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Title: Dramas (2 de 2) - Lucrecia Borgia ; María Tudor ; La Esmeralda ; Ruy Blas
Author: Hugo, Víctor
Language: Spanish
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NOTA DE TRANSCRIPCIÓN

  * Las cursivas se muestran entre _subrayados_, y las versalitas se
    han convertido a MAYÚSCULAS.

  * Los errores de imprenta han sido corregidos.

  * La ortografía del original ha sido respetada, normalizándose las
    variantes a la grafía más frecuente.

  * Se han añadido tildes a las mayúsculas que las necesitan y se
    ha completado el emparejamiento de los signos de interrogación y
    exclamación.

  * Se ha ampliado el Índice para que mencione los Actos y Partes de
    cada drama.

  * Algunas ilustraciones se han desplazado ligeramente para no
    interrumpir un párrafo.

  * Las páginas en blanco han sido eliminadas.



DRAMAS DE VÍCTOR HUGO



ES PROPIEDAD



  DRAMAS
  DE
  VÍCTOR HUGO

  LUCRECIA BORGIA
  MARÍA TUDOR -- LA ESMERALDA -- RUY BLAS

  TRADUCCIÓN DE
  A. BLANCO PRIETO

  ILUSTRACIÓN DE
  F. GÓMEZ SOLER

  [Ilustración]

  BARCELONA
  BIBLIOTECA «ARTE Y LETRAS»
  DANIEL CORTEZO y C.ª--Calle de Pallars (Salón de S. Juan)
  1887



[Ilustración]


Establecimiento tipográfico-editorial de DANIEL CORTEZO Y C.ª



  LUCRECIA BORGIA

  Drama en 3 actos, con un prefacio de su autor



[Ilustración]

PREFACIO


Cuando estaba escribiendo el prefacio de su último drama, el autor
volvió á la ocupación de toda su vida, al arte; y continuó sus trabajos
predilectos, aun antes de acabar del todo con los adversarios políticos
que fueron á distraerle hace dos meses. Por otra parte, dar á luz un
nuevo drama seis semanas después del que se había prohibido, era, en
cierto modo, censurar al gobierno por su acto; era demostrarle que
perdía el tiempo, probándole que el arte y la libertad podían renacer
en una noche bajo el torpe pie que los hollaba. Así es que el autor
confía sostener de aquí en adelante la lucha política, mientras fuere
necesario, sin dejar la obra literaria. Se puede cumplir con los
propios deberes y llevar á cabo una misión al mismo tiempo, sin que lo
uno perjudique á lo otro: el hombre tiene dos manos.

El _Rey se divierte_ y _Lucrecia Borgia_ no se asemejan por el
fondo ni por la forma, y estas dos obras tienen, cada cual por su
parte, un destino tan diverso, que la una será tal vez algún día la
principal fecha política, y la otra la principal fecha literaria de
la vida del autor. Sin embargo, cree de su deber decir que estas dos
composiciones tan diferentes en el fondo, en la forma y en el destino,
se relacionan íntimamente en su pensamiento. La idea que produjo el
_Rey se divierte_, y la que dió origen á _Lucrecia Borgia_ nacieron
en el mismo instante y en el mismo punto del corazón. ¿Cuál es, en
efecto, el pensamiento íntimo oculto bajo estas tres ó cuatro cortezas
concéntricas en la primera de dichas producciones? Hele aquí: tomemos
la deformidad _física_ más hedionda, la más repugnante y completa;
coloquémosla allí donde más resalte, en el piso más bajo y en el más
despreciado del edificio social; iluminemos por todos lados, con la
siniestra luz de los contrastes, ese mísero sér; y después démosle
un alma y póngase en ésta el sentimiento más puro que se concede al
hombre: el de la paternidad. ¿Qué sucederá? Que este sentimiento
sublime, excitado, según ciertas condiciones, transformará á vuestros
ojos el sér envilecido, el cual, pequeño al principio, llegará á ser
grande, y su deformidad se convertirá en belleza. En el fondo, he
aquí lo que es el _Rey se divierte_. Ahora bien, ¿qué es _Lucrecia
Borgia_? Tómese la deformidad _moral_ más hedionda, la más repugnante y
completa; colóquese allí donde más resalte, en el corazón de una mujer,
con todas las condiciones de la belleza física y de la grandiosidad
regia, que ponen más en relieve el crimen; y ahora mézclese con toda
esta deformidad moral un sentimiento puro, el más puro que á la mujer
le es dado experimentar, el sentimiento materno; en el monstruo poned
una madre, y desde luego interesará y hará llorar; y ese sér que
inspiraba temor, infundirá lástima; y esa alma deforme se hará casi
hermosa á vuestros ojos. Así, pues, la paternidad santificando la
deformidad física es el _Rey se divierte_; y la maternidad, purificando
la deformidad moral, es _Lucrecia Borgia_. Si en el pensamiento del
autor no fuese bárbara la palabra _biología_, esas dos producciones no
formarían más que una biología _sui generis_, que pudiera titularse:
_El Padre_ y _la Madre_. La suerte les ha separado; pero ¿qué importa?
La una prosperó; la otra ha sido condenada; la idea que constituye el
fondo de la primera se mantendrá tal vez encubierta aún, á causa de
mil prevenciones, para muchas miradas; la idea que engendró la segunda
parece ser comprendida y aceptada todas las noches por una multitud
inteligente y simpática, si no nos ciega alguna ilusión: _Habent sua
fata_. Pero sea lo que fuere de esas dos composiciones, que por lo
demás no tienen otro mérito que la atención con que el público ha
tenido á bien escucharlas, son hermanas gemelas, que se han tocado
en germen, la coronada y la proscrita, como Luís XIV y el Máscara de
Hierro.

Corneille y Molière tenían por costumbre contestar en detalle á las
críticas que sus obras suscitaban, y no deja de ser curioso hoy ver
á esos gigantes del teatro debatir en _prefacios_ y _advertencias
al lector_, entre la inextricable red de objeciones que la crítica
contemporánea urdía sin descanso á su alrededor. El autor de este drama
no se cree digno de seguir tan grandes ejemplos, y por lo tanto callará
ante la crítica: lo que sienta bien en hombres vestidos de autoridad,
como Molière y Corneille, no sería oportuno en otros. Por lo demás,
tal vez sólo Corneille en todo el mundo podría conservarse grande y
sublime en el momento mismo en que, de rodillas, hace poner un prefacio
ante Scudery ó Chapelain. El autor dista mucho de ser Corneille, y está
muy lejos de tener nada que ver con Chapelain ó Scudery. La crítica,
salvo algunas raras excepciones, ha sido generalmente leal y benévola
para él; pero sin duda podría contestar á más de una objeción. Á
los que opinan, por ejemplo, que Genaro se deja envenenar demasiado
cándidamente por el duque en el segundo acto, podría preguntarles
si Genaro, personaje creado por la fantasía del poeta, había de ser
más _verosímil_ y más desconfiado que el histórico Druso de Tácito,
_ignarum et juveniliter hauriens_; y á los que le censuran por haber
exagerado los crímenes de Lucrecia Borgia, les diría: «Leed á Tomasi,
á Guicciardini y sobre todo el _Diarium_»; á los que le vituperan por
haber aceptado ciertos rumores populares semifabulosos sobre la muerte
de los maridos de Lucrecia, les contestaría que con frecuencia las
fábulas del pueblo constituyen la verdad del poeta; y además citaría de
nuevo á Tácito, historiador más obligado á criticarse sobre la realidad
de los hechos que no el poeta dramático: _Quamvis fabulosa et immania
credebantur, atrociore semper fama erga dominantius exitus_. El autor
podría detallar estas explicaciones mucho más, examinando una por una
con la crítica todas las piezas de la armazón de su obra; pero prefiere
dar gracias al crítico en vez de contradecirle; y por otra parte,
complácele más que el lector halle en el drama, y no en el prefacio,
las respuestas que podría dar á las objeciones del crítico.

Se le dispensará que no insista sobre la parte puramente estética de
su obra. Hay todo un orden de ideas muy distinto, no menos elevado en
su opinión, que quisiera tener tiempo de remover y profundizar en la
_Lucrecia Borgia_. Á su modo de ver, en las cuestiones literarias hay
otras muchas sociales, y toda obra es una acción. He aquí el asunto
sobre el cual se extendería de buena gana si no le faltasen el tiempo
y el espacio. El teatro, nunca lo repetiremos en demasía, tiene en
nuestra época una inmensa importancia que tiende á desarrollarse sin
cesar con la civilización misma. El teatro es una tribuna, una cátedra;
el teatro habla muy alto. Cuando Corneille dice:

    _Porque eres más que un rey, te crees ya ser algo_,

Corneille es Mirabeau; y cuando Shakespeare dice: _To die, to sleep_,
Shakespeare es Bossuet.

El autor sabe hasta qué punto el teatro es algo muy grande y formal;
sabe que el drama, sin salir de los límites imparciales del arte, tiene
una misión nacional, una misión social, una misión humana. Cuando ve
todas las noches, él, pobre poeta, á ese pueblo tan inteligente y
adelantado, que convierte á París en la ciudad central del progreso,
extasiarse en masa ante un telón que se levantará un momento después
por su pensamiento, se juzga muy poca cosa para excitar tanta atención
y curiosidad; comprende que si su talento no es nada, es preciso que
su honradez lo sea todo; y se interroga severamente sobre el alcance
filosófico de su obra, porque se considera responsable, y no quiere que
esa multitud pueda pedirle cuenta un día de lo que le enseñó. El poeta
ha de cuidar también de las almas; es preciso que el público no salga
del teatro sin llevar consigo alguna moralidad austera y profunda;
y por eso espera, Dios mediante, no desarrollar jamás en la escena
(por lo menos mientras duren los tiempos críticos en que estamos)
sino asuntos llenos de lecciones y de consejos; presentará siempre
el ataúd en la sala del festín, la oración de difuntos mezclándose
con los cantos de la orgía, y la cogulla junto á la careta. Algunas
veces dejará al carnaval cantar desordenado y desaforadamente en el
proscenio, pero le gritará desde el fondo de la escena: _Memento quia
pulvis es_. Sabe que el arte solo, el arte puro, el arte propiamente
dicho, no exige todo esto del poeta; pero piensa que en el teatro,
sobre todo, no basta llenar solamente las condiciones del arte. Y
en cuanto á las llagas y miserias de la humanidad, siempre que las
presente en el drama, tratará de encubrir con el velo de una idea
consoladora y grave todo lo que esas desnudeces tengan de odioso en
demasía. No pondrá á Marion de Lorme en la escena sin purificar á la
cortesana con un poco de amor; dará á Triboulet, el deforme, un corazón
de padre; á la monstruosa Lucrecia, entrañas de madre; y de este modo,
su conciencia reposará al menos tranquila y serena en su obra. El drama
que sueña y que se propone realizar podrá tocarlo todo sin manchar
nada. Hágase circular en el conjunto un pensamiento moral y compasivo,
y no habrá nada deforme ni repugnante. Con la cosa más hedionda
mézclese una idea religiosa, y será santa y pura. Sujetad á Dios al
palo y tendréis la cruz.

  12 de Febrero de 1833.



LUCRECIA BORGIA



PERSONAJES


  LUCRECIA BORGIA.
  ALFONSO DE ESTE.
  GENARO.
  GUBETTA.
  MAFFIO ORSINI.
  JEPPO LIVERETTO.
  APÓSTOLO GAZELLA.
  ASCANIO PETRUCCI.
  OLOFERNO VITELLOZZO.
  RUSTIGHELLO.
  ASTOLFO.
  LA PRINCESA NEGRONI.
  UN HUJIER.
  FRAILES.
  Caballeros, pajes y guardias.



[Ilustración]

ACTO PRIMERO

AFRENTA SOBRE AFRENTA


PARTE PRIMERA

Un terrado del palacio Barbarigo, en Venecia. Fiesta nocturna; varias
máscaras cruzan á cada instante; en ambos lados del mismo, el palacio
presenta una iluminación espléndida, y se oyen acordes musicales. El
terrado está cubierto de sombra y de verde; en el fondo se figura que
al pie se halla el canal de la Zueca, por el cual se ven pasar, á
intervalos, entre las tinieblas, góndolas cargadas de máscaras; en cada
una de ellas se oye música cuando cruza por el fondo del teatro, tan
pronto alegre como lúgubre, y se extingue gradualmente en lontananza. Á
lo lejos se divisa Venecia, iluminada por la luz de la luna.

PERSONAJES

  LUCRECIA BORGIA.
  GENARO.
  GUBETTA.
  MAFFIO ORSINI.
  JEPPO LIVERETTO.
  APÓSTOLO GAZELLA.
  ASCANIO PETRUCCI.
  OLOFERNO VITELLOZZO.
  ALFONSO DE ESTE.
  RUSTIGHELLO.
  ASTOLFO.


ESCENA I

GUBETTA, GENARO (vestido de capitán), APÓSTOLO GAZELLA, MAFFIO ORSINI,
ASCANIO PETRUCCI, OLOFERNO VITELLOZZO, LIVERETTO

  (_Jóvenes caballeros, magníficamente vestidos, con sus antifaces en
  la mano, conversan en el terrado._)

OLOFERNO.--Vivimos en una época en que los hombres consuman tantos
actos horribles, que ya no se habla de ese; pero seguro es que jamás se
ha conocido un hecho tan siniestro y misterioso.

ASCANIO.--Un acto tenebroso, por hombres que lo son también.

JEPPO.--Yo conozco bien los hechos, señores, pues me los ha referido
mi primo, el cardenal Carriale, que es la persona mejor informada...
ya conocéis al cardenal, aquel que tuvo tan empeñada disputa con el
cardenal Riario sobre la guerra contra Carlos VIII de Francia.

GENARO (_bostezando_).--¡Ah! hete aquí que Jeppo comienza con sus
historias... Por mi parte no quiero escuchar, porque ya estoy cansado
de oir.

MAFFIO.--Esas cosas no te interesan, Genaro, y me parece muy natural.
Tú eres un bravo capitán aventurero, que lleva un nombre de capricho;
no conoces á tu padre ni á tu madre, aunque no se duda seas caballero,
á juzgar por tu modo de manejar la espada; pero todo cuanto se sabe de
tu nobleza es que te bates como un león. Á fe mía, somos compañeros de
armas, y lo que te digo no es para ofenderte. Si me salvaste la vida en
Rímini, yo te la salvé en el puente de Vicencio; nos hemos jurado mutuo
auxilio así en guerra como en amor; vengarnos juntos cuando necesario
sea y tener por enemigos, yo los tuyos, y tú los míos. Un astrólogo nos
predijo que moriríamos el mismo día, y dímosle diez cequíes de oro por
su pronóstico. No somos amigos, sino hermanos. En fin, tú tienes la
suerte de llamarte simplemente Genaro, de no conocer pariente alguno,
y de que no te persiga ninguna de esas fatalidades inherentes á los
nombres históricos. ¡Eres feliz! ¿Qué te importa lo que pasa ni lo que
ha pasado, con tal que haya siempre hombres para la guerra y mujeres
para el placer? ¿Qué te importa la historia de las familias ni de las
ciudades, á ti que no tienes patria ni familia? Para nosotros, amigo
Genaro, es diferente; tenemos derecho á interesarnos en las catástrofes
de nuestra época; nuestros padres y nuestras madres han intervenido en
esa tragedia; y casi todas nuestras familias visten de luto aún.--Dinos
cuanto sepas, Jeppo.

GENARO. (_Déjase caer en un sillón, en la actitud del que se propone
dormir._)--Me despertaréis cuando Jeppo haya concluído.

JEPPO.--Comienzo. En el año mil cuatrocientos noventa...

GUBETTA (_Desde un rincón._)--Noventa y siete.

JEPPO.--Eso es, noventa y siete. Era cierta noche de un miércoles á
jueves...

GUBETTA.--No, de un martes á miércoles.

JEPPO.--Tenéis razón.--Aquella noche, pues, un barquero del Tíber, que
estaba echado en su barca, custodiando sus mercancías, presenció algo
espantoso; hallábase un poco más abajo de la iglesia de San Jerónimo,
y serían como las cinco de la madrugada. El buen hombre vió avanzar
en la oscuridad, por el camino que hay á la izquierda del templo, dos
hombres á pie, mirando á un lado y otro, cual si estuvieran inquietos;
después aparecieron otros dos, y luego un tercero, hasta que se
reunieron siete; sólo uno de ellos iba montado. La noche estaba muy
oscura, y en todas las casas que dan al Tíber veíase sólo una ventana
iluminada. Los siete hombres se aproximaron á la orilla del río; el
jinete hizo dar media vuelta á su caballo, y entonces el barquero vió
claramente en la grupa unas piernas que pendían por un lado, mientras
que la cabeza y los brazos colgaban por el otro: era el cadáver de
un hombre. Mientras sus compañeros vigilaban en los ángulos de las
calles, dos hombres cogieron el cuerpo, balanceáronle dos ó tres veces
con fuerza y arrojáronle en medio del Tíber. Apenas el cadáver tocó el
agua, el jinete hizo una pregunta, á la que los otros dos contestaron:
«Sí, Excelencia.» Entonces el caballero se volvió hacia el Tíber, y
como viese alguna cosa negra que flotaba en el agua, preguntó qué era
aquello. «Señor, le contestaron, es la capa del difunto.» Uno de los
hombres arrojó entonces algunas piedras sobre la capa, hasta que se
hundió; y hecho esto alejáronse todos, tomando el camino que conduce á
San Jaime. He aquí lo que el barquero vió.

MAFFIO.--¡Lúgubre aventura! ¿Sería algún personaje el que esos hombres
echaron al agua? Ese jinete me da mucho que pensar. ¡El asesino montado
y el muerto en la grupa del cuadrúpedo! ¡Es cosa rara!

GUBETTA.--En ese caballo iban los dos hermanos.

JEPPO.--Vos lo habéis dicho, caballero Belverana: el cadáver era el de
Juan Borgia, y el jinete era César Borgia.

MAFFIO.--¡Familia de diablos es la de los Borgias! Y decidme, Jeppo,
¿por qué el hermano cometió aquel fratricidio?

JEPPO.--No os lo diré, pues la causa del asesinato es tan abominable,
que debe ser un pecado mortal hasta el hablar de ello.

GUBETTA.--Pues yo os lo diré: César, cardenal entonces, mató á Juan,
duque de Gandía, porque los dos hermanos amaban á la misma mujer.

MAFFIO.--¿Y quién era esa mujer?

GUBETTA.--Su hermana.

JEPPO.--Basta, señor de Belverana; no pronunciéis ante nosotros el
nombre de esa mujer monstruosa; ni una sola de nuestras familias ha
dejado de ser objeto de sus iniquidades.

MAFFIO.--¿No había de por medio alguna criatura?

JEPPO.--Sí, un niño, hijo de Juan Borgia.

MAFFIO.--Ese niño sería ahora un hombre.

OLOFERNO.--Ha desaparecido.

JEPPO.--¿Fué César Borgia quien consiguió sustraerlo á la madre, ó
fué ésta quien se lo quitó á César? Nadie ha sabido contestar á esta
pregunta.

APÓSTOLO.--Si es la madre quien oculta al hijo, hace bien. Desde que
César Borgia llegó á ser duque de Valentinois, ha mandado dar muerte,
como ya sabéis, sin contar á su hermano Juan, á sus dos sobrinos, á los
hijos del príncipe de Esquilache, y á su primo, el cardenal Francisco
Borgia: ese hombre tiene la fiebre de matar á sus parientes.

JEPPO.--¡Pardiez! quiere ser el único Borgia, á fin de heredar todos
los bienes del papa.

ASCANIO.--Esa hermana que no queréis nombrar, Jeppo, emprendió en la
misma época, según creo, una peregrinación secreta al monasterio de San
Sixto para encerrarse allí, sin que se supiera por qué.

JEPPO.--Creo que sí. Sin duda fué para separarse del señor Juan Sforza,
su segundo marido.

MAFFIO.--¿Y cómo se llamaba el barquero que vió todo eso?

JEPPO.--Lo ignoro.

GUBETTA.--Se llamaba Jorge Schiavone, y ocupábase en conducir leña á
Ripetta por el Tíber.

MAFFIO (_en voz baja á Ascanio_).--He ahí á un extranjero que parece
mejor enterado de nuestros asuntos que nosotros mismos.

ASCANIO (_en voz baja_).--Yo desconfío de ese caballero de Belverana;
mas no profundicemos la cuestión porque tal vez habría en esto algún
peligro.

JEPPO.--¡Ah, señores! ¡En qué tiempos vivimos! ¿Conocéis algún sér
humano que pueda confiar hoy en vivir mañana en esta pobre Italia,
asolada por la guerra y por los Borgias?

APÓSTOLO.--Hablando de otra cosa, señores, creo que todos debemos
formar parte de la embajada que la república de Venecia envía al duque
de Ferrara, para felicitarle por haber recobrado á Rímini de los
Malatesta. ¿Cuándo iremos á Ferrara?

OLOFERNO.--Decididamente será pasado mañana. Sin duda sabréis que ya
están nombrados los dos embajadores, que son el senador Tiópolo y el
general Grimani.

APÓSTOLO.--¿Vendrá con nosotros el capitán Genaro?

MAFFIO.--¡Indudablemente! Genaro y yo no nos separamos nunca.

ASCANIO.--Debo hacer una observación importante, señores, y es que se
bebe el vino de España mientras estamos aquí.

MAFFIO.--Volvamos al palacio. ¡Eh! Genaro. (_Á Jeppo._) ¡Calle! se ha
dormido de veras cuando referíais vuestra historia.

JEPPO.--Que duerma.

  (_Salen todos excepto Gubetta._)


ESCENA II

GUBETTA, GENARO, durmiendo

GUBETTA (_solo_).--Sí, yo sé más que ellos; se lo decían en voz baja;
pero Lucrecia sabe más que yo; el caballero Valentinois está mejor
enterado aún que ella; el diablo sabe más que ese caballero; y el
papa Alejandro VI aventaja en este punto al mismo diablo. (_Mirando á
Genaro._) ¡Cómo duermen esos jóvenes!

  (_Entra Lucrecia, con antifaz; ve á Genaro dormido, acércase á él y
  le contempla con una especie de gozo y de respeto._)


ESCENA III

GUBETTA, LUCRECIA, GENARO, dormido

LUCRECIA.--¡Duerme! Sin duda le ha cansado la fiesta... ¡Qué hermoso
es! (_Volviéndose._) ¡Gubetta!

GUBETTA.--No habléis alto, señora... No me llamo aquí Gubetta, sino
conde de Belverana, caballero castellano; y vos sois la señora marquesa
de Pontequadrato, dama napolitana. No debemos aparentar que somos
conocidos. ¿No es eso lo que ha dispuesto Vuestra Alteza? Aquí no
estáis en vuestra casa; os halláis en Venecia.

LUCRECIA.--Es justo, Gubetta; pero en este terrado no hay más que ese
joven dormido ahora, y podremos hablar un instante.

GUBETTA.--Como Vuestra Alteza guste; pero réstame aún daros un consejo,
y es que no os descubráis, porque podrían reconoceros.

LUCRECIA.--¿Qué me importa? Si no saben quién soy, nada tengo que
temer; y si lo saben, ellos son los que deben guardarse.

GUBETTA.--Estamos en Venecia, señora, y aquí tenéis muchos enemigos,
pero enemigos libres. Sin duda la República no toleraría que se
atentase contra vuestra persona; pero podrían insultaros.

LUCRECIA.--¡Ah! tienes razón; mi nombre infunde horror.

GUBETTA.--Aquí no hay tan sólo venecianos, sino también romanos,
napolitanos, italianos de todo el país.

LUCRECIA.--¡Y toda Italia me odia; tienes razón! Sin embargo, es
preciso que todo esto cambie; yo no había nacido para hacer daño, y
lo conozco ahora más que nunca. El ejemplo de mi familia es el que me
arrastra... ¡Gubetta!

GUBETTA.--Señora.

LUCRECIA.--Dispón que se lleven á nuestro gobierno de Spoletto las
órdenes que vamos á dar.

GUBETTA.--Mandad, señora; siempre tengo cuatro mulas ensilladas y otros
tantos correos dispuestos á marchar.

LUCRECIA.--¿Qué se ha hecho de Galeas Accaioli?

GUBETTA.--Sigue en la prisión, esperando á que Vuestra Alteza mande
ahorcarle.

LUCRECIA.--¿Y Buondelmonte?

GUBETTA.--En el calabozo; aún no habéis dado la orden para que le
estrangulen.

LUCRECIA.--¿Y Manfredo de Curzola?

GUBETTA.--Esperando también la hora de la ejecución.

LUCRECIA.--¿Y Spadacappa?

GUBETTA.--Todavía es obispo de Pésaro y regente de la Cancillería;
pero antes de un mes quedará reducido á un poco de polvo, pues le han
prendido á causa de vuestras quejas, y está bien vigilado en las
cámaras bajas del Vaticano.

LUCRECIA.--Gubetta, escribe al punto al Padre Santo pidiéndole gracia
para Pedro Capra; y que se ponga en libertad á Accaioli, Manfredo de
Curzola, Buondelmonte y Spadacappa.

GUBETTA.--¡Esperad, señora, esperad, dejadme respirar! ¡Cuántas órdenes
me dais á un tiempo! ¡Ahora llueven perdones y misericordia! ¡Estoy
sumergido en la clemencia, y no podré librarme nunca de este diluvio de
buenas acciones!

LUCRECIA.--Buenas ó malas ¿qué te importa, con tal que te las pague?

GUBETTA.--¡Ah! es que una buena acción es mucho más difícil de hacer
que una mala. ¡Pobre de mí! Ahora que imagináis ser misericordiosa ¿qué
llegaré á ser yo?

LUCRECIA.--Escucha, Gubetta; tú eres mi más antiguo y mi más fiel
confidente...

GUBETTA.--Sí; hace quince años que tengo el honor de colaborar con vos.

LUCRECIA.--Pues bien, amigo mío, mi fiel cómplice, ¿no comienzas á
comprender la necesidad de que cambiemos de género de vida? ¿No tienes
sed de que nos bendigan á ti y á mí tanto como nos han maldecido? ¿No
se cuentan ya bastantes crímenes?

GUBETTA.--Veo que estáis en camino de llegar á ser la princesa más
virtuosa del mundo.

LUCRECIA.--¿No te comienza á pesar esa reputación de infames, de
asesinos y de envenenadores, común á los dos?

GUBETTA.--Nada de eso. Cuando paso por las calles de Spoletto, suelo
oir á veces á los plebeyos que murmuran á mi alrededor: «¡Hum! ese es
Gubetta, Gubetta veneno, Gubetta cuchillo, Gubetta dogal», pues me han
puesto una infinidad de motes de los más brillantes; pero á mí no me
importa. Se dice todo eso, y cuando no se emplea la palabra, los ojos
lo expresan. Esto no me hace mella, porque estoy acostumbrado á mi mala
reputación, como el soldado del Papa á servir la misa.

LUCRECIA.--Pero ¿no comprendes que todos los nombres odiosos con que
te designan, y á mí también, podrían despertar el desprecio y el odio
en un corazón en que quisieras hallar cariño? ¿No amas á nadie en el
mundo, Gubetta?

GUBETTA.--¡Yo quisiera saber á quién amáis vos, señora!

LUCRECIA.--¿Qué sabes tú? Yo soy franca contigo; no te hablaré de mi
padre, ni de mi hermano, ni de mi esposo, ni de mis amantes.

GUBETTA.--No comprendo que se pueda amar otra cosa.

LUCRECIA.--Pues hay otra, Gubetta.

GUBETTA.--¡Hola! ¿os haréis virtuosa por amor de Dios?

LUCRECIA.--¡Gubetta, Gubetta! Si hubiese hoy en Italia, en esta fatal y
criminal Italia, un corazón noble y puro, un corazón dotado de elevadas
y varoniles virtudes, un corazón de ángel bajo la coraza del guerrero;
si no me quedase á mí, pobre mujer odiada, despreciada y aborrecida,
maldita de los hombres y condenada del cielo, mísera aunque poderosa;
si no me quedase, en el estado aflictivo en que mi alma agoniza
dolorosamente, más que una idea, una esperanza, la de merecer y obtener
antes de mi muerte un poco de ternura y de cariño en un corazón tan
intrépido como puro; si no tuviera más pensamiento que la ambición de
sentirle latir un día alegre y libremente sobre el mío, ¿comprenderías
entonces, Gubetta, por qué me urge purificar mi pasado y mi reputación,
lavar las manchas que por todas partes tengo, y convertir en una idea
de gloria, de penitencia y de virtud, la idea infame y sanguinaria que
Italia tiene de mi nombre?

GUBETTA.--¡Señora! ¿En qué ermita habéis estado hoy?

LUCRECIA.--No te rías. Hace ya largo tiempo que tengo estas ideas y
nada te digo; el que se ve arrastrado por una corriente de crímenes no
se detiene cuando quiere; los dos ángeles luchaban en mí, el bueno y el
malo, y paréceme que el primero triunfará al fin.

GUBETTA.--Entonces, ¡_te Deum laudamus, magnificat anima mea Dominum_!
¿Sabéis, señora, que no os comprendo, y que desde hace algún tiempo
sois del todo indescifrable para mí? En el espacio de un mes, Vuestra
Alteza anuncia su marcha á Spoletto, se despide de don Alfonso de
Este, vuestro esposo, que tiene la candidez de enamorarse de vos como
un tortolillo, mostrándose celoso como un tigre; Vuestra Alteza sale
de Ferrara y va secretamente á Venecia, casi sin séquito, tomando un
nombre supuesto napolitano, y yo otro español. Llegada á Venecia,
Vuestra Alteza tiene á bien separarse de mí, dándome orden de no
conocerla, y después asiste á todas las fiestas, á las serenatas y á
las reuniones, aprovechándose del Carnaval para ir siempre enmascarada,
ocultándose á las miradas de todos, y sin hablarme nunca más que dos
palabras entre puertas todas las noches. ¡Y ahora que todos esos
regocijos terminen con un sermón para mí! ¡Un sermón de vos, señora!
¿No os parece esto prodigioso? Habéis metamorfoseado vuestro nombre,
después vuestro traje y ahora vuestra alma. ¡Esto sí que es un Carnaval
llevado hasta el último extremo! Yo me confundo. ¿Dónde está la causa
de esa conducta por parte de Vuestra Alteza?

LUCRECIA (_cogiéndole vivamente el brazo, y acercándose á Genaro
dormido_).--¿Ves ese joven?

GUBETTA.--Ese joven no es nada nuevo para mí; ya sé que vais en su
seguimiento con vuestro disfraz desde que estáis en Venecia.

LUCRECIA.--¿Qué dices?

GUBETTA.--Digo que es un joven que duerme echado en este momento, y que
dormiría de pie si hubiera oído la conversación moral y edificante que
acabo de tener con Vuestra Alteza.

LUCRECIA.--¿No te parece hermoso?

GUBETTA.--Más lo sería si no tuviese los ojos cerrados; una cara sin
ojos es un palacio sin ventanas.

LUCRECIA.--¡Si supieras cuánto le amo!

GUBETTA.--Esa es cuestión de don Alfonso, vuestro real esposo; pero
debo advertir á Vuestra Alteza que pierde el tiempo, porque ese joven,
según me han dicho, está enamorado de una hermosa doncella llamada
Fiametta.

LUCRECIA.--¿Y le ama ella?

GUBETTA.--Dicen que sí.

LUCRECIA.--¡Mejor! Quisiera verlos felices.

GUBETTA.--Cosa singular, y que no se aviene con vuestro proceder. Yo
creía que erais más celosa.

LUCRECIA (_contemplando á Genaro_).--¡Qué figura tan noble!

GUBETTA.--Yo creo que se parece á...

LUCRECIA.--No digas á quién... déjame.

  (_Sale Gubetta. Lucrecia permanece algunos instantes como extasiada
  ante Genaro, sin ver dos hombres disfrazados que acaban de entrar por
  el fondo y que la observan._)

LUCRECIA (_creyéndose sola_).--¡Es él! ¡Al fin me ha sido dado
contemplarle un momento sin peligros! ¡No, jamás le soñé tan hermoso!
¡Oh, Dios mío, no me castiguéis con la angustia de verme jamás
aborrecida y despreciada de él, pues ya sabéis que es lo único que amo
en este mundo!... No me atrevo á quitarme la careta, y sin embargo es
preciso enjugar mis lágrimas.

  (_Se quita la careta para secarse los ojos. Los dos hombres
  enmascarados hablan en voz baja, mientras que ella besa la mano de
  Genaro dormido._)

1.er ENMASCARADO.--Eso basta; ahora puedo ya volver á Ferrara. No he
venido á Venecia sino para asegurarme de su infidelidad, y he visto lo
suficiente. No puedo prolongar más mi ausencia. Ese joven es su amante.
¿Cómo se llama, Rustighello?

2.º ENMASCARADO.--Se llama Genaro; es un capitán aventurero, pero muy
intrépido; no tiene padre ni madre ni se conoce su vida. Ahora está al
servicio de la República de Venecia.

1.er ENMASCARADO.--Arréglate para que vaya á Ferrara.

2.º ENMASCARADO.--Esto se hará de por sí, Excelencia, porque pasado
mañana marchará á dicho punto con varios de sus amigos que forman parte
de la embajada de los senadores Tiópolo y Grimani.

1.er ENMASCARADO.--Está bien. Los informes que he recibido eran
exactos; y como ya he visto lo suficiente, podemos marchar.

  (_Salen._)

LUCRECIA (_uniendo las manos y casi arrodillada ante Genaro_).--¡Oh
Dios mío, que haya tanta felicidad para él como desgracia para mí!

  (_Besa la frente de Genaro, que se despierta sobresaltado._)

GENARO (_cogiendo por los dos brazos á Lucrecia asustada_).--¡Un beso,
una mujer! ¡Por vida mía, señora, que si fuérais reina y yo poeta
tendríamos aquí verdaderamente la aventura de Alain Chartier, el vate
francés!... Pero ignoro quién sois, y yo no soy más que un soldado.

LUCRECIA.--¡Dejadme, caballero Genaro!

GENARO.--De ningún modo, señora.

LUCRECIA.--¡Alguien viene!

  (_Huye; Genaro la sigue._)


ESCENA IV

JEPPO y después MAFFIO

JEPPO (_entrando por el lado opuesto_).--¿Quién es esa? ¡Es ella! ¡Esa
mujer en Venecia!... ¡Oye, Maffio!

MAFFIO (_entrando_).--¿Qué ocurre?

JEPPO.--Un encuentro inesperado.

  (_Habla al oído de Maffio_).

MAFFIO.--¿Estás seguro?

JEPPO.--Tanto como lo estoy de que nos hallamos en el palacio Barbarigo
y no en el de Labbia.

MAFFIO.--¿Hablaba amorosamente con Genaro?

JEPPO.--Sí.

MAFFIO.--Será preciso librar á mi hermano Genaro de esa araña.

JEPPO.--Avisemos á nuestros amigos.

  (_Salen.--Durante algunos momentos no aparece nadie en escena; sólo
  se ven pasar de vez en cuando por el fondo algunas góndolas con
  música.--Vuelven á entrar Genaro y Lucrecia con antifaz._)


ESCENA V

GENARO y LUCRECIA

LUCRECIA.--Este terrado está oscuro y desierto; aquí puedo quitarme la
careta, y quiero que veáis mi rostro, Genaro.

  (_Se descubre._)

GENARO.--¡Sois muy hermosa!

LUCRECIA.--¡Mírame bien, Genaro, y dime que no te causo horror!

GENARO.--¡Causarme horror, señora! ¿Y por qué? Muy por el contrario,
siento en el fondo del corazón algo que me atrae á vos.

LUCRECIA.--¿Crees que podrías amarme, Genaro?

GENARO.--¿Por qué no? Sin embargo, señora, quiero ser franco; siempre
habrá una mujer á quien amaré más que á vos.

LUCRECIA (_sonriendo_).--Ya lo sé, la linda Fiametta.

GENARO.--No.

LUCRECIA.--¿Pues quién?

GENARO.--Mi madre.

LUCRECIA.--¡Tu madre! ¡Oh Genaro mío! ¿La amas mucho?

GENARO.--Sí; y eso que jamás la he visto. ¿No os parece esto muy
singular? Mirad, no sé por qué siento una inclinación á confiarme á
vos, y voy á revelaros un secreto que aún no he comunicado á nadie, ni
siquiera á mi hermano de armas, á Maffio Orsini. Es extraño descubrirse
así al primero que llega; pero me parece que vos no sois para mí una
desconocida.--Capitán aventurero, que ignora cuál es su familia, fuí
educado en Calabria por un pescador de quien me creía hijo. El día
que cumplí diez y seis años, el buen hombre me dijo que no era mi
padre, y algún tiempo después, presentóse un gran señor que, después
de armarme de caballero, se marchó sin levantar siquiera la visera de
su casco. Más tarde, llegó un hombre vestido de negro, y entregóme una
carta; abríla y supe que era de mi madre, á quien no conocía; pero
que á mi entender era buena, benigna, tierna, hermosa como vos; mi
madre, á quien adoraba con toda mi alma. En aquella misiva, sin darme
á conocer nombre alguno, manifestábaseme que era noble, de una familia
distinguida, y que mi madre era muy desgraciada.

LUCRECIA.--¡Buen Genaro!

GENARO.--Desde aquel día me hice aventurero, pues siendo algo por mi
cuna, quería serlo también por mi espada. He corrido toda la Italia;
pero el primer día de cada mes, hálleme donde quiera, veo llegar
siempre al mismo mensajero, quien me entrega una carta de mi madre,
recibe la contestación y se va; nada me dice, ni yo tampoco, porque es
sordo-mudo.

LUCRECIA.--¿Conque no sabes nada de tu familia?

GENARO.--Sé que tengo madre, y que es desgraciada, y que yo daría mi
vida en este mundo por verla llorar, y en el otro por verla sonreir.
Esto es todo.

LUCRECIA.--¿Qué haces con sus cartas?

GENARO.--Todas las tengo sobre el corazón. Nosotros, los hombres de
guerra, arriesgamos siempre la piel, presentando el pecho á la punta de
las espadas, y las cartas de una madre son una buena coraza.

LUCRECIA.--¡Noble corazón!

GENARO.--¿Queréis ver su escritura? He aquí una de sus cartas. (_Saca
del pecho un papel, lo besa y entrégaselo á Lucrecia._) Leed.

LUCRECIA (_leyendo_):

  «... No trates de conocerme, Genaro mío, antes del día que yo te
  señale. Soy muy digna de compasión; estoy rodeada de parientes sin
  piedad, que te matarían, como mataron á tu padre. El secreto de tu
  nacimiento, hijo mío, quiero ser yo la única en conocerlo. Si tú lo
  supieses, es cosa tan triste al par que tan ilustre, que no podrías
  callarlo; la juventud es confiada; no conoces, como yo, los peligros
  que te rodean; ¿quién sabe? querrías arrostrarlos por bravata de
  joven, hablarías ó dejarías que lo adivinasen y no vivirías ya dos
  días. ¡Oh, no! conténtate con saber que tienes una madre que te
  adora, y que día y noche vela por tu vida. Genaro mío, hijo mío,
  tú eres todo lo que amo en la tierra; mi corazón se deshace cuando
  pienso en ti.»

  (_Interrúmpese para enjugar una lágrima._)

GENARO.--¡Cuán tiernamente leéis eso! Diríase, no que leéis, sino que
estáis hablando.--¡Ah! ¡Lloráis!--Sois buena, señora, y os agradezco
que lloréis de lo que me escribe mi madre. (_Vuelve á tomar la carta,
la besa de nuevo y la vuelve á poner en su pecho._) Sí; ya veis, ha
habido muchos crímenes en torno de mi cuna. ¡Pobre madre mía! ¿No es
verdad que ya comprendéis ahora que me entretengo poco en galanteos
y amoríos porque no tengo más que un pensamiento en el corazón, mi
madre? ¡Oh! ¡Librar á mi madre! ¡Servirla, vengarla, consolarla,
qué felicidad! Ya pensaré después en el amor. Todo lo que hago, es
para hacerme digno de mi madre. Hay muchos aventureros que no son
escrupulosos y se batirían por Satanás después de haberse batido por
San Miguel; yo, no; no sirvo más que causas justas; quiero poder
depositar un día á los pies de mi madre una espada limpia y leal como
la de un emperador. Ved, señora; me han ofrecido un ventajoso cargo al
servicio de esa infame Lucrecia Borgia y he rehusado.

LUCRECIA.--¡Genaro! ¡Genaro! ¡Tened piedad de los malos! No sabéis lo
que pasa en su corazón.

GENARO.--No tengo piedad de la que sin piedad se muestra. Pero, dejemos
eso, señora, y ahora que os he dicho quién soy, haced vos lo mismo, y
decidme á vuestra vez quién sois.

LUCRECIA.--Una mujer que os ama, Genaro.

GENARO.--Pero ¿vuestro nombre?...

LUCRECIA.--No me preguntéis más.

  (_Antorchas. Entran con estruendo Jeppo y Maffio. Lucrecia vuelve á
  ponerse el antifaz precipitadamente._)


ESCENA VI

Los mismos, MAFFIO ORSINI, JEPPO LIVERETTO, ASCANIO PETRUCCI, OLOFERNO
VITELLOZZO, APÓSTOLO GAZELLA. Señores, damas, pajes llevando antorchas.

MAFFIO (_con una antorcha en la mano_).--Genaro, ¿quieres saber quién
es la mujer á quien hablas de amor?

LUCRECIA (_aparte, bajo su careta_).--¡Justo cielo!

GENARO.--Todos sois amigos míos, pero juro á Dios que el que toque á la
máscara de esta mujer será mozo atrevido. La máscara de una mujer es
sagrada como la cara de un hombre.

MAFFIO.--¡Precisa antes que la mujer sea una mujer, Genaro! No queremos
insultar á esa; queremos tan solamente decirle nuestros nombres.
(_Dando un paso hacia Lucrecia._) Señora, soy Maffio Orsini, hermano
del duque de Gravina, al que vuestros esbirros han asesinado de noche
mientras dormía.

JEPPO.--Señora, soy Jeppo Liveretto, sobrino de Liveretto Vitelli, á
quien habéis hecho dar de puñaladas en los subterráneos del Vaticano.

ASCANIO.--Señora, soy Ascanio Petrucci, primo de Pandolfo Petrucci,
señor de Siena, al que habéis asesinado para quitarle más fácilmente su
ciudad.

OLOFERNO.--Señora, me llamo Oloferno Vitellozzo, sobrino de Iago
d’Appiani, á quien habéis envenenado en una fiesta después de haberle
traidoramente robado su buena ciudadela señorial de Piombino.

APÓSTOLO.--Señora, habéis condenado á muerte en el patíbulo á Francisco
Gazella, tío materno de don Alfonso de Aragón, vuestro tercer marido,
á quien habéis hecho matar á golpes de alabarda en la meseta de la
escalera de San Pedro. Soy Apóstolo Gazella, primo del uno é hijo del
otro.

LUCRECIA.--¡Oh Dios!

GENARO.--¿Quién es esta mujer?

MAFFIO.--Y ahora que os hemos dicho nuestros nombres, señora, ¿nos
permitís que digamos el vuestro?

LUCRECIA.--¡No, no! ¡Tened piedad, señores! ¡No delante de él!

MAFFIO (_desenmascarándola_).--Quitaos vuestra máscara, señora, que se
vea si podéis aún ruborizaros.

APÓSTOLO.--Genaro, esa mujer á quien hablabas de amor, es envenenadora
y adúltera.

JEPPO.--Incesto en todos grados. Incesto con sus dos hermanos que se
han dado muerte uno á otro por amor á ella.

LUCRECIA.--¡Perdón!

ASCANIO.--¡Incesto con su padre, que es papa!

LUCRECIA.--¡Piedad!

OLOFERNO.--Incesto con sus hijos, si los tuviese, pero el cielo los
rehusa á los monstruos.

LUCRECIA.--¡Basta! ¡Basta!

MAFFIO.--¿Quieres saber su nombre, Genaro?

LUCRECIA.--¡Perdón! ¡Perdón, señores!

MAFFIO.--Genaro, ¿quieres saber su nombre?

LUCRECIA (_Arrástrase á los pies de Genaro._)--¡No escuches, Genaro mío!

MAFFIO (_extendiendo el brazo_).--¡Es Lucrecia Borgia!

GENARO (_rechazándola_).--¡Oh!...

TODOS.--¡Lucrecia Borgia!

  (_Cae desmayada á los pies de Genaro._)

[Ilustración]



[Ilustración]

PARTE SEGUNDA

Una plaza de Ferrara. Á la derecha un palacio con balcón guarnecido de
celosías, y una puerta baja. Sobre el balcón un gran escudo de piedra
cargado de blasones con esta palabra en gruesas letras en relieve
sobredoradas: BORGIA. Á la izquierda una casita con puerta á la plaza.
En el fondo casas y campanarios.


ESCENA I

LUCRECIA, GUBETTA

LUCRECIA.--¿Está dispuesto todo para esta noche, Gubetta?

GUBETTA.--Sí, señora.

LUCRECIA.--¿Estarán los cinco?

GUBETTA.--Todos cinco.

LUCRECIA.--Me han ultrajado muy cruelmente, Gubetta.

GUBETTA.--No estaba yo allí, señora.

LUCRECIA.--No han tenido compasión.

GUBETTA.--¿Os han dicho vuestro nombre, alto y claro?

LUCRECIA.--No me han dicho mi nombre, Gubetta; me lo han escupido al
rostro.

GUBETTA.--¿En pleno baile?

LUCRECIA.--Delante de Genaro.

GUBETTA.--¡Vaya unos atolondrados! ¡Salir de Venecia para venirse
á Ferrara! Verdad es que no les quedaba otro remedio habiendo sido
designados por el Senado para formar parte de la embajada que llegó la
otra semana.

LUCRECIA.--¡Oh! Me aborrece y me desprecia ahora, y es por culpa suya.
¡Ah, Gubetta! ¡Me vengaré de ellos!

GUBETTA.--En hora buena; esto es hablar. Habéis abandonado vuestras
fantasías de misericordia; ¡alabado sea Dios! Estoy mucho más á mis
anchas con Vuestra Alteza cuando es natural, como en este caso.
Por lo menos, me reconozco mejor. Entended, señora, que un lago es
lo contrario de una isla; una torre, lo contrario de un pozo; un
acueducto, lo contrario de un puente, y yo tengo el honor de ser lo
contrario de un personaje virtuoso.

LUCRECIA.--Genaro está con ellos. Cuidado que le suceda nada.

GUBETTA.--Si nos convirtiéramos, vos en buena mujer y yo en hombre de
bien, sería cosa monstruosa.

LUCRECIA.--Cuida de que no le suceda nada á Genaro, te digo.

GUBETTA.--Estad tranquila.

LUCRECIA.--¡Quisiera sin embargo verle todavía una vez más!

GUBETTA.--¡Vive Dios, señora, Vuestra Alteza le ve todos los días!
Habéis ganado á su criado para que determinase á su amo á alojarse
ahí, en esa bicoca, frente á frente de vuestro balcón, y desde vuestra
ventana enrejada tenéis todos los días el inefable goce de ver entrar y
salir al susodicho gentil-hombre.

LUCRECIA.--Digo que quisiera hablarle, Gubetta.

GUBETTA.--Nada más sencillo. Enviadle á decir por vuestro porta-manto
Astolfo, que Vuestra Alteza lo espera hoy á tal hora en palacio.

LUCRECIA.--Lo haré, Gubetta; ¿pero querrá venir?

GUBETTA.--Retiraos, señora, creo que va á pasar por aquí dentro un
momento con los estorninos en cuestión.

LUCRECIA.--¿Te toman siempre por el conde de Belverana?

GUBETTA.--Me creen español desde los talones hasta las cejas. Soy uno
de sus mejores amigos. Les pido dinero á préstamo.

LUCRECIA.--¡Dinero! ¿Para qué?

GUBETTA.--¡Pardiez! para tenerlo. Por otra parte, nada más provechoso
que hacer de mendigo y tirarle de la cola al diablo.

LUCRECIA (_aparte_).--¡Dios mío! ¡Haced que no le suceda nada á mi
Genaro!

GUBETTA.--Y á propósito, señora; se me ocurre una reflexión.

LUCRECIA.--¿Cuál?

GUBETTA.--Que es menester que la cola del diablo esté soldada,
enclavijada y atornillada en la espalda con extraordinaria solidez
para que resista á la innumerable multitud de gentes que tiran de ella
perpetuamente.

LUCRECIA.--Todo te mueve á risa, Gubetta.

GUBETTA.--Es una manía como cualquier otra.

LUCRECIA.--Creo que están aquí.--Piensa en todo.

  (_Entra en palacio por la puertecilla bajo el balcón._)


ESCENA II

GUBETTA, solo

¿Quién es ese Genaro? ¿Ó qué diablos quiere hacer ella con él? No
sé todos los secretos de la dama ni con mucho, pero éste excita mi
curiosidad. Á fe que no ha tenido confianza conmigo esta vez, y no
creo vaya á imaginarse que le sirva en esta ocasión; saldrá de la
intriga con ese Genaro como pueda. Pero ¡qué extraña manera de amar á
un hombre cuando se es hija de Rodrigo Borgia y de la Vanozza, cuando
se es una mujer que tiene en las venas sangre de cortesano y sangre
de papa! ¡Lucrecia haciéndose platónica! ¡No me sorprendería ya, aun
cuando me dijesen que el papa Alejandro Sexto cree en Dios! (_Mira á la
calle vecina._) Vamos, he aquí á nuestros jóvenes locos del carnaval
de Venecia. ¡Bonita idea han tenido de abandonar una tierra neutral
y libre para venir aquí después de haber ofendido mortalmente á la
duquesa de Ferrara! En su lugar, hubiérame yo abstenido, ciertamente,
de formar parte de la cabalgata de los embajadores venecianos. Pero los
jóvenes son así. Las fauces del lobo son de todas las cosas sublunares
aquella en que de mejor gana se precipitan.

  (_Entran los jóvenes señores sin ver al principio á Gubetta, que se
  ha colocado en observación bajo uno de los pilares que sostienen el
  balcón. Hablan en voz baja y con aire de inquietud._)


ESCENA III

GUBETTA.--GENARO, MAFFIO, JEPPO, ASCANIO, APÓSTOLO, OLOFERNO.

MAFFIO (_en voz baja_).--Diréis lo que os parezca, señores; pero podía
uno dispensarse de venir á Ferrara cuando se ha herido en el corazón á
Lucrecia Borgia.

APÓSTOLO.--¿Qué podíamos hacer? El Senado nos envía aquí. ¿Hay manera
acaso de eludir las órdenes del serenísimo senado de Venecia? Una vez
designados, menester era partir. No se me oculta, sin embargo, Maffio,
que Lucrecia Borgia es una formidable enemiga. Aquí es la dueña.

JEPPO.--¿Qué quieres que nos haga, Apóstolo? ¿No estamos al servicio de
la república de Venecia? ¿No formamos parte de la embajada? Tocar á un
cabello de nuestra cabeza sería declarar la guerra al Dux, y Ferrara no
se indispone así como así con Venecia.

GENARO (_meditando en un rincón del teatro, sin mezclarse en la
conversación_).--¡Oh, madre! ¡madre mía! ¡Quién me dijera lo que podría
hacer yo por mi buena madre!

MAFFIO.--Pueden extenderte en el sepulcro, Jeppo, sin tocar á un
cabello de tu cabeza. Hay venenos que resuelven los asuntos de los
Borgias sin aparato ni estruendo, mucho mejor que con el hacha y el
puñal. Recuerdo cómo Alejandro Sexto ha hecho desaparecer del mundo al
Sultán Zizimí, hermano de Bayaceto.

OLOFERNO.--Y á tantos otros.

APÓSTOLO.--En cuanto al hermano de Bayaceto, su historia es curiosa
y no de las menos siniestras. El papa le persuadió que Carlos de
Francia le había envenenado el día que hicieron colación juntos; Zizimí
se lo creyó todo y recibió de las bellas manos de Lucrecia Borgia
un titulado contra-veneno, que en dos horas despachó al hermano de
Bayaceto.

JEPPO.--Parece que ese bravo turco no entendía nada la política.

MAFFIO.--Sí; los Borgias tienen venenos que matan en un día, ó en un
año, á su antojo. Son venenos infames que vuelven mejor el vino y hacen
vaciar el frasco con más placer. Os creéis ebrio y estáis muerto. Ó
bien un hombre siente de pronto languidez, su piel se arruga, sus ojos
se hunden, sus cabellos blanquean, los dientes se rompen como vidrio
al contacto del pan; no anda ya, se arrastra; no respira, estertorea;
no ríe, no duerme, tirita al sol en pleno mediodía; joven, tiene el
aspecto de un anciano; agoniza así algún tiempo, y muere. Muere, y
entonces recuerda que hace seis meses ó un año bebió un vaso de vino
de Chipre en casa de un Borgia. (_Volviéndose._) Ved, señores; he ahí
justamente á Montefeltro, á quien conocíais quizás, que es de esta
ciudad, y á quien le sucede actualmente lo que digo. Pasa por allí, en
el fondo de la plaza. Miradle.

  (_Vese pasar en el fondo del teatro un hombre con el cabello blanco,
  flaco, vacilante, cojeando, apoyado en un bastón y embozado en una
  capa._)

ASCANIO.--¡Pobre Montefeltro!

APÓSTOLO.--¿Qué edad tiene?

MAFFIO.--Mi edad: veintinueve años.

OLOFERNO.--Le he visto el año pasado, sonrosado y fresco como vos.

MAFFIO.--Hace tres meses cenó en casa de nuestro Santísimo Padre el
Papa, en su viña de Belvedere.

ASCANIO.--¡Esto es horrible!

MAFFIO.--¡Oh! Se cuentan cosas muy extrañas de esas cenas de los
Borgias.

ASCANIO.--Son bacanales desenfrenadas, sazonadas con envenenamientos.

MAFFIO.--Ved, señores, cuán desierta está la plaza á nuestro
alrededor. El pueblo no se aventura tan cerca como nosotros del palacio
ducal; tiene miedo de que los venenos que se elaboran en él día y noche
no transpiren á través de las paredes.

ASCANIO.--Señores, bien mirado, los embajadores han obtenido ayer su
audiencia del duque. Nuestra misión está casi terminada. El séquito de
la embajada se compone de cincuenta caballeros y nuestra desaparición
no se notará en este número. Creo que obraríamos cuerdamente en
abandonar á Ferrara.

MAFFIO.--¡Hoy mismo!

JEPPO.--Señores, mañana será tiempo. Estoy invitado á cenar esta noche
en casa de la princesa Negroni, de la cual ando perdidamente enamorado,
y no quisiera dar á entender que huyo ante la mujer más linda de
Ferrara.

OLOFERNO.--¿Estás invitado á cenar esta noche en casa de la princesa
Negroni?

JEPPO.--Sí.

OLOFERNO.--Pues yo también.

ASCANIO.--Y yo también.

APÓSTOLO.--Y yo también.

MAFFIO.--Y yo también.

GUBETTA (_saliendo de la sombra del pilar_).--Y yo también, señores.

JEPPO.--¡Toma, he ahí al señor de Belverana! Perfectamente: iremos
todos juntos; será una alegre velada. Buenos días, señor de Belverana.

GUBETTA.--Largos años os guarde Dios, señores.

MAFFIO (_por lo bajo á Jeppo_).--Te voy á parecer muy tímido, Jeppo;
pues bien: si quisiérais creerme, no iríamos á esa cena. El palacio
Negroni está contiguo al palacio ducal y no tengo gran confianza en la
amabilidad de ese señor Belverana.

JEPPO (_por lo bajo_).--Estáis loco, Maffio. La Negroni es una mujer
encantadora; os digo que estoy enamorado de ella, y Belverana es un
excelente sujeto. Me he enterado de él y de los suyos. Mi padre estuvo
con su padre en el sitio de Granada, en mil cuatrocientos ochenta y
tantos.

MAFFIO.--Eso no prueba que éste sea hijo del padre con quien estaba el
vuestro.

JEPPO.--Libre sois de no venir á cenar, Maffio.

MAFFIO.--Iré, si vais vos, Jeppo.

JEPPO.--¡Viva Júpiter, entonces! Y tú, Genaro, ¿no quieres ser de los
nuestros esta noche?

ASCANIO.--¿Acaso la Negroni ha dejado de invitarte?

GENARO.--Así es. Le habré parecido á la princesa mediano gentil-hombre.

MAFFIO (_sonriendo_).--Entonces, hermano, irás por tu parte á alguna
cita amorosa, ¿no es eso?

JEPPO.--Á propósito, cuéntanos algo de lo que te decía Lucrecia la
otra noche. Parece que anda loca por ti. Largo debió de hablarte. La
libertad del baile era una buena ocasión para ella. Las mujeres no
disfrazan su persona más que para desnudar más audazmente su alma.
Rostro tapado, corazón desnudo.

  (_Desde algunos instantes Lucrecia está en el balcón cuya celosía ha
  entreabierto. Escucha._)

MAFFIO.--¡Ah! Has venido precisamente á alojarte delante de su balcón.
¡Genaro! ¡Genaro!

APÓSTOLO.--Lo cual no deja de ser algo peligroso, camarada, pues se
dice que este digno duque de Ferrara anda muy celoso de su señora
esposa.

OLOFERNO.--Vamos, Genaro, cuéntanos á qué alturas te encuentras en tus
amoríos con Lucrecia Borgia.

GENARO.--Señores, si volvéis á hablarme de esa horrible mujer, habrá
espadas que saldrán á relucir al sol.

LUCRECIA (_en el balcón, aparte_).--¡Ay!

MAFFIO.--Es pura broma, Genaro. Pero me parece que bien se te puede
hablar de esa dama, puesto que llevas sus colores.

GENARO.--¿Qué quieres decir?

MAFFIO (_mostrándole la banda que lleva_).--Esta banda.

JEPPO.--Son, en efecto, los colores de Lucrecia Borgia.

GENARO.--Fiametta es quien me la ha enviado.

MAFFIO.--Así lo crees tú. Lucrecia te lo ha enviado á decir; pero
Lucrecia en persona es la que ha bordado la banda con sus propias manos
para ti.

GENARO.--¿Estás seguro de ello, Maffio? ¿Por quién lo sabes?

MAFFIO.--Por tu criado, que te entregó la banda, y á quien ella sobornó.

GENARO.--¡Condenación!

  (_Arráncase la banda, la destroza y la pisotea._)

LUCRECIA (_aparte_).--¡Ay!

  (_Cierra la celosía y se retira._)

MAFFIO.--Es una mujer hermosa, con todo.

JEPPO.--Sí, pero hay algo de siniestro impreso en su belleza.

MAFFIO.--Es un ducado de oro con la efigie de Satanás.

[Ilustración: MAFFIO.--_¿Qué diablos hace?_]

GENARO.--¡Oh! ¡Maldita sea esa Lucrecia Borgia! ¡Decís que esa mujer
me ama! Pues bien: tanto mejor; sea este su castigo: ¡me horroriza!
¡Sí, me horroriza! Ya lo sabes, Maffio, siempre ha sido así; no hay
manera de ser indiferente hacia una mujer que nos ama. Hay que amarla ó
aborrecerla. ¿Y cómo amar á esa? Sucede que, cuando más perseguido se
ve uno por el amor de esas mujeres, más las aborrece. Esta me persigue,
me embiste, me tiene sitiado. ¿Por qué he podido merecer yo el amor de
una Lucrecia Borgia? ¿No es eso acaso una vergüenza y una calamidad?
Desde aquella noche en que de tan ruidosa manera me habéis dicho su
nombre, no podéis creer hasta qué punto me es odioso el pensamiento
de esa mujer malvada. En otro tiempo no veía yo á Lucrecia más que de
lejos, á través de mil intervalos, como un fantasma terrible de pie
sobre Italia, como el espectro de todo el mundo. Ahora este espectro es
el mío, viene á sentarse á mi cabecera; me ama y quiere acostarse en
mi lecho. ¡Por mi madre, esto es espantoso! ¡Ah, Maffio, ha matado al
señor de Gravina, ha matado á tu hermano! Pues bien, ¡yo reemplazaré á
tu hermano para contigo, y yo le vengaré para con ella!--¡He ahí, pues,
su execrable palacio! ¡Palacio de la lujuria, palacio de la traición,
palacio del asesinato, palacio del adulterio, palacio del incesto,
palacio de todos los crímenes, palacio de Lucrecia Borgia! ¡Oh! el
sello de infamia que no puedo poner sobre la frente de esa mujer,
¡quiero ponerle al menos en la fachada de su palacio!

  (_Sube sobre el banco de piedra que está debajo del balcón, y con su
  puñal hace saltar la primera letra del nombre de Borgia grabado en el
  muro, de manera que no queda más que la palabra_: ORGIA.)

MAFFIO.--¿Qué diablos hace?

JEPPO.--Genaro, esta letra de menos en el nombre de Lucrecia, es tu
cabeza de menos sobre tus espaldas.

GUBETTA.--Señor Genaro, he aquí un retruécano que someterá mañana á
media ciudad al tormento.

GENARO.--Si buscan al culpable, yo me presentaré.

GUBETTA (_aparte_).--¡Me alegraría, pardiez! ¡Eso pondría en grande
apuro á Lucrecia!

  (_Desde algunos instantes, dos hombres vestidos de negro se pasean
  por la plaza. Observan._)

MAFFIO.--Señores, he aquí unos individuos de mala catadura que nos
miran algo curiosamente. Creo que será juicioso separarnos. No hagas
nuevas locuras, hermano Genaro.

GENARO.--Anda tranquilo, Maffio. ¿Tu mano? Señores, divertíos mucho
esta noche.

  (_Entra en su casa; los otros se dispersan._)


ESCENA IV

LOS DOS HOMBRES, vestidos de negro

HOMBRE 1.º--¿Qué diablos haces tú por ahí, Rustighello?

HOMBRE 2.º--Espero á que te largues, Astolfo.

HOMBRE 1.º--¿De veras?

HOMBRE 2.º--¿Y tú, qué haces ahí, Astolfo?

HOMBRE 1.º--Espero á que te largues, Rustighello.

HOMBRE 2.º--¿Con quién tienes que ver, Astolfo?

HOMBRE 1.º--Con el hombre que acaba de entrar ahí. ¿Y tú, con quién te
las tienes?

HOMBRE 2.º--Con el mismo.

HOMBRE 1.º--¡Diablo!

HOMBRE 2.º--¿Qué piensas hacer con él?

HOMBRE 1.º--Llevárselo á la duquesa. ¿Y tú?

HOMBRE 2.º--Quiero llevárselo al duque.

HOMBRE 1.º--¡Diantre!

HOMBRE 2.º--¿Qué le espera en casa la duquesa?

HOMBRE 1.º--El amor sin duda. ¿Y en casa el duque?

HOMBRE 2.º--Probablemente la horca.

HOMBRE 1.º--¿Cómo componérnoslas? No debe hallarse á la vez en casa del
duque y de la duquesa, amante feliz y ahorcado.

HOMBRE 2.º--Ahí va un ducado. Juguemos á cara ó cruz quien de nosotros
se llevará el hombre.

HOMBRE 1.º--Lo dicho.

HOMBRE 2.º--Á fe mía, si pierdo le diré buenamente al duque que el
pájaro había volado. ¿Qué me importan á mí los negocios del duque?

  (_Echa su ducado al aire._)

HOMBRE 1.º--Cruz.

HOMBRE 2.º (_mirando á tierra_).--Es cara.

HOMBRE 1.º--El hombre será ahorcado. Tómale. Adiós.

HOMBRE 2.º--Buenas noches.

  (_Cuando ha desaparecido el otro, abre la puerta baja que está cabe
  el balcón, entra y reaparece un momento después acompañado de cuatro
  esbirros, con los cuales va á llamar á la puerta de la casa donde ha
  entrado Genaro. Cae el telón._)

[Ilustración]



[Ilustración]

ACTO II

LA PAREJA


PARTE PRIMERA

Una sala del palacio ducal de Ferrara. Tapices de cuero de Hungría
incrustados de arabescos de oro. Mobiliario magnífico, según el gusto
de fines del siglo XV en Italia. El sillón ducal de terciopelo rojo,
bordado con las armas de la casa de Este. Al lado, una mesa cubierta
de terciopelo rojo. En el fondo, una gran puerta. Á la derecha una
puertecilla, y á la izquierda otra secreta. Detrás de ésta se ve, en
un compartimento practicado en el teatro, el principio de una escalera
en espiral que se hunde en el suelo y está iluminada por una larga y
estrecha ventana enrejada.

PERSONAJES

  LUCRECIA.
  ALFONSO DE ESTE.
  GENARO.
  MAFFIO.
  RUSTIGHELLO.
  UN HUJIER.


ESCENA I

D. ALFONSO DE ESTE, con traje de colores magnífico; RUSTIGHELLO,
vestido con los mismos colores, pero de tela más sencilla

RUSTIGHELLO.--Monseñor, quedan ejecutadas vuestras primeras órdenes.
Espero otras.

ALFONSO.--Toma esta llave y vé á la galería de Numa. Cuenta todos los
entrepaños de la ensambladura, comenzando en la grande figura pintada,
que está cerca de la puerta y representa á Hércules, hijo de Júpiter,
uno de mis antepasados. Cuando llegues al vigésimo tercero, verás una
pequeña abertura, oculta en las fauces de una serpiente dorada, que es
una serpiente de Milon. Mandó hacer el tal entrepaño Ludovico el Moro.
Introduce la llave en esta abertura y aquel girará sobre sus goznes
como una puerta. En el armario secreto que recubre verás, sobre una
bandeja de cristal, un frasco de oro y otro de plata con dos copas
esmaltadas. En el frasco de plata hay agua pura. En el frasco de oro
hay vino preparado. Llevarás la bandeja, sin tocar á nada, al gabinete
contiguo á esta cámara, Rustighello; y si nunca has oído á aquellos
cuyos dientes castañeteaban de terror, hablar del famoso veneno de los
Borgias, que en polvo es blanco y centelleante como polvo de mármol de
Carrara, y que, mezclado con el vino, cambia el de Romorantino en vino
de Siracusa, te guardarás bien de tocar al frasco.

RUSTIGHELLO.--¿Es esto todo, monseñor?

ALFONSO.--No; tomarás tu mejor espada, te estarás en el gabinete, de
pie, detrás de la puerta, de manera que oigas cuanto aquí se diga
y para que puedas entrar á la primera señal que te haga con esta
campanilla de plata, cuyo sonido conoces. (_Muestra una campanilla
sobre la mesa._) Si digo sencillamente: ¡Rustighello! entrarás con la
bandeja. Si toco la campanilla, entrarás con la espada.

RUSTIGHELLO.--Basta, monseñor.

ALFONSO.--Tendrás la espada desnuda en la mano, á fin de no tomarte la
molestia de desenvainarla.

RUSTIGHELLO.--Bien.

ALFONSO.--Rustighello, toma dos espadas. Una podría romperse. Anda.

  (_Rustighello sale por la puertecilla._)

UN HUJIER (_entrando por la puerta del fondo_).--Nuestra señora la
duquesa desea hablar á nuestro señor el duque.

ALFONSO.--Haced entrar á mi señora.


ESCENA II

ALFONSO y LUCRECIA

LUCRECIA (_entrando con impetuosidad_).--Señor, señor, esto es indigno,
esto es odioso, esto es infame. Algún hombre del pueblo, ¿sabéis
eso, don Alfonso? acaba de mutilar el nombre de vuestra esposa,
grabado debajo de mis armas de familia, en la fachada de vuestro
propio palacio. La cosa se ha hecho en pleno día, públicamente, ¿por
quién? lo ignoro, pero es harto injurioso y temerario. Se ha hecho
de mi nombre un padrón de ignominia, y vuestro populacho de Ferrara,
que es, á no dudarlo, el más infame de toda Italia, monseñor, está
allí mofándose alrededor de mi blasón como si fuera una picota. ¿Os
imagináis acaso, don Alfonso, que me resigno á esto y que no preferiría
mil veces más morir de una puñalada, más bien que de la picadura
envenenada del sarcasmo y de la befa? ¡Pardiez, señor, que me tratan
extrañamente en vuestro señorío de Ferrara! Esto empieza á cansarme, y
os encuentro demasiado tranquilo, mientras arrastran por los arroyos
de vuestra ciudad la reputación de vuestra esposa, despedazada por la
injuria y la calumnia. Me es menester una reparación ruidosa de esto,
os lo prevengo, señor duque. Preparaos á hacer justicia porque es
un acontecimiento grave el que acaba de acaecer ¿sabéis? ¿Creeríais
acaso que no tengo en nada la estimación de nadie en el mundo y que mi
marido puede dispensarse de ser mi caballero? No, no, monseñor; quien
se casa, protege; quien da la mano, da el brazo. Cuento con ello.
Cada día recibo una nueva injuria y nunca veo que os alteréis. ¿Acaso
ese cieno de que me cubren no os salpica, don Alfonso? ¡Vaya, por mi
alma, enfadaos un poco, que os vea una vez en la vida enojaros por mí,
señor! Que estáis enamorado de mí, me decís algunas veces; estadlo,
pues, de mi gloria; que estáis celoso, estadlo de mi reputación. Si he
doblado con mi dote vuestros dominios hereditarios; si os he traído
en matrimonio, no solamente la Rosa de oro y la bendición del Padre
Santo sino lo que ocupa más lugar en la superficie del globo, Siena,
Rímini, Cesena, Spoletto y Piombino, y más ciudades que castillos
tenéis, y más ducados que baronías teníais; si he hecho de vos el más
poderoso caballero de Italia, no es esto una razón para que dejéis que
vuestro pueblo me escarnezca, me denigre y me insulte; para que dejéis
á vuestra Ferrara señalar con el dedo á toda Europa á vuestra mujer,
más despreciada y más bajamente puesta que la sirvienta de los criados
de vuestros palafreneros; no es una razón, digo, para que vuestros
vasallos no puedan verme pasar entre ellos sin decir: «¡Anda! ¡Esa
mujer!...» Pues bien: os lo declaro, señor; quiero que el crimen de hoy
sea perseguido y ejemplarmente castigado, ó bien me quejaré al papa, me
quejaré al de Valentinois, que está en Forli con quince mil hombres de
guerra; ved ahora si vale esto la pena de que os levantéis de vuestro
sillón.

ALFONSO.--Señora, el crimen de que os quejáis me es conocido.

LUCRECIA.--¡Cómo, señor! ¡Os es conocido el crimen y no está
descubierto todavía el criminal!

ALFONSO.--El criminal está descubierto.

LUCRECIA.--¡Vive Dios! Si está descubierto ¿cómo es que no está ya
detenido?

ALFONSO.--Está detenido, señora.

LUCRECIA.--Por mi alma, si está detenido, ¿por qué motivo no está
todavía castigado?

ALFONSO.--Lo estará. He querido antes saber vuestra opinión sobre el
castigo.

LUCRECIA.--Habéis hecho bien, monseñor. ¿Dónde está?

ALFONSO.--Aquí.

LUCRECIA.--¡Ah! ¡aquí! He de hacer un ejemplar, ¿entendéis, señor? Esto
es un crimen de lesa majestad, y esos crímenes hacen caer siempre la
cabeza que los concibe y la mano que los ejecuta. ¿Conque está aquí?
Quiero verle.

ALFONSO.--Es fácil. (_Llamando._) ¡Bautista!

  (_El hujier reaparece._)

LUCRECIA.--Una palabra aún, señor, antes de que el culpable sea
introducido. Quien quiera que fuere ese hombre, aunque fuese de nuestra
ciudad, aunque fuese de nuestra casa, don Alfonso, dadme vuestra
palabra de duque coronado de que no saldrá vivo de aquí.

ALFONSO.--Os la doy. Os la doy, ¿lo entendéis bien, señora?

LUCRECIA.--Bien está; sin duda que lo entiendo. Traedle ahora; quiero
interrogarle yo misma. ¡Dios mío! ¿qué habré hecho yo á esa gente de
Ferrara para que me persiga de este modo?

ALFONSO (_al hujier_).--Haced entrar al preso.

  (_Ábrese la puerta del fondo. Vese aparecer á Genaro desarmado entre
  dos partesaneros. En el mismo momento se ve á Rustighello subir la
  escalera en el pequeño compartimiento de la izquierda, detrás de la
  puerta secreta; lleva en la mano una bandeja en la cual hay un frasco
  dorado, otro plateado y dos copas. Pone la bandeja en el alféizar de
  la ventana, saca su espada y se coloca detrás de la puerta._)


ESCENA III

Los mismos, GENARO

LUCRECIA (_aparte_).--¡Genaro!

ALFONSO (_aproximándose á ella, bajo y con una sonrisa_).--¿Conocíais
acaso á ese hombre?

LUCRECIA (_aparte_).--¡Es Genaro! ¡Qué fatalidad, Dios mío!

  (_Le mira con angustia; él aparta la vista._)

GENARO.--Señor duque, soy un simple capitán y os hablo con el respeto
que conviene. Vuestra Alteza me ha hecho prender en mi alojamiento esta
mañana: ¿qué me queréis?

ALFONSO.--Señor capitán, se ha cometido esta mañana un crimen de lesa
majestad frente á frente de la casa que habitáis. El nombre de nuestra
bien amada esposa y prima doña Lucrecia Borgia ha sido insolentemente
mutilado en la fachada de nuestro palacio ducal. Buscamos al culpable.

LUCRECIA.--No es él; hay un error, don Alfonso. No es ese joven.

ALFONSO.--¿Cómo lo sabéis?

LUCRECIA.--Estoy segura de ello. Este joven es de Venecia y no de
Ferrara. Así...

ALFONSO.--¿Y qué prueba eso?

LUCRECIA.--El hecho ha ocurrido esta mañana y yo sé que él ha pasado
aquellas horas en casa de una joven llamada Fiametta.

GENARO.--No, señora.

ALFONSO.--Ya ve Vuestra Alteza que ha sido mal informada. Dejadme que
le interrogue. Capitán Genaro, ¿sois vos quien ha cometido el crimen?

LUCRECIA (_desesperada_).--¡Me ahogo aquí! ¡Aire! ¡aire! ¡tengo
necesidad de respirar un poco! (_Se dirige á una ventana, y pasando al
lado de Genaro le dice en voz baja y rápidamente_): Dí que no eres tú.

ALFONSO (_aparte_).--Le ha hablado en voz baja.

GENARO.--Duque Alfonso, los pescadores de Calabria que me criaron y que
me han templado muy joven en el mar para hacerme fuerte y atrevido,
me han enseñado esta máxima con la cual se puede arriesgar á menudo
la vida, nunca el honor: «Haz lo que dices, dí lo que haces.» Duque
Alfonso, yo soy el hombre á quien buscáis.

ALFONSO (_volviéndose á Lucrecia_).--Tenéis mi palabra de duque
coronado, señora.

LUCRECIA.--Tengo que deciros dos palabras en particular, monseñor.

  (_El duque hace seña al hujier y á los guardias de retirarse con el
  prisionero á la sala contigua_).


ESCENA IV

LUCRECIA, ALFONSO

ALFONSO.--¿Qué me queréis, señora?

LUCRECIA.--Lo que yo os quiero, don Alfonso, es que no quiero que ese
joven muera.

ALFONSO.--Hace apenas un instante habéis venido á mi encuentro como la
tempestad, irritada y llorosa; os habéis quejado de un ultraje que se
os había inferido; habéis reclamado con injurias y gritos la cabeza del
culpable; me habéis pedido mi palabra ducal de que no saldría vivo de
aquí; os la he lealmente concedido, ¡y ahora no queréis que muera! ¡Por
Cristo, señora, que esto es extraño!

LUCRECIA.--No quiero que ese joven muera, señor duque.

ALFONSO.--Señora, los caballeros tan probados como yo no tienen
costumbre de dejar su fe en prenda. Tenéis mi palabra y es menester que
la retire. He jurado que el culpable moriría y morirá. Por mi alma, que
podéis escoger vos misma el género de muerte.

LUCRECIA (_con aire risueño y lleno de dulzura_).--Don Alfonso, don
Alfonso, en verdad que no hacemos más que decir locuras vos y yo.
Es cierto que soy una mujer caprichosa; mi padre me ha consentido
demasiado ¡qué queréis! Desde mi infancia se ha obedecido á todos mis
caprichos. Lo que yo quería hace un cuarto de hora, no lo quiero ya en
este momento. Ya sabéis, don Alfonso, que siempre he sido así. Vamos,
sentaos ahí, cerca de mí, y hablemos un poco, tierna y cordialmente,
como marido y mujer, como dos buenos amigos.

ALFONSO (_tomando por su parte cierto aire de galantería_).--Doña
Lucrecia, sois mi señora y me considero harto dichoso con que os plazca
tenerme un momento á vuestros pies.

  (_Siéntase cerca de ella._)

LUCRECIA.--¡Qué bueno es entenderse! ¿Sabéis, Alfonso, que os amo
como el primer día de mi matrimonio, aquel día en que hicisteis tan
deslumbradora entrada en Roma, entre el señor de Valentinois, mi
hermano, y el señor cardenal Hipólito de Este, que lo es vuestro? Yo
estaba en el balcón de las gradas de San Pedro. ¡Recuerdo aún vuestro
hermoso caballo blanco cargado de guarniciones de oro y el noble
aspecto de rey que teníais!

ALFONSO.--Erais también muy bella vos, señora, y aparecíais bien
resplandeciente bajo vuestro dosel de brocado de plata.

LUCRECIA.--¡Oh, no me habléis de mí, monseñor, cuando os hablo de vos!
Cierto que todas las princesas de Europa me envidian el haberme casado
con el mejor caballero de la Cristiandad. Y yo os amo verdaderamente,
como si tuviese diez y ocho años. ¿Sabéis que os amo, no es verdad,
Alfonso? ¿No lo habéis dudado nunca, á lo menos? Soy fría algunas
veces, y distraída; esto proviene de mi carácter y no de mi corazón.
Escuchad, Alfonso: si Vuestra Alteza me riñese por ello suavemente,
yo me corregiría bien pronto. ¡Qué cosa tan buena es amarnos como lo
hacemos! ¡Dadme vuestra mano, dadme un beso, don Alfonso! Á la verdad,
pienso ahora en ello, es muy ridículo que un príncipe y una princesa
como vos y yo, que están sentados uno al lado de otro en el más bello
trono ducal que haya en el mundo, y que se aman, hayan estado á punto
de disputar por un miserable capitanete aventurero veneciano. Dad orden
para arrojar de aquí á ese hombre y no hablemos más de ello. Que vaya
donde le plazca ese pícaro ¿no es verdad, Alfonso? El león y la leona
no van á irritarse por un pulgón. ¿Sabéis, monseñor, que si la corona
ducal fuese otorgada en certamen al más hermoso caballero de vuestro
ducado de Ferrara, seríais vos, también, quien la tendría? Esperad á
que vaya á decirle á Bautista de parte vuestra que se ha de expulsar
cuanto antes de Ferrara á ese Genaro.

ALFONSO.--No corre prisa.

LUCRECIA (_con aire juguetón_).--Quisiera no tener que pensar más en el
asunto. Vamos, monseñor, dejadme terminar esta cuestión á mi manera.

ALFONSO.--Es menester que termine según la mía.

LUCRECIA.--Pero, en fin, Alfonso mío, ¿no tenéis razón alguna para
querer la muerte de ese hombre?

ALFONSO.--¿Y la palabra que os he dado? El juramento de un rey es
sagrado.

LUCRECIA.--Esto es bueno para decírselo al pueblo. Pero de vos á mí,
Alfonso, ya sabemos lo que es eso. El Padre Santo había prometido á
Carlos VIII de Francia la vida de Zizimí, y Su Santidad no por eso
dejó de matar á Zizimí. El señor de Valentinois se había constituído
bajo palabra en rehenes del mismo niño Carlos VIII, y el señor de
Valentinois no por eso dejó de evadirse del campo francés así que
pudo. Vos mismo habíais prometido á los Petrucci devolverles Siena. No
lo habéis hecho ni debido hacer. ¡Eh! La historia de los países está
llena de estas cosas. Ni reyes ni naciones podrían vivir un día con la
rigidez de los juramentos que se guardaran. Entre nosotros, Alfonso,
una palabra jurada no es una necesidad sino cuando no se presenta otra.

ALFONSO.--Sin embargo, doña Lucrecia, un juramento...

LUCRECIA.--No me deis esas malas razones. No soy ninguna tonta. Decidme
más bien, mi caro Alfonso, si tenéis algún motivo de queja contra ese
Genaro. ¿No? Pues bien, concededme su vida. Bien me habéis concedido
su muerte. ¿Qué os importa que me plazca perdonarle? Yo soy la ofendida.

ALFONSO.--Justamente porque os ha ofendido, amor mío, no quiero
concederle mi perdón.

LUCRECIA.--Si me amáis, Alfonso, no os opondréis por más tiempo á mis
deseos. ¿Y si me place ensayarme en la clemencia? Es un medio para
hacerme querer de vuestro pueblo. Quiero que vuestro pueblo me ame.
La misericordia, Alfonso, hace asemejar un rey á Jesucristo. Seamos
soberanos misericordiosos. Esta pobre Italia tiene bastantes tiranos
sin nosotros, desde el barón, vicario del Papa, hasta el Papa, vicario
de Dios. Acabemos con esto, querido Alfonso. Poned á ese Genaro en
libertad. Es un capricho, si queréis; pero algo tiene de sagrado y de
augusto el capricho de una mujer cuando salva la cabeza de un hombre.

ALFONSO.--No puedo, querida Lucrecia.

LUCRECIA.--¿No podéis? Pero en fin, ¿por qué no podéis concederme una
cosa tan insignificante como la vida de ese capitán?

ALFONSO.--¿Me preguntáis por qué, amor mío?

LUCRECIA.--Sí; ¿por qué?

ALFONSO.--Porque ese capitán es vuestro amante, señora.

LUCRECIA.--¡Cielos!

ALFONSO.--¡Porque le habéis ido á buscar á Venecia! ¡Porque le iríais á
buscar al infierno! ¡Porque os he seguido mientras le seguíais! ¡Porque
os he visto, enmascarada y palpitante, correr tras él como la loba en
pos de su presa! ¡Porque ahora mismo le cubríais con una mirada llena
de lágrimas y de fuego! ¡Porque os habéis prostituído á él, sin duda
alguna, señora! ¡Porque hay ya bastante vergüenza é infamia y adulterio
en todo eso! ¡Porque es tiempo de que vengue mi honor y haga correr
alrededor de mi lecho un río de sangre, entendedlo bien, señora!

LUCRECIA.--Don Alfonso...

ALFONSO.--¡Callad! ¡Velad por vuestros amantes desde ahora, Lucrecia!
Poned en la puerta por donde se entra á vuestra cámara nocturna al
hujier que queráis; pero en la puerta por donde se sale habrá ahora un
portero de mi elección, el verdugo.

LUCRECIA.--Monseñor, os juro...

ALFONSO.--No juréis. Eso de los juramentos es bueno para el pueblo. No
me deis tan malas razones.

LUCRECIA.--Si supiérais...

ALFONSO.--¡Ved, señora, que aborrezco á toda vuestra abominable familia
de los Borgias, y vos la primera, á quien tan locamente he amado!
Es menester que os lo diga; es una cosa vergonzosa, sorprendente é
inaudita ver aliadas en nuestras dos personas la casa de Este, que vale
más que la de Valois y la casa de Tudor, la casa de Este, digo, y la
familia Borgia, que ni siquiera se llama Borgia, que se llama Lenzuoli,
ó Lenzolio, ¡qué sé yo! ¡Cáusame horror vuestro hermano César, que
ha matado á su hermano Juan! ¡Me inspira horror vuestra madre Rosa
Vanozza, la vieja ramera, que escandaliza á Roma después de haber
escandalizado á Valencia! Y en cuanto á vuestros pretendidos sobrinos
los duques de Sermoneto y de Nepi... ¡buenos duques son á fe mía!
¡duques de ayer! ¡duques hechos con ducados robados! Dejadme acabar. Me
causa horror vuestro padre, que es papa, y tiene un serrallo de mujeres
como el Gran Turco Bayaceto; vuestro padre, que es el Anti-Cristo;
vuestro padre, que llena el presidio de personas ilustres y el sacro
colegio de bandidos, de tal suerte, que viendo vestidos de rojo á
galeotes y cardenales, se pregunta uno quiénes son los unos y quiénes
los otros. Idos, ahora.

LUCRECIA.--¡Monseñor! ¡monseñor! os pido de rodillas y con las manos
juntas, por Jesús y María, por vuestro padre y vuestra madre,
monseñor, os pido la vida de ese capitán.

ALFONSO.--¡En esto pára el amor! Podréis hacer de su cadáver lo que os
plazca, señora, y quiero que sea esto antes de haber pasado una hora.

LUCRECIA.--¡Perdón para Genaro!

ALFONSO.--Si pudiéseis leer la firme resolución que tengo formada en mi
ánimo, me hablaríais de ello como si estuviese ya muerto.

LUCRECIA (_levantándose_).--¡Ah! ¡Tened cuidado, don Alfonso de
Ferrara, mi cuarto marido!

ALFONSO.--¡Oh, no os hagáis la terrible, señora! En mi alma no os
temo. Sé vuestras costumbres. ¡No me dejaré envenenar como vuestro
primer esposo, aquel pobre caballero español, cuyo nombre no sé, ni vos
tampoco! ¡No me dejaré echar como vuestro segundo marido Juan Sforza,
señor de Pésaro, ese imbécil! ¡No me dejaré matar á golpes de pica, en
no importa qué escalera, como el tercero, don Alfonso de Aragón, débil
niño, cuya sangre ha manchado las losas de otra suerte que si fuese
agua pura! ¡Ah, no reza eso conmigo! Yo soy hombre, señora, y el nombre
de Hércules se lleva á menudo en mi familia. ¡Vive el cielo! tengo
llena de soldados mi ciudad y mi señorío, y yo mismo lo soy y no he
vendido aún, como ese pobre rey de Nápoles, mis buenos cañones al papa,
vuestro santo padre.

LUCRECIA.--Os arrepentiréis de esas palabras, señor. Olvidáis que soy...

ALFONSO.--Sé muy bien quién sois, pero sé muy bien dónde os halláis.
Sois la hija del papa, pero no estáis en Roma, y sois la gobernadora
de Spoletto, pero no estáis en Spoletto; sois la mujer, la vasalla
y la sierva de Alfonso, duque de Ferrara, y estáis en Ferrara.
(_Lucrecia, pálida de terror y de cólera, mira fijamente al duque y
retrocede lentamente ante él, hasta un sillón donde viene á caer como
desfallecida._) ¡Ah! Eso os sorprende, tenéis miedo de mí, señora.
Hasta ahora he sido yo quien ha tenido miedo de vos, y entiendo que
no será así de hoy en adelante. Para empezar, he aquí al primero de
vuestros amantes cogido y condenado á muerte.

LUCRECIA (_con voz débil_).--Razonemos un poco, don Alfonso. Si este
hombre es el mismo que ha cometido para conmigo el crimen de lesa
majestad, no puede ser al mismo tiempo mi amante...

ALFONSO.--¿Por qué no? ¡En un acceso de despecho, de cólera, de celos!
Porque puede estar celoso él, también. Por otra parte ¿yo qué sé?
Quiero que este hombre muera. Es mi voluntad. Este palacio está lleno
de soldados que me son leales y no conocen á nadie más que á mí. No
puede escapar. Nada impediréis, señora. He dejado á Vuestra Alteza la
elección del género de muerte. Decidid.

LUCRECIA (_retorciéndose las manos_).--¡Oh Dios mío! ¡Oh Dios mío! ¡Oh
Dios mío!

ALFONSO.--¿No respondéis? Voy á ordenar que le maten en la antecámara á
estocadas.

  (_Se dispone á salir; Lucrecia le coge por el brazo._)

LUCRECIA.--¡Deteneos!

ALFONSO.--¿Preferís servirle vos misma un vaso de vino de Siracusa?

LUCRECIA.--¡Genaro!

ALFONSO.--Es menester que muera.

LUCRECIA.--No á estocadas.

ALFONSO.--Poco me importa la manera. ¿Qué elegís?

LUCRECIA.--Lo otro.

ALFONSO.--¿Tendréis cuidado de no equivocaros y de darle vos misma el
contenido del frasco de oro que sabéis? Por lo demás, yo estaré allí.
No os figuréis que vaya á dejaros.

LUCRECIA.--Haré lo que queráis.

ALFONSO.--¡Bautista! (_El hujier reaparece._) Traed al preso.

LUCRECIA.--Sois un hombre terrible, monseñor.


ESCENA V

Los mismos, GENARO, los guardias

ALFONSO.--¿Qué es lo que he oído decir, señor Genaro? ¿Que lo que
habéis hecho esta mañana sólo ha sido por aturdimiento y bravata, y
sin mala intención; que la señora duquesa os perdona, y que por otra
parte sois un valiente? Por mi madre, si es así, podéis volveros sano y
salvo á Venecia. Á Dios no plazca que prive yo á la magnífica república
de Venecia de un buen servidor, y á la cristiandad de un brazo fiel
que lleva una fiel espada cuando hay allende las aguas de Chipre y de
Candía idólatras y sarracenos.

GENARO.--Enhorabuena, monseñor. No me esperaba, lo confieso, este
desenlace. Pero doy las gracias á Vuestra Alteza. La clemencia es una
virtud de raza real, y Dios perdonará allá arriba al que perdona aquí
abajo.

ALFONSO.--Capitán, ¿es buen servicio el de la república? ¿Cuánto ganáis
un año con otro?

GENARO.--Tengo una compañía de cincuenta lanzas, monseñor, que pago y
visto. La serenísima república, sin contar los gajes y las presas, me
da dos mil cequíes de oro por año.

ALFONSO.--¿Y si yo os ofreciese cuatro mil, me serviríais á mí?

GENARO.--No podría. Debo servir aún cinco años á la república. Estoy
ligado.

ALFONSO.--¿Cómo ligado?

GENARO.--Por juramento.

ALFONSO (_bajo á Lucrecia_).--Parece que esa gente cumple los suyos,
señora. (_Alto._) No hablemos más de ello, señor Genaro.

GENARO.--No he cometido ninguna cobardía para salvar la vida, pero
puesto que Vuestra Alteza me la deja, he aquí lo que puedo decir ahora.
Vuestra Alteza se acordará de que en el asalto de Faenza, hace dos
años, monseñor el duque Hércules de Este, vuestro padre, corrió gran
peligro de perecer á manos de dos arcabuceros del Valentinois que iban
á matarle. Un soldado aventurero le salvó la vida.

ALFONSO.--Sí, y nunca se ha podido encontrar á ese soldado.

GENARO.--Era yo.

ALFONSO.--Pardiez, capitán, esto merece recompensa. ¿No aceptaríais por
acaso esta bolsa llena de cequíes de oro?

GENARO.--Hacemos juramento cuando entramos al servicio de la república
de no recibir dinero alguno de los soberanos extranjeros. Con todo, si
Vuestra Alteza me lo permite, tomaré esta bolsa y la distribuiré en mi
nombre á los bravos soldados que veo aquí.

  (_Muestra los guardias._)

ALFONSO.--Hacedlo. (_Genaro toma la bolsa._) Pero, entonces, beberéis
conmigo, siguiendo la misma costumbre que mis antepasados, á fuer de
buenos amigos como somos, un vaso de mi vino de Siracusa.

GENARO.--De muy buena gana, señor.

ALFONSO.--Y para honrar á quien ha salvado nada menos que á mi padre,
quiero que sea la señora duquesa en persona quien os escancie el vino.
(_Genaro se inclina y se vuelve para ir á distribuir el dinero á los
soldados en el fondo del teatro. El duque llama_): ¡Rustighello!
(_Rustighello aparece con la bandeja._) Pon la bandeja ahí, sobre esa
mesa. Bien. (_Cogiendo á Lucrecia por la mano._) Señora, escuchad lo
que voy á decirle á ese hombre. Rustighello, vuelve á colocarte detrás
de esa puerta con tu espada desnuda en la mano; si oyes el sonido
de esta campanilla, entrarás. Anda. (_Rustighello sale, y se ve cómo
vuelve á colocarse detrás de la puerta._) Señora, le echaréis vos misma
de beber al joven, y tendréis cuidado de escanciarle lo que hay en el
frasco de oro.

[Ilustración: D. ALFONSO (aparte).--_Ya está..._]

LUCRECIA (_pálida, con voz débil_).--Si supiéseis lo que hacéis
en este momento, y cuán horrible cosa es, os estremeceríais, por
desnaturalizado que seáis, monseñor.

ALFONSO.--Tened cuidado con no equivocar el frasco. Vamos, capitán.

  (_Genaro, que ha terminado su distribución del dinero, vuelve al
  proscenio. El duque se sirve de beber en una de las dos copas
  esmaltadas con el frasco de plata, y toma la suya, llevándola á sus
  labios._)

GENARO.--Estoy confuso con tantas bondades, señor.

ALFONSO.--Señora, escanciadle vino al señor Genaro. ¿Qué edad tenéis,
capitán?

GENARO (_tomando la otra copa y presentándola á la duquesa_).--Veinte
años.

ALFONSO (_bajo, á la duquesa, que trata de coger el frasco de
plata_).--El frasco de oro, señora. (_Lucrecia le toma temblando._)
¡Bravo! ¿Y andaréis enamorado?...

GENARO.--¿Quién no lo está un poco, monseñor?

ALFONSO.--¿Sabéis, señora, que hubiera sido una crueldad privar al
capitán de la vida, del amor, del sol de Italia, de las ilusiones de
los veinte años, de su gloriosa carrera de soldado y de aventurero
por la cual han empezado todas las casas reales, de las fiestas, de
los bailes de máscaras, de los alegres carnavales de Venecia donde
se engaña á tantos maridos, y de las hermosas mujeres que ese joven
puede amar y que deben amarle? ¿No es verdad, señora? Dad de beber al
capitán. (_Por lo bajo._) Si vaciláis, hago entrar á Rustighello.

GENARO.--Os doy gracias, monseñor, por dejarme vivir para mi pobre
madre.

LUCRECIA (_aparte_).--¡Oh, qué horror!

ALFONSO (_bebiendo_).--¡Á vuestra salud, capitán Genaro; que viváis
muchos años!

GENARO.--¡Monseñor, Dios os conserve!

  (_Bebe._)

LUCRECIA (_aparte_).--¡Cielos!

ALFONSO (_aparte_).--Ya está. (_Alto._) Y con esto, os dejo, capitán.
Partiréis para Venecia cuando queráis. (_Bajo, á Lucrecia._) Dadme las
gracias, señora, os dejo á solas con él. Debéis tener que despediros.
Vivid con él, si así os parece, su último cuarto de hora.


ESCENA VI

LUCRECIA, GENARO

  (_Vese siempre en el compartimiento á Rustighello, inmóvil detrás de
  la puerta secreta._)

LUCRECIA.--¡Genaro! ¡Estáis envenenado!

GENARO.--¡Envenenado, señora!

LUCRECIA.--¡Envenenado!

GENARO.--Habría debido conocerlo, habiéndome escanciado vos el vino.

LUCRECIA.--¡Oh, no me agobiéis, Genaro! No me quitéis las pocas fuerzas
que me quedan, de las cuales tengo necesidad aún por algunos instantes.
Oídme: el duque está celoso de vos; el duque os cree mi amante, y no
me ha dejado otra alternativa que la de veros dar de puñaladas delante
de mí por Rustighello ó daros yo misma el veneno. Un veneno terrible,
Genaro, un veneno cuyo solo nombre hace palidecer á todo italiano que
sabe la historia de los últimos veinte años.

GENARO.--Sí, los venenos de los Borgias.

LUCRECIA.--De él habéis bebido. Nadie en el mundo conoce el antídoto
de esta composición terrible, nadie, excepto el papa, el señor de
Valentinois y yo. Tomad, ved esta redomilla que llevo oculta siempre
en mi seno. Esta redomilla, Genaro, es la vida, es la salud, es la
salvación. Una sola gota en vuestros labios y estáis salvado.

  (_Quiere aproximar la redoma á los labios de Genaro, que retrocede._)

GENARO (_mirándola fijamente_).--Señora, ¿quién me dice que no sea ese
el veneno?

LUCRECIA (_cayendo aniquilada en el sillón_).--¡Dios mío! ¡Dios mío!

GENARO.--¿No os llamáis Lucrecia Borgia? ¿Creéis que no me acuerdo del
hermano de Bayaceto? Sí; sé un poco de historia... Hiciéronle creer,
á él también, que estaba envenenado por Carlos VIII y se le dió un
antídoto del cual murió. Y la mano que le presentó el antídoto es la
que tiene ahora esa redoma. ¡Y la boca que le dijo que bebiera, hela
aquí, me habla!

LUCRECIA.--¡Miserable de mí!

GENARO.--Oíd, señora, no me engañan vuestras apariencias de amor.
Abrigáis algún siniestro designio sobre mí. Esto se ve. Debéis saber
quién soy. En este momento se lee en vuestro rostro que lo sabéis;
fácil es conocer que alguna razón poderosa tendréis para no decírmelo
nunca. Vuestra familia debe conocer á la mía, y quizás á estas horas no
es de mí de quien os vengáis envenenándome, sino, ¿quién sabe?, de mi
madre...

LUCRECIA.--¡Vuestra madre, Genaro! Quizás la veis distinta de lo que
es. ¿Qué diríais si no fuese más que una mujer criminal como yo?

GENARO.--No la calumniéis. ¡Oh, no, mi madre no es una mujer como vos,
doña Lucrecia! ¡Oh! la siento en mi corazón y la sueño en mi alma tal
como es; tengo su imagen aquí, nacida conmigo; no la amaría como la
amo si no fuese digna de mí. El corazón de un hijo no se engaña sobre
su madre. La aborrecería si pudiese parecerse á vos. Pero, no, no; hay
algo en mí que me dice muy alto que mi madre no es una de esas infames
culpables de incesto, de lujuria y de envenenamiento como vosotras, las
hermosas mujeres de este tiempo. ¡Oh Dios! Estoy bien seguro de ello;
¡si hay bajo el cielo una mujer inocente, una mujer virtuosa, una mujer
santa, es mi madre! ¡Oh! Así es ella y no de otra manera. La conocéis
sin duda, doña Lucrecia, y no me desmentiréis.

LUCRECIA.--¡No, á esa mujer, Genaro, á esa madre, no la conozco!

GENARO.--Pero ¿ante quién estoy hablando así? ¿Qué os importan á vos,
Lucrecia Borgia, las alegrías ó los dolores de una madre? No habéis
tenido hijos nunca, dicen, y debéis sentiros bien venturosa. Porque
vuestros hijos, si los tuviéseis, ¿sabéis que renegarían de vos,
señora? ¿Qué desdichado, bastante dejado de la mano del cielo, quisiera
una madre semejante? ¡Ser hijo de Lucrecia Borgia! ¡Llamar madre á
Lucrecia Borgia! ¡Oh!...

LUCRECIA.--Genaro, estáis envenenado; el duque, que os cree muerto,
puede llegar de un momento á otro. No debería pensar yo más que en
vuestra salvación y en vuestra fuga, pero me decís cosas tan terribles,
que no me queda más que permanecer ahí, petrificada, oyéndolas.

GENARO.--Señora...

LUCRECIA.--Veamos; se ha de acabar. Maltratadme, agobiadme con vuestro
desprecio; pero, estáis envenenado; bebed esto en seguida.

GENARO.--¿Qué debo creer yo, señora? El duque es leal; he salvado la
vida á su padre. Vos, no; os he ofendido y tenéis que vengaros de mí.

LUCRECIA.--¡Vengarme de ti, Genaro! Si fuera menester dar toda mi vida
para añadir una hora á la tuya, derramar toda mi sangre para impedir
que vertieses una lágrima, sentarme en la picota para colocarte sobre
un trono, pagar con una tortura del infierno cada uno de tus menores
placeres, no vacilaría yo, no murmuraría, sería feliz y besaríate los
pies, Genaro. ¡Oh, no sabrás tú nunca nada de mi pobre corazón sino
que está lleno de ti! Genaro, el tiempo urge, el veneno corre, de un
momento á otro lo sentirás... un poco más y no será ya tiempo. La vida
abre en este momento dos espacios oscuros delante de ti, pero el uno
tiene menos minutos que años el otro. La elección es terrible. Deja que
yo te guíe. Ten piedad de ti y de mí, Genaro. ¡Bebe pronto, en nombre
del cielo!

GENARO.--Bueno; está bien. Si hay un crimen en esto, caiga sobre
vuestra cabeza. Después de todo, digáis ó no verdad, no vale mi vida la
pena de ser tan disputada. Dadme.

  (_Toma la redomilla y bebe._)

LUCRECIA.--¡Salvado! Ahora es menester partir para Venecia á caballo y
á escape. ¿Tienes dinero?

GENARO.--Tengo.

LUCRECIA.--El duque te cree muerto. Fácil será ocultarle tu fuga.
Espera; guarda ese frasco y llévalo siempre encima. En tiempos como los
que vivimos, el veneno figura en todos los convites. Tú, sobre todo,
estás expuesto. Ahora, parte pronto. (_Mostrándole la puerta secreta
que entreabre._) Baja por esta escalera que comunica con uno de los
patios del palacio Negroni. Fácil te será evadirte por allí. No esperes
hasta mañana, no esperes la puesta de sol, no esperes una hora, ni
siquiera media. Abandona á Ferrara en seguida, abandona á Ferrara como
si fuese Sodoma que arde, y no vuelvas la vista atrás. ¡Adiós! espera
un instante. ¡Tengo una última palabra que decirte, Genaro mío!

GENARO.--Hablad, señora.

LUCRECIA.--Te digo adiós en este momento, Genaro, para no volver á
verte jamás. No has de pensar ya encontrarte alguna vez en mi camino.
Es la sola dicha que tendría yo en el mundo; pero sería arriesgar tu
cabeza. Henos aquí separados para siempre en esta vida; ¡ay! ¡harto
segura estoy también de que lo mismo estaremos separados en la otra!
Genaro, ¿no me dirás una sola palabra de cariño antes de abandonarme
así por una eternidad?

GENARO (_bajando los ojos_).--Señora...

LUCRECIA.--¡Acabo de salvarte la vida, en fin!...

GENARO.--Así lo decís. Todo esto me parece lleno de tinieblas. No sé
qué pensar. Ved, señora, todo puedo perdonároslo excepto una cosa.

LUCRECIA.--¿Cuál?

GENARO.--Juradme por todo cuanto os es caro, por mi propia cabeza,
puesto que me amáis, por la salvación eterna de mi alma, que vuestros
crímenes no tienen que ver nada con las desgracias de mi madre.

LUCRECIA.--Todas las palabras son formales en vos, Genaro. No puedo
juraros eso.

GENARO.--¡Oh madre! ¡madre mía! He aquí la espantosa mujer que ha
causado tu desgracia.

LUCRECIA.--Genaro...

GENARO.--Lo habéis confesado, señora. ¡Adiós! ¡Maldita seáis!

LUCRECIA.--Y tú, Genaro, ¡bendito seas!

  (_Sale. Lucrecia cae desvanecida en el sillón._)

[Ilustración]



[Ilustración]

PARTE SEGUNDA

La segunda decoración. La plaza de Ferrara con el balcón ducal á un
lado y la casa de Genaro al otro. Es de noche.


ESCENA I

D. ALFONSO, RUSTIGHELLO, embozados en sus capas

RUSTIGHELLO.--Sí, monseñor, así ha pasado esto. Con no sé qué filtro le
ha vuelto á la vida y le ha hecho huir por el patio del palacio Negroni.

ALFONSO.--¿Y tú has sufrido eso?

RUSTIGHELLO.--¿Cómo estorbarlo? Había corrido el cerrojo de la puerta.
Yo estaba encerrado.

ALFONSO.--Era menester echar la puerta abajo.

RUSTIGHELLO.--Una puerta de encina; un cerrojo de hierro. ¡Fácil cosa!

ALFONSO.--¡No importa! Era preciso romper el cerrojo, entrar y matar á
ese hombre.

RUSTIGHELLO.--En primer lugar, suponiendo que yo hubiese podido
derribar la puerta, doña Lucrecia le habría cubierto con su cuerpo. Me
hubiese sido forzoso también matar á doña Lucrecia.

ALFONSO.--¿Y qué?

RUSTIGHELLO.--Yo no tenía orden para ello.

ALFONSO.--Rustighello, los buenos servidores son los que comprenden á
los príncipes sin ocasionarles la molestia de decirlo todo.

RUSTIGHELLO.--Y luego, habría temido indisponer á Vuestra Alteza con el
papa.

ALFONSO.--¡Imbécil!

RUSTIGHELLO.--Era muy delicado, monseñor. ¡Matar á la hija del Padre
Santo!

ALFONSO.--Y sin matarla ¿no podías acaso gritar, llamarme, advertirme,
impedir al amante que se escapase?

RUSTIGHELLO.--Sí, y luego, al día siguiente Vuestra Alteza se habría
reconciliado con doña Lucrecia, y al otro doña Lucrecia me hubiera
mandado ahorcar.

ALFONSO.--Basta. Me has dicho que aún no se había perdido nada.

RUSTIGHELLO.--No. Ved: hay una luz en esa ventana. Genaro no ha partido
aún. Su criado, á quien sobornó antes la duquesa, lo he sobornado yo
á mi vez, y me lo ha revelado todo. En este momento aguarda á su amo
junto á la ciudadela con dos caballos ensillados. Genaro va á salir,
para reunirse con él ahora mismo.

ALFONSO.--En este caso, embosquémonos detrás del ángulo de su casa. La
noche es oscura. Le mataremos cuando pase.

RUSTIGHELLO.--Como vos lo ordenéis.

ALFONSO.--¿Es buena tu espada?

RUSTIGHELLO.--Sí.

ALFONSO.--¿Traes puñal?

RUSTIGHELLO.--Dos cosas hay bajo el cielo difíciles de encontrar: un
italiano sin puñal, y una italiana sin amante.

ALFONSO.--Está bien. Herirás con ambas manos.

RUSTIGHELLO.--Monseñor, ¿por qué no dais orden de arrestarle
simplemente, y que lo ahorquen luego por sentencia del fiscal?

ALFONSO.--Es súbdito de Venecia y sería declarar la guerra á la
república. No. Una puñalada viene de no se sabe dónde y no compromete á
nadie. El envenenamiento valdría más aún, pero ha fracasado.

RUSTIGHELLO.--Entonces, ¿queréis, monseñor, que vaya á buscar cuatro
esbirros para despacharle, sin que tengáis la molestia de mezclaros en
ello?

ALFONSO.--No. Maquiavelo me ha dicho á menudo que en estos casos lo
mejor era que los príncipes hiciesen las cosas por sí mismos.

RUSTIGHELLO.--Monseñor, oigo que alguien se acerca.

ALFONSO.--Coloquémonos junto á esta pared.

  (_Ocúltanse en la sombra, bajo el balcón. Aparece Maffio en traje de
  fiesta, que llega tarareando y va á llamar á la puerta de Genaro._)


ESCENA II

D. ALFONSO y RUSTIGHELLO ocultos; MAFFIO y GENARO

MAFFIO.--¡Genaro!

  (_Abren la puerta, apareciendo Genaro._)

GENARO.--¿Eres tú, Maffio? ¿Quieres entrar?

MAFFIO.--No. Vengo sólo á decirte dos palabras. ¿Decididamente no
vienes á cenar con nosotros á casa de la princesa Negroni?

GENARO.--No estoy invitado.

MAFFIO.--Yo te presentaré.

GENARO.--Hay otra razón que debo decirte. Me marcho.

MAFFIO.--¿Cómo, partes?

GENARO.--Dentro de un cuarto de hora.

MAFFIO.--¿Por qué?

GENARO.--Te lo diré en Venecia.

MAFFIO.--¿Cuestión de amores?

GENARO.--Sí, cuestión de amor.

MAFFIO.--Te portas mal conmigo, Genaro. Habíamos jurado no abandonarnos
nunca, ser inseparables, ser hermanos, y ahora partes sin mí.

GENARO.--¡Vente conmigo!

MAFFIO.--¡No: ven conmigo tú! Vale más pasar la noche á la mesa con
lindas mujeres y alegres convidados, que no en la carretera, entre
bandidos y barrancos.

GENARO.--No estabas muy seguro esta mañana de tu princesa Negroni.

MAFFIO.--Me he informado. Jeppo tenía razón. Es una mujer encantadora
y de excelente humor, que gusta de versos y de música. Esto es todo.
Vamos, ven conmigo.

GENARO.--No puedo.

MAFFIO.--¡Partir de noche! Vas á morir asesinado.

GENARO.--Tranquilízate. Adiós. Que te diviertas mucho.

MAFFIO.--Genaro, me da mala espina tu viaje.

GENARO.--Maffio, me da mala espina tu cena.

MAFFIO.--¡Si te sucediese alguna desgracia sin estar yo allí!

GENARO.--¿Quién sabe si no tendré que acusarme mañana de haberte
abandonado esta noche?

MAFFIO.--Vamos, decididamente no nos separamos. Cedamos algo cada uno
por su parte. Ven esta noche conmigo á casa de la Negroni, y mañana, al
rayar el alba, partiremos juntos. ¿Te avienes?

GENARO.--Preciso será que te cuente, Maffio, los motivos de mi
repentina partida. Vas á ver si tengo razón.

  (_Se lleva á Maffio aparte y le habla al oído._)

RUSTIGHELLO (_bajo el balcón, en voz baja á don Alfonso_).--¿Atacamos,
monseñor?

ALFONSO.--Veamos el final de esto.

MAFFIO (_echándose á reir después de la relación de Genaro_).--¿Quieres
que te lo diga, Genaro? Estás equivocado. No hay en todo ese negocio ni
veneno ni contra-veneno. Pura comedia. La Lucrecia está perdidamente
enamorada de ti y ha querido hacerte creer que te salvaba la vida,
esperando convertir suavemente la gratitud en amor. El duque es un buen
hombre, incapaz de envenenar ó asesinar á nadie. Has salvado la vida
á su padre, por otra parte, y lo sabe. La duquesa quiere que partas.
Está muy bien. Sus amoríos serían, en efecto, más fáciles en Venecia
que no en Ferrara. El marido la estorba siempre un poco. En cuanto á
la cena de la princesa Negroni será altamente deliciosa. Tú vendrás.
¡Qué diablo, hay que razonar un poco y no exagerar nada! Sabes que
soy presidente y que doy buenos consejos. Porque haya habido dos ó
tres cenas famosas en las que los Borgias han envenenado, con muy buen
vino, á algunos de sus mejores amigos, no se deduce que no deba cenarse
absolutamente. No se sigue de aquí que deba verse siempre veneno en el
admirable vino de Siracusa; y detrás de todas las bellas princesas de
Italia á Lucrecia Borgia. ¡Espectros y cuentos de vieja! Según esto,
solamente los niños de pecho estarían seguros de lo que beben y podrían
cenar sin inquietud. ¡Por Hércules, Genaro, sé niño ó sé hombre! Vuelve
á tomar ama de cría ó ven á cenar.

GENARO.--Á la verdad, es algo extraño huir de noche. Parezco un hombre
que tiene miedo. Por otra parte, si hay peligro en cenar, no debo dejar
á Maffio solo. Suceda lo que quiera. Es un albur como cualquier otro.
Lo dicho. Me presentarás á la princesa Negroni. Me voy contigo.

MAFFIO (_cogiéndole la mano_).--¡Dios de verdad! Este es un amigo.

  (_Salen. Se les ve alejarse hacia el fondo de la plaza. Don Alfonso y
  Rustighello salen de su escondrijo._)

RUSTIGHELLO (_con la espada desnuda_).--Ea, ¿qué esperáis, monseñor? No
son más que dos. Encargaos de vuestro hombre y yo me encargo del otro.

ALFONSO.--No, Rustighello. Van á cenar á casa de la princesa Negroni.
Si estoy bien informado... (_Se interrumpe y parece meditar un
instante, dejando escapar después una carcajada._) ¡Pardiez! Esto
favorecería todavía más mi asunto, y sería una divertida aventura.
Esperemos á mañana.

  (_Entran en palacio._)

[Ilustración]



[Ilustración]

ACTO III

EMBRIAGUEZ MORTAL


Una sala magnífica del palacio Negroni. Á la derecha una puerta de
escape.--En el fondo se abre una gran puerta de dos hojas. En el centro
una mesa soberbiamente servida á la moda del siglo XVI. Pajecillos
negros vestidos de brocado de oro, circulan en torno.--En el momento
de levantarse el telón hay catorce convidados en la mesa, Jeppo,
Maffio, Ascanio, Oloferno, Apóstolo, Genaro y Gubetta, y siete mujeres
jóvenes, lindas, lujosamente engalanadas. Todos beben ó comen, ó ríen
á carcajadas con sus vecinas, excepto Genaro, que está pensativo y
silencioso.

PERSONAJES

  LUCRECIA BORGIA.
  GENARO.
  GUBETTA.
  MAFFIO ORSINI.
  JEPPO LIVERETTO.
  APÓSTOLO GAZELLA.
  ASCANIO PETRUCCI.
  OLOFERNO VITELLOZZO.
  LA PRINCESA NEGRONI.
  DAMAS, PAJES, FRAILES.


ESCENA I

JEPPO, MAFFIO, ASCANIO, OLOFERNO, APÓSTOLO, GUBETTA, GENARO, mujeres,
pajes

OLOFERNO (_con el vaso en la mano_).--¡Viva el vino de Jerez! Jerez de
la Frontera es una ciudad del paraíso.

MAFFIO (_con el vaso en la mano_).--El vino que bebemos vale más que
las historias que contáis, Jeppo.

ASCANIO.--Jeppo tiene la manía de contar historias cuando ha bebido.

APÓSTOLO.--El otro día era en Venecia, en casa del Serenísimo dux
Barbarigo; hoy es en Ferrara, en casa de la divina princesa Negroni.

JEPPO.--El otro día era una historia lúgubre; hoy es una historia
alegre.

MAFFIO.--¡Una historia alegre, Jeppo! De cómo don Silicio, galante
caballero de treinta años, que había perdido su patrimonio, se casó
con la riquísima marquesa Calpurnia, que contaba cuarenta y ocho
primaveras. ¡Por Baco! ¡Eso os parece alegre!

GUBETTA.--Es triste y común. Un hombre arruinado que se casa con una
mujer caduca es cosa que se ve todos los días.

  (_Sigue comiendo. De vez en cuando algunos se levantan y van á hablar
  en el proscenio mientras continúa la orgía._)

LA PRINCESA NEGRONI (_Á Maffio, señalándole á Genaro._)--Señor conde
Orsini, tenéis ahí un amigo que me parece estar muy triste.

MAFFIO.--Siempre está así, señora. Me dispensaréis que lo haya traído
sin que le hubiéseis hecho la gracia de invitarle. Es mi hermano de
armas. Me ha salvado la vida en el asalto de Rímini; y en el ataque
del puente de Vicenza recibí una estocada que le iba dirigida. No
nos separamos nunca. Vivimos juntos. Un gitano nos ha predicho que
moriríamos el mismo día.

LA NEGRONI (_riendo_).--¿Os ha dicho si sería por la mañana ó por la
noche?

MAFFIO.--Nos ha dicho que sería por la mañana.

LA NEGRONI (_riendo más fuerte_).--Vuestro gitano no sabía lo que se
decía. ¿Y le queréis vos mucho á ese joven?

MAFFIO.--Tanto como un hombre puede querer á otro.

LA NEGRONI.--Vamos, os bastáis uno á otro. ¡Dichosos sois!

MAFFIO.--La amistad no llena todo el corazón, señora.

LA NEGRONI.--¡Dios mío! ¿Qué es lo que llena todo el corazón?

MAFFIO.--El amor.

LA NEGRONI.--Vos tenéis el amor en la boca.

MAFFIO.--Y vos en los ojos.

LA NEGRONI.--¡Sois singular!

MAFFIO.--¡Y vos cuán bella sois!

  (_La coge del talle._)

LA NEGRONI.--Señor conde Orsini, dejadme.

MAFFIO.--¿Un beso en vuestra mano?

LA NEGRONI.--¡No!

  (_Se le escapa._)

GUBETTA (_acercándose á Maffio_).--Vuestros asuntos con la princesa
llevan buena marcha.

MAFFIO.--Me dice siempre que no.

GUBETTA.--En boca de una mujer, _No_ es el hermano mayor de _Sí_.

JEPPO (_llegando de pronto á Maffio_).--¿Qué te parece la Princesa
Negroni?

MAFFIO.--Adorable. Aquí, para entre nosotros, comienza á interesarme
vivamente.

JEPPO.--¿Y su cena?

MAFFIO.--Una orgía perfecta.

JEPPO.--La princesa está viuda.

MAFFIO.--¡Bien se conoce por su alegría!

JEPPO.--Espero que ya no desconfiarás de su cena.

MAFFIO.--¡Yo! de ningún modo; estaba loco.

JEPPO (_á Gubetta_).--Señor de Belverana, ¿creeréis que Maffio temía
venir á cenar con la princesa?

GUBETTA.--¿Por qué?

JEPPO.--Porque el palacio Negroni está contiguo al de los Borgias.

GUBETTA.--¡Al diablo los Borgias y bebamos!

JEPPO (_en voz baja á Maffio_).--Lo que me place en ese Belverana es
que no aprecia á los Borgias.

MAFFIO (_en voz baja_).--En efecto, no deja nunca de enviarlos al
diablo con una gracia particular; pero, amigo Jeppo...

JEPPO.--¿Y bien?

MAFFIO.--Le observo desde que comenzó la cena, y me parece extraño que
no haya bebido aún más que agua.

JEPPO.--¡Vamos! ya vuelves á concebir sospechas, amigo mío; tienes un
vino muy monótono.

MAFFIO.--Tal vez tengas razón, estoy loco.

GUBETTA (_volviendo y mirando á Maffio de pies á cabeza_).--¿Sabéis,
caballero, que estáis dotado de una complexión muy propia
para vivir noventa años, y que por tal concepto os asemejáis
mucho á un abuelo mío que alcanzó esta edad, y que se llamaba
Gil-Basilio-Fernán-Ireneo-Frasco-Frasquito-Felipe, conde de Belverana?

JEPPO.--¡Vaya una letanía, señor de Belverana!

GUBETTA.--¡Ah! nuestros padres acostumbraban á darnos más nombres de
pila que escudos para casarnos. Pero... ¿quién ríe tanto allá abajo?
(_Aparte._) Será preciso que las mujeres tengan un pretexto para
marcharse. ¿Cómo lo haremos?

  (_Vuelve á sentarse á la mesa._)

OLOFERNO (_bebiendo_).--¡Vive el cielo, señores, que jamás pasé una
noche tan deliciosa! Señoras, probad ese vino; es más dulce que el
Lácrima Cristi, y más ardiente que el de Chipre. ¡Es vino de Siracusa,
señores!

GUBETTA (_comiendo_).--Oloferno está beodo, según parece.

OLOFERNO.--Señoras, será preciso que os recite algunos versos que acabo
de componer. Quisiera ser más poeta de lo que soy para cantar tan
admirables festines.

GUBETTA.--Yo quisiera ser más rico de lo que soy para ofrecer otros á
mis amigos.

OLOFERNO.--Nada es tan dulce como cantar una hermosa mujer y disfrutar
de una buena comida.

GUBETTA.--Ó lo que es mejor, abrazar á la una y consumir la otra.

OLOFERNO.--Sí, quisiera ser poeta para elevarme al cielo; quisiera
tener alas...

GUBETTA.--De faisán en mi plato.

OLOFERNO.--Voy á recitaros mi soneto.

GUBETTA.--¡Voto al diablo! señor marqués de Vitellozzo, os dispenso el
soneto; dejadnos beber.

OLOFERNO.--¿Me dispensáis mi soneto?

GUBETTA.--Sí, como á los perros de morderme, al Papa de bendecirme, y á
los transeúntes de apedrearme.

OLOFERNO.--¡Vive Dios! creo que me insultáis, caballerito español.

GUBETTA.--No os insulto, gigantón italiano; pero no quiero oir vuestro
soneto; mi gaznate necesita más el vino de Chipre que mis oídos la
poesía.

OLOFERNO.--¡Pues os he de cortar las orejas para clavároslas en los
talones!

GUBETTA.--¡Sois un belitre! ¡Habráse visto otro mostrenco igual,
embriagado con vino de Siracusa, y que parece borracho de cerveza!

OLOFERNO.--¡Por vida del diablo!... ¡os voy á descuartizar!

GUBETTA (_trinchando un faisán_).--No os diré otro tanto, porque yo no
trincho volátiles como vos... ¿señoras, gustáis de un poco de faisán?

OLOFERNO (_precipitándose para coger un cuchillo_).--¡Pardiez! ¡quiero
abrir en canal á ese tunante, aunque sea más caballero que el emperador!

LAS MUJERES (_levantándose de la mesa_).--¡Cielos, van á batirse!

LOS HOMBRES.--¡Poco á poco, Oloferno!

  (_Desarman á Oloferno, que quiere precipitarse sobre Gubetta, y entre
  tanto las mujeres desaparecen por la puerta lateral._)

OLOFERNO (_forcejeando_).--¡Vive Dios!

GUBETTA.--Rimáis tan bien con esa palabra, mi querido poeta, que habéis
hecho huir á las damas. Sois un torpe.

JEPPO.--Eso es verdad. ¿Dónde diablos se habrán ido?

MAFFIO.--Habrán tenido miedo: cuchillo que reluce, mujer que huye.

ASCANIO.--¡Bah! ya volverán.

OLOFERNO (_amenazando á Gubetta_).--¡Ya te encontraré mañana, Belverana
del diablo!

GUBETTA.--Mañana no hay inconveniente. (_Oloferno se sienta vacilante y
con cólera; Gubetta suelta la carcajada._) ¡Qué imbécil, hacer huir así
á las más lindas mujeres de Ferrara con un cuchillo de mesa! ¡Enfadarse
por los versos! ¡Ahora creo que tiene alas; ese Oloferno no es un
hombre, sino un ganso!

JEPPO.--¡Haya paz, señores! Ya os cortaréis mañana el cuello como
es debido; batíos al menos como caballeros, con espadas, y no con
cuchillos.

ASCANIO.--Á propósito, ¿qué hemos hecho de nuestras espadas?

APÓSTOLO.--¿Olvidáis que nos han obligado á dejarlas en la antecámara?

GUBETTA.--¡Y la precaución ha sido buena, pues de lo contrario nos
habríamos batido delante de las damas, por lo cual se habrían sonrojado
hasta los flamencos de Flandes, ebrios de tabaco!

GENARO.--¡Buena precaución, en efecto!

MAFFIO.--¡Pardiez, hermano Genaro, he aquí la primera palabra que
pronuncias desde que comenzó la cena, y nunca bebes! ¿Piensas en
Lucrecia Borgia? Decididamente tienes algún amorío con ella: no lo
niegues.

GENARO.--¡Dame de beber, Maffio! No abandono á mis amigos ni en la mesa
ni en el juego.

UN PAJE NEGRO (_con dos frascos en la mano_).--Señores, ¿queréis vino
de Chipre ó de Siracusa?

MAFFIO.--De Siracusa; es el mejor.

  (_El paje negro llena las copas._)

JEPPO.--¡Por vida de Oloferno! ¿No volverán esas damas? (_Se dirige
sucesivamente á las dos puertas._) ¡Están cerradas por fuera, señores!

MAFFIO.--¿Tendréis miedo á vuestra vez, Jeppo? No quieren que las
persigamos. Es muy natural.

GENARO.--¡Bebamos, señores!

  (_Se oye el choque de las copas._)

MAFFIO.--¡Á tu salud, Genaro! Brindo por que halles pronto á tu madre.

GENARO.--¡Dios te oiga!

  (_Todos beben, excepto Gubetta, que arroja el vino por encima del
  hombro._)

MAFFIO (_en voz baja á Jeppo_).--Ahora sí que lo he visto, Jeppo.

JEPPO (_en voz baja_).--¿El qué?

MAFFIO.--Belverana no ha bebido.

JEPPO.--¡Cómo!

MAFFIO.--Le he visto arrojar el vino por encima del hombro.

JEPPO.--Está ebrio, y tú también.

MAFFIO.--Es posible.

GUBETTA.--¡Venga una canción báquica, señores! Voy á cantaros una que
valdrá más que el soneto de Oloferno, y juro por el cráneo de mi padre
que no la compuse yo, puesto que no soy poeta ni tengo bastante ingenio
para hacer que dos rimas se besen expresando una idea. He aquí mi
canción, cuyo asunto es muy delicado, pues tiende á demostrar que el
cielo pertenece á los borrachos.

JEPPO (_en voz baja á Maffio_).--Está más embriagado que borracho.

TODOS (_excepto Genaro_).--¡La canción, la canción!

GUBETTA (_cantando_):

    Abre la puerta, San Pedro
    al alegre bebedor,
    que con voz robusta y fuerte
    quiere cantar ¡_Gloria Domino_!

TODOS (_á coro, excepto Genaro_).--¡_Gloria Domino_!

  (_Chocan las copas, riendo á carcajadas. De repente se oyen voces
  lejanas que cantan con tono lúgubre._)

VOCES (_fuera_).--_Sanctum et terribile nomen ejus. Initium sapientiæ
timor Domini._

JEPPO (_riendo ruidosamente_).--¡Escuchad, señores! Mientras nosotros
entonamos la canción báquica, el eco canta vísperas.

TODOS.--¡Escuchemos!

VOCES (_fuera, y un poco más próximas_).--_Nisi Dominus custodierit
civitatem, frustra vigilat qui custodit eam._

  (_Todos ríen á carcajadas._)

JEPPO.--Canto llano del más puro.

MAFFIO.--Alguna procesión que pasa.

GENARO.--¡Á media noche! Es un poco tarde.

JEPPO.--¡Bah! Continuad, caballero Belverana.

[Ilustración: JEPPO.--_¡Qué lazo tan espantoso!_]

VOCES (_fuera, y más próximas aún_).--_Oculos habent et non
videbunt. Nares habent et non odorabunt. Aures habent, et non audient._

  (_Todos ríen cada vez con más fuerza._)

JEPPO.--¡Serán chillones esos frailes!

MAFFIO.--¡Mira, Genaro! las lámparas se apagan aquí, y nos quedamos á
oscuras.

  (_Las lámparas palidecen, como si les faltara el aceite._)

VOCES (_fuera y más cerca_).--_Manus habent et non palpabunt; pedes
habent et non ambulabunt; non clamabunt in gutture suo._

GENARO.--Me parece que las voces se aproximan.

JEPPO.--Diríase que la procesión está ahora debajo de nuestras ventanas.

MAFFIO.--Son las oraciones de difuntos.

ASCANIO.--Será algún entierro.

JEPPO.--Bebamos á la salud del que van á enterrar.

GUBETTA.--¿Sabéis que no habrá más de uno?

JEPPO.--¡Pues bien, á la salud de todos!

APÓSTOLO (_á Gubetta_).--¡Bravo! continuemos por nuestra parte la
invocación de San Pedro.

GUBETTA.--Sed más cortés; se debe decir: al señor San Pedro, digno
portero del paraíso.

  (_Canta._)

TODOS (_chocando sus copas y profiriendo carcajadas_):

    ¡_Gloria Domino_!

  (_La gran puerta del fondo se abre silenciosamente de par en par y se
  ve fuera una inmensa sala tapizada de negro, iluminada por algunas
  antorchas y con una gran cruz de plata en el fondo. Una larga fila de
  penitentes, blancos y negros, á los que sólo se les ven los ojos por
  los agujeros de la capucha, avanza precedida de una cruz y llevando
  cada monje un cirio en la mano. Entran por la puerta grande cantando
  con acento lúgubre y en voz alta_):

    ¡_De profundis clamavi ad te, Domine_!

  (_Se alinean silenciosamente en ambos lados de la sala, permaneciendo
  inmóviles como estatuas; mientras que los jóvenes caballeros los
  miran con estupor._)

MAFFIO.--¿Qué quiere decir eso?

JEPPO (_esforzándose para reirse_).--Es una broma. Apuesto mi caballo
contra un cerdo, y mi nombre de Liveretto contra el de Borgia, á que
son nuestras encantadoras condesas las que se han disfrazado de ese
modo para ponernos á prueba, y que si levantamos una de esas capuchas
veremos debajo el lindo rostro de una hermosa mujer. Mirad. (_Levanta
sonriendo una de las capuchas, y queda petrificado al ver el rostro
lívido de un monje, que permanece inmóvil con el cirio en la mano y la
vista baja. Deja caer la capucha y retrocede._) ¡Esto comienza á ser
extraño!

MAFFIO.--No sé por qué se me hiela la sangre en las venas.

LOS PENITENTES (_cantando con voz sonora_).--_¡Conquassabit capita in
terra multorum!_

JEPPO.--¡Qué lazo tan espantoso! ¡Nuestras espadas, vengan nuestras
espadas! ¡Señores, aquí estamos en casa del demonio!


ESCENA II

Los mismos, LUCRECIA

LUCRECIA (_apareciendo de repente, vestida de negro, en el umbral de la
puerta_).--¡Estáis en mi casa!

TODOS (_excepto Genaro que observa desde un rincón, donde Lucrecia no
le ve_).--¡Lucrecia Borgia!

LUCRECIA.--Hace pocos días, todos los que estáis aquí, pronunciabais
mi nombre con expresión de triunfo, y hoy lo hacéis con espanto. Sí,
ya podéis mirarme con esos ojos atónitos por el terror; soy yo,
señores, y vengo para deciros que todos estáis envenenados, y que á
ninguno de vosotros le queda una hora de vida. No os mováis, porque la
sala contigua está llena de soldados. ¡Á mi vez podré hablaros alto y
pisaros la cabeza! ¡Jeppo Liveretto, vé á reunirte con tu tío Vitelli,
á quien mandé dar de puñaladas en los subterráneos del Vaticano!
¡Ascanio Petrucci, vé á buscar á tu primo Pandolfo, á quien asesiné
para robarle su palacio! ¡Oloferno Vitellozzo, tu tío te espera, ya
sabes, Yago Appiani, á quien envenené en una fiesta! ¡Maffio Orsini,
pronto podrás hablar de mí en el otro mundo á tu hermano el de Gravina,
á quien mandé estrangular durante su sueño! ¡Apóstolo Gazella, yo hice
decapitar á tu padre Francisco Gazella, y asesinar á tu primo Alfonso
de Aragón, según tú dices: vé á reunirte con ellos! Me obsequiasteis
con un baile en Venecia, y os correspondo con una cena en Ferrara.
¡Fiesta por fiesta, señores!

JEPPO.--¡He aquí un triste despertar, Maffio!

MAFFIO.--¡Pensemos en Dios!

LUCRECIA.--¡Ah, amiguitos míos del último carnaval, ya sé que no
esperabais esto! Me parece que esto es vengarse bien. ¿Qué opináis,
señores? Creo que no está del todo mal para una mujer. (_Á los
monjes._) Padres míos, conducid á esos caballeros á la sala contigua,
que ya está preparada; confesadlos, y aprovechad los pocos instantes
que les quedan para salvar en ellos lo que aún sea posible. Señores,
aquellos que entre vosotros tengan alma, deben apresurarse. Estad
tranquilos; esos dignos padres son monjes de San Sixto, á quienes el
Padre santo ha permitido ayudarme en ocasiones como la presente. Y
si me he cuidado de vuestras almas, advertid que no he olvidado los
cuerpos. ¡Mirad! (_Á los monjes que están delante de la puerta del
fondo._) Apartad un poco para que estos señores vean. (_Los monjes se
desvían, y entonces se ven cinco ataúdes, cubierto cada cual con un
paño negro y alineados delante de la puerta._) Ya lo veis, hay cinco.
¡Ah caballeros! ¡Arrancáis la piel á una desgraciada mujer, creyendo
que ésta no se vengará! ¡Ved ahora vuestros ataúdes!

GENARO (_á quien no ha visto hasta entonces, da un paso_).--¡Se
necesita otro, señora!

LUCRECIA.--¡Cielos, Genaro!

GENARO.--El mismo.

LUCRECIA.--Que todo el mundo salga de aquí y nos dejen solos...
¡Gubetta, suceda lo que quiera, y aunque se oiga algo de lo que ha de
pasar aquí, que no éntre nadie!

GUBETTA.--Está bien.

  (_Los monjes salen procesionalmente, conduciendo entre sus filas á
  los cinco caballeros vacilantes y aturdidos._)


ESCENA III

GENARO, LUCRECIA

  (_Sólo iluminan la sala algunas lámparas moribundas, y se han cerrado
  las puertas. Lucrecia y Genaro, solos, se miran algunos instantes en
  silencio, como no sabiendo por dónde comenzar._)

LUCRECIA (_hablándose á sí misma_).--¡Es Genaro!

CANTO DE LOS MONJES (_fuera_).--_Nisi Dominus ædificaverit domum, in
vanum laborant qui ædificant eam._

LUCRECIA.--¡Otra vez vos, Genaro! ¡Habréis de estar siempre allí donde
descargo mis golpes! ¡Santo cielo! ¿cómo os habéis mezclado en todo
esto?

GENARO.--Lo sospechaba.

LUCRECIA.--¡Otra vez estáis envenenado, y vais á morir!

GENARO.--Si quiero... tengo el antídoto.

LUCRECIA.--¡Ah! ¡Dios sea loado!

GENARO.--Una palabra, señora; vos sois experta en la materia, y podréis
decirme si hay bastante elíxir en este frasquito para salvar á los
caballeros que esos monjes conducen á la tumba.

LUCRECIA (_examinando el frasco_).--¡Apenas hay bastante para vos,
Genaro!

GENARO.--¿No podéis obtener más al punto?

LUCRECIA.--Os he dado cuanto tenía.

GENARO.--Está bien.

LUCRECIA.--¿Qué hacéis, Genaro? Despachad; no juguéis con cosas tan
terribles, pues nunca se bebe á tiempo un contra-veneno. ¡Apuradlo,
en nombre de Dios! ¡Qué imprudencia habéis cometido! Asegurad vuestra
vida, y yo os facilitaré la salida de palacio por una puerta oculta que
conozco. Todo se puede remediar aún; es de noche; muy pronto tendré dos
caballos ensillados, y mañana á primera hora estaréis lejos de Ferrara.
¿No es verdad que suceden cosas terribles? ¡Bebed y marchemos; es
preciso vivir; es forzoso salvaros!

GENARO (_tomando un cuchillo de la mesa_).--¡No; ahora vais á morir,
señora!

LUCRECIA.--¡Cómo! ¿Qué decís?

GENARO.--Digo que acabáis de envenenar traidoramente á cinco
caballeros, que eran mis mejores amigos, contándose entre ellos Maffio
Orsini, mi hermano de armas, que me salvó la vida una vez, y á quien
debo vengar, porque las injurias que recibimos son comunes. Digo que
habéis cometido un acto infame; que debo vengar á Maffio y á los demás,
y que vais á morir.

LUCRECIA.--¡Cielos!

GENARO.--Rezad vuestra última oración, y que sea corta, señora, porque
estoy envenenado y no puedo esperar.

LUCRECIA.--¡Bah! eso no puede ser. ¡Genaro matarme á mí! ¿Sería posible?

GENARO.--Es la pura verdad, señora, y juro por Dios que en vuestro
lugar ya estaría orando de rodillas... Ahí tenéis un sillón que os
servirá para el caso.

LUCRECIA.--No; os digo que es imposible. Entre las más terribles ideas
que cruzan mi espíritu, jamás me había ocurrido esta... ¡Pues bien, ya
que levantas el cuchillo, espera, Genaro! Debo decirte alguna cosa.

GENARO.--Pronto.

LUCRECIA.--¡Deja ese cuchillo, desgraciado, arrójale! ¡Si tú
supieras... Genaro! ¿Sabes quién eres, y quién soy? Tú ignoras hasta
qué punto me perteneces. ¿Será preciso decirlo todo? La misma sangre
circula por nuestras venas, Genaro; ¡tu padre fué Juan Borgia, duque de
Gandía!

GENARO.--¡Vuestro hermano! ¡Conque sois mi tía! ¡Ah, señora!

LUCRECIA (_aparte_).--¡Su tía!

GENARO.--¡Ah! soy vuestro sobrino. ¡Ah! ¡mi madre fué esa infeliz
duquesa de Gandía á quien todos los Borgias hicieron tan desgraciada!
Señora, mi madre se refería á vos en sus cartas; sois una de aquellas
parientas desnaturalizadas de quien me hablaba con horror, que mató
á mi padre, y que hizo llorar lágrimas de sangre á su esposa. ¡Ah!
¡ahora debo vengarlos á los dos! ¡Conque sois mi tía y yo un Borgia!
¡Es lo bastante para volverme loco! Escuchadme; habéis vivido demasiado
tiempo, y estáis tan cargada de crímenes, que debéis haber llegado
á ser odiosa y abominable para vos misma; sin duda estaréis cansada
de vivir, y será preciso acabar de una vez. En las familias como las
nuestras, en las que el crimen es hereditario y se transmite de padre
á hijo como el nombre, siempre sucede que esta fatalidad termina por
un asesinato, de ordinario en la misma familia, último crimen que lava
todos los demás. Jamás se censuró á un caballero por haber cortado
una mala rama del árbol de su casa. El español Mudarra mató á su tío,
Rodrigo de Lara, por menos de lo que habéis hecho, y todos elogiaron su
acto. ¿Me comprendéis, tía mía? ¡Vaya pues, ya hemos hablado bastante!
¡Recomendad vuestra alma á Dios, si creéis en Dios y en vuestra alma!

LUCRECIA.--¡Genaro, por piedad para ti! Aún eres inocente. ¡No cometas
tal crimen!

GENARO.--¡Un crimen! ¡Oh! mi tía se trastorna. ¡Será esto un crimen!
¡Pues bien! aunque le cometa, soy un Borgia, y nada tiene de
particular. ¡De rodillas os digo, tía, de rodillas!

LUCRECIA.--¿Dices verdaderamente lo que piensas, Genaro? ¿Es así cómo
pagas el amor que te profeso?

GENARO.--¡Amor!...

LUCRECIA.--Es imposible. Quiero salvarte; llamaré, gritaré...

GENARO.--No abriréis esa puerta, ni tampoco daréis un paso; y en cuanto
á vuestros gritos, no os salvarán. ¿No acabáis de ordenar vos misma que
no éntre nadie, oigan lo que quieran de lo que ha de pasar aquí?

LUCRECIA.--¡Pero eso es una cobardía, Genaro! ¡Matar á una mujer
indefensa! ¡Oh, los sentimientos de tu alma son más nobles! Escúchame;
me matarás después si quieres, pues no me importa la vida; pero es
preciso que mi pecho se desahogue, porque está lleno de angustia por
tu proceder. Tú eres un niño, y la juventud es siempre demasiado
severa. ¡Oh! si he de morir, no quiero que sea de tu mano; no sabes
hasta qué punto esto sería horrible. Por otra parte, Genaro, mi hora
no ha llegado aún. Cierto que he cometido muchas maldades, y que
soy una gran criminal; mas por lo mismo se me debe dejar tiempo para
reconocerlo y arrepentirme. Es indispensable, ¿lo oyes, Genaro?

GENARO.--Sois mi tía; sois la hermana de mi padre. ¿Qué habéis hecho de
mi madre?

LUCRECIA.--¡Espera, espera! Dios mío, no me es posible decirlo todo;
y aunque te lo dijese, tal vez fuera sólo para redoblar tu horror
y tu desprecio. ¡Escúchame un instante... yo deseo que me recibas
arrepentida á tus pies! Tú me perdonarás ¿no es cierto? Pues bien,
¿quieres que me retire á un claustro y me encierre para toda la vida?
Si te dijesen: «Esa desgraciada mujer se ha hecho rasar el cabello,
duerme sobre la ceniza, socava su propia fosa con las manos, y ruega
á Dios noche y día para que dejes caer sobre ella una mirada de
misericordia, para que viertas una lágrima sobre todas las llagas vivas
de su corazón y de su alma, y para que no le digas más, como acabas de
hacerlo, con esa voz tan severa como la del juicio final: “_¡Vos sois
Lucrecia Borgia!_”». Si te dijeran todo esto, Genaro, ¿tendrías corazón
para rechazarla? ¡Gracia, Genaro! Vivamos los dos, tú para perdonarme,
y yo para arrepentirme. ¡Compadécete de mí! No has de tratar sin
misericordia á una pobre mujer que sólo pide un poco de piedad.
¡Perdóname la vida!... Te lo digo, Genaro, por ti, porque tu acto sería
verdaderamente cobarde, y además un crimen espantoso, un asesinato. ¡Un
hombre matar á una mujer! ¡Oh, tú no harás eso!

GENARO (_vacilante_).--¡Señora!...

LUCRECIA.--¡Oh! ¡ya lo veo, me perdonas! Me parece leerlo en tus ojos.
¡Déjame llorar á tus pies!

UNA VOZ (_fuera_).--¡Genaro!

GENARO.--¿Quién me llama?

LA VOZ.--¡Hermano Genaro!

GENARO.--¡Es Maffio!

LA VOZ.--¡Genaro, me muero, véngame!

GENARO (_levantando el cuchillo_).--Está dicho. Ya no escucho nada.
¡Señora, es preciso morir!

LUCRECIA (_deteniéndole el brazo_).--¡Perdón! ¡Escúchame!

GENARO.--¡No!

LUCRECIA.--¡En nombre del cielo!

GENARO.--¡No!

  (_La hiere._)

LUCRECIA.--¡Ah!... ¡me has muerto! ¡Genaro, soy tu madre!

[Ilustración]



MARÍA TUDOR

Drama en 3 jornadas, con un prefacio del autor



[Ilustración]

PREFACIO


Dos maneras hay de apasionar á la multitud en el teatro: por lo grande
y por lo verdadero; lo grande influye en las masas; lo verdadero en el
individuo.

El objeto del poeta dramático, cualquiera que fuere el conjunto de sus
ideas sobre el arte, debe ser siempre, ante todo, buscar lo grande,
como Corneille, ó lo verdadero, como Molière, ó lo que sería mejor,
alcanzar á la vez ambas cosas, lo grande en lo verdadero y lo verdadero
en lo grande, como Shakespeare.

Porque, observémoslo de paso, á Shakespeare le fué dado, y á esto debió
la soberanía de su genio, conciliar, unir y amalgamar de continuo en
su obra esas dos cualidades, la verdad y la grandeza, cualidades casi
contrarias, ó por lo menos tan diferentes, que la falta de cada una de
ellas constituye lo inverso de la otra. El escollo de lo verdadero es
lo pequeño; el escollo de lo grande es lo falso. En todas las obras de
Shakespeare hay algo grande que es verdadero y viceversa; en el centro
de todas sus creaciones se encuentra el punto de intersección de lo
grandioso y de lo verdadero; y allí donde se cruzan las cosas grandes
y las verdaderas, el arte es completo. Shakespeare, así como Miguel
Ángel, parece haber sido creado para resolver este problema extraño,
cuya simple enunciación parece absurda:--mantenerse siempre en la
naturaleza, saliendo de ella algunas veces.--Shakespeare exagera las
proporciones, pero conserva la relación. ¡Admirable omnipotencia del
poeta! Hace cosas más elevadas que nosotros, que viven como nosotros.
Hamlet, por ejemplo, es tan verdadero como cualquiera de nosotros, y
más grande; Hamlet es colosal, y sin embargo, verdadero; Hamlet no es
como uno de vosotros ó como yo; es como todos; Hamlet no es un hombre,
es el hombre.

Separar continuamente lo grande á través de lo verdadero, y esto á
través de aquello, es, según el autor de este drama, el objeto del
poeta en el teatro, manteniendo todas las demás ideas que ha podido
desarrollar sobre estas materias. En dos palabras, lo _grande_ y lo
_verdadero_ lo encierran todo; la verdad contiene la moralidad; en lo
grandioso está lo bello.

Nadie supondrá que el autor haya tenido la presunción de creer que
jamás alcanzó ese objeto, ni que podrá alcanzarla nunca; pero se le
permitirá declarar públicamente que jamás buscó otro en el teatro hasta
hoy día. El nuevo drama que ha hecho representar es un esfuerzo más
hacia ese brillante fin. ¿Cuál es, en efecto, la idea que ha tratado de
realizar en _María Tudor_? Hela aquí: una reina que sea mujer; grande
como soberana, verdadera como mujer.

El autor lo ha dicho ya en otra parte: el drama, tal como le comprende,
el drama, tal como quisiera verle creado por un hombre de genio, el
drama según el siglo XIX, no es la tragicomedia altiva, desmesurada,
española y sublime de Corneille; no es la tragedia abstracta, amorosa,
ideal y divinamente elegíaca de Racine; no es la comedia profunda,
sagaz, penetrante y demasiado irónica de Molière; no es la tragedia
de intención filosófica de Voltaire; no es la comedia de acción
revolucionaria de Beaumarchais; no es más que todo eso, pero lo es
todo á la vez; ó mejor dicho, no es nada de eso. No es, como en los
grandes hombres que acabamos de citar, un solo lado de las cosas,
sistemático y continuamente sacado á luz; es el conjunto considerado
á la vez bajo todas sus fases. Si hubiera hoy un hombre que pudiese
realizar el drama tal como le comprendemos, este drama sería el corazón
humano, la cabeza humana, la pasión humana, la voluntad humana; sería
el pasado resucitado en provecho del presente; sería la historia que
nuestros padres hicieron, confrontada con la que nosotros hacemos;
sería mezclar en la escena todo lo que se mezcla en la vida; sería un
motín allá y un diálogo de amor aquí; en este último una lección para
el pueblo, y en el otro un grito para el corazón; sería la risa, y
también las lágrimas; sería el bien, el mal, lo superior, lo inferior,
la fatalidad, la providencia, el genio, la casualidad, la sociedad, el
mundo, la naturaleza, la vida; y algo grande cerniéndose sobre todo
esto.

Á este drama, que constituiría para la multitud una enseñanza perpetua,
le sería permitido todo, porque estaría en su esencia no abusar de
nada. Llegaría á ser tan notorio por su lealtad, elevación, utilidad
y recta conciencia, que no se le acusaría nunca de buscar el efecto y
el ruido allí donde sólo hubiera deseado obtener una lección moral.
Podría llevar á Francisco I á casa de Magalona sin hacerse sospechoso;
producir en el corazón de Didier un sentimiento compasivo para Marion;
y sin que se le tachase de enfático y exagerado, como al autor de
_María Tudor_, presentar ampliamente en la escena, con toda su terrible
realidad, ese formidable triángulo que tan á menudo aparece en la
historia: una reina, un valido y un verdugo.

El hombre que crease este drama debería tener dos cualidades:
conciencia y genio. El autor que habla aquí, sabe ya que sólo tiene
la primera; mas no por eso dejará de continuar lo que ha comenzado,
deseando que otros lo hagan mejor. Hoy día, un numeroso público, cada
vez más inteligente, acoge con favor todas las tentativas formales del
arte; y todo lo que ahora hay de elevado en la crítica ayuda y estimula
al poeta. ¡Venga, pues, el poeta! En cuanto al autor de este drama,
seguro del porvenir, que progresa, y de que, á falta de talento, se le
tendrá algún día en cuenta su perseverancia, fija una mirada serena,
confiada y tranquila en la multitud que todas las noches dispensa aún
á esta obra incompleta tanta curiosidad, interés y atención. Ante esa
multitud comprende la responsabilidad que sobre él pesa, y acéptala
tranquilo. Jamás pierde un instante de vista en sus trabajos al pueblo
que el teatro civiliza, la historia que el teatro explica, y el corazón
humano que el teatro aconseja. Mañana dejará la obra terminada por
la que se ha de hacer; y saldrá de esa multitud para retirarse á su
soledad, soledad profunda donde no llega ninguna influencia perniciosa
del mundo exterior; donde la juventud, su amiga, se presenta algunas
veces para estrecharle la mano, donde está solo con su pensamiento, su
independencia y su voluntad. La soledad le será más que nunca grata,
porque sólo en ella se puede trabajar para la multitud; y más que
nunca tendrá su espíritu, su obra y su pensamiento alejados de toda
camarilla, pues conoce algo más grande que ésta: los partidos; algo
más grande que los partidos: el pueblo; y algo superior al pueblo: la
humanidad.

  17 Noviembre 1833.



MARÍA TUDOR



PERSONAJES


  MARÍA, reina.
  JUANA.
  GILBERTO.
  FABIANO FABIANI.
  SIMÓN RENARD.
  JOSHUA FARNABY.
  UN JUDÍO.
  LORD CLINTON.
  LORD CHANDOS.
  LORD MONTAGU.
  MAESE ENEAS DULVERTON.
  LORD GARDINER.
  UN CARCELERO.
  CABALLEROS, PAJES, GUARDIAS, EL VERDUGO.

Londres, 1553.



[Ilustración]

JORNADA PRIMERA

EL HOMBRE DEL PUEBLO


Playa desierta á orillas del Támesis, en parte oculta por un antiguo
parapeto ruinoso. Á la derecha una casa de mísero aspecto, en uno de
cuyos ángulos se ve una pequeña estatua de la Virgen, iluminada por una
mecha de estopa que arde en un enrejado de hierro. En el fondo, más
allá del Támesis, la ciudad. Divísanse dos altos edificios, la Torre de
Londres y la Abadía de Westminster.--El día comienza á declinar.

PERSONAJES

  GILBERTO.
  FABIANO FABIANI.
  SIMÓN RENARD.
  LORD CHANDOS.
  LORD CLINTON.
  LORD MONTAGU.
  JOSHUA FARNABY.
  JUANA.
  UN JUDÍO.


ESCENA I

Varios hombres agrupados acá y allá en la playa, entre los cuales se
hallan SIMÓN RENARD; JUAN BRIDGES, barón de CHANDOS; ROBERTO CLINTON,
barón de CLINTON, y ANTONIO BROWN, vizconde de MONTAGU

LORD CHANDOS.--Tenéis razón, milord; es preciso que ese condenado
italiano haya hechizado á la reina, porque ésta no puede prescindir de
él; sólo por él vive, no está alegre sino en su presencia, y sólo á él
escucha. Si pasa un día sin verle, sus ojos languidecen, como en aquel
tiempo en que amaba al cardenal Polus. ¿Os acordáis?

SIMÓN RENARD.--Muy enamorada está ciertamente, y por lo tanto muy
celosa.

LORD CHANDOS.--¡Ese italiano la tiene hechizada!

LORD MONTAGU.--Á decir verdad, asegúrase que los de su nación tienen
filtros para ese objeto.

LORD CLINTON.--Los árabes saben confeccionar sutiles venenos que matan,
y los italianos conocen los que hacen amar.

LORD CHANDOS.--La reina está enamorada y enferma á la vez; debe haber
bebido las dos clases de veneno.

LORD MONTAGU.--¿Pero es ese hombre realmente italiano?

LORD CHANDOS.--Parece haber nacido en Italia; pero pretende tener
relaciones de parentesco con una distinguida familia española.

LORD CLINTON.--Es un aventurero, de no sé qué país. Esos hombres que
son cosmopolitas no tienen compasión en ninguna parte cuando llegan al
poder.

LORD MONTAGU.--¿No decíais que la reina está enferma, Chandos? esto no
le impide vivir alegremente con su valido.

LORD CLINTON.--¡Alegremente! Mientras que la reina ríe, el pueblo
llora y el favorito se enriquece; ese hombre come plata y bebe oro. La
reina le ha cedido los bienes del gran lord Talbot, le ha hecho conde
de Clanbrassil y barón de Dinasmonddy. Como si esto no bastara, el
tal Fabiano Fabiani es también par de Inglaterra, como vos, Montagu,
como vos, Chandos, como Stanley, Norfolk y yo, y como el rey. Tiene
la orden de la Jarretera, lo mismo que el infante de Portugal, el rey
de Dinamarca y Tomás Percy, séptimo conde de Northumberland. ¡Y qué
duro es ese tirano que nos gobierna desde su lecho! Nunca pesó otro
semejante sobre Inglaterra. ¡Y eso que he visto muchos déspotas, pues
ya soy viejo! Setenta horcas hay en Tyburn; y el hacha del verdugo,
afilada por las mañanas, se mella todas las noches. Cada día se inmola
á algún caballero; anteayer fué Blantyre; ayer le tocó el turno á
Northcurry, hoy á South-Reppo, y mañana á Tyrconnel. La semana próxima
os llegará el turno, Chandos, y el mes entrante seré yo la víctima.
¡Señores, señores, es una vergüenza y una iniquidad que tantas cabezas
inglesas caigan por el capricho de no sé qué miserable aventurero,
que no es hijo de nuestro país! ¡Es insoportable y espantoso que
un favorito napolitano pueda sacar tantos tajos como quiere de la
habitación de esa reina! Los dos viven alegremente, según decís; mas
¡vive el cielo que esto es una infamia! ¡Ah! ¡los dos enamorados se
divierten, mientras que el verdugo, siempre á su puerta, hace viudas y
huérfanos! ¡Oh! ¡Su guitarra italiana va demasiado acompañada del ruido
de las cadenas! ¡Señora reina, hacéis venir cantantes de la capilla de
Avignon, y todos los días se representan en vuestro palacio comedias, y
los estrados están llenos de músicos! ¡Pardiez, señora, menos alegría
en vuestra casa, si os place, y menos duelo entre nosotros; menos
víctimas aquí y menos verdugos allá; menos tumbas en Westminster, y no
tantos cadalsos en Tyburn!

LORD MONTAGU.--Cuidado con lo que decís, porque nosotros somos súbditos
leales. Hablad cuanto queráis de Fabiani; mas no de la reina.

SIMÓN RENARD (_poniendo la mano en el hombro de lord
Clinton_).--¡Paciencia!

LORD CLINTON.--¡Paciencia! Fácil es decir eso, señor Simón Renard.
Sois baile de Amont en el Franco Condado, súbdito del Emperador, y su
legado en Londres; representáis aquí al príncipe de España, futuro
esposo de la reina, y vuestra persona es sagrada para el favorito; pero
tratándose de nosotros, es otra cosa. Fabiani es para vos el pastor, y
para nosotros el verdugo.

  (_Ha cerrado la noche._)

SIMÓN RENARD.--Ese hombre no me molesta menos que á vosotros, pues si
teméis por vuestra vida, yo temo por mi honor, que es mucho más. No
hablo, pero obro; no me anima tanta cólera como á vos, milord; mas en
cambio, mi odio excede al vuestro. Yo aniquilaré al favorito.

LORD MONTAGU.--¡Oh! ¿cómo hacerlo? Todos los días pienso en ello.

SIMÓN RENARD.--No se hacen ni deshacen de día los favoritos de la
reina, sino de noche.

LORD CHANDOS.--La de hoy es bien negra y pavorosa.

SIMÓN RENARD.--Á mí me parece magnífica para lo que trato de hacer.

LORD CHANDOS.--¿Qué es ello?

SIMÓN RENARD.--Ya lo veréis... Milord Chandos, cuando una mujer reina,
el capricho gobierna; entonces, la política no es ya cuestión de
cálculo, sino de casualidad; no se puede contar sobre nada, y el día de
hoy no trae lógicamente el de mañana. Los negocios no se juegan ya al
ajedrez, sino á los naipes.

LORD CLINTON.--Todo eso está muy bien; pero vamos al hecho. Señor
baile, ¿cuándo nos entregaréis al favorito? Es cosa urgente, porque
mañana decapitan á Tyrconnel.

SIMÓN RENARD.--Si encuentro esta noche un hombre como el que busco,
Tyrconnel cenará con vos mañana.

LORD CLINTON.--¿Qué queréis decir? ¿Qué sucederá con Fabiani?

SIMÓN RENARD.--¿Tenéis buena vista, milord?

LORD CLINTON.--Sí, aunque sea viejo y la noche esté negra, veo bastante.

SIMÓN RENARD.--¿Divisáis la ciudad de Londres al otro lado del río?

LORD CLINTON.--Sí. ¿Por qué?

SIMÓN RENARD.--Mirad bien. Desde aquí se ve la subida y la bajada de
todo favorito: Westminster y la Torre de Londres.

LORD CLINTON.--¿Y bien?

SIMÓN RENARD.--Si Dios me ayuda, en este momento hay allí un hombre...
(_Señala la abadía de Westminster._) que mañana á la misma hora estará
aquí.

  (_Señala la Torre._)

LORD CLINTON.--¡Que el Señor os preste su ayuda!

LORD MONTAGU.--El pueblo no le odia menos que nosotros. ¡Qué fiesta
habrá en Londres el día de su caída!

LORD CHANDOS.--Nos hemos puesto en vuestras manos, señor baile, y por
lo tanto disponed de nosotros. ¿Qué se ha de hacer?

SIMÓN RENARD (_mostrando la casa situada junto á la orilla)_.--¿Veis
todos esa casa? Es la de Gilberto, el cincelador; no la perdáis de
vista, y dispersaos con vuestra gente, aunque sin alejaros mucho. Sobre
todo, no hagáis nada sin mí.

LORD CHANDOS.--Está bien.

  (_Todos se alejan por diversos lados._)

SIMÓN RENARD (_solo_).--No es fácil encontrar un hombre como el que
necesito.

  (_Vase. Llegan Juana y Gilberto cogidos del brazo y se dirigen hacia
  la casa; acompáñales Joshua Farnaby, embozado en su capa._)


ESCENA II

JUANA, GILBERTO Y JOSHUA FARNABY

JOSHUA.--Aquí os dejo, amigos míos, porque ya es de noche y he de ir
á prestar mi servicio en la Torre de Londres. ¡Ah! yo no estoy libre
como vosotros; el carcelero no es más que una especie de preso. Vamos,
adiós, Juana, adiós, Gilberto; me alegro mucho de que seáis felices.
¡Ah! dime tú, Gilberto, ¿cuándo es la boda?

GILBERTO.--De aquí á ocho días. ¿No es verdad, Juana?

JOSHUA.--Ahora recuerdo que pasado mañana es Navidad, día de
felicitaciones; pero yo no tengo ninguna que daros, puesto que es
imposible desear más belleza en la novia y más amor en el novio. ¡Sois
dichosos!

GILBERTO.--¿No lo eres tú también, buen Joshua?

JOSHUA.--Ni feliz ni desgraciado, pues renuncié á todo hace tiempo.
(_Entreabre su capa y deja ver un manojo de llaves que pende de su
cintura._) He aquí, Gilberto, algunas llaves de la prisión, cuyo sonido
me acompaña de continuo, induciéndome á muchas reflexiones filosóficas.
Cuando joven, era como los demás; estaba enamorado un día, acosábame
la ambición durante un mes, y la locura todo el año. Era en tiempo de
Enrique VIII, rey verdaderamente singular, rey que cambiaba de mujeres
como éstas de vestidos; repudió á la primera, mandó cortar la cabeza
á la segunda, dispuso que abrieran el vientre á la tercera; perdonó á
la cuarta, aunque expulsándola; pero en cambio ordenó que decapitaran
á la quinta. No creáis que os refiero el cuento de Barba-Azul, porque
es la verdadera historia de Enrique VIII. En aquel tiempo ocupábame en
la guerra y en cuestiones de religión, batiéndome por una y por otra;
y eso era lo mejor que se podía hacer entonces, aunque el asunto era
espinoso. Tratábase de ir en favor ó en contra del papa; la gente del
rey ahorcaba á los que no le defendían; pero quemaban á cuantos se
declaraban en contra; y la misma suerte sufrían los indiferentes, es
decir los que no estaban por el rey ni por el papa. Cada cual salía
del paso como podía, hallándose amenazado siempre por la cuerda ó la
hoguera. Á mí me han chamuscado más de cuatro veces, y creo que me
descolgaron de la horca dos ó tres un momento antes de efectuarse la
ejecución. ¡Buen tiempo era aquel, poco más ó menos como éste! Sí, yo
me batía por todo eso; pero lléveme el diablo si sé ahora por qué y
para qué me batía. Cuando me hablan del maestro Lutero y del papa Pablo
III me encojo de hombros. Mira, Gilberto, cuando se tiene el cabello
gris no se deben profesar las opiniones por las cuales nos batíamos
antes, ni tratar á las mujeres á quienes se hacía el amor á los veinte
años, pues unas y otras parecen ya muy feas y viejas, raquíticas,
llenas de arrugas y estúpidas. Esa es mi historia. Ya me he retirado de
los negocios, y ya no soy soldado del rey ni del papa, sino carcelero
de la Torre de Londres; no me bato por nadie, y encierro bajo llave á
todo el mundo. Carcelero y viejo, tengo un pie en la prisión y el otro
en la fosa. Yo soy quien recoge los restos de todos los ministros y
favoritos que se prenden en palacio, lo cual es muy divertido. Además
tengo un hijo á quien amo mucho, y vosotros dos, que merecéis todo mi
cariño. Si sois felices, ya estoy contento.

GILBERTO.--En tal caso, sé dichoso, Joshua.

JOSHUA.--Yo no puedo hacer nada por tu felicidad; pero Juana lo
hará todo, porque la amas; y tampoco me será dado prestarte ningún
servicio en mi vida, porque felizmente no eres bastante gran señor
para necesitar nunca al llavero de la Torre de Londres. Juana pagará
mi deuda al mismo tiempo que la suya, pues ella y yo te lo debemos
todo; tú la recogiste y educaste cuando era una pobre niña huérfana y
abandonada; y á mí me salvaste un día que me ahogaba en el Támesis.

GILBERTO.--¿Á qué hablar siempre de eso, Joshua?

JOSHUA.--Para decirte que nuestro deber es amarte, yo como un hermano,
y ella... como otra cosa.

JUANA.--Como una esposa fiel; ya comprendo, Joshua.

  (_Entrégase á una profunda meditación._)

GILBERTO (_en voz baja á Joshua_).--¡Mírala, Joshua! ¿No te parece que
es hermosa y encantadora, y digna de un rey? No puedes imaginar cuánto
la amo.

JOSHUA.--¡Cuidado! es imprudente amar tanto á una mujer. Tratándose de
un niño, es otra cosa.

GILBERTO.--¿Qué quieres decir?

JOSHUA.--Nada... De aquí á ocho días asistiré á vuestra boda. Espero
que entonces me dejarán alguna libertad los asuntos del Estado, y que
todo se acabará.

GILBERTO.--¿Qué se acabará?

JOSHUA.--¡Ah! tú no debes ocuparte de estas cosas, porque estás
enamorado. Tú eres del pueblo, y poco pueden importarte las intrigas
de altas regiones, siendo tan feliz aquí abajo; pero puesto que me
preguntas, te diré que se espera que de aquí á ocho días, ó tal vez
dentro de veinticuatro horas, Fabiano Fabiani será sustituído por otro
cerca de la reina.

GILBERTO.--¿Quién es ese Fabiano Fabiani?

JOSHUA.--Es el amante de la reina, un favorito muy célebre y
encantador, un favorito que tarda menos en hacer cortar la cabeza á un
hombre, cuando le desagrada, que un burgomaestre flamenco en comerse
una cucharada de sopa; es el mejor favorito que el verdugo de la Torre
de Londres ha tenido hace diez años, pues ya sabes que el ejecutor
recibe por cada cabeza de noble diez escudos de plata, y á veces
cuarenta, si la cabeza es de importancia. Se desea mucho la caída de
ese Fabiani, aunque á decir verdad, en mis funciones de carcelero sólo
oigo hablar de él á los descontentos, á hombres á quienes se ha de
cortar la cabeza dentro de un mes.

GILBERTO.--¡Devórense los lobos entre sí! ¿Qué nos importan á nosotros
la reina y su favorito? ¿No es verdad, Juana?

JOSHUA.--¡Oh! se está fraguando una tremenda conspiración contra
Fabiani, y no tendrá poca suerte si sale bien de ella. No extrañaría
que se intentase algún golpe esta noche, pues acabo de ver á maese
Simón Renard rondando por ahí y muy meditabundo.

GILBERTO.--¿Quién es ese Simón Renard?

JOSHUA.--¡Cómo! ¿no lo sabes? Es el brazo derecho del emperador en
Londres. La reina debe casarse con el príncipe de España, cuyo
representante es Simón Renard; la soberana le odia, pero le teme, y
nada puede contra él. Ha destronado ya dos ó tres favoritos, pues
su instinto le induce á dar en tierra con todos, y por esto hace
una limpia en palacio de vez en cuando. Simón Renard es hombre muy
sagaz y malicioso, que sabe cuanto pasa, y que socava siempre las
intrigas subterráneas en todos los acontecimientos. En cuanto á
lord Paget... ¿no me has preguntado también quién era? Pues te diré
que es un caballero muy audaz, que ha entendido en los negocios en
tiempo de Enrique VIII; es individuo del Consejo secreto, y tiene tal
ascendiente, que los demás ministros no osan decir palabra delante de
él, exceptuando, no obstante, el canciller, milord Gardiner, que le
aborrece. Este lord Gardiner tiene un carácter muy violento, pero es de
muy buena cuna; mientras que Paget tuvo por padre á un zapatero. Paget
obtendrá muy pronto el título de barón de Beaudesert en Stafford.

GILBERTO.--¡Qué enterado está Joshua de todas estas cosas!

JOSHUA.--¡Pardiez! de algo sirve oir hablar á los prisioneros de
Estado. (_Simón Renard aparece en el fondo del teatro._) Te aseguro,
Gilberto, que el hombre que mejor sabe la historia de estos tiempos es
el carcelero de la Torre de Londres.

SIMÓN RENARD (_que ha oído las últimas palabras_).--Os engañáis, maese,
es el verdugo.

JOSHUA (_en voz baja á Juana y á Gilberto_).--Retirémonos un poco.
(_Simón Renard se aleja lentamente, desapareciendo después._) Ahí
tenéis á Simón Renard.

GILBERTO.--No me gustan esos hombres que rondan alrededor de mi casa.

JOSHUA.--¿Qué diablos buscará por aquí? Bueno será marcharme pronto,
pues tal vez me prepare algún trabajo. ¡Adiós, Gilberto, adiós, hermosa
Juana!

GILBERTO.--¡Adiós, Joshua!... Pero dime ¿qué llevas oculto debajo de la
capa?

JOSHUA.--¡Ah! yo también tengo mi complot.

GILBERTO.--¿Qué complot?

JOSHUA.--Vosotros los enamorados lo olvidáis todo. Acabo de recordaros
que pasado mañana es día de Navidad. Los señores preparan una sorpresa
á Fabiani, y yo conspiro por mi cuenta. La reina tendrá tal vez un
favorito nuevo, y yo voy á dar una muñeca á mi niña. (_Saca una muñeca
que lleva debajo de la capa._) También es nueva; veremos cuál dura más,
si el favorito ó ella. ¡Dios os guarde, amigos míos!

GILBERTO.--Hasta más ver, Joshua.

  (_Joshua se aleja; Gilberto toma la mano de Juana y la besa con
  pasión._)

JOSHUA (_en el fondo del teatro_).--¡Qué grande es la Providencia! ¡Á
cada cual le da su juguete, la muñeca á la niña, la niña al hombre, el
hombre á la mujer y la mujer al diablo!


ESCENA III

GILBERTO, JUANA

GILBERTO.--También debo separarme de ti. Adiós, Juana, duerme en paz.

JUANA.--¿No queréis entrar esta noche, Gilberto?

GILBERTO.--No me es posible. Ya te he dicho que debo concluir un
trabajo en el taller esta noche; he de cincelar la empuñadura de una
daga para no sé qué lord Clanbrassil, á quien no he visto nunca, y que
la necesita para mañana.

JUANA.--Pues entonces buenas noches, Gilberto.

GILBERTO.--¡Un momento más, Juana! ¡Cuánto me cuesta separarme de
ti, aunque sólo sea por algunas horas! ¡Tú eres mi vida y mi alegría,
pero es preciso que vaya á trabajar, pues somos muy pobres! No quiero
entrar, porque me quedaría, y debo marcharme. Mira, sentémonos algunos
minutos á la puerta de tu casa, en ese banco; me parece que así me será
menos difícil irme. Dame la mano. (_Se sienta y le coge ambas manos,
mientras Juana permanece de pie._) ¿Me amas, Juana?

JUANA.--¡Oh! todo os lo debo, Gilberto, ya lo sé, aunque durante largo
tiempo me lo hayáis ocultado. Muy pequeña, cuando apenas había dejado
la cuna, mis padres me abandonaron, y vos me recogisteis. Hace diez y
seis años habéis trabajado para mí como un padre, y vuestros ojos me
han vigilado como los de una madre. ¿Qué sería yo sin vos, Dios mío?
Todo lo que tengo me lo habéis dado; todo lo que soy, á vos lo debo.

GILBERTO.--Juana, ¿me amas?

JUANA.--¡Qué abnegación la vuestra, Gilberto! Día y noche trabajabais
para mí sin tregua ni reposo, y aun hoy pasáis la noche en vela por
mi causa. Sin embargo, jamás oí de vuestros labios una reprensión ni
una palabra dura; nunca os dejáis llevar de la cólera; y aunque sois
tan pobre, procuráis satisfacer mis caprichos de coqueta. Gilberto,
sólo pienso en vos con las lágrimas en los ojos; algunas veces habéis
carecido de pan, y á mí no me han faltado nunca cintas.

GILBERTO.--¿Me amas, Juana?

JUANA.--Gilberto, os besaría hasta los pies.

GILBERTO.--Pero ¿me amas? Con todo eso que me dices, aún no me
has contestado; una sola palabra es la que yo necesito, Juana.
¡Agradecimiento, siempre agradecimiento! ¡Oh! eso es cosa muy frívola;
lo que yo quiero es amor ó nada. Juana, desde hace diez y seis años
eres mi hija, y ahora vas á ser mi esposa; te había adoptado; quiero
unirme contigo. De aquí á ocho días, pues tú has consentido en ello, se
efectuará nuestro enlace. ¡Oh Juana! ¿me amabas cuando te comprometiste
á esto? Hubo un tiempo, recuérdalo bien, en que me decías, mirando
al cielo con tus hermosos ojos: «¡Te amo!» Así es cómo yo te quiero.
Desde hace algunos meses, paréceme que algo ha cambiado en ti, sobre
todo en estas tres últimas semanas en que el trabajo me obliga á estar
ausente algunas noches. ¡Oh Juana! quiero que tú me ames, porque me
has acostumbrado á ello. Tú, tan alegre en otro tiempo, siempre estás
triste y preocupada ahora, por más que te esfuerzas para disimularlo; y
yo conozco que las palabras de cariño no son en ti naturales como otras
veces. ¿Qué tienes? ¿Es que no me amas ya? Soy seguramente un hombre
honrado, un buen obrero; pero quisiera ser un ladrón ó un asesino con
tal que me amases... ¡Juana, tú no sabes cuánto te adoro!

JUANA.--Ya lo sé, Gilberto, y por eso lloro.

GILBERTO.--¡De alegría! ¿No es cierto? Dime que es de alegría, porque
necesito creerlo. En el mundo no hay nada como ser amado. Yo no soy
más que un oscuro obrero; pero es preciso que mi Juana me ame. ¿Por
qué me has de hablar siempre de lo que hice por ti? Deja todo tu
agradecimiento á un lado y dime una sola palabra de amor. Por ti soy
capaz de condenarme y de cometer un crimen si tú lo quisieras. Tú serás
mi esposa ¿no es cierto? ¡Juana, por una mirada tuya daría cuanto
tengo, por una de tus sonrisas mi vida, y por un beso mi alma!

JUANA.--¡Qué noble corazón tenéis, Gilberto!

GILBERTO.--Escucha, Juana, aunque te rías, te diré que estoy loco y
celoso. No te ofendas... hace largo tiempo me parece ver á muchos
jóvenes caballeros rondar por aquí. Ya sabes que yo tengo treinta y
cuatro años, y sin duda comprendes que es una desgracia que un pobre
obrero, mal vestido como yo, que ya no es joven ni buen mozo, ame á una
encantadora muchacha de diez y siete abriles que llama la atención de
apuestos y gallardos caballeros, dorados y brillantes como la luz que
atrae á las mariposas. ¡Oh! yo sufro mucho; pero jamás te ofendo en mi
pensamiento, á ti, tan casta y pura, á ti, cuya frente no han tocado
aún mis labios. Sin embargo, paréceme á veces que te agrada en demasía
ver pasar el séquito y el acompañamiento de la Reina, y á todos esos
señores lujosamente vestidos de seda y terciopelo, pero que carecen de
alma y corazón. ¡Perdóname!... no sé lo que me digo. Mas ¿por qué pasan
por aquí tantos jóvenes caballeros? ¿Por qué no seré yo también noble
y rico como ellos? ¡Ay, sólo soy Gilberto el cincelador! Lord Chandos,
lord Fitz-Gerard, el conde de Arundel, el duque de Norfolk... ¡Oh!
¡cuánto aborrezco á esos nobles! Paso la vida cincelando para ellos
empuñaduras de espadas, con las cuales quisiera atravesarles el pecho.

JUANA.--¡Gilberto!

GILBERTO.--Dispénsame, Juana. ¿No es verdad que el amor puede hacer al
hombre muy malo?

JUANA.--No, muy bueno. Vos lo sois, Gilberto.

GILBERTO.--¡Oh! cada día te amo más, y quisiera morir por ti. Bien me
correspondas ó no, yo seré tu esclavo. Estoy loco... Perdóname cuanto
te he dicho. Ya es tarde, y debo retirarme. Adiós. ¡Dios mío, qué
triste es separarme de ti! Entra en casa. ¿No tienes la llave?

JUANA.--No, hace días que no sé lo que ha sido de ella.

GILBERTO.--Aquí tienes la mía... Hasta mañana... No olvides que si
ahora soy tu padre, dentro de ocho días seré tu esposo.

  (_La besa en la frente y vase._)

JUANA (_sola_).--¡Mi esposo! ¡Oh! no; de ningún modo cometeré ese
crimen. ¡Pobre Gilberto, él sí que me ama; mientras que el otro!...
¡Con tal que no haya preferido la vanidad al amor, infeliz de mí!...
¿De quién dependo yo ahora? ¡Oh, soy tan ingrata como culpable!... Oigo
pasos, entremos pronto.

  (_Entra en la casa._)


ESCENA IV

GILBERTO, UN HOMBRE embozado en su capa, y cubierta la cabeza con un
bonete amarillo.--El hombre tiene cogida una mano de Gilberto.

GILBERTO.--Sí, te reconozco, tú eres el mendigo judío que ronda hace
días esta casa. ¿Qué quieres? ¿Por qué me has cogido de la mano para
conducirme hasta aquí?

EL HOMBRE.--Porque lo que debo deciros, sólo aquí puede decirse.

GILBERTO.--Pues bien, habla y despáchate, porque voy de prisa.

EL HOMBRE.--Escucha, joven. Hace diez y seis años, en la misma noche
en que lord Talbot, conde de Waterford, fué decapitado á la luz de
las antorchas por cuestión de papismo y de rebeldía, sus partidarios
murieron destrozados en las calles de Londres por la gente de Enrique
VIII. El tiroteo duró algunas horas, y aquella noche, un joven obrero,
mucho más ocupado en su oficio que en la guerra, trabajaba en su
tiendecilla, que es la primera que se encuentra al entrar en el puente
de Londres. Serían las dos de la madrugada, poco más ó menos, y cerca
de allí arreciaba la lucha, oyéndose cómo silbaban las balas al cruzar
el Támesis. De repente llamaron á la puerta de la tiendecilla, á través
de cuya cerradura veíase el resplandor de la luz; el artesano abrió,
y al punto entró un hombre á quien no conocía, llevando en los brazos
una criatura en mantillas, que gritaba y lloraba. El hombre la depositó
sobre la mesa y dijo: «He aquí una niña que ya no tiene padre ni
madre». Después salió lentamente, cerrando la puerta tras sí. Gilberto,
el obrero, era también huérfano, y aceptó la criatura; cuidó de ella,
vistióla, quiso educarla, y al fin la amó. Consagróse del todo á la
pobre criatura, conducida allí por la guerra civil; olvidó por ella su
juventud, sus amoríos y placeres, y desde entonces ella fué el objeto
único de su cariño y afecto. Esto ha durado diez y seis años. Gilberto,
el obrero erais vos; la niña...

GILBERTO.--Era Juana. Todo cuanto me habéis dicho es verdad; pero ¿por
qué me explicáis esto?

EL HOMBRE.--Se me ha olvidado deciros que en los pañales de la criatura
había un papel sujeto con un alfiler, y en el que se leían las
siguientes palabras: _Compadeceos de Juana_.

GILBERTO.--Estaban escritas con sangre; he conservado ese papel, y
le llevo siempre conmigo. Pero me estáis mortificando... ¿veamos la
conclusión?

EL HOMBRE.--Es muy sencilla. Ya veis que conozco vuestros asuntos, y
por lo mismo vengo á deciros: ¡Gilberto, vigilad vuestra casa esta
noche!

GILBERTO.--¿Qué queréis decir?

EL HOMBRE.--Ni una palabra más. Os aconsejo que no vayáis á trabajar;
permaneced en los alrededores de esta casa y vigilad. No soy amigo ni
enemigo vuestro; pero pláceme daros este aviso. Ahora, á fin de no
perjudicaros, dejadme; idos por ese lado, y acudid si me oís gritar.

GILBERTO.--¿Qué significa todo esto?

  (_Aléjase lentamente._)


ESCENA V

EL HOMBRE, solo

La cosa está bien arreglada así. Yo necesitaba algún hombre joven y
fuerte que me prestase auxilio en caso necesario. Ese Gilberto es lo
que me conviene... Me parece que oigo rumor de remos y los acordes
de un bandolín en el río... Sí. (_Se dirige al parapeto.--Óyense los
sonidos de dicho instrumento y una voz lejana que canta._) Es él.
(_La voz se aproxima._) ¡Ya desembarca... bien... ahora despide al
barquero... magnífico! (_Volviendo al proscenio._) ¡Hele aquí!

  (_Entra Fabiano Fabiani embozado en su capa y se dirige hacia la
  puerta de la casa._)


ESCENA VI

EL HOMBRE, FABIANO FABIANI

EL HOMBRE (_deteniendo á Fabiani_).--Una palabra, si os place.

FABIANI.--Creo que me hablan. ¿Quién será este bergante?

EL HOMBRE.--Lo que gustéis que sea.

FABIANI.--Esta linterna alumbra mal; pero veo que llevas un bonete
amarillo, al parecer de judío. ¿Eres hebreo?

EL HOMBRE.--Sí. Deseo deciros dos palabras.

FABIANI.--¿Cómo te llamas?

EL HOMBRE.--Sé vuestro nombre, y no conocéis el mío; de modo que por
esta parte llevo la ventaja. Permitidme que la conserve.

FABIANI.--¿Tú sabes mi nombre? No es verdad.

EL HOMBRE.--Sí. En Nápoles os llamaban _signor_ Fabiani; en Madrid, don
Fabiano; en Londres os tituláis Fabiano Fabiani, conde de Clanbrassil.

FABIANI.--¡Llévete el diablo!

EL HOMBRE.--¡Que Dios os guarde!

FABIANI.--Mandaré apalearte. No quiero que sepan mi nombre cuando paseo
por la noche.

EL HOMBRE.--Sobre todo cuando vais al sitio en que os esperan.

FABIANI.--¿Qué quieres decir?

EL HOMBRE.--¡Si la reina lo supiese!

FABIANI.--No voy á ninguna parte.

EL HOMBRE.--Sí, milord; vais á casa de la hermosa Juana, la prometida
de Gilberto el cincelador.

FABIANI (_aparte_).--¡Diablo! ¡éste es un hombre peligroso!

EL HOMBRE.--¿Queréis que os diga algo más? Habéis seducido á esa joven,
y desde hace un mes os ha recibido dos veces en su casa por la noche;
ésta es la tercera. La hermosa debe estar esperando.

FABIANI.--¡Cállate! ¿Quieres dinero por callarte? ¿Cuánto deseas?

EL HOMBRE.--Ahora lo veremos. Por lo pronto, milord, ¿queréis que os
diga por qué sedujisteis á esa muchacha?

FABIANI.--¡Pardiez! porque estaba enamorado.

EL HOMBRE.--No; eso no es cierto.

FABIANI.--¿No estaba yo enamorado de Juana?

EL HOMBRE.--Lo mismo que de la reina... En vos no hay amor, sino
cálculo.

FABIANI.--¡Ah diablo! ¡Tú no eres un hombre; eres mi conciencia vestida
de judío!

EL HOMBRE.--Pues os hablaré como vuestra conciencia, milord; escuchad.
Sois favorito de la reina, que os ha otorgado la Jarretera, el condado
y el señorío, á la verdad cosas huecas, pues la una es un trapo,
la otra una palabra, y la última el derecho de morir decapitado.
Necesitabais algo mejor; os hacían falta buenas tierras, castillos y
rentas considerables; y como el rey Enrique VIII confiscó los bienes
de lord Talbot, decapitado hace diez y seis años, os arreglasteis
de modo que la reina María os los diera. Sin embargo, para que la
donación fuese valedera, necesitábase que el lord hubiese muerto sin
posteridad; si existía un heredero ó heredera, como Talbot murió por
la reina María y por su madre Catalina de Aragón, y atendido que era
papista, como aquella soberana, no debía dudarse que esta última os
retiraría los bienes, por muy favorito que fuéseis, para devolverlos,
por deber, por agradecimiento y por religión, al heredero ó á la
heredera. Por este lado estabais bastante tranquilo, pues lord Talbot
tenía sólo una niña que desapareció de la cuna el día en que ejecutaron
á su padre: llegaron á creer en toda Inglaterra que había muerto.
Vuestros espías, sin embargo, descubrieron últimamente que en la noche
en que lord Talbot y su partido fueron exterminados por Enrique VIII,
se había depositado misteriosamente una niña en casa de un obrero
cincelador que vive en el puente de Londres, y que era probable que
esta niña, educada bajo el nombre de Juana, fuese realmente Juana
Talbot, la niña desaparecida. Cierto que faltaban las pruebas escritas
de su nacimiento, pero se podrían encontrar el día menos pensado. El
inconveniente era grave; veros obligado á devolver algún día á una
niña, Shrewsbury, Wexford y el magnífico condado de Waterford, os
pareció muy duro. ¿Qué hacer? Buscasteis el medio de aniquilar ó anular
la joven: un hombre honrado se habría valido de un asesino; pero vos,
milord, lo hicisteis mejor: la deshonrasteis.

FABIANI.--¡Insolente!

EL HOMBRE.--Vuestra conciencia es la que habla, milord; otro
hubiera quitado la vida á la joven; vos la robasteis el honor, y de
consiguiente el porvenir. La reina María es orgullosa, aunque tenga
amantes.

FABIANI (_aparte_).--Este hombre llega al fondo de todo.

EL HOMBRE.--La reina no goza de buena salud; puede morir pronto, y
entonces vos, su favorito, caeríais arruinado sobre su tumba. Las
pruebas materiales del estado civil de la joven, que darían á conocer
su categoría, se pueden hallar cuando menos se espere, y entonces, si
la reina ha muerto, Juana, por deshonrada que esté, será reconocida
como heredera de Talbot. ¡Pues bien! vos habéis previsto este caso;
sois un caballero joven, de buen aspecto, os habéis hecho amar de
ella, y la pobre muchacha se ha entregado á vos: en el peor caso, os
casaríais con ella. No me neguéis que tal es vuestro plan; á mí me
parece sublime; y si no fuera quien soy, quisiera ser vos.

FABIANI.--¡Gracias!

EL HOMBRE.--Habéis conducido el asunto con mucha destreza, ocultando
vuestro nombre; de modo que estáis á cubierto en lo que se refiere á la
reina. La pobre muchacha cree haber sido seducida por un caballero del
país de Somerset, llamado Amyas Pawlett.

FABIANI.--¡Todo lo sabe! En fin, vamos al hecho. ¿Qué quieres?

EL HOMBRE.--Milord, si alguno tuviera en su poder los papeles que
prueban el nacimiento, la existencia y el derecho de la heredera de
Talbot, vos quedaríais más pobre que mi antecesor Job, no conservando
más castillos que los que hagáis en el aire, lo cual os disgustaría
mucho.

FABIANI.--Sí; pero nadie tiene esos papeles.

EL HOMBRE.--Os engañáis.

FABIANI.--¿Quién?

EL HOMBRE.--Yo.

FABIANI.--¡Bah, un miserable como tú! No es cierto; judío que habla,
hombre que miente.

EL HOMBRE.--Tengo esos papeles.

FABIANI.--¡Mientes! ¿Dónde están?

EL HOMBRE.--En mi bolsillo.

FABIANI.--No lo creo. ¿Están en regla? ¿No falta nada?

EL HOMBRE.--Nada.

FABIANI.--Si es así, los necesito.

EL HOMBRE.--Poco á poco.

FABIANI.--¡Judío, dame esos papeles!

EL HOMBRE.--¡Muy bien!... ¡Judío dices! Y tú, miserable mendigo, dame
la ciudad de Shrewsbury, dame la de Wexford, y también el Condado de
Waterford... Un poco de caridad, si os place.

FABIANI.--Esos papeles son todo para mí, y nada valen para ti.

EL HOMBRE.--Simón Renard y lord Chandos me los pagarían á buen precio.

FABIANI.--Simón Renard y lord Chandos son dos perros entre los cuales
mandaré que te ahorquen.

EL HOMBRE.--Si no tenéis otra cosa que proponerme, adiós.

FABIANI.--¡Aquí, judío! ¿Qué quieres por esos papeles?

EL HOMBRE.--Una cosa que tienes encima.

FABIANI.--¡Mi bolsa!

EL HOMBRE.--¡Ca, nada de eso! ¿Queréis la mía?

FABIANI.--¿Pues qué deseas?

EL HOMBRE.--Siempre lleváis encima un pergamino; es una firma en blanco
que la reina os ha dado, y en la que jura por su corona católica
conceder á quien se la presente la gracia que solicite, sea cual fuere.
Dadme esa firma en blanco, y os entregaré los papeles de Juana Talbot;
papel por papel.

FABIANI.--¿Y qué quieres hacer con esa firma en blanco?

EL HOMBRE.--¡Vaya, juguemos limpio! Os he dicho cuáles son vuestros
asuntos, y ahora voy á daros cuenta de los míos. Soy uno de los
principales plateros judíos de la calle de Kantersten en Bruselas;
presto dinero al cincuenta por ciento á todo el mundo, y prestaría
aunque fuese al diablo ó al papa. Hace dos meses uno de mis deudores
murió sin haberme pagado; era un antiguo servidor de la familia Talbot,
y el pobre hombre, desterrado hacía tiempo, sólo dejó algunos harapos;
la justicia los puso en mi poder, y en ellos encontré una caja que
contenía varios papeles. Eran los de Juana Talbot, milord, con toda
su minuciosa historia, y probada con documentos en regla. La reina de
Inglaterra acababa de daros precisamente los bienes de Juana Talbot;
y como yo necesitaba también á la soberana para negociar un préstamo
de diez mil marcos de oro, comprendí que podría hacer negocio con vos.
Vine á Inglaterra con este disfraz, espié á Juana Talbot, y todo lo he
hecho por mí mismo. De esta manera he averiguado cuánto me convenía,
y heme aquí. Tendréis los papeles de Juana Talbot si me dais la firma
en blanco de la reina: yo escribiré en el documento que se me conceden
diez mil marcos de oro; aquí me deben todavía alguna cosa, pero no
quiero regatear. ¡Diez mil marcos de oro, nada más! No os pido la suma,
porque sólo una testa coronada puede pagármela. Esto es hablaros con
franqueza, pues supongo que dos hombres tan diestros como nosotros no
ganarían nada engañándose. Si la franqueza se desterrase de la tierra,
debería reaparecer en la entrevista de dos bribones.

FABIANI.--Imposible; no puedo dar esa firma en blanco. ¡Diez mil marcos
de oro! ¿Qué diría la reina? Además, mañana podría caer en desgracia, y
esa firma en blanco sería la salvación para mí: es mi cabeza.

[Ilustración: GILBERTO.--_¡Un hombre asesinado!... ¡El mendigo...!_]

EL HOMBRE.--¿Qué me importa á mí?

FABIANI.--Pedidme otra cosa.

EL HOMBRE.--Quiero eso.

FABIANI.--Judío, dame los papeles de Juana Talbot.

EL HOMBRE.--Dadme la firma en blanco de la reina.

FABIANI.--¡Vamos, maldito judío, será preciso ceder!

  (_Saca un papel del bolsillo._)

EL HOMBRE.--Enseñadme la firma en blanco de la reina.

FABIANI.--Muéstrame los papeles de Talbot.

EL HOMBRE.--Ahora los veréis. (_Se acercan á la linterna; Fabiani,
colocado detrás del judío, le pone el papel ante los ojos, y el hombre
le examina._) «Nos, María, reina...»--Está bien. Ya veis que soy como
vos, milord; todo lo he calculado y previsto.

FABIANI (_desenvaina un puñal con la mano derecha y se lo hunde en la
garganta_).--Exceptuando esto.

EL HOMBRE.--¡Ah traidor!... ¡Á mí... socorro!

  (_Cae, y en el mismo instante arroja en la sombra tras sí, sin que
  Fabiani lo note, un pliego sellado._)

FABIANI (_inclinándose sobre el cuerpo_).--¡Á fe mía, creo que ya
está muerto!... ¡Cojamos ahora esos papeles! (_Registra al judío._)
¡Maldición, no lleva nada, ni un solo papel! ¡El bribón me engañaba,
quería robarme! ¡Maldito judío, le he matado inútilmente! Todos lo
mismo; la mentira y el robo son propios de su raza. ¡Vamos, será
preciso quitar de ahí ese cadáver, y no dejarle delante de la puerta!
(_Dirigiéndose al fondo del teatro._) Si el barquero está aún allí, él
me ayudará á tirar el cuerpo al agua.

  (_Desaparece detrás del parapeto._)

GILBERTO (_entrando por el lado opuesto_).--Me parece haber oído un
grito. (_Ve el cuerpo tendido en tierra junto á la linterna._) ¡Un
hombre asesinado!... ¡El mendigo!

EL HOMBRE (_incorporándose á medias_).--¡Ah!... Llegáis demasiado
tarde, Gilberto. (_Señala con el dedo el sitio donde acaba de arrojar
el pliego sellado._) Recoged eso; son los papeles que prueban que
Juana, vuestra prometida, es hija y heredera del último lord Talbot.
Mi asesino es lord de Clanbrassil, el favorito de la reina... ¡Ah! me
ahogo... ¡Gilberto, véngame y véngate!

  (_Muere._)

GILBERTO.--¡Muerto!... Que me vengue... ¿Qué quiere decir? ¡Juana hija
de lord Talbot! ¡Lord de Clanbrassil, favorito de la reina! ¡Oh! Yo me
confundo... (_Sacudiendo el cadáver._) ¡Habla, una palabra más!... ¡Ah!
está bien muerto...


ESCENA VII

GILBERTO, FABIANI

FABIANI (_volviendo_).--¿Quién va?

GILBERTO.--Acaban de asesinar á un hombre.

FABIANI.--No, es un judío.

GILBERTO.--¿Quién le ha dado muerte?

FABIANI.--¡Pardiez! vos ó yo.

GILBERTO.--¡Caballero!...

FABIANI.--No hay testigos. Aquí no se ve más que un cadáver y dos
hombres á su lado. ¿Quién asesinó á ese hombre? Nada prueba que sea yo
más bien que vos.

GILBERTO.--¡Miserable! Sois el asesino.

FABIANI.--Pues bien, es verdad. ¿Qué tenemos con eso?

GILBERTO.--Voy á llamar á la justicia.

FABIANI.--Lo que haréis es ayudarme á lanzar ese cuerpo al agua.

GILBERTO.--Haré que os prendan y castiguen.

FABIANI.--He dicho que me ayudaréis.

GILBERTO.--Sois muy insolente.

FABIANI.--Creedme, borremos todas las huellas de esto, pues os interesa
más que á mí.

GILBERTO.--¡Esto es demasiado!

FABIANI.--Uno de los dos ha dado el golpe: yo soy un gran señor, un
noble, y vos un transeúnte, un plebeyo, un hombre del pueblo. El
caballero que mata á un judío paga cuatro sueldos de multa; el hombre
del pueblo paga su delito con la vida.

GILBERTO.--¡Osaríais...!

FABIANI.--Si me denunciáis os denuncio, y yo seré más digno de crédito
que vos. Con todo esto, las probabilidades son desiguales; para mí la
multa; para vos la horca.

GILBERTO.--¡Y no haber testigo ni pruebas! ¡Oh! mi cabeza se
extravía... ¡Y el miserable tiene razón!

FABIANI.--¿Queréis que os ayude á arrojar ese cadáver al agua?

GILBERTO.--¡Sois un infame!

FABIANI (_Gilberto coge el cuerpo por la cabeza, Fabiani por los pies,
y le llevan al parapeto_).--Sí, amigo mío; no sé con seguridad quién de
los dos ha dado muerte á este hombre.

  (_Desaparecen detrás del parapeto._)

FABIANI (_volviendo_).--Ya está hecho, compañero. Buenas noches; ya
podéis marcharos. (_Se dirige hacia la casa, y al volver la cabeza,
nota que Gilberto le sigue._) ¡Qué se os ofrece! ¿Es que deseáis
algún dinero por vuestro trabajo? En conciencia, nada os debo; pero
tomad. (_Entrega su bolsa á Gilberto, que al pronto hace un ademán
de negativa, aceptando después, como hombre que de pronto cambia de
parecer._) Ahora, idos. ¡Vamos! ¿qué esperáis aún?

GILBERTO.--Nada.

FABIANI.--Á fe mía, podéis quedaros ahí si bien os parece. Estaréis al
sereno, y yo con mi dama. ¡Dios os guarde!

  (_Se dirige hacia la puerta de la casa y hace ademán de abrir._)

GILBERTO.--¿Adónde vais así?

FABIANI.--¡Pardiez! á mi casa.

GILBERTO.--¿Cómo á vuestra casa?

FABIANI.--Sí.

GILBERTO.--¿Quién de los dos es el que sueña? Antes me dijisteis que el
asesino del judío era yo, y ahora me aseguráis que esa es vuestra casa.

FABIANI.--Ó la de mi querida, que es lo mismo.

GILBERTO.--Repetidme lo que acabáis de decir.

FABIANI.--Digo, ya que os empeñáis en saberlo, que esa casa es la de
una hermosa joven, que es mi querida.

GILBERTO.--¡Yo digo, milord, que mientes! ¡Digo que eres un falsario
y un asesino; que tu madre fué azotada por el verdugo en una plaza
pública; y que voy á sujetar tu cabeza entre mis manos y á oprimirla
hasta que te cortes la lengua con tus propios dientes!

FABIANI.--¡Hola! ¿Quién es este diablo de hombre?

GILBERTO.--Soy Gilberto el cincelador, y Juana es mi prometida.

FABIANI.--Pues yo soy el caballero Amyas Pawlett, el querido de Juana.

GILBERTO.--¡Te digo que mientes! Tú eres lord Clanbrassil, el favorito
de la reina. ¡Imbécil! ¡Creías que lo ignoraba!

FABIANI.--¡Está visto que todo el mundo me conoce esta noche!... He
aquí otro hombre peligroso, y del cual será preciso deshacerse cuanto
antes.

GILBERTO.--Dime en el acto que has mentido como un bellaco, y que Juana
no es tu querida.

FABIANI.--¿Conoces su letra? (_Saca un billete del bolsillo._) Lee eso.
(_Aparte, mientras que Gilberto desdobla convulsivamente el papel._)
Importa que éntre en su casa para reñir con Juana, pues así mi gente
tendrá tiempo de llegar.

GILBERTO (_leyendo_).--«Estaré sola esta noche; podéis venir...»
¡Maldición, milord, tú has deshonrado á mi prometida, y eres un infame!
¡Vas á darme satisfacción al punto!

FABIANI (_echando mano á la espada_).--No hay inconveniente. ¿Dónde
está tu acero?

GILBERTO.--¡Oh rabia! ¡Ser hijo del pueblo y no tener espada ni puñal!
¡No importa; te esperaré en la esquina de una calle y te asesinaré,
miserable!

FABIANI.--Eres muy violento, amigo mío.

GILBERTO.--¡Oh! ya me vengaré de ti.

FABIANI.--¡Vengarte de mí! Estás demasiado bajo, y yo muy alto.

GILBERTO.--¿Me desafías?

FABIANI.--Sí.

GILBERTO.--¡Ya nos veremos!

FABIANI (_aparte_).--Es preciso que el sol de mañana no salga para ese
hombre. (_En voz alta._) Créeme, amigo mío, entra en tu casa. Siento
mucho que hayas descubierto lo que acabas de averiguar; pero te dejo la
dama. Mi intención no era ir más lejos en estos amoríos. ¡Vamos, véte
á dormir! (_Arroja una llave á los pies de Gilberto._) Si no tienes
llave, toma esa, ó si lo prefieres, da tres golpes en la ventana; la
muchacha creerá que soy yo, y te abrirá. Buenas noches.

  (_Vase._)


ESCENA VIII

GILBERTO, solo

¡Se ha marchado, sin que pudiese despedazarle entre mis manos! ¡Ha
sido forzoso dejarle escapar! ¡No tengo arma ninguna! (_Ve en tierra
el puñal con que lord Clanbrassil ha dado muerte al judío, y recoge el
arma con precipitación._) ¡Ah, llegas demasiado tarde! Ya no podría
servir sino para mí; pero es igual; bien hayas caído del cielo ó vengas
del infierno, yo te bendigo. ¡Oh! Juana me ha vendido; Juana se ha
entregado á ese infame; ¡Juana es la heredera de lord Talbot; Juana
está perdida para mí! ¡Oh Dios mío! ¡he aquí en una hora desgracias
demasiado dolorosas para que yo las resista! (_Simón Renard aparece en
la oscuridad, en el fondo del teatro._) ¡Oh, vengarme de ese hombre,
vengarme de ese lord Clanbrassil! Si voy al palacio de la reina, los
lacayos me arrojarán á puntapiés como si fuese un perro. ¡Estoy loco,
mi cabeza arde! ¡Me es igual morir, mas antes quisiera vengarme, y
para conseguirlo daría hasta mi sangre! ¿No hay nadie en el mundo que
quiera hacer este pacto conmigo? ¿Quién se ofrece á vengarme de lord
Clanbrassil, tomando en cambio mi vida?


ESCENA IX

GILBERTO, SIMÓN RENARD

SIMÓN RENARD (_dando un paso_).--Yo.

GILBERTO.--¿Tú? ¿Quién eres tú?

SIMÓN RENARD.--Soy el hombre que deseas.

GILBERTO.--¿Sabes quién soy yo?

SIMÓN RENARD.--Eres el hombre que necesito.

GILBERTO.--No tengo más que una idea, la de vengarme de lord
Clanbrassil y morir.

SIMÓN RENARD.--Quedarás vengado y morirás.

GILBERTO.--Quien quiera que seas, gracias.

SIMÓN RENARD.--Sí, tendrás la venganza que deseas; pero no olvides con
qué condición. Necesito tu vida.

GILBERTO.--Tómala.

SIMÓN RENARD.--¿Queda convenido?

GILBERTO.--Sí.

SIMÓN RENARD.--Sígueme.

GILBERTO.--¿Adónde?

SIMÓN RENARD.--Ya lo sabrás.

GILBERTO.--No olvides que me has prometido vengarme.

SIMÓN RENARD.--Piensa que te comprometes á morir.

[Ilustración]



[Ilustración]

Jornada Segunda

LA REINA


Habitación en la cámara de la reina.--Un evangelio abierto sobre un
reclinatorio; la corona real en un escabel; puertas laterales, y
una más grande en el fondo; una parte de éste queda oculta por una
tapicería magnífica.

PERSONAJES

  FABIANO FABIANI.
  LA REINA.
  GILBERTO.
  SIMÓN RENARD.
  JUANA.
  LOS NOBLES. EL VERDUGO.


ESCENA I

LA REINA, lujosamente vestida, y echada en un diván; FABIANO FABIANI,
sentado junto á ella en un escabel, luciendo un magnífico traje y la
orden de la Jarretera, tiene un bandolín entre las manos y canta.

FABIANI (_dejando su bandolín en el suelo_).--¡Oh! os amo más de cuanto
podáis imaginaros, señora; pero á ese Simón Renard, tan poderoso como
vos misma, le odio con toda mi alma.

LA REINA.--Ya sabéis que no puedo nada contra él, milord; es aquí el
representante del príncipe de España, mi futuro esposo.

FABIANI.--¡Vuestro futuro esposo!

LA REINA.--Vamos, milord, no hablemos de eso. Yo os amo. ¿Qué más
queréis? Por ahora, os recordaré que ya es hora de retiraros.

FABIANI.--¡María, un momento más!

LA REINA.--Ved que es hora de reunirse el consejo. Hasta ahora no ha
habido aquí más que la mujer, y es preciso dejar paso á la reina.

FABIANI.--Yo quisiera que la mujer hiciese esperar á la reina á la
puerta.

LA REINA.--¡Vos lo queréis! Miradme, milord. ¡Tienes una hermosa
cabeza, Fabiano!

FABIANI.--¡Vos sí que sois hermosa, señora! No necesitaríais más que
vuestra belleza para ser poderosa; hay en vos algo que dice que sois
la reina; pero lo lleváis escrito en la frente más bien que en vuestra
corona.

LA REINA.--Me lisonjeáis.

FABIANI.--Te amo.

LA REINA.--¿Me amas de veras, y sólo á mí? Vuelve á decírmelo con tu
expresiva mirada. ¡Ay! nosotras las mujeres no sabemos nunca á punto
fijo lo que pasa en el corazón de un hombre, y debemos creer por los
ojos; pero los más hermosos son á veces los más engañadores. En los
tuyos, sin embargo, hay tanta lealtad, tanto candor y buena fe, que no
pueden mentir; tu mirada es cándida y sincera, bello paje. ¡Oh! valerse
de ojos celestiales para engañar, sería un crimen. Ó tus ojos son los
de un ángel, ó los de un demonio.

FABIANI.--Ni demonio ni ángel; sólo soy un hombre que os ama.

LA REINA.--¿Que ama á la reina?

FABIANI.--Que ama á María.

LA REINA.--Escucha, Fabiano; yo te amo también; pero eres joven; hay
muchas bellas damas que te miran con ternura, y una reina puede cansar
al fin, lo mismo que otra mujer. No me interrumpas: si alguna vez te
enamoras de cualquiera dama, quiero que me lo digas, y haciéndolo así,
tal vez te perdone. Tú no sabes hasta qué punto te amo, pues ni yo
misma lo sé; pero hay momentos en que mejor quisiera verte muerto, que
feliz con otra. ¡Dios mío! yo no sé por qué se me quiere representar
siempre como una mujer maligna.

FABIANI.--Yo no puedo ser feliz más que á tu lado, María; solo á ti te
amo.

LA REINA.--¿De veras? Mírame bien para decírmelo. Estoy tan celosa,
que á veces me figuro--¿cuál es la mujer que no tiene estas ideas?--me
figuro que me engañas. Quisiera ser invisible para poder seguirte y
saber siempre qué haces, qué dices y dónde estás. En los cuentos de
hadas se habla de una sortija que hace invisible; yo daría mi corona
por esa sortija. Imagínome sin cesar que vas á ver á otras mujeres
jóvenes y hermosas, y á fe mía que fuera una indignidad engañarme.

FABIANI.--¡Desechad esas ideas, señora! ¡Yo engañaros, á vos que sois
mi reina y mi amor! Para esto debería ser el más ingrato y miserable
de los hombres; y seguramente no os he dado motivo alguno para que lo
creáis así. ¡Yo te amo, María, te adoro, y no podría ni siquiera mirar
á otra mujer! ¿No estás leyéndolo en mis ojos? ¡Dios mío! debería haber
un acento de verdad para persuadir. ¡Vamos, mírame bien! ¿Tengo yo el
aspecto de un hombre que engaña? ¿No se reconoce pronto al hombre que
miente á una mujer? Ninguna se suele engañar en este punto. ¡Y qué
momento has elegido, María, para decirme semejantes cosas! Precisamente
aquel en que más te amo. Paréceme que nunca te adoré tanto como hoy.
Ahora no hablo á la reina, de la cual me burlo, pues ¿qué podría
hacerme? Mandar que me cortasen la cabeza, y esto me importa poco;
mientras que tú, María, puedes destrozarme el corazón. No es á Vuestra
Majestad á quien amo; es á ti; tu blanca y delicada mano es la que beso
y adoro, no vuestro cetro, señora.

LA REINA.--Gracias, Fabiano mío; adiós. ¡Pero milord, qué joven sois!
¡Qué hermoso es el cabello de vuestra encantadora cabeza! Volved dentro
de una hora.

FABIANI.--¡Lo que llamáis una hora es para mí un siglo!

  (_Sale._)

  (_Apenas desaparece, la Reina corre presurosa hacia una puertecilla
  oculta en la pared, ábrela é introduce á Simón Renard._)


ESCENA II

LA REINA, SIMÓN RENARD

LA REINA.--Entrad, caballero. Y bien ¿estabais ahí? ¿Lo habéis oído
todo?

SIMÓN RENARD.--Sí, señora.

LA REINA.--¿Y qué os parece? ¡Oh! es el más redomado y el más falso de
los hombres. ¿Qué opináis?

SIMÓN RENARD.--No en vano termina en _i_ el apellido de ese hombre.

LA REINA.--¿Estáis seguro que va por la noche á casa de esa mujer? ¿le
habéis visto?

SIMÓN RENARD.--No sólo yo, sino también Chandos, Clinton, Montagu, y
otros diez testigos.

LA REINA.--¡Eso es verdaderamente una infamia!

SIMÓN RENARD.--Ahora mismo podréis tener una prueba más patente, pues
la joven se halla aquí. Según he dicho á Vuestra Majestad, mandé
prenderla en su casa anoche.

LA REINA.--Pero ¿no hay ya crimen suficiente para mandar que corten la
cabeza á ese hombre, caballero?

SIMÓN RENARD.--El haber visitado á una joven de noche no basta, señora.
Vuestra Majestad mandó juzgar á Trogmorton por un hecho análogo, y
Trogmorton fué absuelto.

LA REINA.--Por eso castigué á sus jueces.

SIMÓN RENARD.--Procurad no veros obligada á proceder lo mismo con los
de Fabiani.

LA REINA.--¡Oh! ¿cómo me vengaré de ese traidor?

SIMÓN RENARD.--Supongo que Vuestra Majestad sólo quiere vengarse de
cierta manera.

LA REINA.--De la única que sea digna de mí.

SIMÓN RENARD.--Trogmorton fué absuelto, señora; sólo hay un medio, y ya
le he indicado á Vuestra Majestad. El hombre está ahí.

LA REINA.--¿Hará cuanto yo quiera?

SIMÓN RENARD.--Sí, con tal que hagáis lo que él desea.

LA REINA.--¿Dará su vida?

SIMÓN RENARD.--Sí, pero poniendo ciertas condiciones.

LA REINA.--¿Sabéis lo que quiere?

SIMÓN RENARD.--Lo mismo que vos: vengarse.

LA REINA.--Decidle que éntre, y permaneced al alcance de mi voz... ¡Ah!
escuchad.

SIMÓN RENARD (_volviendo_).--¿Qué desea Vuestra Majestad?

LA REINA.--Decid á milord Chandos que esté en la cámara inmediata con
seis hombres de mi servicio dispuestos á entrar... y la mujer también.
Id. (_Simón Renard sale._) ¡Oh! ¡será cosa terrible!

  (_Ábrese una de las puertas laterales y entran Simón Renard y
  Gilberto._)


ESCENA III

LA REINA, GILBERTO, SIMÓN RENARD

GILBERTO.--¿Ante quién estoy?

SIMÓN RENARD.--Ante la reina.

GILBERTO.--¿Ante la reina?

LA REINA.--Sí, yo soy la reina, y no hay motivo para asombraros. Vos
sois Gilberto, obrero, de oficio cincelador; vivís cerca del Támesis,
no sé dónde, con una que llaman Juana, de quien sois el prometido, y
que os engaña, pues tiene por amante á un tal Fabiano, que me engaña
á mí á su vez. Queréis vengaros, y yo también, y para esto necesito
disponer de vuestra vida á mi antojo. Me conviene que digáis lo que
yo os mandaré decir, sea lo que fuere, sin que haya para vos nada
falso ni verdadero, ni bueno ni malo, ni justo ni injusto; sólo debéis
ver mi venganza y mi voluntad. Es indispensable que me dejéis obrar,
sometiéndoos á todo. ¿Consentís en ello?

GILBERTO.--Señora...

LA REINA.--Quedarás vengado, pero te prevengo que habrás de morir: esto
es todo. Ahora, fija tus condiciones; si tienes una madre anciana y es
necesario llenar su mesa de oro, habla, que no le faltará: vende tu
vida al más alto precio que te sea posible.

GILBERTO.--Ya no estoy resuelto á morir, señora.

LA REINA.--¿Cómo?

GILBERTO.--He reflexionado toda la noche, y nada veo aún claro en este
asunto. Un hombre se ha jactado de ser amante de Juana; pero ¿quién me
asegura que no ha mentido? He visto una llave; pero bien mirado, podría
ser robada. He visto un billete; pero ¿quién me dice que no se ha
escrito por fuerza? Por otra parte, tampoco sé si la letra es de Juana,
pues era de noche y yo estaba turbado. No puedo dar mi vida, que es la
suya, sin reflexionarlo antes. No creo nada; ni de nada estoy seguro,
porque no he visto á Juana.

LA REINA.--¡Bien se ve que estás enamorado! Eres como yo; resistes á
todas las pruebas. ¿Y si ves á esa Juana y la oyes confesar su falta,
harás lo que yo quiera?

GILBERTO.--Sí, con una condición.

LA REINA.--Ya me la dirás más tarde. (_Á Simón Renard._) ¡Que éntre esa
mujer al punto! (_Simón Renard sale; la reina oculta á Gilberto detrás
de un cortinaje que ocupa parte de la habitación._) Quédate ahí.

  (_Entra Juana pálida y temblorosa._)


ESCENA IV

LA REINA, JUANA, GILBERTO detrás del cortinaje

LA REINA.--Acércate, joven; ¿sabes quién somos?

JUANA.--Sí, señora.

LA REINA.--¿Sabes quién es el hombre que te ha seducido?

JUANA.--Sí, señora.

LA REINA.--¿Te había engañado diciéndote que era el caballero Amyas
Pawlett?

JUANA.--Sí, señora.

LA REINA.--¿Sabes ahora que es Fabiano Fabiani, conde de Clanbrassil?

JUANA.--Sí, señora.

LA REINA.--Anoche, cuando te prendieron en tu casa, ¿le habías dado
cita y le esperabas?

JUANA (_juntando las manos_).--¡Dios mío, señora!

LA REINA.--Responde.

JUANA (_con voz desfallecida_).--Sí.

LA REINA.--Debes suponer que ya no puedes esperar nada, ni para él, ni
para ti.

JUANA.--Sólo la muerte. Siempre es una esperanza.

LA REINA.--Cuéntame la historia. ¿Dónde encontraste á ese hombre por
primera vez?

JUANA.--La primera vez en... pero ¿á qué decirlo? Una desgraciada hija
del pueblo, pobre y vanidosa, loca y coqueta, enamorada de los adornos,
y que se deslumbra ante el gallardo aspecto de un gran señor, nada
tiene de particular. Me han seducido y deshonrado, y estoy perdida;
nada tengo que añadir á esto. ¡Dios mío! ¿no veis cuánto me aflige cada
palabra que digo, señora?

LA REINA.--Está bien.

JUANA.--¡Oh! ya sé cuán terrible es vuestra cólera, señora; mi cabeza
se dobla de antemano bajo el castigo que me preparáis.

LA REINA.--¡Yo castigarte! ¿Piensas que me ocupo de ti, loca? ¿Quién
eres tú, infeliz criatura, para que me importen tus cosas? No; yo
sólo tengo que ver con Fabiano. En cuanto á ti, otro se encargará de
castigarte.

JUANA.--¡Pues bien! señora, cualquiera que sea el castigo y la persona
encargada de él, todo lo sufriré sin quejarme, y hasta os daré gracias
si atendéis á la súplica que voy á dirigiros. Hay un hombre que me
recogió huérfana en la cuna, y me adoptó y educó, amándome después,
y que aún me ama; bien indigna soy de ese hombre, á quien he faltado
gravemente, y cuya imagen, sin embargo, grabada en el fondo de mi
corazón, es para mí tan sagrada como la de Dios; ese hombre, que sin
duda habrá encontrado su casa desierta y abandonada, no se explica lo
que ocurre, y tal vez se halle entregado á la desesperación. ¡Pues
bien! lo que yo pido á Vuestra Majestad es que no se le dé á entender
nada, y que se me haga desaparecer, sin que sepa jamás lo que de mí
ha sido. Ignoro si se me comprenderá bien; pero seguramente no se os
oculta que ese hombre es un amigo, un noble y generoso amigo... ¡pobre
Gilberto!... que me ama y me cree pura. No quiero que me odie y me
desprecie... Ya conoceréis, señora, que la estimación de ese hombre
es para mí más que la vida. Mi falta le causará un profundo pesar, y
tanta será su sorpresa, que tal vez no dé crédito á sus oídos. ¡Pobre
Gilberto! ¡Oh señora, compadeceos de mí! ¡En nombre del cielo, que no
sepa nada de esto; que no sepa que soy culpable, pues se mataría, y
moriría si averiguase que ya no existo!

LA REINA.--El hombre de quien habláis os escucha en este momento, os
juzga, y os castigará.

  (_Aparece Gilberto._)

JUANA.--¡Cielos, Gilberto!

GILBERTO (_á la Reina_).--Mi vida es vuestra, señora.

LA REINA.--Bien. ¿Tenéis que imponer algunas condiciones?

GILBERTO.--Sí, señora.

LA REINA.--¿Cuáles? Os damos nuestra palabra de reina de aceptarlas de
antemano.

GILBERTO.--El caso es muy sencillo, señora. Se trata de una deuda de
agradecimiento contraída con un caballero de vuestra corte que me ha
hecho trabajar mucho en mi oficio de cincelador.

LA REINA.--Hablad.

GILBERTO.--Ese caballero mantiene relaciones secretas con una mujer con
quien no puede unirse, porque ella pertenece á una familia desterrada;
esta mujer, que ha vivido oculta hasta ahora, es hija única y heredera
del último lord Talbot, decapitado en tiempo de Enrique VIII.

LA REINA.--¡Cómo! ¿Estás seguro de lo que dices? ¿Será cierto que el
buen lord católico, el leal defensor de mi madre, dejó una hija? Si
esto es verdad, juro por mi corona que esa niña es mía; y lo que Juan
Talbot hizo por la madre de María de Inglaterra, ésta lo hará por la
hija de Juan Talbot.

GILBERTO.--Entonces, será sin duda una dicha para Vuestra Majestad
devolver á la hija de lord Talbot los bienes de su difunto padre...

LA REINA.--Seguramente que sí, y para esto obligaré á Fabiano á
renunciar á ellos; pero ¿hay pruebas de que esa heredera exista?

GILBERTO.--Las tenemos.

LA REINA.--Y si no tuviéramos pruebas, las haríamos. No en balde soy
reina.

GILBERTO.--Vuestra Majestad devolverá á la hija de lord Talbot los
bienes, los títulos, la jerarquía, el nombre y el blasón de su padre;
la eximirá de toda proscripción y asegurará su vida; y por último,
Vuestra Majestad la unirá con ese caballero, único hombre á quien debe
dar su mano. Mediante estas condiciones, señora, podréis disponer de
mí, de mi libertad y de mi vida como mejor os plazca.

LA REINA.--Bien; haré lo que acabas de decir.

GILBERTO.--La reina de Inglaterra debe jurarlo, á mí, Gilberto, el
obrero cincelador, por su corona y por el Evangelio abierto.

LA REINA.--¡Por mi corona y por el Evangelio lo juro!

GILBERTO.--Pacto concluído, señora. Haced preparar una tumba para mí
y un lecho nupcial para los esposos. El caballero de quien hablo es
Fabiani, conde de Clanbrassil; y aquí tenéis á la heredera de Talbot.

JUANA.--¿Qué dice?

LA REINA.--¿Estaré hablando con un loco? ¿Qué significa esto? ¿Os
atreveríais á burlaros de la reina de Inglaterra? Recordad que en las
cámaras reales se han de pesar las palabras, y que hay casos en que la
lengua derriba la cabeza.

GILBERTO.--Mi cabeza está á vuestra disposición, señora; pero tengo
vuestro juramento.

LA REINA.--¿Habláis con formalidad? ¡Ese Fabiani, esa Juana... vamos!

GILBERTO.--Esa Juana es hija y heredera de Talbot.

LA REINA.--¡Bah! ¡visión, quimera, locura! ¿Tenéis las pruebas?

GILBERTO.--Completas. (_Saca un paquete del pecho._) Dignaos leer esos
papeles.

LA REINA.--¿Creéis que yo tengo tiempo de leer vuestros papelotes?
¿Os los he pedido yo por ventura? ¿Para qué los quiero yo? Si prueban
alguna cosa, á fe mía que los arrojaré al fuego.

GILBERTO.--Siempre me quedará vuestro juramento.

LA REINA.--¡Mi juramento, mi juramento!

GILBERTO.--Sí, señora, por la corona y el Evangelio, es decir, por
vuestra cabeza y vuestra alma, por vuestra vida en este mundo y en el
otro.

LA REINA.--Pero ¿qué quieres? ¡Tú estás verdaderamente loco!

GILBERTO.--Voy á deciros lo que quiero. Juana ha perdido su categoría;
devolvédsela; proclamadla hija de lord Talbot y esposa de lord
Clanbrassil, y tomad después mi vida.

LA REINA.--¡Tu vida! ¿Qué haría yo con ella? Sólo podría quererla
para vengarme de ese hombre, de Fabiani. Tú no comprendes nada, ni
yo te entiendo á ti tampoco. Hablabas de venganza... ¿es así cómo te
vengas? Esta gente del pueblo es muy estúpida. ¿Cómo puedo creer yo
en la ridícula historia de una heredera de Talbot? ¡Me enseñas los
papeles! Ni siquiera los miraré. ¡Ah! Una mujer te vende y te la echas
de generoso... Pues yo no lo soy, porque mi corazón rebosa de cólera y
de odio; me vengaré, y tú me ayudarás. Pero ¿qué digo? Ese hombre es un
loco, y loco rematado. ¿Para qué le necesito yo? ¡Dios mío, qué triste
es tener que tratar con semejantes personas en asuntos formales!

GILBERTO.--Tengo vuestra palabra de reina católica. Lord Clanbrassil ha
seducido á Juana y debe unirse con ella.

LA REINA.--¿Y si rehusa?

GILBERTO.--Le obligaréis, señora.

JUANA.--¡Oh, no, compadeceos de mí!

GILBERTO.--Pues bien, si ese infame rehusa, Vuestra Majestad dispondrá
de nosotros como lo tenga por conveniente.

LA REINA (_con alegría_).--¡Ah! eso es todo cuanto yo deseo.

GILBERTO.--Si llegase ese caso, con tal que Vuestra Majestad ciña la
frente sagrada é inviolable de Juana Talbot con la corona de condesa de
Waterford, yo haré todo lo que la reina me ordene.

LA REINA.--¿Todo?

GILBERTO.--Todo.

LA REINA.--¿Dirás cuanto convenga decir? ¿Morirás de la muerte que te
impongan?

GILBERTO.--Como Vuestra Majestad ordene.

JUANA.--¡Oh Dios mío!

LA REINA.--¿Lo juras?

GILBERTO.--Lo juro.

LA REINA.--Entonces, se podrá arreglar el asunto. Esto basta; tengo tu
palabra y tienes la mía. Está dicho. (_Parece reflexionar un momento. Á
Juana._) No sois necesaria aquí; salid; ya os llamaré.

JUANA.--¡Oh Gilberto! ¿Qué habéis hecho? Soy una miserable, y no me
atrevo á miraros; mientras que vos sois un ángel, pues tenéis á la vez
las virtudes de éste y las pasiones de un hombre.

  (_Sale._)


ESCENA V

LA REINA, GILBERTO; después SIMÓN RENARD, LORD CHANDOS y los guardias

LA REINA (_á Gilberto_).--¿Llevas algún arma, un puñal, un cuchillo ó
cualquiera cosa?

GILBERTO (_sacando del pecho el puñal de lord Clanbrassil_).--¿Un
puñal? Sí, señora.

LA REINA.--Bien; empúñale. (_Le coge con fuerza el brazo._) ¡Señor
Baile de Amont... lord Chandos! (_Entra Simón Renard, lord Chandos y
los guardias._) ¡Aseguraos de ese hombre; ha levantado el puñal contra
mí! Le he cogido el brazo en el momento en que iba á descargar el
golpe. ¡Es un asesino!

GILBERTO.--¡Señora!...

LA REINA (_en voz baja á Gilberto_).--¿Olvidas ya nuestro convenio? ¿Es
así cómo te sometes? (_En voz alta._) Todos sois testigos, señores,
de que aún tenía el puñal en la mano. Señor Baile, ¿cómo se llama el
verdugo de la Torre de Londres?

SIMÓN RENARD.--Mac Dermoti, natural de Irlanda.

LA REINA.--Que le conduzcan á mi presencia; quiero hablarle.

SIMÓN RENARD.--¿Vos misma?

LA REINA.--Yo misma.

SIMÓN RENARD.--¡La reina hablar al verdugo!

LA REINA.--Sí; la cabeza hablará al brazo... ¡Vamos! (_Sale un
guardia._) Milord Chandos y vosotros, señores, me respondéis de ese
hombre; custodiadle sin perderle de vista, pues aquí van á suceder
cosas que él debe ver... Señor de Amont, ¿está en palacio lord
Clanbrassil?

SIMÓN RENARD.--Se halla en la cámara pintada, esperando que Vuestra
Majestad se digne recibirle.

LA REINA.--¿No sospecha nada?

SIMÓN RENARD.--Nada.

LA REINA (_á lord Chandos_).--Que éntre.

SIMÓN RENARD.--También está ahí toda la corte. ¿No ha de entrar nadie
con lord Clanbrassil?

LA REINA.--¿Cuál de nuestros señores y caballeros es el que más odia á
Fabiani?

SIMÓN RENARD.--Todos.

LA REINA.--Quiero decir los que le odian más.

SIMÓN RENARD.--Clinton, Montagu, Somerset, el conde de Derby, Gerard
Fitz-Gerard, lord Paget y el lord Canciller.

LA REINA (_á lord Chandos_).--Introducid á todos esos señores, excepto
al lord Canciller. (_Chandos sale.--Dirigiéndose á Simón Renard:_)
El digno obispo canciller es tan enemigo de Fabiani como los otros;
pero tiene escrúpulos. (_Fijando la vista en los papeles que Gilberto
ha dejado sobre la mesa._) ¡Ah! bueno será examinar rápidamente esos
papeles.

  (_Mientras se ocupa en este examen, ábrese la puerta del fondo y
  entran los señores designados por la reina, haciendo profundas
  reverencias._)


ESCENA VI

Los mismos, LORD CLINTON y los demás señores

LA REINA.--Dios os guarde, señores. (_Á lord Montagu._) Antonino Brown,
no olvido nunca que hicisteis frente con valor á Juan de Montmorency y
al señor de Tolosa en mis negociaciones con el emperador mi tío.--Lord
Paget, hoy recibiréis vuestros títulos de barón de Beaudesert en
Stafford.--¡He aquí á nuestro antiguo amigo, lord Clinton! Somos
siempre vuestra buena amiga, milord; ya recuerdo que vos sois quien
exterminó á Tomas Wyat en la llanura de San Jaime. Es preciso tener á
todos presentes. Aquel día, la corona de Inglaterra fué salvada por un
puente que permitió á mis tropas llegar hasta los revoltosos, y por un
muro que impidió á éstos acercarse á mí. El puente es el de Londres; el
muro es lord Clinton.

LORD CLINTON (_en voz baja á Simón Renard_).--Hacía seis meses que la
reina no me hablaba. ¡Qué amable está hoy!

SIMÓN RENARD (_en voz baja á lord Clinton_).--Paciencia, milord; aún os
parecerá más amable después.

LA REINA (_á lord Chandos_).--El conde de Clanbrassil puede entrar. (_Á
Simón Renard._) Cuando haya estado aquí algunos minutos...

  (_Le habla al oído, señalándole la puerta por donde Juana ha salido._)

SIMÓN RENARD.--¡Basta, señora!

  (_Entra Fabiani._)


ESCENA VII

Los mismos, FABIANI

LA REINA.--¡Ah, hele aquí!...

  (_Sigue hablando con Simón Renard._)

FABIANI (_aparte, saludado por todo el mundo, y mirando á su
alrededor_).--¿Qué quiere decir esto? Sólo veo aquí enemigos hoy. La
reina habla en voz baja á Simón Renard... y ella se ríe. ¡Diablo, mala
señal!

LA REINA (_con aire risueño á Fabiani_).--¡Guárdeos Dios, milord!

FABIANI (_tomándole la mano y besándola_).--Señora... (_Aparte._) Me ha
sonreído. El peligro no es para mí.

LA REINA (_siempre risueña_).--He de hablaros.

  (_Se adelanta con él hasta el proscenio._)

FABIANI.--Yo también deseo hablaros, señora; tengo que daros quejas.
¡Alejarme, desterrarme durante tanto tiempo! ¡Ah! no sucedería esto si
en las horas de ausencia pensarais en mí como yo en vos.

LA REINA.--Sois injusto; desde que os separasteis de mí sólo me he
ocupado de vos.

FABIANI.--¿De veras he tenido esa dicha? Repetídmelo.

LA REINA (_siempre risueña_).--Os lo juro.

FABIANI.--¿Me amáis, pues, como yo os amo?

LA REINA.--Sí, milord, os aseguro que sólo he pensado en vos, tanto que
os preparo una sorpresa muy agradable.

FABIANI.--¡Cómo! ¿Qué sorpresa?

LA REINA.--Un encuentro que os agradará.

FABIANI.--¿Con quién?

LA REINA.--Adivinadlo... ¿No lo adivináis?

FABIANI.--No, señora.

LA REINA.--Pues volved la cabeza.

  (_Al obedecer ve á Juana en el umbral de la puertecilla
  entreabierta._)

FABIANI (_aparte_).--¡Juana!

JUANA (_aparte_).--¡Es él!

LA REINA (_sonriendo_).--Milord, ¿conocéis á esa joven?

FABIANI.--No, señora.

LA REINA.--Joven ¿conocéis á milord?

JUANA.--La verdad antes que la vida. Sí, señora.

LA REINA.--¿Conque no conocéis á esa mujer, milord?

FABIANI.--¡Señora! quieren perderme. Estoy rodeado de enemigos. Esa
mujer se ha unido con ellos sin duda; yo no la conozco ni sé quién es.

LA REINA (_levantándose y cruzándole el rostro con su guante_).--¡Ah!
¡eres un cobarde... vendes á la una y reniegas de la otra! ¡Conque
no sabes quién es! ¿Quieres que yo te lo diga? ¡Esa mujer es Juana
Talbot, hija de Juan Talbot, el buen caballero católico que murió en el
cadalso por mi madre; esa mujer es Juana Talbot, mi prima, condesa de
Shrewsbury, de Wexford y de Waterford! Lord Paget, vos sois comisario
del sello privado, y tomaréis nota de nuestras palabras. La reina de
Inglaterra reconoce solemnemente á la joven Juana como hija única y
heredera del último conde de Waterford. (_Mostrando los papeles._) He
ahí los títulos y las pruebas, que mandaréis legalizar con nuestro gran
sello. Es nuestra voluntad. (_Á Fabiani._) Sí, condesa de Waterford, y
esto se halla suficientemente probado. ¡Tú le devolverás sus bienes,
miserable!... ¡Ah, conque no conocías á esa mujer, ni sabías quién
era! ¡Pues yo te lo digo; es Juana Talbot! ¿Deseas saber algo más?
(_Mirándole de frente, y en voz baja:_) ¡Cobarde, es tu querida!

FABIANI.--Señora...

LA REINA.--Ya sabes quién es Juana, y ahora te diré quién eres tú.
¡Eres un desalmado, un hombre sin corazón ni talento, un bribón, un
miserable!... Eres... señores, no es necesario que os alejéis, pues
poco me importa que oigáis lo que debo decir á este hombre; me parece
que no hablo en voz baja. Fabiano, para mí eres un traidor, y para ella
un vil lacayo, el más miserable de los hombres. ¡Y yo que te había
hecho conde de Clanbrassil, barón de Dinasmonddy y barón de Darmouth en
Devonshire! ¡Estaba loca! Os pido perdón, señores, por haber sido causa
de que os codeárais con ese hombre. ¡Tú caballero, tú noble, tú señor!
¡Qué absurdo! ¡Compárate con esos que están ahí, miserable, y verás
que ellos son verdaderamente caballeros! ¡Ahí tienes á Bridges, barón
de Chandos; á Seymur, duque de Somerset; á los Stanley, que son condes
de Derby desde el año 1425; á los Clinton, que son barones de Clinton
desde el año 1298! ¿Te parece á ti que te asemejas á esos nobles? ¡Te
titulas aliado de la familia española de Peñalver, pero esto es una
falsedad; tú no eres más que un mal italiano, menos que nada, hijo de
un zapatero de viejo del pueblo de Larino!... Sí, señores, hijo de
un zapatero de viejo; yo lo sabía y no quise decirlo; ocultábalo, y
aparentaba creer á este hombre cuando hablaba de su nobleza. ¡Oh Dios
mío, qué débiles somos las mujeres! Quisiera que hubiese otras aquí
para que aprendieran con esta lección. ¡Ese miserable engaña á una y
reniega de la otra! ¡Seguramente eres muy villano! ¿Cómo es que desde
que te dirijo la palabra no has doblado la rodilla? ¡Arrodíllate al
punto, Fabiani! ¡Señores, obligadle á obedecer!

FABIANI.--Vuestra Majestad...

LA REINA.--¡Ese infame, á quien he colmado de beneficios, ese lacayo
napolitano, á quien hice caballero y conde libre de Inglaterra! ¡Ah!
debía esperármelo, pues ya me habían dicho que esto acabaría así; pero
yo soy siempre lo mismo; me empeño en una cosa y veo después que
he cometido un error. Todo es culpa mía. Italiano significa para mí
bribón, y napolitano, cobarde. Siempre que mi padre se sirvió de un
hombre de esa nación hubo de arrepentirse. ¡Ese es Fabiani! Bien ves,
Juana, á qué hombre te has entregado. ¡Desgraciada niña, yo te vengaré!
¡Oh! debías saberlo ya; del bolsillo de un italiano sólo se puede sacar
un puñal, y de su alma una traición.

FABIANI.--Señora, os juro...

LA REINA.--¡Sólo os falta ahora eso! ¿Llevaríais vuestra vileza
hasta el punto de jurar? ¡Al fin me haréis ruborizar delante de esos
caballeros, cuando ni siquiera podéis levantar la cabeza!

FABIANI.--Sí, señora, la levantaré, aunque vea que estoy perdido y que
se ha resuelto mi muerte. Emplearéis todos los medios, el puñal, el
veneno...

LA REINA (_cogiéndole de la mano y conduciéndole vivamente al
proscenio_).--¡El puñal, el veneno! ¿Qué dices, italiano? ¡La venganza
traidora, la venganza vil, la venganza de los hombres de tu nación!
¡No, señor Fabiani, ni puñal ni veneno! ¿Necesito yo por ventura
ocultarme, buscar la esquina de las calles por la noche, y hacerme
pequeña cuando me vengo? ¡No, yo lo quiero todo á la luz del día, á la
luz del sol, en la plaza pública; el hacha y el tajo; la multitud en
calles, ventanas y tejados, y cien mil testigos del acto! Quiero que
se tenga miedo, que se vea un aparato imponente, magnífico y espantoso
á la vez; quiero que se diga: «¡Es una mujer ultrajada, pero también
una reina que se venga!» Á ese favorito tan envidiado, á ese gallardo
joven insolente, á quien he cubierto de terciopelo y seda, quiero verle
ahora espantado, tembloroso y de rodillas sobre un paño negro, con los
pies descalzos y las manos atadas, silbado por el pueblo y en manos del
verdugo. En ese blanco cuello que yo adorné con un collar de oro voy á
poner ahora una cuerda; he visto el efecto que Fabiani producía en un
trono; veremos qué aspecto tiene en el cadalso.

FABIANI.--Señora...

LA REINA.--¡Ni una palabra más, porque estás verdaderamente perdido!
Has de subir al cadalso como Suffolk y Northumberland, y con esto
proporcionaré una fiesta á mi buena ciudad de Londres; ya sabes cuánto
te aborrece, y por lo tanto mayor será su satisfacción. ¡Ah! ¡gran
cosa es ser María, reina de Inglaterra, hija de Enrique VIII, y dueña
de los cuatro mares, cuando se quiere tomar venganza! Una vez en el
patíbulo, Fabiani, podrás dirigir un largo discurso al pueblo como lo
hizo Northumberland, ó una ferviente oración á Dios, como Suffolk, para
que la gracia tenga tiempo de llegar; pero eres un traidor, y yo te
aseguro que no habrá perdón. ¿Quién diría que ese miserable bergante me
hablaba de amor esta mañana? ¡Dios mío, señores, parecéis admirados de
que hable así ante vosotros; pero os repito que no me importa! (_Á lord
Somerset._) Milord duque, sois condestable de la Torre; pedid su espada
á ese hombre.

FABIANI.--Hela aquí; pero protesto. Aun admitiendo que esté probado que
engañé ó seduje á una mujer...

LA REINA.--¡Y qué me importa que hayas seducido á una mujer! Esos
señores comprenderán que á mí me es igual.

FABIANI.--Seducir á una mujer no es un crimen capital, señora. Vuestra
Majestad no pudo conseguir que condenasen á Trogmorton por una
acusación análoga.

LA REINA.--¡Creo, Dios me perdone, que ese hombre se atreve á retarme!
El gusano se convierte en serpiente. ¿Y quién te dice que se te acusa
de eso?

FABIANI.--¿Pues de qué sería? Yo no soy inglés, ni tampoco súbdito de
Vuestra Majestad; lo soy del rey de Nápoles, y vasallo del Padre santo.
Apelaré á su legado, el eminentísimo cardenal Polus, para que me
reclame; me defenderé, y además, soy extranjero; á mí no se me puede
encausar sin que haya cometido un crimen, un verdadero crimen. ¿Cuál es
el mío?

LA REINA.--Todos oís la pregunta que ese hombre me dirige; escuchad
ahora la respuesta; y tened todos cuidado, porque vais á ver que
me basta golpear con el pie para hacer salir de tierra un cadalso.
¡Chandos, abrid de par en par esas puertas, y que éntre aquí toda la
corte; dejad paso á todo el mundo!


ESCENA VIII

Los mismos, EL LORD CANCILLER, toda la corte

LA REINA.--Entrad, señores, entrad, que hoy me complace verdaderamente
veros á todos... Bien, bien; los hombres de justicia, por aquí... más
cerca, más cerca... ¿Dónde están los reyes de armas de la Cámara de los
lores, Harriot y Llanerillo? ¡Ah! ya os veo, señores; sed bien venidos;
desenvainad vuestros aceros y colocaos á derecha é izquierda de ese
hombre, que es vuestro prisionero.

FABIANI.--¿Cuál es mi crimen, señora?

LA REINA.--Milord Gardiner, mi sabio amigo, sois canciller de
Inglaterra, y os hacemos saber que debéis reuniros cuanto antes con
los doce lores comisarios de la Cámara estrellada, á los cuales siento
mucho no ver aquí, pues ocurren cosas extrañas en este palacio.
Escuchad, señores, Isabel ha suscitado ya más de un enemigo de nuestra
corona: hemos tenido la conspiración de Pietro Caro, que produjo el
movimiento de Exeter, y que se correspondía secretamente con Isabel
por medio de una cifra trazada en un bandolín; después, la traición de
Tomás Wyat, que sublevó al condado de Kent; y por último, la rebelión
del duque de Suffolk, que fué cogido en el hueco de un árbol después de
la derrota de los suyos. Hoy tenemos un nuevo atentado: escuchad todos.
Hoy, esta misma mañana, un hombre se ha presentado á mi audiencia, y
después de algunas palabras ha levantado un puñal contra mí; pero he
detenido su brazo á tiempo. Lord Chandos y el baile de Amont se han
apoderado del hombre, y éste declara que lord Clanbrassil es quien le
ha impelido al crimen.

FABIANI.--¡Yo! Eso no es verdad. ¡Oh! ¡qué cosa tan horrible! Ese
hombre no existe, no se le encontrará. ¿Quién es? ¿Dónde se halla?

LA REINA.--Está aquí.

GILBERTO (_saliendo de entre los soldados que le ocultaban_).--Soy yo.

LA REINA.--En vista de las declaraciones de ese hombre, Nos, María,
reina de Inglaterra, acusamos ante la Cámara á ese hombre, Fabiano
Fabiani, conde de Clanbrassil, del delito de alta traición y conato de
regicidio en nuestra persona imperial y sagrada.

FABIANI.--¡Regicida yo! ¡Esto es monstruoso! ¡Oh! mi cabeza se
trastorna, mi vista se turba... ¿Quién me tiende este lazo? Quien
quiera que seas, miserable, ¿osarás afirmar que es verdad cuanto ha
dicho la reina?

GILBERTO.--Sí.

FABIANI.--¿Yo te he impelido al regicidio?

GILBERTO.--Sí.

FABIANI.--¡Maldición! ¡Señores, no podéis imaginar hasta qué punto
eso es falso! ¡Desgraciado, quieres perderme, pero ignoras que tú te
pierdes al mismo tiempo; el crimen de que me acusas recae sobre ti! Por
tu causa moriré, pero tú perecerás también. ¡Insensato, con una sola
palabra haces caer dos cabezas, la mía y la tuya!

GILBERTO.--Ya lo sé.

FABIANI.--Señores, ese hombre está pagado...

GILBERTO.--Por vos: he aquí la bolsa de oro que me disteis para cometer
el crimen; en ella están bordados vuestro blasón y vuestra cifra.

FABIANI.--¡Justo cielo!... Pero ¿dónde está el puñal con que ese hombre
quería, según dicen, herir á la reina? ¿Dónde está?

LORD CHANDOS.--Hele aquí.

GILBERTO (_á Fabiani_).--Es el vuestro; me le disteis para descargar el
golpe; en vuestra casa encontrarán la vaina.

EL LORD CANCILLER.--Conde de Clanbrassil, ¿qué tenéis que contestar?
¿Reconocéis á ese hombre?

FABIANI.--No.

GILBERTO.--Á decir verdad, sólo me ha visto de noche. Permitidme
hablarle dos palabras al oído, señora, porque así le ayudaré á
recordar. (_Se acerca á Fabiani y le habla en voz baja._) Hoy no
reconoces á nadie, milord, ni al hombre ultrajado ni á la mujer
seducida. ¡Ah! la reina se venga, pero el hombre del pueblo también;
tú me habías retado, según creo; mas hete aquí cogido entre las dos
venganzas. ¿Qué te parece, conde?... Yo soy Gilberto el cincelador.

FABIANI.--¡Sí, te reconozco!... Señores, reconozco á este hombre, y una
vez que se trata de él, nada tengo que añadir.

LA REINA.--¡Confiesa!

EL LORD CANCILLER (_á Gilberto_).--Según la ley normanda y el estatuto
veinticinco del rey Enrique VIII, en los casos de lesa Majestad la
confesión no salva al cómplice. No olvidéis que se trata de un caso en
que la reina no tiene derecho de perdonar, y que moriréis en el cadalso
lo mismo que aquel á quien acusáis. ¿Os ratificaréis en todo lo dicho?

GILBERTO.--No ignoro que moriré; pero confirmo mis palabras.

JUANA (_aparte_).--¡Dios mío, si esto es un sueño, es bien horrible!

EL LORD CANCILLER (_á Gilberto_).--¿Consentís en reiterar vuestras
declaraciones con la mano sobre el Evangelio?

  (_Presenta el Evangelio á Gilberto, que pone la mano._)

GILBERTO.--Juro por el Evangelio que ese hombre es un asesino; que ese
puñal, que es suyo, ha servido para el crimen; y que esta bolsa, suya
también, me fué entregada por él para cometerle. Esta es la verdad.
¡Que Dios me asista!

EL LORD CANCILLER (_á Fabiani_).--¿Qué tenéis que decir?

FABIANI.--Nada... ¡Estoy perdido!

SIMÓN RENARD (_en voz baja á la Reina_).--Vuestra Majestad ha enviado á
buscar el verdugo; ahí está.

LA REINA.--Bueno, que éntre.

  (_Los caballeros se desvían, y se ve aparecer al verdugo vestido de
  rojo y negro, llevando sobre el hombro una espada envainada._)


ESCENA IX

Los mismos, EL VERDUGO

LA REINA.--¡Duque de Somerset, esos dos hombres á la Torre! ¡Canciller
Gardiner, comenzaréis á instruir el proceso mañana mismo ante los doce
pares; y que Dios asista á la vieja Inglaterra! Entendemos que esos
hombres serán juzgados ambos antes de nuestra marcha á Oxford, donde
abriremos el Parlamento; poco después nos trasladaremos á Windsor para
pasar la Pascua. (_Al verdugo._) ¡Acércate! Me alegro de verte, porque
eres un buen servidor, y ya viejo, que ha visto tres reinados. Es
costumbre que los soberanos de esta nación te hagan un regalo, el más
rico que sea posible, el día de su advenimiento: mi padre, Enrique
VIII, te dió el broche de diamantes de su manto; mi hermano, Eduardo
VI, te regaló un anillo de oro cincelado; y ahora me toca á mí. Nada te
he dado aún; quiero hacerte también un presente: acércate. (_Señalando
á Fabiani._) ¿Ves esa cabeza, esa hermosa cabeza, que aun esta mañana
era lo que yo tenía por lo más bello y querido en el mundo? ¡Pues bien,
esa cabeza que ves, yo te la doy!

[Ilustración]



[Ilustración]

JORNADA TERCERA

¿CUÁL DE LOS DOS?


PARTE PRIMERA

Sala del interior de la Torre de Londres; bóveda ojival sostenida
por gruesos pilares; á derecha é izquierda las dos puertas bajas de
dos calabozos; en un lado una claraboya que se figura situada sobre
el Támesis, y en el opuesto otra que da á la calle; en ambos hay
una puertecilla secreta en el muro. En el fondo, una galería con
una especie de balcón cerrado por cristales, y que da á los patios
exteriores de la Torre.

PERSONAJES

  LA REINA.
  GILBERTO.
  JUANA.
  SIMÓN RENARD.
  JOSHUA FARNABY.
  MAESE ENEAS DULVERTON.
  LORD CLINTON.
  UN CARCELERO.


ESCENA I

GILBERTO, JOSHUA

GILBERTO.--¿Qué hay?

JOSHUA.--¡Ay de mí!

GILBERTO.--¿No hay esperanza?

JOSHUA.--¡Ninguna! (_Gilberto se acerca á la ventana._) ¡Oh! no verás
nada desde ahí.

GILBERTO.--¿Te has informado bien?

JOSHUA.--Estoy seguro de ello.

GILBERTO.--¿Es para Fabiani?

JOSHUA.--Sí.

GILBERTO.--¡Qué feliz es ese hombre!

JOSHUA.--¡Pobre Gilberto! ya llegará tu vez; hoy él; mañana tú.

GILBERTO.--¿Qué quieres decir? No nos entendemos. ¿De qué me hablas?

JOSHUA.--Del cadalso que levantan en este momento.

GILBERTO.--Y yo te hablo de Juana.

JOSHUA.--¡De Juana!

GILBERTO.--Sí, sólo de Juana, ¿qué me importa lo demás? ¿Has olvidado
que desde hace más de un mes, con el rostro pegado á los barrotes de
mi ventana, que da á la calle, la veo rondar de continuo, pálida y de
luto, al pie de esta torrecilla que nos sirve de calabozo á Fabiani y
á mí? ¿No recuerdas ya mis angustias, mis dudas y mis incertidumbres?
¿Por cuál de los dos viene ella? Me dirijo esta pregunta noche y día,
y á ti también, Joshua; ayer noche me prometiste hacer lo posible por
verla y hablarla. ¿Sabes algo? ¿Sabes si viene por mí ó por Fabiani?

JOSHUA.--He sabido que Fabiani debía ser decapitado hoy mismo, y mañana
tú; y confieso que estoy como loco, amigo mío. El cadalso me ha hecho
olvidar á Juana. Tu muerte...

GILBERTO.--¡Mi muerte! ¿Qué entiendes tú por esta palabra? Mi muerte
es que Juana no me ama ya; desde el día en que ya no fuí amado dejé
de vivir; lo que ha sobrevivido en mí no vale ya la pena de que me lo
quiten mañana. ¡Oh! tú no puedes imaginarte lo que es un hombre que
ama. Si me hubieran dicho hace dos meses que Juana, esa Juana tan pura,
mi amor, mi orgullo y mi tesoro, se entregaría á otro, y preguntado si
la querría después, hubiera contestado que no, y que preferiría mil
veces la muerte para los dos. ¡Pues bien! hoy sí la quisiera; Juana
no es ya la mujer sin tacha á quien yo adoraba, y cuya frente apenas
me atrevía á tocar con los labios; Juana se ha entregado á otro, á un
miserable; ya lo sé; pero yo la amo siempre; besaría sus pies, y la
pediría perdón si me quisiera. Aunque la encontrara en la calle con
otras de mala nota, me la llevaría á casa para estrecharla contra mi
corazón. Joshua, yo daría no cien años de vida, porque sólo me quedan
algunas horas; pero sí la eternidad por ver sonreir una sola vez á
Juana, una sola vez antes de mi muerte, y porque me dijera esa palabra
que pronunciaba en otro tiempo: «¡Yo te amo!» Hete aquí, Joshua, lo
que es el corazón de un hombre; no creas que se puede matar á la mujer
que se adora; muy por el contrario, se acaba por arrodillarse á sus
pies como un esclavo. Á ti te parece que soy débil; pero ¿qué hubiera
adelantado yo con matar á Juana? ¡Oh! si ella me amase aún, nada me
importaría todo lo que ha hecho; pero ella ama á Fabiani, y por él
viene aquí. ¡Quisiera morir pronto, Joshua!

JOSHUA.--Fabiani será ejecutado hoy.

GILBERTO.--Y yo mañana.

JOSHUA.--Siempre está Dios al fin de todo.

GILBERTO.--Hoy quedaré vengado de él; mañana quedará vengado de mí.

JOSHUA.--Hermano, ahí viene el segundo condestable de la Torre, maese
Eneas Dulverton; es preciso entrar; esta noche te veré, amigo mío.

GILBERTO.--¡Oh! ¡morir sin ser amado, ni llorado! ¡Juana... Juana...
Juana...!

  (_Entra en su calabozo._)

JOSHUA.--¡Pobre Gilberto! ¡Dios mío! ¿quién hubiera dicho nunca que
debía llegar semejante caso?

  (_Sale.--Entran Simón Renard y maese Eneas Dulverton._)


ESCENA II

SIMÓN RENARD, MAESE ENEAS DULVERTON

SIMÓN RENARD.--Es muy singular, como vos decís; pero ¿qué se le ha de
hacer? La reina está loca y no sabe lo que quiere; no se puede confiar
en nada, porque es una mujer. ¿Podríais decirme para qué viene aquí?
¡Vamos! el corazón de la mujer es un enigma, que el rey Francisco I
descifró en los cristales de Chambord: «Voluble es la mujer, y loco el
hombre que en ella fía.» Escuchad, maese Eneas, nosotros somos antiguos
amigos, y por lo tanto os diré que es preciso que esto concluya hoy. De
vos depende todo aquí; si os encargan... (_Le habla al oído._) Alargad
el asunto cuanto sea posible, para que el plan aborte después. Sólo
puedo disponer de dos horas, y esta noche se ha de hacer lo que yo
quiero. Mañana no ha de haber favorito; y como soy poderoso aquí, al
día siguiente seréis barón y oficial de la Torre. ¿Está entendido?

MAESE ENEAS.--Perfectamente.

SIMÓN RENARD.--Bien... alguien viene, y no quiero que nos vean juntos;
salid por ahí; yo voy á recibir á la reina.

  (_Sepáranse._)


ESCENA III

UN CARCELERO entra con precaución y después introduce á JUANA

EL CARCELERO.--Habéis llegado al sitio que deseabais, señora; ahí
tenéis las puertas de los dos calabozos; si lo tenéis á bien, dadme mi
recompensa.

JUANA (_se quita su brazalete de diamantes y lo entrega_).--Ahí la
tenéis.

EL CARCELERO.--Gracias; no me comprometáis.

  (_Sale._)

JUANA (_sola_).--¡Dios mío! ¿cómo lo haré? Yo soy quien le ha perdido,
y mi deber es salvarle; pero no lo conseguiré, porque nada puede hacer
una mujer sola en semejante caso. ¡El cadalso, el cadalso... esto es
horrible! ¡Vamos, menos lágrimas y más obras!... Pero ¿cómo he de
hacerlo? ¡Compadeceos de mí, Dios mío! Alguien viene... ¿quién habla?
Reconozco esa voz; es la de la reina... ¡Ah, todo se ha perdido!

  (_Se oculta detrás de un pilar.--Entran la reina y Simón Renard._)


ESCENA IV

LA REINA, SIMÓN RENARD, JUANA, oculta

LA REINA.--¡Ah! el cambio os extraña; no me parezco á mí misma. ¡Pues
bien! ¿qué me importa? Ahora no quiero ya que muera.

SIMÓN RENARD.--Vuestra Majestad ordenó ayer, sin embargo, que la
ejecución se efectuase hoy.

LA REINA.--También ordené el domingo que se verificara el lunes, y hoy
mando que se efectúe mañana.

SIMÓN RENARD.--En efecto, desde que la Cámara pronunció la sentencia,
hace ya tres semanas, Vuestra Majestad aplaza la ejecución de un día
para otro.

LA REINA.--¡Pues bien! ¿no comprendéis lo que esto significa,
caballero? ¿Será preciso decíroslo todo, y que una débil mujer os abra
su corazón, porque la infeliz es reina, y vos representáis aquí al
príncipe de España, mi futuro esposo? ¡Dios mío! vosotros no sabéis
esto; en las mujeres, el corazón tiene su pudor como el cuerpo; y
en fin, puesto que deseáis saberlo, aparentando no comprender nada,
os diré que aplazo la ejecución de Fabiani porque todas las mañanas
me falta la fuerza al pensar que la campana de la Torre de Londres
anunciará la muerte de ese hombre. Desfallezco al reflexionar que se
afila el hacha para Fabiani, y que se ha de abrir una tumba para ese
hombre; porque soy débil, porque estoy loca y porque le amo... ¿Estáis
ya satisfecho? ¿Me comprendéis ahora? ¡Oh! ya encontraré medio de
vengarme algún día por lo que me hacéis decir ahora.

SIMÓN RENARD.--Sin embargo, ya es tiempo de acabar con ese Fabiani;
vais á uniros con mi señor el príncipe de España, señora.

LA REINA.--Si el príncipe de España no está conforme, que me lo diga;
ya buscaremos otro esposo, pues no faltan pretendientes. El hijo del
rey de los romanos, el príncipe del Piamonte, el infante de Portugal,
el rey de Dinamarca y lord Courtenay son tan buenos caballeros como él.

SIMÓN RENARD.--¡Lord Courtenay!

LA REINA.--Un barón inglés es tan noble como un príncipe; y además,
lord Courtenay desciende de los emperadores de Oriente.

SIMÓN RENARD.--Fabiani se ha hecho aborrecer de todo Londres.

LA REINA.--Excepto de mí.

SIMÓN RENARD.--Los menestrales piensan como los nobles. Si no se
efectúa la ejecución hoy mismo, como lo ha prometido Vuestra Majestad...

LA REINA.--¿Qué más?

SIMÓN RENARD.--Habrá un motín popular.

LA REINA.--Tengo mis lansquenetes.

SIMÓN RENARD.--Habrá complot de nobles.

LA REINA.--Tengo el verdugo.

SIMÓN RENARD.--Vuestra Majestad ha jurado por el devocionario de su
madre que no concedería perdón.

LA REINA.--He aquí una firma en blanco que me ha remitido, y en la cual
juro por mi corona imperial que concederé la gracia pedida. La corona
de mi padre vale tanto como el devocionario de mi madre; un juramento
anula el otro; y además, ¿quién os dice que le perdonaré?

SIMÓN RENARD.--¡Os ha vendido traidoramente!

LA REINA.--¿Qué me importa? Todos los hombres hacen otro tanto. Yo no
quiero que muera. Escuchad, milord... quiero decir embajador... estoy
tan perturbada, que no sé ya á quién hablo. Ya sé todo lo que me vais
á decir: que es un hombre vil, un cobarde, un miserable; lo reconozco,
y me ruborizo de ello; pero le amo. ¿Qué queréis que haga? Tal vez
amaré menos á un hombre honrado. Por otra parte, ¿quién sois vos que
os dais tanta importancia? ¿Valéis más que él? Vais á decirme que es
un favorito, y que á la nación inglesa no le agrada ninguno; pero ¿no
sé yo acaso que trabajáis para derribarle y poner en su lugar al conde
de Kildare, ese fatuo irlandés? Aunque haga cortar veinte cabezas
diarias, nada tenéis que ver con ello. Y no me habléis más del príncipe
de España, pues poco caso hacéis de él. No quiero oir hablar tampoco
del descontento del señor de Noailles, el embajador de Francia, porque
es un necio, y se lo diré yo misma. Además, yo soy mujer, quiero y no
quiero, y me falta algo... necesito la vida de ese hombre para vivir.
¡Vamos! no toméis ese aire de candor virginal y de buena fe, porque
harto conozco todas vuestras intrigas. Sabéis tan bien como yo que no
ha cometido el crimen por que se le condena. Quedamos convenidos; no
quiero que Fabiani muera: ¿soy yo el ama ó no? ¡Vaya, hablemos de otra
cosa!

SIMÓN RENARD.--Me retiro, señora. Toda la nobleza os ha hablado por mi
voz.

LA REINA.--¡Qué me importa la nobleza!

SIMÓN RENARD (_aparte_).--Probemos con el pueblo.

  (_Sale haciendo una profunda reverencia._)

LA REINA (_sola_).--Ha salido con un aire singular. Ese hombre es capaz
de promover algún motín. Será preciso que vaya al Ayuntamiento...
¡Hola, aquí alguno!

  (_Preséntanse maese Eneas y Joshua._)


ESCENA V

Los mismos menos SIMÓN RENARD; MAESE ENEAS, JOSHUA

LA REINA.--¿Sois vos, maese Eneas? Es preciso que vos y ese hombre os
encarguéis de facilitar la fuga del conde de Clanbrassil.

MAESE ENEAS.--Señora...

LA REINA.--¡Vamos! no quiero fiarme de vos, pues recuerdo que sois uno
de sus enemigos. ¡Dios mío! todos cuantos me rodean aborrecen al hombre
que amo. Apostaría á que ese llavero, á quien no conozco, le aborrece
también.

JOSHUA.--Es verdad, señora.

LA REINA.--¡Dios mío! ese Simón Renard es más rey que yo reina. ¡Cómo!
¿no podré fiarme de nadie aquí? ¿no podré dar á persona alguna plenos
poderes para que se encargue de la evasión de Fabiani?

JUANA (_saliendo de su escondite_).--¡Sí, señora, á mí!

JOSHUA (_aparte_).--¡Juana!

LA REINA.--¡Tú, eres tú, Juana Talbot! ¿Cómo es que te hallas aquí?
¡Ah! es igual; si vienes á salvar á Fabiani, gracias. Debería
aborreceros, Juana, y estar celosa de vos, pues tengo mis razones para
ello; pero no, os amo porque le amáis. Ante el cadalso no puede haber
ya envidia ni celos, y sí sólo amor. Sois como yo; le perdonáis; ya lo
veo; los hombres no comprenden eso; pero nosotras nos entenderemos.
¿No es cierto que ambas somos muy desgraciadas? Es preciso conseguir
la evasión de Fabiani, y sólo puedo contar con vos; de modo que debo
aceptar vuestros servicios, porque lo tomaréis con interés. Encargaos
de todo. Vosotros dos, obedeced á Juana Talbot en todo cuanto os
ordene, y advertid que me respondéis con vuestras cabezas de la
ejecución de sus órdenes. ¡Abrázame, Juana!

JUANA.--El Támesis baña el pie de la Torre por aquel lado, y he visto
que hay una salida secreta. Si hubiese un barco allí, la evasión se
efectuaría por el río; es lo más seguro.

MAESE ENEAS.--Es imposible conducir hasta ahí un barco en menos de una
hora.

JUANA.--Es mucho tiempo.

MAESE ENEAS.--Pronto pasará, y además, habrá cerrado la noche, que será
favorable, si Su Majestad se empeña en que se lleve á cabo la evasión.

LA REINA.--En efecto, tal vez sea más conveniente; queda convenido,
pues, para dentro de una hora. Yo me retiro, Juana, y sólo os encargo
que salvéis á Fabiani.

JUANA.--Estad tranquila, señora.

  (_La reina sale, siguiéndola Juana con la vista._)

JOSHUA (_en el proscenio_).--¡Gilberto tenía razón, todo es para
Fabiani!


ESCENA VI

Los mismos, menos LA REINA

JUANA (_á Maese Eneas_).--Ya habéis oído cuál es la voluntad de la
reina: una barca al pie de la Torre, las llaves de los pasadizos
secretos, un sombrero y una capa.

MAESE ENEAS.--No es posible tener todo eso antes de la noche; dentro de
una hora, señora.

JUANA.--Está bien; retiraos y dejadme con este hombre.

  (_Maese Eneas sale; Juana le sigue con la vista._)

JOSHUA (_aparte, en el proscenio_).--¡Ese hombre! Es muy sencillo;
quien ha olvidado á Gilberto no reconoce á Joshua.

  (_Se dirige hacia la puerta del calabozo de Fabiani, y prepárase á
  abrir._)

JUANA.--¿Qué hacéis ahí?

JOSHUA.--Me anticipo á vuestros deseos, señora; abro esta puerta.

JUANA.--¿Quién está ahí?

JOSHUA.--Es la puerta del calabozo de milord Fabiani.

JUANA.--¿Y esa?

JOSHUA.--Es la del calabozo de otro.

JUANA.--¿De quién?

JOSHUA.--De otro condenado á muerte, de uno que sin duda no conocéis.
Es un obrero llamado Gilberto.

JUANA.--¡Abrid esa puerta!

JOSHUA (_después de abrir la puerta_).--¡Gilberto!


ESCENA VII

JUANA, GILBERTO, JOSHUA

GILBERTO (_en el interior del calabozo_).--¿Qué me quieren? (_Aparece
en el umbral, ve á Juana, y apóyase vacilante contra la pared._)
¡Juana!... ¡Juana Talbot!

JUANA (_de rodillas, sin levantar la vista_).--¡Gilberto, vengo á
salvaros!

GILBERTO.--¡Á salvarme!

JUANA.--Escuchad: compadeceos de mí, y no me agobiéis con vuestras
quejas, pues sé todo lo que vais á decirme. Es preciso que yo os salve;
todo está preparado, y la evasión es segura; dejadme hacer á mí lo que
permitiríais á otra; sólo os pido esto; después, sea yo desconocida
para vos; ya no sabréis quién soy; no me perdonéis; pero dejadme
salvaros.

GILBERTO.--¡Gracias! es inútil. ¿Para qué quiero salvar mi vida, Juana,
si ya no me amáis?

JUANA (_con alegría_).--¡Oh, Gilberto! ¿Os dignáis aún ocuparos de lo
que siente el corazón de la pobre muchacha? ¿Es posible que el amor que
pueda profesar á otro os interese hasta el punto de pareceros que vale
la pena informaros sobre él? Yo creía que ya os era igual, y que me
despreciabais demasiado para cuidaros de mí. ¿Si supiérais, Gilberto,
qué impresión me producen las palabras que acabáis de dirigirme? ¡Es
un rayo de sol inesperado en una noche oscura! Escuchad: si yo me
atreviese aún á acercarme á vos, á tocar vuestra ropa, á estrecharos
la mano; si osase levantar la vista para miraros, como en otro tiempo,
¿sabéis lo que os diría, prosternada, llorando á vuestros pies, con
sollozos en la boca y la alegría en el corazón? Os diría: ¡Gilberto, yo
te amo!

GILBERTO (_estrechándola entre sus brazos con arrebato_).--¡Tú me amas!

JUANA.--¡Sí, te amo!

GILBERTO.--¡Tú me amas! ¡Dios mío, será verdad! ¿Es ella la que me lo
dice, es su boca la que habla?

JUANA.--¡Gilberto mío!

GILBERTO.--¿Dices que lo has preparado todo para mi evasión? ¡Pronto,
pronto, la vida! ¡Quiero vivir, porque Juana me ama! Parece que esa
bóveda se apoya en mi cabeza y me aplasta. ¡Necesito aire... aquí me
muero; huyamos pronto, Juana! ¡Quiero vivir, porque soy amado!

JUANA.--Aún no; es preciso tener un barco, y para ello se ha de esperar
la noche; pero puedes estar tranquilo, porque te salvarás. Antes de
una hora saldremos de aquí; la reina no volverá por lo pronto, y entre
tanto yo soy quien manda. Más tarde te explicaré esto.

GILBERTO.--¡Una hora de espera! ¡Qué larga me parecerá! Ya ansío
recobrar la vida y la dicha. ¡Juana, Juana, yo viviré y tú me amarás;
reiré y cantaré; detenme para que no cometa alguna locura!

JUANA.--¡Sí, te amo, Gilberto, y esto es tan verdad como si te lo
dijera en mi lecho de muerte; jamás amé sino á ti, ni aun cuando te
faltaba, pues entonces te quería en el fondo de mi corazón! ¡Apenas
caída en brazos del demonio que me ha perdido, he llorado á mi ángel!

GILBERTO.--¡Olvidar, perdonar! No hables de eso, Juana. ¡Oh! ¿qué me
importa á mí el pasado, ni quién resiste á tu acento? ¡Sí, todo te lo
perdono, niña adorada! Los celos y la desesperación han abrasado las
lágrimas en mis ojos, pero te perdono y te doy gracias, porque para mí
eres la única cosa que brilla en este mundo; cada una de tus palabras
amortigua más mi dolor, y la alegría renace en mi alma. ¡Juana, levanta
la cabeza y mírame!

JUANA.--¡Siempre generoso, amado Gilberto!

GILBERTO.--¡Oh! ya quisiera estar fuera, muy lejos de aquí, libre
contigo. ¡Cuánto tarda en llegar la noche!... Juana, saldremos sin
detenernos de Londres, y después, de Inglaterra: iremos á Venecia,
porque los de mi oficio ganan allí mucho dinero... ¡Pero Dios mío,
estoy loco... olvidaba el nombre que llevas! ¡Es demasiado noble, Juana!

JUANA.--¿Qué quieres decir?

GILBERTO.--Eres hija de lord Talbot.

JUANA.--Conozco otro nombre más hermoso.

GILBERTO.--¿Cuál?

JUANA.--Esposa del obrero Gilberto.

GILBERTO.--¡Juana!...

JUANA.--¡Oh! no creas que yo te pido esto, porque sé muy bien que
soy indigna de ti, y no me atreveré á levantar mi vista tan alta, ni
abusaré del perdón hasta ese punto. El pobre cincelador Gilberto no se
unirá desventajosamente con la Condesa de Waterford; no, yo te seguiré
y te amaré, sin abandonarte jamás; durante el día me echaré á tus
pies, y por la noche á tu puerta; veré cómo trabajas, te ayudaré y te
daré cuanto necesites. Quiero ser para ti, algo menos que una hermana
y algo más que un perro fiel; y si te casas, Gilberto, pues Dios
permitirá que acabes por encontrar una mujer pura y sin mancha, digna
de ti, entonces, si ella es buena, y si quiere, seré la sirvienta de
tu esposa; si no le place, iré á morir donde pueda. Sólo en este caso
me separaré de ti. Si no te casas, permaneceré á tu lado, mostrándome
siempre afable y resignada; y si se piensa mal porque viva contigo,
nada me importa. Ya no tengo de qué ruborizarme; soy una pobre joven
abandonada.

GILBERTO (_cayendo á sus pies_).--¡Eres un ángel; eres mi esposa!

JUANA.--¡Tu esposa! ¿Perdonas solo como Dios, purificando? ¡Ah!
¡bendito seas, Gilberto, por ceñirme con esa corona la frente!

  (_Gilberto se levanta y la estrecha en sus brazos; mientras que se
  hallan en esta actitud, Joshua coge de la mano á Juana._)

JOSHUA.--Es Joshua, señora Juana.

GILBERTO.--¡Mi buen Joshua!

JOSHUA.--Antes no me habíais reconocido.

JUANA.--¡Ah! es que debí haber comenzado por él.

  (_Joshua le besa la mano._)

GILBERTO (_estrechándole en sus brazos_).--¡Qué felicidad! ¿Puede ser
cierta tanta dicha?

  (_Desde hace algunos instantes se oye fuera un ruido lejano, gritos
  confusos y tumulto: el día comienza á declinar._)

JOSHUA.--¿Qué ruido es ese?

  (_Se acerca á la ventana que da á la calle._)

JUANA.--¡Dios mío! con tal que no suceda nada...

JOSHUA.--La multitud se agolpa en la calle; se ven picas y hachas; los
pensionarios de la Reina están á caballo y en orden de batalla; todos
vienen por aquí... ¡Qué gritos! ¡Ah diablo! diríase que es un motín
popular.

JUANA.--¡Con tal que no sea contra Gilberto!

GRITOS LEJANOS.--¡Muera Fabiani!

JUANA.--¿Oís?

JOSHUA.--Sí.

JUANA.--¿Qué dicen?

JOSHUA.--No lo entiendo bien.

JUANA.--¡Dios mío! ¿qué será?

  (_Entran precipitadamente por la puerta secreta maese Eneas y un
  barquero._)


ESCENA VIII

Los mismos, MAESE ENEAS, un barquero

MAESE ENEAS.--¡Milord Fabiani, no hay que perder un instante! Se ha
sabido que la Reina quería salvaros, y el pueblo de Londres se ha
sublevado contra vos; dentro de un cuarto de hora os habrían hecho
pedazos. Salvaos, Milord; he aquí una capa y un sombrero; tomad las
llaves; ese hombre conducirá la barca, y tened presente que á mí es á
quien debéis todo esto. Daos prisa. (_En voz baja al barquero._) No te
apresures.

JUANA.--(_Cubre la cabeza de Gilberto y le pone la capa._) (_En voz
baja á Joshua._) ¡Cielos! con tal que ese hombre no reconozca...

MAESE ENEAS (_mirando á Gilberto con fijeza_).--¡Cómo! ¡ese no es lord
Clanbrassil! No ejecutáis las órdenes de la Reina, señorita; facilitáis
la fuga de otro.

JUANA.--¡Todo se ha perdido!... ¡Debí preverlo! ¡Por Dios, amigo mío,
tened compasión; ya sé que es verdad!...

MAESE ENEAS (_en voz baja á Juana_).--¡Silencio! Haced lo que deseáis;
yo no he dicho nada ni visto nada.

  (_Se retira al fondo del teatro con aire indiferente._)

JUANA.--¿Qué dice?... ¡Ah! la Providencia está por nosotros. ¡Todo el
mundo quiere salvar á Gilberto!

JOSHUA.--No, señorita Juana, todo el mundo quiere perder á Fabiani.

  (_Durante esta escena redoblan fuera los gritos._)

JUANA.--¡Apresurémonos, Gilberto! ¡Pronto, pronto!

JOSHUA.--Dejadle salir solo.

JUANA.--¡Abandonarle!

JOSHUA.--Sólo por un instante: no debe ir una mujer en la barca si
queréis que llegue á buen puerto, porque aún es de día y vais vestida
de blanco. Una vez pasado el peligro, volveréis á veros. Venid conmigo
por aquí, y dejadle salir por allá.

JUANA.--Joshua tiene razón. ¿Dónde te encontraré, Gilberto?

GILBERTO.--Debajo del primer arco del puente de Londres.

JUANA.--¡Bien; véte pronto; el ruido redobla, y quisiera que ya
estuvieses lejos!

JOSHUA.--He aquí las llaves: se han de abrir doce puertas antes de
llegar á la orilla del agua; de modo que tardaréis un cuarto de hora
largo.

JUANA.--¡Un cuarto de hora! ¡Doce puertas! ¡Esto es horrible!

GILBERTO (_abrazándola_).--Adiós, Juana; algunos instantes más de
separación y nos uniremos para toda la vida.

JUANA.--¡Por toda la eternidad! (_Al barquero._) Buen hombre, os lo
recomiendo.

MAESE ENEAS (_en voz baja al barquero_).--Por si ocurre un accidente,
no te apresures.

  (_Gilberto sale con el barquero._)

JOSHUA.--¡Está salvado! Ahora, nosotros; es preciso cerrar ese
calabozo. (_Cierra el calabozo de Gilberto._) Ya está hecho. Venid
pronto por aquí.

  (_Sale con Juana por la otra puerta oculta._)

MAESE ENEAS (_solo_).--Fabiani ha quedado en la ratonera. He ahí una
jovencilla muy diestra, que maese Simón Renard hubiera pagado á peso de
oro. Pero ¿cómo tomará esto la Reina? Con tal que no recaiga la culpa
sobre mí...

  (_Entran lentamente por la galería Simón Renard y la Reina. El
  tumulto exterior ha ido en aumento; la noche acaba de cerrar; óyense
  gritos de muerte, el rumor de las oleadas de la multitud, crugido de
  armas, detonaciones y pisadas de caballos. Varios caballeros, daga en
  mano, acompañan á la Reina; entre ellos va el Heraldo de Inglaterra
  Clarence, llevando el estandarte real, y el Heraldo de la Orden de la
  Jarretera con la banda de la misma._)


ESCENA IX

LA REINA, SIMÓN RENARD, MAESE ENEAS, LORD CLINTON, los dos HERALDOS,
Caballeros, pajes, etc.

LA REINA (_en voz baja á Maese Eneas_).--¿Se ha evadido Fabiani?

MAESE ENEAS.--Aún no.

LA REINA.--¡Aún no!

  (_Le mira fijamente con expresión amenazadora._)

MAESE ENEAS (_aparte_).--¡Diablo!

GRITOS DEL PUEBLO (_fuera_).--¡Muera Fabiani!

SIMÓN RENARD.--Es preciso que Vuestra Majestad tome un partido al
punto, pues el pueblo quiere la muerte de ese hombre, y en todo Londres
reina la mayor efervescencia; la Torre está bloqueada; el motín es
formidable, y varios nobles han sido arrastrados en el puente. Los
guardias de Vuestra Majestad se sostienen aún; mas no por eso habéis
sido menos acosada de calle en calle, desde la casa Ayuntamiento hasta
la Torre. Los partidarios de Isabel se han mezclado con el pueblo, y
esto se comprende por la malignidad del motín. Lo veo todo muy oscuro.
¿Qué ordena Vuestra Majestad?

GRITOS DEL PUEBLO.--¡Fabiani! ¡Muera Fabiani!

  (_Van en aumento y acércanse cada vez más._)

LA REINA.--¡Muera Fabiani! Señores, ¿oís ese pueblo que grita? Es
preciso darle un hombre; el populacho quiere comer.

SIMÓN RENARD.--¿Qué ordena Vuestra Majestad?

LA REINA.--Señores, paréceme que todos tembláis alrededor de mí. ¡Por
el cielo! ¿será necesario que una mujer os enseñe á ser caballeros?
¡Á caballo, señores, á caballo! ¿Os intimida la canalla por ventura?
¿Temerán las espadas á los palos?

SIMÓN RENARD.--No permitáis que las cosas vayan más lejos, señora;
ceded mientras sea tiempo; ahora podéis decir «la canalla»; de aquí á
una hora diréis «el pueblo».

  (_Los gritos redoblan; el ruido se acerca._)

LA REINA.--¡Dentro de una hora!

SIMÓN RENARD (_se dirige á la galería y vuelve_).--Dentro de un cuarto
de hora, señora. Han forzado ya el primer recinto de la Torre; un paso
más y el pueblo estará dentro.

EL PUEBLO.--¡Á la Torre, á la Torre! ¡Muera Fabiani, muera Fabiani!

LA REINA.--¡Qué verdad es que el pueblo es una cosa horrible! ¡Fabiani!

SIMÓN RENARD.--¿Queréis ver cómo le despedazan á vuestra vista en pocos
momentos?

LA REINA.--¡Verdaderamente es una infamia que ninguno de vosotros se
mueva, señores! Pero ¡en nombre del cielo, defendedme!

LORD CLINTON.--Á vos sí, señora; á Fabiani, no.

LA REINA.--¡Dios mío, será forzoso confesarlo; pero no importa, tanto
peor! Fabiano es inocente, Fabiano no ha cometido el crimen por el
cual se le condena. Yo y el cincelador Gilberto lo hemos inventado
y combinado. ¡Todo es pura comedia! ¿Osaríais desmentirme, señor
embajador? ¿Y no le defenderéis ahora, señores, puesto que os digo que
es inocente? ¡Por mi Dios, por mi corona y por el alma de mi madre,
juro que es inocente del crimen de que se le acusa! ¡Defendedle, mi
bravo Clinton; exterminad á estos como lo hicisteis con Tomás Wyat! Os
juro que es falso que Fabiani haya querido asesinar á la reina.

LORD CLINTON.--Á otra reina ha querido asesinar, que es la Inglaterra.

  (_Los gritos continúan fuera._)

LA REINA.--¡El balcón, abrid el balcón! ¡Quiero probar yo misma al
pueblo que no es culpable!

SIMÓN RENARD.--¡Probad al pueblo que no es italiano!

LA REINA.--¡Cuando pienso que un Simón Renard, una hechura del cardenal
de Granvelle, es quien osa hablarme así! ¡Pues bien, abrid esa puerta,
abrid el calabozo; Fabiano está ahí y quiero verle, quiero hablarle!

SIMÓN RENARD.--¿Qué hacéis? Por su propio interés sería inútil dar á
conocer á todo el mundo dónde se halla.

EL PUEBLO.--¡Muera Fabiani! ¡Viva Isabel!

SIMÓN RENARD.--¿Oís lo que gritan?

LA REINA.--¡Dios mío, Dios mío!

SIMÓN RENARD.--Elegid, señora: (_Señala con una mano la puerta del
calabozo._) Ó esa cabeza al pueblo, (_Señala con la otra mano la corona
de la reina._) ó esa corona á la princesa Isabel.

EL PUEBLO.--¡Muera Fabiani! ¡Viva Isabel!

  (_Una piedra rompe un vidrio junto á la Reina._)

SIMÓN RENARD.--Vuestra Majestad se pierde sin salvarle; ya han forzado
el segundo patio. ¿Qué dispone la reina?

LA REINA.--Todos sois unos cobardes, y Clinton el primero. ¡Ah,
Clinton, ya me acordaré de esto, amigo mío!

SIMÓN RENARD.--¿Qué dispone la reina?

LA REINA.--¡Oh, verme abandonada así, haberlo confesado todo y no poder
conseguir nada! ¿Qué son, y para qué sirven esos caballeros? El pueblo
es infame; yo quisiera hollarle bajo mis pies. ¿Hay, pues, casos en que
la reina no es sino una mujer? ¡Todas me las pagaréis juntas, señores!

SIMÓN RENARD.--¿Qué dispone la reina?

LA REINA (_agobiada_).--Lo que vos queráis; haced lo que os plazca.
¡Sois un asesino! (_Aparte._) ¡Oh Fabiani!

SIMÓN RENARD.--¡Heraldos, á mí! Maese Eneas, abrid el balcón grande de
la galería.

  (_El balcón del fondo se abre; Simón Renard se asoma, con un heraldo
  á la izquierda y otro á la derecha; se oye inmenso rumor._)

EL PUEBLO.--¡Fabiani, Fabiani!

SIMÓN RENARD (_en el balcón, de cara al pueblo_).--¡En nombre de la
Reina!

LOS HERALDOS.--¡En nombre de la Reina!

  (_Profundo silencio fuera._)

SIMÓN RENARD.--¡Plebeyos, escuchad la voluntad de la Reina! Hoy, esta
misma noche, una hora después de la queda, Fabiano Fabiani, conde de
Clanbrassil, cubierto con un velo negro desde la cabeza á los pies,
amordazado con mordaza de hierro, con un hacha de cera amarilla de tres
libras de peso en la mano, será conducido desde la Torre de Londres,
por Charing-Cross, al Mercado Viejo de la Cité, para ser decapitado
públicamente, en castigo de sus crímenes de alta traición, y por su
conato de regicidio en la sagrada persona de Su Majestad.

  (_Óyense fuera ruidosos aplausos._)

[Ilustración: SIMÓN RENARD.--_¡Plebeyos, escuchad la voluntad de la
Reina!_]

EL PUEBLO.--¡Viva la Reina! ¡Muera Fabiani!

SIMÓN RENARD (_continuando_).--Y para que nadie lo ignore en esta
ciudad, oíd lo que la Reina ordena: durante todo el trayecto que el
condenado debe recorrer desde la Torre de Londres al lugar de la
ejecución, se hará tocar la gran campana de la Torre, disparándose tres
cañonazos, el primero cuando el reo suba al cadalso, el segundo cuando
se arrodille sobre el paño negro, y el tercero cuando caiga su cabeza.

  (_Aplausos._)

EL PUEBLO.--¡Luces, luces!

SIMÓN RENARD.--Esta noche, la Torre y la Cité de Londres se iluminarán
con hogueras y hachas en señal de regocijo. He dicho. (_Aplausos._)
¡Dios guarde la antigua Carta de Inglaterra!

LOS DOS HERALDOS.--¡Dios guarde la antigua Carta de Inglaterra!

EL PUEBLO.--¡Muera Fabiani! ¡Viva María! ¡Viva la Reina!

  (_Ciérrase el balcón; Simón Renard se acerca á la Reina._)

SIMÓN RENARD.--Jamás me perdonará la princesa Isabel lo que acabo de
hacer ahora.

LA REINA.--¡Ni tampoco la reina María!... ¡Dejadme ahora, caballero!

  (_Despide con un ademán á todos los presentes._)

SIMÓN RENARD (_en voz baja á Maese Eneas_).--Cuidaos de la ejecución.

MAESE ENEAS.--Confiad en mí.

  (_Simón Renard sale; en el momento en que maese Eneas se dispone á
  seguirle, la Reina corre hacia él, cógele por un brazo y le conduce
  vivamente al proscenio._)


ESCENA X

LA REINA, MAESE ENEAS

GRITOS FUERA.--¡Muera Fabiani!

LA REINA.--¿Cuál de las dos cabezas crees tú que vale más en este
momento, la de Fabiani ó la tuya?

MAESE ENEAS.--Señora...

LA REINA.--¡Eres un traidor!

MAESE ENEAS.--Señora... (_aparte_).--¡Diablo!

LA REINA.--Pocas explicaciones. Juro por mi madre que si Fabiano muere,
tú morirás también.

MAESE ENEAS.--Pero, señora...

LA REINA.--Salva á Fabiano y te salvarás; de lo contrario, has de morir.

GRITOS.--¡Muera Fabiani!

MAESE ENEAS.--¡Salvar á lord Clanbrassil! El pueblo está ahí... es
imposible. ¿Por qué medio?...

LA REINA.--Busca.

MAESE ENEAS.--¿Cómo hacerlo, Dios mío?

LA REINA.--Como si fuera para ti.

MAESE ENEAS.--Pero, ved que el pueblo permanecerá armado hasta después
de la ejecución; para apaciguarle es preciso decapitar á uno ú otro.

LA REINA.--Á quien tú quieras.

MAESE ENEAS.--¿Á quien yo quiera? Esperad, señora... La ejecución se
efectuará de noche, á la luz de las hachas, y el reo irá cubierto
con un velo negro y amordazado; el pueblo debe mantenerse á cierta
distancia, según costumbre, y basta que vea caer una cabeza. La cosa es
posible... Con tal que el barquero esté todavía ahí... ya le dije que
no se apresurase. (_Se dirige á la ventana que da al Támesis._) ¡Aún
está ahí; pero ya era tiempo! (_Se inclina hacia fuera, con un hacha
en la mano, agitando su pañuelo, y después se dirige á la reina._) Está
bien; os respondo de milord Fabiani, señora.

LA REINA.--¿Por tu cabeza?

MAESE ENEAS.--Por mi cabeza.

[Ilustración]



[Ilustración]

PARTE SEGUNDA


Una especie de sala, en la cual desembocan dos escaleras, una para
subir y otra para bajar; la entrada de cada una ocupa parte del fondo
del escenario; la primera se pierde en los frisos y la segunda en el
foso: no se ve de dónde parten ni á dónde conducen.

La sala está tendida de negro de una manera particular: la pared de la
derecha, la de la izquierda y el techo, revestidos con un paño negro
cortado por una cruz blanca; el que da frente al espectador es blanco
con cruz negra; y uno y otro se prolongan hasta perderse de vista
en las dos escaleras. Á derecha é izquierda hay un altar tendido de
negro y blanco, como para unos funerales: grandes cirios, sin ningún
sacerdote; de las bóvedas penden algunas lámparas funerarias, que
alumbran débilmente la sala y las escaleras; lo que las ilumina en
realidad es el paño blanco del fondo, á través del cual se distingue
un resplandor rojizo, cual si hubiese detrás una inmensa hoguera.
Las baldosas de la sala son tumulares. Al levantarse el telón se ve
dibujarse en negro sobre el paño transparente la sombra inmóvil de la
Reina.


ESCENA I

JUANA y JOSHUA entran con precaución, levantando una de las colgaduras
negras, por una puertecilla disimulada

JUANA.--¿Dónde estamos, Joshua?

JOSHUA.--En el descanso de la escalera por donde bajan los condenados
que van al suplicio.

JUANA.--¿No hay medio de escapar de la Torre?

JOSHUA.--El pueblo guarda todas las salidas; quiere estar seguro esta
vez de que no se le escapará su condenado, y nadie podrá franquear las
puertas antes de la ejecución.

JUANA.--La arenga que se ha pronunciado desde ese balcón resuena aún en
mis oídos. Todo esto es horrible, Joshua.

JOSHUA.--¡Otras muchas escenas he visto como ésta!

JUANA.--¡Con tal que Gilberto haya conseguido evadirse! ¿Le crees
salvado, Joshua?

JOSHUA.--Estoy seguro de ello.

JUANA.--¿Bien seguro?

JOSHUA.--La Torre no estaba guardada por la parte del río, y además,
cuando debió salir, el motín no era lo que fué después. ¿Sabéis que es
imponente?

JUANA.--¿Estáis seguro de que se habrá salvado?

JOSHUA.--Ahora os espera seguramente en el primer arco del puente de
Londres, donde os reuniréis con él á media noche.

JUANA.--¡Dios mío! ¡qué inquieto estará! (_Divisando la sombra de la
Reina._) ¡Cielos! ¿Qué es eso, Joshua?

JOSHUA (_en voz baja, cogiéndole la mano_).--¡Silencio!... Es la leona
que acecha.

  (_Mientras que Juana contempla aquella silueta negra con terror,
  óyese una voz lejana que parece proceder de arriba, y la cual
  pronuncia distintamente estas palabras:_)

VOZ.--El que me sigue, cubierto con un velo negro, es el muy alto
y poderoso señor Fabiano Fabiani, conde de Clanbrassil, barón de
Dinasmonddy, barón de Darmouth en Devonshire, que será decapitado en el
mercado de Londres por crimen de regicidio y de alta traición. ¡Dios
tenga misericordia de su alma!

OTRA VOZ.--¡Rogad por él!

JUANA (_temblando_).--¡Joshua! ¿Oís?

JOSHUA.--Sí; yo oigo esas cosas todos los días.

  (_En lo alto de la escalera aparece un cortejo fúnebre que se
  desarrolla lentamente á medida que baja. Á la cabeza va un hombre
  vestido de negro, que lleva una bandera blanca con cruz negra; sigue
  maese Eneas Dulverton, revestido de manto negro, con su bastón de
  condestable en la mano; un grupo de soldados con partesanas y traje
  rojo, y el verdugo con su hacha al hombro y el filo vuelto hacia el
  que va detrás, que es un hombre cubierto completamente con un gran
  velo negro, cuyas puntas se arrastran bajo sus pies. De este hombre
  no se ve sino un brazo que pasa por una abertura del velo, empuñando
  la mano un blandón de cera amarilla. Á su lado va un sacerdote, y
  detrás otro grupo de soldados con partesanas, un hombre vestido
  de blanco, que lleva bandera negra con cruz blanca; y á derecha é
  izquierda dos filas de alabarderos, alumbrando con hachas._)

JUANA.--¡Joshua! ¿No veis?

JOSHUA.--Todos los días veo esas cosas.

  (_En el momento de desembocar en el escenario, el cortejo se
  detiene._)

[Ilustración: JUANA.--_¡Joshua! ¿No veis?_]

MAESE ENEAS.--El que va detrás de mí, cubierto con un velo negro, es
el muy alto y muy poderoso señor Fabiano Fabiani, conde de Clanbrassil,
barón de Dinasmonddy, barón de Darmouth, en Devonshire, que será
decapitado en el mercado de Londres, por crimen de regicidio y alta
traición. ¡Dios tenga misericordia de su alma!

LOS DOS HERALDOS.--¡Rogad por él!

  (_El cortejo cruza lentamente por el fondo del teatro._)

JUANA.--Lo que vemos es una cosa terrible. Joshua, esto me hiela la
sangre.

JOSHUA.--¡Ese miserable Fabiani!

JUANA.--¡Paz, Joshua! Bien miserable, pero muy desgraciado.

  (_El cortejo llega á la otra escalera. Simón Renard, que desde
  hace algunos instantes se ha presentado en la entrada de aquella,
  observándolo todo, se aparta para dejar el paso libre; el cortejo
  penetra bajo la bóveda de la escalera, donde desaparece poco á poco.
  Juana le sigue con la vista, poseída de terror._)

SIMÓN RENARD (_después de haber desaparecido el cortejo_).--¿Qué
significa eso? ¿Es ese Fabiani? Yo le creía más bajo. ¿Será que maese
Eneas?... Paréceme que la Reina ha hablado con él un momento... Veamos
lo que hay.

  (_Desaparece en la escalera en pos del cortejo._)

JOSHUA.--La campana grande anunciará muy pronto su salida de la Torre,
y entonces será tal vez posible que escapéis; voy á buscar los medios;
esperadme hasta que vuelva.

JUANA.--¿Me dejáis sola, Joshua? ¡Dios mío, yo tengo miedo!

JOSHUA.--No podríais recorrer toda la Torre conmigo sin riesgo, y es
preciso que salgáis de ella. Pensad que Gilberto os espera.

JUANA.--¡Gilberto, todo por Gilberto! ¡Id! (_Joshua sale._) ¡Oh! ¡qué
espectáculo tan espantoso! ¡Cuando pienso que lo mismo habría sido
para Gilberto! (_Se arrodilla al pie de uno de los altares._) ¡Oh!
¡gracias; sois el Dios salvador! (_El paño del fondo se entreabre,
apareciendo la Reina, que avanza lentamente hasta el proscenio, sin ver
á Juana._) ¡Dios mío, la Reina!


ESCENA II

JUANA, LA REINA

  (_Juana se oprime contra el altar, y fija en la Reina una mirada de
  estupor y de espanto._)

LA REINA (_permanece algunos instantes silenciosa en el proscenio, con
la mirada fija, pálido el rostro, y como absorta en sombría meditación;
al fin deja escapar un profundo suspiro_).--¡Oh, el pueblo! (_Pasea á
su alrededor una inquieta mirada y ve á Juana._) ¿Quién está ahí? ¡Ah,
eres tú, Juana! Te inspiro pavor sin duda... pero no temas nada. Ya
sabrás que maese Eneas nos ha hecho traición. Te digo, niña, que no has
de temer nada de mí, pues lo que te perdía hace un mes te salva hoy. Tú
amas á Fabiano. Entre todas las mujeres, sólo nosotras dos tenemos el
corazón así; ambas le amamos; somos hermanas.

JUANA.--Señora...

LA REINA.--Sí, tú y yo, dos mujeres solas tiene á su favor; todo lo
demás se declara en contra suya; la ciudad entera, un pueblo en masa,
todo el mundo. ¡Lucha desigual del amor contra el odio! Fabiano está
triste, espantado, aturdido; tiene tu frente pálida, y mis ojos llenos
de lágrimas; ocúltase junto á un altar fúnebre, y ora por tu boca,
mientras que maldice por la mía. El odio contra Fabiani triunfa; armado
y victorioso, manifiéstase por la corte, por el pueblo, por esas turbas
de hombres que llenan las calles, profiriendo gritos de muerte y de
alegría: soberbio y todopoderoso, ese odio ilumina toda una ciudad
alrededor de un cadalso. ¡El amor está aquí, representado por dos
mujeres vestidas de luto en una tumba; el odio está allí! (_Separa
violentamente el paño blanco del fondo, que al desviarse deja ver un
balcón, por el cual se divisa, en una noche oscura, toda la ciudad de
Londres espléndidamente iluminada, como también lo está lo que se ve
de la Torre. Juana fija una mirada de asombro en aquel espectáculo
deslumbrador, cuya reverberación ilumina el escenario._) ¡Oh ciudad
infame, rebelde y maldita; ciudad monstruosa que empapa su traje de
fiesta en la sangre, y que alumbra con sus hachones al verdugo! Eso te
infunde pavor ¿no es verdad, Juana? ¿No te parece, como á mí, que esa
multitud se burla cobardemente de nosotras, y que nos mira con sus cien
mil ojos de fuego, á nosotras, débiles mujeres abandonadas, perdidas y
solas en este sepulcro? ¿No la oyes, Juana, reirse y gritar? ¡Oh, daría
la Inglaterra á quien pudiese destruir á Londres! ¡Cuánto daría por
trocar esas luces en llamas, y esa ciudad iluminada en un mar de fuego!

  (_Se oye fuera inmenso rumor, seguido de aplausos y gritos confusos
  que dicen: ¡Ya viene, ya viene; muera Fabiani!--La gran campana de
  la Torre de Londres produce fúnebres tañidos. Al oir este rumor, la
  Reina profiere una carcajada terrible._)

JUANA.--¡Gran Dios, ya sale ese infeliz!... ¿Os reís, señora?

LA REINA.--Sí, me río; y tú vas á reirte también; pero antes será
preciso bajar ese tapiz, pues siempre me parece que no estamos solas,
y que esa espantosa ciudad nos ve y nos oye. (_Corre la cortina blanca
y vuelve._) Ahora que ya ha salido, y que no hay peligro alguno, puedo
decírtelo todo; pero riámonos las dos de ese execrable pueblo que bebe
sangre. ¡Oh! ¡es delicioso, Juana! Tú tiemblas por Fabiani, pero puedes
reirte conmigo y estar tranquila. El hombre que se llevan, el hombre
que morirá, el que toman por Fabiano, no es él.

  (_Se ríe._)

JUANA.--¡Que no es Fabiano!

LA REINA.--¡No!

JUANA.--¿Pues quién es?

LA REINA.--Es el otro.

JUANA.--¿Qué otro?

LA REINA.--Ya le conoces, es aquel obrero, aquel hombre... Pero ¿qué
importa?

JUANA (_temblando_).--¿Gilberto?

LA REINA.--Sí; ese es su nombre.

JUANA.--¡Señora, oh, no puede ser! ¡Decidme que no es cierto! ¡Esto
sería demasiado horrible! Gilberto huyó.

LA REINA.--Sí, huía cuando le cogieron, y le han puesto en lugar de
Fabiano, bajo el velo negro; es una ejecución nocturna y el pueblo no
verá nada; no tengas cuidado.

JUANA (_profiriendo un grito espantoso_).--¡Ah, señora, aquel que yo
amo es Gilberto!

LA REINA.--¿Qué dices? ¿has perdido la razón? ¿Me engañabas tú también?
¡Ah! ¿Conque es á Gilberto á quien tú amas? ¡Pues bien, qué me importa!

JUANA.--(_Desfallecida, á los pies de la Reina, solloza y se arrastra
de rodillas, con las manos en actitud de súplica. La gran campana no
ha dejado de tocar durante esta escena._) ¡Señora, por compasión...
en nombre del cielo! ¡Por vuestra corona, por vuestra madre y por los
ángeles! ¡Gilberto, Gilberto, salvadle, señora, porque ese hombre es
mi vida, es mi esposo; y todo se lo debo á él desde la cuna! Señora;
bien veis, sólo soy una pobre infeliz, y que no debéis mostraros severa
conmigo. Lo que acabáis de decirme es para mí un golpe tan terrible,
que apenas sé cómo me queda fuerza para hablar. Es preciso que mandéis
suspender la ejecución al punto, aplazándola hasta mañana, el tiempo
necesario para que se reconozca el error. Ese pueblo podrá esperar
hasta mañana, y después veremos lo que se ha de hacer. No, no mováis
la cabeza; no hay peligro para vuestro Fabiano; yo me pondré en su
lugar. Oculta por el velo negro, nadie lo echará de ver por la noche;
pero salvad á Gilberto. ¿Qué os importa que sea yo ó él, tanto más
cuanto que deseo morir?... ¡Oh Dios mío!... ¡esa campana, esa espantosa
campana... cada uno de sus tañidos es un paso más hacia el cadalso, y
parece que me hieren el corazón! Haced lo que os pido, señora, pues no
hay peligro alguno para vuestro Fabiani. Yo os amo, señora, aunque no
os lo había dicho, porque sois una gran reina; ved cómo beso vuestras
hermosas manos. ¡Oh! dadme la orden para suspender la ejecución, pues
aún es tiempo, porque van muy despacio y hay mucho camino desde la
Torre al Mercado Viejo. El hombre del balcón me dijo que pasarían por
Charing-Cross, y como hay un camino más corto, un mensajero llegaría á
tiempo. ¡En nombre del cielo, señora, compadeceos! Suponed que yo soy
la reina y vos la pobre joven; lloraríais como yo, y yo perdonaría.
¡Hacedlo, señora! He temido que las lágrimas no me permitirían hablar.
Suspended la ejecución, señora, que en eso no hay inconveniente, ni
peligro para Fabiani. ¿No os parece, señora, que se debe hacer lo que
yo digo?

LA REINA (_enternecida y levantando á Juana_).--Bien lo quisiera,
infeliz, porque tú lloras, como yo lloraba, y sientes lo que yo
sentía; mis angustias me hacen compadecer las tuyas. ¡Mira, también
yo lloro! Es una desgracia, pobre niña, pues me parece que hubieran
podido tomar otro para víctima, como por ejemplo Tyrconnel; pero es
demasiado conocido; se necesitaba un hombre oscuro, y no teníamos más
que ese á mano. Te explico esto para que comprendas bien. ¡Dios mío,
verdaderamente hay fatalidades que no se pueden evitar!

JUANA.--Os escucho, señora; yo también tendría muchas cosas que
deciros; pero antes quisiera la orden de suspender la ejecución, para
que el mensajero la llevase. Hecho esto, podríamos hablar mejor. ¡Oh,
esa campana, siempre esa campana!

LA REINA.--Lo que tú quieres no es posible, Juana.

JUANA.--Sí, es posible. Un mensajero montado puede llegar á tiempo por
el muelle, y sino, iré yo. Esto es posible y fácil; ya veis que os
hablo con dulzura.

LA REINA.--Pero el pueblo rehusaría, y volviendo á la Torre, destruiría
cuanto encontrase, dando muerte á Fabiano, que aún se halla aquí. Tú
tiemblas, pobre niña, y yo también; á tu vez, ponte en mi lugar, y
comprende que no puedo hacer más de lo que hago. ¡No pienses más en
Gilberto, Juana, resígnate! ¡Todo ha concluído!

JUANA.--¡No, mientras esa campana resuene, no habrá concluído!
¡Resignarme á la muerte de Gilberto! ¿Creéis que le dejaré morir así?
¡Ah! ya veo que no me escucháis. ¡Pues bien, si la Reina no me escucha,
el pueblo me atenderá! El patio está ocupado todavía por una parte de
él, y aunque después me cueste la vida, voy á gritar que se le engaña,
y que aquel á quien conducen al patíbulo no es Fabiani, sino un obrero.

LA REINA.--¡Detente, miserable! (_La coge de un brazo y mírala
fijamente con aire amenazador._) ¡Ah, conque lo tomas así! ¡Soy buena,
lloro contigo y te vuelves loca furiosa! ¡Ah! mi amor es tan grande
como el tuyo, y mi mano más fuerte. No te moverás. ¿Qué me importa á mí
tu amante? ¿Será cosa de que todas las jóvenes de Inglaterra vengan á
pedirme cuenta de los suyos? Yo salvo al mío como puedo, y á costa de
cualquiera. ¡Cuidad de los vuestros!

JUANA.--¡Dejadme!... ¡Yo os maldigo, mujer indigna!

LA REINA.--¡Silencio!

JUANA.--No, no callaré. ¡Ah! me ocurre ahora la idea de que no es
Gilberto quien va á morir.

LA REINA.--¿Qué dices?

JUANA.--No lo sé; pero le he visto pasar con el velo negro, y paréceme
que si hubiera sido Gilberto habría sentido algo en el corazón; creo
que este me hubiera gritado: ¡ese es Gilberto! pero no ha sido así.

LA REINA.--¡Dios mío! eso que dices no deja de ser un absurdo, y sin
embargo, me espanta, porque has despertado una de las más secretas
inquietudes de mi corazón. Ese motín me ha impedido vigilarlo todo por
mí misma. ¿Por qué habré confiado á otros la salvación de Fabiano?
Maese Eneas es un traidor, y tal vez andaba allí cerca Simón Renard.
¡Dios quiera que no me hayan hecho una segunda traición los enemigos de
Fabiano! ¡Venga aquí alguno, pronto! (_Preséntanse dos carceleros._)
(_Al primero._) ¡Corred, y decid que se suspenda la ejecución: he aquí
mi anillo real! Se ha de ir al Mercado Viejo... ¿No dices que hay un
camino más corto, Juana?

JUANA.--Por el muelle.

LA REINA (_al carcelero_).--Por el muelle. ¡Toma un caballo, y á
escape! (_El carcelero sale._) (_Al segundo carcelero._) Corred
á la torre de Eduardo el Confesor; allí hay dos calabozos de los
condenados á muerte, y en uno de ellos, un hombre. Conducidle aquí
al punto. (_Sale el carcelero._) ¡Ah, tiemblo de pies á cabeza, y no
tendría fuerza para ir yo misma! ¡Ah! ¡miserable mujer, me haces tan
desgraciada como tú, y te maldigo á mi vez! ¡Dios mío! ¿tendrá el
hombre tiempo de llegar? ¡Qué ansiedad tan horrible! Ya no veo nada;
todo se perturba en mi espíritu... ¿Por quién tocará esa campana? ¿Será
por Gilberto ó por Fabiani?

JUANA.--La campana ha dejado de tocar.

LA REINA.--Porque el cortejo estará en el sitio de la ejecución; el
hombre no habrá tenido tiempo de llegar.

  (_Óyese un cañonazo lejano._)

JUANA.--¡Cielos!

LA REINA.--Ahora sube al patíbulo. (_Segundo cañonazo._) Se arrodilla.

JUANA.--¡Esto es horrible!

  (_Tercer cañonazo._)

LAS DOS.--¡Ah!...

LA REINA.--¡Ya no hay más que uno vivo! Dentro de un instante sabremos
cuál. ¡Dios mío, permitid que sea Fabiano el que vuelva!

JUANA.--¡Dios mío, haced que sea Gilberto! (_Se corre la cortina del
fondo, y Simón Renard aparece, conduciendo á Gilberto de la mano._)
¡Gilberto!

  (_Se precipita en sus brazos._)

LA REINA.--¿Y Fabiano?

SIMÓN RENARD.--Muerto.

LA REINA.--¡Muerto! ¿Quién ha osado?...

SIMÓN RENARD.--Yo; he salvado á la reina y á Inglaterra.

[Ilustración]



LA ESMERALDA

Libreto de ópera en 4 actos con un prefacio del autor



[Ilustración]

PREFACIO


Por si acaso alguno recordase una novela al escuchar una ópera, el
autor cree de su deber anunciar al público que para introducir en la
perspectiva particular de una escena lírica alguna cosa del drama
que sirve de base al libro titulado _Nuestra Señora de París_, ha
sido necesario modificar diversamente tan pronto la acción como los
caracteres. El de Febo de Châteaupers, por ejemplo, es uno de aquellos
que han debido alterarse, haciéndose necesario también otro desenlace.
Por lo demás, aunque el autor se haya desviado lo menos posible, y sólo
cuando la música lo exigía, de ciertas condiciones indispensables, á
su modo de ver, en toda obra pequeña ó grande, no entiende ofrecer
aquí á los lectores, ó mejor dicho á los oyentes, sino un bosquejo de
ópera más ó menos bien dispuesto para que la obra musical se sobreponga
felizmente, un _libreto_ puro y sencillo, cuya publicación se explica
por un uso imperioso. En esto no puede ver más que una trama de
aquellas que siempre ganarán ocultándose bajo ese rico y deslumbrador
bordado que llaman la música.

El autor supone, pues, si por casualidad se ocupan de este libreto, que
un opúsculo tan especial no se podría juzgar en ningún caso de por sí,
abstracción hecha de las necesidades musicales á que el poeta ha debido
someterse, y que en la ópera tienen siempre derecho de prevalecer.
Prescindiendo de todo lo demás, ruega con instancia al lector que no
vea en estas líneas sino lo que contienen, es decir, su pensamiento
personal en este libreto en particular, y no un desdén injusto y de
mal género á esa especie de poemas en general, y al establecimiento
magnífico en que se representan. El autor, que no es nada, recordaría,
en caso necesario, á los que ocupan más alta posición, que nadie tiene
derecho para despreciar, aunque fuese bajo el punto de vista literario,
una escena como ésta. No olvidemos que, sin contar los poetas, este
Real Teatro ha recibido en ciertas ocasiones ilustres visitantes.
En 1671 se representó con toda la pompa de la escena lírica una
tragedia-baile titulada «Psiquis», cuyo libreto era de dos autores: el
uno se llamaba Poquelin de Molière y el otro Pedro Corneille.

  14 Noviembre 1835.



LA ESMERALDA



[Ilustración]

ACTO PRIMERO

La escena representa la Corte de los Milagros. Es de noche. Una
multitud de truhanes se entrega á ruidosas danzas. Mendigos y mendigas
en actitudes diversas y propias del oficio. El rey de la Truhanería
encima de un tonel. Fuegos, antorchas, hogueras. En el fondo y entre la
sombra, casas de mísero aspecto.


ESCENA I

CLAUDIO FROLLO, CLOPIN, luego LA ESMERALDA, después
CUASIMODO.--TRUHANES.

CORO DE TRUHANES.--¡Viva Clopin, rey de la Truhanería! ¡Vivan los
mendigos de París! ¡Trabajemos de noche cuando todos los gatos son
pardos! ¡Bailemos! ¡Comamos! ¡Burlémonos de las lluvias de Abril y del
ardiente sol de Julio!

Aprendamos á olfatear la espada del arquero para huir de ella, y el
saco de oro que lleva el viajero para hacerlo nuestro.

Iremos á bailar con los espíritus, á la claridad de la luna. ¡Viva
Clopin, rey de la Truhanería! ¡Vivan los mendigos de París!

CLAUDIO FROLLO (_aparte detrás de un pilar; lleva una ancha capa que
oculta sus hábitos sacerdotales_).--Los ayes de mi alma dolorida se
pierden entre el tumulto de esta infame bacanal. ¡Cuánto sufro! Jamás
lava tan ardiente como la que abrasa mi pecho ha circulado por la
chimenea de un volcán.

  (_Entra Esmeralda bailando._)

CORO.--¡Aquí está! ¡Aquí está Esmeralda!

CLAUDIO FROLLO (_aparte_).--Es ella. ¡Sí! ¿Por qué cruel destino has
hecho tan hermosa á esa criatura, á esa criatura tan desgraciada?

  (_Esmeralda llega hasta el centro del escenario. Los Truhanes forman
  corro en torno suyo y dan muestras de admiración mientras ella
  baila._)

[Ilustración: CORO.--_¡Baila, muchacha, baila!_]

LA ESMERALDA.--Soy la huérfana hija del dolor, que arroja flores en
vuestro camino. Mi delirante alegría encubre muchos suspiros; os
muestro mis sonrisas y oculto mis lágrimas. Bailo y canto como el
pajarillo salta y trina á orillas de un arroyo. Soy palma herida que
cae inerte á tierra. La noche de la tumba es el dosel de mi cuna.

CORO.--¡Baila, muchacha, baila! Tú suavizas nuestro áspero carácter.
Considéranos como tu familia y juega con nosotros como la golondrina
juguetea con las olas del mar. Esta es la pobre niña, hija de la
desgracia. Cuando centellea su mirada, desaparece el dolor. Todos nos
reímos para oir su canto. Desde lejos, parece, por lo graciosa, la
abeja que se columpia en el cáliz de una flor.

¡Baila, muchacha! Tú suavizas nuestro carácter. Considéranos como tu
familia y juega con nosotros.

CLAUDIO FROLLO (_aparte_).--¡Tiembla, muchacha! Los celos me devoran.

  (_Trata de aproximarse á Esmeralda, que se aparta de él casi
  con espanto. Entra la procesión del papa de los locos, llevando
  antorchas, linternas y músicas. En medio del cortejo va Cuasimodo
  sobre unas angarillas rodeado de luces y con la cabeza cubierta por
  una mitra._)

CORO.--Saludad.

¡Saludad todos! Aquí tenéis al papa de los locos.

CLAUDIO FROLLO (_que al ver á Cuasimodo, se dirige hacia él con ademán
colérico_).--¡Cuasimodo! ¿Qué significa esta indigna mascarada? ¡Oh
profanación! ¡Aquí, Cuasimodo, aquí!

CUASIMODO.--¡Dios mío! ¡Qué oigo!

CLAUDIO FROLLO.--Que vengas aquí he dicho.

CUASIMODO (_bajando de las angarillas_).--Aquí estoy.

CLAUDIO FROLLO.--¡Sé anatema!

CUASIMODO.--¡Gran Dios! Es él.

CLAUDIO FROLLO.--¡Qué audacia!

CUASIMODO.--¡Horrible situación!

CLAUDIO FROLLO.--¡De rodillas, traidor!

CUASIMODO.--¡Perdón, señor!

CLAUDIO FROLLO.--El amo acaso podrá perdonarte; el sacerdote no.

CUASIMODO.--¡Perdón! ¡perdón!

  (_Claudio Frollo arranca á Cuasimodo los burlescos ornamentos
  pontificales de que va revestido y los pisotea. Los Truhanes, á
  quienes dirige miradas de cólera Claudio, comienzan á murmurar y
  forman en torno de éste varios grupos en actitud amenazadora._)

CORO.--¡Compañeros! Se atreve á amenazarnos en nuestra misma casa.

CUASIMODO.--¿Qué pretenden esos audaces ladrones? Amenazan á mi amo;
pero ya veremos quién lleva el gato al agua.

CLAUDIO FROLLO.--¡Raza impura de judíos y ladrones! ¡Os atrevéis á
amenazarme! ¡Pues ya veremos!

  (_La cólera de los Truhanes estalla._)

CORO.--¡Basta, basta! ¡Muera el que turba nuestra fiesta! ¡Que pague
con la cabeza su atrevimiento! ¡Su resistencia será inútil!

CUASIMODO.--¡Deteneos! ¡No le toquéis, ó va á convertirse la fiesta en
sangriento combate!

CLAUDIO FROLLO.--Estoy intranquilo, pero no es por el peligro que puede
correr mi cabeza. (_Poniéndose la mano sobre el pecho._) ¡Aquí es donde
se libra un verdadero combate! ¡Aquí está la tempestad!

  (_En el momento de llegar al colmo el furor de los Truhanes, aparece
  en el fondo Clopin Trouillefou._)

CLOPIN.--¿Quién se atreve á atacar en esta infame madriguera, á mi
señor el Arcediano y á Cuasimodo, el campanero de Nuestra Señora?

LOS TRUHANES (_conteniéndose_).--¡Es Clopin! ¡Es nuestro rey!

CLOPIN.--¡Retiraos, miserables!

LOS TRUHANES.--¡Fuerza es obedecer!

CLOPIN.--Dejadnos.

  (_Los Truhanes se retiran. La Corte de los Milagros queda desierta.
  Clopin se aproxima misteriosamente á Claudio._)


ESCENA II

CLAUDIO FROLLO, CUASIMODO, CLOPIN TROUILLEFOU

CLOPIN.--¿Qué motivo os ha impulsado á venir á esta orgía? ¿Tenéis
alguna orden que darme? Sois mi maestro de magia y podéis hablar con
libertad; estoy dispuesto á obedeceros en todo.

CLAUDIO FROLLO (_cogiendo vivamente por un brazo á Clopin y llevándole
hacia el proscenio_).--Vengo á concluir. Oye.

CLOPIN.--Ya escucho.

CLAUDIO FROLLO.--¡La amo más que nunca! Por eso muero devorado por la
pasión y el pesar. Es preciso que sea mía esta misma noche.

CLOPIN.--Este es el camino de su casa y por aquí pasará dentro de un
instante.

CLAUDIO FROLLO (_aparte_).--¡Oh! ¡El infierno triunfa! (_En voz alta._)
¿Dices que pasará pronto?

CLOPIN.--Inmediatamente.

CLAUDIO FROLLO.--¿Sola?

CLOPIN.--Sola.

CLAUDIO FROLLO.--Está bien.

CLOPIN.--¿Pensáis esperarla?

CLAUDIO FROLLO.--Sí; estoy resuelto á que sea mía ó á morir.

CLOPIN.--¿Puedo ayudaros?

CLAUDIO FROLLO.--No. (_Entrega su bolsa á Clopin y le hace seña de que
se vaya. Quédase solo con Cuasimodo á quien lleva hacia el proscenio._)
Ven. Necesito de ti.

CUASIMODO.--Mandad.

CLAUDIO FROLLO.--Se trata de una cosa impía, horrible, abominable.

CUASIMODO.--Sois mi amo y estoy dispuesto á obedecer.

CLAUDIO FROLLO.--Arriesgamos la libertad, la vida, todo...

CUASIMODO.--Á todo estoy resuelto.

CLAUDIO FROLLO (_con impetuosidad_).--¡Quiero apoderarme de la gitana!

CUASIMODO.--Podéis disponer de mi sangre, sin decirme el porqué.

  (_Á una seña de Claudio Frollo se retira hacia el fondo, dejando solo
  á su amo en el proscenio._)

CLAUDIO FROLLO.--¡Oh cielos! ¡Haber sepultado mi inteligencia en los
abismos del mal! ¡Haber ensayado todos los criminales artificios de la
magia! ¡Haber caído en profundidades más hondas que el mismo infierno!
¡Ser sacerdote! ¡Espiar en las tinieblas de la noche á una mujer! ¡Y
pensar que cuando mi alma se halla en semejante situación, está Dios
mirándome desde el Empíreo!...

Pero ¡bah! no importa. El destino fatal me empuja con tan ruda mano,
que no puedo detenerme en la pendiente. Mi suerte se decide hoy. El
sacerdote loco ya no tiene esperanza de salvarse, pero tampoco miedo á
la condenación eterna.

¡Demonio que me dominas y á quien evocan mis libros cabalísticos; si me
concedes esa mujer, te entrego mi alma! ¡Cobija bajo tus malditas alas
al sacerdote infiel! ¡El infierno, con ella, me parecerá un paraíso!

¡Ven, mujer, ven! ¡Te espero! ¡Ya que Dios, cuya mirada penetra
constantemente en nuestros corazones, ha tenido el capricho de que
elija entre el cielo y el amor, quiero satisfacer éste enseguida!

CUASIMODO (_adelantándose_).--Señor, se acerca el instante crítico.

CLAUDIO FROLLO.--Sí; el momento es solemne; va á decidirse mi suerte.
Calla.

CLAUDIO FROLLO Y CUASIMODO (_á dúo_).--La noche está oscura. Oigo
pasos. ¿Quién vendrá?

LA RONDA (_pasando por detrás de las casas_).--¡Paz y vigilancia!
Tengamos el oído alerta y procuremos sondear con la mirada las
tinieblas de la noche.

CLAUDIO Y CUASIMODO (_á dúo_).--Alguien se adelanta en la oscuridad sin
hacer ruido. Callemos. ¡Ah! Es la ronda nocturna.

  (_Se aleja la ronda._)

CUASIMODO.--Ya se va la ronda.

CLAUDIO FROLLO.--Y con ella nuestro miedo.

  (_Claudio Frollo y Cuasimodo miran con ansiedad hacia la calle por
  donde ha de venir la Esmeralda._)

CUASIMODO.--Consejos del amor recibe, y siente fortalecer su esperanza
quien vela mientras todo duerme. ¡La oigo venir!... es ella... Niña
divina; ven sin temor.

CLAUDIO FROLLO.--La oigo venir; es ella... ¡Es mía!

  (_Sale la Esmeralda. Ambos se arrojan sobre ella y quieren
  llevársela; pero se resiste._)

LA ESMERALDA.--¡Socorro! ¡Socorro! ¡Á mí!

CLAUDIO FROLLO Y CUASIMODO.--¡Calla! ¡Calla!


ESCENA III

LA ESMERALDA, CUASIMODO, FEBO DE CHÂTEAUPERS, los arqueros de la ronda

FEBO (_entrando á la cabeza de los arqueros_).--¡Alto, en nombre del
rey!

  (_Claudio se escapa aprovechando el tumulto. Los arqueros se
  apoderan de Cuasimodo.--Febo á los arqueros, señalando al jorobado_:)

¡Sujetadle y apretad firme, sea noble ó plebeyo! Llevémosle á las
prisiones del Châtelet.

  (_Los arqueros conducen á Cuasimodo al fondo del escenario. La
  Esmeralda, repuesta del susto que ha recibido, se aproxima á Febo
  á quien mira con curiosidad y admiración, llevándole luego al
  proscenio._)


DÚO

LA ESMERALDA (_á Febo_).--Señor, ¿queréis decirme vuestro nombre?

FEBO.--Me llamo Febo de Châteaupers.

LA ESMERALDA.--¿Sois capitán?

FEBO.--¡Sí, reina mía!

LA ESMERALDA.--¡Oh! ¡Yo no soy reina!

FEBO.--¡Cuánto candor y cuánta gracia!

LA ESMERALDA.--¡Febo! Me gusta mucho vuestro nombre.

FEBO.--Más me gusta á mí.

LA ESMERALDA (_á Febo_).--Muchas veces, un apuesto capitán, un gallardo
oficial de bizarro continente y corazón de acero, se apodera del
corazón de una pobre muchacha y luego se ríe de su llanto.

FEBO (_aparte_).--El amor de un militar apenas puede vivir un día. Todo
soldado desea hallar flores sin espinas, placeres sin pesares, amor sin
dolor. (_Á La Esmeralda._) ¿Sabes que tienes unos ojos encantadores?

LA ESMERALDA.--Acaso valdría más no tenerlos en ciertas ocasiones, pues
cuando se ve á un caballero como vos, luego se está pensando en él
largo tiempo.

FEBO (_aparte_).--La obligación del buen soldado es cortejar á todas
las mujeres que halle en su camino.

LA ESMERALDA (_colocándose delante del capitán y examinándole con
admiración_).--Cuanto más os contemplo más os admiro. ¡Oh! ¡qué
hermosa banda de seda con franjas de oro!

  (_Febo se quita la banda y se la entrega á Esmeralda._)

FEBO.--¿Te gusta? Pues tuya es.

LA ESMERALDA.--¡Qué preciosa!

  (_La Esmeralda toma la banda y se la pone._)

FEBO.--¡Un momento!

  (_Se aproxima á la Esmeralda y trata de abrazarla. Ella retrocede._)

LA ESMERALDA.--¡No, eso no!

FEBO (_insistiendo_).--¡Déjate abrazar!

LA ESMERALDA (_retrocediendo más_).--¡Nunca!

FEBO (_riendo_).--¡Es chistoso esto de hallar una mujer tan hermosa y
tan cruel al mismo tiempo! Quiero un beso de tus labios; ¿por qué me lo
niegas?

LA ESMERALDA.--Porque debo negarlo. ¿Quién sabe las consecuencias que
puede traer un beso?

FEBO.--Pues si no me le das, voy á tomarlo yo.

LA ESMERALDA.--No, dejadme: no hablemos de eso.

FEBO.--¡Un solo beso no es nada!

LA ESMERALDA.--Nada para vos; pero todo para mí.

FEBO.--Mírame y te convencerás de cuánto te amo.

LA ESMERALDA.--¡Si apenas me atrevo á mirarme á mí misma!

FEBO.--El amor quiere entrar en tu corazón esta noche.

LA ESMERALDA.--Esta noche el amor y mañana la desgracia.

  (_Se escapa de los brazos de Febo y huye. Febo, contrariado, se
  vuelve hacia Cuasimodo á quien tienen atado los guardias en el fondo
  del teatro._)

FEBO.--¡Se resiste y huye! ¡Valiente aventura! De dos pájaros nocturnos
que tenía, el ruiseñor se me escapa y me queda el mochuelo.

  (_Se pone á la cabeza de la tropa y sale llevándose á Cuasimodo._)

CORO DE LA RONDA.--Paz y vigilancia. Tengamos el oído alerta y
procuremos sondear con las miradas las tinieblas de la noche.

  (_Se alejan poco á poco y desaparecen._)

[Ilustración]



[Ilustración]

ACTO II

La plaza de Grève. La picota y en ella Cuasimodo. El pueblo llena la
plaza.


ESCENA I

CORO.--¿Conque robaba á una joven?

--¡Es posible!

--Mirad cómo le zurran en este momento.

--¿Oís, comadre? Cuasimodo se ha atrevido á cazar en las tierras de
Cupido.

UNA MUJER DEL PUEBLO.--Pasará por mi calle cuando vuelva de la
picota... Pero silencio, el pregonero va á hablar.

PREGONERO.--De orden del rey, que Dios guarde, el hombre á quien
estáis viendo, permanecerá durante una hora en la picota, debidamente
custodiado.

CORO.--¡Muera, muera el jorobado, el sordo, el tuerto! ¡Muera ese
Barrabás! ¡Parece que se atreve á mirarnos! ¡Muera el hechicero!
¡Gesticula y se agita! ¡Él es quien hace ladrar á los perros por la
calle!

--Castigad severamente á ese bandido.

--¡Que se le dé doble número de azotes!

CUASIMODO.--¡Por piedad! ¡Dadme agua!

CORO.--¡Que le cuelguen!

CUASIMODO.--Tengo sed.

CORO.--¡Maldito seas!

  (_Esmeralda, que desde hace algunos momentos se ha mezclado en la
  multitud, observa con sorpresa y luego con piedad á Cuasimodo. De
  súbito, entre la gritería del pueblo, sube á la picota, saca de su
  cinturón una botellita y da de beber al jorobado._)

CORO.--¿Qué haces, hermosa niña? Deja á Cuasimodo. Cuando Belcebú se
abrasa, no le debes dar agua.

  (_La Esmeralda baja de la picota y los arqueros desatan y se llevan á
  Cuasimodo._)

CORO.--Había querido secuestrar una joven.

--¿Quién, ese espantajo?

--Eso es horrible, infame.

--Eso es muy grave.

--¿Oís, comadres? Cuasimodo se ha atrevido á cazar en las tierras de
Cupido.


ESCENA II

Sala lujosamente amueblada, donde se están haciendo los preparativos
para una fiesta

FEBO, FLOR DE LIS, LA SEÑORA ELOÍSA DE GONDELAURIER

LA SEÑORA ELOÍSA.--Febo, futuro yerno mío, á quien tanto quiero, mandad
y dirigid aquí ahora, como antes lo he hecho yo, procurando que esta
noche se divierta todo el mundo. Y tú, hija mía, prepárate. Ya que
serás la más hermosa de todas, debes ser también la más alegre.

  (_Se va hacia el fondo y da varias órdenes á los criados que están
  haciendo los preparativos._)

FLOR DE LIS (_á Febo_).--Desde la semana pasada apenas os he visto
dos veces, y sólo, gracias á esta fiesta, volvéis aquí. Esto es poco
lisonjero.

FEBO.--¡Por Dios! No me riñáis.

FLOR DE LIS.--Si veo que me vais olvidando...

FEBO.--Os juro...

FLOR DE LIS.--Nada de jurar. Cuando se jura es porque se miente.

FEBO.--¡Olvidaros! ¡Qué locura! ¿Acaso no sois vos la más hermosa de
las mujeres y yo el hombre más amante de la belleza? (_Aparte._) ¡Qué
irritada está hoy mi novia! Sin duda sospecha algo. ¡Ah! nada hay más
fastidioso que los celos. Las mujeres deberían saber que los amantes á
quienes se hostiga, se largan con viento fresco. Es más fácil atraer al
hombre con la risa que con las lágrimas.

FLOR DE LIS (_aparte_).--¡Hacer traición á su prometida! ¡Á mí, que no
pienso más que en él! ¡Ay! ¡cuánto sufro con sus ausencias y cuánto
padezco también al mirarle! Cuando le veo, menosprecia mi gozo; cuando
no viene, desdeña mis lágrimas. (_Á Febo._) Febo, ¿qué habéis hecho de
la banda que os bordé? ¿Cómo no la lleváis?

FEBO.--¿La banda?... No sé... (_Aparte._) ¡Dios santo! ¡Qué compromiso!

FLOR DE LIS.--Sin duda la habréis olvidado. (_Aparte._) ¿Quién será su
dueña ahora? ¿Por quién me olvida?

ELOÍSA (_dirigiéndose hacia ellos y en tono conciliador_).--¡Vaya,
vaya! Ante todo casaos; luego tendréis tiempo de reñir.

FEBO (_á Flor de Lis_).--No he olvidado vuestra banda. Si no la traigo
es porque la conservo doblada cuidadosamente en un cofrecillo esmaltado
que mandé hacer expresamente. (_Con pasión, á Flor de Lis, que todavía
está irritada._) ¡Juro que os adoro más que si fuéseis la misma Venus!

FLOR DE LIS.--No juréis. Ya sabéis mi opinión respecto al asunto.

ELOÍSA.--¡Vaya, niños! Nada de cuestiones. Hoy todo el mundo debe estar
alegre.

Ven, hija mía; es preciso que hagamos los honores de la casa. Cada cosa
á su tiempo. (_Á los criados._) Encended las luces y que se disponga
todo para el baile. Quiero que por doquiera resplandezca la claridad, y
que los convidados crean hallarse en pleno día.

FEBO.--Estando Flor de Lis aquí, no puede faltar nada para el esplendor
de la fiesta.

FLOR DE LIS.--Sí, Febo; falta el amor.

  (_Vanse las dos mujeres._)

FEBO (_mirando cómo se aleja Flor de Lis_).--Á decir verdad, aun
estando á su lado no puedo hallarme satisfecho, porque la mujer á quien
amo, y en la cual pienso todo el día, no está aquí.


ARIA

Sólo á ti pertenece mi corazón, niña encantadora, hermosa sombra que
llenas mi vida con tu recuerdo y que, ausente siempre, te apareces á
todas horas.

Como un nido destaca entre el ramaje, como una flor entre las malezas,
como un bien entre los males, así destaca y brilla mi amada entre las
demás mujeres. Humilde y altiva á un tiempo, pero altiva sólo para
guardar su pureza, en medio de la libertad en que vive, sabe encubrir
la voluptuosidad de su mirada con un casto velo de pudor.

En la oscura noche parece un ángel, cuya frente oculta la sombra,
mientras que en sus ojos resplandece el fuego. No me abandona un solo
instante su imagen, unas veces luminosa, otras sombría; y ora se me
represente como astro, ora como nube, siempre la veo en el cielo.

Sólo á ti pertenece mi corazón, niña encantadora, hermosa sombra que
llenas mi vida con tu recuerdo y que, ausente siempre, te apareces á
todas horas.

  (_Entran en el salón multitud de señoras y caballeros, elegantemente
  vestidos._)


ESCENA III

El mismo, EL VIZCONDE DE GIF, EL SEÑOR DE MORLAIX, EL SEÑOR DE
CHEVREUSE, LA SEÑORA DE GONDELAURIER, FLOR DE LIS, DIANA, BERENGUELA,
señoras, caballeros

EL VIZCONDE DE GIF.--¡Salud, nobles castellanos!

ELOÍSA, FEBO Y FLOR DE LIS (_saludando)_.--¡Salud, nobles caballeros!
Dios quiera que bajo este techo hospitalario olvidéis toda clase de
cuidados y pesares.

EL SEÑOR DE MORLAIX.--Señoras, os deseo salud, placer y dicha.

ELOÍSA, FEBO Y FLOR DE LIS.--Que el cielo premie vuestros buenos
deseos, nobles caballeros.

EL SEÑOR DE CHEVREUSE.--Señoras, digo lo mismo que mi compañero.

ELOÍSA, FEBO Y FLOR DE LIS.--Nuestra señora os recompense.

  (_Entran todos los convidados._)

CORO.--Entremos todos á tomar parte en la fiesta, así las damas como
los caballeros; por todas partes embalsamen el ambiente las flores
que adornan las cabezas femeniles y en todos los corazones domine la
alegría.

  (_Los convidados se aproximan y saludan. Entre ellos circulan varios
  criados llevando bandejas con flores y frutas. Á la derecha, junto á
  una ventana, se forma un grupo de muchachas. De pronto, una de ellas
  hace señales á las demás para que se inclinen sobre el alféizar y
  miren fuera._)


BAILE

DIANA (_mirando á la calle_).--Mira, mira, Berenguela.

BERENGUELA (_obedeciendo_).--¡Qué viva es y qué ligera!

DIANA.--¡Parece un hada ó la encarnación misma del Amor!

EL VIZCONDE DE GIF (_riendo_).--¿Quién baila en la calle?

EL SEÑOR DE CHEVREUSE (_después de mirar_).--Es la maga... Febo, es tu
gitana, la que salvaste valerosamente de manos de un ladrón, la otra
noche.

EL VIZCONDE DE GIF.--Sí, sí, es la bohemia.

EL SEÑOR DE MORLAIX.--Es hermosa como un sol.

DIANA (_á Febo_).--Si la conocéis, decidla que venga á distraernos un
rato con sus habilidades.

FEBO (_mirando con aparente indiferencia_).--Puede ser que sea ella.
(_Al señor de Gif._) ¿Pero creéis que se acordará...?

FLOR DE LIS (_que ha estado escuchando_).--De vos se acuerda siempre
todo el mundo. Llamadla; decidla que suba. (_Aparte._) Ahora veré si es
cierto lo que se dice.

FEBO (_á Flor de Lis_).--Ya que lo queréis, probemos.

  (_Hace señas para que suba Esmeralda._)

LAS JÓVENES.--¡Ya viene!

EL SEÑOR DE CHEVREUSE.--Acaba de trasponer el pórtico.

DIANA.--Los que estaban admirándola se han quedado muy mustios.

EL VIZCONDE DE GIF.--Señoras, vais á ver á esa deidad callejera.

FLOR DE LIS (_aparte_).--¡Qué pronto ha obedecido á la señal de Febo!


ESCENA IV

Los mismos y LA ESMERALDA

  (_Entra la gitana tímida y confusa. Movimiento de admiración. Todo el
  mundo se aparta para dejarla paso._)

CORO.--¡Mirad! Su hermosa faz resplandece entre todas, como brillaría
un lucero rodeado de antorchas.

FEBO.--¡Oh! ¡es mi hermosa! Amigos, Esmeralda es la reina de este
baile; la corona de la belleza ciñe su frente. (_Volviéndose hacia los
señores de Gif y de Chevreuse_). Amigos, mi corazón quiere saltarse del
pecho. ¡Hada encantadora! Si pudiera libar el cáliz de la flor de tus
amores, desafiaría gustoso los peligros de la guerra y hasta la misma
desgracia.

EL SEÑOR DE CHEVREUSE.--¡Es un rostro celestial! Parece uno de esos
encantadores sueños que flotan en la oscuridad de la noche y llenan la
sombra de claridad. Creeríase imposible que haya nacido en el abandono
y se haya criado en la calle... ¿Quién habrá sido capaz de abandonar á
la corriente de inmundo arroyo una flor tan hermosa?

LA ESMERALDA (_con la vista fija en Febo_).--Es mi Febo, estoy segura
de ello, pues su imagen se ha conservado grabada en mi corazón. Ya
vista de seda, ya se cubra con la armadura, es siempre el mismo, todo
belleza y gracia. Febo, mi cabeza arde; me abrasa la alegría y el
dolor. Así como la tierra necesita el benéfico rocío, mi alma necesita
el consuelo de las lágrimas.

FLOR DE LIS.--¡Qué hermosa es! Ya estaba segura de ello. En verdad
que debo estar muy celosa, si mis celos han de igualar á su belleza.
Pero ¡quién sabe! Acaso estemos predestinadas ambas, por el implacable
destino, á ver morir en flor todas nuestras ilusiones.

ELOÍSA.--¡Qué criatura tan hermosa! ¡Mentira parece que una impura
gitana reuna en sí tanto encanto y belleza tanta! Mas ¿quién es capaz
de adivinar los caprichos de la suerte? Muchas veces una serpiente,
para cazar á los pobres pajarillos, oculta su venenosa cabeza en el
matorral que más cubierto se halla de flores.

CORO GENERAL.--Las hermosas noches del estío no la aventajan en
serenidad ni en hermosura.

ELOÍSA (_á Esmeralda_).--Vamos, niña hechicera, ven y danos á conocer
algún baile nuevo.

  (_Esmeralda se prepara á bailar y saca de su seno la banda que le
  había regalado Febo._)

FLOR DE LIS.--¡Mi banda!... ¡Ah! Febo, me engañabas. Esta es mi rival...

  (_Flor de Lis arranca la banda de manos de Esmeralda y se desmaya.
  Los convidados se dirigen en actitud amenazadora hacia la gitana que
  se refugia junto á Febo._)

CORO.--¿Conque es verdad que Febo la ama? ¡Infame! Sal de aquí. Parece
mentira que te hayas atrevido á venir á desafiar nuestra cólera. Este
es el colmo de la imprudencia. Vuelve á recorrer las calles para que
la hez del pueblo se extasíe con tus bailes. Mujer de tan baja esfera
que á tanta altura se atreve á mirar, merece ser arrojada de este sitio
inmediatamente.

LA ESMERALDA.--Defiéndeme tú, Febo mío, defiéndeme. La pobre gitanilla
no confía en nadie más que en ti.

FEBO.--Pues bien, sí, la amo; sólo á ella adoro y me constituyo en su
defensor. Lucharé por ella, á quien pertenecen mi brazo y mi corazón.
Si necesita que se la proteja, yo la ampararé. Las injurias que se la
dirijan las tendré por hechas á mí, y considero su honor como el mío
propio.

CORO.--¡Cómo! ¡Es verdad que la ama!... ¡Fuera! ¡Fuera de aquí!... ¿Es
posible que nos desafíe por una gitana?... ¡Vaya, callad ambos! El
ardor que mostrais es incalificable. (_Á Febo._) Vos dais pruebas de
excesiva insolencia. (_Á La Esmeralda._) Y tú de falta de pudor.

  (_Febo y algunos amigos suyos protegen á La Esmeralda, á quien
  amenazan los demás. La gitana se dirige con vacilante paso hacia la
  puerta. Cae el telón._)

[Ilustración]



[Ilustración]

ACTO III

Puerta exterior de una taberna. Á la derecha el establecimiento.
Árboles á la izquierda. En el fondo una pared baja, con puerta
practicable, que circuye el huerto. Á lo lejos se ven las torres de
Nuestra Señora y una vaga silueta del París antiguo que se destaca del
horizonte rojizo de una puesta de sol, y cuya base lame el Sena.


ESCENA I

FEBO, EL VIZCONDE DE GIF, LOS SEÑORES DE MORLAIX y DE CHEVREUSE y otros
muchos amigos de Febo, sentados alrededor de varias mesas bebiendo y
cantando.--Luego CLAUDIO FROLLO.

CORO.--Sea propicia y favorable Nuestra Señora á todos cuantos, en la
tierra, no aborrecen más que el agua.

FEBO.--Quiera ella conceder á los valientes en todas partes buen vino
que beber y hermosos ojos que admirar. Con vino añejo y una mujer
bonita, todos somos felices.

CORO.--Sea propicia, etc.

FEBO.--Sucede á veces que una hermosa de alma fría, se muestra esquiva;
pero el amante comienza por bromear con la ingrata; luego canta y por
último bebe.

CORO.--Sea propicia, etc.

FEBO.--Pasa el tiempo, y el amante desdeñado, esté sereno ó borracho,
abraza á su querida y va á dormir sobre la misma boca de un cañón.

CORO.--Sea propicia, etc.

FEBO.--Y su alma, que con frecuencia tiene ensueños amorosos, está
satisfecha cuando el viento agita la tienda de campaña.

CORO.--Sea propicia y favorable Nuestra Señora á todos cuantos mortales
no aborrecen más que el agua.

  (_Entra Claudio Frollo; va á sentarse junto á una mesa, lejos
  de Febo, y al principio parece indiferente á lo que pasa á su
  alrededor._)

EL VIZCONDE DE GIF (_á Febo_).--¿Qué hay respecto á tu hermosa gitana?

  (_Movimiento de atención por parte de Claudio Frollo._)

FEBO.--Estoy citado con ella para esta noche, dentro de una hora.

TODOS.--¿De veras?

FEBO.--Sí.

  (_Aumenta la agitación de Claudio Frollo._)

EL VIZCONDE DE GIF.--¿Y dices que la cita es dentro de una hora?

FEBO.--Casi podría decir: de aquí á un instante.


ARIA

¡Oh! El amor es la suprema dicha. Ser dos cuerpos y un alma; poseer
á la mujer á quien se ama; ser á la vez esclavo y vencedor; sentirse
dueño del corazón y de los encantos del objeto amado; tranquilizarse al
sonido de su voz y secar con un beso las lágrimas de sus hermosos ojos:
todo eso es el amor.

  (_Mientras él canta, los demás beben, chocando los vasos._)

CORO.--En todo tiempo, la dicha suprema consiste en beber á la salud de
la persona amada y en amar la bebida.

FEBO.--Amigos míos, Esmeralda es la más linda de las mujeres, una
verdadera perfección, y me pertenece.

CLAUDIO FROLLO (_aparte_).--Protéjame el infierno. ¡Maldición sobre
ella y sobre ti!

FEBO.--El placer nos convida. No vacilemos en dar nuestra existencia
por un momento de amor. ¿Qué importa morir después? Bien pueden darse
cien años por una hora de goce, hasta la eternidad, por un solo día.

  (_Óyese el toque de queda. Los amigos de Febo se levantan de la
  mesa, se ciñen las espadas, se ponen las capas y los sombreros y se
  disponen á partir._)

CORO.--Febo, llegó la hora: ese es el toque de la queda. Vé á buscar á
tu hermosa y que el cielo te guíe.

FEBO.--Sí, tenéis razón: ese es el toque de la queda. Voy á visitar á
mi hermosa y que Dios me guíe.

  (_Salen los amigos de Febo._)


ESCENA II

CLAUDIO FROLLO, FEBO

CLAUDIO FROLLO (_deteniendo á Febo en el momento de ir éste á
salir_).--¡Capitán!

FEBO.--¿Quién es este hombre?

CLAUDIO FROLLO.--Oíd.

FEBO.--Daos prisa.

CLAUDIO FROLLO.--¿Sabéis cómo se llama la mujer que os espera?

FEBO.--¡Diablo! ¡Pues no faltaba más sino que no supiera cómo se llama
mi amante! Es la graciosa bailarina Esmeralda.

CLAUDIO FROLLO.--No se llama así: su nombre es la Muerte.

FEBO.--Sólo dos cosas os contestaré. Primero: que estáis loco; y
segundo, que os vayáis á paseo y me dejéis en paz.

CLAUDIO FROLLO.--Es preciso que me escuchéis.

FEBO.--No me importa nada de cuanto tengáis que decirme.

CLAUDIO FROLLO.--Febo, si traspasáis el dintel de esa puerta...

FEBO.--Sin duda estáis loco.

CLAUDIO FROLLO.--Sois hombre muerto.


DÚO

CLAUDIO FROLLO.--Tiembla, es una gitana, una de esas mujeres que no
tienen ley ni conciencia. El amor sólo las sirve para encubrir su odio,
y su cama es un lecho de muerte.

FEBO (_riendo_).--¡Vaya! Disponeos para ir al hospital de los locos y
que Júpiter, Esculapio y el Diablo os protejan.

CLAUDIO FROLLO.--Esas mujeres son siempre traidoras. Da crédito á la
voz pública y ten presente que, si vas á ver á Esmeralda, morirás.

  (_La insistencia de Claudio Frollo parece hacer mella en el ánimo de
  Febo, que mira con ansiedad á su interlocutor._)

FEBO.--Este hombre me inquieta; á pesar mío siento algún recelo... La
verdad es que esta ciudad está llena de traidores...

CLAUDIO FROLLO (_aparte_).--Le asusto, y le hago sospechar á pesar
suyo. Este imbécil no ve más que traidores en la ciudad. (_Á Febo._)
Creedme, caballero, huíd de la sirena que os tiende un lazo. Más de una
gitana ha satisfecho su odio á nuestra raza, clavando un puñal en el
seno de su amante que palpitaba de amor.

  (_Febo, á quien quiere arrastrar consigo, se rehace y le rechaza._)

FEBO.--Parece que yo estoy loco también. Cuando se ama, ¿qué importa
que la persona amada sea mora, judía ó gitana? Dejadme en paz; ella
está esperándome. Puede que tengáis razón; pero cuando la muerte es tan
hermosa como ella, debe ser muy dulce morir.

CLAUDIO FROLLO (_deteniéndole_).--Detente... Piensa que es una gitana.
¿Estás loco hasta el punto de correr tú mismo á tu perdición?...
Desconfía de la mujer infiel que te espera en la sombra. ¡Ah!... ¿No me
haces caso? Pues bien, corre á la muerte.

  (_Febo sale con rapidez á pesar de los esfuerzos de Claudio Frollo.
  Éste permanece un momento como indeciso y luego sigue al capitán._)


ESCENA III

Sala. En el fondo una ventana que da al río.

Entra CLOPIN TROUILLEFOU con una antorcha en la mano y seguido de
varios hombres á quienes, luego de haberles hecho una señal de
inteligencia, conduce hacia un sitio oscuro, por donde desaparecen.
Entonces Clopin vuelve hacia la puerta y parece indicar á alguien que
suba. Preséntase CLAUDIO FROLLO.

CLOPIN (_á Claudio_).--Desde aquí podréis observar á la gitana y al
capitán, sin ser visto de ellos.

  (_Le muestra un hueco del muro oculto por un tapiz._)

CLAUDIO FROLLO.--¿Están ya en su sitio esos hombres?

CLOPIN.--Sí.

CLAUDIO FROLLO.--Importa que todo esto no se descubra nunca. Aquí
tienes esta bolsa; luego te daré otro tanto.

  (_Claudio Frollo entra en su escondite, Clopin sale con precaución y
  á poco aparecen La Esmeralda y Febo._)


TERCETO

CLAUDIO FROLLO (_aparte_).--¡Oh, mujer adorada! ¡Cuán cruel es tu
destino! Has entrado aquí de fiesta y saldrás de luto.

LA ESMERALDA (_á Febo_).--Mi señor conde, tengo el corazón lleno de
vergüenza y de orgullo.

FEBO (_á Esmeralda_).--¡Qué hermosa eres! Pero, mira, cuando se cierra
esta puerta, se han de dejar fuera las penas.

  (_Febo hace sentar en un banco, á su lado, á la Esmeralda._)

FEBO.--¿Me quieres?

LA ESMERALDA.--Sí, mucho.

CLAUDIO FROLLO (_aparte_).--¡Qué horrible tormento!

FEBO.--¡Oh, adorable mujer! ¡Cuán hermosa eres!

LA ESMERALDA.--Sois muy adulador... Pero no os acerquéis tanto: estoy
avergonzada...

CLAUDIO FROLLO.--¡Se aman! ¡Qué envidia les tengo!

LA ESMERALDA.--Febo, os debo la vida.

FEBO.--Y yo á ti la felicidad.

LA ESMERALDA.--Sed cuerdo... Animadme con una sonrisa... ¿No veis que
vuestra mirada me fascina?

FEBO.--Reina mía, mi sirena, belleza soberana, tus ojos sí que son
deslumbradores.

CLAUDIO FROLLO.--¡Qué suplicio es estarles oyendo! ¡Qué amante es ella!
¡Cuán seductor está él!... Reíd, sed felices, mientras yo abro vuestra
tumba.

FEBO.--Hada ó mujer, quiéreme mucho, pues mi alma sólo en ti piensa día
y noche.

LA ESMERALDA.--Soy mujer, y mi alma, abrasada de amor, suspira por ti
noche y día.

CLAUDIO FROLLO.--El fuego que me consume es mi tormento... Á pesar mío,
admiro la belleza y el amoroso delirio de ambos.

FEBO.--Seamos felices; deja que despierte en tu alma el amor, mientras
el pudor duerme. Tu boca es un cielo: deja que mi alma éntre en él.
¡Quisiera exhalar el último suspiro en un beso!

LA ESMERALDA.--Tu voz resuena dulcemente en mis oídos; tu sonrisa es
hechicera y embriagadora; el brillo de tus ojos me enloquece; tus
deseos son mi suprema ley; pero comprendo que debo resistirme á ellos,
pues mi virtud y mi felicidad morirían en ese beso.

CLAUDIO FROLLO.--Pasos de muerte, no lleguéis á sus oídos. Mi celoso
odio vela sobre su amor que se adormece. La pálida y descarnada Parca
va á interponerse entre ambos. Febo, en ese beso vas á exhalar tu
último aliento.

  (_Claudio Frollo sale de su escondite, se arroja sobre Febo, le
  clava un puñal y, saltando por la ventana del fondo, desaparece.
  La Esmeralda da un grito y se echa sobre el cuerpo de Febo. Entran
  en tumulto los hombres que estaban escondidos y se apoderan de la
  gitana, á quien parecen acusar. Cae el telón._)

[Ilustración]



[Ilustración]

ACTO IV

Calabozo con puerta en el fondo


ESCENA I

LA ESMERALDA sola, encadenada y echada sobre un montón de paja.--Luego
CLAUDIO FROLLO.

LA ESMERALDA.--¡Dios mío! ¡Febo en la tumba y yo en este abismo! Yo
prisionera y él muerto... ¡Muerto, sí! ¡Yo misma le ví caer!... ¡Y se
atreven á acusarme de semejante crimen! La implacable guadaña siega
todavía tierno el tallo de nuestra existencia. Febo, al irse, me ha
enseñado el camino. Ayer abrieron su fosa; mañana abrirán la mía.


ROMANZA

¿Será posible que no haya en la tierra poder alguno que proteja á los
amantes? ¿No habrá filtros ni encantos para enjugar las lágrimas de los
ojos que lloran y para abrir los que se han cerrado?

¡Oh, Dios! á quien continuamente invoco: quítame la vida ó arranca el
amor de mi corazón.

Febo, abramos nuestras alas y marchemos á las eternas esferas donde el
amor es inmortal. Así nuestros cuerpos estarán juntos en la tumba y
nuestras almas unidas en el cielo.

¡Oh, Dios! á quien continuamente invoco: quítame la vida ó arranca el
amor de mi corazón.

  (_Se abre la puerta; entra Claudio Frollo con una lámpara en la mano
  y la capucha echada sobre el rostro, y va á colocarse, inmóvil,
  frente á la Esmeralda._)

LA ESMERALDA (_sobresaltada_).--¿Quién sois?

CLAUDIO FROLLO (_sin descubrirse_).--Un sacerdote.

LA ESMERALDA.--¡Un sacerdote! ¿Y á qué venís?

CLAUDIO FROLLO.--¿Estáis dispuesta?

LA ESMERALDA.--¿Á qué?

CLAUDIO FROLLO.--Á morir.

LA ESMERALDA.--Sí.

CLAUDIO FROLLO.--Bien.

LA ESMERALDA.--Y decid, padre, ¿será pronto?

CLAUDIO FROLLO.--Mañana.

LA ESMERALDA.--¿Y por qué no hoy?

CLAUDIO FROLLO.--¡Cómo! ¡Tanto sufrís que así deseáis la muerte!

LA ESMERALDA.--Sí; sufro mucho.

CLAUDIO FROLLO.--Pues yo, que no moriré mañana, acaso sufro más que
vos.

LA ESMERALDA.--¡Es posible! ¿Quién sois, pues?

CLAUDIO FROLLO.--Un hombre de quien os separa una tumba.

LA ESMERALDA.--¿Cuál es vuestro nombre?

CLAUDIO FROLLO.--¿Deseáis saberlo?

LA ESMERALDA.--Sí.

  (_Claudio Frollo se levanta la capucha._)

LA ESMERALDA.--¡El sacerdote! ¡Dios mío, él es! ¡Esa es su frente de
hielo, esos sus ojos, que brillan como carbunclos; es el mismo, el que
me persigue sin tregua noche y día, el que ha dado muerte á mi Febo, á
mi amor! ¡Monstruo, yo te maldigo en esta hora suprema! Pero ¿qué te he
hecho? ¿Cuál es tu propósito? ¿Qué quieres de mí, vil asesino? ¿Es que
me aborreces tanto que tratas de atraerme hasta el borde de la tumba?

CLAUDIO FROLLO.--¡Es que te amo!

¡Sí, te amo! Será infame mi amor, pero raya en locura; es mi alma y
mi sangre. Sí, mírame á tus pies; te juro que prefiero tu tumba al
paraíso. ¡Compadécete de mí!... ¡Yo muero y tú me maldices!

LA ESMERALDA.--¡Me ama! ¡Qué horror! ¡Y estoy en poder de este demonio!

CLAUDIO FROLLO.--En mí ya no vive más que mi pasión y mi dolor.

¡Horrible desdicha! ¿Por qué extremas tu rigor? ¡Cuánto te amo! ¡Qué
espantosa noche!

LA ESMERALDA.--¡Oh instante supremo! ¡Tiembla, corazón mío! Ese
miserable me ama. ¡Qué noche de horrores!

CLAUDIO FROLLO (_aparte_).--La siento estremecerse entre mis brazos.
¡Al fin ha llegado mi hora! Yo, que la he sepultado en las tinieblas,
la conduciré á la luz del sol; pero la muerte que de mí viene en pos no
la dejará sino para entregarla al amor.

LA ESMERALDA.--¡Dejadme por piedad! Muerto Febo, también yo debo
morir. Vuestro horrible amor me espanta, como al pájaro la mirada del
buitre.

CLAUDIO FROLLO.--No me rechaces; te amo y te conjuro á seguirme.
¡Piedad para mí, y para ti misma! ¡Huyamos! La ocasión es propicia.

LA ESMERALDA.--¡Vuestra proposición es una injuria!

CLAUDIO FROLLO.--¿Prefieres morir?

LA ESMERALDA.--Cuando el cuerpo muere, el alma queda libre.

CLAUDIO FROLLO.--¡Pero la muerte es horrible!

LA ESMERALDA.--¡Sellad el impuro labio! Comparada con vuestro amor, la
muerte es un bien.

CLAUDIO FROLLO.--¡Elige, elige entre la tumba ó mi amor!

  (_Claudio Frollo cae á los pies de la Esmeralda, y ésta le rechaza._)

LA ESMERALDA.--¡Calla, infame asesino! Tu amor es una ofensa; prefiero
la tumba. ¡Maldito seas entre los malditos!

CLAUDIO FROLLO.--¡Tiembla! El cadalso te espera. Tú no sabes que en
mi alma germinan proyectos de sangre y fuego, que Satanás aplaude
en sus antros infernales. Pero no, yo te adoro; dame tu mano, y aún
podrás vivir. ¡Oh noche de emociones y de remordimientos! ¡Para mí las
lágrimas, para ti la muerte! Dime que me amas, y para ti brillará una
nueva aurora. ¡Ah! puesto que en vano te imploro, puesto que tu odio no
se aplaca ¡adiós! ¡Tras el día de mañana vendrá para ti la eterna noche!

LA ESMERALDA.--¡Véte, yo te aborrezco, vil sacerdote! Todavía están
manchadas tus manos con la sangre de tu víctima. ¡Oh noche de lágrimas
y de angustias! Basta ya de llanto; quiero morir. Hasta en la prisión
te resistiré, y en ella te maldigo. ¡Véte! tu crimen será tu castigo.
Febo y yo nos reuniremos en el cielo, y tú bajarás á los negros abismos.

  (_Aparece un carcelero; Claudio Frollo le hace seña para que se lleve
  á la Esmeralda y sale._)


ESCENA II

El atrio de Nuestra Señora; se ve la fachada de la iglesia; óyese ruido
de campanas

CUASIMODO.--Amo todo cuanto hay aquí, excepto á mí mismo: el aire que
circula y refresca mi frente; la fiel golondrina que anida en los
carcomidos aleros, las capillas con sus cruces; las rosas que florecen,
todo, en fin, lo que sonríe, menos yo, porque soy contrahecho y feo,
aunque no tengo envidia de otros. Acepto la vida tal como es, pues sé
que las penas y alegrías, las noches oscuras ó el cielo azul, todo
puede conducirme á Dios. Mi cuerpo es feo, pero tengo el alma hermosa;
soy un buen acero guardado en tosca vaina.

¡Campanas grandes y pequeñas, tocad! Confundid vuestros penetrantes
tañidos con vuestros sordos murmullos; cantad en las torrecillas y
zumbad en las torres; que os oiga yo noche y día. Con vuestro auxilio
las fiestas serán espléndidas; voltead rápidamente, agitando los aires,
que al oiros la gente estúpida acudirá ansiosa, cruzando los puentes.
¡Tocad sin tregua día y noche, que sin ruido no hay fiesta completa!
(_Se vuelve hacia la fachada de la iglesia._) ¡Veo la capilla enlutada!
¡Ay! ¿será que van á traer aquí á algún desgraciado? ¡Cielos, qué
horrible presentimiento!... ¡No, no quiero creerlo! (_Entran Claudio
Frollo y Clopin, sin ver á Cuasimodo._) Es mi amo... observemos. ¡Qué
sombrío viene! (_Se oculta en un ángulo oscuro del pórtico._)--¡Oh,
Santa Virgen, tomad mi vida, pero salvad mi alma!


ESCENA III

CUASIMODO (oculto), CLAUDIO FROLLO, CLOPIN

CLAUDIO FROLLO.--¿Conque Febo está en Monforte?

CLOPIN.--Sí, señor, y vive.

CLAUDIO FROLLO.--¡Con tal que no venga por aquí!

CLOPIN.--¡Bah! no hay cuidado; está demasiado débil aún para emprender
tan larga jornada; si viniese, su muerte sería segura, pues á cada paso
que diera se le volvería á abrir la herida. Nada temáis por ahora.

CLAUDIO FROLLO.--¡Ah, téngala por lo menos hoy en mi poder, para que
por mí viva ó muera! ¡Infierno, sólo por este día te doy toda la
eternidad! (_Á Clopin._) Pronto van á traer aquí á la gitana. Acuérdate
de todo; tú has de estar en la plaza con los tuyos.

CLOPIN.--Muy bien.

CLAUDIO FROLLO.--Permanecerás oculto en la sombra, y si yo grito: «Á
mí,» acudirás al punto.

CLOPIN.--Entendido.

CLAUDIO FROLLO.--Es preciso que haya bastante gente.

CLOPIN.--Bueno. Conque si vos gritáis «Á mí»...

CLAUDIO FROLLO.--Eso es.

CLOPIN.--Corro hacia ella y la arrebato de manos de los soldados...

CLAUDIO FROLLO.--Precisamente.

CLOPIN.--Y os la entrego.

CLAUDIO FROLLO.--Sí. Tal vez conseguiré ablandar su corazón. Confúndete
entre el gentío, y si logro mi objeto acudirás con los tuyos apenas
haga la señal.

CLOPIN.--Está bien, señor.

CLAUDIO FROLLO.--Permaneced siempre reunidos.

CLOPIN.--Así se hará.

CLAUDIO FROLLO.--Llevad ocultas vuestras armas á fin de no excitar
sospechas.

CLOPIN.--Seréis obedecido.

CLAUDIO FROLLO.--Pero si esa mujer comete la locura de no escuchar
mi voz, llévesela el diablo. Mas no, creo que no será así, y cuento
contigo para que me ayudes á realizar mi última esperanza.

CLOPIN.--No temáis, contad conmigo, y no dudo que se conseguirá el
objeto.

  (_Salen ambos con precaución. El pueblo comienza á llenar la plaza._)


ESCENA IV

EL PUEBLO, CUASIMODO, después LA ESMERALDA y su acompañamiento, CLAUDIO
FROLLO, FEBO y CLOPIN. Sacerdotes, arqueros y ministros de justicia.

CLOPIN.--Acudamos todos á Nuestra Señora para ver á la joven que hoy ha
de morir, á la gitana que asesinó, según dicen, al capitán de arqueros
más gallardo de todo el reino. ¡Parece mentira que una mujer tan
hermosa sea tan cruel, y que su dulce mirada oculte un alma tan negra!
¡Es horrible!

¡Venid, corred todos á Nuestra Señora para ver á la joven que ha de
morir esta tarde!

  (_Aumenta la multitud, óyense rumores y comienza la fúnebre comitiva
  á desembocar en la plaza. Hileras de penitentes negros, estandartes
  de la Misericordia, hachas, arqueros, gente de justicia y guardias.
  Los soldados apartan la multitud y aparece Esmeralda en camisa, con
  una cuerda al cuello, descalza y cubierta con un largo crespón negro.
  Á su lado va un fraile con un crucifijo; detrás, los verdugos y la
  escolta. Cuasimodo, apoyado en el estribo del pórtico, observa con
  atención. En el momento en que la gitana llega ante la iglesia, óyese
  en el interior de ésta un canto solemne y lejano: las puertas están
  cerradas._)

CORO (_dentro de la iglesia_):

    _Omnes fluctus fluminis_
    _Transierunt super me_
    _In imo voraginis_
    _Ubi plorant animæ._

  (_El canto se acerca lentamente y resuena al fin junto á las puertas,
  que se abren de pronto, dejando ver el interior de la iglesia,
  ocupado por una larga procesión de sacerdotes, precedidos de
  estandarte. Claudio Frollo, con hábito sacerdotal, figura á la cabeza
  y se dirige hacia la gitana._)

EL PUEBLO.--¡Viva hoy; muerta mañana! ¡Dulce Jesús, recibidla en
vuestro seno!

LA ESMERALDA.--Mi Febo me llama á la morada eterna, donde Dios nos
cobijará bajo sus alas. ¡Bendito sea mi cruel destino, pues en medio de
tanta desdicha, mi corazón quebrantado abriga todavía una esperanza!
¡Voy á morir para la tierra, pero renaceré en el cielo!

CLAUDIO FROLLO.--¡Morir tan joven y hermosa! ¡Ay de mí! el sacerdote
impuro está más condenado que ella, porque mi suplicio será eterno.
¡Pobre niña infeliz, cogida entre mis garras, vas á morir para el
mundo; mas yo he muerto para el cielo!

EL PUEBLO.--¡Es una infiel! El cielo que á todos llama, no la abrirá
sus puertas, y su suplicio será eterno. La parca inexorable la estrecha
entre sus brazos; ha muerto ya para el mundo, y para el cielo también.

[Ilustración: CORO.--_¡Venid, corred todos á Nuestra Señora...!_]

  (_La procesión se aproxima; Claudio se acerca á la Esmeralda._)

LA ESMERALDA (_sobrecogida de terror_).--¡El sacerdote!

CLAUDIO FROLLO (_en voz baja_).--¡Sí, soy yo, que amo y te suplico! ¡Dí
una sola palabra, y aún podré salvarte! ¡Dime que me amas!

LA ESMERALDA.--¡Te aborrezco! ¡Véte!

CLAUDIO FROLLO.--¡Entonces muere! Ya iré á buscarte. (_Volviéndose
hacia la multitud._) ¡Pueblo, en este supremo instante entregamos esa
mujer al brazo secular! ¡Permita el cielo que hasta su pobre alma
llegue el soplo del Señor!

  (_En el momento en que los agentes de justicia ponen mano sobre la
  Esmeralda, Cuasimodo salta á la plaza, rechaza á los arqueros, coge á
  la joven en sus brazos y precipítase en la iglesia._)

CUASIMODO.--¡Asilo, asilo, asilo!

EL PUEBLO.--¡Asilo, asilo, asilo! ¡Albricias, albricias! ¡Viva el buen
compañero! La condenada es del Señor; derribemos el cadalso, que el
Eterno la acogerá en su altar, librándola de la tumba. ¡Atrás, verdugos
y arqueros! La ley no puede traspasar esa sagrada barrera. Todo cambia
en la casa del Señor, donde los ángeles protegen á la condenada.

CLAUDIO FROLLO (_imponiendo silencio con un ademán_).--No creáis que
está libre; es egipcia, y Nuestra Señora no puede salvar más que á una
cristiana. Aunque el altar abrazasen, los paganos no podrían obtener
gracia. (_Á los agentes de justicia._) En nombre de Monseñor, obispo de
París, os entrego á esa mujer impura.

CUASIMODO (_á los arqueros_).--¡Juro defenderla! ¡No os acerquéis!

CLAUDIO FROLLO (_á los arqueros_).--¡Vaciláis! Obedeced al punto;
arrancad del santo lugar á esa gitana.

  (_Los arqueros se adelantan. Cuasimodo se coloca entre ellos y la
  Esmeralda._)

CUASIMODO.--¡Jamás!

  (_Se oye el galope de un caballo, y una voz que grita_:)

--¡Deteneos!

  (_La multitud se aparta._) (_Febo aparece á caballo, pálido,
  anhelante, fatigado, como hombre que acaba de recorrer una larga
  distancia._)

--¡Deteneos!

LA ESMERALDA.--¡Febo!

CLAUDIO FROLLO (_aparte y aterrado_).--¡La trama se descubre!

FEBO (_apeándose del caballo_).--¡Dios sea loado, á tiempo llego y al
fin respiro! ¡Esa mujer es inocente; he aquí mi asesino!

  (_Señala á Claudio Frollo._)

TODOS.--¡Cielos, el sacerdote!

FEBO.--Ese es el único culpable, y lo probaré. ¡Que le prendan!

EL PUEBLO.--¡Oh sorpresa!

  (_Los arqueros rodean á Claudio Frollo._)

CLAUDIO FROLLO.--¡Ah! ¡Dios es omnipotente!

LA ESMERALDA.--¡Febo!

FEBO.--¡Esmeralda!

  (_Se abrazan._)

LA ESMERALDA.--¡Febo adorado, viviremos!

FEBO.--Tú vivirás.

LA ESMERALDA.--La felicidad nos sonríe.

EL PUEBLO.--¡Vivan los dos!

LA ESMERALDA.--¿Oyes esas alegres aclamaciones? Á tus pies recibe á la
humilde joven. ¡Cielos! palideces. ¿Qué tienes?

FEBO (_vacilando_).--¡Me muero! (_Le recibe en sus brazos; ansiedad en
la multitud._) Á cada paso que daba hacia ti, amada mía, abríase mi
herida, mal cerrada aún. Yo bajo á la tumba y te dejo á la luz del sol.
El destino te venga; voy á ver, pobre ángel mío, si el cielo me hace
olvidar tu amor. ¡Adiós!

  (_Espira._)

LA ESMERALDA.--Febo muere; ¡en un instante todo cambia! (_Cae sobre su
cuerpo._) ¡Yo te sigo á la tumba!

CLAUDIO FROLLO.--¡Fatalidad!

EL PUEBLO.--¡Fatalidad!

[Ilustración]



RUY BLAS

Drama en 5 actos, con un prólogo del autor



[Ilustración]

PRÓLOGO


Tres clases de espectadores componen lo que se ha convenido en llamar
público: primera, las mujeres; segunda, los pensadores; y tercera, la
multitud propiamente dicha. Lo que esta última pide casi exclusivamente
en la obra dramática es la acción; lo que las mujeres quieren ante
todo es la pasión; y lo que más en particular buscan los pensadores
son los caracteres. Si se estudian atentamente esas tres clases de
espectadores, he aquí lo que se observa: la muchedumbre se enamora de
tal modo de la acción, que á ser necesario prescinde de los caracteres
y de las pasiones[1]; las mujeres, á quienes interesa por otra parte la
acción, quedan tan absortas por el desarrollo de las pasiones, que se
preocupan poco de los caracteres; y en cuanto á los pensadores, tienen
tal afición á ver caracteres, es decir hombres vivos en la escena,
que acogiendo con gusto la pasión como incidente natural en la obra
dramática, paréceles casi importuna la acción. En esto consiste que la
multitud pida sobre todo en el teatro sensaciones; la mujer, emociones;
el pensador, ideas: todos quieren un placer; estos, el de los ojos;
aquellos, el del corazón; los otros el del espíritu. Á esto se debe que
haya en nuestra escena tres clases de obras muy diferentes: una vulgar
é inferior, y las otras dos ilustres y superiores; pero todas tres
satisfacen una necesidad: el melodrama es para la multitud; para las
mujeres, la tragedia, que analiza la pasión; y para los pensadores, la
comedia, que pinta la humanidad.

  [1] Es decir del estilo, pues si la acción puede expresarse en muchos
  casos por ella misma, las pasiones y los caracteres, con muy pocas
  excepciones, sólo se expresan por medio de la palabra; y la palabra
  fija y no vaga es en el teatro el estilo.

  Que el personaje hable como debe hablar, _sibi constet_, dice
  Horacio. En esto consiste todo.

Digamos de paso que no pretendemos establecer aquí nada de riguroso,
y rogaremos al lector que introduzca de por sí las restricciones que
nuestro pensamiento pueda concebir. Las generalidades admiten siempre
excepciones: sabemos muy bien que la multitud es una gran cosa, en la
cual se encuentra todo, así el instinto de lo bello como el gusto á lo
mediano, así el amor á lo ideal, como la afición á lo común; también
sabemos que todo pensador completo ha de ser mujer en los puntos
delicados del corazón; y no ignoramos que, gracias á esa ley misteriosa
que une los sexos, así espiritual como físicamente, muy á menudo se
halla en la mujer un pensador. Sentado esto, y después de rogar de
nuevo al lector que no dé un sentido demasiado absoluto á las pocas
palabras que nos resta decir, continuemos.

Para todo hombre que se fije con detención en las tres clases de
espectadores de que acabamos de hablar, es evidente que todos tienen
razón: las mujeres, al pretender que se las conmueva; los pensadores
por querer que se les ilustre; y la multitud porque está en su derecho
al exigir que se la divierta. De esta evidencia se deduce la ley del
drama. En efecto, más allá de esa barrera de fuego que se llama la
rampa del teatro, la escena, y que separa el mundo verdadero del mundo
ideal, el objeto del drama es crear y hacer vivir, en las condiciones
combinadas del arte y de la naturaleza, caracteres diversos, es decir
hombres; crear en estos pasiones que desarrollan los unos y modifican
los otros; y por último, del choque de estos caracteres y pasiones
con las grandes leyes providenciales, hacer que surja la vida humana,
es decir acontecimientos grandes y pequeños, dolorosos, grotescos
ó terribles, que ofrezcan al corazón ese placer llamado interés, y
al espíritu la lección moral. Según vemos, el drama participa de la
tragedia por la expresión de las pasiones, y de la comedia por la
pintura de los caracteres; el drama, que es la tercera y grandiosa
forma del arte, comprende, estrecha y fecunda las dos primeras.
Corneille y Molière existirían independientemente uno de otro, si entre
ellos no estuviese Shakespeare, dando á Corneille la mano izquierda y á
Molière la derecha. De este modo, las dos electricidades opuestas de la
comedia y la tragedia chocan, y la chispa que se produce es el drama.

Al explicar, como los entiende y los ha indicado ya varias veces, el
principio, la ley y el objeto del drama, el autor no se oculta la
exigüidad de sus fuerzas y la limitación de su espíritu. Define aquí,
y no se suponga otra cosa, no lo que ha hecho, sino lo que ha querido
hacer, señalando lo que para él fué su punto de partida, y nada más.

Con pocas líneas hemos de encabezar este libro, pues fáltanos el
espacio para hacer las aclaraciones necesarias; y por lo tanto
permítasenos pasar sin transición desde las ideas generales expuestas,
y que á nuestro juicio dominan el arte si mantienen todas las
condiciones del ideal, á varias ideas particulares que el drama _Ruy
Blas_ podría despertar en los espíritus reflexivos.

Ante todo, y no considerando la cuestión más que por uno de sus lados,
bajo el punto de vista de la filosofía de la historia, ¿cuál es el
sentido de este drama?--Expliquémonos.

En el momento en que una monarquía está próxima á hundirse, se
pueden observar varios fenómenos: por lo pronto, la nobleza tiende á
disolverse, y cuando se disuelve, he aquí cómo se divide:

El trono vacila, la dinastía se extingue, la ley cae por tierra; la
unidad política queda socavada por los embates de la intriga; lo
más elevado de la sociedad se bastardea y degenera; así exterior
como interiormente, siéntese un desfallecimiento mortal; los grandes
intereses del Estado se pierden, subsistiendo sólo los pequeños, triste
espectáculo público; ya no hay policía, ni ejército, ni hacienda; y
todos adivinan que se acerca el fin. De aquí resulta en todos los
ánimos el tedio de la víspera, la inquietud del mañana, la desconfianza
general, el desaliento y el profundo disgusto. Como la enfermedad del
Estado ataca la cabeza, la aristocracia es la primera víctima. ¿Qué
sucede entonces con ella? Una parte de los nobles, la menos honrada
y generosa, permanece en la corte: todo será devorado, el tiempo
apremia, es preciso apresurarse para enriquecerse y aprovechar las
circunstancias. Cada cual piensa sólo en sí, y sin compadecer al país
realiza una pequeña fortuna particular en un rincón del infortunio
público. Después de ser cortesano ó ministro es preciso darse prisa
para alcanzar la felicidad y el poderío; y el que tiene talento se
prostituye y triunfa. Las órdenes del Estado, las dignidades, los
empleos, el dinero, todo se toma, todo se quiere y todo se saquea;
no se vive más que para satisfacer la ambición y la codicia; y
ocúltanse bajo mucha gravedad exterior los secretos desórdenes que
pueden engendrar las flaquezas humanas. Y como este género de vida,
en el cieno de las vanidades y de los goces del orgullo, tiene por
primera condición el olvido de todos los sentimientos naturales, al
fin se acaba por ser feroz. Cuando llega el día de la desgracia, en el
cortesano caído desarróllase algo monstruoso, y el hombre se convierte
en demonio.

La situación desesperada del reino impulsa á la otra mitad de la
nobleza, la más digna y mejor nacida, á seguir otro camino. Vuelve á
sus casas, á sus palacios, á sus castillos ó señoríos; disgústanle
los asuntos públicos, porque nada puede hacer; y aproximándose el fin
del mundo, no sabe qué partido tomar. Mas ¿para qué contristarse? Es
preciso aturdirse, cerrar los ojos, vivir, beber, amar y gozar. ¿Quién
sabe si vivirán un año más? Dicho esto, ó sólo pensado, el noble
toma la cosa á lo vivo; multiplica su servidumbre, compra caballos,
enriquece á mujeres, organiza fiestas, costea orgías, despilfarra,
vende, compra, hipoteca, empeña, devora, entrégase á los usureros, é
incendia su fortuna por los cuatro costados. El día menos pensado le
ocurre una desgracia; y es que, por más que la monarquía se encamine á
su ruina rápidamente, el noble llega antes á ella. Todo ha concluído,
todo se ha quemado; de aquella vida tan bella y brillante, ni siquiera
queda el humo; sólo se hallan cenizas. Olvidado y abandonado de todos,
excepto de sus acreedores, el pobre hidalgo se convierte entonces en lo
único que puede ser, en aventurero, espadachín, y algo gitano; húndese
y desaparece en la multitud, enorme masa, negra y sin brillo, que
hasta entonces apenas había entrevisto de lejos á sus pies. En ella se
sumerge y se refugia; ya no tiene oro, pero le queda el sol, riqueza de
aquellos que nada poseen. Ha vivido al principio en las altas regiones
de la sociedad; ahora se refugia en las más bajas y acomódase en ellas,
burlándose de algún pariente ambicioso y rico; se hace filósofo, y
compara á los ladrones con los cortesanos. Por lo demás, es bueno,
valeroso, leal é inteligente, mezcla singular de poeta, de mendigo y
de príncipe; se ríe de todos, é induce á sus compañeros á apalear á
los corchetes, como lo hacían en otro tiempo sus lacayos; pero sin
tomar parte en el asunto. En su persona se mezclan, no sin gracia, la
impudencia del marqués con la desvergüenza del gitano; manchado por
fuera, consérvase limpio interiormente; y nada tiene del caballero más
que el honor, que conserva en salvo, el nombre que oculta, y la espada
dispuesta.

Si el doble cuadro que acabamos de trazar es el que se ofrece á la
vista en la historia de todas las monarquías en un momento dado, en
España es donde se produjo particularmente de una manera notable á
fines del siglo XVII. Si el autor hubiese podido realizar esta parte
de su pensamiento, lo cual está muy lejos de suponer, la primera mitad
de la nobleza española en aquella época y en el presente drama se
resumiría en D. Salustio, y la otra mitad en D. César, ambos primos,
como conviene.

Se entiende que aquí, como en todas partes, al trazar este bosquejo de
la nobleza española hacia 1695, nos reservamos, por supuesto, hacer
raras y respetables excepciones.--Sentado esto, prosigamos.

Continuando el examen de esa monarquía y de su época, por debajo
de la nobleza así distribuída, y que hasta cierto punto se podría
personificar en los dos hombres citados, vemos agitarse en la sombra
algo grande, sombrío y desconocido.

Es el pueblo, que tiene el porvenir por suyo, sin poseer el presente;
es el pueblo huérfano, pobre, dotado de inteligencia y vigor, y que
hallándose muy bajo aspira á elevarse á las alturas, llevando en la
espalda el sello de la esclavitud y en el corazón las premeditaciones
del genio; es el pueblo, lacayo de los grandes señores, y enamorado,
en medio de su miseria y abyección, de la única figura que en esa
sociedad carcomida representa á sus ojos, en divina radiación, la
autoridad, la caridad y la fecundidad. El pueblo sería Ruy Blas.

Ahora bien, sobre esos tres hombres que, así considerados, harían vivir
y andar á la vista de los espectadores tres hechos, y en ellos toda la
monarquía española del siglo XVII; sobre esos tres hombres, repetimos,
descuella una casta y hermosa joven, una mujer, una reina. Desgraciada
como mujer, porque, aunque casada, es como si no tuviese esposo;
infeliz como reina, porque para ella no existe el rey; inclinada á sus
inferiores por piedad real y por instinto; y mirando abajo mientras que
Ruy Blas, el pueblo, mira hacia arriba.

Á los ojos del autor, y sin perjuicio de lo que los personajes
accesorios puedan prestar á la verdad del conjunto, esas cuatro
cabezas, así agrupadas, resumirían los principales caracteres que
presentaba á la vista del filósofo historiador la monarquía española
hace ciento cuarenta años. Á estas cuatro figuras podría agregarse, al
parecer, una quinta, la del rey Carlos II; pero así en la historia como
en el drama, este soberano no es una figura, sino una sombra.

Apresurémonos ahora á decir que lo que se acaba de leer no es la
explicación de _Ruy Blas_, y sí solamente uno de sus aspectos: es la
impresión particular que podría dejar este drama, si valiese la pena
estudiarle, en el espíritu grave y concienzudo que lo examinara, por
ejemplo bajo el punto de vista de la filosofía de la historia.

Pero por poco que este drama valga, tiene, como todas las cosas de este
mundo, otros varios aspectos, y se podría considerar de muy distintas
maneras, porque nos es dado tomar diversos puntos de vista de una
idea, lo mismo que de una montaña; esto depende del sitio donde el
observador se coloca. Permítasenos, sólo para aclarar nuestra idea,
una comparación por demás ambiciosa: el Mont Blanc, visto desde la
Croix-de-Fléchères, no parece el mismo cuando se mira desde Sallenches;
y no obstante, siempre es el Mont Blanc.

Del mismo modo, y pasando de una cosa muy grande á otra pequeña, este
drama, cuyo sentido histórico acabamos de indicar, ofrecería un aspecto
muy distinto si se le considerase bajo un punto de vista mucho más
elevado aún, el punto puramente humano. Entonces, D. Salustio sería el
egoísmo absoluto, la inquietud sin reposo; D. César, su contrario, el
desinterés y la indiferencia; en Ruy Blas veríamos el genio y la pasión
comprimidos por la sociedad, lanzándose á tanta más altura cuanto mayor
es la compresión; y la reina, en fin, sería la virtud minada por el
tedio.

Bajo el punto de vista exclusivamente literario, el aspecto de este
pensamiento, titulado _Ruy Blas_, cambiaría de nuevo. Las tres formas
soberanas del arte podrían parecer personificadas y resumidas: D.
Salustio sería el drama, D. César la comedia, y Ruy Blas la tragedia:
el drama anuda la acción, la comedia le complica, y la tragedia le
corta.

Todos estos aspectos son verdaderos y exactos, pero ninguno de ellos
completo; la verdad absoluta no está sino en el conjunto de la obra. Si
cada cual encuentra lo que busca, el poeta habrá alcanzado su objeto,
aunque sin lisonjearse. El asunto filosófico de _Ruy Blas_ es el pueblo
aspirando á las regiones elevadas; el asunto humano es un hombre que
ama á una mujer; el asunto dramático es un lacayo que ama á una reina.
La multitud que todas las noches acude á ver esta obra, porque en
Francia la atención pública no deja nunca de fijarse en las tentativas
del ingenio, cualesquiera que sean, la multitud, repetimos, no ve en
_Ruy Blas_ más que este último asunto dramático, el lacayo; y tiene
razón.

Lo que acabamos de decir de _Ruy Blas_ nos parece evidente en las demás
obras. Las producciones respetables de los maestros tienen también la
notable particularidad de presentar al estudio más fases que las otras.
Tartufe hace reir á éstos y temblar á aquellos; Tartufe es la serpiente
doméstica, ó el hipócrita, ó la hipocresía; tan pronto es un hombre
como una idea. Otelo es para algunos un negro que ama á una blanca;
para otros un intruso que se enlaza con una patricia; para éstos, un
celoso; para aquellos, la personificación de los celos. Esta diversidad
de aspectos no altera en nada la unidad fundamental de la obra, pues ya
lo hemos dicho: hay mil ramas y un tronco único.

Si el autor de este libro ha insistido particularmente en la
significación histórica de _Ruy Blas_, es porque á su modo de ver, sólo
por el sentido histórico se relaciona esta producción con _Hernani_.
El hecho culminante de la nobleza manifiéstase en este drama, como
en _Ruy Blas_, junto al hecho culminante de la monarquía: sólo que
en _Hernani_, como la monarquía absoluta no está fundada todavía, la
nobleza lucha aún contra el rey, aquí con el orgullo, allá con el
acero, medio feudal y medio rebelde. En 1519, el noble vive lejos de
la corte, en la montaña, á manera de bandido, como Hernani, ó cual un
patriarca, como Ruy Gómez. Doscientos años más tarde todo ha cambiado:
los vasallos se han convertido en cortesanos; y si el noble comprende
la necesidad de ocultar su nombre, á causa de sus aventuras, no es para
escapar del rey, sino para sustraerse á sus acreedores; ya no se hace
bandido; conviértese en gitano. Harto se comprende que la monarquía
absoluta ha pasado durante largos años sobre esas nobles cabezas,
encorvando unas y aniquilando otras.

Y ahora, permítasenos la última observación: entre _Hernani_ y _Ruy
Blas_ transcurren dos siglos en España, dos grandes siglos, durante los
cuales ha sido dado á la descendencia de Carlos V dominar el mundo;
dos siglos que la Providencia, hecho notable, no quiso prolongar ni
una hora, pues aquel soberano nació en 1500 y Carlos II murió en
1700. En este último año, Luís XIV recogía la herencia de Carlos V,
como Napoleón, en 1800, la de Luís XIV. Esas grandes apariciones de
dinastías, que iluminan por momentos la historia, son para el autor
bello y melancólico espectáculo en el que con frecuencia fija sus
miradas, tratando á veces de llevar algo de ellas á sus obras. Por eso
ha querido iluminar á _Hernani_ con los rayos de la aurora, cubriendo á
_Ruy Blas_ con las tinieblas del crepúsculo. En _Hernani_ sale el sol
de la casa de Austria; en _Ruy Blas_ se pone.

  París, 25 de Noviembre de 1838.



RUY BLAS



PERSONAJES

  RUY BLAS.
  DON SALUSTIO DE BAZÁN.
  DON CÉSAR DE BAZÁN.
  DON GURITÁN.
  EL CONDE DE CAMPO-REAL.
  EL MARQUÉS DE SANTA CRUZ.
  EL MARQUÉS DEL BASTO.
  EL DUQUE DE ALBA.
  EL MARQUÉS DE PRIEGO.
  DON MANUEL ARIAS.
  MONTAZGO.
  DON ANTONIO UBILLA.
  COVADONGA.
  GUDIEL.
  UN LACAYO.
  UN ALCALDE.
  UN HUJIER.
  UN ALGUACIL.
  DOÑA MARÍA DE NEUBURGO, reina de España.
  LA DUQUESA DE ALBURQUERQUE.
  CASILDA.
  UNA DUEÑA.
  UN PAJE.
  DAMAS, CABALLEROS, CONSEJEROS, PAJES, DUEÑAS, ALGUACILES,
    GUARDIAS Y HUJIERES.


Madrid, 169...



[Ilustración]

ACTO PRIMERO

DON SALUSTIO

El salón de Danae en el palacio real de Madrid. Mobiliario magnífico,
al gusto semi-flamenco de la época de Felipe IV. Á la izquierda,
ventana grande con marco dorado y cristales pequeños; á cada lado una
puertecilla que comunica con alguna habitación interior; en el fondo,
galería de cristales con puerta grande; esta galería atraviesa todo el
teatro, y está oculta por inmensos cortinajes. Una mesa, un sillón y
recado de escribir.

Don Salustio entra por la puertecilla de la izquierda, seguido de Ruy
Blas y de Gudiel, que lleva una maleta y algunos paquetes, como si
fuera de viaje. D. Salustio viste traje de terciopelo negro al estilo
de la corte de Carlos II, ostentando en el cuello el Toisón de oro;
lleva ferreruelo muy rico, de terciopelo claro, bordado de oro y con
forro negro de seda; espada con empuñadura de cazoleta, y sombrero con
plumas blancas. Gudiel viste también de negro, y lleva espada. Ruy Blas
va de lacayo: calzón corto, jubón pardo, galones de oro y la cabeza
descubierta. Sin espada.


ESCENA I

DON SALUSTIO DE BAZÁN, GUDIEL y RUY BLAS

D. SALUSTIO.--Ruy Blas, cerrad la puerta y abrid esa ventana. (_Ruy
Blas obedece, y á una señal de D. Salustio sale por la puerta del
fondo, mientras éste se dirige á la ventana._) Aún duermen todos aquí,
pero ya despunta el alba. (_Se vuelve bruscamente hacia Gudiel._) ¡Ah,
ha sido un rayo!... Sí, mi reinado ha concluído, Gudiel... ¡Estoy
en desgracia; me han expulsado! ¡Ah, perderlo todo en un día! La
aventura es aún secreta; no hables de ello. ¡Y todo por amoríos con
una doncella, harto impropios á mi edad, convengo en ello! ¡Seducida!
¡Vaya una desgracia! Porque esa muchacha es camarista de la reina y
vino con ella de Neuburgo, reclama contra mí; presenta á su hijo en
la cámara real; se me ordena casarme, rehuso y me destierran. ¡Sí, me
destierran! ¡He aquí el desenlace al cabo de veinte años de incesante
trabajo día y noche, de veinte años de ambición, después de haber sido
alcalde de casa y corte, cuyo nombre no pronunciaba nadie sin temor, y
jefe de la casa de Bazán! ¡Mi crédito, mi poderío, todo cuanto soñaba,
cargos, empleos, honores, todo se hunde en medio de las carcajadas de
la multitud!

GUDIEL.--Nadie lo sabe aún, señor.

D. SALUSTIO.--No, pero lo sabrán mañana, aunque afortunadamente ya
estaremos en camino. No quiero caer; desapareceré. (_Se desabrocha
violentamente el jubón._) Siempre me oprimes como si fuese una dama, y
yo me ahogo, amigo mío. (_Se sienta._) ¡Oh! quiero abrir un subterráneo
profundo y lóbrego sin que nadie lo eche de ver. ¡Desterrado!

  (_Se levanta._)

GUDIEL.--¿De dónde viene el golpe, señor?

D. SALUSTIO.--De la Reina. ¡Oh! me vengaré, Gudiel. Tú que has sido mi
maestro, y que desde hace veinte años me ayudaste y serviste en las
cosas pasadas, bien sabes hasta dónde alcanzan mis proyectos en la
sombra, así como el hábil arquitecto conoce la profundidad del pozo
que socavó. Me marcho; quiero ir á Castilla, á mis dominios, y allí
meditaré mis planes. ¡Y todo esto por una muchacha! Ocúpate tú de los
preparativos del viaje, porque la cosa urge. Entre tanto, diré dos
palabras al individuo que ya sabes, aunque ignoro si me podrá servir.
Hasta la noche soy el amo aún, y te aseguro que me vengaré. No sé cómo,
pero ha de ser ruidosamente. Vamos, vé á ocuparte de los preparativos,
y despacha. Sobre todo, silencio. Tú marcharás conmigo. (_Gudiel saluda
y sale. D. Salustio llama._) ¡Ruy Blas!

  (_Ruy Blas se presenta en la puerta del fondo._)

RUY BLAS.--¿Señor?

D. SALUSTIO.--Como ya no he de dormir más en palacio, es preciso dejar
las llaves y cerrar los postigos.

RUY BLAS (_inclinándose_).--Está bien, señor.

D. SALUSTIO.--Escucha: la Reina pasará por la galería cuando se dirija
á su cámara después de oir misa, de aquí á dos horas. Es preciso que
estés allí, Ruy Blas.

RUY BLAS.--No faltaré, señor.

D. SALUSTIO (_en la ventana_).--¿Ves aquel hombre que pasa por la plaza
y enseña á la guardia un papel? Sin decir palabra hazle señas para que
suba por la escalera secreta. (_Ruy Blas obedece; D. Salustio sigue
mostrándole la puertecilla de la derecha._) Antes de marcharte, mira si
se hallan en esa estancia los agentes de policía, y si están despiertos
los tres alguaciles de servicio.

RUY BLAS (_se dirige á la puerta, la entreabre y vuelve_).--Duermen,
señor.

D. SALUSTIO.--Habla en voz baja. Te necesitaré; no te alejes mucho, y
entre tanto vigila para que no nos molesten los importunos.

  (_Entra D. César de Bazán: lleva el sombrero abollado, capa
  andrajosa, que no deja ver de su traje sino las medias desarregladas
  y los zapatos rotos, y espada de matón. En el momento de entrar, D.
  César y Ruy Blas se miran y hacen á la vez un ademán de sorpresa._)

D. SALUSTIO (_aparte y observándolos_).--¡Se han mirado! ¿Si se
conocerán?

  (_Ruy Blas sale._)


ESCENA II

D. SALUSTIO, D. CÉSAR

D. SALUSTIO.--¡Hola! ¿Ya estáis aquí, bandido?

D. CÉSAR.--Sí, primo; heme aquí.

D. SALUSTIO.--¡Fortuna es ver á semejante truhán!

D. CÉSAR (_saludando_).--Me complace...

D. SALUSTIO.--Caballero, conocemos vuestras trapisondas.

D. CÉSAR (_con aire risueño_).--¿Y os agradan?

D. SALUSTIO.--Sí, son muy meritorias. La otra noche, la víspera de
Pascua, robaron á D. Carlos de Mira; quitáronle su acero, de vaina
cincelada, y el coleto; pero como es caballero de Santiago, los
ladrones le dejaron la capa.

D. CÉSAR.--¡Santo cielo! ¿Y por qué?

D. SALUSTIO.--Porque lleva bordada en ella la cruz roja. Pero ¿qué os
parece la algarada?

D. CÉSAR.--¡Ah diablo! Digo que vivimos en un tiempo temible. ¿Qué será
de nosotros, Dios mío, si los ladrones se atreven con Santiago y hacen
con él de las suyas?

D. SALUSTIO.--¡Entre ellos estabais!

D. CÉSAR.--¡Pues bien, sí! Con ellos estaba, ya que es preciso hablar;
pero yo no toqué á vuestro don Carlos, y sólo dí algunos consejos.

D. SALUSTIO.--Aún hay más. Anoche, en la plaza Mayor, varios hombres de
mala traza que salían de un lupanar espantoso, atacaron de improviso á
la ronda. También estabais con ellos.

D. CÉSAR.--Primo mío, siempre tuve á menos atacar á los corchetes.
Cierto que estaba allí; pero mientras se distribuían las estocadas, yo
componía versos debajo de los arcos. Á decir verdad, se zurraron de lo
lindo.

D. SALUSTIO.--No es eso todo.

D. CÉSAR.--¿Qué más hay?

D. SALUSTIO.--Entre otros actos, se os acusa de haber abierto en
Francia, sin llave, con ayuda de vuestros compañeros, las cajas reales.

D. CÉSAR.--No digo que no. Francia es país enemigo.

D. SALUSTIO.--En Flandes encontrasteis á un tal Pablo Barthelemy, que
llegaba de Mons con el producto de los diezmos del clero, y sin reparo
alguno osasteis apoderaros de los fondos que conducía.

D. CÉSAR.--¿En Flandes? Puede ser muy bien, porque he viajado mucho.
¿Es eso todo?

D. SALUSTIO.--Don César, al rostro me sube el rubor de la vergüenza
cuando en vos pienso.

D. CÉSAR.--Bueno, dejadle que suba.

D. SALUSTIO.--Nuestra familia...

D. CÉSAR.--No hablemos de ella, porque en Madrid sólo vos conocéis mi
nombre.

D. SALUSTIO.--Una marquesa me decía hace poco, al salir de la iglesia:
«¿Quién es ese bandido que va por allí, mirando á todas partes con aire
arrogante, apoyada la mano en la cadera y el ojo avizor? ¿Quién es ese
hombre, más andrajoso que Job y más altivo que Braganza, que lleva
deshilachados los puños, la capa hecha girones, y en vez de la espada
de caballero una tizona de espadachín?»

D. CÉSAR (_dirigiendo una ojeada sobre su traje_).--Contestaríais que
era el buen Zafari.

D. SALUSTIO.--No; me sonrojé de vergüenza.

D. CÉSAR.--Pues la dama sonrió. Á mí me gusta mucho hacer reir á las
mujeres.

D. SALUSTIO.--No os acompañáis más que con infames espadachines.

D. CÉSAR.--¡Clérigos y estudiantes, humildes como corderos!

D. SALUSTIO.--Por todas partes se os ve con mujerzuelas.

D. CÉSAR.--¡Oh! son las diosas del amor, á las cuales rindo culto, y á
quienes compongo sonetos por la noche.

D. SALUSTIO.--En fin, ese Matalobos, ese ladrón que está asolando á
Madrid á pesar de nuestra policía, es también amigo vuestro.

D. CÉSAR.--Razonemos, si os place. Sin ese hombre, yo estaría desnudo,
lo cual no sería decente, primo mío. Una noche del mes de Diciembre,
viéndome en la calle casi sin ropa, se conmovió.--Al duque de Alba, ese
fatuo perfumado, le robaron, hace un mes, su hermoso jubón de seda...

D. SALUSTIO.--¿Y qué más?

D. CÉSAR.--Ahora le llevo yo; Matalobos tuvo á bien dármele.

D. SALUSTIO.--¡El jubón del duque! ¿Y no os avergonzáis?...

D. CÉSAR.--Nunca me avergonzaré de llevar tan buen jubón, ricamente
bordado, que me abriga en invierno y me hermosea en verano. Miradle,
está nuevo. (_Entreabre su capa y muestra un magnífico justillo de
seda de color de rosa bordado de oro._) He hallado en esta prenda un
centenar de billetes amorosos dirigidos al duque. Siempre pobre, y con
frecuencia enamorado, si en alguna calle entreveo una cocina, de la
cual se exhalan aromas suculentos, siéntome cerca, leo las cartitas del
duque, y así engaño á la vez el estómago y el amor.

D. SALUSTIO.--¡Don César!...

D. CÉSAR.--Primo mío, dejaos de reprensiones. Ciertamente soy un gran
señor, y deudo vuestro; me llamo don César, conde de Garofa; pero
véome reducido á la miseria. Yo era rico; tenía palacios, posesiones y
rentas; mas antes de cumplir los veinte años, todo me lo había comido,
y de mis cuantiosos bienes, verdaderos ó falsos, sólo me quedaba una
legión de acreedores que me acosaban sin cesar. No tenía más remedio
que huir y cambiar de nombre; y ahora no soy más que un alegre
compañero, llamado Zafari, á quien nadie puede comprometer excepto
vos. Vos no me dais un cuarto, ni tampoco os lo pido. Por la noche
duermo sobre la dura piedra, á la puerta de un palacio, teniendo por
techo la celeste bóveda; y así soy feliz, pues todo el mundo me cree en
la India, ó tal vez muerto. En la fuente más próxima apago la sed, y
después me paseo con aire arrogante. Mi palacio, donde en otro tiempo
voló mi dinero, pertenece ahora al nuncio Espínola; pero no importa.
Cuando por casualidad llego hasta allí, doy consejos á los operarios
del dueño, que se ocupan en esculpir un Baco sobre la puerta. Ahora ya
lo sabéis todo. Prestadme diez escudos.

D. SALUSTIO.--Escuchadme...

D. CÉSAR (_cruzándose de brazos_).--Veamos ahora vuestro estilo.

D. SALUSTIO.--Os he hecho venir para seros útil, César. Yo, poderoso
y sin hijos, veo con sentimiento que os arrastran al abismo, y quiero
libraros de él. Aunque indiferente á todo, sois desgraciado, y por lo
mismo me propongo pagar vuestras deudas, devolveros vuestros palacios,
introduciros en la corte para que volváis á ser un caballero, embeleso
de las damas. Desaparezca para siempre Zafari, y sustitúyale don César.
Quiero que de mi caja toméis cuanto os conviniere, sin temor, á manos
llenas, sin ocuparos del porvenir. Cuando se tienen parientes, preciso
es sostenerlos, César, y mostrarnos compasivos con nuestros deudos...

  (_Mientras que D. Salustio habla, el rostro de D. César expresa
  cada vez mayor asombro, alegría y confianza, y al fin no puede
  reprimirse._)

D. CÉSAR.--Siempre habéis tenido un talento endiablado, y á fe mía que
sois muy elocuente. Continuad.

D. SALUSTIO.--César, no os impongo sino una condición... Voy á
explicarme. Por lo pronto tomad mi bolsa.

D. CÉSAR (_cogiendo la bolsa que está llena de oro_).--¡Ah! Esto es
magnífico.

D. SALUSTIO.--Y además voy á daros quinientos ducados.

D. CÉSAR (_deslumbrado_).--¡Marqués...!

D. SALUSTIO.--Desde hoy...

D. CÉSAR.--¡Pardiez! soy del todo vuestro en cuanto á las condiciones.
Mandad; mi espada está á vuestra disposición, y soy vuestro esclavo.
Si os place, hasta iré á cruzar el acero con Lucifer, rey de los
infiernos.

D. SALUSTIO.--No, no acepto vuestra espada; tengo mis razones para ello.

D. CÉSAR.--¿Qué deseáis entonces? Apenas tengo nada más que ofrecer.

D. SALUSTIO (_acercándose á él y bajando la voz_).--Vos conocéis, y en
esta ocasión es muy conveniente, á todos los perdidos de Madrid.

D. CÉSAR.--Me lisonjeáis, primo mío.

D. SALUSTIO.--Siempre os acompaña toda una cuadrilla, y en caso
necesario os sería fácil promover un motín. Todo esto podría servirnos.

D. CÉSAR (_soltando la carcajada_).--Á fe mía que estáis haciendo
un drama. ¿Qué parte me confiaréis en la obra? ¿Será el poema ó la
sinfonía? De todos modos mandad; pero mi fuerte es el sainete.

D. SALUSTIO.--Hablo á D. César, y no á Zafari. (_Bajando la voz cada
vez más._) Escucha. Necesito alguien que trabaje á mi lado en la
sombra, á fin de preparar un gran acontecimiento. Yo no soy perverso,
pero hay ocasiones en que el más delicado, desvergonzándose al fin,
ha de hacer cosas feas. Tú serás rico; para ello sólo te impongo por
condición que me ayudes en silencio á tender un lazo, una red oculta,
como hacen los cazadores por la noche; pero no para coger una avecilla.
Es preciso que por un plan bien combinado y terrible me sea dado
vengarme. Pienso que no serás escrupuloso...

D. CÉSAR.--¿Vengaros?

D. SALUSTIO.--Sí.

D. CÉSAR.--¿De quién?

D. SALUSTIO.--De una mujer.

D. CÉSAR (_irguiéndose y mirando á D. Salustio con altivez_).--¡Alto
ahí! no me digáis una palabra más. En este punto, voy á deciros, primo
mío, cuál es mi modo de pensar. Todo aquel que vil y traidoramente
se venga de una mujer débil cuando tiene derecho á llevar espada y
que nacido caballero, obra como alguacil, ese, aunque fuese el rey de
Castilla, aunque ciñera cien coronas, aunque se titulase conde y duque
ó marqués, y descendiera de la más noble familia, no será para mí más
que un vil y cobarde, á quien quisiera ver colgado de una horca en
castigo de su felonía.

D. SALUSTIO.--¡César!...

D. CÉSAR.--No añadáis una palabra; me ultrajáis. (_Arroja la bolsa á
los pies de D. Salustio._) Guardad vuestro secreto, y con él vuestro
dinero. ¡Ah! Comprendo la matanza, el robo y el saqueo; comprendo que
en noche oscura se asalte, hacha en mano, algún castillo, y que con
cien bandoleros se mate sin compasión; entonces todos hieren y gritan,
cual verdaderos bandidos; ojo por ojo, diente por diente, hombres
contra hombres. Comprendo todo esto; pero que se atraiga suavemente á
una mujer para aniquilarla, tendiendo á sus pies odioso lazo, á fin de
abusar tal vez de su honor; apoderarse de una pobre avecilla que canta
alegre, valiéndose de un medio infame... ¡Oh! ¡antes que llegar á esta
deshonra, antes que ser rico y poderoso á semejante precio, preferiría,
y aquí lo digo ante Dios, que ve mi alma, que un perro corroyese mi
cráneo clavado en la picota!

D. SALUSTIO.--Primo...

D. CÉSAR.--De vuestros beneficios no necesito disfrutar mientras
que halle agua en las fuentes, espacio libre en los campos, y en la
ciudad un ladrón que me vista en invierno. Á fe mía que olvidaré la
prosperidad pasada mientras pueda dormir tranquilo á la puerta de
vuestros soberbios palacios, sin temor de que me despierten. Adiós,
pues; Dios sabe cuál de los dos es el mejor. Con vuestros cortesanos
quedad, don Salustio, mientras yo vuelvo con mi canalla, con los lobos,
no con las serpientes.

D. SALUSTIO.--Un momento...

D. CÉSAR.--¡Vamos! abreviemos la entrevista; si tratáis de prenderme,
ordenadlo de una vez.

D. SALUSTIO.--Muy bien; creía, César, que estabais más endurecido; la
prueba ha sido buena, y favorable para vos. Estoy contento; venga esa
mano, os lo ruego.

D. CÉSAR.--¡Cómo!

D. SALUSTIO.--Todo esto no pasa de una broma. Cuanto he dicho ha sido
para probaros, y nada más.

D. CÉSAR.--Me hacéis soñar despierto. La mujer, esa trama, esa
venganza...

D. SALUSTIO.--¡Pura invención, sueños y quimeras!

D. CÉSAR.--¡Perfectamente! ¿Y el ofrecimiento de pagar mis deudas es
quimera también? ¿Es un sueño lo de los quinientos ducados?

D. SALUSTIO.--Voy á buscarlos ahora mismo.

  (_Se dirige á la puerta del fondo, y hace seña á Ruy Blas para que se
  quede._)

D. CÉSAR (_aparte, en el proscenio, y mirando á D. Salustio de
reojo_).--¡Hum! cara de traidor; cuando la boca dice sí, la mirada
parece decir: _veremos_.

D. SALUSTIO (_á Ruy Blas_).--Permaneced aquí, Ruy Blas. (_Á D. César._)
Vuelvo al punto.

  (_Sale por la puertecilla de la izquierda, y apenas desaparece, D.
  César y Ruy Blas corren el uno hacia el otro._)


ESCENA III

D. CÉSAR, RUY BLAS

D. CÉSAR.--Á fe mía que no me engañaba. ¡Tú aquí, Ruy Blas!

RUY BLAS.--¿Eres tú, Zafari? ¿Qué haces en este palacio?

D. CÉSAR.--Paso y me voy; así como al ave, agrádame el espacio. ¿Pero y
tú, qué significa esa librea, ese disfraz?

RUY BLAS (_con amargura_).--Más disfrazado estoy de otro modo.

D. CÉSAR.--¿Qué dices?

RUY BLAS.--Déjame estrecharte la mano como en aquel tiempo feliz de
libertad y de miseria en que vivía sin hogar, hambriento de día y
yerto de frío por la noche; pero independiente; aquel tiempo en que
me conociste, y en que yo era hombre aún. Ambos hijos del pueblo,
nos parecíamos tanto que nos tomaban por hermanos; cantábamos al
despuntar la aurora, y llegada la noche dormíamos uno junto á otro
bajo el estrellado cielo, compartiendo siempre lo que teníamos. Por
fin llegó la triste hora de nuestra separación; y al cabo de cuatro
años te encuentro otra vez, siempre el mismo, alegre como un muchacho,
libre como el gitano; siempre eres ese Zafari, rico en su pobreza, que
nada tuvo jamás, ni deseó cosa alguna. Pero yo ¡cuánto he cambiado,
hermano! Huérfano, alimentado de ciencia y orgullo en un colegio, en
vez de destinarme á simple obrero, hicieron de mí un soñador. Tú ya
sabes hasta qué punto llegaban mis aspiraciones de poeta, cuando te
burlabas de mis versos insensatos. Tenía yo no sé qué ambición en el
alma. ¿Para qué trabajar? Dirigíame hacia un objeto invisible; creíalo
todo verdadero, todo posible, y de la suerte lo esperaba todo. Por
otra parte, soy de aquellos que pasan sus días pensativos y ociosos,
contemplando algún palacio donde rebosan las riquezas, para ver entrar
y salir á las elegantes damas. Así me sucedió un día en que, hambriento
y moribundo, recogí el pan donde le encontré, en medio del ocio y la
ignominia. ¡Oh! cuando yo tenía veinte años confiaba en mi genio,
mientras me perdía, recorriendo descalzo los caminos y entregado á mis
meditaciones sobre la suerte de los humanos. Había trazado planes
sobre todo, una verdadera montaña de proyectos; condolíame la desgracia
de España, y, pobre de espíritu, pensé que el mundo necesitaba de mí.
Ya ves el resultado, amigo mío: ¡un lacayo!

D. CÉSAR.--Sí, ya lo sé; el hambre es puerta muy baja, y cuando se ha
de pasar por ella, el más grande es aquel que más se encorva; pero la
suerte tiene su flujo y reflujo. Espera.

RUY BLAS.--El marqués de Finlas es mi amo.

D. CÉSAR.--Ya le conozco. ¿Y vives en este palacio?

RUY BLAS.--No, esta mañana pisé el umbral por primera vez.

D. CÉSAR.--¿De veras? Tu amo, no obstante, debe habitar aquí á causa
del cargo que desempeña.

RUY BLAS.--Sí, porque la corte le necesita á cada momento; pero tiene
una casa desconocida, donde tal vez no ha entrado nunca en pleno día,
aunque sólo dista cien pasos del palacio; es modesta y misteriosa, y
en ella vivo yo. Por la puerta secreta, cuya llave sólo tiene mi amo,
el marqués entra á veces por la noche seguido de hombres enmascarados
que hablan en voz baja y se encierran, sin que nadie sepa lo que allí
sucede luego. Por compañeros tengo dos negros mudos que, ignorando mi
nombre, tal vez me toman por su amo.

D. CÉSAR.--Sí; allí recibe sin duda á sus espías, allí es donde tiende
sus emboscadas. Es un hombre profundo y poderoso.

RUY BLAS.--Ayer me dijo: «Es preciso que mañana estés en palacio antes
de rayar la aurora: entrarás por la verja dorada.» Al llegar me mandó
ponerme esta librea, que hoy llevo por primera vez.

D. CÉSAR (_estrechándole la mano_).--Espera.

RUY BLAS.--¡Esperar! Tú no sabes aún lo que es para mí llevar este
traje que mancha y deshonra. Haber perdido la alegría y el orgullo no
es nada, y tampoco importa ser vil y esclavo. Escucha, hermano mío; no
siento yo usar esta librea que me infama, porque en el pecho tengo una
hidra cuyos dientes de fuego me oprimen el corazón en sus ardientes
repliegues. El exterior te atemoriza. ¡Qué dirías si vieses el interior!

D. CÉSAR.--¿Qué quieres decir?

RUY BLAS.--Inventa, imagina, busca en tu espíritu, supón algo extraño,
insensato, inaudito y horrible, una fatalidad que deslumbre; sí,
prepara un veneno espantoso, abre un abismo más sordo que la locura,
más negro que el crimen; y cuando hayas hecho todo lo que digo, aún no
te acercarás á mi secreto. ¿No lo adivinas? ¡Cómo has de adivinarlo!
Sondea con la mirada el precipicio á donde el destino me arrastra...
Amo á la Reina.

D. CÉSAR.--¡Cielos!

RUY BLAS.--Bajo un dosel ornado con el globo imperial hay un hombre,
unas veces en Aranjuez, y otras en el Escorial, á quien apenas se ve y
á quien no se nombra sin terror; un hombre para quien, cual si fuese
Dios, todos somos iguales; al que se mira temblando y se sirve de
rodillas; que puede hacer caer nuestras cabezas á una simple señal; un
hombre cuyos caprichos son un acontecimiento; que vive solo y soberbio,
encerrado gravemente en una majestad terrible y profunda, y cuyo
poderío se extiende por la mitad del mundo. ¡Pues bien, yo, el lacayo
de ese hombre, de ese rey, estoy celoso!

D. CÉSAR.--¡Celoso del rey!

RUY BLAS.--¡Sí, del rey, puesto que amo á su esposa!

D. CÉSAR.--¡Desgraciado!

RUY BLAS.--Escucha. Todos los días la espero al paso, y estoy como
loco. ¡Oh! la vida de esa mujer es un tejido de enojos; todas las
noches pienso en ello. ¡Vivir en esta corte de odios y mentiras, casada
con un rey que pasa el tiempo cazando! ¡Imbécil! Viejo ya á los treinta
años, ni es hombre ni es rey.--Familia que se extingue: el padre era
débil hasta el punto de no poder sostener en la mano un pergamino. ¡Oh!
tan bella y tan joven, y haber dado su mano á ese rey Carlos II. ¡Qué
lástima! No sé cómo esta locura amorosa ha penetrado en mi corazón;
pero juzga tú. La reina ama una flor azul de Alemania; aquí no la hay,
y todos los días ando una legua para coger algunas; con las más bonitas
formo un ramo, y á media noche me introduzco en los jardines reales
como un ladrón y deposito mi ofrenda en el banco donde la soberana
suele sentarse. Anoche mismo me atreví, compadécete, hermano, á colocar
un billete entre las flores. Para llegar hasta ese banco es preciso
franquear el muro, y en su parte superior me hieren las puntas de
hierro que se suelen poner en las cercas. Algún día me dejaré allí el
corazón y las entrañas. Ignoro si encuentra mis flores y mi carta; pero
con todo esto, ya ves que soy un insensato.

D. CÉSAR.--¡Diablo! tu aventura no deja de ser peligrosa. Ten cuidado,
porque el conde de Oñate, que la ama también, la vigila, en calidad de
mayordomo y de enamorado. Podría suceder que una noche, algún guarda
poco dormilón, te clavase la partesana antes de marchitarse tu ramo.
¡Vaya una ocurrencia, amar á la reina! ¿Cómo diablos has podido llegar
á este caso?

RUY BLAS (_con arrebato_).--¿Lo sé yo por ventura? ¡Oh! daría mi alma
al demonio por ser sólo durante una hora uno de esos jóvenes señores
que desde la ventana veo en este instante, y que cual viva afrenta para
mí, entran luciendo la pluma en el sombrero y altiva la frente. Sí, me
condenaría sólo para que me fuese dado arrojar esta librea y poder
acercarme á la reina, como ellos, con un traje semejante al suyo. Pero,
¡oh rabia, estar junto á ella y no ser á sus ojos más que un lacayo!
¡Tened compasión de mí, Dios mío! (_Acercándose á D. César._) Ahora
recuerdo que me preguntabas por qué la amo así y desde cuándo... Cierto
día... pero ¿á qué recordarlo? Es verdad; siempre te conocí esa manía
de preguntar ¿por qué? ¿cómo? ¿cuándo? Pero la sangre me hierve en las
venas, y sólo podría decirte que la amo locamente.

D. CÉSAR.--Cálmate.

RUY BLAS (_cayendo desfallecido y pálido en un sillón_).--Sufro mucho,
hermano; dispénsame, ó más bien huye de este pobre loco, que con
espanto siente bajo su librea de lacayo las pasiones de un rey.

D. CÉSAR (_poniéndole la mano sobre el hombro_).--¡Yo huir de ti; yo
que no he sufrido porque nunca amé á nadie; yo, pobre cascabel que ya
no suena, pobre mendigo del amor, á quien de vez en cuando arroja una
limosna el destino; yo, que nada siento ya en el corazón, pareciéndome
que el alma se ha retirado de mi cuerpo! ¿Por qué había de huir? Por
ese amor que en tus ojos rebosa te envidio, y á la vez te compadezco,
Ruy Blas.

  (_Momento de pausa: con las manos cogidas, los dos se miran con
  expresión amistosa y de tristeza.--Entra D. Salustio y adelántase con
  paso lento, fijando una mirada profunda en D. César y Ruy Blas, que
  no le ven. En una mano lleva un sombrero y una espada, que al entrar
  deposita en un sofá, y en la otra una bolsa, que pone sobre la mesa._)

D. SALUSTIO (_á D. César_).--He aquí el dinero.

  (_Al oir la voz de D. Salustio, Ruy Blas se levanta como
  sobresaltado, y permanece en pie, con la vista baja, en actitud
  respetuosa._)

D. CÉSAR (_aparte, mirando á D. Salustio de reojo_).--El diablo me
lleve si ese tunante no escuchaba á la puerta. ¡Bah! al fin y al cabo,
poco importa. (_Á D. Salustio en voz alta._) Muchas gracias, primo.

  (_Abre la bolsa, esparce el contenido en la mesa y revuelve con
  alegría los ducados, colocándolos en pilas sobre el tapete de
  terciopelo. Mientras los cuenta, D. Salustio se dirige al fondo del
  teatro, volviendo la cabeza para ver si llama la atención de D.
  César; abre la puertecilla de la derecha y á una señal salen tres
  alguaciles armados con espadas y vestidos de negro. D. Salustio les
  muestra misteriosamente á D. César. Ruy Blas permanece inmóvil, de
  pie cerca de la mesa, sin ver ni oir nada._)

D. SALUSTIO (_en voz baja á los alguaciles_).--Cuando salga de
aquí ese hombre que cuenta el dinero, seguidle y apoderaos de él
silenciosamente, sin violencia. Después le conduciréis á Denia, y una
vez allí, embarcadle. (_Les entrega un pergamino sellado._) He aquí la
orden escrita de mi puño y letra. Sin prestar oído á sus quejas, le
venderéis, una vez en el mar, á los corsarios argelinos. Mil piastras
para vosotros si llenáis vuestro cometido pronto y bien.

  (_Los tres alguaciles se inclinan y salen._)

D. CÉSAR (_acabando de arreglar los ducados_).--Nada es tan agradable y
divertido como hacer pilas de monedas cuando son nuestras. (_Hace dos
partes iguales y se vuelve á Ruy Blas._) Hermano, he aquí tu parte.

RUY BLAS.--¡Cómo!

D. CÉSAR (_mostrándole una de las dos pilas de oro_).--¡Tómala, vente y
sé libre!

D. SALUSTIO (_que los observa en el fondo_).--¡Diablo!

RUY BLAS (_moviendo la cabeza en señal de negativa_).--No; el corazón
es lo que quisiera tener libre; mi suerte está echada, y debo
permanecer aquí.

D. CÉSAR.--Bien, obra como te plazca. Sólo Dios sabe si tú eres el loco
y yo el sabio.

  (_Recoge el dinero, lo echa en la bolsa y se la guarda._)

D. SALUSTIO (_en el fondo del teatro, aparte, y observando
siempre_).--Poco más ó menos el mismo rostro y el mismo aire.

D. CÉSAR (_á Ruy Blas_).--¡Adiós!

RUY BLAS.--Toca estos cinco.

  (_Se estrechan la mano. D. César sale sin ver á D. Salustio, que
  permanece retirado._)


ESCENA IV

RUY BLAS, D. SALUSTIO

D. SALUSTIO.--¡Ruy Blas!

RUY BLAS (_volviéndose vivamente_).--¿Señor?

D. SALUSTIO.--¿Era ya de día esta mañana cuando llegasteis?

RUY BLAS.--Aún no, señor; dí el pase al portero, y he subido.

D. SALUSTIO.--¿Llevabais capa?

RUY BLAS.--Sí, señor.

D. SALUSTIO.--En ese caso, nadie os habrá visto aún esa librea en
palacio.

RUY BLAS.--Ni tampoco en Madrid.

D. SALUSTIO (_señalando con el dedo la puerta por donde ha salido D.
César_).--Está muy bien. Id á cerrar la puerta y quitaos ese traje.
(_Ruy Blas se despoja de su librea y arrójala en un sillón._) Me parece
que tenéis muy buen carácter de letra. Escribid. (_Hace seña á Ruy Blas
para que se siente á la mesa, donde hay plumas y tinteros. Ruy Blas
obedece._) Hoy vais á servirme de secretario. Nada os ocultaré. Por
lo pronto un billete de amor para la reina de mi corazón, para doña
Elvira, esa sirena que debe haber caído del paraíso. Voy á dictaros.
«Un peligro terrible me amenaza en este momento; sólo mi reina puede
conjurar la tempestad, viniendo á buscarme esta noche á casa. De lo
contrario estoy perdido. Pongo á vuestras plantas mi vida y mi corazón
y os beso los pies.» (_Riendo._) ¡Un peligro! El recurso es hábil para
atraerla á mi casa. ¡Oh! yo soy experto. Á las mujeres les agrada
mucho salvar á quien las pierde.--Añadid: «Por la puerta que hay en lo
último de la Alameda podréis entrar sin ser reconocida; una persona de
confianza os abrirá.» Perfectamente. ¡Ah! firmad.

D. SALUSTIO.--¿Vuestro nombre?

D. SALUSTIO.--No. Firmad _César_; es mi nombre de guerra.

RUY BLAS (_después de haber obedecido_).--La dama no reconocerá la
escritura.

D. SALUSTIO.--¡Bah! el sello basta; con frecuencia lo hago de este
modo. Ruy Blas, yo parto esta noche y os dejo aquí. Tengo proyectos
muy favorables respecto á vos; vais á cambiar de situación, pero
es necesario que me obedezcáis en todo. Como vos sois un servidor
discreto, fiel y reservado...

RUY BLAS (_inclinándose_).--Señor...

D. SALUSTIO (_continuando_).--Quiero mejorar vuestra suerte.

RUY BLAS (_mostrando el billete que acaba de escribir_).--¿Á dónde se
ha de dirigir esa carta?

D. SALUSTIO.--Yo me encargo de ello. (_Acercándose á Ruy Blas con aire
significativo._) Quiero haceros feliz. (_Síguese una pausa. D. Salustio
hace seña á Ruy Blas para que vuelva á sentarse á la mesa._) Escribid:
«Yo, Ruy Blas, lacayo de su excelencia el marqués de Finlas, me obligo
á servirle como fiel criado en toda ocasión secreta ó pública.» (_Ruy
Blas obedece._) Firmad con vuestro nombre; ahora la fecha; está bien;
dadme. (_Dobla el billete y el papel en que Ruy Blas acaba de escribir,
y los guarda en su cartera._) Acaban de traerme una espada. ¡Ah! vedla
allí. (_Señala el sofá, en el que ha puesto la espada y el sombrero, y
coge estos objetos._) El tahalí es de seda, recamada á la última moda.
(_Haciendo admirar la flexibilidad del tejido._) Tocadla, Ruy Blas.
¿Qué os parece esa flor? La empuñadura es de Gil, el famoso cincelador,
el que mejor sabe formar, al gusto de las bellas, una caja de pastillas
en el pomo. (_Pasa el tahalí por el cuello de Ruy Blas sin quitar la
espada._) Dejadla; quiero ver si os sienta bien. ¡Cáspita! parecéis así
todo un caballero. (_Escuchando._) Alguien viene... Sí. Se acerca la
hora de pasar la Reina. ¡El marqués del Basto!

  (_La puerta del fondo que da á la galería se abre. D. Salustio se
  despoja del ferreruelo y arrójale vivamente sobre los hombros de Ruy
  Blas, en el momento de aparecer el marqués del Basto. Después se
  dirige á este último, llevando consigo á Ruy Blas, mudo de asombro._)


ESCENA V

D. SALUSTIO, RUY BLAS, EL MARQUÉS DEL BASTO, EL MARQUÉS DE SANTA CRUZ,
EL DUQUE DE ALBA, y después toda la corte

D. SALUSTIO (_al marqués del Basto_).--Permitidme, marqués, que os
presente á mi primo D. César.

RUY BLAS (_aparte_).--¡Cielos!

D. SALUSTIO (_á Ruy Blas en voz baja_).--¡Callaos!

EL MARQUÉS DEL BASTO (_saludando á Ruy Blas_).--Caballero, celebro
mucho...

  (_Le toma la mano, que Ruy Blas le presenta con cierta cortedad._)

D. SALUSTIO (_en voz baja á Ruy Blas_).--Dejadme hacer y saludad.

  (_Ruy Blas saluda al marqués._)

EL MARQUÉS DEL BASTO (_á Ruy Blas_).--Apreciaba mucho á vuestra madre.
(_En voz baja á D. Salustio, mostrándole á Ruy Blas._) Está muy
cambiado; apenas le hubiera reconocido.

D. SALUSTIO (_al marqués_).--¡Diez años de ausencia!

EL MARQUÉS DEL BASTO.--¡Verdad es!

D. SALUSTIO (_golpeando en el hombro de Ruy Blas_).--¡Hele aquí de
vuelta! ¿Recordáis, marqués, qué pródigo era, y cómo despilfarraba sus
escudos? Todas las noches en bailes y fiestas; siempre luciendo galas
en festines y reuniones; con su fasto y su lujo deslumbraba á Madrid,
pero á los tres años se arruinó. Ahora llega de la India.

RUY BLAS.--Señor...

D. SALUSTIO (_alegremente_).--Llamadme primo, puesto que nos une
este parentesco. Los Bazanes somos buenos caballeros. Tenemos por
antecesor á don Íñigo de Ibiza; su nieto, Pedro de Bazán, casó con
Mariana de Gor, de quien nació Juan, que fué almirante en tiempo del
rey D. Felipe; Juan tuvo dos hijos, que en nuestro árbol genealógico
han dejado dos blasones. Yo soy el marqués de Finlas, y vos el conde
Garofa. Tanto valemos el uno como el otro, César; por parte de las
madres, tenemos igual jerarquía, sólo que vos sois de Aragón y yo de
Portugal. Vuestra rama no es menos noble que la nuestra; yo soy fruto
de la una, y vos, flor de la otra.

RUY BLAS (_aparte_).--¿Á dónde me llevará?

  (_Mientras que D. Salustio hablaba, el marqués de Santa Cruz, D.
  Álvaro de Bazán y Benavides, anciano de bigote blanco, que lleva una
  gran peluca, se ha aproximado á ellos._)

EL MARQUÉS DE SANTA CRUZ (_á D. Salustio_).--Os explicáis con claridad;
pero si es primo vuestro también lo es mío.

D. SALUSTIO.--Es verdad, pues tenemos el mismo origen, marqués. (_Le
presenta á Ruy Blas._) Don César.

EL MARQUÉS DE SANTA CRUZ.--Imagino que no es el que creían muerto.

D. SALUSTIO.--Sí tal; el mismo.

EL MARQUÉS DE SANTA CRUZ.--¿Conque ahora ha vuelto?...

D. SALUSTIO.--De las Indias.

EL MARQUÉS DE SANTA CRUZ (_examinando á Ruy Blas_).--En efecto, es el
mismo.

D. SALUSTIO.--¿Le reconocéis?

EL MARQUÉS DE SANTA CRUZ.--¡Pardiez! como que le he visto nacer.

D. SALUSTIO (_en voz baja á Ruy Blas_).--El buen hombre está ciego, y
sólo os reconoce para hacer creer que no lo es.

EL MARQUÉS DE SANTA CRUZ (_ofreciendo la mano á Ruy Blas_).--Venga esa
mano, primo.

RUY BLAS (_inclinándose_).--¡Señor!

EL MARQUÉS DE SANTA CRUZ.--Me complace mucho veros.

D. SALUSTIO (_en voz baja al marqués y aparte_).--Voy á pagar sus
deudas; vos podréis servirle en el cargo que desempeñáis: si en la
corte vacase algún cargo, cerca del rey ó de la reina...

EL MARQUÉS DE SANTA CRUZ (_en voz baja_).--Es un joven encantador, y
pensaré en ello. Además, pertenece á la familia.

D. SALUSTIO (_en voz baja_).--Tenéis mucha influencia en el Consejo
de Castilla, y por lo tanto os le recomiendo. (_Sepárase del marqués
de Santa Cruz y se dirige á otros señores, á los que presenta á Ruy
Blas; entre ellos está el duque de Alba, que luce un traje magnífico.
D. Salustio le presenta á Ruy Blas._) Mi primo César, conde de
Garofa. (_Los nobles cambian graves saludos con Ruy Blas, siempre
sobrecogido._) (_Al conde de Ribagorza._) Ayer no estabais en el baile
de Atalante; Lindamira bailó muy bien. (_Se extasía contemplando el
jubón del duque de Alba._) Magnífico justillo lleváis, duque.

EL DUQUE DE ALBA.--Otro más hermoso tenía, de seda rosa galoneado de
oro, pero ese bribón de Matalobos me le ha robado.

UN HUJIER DE LA CORTE (_en el fondo del teatro_).--La Reina se
aproxima; tomad puesto, señores.

  (_Las grandes cortinas de la galería de cristales se abren, y
  los señores se escalonan cerca de la puerta, mientras forman los
  guardias. Ruy Blas, anhelante y fuera de sí, refúgiase en el
  proscenio, á donde le sigue D. Salustio._)

D. SALUSTIO (_en voz baja á Ruy Blas_).--¿Es posible que cuando la
fortuna os sonríe, disminuya vuestro espíritu? Volved en vos, Ruy Blas.
Yo marcho de Madrid; os dejo mi pequeña casa con los criados mudos;
nada quiero guardar sino las llaves secretas; muy pronto recibiréis
instrucciones. Haced mi voluntad, y yo me encargaré de vuestra fortuna.
Elevaos sin temer nada, pues la ocasión es propicia. La corte es un
país donde se anda sin ver claro; pero yo os conduciré; yo me encargo
de ver por vos.

  (_Aparecen otros guardias en el fondo del teatro._)

EL HUJIER (_en alta voz_).--¡La Reina!

RUY BLAS (_aparte_).--¡Ah! ¡La Reina!

  (_La Reina, magníficamente vestida, aparece rodeada de damas y pajes
  bajo un dosel de terciopelo escarlata, conducido por cuatro gentiles
  hombres. Ruy Blas, despavorido, parece quedar absorto ante aquella
  resplandeciente visión. Todos los grandes de España se cubren. D.
  Salustio se dirige rápidamente hacia el sillón en que se halla su
  sombrero y se lo lleva á Ruy Blas._)

D. SALUSTIO (_á Ruy Blas, poniéndole el sombrero en la cabeza_).--¿Qué
tenéis, primo? ¡Cubríos; sois grande de España!

RUY BLAS (_aturdido, en voz baja á D. Salustio_).--¿Y qué más ordenáis,
señor?

D. SALUSTIO (_mostrándole á la Reina, que cruza lentamente por la
galería_).--Que hagáis lo posible por agradar á esa mujer y ser su
amante.

[Ilustración]



[Ilustración]

ACTO II

LA REINA DE ESPAÑA

Salón contiguo á la cámara de la reina; á la izquierda una puertecilla
de comunicación, y á la derecha otra que conduce á las habitaciones
exteriores. En el fondo grandes ventanas abiertas. Es la tarde de
un hermoso día de verano. Mesa grande, sillones; la imagen de una
Santa, con un rico marco, adornan una de las paredes: es «Santa María
Esclava». En el lado opuesto una imagen de la Virgen, iluminada por la
luz de una lámpara de oro; más allá un retrato de cuerpo entero del rey
Carlos II.

Al levantarse el telón, la reina doña María de Neuburgo está sentada en
un extremo junto á una de sus damas, joven y hermosa. La reina viste
de blanco, con falda de tejido de plata. Está bordando y se interrumpe
á intervalos para hablar. En el lado opuesto, sentada en un sillón,
doña Juana de la Cueva, duquesa de Alburquerque, camarista mayor, con
su labor en la mano; es una anciana vestida de negro. Cerca de ella,
varias dueñas, sentadas á una mesa, trabajan también. En el fondo está
D. Guritán, conde de Oñate, mayordomo, alto, enjuto, con bigote gris;
es hombre de unos cincuenta años y tiene aspecto de militar veterano,
aunque viste con exagerada elegancia y lleva cintas hasta en los
zapatos.


ESCENA I

LA REINA, LA DUQUESA DE ALBURQUERQUE, D. GURITÁN, CASILDA, dueñas

LA REINA.--¡Por fin ha marchado! Debería estar tranquila y no lo estoy,
porque ese marqués de Finlas me preocupa; estoy segura que me odia.

CASILDA.--¿No se le ha desterrado según vuestro deseo?

LA REINA.--Ese hombre me aborrece.

CASILDA.--Vuestra Majestad...

LA REINA.--Te aseguro, Casilda, que ese marqués es para mí como el
ángel malo. La víspera del día en que debía marchar, se presentó como
de costumbre durante el besamanos. Todos los nobles se adelantaban en
fila hacia el trono para cumplir con la etiqueta; mientras que yo,
triste y tranquila, miraba vagamente la pared que en el salón oscuro
representa una gran batalla. De repente, al fijar mi vista en la mesa,
divisé á ese hombre temible, que se adelantaba hacia mí, y desde aquel
momento, sólo él me llamó la atención. Adelantábase lentamente, con
la mano apoyada en la daga, de la cual veía á intervalos la brillante
hoja; estaba grave, y su mirada de fuego me imponía; se inclinó y sentí
sobre mi mano su boca de serpiente.

CASILDA.--Cumplía con su deber de caballero.

LA REINA.--Sus labios no eran como los demás. No he vuelto á verle,
pero desde ese día pienso en él á menudo, aunque otras cosas me
preocupan. Paréceme que el infierno está en el alma de ese hombre,
ante el cual no soy más que una mujer, y no una reina. En mis sueños
encuentro en mi camino á ese demonio, que me besa la mano; y veo
brillar el odio en sus miradas, que como un veneno mortal hielan la
sangre en mis venas, haciéndome estremecer. ¿Qué dices á esto?

CASILDA.--¡Puras visiones, señora!

LA REINA.--Á decir verdad, otros cuidados tengo más serios. (_Aparte._)
¡Oh! lo que más me atormenta debo ocultar. (_Á Casilda._) Dime ¿qué hay
de esos mendigos, que no osaban acercarse?...

CASILDA (_dirigiéndose á la ventana_).--Aún están ahí, señora.

LA REINA.--Toma, échales mi bolsa...

  (_Casilda toma la bolsa y arrójala por la ventana._)

CASILDA.--¡Oh! señora, vos que hacéis tantas limosnas con tal bondad,
¿no haréis ninguna al conde de Oñate, aunque sólo sea diciéndole una
palabra? (_Mostrando á la Reina á D. Guritán, que de pie y silencioso
en el fondo de la cámara, fija en aquella miradas de muda adoración._)
Es un pobre viejo enamorado, que tiene la piel tan dura como tierno el
corazón.

LA REINA.--Ese hombre me molesta.

CASILDA.--Convengo en ello; pero decidle algo.

LA REINA (_volviéndose á D. Guritán_).--Buenos días, conde.

  (_D. Guritán se aproxima, haciendo tres reverencias, y suspirando
  besa la mano de la Reina, que se muestra indiferente y distraída.
  Después vuelve á su sitio._)

D. GURITÁN (_retirándose, en voz baja á Casilda_).--La Reina está
encantadora hoy.

CASILDA (_mirándole cuando se aleja_).--¡Pobre ganso! Permanece inmóvil
junto al agua que le tienta, y si después de esperar todo un día se
le dirige una palabra, con frecuencia una frase indiferente, retírase
contento y satisfecho.

LA REINA (_con triste sonrisa_).--¡Cállate!

CASILDA.--Para ser feliz le basta veros; para él es toda una dicha
ver á la Reina. (_Extasiándose al divisar una caja colocada sobre un
velador._)--¡Oh! ¡qué caja tan preciosa!

LA REINA.--Aquí tienes la llave.

CASILDA.--Esta madera de sándalo es exquisita.

LA REINA (_presentándole la llave_).--Ábrela y mira. Son reliquias
que me propongo enviar á mi padre, porque sé que le agradarán mucho.
(_Queda meditabunda un momento, y después interrumpe vivamente sus
impresiones. Aparte._) Quisiera desechar de mi mente lo que pienso. (_Á
Casilda._) Vé á buscar un libro en mi cámara... ¡Estoy loca! no hay uno
solo alemán; todos son españoles. Y el rey, de caza, siempre ausente.
¡Ah! ¡qué aburrimiento! En seis meses he pasado sólo doce días junto á
él.

CASILDA.--¡Casarse con un rey para vivir así!

  (_La Reina se entrega otra vez á su meditación, arrancándose al fin
  de ella como por un esfuerzo._)

LA REINA.--¡Quiero salir!

  (_Al oir estas palabras, pronunciadas imperiosamente, la duquesa
  de Alburquerque, que hasta entonces ha permanecido inmóvil en su
  sillón, levanta la cabeza, se pone después en pie y hace una profunda
  cortesía á la Reina._)

LA DUQUESA DE ALBURQUERQUE (_con voz breve y dura_).--Para que la Reina
salga es preciso, según el ceremonial, que un grande de España, aquel á
quien se concede este derecho, abra todas las puertas; y ahora no hay
tal vez ninguno en el alcázar.

LA REINA.--¡Pero esto es encerrarme! ¿Quieren matarme, Duquesa?

LA DUQUESA (_haciendo otra reverencia_).--Soy camarista mayor, y cumplo
con mi deber.

  (_Vuelve á sentarse._)

LA REINA (_Ocultando la cabeza entre sus manos, con
desesperación.--Aparte._)--¿Será preciso volver á mis meditaciones?
¡No! (_En voz alta._) ¡Pronto, traed aquí las cartas para jugar al
sacanete, y vengan todas mis damas!

LA DUQUESA (_á las dueñas_).--No os mováis, señoras. (_Levantándose y
saludando de nuevo á la Reina._) Según antiguo uso, Vuestra Majestad no
puede jugar sino con reyes, ó deudos del soberano.

LA REINA (_con enojo_).--¡Pues bien, haced que vengan!

CASILDA (_aparte, mirando á la Duquesa_).--¡Ah! ¡dueña gruñona!

LA DUQUESA (_persignándose_).--Dios no se los ha concedido, señora, al
soberano que gobierna. La reina madre ha muerto, y ahora está solo.

LA REINA.--¡Pues que me sirvan una colación!

CASILDA.--¡Qué divertido es esto!

LA REINA.--Casilda, te invito.

CASILDA (_aparte, mirando á la camarista_).--¡Oh, respetable abuela!

LA DUQUESA (_haciendo una reverencia_).--Cuando el rey no está aquí, la
reina come sola.

  (_Vuelve á sentarse._)

LA REINA (_exasperada_).--¡Dios mío! ¿Qué podré hacer que permitido
sea? Ni salir, ni jugar, ni comer cuando se me antoja. Desde hace un
año que soy reina, me estoy muriendo.

CASILDA (_aparte, mirándola con aire compasivo_).--¡Pobre mujer,
condenada á pasar todos sus días presa del tedio, en esta corte
insípida, sin más distracción que la de contemplar el agua estancada
en un pantano, (_Mirando á D. Guritán, siempre inmóvil y de pie en el
fondo de la cámara._) y á un viejo enamorado, que sueña despierto!

LA REINA (_á Casilda_).--¿Qué hacer? Veamos, busca una idea.

CASILDA.--En ausencia del rey, vos sois quien gobierna: procurad
distraeros, llamando á los ministros.

LA REINA (_encogiéndose de hombros_).--¡Vaya un recreo! ¡Ver ocho
hombros de semblante siniestro, que me hablen de Francia y de su rey
caduco, de Roma y del retrato del archiduque, á quien pasean por Burgos
bajo un dosel de paño de oro, conducido por cuatro alcaldes! Busca otra
cosa.

CASILDA.--Pues bien, si lo permitís, haré que suba algún joven escudero.

LA REINA.--¡Casilda!

CASILDA.--Quisiera ver algún joven, señora, porque esta corte venerable
me aburre y me contrista. Creo que la vejez llega por los ojos, y que
se envejece más pronto cuando siempre se ven ancianos.

LA REINA.--¡Ríete, loca! No tarda en llegar el día en que el corazón
se entristece, y se pierde el sueño y la alegría. (_Pensativa._) Mi
felicidad está en ese rincón del parque, donde tengo derecho á ir sola.

CASILDA.--Pues no os envidio esa dicha. ¡Vaya un sitio! ¡Paredes más
altas que los árboles, y una trampa detrás de cada uno de éstos!

LA REINA.--¡Oh, quisiera salir algunas veces!

CASILDA (_en voz baja_).--¡Salir! Pues bien, señora, escuchadme;
hablemos bajo. Por austera y oscura que sea una prisión, siempre hay
medio de buscar y encontrar en la sombra una llave. ¡Yo la tengo!
Cuando queráis, saldremos de palacio por la noche, á pesar de los
malos, y recorreremos la ciudad. Podemos ir...

LA REINA.--¡Cielos, jamás, cállate!

CASILDA.--Es muy fácil.

LA REINA.--¡Nunca! (_Aléjase un poco de Casilda y vuelve á caer en su
meditación._) ¡Oh! ¿por qué no estaré aún en mi buena Alemania con mis
padres y mi hermano? Felices allí, corríamos libres por los campos, y
hablábamos sencillamente á los campesinos cuando iban cargados con sus
gavillas. ¡Esto era delicioso! Pero ¡ay de mí! cierto día acercóse á
mí un hombre vestido de negro y me dijo: «Señora, vais á ser reina de
España.» Mi padre estaba muy contento; mi madre lloraba; y hoy lloran
los dos. En secreto quiero enviarles esta caja, pues sé que mi padre
quedará contento. ¡Ah! todo me desespera aquí. Hasta mis pobres aves
de Alemania han muerto. (_Casilda hace el ademán de torcer el cuello
de un ave, mirando de reojo á la camarista._) También me prohiben ver
flores de mi país y jamás vibra en mi oído una palabra de amor. Hoy
soy reina; en otro tiempo era libre. Bien dices, que ese parque es muy
triste por la noche, y las paredes tan altas que impiden ver. ¡Oh qué
aburrimiento! (_Se oye fuera un canto lejano._) ¿Qué rumor es ese?

CASILDA.--Son las lavanderas que cantan á lo lejos.

  (_Las voces se acercan, y óyense las palabras. La Reina presta
  atención._)

      No escuches, niña, en el bosque,
    el canto del ruiseñor,
    que si dulces son sus trinos,
    aún es más dulce tu voz.

      No envidies de las estrellas
    el luminoso fulgor,
    que son tus ojos luceros
    que deslumbran como el sol.

      Ni tampoco de las flores
    envidies el arrebol,
    porque la flor más hermosa
    en tu corazón se abrió.

      Las avecillas, los astros,
    y la perfumada flor,
    son emblemas, niña hermosa,
    de eso que llaman amor.

  (_Las voces se alejan._)

LA REINA (_pensativa_).--¡El amor! Sí, ellas son felices; su canto me
alivia y me enoja á la vez.

LA DUQUESA (_á las dueñas_).--¡Haced que se alejen esas mujeres, que
importunan á la Reina!

LA REINA (_vivamente_).--¡Cómo, si apenas se las oye! Dejadlas pasar en
paz, señora. (_Á Casilda, mostrándole una ventana en el fondo._) Por
ahí no es el bosque tan espeso, y esa ventana da al campo; ven, vamos á
verlas.

  (_Se dirige hacia la ventana con Casilda._)

LA DUQUESA (_levantándose y haciendo una reverencia_).--La Reina de
España no debe asomarse á la ventana.

LA REINA (_deteniéndose y retrocediendo_).--¡Vamos, el hermoso sol
poniente que ilumina los valles, las frescas brisas de la tarde, las
lejanas canciones que todos oyen, no existen para mí! Retirada estoy
del mundo; ni aun puedo ver la naturaleza de Dios, ni la libertad de
que los otros disfrutan.

LA DUQUESA (_haciendo una señal á las dueñas para que salgan_).--Salid,
señoras, hoy es día de rezo.

  (_Casilda da algunos pasos hacia la puerta; la Reina la detiene._)

LA REINA.--¿Me abandonas?

CASILDA (_mostrando á la Duquesa_).--La señora ordena que salgamos.

LA DUQUESA (_saludando á la Reina profundamente_).--Es preciso dejar á
la Reina sola para que se entregue á sus devotas prácticas.


ESCENA II

LA REINA, sola

¡Á mis prácticas devotas! Dí más bien á mis reflexiones. ¿Cómo huir
de ellas, estando sola? ¡Todos me han dejado, pobre espíritu sin luz,
en un camino oscuro! (_Meditando._) ¡Ah, esa mano sangrienta impresa
en la pared! Sin duda estará herido, pero suya es la culpa. ¿Por
qué empeñarse en franquear ese muro tan alto, sólo para traerme las
flores que aquí me rehusan? ¡Aventurarse así por tan poca cosa! Tal
vez se haya herido con las puntas de hierro, porque de ellas pendía
un pedazo de encaje. Una gota de esa sangre vertida vale tanto como
todas mis lágrimas. (_Abismándose más en su meditación._) Cada vez que
á ese banco voy á buscar las flores, prometo á Dios no volver nunca
más, y sin embargo, siempre vuelvo. Pero ¿y él? Tres días hace que no
he vuelto á verle. ¡Herido! ¡Quien quiera que seas, joven generoso,
tú que al verme sola, lejos de los que me aman, sin pedir ni esperar
nada vienes á mí arrostrando los peligros; tú que viertes tu sangre y
te arriesgas diariamente para dar una flor á la Reina; quien quiera
que seas, amigo cuya sombra me acompaña, desde el fondo del alma te
bendigo, y bendígate también tu madre! (_Llevándose vivamente la mano
al corazón._) ¡Oh! su carta me quema. (_Recayendo en sus reflexiones._)
¡Y el otro, el implacable don Salustio! Un ángel y un espectro me
siguen, y sin verlos, siéntolos á los dos agitarse en mis ensueños.
Un hombre que me odia junto á otro que me ama me conducirán tal vez á
algún supremo instante. ¿Me librará el uno del otro? No lo sé. ¡Ay!
el destino flota para mí con dos vientos opuestos. ¡Qué débil es
una reina, y qué poca cosa significa! Oremos. (_Se arrodilla ante la
imagen de la Virgen._) ¡Amparadme, señora, pues no me atrevo á elevar
la mirada hasta vos! (_Se interrumpe._) ¡Oh Dios mío! el encaje, la
carta, la flor; todo es fuego. (_Saca del seno una carta arrugada, un
ramo pequeño de florecillas azules y un pedazo de encaje teñido en
sangre; arroja estos objetos sobre la mesa y se arrodilla de nuevo._)
¡Virgen santa, esperanza de los mártires, auxiliadme en este trance!
(_Interrumpiéndose._) ¡Esa carta!... (_Se vuelve hacia la mesa._) Me
atrae... (_Arrodillándose de nuevo._) ¡No quiero leerla! ¡Oh virgen de
dulzura, arrodillada á tus plantas imploro tu protección! (_Se levanta,
da algunos pasos hacia la mesa, detiénese, y al fin precipítase sobre
la carta, como cediendo á una irresistible atracción._) Sí, quiero
volver á leerla por última vez; después la rasgaré. (_Con triste
sonrisa._) ¡Ay de mí! Un mes hace que digo siempre lo mismo. (_Desdobla
la carta resueltamente y lee._) «Señora, á vuestros pies, en la sombra,
hay un hombre que os ama, perdido en la noche que le oculta; que sufre,
vil gusano enamorado de una estrella; que por vos diera su alma, y que
muere aquí bajo mientras brilláis en las alturas.» (_Deja la carta
sobre la mesa._) Cuando el alma está sedienta, ha de beber, aunque sea
veneno. (_Vuelve á guardar en su seno la carta y el encaje._) Nadie
me ama en la tierra; pero á alguno debo amar. ¡Oh! si el rey hubiese
querido, á él hubiera amado; pero me deja así, completamente sola, sin
amor...

  (_Ábrese la puerta grande y entra un hujier de gala._)

EL HUJIER (_en alta voz_).--¡Carta del rey!

LA REINA (_vuelve en sí como sobresaltada, dejando escapar un grito de
alegría_).--¡Del rey; me he salvado!


ESCENA III

LA REINA, LA DUQUESA DE ALBURQUERQUE, CASILDA, D. GURITÁN, damas de la
Reina, pajes, RUY BLAS

  (_Todos entran gravemente, la Duquesa primero, seguida de las damas.
  Ruy Blas, magníficamente vestido, permanece en el fondo del teatro;
  su ferreruelo oculta el brazo izquierdo. Dos pajes llevan en un cojín
  de paño de oro la carta del rey, y arrodíllanse ante la Reina, á
  pocos pasos de distancia._)

RUY BLAS (_en el fondo del teatro, aparte_).--¿Dónde estoy? ¡Qué
hermosa es! ¿Por qué estaré aquí?

LA REINA (_aparte_).--¡Es un socorro del cielo!... (_En voz alta._)
¡Dad pronto!... (_Volviéndose hacia el retrato del rey._) ¡Gracias,
señor! (_Á la Duquesa._) ¿De dónde viene esa carta?

LA DUQUESA.--Señora, del Pardo, donde el rey caza.

LA REINA.--En el fondo de mi alma le doy gracias. Ha comprendido que en
mi aislamiento necesitaba una palabra de amor que de él viniese. Dadme
la carta...

LA DUQUESA (_haciendo una reverencia, enseña la carta_).--Preciso es
haceros presente que, según costumbre, yo soy quien debe abrir la carta
primero y leerla.

LA REINA.--¿También eso? ¡Pues bien, leed!

  (_La Duquesa toma la carta y la desdobla lentamente._)

CASILDA (_aparte_).--Veamos ese billete amoroso.

LA DUQUESA (_leyendo_).--«Señora, aunque hace mucho viento, he matado
seis lobos.--Firmado, CARLOS.»

LA REINA (_aparte_).--¡Ay de mí!

D. GURITÁN (_á la Duquesa_).--¿Es eso todo?

LA DUQUESA.--Sí, señor conde.

CASILDA (_aparte_).--¡Ha matado seis lobos! ¡Vaya un consuelo para la
que está aburrida, triste y melancólica! ¡Ha matado seis lobos! ¡Buena
noticia!

LA DUQUESA (_á la Reina, mostrándole la carta_).--Si Su Majestad
quiere...

LA REINA (_rechazándola_).--No.

CASILDA (_á la Duquesa_).--¿Es eso todo?

LA DUQUESA.--Sin duda. ¿Qué más ha de decir? El rey caza, y en el
camino escribe dando cuenta de lo que hace y del estado del tiempo. Me
parece muy en razón. (_Examinando de nuevo la carta._) No escribe...
dicta.

LA REINA (_tomando la carta y examinándola á su vez_).--En efecto, no
es su letra; no ha hecho más que firmar. (_Examina el escrito con más
atención y parece admirada._) ¿Será ilusión? Es la misma letra que la
de la otra. (_Señala con la mano la carta que acaba de ocultar en su
seno._) ¡Esto es extraño! (_Á la Duquesa._) ¿Dónde está el portador del
mensaje?

LA DUQUESA (_mostrando á Ruy Blas_).--Ahí está.

LA REINA.--¿Es ese joven?

LA DUQUESA.--Sí, señora. La ha traído en persona. Es un nuevo escudero
que Su Majestad ha designado para vuestro servicio, un hidalgo que el
marqués de Santa Cruz me recomienda de parte del rey.

LA REINA.--¿Cómo se llama?

LA DUQUESA.--Es don César de Bazán, conde de Garofa, y según dicen, el
más cumplido caballero.

LA REINA.--Bien; quiero hablarle. (_Á Ruy Blas._) Caballero...

RUY BLAS (_aparte y estremeciéndose_).--¡Dios mío, me mira, me habla...
yo tiemblo!

LA DUQUESA (_á Ruy Blas_).--Acercaos, conde.

D. GURITÁN (_mirando á Ruy Blas de reojo, aparte_).--Ese joven escudero
no me place.

  (_Ruy Blas, pálido y turbado, se acerca lentamente._)

[Ilustración: CASILDA (aparte).--_Veamos ese billete amoroso._]

LA REINA (_á Ruy Blas_).--¿Venís del Pardo?

RUY BLAS (_inclinándose_).--Sí, señora.

LA REINA.--¿Sigue bien el rey? (_Ruy Blas se inclina.--Mostrando la
carta real:_) ¿Ha dictado esto para mí?

RUY BLAS.--Estaba á caballo cuando dictó la carta... (_Vacila un
momento._) á uno de los presentes.

LA REINA (_aparte, observando á Ruy Blas_).--Su mirada me fascina. No
me atrevo á preguntarle á quién. (_En alta voz._) Está bien; podéis
retiraros. ¡Ah! (_Ruy Blas, que había dado algunos pasos para salir,
vuelve hacia la Reina._) ¿Había allí muchos caballeros reunidos?
(_Aparte._) ¿Por qué me impresiona ese joven? (_Ruy Blas se inclina; la
Reina añade:_) ¿Quiénes eran?

RUY BLAS.--No conozco sus nombres, pues sólo estuve allí breves
instantes. Hace tres días que salí de Madrid.

LA REINA (_aparte_).--¡Tres días!

  (_Mira con turbación á Ruy Blas._)

RUY BLAS (_aparte_).--¡Es la mujer de otro! ¡Oh suerte cruel! ¡Y de
quién! En mi corazón se abre un abismo.

D. GURITÁN (_acercándose á Ruy Blas_).--Sois gentil-hombre de la Reina,
y ya sabréis cuáles son vuestros deberes. Es preciso que esta noche
permanezcáis en la cámara inmediata á fin de abrir al soberano si
tuviese á bien visitar á la Reina.

RUY BLAS (_estremeciéndose: aparte_).--¡Abrir yo al rey!... (_En voz
alta._) El rey está ausente...

D. GURITÁN.--El rey puede venir de pronto.

RUY BLAS (_aparte_).--¡Cómo!

D. GURITÁN (_aparte, observando á Ruy Blas_).--¿Qué tiene?

LA REINA (_que lo ha oído todo, y cuya mirada está fija en Ruy
Blas_).--¡Cómo palidece!

  (_Ruy Blas vacila y se apoya en el respaldo de un sillón._)

CASILDA (_á la Reina_).--¡Señora, ese joven está indispuesto!...

RUY BLAS (_sosteniéndose con trabajo_).--No, no es nada... el aire y el
sol... la fatiga del camino... (_Aparte._) ¡Abrir al rey!

  (_Cae desfallecido sobre un sillón; el ferreruelo se entreabre y deja
  ver la mano izquierda envuelta en un vendaje ensangrentado._)

CASILDA.--¡Gran Dios, señora, tiene la mano herida!

LA REINA.--¡Herida!

CASILDA.--¡Y pierde el conocimiento! ¡Pronto, hagámosle respirar alguna
esencia!

LA REINA (_buscando en su seno_).--Un frasco tengo aquí con un licor...
(_En el mismo instante su mirada se fija en el encaje de las mangas de
Ruy Blas.--Aparte._) ¡Es el mismo encaje!

  (_En el momento de sacar el frasco del seno, y en su turbación, coge
  al mismo tiempo el pedazo de encaje que allí oculta. Ruy Blas, que no
  separa de ella la vista, ve salir el objeto del seno de la Reina._)

RUY BLAS (_fuera de sí_).--¡Oh!

  (_Las miradas de la Reina y de Ruy Blas se encuentran: sigue una
  pausa._)

LA REINA (_aparte_).--¡Él es!

RUY BLAS (_aparte_).--¡Sobre su corazón!...

LA REINA (_aparte_).--¡Sí, es el mismo!

RUY BLAS (_aparte_).--¡Dios mío, permitid que muera en este instante!

  (_En el desorden de todas las damas, que se oprimen en derredor de
  Ruy Blas, nadie observa lo que pasa entre la Reina y él._)

CASILDA (_haciendo respirar el frasco á Ruy Blas_).--¿Cómo os habéis
herido? Sin duda durante el camino. ¿Por qué os encargasteis de traer
el mensaje del rey?

LA REINA (_á Casilda_).--¿Acabarás con tus preguntas?

LA DUQUESA (_á Casilda_).--¿Qué le importa eso á la Reina, hija mía?

LA REINA.--Puesto que él la escribió, bien podía traerla.

CASILDA.--Pero no ha dicho que él escribiese la carta.

LA REINA (_aparte_).--¡Oh! (_Á Casilda._) ¡Cállate!

CASILDA (_á Ruy Blas_).--¿Estáis ya mejor?

RUY BLAS.--¡Renazco!

LA REINA (_á sus damas_).--Ya es hora de retiraros, señoras. (_Á los
pajes._) Que se dé alojamiento al conde. Ya sabéis que el rey no vendrá
esta noche, pues pasará toda la estación cazando.

  (_Se retira con su servidumbre._)

CASILDA (_mirándola salir_).--La Reina tiene algún pensamiento fijo.

  (_Sale por la misma puerta que la Reina, llevándose la cajita de
  reliquias._)

RUY BLAS (_Solo. Parece escuchar aún algún tiempo con profunda alegría
las últimas palabras de la Reina, como presa de un sueño. El pedazo
de encaje que la Reina ha dejado caer, en su turbación, está sobre la
alfombra; lo recoge, mírale con amor y lo cubre de besos, levantando
después los ojos al cielo._)--¡Oh Dios mío, gracias! Yo me vuelvo loco.
(_Mirando el pedazo de encaje._) ¡Lo tenía junto al corazón!

  (_Lo oculta en el pecho. Entra el conde de Oñate, volviendo de
  la puerta de la cámara á donde ha seguido á la Reina; adelántase
  lentamente hacia Ruy Blas; llegado cerca de él, sin decir palabra,
  desenvaina á medias el acero, y por su mirada parece medirle con el
  de Ruy Blas. No son iguales, y vuelve á envainar. Ruy Blas le mira
  con asombro._)


ESCENA IV

RUY BLAS, EL CONDE DE OÑATE

EL CONDE (_envainando su espada_).--Llevaré dos de igual longitud.

RUY BLAS.--Caballero, ¿qué significa?...

EL CONDE (_con gravedad_).--En el año 1650, hallándome en Alicante,
estaba yo enamorado. Un joven hermoso como un Adonis, miraba con
descaro á la dama de mis pensamientos, pasando á menudo por debajo de
su balcón con aire conquistador. Llamábase Vázquez; era caballero,
aunque bastardo, y en un duelo le maté... (_Ruy Blas quiere
interrumpirle, pero el conde le detiene con un ademán, y continúa._)
Más tarde, hacia el año 66, Gil, conde de Íscola, opulento caballero,
envió á casa de mi dama un billete de amor por medio de un esclavo.
Mandé matar á este último y yo despaché al amo...

RUY BLAS.--¡Caballero!

EL CONDE (_continuando_).--Algún tiempo después, por el año 80,
sospeché que mi amada me engañaba, prefiriendo á un tal Tirso Gamonal,
uno de esos gallardos jóvenes que llaman la atención por su gracia y
altivez. Provoqué á don Tirso y también le dí muerte...

RUY BLAS.--Pero, en fin, ¿qué quiere decir eso, caballero?

EL CONDE.--Eso quiere decir, conde, que del pozo sale agua cuando la
sacan; que á las cuatro de la mañana despunta el día; que hay un sitio
desierto muy propio para los lances de honor, detrás de la capilla; que
os llamáis César de Bazán, y yo Guritán de Torres y Guevara, conde de
Oñate.

RUY BLAS (_fríamente_).--Está bien, caballero, no faltaré.

  (_Desde hace algunos instantes, Casilda ha estado escuchando con
  curiosidad, en la puertecilla del fondo, las últimas palabras de los
  dos interlocutores, sin ser vista de ellos._)

CASILDA (_aparte_).--¡Un duelo! Advertiré á la Reina.

  (_Desaparece por la puertecilla._)

EL CONDE (_siempre imperturbable_).--Por si os place conocer algo mi
modo de pensar, os diré, para vuestra inteligencia, que nunca me
gustaron esos jóvenes almibarados, de mostacho retorcido, en quienes se
fija la atención de las bellas, que les dirigen miradas de amor y que
saben tomar las más graciosas posturas; pero que se desmayan si reciben
algún rasguño.

RUY BLAS.--No comprendo...

EL CONDE.--Comprenderéis muy bien. Los dos adoramos el mismo ídolo, y
de consiguiente, uno de nosotros sobra en palacio. Vos sois escudero
y yo mayordomo, y en este sentido tenemos derechos iguales; pero por
lo demás la partida es desigual. Si á mí me asiste el derecho del más
antiguo, vos tenéis el del más joven, y por eso me dais miedo. Veros
junto á mí con vuestras pretensiones y vuestro aire conquistador es
cosa que me molesta mucho. En cuanto á luchar con vos en el terreno
del amor, locura fuera intentarlo, porque la gota y otros achaques me
impedirían acometer la empresa de disputar el corazón de una Penélope á
un joven tan propenso á los desmayos. Sois muy bello, cariñoso, tierno
é interesante, y por todas estas razones me veo en la precisión de
mataros.

RUY BLAS.--Tratad de hacerlo.

EL CONDE.--Conde de Garofa, mañana á la hora de despuntar el alba
os esperaré en el sitio indicado, sin testigos ni lacayos; allí nos
batiremos con espada y daga, si os place, como cumplidos caballeros y
cual conviene á nuestra categoría.

  (_Presenta la mano á Ruy Blas que la estrecha._)

RUY BLAS.--Ni una palabra de esto. ¿No es así? (_El Conde hace una
señal afirmativa._) Pues hasta mañana.

  (_Ruy Blas sale._)

EL CONDE (_solo_).--No, su mano no ha temblado en la mía, aunque debe
estar seguro de morir. Es un valeroso joven. (_Ruido de una llave en
la puertecilla de la cámara de la Reina; el conde de Oñate vuelve la
cabeza._) ¡Abren la puerta!

  (_La Reina se presenta y adelántase vivamente hacia el conde,
  sorprendido y contento á la vez; lleva entre las manos la cajita._)


ESCENA V

EL CONDE, LA REINA

LA REINA (_con una sonrisa_).--Conde, os buscaba.

EL CONDE (_muy satisfecho_).--¿Á qué debo tanta dicha?

LA REINA (_colocando la cajita sobre el velador_).--¡Oh! no es
nada, ó por lo menos muy poco, caballero. (_Se sonríe._) Hace poco
Casilda me decía entre otras cosas--ya sabéis que las mujeres son muy
locas--decíame que haríais por mí cuanto yo quisiera.

EL CONDE.--Tiene razón.

LA REINA (_riendo_).--Á fe mía, he sostenido lo contrario.

EL CONDE.--Habéis hecho mal, señora.

LA REINA.--Casilda me aseguraba que daríais por mí vuestra alma,
vuestra vida...

EL CONDE.--Casilda decía muy bien.

LA REINA.--Pues yo he contestado que no.

EL CONDE.--Y yo digo que sí; por Vuestra Majestad estoy dispuesto á
todo.

LA REINA.--¿Á todo?

EL CONDE.--¡Á todo!

LA REINA.--¡Pues bien! jurad que para complacerme haréis al punto lo
que os diga.

EL CONDE.--¡Por el santo rey Gaspar, mi venerado patrón, os lo juro!
Ordenad; obedezco, ó muero.

LA REINA (_cogiendo la cajita_).--Pues bien; saldréis de Madrid
inmediatamente para llevar esta cajita de sándalo á mi padre, el
elector de Neuburgo.

EL CONDE (_aparte_).--¡Estoy cogido! (_En voz alta._) ¿Á Neuburgo?

LA REINA.--Á Neuburgo.

EL CONDE.--¡Seiscientas leguas!

LA REINA.--Quinientas cincuenta. (_Mostrando la cubierta que resguarda
la caja._) Tendréis cuidado de estas franjas azules, porque se podrían
deteriorar en el camino.

EL CONDE.--¿Y cuándo he de marchar?

LA REINA.--En el acto.

EL CONDE.--Permitidme que sea mañana.

LA REINA.--No puedo consentirlo.

EL CONDE (_aparte_).--¡Estoy cogido! (_En voz alta._) Pero...

LA REINA.--¡Marchad!

EL CONDE.--¡Cómo!

LA REINA.--Me habéis dado vuestra palabra.

EL CONDE.--Es que un asunto...

LA REINA.--No admito excusa.

EL CONDE.--Para un objeto tan frívolo...

LA REINA.--¡Despachad!

EL CONDE.--Concededme sólo un día.

LA REINA.--No puede ser; complacedme y marchad.

EL CONDE.--Pero...

LA REINA.--¿Así apreciáis mi deferencia y cumplís vuestra palabra?

EL CONDE.--No resisto más; obedeceré, señora. (_Aparte._) Si Dios se
hizo hombre, el diablo se ha hecho mujer.

LA REINA (_mostrando la ventana_).--Abajo os espera un coche.

EL CONDE (_aparte_).--¡Todo lo había previsto! (_Escribe en un papel
algunas palabras apresuradamente, toca una campanilla y preséntase
un paje._) Paje, lleva esto al punto al señor don César de Bazán.
(_Aparte._) Será preciso aplazar el duelo hasta mi vuelta. (_En voz
alta._) Voy á servir al punto á Vuestra Majestad.

LA REINA.--Muy bien. (_El conde toma la caja, besa la mano de la Reina,
saluda profundamente y sale. Un momento después óyese el ruido de un
carruaje que se aleja.--La Reina cae en un sillón exclamando:_) ¡No le
matará!

[Ilustración]



[Ilustración]

ACTO III

RUY BLAS

La sala llamada de Gobierno en el Palacio Real de Madrid. En el fondo
una puerta grande sobre gradas; en el ángulo, á la izquierda, una
salida cerrada por tapices, y en el lado opuesto una ventana. Á la
derecha una mesa grande cubierta con tapete de terciopelo verde, y
alrededor de la cual hay taburetes para ocho ó diez personas, que
corresponden á otros tantos pupitres colocados en aquella. El lado de
la mesa que da frente al espectador está ocupado por un sillón grande
revestido de tela de oro, sobrepuesto de un dosel con las armas de
España y la corona real. Junto á este sillón una silla.

En el momento de levantarse el telón, la junta del Despacho universal
(Consejo privado del rey) hállase á punto de comenzar su sesión.


ESCENA I

D. MANUEL ARIAS, presidente de Castilla; D. PEDRO VÉLEZ DE GUEVARA,
CONDE DE CAMPO-REAL, consejero; D. FERNANDO DE CÓRDOBA Y AGUILAR,
MARQUÉS DE PRIEGO, consejero; ANTONIO UBILLA, escribano mayor;
MONTAZGO, consejero; COVADONGA, secretario supremo. Otros varios
consejeros de toga y espada. Campo-real ostenta la cruz de Calatrava, y
Priego el Toisón de oro.

  (_D. Manuel Arias y el conde de Campo-real conversan en voz baja; los
  otros consejeros forman grupos acá y allá._)

D. MANUEL ARIAS.--Esa fortuna oculta algún misterio.

EL CONDE DE CAMPO-REAL.--Tiene el Toisón de oro; es ya secretario
universal, ministro, y además duque de Olmedo.

D. MANUEL ARIAS.--¡En seis meses!

EL CONDE DE CAMPO-REAL.--Sin duda le protegen bajo cuerda.

D. MANUEL ARIAS (_misteriosamente_).--¡La Reina!

EL CONDE DE CAMPO-REAL.--Á decir verdad, el rey, loco y enfermo, vive
en la tumba de su primera mujer; abdica, encerrado en su Escorial, y la
Reina lo hace todo.

D. MANUEL ARIAS.--Amigo Campo-real, reina sobre nosotros, y don César
la gobierna.

EL CONDE DE CAMPO-REAL.--Don César vive de un modo muy extraño; no ve
nunca á la Reina, y parece huir de ella. Tal vez no lo creáis; pero
como hace seis meses que los vigilo, y no sin razón, estoy seguro de
ello. Además, el Conde tiene el raro capricho de habitar en una casa
misteriosa, siempre cerrada, con dos lacayos negros, que si no fueran
mudos podrían decirnos muchas cosas.

D. MANUEL ARIAS.--¿Mudos?

EL CONDE DE CAMPO-REAL.--Sí señor; todos los demás criados habitan en
el alojamiento que don César tiene en palacio.

D. MANUEL ARIAS.--Es singular.

D. ANTONIO UBILLA (_que se ha acercado momentos antes_).--Por lo menos
don César es de noble estirpe.

EL CONDE DE CAMPO-REAL.--Lo extraño es que la echa de honrado. (_Á
don Manuel Arias._) Es primo de don Salustio, aquel que desterraron
el año pasado. Parece que era el hombre más loco que ha existido bajo
la capa del cielo; cambiaba todos los días de dama y de carroza; para
satisfacer sus caprichos despilfarraba cuanto tenía, y cuando dió fin
con su caudal, desapareció un día sin que nadie supiera por dónde.

D. MANUEL ARIAS.--La edad hace del loco un hombre cuerdo.

EL CONDE DE CAMPO-REAL.--Toda muchacha alegre se hace juiciosa cuando
se marchita.

UBILLA.--Yo le creo hombre probo.

EL CONDE DE CAMPO-REAL (_riendo_).--¡Oh, cándido Ubilla, que se deja
deslumbrar por las apariencias de probidad! (_Con tono significativo._)
La casa de la Reina cuesta seiscientos sesenta y cuatro mil sesenta
y seis ducados al año; es un Pactolo oscuro, donde el pescador puede
echar la red con seguridad de obtener buen botín. Á río revuelto... ya
me entendéis.

EL MARQUÉS DE PRIEGO (_acercándose_).--Mal que os pese, os diré que me
parece una imprudencia hablar como lo hacéis. Mi abuelo, protegido
del conde-duque de Olivares, solía decir: «Morded al rey y besad al
valido.» Y ahora, señores, ocupémonos de los asuntos públicos.

  (_Todos se sientan alrededor de la mesa; los unos toman plumas; los
  otros revisan papeles; pero en rigor todos están ociosos. Momento de
  silencio._)

MONTAZGO (_en voz baja á Ubilla_).--Os he pedido sobre la caja la
cantidad que se ha de pagar por el empleo de alcalde para mi sobrino.

UBILLA (_en voz baja_).--Y vos me habéis prometido nombrar baile antes
de poco á mi primo Melchor...

MONTAZGO (_interrumpiéndole_).--Acabamos de dotar á vuestra hija; esto
es acosarnos sin tregua.

UBILLA (_en voz baja_).--Se dará el empleo de alcalde.

MONTAZGO (_en voz baja_).--Tendréis el bailiaje.

  (_Se estrechan la mano._)

COVADONGA (_levantándose_).--Señores consejeros de Castilla, á fin
de que ninguno de nosotros se salga de su esfera, importa regular
nuestros derechos y distribuir las partes. Las rentas del Erario están
en cien manos, y esto es una calamidad pública, á la que es preciso
poner término, pues mientras los unos no tienen lo bastante, otros
poseen demasiado. La renta del tabaco es vuestra, Ubilla; el añil y
el almizcle os pertenecen, marqués de Priego; Campo-real percibe el
impuesto de los ocho mil hombres, el de la sal y otros muchos. (_Á
Montazgo._) Vos, que en mí fijáis miradas inquietas, tenéis para vos
solo, gracias á vuestros manejos, el impuesto sobre el arsénico y los
derechos sobre la nieve; los puertos, las cartas, el latón, las multas
de los plebeyos á quienes se castiga, los diezmos, el plomo... Yo,
señores, no tengo nada; dadme alguna cosa.

EL CONDE DE CAMPO-REAL (_soltando la carcajada_).--¡Miren el tunante!
Tiene los beneficios más limpios, y aún se queja. Excepto las Indias,
posee las islas de ambos mares; con una mano tiene cogida Mallorca y
con la otra el Pico de Tenerife.

COVADONGA (_irritado_).--¡Yo sí que no tengo nada!

EL MARQUÉS DE PRIEGO (_riendo_).--¿Y los negros?

  (_Todos se levantan y hablan á la vez, disputando._)

MONTAZGO.--¡Más bien debería quejarme yo! Yo quiero los bosques.

COVADONGA (_al marqués de Priego_).--Dadme el arsénico, y yo os cederé
los negros.

  (_Hace algunos instantes que Ruy Blas ha entrado por la puerta
  del fondo y presencia la escena sin ser visto de ninguno de los
  interlocutores. Viste de terciopelo negro, con ferreruelo escarlata;
  una pluma blanca adorna su sombrero, y ostenta el Toisón de oro.
  Escucha primeramente silencioso, y después adelántase con lento paso,
  hasta colocarse en medio de los contendientes._)


ESCENA II

Los mismos, RUY BLAS

RUY BLAS.--¡Parece que hay buen apetito, señores! (_Todos se vuelven:
silencio de sorpresa é inquietud. Ruy Blas se cubre, cruza los brazos
y sigue mirando frente á frente á todos._) ¡Oh fieles ministros y
virtuosos consejeros! ¡He aquí cómo saqueáis la casa, sin vergüenza,
eligiendo precisamente la triste hora en que el país gime y agoniza!
Aquí no tenéis más interés que llenar vuestra bolsa para huir luego;
y ante España que se arruina sólo sois dignos de baldón, viles
sepultureros que tratáis de robarla hasta en su tumba. Pero al menos,
señores, tened algún decoro, al ver que España se hunde con todas sus
virtudes y grandeza. Desde Felipe IV hemos perdido el Portugal y el
Brasil sin lucha; en Alsacia, Brisach; en el Luxemburgo Steinfort, y
todo el condado; el Rosellón, Ormuz, Goa; cinco mil leguas de costas,
Pernambuco y las Montañas Azules. Desde Poniente á Oriente, Europa
que os odia, nos mira sonriendo, como si nuestro rey fuese sólo un
vano fantasma. Holanda y los ingleses se comparten este reino; Roma
os engaña; apenas se puede arriesgar un ejército en el Piamonte,
aunque es país amigo; la Saboya y su Duque, sólo nos ofrecen peligro;
Francia espera una ocasión propicia para caer sobre nosotros; el
Austria os acecha también; y el infante bávaro se muere. En cuanto á
vuestros vireyes, Medina, loco de amor, llena de escándalos á Nápoles;
Vaudémont vende Milán, y Leganés pierde á Flandes. ¿Y quién remedia
todo esto?... El erario está pobre; el país agotado de dinero y de
gente; hemos perdido en el mar trescientos barcos, sin contar las
galeras; y aún osáis... Señores, en el espacio de veinte años, el
pueblo, agobiado bajo la enorme carga que le oprime, ha dado, para
vuestros placeres y vuestras queridas, cuatrocientos millones en oro;
y esto no basta, y aún queréis, señores... ¡Ah! ¡por vosotros me
avergüenzo!... En el interior, cuadrillas de ladrones y aventureros
que baten el país é incendian las cosechas, y en cada matorral un
arcabuz. Como si no bastara la lucha entre los príncipes, tenemos la
guerra intestina, en las provincias y hasta en los conventos; todos
quieren apropiarse del bien de su vecino como lobos voraces; y en
nuestras ruinosas iglesias crece la yerba. En cuanto á los nobles,
únicamente por sus abuelos podemos saber que son tales, no por sus
obras; sólo impera la intriga, y ya no existe la lealtad. España es una
cloaca que recibe las impurezas de todas las naciones... Los grandes
tienen á su servicio espadachines asalariados de todos los países,
genoveses, sardos, flamencos; y así tenemos á Madrid convertido en
una Babel. El alguacil, duro con el pobre, inclínase ante el rico;
por la noche se roba y se asesina en las calles; medio Madrid saquea
á la otra mitad; la justicia se vende; y no se paga á los soldados.
Antes señores del mundo, ¿qué ejército nos queda ahora? Apenas seis
mil hombres descalzos y sin pan. Mendigos y montañeses, armados de
puñales, siguen á los regimientos cuando cierra la noche, y llega un
momento en que el soldado, olvidando sus deberes, se convierte en
ladrón. Matalobos tiene más gente que un señor feudal, y osa declarar
la guerra al rey de España, cuyo coche insultan los labriegos cuando
le ven pasar. El monarca, entre tanto, presa de su amargura y poseído
de temor, se inclina ante los sepulcros del sombrío Escorial, doblando
la cabeza ante el imperio que se derrumba. ¡Europa nos desprecia, y
este pobre país, en otro tiempo púrpura, está convertido en un andrajo!
¡Sí, España está arruinada, y aún os disputáis sus restos! Este gran
pueblo español, enervadas sus fuerzas, y sobre el cual vivís, perece
en vuestras manos, cual león devorado por parásitos. ¿Qué haces en la
tumba, Carlos V, en estos tiempos de oprobio y de terror? ¡Levántate,
ven y verás cómo los buenos dejan su lugar á los malos; verás cómo
tu imperio, formado por cien reinos, se hunde en el abismo! ¡Danos
tu fuerte brazo, préstanos auxilio, porque la España se extingue! El
globo que en tu diestra brillaba, sol deslumbrador que hizo creer al
mundo que su luz no se extinguiría nunca, es ahora un astro muerto,
triste y menguante luna que sin cesar decrece, y que apagará tal vez la
aurora de otro pueblo. Los mercaderes se apoderan de tus despojos para
convertirlos en moneda, y tus esplendores se han desvanecido. ¡Oh rey
gigante! ¿es posible que duermas mientras venden tu cetro al peso, y
cuando manos codiciosas recortan sin vergüenza tu manto de púrpura para
vestirse con él? ¡Aquella águila imperial que tu poder cernía sobre el
mundo, ahora, ave sin plumas, se consume en vil caldera!

  (_Los consejeros, consternados, guardan silencio; sólo el marqués de
  Priego y el conde de Campo-real levantan la cabeza y miran á Ruy Blas
  con altivez y enojo. Campo-real, que había hablado al oído á Priego,
  acércase á la mesa, escribe en un papel algunas palabras y los dos
  firman._)

EL CONDE DE CAMPO-REAL (_señalando al marqués de Priego y entregando
el papel á Ruy Blas_).--Señor duque, en nombre de los dos, he aquí la
dimisión de nuestro cargo.

RUY BLAS (_tomando el papel fríamente_).--Gracias, señores; iréis á
reuniros con vuestras familias. (_Á Priego._) Vos, á Andalucía. (_Á
Campo-real._) Y vos, conde, á Castilla: cada cual á sus posesiones.
Marcharéis mañana. (_Los dos señores se inclinan y salen con la cabeza
cubierta y el ademán altivo. Ruy Blas se vuelve hacia los demás
consejeros._) Si alguno de vosotros no quiere ir por mi camino, puede
seguir á esos señores.

  (_Silencio entre los presentes. Ruy Blas se sienta á la mesa en un
  sillón colocado junto al sitial de la Reina, y ocúpase en abrir
  la correspondencia. Mientras recorre las cartas una tras otra,
  Covadonga, Arias y Ubilla hablan en voz baja._)

UBILLA (_á Covadonga, mostrando á Ruy Blas_).--Amigo mío, tenemos amo.
¡Ese hombre será grande!

D. MANUEL ARIAS.--Sí, pero falta que le dén tiempo para ello.

COVADONGA.--Y si no se pierde del todo por empeñarse en ver las cosas
demasiado de cerca.

UBILLA.--¡Será un Richelieu!

D. MANUEL ARIAS.--¡Ó un Olivares!

RUY BLAS (_Después de leer rápidamente una carta que acaba de
abrir_).--¡Un complot! ¿Qué es esto? ¿No os lo decía yo, señores?
(_Leyendo._) «...Duque de Olmedo, velad; en Madrid están preparando una
trama para apoderarse de cierto personaje». (_Examinando la carta._) No
nombran la persona; pero yo velaré... El escrito es anónimo. (_Entra
un hujier que se aproxima á Ruy Blas, haciendo una reverencia._) ¿Qué
ocurre?

EL HUJIER.--El embajador de Francia desea ver á vuecencia.

RUY BLAS.--¡Ah! ¡Harcourt! No me es posible recibirle ahora.

EL HUJIER (_inclinándose_).--El Nuncio de Su Santidad espera en la
antecámara á vuecencia.

RUY BLAS.--Á esta hora no puedo verle. (_El hujier se inclina y sale.
Hace pocos momentos ha entrado un paje, que viste ropilla roja con
galones de plata. Se acerca á Ruy Blas, y éste, que acaba de verle,
dice:_) Paje, no estoy visible para nadie absolutamente.

EL PAJE (_en voz baja_).--El conde Guritán acaba de llegar de
Neuburgo...

RUY BLAS (_con ademán de sorpresa_).--¡Ah! pues dile que vaya á verme
mañana á mi casa, si lo tiene á bien; y tú enséñale dónde es. (_Sale el
paje. Á los consejeros._) Tendremos que trabajar luego; volved de aquí
á dos horas, señores.

  (_Todos salen, saludando profundamente á Ruy Blas._)

  (_Ruy Blas, solo, da algunos pasos, sumido en profunda meditación. De
  repente se entreabre la tapicería en el ángulo del salón y la Reina
  aparece. Viste de blanco, lleva la corona, y radiante de alegría al
  parecer, fija en Ruy Blas una mirada de admiración y respeto. Á su
  espalda se ve una especie de gabinete oscuro, en el cual se distingue
  una puertecilla. Al volver la cabeza, Ruy Blas ve á la Reina y queda
  como petrificado ante aquella aparición._)


ESCENA III

RUY BLAS, LA REINA

LA REINA (_en el fondo_).--¡Oh! ¡gracias!

RUY BLAS.--¡Cielos!

LA REINA.--Bien habéis hecho en hablarles así, y no puedo reprimir el
deseo de estrechar la mano de un hombre tan firme y leal.

  (_Se dirige hacia él, le coge la mano y estréchala antes que pueda
  impedirlo._)

RUY BLAS (_aparte_).--¡Evitar su presencia hace seis meses, y verla de
improviso! (_En voz alta._) ¿Estabais ahí, señora?

LA REINA.--Sí, duque, lo escuchaba todo... y con mucho interés.

RUY BLAS (_mostrando el gabinete_).--No sospechaba... la existencia de
ese gabinete, señora...

LA REINA.--Nadie le conoce. Es un gabinetito oscuro que Felipe III
mandó abrir en esa pared. Desde ahí, el monarca, invisible, oía todo
cuanto en el consejo se trataba; y también he visto con frecuencia
á Carlos II, triste y cabizbajo, asistiendo al consejo en que se le
despojaba de sus bienes y se vendía el Estado.

RUY BLAS.--¿Y qué decía?

LA REINA.--Nada.

RUY BLAS.--¿Nada? ¿Y qué hacía?

LA REINA.--Iba á cazar. ¡Pero vos!... aún me parece oir vuestro acento
amenazador. ¡Con qué brío y energía los habéis tratado, y con cuánta
razón! Levantando un poco el tapiz podía veros bien. Vuestras miradas,
sin cólera, pero severas, humillaban á todos al decirles tan tristes
verdades; y entre los consejeros cabizbajos sólo vuestra figura
descollaba. Pero ¿dónde habéis aprendido todas esas cosas? ¿Cómo es que
conocéis los efectos y las causas? Veo que nada ignoráis. Vuestra voz
hablaba cual debería hablar la de los reyes; y me parecíais majestuoso
y severo como un Dios. ¿Por qué es así?

RUY BLAS.--¡Porque os amo! Porque conozco que esos hombres me odian,
y que al labrar mi ruina labrarán la vuestra; porque mi abnegación,
señora, es tan profunda, que por salvaros, salvaría al mundo. Soy un
infeliz que por vos delira de amor, y en vos piensa, señora, como el
ciego en el día. Escuchadme: en mis sueños sin fin os amo desde lejos,
desde abajo, desde el fondo de la sombra: y no osaría alzar la vista
hasta vos, porque vuestra mirada me deslumbra. ¡Si supiérais, señora,
cuánto he sufrido durante los seis meses en que siempre evité vuestra
presencia!... No me ocupo de esos hombres, porque sólo vivo con mi
amor. ¡Oh, Dios mío! ¡Y aún me atrevo á decir esto frente á frente á
Vuestra Majestad! No sé lo que hago... Perdonadme... tengo miedo en el
corazón;... pero moriría por vos...

LA REINA.--¡Oh! prosigue, tus palabras me encantan; jamás me han dicho
esas cosas, y te escucho con inefable placer; necesito verte y oirte.
¡Si supieras cuánto he sufrido también en los seis meses en que con
tanto afán has evitado mi presencia!... Pero no, no debo decirte esto
tan pronto... ¡Soy muy desgraciada! ¡Oh! ¡debo callar; tengo miedo!

RUY BLAS (_que la escucha con pasión_).--¡Oh! ¡señora, concluíd, porque
vuestras palabras me llenan el corazón!

LA REINA.--¡Pues bien, escucha! (_Alzando los ojos al cielo._) Sí, voy
á decírtelo todo. ¡No sé si cometo un crimen; pero si lo es, tanto
peor! Cuando el corazón se abre, forzoso es dejar ver cuanto en él se
oculta. ¿Tú huías de la reina? ¡Pues bien, la reina te buscaba! Todos
los días estaba allí, en aquel gabinete, escuchándote, recogiendo la
menor palabra que decías, admirando tu espíritu, que quiere, juzga
y resuelve, y seducida por tu voz y tu ardimiento. Tú me pareces el
verdadero rey, el verdadero señor. Yo soy la que hace seis meses,
debiste sospecharlo, te eleva paso á paso hasta la cumbre del poder.
Dios debió haberte colocado donde una mujer te ha puesto. Tú velas
solícito por mí, y yo te admiro; en otro tiempo me diste una flor, y
ahora un imperio; primero has sido bueno, y después grande. Esto es lo
que apasiona á una mujer. ¡Dios mío! si obro mal ¿por qué en esta tumba
me encierras, como se aprisiona la paloma en una jaula, sin esperanza,
sin amor y sin ilusiones? Otro día, cuando tengamos tiempo, te contaré
todo cuanto he sufrido, siempre sola y olvidada. Á cada instante siento
mi orgullo humillado; juzga tú mismo: ayer, sin ir más lejos... mi
cámara me disgusta; ya sabes que unas son más tristes que otras, y
quise abandonar la que ocupo; pero no me lo permitieron. Ya ves hasta
qué punto soy esclava y arrastro mis cadenas. ¡Duque, preciso es que
el cielo te haya enviado aquí para salvar al Estado, para apartar del
borde del abismo á ese pobre pueblo que sin cesar trabaja, y para
amarme á mí, que tanto sufro en silencio!

RUY BLAS (_cayendo de rodillas_).--Señora...

LA REINA (_gravemente_).--Don César, mi alma os entrego; reina para
todos, sólo seré para vos una mujer; por el amor y por el corazón os
pertenezco, duque; tengo bastante fe en vuestro honor para confiar en
que respetaréis el mío, y cuando me llaméis estaré á vuestro lado. ¡Oh,
César! tú eres un espíritu sublime, porque el genio es tu corona. (_Da
un beso á Ruy Blas en la frente._) ¡Adiós!

  (_Levanta la tapicería y desaparece._)


ESCENA IV

RUY BLAS, solo, y como absorto en un éxtasis

¡Ante mis ojos veo abrirse el cielo esplendoroso, y en la carrera de mi
vida esta es la hora primera! Todo un mundo de luz, semejante á esos
paraísos que entre sueños nos parece ver á veces, me inunda con sus
brillantes rayos. Por doquiera alegría, éxtasis y misterio, embriaguez
y orgullo, y sobre todo el amor, que es lo que en la tierra se acerca
más á la divinidad. ¡La Reina me ama! ¡Oh Dios mío! ¿es verdad que á
mí mismo es á quien ama? Entonces soy más que el rey, y esto solo me
deslumbra. ¡Feliz, amado, duque de Olmedo!... ¡La España á mis pies;
y en mis manos el corazón de ese ángel á quien de rodillas contemplo!
Sus palabras me transfiguran y hacen de mí más que un hombre. Sí,
mis sueños dorados se realizan; y estas no son ilusiones de mi loca
fantasía. ¡Sí, sí, me ha hablado; era ella; llevaba una diadema de
encaje de plata, y no dejé de mirarla mientras me habló! Paréceme
estar viéndola aún con su aspecto noble y majestuoso. Dice que confía
en mí... ¡Pobre ángel! ¡Oh! Si es cierto que Dios, por un extraño
prodigio, nos dió el amor para que fuéramos más grandes y benignos, yo,
que no temo cosa alguna mientras que ella me ame; yo, poderoso ya por
su elección suprema; yo, á quien los reyes envidiarían, juro ante Dios,
sin temor y con voz segura, que podéis confiar en mí, señora, en mi
brazo como reina, en mi corazón como mujer. ¡La abnegación se oculta en
el fondo de mi alma confundida con mi amor puro y leal! ¡Nada temáis,
reina mía!

  (_Desde hace algunos momentos un hombre ha entrado por la puerta
  del fondo, embozado en una ancha capa, y cubierta la cabeza con un
  sombrero galoneado de plata. Avanza lentamente hacia Ruy Blas sin
  ser visto, y en el momento en que éste, ebrio de dicha, levanta los
  ojos al cielo, le pone bruscamente la mano en el hombro. Ruy Blas se
  vuelve con viveza: el hombre deja caer el embozo: es D. Salustio,
  vestido de librea color de fuego, con galones de plata, semejante á
  la del paje de Ruy Blas._)


ESCENA V

RUY BLAS, D. SALUSTIO

D. SALUSTIO.--Buenos días.

RUY BLAS (_aterrado, aparte_).--¡Gran Dios, estoy perdido! ¡El marqués!

D. SALUSTIO (_sonriendo_).--Apostaría á que no pensabais en mí.

RUY BLAS.--En efecto, vuestra presencia me sorprende. (_Aparte._) ¡Oh!
ya renace mi desgracia; yo miraba el ángel, mientras que el demonio
venía.

  (_Corre hacia el tapiz que oculta el gabinete secreto, cierra la
  puertecilla con cerrojo, y vuelve temblando hacia don Salustio._)

D. SALUSTIO.--Y bien, ¿cómo va por aquí?

RUY BLAS (_con la mirada fija en D. Salustio impasible, apenas puede
coordinar sus ideas_).--¡Esa librea!...

D. SALUSTIO (_sonriendo siempre_).--Érame preciso entrar en palacio,
y como con esta librea se puede llegar á todas partes, he tomado la
vuestra, que no deja de agradarme. (_Se cubre; Ruy Blas permanece
descubierto._)

RUY BLAS.--Es que yo temo por vos.

D. SALUSTIO.--¡Temor risible!

RUY BLAS.--¡Estáis desterrado!

D. SALUSTIO.--¿Lo creéis así? Es posible.

RUY BLAS.--Si os reconociesen en el palacio en pleno día...

D. SALUSTIO.--¡Bah! los cortesanos felices que viven descuidados no
irán á perder el tiempo en examinar el rostro de un caído para recordar
quién es; y además, ¿quién repara en un lacayo? (_Se sienta en un
sillón; Ruy Blas permanece en pie._) ¿Y qué se cuenta en Madrid, amigo
mío? ¿Es cierto que, poseído de un celo hiperbólico en favor del tesoro
público, desterráis á ese buen Priego, uno de nuestros nobles? ¿Habéis
olvidado que sois parientes? Su madre es Sandoval, como la vuestra ¡qué
diablo! y en su escudo lleva oro en campo de gules. Mirad vuestros
blasones, don César; esto es muy claro; entre parientes no se hacen
tales cosas. ¿Pensáis que los lobos se hacen daño entre sí, fingiéndose
corderos? Abrid los ojos para vos mismo, pero cerradlos para los demás.
Cada cual para sí.

RUY BLAS (_tranquilizándose un poco_).--Sin embargo, señor, permitidme
observar que el marqués de Priego, como noble, gravaba los ingresos
del tesoro, precisamente cuando será necesario poner un ejército en
campaña. No tenemos dinero, y se necesita. El heredero bávaro se muere,
según me decía ayer el conde de Harrach, embajador de Austria, á quien
debéis conocer. Si el archiduque quiere sostener su derecho, la guerra
estallará...

D. SALUSTIO.--El aire me parece un poco frío; hacedme el favor de
cerrar la ventana.

  (_Ruy Blas, pálido de vergüenza y desesperación, vacila un instante;
  después hace un esfuerzo y se dirige lentamente á la ventana,
  ciérrala y vuelve hacia D. Salustio, que sentado en el sillón, le
  mira con expresión de indiferencia._)

RUY BLAS (_continúa, tratando de convencer á D. Salustio_).--Dignaos
reflexionar hasta qué punto es inoportuna la guerra, no teniendo
dinero. La salvación de España depende de nuestra probidad más que de
otra cosa; y yo, como si nuestro ejército estuviese ya preparado, he
mandado decir al emperador que le haré frente...

D. SALUSTIO (_interrumpiendo á Ruy Blas, y mostrándole un pañuelo, que
ha dejado caer al entrar_).--Tened la bondad de recogerme el pañuelo.
(_Ruy Blas, apurada la paciencia, vacila otra vez, pero al fin recoge
el pañuelo y preséntale á D. Salustio, quien añade, guardándole en el
bolsillo:_) ¿Decíais?...

RUY BLAS (_haciendo un esfuerzo_).--La salvación de España y el interés
público exigen un sacrificio. Toda nación bendice á quien la salva, y
para ello debemos atrevernos á ser grandes, á despejar las sombras de
la intriga y á desenmascarar á los bribones.

D. SALUSTIO (_con indolencia_).--En efecto, esa es mala compañía; mas
no creo que se deba hacer tanto ruido por un pobre millón que han
devorado, ni tampoco es cosa de poner el grito en el cielo. Amigo mío,
nuestros grandes señores no son ganapanes como los vuestros, y gústales
vivir holgadamente. Os digo con franqueza que eso de hacer el Quijote
para corregir abusos, siempre henchido de orgullo y rojo de cólera, me
parece una ridiculez; pero ¡bah! os habéis empeñado en ser popular y en
que os adoren los plebeyos; queréis ser famoso en tiendas y plazuelas.
¡Qué rareza! Tened otros caprichos menos vanos. ¡El interés público!
Pensad antes en el vuestro; y en cuanto á la salvación de España,
esta es una frase hueca que otros harán resonar mejor que vos. ¿La
popularidad? es pobre gloria; y eso de convertiros en dogo que ladra
siempre alrededor de las gabelas, paréceme triste oficio. ¡La virtud,
la fe, la probidad, palabras vanas! Todo esto estaba gastado ya en
tiempos de Carlos V. Duéleme que parezcáis un necio, siendo hombre
inteligente. Romped á puntapiés vuestro globo ridículo é hinchado, para
que salga el viento de tantas necedades.

RUY BLAS.--Sin embargo, señor...

D. SALUSTIO (_con helada sonrisa_).--¡Qué raro sois! Ocupémonos ahora
en cosas más serias. (_Con tono breve é imperioso._) Me esperaréis
mañana todo el día en vuestra casa, es decir, en la que yo os he dado,
pues ya se acerca el desenlace de mis planes. Quedaos tan sólo con los
mudos para vuestro servicio, y tened en el jardín oculta una carroza
preparada para emprender un viaje. Yo me cuidaré del cambio de mulas.
Hacedlo todo tal como os digo; y si necesitáis dinero os lo enviaré.

RUY BLAS.--Señor, obedeceré; consiento en todo; pero juradme antes que
en este asunto nada tendrá que ver la Reina.

D. SALUSTIO (_que juega con un cuchillo de marfil sobre la mesa, se
vuelve á medias_).--¿Y qué os importa?

RUY BLAS (_vacilando y mirándole con espanto_).--¡Oh! ¡sois un
hombre temible! Mis rodillas tiemblan... Me arrastráis á un abismo
insondable, y sospecho que proyectáis planes monstruosos. Entreveo algo
espantoso... Compadeceos de mí. Es preciso que os lo diga todo para que
podáis juzgar, pues no lo sabíais. ¡Yo amo á esa mujer!

D. SALUSTIO (_fríamente_).--Ya lo sabía.

RUY BLAS.--¡Lo sabíais!

D. SALUSTIO.--¡Pardiez! ¿Qué importa esto?

RUY BLAS (_apoyándose en la pared para no caer, y como hablando consigo
mismo_).--¡Soy pues juguete de ese cobarde, que así me atormenta! ¡Oh!
¡qué horrible aventura! (_Levantando la vista al cielo._) ¡Perdonadme,
señor, Dios poderoso!

D. SALUSTIO.--¡Pardiez, veo que de veras estáis soñando y que tomáis
por lo serio vuestro papel! Esto es ridículo. Mis proyectos tienen un
fin determinado que yo solo debo conocer; y el objeto es haceros más
feliz de lo que podéis pensar. Obedeced, callad y no tengáis cuidado,
que vuestra recompensa será la fortuna. Los pesares de amor valen bien
poco, y todos sabemos que son muy pasajeros. Habéis de saber que se
trata del destino de un imperio, y comparado con esto nada significan
vuestros asuntos. Quiero deciros todo; pero tened el buen sentido de
manteneros en vuestra esfera. Yo soy muy bueno y benigno; pero ¡qué
diantre! un lacayo no es al fin más que humilde vaso donde puedo
verter mis fantasías. El amo puede hacer de vosotros lo que le plazca,
disfrazaros y descubriros á su antojo. Yo os hice gran señor por un
momento dejándoos después libre; pero no olvidéis, que sois mi lacayo.
Cortejáis á la reina, como también podríais colocaros detrás de mi
carroza. Sed razonable, amigo mío.

RUY BLAS (_que ha escuchado aturdido, y como no pudiendo dar crédito
á lo que oye_).--¡Oh Dios mío, Dios clemente, Dios justo! ¿De qué
crimen será este el castigo? ¿Qué he podido hacer yo? ¡Señor! tú que
eres el padre de todos ¿quieres verme morir desesperado? De mi parte
no hay falta, y no debo ser víctima. Señor marqués, me habéis lanzado
en un abismo, y es una crueldad martirizar un pobre corazón, lleno
de amor y de fe, para llevar á cabo una venganza. (_Hablando consigo
mismo._) ¡Oh! sí, es una venganza, no hay duda alguna, y bien adivino
que es contra la Reina. ¿Qué hacer? ¿Iré á decirle todo? ¡Cielos, ser
un objeto de disgusto y de horror para ella, ser un bribón, un pillo
de dos caras, á quien se expulsa á palos! ¡Jamás! ¡Me vuelvo loco!
(_Pausa._) ¡Dios mío! he aquí cómo se hacen las cosas. En la sombra
se construye una máquina terrible, armada de rodajes sin número;
después se arroja en ella, como para probarla, una cosa, un lacayo; y
por debajo de las ruedas, puestas ya en movimiento, se ve salir una
masa de carne palpitante, una cabeza rota, un corazón ensangrentado.
¡Y nadie se espanta entonces al reconocer que aquel lacayo era un
hombre! (_Volviéndose hacia D. Salustio._) Pero aún es tiempo, señor,
pues todavía no está la horrible rueda en movimiento. (_Se arroja á
sus pies._) ¡Compadeceos de mí, apiadaos de ella! Ya sabéis que soy un
servidor fiel, y con frecuencia lo habéis dicho; ya veis que me someto.
¡Gracia!

D. SALUSTIO.--Este hombre no comprenderá jamás, y á fe que me
impaciento.

RUY BLAS (_arrastrándose á sus pies_).--¡Gracia!

D. SALUSTIO.--¡Abreviemos! (_Se vuelve hacia la ventana._) Habéis
cerrado mal esa ventana, y por ahí entra el frío.

  (_La cierra._)

RUY BLAS (_levantándose_).--¡Oh! ¡esto es ya demasiado! Ahora soy duque
de Olmedo, ministro poderoso, y levanto la frente bajo el pie que me
pisa.

D. SALUSTIO.--¿Cómo decís eso? Repetid la frase: ¡Ruy Blas, duque de
Olmedo! ¿No veis que sólo un Bazán puede ser Olmedo?

RUY BLAS.--¡Ordenaré que os prendan!

D. SALUSTIO.--Diré quién sois.

RUY BLAS (_exasperado_).--Pero...

D. SALUSTIO.--Acusadme; vuestra cabeza arriesgo con la mía. Todo está
previsto. No toméis tan pronto ese aire triunfante.

RUY BLAS.--¡Lo negaré todo!

D. SALUSTIO.--¡Vamos, sois un niño!

RUY BLAS.--¡No tenéis pruebas!

D. SALUSTIO.--Ni vos memoria. Yo hago siempre lo que digo, y os
demostraré que no sois más que el guante, y yo la mano. (_Acercándose á
Ruy Blas._) Si no obedeces, si no estás mañana en tu casa para preparar
lo que necesito, si dices una sola palabra de lo que ocurre, si tus
miradas ó tu ademán infunden la menor sospecha, aquella por quien
temes quedará públicamente difamada y perdida; y después recibirá, bajo
sobre, un papel que conservo en sitio seguro, escrito, ya recordarás
por qué mano, y firmado por quien sabes. Ese papel dice lo siguiente:
«Yo, Ruy Blas, lacayo de Su Excelencia el marqués de Finlas, me obligo
á servirle, como buen criado, en toda ocasión pública ó secreta.»

RUY BLAS (_con voz desfallecida_).--Basta, señor; haré lo que os plazca.

  (_Se abre la puerta del fondo y entran los consejeros. Don Salustio
  se emboza rápidamente en su capa_.)

D. SALUSTIO (_en voz baja_).--Alguien viene. (_Saluda profundamente á
Ruy Blas._) Señor duque, soy vuestro criado.

  (_Vase._)

[Ilustración]



ACTO IV

D. CÉSAR

Gabinete lujoso, de aspecto sombrío. Ornamentación y muebles usados y
de antigua forma. Las paredes están cubiertas de tapices de terciopelo
carmesí, desgastados por la acción del tiempo y formando cuadros
cortados por franjas de oro que los separan en tiras verticales. En el
fondo una puerta de dos hojas. Á la izquierda, en un bastidor, gran
chimenea del tiempo de Felipe II con escudo de hierro forjado en el
interior. De la parte opuesta, en otro bastidor, una puerta pequeña
que da á una habitación oscura. Á la izquierda una sola ventana con
barrotes, como los de una prisión. En las paredes algunos retratos
antiguos y medio borrados. Un guardarropa con espejo de Venecia.
Grandes butacas del tiempo de Felipe III. Un lujoso armario colocado
junto á la pared. Una mesa cuadrada con recado de escribir. Un pequeño
velador con pies dorados en un rincón. Es de día. Al levantarse el
telón, Ruy Blas, vestido de negro, sin capa, sin el toisón y vivamente
agitado, recorre á largos pasos la habitación. En el fondo, un paje
permanece inmóvil, esperando sus órdenes.


ESCENA I

RUY BLAS, EL PAJE

RUY BLAS (_hablando consigo mismo_).--¿Qué hacer?... Ella es primero
que todo; sólo en ella debo pensar. Aunque hubiese de perder la
vida, aunque hubiera de dar mi alma al infierno, es preciso que yo la
salve. Mas ¿de qué modo lo conseguiré?... Dar por ella mi sangre, mi
corazón, mi vida, es cosa fácil; pero ¿cómo destruir la inicua trama?
Hay que adivinar lo que ese hombre maquina, lo que se propone. Ese
hombre surge de repente de entre las tinieblas y luego desaparece...
¿Qué hace en la oscuridad?... ¡Cuando reflexiono que, en el primer
momento de sorpresa, le he rogado sólo por mí, me acuso de estúpido y
de cobarde!... Está visto que ese hombre es un malvado, y me parece
ahora imposible que yo haya tenido esperanza de que, al juzgarse
dueño de la presa, se contentara con la mitad y dejase en paz á la
reina por conmiseración á su criado... Sin embargo, ¡miserable de mí!
es forzoso salvarla, ya que la he perdido, es indispensable á toda
costa... si no, se acabó todo... ¡Y caer tan abajo después de subir
á tanta altura!... ¿Acaso habré soñado?... ¡Oh! quiero salvarla...
Quiero salvarla y todavía ignoro cómo y por dónde vendrá el traidor...
Él es tan dueño de mi vida como de esta casa, de la cual conoce todos
los secretos y tiene todas las llaves. Puede entrar y salir, penetrar
alevosamente y pisotear mi corazón como este mismo suelo... Sí, yo
soñaba... La fortuna improvisada había perturbado mi cabeza... Estoy
loco, no puedo coordinar ni una sola idea... Mi razón, de la cual
estaba tan orgulloso, no es más que un débil junco que se dobla al
soplo del huracán... ¡Dios mío, Dios mío! ¿Qué haré?... Ante todo es
necesario impedir que salga de palacio... Ahí está el lazo sin duda
alguna... Todo es oscuro en torno mío... Presiento la trama, pero no
puedo verla... ¡Cuánto sufro!... Ya está dicho. Impediré que salga, la
avisaré inmediatamente... ¿Y por quién, si no tengo ninguna persona de
confianza?... (_Reflexiona, dando muestras de abatimiento. De pronto,
como herido por una súbita inspiración, que le infunde una esperanza,
levanta la cabeza._) Sí, Guritán la ama... Es hombre leal... ¡Oh! sí,
sí, eso es. (_Llama con un signo al paje, y le dice en voz baja:_) Véte
inmediatamente á casa de don Guritán y preséntale mis excusas; dile
luego que vaya sin perder momento á ver á la Reina y que en nombre
suyo y mío la conjure á que, suceda lo que quiera, no salga de palacio
en tres días; ¿lo oyes bien? que en tres días no salga... Corre...
(_Llamando de nuevo al paje._) ¡Ah! espera. (_Saca de su cartera una
hoja de papel y un lápiz._) Dile que entregue esto á la Reina y que
esté alerta. (_Escribe con rapidez sobre una rodilla._) «Dad crédito
á don Guritán y haced lo que os aconseje.» (_Dobla el papel y se lo
entrega al paje._) Añade que, en cuanto á nuestro desafío, estaba yo en
un error, que me pongo á sus órdenes, que me compadezca porque sufro
mucho, y que públicamente le daré una satisfacción... Manifiéstale
también que ella corre un gran peligro, que es preciso que no salga á
lo menos en tres días, suceda lo que quiera. Hazlo todo puntualmente;
sé discreto; no dejes traslucir nada...

EL PAJE.--Confiad en mí; os quiero porque sois un buen amo.

RUY BLAS.--Pues corre, pajecillo, corre. ¿Estás ya enterado?

EL PAJE.--Sí, quedad tranquilo.

  (_Sale._)

RUY BLAS (_que al quedar solo cae desplomado en un sillón_).--Voy
tranquilizándome, y sin embargo, experimento aún síntomas de locura...
Concibo confusamente multitud de ideas que muy luego se me olvidan...
El medio de acudir á don Guritán es seguro... Pero yo ¿habré de esperar
aquí á don Salustio?... ¿Y para qué?... No, no quiero esperarle; esto
le inutilizará por todo un día... Voy á orar á cualquier iglesia...
Necesito inspiración y Dios me la concederá. (_Toma el sombrero y agita
una campanilla colocada sobre la mesa. Aparecen en la puerta del fondo
dos negros vestidos de terciopelo verde claro y brocado de oro._) Voy á
salir. Dentro de poco vendrá un hombre que acaso penetre por una puerta
reservada. Si veis que procede aquí como si fuera el amo, dejadle; y
si viniesen otros... (_Después de vacilar un momento._) ¡qué diablo!
dejadlos entrar. (_Despide con un ademán á los negros, que se inclinan
en señal de obediencia y se van._) Vámonos.

  (_Sale._)

  (_En el momento de cerrarse la puerta se oye un gran estrépito en la
  chimenea, por la cual se ve caer á un hombre embozado en una capa
  hecha girones y que se precipita en la habitación. Es D. César._)

[Ilustración: D. CÉSAR.--_Esta capa me parece más decente que la mía._]


ESCENA II

D. CÉSAR

D. CÉSAR (_azorado, anhelante, despeinado, aturdido y con expresión
alegre é inquieta al mismo tiempo_).--Lo siento, pero soy yo. (_Se
levanta frotándose la pierna sobre la cual ha caído y adelántase por la
habitación con el sombrero en la mano y haciendo saludos._) Dispensad,
no me hagáis caso, ya me voy... Podéis seguir hablando... Continuad,
por favor... No podéis figuraros cuánto siento haberos interrumpido...
(_Se detiene en medio de la habitación y se apercibe de que está
solo._) ¡Nadie! Y sin embargo, hace un momento que, desde el tejado,
creí haber oído rumor de voces... ¡Nadie! (_Sentándose en una butaca._)
¡Perfectamente! Descansemos: ¡qué hermosa es la soledad!... ¡Uf!...
¡Cuántas peripecias!... ¡Estoy asombrado de mí mismo!... Y todas tan
inesperadas como la lluvia que, al sacudirse, nos arroja un perro que
se acaba de bañar. En primer lugar, los alguaciles que me cogieron
entre sus garras; luego mi ridículo embarque; después los corsarios;
aquella gran ciudad donde tanto me han maltratado; las tentaciones
contra mi virtud por aquella mujer amarilla; mi salida de la prisión,
mis viajes, y por último, mi regreso á España. ¡Vaya una novela! El
mismo día de mi llegada vuelvo á ver á los malditos alguaciles; me
persiguen encarnizadamente y huyo á la desesperada; salto un muro,
diviso una casa escondida entre los árboles, corro á ella sin que
nadie me vea, gano el tejado y me introduzco en el interior por una
chimenea donde queda hecha trizas mi mejor capa... La verdad, el
caballero Salustio es un bandido... (_Mirándose en un pequeño espejo
colocado sobre el guardarropa, que tiene cajones esculpidos._) Mi
jubón me ha acompañado en todas mis desdichas y resiste valerosamente
las injurias del tiempo. (_Se quita la capa y se mira en el espejo el
jubón de seda usado, roto y con remiendos; luego se lleva con rapidez
la mano á la pierna, á la vez que fija la vista en la chimenea._) Pero
mi pierna ha sufrido horriblemente con la caída. (_Abre los cajones
del guardarropa, y en uno de ellos encuentra una capa de terciopelo
verde claro bordada de oro: la misma que D. Salustio dió á Ruy Blas. La
examina y la compara con la suya._) Esta capa me parece más decente que
la mía. (_Se la pone y coloca en su lugar la suya después de haberla
doblado cuidadosamente; luego, abollando de un puñetazo su sombrero,
colócale encima de la capa vieja, vuelve á cerrar el cajón y se pasea
con orgullo embozado, luciendo la capa nueva._) Sea como fuere, ya
estoy de vuelta en España y todo va bien... ¡Ah, querido primo! ¿deseas
que emigre á esos países de África, donde el hombre hace el papel de
ratón del tigre? Pues bien, me vengaré de ti de un modo espantoso...
en cuanto almuerce... Iré á tu casa con mi verdadero nombre, llevando
tras de mí la innumerable caterva de mis acreedores, seguidos de
sus hijos, y te entregaré á su voraz apetito. (_Ve en un rincón un
magnífico par de botinas con encañonados de encaje.--Arroja con viveza
sus zapatos viejos y se pone aquellas._) Ahora veamos dónde me han
traído mis desventuras. (_Examina la habitación por todos lados._) Casa
misteriosa y á propósito para tragedias. Puertas cerradas, ventanas
con barrotes, un verdadero calabozo... En esta deliciosa mansión se
ha de entrar por arriba, como el vino entra en las botellas... ¡El
vino! ¡Qué bueno es el vino, cuando es bueno! (_Se apercibe de la
pequeña puerta de la derecha, la abre, entra precipitadamente en el
gabinete con que comunica y vuelve á salir demostrando admiración._)
¡Maravilla de maravillas! ¡Un gabinete sin salida y donde todo está
cerrado también! (_Va á la puerta del fondo, la entreabre y mira hacia
fuera; luego la vuelve á cerrar y se dirige al proscenio._) ¡Nadie!...
¿Dónde diablos me he metido?... El caso es que he conseguido huir
de los alguaciles; lo demás importa poco. Y luego que no es cosa de
asustarse ni de tomar un aire lúgubre, porque nunca haya visto una casa
que esté así dispuesta. (_Vuelve á sentarse en la butaca, bosteza y
casi inmediatamente se levanta._) El caso es que me aburro sobremanera.
(_Distinguiendo un pequeño armario adosado á la pared, en el rincón
de la izquierda._) Veamos, esto tiene aspecto de ser una biblioteca.
(_Se dirige al mueble y le abre, resultando ser un repostero bien
provisto._) Justo y cabal. Una empanada, vino, una torta, seis
botellas, correctamente alineadas... Me convenzo de que he calumniado á
esta casa. (_Examina las botellas una por una._) Esto es exquisito...
¡Oh respetable armario, yo te saludo! Veamos primero esto. (_Llena el
vaso y bebe de un trago todo el líquido._) ¡Es una obra admirable de
ese famoso poeta que se llama el Sol! Jerez de los Caballeros no ha
producido nada mejor. (_Se sienta, llena otro vaso y bebe._) ¿Qué libro
vale lo que esto? No hay nada que tenga más espíritu. (_Bebe._) ¡Ah!
¡Cómo conforta! Ahora comamos. (_Corta un pedazo de empanada._) Esos
bribones de alguaciles han quedado vencidos... No darán con mi pista.
(_Come._) ¡Oh! Reina de las empanadas... Pero si viniese el dueño de
la casa... (_Se dirige al armario, saca otro vaso y un cubierto y los
coloca sobre la mesa._) ¡Bah! Le convidaría... ¿Y si me hiciera arrojar
de aquí?... Por si acaso comamos aprisa. (_Come á dos carrillos._)
Cuando haya concluído examinaré la casa. ¿Quién vivirá en ella? Tal
vez sea un buen muchacho, y todo este misterio no sirva más que para
ocultar una intriga amorosa. Después de todo, ¿qué mal causo yo aquí?
Nada busco sino la hospitalidad de ese digno mortal y quiero pedirla
á la manera antigua, abrazando el altar. (_Se inclina y rodea la mesa
con sus brazos. Luego bebe._) Reflexionemos: el hombre que tiene este
vino, no puede ser un malvado; y además, si viene, le diré quién soy.
¡Ah, va á darse al diablo mi maldito primo!... ¡Cómo!... se dirá,
¿ese cualquiera, ese andrajoso, ese mendigo, ese bandido es don César
de Bazán? Ni más ni menos, y primo de don Salustio por añadidura...
¡Oh, qué sorpresa y qué escándalo habrá en Madrid! ¿Cuándo ha venido?
¿Anoche? ¿Esta mañana? ¡Qué tumulto se formará al estallar la bomba, al
volverse á oir mi olvidado é ilustre nombre! Pues sí, señores, es don
César de Bazán: nadie pensaba en él, nadie hablaba de él, pero vivía,
vive, no ha muerto... Los hombres dirán: ¡Diablo!... Y las mujeres: ¡Me
alegro! Y á estas dulces exclamaciones, se mezclarán los ladridos de
mis trescientos acreedores. ¡Qué hermoso papel voy á hacer!... ¡Lástima
que no tenga dinero! (_Se oye ruido en la puerta._) Alguien viene...
Sin duda me arrojarán de aquí como un saltimbanqui... Sea lo que
fuere... No hagas nada á medias, César.

  (_Se emboza hasta los ojos en la capa. Ábrese la puerta del fondo y
  aparece un lacayo con librea, llevando á la espalda voluminoso saco._)


ESCENA III

D. CÉSAR, UN LACAYO

D. CÉSAR (_mirando al lacayo de pies á cabeza_).--¿Á quién venís á
buscar? (_Aparte._) En situaciones apuradas se necesita mucho aplomo.

EL LACAYO.--¿Don César de Bazán?

D. CÉSAR (_desembozándose_).--Yo soy. (_Aparte._) Esto es asombroso.

EL LACAYO.--¿Conque sois el señor don César de Bazán?

D. CÉSAR.--Ya he dicho que sí. Yo soy César, el verdadero César, el
único César, el conde de Garo...

EL LACAYO (_colocando el saco en una butaca_).--Dignaos ver si está
justa la cuenta.

D. CÉSAR (_aturdido y aparte_).--¡Dinero! Esto es inexplicable.
(_Alto._) Amigo mío...

EL LACAYO.--Dignaos contarlo. Aquí está la cantidad que me han mandado
traeros.

D. CÉSAR (_con cómica gravedad_).--Ya comprendo. (_Aparte._) Lléveme el
diablo si sé una palabra; pero no lo echemos á perder; el socorro no
puede ser más oportuno (_Alto._) ¿He de hacer recibo?

EL LACAYO.--No, señor.

D. CÉSAR (_señalando la mesa_).--Coloca ahí ese dinero. (_El lacayo
obedece._) ¿De parte de quién viene?

EL LACAYO.--Vuecencia lo sabe perfectamente.

D. CÉSAR.--¡Ya lo creo! Pero...

EL LACAYO.--Me olvidaba repetir lo que me han dicho: este dinero viene
de parte de quien vos sabéis, para lo que sabéis perfectamente.

D. CÉSAR (_satisfecho de la explicación_).--¡Ya!

EL LACAYO.--Ambos debemos ser muy reservados... ¡Chist!

D. CÉSAR.--¡¡Chist!! Este dinero viene... ¡La frase es magnífica!
Repítela.

EL LACAYO.--Este dinero...

D. CÉSAR.--Todo es muy claro: viene de parte de quien yo sé...

EL LACAYO.--Para lo que vos sabéis. Debemos...

D. CÉSAR.--Ambos...

EL LACAYO.--Ser muy reservados.

D. CÉSAR.--Pues no puede ser más claro.

EL LACAYO.--Para vos. Yo obedezco y no sé nada.

D. CÉSAR.--¡Bah!

EL LACAYO.--Pero vos sí.

D. CÉSAR.--¡No faltaba más!

EL LACAYO.--Con eso basta.

D. CÉSAR.--Lo sé todo... y me quedo con el dinero. La cosa es tan clara
que...

EL LACAYO.--¡Chist!

D. CÉSAR.--¡Chist!... Es verdad, ya iba á ser indiscreto.

EL LACAYO.--Contad, señor.

D. CÉSAR.--¿Por quién me tomas? (_Admirando el volumen del saco._) ¡Qué
hermosa pieza!

EL LACAYO (_insistiendo_).--Pero...

D. CÉSAR.--Me inspiras confianza.

EL LACAYO.--Gracias. La cuenta está justa y en saquillos de oro y plata.

  (_D. César abre el saco y extrae muchos saquillos de oro y plata que
  vacía sobre la mesa; luego coge á puñados las monedas y se llena los
  bolsillos_.)

D. CÉSAR (_interrumpiendo majestuosamente la operación_).--He aquí que
mi extravagante novela termina con felicidad en... ¡un millón! (_Vuelve
á llenarse los bolsillos._) ¡Oh! ¡Delicia! ¡Parezco un galeón!

  (_Cuando ha llenado un bolsillo, procede á igual operación en
  otro. Búscase bolsillos por todas partes y parece haber olvidado al
  lacayo._)

EL LACAYO (_que le mira con impasibilidad_).--Ahora espero vuestras
órdenes.

D. CÉSAR (_volviéndose hacia él_).--¿Para qué?

EL LACAYO.--Para ejecutar inmediatamente lo que yo no sé, pero vos sí.
Parece que hay comprometidos grandes intereses...

D. CÉSAR (_interrumpiéndole con aire de inteligencia_).--Sí, ¡públicos
y privados!

EL LACAYO.--Y quieren que en seguida haga lo que me ordenéis. Repito lo
que me han dicho.

D. CÉSAR (_dándole un amistoso golpe en la espalda_).--Y yo te alabo,
fiel servidor.

EL LACAYO.--Para que no haya retraso alguno, mi amo me ha encargado que
me ponga á vuestras órdenes.

D. CÉSAR.--Eso es hacer bien las cosas. Complazcamos á tu amo.
(_Aparte._) Que me cuelguen si sé qué decir. (_Alto._) Acércate
inmediatamente. (_Llena de vino el otro vaso._) ¡Bebe!

EL LACAYO.--¡Cómo! Señor...

D. CÉSAR.--¡Bebe! (_Obedece el lacayo, y D. César vuelve á llenar el
vaso._) ¡Es vino de Oropesa! (_Hace sentar al lacayo, le obliga á beber
otra vez y de nuevo le llena el vaso._) Ahora hablemos. (_Aparte._) Ya
está medio alumbrado. (_Alto y estirándose en la silla que ocupa._) El
hombre, amigo mío, no es más que humo, humo negro, producto del fuego
de sus pasiones. Toma. (_Le escancia nuevamente._) Esto que te digo
no puede ser más tonto. Y además, el humo de una chimenea ya es otra
cosa: se dirige al cielo azul y sube alegremente mientras nosotros
bajamos. (_Se frota la pierna._) El hombre no es más que vil materia.
(_Llena los dos vasos._) Bebamos. Todos tus doblones no valen lo que
la alegría de cualquier borracho. (_Aproximándose al lacayo y con aire
misterioso._) Seamos prudentes: no es cuestión de cargar más de lo que
se puede sostener: el edificio levantado sin cimientos, se derrumba en
seguida... Mira, abróchame el cuello de la capa.

EL LACAYO (_con orgullo_).--Yo no soy ayuda de cámara.

  (_Antes que D. César pueda impedírselo, toca la campanilla que está
  colocada encima de la mesa._)

D. CÉSAR (_aparte y aterrado_).--Ha llamado; sin duda vendrá el amo en
persona y estoy perdido.

  (_Entra uno de los negros. D. César, presa de la más viva ansiedad,
  se dirige al lado opuesto de aquel en que está el negro, como no
  sabiendo qué hacer._)

EL LACAYO (_al negro_).--Abrocha al señor.

  (_El negro se aproxima gravemente á D. César que le mira estupefacto,
  le abrocha el cuello de la capa, saluda y sale._)

D. CÉSAR (_levantándose: aparte_).--Estoy en casa de Belcebú, no hay
duda. (_Pasa al proscenio y se pasea á largos pasos._) En fin, dejemos
rodar la bola y aprovechémonos de la ocasión. Voy á dar aire al dinero;
ya que le poseo, ¿qué puedo hacer de él? (_Se vuelve al lacayo que
sigue sentado junto á la mesa, bebiendo y que comienza á tambalearse en
su silla._) Escucha. (_Aparte._) Veamos: con este dinero podría pagar
á mis acreedores... ¡Ca! no... Siquiera les daré alguna cantidad á
cuenta... ¿Pero por qué les he de proporcionar esa satisfacción? ¿Cómo
diablos se me ocurren semejantes ideas? Está visto que nada pervierte
al hombre como el dinero. Aun cuando se descienda de Aníbal, el oro
le hace á uno tener sentimientos de menestral. ¿Qué se diría de mí al
saber que había pagado mis deudas?... ¡Ah!

EL LACAYO (_bebiendo_).--¿Qué queréis?

D. CÉSAR.--Déjame, estoy meditando. Mientras tanto, bebe. (_El Lacayo
obedece. D. César sigue meditando y de pronto se da un golpe en la
frente como si le hubiese acometido alguna idea súbita._) Sí, eso es.
(_Al lacayo._) Levántate en seguida y oye lo que tienes que hacer. Ante
todo llénate de oro los bolsillos. (_El lacayo se levanta tambaleándose
y obedece. D. César le ayuda y continúa hablando._) Vé al extremo de la
plaza Mayor y entra en el número nueve; es una casa pequeña, pero que
sería de hermoso aspecto si uno de los cristales no estuviese roto y
tapada la rotura con un pedazo de papel.

EL LACAYO.--Entiendo.

D. CÉSAR.--Me alegro... ¡Ah! te advierto que la escalera es estrecha y
puede uno romperse el alma al subir. Ten cuidado.

EL LACAYO.--Bien.

D. CÉSAR.--En el último piso vive una hermosa á quien reconocerás
fácilmente: es baja, rubia, su cabello rizado circunda con profusión su
cabeza... una mujer encantadora, en una palabra... Se llama Lucinda; sé
con ella muy atento, porque es mi amante, y entrégala de mi parte cien
ducados. En un tabuco de al lado hallarás un prójimo que tiene la nariz
como un pimiento por el abuso del vino, y que lleva puesto siempre un
grasiento sombrero de fieltro con la pluma muy lacia. Á ese le darás
seis piastras... Luego, algo más lejos, en la esquina de la calle,
encontrarás una taberna, y en ella, bebiendo y fumando, un hombre de
aire pacífico y de elegante aspecto, que bebe y fuma pero que no jura
nunca, y á quien acompaña un íntimo amigo mío, llamado Tormentas...
Dales treinta escudos, y diles por toda explicación que se los beban
juntos, y que no les faltarán otros cuando esos se acaben... ¡Ah! y no
te admires si ves que abren mucho los ojos...

EL LACAYO.--¿Qué más?

D. CÉSAR.--Guárdate el resto. Y luego...

EL LACAYO.--Decid.

D. CÉSAR.--Te vas á divertir. Gastas y triunfas y haces lo que quieras,
con tal que no vuelvas á tu casa hasta mañana por la noche.

EL LACAYO.--Seréis obedecido, príncipe.

  (_Se dirige hacia la puerta tambaleándose._)

D. CÉSAR (_aparte, mirándole_).--Está completamente borracho. (_Le
llama y el lacayo vuelve._) ¡Ah! Se me olvidaba. Cuando salgas,
seguramente te seguirán los desocupados. Haz honor con tu conducta á lo
que has bebido. Pórtate con nobleza. Si de tus bolsillos caen algunos
escudos, déjalos; y si algunos menesterosos ó necesitados los recogen,
déjalos hacer.--No te incomodes tampoco si alguien busca más dinero
en tus bolsillos; sé indulgente; piensa que todos somos hombres y que
en este valle de lágrimas se ha de conceder de vez en cuando algunas
alegrías á las criaturas. (_Con melancolía._) Los que tal hagan,
serán ahorcados un día ú otro... Justo es guardarles toda clase de
consideraciones... Puedes irte. (_El lacayo sale. D. César, al quedar
solo, se sienta, apoya los codos sobre la mesa y medita._) Un hombre
cuerdo y cristiano, cuando posee dinero, debe hacer buen uso de él...
Tengo para vivir por lo menos ocho días y los viviré... Si me quedase
algo, lo emplearía en fundaciones piadosas. Pero no me atrevo á confiar
mucho en ello, porque sin duda me quedaré sin nada muy pronto. Esto
debe ser una equivocación. Ese torpe habrá dado mal el recado ó yo he
pronunciado mal mi nombre...

  (_Se abre la puerta del fondo y entra una dueña vieja, con el pelo
  canoso, basquiña y mantilla negras y abanico._)


ESCENA IV

D. CÉSAR, UNA DUEÑA

LA DUEÑA (_en el dintel de la puerta_).--¿Don César de Bazán?

  (_D. César, que estaba pensativo, levanta bruscamente la cabeza._)

D. CÉSAR.--¿Otro más? (_Aparte._) Es una mujer. (_Mientras que la
dueña, sin moverse del fondo, hace una profunda reverencia, él se
adelanta estupefacto hacia el proscenio._) ¡Preciso es que el diablo
ó Salustio anden mezclados en todo esto! Apostaría á que voy á ver
á mi primo. ¡Una dueña! (_Alto._) Yo soy don César. ¿Qué queréis?
(_Aparte._) Por lo general una vieja anuncia una joven.

LA DUEÑA (_haciendo otra reverencia y la señal de la cruz_).--Señor
mío, os saludo hoy, día de ayuno, en el nombre del Dios hijo,
todopoderoso y su excelso Padre.

D. CÉSAR (_aparte_).--Ya se sabe: á principio devoto, amoroso final.
(_Alto._) Amén. Buenos días.

LA DUEÑA.--Dios os tenga en su santa guarda. (_Con misterio._) ¿Habéis
dado á quien me envía á vos una cita reservada para esta noche?

D. CÉSAR.--Soy capaz de eso y de mucho más.

LA DUEÑA (_sacando de su guarda-infante una esquela cerrada que
presenta á D. César, pero sin entregársela_).--Entonces, señor
discreto, vos sois quien habéis dirigido esta carta á alguien que os
ama y á quien conocéis perfectamente.

D. CÉSAR.--Sin duda debo ser yo.

LA DUEÑA.--Está bien. La dama, casada probablemente con algún viejo
celoso, tiene que guardar ciertos miramientos, pues ha encargado que me
enterase bien antes de... Yo no la conozco, pero vos sí... La criada
me ha dicho lo que había de hacer... y por consiguiente no es preciso
saber los nombres...

D. CÉSAR.--Excepto el mío, según parece.

LA DUEÑA.--¡Oh! La cosa es clara. Una dama recibe una cita de su
amante, pero teme caer en algún lazo, y como las precauciones nunca
están de más... En suma, me envían aquí para recibir de vuestra boca la
confirmación.

D. CÉSAR (_aparte_).--¡Oh, qué vieja más cargante! ¡Cuánta broza rodea
á ese dulce billete!... (_Alto._) Ya te he dicho que yo soy don César.

LA DUEÑA (_colocando sobre la mesa un billete cerrado que D. César mira
con curiosidad_).--Entonces debéis escribir al dorso de esta carta
una sola palabra: _Venid_, pero no de vuestra mano, pues eso sería
comprometido.

D. CÉSAR.--Es claro, si fuese de mi mano... (_Aparte._) He aquí un
encargo bien dado.

  (_Extiende la mano para apoderarse de la carta, pero la dueña se lo
  impide._)

LA DUEÑA.--No la abráis; sin duda debéis reconocer el pliego.

D. CÉSAR.--Sí que lo conozco. (_Aparte._) ¡Y yo que ardía en deseos de
saber lo que dice!... En fin sigamos la comedia. (_Toca la campanilla y
entra uno de los negros._) ¿Sabes escribir? (_El negro mueve la cabeza
afirmativamente. D. César se admira y dice aparte:_) ¡Habla por señas!
(_Alto._) ¿Eres mudo? (_El negro hace otra señal afirmativa que asombra
nuevamente á D. César. Aparte:_) ¡Muy bien! Ya tengo que habérmelas con
un mudo. (_Señala al negro la carta que la dueña tiene sujeta sobre la
mesa._) Escribe ahí: _Venid._ (_El mudo escribe. D. César hace señas al
negro para que se vaya y á la dueña para que recoja la carta. Sale el
mudo. Aparte:_) No se puede negar que es obediente.

LA DUEÑA (_comenzando á guardar el billete y acercándose á D.
César_).--Esta noche la veréis... Debe ser muy hermosa.

D. CÉSAR.--Encantadora.

LA DUEÑA.--Yo sólo puedo decir que la criada es lindísima. Cuando me
llamó aparte en medio del sermón quedé admirada: tiene un perfil de
ángel y unos ojos de demonio... Y además parece muy experta en asuntos
amorosos.

D. CÉSAR (_aparte_).--Pues me contentaría con la criada.

LA DUEÑA.--Esto es ya para formar juicio, pues siempre lo bello
aborrece lo feo, y por la esclava se puede conocer lo que será la
sultana, así como por el criado lo que es el amo. Seguramente la mujer
que esperáis es hermosísima.

D. CÉSAR.--Estoy orgulloso de ello.

LA DUEÑA (_haciendo una reverencia y en ademán de retirarse_).--Bésoos
la mano.

D. CÉSAR (_dándole un puñado de monedas_).--Y yo te lleno la pata.
Toma, estantigua.

LA DUEÑA (_guardándose el dinero_).--¡Qué alegre es la juventud del día!

D. CÉSAR (_despidiéndola_).--Véte.

LA DUEÑA (_repitiendo las reverencias_).--Si me necesitáis alguna vez,
me llamo la señora Oliva, y en el convento de San Isidro... (_Sale,
y vuelve á abrir la puerta._) Estoy siempre sentada á la derecha,
entrando en la iglesia, junto al tercer pilar. (_D. César se vuelve
hacia ella con impaciencia. Ciérrase la puerta, se vuelve á abrir y
reaparece la dueña._) ¡Vais á verla esta noche!... Acordaos de mí en
vuestras oraciones.

D. CÉSAR (_despidiéndola colérico_).--¡Véte! (_La dueña se va y la
puerta vuelve á cerrarse.--Solo:_) Ya estoy resuelto á no admirarme de
nada. Sin duda vivo en la Luna. Y lo cierto es que no puedo quejarme de
mi suerte: después de haber satisfecho el hambre, voy á contentar mi
corazón... Todo esto es muy hermoso. Ya veremos el final.

  (_Vuelve á abrirse la puerta del fondo y aparece D. Guritán con dos
  largas espadas desnudas debajo del brazo._)


ESCENA V

D. CÉSAR, D. GURITÁN

D. GURITÁN (_desde el fondo del teatro_).--¡Don César de Bazán!

D. CÉSAR (_se vuelve y ve á D. Guritán con las dos espadas_).--¡Al
fin; qué suerte! ¡Buena es la aventura y ahora se completa! ¡Comida
excelente, dinero, una cita de amor y un desafío! Vuelvo á ser don
César. (_Acércase alegremente á D. Guritán, haciendo muchos saludos, y
fija en él una mirada inquieta, adelantándose con lento paso hasta el
proscenio._) Aquí es, caballero; podéis entrar y tomar asiento, cual
si estuviérais en vuestra casa. Me alegro mucho veros. Hablemos un
rato. ¿Qué se dice en Madrid? ¡Oh! es una residencia deliciosa. Yo no
sé lo que allí pasa; pero imagínome que se admira siempre á Matalobos
y á Lindamira. En cuanto á mí, temería más que al ladrón de dinero á
la que roba los corazones. ¡Oh! las mujeres son endiabladas; pero yo
me vuelvo loco por ellas. ¡Vamos, decidme algo!, porque yo soy un ente
inverosímil, absurdo, un muerto que resucita, un hidalgo que llega de
los más extravagantes países.

D. GURITÁN.--Pues yo llego desde más lejos, amigo mío.

D. CÉSAR (_con expresión alegre_).--¿De qué ilustre playa?

D. GURITÁN.--De allá del Norte.

D. CÉSAR.--Y yo del Sur.

D. GURITÁN.--¡Estoy furioso!

D. CÉSAR.--Y yo rabio.

D. GURITÁN.--¡He andado seiscientas leguas!

D. CÉSAR.--¡Y yo dos mil! He visto mujeres amarillas, azules, negras y
verdes; he visto tierras bendecidas del cielo; Argel, la ciudad feliz,
y la agradable Túnez. ¡Oh! allí hay muchos turcos, de extraños modales,
y muchas personas colgadas de las puertas.

D. GURITÁN.--¡Á mí me han burlado, caballero!

D. CÉSAR.--¡Á mí me han vendido!

D. GURITÁN.--Á mí me desterraron casi.

D. CÉSAR.--Y á mí por poco me ahorcan.

D. GURITÁN.--Me envían á Neuburgo artificiosamente, para llevar una
caja con cuatro palabras escritas, que decían: «Detened el más largo
tiempo que sea posible á ese viejo loco.»

D. CÉSAR (_soltando la carcajada_).--¡Muy bien! ¿Y quién ha hecho eso?

D. GURITÁN.--¡He de retorcer el cuello á don César de Bazán!

D. CÉSAR (_gravemente_).--¡Ah!

D. GURITÁN.--Para colmo de audacia me envía un lacayo en su lugar para
excusarle, según dijo; pero no he querido verle. Muy por el contrario,
he dado orden de encerrarle, y ahora vengo en busca del amo, ese César
de Bazán, ese traidor. ¡Quiero matarle! ¡Vamos! ¿dónde está?

D. CÉSAR (_siempre con gravedad_).--Pues yo soy.

D. GURITÁN.--¡Vos! Sin duda os burláis...

D. CÉSAR.--¡Yo soy don César!

D. GURITÁN.--¡Cómo!

D. CÉSAR.--Lo dicho.

D. GURITÁN.--Señor mío, renunciad á ese papel, porque me enojáis mucho.

D. CÉSAR.--Y vos me estáis divirtiendo, porque parecéis un celoso. Os
compadezco mucho, amigo mío, pues el mal que nos viene de nuestros
vicios es peor que el que los demás nos hacen. Os digo con franqueza
que más vale ser cornudo que celoso, y más bien pobre que avaro. Vos
sois una cosa y otra. Debo advertiros que aún espero esta noche á
vuestra esposa.

D. GURITÁN.--¡Á mi esposa!

D. CÉSAR.--Sí, á ella misma.

D. GURITÁN.--¡Pero si yo no soy casado!

D. CÉSAR.--Pues ¿por qué tenéis, desde hace un cuarto de hora, el
aspecto de un marido que rabia, ó de un tigre que llora? Como os creía
casado, os daba buenos consejos; pero si no lo sois, decid por qué os
hacéis tan ridículo.

D. GURITÁN.--¿Sabéis que me estáis exasperando?

D. CÉSAR.--¡Bah!

D. GURITÁN.--¿Y que esto es ya demasiado?

D. CÉSAR.--¿De veras?

D. GURITÁN.--Me las vais á pagar...

D. CÉSAR (_examinando con aire burlón los zapatos de D. Guritán,
ocultos por una ola de cintajos, según la nueva moda_).--En otro tiempo
usábanse las cintas para adornar la cabeza; pero hoy, según veo, han
bajado hasta las botas. ¡Habrá que peinarse los pies! ¡Magnífico!

D. GURITÁN.--¡Vamos á batirnos!

D. CÉSAR (_impasible_).--¿Lo queréis así?

D. GURITÁN.--Si no sois don César, comenzaré por vos.

D. CÉSAR.--Bueno; tened cuidado de no terminar por mí.

D. GURITÁN (_presentándole una de las dos espadas_).--¡Será en el acto!

D. CÉSAR (_tomando la espada_).--Vamos allá; cuando se me presenta un
buen desafío no lo dejo escapar.

D. GURITÁN.--¡Oh!

D. CÉSAR.--Detrás del muro hay un callejón desierto.

D. GURITÁN (_probando la punta de la espada en el suelo_).--Como á
César de Bazán os mataré.

D. CÉSAR.--¿Lo creéis así?

D. GURITÁN.--Es posible.

D. CÉSAR (_doblando también la punta de la espada_).--¡Bah! muerto uno
de los dos, os desafío á que matéis á don César.

D. GURITÁN.--¡Salgamos!

  (_Salen, y se oye el ruido de sus pasos que se alejan. Por una
  puertecilla oculta, practicada en el muro, se ve salir á D.
  Salustio._)


ESCENA VI

D. SALUSTIO

D. SALUSTIO (_con traje verde oscuro, casi negro_).--¡Ningún
preparativo! (_Reparando en la mesa cubierta de manjares._) ¿Qué quiere
decir esto? (_Escuchando el ruido de los pasos de D. César y de D.
Guritán._) ¿Qué rumor es ese? (_Se pasea meditabundo._) Gudiel vió
salir esta mañana al paje y le siguió... iba á casa de Guritán... y no
veo á Ruy Blas... ¡Condenación! aquí hay alguna contramina. Tal vez
Guritán se haya encargado de algún mensaje para ella... Nada se puede
averiguar por los mudos. No había previsto este caso.

  (_Entra D. César con la espada desnuda en la mano y déjala en un
  sillón._)


ESCENA VII

D. SALUSTIO, D. CÉSAR

D. CÉSAR (_desde el umbral de la puerta_).--¡Ah! seguro estaba de que
andaríais mezclado en el asunto.

D. SALUSTIO (_volviéndose estupefacto_).--¡Don César!

D. CÉSAR (_cruzándose de brazos y soltando una carcajada_).--Sin duda
estáis urdiendo alguna trama espantosa; pero yo lo desarreglo todo. ¿No
es cierto? Paréceme que vengo á caer de golpe en medio de la masa.

D. SALUSTIO (_aparte_).--¡Todo se ha perdido!

D. CÉSAR (_riendo_).--Desde esta mañana he andado entre vuestras telas
de araña, revolviéndome en ellas; y así es que ninguno de vuestros
proyectos dará el resultado apetecido. Todos vuestros planes caerán por
tierra. Verdaderamente me regocijo mucho de ello.

D. SALUSTIO (_aparte_).--¡Demonio! ¿Qué habrá hecho?

D. CÉSAR (_riendo cada vez con más fuerza_).--Aquel hombre del saco de
dinero... que venía para el negocio... para aquello que sabéis...

  (_Se ríe._)

D. SALUSTIO.--¿Y bien, qué?

D. CÉSAR.--Lo he embriagado.

D. SALUSTIO.--Pero ¿y el dinero que llevaba?

D. CÉSAR (_majestuosamente_).--He hecho varios regalos á ciertas
personas. ¡Pardiez, siempre se tienen amigos!

D. SALUSTIO.--De mí sospechas injustamente... Yo...

D. CÉSAR (_haciendo sonar sus gregüescos_).--Por lo pronto he llenado
mis bolsillos, como podréis comprender. (_Vuelve á reirse._) Ya
sabéis... aquella dama...

D. SALUSTIO.--¡Oh!

D. CÉSAR (_observando su inquietud_).--Aquella conocida vuestra... (_D.
Salustio escucha con la mayor ansiedad; D. César prosigue riendo._) Que
me envía una dueña vieja y espantosa, con más barbas que un ermitaño...

D. SALUSTIO.--¿Para qué?

D. CÉSAR.--Para preguntarme, con prudencia y sin ruido, si es don César
quien la espera esta noche...

D. SALUSTIO (_aparte_).--¡Cielos! (_En voz alta._) ¿Qué has contestado?

D. CÉSAR.--He dicho que sí; que la esperaba.

D. SALUSTIO (_aparte_).--¡Tal vez no se haya perdido todo!

D. CÉSAR.--En fin, vuestro matón, llamado Guritán, según me dijo en
el terreno... (_Movimiento de D. Salustio._) y que esta mañana no
quiso recibir un lacayo de don César, portador de un mensaje, viniendo
después á pedirme no sé qué satisfacción...

D. SALUSTIO.--¿Y bien? ¿qué has hecho?

D. CÉSAR.--He dado muerte á ese pajarraco.

D. SALUSTIO.--¿De veras?

D. CÉSAR.--Temo que sí.

D. SALUSTIO (_aparte_).--¡Respiro! ¡Bondad divina, nada se ha perdido!
Sin embargo, convendrá desembarazarme por el pronto de este rudo
auxiliar. En cuanto al dinero, importa poco. (_En voz alta._) El lance
es singular. ¿Y no habéis visto á otras personas?

D. CÉSAR.--No; pero las veré. Por lo pronto quiero publicar mi nombre
en todas partes, y voy á dar un escándalo terrible. No tengáis cuidado.

D. SALUSTIO (_aparte_).--¡Diablo! (_Aproximándose vivamente á D.
César._) Guárdate el dinero, pero véte.

D. CÉSAR.--¡Ya! ¡Daríais orden de que me siguieran! Harto sé vuestra
manera de proceder; y muy pronto volvería á ver las azules aguas del
Mediterráneo. ¡Nada de eso!

D. SALUSTIO.--Créeme.

D. CÉSAR.--No. Sospecho que en este palacio-prisión alguno será víctima
de vuestros manejos. Toda intriga cortesana es una escalera doble; por
una parte el paciente, con los brazos ligados y la mirada triste; y por
otra, el verdugo. Vos sois el ejecutor, y necesariamente...

D. SALUSTIO.--¡Oh!

D. CÉSAR.--Pero yo llego á tiempo, tiro de la escalera, y cataplum.

D. SALUSTIO.--Te juro...

D. CÉSAR.--Quiero desbaratarlo todo, y para ello debo quedarme hasta
el fin de la intriga. Sé que sois muy astuto, primo mío, y que no os
costaría mucho matar dos pájaros de una pedrada. Yo sería uno de ellos,
y por lo mismo me quedo.

D. SALUSTIO.--Escucha...

D. CÉSAR.--¡No me vengáis con retóricas! ¡Ah! ¡Conque hacéis que me
vendan á los piratas de África, y entre tanto fabricáis aquí un falso
César, comprometiendo mi nombre!

D. SALUSTIO.--¡Casualidad!

D. CÉSAR.--¿Casualidad? Manjar es ese que los bribones dan á los
tontos. Mucho sentiré que vuestros planes se desbaraten; mas pretendo
salvar á los que aquí perdéis. Voy á publicar mi nombre desde los
tejados á voz en cuello. (_Se sube en el poyo de la ventana y mira por
fuera._) ¡Esperad! Precisamente pasan unos alguaciles por aquí. (_Pasa
el brazo á través de los barrotes y agítale gritando_): ¡Hola! venid
aquí.

D. SALUSTIO (_asustado, en el proscenio: aparte_).--¡Todo se ha perdido
si le reconocen!

  (_Entran los alguaciles precedidos de un alcalde. D. Salustio parece
  presa de una viva ansiedad. D. César se dirige al alcalde con aire de
  triunfo._)


ESCENA VIII

Los mismos, ALCALDE, ALGUACILES

D. CÉSAR (_al alcalde_).--Consignaréis en vuestro informe...

D. SALUSTIO (_señalando á D. César_).--Que ese es el famoso ladrón
Matalobos.

D. CÉSAR (_estupefacto_).--¡Cómo!

D. SALUSTIO (_aparte_).--Todo se salva si puedo ganar veinticuatro
horas. (_Al alcalde._) Ese hombre ha osado penetrar en estas
habitaciones en pleno día. ¡Prended al ladrón!

  (_Los alguaciles cogen á D. César por el cuello._)

D. CÉSAR (_furioso, á D. Salustio_).--¡Mentís como un bellaco!

EL ALCALDE.--¿Quién nos llamaba?

D. SALUSTIO.--Yo.

D. CÉSAR.--¡Esto es demasiado!

EL ALCALDE.--¡Vamos, callad!

D. CÉSAR.--¡Yo soy don César de Bazán!

D. SALUSTIO.--¿Don César? Mirad su capa, si os place, y hallaréis el
nombre de Salustio en el cuello; esa capa es la que me acaba de robar.

  (_Los alguaciles se apoderan de la capa, el alcalde la examina._)

EL ALCALDE.--Es verdad.

D. SALUSTIO.--Y el jubón que lleva...

[Ilustración: D. SALUSTIO.--¡_Prended al ladrón_!]

D. CÉSAR (_aparte_).--¡Ah traidor!

D. SALUSTIO (_continuando_).--Es del duque de Alba, á quien se lo robó.

  (_Mostrando un escudo bordado en la manga izquierda._)

D. CÉSAR (_aparte_).--¡Ese hombre es un demonio!

EL ALCALDE (_examinando el blasón_).--Sí, los dos castillos de oro...

D. SALUSTIO.--Y las dos calderas. (_En la lucha por desasirse, D. César
deja caer algunos doblones de sus bolsillos; D. Salustio indica al
alcalde el volumen de estos últimos._) ¿Es así cómo se lleva el dinero
que no es robado?

EL ALCALDE (_moviendo la cabeza_).--¡Hum!

D. CÉSAR (_aparte_).--¡Estoy perdido!

  (_Los alguaciles le registran y apodéranse de todo el dinero._)

UN ALGUACIL (_rebuscando_).--Aquí hay papeles.

D. CÉSAR (_aparte_).--¡Pobres billetes de amor, que tan cuidadosamente
conservaba!

EL ALCALDE (_examinando los papeles_).--¡Cartas!... ¿Qué es esto?...
escrituras diversas...

D. SALUSTIO (_haciendo notar los sobres_).--Todos del duque de Alba.

EL ALCALDE.--Sí.

D. CÉSAR.--Pero...

LOS ALGUACILES (_atándole las manos_).--¡Qué suerte ha sido cogerle!

UN ALGUACIL (_entrando, al alcalde_).--Aquí cerca se acaba de encontrar
un hombre asesinado.

EL ALCALDE.--¿Quién es el asesino?

D. SALUSTIO (_mostrando á D. César_).--¡Ese hombre!

D. CÉSAR (_aparte_).--¡Ese duelo! he sido un torpe.

D. SALUSTIO.--Al entrar, llevaba en la diestra una espada; vedla ahí.

EL ALCALDE (_examinando el acero_).--¡Sangre! Está bien. (_Á D.
César._) ¡Vamos, en marcha!

D. SALUSTIO (_á D. César, conducido por los alguaciles_).--Buenas
noches, Matalobos.

D. CÉSAR (_dando un paso hacia él y mirándole fijamente_).--¡Sois un
miserable!

[Ilustración]



[Ilustración]

ACTO V

EL TIGRE Y EL LEÓN

La misma estancia. Es de noche. En la mesa hay una lámpara. Al
levantarse el telón, Ruy Blas está solo, y una especie de toga negra
cubre su traje.


ESCENA I

RUY BLAS, solo

¡Todo acabó! ¡Sueños extinguidos, visiones desvanecidas! Hasta que
cerró la noche he andado por las calles, y ahora espero tranquilo.
Á estas horas se piensa mejor, porque la cabeza está más despejada.
Nada hay pavoroso en estas negras paredes; los muebles se hallan en
su sitio, las llaves en los armarios, y los mudos duermen abajo. La
casa está verdaderamente tranquila; no hay motivo alguno de alarma;
todo va bien, y mi paje es muy fiel: don Guritán sabe que se trata de
ella; y yo os bendigo, Dios mío, por haber permitido que el mensaje
llegue á sus manos, para que yo pueda proteger á ese ángel, burlando
los planes de don Salustio. Nada tendrá que temer ni que sufrir, y una
vez salvada... moriré tranquilo. (_Saca del pecho un frasquito y le
pone sobre la mesa._) ¡Sí, muere ahora, cobarde, y cae en el abismo;
muere como se debe morir cuando se expía un crimen; muere en esta casa,
vil, mísero y solo! (_Entreabre la toga, bajo la cual se ve la librea
que llevaba en el primer acto._) ¡Sí, muere con tu librea al fin, y
sea ella tu sudario! ¡Dios mío! si ese demonio viene á contemplar su
víctima... (_Coloca un mueble como para atrancar la puerta._) ¡Que no
éntre al menos por esa horrible puerta! (_Vuelve hacia la mesa._) ¡Oh!
seguro es que el paje ha encontrado á Guritán, pues aún no eran las
ocho de la mañana. (_Fija sus miradas en el frasquito._) En cuanto á
mí, ya he pronunciado mi sentencia, preparo mi suplicio, y yo mismo
voy á dejar caer sobre mi cuerpo la losa de la tumba. Por lo menos me
queda el consuelo de pensar que nadie puede evitarlo, y que mi caída es
irremediable. (_Se sienta en el sillón._) ¡Y sin embargo, me amaba!...
¡Que Dios me auxilie! Me falta valor... (_Llora._) ¡Oh! ¡bien hubieran
podido dejarnos tranquilos! (_Oculta la cabeza entre las manos y
solloza._) ¡Dios mío! (_Levanta la cabeza y fija en el frasquito una
mirada vaga._) El hombre que me ha vendido esto me preguntó en qué día
del mes estábamos... yo no lo sé. Los hombres son malos y ninguno se
conmueve al ver morir á uno de sus semejantes. ¡Cuánto sufro!... ¡Ella
me amaba! ¡Y pensar que nada se puede retener de aquello que pasó! ¡No
volveré á contemplarla más!... no estrecharé su mano... ¡Ángel mío!...
¡Aún me parece ver los graciosos pliegues de su traje, sus dulces ojos,
cuyas miradas me embriagaban; aún me parece oir su voz armoniosa y su
ligero paso, que hacía latir mi corazón! ¡Mujer adorada... ya no la
veré jamás, ni oiré tampoco su dulce acento! ¡Morir sin verla! ¿Es
posible? ¡Nunca!

  (_Alarga con ansiedad su mano hacia el frasquito, y en el momento
  de cogerle convulsivamente, ábrese la puerta del fondo y aparece la
  Reina; va vestida de blanco; un mantón oscuro y el capuchón, caído
  sobre la espalda, hacen resaltar más la palidez de su rostro; lleva
  una linterna sorda en la mano, la deja en el suelo y adelántase
  rápidamente hacia Ruy Blas._)


ESCENA II

RUY BLAS, LA REINA

LA REINA (_entrando_).--¡Don César!

RUY BLAS (_volviéndose con un movimiento de espanto, y tapando
presuroso su librea_).--¡Dios mío! ¡Es ella! ¡En horrible lazo ha
caído! (_En voz alta._) ¡Señora!...

LA REINA.--¿Qué significa ese grito de espanto, César?...

RUY BLAS.--¿Quién os dijo que viniérais aquí?

LA REINA.--Tú.

RUY BLAS.--¡Yo!... ¿Cómo?

LA REINA.--He recibido de vos...

RUY BLAS (_ansioso_).--¡Decid pronto!

LA REINA.--Una carta.

RUY BLAS.--¿De mí?

LA REINA.--De vuestro puño y letra.

RUY BLAS.--¡Esto es para volverse loco! Pero ¡si yo no he escrito;
estoy seguro de ello!

LA REINA (_sacando del seno un billete y mostrándolo_).--Leed, pues.

  (_Ruy Blas toma el billete con viveza y acércase á la luz._)

RUY BLAS (_leyendo_).--«Un peligro terrible me amenaza, y sólo mi reina
puede conjurar la tempestad...»

  (_Mira la letra con estupor, cual si no pudiera proseguir._)

LA REINA (_continúa, mostrando con el dedo la carta que
lee_).--«viniendo á mi casa esta noche. De lo contrario, estoy perdido.»

RUY BLAS (_con voz apagada_).--¡Oh qué traición! Este billete...

LA REINA (_continúa la lectura_).--«Junto á la puerta principal hay
una entrada por donde podéis penetrar de noche sin ser reconocida. Una
persona de confianza os abrirá.»

RUY BLAS (_aparte_).--¡Había olvidado este billete! (_Á la Reina con
voz terrible._) ¡Salid al punto!

LA REINA.--Me marcharé, don César. ¡Oh Dios mío, qué duro sois! ¿Qué os
he hecho?

RUY BLAS.--¡Cielos! ¡aquí os perdéis, señora!

LA REINA.--¿Cómo?

RUY BLAS.--No puedo explicarlo. ¡Huíd pronto!

LA REINA.--Para cumplir mejor, hasta tuve la precaución de enviar esta
mañana una dueña...

RUY BLAS.--¡Dios mío! me parece que vuestra existencia se extingue por
momentos como la vida de un corazón que se desangra. ¡Partid pronto!

LA REINA (_como herida de una idea súbita_).--La abnegación que mi amor
soñó, me inspira: os halláis en algún momento de peligro y queréis
alejarme de él... ¡Pues me quedo!

RUY BLAS.--¡Qué loca idea, Dios mío! ¡Permanecer á tal hora en
semejante sitio!

LA REINA.--La carta es de vos, y por lo tanto...

RUY BLAS (_elevando los brazos al cielo con desesperación_).--¡Bondad
divina!

LA REINA.--Queréis alejarme...

RUY BLAS (_tomándole la mano_).--Comprended...

LA REINA.--Adivino: en el primer momento me escribisteis, y después...

RUY BLAS.--¡Nada os he escrito! ¡Huíd de aquí, pobre ángel, porque os
han tendido un lazo! Por todas partes os rodean los peligros. ¿Cómo
podré convenceros? ¡Escuchad, comprended; yo os amo, ya lo sabéis,
y sólo para desechar de vuestro espíritu lo que ahora imagina, me
arrancaría el corazón del pecho! ¡Oh! ¡yo te amo, pero véte!

LA REINA.--¡Don César!...

RUY BLAS.--¡Véte! Pero ahora se me ocurre... alguien debió abrirte la
puerta...

LA REINA.--Es claro.

RUY BLAS.--¿Quién?

LA REINA.--Un hombre enmascarado, oculto por la pared.

RUY BLAS.--¡Enmascarado! ¿Y qué ha dicho ese hombre? ¿Quién puede ser?
¿Era alto? ¡Vamos, hablad!...

  (_En la puerta del fondo aparece un hombre vestido de negro._)

EL ENMASCARADO.--¡Era yo!

  (_Se quita el antifaz: la Reina y Ruy Blas reconocen con terror á D.
  Salustio._)


ESCENA III

Los mismos, D. SALUSTIO

RUY BLAS.--¡Gran Dios!... ¡Huíd, señora!

D. SALUSTIO.--Ya no es tiempo; la señora de Neuburgo ha dejado de ser
reina de España.

LA REINA (_con terror_).--¡Don Salustio!

D. SALUSTIO (_mostrando á Ruy Blas_).--Para siempre seréis la compañera
de ese hombre.

LA REINA.--¡Gran Dios, era un lazo en efecto! Y don César...

RUY BLAS (_desesperado_).--¡Ah, señora! ¿Qué habéis hecho?

D. SALUSTIO (_adelantándose lentamente hacia la Reina_).--Estáis en mi
poder; mas quiero hablaros sin excitar el enojo de Vuestra Majestad,
porque no me domina la cólera. Escuchadme tranquilamente, y no hagamos
ruido. Os encuentro sola con don César en su casa á media noche, y
tratándose de una reina, este hecho basta, una vez público, para
anular el matrimonio en Roma. El Santo Padre lo sabría muy pronto;
pero examinada detenidamente vuestra situación, todo puede arreglarse
dentro. (_Saca de su bolsillo un pergamino, desarróllale y le presenta
á la Reina._) Firmad esta carta, dirigida al Rey Nuestro Señor; yo haré
que llegue en breve á sus manos; y en cuanto á vos, abajo os espera
un coche que he mandado llenar de oro, y en el cual partiréis con don
César al punto. Yo os presto mi auxilio, y sin que nadie os inquiete,
podréis llegar á Portugal. Desde aquí, dirigíos á donde os plazca, pues
á mí me es igual: nosotros cerraremos los ojos. Obedecedme. En este
momento, nadie sabe la aventura más que yo; pero si rehusáis, todo
Madrid conocerá el hecho mañana. Y nada de arrebatos, porque estáis
en mi poder. (_Señalando la mesa, en la que hay recado de escribir._)
Podéis tomar asiento, señora.

LA REINA (_se deja caer aterrada en un sillón_).--¡Estoy en su poder!

D. SALUSTIO.--Sólo exijo de vos el consentimiento para llevar el
escrito al Rey. (_En voz baja á Ruy Blas, que escucha inmóvil, poseído
de estupor._) ¡Déjame hacer, amigo, que para ti trabajo! (_Á la
Reina._) ¡Firmad!

LA REINA (_temblando y aparte_).--¿Qué hacer?

D. SALUSTIO (_inclinándose á su oído y presentándole la
pluma_).--¡Vamos! ¿Qué vale una corona? Si perdéis el trono, en cambio
se os ofrece la felicidad. Por lo demás, no tengáis cuidado; nadie
sabrá nada de esto, porque tengo toda mi gente fuera. (_Tratando
de ponerle la pluma entre los dedos, sin que ella la rechace ni la
tome._) ¡Vamos! (_La reina, indecisa y aterrada, le mira con expresión
angustiosa._) ¡Si no firmáis, os espera el escándalo y el claustro!

LA REINA (_agobiada_).--¡Oh Dios mío!

D. SALUSTIO (_mostrando á Ruy Blas_).--César os ama; le creo digno de
vos; es de noble alcurnia, duque de Olmedo, Bazán y grande de España...

  (_Empuja hacia el pergamino la mano de la Reina, que temblorosa y
  fuera de sí parece dispuesta á firmar._)

RUY BLAS (_como volviendo en sí de improviso_).--¡Yo me llamo Ruy
Blas, y soy un lacayo! (_Arrancando de manos de la Reina la pluma y el
pergamino, y rasgando este último._) ¡Al fin!... ¡Me sofocaba!... ¡No
firméis, señora!

LA REINA.--¿Qué decís, don César?...

RUY BLAS (_dejando caer su toga y mostrándose con la librea sin
espada_).--Digo que ya basta de traiciones; que no quiero la felicidad
á este precio. ¡Ah! es inútil que me habléis al oído, don Salustio;
tiempo era ya de despertarme y de romper los lazos que me ligaban en
vuestros odiosos planes. No pasaremos de aquí. ¡Si yo tengo el traje de
lacayo, vos tenéis de lacayo el alma!

D. SALUSTIO (_á la Reina, con frialdad_).--Ese hombre es efectivamente
mi lacayo. (_Á Ruy Blas con autoridad._) ¡Ni una palabra más!

LA REINA (_dejando escapar al fin un grito de desesperación y
retorciéndose los brazos_).--¡Santo cielo!

D. SALUSTIO (_continuando_).--Sólo que ha hablado demasiado pronto.
(_Crúzase de brazos; irguiéndose y con voz tonante._) ¡Pues bien, sí;
ahora digámoslo todo; poco importa, porque así será mi venganza más
completa! (_Á la Reina._) ¿Qué pensáis de esto, señora? Á fe mía que la
corte se reirá bien. ¡Ah! ¡vos me arruinasteis, y yo os destrono! ¡Vos
tuvisteis á bien desterrarme, y yo os expulso! ¡Vos me ofrecisteis para
esposa vuestra criada; yo os doy por amante mi lacayo! También podéis
uniros con él, puesto que el rey se va; y así su corazón será vuestra
riqueza. (_Riendo._) ¡Y le habréis hecho duque á fin de ser duquesa!
(_Rechinando los dientes._) ¡Ah, me habéis hundido, arruinado, y entre
tanto vos dormíais tranquila y confiada! ¡Qué locura!

  (_Mientras que habla, Ruy Blas se acerca á la puerta del fondo, la
  cierra con llave, y después se acerca á don Salustio por detrás, sin
  que éste lo note. En el momento en que acaba de hablar, fijando en la
  Reina una mirada de odio y de triunfo, Ruy Blas coge la espada de D.
  Salustio por la empuñadura y la desenvaina vivamente._)

RUY BLAS (_con aspecto terrible y la espada en la mano_).--¡Paréceme
que acabáis de insultar á vuestra Reina! (_D. Salustio se precipita
hacia la puerta; Ruy Blas le cierra el paso._) ¡Oh! no vayáis por ahí
que está cerrado. Marqués, hasta este día Satanás te ha protegido; mas
ahora no escaparás de mis manos; si de mi poder quiere arrancarte,
que se presente. ¡Ahora llegó mi vez, y aplasto á la serpiente que
encuentro en mi camino! ¡Nadie entrará aquí, ni el diablo ni tu gente,
y te sujetaré bajo mi pie de acero! Señora, este hombre os hablaba
con insolencia, y yo voy á explicarme... Ante todo os diré que es un
desalmado, un monstruo, y que ayer me martirizó á su antojo cruelmente.
No podríais imaginar hasta qué punto lloré y supliqué. (_Al marqués._)
Me explicabais vuestras quejas, hablándome de agravios recibidos;
pero yo no comprendí. ¡Ah, miserable! ¡osáis ultrajar á vuestra Reina
estando yo aquí! Me asombra que podáis ser hombre de ingenio. ¿Creíais
que yo permanecería impasible? Escuchad, sea cual fuere su esfera,
cuando un hombre, un traidor, ultraja á una mujer, ó comete algún
delito monstruoso, todos tenemos derecho para escupirle á la cara y
aplicarle el castigo. ¡Pardiez, si he sido lacayo, también podré ser
verdugo!...

LA REINA.--¡No matéis á ese hombre!

RUY BLAS.--Con sentimiento debo ejercer ante vos mis funciones, señora,
porque es forzoso acabar con el asunto en este sitio. (_Empuja á D.
Salustio hacia el gabinete._) ¡Está dicho; id á poneros bien con Dios
ahí dentro!

D. SALUSTIO.--¡Es un asesinato!

RUY BLAS.--¿Te parece así?

D. SALUSTIO (_desarmado y paseando una mirada de cólera á su
alrededor_).--¡Ni un arma en esas paredes! (_Á Ruy Blas._) ¡Una espada
al menos!

RUY BLAS.--¡Marqués, tú te burlas! ¿Soy yo caballero acaso para cruzar
contigo el acero? Yo no soy más que un vil lacayo, que viste librea
galoneada, un bergante á quien se castiga y se azota. ¡Pero ahora te
voy á matar, como á un infame cobarde, como á un perro!

LA REINA.--¡Gracia para él!

RUY BLAS (_á la Reina, cogiendo al marqués_).--Señora, aquí cada cual
se venga; el demonio no puede ser salvado por el ángel.

LA REINA (_de rodillas_).--¡Gracia!

D. SALUSTIO (_gritando_).--¡Al asesino! ¡Socorro!

RUY BLAS (_levantando la espada_).--¿Has acabado ya?

D. SALUSTIO (_arrojándose sobre él y gritando_).--¡Muero asesinado!

RUY BLAS (_empujándole en el gabinete_).--¡No, mueres castigado!

  (_Desaparecen en el gabinete, cuya puerta se cierra._)

LA REINA (_sola, cae desvanecida en el sillón_).--¡Cielos!

  (_Sigue una pausa; Ruy Blas vuelve á entrar, pálido y sin espada._)


ESCENA IV

LA REINA, RUY BLAS

  (_Ruy Blas da algunos pasos vacilando hacia la Reina, inmóvil y
  helada, y después cae de rodillas, con la vista fija en el suelo,
  cual si no se atreviese á levantarla._)

RUY BLAS (_con voz grave y baja_).--Ahora, señora, es preciso que os
hable... pero no me acercaré. Os juro que no soy tan culpable como me
creéis. Reconozco mi traición, que debe pareceros horrible..., quisiera
referíroslo todo, mas no es fácil. Sólo puedo decir que no tengo el
alma vil, y que soy honrado en el fondo... Mi amor me ha perdido, y
harto conozco que debí buscar algún otro medio. En fin, el mal está
hecho... perdonadme, señora, por haberos amado.

LA REINA.--¡Caballero!...

[Ilustración: LA REINA.--¡_Ruy Blas_!]

RUY BLAS (_siempre de rodillas_).--No temáis; no me acercaré á Vuestra
Majestad; pero voy á decirlo todo, punto por punto. ¡Oh! creedme, no
soy un vil; hoy he corrido por la ciudad como un loco, y la gente me
miraba; cerca del hospital que habéis fundado, sentí vagamente que una
mujer del pueblo enjugaba compasiva el sudor que brotaba de mi frente.
¡Compadeceos de mí, Dios mío, mi corazón se rompe!

LA REINA.--¿Qué deseáis?

RUY BLAS (_uniendo las manos_).--Que me perdonéis, señora.

LA REINA.--¡Nunca!

RUY BLAS.--¡Nunca! (_Se levanta y adelántase hacia la mesa._) ¿Es esa
vuestra resolución?

LA REINA.--¡Sí!

RUY BLAS (_coge el frasco que está sobre la mesa, acércale á sus labios
y apura el contenido_).--¡Triste llama, extínguete de una vez!

LA REINA (_corriendo hacia él_).--¿Qué hace?

RUY BLAS (_dejando el frasco_).--¡Nada! Mis males han terminado; me
maldecís, y yo os bendigo; esto es todo.

LA REINA (_aterrada_).--¡Don César!

RUY BLAS.--¡Cuando pienso, pobre ángel, que me habéis amado!

LA REINA.--¿Qué filtro es ese? ¿Qué habéis hecho? ¡Decídmelo,
contestadme, hablad! ¡César, yo te perdono, te amo y te creo!

RUY BLAS.--Me llamo Ruy Blas.

LA REINA (_rodeándole con sus brazos_).--Ruy Blas, os perdono; pero
¿qué habéis hecho? ¡Hablad, yo os lo mando! ¿Es veneno ese horrible
licor?

RUY BLAS.--Sí; pero siento alegría en el corazón. (_Abrazando á la
Reina y levantando los ojos al cielo._) ¡Permitid, oh Dios mío, que
este pobre lacayo bendiga á su Reina, porque ella consoló su triste
corazón; permitid que por su piedad muera ya que por su amor vivió!

LA REINA.--¡Dios mío!¡Un veneno! ¡Y yo soy la causa de su muerte! ¡Yo
te amo, y te había perdonado!

RUY BLAS (_desfallecido_).--Lo mismo hubiera hecho. (_Su voz se apaga;
la Reina le sostiene en sus brazos._) Ya no podía vivir. ¡Adiós!
(_Mostrando la puerta._) ¡Huíd de aquí! Todo quedará en secreto... ¡Yo
muero!

  (_Cae._)

LA REINA (_arrojándose sobre su cuerpo_).--¡Ruy Blas!

RUY BLAS (_á punto de morir, vuelve en sí al oir su nombre pronunciado
por la Reina_).--¡Gracias!

[Ilustración]



ÍNDICE


                                                       PÁGINAS.

LUCRECIA BORGIA

  Prefacio.                                                  7

  LUCRECIA BORGIA: Drama en tres actos.                     13

  Acto primero -- Afrenta sobre afrenta.

    Parte primera.                                          15

    Parte segunda.                                          34

  Acto II -- La pareja.

    Parte primera.                                          49

    Parte segunda.                                          73

  Acto III -- Embriaguez mortal.                            79


MARÍA TUDOR

  Prefacio.                                                101

  MARÍA TUDOR: Drama en tres jornadas.                     105

  Jornada primera -- El hombre del pueblo.                 107

  Jornada segunda -- La reina.                             139

  Jornada tercera -- ¿Cuál de los dos?

    Parte primera.                                         165

    Parte segunda.                                         190


LA ESMERALDA

  Prefacio.                                                205

  LA ESMERALDA: Libreto de ópera en cuatro actos.          207

  Acto primero.                                            209

  Acto II.                                                 221

  Acto III.                                                231

  Acto IV.                                                 239


RUY BLAS

  Prólogo.                                                 255

  RUY BLAS: Drama en cinco actos.                          263

  Acto primero -- Don Salustio.                            265

  Acto II -- La reina de España.                           289

  Acto III -- Ruy Blas.                                    311

  Acto IV -- Don César.                                    331

  Acto V -- El tigre y el león.                            361



*** End of this LibraryBlog Digital Book "Dramas (2 de 2) - Lucrecia Borgia ; María Tudor ; La Esmeralda ; Ruy Blas" ***

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