fuese una sucesión de brazos acuáticos
abarcando cumbres emergidas. En estos canales de riberas altas, que
tienen una mitad longitudinal de su faja líquida negra como el ébano y
la otra mitad dorada por el sol, cabecean bajo la brisa de la tarde
docenas y docenas de juncos de velamen ganchudo, como el techo de las
pagodas. Todos ellos vienen hacia Macao ó regresan á puertos cuyos
nombres enrevesados sólo sus tripulantes pueden pronunciar. Tropieza la
vista con el lomo obscuro de una montaña, creyendo que es el límite del
horizonte. Más allá de su línea oblicua hay algo que brilla como un
charco de metal en fusión. Es un nuevo canal del estuario, un estrecho
navegable por el que pasan otros juncos y sampanes empequeñecidos por la
distancia. Más allá una nueva montaña, que es otra isla; luego un
fragmento de canal, en tercer ó cuarto término; y nuevas tierras
insulares, hasta que todo este mundo sumergido y emergente se esfuma por
obra de la distancia, confundiéndose el azul de las montañas lejanas con
el azul de las aguas y del cielo.

Visitamos al fin lo más interesante para nosotros, lo que nos trajo á
Macao con el atractivo de la devoción literaria. El gobernador nos
muestra el jardín donde está la gruta en cuyo interior meditaba y
escribía Camoens durante las horas calurosas de este país casi tropical.
Dicho jardín tiene un atractivo comparable al de los muebles que
empiezan á envejecer. En sus arriates y arboledas se mezclan la
melancolía de los antiguos huertos chinos y la majestad de los jardines
portugueses de Cintra. Vemos estatuas de mandarines que tienen la cabeza
y las manos de loza. El resto de su cuerpo está formado con plantas á
las que dieron forma humana los jardineros con sus tijeras.

El retiro predilecto del poeta ha sido desfigurado y vulgarizado por una
admiración excesiva. La gruta no es más que un corredor entre grandes
piedras, ocupado ahora por el busto de Camoens. Todas las rocas próximas
desaparecen bajo lápidas que ostentan grabados fragmentos del autor de
_Os Lusiadas_ ó versos de autores célebres que le glorifican. Tantas
placas de mármol dan á este lugar, que con razón puede llamarse poético,
un aspecto antipático de cementerio.

Algunos vecinos de Macao, especialmente parejas jóvenes, vienen á
merendar en el histórico jardín, y al son de un gramófono ó un
organillo bailan ante el busto coronado de laureles. No importa; es
fácil suprimir con la imaginación estas fealdades de la realidad y ver
el antiguo huerto tal como fué, con sus arboledas pendientes, su breve
gruta limpia de adornos, y meditando bajo la fresca arcada el hidalgo
portugués tuerto en la guerra, soldado heroico como el manco Cervantes,
y desterrado de Goa á uno de los lugares más lejanos de la monarquía
lusitana, dueña entonces de colonias en las dos costas de África, en el
mar de las Indias y en los archipiélagos situados más allá del estrecho
de Malaca.

Al cerrar la noche abandonamos la calle principal de Macao, abundante en
bazares chinos, para correr las callejuelas adyacentes, que ofrecen á
dicha hora un aspecto interesante.

Macao no goza fama de ser un lugar de virtudes, mas no por eso debe
considerársele peor que los otros puertos del Extremo Oriente. Se
diferencia de ellos en que los defectos de la vida china están aquí
reglamentados, y por ello más á la vista que en las demás ciudades. Esta
reglamentación sirve para que el viajero pueda verlos más directamente y
con mayor seguridad al hallarse todos ellos bajo la vigilancia de la
policía.

La pequeña península de Macao, sin más tierra que la de sus paseos ni
otra industria que su puerto, sólo ha podido vivir imponiendo
contribuciones públicas á los vicios de la población china. Estos vicios
son inevitables. En Shanghai, en Hong-Kong, en todas las ciudades del
Extremo Oriente, existen en mayores proporciones y sus explotadores
pagan en secreto á las autoridades por su tolerancia, lo que sirve
únicamente para el aumento de la fortuna personal de éstas. En Macao
satisfacen un impuesto público, severamente administrado, y sus
productos no sirven para enriquecer á ningún funcionario, empleándose
por entero en grandes obras públicas, como la construcción del nuevo
puerto, que cambiará completamente la vida de la colonia.

El gran vicio chino es el juego, y en Macao es libre. Algunos llaman á
este pequeño país el «Monte-Carlo del Extremo Oriente», y lo sería en
realidad si tuviese más próximas las grandes ciudades de Cantón y
Hong-Kong. El juego favorito de los chinos se llama el «Fan-tan».

Entramos en una de las casas dedicadas á este vicio nacional. Hay tantas
de ellas que resulta difícil escoger. Todas tienen en sus fachadas
anuncios luminosos y rótulos chinescos en grandes bandas de tela
colgante. También se ven en las mismas calles fumaderos de opio con sus
lamparillas de luz fúnebre y sus duros lechos de asceta; pero ¿á quién
puede interesarle un fumadero de opio en esta ciudad que es el principal
depósito de dicho artículo?...

Los portugueses de Macao no merecen las censuras hipócritas que les
dedican otras colonias europeas de Asia. Nunca ha impuesto Portugal á
cañonazos el consumo de la citada droga, como Inglaterra, que hizo en
1842 la llamada «guerra del opio». Los mercaderes de Macao la venden á
los buques que vienen á buscarla, y esta operación comercial proporciona
un ingreso al Tesoro público. Lo mismo la pueden encontrar los chinos en
otras colonias gobernadas por europeos, pero de un modo oculto, y lo que
entregan por hacer tal negocio lo guardan en su bolsillo particular las
autoridades.

Resulta el juego del «Fan-tan» lento y de prolongada emoción, como al
chino le place que sean todas sus diversiones. La rapidez pugna con los
gustos de su vida. La enorme mesa de juego está en el piso bajo, y en
torno á ella se agrupan los «puntos» de clase ínfima, coolíes, marineros
y trabajadores del puerto.

Subimos por una escalera bien iluminada al piso superior. El suelo está
perforado por una gran abertura oval, que da exactamente sobre la mesa
colocada en el piso bajo. En torno á su barandilla se sientan en
banquetas de hule los jugadores de más distinción. Ciertas casas tienen
una segunda y una tercera galería en sus pisos superiores, lo que
triplica ó cuadruplica el número de las personas que intervienen en el
juego. Asomados á cada baranda, unos empleados reciben el dinero de los
jugadores de su piso y lo bajan hasta la mesa en pequeños cestos
pendientes de cordeles, indicando con unas vocecitas que suenan como
chillidos de gato el número y la cantidad de las apuestas.

Este público del primer piso resulta para mí de gran novedad. En ninguna
de las ciudades chinas había visto tales personajes. Me siento entre
algunos viejos con aire de mandarín venido á menos. Son letrados de
exquisitos modales que han perdido tal vez una carrera brillante por las
villanías propias del juego. A pesar de sus ojitos que no son más que
dos líneas negras entre párpados que parecen cosidos, de su faz amarilla
y arrugada y de sus bigotes colgantes, me recuerdan á muchos _gentlemen_
arruinados que conocí en Monte-Carlo.

También puedo examinar aquí de cerca á las mujeres chinas en plena
libertad. Van vestidas con pantalones y blusas de rica seda azul; llevan
un flequillo de pelo sobre la abultada frente; en su pecho y sus muñecas
centellea la pedrería de abundantes joyas; fuman sin parar cigarrillos
con perfume de opio, sosteniendo entre dos dedos una larguísima boquilla
de carey; ponen una pierna sobre otra, saliéndoles del ancho pantalón
unas pantorrillas delgadas que no se armonizan con la anchura de su
rostro; ríen con cierta insolencia, murmurando palabras ininteligibles,
mientras examinan fijamente á las señoras europeas que acaban de
entrar. Todas juegan sumas considerables, manejando el dinero con una
inconsciencia oriental. Las más de ellas son cocotas nacionales,
residentes en Hong-Kong y Cantón, y han venido á Macao para jugar al
«Fan-tan» con permiso de los opulentos comerciantes que las mantienen.

La mesa está presidida por una especie de mandarín de barbas lacias y
blancas, que desarrolla con una lentitud majestuosa la marcha del juego.
Tiene á su lado un gran montón de _sapeques_, piezas metálicas con un
agujero en el centro. Agarra sin mirar un puñado de tales monedas y las
coloca bajo una maceta de hojalata vuelta boca abajo. El juego consiste
en levantar dicho receptáculo cuando todos, en los diversos pisos, han
hecho ya sus puestas, y con una varilla muy larga, para que no haya
sospecha de trampa, va separando los _sapeques_ por grupos de á cuatro,
hasta que al final quedan unas piezas sueltas, que pueden ser cuatro,
tres, dos ó una, números á los que arriesgan su dinero los jugadores.

Esta separación de cuatro en cuatro la va haciendo con una lentitud
desesperante, pues así le gusta al público. El chino no conoce el valor
de las horas. Además, no hay miedo de que se cierre el establecimiento.
Las casas del «Fan-tan» carecen de puertas y las partidas se suceden día
y noche, renovándose el personal de la mesa. Hay «puntos» que se hacen
traer la comida de un figón inmediato, duermen sobre la banqueta de hule
cuando les rinde el sueño y no salen de la timba en varias semanas,
mientras les queda un peso mejicano.

Algunos de estos jugadores dan pruebas de una visualidad maravillosa.
Apenas el venerable personaje levanta el vaso y empieza á contar las
piezas, adivinan desde el piso superior con una mirada de águila
cuántas quedan en el confuso y enorme montón, anunciando por anticipado
el número ganancioso.

Mientras las señoras vuelven al palacio del gobernador, donde nos espera
un gran banquete, corro yo con uno de sus ayudantes, el teniente de
navío Sebastián Da Costa, notable escritor portugués, á conocer otra de
las singularidades del viejo Macao, la llamada «rua da Felicidade». Esta
calle de la Felicidad resulta semejante por su tráfico á las que existen
en todos los puertos de mar, pero aquí ofrece el interés de ser
únicamente chinos los que la frecuentan, empujados por el acuciamiento
de la lascivia.

Se compone de casas estrechas, cuyo piso bajo ocupa enteramente la
puerta. A través de su abertura se ve una especie de zaguán con el
arranque de la escalera que conduce á las habitaciones superiores, y
algunos asientos chinescos, ocupados por las dueñas y sus amigas. Son
mujeronas de cabeza voluminosa, miembros delgados y grueso tronco, con
una nariz tan aplastada que apenas si resulta visible cuando sitúan de
perfil su ancho rostro, amarillo como la cera. Estas hembras maduras,
retiradas de las peleas sexuales, fuman gruesos cigarros mientras
conversan lentamente. Otras se peinan entre ellas á la luz de una
lámpara colocada ante sus ídolos predilectos.

Las pensionistas de dichas casas juegan en medio de la calle, como un
colegio en asueto. Verdaderamente es la función que les corresponde, á
juzgar por sus pocos años. Todas ellas son chinitas apenas entradas en
la pubertad. Se persiguen como gatas traviesas, dando maullidos de
regocijo. Algunas se acercan á nosotros después de colocarse ante el
menudo rostro una careta de gesto monstruoso, una máscara espantable de
dragón ó de genio, como únicamente saben imaginarlas los artistas
chinos, y las pobrecitas rugen para infundirnos pavor, riendo á
continuación de su travesura.

Nos fijamos en los diversos altares de las casas. Todos ellos guardan
bajo marco imágenes de papel doradas y multicolores: dioses ó diosas de
las Aguas, del Viento, de la Felicidad, etc. En algunas de dichas
viviendas las huéspedas no tienen dinero para adquirir divinidades
protectoras, mas no por eso carecen de altar. Han colocado en la pared,
bajo doseles de colores, un anuncio de la Compañía Trasatlántica
Japonesa, con un vapor de cuatro chimeneas y un mar de grandes olas, y
le encienden todas las noches su lámpara, lo mismo que en las casas
vecinas. Tales improvisaciones no asombran á ningún chino.

Volvemos á atravesar la gran calle de Macao, que tiene en las primeras
horas de la noche un aspecto de capital de provincia. Pasean por sus
aceras numerosos sacerdotes y oficiales vestidos de paisano; jóvenes de
una elegancia marcial, con gran fieltro á lo mosquetero y chaleco
blanco.

Nos obsequia el gobernador Rodrigues con una magnífica comida en su
palacio. Admiro los salones de esta residencia, que no es vieja pero
empieza á adquirir el encanto de lo antiguo. Muchos de sus muebles
proceden de Cantón y tienen más de un siglo. En los rincones hay grandes
ánforas de porcelana multicolor, como las fabricaban los chinos en otros
tiempos.

Con el deseo de que viésemos Macao detenidamente, no ha querido el
doctor Rodrigues dejarnos partir á media tarde en el vapor de Hong-Kong.
Por miedo á los asaltos de los piratas, este vapor emprende su regreso
poco después de su llegada, para que no le sorprenda la noche en el
camino. Las aguas portuguesas son las más seguras. El vigía del castillo
de Macao sigue durante dos horas la marcha de los buques por el enorme
espacio de mar abierto ante la ciudad, y puede dar aviso á los cañoneros
portugueses si nota algo extraordinario. Lo peligroso es el dédalo de
canales é islas inmediato á Hong-Kong, y el vapor-correo procura pasarlo
antes que se oculte el sol.

Nosotros saldremos de aquí después del banquete. Un remolcador del
puerto se encargará de llevarnos á Hong-Kong. Hasta las once de la noche
estamos en la grata compañía del gobernador, su esposa é hijas y las
familias de sus ayudantes. Nos vemos tratados con la proverbial cortesía
de los hidalgos portugueses. Algunas damas cantan _fados_ y romanzas
sentimentales de la patria lejana. Cuando cesa la música hablamos de lo
que fueron los navegantes portugueses y españoles dentro de la historia
del progreso humano.

Salimos para Hong-Kong en el pequeño vapor. Va tripulado por media
docena de marineros que son chinos de Macao. Su patrón parece ser el
único portugués, pero acabo por creerle también mestizo, nacido en la
colonia. Todos ellos se entienden en lengua china para sus maniobras.

El barco tiene en la proa un cañoncito de tiro rápido cuidadosamente
enfundado, á causa de la humedad atmosférica. Creo además que los
tripulantes llevan algunas carabinas... pero ¡vamos encontrando en
nuestro camino tantos juncos! Pasamos al lado de buques que resultan
enormes si se les compara con nuestra pequeñez, y de su interior puede
desplomarse repentinamente sobre esta cubierta una cascada de diablos
amarillos y medio desnudos, que se apoderarían del barquito antes de que
nadie pudiese desenfundar el cañón ni tocar una carabina.

Pienso que si los tripulantes de algunos de los juncos de comercio
supiesen quién viene en este pequeño buque se sentirían inclinados á
intentar una aventura capaz de enriquecerlos. Por suerte, para todos los
navíos de forma arcaica y su marinería vagabunda que sólo se muestra
honesta cuando ve próximos los golpes, nuestra embarcación no es más que
un cañonero de Macao que se dirige á Hong-Kong en plena noche por un
asunto del servicio.

Sospechas ó inquietudes van desapareciendo según avanza nuestra
navegación sobre las aguas del estuario. El misterio de la noche nos
penetra y nos avasalla. Queremos gozar la belleza de la hora presente,
que tal vez no volveremos á conocer nunca en lo que nos resta de vivir.

Si me preguntan cuál es la sensación más honda y duradera de mi viaje
alrededor del mundo, tal vez afirme que el viaje de Macao á Hong-Kong,
sobre un mar dormido como una laguna, bajo la cúpula de una noche
esplendorosa, con el incentivo de marchar en el misterio, costeando
peligros y casi al ras de las aguas. El mar es muy distinto cuando se
navega por él pudiendo tocarlo con la mano á como se ve desde la última
cubierta de un trasatlántico, alta como la plataforma de una torre.

Ha surgido la luna sobre el lomo obscuro de una de tantas islas. Es
simplemente un cuarto creciente, pero la vagorosa luz traza un ancho
camino de lácteo resplandor sobre la llanura lóbrega moteada de rojo por
las lucecitas de los juncos. Las estrellas son tantas en este cielo
tibio, que al levantar la cabeza para verlas, parpadean los ojos cual si
lloviese sobre ellos polvo de luz. Detrás de la popa huye el camino
lunar, ondeado por el cabrilleo de las aguas. Este camino forma un
triángulo. Se estrecha hasta unir sus dos bordes en el límite del
horizonte y sobre este vértice asoma á intervalos un diamante rojo que
lanza contados centelleos, siempre los mismos, y vuelve á ocultarse en
momentáneo eclipse: el faro de Macao.

Ofrece la proa un espectáculo más extraordinario al deslizarse por sus
dos flancos el agua partida en espumas.

¡Las fosforescencias del mar chino!... En noches anteriores, al pasar la
bahía de Hong-Kong sobre los vaporcitos que van y vienen entre la ciudad
y la península de enfrente, llamó mi atención un resplandor verde de las
aguas próximas. Creí al principio en un reflejo de la luz de posición,
situada en el puente, y que corresponde al lado de estribor. Pero al ver
que en el costado opuesto no existía ninguna luz roja y las aguas
seguían brillando con la misma luminosidad verde, me di cuenta de que
era un reflejo fosforescente como no lo había visto nunca en otros
mares.

Ahora, al regresar de Macao, considero casi insignificante la
luminosidad extraordinaria de la bahía de Hong-Kong. Aquí, en pleno
estuario, donde el agua tranquila de los canales es una mezcla de la
salinidad de las mareas oceánicas y los aportes dulces del río Perla,
cargados de vida animal, la fosforescencia resulta algo inaudito, algo
que nunca pude concebir que existiese.

Brillan junto al buque, durante largos espacios de tiempo, las aguas que
nos rodean, con una luminosidad igual á la de Hong-Kong. Es el mismo
espejismo de ojos felinos que he visto tantas noches en mis travesías á
América... De pronto ocurren mudas explosiones de luz á flor de agua,
como si la proa, al avanzar, fuese rompiendo focos eléctricos. Parece
que en el seno del estuario se alumbren de pronto innumerables tubos de
mercurio, que revienten grandes bolsas luminosas, esparciendo un
resplandor verde semejante al de los teatros y los _cabarets_ de última
moda; y el buque entero queda envuelto por unos segundos en una aurora
inverosímil que parece de otro planeta.

Sentados en la proa unos junto á otros, viajamos á través de la
obscuridad sin poder vernos, y de repente nos contemplamos de cabeza á
pies, con un color de exhalación eléctrica que en el primer momento nos
hace inconocibles.

Menospreciamos el abrigo del único camarote del barco para no perder
este espectáculo ultraterreno, y seguimos en la cubierta, con las ropas
chorreando humedad, temblorosos de frío, mientras vamos pasando entre
islas de una temperatura tropical. Esperamos un nuevo reventón de
resplandores mágicos en el seno de las aguas.

Queremos ver una vez más, bajo esta luz de misteriosa apoteosis, el
deslizamiento de los peces despertados por nuestra proa, negros y
elípticos como manchas prolongadas de tinta china.



XIV

EL PUEBLO FILIPINO

     La bahía de Manila.--Obsequios de filipinos y españoles.--Limpieza
     y elegancia de la ciudad.--El traje gracioso y señorial de las
     mujeres.--Los jardines.--Las escuelas y su profesorado
     filipino.--Generosidad del gobierno americano para el sostenimiento
     de la enseñanza.--Ansia del filipino por instruirse.--La
     colonización española.--Su trabajo fundamental, penoso y mal
     conocido.--Filipinas desea ser independiente.--Suavidad del régimen
     americano.--Autonomía dada por Wilson.--Palabras de un tribuno
     filipino.--El gobernador Wood.--Lo que dicen unos y otros.--Mi
     opinión particular.


Dos días después, á la salida del sol, cruza el _Franconia_ un estrecho
entre la tierra firme y la llamada isla del Corregidor.

Se extiende ante nuestra proa un mar tranquilo, luminoso, como los lagos
cantados en odas y romanzas. Parece no tener límites, lo mismo que el
Océano, á causa de la neblina sutil que cubre el horizonte con sus
telones de gasas doradas. Es la famosa bahía de Manila.

Navegamos por ella mucho tiempo, viendo las blancuras de Cavite á
nuestra derecha. Enfrente van asomando, poco á poco, sobre la llanura
azul, los nuevos muelles de Manila, las techumbres de sus almacenes, las
arboledas de sus jardines y el caserío albo, amarillo y rosa, sobre
cuyos tejados se remontan las torres de las iglesias.

Ha quedado en mi memoria la capital de Filipinas como algo que vive
aparte de todas las sensaciones aglomeradas durante mi viaje. Sólo
permanecí en ella un par de días no completos y una noche, pero estas
docenas de horas valen como si fuesen meses; tantos fueron los nuevos
amigos que adquirí en dicho espacio de tiempo, las ideas que recibí de
ellos, las manifestaciones afectuosas de que me vi objeto.

Únicamente pude ver Manila, y aunque es ciudad hermosa, merecedora de
gran interés, su conocimiento no autoriza para poder hablar del
archipiélago filipino. Éste es casi un mundo; tiene más de doce millones
de habitantes y consta de 3.000 islas entre grandes y pequeñas, según me
afirman los que lo han explorado con detención.

Deseo volver sin prisa á este país, donde se mezclan en el momento
presente tres siglos de civilización española, el aporte continuo de los
Estados Unidos, nación la más progresiva de nuestros tiempos, y las
influencias que envían diversos pueblos de la tierra por encima del
Océano, como esos polen de larga fecundación capaces de reproducir
vegetaciones exóticas á distancias enormes. Siento interés por estudiar
y describir detenidamente la vida de esta antigua colonia española, que
es hoy un Estado autónomo y aspira con fe inquebrantable á convertirse
en una República independiente. Mas por ahora tendré que limitarme á
contar lo que vi, expresándolo con un juicio sereno, libre de
sugestiones.

Enumeraré con brevedad los honores que filipinos, españoles y
norteamericanos residentes en el archipiélago me dispensaron durante mi
breve permanencia en Manila. En los salones del Casino Español fuí
obsequiado con un banquete de más de trescientos cubiertos, al que
asistieron las primeras autoridades americanas y todos los individuos de
la Asamblea filipina, senadores y representantes. En la misma noche di
una conferencia en el teatro, y al día siguiente, otra de carácter
literario en la Escuela Normal. El Senado de Filipinas me recibió en
sesión solemne, con asistencia además de los diputados que forman la
Cámara de representantes, concediéndome el alto honor de ocupar un
asiento al lado de su presidente, y éste me saludó con las más
satisfactorias expresiones que puede recibir un escritor amigo de la
libertad. Finalmente, el general Wood, gobernador de Filipinas, me dió
un almuerzo en su palacio de Malacañang, antigua residencia de los
capitanes generales españoles.

Al anclar el _Franconia_, vi cerca de él á un vapor de la Trasatlántica
Española, el _Isla de Panay_, completamente empavesado, con aspecto de
gala. Creí que era este adorno por alguna festividad nacional. Luego
experimenté una de las mayores emociones de mi vida al saber que las
banderas y los gritos de la tripulación asomada á las bordas eran para
saludar mi llegada. Antes de dirigirme á la ciudad subí al _Isla de
Panay_, deseoso de responder á este saludo espontáneo. Bebí una copa de
champaña con el capitán y los oficiales, recibiendo los abrazos de la
marinería, que mostraba un gozo sincero al encontrarse con un español
conocido de todos ellos tan lejos de la madre patria.

Uno de los más afectuosos en sus manifestaciones fué el capellán del
_Isla de Panay_. Durante mi permanencia en Manila se mostraron
igualmente efusivos conmigo numerosos frailes españoles que asistieron á
mis dos conferencias; unos, profesores de la Universidad Católica de
Manila; otros, aficionados a las lecturas literarias. Estando á tres mil
leguas de la patria parecen empequeñecerse nuestras particulares
apreciaciones sobre los misterios que rodean la vida, y nos atrae con
repentino sentimiento de fraternidad la condición común de españoles.

Mi primera impresión al visitar Manila fué igual á la del que entra en
una casa pulcra y clara, después de haber atravesado varias calles
rebullentes de muchedumbre, luminosas, pero sucias. Creo que todos los
que lleguen á Filipinas, después de viajar por la China y otros países
del Extremo Oriente, experimentarán la misma impresión.

Tiene Manila un aire de estabilidad, de solidez y señorío, que contrasta
con el aspecto ligero y provisional de las ciudades del Extremo Oriente,
hechas de madera y tejidos de bambú. Los edificios, aunque de poca
elevación, son fuertes; los templos y los baluartes de la gran muralla,
estilo Vauban, construída por los españoles, dan á Manila una respetable
antigüedad. Hasta las cabañas, hechas sobre pilotes y con tejidos
vegetales, que sirven de vivienda al pueblo en los suburbios, están
alineadas con un método que parece revelar la cohesión de este país.
Digámoslo de una vez. Filipinas tiene un pasado histórico--el de su
infancia--, y quiere llegar á la completa virilidad sin perder su
fisonomía propia.

La limpieza de Manila se refleja en sus habitantes. De todas las
capitales de Asia, incluyendo las mejores colonias de origen europeo, es
Manila la ciudad más pulcra y elegante. Las mujeres van vestidas con el
traje nacional, que sorprende por su gracia y su distinción á las
viajeras de gustos más refinados. Todas llevan una falda de cola larga,
como si fuesen á entrar en un baile solemne, y se la recogen con gracia
señorial. Sobre esta falda de seda, que es de diverso color, según el
gusto de quien la usa, llevan todas ellas un corpiño hecho de encajes
filipinos, célebres por su artística sutilidad. La gorguera del escote
y unas puntas sobre los hombros parecen de lejos los extremos de unas
alas plegadas, dando á las filipinas cierto aspecto de mariposas, como
si fuesen á abrir de pronto unos brazos voladores, elevándose sobre el
suelo.

Los hombres son igualmente de una elegancia que puede llamarse tropical.
Nunca he visto muchedumbres tan blancas é inmaculadas. El calor hace
sudar copiosamente, pero los filipinos cambian varias veces de traje
durante el día, y es imposible sorprender en ellos la más leve mancha.

Mientras daba mi conferencia en la Escuela Normal, no pude menos de
admirar el hermoso golpe de vista que ofrecía un público de dos mil
hombres, todos vestidos de blanco, con corbata negra. Dentro de él se
destacaban lo mismo que arriates floridos los colores violeta, rosa ó
azul celeste de los grupos de damas llevando el traje nacional.

Al aspecto limpio de esta ciudad y á la elegancia de sus habitantes hay
que añadir la hermosura de su flora. En los jardines se ven árboles de
extrañas formas para los ojos europeos, cuyos nombres no tengo tiempo de
conocer. En los alrededores de Manila corre el automóvil á través de
campos sobre los que yerguen su aéreo surtidor de verdes plumajes
innumerables especies de palmeras. Atravesamos un jardín con unos
arbustos grandes como árboles y flores enormes de un rojo mágico, que
recuerdan el jardín encantado de Klingser en la leyenda wagneriana de
Parsifal. Algunos pasos más allá empiezo á ver tumbas entre esta
vegetación maravillosa, y me entero de que marchamos por un cementerio.
Creo que en ninguna parte de la tierra la fealdad de la muerte ha
logrado ocultarse bajo una envoltura tan seductora.

En la mesa, á la hora de los postres, es cuando se aprecia mejor la
dulce fecundidad de este suelo paradisíaco, saboreando frutos que
existen indudablemente en otros países tropicales, pero en ninguno de
ellos llegan á adquirir la sabrosa madurez que en Filipinas.

De todo cuanto me muestran en Manila lo más extraordinario son las
escuelas. Yo he viajado por la mayor parte de los Estados Unidos y
conozco el enorme desarrollo de su enseñanza pública. Por eso puedo
afirmar que las escuelas de filipinas son superiores á las de muchos
Estados de la gran República. Hay que añadir que su profesorado, tanto
masculino como femenino, está compuesto de hijos del archipiélago. Pude
conversar en varias escuelas con maestros y maestras. Ellos son unos
_gentlemen_ pulcramente vestidos con el traje de ceremonia del país,
_smoking_ blanco y corbata negra. Ellas llevan la falda de seda y el
corpiño de gasa, pues por nacionalismo consideran oportuno dar sus
lecciones vistiendo á la filipina.

Todos revelan en su conversación una gran cultura, un continuo estudio,
un ansia insaciable de saber. Esto último es lo que caracteriza á los
filipinos modernos. Maestros y discípulos desean siempre saber más;
sienten una verdadera hambre de conocimientos y prestan una atención
concentrada á toda novedad intelectual que les sorprende.

Las escuelas son muy grandes. El miedo á los temblores de tierra no
permite elevar los edificios, pero éstos compensan la escasez de pisos
superiores con la ocupación de vastos terrenos. A pesar de su amplitud
casi resultan estrechas, tanta es la población escolar que viene á
ocuparlas todas las mañanas. Los niños acuden gozosos á estos edificios,
como si fuesen lugares de placer infantil, tan atractiva y dulce resulta
en ellos la enseñanza. Llama inmediatamente la atención el gesto
reflexivo con que escuchan á sus maestros, la ansiedad que muestran por
no perder una palabra de sus explicaciones.

También es admirable la agilidad de sus manos al realizar en horas de
descanso algunas labores de tejido artístico. Esta ligereza manual es
una condición asiática. Ningún niño de los Estados Unidos ni de Europa
podría fabricar los cestos festoneados, las cajas redondas de colores
que tejen con el mayor desembarazo niños y niñas de ocho á diez años en
las escuelas de Manila.

Una visita á dichas escuelas sirve para adquirir la convicción de que
éste es un pueblo de gran inteligencia nativa y no menos facilidad para
aprender cuanto se le enseñe. Gracias á sus condiciones naturales no
perderá nunca su personalidad propia, resistiéndose á cuantas
influencias extrañas intenten arrebatársela.

Sería injusto olvidar que el ensanchamiento de la escuela en Filipinas y
la esplendidez con que se atiende á las necesidades de su enseñanza es
un resultado de la influencia de los Estados Unidos. Todos los
gobernadores americanos se han preocupado especialmente de la
instrucción pública. Con ello satisfacen el anhelo más ferviente del
pueblo filipino, deseoso de aprender, siguen al mismo tiempo la
tradición de los Estados Unidos, que siempre consideraron la enseñanza
como la primera función pública, y realizan un trabajo lento de
conquista espiritual, del que hablaré más adelante, y al que confían el
éxito definitivo de su dominación.

Igualmente sería enorme injusticia negar ú olvidar que España, durante
su época colonial, ilustró á este país como podía hacerse entonces. Tres
siglos de civilización española han quedado para siempre en la historia
de Filipinas, con las torpezas y errores propios de otros tiempos, pero
igualmente con todos sus adelantos espirituales. El cristianismo de los
filipinos es obra de los sacerdotes españoles. Ellos enseñaron á leer á
las masas indígenas. Las autoridades enviadas por la metrópoli lejana
fueron estableciendo aquí todos los progresos del resto del mundo,
teniendo que luchar para ello con las distancias, considerablemente más
grandes en aquella época de navegación á vela, cuando aún existía
intacta la muralla arenosa del istmo de Suez.

Sin la colonización española el filipino habría llegado á los tiempos
modernos en un estado de cultura embrionaria y paralizada, semejante al
de las tribus que todavía existen en muchos archipiélagos vecinos ó como
el de los pueblos mahometanos que tantas veces constituyeron un peligro
para Manila con sus piraterías.

A España le correspondió aquí el mismo trabajo que en las repúblicas
americanas que hablan su lengua. Echó los cimientos del edificio, lo más
pesado y menos agradecido, lo que exige mayores esfuerzos y queda oculto
á las miradas superficiales. Ella tuvo que luchar con la primitiva
barbarie, estableciendo las bases fundamentales de la civilización.
Luego llegan los pueblos modernos, los últimos que triunfaron, y al
encontrarse con la sólida y ruda obra sin terminar, se encargan de los
adornos de su fachada, columnas, capiteles, cornisas, todo lo que supone
refinamiento y atrae la admiración frívola del curioso; pero las paredes
maestras, los fundamentos ocultos bajo el suelo, son obra del albañil,
que sudó y se esforzó más que nadie, para ver finalmente su trabajo
olvidado ó menospreciado.

Por suerte, este olvido no puede durar siempre. Un edificio, para
remontarse, necesita reforzar sus cimientos; y á causa de esto todos los
pueblos civilizados en otros siglos por España, si quieren hacerse más
grandes, tendrán que ahondar en su base, y al hacerlo encontrarán las
virtudes del primer constructor: la paciencia y la fe de España.

Nuestro país, que tantos errores cometió de carácter rudamente paternal
al extender su civilización sobre la mayor parte del planeta, dió
muestra al mismo tiempo de una virtud que no abunda en los dominadores
coloniales. Allá donde fué el español se unió con la mujer de la tierra,
constituyendo una familia. Entiéndase bien esto. Muchos colonizadores de
otras razas se unen también con la mujer del país, pero es tomándola por
concubina, y huyen luego, dejándola el presente abrumador de varios
bastardos. El español, por influencia cristiana ó por una predisposición
á igualarse con los indígenas, se casó en las colonias; mezcló su sangre
con la de los naturales, creó una familia legal, y en todas partes son
sus nobles y legítimos descendientes los mestizos que ostentan sus
apellidos.

Los hombres no viven únicamente de pan. Una metrópoli poderosa se engaña
si cree que dando á sus colonias los adelantos materiales se lo ha dado
todo. El hombre necesita el alimento moral de la consideración; y los
españoles, que en el terreno político fueron siempre poco propensos á la
igualdad, la practicaron como nadie en la vida moral y en la familia,
emparentando con los del país sin mantenerse en orgulloso aislamiento,
como lo hacen otros pueblos dominadores.

Durante mi visita á Manila encuentro á los filipinos en una gran
efervescencia política. Debo hablar de ella, pues el motivo de dicha
agitación es hondo y permanente. Tengo la certeza de que va á repetirse
durante años y años de un modo pacífico, y sólo tendrá término cuando se
realicen los deseos de todos. El pueblo filipino quiere ser
independiente. Antes de seguir adelante necesito hacer una aclaración.
Siento desde hace muchos años honda simpatía por los Estados Unidos de
América. Para mí, el régimen menos imperfecto, dentro de la imperfección
humana, es la República federal, tal como ellos la establecieron. Además
considero al pueblo norteamericano como la más ordenada y consciente de
todas las democracias que han existido en la Historia. Al mismo tiempo
me inspira un afecto fraternal el pueblo filipino. Después de mi paso
por Manila, admiro su fe y su tenacidad para conseguir una existencia
independiente, y deseo que obtenga todo lo que pueda favorecer su
bienestar y su progreso.

Encontrándome entre estos dos afectos que en ciertos puntos resultan
contradictorios, voy á mencionar con fría imparcialidad lo que dicen
unos y otros.

Se sublevó el pueblo filipino contra la dominación española
considerando, como todas las repúblicas hoy florecientes de América, que
era ya bastante crecido para marchar por sí solo. Procedió como los
hijos que por ley natural abandonan la casa paterna. Cuando los
acorazados de los Estados Unidos desembarcaron sus tropas en Cavite
existían una República filipina y un ejército filipino. Los Estados
Unidos les ayudaron en su guerra contra la monarquía española, y...
todavía no han abandonado el país.

La gran República americana no es un Imperio de rapiña, una nación sin
más ley que la fuerza, de esas que proceden en el curso de la Historia
lo mismo que un bandido actúa en una carretera, apoderándose de la
hacienda de los débiles porque son débiles. Muy al contrario, la
historia de esta gran democracia abunda en esfuerzos y hazañas á favor
de la libertad de los pueblos y la independencia de los humildes. Dicha
historia habrá tenido eclipses, como la de todas las naciones; pero es
indiscutible que los Estados Unidos arrostraron el peligro de morir
despedazados y sostuvieron la más terrible de las guerras por suprimir
la esclavitud de los negros, y hace pocos años vinieron
desinteresadamente á batirse en Europa, llamando á su cruzada generosa
«la guerra por la libertad del mundo».

El gobierno de Wáshington envió sus tropas á Filipinas para ayudar á los
naturales en su guerra contra la metrópoli y para proteger su
constitución futura de pueblo libre. A nadie se le puede ocurrir que la
generosa democracia americana hiciese tal intervención para apoderarse
simplemente de Filipinas y quedarse con el archipiélago, basándose en el
bandidesco principio de que el más fuerte puede apoderarse sin
escrúpulos de lo que pertenece á otros, aunque ellos no quieran. Esta
política cínica fué la del Imperio alemán, y levantó contra ella la
opinión de todo el mundo. Para seguir tan inmorales principios de
derecho no valía la pena destronar á Guillermo II.

Apresurémonos á decir que los Estados Unidos jamás han manifestado de un
modo preciso su voluntad de quedarse «para siempre» con Filipinas. Por
el contrario, muchos de sus gobernantes y sus directores de opinión han
reconocido á los filipinos la legitimidad de sus deseos en pro de la
independencia. Lo único que discuten es la oportunidad de tal
independencia, las condiciones actuales del archipiélago filipino para
disfrutarla, creyendo que aún no ha llegado el momento de que este país,
que tiene gran parte de su territorio en los albores de la civilización,
pueda llevar la existencia de un pueblo libre y sin tutela.

Hay que añadir lealmente que el régimen dulce y tolerante seguido aquí
por los Estados Unidos no se parece á la actitud que observan otras
naciones en los territorios que dominan. Después de la ocupación
militar, el gobierno de Wáshington dió al archipiélago un régimen
puramente civil, y en tiempo del presidente Wilson, este régimen, cada
vez más suave y transigente con los filipinos, se convirtió en una
verdadera autonomía. Hoy Filipinas tiene una Asamblea legislativa,
compuesta de un Senado y una Cámara de representantes, con ministros
hijos del país que trabajan á las órdenes del gobernador general, quien
es depositario absoluto del Poder ejecutivo. Pero con frecuencia surgen
conflictos entre estos dos poderes, y los legisladores se colocan en
actitud de protesta ante el gobernador enviado de Wáshington.

Un filipino ilustre, el gran orador Manuel Quezón, presidente actual del
Senado, expresó el verdadero sentimiento de su pueblo al decir en uno de
sus discursos: «No importa que sea suave el yugo de un poder extranjero;
no importa que pese ligeramente sobre los hombros; si no está impuesto
por la voz de su propia nación, el hombre no quiere, no puede ni cree
ser feliz bajo tal peso.»

Todo el pueblo filipino piensa del mismo modo con rara unanimidad.
Reconoce los beneficios de la dominación americana, agradece los
esfuerzos hechos por ella para difundir la enseñanza, las obras públicas
que lleva realizadas, la conducta benévola de las autoridades
extranjeras en muchos asuntos... pero quiere la independencia.

Algunos filipinos conservadores intentaron crear partidos transigentes,
poniéndose de acuerdo con las autoridades americanas; pero fracasaron
por completo, faltos de apoyo popular. La Asamblea filipina, aunque
compuesta de diversos grupos políticos, es en absoluto partidaria de la
independencia, pues todos sus individuos comulgan en el mismo ideal.
Cuando se realizan nuevas elecciones, únicamente triunfan los candidatos
nacionalistas, que son los sostenedores de la independencia del
archipiélago.

A los filipinos eminentes que trabajaron y murieron por la liberación de
su país han sucedido otros muy jóvenes, que luchan con no menos
entusiasmo, dentro de una política pacífica.

Pueden contarse á docenas los hombres notables de este movimiento.
Sergio Osmeña, talento organizador, sabe razonar con una lógica
avasalladora; Manuel Quezón, orador brillante, es el gran propagandista
del nacionalismo. Para servir mejor á su patria aprendió el inglés, de
tal modo, que puede pronunciar discursos en dicha lengua, y varias veces
ha hablado en Wáshington ante los representantes del gobierno y en otras
ciudades de los Estados Unidos, defendiendo la independencia filipina.

Es asombroso el espíritu liberal de la Constitución del pueblo
americano, respetuosa para el pensamiento y su emisión como la de ningún
otro país. Al amparo de ella los filipinos pueden abogar por su
independencia y arbitrar toda clase de medios y recursos para
conseguirla. Durante el gran banquete dado en mi honor por el Casino
Español estuvieron sentados cerca de mí, en la mesa presidencial, varios
almirantes y generales de los Estados Unidos que ejercen autoridad en
Manila. Estos militares de la más verdadera de las Repúblicas escucharon
con calma y respeto los razonados discursos de varios oradores filipinos
proclamando la necesidad de independencia que siente su patria y su
voluntad firmísima de trabajar por ella.

También son ardientes propagandistas el incansable Teodoro Kalaw,
presidente del Comité «Por la Independencia»; el enérgico senador
Alegre, que hizo sus estudios en España, y tantos otros que desisto de
nombrar, pues su mención resultaría larguísima.

El general Wood, actual gobernador de Filipinas y hombre de sólida
inteligencia, tiene un espíritu civil á pesar de su profesión de
soldado. Habla el español con facilidad, pues lo aprendió en su
juventud, y luego ha viajado mucho por la América de nuestra lengua y
por España. Le conozco desde que fué candidato en 1920 á la presidencia
de los Estados Unidos, y, como ya dije antes, me obsequió con un
almuerzo en su palacio, cuyos salones conservan aún los retratos de los
antiguos capitanes generales españoles. Sobre la puerta del palacio de
Malacañang queda también un gran escudo de España. Los gobernadores
americanos se han limitado á ensanchar el palacio, sin tocar un cuadro
ni un mueble de la antigua casa del gobierno español.

Hablo con Wood y otros personajes americanos residentes en el
archipiélago. Noto en todos ellos una simpatía sincera por los
filipinos. El gobernador no formula la menor queja contra los
partidarios de la independencia, á pesar de que en la actualidad, por la
pugna entre el Poder ejecutivo y el legislativo, algunos de aquéllos le
han atacado. Pero aquí los ataques no rebasan los límites de la política
y jamás resultan personalmente ofensivos, lo que prueba una vez más la
cultura de las costumbres.

Todos los americanos que trato en Manila muestran igual opinión. Nadie
niega rotundamente el derecho de los filipinos á su independencia. Sólo
discuten la oportunidad de esta independencia. No creen llegado el
momento de reconocerla.

--Si abandonamos Filipinas--dicen muchos de ellos--el pueblo no podrá
mantenerse independiente. Necesita un ejército, una gran marina, para
guardar sus tres mil islas. A las puertas vive el Japón, ansioso de
nuevas tierras para expansionarse. ¡Lo que tardaría á encontrar un
pretexto, á inventar un conflicto para dejarse caer sobre este
archipiélago!... Y si nosotros nos fuésemos, resultaría muy difícil que
pudiéramos repetir la visita. En los Estados Unidos todo lo dirige la
opinión, y es casi seguro que luego de habernos marchado, esta opinión
nos impediría volver, no queriendo arrostrar los peligros y gastos de
una guerra por un país abandonado antes.

Debo mencionar también lo que dicen los filipinos ansiosos de
independencia. Los más instruidos encogen los hombros cuando les hablan
de que una gran parte de su país está todavía á medio civilizar. Lo
mismo decían los ingleses cuando se declararon independientes las
colonias de América, teniendo á sus espaldas tres cuartas partes del
actual territorio de los Estados Unidos ocupadas por tribus enteramente
salvajes. El fantasma de la invasión japonesa no les impresiona gran
cosa. Con una arrogancia caballeresca, que revela su antigua educación
española, contestan simplemente:

--De ocurrir eso nos defenderíamos todos desesperadamente hasta morir.

Además, juzgan que no sería incompatible una completa independencia
filipina con el estacionamiento militar de los Estados Unidos en este
archipiélago, para tener una base fuerte cerca del Japón.

El argumento de que no están preparados para la independencia les hace
sonreir. ¿Dónde está el reloj que marca la hora justa para tal
reforma?... ¿Quién tiene el instrumento capaz de medir si un pueblo debe
ser independiente ó no merece serlo todavía?...

Esto lo considero cierto. Nadie puede probar que es nadador ó no lo es
mientras no se meta en el agua. Y para que un pueblo demuestre que
merece la independencia, lo primero es dársela.

Tengo mi opinión propia, formada después de oir á unos y á otros.

No niegan los Estados Unidos el derecho de Filipinas á su independencia,
ni lo negarán nunca de un modo terminante. Se oponen á ello sus nobles
tradiciones civiles. Existen dentro de la gran República imperialistas
que se muestran á veces cínicos y brutales en sus deseos, mas la inmensa
mayoría del pueblo americano es enemiga de guerras y dominaciones por la
fuerza, y cree generosamente que todo país debe gozar su libertad.

Pero no es menos cierto que el gobierno de Wáshington, teniendo en
cuenta los informes de las autoridades de Filipinas, aprecia cada vez
más el valor económico de este archipiélago y su situación estratégica,
deseando conservarlo á todo trance.

Para algunos americanos, nunca llegará el momento oportuno de dar á los
filipinos su independencia. Aunque todos los naturales del archipiélago
fuesen un portento de educación cívica, encontrarían siempre motivos
para decir que no era llegada la hora. ¡Es tan fácil inventar pretextos,
teniendo en cuenta la imperfección humana!... Confían en el tiempo y en
la escuela para que se adormezca poco á poco este sentimiento de
independencia, y acabe Filipinas por entrar mansamente en la
Confederación americana como un simple territorio.

La escuela de primera enseñanza emplea la lengua inglesa. Los profesores
filipinos dan sus lecciones en inglés, con arreglo á los métodos
oficiales. El español únicamente se estudia en la segunda enseñanza y en
la Universidad como una lengua extranjera.

El idioma moldea el alma; por eso la dominación americana ha creado aquí
escuelas verdaderamente maravillosas, y al dar al filipino más pobre una
educación brillante, procura hacer de él un futuro súbdito de los
Estados Unidos.

Los partidarios de la independencia velan á la parte de fuera de la
escuela. Jamás se ha hablado tanto en Filipinas la lengua española. En
tiempos de nuestra dominación, el pueblo, como señal de protesta,
hablaba el tagalo. Sólo los de una cultura superior conocían aquélla.

Ahora, como una afirmación de nacionalismo, los niños que hablan inglés
en la escuela aprenden el español en su casa, y esta es la lengua
espontánea muchas veces de sus juegos callejeros.

Después de extinguirse los apasionamientos propios de toda revolución,
los filipinos amantes de la independencia reconocen la parte de
beneficios que tuvo para ellos la civilización española, y adoptan
nuestra lengua como un arma de largo alcance. En todo el archipiélago,
según me afirman los conocedores, existen más de veinte lenguas
vernáculas, y el tagalo usado en Manila no es mas que una de ellas. En
cambio, el español tiene grupos parlantes en todas las islas. Además, es
la lengua de veinte naciones del Nuevo Mundo y de cien millones de
seres. Valiéndose de ella, los filipinos no quedan aislados en un
extremo del Pacífico y se ponen en comunicación espiritual con la mayor
parte de las naciones que acompañan á los Estados Unidos en el disfrute
del continente americano.

Yo veo la historia futura de Filipinas á modo de una carrera de jinetes.
La escuela oficial, magnífica y opulenta, fabrica americanos para el
porvenir. El nacionalismo filipino espera en la calle á las nuevas
generaciones y les inspira el amor á la independencia. El fuego sagrado
de la patria se va renovando así de pecho en pecho.

Es una obra de paciencia y de tenacidad. Esta lucha pacífica va á durar
muchos años; pero vencerán finalmente los filipinos si el entusiasmo que
muestran ahora no es una ráfaga estrepitosa y pasajera; si desafían al
cansancio, si no se desalientan ante lo largo del camino, y acaban por
convencer al pueblo americano de que son dignos de obtener su
independencia, provocando uno de esos arrolladores y generosos
movimientos de opinión tan frecuentes en la vida de los Estados Unidos.

Como dicen los cabalgadores de las llanuras sudamericanas: «Es asunto de
ver á quién de los dos se le cansará antes el caballo.»



XV

EN EL MAR DE LA INSULANDIA

     Un guerrero del aire.--El paso de la Línea.--Desfile de oasis
     montañosos sobre el desierto azul.--La historia del mundo
     reproduciéndose en cada isla.--Epopeya de los descubridores
     portugueses.--Lo que vieron un día en las Molucas.--Encuentro de
     los dos pueblos ibéricos al otro lado del planeta.--Los últimos
     héroes españoles del ciclo de los descubrimientos.--Mendaña y el
     oro del rey Salomón.--Una flota mandada por una mujer.--La
     almiranta doña Isabel.--El místico Quirós.--Llegada de la reina de
     Saba á Manila.--Los elefantes don Pedro y don Fernando.--Los
     descubridores de «Australia Ignota».--«Austrialia del Espíritu
     Santo».--El piloto Torres, primer explorador de las costas
     australianas.


Desde la barandilla de una cubierta saludo á los grupos de filipinos y
españoles que han venido á despedirnos. El muelle está repleto de
gentío. Los vendedores tagalos ofrecen pesados machetes, lanzas y
espadas flamígeras de los moros de Joló, primorosos encajes manileños,
cajitas fabricadas con fibras del país, y mis compañeros de viaje
adquieren estos recuerdos de su paso por la isla de Luzón.

Estrecho una vez más la mano de Potous, cónsul de España, que empezó su
carrera como magistrado, del conde de Paracamps, español de espíritu
progresivo y el más notable organizador que existe en Filipinas, del
ilustre periodista Romero Salas y otros amigos.

Unas señoritas vestidas de labradoras valencianas me entregan cestos de
flores. La colonia española, como recuerdo de mis dos conferencias, me
sorprende con un magnífico regalo. Recibo el saludo de varias damas
filipinas que llevan el traje nacional. Unas son directoras de colegio,
otras desempeñan cargos en la administración de justicia, lo que
demuestra la cultura de la mujer en este archipiélago.

Parte el _Franconia_ entre aclamaciones. Al mismo tiempo la atmósfera se
conmueve con un estrépito mecánico que parece ahogar los gritos de la
blanca muchedumbre agrupada en los muelles. Media docena de aeroplanos
militares evolucionan sobre nuestro buque, acompañándolo durante su
navegación por la bahía.

Viene con nosotros hasta Calcuta el general Mitchel, jefe de la aviación
americana, que en el último período de la guerra europea mandó las
fuerzas aéreas de todos los aliados. Es un hombre todavía joven y habla
correctamente el español por haber vivido en distintas repúblicas de
América. Luego de pasar varias semanas en Manila, continúa su viaje
alrededor del mundo, estudiando la aviación de las naciones y colonias
de Asia.

Este guerrero de la atmósfera me expone con voz dulce de poeta una serie
de «anticipaciones» capaces de asombrar á la imaginación mejor
preparada. Así me entero de cómo el avión ha cambiado completamente la
guerra, cómo acabará por hacerla imposible, cómo podrá igualar tal vez
un día su velocidad con la del curso del sol, dando las escuadrillas
voladoras la vuelta á nuestro planeta sin dejarse alcanzar por la noche.

Seis días va á durar nuestra navegación entre Manila y las costas de
Java. En esta travesía cortaremos la línea ecuatorial, y como son muchos
los viajeros que no han pasado dicha línea, los organizadores de
fiestas del _Franconia_ preparan su bautizo.

Conozco de sobra esta mascarada marítima que se desarrolla en los buques
al pasar el Ecuador. Siete veces he ido de Europa á la América del Sur y
otras tantas he hecho el viaje de vuelta. Como no me interesan los
desfiles de ondinas y tritones acompañados de estridentes músicas, el
cortejo burlesco de Neptuno, la inmersión de los neófitos en un estanque
improvisado y demás ceremonias burlescas que van á entretener á los
pasajeros durante un par de días, huyo de tales festejos, refugiándome
en la cubierta más alta, como lo hacen otros que también están cansados
del rito ecuatorial.

Compensa con exceso el espectáculo del mar la monotonía de nuestras
horas solitarias. Cruzamos una de las secciones del Pacífico más
hermosas y menos frecuentadas. La gran corriente de la navegación, al
venir de Hong-Kong ó Manila, tuerce hacia el Oeste buscando la puerta
del estrecho de Malaca, ó sea Singapore. Nosotros seguimos rectamente
hacia el Sur, cortando la línea ecuatorial por una ruta que únicamente
siguen los contados barcos que desde la China ó el Japón van á Java.

El mar es de un azul intenso, como si fuese sólido. Las nubes, bogando
aisladas en el cielo esplendoroso, también son de una blancura tan
espesa que parecen talladas en mármol, como las que figuran en los
altares. Saltan ante la proa enjambres de peces voladores. Agitan sus
alas unos momentos, y al volver á caer, parece que forcejean para
introducirse en el agua, como si la taladrasen. A un lado del buque, el
mar es de un azul compacto y mate; en el opuesto centellea como una
llanura sembrada de espejos rotos. La atmósfera, cada vez más caliente,
da un aspecto de solidez á la materia líquida y la materia gaseosa.

Transcurren los dos primeros días sin que veamos en el inmenso redondel,
del que somos eterno centro, una blancura de vela, un hilillo de vapor.
El Océano parece de una majestad sin objeto dentro de esta calma
desierta.

Pienso que nunca volveré á pasar por aquí. La líquida llanura ecuatorial
parece creada únicamente para los que permanecemos horas y horas en la
solitaria cubierta con un codo en la barandilla y el rostro sobre una
mano, embriagándonos de azul, de sol y de silencio. Pero nosotros
desapareceremos y las olas seguirán hinchándose en aristas infinitas, y
los peces continuarán sus saltos voladores, y se repetirán las albas y
los ocasos. Y cuando, transcurridos los siglos, no quede un hueso ni tal
vez dos moléculas juntas de la materia que forma ahora nuestros cuerpos,
se reproducirá igualmente este espectáculo que nuestra vanidad humana se
imagina fabricado expresamente para admiración y recreo de los
animalillos razonantes que pasamos metidos en una especie de dedal.

El día antes de la fiesta de la Línea y los días siguientes navegamos
entre islas. En estos parajes de la Oceanía próximos al macizo asiático
las hay á cientos y á miles. Unas pocas alcanzamos á verlas con nuestros
ojos. Detrás de ellas adivinamos con la imaginación toda la infinita
variedad del continente esporádico de la Malasia.

Algunas son picos de sombrío rosa, que emergen del mar con gorgueras de
espuma. Otras extienden una sucesión horizontal de montañas y playas.
Estas últimas no se ven á cierta distancia y las montañas parecerían
islas sueltas á no ser por las filas de cocoteros que surgen de la
orilla arenosa. Sus troncos delgados se disuelven en el azul del cielo;
sus copas robustas parecen hileras de embarcaciones negras flotando
sobre el mar.

Más adentro de las costas y empalidecida por la distancia, hay siempre
alguna montaña envuelta en nubes que aún parece más enorme por su
aislamiento; cono de volcán dormido hace miles de años. Los naturales de
la isla han poblado seguramente esta altura inaccesible con dioses y
demonios, dedicándoles sacrificios humanos desde el principio de su
historia. Siglos de guerras y matanzas han venido desarrollándose sobre
estos fragmentos de tierra, por los consejos y mandatos de los
habitantes de la Montaña Sagrada. Es todo un mundo igual al nuestro,
pero dentro de marco más reducido.

La isla queda atrás. Sólo es ya una mancha sombría, una nube á flor de
las aguas azules; luego se borra para siempre. Vienen al encuentro de
nuestra proa nuevas montañas con su cúspide envuelta en vapores, nuevas
arboledas bajas que parecen flotar sobre el horizonte, nuevas bocanadas
de perfume vegetal, caldeado por el sol y salado por la respiración
oceánica.

Apreciamos este mundo insular con una serenidad sintética y divinamente
superior á causa de nuestra situación. Somos ahora la inteligencia que
aprecia las cosas desde lo alto y pasa adelante, insensible á las
influencias del medio. Desembarcados en cualquiera de dichas islas
resultaríamos á los pocos meses uno más dentro del grupo humano que la
habita, sentiríamos la servidumbre del ambiente, se nos impondrían con
la fuerza del pasado personas y cosas. Pero vamos montados en una caja
de hierro, con agujeros redondos para ver y respirar, la cual lleva una
hoguera en sus entrañas y vence momentáneamente las influencias
esclavizadoras del tiempo y del espacio.

Pasamos á través de sociedades humanas que se mueven siglos y siglos en
el redondel aislado de estos oasis terrestres perdidos sobre el desierto
salobre. Dichos pueblos insulares no son para nosotros más que un
accidente de viaje. Los vemos como Gulliver á los pigmeos, y esta
momentánea superioridad nos permite apreciar por comparación la pequeñez
y monotonía de la historia general de nuestra especie.

Todas estas islas que viven breves horas ante nosotros y luego se
disuelven, han tenido dioses que hablaron con voz de trueno entre las
nubes de la gran montaña, santos que realizaron milagros, déspotas que
las hicieron sufrir los martirios de una autoridad falsamente paternal,
y recuerdan tal vez con orgullo las hazañas de algún jefe victorioso que
arrastró las muchedumbres á la muerte. Todas ellas han visto nacer á un
Napoleón, y sus habitantes se consideran los primeros hombres de la
tierra, despreciando á los de la isla de enfrente por una inferioridad
que justifica su deseo de esclavizarlos.

Nosotros también apreciamos orgullosamente la superioridad de nuestra
isla flotante, en la que se juntan todas las maravillas de la
civilización, comparándola con estas islas inmóviles, sujetas al fondo
oceánico por raíces de granito ó de coral y que guardan
estacionariamente los modelos más rudimentarios de la sociabilidad
humana... Luego, un sentimiento confuso de justicia nos hace dudar de
nuestro momentáneo orgullo de semidioses navegantes. ¿Qué somos
verdaderamente?... Ochocientos seres humanos, entre señores y
servidores, metidos en una caja férrea y llevando con nosotros un
cementerio de animales puestos al frío para que puedan alimentarnos con
sus cadáveres. Una música anima nuestras digestiones y sirve para que
los aficionados á la danza puedan dar saltos y sientan el cosquilleo de
la sensualidad después de las cinco comidas rituales.

Por arriba poblamos el azul oceánico de alegres ritmos y lo
entenebrecemos con el humo industrial, residuo de fuerzas domadas que
han transformado nuestra vida parasitaria sobre la corteza del planeta.
Por abajo suelta nuestra isla obscura el sucio arroyo de unas aguas que
han barrido todos los lugares cerrados, viles receptáculos de la humana
miseria. Una estela de cajones y latas que contuvieron los medicamentos
contra nuestra eterna enfermedad, el hambre, va marcando el paso del
buque sobre esta llanura móvil y profunda, que es á la vez vieja como el
mundo y pueril como los primeros vagidos de la vida planetaria.

Corta mis reflexiones un repique de campanas. Dentro de la garita en
forma de púlpito que existe en el mástil de proa para que el vigía
atalaye el mar durante la noche, un grumete mueve las dos campanas que
sirven ordinariamente para marcar las horas de servicio á los diversos
«cuartos» en que se divide la tripulación. Este repique me hace saber
que estamos en domingo y son las diez de la mañana.

Un campaneo semejante al de una iglesia anuncia los oficios divinos
todos los domingos. En el gran salón un oficial con uniforme de gala lee
las plegarias, y la mayoría de los viajeros, libro en mano, canta.

Estamos ante las costas de Borneo. La melodía lenta y solemne de los
corales evangélicos empieza á extenderse sobre el mar. Éste es ahora de
un azul obscuro, erizado de pequeñas protuberancias angulosas, como si
en pleno sol cayese sobre él un aguacero invisible. Senderos de azul más
claro y completamente liso serpentean sobre su lomo como si fuesen ríos,
revelando la existencia de ocultas corrientes.

El recuerdo de Filipinas, que va alejándose á nuestras espaldas, y la
cercanía creciente de Java, cuyo misterio pretendemos imaginar, lleva
nuestro pensamiento hacia los europeos que navegaron por primera vez en
estos mares incógnitos y pusieron sus pies sobre las tierras oceánicas,
innumerables ínsulas de misterio.

Java fué de los portugueses, como las Molucas, Sumatra, Ceilán y tantas
otras tierras que están ahora cada vez más cerca de nosotros. Holanda,
aprovechando su guerra con España, se apoderó en el siglo XVII de casi
todas las posesiones portuguesas en el Oriente asiático. No hay que
olvidar que Portugal había sido anexionado á España en dicho período, y
precisamente bajo el dominio de los Austrias españoles fué cuando sufrió
tan enorme despojo.

Viajando por estos mares es como se mide con exactitud la grandeza de
los descubridores portugueses, dignos hermanos de nuestros descubridores
y conquistadores de América.

Las grandes hazañas se aprecian mejor viendo el terreno donde se
desarrollaron que leyendo su relato en los libros. Al navegar por las
costas de la India, por el estrecho de Malaca, por los innumerables
archipiélagos malayos que Reclús llama la Insulandia, se admira la
audacia argonáutica de Gama, la energía colonizadora de Almeida y
Alburquerque, el atrevimiento paladinesco de los capitanes lusitanos,
que, semejantes á Cortés y Pizarro, se apoderaron de reinos importantes
con unos cuantos compañeros de armas y unos pequeños buques, lo mismo
que los héroes de las novelas de caballería.

En estos mares se desarrolló el episodio más trascendental de la
historia humana. Un día, estando los portugueses en el archipiélago de
las Molucas, cerca de Java, para cargar sus buques de especias--la
mercancía más rica entonces, después del oro--, vieron asombrados cómo
avanzaba hacia ellos un navío con cruces pintadas en sus velas
cuadrangulares.

No venía del Occidente este buque de cristianos, ó sea de Portugal; se
aproximaba por el Oriente, surgiendo de su inmenso y desconocido Océano.
Era un resto de la flota de Magallanes, una nave española, al mando de
Sebastián del Cano, que acababa de atravesar la ignota soledad del
Pacífico dando la vuelta entera á la tierra. Los dos pueblos de la
península ibérica, partiendo en opuestas direcciones, habían venido á
encontrarse al otro lado del planeta. Su rivalidad en los
descubrimientos sirvió para que los humanos conociesen la extensión y
forma del globo que habitan.

Al recordar esto pienso en las afirmaciones absurdas que el
apasionamiento religioso ha sugerido muchas veces á hombres superiores.
El fanatismo hasta la ceguera no ha sido privilegio único de los
católicos. Guizot, el seco é injusto protestante, afirmó que puede
escribirse la historia de la civilización universal sin mentar una sola
vez el nombre de España.

Evocan para mí estos mares el recuerdo de otros navegantes menos
conocidos, héroes sin fortuna que fueron los últimos en la historia de
los descubrimientos españoles. Abarco con la imaginación los
archipiélagos innumerables de esta Oceanía, cuyos macizos más poblados
vamos costeando.

Cuando los españoles, en el siglo XVI, habían tomado ya posesión de la
mayor parte de América, quedaron muchos pilotos y soldados que, no
contentos con los puestos que ocupaban en el llamado Nuevo Mundo,
tendieron su ávida vista sobre el desierto del Pacífico. Un joven
capitán, Álvaro de Mendaña, sobrino de un letrado virrey accidental del
Perú, pudo formar, gracias á la protección de éste y á su propia
fortuna, una pequeña flota, con la que se lanzó á realizar
descubrimientos.

Después de sufrir grandes penalidades en la parte más desparramada de
la Polinesia, donde las islas parecen insignificantes y perdidas como
granos de arena, dió con el actual archipiélago de Salomón. Mendaña fué
quien le puso tal nombre. Todos los navegantes de aquella época llevaban
en su pensamiento la historia santa y el deseo de encontrar oro,
acoplando inmediatamente ambas cosas á sus descubrimientos. Creyó de
buena fe que estas islas cercanas á Nueva Guinea eran las visitadas por
las flotas del rey Salomón para recoger en sus costas grandes
cargamentos de oro. Repelido por los habitantes de dichas islas, que
todavía son ahora antropófagos, hallándose con los buques maltrechos y
sin bastimentos, Mendaña se volvió al Perú luego de llamar á una de las
islas Guadalcanar y á otra Santa Isabel, nombres que aún conservan.

El rey de España le dió el título de Adelantado de las islas de Salomón,
y con el resto de sus bienes pudo organizar otra flota, luego de casarse
con una dama gallega, de carácter varonil, llamada doña Isabel Barreto.

Ésta se agregó á la expedición descubridora. Otras mujeres casadas con
soldados y marineros se embarcaron igualmente para poblar las islas de
Oceanía. Llevó Mendaña en tal viaje como piloto mayor al portugués Pedro
Fernández de Quirós, navegante algo místico, que recuerda por su
carácter raro y contradictorio la figura de Colón, como una copia
borrosa puede recordar al original. Esta segunda flotilla, por
circunstancias que no son del caso relatar, no volvió al archipiélago de
Salomón.

Mendaña descubrió las actuales islas Marquesas, que él tituló Marquesas
de Mendoza para agradecer el apoyo del marqués del mismo nombre, que era
entonces virrey del Perú. También hizo el descubrimiento de la isla de
Santa Cruz, al Noroeste de las actuales Nuevas Hébridas, instalando en
ella una colonia. Pero enfermedades epidémicas, de las que todavía en
el presente suprimen poblaciones enteras de la Oceanía, se ensañaron en
los descubridores, haciendo morir á Mendaña y á muchos de sus
compañeros.

A partir de aquí se desarrolla uno de los episodios más interesantes y
menos conocidos de la epopeya de los descubrimientos oceánicos. Como el
rey había dado á Mendaña, para él y su familia, el gobierno de la flota
y de las islas que encontrase, su esposa doña Isabel le sucedió en el
mando, siendo la única almiranta que se conoce en la Historia.

Intentó continuar la colonia de Santa Cruz fundada por su esposo, pero
tan enorme fué la mortandad de su gente, que hubo de renunciar á dicho
empeño, embarcándose con los restos de la expedición para buscar refugio
en Filipinas. Los buques estaban casi inservibles después de tan luenga
travesía por mares inexplorados y sus tripulaciones mermadas y enfermas.
De las tres pequeñas naves eran arrojados todos los días varios
cadáveres al mar. Los víveres y el agua escaseaban. Además, el carácter
enérgico de la almiranta y sus veleidades autoritarias provocaron
numerosas protestas é intentos de rebelión. Pero doña Isabel, secundada
por Quirós, se hizo respetar en el curso de un viaje tan abundante en
penalidades y miserias.

La más insistente de las quejas de las tripulaciones fué por la escasez
de agua potable, repartida con desesperante parsimonia, mientras la
almiranta, al decir de los hombres, empleaba muchas botijas de ella en
el lavado de sus ropas interiores.

Finalmente llegaron dos de los buques á Filipinas y el otro se perdió.
Al entrar el _San Jerónimo_, que era el de la almiranta Barrete, en la
bahía de Manila, lo saludaron los cañones de la plaza con una salva de
honor. Todos querían ver á doña Isabel y sus infortunados compañeros, y
como aquélla tenía el título de gobernadora de las islas de Salomón, la
gente la llamó «la reina de Saba».

La permanencia en Manila de estos descubridores maltrechos y celebrados
coincidió con grandes fiestas por la llegada de un nuevo gobernador. Dos
personajes extraordinarios compartieron con la reina de Saba la
curiosidad y el entusiasmo del vulgo. El rey del Cambodge, para
agradecer un auxilio militar prestado por el gobierno de Filipinas,
había enviado á Manila dos elefantes, los primeros que se vieron en
dicha ciudad, y el pueblo celebraba sus inteligentes habilidades,
llamando al uno don Pedro y al otro don Fernando.

Doña Isabel se casó en Filipinas con un capitán de la Nao de Acapulco,
pariente de su esposo, y regresaron juntos al Perú, pasando de allí á
España para organizar una tercera flota que les permitiese instalarse
definitivamente en las islas descubiertas. Pero la almiranta y su
segundo marido no volvieron nunca á las islas de Salomón.

El piloto Quirós también regresó á España con el deseo de emprender
nuevos descubrimientos en el Pacífico. Dándose cuenta de las ideas de su
época, de la extremada religiosidad del nuevo rey Felipe III, y
siguiendo sus propias inclinaciones, se fué á Roma á pie, vestido de
peregrino, con ocasión de un jubileo general. Consiguió ver al papa
Clemente VIII, hablándole de sus proyectos náuticos y cristianos; éste
le recomendó al rey de España, y gracias á tales protecciones pudo
conseguir, con una rapidez extraordinaria para aquellos tiempos, la
formación en el Perú de una flota puesta bajo su mando.

En su viaje por el Pacífico exploró las Nuevas Hébridas y otras islas
cercanas á Australia y Nueva Guinea. En sus documentos de navegación
llama «Australia Ignota» á las tierras que descubre, siendo tal vez el
primero en usar dicha palabra. Además, bautizó á la isla del Espíritu
Santo, encontrada por él, «Austrialia del Espíritu Santo», aludiendo con
dicho título á la dinastía de Austria que reinaba entonces en España.

Hombre de exagerada religiosidad, se preocupó Quirós de bautizar
pequeños indígenas y celebrar las fiestas del santoral más que de hacer
observaciones geográficas y mantener en buen orden su flota. Fundó una
colonia, llamada Nueva Jerusalén, y para acallar las protestas de sus
tripulaciones, cansadas de tan defectuosa dirección, agració á los más
bulliciosos con las insignias del Espíritu Santo, orden creada por él
según autorización que le había dado el Papa.

Ansioso de hacer saber á sus protectores los descubrimientos que llevaba
realizados, abandonó á los otros buques de su flota, volviéndose á
Méjico y pasando de allí á España. El resto de su vida lo empleó en
solicitar recursos para una nueva exploración, pero todos se habían dado
cuenta del verdadero carácter de este hombre y murió sin conseguir sus
deseos.

Su segundo era un piloto de gran mérito, Luis Vaez de Torres. Al verse
abandonado por Quirós tuvo que buscar refugio en Filipinas, pero antes
exploró las costas de Nueva Guinea y de Australia, y todavía se llama de
Torres el estrecho encontrado por él entre estas dos islas enormes.

Un siglo antes de que los holandeses creyesen descubrir Australia por
primera vez, llamándola Nueva Holanda, así como otras tierras
inmediatas, los españoles habían ya navegado frente á sus costas,
desembarcando en ellas, faltos de víveres, para traficar con los
naturales.



XVI

EL PAÍS DE LAS ESPECIAS

     La vieja Batavia y la famosa Compañía de las Grandes Indias.--Cómo
     vivió Java dos siglos y medio de colonización holandesa.--Opulencia
     de Batavia.--Abundancia de dinero y de enfermedades mortales.--El
     monopolio de las especias.--Destrucción de artículos para mantener
     su escasez.--Las ciudades-jardines de Weltevreden y Micer
     Cornelius.--Una plaza de un kilómetro cuadrado.--El país del
     «batik».--Muchedumbres hermosas y colorinescas.--El dulce
     mahometismo del pueblo javanés.--Facilidad de las javanesas para
     desnudarse.--El turbante y los pies descalzos.--Baño de las mujeres
     en las calles.--Dos condiciones exigidas por los antiguos javaneses
     para dejarse matar tranquilamente.--El «traidor» Erberfeld y su
     eterna execración.--Reparto equitativo de las vergüenzas del
     pasado.


Al detenerse el _Franconia_ en Tandjong Priok cae sobre nosotros el
calor ecuatorial con toda su húmeda pesadez. Nos hallamos á unos cuantos
grados nada más de la Línea, en una ribera de Java, entre terrenos de
verdura exuberante pero bajos y casi anegados.

Batavia, la antigua metrópoli javanesa, está á varias millas del mar. Un
canal navegable permitía la llegada hasta cerca de sus almacenes á los
navíos de otros tiempos, que eran de poco calado. Hoy los vapores quedan
en el puerto moderno de Tandjong Priok y por el canal sólo navegan
sampanes del país y rosarios de lanchones tirados por remolcadores.

Ver Java fué uno de mis mayores deseos al emprender el viaje alrededor
del mundo. Siempre leí con predilección los relatos escritos en pasados
siglos sobre esta isla inagotablemente productora. Ya he dicho cómo los
holandeses se la arrebataron á los portugueses en 1600, lo mismo que
Sumatra, las Molucas y otros archipiélagos inmediatos. Los reyes
indígenas, quejosos de la dominación portuguesa, se aliaron con los
holandeses, y su auxilio fué decisivo para que éstos se apoderasen del
país. Al poco tiempo se convencieron de que sus nuevos dominadores no
eran preferibles á los antiguos. Holanda cedió á una sociedad mercantil
el gobierno y explotación de sus colonias oceánicas, y ésta se hizo
famosa en la Historia con el título de Compañía de las Grandes Indias.

El actual gobierno de los holandeses en Java es dulce, tolerante,
progresivo, y ha realizado grandes obras; pero el período de 1600 á
1860--más de dos siglos y medio--, que fué el de la Compañía de las
Grandes Indias y otras organizaciones sucesoras de igual carácter, puede
considerarse como la muestra más completa que se conoce de colonización
ávida, cruel é inexorablemente mercantil. Todos los defectos probados ó
problemáticos de la colonización española en América pierden importancia
si se les compara con la dureza explotadora de la célebre Compañía en
sus posesiones oceánicas.

Un gobernador enviado de Holanda reinaba como monarca absoluto sobre
todas las islas. Este personaje sólo se dejaba ver en una carroza dorada
con tiro de seis caballos, escoltada por oficiales y precedida de varios
negros armados de cachiporras de plata, dispuestos á golpear al que no
hiciese alto reverentemente y saludase doblando el espinazo. Los
criollos ricos y los holandeses que iban en carrozas más modestas debían
echar pie á tierra con sus mujeres é hijos para unir sus encorvamientos
á los de la muchedumbre. Este virrey tenía un Consejo de diez y seis
ministros, llamados _edel-heers_, ó sea consejeros de Indias, que no por
ser secundarios resultaban menos temibles. Los que de ellos no
gobernaban por delegación en Macasar ó alguna otra capital isleña y
permanecían en Batavia, podían usar también carroza dorada, pero de
cuatro caballos, y los propietarios de los otros carruajes debían
ponerse de pie para saludar á Sus Excelencias.

Todas las Indias holandesas estaban organizadas como una oficina
mercantil. El ejército, cuya oficialidad era en gran parte extranjera,
dependía de los funcionarios civiles. Éstos veían designados los cargos
de su escalafón en términos comerciales. Los más modestos se llamaban
asistentes, y al ascender obtenían los títulos de tenedor de libros,
submarchante, marchante, gran marchante y gobernador. Dichos grados
civiles tenían sus correspondientes uniformes y gozaban de honores
militares. El empleo de gran marchante estaba asimilado al de teniente
coronel, submarchante equivalía á capitán, y tenedor de libros á
teniente.

En ningún país de la tierra corrió el dinero como en la antigua Java;
más que en Méjico y en el Perú, á raíz de la explotación de minas
famosas. Los empleados percibían anualmente gratificaciones ocultas que
representaban veinte veces el valor de sus sueldos. La Compañía no
necesitaba cuidarse de la moralidad de ellos para mantener sus
ganancias. Hubo años en que sus accionistas recibieron dividendos de 60
por 100.

La riqueza de este país consistió principalmente en la explotación de
las especias. Al quedar los holandeses dueños absolutos de las Molucas,
dominaron los mercados del mundo como únicos vendedores de tales
materias. Nadie las poseía fuera de ellos. Los ingleses aún no les
habían arrebatado Ceilán ni intentado el cultivo de las especias en sus
colonias.

Deseosa la Compañía de mantener la rareza de tales productos, se valió
de un sistema brutal. Todos los años cargaba en los navíos holandeses
las especias que consideraba necesarias para el consumo de Europa,
quemando á continuación el resto guardado en sus almacenes. Con el deseo
de asegurar más aún su monopolio, decretó en cada isla un cultivo único.
Sólo permitía á Ceilán que recolectase la canela. Las islas Banda eran
las únicas que podían cosechar la nuez moscada. Amboine y otras tierras
inmediatas tuvieron el monopolio del clavo de olor. Anualmente sus
comisionados recorrían las islas con destacamentos de tropas, arrancando
y quemando los árboles de especias en los lugares no autorizados para su
cosecha. También repetían tal destrucción al encontrar, por ejemplo,
árboles de canela en una isla solamente autorizada para recoger el
clavo. Como el consumo de los europeos no exigía grandes cargamentos á
causa del enorme precio de tales materias, el trabajo de la Compañía
durante muchos años consistió especialmente en destruir los productos,
para que no se generalizasen y abaratasen.

La situación exacta de los centros de especiería era un secreto de
Estado. Los funcionarios, al irse de Java, debían hacer entrega de los
planos y todos los papeles concernientes á dicho emplazamiento. Todavía
en los primeros lustros del siglo XIX, un vecino de Batavia fué azotado,
marcado con un hierro candente y relegado á una isla casi desierta, por
haber hecho ver á un inglés un mapa interior de las islas Molucas.

Otro motivo de opulencia para la antigua Batavia fué que comerciantes y
funcionarios enriquecidos en el país no lograban fácilmente volver á
Europa con su fortuna. Los giros sólo podían hacerse por medio de la
Compañía, y ésta tasaba á cada habitante el dinero que podía enviar
fuera de la isla. Además, como la moneda javanesa era emitida por la
misma Compañía, experimentaba un enorme descuento al pasar á Europa.

Fácil es imaginarse cómo sería la vida dentro de esta ciudad colonial,
abundante en ricos que no sabían cómo gastar su dinero y sometida á una
autoridad despótica. Todos los viajeros, hasta principios del siglo XIX,
se hicieron lenguas de la opulencia de Batavia. Hoy parece una ciudad
moribunda. Se desdobló hace un siglo, creándose á corta distancia de
ella la ciudad de Weltevreden, y ésta, á su vez, tiene una prolongación
que se llama Micer Cornelius. Las tres ciudades, Batavia, Weltevreden y
Micer Cornelius, ocupando un área enorme, forman unidas la gran
metrópoli javanesa.

Insisto en la extensión de su área. Hay que acostumbrarse á las
modalidades de este país para saber cuándo se halla uno dentro de una
ciudad ó en pleno campo, Corre el automóvil por amplias avenidas orladas
de árboles grandiosos, como sólo pueden desarrollarse en estas tierras
solares y fecundas. A un lado y á otro se extiende la vegetación de
frondosos jardines, abundantes en flores. Y al preguntar el viajero
cuándo llegará á la ciudad, le contestan que hace una hora que está
dentro de ella.

Las avenidas son calles y los jardines son casas. Todo vecino tiene en
torno á su vivienda un gran espacio de tierra, hermoseado por los olores
y perfumes de la flora tropical. Como en este país de terremotos no
pueden construirse edificios altos, las casas, de un solo piso,
levantadas sobre plataformas, por elegantes y cómodas que sean,
permanecen casi ocultas bajo el ramaje de los árboles. Hasta en muchas
calles las tiendas están en el fondo de jardines. Únicamente en la vieja
Batavia, construída con arreglo al gusto de otros tiempos, y en el
centro de Weltevreden, abundante en comercios modernos, se encuentran
plazas y calles cuyos edificios están unidos y sin jardín, dando las
fachadas sobre la acera para lucir sus escaparates.

La vieja Batavia, tan hiperbólicamente descrita por los viajeros de hace
un siglo, resulta pobre y decadente en la actualidad. Establecida sobre
terrenos bajos próximos al mar y cortada por las acequias naturales de
su desagüe, todavía los holandeses, con la nostalgia del colono que
recuerda á todas horas la patria lejana, abrieron canales artificiales
en sus vías más céntricas, á semejanza de los de Amsterdam. Inútil es
decir lo que representan estas vías acuáticas en el interior de una
ciudad, y bajo una temperatura extremadamente cálida, para la
reproducción de los mosquitos. Con motivo fué reputada Batavia como una
de las ciudades más insalubres del mundo. Los holandeses se enriquecían
en ella con rapidez, pero morían no menos aprisa.

A principios del pasado siglo un gobernador trasladó su vivienda algunas
millas más lejos del mar, donde se halla ahora Weltevreden, y la mayor
parte de los habitantes de Batavia le siguieron, creándose la nueva
ciudad. Pero la nostalgia patriótica les hizo volver á abrir grandes
canales en las avenidas de Weltevreden, y el mosquito se enseñoreó
igualmente de la segunda capital.

Al entrar en la vieja Batavia se pasa por una especie de arco de
triunfo, levantado en tiempos de la Compañía de las Grandes Indias. Es
de mampostería blanca, con hornacinas que cobijan varias estatuas
simbólicas pintadas de negro. A un lado de este monumento casi fúnebre
puede verse una de las curiosidades tradicionales del pueblo javanés.

Caído en el suelo hay un cañón de bronce verdoso, desmontado hace
siglos, y en torno se extiende un prado de flores de papel ofrecidas por
los devotos de dicho ídolo. Un indígena establecido cerca del cañón
vende varillas de sándalo, que las mujeres queman con los ojos puestos
en el cilindro de bronce ornado de relieves. Todos saben en Java que la
mujer que se sienta sobre este cañón y le dedica flores é incienso queda
en estado de tener un hijo á los nueve meses justos.

Al borde del canal más grande se extiende una fila de caserones de dos
pisos--altura extraordinaria en este país--, que ostentan fachadas algo
ruinosas, con galerías cubiertas, columnatas y remates ondulados al
gusto del siglo XVIII. Estos palacios de los ricos de otros tiempos,
cuyos descendientes se trasladaron á Weltevreden, están ahora ocupados
por oficinas comerciales y por bancos. Los negocios se hacen todavía en
Batavia, y al caer la tarde jefes y empleados regresan á sus _bengalows_
floridos de Weltevreden, por ser peligroso para la salud pasar la noche
en la vieja ciudad.

Los chinos forman la mayoría del vecindario de Batavia, y todo el
movimiento nocturno se concentra en sus calles tortuosas, cuyas fachadas
tienen celosías con dragones de oro y de cuyas ventanas penden rótulos
sobre telas ondeantes.

Después del recogimiento constructivo de Batavia, que aglomeró sus casas
como todas las ciudades antiguas, sorprende la extensión inaudita de
Weltevreden. Todas las calles importantes tienen kilómetros y
kilómetros.

Atravesar alguna de sus plazas á las horas de sol es todo un viaje. Se
sabe la existencia de la plaza porque lo afirman los guías, pero el
visitante, al separarse de una hilera de edificios, ve enfrente un
jardín, marcha por él hasta sentir cansancio, y cuando cree hallarse en
plena selva tropical, lejos de la ciudad, columbra á través de los
troncos las techumbres de otros pabellones rodeados de jardines. Es la
acera de enfrente.

En el centro de Weltevreden está la llamada plaza del Rey, que tiene un
kilómetro de longitud por cada uno de sus lados. Es la plaza más grande
del mundo dentro de una ciudad. En la parte central de este kilómetro
cuadrado, verde como una pradera, galopan soldados amaestrando sus
caballos y pastan finas vacas holandesas. Todo en ella tiene un aspecto
de campo libre á pesar de la arboleda urbana que orla sus cuatro lados
frente á los jardines de los particulares.

Viendo las casas de las gentes acomodadas de Weltevreden se adivinan su
dinero, su escrupulosa limpieza y sus comodidades; pero en otros países,
y sin el marco esplendoroso que les proporciona la vegetación de sus
jardines, estas construcciones se verían tal vez menospreciadas. Son
ligeras y frágiles. No tienen la estabilidad señorial de los caserones
de Batavia ocupados ahora por el comercio, que aún guardan sus
pavimentos y sus grandes zócalos á la altura de un hombre hechos con
losas de mármol blanquísimo.

Los _bengalows_ elegantes de Weltevreden ofrecen una particularidad que
aún parece hacerlos más inestables. Todos ellos carecen de fachada;
únicamente las piezas interiores que sirven para dormir tienen tabiques
y puertas. El techo está sostenido en su parte delantera por ligeras
columnas, y el comedor, el gran salón para recibir visitas, el gabinete
íntimo donde la familia lee, se hallan descubiertos, á la vista del que
pasa. Los árboles del jardín sirven de movible cortina, y bajo los
aleros de estas piezas sin pared se balancean macetas colgantes de
alabastro con chorros de flores. Hasta las casas de los empleados más
modestos tienen en torno un jardín y las habitaciones principales sin
más abrigo que el techo.

A un lado de Weltevreden se ha ido formando durante el siglo XIX la
tercera ciudad, ó sea Micer Cornelius. Dicho personaje fué un holandés
que se defendió heroicamente cuando los ingleses desembarcaron en Java,
ocupando la isla. Esto ocurrió en la época de Napoleón. Como el
emperador francés se anexionó á Holanda, acabando por dar la corona de
este país á uno de sus hermanos, el gobernador inglés Raffles, fundador
de Singapore, organizó una expedición desde dicha colonia, apoderándose
de todas las Indias holandesas, y Java no fué devuelta á sus antiguos
poseedores hasta 1816.

Micer Cornelius fué al principio una barriada indígena á la que acudían
los javaneses en días de fiesta para sus diversiones un poco libres. Las
principales viviendas estaban dedicadas á industrias vergonzosas. Este
suburbio es hoy una ciudad-jardín como Weltevreden, urbanizada por las
gentes de la clase media que desean crearse un hogar propio.

Puede afirmarse que lo más extraordinario en Java es el aspecto de las
muchedumbres y su belleza corporal. La vegetación maravillosa de esta
isla puede encontrarse igualmente en las inmediaciones de Singapore ó en
Ceilán. Pero los habitantes de dichos lugares no son comparables á los
javaneses por el color de su epidermis ni por la infinita variedad de
sus vestiduras.

Ya dije en otro lugar cómo es la tez metálica de los javaneses y
especialmente de sus mujeres. Resulta exacto compararla con el bronce,
pero un bronce recién frotado, limpio, que brilla como el oro. Parece
que la piel de estas gentes tenga una luz interior. Sus cuerpos, lo
mismo en hombres que en mujeres, son de una esbeltez que deja al
viajero, algunas veces, absorto por la admiración.

El lector debe estar enterado de que Java es el país del _batik_. Aquí
se fabrica esta tela, pintada con toda clase de colores y puesta en uso
por la moda hace poco tiempo, que las fábricas europeas falsifican a
causa de su alto precio. Hasta los mendigos van en Java vestidos de
batik.

En realidad el traje nacional consiste en una pieza de dicho tejido, el
_sarog_, que hombres y mujeres llevan arrollada sobre sus piernas, como
una falda de corto paso. Los varones añaden una camisa y las mujeres
también, pero tan corta la de éstas, que deja al descubierto una gran
faja de carne desnuda entre su borde y el _sarog_. Muchas hembras
prescinden en el campo ó dentro de sus casas de esta breve camiseta, y
van desnudas de cintura arriba, mostrando unas abundancias mamilares que
también parecen ser algo especial de esta isla paradisíaca.

Los pechos de las javanesas se sostienen macizos y erguidos hasta
después de las majestuosas amplificaciones que trae la maternidad.
Avanzan rigurosamente horizontales, no obstante su volumen, y algunas
veces, tal es su dura soberbia, que, abandonando la línea recta, elevan
hacia el rostro de su portadora los dos agudos botones de sus vértices.

Están pintadas las faldas de _batik_ con los colores innúmeros de una
primavera fantástica, y á estas flores inverosímiles, que muchas veces
son de oro, se agregan tigres de perfil heráldico, reptiles vomitando
fuego, leones de melena verde. Una muchedumbre javanesa recuerda á los
pueblos de la Edad Media, vestidos con ropas blasonadas y de violentos
colores. Los chinos, siempre trajeados de azul, resultan humildes y
obscuros al lado de los naturales de la isla.

Empieza aquí el uso del turbante, tocado que seguiremos encontrando en
los otros pueblos de Asia. Creo oportuno advertir que el pueblo de Java
es por entero musulmán. Este país lo catequizaron los bracmanes
indostánicos en remotos siglos; luego fué budista, y aún quedan de tal
época maravillosa ruinas de templos en su interior. Pero mucho antes que
los portugueses, llegaron á Java los malayos y otros pueblos que habían
recibido de los marinos árabes el mahometismo, y todos los habitantes de
la isla profesan actualmente dicha religión.

Es un mahometismo especial, suave y dulce. En Java sólo pueden ser así
las cosas. Los santones no tienen la influencia que en otros países
musulmanes; se ven pocas mezquitas y todas ellas son pobres. Las mujeres
javanesas gozan de absoluta libertad y no se limitan á ir con la cara
destapada á todas partes. Fácilmente se desnudan de cabeza a pies, con
una sencillez paradisíaca. Los hombres toman toda clase de bebidas
alcohólicas, si se las ofrecen gratuitamente.

Los más llevan el pequeño turbante característico de Java, que consiste
en un pañuelo obscuro y dorado de _batik_ enroscado sobre la cabeza y
con dos cuernecitos en la frente que indican el nudo terminal. He visto
en las calles de Weltevreden ricos personajes javaneses que se dirigían
á los clubs más lujosos vistiendo uniforme por ser oficiales del
ejército colonial. A todos ellos, por detrás del kepis holandés les
asomaba la torta del turbante. Sin embargo, éste no es obligatorio. Los
javaneses de la capital que se dedican á oficios manuales y los
comerciantes de los pueblos llevan un gorrito redondo de terciopelo con
bordados, semejante al que usan en las oficinas de Europa algunos
funcionarios viejos.

A partir de Java, empiezan también para nosotros los pies descalzos y la
marcha silenciosa. Los japoneses van montados sobre banquitos que á
cada paso lanzan el chacoloteo de la madera. Los chinos usan zapatillas
y su marcha afieltrada les permite aproximarse como fantasmas. El
javanés va descalzo, y á partir del lujoso y célebre «Hotel de las
Indias» de Weltevreden, vamos á ser servidos en los hoteles de
Singapore, de Birmania y de toda la India por camareros elegantemente
vestidos, pero sin zapatos.

La parte más grande del Asia desconoce el calzado. Este tormento queda
para los blancos. Los camareros que en el inmenso comedor del citado
«Hotel de las Indias» nos sirven platos javaneses rociados de salsas
infernales van todos vestidos de blanco, con levitas inmaculadas y
pantalones cortos, en la cabeza el pequeño turbante de _batik_ y los
pies completamente desnudos.

A ciertas horas del día, en los canales de las calles más importantes,
que son de cierta profundidad, se ven numerosos grupos de mujeres
descendiendo con lentitud las escaleras de piedra para meterse en el
agua, sin más traje que una de esas telas asiáticas, extremadamente
sutiles, que tienen además el tono rosa de la carne. Apenas se
encuclillan en los últimos escalones para que el agua les llegue al
cuello, dicha tela desaparece, pegándose á todas las curvas entrantes y
salientes de estas buenas mozas de piel de oro. Luego remontan con paso
tranquilo la escalera, hasta el lugar donde dejaron sus ropas secas.

Tal baño en las calles no llama la atención de ningún habitante blanco
de la ciudad. Lo ven todos los días. Además tiene por base un motivo
religioso, respetado por las autoridades. Como estas mujeres son
musulmanas, hacen sus abluciones rituales en el canal. La temperatura de
Java, que algunos llaman «la isla del sudor», convierte en voluptuoso
placer tal acto de devoción. De aquí la facilidad de las javanesas para
desnudarse, su amor al agua y su odio al vestido... cuando no es muy
rico.

Las más de estas mujeres resultarían de una belleza apreciable, á pesar
de sus facciones exóticas, si no fuese por su costumbre de mascar betel,
materia que desfigura sus bocas y les hace escupir una saliva del mismo
color de la sangre. En las calles se encuentran con frecuencia
preparadores de esta materia que tanto repugna á los europeos.

Hay también numerosos vendedores de comestibles que libran á las
javanesas de la necesidad de encender fuego para la preparación de sus
alimentos. Los que ofrecen melones, plátanos, mangos y otros frutos del
país, condimentan igualmente arroz guisado con _cary_, entregándolo
envuelto en hojas de platanero que sirven de platos. Sólo las gentes del
país pueden comer este guiso popular, que despierta en la boca los
ardores de un incendio. También, sentadas al pie de los árboles, hay
mujeres que venden té y otras bebidas refrescantes.

Los hombres mostraron en tiempo de la Compañía de las Grandes Indias
ciertas preocupaciones supersticiosas, que ésta hubo de respetar para
que no ocurriese una sublevación general. La justicia de la citada
Compañía, tremendamente severa, castigaba con suplicios rigurosos hasta
ciertas faltas de poca gravedad entre los blancos. La constancia de los
naturales en el sufrimiento de penas bárbaras pareció increíble á muchos
viajeros de entonces. El javanés recibía tranquilamente la muerte, pero
á condición de que lo matasen llevando calzoncillos blancos y no le
cortaran la cabeza. Los tribunales tuvieron siempre con sus reos esta
complacencia. Para un javanés, lo terrible no era morir, sino llegar al
otro mundo con la cabeza bajo el brazo y sin calzoncillos blancos, por
tener la certeza de que en tal forma no lo recibirían en el cielo.

Todo esto es muy antiguo y con razón empieza á olvidarse. El régimen
actual resulta muy distinto al de la antigua Compañía, pero aún queda en
Batavia, intacto y con frescura de obra cuidadosamente renovada, un
monumento de la crueldad de los antiguos colonizadores.

Pocos son los viajeros que no van á visitar, junto á la iglesia vieja de
Batavia, la lápida del «traidor» Erberfeld. Ésta consiste en una gran
piedra vertical incrustada en el muro de un jardín con la siguiente
inscripción, primero en holandés y luego en javanés:

CENTER
PARA PERPETUAR EL NOMBRE EXECRABLE DEL TRAIDOR
                  PIETER ERBERFELD
           QUEDA PROHIBIDO PARA SIEMPRE
         CONSTRUIR Ó PLANTAR EN ESTE SITIO.
                 BATAVIA, 14 ABRIL 1722.

El mencionado Erberfeld fué un mestizo rico, hijo de un colono alemán y
de una javanesa, que intentó en el siglo XVIII una revolución para echar
fuera de su país á los europeos. Él y catorce personajes javaneses, sus
compañeros de conjura, fueron condenados á muerte como traidores, aunque
muchos sospechan que la tal conspiración no representaba ningún peligro
serio, y el principal delito de Erberfeld consistió en las tentaciones
que inspiraban sus ricas propiedades á muchos de los dominadores.

Erberfeld y el javanés Catadia, reputado también como jefe, merecieron
un suplicio aparte, consignado así en su sentencia: «Serán extendidos y
atados cada uno sobre una cruz y se les cortará la mano derecha. Luego
serán atenaceados en los brazos, las piernas y los pechos, de modo que
las tenazas ardientes se lleven pedazos de su carne. Después se les
abrirá el vientre y el pecho de abajo á arriba, se les arrancará el
corazón y se les echará al rostro. La cabeza cortada puesta sobre una
estaca y el cuerpo hecho cuartos, quedarán expuestos fuera de la ciudad,
para que sean comidos por las aves de presa.»

Encima de la lápida que execra la memoria del «traidor» hay una cabeza
de yeso atravesada por un largo clavo ó hierro de lanza. Es una cabeza
de difunto con los ojos cerrados. Algunos dicen que dentro del yeso está
el verdadero cráneo de Erberfeld.

Por detrás de este monumento se abren las ramas de un jardín tropical.
Los plataneros extienden como un dosel sus anchas hojas barnizadas sobre
la cabeza del martirizado.

¡Y pensar que fué en la vieja Holanda protestante donde se imprimieron y
editaron la mayor parte de los libros, algunas veces fantásticos, sobre
las crueldades de los españoles en América, más de un siglo antes de la
ejecución horrible de Erberfeld y sus catorce compañeros javaneses!...

Suplicios parecidos se encuentran en la historia de todos los pueblos:
es cierto. Francia repitió con Damiens las crueldades horripilantes
sufridas por Erberfeld, algunos años después del martirio de éste.

Son barbaries del pasado... Conformes. Pero que las vergüenzas de ese
pasado se repartan con equidad entre todos los países, sin distinciones
injustas y fanáticas para aplicárselas á España solamente.



XVII

EL PARAÍSO JAVANÉS

     Enorme población de Java.--Sus arrozales en escalones.--Exuberancia
     vegetal.--Las chozas y sus habitantes.--Duchas naturales al aire
     libre.--Adán y Eva como antes del pecado.--Llegada á Garoet.--Nos
     extraviamos en sus alrededores.--Una tempestad ecuatorial.--El
     refugio de los veinte javaneses misteriosos.--Fuga bajo la
     tormenta.--Lo que vi á las puertas de Garoet y no olvidaré nunca.


Vamos á Garoet, hermoso valle del interior de Java, situado á gran
altura, lo que le hace ser deseado por los que sufren el clima abrumador
de los terrenos bajos próximos al mar. Hasta de Singapore vienen muchas
gentes quebrantadas por la temperatura ecuatorial para vivir unos meses
en sus sanatorios y hoteles. Seis horas de ferrocarril necesitamos para
llegar á dicha población, y durante su trayecto cambian los paisajes á
medida que el tren va ganando altura de valle en valle.

Isla estrecha y larga, tendida exactamente de Este á Oeste, tiene Java
una cordillera de volcanes muertos que es como su espina dorsal; pero
esta barrera montuosa nunca fué un obstáculo para la vida de los
naturales. Cortada casi simétricamente por numerosos pasos, les resultó
fácil á los primitivos javaneses y á los navegantes malayos que se
esparcieron por sus costas trasladarse de la ribera Norte á la del Sur
para la explotación de sus terrenos feraces. Merced á esta facilidad
topográfica, á la fecundidad del suelo y la dulzura del ambiente, Java
ha sido en todo tiempo el país más poblado de la tierra. Tiene hoy 35
millones de seres, y en muchos de sus distritos se cuentan más de 600
habitantes por kilómetro cuadrado, cifra que no alcanza ninguna de las
naciones de Europa.

Todas las colonias actuales holandesas que fueron antiguamente de la
Compañía de las Grandes Indias representan una población de más de 50
millones de seres. Esto da á Holanda, que aparece en Europa
mediocremente representada por la extensión de su territorio y la
cantidad de sus habitantes, un aumento enorme de poder, económico y
político.

La exuberancia de población la nota el viajero, especialmente, fuera de
las ciudades. En otros países los campos están casi siempre solitarios,
y hay que preguntarse quién pudo abrir los surcos y sembrar las llanuras
que se muestran cultivadas. Sólo de tarde en tarde llega á verse algún
hombre que trabaja, encorvado sobre la tierra, ó guía bestias de labor.
En Java los caminos parecen calles, y sobre algunos campos se aglomera
la gente lo mismo que si fuesen plazas.

No hay estación de ferrocarril, por modesta que sea, que no tenga en sus
muelles una muchedumbre. La moderna colonización holandesa ha trazado
una red de líneas férreas, excelentemente construidas, por las que
circulan numerosos trenes. Son ferrocarriles como los de Europa por su
material y su servicio. Sólo el gentío que llena los vagones nos hace
recordar que estamos en Java; multitudes vestidas de _batik_ con una
riqueza colorinesca, semejante á la de las flores de sus jardines, y una
parte considerable de sus cuerpos en tranquila desnudez.

El viaje á Garoet nos permite apreciar directamente la riqueza de Java
y el trabajo de las muchedumbres laboriosas que surgen de todas partes,
como las procesiones de un hormiguero.

Son arrozales los más de los campos, lagunas fangosas de una
horizontalidad que se pierde de vista. Parejas de carabaos labran esta
tierra medio líquida. Tienen los cuernos blancos y casi rectos. Su piel
es obscura y lustrosa, como la del elefante y el hipopótamo. Avanzan con
un esfuerzo tenaz, sudorosos bajo el sol tórrido, y cuando se detienen
junto á una charca, sus dueños meten un cubo en el agua rojiza y bañan
sus lomos y flancos, lo que los hace brillar por unos segundos como si
fuesen tallados en azabache.

Los hombres van desnudos, con sólo un trapo entre las piernas. Sus
espaldas son de bronce dorado. En la cabeza llevan un sombrero de paja
del tamaño y la forma de una sombrilla japonesa. Formando largas hileras
se encorvan y se alzan á un mismo tiempo cavando el barro. Las hembras
se unen á ellos para realizar la misma operación, y desde lejos el grupo
laborioso toma el aspecto de una orla de flores por sus pañales de
_batik_ rosa, azul, rojo ó azafrán.

Muchos han llamado á Java la Isla del Paraíso, y no resulta hiperbólico
tal título en los valles situados á cierta altura sobre el mar, donde el
clima es más dulce que en las tierras vecinas al Océano.

Tienen los caminos un color rojo obscuro de sangre coagulada. Ríos y
arroyos son de un rojo más brillante y claro, igual al de la sangre
fresca. Estos colores ardientes contrastan con el verde temblón de las
plantas de arroz, el verde charolado de los plataneros y otros árboles
frutales en torno á las viviendas, y el verde amarillento con reflejos
metálicos de los matorrales y palmeras que cubren los terrenos sin
cultivar. En otros países tropicales los bosques son leñosos, de escaso
follaje, con las ramas atormentadas, torcidas, recias. Aquí se muestran
siempre frescos y tiernos. Las hojas están impregnadas de humedad y bajo
su sombra conserva la tierra una blandura rezumante de esponja. Las
prolíficas fuerzas de este clima no dejan libre de germinación una
pulgada del suelo. La verdura lo invade todo, agitando sus penachos de
flores naturales. Solamente los caminos y las vías férreas dejan ver el
color de la corteza terrestre, mas para esto es preciso que los limpien
casi todos los días.

Alcanzan los bambúes proporciones colosales. Las chozas están siempre al
amparo de un grupo de estas cañas que se remontan majestuosas en el
espacio. Junto á las viviendas hay bosquecillos de cocoteros y plátanos
para las necesidades de la casa. Frente á cada puerta se alza un mástil
que parece destinado á sostener una bandera; pero lo que izan en su
parte más alta es una jaula con uno ó varios pájaros. Vistos de lejos
parecen loros de brillantes colores. Tal vez son otras aves de rico
plumaje, y las colocan á esta altura para librarlas de las bestias de
presa que vagan por los bosques y bajan á beber en los arrozales.

Este es el país de la célebre pantera negra de Java y otras fieras no
menos temibles. Aún abundan en el centro de la isla, descendiendo en
determinadas épocas á los lugares poblados. En otro tiempo la diversión
de los javaneses era organizar combates de hombres con tigres y
panteras. Las autoridades holandesas suprimieron esta fiesta, y el
javanés sólo puede imitar á sus abuelos cuando circula la noticia de que
un felino enorme caza en la comarca, armándose entonces para salir con
sus convecinos á matarlo.

El terreno va elevándose. Se nota en la atmósfera y en el aspecto de
los campos que nuestro tren asciende de meseta en meseta. Hemos dejado
atrás la grandiosa estación de Bandoeng, ciudad de modernas
construcciones que rivaliza con Weltevreden y va á convertirse en
capital de la isla. Vemos campos de té compuestos de filas de arbolitos
con la copa redonda, semejantes á pequeños naranjos; plantaciones de
cacao y de tapioca; vastas extensiones de caña de azúcar. También vemos
montones de cocos y grupos de mujeres sentadas en el suelo que extraen
la pulpa de dichos frutos para las fábricas productoras del llamado
aceite de copra.

Los ingenieros holandeses han hecho pasar la vía férrea sobre abismos de
una profundidad que da vértigos. En el fondo de tales cortes se ven los
hombres como puntos movedizos. Estos trayectos montañosos son de corta
duración. Inmediatamente entramos en un nuevo valle paradisíaco, con
armoniosos grupos de arboleda y extensiones acuáticas plantadas de arroz
que brillan como espejos.

En todas las estaciones pequeñas encontramos la misma gente de tez
dorada y ojos negros que parecen absorber la luz sin devolverla. Sus
pupilas, á causa de esta opacidad, brillan con un resplandor blanco y
mate. Los hombres que desempeñan oficios prescinden del pañal llamado
sarong y usan calzoncillos blancos y el birrete redondo de viejo
oficinista; pero la mayoría de los javaneses, fieles á la vestimenta
tradicional, llevan envueltas sus piernas con telas multicolores. Las
mujeres, según vamos avanzando por el interior de la isla, muestran cada
vez más su desnudez de cintura arriba.

Ahora los arrozales ya no se extienden en línea horizontal. Se escalonan
formando bancales en las vertientes de las montañas, todos con ribazos
curvos. Parecen tazones superpuestos de una fuente interminable.

El agua va pasando de arrozal en arrozal; se desploma en gruesos chorros
de un tazón á otro. Como el javanés gusta mucho de bañarse y su
condición de musulmán le permite apreciar este placer como un acto
devoto, no hay chorro de agua roja que no tenga debajo á un mocetón
cobrizo enteramente desnudo. Al pasar el tren junto á él sonríe y mira á
los viajeros, sin ocurrírsele que está enseñando algo más que su
dentadura brillante. A veces es una pareja la que toma esta ducha
natural: Adán y Eva, completamente en cueros, rodeados de los
esplendores del paraíso javanés.

Los arrozales son de una continua producción. En unos la planta apenas
surge del agua, en otros es alta y verde, más allá ya tiene las espigas
maduras y la siegan. Estos campos en escalera ofrecen un aspecto
elegante; parecen el esbozo de un jardín. A trechos hay islas de chozas
sobre el espejo acuático de los arrozales, con huertecitos de plátanos y
cocoteros. También existen muchos sombrajes de techos cónicos,
semejantes á kioscos, y en ellos se reúne la gente para conversar medio
desnuda ó con vestiduras de variadas tintas.

No puedo comprender cómo los javaneses pasan su vida entre arrozales y
se recrean al borde de aguas de lento curso. En otros países la
abundancia de mosquitos haría penosa su existencia. Pero en esta época
del año no se ven en Java tales insectos, y me afirman que en los meses
restantes tampoco resultan extraordinariamente molestos por su número.
Tal vez se debe esto á que en realidad no existen aguas que sean
totalmente estancadas.

Por los caminos vemos pasar algunas javanesas guapetonas, montadas en
bicicleta y con una vestimenta en la que se confunden el gusto europeo y
el del país. También circulan automóviles; pero lo que más abunda es el
carruaje, de dos ruedas tirado por unos caballitos inquietos, tan
pequeños, que parecen corresponder por su talla á otra humanidad
distinta de la nuestra.

Llegamos á Garoet. Antes de instalarnos en esta población, donde
pasaremos la noche, vamos á correr un espacio de treinta kilómetros
alrededor de ella para visitar sus lagos, que son antiguos cráteres de
considerable profundidad acuática.

Varios automóviles nos llevan en fila veloz por unos caminos anchos y
orlados de árboles gigantescos. Nos detenemos algunas veces en pequeñas
aldeas para ver sus viviendas, con tabiques de fibras trenzadas y el
piso á dos metros del suelo, montado sobre pilotes. Todas las casas
javanesas se hallan en alto, á causa de la humedad del suelo y para
defensa de los reptiles é insectos que tanto abundan en estos países
cálidos de vida animal exuberante.

La gente sale á las puertas de sus chozas con una desnudez paradisíaca.
Hombres esbeltos, de fuerte musculatura, miran con timidez casi infantil
á las extranjeras que los examinan desde lo alto de sus automóviles.
Algunas les hacen señas para que permanezcan quietos mientras preparan
su máquina fotográfica.

Numerosas madres de familia se han despojado de su corta blusa y llevan
por toda vestimenta un pañal colorinesco, que las cubre del bajo vientre
á la mitad de las piernas. Hasta el ombligo todo es cara en ellas, y al
hablar al extranjero casi lo tocan con sus exageraciones pectorales,
firmes y puntiagudas. Muchas jovencitas van á estilo de muchacho, sin
otra ropa que un simple calzoncillo, conmoviendo inconscientemente á los
mirones con su desnudez dorada de Tanagra.

Ocupo uno de los automóviles, con una señora y su doncella, y los tres
nos aburrimos de seguir á los demás vehículos que marchan en fila por
los bordes monótonos de un lago. Con gestos más que con palabras,
expresamos el deseo de volver á Garoet á nuestro chófer, javanés de unos
diez y siete años, descalzo, con birrete redondo y pantalones blancos. A
su lado lleva un ayudante de la misma edad é igual pergenio. Ninguno de
los dos sabe expresarse más que en el idioma de la isla.

Los antiguos holandeses tuvieron buen cuidado en no enseñar su idioma á
los naturales. Es más, consideraron delito el conocimiento de la lengua
neerlandesa, mirando como sospechoso á todo indígena que la aprendía.
¡Quién sabe si con esta bárbara precaución, que estableció un abismo
profundo entre gobernantes y naturales, impidieron el crecimiento de ese
espíritu separatista que surge en todas las colonias, cuando el mestizo
aprende lo mismo que el blanco y se considera igual á él!... Sólo hace
pocos años permitieron los dominadores de la isla que los javaneses
aprendiesen el holandés.

No conocen los dos muchachos del automóvil otra lengua que la de su
provincia. Al fin nos entienden cuando repetimos muchas veces la palabra
«Garoet» señalando el horizonte, y contentos de marchar con
independencia se apartan del grupo de automóviles. Empezamos á correr
solos, por caminos cada vez más arbolados y más solitarios. Noto que
nuestra pareja indígena habla como si discutiese y mira en torno con
cierta duda, sin refrenar por ello la marcha del vehículo. A la media
hora de carrera veloz, nos detenemos cerca de una pequeña estación de
ferrocarril. Los dos javaneses leen con sorpresa su rótulo. Vuelven á
discutir, se enardecen como si se echasen en cara un mutuo error, y
viran el carruaje, para retroceder por donde hemos venido. Sus sonrisas
humildes nos revelan el misterio de sus palabras. Se han extraviado; es
otra la dirección que debemos seguir. Y lo peor es que continúan
discutiendo, dándonos á entender con esto que no saben por dónde van y
marchan enteramente al azar.

Empezamos á reconocer la imprudencia de habernos separado de los guías é
intérpretes de nuestro grupo, lanzándonos por el interior de Java como
si fuese el Bosque de Bolonia en París, con dos muchachos cobrizos á los
que no entendemos.

Al salir de los túneles verdes que forma la arboleda, notamos que el sol
se ha ocultado y el cielo es cada vez más sombrío. Esto no significa que
lo veamos obscuro. En Java no es posible la obscuridad, y hasta las
noches más lóbregas son de un azul fosforescente. Pero la tarde parece
de ámbar rojizo, y agrandado por el eco de las próximas montañas suena
un estrépito creciente. Es la sucesión de truenos de toda tormenta en el
Trópico, tan frecuentes é inmediatos que se juntan, formando una
detonación única. Vemos también á través de la columnata interminable de
los árboles el zig-zag de unos rayos que caen por grupos, culebreando al
mismo tiempo en el cielo.

Se aproxima la tempestad de los países calientes con su rapidez casi
instantánea. En unos cuantos minutos se ha aglomerado en el horizonte y
va á descargar sobre nosotros. He visto muchas tempestades en América.
Su lluvia abrumadora no parece caer á raudales, sino en masas compactas,
como si el azul celeste fuese el lecho de una laguna que se desfondase
de golpe. Creía imposible presenciar mayores violencias atmosféricas,
pero la tempestad de Java sobrepasa todo lo que llevo visto y lo que
podía imaginar.

El espacio está impregnado de vibraciones eléctricas. Respiramos con
cierta angustia en una atmósfera que parece muerta por su calma
absoluta. A pesar de la velocidad del vehículo, sentimos correr por
nuestro rostro gotas de sudor. Los árboles se alzan inmóviles, sin el
más leve estremecimiento. Como si hubiesen encontrado ya su ruta, los
dos muchachos no se hablan y miran ávidamente el pedazo de camino
visible ante ellos.

Se doblegan de pronto los árboles más fuertes, se acuesta la vegetación
entera bajo una ráfaga aulladora, suena un estallido de catástrofe, el
ámbar de la tarde se hace verde bajo la luz de un rayo que acaba de caer
cerca de nosotros, y en el mismo momento una especie de mazazo hace
temblar la capota del vehículo, como si la demoliese. Es simplemente la
lluvia que empieza, la inundación aérea, la cascada celeste que mantiene
la fertilidad de este paraíso, pero en el momento de su derrumbe tiene
la violencia de una catástrofe.

En unos instantes cambia todo el paisaje. Los árboles convulsionados
lanzan chorros por todas sus hojas, los campos se convierten en lagunas,
el camino brilla como si fuese de metal, empiezan á caer gotas del techo
del carruaje.

Es de cuero un poco viejo, pero en otro país resistiría perfectamente la
lluvia. Aquí empiezo á creer que aunque fuese de metal representaría
poca cosa para cubrirnos del aguacero feroz. Empieza á llover á través
del techo, y á los pocos minutos chorreamos agua lo mismo que los
árboles. Corre el automóvil fustigado por la tormenta; mejor dicho,
huye, como si su fuga pudiera salvarnos de la lluvia. Nos cubrimos los
ojos deslumbrados por unos relámpagos que inflaman el paisaje. El trueno
ensordecedor contrae nuestros rostros con muecas de suplicio nervioso.
Patinan las ruedas sobre un camino convertido en arroyo; trazan ángulos
violentos rozando los árboles de las orillas.

Nos detenemos unos instantes, pero nuestra inmovilidad resulta peor. La
lluvia pasa con más violencia a través del techo fijo ahora. Estamos al
pie de árboles gigantescos que atraen el rayo. Cae una exhalación en las
inmediaciones y emprendemos otra vez la peligrosa carrera, como si esto
pudiera librarnos igualmente del mortal lanzazo eléctrico.

Vemos á un lado del camino una especie de kiosco como los que existen
dentro de los arrozales. No es una vivienda; sirve simplemente de lugar
de reunión. ¡Nos hemos salvado!

Ayudo á mis dos compañeras de infortunio á echar pie al suelo, y en el
breve espacio entre el automóvil y la choza, una docena de pasos nada
más, sentimos cómo la lluvia se desliza por dentro de nuestras ropas, á
lo largo de las espaldas.

El refugio está lleno. Es una techumbre de paja sostenida por tabiques
de troncos y esteras. En su interior, sentados en el suelo, hay unos
veinte javaneses. Al vernos entrar hablan entre ellos y sonríen con una
expresión intraducible. La sonrisa puede ser de burla; puede ser de
lástima y simpatía.

Nos hallamos en un camino poco frecuentado. Esta gente no tiene la menor
noticia de que un grupo de viajeros llegó horas antes á Garoet y visita
el país. Nos ven entrar en su refugio como si nos hubiese vomitado la
tempestad. Ignoran de dónde pueden venir unas gentes que no hablan el
holandés y tienen un aspecto físico distinto al de sus dominadores.
Todos ellos van casi desnudos y esparcen en este recinto cerrado un
fuerte olor de carne masculina húmeda. Muchos llevan metido en la parte
trasera de su faldellín un _kris_ malayo, puñal de hoja flamígera que
les sirve para su defensa.

Yo llevo un revólver en mi viaje, pero lo dejé en el bolso de mano que
los mozos de la estación de Garoet trasladaron al hotel. No tengo ni un
bastón, y estoy metido dentro de una choza, entre dos mujeres, inquietas
y asustadizas, con sobrado motivo, y veinte hombres que representan
otros tantos misterios.

Siguen conversando y mirándonos. Algunos de ellos mascan betel y arrojan
en el suelo salivazos rojos que parecen de sangre. La señora que
acompaño se sube el pecho del vestido para ocultar su collar de perlas y
da vuelta á sus sortijas de modo que las piedras queden invisibles
dentro de sus manos cerradas.

Un vejete desdentado, semejante á un fauno, sonríe al ver estas acciones
que pasaron inadvertidas para los otros... Y siguen hablando; y nosotros
no entendemos nada, y fuera de este refugio continúan el trueno, el
rayo, el diluvio tropical...

¡Ah, no!... ¡vámonos! Es una imprudencia continuar aquí. Nuestros dos
muchachos parecen alegrarse al ver que volvemos al automóvil. Tal vez
han pensado lo mismo que nosotros. Puede ser también que juzguen
preferible correr á estar aguantando la tempestad dentro de un carruaje
en el que entra la lluvia por todas partes.

Volvemos á rodar por los caminos inundados, bajo el martilleo de la
tormenta. El chófer y su acólito conocen ya el terreno por donde
corremos y señalan el horizonte amarillo de lluvia y surcado de
relámpagos, repitiendo: «_¡Garut!... ¡Garut!_»

Adivino que aún estamos lejos de la ciudad, y como el aguacero continúa
asaltándonos, descendemos otra vez en una casa de buen aspecto, rodeada
de cocoteros y plataneros: una vivienda, al parecer, de campesinos
acomodados. La habitación está en alto, y una docena de escalones de
madera nos permiten subir hasta su plataforma, cubierta de esterilla
fina y limpia. Los tabiques son de una estera más fuerte y encima de
ellos hay un espacio libre que permite la ventilación de todas las
piezas y está cubierto por la techumbre de troncos y paja. En este
desván aéreo se han refugiado varios loros y otros pájaros domésticos,
asustados por la tormenta. Vemos los ojitos brillantes de dos monos que
marchan á cuatro patas en la penumbra, saltando de un tronco á otro.

En la pieza delantera, completamente descubierta, que sirve de salón y
comedor, nos recibe sonriente el patriarca de la casa, un viejo, desnudo
de cintura arriba. Otros hombres más jóvenes, que deben ser sus hijos,
van aún con menos ropas que él. Las mujeres de la familia, sin más que
su pañal de _batik_, nos hablan con una verbosidad inútil, sonriendo al
mismo tiempo á los hombres de su casa y hasta á los dos muchachuelos del
automóvil. Como es natural, se burlan un poco de los tres extranjeros
que no pueden entenderlas, que intentan expresarse por señas, y mojados
de cabeza á pies ofrecen un aspecto lamentable. Es la ropa chorreante lo
que nos proporciona un aspecto ridículo. Los javaneses, por el
contrario, parecen hermoseados por la lluvia, que da jugo y brillo á su
desnudez.

Como empieza á decrecer la tormenta volvemos al automóvil. Las mujeres,
más expresivas y habladoras que los hombres, consiguen hacernos entender
por señas que la ciudad no está lejos. Los dos muchachos, con sus
chillidos y gesticulaciones simiescas, nos repiten lo mismo.

Corre el vehículo por caminos cada vez más amplios, cuyos alrededores
revelan la proximidad de un grupo de civilización. Al mismo tiempo la
lluvia empieza á hilarse, pasando de la tromba compacta al filamento de
gotas separadas. Se alejan los truenos; el rayo no es más que un
resplandor temblón en el horizonte. Comienzan á subir del suelo los
perfumes de ruda embriaguez que exhala la tierra mojada. Lanza de golpe
la flora tropical todos sus olores contenidos durante la tormenta.
Dilatamos nuestros pechos con una aspiración amplia y voluptuosa,
saboreando de nuevo la belleza paradisíaca que nos rodea.

Una impresión de calma se esparce por nuestro interior. Nos sentimos en
un estado de placidez, semejante al del que escucha la «Sinfonía
Pastoral» de Beethoven, cuando se aleja la tormenta y la dulce
tranquilidad del campo empieza á restablecerse.

Sigue cayendo la lluvia, una lluvia que parece luminosa y perfumada. Sus
gotas son de ámbar y resbalan con suavidad sobre el cristal de la tarde.
Los huertecillos se convierten gradualmente en jardines y las chozas en
casitas de aspecto europeo. El camino es ahora una avenida urbanizada
que va salvando sobre el lomo de los puentes varios arroyos y barrancos.

Ya estamos en las afueras de Garoet... Y es aquí, á las puertas de la
ciudad, donde presencio uno de los espectáculos más inolvidables de mi
vida.

La lluvia, que sigue cayendo con una insistencia dulce, representa un
placer para los naturales. El hormiguero humano ha empezado á surgir de
todos sus refugios. Los javaneses marchan en lentas filas por los
senderos. Niños completamente desnudos se colocan debajo de los
canalones para prolongar el deleite de la mojadura. La tormenta es un
baño más para este pueblo que sufre calores tórridos.

Vemos venir hacia nosotros una muchedumbre de mujeres que nos parece
interminable. Todas ellas son jóvenes. Deben volver de trabajar en los
talleres de Garoet que fabrican el _batik_. ¿Cuántas son?... Difícil
calcularlo. Van en grupos escalonados y llenan toda la extensión
visible del camino.

Brillan de cintura arriba sus carnes mojadas. Las cabelleras, formando
rodete sobre la cúspide de sus cabezas, tienen adornos de diamantes
naturales con el chorreo de las gotas que se desprenden de ellas. La
caricia fría de la lluvia las cosquillea al deslizarse por la piel
dorada y fina de sus pechos y espaldas. Marchan abrazadas unas con
otras, cantan y gritan excitadas por la electricidad de la atmósfera y
los besos húmedos del aguacero.

Llevan como falda una pieza de _batik_. Pero esta tela de colorines
puede ensuciarse en los charcos del camino y todas ellas,
tranquilamente, se la han subido más arriba de las caderas, marchando
con desembarazo sin preocuparse de su desnudez inferior, tan absoluta
como la de arriba. Les basta para sus escrúpulos pudorosos llevar
arrugado sobre el talle este fino pañal que abulta menos que una faja.

El primer grupo, al pasar junto al automóvil, nos saluda con gritos y
risas, sin echar abajo su faldamenta. Creen innecesaria tal molestia...
¡Pasamos tan aprisa!

No es impudor. Para que lo fuese resultaría preciso que estas muchachas
conociesen los escrúpulos de las gentes vestidas, y creyeran inmoral el
desnudo. Pero saben que los blancos nos asombramos ante ciertas partes
del cuerpo descubiertas, y como ellas marchan casi en cueros para sentir
mejor la caricia de la lluvia, les place conmovernos un poco con su
inocente exhibición. Algunos hombres que van entre ellas y son tal vez
de sus familias ríen igualmente de esta broma juvenil.

Y así van pasando y pasando las muchachas, con su falda recogida en el
talle... Son más de doscientas; tal vez trescientas.

Continúa mucho tiempo el desfile de caras sonrientes, de piernas
desnudas, de triángulos sexuales, que asoman, se eclipsan y vuelven á
surgir con los movimientos del paso. En algunas corre la lluvia sin
obstáculos, lo mismo que si resbalase sobre la piedra lisa. En las más
de ellas se detiene unos momentos, cautiva antes de caer, de igual modo
que cuando se enreda en las marañas de una vegetación naciente.



XVIII

BAJO LA LLUVIA ECUATORIAL

     Mi cama y mis compañeros de alcoba.--Los vendedores de Garoet.--La
     superstición del dólar.--Javaneses y malayos.--Locura homicida de
     los que «corren el amok».--La lira de cañas.--El baile en el
     hotel.--La «Sinfonía de la selva».--Los cuatro jóvenes nobles y sus
     danzas.--Regalo de un «kris» del antepasado.--El Guiñol
     javanés.--Una novela caballeresca con monigotes y música.


Nuestro hotel de Garoet es un jardín con numerosos edificios de un solo
piso esparcidos en sus frondosidades. Nos refugiamos al bajar del
automóvil en el más importante de ellos, donde están los salones
comunes, los comedores y la oficina del gerente.

Me entero de que mi pequeño equipaje me espera en una habitación situada
al otro extremo del hotel. Hay que buscarla bajo la lluvia por avenidas
que deben ser interesantes á las horas de sol, á causa de sus arriates
de flores y sus arboledas umbrosas, pero en este momento corren por
ellas verdaderos arroyos, y cada rama deja caer un chorro continuo.

Silba el gerente y viene á buscarme un portero javanés, con turbante de
_batik_, levita blanca y descalzo. Sostiene un paraguas con ambas manos,
mejor dicho, una cúpula de cartón barnizado, debajo de la cual pueden
marchar varias personas sin mojarse. Es tan enorme este techo portátil,
que el javanés hace esfuerzos para sostenerlo, á pesar de que ha caído
el viento y la lluvia desciende copiosa, pero mansa, á través de una
atmósfera dormida. Como el porta-paraguas va descalzo y sólo se preocupa
de mantener su cúpula, avanza rectamente, sin reparar en charcos.
Nosotros le seguimos pegados á él, y esto libra nuestras cabezas de la
lluvia, pero nos hundimos á cada instante en las charcas rojizas y los
regueros serpenteantes del jardín.

Es mi habitación una pieza de grandes proporciones, con muebles
holandeses, solemnes y viejos, que datan sin dada de la Compañía de las
Grandes Indias. La cama se muestra tan ancha como larga; pero esta
amplitud, que en el primer momento representa un motivo de agrado, queda
olvidada á causa de su dureza. Tiene sin duda alguna un colchón, pero la
materia que le sirve de relleno ha adquirido una densidad igual á la de
las cortezas de los árboles. Las gentes del país afirman que en un lecho
duro se siente menos el calor. Además, el mismo calor justifica la
escasez de sábanas. La cama sólo tiene una, la que cubre el colchón. El
viajero debe dormir sin taparse, y para el caso de que sienta frío, una
manta ligera, á cuadros blancos y azules, está plegada á los pies.

En cambio abundan las almohadas, algunas de ellas de aspecto raro y uso
desconocido para mí. Una, larga y dura como un madero, sirve
indudablemente para apoyar la cabeza; otra es para colocársela entre las
piernas, y dos más pequeñas se acoplan entre los brazos y el tronco. Hay
que dormir con los miembros abiertos en cruz de San Andrés, la misma
postura de los reos de otros siglos condenados á ser hechos cuartos por
la dislocación. De este modo parece que se siente menos la caliginosidad
de la noche ecuatorial, que hace correr sobre el cuerpo regueros de
sudor.

Al inclinarme sobre mi pequeña maleta noto que el cuarto está ocupado
por varios camaradas que me acompañarán toda la noche. Saltan sobre el
suelo unos animalillos verdes. Las ranas invaden tranquilamente estas
viviendas de un solo piso. Por las paredes y el techo corren lagartos
rugosos y negruzcos. El servidor javanés, que ha dejado su paraguas á la
parte de afuera, ríe de mi asombro y me habla, sabiendo que no puedo
entenderle. Conozco sin embargo lo que me dice por haberlo oído en otros
hoteles de países cálidos. Hay que respetar á estos compañeros de
habitación para no privarse de sus buenos servicios. La rana se come los
insectos que reptan y saltan sobre el suelo, bestias prolíficas que
pueden depositar sus innumerables huevecillos debajo de nuestras uñas si
descendemos de la cama con los pies descalzos. El lagarto se come los
mosquitos.

Me falta tiempo para seguir examinando mi dormitorio. Éste tiene, como
todas las casas de los javaneses acomodados, un salón exterior y
abierto. El pórtico que extiende su techumbre sobre el frente del
edificio se halla dividido por tabiques, y cada uno de tales espacios
guarda sillones, una lámpara en el centro y macetas de flores que penden
del alero.

Mi pequeño salón, al que se llega subiendo tres escalones, está ya medio
invadido por una multitud infantil que se aprieta para quedar á
cubierto, librando de la lluvia los objetos sostenidos por sus manos.
Todo Garoet sabe que ha llegado un grupo de viajeros, y como el
vecindario vive de los visitantes, aguarda con impaciencia el regreso de
los automóviles que la tempestad ha sorprendido en pleno campo.

Nosotros somos los primeros en volver y recibimos el empuje de todos los
vendedores de Garoet. Hombres y mujeres se mantienen al acecho en las
inmediaciones del edificio central, pero han destacado contra nosotros
sus numerosas proles cargadas de telas de _batik_ y polichinelas del
teatro javanés, á los que dan movimientos y posturas cómicas, imitando
sus voces gangueantes. Se sientan á nuestras plantas para ofrecernos sus
mercancías, marcando el precio con los dedos. Al principio usan la
palabra _guilder_, que es el florín holandés, pero inmediatamente la
abandonan para repetir con insistencia: «_¡Dollar! ¡dollar!_»

En todo el Extremo Oriente se nota una idolatría monetaria que puede
titularse la «superstición del dólar». En China, en Java, en la India,
hasta en el Japón, cuyos habitantes no sienten gran amor hacia los
Estados Unidos, lo mismo los tenderos que los míseros vendedores
instalados en plena calle ó á la puerta de los templos muestran un
respeto casi místico por el dólar americano. Aun en los países de
dominación inglesa, la libra esterlina representa poco comparada con
aquél. Cuando se desea comprar un objeto, el vendedor, en mitad de sus
regateos, hace una rebaja considerable si le pagan en dólares. Pero ha
de ser en moneda, nada de cheque; en billetes de los Estados Unidos; y
después de contemplarlos con devoción los oculta apresuradamente.

Es la única moneda que inspira fe, y por adquirirla lo dan todo más
barato. Debo añadir que los demás billetes que circulan por el Extremo
Oriente merecen con razón menos respeto por su falta de fijeza
monetaria, incluyendo los de la India inglesa. Los Bancos de toda ciudad
importante emiten papel, y cuando se llega á otra capital con dicha
moneda hay que cambiarla por la del nuevo país, sufriendo un descuento.
El prestigio monetario de la más rica de las naciones ha llegado hasta
este rincón de Java, y los niños y niñas que intentan hacer sus ventas
valiéndose de señas, repiten á coro al mostrar sus mercancías:
«_¡Dollar! ¡dollar!_»

Se nota en esta muchedumbre infantil las diferencias étnicas de la dos
razas que componen la población de la isla: javaneses y malayos. Los
javaneses, pasivos y laboriosos, sirvieron siempre á los dominadores de
la isla, plegándose con humilde fatalismo á sus órdenes. En el curso de
veinte siglos han sido brahmanistas, budistas y musulmanes. De seguir
los portugueses en Java, todos serían ahora católicos. Si continúan
mahometanos, es porque la Compañía de las Indias, que tuvo á sueldo á
los santones javaneses, más traficantes que fanáticos, jamás sintió la
necesidad de evangelizar á sus nuevos súbditos.

Esta ductilidad para cambiar de creencias no significa en los javaneses
excepticismo religioso. Al contrario, como todos los humildes que se ven
eternamente oprimidos y no tienen esperanza alguna de liberación, su
único consuelo lo encuentran en el ejercicio de sus devociones y en la
certeza de otra vida que será más dichosa. Necesitan una religión y
toman la que les permiten sus dominadores.

Los malayos resultan más ingobernables y menos religiosos que el
javanés, cultivador de la tierra, eterno siervo del campo de arroz que
empezaron á formar sus ascendientes hace siglos. Nietos de piratas y
audaces navegantes, los malayos poblaron las costas, lanzándose á la
pesca y al cabotaje, ó se esparcieron por el interior de las islas para
ejercer industrias manuales ó llevar una existencia vagabunda. Estos
habitantes belicosos de Java formaron en otros siglos una casta militar
y noble, siendo los únicos que hicieron guerra á los invasores,
dificultando la colonización portuguesa y alterando el régimen de
explotación mercantil de la Compañía de las Indias con sus frecuentes
revueltas.

Aun hoy el malayo resulta el más inquietante de los javaneses. Si el
blanco le ofende, espera una ocasión propicia para vengarse de él,
asesinándolo. Los más pobres procuran ser empleados del gobierno,
ingresando en la policía ó en los trabajos públicos. Otros se hacen
soldados y abrazan el cristianismo, para considerarse de este modo
iguales á los militares holandeses.

La belicosidad de la raza, los instintos sanguinarios, herencia de
largos siglos de piraterías y matanzas, despiertan de pronto en ellos.
Cuando un malayo se considera ofendido por un blanco, ó siente odio
contra la organización social que le rodea, una mortífera embriaguez lo
enloquece, y armándose de un _kris_ se lanza á la calle para matar á
todo el que se pone á su alcance, dando golpes á ciegas, hasta que lo
matan á él. Es una demencia semejante á la de los moros de Filipinas
conocidos con el nombre de «juramentados».

En Java esta locura homicida es llamada el _amock_, y cuando sale uno de
dichos furiosos por el centro de la población esparciendo muertes hasta
que le hacen caer sus perseguidores, llaman á tan horrible episodio
«correr el _amock_». La autoridad tiene establecidos puestos de
vigilancia para cortar inmediatamente los efectos de esta locura
nacional. Son casi siempre policías malayos los que acuden para «correr
el _amock_». Tienen en sus cuerpos de guardia un tronco vacío, de madera
sonora, que tocan con el puño, y esta campana avisa á las gentes para
que se refugien en las casas. De todas las puertas arrojan sillas,
taburetes y otros objetos á los pies del terrible _amock_ para hacerlo
caer, pero éste sigue corriendo las más de las veces llevando en alto su
machete amenazador. Los policías cuentan con un arma especial para
sujetarle, que nunca yerra. Es una gran horquilla, entre cuyos dos
dientes meten al fugitivo, clavándolo contra una pared ó un árbol. De
este modo lo inmovilizan y lo matan, pues es inútil esperar que se
rinda.

Los malayos son en el campo grandes cazadores de bestias feroces. En
otro tiempo su mayor diversión era presenciar luchas de hombres con
panteras y tigres. También, hasta hace poco, en las poblaciones del
interior celebraban torneos á caballo, terminados muchas veces por botes
de lanza mortales. Eran fiestas originarias de la época en que los
conquistadores musulmanes se apoderaron de Java.

Se nota en estos pequeños indígenas que tengo sentados á mis pies la
diferencia de razas. El niño malayo domina á su compañero de puro origen
isleño, impide sus negocios, le amenaza, y acaba finalmente por
obligarlo á que le ceda su mercancía, vendiéndola él por su cuenta.

Vuelvo otra vez al centro del hotel arrostrando la lluvia, ya que el
hombre de la cúpula portátil no acude á mis gritos. Bajo los pórticos
del comedor encuentro á los primeros compañeros de viaje que acaban de
llegar. Luego, en el curso del atardecer, van presentándose los otros
vehículos llenos de gentes desfiguradas por la lluvia. Pero todos nos
hemos resignado á esta humedad irremediable. Ha sido inútil emplear las
contadas prendas de recambio que guardábamos en nuestros pequeños
equipajes. Dentro de este hotel-jardín la lluvia las moja en seguida.
Además, nos acostumbramos fácilmente á ir con los pies húmedos y el
cuerpo impregnado de agua y sudor, en esta tierra donde los aguaceros
son tibios.

Una orquesta rara pero agradable suena incesantemente en otro pórtico
del hotel. Es una melodía bucólica, un susurro de suaves flautas, una
música eoliana y vagorosa, sin la energía del soplido humano. Voy hacia
ella y encuentro sentados en el suelo á varios adolescentes que hacen
sonar el instrumento típico de esta parte de Java: una lira hecha con
cañas.

Un grueso bambú horizontal sostiene cinco, más delgados, en forma de
peine. Las cinco varillas están metidas en otras tantas cañas huecas,
que al moverse chocan sus paredes con el espigón central. Cada una de
las cañas emite una nota diferente, y en esto consiste el secreto de los
fabricantes del rústico instrumento. Los pequeños músicos tienen en sus
manos dos liras, ó sea diez notas, y agitándolas con rítmico movimiento
producen una melodía indeterminada y soñolienta, dentro de la cual se
forman al azar grupos de notas bizarras como las combinaciones
caprichosas de los vidrios sueltos en el interior de un caleidoscopio.

Al son de esta melopea danzan varios muchachitos moviendo el vientre y
las caderas lo mismo que las odaliscas. Todos ellos llevan el _saroc_ de
colorines arrollado sobre las piernas, tienen un rostro aterciopelado de
chocolate con leche, y sus ojos grandes y un poco oblicuos parecen de
mujer. Muestran la gracia equívoca del efebo asiático, que hace imaginar
repugnantes vicios. También es posible que estos pequeños bailarines no
hagan más que seguir una tradición, repitiendo danzas que vieron desde
pequeños, sin sospechar su malicia ni las suposiciones del blanco
escandalizado.

Mientras las liras de cañas susurran su melodía sin regla y siguen
danzando los javanesitos, expelen las canales del tejado el agua á
plenos chorros, los relámpagos iluminan otra vez con exhalaciones verdes
la tarde color de ámbar, y rueda el carro de los truenos sobre edificios
y arboledas.

A las nueve de la noche, después de la comida, asistimos á un gran baile
javanés, para el cual han venido los mejores danzarines y la orquesta
más famosa de toda la región.

La servidumbre descalza aparta las mesas, y todo el comedor queda
convertido en una sala de espectáculos. Este comedor se halla abierto
por tres de sus caras; es una techumbre sostenida por numerosos arcos
blancos. Más allá hace brillar el jardín sus hojas de charol bajo unos
focos de luz eléctrica, cuyas lunas se muestran rayadas incesantemente
por hilos de cristal. Continúa la lluvia del Trópico, una lluvia sin
medida en el volumen y la duración. Todo está impregnado de humedad:
nuestras ropas, las servilletas, los manteles. Luego, en los
dormitorios, encontraremos igualmente húmedas sábanas y toallas. Debajo
de los techos la atmósfera, vibrante de perfumes vegetales, parece
compuesta de agua flúida.

Este baile debe ser algo extraordinario, pues van llegando en sus
automóviles los javaneses más opulentos de las inmediaciones. La mayor
parte de la propiedad de la isla continúa en poder de los antiguos
nobles y los comerciantes enriquecidos. Conservan sus trajes por un
sentimiento oculto de nacionalismo, pero se apropian las comodidades más
costosas de sus dominadores.

Los instrumentos de la orquesta del baile son tan originales como las
liras de cañas. Los músicos, sentados en el suelo, hacen sonar una
especie de violines, apoyándolos verticalmente en una rodilla como si
fuesen violoncelos. Otros golpean con sus manos tambores y discos
metálicos. Un viejo hiere con sus palillos un teclado de tablitas, cada
una de las cuales emite una nota distinta. El más importante de los
instrumentos es una especie de banco con grandes orificios, y en cada
uno de ellos una vasija de metal semejante á los cántaros que emplean
los lecheros. El músico golpea estos vasos con mazas forradas de piel,
arrancándoles largas vibraciones.

Tocan una especie de preludio que en los primeros instantes parece
arañar los oídos con sus discordancias. Poco á poco surge del
enmarañamiento acústico algo concreto que podría llamarse la «Sinfonía
de la selva». Los instrumentos reproducen la risa luminosa del arroyo,
el murmullo de las hojas, el rebullir de la vida animal en los
matorrales. Indudablemente, los instrumentos de cuerda imitan el zumbido
tenaz de los insectos. El músico ha copiado con ingenuidad los vagidos
de la Naturaleza, como en los albores de toda civilización los artistas
primitivos reprodujeron á su modo las plantas y los seres que les
rodeaban.

Sentados en el suelo, sobre esteras de junco, hay varios danzarines,
hombres y mujeres. Ellas son las únicas que cantan, con una voz chillona
y discordante que recuerda el cacareo de la gallina. En el espacio
libre, ante la orquesta, un hombre y una mujer bailan esta danza
coreada. En realidad permanecen inmóviles; sus pies no se separan del
suelo. Son los brazos los que se agitan, y más aún las manos,
acompañando con lentas dilataciones el ritmo de la música.

Entre las gentes del país acudidas para presenciar este baile hay cuatro
jóvenes nobles que llaman la atención por la elegancia híbrida de sus
trajes. Son javaneses por sus cabezas; del cuello á la cintura son
europeos; luego recobran su nacionalidad hasta los pies. Me explicaré
con más detalles. Van tocados con el pequeño turbante de _batik_ negro y
dorado, que forma un lacito de dos pequeños cuernos sobre la frente.
Visten _smoking_ y chaleco blanco. La pechera de su camisa es de
encajes, y dos botones de diamantes centellean debajo de su corbata
negra. A continuación llevan las piernas envueltas en una rica tela de
_batik_ obscura, con anchas rayas de oro. Por debajo asoman los pies
pequeños, metidos en calcetines de seda calada y escarpines de charol.
Los cuatro, como signo de su categoría, llevan un _kris_ antiguo, una
espadita dorada puesta oblicuamente sobre sus riñones, cuya empuñadura
despega el _smoking_ de su espalda.

Han venido en sus automóviles, atraídos por esta fiesta á la que asisten
muchas viajeras americanas, hermosas y elegantes. Guardan una gravedad
de próceres musulmanes. Ocupan una mesa, bebiendo simples limonadas, y
miran con sus ojos negros y ardientes á tantas mujeres blancas, que
parecen traer en su perfume las seducciones de un mundo lejanísimo. Los
cuatro llevan el bigote recortado, según la moda actual, y revelan en
todos sus gestos una educación á la europea.

El gerente del hotel va contando á los viajeros que estos jóvenes son
ricos, de antigua nobleza, y viven además, como amigos y acompañantes,
cerca del regente de la provincia. (El regente es el gobernador
indígena, poderoso personaje que ha venido á sustituir á los antiguos
reyezuelos.) El mismo gerente se hace lenguas de lo que son los cuatro
jóvenes como bailarines. Por espíritu de tradición han sabido guardar
fielmente las antiguas danzas de la isla. Los profesionales del baile
javanés que están presentes reconocen y admiran la superioridad de estos
señores.

--¡Ay!... ¡Si ellos quisieran bailar!...

Basta que el hotelero exponga esta posibilidad hipotética, para que
varias señoritas americanas, con la intrepidez propia de su pueblo,
deseen una inmediata realización. Algunas de ellas piden á los cuatro
_gentlemen_ de la espadita dorada que salgan á bailar, y ellos,
respetuosos y algo avergonzados al verse objeto de la atención general,
acaban por ceder, aunque ninguno quiere ser el primero.

Al fin, uno de ellos se desprende de los escarpines de charol y su
chófer indígena surge de la masa de javaneses agrupada al pie de las
escalinatas del jardín, para quitarle los calcetines. Avanza con los
pies desnudos, color chocolate claro, que asoman por el borde de la rica
falda de _batik_. Sus dedos se encorvan y se dilatan como si recobrasen
la agilidad de los remotos ascendientes. Se ha puesto un gran velo verde
sobre sus hombros, con las puntas caídas atrás y la amplia curva
delantera más abajo de su pecho. Este velo va á resultar en el curso de
la danza tan importante como su persona.

La primera de las bailarinas se coloca de pie ante él y empieza á
cantar. El joven señor inicia su danza sin moverse del sitio que ocupa,
expresándolo todo con las manos, con los balanceos lentos de sus brazos,
con las posturas fijas que adopta luego su cuerpo. En realidad, la mujer
no hace más que acompañar con su canto los gestos del bailarín. Algunas
veces refleja los movimientos elegantes de éste, pero con una modestia
de espejo pobre y turbio. Se nota su voluntad de no rivalizar con el
hombre en unas actitudes que pueden llamarse escultóricas. Éste imita
los contoneos soberbios y dominadores de los animales machos en la vida
libre de la Naturaleza. Es una danza monótona, y sin embargo, pocas
veces he visto un cuerpo humano en tan nobles posturas.

Los cuatro _gentlemen_ van saliendo por turno. Cada uno de ellos
interpreta de modo diferente danzas de miles de años que expresan la
superioridad absoluta del hombre y la humilde servidumbre de la mujer en
las sociedades primitivas.

Hablo valiéndome de un intérprete con el primero de los jóvenes que
salió á bailar. Me mira con extraordinario interés al saber que soy un
blanco de los que fabrican libros y alguna vez escribiré lo que he
presenciado esta noche. Él ama los cantos de su isla, las
representaciones teatrales. Tal vez compone versos, aunque protesta
apresuradamente cuando el traductor se lo pregunta en mi nombre.

Luego muestra una generosidad de gran señor. Quiere que me lleve un
recuerdo de él, y desprendiéndose de su espadita dorada me la entrega.
Para que aprecie más el regalo me hace ver la hoja, roída por el óxido
de los años. Es un arma honorífica, uno de los muchos _kris_ legados por
sus abuelos, que él usa únicamente por su antigüedad. Me explica que la
hoja, llena de rugosidades como la piel de la serpiente, está compuesta
de numerosas piececitas fundidas unas sobre otras, como si fuesen
escamas, y las pequeñas grietas en semicírculo de dichas escamas
contuvieron un veneno casi fulminante, capaz de acabar á un herido en
pocos segundos. ¡Pero han pasado tantos años desde entonces!... Ahora el
terrible _kris_ no es más que un arma de museo roída por la herrumbre y
que puede romperse como el cristal.

Siguiendo un largo corredor y varias escalinatas cubiertas que nos
libran de la lluvia, vamos á una especie de Guiñol establecido dentro
del hotel.

Tienen los javaneses un verdadero teatro en el que figuran actores de
carne y hueso, pero su espectáculo preferido es la representación por
medio de muñecos. Tal vez estos autómatas, al ser más irreales, dejan
mayor espacio á la imaginación del público.

El teatro es un salón sin ningún asiento. Gran parte de los espectadores
están en el suelo. Un lado lo ocupa la orquesta. Son músicos iguales á
los del baile, aunque todos ellos ofrecen la particularidad de que
actúan con cierto cansancio, teniendo los ojos cerrados. Parece que
estén dormidos, pero cuando le toca á cada uno hacer sonar su
instrumento, cumple dicha función sin entreabrir los párpados y vuelve á
inmovilizarse en su actitud soñolienta. Luego, pienso que adoptan este
gesto por refinamiento artístico, para concentrar mejor sus facultades y
aislarse de la realidad, viendo más intensamente en su imaginación las
peripecias del drama.

Delante de los músicos y de espaldas á ellos está sentado en el suelo un
viejo de voz lenta que habla sin mirar al público. Ante sus rodillas se
extiende un tabladillo de escasa altura. A ambos lados tiene dos vasijas
de porcelana, y dentro de ellas, en aparente desorden, están los
personajes de la obra, monigotes de cabezas monstruosas, verdes ó
purpúreas; vistiendo túnicas de floreado _batik_ y con brazos
articulados semejantes á las antenas de las langostas. Estos autómatas,
que representan príncipes, guerreros, bellas damas ó humildes siervos,
tienen al final de sus brazos dos altos bastones que recuerdan los que
usaban las señoras de la corte de Versalles.

El viejo director constituye por sí solo todo el teatro. Unos muñecos
los fija en los agujeros del tablado y quedan inmóviles como un coro que
intervendrá oportunamente. Otros los mantiene en sus manos, agarrando al
mismo tiempo el espigón central y los dos bastones terminales de los
brazos, lo que le permite con una simple frotación de los dedos, ocultos
bajo la falda, poner en movimiento su cabeza y las otras extremidades
articuladas.

Los directores de estos espectáculos tienen el nombre de _dálang_ y
gozan de gran respeto. Guardan desde hace siglos una autoridad
tradicional semejante á la del sacerdote ó el bardo. Todos ellos son
poetas y grandes improvisadores. Estos _dálang_ dirigen algunas veces
representaciones con actores enmascarados, siendo los únicos que pueden
hablar en ellas. Los comediantes no hacen más que una pantomima,
acompañando con sus gestos la declamación del director. Las piezas se
llaman _topeng_ (lo mismo las representadas por seres vivos que las de
monigotes), y sus argumentos están sacados de la mitología ó la historia
heroica de Java. La música no cesa un momento y sirve de eterno fondo á
los lentos recitados del _dálang_.

Me explican el drama: una lucha de paladines por el amor de una
princesa; batallas, conquistas, raptos, persecuciones, y sobre todo
muchos golpes. Existe un argumento, un cañamazo dramático, pero no hay
nada escrito, y el viejo _dálang_ va bordando sobre la materia
tradicional todas las flores repentinas de su imaginación.

Esto no es un teatro. Para serlo tendría que ajustarse á los límites del
espacio y del tiempo, á la estrechez de un escenario, á las murallas
aisladoras de una decoración. En realidad es una novela contada todos
los días con nuevas variaciones y ayudada por medio de los monigotes y
la música.

Miro al viejo cuentista con un interés confraternal. Mantiene su cabeza
baja, hablando y moviendo los personajes con el aire abstraído y
concentrado del que se entrega á una improvisación.

La orquesta dormida colabora incesantemente con él á pesar de sus ojos
cerrados. El _dálang_ está de espaldas á los músicos, no existe entre
ellos ninguna relación directa, y sin embargo los instrumentos me hacen
ver los episodios de esta novela javanesa más que las acciones de los
monigotes.

Dos personajes se mueven al extremo de las manos del improvisador, se
aproximan y se apartan sin chocarse, pues esto podría deteriorar sus
frágiles cuerpos, y no obstante sé que acaban de entablar un combate
encarnizado. Nunca he oído á una música expresar mejor los golpes. Estos
instrumentistas soñolientos lanzan acordes secos, de una precisión
matemática, sin mirarse entre ellos.

Poco después abren todos la boca, viejos, adolescentes y niños, lanzando
un rugido con cierta sordina. Es el rumor lejano de una muchedumbre que
interviene en el curso de la historia.

Yo cierro también los ojos para no ver las filas de monigotes inmóviles
sobre el tabladillo que representan grotescamente á dicha multitud. Y al
quedar en voluntaria ceguera lo mismo que los músicos, contemplo el
pueblo evocado por el novelista javanés. Es una masa de hombres
cobrizos, medio desnudos, que aclama á los héroes triunfantes, malayos
de armaduras doradas, héroes anteriores al desembarco de portugueses y
holandeses, cuando los habitantes de esta isla no conocían aún la
existencia de Mahoma y alzaban en el interior de ella imágenes colosales
de Buda, templos ciclópeos que la vegetación invasora del Trópico guardó
durante muchos siglos en el misterio de su noche verde.



XIX

LA PUERTA DEL EXTREMO ORIENTE

     El jardín de Buitenzorg.--Flores que parecen insectos é insectos
     iguales á pedazos de madera.--El estrecho de Gaspar.--Los fenicios
     del Pacífico y sus portentosas navegaciones.--Verdadera patria de
     Simbad el Marino.--La cosmopolita ciudad de Singapore.--El
     gobernador Raffles.--Mezcla de pueblos y religiones.--Mi primera
     visita á un templo brahmanista.--El cultivo actual del
     caucho.--Rutina inglesa de los futbolistas de
     Singapore.--Degradación de los blancos que van en
     tranvía.--Juglares y domadores de serpientes.--El «smoking»
     blanco.--Los maravillosos sastres chinos.--Cuatro trajes en dos
     horas.


Buitenzorg es la residencia veraniega del gobernador de Java. El
palacio, reconstruido varias veces á consecuencia de los temblores de
tierra, no ofrece nada de extraordinario. Lo que ha hecho famoso el
nombre de Buitenzorg es su Jardín Botánico, anexo á la vivienda
gubernamental. Como el terreno es más alto que en Batavia y la atmósfera
menos densa y caliginosa, la vegetación se desarrolla en este lugar con
toda magnificencia.

Antes de marcharnos de Java queremos ver las especialidades más célebres
de dicho jardín. Atravesamos una ancha avenida que es un túnel de
verdura, pues los ramajes laterales se tocan, formando una bóveda
compacta. En realidad, esta galería vegetal se compone únicamente de dos
higueras banianos, árboles que tienen la particularidad de reproducirse
invadiendo las tierras próximas, de convertir sus ramas cuando tocan el
suelo en otros tantos troncos con raíces, que á su vez producen nuevos
soportes. En el Jardín Botánico de Calcuta, uno sólo de estos banianos
ocupa un espacio considerable y desde lejos ofrece el aspecto de un
macizo de arboleda.

En los pequeños lagos de Buitenzorg admiramos la Victoria Regia, planta
acuática de corola blanca cuyas hojas, de dos metros de diámetro, flotan
como escudos sobre las aguas, y tal es su aspecto de estabilidad, que
tientan á poner el pie en ellas como si fuesen de piedra verde.

Los bambúes alcanzan dimensiones de árboles seculares. Se balancean al
más leve soplo de la brisa y parecen conversar entre ellos con el
frotamiento de sus menudas hojas. Estas cañas enormes son de diversos
colores: amarillas, negras, moteadas. Todas las variedades de la palmera
existen aquí igualmente, desde las de fuste grácil y ligero surtidor de
ramas, que se inclinan con una gracia infantil, hasta las de tronco
redondo y alto como una torre, que desafían erguidas los huracanes del
tornado. Vemos también una gran variedad de lianas semejantes á madejas
de reptiles adormecidos.

Una colección célebre de orquídeas nos desorienta á causa de sus
bizarras formas, y no sabemos finalmente con certeza si son flores ó
parásitos monstruosos. En cambio, vemos en una sección zoológica pedazos
de madera en apariencia medio podridos, hojas secas, grumos de detritus
vegetal que son en realidad insectos. Estos seres vivos, de admirable
mimetismo, adoptan la forma de la basura de la selva y permanecen
inmóviles para no alarmar á sus presas, sorprendiéndolas mortalmente.

Al abandonar Java nos damos cuenta de la incongruencia que existe entre
la fealdad del puerto de Tandjong-Priok y las bellezas interiores de la
isla. Viendo estos muelles tostados por el sol y su continuación de
terrenos pantanosos y selvas bajas, que son como nidos de la fiebre,
nadie puede sospechar los paisajes paradisíacos que empiezan á
desarrollarse cuando se penetra una docena de millas tierra adentro.

Entre Java y Singapore la travesía resulta tan plácida como si
navegásemos por un río. El _Franconia_ va partiendo aguas verdes, con
islotes de vegetaciones flotantes.

Avanzamos teniendo á la derecha la isla de Banka y á la izquierda la
enorme Sumatra, que figura con Borneo como las dos posesiones más
extensas de Holanda. Tan grandes son estos macizos insulares, que una
parte de su interior se halla en estado salvaje y los holandeses tienen
que mantener una actitud defensiva ante muchas de sus tribus. Siempre
que estos indígenas irreductibles encuentran ocasión, le cortan la
cabeza al blanco para guardarla como el mejor de los trofeos. También se
repiten los casos de canibalismo, á pesar de los esfuerzos de las
autoridades para extender las costumbres civilizadas. En estos países,
situados bajo la línea ecuatorial, el europeo colonizador no hace más
que pasar, siéndole imposible vivir muchos años á causa del clima y las
enfermedades. En realidad son factorías más que colonias, ya que el
blanco no puede reproducirse en ellas ni crear una familia estable.

En el llamado estrecho de Gaspar, las dos costas de Banka y Sumatra se
aproximan de tal modo, que el mar parece un río. Entre ambas riberas se
extienden fajas de baba amarillenta, espuma sucia de un canal en el que
permanecen como enredadas las inmundicias traídas por las corrientes del
Océano libre.

Nuestro paquebote marcha con cierta precaución, á causa de la escasa
profundidad. Cuando salimos de un estrecho es para entrar en otro ó ir
pasando á través de islas é islotes de pequeños archipiélagos. El mar
tiene un verde claro de pradera que denuncia el poco fondo de sus aguas.
A trechos se esparcen sobre este color verde grandes manchas de un
blanco lácteo, reflejo de los campos de arena submarinos.

Singapore es la puerta del Extremo Oriente. Al pasarla habremos dejado á
nuestras espaldas la parte del mundo más distinta á Europa. Al otro lado
del estrecho de Malaca vamos á encontrar la India, mas esta tierra ya no
pertenece al Extremo Oriente y debe llamársela simplemente Oriente.

Es cierto que sus diversos pueblos se diferencian en costumbres y
religiones de los países europeos; pero no han vivido miles y miles de
años ignorados de nosotros como el Japón, la China y las agrupaciones
malayas. Alejandro llevó la cultura griega á este Oriente indostánico.
Los hombres de nuestra antigüedad conocieron la India y tuvieron
noticias de las diversas civilizaciones desarrolladas á orillas del
Ganges. Los nautas árabes mantuvieron durante la Edad Media la
comunicación de Europa con el citado Oriente indostánico, aunque ésta no
resultase directa. Fué á partir del estrecho de Malaca, ó sea del
presente Singapore, donde empezaba la noche y la ignorancia para
nuestros pueblos. Nadie sabía nada cierto sobre Catay y Cipango, el
actual Extremo Oriente.

Al aproximarnos á Singapore vemos en estrechos y canales un enjambre de
pequeños buques de cabotaje, pertenecientes á la marina malaya. Estos
navegantes tradicionalistas han copiado en sus barcos las arboladuras de
la marina de los occidentales, pero sus cascos, aunque construídos
igualmente por un procedimiento moderno, conservan siempre la popa más
alta que la proa, lo que les da cierto aire de carabelas, disfrazadas de
bergantines y goletas.

Como nuestro mundo ha vivido docenas de siglos prestando sólo atención á
los grupos humanos de la vertiente atlántica, sin sospechar siquiera lo
que ocurría en la vertiente del Pacífico, la mayoría de las gentes que
merecen el título de ilustradas ignoran en la actualidad lo que fueron
los malayos como marinos y sus servicios á la civilización. Cuando Vasco
de Gama, después de navegar solitariamente por las costas de África, fué
avanzando en el mar de las Indias, quedó asombrado de la cantidad de
buques asiáticos que pasaban á su vista. Estos argonautas de un mundo
distinto al nuestro tenían sobrado espacio para comerciar sin salirse de
sus mares, y si alguna vez llegaban á deslizarse por las estrechuras del
mar Rojo, una barrera sólida les cerraba el paso, repeliéndolos hacia
otros rumbos.

Los malayos fueron los fenicios del Pacífico. De conocerse la historia
de sus periplos podrían haberse escrito, basándose en ellos, numerosas
odiseas. Según varios autores que estudiaron á fondo las tradiciones de
esta raza de mercaderes y corsarios, la _Historia de Simbad el Marino_ y
otras muchas aventuras marítimas que figuran en _Las mil y una noches_
no son más que relatos de proezas de malayos adoptadas por los
navegantes árabes, discípulos y continuadores de aquéllos.

A falta de una historia detallada y sólida, nos sirve para adivinar los
antiguos viajes de los navegantes malayos la actual existencia de grupos
de su misma raza en los lugares más distantes del Pacífico. Los
argonautas amarillos construyeron sus primitivas flotas en estas riberas
de Sumatra que vamos costeando. De aquí se lanzaron á piratear y
comerciar por toda la inmensidad marítima que se ofrecía á las proas de
sus barcos con ojos, cuando aún vivían la mayor parte de los europeos en
pleno salvajismo.

Los habitantes de Madagascar son malayos de origen, lo que demuestra que
por el Este llegaron éstos hasta las costas de África. Una gran parte de
los pobladores del Japón actual son igualmente de origen malayo, lo que
marca sus navegaciones hacia el Norte. Los indígenas del archipiélago de
Hawai y otras islas oceánicas, situadas más allá de la mitad del camino
entre Asia y América, también son malayos. ¿Por qué razón estos
vagabundos del mayor de los Océanos, que realizaron la parte más grande
y difícil de su travesía llegando á dichas islas y estableciéndose en
ellas, no pudieron continuarla desembarcando en América, como uno de los
varios pueblos que según las tradiciones americanas se extendieron de
Norte á Sur, miles de años antes de la llegada de los conquistadores
españoles?...

Estos malayos de ahora que pasan en sus buquecitos anticuados junto á
nuestro paquebote ignoran completamente las hazañas de sus antecesores.
Hasta hace medio siglo eran piratas, pero una continua persecución les
ha obligado á llevar la existencia de pobres marineros de cabotaje, sin
audacias y sin ambiciones.

Singapore es la obra de sir Stamford Raffles, funcionario enérgico que á
principios del siglo XIX se apoderó de todas las islas holandesas,
gobernando en Batavia á nombre de Inglaterra. En el Jardín Botánico de
Buitenzorg está la tumba de su esposa.

Cuando después de la caída de Napoleón tuvo que entregar, por acuerdos
diplomáticos de Europa, las ricas posesiones holandesas al gobierno de
La Haya, no quiso que su patria abandonase estos parajes y fundó la
ciudad de Singapore, que domina el estrecho de Malaca. Dos siglos antes
que Raffles, el gran Alburquerque había visto la importancia del
estrecho de Malaca, y pretendió fundar en él una colonia portuguesa para
obtener de tal modo el monopolio del Extremo Oriente.

Paseando por las calles de Singapore aprecia el viajero su valor
comercial y estratégico. Dos mundos se encuentran y confunden en ella;
dos Orientes completamente distintos. Hoy tiene más de 300.000
habitantes y es una ciudad con barrios modernos y edificios altísimos.
Posee igualmente plazas extensas y puentes colgantes sobre pequeños ríos
navegables. Estos cursos de agua casi resultan invisibles; tantos son
los barcos indígenas que flotan en ellos, borda contra borda.

La estatua del gobernador Raffles se alza en el centro de la parte
europea de Singapore. En los barrios que no ocupan los blancos, vive
separado por razas y creencias todo el vecindario cosmopolita. Éste
únicamente se deja ver mezclado en las grandes avenidas centrales. La
ciudad inglesa de Singapore es ante todo una ciudad china, por la
superioridad numérica de tal raza. Más de la mitad de su población se
compone de chinos. Lo mismo que en Batavia, estos trabajadores
infatigables acaparan todos los oficios manuales. Además, como son
grandes ahorradores de dinero, se dedican al préstamo. El chino, fuera
de su país, es igual al judío por su actividad inteligente y ávida, y se
ve tan odiado como éste.

En las calles de Singapore es donde empezamos á ver indostánicos con el
busto de bronce completamente desnudo y largas cabelleras sueltas ó
anudadas á estilo femenil; cingaleses con los ojos pintados, la cabeza
rematada por una peineta y cierto aspecto intolerable de afeminamiento;
árabes con alquiceles flotantes que marchan lentos y majestuosos;
mujeres del Malabar llevando en sus narices botones de pedrería y
numerosos anillos de plata en los dedos de los pies. También pasa por
las aceras, con trote menudo, la china de zapatillas silenciosas, más
enana y más gorda de lo que es en realidad, á causa de su ancha blusa y
sus holgados pantalones de lustrina negra.

Dentro de las avenidas céntricas los comercios son europeos, pero en las
vías laterales se nota la misma confusión de ciudad cosmopolita. Los
chinos y los malayos poseen numerosas tiendas, é interpolados entre
ellas figuran templos de diversas religiones: pagodas budistas,
santuarios brahmanistas, iglesias católicas, capillas protestantes.

--En este puerto de paso--me dice un amigo que hace años vive en
Singapore--han venido á juntarse todas las religiones. Brahma, Buda,
Confucio, Cristo y Mahoma se rozan á todas horas, acaban por mezclarse y
algunas veces hasta se confunden.

Aquí visito el primer templo brahmanista. Ocupa el centro de un patio,
rodeado de una muralla blanca con pilastras. Sobre estas pilastras, á
guisa de capiteles, hay unas cabras de yeso cuyo tamaño es doble del
natural. Están sentadas sobre las cuatro patas encogidas, y sus cuerpos
son blancos, pero con ojos azules y los hocicos de un rojo sangriento.
Dentro del patio, y al amparo de un cobertizo, veo algunos carros con
imágenes de ídolos pintarrajeadas. Estos vehículos de ruedas macizas
salen en las procesiones organizadas por los bracmanes.

Tengo que descalzarme para entrar en el santuario, aunque todo él puede
verse desde el patio por estar descubierta su parte delantera. Sobre los
altares hay ofrendas de cirios, cocos y plátanos.

Van saliendo poco á poco de las boncerías próximas los sacerdotes y sus
ayudantes, atraídos por esta visita inesperada. Son unos hombres de
color obscuro, casi negros, pero con nariz aguileña, y su delgadez
resulta extraordinaria. No tienen sobre su esqueleto más que la grasa
precisa para rellenar las oquedades de los huesos, y aun así se les ven
las aristas del costillaje, de las clavículas y las rótulas. Su
vestidura es una simple tela roja anudada á la cintura. Todos llevan
cabelleras largas, á estilo de mujer, sujetas por un peine de concha.
Hay un niño entre ellos, hijo de alguno de los sacerdotes, al que todos
acarician con esa ternura paternal que los indostánicos muestran por la
infancia. Este sacristancito, espigado y esbelto, va completamente
desnudo. Lleva cabellera larga y peineta como los hombres. Sus partes
genitales las tiene ocultas en una bolsita blanca, única vestimenta que
conoce su cuerpo.

Singapore está en pleno _boom_, como los otros mercados del Extremo
Oriente. Aquí existe un motivo especial para la prosperidad de los
negocios. El cultivo del caucho, que es uno de los descubrimientos más
importantes de la agricultura moderna, tiene su principal centro en esta
tierra.

Hace unos cuantos años nada más, el caucho era una materia preciosa que
se producía naturalmente y los aventureros iban á buscar en las selvas
vírgenes de los países situados bajo el Ecuador. Viajando por la América
del Sur conocí á muchos varones enérgicos, de existencia novelesca, que
se lanzaban á través de los bosques inexplorados de Bolivia y el Brasil
en busca de grupos de árboles productores del caucho, llevando una vida
llena de peligros, teniendo que batirse con las fieras, con los hombres
y las enfermedades. La invención del automóvil y otros descubrimientos
recientes, al aumentar de un modo ilimitado el consumo del caucho,
hicieron necesaria la busca de nuevos medios de producción, y el árbol
natural, perdido en las selvas, ha pasado á ser un cultivo
científicamente ordenado y explotado en los países ecuatoriales de Asia.

Singapore es ciudad inglesa, pero sólo ocupa una punta de la extensa
península de Malaca. Detrás de ella existen el Estado independiente del
sultán de Johore y otros países autónomos, que forman agrupados la
llamada Federación de Estados Malayos, bajo el protectorado de
Inglaterra.

Visitamos en la ciudad de Johore una parte del palacio del sultán, una
mezquita y el Casino, donde funciona la ruleta. A Johore la llaman el
«Monte-Carlo de Asia», pero cuando nosotros pasamos por ella se notaba
gran falta de jugadores y la ruleta permanecía inactiva á pesar del
_boom_ de los negocios.

En otras excursiones por cerca de Singapore vamos viendo los campos
plantados de caucho y las fábricas donde se prepara y solidifica esta
materia tan preciosa para las industrias de nuestro tiempo. La
vegetación tropical embellece dichos alrededores, cubriendo con su
exuberante verdor llanuras, barrancos y montañas. El baniano, de ramas
multiplicadoras, cubre espacios enormes; hay campos extensos plantados
de mandioca, principal alimento de la gente popular, y bosques de
cocoteros á lo largo de las playas.

Dentro de Singapore se muestra el tradicionalismo británico con una
rutina que hace sonreir. Los empleados ingleses, muchos negociantes
jóvenes y los hijos de europeos nacidos en la ciudad se dedican al juego
del fútbol ó del _tennis_ en las praderas de césped que existen dentro
de las plazas. Pero como en Inglaterra estos juegos son por la tarde, en
Singapore se desarrollan á la misma hora, con una temperatura de más de
40 grados, bajo una atmósfera pesada que cubre de sudor hasta á los que
contemplan simplemente la partida.

El calor de Singapore hace ansiar al viajero una pronta vuelta al buque
y que éste salga cuanto antes á los espacios dilatados del Océano, donde
siempre sopla alguna brisa. La ciudad es atrayente y bella; su
vecindario inspira interés á causa de sus variedades pintorescas, ¡pero
el calor!... No debe olvidarse que Singapore está á menos de dos grados
de la línea ecuatorial.

Toda su vida europea se concentra en un par de hoteles enormes. El más
antiguo, ó sea el llamado Raffles, figura entre los ochenta grandes
hoteles que conoce invariablemente todo el que da la vuelta al mundo.
Como en él se concentran las diversiones elegantes de Singapore y
cuantos pasan por la puerta del Extremo Oriente vienen á sentarse en las
mesas de su comedor, los mercaderes de la ciudad han establecido puestos
de venta en su piso bajo y el hotel es á modo de un pueblo en eterno
movimiento.

Vendedores obesos con el rostro de color canela y ojos profundamente
negros ofrecen las famosas cañas de Malaca convertidas en bastones,
elefantes de ébano y marfil, aves del Paraíso traídas de las Molucas,
jarrones de porcelana, telas finísimas con dibujos indostánicos. Las
riquezas de la India se juntan aquí con las de la China y el Japón.

Encuentro en Singapore á dos damas que hablan nuestro idioma; dos
chilenas distinguidas, la señora Eltin y su hermana, casadas con dos
hombres de negocios del país. Asisto con ellas á un baile en el Hotel
Raffles, que se repite tres veces por semana, y es el centro de reunión
de los blancos.

Ir á pie es considerado en toda Asia como función deshonrosa. El tranvía
sólo lo emplean las gentes de color. Un blanco se vería desconsiderado
si montase en él, y los mismos que lo ocupan habitualmente mostrarían
extrañeza por tal desconocimiento de las categorías sociales. La
_ricsha_ se acepta como algo medianamente tolerable nada más. El blanco
sólo empieza á contar en las colonias europeas de Asia cuando tiene
automóvil. Durante el baile en el Hotel Raffles, una nube de lacayos,
descalzos, con levita blanca y turbante, se agitan para hacer pasar ante
la escalinata los centenares de automóviles que han ido aglomerándose en
las cercanías.

Las damas visten como en Europa. El descote y los brazos desnudos les
permiten soportar los trajes de etiqueta de otros climas. Los hombres
van de blanco, con telas ligerísimas fabricadas en China. Todos llevan
_smoking_, pero cortado en este género sutil. Me apresuro á usar por
comodidad tal innovación en mi indumento de ceremonia.

Durante la tarde he presenciado en los jardines del Hotel Raffles la
primera fiesta de juglares indostánicos, maravillosos escamoteadores que
sacan pajarillos vivos de diversos lugares de sus cuerpos casi desnudos,
hacen crecer plantas á la vista, y después de introducir á un colega
suyo en un pequeño serón, atraviesan éste con una espada repetidas veces
y luego el compañero vuelve á surgir, incólume y sonriente. Todo esto lo
han hecho sin ningún aparato escénico que se preste á trampas, en pleno
jardín, á las cuatro de la tarde, sobre el césped de una pradera.

Además, nos encontramos por primera vez con algo que nos acompañará por
toda la India. Los encantadores de reptiles colocan sus cestos redondos
de junco rojizo sobre la misma pradera, lanzan los sones plañideros de
una pequeña gaita, é inmediatamente se alzan las tapas de los cestos y
empiezan á remontarse varias serpientes, balanceándose al compás de la
triste música.

Son completamente distintas á las que se ven en África y América, de
cabeza triangular y cuello delgado. Aquí es la terrible cobra, cuyo
veneno mata en unos segundos, la «naja» de pescuezo hinchado, que parece
llevar una gorguera y encorva cuello y cabeza, considerablemente
dilatados, como si fuesen la hoja de un platanero. En mitad de sus
ejercicios algunas de ellas, seducidas por la frescura del césped, se
deslizan hacia un lado del extenso corro de señoras y caballeros que
presencian el espectáculo. Chillidos femeninos, espectadores que
abandonan los asientos y hacen unos pasos atrás; pero el encantador
agarra á las fugitivas por la cola y tira de ellas, haciéndolas volver
para que sigan danzando... ¡Mas tantas veces he de hablar de este
espectáculo! ¡Lo encontraré con tanta frecuencia durante mi viaje por la
India!...

Siento miedo al pensar en el suplicio de vestir un _smoking_ negro para
el baile de la noche. En Singapore significa algo así como enfundarse en
una armadura antigua de hierro. Me aconsejan que busque á uno cualquiera
de los sastres chinos que trabajan en los edificios anexos al hotel.
Adopto tal indicación sin ninguna esperanza de éxito. Son las cinco de
la tarde y el baile empezará á las nueve de la noche, después de la
comida. ¡Qué puede hacer un sastre en tan pocas horas!...

Entro en la tienda. Una docena de chinitos sentados en el suelo cosen y
cosen con pequeñas máquinas. Al mismo tiempo cantan, ríen ó conversan
lanzando una serie de chillidos iguales á los de una banda de gorriones
descarados.

El dueño, obeso, carilleno, jovial, acoge mi demanda con una sonrisa
protectora y parpadea sus ojitos apenas abiertos. Sabe perfectamente lo
que es la prisa de un europeo llegado á estos países de calor sin la
indumentaria conveniente. Él está aquí para remediar tales olvidos.

--¿Cuántos trajes desea?--acaba por decirme.

Me extraña su pregunta. Con uno tengo de sobra, pero debe fijarse antes
de aceptar mi encargo. Lo necesito para esta misma noche, para dentro de
unas horas, y reconozco que el plazo es muy corto.

--¿Le parece bien que haga cuatro?--sigue diciendo--. Lo difícil es el
primero. Después, lo mismo me cuesta hacer uno que media docena. En
estos países se suda mucho y nunca se tiene bastante ropa.

Lo que yo deseo saber es el tiempo que necesitará para proporcionarme un
traje blanco, uno nada más, y él contesta:

--Si me da un traje suyo como modelo le haré los cuatro en una hora; si
es por medida, pido dos horas.

Dejo que tome mis medidas este maestro jactancioso y jocundo. Mientras
apunta los resultados dice palabras ininteligibles á su personal y toda
la chinería ríe igualmente. Deben estar burlándose de mí.

Me voy un poco amoscado, seguro además de que todo lo prometido
resultará mentira. Ni cuatro trajes, ni uno siquiera. De recibirlos, lo
más pronto será mañana.

Vuelvo dos ó tres veces al azar de mis paseos ante la tienda del sastre.
El maestro, detrás de su mostrador, corta y corta en una pieza enorme de
tela blanca; los chinitos, acurrucados en el suelo, cosen y cosen, entre
una algarabía de jaula revuelta. Me reconocen al pasar, ríen, me hacen
señas incomprensibles. Sin duda siguen burlándose del cliente
extranjero.

Transcurren dos horas. A las siete, poco antes de la comida, vuelvo
lentamente hacia la tienda del chino. Reflexiono sobre la conveniencia
de dar un bastonazo oportuno para suprimir este regocijo chinesco que
se permiten á costa de mi persona... Encuentro cerrada la puerta. Lo
que yo temía. Volveré mañana, para ver si el «maestro» piensa seguir
fisgándose de mí.

Al entrar en el Hotel Raffles me llama el conserje y veo á un muchacho
con dos ligeros paquetes; uno de los mismos chinitos que cosía en el
suelo con las piernas cruzadas. El empleado del hotel me traduce el
mensaje del sastre:

--Aquí tiene los cuatro trajes. Hace media hora que está el _boy_
esperando para entregárselos, ¡pero como no sabía el nombre de su
cliente!... No se los pague al chico. Ya se los pagará usted al sastre
cuando le parezca.

Y á las nueve de la noche me visto uno de los _smokings_ blancos, sin
defecto alguno, igual á todos los que usan los elegantes de Singapore.



XX

LA CIUDAD DE LOS ELEFANTES

     La muerte del más gordo de los «stewards».--Una mosca
     javanesa.--Cadáver al agua.--El río de Rangoon.--La famosa pagoda
     de Shway Dagon.--Todos bonzos.--La superioridad de la mujer
     birmana.--Sus enormes cigarros.--Los serpenteros de Rangoon y sus
     pupilas.--Abundancia de elefantes.--Su inteligencia y sus
     trabajos.--Hombres con pendientes y peinado de mujer.--La policía
     pega.


Seguimos el extenso callejón marítimo del estrecho de Malaca--el más
largo de nuestro planeta--, y al final entramos en el mar de las Indias
y su prolongación el golfo de Bengala.

Vamos á Birmania, en la ribera Este de dicho golfo, y el _Franconia_
costea durante tres días la dilatadísima península malaya, pasando junto
á los archipiélagos tendidos ante ella.

Dos días después de nuestra salida de Singapore me dicen en secreto que
alguien ha muerto en el buque y á las diez de la mañana arrojarán su
cadáver. Nos faltan veinticuatro horas para llegar á Rangoon, pero el
desembarco en dicho puerto no es fácil. Los grandes vapores quedan
anclados en el río á gran distancia de la ciudad. Además, por exigencias
sanitarias, conviene desembarazarse cuanto antes de dicho cadáver.

El que murió es un criado de comedor, un _steward_ que llamaba la
atención por ser el más gordo del buque; inglés rubicundo, alto y
cuadrado, con un peso de 110 kilos. Al bajar en Batavia le picó una
mosca, sin que en el primer momento diese importancia alguna á este
incidente. En el trayecto de Java á Singapore la simple picadura se
enconó como si fuese de un reptil venenoso y anoche ha muerto
completamente desfigurado, con las facciones tumefactas y ennegrecidas.
Esto no es extraordinario. En los países tropicales, insectos en
apariencia inofensivos transmiten infecciones de muerte.

Este pobre _steward_ es el segundo que cae en nuestro viaje. El joven
americano que vino moribundo de Pekín á Shanghai ha conseguido salvarse
en la enfermería del buque. Aún está convaleciente y no baja á tierra.
Tal vez termine su viaje alrededor del mundo sin ver otra cosa que
puertos de ciudades lejanas y extensiones desiertas de Océano, pero
habrá conservado su vida. Este atleta rubicundo y alegre, que durante la
última guerra sirvió en varios buques que fueron torpedeados, salvándose
de la explosión mortal y de las llamas del incendio, ha caído finalmente
por obra de una mosca de Java y está abajo, negro como si su cadáver
fuese de carbón, putrefacto en breves horas, siendo una amenaza para la
existencia de los demás, un foco de contagios exóticos é inexplicables.

No quiere el comandante que se divulgue la noticia de tal defunción. La
vida ordinaria del paquebote debe continuar como todos los días. Los
pocos viajeros conocedores del suceso seguimos á las gentes del buque
que disimuladamente se dirigen hacia la popa por los corredores
destinados al servicio.

Hay en el _Franconia_ toda una parte que ignoran los pasajeros: galerías
por donde puede correr la marinería de popa á proa, sin necesidad de
atravesar los salones y escalinatas de lujo. Con estas galerías se
comunican los departamentos de máquinas, los depósitos de víveres, las
cocinas y otras dependencias. Son como los pasadizos y escaleras de
servicio que existen en los grandes hoteles.

Nos deslizamos por una puertecita generalmente inadvertida y caemos en
pleno movimiento de las gentes que sirven las múltiples necesidades de
este palacio flotante. Los _stewards_ marchan todos hacia la popa
rápidamente, deseosos de que no se percaten de su ausencia los señores
que están arriba. Llegamos á un amplio espacio descubierto por tres de
sus caras y con techo, situado sobre el timón, en la parte más saliente
de la popa. Cerca están los talleres de lavado, y las mujeres que
trabajan en ellos suspenden sus operaciones para unirse á la fúnebre
despedida.

Muchos pasajeros han comprado pájaros en los puertos del Extremo
Oriente, entregándolos á hombres de la tripulación para que los cuiden
fuera del ambiente de sus camarotes, y es en este lugar donde permanecen
guardados dentro de jaulas pendientes del techo. Surge de ellas un
continuo trino de canarios y calandrias que la paciencia china convirtió
en incansables cantores.

Se van agrupando en dicha parte del _Franconia_ unos trescientos
hombres. Todos llevan su uniforme azul de gala, con botones dorados,
ropa que les hace sudar en esta mañana cálida. El capitán llega seguido
del estado mayor del buque y se sitúa junto al féretro. Es un cajón de
madera blanca construído horas antes. Una bandera lo cubre por entero
con sus rayas de colores. Lo han depositado sobre una tabla colocada en
el mismo borde de un portalón abierto en la barandilla. No hay más que
hacer un movimiento de palanca, y el féretro, arrastrado por la pesadez
de los hierros encerrados en él, se irá á fondo inmediatamente.

Uno de los oficiales, encargado de las lecturas religiosas todos los
domingos, recita las oraciones propias del acto. Varios grumetes van
distribuyendo libros entre el compacto gentío: volúmenes de salmos,
encuadernados en chagrín negro.

Suena una música dulce y quejumbrosa. La orquesta del buque permanece
invisible en esta aglomeración de hombres que escuchan con la frente
baja. Todos abren su libro y se inicia un canto religioso, un coral de
numerosas estrofas, que se prolonga media hora. Ya dije que esta gente
canta bien, y la melancolía de sus voces, el lamento de los violines, el
féretro embanderado que cada vez se inclina más sobre el abismo, la
extensión azul y dorada del mar desierto, un cielo por cuyo horizonte
resbalan lentamente montañas de vedijas blancas, todo da un interés
emocionante al triste episodio de nuestro viaje.

Las aves que penden del techo, enardecidas por este coro de centenares
de voces se unen á él lanzando trinos ruidosos. Cantan con una energía
que eriza sus plumas é hincha sus gargantas como si fuesen á
desgarrarse.

De pronto un chapuzón en el mar, una pequeña columna de espuma que
asciende recta como un surtidor. Obedeciendo á un leve signo del
comandante, los marineros han dejado caer el féretro cuando menos lo
esperábamos. Nadie se mueve; continúa el cántico. El _Franconia_, que
había aminorado su marcha, vuelve á agitar las hélices á toda velocidad.
Ya debe estar el muerto muy lejos de nosotros, pero siguen los lamentos
musicales por su eterno reposo.

Cesa al fin el salmo fúnebre. Las trompetas lanzan un toque marcial
indicando que la energía y el trabajo diarios para vencer al peligro van
á reanudarse. Los grumetes recogen en cestos los libros de plegarias. El
capitán y sus oficiales saludan y se retiran. Todos van á despojarse
apresuradamente de sus uniformes azules para recobrar las prendas
blancas de diario. A los pocos minutos me veo solo en este lugar donde
se aglomeraban tantos hombres.

Vuelven á funcionar las máquinas del taller inmediato, exhalando un olor
de ropa mojada y lejía batida. Las mujeres de brazos arremangados mueven
otra vez sus planchas. Y los pájaros, dentro de sus cárceles
balanceantes, siguen cantando furiosamente, excitados aún por la música
humana que vino á interrumpir sus conciertos solitarios.

El mar es al día siguiente de un verde amarillento; horas después se
hace rojizo, y al final toma un color terroso tan denso, que nuestro
buque parece deslizarse por una llanura. Hemos entrado en el Irrawady,
río de Rangoon, y debemos remontarlo muchas millas hasta llegar al sitio
donde fondean los trasatlánticos de importancia, no pudiendo ir más
adelante. El canal navegable está marcado por dos filas de boyas y los
buques trazan grandes revueltas al seguirlo.

Las riberas son amarillas y bajas, con estrechas zonas de fresco verdor.
A largos trechos hay grupos de árboles que indican la existencia de
casas invisibles. Pasan cerca de nosotros barcas pintadas á cuadros
blancos y negros, y sus tripulantes, medio desnudos, mueven unos
canaletes terminados por paletas completamente redondas. Algunas veces
el grupo de árboles deja ver las techumbres de paja de un pueblo y sobre
ellas una pirámide en forma de campanilla, que es el adorno central de
todas las pagodas birmanas. En las ciudades esta misma pirámide se halla
cubierta de oro. Aquí es blanca, con una costra de cal cuidadosamente
mantenida.

Con el desplazamiento de su volumen dentro de esta agua canalizada,
levanta nuestro vapor grandes olas entre su casco y la orilla. Veleros
de arboladura mixta, medio asiática y medio europea, que se deslizan en
dirección opuesta, cabecean con violencia, cual si hiciesen frente á una
tempestad. Las olas cortas y continuas no les dan tiempo para levantarse
y volver á caer rítmicamente, como en el mar. Pero la marinería malaya
no presta atención á tales sacudidas, que hunden el extremo de su proa,
y acodándose en las bordas contempla inmóvil el paso de nuestro
trasatlántico.

Anclamos en el fondeadero de Hastings, lejos de Rangoon. Sus edificios
modernos y las cúpulas de oro de sus pagodas se ven algo esfumados por
encima de las arboledas de los jardines. Unos vaporcitos nos llevan á la
ciudad, navegando á través de numerosos paquebotes y veleros que han
podido avanzar más en el río, anclando según su calado.

Al saltar á tierra nos damos cuenta de que acabamos de entrar en un
mundo distinto á los que conocimos en anteriores escalas. Estamos en la
India; pero una India más colorinesca y alegre que la famosa y
tradicional que veremos semanas después.

Birmania es la última adquisición de los ingleses en el Oriente índico.
Hace unas decenas de años nada más aún existía un reino de Birmania. Al
anexionarse Inglaterra á este país, su capital, Mandalay, situada en el
interior, á veinticuatro horas de ferrocarril, ha perdido su antigua
importancia. Rangoon, puerto principal de todo el Este del golfo de
Bengala, absorbe la vida de los países inmediatos.

No se nota aquí el cosmopolitismo de Singapore. Los habitantes son
puramente birmanos. Pero la importancia religiosa de la ciudad, á causa
de la célebre pagoda llamada Shway Dagon, atrae numerosos peregrinos de
todos los países budistas, hasta de las provincias más interiores de la
China.

El budismo es una religión en decadencia. Posee aún centenares de
millones de adeptos porque la China y el Japón abrazaron las doctrinas
del innovador Gautama. Pero este sacro personaje, nacido en la India,
después de ver aceptados sus dogmas en su propia patria quedó vencido
por el brahmanismo, que se rehizo de su primera derrota, reconquistando
finalmente la mayor parte del país.

Hoy sólo quedan dos centros del budismo en toda la India: Ceilán y
Birmania. En Ceilán está la ciudad de Kandi con su pagoda, que guarda un
diente de Buda. En Birmania los peregrinos van á Rangoon para visitar la
Shway Dagon, edificada sobre tres cabellos del sacro personaje.

A pesar de que son muchísimos los peregrinos que llegan de la China, del
Tibet y otros países lejanos, apenas se nota su presencia, por quedar
como sumergidos en la gran masa birmana.

La muchedumbre de Rangoon agrupada en las calles es habladora,
comunicativa, y siente curiosidad por todo. Ama los colores vistosos y
los emplea con preferencia en sus trajes. Fanáticamente budista,
considera el estado sacerdotal como el más perfecto, y procediendo
lógicamente, todos los rangoneses procuran ser bonzos, aunque sólo sea
durante un corto período de su juventud. Los hombres antes de casarse se
agregan á cualquiera boncería, llevando una existencia semejante á la de
los novicios en un convento católico. Lo que les importa es poder
afeitarse la cabeza por entero, al modo sacerdotal, y llevar como
vestidura una tela de varios metros arrollada al cuerpo, lo mismo que la
antigua toga romana. Como este hábito tiene un tinte de azafrán fuerte
y vistoso, la enorme cantidad de bonzos perpetuos ó circunstanciales
refuerza el aspecto multicolor de las muchedumbres.

Los hijos de familia acomodada son pequeños bonzos de exterior pulcro,
con anteojos de concha los más de ellos y manto de azafrán muy amarillo,
que tiene de lejos el color del oro. Los bonzos mendicantes,
extremadamente delgados, ofrecen un aspecto grotesco por el abultamiento
de su vientre. Cuando pasan ante una tienda desenvuelven su manto
descolorido y revelan el misterio de su incomprensible obesidad sacando
á luz una olla de metal en la que van recogiendo las limosnas de los
devotos; su única comida.

Una particularidad del pueblo birmano, que no se repite en ningún otro
de Asia, es la supremacía que gozan las mujeres sobre los hombres. Esta
superioridad ha servido para que la birmana sea de inteligencia
despierta, con una gracia algo maligna y gran habilidad para el manejo
de los negocios.

Muchas de las tiendas de Rangoon están dirigidas por mujeres. En las
calles hablan á los hombres con voz fuerte y una expresión autoritaria.
La esposa marcha siempre delante, seguida del marido. Además, según me
dicen, son ellas muchas veces las únicas que ganan dinero para el
sostenimiento de la familia. Esto resulta extraordinario en Asia luego
de haber visto la japonesa y la china, criaturas supeditadas
completamente al hombre. En el resto de la India la mujer es tan esclava
del marido, que hace menos de un siglo todavía se quemaba sobre la pira
sepulcral de éste, por considerarse incapaz de continuar viviendo sin su
apoyo. Hoy seguiría quemándose lo mismo, si lo permitieran las
autoridades inglesas, pues la viudez representa para la indostánica el
más horrible y absoluto de los olvidos.

La mujer birmana es de ojos negros, algo oblicuos, pero más grandes y
saltones que los de otras asiáticas. Como puede expresarse libremente,
esto comunica á sus palabras y actitudes cierto atrevimiento incitante.
Todas ellas resultan un poco cabezonas, pero tal vez sea á consecuencia
de su tocado, que consiste en un gorrito redondo de terciopelo, con una
gran rosa blanca de perlas que cuelga por el lado derecho, y la
cabellera en bandós muy ahuecados. Además, todas son de pequeña
estatura, y sus miembros algo gráciles no armonizan bien con la amplitud
de su busto.

Su boca es más atractiva que las de muchas asiáticas--especialmente las
javanesas--, porque no masca el betel, que hincha los labios, ennegrece
los dientes y escoria las encías. En cambio, las birmanas se entregan á
otro vicio que hace apestante su aliento. Todas ellas son fumadoras,
terriblemente fumadoras, como no lo es ningún hombre.

Ignoran el cigarrillo y desconocen también el cigarro de forma elíptica
que usan los occidentales. Lo que ellas fuman á todas horas es un
cilindro de hojas de tabaco muy apretadas, igual por sus dos extremos,
largo más de un palmo y con el grueso de un barrote de silla. Tan enorme
es el diámetro de estos cigarros, que toda birmana, por grande que tenga
la boca, debe abrir mucho las mandíbulas y poner los labios en círculo
para abarcar con ellos su final, lo que da un aspecto cómico á las
chupadas de la fumadora. Y como son un poco enanas, según ya he dicho,
parece que vayan adheridas á sus enormes cigarros y que éstos tiren de
ellas.

Unas llevan arrolladas á sus piernas piezas de seda con flores pintadas;
otras usan pantalones anchos como las chinas. Su busto lo cubren con una
camiseta corta que deja visible por arriba el arranque de los pechos y
muestra por abajo, entre las dos prendas, un reborde de la carne del
talle. Su tocado consiste unas veces en el gorrito obscuro, con la rosa
de falsas perlas pendiente á la derecha, y otras en un rodete de adornos
blancos sobre el peinado, que huele á jazmín.

La libertad de que gozan va acompañada, según dicen, de excesos y
abusos. Como vieron desde pequeñas dentro del hogar la superioridad
autoritaria y algo despectiva de la madre sobre el padre, continúan
menospreciando al hombre, por creerlo inferior, y lo reemplazan con
demasiada frecuencia. Todas aman la música, la danza, los cantos, y la
ilusión de muchas de ellas es poder ingresar en las compañías de baile y
de juglares que circulan por el país.

Apenas damos unos cuantos pasos en un jardín vecino al desembarcadero,
salen á nuestro encuentro las especialidades animales de la India. Oímos
la estridencia de diversas gaitas surgiendo de los grupos de naturales
situados en las aceras inmediatas. Los domadores de serpientes,
acurrucados sobre el asfalto, hacen sonar sus plañideros instrumentos,
mientras del semicírculo de cestos que tienen ante ellos van surgiendo
reptiles de cuello hinchado.

Aquí los serpenteros son más numerosos que en Singapore. Los hay de
todas las edades. Unos adolescentes, gritones y confianzudos, agarran la
terrible cobra con sus dos manos y vienen hacia nosotros para que la
contemplemos de cerca. Estos novicios deben haber heredado de sus padres
la colección de reptiles que les proporciona el arroz.

Hay cobras que se agitan medio adormecidas, con el aire del que cumple
maquinalmente una obligación diaria. Otras parecen furiosas, y sus
dueños las tratan con visibles precauciones, rehuyendo los golpes que
les tiran á las manos con su boca silbante. Todos creen que estos
hombres arrancan á sus reptiles los colmillos venenosos y emplean además
con ellos otros procedimientos para dominarlos. Así será, pero los tales
medios no deben ser perfectos, ya que todas las semanas hablan los
periódicos de la muerte casi fulminante de alguno de estos encantadores
á consecuencia de un mordisco de sus pupilas.

Empleamos algún tiempo en presenciar tales danzas. El calor es sofocante
en las calles; las moscas pululan sobre las aceras, se suben por la piel
rugosa de las serpientes, picoteando sus escamas verdes, blancas y
rojizas, se pasean por la gorguera inflamada de su cuello hinchado y
luego vienen hacia nosotros. ¡No!... ¡Vámonos!

En el centro del jardín suenan gritos de regocijo y acude corriendo la
gente. Vemos sobre las cabezas de la muchedumbre el lomo gris y redondo,
el cráneo prehistórico, con rudas oquedades y aristas, de varios
elefantes.

Rangoon es la ciudad de los elefantes, y para nuestra diversión han sido
enviados al jardín los más célebres por su inteligencia.

Horas después, al visitar los alrededores, vemos los grandes depósitos
de madera, principal industria de la población. Es madera pesadísima,
troncos cortados en el interior de Birmania que tienen la dureza del
hierro. Los elefantes se encargan de acarrear estas piezas y colocarlas
en ordenados montones. No podrían realizar los hombres dicho trabajo con
la rapidez y la facilidad que lo ejecutan ellos. Todos llevan una
especie de cincha de la que pende una cadena rematada por un gancho. Así
toman los enormes maderos de la orilla del río y los arrastran hasta el
aserradero. Cuando deben colocarlos en pilas los levantan con su
trompa, y realizan tal labor sin vacilación alguna.

Se ha exagerado algo la inteligencia de este animal al querer igualarla
con la del hombre. Sin embargo la creo muy superior á la del resto de
los animales. Es un poco tarda, un poco espesa en su curso, pero se
desenvuelve indudablemente siguiendo un encadenamiento de raciocinios
lógicos.

Las dos parejas de elefantes que salen á nuestro encuentro en el jardín
del desembarcadero son cuatro celebridades, que muestran una
superioridad de artista sobre los cientos de camaradas empleados en los
depósitos de maderas. Cada uno de ellos sostiene sobre su lomo á un
indio que le habla cariñosamente y lleva las manos libres, sin emplear
el bastón de que se valen otros conductores para hacerse entender.

Han arrojado una pelota de fútbol en medio de la pradera, y los
elefantes se mueven con una ligereza extraordinaria, dada la pesadez de
su especie, enviándose aquélla con la trompa y recogiéndola igualmente
antes de que toque el césped. Las evoluciones de este juego nos hacen ir
de un lado á otro, deseosos de no perder detalle y evitando al mismo
tiempo que nos pille un pie cualquiera de estas patas redondas como
torres que dejan profundas huellas en la hierba.

Unos trabajadores de la ciudad traen pesados maderos, y estos animales
los manejan con su trompa á la voz de mando de sus conductores. Dos de
ellos agarran un largo tronco por sus extremos para subirlo y bajarlo
acompasadamente. Otros trabajan solos y un madero de varios quintales lo
hacen girar con la ligereza de un bastoncillo.

Llama mi atención la muchedumbre que se ha ido aglomerando en torno á la
pradera. Los naturales de Rangoon, siempre ociosos y callejeros,
sienten excitada su curiosidad por esta fiesta extraordinaria.

Las mujeres no muestran interés por los elefantes y siguen su camino,
dando chupadas al enorme cigarro. Los hombres miran tales juegos con un
entusiasmo infantil.

Casi todos estos varones son de gran belleza física. Aquí empieza á
verse el hombre blanco, perfectamente blanco, que existe en la India
entera, mezclado con otros indostánicos cobrizos y casi negros.
Representa el tipo ario ideal, que tal vez sólo existió en la
imaginación de algunos autores.

Vestidos con una especie de sábana blanca arrollada lo mismo que una
toga, recuerdan las figuras escultóricas de la antigüedad helénica.
Todos llevan pendientes, pero con una abundancia que no deja sin
aprovechamiento ninguna de las prominencias de su rostro. Empiezan por
colgarse dos de cada oreja: uno en el lóbulo y otro en lo alto del
pabellón auricular. Después de colocados estos cuatro adornos todavía
sitúan en su cara un quinto pendiente, colgándolo de una aleta de sus
narices ó de un agujero que perfora su tabique central. Además, estos
hombres, blancos y hermosos, que no tienen ningún aspecto femenino, y
cuyo perfil aguileño recuerda el de muchos héroes, llevan la cabellera
larga y enroscada en forma de rodete sobre la cúspide de su cráneo.

El ansia de ver mejor les hace avanzar, estrechando su círculo, quitando
terreno al escenario de la fiesta, y lo que es más grave, mezclándose,
no obstante su inferioridad de raza, con todos nosotros. Presiento que
esto va á acabar mal.

La autoridad anglo-india no puede tolerar un olvido tan insolente de la
diferencia de castas. Acompañando á nuestros grupos se mueven dentro
del jardín varios policías indostánicos, barbudos y con turbante.
Igualmente vienen con nosotros desde que desembarcamos, ciertos
individuos de casco blanco y vestimenta civil, que tienen la tez sucia
del mestizo y su aire vanidoso. Como bastón llevan un vergajo. Son de la
policía secreta.

De pronto se dan cuenta de este avance del público indígena y marchan
contra él dando gritos de cólera. Empujan á los grupos, y á pesar de que
retroceden obedientes, levantan sus vergajos para acelerar la retirada
general, repartiendo golpes á mansalva.

Los hombres más hermosos y esbeltos de la tierra huyen murmurando
protestas, cual si fuesen niños. Sus vestiduras blancas aletean
ridículamente con la precipitación del miedo. Un poco más allá vuelven á
detenerse con pueril indecisión, temiendo los garrotazos de sus
compatriotas al servicio de los ingleses, pero sin querer privarse de
presenciar los juegos de los elefantes.

Siento indignación ante tal atropello. Indios que pegan á los indios...
¡miserables!

Luego pienso en Europa, donde la policía blanca golpea igualmente á los
blancos.



XXI

LOS TRES CABELLOS DE BUDA

     El aspecto de Rangoon.--Los Lagos Reales y sus peces
     sagrados.--Europeos de Rangoon que no han visitado nunca la pagoda
     de los tres cabellos de Buda.--Miedo á las muchedumbres de
     peregrinos.--El orgullo británico y los pies desnudos.--Un entierro
     de fanáticos de Madrás.--El templo más antiguo del mundo.--La
     interminable escalera, su mercadillo y su basura.--La montaña de
     oro, centro de la meseta sagrada.--Pagodas, pagodones y
     pagodines.--Gran variedad de imágenes de Buda.--Mi amigo el joven
     bonzo.--Cosas horripilantes y curiosas que me enseña.


Las calles de Rangoon ofrecen una novedad para el viajero que llega del
Extremo Oriente. No se ve en ellas ninguna _ricsha_. Después de
Singapore el hombre ya no sirve de bestia de tiro á sus semejantes.

Abundan los animales en la India, y el caballo ó el buey resultan más
baratos para la tracción que el brazo humano. El indostánico es de
musculatura débil, y se necesitan varios de ellos para hacer el mismo
trabajo que realiza fácilmente un chino ó un japonés. Como los
rangoneses son budistas, no existen aquí animales sagrados, y el buey
tira de los carromatos y hasta va enganchado en parejas á una especie de
tílburi ligero que usan las familias del país y tiene como toldo una
sombrilla de cartón pintado.

Empiezan á encontrarse carruajes de alquiler arrastrados por caballos,
lo mismo que en Europa; pero estos vehículos tienen un aspecto
indostánico. Son una especie de landós cerrados, y su madera guarda el
color natural bajo una capa de barniz. El cochero, sentado en un
pescante muy alto, lleva grandes barbas y usa el mismo gorro que los
policías sikis. Los haces de hierba para el pienso de sus dos bestias
los guarda previsoramente amontonados en el techo del carruaje. También
hay automóviles de alquiler, y estos vehículos los emplean con
preferencia los viajeros que no quieren encerrarse en coches birmaneses,
cuyos caballos marchan con soñolienta lentitud.

Visitamos la parte moderna de la ciudad, los barrios construídos por la
dominación británica, vaga copia de la metrópoli tal como puede
recordarse á una distancia de miles de leguas.

En las grandes plazas jardineadas hay estatuas de la Reina Victoria y
Eduardo VII. También vemos un monumento en conmemoración del jubileo de
dicha soberana, primera emperatriz de las Indias. Pasamos ante diversos
palacios, que son del gobernador, de los secretarios de Estado, del
Tribunal Supremo, todos con fachadas de piedra negruzca é idéntica
arquitectura que si se reflejasen en las aguas del Támesis. Existen dos
catedrales, una protestante, otra católica, y la gran mezquita, elevadas
en los últimos años.

Dentro de las modernas avenidas, que tienen de cincuenta á cien metros
de anchura, como recuerdo de la antigua ciudad birmana, cuyos edificios
desaparecieron en gran parte, surgen á trechos algunas pagodas rodeadas
de un círculo de pagodines, elevando sobre los otros edificios el remate
de su cúpula de oro en forma de campanilla.

Fuera de la ciudad corremos por caminos polvorientos hacia un gran
parque formado sobre los antiguos jardines de los reyes de Birmania.
Como recuerdo de dicha época, que parece remotísima y está separada de
nosotros por menos de medio siglo, quedan dos lagos, que la gente llama
aún Lagos Reales. Uno de ellos tiene una isla con un sauce, un kiosko y
un puente, semejante á la del «Jardín del Mandarín» de Shanghai. En sus
aguas nadan unos animalejos negros y monstruosos que parecen grandes
sanguijuelas con aletas. Son los peces sagrados del antiguo reino de
Birmania, y en dicha época si alguien osaba pescarlos corría el riesgo
de que le cortasen la cabeza. Ahora, el guardián indígena, que echa al
agua unas semillas redondas para atraer sus interminables enjambres, nos
enseña un bocal vacío y nos propone en voz baja vendernos como recuerdo
algunos de dichos gusarapos.

Un deseo obsesionante nos acompaña, y deseamos terminar la visita de los
jardines para realizarlo cuanto antes. Queremos ver la célebre pagoda de
Shway Dagon.

Algunos europeos residentes en Rangoon muestran extrañeza al enterarse
de nuestro deseo. Los hay que llevan seis años viviendo en la capital de
Birmania y nunca se les ocurrió visitar esta pagoda, cuya cúpula
luminosa ven todos los días lejos de la ciudad, por encima de arboledas
y tejados, brillando como una montaña de oro. Sienten repugnancia al
pensar en las peregrinaciones miserables que llegan á este templo del
misterioso centro de Asia. Conocen por relatos de visitantes las
suciedades contagiosas de tales muchedumbres. Además repugna á su
orgullo de raza tener que aceptar ciertos preliminares molestos que
exigen los bonzos para permitir la entrada en su recinto.

Hablo con oficiales ingleses de la guarnición de Rangoon, y ninguno de
ellos ha estado en dicha pagoda. Otros compatriotas suyos, comerciantes
ó funcionarios civiles, se han abstenido igualmente de tal visita.
Tendrían que entrar descalzos en el templo, pero con los pies
completamente desnudos, pues los bonzos ignoran la invención europea de
los calcetines, y no quieren proporcionarles el gusto de poder infligir
á sus dominadores tal humillación.

Me hablan de tisis, lepra, peste bubónica y otras enfermedades de las
multitudes devotas que visitan la famosa pagoda y á veces se quedan en
ella por muchos días. Sólo algún viajero de gustos raros, algún artista
de los que buscan á todo trance espectáculos pintorescos, puede pasar
por las humillaciones y contagios que supone tal visita.

Voy á la pagoda Shway Dagon. Juzgo imperdonable haber venido á un país
tan alejado de la corriente general de viajeros, como es Birmania, haber
visto de lejos el cono luminoso de este templo célebre en lo alto de una
colina, y no subir á dicha plataforma, donde se agrupan innumerables
santuarios de caprichosa suntuosidad.

Al dirigirnos hacia el templo, otra vez por caminos abundantes en polvo,
nos cierra el paso un cortejo. Vemos hombres desnudos y completamente
blancos que saltan ante nuestro automóvil con los brazos abiertos para
indicar al chófer indostánico que debe hacer alto. Acostumbrados á la
vista de hombres amarillos, cobrizos ó achocolatados, nos causa
extrañeza la desnudez de estos blancos, iguales á nosotros, que sólo
llevan un andrajo entre las piernas.

Tienen en sus ojos un brillo inquietante. Sobre sus frentes se levanta
una cabellera que, anudada en el cogote, cae por la espalda como un
manojo de crines. Detrás de ellos suena el estrépito inarmónico de
varios bombos y címbalos. Otros hombres, igualmente blancos y desnudos,
danzan al son de esta música una especie de baile pírrico. Extienden al
mismo tiempo un brazo y una pierna ó los encogen, quedando en actitudes
semejantes á las que aparecen en los antiguos vasos griegos. Todos
tienen en sus ojos una luz malsana, como si se hallasen bajo la
influencia de drogas perturbadoras.

Dejamos pasar esta vanguardia de locos, y á continuación se desliza
junto á nuestro automóvil una carroza fúnebre, blanca y encristalada. En
el interior de su urna va el muerto, completamente visible, desnudo y
tendido sobre un lecho de hojas. Racimos de plátanos y haces de flores
adornan los cuatro lados del vehículo. Nuestro chófer nos explica que es
un entierro al estilo de Madrás, y todos estos diablos blancos que
acompañan al camarada difunto con su danza guerrera pertenecen á la
misma cofradía religiosa.

Se va alejando la música estridente y seguimos nuestro camino. La
entrada de la Shway Dagon se puede adivinar mucho antes de verla, por
los grupos de naturales que, viniendo de distintos puntos, se juntan
para seguir una misma dirección. En esta muchedumbre pintoresca las
manchas azafranadas de los bonzos son cada vez más numerosas.

Ocupa la célebre pagoda toda una colina, y su entrada empieza al pie de
esta eminencia, viéndose obligados los visitantes á subir una escalera
de ciento veinte peldaños para llegar á la plataforma donde se halla el
verdadero templo. Lo más molesto es tener que descalzarse al principio
de dicha escalinata y ascender por ella con los pies completamente
desnudos.

Unas familias inglesas miran con asombro nuestros preparativos desde lo
alto de sus automóviles. Han venido hasta aquí para ver de lejos una
parte de la escalinata cubierta y la muchedumbre indígena que sube por
ella. Solamente para satisfacer esta curiosidad traen todos ellos medio
rostro tapado con velos que sin duda fueron sumergidos previamente en
diversos líquidos antisépticos.

Confieso que la humanidad amarilla, blanca y cobriza que se roza con
nosotros no exhala perfumes agradables para un olfato europeo. Huele á
sándalo falsificado del que se quema en las pagodas, á sudor frío, á
fiebre. Pero ya es tarde para arrepentirse. ¡Arriba! Vamos á conocer la
ciudad religiosa que se ha ido amontonando en el transcurso de veintidós
siglos en torno á un cono gigantesco de mampostería construído sobre una
reliquia. Este templo es el más antiguo del mundo. Ninguna religión de
las que existen actualmente puede presentar otro que haya abierto sus
puertas por primera vez á los fieles hace dos mil cuatrocientos años.

Conozco su historia. Al morir Buda, dos discípulos suyos que eran
birmanos cortaron tres cabellos de la cabeza del santo maestro y los
trajeron á Rangoon, su patria, que existía entonces con distinto nombre
al pie de esta colina. Metidos en un relicario de oro, los enterraron
bajo los cimientos del cono central de la pagoda, que asciende á una
altura de ciento diez metros.

Este cono, que unos comparan por su forma á una campanilla y otros á un
quitasol asiático de boca estrecha y remate puntiagudo, tiene ocultos
sus ladrillos bajo una capa de hojas de oro. Su punta está enriquecida
con cuatro mil seiscientas piedras preciosas incrustadas en ella:
diamantes, rubíes, esmeraldas. Ningún humano puede verlas. Sólo las
conocen las aves de vuelo alto y los espíritus celestes. Pero los
devotos saben que existen, y esto les basta. El tributo al cielo no
puede ser más discreto y limpio de vanidosas ostentaciones.

Forma el pináculo de este macizo siete círculos antes de llegar á su
extremo final, y penden de ellos cien campanillas de oro y mil
cuatrocientas de plata. También representan un homenaje desinteresado á
la divinidad, pues nadie puede verlas de cerca. Mas cuando sopla la
brisa todas las campanillas se estremecen á la vez y desciende hasta los
fieles una música argentina y vagorosa que les hace pensar en el canto
de los _tomines_, ángeles del cielo budista.

Me siento en el primer peldaño de la escalinata del templo, y con ayuda
de un jovenzuelo rangonés que se ha diputado á sí mismo como mi guía y
traductor gesticulante, me quito los zapatos, luego los calcetines, y
quedo sin más que mi traje blanco, un casco de corcho del mismo color y
un bastoncito que me sirve de apoyo.

Los hombres civilizados cultivamos la finura y limpieza de nuestros pies
lo mismo que la de nuestras manos, y esto sirve para que nos
consideremos disminuídos y humillados por repentina debilidad al perder
los zapatos. Representa á veces cierto placer marchar descalzos por una
playa ó una habitación; pero sentimos acobardamiento al colocar nuestras
finas plantas sobre una tierra pedregosa que sólo puede ser hollada con
pies duros y primitivos, férreamente calzados por recias callosidades.

Empiezo á subir la escalinata con paso vacilante de ebrio. Noto desde
los primeros peldaños que este monumento religioso, como todos los de
Asia, es una mezcla confusa de antigüedad venerable y fragilidad
moderna. Hace más de dos mil años, en tiempos de Mario y de Julio César,
ya subían por esta escalera gentes devotas como las que se codean ahora
conmigo y tal vez curiosos escépticos iguales á mí. Pero las
construcciones asiáticas sólo tienen una parte sólida, que dura largos
siglos, y todo el resto se compone de materias frágiles y formas
graciosas, que es preciso renovar cada veinte años.

La escalinata, toda en línea directa, tiene, por suerte, varios rellanos
intermedios. De ser en escalones continuos, daría vértigos. Estos
peldaños aparecen desiguales y de materias diversas. Los hay de mármol
que aún guardan borrosos relieves de una escultura milenaria; otros más
recientes son de ladrillos, de asfalto ó de simple tierra apisonada, al
azar de las recomposiciones. Algunos, suaves y dúctiles, se dejan
dominar por el pie sin imponer fatiga alguna; los más se resisten á ser
montados, como las cabalgaduras bravas, y hay que elevar mucho la
rodilla para dominar su lomo.

Una techumbre de madera con pinturas religiosas cubre esta escalinata y
á los dos lados de su graderío se van elevando los puestos de un
mercado. Los rangoneses venden en él figurillas sagradas, juguetes
grotescos, cuadros de vidrio representando escenas de la vida de Buda,
telas bordadas con la imagen del hombre-dios é innumerables objetos de
metal, martilleado y repujado con la habilidad de los broncistas
indostánicos.

Muchos de estos pequeños comercios están dirigidos por mujeres. Todas
fuman tagarninas enormes, añadiendo el perfume acre de sus chorros de
humo al hedor asiático de la muchedumbre devota. Miran á los raros
blancos que se detienen ante sus puestos con unos ojos saltones, cuyas
pupilas negras tienen cierta expresión incitante y burlona á la vez.
Algunas están medio tendidas detrás de su mostrador en un diván rústico.
Veo á dos de ellas acostadas en una verdadera cama, en medio de su
tiendecita de cuadros religiosos. Se han pasado mutuamente un brazo por
detrás de la cabeza, y enlazadas así miran á lo alto. De vez en cuando
cruzan ojeadas afectuosas y se ofrecen el cigarrote desmesurado y único
que sirve para las dos. Se adivina que no las preocupa la prosperidad de
su comercio, y el comprador que ose interrumpirlas con sus demandas
recibirá malas respuestas.

Subo con lentitud los ciento veinte escalones, haciendo alto en los
rellanos para realizar algunas compras, que entrego á mi acompañante, y
porque así lo exigen mis pies. En estos peldaños hay piedrecitas
sueltas, granos de metal caídos de los objetos que adquieren los
devotos, pedazos de vidrio y numerosas expectoraciones de los mascadores
de betel. Por todas partes veo salivazos rojos como de sangre, y
necesito marchar en zigzag para no poner sobre ellos mis pies desnudos.

Salgo finalmente á cielo descubierto. Estoy en la meseta de la pagoda,
toda ella enlosada de mármol, lo que me permite caminar con más
seguridad. Continúan aquí las mismas suciedades de la escalera, pero hay
espacio más amplio para evitarlas.

El orden arquitectónico de la plataforma sagrada es muy sencillo. En el
centro está el santuario mayor, el cono macizo que guarda en sus
cimientos la divina reliquia, y en torno á él toda una ciudad de pagodas
secundarias, pagodones y pagodines, estatuas y columnatas.

La plataforma tiene medio kilómetro de circuito, y sin embargo cada día
resulta más estrecho el terreno reservado á la circulación de los
devotos. Nuevos santuarios hechos á expensas de los ricos de Birmania ó
por donativos de extranjeros invaden la santa meseta. No se guarda
ningún orden en las construcciones y éstas son derribadas con frecuencia
para darlas nueva forma. En el transcurso de unos cuantos años cambia el
aspecto de la Shway Dagon. Lo único inmutable es el cono esplendoroso
que ocupa su centro. En las vertientes de la colina hay varios elefantes
policromos, de doble tamaño natural, con una torre dorada sobre el lomo
que es una capilla.

Al ver una pequeña puerta en el sanctum sanctorum central, intento
entrar por ella creyendo que el enorme cono es hueco, á pesar de lo que
he leído, y guarda en su interior un templo misterioso. Pero retrocedo
al convencerme de que la tal puerta no es más que un angosto pasadizo
que lo atraviesa rectamente para que los servidores del templo no tengan
que rodear toda su base.

Mis dos acólitos ríen de mi error. Ahora son dos, por haberse unido á
nosotros un muchacho de familia acomodada, á juzgar por su vestimenta.
Está cumpliendo su noviciado de bonzo temporal, y lleva un magnífico
manto color de oro, la cabeza redonda pulcramente afeitada y anteojos de
concha.

Revela con su habilidad para expresarse una educación superior á la de
los otros bonzos. Muestra con cierto orgullo la altura de este
monumento, cuyo esplendor puede verse á una distancia de muchas leguas,
y me explica luego, con palabras inglesas sueltas y abundantes
gesticulaciones, que cada quince ó veinte años es recubierto de láminas
de oro para que guarde su magnificencia, lo que significa un trabajo
enorme. Además, su parte inferior recibe todos los días, á la altura de
las manos de los visitantes, un sinnúmero de pequeños papeles de oro.
Son presentes de míseros peregrinos, que algunas veces se quedan varios
días sin comer luego de haber pegado en el muro su piadosa ofrenda.

Puede afirmarse que en toda Asia no existe actualmente un templo que
goce la «universalidad» de la Shway Dagon. Cuantos pueblos adoran las
doctrinas de Buda han elevado un santuario en esta meseta. Los hay de
muchas provincias de la China, del Tibet, de las posesiones francesas de
la Indo-China, hasta de las tierras limítrofes con la Siberia y del
Japón. Todas estas capillas tienen columnas en sus fachadas y remates de
techos superpuestos que ascienden en disminución, finalizando con una
punta rutilante igual á la del céntrico macizo. Sus paredes son de
menuda labor, con ese tallado minucioso de los asiáticos, en el que
varias generaciones consumen su vida. La madera ó la piedra tienen sus
primorosos calados cubiertos de laca y oro.

Se extiende el oro por los santuarios, y los reflejos pálidos y
discretos de su materia tallada parecen un homenaje de humildad ante el
oro cegador y estrepitoso del cono central. Hay templos cuyo dorado
empieza á desconcharse con la viruela blanca de los siglos. Otros de
construcción reciente ofrecen el color gris de la albañilería, en espera
de generosos devotos que paguen los adornos que deben cubrirlos. Veo
santuarios completamente azules. Tienen sobre sus láminas de laca
celeste flores y hojas nacaradas que forman enrejados blancos con
reflejos de perla. Y todos estos templos, apoyados unos en otros para
disputarse un terreno cada vez más escaso, ofrecen el mismo aspecto de
amontonamiento que los panteones de las necrópolis occidentales.

En los espacios libres de pagodas secundarias vemos árboles dorados con
frutos de cristal, urnas en forma de flechas, columnas sueltas de
mosaico, imágenes de _Nats_, divinidades primitivas de los birmanos con
las que ha transigido el budismo para no molestar los sentimientos del
pueblo, «perros celestiales» semejantes á los leones de melenas
puntiagudas que adornan las pagodas de Kioto y de Pekín, estatuas de
elefantes con un templo sobre sus lomos.

Un estrépito de feria se esparce por la sagrada meseta. Los instrumentos
rituales del budismo son la campana y el tambor, y cada pagoda hace
sonar los suyos como los barracones de espectáculos cuando se disputan
la atención del público. Bonzos de diversas razas golpean á puño
cerrado los sagrados timbales ó dan con un mazo á las campanas. Niños y
mujeres se aproximan á nosotros para vendernos ristras de flores rojas y
amarillas, que parecen arrancadas de una tumba. Tales guirnaldas son
para ofrecerlas al hombre-dios que reina en este lugar.

Aletean los cuervos lanzando sus graznidos sobre los techos que les
sirven de refugio. Junto á estos eternos figurantes de todo cielo de
Asia vemos aletear bandas de palomas blancas. También están alojadas en
el templo, y entre dos especies volátiles tan antagónicas parece existir
una paz absoluta. Perros con grandes peladuras en sus lomos y el hocico
babeante, como si llorasen su propia miseria, corretean entre las
pantorrillas del gentío buscando algo que devorar. La mayor parte de los
fieles son mendigos devotos, que llegaron hasta aquí pidiendo limosna, y
continúan su industria dentro de la pagoda. Algunos tienen lepra. Otros
muestran al remover su manto llagas, sangrantes como heridas, en el
pecho ó bajo los brazos.

Dentro de algunos de los santuarios hay bonzos de rostro achinado y capa
parda, que acompañan su oración con movimientos rigurosamente mecánicos,
siempre iguales y sin término. Se inclinan hasta tocar el suelo con sus
manos y su cabeza, se yerguen poco á poco, repiten la misma inclinación
violenta y vuelven á empezar. Así continúan hasta que el cansancio los
vence y ruedan por el suelo insensibles como cadáveres.

Allí donde da el sol quema el mármol las plantas de los pies y nos
obliga á marchar rápidamente. En el interior de las capillas el
pavimento tiene una frialdad de tumba, de lugar cerrado hace siglos que
no conoció nunca la tibieza del calor celeste, y nos hace estornudar á
los que no estamos acostumbrados á ir descalzos.

Asombra la gran cantidad de Budas que pueblan estas pagodas. Los hay de
mármol, de oro, de alabastro, enormes como gigantes ó de simple talla
humana; derechos, en cuclillas y tendidos. Unos son dulces, humanos, de
expresión inteligente; tienen un rostro casi europeo. Otros se muestran
feroces, malignos, verdaderamente asiáticos, con unos ojitos oblicuos,
de párpados estirados y casi juntos, que parecen hostiles á todo el que
no mire del mismo modo que ellos.

Cada pueblo budista ha formado á su propia imagen la figura del
hombre-dios y le rinde culto con ceremonias litúrgicas diferentes. En
todos los santuarios se ven flores, luces y varillas humeantes de
sándalo. Fuera de él hay salivazos rojos sobre el suelo y una mezcla en
el ambiente de malos olores naturales, de perfumes pegajosos, de flores
marchitas. Por encima de esta variedad contradictoria, ruidosa, y
vibrante de contagios microbianos, continúa brillando el cono central
como una hoguera inmóvil de oro sobre los tres cabellos de Buda
recogidos por sus discípulos.

Mi nuevo amigo el bonzo tiene empeño en hacerme conocer todo lo
interesante de la Shway Dagon. No sería esta célebre pagoda un lugar
verdaderamente santo si le faltase la virtud de curar enfermedades y
realizar otros prodigios de los que trastornan el ritmo de la
Naturaleza.

El dolor humano necesita consoladoras ilusiones bajo todos los cielos de
nuestro planeta, sin distinción de castas ni dogmas. Las pobres gentes
que llegan hasta aquí, después de marchar en caravana meses y tal vez
años, esperan el milagro, y su esperanza inspira respeto. Deseo en este
momento que el santo Buda pueda complacer á todos los dolientes que le
imploran, pobre rebaño humano roído por las enfermedades y las miserias
asiáticas.

Nos detenemos ante un santuario que tiene junto á su puerta unos cuantos
hombres desnudos tendidos en el suelo. Todos ofrecen un aspecto
horrible. Los hay que son á modo de imágenes del hambre: esqueletos
limpios de músculos cubiertos simplemente por su epidermis, con los ojos
perdidos en la profundidad de unas órbitas como pozos y las mandíbulas
desencajadas. Otros están muertos y tienen el abdomen desgarrado. Un
cuervo les picotea las entrañas.

Solamente cuando el joven bonzo, ganoso de que admire su templo, me
aproxima á tales horrores, veo que son esculturas policromas, pero con
un realismo tan minucioso y exacto que resulta fácil el engaño. Ocurre
aquí en pleno sol lo que en ciertos museos de figuras de cera con el
auxilio de los juegos de luces. No se sabe ciertamente quién es
moribundo de madera pintada ó moribundo de carne y hueso. Según parece,
estas imágenes sirven para hacer ver á los pecadores cómo vivirán
después de la muerte si perseveran en sus vicios.

Un poco más allá hay tendidos varios pordioseros, igualmente desnudos,
igualmente esqueléticos por su flacura. Los horripilantes monigotes
brillan á causa de su barniz; los peregrinos casi agonizantes tienen un
charolado igual por el sudor con que barniza el sol sus cuerpos
escuálidos, como si extrajese de ellos los últimos jugos. Algunos son
ciegos y un enjambre de moscas voltea en torno á sus órbitas vacías.
Todos tienen al lado media corteza de coco que les sirve de plato para
recibir las limosnas. No se mueven, no se dan cuenta de lo que cae en
sus rústicos cuencos. Para ellos la limosna tal vez llega tarde.

Me hace entrar mi compañero azafranado en la más milagrosa de las
pagodas. No quiere privarme de ninguna de las maravillas de esta colina
santa. Avanzamos por el interior de un templo menos iluminado que los
otros, y á los pocos momentos deseo salir de él cuanto antes. Encuentro
tendidos en colchonetas ó simples mantas á varios hombres flacos, de tez
pálida, y una transparencia malsana en las orejas y la nariz. Su tos
cavernosa hace innecesarias las explicaciones. Son tísicos que vinieron
hasta aquí atraídos por la esperanza. Los bonzos de la pagoda afirman
haber presenciado muchas curaciones inauditas.

Sigo avanzando hasta el fondo, interesado por un grupo misterioso. Lo
componen varias mujeres que rodean á otra tendida en un lecho, blanca é
inmóvil, como si estuviese desmayada. Veo trapos ensangrentados. Un olor
de maternidad se une á la respiración de los tísicos. Suena un vagido
infantil, gangueante y tenaz.

Mi boncito sonríe y balbucea explicaciones... Entendido. Es una gloria
nacer en el famoso templo, y hay madres que vienen de muy lejos para que
sus hijos reciban tal santificación al entrar en la vida.



XXII

LA BAHÍA DEL DIAMANTE

     Un brazo del Ganges.--La yungla y sus gentes.--El camino de
     Calcuta.--Cañonazos de sus defensores.--Abandonamos el
     «Franconia».--Invasión alada.--La marina fluvial de los
     indostánicos.--El maquinismo inglés en las riberas del Ganges.--El
     yute.--Fabricación de sacos para toda la tierra.--Los homenajes al
     río sagrado.--Caimanes y flores.


Llevamos dos días navegando á través del golfo de Bengala, desde la
desembocadura del Irrawaddy, caudaloso río de Rangoon, á las bocas del
Ganges y el Brahmaputra.

En la madrugada del tercer día despierto con la alarma que produce la
inmovilidad, cuando se ha conciliado el sueño en pleno movimiento. El
Franconia ha cesado de marchar y en la calma de la noche suenan gritos.
Miro por un ventano de mi camarote y veo las luces de dos vaporcitos
deslizándose sobre un mar completamente horizontal y tranquilo como las
extensiones de agua dulce. Debemos estar cerca de las bocas del Ganges,
y estos vaporcitos pertenecen sin duda á los prácticos encargados de
dirigir el rumbo de los buques á través de unas tierras fangosas, por
canales cuya profundidad cambia con frecuencia.

No puedo dormir el resto de la noche. El vapor ha reanudado su marcha
lentamente, y sólo pienso en la masa acuática que va pasando debajo de
nuestros pies. ¡El Ganges!... ¡Estamos en el Ganges! Las aguas que
cortamos proceden en su mayor parte del río sagrado.

Apenas amanece subo á la cubierta, ansioso de contemplar las primeras
tierras de la India. Sólo veo un mar amarillo. Las verdaderas bocas del
Ganges quedan á nuestra derecha y cubren el golfo de Bengala, en una
extensión de muchas leguas, con su aporte líquido, dulce y terroso.
Nosotros vamos á penetrar por el río Hooghly, en cuyas riberas está la
ciudad de Calcuta.

Este curso fluvial que hasta tiene nombre propio no es más que un brazo
del Ganges desprendido de él á cierta distancia del golfo de Bengala
para desarrollarse por su propia cuenta. Los indostánicos que viven en
sus orillas le tributan sin embargo los mismos honores que al río padre,
venerado como un dios, cuando se desliza ante los templos y palacios de
la santa ciudad de Benarés.

Dos orillas bajas van surgiendo del horizonte rojizo, con anchos
intervalos de agua libre. Son las islas avanzadas de la desembocadura de
este retoño gangético. Vamos á navegar todo el día por él: primeramente
sobre el _Franconia_, luego en un vapor más pequeño, á través de los
aluviones del vasto estuario cubiertos de eterna vegetación.

Al deslizarnos entre las primeras islas vemos en sus orillas chozas de
techo cónico, bosquecillos de cocoteros y palmeras. No está bien
determinado el límite entre la tierra y el agua. Hay espacios que nos
parecen sólidos y firmes á causa del verdor de sus plantas, y de pronto
los vemos atravesados por una piragua que se abre paso entre aquéllas.
Otros los creemos de gran profundidad acuática y son prados medio
líquidos, en los que rumian los bueyes, hundidos hasta el vientre.
Hombres de color de chocolate, con turbante blanco y un andrajo lumbar
del mismo color por toda vestimenta, cuidan estos rebaños ó trepan por
los gráciles troncos de los árboles que les proporcionan su alimento.

Avanzan las tierras unas hacia otras, como si se buscasen, y navegamos
por un canal que parece de barro líquido, siguiendo dos líneas de boyas
indicadoras de nuestro rumbo.

Ya estamos dentro del Hooghly. Sus riberas tienen en primer término
campos de plátanos, cuyas hojas son de un verde charolado y amarillento.
Es la única tierra que trabajan sus habitantes. Más allá de la estrecha
faja cultivada se extiende la yungla famosa, la _jungle_, tantas veces
descrita por los autores ingleses, llanura interminable cubierta de una
vegetación relativamente baja, de la que surgen á largos trechos grupos
naturales de cocoteros y palmeras. Vuelan á la vez muchas gaviotas y
muchos cuervos, sin que se note entre ellos ningún intento agresivo,
pues se comparten amigablemente el dominio de la atmósfera. Del
misterioso verdor de la yungla vemos elevarse nubes volantes,
triangulares y negras. Los pájaros aletean en tribu, trasladándose de
una parte á otra de la interminable selva, asustados tal vez por las
bestias carnívoras que cazan en sus espesuras.

Un estrépito seco y ensordecedor corta el aire. Son tiros de cañón.
Luego nos enteramos de que numerosas baterías de campaña guarnecen la
bahía del Diamante, donde nosotros vamos á anclar, defendiendo la
entrada de esta vía fluvial que es el camino más directo de Calcuta.
Ahora lo vemos solitario, con orillas de río salvaje. Avanzamos contra
su corriente lo mismo que un buque explorador, pero sabemos que por aquí
pasan cuantas naves de comercio y de guerra desean llegar á la ciudad
más importante del Imperio de las Indias.

Vemos en la orilla izquierda todo un regimiento de artillería
ejercitándose en el tiro. Tiene para campo de experiencias la soledad de
la yungla. Sus cañones repiten los disparos con la rapidez de las armas
modernas. Es un estrépito que enardece y entusiasma, lo mismo que una
música belicosa, cuando se le oye á espaldas de las piezas. Escuchándolo
de frente gusta menos.

Examinamos con anteojos marítimos el uniforme de campaña que usan los
ingleses en la India. Parecen niños. Llevan borceguíes y gruesas medias
atadas debajo de las rodillas. Éstas quedan completamente al
descubierto, pues el pantalón no es más que un simple calzoncillo hasta
la mitad del muslo. Su camisa carece de mangas y de cuello. Un casco es
lo único de carácter militar que usan estos guerreros, obligados á vivir
en plena yungla bajo el asfixiante calor de las horas meridianas.

Cerca de nuestro anclaje empezamos á encontrar la navegación indostánica
del río: largas piraguas con bogadores obscuros y sudorosos, que sueltan
sus remos terminados por una paleta redonda y quedan inmóviles
contemplando nuestro buque. El agua es tan densa, que las pequeñas
rompientes de su oleaje en las orillas parecen ribazos de tierra
carmesí.

Se ensancha de pronto la corriente, formando un vasto circo acuático. El
redondel de la vegetación aparece cortado en varios lugares por manchas
rojas y blancas de edificios. Son los pabellones de las tropas de
artillería y algunas viviendas de particulares que empiezan á desmontar
la yungla, estableciendo explotaciones agrícolas. Nos detenemos en la
llamada bahía del Diamante. El _Franconia_, por su calado, no puede ir
más allá. Sólo los vapores de 6.000 ú 8.000 toneladas siguen remontando
el río, en horas de gran marea, hasta llegar á los muelles de Calcuta.

Quedamos anclados en esta bahía fluvial de aguas rojas, que únicamente á
la salida ó la puesta del sol toman un esplendor blanco y luminoso capaz
de recordar el del diamante. Es aquí donde el _Franconia_ va á sufrir
una de las mayores transformaciones de su viaje. Permanecerá varios días
como si fuese un barco abandonado, guardando solamente la tripulación
necesaria para su limpieza. Todos los viajeros se trasladan á Calcuta y
con ellos gran parte de la dotación del buque, que ha podido conseguir
la licencia necesaria.

Dos grandes vapores fluviales con triple cubierta, elegante restorán y
numerosa servidumbre van á llevarnos hasta la metrópoli de las Indias,
navegando seis horas por el río. Unos viajeros quedarán en Calcuta tres
días, volviendo inmediatamente al buque. Otros piensan seguir adelante
hasta Benarés, regresando al _Franconia_ á tiempo para ir á Ceilán y de
esta isla á Bombay, dando la vuelta á toda la península indostánica.
Algunos renuncian á ver Ceilán y continúan su viaje á través de toda la
India, no volviendo á encontrar el _Franconia_ hasta el puerto de
Bombay.

Yo voy á Benarés, y volveré al buque para ir luego á Ceilán y Bombay.
Desde este último puerto subiré á Delhi, Agra y otras ciudades célebres
de la Rajputana. De tal modo conoceré lo más interesante que puedan ver
los que hacen la travesía directa de Calcuta á Bombay, y no me privaré,
como ellos, de visitar Ceilán.

Al echar sus anclas el _Franconia_ en esta bahía, donde no hay otro
buque, toda la yungla parece estremecerse y levantar la cabeza,
interesada por su presencia. Vienen de tierra nubes de mariposas blancas
y rojizas, introduciéndose por los ventanos de los camarotes. Se alzan
sobre la selva nuevos triángulos negros de aves. Los pájaros de presa
empiezan su ronda aleteante en torno al buque, espiando la caída de
basuras y desperdicios para desplomarse sobre estos islotes de
nutrición.

Mientras estamos en Calcuta y Benarés, los oficiales del campamento
visitan el _Franconia_ y se llevan á sus viviendas á los marinos que
permanecieron en el vapor para que conozcan un poco la vida en la
yungla. A mi regreso me cuenta un joven piloto sus excursiones por una
pequeña parte de esta selva baja, interminable y poco explorada, que
refresca el Ganges antes de perderse en el mar. Ha visto serpientes boas
de grandes dimensiones y torpe arrastre. Un tigre trae alarmados hace
meses á los pobladores de la bahía del Diamante. Mata todas las noches
animales en los nuevos establecimientos agrícolas, y nunca lo pueden
descubrir. Todavía hay en la yungla gentes que llevan una vida salvaje.
Dos mujeres huyeron á todo correr viendo al marino y á varios
artilleros. La presencia de los blancos las infunde pavor.

A las dos de la tarde abandonamos el _Franconia_. Cuando los dos vapores
fluviales se despegan de su casco, ocurre algo extraordinario que
demuestra el instinto de los habitantes alados de la yungla. Mientras
hemos permanecido en el paquebote, las bandas de cuervos, milanos y
gaviotas se limitaron á volar á gran altura sobre sus cubiertas. Apenas
nos alejamos, los muros de verdura que rodean la vasta copa de la bahía
empiezan á vomitar nubes de estos pájaros sobre el buque,
desparramándose en él como si estuviese desierto.

No osan descender á las cubiertas bajas, por estar en ellas los hombres
de guardia. Forman filas agarrados al cordaje de los mástiles, se
alinean lo mismo que los pingüinos en las barandillas, se sostienen
aleteantes, como animales de cimera heráldica, sobre los bordes de la
chimenea. Hasta ocupan el nido del vigía en el mástil de proa, y los que
no encuentran espacio donde posar sus patas, forman un anillo
revoloteante que abarca el buque entero. A los pocos minutos tiene éste
engruesados todos sus contornos por una línea de vida animal negra y
palpitante.

Se inicia nuestra navegación aguas arriba, cruzándonos á cada minuto con
una muestra curiosa de la marina de cabotaje indostánica. Hombres
esbeltos y cobrizos reman de pie sobre las cubiertas de unos barcos
relativamente grandes, con vela rectangular y popa alterosa, llevando en
ella una enorme pala que sirve de timón. Lo mismo debieron ser las naves
que surcaban estas aguas hace dos mil años. En otras de arquitectura
semejante, los remeros ocupan una plataforma yuxtapuesta á la proa,
mucho más baja que el alcázar posterior. Estos bogadores, que manejan
unos remos larguísimos, retroceden varios pasos al dar su palada, y
luego avanzan hacia la popa otro tanto para clavar su remo y repetir la
operación. Algunos barcos más veloces por la estrechez de su casco
tienen una cámara baja, una vela cuadrada con pequeños rectángulos
negros y blancos, y cuatro bogadores que se agitan incansables, como
duendes, moviendo en la proa sus remos de paleta.

Pasan barcos cargados de tinajas, estivadas verticalmente, con los
vientres juntos. De lejos parecen enormes huevos rojos cuidadosamente
colocados en un cesto flotante. Otros llevan láminas de mármol puestas
de canto en la cubierta, como las hojas de un libro. Los más transportan
pirámides de sacos apilados en torno á sus mástiles. Y todos estos
buques de forma primitiva cabecean violentamente con el oleaje que
levantan las ruedas de nuestros dos vapores.

Al atardecer, el río de aguas bermejas va tomando un color de perla.
Según avanzamos ofrecen sus orillas un aspecto de actividad civilizada,
intensa y productora. Vemos fábricas grandes como pueblos;
construcciones bajas que ocupan vastísimos espacios. Surgen sobre sus
techumbres chimeneas esbeltas de ladrillo y extienden además sobre las
aguas numerosos tentáculos de muelles y vías férreas. En algunas de
estas fábricas, aparte de los talleres y el chocerío, ocupado por los
jornaleros indígenas, hay edificios elegantes rodeados de jardines.
Grandes piraguas pasan de una orilla á otra las muchedumbres
multicolores que han acabado su trabajo.

Se van multiplicando las chimeneas. Ya no se elevan, como al principio,
en una sola de las orillas. Surgen igualmente de la ribera opuesta y del
fondo del horizonte, siempre cerrado por la lengua de tierra de una
revuelta inmediata.

Adivinamos la proximidad de Calcuta. La bruma que exhala el río á estas
horas se une al humo de las fábricas, envolviendo el ocaso en una
opacidad impropia de este clima. Parece que nos acerquemos á Londres,
pero un Londres de nieblas doradas y multitudes colorinescas.

Desfilan por las dos orillas miles de hombres y mujeres, rosarios
interminables de cuentas blancas, rojas, violetas, amarillas,
azafranadas y verdes. Todos marchan en fila, poniendo cada uno su pie
sobre la huella del que le precede. Es una particularidad que noto desde
mi entrada en la India y he seguido viendo en todas mis excursiones á
través del país. Rara vez marchan juntos dos indostánicos por un camino.
Hasta la familia avanza longitudinalmente, por amplia que sea la vía: el
padre delante, la madre detrás con fardos en la cabeza, y á continuación
la prole, casi siempre por orden de estatura. Es la «fila india», de que
se ha hablado tantas veces. También en la salida de las fábricas se nota
esta tendencia á la marcha separada y silenciosa. La muchedumbre se
desgrana en la misma puerta, se esparce como los hilillos de un líquido
derramado, alejándose en luengas y multicolores filas.

Todas estas fábricas son para preparar y tejer el yute, la gran
producción de la provincia de Bengala. Casi todos los sacos que usa la
agricultura de Europa y América proceden de estos centros industriales,
cada vez más enormes, que llenan las orillas del Ganges. Aquí se
utilizan las fibras de la citada planta, creándose piezas de ruda tela,
que luego corta y cose en forma de sacos el país importador. La riqueza
de Calcuta, su importancia comercial, el movimiento de su puerto,
dependen de esta exportación que abarca el mundo entero.

En días sucesivos, hablando con varios cónsules residentes en Calcuta,
me doy cuenta de que las funciones de los más de ellos tienen por única
base la producción del yute. Todos los sacos que sirven de envase al
trigo y el maíz de la Argentina ó al azúcar de Cuba fueron tejidos en
las fábricas de Bengala.

Esta industria no deja de ofrecer cierta exterioridad pintoresca á causa
de las masas indígenas que trabajan en sus talleres; mas esto no impide
que el viajero sienta la amargura de la decepción al ver el maquinismo
inglés establecido en uno de los brazos del Ganges, vaciando sobre su
corriente las cenizas y carbonillas de sus máquinas de vapor, mezclando
el humo de la hulla con las brumas vesperales del río sagrado. Pero la
India antigua, inmutable y misteriosa resurge siempre, rompiendo la
envoltura moderna en que la encierran sus nuevos amos.

Vemos á trechos, flotando sobre el río, luengas guirnaldas de flores. El
indostánico necesita hacer todos los días un presente florido al padre
Ganges.

En el restorán de nuestro vapor hay una especie de _maître d’hôtel_
vestido á la inglesa y con zapatos de charol, la mayor distinción á que
puede aspirar un mestizo. Dirige con aire de superioridad, como si fuese
un europeo, á los otros servidores, que van descalzos, con levita
blanca, faja roja y un abultado turbante de este último color.

Poco antes del anochecer, este indio con _smoking_, que se agita dando
órdenes á la servidumbre para que recoja la vajilla del té, mira á un
lado y á otro para convencerse de que todos los viajeros se han ido del
comedor á las cubiertas superiores, toma varios manojos de rosas que
adornan las mesas, y dirigiéndose á un ventano las va arrojando con
lenta solemnidad sobre las aguas nacaradas por la luz del ocaso.

Veo que las dos orillas tienen una faja ondeante de flores rojas y
doradas. El manso oleaje arranca estas masas de pétalos, las balancea
unos segundos y vuelve á pegarlas á las riberas.

De tarde en tarde, la corriente, teñida de rosa pálido por la agonía del
sol, se corta de abajo á arriba, dejando ver el avance de un lomo
dentado como una sierra: un caparazón de bestia antediluviana.

Es el caimán, venerable y respetado habitante de este río, al que echan
sus devotos flores y cadáveres.



XXIII

EL QUEMADERO DE CALCUTA

     Caras europeas y vestiduras exóticas.--Los «ghats» del Ganges.--Las
     estadísticas médicas de la India.--Un cortejo fúnebre.--La última
     oración.--Los fugitivos de la muerte convertidos en animales.--Las
     hogueras de la mañana.--El horrible enano del Quemadero y sus
     clasificaciones.--Cremación de una madre que parece una niña.--Las
     purificaciones preliminares.--Cadáver de pobre esperando que
     alguien pague su leña.


Calcuta es la segunda capital del Imperio británico. Birmingham, ciudad
de Inglaterra que figura por su población después de Londres, resulta
muy inferior á Calcuta, pues ésta tiene un millón trescientos mil
habitantes. El setenta por ciento de ellos son de religión brahmanista y
un veinticinco por ciento mahometanos indostánicos.

Hasta 1911 Calcuta fué la capital de la India, pero como las conquistas
y anexiones de los ingleses han ido extendiendo su imperio hacia el
Norte, hubo que trasladar en dicha fecha el centro del gobierno á la
ciudad de Delhi. Estos cambios no resultan extraordinarios en la vida
política de la India. Durante dos mil años de historia conocida, un
movimiento de exacta repetición ha desplazado cada cinco siglos la
capitalidad de la India, pasándola de unas ciudades á otras, y
devolviéndola más de una vez á alguna que la tuvo en otro tiempo. Delhi
fué capital del poderoso Gran Mogol y ha vuelto á serlo ahora del virrey
enviado por el gobierno de Londres.

Actualmente sólo figura Calcuta como capital de la Presidencia de
Bengala, pero conserva los palacios y museos con que la embellecieron
los anteriores virreyes. Sus calles están á todas horas del día tan
llenas de gentío, que el viajero la supone una población todavía mayor
que la mencionada.

Ofrece esta muchedumbre para el europeo una novedad extraordinaria,
después de haber viajado por el Extremo Oriente. En el Japón, en China,
en las islas de Malasia, no causan extrañeza las vestimentas originales
y multicolores, por ser las personas que las usan de razas distintas á
la nuestra. Sus rostros amarillos ó cobrizos, sus ojos oblicuos apenas
abiertos, parecen armonizarse con sus trajes extraordinarios. Pero el
indostánico es de nuestra raza. Pertenecemos á distintas subdivisiones
étnicas que tienen un tronco común. Numerosos habitantes de la India son
casi negros, otros de color cobrizo, los hay rigurosamente blancos, más
blancos que muchos europeos, pero todos son nuestros parientes por los
rasgos fisonómicos y jamás han conocido la tentación de usar zapatos,
llevando una simple tela arrollada á su cuerpo y mostrándose, apenas lo
permite la temperatura, en una desnudez casi completa.

Con frecuencia se encuentran indostánicos que ofrecen una rara semejanza
con personas que conocimos en Europa y América. Y este parecido resulta
cómico al contemplar cómo el respetable señor que tratamos bajo otros
cielos, se pasea ahora por una calle de la India ligero de ropa y
descalzo. He visto en Calcuta jóvenes bracmanes, de tez blanca, gruesos,
lustrosos, el pelo retinto y brillante partido por una raya en el lado
izquierdo y las dos crenchas alisadas con aceite de jazmín. Todos
ellos, á pesar de llevar los pies descalzos y una especie de toga alba
pasada bajo el brazo derecho y descansando su extremo en el hombro
opuesto, tienen un gran parecido con ciertos sacerdotes romanos que usan
garbosamente hábitos de rica seda.

El primer día de mi permanencia en Calcuta procuro satisfacer, sin
pérdida de tiempo, una curiosidad algo malsana que me agita desde que
empezamos á navegar sobre las aguas del Ganges. Dejo para los días
siguientes mi visita á los monumentos y jardines, el estudio de las
muchedumbres que circulan por sus avenidas y se aglomeran en sus
bazares. Quiero ver cuanto antes lo que llaman los indostánicos el campo
de Nimtola y los ingleses el «Burning Ghat».

Esta palabra _ghat_ debo usarla frecuentemente al hablar de la India. Un
_ghat_ es una escalinata, un graderío, muchas veces una rampa de piedra
con rebordes salientes á cierta distancia, para afirmar mejor el pie
descalzo, y que desciende por la ribera del Ganges hasta cierta
profundidad de sus aguas. De este modo las multitudes devotas puedan
permanecer sumergidas hasta los hombros, mientras hacen inmóviles sus
oraciones.

Los _ghat_ de Benarés son famosos. La santa ciudad, situada toda ella á
la derecha del río sagrado, tiene una sucesión de rampas y escalinatas,
sobre las cuales se agrupan en días de fiesta más de cien mil
peregrinos. Pero olvidemos estos _ghat_ de Benarés, de los que hablaré
en lugar oportuno, para circunscribirnos al «Burning Ghat» de Calcuta, ó
sea al «Ghat del Quemadero».

El Municipio de Calcuta ha construído en el lugar llamado Nimtola un
edificio donde son quemados los muertos, con arreglo á la religión
indostánica. Este campo de Nimtola está más arriba del Howrah Bridge,
único puente de Calcuta que atraviesa el río Hooghly, y aparece siempre
como obstruído por la enorme aglomeración de vehículos y viandantes.
Junto al Quemadero pasa la ancha y populosa avenida que costea el río,
siempre llena de tranvías, camiones automóviles y carretas tiradas por
bueyes. Por ella se desliza la mayor parte de la actividad del puerto y
de la estación del ferrocarril que va al Norte de la India. Hace años se
hallaba lejos de Calcuta; pero ésta se ha estirado rápidamente á lo
largo del río, envolviendo á Nimtola en los tentáculos de su
crecimiento.

Los quemaderos célebres de la India están en las orillas del Ganges. Los
príncipes y los ricos se hacen llevar moribundos á Benarés para que los
incineren en la orilla del río sagrado, pues éste parece concentrar su
importancia divina al lamer con ondulaciones cargadas de flores y
podredumbres las murallas de dicha ciudad. En las poblaciones lejanas
del Ganges el _ghat_ de las quemas se construye al lado de un río, de un
lago o un pequeño estanque. Lo que importa para la ceremonia es que el
cadáver pueda recibir una inmersión antes de que lo consuma el fuego. El
río de Calcuta es un brazo del Ganges, y los nacidos en la capital de
Bengala consideran esto como un regalo precioso que los dioses han hecho
á su ciudad.

El campo estrecho de Nimtola se prolonga entre el declive del río y la
avenida Strand Road North, por donde pasa, como ya dije, toda la ruidosa
circulación del comercio fluvial. Unos muros con arcadas separan la
calle del Quemadero. Cerca de la puerta hay un pequeño santuario
dedicado á Siva, el más terrible, y tal vez por esto el más admirado, de
los personajes de la trinidad Indostánica. Junto al templo existe una
oficina, donde varios funcionarios mestizos inscriben en libros las
enfermedades que dieron término á la existencia de los que van á ser
quemados.

Uno de estos funcionarios, joven indostánico de educación europea,
sonríe al hablarme de la utilidad de sus funciones. La inmensa mayoría
de las familias que acompañan á sus muertos ignoran qué enfermedad fué
la que acabó con ellos. En los barrios indígenas de Calcuta temen á los
médicos y prescinden de ellos. No hay quien pueda contestar á los
empleados del registro; sólo saben que el muerto ha muerto, y dejan que
el representante de la ley ponga en su libro la enfermedad que le
parezca preferible para el caso. Luego, con arreglo á tales registros,
se forman estadísticas que sirven para estudio y guía de los sabios de
Europa y América.

Nos aproximamos á Nimtola por las estrechas callejuelas de los barrios
inmediatos, procurando evitar la ancha avenida paralela al río,
demasiado abundante en vehículos, de un suelo desigual, donde las ruedas
se enganchan en los rieles salientes y cuyos charcos negros salpican con
pestífera hediondez.

Nuestro automóvil tiene que hacer alto, pegándose á uno de los muros,
para dejar paso á una muchedumbre que avanza á nuestra espalda y se
anuncia con cierta salmodia monótona. Se desliza, rozando nuestro
vehículo, una doble fila de indostánicos, todos con vestiduras blancas.
Cuatro de éstos llevan en hombros unas angarillas hechas con ramas de
árboles y forradas de gasa color de rosa. Encima de este lecho portátil
vemos manojos de flores amarillas y rojas y varias plantas verdes.
Debajo del sudario vegetal va un pequeño cadáver: el flaco cuerpo de una
niña que no debe tener más de doce años. Los que lo llevan en hombros,
así como los que le preceden y le siguen, son todos de tipo
europeo--únicamente su tez tiene un color trigueño algo subido--, y su
aspecto físico de occidentales contrasta con el manto de gasa ó de lino
arrollado á su cuerpo por toda vestimenta.

En este cortejo fúnebre lo primero que llama la atención es la velocidad
con que marcha. Parece que un enemigo invisible venga persiguiendo y
acosando á todos estos hombres. Caminan como una tropa fugitiva. La
gente abre paso para no ser atropellada, pegándose á los muros. Los
vehículos se apartan también, avisados por su canto melancólico y tenaz.
Todos los hombres repiten las mismas palabras, con un tonillo semejante
al de los muchachos cuando deletrean sus lecciones en las escuelas de
los pueblos: «_Bolo hari. Hari bolo._»

_Hari_, en sánscrito, es Dios, y lo que dicen con su monótona cantilena
los acompañantes del entierro es «¡Por Dios! ¡por Dios!»

Algo más allá pasa junto á nosotros un segundo cortejo fúnebre. Al salir
á la gran avenida, frente á las puertas de Nimtola, vemos muchos otros
que van llegando por todos lados y tienen que detenerse en este lugar
convergente, para ir pasando adelante por riguroso turno.

Los hay de séquito numeroso, como el de la niña cubierta de flores y
plantas. Otros son tristes, sin adorno alguno, y detrás de los dos
portadores de la camilla fúnebre sólo marchan unas pobres mujeres
envueltas en mantos blancos, que las cubren de la frente á los pies,
mostrando cada una de ellas un brazo y una pierna, delgados, rojizos,
con numerosos anillos de metal blanco.

El joven empleado me explica la preparación de estos cadáveres antes de
llegar al Quemadero. Algunos fueron ungidos por sus familias con manteca
sagrada; los más pobres no han recibido este embadurnamiento final.
Todos ellos, al salir por última vez de su vivienda, oyen la suprema
oración, dicha en sánscrito por el jefe de la familia, por un bracmán o
un amigo. (El sánscrito es lengua muerta y sagrada para los indostánicos
modernos; lo que el latín para nosotros.)

«¡Oh tú espíritu que te fuiste!... Vamos á quemar todas las partes de tu
cuerpo terrenal, que, por estar repleto de pasiones y de ignorancia,
unió á sus actos píos muchos otros que fueron impíos. Quiera el Supremo
Señor perdonar todas las acciones pecaminosas que cometiste á sabiendas
ó inconscientemente, dejándote ascender á las alturas celestiales.»

En una ciudad populosa como Calcuta sólo se permite llevar á orillas del
río á los enfermos cuando han muerto; pero en las poblaciones del
interior, muchas familias, si creen que uno de los suyos está en la
agonía, lo conducen preventivamente al borde del Ganges, con lo cual se
evitan las molestias y gastos de un cortejo fúnebre. Además, procuran
aumentar la purificación del moribundo tapándole la boca y los oídos con
limo del río sagrado, y luego lo abandonan para venir á quemarlo el día
siguiente.

Ocurre algunas veces que estos agonizantes, no examinados por un médico,
sólo sufren accidentes pasajeros, y al recobrar sus sentidos sienten el
imperativo de la conservación, que les impulsa á seguir viviendo, y se
escapan para que sus parientes no los asfixien llenándoles de nuevo los
orificios respiratorios con el barro gangético. Estos fugitivos caen en
la más extraordinaria y terrible de las existencias, pues viven sin
vivir. Su familia los da por muertos y reniega de ellos, considerándolos
como unos impíos que contravinieron las leyes divinas. Si los ven no los
reconocen. Nadie se les aproxima, temiendo su contagio. El paria, á
pesar de su miseria, resulta superior á él. Las gentes de castas
elevadas evitan al paria, pero saben que existe. Este hombre que huyó
de la muerte vive como una sombra, y aunque grite nadie le oye. Prolonga
su vida en los lugares desiertos, alimentándose con inmundicias que
disputa á los perros y los chacales. Acaba por ir completamente desnudo,
cubierto de pelo, como una fiera. Las bestias aúllan á su paso,
enfurecidas por su presencia, los niños huyen, las mujeres se cubren el
rostro, hasta que al fin muere en completo aislamiento, y su espíritu,
según los buenos creyentes, da un salto atrás, volviendo á encarnarse en
los animales más viles é inferiores.

Entro en el patio abierto de Nimtola donde son quemados los cadáveres, y
durante un par de horas creo vivir en el seno de una pesadilla
fuliginosa. Me avergüenzo en los días siguientes al pensar que encontré
interesante este espectáculo y me resistí á abandonarlo, á pesar del
ambiente caliginoso y los hedores de la materia quemada. Siempre ocurre
lo mismo con las sensaciones violentas que recibimos; nos parecen más
terribles las cosas recordadas á distancia que en el momento de verlas
directamente.

Se extiende el río á mi izquierda. Pasan por su centro rosarios de
barcazas de las que tiran remolcadores. De tarde en tarde corta sus
aguas un vapor blanco, un tranvía fluvial que conduce las gentes á la
gran estación de ferrocarril del Norte de la India. El puente de Howrah
corta en apariencia el curso de este gran camino acuático. En la orilla
de Nimtola veo numerosos búfalos de piel negruzca, que sólo elevan sobre
la corriente el dorso de su lomo y su cabeza chata y cornuda. Junto al
_ghat_ que se hunde en el río hay centenares de indostánicos con el agua
hasta el talle ó los pechos, inmóviles y en oración.

La llanura triangular del Quemadero tiene, cuando entro en ella, varios
hoyos largos y estrechos, cubiertos de tizones que humean ligeramente.
Son restos de las hogueras mortuorias que empezaron á arder en las
primeras horas de la mañana. En el fondo de una de estas hogueras
agonizantes adivino el contorno de un esqueleto. Veo como una bola de
cenizas y en mitad de ella dos estrellas rojas. La esfera cenicienta es
un cráneo quemado que aún conserva su forma. Las dos manchas ígneas, un
doble reflejo de la combustión del cerebro, que sigue ardiendo dentro de
su cápsula caliza... Un capricho del fuego ha respetado la forma del
cadáver, consumiendo su solidez interior.

Bastan unos cuantos golpes de bastón para que todo se desparrame en
cenizas, y así lo hace un enano de aspecto inquietante que parece el
dueño de este lugar. Recuerdo á Quasimodo y á otros personajes
extraordinarios inventados por la literatura romántica, habitantes de
bóvedas de catedrales, de cementerios y ruinas frecuentadas por
fantasmas.

Es un hombrecillo de cabeza enorme por las mechas de pelo lacio y sucio
que la cubren. Lleva el busto desnudo, surcado de cicatrices, lo mismo
que el rostro. Como es guardián de este lugar, nos imaginamos que las
tales cicatrices deben ser huellas de quemaduras. Un harapo anudado al
talle constituye toda su vestimenta. Su orgullo debe ser un collar hecho
de conchas que le cae sobre el pecho.

Este enano de ojos diabólicos y rictus feroz va de un lado á otro con
aire importante, hablando á las familias de los difuntos, señalando los
lugares donde pueden levantarse las nuevas piras. Con una habilidad
profesional y sin más herramienta que una horquilla corta, borra en
pocos instantes los restos de las cremaciones anteriores. Echa al río
los residuos de la leña consumida y las cenizas del esqueleto que
deshizo á palos minutos antes. Los devotos metidos en el agua no se
apartan al ver caer entre ellos estas migajas fúnebres. Continúan sus
pías gesticulaciones, cruzan las manos sobre el pecho, las elevan, beben
sorbos del líquido sagrado. Unos lo tragan; otros hacen buches con él y
vuelven á arrojarlo.

Según me explica el joven empleado, estas cremaciones de la mañana han
sido de muertos cuyas familias pudieron pagar leña abundante. El costo
de una pira modesta es de seis á ocho rupias, lo necesario nada más para
que el cuerpo quede totalmente consumido. Los pobres, cuyas familias
economizan la madera, sólo son quemados á medias. Doblan su cadáver para
que ocupe menos sitio dentro de la pira, lo rompen por la cintura,
pegando las piernas á la mitad superior, y aun así, se consume la leña
muchas veces antes de que el cuerpo esté totalmente carbonizado... Pero
el gnomo terrible, guardián de este lugar, no puede perder tiempo,
necesita espacio para los otros cadáveres que van llegando, y cuando ve
que una hoguera agonizante no puede dar más fuego, echa al río el montón
de cenizas. Y las entrañas solamente chamuscadas, así como los huesos á
medio carbonizar, caen en el santo Ganges junto á los devotos que
continúan sus oraciones y sus tragos rituales.

Este enano indostánico, que se muestra humilde é hipócrita con los que
él considera de casta superior, habla á nuestro acompañante al mismo
tiempo que nos sonríe manteniéndose á cierta distancia, pues sabe que no
debe tocar á los seres elevados ni con el aliento. El joven funcionario
nos explica sus chistes crueles. Clasifica á los muertos como si fuesen
viandas de cocina: en asados, á medio asar y crudos. Él solo respeta á
los bien asados, ó sea á los ricos, que consumen mucha leña. Como la
mayoría de sus correligionarios, este hombrecillo considera uno de los
espectáculos más interesantes que pueden presenciarse en esta vida la
cremación de un cadáver de rajá. Cuando muere alguno de éstos en la
ciudad de Benarés, llegan muchedumbres de largas distancias para
deleitarse con el perfume de la pira de sándalo y otras maderas
preciosas, que va consumiendo lentamente el cuerpo del príncipe,
mientras satura la atmósfera de bálsamos celestiales.

En realidad, este Quemadero de Calcuta no difunde hedores nauseabundos.
Hay en el ambiente un fuerte olor de madera quemada y sólo un lejano
tufillo de carne recién salida del asador. Tal vez sea esto por la
delgadez inaudita de los cadáveres indostánicos. Son esqueletos con
forro de piel. Causa asombro que el cuerpo humano pueda llegar á tal
consunción.

La pequeñez de los cadáveres nos reserva una sorpresa. La primera
cremación va á ser la de la niña cuyo entierro encontramos en una
calleja inmediata. El gnomo, ayudado por unos cuantos hombres de dicho
séquito, empieza á preparar la pira. Colocan, como si fuesen los
cimientos de un edificio, cuatro troncos gruesos que forman un
rectángulo. En el interior depositan simétricamente otros leños más
delgados, y así forman la base de la futura hoguera.

Se oye un graznido continuo de las bandas de cuervos alineados encima de
las arcadas ó que revolotean atrevidamente sobre nuestras cabezas. En
toda Asia abunda el cuervo, como he dicho repetidas veces, pero en
Calcuta resulta un personaje familiar y hay que convivir con él. Son las
once de la mañana y la luz del sol desciende casi verticalmente de un
cielo limpio de nubes. Al calor de su refracción se une el de algunas
hogueras que todavía arden en un extremo de la fúnebre explanada. Este
fuego se hace sentir y no se deja ver. El resplandor solar borra las
llamas. De sus lenguas rojas no se ve más que el hilillo humoso del
vértice.

Cada cortejo ha dejado en el suelo las angarillas de sus muertos,
sentándose en torno á ellas para esperar. Con el encogimiento y la
timidez de un rezagado pobre entra un último entierro. Dos portadores,
un anciano y un niño, sostienen una camilla hecha con ramas y sobre ella
va tendido un cadáver cubierto por un andrajo de hedionda suciedad, que
parece oler á cólera, á peste bubónica, á todas las enfermedades
contagiosas de la multitud indostánica. Tres mujeres marchan detrás del
muerto, envueltas en velos blancos, con los brazos y las piernas llenos
de ajorcas pesadas y de vil metal.

Recibe el enano con hostilidad á esta comitiva miserable. Es un «crudo»
el que llega. Discute con los portadores y les obliga á que esperen con
su muerto lejos de los otros cortejos. El viejo y el niño acaban por
abandonar su camilla y desaparecen. Las mujeres, sentadas en el suelo,
velan el cadáver. Por el borde del repugnante sudario asoma un pie
flaquísimo, y esta especie de garra inferior guarda aún en su tobillo el
envoltorio de un trapo, último vestigio de enfermedad y agonía.

Las tres mujeres, que llevan un adorno de metal en sus narices, tienen
fijas las miradas sobre el relieve del cadáver invisible. Toda su
emoción se denuncia en el agrandamiento de sus ojos. Nadie llora en este
lugar. No veo una sola lágrima. El indostánico ignora que el dolor debe
expresarse con un derramamiento de humores oculares.

Me voy fijando en una particularidad de los diversos cadáveres que
esperan su turno para la cremación. Se adivina su sexo por la envoltura
exterior. Las mujeres tienen depositado un manojo de flores en la
oquedad que se marca entre su vientre y el arranque de sus piernas. A
los cadáveres masculinos les han colocado una piedra en el mismo sitio.

Empieza la ceremonia de la purificación para la niña delgadísima, cuya
familia debe ser bien acomodada á juzgar por su acompañamiento. Y aquí
experimentamos la sorpresa de que hablé antes. Esta muchachita resulta
una hembra de más de treinta años; una madre de familia. Y sin embargo,
aun después de conocer su verdadera edad, ¡nos parece una cosa tan
insignificante bajo su envoltura de gasas y de flores!... ¡Abulta tan
poco su pobre cuerpo!...

El marido, cuya cabeza empieza á grisear, está procediendo á su
purificación. Nos lo muestran de lejos, mientras un barbero le afeita en
la bajada del _ghat_. Los dos se hallan en cuclillas, frente á frente.
Los barberos indostánicos trabajan así. Agarran al parroquiano por una
oreja ó le pellizcan una mejilla, mientras con la otra mano rasuran su
cara y su cráneo.

Este hombre de gesto grave y ojos dilatados y fijos que no saben llorar
paga al barbero su trabajo con unas moneditas de níquel é inmediatamente
se desnuda, quedando sólo con un cinturón que le pasa entre las piernas.
Debe purificarse en el río antes de prender fuego á la pira de su
esposa. Va descendiendo por el _ghat_ hasta quedar con el agua por
encima de los pechos. Ora, sumerge su cabeza, bebe, hace los buches
rituales, y vuelve á subir para vestirse una túnica blanca,
completamente nueva, que dejó en mitad de la escalinata.

Al lado de las angarillas de color rosa está sentado en el suelo un
muchacho como de doce años. Es el hijo de la difunta. Tiene una
expresión de perrito triste que sigue el entierro de su amo. Pero está
mudo; no puede aullar como el otro. Mira con fijeza, sin una lágrima en
las papilas, el cuerpecito de flaca adolescente que marca sus gráciles
contornos bajo el sudario color de rosa.

Una señora que está á mi lado rompe á llorar viendo este dolor
silencioso.

--¡Pobrecito!... ¡Pobrecito mío!

Él vuelve su cabeza, adivinando la compasión, la dolorosa ternura de
estas palabras que no puede comprender. Vemos su tez de canela
aterciopelada, sus ojos negros de antílope agrandados por el dolor. Nos
mira un momento sin expresión alguna. Luego, su vista se desliza,
volviendo otra vez á posarse en el cuerpecito de su madre.

No puede continuar dicha contemplación. Los amigos de la familia han
levantado las angarillas y llevan el cadáver hacia el Ganges, por el
graderío del _ghat_. Cuando á los portadores les llega el agua á la
cintura sumergen la camilla fúnebre. Se lleva la corriente de golpe las
coronas de flores, los manojos de verdura que adornaban el lecho de la
muerta. La gasa se destiñe, formando sobre el agua una gran mancha
purpúrea, como si fuese de sangre.

Esta inmersión hace que se marquen instantáneamente todos los contornos
del cadáver, lo mismo que si estuviese desnudo. Las gasas desteñidas
tienen ahora un color de carne y parecen no existir, adheridas al cuerpo
femenino. Pero este cuerpo ¡es tan poquita cosa!... Parece imposible que
haya podido salir de su interior el adolescente que continúa sentado en
el suelo, mirando con fijeza hipnótica el lugar donde poco antes estaba
la muerta.

Chorreando agua vuelve el cadáver á subir el _ghat_, mientras sus
conductores reanudan el cántico monótono de una hora antes: «_Bolo hari.
Hari bolo._» Lo colocan sobre la base de la pira. Luego el enano y sus
ayudantes van amontonando sobre la difunta nuevos leños, hasta que al
fin completan la pira en forma de edificio, rematándola con una especie
de techo de doble pendiente.

Pasa por el río uno de los vapores blancos. En sus cubiertas van
numerosas señoras rubias con trajes de fina batista y gentlemen de
aspecto elegante. Deben vivir en _bengalows_ de las afueras, con hermoso
jardín, y vienen á Calcuta para hacer sus compras ó para tomar el tren
en la estación inmediata de Howrah. Nadie mira hacia el Quemadero. El
esbelto barco levanta una sucesión de ondulaciones que mecen las
guirnaldas floridas arrancadas al cadáver y la mancha roja de sus velos
desteñidos. Estas ondulaciones chocan con el pecho inmóvil de los
devotos que se bañan en el Ganges; pasan en delgadas láminas sobre el
lomo de los búfalos hundidos en la ribera fangosa.

Contemplamos con angustia los preparativos para la cremación de esta
pobre indostánica, empequeñecida por el dolor y la muerte. No la
conocimos cuando vivía; nunca sabremos su nombre; pero el azar nos ha
unido á ella con un recuerdo sentimental que durará lo que dure nuestra
existencia.

El esposo, entorpecido por el dolor, no sabe cómo debe cumplir sus
funciones rituales. Tal vez no asistió nunca á un entierro en el que
tuviese que figurar como el primero de los acompañantes. A él le
corresponde prender fuego á la pira, dando vueltas en torno de ella para
que el fuego surja de todos lados al mismo tiempo. El horrible gnomo ha
puesto una antorcha en sus manos y le indica lo que debe hacer, con la
suficiencia de un sacristán que asiste á un entierro de primera clase en
las iglesias de Europa.

Se adivina que el pobre marido no ve. Avanza su antorcha y las más de
las veces su llama se pierde en el aire... Pero sus ojos continúan
secos. Al fin el montón de leña empieza á arder. Se escapa entre el
llamear crepitante de la madera tierna una nube de pavesas de las ropas
sutiles. A través de los troncos que se ennegrecen y se rajan vemos algo
semejante á unas ramas blanquecinas, los miembros gráciles de la muerta
que burbujean con el chirrido de la grasa. Arde el cadáver, y entre los
desgarrones de la carne abierta y retorcida por el fuego comienzan á
asomar las aristas rígidas de los huesos.

--¡Vámonos, vámonos!--dice alguien detrás de mí con voz desfalleciente.

Sí, debemos irnos... Y sin embargo, quedamos inmóviles, sin voluntad,
con los pies fijos en el suelo, como el que contempla la lumbre de una
chimenea en las noches invernales y á cada minuto se da á sí mismo la
orden de abandonar el asiento sin conseguir verse obedecido. Sentimos á
un tiempo la atracción de la llama, la terrible curiosidad de las
emociones violentas, el horror de la muerte.

Suena un estallido en el interior de la pira. Es la ruptura del vientre
agujereado por el fuego, el esparcimiento de las vísceras, la dilatación
de los vapores humanos, algo horrible que va más allá de los leños
ardientes y cae en el suelo. Pero el enano se mantiene cerca de las
llamas, con una previsión de técnico, y recoge velozmente todo lo que el
fuego expelió, volviendo á arrojarlo en la hoguera. Ha llegado la hora
de irnos. ¿Para qué seguir contemplando la cremación de los otros?...
¡Adiós, madre calcutana, pequeña como una niña, que nunca conocimos y
recordaremos siempre!

El gnomo, que sabe calcular el curso de las incineraciones, ha
abandonado esta pira, juzgando inútil su presencia, y se ocupa en
levantar otra, discutiendo con los acompañantes del difunto sobre la
clase y el precio de la leña.

En el patio exterior volvemos á encontrar las tres mujeres sentadas en
el suelo en torno á la camilla de la que surge el pie enjuto con su
vendaje de harapos.

Sus portadores, el viejo y el niño, aún no han vuelto. Buscan sin duda
en su barrio, inútilmente, almas piadosas capaces de darles una limosna.
No encuentran con qué pagar la leña que está esperando este infeliz
indostánico, pobre en el curso de toda su obscura historia, pobre hasta
más allá de la muerte.

La igualdad ante la nada final sólo existe físicamente. Los hombres se
han encargado de suprimir esta igualdad consoladora, prolongando basta
el interior del misterio de la muerte las desigualdades de nuestra
jerarquía social. En este pueblo se muere según la leña que se puede
comprar. En otros de Asia, según los objetos de cartón destinados á
embellecer la vida ultraterrena. En nuestros países civilizados, según
las ceremonias y pompas pagadas que se desarrollan ante las tumbas, con
un carácter de supuesta espiritualidad.

Dejo caer cinco rupias sobre el sudario hediondo y contagioso que cubre
á este cadáver.

Las tres mujeres levantan la cabeza y me miran con unos ojos secos,
dilatados por el asombro. ¡Un blanco preocupándose de un pobre
indostánico de casta inferior!... Mi acción inesperada, incomprensible,
parece impresionarlas más que la vecindad de la muerte.


                         FIN DEL TOMO SEGUNDO



ÍNDICE


                                                                  _Págs._

I.--EN MUKDEN.--Caballitos manchures y perros siberianos.--Un
desierto de nieve por cuya posesión
se mataron 154.000 rusos y japoneses.--La dinastía
de «Los Muy Puros» y sus mausoleos.--El frío, maestro
de humildad.--Las escalinatas chinas y «el sendero
imperial».--La chiquillería pedigüeña de las estaciones.--Un
gendarme que pega.--Indignación patriótica.--La
incoherencia de los demonios blancos.                                  5

II.--LA LLEGADA Á PEKÍN.--Los bandidos chinos y
los trenes-fortalezas.--Una mala noche.--El imperio
del bambú soberano y de la paliza paternal.--5.000
años de historia conocida.--Recordando á Marco
Polo.--Los cuatro grandes héroes de la Geografía.--_Micer
Millones._--Cómo por obra de Marco Polo salieron
Colón y los navegantes españoles hacia Pekín,
para visitar al Gran Kan, y dieron con la ignorada
América.--El despertar en Tien-Tsin.--Los chinos
elegantes.--Agricultura sabia y campos de tumbas.--Una
puerta de diez siglos con telegrafía sin
hilos.                                                                19

III.--LAS TRES CIUDADES DE PEKÍN.--La forma
geométrica de Pekín.--La ciudad china, la ciudad
tártara y la ciudad prohibida.--El edificio chino y la
tienda de campaña.--Los geomantes y sus adivinaciones.--Los
espíritus del Viento y del Agua.--La
cuarta ciudad.--El barrio de las Legaciones y sus
tropas visibles y ocultas.--La seguridad de las calles
de Pekín y la policía china.                                          32

IV.--SINGULARIDADES DE LA VIDA CHINA.--La
ciudad más grande del mundo.--Las antiguas calles
y sus muchedumbres.--Casas, muebles y gorros.--Los
casamientos.--Los pies de las chinas.--Vanidad
con que las mujeres á estilo antiguo aprecian
su deformación.--Las damas manchures.--La cocina
china y sus horripilantes picadillos.--Vinos de animales.--Los
cocineros chinos esparcidos por el mundo.--Sus
caprichos de artista.--Lo que vió una dama
al bajar á su cocina, y la respuesta del cocinero para
que todos quedasen contentos.                                         44

V.--TEMPLOS Y FILÓSOFOS.--El templo del Gran
Lama.--La capilla secreta.--Un milagro.--Doctores
y bachilleres en armas.--Laotsé y Confucio.--El templo
de Confucio y el Salón de los Clásicos.--Culto de
la República china á Confucio.--El templo del Cielo.--El
simbolismo del número 9.--La ceremonia imperial
en el solsticio de invierno.--El templo de la Agricultura.--Cómo
araba todos los años el Hijo del Cielo.--Progreso
de la agricultura china hace miles de
años.--Su abono predilecto y más precioso.--Cómo
se produce públicamente en calles y caminos.                          57

VI.--LA CIUDAD PROHIBIDA.--Los mares y las montañas
de los jardines imperiales.--La «Montaña del
Carbón».--El árbol sentenciado á cadena perpetua
por lesa majestad.--Los guardianes de la República.--Los
grandes patios de mármol y sus ríos.--Los
tesoros del Hijo del Cielo.--Las recepciones solemnes
en la Sala de la Gran Reunión.--Todo Pekín
visto desde el trono.--Los dueños alados y definitivos
de la Ciudad Prohibida.--Robos de las tropas
civilizadoras.--Un museo formado con lo que dejaron
ó lo que devolvieron.--La ironía de los chinos.--«Nosotros
los salvajes».                                                        72

VII.--EL PALACIO DE VERANO.--La retratista de la
emperatriz.--La mentalidad de una soberana china.--Los
hermosos camellos de Pekín.--Las murallas de
la capital y su antigua artillería.--Maravillas del Palacio
de Verano.--El «lago-mar».--El famoso Navío
de Mármol.--Un puerto de comercio improvisado,
para que el Hijo del Cielo se disfrazase de vagabundo.--Robo
de dos azulejos.--El feliz «triángulo» imperial.--El
joven ex emperador y el presidente de la
República.                                                            86

VIII.--LA GRAN MURALLA.--Un muro de 600 leguas
edificado en ocho años.--El chino sabe demasiado
para ser militar.--Las industrias fúnebres.--Entierros
ruinosos.--Las tumbas de los emperadores de la
dinastía «Luminosa».--En las puertas de la Tartaria.--Los
vagabundos de la Gran Muralla.--La caravana
de Kalgán.--El frío viento de la Mongolia.--Los dos
ciegos musulmanes.                                                   102

IX.--EN MARCHA HACIA EL RÍO AZUL.--Los bandidos
de Ling Tcheng.--Dos trenes fortificados.--Compañeros
que van cayendo.--La exportación de
huevos chinos.--Faisanes laqueados.--La amazona
misteriosa del bosque fúnebre de los Ming.--Los
bandidos no aparecen.--Decepción de algunas viajeras.--Opiniones
sobre la República china.--Un
cuerpo robusto falto de sistema nervioso.--La China
aún no sabe que existe.--El Gran Canal.--El río
Amarillo y el río Azul.--La civilización del trigo y
la civilización del arroz.--Los pueblos asiáticos eternamente
casados con el hambre.                                               117

X.--SHANGHAI, LA RICA Y ALEGRE.--Un abordaje
de chinos en el río Azul.--La ciudad literaria de Nankín.--El
«Londres del Extremo Oriente».--La Concesión
Francesa y la Concesión Internacional.--Las
palabras _boom_ y _krac_.--Placeres y despilfarros.--Las
cortesanas del país y el mujerío internacional.--«Princesas
chinas» y opio.--Una colonia española
interesante.--Dos frailes notables, directores de Misiones.--La
propaganda católica y la propaganda
protestante.--Sus diversos recursos.--El barrio chino
de Shanghai y sus callejones hormigueantes de
muchedumbre.--Visita al famoso «Jardín del Mandarín»
que el lector conoce desde su niñez.                                 133

XI.--EN EL MAR AMARILLO.--El regreso al _Franconia_.--Peces
y perros chinos.--El mar más frecuentado
del mundo.--Audacia extraordinaria de los marineros
del mar Amarillo.--Los tres tripulantes del
ataúd.--La hermosa bahía de Hong-Kong.--Calles
en pendiente y la avenida de la Reina.--De cómo el
que se retrata pierde una parte de su alma, absorbida
por el objetivo.--La carretera de la Cornisa en la
isla de «los Arroyos Floridos».--Fisonomía de los
puertos del Extremo Oriente.                                         148

XII.--HONG-KONG Y CANTÓN.--Las huelgas de los
chinos.--Banquetes ruidosos.--Servidumbre de las
casas ricas de Hong-Kong.--«No vaya usted á Cantón».--Historia
del gran puerto del té y de la porcelana.--La
republicana Cantón y sus habitantes revolucionarios.--El
doctor Sun Yat Sen.--Las dos Chinas.--Viaje
á Cantón.--La ciudad flotante sobre el
río Perla.--Los «bajeles de flores».--Agresividad xenófoba
de los cantoneses ante los buques de guerra
anclados en el río.--Tiros en las calles.--Los cónsules
nos aconsejan un pronto regreso á Hong-Kong.--Los
piratas del estuario.--Una novela de 70 tomos
y 1.000 personajes.--El asalto del vapor-correo de
Macao.--La capitana de los dos revólveres.--Voy á
Macao.                                                               162

XIII.--VIAJE Á MACAO.--Registro de chinos antes
de su entrada en el vapor.--Cubiertas transformadas
en jaulas y puente convertido en fortaleza.--Recuerdos
del asalto de los piratas.--«¡Necesito matar á un
chino!»--La interesante «Ciudad del Santo Nombre
de Dios en China».--Los juncos con cañones, anclados
en su antiguo puerto.--El nuevo puerto de Macao.--Gran
porvenir de la ciudad.--Excelente administración
del gobernador Rodrigues.--La gruta de
Camoens.--El juego del «Fan-tan» y otras particularidades
interesantes del viejo Macao.--La calle de la
Felicidad y sus altares.--Regreso á media noche por
el estuario de los piratas.--Las fosforescencias del
mar chino.--Espectáculo inolvidable.                                 176

XIV.--EL PUEBLO FILIPINO.--La bahía de Manila.--Obsequios
de filipinos y españoles.--Limpieza y elegancia
de la ciudad.--El traje gracioso y señorial de
las mujeres.--Los jardines.--Las escuelas y su profesorado
filipino.--Generosidad del gobierno americano
para el sostenimiento de la enseñanza.--Ansia del
filipino por instruirse.--La colonización española.--Su
trabajo fundamental, penoso y mal conocido.--Filipinas
desea ser independiente.--Suavidad del
régimen americano.--Autonomía dada por Wilson.--Palabras
de un tribuno filipino.--El gobernador
Wood.--Lo que dicen unos y otros.--Mi opinión
particular.                                                          197

XV.--EN EL MAR DE LA INSULANDIA.--Un guerrero
del aire.--El paso de la Línea.--Desfile de oasis
montañosos sobre el desierto azul.--La historia del
mundo reproduciéndose en cada isla.--Epopeya de
los descubridores portugueses.--Lo que vieron un
día en las Molucas.--Encuentro de los dos pueblos
ibéricos al otro lado del planeta.--Los últimos héroes
españoles del ciclo de los descubrimientos.--Mendaña
y el oro del rey Salomón.--Una flota, mandada
por una mujer.--La almiranta doña Isabel.--El místico
Quirós.--Llegada de la reina de Saba á Manila.--Los
elefantes don Pedro y don Fernando.--Los
descubridores de «Australia Ignota».--«Austrialia
del Espíritu Santo».--El piloto Torres, primer explorador
de las costas australianas.                                          215

XVI.--EL PAÍS DE LAS ESPECIAS.--La vieja Batavia
y la famosa Compañía de las Grandes Indias.--Cómo
vivió Java dos siglos y medio de colonización
holandesa.--Opulencia de Batavia.--Abundancia de
dinero y de enfermedades mortales.--El monopolio
de las especias.--Destrucción de artículos para mantener
su escasez.--Las ciudades-jardines de Weltevreden
y Micer Cornelius.--Una plaza de un kilómetro
cuadrado.--El país del _batik_.--Muchedumbres
hermosas y colorinescas.--El dulce mahometismo
del pueblo javanés.--Facilidad de las javanesas para
desnudarse.--El turbante y los pies descalzos.--Baño
de las mujeres en las calles.--Dos condiciones
exigidas por los antiguos javaneses para dejarse matar
tranquilamente.--El «traidor» Erberfeld y su
eterna execración.--Reparto equitativo de las vergüenzas
del pasado.                                                          228

XVII.--EL PARAÍSO JAVANÉS.--Enorme población
de Java.--Sus arrozales en escalones.--Exuberancia
vegetal.--Las chozas y sus habitantes.--Duchas naturales
al aire libre.--Adán y Eva como antes del pecado.--Llegada
á Garoet.--Nos extraviamos en sus
alrededores.--Una tempestad ecuatorial.--El refugio
de los veinte javaneses misteriosos.--Fuga bajo la
tormenta.--Lo que vi á las puertas de Garoet y no
olvidaré nunca.                                                      243

XVIII.--BAJO LA LLUVIA ECUATORIAL.--Mi cama
y mis compañeros de alcoba.--Los vendedores de
Garoet.--La superstición del dólar.--Javaneses y
malayos.--Locura homicida de los que «corren el
_amok_».--La lira de cañas.--El baile en el hotel.--La
«Sinfonía de la selva».--Los cuatro jóvenes nobles
y sus danzas.--Regalo de un _kris_ del antepasado.--El
Guiñol javanés.--Una novela caballeresca con monigotes
y música.                                                            259

XIX.--LA PUERTA DEL EXTREMO ORIENTE.--El
jardín de Buitenzorg.--Flores que parecen insectos
é insectos iguales á pedazos de madera.--El estrecho
de Gaspar.--Los fenicios del Pacífico y sus
portentosas navegaciones.--Verdadera patria de
Simbad el Marino.--La cosmopolita ciudad de Singapore.--El
gobernador Raffles.--Mezcla de pueblos
y religiones.--Mi primera visita á un templo brahmanista.--El
cultivo actual del caucho.--Rutina inglesa
de los futbolistas de Singapore.--Degradación
de los blancos que van en tranvía.--Juglares y domadores
de serpientes.--El _smoking_ blanco.--Los
maravillosos sastres chinos.--Cuatro trajes en dos
horas.                                                               275

XX.--LA CIUDAD DE LOS ELEFANTES.--La muerte
del más gordo de los _stewards_.--Una mosca javanesa.--Cadáver
al agua.--El río de Rangoon.--La famosa
pagoda de Shway Dagon.--Todos bonzos.--La superioridad
de la mujer birmana.--Sus enormes cigarros.--Los
serpenteros de Rangoon y sus pupilas.--Abundancia
de elefantes.--Su inteligencia y sus
trabajos.--Hombres con pendientes y peinado de
mujer.--La policía pega.                                             290

XXI.--LOS TRES CABELLOS DE BUDA.--El aspecto
de Rangoon.--Los Lagos Reales y sus peces sagrados.--Europeos
de Rangoon que no han visitado
nunca la pagoda de los tres cabellos de Buda.--Miedo
á las muchedumbres de peregrinos.--El orgullo
británico y los pies desnudos.--Un entierro de fanáticos
de Madrás.--El templo más antiguo del
mundo.--La interminable escalera, su mercadillo y
su basura.--La montaña de oro, centro de la meseta
sagrada.--Pagodas, pagodones y pagodines.--Gran
variedad de imágenes de Buda.--Mi amigo el
joven bonzo.--Cosas horripilantes y curiosas que me
enseña.                                                              304

XXII.--LA BAHÍA DEL DIAMANTE.--Un brazo del
Ganges.--La yungla y sus gentes.--El camino de
Calcuta.--Cañonazos de sus defensores.--Abandonamos
el _Franconia_.--Invasión alada.--La marina
fluvial de los indostánicos.--El maquinismo inglés
en las riberas del Ganges.--El yute.--Fabricación
de sacos para toda la tierra.--Los homenajes al río
sagrado.--Caimanes y flores.                                         319

XXIII.--EL QUEMADERO DE CALCUTA.--Caras europeas
y vestiduras exóticas.--Los _ghats_ del Ganges.--Las
estadísticas médicas de la India.--Un cortejo
fúnebre.--La última oración.--Los fugitivos de
la muerte convertidos en animales.--Las hogueras
de la mañana.--El horrible enano del Quemadero y
sus clasificaciones.--Cremación de una madre que
parece una niña.--Las purificaciones preliminares.--Cadáver
de pobre esperando que alguien pague
su leña.                                                             329



*** End of this LibraryBlog Digital Book "La vuelta al mundo de un novelista; vol. 2/3" ***

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