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Title: El imperio jesuítico
Author: Lugones, Leopoldo
Language: Spanish
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*** Start of this LibraryBlog Digital Book "El imperio jesuítico" ***


                        NOTAS DEL TRANSCRIPTOR

En la versión de texto las palabras en itálicas están indicadas con
_guiones bajos_. Las palabras en negritas están indicadas =así=.

La cubierta de libro fue agregada por el Transcriptor y ha sido puesta
en el dominio público.

El criterio utilizado para llevar a cabo esta transcripción ha sido el
de respetar las reglas de la Real Academia Española vigentes cuando se
publicó la edición de la obra utilizada para esta transcripción. El
lector interesado puede consultar el Mapa de Diccionarios Académicos de
la Real Academia Española.

Es por ello que palabras como _vio_, _fue_, _dio_, por ejemplo, que en
esa época llevaban acento ortográfico, en esta transcipción aparecen
escritas con acento.

En la presente transcripción se adecuó la ortografía de las mayúsculas
acentuadas a la norma establecida por la RAE, que estipula que las
letras mayúsculas deben escribirse con tilde si les corresponde llevar
tilde según las reglas de acentuación gráfica del castellano, tanto si
se trata de palabras escritas en su totalidad con mayúsculas como si se
trata únicamente de la mayúscula inicial.

Algunas imágenes que se presentan en la versiones HTML, EPUB y MOBI de
la obra, en el libro original estaban separadas en dos páginas. En esta
transcripción se han unido y ocupan una sola página.

Errores evidentes de impresión y de puntuación han sido corregidos.

El Índice de capítulos, incluido en la publicación original al final,
ha sido trasladado al principio por el Transcriptor.


                   *       *       *       *       *


                         EL IMPERIO JESUÍTICO



                         EL IMPERIO JESUÍTICO


                           ENSAYO HISTÓRICO

                                  POR

                              L. LUGONES


                            SEGUNDA EDICIÓN
                         CORREGIDA Y AUMENTADA

                             [Ilustración]

                             BUENOS AIRES
                   ARNOLDO MOEN Y HERMANO, EDITORES
                              Florida 323

                                 1907

        Imp. y estereotipia Casa Editorial Sopena.--Barcelona.



                    PREFACIO DE LA SEGUNDA EDICIÓN


_La buena acogida que tuvo el presente libro en su primera edición,
completamente agotada, ha dado ánimo á mis editores, los señores
Arnoldo Moen y Hermano, para lanzar esta segunda, cuyo éxito esperan
con mayor confianza que yo, y con mejor cálculo sin duda._

_He querido corresponder á su intento, corrigiendo escrupulosamente mis
páginas, enriqueciéndolas con nuevos datos y escribiendo otro capítulo,
donde trato de la política que los padres desarrollaron en el Paraguay._

_Reconozco que esta omisión desfavorecía mi primer trabajo; pero como
es tan raro en las letras salir perjudicado por exceso de concisión,
resulta que en el lapso de las dos ediciones, ha visto la luz un
documento tan importante como la «Historia de las Revoluciones de la
provincia del Paraguay», por el P. Lozano,[1]_ _proporcionándome una
nueva y preciosa fuente, en la cual mucho bebí desde luego. También
ello me ha servido para definir mi opinión sobre Antequera y sobre el
carácter de la revolución que encabezó; de suerte que no ha habido
sino ventajas en aquel silencio, determinado, después de todo, por una
recóndita vacilación de mi criterio._

_Se dirá que no es de historiador esta confesión; pero no me tengo por
tal, profesionalmente hablando, y desde Sócrates se ha hecho fácil ya,
la confesión de la propia ignorancia..._

_No quise escribir sino lo que sabia bien, quedándome siempre en la
conciencia, como carga asaz pesada, el remordimiento de no haberlo
sabido mejor._

_Es, por otra parte, lo que ofrezco á mis lectores con mayor confianza,
por la fe que tengo en virtud tan principal como la sinceridad. La
dulzura del fruto, es condición de su madurez; y lo tardío en ésta,
lejos de perjudicar, encarece más bien el mérito de lo sabroso._


Abril de 1907.



                                PRÓLOGO


El Gobierno, en decreto de junio del año pasado, encargóme la redacción
de este libro, que por voluntad suya, y por mi propia indicación, iba á
ser una Memoria.

Los datos recogidos sobre el terreno, así como la bibliografía
consultada, fueron ampliando el proyecto primitivo, hasta formar
la obra que entrego á la consideración del lector. Habría podido,
ciñéndome estrictamente al plan oficial, ahorrar mi esfuerzo,
compensándolo con abundantes fotografías y datos estadísticos; pero
he creído interpretar los deseos del Excelentísimo señor Ministro del
Interior,[2] á quien debo esta distinción, agotando el tema.

Así, la «Memoria» primitiva se ha convertido en un ensayo histórico, al
cual concurren la descripción geográfica y arqueológica, sin excluir--y
esto corre de mi cuenta--la apreciación crítica del fenómeno estudiado.

En cuanto á las ilustraciones, he optado por concretarme á lo
pertinente, aunque resulte de apariencia menos lucida que esa vaga
profusión, cuyo abuso constituye una enfermedad pública; pero éste no
es un libro de viajes ni una disertación amena.

Los dibujos y planos que presento--entre los cuales sólo hay dos
fotografías,--tienden realmente á «ilustrar» el texto, sin esperar que
el lector se divierta; por lo demás, los datos incluidos en él sobran
hasta para guiar á los «turistas», si su intrépida ubicuidad llega á
derramarse por aquellos escombros...

He titulado este trabajo EL IMPERIO JESUÍTICO, porque, como
verá el lector, dicha clasificación cuadra mejor que ninguna á la
organización estudiada. Los jesuítas habíanla clasificado con el nombre
de República Cristiana, correcto también; pero la palabra «república»
apareja ahora un concepto democrático, enteramente distinto del que
corresponde á aquella sociedad.

Su carácter imperial fué ya notado, aplicándose también á un título,
entre otros por el jesuíta Bernardo Ibáñez, quien escribió en 1770,
bajo el nombre de «Reino Jesuítico del Paraguay», una obra contra la
orden de la cual había sido expulsado.

No necesito advertir al lector, que fuera de ésta, no hay otra
coincidencia entre mi libro y la diatriba del sacerdote rebelde; pues
no tengo para los jesuítas, y por de contado para los que ya no existen
en el Paraguay, cariño ni animadversión. Los odios históricos, como la
ojeriza contra Dios, son una insensatez que combate contra el infinito
ó contra la nada.

Creo inútil hablar de mi viaje por el territorio de las Misiones,
bastándome decir que no se limitó á la parte argentina; pues temo que
el lector vea en mí uno de esos viajeros que hacen del héroe fácil, por
la misma razón á la cual debe su prestigio «el mentir de las estrellas».

Aprovecharé, sí, esta coyuntura, para agradecer en mi nombre y en el de
mis compañeros de exploración, sus finezas á las personas que durante
ella nos auxiliaron.

Ocupa el primer lugar el señor Juan J. Lanusse, gobernador de Misiones
y distinguido caballero que me ayudó con toda decisión. El doctor
Garmendia, Juez Letrado del Territorio, es también acreedor á mi
gratitud; y ella se extiende al señor Rafael Garmendia, administrador
de la Aduana; al ingeniero señor F. Fouilland; al Jefe de Policía,
señor Olmedo; á los comisarios de San José, Apóstoles y Concepción,
señores Silva, Rodríguez y Verón; al señor Gallardo, Juez de Paz de San
Carlos; al señor Castelli, administrador de la colonia Apóstoles; al
señor Augusto Gorordo, vecino de Concepción; á los señores Noriega y
García, comerciantes de Saracura; al señor Caldeira, de Santa María; al
señor Baumeister, cónsul argentino en Villa Encarnación (Paraguay); al
señor Zarza, Jefe político de Trinidad en el mismo país; á la señorita
Báez, maestra de escuela en el mismo punto; al señor Chamorro, vecino
de Jesús (Paraguay); al señor Mariano Macaya, comerciante de Santo
Tomás, y á los esposos Frèdèric Villemagne, cuidadores de las ruinas de
San Ignacio, hospitalarios vecinos cuya generosidad es inolvidable.

En cuanto al territorio de Misiones, constituye, como es sabido, una
belleza nacional que no necesita mi recomendación.


_Junio de 1903-mayo de 1904._


                                NOTAS:

[1] Edición de la «Junta de Historia y Numismática Americana»,
benemérita de los estudiosos entre los cuales humilde y agradecido me
cuento.

[2] Dr. D. Joaquín V. González.



                                ÍNDICE


                                ÍNDICE


         CAPS.                                                PÁGS.

               PRÓLOGO                                          7

            I. El país conquistador                            11

           II. El futuro imperio y su habitante                87

          III. Las dos conquistas                             119

           IV. La conquista espiritual                        153

            V. La política de los Padres                      195

           VI. Expulsión y decadencia                         217

          VII. Las ruinas                                     235

               EPÍLOGO                                        267



                                   I

                        =El país conquistador.=

Antes de describir la situación y condiciones de la conquista
espiritual realizada por los jesuítas sobre las tribus guaraníes,
conviene sintetizar en una ojeada el estado del país donde aquéllos
tuvieron origen y bajo cuya bandera ejecutaron su empresa, con el
fin de no hallarnos de repente en su presencia, sin los antecedentes
necesarios á toda investigación.

Ello es tanto más necesario, cuanto que hasta ahora el asunto se ha
debatido entre los elogios de los adictos y las diatribas de los
adversos--unos y otras sin mesura--pues para ésos y éstos la verdad era
una consecuencia de sus entusiasmos, no el objetivo principal.

Tan escolásticos los clericales como los jacobinos, ambos adoptaron una
posición absoluta y una inflexible lógica para resolver el problema,
empequeñeciendo su propio criterio al encastillarse en tan rígidos
principios; pero es justo convenir en que el jacobinismo sufrió la
más cabal derrota, infligida por sus propias armas, vale decir el
humanitarismo y la libertad.

Producto de la misma tendencia á la cual combatía por metafísica y
fanática, el instrumento escolástico falló en su poder, tanto como
triunfaba en el del adversario para quien era habitual, puesto que
durante siglos había constituido su órgano de relación por excelencia,
cuando no su más perfecta arma defensiva.

Uno y otro descuidaron, sin embargo, el antecedente principal--la
filiación de la orden discutida y de la empresa que realizó.--Dando por
establecido que los jesuítas son absolutamente buenos ó absolutamente
malos, el estudio de su obra no era ya una investigación, sino un
alegato; resultando así que para unos, las Misiones representan
un dechado de perfección social y de sabiduría política, mientras
equivalen para los otros al más negro despotismo y á la más dura
explotación del esfuerzo humano.

No pretendo colocarme en el alabado justo medio, que los metafísicos
de la historia consideran garante de imparcialidad, suponiendo á las
dos exageraciones igual dosis de certeza, pues esto constituiría una
nueva forma de escolástica, siendo también posición absoluta; algo más
de verdad ha de haber en una ú otra, sin que pertenezca totalmente
á ninguna, pero es mi intención que el lector y no yo saque las
consecuencias del fenómeno descrito, y por bien servido me daré si hay
coincidencia.

Tampoco creo que reporte perjuicio á nadie el examen preliminar antes
indicado, y aun cuando así fuera, estoy completamente seguro que
no ha de causarlo á la verdad. El estudio de la conquista requiere
ese capítulo previo, que todas nuestras historias han descuidado, y
que da en síntesis, así como la semilla al árbol futuro, el sucesivo
problema de la Independencia. Lo más importante que hay en historia,
es el origen de los acontecimientos, si se quiere explicarlos por
medios humanos y clasificarlos en un orden cualquiera, dependiendo de
este concepto científico la rectitud de relaciones entre el autor y el
lector. Así la lógica viene á ser un organismo fecundo, no una mera
construcción dialéctica.

El conocimiento del estado en que se encontraba España al emprender y
realizar la conquista, resulta, pues, indispensable para apreciar este
fenómeno con claridad, puesto que fué naturalmente una consecuencia de
aquél.

Al descubrirse el Nuevo Mundo, España vacilaba entre el feudalismo
declinante y la nacionalidad naciente, como el resto de los países
europeos, agravada, sin embargo, esta situación de crisis, por un
fenómeno especial de la mayor importancia. Quiero referirme á la
impregnación morisca, que habían efectuado en su pueblo los ocho siglos
de dominación sarracena.

Es innecesario demostrar que ningún pueblo sufre en veinte generaciones
la conquista, sin resultar poco menos que mestizo del conquistador.
Por resistido que éste sea, por mucho que se le aborrezca, á la larga
establece relaciones inevitables con el vencido. Ellas son tanto más
rápidas, cuanto es en mayor grado superior la civilización de aquél,
pues une entonces al hecho consumado por la fuerza, la seducción
que ejercen las artes de la paz. Tal sucedió, precisamente, con la
conquista mahometana.

Sabido es que desde la confección y ejercicio de las armas, elementos
tan capitales entonces, hasta los principios de las ciencias naturales,
y las matemáticas introducidas por ellos en Europa, los árabes
sobrepujaron decididamente al pueblo avasallado, estableciendo sobre
él su dominio con tan decisiva ventaja. El feudalismo facilitó la
impregnación, al celebrar los señores frecuentes alianzas con el
enemigo común, para desfogar rencores ó dirimir querellas de vecindad;
y así como las cotas de nudos, que trenzaban con lonjas brutas los
guerreros godos, cayeron ante las hojas de Damasco, la rudeza nativa
cedió al contacto de la cultura superior.

Rasgos étnicos que todavía duran, con mayor abundancia donde fué
más intensa la conquista y donde el ambiente es más propicio á su
conservación, sin dejar de revivir por esto en las otras regiones con
intermitencias suficientemente reveladoras; el idioma, es decir lo
último que ceden los pueblos conquistados, como lo demuestran polacos
y albaneses, invadido de tal modo, que ni la reacción implícita en la
adopción del dialecto aragonés y castellano como lengua nacional, ni la
transformación latina de los humanistas, pudieron abolir desinencias,
prefijos característicos, y hasta elementos tan genuinamente nacionales
como las expresiones interjectivas, pues nuestro deprecatorio _Ojalá_
es textualmente el «_In xa Alá_» (¡si Dios quiere!) de los sarracenos.
La misma nobleza terciada de sangre judía, según lo propalaba un
libelo contemporáneo, el _Tizón de la nobleza de Castilla_, atribuido
al arzobispo Fonseca, que aun exagerando, por algo lo diría, así le
hubiera inducido, como se pretende, un resentimiento nobiliario: todos
éstos son elementos bastantes para demostrar la impregnación.

La independencia fué un desprendimiento lógico del tronco semita, el
eterno fenómeno de la mayoría de edad que se produce en todos los
pueblos, mucho más que un conflicto de razas.

Comprendo que sea más dramático y más susceptible de inflamar al
patriotismo, aquel puñado de montañeses asturianos que empezó la
heroica reconquista; mas los aragoneses tienen cómo oponer, y por
iguales motivos, la cueva de San Juan de la Peña á la de Covadonga y
Garci Ximènez á don Pelayo...

Algo de eso hubo sin duda, pero las guerras de independencia nunca son
un arranque de aventureros; y en aquel choque, colaboró decisivamente
el mismo elemento semita, el árabe español, que daba contra su raza por
amor á su tierra natal. Tres siglos bastaron para producir el mismo
fenómeno con los españoles en América: ¡cuánto más no alcanzarían ocho
en la Península, y mezclándose el factor religioso para precipitar la
separación!

El movimiento patriótico es, pues, bien explicable, sin necesidad de
recurrir á la guerra de razas, para dilucidar cómo España consiguió
su independencia del árabe, siendo substancialmente arábiga; pero sin
profundizar mayormente la tesis, puede sostenerse con verdad que los
dos pueblos en su largo contacto (la guerra lo es también, hasta en
términos específicos) se impregnaron mutuamente, engendrando un tipo
que, sin ser del todo semita, no era tampoco el ario puro de los demás
países de Europa.

Como es natural, los rasgos comunes de los antecesores se robustecieron
al sumarse, caracterizando fuertemente al nuevo tipo. El proselitismo
religioso-militar, que había suscitado en el Occidente las Cruzadas y
en el Oriente la inmensa expansión islámica; el espíritu imprevisor
y la altanera ociosidad característicos del aventurero; la
inclinación bélica que sintetizaba todas las virtudes en el pundonor
caballeresco, formaban ese legado. Rasgos semitas más peculiares,
fueron el fatalismo, la tendencia fantaseadora que suscitó las novelas
caballerescas, parientas tan cercanas de las Mil y Una Noches;[3]
y el patriotismo, que es más bien un puro odio al extranjero, tan
característico de España entonces como ahora.

Creo oportuno recordar á propósito que el semitismo español no
era puramente arábigo. Los judíos tenían en él buena parte, y sus
tendencias se manifiestan dominadoras en algunas peculiaridades, como
esa del patriotismo feroz.

Ellos y los árabes, resistieron cuanto les fué posible al destierro,
prueba evidente de que se hallaban harto bien en la Península.
Vencidos, perseguidos, humillados, sin esperanza de riqueza material
siquiera, sólo la atracción de la raza puede explicar su constancia.
Consideraban su patria á España, lo soportaban todo por vivir en
ella--no digamos años sino siglos después de la derrota,--sin la más
lejana idea de reconquista ya, dejando rastros de esta invencible
afección en toda la literatura contemporánea.

Los moros nunca abandonaron sus costumbres del todo, no digamos ya en
las Alpujarras donde disfrutaban de una autonomía casi completa, sino
en el resto de la Península y bajo su forzada corteza de cristianos;
igual sucedía con los hebreos, continuando esto, profundamente, la
impregnación que la guerra había abolido en la superficie.

Además España, militarizada en absoluto por aquella secular guerra
de independencia, se encontró detenida en su progreso social; y
este estado semibárbaro, que luego trataré detalladamente, unido al
predominio del espíritu arábigo-medioeval antes mencionado, le dió una
capacidad extraordinaria para cualquier empresa, en la que el ímpetu
ciego, que es decir esencialmente militar, fuera condición de la
victoria.

Carlos V sueña entonces la monarquía universal, que no era sino
una transposición en el terreno político, del sueño de la Iglesia
universal, ó si se quiere, su realización consecutiva; pero la
Iglesia sostenía también un ideal semita, puesto que el Cristianismo,
originariamente hebreo, era una prolongación de la ley mosaica, y
pretendía realizar por cuenta propia las promesas de dominación
universal, contenidas en ella para los hijos de Israel.

No faltaron al absurdo proyecto las coincidencias, que en ciertos
momentos históricos parecen acumularse con milagrosa oportunidad
en torno de un hecho cualquiera, bien que ello no demuestre sino
una convergencia de causas más ó menos ocultas, al efecto que las
caracteriza. Así el desequilibrio morboso, necesario para concebir como
realizable ese sueño enfermizo también, tuvo en Carlos V y Felipe II
dos augustos representantes.

La hipocondría hereditaria,[4] que produjo en uno el místico desvarío
de la abdicación, y en el otro la torva displicencia que sombreó todas
sus horas, engendró en ambos la misma ambición desatinada, quizá como
una válvula de los tormentos atávicos; y así, fracasado el plan del
Emperador entre las ruinas de un mundo que se desmoronaba, nació en
Felipe II la idea del Imperio Cristiano. Era una reducción del mismo
sueño, después de todo grandioso, pues contaba para efectuarse con el
dominio de medio mundo. España y sus posesiones constituían la base de
aquel designio, que si fracasó en su parte internacional, tuvo sobre el
pueblo la influencia más desastrosa.

Aquellos absolutistas, como nuestros demócratas de ahora, pretendían
conformar los acontecimientos humanos á principios metafísicos, tomando
por norma el ideal católico, del propio modo que éstos pregonan su
república universal sobre el concepto de una fraternidad abstrusa.
Ambos caminos que conducen fatalmente al despotismo, como lo demostró
tan claro el final imperialista de la Revolución, trastornan en la
mente de los pueblos toda noción de progreso recto, y extravían á poco
toda idea de libertad, substituyéndola por la rigidez de un principio
unitario, cuando su desideratum racional es una constante variedad
dentro del orden.

Los pueblos, que cuanto más ignorantes son, sienten más hondo el
influjo de las capas superiores, pues se encuentran más desprovistos
de medios de defensa y de apreciación, no tardan en conformar su vida
al principio dominante que se les sugiere como ideal; proviniendo de
aquí la importancia que tienen en su vida, las ideas fundamentales
cuyo respeto se les ha imbuido. Á los conceptos falsos en la mente,
corresponde casi siempre la falsedad de conducta, pues ideas y
sentimientos son como vasos comunicantes en los que no puede alterarse
parcialmente el nivel.

El Imperio Universal, y su sucedáneo el Imperio Cristiano, tuvieron
consecuencias desastrosas sobre el pueblo, como que pretendían
la supervivencia de un estado artificial; y de este modo, pronto
desaparecen á su sombra todas las virtudes que constituyen el término
medio común de las sociedades normales, para ser reemplazadas por
las condiciones heroicas, es decir de excepción, necesarias al
sostenimiento de un estado antinatural.

Por lo demás, la planta arraigó pronto, encontrando terreno propicio en
las tendencias dominantes del pueblo, pues aquellas dos monstruosidades
políticas fueron, ante todo, aventuras de paladines.

Bajo ese estado de crisis, mal cimentada aún la nacionalidad; el
derecho en pleno conflicto de los fueros consuetudinarios con
la unificación monárquica; el ideal absolutista en pugna con el
sentimiento federal; el feudalismo que caía, poderoso aún, y el pueblo
que se levantaba respetable; en esa crisis, el Descubrimiento produjo
una inundación de riquezas. No podían llegar en peor momento para
los destinos de la Península, pues fueron un tesoro en poder de un
adolescente.

El equilibrio á que tendían aquellos antagonismos, y que hubiera
llegado á establecerse después de las naturales oscilaciones, quedó
roto para siempre asegurando el triunfo de la política absolutista.
Floreció el pernicioso tema de la monarquía universal; y como el
éxito no estaba en relación con el esfuerzo, el pueblo, falto del
sensato reposo que da el trabajo para gozar de sus frutos, se entregó
ciegamente á la dilapidación de su lotería.

De tal modo, las tendencias de raza, el sentimiento religioso, el
concepto político, la misma obra de la independencia con su carácter de
militarismo exclusivo, la ignorancia general y el interés como remate,
constituyeron al pueblo español sobre un patrón heroico, que sustituyó
á la honradez con el pundonor y al deber con el entusiasmo. Admirable
máquina de guerra, la conquista formaba naturalmente su ideal, y el
destino le deparaba, con el Descubrimiento, un mundo entero en qué
realizarlo.

El siglo XVI fué el siglo del Conquistador. Al comenzar la Edad
Moderna, éste continuó el espíritu de la Edad Media. Obligado á ser
valeroso únicamente, pues era el defensor de la sociedad, que á la
sombra de sus armas trabajaba, y exento de todo otro esfuerzo y de
toda contribución, puesto que daba la de su sangre por labradores
y artesanos que costeaban gustosos su franquicia, todo se aunó
para constituirlo en ser privilegiado. El instinto aventurero que
las Cruzadas aguzaron hasta la locura, le dominaba enteramente. La
bravura, que después de todo era la única condición de sus empresas
y la garantía de su éxito, constituyó para él un culto; y siendo
solamente bravo, degeneró con toda facilidad en cruel. La misma
cortesía, que fué el rasgo amable de su condición romántica, se tuvo
por nada mientras no pudo tributar vidas de hombre á la prez de la
dama preferida. Poco á poco, los trofeos de honor se convirtieron en
su único salario, y como la guerra lo justificaba todo, el pillaje
fué para él ocupación lícita; despojó á mano armada, los derechos más
írritos, como el de fractura que enriqueció á tantos feudos ribereños,
consagraron sus demasías, y la protección á los bandoleros, flor de sus
huestes, fué tan celosamente conservada, que sólo bajo Felipe II, las
Cortes de Tarazona dieron á los oficiales reales potestad de penetrar
en los señoríos persiguiendo malhechores.

Con la ambición se hermanaban en su espíritu dos pasiones
correlativas--la superstición y el juego, siendo éste al fin y al
cabo un estado de guerra, en el cual, como en los trances bélicos,
son elementos decisivos de triunfo la audacia, la oportunidad y la
astucia; nada diré de la superstición, que fué la enfermedad espiritual
característica de la Edad Media, y quizá la más lúgubre forma de la
inquietud. Ya se sabe, por otra parte, que el jugador de raza es,
sobre todo, supersticioso. La inquietud de la Edad Media, que avivaron
de consuno iras celestes explotadas por la ambición de los monjes, y
conflictos de mundos, como aquella eterna y nunca resuelta amenaza del
Asia--exasperóse hasta la angustia en el alma sencilla del paladín.

Magias tenebrosas, importadas por órdenes como la del Temple, en cuyo
exterminio tanto influyó el miedo; pestes atroces, de procedencia
igualmente oriental; la alquimia cuyos prestigios confinaban con
la brujería; el peligro enorme que implicaba el dominio de España
y del Mediterráneo por fuerzas asiáticas; las leyendas de leprosos
siniestros, que atravesaban la Europa con mensajes de inteligencia
entre los sarracenos de Asia y los de España, para una acción conjunta
de la cual era sagaz avanzada el comercio judío; la astronomía
convertida en un simbolismo aterrador--todas estas circunstancias
dieron á la superstición un vuelo inmenso.

Es un hecho averiguado ya, que los Cruzados sufrieron su contagio
oriental, mucho más definido por cierto en España, donde el contacto no
fué ocasional y meramente guerrero, sino habitual durante ocho siglos:
otra circunstancia que acentúa los caracteres del aventurero español.
Aquel contagio, no hizo sino avivar en el ánimo del paladín los
rasgos fundamentales, puesto que provenía también de una civilización
aventurera. Armas civilizadas, éste no las tenía para luchar con
el terror que torturaba su espíritu. Toda su ciencia se reducía al
blasón, la cetrería y las armas; la filosofía era una especialidad
del monasterio; el arte una tarea de villanos y de vagabundos. No
le quedaba, entonces, otro refugio espiritual que la fe. En ella se
exaltó su bravura y se robusteció su superstición, puesto que era una
fe ignorante; y de ella resultó otro rasgo también saliente de su
carácter: la tenacidad.

Intrépido, no tenía en ello escasa parte su ignorancia, pues lo cierto
es que en fuerza de creer pequeño al mundo, los descubridores se
arriesgaron á la empresa que lo agrandó.

El orgullo de raza, despertado por las victorias sobre el infiel,
agregaba otro motivo á la bravura; y tal conjunto de cualidades y
defectos, entre los que sobresalían el coraje y la superstición,
dieron igual fondo imperioso á su carácter y á su ideal. Éste era en
lo cercano la fama y en lo remoto la religión, es decir dos pasiones.
De aquí la intolerancia dominadora y la ausencia completa de espíritu
práctico.

Idealista, la empresa que acomete no le interesa, sino porque puede
darle timbres de honor; supersticioso, tiene el alma predispuesta á la
fantasía de las tierras encantadas; bravo, la empresa más difícil le
parece poco para ilustrar su nombradía; ignorante, carece de los puntos
de comparación que podrían arredrarle, demostrando lo excesivo del
esfuerzo.

Las grandes expediciones, sin consecuencia hasta hoy, ni aun á título
de dato geográfico, cual la de aquellos temerarios aventureros que
se cruzaron la América desde Quito á la boca del Amazonas; las
exploraciones quiméricas en busca del clásico Eldorado, ó de las
inhallables ciudades de los Césares,[5] revelan en el conquistador,
de una manera concluyente, al paladín medioeval. Eran las Hircanias y
Guirafontainas de Amadises y Gaiferos.[6]

Esa aventura de la conquista fué una prolongación, por otra parte, del
estado militar en que dejó á España la guerra con el moro, sirviéndole
á la vez de estímulo, en contraposición al interés civil y al
progreso, afectados por el militarismo exclusivo. Después de todo, el
Descubrimiento había sido una consecuencia de esa situación.

Cerrado, ó estorbado á lo menos, el acceso del Mediterráneo por la
amenaza turca, la piratería trasladó al Atlántico su campo de acción,
familiarizándose con la alta mar; y buscando por ella una senda de
travesía, para evitar la obstruida ruta de las Indias, se dió con el
Nuevo Mundo. Así, el tipo del paladín y el acto del Descubrimiento,
fueron natural consecuencia de un estado social y político, no una
excelencia de raza ni una invención genial. El prestigio del aventurero
reside en lo pintoresco, tanto más acentuado cuanto es más discorde con
su tiempo; y el mérito de la empresa estriba puramente en su audacia;
pero tanto el hombre como la acción, son dos accidentes históricos, sin
ninguna importancia intrínseca excepcional.

Ella está, para mi objeto, en la expansión que dió al proselitismo
religioso-militar y al afán de riqueza inesperada, peculiares de
la empresa aventurera, haciendo de España el país conquistador por
excelencia.

Doble prueba de su especialidad en tal sentido, es su éxito y el
fracaso de las naciones restantes. La tentación era demasiado fuerte,
en efecto, para que éstas no intentaran un lance igual. El resultado
les fué adverso, y no se diga que por falta de marinos. Inglaterra
tuvo entre los mejores á Drake y á Frobisher; Italia, sin contar el
Descubridor, á Vespucio, Corsali, Verrazzano y Marco Polo; Francia á
Cartier, Roberval y Ribaut; sin contar aquellos bravos portugueses,
cuya fama envolvía al globo en red de hazañas, desde el Catay famoso
al bárbaro mar del África.[7] No llegaron ni con mucho á operar en la
misma escala que los españoles, y tanto Cortés como Pizarro siguen
siendo el modelo del Conquistador.[8]

Es que la conquista, por lo que tenía de quimérico, de colosal, de
problemático, era una empresa medioeval, cuyo cumplimiento requería
espíritus y tendencias medievales. Las demás naciones empezaban ya su
evolución moderna, modificando rápidamente la antigua estructura; se
hallaban en condiciones inferiores ante el caso especial, que requería
las peculiaridades abandonadas. Más calculadoras y utilitarias,
fracasaron en eso, porque progresaban en sentido moderno; y si no
acrecieron la honra, aumentaron el provecho, mientras los otros
realizaban el viejo ideal, alcanzando la miseria en la plenitud de su
gloria estéril.[9]

Para abrir el Nuevo Mundo, se necesitaba conquistadores, es decir
hombres de aventura que realizaran en un año lo que el colono,
sedentario por naturaleza, habría efectuado en un siglo. Y sólo España
tenía conquistadores. Los demás países, al volverse industriosos y
comerciantes, se tornaron colonizadores, siendo la colonia y las
instituciones representativas, consecuencias políticas del período
industrial.[10] Así se explica cómo habiendo ejecutado España la
apertura del Continente, fueron otros los que disfrutaron de su riqueza
en definitiva.[11] El oro de América no enriqueció propiamente á
España, puesto que no se transformó para ella en ramos permanentes de
producción; pasó á su través como por un cedazo demasiado ralo, sin
dejarle más que un residuo insignificante. En cambio le quitó, por
medio de la selección violenta que efectuaron de consuno las aventuras
y las quimeras, la población más viril; resultándole desastroso aquel
oro que le compraba su sangre.

La consecuencia es mucho más terrible, si se considera que junto con los
elementos mejores, perdía la esperanza de reaccionar, siendo aquello un
fenómeno análogo al encadenamiento de procesos destructores que mina
los organismos en decadencia.

Producto de la Edad Media que moría al empezar la conquista, el
aventurero llevó al principio la ventaja, aunque para el concepto
medioeval del paladín, es decir, del guerrero exclusivo á quien
sucedía, sea ya un tipo de decadencia; pero al correr los años, el
colono se sobrepuso lentamente hasta vencerlo, por su mayor conformidad
con las tendencias dominantes; y los resultados de uno y otro tipo,
con sus respectivos métodos de ocupación, quedan patentes en ambas
Américas. La del Norte, al libertarse, produce sobre todo hombres
de gobierno; si por algo peligra allá la libertad, es por carestía
de militares. Acá, es todo lo contrario; sobran guerreros y faltan
estadistas. Tal las consecuencias acarreadas por el predominio
respectivo del colono y del conquistador. Ambos fueron lógicos en el
momento de la conquista, porque éste era de transición, mas el uno
fincaba su prestigio en el pasado, mientras el otro contaba con el
porvenir.

Entretanto, los privilegios feudales pasaban al pueblo, que había
combatido con el Rey contra los señores, bajo la forma de empleos en la
administración, en la Iglesia y en el ejército. Pero esta alianza no
quitó al privilegio nada de su carácter odioso, y hasta agravó su daño
al difundirlo, determinando en el carácter nacional un individualismo
agresivo, que hizo de cada español un pequeño tirano, mucho más cuando
á esto se unía un enorme orgullo de raza, en el cual colaboraron el
fatalismo de cepa oriental y el egoísmo del conquistador afortunado.

Junto con los poderes feudales, pasó al pueblo el ideal guerrero, con
tanta mayor facilidad cuanto que aquél acababa de ser soldado con el
Rey. El clero fué separándose cada vez más de Roma, para colocarse
al lado del monarca, siguiendo la inclinación y las conveniencias
que emanaban de su origen popular; por último el empleado, sobrepujó
su exclusiva condición de amanuense, cuanto terminó la era puramente
militar, convirtiéndose en un resorte esencial de gobierno, al acrecer
su importancia la administración en la nacionalidad unificada. La
Iglesia, la administración, y el ejército proporcionaron, pues, las
profesiones más lucrativas, señaladamente este último. Los hombres
de más talento y de mayor ilustración, enganchábanse como soldados
rasos, tal era la estima en que se tenía á la carrera militar; pero
semejante limitación profesional, aparejaba el desdén de la agricultura
y del comercio. En estas ramas de la actividad no había nobleza, es
decir privilegio, careciendo de importancia por consiguiente para el
hidalgo--y el hidalgo formaba legión. En ciertas partes la hidalguía
era un derecho de nacimiento.

Los semitas, excluidos de esas tres profesiones honoríficas, buscaron
en el trabajo de la tierra y en el comercio, que por único recurso
les quedaban, fructuosa compensación; y la necesidad dominó su
indolencia oriental. Los judíos compraban la recaudación de las rentas
y tributos reales, volviéndose doblemente odiosos al asumir este
carácter fiscal, que era lo más aborrecido por un pueblo á quien las
exacciones agobiaban; y para colmo sus hijas, á costa de crecidas
dotes, enlazábanse con nobles tronados, según lo refiere el ya conocido
_Tizón de la nobleza de Castilla_, iniciando esa conquista comercial
del título, tan detestada en todos los tiempos y en todos tan eficaz.

El contraste alarmó bien pronto á los invadidos. La soberbia de raza
no pudo tolerar aquellas fortunas. La religión atizó el descontento
con su odio tradicional, y la expulsión, otra consecuencia absolutista,
dió á España la unidad de la miseria, que por cierto no había
buscado. España desapareció como país productor, y sobre el erial
que diariamente aumentaba, en aquella lucha por la esterilidad,
consecuencia de un ideal estéril, imperó como señor natural el
hidalgo haragán y soberbio, para quien el tiempo fué arena que dejaba
escurrirse al desgaire entre sus dedos, mientras mascullaba, susurrando
coplas, el mondadientes simulador de meriendas; flotante en la altivez
de su ojo arábigo un ensueño de Américas dilapidadas; su sangre
hirviendo con la sed de fiestas crueles; su corazón arponeado por
amores morenos; gran rodador de escudos, botarate magnífico, tan capaz
de un heroísmo como de una estafa; místico bajo la cota, guerrero bajo
la cogulla, y pronto siempre á tapar el cielo con el harnero de su capa
familiar.

Nadie sintió el estrago, mientras duraron las empresas militares y la
embriaguez de victoria que produjeron. Todo parecía conjurarse para
realizar el ensueño de riqueza mágica, en las pintorescas regiones
donde vestía de oro á su dueño la desnudez de la espada. Pero al
producirse la contracorriente conquistadora, en los comienzos del
reinado de Felipe II, comenzó el fracaso. La conquista no dió abasto
ya para la satisfacción del ideal nacional. Cubiertos de heridas sin
gloria por anónimas saetas de bárbaros; con un culto tal del coraje,
que las milicias castellanas consideraban cobardía el atrincherarse;
curtidos por su desamparo solar de ascios, que habían carecido hasta de
su propia sombra; más bravíos, si cabe, al contacto de la breña virgen;
orgullosos de haber sobrellevado peligros que semejaban fantasías
de leyenda, volvían á arrastrar su fastidio en el suelo natal asaz
estrecho.

Los pobres, se habían endurecido demasiado para doblegarse al yugo
del trabajo, en su intimidad con los fierros de pelea; los ricos, se
apresuraban á vaciar la escarcela en la carpeta. El desprecio del oro
conseguido en la guerra, que no era sino una indirecta ostentación de
valor, engendraba el desdén hacia toda aplicación productiva. Por nada
de este mundo habría degenerado el héroe en comerciante ó en labrador.
Acabada la fortuna, lo que acontecía en un tiempo harto breve, si
estaba aún vigoroso volvía al teatro de sus hazañas; si viejo, se moría
tranquilamente de hambre en su nostalgia de aventuras ultramarinas, ó
se metía asceta, para liquidar en la atrición sus cuentas de sangre
y de saqueo, pero sin que la reacción fuera jamás hacia el trabajo,
penuria de siervos y de gañanes.

El raudal de sangre pura que atravesó el Océano, tornaba viciado por
gérmenes de disolución, mucho más activos á causa del trasplante; y
aquella diseminación de aventureros, corrompidos por esa atroz libertad
de instintos que fué la conquista en el Nuevo Mundo, causó tanto daño
á la Península como la invasión gitana, y el azote de las plagas
inmundas con las cuales fué sincrónica.

La decadencia industrial de España asumió los caracteres de un
derrumbe, tan brusco cual lo fué el abandono en pos del ideal
conquistador. Cesaron las exportaciones de tejidos en lana y seda, de
cerámica[12] y otros artículos, que durante la época arábiga iniciaron
transacciones con Sicilia y Cerdeña, adquiriendo mayor importancia en
los mercados flamencos y alemanes. La química industrial, aplicada á
explotaciones como la del _oleum magistrale_ y la potasa que surtían
á Inglaterra, desapareció con los restos de la cultura morisca. El
desierto y el bosque avanzaron sobre huertas y sembradíos; y no parece
sino que una intención simbólica, bautizó al monumento clásico de la
monarquía con el nombre del _escorial_.

El fanatismo religioso que precipitó la despoblación, y los impuestos
excesivos, contribuyeron á matar el progreso español, presentándose
como consecuencias del absolutismo. La importancia comercial de España
había sido tan grande, que las naciones tenían adoptado por código
marítimo internacional el _Llibre del Consulat de Mar_, promulgado en
Cataluña, aceptando además como meridiano inicial el de las Azores.
La absorción militar de esos centros parciales de cultura, anuló
el progreso que habría sobrevenido, al incorporarse todos ellos en
la nacionalidad común, viniendo á ser la unidad un azote para la
Península; por otra parte, la conquista, al emplearse en ella lo más
selecto de la población, arrastró á América los mejores industriales, y
de consiguiente su industria, explicando esto cómo Méjico tuvo canales
dos siglos antes que Inglaterra, y telares de seda en 1543; y cómo en
tiempo del viaje de Humboldt se fabricaba pianos en Durango, mientras
en España no había ya quien los hiciera.

La concentración de productos brutos que iban de América en cantidades
inmensas, limitó la especulación comercial á un intercambio de materia
prima y manufacturas extranjeras, prolongando el régimen medioeval
de las transacciones en especies, al paso que toda la Europa salía
completamente de él.

Bálsamos, maderas, alimentos tan preciados como el azúcar, plumas,
pedrerías, pastas preciosas, artículos de fantasía que la riqueza
extranjera pagaba sin regateos, llevaron á España el oro del mundo;
improvisáronse fortunas colosales, los precios subieron hasta lo
fabuloso. El rezago aventurero de la Edad Media que acababa, buscó
aquel centro natural de reunión, agregando á la conquista su turbia
gloria los mercenarios de toda la Europa, desde el lansquenete
con su táctica famosa, hasta el griego insular con sus clásicas
piraterías.[13]

Combustibles en una hoguera, aumentaban el esplendor fugaz; pero sus
heces contribuyeron no poco á obscurecer el cuadro de la decadencia, á
cuyo fondo tenebroso añadía el contrabandista gitano las escorias de su
fragua clandestina.

La fácil transacción de toma y daca mató á la industria, ocasionando
con su magnificencia retrospectiva, una vez pasado el torbellino,
la continuación del sistema que produjo la decadencia. Los buques
españoles abandonaron los puertos europeos, para largarse hacia las
nuevas costas, cediendo el campo al comercio inglés. Éste dominó de tal
modo y tan rápidamente en la misma Península, que en 1564, el gobierno
español, en represalias de ciertas piraterías británicas, detuvo en sus
puertos treinta buques ingleses con más de mil marineros. La industria
española, que hubiera podido surtir al Nuevo Mundo, sucumbió en la
persona de sus artesanos, contagiados por la fiebre aventurera, siendo
sustituida por la británica[14] y volviendo más amargo el despertar
de aquel ensueño de grandeza. Éste dominó contra todo. Tentación
lograda, su prestigio subsistía en las mentes que trastornó, y si se
tiene en cuenta las predisposiciones nativas, es fácil comprender lo
imposible de una reacción. La fantasía suplió con sus creaciones al
perdido fausto; el orgullo heredó de gloria á la nación; la tenacidad
característica incrustó para siempre en su ánimo ese culto del pasado,
que no impone responsabilidad alguna al deudo, por ser esencialmente
decorativo.

El gobierno, aun siendo tan poderoso, defirió á las inclinaciones
nacionales con mayor fuerza quizá, siguiendo una tendencia
genérica. Efectivamente, «gobernar» en su acepción política, es la
expansión metafórica de un vocablo náutico--en realidad dirigir el
buque,--pudiendo continuarse la metáfora en sentido psicológico, si se
aplica á la situación del timonel. Éste y el gobernante se encuentran
realmente en la popa de la nave, no estando entonces llamados á
descubrir las nuevas tierras; y he aquí por qué solicitar de los
gobiernos iniciativas revolucionarias, equivale á sacarlos de su
cometido.

Aquella monarquía peninsular, que ni con mucho podía ser calificada de
progresista, dado su ideal absoluto y su concepto puramente militar del
mando, tenía además en la ignorancia pública una garantía de impunidad
á todo abuso. Excedióse, pues, en sentido retrógrado, y la acción
depulsora, que es común á todas, fué decidida contramarcha en ella.

Las fortunas, pasajeras como es natural en un medio de pura
especulación, y con tan rápida decadencia, desclasificaron, tanto en su
elevación como en su caída, otra buena parte del pueblo; y la libertad
de testar, adquirida por sucesivas desviaciones del derecho foral,
durante el siglo XVI, agravó la perturbación; pues los señores la
aprovecharon para heredar de preferencia á sus mancebas y bastardos.
El azar se volvió entonces un arbitrio económico, disminuyendo, hasta
perderse, toda noción de prosperidad normal. El empleado fué el único
que siguió lucrando, en una administración cada vez más complicada por
la necesidad de encontrar recursos en el impuesto, es decir, cada vez
más artificiosa. Foro, clero y ejército eran sus campos de explotación,
y cada uno tuvo su peculiar habitante.

En sus marchas á través de la Europa y del Asia, el soldado se había
vuelto el transeúnte del mundo. La azarosa colección de aquellas
milicias, que preludiaban en manera tan informe á nuestros ejércitos
regulares; el carácter de esas guerras, con el bandolerismo nómade de
los mercenarios que acudían á ellas como á una caza montes; la división
en mesnadas, completamente análogas á las corporaciones de bandidos,
con quienes las confederaban sus señores, hicieron de la vagancia una
costumbre militar, á la cual contribuía con su ligereza específica la
miseria del soldado. Éste la aceptó sin gran repugnancia. Recorrió el
globo trampeando, pues el saqueo constituía su jornal; la vida errante
le desvinculó de familia y patria; el ocio aventurero atrofió su
capacidad productiva; el desamparo en semejante medio, llevó al auge su
trapacería y sus mañas; y la adaptación á semejantes condiciones, tanto
como el abandono de toda virtud pacífica, dieron predominio absoluto
en su carácter al ingenio y al valor.

Con desenfado igual combatían por el Papa y mezclaban hostias al
forraje de sus caballos; cálices y copones, teníanlos por vajilla de
cantina; las vírgenes del Señor eran los pichones de su cuaresma;
de emparejarles la apuesta, habrían volcado la bola del mundo en
sus cubiletes. Langostas de la guerra, mucho más temibles que los
enjambres alados, la tierra fué el rastrojo que se comieron. Durante
años y años se los había visto pasar bajo los estandartes y las picas,
como á través de escueta vegetación, repercutiéndoles en el enjuto
estómago los tambores de piel de hombre; provocando el bigote con sus
petulantes antenas; cubiertos de remiendos internacionales sus calzones
de estambre y sus jubones de cordobán; limpios sólo de sable y de
bolsillo; mordido de herrumbre el peto, el birrete de hierro apuntado
por la mecha del arcabuz.[15]

Como ejemplo realmente épico que preludia dignamente la Conquista bajo
su faz militar, debe de citarse siempre las nunca bien celebradas
expediciones de los almogávares ó veteranos catalanes, que bajo las
órdenes de Roger de Flor llevaron su contingente al imperio bizantino
de los Paleólogos, amenazado hasta la ruina por los belicosos
principados en que se había dividido el vasto imperio de los sultanes
selyúkidos.

Llegados á Constantinopla en 1302, como salvadores del imperio,
en ventajosa sustitución de la célebre guardia escandinava de los
Værings, muy decaída por otra parte á la sazón, el emperador nombra á
su jefe _megaduque_ de la escuadra, otorgándole así el cuarto rango
del imperio, y le casa con una princesa sobrina suya. Así asegurados,
parten los almogávares para Cyzica, que toman como base de operaciones,
iniciando éstas por la Anatolia y la Mysia. Una marcha triunfal, que
dados la comarca y sus recursos resulta verdaderamente maravillosa para
aquellos seis mil aventureros, gota de agua en el movedizo océano de
las tribus sarracenas, les da el dominio de la Lidia y del valle del
Hermos, al paso que sus galeras van haciendo paralelamente el periplo
del Egeo. Ninfea, Meagnesia, Éfeso, todas las ciudades de la grande
historia romana y cristiana, caen en su poder. Intérnanse más todavía,
en las regiones casi legendarias de la Pisidia, la Licaonia, la Frigia,
la Caria y la Capadocia, hasta el célebre desfiladero de las Puertas de
Hierro, que da entrada por el macizo del Tauro á la Cilicia marítima.
Regresan, después de haber impuesto con el de su fama el respeto del
nombre bizantino en tan dilatado país, y traicionados por el emperador
á quien parecieron ya temibles con tal victoria, se atrincheran en la
península de Galípoli, cerrando así la entrada occidental del mar de
Mármara.

Después de una tregua pasajera, en la que Roger de Flor encuentra
el título de César--segunda dignidad del imperio jamás otorgada á
ningún extranjero--y la muerte en pérfida emboscada dispuesta por el
emperador, la guerra entre éste y los aventureros, vuelve á encenderse.
Dos años batallan éstos en sus fortificaciones de Galípoli. Asolado el
país circunvecino hasta las mismas puertas de Constantinopla, aquella
especie de república militar emprende marcha con dirección á la Grecia,
después de haber puesto á saco todo el litoral del mar de Mármara
y sus islas, no sin haber alcanzado en audaz correría los mismos
contrafuertes del temido Balkán; estréllase en un ataque infructuoso
contra los monasterios del monte Athos; atraviesa el mar en dos ramas,
conquistando una de ellas la Tesalia y forzando las Termópilas, como
para que nada faltase á su gloria, apoderándose la otra de Negroponto y
llegando ambas hasta la frontera del ducado franco de Atenas que hacen
suyo en la sangrienta batalla de Copais, para conservarlo durante más
de tres cuartos de siglo y celebrar sus hazañas bajo el mismo augusto
techo del Partenón. Todo esto en sólo nueve años, de 1302 á 1311,
repletos con las más grandes proezas y los más soberbios pillajes de la
historia. La Anabasis griega resulta pequeña ante esta colosal empresa,
cuyo parangón sólo podrían darlo las más audaces ficciones de los
libros de caballería.

Distinguían al hombre de ley su venalidad y su torpeza. Si juez, el
delito se le escapaba siempre; si alguacil, su pesquisa no daba sino
en algún inocente desvalido, que pagaba por justos y pecadores. Era
costumbre inveterada, desde dos siglos atrás, que los _cuadrilleros_ de
la Santa Hermandad sisaran en los robos que descubrían. Las pandillas
de ladrones habían llegado á reservar la quinta parte de sus robos, en
los recuentos semanales que practicaban, como renta de soborno; éste
daba al empleado una fuente de recursos, si no lícita, tolerada á lo
menos; y con tales costumbres, el ideal de justicia fué substituido
por la perfección del procedimiento. La cuestión era tener víctima, y
para esto servía cualquier prójimo, encargándose del resto la tortura.
Derecho y jueces andaban á la greña. La obra escrita era admirable, y
las leyes de Indias forman por sí solas un monumento; pero el hecho
de ser uniforme para un Continente de regiones tan diversas, está
revelando su carácter artificioso. El conflicto residió siempre en
que la Corona legislaba, pero no tenía cómo aplicar su legislación.
El hombre de ley era un empleómano y de aquí provenían todos sus
defectos. Soberbio con el pueblo, bajaba en la oficina á instrumento
de sus subalternos, que le ganaban el lado flaco de la venalidad,
convirtiéndose en sus cómplices; y á estado semejante, correspondía por
parte del pueblo el más profundo desprecio hacia el hombre de ley.

Aquélla fué la edad de oro del rábula. La jurisprudencia, hermana de
la teología que degeneraba rápidamente en casuismo, llegó á ser una
habilidad de sofistas, en esgrima de cortapisas y subterfugios. El
alegato adquirió más importancia que la prueba; y aquella literatura
forense, presenta el más fértil enredo de suspicacia que se haya visto
nunca, bordado con sutilidad bizantina desde en el auto del juez hasta
en la rúbrica historiada del cartulario, sobre el fondo de barbarie
inconmovible que hacía del proceso un ojeo de hombres.

Por otra parte, la misma Universidad comenzaba el estrago. El juez, el
abogado, el escribano futuros, salían ya bribones de aquellas aulas,
cuya tortura mental, deformando los espíritus, daba por fruto una moral
igualmente contrahecha. Nada como el bachiller español en punto á
estafas, raterías y travesuras brutales. Ni los salmantinos escaparon
al contagio general. William Lithgow, viajero contemporáneo, decía en
1620, refiriéndose á la célebre universidad, que era en ella donde
nacían «aquellos enjambres de estudiantes cuyas picardías, robos y
mendicidad, poblaban la tierra.»

Esquilmados por sus tutores y bedeles; sin más recursos que la pensión
insuficiente ó la magra beca; atiborrados de indigesta erudición,
cohibidos por una disciplina de monasterio, la reacción de la
Naturaleza así violentada, los conducía al fraude libertador. Aquella
juventud, oprimida bajo el férreo arnés de juicios y prejuicios que
formaban la ciencia de la época, se escabulló en una jocosa truhanería.
Su vivacidad canalla fué, después de todo, el único regocijo en
aquellos páramos de la escolástica, la única protesta contra esa
ciencia en silogismos, que no había podido entender la lógica elemental
de Colón--la buena, la franca jovialidad que abría al racionalismo un
postigo con la sátira, concertando epigramas en el fondo de su bonete.

La avería del carácter no era menos honda, sin embargo. El
descreimiento en todo lo que no fuera argucia, se hizo de regla; la
pedantería, elevada á las nubes por una enseñanza insuficiente, injertó
en la cepa soldadesca del fanfarrón, duplicando su fuerza; y este paso
atrás se daba cuando Florencia, Londres y París, fundaban academias de
ciencias á tres y nueve años de intervalo;[16] cuando el periodismo
nacía en Venecia y en Amberes; cuando la filosofía positiva alboreaba
con Bacon. Pero si España podía defenderse con la ignorancia común,
todavía grande, aunque no intentara salir de semejante estado, alegando
que el doctor Sangredo, por ejemplo, imperaba en las cátedras de todo
el mundo, el derecho, que es la base de mi argumentación en esta parte,
se veía contrariado por tropiezos inherentes al medio.


El estado larval que implicaba su existencia en los fueros, se perpetuó
por la impotencia del gobierno monárquico para realizar la unidad,
en el único sentido que la habría hecho duradera; pues el espíritu
foral, enemigo encarnizado del romanismo, se conservaba violento á
pesar de las deformaciones. Había sufrido, sin cambiar en substancia,
la adaptación torpemente efectuada por los abogados del siglo XIV,
é intentada desde el anterior, al contacto, diríase íntimo, con los
bizantinos,[17] como que la madre de Jaime el Conquistador, por
ejemplo, fué nieta de Manuel Comneno I.[18] La barbarie feudal de esos
privilegios, chocó rudamente con el absolutismo latino de la monarquía,
pero sin intervención del pueblo, á no ser como carne de cañón.

Las tentativas para suprimir semejantes focos de separatismo en las
soberanías incorporadas, fueron éxitos más militares que políticos,
pues á los abolidos no se los compensó con nada mejor, dado que la
ley sustituyente era sólo un instrumento de explotación fiscal. Los
subsistentes, lógicos en los tiempos feudales, quedaron como un
arcaísmo, intrincando la legislación sin fruto alguno; y el Estado,
como se verá en breve, fué nada más que una policía incómoda, dedicada
por entero á la extorsión contributiva.

Sobrepúsose entonces la destreza leguleya al principio de equidad; toda
noción de rectitud quedó suprimida por el cohecho, la justicia fué un
privilegio á su vez en aquella subversión general, constituyéndose de
hecho el pueblo bajo la forma de una sociedad primitiva, donde cada
cual se hacía justicia á su modo, sin alcanzar el equilibrio de las
agrupaciones civilizadas, en que el derecho, que es la conveniencia de
los más, fundada y estatuida sobre el interés recíproco, se sustituye á
la fuerza y al individualismo bárbaro de la época feudal.

Los pueblos salían, entretanto, del ideal de gloria, que la Edad Media
mística y paladinesca les legara, entrando de lleno al de justicia, que
las aspiraciones democráticas traían consigo; y nada más distante de él
que ese derecho español, todo chicana bajo su cariz entre teológico y
curial.

El clero experimentó una evolución análoga. Sus cismas y
transgresiones, daban pasto abundante á la sátira popular. Ya durante
la Edad Media, había quedado clásico el sucedido de Ramiro II, que
profeso de los benedictinos y obispo de Pamplona, fué autorizado por el
antipapa Anacleto para casarse con la hija del duque de Aquitania, en
la cual tuvo á la reina Petronila; y durante el siglo XV, que acentuó
más aquellos vicios, hubo casos como el de don Alonso de Aragón, hijo
adulterino de Fernando el Católico y arzobispo de Zaragoza, padre á su
vez de un vástago natural y sacrílego, que le sucedió en el sagrado
cargo; ello sin contar la exaltación, mucho más concluyente, del
primogénito del Papa Alejandro VI, á quien el mencionado monarca hizo
duque de Gandía.

Tales excesos, rebajaron su prestigio. Con todo el respeto que
inspiraba, su condición disoluta no escapó á las férulas del cuento
picaresco. Éste reeditó, enriqueciéndolo con nuevos detalles, el tipo
del clérigo vividor, que _Novellinos y Decamerones_ habían paseado en
bragas sueltas á través de la Italia galante. Prebendados de triple
mentón y sensuales labios de berenjena; abades de culminante panza;
novicios cavernosos de flacura--son los mismos que divierten á la
Península, en parranda con mozas de chancleta y manga ancha; fieles
al ósculo de la bota y ambos brazos ocupados, ése por la guitarra de
las juergas, éste por la Justina ó la Flora, saladas biznietas de las
picantes Caterinas.

La Inquisición hizo la vista gorda ante aquellas impertinencias, que
denunciaban, por otra parte, un daño real. Toleró la avaricia y la
incontinencia del clero, sin duda porque no encontraba en ellas un
peligro para la integridad de la Iglesia; pero el cuento picaresco
jamás se metió con el dogma. El respeto hacia éste fué siempre grande.
Era la letra, es decir la forma intangible, que el Santo Tribunal
cuidaba con celo atroz. Poco importaba que las virtudes desalojaran la
construcción teológica. La religión se dejaba llevar también por el
extravío de las ideas dominantes. Su programa de estabilidad eterna, se
satisfacía con la permanencia del edificio.

Esta materialidad pervirtió su fervor primitivo, limitando sus
persecuciones al hereje rico. Su desdén por los gitanos, introductores
de brujerías tan peligrosas como los naipes, que fueron primitivamente
libros de suertes, es una prueba. El gitano era pobre, no presentaba
aliciente á la confiscación; resultando de esta tolerancia, que
el elemento asiático cuya productividad estaba demostrada por el
trabajo, fué expulsado; mientras el vagabundo de baja ralea, quedó
influyendo sobre la desorganización general, y agregando, con su
fecundidad característica, elementos de la peor especie al ya acentuado
orientalismo de la raza.

Chalán de mala ley, albéitar por consecuencia, contrabandista por
vocación, hechicero á ratos, trápala siempre, el gitano se halló pez
en aquellas turbias aguas. El medio le fué tan propicio, de tal modo
se avino con el pueblo, que las reales órdenes dadas en su contra con
progresiva frecuencia, desde el siglo XV al XVIII, jamás produjeron
efecto. Disfrutaba de la indiferencia pública, á causa de su condición
nada envidiable, cosa que no había ocurrido con el judío y con el moro.
Después de todo, el gitano era para éste _charamí_ (ladrón) y para
el español, _gitano_ (egipcio) simplemente. La diferencia me parece
significativa.

Infestó las campañas, que aún conservaban su núcleo de trabajadores,
convertido en mesonero cuyo traspatio era refugio de bandidos, donde
servían de añagaza al caminante adiestradas Maritornes.

La falta de caminos seguros y de ríos navegables, mató el comercio
interno, á punto que algunas provincias abandonaban sus cosechas en
el rastrojo por no tener cómo transportarlas, proveyéndose las otras
de cereales en el exterior. El bárbaro privilegio de la mesta, que
arruinaba la agricultura para hacer prosperar á los carneros, aumentó
la miseria general. El campesino se volvió á su vez tramposo; la
insolvencia esparció por las campañas sus negras inquietudes; leguleyos
tronados cayeron á punto con su aparato de latines; el hidalguillo
rural trocó la siembra por el pleito y bajó á la ciudad en busca de
tribunales; el labriego, sin trabajo en las tierras abandonadas, y
aplastado por servicios pesadísimos, como el de bagajería (_acembla_,
corrupción de acémila) que prestaba al Rey y á los nobles, siguió
sus huellas; produciendo esa enorme concentración urbana, que es una
tendencia de raza hasta hoy, es decir aumentando la ya innúmera falange
del proletariado crápula é incapaz.

Sólo la nobleza, que por sus condiciones de fortuna alcanzaba á
sostenerse correcta, conservó la tradición de honor, aunque exagerando,
por reflejo directo el orgullo del aventurero. Su ejemplo, que pudo
ser eficaz sobre el pueblo, quedó nulo, dada la distancia á que se
encontraba de él, así como su efectiva impotencia de minoría. El
espectáculo de su pompa, exasperaba, por otra parte, la sed de riquezas
á cualquier precio, con nuevos incentivos de fraude; y como elemento de
gobierno, adolecía de los defectos ya enunciados en éste.

No puede negarse que fomentó, á porfía con el monarca, las artes y
sobre todo las letras; pero éstas, retraídas al gabinete, carecieron de
influencia popular. La escolástica habíalas alcanzado también, con la
sola excepción de las novelas picarescas, que heredaron en el pueblo
la boga de los episodios de caballería, en combinación con los cuales
darían á España la joya más bella de su literatura.

Dichas novelas, destinadas á divertir ensalzando en prototipos
nacionales la trampa, el robo y la farsa, fueron la manifestación más
vigorosa del ingenio español, y la más original á la vez,[19] como
lo prueba la influencia de que gozaron durante dos siglos sobre las
literaturas europeas, así por la abundancia de sus traducciones,[20]
como por la afición á imitarlas. El pícaro español se volvió un tipo
internacional, debiéndose su éxito, así al efecto de contraste que
causaba con el paladín de las ficciones caballerescas, como á los
elementos realistas que componían su carácter. Cortado en la carne
viva del pueblo--paladín á su vez de la picardía y del fraude,--fué el
verdadero origen de la novela de costumbres, hasta por su indiferencia
perfectamente moderna ante las consecuencias morales de su actitud. En
la literatura española es lo único genuino, bien que lo escaso esté
aquí compensado con exceso por lo excelente.

Las demás formas literarias, confinadas según he dicho al gabinete,
fueron más bien obra de humanistas, como que su auge tuvo por preludio
la adaptación de los fueros al Derecho Romano, coincidiendo con la
reacción latina que recibió específicamente el nombre de gongorismo.
El Renacimiento en arte, y la unidad en política, confluían al
mismo cauce artificial. La teología y la jurisprudencia dominantes,
influyeron mucho sobre las letras españolas. El estilo forense,
antecesor inmediato del gerundiano, dejó su marca en la prosa seria,
sin excluir los sermones, de corte fuertemente curial. Las parténicas
del examen universitario, daban su modelo al discurso; el tono
jurídico, era de rigor; las intrigas dramáticas, resultaban simples
coartadas; en las más altas efusiones de la mística--otra veta casi
original del genio español--hay algo de abogadil... Nada extraño en
todo esto, si se considera la estrecha relación del derecho y de la
teología en aquella época: el mismo diablo tenía abogado para discutir
los procesos de canonización.

Las formas líricas, importadas de Italia,[21] que fué el granero
intelectual del Occidente cuando terminó el poder morisco--influyendo,
como ya dije, hasta en la novela picaresca, la creación literaria
más española,--no eran tampoco muy accesibles al pueblo. Carecían
de ilación con el romance, forma popular que no progresó; y siendo
productos de gabinete, cayeron á poco andar en el culto de la retórica.

Esta calamidad enfermó á toda la literatura. El retruécano se volvió
la gala más delicada del estilo, influyendo hasta sobre la ideación
filosófica. En las mismas efusiones religiosas se usaba de él; y nada
prueba lo vacío de semejante devoción, la falsedad intrínseca de tal
literatura, el frío interior de aquel pueblo al borde mismo del brasero
inquisitorial--como ese estilo que impone á los verbos sublimes,
contorsiones de acróbata para desahogarse con Dios.[22]

No obstante, esa literatura que era al fin benéfica, y mantenía la
dignidad intelectual enhiesta ante el derrumbe, pronto se ahoga
bajo la profusión retórica y agostada por su aislamiento entre la
ignorancia común. Al énfasis señorial de sus dramas, sucede una gárrula
parla de espadachines; á sus noblezas críticas, un gramaticalismo de
dómines; á su lírica un tanto endeble, míseras rimas en vocativo.
Los dos escritores más notables de aquella época, dan con su caso
respectivo una enseñanza más elocuente, si cabe. En efecto, la familia
cervantina se multiplica profusa, pero en una sola dirección--el estilo
del maestro. Ahora bien, el estilo es precisamente la debilidad de
Cervantes, y los estragos causados por su influencia han sido graves.
Pobreza de color, inseguridad de estructura, párrafos jadeantes
que nunca aciertan con el final, desenvolviéndose en convólvulos
interminables; repeticiones, falta de proporción, ese fué el legado de
los que no viendo sino en la forma la suprema realización de la obra
inmortal, se quedaron royendo la cáscara cuyas rugosidades escondían la
fortaleza y el sabor.

Quevedo, en cambio, mucho más castizo, mucho más artista, verdadero
dechado, fruto de meditación y flor de antología, murió sin sucesión,
de pie como un monolito en la coraza de su prosa. Encogiéronse de
hombros ante su profundidad tachada de «conceptismo», recogieron de su
pródiga troje sólo las aristas que volaba el viento, y el más noble
estilista español quedó transformado en un prototipo chascarrillero.

Llegó un poco más lejos, siendo más significativa, esa esterilidad.[23]
Cuando Italia florecía en artistas, al propio tiempo que los Borgias
imperaban en Roma, éstos, á pesar de su pródigo fausto, no tuvieron
una iniciativa en pro de la belleza. Aquel siglo del Renacimiento, que
en un solo año (1564) veía morir á Miguel Ángel y nacer á Shakespeare,
nada tuvo que agradecer á la familia pontificia española, sucedida,
para mayor contraste, por Julio II y por León X.

Otro detalle que revela el fondo artificioso de esa literatura, en
toda su amplitud, es que la mujer apenas afecta á la poesía. España no
tiene un solo «poeta del amor.»[24]

Nada, sin embargo, más propicio á la inspiración que la mujer española.

Poco interesa por de contado la alta dama, que es igual bajo todas
las latitudes. Clase media y pueblo, menos nivelados por el artificio
convencional, más sensibles al ambiente, más puros de raza, dan un tipo
decididamente admirable.

Férvidas morenas, que tienen, como la miel, su cualidad substantiva en
su dulzura. Muelles en la pereza oriental, que están denunciando la
pantorrilla baja, la lentitud cadenciosa del andar, el pie brevísimo,
la mirada que anticipa en languidez tristezas de amores. Apasionada
hasta la locura, su afecto era de una incorruptible fidelidad, que
naturalmente se exteriorizaba en altivez. El amor accidental, la
galantería, le eran casi desconocidos. La vida entera del amante le
parecía poco, pero es porque ella amaba hasta la muerte. Doña Juana
la Loca, es un caso de España. Su vida, consecuente con estos rasgos,
se eclipsa en el hogar. Madre, impera; y esposa, reina. Pero la
presión de los celos masculinos, la eternidad de aquella renunciación
del mundo, que significa el desenlace de su amor, le infunden una
gravedad cuyo fondo es tristeza; y la religión agrega su elemento
terrorista á esa sombra, imponiendo una actualidad de dolor en una
remota esperanza de ventura. No se amengua su exaltación, sin embargo,
antes crece en la melancolía. La devoción, que es su segundo amor, la
apasiona igualmente. Santa Teresa ha quedado proverbial. Fuego divino
y llama infernal, lo mismo la queman. Carnal ó celeste, su amor vive
en el arrebato. La monarquía, colaborando en esa devoción, más la
había sublimado. Estaban para ejemplos las venerables doña María de
Montpellier, doña Leonor, reina de Chipre, Santa Isabel de Portugal y
aquella adorable monjita, la infanta de Aragón doña Dulce, que á los
diez años fué religiosa. El hogar español, tan fieramente inviolable
que recuerda desde luego al harem, profundiza con su aislamiento esa
tendencia mística. Los hijos no podían sentarse á la mesa con sus
padres, mientras no fuesen caballeros, y aquéllos estaban autorizados
por la ley (Partida 4.ª, Título XVII, Ley VIII) á comérselos en caso
necesario. Tal la rigidez de ese hogar, donde el mismo sol entraba
furtivo. Su situación de plaza fuerte prolongó las formas domésticas
de la Edad Media. La señora fué centro de un pequeño mundo. Desde la
cocina al oratorio, toda la vida, con sus pequeñas industrias, sus
necesidades comunes, estuvo para ella entre esas paredes. Lo que el
castillo feudal había aislado por previsión guerrera, fué conservado
por los celos orientales. Pero á causa de la igualdad monogámica,
resultó favorable á la dignidad de la mujer. La calle fué para ella un
terreno vedado, al cual no se aventuraba sin su dueña y su rodrigón;
la escritura un arte galeoto; su aposento remedaba una celda monjil;
hombres, no veía otro que su confesor, fuera del padre y los hermanos
que la trataban con rígida cortesía.

La sangre, loca de sol, exasperada como por una infusión de especias,
al soplo enervante de las brisas africanas, podía con todos esos
recelos; y el discreteo de las «tapadas», que tornó clásicas la comedia
congénere, vengó de tantos agravios á la libertad y á la belleza.
Una amable rufianería de lacayos, escurrió billetes y madrigales
por las junturas de las imponentes cancelas. La Celestina se volvió
un personaje clásico; el percance de los galanes sorprendidos por
la ronda, ó muertos en duelo anónimo al pie de cómplices rejas, fué
argumento popular; pero justo es decir que semejante reacción, asaz
natural por otra parte, jamás llegó á la corrupción de las costumbres.
La dama española conservó integérrima su pulcritud en el arca de
su fidelidad. El asalto á los hogares demasiado herméticos, no fué
precisamente una proeza casquivana, y las conquistadas doncellas amaron
por lo común sólo á sus dueños. La mujer de la clase media mantuvo su
honestidad, y el adulterio fué casi siempre un pecado de Corte.

El pueblo no resistió tan bien á la corrupción general. El pícaro
se desdobló á poco andar en la pícara, sujeto específico como él.
De concierto con perillanes y bandidos, ésta fué activo fermento
de corrupción. Mestiza de judío, de moro, de gitano, presa de la
alcahuetería ó de la miseria, ella había operado la fusión de las
razas, al descender los de casta superior hasta sus brazos tentadores
y fáciles. Su tálamo fortuito en los pesebres de las ventas y los
sotos silvestres, alzado en ocasiones hasta la alcoba real, efectuó
la mezcla funesta para los elementos arios, que la guerra mantuvo
libres del contacto semita. Agente de la disolución ahora, propagaba
con fecundidad doblemente perniciosa las pestes del cuerpo y los males
del espíritu. Pero siempre desinteresada é instintiva, su prostitución
jamás fué sórdida; su fidelidad continuó descollando característica,
en los tugurios de la hampa. La altivez nativa acentuó siempre su
garbo, constituyendo una especie de lustre, que resaltaba lo mismo
entre blondas que entre harapos; y nadie pisó la tierra con gallardía
igual, cuando bajo la escolta de su majo pálido, derramaba por los
barrios bravíos aquella delicia de su carne amorosa, purpureando en
sus cabellos el clavel popular, suscitando con esos ojos, que evocaban
melancolías de lunas agarenas, lampos de navajas y candencias de
piropos.

Á ese impulso inspirador, que la verba improvisadora de los gitanos
estimulaba, tuvo aquella mujer su poesía. La musa plebeya realizó
en su honor, lo que no pudo el estro de los retóricos. Coplas mil
nacieron, al sonar su chapín destalonado en las aceras que desdeñaba el
brodequín de la duquesa; y la única poesía erótica de España, la que
aún vive con su gracia original, cuando ya nadie menciona los atildados
perifollos de academia, es fruto de su cuerpo.

La tristeza morisca, bien cultivada en aquel ambiente de opresión,
impregnó tanto á esa poesía como á la mujer de quien ella emanaba,
siendo éste otro rasgo genérico del femenino español. Los celos,
más vivos también en el alma inculta, dieron á tales efusiones su
elocuencia desesperada. El amante en sus coplas, si ofrece la vida,
en cambio amenaza con la muerte. Las melodías arábigas, cuyas quejas
y suspiros cesan apenas de alternarse, para traducir en ayes los
aullidos del desierto, engendraron la música popular; y ésta formó,
como quien dice, el comentario del despotismo, en consorcio con aquella
poesía donde flotan las añoranzas y los desengaños de una raza, que
en su literatura posee historias enteras «de árabes que han muerto de
amor;»[25] las quimeras de éste, único paraíso para el esclavo, cuyos
celos lo guardan cual sanguinarios mastines; la indefinida protesta de
un pueblo aherrojado en el calabozo teológico, del cual es el monarca
la centinela, cuando la nacionalidad al integrarse ensanchaba sus
horizontes, que aun se amplificarían con el Descubrimiento hasta la
infinitud del mar, convirtiendo en amargura el hondo contraste.

Chispa y buen humor, también perecieron en el naufragio. La misma
novela picaresca fué ante todo un desahogo brutal, una carcajada
cínica--en la cual había más desplante de perdido que gracia
verdadera--y en el fondo, en su entraña recóndita, una venganza, menos
baladí de lo que parece á primera vista, contra la opresión de la
conciencia.

Ésta se extremaba en razón directa del absolutismo político. La misma
teología, que era la filosofía de la época, experimentó una reacción
mística. Declinó la vasta influencia interna é internacional de Vives y
de Osorio, con su imperturbable serenidad y sus agilidades polémicas,
respectivamente, sustituyéndosele la exaltación de Fr. Luis de Granada.
Papistas antes que cristianos, lo que perdieron los místicos en
latitud, ganáronlo en profundidad. Cierto es también que llegaban duros
tiempos.

La inquietud político-filosófica que llenó el siglo XV, tuvo en la
Península poderosa repercusión, no sólo popular, sino de cátedra,
bastando para prueba la actitud del profesor salmantino Pedro de Osma,
reputado por el hombre más sabio de su tiempo, y condenado en el
concilio de Alcalá; del propio modo que el decisivo apoyo, prestado por
Alonso V de Aragón al cisma de Basilea.

Depravaciones y simonías del clero, contribuían á inquietar más los
ánimos, y así las cosas, la Reforma había penetrado, por el contacto
comercial con los países herejes, no obstante el genio avizor de
Carlos V. Libros prohibidos, de origen alemán y genovés, circulaban
con relativa profusión, clandestinamente reimpresos algunos en la
misma Castilla. La unión con Inglaterra, estrecha entonces, por la
doble relación del comercio y de la alianza inalterable--que subsistió
desde el primero de los Plantagenet y Alfonso VII de Castilla, hasta
María Estuardo y Felipe II--fomentaba la propaganda herética. Así este
monarca, una vez concluidas sus guerras en Italia y Francia, consagróse
entusiastamente á la represión de la herejía, empezando su campaña en
1558.

El espíritu de la Edad Media, volvió á dominar imperioso. Durante
ella, y bajo la influencia exclusiva de la Iglesia, había reinado la
inmovilidad. Á condición de no cambiar nada, se podía discutir todo,
siendo un error creer que no existía la libertad de discusión. Era,
sin embargo, una libertad puramente dialéctica, puesto que demandaba,
ante todo, la conformidad con lo establecido. De aquí que hereje,
quiera decir estrictamente «disconforme». Tener opinión propia era el
verdadero delito.

De esta inmovilidad fundamental, que limitaba las operaciones
filosóficas á sacar consecuencias de los principios invariables, nació
el predominio del silogismo. Ciencia y religión eran la misma cosa á
este respecto, pues la Biblia y Aristóteles se conciliaban en el mismo
concepto de autoridad. Corporal y espiritualmente, la unidad era el
objetivo. Así, la única oposición provino de que tanto el papa como el
emperador, se atribuyeron la representación de esa unidad, discutiendo
sus parciales una mera cuestión de investidura. En España había vencido
el emperador.

El protestantismo rompió este molde, con la agitación que causara. Ello
fué involuntario sin duda, pues la Reforma, «querella de frailes», en
efecto, al comenzar, quería la misma cosa, desde que discutía todo,
menos la Biblia; pero á fuer de revolución, sobrepasó su objetivo,
beneficiando su éxito al mundo.

La monarquía absoluta, cuyos privilegios hería de muerte aquella
conmoción, reaccionó potente; y su triunfo en la Península quitó á ésta
la última esperanza de abandonar la Edad Media en que permanecía. Bajo
Felipe II, las Cortes de Tarazona prohibieron como un delito que se
gritara _Viva la Libertad_.

Así como el Nuevo Mundo le quitó lo mejor de su raza, Inglaterra
aprovechó sus talentos más libres, aunque no quizá los mejores; pero la
cuestión no era de calidad individual, sino de ideas generales.

Desde 1559 comenzaron á llegar á aquel país los reformadores españoles
perseguidos por la Inquisición. El sectarismo y la rivalidad
política, que se pronunciaba cada vez más en ofensas, los acogían con
predilección singular, reconociendo sus méritos hasta el punto de
darles á desempeñar cátedras en la misma Oxford.

Arias Montano y Pérez de Pineda merecieron la admiración británica; Del
Corro y Valera imprimieron sus obras en Inglaterra; y los españoles
residentes allá, casi todos comerciantes, vale decir más accesibles al
espíritu moderno, adoptaron la Reforma.

De tal modo España, al repudiar las tres manifestaciones correlativas
de la civilización moderna que comenzaba: el comercio, y en
consecuencia la colonización; la Reforma, fuente directa del
racionalismo, y el concepto civil de la autoridad, base de las
instituciones democráticas, abjuró de hecho el progreso.

El atraso intelectual, sobreviniente á la expulsión morisca, quitó
á sus universidades la clientela inglesa, contribuyendo esto, tanto
como la religión, es decir, en parte principal, á la pérdida de
aquella alianza británica, cuya ruptura empieza la era de las grandes
desgracias peninsulares. Las ciencias naturales acabaron del todo, y
la medicina, que fué su resto, dió á poco andar en el más ridículo
empirismo. La escuela griega se sobrepuso á la arábiga, dominando el
campo desde los comienzos del siglo XVI, y ya España no fué su sede.
La medicina española estaba reducida á los trataditos de Monardes,
cuyos solos títulos bastan para denunciar su carácter: _Tratado de
la piedra bezoar y de la hierba escorzonera_; _Tratado de la nieve y
del beber frío_, etc. En la Academia de Medicina de Granada servía
de texto la disparatada _Medicina española contenida en proverbios
vulgares de nuestra lengua_, por el doctor Juan Soropán de Rieros.
La misma Salamanca carecía de una cátedra de matemáticas. En Alcalá
no se enseñaba derecho patrio. Servían de fundamento histórico,
apocrifidades tan burdas como la _Crónica de Ávila_, cuya primera parte
establecía «cuál de los 43 Hércules fué el mayor, y cómo siendo rey de
España tuvo amores con una africana en quien tuvo un hijo que fundó á
Ávila»(!). Desapareció toda idea de ciencia práctica, y la alquimia,
que había producido siglos atrás sabios tan nobles como Raimundo Lulio,
apagó su horno científico ante el quemadero inquisitorial.

Aquel desierto de ideas absorbió en su esterilidad la vida entera del
país, cuya decadencia irremediable, á pesar de su bravura y de su
genio, demostró que el progreso de las naciones no está en la raza,
ni en la riqueza del suelo, sino en las ideas, cuyo es el espíritu
animador.[26]

Quedaron sólo en pie, cada vez más enormes, cada vez más opresores,
la Iglesia con su lúgubre maquinaria de tormento y su teología, y el
insaciable Fisco, del cual eran danaides alcabalas y gabelas.

Una rapacidad sin ejemplo acosó al trabajo nacional. El hambre fué
desde entonces «el diablo de España». Los mendigos se instituyeron
en corporaciones que explotaban las ciudades por barrios, como los
ladrones, con quienes tenían más de un parecido en lo desalmados y
bellacos. Hasta la Naturaleza parecía complicarse en sus farsas, pues
la hierba de los pordioseros (_clematis vitalba L._) con que producían
sus llagas artificiales, ha abundado siempre en España de una manera
prodigiosa...

La caridad pública los fomentaba, sin embargo, á título de
intermediarios con la divinidad; y el clero, improductivo como ellos, y
como ellos mendicante de profesión, agravaba el daño con preconizarlo.
Nada pudieron contra su difusión las disposiciones reales; la religión
los amparaba, y exagerando los principios de caridad evangélica con
sectario fervor, dió en el panegírico de la miseria.

Añadíase á éste otro azote de la misma procedencia. La vagancia,
que reclutaba sus hordas en el bajo fondo social, donde la
ilegitimidad creciente de los nacimientos aumentó, á la vez que los
infanticidios,[27] los abandonos en cantidad prodigiosa. Esto último
llegó á constituir un peligro social tan grande, que las Cortes de
1552 solicitaron la creación de funcionarios especiales, cuya misión
fuera amparar y proporcionar trabajo á los niños abandonados; pues
los bribones viejos formaban con ellos cuadrillas de bandoleros que
asolaban arrabales y campañas.

La rapiña tomaba todos los caracteres de una industria regular. Un
libro contemporáneo, _La desordenada codicia de los bienes ajenos_,
enumera, imitando á los _Liber vagatorum_ de la Alemania medioeval,
las más selectas clases de ladrones. En realidad pasaban de treinta,
pero no clasifica sino las siguientes, que transcribiré á título de
curiosidad:

Eran ellos los _salteadores_, _estafadores_, _capeadores_, es decir,
especialistas en capas; _grumetes_, porque robaban con escalas de
cuerda; _apóstoles_, porque á semejanza de San Pedro, cargaban llaves;
_cigarreros_, ó cortadores de vestidos; _devotos_, porque operaban
en los templos; _sátiros_, ó ladrones campestres; _dacianos_, ó
compra-chicos; _mayordomos_, ó ladrones de posadas; _cortabolsas_,
_duendes_, _maletas_ y _liberales_.

Admirablemente organizados, con sus señas y palabras de pase, tenían
ramificaciones en todas las capas sociales. Monjes, estudiantes, mozos
de cordel, lindas damiselas, venteros, señoronas beatas, ancianos
venerables, cooperaban como espías; siendo la estafa una especialidad,
que dió nombre en todas las lenguas al famoso «cuento del tío».

Las zonas de explotación en los centros urbanos, estaban tan bien
delimitadas, lo propio que las distintas especialidades, que ningún
bribón podía casarse sino en las suyas, so pena de multa á título de
dispensa. Y tal era su poder, que bandas de mendigos gitanos, los más
peligrosos de todos, habían llegado á asaltar la ciudad de Logroño,
para pillarla, mientras sus habitantes estaban atacados por la peste.

Todo revelaba, pues, una sociedad en descomposición, cuyo ideal terreno
era vivir sin trabajar, aun á costa de la miseria. El mismo de la Edad
Media, sin el fervor religioso que lo explicaba y engrandecía.

La anexión de Portugal acabó de realizar en la Península el ensueño
absolutista, contribuyendo más, si cabe, á aumentar el maleficio con
su gloria fugaz. Pero la situación se volvía cada vez más alarmante en
el exterior. Ya hemos visto cómo se perdió la amistad de Inglaterra,
natural aliada y tributaria comercial é industrial.[28] La unión,
cimentada sobre dos matrimonios célebres,[29] había sido cultivada
con toda clase de sacrificios, por la astuta política de Fernando y
el genio del Emperador. El sueño de la unidad absoluta derribó aquel
monumento. Quísose imponer á la fuerza la neutralidad británica en la
cuestión de los Países Bajos, y el resultado fué perder ésa y éstos.

Fracasó igualmente la acción sobre Francia, rompiéndose otra antigua
y fecunda unión. En efecto, desde fines del siglo XI y principios del
XII, ésta se sostenía por la doble influencia política y religiosa.
Los magnates más considerados en la corte de Alonso VI de Castilla,
fueron borgoñones; las tres mujeres con que dicho monarca contrajo
matrimonios, fueron francesas, y contó además por yernos á dos
señores de Borgoña.[30] Un arzobispo de Toledo, y tal cual obispo de
Sigüenza, de Salamanca, Zamora[31] y Osma, procedieron también de
Francia. Los Papas de Aviñón, estuvieron en íntimas relaciones con
España, de tal modo, que tres sobrinos de Clemente V tuvieron las
catedrales de Zaragoza y de Tarazona, y el deanato de Tudela. El rito
mozárabe fué sustituido por la liturgia de los cistercienses, orden
enteramente francesa, como es sabido; y dichos frailes llegaron á
poseer fuero propio, con derecho á justicia de Dios en el monasterio
de San Facundo. Don Jerónimo, monje cluniacense, es decir francés por
su orden, tanto como lo era por su nacimiento, fué capellán del mismo
Cid, y profesor de aquella elegante y liviana doña Urraca, que tantos
dolores conyugales debía causar á la honestidad aragonesa de Alfonso el
Batallador. La célebre _Unión_ de los nobles aragoneses, había estado
entendida con el primero de los Valois, para el mejor éxito de su
rebelión foral...[32]


Todo esto se perdió en la aventura, al paso que aumentaban los éxitos
de la piratería turca. España quedó entonces aislada por el Pirineo y
el Océano. Francia, con Enrique IV y Luis XIV, reduciría el Austria
colosal de Carlos V á las dos primeras vocales de su divisa: A.E.I.O.U.
(_Austriæ[33] Est Imperare Orbi Universo_); Inglaterra cerrábale el
acceso al Occidente y á los puertos europeos; Holanda, al libertarse,
había prohibido el tráfico con ella; estaba aliada de hecho con los
ingleses, desde que en 1598 el embajador británico en París, había
apoyado á los suyos en sus gestiones para obtener la neutralidad de
Enrique IV, datando además casi desde entonces su rivalidad en el
comercio de las especias; y no es acaso impertinente recordar, que el
fracaso de la Grande Armada coincidió con la libertad de los mares,
preconizada por Grocio en su memorable _Mare Liberum_, contra el _mare
clausum_ (para hablar con una frase de la época, que fué el título de
la más célebre refutación al insigne holandés)[34] el mar cerrado de la
conquista peninsular.[35]

La formidable tetrarquía, que formada por las casas de Castilla y
Aragón, de Valois, de Tudor y de Habsburgo, había dominado de concierto
á la Europa del siglo XV, se desvinculó enteramente en perjuicio de
España. Logróse, con igual efecto, la segunda renovación germánica,
y aquella grandeza cuyo remonte tuvo sanción en el Tratado de Blois,
entraba al ocaso con el de Chateau Cambresis.

Por el lado económico, por el espiritual mismo, también se diseñaba
el fracaso. La banca florentina, que venía dominando desde dos siglos
atrás los cambios de Europa, estableció sucursales en los primeros
centros, ampliando su acción con mengua de España, no obstante la
dependencia nominal en que la República se hallaba respecto á ésta, por
fuerza, no por afecto,[36] y la misma Roma volvióle las espaldas con
Sixto V, negando al Imperio Cristiano la colaboración espiritual que
era su fuerza y su pretexto.

Tantos desastres, en lapso tan breve, acarrearon el desencanto de las
glorias patrias y el pesimismo sobre el porvenir. El pícaro, que por
su carácter de correvedile popular, estaba en todos los secretos del
alma española, no tenía empacho en disertar sobre «las vanidades de
la honra». _Vanitas vanitatum_, que no aproxima sino en apariencia á
Guzmán de Alfarache y al Salmista, pues para el uno es consecuencia de
ese alto desdén que inspira la vida, á quienes saben dominarla desde
las alturas de su virtud ó de su genio, mientras daba razón al otro
para justificar sus pillerías.

La marcha triunfal de los descubrimientos se suspendía también. El
lector recordará la cantidad superior de descubridores españoles,
desde 1492 hasta 1610, año en que los jesuítas se establecieron en el
Paraguay. Desde ese hasta 1700, y guardando las mismas proporciones de
la nota citada, el resultado no es menos elocuente, al invertirse los
términos; pues para 87 capitanes extranjeros, entre los que predominan
ahora los holandeses, no encontramos sino 5 españoles. ¡El mismo número
de ingleses que en los primeros 90 años del descubrimiento![37]

Al par se agravaba la carestía. Los altos precios de la época de
abundancia, sosteníanse con mayor razón en la general lacería.
Los impuestos aumentaban, en proporción con el descrédito y la
improductividad, á pesar de lo cual el Estado precipitábase cada vez
más en la insolvencia. En 1574 se debía 37.000.000 emprestados[38]
al 32%, y la Corona repudió esta deuda alegando que los prestamistas
habían procedido «contra la caridad y la ley de Dios.» Acababa, sin
embargo, de confiscar en su provecho, por cinco años, todo el oro
de las Indias; y esa verdadera trampa, realzada todavía por esta
extorsión, es la mejor prueba de la inmoralidad común. El gobierno
no temía el escándalo, á causa de que el pueblo se dejaba llevar por
análogas corrientes, demostrándolo así la escasa resonancia de la
iniquidad. La voracidad fiscal, correspondía al providencialismo de
Estado, que constituía el _modus vivendi_ predilecto del pueblo; y
esto consumó la hostilidad contra todo individualismo, cimentando á la
monarquía en el concepto de un Estado omnipotente.

Carlos había sido el tirano paladín; Felipe fué el tirano burócrata.
Lo único que le sobrevivió, es decir su obra más perfecta, fué la
administración, instrumento ingenioso de tortura económica en el cual
colaboró la Inquisición misma, no obstante lo diverso de su destino.

        [Ilustración: =Una lámina del libro del P. Nieremberg.=]

Fundada en efecto para defender la unidad política, bajo la monarquía
que reemplazó al feudalismo, é incorporada al pueblo con este fin
por medio del prestigio religioso, su sistema resultó de gran eficacia
para la unidad, y Felipe calcó sobre ella su régimen administrativo.
Este doble carácter religioso y fiscal, le dió una importancia inmensa,
robusteciendo sus vínculos, es decir garantiendo su permanencia como
institución normal. Su obra, entonces, resultó más funesta. Las
ejecuciones en masa, que las damas iban á ver, coqueteando con sus
abanicos cuando llegaba hasta ellas el humo del quemadero, ó tomando
sorbetes, acostumbraron á la crueldad, acentuando hasta lo siniestro
ese rasgo del tipo conquistador. Los sayones del duque de Alba,
ajustaban un pito á la lengua de los herejes flamencos, para que sus
gemidos en la tortura salieran agradablemente modulados...

De este modo la unidad absoluta, al evolucionar con los tiempos,
dominando las diversas tendencias, desde la militar á la religiosa
en el individuo y desde la gloriosa á la económica en el gobierno,
deformó enteramente el carácter nacional, infestado en todas sus
partes á virtud de las citadas trasposiciones; y así fué como Felipe,
al dividirse la herencia del Emperador, imposibilitando el sueño
universal de la monarquía, soñó el Imperio Cristiano como una oportuna
compensación.

Las insurrecciones forales, habían mostrado con harta elocuencia la
estructura intrínsecamente federal del país; vencidas, impusieron
transacciones que contrariaban la soñada unidad. El gobierno carecía
realmente de fuerza militar y económica para imponerla; los intereses
eran distintos y aun adversos en las diferentes regiones; la raza y
el idioma se encontraban en el mismo caso. Nada común tenían fuera
de la religión, y á ella decidió apelar el monarca para realizar sus
designios. La Inquisición llegaría con esto al máximum de poderío como
instrumento fiscal.

Pero el sueño universalista no residió inútilmente en la cabeza del
siniestro Habsburgo, de tal modo que su propósito tuvo por complemento
la unificación «cristiana» de la Italia, la Francia y el Portugal.

Era un pensamiento político grandioso, pero anacrónico, y así no
ocasionó consecuencias sino en el orden interno y bajo la faz
religiosa, por ser la religión su inspiradora.

La conquista espiritual fué su producto, al haberse vuelto imposible
la conquista política hacia la cual se marchaba secundariamente, y el
gobierno adoptó en definitiva su ideal teocrático.

Semejante final se preparaba desde muy antiguo, pues ya Alfonso el
Batallador había fundado en su época más de quinientas iglesias y
dotado más de mil monasterios, acabando por heredar con su propio reino
á las órdenes militares de la Tierra Santa. Era, pues, una tradición de
la monarquía.

Cerca de diez mil casas religiosas, poblaron la Península;[39]
el clero, instrumento precioso de la empresa, duplicó su poderío,
que no hacía, después de todo, sino realzar el mal ejemplo de
la improductividad; y como la conquista religiosa derivaba tan
directamente de la guerrera, militar fué el espíritu de la orden que
encarnó aquel ideal.

La Compañía de Jesús fué creada con el objeto ostensible de combatir
al protestantismo--y hasta puede creerse que su fundador no tuvo otro;
pero las instituciones populares, son siempre una copia reducida del
medio donde nacen, dependiendo su éxito de su conformidad con las
tendencias predominantes en él. El rápido incremento de la Compañía,
demuestra entonces cuánta era esta conformidad.

San Ignacio que había sido militar, y hasta militar exageradísimo, por
la natural expansión de su rica naturaleza, refundió en su creación la
tendencia agonizante con la que venía á reemplazarla, en procura del
mismo ideal dominador, pero adaptándose, en su carácter religioso, á
los nuevos tiempos.

El remonte místico fué la postrer llamarada de un foco que se
extinguía, pues á pesar de todo, el racionalismo de origen protestante,
operaba de consuno con las necesidades de la naciente civilización.
Predominó en la orden el carácter político, dentro de la organización
militar (la «Compañía» y la «milicia de Jesús» son sus denominaciones
corrientes); y al revés de las comunidades contemplativas, no rehuyó el
contacto del mundo al tomar éste sus nuevas direcciones. La evolución
conjunta del derecho y de la teología hacia el solo respeto de las
formas, convirtióse en realidad. El posibilismo se substituyó á la
intransigencia, vale decir la razón al sentimiento, pues según queda
expresado, el ambiente racionalista se insinuaba también en la Iglesia,
modificando su _modus operandi_; y ésta, en la persona de los jesuitas,
se plegó á sus exigencias, conservando en su estructura externa aquella
tradicional rigidez que tan bien simulaba la infalibilidad, base de su
prestigio, pero en cuyo fondo estaba el escepticismo utilitario, que
con tal de llegar á su fin no repara mucho en los medios.

Este modo de ver las cosas no fué, como el fanatismo anticlerical
ha pretendido, una especialidad jesuítica. Su esencia está en la
misma forma de la civilización comercial que empezaba, iniciando á
la vez nuevos conceptos morales. Es que la respetabilidad, ó sea
la conformidad puramente externa con los principios establecidos,
reemplazaba, como norma de adaptación social, á la devoción del período
místico, señalando nuevas posiciones á la conciencia humana, y haciendo
posible entre otras cosas la libertad del pensamiento, ó produciendo,
en términos más generales, un individualismo más radical. San Ignacio
y Maquiavelo fueron contemporáneos.

La época se presentaba propicia para la evolución que señalo, pues las
ideas modernas, que eran la degeneración progresiva de sus precedentes,
no habían llegado á distanciarse de éstas tanto como para entrar en
oposición, constituyendo otra circunstancia favorable lo poco definidas
que estaban aún sus correlaciones. Nadie podía sospechar entonces,
que el racionalismo y la libertad comercial, traían consigo las
instituciones representativas; pues siendo el gobierno lo último que
cambia, según advertí al comentar su verbo específico, las monarquías
continuaron en floreciente situación.[40]

Intencionadamente ó no, los jesuitas se adaptaron al nuevo molde, y
esto explica su éxito sorprendente. Pusiéronse de acuerdo con los
tiempos, representando dentro de la Iglesia una tendencia moderna,
aunque por fuera parezcan los más intransigentes, y sean los campeones
de dogmas como el de la Inmaculada Concepción y el de la Infalibilidad;
pues nadie exagera más su convicción, que quien necesita estimularla
artificialmente.

Distintos de todos, prosperaron sobre el resto de sus contemporáneos,
como lo prueban claramente las órdenes de Teatinos, Padres del
Oratorio y Agustinos de Somasca ó clérigos de San Mayol, fundadas casi
al mismo tiempo con éxito tan diverso. De tal modo, la actuación del
jesuíta no le da sino un vago parecido con los otros sacerdotes. Su
misma piedad es distinta. Al exaltado fervor de la mística, San Ignacio
lo reemplaza con el procedimiento de sus _Ejercicios_, verdadero
tratado de psicología en que el examen, del cual no podía prescindirse
ya ni en las conversiones, suple al éxtasis inspirador. Basta comparar
la tristeza contemplativa que llena las meditaciones de la _Imitación_,
con el sagaz análisis del libro jesuítico. Comprendiendo que los
tiempos de entusiasmo habían pasado, se sustituyó á la contrición, es
decir al dolor de haber pecado, por la atrición, ó sea el temor del
Infierno; de modo que el criterio utilitario primaba aun en las reglas
de la conciencia.

La moral acomodaticia y la piedad afable, compusieron aquella política
espiritual, como si el Renacimiento que helenizaba á la Europa, hubiera
impuesto también á la religión un cariz de benevolencia griega.

Sixto V había preferido aliarse con Enrique de Navarra, Guillermo de
Orange é Isabel de Inglaterra, es decir los representantes coronados de
la herejía, contra la católica España, para evitar su engrandecimiento
perturbador; poniendo así los intereses temporales de la soberanía
pontificia, por sobre el proyecto de expansión católica que el lúgubre
Felipe se proponía ejecutar.

Cada vez más alejados del Calvario, cuyo recuerdo inflamaba el
heroísmo y suscitaba las meditaciones más dolorosas de la mística,
los devotos sentían disminuir con su exaltación su intolerancia. Los
jesuitas surgieron en ese momento; y la influencia moderna, sufrida
sin advertirla, está demostrada por su posibilismo, que los acerca
en política al concepto científico de la adaptación, y su psicología
práctica--diríase mejor experimental--que les da un punto de contacto
con el racionalismo. En ellos concluyó la devoción sentimental; la
tristeza dejó de ser el estado preciso para entrar en las vías de
perfección. La «iluminativa» y la «unitiva», que llevan á la santidad
por la contemplación y el éxtasis, fueron cerrándose cada vez más; y
la misma «purgativa», es decir penitenciaria exclusivamente, necesitó
que toda la habilidad de los casuistas la allanara y redujera con mil
arbitrios de transacción. Las reservas mentales constituyeron los
resortes de aquella «teología moral», abriendo en el catálogo de los
pecados ancha margen á la explicación acomodaticia. El jesuíta Sánchez
descolló entre esos, hasta volverse dechado, y sus célebres «disputas»
sobre el matrimonio, constituyen el más ingenioso dispensario de alcoba
que se pueda concebir, si no son sencillamente un caso de erotomanía,
en el que influyó tal vez su virginidad, que Renaud y Sotuel atestiguan
con elogio.

Jamás le condenaron, sin embargo, antes le alabaron por eso; y entre
sus panegiristas, que fuera de los citados los tuvo tan buenos como
Rivadeneyra y el mismo Clemente VIII, hubo alguno (Cambrecio) que llegó
á calificar de feliz milagro su entrada en la Compañía: prueba de que
su doctrina interpretó admirablemente la moral de la comunidad.

Aquel predominio de la razón y del examen sobre el sentimiento, se
manifestó en todos los órdenes de la vida jesuítica; y, circunstancia
que lo hace aún más notable: mientras las demás órdenes abundan en
poetas, en ésta hay, sobre todo, hombres de ciencia.[41] El arte le
interesa poco, á no ser como un atractivo sensual. De aquí la cargazón
decorativa tan peculiar al templo jesuítico. Dorados y colores charros,
retablos churriguerescos, esplendor chillón en que lo llamativo
predomina sobre lo estético, son, por decirlo así, los marbetes de la
mercancía mística, resaltando su carácter comercial en razón directa de
su exceso. Aquello nada tiene que ver con el arte, siendo su objeto el
pregón, y estando destinado, entonces, á hacerse notar sobremanera.

Mientras el éxtasis y el fervor dieron auge al sentimiento en las
manifestaciones religiosas, el arte, que es siempre una expresión
de amor, se manifestó en actos de fe. La obra artística vino á ser
una plegaria á la divinidad, ora directamente en la poesía mística,
ora bajo formas simbólicas en las demás artes, resultando de esto su
carácter desinteresado y por lo tanto anónimo casi siempre.

El soplo racionalista agostó aquellos vergeles de la oración, y el
abuso retórico que ya hice notar en la poesía profana del pueblo
español, se advierte igualmente en su arte místico. Casi era
innecesario anotarlo, pues se trata, al fin, de la misma cosa, tanto
más si se considera que en aquellos tiempos, el arte se hallaba menos
distante de la religión; pero esto viene para que se vea mejor la razón
de su decadencia en poder de los jesuitas.

Nada más distante de mi espíritu que un reproche por esta causa, pues
ellos no hacían otra cosa que adaptarse para vivir, perdiendo y ganando
en el suceso todo cuanto éste traía aparejado de pro y de contra.

La reacción mística que los suprimió, ejecutada por Clemente XIV,
franciscano, es decir miembro de una orden, que, al ser la más
fervorosa y artista, resultaba naturalmente rival,[42] demostró con
su fracaso cuál poseía mejores condiciones de vitalidad, es decir de
adaptación al medio ya hostil en que ambas se desarrollaban; prueba
concluyente, á mi ver, en favor de la Compañía.

El jacobinismo ha odiado á los jesuítas, porque ha visto en ellos á los
más vigorosos paladines del ideal católico, sin comprender la razón de
su fuerza; pero el espíritu imparcial, para quien lo único interesante
es el progreso de las ideas, en el fondo y no en la forma, no puede
menos de considerarlos como los representantes de ese adelanto en el
seno de la Iglesia. Ello es naturalmente relativo, y está lejos de
merecer elogio para los causantes, pues nadie ignora que se efectúa á
su pesar; mas esto mismo demuestra con mayor evidencia la superioridad
de las ideas modernas, á las cuales debieron tomar lo que tienen de más
fecundo y humano sus adversarios mismos para poder subsistir.

Resulta así el jesuíta un tipo moderno, más lógico en nuestro estado
que el monje de tradición medioeval; un hombre de acción sobre todo,
para quien parece haberse hecho aquello de rogar y dar con el mazo.

Intransigente en el dogma, por la razón de perennidad antes enunciada,
pero flexible en la conducta; adaptable, porque es utilitario y
sólo le interesa la consecución de su propósito; hábil, antes que
inspirado, y observador, antes que fervoroso; ahorrando cuanto puede de
contemplación divina, para aplicarse de preferencia á la acción en la
lucha humana; abandonando la tristeza, tan característica de la Edad
Media, para entregarse á la ciencia que crea el bienestar, reaccionando
sobre el odio al rico, que es la base del cristianismo puro, porque la
filosofía, predominante en él sobre la mística, le ha enseñado que es
mucho más humano y eficaz acoger á todos sin distinciones en la misma
esperanza de salvación, y porque, siendo la riqueza el ideal social en
boga, no es posible ir contra éste sin renunciar á la victoria; amable
con la mujer, á quien no detesta como á instrumento de pecado, según
la teología medioeval, sino que la aprovecha como precioso elemento
de dominación; suave con el poder temporal, á cuyo creciente poderío
cede; deferente con las aspiraciones populares, que sintetizadas en la
instrucción barata ó gratuita, él cultiva hoy para dirigirlas mañana,
convirtiéndose, al efecto, en profesor; fiando por último poco ó nada
en el milagro, y todo en el esfuerzo inteligente, en la perseverancia,
en la habilidad, nada puede objetársele por el lado de la lógica
humana. Sus dos obras maestras--los «Ejercicios» y la «Mónita»--son una
cartilla política y un tratado de psicología experimental.

Su deficiencia filosófica estaba en el ideal teocrático, al que se
dirigía por otros caminos, pero sin modificarlo un ápice; su falla
moral y su inferioridad social, consecutivas del defecto anterior,
consistieron en la astucia con que se apoderó de los espíritus por
cualquier medio, para hacerlos servir á su fin, y en el carácter
conquistador, común á todas las instituciones españolas, que su orden
revistió. Fué el rasgo nacional de ésta, por más que en su aparición
y desarrollo influyeran, como ha podido verlo el lector, los factores
enunciados.

Del propio modo que el rezago de aventureros medievales, encontró
en España su ambiente natural, acarreándole como en tributo la más
tremenda soldadesca de la Europa, los aventureros religiosos, que eran
una variante del mismo tipo, engrosaron á porfía las falanges de la
nueva institución, cuyo carácter prometía la permanencia del antiguo
ideal en las nuevas formas á las cuales se adaptaba. El conquistador
religioso reemplazó al militar tan fielmente, que hasta fueron suyos
los nuevos descubrimientos en las tierras por cuyos ámbitos lo esparcía
su celo; y como por su carácter unía el espíritu militar al prestigio
religioso, en el cual residía el éxito del Imperio Cristiano, que fué
desde entonces el ideal supremo de la monarquía española, ésta lo hizo
su predilecto. Como teocracia, encontraba en él su elemento de acción
por excelencia.

En la bula _Unam Sanctam_, que para los absolutistas era naturalmente
dogmática, Bonifacio VIII había sostenido que las dos espadas, la
temporal y la espiritual, pertenecían á la Iglesia: una en poder del
Papa, y la otra en el del soldado, pero sujeto éste al sacerdote: _in
manu militis, verum ad nutum sacerdotis_. Y los jesuítas alimentaban
este ideal.

Luego, el desencanto producido por la decadencia de la gloria patria,
y por la corrupción que asumía tan repugnantes formas, llevó á la
corriente religiosa los mejores espíritus, aumentando, si aún lo
necesitaba, el lustre de la nueva institución, con cuyo predominio
aseguraba la Península su permanencia en la Edad Media.

Esta había concluido de hecho con el último desafío foral, que Carlos
V presidiera en Valladolid; pero su espíritu seguiría incólume hasta
hoy en el pueblo. El contacto íntimo de la nación con el soberano,
al extinguirse el poder feudal, dando por fruto una exageración de
militarismo, estableció las relaciones entre súbdito y monarca,
sobre la base de una patriótica fidelidad. La monarquía hizo de esto
su fuerza, erigiendo á la lealtad en virtud suprema y cultivándola
profundamente, puesto que á su sombra se perpetuaba el privilegio,
y las instituciones asumían, sin esperanza de cambio, la absoluta y
anhelada inmovilidad.

La religión, única influencia íntima en el alma popular, fomentó
aquella virtud, bajo la forma de respeto místico que la acercaba al
culto, inmóvil también en su afirmación de eternidad; y esto sucedía
precisamente cuando el mundo entero empezaba la evolución industrial,
que había de producir la democracia en política y el positivismo en
filosofía, formas flexibles por excelencia, es decir de adaptación
constante á sus medios.

El ideal español procedía á la inversa, pues residiendo para él en la
religión y en la monarquía la perfección absoluta, que les aseguraba
por de contado la eternidad, era el medio lo que debía adaptarse
á ellas. La existencia de aquel pueblo quedó establecida sobre
esa transgresión de una ley natural, y todo su esfuerzo había de
consagrarse en lo sucesivo á mantener semejante situación.

Nada lo acobardaría, ni siquiera el espectáculo de ese derrumbe
vertiginoso, que un siglo después del gigantesco Carlos V, iba
á desenlazarse, conservando el estigma atávico, en la elegante
degeneración de Felipe IV--aquel _dandy_ de la catástrofe, que veía
arruinarse su imperio entre comedias, amores de bambalinas y disputas
teológicas sobre la Inmaculada Concepción.

El estado anormal quedaba erigido en la ley eterna; y ese ideal
absurdo, que el pueblo acogió con candorosa altivez, imposibilitaba
para siempre todo progreso, á despecho de cualquier éxito material.


                                NOTAS:

[3] El parecido es de fondo, sin duda; en la forma, se siente la
influencia de la caballería francesa y de la geografía británica,
probablemente sugerida por las hazañas del Príncipe Negro en Nájera.
Aquel paladín inglés fué un tipo de leyenda, aun en España.

[4] Á pesar de los argumentos con que Forneron y Groussac la niegan,
sigo ateniéndome al concepto clásico; pues aquéllos me parecen más
ingeniosos que positivos. La llamada ley de la herencia, tiene, sin
duda, sus fallos; pero no es menos evidente la existencia común de
ciertos caracteres en las familias.

[5] Según el P. Lozano, eran tres, llamadas de los Hoyos, del Muelle
y de los Sauces. Creíanlas situadas en los Andes australes, frente al
Chiloé, y construidas por unos náufragos españoles que se perdieron
en el Estrecho en tiempo de Carlos V, razón por la cual se los habría
llamado los Césares. Véase á este respecto el Cap. III.

[6] Una de las cosas que Colón se proponía con el Descubrimiento, y
así lo manifestó á los Reyes Católicos, era llegar á Jerusalén por
otro camino y rescatar el Santo Sepulcro. Su mismo carácter comercial
y práctico, hasta el extremo que dejan ver las estipulaciones con la
Corona, no escapó á la influencia paladinesca.

[7] _Sinus Barbaricus._ Así llamaba en su pintoresca terminología, al
mar que baña las costas orientales del Continente Negro, el mapa-mundi
publicado en 1529 por Diego Ribero, cosmógrafo del Rey.

[8] Esto puede precisarse en forma más concluyente, por medio de una
comparación. Contando solamente los jefes de expediciones que surcaron
el Océano y realizaron descubrimientos, desde 1492 hasta 1610, año
en que los jesuitas se establecieron en el Paraguay, los españoles
alcanzan á 84; mientras que el resto, en el cual incluyo juntos á
ingleses, franceses, holandeses, italianos y portugueses, apenas llega
á 72.

[9] Montesquieu en _De l'esprit des Lois_, Liv. XIX ch. X, reconoce el
mismo fenómeno al paso qne alaba la honradez española; y más lejos,
(liv. XXI, ch. XXII) fija en cincuenta millones término medio el
comercio de las Indias, haciendo notar que España sólo concurría á él
con dos millones.

[10] Montesquieu (op. cit.) llama al comercio «la profesión de los
iguales.»

[11] Ya por el lado científico, empezaba á ser notable esta diferencia.
En efecto, de 1492 á 1610, los globos, mapas y atlas extranjeros, que
describían las tierras recién descubiertas, son cerca de 70, casi todos
alemanes, portugueses é italianos, contra media docena de españoles;
pudiendo agregarse que de los 30 grandes nombres de sabios, cuya gloria
llena los siglos XVI y XVII, desde Copérnico á Papin, no hay uno solo
español.

[12] Tan español este ramo, que las _mayólicas_ perpetúan hasta ahora
con su nombre, el recuerdo de su origen: Mallorca.

[13] Una de las cédulas firmadas el 30 de abril de 1492 para facilitar
el viaje de Colón, prometía á cuantos se embarcaran con él, no
perseguirlos por sus delitos anteriores, hasta dos meses después de
su regreso á la Península. Este procedimiento se volvió práctica
consuetudinaria.

[14] De tal manera fué notable esa sustitución, que ya á mediados
del siglo XVI, los lienzos rojos y azules de Suffolk dominaban en la
Península. Lienzos blancos más finos, cotonía de toda clase, sedas,
brocados, joyas, vinos, hasta trigo y lana en rama, se importó de
Inglaterra. Las propiedades inglesas en España, alcanzaron á un total
de 60.000 libras.

[15] Los escritores tácticos españoles, como Sancho de Londoño,
Bernardino de Mendoza, Gutiérrez de la Vega, etc., alcanzaron renombre
internacional.

[16] Las mismas casas soberanas iniciaban la evolución en tal sentido,
siendo notables, desde este punto de vista, aquellos Médicis,
cuyo carácter parecía sintetizar la orgía de vida y el salvaje
individualismo del Renacimiento. Comerciantes, representaban bien con
su soberanía la evolución social operada, siendo Cosme y Francisco,
químicos distinguidos. De los dos, éste fué el primero que fabricó
porcelana chinesca en Europa, y habiendo aprendido de Benvenuto Cellini
el arte de falsificar zafiros y esmeraldas, lo aplicó en negocios, si
no correctos, brillantes. Descartando á la fiera medioeval, rugiente
á ratos bajo la urbanidad toscana, diríase que ese admirable déspota
preludió vagamente á Luis XV, hasta con su querida--aquella Blanca
Capello cuyas cualidades, así como su situación respecto á la consorte
legítima, le dan un parecido tan grande con la Pompadour. España, con
su quemadero de herejes y su devoción siniestra, era ciertamente la
antípoda de aquel Estado.

[17] Ya hemos mencionado la expedición de los almogávares. Conviene
recordar que la unión hispano-bizantina, venía desde los árabes, hasta
tal punto, que el arte arábigo-español de la segunda mitad del siglo
X, se llama del período bizantino. Estrechas relaciones unían al
califato de Córdoba con el imperio griego. El alcázar de Zahra, cerca
de esta última ciudad, fué construido por arquitectos de Bagdad y de
Constantinopla que Abderramán había llamado en 936. La fuente jaspe
con su cisne de oro, obra la más admirable de la sala del califa, era
bizantina, y sobre ella estaba suspendida la famosa perla que éste
había recibido en presente del basilio. Igual origen tenia otra fuente
cincelada y dorada de los jardines. El imperio bizantino había llegado
en el siglo X al apogeo de su gloria y de su cultura, siendo bajo este
aspecto el centro del mundo; lo cual explica la influencia mencionada.

[18] Un dato más interesante aún: La iglesia de San Juan del
Hospital, en Valencia, conserva la tumba de una basilias bizantina,
doña Constanza, fallecida en 1313 como religiosa de Santa Bárbara,
después de haber llevado la más novelesca existencia. Era hija natural
reconocida del emperador Federico II de Hohenstaufen y de la piamontesa
Blanca Lancia, es decir hermana del famoso Manfredo de Sicilia á
quien Dante encontró en su Purgatorio (Canto III) _biondo e bello e
di gentile aspetto_, y del poético Enzio. Casada en 1244 con Juan
Ducas III, llamado Vatacio, el gran enemigo de la iglesia romana y de
los francos, vióse pronto suplantada en el corazón de su marido por
una dama italiana, _la Marchesina_, que era á la vez su gobernanta,
pues la princesa no contaba sino doce años mientras el emperador era
ya quincuagenario. La italiana subyugóle de tal modo, que su séquito
llegó á superar al de la soberana legítima, teniendo derecho hasta para
calzarse de púrpura como una emperatriz. Muerto Vatacio, sucedióle
Teodoro Lascaris, hijo de un primer matrimonio, sin que por ello
mejorara la suerte de Constanza, pues éste nególe siempre el permiso
que con reiteración pidiera para volver á su patria, conservándola
como un rehén contra los latinos de Constantinopla, á pesar de las
reiteraciones de Manfredo. El advenimiento de Miguel Paleólogo en
1260-61, la encontró joven de treinta y dos á treinta y tres años, y
seguramente hermosa, pues el nuevo emperador enamoróse locamente de
ella. Entraba en las pretensiones matrimoniales que éste manifestó
desde luego, su parte de razón política; puesto que aquel casamiento,
dando nuevamente á Constanza el trono bizantino, eliminaba á Manfredo,
ya rey de Sicilia, de la liga latina formada para la reconquista de
Constantinopla--echándole del lado griego. Pero el Paleólogo era
casado, y su mujer, la basilias Teodora, madre de siete hijos, negábase
obstinadamente al divorcio. El patriarca de Constantinopla púsose de
su parte, amenazando al emperador con la excomunión. Decidido éste,
entonces, á apartarse del objeto de su amor, canjeó á la desventurada
princesa por el césar Stratigoponlos, prisionero de Manfredo,
regresando aquélla á su tierra natal en 1263. Dos años, apenas,
permaneció con su hermano, debiendo huir al cabo de este tiempo, ante
la invasión del reino de Nápoles por Carlos de Anjou. Trofeo de los
angevinos, como toda la familia de su hermano, fué quizá la única que
no murió prisionera. En 1269 pasó á España con autorización de los
vencedores, sin duda, siendo bien recibida por el infante don Pedro
de Aragón, casado con una sobrina suya de su mismo nombre. Profesó en
el monasterio de Santa Bárbara, en Valencia, donde vivió muchos años
todavía.

Pido excusas al lector por la longitud de esta nota, en gracia del
interés histórico que encierra.

[19] No obstante, he creído encontrar en las Mil y Una Noches (noche
132.ª trad. de J. C. Mardrus) el origen arábigo de este género; pues la
«Historia de los Artificios de Dalila la Bribona», me parece un dechado
de cuento picaresco. El libro en cuestión, ó por lo menos los cuentos
que lo forman, debieron de ser populares en España, si se considera
las estrechas relaciones de Córdoba con Bagdad. La pícara Dalila,
resultaría, así, una abuela árabe de Justina y de Urdematas.

[20] El _Lazarillo de Tormes_, tronco de la familia, y primero entre
las treinta y tres perlas que la forman, alcanzó más de 60 ediciones en
diversas lenguas, desde 1554, fecha de su aparición, hasta 1700.

[21] Ya era una especialidad española la importación de los propios
productos con marca extranjera. Efectivamente, dichas formas fueron
introducidas en Italia por los trovadores, tomándolas éstos de los
árabes, cuyas fueron originariamente, por la influencia intermediaria
del papado de Aviñón sobre España; viniendo así ésta á recibir como
subalterna, la preciosa herencia que no supo conservar.

[22] Es curioso que en la pintura española, y sobre todo entre los
iluminadores de la Edad Media, falte casi por completo el azul, el
color místico por excelencia, que da una luz de tal modo seráfica á
los cuadros del beato Angélico y que había encendido con claridades
empíreas las vidrieras de las catedrales del siglo XII, el más
puramente místico en arte, así como las miniaturas de los libros de
horas flamencos, alemanes y franceses. En la miniatura española, se
advierte el predominio del púrpura, el rojo y el violeta.

[23] Isidoro de Sevilla y Aurelius Prudentius el insigne zaragozano,
influyeron de tal modo en la Edad Media sobre la ciencia y la poesía
respectivamente, que hasta las alegorías de la arquitectura gótica de
toda la Europa central, se inspiraron en sus obras.

[24] No ignoro que se me objetará con Garcilaso; pero siendo fácil
demostrar su constante imitación de Petrarca, el lector deducirá lo que
podía haber de genuino en su tendencia amatoria.

[25] No conozco el libro; pero Stendhal lo cita en alguno de sus
estudios sobre el amor, y Stendhal es de los autores á quienes puede
creérseles bajo palabra.

[26] Montesquieu atribuye «á las especulaciones de los escolásticos
todas las desgracias que han acompañado la destrucción del comercio.»

[27] Otra plaga social característica de la Edad Media. Roma llegó en
tiempo de Inocencio III á infestarse con el hedor de los cadáveres de
los párvulos arrojados al Tíber.

[28] En otra nota mencioné las hazañas españolas del Príncipe Negro.
Ricardo Corazón de León, había ayudado brillantemente en la defensa de
Santarrem contra los moros, y lord Rivers, con 300 hombres, asistió
á la toma de Granada. Millares de peregrinos ingleses visitaban
anualmente el santuario de Santiago en Compostela, y tan íntima era
la unión religiosa, que en 1517 se construyó una iglesia británica en
terreno donado por el duque de Medina Sidonia.

[29] Dos Leonores fueron las esposas en este par de matrimonios. La
mujer de Alfonso VII de Castilla, hija del primer Plantagenet, y Leonor
de Castilla, consorte de Eduardo I.

Anteriormente, una hija de Guillermo el Conquistador había estado
desposada con el rey de Galicia, bien que el matrimonio no llegara á
consumarse por muerte de la Princesa. Recuérdese, por otra parte, el
romance X del Cid:

                De paño de Londres fino
              era el vestido bordado...


[30] Las tres vidrieras del segundo arco superior á la izquierda del
coro en la catedral de Chartres, fueron donadas por San Fernando de
Castilla cuya estatua ecuestre se ve aún en la rosa del mismo punto, y
es lo único que resta de la donación, pues aquéllas fueron retiradas en
1788.

[31] Uno de los primeros ensayos de la imprenta en Francia, fué el
_Speculum vitæ humanæ_, dedicado en 1470 á Luis XI por los impresores
en señal de gratitud, y cuyo autor fué Rodrigo, obispo de Zamora.

[32] Un francés, Aimeri Picaud, había escrito en el siglo XII, la obra
quizá más completa que exista sobre San Santiago, pues hasta contiene
en uno de sus libros--el IV--los itinerarios para la peregrinación
á Compostela. Esta obra fué atribuida durante mucho tiempo al papa
Calisto II; hasta que Delisle y Le Clerc en Francia y el P. Fita en
España, desvanecieron el error.

[33] Con un ligero error, que el lector salvará fácilmente, pues de
otro modo la síncopa carecería de sentido.

[34] Éste fué en efecto el título de la obra de John Selden, que refutó
á Grocio 37 años después, y es el trabajo más conocido en su género,
aunque no el primero ni el único. En efecto, Welwood había hecho ya lo
propio con su «An abridgement of all Sea-Lawes», en 1613; siguiéndole
en 1625 el P. Freitas, con su «De Justo Imperio Lusitanorum Asiatico».
La obra de Selden apareció en 1636.

[35] No eran los españoles los únicos en esto. Inglaterra, Venecia,
Génova, tenían por de su dominio exclusivo el Mar del Norte, el
Adriático y el golfo llamado entonces de Liguria; pero el libro de
Grocio era sobre todo contra España, que hizo cuanto pudo para cerrar
el Mar de las Indias á los holandeses.

[36] En el siglo XVIII, Holanda reglaba el cambio en Europa; su florín
daba el tipo monetario de las cotizaciones.

[37] La coincidencia es curiosa por su perfecta exactitud. No hay, en
efecto, desde 1492 á 1582, más que 5 grandes navegantes ingleses que
surquen el Océano: Rut en 1527; Willoughby en 1553; Frobisher en 1577;
Drake en 1577-80, y Gilbert en 1578-83: lo cual hace 90 años cabales.

[38] Aunque la Academia da por anticuada esta forma verbal la uso
como función del sustantivo empréstito, que no la tiene ahora, pues
«prestar» significa precisamente lo contrario.

[39] Esto fué en progreso creciente; pues Campomanes estimaba los
religiosos de ambos sexos de su tiempo, en 200.000 individuos. Ciento
treinta años antes, añade, es decir en 1622, pues se refiere á 1752,
ascendían á sólo 60.000.

[40] En el acta de independencia de Holanda, los Estados Generales
habían puesto, sin embargo, la significativa declaración de que «los
pueblos no estaban hechos para los príncipes, sino los príncipes para
los pueblos.»

[41] Alguna vez he mencionado las correcciones hechas al Breviario, en
1631, por los jesuitas Galucci, Strada y Petrucci, de orden de Urbano
VIII. Llegaron á 900, y suprimieron cuanto en la poesía mística de los
primeros siglos fué audacia de expresión, neologismo, forma nueva: todo
quedó nivelado al cartabón pedante del humanismo.

[42] Véase en el capítulo V la participación de los franciscanos en
la revolución Comunera. La análoga de Aragón, que tuvo por víctima
expiatoria á Lanuza, parece que no les fué tampoco antipática, según
era lógico, dado el carácter popular de la Orden. Fueron sus miembros
quienes dieron sepultura á los restos del desgraciado Justicia.



                                  II
                  =El futuro imperio y su habitante.=


El territorio que á los ochenta y cuatro años de su descubrimiento
formaría el centro del Imperio Jesuítico, parecía realizar con su
belleza las leyendas circulantes en la España conquistadora, sobre
aquel Nuevo Mundo tan manso y tan profícuo.

Si Colón se había creído en las inmediaciones del Paraíso al tocar
la costa firme, arrebatada su misma imaginación de comerciante con
la maravilla tropical, los conquistadores que entraron al centro del
Continente por el Plata y por el Sur del Brasil, pudieron suponer lo
propio.

Menos grandioso el paisaje, pero más poético; añadiendo los encantos
del clima y del acceso fácil á su gracia original, y alternando en
discreta proporción el bosque virgen con la llanura, el río enorme con
el arroyo pintoresco, su belleza se adaptaba mucho mejor á aquellos
temperamentos meridionales.

Por grande que fuera su rudeza, el entusiasmo debió llegar á lo
grandioso, si se considera el fondo místico de la empresa y sus
contornos épicos. La geografía, recién escapada á las invenciones
medievales, que durante mil años estuvieron tomando de Plinio cuanto
hay en éste de más quimérico, aumentaba con lo incierto de sus datos la
impresión legendaria.

Las ideas reinantes sobre el Nuevo Mundo eran en realidad tan vagas,
que en 1526, cuando la expedición de Gaboto empezó definitivamente
la conquista del Río de la Plata y del Paraguay, François de Moyne,
en su tratado _De Orbis situ ac descriptione_, tomaba al Asia, á la
Europa y á Méjico, por un solo continente, atribuyendo una costa no
interrumpida y común á la Suecia, la Rusia, la Tartaria, Terranova y la
Florida. Verdad es que en 1550, Pierre Desceliers protestó de semejante
confusión en su mapa-mundi, aludiendo visiblemente á Moyne; pero la
perplejidad siguió por muchos años todavía, engendrando los planes más
insensatos.

El nuevo país de que la conquista se enseñoreaba, no favorecía mucho,
sin embargo, las empresas puramente bélicas; y así, sus ocupantes
debieron limitarse casi del todo al cometido de exploradores. Los
naturales presentaron escasa resistencia, los grandes ríos facilitaron
desde el comienzo las excursiones, y puede decirse que, fuera del
bosque, la arduidad de la empresa no fué extrema.

La comarca se brindaba á primera vista para la fundación de un vasto
imperio. Desde su geología hasta su habitante, todo presentaba
caracteres uniformes.

Sobre las areniscas rojas, sincrónicas con el período cretáceo al
parecer, y en todo caso muy antiguas, un vasto derrame de basalto
imprimió al terreno su fisonomía actual. Otros dos productos de
este fenómeno, la completaron en la forma enteramente peculiar que
hasta hoy reviste. El primero es un ocre ferruginoso, que en las
capas profundas se manifiesta compacto y negruzco, pulverizándose y
oxidándose al contacto del aire, hasta constituir la arcilla colorada
que forma el suelo de la región; el otro es un conglomerado de grava,
en un cemento ferruginoso también, verdadera escoria que rellenó las
grietas del basalto, y cuyo clivaje denota vagamente una disposición
prismática, que facilita su desprendimiento en bloques casi regulares.
La nomenclatura popular llama á esta roca piedra _tacurú_, por la
semejanza que presenta con la estructura interna de los hormigueros
de este nombre. Sus yacimientos, que fueron muchas veces canteras
jesuíticas, permiten estudiarla bien, pues aquellos trabajos la
pusieron al descubierto en grandes superficies; y la regularidad de sus
bloques, de setenta á ochenta centímetros por costado generalmente,
sorprende por su parecido con la cristalización basáltica á la cual
acompañó.

Nuevos sacudimientos del suelo proyectaron á través de las grietas los
asperones primitivos, cuyo horizonte actual patentiza claramente este
fenómeno. En la costa paraguaya, frente á San Ignacio, hay una gruta
que pone á la vista el levantamiento en cuestión; y los cerrillos de
Teyú Cuaré, en la ribera argentina, lo ratifican mejor quizá con sus
vivas estratificaciones. Si el cauce del Alto Paraná es, como se cree,
una grieta volcánica, á lo menos hasta aquella altura--y ello me parece
evidente,--esos bancos de arenisca en sus orillas, demostrarían la
supuesta proyección.

Abundan también los lechos de cuarzo cristalino y aun agatado, aunque
éste menos común, predominando la misma roca en los cantos rodados de
los ríos. Las cornalinas y calcedonias que suele hallarse entre éstos,
deben provenir de las sierras brasileñas, pues su pequeñez indica lo
largo del camino que han debido recorrer; pero éstos son ya detalles
geológicos.

Lo que predomina es el basalto y los compuestos ferruginosos, desde el
ocre y el conglomerado que antes mencioné, hasta el mineral nativo,
fácilmente hallable en la costa del Uruguay, y los titanatos que con
aspecto de azúrea pólvora, jaspean profusamente las arenas.

Á esta exclusividad corresponde una no menos singular ausencia de
sal y de calcáreo; pues fuera del carbonato de cal, elemento de las
melafiras mezcladas al basalto en ciertos puntos, y de algunas tobas,
estratificados de la misma sustancia, que figuran en nódulos libres,
pero con mucha parsimonia en los terrenos de acarreo, no se advierte ni
vestigios. Las aguas, extraordinariamente dulces, demuestran también
esta escasez.

Un rojo de almagre domina casi absoluto en el terreno, contribuyendo á
generalizar su matiz, los yacimientos de piedra _tacurú_, fuertemente
herrumbrados; los basaltos y melafiras, con su aspecto de ladrillo
fundido, y el variado rosa de los asperones; con más que éstos son
accidentes nimios, pues la tierra colorada lo cubre todo.

El carácter geológico es uniforme, pues, y con mayor razón si se
considera su área inmensa; pues tanto las arcillas rojas, como el
traquito del que se las considera sincrónicas, se dilatan en línea casi
recta hasta el Mar Caribe, constituyendo el asiento de la gran selva
americana, extendida por la misma extensión, con el mismo carácter
de unidad sorprendente. Diríase que la extraordinaria permeabilidad
de ese ocre, facilitando la penetración de las aguas pluviales en su
seno, y en caso de sequía la imbibición por contacto con los depósitos
profundos, mantiene la humedad enorme que semejante vegetación
requiere; ocasionando á la vez poderosas evaporaciones,[43] condensadas
luego en aquellas lluvias constantes, cuya pluviometría alcanza al
promedio anual de 2 metros en Misiones, y de 3 arriba en el Norte del
Paraguay, contándose aguaceros de 800 milímetros. Esto explicaría
bien, me parece, la relación entre el bosque y su suelo.

La ausencia de sal y de calcáreo, que en Córdoba coexisten con las
areniscas rojas del extremo boreal de su sierra, y en los Andes con los
basaltos del Neuquén, puede que se haya debido en parte--pues nunca fué
abundante de seguro,--á la levigación, fácilmente ejecutada por las
lluvias en suelo tan permeable, pareciéndome igualmente claro que á
esta causa obedezca también su pobreza fosilífera.

Salvo algunas impresiones en las areniscas, los fósiles propiamente
dichos son tan escasos, que puede considerárselos ausentes. La falta
de calcáreo y de sal, explica esto en buena parte; pero como ella
resultaría á su vez de la permeabilidad del suelo, y de las lluvias
excesivas, en estas causas queda comprendido todo.

Á esa inmensa fertilidad, se agregaba lo riente del paisaje en el
centro del futuro Imperio Jesuítico. El derrame basáltico, dió al suelo
un aspecto generalmente ondulado por oteros y lomas que se alzan á
montañas, pero nunca imponentes ni enormes, desde que su mayor altitud
alcanza en lo que fué el límite N. E. de aquél, á 750 metros.

El triángulo formado por la laguna Iberá y los ríos Uruguay, Miriñay y
Paraná, es decir el actual territorio de Misiones, hasta el paralelo
26°, fué el centro del Imperio, y su aspecto da en conjunto la
característica de la región.

Cruzado por la Sierra del Imán, casi paralela á los dos grandes ríos
cuyas aguas divide, formaba un término medio entre la gran selva y las
praderas, contando además con la montaña y con la vasta zona lacustre
de la misteriosa Iberá, vale decir con todas las condiciones necesarias
para una múltiple explotación industrial.

Del propio modo que en las comarcas del Brasil y del Paraguay, situadas
á igual latitud, el bosque no es continuo en la región misionera. La
gran selva se inicia con manchones redondos, que tienen ya toda su
espesura; pero faltan todavía algunas plantas más peculiares, como los
pinos y la hierba, cuya aparición señala el comienzo de los bosques
continuos. Éstos, como en las dos naciones antedichas, están formados
por los mismos individuos; pero en la región argentina, más broceada
por la explotación industrial, no son ahora tan lozanos.

Generalmente circulares, fuera de los sotos, donde como es natural,
serpentean con el cauce, su espesura se presenta igual desde la
entrada. No hay matorrales ni plantas aisladas que indiquen una
progresiva dispersión. Desde la vera al fondo, la misma profusión de
almácigo; el mismo obstáculo casi insuperable al acceso; la misma
serenidad mórbida de invernáculo.

Su silencio impresiona desde luego, tanto como su despoblación; los
mismos pájaros huyen de su centro, donde no hay campo para la vista
ni para las alas. Nunca el viento, muy escaso por otra parte en la
región, conmueve su espesura. Los herbívoros se arriesgan pocas veces
en ella, y tampoco la frecuentan entonces los felinos. Algún carnicero
necesitado, ó aventurero marsupial, como el coatí y la comadreja,
afrontan, trepando al acecho por los árboles, tan difícil vegetación,
en busca de tal cual rata ó murciélago durmiente; pero aun esto
mismo acontece rara vez. Los árboles necesitan estirarse mucho para
alcanzar la luz entre aquella densidad, resultando así esbeltamente
desproporcionados entre su altura y su grueso.

Los escasos claros, redondeados por la expansión helicoidal de los
ciclones, ó las sendas que cruzan el bosque, permiten distinguir sus
detalles. Admirables parásitas, exhiben en la bifurcación de los
troncos, cual si buscaran el contraste con su rugosa leña, elegancias
de jardín y frescuras de legumbre. Las orquídeas sorprenden aquí
y allá, con el capricho enteramente artificial de sus colores; la
preciosa «aljaba» es abundantísima, por ejemplo. Líquenes profusos,
envuelven los troncos en su lana verdácea. Las enredaderas cuelgan en
desorden como los cables de un navío desarbolado, formando hamacas y
trapecios á la azogada versatilidad de los monos; pues todo es entrar
libremente el sol en la maraña, y poblarse ésta de salvajes habitantes.

Abundan entonces los frutos, y en su busca vienen á rondar al pie de
los árboles, el pecarí porcino, la avizora paca, el agutí, de carne
negra y sabrosa, el tatú bajo su coraza invulnerable; y como ellos son
cebo á su vez, acuden sobre su rastro el puma, el gato montés elegante
y pintoresco, el aguará en piel de lobo, cuando no el jaguar, que á
todos ahuyenta con su sanguinaria tiranía.

Bandadas de loros policromos y estridentes, se abaten sobre algún
naranjo extraviado entre la inculta arboleda; soberbios colibríes
zumban sobre los azahares, que á porfía compiten con los frutos
maduros; jilgueros y cardenales, cantan por allá cerca; algún tucán
precipita su oblicuo vuelo, alto el pico enorme en que resplandece el
anaranjado más bello; el negro _yacutoro_ muge, inflando su garganta
que adorna roja guirindola, y en la espesura amada de las tórtolas,
lanza el pájaro-campana su sonoro tañido.

Haya en las cercanías un arroyo, y no faltarán los capivaras, las
nutrias, el tapir que al menor amago se dispara como una bala de cañón
por entre los matorrales, hasta azotarse en la onda salvadora; el
venado, nadador esbelto. Cloqueará con carcajada metálica, la chuña
anunciadora de tormentas; silbarán en los descampados las perdices, y
más de un yacaré soñoliento y glotón, sentará sus reales en el próximo
estero.

En el suelo fangoso brotarán los helechos, cuyas elegantes palmas
alcanzan metro y medio de desarrollo, ora alzándose de la tierra, ora
encorvándose al extremo de su tronco arborescente, con una simetría
de quitasol. Tréboles enormes multiplicarán sus florecillas de lila
delicado; y la ortiga gigante, cuyas fibras dan seda, alzará hasta
cinco metros su espinoso tallo, que arroja á la punción un chorro de
agua fresca.

Por los faldeos y cimas, la vegetación arbórea alcanza su plenitud
en los cedros, urundayes y timbós gigantescos. El follaje es de una
frescura deliciosa, sobre todo en las riberas, donde forma un verdadero
muro de altura uniforme y verdor sombrío, que acentúa su aspecto de
seto hortense, sobre el cual destacan las tacuaras su panoja, en
penachos de felpa amarillenta que alcanzan ocho metros de elevación;
descollando por su elegancia, entre todos esos árboles ya tan bellos,
el más peculiar de la región--la planta de la hierba, semejante á un
altivo jazminero.

Reina un verdor eterno en esas arboledas, y sólo se conoce en ellas
el cambio de estación, cuando, al entrar la primavera, se ve surgir
sobre sus copas la más eminente de algún lapacho, rugoso gigante que
no desdeña florecer en rosa, como un duraznero, arrojando aquella nota
tierna sobre la tenebrosa esmeralda de la fronda.

Nada más ameno que esos trozos de selva, destacándose con decorativa
singularidad sobre el almagre del suelo. Sus meandros parecen caprichos
de jardinería, que encierran entre glorietas verdaderas _pelouses_. Los
pastos duros de la región, fingen á la distancia peinados céspedes; y
el paisaje sugiere á porfía, correcciones de horticultura.

Las palmeras--sobre todo el precioso _pindó_, de hojas azucaradas como
las del maíz,--ponen, si acaso, una nota exótica en el conjunto, al
lanzar con gallardía, me atrevo á decir jónica, sus tallos blanquizcos
á manera de cimbrantes cucañas; pero nada agregan de salvaje, nada
siquiera de abrumador á la circunstante grandeza. Ésta se conserva
elegante sobre todo, y los palmares que comienzan cada uno de esos
bosques, dan con su columnata la impresión de un pronaos ante la bóveda
forestal.

Serrezuelas entre las cuales corren ahocinados arroyos clarísimos,
que acaudalan con violencia á cada paso las lluvias, figuran en el
paisaje como un verdadero adorno formado por enormes ramilletes. Los
pantanos nada tienen de inmundo, antes parecen floreros en su excesivo
verdor palustre. Los naranjos, que se han ensilvecido en las ruinas,
prodigan su balsámico tributo de frutas y flores, todo en uno. El más
insignificante manantial posee su marco de bambúes; y la fauna, aun con
sus fieras, verdaderas miniaturas de las temibles bestias del viejo
mundo, contribuye á la impresión de inocencia paradisíaca que inspira
ese privilegiado país.

Reptiles numerosos, pero mansos, causan daño apenas; los insectos no
incomodan, sino en el corazón del bosque; hasta las abejas carecen de
aguijón, y no oponen obstáculo alguno al hombre que las despoja, ó al
hirsuto tamandúa que las devora con su miel.

Las mismas tacuaras ofrecen en sus nudos un regalo al hombre de la
selva, con las crasas larvas del _tambú_, análogas, si no idénticas en
mi opinión, á las del ciervo volador, que Lúculo cataba goloso.

El clima, salubre á pesar de su humedad extraordinaria, presenta como
único inconveniente un poco de paludismo en las tierras muy bajas. La
escarcha de algunas noches invernales, no causa frío sino hasta que
sale el sol, y el promedio de la temperatura viene á dar una primavera
algo ardiente. Viento apenas hay, fuera de las turbonadas en la
selva. Neblinas que son diarias durante el invierno, envuelven en su
tibio algodón á las perezosas mañanas. Ahogan los ruidos, amenguan la
actividad, retardan el día, y su acción enervante debe influir no poco
en la indolencia característica de aquella gente subtropical.

Cerca de mediodía, aquel muelle vellón se rompe. El cielo se glorifica
profundamente; verdean los collados; silban las perdices en las
cañadas; y por el ambiente, de una suavidad quizá excesiva, como
verdadero símbolo de aquella imprevisora esplendidez, el _morpho
Menelaus_, la gigantesca mariposa azul, se cierne lenta y errátil,
joyando al sol familiar sus cerúleas alas.

Á la tarde, el espectáculo solar es magnífico, sobre los grandes ríos
especialmente, pues dentro el bosque la noche sobreviene brusca, apenas
disminuye la luz. En las aguas, cuyo cauce despeja el horizonte, el
crepúsculo subtropical despliega toda su maravilla.

Primero es una faja amarilla de hiel al Oeste, correspondiendo con
ella por la parte opuesta una zona baja de intenso azul eléctrico,
que se degrada hacia el cénit en lila viejo y sucesivamente en rosa,
amoratándose por último sobre una vasta extensión, donde boga la luna.

Luego este viso va borrándose, mientras surge en el ocaso una
horizontal claridad de anaranjado ardiente, que asciende al oro claro y
al verde luz, neutralizado en una tenuidad de blancura deslumbradora.

Como un vaho sutilísimo embebe á aquel matiz un rubor de cutis,
enfriado pronto en lila donde nace tal cual estrella; pero todo tan
claro, que su reflexión adquiere el brillo de un colosal arco-iris
sobre la lejanía inmensa del río. Éste, negro á la parte opuesta, negro
de plomo oxidado entre los bosques profundos que le forman una orla
de tinta china, rueda frente al espectador densas franjas de un rosa
lóbrego.

Un silencio magnífico profundiza el éxtasis celeste. Quizá llegue de la
ruina próxima, en un soplo imperceptible, el aroma de los azahares. Tal
vez una piragua se destaque de la ribera asaz sombría, engendrando una
nueva onda rosa, y haciendo blanquear, como una garza á flor de agua,
la camisa de su remero...

El crepúsculo, radioso como una aurora, tarda en decrecer; y cuando la
noche empieza por último á definirse, un nuevo espectáculo embellece el
firmamento. Sobre la línea del horizonte, el lucero, tamaño como una
toronja, ha aparecido, palpitando entre reflejos azules y rojos, á modo
de una linterna bicolor que el viento agita. Su irradiación proyecta
verdaderas llamas, que describen sobre el agua una clara estela, á
pesar de la luna, y la primera impresión es casi de miedo en presencia
de tan enorme diamante.

Dije ya que aquellas tierras se prestan á todas las producciones.
Hay, sin embargo, algunas singularidades debidas á la constitución
geológica. Falta desde luego la tierra vegetal, el humus, que sólo se
encuentra en fajas de sesenta metros, término medio, á las orillas
de los arroyos, y en limitadas áreas bajo los bosques, como si su
formación fuera difícil, ora por la evolución laboriosa de la arcilla,
ora por ser muy nuevos los terrenos. Así, las Misiones propiamente
dichas, se prestan poco á la cría de ganados. Las praderas no producen
durante el invierno más que pastos muy duros--espartillo casi en su
totalidad,--y el bosque es más escaso todavía. Los ganados enflaquecen
horriblemente y sucumben en grandes cantidades; pues el recurso de
darles á comer ciertas palmeras y bambúes, es demasiado costoso
para dehesas un tanto crecidas. Durante el verano, las cosas andan
poco mejor, no existiendo en realidad otro forraje natural que la
gramilla de los terrenos pantanosos, con su precario rendimiento.
Sólo el maíz, que da casi siempre dos cosechas, y algunas veces tres
por año, podría compensar tal escasez, como elemento de ceba; pero
queda otro inconveniente más grave aún; quiero referirme á la falta
de sal, que no existe sino en pequeños ribazos de terreno vagamente
salitroso, preferidos por los animales del bosque, aunque de todo
punto insuficientes para grandes rebaños. La sarna, la tuberculosis y
las afecciones intestinales, causan estragos al faltar ese elemento,
impidiendo casi del todo la cría en grande escala.

Entiendo que en los esteros del río Corrientes se ha hecho alguna vez
con éxito la tentativa de obtenerlo, evaporando las aguas palustres; y
es sabido que aquéllos son campos de pastoreo; mas no sé que esto haya
pasado, ni con mucho, á una explotación regular.

Fuera de ese inconveniente, nada pone obstáculos á una vasta
prosperidad.

Abundan las ricas maderas, de tal modo, que el cedro reemplaza al pino
en la carpintería ordinaria. Los jesuítas habían cultivado con éxito
el arroz, pudiendo verse aún en ciertos terrenos bajos, durante las
sequías, vestigios de sus rastrojos. El trigo, que ahora no figura
entre los ramos de producción, bastaba entonces para la harina de
consumo. El algodón, el cacao y el añil, producían buenos rendimientos
y las viñas dieron regulares cosechas de vino.

La caña de azúcar, echa tallos macizos hasta de cinco metros de
longitud y grueso extraordinario; el tabaco brota pródigo, y ya he
hablado del maíz. Los naranjos se han transportado de las antiguas
reducciones al bosque, y donde quiera que los indios llevaban provisión
de sus frutos: las canteras, puestos de pastoreo y plantíos de
hierba-mate. Por fin, estos últimos constituyen una riqueza peculiar,
que será enorme, cuando se vuelva al cultivo hortense cuyo éxito
demostraron los jesuítas.[44]

Sobra en el reino mineral la piedra de construcción, representada por
la _tacurú_ y los asperones. El hierro se presenta con profusión, y
existe algún cobre que los jesuítas laborearon. No tengo, respecto
al plomo, otro dato que haber hallado en el pueblo de Concepción una
bala de falconete, puesta ahora en el Museo histórico; pero ella pudo
pertenecer al ejército lusitano-español que reprimió la insurrección
de 1751. Las minas de metales preciosos, cuyo secreto se atribuye á
los jesuítas, no han pasado de un sueño, lo propio que los criaderos
diamantíferos. Uno que otro topacio, tal cual cornalina y amatista, es
todo. Los cuarzos cristalinos, muy interesantes, han inspirado quizá la
leyenda adamantina.

La falta de cal ya mencionada, dió margen también á muchas conjeturas.
Como los templos jesuíticos estaban blanqueados, el campo de la
suposición quedaba abierto al fallar enteramente las canteras.

Se afirmó entonces que los padres habían empleado la _tabatinga_,
ocre blanquizco que abunda en el Brasil; pero esto es inadmisible,
porque los vestigios de reboque y las argamasas que traban aún algunas
paredes, revelan la existencia de la cal. Lo que hubo, quizá, fué
algún rancho de las reducciones blanqueado con el singular producto.

Fundados en la célebre «Memoria» de Doblas, algunos han repetido con
éste que la cal se extraía de los caracoles blancos, no muy numerosos
por cierto en el territorio, y después de todo insuficientes;[45] pero
puede existir en esta explicación de apariencia tan nimia, un fondo de
verdad, si se considera que en la costa brasileña del Uruguay, frente á
Garruchos, existe un banco de conchas fósiles, el cual presenta señales
de explotación. Quedaba en territorio jesuítico, y á corta distancia de
la reducción de San Nicolás.

Otros han pretendido que el artículo en cuestión, iría de Buenos Aires
como elemento de ornato, y creo que algo de esto pudo haber; pero su
profusión, sobre todo en los templos de fecha más reciente, me ha hecho
pensar en canteras allá mismo explotadas. Hay un dato que revela su
probabilidad. En el «Diario» del reconocimiento, que el Virrey mandó
ejecutar en 1790 sobre la costa occidental del río Paraguay, su autor,
el piloto Ignacio Pasos, afirma que por la mencionada margen, á los
19° 55' y junto al paraje llamado Presidio de Coimbra, había «mucha
piedra de cal». Lo análogo de esta región con la misionera, refuerza el
indicio; y como nadie ha practicado una exploración de todos los puntos
que ocuparon los jesuítas, puede que la supuesta cantera permanezca
oculta. El hecho de que el bosque haya cubierto los puntos donde el
suelo fué removido, explicaría, por otra parte, la ocultación.

Pero ya insistiré mejor sobre estos detalles en el capítulo descriptivo
de las ruinas.

El suelo igual y la selva uniforme, en unión de un clima que lo es
más aún por su carácter tropical, engendraron la unidad de raza en el
habitante.

Sea cualquiera la opinión de ciertos etnólogos fantásticos, creo que lo
más sensato es agrupar á las tribus, dispersas en el ámbito de la gran
selva, bajo el nombre genérico de «raza guaraní».

Eran comunes entre ellas, costumbres tan particulares como la del
bezote, que desde el Plata al Mar Caribe usaron los guerreros indios,
embutiéndose al efecto en el labio inferior cuñitas de madera ó
cristales de cuarzo. La ceremonia de cortarse una falange de los dedos,
por cada pariente que fallecía, alcanzó la misma extensión, así como el
infanticidio del hijo adulterino, que la madre ejecutaba acto continuo
de su parto. Un mismo carácter predominaba en su tatuaje, su alfarería
y sus armas. El entierro de los muertos, con la cabeza sobresaliendo
del suelo y cubierta por un tazón de barro, es otra peculiaridad
igualmente difundida; sucediendo lo mismo con la original circunstancia
cosmogónica de considerar macho á la luna y hembra al sol.[46] El
idioma muy vocalizado y con predominio de palabras agudas, como una
vasta onomatopeya selvática, concluye de establecer el parecido; y ello
es tanto más notable, cuanto que todos los indios, cualquiera que sea
su tribu, se comprenden fácilmente entre sí.

Componían probablemente los restos de una gran raza guerrera en
disolución, esparcidos por la selva con dirección al Oriente;
existiendo vestigios de una emigración poco anterior á la conquista,
que habría ascendido hacia el Norte en dos ramas, provinientes de la
selva subtropical, bifurcándose por el litoral atlántico y por el
centro del Continente.

Ese movimiento, uno de los tantos que efectuarían periódicamente y con
la mayor facilidad aquellas tribus nómades, á causa de las pestes,
de extraordinarias sequías que ocasionaban el hambre, ó por hábito
resultante de su estado social, puso en contacto á la segunda de las
ramas supuestas, con la vanguardia incásica que bajaba en sentido
inverso, desprendiendo sus falanges conquistadoras por ambas vertientes
de la cordillera originaria.

No obstante la divergencia entre la civilización decadente de los
hombres del bosque, y el auge colonizador del imperio quichua, el
contacto produjo la comunidad de algunas tradiciones y costumbres, que
es de suponer impuestas por el elemento superior--como la decoración
de las alfarerías y la momificación; bien que ésta fuera entre los
guaraníes, una simple desecación á fuego lento. La prueba es que la
barbarie selvática disminuía mucho al Norte, en las regiones de la
actual Venezuela y del Ecuador, donde la relación con los Incas de
Quito sería casi regular, dado que éstos se encontraban allá en su
centro más civilizado y de influencia mayor por consiguiente.

La población del bosque, se tornaba más salvaje así que descendía
al centro y al Sur del Continente, donde sólo tuvo algún contacto
accidental por el Chaco con el quichua civilizador; pero una y otra
raza conservaron su característica emigratoria. Aquélla, siempre dentro
del bosque familiar; ésta, sin desprenderse de la montaña, que la lleva
como naturalmente en su transcurso austral, con el encadenamiento de
sus valles.

Es todo cuanto queda de ese gran acontecimiento procolombiano, que
tantas cosas habría podido dilucidar, á ser conocido en detalle; pero
los cronistas españoles, si se exceptúa quizá á Sahagún, y éste para
los aztecas, llevaban á sus narraciones los modales del instrumento
curial. Predominaba en ellas la lógica sobre la verdad. Demasiado
retóricos para ser sinceros, todo lo habían de ajustar á su molde
clásico, que para colmo solía venir de contrabando, y así resulta raro
el detalle típico entre su fárrago indigesto. Después de mucho andar,
encuentra uno que no ha adelantado casi nada.

Como muestra entre cien, basta el P. Guevara, á quien han seguido casi
todos los que se ocuparon del indio guaraní y de sus costumbres. No
advirtieron, cuando era tan fácil, que su mentada historia es en esa
parte una rapsodia del poema de Barco Centenera (y ¡qué poema!) no sólo
por el plan idéntico, sino por los detalles que vierte á la letra en su
prosa, tan insoportable como las octavas del original. La circunstancia
de que acoja por verdades, leyendas tan inocentes como la metamorfosis
de las flores del _guayacán_, transparente adaptación del Fénix á
las mariposas americanas; así como que atribuya á restos de gigantes
humanos, los huesos fósiles descubiertos por las avenidas--debieron
poner sobre aviso á los que, bebiendo en él, no hacían sino copiar de
segunda mano.

Queda sólo en pie la pertenencia de las tribus guaraníes á una gran
nación, disuelta por la barbarie. Rastros ciertamente vagos, pero
no menos significativos, parecían denunciar esa unidad superior, en
los grupos centrífugos. El zodíaco les era común, y Alvear cita en
su «Relación» algunas ideas astronómicas de los _mocovíes_, que son
ciertamente notables.

Tenían estos indios por su hacedor y numen á las Pleyadas, y por autor
de los eclipses á la estrella Sirio, lo cual demuestra observaciones
detalladas y la especificación mítica de ciertos astros, que para mayor
curiosidad, han tenido aplicaciones análogas en muy distintos pueblos.
El carácter cosmogenésico de las Pleyadas es bien singular, si se
considera que para algunos astrónomos modernos, en dichas estrellas se
halla el centro de nuestro Universo; pero esto no será más que una
coincidencia.

El clima ardiente les permitía una desnudez casi total, que apenas
interrumpían en algunos, un ponchito terciado al hombro, y un casquete,
tejido, así como la prenda anterior, con fibras de palmera. Poníanle á
veces plumas á guisa de adorno, y en igual carácter llevaban ajorcas
y pulseras trenzadas con el pelo de sus mujeres. He mencionado ya el
bezote, generalmente formado por un cristal de cuarzo. Las mujeres
agregaban al «traje» descrito, un delantalillo duplicado á veces en
taparrabo, y pendientes de semillas ó conchas. Los actuales indios
_cainhuá_ del Paraguay, conservan muchas de estas peculiaridades.

La indumentaria de guerra era un poco más complicada. Una corona de
cuero, ornada de vistosas plumas, reemplazaba al casquete descrito;
pinturas trazadas con _tabatinga_ y almagre, cubrían el cuerpo del
guerrero, imitando pieles flavas de anta ó de jaguar; y rodeaban su
garganta sonoros collares de uñas ó dientes bravíos. Las pinturas, eran
como quien dice el traje de parada, pero existía el tatuaje en ambos
sexos, á modo de distintivo nacional.

Por armas llevaban el arco y las flechas; la macana, á veces incrustada
de cuarzos agudos; algunos la honda y pocos el chuzo. Las bolas,
ineficaces en la selva, eran un recurso exclusivo de los que habitaban
la llanura.

Fieles al cacique, que por lo general elegían sólo en caso de
guerra, nunca llegaban sus agrupaciones gregales á formar ejércitos
propiamente dichos. Individualmente eran bravos, y más aún sufridos,
pues los ritos crueles con que celebraban su entrada en la pubertad y
sus actos fúnebres, acostumbrábanlos al dolor.

En cuanto á sus demás costumbres, eran las de todos los salvajes, salvo
pequeñas diferencias; de manera que no merecen descripción sus fiestas,
borracheras, casamientos, etc.

Los más erraban por el bosque al azar de la caza, de la pesca que
era abundante, ó de la colmena, cuyo orificio agrandaban á la torpe
machacadura de sus hachas de piedra, hasta poder introducir la
mano, que desde niños se les ablandaba con tal objeto en continuo
masaje--absorbiendo las heces del panal por medio de esponjosos
líquenes. Esos eran naturalmente los más ariscos, y nunca aceptaron la
civilización.

Algunos componían grupos sedentarios, que no duraban mucho,
estableciéndose en las vecindades de los ríos. Carpían á fuego un
trozo de terreno, y con un palo puntiagudo á guisa de arado, abrían,
poco después de llover, agujeros donde sembraban maíz, papas, zapallos
y mandioca--sistema que todavía se usa en el Paraguay. Nadadores y
remeros notables, tripulaban canoas labradas á fuego en los troncos del
_guabiroba_, que les ha dado su nombre genérico, y así embarcados, á
veces por días enteros, pescaban y cazaban. Su ardid más civilizado,
consistía en usar de señuelo cotorras domésticas para sus cacerías.
Sobre éstos gozó de su mayor influencia el jesuíta; pero tanto unos
como otros abandonaban difícilmente el bosque, á no ser urgidos por el
hambre y durante el menor plazo posible.

La miseria en que se hallaban, dificultó la poligamia á que tendían;
siendo generalmente monógamos, salvo los hechiceros y caciques.

Dominados por la más elemental idolatría, esta misma no los preocupaba
mucho. Algún árbol sagrado ó serpiente monstruosa, formaban sus
fetiches de conjuración contra las borrascas, á las cuales temían en
razón de su violencia tropical.

Su inteligencia se manifestaba casi exclusivamente, en hábiles
latrocinios y mentiras sin escrúpulo; su condición nómade, habíales
quitado el amor á la propiedad y al suelo, careciendo en consecuencia
de patriotismo y de economía. Todo su comercio se reducía á
cambalachear objetos, lo cual disminuía más aún el amor á la propiedad
organizada. Borrachos y golosos, la inseguridad del alimento, inherente
á su condición de cazadores exclusivos, desenfrenó su apetito; y
careciendo de sociedad estable, les faltó el control necesario para
reprimirse. La música, el estrépito mejor dicho, y las decoraciones
vistosas, halagaban su carácter infantil. Éste dominaba de tal modo
en ellos, que al decir de los jesuítas, comprendían las cosas mejor
de vista que al oído: dato precioso para determinar su psicología.
Voluptuosos y haraganes, por la influencia del clima y de la selva
con su ambiente enervador, no servían para las grandes resistencias.
Á su arranque colérico, muy vivaz como en todas las naturalezas
indecisas, sucedía una depresión proporcional. La paciencia y el buen
trato, bastaban para dominarlos; pero aquella blandura recelaba la
inconstancia, considerablemente favorecida por el hábito andariego.

Hijo de esa selva, tan rica que, según Reclus, sus productos bastarían
para alimentar á toda la humanidad, era el hombre tropical por
excelencia, es decir indolente é imprevisor en su fácil bienestar.
Su tipo común acentuaba su unidad de origen; y aquel bosque, en
cuya uniformidad ha visto el autor antecitado, la sugestión de una
inmensa fraternidad futura para los pueblos de la América meridional,
había impreso á su dócil constitución de primitivo, que no tenía ni
reacciones atávicas, ni tradiciones, ni fuerza social con qué resistir
la morbidez de su perenne verdura.

Se ha hablado mucho de su canibalismo, para pintarlo feroz; pero es
menester observar quiénes y cómo hablaron.

No hay desde luego un solo testimonio de que se los viera comer carne
humana. El más próximo á esto, es el de los compañeros de Solís que
«creyeron ver» en la confusión de la retirada.

Los primeros conquistadores y los misioneros, propalaron sobre todo la
especie; pero unos y otros se hallaban harto interesados en glorificar
su empresa, para que desperdiciaran detalle tan conmovedor. La
ferocidad de los naturales, encarecía el éxito de la conquista.

Algunos autores modernos han pretendido que los indios no eran
precisamente caníbales, aunque fueran antropófagos, pues su
antropofagía formaba un rito religioso, una verdadera «comunión» en la
víctima.

No obstante el cariz visiblemente clerical de la aserción, y lo
que hubiera podido servir para demostrar la universalidad de ese
cristianismo á la inversa, con que, según los escritores católicos,
Satanás anticipó á pesar suyo la Revelación--es curioso que se les
escapara á todos los misioneros contemporáneos. En ninguna crónica ni
papel de la época, se alude siquiera á la socorrida «comunión»; y eso
que los PP. encontraban rastros evangélicos y bíblicos en casi todos
los mitos aborígenes.

Queda en pie únicamente el canibalismo, considerado como muestra de
ferocidad; pero abundan las pruebas en contrario.

Así el P. Cardiel, en su célebre «Declaración», pinta á los guaraníes
como á seres inocentes é inofensivos, y agrega para demostrarlo, que
un ejército de 28.000 indios, por ejemplo, vale tanto ó menos que
uno de niños, considerando que sus guerras no pueden ser calificadas
ni siquiera de estorbo. Á pesar de esto, el P. Lozano los da por
guerreros temibles, cuya única ocupación era combatir, y los presenta
como antropófagos. Ambas opiniones son á todas luces exageradas, en
el primero por las razones que el Capítulo IV dará al lector; en el
segundo, para encarecer los méritos de sus hermanos. Pero sea como
quiera, lo cierto es que sigue faltando el testimonio ocular.

Nadie «vió».

Es igualmente extraño que ninguno de los indios reducidos, intentara
reincidir en una costumbre de extirpación muy difícil, cuando es
inveterada, puesto que implica para el caníbal la pasión misma de la
gula. Los asesinatos de jesuítas, que trataré á su tiempo, fuera de
haber sido escasísimos, y en ningún caso muestras de refinada maldad,
no presentan ejemplo de que los indios se comieran á ningún padre. Por
el contrario, consta en los panegíricos del doctor Xarque, que los
hechiceros indios se oponían á la acción religiosa de los jesuítas,
presentándolos ante sus compatriotas como comedores de carne humana;
y si atribuían á éstos el canibalismo que á ellos se les achacaba, es
obvio suponerlos exentos de él.

Los conquistadores, interesados en propalar lo propio, para acrecer
su gloria guerrera y cohonestar á la vez sus crueldades, no dejaron
de asegurarlo; pero entre ellos tampoco hubo quien ratificara hechos
concretos con su testimonio personal.

Cierto es, por el contrario, que Gaboto dió en Los Patos el año 1526,
casi once después de la muerte de Solís, con desertores suyos; debiendo
considerarse á los _charrúas_ como miembros de la nación guaraní. Al
año siguiente, el marinero Puerto, sobreviviente de aquel desastre, fué
hallado sobre la costa del Uruguay por el mismo Gaboto; no obstante lo
cual, en la leyenda 7 de su planisferio de 1544, éste afirma que los
_charrúas_ devoraron á Solís...

Diego García atribuyó igualmente el canibalismo á los _tupíes_ de San
Vicente. La carta de Pedro Ramírez, en lo que se refiere al diario de
Gaboto por el Alto Paraná, también habla de la antropofagía guaraní.
Schmídel imputa igual costumbre á los _carios_; pero éstos debían
de ser tan poco feroces, que no vacilaron en prestar juramento de
fidelidad á Irala, estableciéndose en colonia, y siendo entre todos los
indios sojuzgados por dicho conquistador, los únicos que lo hicieron
sin oponer resistencia.

Por último, Barco Centenera, para no citar rapsodas, lo afirma también
en su fastidiosa crónica rimada (¡10.752 versos!); pero ella no es
sino un tejido de leyendas pedantes y patrañas ridículas, tomadas por
historia á falta de otra, y á causa de haber sido testigo presencial
el autor. Esto ha bastado con harta frecuencia para dar por buenos los
papeles de la conquista, citándolos al montón, sin asomo de crítica.
Tal sucede entre otros, con este autor.

Al honesto arcediano le salían sirenas en los esteros (canto XIII), sus
indias se llamaban _Liropeyas_; daba asimismo como cierta la leyenda
de la tremebunda serpiente curiyú (canto III); y si las crueldades de
los salvajes le inspiran (canto XV) horrendos detalles sobre empalados
y sepultados vivos, en las dos estrofas siguientes (la 36.ª y 37.ª)
narra la manera cómo se salvó de sus garras un religioso franciscano,
con tal milagrería de pacotilla, que aquello sobra para desautorizar
su pretendida veracidad. Pero basta con transcribir la estrofa en que
explica el canibalismo precisamente, (canto I) para ver hasta qué punto
aquella inocente pedantería falsificaba todo detalle natural:

            Que si mirar aquesto bien queremos,
          Caribe dice, y suena sepultura
          De carne: que en latín caro sabemos
          Que carne significa en la lectura.
          Y en lengua guaraní decir podemos
          _Ibi_, que significa compostura
          De tierra, do se encierra carne humana.
          Caribe es esta gente tan tirana.

El logogrifo, como se ve, no tiene precio; y ese híbrido de latín y
guaraní (!) resulta sencillamente impagable. ¡Hace ochenta años que
nuestros historiadores y literatos nos recomiendan, sin leerlo por de
contado, tan bárbaro adefesio!

Á pesar de todo, los mismos que trataban de caníbal y salvaje al
guaraní, sostuvieron relaciones con él sin mayores inconvenientes.
Gaboto, que en su relación lo describe sanguinario y cruel, poco tuvo
de qué quejarse á su respecto durante la navegación del Paraná; pues
el desastre acaecido á la tripulación del bergantín explorador del
Bermejo, debe imputarse á su propia codicia, desde que su tripulación
fué persuadida á descender entre los indios, con cebo de plata y oro.
Esto demuestra que los tales le conocían el lado flaco, á costa de
extorsiones y sevicios con toda seguridad. El episodio romancesco de
Lucía Miranda, es una excepción, que cabe, por otra parte, en cualquier
raza.

Puede imputarse igualmente á la crueldad conquistadora la catástrofe
de la expedición de Mendoza. Los indios se entendieron bien desde
el primer momento con los fundadores de Buenos Aires, vendiéndoles
las vituallas que necesitaban. Los malos tratos que se les infligió
después, ocasionaron la guerra. Baste saber que muchos de esos
conquistadores habían pertenecido, así como su jefe, á las hordas del
condestable de Borbón; y si por un asunto de salario[47] asaltaron
la Ciudad Eterna, violando monjas sobre los altares de las iglesias,
con detalles de sadismo espantoso, y pillando con desenfreno tal que
horrorizó á la misma Europa de hierro--puede inferirse su conducta
entre salvajes desamparados, con toda la exasperación de apetitos que
supone en semejantes lobos una larga navegación.

No mostraron los indios menor suavidad ante las empresas terrestres,
siendo esto más notable aún por lo directo de su contacto con los
expedicionarios. Álvar Núñez, en su larga travesía desde la Cananea á
la Asunción, tuvo en ellos una ayuda eficaz, pues le proporcionaron de
buen grado víveres y canoas. Igual le sucedió en la expedición para
buscar el camino del Perú, con la única excepción de los _guararapes_.

En la antecedente á ésta, y en las que emprendió posteriormente con
objeto igual, Irala tuvo menos de qué quejarse; y la verdad es que los
españoles, durante toda la conquista, atravesaron aquellas regiones á
su antojo, casi sin otros obstáculos que los naturales.

Tampoco hubo nada que lamentar en la expedición de los Césares--cuyo
somero detalle podrá ver el lector en el capítulo siguiente,--á pesar
de su inmensa marcha; ni las diversas con que se intentó comunicar al
Paraguay con el Tucumán á través del Chaco, desde la de Diego Pacheco
que lo atravesó dos veces con sólo cuarenta hombres, sin perder uno.

En todas las grandes incursiones de Chaves, se manifestaron asimismo
tratables, aconteciendo á propósito un hecho elocuente: Cuando
fué enviado á fundar la ciudad de Santa Cruz, quedóse con sesenta
hombres únicamente, mientras regresaban á la Asunción sus compañeros
descontentos, sin que el escaso número de las fuerzas incitara desmán
alguno; y á los que después de fundada aquélla, navegaron el Mamoré
y el Marañón hasta salir al Atlántico, expedición enorme que puede
parangonarse dignamente con la célebre de Pizarro y Orellana por el
Amazonas--tampoco les ocurrió percance bélico.

Por último, Felipe Cáceres en su viaje de ida y vuelta al Perú, anduvo
cerca de un año por tan vastas selvas sin soportar hostilidad alguna.

Si Ortiz de Vergara se vió obligado á reprimir sangrientamente la
rebelión general de los guaraníes, que estalló en los comienzos de su
gobierno, ello debe atribuirse á la extraordinaria dureza con que los
trató su antecesor Mendoza. Por lo demás, la defensa del suelo nativo
es un movimiento natural, que no denuncia en quien lo ejecuta una
maldad ingénita; y en cuanto á la nación guaraní, los hechos citados
bastan, me parece, para demostrar su buena índole.

De este modo, el habitante y el suelo no oponían á la conquista sino un
obstáculo pasivo. Uno y otro requerían tan sólo empresas organizadas
para rendir pingües ganancias, en proporción, naturalmente, del ingenio
con que se explotara sus condiciones.

La gran variedad de los productos, garantía desde luego un sistema
de trabajos en rotación, que suponía la vida completa bajo todas sus
fases. Las tribus dispersas por la extensión de la selva, nada podían
hacer, pues para ellas no existía tal variedad, limitada su vida á
pegujares estrechos y adventicios. El escaso número de sus miembros,
así como su permanente estado de guerra, imposibilitaban por completo
cualquier idea de explotación sedentaria; pero habían conservado virgen
también el terreno, preparando más opimo rendimiento al conquistador
que lo avasallara con miras de engrandecerse, y con la unidad de acción
requerida por toda empresa eficaz.

                                NOTAS:

[43] Á las diez de la mañana siguiente de una noche lluviosa, el
caminante ve levantarse, casi bajo sus pies, densos vapores en todos
los sitios descubiertos.

[44] Se ha pretendido restaurarlo en el Paraguay; pero la gente del
pueblo cree allá, que quien planta hierba muere al año siguiente, y
todo fracasó. El ocio tropical tiene un incentivo hasta en las leyendas.

[45] Habrían servido mejor las tobas de que hablé en otro lugar; mas no
hay señal de que se las empleara tampoco.

[46] Como los Eddas escandinavos en _El viaje de Gylfe_, _El poema del
enano Allvis_, etc.

[47] Sabido es que la política del Emperador, consistió en dejar obrar
á la necesidad sobre las tropas que sitiaban á Roma, siendo el asalto
para éstas una cuestión de hambre. Así salvaba su responsabilidad, y
podía dirigirse luego al Papa pidiéndole perdón por su victoria...



                                  III
                         =Las dos conquistas.=


El estudio comparativo de la doble corriente conquistadora que dominó
el antiguo Paraguay, requiere un cuadro histórico á grandes rasgos,
desde 1526, año de la exploración de Gaboto que abrió el país á la
conquista, hasta 1610, cuando empezaron los jesuítas sus tareas, para
que el lector se dé cuenta de la situación general. Breve será esto, y
al concluirlo, nos encontraremos ya enteramente en la cuestión.

Tomaré la denominación genérica de «Paraguay» aplicada al país hoy
dividido entre la República Argentina, el Brasil, el Paraguay moderno
y Bolivia, pues con tal nombre distinguían los jesuítas á la provincia
espiritual que erigieron en estas comarca. Abarcaba ella el Tucumán,
el Río de la Plata y el Paraguay, cuyos límites orientales de entonces
llegaban hasta muy cerca de la ribera atlántica, y como veremos luego,
semejante división no fué puramente una expresión geográfica. De tal
manera el nombre adoptado, fuera de lo que simplifica la cuestión,
corresponde al plan mismo de la obra.

Como en su transcurso he de referirme indistintamente á las posesiones
españolas y portuguesas, creo oportuno advertir que en caso de duda ó
contradicción entre los escritores de ambas nacionalidades, he adoptado
por lo común el criterio de los correspondientes á cada una, como regla
de prudencia y de imparcialidad.

La conquista del Plata había quedado interrumpida por la catástrofe
de Solís, hasta los años 1526-27, durante los cuales Gaboto y García
entraron al estuario, llegando el primero al Salto de Apipé, y
explorando á su regreso el río Paraguay, hasta cerca del punto donde se
fundaría luego la Asunción, así como una parte del Bermejo.

Ciertos historiadores portugueses, han dado por cierto que cuatro
compatriotas suyos, enviados por Martín Alfonso de Souza desde San
Vicente en 1526, atravesaron el Paraguay hasta el Perú en viaje de
exploración. Creo que se trata de un _lapsus_, en cuya virtud se
atribuye á los portugueses una expedición enteramente española.

Hasta por las fechas y el itinerario, resulta en efecto análoga á
aquélla de los compañeros de Gaboto, que saliendo del fuerte de
_Sancti-Spiritus_ en línea recta al O., reconocieron la región de Cuyo;
faldearon la Cordillera y llegaron al Tucumán, remontándose por él
hasta el Cuzco. Iban á las órdenes de un oficial apellidado César, y
habiéndoseles llamado por extensión los _Césares_, dieron origen á la
fábula de las quiméricas ciudades de este nombre.[48]

La expedición portuguesa, parece, entonces, una adaptación fantástica.
No hay, en efecto, otro dato sobre ella, que el de Ruy Díaz de Guzmán,
quien se equivoca desde el principio, pues atribuye al mencionado
capitán lusitano el envío de una expedición imposible, dado que éste
no arribó al Brasil hasta 1530. Un escritor que se equivocaba en
tal forma, á ochenta y dos años de los hechos narrados (compuso su
«Argentina» en 1612), merece ciertamente poca fe. Por otra parte, la
forma y el número de las cifras no dan asidero á una suposición de
error caligráfico, mucho más cuando en el capítulo siguiente se incurre
en uno más grave aún, dada la notoriedad del hecho, teniendo por
realizado en 1530 el viaje de Gaboto.

Esta nueva errata probaría que la expedición brasileña de que hablo más
arriba, fué la misma de los _Césares_, pues atribuye á Gaboto la fecha
del viaje de Souza, siendo ya dos deficiencias concurrentes al mismo
fin.

Fuera perfectamente natural, sin embargo, suponer una transposición del
número (1526 por 1530), dado que el habitual desgaire de los cronistas
españoles, sobre todo en lo referente á fechas y graduaciones
geográficas, tenía por digna continuación las trocatintas peculiares
del copista;[49] pero hay otros _lapsus_ más redondos y en los cuales
no cabe ya explicación.

Así, por ejemplo, nuestro desenfadado historiador atribuye á Américo
Vespuccio el descubrimiento del Brasil, y afirma que Solís regresó á
España en vez de haber sido muerto por los _charrúas_...

Sirva este caso de tipo al lector, para que aprenda á desconfiar en
materia de papeles antiguos--que suelen ser tenidos por los mejores,--y
para que valore el mortal fastidio inherente á semejantes compulsas.
Leer y citar es nada; lo arduo está en controlar[50] lo que se cita.

Como quiera que sea, el caso es que el Brasil progresó mucho antes que
el Paraguay, estribando en esto el comienzo de su rivalidad histórica.

Sesenta años después de su descubrimiento, la posesión portuguesa
exportaba ya algodón y azúcar con tanto éxito, que este último
producto contó por 32.000.000 de francos al empezar el siglo XVIII.
Las nueve Capitanías en que estaba dividida, florecieron presto,
existiendo en todas ellas casas de la Compañía de Jesús.

Este progreso, que era una amenaza indirecta, dado lo vago de los
términos geográficos empleados por el Papa Alejandro para redactar
su conocida bula arbitral,[51] y sabiéndose que en el Brasil existía
una administración regular desde 1530, ocasionaron la expedición de
Mendoza, entre el entusiasmo causado por la de Gaboto.

Puede decirse que con Ayolas, enviado por aquél en reconocimiento,
empieza recién[52] la verdadera conquista. Subió por los ríos Paraná
y Paraguay, venciendo fácilmente la escasa resistencia de las tribus
ribereñas; fundó la Asunción, y continuó su viaje hasta Candelaria.
Ordenando á Irala que le esperase allá con la escuadrilla durante seis
meses, atravesó el Chaco y llegó hasta las fronteras del Perú, de donde
regresó con algunas piezas de plata, siendo muerto por los _mbayás_ y
_serigués_ entre los cuales se había establecido al no encontrar á sus
compañeros.

La tenaz oposición de los indios de Buenos Aires, que amenazaban
malograr toda fundación mientras no se tuviera una base sólida de
operaciones sobre ellos, acarreó el abandono definitivo de la nueva
ciudad y la reconcentración consiguiente de todos sus elementos en el
Paraguay, donde los naturales se manifestaban más dóciles. Éste tuvo
desde entonces, y á pesar de su carácter mediterráneo, la superioridad
política que por tan largo tiempo iba á conservar.

Durante el gobierno de Ayolas y los comienzos del de Irala, la guerra
no fué el único trabajo de los conquistadores, pues éstos, con una
actividad ciertamente admirable, dadas sus expensas, fundaron trece
pueblos en aquellos territorios.

Irala había sido electo popularmente gobernador; pero el arribo de
Álvar Núñez, Adelantado real, le despojó del mando. Para llegar á su
sede, éste acababa de realizar la segunda gran expedición por tierra á
través de la comarca, en un viaje de ocho meses, desde el río Itabucú
frente á Santa Catalina, hasta la Asunción, ó sea en un trayecto de
trescientas leguas.

De orden suya, Irala efectuó la tercera, con el objeto de franquearse
un camino hasta el Perú y unificar la acción conquistadora, dándose
la mano con aquellos expedicionarios. Sin idea clara todavía sobre el
inmenso territorio intermedio, los conquistadores paraguayos procuraban
su acceso al país del oro; y la Corona que veía en él un centro
político, procuraba darle, con miras de economía y de administración,
la mayor zona de influencia posible, fomentando aquellas exploraciones.

Irala regresó con informes, habiendo llegado hasta los 17° de latitud,
y entonces el Adelantado intentó por su cuenta el acceso; pero la
inundación de las tierras le redujo á volverse.

Depuesto por el descontento de sus soldados, á quienes había querido
imponer reglas de disciplina, predicando con el ejemplo de su honradez
y de su cultura, que no hizo sino exasperarlos más, su intrépido
teniente emprendió otra vez el camino del Perú.

Esta expedición señala el hecho importante de que los indios empezasen
á figurar como aliados de los españoles en sus guerras civiles, pues
demuestra que ya se había producido entre ambas razas un principio de
fusión.

Consiguió Irala por fin llegar hasta Chuquisaca, resolviendo no pasar
adelante por el estado político en que se hallaba el Perú, á objeto de
evitarse compromisos con los bandos en lucha.

Envió desde allí á Nuflo de Chaves, con una solicitud á La Gasca para
que lo confirmase en el gobierno, regresando al Paraguay donde á tiempo
develó la usurpación de Abreu. Poco después llegó Chaves, el cual, con
aquel doble viaje, acababa de realizar la expedición más notable que
haya salido del Paraguay.

Los indios de la Guayra, duramente explotados por los portugueses que
los esclavizaban, reclamaron la protección de Irala, cuyo renombre
se extendía ya hasta por la selva como un símbolo de prestigio y de
justicia. Acudió el conquistador á la demanda, recorrió entera la
región, estableciendo el dominio español sobre blancos é indios, y
abriendo de este modo una vía de comunicación entre su sede y tan
lejana barbarie.

Hasta entonces la conquista se había realizado sin ninguna intervención
religiosa, de tal modo que recién al año siguiente de esta última
expedición (1555) llegó al Paraguay su primer obispo. El territorio
ocupado después por el Imperio Jesuítico, estaba completamente abierto
ya, no obstante su extensión, con más otras regiones adonde no llegó
nunca la expansión misionera.

Dos nuevas expediciones á la Guayra, acabaron de cimentar en ella el
prestigio español: una de Chaves, que buscaba salida al Atlántico por
la costa del Brasil, y otra de Ruy Díaz Melgarejo, que fundó en dicha
provincia la Ciudad Real.

No se había perdido la idea de buscar comunicación directa al Perú, é
Irala envió á Chaves nuevamente con tal objeto. Ya no volvería á verle,
pues murió antes de su regreso, pero aquel infatigable conquistador
había cumplido sus órdenes con éxito extraordinario. Recorrió en
efecto la provincia entera de Chiquitos, y el Matto Grosso, verdaderas
regiones de leyenda cuyo acceso requería una constancia rayana en
obstinación y una intrepidez realzada al heroísmo. Ya sobre la actual
Bolivia, encontróse con Manso que venía del Perú. Disputaron sobre la
posesión de aquellas tierras, que le fueron adjudicadas por el Virrey,
y á su regreso fundó la ciudad de Santa Cruz.

Gonzalo de Mendoza, heredero de Irala, murió un año después de su
elevación al gobierno, nombrándose en su reemplazo á Ortiz de Vergara,
con quien empezó la serie de motines y golpes de mano, en que la
ingerencia política del clero se manifestó por primera vez.

Entretanto, habían continuado las fundaciones, hasta alcanzar, sumadas
con las trece antedichas, el número de veintiocho en setenta y cuatro
años.

Azara, en su lista de pueblos, incluye como laicas las trece primeras
reducciones de la Guayra; pero no creo que deba imputarse este error á
malevolencia sectaria con objeto de desprestigiar la obra jesuítica;
pues de Moussy, en quien ya no cabe igual sospecha, lo reprodujo. Es
verosímil suponer una confusión con las trece fundaciones efectuadas en
los años de 1536-38 por Ayolas é Irala, dado que la coincidencia del
número, tanto en las jesuíticas como en las laicas, pudo motivar el
trastrueque; y sin que esta explicación pretenda discutir el sectarismo
de Azara, indudable por otra parte.

La conquista laica tuvo en Irala su dechado. Hombre de gobierno ante
todo, su administración dió la pauta á las organizaciones futuras, que
nunca pudieron sobrepujarla. Su intrepidez y su rectitud, combinadas
en admirable equilibrio, le conciliaron el afecto de los indios y
de los blancos. Legislador, sus reglamentos gobernaron por muchos
años el Paraguay, siendo ahora mismo, y en atención á la sociedad
que organizaron, un modelo de sabiduría política. Incansable en
sus empresas, dilató los límites de su territorio hasta puntos que
no fueron alcanzados sino doscientos cincuenta años después; y sus
expediciones al Perú, no han vuelto á repetirse.

Más político que Álvar Núñez, cuya rigidez se volvió odiosa ante sus
compañeros, él supo conciliar la severidad con la blandura, hasta
hacerse idolatrar por los soldados, que le veneraban como á un padre, y
amar por los indios como á un justiciero protector.

La influencia española alcanzó á su impulso el máximum de eficacia.
Dejó planteada en grande escala ya, la industria de la hierba, que
formaría hasta hoy, puede decirse, el principal recurso del país,
siendo notable, entre otras explotaciones, la de Mbaracayú en la
Guayra. El plantel de ganado mayor y menor, quedaba arrojado en las
selvas y praderas como profícua simiente, que á los pocos años ya fué
cosecha asombrosa.

Basta, en fin, para apreciar en conjunto la importancia de la conquista
laica, saber que desde 1526 hasta 1610, fundaron los conquistadores
casi tantos pueblos como los jesuítas en siglo y medio, á pesar de que
éstos tuvieron la senda abierta.

Las poblaciones laicas alcanzaron á veintiocho, como dije antes,
debiendo agregárseles diez ciudades, de importancia relativamente
considerable;[53] mientras los jesuítas, que en los cinco primeros
lustros de su apostolado fundaron diecinueve pueblos, no llegaron sino
á catorce durante los ciento treinta y tres años medianeros de 1634 á
1767, figurando entre ellos seis, creados con indios de reducciones ya
existentes.

Quedaba expedito, además, el camino del Perú; abierta una salida
al Océano, que es decir á Europa, por el Marañón; demostrada la
posibilidad de comunicarse con el Tucumán á través del Chaco, según
lo había probado Diego Pacheco en su travesía de ida y vuelta desde
Santiago del Estero á la Asunción; establecido desde 1573 el contacto
entre las conquistas peruana y platense, con la fundación simultánea de
Córdoba y Santa Fe, y todo esto casi sin sacerdotes, ó á lo menos sin
su concurso especial.

Los primeros españoles sólo tuvieron uno. Veinte años después de la
conquista, en plena acción expedicionaria y fundadora, apenas había
diecisiete, incluso el obispo y canónigos, y treinta años después,
veinte por todo.

Facilitaron aquella expansión puramente laica, las tendencias
regalistas de la Corona, para quien la Iglesia fué al principio un
subalterno, con frecuencia humillado y siempre contenido; pero el auge
de los jesuítas, con todas las complicaciones y concurrencias ya
enunciadas, engendró la reacción, incorporándolos al país, en tiempo de
Hernandarias, como un elemento conquistador.

Su intervención quedó justificada desde luego, por el mal trato
creciente que se daba á los naturales. Ya en 1496, Peralonso Niño había
llevado á España el primer cargamento de indios esclavos; y es sabido
que treinta años después, Diego García envió otro á un comerciante de
San Vicente (Brasil) con quien tenía contrata por ochocientos, para
ser remitidos á Europa; lo cual demuestra la regularidad del tráfico.
Al suspenderse éste, la encomienda lo reemplazó como medida interna.
Hernandarias pudo decir con razón á unos indios tomados en 1593,
con un cargamento de hierba, que lo mandaba quemar en su presencia,
presintiéndolo como causa de su ruina. Desde que empezó por entonces la
explotación de los hierbales del actual Paraguay, la extinción de la
raza fué problema resuelto.

La conquista no era una colonización, y traía aparejadas para los
vencidos todas las consecuencias de la guerra. Poco tenía en qué
efectuarse el saqueo, dada la pobreza de los naturales; pero la
necesidad de mujer, que tan irritantes desmanes ocasiona en semejantes
casos, y mucho más con tales hombres, así como la crueldad exasperada
por el eterno chasco del oro, causaron horrorosos vejámenes.

Después del combate de _Guarnipitá_, que trajo por consecuencia la
fundación de la futura capital paraguaya, figuraron en el tributo de
guerra impuesto á los indios, siete muchachas para Ayolas y dos para
cada uno de sus compañeros, siendo esto la regla general.

Schmídel, actor en lo más recio del drama, y á quien no puede
sospechársele exageración, dada la escasa jactancia de sus narraciones,
cuenta que en la expedición contra los _agaces_, todos los pueblos de
éstos fueron quemados. La lujuria del conquistador, está visible en la
calificación de «hermosísimas y lascivas» que da á las mujeres de los
_jarayes_ lo cual demuestra que las frecuentó, así estuviera aquella
hermosura muy exagerada, como es probable, por el celibato forzado del
narrador. Durante año y medio de expedición, cautivaron, dice, en las
tierras de los _guapás_, doce mil indios; habiendo soldado raso que
tenía cincuenta para su servicio. Con exageración y todo, la realidad
de la esclavitud no sería menos evidente.

El instinto aventurero se sobreexcitaba hasta lo increíble en aquellas
comarcas, cuyo aspecto decorativo producía, y con mayor razón en los
espíritus predispuestos, un delirio de grandeza teatral. La solemne
espesura, inspiraba con su misterio; cada matorral podía esconder la
fama ó la fortuna; los obstáculos no eran sino un incentivo mayor á
la constancia, exagerada por una heroica rivalidad. Endilgados en
el bosque virgen, al rastro de tal cual fábula que en caprichosa
etimología derivaban de una palabra ó mito indígena, ya no habían de
volver sino con la certidumbre por premio.

Crédulos acogieron la leyenda de las perlas en tal laguna del Chaco;
la referencia de aquel peñón de plata que resplandecía en medio del
Paraná, camino á la Guayra; los cuentos de dragones y de pigmeos; la
existencia de mitológicas amazonas...

Su transcurso quedaba señalado por la devastación. Incendiaban una
aldea como quien prende un fuego de artificio, y allá quedaba el tendal
de violaciones y de adulterios, comentando las orgías de una noche. Al
padecer ellos tanto en sus jornadas, en poco tenían el dolor ajeno;
mucho más tratándose de seres tan inferiores, que hasta la humanidad
se les discutía. Un feroz individualismo reinaba en aquellas huestes,
apenas vinculadas por la propia inseguridad. El botín, precario casi
siempre, ocasionaba disputas cuya inmediata consecuencia era el
homicidio. En torno de la fogata que formaba el corazón del vivac,
antes que los pucheros funcionaban los cubiletes. Ni la fatiga de
jornadas terribles, ni las heridas del dardo salvaje, extinguían
aquella pasión en sus férreas naturalezas. Y entrada la alta noche,
bajo la sombra de aquellos bosques sin rumores, que atemorizaba á
veces el rugido de algún jaguar en ronda, salían del atroz peladero
para improvisar sus tálamos brutales en el rebaño de cautivos, ó para
dirimir en el asesinato anónimo una apuesta infortunada, una fullería,
una broma quizá.

Dogos sobre un hueso, á puñaladas y á arcabuzazos disputaban la
menguada presea que la suerte les ponía al alcance en los cabellos
de alguna india opulenta, estando su avaricia en razón directa de la
escasez. Cómplices, no compañeros, aquellas expediciones los unían como
un delito; y sólo por indefensos prefería á los indios su ferocidad.
Allá dominaban exclusivos el coraje y el interés.

También así eran de tremendas sus penurias. La Naturaleza oponía de
sobra la resistencia que el aborigen no supo organizar; y si aquel
desenfreno de los instintos, tan característico de la guerra, trajo
consigo, como parece, la obstinación demostrada por los conquistadores,
en un verdadero apogeo de fuerza bruta, justo es confesar que á él se
debió la conquista.

Schmídel nos ha dejado en su narración, un cuadro por demás interesante
sobre aquellas exploraciones de la selva tropical. Se refiere á la que,
capitaneada por Hernando de Rivera, envió Álvar Núñez para descubrir el
imperio de las Amazonas.

Una vaga relación de los indios, á la que mezclarían, como es natural,
sus mentiras de práctica, embrollándola más aún con su costumbre de
adherirse á cuanta conjetura se les propone--decidió la expedición.

El fantástico imperio quedaba, según sus inventores, á dos meses de
viaje por la selva inundada; pero ni esto arredró á los exploradores.
Tribus, terreno, arboledas, animales, régimen meteorológico de la
región, todo les era desconocido. Caminaron durante quince días por un
interminable pantano, llevando á la rodilla y á la cintura el agua,
que los soles tropicales calentaban hasta una mórbida tibieza en la
cual bullían pestíferos fermentos. Con ella apagaban su sed, exasperada
por la fiebre que en ella misma bebían. Los gajos de los árboles
eran sus lechos. Para comer, encendían sus fuegos sobre pértigas
entrelazadas, á modo de trébedes gigantescas. Todo caía en ocasiones al
fango, y los últimos días de aquel viaje, ya no hubo más alimento que
el cogollo de las palmeras.

Llovía entretanto espantosamente, inundándose cada vez más la selva, y
sin que por ello una ráfaga de frescura aliviara la emoliente asfixia
de aquel lúgubre sudadero. Todas las sabandijas del bosque, exaltadas
por la germinante humedad, se abatían sobre los expedicionarios en
ferocísimos enjambres. Pero nadie intentó retroceder. Más pálidos que
espectros, chapaleando pesadamente con el pantano eterno sus propias
disenterías, devorados por comezones enloquecedoras, delirantes de
hambre, furiosos de clausura entre aquella fronda con su ambiente de
sótano, latigueados por funestos escalofríos bajo los chaparrones,
profundizando su silencio lóbrego entre el agua implacable--ninguno,
sin embargo, desfalleció; y tiene algo de dantesco aquella feroz
pandilla, que arrastra sus lodientos harapos bajo ese bosque, medio
engullida en líquida tumba por el charco cálido y muerto como una
jofaina de pediluvios.

Treinta días duró aquello, pues fueron y volvieron á su través; y
si hubo motines, se debieron á la disciplina que intentó imponer el
Adelantado para contener las depredaciones. El saqueo y la lujuria
componían su pitanza de tigres, que no había podido arrebatarles el
Papa mismo.

Así fueron los dominadores del salvaje.

Conforme á cédula real, Irala había empadronado y repartido con
perfecta equidad los primeros indios en número de veintiséis mil.

Á este objeto, se los dividía en dos clases. Los _yanaconas_ ó vencidos
en guerra, que componían las encomiendas perpetuas; y los _mitayos_,
sometidos voluntariamente ó por capitulación, en cuyas encomiendas sólo
trabajaban los varones de dieciocho á cincuenta años. Su tarea anual
no debía exceder de dos meses, quedando libres el resto del tiempo, y
es difícil concebir nada más humanitario; pero como el gobierno, en
el intento de abrir cuanto antes el país, permitía las expediciones
particulares contra los indios, y el consiguiente establecimiento de
encomiendas _yanaconas_, que eran naturalmente las más solicitadas--las
_mitayas_ quedaron abolidas de hecho.

Su institución fué algo así como la coartada moral del poder; pero
dadas las costumbres y el concepto legal predominantes, la excepción se
convirtió en regla, acentuando más todavía el carácter de conquista que
revistió la ocupación.

Igualmente desusadas quedaron las obligaciones, que la Corona imponía
á los encomenderos, en lo relativo al trato de sus indios. En una y
otra clase de encomienda, el dueño no podía venderlos ni abandonarlos,
aun por razones de enfermedad; estaba asimismo sometido á cuidarlos,
alimentarlos, doctrinarlos, darles oficio; y existía además otra
prescripción, que comportaba una verdadera garantía del porvenir:
tanto los _yanaconas_ como los _mitayos_, quedaban libres á las dos
generaciones, con la sola carga de un módico tributo.

Todo lo concerniente á las relaciones entre el indio y el encomendero,
era un sentimentalismo de aplicación imposible; pero aquella manumisión
constituía una sabia medida de gobierno, pues prevenía radicalmente el
daño de la esclavitud perpetua. De persistirse en ella, nada le habría
faltado á la conquista laica para su éxito completo; pero la tendencia
improvisadora de una legislación arbitraria y enteramente formal, hizo
fracasar el experimento en una crisis de impaciencia. Una expedición
desgraciada,[54] bastó para dar por muerto el fruto que iba á lograrse
quizá, poniendo en otras manos su cultivo.

Mientras, las provincias de Vera y de la Guayra llevaban ya cincuenta
años de régimen encomendero; así es que sus indios iban á entrar en
libertad, cuando fueron entregados á los jesuítas.

No creo que aquello hubiera dado mucho de sí, pero el ensayo no se
hizo, y queda la duda, existiendo además una circunstancia que tiende
á reforzarla.

Como los españoles no trajeron consigo mujeres, su unión poligámica
con las indígenas produjo numerosos mestizos, libres según la voluntad
real, cabiendo inferir que su contacto con los indios, habría podido
ser benéfico para éstos; pero insisto en que sólo se trata de
conjeturas.

El hecho establecido es que las encomiendas constituían, á despecho
de las leyes, una esclavitud efectiva, considerablemente agravada
al aumentar la explotación de los hierbales. Aquella especulación
desaforada, que hoy mismo es una tiranía odiosa, abolió toda noción de
piedad y hasta de respeto por la vida humana.

La semi-esclavitud del indio venía á redundar en contra suya, pues
no habiendo capital invertido en él, su dueño no tenía interés en
conservarlo. Trabajaba con bestial exceso, y tan hambriento, que á
veces sucumbía de inanición sobre su carga. Á la par seguía cebándose
en sus filas la crueldad conquistadora, y su disminución fué tan
rápida, que en algunas partes estaba reducido al uno por mil.

Apenas se le concedía carácter de hombre, aunadas la filosofía y
la teología para declararlo, además, esclavo de nacimiento. La
encomienda, institución feudal que prosperó durante casi toda la Edad
Media, arraigaba como planta indígena, sin que nada pudiera contener
sus abusos, sobre la raza servil é indefensa y sobre el ánimo del
conquistador, más regresivo, si cabe, al revivir sus cualidades de
paladín en un medio que imperiosamente las suscitaba.

Su incapacidad productiva y su desdén por el trabajo, volvían más
pesada la opresión, desde que él se limitaba á mandar siervos, sin
colaborar en sus tareas, residiendo aquí su diferencia substancial con
el colono.

Quizá habría bastado para contener sus desmanes, un patronato
espiritual de los indios; pero la Corona no sabía conciliar, siendo
la intolerancia su característica, y los jesuítas eran demasiado
absorbentes para resignarse á una participación. El ensayo de teocracia
iba á realizarse, pues, con toda amplitud.

Los primeros religiosos que predicaron el Evangelio á los guaraníes del
Paraguay propiamente dicho, fueron los franciscanos Armenta y Lebrón,
que Álvar Núñez halló en Santa Catalina en 1541; pero ya antes dije que
los sacerdotes no tuvieron influencia sensible durante la conquista
laica.

Propiamente considerada, la «conquista espiritual», que así la llamaré
adoptando la denominación de uno de sus más célebres autores (el P.
Montoya), comenzó al finalizar la expansión descubridora de la otra,
empalmando con ella en su concepto substancial.

Los primeros jesuítas que la raza guaraní conoció, llegaron al Brasil
en 1549. Desde 1554, este país formó una provincia espiritual; y los
PP. empezaron sus fundaciones, internándose rápidamente desde el
litoral atlántico hasta las nacientes del Paraná, y elevando á treinta
su número. Una de ellas, la de Manizoba, estaba situada en la Guayra
misma.

El lector sabe ya que la rápida prosperidad brasileña, puso en guardia
al gobierno español, motivando la expedición de Mendoza. No constituían
la menor fuente de recelo aquellas reducciones, que empezaban á
fundarse en el propio territorio español; pues los PP., lógicos en esto
con su política, obedecían á los gobiernos bajo cuya jurisdicción se
encontraban, haciéndolos servir por tal manera al interés general de
la orden. Esta no conocía patria, teniendo por tanto una superioridad
inmensa sobre aquéllos, en cuanto á la unidad de su acción y á la
multiplicidad de sus medios.

La evangelización de las tribus guaraníes, que dió su base experimental
al proyecto del Imperio futuro, había empezado con método admirable.
Las capitanías del Brasil eran otros tantos centros de operaciones, que
aspiraban á entenderse naturalmente con los establecidos en el Tucumán;
pero necesitaban para esto de un foco intermedio, siendo inaccesible
la distancia entre ellos, y el Paraguay se presentaba desde luego.
Lo que la conquista procuraba realizar de su parte, acomodándose á
las circunstancias creadas por descubrimientos sin plan, los jesuítas
concibiéronlo con adoptarlo en el territorio ya poseído.

Aventajaban á los demás en el conocimiento previo, que para aquélla
había sido consecuencia fortuita, y tenían mucha mayor capacidad para
organizar una empresa, por su férrea disciplina, la simplificación de
método que suponía su renunciación de todo incentivo terrenal, en bien
de su orden, y el concurso, para este fin, de las grandes inteligencias
con que contaban.

En 1588 llegaron los primeros al Paraguay, enviados desde el Brasil.
Eran experimentados misioneros y sabían el guaraní. Su acción iba á
buscar en sentido inverso, el contacto que había insinuado treinta
años antes, por la Guayra, aquella reducción de Manizoba, malograda en
su intento á causa de su origen portugués, que la hizo naturalmente
sospechosa para los expedicionarios españoles sobre aquel territorio.

Al situarse en la Asunción, aquellos jesuítas se colocaban bajo la
influencia española, salvando así los celos patrióticos, mientras sus
compañeros del Brasil seguían de consuno la obra proyectada. Pero como
España era la más fuerte, y como sus dominios llegaban hasta la misma
costa de aquel país, los últimos se limitaron á conservarse en ella. El
Paraguay fué el centro de irradiación elegido, y la unidad de la acción
que se intentaba quedó establecida de allí á poco, por la constitución
de la provincia espiritual, que abrazaba, como se recordará, regiones
tan diversas.

De tal modo revelaba aquello una acción futura, que la comunicación
entre dichas regiones no existía. Á ser la tal provincia una
mera subdivisión que la desprendía del Perú para facilitar su
administración espiritual, habría debido crearse otra en el Tucumán. Es
que mientras la conquista laica seguiría buscando su contacto con el
Perú, desde aquel centro y desde el Paraguay, la espiritual, más audaz,
más lógica, y sin el estorbo de los límites territoriales, orientaría
todas sus aspiraciones á conseguir el desahogo marítimo por la costa
del Brasil.

La primera, dirigida desde España sobre la base de informes no siempre
desinteresados y fieles, tuvo por norte el miraje del oro; con más que
las posesiones portuguesas la habrían opuesto siempre un obstáculo, á
querer tomar el rumbo de la segunda.

Ésta, concebida por un poder nada disperso en complicaciones políticas,
y exento de penurias económicas, contó desde el primer momento con la
experiencia de hombres avezados é inteligentes, que percibieron sin
vacilar la futura grandeza, apreciando á la vez, en su justo valor,
la importancia real de aquel oro que tantas cabezas trastornaba. No
le desconfiaban los intereses patrióticos, puesto que su influencia
era igual en las naciones rivales; y el Evangelio le daba un admirable
estandarte, para garantirle la consideración de las dos.

La relación con el Perú, que no podía ser abandonada enteramente, quedó
secundaria, no obstante, sobre todo en la primera época y mientras se
constituía un poderoso centro de operaciones; pero nunca fué abandonada
en absoluto. Era también una posesión de la orden, cuya frontera
convenía frecuentar.

Compusieron la primera misión al Paraguay, los PP. Soloni, Ortega
y Fildi. El primero era un veterano de las misiones. Ya en 1576,
acompañando á su maestro, el P. Gaspar Tulio Brasiliense, había
fundado entre los _tabayaras_ la reducción de Santo Tomé. Á aquellas
fundaciones se agregaron, hasta 1577, la de San Ignacio entre los
_surubís_, y la de San Pablo en la costa del mar, vecina al río
Sergipe. Llevaba, pues, el referido sacerdote, catorce años de
predicación en el Brasil, donde fué ordenado. Sus compañeros entraron
hasta la Guayra, y allá, en unión con los PP. Barzana, Lorenzana y
Aquila, que llegaron del Tucumán poco después, formaron el primer
plantel de reducciones paraguayas.

Organizando misiones, que eran más bien reconocimientos, siguió
paralizada la expansión hasta 1599, en que muerto Soloni, fué nombrado
superior Lorenzana.

Poco después, el P. Esteban Páez, Visitador de la comarca, teniendo en
cuenta la distancia á que se hallaban aquellos PP. de su casa central
del Perú, lo cual impedía auxiliarlos con eficacia, resolvió que se
retiraran al Tucumán; encargando la evangelización á los del Brasil,
que se hallaban más próximos y sabían la lengua de los naturales.
Lorenzana y Ortega se marcharon, pero Fildi quedó enfermo en Asunción.

No cabe duda de que aquellos sacerdotes, informaron detalladamente á su
generalato, sobre las condiciones del territorio por ellos reconocido,
su situación intermedia entre el Tucumán y el Brasil, la posibilidad de
una salida marítima por este país, una vez efectuado el contacto, la
facilidad de comunicaciones con el Perú y con Buenos Aires, la índole
favorable de la raza y la consiguiente facilidad de dominarla, todavía
favorecida por la influencia militar de los españoles. Si á esto se
agrega el conocimiento de la extraordinaria fertilidad y excelente
clima, que prometían grandes compensaciones al trabajo inteligente, no
es arriesgarse hasta lo fantástico suponer que la idea del Imperio fué
concebida desde entonces.

Los jesuítas eran demasiado expertos, para no comprender que la
restauración teocrática no prosperaría ya en Europa; pero poseían al
mismo tiempo bastante decisión, para aprovechar aquella coyuntura
experimental que se les ofrecía. Sus misiones de Asia, no podían
aspirar á influir sobre la política de imperios constituidos, que
supieron oponerles con eficacia el prestigio de religiones organizadas;
mas la orden era eminentemente política, á causa de sus procedimientos
modernos, y no se resignaba á proceder como una de tantas. Acogió,
pues, gozosa la ocasión que se le presentaba en aquel manso país, con
la rudimentaria estructura social de sus tribus, como una masa plástica
sensible á cualquier presión, entrando acto continuo á realizar el
vasto plan.

Fué el primer paso, la erección de la provincia espiritual del
Paraguay, que el quinto General de la Compañía, P. Claudio Aquaviva,
efectuó en 1604. El año anterior, Hernandarias había realizado una
expedición contra las tribus del Uruguay, siéndole adversa la fortuna,
pues aquéllas llegaron á exterminar su infantería; y esto le decidió
á impetrar de la Corona el establecimiento de misiones, dando por
infructuosa toda acción ulterior sobre los indios.

Semejante pesimismo, á todas luces sorprendente en un carácter tan
intrépido, y cuando estaba fresco aún el recuerdo de Irala, me hace
sospechar que la influencia jesuítica, siempre grande sobre él, no
fuera ajena á su determinación.

De todos modos, la Corona en su real orden del 30 de enero de 1609,
encargó la reducción de los indios á los jesuítas.

La organización se encontró planteada, con tal oportunidad, que revela
á primera vista una inteligencia entre el generalato jesuítico y el
gobierno; pues éste era demasiado celoso de sus prerrogativas, para no
protestar eficazmente si aquél hubiera procedido sin su aquiescencia.

Efectivamente, el general de los jesuítas había encargado al superior
de la compañía en el Perú, P. Romero, la erección de la provincia del
Paraguay, que en 1607 tuvo su primer Provincial en la persona del P.
Diego de Torres Bollo, el cual empezó sus tareas acompañado por quince
sacerdotes.

Bien se predisponía todo en favor de los nuevos misioneros, revelando
la certeza de sus cálculos. Diríase que la América estaba predestinada
á aquella influencia. En 1508, el mapa de Ruysch llamaba á la del Sur
_Terra Sancta Crucis_, denominación corriente, al parecer, pues el
globo Lenox la repite;[55] y concretándonos al Paraguay, encontramos
que éste, poco antes de la época á que voy refiriéndome, tuvo de obispo
á Fray Martín Ignacio de Loyola, sobrino, nada menos, del fundador de
la Compañía.

Los diecisiete años de activa labor yerbatera habían hecho intolerable
la crueldad de los encomenderos; de modo que cuando Alfaro, Visitador
de la Corona, realizó la investigación que ésta le había cometido sobre
la situación de los indios paraguayos, no vaciló en tomar su partido,
de acuerdo con los jesuítas, cuya acción apoyó decididamente con sus
célebres ordenanzas. El segundo gobierno de Hernandarias, en 1615,
robusteció aún más su naciente poder.

El Gobierno, cuyo ideal teocrático tan bien se avenía con aquel ensayo,
miró á los autores como á sus vasallos predilectos, facilitando su
acción con toda suerte de preferencias.

Penetraron, pues, con buen pie al país abierto ya en toda su extensión
por las correrías de los conquistadores, demostrándose su acción
secundaria á este respecto, con una sola consideración:

Mientras en Norte América y en Asia fueron notables sus descubrimientos
por aquel mismo tiempo, durante el siglo y medio que duró su imperio
en el Paraguay, sólo se cuenta tres expediciones suyas de este género.
Las de los PP. Castañares y Patiño por el Pilcomayo, y la del P. Ramón
por los ríos Negro y Orinoco.[56]

En las seis grandes expediciones que reconocieron el territorio,
desde 1515 á 1610, la religión no tuvo parte. La conquista laica se
desarrolló sola, y con tal éxito, que sólo ocho de sus veintiocho
fundaciones fueron destruidas; al paso que las trece de los jesuítas
en la Guayra, más otras muchas suyas hasta alcanzar á cuarenta,
desaparecieron por causa igual.

De aquí á juzgar con Azara y otros liberales, que la primera empresa
fué superior á la segunda, hay mucha distancia; y si he insistido de
nuevo en el parangón, es á objeto de que se vea cómo la ley histórica,
en cuya virtud la conquista militar precede á la religiosa, se cumplió
aquí una vez más.

Continuaban al propio tiempo las fundaciones en el Tucumán y en el
Perú, contándose dos poderosos centros en Córdoba y Santa Fe, que con
los paraguayos y brasileños daban ya el boceto de la dominación futura.
Los establecimientos de la Guayra y los del distrito del Tape, tenían
tan visible objeto de darse la mano con los costaneros del Brasil, que
dejaron casi abandonado el territorio intermedio entre ellos y la
Asunción, donde sobraban infieles, sin embargo. El ataque simultáneo
de los mamelucos sobre ambos puntos, demuestra que aquéllos también se
daban cuenta del plan seguido por sus poderosos rivales.

Los jesuítas, reaccionaron sobre la idea que consideraba á los indios
como bestias semi-racionales, mas para tenerlos por niños, lo cual
equivalía á prolongar indefinidamente su tutela. Quedaban, con relación
á sus protegidos, en la misma situación que los encomenderos, y debe
alabárselos por no haber abusado de ella; pero el hecho es que, salvo
el buen trato, la tendencia conquistadora permaneció incólume.

Como los espíritus más selectos habían adoptado, según dije, la
carrera eclesiástica al pronunciarse la decadencia española, su mayor
delicadeza de sentimientos y su elevación moral, ocasionaron el trato
más humanitario de los indios en las misiones. Pero la teología hueca
y la piedad acomodaticia influyeron sobre la conquista espiritual,
haciendo de las conversiones un asunto mecánico. Lo que se quería era
bautizar á toda costa; y á veces una tribu, vencida por la tarde, era
cristianada al día siguiente en masa, sin otra comunicación evangélica
que la muy precaria entre vencedor y vencidos.

Siendo tan diversa la situación moral de uno y otros, y actuando ambos
en esferas psicológicas tan opuestas, claro es que la predicación sólo
daba resultados insignificantes. En los primeros tiempos, se efectuó á
veces con ayuda de intérpretes; y es fácil suponer la manera cómo los
conceptos teológicos del catolicismo pasarían á las mentes salvajes,
traducidos por el guaraní de un lenguaraz.

Aunque los PP. contaron desde luego con el catecismo de los
franciscanos, en lengua indígena, y por más que algunos ya la sabían,
las dificultades fueron casi insuperables para comunicar cosas tan
sutiles y complicadas como las teológicas, sin que el fetichismo
aborigen presentara una sola coyuntura en su tosca sencillez. La
conciencia errátil del indio producía un obstáculo quizá mayor,
no quedando entonces otro expediente que una imposición directa y
autoritaria.

Fué lo que se hizo, imprimiendo en aquella indolente plasticidad,
todavía aumentada por su situación de vencida, el sello teocrático,
y atrayéndola con el único medio de relación posible, dada su
impenetrabilidad psicológica: la tentación sensual, por medio de
golosinas, músicas, pinturas, etc.--arte en el que, ayer como hoy, eran
maestros aquellos religiosos.

Los indios sólo adoptaron, pues, la exterioridad del nuevo culto, sin
que esto perjudique á la intención de sus misioneros, pues por algo
había que empezar; pero no está probado que salieran de allí. Fué una
sustitución de su idolatría, mísera y rudimentaria, por otra, llena de
ceremonias aparatosas, en las cuales era dado participar con trajes de
viso y títulos que halagaban la pasión del fausto, tan dominante en el
indio. El estilo charro, característico de los ornamentos y templos
jesuíticos, estaba más próximo de su mentalidad que la severa belleza
de los tipos clásicos, con su exceso decorativo que los PP. exageraron
todavía.

Fiestas patronales de los pueblos, y onomásticas del Rey, han dejado en
las crónicas un recuerdo de lujo bárbaro, que revela con significativa
elocuencia el método.

Todo era, naturalmente, religioso. Los recamados ornamentos
resplandecían al sol; aguas perfumadas servían en las ceremonias. Había
profusión de incienso y de repiques; y por sobre todo, esta suprema
vinculación de la gratitud primitiva con la religión que ocasionaba
los festejos: aquél era el día de banquetear y vestirse bien. Familias
enteras se envanecían con el roquete y los zapatos de un monaguillo.
El pueblo aplaudía entusiasta á las comparsas de niños, que trajeados
de ceremonia recitaban loas ó danzaban, componiendo con sus figuras
cifras místicas, al compás de estrepitosas orquestas. Petardos, cajas,
clarines y cascabeles que propagaban su sonoro escalofrío en el temblor
de las gualdrapas, subían hasta lo delirante la fanfarria clamorosa.
Simulacros militares, encendían el atavismo bélico de la sangre aún
montaraz; corridas de sortijas, autos en guaraní, toscas comedias,
enteraban el programa, todo ello rematado por general comilona al aire
libre, bajo las galerías que rodeaban la plaza.

La procesión del Corpus era especialmente suntuosa. El oficiante
recorría la plaza, deteniéndose en multitud de sitiales, bajo cuyos
camones de follaje aleteaban pájaros de los más brillantes colores,
sirviéndoles también de adorno vistosos peces conservados en diminutas
canoas. Los acólitos iban sembrando el piso con granos de maíz tostado,
que imitaban blancas florecillas, y la dulzura del ambiente, que
perfumaba el naranjal cercano, imprimía un sello de tierna unción á la
fiesta.

Pero el carácter pueril de esa devoción resaltaba en todo, hasta en las
iglesias, más suntuosas que sólidas; trabadas generalmente con barro,
pero profusas de campanas, de imágenes, de dorados y de cirios. Baste
saber que sólo en las últimas construidas después de siglo y medio de
dominio, se empleó argamasa para asentar los sillares.

La conquista no fué, sin embargo, enteramente pacífica, aunque presentó
desde luego un notable contraste con los excesos laicos. También los
PP. redujeron por la fuerza algunas tribus; pero su método preferente
era la seducción. Empezaban por no exigir sino el bautismo, sabiendo
que en cuanto los indios cedieran algo, acabarían por otorgarlo todo.

Á pesar de su dulzura, la mayor parte de las tribus quedó sin
reducirse, sin que esto sea imputable á falta de tiempo, pues en el
momento de la expulsión, los habitantes habían disminuido.

El sistema social vigente en las reducciones, fué el mismo de la
Compañía; aunque sin duda facilitó su implantación, la _mita_ con sus
escasas tareas y la organización comunista de algunas tribus.

Tuvieron las reducciones su cacique cada una y sus autoridades á
la española, pero todo aquello fué nominal. De hecho no había otra
autoridad que los PP., y todos esos alcaldes, corregidores y alféreces,
jamás pasaron de una decoración política, sin la más mínima autoridad
efectiva.

La situación privilegiada que el gobierno creó á los jesuítas en las
reducciones, pudo notarse desde el primer momento por la exención
de tributos. El de las encomiendas fué substituido, en efecto, por
un impuesto de un peso[57] anual sobre cada hombre de dieciocho á
cincuenta años. Esta carga única, exceptuaba todavía á los caciques y
sus primogénitos, á los corregidores, y á doce individuos afectados al
servicio de los templos. Con el diezmo, fijado en cien pesos anuales,
concluía toda obligación fiscal.


Ahora bien, como en las reducciones el trabajo era obligatorio para
todos, desde los cinco años, el de las mujeres y los niños, por
escaso que fuera, quedaba como producto líquido, determinando así una
competencia ventajosísima con los empresarios laicos.

Los encomenderos tenían que pagar un jornal de cuarenta reales[58]
mensuales á sus indios, y cinco pesos por cada uno á la Corona, ó
comprar esclavos para explotaciones como la del azúcar, que sólo
aguantaba el negro; creándose entonces una situación de ojeriza
comercial entre las dos conquistas. La Corona no supo conservar el
equilibrio, procediendo más por corazonada que por cálculo entre
aquellos intereses; y el resultado de sus medidas, naturalmente
inspiradas por los jesuítas, redundó al fin en perjuicio de los
naturales.

Éstos fueron, ó siervos de los PP. á quienes se lanzó en la
especulación comercial, con el privilegio que la hacía pingüe, ó
víctima de los odios despertados por la rivalidad entre laicos y
religiosos. Su condición servil permanecía en ambos casos inconmovible.


                                NOTAS:

[48] El profesor M. Henri de Galzain, de Villa Mercedes (San Luis)
me ha comunicado que existe sobre el río Quinto un paso llamado de
los Césares que vendría á quedar sobre el itinerario antedicho,
confirmándolo más aún; pues no existe en la historia ni en la tradición
local, dato alguno que lo justifique.

[49] Es extraño que Angelis, á quien debió llamar la atención el
doble error, no lo aclarase en una nota; pues se siente uno tentado á
atribuírselo. Pero un estudiante primario no incurriría en él, mucho
menos un compilador, por torpe que se le suponga. Puede dárselo,
entonces, como perteneciente al historiador.

[50] No acepto el académico «contralorear», derivado de «contralor»,
con que la Academia, más papista que el Papa, traduce _contrôle_,
síncopa de _contre-rôle_; pues no veo el derecho con que los
etimólogos españoles refaccionan una palabra francesa, de más fácil
pronunciación y más breve en su forma original que en su restauración
arcaica--inocente pedantería con que se disfraza tanta miseria casera.

[51] Es curioso que la primera cuestión de límites en América, haya
sido resuelta por el arbitraje. La bula del Papa Alejandro VI, no era
otra cosa en efecto.

[52] Como no alcanzo la razón que haya para limitar el oficio de esta
palabra á su combinación con el participio, adopto nuestra lógica
generalización. Igualmente usaré la palabra _rol_, bajo su afección
francesa de papel ó figura en un desempeño; así como _yerbal_ y
_yerbatero_, derivados de yerba (_ilex paraguayensis_). Por último,
emplearé como sinónimo de asperón la palabra _gres_ que la Academia no
acepta.

[53] Éstas fueron: Asunción, Ciudad Real, Santa Cruz, Villa Rica,
Jerez, Concepción, Ontiveros, Corrientes, Santa Fe y Buenos Aires.

[54] La de Hernandarias, de que se hablará más adelante.

[55] Llamado así porque pertenece á la colección «Lenox» de Nueva York.

[56] Falkner no entra en esta cuenta, por haber sido su campo de acción
la Patagonia; pero su obra fué allá tan notable y benemérita, que bien
merece una mención especial.

[57] El peso en cuestión valía, salvo las naturales fluctuaciones
del cambio, 5 francos 446, á juzgar por su peso de 26 gramos 928 y
su ley de 0.910 de fino, conforme á las equivalencias fijadas por la
Convención Internacional del Metro en 1875. El peso á que me refiero,
es el anterior á 1772; pues desde esta fecha, su ley fué bajando
progresivamente.

[58] Cerca de 22 francos.



                                  IV
                      =La conquista espiritual.=


No todos los indios aceptaron la dominación jesuítica. Optaron por
ella, casi exclusivamente, aquéllos más vejados por los encomenderos,
buscando el alivio, ya que eran incapaces de proporcionárselo por sí
mismos, en una servidumbre menos cruel. Los reducidos fueron, pues,
una minoría, faltando á la obra aquéllos más bravíos, es decir los más
interesantes.

Las reducciones de Quilmes y del Baradero, tan próximas, no obstante,
á Buenos Aires, fueron un fracaso; igual puede decirse de las que
intentaron evangelizar la Patagonia; siendo las calchaquíes enteramente
destruidas y saqueadas cuando la rebelión de Bohórquez, á pesar de que
parecían aseguradas por un gran éxito industrial.

Pasando por alto las tribus pequeñas no reducidas, como los
salvajísimos _nalimegas_, los _guatás_, los _ninaquiguilás_, etc., y
no contando sino las naciones que contenían muchas parcialidades, se
tiene el siguiente resultado de reacios:

Los _guayanás_, nación tan numerosa que se la creía formada por
todas las tribus no guaraníes, siendo de notar que esta denominación
comprendía entonces sólo á los indios reducidos. Era gente docilísima,
sin embargo; jamás causó daño á las reducciones, con las cuales vivía
en continua relación, ayudando á los conversos en el trabajo de los
yerbales mediante algunas baratijas.

Seguían por orden de su importancia numérica ó guerrera, los
_charrúas_; los _tupíes_, tan huraños que se dejaban morir de
hambre cuando caían prisioneros; los _bugres_; los _mbayás_; los
_payaguás_;[59] los belicosos _tobas_; los feroces _mocovíes_ y otros
muchos, sobre todo chaqueños.

La defección de los _guanás_ y de los _jarós_, prueba cuán débiles
fueron en realidad los lazos que los unían á aquella rudimentaria
civilización.

Con inmenso trabajo habían conseguido los PP. reducirlos, cuando un día
se presentaron á su director, comunicándole que se hallaban resueltos
á adoptar su antigua vida; pues el Dios que se les predicaba era una
deidad muy incómoda, á causa de que estando en todas partes no había
cómo librarse de su fiscalización.

El estado intelectual de aquellos indios, se revela con harta claridad
en ese argumento.

Otra misión también fracasada fué la de los _guaycurúes_, salvajes
belicosos cuya reducción habría convenido efectuar; pero los PP.
tuvieron que abandonarlos á los diecisiete años de esfuerzos
infructuosos.

El aislamiento de las tribus, su miseria y sus rivalidades; el
dominio laico establecido ya; las identidades religiosas hábilmente
explotadas, eran circunstancias favorables á la reducción. Los PP.
habían encontrado que el _Pay Zumé_, vaga deidad á la cual rendían
cierto culto los guaraníes, no podía haber sido otro que el apóstol
Santo Tomás (_padre Tomé_) adaptando á la región una de las tantas
leyendas religiosas que el fanatismo dominante creyó notar esparcidas
por las selvas americanas, á favor de caprichosas semejanzas eufónicas
entre las lenguas, ó de coincidencias mitológicas--como el hallazgo de
las dos tribus hebreas, perdidas desde el cisma de Roboam, el rastro
evangélico que se creía determinar en el uso indígena de la cruz como
símbolo religioso, y aquella pretendida predicación de Santo Tomás.

Tuvo su éxito la leyenda, que los PP. aplicaron á su sabor y quizá
de buena fe, aprovechando el tradicionalismo forzosamente confuso de
tribus sin literatura. La veneración de la cruz (que era igualmente
quichua y calchaquina) se las había enseñado el apóstol; sus huellas
quedaban grabadas en las areniscas, y era él quien les había dado la
posesión de aquellas tierras. Esto último lo alegarían después los
indios como argumento, ante los comisarios ejecutores del tratado de
1750.

Su cosmogonía infantil, así como su creencia en la inmortalidad del
alma y su temor á los espectros, se prestaban á cualquier adaptación
en poder más listo; su falta de patriotismo, en el sentido elevado
que hace de este sentimiento una fuerza, y la facilidad con que todos
entendían el guaraní, tronco de sus dialectos, agregaban nuevas
facilidades á la obra evangelizadora. La misma poligamia, que es el
obstáculo más arduo de las misiones, no pasaba, para la mayoría, de una
aspiración casi nunca realizada.

Cuando los PP. se convencieron de que la seducción no bastaba para
atraer á los guaraníes más salvajes no obstante su inmediación, echaron
mano, como dije, de medios más expeditos.

Uno de ellos fué la compra de los prisioneros de guerra que las tribus
se hacían, aun cuando ello implicaba fomentar la discordia; pues
lo esencial era, como se advierte sin esfuerzo, el establecimiento
del Imperio. Otro consistió en el empleo de neófitos ladinos, que
procuraban introducirse en las tribus para inducirlas al nuevo estado.
Los indios que conseguían atraer á su culto, daban el pretexto para una
intervención más decisiva.

Llegaban entonces los PP. á la tribu, diciéndose atraídos por la fama
del cacique á quien lisonjeaban y regalaban, produciendo entre todos la
consiguiente agitación.

Cualquier incidente sucesivo--la protesta del hechicero que, por
de contado, se alzaba contra los intrusos, la negativa del cacique
solicitado, su coacción sobre los flamantes conversos--eran
interpretadas con carácter agresivo, justificando la intervención de
las armas.

Los PP. unían en su obra lo divino á lo humano, con fino espíritu
práctico, y nunca la emprendían sin el correspondiente concurso
militar. Ya los que entraron á la Guayra en 1609, llevaban su escolta
de mosqueteros.[60]

Quedaban, por lo demás, los otros arbitrios del caso para apoyar la
acción bélica. Sucesos impresionantes, como las borrascas, estampas
que representaban los tormentos del infierno ó la bienaventuranza de
los santos, aplicados con oportunidad al asunto y en fácil competencia
con míseros hechiceros, les daban pronto la ventaja. Éstos eran, sobre
todo, médicos; y es de imaginar cómo saldría aquella ciencia, base de
su prestigio, en pugna con hombres civilizados y sagaces cuyos actos
resultaban milagrosos en relación.

Las acciones de guerra, no producían sino triunfos; y fueron combates
célebres de aquellos tiempos, los que el bravo guaraní _Maracaná_,
dirigido por los PP., libró, saliendo victorioso, contra los caciques
_Taubici_ y _Atiguajé_. El primero, que era brujo además, fué arrojado
á un río con una piedra al cuello.

Tres otros más, _Yaguá-Pitá_, _Guirá-Verá_ y _Chimboí_, muertos los dos
primeros en pelea y gravemente herido el otro, acabaron de cimentar el
prestigio de los PP., hasta bajo la faz militar. Llegaron á sostener
verdaderos sitios, en campos atrincherados y con buena táctica, como lo
demostró el P. Fildi en su lucha contra _Guirá-Verá_.

Escasas fueron las represalias, contándose en total cinco asesinatos
de misioneros: los padres González, Mendoza, Castañares, Castillo y
Rodríguez.[61] Las leyendas milagrosas pulularon en torno de estos
sucesos. Decíase que el corazón del P. González había hablado desde
su fosa, y que el fuego se negó á consumir su cuerpo. El celo de los
misioneros se avivó con esto, habiendo algunos que, en su lecho de
muerte, lamentaban no haber recibido el martirio.

Pero la masa cedió en todas partes con notable docilidad, aunque no
creo, como sostienen los escritores clericales, que fué organizada por
los jesuítas en la única forma posible, dadas sus condiciones morales.

Se ha pretendido, en efecto, que el comunismo estaba requerido por su
naturaleza ociosa é imprevisora; el aislamiento, por su variabilidad
que constantemente la exponía á intentar aventuras fuera del patrocinio
jesuítico; la adopción exclusiva de su idioma, porque no toleraba el
español. Será así; pero el caso es que no hay indicio de un solo ensayo
contradictorio, útil por demás, si no se quería hacer del indígena un
incapaz en perenne tutela.

Mi opinión es que los PP., tomando como base de organización social la
de su propio instituto, que lógicamente les parecería la mejor, hicieron
de las reducciones una gran «Compañía», en la cual no faltaban ni el
comunismo reglamentario, ni el silencio característico. En los pueblos
no se cantaba sino los días de precepto, y hasta los juegos de los
niños carecían de espontaneidad. Todo estaba reglado á son de campana,
y á la voluntad exclusiva de los religiosos.

La evangelización se detuvo, en cuanto el éxito que aseguraban los
privilegios concedidos por la Corona, y la fertilidad del país,
determinaron el carácter profícuo de la empresa. El ideal místico cedió
entonces el campo al económico, por más que continuara influyendo
con su prestigio ya probado, al éxito de este último. Entonces, toda
la actividad de aquellas factorías religiosas se consagró á buscar
la salida marítima, que la conquista laica había intentado con la
expedición de Chaves, por el Mamoré y el Marañón. En este propósito iba
á experimentar su primer revés.

Algunos deportados lusitanos y piratas holandeses, habían fundado en
la provincia brasileña de San Pablo, una especie de colonia libertaria,
que se mantenía explotando á su guisa el trabajo de los indios. El
choque era inevitable entre aquellas dos fuerzas que iban hacia el
mismo fin, usando medios de todo punto opuestos. Eran el _self made
man_ de un tipo, contra el de otro antagónico, y se disputaron la
supremacía con encarnizamiento mortal.

La humanidad y la civilización tienen que estar con los jesuítas en esa
lucha, pues ellos representaban la defensa del débil contra semejantes
hordas de facinerosos sin ley; mas el problema que aquélla implica, no
es solamente sentimental. Reside ante todo en la desigual condición que
creaba á los «paulistas» el privilegio jesuítico, con sus exenciones
contributivas, y la intervención del gobierno para poner bajo tal
influjo á los indios.[62]

Tremenda fué su invasión de la Guayra. Entraron á sangre y fuego, con
ánimo de arrasar para siempre el foco rival, y lo ejecutaron casi
sin oposición. Aquella soldadesca sugería horrores salvajes con su
desarrapada masa, su armamento irregular hasta lo monstruoso, sus
morriones de cuero crudo y sus corazas de algodón.[63]

Lleváronse de calle toda resistencia, maltratando á los jesuítas que
procuraron detenerlos, y aun asesinándolos, como al P. Arias. Ni los
ornamentos sagrados con que los encontraban revestidos, eran poderosos
á contenerlos. Saquearon y profanaron lo mismo los hogares que las
iglesias. Á un tiempo destruyeron las reducciones de la Guayra y del
Tape; mas como toda montonera, carecieron de constancia, y hartos de
botín no pensaron sino en gozarlo. Á esto debieron los PP. la relativa
eficacia de su retirada.

No obstante, el golpe fué espantoso. Los montes quedaron llenos
de niños y de moribundos, que se rezagaban del rebaño de esclavos
conducido en insolente triunfo. Á sesenta mil lo hacen llegar los
jesuítas contemporáneos. En vano el P. Maceta se trasladó al Brasil en
demanda de justicia. No la había contra los montoneros enriquecidos que
ya empezaban á hablar de un nuevo ataque. Aquél no tuvo otro recurso
que regresar, para evitarlo con la fuga, decidiéndose en consecuencia
el abandono de las trece reducciones guayranas.

Bajo las órdenes del P. Montoya, doce mil personas, con setecientas
barcas, se movieron aguas abajo del Paraná, en dirección al actual
territorio de Misiones. Memorables fueron aquellas jornadas por sus
peripecias trágicas, como el destrozo de las canoas en las rompientes
de la gran catarata, y la peste que azotó á los expedicionarios. Éstos
hasta debieron suspender su viaje, durante toda una estación, mientras
sembraban y recogían lo necesario para mantenerse; y si algo resalta
con admirables caracteres en ese éxodo colosal, es la figura del P.
Montoya, apóstol digno de la epopeya por su heroísmo y por su genio.

Las orillas del Yababirí, adonde arribaron por último los emigrados,
sustentaban diez reducciones desde 1611. Allá fueron acogidos,
empezando recién con su establecimiento la existencia firme del núcleo
central del Imperio, y las fundaciones definitivas que, andando el
tiempo, serían los treinta y tres pueblos célebres. Las trece primeras
recibieron los mismos nombres que las abandonadas de la Guayra,
estribando en esto, sin duda, los errores cronológicos de Azara y de
sus secuaces.

Así, pues, el centro del Imperio se había desplazado; pero aquellos
hombres, con un tesón digno seguramente del triunfo, no abandonaron su
proyecto.

Treinta años después, florecía ya vigorosa la conquista espiritual en
el nuevo territorio, á través del cual, y dominando ambas márgenes del
Uruguay, penetraba otra vez por el Brasil cuya costa buscaría, sin
perder su objetivo, á la altura de Porto Alegre.

Una vez reorganizada, su rendimiento fué más que satisfactorio, como va
á verse; aunque resulte tan exagerado atribuirle un carácter comercial
exclusivo, como negárselo del todo. En realidad, los PP. no tenían por
qué rehusar un justo provecho, con mayor razón cuando no era para su
enriquecimiento personal.

Los escritores clericales se han empeñado en demostrar, exagerando á
mi ver su objeto, que los indios andaban muy livianos de trabajo con
aquel régimen, disfrutando, mejor dicho, de un ocio disimulado. No
lo indica así el rápido progreso de las Misiones, donde los PP. eran
además muy pocos (dos comúnmente en cada una) para que su trabajo
personal influyera. Si la dificultad está en conjeturar el paradero
de sus saldos favorables, yo no la veo. Al fin, aquélla era una obra
humana, y no me parece que se desluzca por un éxito más, como sería
el industrial. Su producto amonedado, iría naturalmente á poder del
generalato, invirtiéndose en bien de la orden y de la religión; porque
en cuanto á existir utilidad, ella es evidente.[64]

Una estricta economía imperaba en las reducciones. Todos los productos
eran almacenados, proveyendo los PP. á la manutención de cada una, con
la administración de los depósitos, y enviando el resto á Buenos Aires,
de donde volvían en retorno efectos de consumo y ornamentos, previa
deducción del tributo eclesiástico y civil.

Pero las necesidades de la población no eran grandes. Como tejidos,
usaba exclusivamente el algodón, producido y labrado allá mismo,
y andaba toda descalza. Su alimentación era también producto de
la tierra, con la excepción única de la sal, que se importaba; sus
viviendas no requerían ningún material extranjero; armas y pólvora,
allá se fabricaban; lujo, no existía, pues la vida era para todos
reglamentariamente igual, y en cuanto á los objetos del culto, éstos,
por su propio destino, exigen pocas reposiciones.

Ahora bien, solamente los yerbales de los siete pueblos situados en la
margen izquierda del Uruguay, estaban estimados en un millón de pesos;
los algodonales eran vastísimos; las dehesas muy pobladas; la industria
daba para exportar tejidos y artefactos á las comarcas limítrofes. Las
reducciones producían, pues, mucho más de lo que gastaban.

Doblas, que las conoció ya en decadencia, hizo un cálculo de los gastos
y recursos cuyo promedio podía atribuirse á cada pueblo, y esto será mi
base para estimar la producción total, no sólo porque se trata de datos
oficiales en los que no cabe suponer exageración, pues ella habría
redundado en todo caso contra su autor,[65] sino porque éste era más
bien amigo de los jesuítas.

Calculaba el citado funcionario el gasto de un pueblo de 1200
habitantes,[66] en 8000 pesos anuales, incluyendo sueldos de
administración y de curato, que no existían en tiempo de los jesuítas;
y el producto en 40 á 50 pesos por habitante, más 3000 de los ganados.

Suponiendo mil personas de trabajo, para descontar doscientas por
enfermas é impedidas, pues todo el mundo se ocupaba desde los cinco
años, queda á favor de la producción un saldo de 30.000 pesos en
números redondos.

Durante el dominio jesuítico, la población de las reducciones alcanzó
á 150.000 habitantes (en 1743) pero no quiero contarla sino por
100.000--aunque ya en 1715 subía á 117.488--para atribuir al resto los
niños menores de cinco años y los enfermos, muy escasos por lo demás,
dada la salubridad del clima.

Incluyendo en los 40 pesos[67] por habitante, que Doblas señala como
el término más bajo de su estima, el producto de los ganados también,
resultan 4.000.000 anuales.

Pongamos un millón de gastos. En realidad serían 668.000 pesos
exactamente; pero debe agregarse á esta suma los dispendios ocasionados
por las fiestas patronales, que calcularé en 1.000 pesos cada una para
no regatear, pues Doblas asignaba de 3 á 400 á las más modestas. Á una
por pueblo, son 33.000 pesos; quedando todavía más de 300.000 como
exceso favorable, al cual puede imputarse las mercaderías y ornamentos
importados.

Y bien; con todas estas concesiones, el resultado es estupendo
todavía; pues no contando sino desde 1700, á pesar de que antes de esta
fecha la producción era ya muy fuerte, salen más de doscientos millones
líquidos.

Doblas era comerciante y sabría apreciar bien; pero rebájese su cálculo
de producción á la mitad; exclúyase la circunstancia de haber sido
verificado durante la decadencia del Imperio, y siempre se tendrá cien
millones en sesenta y siete años; lo cual, dado el valor de la moneda
en aquella época, representa una sólida explotación.[68]

No es cierto, pues, que el producto de las reducciones, se invirtiera
todo en su provecho. Aun asignándoles gastos exagerados, como acaba de
verse, éstos no llegan ni con mucho á equipararlo.

La cría de ganados alcanzó en ellas una importancia notable. Los
campos de Corrientes y Río Grande se poblaron de estancias, con
veinte y treinta mil cabezas cada una; pero como á todos los pueblos
correspondía un plantel para el consumo, los del actual territorio de
Misiones tenían que importar sal necesariamente. Creo que el sistema de
evaporación, mencionado en el Capítulo II, debió de suministrarla para
los ganados, siendo muy económico, así como el transporte que se haría
en carretas por los excelentes caminos de la época.

Unas reducciones explotaban de preferencia la ganadería y otras la
agricultura, en las producciones generales del territorio, siendo
las más importantes la yerba y el algodón. Había cañaverales de
azúcar, pero no sé que los trapiches suministraran este producto; su
rendimiento casi exclusivo, en todo caso, fué de melaza, tal como
sucede hoy. El bosque daba también yerba, si de calidad inferior á la
hortense, en cantidad mucho mayor; y su transporte se verificaba por
los ríos hasta Buenos Aires, en monstruosas jangadas que cargaban hasta
cien mil kilogramos y navegaban casi al azar de la corriente.

El monopolio jesuítico era absoluto, pues en las reducciones no
circulaba moneda alguna.[69] Como, por otra parte, la entrada de
comerciantes en ellas se hacía casi imposible, pues de las treinta y
tres sólo podían comerciar libremente seis, en la margen derecha del
Paraná, los PP. eran los únicos exportadores; naciendo de aquí su
interés, así en dominar los dos ríos, como en tener por suya la salida
al Océano.

Se ha dicho que el comunismo aquél, constituía la felicidad misma, al
no admitir pobres ni ricos; y ello resultara discutible, de haber sido
los indios sus propios administradores. Pero bajo la tutela absoluta de
los PP., quienes disponían sin limitación de las ganancias, aquello no
fué otra cosa que un imperio teocrático, en el cual todos eran pobres
realmente, excepto los amos.

Ni la comida tenían suya, como éstos no se la concedieran; el vestido
era un uniforme sumamente ligero: calzón, camisa y gorro de algodón
para los hombres; para las mujeres un tipoy de la misma sustancia--y
ya dije que todos iban descalzos. La alimentación, casi enteramente
vegetal, era un ordinario de mote y mandioca, bueno y abundante.

En todo se mostraba la disciplina monástica, á la cual concurrió con
eficacia el aislamiento. Desde el territorio, arcifinio como era, hasta
el idioma indígena, conservado con exclusión rigurosa del español,
las circunstancias convergían al mismo fin. La salida marítima, tan
empeñosamente buscada, tenía, fuera de su importancia comercial, un
objeto idéntico.

Buenos Aires formaba un escollo permanente al propósito teocrático,
por el espíritu liberal que le venía de sus relaciones con el comercio
hereje y por el contrabando de libros prohibidos; siendo por otra parte
los jesuítas, la más pequeña de las comunidades. Evitarlo, formaba
parte del proyecto general, con más que así escapaban al control de la
autoridad civil.[70]

Aquel poderío en aquel aislamiento, dió al

Imperio una existencia indiscutible en el hecho, bien que políticamente
formara parte de la monarquía española. El único obstáculo á la
autonomía, hubiera sido el gobierno aquél; pero como los jesuítas le
realizaban aquí su ideal del Imperio Cristiano, lejos de impedírselo
los incitaba más cada vez. Y de tal modo era estrecha esta relación,
que el auge de las Misiones empezó coincidiendo con una idea dominante
del monarca, perfectamente clara como indicio sincrónico: el dogma de
la Inmaculada Concepción, ideal teológico de los jesuítas.

El Superior de las reducciones era nombrado directamente desde Roma
por el general de la Compañía, con entera independencia de la iglesia
local. Residía en Yapeyú, con todas las potestades de un obispo, pues
hasta facultado estaba para administrar la confirmación. El obispo
Cárdenas, y Antequera, para no recordar sino los conflictos más
célebres, experimentaron el poder de los PP., siendo echado de las
reducciones el primero y malogrado así su objeto de fiscalizarlas; en
tanto que el segundo, dejó la cabeza en la demanda. Pero debe agregarse
que la orden no perdió en su aislamiento discrecional la disciplina
característica. Castos y sobrios, sus miembros predicaban con el
ejemplo. Su tendencia estudiosa no se relajó al contacto enervante
de la selva, residiendo ante todo su prestigio en el talento y en la
virtud.

Uno de ellos, el P. Suárez, cosmógrafo distinguido, se construyó por su
propia mano los instrumentos más necesarios de su ciencia: anteojos
hasta de cinco pies, y un reloj astronómico, que marino tan competente
como Alvear, tuvo por obra notable.[71]

Hay todavía restos de cuadrantes solares en los pueblos jesuíticos.
Puedo mencionar entre otros, uno restaurado de San Javier; otro
bastante destruido en Concepción, pues el cubo donde está trazado lo
picaron á cincel en busca de tesoros; y uno en la iglesia de Jesús
(Paraguay) que los jesuítas dejaron inconclusa. Estaba dedicado, sin
duda, á regular el trabajo de los constructores, pues para trazarlo se
había revocado provisoriamente un pedazo de pared, donde iba á servir
ínterin se llegaba á cerrar la bóveda.

Varias imprentas editaban libros religiosos, teniéndose noticias
de cinco, que fueron instaladas en San Miguel, Santa María, San
Javier, Loreto y Corpus, á no ser que se tratara de un mismo taller
translaticio, como creen otros y me parece más probable. El carácter de
sus impresiones, como podrá verlo el lector, no difería del dominante
en aquella época. Mis ilustraciones proceden de la _Historia y
Bibliografía de la Imprenta en la América Española_ por José T. Medina,
obra que me señaló como lo mejor para mi objeto, el director de
nuestra Biblioteca Nacional, señor P. Groussac, cuya cortesía agradezco
de paso; ambas reproducen facsímiles del célebre libro místico del
P. Juan Eusebio Nieremberg, _De la diferencia entre lo Temporal y
Eterno_, etc., traducido al guaraní por el S. J. José Serrano. El texto
pertenece á la primera página,[72] y la lámina, una de las cuarenta y
cuatro que lo ilustraban, á la 96; habiéndolos preferido, por tratarse
de la obra tipográfica más considerable que produjeron las imprentas
de las reducciones en su corto funcionamiento. Éste apenas alcanzó, en
efecto, á veintidós años (de 1705 á 1727) sin que se sepa á ciencia
cierta por qué fueron suspendidas las publicaciones; pero el ya citado
_Semanario de un Siglo_, que el P. Suárez editó en Barcelona en 1752,
demuestra que, por esta época, ya no había imprentas en las Misiones.
Poco dado á las novedades sin objeto, he preferido una modesta
reproducción de aquellos trabajos, con tal que ella presente al lector
el mejor ejemplar posible.

Había también escuelas en todos los pueblos; pero así éstas como las
imprentas, empleaban únicamente el guaraní. Los libros de los PP. eran
naturalmente en latín y venían de Europa en su mayor parte.

La uniformidad topográfica de los pueblos, no manifestaba sino leves
excepciones.

Una plaza de 125 metros por costado, con la iglesia, el convento y el
cementerio en uno de ellos. En los tres restantes, casas generalmente
de piedra, con galerías corridas que permitían andar á cubierto.

Desembocaban á la plaza, calles formadas por dos hileras de
habitaciones. Cada hilera estaba aislada, siendo variable y hasta
irregular el ancho de las calles intermedias sombreadas por naranjos,
tanto más necesarios, cuanto que se cocinaba frente á las puertas.
Dichas hileras formaban manzanas, lo cual daba al conjunto un
aspecto enteramente rectangular. Las calles no tenían veredas.[73]

      [Ilustración: =Fac-símile de la primera página del libro del
                            P. Nieremberg.=]

                              (REDUCIDO)

Las casas, con una puerta al frente y una ventana á su lado, constaban,
pues, de una sola habitación que no comunicaba con las vecinas. Estas
puertas, daban además al muro trasero de las que formaban la hilera
subsiguiente, con el objeto, según parece, de evitar el comadreo. Sin
embargo, en las ruinas paraguayas de Jesús y de Trinidad, algunas
tenían ventanas y aun puertas al fondo.

Construidas con gruesos bloques de piedra _tacurú_, cuya disposición
prismática se aprovechaba, acabando de labrarlas en esta forma, su
mortero más común era el barro. Tampoco lo necesitaban mucho, dado
el amplio basamento de aquellos sillares, y por lo general no se lo
empleaba sino para tomar las junturas.[74]

Otras eran de piedra, nada más que hasta la mitad de los muros,
formando una gruesa tapia el resto; muy pocas de arenisca, y éstas
sólo en los pueblos de más reciente fundación; bastantes de tapia y
de adobe. Los techos, de tejas solidísimas, que en ciertos pueblos se
conservan aún á millares, eran de dos aguas, muy rápidas por causa de
las lluvias continuas, lo cual exageraba su aspecto de capuchas; y las
fachadas de algunas viviendas de las plazas, ostentaban cresterías
formadas por medias lunas de piedra. Por lo común el piso era de
tierra; pero las principales, así como las celdas de los PP., estaban
soladas con baldosas exagonales, muchas enteras todavía, del propio
modo que sus almorrefas correspondientes. Casi en ninguna se usaba
revoque, con excepción de las que encuadraban la plaza, teniendo
éstas, además, por adorno, un florón de alto relieve en el tímpano.
La capacidad media era de cinco metros por cinco, y cada cual bastaba
á una familia. Pesadas puertas de urunday completaban el edificio. Su
interior era muy fresco, así por el gran espesor de las paredes, como
por el cañizo que formaba su plafón; pero reinaba en él una suciedad
verdaderamente indígena. Excavando en las ruinas, para dar con el piso
antiguo, se encuentra, al alcanzar su nivel, los trozos de baldosa
todavía cubiertos de hollín y de pringue. El aspecto exterior debía
de ser muy pintoresco, por el contraste de los tejados rojos con el
verdor metálico del naranjal. Acentuaría esta impresión la aspereza
leonada de los muros, con su matiz de cemento antiguo, cuando no el
suave rosa del gres, dando cierto carácter grandioso al conjunto
la recia fábrica de aquellos edificios. Los muros, atizonados con
fuertes machos de urunday, han resistido á todos los azotes, enlazados
sus sillares sin desencajarse, por raíces de árboles que vinieron á
buscar en sus junturas la tierra negra del mortero. Son ahora robustos
ejemplares--higueras silvestres, naranjos y hasta cedros, que se
balancean en agreste intrusión sobre ese arrasado salmer ó aquella
desequilibrada imposta.

                             [Ilustración]

Una poderosa tapia, ó un foso profundo, defendían los recintos, sobre
todo aquéllos situados en la costa del Uruguay y más expuestos, por
consiguiente, á las incursiones mamelucas.[75] Á veces se combinaba
las dos defensas, soliendo ser el foso una continuación de los arroyos
entre los cuales estaba situado casi siempre el pueblo, y cuyos
inexpugnables sotos componían una trinchera natural.

El lector tiene á la vista un plano de la antigua reducción de San
José, cuyas líneas de defensa he reconstruido, considerándolas un caso
típico de combinación entre la muralla y la zanja, servida y completada
ésta por arroyos de vado muy estrecho.

Las ruinas son un montón informe de tierra, pues en aquel pueblo
predominó la tapia; de modo que el plano se limita á calcular su
distribución dada el área que abrazan y la capacidad de ciertas
habitaciones, vagamente determinadas por la situación de algunos machos
enhiestos, sin pretender fijar exactamente otra cosa que la trinchera.

Á distancias variables entre quinientos y dos mil metros del pueblo
mismo, estaban los puestos que vigilaban el potrero inmediato; las
atalayas situadas con buen artificio; las ermitas en que se recluían
los penitentes para sus prácticas, ó adonde iban ciertas procesiones
como la de _Via-Crucis_; las canteras de asperón ó de escoria y una ó
dos fuentes para baños y lavaderos.

Manantiales captados con la mayor solidez en pequeñas cisternas de
piedra, formaban estas fuentes, cuyo piso empedrado se encuentra á
poco de sondearlo, así como sus bordes de piedra labrada. Más adelante
hallará el lector la descripción de una.

Preferíase para situar la población una meseta, por razones de
salubridad y de vigilancia; y tanto esta posición como las defensas,
y la distribución de los edificios que los jesuítas ajustaron
extrictamente á la ley,[76] daban á los pueblos esa perfecta igualdad
notada por los viajeros en las ciudades chinas; pues de tal modo
gobiernan las ideas al mundo, que el espíritu quietista produce los
mismos efectos materiales á través del tiempo y del espacio.

El convento, agregado á la iglesia, estaba dividido en dos porciones
correspondientes á otros tantos grandes patios. En el primero, vasto
rectángulo de 60 ms.×40, regularmente, se hallaban las celdas, de 6
ms.×6, todas blanqueadas y con argollas fijas en los muros para colgar
hamacas. El claustro era de una arquería pesada y suntuosa; y sus
pilares de 0.20 á 0.40 ms. de cara, tenían hasta 4 ms. de elevación.

Hallábanse así mismo en este patio, el depósito común del pueblo, la
armería y la escuela. El refectorio tenía un sótano espacioso, muy
requerido por el ardor del clima. Caminos subterráneos ponían además
en comunicación al convento con el pueblo, sin duda por razones de
vigilancia sobre los indios; otro iba á dar á la cripta, que caía bajo
las gradas del altar mayor, y en la cual se depositaba los restos de
los PP. solamente. Calculaban estos sepulcros para mucho tiempo, pues
la de Trinidad (Paraguay) tenía quince, y ya se sabe que sólo había dos
PP. por reducción.

En el segundo patio estaban los talleres de diversos oficios,
contándose entre éstos, pintores, doradores, escultores, fabricantes
de utensilios en cuero y madera y hasta relojeros. Remataba la
distribución una quinta que era verdaderamente magnífica, durando hasta
hoy sus naranjales.

La pompa de aquellos pueblos estaba en la iglesia, suntuosa y
espaciosísima, de tres y cinco naves, variando sus dimensiones entre
70 metros de largo por 20 de ancho (San Luis en el Brasil) y 74 por 27
(Trinidad en Paraguay).[77]

Eran tan ricas, que cuando el general Chagas saqueó los diez pueblos
de la margen izquierda del Uruguay en 1817, no obstante haber sido
depredadas ya las iglesias por sacristanes y comisionados de la
Corona, pudo enviar á Porto Alegre, como botín de guerra 579 ornamentos
de plata que dieron un total de 750 kilogramos.[78]

Suntuosa era su decoración, así como la indumentaria de sus imágenes,
toda en terciopelo y brocado. Los ornamentos, hasta las campanillas,
eran de plata. Las paredes adornadas con vivas pinturas y los retablos
profusamente dorados, hacían resplandecer el interior como un cofre de
joyas bajo el resplandor cirial de las fiestas. Algunas poseían órganos
de madera, construidos allá mismo bajo la dirección de los PP. Los
púlpitos y los confesonarios, verdaderamente erizados de adornos que
variaban desde los lazos y lambrequines de un plateresco recargadísimo,
hasta las más profanas cariátides, entre las cuales contaban faunos
y sirenas; la profusión de santos y candelabros completaban aquella
impresión de pompa; y un alfarje de artesones riquísimos, revestía la
bóveda con su dorado cedro.

Afuera se dejaba desnuda la piedra, con excepción de la cúpula y á
veces del frontispicio. Adornaba los muros una profusión de nichos, con
imágenes de asperón bastante bien esculpidas. El campanario de madera
ó de piedra, cuadrado ó redondo, tenía muchas campanas--nunca menos
de seis--fundidas algunas con cobre de la región; un atrio, empedrado
con losas de arenisca, daba acceso al templo; el pórtico estaba
sostenido por pilares de urunday, que dan idea de los árboles en cuyos
troncos fueron labrados. En Mártires queda enhiesto uno de 7.50 ms. y
en Trinidad hay dos de 9×0.60 de cara. Una barbacana que reforzaban
columnitas abalaustradas, circuía todo el edificio. Los muros eran
de tapia en las iglesias más antiguas, como la de San Carlos; de
mampostería seca en piedra _tacurú_, como la de Apóstoles; de lajas
y sillares de asperón asentado en barro, como la de San Ignacio; de
sillares de asperón, tomadas las junturas con cal, como la de Trinidad;
del mismo material asentado en argamasa, como la inconclusa de Jesús;
siendo de notar que sólo en estos dos últimos tipos, están descargados
por poderosos estribos. Inmediato á ellas se extendía el cementerio,
con sus tumbas cubiertas por lápidas de arenisca que llevaban
inscripciones en latín ó guaraní. Una cruz de piedra lo coronaba
generalmente. Sobre él daban los calabozos, de una solidez aplastadora
y muros hasta de 2.50 ms. de espesor, que aislaban enteramente al
preso hasta de los rumores mundanos. En una especie de ermita, situada
bajo el bosque que circunda las ruinas de San Ignacio, se encontró
una barra de grillos remachados, siendo de creer que se trataba de un
presidio.[79]

Considero oportuno decir dos palabras á propósito, sobre los
subterráneos jesuíticos. Ellos han atizado, junto con las minas y los
tesoros ocultos, la fantasía de la región.[80] Ya he dicho el destino
que en mi opinión tenían, aunque por allá se asegura una cantidad de
cosas espeluznantes. Puede que sirvieran alguna vez de cárcel, mas no
creo que se halle gran cosa al explorarlos. Conozco dos: el de Santa
María y el de San Javier. Aquél sigue la línea de una ruina que debe de
haber sido un salón del convento. Tendrá 12 ms. de longitud, estando
obstruido por un derrumbe, y 4 de profundidad. Es un angosto pasadizo
subterráneo, revestido de piedra _tacurú_. El de San Javier tiene todo
el aspecto de una bodega. Su entrada está reducida por los derrumbes
á un agujero de 0.50 ms. Es de bóveda muy recia, también en piedra
_tacurú_, y mide 6 ms. de largo por 2 de ancho. En sus paredes hay
diversos nichos, quizá ocupados en su época por pequeñas imágenes, pues
dada su situación me inclino á creer que fuera una especie de sacristía
subterránea. Es muy húmedo, pero se respira en él sin dificultad; y la
media docena de murciélagos que lo habita, no forma obstáculo alguno.
Hasta le da su detallito macabro, que los espíritus románticos pueden
apreciar con discreto horror...

Tal vez los PP., tan cuidadosos siempre de conservar en el indígena
la idea de poderío, impresionándole á la vez con espectáculos
conmovedores, aprovecharían en ciertas ocasiones aquellos pasadizos
para mostrarse de súbito en un sitio inesperado, ó para sorprender con
su presencia una mala acción que se creía cometer á ocultas, saliendo,
por ejemplo, de la cripta mortuoria en medio de la iglesia obscura,
como un justiciero espectro. Es, pues, verosímil que mantuvieran
secreta la entrada de aquellas obras, proviniendo de esto quizá el
cariz misterioso que hasta el presente han conservado.

Grandes constructores de subterráneos fueron los jesuítas en todas
partes, y en Córdoba ha llegado á atribuírseles algunos de diez leguas
de longitud;[81] pero si esto fué para ocultarse, como parece obvio, en
las Misiones donde imperaban absolutos, no lo necesitaron seguramente.
Por otra parte, muchas pretendidas catacumbas son viejos acueductos,
cuya comunicación está cortada, pero cuya restauración es fácil idear,
tanto por su carácter típico cuanto por su arrumbamiento hacia el
supuesto manantial, que muy luego se encuentra.

Completaban la edificación pública de las reducciones, el hospital y
una casa llamada de las «recogidas», donde se confinaba á las mujeres
de vida alegre, á las casadas cuyos maridos estaban ausentes por largo
tiempo y á las viudas que pedían recluirse. Esta especie de monasterios
laicos, era una previsión contra la ligereza harto marcada de las
mujeres guaraníes, á quienes una religión puramente formal no contenía
en manera alguna.

Dije ya que la ganadería y los cultivos progresaron mucho en las
reducciones.

La vialidad correspondió á este progreso. Un camino directo unía
dos puntos extremos del país. Á medida que otras poblaciones nacían
por el contorno, aquella arteria se ramificaba, y así la topografía
resultó naturalmente de la ocupación. No hay más que comparar ahora,
con los vestigios que ese sistema dejó, la colonia cuadriculada de
nuestras mensuras oficiales. Excelente para la pampa, en la cual
dió espontáneamente una solución, resulta contraproducente una vez
transportada al bosque y á la montaña, donde arroyos y eminencias
rompen á porfía su regularidad de damero.

Los jesuítas siguieron el método natural que ha dado á la Europa su
excelente red. Allá el camino estableció primero una comunicación
directa entre castillo y castillo; las poblaciones inmediatas fueron
uniéndose á ella por medio de sendas, que también las enlazaban entre
sí, hasta completar el sistema sin los inconvenientes de la rigidez
geométrica.

Cuando los agricultores queman sus campos en el invierno, aquello
revive como un plano colosal en tinta simpática, sobre la tierra
misionera. Los caminos reales, que por la blandura del suelo se
ahondaban mucho, iban requiriendo nuevas trazas, efectuadas en
poco tiempo al paso de las carretas. Cuatro y cinco accidentan
paralelamente el suelo, y como las antiguas huellas de los rodados
han sido especies de cunetas naturales para las aguas llovedizas,
éstas ahondaron los caminos hasta volverlos zanjones, dando las fajas
de terreno intermedio, una perfecta ilusión de terraplenes. En Santa
María, punto de gran tráfico entonces, son tantos los que desembocan á
las ruinas, que parecen líneas de trincheras; pero puede decirse, sin
exagerar mucho, que aún están patentes allá las huellas de los rodados.

De estas vías centrales, despréndense en todas direcciones caminos de
herradura, los cuales conducen invariablemente á un bosquecillo redondo
que oculta una ruina: puesto de estancia ó de chacra, comunicado á su
vez por senderos con un manantial cercano.

Esto se repite en toda la extensión del antiguo Imperio, con abundancia
relativa que indica una vialidad bastante desarrollada; pues aunque
los habitantes se reconcentraron en los pueblos, para resistir mejor á
los indios bravos y á los mamelucos, el desarrollo industrial habíalos
diseminado bastante cuando se produjo la expulsión.

Hubo entre aquellos caminos, como los abiertos en el espeso de la
selva, que llama «picadas» la terminología local, algunos notables. El
que puso en comunicación á Santa María con Mártires, y á este punto con
Candelaria en la costa del Paraná, fué de ésos.[82]

Mártires, situado en una eminencia de la sierra central, era
verdaderamente un pueblo sobre un cerro. Hacia la costa del Uruguay,
el declive es violentísimo y todo poblado de profundo bosque, que
hace muy difícil su acceso. Á la parte opuesta, aquella altura se
encadena con la sierra, formando una fértil altiplanicie, á la que no
falta ni un oportuno arroyuelo para ser encantadora. Era visiblemente
un punto intermedio entre los dos ríos, de fácil defensa y por
consiguiente de segura comunicación. De allá partía la «picada» que
atravesaba el bosque en una extensión de 60 ks. próximamente, siendo
capaz para rodados. Aquellos caminos por el bosque, debían requerir
un cuidado permanente en atención á su tráfico. La selva tiende, en
efecto, á reconquistar su dominio sobre la vía expedita, que á poco
de descuidada degenera en molesta trocha. Los árboles se unen por las
copas, abovedándose, y los ciclones, derribando alguno, obstruyen
por completo el acceso; las lluvias se encharcan durante meses en
aquella sombra; entonces el tranco equidistante de las cabalgaduras
ó tiros en caravana, forma albardillas que desaparecen bajo el agua,
predisponiendo á peligrosos tropezones; y sólo un servicio constante,
podría prevenir inconveniente tan serio. Ya puede suponerse lo que
sería eso en 60 ks. de camino.

Antes hablé de los manantiales captados. Quedan en las ruinas muchos
restos de piletas, piscinas y estanques, algunos de los cuales fueron
quizá empleados en tenerías. Son bastante notables á este propósito,
los de Santa Ana, descritos varias veces ya; pero tomaré como tipo la
piscina de Apóstoles, por ser la que está más conservada.

                             [Ilustración]

Queda á unos 500 ms. al N. de las ruinas, formando un exágono irregular
según lo muestra la figura. Su base mide 21,20 ms.; 12 en los lados del
N. E. y S. O., y 9 en los restantes; su profundidad es de 1.35. Prismas
de arenisca, de 1.20 por 0.48, forman sus paredes, estando solada con
el mismo material. Circundábala un veredón formado también de arenisca
en losas rectangulares, con un ancho de 7. Dos canales subterráneos
de piedra, en los costados O. y E., conducían el agua captada en dos
manantiales cercanos. El primero desembocaba en un depósito de 7 ms. de
longitud por 2.40 de ancho, dependencia del principal, con el que lo
comunicaba un prisma hueco de gres, desde el cual se derramaba el agua
en la piscina de tres orificios. Éstos eran las bocas de otros tantos
ángeles, esculpidos entre profusas molduras sobre el paramento interno.
Coronaba aquel depósito una cruz de piedra, en cuya base había también
esculpidas ricas molduras. El manantial del E., caía directamente á la
piscina, y toda el agua salía por un albañal rectangular de 0.30×0.25,
perforado en un bloque de piedra sobre el costado N., lo cual daba un
nivel continuo y una constante renovación. Una pileta trapezoidal,
cuyas bases son de 9.20 y 4.70, estando situada á 4.10 del depósito
recibía el excedente, desaguándolo á poca distancia en una ciénaga del
arroyo Cuñá-Manó. Posiblemente serviría de lavadero. Las mediacañas,
labradas en gruesos bloques de gres para formar los albañales, tenían
0.28 de diámetro. Sobre la base del exágono que forma la piscina,
corrían tres gradas de descenso, y toda ella estaba rodeada de palmeras
que le comunicaban agradable aspecto. Debía constituir un bello paseo y
un baño delicioso.

Eran también notables los puentes. Á 7 kilómetros O. S. O. de las
mismas ruinas, quedan los restos de uno sobre el arroyo Chimiray.
Comienza con una calzada de piedra de 9 metros de ancho por 30 de
longitud en la margen Este, y 58 en la opuesta. Dicho arroyo, que
corre allá de N. O. á S. E., tiene un ancho normal de 15 ms. y una
profundidad de 1.50; pero durante sus rápidas crecidas, suele salirse
de madre hasta 1.000, y alcanzar honduras de 8 cuando no tiene donde
extenderse. Previendo esto, se construyó el puente en un terreno
anegadizo, lo que impedía que las aguas lo cubriesen. Sus restos
están formados por 12 postes de urunday, en 6 filas oblicuas á la
corriente. Deben de haber sido 15 en cinco hileras de á tres, estando
aquéllas á 3.80 ms. de distancia entre sí y los pilotes á 2 cada uno.
La anchura del puente resultaría entonces de 4 metros; su longitud de
19 y su altura sobre el agua, de 3. Era el tipo común de esta clase de
construcciones, bastante raras después de todo.

Como el principal obstáculo de los vados es el pantano que generalmente
los precede, los jesuítas prefirieron formar calzadas de piedra para
suprimirlo, sin el coste de un puente. El tráfico de entonces, y aún
el actual, no era muy activo, efectuándose por de contado en carretas;
de modo que éstas, en caso de crecida, esperaban uno ó dos días sin
inconveniente. Los arroyos son muy correntosos y su caudal disminuye
rápidamente, de modo que el retardo rara vez excedía las cuarenta y
ocho horas.

Fuera de estos trabajos, se nota vestigios de otros especiales para
avenar los esteros; y parece que en las inmediaciones de la laguna
Iberá existen restos de un vasto drenaje, tendiente á convertir una
extensión de terreno anegadizo en campo de pastoreo, mas me inclino á
creer que esto no pase de una conjetura.

La población estaba casi uniformemente distribuida en los pueblos del
Imperio, pudiendo fijarse á cada uno un promedio de 3.500 habitantes;
pero Yapeyú, su capital, alcanzaba á 7.000 y Santa Ana llegó á tener
cerca de 5.000. Este promedio no abraza sino los dos puntos extremos
comprendidos en el siglo XVIII, cuando las Misiones habían alcanzado su
definitiva estabilidad, es decir los 117.488 habitantes que tuvieron
en 1715, con los 104.483 á que habían descendido en 1758, diez años
antes de la expulsión; pues como dije en otro lugar, la última época
señaló en esto una decadencia. El máximum fué alcanzado en 1743, con
150.000. Poseyeron las reducciones una organización militar completa,
autorizada por la Corona para que se defendieran de los mamelucos.
Táctica y armamento, eran un término medio entre los procedimientos
civilizados y las costumbres salvajes. Dividíanse las fuerzas en
infantería y caballería. La primera usaba arco y flechas; «bolas»,[83]
macana y honda; pero había algunas provistas de mosquete, sable y
rodela. La caballería manejaba carabina y lanza. Cada pueblo tenía sus
fortificaciones y una armería con su dotación determinada, existiendo
orden para que se fabricara en cada uno cuanta pólvora se pudiese.
No faltaba la artillería de hierro y de bronce; y se hizo venir de
Chile, PP. que habiendo sido militares, instruyeron tácticamente á los
indios. Éstos eran tenidos por los mejores soldados del Virreinato,
y solicitados por gobernadores y virreyes como tropa selecta, en los
momentos difíciles. Existían autoridades expresamente nombradas para el
caso de guerra, y un servicio especial de vigilancia sobre la margen
oriental del Uruguay. Produjeron hasta generales indígenas, como José
_Tiarayú_, más conocido con el nombre de Sepé, y Nicolás _Languirú_,
á quien los enemigos de los jesuítas llamaban Nicolás I, rey del
Paraguay. Ambos indios lucharon y murieron en la rebelión de 1751, que
más adelante conocerá el lector. Todo varón hacía ejercicios militares
los domingos, desde la edad de siete años, siendo castigada con multa
y prisión su falta. Una vez al mes se tiraba al blanco en todas las
reducciones.

Efectuábanse con admirable precisión las convocatorias; el servicio de
centinelas era permanente para los pueblos, y una reserva de doscientos
caballos elegidos en cada uno, completaba aquella bélica organización.
Mamelucos y salvajes experimentaron pronto sus efectos, y no iba á
pasar mucho sin que las mismas tropas del Rey tuvieran que habérselas
sangrientamente con los guerreros guaraníes.[84]

La vida que los PP. hacían, así como su situación moral respecto á
los indios, mantenía entre unos y otros una distancia verdaderamente
inmensa. Más que amos, estaban en una relación de semidioses con sus
subordinados. Éstos no tenían relación con el mundo, sino por su
intermedio. Ni los caciques sabían leer y hablar otra lengua que el
guaraní. Trabajaban, pero no poseían; y todo, desde la alimentación
al vestido y desde la justicia al amor, les era discernido por mano
de los PP. Carecían de cualesquiera derechos, puesto que la voluntad
de aquéllos reglaba la vida entera; mas en cambio se les imponía
deberes: situación de esclavitud real que sólo se diferenciaba de
las encomiendas, porque siendo más inteligente, resultaba mucho más
templada.

Resignados á ella, los indios la aceptaron como más tolerable, pero
el caso moral continuaba siendo el mismo; y esto explica por qué en
siglo y medio de aparente bienestar, no consiguió vincularlos á la
civilización. El Padre director era la encarnación viva del Dios que
se les predicaba, y esto sin duda aligeró en gran parte su situación
de servidumbre; pero sacerdote ó laico, el amo nunca provocó la fusión
de razas, y continuó siendo amo á pesar de todo. La situación más
envidiable para el indio reducido, era formar parte de la servidumbre
que los PP. mantenían en su convento, lo cual da, mejor que nada, una
idea de aquella sociedad. Los Visitadores, regiamente tratados, no
veían, como sucede generalmente, sino lo que sus huéspedes deseaban,
juzgando sobre los indios por su situación aparente; y la Corona, cuyos
ideales teocráticos realizaban los jesuítas en aquella miniatura de
Imperio Cristiano, hallaba en ellos á sus vasallos más fieles.

El comunismo era riguroso. Á los cinco años, el niño pertenecía ya á la
comunidad, bajo el patronato de alcaldes especiales[85] que vigilaban
su trabajo diario. No bien rompía el alba, se los llevaba diariamente
á la iglesia, de donde pasaban al trabajo de campos y talleres hasta
las tres de la tarde. Á esta hora regresaban, conducidos siempre por
sus capataces, y después de nuevos rezos volvían recién á sus casas.
La paternidad quedaba de hecho suprimida con este procedimiento,
que preludiaba de cerca la abolición de la personalidad. Cuando
llegaba el momento de que los jóvenes tomaran un oficio, los PP.
lo indicaban. Igual hacían con los matrimonios, que resultaban así
verdaderos apareamientos. Nada había fundado en la libre iniciativa
ni en el amor, que aquellos célibes no podían entender sino como una
paternidad mecánica. La obediencia pasiva acarreaba un estado ficticio
de producción, y como nadie poseía nada, todos trabajaban lo menos
posible. Destruido el incentivo de la independencia personal por el
trabajo, que al producir el máximum de esfuerzo en cada uno, beneficia
á la colectividad, el egoísmo, exaltado á fuerza positiva por este
medio en las agrupaciones civilizadas, asumió allá el carácter de
una pesimista desidia. Aquellos indios no iban al trabajo sino por
la fuerza, hurtándole cuanto podían con mil arbitrios ingeniosos,
exactamente como los niños en la escuela: no veían el fruto de su
trabajo, no comprendían su objeto, y se les volvía naturalmente
aborrecible. Fuera de hilar y trabajar la tierra, las mujeres nada
sabían, siendo rarísima la que cosiera. Esta particularidad se debe
á la extraordinaria sencillez de los trajes, que apenas requerían
costura, y da idea de la pobreza general.

De tal modo es infecundo el despotismo, que hasta en lo relativo á la
religión, propósito casi exclusivo de la conquista espiritual durante
su primera época, los indios manifestaban una perfecta inconciencia.
Cierto que al degenerar en comercial la obra, ese factor pasaba á
segundo término; pero como era el pretexto, su importancia formal
continuó siendo grande, y en todo caso igual para los naturales. Apenas
expulsados los PP., las costumbres se depravaron; volviendo rápidamente
á la instabilidad salvaje; y no fué raro encontrar, promiscuando en la
misma casa, varias parejas incestuosas y adúlteras. En la confesión,
que sólo efectuaban obligados, salían del paso acusándose de culpas que
no habían cometido y comulgando en seguida, sin el menor empacho por el
sacrilegio. Carecían de noción clara sobre los pecados que habían de
confesar y olvidaban con frecuencia hasta los días de precepto. Ello es
tanto más significativo, cuanto que todo se hacía rezando. Plegarias,
cantos religiosos con acompañamiento de imágenes y ceremonias, para la
entrada y salida del trabajo, para los asuetos, para las comidas. El
carácter conventual estaba exagerado hasta lo increíble. La enseñanza
de la doctrina y de las oraciones, ocupaba más tiempo que la de los
oficios útiles. Habría podido creerse que la extraordinaria pompa de
las fiestas, produjera una impresión durable en el ánimo del salvaje.
Nada pudo contrarrestar la sombría decepción de esclavo que embargaba
su espíritu, y fué el gran melancólico de una opresión incomprendida.

Ley escrita no había, y la conducta estaba regulada por la voluntad de
los PP., que castigaban justicieramente casi siempre, pero en forma
discrecional. Administraban justicia, sin que los tribunales comunes
pudieran citar á juicio á los indios, y tenían facultad hasta para
aplicar la pena de muerte. Los azotes constituían la más común, y
para que nada faltara á la autoridad absoluta de carácter divino,
que revestían, era obligación del azotado ir después del castigo á
agradecérselo de rodillas como un bien, besándoles la mano en señal de
sumisión...

Dije ya que desde los cinco años se apoderaba de los indios la
comunidad; mas lo peor es que esta tiranía colectiva, no terminaba
jamás. Casados, es decir en la situación que todas las convenciones
sociales consideran sinónima de independencia, excepto para los
siervos, entraban bajo la potestad de otros alcaldes, que á su vez los
dirigían por delegación, concentrándose así en manos de los PP. una
suma de poder como no la ha tenido gobierno alguno en el mundo.


                                NOTAS:

[59] Éstos se llevaron siempre bien con los conquistadores laicos,
llegando á vivir á unos pocos kilómetros de la Asunción en completa paz
hasta el ataque que les llevó sin causa alguna el gobernador Reyes,
hechura de los jesuítas. (Cap. V.)

[60] En una carta dirigida al gobernador de Buenos Aires (1746) el P.
Cardiel elogia la dedicación con que la Corona protegió siempre á las
misiones del Nuevo Mundo, enviando ministros evangélicos «y señalando
en casi todas las provincias buen número de soldados que les sirvan de
escolta en sus ministerios. Pues además de los muchos que tiene pagados
para esto en Filipinas, Marianas y Méjico... en Buenos Aires tiene
pagados para lo mismo 50 con su capitán... Todos estos soldados de
todas estas provincias, son para sólo los misioneros jesuítas y no de
otra religión.»

[61] Ver (Cap. V.) el asesinato que en represalias del ataque del
gobernador Reyes, cometieron los _payafuás_ con los jesuítas Silva y
Mago. Éstos no entran ya en el cuadro de la conquista espiritual.

[62] Recién en 1679, se limitó á 12.000 arrobas la exportación de yerba
de los pueblos jesuíticos, que la habían hecho alcanzar á 50.000.

[63] Como en el canto X de la Ilíada, vs. 257-265, donde se elogia los
cascos de cuero.

[64] Falta el dato exacto, que sólo habría podido ser suministrado por
el archivo jesuítico. Mucho se ha bordado al respecto, no faltando
quien asegurara que dicho documento se hallaba en una estancia de Entre
Ríos; pero los PP., que recibieron noticias de su expulsión un año
antes de efectuarse, tuvieron tiempo de enviarlo á Roma, donde estará
seguramente. Los inventarios de los comisionados reales poco dan de sí,
pues certifican un estado de cosas dispuesto con anticipación por los
PP.

[65] Era teniente de gobernador del departamento de Concepción, uno de
los cinco en que fueron divididas las Misiones para su administración
laica.

[66] Ya se recordará que el promedio de población era triple en la
época de los jesuítas.

[67] 218 francos.

[68] El promedio equitativo sería de $ 300.000.000 (1.600.000.000 de
francos) durante el siglo de trabajo pacífico que puede asignarse á las
reducciones.

[69] Se había establecido una equivalencia entre una determinada
cantidad de productos y la unidad monetaria, lo cual recibía el nombre
de «peso hueco». Tres pesos huecos equivalían á un patacón (5 francos
446).

[70] No obstante, después que la revolución comunera de que se hablará
más adelante puso de manifiesto el odio paraguayo hacia los jesuítas
con la intensidad expresada por el P. Lozano, el real rescripto del
6 de noviembre de 1726 puso las reducciones bajo la jurisdicción de
Buenos Aires; pero fué una medida de política ocasional, que preludiaba
probablemente la autonomía definitiva.

[71] Tal vez era el mismo de Itapuá que fué llevado á la Asunción,
ignorándose su paradero. El mismo religioso publicó en Barcelona en
1752, bajo el título de _Lunario de un Siglo_, un almanaque astronómico
para las visiones, aplicable desde 1740 hasta 1841 y prorrogable
hasta 1903. La hora está regulada en él por el meridiano del pueblo
de Mártires y comprende observaciones efectuadas desde 1706. Es una
notable obra cosmográfica, cuya dedicatoria á la Compañía, y cuya
introducción, revelan por otra parte un literato y un hombre de ciencia
nada común.

[72] El texto guaraní dice lo siguiente:

«_La ignorancia que hay de los bienes verdaderos, y no sólo de las
cosas eternas sino de las temporales._»

«Para el uso de las cosas ha de preceder su estima, y á su estimación
su noticia, la cual es tan corta en este mundo, que no sale fuera de
él á considerar lo celestial y eterno para que fuimos criados. Pero no
es maravilla que estando las cosas eternas tan apartadas del sentido,
las conozcamos tan poco, pues aun las temporales que vemos y tocamos,
las ignoramos mucho. ¿Cómo podemos comprender las cosas del otro mundo,
pues las de éste en que estamos no las conocemos? Á esto puede llegar
la ignorancia humana, que aún no conoce aquello que piensa que más
sabe. Las riquezas, las comodidades, las honras, y todos los bienes
de la tierra que tanto manejan y codician los mortales, por eso las
codician, porque no las conocen. Razón tuvo San Pedro cuando enseñó á
San Clemente Romano, que el mundo era una cosa tan llena de humo, en la
cual nada se puede ver; porque así como el que estuviese en semejante
casa, ni vería lo que estaba fuera de ella, ni lo que estaba adentro,
porque el humo estorbaría la vista clara de todo; de la misma manera
sucede que los que están en este mundo, ni conocen lo que está fuera
de él, ni lo que está adentro; ni entienden cuánta sea la grandeza de
lo eterno, ni la vileza de lo temporal, ignorando igualmente las cosas
del cielo como las de la tierra, y por falta de conocimiento truecan
los frenos en la estimación de ellas, dando lo que merecen las eternas
á las que son temporales, y haciendo tan poco caso de las celestiales
como se debe hacer de las perecederas y caducas, sintiendo tan
contrario á la verdad, como nota San Gregorio, que al destierro de esta
vida tienen por patria, á las tinieblas de la sabiduría humana por luz,
y al curso de esta peregrinación por descanso y morada; siendo causa de
todo esto la ignorancia de la verdad y poca consideración de lo eterno.
Por lo cual á los males califican por bienes y á los bienes por males.
Por esta confusión del juicio humano rogó David al Señor que le diese
de su mano un maestro que le enseñase, etc.»

[73] Ver el plano de San Carlos.

[74] Ver para más detalles el Capítulo sobre las ruinas. Los muros en
cuestión pertenecen al tipo ciclópeo que Schliemann en su «Micenas»,
clasifica de primero y tercer período.

[75] Los invasores de San Pablo eran llamados también mamelucos.

[76] La ley XVII de Indias, ordenaba que la arquitectura de las casas,
en las poblaciones del Nuevo Mundo, fuera enteramente igual.

[77] Calculando tres personas por metro cuadrado, resulta que esta
iglesia podría contener seis mil: los habitantes de un pueblo entero.

[78] Ver el Capítulo siguiente.

[79] Estos grillos están en nuestro Museo Histórico, lo propio que los
siguientes objetos: dos santos de madera; dos cabezas de piedra; una
bala de plomo; dos de piedra; la cerradura de la antigua iglesia de
Concepción; un escudo con la efigie de San Silvestre; una cariátide;
una matraca; una puerta decorada--efectos donados por el autor.

[80] Es positivo que los PP. explotaban minas en el Tucumán,
conservando ocultos sus derroteros. Igual pudo suceder en el Imperio,
más allá no abundan los metales preciosos.

[81] En Alta Gracia y Caroya; pero es una evidente exageración.

[82] Pueblos de las Misiones Argentinas.

[83] La Academia no trae nuestra acepción, que denomina así al arma
arrojadiza compuesta de tres guijarros unidos por cordeles.

[84] En ejércitos de tres y cuatro mil hombres habían colaborado á la
defensa de Buenos Aires contra franceses y portugueses en 1698 y 1704,
mereciendo elogios especiales del Rey, por su valor y pericia.

[85] No se olvide que la comunidad eran, al fin de cuentas, los mismos
PP.



                                   V
                     =La Política de los Padres.=


Enemigos eternos de los jesuítas, á consecuencia de la rivalidad
económica en que los ponía la diferencia de conquista y de civilización
adoptada por unos y otros, los antiguos encomenderos del Paraguay
vivieron en constante hostilidad con aquéllos. Los elementos civiles
más ricos y más considerados, tenían con los PP. diferencias de todo
género, pero siempre conservadas por la antedicha rivalidad en la cual
habían llevado los primeros la peor parte.

Los privilegios con que la Corona había favorecido á la primera
conquista, enteramente laica como se recordará, daban al elemento civil
una fuerza efectiva, considerablemente aumentada por la distancia.
El hecho consumado venía á favorecerlos siempre por esta causa; y
así, sus consultas á la Corona producíanse regularmente, después de
efectuado el hecho que las motivaba. Todo esto había robustecido mucho
el derecho municipal y sus libertades consiguientes; del propio modo
que la selección de coraje, de audacia, de voluntad, producida por la
conquista, daba una singular decisión á los usufructuarios de tales
libertades.

El genio político de Irala, llevó muy lejos, durante su gobierno, la
extensión de los privilegios ciudadanos, y la supremacía del poder
civil. Él mismo había sido electo gobernador por el sufragio popular,
en uso del derecho acordado á los colonos por el Rey en 1537. Siendo
guipuzcoano, su espíritu transfundió á la colonia el culto de la
libertad foral, tan decidido en el vasco; y ésta no hizo después sino
robustecerlo hasta la misma exageración del desorden.

Así, la deposición de Álvar Núñez en 1544, fué una verdadera revolución
popular coronada por la reelección de Irala; pero si bien la Corona,
conforme á la discreta política del Emperador, aceptó el hecho
consumado, modificó el privilegio de 1537, encomendando al obispo el
nombramiento de gobernador, _ad referendum_.

Los jesuítas, representaban, en cambio, la autoridad monárquica
ejerciéndola á la vez de hecho en sus misiones; y estando más de
acuerdo, por consiguiente, con la evolución absolutista que el Gobierno
central acentuaba progresivamente. De tal modo, las preferencias
gubernativas fueron estando más y más de parte suya; sin contar la
ventaja que su difusión impersonal por cortes y tribunales, les daba
sobre adversarios cuya influencia era puramente local.

Por esto, en las querellas y choques sucedidos dentro de la
jurisdicción paraguaya, fueron derrotados siempre, á fuer de
impopulares; mientras su victoria era segura en las apelaciones á la
corte, al virreinato y á las audiencias.

La rivalidad con los elementos civiles de la Asunción, no hizo sino
aumentar al replantearse el centro misionero sobre el Yababirí, cuando
la emigración de la Guayra; y apenas los PP. se consideraron seguros
en el nuevo territorio, su influencia comenzó á ejercerse sobre la
política local.

Ya en 1644, el obispo Cárdenas los encontró bastante fuertes, para
hacerlos declarar intrusos[86] por el gobernador Hinestrosa, quien
los desterró del territorio; pero en este conflicto, que comporta
realmente el primer triunfo político de los PP. en el Paraguay, es
menester señalar la presencia de un aliado de los elementos civiles
cuya constancia no les faltará jamás: los franciscanos,[87] orden
tradicionalmente enemiga de la Compañía. La rivalidad se pronunciaba,
pues, en los ramos más importantes de la vida contemporánea: Gobierno,
religión y comercio. Aquello tenía que ser, y fué, en efecto, una
guerra sin cuartel.

El obispo Cárdenas, que regresó á la muerte de Hinestrosa, restauró
la facultad electoral de los conquistadores, siendo elegido él mismo
gobernador; lo que prueba una simpatía manifiesta, y general por otra
parte, entre su orden y los principios democráticos. El obispo expulsó
á los jesuítas y confiscó sus bienes, con el aplauso popular; pero la
audiencia de Charcas anuló su elección, restituyendo á aquéllos, bienes
y domicilio. Este episodio, da realmente la pauta de todos los que se
sucedieron hasta 1735, accidentando la prolongada lucha.

Los PP. habían llegado en la primera veintena del siglo XVIII, al
máximum de su poderío, sin que durante el tiempo transcurrido desde sus
conflictos con el obispo Cárdenas, la ira popular hubiera cesado de
rugir sordamente contra ellos.

Privilegiados por la Corona con toda suerte de franquicias, no quedaba
resistiendo á su dominación interna, sino aquel Paraguay civil, cuya
resistencia impedíales consagrarse enteramente al soñado fin de la
salida por el Atlántico. Mas entretanto, necesitaban el dominio
comercial de los ríos que forman el Plata, y que proporcionaban por el
momento, la única desembocadura supletoria. Uno de ellos, el Uruguay,
ya lo tenían, así como gran parte del alto Paraná; faltábales tan sólo
el Paraguay y á este fin necesitaban por suyo el gobierno civil que lo
poseía.

En este estado, consiguieron hacer nombrar un gobernador de su hechura,
don Diego de los Reyes, hombre fácilmente manejable por su cortedad
de alcances, su carencia de antecedentes y la exaltación imprevista
que obligaba su gratitud;[88] pero la nobleza paraguaya, encomendera y
foral en su inmensa mayoría, comprendió que el paso aquél era decisivo.

De los murmullos con que recibió el nombramiento, que la Corona debió
de legalizar con excepciones especiales, tornando así más visible la
maquinación (pues la ley prohibía nombrar gobernadores á los vecinos de
los pueblos que aquéllos habían de gobernar); de los comentarios, quizá
malévolos, de la resistencia pasiva aunque disimulada en un principio,
pasó muy luego á la desobediencia abierta.

Reyes, por su parte, había hecho todo lo posible para enconarla.
Empezó por abusar de su poder, exigiendo el homenaje de las personas
más notables de la Asunción y malquistándose porque no se lo rendían.
Fué el advenedizo típico, y sus mismos defensores, los PP. Lozano y
Charlevoix no pueden disimularlo.

Las cosas llegaron á tal extremo, que el gobernador, pretextando una
conspiración, nunca probada aunque verosímil, á lo menos como proyecto
verbal, ordenó la prisión de dos regidores, miembros prestigiosos á la
vez de la aristocracia asunceña: Urrúnaga y Ábalos.

El yerno de este último, amenazado también de cárcel, pudo fugarse á
Charcas, donde se presentó en queja ante la Audiencia, y ésta, que
rechazó al principio sus pretensiones, concluyó por oirle, ordenando al
gobernador Reyes que enviara el proceso á sus estrados. El gobernador
había cometido todo género de abusos para sustanciar dicha causa. Desde
la intimidación hasta los testigos falsos, todo lo puso al servicio de
sus pasiones; y cuando recibió la notificación del auto, por conducto
del juez García Miranda, comisionado de la Audiencia, no solamente
eludió la entrega del proceso, diciendo haberlo enviado ya á un abogado
de Charcas, sino que se negó á libertar bajo fianza á los detenidos,
como aquélla lo ordenaba, extremando aún el rigor de sus prisiones.

Tan parciales eran en el asunto los jesuítas, que sus dos
historiadores, los PP. Lozano y Charlevoix callan estos episodios, sin
los cuales, la conducta de Antequera, enviado después por la Audiencia
como juez pesquisador, resulta sospechosa y ambigua; pero el primero de
los citados padres, inicia su historia diciendo: «aunque mi principal
intento es sacar á luz la verdad con modestia, no podré decirla toda,
acomodándome al dictamen de quien dijo que, si bien el historiador ha
de decir verdad en todo lo que refiere, no debe referir todo lo que es
verdad;» agregando más abajo: «habré de decir lo que bastase á hacer
patente la verdad, _ocultando muchas cosas_, que no siendo necesarias
mas podrían ofender.»

Con este criterio histórico, agregado á los sucesos milagrosos que en
diversos puntos menciona como antecedentes funestos de los sucesos por
venir, queda visible el carácter apasionado de las historias jesuíticas.

Es otra prueba del jesuitismo de Reyes, y formaba uno de los capítulos
de su acusación ante la Audiencia, el feroz ataque que llevó sin previa
declaración de guerra contra los indios _payaguás_, que los jesuítas
no habían conseguido reducir,[89] pero que estaban en paz con el
vecindario asunceño, á media legua tan sólo de la ciudad.

La inútil matanza, ocasionó represalias dolorosas, que costaron la
vida, entre otros, á los jesuítas Blas de Silva y José Mazo; pues los
indios comprendían perfectamente el origen de la guerra que Reyes les
declaró.

Mientras el juez Miranda, convencido de que era inútil persuadir á
Reyes para que obedeciera el mandato de la Audiencia, renunció su
comisión: pero aquel tribunal había fallado antes la causa, condenando
al gobernador á una multa de cuatro mil pesos, á restablecer las
comunicaciones que mantenía interceptadas á fin de impedir toda
acusación ó queja entre Charcas y el Paraguay, y á presentar ante el
Cabildo de la Asunción su «dispensa de naturaleza»[90] en el término
de una hora, sin cuyo requisito sería depuesto.

El gobernador desacató en términos duros al Cabildo y á la Audiencia,
lo que prueba que se sentía escudado por fuerzas superiores á las
suyas; pues jamás se hubiera atrevido á dar tal paso por su sola
cuenta, sabiendo de antemano que estaba perdido. Entonces la Audiencia,
en cuyo seno eran muy influyentes, sin embargo, los jesuítas,
comprendió que algo grave estaba pasando en el Paraguay, y nombró juez
pesquisador á su propio fiscal don José de Antequera.

Habíase éste educado entre los jesuítas y era principalísima
persona, asaz enérgico é inteligente, bien reputado por su carácter
é integridad, aunque el P. Lozano le impute por otra parte diversos
peculados en el ejercicio de sus funciones, tachándole á la vez de
extremada jactancia. En conjunto, resulta una rica naturaleza, quizá
combativa, por exceso de vitalidad. Estos caracteres son dados siempre
á la pasión de la justicia.

No tardó Antequera, una vez llegado á la Asunción, en ver probados los
cargos de la acusación contra Reyes; y dando entonces cumplimiento á
las instrucciones de la Audiencia, cuyo pliego abrió ante el Cabildo,
asumió el cargo interino de justicia mayor de la provincia.

Acto continuo, empezó el proceso de Reyes, que éste prolongó con toda
suerte de cortapisas, hasta el estupendo volumen de catorce mil
páginas; pero, cuando á solicitud de la acusación, Antequera cerró el
proceso, citando á las partes para definitiva, resultó que aquél se
había fugado, refugiándose en Buenos Aires.

El proceso había sido enviado por Antequera á Charcas, con el relato de
la fuga de Reyes; pero en el ínterin, el virrey del Perú envió á éste
un despacho de reposición. Todo hace suponer en ello la intervención
jesuítica.

La Audiencia comprendió que el virrey había sido mal informado y
resolvió detener el documento mientras le avisaba lo que ocurría; pero
fué imposible interceptar la comunicación, que iba escapándose de
persona en persona como una suerte de juglería, mientras no llegó á
las manos del teniente de Santiago del Estero. Sin embargo, el virrey,
haciendo caso omiso del informe que le enviara la Audiencia, mandó á
Reyes un duplicado de la reposición, lo cual demuestra el poder de las
influencias ejercidas sobre él.

Con este documento, pasó Reyes de Buenos Aires á las Misiones, donde
halló la mejor acogida. Los PP. podían hacer ya, sin ambages, la
cuestión de legitimidad. Las reducciones reconocieron y juraron al
gobernador repuesto, quien desoyó las comunicaciones de su juez para
que se reintegrara á la prisión. Invocaba la orden del virrey, que
era autoridad superior; pero el Cabildo produjo entonces un acto de
la mayor trascendencia, que es realmente el comienzo de la futura
revolución comunera.

Fundado en la autorización legal, que permitía suplicar hasta tres
veces las órdenes del Rey, aplazándolas entretanto, juzgó que más
naturalmente podía hacerlo con las disposiciones virreinales, y nombró
gobernador á Antequera.

Los dos bandos, como se ve, iban definiéndose. De un lado Antequera
y la oligarquía local que formaba el Cabildo, encaminábanse
profusivamente á la restauración de los antiguos privilegios populares,
tendiendo á aumentarlos en sentido revolucionario; del otro, los
jesuítas, fieles á su sistema, preconizaban el acatamiento absoluto á
la autoridad, juzgando delito hasta la duda. Aquéllos anteponían la
justicia al principio de autoridad; éstos la obediencia, á toda otra
consideración; y es claro que el poder los vería siempre con mayor
agrado.

La región entera se conmovía mientras tanto, confundiendo lo decisivo
del conflicto. La Audiencia seguía sosteniendo á Antequera, es decir,
el predominio del poder civil y de la ley, sobre la autoridad absoluta,
impregnada de clericalismo; pero los jesuítas sabían ó comprendían que
á la larga, el poder central estaría con ellos.

Reyes procedía en las Misiones como gobernador legítimo, siendo sus
actos más trascendentales, y los que más le enajenaban también las
simpatías civiles, medidas para estorbar el comercio paraguayo; de tal
modo las causas fundamentales, seguían obrando en el conflicto.

El Cabildo desconoció por segunda vez la reposición de Reyes, que éste
envió desde las Misiones, certificada por los padres; y sabiendo que
había pasado á Corrientes, sobre cuyas autoridades, así como sobre las
de Buenos Aires, tenían influencia los jesuítas, hízole prender por
sorpresa en aquel punto encarcelándole de nuevo en la Asunción.

Ya el virrey arzobispo del Perú, cuyo doble carácter no le proponía
ciertamente en favor del elemento laico, había reconvenido á la
Audiencia, exigiendo el cumplimiento de las órdenes relativas á Reyes.
Así, cuando éste se quejó de su cárcel, reprodujo con mayor energía la
orden de reposición, el comparendo de Antequera en juicio ante su sola
autoridad, y la comisión al teniente de Buenos Aires, García Ros, para
que hiciera cumplir sus mandatos.

Avanzó éste, en efecto, sobre el Paraguay al frente de un pequeño
ejército, cuya principal fuerza estaba compuesta por indios de las
Misiones; pero la población se mostró tan dispuesta á resistir,
fundándose en el aplazamiento de las órdenes, á que tenían derecho
mientras las suplicaba, que García Ros decidió retirarse.

Bien que basada en la ley, la revolución era ahora un hecho. El pueblo
se había impuesto al absolutismo. Pero los PP. se daban cuenta de
que no podía prosperar. Si pretendía conservarse dentro del concepto
monárquico, estaba perdida por la reacción fatal de éste sobre sus
pretensiones. Si lo renegaba, tenía que ir al separatismo, y el
separatismo no era posible sin el mar, es decir, sin Buenos Aires. Por
ello los PP. cultivaban con tanto ahinco las amistades gubernativas de
esta ciudad. Con impedir ellos, en efecto, el comercio de la colonia
separada, estrangulaban literalmente la revolución. Así, aquella
democracia embrionaria tuvo más ímpetu que pensamiento, más instinto
que plan definido. Quería derechos; había aprendido á estimarlos
practicándolos, y la vieja rivalidad con los jesuítas vencedores,
exasperaba su deseo. Mas la fatalidad topográfica debía de imponerse
á todo. Sin el mar, que asegura la libertad de comercio, imposible la
vida autónoma. Aquello no tenía más salvación que la simpatía de Buenos
Aires.

Pero la revolución no vió esto. Engrióse demasiado con su triunfo
local; creyó que sus libertades aisladas podían sostenerse por sí
mismas.

No obstante, el peligro era más grave de lo que parecía. Los incidentes
sucesivos demostraron que Antequera tenía amigos decididos, desde el
Tucumán hasta Cuyo y desde Corrientes hasta Charcas: toda la futura
comarca revolucionaria de 1810.

La retirada de García Ros, tuvo también por causa el estallido de la
guerra con los portugueses y la consiguiente atención á Buenos Aires
amenazada de cerca. Tan preparados estaban los jesuítas á combatir
con Antequera, que cuando el gobernador Zavala les pidió tropas para
la guerra con Portugal, pudieron enviarle tres mil hombres, quedando,
no obstante, con fuerzas suficientes. Antequera hizo lo propio, para
desvanecer, sin duda, las imputaciones de separatismo, que los padres
comenzaban á esparcir en contra suya, y porque su objeto evidente no
fué otro que el de mantener la superioridad del poder civil basada en
una relativa soberanía popular.

Pero el virrey no cejaba en su intento de extinguir aquel foco rebelde;
y urgido por él, Zavala envió de nuevo á García Ros sobre el Paraguay.
Reforzado por dos mil guaraníes de las misiones, que se le incorporaron
á las órdenes de los PP. Dufo y Rivera, acampó en territorio paraguayo
sobre la margen del Tebicuarí, punto estratégico como base de invasión.

Á todo esto, el obispo del Paraguay se había decidido por los jesuítas,
sin volver con esto más popular su causa; pues el pueblo enfurecido
atacó el convento con intención de arrasarlo, de no mediar el mismo
Antequera. El Cabildo decretó su expulsión, y olvidando toda cordura
política, declaró la guerra al gobierno de Buenos Aires. Aquello era,
realmente, un decreto de suicidio.

El pueblo acudió en masa á ponerse sobre las armas. Antequera derrotó
á García Ros por medio de una hábil sorpresa é invadió las Misiones,
que se limitaron al abandono de los pueblos, emprendiendo contra él una
abrumadora guerra de recursos.

La cuestión económica, siempre vivaz, dejóse ver en el restablecimiento
de las encomiendas que Antequera efectuó contra los indios de las
reducciones; grave error, pues la guerra asumía, de tal modo, carácter
patriótico para aquéllos.

Frustrado Antequera por la guerra de recursos, y amenazado por García
Ros, que volvía rehecho al frente de seis mil guaraníes, decidió
regresar á la Asunción; pero el movimiento revolucionario empezaba á
languidecer, falto de objeto, al paso que el absolutismo se rehacía
poderoso.

El virrey del Perú, que lo era ahora el marqués de Castel Fuertes,
espíritu fanático é inflexible, ordenó al mismo Zavala la pacificación
inmediata del Paraguay y la captura de Antequera. El obispo se
declaraba hostil á la cabeza de sus curas, que representaban una
fuerza no despreciable; y el mismo Cabildo iniciaba ante Zavala una
capitulación.

Antequera había salido á reclutar milicias en la campaña, dejando como
gobernador interino á don Ramón de las Llanas; pero éste entregó la
ciudad á Zavala sin oponerle resistencia. El caudillo, traicionado, no
tuvo otro recurso que huir á Córdoba.

Zavala nombró gobernador del Paraguay á don Martín de Barúa, poniendo
en libertad á Reyes, quien era tan antipático al pueblo, que por
consejo de los mismos jesuítas permaneció recluido en su casa.

Pero Barúa resultó amigo de los revolucionarios, y desobedeció, siempre
con el carácter de aplazamiento suplicatorio que ya conocemos, una
orden del virrey para que restableciera á los jesuítas. El Cabildo
hizo lo propio con otra de la Audiencia, que empezaba ya á reaccionar
en sentido absolutista. Barúa había contado con la aquiescencia de su
sucesor, Aldunate, contrario también á los PP.; pero éstos eran tan
poderosos, que hicieron anular el nombramiento del último; siendo al
fin restablecidos con gran aparato, por orden expresa del virrey.

Del convento de franciscanos de Córdoba, donde se refugiara, Antequera,
cuya cabeza había puesto á precio de cuatro mil pesos el virrey, huyó
nuevamente hacia Charcas donde esperaba hallar apoyo en la Audiencia;
pero este tribunal tratóle en vez como á reo, y le envió cargado de
grillos á Potosí, que no fué sino su penúltima etapa hasta la cárcel de
Lima, donde dió al fin en 1726. Su dramática empresa había durado cinco
años.

El espíritu revolucionario permanecía vivo, sin embargo, en el Paraguay.

Antequera había trabado conocimiento en la cárcel con don Fernando
Mompó,[91] quien llegó á exaltarse de tal modo por sus principios y
desventuras, que huyendo de la prisión se trasladó al Paraguay en
misión revolucionaria.

Su elocuencia tribunicia sublevó de nuevo los ánimos; su pensamiento,
más audaz ó maduro que el de Antequera, proclamó resueltamente la
prioridad del municipio sobre toda otra soberanía, dando por primera
vez razón definida al nombre de «Comuneros» con que se distinguían
los revolucionarios; pero padeció del mismo error que todos éstos;
no vió la inutilidad de una revolución cuya consecuencia fatal era
el separatismo, por otra parte imposible en el aislamiento local. Lo
que constituyó el éxito de la revolución emancipadora de 1810, lo
que vieron tan claramente sus caudillos, quizá aleccionados por este
fracaso comunero, es decir, la expansión inmediata, faltó enteramente
en el Paraguay.

Pero la sublevación fué gravísima. El nuevo gobernador, Sordeta,
pariente del virrey, fué desconocido por el Cabildo y por el pueblo,
en nombre, no ya del derecho de súplica, sino de la soberanía comunal.
Intimáronle el inmediato abandono de la provincia, lo que ejecutó
al punto, eligiendo entonces el pueblo una junta gubernativa cuyo
presidente recibió el nombre de presidente de la provincia del Paraguay.

La revolución no tenía suerte en sus designaciones. Don José Luis
Barreyro, que fué el elegido, no pensó sino en traicionarla. Apoderóse,
pues, de Mompó arteramente, enviándole á Buenos Aires, donde fué
encarcelado y procesado por Zavala. Remitido al Perú, se fugó en
Mendoza, consiguiendo desde allá pasar al Brasil.

Barreyro experimentó muy luego las consecuencias de su felonía.
Perseguido por el pueblo, que hubo de sublevarse contra él al conocer
la suerte de Mompó, vióse precisado á huir, refugiándose en las
Misiones, siempre hostiles á la revolución comunera.

No obstante la popularidad de ésta, el apoyo que desde el púlpito la
prestaban los franciscanos, y la fidelidad á la Corona de que seguía
haciendo gala, estaba ya virtualmente muerta.

El suplicio de Antequera, que fué ajusticiado en Lima por orden del
virrey, al recibir éste el informe personal de Sordeta, consumó la obra
reaccionaria.

La muerte del caudillo tuvo inusitada y trágica grandeza. El pueblo
de Lima, conmovido por las palabras de perdón que pronunció el
franciscano, auxiliar del reo, amotinóse para salvarle. Sólo la
intervención armada de la tropa consiguió dominar el tumulto; y
Antequera, muerto de un balazo en previsión de un posible triunfo de la
asonada, no escapó, aun cadáver, á la decapitación, de su sentencia.

El Paraguay volvió á sublevarse con la noticia de su muerte, expulsando
á los jesuítas, verdaderos causantes de todo, por tercera vez,
saqueando su colegio y produciendo varias ejecuciones capitales. El
obispo excomulgó á los autores de estos excesos, y una sangrienta
anarquía sustituyó á toda acción gubernativa en la comarca.

Las Misiones, que habían sido agregadas por rescripto real al gobierno
de Buenos Aires, debieron mantener tropas sobre sus fronteras con el
Paraguay; tal era el odio que éste les profesaba.

Dos historiadores jesuítas, los PP. Lozano y Charlevoix, han escrito
sobre esta revolución con el positivo intento de demostrar que la
Compañía no fué sino una víctima de los comuneros por lealtad á la
Corona; pero de sus mismos libros, se desprende una opinión diversa. Lo
que callan, induce en sospecha de lo que dicen. Exagerando la inocencia
de su orden, no hacen sino demostrar la participación que tomó en el
episodio.

El triunfo que sobre aquella anarquía consiguió Zavala en su nueva
empresa de pacificación, acabó con el movimiento comunero. La batalla
de Tabatí, ganada realmente por los guaraníes, fué el último acto del
drama. Los suplicios sucesivos, la reposición de los jesuítas, no
constituyeron ya sino detalles; y el sombrío gobierno de D. Rafael de
la Moneda, acabó en el cadalso con los últimos adictos de la prematura
revolución.

Fué ésta fecunda, sin embargo, en su propio fracaso. El pueblo vivió
vida libre, aunque agitada. Brotaron de su seno tribunos como de la
Sota, que sin tener la elocuencia ni los alcances de Mompó, reemplázale
un momento en su popularidad de caudillo. Ciudades jesuíticas como
Corrientes, llegaron á efectuar movimientos solidarios;[92] las
mismas mujeres, signo característico de toda revolución efectiva,
encendiéronse en la llama heroica. Las solidaridades imprevistas, tanto
como el entusiasmo revolucionario, prueban que la fidelidad monárquica
disminuía en estos países y que las ideas democráticas hallaban aquí
terreno propicio.[93] Faltábale, en efecto, al Gobierno central
los prestigios de aparato que tanto ayudan á la monarquía, y que,
naturalmente, no pudo trasladar á las colonias. La conquista, por otra
parte, había sido un éxito de la calidad personal de cada conquistador,
no una obra de la nobleza ó del Rey, y los revolucionarios Comuneros
de Castilla, emigrados después de su derrota, trajeron gérmenes tan
vivaces de democracia, que su recuerdo perduró, como se ha visto, hasta
en la denominación específica de los revolucionarios paraguayos.[94]
Éstos quedaron tan fuertes, aun después de su derrota, que cuando
á poco y aprovechando de las turbulencias no extinguidas del todo
aún, los indios _Guaycurúes_ amenazaron la Asunción, la mayoría de
los soldados se encontró ser excomulgada por el asalto al colegio de
los jesuítas; entonces resolvieron no defender la plaza, mientras
el obispo no les alzara el entredicho, lo que éste ejecutó, dada la
inminencia del peligro. Excusa, por cierto, muy de la época y también
muy peculiar, en el fondo, á los nuevos tiempos.

La revolución degeneró en anarquía por falta de ambiente y de razón
política definida, pues como movimiento comunero exclusivamente,
implicaba un anacronismo. La monarquía evolucionando hacia el
absolutismo sobre la ruina de la libertad foral, no podía ser detenida
por la restauración de ésta. El espíritu popular exigía ya medidas
más radicales y compatibles con la evolución que llevaba los pueblos
á la democracia ó á las instituciones representativas: el separatismo
revolucionario del año 10.

Como todo movimiento social prematuro, aquél de los comuneros fué
suicida por desesperación cuando comprendió la imposibilidad del
triunfo; pero se ha impuesto á la historia como una generosa tentativa
de libertad, cuyo fracaso aumenta quizá lo simpático de su esfuerzo.
Más que una revolución, fué propiamente un caso foral.

Ciertamente, no tuvo otros alcances, ni creo que pueda verse sin
exceso en Antequera, un mártir anticipado de la libertad americana.
Su carácter es simpático, sin ser de ningún modo genial; y su figura,
dominada siempre por los acontecimientos, no es por supuesto la de un
jefe extraordinario. Su ejecución fué, por esto, un crimen inútil, ó
más bien estúpida venganza, que extremó la reacción en perjuicio de
sus propios autores, como siempre sucede. Los PP. iban á experimentar
muy luego el contragolpe del absolutismo que con tanto ahinco
defendieron.


                                NOTAS:

[86] Por no haber recibido, junto con su nombramiento, las bulas de
institución.

[87] El obispo lo era. La oposición venía desde los comienzos de la
conquista espiritual, que fué empezada por los franciscanos, según
queda dicho.

[88] Había ejercido hasta 1717, año de su nombramiento, las funciones
de alcalde provincial.

[89] Eran cristianos, sin embargo; lo que volvía más significativa
aquella crueldad.

[90] Porque según la ley, no podía ser gobernador, á causa de que
pertenecía al lugar de su gobierno, y estaba emparentado con varios
regidores.

[91] Ésta es la ortografía de Lozano, y sin duda la buena. Estrada, que
siguió á Charlevoix en sus noticias, escribe Mompo, sin acento, como
él; pero Charlevoix pronunciaba en francés, necesitando acento, por lo
tanto.

[92] En 1732, para no concurrir á la represión del Paraguay adonde
enviaron prisionero al teniente de rey que para ello se aprontaba.

[93] Casi al mismo tiempo, el P. Falkeuer (ver el epílogo) notaba igual
cosa en las campañas argentinas.

[94] No necesito advertir que mi narración del movimiento comunero,
es simplemente esquemática, habiéndola elegido sólo por ser el más
importante episodio político de la época y el más significativo á la
vez.



VI
=Expulsión y decadencia.=


El Tratado de Permuta entre los Gobiernos lusitano y español, que
cambió la Colonia del Sacramento al primero, por los pueblos que el
segundo poseía en la margen oriental del Uruguay, interrumpió aquella
tranquila dominación.

Dichos pueblos eran, en efecto, las siete reducciones jesuíticas del
Brasil, que por el distrito del Tape y Porto Alegre buscaban el soñado
desahogo sobre el Océano.

Liberal se había mostrado la Corona en sus indemnizaciones á los
habitantes. No sólo podían éstos retirarse con todos sus bienes á las
reducciones de la costa occidental (Art. 16 del tratado), sino que se
daba á cada pueblo 4.000 pesos para gastos de mudanza, eximiéndoselo
además del tributo por diez años en el nuevo paraje donde se situara.
Pero esto era nada en comparación de lo que se perdía. Arrojados de la
Guayra por los mamelucos, y abolido por consecuencia todo intento de
comunicarse á su través con el Atlántico, los PP. habían diferido la
realización de este propósito dominante, para cuando replantearan sobre
bases más sólidas el núcleo de su Imperio. Comenzaba esto á lograrse,
después de ciento y pico de años de esfuerzos, avanzando ya su dominio
hasta la Sierra del Tape, donde tenían vastas dehesas, dependientes de
las reducciones de San Juan y San Miguel--cuando el tratado de 1750
vino á desvanecer por segunda vez sus aspiraciones. Era demasiado, sin
duda, para que lo sufrieran tranquilos, y la insurrección guaraní de
1751 lo demostró enteramente.

No creo que los PP. llevaran ninguna idea separatista en ello.
Semejante imputación fué una calumnia, que la Corona recogió cuando le
convino, para explicar la expulsión, junto con la leyenda ridícula,
circulada por los publicistas anticlericales de Amsterdam, según la
cual aquéllos habían proclamado rey del Paraguay á un cacique, con la
intención de separarse de España;[95] pero me parece no menos evidente,
que la insurrección tuvo origen jesuítico. Queríase, sin duda, impedir
su trabajo á las comisiones demarcadoras, mientras se gestionaba ante
la Corte la denuncia del tratado; cosa después de todo factible, en
época de semejante instabilidad, y cuando el mismo documento de Utrecht
no había remediado nada. Entretanto, la guerra demostraba á las dos
Coronas cuán ruinosa iba á salirles la ocupación en campos enteramente
arrasados por las montoneras, y con habitantes que incendiaban sus
pueblos al retirarse. Dicha suposición, es el término medio natural
entre los que aseveraron sin pruebas el separatismo de los PP., y
la neutralidad absoluta que éstos pretendían haber observado en la
contienda. Los indios carecían de iniciativa, como es evidente, para
lanzarse por cuenta propia en lance tan grave; y lo que es peor,
desobedeciendo á sus directores. El lector juzgará si esto era posible,
dada la situación moral y social de las reducciones. Sostenían los PP.
que el movimiento había sido una reacción natural del patriotismo,
al verse los indios desterrados de los pueblos donde nacieron; y los
que hablaron con los comisarios reales en nombre de sus paisanos,
argumentaron efectivamente con esto, agregando que aquellas tierras
fueron dadas á su raza por el apóstol Santo Tomé; pero otros, hechos
prisioneros durante la insurrección, declararon que estaban instigados
por los PP. Después, el patriotismo debía resultar algo baladí para
aquella gente que nada poseía, siendo ese un sentimiento consecutivo
á la propiedad. Nada habían tenido tampoco en su estado salvaje,
puesto que en él fueron nómades; de manera que su indiferencia al
respecto, era á la vez atávica é inmediata. Considero, pues, que los
PP. fueron los promotores encubiertos de la insurrección. No se fracasa
dos veces en siglo y medio de esfuerzos gigantescos, sin intentar la
segunda cuanto arbitrio venga á mano para conjurar la adversidad.
En cuanto á poder hacerlo, los PP. habían demostrado lo bastante su
energía y su constancia, con más que el propósito merecía cualesquiera
sacrificios; siendo, por otra parte, bien sabido que los medios no los
preocupaban mucho. Además, ellos estaban en el buen terreno respecto
á los intereses bien entendidos de la Corona, pues lo cierto es que
ésta realizaba una permuta desastrosa, en la cual sólo consiguió perder
su dominio de la margen oriental del Uruguay;[96] de modo que tenían
buenas razones para ser oídos. La insurrección era, entonces, un medio
heroico, pero de eficacia segura, si no se mezcla en el asunto el amor
propio de las armas españolas, que no habría sido posible dejar como
dominadas por los guaraníes, ante el aliado portugués. Las intrigas de
Corte hicieron el resto.

Los que sostienen la tesis del separatismo jesuítico, argumentan,
para demostrarlo, con la autonomía cada vez mayor de que fué gozando
el Imperio por concesiones sucesivas de la Corona, y además con su
éxito económico. Esto, dicen, sugirió, como siempre sucede, las ideas
separatistas. Agregaban á guisa de dato concurrente y significativo, el
hecho de ser extranjera la mayor parte de los PP., y esto es, bastante
fuerte á primera vista; pero muy luego se advierte que su objeto fué
aislar al Imperio de todo contacto español, con la doble valla del
idioma y de la sangre.


Tal aislamiento, que garantía el dominio inconmovible, en la unidad
absoluta, fué una preocupación constante á la cual colaboró el Gobierno
con invariable decisión. Los indios tenían prohibido trasladarse de un
pueblo á otro. No podía vivir en las reducciones, español, mestizo ni
mulato. Transeúntes, no se los toleraba en su recinto más de dos días,
y tres á lo sumo si llevaban mercaderías consigo.[97] Existiendo en el
pueblo venta ó mesón, ninguno podía hospedarse en casa de indio. Ya se
sabe, por otra parte, que la administración civil, militar y judicial,
estaba enteramente confiada á los PP.; y en el caso especial que me
ocupa, tampoco tiene nada de extraordinario su nacionalidad, si se
considera que entre los primeros enviados al Paraguay, cuando no podía
haber aún ni asomo de separatismo, figuraron italianos, portugueses,
un flamenco y un irlandés; pero lo que no admite duda, es su activa
campaña para evitar la ejecución del tratado. Hay sobre esto un hecho
concluyente. Al finalizar un banquete con que obsequiaron en una quinta
de los suburbios de la Asunción al gobernador del Paraguay, junto
con diversos miembros de los dos Cabildos, pretendieron que dichos
invitados firmaran una carta ya preparada para el Rey, en la cual se le
demostraba lo perjudicial de la permuta; y este documento hacía ver,
además, la posibilidad de un nuevo avenimiento entre las dos Cortes.
Los PP. intentaron no sólo que lo firmaran el gobernador y prebendados,
sino que los dos Cabildos lo hicieran suyo; pero aquél remitiendo el
negocio para su despacho, por no sentirse quizá muy firme de cabeza, le
encontró «cosas tan impropias, que se opuso á su remisión,» haciéndolo
fracasar también ante las dos instituciones mencionadas.

El carácter enteramente inofensivo que se quiso dar á la rebelión,
presentando á los indios como niños grandes, de acometividad nada
peligrosa, cuando acababan de mostrarse respetables guerreros en tres
años de lucha, prueba lo contrario con exceso;[98] quedando además,
como argumento decisivo, aunque sea conjetural, la resistencia ante la
operación que destruía el plan jesuítico.

Por lo que hace al separatismo, no se ve cómo habría podido beneficiar
á los jesuítas. Si era por la autonomía, ya la disfrutaban absoluta;
si por el comercio, nadie se lo fiscalizaba; si por la seguridad
exterior, jamás la nación fundada con las tribus guaraníes por
plantel, habría alcanzado el respeto del inmenso reino español,
siendo por el contrario una presa entregada á la voracidad de las
naciones colonizadoras. La situación de vasallos implicaba para los
jesuítas todas las garantías que da á los suyos una nación poderosa,
sin los deberes que les impone en compensación, pues eran autónomos
y privilegiados; mientras que la independencia, empezando por
echarles de enemigo á la madre patria, no les daba por de contado
otra perspectiva que la ruina. Súbditos, quedaban protegidos;
independientes, permanecían encerrados en una comarca mediterránea y
rodeada de enemigos: eran cosas demasiado graves para sacrificarlas al
patriotismo sentimental. No resta otra hipótesis, en efecto, y ya se
sabe que los jesuítas no tenían patria en verdad, consistiendo en esto
su fuerza de expansión superior á la de los Gobiernos. Esparcidos por
todas las naciones, mal podían hacer cuestión patriótica en ninguna,
pues la influencia que pretendían respetaba las formas externas. Era la
restauración del dominio moral de Roma sobre los poderes temporales que
manejaría como agentes, en un definitivo retroceso hacia la situación
de la Edad Media; y en cuanto á aquel ensayo de teocracia, la Corona
seguía fomentándolo cada vez con mayor afición, siendo el Tratado de
Permuta no otra cosa que un incidente político cuyas consecuencias le
resultaban nocivas; pero cuyo objeto tendía á algo bien distinto de su
perjuicio. Creer que el estado social de las reducciones ocasionaba
ideas de independencia, sería un absurdo; no habiendo entonces razón
alguna para suponer el discutido separatismo.[99]

La Corona procedió lealmente en sus indemnizaciones, pues los PP.
habían recibido ya 52.000 pesos al estallar la rebelión; pero ya he
dicho que ésta defendía algo mucho más importante.

El primer movimiento estalló en 1751, interrumpiendo los trabajos de
demarcación; pero la guerra no se generalizó con violencia hasta 1753,
cuando los demarcadores, apoyados por poderosas escoltas, llegaron
á la jurisdicción de San Miguel. La ocupación de ese punto extremo
de las reducciones en dirección á la costa marítima, hacía perder
toda esperanza, motivando consecutivamente la demostración bélica
como recurso extremo. El cacique _Sepé_ salió al encuentro de las
comisiones, cortándoles el paso con una serie de combates que duraron
casi un año. Prisionero al atacar el fuerte de Río Pardo, el comisario
portugués le puso en libertad, con el intento de ver si se sometía por
la blandura y el buen trato; pero al empezar el 1756, reapareció más
amenazador, capitaneando numerosas fuerzas, con bastante artillería de
fierro y algunos sacres bastardos de tacuara reforzada con torzales.

Un ejército lusitano-español había penetrado en la comarca, para
reprimir las montoneras que sostenían la guerra desde cuatro años
atrás; y los insurrectos se le atrevieron. Muerto _Sepé_ en un
rudo encuentro, los indios rehiciéronse al mando de _Languirú_, que
también perdió la vida en la sangrienta batalla de Caybaté, verdadero
acto final de la guerra; terminándola del todo la ocupación de los
pueblos de San Miguel y San Lorenzo por las tropas aliadas, durante
mayo y agosto de 1756. En el segundo de dichos pueblos, cayeron
prisioneros tres jesuítas, uno de los cuales era el P. Henis, tenido
por director de la insurrección. Ésta había durado cinco años, casi sin
interrupción, pues mucho la favoreció el terreno con sus peculiaridades
topográficas, costando al Gobierno de Portugal veinte millones de
cruzados.[100]

No es de creer que por tan largo tiempo, y conservando los PP. su
influencia sobre los indios, ella hubiera sido nula para contenerlos:
la opinión portuguesa fué unánime á este respecto, y una sorda inquina
quedó declarada desde entonces entre la Corona lusitana y la poderosa
Compañía.

Las ideas liberales, dominantes por entonces en el Gobierno español,
facilitaron una acción conjunta contra los jesuítas, cuyo resultado fué
la expulsión de la orden por ambas Coronas y su abolición por la curia
romana.

Excedería de mi propósito un estudio sobre esta obscura cuestión, en la
cual intervinieron, tanto las razones políticas como las rivalidades
internas de la Iglesia;[101] pues debo ceñirme estrictamente á sus
consecuencias sobre el Imperio Jesuítico.

Realizada la expulsión, el Gobierno español conservó el comunismo
en las reducciones, nombrando empleados civiles para administrarlas
y encargando de los asuntos religiosos á las comunidades de San
Francisco, Santo Domingo y la Merced; pero estos nuevos apóstoles
ignoraban el espíritu de la empresa. El fiasco económico que resultó
la expulsión, pues los comisarios reales no hallaron en los conventos
tesoros ni cosa semejante, como se creía, fué socialmente mayor en
poder de los agentes españoles.

Civiles ó religiosos, éstos no conocían las costumbres del indio, no
entendían su lengua, no tenían concepto alguno de esa organización
peculiar, y su primer error fué querer civilizar á la europea un medio
semi-salvaje. Pero aquello era ya hereditario, y cambiarlo requería
tiempo á lo menos. De una perfecta teocracia se pasaba á una sociedad
normal, con el único resultado de engendrar en los poderes desunidos
una rivalidad perfecta. El civil tomaba por suyo el nuevo estado de
cosas; el eclesiástico pretendía la conservación de todo el privilegio;
y sus contradicciones, que degeneraron á poco en escandalosas reyertas,
hicieron del indio su víctima. El siervo, destinado á pagar todas
las culpas de sus amos, sufrió también las consecuencias de aquel
desorden. Empequeñecióse el vasto alcance industrial de la empresa,
decayendo hasta una sórdida explotación dividida á regañadientes
entre misioneros y administradores. El peculado, lacra eterna de la
administración española, lo contaminó todo sin consideración, pues
siendo aquello de la Corona, resultaba ajeno para unos y otros. Nadie
tenía interés en cuidar una obra que no era suya. Ganados y yerbales,
explotados sin miramientos, se acababan porque no los reponían; y los
indios, sin amor hacia una cosa de la que tampoco eran propietarios,
se dejaban llevar por su pasividad característica, impasibles ante la
dilapidación.

Indiferentes al halago de la propiedad, por su condición de eternos
proletarios, y careciendo del aliciente que implicaba su relativo
bienestar bajo el poder anterior, se dispersaron convirtiéndose
en agentes de destrucción á su vez, puesto que reingresando á la
vida nómade se volvieron salteadores de las propias estancias
jesuíticas. Algunos administradores celosos no pudieron contener la
ruina, pues ella estribaba en algo mucho más serio que un defecto
de administración. Era el cambio de vida lo que había trastornado
las bases de la obra, y ésta se desmoronaba sin remedio posible. El
sistema jesuítico consistió en una relativa cultura de forma, sobre un
fondo de salvajismo real, única situación posible por otra parte, dado
que el indio, rota su unidad psico-fisiológica por la civilización,
perece en ésta. Los mismos jesuítas experimentaban ya el efecto, al
producirse la expulsión, pues como se ha visto en el anterior Capítulo,
la población de las reducciones había disminuido; y esto fué tan
rápido, que en sólo trece años (1743-56) la falla alcanzó á 46.000
habitantes.

Es que la vida sedentaria y la división del trabajo llevaban
irresistiblemente al progreso, no obstante el hábil equilibrio de la
organización jesuítica y el aislamiento en que se la mantuvo; y aquello
fué perturbando el organismo salvaje, que evolucionaba desparejo en
su doble aspecto físico y moral, cambiado el primero por las nuevas
condiciones, mientras el segundo permanecía inmóvil en su nueva
idolatría, única condición que se le exigió.

Desequilibrado de este modo, el ser no resiste á la civilización,
pues lo mismo en los pueblos que en los individuos, lo físico depende
substancialmente de lo moral. El lector que ha notado ya el predominio
de este concepto en toda mi apreciación histórica, no extrañará que lo
particularice para explicar un fenómeno del cual sacaré consecuencias
más adelante.

Restos de una raza en decadencia, la servidumbre en que se hallaron
aquellos salvajes no hizo sino acelerar la descomposición, y nadie
ignora que el hecho más significativo en una raza decaída es la
esterilidad. Inadaptables, además, por las ideas, que es el único
acomodo fecundo, á una civilización cuyo concepto fundamental no podían
entender, pues lo cierto es que sin muchas centurias de evolución no
se pasa de la tribu á la vida urbana--carecieron de esa condición
para prosperar. Entonces se vió el siguiente fenómeno: la población
aumentó al salir de las encomiendas, por reacción sobre un estado asaz
peor, y mientras coincidieron las nuevas condiciones de vida con la
característica esencial de la situación anterior á la conquista; pero
cuando aquéllas empezaron á progresar, llevando lentamente hacia la
civilización, vino el descenso. El indio demostró una vez más, que
en cuestiones étnicas y sociales, la adaptación al medio es regla
invariable.

Por su parte, los administradores civiles atribuían la desorganización
que presenciaban, al comunismo, tomando, como sucede siempre á los
contemporáneos, la parte por el todo; y es claro que cuanto más
cambiaban las instituciones, más precipitaban aquella sociedad á
la ruina. Á los diez años de la expulsión, los habitantes habían
disminuido en una octava parte; treinta años después en la mitad (de
100 á 50.000) por emigraciones á otros puntos, ó por reincorporación á
la vida salvaje, donde en concierto con los no reducidos, se volvieron
salteadores, como antes dije. Cuatro años después de la expulsión,
los ganados, que excedían de un millón de cabezas al efectuarse
ésta, quedaban reducidos á la cuarta parte, siendo los nuevos
administradores un activo agente en esta despoblación. La leyenda
de tesoros escondidos y derroteros de minas, motivó remociones que
resintieron muchos edificios, y que continúan todavía con maravillosa
estulticia. Antes dije que en las reducciones no circulaba moneda, de
modo que no existieron jamás semejantes caudales. El producto de las
explotaciones debía ir directamente desde Buenos Aires á Roma, sin
que jamás volviera amonedado á su punto de partida; y en cuanto á los
ornamentos, como los PP. tuvieron noticias ciertas de su expulsión un
año antes de realizarse ésta, es de suponer que salvarían con tiempo
los más valiosos. Las excavaciones no produjeron, pues, otro resultado
que acelerar la ruina empezada.

Junto con el siglo XIX comienza una serie de acontecimientos que
consumaron la destrucción total.

Ceballos había reconquistado para la Corona española, en 1763, los
pueblos cedidos á Portugal por el Tratado de Permuta; pero dicha
nación tenía invertido demasiado dinero en ellos, para desperdiciar
una ocasión de reconquistarlos. Ésta se presentó treinta y ocho años
después. El aventurero Santos Pedroso dió un afortunado golpe de mano
sobre la antigua reducción de San Miguel, apoderándose de ella, y
dicho acto señaló el comienzo de la reconquista, con gran cortejo de
asesinatos y depredaciones, volviendo al dominio portugués la margen
oriental del Uruguay que el Brasil conserva todavía.

En 1803, el gobernador Velazco abolió el comunismo en las reducciones,
ultimándolas de hecho con esta medida; de modo que al estallar la
Revolución de Mayo, no eran ya sino indiadas informes degeneradas en
la última miseria. La desgraciada expedición de Belgrano al Paraguay,
conmovió un instante su sopor; pero no tuvo sino el mal resultado de
entregar á aquel país las establecidas en la orilla izquierda del
Paraná, reconociéndole así el dominio total del río.

Cinco años más permanecieron quietos, hasta que Artigas, para
hostilizar á los portugueses, organizó en las del Uruguay una montonera
de la cual fué jefe inmediato el indio Andrés _Tacuarí_, á quien la
historia conoce por su sobrenombre de _Andresito_. Estas fuerzas
vadearon el Uruguay, y después de varios encuentros afortunados,
pusieron sitio á San Borja, capital de las Misiones brasileñas.

Derrotadas y obligadas á levantar el sitio, las represalias fueron
terribles.

El marqués de Alegrete y el general Chagas, de feroz memoria,
invadieron los siete pueblos argentinos donde Artigas había organizado
la montonera y los asolaron bárbaramente, no dejando cosa en pie en
cincuenta leguas á la redonda.

El incendio devastó las poblaciones; el saqueo acabó con el último
ganado y los postreros restos de la opulencia jesuítica.

En otra parte mencioné el botín, compuesto por los ornamentos
religiosos, á los cuales hay que añadir las campanas y hasta las
imágenes de madera.

Semejante desgracia tuvo su repercusión en la costa del Paraná; pues
para no disgustar á los portugueses, cuya neutralidad convenía á sus
designios, el doctor Francia mandó destruir todas las reducciones que
la derrota de Belgrano entregó al Gobierno paraguayo, desapareciendo
así el núcleo principal del Imperio Jesuítico.

_Andresito_ habíase rehecho entretanto, organizando otra montonera
sobre las mismas ruinas, puede decirse, y Chagas vadeó nuevamente el
Uruguay para castigarle; pero fué vencido en Apóstoles y obligado á
repasar el río. La montonera creció con este éxito, volviéndose tan
temible, que el general brasileño cruzó el Uruguay por tercera vez,
sitiándola en San Carlos donde se había atrincherado. Sucediéronse
terribles combates; hasta que habiendo volado la iglesia, convertida
por los guaraníes en polvorín, Chagas tomó la plaza. Esta fué arrasada
enteramente, lo propio que Apóstoles y San José, ya saqueados en la
expedición del año anterior.

Las ruinas de San Javier albergaban algunos dispersos de _Andresito_,
que acosados por el hambre robaban ganados á los paraguayos de la
costa del Paraná; éstos expedicionaron sobre aquel foco de salteo,
exterminaron á sus habitantes y concluyeron de arrasar las pocas
paredes que habían quedado en pie.

          [Ilustración: =Portada de una sacristía en Trinidad.=]

Aquellos pueblos, los más pobres ya durante la dominación jesuítica,
con excepción de Santo Tomé, que era el puerto más comercial del
Uruguay, fueron también los más azotados por la guerra; de modo que ni
los restos de la anterior opulencia, los favorecerían para una posible
reacción.

Entretanto, _Andresito_ que había escapado de San Carlos por medio
de una proeza temeraria, abriéndose paso sable en mano á través de
las fuerzas sitiadoras, reunió otra vez una parcialidad compuesta de
dispersos y de indios salvajes, entendiéndose con Artigas y con el
caudillo entrerriano Ramírez, para una acción conjunta sobre Porto
Alegre. Cumpliendo su parte, atacó y tomó el pueblo de San Nicolás;
pero un retardo de Artigas frustró la combinación, y el valiente
guaraní cayó prisionero, yendo á morir poco después en una prisión de
Río Janeiro.

Sus indios se dispersaron por el Brasil y el Paraguay, ó adoptaron
definitivamente la vida salvaje, subiendo al Norte y dirigiéndose
al Chaco en procura de bosques más espesos. Las últimas noticias
que de ellos se tiene, son la tentativa infructuosa que el
Gobierno unitario del año 1826 hizo para restaurar la civilización
en aquellas Misiones--siempre reclamadas como suyas por el
Paraguay,--convirtiéndolas en provincia de la Unión; y la parte que
tomaron al siguiente en la guerra contra el Brasil, bajo el mando de
los caciques _Ramoncito_ y _Caraypí_.

Las Misiones situadas al oriente del Uruguay duraron algunos años más;
pero en 1828, con motivo de la guerra antedicha, el caudillo oriental
Rivera las arrasó tan completamente, que hasta se llevó en cautiverio á
las mujeres y á los niños.

El régimen jesuítico se prolongó en el Paraguay hasta 1823, entrando
los indios desde entonces á trabajar por cuenta del Gobierno, pero
conservando la organización comunista. Ésta fué abolida por el general
López en 1848, con el objeto de confiscar en su provecho los bienes de
la comunidad, declarados fiscales, y semejante medida consumó la ruina
del Imperio Jesuítico en el último de sus vestigios históricos.


                                NOTAS:

[95] Su fidelidad cuando la revolución comunera, es otra prueba contra
el separatismo.

[96] Su intento era evitar el contrabando por la Colonia, haciéndola
suya; pero como este delito emanaba de fuentes más profundas que la
hostilidad portuguesa, nada consiguió, anulándose el tratado en 1761.

[97] En Atenas sucedía algo semejante. Los extranjeros no podían
habitarla sin permiso de los magistrados y mediante una capitación de
doce dracmas (10 fr. 80.)

[98] El P. Lozano en su _Historia de las Revoluciones_, los llama
«diestros en el manejo de las armas, y hechos á jugarlas con gran valor
en sitios formales, contra enemigos europeos y arrestados,» etcétera.

[99] Por otra parte, no habían conseguido aún la salida al Océano,
única manera de hacer eficaz la separación, como hemos visto al tratar
de los comuneros.

[100] Casi 60.000.000 de francos, si se toma por tipo al cruzado de
1750 precisamente, moneda de plata cuyo exergo alusivo decía: _In hoc
signo vinces_, y cuyo valor, considerando las mismas equivalencias
mencionadas en otro lugar para el peso español, sería de 2 francos 918.
El cruzado de oro, que venía á valer 3 francos 395, no puede servir de
base por su escasa circulación en aquella época, si bien no alteraría
mucho mi cálculo. La moneda de plata á que me refiero, pesaba 14 gramos
605 y tenía 0.899 de fino.

[101] Y hasta las querellas galantes; pues por lo que respecta á la
intervención de Francia, parece que el origen de la expulsión estuvo en
el disgusto de la Pompadour con el P. de Sacy, el cual había extremado
para la real querida, la moral acomodaticia. Las protestas de la Reina
y del Delfín hicieron retroceder al jesuíta, motivando el incidente.



                                  VII
                             =Las ruinas.=


El bosque ha tendido su lujo sobre aquella antigua desolación, siendo
ahora las ruinas un encanto de la comarca.

Dije ya que el mortero más usual en las construcciones jesuíticas, fué
el barro. No era, naturalmente, de la arcilla roja que el lector ya
conoce, sino del humus que se recogía en los cercanos manantiales y se
empleaba con profusión á causa de su baratura. Abandonados los pueblos,
la maleza ha arraigado en aquella tierra propicia, precipitándose sobre
ella con un encarnizamiento de asalto. La mugre de las habitaciones,
y la costumbre de barrer hacia la calle, abonaron durante más de un
siglo el terreno con toda clase de detritus, siendo esto otra causa de
la invasión forestal que ha cubierto las ruinas. Aquellos restos de
habitaciones sin techo, parecen enormes tiestos donde pulula una maleza
inextricable. Unas desbordan de helechos; en otras crecen verdaderos
almácigos de naranjos; aquella está llena por el monstruoso raigón
de un ombú; de esa otra se lanza por una ventana, cuyo dintel ha
desencajado, un añoso timbó; el musgo tiende sobre los sillares vastas
felpas, y no hay juntura ó agujero por donde no reviente una raíz.

La selva entierra literalmente aquello, de tal suerte, que puede
presagiarse una ruina en razón de su espesura. Internado en ella,
el viajero llega abriéndose paso á fuerza de machete hasta alguna
antigua pared ó poste aislado, que nada le indican; para orientarse,
es indispensable dar con la plaza que sigue formando aún en medio de
la maleza un sitio despejado. Está, sin embargo, disminuida, porque el
bosque tiende á avanzar hacia su centro; pero su relativa desnudez,
prueba que la vegetación ha buscado en efecto el barro negro de las
paredes y el suelo abonado por las basuras en las calles. Aquella plaza
da la situación del pueblo. Está orientada á rumbo directo, con una
leve declinación que no induce en error; y cada uno de sus costados
es la base de una manzana de igual superficie. La mayor profusión del
naranjal indica la huerta del antiguo convento.

De las reducciones argentinas, tan maltratadas por la guerra, apenas
queda otra cosa que paredes; y como resto ornamental el pórtico de San
Ignacio, popularizado por la fotografía y por las descripciones de
varios viajeros. Si se quiere hallar algo menos informe, es necesario
internarse al Brasil y al Paraguay, realizando fastidiosos viajes en
que hasta la comida suele escasear. Los puntos más cercanos son San
Nicolás y Trinidad respectivamente.

Para llegar al primero, es necesario pasar el Uruguay frente á la villa
de Concepción, viajando después setenta kls. á caballo. El segundo
tiene dos puntos de acceso: por tierra, desde Villa Encarnación,
ciudad paraguaya situada frente á la capital de Misiones, haciendo
sesenta kls. de malísimo camino; y por agua desde la mencionada capital
hasta el puerto de Trinidad, situado á quince kls. de las ruinas.
Las distancias son cortas; pero la escasez de caballos y el natural
retraimiento de una población semi-salvaje, para quien la procedencia
argentina no es una recomendación, hacen de aquellas excursiones
una verdadera campaña. Por lo demás, es necesario llevar consigo
provisiones á todo evento, pues hasta la mandioca, indígena de la
región, suele faltar, siendo la carne mala y cara.

Unas y otras ruinas valen, sin embargo, la pena de ir á verlas. El
espíritu revive á su contacto una historia originalísima; experimenta
una impresión algo más elevada de la que inspira el éxtasis fácil del
burgués ante la rocalla de las grutas municipales, y aquella tristeza
agreste le hace comprender que no todo es retórica en la mentada
«poesía de las ruinas».

Esos descoronados muros que se obstinan en permanecer, formando tan
rudo contraste su vetustez con la eterna lozanía de la verdura; el
curso, diríase melancólico, del manantial captado que resistió á tantos
sacudimientos en la furtiva clausura de su cisterna; la huella de algún
incendio en las jambas carcomidas de una celda; la bóveda trunca de un
sótano que es ahora clandestino agujero; la juventud victoriosa de los
naranjos que sobreviven, frutando para las aves del aire su nectárea
cosecha--dan, tal vez por sugestión romántica, pero no menos evidente,
sin embargo, una impresión de nostalgia mística.

La serenidad es inmensa, el silencio vasto como un mar, la soledad
eterna. Empero, no hay nada de adusto allá. El clima y el bosque han
impreso al conjunto su dulzura peculiar. Aquella hidrópica vegetación
de tréboles, helechos, ortigas, produce una humedad por decirlo así
emoliente. Los ásperos sillares rezuman el copioso rocío de las
noches, que el sol meridiano desvanece apenas, dando asidero al liquen
higroscópico y á los zarcillos de las parietarias; el suelo es una red
de malezas, que pujan á bosquecillos de tártagos y á bravísimos cercos
de agave; y por sobre eso el alto bosque dilata su inmenso toldo.

Sube hasta el bochorno la tibieza enervante del aire en las
asoleadas siestas, haciendo glorietas exquisitas de aquellas
derruidas habitaciones que regalan frescuras de tinaja. En perezoso
desprendimiento caen aquí y allá las naranjas demasiado maduras; croan
entre los árboles, al amor de tan pródiga pitanza, nubes de loros
que por instantes prorrumpen á la loquesca en estridente cotorreo;
algún conejo, cuyo pelaje blanco ó manchado recuerda á sus antecesores
de la reducción, salta cauteloso entre los helechos; y el silencio,
tan característico que se hace notar como una presencia, completa la
impresión de paz.

Los montones de piedra delinean antiguas calles, cercados y recintos.
Sobre el ábaco de un pilar, al que apenas diferencia de los troncos
cercanos su rectangular estructura, un _guaembé_ (_philodendron
micans_) dilata sus hojas como en un vasto macetón de vestíbulo; orna
la adaraja que descubrió un derrumbe, tal cual cactea; yérguense sobre
los parapetos elegantes arbustos, y por todos los rincones cuelgan las
avispas sus panales de cartón.

Donde las construcciones fueron de tapia, la profusión es mucho mayor
desde luego. La higuera silvestre y el ombú han medrado ávidamente
en aquellos montones de tierra, alcanzando proporciones desmesuradas
su inconsistente tronco. Esas masas de albura en que el machete se
hunde como en carne de pera, han realizado los más curiosos caprichos
plásticos al apoderarse de las ruinas. Aquí uno mantiene incrustado
entre sus raigones tal trozo de pared, sobre el cual diríase que han
corrido gruesas chorreras de plomo; más allá otros aprovecharon como
tutores los antiguos machos de urunday, casi del todo cubiertos por
su esponjosa leña; y algunos que encontraron en su desarrollo vigas ó
tirantes, abrazáronse á ellos, desencajáronlos de sus ensambles, y
alzándolos á medida de su crecimiento, forman ahora inmensas cruces ú
horcas colosales del más extraño efecto.

Helechos y tréboles gigantes son el tapiz de las antiguas habitaciones;
raíces y vástagos componen á sus ruinas una verdadera decoración, cual
si quisieran restaurarlas con arte salvaje. De pronto se nota una
enredadera que es, para ese fuste, astrágalo perfecto; ó una mata de
iridáceas que forma naturales caulículos á aquella columna decapitada.
Y el silencio es cada vez más profundo, cada vez más grato. Una
extraviada planta de yerba trae á la mente como recuerdo impreciso la
pasada historia, y esta circunstancia poética: que cada ruina posee su
zorzal--acrece la impresión de melancólica dulzura con los flauteos del
solitario cantor.

Allá se tiene, como quien dice en miniatura, una historia completa.
Aquel fugaz Imperio, quizá soñado por sus autores como una teocracia
antigua, con su David y su Salomón, pasó por todas las crisis desde la
conquista hasta el fracaso; hizo florecer una política que enredó en
su trama á dos naciones; organizó la vida civil, en forma como no la
veía el mundo desde las más remotas civilizaciones asiáticas; realizó
la teocracia, en admirable rebelión contra el progreso de los tiempos
y de las ideas; conglomeró en sociedad, con imponente esfuerzo, aquel
hervidero de tribus cuya dispersión inorgánica parecía inhabilitarlas
para toda jerarquía--errando mucho aunque acertando asaz; conato
si se quiere, pero valentísimo; esbozo á buen seguro, mas de
proyecto enorme, donde no flaqueó el esfuerzo sino el ideal en pugna
con la vida; y ni el estrago de la guerra le faltó para que sus restos
conservaran el sello de todas las grandezas humanas, comunicando una
especie de épica ternura á aquellos escombros velados por la selva
compasiva, cuyos rumores son el último comentario de una catástrofe
imperial.

                             [Ilustración]


                    [Ilustración: =Tipo de columna.=]

Hollando tejas y rotas baldosas, anda uno por ellos. Eran fuertes
piezas, que revelan una vez más la poderosa estructura del conjunto.
Miden las primeras 0.45 ms. de largo por 0.35 de ancho y 0.1-1/2 de
espesor; las segundas 0.30 si octogonales, 0.40 y 0.45 si de seis
lados. Á través del tiempo, sirven de nuevo á los actuales moradores,
siendo de pasta superior.

Mencioné ya el carácter igual que tenían todos los pueblos jesuíticos,
y que se ve patente en sus ruinas. Adoptado un tipo, debieron
conservarlo, pues así lo ordenaba la ley; y respecto al que usaron,
vale la pena mencionar el nombre de su inventor, el P. González de
Santa Cruz. No hay mucha originalidad que digamos, pues el mencionado
sacerdote no era arquitecto, y se atuvo estrictamente á la cuadrícula,
tomando como base la manzana española con sus conocidas dimensiones
(125 ms.×125); pero el dato histórico tiene su valor evidente en
arqueología.

Describiré dos de estas ruinas, las más accesibles desde la capital de
Misiones: San Carlos y Apóstoles; no haciéndolo con San Ignacio, que
es la más visitada, porque ya existen sobre ella una descripción y un
plano del señor Juan Queirel, y tiene además un guardián del Estado.
Mi descripción sería una redundancia, sin contar con que los desmontes
efectuados últimamente, facilitan por completo el acceso.

San Carlos, como puede verse por su plano respectivo, estaba situada
entre las nacientes de los ríos Pindapoy ó San Carlos y Aguapey, y
el arroyo del Mojón que desemboca en este último. Su posición era
culminante, sobre una meseta de 250 ms. de altura, que divide las aguas
de los ríos citados, hacia el Paraná y el Uruguay respectivamente. En
días claros, se alcanzaba á ver desde ella la estancia de Santo Tomás,
situada veinte kls. al N.O. y la de San Juan treinta y cinco al E. N.
E. Lo acertado de su situación, en cuanto á salubridad y topografía, se
deduce por contraste con el pueblo actual, cuyos diez ó doce ranchos,
diseminados en el fondo de un cañadón anegadizo al S. de las ruinas,
se ven á menudo azotados por la difteria y el paludismo. Una serie de
lomas, casi todas coronadas por el bosquecillo circular que indica
con frecuencia una antigua población, circuye las ruinas, enteramente
cubiertas por el bosque al cual se interpola el diseminado naranjal.

El lector debe tener á la vista los dos planos de esta reducción,
pues el de conjunto da un tipo de la topografía común á los pueblos
jesuíticos, y el detallado otro de la planta urbana solamente.


                             [Ilustración]

Las ruinas constan de dos cuerpos, separados ahora por una calle de
20 metros de ancho que corre de N. á S., y por la plaza. El primero
consiste en el convento con sus dependencias y una manzana de casas al
O. El segundo es el pueblo mismo.

Rodeaba á aquel edificio una albarrada de piedra _tacarú_ en bloques de
0.20 ms. de diámetro, término medio, siendo su altura 3 ms.; su ancho
en la base 1.25 y en la cúspide 0.95. Estas dimensiones son comunes á
las demás murallas divisorias.

El convento se dividía en dos partes. La quinta, situada al N., tenía
145 ms. de ancho al S., por 190 de E. á O. La llena enteramente
el naranjal, que ha perdido al renovarse incultamente, la antigua
alineación; y en su vértice N. O. existía un pozo circundado por una
pileta ó abrevadero. Una faja de terreno baldío que ocupa todo el
costado O., sería quizá la hortaliza.

Á 84 metros de dicho costado, corre paralela una muralla de tapia
casi enteramente derruida, cuya explicación no he podido encontrar,
sino tomándola por la trinchera en que _Andresito_ resistió á los
brasileños. Refuerza mi conjetura el hecho de que dicha tapia vaya
á dar en el flanco de la iglesia, situada sobre el costado O. de la
plaza; pues aquel edificio era el polvorín, como se recordará.

El espacio ocupado por las habitaciones del convento tiene 84 metros de
E. á O, por 82 de N. á S. contando la primera distancia hasta la tapia;
pues hasta el cerco general de piedra, mide 190 como en el resto.
Sobre la muralla que circunda este recinto por el S., hasta dar con la
tapia, es decir, en una longitud de 84 metros había 14 habitaciones
por completo independientes una de otra; y desde la tapia hasta la
iglesia, 19 en iguales condiciones. Su capacidad es de 10.90 ms. por
5.85; estaban construidas en piedra hasta 2.70 ms. desde el cimiento,
siendo el resto una tapia que mide ahora 2.30, pero que debía exceder
de 5. Los machos de urunday que atizonaban aquellos muros, están
visibles todavía en algunos puntos; los sillares que los formaban, son
prismas de 0.75×0.45. De los tirantes y alfarjías no queda resto en las
destruidas habitaciones que el incendio devoró dos veces. Sombreaba
toda esa edificación una galería de 3.50 ms. de ancho, sostenida de 4
en 4 ms. por pilastras cuyos pedestales medían 0.85×0.80. El fuste,
fijo al basamento por una espiga de madera, tenía 2 ms. de alto y 0.46
por cara; algunos alcanzaban 1.06×1 en el pedestal y 0.77 en los lados.
Todas estas pilastras eran ochavadas. Una parte de la galería debió de
estar asentada sobre postes de madera que el incendio destruiría, por
cuya razón no ha dejado vestigios. Al extremo O. de las habitaciones
en cuestión, y á 20 ms. detrás de la iglesia, quedan los restos de
una construcción redonda en piedra, que debió de ser el campanario
comunicado con el convento. En el costado opuesto había 5 salas de
piedra de 15 ms.×9.75, hasta la tapia; y si desde ésta hasta la muralla
de piedra seguía la misma edificación, resultan 7; ó 19 si era como la
del frente. No conservan vestigios de galería, é infiero por su tamaño
que serían talleres ú oficinas. En su intersección con la tapia, está
á la vista un trecho de sótano que correspondió quizá al refectorio.
Tras de la muralla que circunda al convento por el O. y formando cuerpo
con ella, existía un corral de 72 ms.×44, inmediato al cual pasaba el
camino á la estancia de Santo Tomás, que puede utilizarse aún. De este
mismo corral se desprendía un potrero de piedra, que ensanchándose al
S. O. volvía después al N. hasta dar con un manantial del Pindapoy;
tenía 700 metros de desarrollo. Á 30 metros detrás del costado N. de la
quinta, hay una ruina situada sobre otro manantial del mismo arroyo,
quedando entre ésta y el corral un sotillo de naranjos, pero sin restos
de habitación.

La plaza mide 125 ms.×125, y en su costado O. estaba la iglesia,
de la cual sólo quedan dos tapias informes y vestigios de gradas
pertenecientes al pretil. Al extremo de este costado, ó sea en el
vértice S. O. de la plaza, se halla el cementerio actual--un corralito
donde hay algunos trozos de lápidas antiguas.

Manzanas de las dimensiones ya establecidas, tienen sus bases en los
lados N., S. y E. de la plaza; dos más, completan el cuadrado, y una
empieza en el costado S. del convento. Las habitaciones son de 6 ms.×6,
y están dispuestas en filas, separadas por calles de 18 ms., como se
ve en el plano. Doy una manzana solamente con esta disposición, pero
las otras son iguales. Las habitaciones que rodeaban la plaza eran
de piedra, así como las que formaban la manzana O. El resto es casi
enteramente de tapia, notándose frente á todas vestigios de galería.
Sus paredes de piedra alcanzan 3 ms. de elevación, desde el cimiento
inclusive, en las esquinas; la tapia superpuesta no tiene más que 0.50.
Cada manzana contaba 6 filas de habitaciones, formando 19 de éstas
una fila; lo cual da 684 casas para el pueblo solamente. Calculando á
5 habitantes por casa, promedio que me parece discreto, salen 3.420;
los cuales junto con la servidumbre del convento y los capataces y
peones de las estancias, hacen el total de 3.500 establecido para las
reducciones en general.

Las fortificaciones están enteramente destruidas; pero es fácil
concebir su ubicación por la del pueblo. Aquellos arroyos que casi lo
rodean, constituían fosos naturales.

Apóstoles estaba situado también en una meseta entre los arroyos
Cuñá-Manó y Chimiray; el primero á 7 kls. al S. y S. O., y el segundo
1.100 ms. al N. El plano da el número de sus manzanas y dependencias,
bastante destruidas; pero las habitaciones están mejor conservadas que
en San Carlos. En ellas se ve que las puertas medían 3.05 ms. de alto
por 1.10 de ancho. Los alféizares, netamente rebajados en la piedra,
tienen 0.07. Varía un poco la capacidad de las habitaciones, pues éstas
son de 5.75 ms. de largo, por 5.15 de ancho, alcanzando á 3.15 las
paredes que permanecen en pie. Los sillares prismáticos que las
forman, miden 0.58×0.33; no obstante, en las esquinas son de 0.87×0.40.
En el ángulo S. E. de la plaza, hay restos de otras que midieron
7.50×5.70; pero son excepcionales.


                             [Ilustración]

                    [Ilustración: =Tipo de columna.=]

Detrás de la línea de habitaciones que formaba el costado E. de
aquélla, y separadas por una calle de 15.70 de ancho, había dos salas
de 36.70 de largo por 5.80 de ancho cada una; quedando aisladas
entre sí por un espacio de 17.15, en el cual prosperan algunos
naranjos. Detrás todavía, y á la distancia ya indicada de 15.70, hay
otras dos de iguales dimensiones, siguiendo después la edificación
común. Sus paredes miden 0.75 de espesor. Cada una tenía 6 puertas,
correspondientes, según parece, á otros tantos tabiques.

Quedan en el costado N. de la plaza, restos de dos cuerpos de edificio
separados por un espacio de 25 ms., los cuales miden 6.40 de frente
cada uno. Una puerta de 2.30 de alto por 1.95 de ancho, permanece
todavía en pie. De los extremos del cabio, formado por un enorme tablón
de urunday, arrancaban dos maderos, que incrustándose en las piedras
caladas al efecto, formaban una especie de arco adintelado. Carcomido
por el incendio hasta la mitad, resiste, sin embargo, soportando
el enorme peso del dintel, casi sin pandearse; y es probable que
conservara toda su horizontalidad, de estar contrapeado todavía con
las jambas. Ello no es de extrañar, cuando se sabe que la madera del
urunday tiene una resistencia á la flexión de 1257 kgs. por cm². Cada
cuerpo del edificio mencionado tiene 5.66 ms. de ancho, siendo su fondo
12.80 para el que está más al E. y 6 para el otro. Las paredes miden
0.69 de espesor y 5.80 de altura; pero es fácil calcular 1.50 más, por
los derrumbes y lo colmado del piso, resultando entonces una altura de
7.30 para el edificio.

El otro costado de la plaza, es decir el del S., tiene 55.50 ms.
ocupados por un muro de piedra de altura variable, cuyo máximum
y mínimum es de 3 y de 1.70. Me inclino á creer que este muro
correspondiera al costado de una sala extensa, análoga á las ya
descritas en el costado E. Los 13 y 62 ms. que faltan para completar el
lado en cuestión, estuvieron formados, al parecer, por casas de tapia.

Á 68 ms. al S. de este costado, hay restos de una construcción de 26
ms. de frente por 16 de fondo, con un tabique divisorio á los 7.50 de
éste. Se hallaba dividida en cuatro piezas iguales con cuatro puertas
al N. Quedan vestigios de una galería de 2.35 de ancho sobre los
costados N., E. y O. de la plaza, consistentes en postes de urunday
muy deteriorados, y pilastras de 2.09 de alto por 0.45 de cara; unas
ochavadas, otras con un tosco esgucio que las decoraba groseramente.

Frente á la larga pared descrita, existe el tronco de una estatua
de piedra, que por la manera cómo tiene cruzadas las manos sobre el
pecho, debió de pertenecer á la Inmaculada Concepción. Las erosiones
apenas dejan distinguir un pie; mas lo poco que de él aparece
debajo de la túnica, refuerza el anterior indicio. Cerca de este punto,
dos pedestales netos, en cuyos plintos se ve aún los agujeros de las
espigas que aseguraban sus respectivas estatuas, indican que éstas
fueron dos; y en efecto, no es difícil encontrar pedazos de otra.
Dichas estatuas, que decoraban el exterior de las iglesias, nos llevan
á tratar de las ruinas pertenecientes á éstas.

                  [Ilustración: =Una puerta decorada.=]

Alguna vez se ha hablado del «estilo guaraní;» pero es un evidente
abuso de frase. Sabe todo el mundo, que ni siquiera puede decirse
con propiedad «estilo jesuítico,» siendo lo único peculiar en la
arquitectura de la Compañía el abuso decorativo; mas esto mismo
era entonces una moda universal.[102] El bosque, con su profusión
lujuriante, habría influido tal vez sobre aquella arquitectura; pero no
hubo tiempo para semejante evolución, por de contado muy lenta siempre,
y los indios carecían de la cultura requerida para ser artistas, mucho
menos artistas innovadores. Debo hacer notar, sin embargo, para ser
justo, que la cargazón y los colores vivos, sobre cuya mención volveré
muy luego, se atenuaban mucho y aun se explicaban por la acción de una
luz harto viva y de un ambiente clarísimo, que hubieran devorado (para
usar el término de rigor) las medias tintas. Toda la decoración externa
estaba pintada, para evitar precisamente esto como en los templos
medievales cuyo efecto debía de ser bellísimo, á juzgar por algún
nártex, todavía apreciable, y se ve que hubo designio en ello, por la
anchura de los ábacos, la profundidad de los esgucios y el hecho de
tener su fuste acanalado todas las columnas decorativas; pues si tales
rasgos sorprenden por su exageración en el primer momento, bien pronto
se nota su objeto: atenuar el exceso de luz ambiente.

                    [Ilustración: =Tipo de columna.=]

Las ruinas de los templos jesuíticos no dejan, pues, impresión alguna
de novedad. Todas revelan el tipo cruciforme que predominó en la
Edad Media, y que los jesuítas restauraban por devoción especial á
Jesu-Cristo.[103] Nada original en el conjunto ni en los adornos. El
pórtico de una sacristía de Trinidad, que el lector ha visto copiado
en su estado actual, da una idea suficiente de las ornamentaciones. La
iglesia á que pertenece fué edificada en la época del mayor poderío
jesuítico, siendo quizá la más vasta de todas. El de San Ignacio,
en las Misiones argentinas, revela algo muy semejante: columnas
góticas, sobre las cuales se asienta un dintel recargadísimo, pues la
blandura del gres predisponía á abundar en decoraciones. Éstas eran muy
variadas: el follaje mixto de los capiteles compuestos, los racimos
de la viña evangélica; cuartos y medios boceles, golas, cheurrones,
escudos encartuchados y angelotes. Á ambos lados del pórtico, dos
losas con la cifra de la Virgen y de la Compañía, á derecha é
izquierda respectivamente. Presento al lector tres tipos de columnas
jesuíticas, que con la compuesta de pórticos y altares, forman toda
la provisión arquitectónica de las ruinas; por ellas se verá cómo no
había, en efecto, novedad alguna. Las embebidas son naturalmente del
mismo estilo, y en los templos de tapia las labraron en madera. En
Trinidad se ha conservado una cornisa que rodea todo el presbiterio,
y completa la idea de las decoraciones empleadas. Representa diversas
escenas domésticas de la vida de María, tratadas con bastante acierto.
En una, la Virgen ora, mientras su niño duerme en la cuna y cuatro
ángeles le dan música para que no despierte; en otra, arropa á su
niño, siempre arrullado por la música angelical, cuyos instrumentos
son arpas, zampoñas y trompetas; en otra, maneja su devanadera con el
mismo acompañamiento; en otra todavía, es un ángel el que ejecuta la
operación para que ella pueda orar.

Estas figuras, así como el pórtico de la sacristía antes mencionada,
están labradas sobre los sillares de construcción, los cuales venían
á ser gigantescas teselas, que al ajustarse, componían un verdadero
mosaico en alto relieve. Los arcos eran casi todos adintelados, y no
pocos una imitación en madera, como la recordaba al describir las
ruinas de Apóstoles. Sólo en la iglesia inconclusa de Jesús, hay unos
apuntados que revelan el carácter ojival del futuro edificio; y fuera
de éste existe arruinado uno de medio punto, que iba á quedar tal vez
en la intersección de dos claustros.

Al encaramarse por techos y paredes, los árboles han precipitado
el derrumbe de aquellos edificios. Nada resiste á su acción
desorganizadora. Desencajan las dovelas, apalancan los arquitrabes, y
el viento, al encorvarlos, comunica sus sacudidas á la bóveda ó muro
abrazados por sus raíces. La mencionada iglesia de Trinidad, con la
cual me especializo por ser la que da más fácil acceso al viajero,
presenta señales evidentes de cuanto dejo expresado. Á primera vista,
dijérasela destruida por un terremoto; tal es de completa su ruina.
Después se advierte que esto resulta sólo de la friabilidad del
material. Pilar que caía ó muro que se derrumbaba, todo lo reducían
á añicos en torno suyo. La humedad colaboraba activamente á su
detrición[104] y el bosque se metía por la brecha acto continuo.

                    [Ilustración: =Santo Jesuítico.=]
                              (EN CEDRO)

De las naves no queda ya resto en pie. El crucero permanece, así
como un pedazo de bóveda sobre el presbiterio y uno de los arcos
torales que no tardará en caer. La sacristía conserva también su bóveda
y un nicho decorado por una rica archivolta. Á ella perteneció la
puerta cuya reproducción habrá visto ya el lector: pesado batiente de
cedro que adornan profusos ataires.

Las paredes laterales eran tabiques sordos, con sus escaleras
interiores, una de las cuales va á salir sobre los calabozos que daban
al cementerio.

Todos los revoques externos han caído,[105] recobrando el asperón
su tinte rosa que hace destacarse á los muros con gran belleza de
contraste sobre el bosque invasor. Desde el sitio donde se abría el
pórtico, la vista domina un cuadro espléndido de verdes oteros y
bosquecillos, convertidos en una especie de alameda sinuosa sobre las
orillas un tanto lejanas del arroyo Capivarí. La antigua plaza queda
á los pies del espectador, pues aquel templo ocupaba una verdadera
meseta, y casi á su frente se levantan unas seis habitaciones donde
están el Juzgado de Paz y la actual iglesia; pero sus techos fueron
reconstruidos hace poco á la moderna... paraguaya.

Á veinte kls. de este punto se encuentra la iglesia inconclusa
de Jesús, en la que iban á ensayar los jesuítas el gótico,[106]
construyéndola también con mayor solidez que las otras, pues estaba
toda asentada en cal. Sus murallas adentelladas, sus pilares truncos,
las junturas desbordando aún de argamasa, los sillares á medio
desbastar, de los cuales diríase que acaban de saltar los tasquiles,
parecen indicar trabajadores próximos. Casi un siglo y medio ha
corrido desde que la dejaron como está; pero la construcción era tan
sólida, que podría continuársela sin ninguna refacción. Su baptisterio
estaba ya abovedado, y en él habita ahora un matrimonio de campesinos
paraguayos. Inmediatos á ella se levantan las celdas, también
inconclusas, aunque un poco más altas. Su arquitectura iba á ser muy
suntuosa, con rosetones ojivales y decorados dinteles, á los que sirven
de cabíos, como puede verse también en San Ignacio, trozos de asperón.

Dentro de la iglesia, no hay más que los pilares de la triple nave,
y en ellos dos plataformas de púlpito. Detrás del presbiterio queda
una sacristía en la cual habían instalado ya una pila. Está patente
el sumidero, que no llegó á servir, y una lagartija ha hecho de él su
madriguera...

La paleografía, que debió de ser profusa, si no rica, ha quedado
reducida á bien poca cosa por la incuria y los saqueos. Trozos de
lápidas en los cementerios, una que otra medalla--restos anepigráficos,
y de examen inútil, por consiguiente,--componen el precario botín,
ya broceado de sobra por la industria local que lo explota con torpes
falsificaciones, cuyo éxito reside precisamente en la extinción de todo
cuño ó signo denunciador.

En las antiguas reducciones del Brasil y del Paraguay quedan algunas
imágenes salvadas de la destrucción, aunque no sin fallas. Su tipo
medio es el de los dos santos de madera que el lector ha podido ver, y
que considero criollos por estar tallados en cedro. Del mismo carácter
eran las imágenes en asperón que adornaban la fachada de las iglesias
y á veces su interior, en nichos excavados á diferentes alturas.
Casi todas están decapitadas, pues al caer, la arenisca demasiado
blanda cedió por los puntos más débiles, ocasionando el deterioro
característico. Es muy difícil, además, encontrar una cabeza entera,
por la misma causa, habiendo ayudado la humedad al desprendimiento de
anchas lascas, que la estructura friable de esta roca presenta como
fractura peculiar. Sus dimensiones promediaban á 1,50 ms. de altura por
igual extensión para el grueso del torso, y 2 para la circunferencia
del asiento, siendo sus pedestales netos generalmente.

Escultura correcta, pero trivial y enteramente ajustada á los tipos
de la iconografía corriente. La escultura decorativa, muerta con el
gótico, fué la única que convino al edificio del cual formaba parte.
El individualismo del Renacimiento turbó esta armonía, y las estatuas
decorativas de los templos, resultaron meros agregados. Tal sucedía
también en las iglesias jesuíticas, y con mayor razón siendo ellos, en
arquitectura religiosa, los decadentes por excelencia.

Queda también uno que otro sagrario, cuyo oropel interior conserva
su brillo, y algún Cristo de goznes, apto para las ceremonias del
Descendimiento, en su sarcófago de cristal. Las encarnaciones de
estas esculturas están muy deterioradas, pero se ve que eran de buen
estilo,[107] aunque sus estigmas resultan muy exagerados. El moho
las asalta en aquella perenne humedad, sus coyunturas de lienzo se
desflocan, el plaste de sus junturas regurgita en sórdido engrudo,
los colores se desconchan, y su expresión de majestad ó de dolor,
inmovilizada entre semejante decadencia, y á veces profanada hasta lo
bestial por la destrucción que demolió esa nariz ó mondó aquel bigote,
produce una impresión afligente y grotesca. El tiempo, enemigo de los
dioses á quienes engendra y devora según la fábula inmortal, los vuelve
títeres al destruirlos, sin borrar, para mayor miseria, su resto de
divinidad.

Ejemplares muy escasos de alfarería es posible hallar también, desde
la teja común hasta una tosca mayólica blanquecina; así como trozos de
cerraduras y trancas de fierro.

Algunas piedras, cuya situación es imposible restaurar, conservan
restos de inscripciones. Sobre una de ellas, por ejemplo, está grabado
en letra de tortis el comienzo de una palabra, que dice: ECC...
notándose casi encima de la primera c el comienzo de un rasgo curvo.
Calculando que éste sea el tilde de una abreviatura, y haciendo una
deducción por el carácter de la letra, puede que la palabra en cuestión
haya sido _ecclesiarum_, abreviada en _eccliar_, á principios del siglo
XVI, por derivación de una forma conservada casi intacta desde el XIV.
Sobre otra piedra, en capitales bastante toscas, vi las iniciales L.
D. O. y un palo vertical que pertenecería á una M, grabada en la parte
ahora destruida, si dichas letras correspondían, como creo, á la frase
_Laus Deo Optimo Maximo_, usada bajo esa forma á fines del siglo XVII.
Lo único que he encontrado completo, pero igualmente inexplicable por
su aislamiento, es el número romano CCMɔɔ (cien mil) usado así á fines
del siglo XV; del propio modo que las cifras arábigas 801 en un bloque
de piedra irregular, y la palabra _cuñá_--mujer en guaraní--sobre
un trozo de arenisca; siendo posible que éste provenga de una losa
sepulcral.

                    [Ilustración: =Santo Jesuítico.=]
                              (EN CEDRO)

El lector habrá notado que atribuyo á todos esos restos una
significación religiosa, pues me parece lo más cercano de la verdad,
dados sus autores; y así, cuando hallé algunas letras que no la
tenían, preferí desdeñarlas. Sirva de ejemplo, para concluir, la
cifra siguiente--_h9_--en el extremo de un trozo de arenisca. No
he podido encontrarle otra explicación que un vocablo más bien
jurídico--_hujusmodi_ en cuya abreviatura entraron esos signos durante
cerca de dos siglos: pero repito que esta epigrafía es enteramente
conjetural.[108]

Volviendo, para concluir, al arte de las obras jesuíticas, he dicho
ya que no existía especialmente. Siguió la evolución de la época sin
discrepar, como no fuese para inclinarse al mamarracho.

El arte decorativo de la Edad Media concluyó con ella, inaugurándose
en realidad la moderna por medio de las decoraciones llamadas
«grotescas»[109] que Rafael y su escuela popularizaron, y que no eran
sino temas de la Naturaleza fantaseados por el artista. La diferencia
más saliente, es que la decoración medioeval fué ante todo simbólica
con arreglo á cánones científicos y literarios, como los «Espejos»
de Vincent de Beaubais, los libros de Boecio, la _Leyenda Dorada_;
mientras en la moderna tuvo entera libertad la fantasía.[110] Esto dió
origen al arte de los siglos XVI y XVII (la época jesuítica) arte
cuyas características son el movimiento de la línea, el predominio de
lo decorativo, y correlativamente la acentuación de la personalidad,
que iba marcando el progresivo alejamiento de la Edad Media.

Semejante predilección por lo decorativo degeneró pronto en excesos
que afeminaron el arte, dando en arquitectura edificios construidos
á manera de mueblecillos japoneses, como que esta moda era
originariamente oriental. Las fachadas llenas de columnitas, volutas,
nichos, multiplicáronse con más buen gusto que vigor, y los decoradores
jesuíticos se encontraron á sus anchas en aquel medio. Exageraron desde
luego la tendencia, puesto que su objeto respondía á sobreexcitar la
atención por medio del recargo llamativo, y hasta parece que hubo,
bien que por el lado de la suntuosidad solamente, un vago intento de
restauración bizantina en esta parte.

Falló el éxito enteramente. Mucho más cerca tuvieron los jesuítas
al arte arábigo, de máxima pureza en España, donde la imitación
bizantina careció de influencia sobre él, y no supieron aprovecharlo.
La profusión de sus ornamentos, en los que se ha creído ver algo de
medioeval, nada tiene de esto, si se considera su tosquedad deplorable,
cuando la Edad Media fué la época de la orfebrería; y en cuanto al
decorado, nada tiene que ver con lo bizantino y con lo arábigo, como
no sea el predominio de los colores primitivos (azul, rojo y amarillo
representado por el oro) que si acompaña estrechamente á los mejores
períodos del arte en todos los estilos,[111] especialmente en el
arábigo, no basta cuando le faltan otras calidades correlativas. Por
lo demás, he mencionado hace un instante la influencia que sobre la
cargazón charra pudo tener el ambiente, sin que esto explique del todo
la exageración.

Sólo en unas cariátides de retablo, que representan serafines
terminados por una policroma voluta, noté el tipo indígena, por cierto
muy bizarro bajo la cabellera profusamente dorada de los angélicos
jerarcas. Y éste es el único indicio verdaderamente «guaraní» en todos
los restos que he examinado...

Antes hablé de los gnomones ó relojes de sol, que figuran generalmente
despedazados en las ruinas. Son casi todos poligonales, estando
ocupadas cuatro caras del cubo donde se hallan trazados, por uno
horizontal, cuyas líneas horarias á desigual distancia indican el
concurso de la esfera armilar--y tres verticales: uno austral, uno
boreal y uno declinante. La quinta cara del cubo estaba ocupada por
un salmo ó versículo evangélico, y la sexta era el asiento. El gnomón
plano de San Javier, que es solar y lunar, es decir, diurno y nocturno,
tiene su esfera dividida en cuarenta y ocho partes, lo cual indica que
señalaba las medias horas; y el poligonal de Concepción, era meridiano,
circunstancia que se advierte á primera vista porque sus superficies
horarias son rectangulares.

Las antedichas ruinas de San Javier, guardan los restos de otro que
considero muy notable, si fué, como creo, de los llamados universales,
porque sirven para cualesquiera latitudes ó meridianos. Sus trozos
estaban esparcidos en una superficie bastante considerable, y una vez
juntos, aunque faltaban muchos, se procedió á medirlos.

Creo haber restaurado en parte la meridiana, sin poder hacerlo con las
líneas horarias, por estar muy fragmentados los trozos; pero en tres
de ellos había cifras que me sirvieron para conjeturar el carácter
del gnomón. Eran la V, la IX y la X. Después de varios tanteos para
inferir la longitud del estilo ausente, me decidí por 15 centímetros,
lo cual, suprimiendo cálculos que al lector no interesan, daba un
módulo de 15 milímetros para fijar la distancia de las líneas horarias
á la meridiana. Esa distancia resultaba de 505 milímetros para la V,
140 para la IX y 87 para la X. Ahora bien, la distancia exacta de la
primera, debía equivaler á 34.10 módulos; la de la segunda á 10 y la
de la tercera á 5.77. El error es, respectivamente, de 6-1/2, 10 y
1/2 milímetros, que creo imputables al deterioro de los trozos y á la
deficiencia de mis medios; pero si bien en un caso la distancia de dos
tercios de módulos es ya sensible, en otro la aproximación de medio
milímetro implica un argumento concluyente, á mi entender.

Es cuanto queda de las antiguas reducciones, sin cesar devastadas por
los vecinos de las aldeas que medran en sus inmediaciones, aprovechando
para viviendas menos cómodas los derruidos sillares. Obra buena hará el
Estado, en permitir su extracción, que ahora es clandestina, reservando
como campo de estudio las ruinas más accesibles: San Carlos, Apóstoles
y San Ignacio, por ejemplo. Hay allá miles de metros cúbicos de piedra
cortada, que pueden dar material barato á muchos edificios.

Sea como quiera, el bosque y los hombres consumarán pronto la
destrucción. Las piedras indígenas abrigan ya moradores extranjeros,
que son emigrantes rusos y polacos; oyen resonar en su eco ásperos
lenguajes, cuya barbarie es más ruda por contraste con la vocalización
guaraní, que en sus onomatopeyas hace murmurar aguas y frondas;
repercuten con extrañeza salmodias de ritos ortodoxos y rutenos; ven
reemplazado el tipo y de la extinguida aborigen, por la saya roja y el
corpiño verde de la campesina eslava, que viene á parir sus parvulitos
de oro allá mismo donde gatearon los cachorrillos de cobre; pasan de
eminentes frontaleras, á acordonar veredas ó canteros; de fustes á
poyos, de estatuas á mojones. Mucho si quedan en sus antiguos sitios,
sombreadas por el naranjal contemporáneo, en la paz del bosque á cuyo
vigor son abono los detritus de la población ausente. Pocos años
más, y para recordar la frase antigua, las ruinas habrán también
perecido. Reimperará bajo aquellas frondas el inculto desgaire, y el
zorzal misionero evocará la última memoria del Imperio Jesuítico en la
divagación de su trova silvestre.


                                NOTAS:

[102] Realmente el estilo, es decir la característica dominante de una
creencia ó de un esfuerzo espiritual en arquitectura, acabó con el
gótico. El Renacimiento, no es propiamente un estilo, sino una soberbia
anarquía, en la cual predominan las individualidades sobre la fe común,
convirtiendo al arte en un producto sensual que la voluptuosidad domina
y amanera á poco, haciéndolo degenerar en retórica.

[103] Conocida es la distribución simbólica de las iglesias medievales.
El altar representaba la cabeza de Jesús, las dos alas del crucero
sus brazos; las puertas sus manos atravesadas; la nave sus piernas,
y el pórtico sus perforados pies. En algunas, la bóveda significaba
el Nazareno agobiado bajo la cruz. La orientación era asimismo
prolijamente respetada, pues todos los templos tenían su fachada
principal al Oeste. Esta regla cayó en desuso hacia la época del
concilio de Trento, siendo precisamente los jesuítas, quienes primero
la violaron.

[104] En mi libro «La reforma educacional» he dado la filiación de
este neologismo, que significa destrucción por frotamiento, y fué
introducido al _francés_ (_nétrition_) por Cuvier en su _Discours sur
les Révolutions du Globe_, parág. 4.º.

[105] Esto debe de entenderse sólo para los frontispicios, y no en
todos los templos.

[106] Ignoro con qué éxito, siendo de suponerlo negativo en cuanto
al arte, dados el amaneramiento y la cargazón peculiares al gusto
jesuítico; pero el gran tamaño de los bloques de asperón, da á los
muros una alta nobleza, siendo ellos desiguales para mejor impresión
estética.

[107] Recordad la nota anterior.

[108] No resisto, sin embargo, al deseo de intentar una explicación
sobre otros caracteres que hallé á los fondos de una habitación
destruida, en Trinidad. Eran dos _S.S._ en un trozo de piedra, y luego
una _M_ y una _Y_ en otro tirado á poca distancia; harto informes
ambos para calcular su procedencia. ¿No formarían acaso esas letras
la cifra con que Colón precedía su firma (S.S.A.S.X.M.Y: _Suplex
Servus Altissimi Salvatoris Christi, Mariæ, Iosephi_) destruida por un
derrumbe?... Estaríamos dentro del carácter religioso al conjeturarlo;
y lo interesante del hecho, si existiera, podría hacer perdonar el
exceso de imaginación.

[109] Llamadas así, porque Rafael y sus discípulos imitaron al
principio las que fueron descubiertas en las Termas de Tito, que,
enterradas bajo el suelo de Roma, parecían grutas:--_grotta_,
_grottesco_.

[110] Los mismos demonios de los tímpanos y otros lugares
arquitectónicos medievales, son de un naturalismo admirable, lo propio
que las gárgolas, cuyos tipos fundamentales, vienen del perro, el sapo
y el mono. Asimismo, las decoraciones vegetales esculpidas ó pintadas,
son tan reales, que se puede determinar sin esfuerzo la especie de las
plantas figuradas en miniaturas y bajos relieves.

[111] Ello viene de que dichos colores combinados producen los demás,
entre ellos el morado, que está en todos los ambientes bajo su
viso lila; fuera de que siendo el azul el que neutraliza la luz en
proporción mayor, su predominio da al conjunto más discreción y armonía.


                                EPÍLOGO



                                EPÍLOGO


Con el capítulo sobre las ruinas terminaba, acaso, esta obra; pero el
estudio realizado imponía á mi ver una conclusión cualquiera sobre
los resultados de la orden jesuítica en su imperio guaraní. Nada más
cómodo que limitarme á la descripción encomendada, omitiendo un juicio
forzosamente susceptible de discusión; es lo que hubiera podido hacer,
sin mengua de mi trabajo, á no entender que en esta clase de asuntos
es necesario ir hasta donde la conciencia lo determine. Creo, pues, mi
deber, agregar algunas palabras.

En el transcurso de este ensayo ha podido ver el lector, según
creo, que los jesuítas realizaron con sus reducciones una teocracia
perfecta. Siendo ésta el ideal político de la monarquía española, nada
extraordinario si protegió á sus autores cuanto pudo, consagrando
milicias especiales á su defensa, favoreciéndolos con toda suerte de
excepciones fiscales y acordándoles una legislación privilegiada,
cuyo espíritu disonaba con el carácter humillante que en cuanto á
la Iglesia revistió la peninsular. Desde la franquicia comercial
exclusiva, hasta el permiso de armarse sin control, todo lo obtuvieron;
con más que ellos mismos sugerían las ordenanzas á su favor. Con ellos
no hubo patronatos ni regalías, y la Corona dió siempre mucho más de lo
que la retribuyeron.

Así, pues, no hay tal cuestión de intereses en la expulsión, consentida
y ejecutada además por naciones donde la confiscación no podía ser
un aliciente. Concretándome á España, ésta resolvió con semejante
medida una cuestión de ideas. Carlos III no era hombre para concebir
un imperio teocrático basado en el quietismo y en el atraso de sus
súbditos. Sus tendencias modernas y prácticas procuraban sacar, en este
doble sentido, cuanto era posible del tosco instrumento que en manos de
los Habsburgos fué sólo un ingenio de destrucción; y si no resultó el
Luis XIV de España, faltándole el genio del Gran Rey para igualarlo, es
evidente que se le pareció en algunas cosas.

La Península recibió de su mano el más saludable sacudimiento que
hubiera experimentado desde la reconquista contra el moro. Una
administración excelente, que era quizá la especialidad de aquel
monarca, se substituyó al consuetudinario desbarajuste fiscal. La
Corona fundó en todo el reino, relacionándolas con la producción
regional, fábricas de paños, de tejidos de seda y algodón, de acero,
vidrio, porcelanas, etc. Dotó escuelas industriales; creó el Banco de
San Carlos con el fin de reanimar el crédito; protegió al comercio,
regularizando la detestable vialidad peninsular, estableciendo el
servicio postal, abriendo puertos, garantiendo la seguridad pública;
y en cuanto á las posesiones ultramarinas, éstas que son hoy naciones
independientes, y con mayor razón la nuestra, le deben la abolición
del privilegio comercial de Cádiz, el establecimiento de la primera
línea regular de paquebotes que servían á Cuba y al Plata, y la
descentralización política que al erigirnos en virreinato preparó el
camino á la Independencia.

El ideal teocrático, basado en la abolición del individualismo que la
riqueza pública desarrolla al aumentarse, y unitario por esencia, no
podía tener un devoto en semejante monarca, así como éste no concebía
de seguro el progreso de su país bajo la faz material únicamente; de
modo que su conflicto con los jesuítas, fué ante todo una cuestión
filosófica. Roto el vínculo que por siglos había ligado la monarquía
á ese ideal, resaltó con claridad incontestable todo lo anacrónico
de aquel sistema, que en forma diversa de la conquista militar, pero
substancialmente idéntico á ella, prolongaba las formas sociales de
la edad de oro de la Iglesia, eternizando la organización medioeval.
Ello era tanto más notable, cuanto que el resto de las naciones había
entrado ya en las prácticas modernas, que al difundir popularmente la
riqueza, por muerte del privilegio en cuya virtud sólo era accesible
á los nobles, fundando la actual sociedad capitalista y poniendo
las monarquías á favor del pueblo--fomentaban el individualismo
y preludiaban la Revolución. No había, pues, avenimiento posible,
produciéndose la ruptura que la evolución retardada tornaba violenta;
y claro es que los jesuítas, paladines del sistema abolido, habían de
experimentar con mayor viveza el percance. Respecto á las consecuencias
sociales de su sistema misionero, creo que van implícitas en un dilema
motivado por el estudio mismo de la cuestión:

O los indios resultaban incapaces de la civilización, que _pari passu_
con la marcha de las reducciones realizaban los pueblos blancos, y ésta
era la opinión de los jesuítas; ó poseían aptitudes para adoptarla.
En este caso, la teocracia erró el camino, al no comprender que el
comunismo perpetuaba el ideal social de la Edad Media; en el otro, el
exterminio del salvaje era una fatalidad á la cual no cabía oponerse
sin perjuicio para la raza superior.

El humanitarismo liberal que los defensores del sistema jesuítico han
explotado en su provecho, se espanta de este resultado, consecuente
con los principios metafísicos que constituyen su credo; y semejante
lógica lo ha puesto en el aprieto de confesar que la obra de los
jesuítas fué plausible, ó de renegar su propio concepto para ceder á
la pasión sectaria. En igual forma se le ha replicado con la libertad,
pretendiéndose que el indio era libre bajo aquel sistema de todo para
todos, semejante en apariencia al ideal de los modernos comunistas;
pero dicha argumentación, excelente como recurso dialéctico,
constituye una anomalía para quienes organizaron el comunismo en forma
tal, que todo progreso económico era imposible al individuo. Aquel
socialismo de Estado, más despótico que un imperio oriental, permitía
la igualdad, pero la igualdad de la miseria, como que todo existía
por la providencia del Padre director: la renuncia de los bienes
terrenales, que es para el cristianismo católico el más seguro medio
de salvación. Por lo que respecta á las consideraciones humanitarias,
ellas son igualmente inaceptables en los sacerdotes de una religión,
cuya ley originaria autorizaba precisamente los exterminios de raza,
cuando el pueblo escogido tenía en los otros un obstáculo á su
desarrollo, consagrando así, en la forma religiosa que sintetizaba los
prestigios de la época, esa eterna ley de la lucha por la vida á la
cual pertenece también el secreto de la historia.

Los indios eran incapaces de vivir en estado de civilización, como lo
demuestra de sobra el fracaso de las reducciones al ponerse en contacto
con el mundo, pues su organización fué en el fondo un salvajismo
atenuado cuyos efectos aún perduran en el Brasil y en el Paraguay.
Esos descendientes de los guaraníes reducidos, no tienen todavía
noción clara de la propiedad, siéndoles desconocida toda ambición de
enriquecerse. Si los aguijonea la necesidad, hurtan ó despojan; y
el rasgo típicamente salvaje, de que toda labor está encomendada á
la mujer, prueba cuán poca influencia tuvo en efecto la conquista
jesuítica. Se dirá que el clima tiene la culpa, pero el clima no es una
fatalidad; y una obra que ni en parte mínima supo corregir sus efectos,
fracasó en su faz esencial. La civilización, bajo su aspecto moral, es
un conjunto de cualidades artificialmente desarrolladas, proviniendo
de aquí la diferencia entre el individuo civilizado y el salvaje.
Éste depende en absoluto del medio en que ha nacido; el otro es su
colaborador inteligente.

Aquellos hombres, á los cuales sólo agita de cuando en cuando el
instinto nómade, en correrías que suelen resultar salteos, tienen vivo
al salvaje bajo su estructura semi-culta, y eso está manifiesto en la
atroz barbarie que caracteriza sus revoluciones y sus motines: después
de todo, la aptitud bélica era la única cualidad individual que se les
había desarrollado.

Las guerras que asolaron á las Misiones argentinas hasta despoblarlas,
han sido una verdadera depuración, de cuyos resultados podemos
felicitarnos por comparación con los estados vecinos.

Es necesario, para apreciarlo bien, haber visto ese pobre Paraguay,
enfermo de pereza bajo el dosel de su selva magnífica--rey de las
piernas de mármol cuya miseria acrecienta el esplendor de su pompa
inútil;--ó esa frontera brasileña cuyos paisanos, mucho más cultos que
los nuestros, viven acariciando el ensueño bandolero como el único
calmante á sus pasiones y á su miseria. Más que por la vaguada de los
ríos limítrofes, y sobre la tierra, idéntica desde luego, el meridiano
de demarcación está trazado allá en el espíritu.

Los jesuítas tomaron por tipo de organización social á su propio
instituto, basado como sobre un triple cimiento, que da ya el plano del
edificio, en tres principios fundamentales: el comunismo, la autoridad
absoluta y la renunciación de la personalidad; pero los resultados
hicieron comprender bien pronto que semejante estructura, eficaz para
cuerpos pequeños y militantes, no era aplicable á los pueblos. Estos
tienen otras necesidades, y aunque semejantes con aquéllos, no son
idénticos. Así, las cualidades que desarrolló en los guaraníes fueron
inútiles ó nocivas respecto á la civilización moderna.

Religiosos y sumisos, carecieron de arranque individual, perpetuamente
delegado su albedrío en los PP. ó en la divinidad. Bravos se mostraron
en la insurrección de 1751 y en sus encuentros con los mamelucos;
bravos, pero sin energía. Es que la religión, aliada del soldado para
la lucha por el sostén de la antigua supremacía en el medio moderno,
cada vez más escéptico y pacífico, es decir, cada vez más adverso--no
desarrolla sino el patriotismo militar en el cual estriba la
persistencia de la alianza, reuniendo bajo esa forma las dos tendencias
menos compatibles con nuestra civilización. El engrandecimiento por
la riqueza, que es el ideal moderno, requiere el predominio de la
habilidad calculadora y de la paz,[112] antípodas del sentimentalismo
religioso y de la gloria bélica; y como los conceptos del honor y de
la virtud se han confundido con el ideal dominante, según sucede en
todas las civilizaciones, dichas tendencias perdieron sus cualidades
substantivas, expresadas por aquellos conceptos, convirtiéndose
progresivamente en meros elementos de decoración.

Así, el indio de las reducciones fué un tipo regresivo por su
educación, fuera de sus deficiencias étnicas; pero tal es el poder
de las ideas, que todo puede esperarse de su eficacia. Esta resultó
desgraciadamente perjudicial y nula, cuando la empresa degeneró de
religiosa en comercial. La conversión de las tribus no fué ya el
propósito dominante, sobreponiéndose la tendencia política de la
orden á toda otra consideración. Entonces empezó á realizarse el plan
geográfico del Imperio.

El lector tiene á la vista un mapa, trazado con el objeto de hacerle
conocer la situación que ocupó después de la emigración de la Guayra.
Con este acto fracasó la primera tentativa, que era más provechosa,
pues buscaba el Atlántico por puntos aproximados á las Capitanías
brasileñas más ricas, donde los establecimientos jesuíticos tenían
una importancia también mayor. Conseguido aquel desahogo, el que
buscaban por Porto Alegre y quizá un tercero por el Marañón, el
plan se realizaba en esa parte. Quedaba el contacto con el Perú y con
el Tucumán, que buscaron por medio de fundaciones sucesivas sobre el
río Paraguay, y por el Chaco respectivamente. Señalaban el primer
objetivo las reducciones de San Joaquín, San Estanislao y Belén, cuyas
distancias considerables entre sí, relativamente á las de los otros
pueblos, demuestran su carácter de puestos avanzados. La otra línea
de comunicaciones fué una constante preocupación religiosa y militar.
Su acceso estaba demostrado desde la expedición de Diego Pacheco; y
en los primeros años del siglo XVIII, jesuítas enviados del Paraguay
como consecuencia de la expedición represora de Urizar, habían llevado
sus misiones al Chaco, fundándolas entre los _lules_, _ojotas_ y
_abipones_. Ésta fué la primer tentativa seria de comunicación
jesuítica.

                  [Ilustración: =El Imperio Jesuítico.=]

     REFERENCIAS: Poligonal en blanco-_Área que ocupaba el Imperio._
                Zona grisada-_Área que tendía á ocupar._

Ocho años antes de la expulsión, Espinosa y Dávalos, gobernador del
Tucumán, intentó establecerla entre su sede y el Paraguay; llegó hasta
el Bermejo y regresó sin conseguirlo, pero descubriendo el camino que
los indios chaqueños mantenían expedito para invadir á las poblaciones
tucumanas. El problema quedaba resuelto, pues.[113] El Tucumán abría
á su vez otra comunicación con el Perú, de donde habían venido los
jesuítas que allá se establecieron; y si desde acá se marchaba hacia
el Norte por el río Paraguay, las reducciones peruanas se acercaban
en sentido opuesto, poniéndose, con la de Buena Vista, á 85 kls. de
Santa Cruz. Sólo 300 separaban ya del Atlántico, por el distrito del
Tape y Porto Alegre, á los jesuítas; de modo que la expulsión truncó la
empresa en el momento de su logro definitivo.[114]

La carta agregada, no es topográfica desde luego, tendiendo
principalmente á producir en el lector la impresión gráfica de las
extensiones que ocupó y tendía á ocupar el Imperio. Esto explicará su
ausencia de detalles, que hubieran distraído perjudicando á la claridad.

He limitado asimismo las superficies, por medio de una doble poligonal
que las hace mucho más perceptibles, si bien las fronteras no resultan
del todo exactas; pero éstas jamás han sido determinadas con precisión,
estando uno obligado á calcularlas por los puntos extremos de ocupación
jesuítica, cuyas noticias presentan caracteres satisfactorios de
exactitud;[115] lo cual atenúa más la licencia, en gracia sobre todo de
la facilidad que pretende dar. Tampoco figuran marcados con el signo
convencional correspondiente, todos los puntos donde hubo posesiones
jesuíticas, salvo los que se encontraban en el área efectiva del
Imperio; en el resto figuran solamente los principales, á modo de notas
comprobatorias.

El mapa representa un trozo de la América Meridional, comprendido
entre los paralelos 20 y 32 desde la costa del Atlántico hasta la
Cordillera de los Andes solamente; pues como ya dije, he suprimido todo
detalle que pudiera confundir. Dos fondos diferencian las divisiones
entre el área efectiva del Imperio y la que tendía á ocupar. El blanco
destaca á la primera, en un polígono cuya base austral se prolonga
á poca distancia del paralelo 30 hasta Porto Alegre. Este polígono
circunscribe la extensión del antiguo Imperio desde Belén al río
Miriñay; desde aquí á la Sierra de los Tapes; desde dicha sierra
hasta el río Iguazú y por último hasta Belén, costeando el Paraná y
la Sierra de Maracayú que separaban de la Guayra al territorio. Éstas
eran las Misiones propiamente dichas, con una superficie de 53.904 kls.
aproximadamente.

Las otras dos secciones, en fondo agrisado, con áreas de 239.040 y
77.382 respectivamente, no dan todavía lo que pudiera llamarse «zona de
influencia» jesuítica; quedando fuera de ella muchas posesiones en la
costa brasileña y en el Sud argentino sin contar las del Perú; pero lo
que se da es el Imperio, tal como tendía á constituirse en esa vasta
zona de 370.000 kilómetros cuyos límites abarcaban las regiones más
variadas y ricas de la América Meridional.

Difícil es conjeturar lo que hubiera sucedido, á continuar semejante
organización; pero puede inferirse algo perjudicial para la América
libre.[116] Aquel sistema económico basado en el comunismo, era
antagónico con la independencia de carácter individualista que el
siglo XVIII iniciaba. El capitalismo, desarrollado como un fruto de la
riqueza que acumularon en poder de la burguesía colonial la explotación
del proletariado, y los contrabandos, acentuaba entre nosotros aquel
fenómeno, con el cual coincidían, por caracterización peculiar, las
condiciones heredadas del conquistador.

Éste las había trasladado aquí adaptando á ellas un medio inferior
que ni el obstáculo del clima le presentaba, por ser muy análogo al
natal; de modo que su nueva situación, no fué óbice á las tendencias
peninsulares. Su ocupación casi exclusiva, la ganadería, era una
expedición conquistadora á la cual no faltaba ni el carácter bélico, en
pugna con el ganado bravío y con el salvaje que periódicamente invadía
para arrebatarlo; y esto fomentó el predominio del coraje exclusivo,
así como el desdén hacia la agricultura y el comercio, que las
dificultades opuestas por la topografía y por la ley á la circulación
de la riqueza, acentuaban todavía.

Los campos fiscales hormigueaban de ganado sin dueño, en el cual iban
á depredar todos los años, con autorización del Gobierno, cuadrillas
de trabajadores que enriquecían las estancias. Tenían una denominación
específica, lo que da al fenómeno rasgos de industria organizada:
llamábanlos _gauderios_, vocablo cuya alegre etimología[117] denuncia
el carácter de semejantes empresas. Eran un jolgorio ecuestre y de
manga ancha, que exaltaba hasta el delirio la afición á las aventuras.

El privilegio habíase trasladado, además, con la nobleza, exagerándose
al contacto de una raza esclava y explotada sin misericordia; bien
que la forzosa intimidad, ocasionada por las labores rurales, hubiera
establecido cierto compañerismo entre el señor y el proletario. Éste
encontró incentivo de sobra á su instinto nómade de mestizo, en la
extensión de la pampa y en su desheredamiento, volviéndose salteador
y cuatrero; á todo lo cual se agregaba la haraganería, que una fácil
manutención, proporcionada por el ganado cerril, aseguraba como una
prebenda.

Monopolizada la tierra, al instante mismo de efectuarse la conquista,
el empleo público formó la única esperanza de los que no entraron
en el reparto, pues no les quedaba efectivamente otra situación. El
comercio se arrastraba mísero, entre las contrariedades del monopolio
y los azares del contrabando, que al persistir como una válvula de
escape, algo producía, pero engendraba también un fisco cada vez más
caviloso, es decir, metido en todos los accidentes de la vida privada y
pública, hasta volverlas dependientes de su omnipotencia providencial.
La venta del puesto público, que empezó tolerada, acabó en legal de
allí á poco, extremando los abusos del fisco y las protestas del
pueblo, condensadas en su falta de respeto á la autoridad. Los motines
hispano-americanos son una herencia del fisco español, cuya legislación
enteramente formal volvía pesimista al pueblo con su ineficacia,
haciendo resaltar más la corrupción.

Poco tuvieron que modificarse, pues, las tendencias peninsulares, de
ningún modo contrariadas por el medio, cuya plasticidad inorgánica se
plegó á todas las exigencias de la civilización invasora. Únicamente
la colonización, que engendra el deseo del engrandecimiento personal
por el trabajo, hubiera podido influir sobre el tipo conquistador hasta
modificarlo; pero la conquista era ante todo una operación de fuerza
y de dominio, que sólo se proponía la explotación del natural. Si
este espíritu dominante no hubiera producido la exclusión del criollo
para los puestos públicos, la independencia se retardaba quizá un
siglo, faltando en la mentalidad local los elementos que realizan esa
clase de evoluciones. La exclusión hizo patriota al criollo, pero sin
mejorarle naturalmente la conciencia; y así, la única virtud que poseía
al emanciparse, era el patriotismo de carácter militar.

Salvo algunos detalles externos que hacían odiosa á la conquista laica,
la espiritual fué idéntica en esencia, como se ha visto; y parece
escrita para ella la frase con que Buckle presenta al pueblo español,
tan anulado en sus iniciativas y tan corrompido por el providencialismo
de Estado, que su ruina depende exclusivamente de una flaqueza de sus
directores.

Uno y otro conquistador imperaron sobre el indio, al considerarse sus
inmutables superiores por la civilización y por la raza; y éste, con
rigor ó con dulzura, fué declarado, desde luego, incapaz.

Aquí reside la falta de lógica de la conquista espiritual, pues esa
incapacidad acarreaba incontestablemente el exterminio. La conquista
laica habríalo realizado, poblando al país con elementos superiores y
con mestizos, que eran libres por la ley, á beneficio de las actuales
generaciones.

Al humanitarismo puede esto parecerle atroz; pero el derecho á la
vida es un resultado de las condiciones del viviente, no una cuestión
sentimental y soluble con arreglo á cánones eternos.

En esos choques de razas hay fatalidades crueles, pero superiores á
la voluntad humana; y si cada hombre debe tener por norma el ideal
de una civilización superior, donde estos conflictos ya no existan,
el criterio histórico le obliga á considerarlos en relación con los
intereses de su pueblo y de su raza, campos de acción donde esos mismos
percances apresuran el advenimiento de la situación superior.

Hoy por hoy, la humanidad no existe ante la justicia sino como una
entidad abstracta cuya efectividad en el hecho se prepara, entre
otras cosas, con el predominio de las razas superiores á las cuales
pertenece semejante ideal; habiendo concurrido entonces á realizarlo,
las mismas transgresiones aparentes que por su resultado se justifican
ante la historia. No es posible aplicar _a priori_ los principios de la
justicia, ni hay mal absoluto en ninguna acción. Si el exterminio de
los indios resulta provechoso á la raza blanca, ya es bueno para ésta;
y si la humanidad se beneficia con su triunfo, el acto tiene también
de su parte á la justicia cuya base está en el predominio del interés
colectivo sobre el parcial.

La conquista jesuítica no benefició sino á sus autores, por otra parte.
Los conquistados fueron víctimas del sistema español, en el cual ya
constituía una exageración la empresa jesuítica.

España, conquistadora exclusiva, no sabía dominar sin oprimir, porque
atacaba la unidad moral del pueblo conquistado, imponiéndole una
religión y un estado civil distintos de los suyos, en vez de usar,
á imitación del romano y del inglés, una discreta tolerancia para
incorporarlo evolutivamente á su ser. Pero la tolerancia es la virtud
moderna, y el fanatismo español era medioeval.

Su política no atendía sino á anular la conciencia, porque el
absolutismo, que constituía su ideal, se basaba en la opresión del
espíritu y en el anonadamiento del individuo á beneficio del Estado
todopoderoso. Las formas representativas no podían existir entonces;
y los cabildos no fueron nada de esto, como pudiera hacerlo creer
un examen superficial, porque no representaban al pueblo, sino á la
autoridad; no al derecho, sino á la fuerza.

El ideal político de la Edad Media había sido la unidad en todo: una
religión en un imperio dirigido por una sola cabeza. De aquí nació el
concepto falso en cuya virtud la libertad es una creación postiza que
depende de la ley; y tan arraigado quedó, en siglos de opresión bajo el
doble prestigio de la Monarquia y de la Iglesia, que nuestras mismas
constituciones democráticas, aunque con formas muy atenuadas, persisten
en sustentarlo, siendo pocos todavía los que comprenden, á pesar del
libre examen y de la crítica, que toda ley es originariamente un acto
de opresión.

La igualdad, que fué la aspiración del pueblo á gozar del fuero
nobiliario, se confundió con el mucho más elevado concepto dé libertad,
sobre todo para la lógica jacobina, á la cual derrotaron los jesuítas
cuanto pudieron demostrarle que en el Imperio había igualdad.

Habíala, en efecto, pero ya hemos visto bajo qué condiciones de
sujeción; y tan estrecha, que hasta la edificación era igual. El
Gobierno español la impuso, no ciertamente en homenaje á la libertad,
antes por todo lo contrario; y la conquista espiritual transportó al
Nuevo Mundo, con mucha mayor perfección que la militar, el sistema de
aquella China del Occidente.

La expulsión fué entonces un antecedente favorable á la revolución
individualista y federal que se preparaba. Bajo su imperio, los
guaraníes de las reducciones, que jamás conocieron ley protectora de
sus derechos, ni tuvieron otro concepto de la libertad que el asueto,
le trocaron fácilmente por la licencia montonera. Para ellos no había
otra relación con el poder que la sumisión ó el motín.

El triunfo del sistema jesuítico habría implicado la perpetuación
de la Edad Media, cuyo funesto resultado está patente en la España
absolutista, con tanto mayor estrago cuanto que era una cuestión de
ideas y en éstas reside el secreto del progreso.

Correlativas del período industrial en que nos hallamos, las
instituciones representativas son hoy indispensables á la subsistencia
de los pueblos; pero eran imposibles bajo aquel régimen en el cual
faltaban los tres grandes propulsores de la industria: la moneda, la
libertad comercial y la libertad de conciencia.

Mantenidas por España en la Edad Media, las actuales naciones de
América cayeron de golpe á la contemporánea cuando se emanciparon,
proviniendo de este brusco desplazamiento sus convulsiones intestinas.
Tuvieron que pasar en pocos años por todo cuanto los pueblos de
evolución normal habían sobrellevado durante siglos, depurándose así de
sus vicios históricos; y aquello que se opusiera á su desvinculación de
la Metrópoli, constituiría para ellas un grave mal.

El Imperio Jesuítico habría sido este obstáculo. Libertado con el resto
de América, es seguro que no aceptaba á la independencia en su concepto
fundamental, vale decir como una emancipación del espíritu. Formidable
teocracia, tranquila en su inercia de bloque, mientras las demás
experimentaban su libertadora crisis, habríalas impuesto la ley de la
fuerza al tomarlas debilitadas por ese fenómeno, y el triunfo de su
política, basada sobre el comunismo y el aislamiento, que años después
dieron para muestra el Paraguay de Francia, malogra de seguro la obra
revolucionaria en su faz más bella.[118]

Fiel al trono, su acción contra-revolucionaria triunfa quizá; y esto ya
lo preveían jesuítas tan sesudos como Falkner, quien en su _Descripción
de la Patagonia_ anotaba pocos años después de la expulsión, los
primeros síntomas de independencia entre las poblaciones rurales.[119]

No cabe duda que, al empezar la lucha, semejante fenómeno se producía;
mas percibiendo el éxito de la independencia, la adaptación se habría
efectuado, con tanta mayor razón cuanto que hombres tan prácticos nunca
combaten por formas de gobierno, constituyéndose en el centro de la
América Meridional una de esas repúblicas teocráticas cuyo espécimen lo
dió el Ecuador de García Moreno, y cuya influencia hubiera dominado al
Continente en un verdadero contragolpe de la barbarie indígena.

Seguro es que la civilización y el salvaje, enemigos naturales y en
pugna abierta hoy mismo para muchas secciones del Continente, están
en una razón inversa, cuyo efecto estricto consistiría en determinar
el éxito de la primera por el fracaso del segundo; pero sin entrar
á discutirlo, resulta harto significativo que las naciones más
adelantadas sean aquéllas en las cuales la población indígena se
aminora.

El Imperio Jesuítico, trocado por la independencia en la _República
Cristiana_ de que hablaban sus autores, se habría encontrado desde
luego en ese caso, y sin la coyuntura de domificarlo por una laboriosa
adaptación á las instituciones, como lo van haciendo las demás; de modo
que por su parte á lo menos, la independencia nada hubiera resuelto.

Ahora bien, la independencia sin la libertad espiritual era una
subalterna evolución política, con el resultado seguro de una
reconquista ó de una nueva subordinación. Las nacionalidades recién
fundadas no habrían hecho más que subdividir la decadencia general,
pero no remediarla, adoptando en vez de las instituciones democráticas,
que son las únicas progresivas en el medio moderno, la teocracia ó
la monarquía cuyo advenimiento soñara el conservatismo miope de la
Revolución.

Tiene, pues, la América una deuda de gratitud con el monarca, que
eliminando obstáculos al progreso, garantió su estabilidad bajo las
formas políticas asumidas luego por los pueblos emancipados.

Primero los «paulistas» con su horrenda incursión á la Guayra, que
malogró por muchos años la empresa jesuítica y empequeñeció para
siempre su magnitud; después Carlos III, con su radical medida,
libraron á la América futura del tropiezo más grave que habría sufrido
al emanciparse. Ya lo probaron cuando los comuneros, á quienes
imputaron principalmente las ideas separatistas, que eran para la
Corona el crimen irremisible.

Así es cómo va tejiéndose á través de los tiempos la trama de la
historia, y cómo vistos los hechos en su inconsciente fatalidad,
resultan igualmente injustos su alabanza y su vituperio. No hay
entonces ante el espectador inocentes ni culpables, sino únicamente
organismos que luchan por subsistir en el campo de la vida. Jesuítas
que se empeñan en mantener un ideal, retrógrado para el nuevo estado de
cosas, son del todo idénticos á los demócratas de mañana, que harán lo
mismo ante otras formas sociales sufriendo iguales derrotas.

La conciencia se amplía adoptando este concepto crítico, en el cual no
tiene cabida la intolerancia peculiar á los principios absolutos; y
sustituye la severidad clásica del historiador antiguo, con la bondad,
más simple y más humana.

Sociedad que padeció y ha caído con su mundo de dolores á cuestas, no
merece por su retardo el desdén de las venideras, cuando si éstas andan
mejor, hallando menos espinas en la ruta, es porque la otra al dejarla
se las llevó pegadas á los pies.

Cuando uno piensa en lo que padecieron, en lo que trabajaron, de qué
modo han creído y á qué fin han marchado aquellas colectividades
anacrónicas ahora, ve á la humanidad repetida en una eterna
regeneración. Ésos combatieron por la vida como nosotros; su ideal
fué un momento la forma próspera, con la cual dominaron la inmensa
hostilidad latente que el Universo opone al dominio de su animálculo
racional; sus pasiones, al igual que las nuestras, buscaron el placer
sin gozarlo nunca, como rebaños muertos de sed antes de llegar al
abrevadero: sus virtudes, gotas de agua en la sombra, estuvieron
cavando, llora que te llora, la ardua roca del egoísmo humano, donde
labra el progreso estalactitas tan bellas y tan frías...

Todo lo mismo, todo igual, todo eterno, agrega el pesimista para quien
la tradición es un grillete de presidiario. Pero no; esas multitudes
caídas son otros tantos mineros de la sombra, que van echando de
abajo la tierra nueva cuyo volumen ocupan; y así la historia no puede
discernir otra cosa que su perdón á los trabajadores desaparecidos,
cuando su obra fracasó en el error, reservando su simpatía á los que,
aun en este caso, lucharon por un ideal, sin esperanzas de satisfacción
mundana.

El fiasco reside en el monopolio de la eternidad, que las instituciones
se atribuyen con una vehemencia equivalente á lo mudable de su
condición. Eterno no hay nada, como no sea la incesante conversión
de las cosas y de los seres, hacia estados coincidentes por ventura
con el ideal de la dicha humana, en unión de la cual se desarrollan
determinados por un acuerdo superior; y la fatalidad del Otoño, igual
en los ideales como en el año, no es lamentable cuando las hojas, al
desvestir la rama cuya lozanía sonrió primaveras, descubren frutos que
son manzanas de dicha para los míseros innumerables en quienes palpita
el barro primordial, y pomas de oro para el soñador de Hespérides.


                                NOTAS:

[112] «El efecto natural del comercio, dice Montesquieu, es conducir á
la paz.» Esto nos lleva un poco lejos del determinismo económico, pero
encierra una verdad, quizá más adelantada que las conclusiones de dicha
escuela.

[113] Puede mencionarse también la expedición de Arrascaeta, enviada
por el gobernador Campero, y que, copada por las tribus, no pudo
realizar su misión.

[114] Tenían también reducciones en el sur de Buenos Aires y en la
Cordillera austral, hasta el Estrecho; pero nunca dieron buen resultado.

[115] El sistema de ocultación seguido por los PP. crea todas estas
dificultades, nada más que á ciento treinta años de la expulsión.

[116] No ignoro que según la escuela determinista, esto no puede
hacerse; pero yo no tengo escuela histórica, y me parece un caso nato
de cobardía rural rehuir la hipótesis, sólo porque falta el hecho
inmediato que ha de convertirla en inducción, conforme á aquel sistema.
Esto implica, sencillamente, el rebajamiento de la filosofía, así
subordinada á la experimentación fenomenal cuyo papel fué siempre
confirmarla, no precederla como condición imperativa. La inducción es
un instrumento filosófico como la deducción y la hipótesis; mas por
importante que se la considere, nunca constituirá por sí sola toda la
filosofía.

[117] Proveniente sin duda de _gaudere_: gozar, divertirse. La Academia
no da el vocablo en su Diccionario, aunque registra el afín _godería_:
comilona en caló.

[118] Recuérdese lo expuesto al tratar sobre la revolución comunera.
Mis hipótesis tienen, en esta parte, sólido fundamento.

[119] Entre 1724 y 1767 habían estallado motines y tumultos
subversivos en las ciudades argentinas de Jujuy, Salta, Tucumán, La
Rioja y Catamarca. Las dos primeras y la última, llegaron á expulsar
sus gobernadores; siendo esto tanto más notable cuanto que dichas
poblaciones estaban muy lejos de la futura sede separatista del Plata.



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Algunas obras indicadas aquí, y las treinta y tres novelas picarescas
que desde el _Lazarillo de Tormes_ hasta _Periquillo el de las
gallineras_, dan un cuadro tan vívido del pueblo español, se encuentran
en la _Biblioteca de Autores Españoles_ de Rivadeneyra; del propio
modo la _Colección_ de Angelis incluye varias obras sobre el Paraguay
y sobre las Misiones, citadas en el texto, pero que no he creído
necesario detallar, encontrándose comprendidas bajo un título común.



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